Lisa Marie Rice Fuego
Más Caliente que el Protectores 02
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LISA MARIE RICE
MÁS
CALIENTE QUE EL FUEGO 2º Serie Protectores
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Índice ARGUMENTO............................................................................. 4 Prólogo..................................................................................... 5 Capítulo 1............................................................................... 15 Capítulo 2............................................................................... 32 Capítulo 3............................................................................... 36 Capítulo 4............................................................................... 54 Capítulo 5............................................................................... 63 Capítulo 6............................................................................... 73 Capítulo 7............................................................................... 86 Capítulo 8............................................................................. 114 Capítulo 9............................................................................. 122 Capítulo 10........................................................................... 135 Capítulo 11........................................................................... 145 Capítulo 12........................................................................... 157 Capítulo 13........................................................................... 174 Capítulo 14........................................................................... 186 Capítulo 15........................................................................... 211 Capítulo 16........................................................................... 229
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ARGUMENTO
El mundo la conoce solamente como Eve... Aunque sus canciones han vendido millones, ella es un enigma, un misterio cautivador. Pero para el ex agente Delta Force Harry Bolt, ella es un ángel cuya sensual y ronca voz le devolvió a la vida después de la pesadilla que fue Afganistán. Nada más importa. Y ahora una asustada e impotente belleza ha traspasado la puerta de su empresa de seguridad privada de San Diego, huyendo de algo secreto, algo mortal... y Harry sabe inmediatamente que esta es la mujer que le salvó. Él es la última esperanza para esta cautivadora sirena sin pasado: ni siquiera en sus sueños más calientes se hubiera imaginado que la señorial Eve pudiera ser tan tentadora, tan dolorosamente deseable. Pero aunque arde por perderse entre los poderosos brazos de Harry, Eve no acaba de confiar en este duro y atormentado ex soldado que promete protegerla. Rendirse podría significar dulce éxtasis o condena segura. ¿Puede ella abrir su corazón, incluso si eso significa arriesgar su vida?
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Prólogo
San Diego Día de Navidad. Era Navidad, pero no para Harry Bolt. Toda la ciudad era presa de la fiebre de la Navidad. No se podía caminar por ningún lugar del centro sin que te bombardearan villancicos y sin chocar con molestos falsos ancianos, disfrazados con barbas blancas y trajes rojos que pedían dinero para los pobres: africanos pobres, víctimas de terremoto pobres, inmigrantes ilegales pobres. Por supuesto, nadie pensaba realmente en los pobres que vivían a la vuelta de su propia esquina. Esa gente agradable de los sótanos de la iglesia, los hombres de barba blanca y trajes rojos y los escolares cantando villancicos huirían gritando si tuvieran que ver dónde vivía Harry Bolt con su mamá, su novio gilipollas del mes y su hermana pequeña, Christine. No había luces de Navidad en las deprimentes calles de su barrio, ni árbol de Navidad adornando los cuartos del sótano en que vivían. Ningún árbol de Navidad, ninguna decoración, ningún regalo. Mierda, tampoco comida ni leche. Bueno, al menos Crissy comería hoy. Él había gorroneado en tres de los basureros situados detrás de la calle de los restaurantes, meneando la cabeza ante lo que la gente tiraba; encontró pollo frito, puré de patatas, pechuga de pavo y cerca de cinco porciones de pastel. Y siguiendo con la buena racha había entrado en una tienda de juguetes y robado una Barbie. La alarma de la puerta había sonado, pero Harry había sido rápido. Siempre era rápido y nunca lo habían atrapado. Sonrió, pensando en darle a Crissy la Barbie. Ella tendría que mantener bajos sus gritos de alegría, para no molestar ni a mamá ni al gilipollas. Aunque cuando mamá
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estaba drogada, lo que parecía ser todo el tiempo últimamente, no le importaba una mierda. Al último gilipollas no le había importado una mierda, oh seh, a él le gustaban las niñitas. Él lo había visto ponerse duro cuando, una vez, a Crissy se le vieron las bragas. Sin embargo un cuchillo en las costillas del gilipollas y una advertencia muy clara, si de cualquier modo tocas a mi hermana te descuartizaré, lo mantuvo alejado. Al día siguiente, Harry robó seis pares de pantalones para niñas y Crissy no volvió a usar falda de nuevo. Ese gilipollas se fue y el actual, Rod, tomó su lugar. A este no le gustaban las niñas, de ninguna manera, pero le gustaba golpear a la gente. Era de noche cuando Harry llegó a casa caminando. No tenía dinero para el autobús, así que tenía que ir a pie a todas partes. Bajó por las escaleras mohosas y abrió de un empujón la puerta de madera resquebrajada. Había un silencio total y absoluto en la casa. Eso eran malas noticias. Significaba que, o tanto mamá como el imbécil habían dejado sola a una niña de cinco años en una casa con las cerraduras rotas en el peor barrio del mundo, o estaban drogados. De nuevo. Vio que estaban drogados mientras cerraba la puerta desvencijada detrás de sí. Su madre estaba sentada en el sofá roto, la cabeza colgaba hacia un lado, la mirada vacía. Mierda. ¿De dónde sacaba el dinero para conseguir droga? Todas las luces estaban apagadas. La única luz visible provenía de debajo de la puerta de la habitación que compartía con Crissy. Oyó un arrastrar de pies en la esquina donde estaba la mesa. Rod, bebiendo una cerveza. Él ni siquiera volvió la cabeza cuando Harry entró. La puerta de su dormitorio se abrió. Había una bombilla de baja potencia en su habitación y la luz se derramó en la sala de estar. —¡Hawwy! —La voz entusiasmada de Crissy se oyó. Ella corrió hacia él y se aferró a sus piernas, sonriéndole abiertamente—. ¡Volviste! ¡Filiiiz Navidad! —Era pequeña para una niña de cinco años de edad, el cabello de un rubio más claro que el suyo, los ojos del mismo marrón claro que los de él. Sus pequeños brazos se levantaron, su juego habitual. —¡Upa, Hawwy!
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Él la levantó, sujetándola con un brazo, manteniendo las bolsas apretadas en su costado por el otro. Crissy no pesaba nada. Harry había crecido mucho recientemente y estaba desarrollando músculos. El gilipollas caminó vacilante alrededor de él. —Harry —vino la voz profunda del rincón—. ¿Qué tienes en las bolsas, muchacho? El corazón de Harry se vino a pique. La voz del gilipollas articulaba mal, los ojos entornados y desenfocados. Estaba más volado que una cometa. Eso era malo. Cuando se drogaba, su madre solo se quedaba dormida. El gilipollas se volvía muy cruel. Harry movió las bolsas detrás de él y las dejó caer silenciosamente al suelo. El gilipollas tenía poca capacidad de atención. Si no las veía, probablemente se olvidara de ellas. —Nada —dijo—. Solo un poco de basura que encontré. El gilipollas volvió la cabeza por completo y el corazón de Harry comenzó a palpitar. Sus ojos eran fríos, inhumanos, como los ojos de los perros salvajes que corrían en jaurías por esa parte de la ciudad. Cuando tenía esa expresión, los problemas llegaban rápido. Los puños carnosos y grandes del imbécil se abrían y se cerraban sobre la mesa una y otra vez. Otra mala señal. Solo estaba esperando una excusa para estallar, para ponerse violento. Y aunque Harry era joven, fuerte y rápido, el imbécil pesaba casi ciento treinta y cinco kilos y cuando estaba drogado, probablemente no podía sentir el dolor. Era como un autómata violento. Por no mencionar el hecho que Harry no podría correr rápido llevando a Crissy y él nunca la dejaría atrás. Algo malo iba a suceder. Estaba en el aire. El sótano apestoso, frío y húmedo hedía de creciente violencia a punto de ser desatada. Harry hizo la única cosa que podía hacer, lo mismo que hacía con los perros salvajes. Él no podía luchar contra una jauría de perros y no podía luchar contra el gilipollas mientras estuviera drogado, particularmente con Crissy mirando. Así que clavó los ojos en el suelo con actitud sumisa y se calló. Lo único que el gilipollas odiaba, era lo que él llamaba un niño “bocazas”.
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Crissy estaba en completo silencio. Por lo general, no podía hacerla callar, pero en su corta vida había aprendido quién era peligroso. Ella siempre captaba el mensaje de Harry. Cuando él estaba en silencio, entonces ella también. En sus cinco años de vida, la niña había visto un montón de mierda realmente repugnante de este gilipollas, del gilipollas antes que él y del anterior a ese. La mano de Harry cubrió la espalda de Crissy. Aunque ella estaba en silencio, apoyó la cabeza en su hombro para mayor comodidad, él podía sentirle el corazoncito latiendo acelerado, agitándose por el pánico. Estaba aterrorizada. Tenía solo cinco años de edad y estaba jodidamente aterrorizada. Sin dejar de mirar al suelo, recogiendo las bolsas en silencio, Harry se alejó retrocediendo, otra vez lentamente, exactamente como si estuviera enfrentando una jauría de perros salvajes. Funcionó. Entró en silencio en la habitación y cerró la puerta. Esperó, escuchando. Tranquilo al otro lado. La cabeza de Crissy estaba enterrada en su hombro. —¿Hawwy? —susurró ella—. ¿Está bien, ahora? —Está bien, dulzura. —Harry pegó una sonrisa a su cara y palmeó el hombro de su hermana pequeña, deseando por billonésima vez que Crissy hubiera nacido en otra familia. Una familia que la amaría por la dulce niña que era, en lugar de criarla en este agujero de mierda, donde solo Harry se interponía entre ella y ser golpeada hasta la muerte. O algo peor. Él escuchó durante un largo tiempo, pero su madre y el gilipollas estaban tranquilos. Por el momento. Principalmente, ellos estaban peleando o follando, a veces ambas cosas a la vez. Él tenía un alijo de platos y tenedores de plástico que había recuperado de un contenedor de basura que guardaba en el armario. Los sacó y los puso sobre la cama. Crissy lo observaba, los ojos abiertos de par en par, con el pulgar en la boca. Harry había tratado una vez de quitarle ese hábito, pero finalmente se dio cuenta de que ella necesitaba chuparse el dedo para consolarse. Dios sabía que no había mucho de eso en su vida. Él trataba de protegerla tanto como le fuera posible, pero no podía evitarlo todo.
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Bien, incluso Crissy y él se merecían que algo pasara por Navidad. Le cortó en pedacitos la pechuga de pavo sobre el plato, sacó algunas cucharadas de puré de papa y se lo dio con cuidado. Ella estaba hambrienta, él sabía que ella tenía hambre porque nadie habría pensado en darle de comer durante todo el día, pero esperó hasta que su propio plato estuvo lleno y él tuvo el tenedor en la mano. —Come, Crissy —le dijo, y ella lo hizo, pero solo después que él empezara a comer. Era gracioso. Su madre había ignorado a Crissy toda su vida. Ella habría abortado, salvo que se enteró demasiado tarde de que estaba embarazada y ningún doctor habría estado dispuesto a practicar el aborto. Había recaído en Harry la responsabilidad de criar a Crissy, aunque sabía una mierda acerca de criar a una niña y él era un medio salvaje. Así que, aunque había hecho de todo para mantenerla alimentada, abrigada y al menos moderadamente limpia, ciertamente no había hecho nada para inculcarle modales. Y a pesar de eso, era como si Crissy hubiera nacido en algún puto palacio de un reino lejano. Nadie nunca le había enseñado a comer. Lo había aprendido sola, mirando a Harry. Excepto que donde Harry comía como un lobo, ella comía con delicadeza, sin liar nunca un desastre. Era una pequeña princesa atrapada entre los gnomos. Ella bajó su tenedor pulcramente y le sonrió. Harry extendió el brazo y hurgó en la bolsa, sacando la caja. Por supuesto, el regalo no estaba envuelto, pero a Crissy sin duda no le importaría. —Aquí, mocosa —dijo, tendiéndosela—. Feliz Navidad. El rostro de Crissy se iluminó. Su otra muñeca era algo andrajoso a lo que le faltaba un brazo, pero ella la amaba y mimaba durante horas. Una Barbie completamente nueva, Crissy estaba en el cielo de las muñecas. —¡Oh, Hawwy! ¡Una Balbi! —chilló ella. Él trató de callarla, pero ya era demasiado tarde. La puerta de la habitación se abrió violentamente rebotando contra la pared, y el gilipollas estaba de pie allí, la cabeza casi tocando la parte superior del marco.
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Se tambaleó, sacando rápidamente una mano para sostenerse. Su cabeza se bamboleaba mientras tratada de enfocar y Harry pensó: Oh hombre, esto va a ser malo. Realmente malo. Rod finalmente se focalizó en Harry, quien había puesto a Crissy detrás de él. Ella se aferraba a la parte de atrás de sus piernas, totalmente callada ahora. Nunca hacía un sonido cuando Rod estaba de ese humor. Rod estaba respirando con dificultad, por algún motivo ya enfurecido. —¿Qué está escondiendo esa mocosa? —Rod empujó la cabeza hacia adelante como un toro dispuesto a embestir—. ¿Hmm? ¿Qué mierda tiene en la mano? Rod avanzó con pesadez y Harry se puso delante de él. Podía sentir a Crissy detrás de él aferrándose a sus vaqueros. —Nada. Ella no tiene nada. Déjala en paz. Rod levantó los ojos, parecía más una criatura de la noche que un ser humano. Harry tenía solo doce años de edad, pero supo que estaba mirando al mal directamente a la cara. Rod se agachó y Harry trató de no echarse para atrás ante el olor de su aliento. Así de cerca, también podía oler el sudor, la grasa y la locura. Era un olor aterrador. —Entonces, ¿qué coño está ocultando? —gritó Rod, dándole un puñetazo en el pecho. Harry retrocedió, pero no cayó. Notó un movimiento a su derecha. Harry bajó la mirada. Una mano pequeña tendía la muñeca. A Harry se le retorció el corazón. Crissy estaba sacrificando su Barbie al monstruo para salvar a su hermano. Harry trató de empujar su manita hacia atrás, pero ya era demasiado tarde. Los ojos de Rod se iluminaron con un brillo salvaje. Le arrebató la muñeca. Se veía ridículamente pequeña y llena de volantes en su enorme zarpa. Él la miraba de la manera que lo haría un simio, sosteniéndola de un lado al otro. Harry casi podía ver el cerebro enloquecido de Rod echar humo mientras se iba calentando hasta enfurecerse. Sacudió la muñeca en la cara de Harry. —Entonces, ¿de dónde coño has conseguido el dinero para comprar esto? ¿Me has estado ocultando algo? —Su voz se elevaba con cada palabra hasta que al final estaba casi chillando. A Harry se le erizaron los pelos de la nuca.
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El monstruo dio un paso atrás, dejando colgada la muñeca de su mano. Se tambaleó, se balanceó de manera inestable y luego encontró el equilibrio de nuevo. —¡Tienes dinero aquí! ¡Lo sabía! —El gilipollas gritaba a viva voz y le arrancó la cabeza a la Barbie, luego los dos brazos y las piernas. Trató de meter un dedo enorme en los agujeros, no pudo hacerlo y arrojó descuidadamente el tronco de la muñeca. Miró a su alrededor, entornando los ojos cuando vio el bate de béisbol de Harry. Lo levantó, dándole unos cuantos golpes de prueba contra su mano izquierda. Harry reculó lentamente, su corazón martillando. El gilipollas dio un paso adelante, haciendo un giro en el aire con el bate. El silbido del aire desplazado sonó fuerte en la habitación. —¿Qué más has estado escondiendo de mí, pequeña mierda? Apuesto a que tienes un montón de cosas, no eres tan estúpido como pareces. Apuesto a que tienes un puñetero montón de cosas que ¡estás escondiéndome! —lo último fue dicho en un bramido mientras se daba la vuelta y bajaba el bate con fuerza en el rectángulo de aglomerado apoyado sobre dos caballetes que servía como escritorio de Harry. El rectángulo se pulverizó en un instante, el polvillo se levantaba por la habitación. El gilipollas hurgó en las ruinas por un momento con la punta del bate. —No hay nada aquí —gruñó y golpeó el bate contra las cajas de maderas donde Crissy y Harry conservaban sus escasas pertenencias. Las cajas estallaron, lanzando hacia arriba vaqueros, sudaderas con capucha, diminutas camisetas y zapatos. Él se volvió para mirar de frente a Harry. Sus ojos bajaron hacia Crissy y luego regresaron. Él le sonrió a los ojos. —Sé lo que te hará hablar. Pegaré con el bate a esa mocosa y tú hablarás, oh sí. — Él lo giró de repente, con saña, contra la pared, abriendo un agujero en el cemento quebradizo. —¿Así, gamberro? —gritó—. ¿Cómo va a verse la cabeza de la pequeña perra, eh? Como una puta sandía que ha caído al suelo, así se verá. ¡Dime dónde tienes tus cosas de mierda ya! ¡Ya! ¡Ya! ¡Ya! Él estaba gritando, azotando el bate violentamente por el aire, avanzando lentamente. Harry dio un paso atrás, casi tropezándose con Crissy, quien se aferraba a sus piernas. Podía sentirla temblar descontroladamente. No se atrevía a levantarla, ni siquiera a admitir su existencia. El gilipollas parecía haberse olvidado de ella por el momento y Harry quería que siguiera siendo así.
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—¿Qué estás escondiendo, muchacho? —¡Un golpe fuertísimo! Otro gran agujero hecho en la pared—. ¡Dímelo ya! Otro giro, apenas errando a Harry. —¿Rod? —La madre de Harry estaba en la puerta, tambaleante. Sus ojos estaban vidriosos—. ¿Por qué tanto alboroto? Harry nunca había sido capaz de entenderlo. Su madre vivía como una drogadicta... era una drogadicta, aunque le doliera el corazón tener que admitirlo porque a pesar de todo la amaba, pero hablaba como una verdadera dama. El monstruo se detuvo, se volvió lentamente, los procesos del pensamiento casi dolorosamente claros. Él sonrió, mostrando sus dientes podridos. —Tu hijo de mierda. Me esconde cosas y yo las quiero. Ha escondido algo de dinero en algún lugar, solo para él. ¿Qué coño le importamos nosotros? ¿Nuestras necesidades? Lo único que le importa es la mocosa. La madre de Harry estaba tratando de procesar esto a través de la niebla de su cabeza. —¿Harry? —dijo lentamente. Miró alrededor de la habitación vacía. —¿Escondes algo? ¿Qué? ¿Dónde? El monstruo pareció inflamarse de rabia mientras se acercaba amenazante a la madre de Harry. —Tú, puta, apuesto a que estás confabulada con él. ¡Vosotros tres, es una confabulación, estáis robándome y guardándoos lo que es mío! —Su voz se elevó a la altura de un grito brutal—. ¡Vosotros tres pensáis que sois muchísimo mejores que yo! ¡Hijos de puta presumidos, ya veréis! La madre de Harry frunció el ceño. —Oye, Rod, no hay necesidad de... —¡Y tú eres la peor de todos, tú, cabrona! —rugió y giró el bate directamente a su cabeza. El golpe sonó fuerte en la habitación, mientras ella se desplomaba en el suelo, el rojo brillante manchando su largo cabello rubio. La mujer se quedó inmóvil, un charco de color rojo se formaba en torno a su cabeza.
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—¡Hijo de puta! —La cabeza de Harry se llenó de rabia—. ¡La mataste! ¡Mataste a mi mamá! Rod se detuvo un momento, la boca abierta, los dientes podridos de un idiota como oscuros tocones. Harry se le echó encima, los puños volando. Había peleado desde que tenía cinco años y aunque no tenía entrenamiento, sabía lo que estaba haciendo. Los primeros golpes tomaron por sorpresa a Rod, luego sacudió la cabeza y gritó a viva voz con furia. Con un golpe de revés, azotó a Harry contra la pared, derribándolo. Harry se desvaneció por un instante, y recobró el conocimiento justo cuando Rod, gritando, bajaba el bate con fuerza sobre sus piernas. Él gritó mientras sus huesos crujían. El dolor lo atravesó como un rayo, tan intenso que casi se desmayó de nuevo. Luchó para permanecer consciente con todo lo que tenía, ignorando la ferocidad del dolor, porque Rod se había enderezado, sabiendo que Harry estaba fuera de combate, y ahora se estaba acercando de manera amenazante a Crissy, paso a paso, gritando palabras que Harry no podía entender. Crissy se apretaba contra la pared, temblando mientras lo observaba acercarse con ojos enormes y aterrorizados. Harry temblaba de rabia. Rod había matado a su madre. El gilipollas no iba a conseguirlo también con Crissy. De ninguna manera. Trató de levantarse, pero se desplomó en feroz agonía. No había manera, ambas piernas estaban rotas, el pantalón vaquero ya estaba empapado de sangre. Un pedazo de hueso había atravesado la piel, y sobresalía del muslo izquierdo, perforándole los vaqueros. Su mano fue en busca de su única esperanza mientras Crissy se alejaba velozmente de las manazas grandes y peludas de Rod meciendo ese bate. Bajo el colchón estaba el móvil del gilipollas, el que usaba para hacer sus negocios. Harry se lo había robado un par de días atrás. Algún instinto le había advertido que necesitaría tener una manera de pedir auxilio. Rod estaba gritando ahora, completamente fuera de control, abalanzándose hacia Crissy, quien serpenteaba para mantenerse fuera de su agarre. Con las manos temblorosas, tanteando por el miedo, Harry marcó 9-1-1 y rápidamente dio la dirección. Los bramidos de Rod podían oírse en segundo plano.
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—De prisa —susurró. Estaba a punto de desmayarse por el dolor, y tuvo que apretar los dientes para permanecer consciente. La mano enorme de Rod atrapó a Crissy por el brazo y Harry casi vomitó cuando oyó el chasquido repentino de su huesito al quebrarse. —¡Harry! —gritó Crissy, los ojos aterrados encontrándose con los de él, mientras él se acercaba a ella con los brazos, moviéndose tan rápido como podía. Pero no fue lo suficientemente rápido. Rod levantó a Crissy como si fuera la Barbie que había sujetado hacía unos instantes y la azotó contra la pared. La sangre salpicaba mientras el diminuto cuerpo de Crissy caía al suelo. —¡Hijo de puta! —gritó Harry cuando su mano encontró el bate que Rod había dejado caer. Lo balanceó con todas sus fuerzas contra la rótula del gilipollas y oyó el chasquido cortante de su rodilla estallando. Rod cayó como un toro derribado y Harry estuvo encima de él, balanceando el bate sobre su cabeza una y otra vez, hasta que la cara de Rod era una máscara de tejido blando y rojizo que no tenía parecido con un rostro humano. Jadeando, arrojó el bate lejos y se arrastró con sus brazos hacia Crissy, ignorando el feroz dolor mientras se abría paso arrastrándose por el suelo. Recogió su cuerpecito flojo, abrazándola contra él, acariciándole el cabello rubio y suave. Lloraba, el sonido crudo en la habitación. En la distancia las sirenas sonaban, la última cosa que oyó antes de que la oscuridad se apoderara de él.
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Capítulo 1
Prineville, Georgia Veinte años después 2 de Abril Gerard Montez se paseaba por su estudio mientras escuchaba una pista del CD. La canción era hermosa, aunque a Gerard le importaba una mierda eso. Beethoven, Los Beatles... le sonaba todo igual. Pero esta canción... oh, sí. Era importante para él. “Turning a Blind Eye” por Eve. Sin apellido. Solo Eve. Como Madonna o Cher. Había leído algunas críticas en Internet de la canción. Había un montón. Esta mujer, Eve, ocupaba una cantidad desmesurada de tiempo y espacio en la red, porque nadie podía dilucidar quién era. Su voz es cálida y suave, perfectamente contrarrestada por los instrumentos acústicos: guitarra y trompeta con sordina. Ella incorpora algo a las notas, una por una, a veces construyendo un exotismo melancólico con citas extensas de música mediterránea del Siglo XIV y algo de Monk1. Brillante. Gerard no tenía idea de qué coño se trataba. Lo único que sabía era quién lo cantaba. Eve. La mujer misteriosa. Solo que no tanto. Porque aunque la publicidad de la cubierta dijese que la misteriosa cantante Eve había escrito la canción, él había oído a otra mujer tarareándola un año antes. Ella ni siquiera se había dado cuenta de que él estaba allí. Había estado tarareando cierta melodía que Gerard no reconoció, pero había notado que era bonita. Ella 1
Famoso pianista y compositor de jazz (N.T.)
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tarareaba y cantaba mientras trabajaba en el ordenador en su oficina. Tarareaba el cuerpo de la canción y el estribillo era turning a blind eye. Gerard recordaba la escena con total claridad, porque eso era lo que él hacía. Observar y recordar cosas. Había construido un puto imperio porque observaba y recordaba cosas. Se había asegurado de recordar esa canción. No solo eso, sino que había estado absolutamente flipado de que fuera Ellen la que estaba tarareando y cantando. ¿Quién lo hubiera dicho? Ellen. La convencional, mojigata, acartonada y confiable Ellen, que escondía su figura y era una contable fantástica. Tenedora de libros. Oh sí, ella tenía un título en contabilidad, pero básicamente ella mantenía sus libros, así que era su tenedora de libros. Y los mantenía muy bien. Demasiado bien. La Ellen formal, vehemente y recatada hizo salir esos sonidos guturales y sensuales de su garganta. Sonidos que él ni siquiera podía comenzar a imaginar que ella pudiera hacer. Sonidos que le hicieron mirarla dos veces como una mujer. Y fue entonces cuando descubrió que ella había estado escondiendo su verdadera valía. La mayoría de las mujeres trabajaban en sí mismas como locas. Gruesas capas de maquillaje, bolsas plásticas de silicona para levantar los pechos, tacones altos, faldas cortas, melenas largas y abultadas... la mitad del tiempo, cuando Gerard despertaba junto a una tía que se había follado, se daba cuenta de que no era para nada guapa, simplemente sabía cómo aplicarse el maquillaje. Hombre, echando un segundo o tercer vistazo a Ellen... a la Ellen seria y adicta al trabajo, cuya ropa por lo general la cubría del cuello a los pies... él podía ver que era muy guapa... auténtica. Si se tomase la molestia, entonces llamaría la atención. Era obvio que no quería llamar la atención, que quería llevar la contabilidad. Cuando él se dio cuenta que ella estaba empezando a escarbar en la forma en que él había hecho fortuna, supo que tendría que despedirla o matarla. O... casarse con ella. Esa idea lo había sorprendido. Fue su voz la que lo hizo. A Gerald le gustaban las mujeres experimentadas, sexys y no demasiado brillantes. Le gustaba el sexo duro. Incluso después de darse cuenta de lo hermosa que era Ellen, no había querido follarla. Pero esa mujer cantando... oh sí. Esa era follable. Había una sensualidad, un meneo allí, que decía soy fabulosa en la cama. Algo tan impropio de Ellen que él
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incluso había revisado el escritorio de su ordenador para ver si había un iPod con altavoces. Pero no, esa chica follable era Ellen. Ellen, en la cama. En realidad podría ser fácil de enseñar. Sin embargo, cómo fuera en la cama no era tan importante, porque el mundo estaba lleno de mujeres que amaban a los hombres ricos y él era muy, muy rico. Lo importante era tener una esposa presentable cuando fuera a Washington a negociar los contratos. Todos esos imbéciles que tenían importancia en Washington eran fanáticos de los “valores familiares” a pesar de que ellos mismos tenían bomboncitos de uno y otro sexo al lado. Seh... una esposa recatada y censora jurada de cuentas con una suave voz. Perfecta. Así que había comenzado una campaña para meterla en su cama, algo que por lo general le llevaba alrededor de cinco minutos. Media hora tal vez, como máximo. Se había quedado absolutamente sorprendido cuando se dio cuenta de que no estaba funcionando. Ella no tenía interés. ¿Qué mierda pasaba? Él era rico, guapo y poderoso. Tenía a las mujeres trepando por sus pantalones. ¿Era lesbiana? Pero él tenía dos hombres que la seguían a todas partes y ella no tenía amantes, ni femeninos ni masculinos, no tenía nada. Trabajaba, regresaba a su casa, veía algo de televisión, leía, se iba a la cama temprano, madrugaba y comenzaba de nuevo. Jesús, casarse con ella sería como casarse con una monja. ¿Pero a quién le importaba? Todo lo que tenía que hacer era echarle un polvo de vez en cuando; eso no tendría que interferir con su vida sexual. Hacer que pariera unos cuantos críos. Entonces ellos no podrían decirle nada al puto Pentágono acerca de dónde se estaban gastando su dinero. Había empezado a maquinar todo en su cabeza cuando la cabrona va y desaparece después de conversar en una fiesta de la compañía con uno de sus hombres, que estaba realmente borracho. Arlen Miller, que habló demasiado sobre Iraq y había pagado el precio. Y luego Ellen se esfumó. Desaparecida durante un puto año completo, en el que él sudó por si se lo estuviera soltando todo al FBI. Uno no fastidia a Montez. Eso era ley. Porque si lo haces, Montez te devolverá el golpe con tanta ferocidad que estarán encontrando pedazos tuyos durante los
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próximos diez años. Ahora la tenía. Ellen... sosa, hermosa Ellen Palmer, que ni siquiera usaba lápiz labial, por el amor de Dios... era Ellen, cuya voz era puro sexo. La identidad de Eve era ese gran misterio tras el que iba todo el mundo. ¿Quién sabía quién era, bla bla bla? Nada de info personal en los CDs, ningún sitio web... las grabaciones se hacían bajo el nombre de una empresa que tenía una capa tras otra. Algo que Ellen sabría cómo hacer hasta con los ojos cerrados. La gente no sabía qué pensar al respecto. Eve tenía un agente y ese agente tenía un nombre: Roddy Fisher. Vivía en Seattle. Roddy Fisher iba a estar muy, muy apenado por haber aceptado a Eve como cliente. Montez activó el intercomunicador y ordenó al personal de su avión que estuviera preparado con un plan de vuelo a Seattle.
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Coronado Shores. San Diego. Él lo revivía una y otra vez en sus pesadillas. Crissy siempre terminaba con su cuerpecito destrozado por completo, y él se despertaba empapado en sudor y con el corazón acelerado. Incluso cuando volvió de Afganistán con el cuerpo destrozado, cortesía de un lanzagranadas de mano antitanque afgano, soñaba con su hermana menor muerta a los cinco años. Asesinada por un monstruo. Se levantó desnudo y salió al balcón pequeño y bien resguardado que daba al Pacífico. Algunas noches bajaba en la oscuridad y nadaba una hora. Al principio, cuando todavía estaba medio muerto, apenas podía caminar y no estaba del todo seguro si alguna vez sería algo más que un patético lisiado... bien, en esas noches había estado tentado de bajar rengueando a la playa y simplemente nadar hasta agotarse, adentrarse hasta donde nunca pudiera regresar y solo hundirse bajo las olas. Aterraba como el infierno que el pensamiento fuera tan jodidamente atractivo. Y fue entonces cuando descubrió que sus compañeros, que vivían en el mismo
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edificio en Coronado Shores, se turnaban para permanecer despiertos para asegurarse que no hiciera precisamente eso. Durante los primeros meses también le quitaron sus armas. Los había insultado a gritos, pero tanto Sam como Mike eran decididos y tenían un ladrillo en vez de cabeza. Le habían devuelto las armas cuando estuvieron seguros de que estaba fuera de la zona del suicidio. Fue entonces cuando empezó a beber, dañándose en silencio noche tras noche. Lo dejaron. Se necesitaba mucho tiempo y esfuerzo para beber hasta matarte y Harry simplemente no podría hacerlo. Odiaba despertarse con resaca, la boca seca y la cabeza martillando, tambalearse hasta el cuarto de baño para vomitar unas gachas aguadas de cerveza y whisky sin ningún tipo de alimento porque no tenía apetito para nada. Hasta él mismo se había asqueado. Finalmente, resolvió que si iba a tener que vivir... porque sus jodidos hermanos no lo dejarían morir... entonces bien podría ponerse fuerte de nuevo. Así, Sam y Mike habían reclutado a Bjorn, el nazi noruego, y le habían ayudado a instalar un gimnasio totalmente equipado en el cuarto de invitados, y durante meses se ejercitaba por la noche hasta que le dolían los músculos, hasta que hubiera sudado cada gota de humedad de su cuerpo, hasta que estuvo tan exhausto que no podía ni pensar. El sueño no llegaba, pero al menos no había imágenes en su cabeza. Pero ahora estaba otra vez en forma. Los pesos simples o la rutina no podrían hacerlo olvidar sus problemas, así que había encontrado otra muleta. Regresó a la sala de estar y se hundió en el sofá. Su sala de estar... su casa entera... era como su vida: alta tecnología y vacío. Tenía aparatos de gimnasia, un puesto de trabajo y un centro de entretenimiento que eran súper avanzados. El resto era pura desolación. Una cama, un escritorio y un sofá. Su equipo de sonido era un Bose de primerísima calidad y él deslizó su nueva droga por la ranura, se puso los auriculares y se estiró en el sofá. Los primeros compases de una bella voz llegaron y fue como debía ser ese primer chute de heroína para un drogadicto. Ahhh... Eve. Se había hecho súper famosa en estos tres últimos meses, pero Harry había estado enganchado desde la primera canción que le había oído cantar, cuando aún era desconocida, una versión en jazz de "Stand by Me”.
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Su voz era pura magia. Después de las primeras notas, Harry se había olvidado de sus problemas, transportado a otra parte, un lugar mejor. Un lugar donde los hombres no mataban chiquillas. Donde no se azotaba hasta la muerte a una mujer solo por haberle oído las pisadas sobre el suelo, donde no tratarían de hacer saltar a nadie por los aires con lanzagranadas. Donde no se anhelaba la paz de la muerte. Eve tenía una voz ronca y aterciopelada, clara como una campana, perfectamente afinada en cada canción. Podía cantar cualquier cosa: rock provocador, jazz ardiente, tiernas baladas. No había nada que no pudiera hacer tan perfectamente que jamás podrías imaginarte la canción cantada de ninguna otra manera, aun cuando la hubieras oído mil veces antes a mil cantantes distintos. La mitad de sus canciones eran versiones, que se convertían en la versión definitiva... ningún otro cantante necesitaba aplicarse. La otra mitad le había dejado asombrado al leer en la propaganda de la cubierta que habían sido compuestas por ella. Y aunque no se especificaba en ninguna parte, Harry tenía la impresión de que ella tocaba el teclado para algunas de las baladas sencillas. Todo era muy misterioso. Tal vez incluso una táctica de marketing. Si lo era, era brillante, porque Internet estaba lleno de miles de versiones sobre ¿quién era ella?, mientras los admiradores acudían en masa a comprar sus CDs. Tenía decenas de millones de visitas en YouTube, aunque las imágenes solo eran puestas de sol, mar y árboles meciéndose en el viento. Porque nadie sabía quién era. No había fotografías, nunca había sido entrevistada, nunca había dado un concierto. La identidad era un secreto muy bien guardado. Los periódicos amarillistas conectados a Internet se volvían locos. Decían que era negra, blanca, hermosa, fea más allá de las palabras, vieja, joven... a Harry no le importaba una mierda. Podía haber sido un hipopótamo de ciento treinta y cinco kilos con siete barbas, para lo que le importaba. Todo lo que Harry sabía era que cuando se ponía uno de sus CDs y los auriculares, el mundo... y con este él... simplemente se desvanecían. ¿QUIÉN ES EVE? Era materia prima de la prensa amarilla. Secciones completas de People and US Weekly eran destinadas a develar su identidad. Según el National Enquirer era la hija de un amor secreto de Bill Clinton o de George Clooney. O del Papa. Dependiendo de la semana. Harry estaba esperando que Eve fuera una extraterrestre.
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¿Qué mierda le importaba? Se recostó, cerró los ojos y le dejó llevarlo lejos, hasta que el cielo del lado de afuera de las ventanas de su sala de estar pasó del negro al estaño y de ahí al perlado. A las siete, de mala gana se sacó los auriculares y se dirigió a la ducha. Hora de enfrentarse a un nuevo día.
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Seattle. Roddy Fisher fue arrojado dentro del trastero por dos de sus hombres, McKenzie y Trey. Gerald Montez estaba sentado en una cómoda silla porque pensaba que podía llevar mucho tiempo sacar a golpes algo de información de ese tío. Sin embargo, mirando al gusano, pensó: Tal vez no. Tal vez podrían lograr terminar esto rápido. Roddy Fisher, agente de talentos, era pequeño y rollizo, y ya estaba gimoteando, incluso sin que todavía lo hubieran maltratado. Todo estaba por venir. Montez utilizaba soldados, hombres que habían sido entrenados, muy entrenados, para ser duros, para resistir. Este tío era un blanco fácil, el más fácil. Ropas de moda, manos con manicura y ninguna definición de músculos en absoluto. Gerald no sabía qué aspecto tenía Fisher aún, porque sus hombres lo habían traído con una capucha sobre la cabeza. Interrogatorio 101: mantenlos desorientados y asustados. El tío estaba muy asustado. Incluso se había meado los pantalones. Puto cobarde. Montez hizo señas con la mano y una luz brillante se encendió, dejando el resto de
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la habitación a oscuras. Uno de sus hombres le quitó la capucha y a Fisher se le jodieron los ojos con la luz de mil vatios. Montez sabía que no podía verlo, no podía ver nada en realidad, pero a pesar de eso mantuvo el rostro inexpresivo, aunque estaba asqueado. Los ojos de Fisher estaban cerrados por la hinchazón de las lágrimas, y los mocos le bajaban por la cara, haciendo que la cinta adhesiva sobre su boca brillara. Nadie lo había tocado más allá de meterlo atado en un vehículo y ponerle una capucha sobre la cabeza y míralo. Ya en crisis. Ni siquiera había visto a los hombres detrás de él, de pie, listos junto a una bandeja llena de instrumentos que parecían ideados para trabajos de carpintería. Trabajos de carpintería en humanos; para cortar, tirar y tallar. Y Fisher no había notado la lona debajo de su silla para capturar el sudor, la sangre, el ADN. Trey extendió la mano y le arrancó la cinta adhesiva de la boca. Joder, Fisher respingó cuando se le arrancó la cinta. Qué nenaza. —Oh Dios —moqueó Fisher. La voz alta y llorona, gorjeando con fluidos corporales—. ¿Dónde estoy? ¿Qué queréis? —Frunció las cejas—. ¡Dinero! ¡Eso es lo que queréis! Tomadlo, en el bolsillo de mis pantalones. —En su excitación olvidó que sus manos estaban encadenadas. Escarbó en los bolsillos. Finalmente, levantó una de las cadenas—. Aquí dentro. Tengo tres tarjetas de crédito, podéis llevároslas todas. No las denunciaré como robadas. Y tengo dos mil dólares en efectivo. Tomadlos. Tomad absolutamente todo. —Levantó la cara esperanzada a la luz. Montez esperó hasta que se hizo evidente incluso para el idiota de la silla que él no quería dinero. Fisher se desplomó, derrotado. Después de otro largo silencio, Montez finalmente habló. —¿Dónde está Ellen Palmer? —le preguntó en voz baja. Sería genial si pudieran hacer esto de la manera fácil. Conseguir la información, matar al tío y largarse. Montez tenía mucho que hacer antes de que este lío hubiera terminado y el tiempo transcurrido lejos del negocio era dinero perdido. —¿Quién? —Fisher arrugó la frente confundido, total y completamente desorientado. Probablemente no pudiera ser tan buen actor. No bajo presión. No un frágil civil. —Eve.
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Las facciones de Fisher se despejaron. —Oh, Eve. Lo siento, esa información es altamente confidencial. Todo el aire salió de él con el puñetazo que le arreó Trey. Ni siquiera fue un verdadero puñetazo, solo uno para hacerlo callar y que prestara atención. Sin embargo, el gilipollas comenzó a aullar como una sirena. Jesús. Montez esperó hasta que el ruido disminuyó y Fisher moqueaba. —Eve —dijo Montez de nuevo. Fisher negó con la cabeza. —No puedo, hombre. Mi contrato dice... Otro golpe en la cabeza, ni siquiera lo suficientemente duro para hacerle castañear los dientes y los aullidos comenzaron de nuevo. —Vale. Vale. ¡Hablaré! Cristo. Si no hubiese tenido un profundo interés en el resultado, entonces habría dejado esto a sus hombres. Qué desperdicio de tiempo interrogar a este imbécil. Montez se desplazó hacia adelante en la silla para que Fisher lo pudiera ver, abrió un expediente que tenía en su regazo y sacó una serie de fotos. Levantó la primera, el retrato formal que había estado en el sitio web Bearclaw, lo giró, así Fisher lo podía ver con claridad. Montez golpeó ligeramente la foto. —¿Es esta Ellen Palmer? Los ojos de Fisher se abrieron de par en par. —No —dijo y levantó las manos atadas en defensa cuando la mano de Trey se movió de nuevo—. ¡No me pegues! Yo la conozco como Irene Ball. Ella utiliza el nombre de Eve para cantar. Nunca he oído hablar de una Ellen Palmer. Trey lo miró y Montez asintió levemente con la cabeza. Trey bajó la mano y el capullo exhaló aliviado. —Entonces. —Montez se inclinó un poco hacia adelante—. ¿Cómo la encontraste y dónde? Fisher se movía en un territorio familiar, él podría asegurarlo. Incluso se relajó un poco, lo cual solo venía a probar que los civiles eran completamente imbéciles. —Soy agente de talentos, trabajo fuera de Seattle. ¿Nunca has oído hablar de
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Broken Monkeys, Pursuit o Isabel? —El gilipollas realmente miraba con esperanzas a Montez, tratando de impresionarle. Este solo le clavó la mirada hasta que los ojos de Fisher cayeron hacia sus rodillas—. Bien... —Respiró profundamente—. Deambulo por clubes y bares porque el escenario musical de Seattle es grandioso y produce un montón de talentos. Una noche estaba en el club, el Blue Moon. Estaba allí para hablar con un tío, no como cazatalentos. Blue Moon llevaba con el mismo cantante patético toda la vida, no tiene voz, y apesta tocando el teclado, pero ¿qué mierda importa? La cerveza es buena y las sillas son cómodas. Estaba pensando que hablaría con el tío y me largaría. Pero resulta que el cantante estaba muerto y cantaba esta chica. Y hombre... a la mitad de su versión de “Every Breath You Take” supe que era oro, oro puro. Le pregunté al dueño quién era y se encogió de hombros. Dijo que era una de las camareras, la chica solo se presentaba un día. No tenía contrato ni nada, pero el propietario... no era detallista. La mitad de su personal está en negro. Cinco minutos después que ella comenzó a cantar, no se escuchaba un ruido en el club, y cuando terminó, recibió una ovación de pie. Nunca había visto nada igual. Así que me acerqué a ella, pensando que era una desconocida, que estaba hambrienta... ¡qué era una camarera de mierda por el amor de Dios!... La contrataría y ella me lo agradecería, ¿sabes lo que quiero decir? Fisher miró a su alrededor, buscando un poco de solidaridad masculina. Montez negó con la cabeza. Iba a ser un placer librar al mundo de esta mierda. —Continúe —dijo en voz baja—. La contrató, ¿correcto? —Seh, pero tío esa perra también impuso duras condiciones. —Un enervante gimoteo se empezó a notar en su voz. —La mayoría de los músicos no saben una mierda del negocio de la música. Aprenden sobre la marcha. Algunos nunca lo hacen. Pero Irene... Eve... mierda, era como si hubiera nacido para eso. Ella negoció el contrato más exigente que alguna vez he visto, línea a línea. Esa perra conoce sus números. Sí, ya lo creo. Pensó Montez amargamente. La perra conoce sus números. Y los míos. —Y esa fue la parte fácil. Porque cuando empecé a hablar de conciertos y grabaciones, tío, ella se volvió loca. Dio órdenes terminantes. Ningún concierto, solo grabaciones. El estudio de grabación tenía que estar vacío, los músicos y el ingeniero de sonido en otra habitación con entrada independiente. Ninguna entrevista, ni fotos, ni sitio web, ni nada, y esas fueron sus férreas condiciones, y te digo, casi me alejé porque, ¿quién necesita esta mierda? Pero entonces, diablos... —El idiota sonrió con nostalgia, olvidando dónde estaba—. Ese primer álbum fue disco de oro, el segundo
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de platino. Fue una maniobra de marketing inteligente. Esto se estaba volviendo tedioso. Montez quería terminarlo. —Entonces, ¿dónde vive esa Irene, o Eve? Fisher negó con la cabeza. —No tengo ni la más mínima idea. Esta vez, el golpe de Trey lo hizo sangrar. Cuando el idiota dejó de gritar, Montez lo intentó de nuevo. —¿Dónde vive? —¡Mierda, no lo sé! —gritó—. ¡Ella no me lo dijo! La dirección en el contrato es una casilla postal en Seattle. Nadie sabe dónde vive. Fisher era demasiado cobarde para mentir. Mierda. —¿Cuál es su número de móvil? Los ojos se le iluminaron con esperanza. Recitó de un tirón un número con un prefijo de Seattle, y Montez se dio cuenta que era todo lo que iba a conseguir de este gilipollas. —Vale, hemos terminado aquí. —Montez paró y los ojos de Fisher lo siguieron con ilusión. El idiota pensaba que todo había terminado. Echó una mirada a Trey—. Ocúpate de esto —le dijo en voz baja y salió del cuarto. Apenas pudo oír el disparo en el corredor. Trey había usado un silenciador, tal como le habían dicho.
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San Diego Ellen Palmer comprobó la dirección en la pequeña placa fuera de un edificio elegante y súper moderno en el centro de San Diego con las palabras garabateadas en una servilleta de papel y verificó que fuera la misma. No necesitaba hacer aquello. Tenía una memoria casi fotográfica, y si había números envueltos, nunca los olvidaba, jamás.
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Más caliente que el Protectores 02 Edificio Morrison, 1147 Birch Street.
Sí, esa era. Ellen reconoció lo que estaba haciendo. Estaba haciendo tiempo, lo que era muy poco propio de ella. Estaba viva porque había sido capaz de tomar decisiones apresuradas y actuar inmediatamente. Ya estaría a tres metros bajo tierra si no hubiera actuado rápido. Hacer tiempo era muy poco propio de ella. Pero estaba tan malditamente cansada. Cansada de huir, cansada de mentir, cansada de tener la cabeza gacha, en el más literal de los sentidos. Las cámaras de seguridad estaban por todas partes hoy en día y su enemigo tenía un poderoso programa de reconocimiento de rostros. Durante el año anterior casi no se había presentado en público a rostro descubierto a la luz del día. Incluso ahora, cuando estaba apostando su vida al hecho de que estaba yendo hacia la seguridad, tenía unas enormes gafas de sol y su actualmente largo cabello estaba echado adelante alrededor de su rostro. Necesitaba comprarse un sombrero enorme. Había dos cámaras de seguridad justo a la entrada de las puertas exteriores de seis metros del Edificio Morrison, pero Ellen mantuvo la cabeza agachada mientras entraba, caminaba por el gigantesco vestíbulo de mármol y se subía en el ascensor hasta el noveno piso. Seguir siendo anónima en el ascensor era difícil. Las cuatro paredes estaban recubiertas de bronce pulido que reflejaba tan bien como espejos hacia la pequeña cámara de seguridad de la esquina. La puerta de RBK Security estaba guardada por dos cámaras de seguridad y, o tenías que llamar al timbre, o tenías que manejar un tablero de alta seguridad situado en el lado derecho, porque la puerta no tenía manija. Inclinó la cabeza incluso más cuando un sonido de zumbido le llegó desde lo alto de su cabeza. ¡Buen Dios, tenían cámaras motorizadas! Bueno, era una compañía de seguridad, y se le había asegurado que eran realmente buenos. Más valía que lo fueran, porque si no estaba muerta. Llamó al timbre. Se oyó un clic y la puerta se deslizó silenciosamente hasta abrirse. Ellen entró, dubitativa, con el corazón empezando a latir con fuerza.
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¿Era una buena idea? Porque si no, si se estaba poniendo en las manos equivocadas, no había vuelta atrás, y ella sería la que pagaría el precio final. El vestíbulo era maravilloso, lujoso pero cómodo, con plantas enormes y frondosas, suave música clásica de fondo, el más ligero perfume a cera de limón y profundas y mullidas butacas. Había una secretaria sentada tras un mostrador en forma de U. Le sonrió, dándole la bienvenida. —¿Es usted la señorita Charles? El señor Reston estará listo en breve. Por favor, siéntese. Durante un segundo Ellen no respondió, pensando que la recepcionista estaba hablando con otra persona. Pero no había nadie más allí. Cerró los ojos, abochornada. Por supuesto. Había hecho la cita bajo el nombre de Nora Charles, lo que era una idiotez. Cualquier cinéfilo habría reconocido que era un nombre falso, pero había estado tan desesperada cuando llamó que la noche anterior, en San Francisco, se había tragado de una sentada la trilogía de “La Cena de los Acusados”, “Ella, él y Asta” y “La Sombra de los Acusados”, mientras esperaba el primer bus para San Diego. Una sesión de madrugada en el cine fue lo único que se le ocurrió para estar apartada de las calles. Había empezado su viaje antes de ayer en Seattle y no había dormido más de una hora o dos en tres días. Pero estar exhausta no era una excusa. Olvidar su supuesto nombre era terroríficamente peligroso. Estaba viva porque siempre estaba alerta, siempre. Olvidar su nombre solo durante un segundo era invitar a la muerte. Y si había una cosa que el año anterior le había enseñado, era que no quería morir. Quería, desesperadamente, vivir. Nora Charles era su quinto nombre en doce meses. Olvida todos los anteriores y concéntrate en este, se dijo. Estaba creando mentalmente una falsa biografía para Nora, solo para darle un poco de peso en su cabeza, cuando de repente la recepcionista dijo: —Sí, señor, lo haré. Ellen estaba realmente agotada, porque no podía imaginarse con quién estaba hablando la recepcionista. No había nadie más en el vestíbulo y no estaba hablando al teléfono. Entonces vio el muy mono, pequeño y caro auricular pegado a una oreja y entendió.
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Guau. Debería haberse dado cuenta antes. Esto era de verdad peligroso. Su cansancio estaba acabando con ella. Se sentía idiota por el cansancio. La gente idiota moría, muy malamente. En particular los que Gerald Montez y su ejército perseguían. —¿Señorita Charles? Ellen levantó la mirada. —¿Sí? —El señor Reston se ha retrasado. Pero el señor Bolt está libre. Ambos son socios de la compañía. —Cuánto... ¿Cuánto tiempo se retrasará el señor Reston? —No lo sabe. —La recepcionista tenía una mirada amable, algo poco habitual en unos ambientes tan lujosos. Normalmente los empleados de una compañía tan elegante y obviamente exitosa eran estirados y distantes. Esta mujer parecía amable. Como si, de alguna manera, comprendiera. —Puede que sea bastante tiempo. El señor Bolt es también muy bueno. Ay, Dios. Kerry, la mujer que le había hablado de RBK Security había tratado con Sam Reston, quien le había salvado la vida. No tenía ni idea de quién era este tal señor Bolt. Tal vez Sam Reston trabajaba en los bajos fondos para rescatar mujeres en peligro y este Bolt no sabía nada de eso. ¿Y entonces qué? Ellen cerró los ojos por un instante, deseando poder rebobinar su vida un año atrás y luego tirar adelante un año entero en el futuro, cuando una de dos, o estuviera asentada en su nueva vida, o estuviera muerta. Porque si no hacía algo ahora, estaba segura de que se le acercaba una muerte lenta y dolorosa. Gerald Montez no perdonaba. Pero ella seguía tomando estas decisiones a toda velocidad, sin entrenamiento en ello, sin manera de sopesar si estaba haciendo una buena elección o si estaba tirando su vida por la ventana. Cara o cruz, todo el tiempo, todos los días. Y ahora añade agotamiento y falta de sueño a la mezcla. ¿Cómo elegir?
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Miró a la recepcionista a los ojos. Ellen era buena juzgando a la gente, y ahora tenía que confiar en sus instintos. La recepcionista le devolvió la mirada calmadamente, al parecer impasible ante la lunática señora que se veía como si no hubiera dormido en tres días porque no lo había hecho, la miró a la cara, tomándose unos minutos para decidir algo que debería haber decido en pocos segundos. Solo que, como todas sus decisiones del último año, su vida colgaba de la balanza. La recepcionista se mantuvo calmada, los ojos amables. Tal vez estaba acostumbrada a la gente desesperada. Tal vez los desesperados caían a su puerta diariamente. —De acuerdo —dijo finalmente Ellen, apretándose las manos. Por favor, que sea una buena elección. Envió la oración a quien fuera que estuviera allí arriba, que había estado notablemente ausente últimamente—. Veré al señor Bolt. Gracias. La recepcionista asintió. —La segunda puerta a su derecha. El nombre del señor Bolt está en la puerta. La está esperando. Ellen asintió y lentamente fue hacia el gran pasillo a la derecha. Mientras pasaba delante del escritorio, la recepcionista alzó la mirada y Ellen vio comprensión en sus ojos. —Todo irá bien —dijo la recepcionista suavemente—. No se preocupe. El señor Bolt hará que así sea. No, no todo estaría bien. No volvería a estar bien de nuevo.
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Harry se sentó en su escritorio, intentando aclarar su mente de su última cliente, London Harriman, heredera de un imperio de inmobiliarias. Quería que él detuviera la publicación de una cinta de vídeo sexual en un tabloide online. No le importaba que la cinta sexual acabara en la red, no. Oh, no. La había grabado específicamente para que fuera liberada y le aseguró a él que había sido grabada “profesionalmente”. No, lo que la ponía de los nervios era que no estaría controlando el tiempo de duración ni el momento de soltar el vídeo.
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Quería que él evitara que la web de cotilleos la colgara. Le había dado una copia con una sonrisa coqueta, diciendo que quería que él la viera. Para que comprendiera. London había ido a por él, a lo bestia, pero entonces Harry se imaginó que London iba a por cualquier cosa con pene, especialmente si ese hombre podía incluso ayudar de forma marginal en su objetivo de convertirse en la Diosa Sexual de las Socialitées del Mundo. Era hermosa, y la habían pulido hasta darle brillo, llevaba lo que él se imaginaba, así, a grosso modo (la esposa de Sam, Nicole, seguramente sabría las cantidades exactas de dólares) lo que sería unos ciento cincuenta mil dólares de... cosas, desde el bolso de diseñador, los zapatos de diseñador, las gafas de sol de diseñador, hasta las grandes y llamativas joyas de diseñador. Ella había cruzado y descruzado cuidadosamente las piernas, mostrando una entrepierna sin bragas que estaba afeitada excepto por una pequeña tira de vello en el medio, así que ella también tenía el coño diseñado. Harry odiaba aquella mierda, pero había sido designado por Sam y Mike como el chico para los clientes gilipollas, y les debía demasiado a sus dos hermanos, así que aceptó el Escuadrón de los Gilipollas sin quejarse. Además, ambos sabían que era constitucionalmente incapaz de ser maleducado o descortés con una mujer. Su maldición. Después de cargarle el doble de su tarifa habitual, Harry obtuvo los detalles, la copia de la cinta de la deliciosa London follándose al tipo du jour 2 y el nombre de la web de los llamados periodistas que iban a sacar la cinta mañana por la mañana. Cinco minutos después de que se cerrara la puerta tras de London, Harry encontró el archivo en los servidores del tabloide online, lo corrompió, dejó algunos spyware y un mensaje muy claro de que cualquier intento de colgar el archivo causaría que todos los demás archivos del sitio estuvieran corrompidos más allá de toda reparación, poniéndolos de esa manera fuera del negocio. Jugueteó con la idea de firmar el mensaje como “El Vengador del Coño”, pero decidió que no. Por el momento era cuestión de entrar y salir. Cinco minutos, cincuenta mil dólares. Nada mal. Y veinticinco mil de esos cincuenta iban a ir a la Fundación Los Perdidos, su Tren Subterráneo personal. 2
« Del día », en francés en el original (N.T.)
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Veinticinco mil dólares del fideicomiso de London no se usarían para comprarse unas pieles, una semana en un spa de moda, una lujosa rehabilitación o un par de Rólex. Ese dinero se gastaría en mujeres maltratadas que huían para salvar sus vidas. La mayoría de las mujeres que venían a ellos habían dejado su casa al amparo de la oscuridad con nada más que la ropa puesta, a veces (trágicamente) con sus hijos. Y lo hacían porque si se quedaban las golpearían hasta matarlas. Harry y sus hermanos les daban una nueva vida y dinero suficiente para empezar dicha vida. Genial, un sentimiento genial. Tal vez debería haberle cobrado a London el triple de su tarifa habitual. Comprar un poco de seguridad para un montón de críos pequeños, para eso serviría. Estaba frunciendo el ceño al pensarlo cuando Marisa anunció al siguiente cliente, una tal señorita Nora Charles. Ella tenía una cita con Sam, pero Sam había llamado para decir que Nicole se encontraba mal, con náuseas y que llegaría cuando ella estuviera mejor. Harry conocía a su hermano Sam. Ni una amenaza nuclear lograría que Sam se apartara del lado de Nicole si ella no se sentía bien. Sam se quedaría junto a ella hasta que estuviera mejor. En pocas palabras. Harry respetaba eso. Nicole le gustaba mucho. Y le gustaba que ella hiciera a Sam tan feliz. Bueno, feliz... Sam parecía realmente feliz con ella cuando no estaba entrando en pánico por algún peligro imaginario sobre Nicole a la vuelta de cada esquina. Y ahora que había un crío en camino, guau. Sam iba a tener que regular un poco esa loca sobreprotección, aunque Harry dudaba que pudiera. Sam Reston, grande, enorme, chico duro, bueno con el rifle, bueno con sus puños, era un total blandito en lo que concernía a su esposa. ¿Y la chiquilla en camino? Sam probablemente la guardaría bajo guardias armados durante su niñez y la dejaría citarse con chicos cuando pasara de los treinta. Tal vez. Mike estaba fuera en una acción de reconocimiento para un joyero que había recibido amenazas de muerte. Así que hoy le tocaba a Harry. Nora Charles, ¿eh? ¿Es que se pensaba que nadie se acordaría de las películas de “La Cena de los Acusados”? Él hizo una pequeña oración. Dios, otra heredera con nombre falso no, por favor. Harry había cubierto ya su cuota del año de herederas con London incluso aunque fuera solo abril.
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Se estaba dando ánimos a base de tonterías cuando su puerta se abrió. Y entonces Marisa dio dos veces al intercomunicador, su código, y él pensó: Ay, mierda. Nora Charles había llamado a su línea especial, el tren subterráneo. Y entonces la mujer más hermosa que jamás había visto entró a su oficina. Las mujeres casi nunca eran clientes de RBK Security, al menos de la parte más evidente y conocida. La mayoría de la clientela era corporativa (algo hacía que goteara dinero y ellos tenían que hacer que parara). O querían actualizar su sistema de seguridad. Él, Sam y mayormente Mike trataban con sus opuestos del mundo corporativo, los jefes de seguridad, o con el Gran Tipo en persona, el CEO 3. En su mayoría hombres. Y, por supuesto, las herederas extrañas. Pero la mujer que entraba a su oficina definitivamente no era una heredera. No con aquellas ropas sosas e indescriptibles que estaban tan arrugadas que parecía como si hubiera dormido con ellas. No con aquellas uñas mordisqueadas hasta el nudillo. No con aquel glorioso cabello rojo suelto salvajemente alrededor de sus hombros. No con aquellas ojeras oscuras debajo de sus hermosos ojos verdes que se dejaron ver cuando ella apartó sus enormes gafas de sol. No, pensó Harry tristemente mientras se levantaba y la saludaba. No era una heredera malcriada. Era una de Los Perdidos.
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Director General (N.T.)
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Capítulo 2
Ellen entró insegura a la oficina. Su amiga Kerry había tenido tratos con la R de RBK, Sam Reston. Así que esta era la B. Harry Bolt. Kerry le había hablado de Sam Reston y no había dicho nada sobre los otros dos socios. Tal vez Ellen estaba cometiendo un gran error. Tal vez este Bolt la entregaría a Gerald. Tal vez estaba firmando su sentencia de muerte en ese mismo momento, pensó mientras la puerta se cerraba silenciosamente tras de sí. Ella se giró durante un segundo, alarmada porque la puerta no tenía ni manija ni bisagras. No había forma de salir. Le llevó casi un minuto entero comprender que el botón de la pared a la derecha era probablemente el mecanismo de apertura. Con el corazón latiendo fuertemente, Ellen se giró de nuevo justo cuando Harry Bolt se alzaba. Y se alzaba. Y se alzaba. Era increíblemente alto. Increíblemente... grande. Enorme, fuerte, y no sonreía. Un montón de los trabajadores de Gerald tenían ese aspecto. Intenso, concentrado, peligroso. Entrenado para hacer daño. Ellen empezó a dar un paso hacia atrás, pero se detuvo. Si había una cosa que hubiera aprendido en el último año era a no mostrar miedo. Le sudaban las palmas de las manos, sí, pero no tenía la intención de estrecharle la mano, así que no tenía por qué saberlo. —¿Señorita Charles? Por favor, entre. Póngase cómoda. —Harry Bolt tenía una voz profunda y calmada. La observaba cuidadosamente, sin moverse. Tal vez comprendía que su tamaño era amenazante y hacía lo único que podía para tranquilizarla: quedarse quieto.
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Con el corazón en un puño, Ellen caminó cuidadosamente, atravesando la gran oficina y se sentó en una de las dos sillas frente a su mesa. Sillas para los clientes, claramente. Esto era de verdad, si lo que Kerry le había dicho era verdad, y si este Harry Bolt hacía lo que Sam Reston hacía, entonces un montón de mujeres aterrorizadas se habían sentado en esta misma silla. ¿Estaban todas vivas? ¿Habían sido traicionadas? ¿Estaban pudriéndose ahora en el fondo de algún lago, golpeadas hasta la muerte? Solo había una manera de averiguarlo. Y aunque estaba tan asustada, era difícil encontrar oxígeno para hablar. Tuvo que esperar hasta estar segura de tener la voz lo suficientemente fuerte y no temblar. Este Harry Bolt no parecía tener problemas para esperar. Había tomado asiento después de que ella se sentara, y la observaba. Sus ojos eran de un color extraordinario. Un castaño claro que parecía casi dorado, como los ojos de un águila. Ellen meneó la cabeza mentalmente. Venga ya, tienes cosas más importantes en las que pensar que en los ojos de este tipo. Como por ejemplo, tu vida. Ella respiró, dentro y fuera, durante un tiempo, haciendo acopio de su valor. Harry Bolt sencillamente estuvo sentado esperando, sin mostrar signos de impaciencia. Empieza dando un rodeo, pensó. Sería un pequeño test. Si él no tenía ni idea de lo que estaba hablando, saldría y esperaría a Sam Reston, incluso si le tomara días. Aunque probablemente ella no tenía días. Puede que no viviera hasta ver ponerse el sol. Respiración profunda. —Lo primero que quiero decir es que paloma dice ‘hola’. Dice que le va todo bien y que quiere agradecérselo. Ya estaba. Lo había hecho. Harry Bolt le observó el rostro intensamente, luego asintió con la cabeza. —Estoy contento —dijo sobriamente—. Sam me dijo que era una buena chica. Respuesta correcta. De acuerdo. ‘Paloma’ era Kerry Robinson, y ella era una buena chica, pero había tenido la mala suerte de estar casada con un borracho violento que casi la mata. Kerry Robinson no era su verdadero nombre, y ella había conocido a Ellen como Irene Ball. No
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importaba que sus nombres no fueran los verdaderos porque el peligro para ellas sí lo era. Hacía un año, Ellen había entrado en el mundo en el que las mujeres cambiaban sus nombres porque había monstruos buscándolas. De algún modo, Ellen también había entrado en una clase de hermandad en la que no había que decir mucho para ser entendida. Hacía algún tiempo Kerry le había dicho que un hombre había estado preguntando por ella. Resultó que estaba buscando solo una cita, pero Kerry había visto lo asustada que estaba Ellen. Y lo supo. Así que le dio a Ellen la tarjeta especial con el número especial que conducía a RBK. —¿Está usted en la misma clase de aprieto? —preguntó Harry Bolt sombríamente. —Sí —susurró. —¿Va a necesitar desaparecer? Entre otras cosas. —Sí. Él se inclinó hacia delante ligeramente, apoyando su torso sobre unos musculosos antebrazos. Ellen observó sus manos cuidadosamente. Eran grandes, con cicatrices, poderosas. Él notó su mirada y mantuvo sus manos muy quietas. Ella levantó los ojos hasta los suyos. —Yo no soy el enemigo —dijo suavemente. Tal vez. O tal vez no. No se podía permitir que su vigilancia cayera, ni durante un segundo. Este hombre parecía tan peligroso como cualquiera de los sicarios de Gerald. Más peligroso incluso. Era perfectamente capaz de reprimir esas vibraciones del tipo macho me-lajuegas-y-eres-carne-muerta que todos los hombres de Gerald emitían, incluido el propio Gerald. Este hombre era tan grande y fuerte como el más grande y el más malvado de los hombres de Gerald. Y había sido un soldado de las fuerzas especiales. Ellen había leído las biografías del tamaño de un pulgar de los tres socios de RBK en un café Internet, esperando su cita. Iba a poner su vida en las manos de la compañía y quería saber con quién estaba tratando. Así que este Harry Bolt había sido un soldado de las fuerzas especiales y estaba en la cima en lo que a dureza se refería, pero sus vibraciones eran... calmas. Serenas.
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Su intensa ansiedad se redujo en medio grado. Se miraron el uno al otro, la habitación estaba en silencio mortal. Ellen estaba recorriendo el máximo de posibilidades en su cabeza cuando él dijo, con voz todavía calma: —Pero sí tiene un enemigo. Ella asintió con la cabeza, sus movimientos bruscos. Ay Dios, esto era tan duro. —¿Por qué no empieza por el principio? Ella inspiró aliento profundamente. El principio. De acuerdo. —Yo, hum, soy contable. Una Censora Jurada de Cuentas. —Pensó en ello, en las humeantes ruinas de su existencia—. O lo era. En otra vida.
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Capítulo 3
Está aterrada, pensó Harry. Las palabras no la tranquilizarían, así que hizo lo único que podía hacer, permaneció inmóvil y permitió que se abriera a él. Exactamente lo que se haría con un animal asustado y herido. ¿Estaría herida? Harry se aseguró de no mover los ojos por debajo del cuello, pero tenía una excepcional vista y visión periférica. Ningún hueso roto visible, ninguna escayola, ningún vendaje. Nada de ojos morados, pero sí bordeados de rojo. Era bueno que Harry no pudiera ver ningún daño visible, porque no sabía si podría seguir inmóvil si hubiera estado cubierta de moratones. Nunca fallaba, siempre le cabreaba cómo algunos hombres podían herir a mujeres y niños. No tenía la menor idea de cómo podían hacerlo, pero lo hacían. Lo había visto todo, brazos rotos, mandíbulas dislocadas, ojos morados e hinchados, bazos reducidos a pulpa... Siempre era horrible, pero en esta mujer... la bilis le subió a la garganta ante el pensamiento de que ejercieran violencia sobre ella. Era esbelta, delicada, con la piel pálida y cremosa de una pelirroja que nunca debería llevar ninguna clase de magulladura, mucho menos causada por la violencia. No tenía ninguna herida interna, porque se había movido elegante y rápidamente cuando entró en la sala, como si se forzara a ello. No se permitía retroceder. Si le hubieran dado un puñetazo donde no se viera, se habría movido lentamente, con cuidado. Algunas mujeres tenían que respirar muy superficialmente porque alguien les había fisurado o roto una costilla. Había visto mucho de eso. —¿Cómo podemos ayudarla? —preguntó, aunque sabía la respuesta: Apartándola de los tipos malos. Por fin, ella respiró hondo. —Como decía, era contable, auditora de cuentas, y una buena.
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Se escuchó una nota de orgullo en su voz y el Harry interior se alegró. No la habían tirado por los suelos. Todavía no. Y ahora que estaba aquí, no lo sería nunca. Se encargaría personalmente de ello. —Estoy seguro de eso, señora Charles —contestó suavemente. Los ojos de ella parpadearon, porque claramente ese no era su nombre. Tío, era una mentirosa malísima. Personalmente, Harry podía mentir como un profesional. Podría decirle a cualquiera que su nombre era Rumpelstiltskin y no se le movería ni un músculo. —Sí, pues... —agarró su mochila con una intensidad que le puso los nudillos blancos—, encontré un trabajo muy bueno al salir de la universidad, con una... una gran compañía con sede a unos cincuenta kilómetros de Savannah. Una compañía con contratos con el extranjero. Era un desafío, pero excitante. Se detuvo, mirándole. Harry simplemente respiró, manteniendo la cara neutral. Ella se lo contaría a su propio ritmo. Miró a un lado y se sobresaltó. —Me pusieron a cargo del departamento de cuentas inmediatamente. Lo cual fue algo realmente grande para alguien que acababa de salir de la universidad con un título recién sacado y con la tinta apenas seca en su licencia. Pensé... pensé que quizás el propietario de la compañía había verificado mis notas, que eran sobresalientes, y había decidido darme una oportunidad aunque no tuviera ninguna experiencia. —¿Y? —aguijoneó Harry cuando se calló. —No fueron mis notas. —Miró a su regazo, luego arriba otra vez con la boca firme —. Mi inexperiencia era una gran ventaja a sus ojos. Las cuentas eran un verdadero lío. Tampoco había pagado sus impuestos. Me llevó dos años empezar a poner algo de orden en sus asuntos. Me sorprende que la Hacienda Pública no viniera, aunque la compañía trabajaba principalmente para el gobierno de EEUU, así que él quizás tenía... bien, amigos bien situados. Ni por un momento Harry se permitió sentir una punzada leve de malestar. Las únicas compañías que trabajaban para el gobierno de EEUU y también para el extranjero, eran contratistas de defensa o compañías de seguridad. Y conocía a todas las compañías de seguridad de los Estados Unidos. —Mientras tanto, aunque estaba realmente feliz de tener el trabajo, dirigir una oficina de cinco personas y manejar las cuentas de una compañía multimillonaria,
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algo... algo más empezó a suceder. —Tragó convulsivamente—. El propietario empezó a rondar a mí alrededor. Y no aceptaba un no por respuesta, ¿sabe? Oh Cristo, pensó Harry. Aquí viene. Conscientemente suavizó su rostro. Su expresión predefinida era un ceño feroz que, según le habían contado, era aterrador, y no quería asustarla. —Sí —dijo calladamente—. Lo sé. Los ojos de ella se encontraron con los suyos. Ella no vaciló en mirarle fijamente, valorándolo, y él se lo permitió. No fue difícil. Ella tenía los ojos más hermosos que jamás había visto, aún más hermosos que los de la esposa de Sam, Nicole. Pero donde Nicole tenía una belleza que dejaba pasmado, de las que hacían girar la cabeza, esta mujer atraía de una manera más silenciosa. Tenías que mirarla dos veces para ver lo bonita que era, pero una vez que lo hacías... guau. Mantén la cabeza en el juego, se dijo Harry con severidad. La mujer estaba en problemas, quizás a un día de ser gravemente herida, o peor, de que la mataran. Meditar sobre sus expresivos ojos verde mar, su piel cremosa y su cara en forma de corazón, no iba a ayudarla. Ella asintió de repente. Él había pasado aparentemente alguna clase de prueba. Por suerte, la dama no parecía poder leer la mente, de otro modo su pequeña explosión sobre sus ojos la habría asustado. Definitivamente no estaba a la pesca un hombre, eso estaba claro. No estaba vestida para seducir, de hecho, su ropa era barata y estaba arrugada. Ninguno de sus movimientos tenía esas insinuaciones inconscientes que tantas mujeres atractivas desarrollaban. No la culparía si intentaba una pequeña seducción. Obviamente estaba aquí buscando protección y él era un hombre dispuesto a ofrecerla. Añade un poco de sexo a la mezcla, mételo a él a bordo, vincúlalo. Tenía sentido. Pero las vibraciones que emanaban de ella eran ansiedad, temor y un cierto empeño, no un protégeme y haré que valga la pena. Ella respiró profundamente. —Entonces, él, pues... paraba mucho por mi oficina, ponía el brazo alrededor de mí... —Tensó la cara ante el recuerdo—. Bastante pronto toda la compañía tuvo la impresión de que yo era su... su amante y nada de lo que decía podía convencerles de lo contrario. Acabé por ganarme esas sonrisas astutas y esas insinuaciones pesadas
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de que me habían contratado por algo más aparte de mis estudios. Y de algún modo, tuve que vigilar mis palabras, porque él era, ya sabe, el jefe. —Apuesto a que se puso peor —dijo Harry. Ella parpadeó con sorpresa. —Tiene razón. —Como si él fuera un asombroso mago con una bola de cristal. No lo era. Solo conocía a los imbéciles. Si la Imbecilogía fuera una carrera, tendría un doctorado. —Ya era bastante malo que la gente creyera que éramos amantes, pero pronto la palabra que empezó a sonar fue que estábamos prometidos. —Se estremeció—. Oí que estaba comparando precios para un anillo. Un anillo grande, porque todo lo que hace, lo hace a lo grande. Eso es más o menos lo que hizo. Por mucho que odiara dejar el trabajo, empecé a buscar otro, pero en esta economía... Harry asintió. RBK iba bien, pero era la clase de compañía que prosperaba en tiempos de problemas. Ahora prosperaba. —La situación llegó a ser imposible. ¡Actuaba como si estuviéramos comprometidos, y ni siquiera nos habíamos besado! Aunque tiene una personalidad tan poderosa, que toda la compañía dio por hecho que éramos pareja. Entonces, hace un año, hubo una fiesta de tipo corporativo para celebrar un gran contrato del gobierno. La compañía alquiló la sala de baile del Hyatt Regency en Savannah, y la comida fue servida por su chef estelar. —Arqueó la boca—. Había barra libre, y más o menos, todos se emborracharon menos yo. Mi cuerpo no soporta bien mucho alcohol. Así que, desafortunadamente, estaba sobria cuando uno de los empleados se me acercó y se jactó de cuán listo era el jefe. Había robado veinte millones de dólares al gobierno de EEUU, y, ¿no era yo afortunada al casarme con él? Harry abrió los ojos de par en par y ella asintió. —Sí, es verdad. Y francamente, tenía mucho sentido, porque muchas de las cuentas de los primeros días de la compañía no tenían lógica. Había más ingresos de los que podían justificarse. Creo que el jefe sabía que yo estaba excavando de algún modo, pero yo no sabía qué buscaba. Harry frunció el ceño. —¿Pidió detalles a ese tipo? ¿Cuál era su nombre? Ella vaciló y él comprendió que todavía estaba sopesando cuánto contarle.
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—Francamente, el tipo estaba tan borracho que apenas podía articular. Pero, ¡de verdad que se estaba jactando! Cuando dije que no le creía, sacó un teléfono móvil y me mostró una fotografía de él con el jefe y otros dos tipos. Soldados, en Irak. Al lado de lo que parecían cientos de palés amontonados y llenos de paquetes de dólares en forma de ladrillos. El tipo se caía de borracho, pero las fotos eran claras. Entonces, dijo que todo ese dinero se fue al día siguiente y jamás lo notó nadie. —¿Qué sucedió luego? —preguntó Harry con tranquilidad. Tenía la sensación de saber a dónde iba todo esto. Pero también tenía problemas para concentrarse en su historia. Era fascinante, pero la cualidad de su voz era más fascinante aún. Suave y nítida, con un matiz remoto del sur. Hipnotizaba y era tentadoramente familiar. Lo cuál era, por supuesto, una locura, dado que Harry nunca la había visto en su vida. Estaba alucinando, lo que no era bueno. Necesitaba dormir al menos tanto como entrenaba. Una buena regla militar. —Mientras me contaba la historia, tan borracho que casi se desmayaba, mi jefe nos divisó a través del cuarto. Me miró a mí y luego al tipo borracho, y nunca antes he visto una expresión más amenazadora en una cara humana. —Tembló ante el recuerdo—. Ciertamente hizo que el tío borracho se despejara. Se puso blanco como la ceniza, dijo que olvidara lo que había dicho, y desapareció tan rápido que juraría que pude ver el polvo. Estaba asustada. El jefe empezó a acercarse y me escondí detrás de una columna para marcharme. Necesitaba pensar en ello, porque toda la historia sonaba muy real. Y explicaba todas las anomalías que había encontrado en las cuentas. Harry la miraba, tratando de concentrarse en sus palabras en vez de en el timbre de su voz, sintiendo la cabeza un poco ligera. Quizás esta mujer era como una de esas sirenas de la mitología griega cuyas voces eran tan hechizantes que hacían que los marineros chocaran contra las rocas. Jesús, no le sorprendería. —¿Y entonces? Ella resopló de furia y agarró con fuerza su mochila, su sistema nervioso se tensó. —Al día siguiente encontraron el cuerpo de ese tipo. El borracho con el que había hablado. Lo oí en las noticias de la mañana. Parecía que había sido un atraco, pero no creo que fuera del tipo que se deja agarrar por sorpresa. Encontraron su cuerpo a un lado de la carretera con una bala en la cabeza, y todo su dinero y tarjetas de crédito habían desaparecido. —¿Cuál era el calibre de la bala?
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Ella abrió los ojos sorprendida. —¿Perdón? Se podía decir mucho por el calibre, pero ella no sabría eso. —No importa —dijo Harry—. Siga. —Era demasiado. Yo... supongo que estaba asustada. No fui a trabajar ese día, ni llamé para decir que estaba enferma. Simplemente... no aparecí. Lo que fue estúpido, porque cualquiera que me conociera sabría que eso era raro. —Una trabajadora dura —murmuró Harry y ella levantó la cabeza con expresión de orgullo. —Sí, lo soy. No he faltado ni un día por enfermedad y he estado trabajando desde que tenía doce años. —Se sacudió—. De todos modos, pensé toda la noche en ir a la policía, pero el asunto es que el jefe de la policía local es un buen amigo de mi jefe, y muchos de los policías practican gratis en sus campos de tiro. Mi jefe insiste en contribuir muy generosamente al Fondo de Familias Supervivientes. Ellos nunca me creerían, ni en un millón de años; no sin pruebas, y yo no las tenía. Cuando llegaron las noticias sobre la muerte del tío borracho, me di cuenta de inmediato de que iba a tener que ir a la policía o yo sería la próxima. Y entonces miré por la ventana y vi una furgoneta aparcada al otro lado de la calle, enfrente de la entrada de mi apartamento, y unos hombres empezaron a salir de ella. Estaban armados y eran de Ge... hombres de mi jefe. Harry se congeló. —¿Qué hizo usted? —Huí —dijo simplemente. Ellen podía recordar claramente el pánico brillante y deslumbrador que le estalló en la cabeza cuando vio a los hombres salir de esa camioneta. El puro instinto tomó el control. Ni siquiera se paró a pensar en lo que estaba haciendo. No hizo ninguna maleta, no hizo nada más que agarrar las llaves del coche y los mil dólares que siempre guardaba en efectivo en una antigua copia de “Orgullo y Prejuicio”, y correr por la escalera de atrás al cuarto de la ropa sucia, que llevaba a un pasillo subterráneo que salía al estacionamiento de atrás, donde estaba su coche. Condujo al cajero automático más hacia el este en el que pudo pensar, retiró tanto dinero como el sistema permitía y luego giró hacia el oeste y empezó el largo y arduo viaje al punto más lejano que se le ocurrió: Seattle.
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—Huyó —repitió Harry Bolt amablemente. Su voz profunda era callada y tranquila. Ella asintió. —Sabía que tenía que salir del sistema, porque mi jefe, mi ex jefe, es bueno encontrando cosas. Esa es una de las cosas que hace. Y sabía que nunca iba a olvidarlo. Creo... —Ellen levantó la mirada hacia los ojos de Harry Bolt y le miró a la cara, buscando algo evasivo. Alguna sensación de que él comprendía completa y totalmente lo que ella estaba diciendo. Lo encontró. Inhaló profundamente. —Creo que él es de la clase de hombre que me seguirá buscando hasta que esté muerta. ¿Puede creer eso? —Absolutamente —fue la tranquila respuesta. Bien. Bien. Quizás esto iba a funcionar. —Conduje toda la noche y dormí en moteles durante el día. A veces paré durante una semana o dos y serví mesas donde no pidieran documentación. Por fin, llegué a... una ciudad del norte. Alquilé un cuarto en la parte dura de la ciudad. Pagué al contado, ninguna pregunta. La dueña no iba a informar de mi alquiler a Hacienda. Después de un par de días, encontré trabajo como camarera en un antro. Le di al jefe un nombre falso y no le mostré ningún papel. El propietario fue, fue bueno para mí. Creo... creo que comprendió. Mario Russo, uno de los tipos buenos de la vida. Grande y de aspecto duro, con solo una mínima parte de la piel visible sin cubrir por tatuajes tribales. Dirigía un bar hediondo frecuentado por una variedad asombrosa de humanidad, pero no aguaba sus bebidas, no hacía preguntas y si te comportabas podías permanecer para siempre en su lugar con una cerveza. Especialmente los días fríos. Aunque no tenía que hacerlo, Mario le pagó un poco más que el salario mínimo, que con las propinas fue suficiente para pagar por su cuarto y comida. Nunca hizo preguntas, pagó todos los viernes por la noche, y de algún modo siempre estuvo allí si un cliente se ponía un poco pesado con ella. —Aproximadamente una semana después de huir, averigüé que... —la garganta se le cerró y tragó con dificultad. Como siempre cuando pensaba en ello, el estómago pareció deslizarse hacia su tráquea.
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Ellen vio a Harry Bolt mirarla. Una vez más, no mostraba signos de impaciencia mientras esperaba a que ella continuara la historia. No se le movía ni un músculo del cuerpo. De repente, comprendió algo, él esperaría a que ella contara la historia a su manera, sin importar el tiempo que le llevara. Hasta ahora la preocupación de Ellen había sido simplemente, ¿es este hombre mi enemigo? ¿Voy a conseguir que me maten al contárselo abiertamente? Pero ahora se relajó un poco y notó otras cosas acerca del hombre. Para empezar, era muy alto. Incluso sentado, se cernía sobre el escritorio. Estaba bien construido también, compacto, delgado, con grupos apretados de músculos sin nada de grasa. Hombros asombrosamente anchos, quizá los más anchos que jamás había visto. Aunque por asombroso que fuera su físico, no era lo primero que notabas sobre él. No, lo que atraía tu atención como virutas de hierro a un súper imán, eran sus ojos. De un castaño tan brillante que casi podía ser llamado dorado. Ojos intensos e inteligentes que parecían ver más que la mayoría. —Encontró algo la semana después de huir —aguijoneó con suavidad. Inhaló profundamente. —Sí. Al principio, no puse atención a las noticias. Caía en la cama agotada cada noche. Pero al final, una tarde decidí averiguar qué pasaba en casa. —Los dedos apretaron la lona de su mochila mientras trataba de evitar que las manos le temblaran—. Mi jefe informó a su amigo, el jefe de policía, que yo había malversado casi un millón de dólares de la compañía. Le miró a la cara, mientras se sentaba allí tensa y miserable, reviviendo el golpe de la acusación. No había dormido durante dos días después de eso. Él parpadeó con esos ojos dorados. —Eso es ridículo —dijo él, y ella dejó salir el aliento en un suspiro largo y aliviado. —Sí. Sí, lo es, pero él obviamente lo hizo sonar convincente. Hubo una entrevista con él en las noticias locales y va y dice: no sabemos qué la llevó a hacer esta cosa terrible, aunque ha estado bebiendo mucho últimamente. Ellen le miró a los ojos y sintió esa puñalada caliente de indignación de nuevo. —No sé cómo pudo decir eso sin que un rayo le golpeara. Yo rara vez bebo y nunca malversaría. Pero empeora.
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—Le acusó de ser la amante del tipo muerto, e insinuó que lo mató. —Harry Bolt lo dijo con calma, con esa voz profunda, segura y constante, sin ningún problema, como si dijera que el sol sale por el este. Ellen casi dejó caer la mandíbula. —Sí. ¿Cómo lo ha sabido? —El tipo suena como un agente. Tuvo varios elementos con los que tratar, y al ensartarlos de ese modo se quitó de en medio y la puso a usted ahí, se aseguró que siguiera permaneciendo oculta y de que nadie creyera una palabra de lo que dijera. Como matar dos pájaros de un tiro. Dolía que hubiera sido tan fácil para Gerald. Parte de ello era su propia culpa. Había llevado una vida aislada en Prineville. Él podía inventar cualquier historia que deseara sobre ella. Suspiró. —Así supe que tenía que permanecer bajo el radar de todos, y lo hice durante un año. No era una vida maravillosa, pero al menos estaba viva. Entonces, hace tres días, algo sucedió. —¿Murió otra persona? —No. No que yo sepa. Pero me asustó mucho. Al volver a casa desde el trabajo noté que un hombre merodeaba delante de un escaparate en mi calle. Estaba vestido como una persona sin hogar pero, por pura casualidad, reconocí a uno de los últimos contratados por mi jefe hacía un año. Si no lo hubiera reconocido probablemente ya estaría muerta. Hasta ahora he logrado permanecer viva por pura suerte, pero no puedo contar con que dure para siempre. Me hice amiga de la mujer a la que conoce como paloma. A ella nunca le conté nada, pero creo que lo sabe. Y creo que ella estaba en la misma situación. Me dio esto y dijo que si necesitaba ayuda, llamara. Y preguntara por Sam Reston. Ellen abrió su mochila y deslizó una pequeña tarjeta de visita a través de la mesa. Las manos le temblaban. Harry lo vio. Esos feroces ojos de águila vieron sus manos temblorosas y ella las curvó en el regazo. Harry Bolt apenas echó un vistazo a la tarjeta, pero por supuesto sabía lo que era. No era una tarjeta normal. La parte superior de la tarjeta tenía un hermoso pájaro en vuelo, el paradigma de la libertad en unos pocos esbozos y un número telefónico impreso en el centro de la
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tarjeta. Nada más. Ninguna palabra. Ningún nombre, ninguna dirección. Solo el símbolo de la libertad y un número. El número tampoco correspondía a ninguno de los números oficiales de RBK Seguridad. No había ninguna otra información en la tarjeta. Solo el pájaro estilizado y un número gratuito. Al cual ella había llamado. Una de las secretarias de la compañía le había informado a Ellen de la ciudad y la dirección cuando llamó. Era una línea de teléfono especial. Obviamente la línea para mujeres desesperadas a la fuga. Bolt la miró con cuidado. —¿Tiene alguna idea de cómo la han localizado esos hombres? Aquí viene, pensó ella. —Sí, desafortunadamente sí. ¿Recuerda que le dije que trabajé en aquel bar? ¿Más bien un antro, en realidad? Él asintió con la cabeza gravemente. —Bien, el lugar presentaba música en directo todos los martes y jueves por la noche. La música era proporcionada por un antiguo cantante de jazz que no era realmente... eh... muy bueno. Su voz se había ido al infierno por años de fumar y beber, y tenía artritis en las manos, pero había estado tocando allí durante veinte años, los clientes estaban acostumbrados a él y, conociendo al jefe, permanecería otros veinte. Una noche no apareció. Averiguamos más tarde que su corazón se rindió. —Honorius Lime. Había sido uno de los tipos buenos que simplemente había encontrado que la vida era demasiado dura para encararla sin la ayuda de la botella. Había tenido talento una vez, pero lo había tirado, igual que su vida, por el retrete. Ellen había crecido con personas como esas. Con talento, pero débiles, viviendo de ilusiones hasta que no quedaba nada, excepto la caridad y luego la tumba. Ella había estudiado y trabajado muy duramente toda su vida para salir de ese agujero y ahora, mírala. Era signo de su agotamiento que se permitiera esos pensamientos en su cabeza, porque era malgastar energía y ella no podía permitirse ese lujo Respiró profundamente. —Así que mi jefe se quedó sin espectáculo en directo. Yo... esto... me ofrecí.
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Por primera vez, ella vio luminosidad en su cara. No fue una sonrisa, pero algo le divertía. —¿Tiene usted algún talento? Bien, ese era el problema. —Algunos. Más que el pobre y viejo Honorius, de todos modos. Así que empecé a cantar todos los martes y jueves, y el lugar se llenó. El jefe me dio los miércoles y viernes libres. Dijo que atraía a tantos nuevos clientes que me quería fresca. Y entonces, una noche, hará seis meses, después de haber estado cantando allí durante un par de semanas, un agente estuvo en la audiencia. Hablamos después de la actuación y me pidió que grabara algunas canciones, y lo hicimos. Él conocía ese gran estudio y lo hicimos en un solo día, una sola toma. Lo bastante para dos CDs. Una voz, teclados, un bajo, un saxo y una batería. Versiones, en su mayor parte. También había algunas canciones que yo... esto... había compuesto. Solo por... hacer algo. El consuelo de la música. Cuán agradecida había estado ese año de terror y huida de poder encontrar consuelo en la música. —No pensé demasiado en ello. Creía que utilizaría las grabaciones para algún propósito privado o algo así. Para ponerlas en fiestas. Pero no lo hizo. Puso los dos CD bajo seudónimo y... —se encogió de hombros, casi avergonzada—, uno fue oro y el otro platino. Nunca pensamos... Las palabras murieron en su garganta cuando Harry Bolt saltó, como si hubiera sido golpeado por una picana. Su cara estaba tensa y dura. Colocó las grandes manos sobre el escritorio y se inclinó hacia delante sobre los brazos poderosos. —Cristo —respiró—. Usted es Eve. Harry pensaba que era impermeable a la sorpresa. Más o menos todo lo que le podía suceder ya le había ocurrido. Al menos dos veces. Era un agente Delta y había sido entrenado y entrenado duramente para no mostrar sorpresa. No le habían dejado ninguna capacidad para sorprenderse cuando se alistó, los Delta se la habían quitado. Pero en este momento sentía como si alguien le hubiera golpeado en la cabeza con un ladrillo. Eve. Joder, tenía a Eve sentada directamente enfrente de él, con esa voz suave del sur que oía la mayoría de las noches en su cabeza.
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Y ella no era un hipopótamo con siete papadas. Era una belleza. A la fuga y asustada, pero aun así, magnífica. Mientras la escuchaba había sido realmente duro poner atención. Se avergonzaba de sí mismo, pero allí estaba. Harry no era Mike, el mujeriego. Harry llevaba célibe casi dos años ahora, todo el año en Afganistán donde acostarse con una mujer significaba la muerte de ella por lapidación, y el año siguiente, que regresó en trozos y había tenido que recomponerse dolorosamente. Era como si el sexo hubiera huido de su vida, y que le jodieran si en este instante no había decidido regresar a su vida rugiendo. Tenía a una belleza asustada delante de él y ella no pensaba en sexo, pensaba en supervivencia, así que debería avergonzarse de sí mismo. Y lo hacía, de algún modo. Excepto que la erección tenía prioridad sobre la vergüenza. Sí. Harry Bolt, alias Señor Controlado, tenía una erección aunque sudaba para reprimirla. Todo en esa mujer le excitaba. Esa piel pálida como de porcelana que contrastaba tan maravillosamente con el cabello rico, brillante y rojo, los hermosos ojos, ojerosos por la fatiga, la delicada línea de los pómulos y la mandíbula. Incluso agotada, con profundas ojeras bajo los ojos, tan tensa que prácticamente zumbaba, le excitaba más poderosamente que cualquier otra mujer que hubiera conocido. Y entonces... y entonces resultó ser la jodida Eve. Harry todavía se estaba recuperando de la sorpresa cuando sonó un suave golpe en la puerta que separaba su oficina de la de Sam y éste metió la cabeza. —¿Alguien quería verme? —Sam tenía unas pocas arrugas en la cara que no había tenido ayer, así que las náuseas matinales de Nicole debían haber sido malas. Pero si estaba aquí significaba que se sentía mejor e iría a trabajar. No estaría aquí de otro modo. Sam miró a Nora Charles, o cualesquiera que fuera su verdadero nombre, aunque Harry solo podía pensar en ella ahora como Eve, y a Harry. Presintió la electricidad en el aire y entró. La presencia de Sam volvió a arreglar las moléculas del cuarto y dio a Harry un poco de espacio para sacar la cabeza del culo e intentar que su polla bajara un poco.
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Nora —Eve— parecía que hubiera sido atropellada por un camión. No había querido que él averiguara quién era ella. Aunque su historia había sido cuidadosamente redactada para mantener todos los detalles fuera, Harry podía averiguarlos ahora. La ciudad del norte era Seattle. El agente era Roddy Fisher, quien había descubierto a los Broken Monkeys y a Isabel. Sam lo miraba, miraba a Eve, y volvía a mirarlo a él. Eve estaba sentada en el borde de la silla, agarrando la mochila anónima de lona con los nudillos blancos. Aterrorizada. Y Harry era un idiota. El práctico y duro como el acero Harry se había transformado directamente en un fan y había asustado a esta mujer que no solo era magnífica sino que tenía un talento musical único en su generación, y estaba aterrorizada. Si estaba aquí, su vida estaba en peligro y él tenía que controlarse. Harry se giró hacia Sam, manteniendo sus movimientos lentos e inofensivos. —Ven, Sam. Ven a conocer a Eve. También era bastante difícil sorprender a Sam. Así que quizá fue la falta de sueño, o la tensión de ver vomitar a su esposa el estómago, lo que le hizo abrir los ojos en shock. —¿La Eve? ¿La cantante? —Eso es información sumamente confidencial —dijo Ellen bruscamente. Información que podría hacer que la mataran. Pero era Sam Reston. Ellen lo miró con cuidado. Aunque no se parecía a Harry Bolt en nada (Reston era moreno con rasgos fuertes y Bolt era rubio oscuro con rasgos angulosos y finos), compartían la mirada. Alto, imposiblemente fuerte, sereno. Y los dos parecían realmente peligrosos. No por primera vez, se preguntó si había cometido un error al venir aquí. Si estaba equivocada, si Kerry de algún modo la había dirigido al lugar equivocado, podría haber sacrificado su vida para nada.
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Estos hombres se encargaban de mujeres en peligro. Alguien pensaría que habría suavidad y bondad en sus miradas. Que serían una especie de asistentes sociales o algo similar, solo que más altos. Estos dos hombres estaban a mundos de distancia de ser asistentes sociales. Si le dijeran que eran señores del crimen o asesinos, creería cada palabra. Nada de suavidad, nada de bondad, ninguna misericordia discernible. ¿Qué había hecho? El cuarto se quedó en silencio un minuto, dos. La garganta de Ellen estaba demasiado apretada y seca para pensar en hablar. —¿Bien? —Harry Bolt le clavó una mirada impasible, los ojos castaños fijos como la mirada de un águila, e igualmente impersonales—. Es Eve, ¿verdad? Sí. Y acabo de darle suficiente información personal para localizarme. Si usted no me ayuda, estoy acabada. No. Por supuesto que no. Qué idea tan ridícula. Y perdone, debo estar en otra parte en este momento. Sí. No. Sí. No. —Sí —dejó escapar, como si algún sello sobre sus labios se hubiera roto. Salvo su agente, nadie más lo sabía. Bien, quizá su jefe, Mario, porque debajo de su tranquilo exterior tatuado, era realmente listo. Nunca le había hecho preguntas y ella nunca se lo había contado—. Sí. Y tengo miedo de que pueda ser el modo en que mi jefe anterior me haya encontrado, aunque todos en producción firmaron un acuerdo de confidencialidad. Había hecho jurar a Roddy el secreto y habían preparado juntos la cláusula de confidencialidad. Ella sabía bastante jerga legal para hacerlo hermético y para que cualquiera se lo pensara dos veces antes de venderlo a los tabloides. Los músicos habían tocado en un cuarto separado con una entrada separada y nunca la habían visto, solo la habían oído. Había insistido en eso. Roddy no la tomó realmente en serio, pero vio el potencial del marketing. En un tiempo en el que cualquiera de los medios tenía un sitio web, blog, amigos en Facebook, Twitter, foros y enlaces, una identidad misteriosa era un artefacto infalible de publicidad. Harry Bolt se dirigió a Sam Reston sin quitarle los ojos de encima.
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—Sam, esta es Nora Charles, alias Eve. Consiguió nuestro número por medio de paloma. Eve, Sam Reston, el hombre que ayudó a tu amiga. Ella vibraba con los nervios, el sudor le bajaba por la espalda y entre los senos. Sabía que la piel pálida estaría blanca como el hielo por la tensión. Sam Reston ni siquiera trató de estrecharle la mano, debía haber visto que estaba en el borde. Simplemente cabeceó con seriedad. —Señora —dijo en voz baja y se sentó junto a su socio. Se dirigió a su socio sin apartar la vista. —¿Harry? Situación. Ahora ambos la miraban atentamente. La mayoría de las miradas fijas resultan ser agresivas, pero la de ellos no. Solo... intensas. Como si escucharan con cuidado lo que decía, pero otra información les llegara desde sus ojos, sus manos, sus pies. Quizá incluso desde su interior. —La señora Charles es contable. Trabajó para una compañía... ¿en el sur? — Arqueó las cejas ligeramente. Ellen asintió temblorosamente. Había pasado toda la vida deshaciéndose de su acento arrastrado, pero todavía tenía un deje del sur, especialmente bajo tensión. Harry Bolt continuó. —En una fiesta, un empleado de la compañía le dijo que el propietario de la compañía había robado una gran suma de dinero al gobierno de EEUU en Irak. Veinte millones de dólares. Ahora fue el turno de Sam Reston de arquear las cejas. —Ese empleado murió al día siguiente. Su frente chocó contra una bala. Unos hombres fueron a por ella y huyó. Su jefe le contó a la policía y a los medios que ella había malversado un millón de dólares y quizá matado al tipo que habló. El corazón le dolía un poco cada vez que oía eso. Había trabajado muy duro en crearse una vida respetable para ella misma y estaba hecha pedazos a sus pies. —No lo hice —dijo calladamente. Sam Reston frunció el entrecejo. —Claro que no. El cuarto permaneció en silencio.
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—¿Podemos saber el nombre de quién la persigue? —preguntó por fin Reston—. Para ayudarla, debemos saber la naturaleza de la amenaza. ¿Podían saber el nombre? Ellen se sentó, el corazón le hacía un ruido sordo. Cada célula de su cuerpo chilló, ¡no! Había pasado todo el año anterior sin mencionar ese nombre a nadie. Por otro lado, era enteramente posible que ella fuera la última persona en la tierra que supiera que Gerald Montez había robado veinte millones de dólares del gobierno de EEUU y matado por lo menos a una persona para mantener ese secreto. Si moría, alguien tenía que tener esa información. Ellen no conocía a estos dos hombres. Pero sabía que por lo menos uno de ellos había ayudado a una amiga a sobrevivir a la violencia y construir una nueva vida. No les estaba poniendo en peligro. Ambos parecían perfectamente capaces de cuidar de sí mismos. Y... y había guardado este secreto en solitario tanto tiempo. Le había destrozado la vida. Algo en ella deseaba dejarlo salir, como si al contárselo pudiera de algún modo levantar esta nube oscura de maldad que colgaba sobre ella arruinando su vida. Cogió un aliento profundo y les contó el secreto que casi había muerto por mantener. —El nombre de la compañía es Bearclaw. El nombre de mi ex jefe es Gerald Montez. El aire en el cuarto cambió, como si una carga eléctrica la hubiera recorrido. Los dos hombres se miraron uno al otro. Fue solo una mirada, el más mero parpadeo de los ojos, pero causó un incendio descontrolado de pánico dentro de ella. Estaba acostumbrada a enmascarar sus sentimientos, así que ellos probablemente no se darían cuenta de que por dentro estaba en alerta roja, el pánico latía en su cabeza como la sirena grave de un submarino cuando un torpedo se dirige hacia él. ¡Oh Dios! Conocían a Gerald. Conocían Bearclaw. Probablemente eran amigos. Ciertamente se dedicaban a lo mismo, probablemente hacían negocios juntos. Quizás tenían interés en encubrir los crímenes de Gerald.
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En un instante, Ellen se dio cuenta de que había estado loca al buscar la protección de unos hombres que eran exactamente como Gerald. Un año huyendo y se había colocado en las manos del enemigo. Apenas podía respirar, como si una mano gigante le apretara las costillas. Tenía que pensar con claridad. Vivir o morir dependía de sus acciones en el próximo minuto. —Aquí —dijo suavemente, abriendo su mochila—. Tengo fotos en mi teléfono móvil, puedo mostrarles... —se detuvo, frunciendo el ceño. No demasiado, no te pases de la raya, solo parece ligeramente desconcertada—. Es extraño... Levanta la mirada y mira a la izquierda, tratando de recordar algo. Fresca, casual. —Mi móvil no está aquí... ¡Oh! —Abre los ojos, recordando. Levántate, moviéndote lentamente, aunque su cuerpo chillaba para escapar—. ¡Oh cielos! Se debe haber caído de la mochila abajo cuando comprobé el número de la calle. Volveré inmediatamente. Muévete rápidamente pero no corras. Ni siquiera les dio la oportunidad de reaccionar. En un segundo, estaba en recepción. Dirigió una sonrisa deslumbrante a la recepcionista. —He olvidado algo —trinó—. ¡Volveré inmediatamente! En el pasillo, el ascensor estaba cerrando las puertas. Se había mantenido en forma, haciendo ejercicios para desarrollar fuerza en su apartamento cada día, algo bueno también porque corrió y atrapó la puerta por un pelo, pulsó el botón de la planta baja con tanta fuerza que fue un milagro que no atravesara el metal. Pareció durar una eternidad. Por fin, las puertas sonaron y salió volando por las inmensas puertas principales de cristal, parpadeando ante la brillante luz del sol. Y otra vez, la diosa de las mujeres fugitivas estuvo con ella, porque un taxi frenó y dejó salir a un pasajero. Debía parecer una mujer salvaje. El conductor del taxi le echó una mirada asustada cuando se lanzó al asiento trasero y soltó jadeando la dirección del pequeño hotel que había reservado para esa noche. —¡Duplico la tarifa si me puede llevar allí en diez minutos! El conductor del taxi era joven y parecía un estudiante.
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—¡Sí, señora! —sonrió y apretó el acelerador. Hubo un chirrido de neumáticos y se sintió apretada contra la espalda del asiento. Bueno. Siempre que el conductor no los matara por el camino, cuanto más rápido llegara a su habitación, mejor. ¿Podrían localizarla? Pensó en ello. No había llamado al número del Pájaro Volando desde el móvil sino desde un teléfono público en la estación Greyhound. Aunque el hotel que había encontrado estaba a kilómetro y medio de allí. ¿Podrían localizarla? Probablemente. Estos tipos tendrían enormes recursos a su disposición, incluso mano de obra. Y ella ni siquiera había tenido la oportunidad de dormir todavía. Solo se había aseado un poco antes de ir a RBK. Ahora tendría que irse rápidamente, ir... Su mente se quedó en blanco. ¿Ir a dónde? Lo planearía cuando llegara al hotel. En este momento todo su ser estaba en estado de pánico más allá del agotamiento. Dios, estaba cansada. Todo el peso de los pasados tres días, del pasado año, estaba asentado sobre sus hombros como una manta de cemento. Generalmente era bastante buena a la hora de tomar decisiones repentinas, pero ninguna de las que tomaba en este momento tenía sentido para ella. Huye. Otra vez. ¿Pero a dónde? Georgia, Seattle, San Diego... hablando geográficamente, su siguiente parada debería ser al norte de Nueva Inglaterra, aunque odiara el frío. Meterse en Maine o Vermont. ¿Y cómo demonios llegaba allí? ¿Sin ser vista por Harry Bolt y Sam Reston, que la asustaban casi tanto como Gerald Montez? Gerald se pavoneaba y era peligroso porque podría ser inestable y tenía una vena violenta. Harry Bolt en particular le parecía muy peligroso, porque podía ver claramente la inteligencia en sus ojos. Tener a un hombre violento tras ella era espantoso; tener a un hombre violento e inteligente era aterrador.
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Oh, Dios. Cerró los ojos abrumada, temblando. ¿Y luego qué? Se quedó completamente en blanco. Bien, comprobar que el móvil estuviera apagado, para empezar. Era uno barato de prepago y desechable, e insistía en mantenerlo apagado, utilizándolo solo cuando era imprescindible. Seguridad RBK no lo tendría, pero nunca podías ser demasiado cautelosa. O paranoica. Ellen escarbó en su bolso y abrió los ojos de par en par cuando se dio cuenta de que les había dicho la pura verdad a Harry Bolt y Sam Reston. Realmente había dejado su teléfono atrás. No fuera del edificio sino en el hotel. El hotel que iba a tener que dejar tan rápidamente como fuera posible. Las calles se volvieron malas, luego peores y el taxi se detuvo delante del hotel. Ellen pagó y se apresuró hacia la entrada. Una mano grande la agarró y la golpeó contra el costado de un coche mientras alguien corría hacia ella con un arma. El dolor la atravesó como un rayo y el mundo se oscureció por los bordes.
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Capítulo 4
Harry se encontró con la mirada de Sam y se refrenó de respingar. Los ojos de Sam estaban tan inyectados de sangre que era como si se hubiera abierto las venas y las hubiera drenado a sus ojos. Las náuseas matinales de Nicole habían sido precedidas claramente por toda una noche de malestar. Bien, Sam estaba casado con una mujer imponentemente hermosa por la que estaba loco y quien a su vez le amaba. Estaban esperando una niñita muy deseada. ¿Qué eran unas pocas noches en blanco en comparación a eso? Nada. —Montez —gruñó Sam—. Ese hijo de perra. —Los ojos rojos ardían—. Vamos a por ese cabrón. Bearclaw era odiado por todos los del ejército de EEUU, pero especialmente por los soldados de Operaciones Especiales. A los hombres de Montez no se les animaba a ser contenidos y no aceptaban las reglas de compromiso, a menos que contaras sal-de-mi-camino-cabrón-o-te-dispararé como regla de compromiso. Cuatro hombres muy buenos habían muerto como resultado directo de la brutalidad de Bearclaw y Harry sabía de por lo menos dos casos en que hombres de Bearclaw habían abierto fuego sobre posiciones de soldados por simple falta de atención. —Oh sí. —Solo el pensamiento de Gerald Montez persiguiendo a Eve hacía que se le revolviera el estómago. Montez era un cabronazo que ganaba dinero a cuenta de los soldados de EEUU. Acabar con él iba a ser un placer. De ninguna manera Montez iba a tocar a Eve, él se aseguraría de ello. Hablando de...
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Oh, joder. —¡Maldición! —Harry se levantó tan bruscamente que la silla hizo un ruido sordo contra el suelo. Los ojos rojos de Sam le miraron. —¿Qué? —Se ha ido. Ha huido. —La comprensión le atravesó en un momento eléctrico. Eve había huido. Algo la había asustado, algo que habían dicho o hecho... y había huido. Eve estaba ahora a la fuga, con Gerald cabrón Montez tras ella. A Harry se le erizó hasta el último vello del cuerpo. Podía sentir el vello de los antebrazos raspando contra el algodón de su camisa. El temor golpeó cada célula de su cuerpo. No estaba acostumbrado a tener miedo. Ira y enfado, sí, seguro. ¿Pero miedo? No había temido nada desde que Rod el Gilipollas había matado a Crissy. Lo peor que le podría haber sucedido ya había ocurrido. Su propia muerte no era nada en comparación con ver a Rod golpear el cuerpo de su hermana pequeña contra la pared y mirarla caer al suelo en un charco de sangre. Bien... ahora estaba cerca. Eve era una mujer de un talento raro y casi místico, una belleza vulnerable e inolvidable. Eve sabía algo que podía hacer daño a Gerald Montez, quien era totalmente despiadado. Montez no se lo pensaría dos veces en borrarla de la faz de la tierra, pero no antes de despellejarla viva primero, de averiguar qué había en esa hermosa cabeza que le pudiera hacer daño. Ya había arruinado su vida. Había plantado evidencias de su malversación y del asesinato del hombre que se había chivado de él. Con las fuerzas de la ley locales en el bolsillo, ella jamás se atrevería a mostrar la cara. Harry ni siquiera quería pensar en lo que Gerald podía y le haría a Eve si la atrapaba. Lo cual haría. La había rastreado hasta Seattle y Montez no era tonto. Probablemente, ella estaba corriendo directamente a una trampa, en este... puto... momento. Sam abrió los ojos de par en par cuando Harry se giró hacia uno de los tres ordenadores de gama alta de su escritorio. Dio un puñetazo a dos teclas y apareció una imagen clara de la calle fuera de su edificio, nítida y limpia.
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—Joder —respiró—. Ahí está. El monitor mostró a Eve corriendo hacia un taxi que se había detenido para dejar a un pasajero delante de la entrada. Un momento después el taxi arrancó chirriando los neumáticos. Harry golpeó una tecla y la imagen se congeló. Hizo zoom en la matrícula, realzó la placa, la copió y la metió directamente en una base de datos que mantenía abierta para ocasiones como ésta, en que la velocidad era vital. La base de datos era una lista de identificaciones de SVPN. El Sistema de Vigilancia de la Presión de los Neumáticos probablemente era útil para la seguridad de coche, pero era fabuloso para localizar vehículos. Los dispositivos de la medida de presión de los neumáticos transmitían los datos de la presión constantemente al ordenador, cada coche con su identificación separada, una medida de seguridad que como producto secundario era una manera rápida de rastrear cualquier vehículo fabricado desde 2007. El taxi era un modelo Prior del 2008. Un suave clic y la identificación apareció en el segundo monitor, sobrepuesto en un mapa de San Diego. —¡Sam! —Harry corrió al armario de armas, se puso un chaleco ligero de Kevlar, una pistolera con un Kimber 1911 y tres cargadores en el cinturón. Un sistema de comunicaciones en el oído. Cogió un arma del lado derecho del armario. Todas las armas que había eran frías. Sin registrar, imposibles de rastrear. Si los hombres de Montez rondaban por ahí, eso iba a ser una matanza. Arrojó una chaqueta para cubrirlo todo y corrió a la puerta. —Que Henry traiga mi SUV del garaje. Te llamaré desde el vehículo. Sigue al taxi y mándamelo al GPS de mi SUV. Y mata las cámaras de la seguridad donde pare el taxi. Era Harry quien debería haber estado en el ordenador. Era mejor que él con ello. Sam era bueno en estrategia; Harry era bueno con ordenadores. Pero tendría que dejar a Sam al cargo de los monitores, porque nadie iba a ir tras Eve excepto él mismo. Sam se movió a la silla delante del monitor. Sabía que no era tan bueno con los ordenadores como Harry, pocos lo eran, pero Harry confiaba en él para hacer esto.
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—En ello. —Sam realizó la transferencia de la imagen del ordenador base al vehículo de Harry—. Asegúrate de que no cae en manos de Montez. —Hecho —gruñó Harry y salió corriendo. Henry, el director del garaje, debía haber conseguido sus sentidos arácnidos trabajando horas extras, porque tenía el Cherokee de Harry al ralentí con la puerta del conductor abierta cuando Harry entró por las puertas delanteras. Harry despegó, manteniendo un ojo en la pantalla del GPS. —Va por Lark —la voz tranquila de Sam llegó por el auricular de Harry. —Sí, lo puedo ver. —Harry conducía tan rápidamente como la carretera y el tráfico lo permitía. El taxi estaba a cuatro manzanas de él. El semáforo todavía estaba ámbar en el cruce de delante... Harry frenó de repente y golpeó el volante con el puño con frustración. Una furgoneta de reparto grande apareció de repente en la calle transversal, moviéndose lentamente. Harry se habría saltado el semáforo rojo, pero ahora estaba forzado a esperar. Aunque ningún sonido penetraba la insonorización del coche, sabía que sus neumáticos chirriaron cuando arrancó y despegó en el segundo en que la luz cambió. Las cabezas se giraron cuando el humo se elevó por el espejo retrovisor. Estaba tratando mal al vehículo, pero a quién coño le importaba. Lo importante era llegar a donde Eve iba, lo bastante rápido para evitar que los maleantes de Montez la atraparan si estaban esperándola. Con cada segundo que pasaba, Harry estaba cada vez más y más seguro de que ella iba a una trampa. Tecleó un número en la pantalla, la oficina. Le llevó aproximadamente cinco segundos. Todas las comunicaciones de Seguridad RBK iban por un satélite, propiedad de una compañía con base en las Bahamas y aparentemente situada en Canadá, sus llamadas no podían ser pinchadas por el aire como sucedía con la mayoría de comunicaciones basadas en el bluetooth. —¿Señor? —Era Marisa, quien se encargaba de los Perdidos. Ella había sido una de las perdidas y era ferozmente protectora. Ningún hombre que tratara de localizar a una de "sus" chicas sabría jamás por Marisa que su víctima había estado en RBK. —¡Marisa! —ladró Harry—. ¿Llamó Nora Charles desde un móvil? Sonidos de tecleo, luego la voz tranquila de Marisa.
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—No, señor. Llamó desde un teléfono público en... —más sonidos—. Estación de autobuses Greyhound en Broadway Occidental. Un semáforo cambió a ámbar delante y Harry aceleró el motor, atravesando el cruce y girando violentamente el volante para evitar a un adolescente que conducía un Mustang. La distancia se había reducido a dos manzanas. —Gracias, Marisa. —Harry sintió un pequeño chorro de alivio. Si Bearclaw agarraba el teléfono móvil de Eve, rastrearían el número al que ella había llamado a RBK. Buena suerte con eso. Ese número nunca se utilizaba para el negocio ordinario, también estaba registrado en las Bahamas pero desviado por Canadá. Nunca rastrearían el número. Pero podrían rastrearla a través del teléfono mismo, si lo tenía con ella. Solo podía rezar porque hubiera apagado el móvil dondequiera que estuviera. Se alojaba en el Hotel Curtis, descubrió, cuando el pequeño punto rojo que era el taxi se detuvo. Con una orden de voz, Harry sobrepuso inmediatamente un mapa de negocios sobre ese lugar y vio el nombre. Estaba a solo una manzana. Presionó el pedal tanto como pudo, abarcando la escena en el hotel con una mirada. Una mano en el volante, la otra sacando su Kimber. Tan pronto como el taxi arrancó dos hombres surgieron de las sombras. Hombres grandes y armados. Excesiva capacidad de destrucción para atrapar a una mujer solitaria. El primero en alcanzarla le retorció el brazo detrás de su espalda y la golpeó contra el costado de una camioneta. Eve palideció con el golpe y se desplomó, aturdida. El cabrón la golpeó con fuerza, le retorció el brazo aún más, agachándose para darle instrucciones. La llevó hacia una camioneta Transit blanca, con paneles, que había aparcado en el bordillo. El otro tipo abrió las puertas traseras de la camioneta. La parte trasera estaba vacía excepto por unas mantas en el piso. El tipo que abrió las puertas sostenía una 45 automática junto a la pierna. Eve clavó los tacones, comprendiendo claramente que si entraba en la camioneta, nunca saldría otra vez. Empujó contra el brazo que la sostenía, en desventaja pero sin rendirse. Harry la vio luchar, vio cómo el Cabrón 1 le daba otro revés mientras el Cabrón 2 miraba.
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Viendo eso, viéndola herida, a Harry le hirvió la sangre. Tembló de rabia, excepto las manos. Estas estaban tan estables y sabían con precisión qué hacer. En un segundo había frenado, abrió la puerta con el hombro y saltó a la calle antes de que el vehículo dejara de mecerse. Corrió hacia el hombre que sostenía a Eve. El hombre la golpeó contra el lado de la Transit otra vez y se metió la mano dentro de la chaqueta. Sus reacciones mostraban que había tenido entrenamiento, pero no había tenido el suficiente entrenamiento para detener a Harry. No había bastante entrenamiento en el mundo para eso. Cada instinto de soldado le decía a Harry que fuera a por el tipo armado primero. Estaba escrito en piedra prácticamente. Cuando te enfrentas a un hombre armado y a un hombre desarmado que estira la mano a por su arma, ve a por el arma que está a la vista. Pero Harry no podía soportar ver a Eve maltratada durante un segundo más. Corrió directamente hacia el tipo que sujetaba a Eve, giró de lado rápidamente con un suave movimiento de barrido, atrapándolo cuando perdió el equilibrio, presionando contra él cadera con cadera, luego rotó la cadera para sostener al tipo delante de él como escudo. El Tipo Armado había empezado a disparar, ráfagas controladas de su automática, pero estaba dando al hombre delante de Harry. Harry se preparó para el impacto de las balas que golpearon en el cuerpo que mantenía frente a él. El hombre armado dejó de disparar y giró el arma hacia Eve, pero el arma de Harry ya estaba arriba y disparando. Un doble agujero en la cabeza y cayó como una piedra, solo una estrella de niebla rosa se disipó en el aire marcando el lugar donde había estado. Todo el asunto no duró más que tres segundos. Eve estaba en el suelo, inconsciente, pero había un tipo más del que preocuparse antes de que Harry pudiera ayudarla. La puerta de la camioneta se cerró por el otro lado, el del conductor. Harry se dejó caer al suelo y disparó una ronda a cada tobillo, mirando cómo las astillas de hueso salpicaban el suelo. Ignorando los chillidos, corrió rodeando la camioneta por delante y colocó una ronda en la cabeza del hombre que chillaba sin dudar. No le cabía duda de que las órdenes de estos cabrones eran llevarse a Eve viva si era posible, muerta si no. Los tres estaban armados, abriendo la chaqueta del hombre que había maltratado a Eve mostró una pistolera muy usada y una Glock 17 metida
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en ella, sin desenfundar. Había confiado en sus grandes puños para dominar a una mujer solitaria. Harry le dio una patada violenta a un lado, lamentando que el cabrón estuviera muerto, porque quería matarlo de nuevo. Se dijo que la patada era para ver si todavía estaba vivo, pero era una gilipollez. Alguna parte primitiva de él quería abrirle el pecho, arrancarle el corazón y alimentar a los perros. Toca a Eve y mueres. Bajó la mirada y su corazón se detuvo. Se detuvo durante un largo y horrendo segundo. No. No podía ser. Cerró los ojos un segundo, seguro de que cuando los abriera otra vez, solo vería el asfalto desnudo a sus pies y a tres hombres muy muertos dispersos alrededor del vehículo. La vida no podía ser tan cruel. En el nanosegundo que este pensamiento le cruzó la cabeza, cada célula de su cuerpo lo rechazó como falso. La vida podía ser definitivamente tan cruel. La crueldad del mundo era interminable, insondable. Si había posibilidad de que algo te rompiera el corazón era casi una garantía de que sucedería. Abrió los ojos otra vez, la misma escena. Eve, yaciendo de espaldas, totalmente inmóvil, la sangre manchaba su camisa blanca, el brazo, se encharcaba alrededor de la espalda. Mientras miraba, un arroyo de sangre rompió el charco y siguió una ranura del asfalto invisible a simple vista hasta el borde de la acera, donde empezó a gotear en una alcantarilla. Harry cayó de rodillas, porque las piernas no le sostuvieron. No, no, no. Las palabras fueron un redoble pesado en el corazón. No. Se negaba incluso a pensar en ello. No había podido salvar a Crissy, pero por Dios iba a salvar a Eve, cuya voz había salvado su propia vida. ¡Se suponía que tenía que salvarla! Así era como debía ser. Ni una vez en el salvaje trayecto hacia allí, o mientras luchaba contra los imbéciles de Montez, se le había ocurrido que no podría salvarla.
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Tenía que salvarla. Tenía que salvarla para salvar su propia alma, porque sentía que su propia vida goteaba calle abajo y goteaba por el desagüe, en vez de la de ella. No podía permitir que los monstruos ganaran todo el tiempo. Su vida tenía que tener algún significado, alguna capacidad de detener a los monstruos, por lo menos una vez. Arrodillándose, Harry se agachó, con lágrimas picándole en los ojos. La última vez que había llorado había sido sobre el cuerpo sin vida de Crissy. La niña más dulce del mundo, destruida por un monstruo. Había llorado hasta que se desmayó. No había llorado durante todo el dolor intolerable y demoledor que había sufrido durante todos los largos meses de su recuperación. Todo el dolor del mundo, concentrado en su cuerpo, pero no le había hecho llorar, ni una vez. Ahora las lágrimas manaban mientras cogía el cuerpo lacio de Eve, inclinándose sobre el torso manchado de sangre. Oh, Dios, ¿por qué no podía detenerlo una vez nada más? ¿Para qué coño había nacido si no era para salvar a Eve? ¿Para salvar a todas las Eve? Si solamente hubiera sido un par de segundos más rápido saliendo del edificio, si solamente no hubiera tráfico en el camino, si solamente hubiera reaccionado instantáneamente cuando ella se marchó de la oficina en vez de esperar como un imbécil... los si solamente se amontonaban, tan altos como el cielo. Eve se sentía casi ingrávida mientras la sostenía en brazos, las lágrimas goteando, mojando la sangre del pecho. La sostuvo y se sintió como si quisiera rugir, clamar contra el cielo, el mundo, el destino. El sonido débil de sirenas penetró en su cabeza. Había estado en alguna zona atemporal de pena, pero el mundo seguía. Alguien había llamado por los disparos y la policía estaba en camino. Harry miró a la mujer en sus brazos. Venía la policía. Eso significaba que averiguarían quién era ella y su muerte saldría en todos los periódicos. Montez lo leería y se alegraría. No, de ninguna manera Harry permitiría que Montez supiera que había ganado. Que una vez más, el mal había prevalecido. Dejar que Montez pensara que estaba viva y fuera, una amenaza progresiva e interminable para él. Sus hombres seguro que no hablarían. Harry se la llevaría y...
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Se congeló, frunciendo el entrecejo. Eve había movido los ojos detrás de los párpados. Estaba... ¡estaba viva! ¡Oh Dios, estaba viva! E iba a seguir así, se prometió a sí mismo y a ella mientras se levantaba fácilmente con ella en brazos. Las sirenas se acercaban. La colocó con cuidado en el asiento del pasajero de su SUV, rodeó el vehículo y arrancó. Estaba a dos manzanas para cuando llegaron los coches de policía. Miró por el espejo retrovisor mientras seis policías surgían de tres coches, las armas desenfundadas, verificando el perímetro. Uno estiró la mano y puso dos dedos contra el cuello del cabrón que había agarrado a Eve. Harry giró en la esquina y los perdió, conduciendo exactamente al límite de la velocidad para que no le pararan. Echó un vistazo. Eve todavía estaba inmóvil como una muerta, la piel pálida como el hielo excepto donde las manchas de sangre estropeaban la piel lisa, el hombro y costado de un rojo intenso. Aun gravemente herida e inconsciente, era hermosa. Con una voz mágica. No iba a morir. Harry no se lo permitiría. Él moriría primero.
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Capítulo 5
Prineville, Georgia No estaban informando. Montez había enviado tres hombres, tres hombres que habían sido entrenados por el gobierno de EEUU con cerca de un millón cada uno, luego él había tomado ese entrenamiento y le había costado otro pellizco, otro millón... y no respondían. Nada. Era como si hubieran desaparecido de la faz de la Tierra. ¡Joder! Montez golpeó el brocado verde de seda del extravagante brazo del extravagante sillón donde estaba sentado. Odiaba estar a oscuras. Lo odiaba. Las cámaras de seguridad alrededor del sitio donde el teléfono móvil de esa puta de Ellen había sido localizado se habían apagado exactamente a las 11:47, exactamente cuando Trey había enviado un mensaje de texto. Paquete llegando en taxi. Y entonces las cámaras parpadearon y se apagaron. En aquel momento, Montez estuvo seguro de que sus hombres habían borrado las cámaras de seguridad para no dejar huella del secuestro, especialmente si tenían que eliminar a la perra. Sus hombres tenían sus órdenes, claro. Montez la quería viva y lo había dejado muy claro, pero a veces la mierda sucedía. Se dijo que la quería viva para averiguar lo que sabía y para indagar si tenía alguna prueba oculta en algún lugar. En algún nivel eso era verdad, pero también era una mierda. La quería viva porque necesitaba castigarla. Era lo primero en lo que pensaba cada mañana y lo último cada noche. Antes de caer en un sueño superficial y soñar con ella.
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Joder. Todo era culpa de Ellen. Todo. Maldición. El dinero. Todo se refería al dinero. Cuando se apropió de los palés de billetes que estaban justo allí en el puto suelo sin ni siquiera un jodido guarda de seguridad, había planeado que fuera el primer paso. Lo había visto todo en un poderoso destello. La manera de dar un giro a su vida, la manera de llegar a ser un jugador. ¿Y lo había hecho, verdad? El dinero le había comprado bastante tierra como para montar un jodido país y bastante mano de obra para formar un ejército. El trabajo en seguridad era una fruta madura en los años tempranos de la guerra. Los contratos fluyeron como un río hacia el mar. Y entonces... las aguas se frenaron, se redujeron a un hilito. Se informó de unos incidentes al Pentágono. Al principio, no se los tomó en serio. Entonces unos iraquíes la palmaron. ¿A quién coño le importaba? No al Departamento de Estado ni al funcionario del Pentágono a quien Bearclaw se cuidaba de no herir. Esa era la clave. Pero Montez tenía enemigos y comenzaron una campaña de murmuraciones y los contratos llegaron más despacio. Hubo un pleito. Ganó, pero le costó dos putos millones de dólares. El campo de tiro era caro de mantener y soltaba medio millón al mes en salarios. La compañía filtraba dinero y había logrado negociar los últimos dos contratos del gobierno por un pelo. Si Ellen aparecía alguna vez y tenía algo parecido a una prueba, estaba desahuciado. Todos los recursos de Bearclaw estaban ahora concentrados en encontrar a Ellen Palmer, conocida como Eve, y borrarla de la faz de la tierra.
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Apartamento 8D La Torre Coronado Shores
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Ellen abrió los ojos, luego los cerró inmediatamente, tratando de procesar la nada blanca que cubría todo su campo visual. ¿Estaba muerta? ¿Era esto la vida después de la muerte? ¿Blanca, plana, monótona? ¿Para siempre? Le dolía. Cada músculo de su cuerpo dolía, menos el hombro, que ardía. Lo peor era la sensación total de agotamiento, la debilidad, la impotencia. Las únicas buenas noticias eran que si estuviera muerta, no dolería tanto. A menos que por supuesto esto fuera el infierno. No había ruido a excepción de un sonido rítmico... susurrante. O un sonido sibilante. Como olas en una playa. ¿Pero cómo podía ser? Estaba tumbada de espaldas sobre lo que se sentía como una cama. Movió las manos ligeramente, toqueteando el algodón grueso. Sábanas. No podía mover bien una mano. Se retorció ligeramente y tiró de algo. Cinta, una aguja. Una vía intravenosa. El olor agudo de alcohol, el olor calmante del algodón limpio. Una insinuación débil de café en el aire. ¿Un hospital? ¿O la muerte olía a alcohol, sábanas limpias y café? Abrió los ojos otra vez y de nuevo vio una extensión de algo blanco. Nada donde fijar los ojos, solo una llanura monótona. —Estás despierta —dijo una voz profunda. Asustada, Ellen giró la cabeza. El mundo se inclinó locamente, luego se enderezó. Por supuesto. Esa extensión ancha y vacía era el techo. Junto a ella había un hombre sentado en una silla, parecía cansado, las mandíbulas apretadas. Su jadeo sonó fuerte en la calma del cuarto. La última vez que había visto a este hombre, corría hacia ella con un arma en la mano. Oh Dios, oh Dios. Harry Bolt. El hombre hacia el que tan insensatamente se había girado en busca de ayuda. El hombre que la había traicionado, el hombre a sueldo de Gerald Montez. Esto, entonces, era el final. Había huido, pero no con la fuerza suficiente ni lo bastante rápido ni lo bastante lejos.
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Un sonido sibilante y agudo escapó de sus labios. Habría sido un chillido agudo, pero simplemente no tenía suficiente aire en los pulmones para sacarlo. Solo los tonos lloriqueantes de un animal herido mientras trataba de escapar, los pies descalzos escarbando contra las sábanas resbaladizas. Trató de incorporarse, pero solo logró golpear impotentemente. Se arrancó la vía intravenosa de la mano y la sangre manó bajo la venda. —Jesús, para. El hombre, este Harry Bolt, se levantó inmediatamente y colocó las manos inmensas sobre sus hombros, sujetándola, mirándola con un ceño. Incluso en su desesperación, Ellen podía ver que parecía diez años más viejo que antes, ranuras profundas le arrugaban las mejillas, círculos oscuros bajo los ojos, los pómulos más prominentes. Ella luchó contra esas manos, pero era como luchar contra un bloque de cemento. No pudo moverle las manos, ni un poco. Permanecieron fuertes y estables sobre sus hombros, sujetándola. Era lo más horrible de esta situación horrible. No tenía ninguna oportunidad, ninguna en absoluto. Las veces que había escapado de los hombres de Gerald lo había hecho reaccionando rápidamente, tomando la decisión inteligente, moviéndose con celeridad. Todo lo que la había ayudado antes, reflejos rápidos, fuerza, voluntad para sobrevivir, todo se había ido. Su mente estaba fangosa, confusa, lenta. Le había llevado un par de segundos reconocer a Harry Bolt, como si su mente tuviera que concentrarse tanto como sus ojos. Incluso sus intentos ineficaces de sacudirse sus manos la agotaron. No le quedaba nada. Había alcanzado el final de la línea, los músculos laxos e insensibles. Y, muy en el fondo, a un nivel animal, ya no tenía la voluntad o la fuerza para luchar. Se había acabado. Hizo un último intento patético por quitarle las manos y se rindió, su espíritu se hundió, cayó en espiral. No le quedaba nada, nada. Cerró los ojos y sintió las frías huellas de las lágrimas en las sienes. —Dios, no llores. Por favor. Esa voz profunda otra vez.
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Más caliente que el Protectores 02
Las manos duras y pesadas se levantaron de sus hombros, le agarraron la mano. En un segundo, sin dolor, la aguja fue reintroducida en la vena otra vez, la venda se apretó suavemente al dorso de la mano. Asustada, Ellen abrió los ojos de nuevo y se encontró con su mirada. Donde ella había esperado victoria y crueldad, todo lo que vio fue fatiga y... ¿bondad? ¿Qué...? Se miraron fijamente el uno al otro, el corazón de Ellen tronaba lentamente. —¿Vas a matarme? —cuchicheó finalmente ella. Un espasmo cruzó la cara de Harry y echó la cabeza atrás. —¡Joder no! Perdón. —Sacudió la cabeza, pareciendo desconcertado y agotado. Se dio la vuelta al cuarto detrás de él y bramó—: ¡Nicole! Ellen siguió mirándole a la cara. Ni locura, ni crueldad. Harry se mantuvo inmóvil, con un dedo apretando suavemente el dorso de la mano, sujetando la cinta. Un taconeo rápido y una mujer apareció en la visual de Ellen, agachándose sobre ella. Ellen casi jadeó. Era la mujer más hermosa que había visto jamás. Cabello largo del color de la medianoche que caía por sus hombros, intensos ojos azul cobalto, rasgos finos y una expresión suave en la cara. ¿Era la mujer de Harry Bolt? ¿Era la ejecutora? ¿Era la que la mataría? Era como tener clavos golpeando en el cerebro. Con la mano sujeta por la vía intravenosa y la mano de Bolt, Ellen se sostuvo la cabeza por donde dolía, así que lloriqueó otra vez. Nunca muestres debilidad. Era una regla bajo la que había vivido toda su vida, pero ahora mismo, estaba tan débil que estaba reducida a su estado más crudo. Nicole levantó la mano y la puso sobre su hombro ileso, un toque ligero y apacible. —Está bien —dijo suavemente—. Todo estará bien. Era mentira. Nada volvería a estar bien otra vez. Ellen giró la palma, torció el índice en el gesto universal de ven aquí. Incluso eso puso a prueba su fuerza. Nicole se agachó, apartando el pelo a un lado. Sonrió. —¿Sí?
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Ellen arqueó el cuello, tratando de acercarse, levantando la cabeza un poco. Cayó. No tenía fuerza en los músculos de cuello. Nicole se agachó más. Ellen miró a Harry Bolt, luego a esta mujer, Nicole. Estaba corriendo un riesgo inmenso. Quizá Nicole no tenía la menor idea de que Harry era un asesino. Quizá fuera su novia y pensaba que era un tipo ordinario. —Este hombre —susurró mientras Nicole bajaba más la cabeza—. Ten cuidado. Trató de matarme. Cerró los ojos, exhausta. Ahí, lo había dicho. Por lo menos alguien sabría la verdad antes de que muriera. Nicole se enderezó, sobresaltada. Miró a Bolt y luego a ella. Bolt estaba completamente inmóvil, lo único que se movía era el pecho ancho mientras respiraba. Tenía la cara tensa, remota, completamente sin emoción. Nicole rió y Ellen saltó un poco. La risa era real y tan fuera de lugar en esta habitación de dolor y pena que a Ellen le llevó un segundo reconocerla y procesarla. Nicole se calmó cuando miró Ellen, la hermosa cara de repente muy seria. Le acarició levemente el pelo. —Harry no trató de matarte, querida. Confía en mí. Él salvó tu vida. Ibas directamente a una emboscada cuando él apareció. ¿Qué es lo último que recuerdas? Ellen abrió la mano, raspando levemente la sábana, el índice señaló hacia Bolt. —A él —susurró—. Corriendo hacia mí con un arma. Nicole frunció el ceño y miró a Bolt otra vez. —No viste a dos —Harry Bolt levantó una mano grande con tres dedos extendidos —. ¿Tres hombres? —terminó Nicole. Ellen cerró los ojos, tratando de recordar. Todo era una mancha. Salir del taxi, ser golpeada, gritos... gritos. —Varios hombres allí. Sí. —Su voz salió como un croar débil. ¿Qué más?—. Un... un camión. Alguien abriendo la parte trasera de un camión. No un camión, una camioneta. —Todo estaba borroso. Voces, formas... —Sí. —La voz profunda de Harry Bolt fue dura, ronca—. Iban a meterte en esa camioneta. Tuve la oportunidad de mirar dentro y había ataduras. Preparadas para ti. El corazón de Ellen se saltó un latido al pensar en estar en las manos de los hombres de Montez, esposada.
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—¿Te siguieron? ¿Saben dónde estoy? —Ellen expulsó las palabras a través de la estrechez de la garganta. Quizá este Harry Bolt no estaba tras ella, pero los hombres de Montez sí. Silencio. Nicole apartó la mirada inquieta. Harry Bolt la miró fijamente con su feroz mirada de águila. Por último, se revolvió. —Están muertos —dijo con rudeza—. Nadie te persigue, ya no más. No de nuevo. Ellen trató de levantarse sobre los codos pero no pudo. No podía sostenerse y sintió cómo crecía el pánico ante su incapacidad para moverse. Estaba atrapada en esta casa, con personas que no conocía. Su voz se elevó con el pánico. —Es listo. Te habrá seguido, de algún modo, podrían estar viniendo en este momento, pueden... —No —dijo Bolt bruscamente, frunciendo el ceño—. Nadie viene. Nos marchamos antes de que llegara la policía. Utilicé un arma fría, imposible de encontrar. Borré todas las cámaras de seguridad de antemano. Incluso si por alguna casualidad uno de los hombres hubiera visto mi matrícula e informado, no habrían tenido tiempo, pertenece a una compañía fantasma que al equipo de contables forenses le llevaría un año rastrear. Estás a salvo ahora y permanecerás así. Lo indicó como una ley de la naturaleza. La gravedad tira hacia el centro de la tierra. El sol sale por el este. Estarás a salvo aquí. Se retorció ligeramente y el dolor se le disparó por el hombro. Un recordatorio de que "segura" era un término relativo. Él lo notó y cogió un bote de píldoras de una mesa cercana. Tomó una píldora, vertió un vaso de agua de una jarra y le deslizó la mano bajo la cabeza. —Analgésico —dijo—. Surtirá efecto en aproximadamente diez minutos. —La levantó con facilidad, de algún modo sin hacerle daño. Ellen se encontró con su mirada mientras le volvía a colocar suavemente la cabeza en la almohada. Estaba tan débil que le asustaba. Quizá no estuviese en peligro inmediato, pero si lo estuviera, estaría totalmente impotente para defenderse. Necesitó ayuda para tragar una píldora. Tenía que preguntar. —¿Qué... que me sucedió? La boca del Bolt se apretó en una línea cruel.
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—Te dispararon, gracias a Dios solo fue un rebote. Por un momento, me diste un susto tremendo. Perdiste sangre, pero no amenazó tu vida. Si eso hubiera sucedido, habría tenido que llevarte a un hospital, y puedes estar segura que Montez los vigila todos. Y de todos modos, según la ley, los hospitales tienen que informar de los disparos. He tenido un entrenamiento médico extenso y aquí tenía todo lo necesario. No tendrás la cicatriz más hermosa del mundo, pero te pondrás bien. Quizá más tarde puedas hacerte cirugía plástica en la cicatriz. Ellen sacudió la cabeza, el pelo raspó sobre la almohada. Eso no era importante. —Cómo... —tosió, para relajar la garganta—. ¿Hace cuánto tiempo? ¿Cuánto tiempo llevo... fuera? La boca de Harry creció, si fuera posible, arrugas más crueles y largas aparecieron en sus mejillas. —Tres días —dijo, las dos palabras cayeron como piedras fuera de la boca. Parecía... algo. Había alguna emoción fuerte allí. ¿Ira? ¿Por ella? ¿Le había estado ocultado algo importante? ¿Estaba cabreado porque podría ponerle en peligro? No sabría decir lo que él podría estar sintiendo, solo que fuera lo que fuese, era fuerte. Nicole miró a Bolt luego otra vez a ella. —No ha abandonado tu lado durante tres días y dos noches —dijo suavemente—. Te cosió y permaneció contigo. Todos nos ofrecimos a ayudar pero se negó. —¿Todos? —Mi marido Sam, conociste a Sam en la oficina; yo, nuestra ama de llaves, Manuela, y el tercer socio de RBK, Mike. Todavía no lo has conocido. La voz de Nicole era tan tranquila y suave como si estuvieran en una merienda y ella describiera la lista de invitados. —Todos dijimos que estaríamos dispuestos a quedarnos contigo. Tuviste fiebre alta la primera noche. Muy alta. Por suerte, los antibióticos se encargaron de eso. Recuperabas y perdías la consciencia. Harry permaneció aquí mismo. Excepto para ir al cuarto de baño —Nicole señaló una puerta en la esquina—, no se ha movido de esta silla durante tres días. No había respuesta para eso. Ellen meditaba ese dato en su mente embotada y lenta cuando la cara de Nicole cambió.
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Fue notable. Donde antes había sido una hermosa mujer... bien, era la mujer más hermosa que Ellen había visto jamás de cerca y no en una pantalla, de repente sonrió brillantemente y se convirtió en más magnífica. Simplemente resplandeció. Ellen tenía un campo visual limitado. Pero la razón para la sonrisa deslumbradora de Nicole se acercó a su lado, puso un brazo grande alrededor de la cintura y se inclinó para besarla. Por primera vez, Ellen advirtió algo acerca de la manera en que Nicole se movía, una pesadez alrededor del vientre. Estaba encinta. Y por el modo que su marido la besaba, era una ocasión feliz. La madre de Ellen había tenido un par de sustos de embarazo mientras Ellen crecía y había sido de todo menos una ocasión para alegrarse. Generalmente porque el hombre en cuestión ya había cruzado la frontera del estado y la madre de Ellen no sabía cómo cuidarse ella misma y a Ellen, así que mucho menos a otro niño. Pero este tipo parecía que iba a quedarse y estaba realmente feliz por el embarazo. Sam Reston. El hombre en el que Kerry había confiado para sacarla del peligro. El hombre que había salvado la vida de Kerry. El hombre en el que le dijo que podía confiar. Una diminuta tensión persistente abandonó el cuerpo de Ellen. Todavía había un pequeño interrogante en Harry Bolt, pero a Nicole y a su marido Sam los sentía seguros. Reston levantó la cabeza y se encontró con los ojos de su esposa. Sonrió, una sonrisa secreta solo para ellos. Por un instante estuvieron encerrados en un capullo de amor, el mundo exterior completamente olvidado. Oh, tío. Una punzada de... ¿qué? ¿Celos? ¿Anhelo? Fuera cual fuese la emoción, golpeó a Ellen directamente en el pecho. Estaba realmente débil; por eso las lágrimas le ardieron en los ojos. Pero no. Ella nunca había amado así a nadie y nadie jamás la había amado así. Nunca había visto esa clase de relación. Su madre se había especializado en novios vagos que no eran más que compañeros de cama temporales, y a menudo solo de cama. Debe ser agradable ser amada de esa manera, pensó. Reston se giró hacia ella y sonrió. Se le transformó la cara ruda y casi le volvió... guapo.
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Se preguntó si una sonrisa haría eso a la cara de Harry Bolt, aunque parecía que él nunca había sonreído. Ni una vez en su vida. Como si la cara fuera a agrietársele si sonreía. —Hola. —Reston se agachó sobre la cama para que ella pudiera verlo más claramente—. Bienvenida. Estábamos un poco preocupados, aunque Harry aquí es un médico realmente bueno. Cuidó de ti. Los ojos de Ellen se deslizaron sobre Harry Bolt. Quizá. ¿Esperaba que ella le diera las gracias? —¿Entonces... estamos bien aquí? —Ellen trató desesperadamente de leer los ojos de Sam Reston. Eran oscuros y sin ningún rasgo especial, excepto cuando miraba a su esposa. Entonces ardían—. ¿Nadie puede encontrarme aquí? —Sí, estás a salvo —dijo. —Ella necesita un poco más de tranquilidad. —Nicole pinchó con el codo a su marido. Él tenía un aspecto tan musculoso como Harry Bolt. Probablemente apenas pudo sentir el pinchazo. —Mi marido tiende a ser... protector. No creo que me permitiera estar aquí si creyera que hay algún peligro. —Malditamente correcto —gruñó Reston—. No hay nada que pueda guiar a Gerald Montez aquí y va a permanecer así. ¿Por cuánto tiempo? ¿Esperaba permanecer aquí, dondequiera que fuera, para siempre? Era demasiado. Su cuerpo ya no tenía energía, no para especular, ni para la esperanza, ni para el temor. No había nada. Cerró los ojos y murmuró: —Vale —oyó un ruido como de correr mientras el mundo se volvía negro.
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Capítulo 6
Ella era tan jodidamente hermosa. Harry sabía que Nicole, Sam y Mike pensaban que estaba siendo heroico o algo, al no abandonar su lado, pero no era eso. Ni cizallas ni una grúa podrían haberle movido. Todo lo que quería hacer era mirarla y alegrarse de que no estuviera muerta. Otro minuto, joder, probablemente otro segundo y habría sido carne muerta. Harry había visto tantos cadáveres. Se podría pensar que se había acostumbrado, pero no. Y el cuerpo de una mujer muerta... tío. Eso le jodía la cabeza. Y una Eve muerta. No sabía si podría haberse recuperado de eso. ¡Un segundo más tarde y ¡poof! No estaría aquí sentado, sosteniéndole la esbelta mano. Estaría enterrándola en el suelo frío y pedregoso, sin saber ni su verdadero nombre. Harry sabía que una vez que estuviera muerto, se acabaría. Había hecho algunas cosas buenas; lo había intentado, de todos modos. Si moría antes que Sam, Mike y Nicole, le recordarían. Y la niña de Sam y Nicole también, porque pensaba pegarse a ella y ser un buen tío. Pero básicamente cuando muriera, ya estaría. Eve no. Ella era mágica. Si la civilización sobrevivía mil años a partir de ahora, la gente escucharía su voz, sus canciones. Algún pobre idiota con dolores a altas horas de la noche la escucharía y sacaría lo bastante de esa voz mágica para encarar otro día. Una poca luz de belleza que brillaba en el frío mundo oscuro. ¿Quién sabía cuánto más música tenía en ella? No solo le había salvado la cordura sino la vida, y solo había grabado dos CDs. Si podía mantenerla viva habría mucho más de donde había venido.
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Respetaba su talento y su valor. Entonces... ¿por qué tres días de erección? Porque eso formaba parte de ello también. Se avergonzaba de sí mismo, pero ahí estaba. Había estado sentado durante tres días y tres noches mirándola a la cara, memorizando la forma, la línea que caía de sus cejas, las espesas pestañas de un tono más oscuro que el cabello, lisas y exuberantes sobre las mejillas, la delicada línea de la mandíbula, curvándose en el pequeño mentón con un diminuto hoyuelo. El pequeño hueco en la base del cuello donde se encontraban las clavículas. El pelo suave y brillante rodeándole la cabeza, formando un marco rojizo. En realidad, mantener ese pelo no había sido una buena idea. Era un imán para el ojo. Debería habérselo cortado y teñido de un castaño aburrido. No la habría hecho menos hermosa, necesitaría cubrirse con un saco de arpillera para eso, pero al menos no tendría una baliza alrededor de la cabeza. Todas y cada una de las líneas de ella eran magníficas y frágiles. Tan frágil. Largas y estrechas manos con dedos largos y esbeltos, que sabía que habían sacado esa música magnífica de algún teclado. Incluso allí tumbada, con una mano manchada por la intravenosa, eran más bonitas que cualquier mano que jamás hubiera visto antes. En todos los aspectos, esta era una mujer que cualquier hombre cuerdo protegería instintivamente. Qué querría proteger. ¿Cómo podía haber cabrones enfermos en el mundo que quisieran hacerle daño, matarla? ¿Cómo podía haber cabrones enfermos que hacían daño a cualquier mujer, a cualquier niño? Todavía lo desconcertaba. Tenía treinta y cuatro años y había estado por todo el mundo más veces de las que podía contar y todavía continuaba dándole vueltas a esto. ¿Cómo podía un hombre hacer eso? Y esta mujer, con una voz de las de una vez en la vida... ni siquiera podía empezar a imaginar el herirla. Follarla... bien, eso era otra cuestión. Si tenía que ser dolorosamente honesto consigo mismo, eso formaba parte de la razón por la que no había abandonado su lado. No podía.
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Era como si, incluso inconsciente, ella hubiera lanzado unos tentáculos invisibles y atado su miembro a su cabecera. Su polla estaba muy, muy dura. Oh tío. Había pasado los últimos tres días con una perpetua excitación y nada podía hacer que bajara. Deseaba que bajara por pura voluntad cuando Nicole, Sam o Mike entraban para comprobarla. ¿No sería eso algo? ¿Que ellos entraran y le encontraran con una erección por una mujer herida? Harry se repugnaba. Menos cuando se iban, cuando no había nadie excepto el silencio. Eve y él mismo, vaya. Lo había intentado todo. Intentado no mirarla, pero eso era imposible desde el principio. Estaba aquí para mantener un ojo sobre ella, para asegurarse de que no empeoraba, que respondía a cualquier necesidad instantáneamente, o eso era lo que se decía. La verdad era que no podía apartar los ojos de ella. Decirse a cada segundo que era un imbécil no ayudaba en absoluto. Había aceptado la idea y se sentaba en la silla como si estuviera pegado allí. Harry no estaba acostumbrado a tener una erección y no hacer nada al respecto. Cierto, solo había empezado a tenerlas otra vez después de un año en Afganistán, una zona de no-sexo si es que existe una, y luego otro largo año vacío después de haber muerto y luego de haber sido bombeado de vuelta a la vida en un helicóptero médico camino a Ramstein vía Bagram. Cuatro cirugías y fisioterapia intensa para poder levantarse lo habían desanimado. Había pasado muchos meses en la vasta tierra del dolor, agudamente consciente del canto de sirena de la muerte, porque ni con todo lo que sabía del infierno en la tierra creía que había un infierno después de la muerte. No había nada después de la muerte y durante mucho, mucho tiempo, el pensamiento de esa nada feliz fue tan tentador que sabía que sus hermanos le habían vigilado de cerca para que no pudiera caer en su abrazo de sirena. Porque la muerte sonaba a paz. En algún nivel profundo había estado enojado con sus hermanos por mantenerlo apartado de esa paz. Y entonces... entonces llegaron esta mujer y su voz y había encontrado algo fuera de sí mismo que le dio la fuerza para continuar. Ella no le había dado paz, pero le había recordado que en el mundo todavía había esplendor, cosas hermosas, aunque no las viera. Su voz lo había devuelto de la muerte.
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La erección era una verdadera sorpresa, porque aunque su voz era suave y sensual, su música no era sexual para él. Aunque la mujer misma sí. Y cómo. Tío, desde el segundo en que la vio había estado aturdido. Fue solo darse cuenta de que ella estaba en peligro de muerte lo que lo devolvió de un puñetazo a la realidad. Cuando quería sexo y no había ninguna mujer cerca, ejem, la mano conocía el camino por su cuerpo. Podía cuidar de sí mismo. Aunque no esta vez. No. Después de un par de horas de estar empalmado, asqueado de sí mismo, había ido al cuarto de baño para ocuparse del problema y ahí fue cuando su cabeza pequeña emboscó a la cabeza grande. El puño no bastaría. Simplemente no lo bajaría. La cabeza pequeña no deseaba el puño. La cabeza pequeña la deseaba a ella. Otra mujer tampoco serviría. Esa era la verdadera sorpresa. No había ninguna otra mujer en la que Harry pudiera pensar a la que deseara una billonésima parte de lo que deseaba a la mujer herida en la cama de hospital de su estudio. Ningún puño. Ninguna otra mujer. Estaba jodido con esas opciones. Así que siguió con la erección mientras la miraba. Dolía, pero dolería más abandonarla. Pensar que ella podría necesitar algo y que él no estuviera allí para conseguírselo, tío, de ninguna manera. Eve gimió y él se enderezó, mirándola a la cara. Ella sacudió la cabeza de un lado para otro, los ojos moviéndose detrás de los párpados, como un limpiaparabrisas. Lo que ella estaba viendo en su sueño era salvajemente perturbador, la asustaba. Gritos violentos quedaban estrangulados en su garganta como si incluso en el sueño intentara estar callada. Su respiración se aceleró, se volvió jadeante. Movió las piernas. Un quejido estrangulado le subió por la garganta, el grito que un animal podría hacer en el bosque al ver al terrible depredador. Un minuto antes de morir. Los talones escarbaron contra las sábanas mientras en su sueño trataba de arrastrarse. Las lágrimas manaron de las comisuras de sus ojos fuertemente cerrados y el quejido se convirtió en un sonido agudo que le erizó el vello de antebrazos y nuca.
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Pesadilla City. Harry lo sabía todo sobre eso. Sabía todo sobre los terrores nocturnos, especialmente cuando eran el eco de los terrores diurnos. Harry estiró una mano y la sacudió suavemente para despertarla cuando los ojos se abrieron de repente, salvajes y aterrorizados. Jadeó, el sonido repiqueteando fuerte en el cuarto oscuro. —Está bien —dijo Harry inmediatamente. Dios, quería borrar esa expresión aterrorizada de su cara—. Es solo una pesadilla. No te preocupes. Estás a salvo. —A salvo —repitió ella en un cuchicheo y se estremeció. Lo dijo como si fuera una palabra desconocida, un concepto extraño. Algo en el pecho de Harry se tensó. A salvo. Iba a mantenerla a salvo o moriría. Harry estiró el pulgar para enjugar los rastros de lágrimas de las mejillas. —Sí —dijo, con voz ronca—. A salvo. Los ojos de ella vagaron por el cuarto oscuro, aunque no había muchas características donde fijar la mirada. Harry pertenecía a la Escuela Minimalista de Decoración Hogareña. El cuarto no le daba ninguna pista, así la mirada vagó inmediatamente a su cara. Harry estaba acostumbrado a enmascarar las emociones, lo había hecho toda su vida. El mundo era un cuchillo inmenso esperando a hundirse en los corazones blandos. Mantenía un duro caparazón a su alrededor siempre, rodeado por unas fuerte vibraciones de no la jodas conmigo. Eso no funcionaba aquí. Ella necesitaba tranquilidad y Harry no sabía cómo hacerlo. Hizo lo único que sabía. Dejó bajar sus defensas, solo un momento. Todo abajo, el escudo, las vibraciones, incluso su erección, un poco. Porque la idea de esta hermosa y mágica mujer herida, aterrorizada y encerrada en pesadillas era una experiencia realmente deprimente. Él la miró directamente a esos ojos inmensos y asustados. Resplandecían verdes con una luz casi sobrenatural en la penumbra del cuarto, reflejando las luces del salón. Ella le miró, los ojos abiertos de par en par, sin parpadear. —Estás a salvo aquí, absolutamente —dijo Harry otra vez. Había levantado su voz un poco y resonó en el cuarto.
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Ella parpadeó e inspiró. Se dio cuenta de que había dejado de respirar durante un minuto. Una vena había estado palpitando en su cuello cuando abrió los ojos, la pesadilla fue tan vívida que el corazón bombeaba sangre a sus extremidades para encarar el peligro, aunque los músculos estaban demasiado débiles para utilizarla. Pero ahora el pulso se ralentizó. Abrió la mano derecha, como una flor al florecer. Suavemente, Harry metió la mano entre la suya. Estaba fría, y era suave y delicada. La mirada de ella cayó hacia su mano en la de él, luego volvió a sus ojos. Los párpados cayeron. —A salvo —murmuró y cayó dormida.
*
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—¿Está a salvo? ¿De verdad? Nicole salió del cuarto de baño con uno de los camisones favoritos de Sam. Por supuesto, todos eran sus favoritos. Los adoraba todos, aunque adoraba más quitárselos. Oleadas de vapor fragante emanaron de la puerta abierta del cuarto de baño. Sam cerró los ojos e inhaló. El vapor llevaba el olor de su champú, acondicionador, crema hidratante, crema de manos y pies, y crema de cutícula... Se había convertido en un experto en cuántas cremas y lociones necesitaba una mujer en los diez meses de matrimonio. Cada olor era fabuloso, pero juntos y con el perfume extraordinario de Nicole por debajo... Jesús. —¿Humm? —Sam disfrutaba de ver a su esposa caminar por el dormitorio. Su habitación había cambiado mucho desde su matrimonio. Ahora estaba llena de cosas femeninas. La cama tenía volantes en los bajos, las sábanas, estampados floreados, había acuarelas en la pared, velas de olor por todas partes y cuencos de cristal llenos de pétalos de flores. Cortinas de seda. Exageración femenina. Pero Sam era un tipo duro. Podría con ello. Mierda, por estar casado con Nicole caminaría sobre carbones encendidos con los pies descalzos. Aguantar algunas tonterías de froufrou no era nada.
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Fue donde ella, a su milagro de esposa, la rodeó con sus brazos y la atrajo contra sí. El bebé comenzaba a mostrarse y podía sentir el pequeño bulto contra su propio vientre. Adoraba ese bulto. Hasta ahora que empezaba a mostrarse, la niñita que Nicole esperaba había sido más una idea que una realidad. Sabían que estaba esperando y mientras tanto todo fue exactamente igual. Y entonces el bulto del bebé y las náuseas matinales lo volvían algo real continuamente. Podía sentirla moverse por el vientre de Nicole. Podía sentirse a su hija en ella. Sam adoraba a su esposa, adoraba a sus hermanos, moriría por ella y por ellos sin dudar, pero no eran de su sangre. Esta niña que crecía en el interior de Nicole sería el único ser humano en la faz de la tierra que sería su pariente sanguíneo. Se le ponía la carne de gallina cada vez que pensaba en ello. Sam se agachó y besó a su esposa, subiendo una mano para acunarle la nuca. Estuvo perdido, simplemente así, con el toque de los labios sobre los suyos. Tomó un aliento profundo e inestable, cada hormona de su cuerpo haciéndose notar dolorosamente y la estrechó más contra sí, moviendo su mano por la espalda de ella. La tela de satén se sentía realmente bien pero su carne desnuda, lo sabía por experiencia, se sentiría aún mejor. Conocía este camisón. Había una cremallera... ah, sí. Y cuando las dos partes de la espalda se separaron, deslizó la mano sobre la piel satinada, atrayéndola más estrechamente contra él. Hacer el amor con una Nicole embarazada era alucinantemente erótico. Él era pesado, así que el misionero pronto estaría descartado. Aun así, había muchas otras posiciones y Sam conocía cada una de ellas. Sam la cogió y la colocó sobre la cama suavemente y se paró allí durante un momento, mirándola. Tenía una erección casi dolorosa, pero con solo mirarla, saber que era suya, su esposa, que llevaba a su bebé... mierda, eso era lo mejor. —Sam —dijo suavemente—. ¿Lo está? Oh tío. Podía oler su excitación, un olor que estaba impreso en la parte más primitiva de su cerebro. Seguramente, Nicole diría que todo de su cerebro era primitivo, pero en la parte más básica y reptil de su cerebro, ese olor, su olor, se quedaría con él hasta el final de los tiempos. La excitación de Nicole.
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¿Cómo de excitada estaba? —¿Sam? Solo había un modo de averiguarlo. Con los ojos clavados en la oscura nube de vello suave entre sus muslos, Sam la ahuecó, allí donde quería estar. Meneando la mano le hizo abrir los muslos y deslizó la mano para cubrirla completamente. Los labios de su sexo se sintieron hinchados, resbaladizos... —¡Sam! Insertó un dedo largo y sí, gracias Dios, estaba mojada. Excitada. No tanto como él, pero eso era imposible. Se movió hacia adelante, insertando el muslo entre los suyos, abriéndola. —Oh, por... —Nicole le apartó la mano y cerró los muslos—. ¿Me estás escuchando? Sobresaltado, Sam levantó la cabeza y vio con consternación que parecía exasperada. Con él. No era la primera vez que veía esa mirada en su hermosa cara. ¿Qué había hecho ahora? —¿Sí, cariño? —sonrió a su esposa—. ¿Qué pasa? —Por tercera vez, ¿estamos a salvo aquí? ¿Está Eve a salvo? El sexo desapareció instantáneamente de la mente de Sam. Le apartó un mechón de cabello negro azulado, metiéndoselo detrás de la oreja. Miró a su esposa directamente a los ojos y habló con seriedad. —Oh, sí. Mike limpió su habitación. Dijo que no había dejado absolutamente nada suyo que pudiera identificarla de alguna manera. ¿Confías en Mike, verdad? —Sí —dijo Nicole suavemente—. Absolutamente. El corazón de Sam dio uno de esos pequeñas saltos que a veces hacía cuando se daba cuenta de nuevo de cuán afortunado era. Se habría casado con Nicole incluso si ella no se llevara bien con sus hermanos, pero el hecho era que ellos la adoraban casi tanto como él. Afortunado, hombre afortunado. —Hemos repasado todo, Harry, Mike y yo, y no podemos encontrar un modo de que Montez pueda conectarla con nosotros. Así que ella puede recuperarse aquí y nosotros podemos organizarle una nueva vida cuando esté lista. Nicole le dio una de sus sonrisas misteriosas. Sam frunció el entrecejo.
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—¿Qué? Nicole sacudió la cabeza, el olor de su champú emanó de ella e interfirió con su cabeza. —Nada. Absolutamente nada. Entonces, ¿está bien? —Absolutamente. —Sam le cogió la mano y se la llevó a la boca, totalmente sobrio y serio—. Yo nunca, y confía en mí cuando digo nunca, te permitiría estar cerca de cualquier posible peligro para ti y nuestra hija. Tienes que creerme. —¡Oh! —Nicole pareció sobresaltarse—. Te creo, por supuesto que sí. —Bien. —La sangre salió precipitadamente de su cabeza, abajo, abajo... Sam se agachó, le pasó la boca por el cuello y le dio un pequeño pellizco. Ella adoraba eso. La ponía a cien. Él lo sabía por la práctica. Nicole tembló y en ese momento él le levantó la pierna y deslizó suavemente su polla en su interior—. Ahora. —Salió lentamente, luego volvió a entrar—. ¿Dónde estábamos?
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Prineville, Georgia Cuartel General de Bearclaw —Lo siento mucho, señor —dijo al teléfono la presumida asesora política—. Pero el senador Manson está ocupado en este momento. Montez apretó los dientes, alejó el auricular del teléfono de modo que la muy zorra no pudiera escucharle resoplando en una espiración controlada. Control. Necesitaba mantener el control. —De acuerdo —dijo cuando su voz estuvo estable—. ¿Cuándo estará libre el senador para una reunión? Nunca, gilipollas. Las palabras nunca dichas se quedaron en el aire, estremeciéndose. Montez recordaba a la asistente del presidente del Comité de Servicios Armados del Senado, una chica alta, una criatura huesuda con dos doctorados, uno en ciencias políticas y otro en física. Ferozmente ambiciosa, esperando entre las filas del personal
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de un senador antes de unirse a algún listillo en un think tank y ganar diez veces su salario actual. A primera vista a ella no le había gustado Montez. Y aquello había sido mutuo. —Creo, con toda seguridad, que puedo hablar por el senador ahora mismo —dijo por fin—. Ha habido algunos... contratiempos publicitarios últimamente con respecto a su personal. No es un buen momento para que el nombre del senador sea relacionado con el suyo. Al menos hasta que todas las ambigüedades hayan sido esclarecidas. Buenos días. Un clic. Le había colgado el teléfono. Montez se quedó mirando el auricular. La muy zorra le había colgado ¡A él! Sabía exactamente a qué se estaba refiriendo. El revuelo mediático que giraba en torno a la muerte a tiros de tres de sus empleados en San Diego y que sacudió a la compañía desde los cimientos. Había enviado a tres de sus mejores operativos a recoger a una mujer. Una simple mujer. Nunca se le hubiese ocurrido que tendrían que haber entrado sin identificación porque nunca hubiera imaginado que podían fallar. Pero fallaron. Increíble. Tres hombres muertos a tiros en las calles de San Diego. Tres hombres con la identificación del Bearclaw. No había nada que Montez pudiera haber hecho porque la policía llegó allí antes de que pudiese eliminar todo rastro sobre las identidades. Tres hombres buenos, antiguos soldados, cosidos a balazos. Y una simple mujer les había vencido. Lo que era una locura, por supuesto. Sobre todo cuando esa mujer era Ellen. Montez se había ofrecido en innumerables ocasiones para enseñarle a disparar. A muchas mujeres les excitaban las armas y los hombres que eran buenos usándolas. Pero no Ellen. Ella había rechazado cada una de sus lecciones con un horror apenas enmascarado, como si él hubiera querido enseñarle a besar cobras. Y a ella tampoco le ponían los hombres armados. De otro modo, se habría quedado en su cama por mucho tiempo y todo ese lío de mierda nunca habría sucedido. Así que era seguro que Ellen no había sido quien había provocado la caída de sus hombres. Hombres preparados para la misión, preparados para rescatarla. Nadie podía provocar la caída de sus hombres, Montez lo habría jurado.
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Pero el hecho era que alguien lo había conseguido. Una persona. Aunque la policía de San Diego había sido muy hermética con él —porque pensaban que él era el sospechoso, los muy poco inteligentes—, Montez se había introducido en su sistema y descubrió que los disparos que habían acabado con sus hombres fueron hechos desde un arma desconocida y un arma registrada en la Bearclaw. Una pistola. Un hombre. Un tipo había acabado con sus tres hombres, hombres preparados para los problemas. Y lo había hecho con tanta rapidez y pulcritud que no había dejado ningún rastro que seguir. Era algo inconcebible. Bearclaw ganó mucha mala publicidad precisamente por eso. Estaba derrumbándose porque la policía no tenía nada: ni pistas, ni arma, ni tirador. Le habían practicado las autopsias a los tres cuerpos antes de ser devueltos a Montez. Y sí, gran sorpresa, la causa de las tres muertes había sido un trauma masivo por heridas de bala. Ninguno de los hombres tenía familia, así que Montez les preparó un entierro digno de héroes a cargo de la empresa, y le había dado el día libre al resto de sus empleados para que asistieran. Y todo el tiempo su interior había hervido furioso porque ellos habían frustrado un trabajo que debería haber sido fácil, un paseo de mierda, y se había convertido en un lugar repleto de buitres merodeando alrededor de la Bearclaw. De hecho, podría costarle la compañía si no era cuidadoso, porque ahora necesitaba como el infierno ese contrato con el Pentágono. Ellen Palmer estaba en manos de un astuto agente capaz de eliminar a tres de sus hombres en unos pocos minutos y salir airoso. Ahora ella era al menos diez veces más peligrosa que antes. Montez necesitaba ayuda de fuera. Odiaba admitirlo, pero así era. Necesitaba a alguien fuera de la compañía, alguien que fuese mejor que sus hombres. Alguien al que nunca se le pudiera conectar con la empresa. Conocía a un hombre que se ajustaba a lo que necesitaba. Marcó un número de teléfono que se había aprendido de memoria. Piet van der Boeke. Originalmente sudafricano, ahora un apátrida. La última vez que se había visto a Piet había sido en el río Congo, persiguiendo a un rebelde de la guerrilla.
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Él también lo había hecho. Piet era una leyenda. Nunca había estado en una compañía o en un equipo. Él reclutaba hombres para cada trabajo basándose en las necesidades específicas del encargo. Estaba conectado al mundo y encontraba al mejor o los mejores hombres cada vez. Pero trabajaba mejor solo. Montez no quería un ejército. Solo quería a un hombre, Piet. Le hizo un favor a Piet en el 2002, uno lo suficientemente grande como para que él le diera su número privado y le dijera que le llamara si necesitaba ayuda. Piet fue un buen soldado, uno de los mejores. Pero había buenos soldados por todas partes. Montez había dado trabajo a más de trescientos de ellos. Hombres que sabían cuidarse en un tiroteo, cómo disparar, cómo sobrevivir en una misión. No los había a montones pero había muchos buenos soldados ahí fuera. Algo que Piet hacía mejor que nadie en el mundo, era rastrear. Su madre había muerto dándole a luz. El padre de Piet llevaba una granja infructuosa a trescientas millas de Johannesburgo y, lo más importante, al menos a doscientas millas de cualquier mujer blanca. Piet había sido amamantado por la esposa del jefe local de la tribu Nguni. El jefe le había criado con su propio hijo, quien había sido como un hermano para Piet. Mientras que año tras año el padre de Piet se hundía entre sus facturas impagas y la morosidad, bebiendo botella tras botella de whisky, Piet estaba criándose en la selva, aprendiendo cómo seguir rastros. Se enroló en la armada sudafricana el día en que cumplió diecisiete años y demostró ser un soldado por naturaleza. Pero lo que era realmente extraordinario era que Piet podía rastrear en cualquier tipo de terreno. La sabana, las tierras del Hindu Kush, Peshwar, Belgrado... solo decir un lugar, un país o una ciudad donde un hombre estuviera escondido y Piet lo encontraría. Cuando empezó a trabajar por su cuenta le salieron clientes de debajo de las piedras. Había sido natural para él seguir pistas para la caza mayor y era un prodigio con la tecnología moderna. Se decía que el ejército de EEUU no quería que Bin Laden fuese encontrado, porque de otra manera habrían contratado a Piet van der Boeke, y entonces Bin Laden estaría en el hoyo a dos metros bajo tierra. El teléfono sonó. Tenía una sólida encriptación y sabía que Piet también. —¿Sí? —un tono bajo con un fuerte acento Afrikaans, tan fuerte que incluso el programa de distorsión vocal no podía enmascararlo. El “sí” sonó como “síe”. Pero el
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timbre de voz podía ser alterado por completo. Incluso si la Agencia de Seguridad Nacional pudiese pinchar esa conversación y esa conversación fuese a su vez pinchada por otros mil millones, no habría ni una sola coincidencia en el registro. A Montez se le ocurrió que como no sabía dónde estaba Piet, tal vez le habría despertado. Si estaba en África del Este, donde había escuchado que había montado su sede, sería medianoche. Pero la voz sonaba fuerte y completamente alerta. —Sin nombres. Nos conocimos durante Moondust. Yo dirigía el equipo. ¿Me recuerdas? Moondust había sido una operación en negro, privada, justo en la frontera pakistaní, técnicamente ilegal. Piet y cuatro de sus hombres habían estado vigilando y guiando a un periodista del New York Times que buscaba a uno de los expertos en armas biológicas de Al Qaeda. El periodista había llegado a ganar el Pulitzer. Lo que el artículo nunca mencionó fue que su sistema GPS murió y se adentraron cuatro millas en tierra de nadie, cerca de la frontera con Pakistán, y fueron tiroteados en una ensenada Talibán. Piet había perdido cada uno de los objetivos pero se quedó con dos muertos y dos heridos, incluyendo al periodista. Si el ISI, el servicio secreto pakistaní, les hubiera cogido, el periodista se hubiese podrido en la cárcel hasta el fin de los días, y Piet y sus hombres habrían sido ahorcados, no sin algo de dolor previo. Montez había estado siguiendo una pista de uno de los chicos de Bin Laden, quien parecía tener su cuartel general de comunicaciones en una choza de barro. Pero la choza de barro no era más que eso, una choza repleta de pastores con sus cabras, y Montez estaba listo para dar marcha atrás con sus hombres y recibir una ayuda de Van der Boeker. Técnicamente no era asunto de Montez. De hecho, técnicamente, ayudar a mercenarios era ilegal. Pero demonios, solo eran un par de millas fuera de su jurisdicción, disponía de mano de obra hasta en el culo, y tenía la oportunidad de recibir un “te lo debo” de parte de Piet van der Boeke. Mucho mejor que el dinero en el banco. Su equipo había perdido comunicación con su Base de Operaciones Avanzadas un par de horas antes y salieron en rescate de Piet, sus heridos y el periodista. El periodista juró guardar silencio sobre el rescate, escribió un artículo que se convirtió en libro bestseller y nunca mencionó a Piet o Montez. —Síe. Te recuerdo, compañero. ¿Necesitas algo?
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—Mucho. Te enviaré un jet de la compañía. ¿Estás cerca de Lungi? El aeropuerto de Freetown era el aeropuerto local para la mayoría del oeste y centro de África. Ocupado y corrupto, un lugar donde un jet privado más no sería notado. —Síe. —¿Podrías estar allí a las mil cuatrocientas de la hora local de mañana? —Síe. —Bien. El jet de la empresa estará a nombre de... —Conozco el nombre. Montez miró la pantalla por un momento, después apagó el portátil, sabiendo que había hecho la única cosa posible para corregir una situación realmente mala. Síe.
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Capítulo 7
Prineville, Georgia Piet van der Boeke no había envejecido en los últimos ocho años, pensó Montez. Su rostro había estado muy bronceado y curtido hacía ocho años y seguía estándolo. Todavía era estilizado y ágil, descendiendo rápidamente las escaleras del jet privado con el que había atravesado la corriente del Golfo, como si no hubiese pasado sentado diez horas en un compartimento presurizado. —Gracias por venir —Montez le estrechó la mano al final de la escalera. El apretón de Piet fue duro y seco. —No hay de qué. Un coche y su chofer estaban esperando. Dos minutos después de que Piet saliera a pista, se estaban marchando. El vuelo había sido registrado como un vuelo de transporte. Nadie sabía que Piet estaba en América. Ambos eran conscientes de que una limusina con chofer no era el mejor lugar para una reunión, así que no hablaron. Montez abrió un pequeño frigorífico y en silencio le tendió a Piet una botella de agua mineral. A diferencia de la mayoría de mercenarios, Piet era abstemio. Montez le dijo al conductor que siguiera de frente hasta el garaje de seis plazas que conectaba con la casa a través de un túnel bajo tierra. Piet no hizo comentarios, simplemente observó todo con su penetrante mirada. Por primera vez, Montez se preguntó qué pensaría alguien de su casa. Tenía más de treinta mil metros cuadrados y estaba decorada lujosamente solo como un loco fanático de Atlanta podría hacerlo. Piet era un observador. Estudiaba cuidadosamente a su presa, tanto dentro como fuera de su hábitat natural. Montez se preguntó, incómodo, cuál sería el hábitat de Piet y lo que él pensaba que este decía sobre él.
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Borró ese pensamiento, irritado. Iba a ofrecerle a Piet más de medio millón de dólares por este trabajo. ¿A quién coño le importaba lo que pensara? Finalmente llegaron al estudio de Montez. Montez hacía barridos en su estudio en busca de fallos del sistema dos veces al día. Las ventanas estaban especialmente tratadas para romper los rayos láser; había un perímetro de diez metros alrededor de la casa, con sensores de movimiento. Nadie podía espiar con cámara y micro. Estaban seguros. Montez señaló un enorme y cómodo sillón de cuero y observó cómo Piet se hundía en él. Después de servirse una generosa copa de un Talisker de veinte años se sentó en el otro sillón. Piet podía ser abstemio pero esa no era razón para que Montez se privara de ese placer. Estudió al sudafricano por un momento. Piet permanecía callado, aceptando el escrutinio. —Te ofrezco medio millón —empezó Montez y Piet levantó una enorme y callosa mano. Montez ni siquiera pestañeó pero por dentro estaba gimoteando con consternación. ¿Había aumentado el precio de Piet? Medio millón era una buena brecha para él en ese momento, con ningún contrato del gobierno a la vista. Joder ¿Que pasaría si el precio de Piet había subido más de un millón? Ni siquiera sabía si tenía ese dinero extra. —No quiero dinero —dijo Piet y la boca de Montez se abrió antes de que pudiese darse cuenta y recuperar la compostura—. Salvaste mi vida y te lo debo. Siempre pago mis deudas. Pero hago este trabajo y punto. Nunca me volverás a llamar. ¿De acuerdo? En la mente de Montez su cuenta bancaria se disparó hacia arriba. Medio millón a buen resguardo de nuevo. Procuró no asentir con demasiado entusiasmo por el acuerdo. —Por mí está bien. Y gracias. Piet asintió en respuesta. —Así que... ¿detrás de quién estoy? ¿Detrás de quién voy? ¿A quién persigo?
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—Una mujer —Montez le observó cuidadosamente. Por alguna razón los mercenarios tenían problemas con ir detrás de mujeres y niños, lo que no tenía sentido para él. Un encargo era un encargo. Pero Piet se limitó a asentir. —¿Quién es? —Ellen Palmer —solo decir su nombre conseguía que la sangre de Montez se disparase—. Era la jefa de contabilidad de aquí. Los ojos de Piet eran del azul más brillante que Montez hubiese visto nunca. A la luz directa del sol eran tan pálidos que parecían casi blancos. —Háblame de ella. Montez se tragó el resto del whisky para tranquilizarse. Solo pensar en la zorra... —¿Qué quieres saber? Su voz calmada, pensativa. —¿Qué tipo de mujer es? ¿Llamativa, ruidosa? ¿Silenciosa, solitaria? ¿Alguna afición? ¿Es simpática? ¿Qué aspecto tiene? Bueno, eso era algo que Montez podía decir con facilidad. Sacó dos fotografías que habían sido tomadas un año y medio antes en un picnic celebrado por la compañía. Piet las estudió cuidadosamente, pasando cerca de cinco minutos contemplando cada fotografía. Montez se removió en el sillón, quería ponerse en marcha. Finalmente, Piet habló. —Cuéntame. Cuéntame todo. Montez lo hizo, obviando lo que sucedió en la Zona Verde de Bagdad y lo que le sucedió a Arlen Miller. —¿Y entonces? —La voz de Piet sonaba jodidamente tranquila. —Y entonces la zorra simplemente... desapareció. Desaparecida durante todo un jodido año. He tenido hombres buscándola, he pinchado su teléfono, tengo su e-mail, he comprobado sus tarjetas de crédito. Nada. Parece como si simplemente se hubiera desvanecido de la jodida faz de la tierra. —Y entonces ella escapó de nuevo. Montez le observó con sospecha. —¿Cómo coño sabes eso? Nadie lo sabe.
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—Lógico. Tú nunca me habrías llamado de no ser así. La encontraste y la perdiste. Puesto así, a Montez le pulsó fuertemente la sangre en las venas. Ella se había escurrido de los dedos de dos de sus chicos en Seattle. Y había sido algo estupendo que sus tres chicos hubieran muerto en San Diego porque él deseaba matarles otra vez por haberla dejado escapar. Una vez más. —Sí. Está esa cantante que se ha vuelto muy famosa, vete a saber quién sabe su verdadera identidad. Se hace llamar... —Eve —dijo Piet y levantó sus cejas ante la expresión de Montez—. La música viaja por el mundo, Gerald. Y solo hay una cantante en el planeta que tiene una identidad secreta. La mayoría de ellos están... ¿Cómo lo decís en América? Muy expuestos. ¿Cómo has hecho la conexión entre las dos? —Pura casualidad —Montez sintió cómo la bilis se le subía desde el estómago y la tragó de nuevo hacia abajo—. Había un hilo musical en un restaurante hará diez días. Escuché una voz, una canción. La había oído antes. Ellen cantó esa canción en la oficina un día. Resultó que la canción había sido escrita por esa tal Eve, reconocí la voz y la canción, así que sumé dos más dos. —Entiendo que ella ha sido muy buena escondiendo su identidad hasta ahora — dijo Piet pensativo —. Escuché que grabó en un estudio diferente al de los músicos. Y que ahora tiene dinero suficiente como para comprarse mucha privacidad. —Uh huh. Pero no se imaginó tener que protegerse del único hombre que conoce su identidad. —El agente. Montez asintió. —¿Dónde está el agente ahora? —Haciendo de cebo en las Cascadas. Él estaba en Seattle, como ella, que pasó allí nueve meses. —¿Qué conseguiste de él? Montez apretó los dientes. —No mucho. Sabía su nombre real, nunca se enteró de dónde vivía. Ella le decía dónde encontrarse... alguna cafetería o algún banco en el parque. Nunca le dijo nada. Piet estrechó sus ojos. —Excepto, imagino, su número de teléfono móvil.
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Montez asintió. —Sí. Era un móvil de prepago pero gracias a eso conseguimos una dirección. Estuvimos esperando fuera de su apartamento. La zorra nunca apareció y el móvil estaba fuera de servicio. La siguiente pista que tuvimos fue dos días después, en San Diego. Fue realmente difícil llevar a los hombres allí. Por suerte, tres de mis chicos estaban trabajando en Tijuana, así que dejaron ese encargo y fueron a San Diego. El teléfono estaba en la habitación de un hotel. Mis hombres llamaron y la recepcionista dijo que ella había salido. Así que prepararon una emboscada —rechinó los dientes —. Mis hombres eran buenos. Sabían lo que hacían. Yo no podía prever ningún problema. De hecho, volé aquí desde Seattle porque tenían órdenes de traérmela. Tenía... asuntos con la zorra y quería estar listo para ella. Pero algo sucedió y tres buenos hombres terminaron muertos y ella sigue estando jodidamente libre. —Ella tenía protección —dijo Piet. —Oh, sí —seguía quemando—. Un tipo. Una pistola, un tipo —miró a Piet a los ojos y vio que le entendía completamente—. Donde sea que vaya, consigue protección. Piet se quedó en silencio por unos buenos diez minutos. Montez no podía soportarlo. Se sirvió otro whisky. Había estado meditando el tiempo suficiente. Permitir que alguien se hiciera cargo del trabajo, maldita sea. Piet se levantó de repente. —Vámonos. —¿Sí? ¿Dónde? ¿San Diego? —No, Seattle —él lo pronuncio como Siiitel—. Vamos a husmear. Vamos a descubrir su guarida, a vigilarla, a ponerla nerviosa, a obligarla a salir de donde esté. Y después volveremos a San Diego. Montez se levantó despacio, un poco mareado. —Si vamos a estar merodeando por allí, vas a tener que hacer algo con ese acento tuyo. Reluce como el oro. —Tío, no puedo creer que hayas dicho eso —Piet se puso una mano sobre el corazón, como si le doliera. Su voz de barítono cambió y sonó como la voz de un padre de los suburbios entrenando al equipo de fútbol del barrio, con un toque respetable. Indistinguible entre un millón de voces de hombre americanas. Sacudió la cabeza con tristeza—. Hieres mis sentimientos, hombre. No vuelvas a hacerlo.
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San Diego La siguiente vez que Ellen se despertó, él seguía tumbado a su lado, viéndose tan sólido y tan inamovible como la última vez, solo que con unas pocas arrugas más en la cara. Era por la mañana, el final de la mañana de un día soleado, a juzgar por el color amarillento de la luz del sol. Las ventanas estaban abiertas, suaves cortinas de algodón se mecían con la brisa. El viento soplaba y sonaba con un suave y regular chapoteo. Estaban cerca del océano. Movió la cabeza, sus manos. Ya no estaba la intravenosa. Sus manos estaban libres. Se retorció un poco, cuidadosa en sus movimientos. El hombro estaba herido, pero el intenso dolor se había terminado. Su mirada vagó rápidamente por la habitación y después volvió a fijarse en el rostro de Harry Bolt. Parecía más mayor, con surcos grabados profundamente en sus mejillas, sombras de cansancio bajo sus ojos. —Hola —su voz profunda era sosegada, la comisura de su boca elevándose en una media sonrisa. —Hola —estaba sin aliento. No era debilidad física. Se sentía mejor, como si alguien durante la noche le hubiera quitado un peso de encima. El día era brillante y soleado. El sonido del océano derritiéndose con los débiles sonidos de un saxofón tocando jazz en otra habitación. Podía oler el agua salada, el suave algodón y... ¿café? Tomó una respiración profunda. —¿Estoy oliendo lo que creo que estoy oliendo? —Una sonrisa vaciló en su rostro sombrío. —Por supuesto. Así como todo el desayuno que seas capaz de comer. —Su mano cubrió la de ella—. Por favor, dime que tienes hambre. —Desde luego —suspiró.
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Su mano era fuerte y cálida, tan caliente que el calor le recorría el brazo. Su sonrisa también la calentó. Um, de hecho, para ser sincera, su sonrisa no solo la calentó. Su sonrisa envió una ola de calor por todo su cuerpo, la más asombrosa de las sensaciones. La sensación de... de vida. De repente no pudo seguir tumbada ni un segundo más como una criatura medio muerta. Dobló las piernas, apoyó los talones, se irguió en sus antebrazos... y de repente estaba sentada, apoyada contra las almohadas. Él la había levantado con total facilidad, como si fuese una niña. Con cuidado y suavidad. —Ahí lo tienes. Él sonrió y por primera vez Ellen se percató de lo increíblemente atractivo que era ese hombre. El musculoso cuerpo, el precioso color bronceado, incluso la abundante barba dorada sobre su mandíbula cuadrada, todo en un mismo paquete de lo más atractivo. El miedo que sentía por él lo había enmascarado, pero el miedo se había ido y ella se sentía completa. Eso, en sí mismo, era maravilloso. Algo durante el tiempo que había pasado en esa cama, mientras entraba y salía de la inconsciencia, había drenado el miedo que sentía. De repente lo recordó sosteniendo su mano por horas. Días. —¿Qué día es hoy? —preguntó bruscamente —Jueves. Ellen parpadeó. —¿He estado inconsciente cuatro días? —No, no has estado todo el tiempo inconsciente. Te levantaste algunas veces —sus ojos se estrecharon—. ¿No te acuerdas? Quizá. Una certeza se estaba filtrando en su conciencia, un amigo que se había ido hacía mucho tiempo. —¿Dónde estoy? —En mi casa. Este es mi estudio. Sus ojos se fijaron en él. —He estado aquí cuatro días —repitió, solo para asegurarse.
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—Sí —sus labios se apretaron en una línea muy fina—. Te lo he dicho antes. No te llevé a un hospital. Te dispararon y los hospitales y los médicos deben informar a la policía de las heridas de bala. Imaginé que no querrías eso. Esos tipos significan problemas. —Tienes razón —susurró con un escalofrío—. No hubiera querido eso. —Ni yo tampoco porque puedes estar segura de que Gerald Montez está vigilando los hospitales y monitoreando las emisoras de policía. —Él acercó la silla al lado de la cama, las patas raspando sobre el duro suelo de madera. Apretó su mano—. No tiene ni idea de dónde estás. Y va a seguir siendo de esa manera. —Um, a decir verdad, ni siquiera yo sé dónde estoy. —Te lo he dicho. En mi casa. —¿Qué está...? —En Coronado Shores. —Coronado Shores —sus ojos se abrieron sorprendidos ante su mirada perpleja. —No conoces San Diego ¿verdad? Ellen negó con la cabeza, sorprendiéndose de que no doliera. —No, nunca había estado aquí. Asumo que está al lado de la playa porque se oye el océano ahí fuera. Así que, me has curado —movió su hombro derecho y levantó el brazo, moviéndolo con facilidad. Sobre todo, esa horrible sensación de debilidad se había desvanecido. Se miró lo que llevaba puesto. Tenía un vago recuerdo de vestir una enorme camiseta pero ahora ella llevaba un camisón de un pálido color melocotón. Pura seda. Increíblemente bonito. Posiblemente de La Perla. —Bueno, más que curado. Parece que estás muy preparado para cuidar de una mujer que ha recibido un disparo. Tienes una cama de hospital, una vía intravenosa, imagino que instrumentos quirúrgicos —ella arrastró sus manos sobre el suave material color melocotón—. Camisones de seda. ¿Tienes el hábito de ir rescatando a mujeres? Fue lo peor que pudo decir. Su rostro se congeló, algo, alguna fuerte y dolorosa emoción cruzó su gesto. Harry se levantó de repente.
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—No, no rescato a mujeres muy a menudo. El catre del hospital y la vía intravenosa son de la casa de mi socio. Su mujer, Nicole, cuidó de su padre en casa hasta que éste murió. —Recuerdo a una mujer muy guapa viniendo a la habitación. Pensé que era un sueño. ¿Ésa era la mujer de tu socio? —Sí. Iban a tirar todo el material de hospital después de que el padre de ella muriera pero terminaron almacenándolo. Tengo un botiquín para... para emergencias. Nicole te ha prestado uno de sus camisones. Hay muchos más guardados en el cajón. Así que como puedes ver, estaba equipado para ayudarte. Por suerte, no te dispararon directamente. La bala fue de rebote y no entró muy profunda. La saqué, limpié la herida y volví a cerrarla. Tienes ocho puntos de sutura. Utilicé hilo reabsorbible, así que no quedará nada en un día o dos. No son perfectos, puede que necesites cirugía plástica después... Ellen nunca querría volver a estar cerca de una aguja en su vida. —No, estoy bien. —Estuviste inconsciente por mucho tiempo pero creo que te pudo más el cansancio que los efectos de la herida. ¿Verdad? Ella asintió. Un año escapando y casi setenta y dos horas sin dormir. Sus huesos estaban profundamente fatigados. Ellen tomó una profunda respiración, sondeando las extremidades de su cuerpo. Seguía sintiéndose un poco débil pero completamente descansada. Otra cosa... —Estuviste ahí, ¿verdad? —Ellen señaló la silla que había al lado de la cama—. Todo el tiempo. Él dudó por un instante antes de responder con sus ojos fijamente en los suyos. ¿Para observar cómo reaccionaba? —Sí. Excepto en los descansos para ir al baño y ducharme. Nicole me traía algo de comer de vez en cuando. Pero la mayor parte del tiempo sí, estuve aquí. ¡Vaya! Cuatro días y cuatro noches, en una silla. —Lo siento. No era necesario. No creo que estuviese en peligro de muerte ni nada de eso. No tenías por qué haberlo hecho. —Lo hice —sus ojos se clavaron en los de ella, esos fieros ojos castaños reflejando la luz que se filtraba por las ventanas—. A veces... descansabas. Has tenido
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pesadillas. Te despertabas aterrorizada, jadeando. No podía dejarte sola despertando en un lugar oscuro que no conocías. Ahora, ahora, recordaba. Los sueños que se volvían rápidamente en pesadillas, despertarse aterrorizada en la oscuridad, una mano fuerte sosteniendo la suya. Calidez y fuerza, en la noche. No estuvo sola. Esa era la razón por la que se sentía... renovada. Cuando se había dormido, cuando las pesadillas no la perseguían, el sueño había sido profundo. No había dormido ni una sola noche completa durante el último año. Se había obligado a dormir superficialmente, su cerebro estando alerta a los ruidos y las luces de la noche. Un perro ladrador, el tubo de escape de un vehículo, una pareja peleando, un portazo, todo había sido suficiente para despertarla, jadeando por aire, por el cuchillo que escondía debajo de la almohada. El cuchillo que seguía bajo la almohada en su miserable apartamento, el que nunca volvería a ver. Durante estas noches había habido retazos de auténtico sueño. En algún nivel profundo, su parte animal supo que estaba segura. Por ahora, no había peligro para ella, a menos que contaras la inanición. Abrió la boca para pedir algo de comer pero él se adelantó. —Bueno, voy a conseguirte algo para desayunar —una última mirada, intensa, como si quisiera asegurarse de que estaba bien y se puso de pie, sosteniendo aún su mano. Ella le recordaba con una camisa de vestir en su oficina y ahora vestía una camiseta negra que se ajustaba a su amplio pecho, las mangas casi demasiado pequeñas para esos abultados bíceps. Tenía una figura inusual, con hombros casi absurdamente amplios y brazos grandes, y muy delgado y estrecho hacia la cintura. Él retiró la mano e inmediatamente sintió un escalofrío, lo que era ridículo. Un cálido viento se filtraba a través de las puertas francesas que estaban abiertas. Ellen lo observó alejarse, alto, con hombros enormemente anchos, la camiseta y los vaqueros arrugados y sintió que le faltaba algo. Lo que era una locura. Su cuerpo podría estar enviando frenéticas señales de todo está bien, no te preocupes, pero no conocía a este hombre en absoluto. De acuerdo, puede que no fuera peón de Satanás o espía de Gerald, pero podría ser cualquier otra cosa. Malvado, violento, incluso loco.
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Aunque mientras se decía esto, no se lo tomaba muy en serio. Un hombre violento y loco no pasaba cuatro días y cuatro noches en una silla por si una mujer a la que no conocía despertaba sola y atemorizada. Había ruidos de estrépito y olores buenísimos. De pan y canela, notas de chocolate negro con base de café. Ellen se miró. El hombro le picaba, pero no dolía. Levantó el brazo y olió. Alguien le había dado un baño de esponja. Olía fresca, a jabón. Movió el camisón y miró la pulcra venda sobre la parte superior del pecho derecho. El vendaje parecía recién aplicado. Curiosa, levantó la cinta y vio una herida con pequeñas y pulcras puntadas negras. La cicatriz no sería tan grande. La piel estaba limpia y clara alrededor de la herida. Ninguna infección. Por debajo de todo eso había algo más. Una... una falta de algo. Temor. Ella no estaba atemorizada. El temor había sido su compañero constante este año pasado, día y noche, esperando en cualquier momento la incursión de hombres enmascarados, el golpe de una bala o la raja caliente de un cuchillo cruzándole la garganta. Había tenido miedo y se había sentido sola todos y cada uno de los segundos del año pasado. En este momento no estaba atemorizada y no estaba sola. Durante un pequeño espacio de tiempo, estaba totalmente segura. Ni siquiera lo cuestionó, ese cambio en su interior que le había sucedido. El cambio de Harry Bolt es peligroso a Harry Bolt es seguro. Tan drástico como un interruptor eléctrico. De la oscuridad a la luz. No podía quedarse mucho, por supuesto. Los negocios de él y los de su compañero, Sam Reston, el casado con la hermosa Nicole, y presumiblemente del otro socio al que nunca había conocido, Mike, eran hacerla desaparecer. Organizarle una nueva vida. Así que tan pronto como se recuperara por completo, le pondrían algunos documentos nuevos en las manos y le señalarían un nuevo camino. Sola, por supuesto. No había discusión en eso. No había duda en la mente de Ellen de que mientras Montez fuera tras ella, estaría sola. Y eso podría ser válido para el resto de su vida. Entonces lo importante ahora era saborear cada segundo de este tiempo, mientras no estaba sola.
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Mientras había un hombre dispuesto a sentarse al lado de su cama noche tras noche y que ahora mismo estaba en la cocina removiendo cacerolas. Aunque la tentación era la de simplemente disfrutar de esta sensación, sabía que tenía que ponerse lo bastante bien para irse pronto. Cada minuto pasado aquí era una tentación suculenta y dorada. No podía permitirse el lujo de acostumbrarse a esto, a tener a alguien cuidándola. Tener a un hombre peligroso a su lado. Ahora que su cabeza estaba clara, regresaban los destellos de recuerdos. No podía recordar cada detalle de lo que había sucedido fuera de su hotel pero tenía la corazonada de que Harry Bolt había ido corriendo hacia ella y había matado a tres de los hombres de Gerald para salvarla. Un hombre como ese a su lado haría que cualquiera se sintiera segura. No podía permitirse eso. No podía permitirse acostumbrarse a la sensación de seguridad. Ponte bien y vete. El paso número uno era levantarse. Bien. Había estado caminando toda su vida. ¿Cuán duro podría ser volver a ponerse en pie? Ellen retiró la manta, se movió lentamente hasta que las piernas colgaron sobre la cama, miró abajo y tragó. Guau. El suelo estaba muy, muy abajo. Nunca había sido hospitalizada. ¿Quién sabía que las camas de hospital eran tan altas? ¿Cómo hacer esto? ¿Quizá una pierna a la vez? Moviendo las caderas, alargó la pierna derecha, estirándose para encontrar firmeza sobre el brillante suelo de madera. Ah. Un pie plantado en el suelo, ahora el otro... Harry apareció a la puerta. —Qué te gustaría... ¡oye! Ellen colocó el pie izquierdo en el suelo y las rodillas se le doblaron. Jadeó, extendió las manos para detener la caída y se encontró columpiándose contra un pecho duro. Los ojos asustados se encontraron con los de Harry. ¿Cómo se había movido él tan rápido? Había estado en la puerta, luego justo a su lado para agarrarla mientras caía. Ni siquiera le había visto moverse.
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Un recuerdo se revolvió. Harry corriendo a lo que parecía la velocidad de luz hacia ella, el arma fuera, ya disparando... El hombre era rápido. Fruncía el ceño. —¿Qué crees que estás haciendo? —Pues... ¿salir de la cama? No soy una inválida. Y tú mismo has dicho que la herida no era grave. El ceño de Harry se suavizó cuando la miró en sus brazos, los ojos dorados resplandeciendo. —Estás asustada —dijo suavemente—. Asustada de ser débil. Asustada de que él te encuentre cuando no puedes defenderte. Oh, Dios, era como si mirara directamente al interior de su alma. —O no pueda escapar. —No tienes que estar asustada por eso —contestó, en tono práctico—. No te encontrará. Nadie te encontrará. Nadie te hará daño otra vez. Ellen miró al suelo, tan brillante, firme y seguro. Esa seguridad era engañosa, como todo lo demás. Ni siquiera podía ponerse de pie en el suelo. —Sé cómo te sientes. —Era tan extraño mantener esta conversación mientras la tenía cogida en brazos en su estudio convertido en cuarto de hospital. En algún sitio, hubo un ligero sonido de timbre, exactamente el sonido que un tostador haría cuando el pan estuviera listo. —¿Humm? —Él había dicho algo mientras estaba completamente distraída por... bueno, por el cuerpo más increíblemente masculino que jamás había tocado. La compañía de Gerald había estado llena de hombres musculosos, a menudo con los andares de pato de los culturistas que eran tan poco atractivos y ridículos. Todos cultivaban un aire de no me jodas, pero resultó ser todo un farol, porque Harry Bolt había abatido a tres de ellos, con las manos desnudas. Podía sentir el porqué él se había impuesto. Instintivamente, un brazo le había rodeado los hombros, la otra mano estaba apoyada en su pecho. Nunca antes había sentido un cuerpo como ese, como piel sobre acero tibio. Estaba construido como un motor de carreras, músculos largos y esbeltos, envueltos alrededor de huesos grandes.
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—Decía que sé cómo te sientes. Sé lo que es sentirse débil, apenas capaz de estar de pie. Es horrible. Odié cada segundo de ello y eso que no tuve a nadie persiguiéndome. Puedo imaginar cómo te sientes. Los ojos de Ellen se encontraron con los suyos con sorpresa. Él estaba perfectamente serio, calmado incluso. Las arrugas de las mejillas, la boca plena cerrada en una fina línea, los ojos serios. Le parecía imposible que el hombre que la sostenía en brazos tan fácilmente como si fuera una niña, hubiera estado... —¿Qué quieres decir? ¿Estuviste débil? ¿Débil cómo? Incluso decirlo sonaba extraño. Las partes de él que podía ver y sentir, cuello fuerte, los hombros más anchos que jamás había visto, manos nervudas inmensas, nunca podrían llamarse débiles. Era simplemente un hombre demasiado grande. Él curvó la boca hacia abajo y encogió un hombro. Ellen bajó y subió con el movimiento. —Me dispararon en Af... donde estaba desplegado, hará un año. Tuve cuatro operaciones en otras tantas semanas. Perdí veinte kilos. No pude andar durante meses. Sí, estuve bastante baldado durante un tiempo. Ellen se cubrió la boca con la mano, los ojos abiertos de par en par. —¡Oh, cielos! Lo lamento mucho. Debió haber sido realmente grave. ¿Cómo volviste a estar en forma? Una de las comisuras de la boca se elevó. —No puedo quedarme con todo el crédito. Fueron mis hermanos quienes me forzaron a ponerme en forma. Sam y Mike. Has conocido a Sam y Nicole. No has conocido a Mike, aunque ha estado aquí unas cuantas veces para echarte un ojo mientras estabas inconsciente. No solo estaba baldado, también deprimido. Probablemente me habría hundido en un mar de autocompasión si ellos no hubieran contratado a un nazi para que me pusiera en forma a base de golpes. —¿Un nazi? —Sí. En realidad no era alemán, era noruego. Bjorn. Tío, era despiadado. Noventa y tres kilos de pura maldad. Vino cada día durante seis meses e informaba a Sam y Mike. Cuando me resistía decía que ellos le asustaban más que yo. Que ellos le patearían el culo. ¿Yo? Al principio, tenía suerte si podía tambalearme sobre los pies antes de caer directamente sobre mi c... estooo... cara.
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Ellen absorbió el tono de cariño cuando hablaba de sus hermanos. No se había dado cuenta de que Sam y Harry eran hermanos. No se parecían en nada, excepto en ser altos y excepcionalmente bien construidos. Pero espera. Sam se apellidaba Reston. Y el apellido de Harry era Bolt. —¿Cómo es que sois hermanos? ¿Misma madre, padres diferentes? —Hermanos de sangre, no verdaderos. Una larga historia. Te la contaré en otro momento. Pero no fueron los únicos que me ayudaron. Tú también fuiste responsable. Estoy aquí por tu causa. Ella simplemente le miró, demasiado asombrada para hablar. —¿Yo? Nunca te he visto antes. ¿Cómo podría haber tenido parte en tu curación? —Tu voz. Escuché tu música indefinidamente por la noche. Creo que de una manera muy real, tu música me salvó la vida, Eve. —Su voz profunda se había vuelto baja, su mirada tan intensa que era como ser tocada por manos—. Quise permanecer en este mundo, en esta vida, para oírte cantar. Decir esto es muy fuerte, pero es la pura verdad. —Ellen —susurró. —¿Qué? —Eve es mi nombre artístico. Mi agente lo escogió. Eve, la primera mujer, la mujer misteriosa, quizá, no sé cuál fue su razonamiento. Pero mi nombre verdadero es solo Ellen. Ellen... —En el último segundo, las campanas sonaron en su cabeza. Había estado a punto de decirle su apellido, cayendo al precipicio de la confianza, pero agitó los brazos en su cabeza y retrocedió. Confiaba en Harry, pero ahora mismo, contarle su apellido la hacía sentirse... casi desnuda. Y lo estaba, casi desnuda. En sus brazos, de repente fue agudamente consciente del hecho de que debajo de una delgada capa de seda, estaba desnuda. Harry, por otro lado, parecía ser completamente consciente de ello. No la acariciaba, pero no fingía que no estaba en sus brazos, tampoco. La mano izquierda, su muy grande y muy caliente mano izquierda, envolvía su seno izquierdo, su mano derecha se curvaba alrededor del muslo. Era lo más cerca que jamás había estado de un hombre en... en años. Y a decir verdad, nunca había estado tan cerca de un hombre tan fuerte, un hombre tan... masculino.
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Había estado Ben, que estudiaba para su licenciatura de contabilidad, como ella. Un buen tipo, delgado, mucho más interesado en las derivadas que en el sexo. Y Joe, que tenía un concesionario Toyota, pesaba unos doce kilos de más y siguió intentando clavarle lo que se sentía como un malvavisco en ella. Harry parecía como de otra especie. Más grande, más fuerte, más duro y más rápido. La estaba mirando, su mirada iba de los ojos a la boca y otra vez a los ojos. Como si midiera si... Oh sí. En respuesta a su pregunta tácita, Ellen apretó el brazo alrededor del cuello y cerró los ojos. Su boca estaba tan caliente como las manos, solo que mucho más suave. Sabía absolutamente delicioso, a café, canela y mantequilla. Él torció la boca ligeramente, abriendo la de ella y le lamió la lengua. Ella aspiró un aliento asustado ante la corriente eléctrica que la recorrió con su toque. Calor ardiente que le quitó la respiración. Era demasiado intenso y ella se echó para atrás. La boca de Harry estaba ligeramente mojada por la suya y fue una tentación inmensa pasarle el dedo por los labios, solo para ver otra vez cuán suaves eran, la única cosa suave en un hombre duro. Él levantó la cabeza, solo ligeramente, para que la boca estuviera a solo un centímetro de la suya. Los ojos de Harry eran llamas doradas, ardiendo más calientes que el sol. —¿Adónde ibas en este momento? —Él estaba tan cerca que su aliento con olor a café le rozó la cara. No tenía aliento para responderle. Oh Dios. El beso la había electrificado. Era una locura. Era solo un beso. No era como si no la hubieran besado antes. Pero había sido el beso más sensual que jamás había tenido, casi tan íntimo como el sexo mismo. Y, oh, había pasado tanto tiempo desde que la habían abrazado. Desde que había tocado a otro ser humano, incluso el toque más casual, que se permitió este asalto a sus sentidos.
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Erigió una pequeña barrera mental contra él, contra los sentimientos, oh, tan tentadores y, oh, tan peligrosos de sensualidad y seguridad que él provocaba en ella, y se enderezó un poco en sus brazos. —Yo, esto, necesito ir al cuarto de baño. —Y necesito salir de tus brazos. Harry giró y la llevó al cuarto de baño, la puso de pie suavemente, sosteniéndola en brazos. Ellen descubrió que podía sostenerse. El apoyo de las manos se sentía bien, demasiado bueno y dio un pequeño paso para alejarse. —Espero que no estés pensando en permanecer aquí mientras utilizo el cuarto de baño. Era dolorosamente consciente de que estaba en presencia de un hombre asombrosamente atractivo, vestida solo con un camisón arrugado, aunque fuera de seda, con la cabeza despeinada y probablemente musgo creciendo entre los dientes. Estar huyendo significaba muchas cosas, inclusive una pérdida de dignidad. Esos ojos dorados veían demasiado, comprendían demasiado. —No me quedaré si no me necesitas. —Su mirada dorada era afilada y, buscando sus ojos, se tomó un momento para responder—. Pero estaré justo aquí fuera. Si necesitas mi ayuda, todo lo que tienes que hacer es llamarme. Te oiré. —Cabeceó hacia el lavabo—. Hay un cepillo de dientes sin usar y un tubo de pasta dentífrica de viaje allí. Jabón y toalla están en el mostrador. —¿Nada de crema hidratante? —se burló. —Perdón. Eh. —Sacudió la cabeza, sorprendido—. Ni una insinuación de crema hidratante. Pero compraré algo más tarde. Nicole me puede decir qué comprar y dónde. O mejor todavía, le diré que lo compre ella. —Salió del cuarto de baño—. Recuerda, estoy justo aquí fuera —dijo y cerró la puerta. Ellen utilizó el váter, luego fue al lavabo. El cuarto de baño era muy grande y muy espacioso. Todas las instalaciones fijas eran blancas y las paredes estaban alicatadas en blanco. Había estanterías de cristal blanco a mano izquierda y una ducha inmensa a la derecha. No había huella de ninguna mujer. Ellen se dijo que no era en absoluto asunto suyo si una mujer vivía allí o si incluso un batallón de mujeres atravesaban el dormitorio y el baño de Harry todas las noches, pero se engañaba a sí misma, porque la ráfaga de alivio que sintió al ver sus artículos de tocador (un peine, un cepillo, un
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cepillo de dientes, un tubo medio apretado de pasta dentífrica, una afeitadora eléctrica) en el lavabo fue inconfundible. El cepillo de dientes nuevo envuelto en plástico y el tubo de tamaño viaje de pasta tenían escrito CORTESÍA DEL HOTEL HILTON en ellos. Observó la ducha, probó las rodillas y pensó: qué demonios. Un momento después el camisón estaba en el suelo y ella estaba en la ducha. Éxtasis. Había vivido en casuchas miserables todo el año pasado. Le habían recordado los lugares donde había vivido durante su niñez y por lo que había trabajado tan duramente para dejar atrás. Trabajo duro, estudios intensos, concentrándose como un rayo láser para conseguir su título mientras mantenía dos trabajos, todo ese duro trabajo en su primer gran puesto, pero este año pasado la había devuelto al punto de partida de lo que había luchado tan duramente para escapar. Moteles baratísimos mientras avanzaba al oeste, con las manchas de óxido en los lavabos y vellos púbicos en la ducha. Cuartos alquilados con un hilito mezquino de agua caliente. Conocía esa clase de lugares íntimamente. Había hecho mucho dinero con los discos de Eve, pero todo había ido a la compañía que había fundado para recibir el dinero. Había encontrado una manera de utilizar el dinero sin atraer la atención sobre sí misma. Su dinero bien podría haber estado en la luna. Así que esta ducha era puro lujo. Harry Bolt parecía tener un enfoque sin lujo por la decoración, pero eso parecía ser más un reflejo de su gusto que de su bolsillo. Seguro que no había escatimado nada en el cuarto de baño. La ducha era diez veces más grande que la de su último estudio alquilado y tenía seis alcachofas. Permaneció bajo el agua caliente y se permitió vagar la mente. En uno de sus trabajos de camarera no del todo legal que aceptó durante unos pocos días en un pequeño pueblo cerca de Denver, otra camarera le había tomado cariño. La camarera estaba chiflada, era de la New Age, pero había sido amable y cariñosa. Tenía todo un conjunto de teorías sobre el agua, que el agua que fluía se llevaba los problemas y el mal karma. Quizá. Quizá no. Pero ella se sentía mejor.
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Ellen tarareó. Siempre cantaba en la ducha. Cantaba cuando estaba feliz, para celebrarlo. Cuando estaba triste, para alegrarse. Cuando estaba asustada, para darse valor. Mezclar su voz y la música había sido una bendición toda su vida. Su madre había sido un alma perdida, viviendo en los márgenes del mundo de la música, soñando con ser grande mientras bebía demasiado, fumaba demasiado y fallaba a la hora de mantener los trabajos. La ironía era que su madre no había tenido mucha voz. Hubo algo cuando era joven, pero para cuando Ellen tenía diez años, había desaparecido hacía mucho. Cindy no se había cuidado, de ninguna manera. A causa de esa poca voz que tuvo acabó sucumbiendo a los cigarrillos, el licor y la desdicha. Primero su voz se había ido y luego su vida, cuando Ellen tenía diecisiete. Y su madre había estado tan enojada porque a Ellen le hubiera sido otorgado todo el talento de la familia. Cuando era pequeña su madre la arrastró por ferias y bares de poca monta. Ellen podía cantar en armonía incluso con un oso salvaje. Su voz realzaba la de su madre. Pero entonces, cuando creció, los propietarios de los bares comenzaron a desear solo a Ellen. Pero para entonces Ellen ya había visto lo suficiente del lado oscuro de la música y había descubierto las matemáticas. Matemáticas frías y racionales. Tan perfectas. Tan brillantes y sublimes. Siempre fiables, siempre. Dos más dos siempre eran cuatro. Todo lo demás en su vida era inestable, transitorio, imprevisible. Una vez que descubrió las matemáticas, no hubo vuelta atrás. Terminó el instituto un año antes de tiempo y en la universidad simplemente se hundió en los estudios. La música ya no era necesaria para comer. Llegó a ser su alegría privada. En la ducha, conduciendo, caminando. Una alegría y consuelo privados. Como ahora. Tensa e insegura, asustada y sin un futuro, Ellen vertió la música fuera de sí como el agua por la ducha y ambos la limpiaron. Al salir de la ducha, le llevó solo unos minutos estar lista. No pudo encontrar un secador de pelo, así que se lo secó con la toalla tanto como pudo y lo peinó. Nada de crema hidratante, así que una vez seca, se volvió a poner el camisón y ya estaba. Colocó la mano en la puerta y vaciló. La ducha y el cantar la habían despejado durante un ratito, pero tras esa puerta estaba la realidad, esperando para morderla con fuerza.
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El hombre que le había salvado la vida, un hombre al que encontraba casi locamente atractivo, esperaba allí. Por el momento, él esparciría un manto de protección sobre ella, pero no podría acurrucarse allí para siempre. Aparentemente lo que RBK hacía era darles a las mujeres amenazadas una nueva vida. Harry Bolt no había llegado tan lejos porque había sido herida. Pero Ellen se imaginaba que él estaba esperando a que se diera prisa y se recuperara para volver a su vida. En un día, dos, tres quizá, y estaría en marcha. Quizá él esperaría hasta que los puntos se secaran por completo. En ese caso quizá podía tener una semana como máximo, sintiendo la falta de temor como un suave viento cálido en la cara. Pero más pronto o más tarde, estaría afuera, en el frío. Trasladada a algún lugar improbable, como Dakota del Norte o Wyoming, aunque si le daban elección, escogería inviernos templados y sol en vez de nieve. Pero aun así. Esto, como tantas cosas de este año pasado, estaba fuera de su control. Entonces se encontraría en algún pueblo extraño, con una nueva identidad y un nuevo nombre al que acostumbrarse. Asustada de hacer amigos, trabajos de bajo nivel. Manteniendo la cabeza gacha. Y ahora, sin cantar otra vez, nunca jamás. Su corazón latió dolorosamente al pensarlo. Este momento, este momento preciso, pensó. Recuérdalo. Sintiéndose caliente y tranquila, con un paladín detrás de la puerta, segura. Recuerda, porque no durará. Empujó la puerta para abrirla.
*
*
¡Allí estaba! Harry casi se cae de rodillas. Los sonidos provenientes de su baño habían sido tan celestiales, que tuvo que pellizcarse para asegurarse de que eran reales. La música que salía de su boca había sido asombrosa. Si un marciano tuviera que averiguar cómo eran los humanos, todo lo que tenía que hacer era escuchar a Eve. A Ellen.
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Y por encima de todo, ella era una belleza propiamente dicha, una especie de derroche de talento. Pensarías que teniendo esa voz, ese don, sería bastante, pero no. ¿Quién se podría imaginar que una voz como aquella saldría de la boca exquisita de una belleza como Eve? Ellen. Era difícil pensar en ella como Ellen. Aunque tal vez no, ahora que lo pensaba. Si Eve iba a ser una belleza, entonces pensarías que ella te restregaría a la cara su gran belleza. En cambio Ellen tenía un encanto fresco y calmado. Discreto y oculto. Tenías que mirar dos veces para verla, aunque después de hacerlo, no podías apartar la mirada nunca más. De cutis pálido y terso; enormes ojos verdes rasgados con tupidas pestañas; la nariz pequeña y recta; una boca ligeramente grande que te hacía pensar en la música y bueno... en el sexo. Era pequeña, delgada, con una caja torácica estrecha, lo cual era raro porque cuando cantaba jazz tenía una voz fuerte y grave de fumadora empedernida. Ella salió del baño vacilante, primero sacó la cabeza, como si esperara a ver si el peligro acechaba, luego abrió la puerta de un empujón. Los movimientos de una mujer que todavía estaba asustada, que había estado huyendo durante un año. Tenía razón en estar asustada, porque el cabrón de Montez todavía la perseguía y lo haría durante el resto de su vida a menos que Harry lo detuviera. Preferiblemente lo detuviera con la muerte. Ya que sus días de huir habían terminado. Harry se alzaría en su defensa. Parte de las reservas eran por él, lo sabía. Había hecho todo lo posible para tranquilizarla, pero estaba claro que su último recuerdo había sido el de Harry corriendo hacia ella a una velocidad vertiginosa con un arma de fuego y luego se había despertado en un lugar extraño con una herida de bala. La mente humana trabajaba a todos los niveles. Es capaz de buenos sentimientos y pensamientos refinados, lo cual está muy bien mientras se conversa, bebiendo el té, de la política actual y los últimos estrenos de cine. Pero lo que te salva la vida es la parte primitiva de tu cerebro. La que capta las señales del mundo como es, no como te gustaría que fuera. La parte de tu cabeza en la que saltan las alarmas y te envía señales de humo cuando los hombres peligrosos te rodean. Y él era un hombre peligroso.
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Harry la miraba con los ojos de un mercenario, un hombre entrenado para destrozar gente. Ella era elegante y estaba en buena forma, pero era delgada. Se movía con la gracia de una bailarina, no de una atleta. Era extraordinaria, con un talento único en su generación, hermosa, elegante y... una presa. La destrozarían en cinco minutos. Su suerte no duraría para siempre. Desde ahora ya no sería buena idea meterse en la vida de ella porque estaría Harry, y él doblegaría el destino a su favor. Apostaría por él contra cualquier hombre y estaba fuertemente motivado. Sin mencionar que siempre podía contar con sus hermanos, Sam y Mike. Los tres juntos eran invencibles. No querrías meterte con Harry Bolt, especialmente cuando estaba respaldado por Sam Reston y Mike Keillor. Ella le observaba el rostro, intentando seguir sus consejos, pareciendo un poco perdida y tal vez incluso asustada. La expresión normal de Harry —o así lo decían sus hermanos— era adusta. Sabía cómo asustar e intimidar; le salía solo. Pero ahora tenía que dar ánimos. Una sonrisa, eso era lo que se necesitaba. Y también sabía cómo hacerlo. Tensar los músculos de la comisura de la boca, mostrar los dientes... ¡Por Dios, funcionaba! El rostro de Ellen se iluminó y ella sonrió un poquito en respuesta. Paso número dos, alimentarla. La cogió de la mano y giró hacia la cocina. Por primera vez, estaba contento de tener un apartamento grande. Cuando Sam lo había encontrado para él, lo odió. Era tan grande y vacío, habitaciones y habitaciones que ni necesitaba ni quería. Todavía era en su mayor parte un espacio vacío, porque nunca se había tomado el tiempo ni la molestia de decorarlo. Pero ahora estaba contento por el tiempo que le llevó llegar del baño hasta la cocina, porque podía sostener su mano. Su mano era pequeña y suave en la suya y se sentía... bien. Muy, muy bien. Casi resopló, pensando en lo que diría Mike. Mike, el poco-romántico, el señor fóllatelas-y-déjalas. Ir de la mano no formaba parte del estilo de Mike. Harry tampoco habría pensado que era su estilo, aunque había pasado mucho, mucho tiempo desde que tocó de alguna manera a una mujer.
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Tal vez aquel era el por qué experimentaba tanto placer con esto. Simplemente le estaba sujetando su fabulosa mano, algo que los niños hacían en el patio, no es que él hubiera ido de la mano de una chica cuando era niño. De niño todo el mundo le había evitado. Su familia había sido la peste incluso en la barriada en la que vivían. Ahora lo entendía, completamente. Entendía por qué había todos aquellos anuncios ñoños en la televisión, chicos cogidos de la mano en un parque, viejecitos de la mano en el hogar familiar. Era agradable. Más que agradable. Era cálido y establecía una conexión. Ellen levantó la mirada hacia él mientras cruzaban la enorme extensión vacía de su salón y sonrió. Él sonrió en respuesta, perdido en los ojos femeninos y se libró por poco de golpearse la espinilla en la mesita de café. Por instinto acortó sus pasos, aflojó para ir a su ritmo. Ella todavía estaba débil y se movía con lentitud. Ya le iba bien. Si pudiera, habría estado caminando de la mano con ella hasta el anochecer. Cuando al fin llegaron a la cocina, todavía estaba saboreando la sensación de su mano en la suya, intentando averiguar la última vez que había ido de la mano con una mujer. Ella abrió los ojos de par en par cuando vio lo que había en la mesa. Una cafetera francesa llena de café humeante, una bandeja grande de tocino, huevos y tostadas, dos montones de mini panqueques y una jarrita de jarabe de arándano. Y, porque Nicole había insistido, un bol grande de fruta pelada y cortada y un par de yogurts naturales desnatados, de los que Harry pensaba que sabían a cartón. Pero no le decías que no a Nicole. Era ley. Harry le tendió una silla y ella se deslizó como si las rodillas ya no la sostuvieran. Él frunció el ceño. Ella todavía estaba débil. Necesitaba comer, descanso y ejercicio, en ese orden. Se deslizó en la silla en ángulo recto a ella. —No puedo llevarme todo el mérito por este desayuno —dijo, sirviendo el café. Levantó la jarra de leche y alzó las cejas. Ella asintió y él empalideció el color tostado de su café—. La asistenta de Nicole y Sam decidió hace un par de meses que tenía que engordar, así que sigue bajando comida a carretadas desde entonces.
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Ellen abrió los ojos de par en par. Harry sabía lo que estaba pensando. Pesaba sus buenos cien kilos, todo músculos, pero nadie que lo mirara podría saber que había estado reducido a huesos y cartílagos un año atrás. Ella cogió dos mini panqueques, vertió cuatro moléculas de jarabe de arándanos sobre ellos y comió delicadamente. Todo esto era sencillamente tan estupendo. Eve, en su cocina. Vale, Ellen. Pero también era Eve. Y (una ganancia inesperada), era exquisitamente bella. El agua caliente de la ducha había puesto algo de rosa bajo el marfil. Sus colores eran simplemente increíbles. El sol brillaba a través de la ventana de la cocina y Ellen levantó el rostro hacia éste con los ojos cerrados. Con ansias Harry observó su rostro mientras la luz del sol traía todo a la vida. Las cejas de un intenso caoba, delicadamente arqueadas, las largas y exuberantes pestañas ligeramente más claras en las puntas, la boca llena de un rojo tan fuerte que no necesitaba pintalabios: sin pintar, era suficiente para que un hombre adulto cayera de rodillas. Sin mencionar el cabello pelirrojo que desvelaba mil colores bajo la luz, desde el marrón oscuro y el rojo cobrizo hasta mechas rubias. Era grueso, brillante y empezaba a rizarse mientras se secaba. Un bucle le colgaba sobre el hombro y tuvo que clavarse las uñas en las palmas de la mano para obligarse a no recogerlo y pasarle los dedos. Se habían besado, sí, vale. Pero las mujeres tenían el libro de reglas invisibles que a los hombres no se les permitía leer y no sabía cuánto tiempo tenía que pasar entre besarla y acariciarle el cabello. Aunque pronto tendría el derecho de tocarla. Y no solo su cabello. Por todas partes. Oh sí, la tocaría. —Esto está delicioso. Dale las gracias a la asistenta y a Nicole de mi parte. —Puedes darles las gracias en persona —dijo Harry tranquilamente mientras trasladaba la mitad del tocino y huevos revueltos al plato de ella—. Estamos invitados a cenar en casa de Sam esta noche. Por alguna razón aquello la alarmó. Alzó la cabeza y la taza de café que había estado llevándose a la boca tembló. Harry alargó el brazo y le ahuecó la mano con la suya.
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—No quiero ser un estorbo —dijo ella con voz tensa y tirante—. Tan pronto como me encuentre mejor, seguiré mi camino. Con algo de ayuda por tu parte y la de Sam. Así que en realidad no hay razón para incluirme en las invitaciones a cenar. Harry escuchó con calma, absteniéndose a poner los ojos en blanco. Ni siquiera se dignaría a responder a esa ridícula afirmación. Ella estaba aquí y se quedaría. En cambio, se inclinó hacia delante y la miró a los ojos. No fue un gran esfuerzo. A la luz de la mañana tenían el aspecto del mejor mármol verde con vetas oscuras de color a través. Antes en su oficina, sus ojos habían estado inyectados en sangre por el cansancio, con borrones de morado oscuro debajo de ellos. Ahora el blanco de sus ojos era tan nítido como el de un niño, la piel de debajo limpia y sin mácula. —¿Por qué huiste? —le preguntó. Ella inhaló un poco de aire, un sonido alto en el silencio de la habitación—. Tú viniste a que te ayudáramos, estabas a salvo con nosotros pero huiste. ¿Por qué? Ellen bajó la taza con cuidado sobre el platillo, concentrándose en sus manos, como si fuera una tarea difícil y delicada. Por fin alzó la mirada. —Pensé... —empezó y se detuvo. —¿Pensaste? —Cayó en la tentación y recogió el bucle de un rojo intenso que había caído hacia delante y lo apartó. Que le den al libro de reglas—. ¿Qué pensaste? Hizo contacto con los ojos masculinos y él casi respingó ante el sufrimiento en ellos. Los hermosos ojos verdes oscuros llenos de dolor, pesar y soledad. Ella suspiró. —Sabes que conseguí tu nombre a través de Kerry. O la mujer que tú conoces como Kerry porque ese es el nombre que tú le proporcionaste. Harry asintió. No fue el único en instalar a Kerry —o paloma o como coño se llamara originalmente— en su nueva vida, Sam también. Pero se habían invertido los papeles, fue Sam el que resultó herido, Harry o Mike habrían sido los únicos que ayudarían a Kerry en su nueva vida. Su historia había sido terrible. Un marido rico y poderoso, brutal y alcohólico, que la había enviado al hospital una y otra vez y que tarde o temprano la habría llevado a la tumba. —Ella no debería haber hablado —dijo Harry suavemente. Si ella no hubiera hablado, Ellen seguramente estaría muerta ahora mismo, pero ellos habían machacado en la cabeza de las mujeres que nadie —nadie— tenía que saber su historia. Era su primera línea de defensa. Nadie tenía que saberlo, jamás.
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Los refugios tenían su línea directa, así era la manera en que las mujeres encontraban el camino a RBK. Era un paso demasiado peligroso tener una red informal de mujeres hablando entre sí. Los hombres que las perseguían eran brutales pero no necesariamente estúpidos. —Sí. —Ellen mordisqueó el borde de una tostada, entonces la dejó, apartando el plato. —Ella lo sabía... créeme, lo sabía. Nos hicimos amigas a pesar de no quererlo. Ambas trabajábamos de camareras en negro. Podría decir por lo que Kerry leía y el modo en que hablaba que tenía buena educación, y estaba más que cualificada para lo que estaba haciendo. Simplemente íbamos juntas a la deriva, creo, porque ambas estábamos tan... tan solas. Harry asintió de nuevo. Lo sabía. Las mujeres que desaparecían por arte de magia tenían que ir con la cabeza gacha el resto de su vida, de otro modo serían fiambres. Pero las mujeres tenían una clara predisposición a establecer lazos. Les tenían que haber hecho mucho daño para no establecerlos. A diferencia de los chicos. Si Harry no hubiera tenido a Sam y a Mike, se habría pasado los peores momentos de su vida —después de la muerte de Crissy y después de Afganistán— completamente solo, sin hablar con otro ser humano. Y mientras había estado herido, ni siquiera había querido compañía. Sam y Mike se inmiscuyeron en su vida, sin aceptar un no por respuesta. Porque la respuesta instintiva de Harry era girar la cara a la pared. —¿Así que os hicisteis amigas? ¿Contándoos vuestras historias? Ella suspiró. —En realidad no. Ninguna de nosotras se sentó a “contar su historia” como tu apuntas. Es más como cosas que se escaparon. Te conté cómo este tipo se pasó preguntando por mí. Cuando ella me lo dijo, vio lo asustada que estaba. Puso aquella tarjeta en mi mano y dijo que si necesitaba ayuda acudiera a Sam Reston en San Diego. —Su boca se tensó—. Pero entonces, la semana pasada como dije, estaba de vuelta en mi habitación después del turno de noche. Estaba oscuro. Alquilé una habitación en una parte mala de la ciudad y estaba acostumbrada a ser cautelosa, a ser consciente de lo que me rodeaba. Pero más que nada porque es una zona de borrachos y drogadictos. Pensé que Gerald nunca me encontraría. Pero allí estaba... uno de los hombres de Gerald, disfrazado de vagabundo.
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—Debiste haber alucinado. Ellen soltó una risa temblorosa. —Sí. Puedes decirlo. Guardo en mi bolso un pequeño kit de huidas en todo momento. Efectivo, un gran sombrero flexible y gafas de sol. Huí. Han estado vigilando los aeropuertos y las estaciones, lo sé. En lo único que pude pensar fue en un autobús. Solo me subí al primer autobús al sur, fui a Portland, luego a San Francisco, pasando la noche en uno de aquellos sórdidos cines que echan pelis clásicas. Al menos no echaban porno; no creo que lo hubiera soportado. —Miraste las películas de “La Cena de los Acusados”. —Harry podía verlo: una Ellen aterrorizada a la fuga, acurrucada en la oscuridad de un cine. Sola y asustada—. Nora Charles. Ella soltó un resoplido. —Sí. Estaba tan cansada, tan asustada cuando llamé, fue el primer nombre que se me ocurrió. —Vamos. Come —empujó el plato hacia ella y puso un tono de orden en su voz. Normalmente no lo hacía con las mujeres pero hizo una excepción con ella. Tenía que comer. Más que eso, Harry necesitaba que ella comiera el alimento que él le proporcionaba—. Y después de que acabes, me contarás por qué huiste de nosotros. Ella le lanzó una mirada sesgada, aquellos brillantes ojos rasgados estaban entrecerrados. —¡Sí, señor! Ahí le has dado, sí señor. Ella comió la mitad de lo que había en el plato y lo apartó de nuevo. —Antes de que digas nada, me encantaría acabarme todo el plato, está delicioso, pero sencillamente no puedo. Tengo el estómago cerrado. Un caliente rubor de vergüenza atravesó como un tiro a Harry. En su celo por verla comer, se había olvidado por completo de lo mucho que Sam y Mike le habían convencido para que comiera, la primera vez que volvió a San Diego como un hombre roto. Su estómago se había rebelado a casi todo. Durante un tiempo, había estado comiendo con Sam o Mike frente a él hasta que se tragaba cada bocado. —De acuerdo —dijo suavemente—. Ahora hablaremos. ¿Por qué huiste de nosotros?
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—Vuestros rostros —dijo ella. Harry alzó las cejas. Concedido, Sam y él no eran ni mucho menos bellezas, pero aun así... —¿Nuestros rostros? —Cuando mencioné a Gerald y a Bearclaw. Diría que lo conocías a él y a su empresa. Y os mirasteis el uno al otro. Fue rápido, pero lo capté. Tenéis una empresa de seguridad, como Bearclaw. Pensé que había saltado directamente a la sartén. —Sí, conocemos a Montez —dijo Harry forzadamente—. Pero confía en mí, RBK no se parece en nada a Bearclaw. Ese capullo de Montez (perdona mi francés) le costó a Sam cuatro de sus hombres en acción. Bearclaw y sus hombres son una amenaza. Nos encantaría devolvérsela. Eso es lo que captaste. Ella palideció, levantando una larga y esbelta mano para cubrirse la boca. Su voz fue baja y temblorosa. —Dios mío, lo siento mucho. Huí por nada. Nos puse a ti y a mí en peligro por nada. Harry no podía soportar el verla alterada. Le apartó la mano de la boca y se la llevó a la suya. —No podías saberlo —le dijo en voz baja—. No es culpa tuya. El ser capaz de reaccionar con rapidez te ha mantenido con vida hasta ahora. No podías saber que éramos enemigos de Bearclaw, no amigos. Pero la gran pregunta es, ¿cómo te localizaron? ¿Cómo pudieron estar esperándote en tu hotel? —Utilicé mi móvil como una excusa pero entonces me di cuenta que en realidad me lo había dejado en el hotel. Todavía está allí. —De hecho... —Harry alcanzó la parte posterior del mostrador y arrojó un objeto de plástico sobre la mesa—. Tu móvil está aquí. Ellen reaccionó como si hubiera arrojado una serpiente sobre la mesa. —¡Dios mío! ¡Puede rastrearnos! ¡Esto puede decirle dónde estoy! —estaba buscando a tientas los mandos cuando Harry le puso la mano sobre la suya para calmarla. —No, no puede rastrearnos. Está apagado y en tu habitación, Mike le sacó la batería y la tarjeta SIM. Mientras yo te extraía la bala del hombro, Mike estaba eliminando todas tus huellas del hotel. Solo estaba tu móvil y un cepillo de dientes de viaje, pero ya han desaparecido. Y limpió todas las superficies con lejía. Comprobó
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el teléfono muy por encima mientras estaba en tu habitación, de todas formas Montez sabría que estabas allí si envió hombres a secuestrarte y vio que solo llamaste a un número. —El número de mi agente. Compré un móvil baratito solo para comunicarme con él. Él no entendió realmente por qué yo quería permanecer en el anonimato, pensaba que era alguna clase de estratagema de Relaciones Públicas, pero me siguió la corriente. Es de prepago. Nadie debería haber sido capaz de rastrearme con él a menos... —la voz de Ellen se extinguió mientras perdía el poco color que le quedaba. —A menos que ellos llegaran hasta él —acabó Harry por ella. Sacó su teléfono—. Vamos a llamarle. —¡No! —Le apartó el móvil, alzando la voz presa del pánico—. ¡Por Dios, no! Nos seguirán la pista hasta aquí. ¡Seguirán el rastro hasta ti! También estarás en peligro. Harry abrió su móvil otra vez. Dios, ella estaba preocupada por él. Ella estaba huyendo por su vida y no quería ponerle a él en peligro. Normalmente no daba explicaciones pero esta vez hizo el esfuerzo. —No te preocupes —dijo con delicadeza y sostuvo el móvil—. Es un teléfono especial. Mejor dicho, con un software especial. La llamada es enviada a un par de servidores y nadie que lo rastree pensará que la llamada tiene su origen desde un móvil a unas cincuenta millas de Calgary, Canadá. El móvil se factura a una compañía que montamos y los propietarios son dos hombres muertos. Es mejor que ser un prepago anónimo porque esto jo... esto... lía la mente de la gente. El que intente rastrearlo simplemente perderá un montón de tiempo. Ella solo lo observaba, pálida y temblorosa y era la cosa más hermosa que había visto en su vida. Él había memorizado el número, lo marcó y escuchó los tonos al otro extremo. Lo intentó de nuevo. —¿El número de casa? —le preguntó en voz baja. Ellen le dio el número. Otro minuto, escuchando el teléfono sonar y sonar. —¿Dónde más podemos probar? Ella estaba intentando ocultar su desasosiego. —Nunca he visto que no cogiera el móvil. Vive de ese maldito teléfono. ¿Dónde hay un ordenador?
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Harry la guió al portátil en su salón. Lo encendió, poniendo a la vez en marcha el programa de anonimato. Nadie iba a ser capaz de rastrear su portátil o la IP. Ellen estaba tecleando febrilmente. —¡Oh no! No ha actualizado sus entradas de Facebook desde hace una semana y tampoco ha twitteado. —Alzó sus ojos preocupados hacia los de él—. Esto es tan raro en él. Está tan orgulloso de permanecer conectado. ¿Qué vamos a hacer? No había mucha elección. Harry tenía un amigo en Seattle, mejor dicho, era un amigo de Mike, un antiguo Marine convertido en miembro de los SWAT. —La única cosa que podemos hacer —dijo—. Llamar a la policía de Seattle.
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Capítulo 8
San Diego —Dos camisas de seda, tres jerseys y una falda de algodón, dos pares de tejanos y un par de chándales, uno en azul plomo y el otro en rosa fuerte. Se verán genial con tu tono de piel y cabello —dijo Nicole triunfante, sacando ropa de las cajas—. Y... — alargó la palabra, echando la mano por detrás del sofá y sacando una bolsa beige y rosa—. ¡Voilà! La Perla —dijo Nicole con un suspiro, como si más o menos estuviera diciendo algo así como “¡voilà, la Mona Lisa!” Ellen echó un ojo dentro y parpadeó. Seda, encaje y satén en colores llamativos. Guau. Mejor que la Mona Lisa, oh síii. Sacó un sujetador de seda en tono lila claro y un set de medias con los ligueros de encaje y los sostuvo reverentemente. Eran puras obras de arte. Estaba a punto de ponerse el sujetador por encima cuando oyó un sonido como de alguien atragantándose y miró por encima. Los tres hombres de RBK estaban sentados en un sofá, felices y llenos. Acababan de consumir una insana cantidad de comida, toda ella exquisita. Sam Reston y Mike Keillor parecían divertidos e interesados. Harry tenía el aspecto de como si acabara de suceder una explosión nuclear dentro de su cabeza, detrás de los ojos. Ellen se echó una mirada a sí misma y comprendió que, en mitad de la excitación y la diversión, había estado a puntito de probarse la ropa interior delante de tres hombres extraños. Bueno, dos hombres extraños. A Harry ya no lo sentía como un extraño. Harry era... guau. No sabía cómo definir a Harry, no tenía ninguna experiencia personal con lo que le estaba haciendo sentir, pero “extraño” no era.
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Tal vez era el hecho de que se había pasado días tomándole la mano. No recordaba mucho, pero definitivamente había habido un sentimiento de algo poderoso observándola mientras dormía. Un dragón la guardaba. Un caballero la defendía. Qué bonito sentimiento. Ahora mismo, mientras dejaba que se escurriera la sexy y preciosa ropa interior (tan diferente de sus habituales sujetadores y bragas de simple algodón blanco), lo que Harry le estaba haciendo sentir no era algo bonito. Era caliente. Caliente como el sexo. Sexo hecho persona. Los tres hombres estaban sentados en un sofá muy largo y muy moderno, en la muy grande y muy elegante sala de estar de Sam y Nicole. Estaban todos en forma y eran todos guapos, pero Sam y Mike no podían compararse con Harry. Harry era como un dios. Un dios dorado. Sam estaba muy bronceado por el sol y debajo de eso era moreno. Mike tenía los ojos azul claro, la piel clara y el cabello oscuro de los irlandeses. Harry parecía pintado por la mano de un dios superior. Era tan alto como Sam Reston e igual de musculoso, pero donde Sam estaba densamente musculado, los de Harry eran más tensos, más esbeltos, con hombros extremadamente anchos que descendían hasta una cintura y caderas ridículamente estrechas. Su cabello era dorado, su piel dorada, sus ojos eran dorados. Parecía como un dios inca hecho de piel y huesos. Había calor suficiente en sus ojos en ese mismo momento para hacerlos brillar. —Yo, ah... Ellen no sabía qué hacer con sus manos vacías. Las sentía torpes y tensas. Le faltaba la sedosa sensación de la ropa interior que fluía como agua multicolor a través de sus dedos y se le ocurrió en mitad de su vergüenza que la única cosa mejor que sentir la seda y el encaje sería la piel de Harry. Le recorrería la gruesa línea de sus cejas castaño ceniza, arqueadas en el centro como si siempre estuviera escéptico, seguiría la línea de sus patillas hasta el cuello, donde vellos de color castaño ceniza sobresalían del cuello abierto de su camisa. Tenía que distraerse, hacer algo. Primero, buenas maneras. Sonrió a Nicole.
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—No puedo agradecértelo lo suficiente, por estas ropas y por esto —hizo un gesto con la mano hacia sí misma. Nicole le había prestado un vestido suelto tipo túnica de lino verde oscuro que le llegaba a media pantorrilla. En Nicole, que era alta y espigada, probablemente le llegaría por debajo de la rodilla. Ellen casi había llorado cuando Harry había aparecido con la túnica. Esta le había hecho volverse a sentir femenina. Mujer. En especial cuando vio que los ojos de Harry se agrandaban cuando salió del baño. No tenía mucho con lo que trabajar, pero siempre llevaba clips de pelo con ella en su bolso y se recogió el pelo y se puso algo de pintalabios. Una pensaría por su mirada que estaba lista para la alfombra roja de los Oscar. De hecho, le había sujetado el brazo como un héroe de una novela ambientada en el siglo diecinueve y caminaron por el gigantesco apartamento de Sam y Nicole cogidos del brazo. La cena había sido divertida, relajada y relajante. Sam y Nicole eran una pareja genial, obviamente estaban profundamente enamorados. Incluso aunque Nicole tenía un nivel de belleza casi intimidante, de la clase que hacía que la gente volviera la cabeza, era tan amigable que a los cinco minutos Ellen casi se olvidó de lo hermosa que era. Pero su marido no lo hacía. Sus ojos estaban fijos en su esposa y casi nunca perdía la oportunidad de tocarla, incluso aunque fuera solo una gran mano sobre su hombro o una caricia rápida en la mejilla. Nicole estaba igual de enamorada que él y le sonreía a menudo. Era algo nuevo para Ellen, este grado de devoción marital. Su madre se había especializado en bebedores patéticos o mujeriegos manipuladores. Algunas veces las dos cosas a la vez. Había tenido docenas de amantes durante la infancia de Ellen, y ni una sola vez, ninguno de los hombres había mirado a su madre con amor. Mike era bastante más bajo que los otros dos, pero se veía el doble de ancho. Era divertido y la obligó a comer más de lo que había querido. Se comportaba como un hermano mayor, tranquilo y bromista. Solo Harry se había sentado durante toda la cena, silencioso y rumiante, sus ojos siempre fijos en ella. Todos ellos habían hecho un gran esfuerzo por ella. Se giró hacia Nicole, que estaba guardando la ropa interior, colocando los objetos bonitos y delicados en un papel fino y de vuelta a la elegante bolsa.
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—Muchas gracias, Nicole. Por supuesto, te pagaré todo, tan pronto como pueda acceder a mi dinero. Nicole hizo un gesto con su elegante mano. —Desde luego que no, querida. No te puedo decir lo que me he divertido esta tarde, haciendo compras para ti. Se me está yendo la costumbre de usar ropa interior bonita, por desgracia —sonrió y se frotó la barriga—. Me estoy volviendo una ballena. Pronto solo me podré vestir con sábanas. Quién sabe si recordaré lo que es llevar ropa interior bonita como esta después de dar a luz. Sam puso los ojos en blanco. —No estás hecha ninguna ballena —gruñó—. Estás embarazada. Hay una diferencia —colocó su gran mano sobre la barriga, casi cubriéndola por completo—. Y estás más hermosa que nunca —ella le sonrió al mirarlo a los ojos y un silencio descendió en la habitación. Ellen diría que habían desaparecido para Sam y Nicole. Estaban envueltos en su propio mundo. Mike rompió el silencio. —Guau —levantó sus gigantescas y callosas manos haciendo el signo de tiempo muerto—. Alerta, comandante en estado papilla. Cortadlo ya, vosotros. Volved a la tierra —se giró hacia Ellen—. De acuerdo, Nicole no quiere tu dinero, pero yo sé cómo puedes pagárselo. Harry lo miró con expresión fulminante. —Mike... —Cállate —le sonrió a Ellen—. Canta para nosotros. —¿Qué? —Canta para nosotros. Y también sabes tocar, ¿no? Hay un piano en la biblioteca. Eres esa súper cantante, ¿verdad? No sé nada de música, pero Harry te escuchaba unas cuarenta y ocho horas al día, día tras día. Así que tienes que ser buena. Miró a su alrededor excepto a Harry. Si lo miraba, caería en su dorada mirada y jamás saldría de ahí, ni para respirar. —¿Nicole? ¿Sam? ¿Es eso lo que queréis? —Oh, sí —sonrió Nicole—. No tenía el valor de pedirlo. Menos mal que Mike no conoce el significado de la palabra “vergüenza”. Pero ahora que lo ha pedido... sí. Tenemos un piano en la biblioteca. Era de mi madre y lo hicimos afinar hace un par
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de meses. Yo tomé lecciones de piano durante diez dolorosos años y todo lo que puedo hacer es tocar una angustiosa versión de Para Elisa. Y necesito un metrónomo para hacerlo —miró a Ellen, su sonrisa iluminando la habitación—. Por favor —dijo suavemente, echándole un ojo a su marido, a Mike y a Harry—. Nos encantaría. Incluso a Harry, que se ha olvidado de cómo hablar —él pasó a mirarla molesto, y ella se rió. Se podría cortar un bistec con la afilada mandíbula de Harry. —La han herido —dijo tensamente—. Acaba de salir de la cama. No creo que sea justo pedirle... —Me encantaría —le interrumpió Ellen. Rotó su hombro. Ni siquiera sentía los puntos—. Estoy un poco rígida en el brazo pero mis manos están bien. Y presumiblemente no vais a echarme de aquí si me dejo alguna nota, ¿verdad? Esta gente la había aceptado sin hacer preguntas. Nicole había salido e ido de compras para ella. Cantar para ellos como pago no era nada. —Pues venga, vamos. —Nicole los guió hacia otra enorme sala circundada de estanterías con libros. Una cosa estaba clara, este bebé iba a crecer con sitio para jugar. Sam estaba junto a su esposa, seguido de Mike. Harry caminó junto a ella. Él se inclinó. —¿Te apetece hacerlo? —sonaba tenso y preocupado. Como si le hubieran pedido que se pusiera a tirar de cuarenta toneladas sin ayuda en vez de tocar y cantar, que era algo que adoraba hacer. Ella le sonrió. —Sí. No te preocupes por eso. La acompañó hasta el piano y la sentó con tanta formalidad como si estuviera a punto de cantar en el Carnegie Hall. Para su sorpresa, el piano no era uno viejo de pared, sino un verdadero piano de cola. Un Stenway, nada menos, y hermosamente afinado, descubrió, cuando probó una escala C con la mano derecha. A diferencia de Nicole, ella no había tomado lecciones formales. Las únicas lecciones que le habían dado provenían de Buzz Longley, un tipo asiduo a bares que
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vivió con ellas unos ocho meses cuando tenía doce años. Era un alcohólico y un faldero y un bueno-para-nada, pero sí sabía de música. Habría sido famoso si hubiese sido capaz de aparecer a tiempo y sobrio para las actuaciones, pero jamás fue capaz de dominar el arte de ser confiable o de la sobriedad. Por algún motivo se había auto-asignado la tarea de enseñarle cómo hacer “cosquillas a las teclas”, como él decía. No las había sentido como lecciones, pero lo eran, y ahora lo comprendía. Casi sin darle importancia, él había ido corrigiendo la posición de sus dedos, le había hecho hacer escalas que no había comprendido que eran escalas porque la hacía reírse contándole tremendas historias del circuito de Nashville. Pero le había enseñado. Y ella había aprendido. Buzz había sido un hombre que viajaba ligero: una bolsa de lona, sus botas de piel de serpiente y un teclado. Cuando se fue en mitad de la noche, descubrió que le había dejado el teclado. Así que aunque no había tenido un entrenamiento formal, ciertamente sabía cómo acompañar su propia voz. Sin pensar realmente en ello, Ellen arrejuntó una pequeña lista de reproducción para RBK. Canciones que sonaban bien en una sala grande que no tenía una buena acústica, canciones que los tres hombres y Nicole conocerían y disfrutarían. Pero primero, una de sus favoritas, una que solo unas pocas personas conocían. Un acorde, otro acorde, un riff y siguió con una vieja canción celta, “Home of the Heart”. Como la mayoría de las canciones celtas, te rompía el corazón, sencillamente te lo partía en dos. Ellen siempre la había adorado porque sospechaba que su compositor, como ella, no tenía un hogar para su corazón. No era el recuerdo de algo perdido si no la añoranza de algo jamás conocido. Algo eternamente más allá de tu alcance. Cuando la última nota desapareció en la silenciosa sala, cambió el ritmo, marcando las exuberantes notas de “Sweet Caroline”. No era una canción que solieran cantar mujeres, así que su interpretación en soprano sorprendía a la gente. Siempre le había gustado esta canción, adoraba su esperanza y brío. Sin perder el ritmo, cambió a “Honky-tonk woman” y luego a “Smoke gets in your eyes” y luego a una canción que había compuesto hacía siglos en la universidad, donde se quedaba en su residencia todos los fines de semana porque no podía permitirse gastar dinero, mientras sus compañeras de cuarto se lo pasaban bien afuera. Se llamaba “Listen at the window”. Era divertida y agridulce, con un tono de
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lástima. Siguió con “Bridge over troubled water”, “New York State of mind”, “The river of dreams” y luego, porque adoraba a Billy Joel tanto que jamás se cansaba de sus canciones, “Piano man”. Mientras cantaba, sucedió. No sucedía siempre, así que estaba encantada cuando pasó. Se perdió completamente en la música. El mundo entero desapareció. Se olvidó de sus problemas, del peligro en el que estaba, del hecho de que estaba huyendo y había encontrado un refugio temporal aquí, de la pérdida de su antigua vida, de la soledad y de la desesperación... todo desapareció. No había nada en su cabeza excepto la hermosa música y sus manos estaban tocando completamente a su aire. No tenía que pensar en tocar para nada. Buzz la había llamado “dotada” y tal vez lo era. Sentía como si la música fluyera por sus dedos como el agua de una fuente natural. Le surgía del corazón, claro, pero también del sol y la tierra y el aire a su alrededor. No tenía idea de dónde estaba o quién escuchaba. No hacía ninguna diferencia si era una persona, miles o nadie. La música era suya, ahora y para siempre, y su alma se alivió durante el tiempo que duraron las canciones. Acabó con su canción favorita de todo el universo: “Stand by me”. Siempre le había parecido una de esas frases que lo decían todo. Quédate junto a mí. Todo lo que necesitas en esta vida es a alguien que se quede junto a ti. La cantó lenta, como una balada, una balada para los perdidos, para todos aquellos que jamás habían tenido alguien amado quedándose junto a ellos, y la cantó como un réquiem, porque era un mundo en el que solo unos pocos tenían a alguien junto a ellos. Porque solo unos pocos eran amados. La última nota hizo eco en la sala. A menudo cantaba con los ojos cerrados, completamente absorta en la música. Pero al final, como todas las cosas buenas, la música acabó y regresó lentamente al mundo. Un poco triste y un poco reluctante, porque la música había sido como pasar el tiempo en un jardín soleado donde nada malo podía suceder. Y ahora tenía que regresar al mundo, al mundo real, lleno de peligro y crueldad. Sus manos cayeron del teclado y abrió los ojos y miró a su pequeña audiencia, esperándose sonrisas educadas, tal vez un ligero aplauso. En vez de eso, Sam y Mike parecían asombrados. Harry se veía duro, sombrío. Nicole se limpiaba una lágrima de su rostro.
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Ellen se alarmó, particularmente al ver la expresión de los hombres. —¿Qué? —miró a Nicole—. ¿Tan malo fue? —Dios. No, para nada —Nicole le ofreció una temblorosa sonrisa. Era algo bueno que a Ellen le gustara tanto, porque si no tendría que odiarla por verse tan bien incluso cuando estaba llorando—. Fue, fue tan conmovedor, tan bonito. Tu voz, no puedo describirla. Y esa última canción, jamás la vi de esa manera. Me hizo pensar en mi padre. Tienes tanto talento, Ellen. No es extraño que Harry te escuchara durante horas y horas. Ellen miró a Harry, sorprendida al ver que se levantaba de repente y cruzaba la sala hasta ella. —Hora de irse a casa —dijo, poniendo su enorme mano bajo su codo y levantándola. Ella se alzó, porque era eso o dejarse el codo tras de sí. Antes de darse cuenta estaban ya en la puerta de entrada. Harry no parecía que se moviera rápido, pero a ella le costó mantenerse al ritmo. —¡Gracias por la cena! —se las apañó para gritar sobre su hombro a los tres rostros más que sorprendidos. Ella y Harry salieron al vestíbulo, la puerta hizo un sssshhh cerrándose tras ellos y se quedaron a solas en el pasillo.
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Capítulo 9
San Diego Harry estaba en el ascensor con Ellen, bajando hacia su apartamento, concentrado en la palabra bajar porque su erección estaba a punto de hacerle un agujero en los pantalones. Con la mirada fija al frente, deseando que Ellen también mirara al frente, porque si miraba hacia abajo, entendería exactamente la verdadera intención de la abrupta salida de la casa de Sam. Harry lamentaba el modo en que había actuado. O lo sentiría mañana, tan pronto como algo de sangre le volviera a la cabeza. O se la follara. Lo que sucediera primero. Ni siquiera se reconocía a sí mismo. Sabía que podía ser un ordinario con sus hermanos cuando quería; rayaba en la vulgaridad. Pero se había comportado de un modo pésimo con Nicole, que había preparado una agradable tarde de relax para ellos, sin esperar que fuera interrumpida por un maníaco. Nicole se merecía algo mejor. Y tío, Ellen también se merecía algo mejor. Creyó que le estallaría el corazón al escucharla, escuchando a Eve, en carne y hueso. Cantando en directo, para él, algo que nunca habría pensado en pedir a quien fuera que estuviera allá arriba, porque era demasiado absurdo siquiera para considerarlo. Y aun así, allí estaba ella, en la hermosa biblioteca de Nicole y Sam, tejiendo su hechizo. Escuchando su música en la oscuridad, la que le había salvado la vida. Escucharla actuar en directo, a no más de metro y medio de él, bueno, eso había sido mágico.
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Y resultó que esa voz mágica iba acompañada de un rostro precioso y un pequeño cuerpo despampanante que le había despertado una libido largo tiempo inactiva. Nicole era una mujer hermosa, casi de un modo escandaloso. Tenía esa clase de belleza que hacía girar las cabezas y paraba el tráfico. La belleza de Ellen era más sosegada, más delicada. No hacía girar las cabezas, o al menos no al instante. E incluso así, Harry apenas había sido capaz de mirar a Nicole cuando Ellen estaba en la sala. Todo en ella lo fascinaba, sus modales delicados, esa suave e irresistible voz con una sonrisa implícita, la clara piel de porcelana y los verdes ojos rasgados. Estaba un poco demasiado delgada, haciéndola parecer increíblemente frágil. Pero eso era seguramente porque se había pasado el último año ocultándose de los matones asesinos que la perseguían. Harry apretó los puños y vio que Ellen alzaba la mirada hacia él, asustada. Esa era otra cosa sobre ella, además del aspecto y el talento. Parecía tener un sexto sentido. Eso era fabuloso, porque seguramente le había salvado la vida, pero también la había hecho huir de Sam y de él. Y ahora estaba captando las emociones violentas que lo recorrían al pensar en Gerald Montez persiguiéndola. Estaba expresando agresividad y violencia y ella lo captaba. No iban dirigidas a ella. No, por Dios. Preferiría dispararse en el pecho antes que lastimarla de algún modo. Pero, ¿cómo podía saberlo? Harry se obligó a relajarse, músculo por músculo. Arrancando el odio por Gerald Montez de su cabeza, como sacando un robusto hierbajo de raíces profundas. Ya llegaría el momento de recrearse en matar al puto cabrón, pero ahora no era el momento. Ahora era el tiempo para el sexo y tenía que quitarse la violencia del cuerpo antes de ni siquiera pensar en tocar a Eve. Ellen. Matar y follar iban de la mano. No le gustaba especialmente la idea, pero así era. Los soldados necesitaban sexo después de una batalla: sexo duro, rápido y rudo. Preferiblemente no con la esposa o la novia, porque lo que estaban expulsando de su cuerpo no era agradable ni delicado. Harry raras veces confiaba en sí mismo con una mujer después de la violencia extrema porque el pensar en hacer daño a una mujer, incluso un poco, incluso si ella quería sexo rudo, incluso si ella lo pedía, no tío. No podía hacerlo. Se mantenía
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alejado de las damas cuando la adrenalina de la violencia todavía le agitaba el cuerpo. Bebía, corría o utilizaba los puños. A diferencia de Sam y Mike, que eran como leones golpeando barrotes donde se congregaban las mujeres como gacelas ante el abrevadero. Bueno, Sam ya no. Harry no pensaba que Sam fuera ni siquiera consciente de otra mujer ahora que estaba casado con Nicole. Mike... bueno, Mike era un mujeriego. Se follaba a cualquier hembra que se quedara quieta el rato suficiente. Harry tenía que expulsar cada gramo de violencia de su cuerpo ahora mismo. Deseaba llevarse a Ellen a la cama con una ferocidad que lo asustaba. La deseaba muchísimo y la deseaba ahora. Tenía que atarla a él con sexo. Hacerla suya. El sudor le bajaba por la espalda y no era el sudor de la excitación sexual. No, era sudor frío al imaginar a esta asombrosa mujer con las uñas arrancadas una a una y luego los dedos cercenados con las tijeras de podar, nudillo a nudillo. Se la imaginaba vejada, violada en grupo... y el horror le venía a oleadas. Aquello no iba a suceder. Si tenía que esposarla a él, lo haría. Nadie iba a tocarla, nunca más, a menos que fuera él. Pero para estar absolutamente seguro de que podría mantenerla a salvo, de que nada malo le ocurriría, tenía que atarla a él. Asegurarse que le obedecería al instante. Sin más fugas precipitadas porque él mirara mal a Sam. Así que ella tenía que obedecerle, quedarse donde él la dejara, y no ocuparse de las cosas por sí misma. Un año antes, ella se había apeado de la tierra y había aterrizado en un planeta de vicio donde todos los habitantes eran depredadores. Las normas habituales no se aplicaban. Las normas habituales te matarían y morirías miserablemente. Harry conocía ese planeta al dedillo. Era donde había nacido, su tierra natal. La mejor manera de mantenerla a salvo era atarla a él con sexo, que hiciera exactamente lo que él decía y cuando lo decía. Sexo caliente e intenso. Y un montón. Tanto que ella no pudiera ni empezar a imaginarse estar separada de él. Tanto que en situación de peligro, ella hiciera lo que él le dijera al instante, por instinto. Porque al regresar a ese hotel, había estado tan cerca. Si ella hubiera ido a la izquierda en vez de a la derecha, si hubiera llegado un minuto antes o él hubiera
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llegado un minuto después, ahora mismo estaría muerta en vez de volviéndole loca la cabeza. El ascensor hizo ‘tin’, las puertas se abrieron en su planta y como si encendiera un interruptor, el sudor del miedo se convirtió en sudor de lujuria.
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Acercándonos al aeropuerto de Sea-Tac. —El piloto empieza el descenso —dijo Montez y Piet gruñó. Montez había dormido, comido dos bocadillos gourmet con una excelente media botella de Shiraz y visto una película. Piet no había comido ni bebido nada. Ni siquiera había visitado el baño. Se había pasado las tres horas y media tecleando en el ordenador, mirando con ferocidad el monitor. Por curiosidad, Montez se había detenido a echar un vistazo de camino al baño, pero todo lo que vio fue una cuadrícula y algunos números parpadeando en la pantalla. Estaba harto del silencio, harto de la actitud de Piet, como si no existiera, pero no se atrevió a quejarse. Simplemente esperaba que Piet no hubiera perdido su toque. No tenía ni idea de lo que había estado haciendo los últimos ocho años. Haciendo calceta, por todo lo que sabía. Quizás Piet ya no podía rastrear, quizás... —Lo tengo —dijo éste en voz baja. Montez se levantó de un salto. —¿El qué? ¿Qué tienes? Piet giró el monitor y Montez miró la pantalla sin comprender. Parecía uno de aquellos juegos de niños: une los puntos. Había unos diez puntos en un grupo y cuatro puntos alejados. Todos los puntos de tamaños distintos. Aquello no tenía sentido para él. Alzó las cejas. —Es una mujer a la fuga —dijo Piet—. Mantiene un nivel básico de preparación e imagino que eso incluiría mantenerse no rastreable. Así que si tuviera un móvil, imagino que tendrá tecnología bluetooth. Un auricular y un micro de manos libres.
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Montez se encogió de hombros. —¿Y? —El bluetooth emite una señal de radio, la cual se puede rastrear con el tiempo. Se llama snarfing. Lo que estás viendo son las huellas de la señal de bluetooth, conforme pasa el tiempo. Así que estos son los sitios en los que ha estado durante los últimos tres meses, lo cual es presumiblemente cuando ella adquirió la tarjeta de prepago. El tamaño de los puntos indica el número de veces que estuvo en un lugar en concreto y el tiempo que estuvo allí. Cuanto más grande el punto, más cerca la conexión a ella. Cristo. Montez se inclinó hacia delante para mirar los puntos. Ahora si solo... Como en respuesta a su petición silenciosa, Piet pulsó un botón y los puntos se sobrepusieron a un mapa. Un mapa callejero, vio Montez. ¡De Seattle! De pronto lo vio. Estaba mirando un mapa de todos los lugares en los que Ellen había estado durante los últimos meses. Había mantenido una vida sencilla, en un círculo cerrado alrededor de Larsen Square. Piet tocó los puntos, empezando por el más grande. —Aquí es donde alquiló una habitación. Este es el bar en el que canta jazz dos noches a la semana, se llama Blue Moon. Hasta hace poco estaba allí casi cada noche. Seguramente trabajando, hasta que empezó a vender a lo grande. Esto es un mercado, esto una librería, esto un café Internet. —Tocó un punto grande—. Y eso es una pensión de tres habitaciones. Dos hombres y una mujer. Uno de los hombres es un viajante que alquila la habitación porque mensual sale barata, pero solo está allí seis o siete noches al mes. El otro hombre es un bibliotecario de sesenta años. ¿Y la mujer? —Sacó una foto de la DGT. Era joven, bonita, rubia—. Se llama Kerry Robinson, pero la identidad no se sostiene mucho, así que pienso que podemos asumir que es falsa. Y trabaja en el Blue Moon. Creo que es amiga de Ellen. Montez miró a Piet con otros ojos. Joder, el hombre era bueno. —Así que supongo que vamos directos a por la mujer. —No. —Piet negó con la cabeza—. Primero resucitaremos al agente, nos aseguraremos que lo encuentran. Luego le haremos una visita a Kerry Robinson. Primero su agente, luego su amiga. Vamos a sacudir la jaula de Ellen Palmer y sacarla de su escondite.
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San Diego Ellen entró recelosa al apartamento de Harry. Ahora había una vibración completamente distinta. Algo había cambiado en casa de Sam y Nicole. De algún modo el aire se había sobrecargado. Harry le puso una mano enorme y cálida en la parte inferior de la espalda y la alentó con suavidad hacia adelante, como si ella estuviera reacia a entrar. Bueno, tal vez lo estaba. Estaba tan tensa que era un milagro que sus músculos no estuvieran vibrando. Tenía el corazón acelerado pero no podía decir porqué. Sentía las extremidades pesadas; el aire estaba denso y caliente. Harry se alejó ligeramente de ella al entrar y Ellen casi se cayó hacia adelante, como si él tuviera un enorme campo de fuerza a su alrededor que generara su propia gravedad. —¿Quieres un whisky? —preguntó Harry frente al aparador. ¿Lo quería? Ella quería... algo, eso estaba claro. —Mmm, sí. —Tenía la garganta oprimida y la voz rasposa. Se la aclaró—. Gracias. El gorgoteo de whisky se oyó alto en el silencio. Harry se acercó sujetando dos vasos y le puso uno en la mano. Alzó la mirada hacia él. ¿Cómo podía estar más guapo por momentos? ¿Cómo era posible? En la penumbra estaba simplemente magnífico, un dios dorado mirándola con pasión en sus ojos dorados. Se llevó el vaso a la boca y él el suyo, luego ella dudó cuando lo tuvo en los labios. Ambos dudaron. Por fin, Harry bajó el vaso sin probar el whisky. —Esto no es lo que quiero —susurró. Ellen también bajó el suyo, a ciegas. —Yo tampoco. Ambos dieron un paso al frente y en un segundo ella estaba entre sus brazos, lo cual fue más fácil para Harry que para ella.
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Deseaba tantísimo abrazarle, pero era tan alto y sus hombros tan anchos, que era imposible. Y entonces no importó que no pudiera rodearle con los brazos porque la estaba besando y Ellen estalló en llamas. Aunque él no tuvo problema. Tenía un brazo alrededor de su cintura, una gran mano acunándole la nuca, cubriéndola. Era bueno que esa mano estuviera allí, porque los músculos de su cuello se habían quedado laxos. Se la estaba comiendo con la boca, acariciando con la lengua la de ella, y cada vez que sus lenguas se encontraban, un fogonazo de calor la traspasaba y todos los músculos de su bajo vientre se encogían con fuerza. Harry levantó la cabeza e inclinó la boca y fue completamente otro beso, más largo, más apasionado. Él sabía al vino que habían tomado para cenar, al mousse de chocolate de postre y a sexo. Inclinó otra vez la cabeza, le mordió levemente el labio inferior y ella gimió. Fue como si ella encendiera un interruptor. Harry se puso rígido, apretó el brazo que la rodeaba y ella pudo notarlo todo: los duros músculos de su pecho, el estómago plano y el enorme pene erecto. El calor se propagó por todo el cuerpo de Ellen. Simplemente se encendió por dentro, esta pequeña detonación nuclear le derritió las entrañas y le aflojó las piernas. Era del todo posible que el brazo de Harry alrededor de su cintura fuera la única cosa que la sostuviera. Con tanto poder y calor, instintivamente ella quiso más, acercándose incluso más a él, con los pies entre los de Harry. Dónde se tocaban las ingles el calor se convirtió en un horno. Lo tocó con la lengua en una caricia sedosa y pudo notar cómo se le alargaba el pene. Esta vez fue Harry quien gimió. —La cama —gruñó, mientras apartaba la boca durante un segundo. Ellen asintió entusiasta y le tiró de la cabeza hacia abajo. Un sonido oxidado provino del pecho de él y a ella le costó un segundo identificarlo. Risas. El Oscuro Harry Bolt se estaba riendo. Ella sonrió debajo de su boca. Todavía besándola y besándola, Harry dobló las rodillas y la levantó en brazos, como en las escenas de las películas. Pero Ellen no conocía a muchos hombres que pudieran hacerlo como Harry. Sencillamente la levantó en brazos como si no pesara
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nada y la llevó sin ninguna sensación de esfuerzo en absoluto. Ni siquiera se le alteró la respiración. No, espera. Mientras atravesaban la oscuridad de lo que parecían interminables salas, Ellen se incorporó un poco para rodearle el cuello con los brazos y morderle la boca ligeramente, pasándole la lengua sobre los labios, y oh, sí, su respiración se alteró. Levantar a una mujer adulta en brazos no lo hizo, pero aumentar el nivel de sexualidad claro que sí. Al menos era bueno que su casa estuviera en su mayor parte vacía porque Harry no miraba por dónde iba, la estaba besando con los ojos cerrados como si saboreara cada aspecto de su boca. Llegaron a la habitación y con suavidad la puso sobre sus pies, sujetándola por los hombros con sus grandes manos. Ellen lentamente abrió los ojos, con las manos curvadas en los costados de él. Bajo las palmas podía notar el movimiento de los duros músculos sin grasa cuando respiraba. Se miraban el uno al otro, las suaves olas del océano llegaban por las ventanas francesas abiertas como el sonido del mundo respirando. Harry parecía casi adolorido, su rostro demacrado, profundos surcos enmarcaban su boca. Soltó el aliento. Sus ojos claros casi brillaban en la penumbra mientras la aferraba con las manos. —Vale. No sé cómo vamos a hacerlo. Si no estoy dentro de ti en cinco minutos me voy a morir. Mi corazón simplemente estallará y no será agradable. Pero el asunto es este: no he practicado sexo en un par de años, lo cual genera dos problemas. Uno, no tengo condones. Si tuviera condones en algún cajón de por ahí estarían caducados ahora mismo. Y dos, no puedo prometerte que me vaya a salir porque voy a correrme al instante en que entre en ti. No significará nada porque por como me siento ahora mismo, permaneceré duro durante los próximos diez años, pero no tengo ningún control sobre nada ahora mismo. —Soltó otro aliento—. ¿Qué vamos a hacer? Ellen no contestó inmediatamente. Él llevaba una camisa blanca que se puso para subir a cenar a casa de Sam y Nicole. Tenía la impresión de que la camisa blanca era lo más formal que seguramente había tenido en su vida. Ni siquiera podía empezar a imaginárselo con una corbata. Bien, una cosa menos de la que preocuparse.
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Extendió los brazos y subió las manos lentamente por su pecho, saboreando la sensación de él: duro, delgado y perfecto. No llevaba camiseta y mientras subía las manos pudo sentir los pezones bajo las palmas y le acarició uno con el pulgar. Harry pegó un brinco. No había otra palabra para aquello. El ritmo de su respiración se aceleró. —¿Ellen? —Le sobresalían los tendones del cuello y los músculos de su mandíbula estaban tensos—. ¿Oíste una palabra de lo que dije? —¿Eh? —Subió y subió hasta que llegó al botón superior de la camisa. Lo desabrochó, luego el siguiente, el siguiente y el siguiente. Hasta que la camisa colgó abierta, junta solo bajo el cinturón. Ostras. Aquello fue suficiente para dejarla boquiabierta. No había pirata de ninguna novela romántica que pudiera llegarle a la suela de los zapatos a Harry con la camisa abierta. Su vello era una mata de pelo rizado de color rubio oscuro que le cubría los pectorales, menos tupido al bajar hacia el ombligo. Nunca se había visto un pecho así en la historia del mundo. Incluso las cicatrices eran hermosas. —¿Ellen? —dijo con un sonido estrangulado. Ella apartó una mitad y vio un duro pezón rodeado de una aureola color cobrizo claro. Avanzando lentamente, como si estuviera en un sueño, lo acarició con la nariz. Cuando lo lamió, solo para percibir qué sabor tenía, él se sobresaltó de nuevo. —Por todos los santos, mujer —dijo con los dientes apretados. Delicioso. Él sabía absolutamente delicioso. Salado y dulce a la vez. Le sonrió. —Si estás preocupado por las enfermedades, ha pasado mucho más de dos años para mí. Así que supongo que ambos estamos libres de enfermedades. Si te preocupas por la actuación, créeme, hagas lo que hagas, serás mejor que yo. Si estás preocupado por un embarazo, tuve que ir al médico hace un par de meses. A causa del estrés no tenía el periodo. Me recetaron una serie de inyecciones, una al mes, para regularla. Como efecto secundario son anticonceptivas. La última inyección fue hace diez días, así que... Harry había abierto los ojos de par en par mientras escuchaba. —Cristo —soltó, con los ojos clavados en el rostro de ella—. A pelo. A ella le costó un segundo darse cuenta de lo que él quería decir.
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—¿Eh? esto... sí. Se puso en acción, extendiendo las manos detrás de ella para sacarle los clips del pelo, descendiéndolas para desabrocharle el vestido, bajándole las bragas antes de que el vestido tuviera tiempo de arremolinarse a sus pies, sacándole los zapatos, levantándola del vestido, poniéndola en la cama, sacándose la ropa, los botones inferiores de su camisa repiquetearon por todo el suelo de madera... y poniéndose encima de ella. Ellen apenas tuvo tiempo de registrar lo que estaba pasando cuando él le abrió las rodillas, le separó las piernas con sus fuertes piernas velludas, y se agachó para penetrarla. Ella sintió la enorme, caliente y dura punta de su pene, luego Harry apretó los labios y entró con fuerza en ella, temblando y sudando. Apenas entró del todo cuando su pene se hinchó y explotó en su interior, cada músculo tenso mientras ella sentía en su interior los duros chorros de semen y salpicaduras tibias. Le estaba sujetando estrechamente la cabeza, besándola con fuerza, gimiendo en su boca, meciendo las caderas una y otra vez mientras seguía soltando chorros dentro de ella y seguía y seguía, hasta que al final se derrumbó sobre Ellen, caliente y enorme, pesado y sudoroso, respirando como toro. —Dios —respiró, luego se sobresaltó—. ¡Tu hombro! Se apoyó en los codos, con aspecto consternado y Ellen lo bajó haciéndole presión en el cuello. —Está bien —le dijo en voz baja—. No duele. Con un profundo suspiro, se volvió a poner sobre ella, el amplio pecho rugiendo como si acabara de correr una maratón. La respiración poco a poco se le calmó. Tenía el rostro enterrado en la almohada al lado de la cabeza de ella. —Ahora deberías estar cantando “Rocket Man” —dijo en la almohada con la voz apagada. Ellen sonrió al techo. —Bueno, algo me dice que todavía no has acabado. Estaba enorme dentro de ella. El clímax no lo había ablandado ni un poquito. Aunque su orgasmo había tenido un efecto fabuloso. Había bombeado tanta humedad dentro de ella que ahora era capaz de alojarlo. Aquella primera entrada había sido dolorosa. Era grande y ella no había hecho el amor en mucho tiempo.
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Harry giró la cabeza en la almohada y le sonrió. —Ni hablar —soltó, arrastrando un poco las palabras—. Jamás voy a terminar. Voy a permanecer justo aquí el resto de mis días. Ella tomó una profunda bocanada de aire, o al menos lo intentó. El hombre pesaba una tonelada. Aunque no importaba porqué, ¿a quién le interesaba respirar cuando tenía todas aquellas sensaciones fantásticas inundando su cuerpo? Solo su espalda era una fuente de fascinación. Enorme, de amplios hombros, duros planos de músculos sin grasa que podía reseguir con la yema de los dedos, uno a uno. Ahuecó la articulación redondeada de su hombro, y presionó fuerte con los dedos, incapaz de dejar ninguna clase de huella. Si no fuera tan cálido, no se creería que estuviera tocando piel humana. El poder zumbaba justo bajo la piel, la clase de poder que ella nunca sintió antes en un ser humano. Una energía de otro mundo, una fuerza vital que vibraba a través de sus dedos solo por tocarlo. Y también era una increíble experiencia estética, porque el hombre era tan musculoso. Le pasó las puntas de los dedos y luego las manos por los hombros, la espalda, siguiendo las líneas poderosas de músculos. Asombrada, simplemente asombrada de que un hombre pudiera ser tan fuerte. Sobre los omóplatos, músculos de acero sobre el hueso, a lo largo de la profunda hendidura de su columna, los fuertes músculos que envolvían las costillas. Ella suspiró con profunda satisfacción cuando alcanzó su trasero, enterrando las uñas y arañándolo, aunque aquí también fracasó en dejarle cualquier clase de marca. Aquello tuvo un efecto real, ya que ella sintió su pene tensarse e hincharse en su interior. —Te gusta —murmuró ella contra su hombro. —Um. —Harry sonrió perezosamente y giró la cabeza justo lo suficiente para besarle el hombro. Le pasó una mano enorme por la caja torácica y le ahuecó un pecho, trazando círculos en su pezón con el pulgar—. Me gusta todo. Hizo otro lento círculo con el pulgar y su vagina se contrajo con fuerza. —Esto también te gusta. Ellen apenas tenía aire suficiente para hablar, porque la ráfaga de calor le había incinerado los pulmones. Ni siquiera se estaba moviendo y era el mejor sexo de su vida.
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—Sí. —¿Qué más? —le preguntó, mordisqueándole el lóbulo, moviendo la boca más abajo para rozarle el cuello con los dientes. Se le puso la piel de gallina por todo el cuerpo y se contrajo de nuevo alrededor de él. ¡El cuello! ¡El cuello era una zona erógena! Le pasó la palma de las manos arriba y abajo por el hueco de la zona lumbar mientras él le lamía el área detrás de las orejas y ella se contraía de nuevo. Detrás de las orejas... ¿quién diría que era erógena? Cuando respiró dentro de su oído se le puso la piel de gallina de nuevo y cuando él se incorporó un poco sobre los codos, con el rostro de repente serio, los ojos entrecerrados hasta mostrar solo una ranura dorada y le lamió la oreja, se contrajo otra vez. Y otra. Podía notar la respiración de Harry acelerándose en su oído y podía sentir en sus manos los músculos abultándose en la parte inferior de su espalda cuando empezó a mecerse dentro de ella. Al principio movimientos cortos, cada uno provocando un fuego arrasador de sensaciones, luego un descenso largo y profundo, y otro, y ella paró de respirar, paró de moverse, porque en otro segundo... Su cuerpo entero se contrajo alrededor de él, con los brazos y piernas pegados, su vagina apretándose con fuerza en torno a él una y otra vez, el placer tan intenso que era una descarga casi insoportable, ahora los movimientos eran bruscos, su pene frotando directamente la concentración de terminaciones nerviosas, cada una explotando como pequeñas detonaciones... La cama chirriaba, golpeando contra la pared, y ambos estaban sudando, cada molécula de sus cuerpos conspirando para hacerles ajustarse, todo tan intenso que quiso gritar, pero no podía porque la estaba besando con tanta intensidad, con la lengua enterrada en su boca. Cada aliento que tomaba lo sacaba de Harry, cada movimiento que hacía lo acercaba más a ella, su pecho frotando contra el suyo mientras se movía en su interior, el duro vientre golpeando contra el de ella, de un modo como si su cuerpo entero le estuviera haciendo el amor, desde la boca hasta los dedos de los pies. Más cerca, lo deseaba incluso más cerca, con todo ese poder, fortaleza y pasión. Lo aferró con más fuerza, entrelazando las piernas alrededor de él y mordiéndolo en la mandíbula por la excitación. Fue como si le cambiara la marcha. El cuerpo de Harry se despertó y los movimientos en su interior se hicieron más rápidos, más intensos, la fricción la consumió. La gran base de su pene frotaba contra la piel que se había vuelto súper
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sensible, sensaciones tan intensas que rondaban el filo del dolor, y pudo notar cómo se aproximaba otro orgasmo, a toda velocidad como un tren de mercancías. Se puso tensa, arqueó la espalda, la respiración atascada en los pulmones, colgada, temblando, en alguna clase de meseta y entonces simplemente estalló en contracciones fuertes y rápidas en torno a él. Él también explotó con movimientos duros y fuertes, estallando dentro de ella hasta que todo el cuerpo femenino estuvo marcado por él, por dentro y por fuera. Simplemente fue demasiado, una sobrecarga sensorial. Los pulmones rugiendo, el calor pulsando en cada célula de su cuerpo, ella vio las estrellas con los párpados cerrados. El tópico más chalado habido y por haber era cierto. Los músculos de Ellen poco a poco volvieron a su sitio, se relajó, la respiración se le calmó volviendo a la normalidad. Estaban cubiertos por el sudor de ambos y la zona de la ingle estaba húmeda por el semen de Harry y la excitación de ella. En serio nunca habría pensado cómo de... lo desinhibido que era el sexo. Lo increíblemente íntimo que era. El sexo que había tenido hasta ahora había sido educado, incluso un poco distante. Ahora sentía la piel de Harry como la propia, su respiración como la propia. Estaban tan cerca como dos seres humanos podían estar. Él estaba dentro de ella, cubriéndola completamente con su cuerpo. Boca, pecho y sexo, vinculados con los de Harry. El frío y la soledad que sintió este último año simplemente se desvanecieron. ¡Puf! Como si jamás hubieran existido. Estaba unida a este hombre de cada modo posible, piel contra piel. Estaba segura de que olía y sabía como él. —Ostras —soltó, y no pudo decir nada más. Las palabras volaron de su cabeza. En realidad no había palabras para lo que sentía, solo sensaciones. Cálidas y doradas sensaciones. —Sí —estuvo de acuerdo Harry con un brusco suspiro. Se hizo el silencio. No el silencio incómodo de dos personas que no sabían qué decirse la una a la otra, sino el silencio de algo demasiado grande para expresar con palabras. Harry todavía estaba tremendamente caliente y duro dentro de ella. ¿Era normal? ¿No se suponía que los hombres... se deshinchaban después del sexo? Después de dos clímax, seguramente debería haber perdido su erección.
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Pero no. Ellen cerró los ojos y sintió como si estuviera flotando en un océano cálido, flotando, flotando... —Espero que no estés pensando en dormir —le susurró Harry al oído—. Porque ni siquiera he empezado.
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Capítulo 10
Seattle. —Cristo, date prisa. Montez brincaba de un pie al otro, su aliento era una columna de humo en el aire frío. No estaba vestido para la ocasión y hacía un puñetero frío aquí arriba en Cougar Mountain, a dieciséis kilómetros de Seattle. Al llegar en el vehículo habían hecho una parada en una tienda de artículos de ferretería, pesca y comestibles en la conchinchina y habían comprado dos palas, guantes y una lona grande. No había estado allí cuando sus hombres habían enterrado el cuerpo, pero le habían enviado las coordenadas GPS, con una precisión de centímetros. Una vez estuvieron en el lugar, Montez había comenzado a cavar codo a codo con Piet, pero éste había levantado la mano y señalado hacia un lado. Co...rrecto. A decir verdad, no le importaba que no se le permitiera excavar en el terreno turboso, desenterrando un cadáver. ¿Piet quería hacerlo solo? Muy bien. Piet debió haber hecho un montón de tumbas en su vida porque trabajaba con un ritmo constante y parejo, como una máquina. A la media hora, había una gran cantidad de tierra arcillosa y oscura apilada junto a un agujero en forma de ataúd con paredes oscuras y grumosas. Montez había estado escuchando a medias los sonidos que Piet hacía, como una especie de música, con el fondo de un silbido constante por entre los pinos. Siseo de deslizamiento, sonido metálico, repiqueteo. El hierro de la pala mordiendo el suelo, excavando bajo un terrón de tierra, siendo arrojado al costado. Los sonidos cambiaron y Montez se acercó al lado del hoyo.
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Piet estaba cavando alrededor de algo, algo que iba apareciendo minuto a minuto mientras lo hacía, como una imagen despojándose de un baño de reactivos fotográficos. Pronto Piet había cavado todo alrededor y un cuerpo quedó al descubierto. Montez miró hacia abajo alumbrando con su linterna. El cabello rubio, ahora oscuro por los terrones de tierra, una elegante chaqueta de diseñador, ajada y muy sucia, botas completamente nuevas, aún brillantes. Él las reconoció. No reconoció nada más. La piel desprendiéndose de los huesos. Piel oscura, facciones hinchadas más allá del reconocimiento. Montez frunció el ceño. Piet levantó la mirada por un instante, sin detener sus movimientos. —Se ve diferente... habiendo estado en la tierra una semana, ¿no? —extendió la lona grande alrededor del lado derecho del hoyo, dejando algo de ella colgar hacia abajo sobre el lateral—. Ayúdame —gruñó Piet, y Montez saltó con él dentro del hoyo. Subieron el peso muerto de Roddy Fisher encima de la lona, haciéndolo rodar hacia arriba dentro de ella. Al final del ejercicio era un rollo plástico largo con forma de salchicha que Piet alzó sobre sus hombros con tanta facilidad como había levantado la pala. —Vamos—dijo. —¿A dónde? —Montez no tenía ni idea por qué necesitaba el cuerpo. Piet reacomodó el cuerpo encima de su hombro. —A apostarlo, como carnada.
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San Diego. Harry por lo general se despertaba bruscamente, saliendo del sueño como un buzo de aguas profundas sacando la cabeza de la superficie en el último segundo con una boqueada. A menudo tenía pesadillas y despertarse al instante era un mecanismo de autodefensa. Sácame de este puto infierno, rápido. Pero ahora se estaba despertando por etapas, cada etapa con un poco más de aporte sensorial, cada etapa mejor que la anterior.
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Primero, los ojos cerrados. Una sensación de calor. Por lo general se despertaba de sus pesadillas helado, sin importar cómo estuviera el tiempo afuera. Ahora, se sentía caliente por todas partes. Había un peso suave y cálido sobre su lado izquierdo, extendiendo el calor por todo su cuerpo. Movió la mano y acunó algo suave y tibio. Se sentía... bien. Fantástico, de hecho. Raras veces dormía toda la noche, y por lo general estaba cansado cuando se despertaba. No era hasta su segunda o tercera dosis de café que se sentía listo, en condiciones de enfrentarse al mundo. Ahora se despertaba tan renovado que se sentía como un león. Había algo suave y delicadamente redondeado atrayendo la palma de su mano como un imán. Subió y bajó la mano, encontrando una cálida... mujer. Abrió los ojos de golpe. No había tenido nada de sexo desde antes de Afganistán. Había estado viviendo en Celibestán durante dos años. El sexo que había tenido con anterioridad era técnicamente bueno, pero impersonal. Nunca se quiso quedar a pasar la noche y nunca folló mujeres en su casa. En la casa de ellas o en un cuarto de hotel, no le importaba, mientras no fuera en su propio espacio. Y siempre se fue después del sexo, antes de quedarse dormido. Dormir toda la noche con una mujer lo hacía vulnerable. Nunca sabía cuándo tendría una de sus pesadillas y despertaría gritando por la noche. Nadie debía saber lo jodido que estaba y no podía esconderlo estando dormido. Por la noche estaba expuesto y accesible. Así que la sensación de una mujer bajo su mano fue una sorpresa. Aterradora, en realidad porque se sentía demasiado malditamente bien. Miró hacia abajo y sonrió. Una masa de brillante cabello marrón rojizo se desparramaba sobre su pecho. Veía un perfil pálido y perfecto, pestañas tan largas que proyectaban una pequeña sombra, piel como la crema con un toque de rosa por debajo, a diferencia del color blanco como el hielo que había tenido mientras se había sentado vigilante junto a ella. Tenía el sueño tranquilo. Incluso con la cabeza sobre su pecho, Harry no podía oír su respiración pero sí podía sentir el ligero subir y bajar de su estrecha caja torácica. Le hacía cosquillas en unos pocos vellos del pecho con sus exhalaciones. Un brazo delgado le cruzaba el pecho y una mano angosta de dedos largos se enroscaba en torno a su tórax, abrazándole aún dormida. Su piel hormigueaba donde tocaba la de ella, todo a lo largo de su costado. Una pierna doblada atravesada en la de él, la rodilla justo debajo de su entrepierna. Si no hubiera tenido una enorme
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erección, la rodilla habría estado justo sobre su polla. No había perdido la erección ni por un segundo desde que la había besado. Ni mucho menos. Era como si estuviese conectado a este enchufe eléctrico llamado Ellen que hacía que toda cosa en él se levantara. La última noche pasó como un relámpago por su mente en un recuerdo palpitante, al rojo vivo, y su polla se alargó y engrosó. No podía vérsela porque en algún momento durante la noche había tirado las mantas por encima de los hombros de Ellen, pero por Dios que podía sentirla. Después de ser esencialmente carne muerta, un pedazo colgante del que se olvidaba durante varios días seguidos, útil únicamente como un conducto para orinar, su polla ahora latía con emoción. Había tenido una probada de algo de lo que quería más. Mucho más. Tanto, que no podía imaginar que se saciase algún día. Obviamente estaba bombeando en el aire, porque Ellen se removió, los ojos se movían de acá para allá debajo de los párpados. De repente, los abrió de par en par y se encontraron mirándose el uno al otro. La observaba mientras ella parpadeaba, tratando de juntar las piezas desconocidas: su cara, el hecho que ambos estaban desnudos y que ella estaba estampada contra su lado. Ellen se movió, su pierna rebotando de lado contra su polla. Su muy dura polla. Se puso colorada. Era asombroso de ver. Un latido y su color cambió por completo, hasta sus pechos. O al menos lo que podía ver de ellos. Harry habría revisado encantado para ver si el rojo bajaba a sus pezones, pero ella de repente estaba aferrando la manta a su alrededor como si fuese un salvavidas. Intentó no suspirar. Si fuera por él, simplemente la giraría un poco, le levantaría la pierna con una mano y se deslizaría bien adentro. Oh sí. Ese primer momento ardiente cuando la penetraba... vaya, tío. Nada en su experiencia de follar se había siquiera aproximado. ¿Estaba lastimada? Tenía que estarlo. Mierda, había estado tan estrecha esa primera vez que la penetró. Buena cosa que se hubiera corrido al instante y lubricado el asunto un poco. Harry no tenía idea de cuánto tiempo había pasado dentro de ella... incluso el concepto del paso del tiempo había huido de su mente... pero había sido un montón. Tenía que estar sensible. Y, ahora que pensaba en ello, la mayor parte de la noche anterior se había concentrado en él, no en ella. El nivel de excitación que había sentido sencillamente le
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había freído el cerebro. Siempre estaba controlado mientras follaba, era la ley de Harry. Siempre había sido grande y fuerte y... bueno, grande por todas partes. Siempre era posible lastimar a una mujer mientras follabas... apretar con demasiada fuerza con las manos, abrazarla demasiado fuerte, follarla demasiado duro. La idea lo ponía realmente enfermo, así que desde esa primera vez de pie contra una puerta, se aseguraba que estaba controlado y no las lastimaba. Esa era la regla número uno. Y, por desgracia, también existía la regla número dos, la que era, no le dejes acercarse demasiado. Follar era genial, un relajante fabuloso para el estrés. Sobre todo divertido y siempre excitante. Las relaciones, no tanto. De hecho, nunca había tenido una relación. Ser la pareja de alguien significaba... hablar. Abrirse. Dejarla entrar en tu cabeza. Dejarla ver tus demonios. No. Absolutamente no. Lo que estaba en su cabeza iba a quedarse allí. A las únicas personas que dejó ver sus vulnerabilidades era a sus hermanos. Ellos sabían y no hablaban. De esta manera follar era genial, y si la dama quería algo más que eso, ahí estaba la puerta, el mundo estaba lleno de hombres. La noche anterior había sido una revelación. Primero, no había estado tan controlado como le hubiese gustado. De hecho, no había estado controlado en absoluto. Ni siquiera una vez había pensado detenidamente en sus movimientos, repartiéndolos en la intimidad, en esa cantidad y no más. No había habido ningún mecanismo dirigiendo nada en su cabeza. Todo había estado en su cuerpo, y no solo en su polla. Había estado esta enorme sensación de... dejarse ir. No había reprimido nada, no en lo emocional, y desafortunadamente, no en lo físico. Había claudicado cuando Ellen se había vuelto casi comatosa. Sin embargo, no se había quejado. Le había sonreído, acariciado con suavidad, tocado de una manera que... vaya, tío. No existían palabras para describirlo. Las emociones turbulentas rodeándole se sentían bien, pero en verdad eran desestabilizantes y totalmente nuevas.
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Pues bien, basta de mirarse el ombligo. Estaba listo para la segunda ronda... ¿o era la quinta?... pero ella no lo estaba. Aun así, eso dejaba un montón de espacio para otras cosas. Besando su cuello, acariciando con la nariz su clavícula, bajó hasta esos pequeños, pero espectaculares pechos blancos con pezones color rosado intenso... se desvió hacia ellos porque sabían tan jodidamente buenos. Como una mezcla entre helado de vainilla y mar. Seh. Las manos de Ellen estaban en su nuca, los dedos enterrados profundamente en su pelo, y eso se sentía muy bien también. Todo se sentía bien. Increíblemente bien, de hecho. Tocar su piel pálida, su sabor, sus manos sobre él... Él alargó la mano para acariciar un pecho, bajando por su costado, siguiendo por esa increíble depresión de su angosta cintura, cruzando por ese vientre plano y ah... la dicha. Los labios de su pequeño coño estaban suaves, inflamados y húmedos. La tocó en la abertura con su dedo y su boca sobre la de ella hicieron lujuriosos sonidos de chupeteo en el silencio de la mañana, luego toqueteó su interior. Caliente, suave, húmedo. Pero hubo apenas un poco de indecisión allí, la más diminuta mueca de dolor, la cual ella inmediatamente contuvo. Seh, hora del plan B. Harry besó el camino hacia su adorable vientre, hasta donde su barbilla sin afeitar se atascó un poco en la suave nube de vellos color rojo oscuro entre sus muslos. Y bajó más. Se acomodó entre los muslos, le levantó las piernas y se las abrió, contento, por el momento, con solo mirar. Jesús, ella era tan hermosa, incluso allí. Suave y rosada, pequeños pétalos desplegados, carne tierna brillando. Levantó la mirada y se encontró con sus ojos, esos bellísimos ojos verdes. Hubo ese momento de conexión magnética que le asustó, así que se agachó, la abrió con sus dedos y la besó, exactamente como si estuviera besándole la boca. Su coño sabía incluso más delicioso que sus pechos. Dulce y salado, complemente embriagador. Y oh, tío, podía saborear su excitación. Inclinó la cabeza para un mejor y más profundo acceso, y ella se contrajo, un movimiento ardiente y cálido contra su boca,
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seguido por el más suave de los suspiros. Le abrió de par en par las piernas con las manos, estaba totalmente abierta para él ahora, suya por completo. Cada caricia de su lengua era recibida por un latido, un suspiro y luego un gemido. Más profundo, más profundo... sus muslos comenzaron a temblar y entonces de repente ella se puso rígida y lanzó un grito salvaje que resonó en la habitación. Comenzó a arremeter contra su boca, su cuerpo entero tensándose debajo de su boca y manos, y los gemidos suaves volviéndose más altos cuando le chupó el clítoris. Oh Dios, no había nada mejor que esto, nada. Se olvidó de todo, incluso de su propio cuerpo, completamente inmerso en el de ella mientras Ellen se corría y temblaba contra él. Los estremecimientos se redujeron, se detuvieron y ella dio un gran suspiro. Dejó caer los brazos a los lados, exhausta. Él estaba bastante hecho polvo también. Abrió los ojos y la miró, suprimiendo una sonrisa socarrona mientras regresaba arrastrándose hacia ella. Ellen tenía la cabeza hacia atrás, mirando el cielorraso, un brazo fuera del colchón, respirando con pesadez. —¿Estás bien? —Eh —retorció los dedos de las manos y de los pies—. Sí. Creo que sí. Todo parece estar funcionando, aunque pienso que, o perdí el sentido, o tuve una experiencia religiosa allí. La sonrisa socarrona se le escapó. Se estaba sintiendo muy bien. Podría escalar una montaña, y luchar contra leones y tigres en el suelo, si pudiera lograr que sus músculos se pusieran a trabajar. —¿Sabes qué? —preguntó ella al cielorraso. —No. ¿Qué? —Tengo hambre. Me muero de hambre —lo miraba de reojo sin mover la cabeza—. Me podría comer un caballo y escupir los huesos. —Ajá —Harry retorció los dedos de sus pies, o lo intentó. Nada más se movía—. Tan pronto como consiga que algo de mi control motriz regrese, me encargaré de eso para ti. Me vendría bien algo de comida.
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Dios, era cierto. Harry no podía recordar la última vez que había estado hambriento. La primera vez cuando regresó de Ramstein, comer parecía imposible. Era como si su estómago estuviese lleno de arena. La sola idea de comer le había dado náuseas. Y fue solo porque Sam y Mike insistieron, hasta el punto de comprar comida para llevar y pararse junto a él hasta que tragaba todo lo que podía sin vomitar, que había comido. Casi había olvidado lo que se sentía al tener hambre. Cristo. Sexo y hambre. Todas esas cosas olvidadas rugiendo de nuevo más fuertes que antes, como si se hubieran ausentado por mucho tiempo y acabaran de regresar. Tenía hambre y quería otra ronda con Ellen tan pronto como ella pudiera soportarlo. Ella volvió la cabeza y miró hacia abajo. —Ajá. Ni siquiera pienses en ello. No hasta que me des de comer primero. Existen, ya sabes, reglas. —Oh sí, lo sé. Por supuesto que existían reglas. No dejar que su amante pasara hambre era la más importante. Él le sonrió, su cabeza golpeó en la almohada, los bordes de su campo visual volviéndose grises y negro. —Consigo comida enseguida —masculló él—. Descanso mis ojos primero. Ellen hizo un pequeño carraspeo de exasperación. —El guerrero grande y malo, ni siquiera puede mantenerse despierto. Creo que haré una pequeña incursión en busca de comida por tu cocina, veré lo que hay. —Hazlo —dijo somnoliento, articulando mal la palabra. Trató de recordar si había algo de verdadera comida en su cocina, pero no podía poner su cabeza a trabajar tanto. Podía sentir sus extremidades. Eso era más o menos hasta donde su afectado cerebro estaba funcionando. Oía ruidos de traqueteo provenientes de la cocina, el olor del café llegaba hasta el dormitorio. El sonido metálico del microondas. Era evidente que había encontrado algo para cocinar. Tal vez podría engatusarla para que le trajera el desayuno a la cama. Oh sí. Alimentarse el uno a otro con lo que fuera que hubiese conseguido, bebiendo café. Tenía un pequeño pote de miel en alguna parte; podría esparcir un poco sobre sus pechos y lamerlo.
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Con ese muy feliz pensamiento, su mente fue a la deriva, se perdió. Hasta que oyó un fuerte impacto, el sonido de cristales rotos y gritos de Ellen. En un instante estaba fuera de la cama con el corazón latiéndole acelerado mientras revolvía buscando su Glock. Entró corriendo a la sala de estar, sin saber qué esperar pero dispuesto a todo. Ellen estaba sentada en una silla con el ordenador portátil abierto y un vaso hecho añicos en el suelo. Pedazos de vidrio roto destellaban por la luz del sol de la mañana y el agua todavía se desparramaba por el suelo. Se tapaba la boca con la mano y estaba de ese color blanco hielo de nuevo. Se volvió hacia él con la desesperación en cada línea de su rostro y se echó a llorar.
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Seattle. —En todas las noticias. Ella no puede dejar de verlo —Montez cerró el sitio de Yahoo noticias y se volvió—. Esto la pondrá nerviosa. —Oh, sí. Yiah. Piet miró por el espejo retrovisor del SUV alquilado. Se veía la lluviosa calle con tiendas de ropa de segunda mano, casas de empeño, un quiromántico, un lavadero chino y el Blue Moon. Kerry Robinson iba a entrar en servicio al mediodía. Montez habría esperado hasta que ella saliera. Estaría oscuro para entonces, menos probabilidades de que alguien los viese. Pero Piet había sostenido que en el seguimiento, el tiempo era primordial. Ellos tenían la sospecha de dónde había estado Ellen... San Diego. Y estaba con alguien. Cada día que pasaba era un día en el cual ella y su desconocido protector podrían resolver mudarse y la perderían otra vez. Por no mencionar el hecho de que dos conmociones grandes casi juntas serían más propensas a desestabilizarla que dos grandes separadas. Montez pensaba que eran todas gilipolleces. Que Piet estaba ansioso por terminar el trabajo y marcharse. ¿Pero qué diablos podía hacer? Y si era sincero consigo mismo, también quería que
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esto se acabase. Ayer. La perra le había llevado mucho más tiempo y dedicación, lo que lo había alejado del trabajo en un momento muy difícil, cuando necesitaba concentrarse para mantener su empresa a flote. No había discutido con Piet y aquí estaban, a las doce menos cinco, en una calle lluviosa de Seattle. Cristo, pensaba Montez mirando por la ventanilla salpicada de lluvia, que clima de mierda. ¿Cómo podía alguien vivir aquí? Era todo tan gris y vacío. Todos parecían clones, incluso los niños. Incluso los perdedores que frecuentaban Blue Moon. Los jornaleros desempleados, los borrachos, los tíos que lucían como que no se habían afeitado y bañado en semanas. Todos ellos goteaban allí en Perdedorlandia. La calle estaba casi vacía. Pasaba un coche cada cinco minutos, avanzando lentamente debido a la lluvia acumulada en las cunetas. Y todas las malditas personas que cruzaban la calle se detenían ante el semáforo en rojo, aunque la calle estuviera vacía y tú pudieras ver Canadá, permaneciendo de pie en la lluvia torrencial hasta que la luz cambiaba a verde, y aun así, miraban a ambos lados antes de cruzar. De locos. Extrañaba Georgia. Echaba de menos el calor y el brillo del sol. Extrañaba a sus hombres, que sabían cómo ser respetuosos, no como Piet, que la mitad del tiempo fingía que no estaba allí. Todo el mundo trataba bien a Montez allá en Georgia. Sus hombres, los agentes locales del orden, que disparaban gratis en sus campos de tiro, y las mujeres que sabían que era rico. Un sólido arrebato de furia lo atravesó con ese pensamiento. Nunca había favorecido a una mujer sobre otra. Entraban y salían de su cama y todas obtenían un regalito... un collar de oro, un par de pendientes... pero ninguna conseguía más que la otra. Había estado dispuesto a hacer una gran excepción por Ellen. Mierda, había estado dispuesto a casarse con la perra, y ¡mira cómo le pagó! Habría... —Allí está —dijo Piet en voz baja, y Montez alejó su mente de lo que le enfurecía. Se trajo de regreso a la zona de operación, donde todo era frío y sin emociones. Rápido y eficiente. Hacer el trabajo y largarse. —Vamos —dijo Piet y empujó la puerta con el hombro para abrirla.
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Capítulo 11
San Diego —¿Más noticias? —preguntó Harry con tranquilidad. Mike cerró la tapa de su teléfono móvil y negó con la cabeza. Él había sido SWAT en San Diego durante un par de años y aunque ahora era socio en RBK Security, todavía tenía un montón de colegas en las fuerzas de la ley, hombres con los que había entrenado en los cursos de formación del SWAT. Había llamado a un amigo suyo en el DP de Seattle con el cual habían contactado previamente para comprobar el paradero de Roddy Fisher. Antes siquiera de que los polis llegaran a la casa de Fisher, su cadáver había salido a la luz. —No. Las agencias de noticias lo captaron todo. Excepto que, por lo visto, el tipo había sido enterrado y desenterrado. —¿Q-qué? —Ellen alzó la vista hacia Mike. Su cara había perdido todo el color. Incluso sus labios estaban blancos. Se estremecía incontrolablemente aunque el día era cálido. Harry le había echado una manta sobre los hombros, pero no parecía que eso fuera de ayuda. —Además, las... las señales en el cuerpo de Fisher... —Mike recibió una mirada de Ellen y silenció lo que había estado a punto de decir. Las señales de tortura—. Aparte de eso, encontraron algunos terrones de tierra en su cuerpo. No mucho. Los forenses dicen que los restos de tierra concuerdan con la estructura química de las montañas que rodean Seattle, una en particular. Cougar Mountain. —Esto no es mucha ayuda —dijo Harry con acritud—. Solo estrecha el área a doscientos cincuenta kilómetros cuadrados aproximadamente. Tal vez más. —Sí. —Mike consultó una libreta donde había tomado notas—. Esto aún no es para consumo público, pero el modo en que ellos lo ven es que el tipo fue enterrado y luego desenterrado. Por el estado de descomposición del cuerpo, se imaginan que lo
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mataron hace siete días, tal vez más. Esto es más o menos todo lo que tienen. Sin pistas, ni indicios. Podríamos sospechar quién lo hizo, pero hasta ahora no hay pruebas que relacionen a nadie y menos aún a Gerald Montez, al asesinato —cerró la libreta—. Pero voy a enviar a mi amigo un correo electrónico pidiéndole que investigue el paradero de Gerald Montez y el porqué. Ellen alzó la vista con cara desdichada. —Las fuerzas de la ley locales alrededor de Prineville están en la nómina de Gerald. Él cultiva la amistad con los oficiales. Les ofrece ratos de tiros gratis, dona generosamente a la institución benéfica de la policía y contrata a algunos tipos del departamento de vez en cuando. Les paga muy bien. No creo que consigas ninguna ayuda por su parte. Gerald podría estar de pie sobre un cadáver con un arma echando humo en la mano y ellos mirarían para otro lado. —Bien, puedes estar segura de que el DP de Seattle no está en la nómina de Montez —dijo Mike en tono grave—. Y mi hombre allí es un buen tío. Nadie va a sobornarlo. Ex-Marine. —Lo dijo como si eso rematara su argumento. Mike estaba increíblemente orgulloso de haber sido Marine y mantenía el contacto con exMarines por todo el país. Los Marines eran buenos tipos. Semper fraternis. La segunda mitad del lema. En todo caso, los hermanos de Harry eran antiguos Delta. Los agentes Delta eran solapados y calculadores. Esta era la naturaleza de su trabajo, una gran parte del cual era clandestino. No era imposible imaginar a un ex-agente pasándose al lado oscuro. Sin embargo, a un Marine, no. Ellen parecía tener problemas para comprender todo esto. Harry se sentó a su lado y le puso un brazo por los hombros, sintiendo los estremecimientos profundos que la recorrían. Ella se inclinó hacia él con gratitud, acurrucándose contra él como si buscara calor. El impulso natural de Harry era el de pasearse de arriba a abajo, un modo de quitarse de encima la rabia que pulsaba por él. Pero Ellen necesitaba su calor y fuerza, así que tuvo que guardarse la rabia y concentrarse en ella. Y, por supuesto, en el hijo de puta que iba tras ella. El que había masacrado a su agente. En estos momentos estaba en todas las noticias. En parte porque Roddy Fisher era realmente una gran figura en la escena musical de Seattle y en parte debido al modo en que había muerto. Torturado, con un tiro en la cabeza, luego su cuerpo largo y muerto, esposado desnudo a una balaustrada en Kerry Park.
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Las cámaras de seguridad del parque se habían quedado en blanco a las cuatro menos cuarto de la mañana, cuando el cuerpo había sido, al parecer, colocado a la vista. A las 3:45 las cámaras estaban en blanco; a las 4:20 volvieron a funcionar y el cuerpo de Fisher había aparecido. Para Harry era realmente difícil incluso pensar con Ellen tan aterrorizada y afligida junto a él. Habían sido necesarios tres hombres y media hora de Nicole, para convencerla de que ella no era la responsable de la muerte de Fisher. Eso lo sería el hijo de puta de Montez. —Aquí, cielo, bébetelo. —Nicole le colocó a Ellen una taza de té en la mano temblorosa que emergió de la manta. Harry ahuecó su mano alrededor de la de ella para que no se derramara el té hirviendo encima y casi se estremeció ante lo gélida que sintió su mano. Ella estaba conmocionada. Él le había dicho a Nicole que pusiera una tonelada de miel y un dedo de whisky en el té. —Adelante, cariño. Bebe —dijo él bajito, alzando la mano hasta su boca. Ella se estremeció otra vez y bebió a sorbos. —Gracias, Nicole. —Ellen alzó la mirada, trató de sonreír a la esposa de Sam y el corazón de Harry casi se rompió. Su mundo se había hecho pedazos otra vez. Sam y Mike estaban de pie, tensos y furiosos, con ganas de pelea. Harry estaba real, realmente contento de que ellos estuvieran de su lado, porque ahora mismo él era una ruina. Había perdido todos sus poderes analíticos y estaba sintonizado exclusivamente con la temblorosa y perdida bella mujer a su lado. —Lo siento tanto, Nicole —susurró Ellen por centésima vez. Ella miró a Harry, Sam y Mike—. Siento tanto haberos implicado en todo esto. Tengo que ir a... —¡Sandeces! —explotó Harry. Sentía que su cabeza iba a explotar. —Tío, para. —El tono grave y profundo de Mike fue firme—. No estás ayudando. —Se acuclilló delante de Ellen y le cogió la mano libre, encerrándola entre sus manos enormes. —Esto no es culpa tuya. Nada de esto es, ni siquiera remotamente, culpa tuya, Ellen. Montez es un tipo malo al que se tiene que parar. Nosotros lo haremos porque eso es lo que hacemos. No te preocupes por nosotros. Ellen tragó convulsivamente moviendo su garganta larga y blanca. Su boca temblaba, tenía lágrimas en la esquina de sus ojos.
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—¿Y si algo os pasara? ¿A Harry, a Sam, a ti, o... a Nicole por mí? Yo no podría aguantarlo. Prefiero estar muerta. Esta es mi lucha. No puedo arrastraros dentro de ella. —Ya estamos dentro —dijo Sam en tono grave—. No hay vuelta atrás. Así que necesitamos que lo revises todo otra vez para nosotros. Dinos todo lo que sabes. Cuanta más información tengamos, mejor podremos encontrar a ese hijo d... gilipollas y encargarnos de él. Ellen respiró temblorosa, dentro y fuera. Harry la sostuvo aún más fuertemente contra él. Otro estremecimiento la recorrió. Ella había estado huyendo durante un año. Le habían pegado un tiro. Ellos deberían dejar estar su caso. —Está bien, cariño —dijo él suavemente—. Tal vez en otro momento... —¡No! —Ellen echó hacia atrás la cabeza con los ojos cerrados, claramente haciendo acopio de fuerzas. Cuando sus ojos se abrieron otra vez, el temblor había desaparecido. Tanto sus manos como su mirada eran firmes. Se quedó así durante un minuto o dos. Harry realmente podía ver cómo se forjaba su resolución—. Puedo hacer esto. Si os enfrentáis a él, necesitaréis toda la munición que pueda daros. No puedo defraudaros. Harry vio que Sam y Mike intercambiaban miradas. Buena chica. Las palabras resonaban en la habitación, aunque ellos no las dijeran en voz alta. En aquel momento Harry admiró a Ellen más que a cualquiera que conociera. Sam, Mike y él se habían asegurado de estar bien equipados para tratar con los monstruos de este mundo. Todos ellos eran súper competentes con armas de cualquier tipo y tamaño, y Mike... bueno, Mike era probablemente uno de los mejores tiradores de primera del mundo. Todos eran hombres grandes y fuertes, entrenados en artes marciales. Habían estado en enfrentamientos armados y habían vencido. Tenían todas las herramientas en la mano para detectar y destruir a alguien como Montez. Pero Ellen... mierda, Ellen no tenía nada con lo que luchar contra él. Ella estaba viva porque era inteligente y rápida, tanto de pensamiento como de acción, y porque la suerte había estado de su lado. Era valiente, pero la valentía sin habilidades que la respaldaran era, en realidad, solo otra manera de matarse.
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Ellen era hermosa, increíblemente dotada y de buen corazón. En otro mundo mejor, eso la haría respetada y admirada. En este mundo, donde los hombres como Gerald Montez gobernaban, esto la convertía en un animal muerto en la cuneta. Harry había perdido a Crissy. No había sido capaz de proteger a su hermanita, no importaba lo mucho que lo había intentado. La niña más adorable del mundo y un ogro la había apagado como a una vela. Esto se terminaba, aquí y ahora. Ellen no iba a caer en las manos de Montez. Ni ahora, ni nunca. Y él, Harry, iba a tener que sacarse la cabeza del culo, más rápido que inmediatamente, porque su miedo ciego por Ellen no era de ninguna utilidad para ella en absoluto. Ella le necesitaba con la mente aguda y fría, no esta ruina temblorosa de hombre, aterrorizado por perderla como había perdido a su hermana. —Comienza por el principio, cariño. —Todas las cabezas se giraron hacia él, lo que significaba que antes había estado sonando como un lunático. Harry asintió con la cabeza: tranquilos, estoy de vuelta, y Sam y Mike movieron ligeramente sus cabezas: nos alegra oírlo—. Desde cuando huiste. La razón por la que huiste. Dijiste que habías estado trabajando para Bearclaw durante un par de años, ¿cierto? —Sí. Más de dos años. —Estaba sentada recta, su voz era clara y firme, tenía las manos fuertemente apretadas en su regazo—. Me encontré con contradicciones, cosas que rayaban la contabilidad fraudulenta. Él pensó que yo no notaría nada. Contrató los servicios de un contable autorizado porque la ley lo requería, eso era todo, pero él amañaba los libros. Eso me quedó claro antes de la primera semana de trabajo. Tío, contrataste a la mujer equivocada, pensó Harry. —Tal y como dije, hubo esa gran fiesta de empresa el dieciocho de mayo, en el Hyatt Regency. Uno de los subordinados de Gerald, Arlen Miller, se acerca a mí, me pone el brazo por encima de los hombros y comienza a decirme lo afortunada que soy por haber enganchado a un tipo tan listo como Gerald. Él estaba tan borracho que podrías haber encendido su aliento con una cerilla. Realmente no le escuché al principio y ahora siento no haberlo hecho. Pero todo lo que quería era quitarme de encima de los hombros su brazo pesado e irme a casa. Él hablaba de algo que pasó en abril de 2004 en Bagdad y cómo Gerald era El Hombre. Y que El Hombre se había apropiado de veinte millones. Entonces Gerald le miró y este tipo se puso blanco como el papel. Gerald parecía aterradoramente encolerizado.
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Harry sabía lo que pasaba cuando hombres como Gerald Montez estaban enfurecidos. Todos se volvieron hacia él. —Harry —dijo Nicole, parpadeando—. ¿Acabas de gruñir? Él sacudió la cabeza bruscamente como deshaciéndose de algunos malos pensamientos. Cogió la mano de Ellen y se la llevó a la boca. —Recuerda que ahora estás a salvo. Sam y Mike se miraron el uno al otro otra vez. A Harry le importó una mierda. Esta era su mujer. Y una cosa a ciencia cierta: Sam lo entendía. Le arrancaría la garganta a cualquiera que amenazara a Nicole. —¿Puedes hacer un esfuerzo y recordar más sobre lo que dijo exactamente ese hombre, ese tal Arlen? Ellen suspiró. —Lo he intentado una y otra vez, pero él estaba tan borracho. La mitad de lo que decía no tenía sentido. Arlen mencionó otro nombre, pero no he sido capaz de encontrar mención alguna de él en ninguna base de datos. Malowski. O Makorski. Algo así. Arlen iba real, realmente cocido. —Arrugó la nariz—. Y tenía una especie de defecto en el habla, como un ceceo. Rociaba baba, puaj. Estaba demasiado ocupada tratando de alejarme de su aliento y de la lluvia de babas. —Nicole —dijo Sam. —Estoy en ello —contestó ella, yendo al ordenador portátil de Harry. Lo encendió y desapareció. A todos los efectos, Nicole ya no estaba en el mismo cuarto con ellos. Harry era realmente muy bueno con los ordenadores, pero Nicole era mejor en la investigación. Eso dolía. Ella dirigía una agencia de traducción y estaba acostumbrada a la realización de la investigación principal para sus traducciones. Su agencia tenía una lista de colaboradores expertos que abarcaban el globo terráqueo, hombres y mujeres que se ganaban la vida haciendo investigación de terminología online y se comunicaban a diario. Ella también tenía autorización de nivel bajo para comprobar bases de datos del gobierno. Por consiguiente, Nicole podría encontrar algo. —¿Entonces huiste cuando ese tipo apareció muerto? —Sam miró a Ellen. —Sí —contestó ella suavemente—. Me pasé tres meses en la carretera y terminé en Seattle.
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Tres meses en la carretera. Harry no tuvo que preguntar cómo había sido aquello. Tres meses de moteles anónimos y pensiones de mala muerte, porque aquellos eran la clase de sitios que no pedían identificación. De sueño ligero, mirando por encima del hombro. Sam se inclinó hacia adelante. —Entonces Montez fue a por tu agente. ¿Cómo sabía él dónde mirar? Mantuviste a Eve encubierta. Ellen sacudió la cabeza. —Francamente no tengo ni idea. Fui muy cautelosa. Los expedientes fueron producidos por una empresa fantasma que establecí con mucho cuidado. Registrada en las Caimán y sin ninguna conexión conmigo. Y dejadme que os diga que el pago de mis impuestos requirió una contabilidad verdaderamente creativa. —¿Atraías mucho la atención en la barra donde trabajaste? —preguntó Sam. —No. La clientela del bar está... bueno, digamos que hecha polvo. La mayor parte de ellos no prestan demasiada atención a nada. No puedo imaginarme a nadie de allí relacionando a la camarera que cantaba algunas noches por semana con Eve. Excepto, por supuesto, Kerry. —¿Kerry? —Mike giró la cabeza, frunciendo el ceño. —Paloma —dijeron Harry y Sam al mismo tiempo. El ceño fruncido de Mike se hizo más profundo. —¿Os conocisteis? ¿Hablasteis? ¿Qué probabilidades hay? Esto no bueno. No, no lo era. Se suponía que Kerry permanecería encubierta para siempre. Y su secreto nunca descubierto. Ellen se volvió hacia él. —No lo sé, Mike. El Blue Moon es como hecho a medida para... para mujeres como nosotras. El dueño no quiere cotizar por nosotras y no le importa para nada cuáles sean nuestros antecedentes. Si podemos hacer el trabajo, y no hay que ser una lumbrera para ello, él paga a tiempo y no hace preguntas. Los clientes son, principalmente, hombres tristes que ni siquiera nos miran. No hay muchos empleos que puedas conseguir sin quedar reflejada en cualquier registro. Y Kerry estaba... estaba sola.
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—Si ella es uno de los nuestros, se supone que no hablaría. —El rugido profundo de Mike contenía desaprobación. Para alguien que se acostaba con cualquiera, no parecía que Mike tuviera una buena comprensión de las mujeres, que están diseñadas para hablar. —Reconoció en mí a una igual. —Ellen compuso una sonrisa triste—. Me dijo que si alguna vez yo estaba en peligro me desplazara a San Diego y me dio tu tarjeta. —Chicos —interrumpió Nicole. Levantó los dedos del teclado y les miró triunfante —. Creo que tengo algo.
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Seattle Llovía. Parecía que siempre llovía en Seattle. Por un momento, Kerry Robinson añoró San Diego. Pensó con nostalgia en las primaveras cálidas, los veranos calientes, los hermosos otoños y los inviernos suaves. Llovía raramente y, a menudo, el tiempo tenía el buen gusto de llover solo por la noche, como en Camelot. Lo añoraba tanto. Por otra parte, si todavía estuviera en San Diego, probablemente estaría muerta. Eso es lo que había. Brincó entre los charcos tratando de mantener sus zapatos tan secos como fuera posible. Trabajar un turno de ocho horas con los zapatos mojados era miserablemente incómodo, lo sabía por amarga experiencia. Tenía dos pares de zapatos y ninguno de ellos adecuado para la lluvia. En otro tiempo, había tenido trescientos pares de zapatos. Un armario entero para ellos. Aquellos días se habían ido. Un borracho chocó contra Kerry mientras ella se apresuraba de fachada en fachada, tratando de mantenerse seca. Apenas logró evitar caerse en un charco enorme que se había acumulado en un bache en la acera. El borracho masculló algo y se alejó tambaleante, insensible a la lluvia que goteaba de su largo pelo lacio y grasiento, empapando su andrajoso suéter verde. Sin impermeable, sin botas, un olor putrefacto y húmedo. Parecía un indigente. Sin duda se colocaría en alguna esquina y mendigaría hasta conseguir reunir el dinero para otra cerveza. U otro whisky. O tal vez incluso para pillar algo de droga.
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Kerry sabía que había una fauna tan variopinta como para desesperarse, pero no había conseguido completamente, todavía, un sistema de clasificación adecuada. Sin duda un poli podría decir si el hombre maloliente que se tambaleaba calle abajo era un borracho, un heroinómano o simplemente un loco, pero ella no podía. Todavía no. La llenaba de desesperación el que tarde o temprano sería capaz de distinguir todas las calañas del horror aquí abajo en el fondo de la escala social. Todo esto estaba a años luz de La Jolla. No había indigentes en su viejo mundo. Todo en este había sido cuidado y acicalado hasta la perfección absoluta. Nada de rebasar el control de alcoholemia, sin heroinómanos, ni locos. Sin gente pobre para nada, a menos que tú fueras la ayuda. Eran los que mantenían los jardines verdes y recortados, las casas intachables, las calles prístinas. Había sido un mundo maravilloso y una vida maravillosa, si no contabas el ser molida a palos de manera regular. Eso había jodido. Su marido la había amado, tantísimo. Tanto que no podía tolerar que ella fuera imperfecta. Cualquier imperfección tenía que ser castigada. Por su propio bien, por supuesto. Durante tres años, Kerry había ido cada vez a un hospital diferente con una historia diferente, pero solo había unos cuantos hospitales en el área. Cuando se encontró en el mismo hospital por tercera vez en un año, ella se hizo un lío y confundió su historia. La mayoría de las matronas acomodadas no se daban contra las puertas con tanta frecuencia. Una trabajadora social la visitó en el hospital y la estaba interrogando cuando Tom entró. Tom había, por supuesto, abierto el grifo de su encanto. Él tenía una espita especial, oro de veinticuatro quilates. Era alto, guapo y vestía bien. Conseguía ser elegante sin dar la impresión de ser un dandi. Era casi deslumbrantemente guapo, con buena fama y encanto a paladas. Los ricos sabían cómo dejar de lado cualquier especie de desagrado. Él había entrado en la habitación del hospital, comprendido la situación de un vistazo y se había hecho cargo de la conversación. En los siguientes cinco minutos descubrió que la trabajadora social disfrutaba de la música rock, le prometió asientos de primera fila para el próximo concierto de Springsteen en Petco Park y la escoltó hasta su coche. La mirada que había dirigido a Kerry mientras cerraba la puerta de hospital detrás de ella la aterró. La furia masculina había estado intensificándose conforme los errores de ella se multiplicaron. Ahora sus errores incluían la manera en que hablaba,
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cómo se vestía, comía y respiraba. Más o menos todo lo que hacía era incorrecto ahora, y sujeto a castigo. Ella sabía que no sobreviviría la próxima vez. Alice —la persona que había sido antes de convertirse en Kerry—, había cambiado dolorosamente en aquella cama de hospital y se había sorprendido al oír algo que crujía. Una tarjeta, que obviamente la trabajadora social había logrado deslizar bajo el colchón mientras se despedía. En ella había un hermoso pájaro en vuelo, un número de teléfono y un LLAMA AHORA en grandes letras de imprenta. El número no tenía ninguno de los prefijos locales de San Diego. Alice no sabía de dónde era el número, quién era la persona que la trabajadora social pensaba que podría ayudarla. No sabía nada, salvo una cosa: Si se quedaba, estaría muerta a la semana. Así que, con una muñeca rota, un hígado dañado y una conmoción cerebral leve, con una vía puesta con glucosa y un antibiótico potente entrando por una aguja en el dorso de su mano, se había escapado. Se había quitado la intravenosa, sacó su ropa del pequeño armario que había sido bien provisto y huyó. Si Tom hubiera tenido la más mínima idea de que ella tendría el arrojo para escaparse, no le habría llevado su ropa, indudablemente. Pero ella nunca se había escapado. Por lo que sabía, ese era el camino más rápido hacia una paliza fatal. Para cuando emergió del sótano del hospital y caminó cuatro manzanas para parar un taxi, sabía que estaba corriendo por su vida. Si Tom alguna vez la encontraba, su vida acabaría. Con manos temblorosas, marcó el número y puso en marcha los acontecimientos que la llevaron a Seattle, a la vida de una camarera en un garito, llegando a fin de mes a duras penas, sin futuro del que hablar. No era mucho, pero a pesar de todo era definitivamente mejor que estar a dos metros bajo tierra, siendo comida para gusanos. Sam Reston había salvado su vida, y se preguntó si alguien había salvado a Irene. Por supuesto, ella sabía que Irene no era su verdadero nombre. Quienquiera que fuera ella, era una buena chica y de alguna manera, había ido a parar al mismo planeta horrible de hombres peligrosos que Kerry. Dios, ella no había tenido ni idea que ese lugar existía hasta que se casó con Tom. E Irene todavía parecía un poco traumatizada.
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Kerry sabía que Irene estaba en problemas cuando le dijo que un hombre había estado preguntando por ella. Irene se había puesto blanca como la nieve y justo así sin más, Kerry lo supo. Resultó que el tipo era inofensivo, solo quería salir con Irene. Era normal; Irene era una mujer bonita. Pero el tipo del que se estaba escondiendo no querría salir con ella. Él querría su muerte. Irene había aterrizado en el planeta de Kerry. Ahí fue cuando le dio el número de Sam Reston. Por si acaso. ¿Dónde estaba Irene? Ellas habían tomado la costumbre de tomar el té en casa de Kerry un par de veces por semana. Kerry era buena con la decoración. Había convertido la casa de Tom en un escaparate. E incluso con casi nada de presupuesto, había logrado convertir su agujero en la pared en algo acogedor. Ambas evitaban los lugares públicos. El pequeño cuchitril de Kerry había sido una zona segura para ellas. Kerry nunca contó su historia, y de ningún modo le hizo a Irene contar la suya. No lo necesitaban. Ambas la sabían. Una vez que Irene aceptó el número, el último refugio de una mujer desesperada, supieron que algún día llamaría. Entre tanto, en sus pequeños momentos de descanso, en los que Kerry se gastaba un dineral en tés caros, ellas hablaban de cosas tranquilas y apacibles. Nunca de nada personal. Ninguna información que podría ser usada contra ellas. Solo de libros, películas y música. Kerry no había sabido siquiera que Irene era una cantante de talento de categoría mundial hasta aquella tarde cuando ella había sustituido en el último minuto al viejo Honorius. Casi se había desmayado, Irene había estado tan bien. Y ella no había insinuado, ni una sola vez, que cantara o tocara. A Kerry no le importó. No necesitaba conocer los secretos de Irene. Dios sabía que tenía bastante con los suyos propios. El propósito total de un secreto era mantenerse oculto. Sus secretos podrían matar. Tenía la sospecha de que los de Irene también podrían. ¿Dónde estaba Irene? Llevaba desaparecida una semana, sin comunicarse de ningún modo. Ellas tenían un foro online secreto, establecido por las dos, tan despreocupadamente, como si todas las personas de la tierra necesitaran medios de comunicación secretos. Ninguna hablaba de ello, pero lo usaban a menudo. Para quedar, cambiar unas palabras. Kerry sospechaba que, para ambas, ésta era su única forma de conexión humana; la singular taza de té en su pequeño piso, acogedor y barato. Nunca hablaban en el trabajo. En cualquier caso, tenían turnos diferentes. Había un imperativo tácito: no dejes que nadie sepa que somos amigas. Ambas lo respetaron.
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Kerry comenzaba a estar preocupada. ¿La habría alcanzado quienquiera que estuviera tras Irene? ¿Qué tipo de hombre iba tras Irene? ¿Era como Tom, un pilar de la comunidad? ¿La clase de hombre que la gente instintivamente veía como modelo? ¿La clase de hombre que nadie creería nunca que era capaz de semejante crueldad? ¿Dónde estaba Tom? ¿Habría seguido adelante con alguna otra mujer-víctima? Dios, eso esperaba, aunque se compadecía de cualquier mujer bajo su brutal autoridad. Pero si había otra mujer, tal vez su obsesión por ella disminuía. Tal vez ella se estaba escondiendo ahí fuera en el frío y lluvioso Seattle, trabajando como camarera por una miseria, sin ningún motivo palpable. Tal vez podría volver a su primer amor: la decoración de interiores. Dios. Por primera vez en mucho tiempo se permitió pensar en el futuro. O al menos en un futuro. En algo más que simplemente mantenerse viva. Estaba lloviendo a cantaros, las gotas caían con tanta fuerza que salpicaban a una altura de casi treinta centímetros. Se aventuró a echar vistazo al cielo. Era de un gris plomizo, cubierto por completo de nubes. A estas alturas ya sabía lo que esto significaba: lluvia por, al menos, el siguiente par de horas. Atrincherarse contra un escaparate no iba a ayudar. Iba a tener que bajar la calle corriendo hasta el Blue Moon. Esprintó calle abajo, mirando por un segundo sobresaltada a un hombre que venía hacia ella rápido. Era un idiota sin paraguas. Si consigues empaparte con un paraguas; sin uno... bueno. Él era alto, delgado y rubio. Durante un horrible instante creyó que se parecía a Tom, solo que sin aquel aspecto bien cuidado de balneario, y vestido con ropa informal. Sin embargo, él no era Tom. Aquel pensamiento la hizo tan feliz que lo saludó con la cabeza mientras él caminaba, el saludo con la cabeza que se harían dos extraños a los que les pilla un chaparrón. Qué tiempo más asqueroso, ¿verdad? ¡Ya te digo! De repente, Kerry sintió que una mano fuerte le agarraba el brazo por detrás, casi levantándola en vilo. Un pinchazo agudo en su bíceps. El mundo lluvioso, se tornó completamente agua, alargadas y fluyentes rayas de plata que se volvían rápidamente negras.
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Tuvo tiempo para un pensamiento lleno de pánico. Tom me encontró.
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Capítulo 12
San Diego Rodearon a Nicole. Ellen advirtió que Sam mantenía una mano sobre el hombro de su esposa, a modo de estímulo y apoyo. Eso debía sentirse... agradable, pensó. Tener a alguien siempre a tu lado. Entonces una mano pesada y cálida aterrizó en su propio hombro y ella levantó la mirada, sobresaltada, para ver los ojos agudos y dorados de Harry. Él no miraba el monitor de Nicole, la miraba a ella con la cara sombría. De repente él sonrió. A ella, mirándola directamente a los ojos. Harry tenía una cara que no sonreía a menudo; se lo decían las líneas y los músculos de la cara. Esa sonrisa iluminó su cara, le hizo parecer más joven, accesible. Por primera vez Ellen se dio cuenta de que no podría ser mucho más mayor que ella. Quizá seis o siete años. Le había parecido vidas más viejo, con su conocimiento detallado de la violencia y con las tragedias ocultas que podía presentir. La sonrisa hizo algo más. La iluminó a ella también, desde dentro. Locamente, con todo lo que había sucedido, incluso con el hecho de que ella tenía a un hombre peligroso tras ella, un hombre que había torturado y matado a su agente, un hombre que probablemente había matado a Arlen; cuando él le sonreía todo desaparecía. Su cabeza sabía que había monstruos fuera, monstruos con dientes y garras afiladas, pero en este instante de tiempo todo se sentía muy lejos, le sucedía a otra persona. A otra Ellen Palmer, no a esta. Esta había hecho el amor toda la noche con el gran hombre dorado, que ahora estaba tan cerca de ella que podía sentir el calor de su cuerpo. Esa mano inmensa, elegante y de dedos largos la había tocado por todas partes. Al fin, pareció como si él hubiera conocido su cuerpo mejor que ella. Tenía un Campo de Deformación de la
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Realidad alrededor de él, y cuando ella estaba dentro, el peligro y el temor estaban muy lejos. No tenían nada con lo que agarrarse a ella como lo tenía el sexo con él. Sexo. Dios, ¿por qué nadie le había dicho nada sobre el puro poder del sexo? ¿Que se sentía como si te conectaras a alguna fuente de alimentación primordial? ¿Quién lo sabía? El sexo a veces había sido divertido, a veces aburrido, a veces un poco doloroso, pero eso era generalmente por su culpa porque a menudo ella no estaba muy excitada. El sexo siempre era desigual. Uno siempre importaba más que el otro, y cuando terminaba alguien siempre dejaba al otro. A veces Ellen había sentido como si hiciera el amor llevando puesta alguna clase de caparazón invisible que evitaba que sintiera mucho de nada. Bien, con Harry había volado fuera por la ventana. Todo su cuerpo se había convertido en una pantalla táctil gigante donde sentía todo lo que le hacía. La piel había estado tan sensible que había sentido cada aspecto de su cuerpo marcado: los músculos largos y estriados, tan claramente delineados que él podría haber servido como un ejemplo de anatomía, las texturas del vello de su cuerpo, comenzando por el cabello de la cabeza, sedoso y cálido, el vello dorado oscuro de su pecho, la piel dorada de las piernas. Recordaba cada segundo de sus besos: los agudos, los mordisqueantes, los profundos, los tiernos. Cada uno con un sabor propio. La sensación de él en su interior... oh Dios. Calor y fuerza, placer alucinante mientras todavía permanecía en su interior. Y cuando se movía... Él sabía lo que estaba pensando. Ella ya debía de estar de un brillante rojo. Tenía la tez pálida de los pelirrojos, del tipo que mostraba todo lo que sentía. La sonrisa de él se hizo más grande. Había sonreído así anoche, encima de ella, la nariz a centímetros de la suya, su miembro en lo profundo de ella. Le había devuelto la sonrisa y él se había hinchado en su interior, llegando a ser de algún modo más largo y más grueso. Ante el recuerdo, la vagina se le contrajo con fuerza, tirando del estómago y los músculos de la ingle. —Bien —dijo Nicole y Ellen pensó bien. Claramente, tenía que volver al dormitorio juntos y...
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Se congeló, apartó la mirada de Harry. Fue increíblemente difícil. Para ya, se dijo con severidad. No estaban solos. Estaban con sus dos mejores amigos y Nicole. Todos hacían cuanto podían para mantenerla a salvo, incluso Nicole embarazada de cuatro meses. Trabajaban duramente por ella y ella pensaba en acostarse con Harry, tan pronto como fuera físicamente posible. Todavía estaba roja, solo que esta vez de vergüenza. Nicole la estaba mirando con los ojos azul cobalto entrecerrados, la cabeza ladeada de manera que el pelo brillante y negro azulado le rozaba los hombros, los llenos labios fruncidos. Era una mujer increíblemente hermosa. No era de extrañar que su marido estuviera loco por ella. Aunque era más que magnífica, era lista y amable. Y miraba a Ellen como si... como si comprendiera lo que había estado pasándosele por la cabeza. Y por loco que sonara, como si no lo desaprobara. —¿Qué? —Ellen se sacudió. Necesitaba averiguar tanto como fuera posible ahora mismo, mientras todavía tuviera a gente lista, buena y valiente a su lado, porque pronto estaría sola otra vez. Ni siquiera era capaz de volver a Seattle, a su amistad tenue con Kerry, tan llena de secretos tácitos. Nada de Seattle, nada de Kerry, nada de música. Nada. —He comprobado un par de webs del gobierno que a menudo utilizo para investigar. Tienen un grado de confidencialidad de nivel bajo y los uso desde que conseguí la autorización. No hay ningún terrible secreto en esas bases de datos, pero son minas de información y no puedes acceder a ellas por medio de Google. También hay sitios de noticias de las fuerzas armadas, que no siempre son accesibles al público. Y mira lo que he encontrado para mayo del 2004. Nicole movió la cabeza para que todos pudieran ver el monitor. Era una copia PDF de lo que debía haber sido un artículo impreso. Estaba escrito de modo periodístico, en cuatro columnas. El artículo estaba cortado y continuaba en la página cuatro de la publicación. Nicole había divido la pantalla en dos para que se pudiera leer todo el artículo.
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Bagdad, Zona Verde, 28 de mayo de 2004, escrito por la Sgt. Katina Petrescu. Los investigadores de Washington aterrizaron ayer para investigar la pérdida de 20 millones de dólares en la Zona Verde. La pérdida fue descubierta por contables la semana antes. Los investigadores creen que las pérdidas podrían haber ocurrido el mes pasado. —El auditor de cuentas apenas controlaba nada —explicó Harry—. Bremer dijo que necesitaba dinero y vino. En aviones de transporte C-130, llenos de palés. Los palés contenían cuarenta cajas y cada caja tenía veinte fajos de cien mil dólares cada uno. Los palés fueron almacenados en un almacén y guardados allí. Agentes de la CIA entraban y salían con fajos bajo el brazo. A veces, usaban carretillas. Era como el salvaje oeste. Por un tiempo, llovió dinero. Lo mantuvieron a mano en una despensa, un par de tipos tenían la llave. Más de un billón de dólares se perdió, no apareció. —Gerald estuvo estacionado en Bagdad en 2004 —dijo Ellen. Cómo había exagerado eso. Hablaba como si fuera un tipo duro, junto con tímidas referencias sobre que no podía contar exactamente qué había pasado. Asuntos de seguridad nacional, por supuesto. Cuando lo cierto era que había robado veinte millones de dólares—. Su turno terminó en junio. No se reenganchó. Volvió a casa y fundó Bearclaw en julio del 2004. —E inmediatamente consiguió contratos muy lucrativos del gobierno de EEUU. Trabajo agradable. Y mirad —Nicole utilizó una uña pintada de rosa para tocar la pantalla—. Mirad el nombre del investigador principal. —Frank Mikowski. Debe ser el tipo al que se refería Arlen. ¿Crees que Gerald lo compró? —No —Nicole sacudió la cabeza, el pelo brillante se le rizó alrededor de los hombros—. En absoluto. Creo que el problema fue que no lo compró —hizo clic a una nueva página y se desplazó hacia abajo—. Aquí. Parece que Mikowski investigó al tipo equivocado. Esta vez era un cable del Departamento de Estado, desclasificado el 17 de junio de 2010, refiriéndose a acontecimientos de seis años antes. Frank Mikowski había sido encontrado flotando boca abajo en el Río Tigris el 3 de junio de 2004. El forense estableció que había muerto de un balazo en la cabeza y llevaba muerto por lo menos dos días. Se culpó a los rebeldes sunitas. Sam se inclinó para besar la mejilla de su esposa.
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—Buen trabajo, cariño. —Sí —sonrió. Una sonrisa tan deslumbrante que su marido parpadeó—. Lo es. —Rebeldes sunitas, mi culo —gruñó Harry—. Ese no fue un ataque terrorista. Fue ejecutado para parar la investigación. Y funcionó, maldita sea. —Harry fulminaba la pantalla con la mirada como si esta fuera personalmente responsable del robo de veinte millones de dólares, de la muerte del investigador y del peligro para Ellen—. Estoy seguro de que la gente sabe sobre Montez y sabe que su operación está corrompida, pero no creo que nadie sepa esto. —Así que le hemos vinculado posiblemente a dos asesinatos, el de Mikowski y el de Arlen —dijo Sam. Como Harry y Mike, su cara se había vuelto dura, los ojos fríos. En ese momento, Ellen estaba realmente contenta de que fueran sus amigos, no sus enemigos. —Y mi agente, Roddy —agregó Ellen—. No lo olvides. El corazón le dio un vuelco. Roddy, querido, dulce e inofensivo Roddy. Era un amor, dedicado a la música, con un buen oído y un buen corazón. Aplastado como un bicho molesto. Como si no significara nada en absoluto. Eso la enojaba. Solamente había sido un obstáculo para Gerald, quien probablemente lo había marcado en la lista de cosas que hacer para conseguir poner las manos sobre ella. —Tres asesinatos. Definitivamente mataría por silenciarlo —dijo Mike con la mandíbula apretada—. Por no mencionar el robo de una fortuna en efectivo. Ellen tembló y la habitación se quedó en silencio. Nicole miró el reloj de pulsera y comenzó. —¡Ah, cielo santo! Tengo una cita telefónica a las once con un cliente. Un neoyorquino. Siempre son tan terriblemente puntuales. Debo darme prisa. —Gracias, Nicole —Ellen le sonrió cuando se levantó. Nicole llevaba puesto un vestido de seda de color turquesa hecho a medida, y perlas; su embarazo apenas era visible. Parecía fresca, profesional y magnífica, y había proporcionado una información inapreciable. En ese momento Ellen adoraba a Nicole. Nicole le guiñó un ojo cuando se acercó al ordenador. A Ellen le gustaba mucho. Iba a echarla de menos. —Te veré esta tarde, entonces. Los tres hombres se congelaron y se giraron hacia ella como si hubiera abierto la boca y hubieran salido sapos.
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Ellen miró de una cara dura a otra. —¿Qué? ¿Qué he dicho? —De ninguna manera te vas a quedar aquí sola —fue un milagro que Harry pudiera hablar, tenía la mandíbula apretada con fuerza. La estaba mirando con la mirada de ni siquiera pienses en discutir. Estaba claro que con Harry no se podía ser razonable, así que Ellen se giró hacia Sam, pero él tenía el mismo aspecto que Harry, y luego hacia Mike, que parecía como si hubiera masticado clavos. —¿Qué? Creía que aquí estaba a salvo. —Lo estás —parecía que Harry se había tragado los clavos que Mike había masticado—. Pero... Nicole tocó el brazo de Ellen. —Tienen una seguridad muy buena aquí, cariño, pero creo que Harry se sentiría mejor si fueras a la oficina, donde pueda verte. De otro modo no creo que sea capaz de trabajar —le disparó una mirada a su marido—. Sé que si yo estuviera en peligro, Sam me querría a su lado. —Absolutamente —Sam puso su grueso brazo musculoso en torno a los hombros de su esposa ante esa idea. Ellen no creía que a Harry pudiera importarle ella tanto como a Sam le importaba su esposa, pero Nicole tenía razón. Harry era claramente un hombre que se tomaba su deber en serio, y en este momento ella estaba bajo su protección. Si la quería donde pudiera verla, él tenía todo el derecho. Y si el pensamiento de sentarse mientras otros trabajaban no era atractivo, era su problema, no el de ellos. A menos que... —Claro, iré contigo, pero... me gustaría ser útil. No tengo las habilidades investigadoras de Nicole, pero soy una contable muy buena. Es temporada de impuestos. ¿A alguno de vosotros le gustaría que repasara vuestras devoluciones o que las prepare si no están listas? Cuatro miradas en blanco, que se convirtieron rápidamente en entusiasmo, ojos abiertos de par en par, como niños con el helado de chocolate prometido. —Oh, tío —gimió Nicole—. ¡Yo, yo, yo! ¡Odio la contabilidad! —¡Yo también! —dijeron los tres hombres a coro. Bien. Entonces tenía algún trabajo que hacer. Eso la hizo sentirse mejor.
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Seattle Al principio ella pensó que estaba en su apartamento, en la cama, después de una pesadilla particularmente mala. Las pesadillas frecuentemente acompañaban su sueño. En la que tenía más a menudo estaba huyendo de un peligro terrible, solo que sus piernas no se movían y que no podía gritar. Se despertaba con el corazón palpitante, jadeando, temblando y sudorosa. Las cejas de Kerry se juntaron con perplejidad. ¿Cómo podía ser? Estaba despierta, sabía que lo estaba, pero de alguna manera continuaba en la pesadilla. Descubrió que no podía ver, no podía moverse y no podía hablar, mientras su garganta hacía un sonido profundo que salió suave y apagado. Tiró hacia atrás la cabeza. Intentó mirar al techo, pero sus ojos no se podían abrir. Todo lo que podía ver era negrura. —...fuera de esto —dijo una voz de hombre. —Sí —pronunciado Síe—. Ella está de vuelta —la voz de otro hombre, no era americano. ¿Era australiano? Sus sentidos volvieron, de golpe, en una carrera dolorosa. Estaba con los ojos vendados, amordazada, atada. A una silla, como descubrió cuando intentó estirar los pies. Estaban atados por los tobillos y cuando los movió de lado a lado se encontró con delgadas columnas de madera. Las patas de la silla. Su corazón casi se detuvo. Tom, pensó, el terror brotó, frío y crudo. Me ha encontrado. Iba a matarla, golpearla hasta la muerte y sus manos estaban atadas. Ella tenía una escapatoria, pero necesitaba sus manos para eso y estaban atadas. ¿Cómo podía haber imaginado que él no ataría sus manos? Porque él no lo hizo. Kerry recordó cómo Tom se había reído cuando ella intentó devolver el golpe una vez. Le había divertido. Recordó su risa desdeñosa, la media sonrisa mientras ella intentaba defenderse. Él había estudiado artes marciales desde que era niño. No
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había nada que ella pudiera hacer con las manos para herirle. Él nunca le ataría las manos. Era un asunto de ego. Ella estaba dándole vueltas a eso cuando escuchó pasos ligeros, más ligeros que el retumbar de su corazón. Los pasos se aproximaban y ella se preparó, pero los pasos pasaron a su lado, detrás de ella. Unas manos en la parte de atrás de su cabeza y la venda fue quitada. Al principio ella no podía ver nada. Había una luz cegadora en sus ojos. Le dolieron mientras intentaba adaptarse. Hubo el sonido de algo que raspaba el suelo y una figura entró lentamente en su campo de visión. Zapatos negros, pantalones negros, jersey negro, arrastrando una silla. Todo en él era elegante, caro. Otro arrastre y ella vio una cara. Dura, oscura, triangular. Pómulos altos, el tipo de barba que crecía oscura después de las cinco de la tarde, pelo oscuro. Una cara que ella no había visto antes, una cara que nunca iba a olvidar. Pero no era Tom. —¿Quién... quién es usted? —dijo ella, pero las palabras fueron amortiguadas por la mordaza. El hombre movió su dedo índice y el hombre detrás de ella desató la mordaza. Kerry dejó caer la cabeza, tosió. Su boca estaba completamente seca. El hombre de alguna manera la había entendido —¿Quién soy? —Él se acercó aún más y la miró fijamente a los ojos—. No importa quién soy. Lo que importa es lo que quiero. Estoy buscando a la mujer que canta con el nombre de Eve. Su nombre real es Ellen Palmer, pero no lo utiliza. Vaya. Kerry miró el blanco de los ojos negros del hombre. Este era el Tom de Irene, peor que su propio Tom. Y aparentemente Irene no era Irene. Tampoco era Eve. Era Ellen. Kerry miró esos ojos y se estremeció. No importaba que Irene-Ellen hubiera estado huyendo. Esos ojos negros estaban totalmente muertos, como los de un cocodrilo o un cadáver. Sus ojos no reflejaban la luz. Eran como dos piscinas oscuras de agua estancada. Por imposible que pareciera, había algo peor que Tom. Tom estaba loco, sin duda. Pero no importaba que sus emociones no tuvieran sentido, las sentía profundamente. Todo lo que quería, decía, era que ella fuera suya
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y fuera perfecta. Incluso cuando la estaba golpeando, había emoción allí. Ira, una pervertida y torcida clase de amor, una necesidad de dominar. Sus ojos habían brillado con lo que estaba sintiendo; era casi visible en su piel. Este hombre no sentía nada, nada de nada, lo cual —se dio cuenta ella— era más aterrador que la ira. A menudo ella había sido capaz de hablar con Tom, sacarle del borde de la desesperación y del desatinado amor loco que él sentía. Razonar con él, al menos un poco. Porque en algún lugar había un hombre que estaba sufriendo, que no podía controlar sus sentimientos. Se había quedado con él demasiado tiempo, pero parte de eso había sido debido a un falso sentido de compasión. Este hombre no necesitaba compasión. Y no sentía compasión. No sentía nada. Estaba allí, en sus ojos, en su cara. Y en ese momento, Kerry supo que estaba muerta. No había nada en ese hombre a lo que ella pudiera apelar. Ni humanidad, ni misericordia. No había nada en él. Ella necesitaba sus manos. Estaban precintadas juntas. Las necesitaba ahora. —¿Dónde está Ellen? —la pregunta, de hecho, era sencilla. Pero ella sabía que era la primera salva de una próxima tormenta de fuego. Dijo lo único que podía decir —No lo sé. Esos ojos muertos la observaron, miraron su cara. ¿Podía saber él que estaba diciendo la verdad? ¿Podía ella? Ella sabía a dónde se había ido Ellen, pero no tenía ni idea si continuaba allí. Se filtró algo de su ambigüedad. —Lo sabes —dijo él categóricamente—. No estás hablando. Él hizo un breve movimiento de cabeza y Kerry sintió una gran mano masculina sobre su hombro desde atrás. La mano se movió y de repente dos dedos pellizcaron cierto punto y el dolor explotó en su cuerpo. Un caliente, hirviente dolor, como nunca había sentido antes. Un dolor tan intenso que ella ni siquiera pudo tomar aliento para gritar. Un dolor tan intenso que creyó que su corazón podría detenerse. Su garganta solo produjo sonidos de gorgoteo, luego un lamento ahogado. El hombre frente a ella movió otra vez la cabeza, la mano fue quitada y Kerry se hundió contra el precinto, jadeando y temblando.
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El hombre suspiró —Podemos hacer esto todo el día y toda la noche, lo sabes. Solo esto y al final serás reducida a una vociferante masa de protoplasma. Mi amigo solamente te ha tocado un nudo especial de nervios que es extremadamente doloroso en los humanos. Ha ejercido un mínimo esfuerzo. Es muy fuerte e incansable. Puede hacer esto por siempre. La silla se acercó aún más y a través de su propio sudor y terror, Kerry pudo olerle ahora. En realidad él olía bien, a ropa limpia, cuero caro y a alguna costosa colonia masculina. Ella sabía que si la oliera alguna vez vomitaría. El hombre detrás de ella no olía a nada de nada. Tampoco lo había visto, pero le parecía increíble, inhumano, como un insecto o un alien. —La razón por la que mi amigo encuentra tan fácilmente este punto particular es porque es un experto obteniendo información —el hombre frente a ella la estaba observando cuidadosamente, midiendo el efecto de sus palabras. Sin embargo, no necesitaba evaluar el efecto. La aterrorizaba y no sabía cómo ocultarlo—. Él sabe exactamente lo que está haciendo y ha roto a cientos de hombres. Hombres que eran más fuertes, altamente entrenados para resistir la tortura. Y los ha roto a pedazos. Los ha tenido quejándose, suplicando para que parara. Él nunca se detiene hasta que obtiene lo que quiere. Y seguro que no se detendrá contigo porque seas mujer. ¡Ella necesitaba las manos! Otro chirrido, y una pequeña mesa fue traída delante de la luz. Sobre ella una caja de cuero, al igual que un maletín de viaje para joyas. Lentamente el hombre la abrió, como abriendo una flor para el deleite de alguien. Primero la solapa izquierda después la derecha. La parte de arriba, la de abajo. Kerry se estremeció y cerró los ojos contra el resplandor de los brillantes instrumentos de acero. —Estas no son herramientas de carpintería —dijo el hombre con indiferencia—. Son herramientas para sacar la verdad de los vivos. El aliento de Kerry se quedó en su pecho como piedras calientes; no podía tomar ni expulsar aire. El sudor goteaba por su cara, caía entre sus pechos, entre sus omóplatos. Goteaba dentro de sus ojos, grandes gotas saladas, picándole. No podía limpiar sus ojos. Necesitaba las manos.
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Los instrumentos brillaban intensamente, como si fueran nuevos o recientemente pulidos. Ni siquiera podías fingir que no eran para herir. Cada superficie terminaba en punta o tenía filo. Las asas estaban hechas para aumentar la fuerza de una mano. Las manos de esos dos hombres eran muy fuertes. Los instrumentos solo les permitirían herirla más. El hombre a su lado, el señor Elegante, simplemente observaba, una pierna cruzada sobre la otra, un pie con costoso calzado flexionándose de vez en cuando, su única concesión a los nervios. Kerry no tenía duda que sus nervios se romperían primero. Sus nervios, sus huesos. Ella podría estar reducida a una parodia de ser humano y él no rompería a sudar. Tranquilidad. Silencio total y completo. Por primera vez desde que despertó, Kerry se preguntó dónde estaban. En algún lugar en donde nadie pudiera venir galopando al rescate, eso era seguro. Los rescates eran para las novelas y las películas. Nadie iba a rescatarla. Nadie iba a venir. El profundo silencio solo podía ser el de un lugar completamente desierto. ¿Dónde? No tenía ninguna pista. Suelo de cemento. Una pequeña mesa de fórmica, sillas de cocina de madera baratas. Eso era todo. Ella ni siquiera podía ver las paredes más allá de la fuente de luz lanzada por el foco. Este lugar podría haber sido un sótano, un lugar de almacenamiento, un depósito. Podría estar en cualquier lugar. —Entonces —dijo finalmente el señor Elegante. No había impaciencia en su voz. Ni impaciencia ni ansiedad, ni siquiera curiosidad. Nada—. ¿Estamos dispuestos a hablar o tenemos que utilizar esto? —dio un golpecito a la mesa que sostenía los instrumentos—. No hay diferencia para mí, porque el resultado final será el mismo. Ella necesitaba las manos. En sus peores pesadillas, siempre tenía el uso de sus manos. Como si él la hubiera escuchado, el señor Elegante recogió lo que parecían unos alicates, solo que de acero de calidad superior, acabados en punta. Los sopesó en su mano, los giró contra la luz del foco, como si admirara su acabado. —Perfecto para arrancar las uñas —murmuró—. Diseñado para eso, de hecho — cuando levantó la cabeza para mirarla, no había amenaza. No estaba haciendo una amenaza vacía. Estaba declarando un simple hecho.
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Ella se estremeció. —Ahora —el señor Elegante puso su mano abierta sobre los instrumentos y la miró—. ¿Estamos listos para hablar? Los estremecimientos la llenaron, como si de repente hubiera caído en hielo. Ella abrió la boca para hablar, pero no salió nada. Él esperó. —S...sí —Kerry se ahogó—. E...estoy lista. —Excelente. ¿Dónde está Ellen ahora? —No lo sé. La mano de él empuñó las tenazas. Kerry jadeó para llevar aire a su pecho —¡No! ¡No lo sé! ¡No la he visto en días! La última vez que la vi yo estaba saliendo del turno de día y ella estaba entrando en el turno de tarde. Hace más de una semana. No ha ido desde entonces. Nuestro jefe está preocupado. No es propio de ella. Ella siempre ha sido muy fiable. Él tamborileó los dedos una vez contra el filo de la mesa, procesando eso. —¿Dónde crees que está? Escapando de ti —No lo sé. Los ojos de él se deslizaron hacia un lado y el hombre detrás de ella pellizcó ese punto en su hombro. El dolor la sorprendió tanto que saltó de la silla, levantándola del suelo. Esta vez él mantuvo los dedos allí, una y otra vez. Ella estuvo incapacitada del todo en el momento en que él levantó la mano. Su cabeza cayó, el pelo rizado formó una oscura cortina alrededor de su cara. Las lágrimas brotaban de sus ojos, los mocos salían de su nariz, ambos caían sobre sus rodillas. Apenas podía soportar la primera etapa. Y aún le quedaba una segunda, tercera, cuarta y más. El temblor estaba más allá de su control. Ella miró hacia abajo a sus rodillas, estaban golpeándose, aunque los movimientos estaban obstaculizados por la cinta de
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embalar de sus tobillos. Su respiración era fuerte en la habitación, con agudas tomas de aire y sollozos. No había salida. Excepto una. —Necesito ir al baño —masculló. Apenas pudo sacar las palabras. —¿Al baño? —preguntó el señor Elegante, sus cejas oscuras se elevaron, como si el concepto mismo fuera extraño. —Por favor. Ella no podía aguantar otra sesión de dolor. Y ellos solo habían empezado. Kerry no tenía mucha información de Irene. Irene había sido muy reservada sobre su historia y ahora Kerry entendía exactamente por qué. Pero el hecho de que ella supiera tan poco solo acabó por enfurecer al hombre sentado frente a ella. Podía notarlo. Los años con Tom le habían enseñado mucho sobre la ira masculina. La ira de este tipo no era explosiva como la de Tom. Este tipo tenía la ira oculta bajo la piel, cruel hasta los huesos. Incluso después que ella le dijo todo lo que sabía, la había castigado por saber tan poco. Kerry no podía hacerlo. Tenía dos cosas para dar. Había dado una, entonces rogó para ir al baño. Sus manos, necesitaba sus manos. —Baño —balbuceó de nuevo, intentando secarse los ojos sobre el hombro—. Por favor. —¿Cómo os poníais en contacto? —preguntó el hombre bruscamente. Era una pregunta que estaba esperando. Tranquila... No lo hagas fácil. Dejó caer la cabeza durante un minuto, entonces levantó los ojos. Intentó parecer agitada, desorientada. No era difícil. Sus músculos mantenían el recuerdo del dolor al rojo vivo y un pulso acelerado se instaló en su cabeza. Abrió la boca. Él bajó la voz, se volvió hielo frío —Y no me digas que a través del móvil, porque no tenéis. Actualmente, ellas los tenían. Kerry debió darse cuenta de la clase de hombre que iba tras Irene por las precauciones que tomaba. Irene tenía tres móviles, prepago,
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imposibles de rastrear con ella, uno para comunicarse con su agente y uno para su jefe. Mario. Esos hombres no sabían eso. Oh Dios, cada pizca de información que ella podía retener —¡si solo pudiera ir al baño!— era algo que podía ayudar a Irene a sobrevivir. Su propia vida estaba perdida, eso lo entendía bien. De poder escoger, hubiera escogido salvar su vida en lugar de la de Irene, pero la elección no era suya. Vida, sino, destino. Como quieras llamarlo, estaba actuando aquí. Ella casi se había ido. Un fantasma. Su viaje de treinta y dos años desde Denver a Vassar para casarse en San Diego, para vivir huyendo, se había acabado. Nunca conocería el amor de un niño, o de un buen hombre. Nunca sentiría la lluvia en su cara, nunca bailaría el rock de Aerosmith de nuevo. Nunca comería helado, nunca acabaría Guerra y Paz. Su vida acababa aquí. Su única oportunidad estaba entre traicionar a una amiga que podía morir en manos de ese hombre, después de horas de indescriptible dolor, o controlar la situación de la única manera que ella sabía. —¿Cómo os comunicabais? —preguntó de nuevo. No era un hombre que preguntara tres veces. —Ordenador —Kerry soltó la palabra. Le supo amarga, como una traición. Pero de los dos, esto era mejor que dar un número de móvil. O —¡Dios!, obligar a Irene a salir para salvarla—. Foro de internet —dio los datos de acceso y la contraseña. El señor Elegante asintió con la cabeza al hombre detrás de ella. El hombre cuyas manos contenían tanto dolor. Un zumbido eléctrico, una tenue luz azulada se reflejó en los muros de hormigón. La vibración de Windows iniciándose. El golpeteo de las teclas. —Lo tengo. Síe —la forma en que hablaba era extraña. Recortada, todas las vocales mal. Síe—. Pasando las pantallas. En su mayoría mensajes sobre reuniones. Nada interesante. No, allí no había nada interesante. Irene y ella nunca habían escrito nada potencialmente peligroso. Así que no, estos dos hombres peligrosos no encontrarían nada de lo que necesitaban en el tablón de mensajes. Lo que significaba que sondearían, mucho, para el siguiente paso. Dolor, mucho más dolor, estaba llegando. Con la muerte, al final, de ella.
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Kerry de repente se resistió, las patas traseras de la silla se apartaron del suelo. Ella abrió la boca, apretando los músculos del estómago, esforzándose por vomitar con arcadas secas. —Por favor —susurró—, voy a devolver. Por favor déjeme ir al baño. Ellos intercambiaron miradas. Iban a matarla. Pero disponer de un cuerpo empapado en vómito iba a ser ligeramente más desagradable que disponer de un cuerpo al que se le había permitido vomitar en el inodoro. Con un sonido de disgusto el señor Elegante movió la mano. —Llévala al baño —él la detuvo con su oscura mirada de cocodrilo—. Intenta cualquier cosa y desearás no haber nacido. Forzarse a sí misma a vomitar le había producido bilis, que empeoró con sus palabras y las imágenes que conjuraron. Ella sacudió la cabeza. El hombre detrás de ella se inclinó y sacó un cuchillo largo y afilado, tan reluciente como los instrumentos de la mesa. Con un movimiento fluido, lo deslizó a través de la cinta de embalar que mantenía sus tobillos unidos y por la que estaba alrededor de sus pechos anclándola a la silla. Con una mano firme la levantó de la silla. Si él no hubiera mantenido el agarre en su brazo, se hubiera caído al suelo. Por primera vez, ella le dio un buen vistazo. Era el hombre en su calle lluviosa. El hombre que por un horrorizado momento pensó que era Tom. Resultó que era peor que Tom. —Deprisa —dijo agriamente el señor Elegante. Las lágrimas le picaban en los ojos. Sí, debería darse prisa y morir. —De acuerdo —susurró. El hombre rubio sostenía su brazo con un agarre fuerte e irrompible, Kerry arrastraba los pies más que andar hacia una puerta en un corredor que ella antes no había visto. Sus piernas estaban extremadamente flojas, por estar atadas, por el terror que ella sentía. El hombre con el acento curioso casi la sostenía. Cuando sus rodillas se doblaron, él solo la levantó con un brazo alrededor de su cintura y la empujó hacia la puerta del cuarto de baño. En el interior había un cubículo maloliente, manchado e inmundo.
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Kerry se detuvo en la puerta, estremeciéndose en lo más profundo con intensos temblores. Oh Dios, eso era todo. Su vida, ahora se detenía. Sin embargo, el año pasado había sido horrible, huyendo de Tom, una o dos veces ella pensó que, de alguna manera, algún día todo iba a parar. Podría comenzar su vida otra vez. Él se olvidaría de ella y ella podría seguir su vida adelante, a la luz del sol, a una vida normal, en lugar de acurrucarse en las sombras. Tal vez incluso empezar un negocio de decoración de interiores. Tal vez encontrar un hombre agradable para casarse. Tal vez... tal vez incluso tener niños. E incluso con el miedo y el terror del pasado año, había habido buenos momentos. El té con Irene, un cliente divertido. Había leído mucho en la biblioteca local, escuchado mucha música en la radio. Placeres solitarios, pero sin embargo, placeres. Todo terminó, ahora. Un golpe en su espalda, fuerte. La puerta del baño se abrió ante ella. —Vamos. No tenemos todo el día —Yijah. Kerry se giró, lamiéndose los labios secos —Yo... yo necesitaré las manos —le miró, miró sus ojos azul claro, como canicas coloreadas, tan desprovistos de cualquier humanidad como los del señor Elegante—. Para... humm —su mente runruneó inútilmente—. Necesito las manos —repitió en un susurro. Ya sea que hubiera cortado la cinta o no. Ella no podía hacer nada al respecto. Él sacó otra vez esa hoja afilada, el acero susurró contra su funda y con un hábil movimiento cortó a través de la cinta de embalar. Una proeza. Él la deslizó sin tocar su piel, aunque sus muñecas estaban firmemente atadas juntas. Así que era muy hábil con un cuchillo. Un cuchillo de verdad. Ella se estremeció cada vez más intensamente. Él cabeceó bruscamente hacia el cuarto de baño, ni siquiera se molestó en malgastar palabras con ella. —¿Puedo...? —Kerry se estaba estremeciendo tan fuerte que su boca apenas podía formar palabras. Flexionó las manos, intentando conseguir de nuevo la circulación. Sería demasiado horrible si estropeara esto—. ¿Puedo cerrar la puerta? Él sacudió la cabeza. Oh Dios.
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—¿Puede usted... puede usted darse la vuelta? Sin una palabra, él se volvió sobre sus talones, le presentó su amplia espalda. Kerry sospechaba que esto era más porque no quería verla vomitando que para proveerla de alguna privacidad. Esta era su oportunidad, ahora mismo. Se adentró en el cubículo inmundo y manchado. Estaba oscuro, solo con una pequeña ventana en lo alto. No había duda de su posibilidad de escapar por ella y ella sabía que los dos hombres se daban cuenta de ello también. Incluso si fuera lo suficientemente atlética como para saltar al asiento del inodoro, romper el sucio panel de vidrio e intentar izarse y salir, este hombre podría atraparla en menos de un segundo. No, no había manera de salir. Así que miró a su alrededor, el corazón bombeando con pavor, las lágrimas sangrando desde su corazón. Este era el lugar donde iba a terminar su vida, en este fétido baño abandonado, con solo dos extraños sin corazón para presenciar su muerte. Qué solitario lugar, tan miserable y asqueroso para morir. —De prisa —dijo el hombre con el acento curioso. Vamos, ponte en marcha, haz lo que tienes que hacer para que nosotros te podamos torturar hasta la muerte para una información que no está en tu cabeza. De repente, un rubor de ira rompió a través de su organismo y ella le dio la bienvenida. Eso ahuyentó el crudo frío del miedo e incluso la tristeza, porque iba a hacer lo que esos dos hombres pensaban que era imposible. Iba a vencerles. —De acuerdo —Kerry puso una suave humildad en su voz, justo como él esperaba. Ella entendía muy bien que a ellos les gustaba degradarla, humillarla. Precisamente como les gustaría herirla. Que se jodan. Levantó la tapa del inodoro, un sonido que el hombre esperaba. Solo que en lugar de inclinarse sobre esa inmundicia, levantó su mano derecha y examinó el anillo en ella. Era un elegante diseño moderno de titanio puro. Resistiría un incendio, así decía el folleto online. Por supuesto el trasfondo era, si ellos queman tu cuerpo, algo permanecerá.
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La empresa era tan misteriosa como su propietaria... una legendaria belleza que se escondía del mundo. Quienquiera que fuera, era brillante... una diseñadora de joyería que duplicaba armamento, solo para mujeres. Collares que se convertían en pequeñas y afiladas guadañas o garrotes ocultos, pulseras que escondían una pequeña cantidad de C-4 y un detonador que venía con instrucciones detalladas y era suficiente como para volar a alguien. Las soluciones eran interminables y fascinantes. Kerry había optado por un anillo, muy simple y discreto, pero sin embargo hermoso. Estaba disfrazado como la clase de anillo que a primera vista parecía como algo que podías comprar en una feria de artesanía o en cualquier parada de joyería de fantasía. Un anillo perfectamente corriente excepto por una cosa: presiona un diminuto botón oculto en un lado y un resorte dispara una pequeña aguja hipodérmica precargada con suficiente neurotoxina para tirar a un toro. La jeringa podía también precargarse con un poderoso tranquilizante, pero Kerry sabía que si alguna vez estaba tan desesperada como para utilizarlo, necesitaba matar. Por lo que había sido la opción A, neurotoxina. Había una segunda opción para el anillo, a la cual Kerry apenas había prestado atención. Gira ese botón diminuto en lugar de presionarlo y la jeringa podía salir por la parte oculta, penetrar la piel de tu mano y matarte instantáneamente. Si el hombre que le daba la espalda hubiera estado solo, ella le hubiera apuñalado sin pensarlo dos veces. Se acercaría y se lo clavaría fuerte en el cuello. Él no se lo esperaría en absoluto. Moriría a los pies de ella y ella se alegraría. Pero la jeringa estaba precargada solamente con una dosis. Kerry no lo había pensado pero se dio cuenta cuán increíblemente inteligente era la diseñadora. Si necesitabas dos dosis, era mejor que te mataras porque nunca triunfarías. —Ya basta —murmuró el hombre y se giró, dándole un vistazo impersonal arriba y abajo. Ella no había ido al baño, no había vomitado—. Qué coño... Mirándole fijamente a sus ojos muertos, Kerry torció fuertemente el botón, sintió el pinchazo al rojo vivo de la aguja, le dio la bienvenida y cayó donde estaba, muerta antes de golpear el suelo.
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Capítulo 13
San Diego Formando una fila india, salieron del garaje del condominio. Uno, dos, tres. Mike primero, luego Sam y Nicole, seguidos por Harry y Ellen. Dieron una vuelta a la derecha y siguieron la línea del océano por un par de kilómetros, luego giraron para adentrarse en un hermoso puente. Todos conducían exactamente a 65 kilómetros por hora y guardaban con exactitud pasmosa la misma distancia entre ellos. A Ellen le tomó un momento darse cuenta de lo que eran: un convoy. Giró la cabeza y observó sin ver el paisaje que dejaban atrás. Era una parte excepcionalmente bonita de San Diego, pero apenas notaba lo que estaba viendo. Así que esta era la vida de Harry, de Sam y Nicole, y de Mike. Reducidos a avanzar en un convoy como si estuvieran atravesando Bagdad, por un terreno increíblemente hostil. A causa de ella. Y Roddy, el querido y dulce Roddy, estaba muerto. A causa de ella. —Oye. —La profunda voz de Harry rompió el silencio. Le tomó de la mano y la alzó hasta su boca. Besó el dorso y devolvió la mano a su regazo, en todo momento contemplando el camino frente a ellos—. No es culpa tuya. —¿Ahora eres un adivino? —La voz de Ellen fue ronca y se aclaró la garganta. —No necesito ser adivino para saber lo que estabas pensando. Tu rostro te delató. Ella resopló una sonrisita. Él no la había mirado ni una sola vez desde que habían dejado el garaje, era muy obvio que poseía una visión de 360 grados. Esto no la
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sorprendía; él parecía ser Superman. Había prevalecido sobre tres de los hombres de Gerald. Él siguió mirando hacia adelante. —No había nada que pudieras hacer por tu agente. Y nada de esto tiene que ver contigo. Montez es un hijo de puta y tu agente se vio atrapado en medio de sus maquinaciones. Simple mala suerte, como ser atropellado por un camión. No puedes desmoronarte por aquello. No te servirá de nada y sobre todo, no le servirá a él. La única persona que ganaría algo sería ese gili... sería Gerald, porque estarás menos alerta. Él tenía razón, claro que tenía razón. —Además, tienes otras cosas en qué pensar. Como en mi declaración de impuestos. Te echaremos encima toneladas de papeleo y, hombre, vas a lamentar tu oferta. No, no lo haría. En verdad lo esperaba con mucha ilusión. —Nicole será la primera. Él agachó ligeramente la cabeza y un amago de sonrisa cruzó su cara. —Por supuesto. Las damas primero. —No, no porque las damas vayan primero, sino porque ella entendió lo que pasaba en Bagdad. Eso merece una recompensa. —Sí. —Él frunció el ceño—. No puedo creer que sea mejor en algunos tipos de investigación informática que yo. Ellen se rió. Se rió. ¿Cuándo fue la última vez que había reído? Ciertamente hacía más de un año. Se sentía rara y salió algo oxidada, pero definitivamente era una risa. Él se inclinó hacia un lado para mirarla. —Suena bien escucharte reír. —Sí —susurró, sorprendiéndose a sí misma. También se sentía bien. Con todos sus problemas, y tenía una montaña de ellos, se sentía con el espíritu en alto. En general su situación actual apestaba y no tenía sentido hablar de ello, pero en ese mismo instante, la vida estaba bien. Estaba muy segura ahora mismo, en un vehículo que estaba convencida iba armado, con Harry al volante. Gentil y sexy Harry, que era tan bueno con la violencia. Se manejaba como un cirujano al empuñar un escalpelo, por ella y no contra ella.
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En los vehículos delante de ella iban tres personas que rápidamente se habían hecho sus amigos, dos eran unos guerreros. De forma extraordinaria todos la habían incluido en su pequeño círculo de protección y amistad. Insensatamente, aunque estuviera en un problema terrible, nunca se había sentido tan segura. Tan segura, tan querida, tan protegida. No te acostumbres, se advirtió. Porque sería muy fácil sumergirse, como en un baño caliente y nunca salir. Sin duda habría una fecha límite a todo esto. Harry, Sam y Mike trabajarían en elaborar un plan para ella. Un lugar a dónde ir, documentos que la harían encajar en una nueva vida que convocarían de la nada. Harían un mejor trabajo que ella. ¿Tendría voz en la clase de vida que elegirían para ella? La música estaba descartada, por supuesto. Ante el pensamiento, un pesado pedazo de plomo se asentó en su pecho. No más música, ni más conciertos, ni siquiera un concierto amateur en un coro. Su voz era demasiado conocida ya. De alguna manera Gerald la rastrearía a través de su música, así que la música no era una opción. Tampoco la contabilidad, por supuesto. Incluso ella sabía, que no retomas tu vieja profesión cuando eres una prófuga. No deseaba ser más una camarera. Había sido divertido durante un tiempo pero era un trabajo rutinario y difícil, y para bien o mal, tenía mucho dinero escondido, así que no necesitaba hacerlo. ¿Tal vez un trabajo en una librería? Le gustaba leer. O, o... su mente se puso en blanco cuando Harry tomó su mano otra vez y se la llevó a la boca. Esta vez el beso no fue tranquilizador, sino sexo puro. Ella sintió sus labios calientes, el leve raspado de su barba aunque él se hubiera afeitado. Su boca se demoró, su lengua la lamió y de repente un recuerdo destelló sobre la noche pasada. La forma en que su barba había raspado su hombro cuando la había besado y ligeramente rozado todo el recorrido hacia su pecho. Harry había dejado de acercarse a ella, en su interior Ellen se sentía caliente, tirante y pesada, mientras que él espolvoreaba un sendero de besos hacia sus senos. Entonces él había levantado la cabeza, su fiera mirada dorada se había centrado en sus ojos. Deslizando sus caderas hacia adelante para adentrarse más profundamente en ella. Oh Dios, el simple recuerdo hizo que el calor floreciera a través de todo su cuerpo.
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Harry se rió entre dientes. —Sé en lo que estás pensando. —¿Estoy roja, verdad? —Su voz denotaba resignación. —Como una luz de semáforo, cariño. —El pequeño convoy tomó una esquina y observó sin ver la ventana, intentando calmarse un poco. La voz de Harry se había vuelto ronca. —No me sonrojo, pero... —Él le tomó la mano y la posó sobre su ingle. Justo sobre la cálida vara de acero en sus pantalones. Era algo totalmente impropio. Probablemente debía protestar, pero la sangre había abandonado su cabeza y sus pulmones se habían quedado sin aire—. Estoy pensando en las mismas cosas que tú. Con fuerza presionó su mano sobre la suya y ella jadeó al sentir su pene erguirse y alargarse un poco. Tal como había hecho anoche cuando ella le había pellizcado bajo su oreja. Eso no había sido planeado; ni siquiera lo había pensado. Había sido el instinto, una curiosidad urgente por averiguar el sabor de Harry y si le gustaba tanto como ella a él. La respuesta había sido un rotundo sí. Mierda que sí. Ella había sentido la pulsación de sangre nueva inundando su pene al sepultarse profundamente en su interior y su vagina lo ciñó estrechamente. Imaginándolo, recordándolo, su mano se apretó instintivamente alrededor de la de él y el aliento escapó violentamente del cuerpo de Harry. —Dios. —La palabra salió ronca. Apretó las mandíbulas, los músculos de su rostro se tensaron hasta sus sienes. Ella podía haber afirmado que él sufría si no fuera por el hecho que su mano presionó la suya para mantenerla justo donde estaba. Los ojos de Harry diseccionaron la calle. —Llegaremos a Morrison Building en aproximadamente cuatro minutos. ¿A dónde iré con esto? —Su mano se cerró en torno a la de ella y su pene volvió a alzarse contra la palma de su mano. La sangre cubrió su rostro; sus manos temblaron. El pequeño convoy estaba reduciendo la velocidad. Pronto aparcarían y ambos saldrían de este SUV, ella con el rostro ardiente y él con una erección. —Tenemos que pensar en algo que nos enfríe —jadeó ella. Algo tan grande y tan frío como la Antártida, por la forma en que se sentía. Harry apartó la mano y ella lo liberó.
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Se adentraron en la penumbra del garaje subterráneo del edificio, la brillante luz del sol repentinamente se esfumó, como si un interruptor hubiera sido pulsado. —Sin prisas —dijo Harry, aparcando con precisión junto al vehículo de Nicole y Sam—. Piensa en Gerald Montez. Eso bastará. Convenientemente la oficina de Nicole estaba ubicada al otro lado del corredor en que se encontraba la de su marido. Bastante conveniente. Poseía un sistema de seguridad intrincado, que implicaba un lector de palmas e insertar un código en un teclado numérico. La única cosa que faltaba era un escáner de retina. Cuando su puerta se abrió con un clic, como la de una bóveda bancaria, Nicole puso su mano en la espalda de Ellen y la apresuró a entrar. Nicole se giró hacia los tres hombres. —Ellen pasará el día conmigo. Harry abrió la boca y ella le apuntó con un dedo. —Conmigo. Y no quiero oír ninguna discusión. Harry miró a Sam, quien hizo un ruido estrangulado con la garganta. Estaba claro quién llevaba los pantalones en esa familia. Mike parecía divertido. Nicole se inclinó un poco hacia adelante. —Harry, sabes perfectamente bien que Sam se aseguró que mi oficina fuera tan segura como la tuya y aun así vigila quién entra y sale de mi oficina en su monitor, ¿no es así, Sam? Sam miró al suelo y tuvo la consideración de verse un poquito avergonzado. Pero era algo difícil de decir en ese rostro áspero. Él era aún peor que Harry al mostrar sus emociones. —Ellen estará mucho más cómoda pasando el día conmigo, ¿no es así, querida? Nicole se giró hacia ella. Si debía elegir entre ir a una oficina de hombres que ella apenas conocía, salvo a uno que la encendía tan poderosamente que tendría que evitarlo tanto como fuera posible, o quedarse con Nicole, la serena, tranquila y amistosa Nicole. Solo había una respuesta posible. —Ah. Sí. —Esta es tu forma de asegurarte de que chequee tus libros antes que los nuestros —dijo Harry ácidamente.
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—Muy cierto. Así que resígnate y chúpate esa, como vosotros los militares decís. —Nicole sonrió mientras les cerraba la puerta en sus caras. Apoyó la espalda contra esta y suspiró ligeramente—. Ahora. Nos hemos deshecho de ellos, así que podemos relajarnos. Ella agitó una mano grácil hacia la pequeña oficina. —Bienvenida a mi pequeño refugio. Puedes trabajar en ese ordenador portátil de allí y yo trabajaré en el escritorio. Cerca de las once uno de los hombres de Sam bajará e irá a por un descafeinado con poca leche para mí y a ti ¿qué... te gusta? —Canela chai —sonrió Ellen. —Genial. —Nicole presionó un botón en un sistema de intercomunicador de fantasía, murmuró Canela chai y colgó su chaqueta en el brazo de un perchero de cobre. Nicole se dirigió a una consola antigua y hermosa bajo la ventana, sacó dos grandes cajas de cartón y las colocó en la mesa junto al ordenador portátil. Abrió las tapas, miró dentro y se estremeció. —Ah, hombre. Esto es tan feo como se ve. Lo he estado aplazando por demasiado tiempo. Comencé Wordsmith mientras mi padre estaba muy enfermo y necesité de toda mi energía para hacer el trabajo y atender a papá. Así que la contabilidad ocupó un muy distante tercer lugar. —Inclinó las cajas de forma que Ellen pudiera ver su interior. Había una salvaje maraña de cuentas, talones de cheques y facturas. Se veía como si las comadrejas hubieran anidado allí. Otra vez Nicole miró detenidamente a la caja y luego a Ellen—. Esto es realmente un lío. Lo siento. Ellen recorrió con la mirada la diminuta y estrecha oficina. A pesar de ser pequeña era magnífica, estaba decorada con algunas antigüedades, acuarelas encantadoras, chucherías bonitas y olía a popurrí. Parecía ser el interior de un pequeño joyero. Solo que aquí se sentía bien. —No puedo imaginar nada que me guste más que devolverte tu bondad haciendo algo que disfruto. Así que las gracias no son necesarias. Los hermosos ojos azul cobalto de Nicole se ensancharon. —¿Te gusta hacer cuentas? —preguntó, usando el mismo tono en que alguien diría, ¿te gusta el herpes genital? —Pues sí. Por extraño que suene. Así que Nicole, me has hecho una mujer muy feliz. Explícame la forma en que funciona tu sistema.
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—Sistema. —Nicole pensó mientras daba un golpecito en la tapa de una de las cajas con una manicurada uña rosa—. Mmm, no tengo nada que se parezca a un sistema aparte de Tirar el Pedazo de Papel en la Caja. En ese ordenador portátil encontrarás archivos cronológicos de los trabajos que entraron y las cotizaciones. Así que tendrás que emparejarlas con las cuentas. Cuando hago traducciones las facturo directamente, pero una parte importante de mi negocio es contactar clientes con traductores y cobro una comisión del diez por ciento por eso. Por eso hay dos juegos diferentes de cuentas. —Ella pareció preocupada—. Realmente es complicado. Tal vez debería... Ellen rodeó con el brazo los hombros de Nicole y apretó suavemente. —Estaré bien. No te preocupes. Es lo que hago, así que déjame hacerlo. —Creía que cantabas. —Sí, y llevaba los libros. —Nicole solo la miró, se encogió de hombros y se sentó en su escritorio. Introdujo un disco duro portátil en el procesador y abrió su escritorio. En un minuto estaba perdida para el mundo, haciendo repiquetear el teclado al escribir, totalmente concentrada en lo que estaba traduciendo. Ellen la entendía por completo. Los números la afectaban como los idiomas afectaban a Nicole. Los amaba, confiaba en ellos. Le retribuían su amor y nunca la habían defraudado. Los números sencillamente... siempre tenían sentido. Cuando las personas cercanas a ella nunca habían tenido sentido, los números sí lo habían hecho. Cuando tenía que hacer los deberes de matemáticas podía olvidarse del último novio perdedor de su madre, de la renta del mes que su madre no había pagado y del acceso de tos que nunca menguaba debido a los cigarrillos. Y de su madre que adelgazaba cada vez más y más... Todo esto desaparecía, gracias a la belleza de las matemáticas. Su amor por los números naturalmente desembocó en la contabilidad. No era un genio de las matemáticas. Solo era buena con los números y la contabilidad era genial para eso. Ingresos y egresos. Cuando había más ingresos que egresos, estabas haciendo las cosas bien. Cuando había más egresos que ingresos, estabas en problemas. Tan simple. Tan fácil. Se zambulló de lleno en los desordenados archivos de Nicole y en un minuto, también se había perdido.
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Nicole poseía un... creativo sistema de archivos, lo que quería decir que no poseía ningún sistema de clasificación. Así que lo primero que hizo fue formar pilas... de facturas, pagos de alquiler, utilidades, cuentas deducibles. Después de esto, comenzó a entender el negocio de Nicole. Nicole lo estaba haciendo bien, así que debía ser buena en lo que hacía. Existía un período en el que la compañía no lo había hecho tan bien y esto coincidía con la época en que Harry había dicho que el padre de Nicole se estaba muriendo. Lo cual era comprensible. Ahora la empresa estaba prosperando. Sin duda, una vez que el bebé naciera, todo quedaría relegado a un segundo plano. Y así era exactamente como debía ser. El trabajo era importante. Pero la familia lo era mucho más. No es que lo supiera por experiencia. Su propia familia había sido muy disfuncional, la siguiente mejor cosa a una inexistente. Pero Ellen tenía ojos y podía ver. Una familia era algo que nunca había tenido, y ahora, considerando lo que le esperaba, posiblemente sería algo que nunca tendría, pero podía ver su poder en los demás. El amor de Sam y su preocupación cada vez que miraba a su esposa, cada vez que la tocaba, estaba claro. Y el amor de Nicole brillaba en sus ojos cuando miraba a Sam. Sin duda la niñita que Nicole esperaba era muy deseada. A las once, el timbre de la oficina sonó. Nicole abrió la puerta a un hombre gigante con una losa por cara y pelotas de baloncesto por bíceps, quien sostenía una gran caja de cartón con el olor delicioso del té de canela y del café flotando desde ésta. Cada línea de su enorme y musculoso cuerpo deletreaba problemas. Ellen se puso nerviosa durante un segundo hasta que comprobó que Nicole no se sentía preocupada. —Muchísimas gracias, Barney. —Ella tomó la caja, la colocó en su escritorio y le dio una sonrisa cegadora. Ellen estaba de pie a su lado y ella estuvo a punto de ser derribada por la fuerza de su sonrisa—. Qué dulce de tu parte. ¿Cómo está Zip? ¿El viejo se ha dado cuenta de qué estaba mal? La losa... claramente se llamaba Barney, y si alguna vez un hombre había sido bautizado con el nombre equivocado, era este... con el rostro ruborizado de un rojo intenso. Se habría tirado de los cabellos si hubiera tenido pelo en vez de un cráneo afeitado y tatuado. —El doctor dice que Zip va a estar bien, gracias por preguntar, señora. Problemas de riñón. Me dio la medicina.
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Él se quedó inmóvil en ese mismo lugar, un machote, de pie en el umbral de la puerta, casi tan grande como el marco de la puerta. —Es genial —dijo Nicole suavemente—. Muchas gracias por el café y el té... lo apreciamos. —Ella sonrió mientras lentamente le cerraba la puerta en su cara. —Guau. Tu propio gorila personal. —Ellen levantó su taza, abrió la tapa y olió profunda y apreciativamente. ¿Había algo mejor que la canela chai?—. ¿Quién es Zip? —Su iguana favorita. Noventa centímetros de largo. Él ama a ese animal más que a su motocicleta y eso es decir mucho. —Ella rió—. Sam emplea algunos tíos vistosos, pero parece que hacen su trabajo. Ella tomó un sorbo de su descafeinado. —Además, trae un café genial. Ambas se zambulleron de regreso en su trabajo, Nicole tecleando frente al ordenador y Ellen terminando de clasificar el papeleo. Al mediodía, el teléfono celular de Nicole sonó. Distraída, lo recogió, vio quién era y suspiró. Habló rápidamente, todo en una única oración. —Hola querido, no, no estoy trabajando, estoy acostada en el sofá con los pies en alto, como me dijiste que hiciera, de hecho estaba tomando una siesta, no, está bien, de todos modos tenía que despertarme, no me siento cansada, solo me siento grande, no te preocupes, te veré pronto. Ellen parecía asustada, ante el pequeño sofá donde Nicole definitivamente no estaba recostada. Estaba ante su escritorio, trabajando mucho. —También te amo —dijo Nicole, le lanzó un beso al receptor, cerró su celular y suspiró—. Si no le digo que estoy descansando, vendrá y se pondrá de pie allí con los brazos cruzados pareciéndose a Neptuno con esteroides durante un mal día. Mentirle es más fácil. —Te ama —dijo Ellen. —Sí —suspiró Nicole—. Y yo lo amo. Pero necesita calmarse un poco. Era ya bastante malo antes, pero ha estado exagerando desde que le conté lo del bebé. —Ella sonrió y se frotó el vientre. —Debe ser maravilloso —dijo Ellen sin pensar—. Ser amada así.
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Nicole dirigió sus profundos ojos azules hacia Ellen y la miró pensativamente. Eso se pareció a ser golpeada por reflectores azules. Simplemente observó a Ellen durante un rato, evaluándola. —¿Qué? —Ellen le dedicó media sonrisa—. ¿Tengo un bigote de espuma? ¿Tengo lechuga entre mis dientes o heno en mi pelo? —Ya te aman así. Harry lo hace. No puedes verlo porque no conoces bien a Harry. Como Sam y Mike, no expresa bien sus emociones. Pero para alguien que lo conozca, lo que él siente por ti está tan claro como el agua. —Yo... ah. Mmm. —La lengua de Ellen se agitó inútilmente en su boca—. Él, mmm, no me ama. No puede. Apenas hace que nos conocemos... ¿cuánto? ¿Cinco días? ¿Seis? Y estuve inconsciente la mayoría del tiempo. —Sam me pidió que me casara con él al quinto día de conocernos. —Un recuerdo que provocó que una sonrisa cruzara el hermoso rostro de Nicole—. Fue una propuesta terrible, toda una chapuza, pero no obstante acepté. Nunca lo he lamentado. No, Ellen podía ver que no lo hacía. Guau. De repente, Ellen se dio cuenta de que podía bombardear a Nicole por información sobre Harry. Era tan malditamente reservado. Eran amantes, sí, pero ella sabía muy poco sobre él. Ahora que pensaba en ello, Harry siempre desviaba las preguntas personales. A menudo con un beso, algo que siempre funcionaba. Podía besarla durante una detonación nuclear y ella ni siquiera lo notaría. —Dices que los tres hombres tienen problemas para expresar sus emociones. ¿Existe una razón? —¿Te refieres a algo aparte de tener un cromosoma Y? —Nicole puso los ojos en blanco. De pronto su rostro se puso serio—. Sí, definitivamente existe una razón para que sean más taciturnos que la mayoría de los hombres. Los tres tuvieron una infancia y adolescencia terribles. Se hicieron amigos... para ser más precisas hermanos, los tres piensan en ellos como hermanos... en una familia adoptiva soldadesca. Sam dice que habrían muerto si no hubieran tenido a los otros cuidándoles las espaldas. Ellen se estremeció. —Qué horrible —exhaló ella. Nicole asintió.
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—Sí, verdaderamente creo que fue horrible. Sam raramente habla de ello, pero puedes ver sus efectos. El estrecho vínculo que tiene con Harry y Mike, y su dedicación a ayudar a mujeres en problemas. Los tres han visto mucha crueldad dirigidas a mujeres y niños. —Ella atrapó la mirada de Ellen—. Harry en particular. Realmente Sam nunca me ha contado toda la historia. Me dijo que cuando Harry tenía doce años, vivía con su madre y su hermanita en una casucha en el Barrio. Su madre era una drogadicta y tenía a hombres entrando y saliendo de la casa, hombres que a veces eran violentos. Sam dice que Harry vomita si pasa demasiado cerca a la casa donde eso pasó. —¿Qué? —Ellen tragó—. ¿Donde pasó qué? Nicole respiró hondo y lo soltó lentamente. —Okey. Parece que voy a tener que ser quien te lo cuente, aunque lo correcto sería que Harry lo hiciera. Pero Sam dice que Harry nunca habla de ello, jamás. Y eso no es justo para ti, porque necesitarás saberlo. —Sea lo que sea, me está causando mucha aprensión. —Ellen se inclinó sobre sus codos—. Así... que algo pasó cuando Harry tenía doce años. Algo horrible. —Sí. Los tres vivían con el novio de turno de la madre de Harry, que era un adicto a las metanfetaminas. Uno muy violento. —Oh, no —susurró Ellen, imaginando por dónde iba la historia. Nicole asintió y cerró los ojos brevemente. —Durante el día de Navidad, al adicto se le metió en su loca cabeza que Harry le escondía el dinero. Le tiró un batazo a la mamá de Harry y le rompió el cráneo, después rompió... La voz de Nicole tembló mientras sus ojos se humedecían. Se acarició el vientre, donde su pequeña hija crecía. Su voz se volvió ronca mientras continuaba con la historia. —Rompió el brazo de su hermana. Su nombre era Crissy. Christine. Tenía cinco años y adoraba a Harry. Sam dijo que Harry le contó que era la niña más dulce sobre la tierra. —Nicole pasó un delgado y elegante dedo bajo sus ojos y con este se comprobó el rímel—. Apenas puedo imaginármelo. Ese loco rompió el brazo de Crissy, luego la alzó del brazo roto y la estrelló contra la pared. Ella murió al instante. Harry hizo todo lo que pudo para salvar a su madre y a su hermana, pero ese monstruo le lanzó otro batazo sobre sus piernas y le rompió ambos fémures. Incluso con las dos piernas quebradas, Harry logró matar al hombre, pero ya era demasiado
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tarde. Su madre y su hermana estaban muertas. Cuando fue capaz de caminar en muletas, le enviaron a la familia adoptiva más brutal del sistema. Ellen podía sentir a su corazón hinchándose por el dolor. —Oh, Dios. —Pero Sam y luego Mike estuvieron allí, cuidándole la espalda. Sin embargo, no pudieron hacerlo en Afganistán. Regresó en muy mala forma. Voló por los aires por algo llamado RPG-I... supongo que era alguna clase de misil. Cuando lo vi por primera vez Harry apenas podía permanecer de pie. Ha hecho milagros desde entonces, sobre todo porque Sam y Mike le forzaron a aceptar a un fisioterapeuta al que él llama el Nazi Noruego. —Me contó sobre el Nazi Noruego. —El Nazi Noruego era muy, pero muy bueno en su oficio porque Ellen podía recordar los acerados músculos delgados y fuertes bajo sus manos. Por la gracia con la que él se movía, nunca sabrías que había sido penosamente herido, dos veces. —Claro que tú también ayudaste. Ellen había estado pensando en los músculos de Harry. Cuán duro era él por todas partes. Un calor intenso había arrasado sus demás pensamientos. —Mmm, sí, me contó que había escuchado muchas veces mi música. Nicole no sonreía. —Dicen que Harry escuchaba tus dos CDs de una forma obsesiva, una y otra vez. Si no podía dormir por la noche, entonces te escuchaba, y de alguna manera tu voz lo traía de vuelta. Sam y Mike realmente estuvieron preocupados por Harry, de su voluntad por vivir. Creo que gracias a ti, encontró la voluntad para reconciliarse consigo mismo. Oh, Dios. Ellen contuvo las lágrimas parpadeando rápidamente. —No sé qué quieres decir con esto. —Yo sí. —Nicole se inclinó hacia adelante, increíblemente seria—. El año pasado, algunos tipos malos vinieron tras de mí. Es una larga historia. Te la contaré algún día. Pero fue mucho peor, estos tipos fueron tras mi padre, quien estaba muy enfermo... de hecho agonizaba. Lo secuestraron, lo hirieron. —Sus ojos azules ardieron con lo que Ellen reconoció como odio, algo tan extraño en su hermoso rostro—. Sam me salvó con la ayuda de Mike y Harry. Sam me dijo que cuando Mike y él se encaminaban a rescatar a papá y a mí, Harry había hecho algo, considerando que
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algo era ser capaz de venir con ellos, aunque apenas pudiera estar de pie. Mientras todo pasaba, ayudó a Sam y Mike a encontrarme aunque no estuvo en el enfrentamiento. Es uno de los tipos buenos, Ellen. Un tío realmente bueno. Le ha tocado mucho más que su porción de tragedia. Te ama. Sé que está completamente de tu lado y te protegerá con su vida. No podría soportar verlo herido de cualquier forma. Así que piensa en esto con cuidado. Porque si le haces daño de alguna manera, si le rompes el corazón, tendrás que vértelas conmigo. Y con Sam y Mike. Pero confía en mí, puedo ser más rastrera que ellos. Yo soy la única a la que deberás tener miedo. ¿Está claro? En ese instante, Ellen entendió completamente el por qué Sam amaba tanto a Nicole. No por su belleza... aunque esta fuera considerable... sino por su fiero y amoroso corazón. —Completamente —contestó ella—. Y que conste, creo que es más probable que Harry rompa mi corazón que al revés. Nicole todavía la observaba atentamente. Ante las palabras de Ellen, de repente mostró una sonrisa. —Bien. La sonrisa se ensanchó mientras se recostaba. —Bien. Todo arreglado, entonces. Bien. —Se frotó las manos enérgicamente—. Ahora que esto ha sido aclarado, digo que todos pidamos pizza esta noche y una ensalada para hacerlo oficialmente sano. ¿Y después... cantarías para nosotros? ¿Para Harry? Solo había una respuesta posible. —¿Para tus chicos y para Harry? Seguro.
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Capítulo 14
Seattle. —¡Joder, joder, joder! Montez paseó por el pequeño almacén de alquiler mascullando, caminando en círculos alrededor del cadáver de la mujer, haciendo de todo menos tirarse de la barba. Piet lo observaba, impávido. Esto era una verdadera pérdida de tiempo y energía, pero el fokken gek —jodido retrasado— claramente tenía que sacarla de su cuerpo. Vaya agente, perdiendo el tiempo en esta mierda. Pero... él era el jefe. Aunque realmente, él no era el jefe de nada, mucho menos de sí mismo. Aun así, Piet siempre seguía al cliente, aunque el cliente fuera estúpido. No era su problema. Si lo hubiera sido, él sin duda no pasearía en círculos con una chica muerta a sus pies. Ya se habría encargado de la chica y habría seguido adelante. Después de un rato, se cansó de observar a Montez. Lo único que hacía era perder el tiempo con aspavientos. Pero cada segundo que Piet estaba con ese cadáver era otro segundo en que podía ser capturado. Cumplir condena en una prisión de los Estados Unidos por este gilipollas no estaba en la baraja. —Cálmate —dijo finalmente. Montez giró en redondo. —¿Calmarme? ¿Calmarme? Esto —Su tembloroso dedo índice señaló a la chica que descansaba sobre una lona en el centro del pequeño espacio—. ¡Esto es un desastre! ¡Maldita sea, esto nunca debería haber ocurrido! ¡Ahora no nos queda nada excepto carne muerta!
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Piet lo apartó y estudió la cara de la chica. La había puesto en el suelo de espaldas. Cualquiera que fuera el veneno que hubiera tomado, había actuado increíblemente rápido. Los únicos venenos que él conocía que actuaran tan rápido eran neurotoxinas. Solo una autopsia con una prueba de tóxicos diría exactamente cuál, pero ella seguro que no conseguiría una autopsia. Estudió la cara cuidadosamente. Una bonita mujer, bonita incluso muerta. La muerte había venido a por ella tan rápidamente que sus facciones no se habían distorsionado. Parecía como si estuviese durmiendo tranquilamente, en un lugar mejor que en el que estaba justo ahora, porque él le habría infligido gran cantidad de dolor y la habría hecho hablar. Montez había estado poniéndose duro al mirarla, pensando en el dolor que estaba por venir. Él no se había dado cuenta de ello, pero Piet lo había visto. Esos tipos eran los peores, los que se empalmaban durante los interrogatorios. Piet estaba asombrado de que Montez hubiera siquiera estado en el ejército, aunque sabía que los yanquis se habían vuelto menos selectivos con las botas que ponían sobre el terreno. Hubo un tiempo, cuando se preparaba para las Fuerzas Especiales Sudafricanas en misiones de reconocimiento, en que esa clase de jodidos enfermos hubieran sido arrancados de raíz desde el principio. No había lugar para ellos en el ejército de los hombres. La violencia era una herramienta, no un fin en sí misma. Solo por un segundo, Piet se permitió un breve destello de pesar, un corto e intenso deseo de poder atrasar reloj y poder estar con sus compañeros en la espesura otra vez. Buenos tipos todos. No jodidos enfermos, simplemente guerreros. Mientras Montez despotricaba, Piet continuó observando el cuerpo. La piel de la chica todavía mostraba un rubor apenas perceptible, que por supuesto se desvanecería tan rápido como la sangre fuera drenada de la piel. Había caído muerta diez minutos antes. Ahora, la gravedad estaba drenando la sangre de los vasos capilares desde la parte frontal de su cuerpo hacia la espalda, que pronto se volvería de color rojo oscuro. Se había asegurado muy, muy bien de que no hubiera nada debajo de la lona alquitranada que pudiera dejar una marca en la piel. La sangre acumulada pondría de manifiesto cualquier objeto tan claramente como una imagen en un negativo. Montez no pensaba claramente, pero Piet sí.
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Las venas se estaban vaciando de la sangre ahora mismo. Tenían una pequeña ventana de oportunidades... Se arrodilló y comenzó a desollarla, haciendo una afilada y recta incisión quirúrgica a lo largo de la línea del centro del torso, desde la base del cuello hasta el esternón, y separó la piel a la izquierda de su pecho y su hombro. Era como desollar a un ciervo en el campo. Nada de sangre saliendo a chorros, por supuesto, el corazón ya no bombeaba. Pero todavía había la suficiente sangre en las arterias para acumularse lúgubremente alrededor del cuerpo. Piet se aseguró de que nada de ella tocara sus zapatos o sus pantalones. Tenía que hacer esto antes de que el rigor se asentara. Manejar un cuerpo con los efectos del rigor mortis era difícil. Sin mencionar el hecho de que los órganos internos ya habrían empezado la descomposición. Él había visto cuerpos explotando por la fuerza del gas interno acumulado en los intestinos, aunque eso llevaba un tiempo. Montez observaba, con la mandíbula caída. Había detenido su discurso y lo miraba. —¿Qué diablos haces? Piet no suspiró, aunque quería hacerlo. Se suponía que este tipo era listo. Dirigía una compañía de muchos millones de dólares. —Vamos a hacer con ella lo que hicimos con el agente, solo que esto necesita ser más espeluznante. Tiene que ser un auténtico mensaje para Palmer: Mira qué podemos hacer. ¿Tienes la cinta? —Sí. —Montez sostuvo en alto una videocámara plegable del tamaño de una memoria USB. Habían filmado la primera parte del interrogatorio. La idea había sido grabar la sesión entera y enviársela a Palmer. Pero en lugar de una sesión de una hora de duración, tenían aproximadamente diez minutos. —No duró lo suficiente, así que usaremos planos estáticos —dijo Piet. Hizo una fina incisión en la frente a lo largo del nacimiento del pelo y comenzó a retirar la piel. —¡Jesús! —gritó Montez. Se puso una mano en la boca— ¡Dios, le estás quitando el cuero cabelludo! No jodas, Sherlock. Montez no había sido contrario a torturar a esta mujer hasta la muerte, pero quitarle el cuero cabelludo después de muerta le provocaba náuseas.
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Piet no podría esperar a terminar el trabajo y apartarse de este retrasado mental. Terminó de arrancar la cabellera y dio un paso hacia atrás, evaluando el efecto. Debería asustar como la mierda a esa Ellen Palmer. Esperó a que dejara de sangrar y luego levantó a la mujer en sus brazos. La acomodó de nuevo en la silla y envolvió otra vez la cinta adhesiva alrededor de su pecho. La mujer se inclinó, la cabeza cayó con el cráneo rojo brillando, parecía como si llevara puesta una camisa estampada en rojo. —Haz un par fotos de ella. Las añadiremos a las tomas de ella gritando y las enviamos a ese portal de anuncios. Montez sacó su móvil, tomó varias fotos y las descargó en su ordenador portátil. Piet juntó las instantáneas en una historia que cualquiera pudiera entender. La mujer corcoveando contra su mano sobre ella, la boca abierta en silenciosos gritos, luego las imágenes actuales, después de lo que Palmer pensaría que era una tortura horrible. Funcionaría. Conectó el micrófono del portátil y digitalizó su voz. —Ellen Palmer. Mira a tu amiga Kerry. Todavía está viva, pero no lo estará por mucho tiempo si no te pones en contacto con nosotros. Envíanos un mensaje con tu posición ahora mismo o continuaremos lastimándola. Finalmente ella morirá, pero le llevará un tiempo. Contacta con nosotros y la llevaremos a un hospital ahora mismo. Si no contactas, estás firmando su sentencia de muerte. Estará sobre tu cabeza. —Piet le envió el archivo con las instantáneas y la voz digitalizada a su panel de correo. Estaba en manos de los dioses ahora. Palmer lo abriría cuando fuera. Pero cuando lo hiciera... la tendrían. Montez observaba y no habló hasta que Piet apagó el portátil. —¿Y ahora qué? Necesitamos estar cerca de donde ella esté cuando abra el portátil. ¿Dónde está ella? Piet pensó en ello. Había hecho que Montez lo llevara al apartamento de Palmer y lo dejara solo dentro durante una hora. El equivalente humano a darle a un perro de caza la camisa de la presa para que la olfateara. En una hora, él había conseguido evaluarla. Nada de drogas, nada de alcohol más allá de una botella polvorienta de whisky en una alacena, a la que le faltaba medio vaso. Nada de caprichos en ropa, ni joyería selecta, muy poco maquillaje. El cable básico.
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Más caliente que el Protectores 02
Montones de CDs de música, comprados, no pirateados. Montones de libros, libros impresos en papel. Montez dijo que ella no había faltado ni un día en los dos años en que trabajó para él. El canto fue una sorpresa porque ella aparentemente había mantenido su talento oculto, lo cual era interesante. Solo había sacado su voz cuando necesitó el dinero. De otra manera parecía que hubiera sido perfectamente feliz siendo una camarera, ganando el salario base. Era una mujer perfectamente común que había estado corriendo durante un año, a quien habían hecho salir de un refugio seguro, que había encontrado otro en San Diego y había encontrado un protector además. No era una luchadora, ni una agente. La protección era bienvenida. No saldría de donde ella lo había encontrado. —Ella está todavía en San Diego —dijo Piet—. Apostaría lo que fuera. Enterremos esto —señaló con el pulgar al reluciente cadáver sobre la silla— y bajemos hasta San Diego rápidamente. Tengo una idea.
*
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Volando sobre Sacramento, California Un jet privado es una buena manera de viajar, reflexionó Piet. Mucho mejor que un transporte militar. Había estado cerca de hombres muy ricos durante mucho, mucho tiempo ya, pero sus lujos todavía le fascinaban. Era un hombre que había volado a lo largo de medio mundo en C-130s remodelados para el transporte de personas, sentado sobre asientos de lona, sujeto con una banda durante vuelos de treinta horas. Sin comida, sin agua y orinando en una botella. Si tenías que defecar, lo tenías crudo. Las Fuerzas Armadas Sudafricanas durante un tiempo habían usado helicópteros destartalados de la época de Vietnam. El nivel de ruido penetraba incluso en los baratos protectores de orejas. Había sido como cabalgar en un enorme batidor de metal, con bordes afilados diseñados para desgarrarte en pedacitos cuando menos lo esperabas.
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Más caliente que el Protectores 02
Miles y millones de dólares lejos de este Learjet 45. Habían volado con estilo y comodidad de Georgia a Seattle y ahora volaban con estilo y comodidad de Seattle a San Diego. La cabina olía a cuero nuevo y a cera de limón. El capitán y su copiloto les habían dado la bienvenida a bordo como a la realeza y habían despegado de la sección de Aviación General del Sea-Tac diez minutos después de haber embarcado. Sin esperas, sin alborotos, sin inspecciones. Piet nunca sería tan rico, y aunque lo fuera, no tendría un avión privado. Mantener un avión como este implicaba dejar una enorme huella en el mundo. Tenías que contratar a los pilotos y al equipo de mantenimiento, registrar planes de vuelo, alquilar un hangar para mantener la condenada cosa cuando no lo necesitabas. Era un puñetazo gigante en el rostro de la sociedad: Mira cuán jodidamente rico soy. Montez claramente necesitaba agitar ese puño, dejar clara su posición. Piet no. Se sentaron uno frente al otro en asientos ergonómicos cubiertos de suave cuero de color mantequilla, con una mesa de fibra de vidrio de diseño entre ellos. Piet miraba con atención el monitor de su ordenador cuando Montez habló. —Entonces ¿por qué cojones estamos volviendo a San Diego? —La voz de Montez era taciturna. Estaba todavía disgustado por haber perdido a la chica antes de haber podido tener su diversión, el muy imbécil—. Ella podría estar en cualquier parte a estas alturas. —Mm. —Piet terminó lo que estaba haciendo antes de contestar. Montez, siendo Montez, lo consideraría una falta de respeto, pero a él no le importaba una mierda—. Es cuestión de psicología. Ella ha estado corriendo durante un año y estará cansada de eso. Cruzó el país y se asentó en la última ciudad en la que puedes estar antes de caer en el océano y permaneció allí hasta que la hiciste salir. Y la perdiste. Las palabras eran tácitas, pero un sonrojo apareció bajo la piel oscura de Montez. —Por alguna razón ella va directamente a San Diego. Y resulta que la razón por la que está allí es porque tiene un protector de algún tipo. La chica no es un ex soldado, no tiene respaldo militar. Por lo que puedo decir, simplemente es una contable que canta. Tiene a alguien... creo que lo conservará. Mientras él esté por ahí, ella se quedará.
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Más caliente que el Protectores 02
—Aunque estuvieras en lo cierto, San Diego es una ciudad grande. Tenemos a tres millones de personas en un área que es casi de mil kilómetros cuadrados de superficie. Y eso sin contar con que Tijuana está justo en la frontera. Montez dio una palmada en la cara piel del asiento. —¡Mierda! ¡Sabríamos dónde está ella ahora si esa perra no se hubiera muerto! Piet lo dudaba. Aunque no importaba. La mujer estaba muerta y caer en arrebatos teatrales no iba a devolverle la vida, y lo más importante, no iba a ayudarles a encontrar a Ellen Palmer. La fría y calmada lógica lo haría. —Mira esto. —Piet giró el ordenador portátil para que los dos pudieran ver el monitor. Era un mapa de una sección de Seattle. Las líneas rojas conectaban puntos de tamaños diferentes. Era el mismo mapa con los mismos puntos de datos que le había ayudado a encontrar a Kerry Robinson. Los músculos de la mandíbula de Montez se tensaron. —Vale, ¿y qué? Encontramos a su amiga y ahora ella está muerta. ¿Cómo va a ayudarnos eso? Piet no suspiró, pero quiso darle de puñetazos hasta que ese puchero infantil desapareciera de la cara de Montez. —Mira estas rutas. —Piet recorrió con su dedo desde Blue Moon, hasta donde Ellen Palmer había estado viviendo y hasta el apartamento de Kerry Robinson. Las líneas formaban curvas cerradas—. ¿Qué ves? Montez fijó en él una dura y oscura mirada. —No me gustan los juegos de adivinanzas, Van Der Boeke. Geeste bul, pensó Piet. Condenado idiota. —Esto —señaló con el dedo, siguiendo la ruta curvada—, es cómo ella iba a trabajar y cómo iba a visitar a su amiga Kerry. Montez clavó los ojos en el monitor, ceñudo. —Y esto —continuó Piet, abriendo otro mapa online—, es un mapa de las rutas del autobús de Seattle. —Manipuló las imágenes hasta que encontró la sección de la ciudad en el primer mapa. Las rutas del autobús seguían las curvas de forma exacta. Montez no lo captaba, y eso lo enojó. —Ve al grano —gruñó.
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—Creo que Palmer se deshizo de su coche antes de llegar a Seattle o incluso se deshizo de él en Seattle. No creo que ella tuviera acceso a un coche. Creo que tomó el autobús a todas partes adonde fue. Y mirando esto... Hizo surgir otro mapa, un enredo de calles. Montez se inclinó hacia adelante, clavando los ojos en el mapa con los ojos entornados. —¿Y? ¿Qué estoy mirando? —Un mapa de San Diego. —Piet dio golpecitos en dos puntos—. Éste es el hotel en que se registró y ésta es la estación de los autobuses Greyhound. —Ambas a una manzana de distancia—. Creo que ella tomó el autobús de Seattle a San Diego y se registró en el primer hotel que encontró. —Vale, vale. —Montez se recostó—. Entiendo. Ella está sin coche. ¿Cómo nos ayuda eso? —Cuándo ella regresó al hotel donde tus hombres estaban esperándola, ¿cómo llegó allí? Ahora Montez estaba prestando atención. —Lo último que oí de mis hombres es que ella salía de un taxi. —Exactamente. Pirateé los registros de la compañía de taxis. Hay quince compañías de taxis en San Diego, y en la cuarta compañía, encontré un registro de un trayecto hasta ese hotel a las 11:52 del cuatro de abril. Recogió al viajero en Birch Street, que tiene un montón de torres de apartamentos elegantes. Está en el corazón del distrito comercial. Y las cámaras de seguridad allí funcionan muy bien. Aquí está ella. Saliendo del Edificio Morrison. Piet tecleó y subió el archivo. Nada de una imagen granulada por segundo para esa calle, no señor. Cámaras de primerísima calidad de alta definición digital mostraban todo con claridad. Y claramente mostraban a Ellen Palmer corriendo, llamando un taxi y marchándose. Unas letras blancas en la esquina inferior derecha mostraban la hora en formato digital: las 11:34. —Joder —resopló Montez—. Es ella. —Sí. —Piet notó que ésta era la primera vez que Montez había visto a Ellen Palmer en un año, y que le tomaba un minuto procesar su imagen en la pantalla. Sus ojos estaban muy abiertos por la sorpresa.
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Cristo, ¿cómo es que este tipo alguna vez había llegado a ser un soldado? Los verdaderos soldados procesan la nueva información instantáneamente, no importa lo asombrosa que sea; de otra manera, están muertos. Podrían aparecer unos marcianos de pelo verde, y él tendría su arma lista y dispararía en un segundo. Montez parpadeaba, acercándose y alejándose. —¿Y qué hay allí dentro? —¿En el Edificio Morrison? Es un complejo grande. Hay casi cien compañías diferentes en el edificio. —Piet hizo clic en la opción de imprimir y el papel salió de la pequeña impresora láser que había en una consola incorporada en la mampara. Sacó el papel de la impresora y lo deslizó hacia Montez. Esperaba que el tipo no tuviese las agallas para hacer la pregunta obvia —de qué oficina salió ella— porque la respuesta era: y yo qué coño sé. Le cabreaba no haber podido piratear las cámaras de seguridad internas del edificio. Alguien realmente bueno con la seguridad informatizada había hecho el sistema del edificio casi a prueba de hackers. Pero nada era completamente a prueba de hackers. Cuando Piet volviera a casa iba a descifrar el sistema, por principios. Mientras tanto, sin embargo, él tenía que joderse. —Hay quince servicios de investigación privada, ocho compañías de seguridad especializadas en diversas áreas, la mayoría internacionales, y un mogollón de despachos de abogados. Muchos de ellos especializados en derecho penal. Ahí está, eso le quitaría a Montez de la mente preguntarse por qué Piet no podía abrirse paso pirateando el sistema del edificio. Montez escudriñó el papel. Su mano estaba firme, pero él estaba sudando. Una gota de sudor le bajó por la frente, por la sien y cayó sobre su camisa blanca de lino. Él la ignoró. —Obtendremos un pitido cuando ella acceda al tablón de anuncios que configuró con el pájaro muerto. Lo triangularé desde allí. Pero ella estará en San Diego, y estoy dispuesto a apostar bastante dinero a que regresará con quienquiera que estaba tratando en el Edificio Morrison el lunes por la mañana. El interfono se encendió y el piloto anunció que habían empezado su descenso hacia San Diego.
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Piet se sentó y se abrochó el cinturón de seguridad. Golpeó ligeramente la pantalla de su portátil antes de apagarla. —Esa es nuestra pista, justo ahí. Vamos a mantener bajo vigilancia el Edificio Morrison durante el día, dormiremos en un hotel al otro lado de la calle durante la noche, haciendo guardia a turnos. Tarde o temprano ella aparecerá.
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San Diego Resultó que dar la lata no funcionó, pero las lágrimas sí. Empezó dejando caer suaves indirectas, que Harry ignoró por completo. Incluso aleteó las pestañas, pero sin resultado. Harry se mantuvo firme, como un hombre. Pero cuando Ellen dejó caer algunas lágrimas, Harry se rompió. Las lágrimas no eran falsas. Ansiaba dar un paseo a la luz del sol tantísimo que le dolía el corazón. Puso el límite en hacer pucheros, pero las lágrimas eran reales. Le llevó casi todo el domingo lograrlo, pero al final lo hizo. —No —dijo él al principio, y siguió repitiéndolo. No, no, no, no. Seducirlo lo debilitó hasta casi matarlo. Tomaron un desayuno tardío en la cama, y ella se tumbó sobre su duro torso, escuchando las profundas vibraciones de su voz mientras él pacientemente hacía una lista de los motivos por los que ir a dar un paseo a la playa era una mala idea. Aunque no sabía exactamente dónde se encontraba ella, a priori Montez se imaginaría que todavía podía estar en San Diego. Nunca desestimes el poder de las coincidencias. Puede que estuvieran dando un paseo y uno de los tipos de Montez estuviera por la playa en ese exacto momento. Montez no tendría acceso a los satélites de la Agencia de Seguridad Nacional, gracias a Dios, así que no tenían por qué preocuparse por algo que Harry llamaba Keyhole, algún tipo de satélite superespía. Pero Montez tal vez tenía un par de barcos en la zona, hombres con binoculares alineados junto a las rejas. Y tal vez uno de esos hombres estuviera mirando a través de la mira de un rifle, buscándola. Eso la detuvo durante un segundo, y luego desestimó la idea.
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—Harry. Escúchame. —Se estiró para besar aquella boca fuerte y firme y el beso le fue devuelto. Él le dio palmaditas en el trasero. —Sé que piensas que puedes conseguir cualquier cosa de mí usando el sexo, y es verdad, puedes más o menos salirte con la tuya, pero en esto no. Diamantes y rubíes, sí. Esto, no. —No quiero ni diamantes ni rubíes. —Ellen dibujó un círculo en el vello de su pecho hasta que se le enredó en el dedo y luego tiró. —Ay. —Su voz era afable—. Y la tortura tampoco funcionará. Ella le había estado tomando el pelo, pero ahora se sentó, cubriéndose los pechos. —Oh, vaya. —Harry suspiró al ver cómo desaparecían tras la sábana. Ellen lo miró directamente a los ojos y le habló desde el corazón. —Ya llevo huyendo más de un año, y he vivido en la oscuridad casi todo este tiempo —dijo, calmadamente—. He cruzado el país durmiendo en moteles durante el día y conduciendo durante la noche. Cuando trabajaba de camarera siempre escogía el turno de noche. En Seattle también trabajé en el turno de noche y me quedaba en casa durante el día. Y, de todos modos, llovía la mayoría de los días. No he dado un paseo a la luz del sol en más de un año. Se había bajado de la cama al alba y había retirado las cortinas y ahora hizo un gesto hacia lo que se podía ver a través de los grandes ventanales franceses: una playa cegadoramente blanca y un doliente mar azul que se encontraban en la línea de fondo en el horizonte. Los amarillentos rayos solares que no habían atravesado los tejados ya dejaban su brillo por todas partes. Una brisa suave y agradable movía las cortinas ligeramente. Más tarde iba a ser abrasador, pero en ese momento la mañana era refrescante y fresquita. Parecía que fuera la primera mañana en la historia del mundo. De verdad que Ellen ansiaba salir fuera, sentir el sol en su piel, el cálido viento contra su rostro. Besó su mejilla, su boca, se echó hacia atrás y lo miró. —Este último año lo he pasado a cubierto, sola y asustada. Gerald me quitó todo: mi trabajo, mi hogar, mi vida. Mi libertad. Sabía que él también se había pasado el año anterior sin salir, con heridas y solo. Seguramente la entendería.
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—No soy idiota. Sé que hay un ligero riesgo de que él me haya seguido, aunque no veo cómo. —Ahora a por el armamento pesado. Alargó la mano, la apoyó ligeramente sobre su pecho, justo sobre su corazón—. Harry, si tengo que pasarme el resto de mi vida ocultándome en la oscuridad, eso no será vivir. Nicole me dijo algo sobre tu pasado, y creo que entenderás lo que es sentir desesperación. Sentir que estás condenado a la oscuridad para siempre. Se le pusieron los ojos húmedos. No lo estaba fingiendo, no demasiado. Casi todo era verdad. Harry cerró los ojos, tragó compulsivamente, situó su gran mano sobre la de ella. Podía sentir el latido constante y fuerte de su corazón bajo su palma, y la fuerza y la calidez de su mano sobre la de ella. Fuerte y constante, los dos atributos de Harry. Volvió a tragar. —Cariño... no puedo soportar pensar en que te hieran. Y pensar que puedes caer en las manos de Montez... me vuelve un poco loco. —Sí —dijo ella. Lo veía—. Sé lo que te estoy pidiendo. Pero necesito sentir el sol en mi rostro. Aunque solo sea durante media hora. Los músculos de su mandíbula trabajaron mientras él procesaba toda esa información. Ellen sencillamente esperó. No podía hacer nada más. Si él quería mantenerla de puertas adentro, ciertamente no podía iniciar un combate de lucha libre con él para escapar, ni tampoco engañarlo. Y no tenía más palabras para soltarle, porque se le quedaban atragantadas en la garganta, tensa por el ansia. Le había dicho cómo se sentía y ahora era cosa suya. Harry abrió los ojos y la miró, su dorada mirada fiera y penetrante. —En ningún momento estarás a más de un metro de distancia. Estarás pegada a mi lado como pegamento. ¿Lo entiendes? Su corazón empezó a latir, feliz. —Sí, por supuesto. —Me voy a llevar a Sam y Mike conmigo, y estaremos armados. ¿Está claro? Ay, Dios, iba a destrozarles su domingo. ¿Valía la pena? Lo consultó consigo misma y decidió que sí, sí valía la pena. Estaba hambrienta de aire fresco. Por dentro levantó un puño en señal de victoria.
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—Estaremos fuera un máximo de media hora. Media hora no era mucho, pero era mejor que nada. Su mirada no se apartó en ningún momento de la de ella. Había solo una respuesta posible. —Sí, Harry. Él alargó la mano hacia la mesilla de noche, manteniendo sus ojos en los de ella mientras abría su móvil y pulsaba un número de la marcación rápida. —Harry, sí. Escucha, Ellen quiere caminar por la playa. Yo no estoy a favor, pero lleva un año sin caminar a la luz del sol, y sé exactamente lo que se siente. No me gusta, pero lo entiendo. Media hora. Podríais venir Mike y tú... —dejó salir aire de alivio mientras escuchaba—. Seh, gracias. Te veo abajo en quince minutos. —Cerró el móvil y se giró hacia ella, sonriendo—. ¿Y qué estás esperando? Vístete. Vamos a ir a caminar por la playa. ¡Sí! Dos minutos más tarde, Ellen estaba esperando junto a la puerta, botando de un pie al otro de los nervios, esperando a que Harry estuviera listo. Abajo, para su consternación estaba Nicole esperando con Sam y Mike. Ellen se dirigió a Sam para protestar por la presencia de Nicole, pero antes de poder hablar Nicole le sonrió y le guiñó un ojo. —Ellen, hola. Qué buena idea ir a dar un paseo. Es un día tan bonito, ¿verdad, Sam? Venga, vamos. —Le echó a su marido una dura mirada que le dijo a Ellen que habían discutido sobre esto. Sam murmuró algo y Nicole lo ignoró, tomando a Ellen por el brazo y empezando a caminar. Los hombres se desplegaron creando un cordón de seguridad alrededor de ellas. Ellen y Nicole pasearon por el pasadizo a la playa como dos divas de Hollywood rodeadas de guardaespaldas. Ellen habría sentido vergüenza pero, ay Dios, ¡qué bien se sentía estar al aire libre! Levantó su rostro al sol e inhaló profundamente, con los ojos cerrados. Tantos aromas, todos ellos buenos. El salitre del mar, rastros del enebro que bordeaba el camino, el olor a pino. El sol era tan cegador que por un momento se sintió como un murciélago, parpadeando por la brillante luz.
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Los hombres caminaban con aspecto sombrío a sus flancos, entrecerrando los ojos hacia esto o aquello, en modo súper-alerta. Rotándose, incluso comprobaban la retaguardia, lo que Harry llamaba sus “seis”. La sostenía por el codo con su mano izquierda, mientras mantenía la derecha libre a su costado, con los dedos flexionados. Sam estaba muy cerca de Nicole, su etéreo vestido flotando junto a él. Mike no estaba pegado a nadie, sus dos grandes manos pendían a los costados y los dedos estaban ligeramente curvados. No tenía duda de que donde fuera que tuvieran ocultas las pistolas, tendrían acceso rápido a ellas. Harry le había contado un gran número de historias sobre la gran habilidad de Mike con las armas. Uno de los mejores tiradores de los Marines, había dicho. Y el modo en que lo dijo fue exactamente con el mismo tono que habría usado para decir que Mike caminaba sobre el agua. Se dirigieron a la arena en formación de falange. Ellen se olvidó de las peculiaridades de su pequeña tribu y simplemente gozó del sol y del mar, de los olores, de la sensación del paseo de terracota bajo sus pies. Se sintió como un cocker spaniel al que habían soltado la correa. Las sensaciones bombardeaban su piel como pequeñas granadas de deleite. La sedosidad del viento, un bálsamo perfumado, la calidez del aire que calentaba sus músculos, relajándola, la exquisita profundidad azul del océano. Ay Dios, necesitaba tanto esto. Un año ocultándose sola en la oscuridad le había roto algo por dentro... caminar al aire y al sol abiertamente la hacía sentir como si su mismísima alma se desplegara. Una vez alcanzaron la playa, Ellen se detuvo y se quitó los zapatos. Los dedos de los pies se le hundieron en la arena blanca, fina y sedosa, y la recorrió un escalofrío de placer. Se atrevió a mirar a Harry. Fiel a su palabra, se mantenía a un brazo de distancia, y ella ni intentó separarse. Estar tan cerca de él era parte de la alegría de esta pequeña salida. Aunque él estaba mirando el mar, comprobando los cuatro botes que había en el océano, sabía que estaba perfectamente pendiente de todo lo que ella hacía. Un lado de su boca estaba apuntando hacia arriba, lo que en idioma harryaspeño significaba alegría histérica. Él estaba feliz porque ella estaba feliz. —Gracias —le dijo suavemente.
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Sus ojos se inclinaron hacia ella, y luego al lado derecho de la playa y luego al izquierdo. —De nada. Y aunque en verdad le habría gustado correr por la orilla y bañarse, con calma fue hacia la arena mojada, con su pequeño séquito siguiéndola. Los patitos seguían a la mamá pato. —Ay, tío —suspiró Nicole. Ella también se había quitado las sandalias. Le colgaban de las manos mientras caminaba hacia el agua. Observaron sus pies mientras una pequeña y ligera alga se enredaba en sus dedos y luego regresaba al océano, llevándose la arena con ella. Era como un suave masaje de pies—. Necesitaba esto. Gracias por pensarlo. —Ya ves. —Ellen se inclinó hacia Nicole y bajó la voz—. Francamente, estoy sorprendida de que Sam te dejara venir, visto lo, hum, protector que es. Feroz también habría sido una palabra apropiada, pero Ellen no quería insistir demasiado en el tema. Nicole sonrió hacia el suelo. La brisa soplaba y hacía que su suelta y ligera túnica se le pegara al cuerpo, haciendo evidente la hinchazón de su barriga. —Es sorprendente lo que unos cuantos halagos pueden conseguir. Ellen sabía precisamente por qué Nicole había insistido en venir: para que esto tuviera sabor a excursión. Así no sería una marcha forzada por la playa con tres hombres armados que estaban ansiosos por volverla a meter a cubierto. —Gracias —le dijo Ellen suavemente—. No debe haber sido fácil convencerlo. —No, no lo fue. —Los pies de Nicole se metieron en el agua clara—. Pero me imaginé que si tú pudiste convencer a Harry y solo lleváis juntos unos pocos días, no sería digna de ser llamada mujer si no pudiera lograr que mi marido me permitiera también este pequeño paseo. Que Nicole se uniera la ponía en riesgo (vale, un riesgo mínimo, pero Sam parecía el tipo de hombre al que incluso un imperceptible riesgo suponía demasiado para que lo pudiera soportar), y solo para hacerla sentirse mejor. Los ojos de Ellen vagaron al horizonte (ahora solo había tres botes) y a la playa. Familias con niños y adoradores del sol, por lo que podía ver. —¿Te va un paseíto?
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—Oh, sí. Empezaron a moverse, con los zapatos colgando de sus manos y con un ritmo tranquilo. Después de un rato se pararon para charlar. El día les hablaba. Un pequeño canto de sirena que hablaba de disfrutar de la vida. Era maravilloso. Un poquito de ejercicio, el glorioso sol cada vez más y más caliente, el calor mitigado por la brisa fresca y ligera del océano. Olitas que se enroscaban como encaje blanco en la superficie del océano. A lo lejos, en la playa unos chicos jugaban un animado partido de voleibol y Ellen sonrió al verlos. Cuerpos fuertes y jóvenes, riendo, saltando, sin más preocupaciones que pasar un buen rato. Inspiró profundamente, encantada, y casi se marea con el aire fresco. Podía sentir circular de nuevo su sangre, los músculos calientes y relajados, el aire claro llegándole hasta los pulmones. Los ruidos de fondo (el suave golpeteo del océano, la risa de los niños, las conversaciones de los adultos a retazos, el viento) unidos formaban algún tipo de suave nana. Ellen se relajaba un poco más a cada paso. Se fijó en que los hombres también estaban más relajados. Todavía estaban vigilantes, pero aquella hosquedad tensa había desaparecido. Su lenguaje corporal era más suave, menos rígido. Sam bromeaba con Nicole sobre el color de su esmalte de uñas en los pies y Mike y Harry discutían acaloradamente sobre algún partido de deportes. Ni siquiera sabía cuál. Intercambiaban insultos que eran divertidos y originales, escabrosamente profanos y anatómicamente imposibles. Se había convertido en lo que ella había deseado con todo su corazón. Una pequeña salida con amigos. Y estos eran sus amigos, lo sentía. Sam y Mike, y sobre todo Nicole. Se preocupaban por ella y ella por ellos. Y luego, por supuesto, estaba Harry. Lo amaba. No había sido un flash luminoso de comprensión. Era como si lo hubiera sabido todo el tiempo, incluso aquel primer día en su oficina. Tan grande, tan quieto y tan dorado. Como un dios. Un dios benevolente. Todavía no se lo había dicho, pero lo sabía. Jamás había sentido algo así antes. De todas las cosas aterrorizantes de su vida, esta tal vez era la que le daba más miedo, pero no había nada que pudiera hacer al respecto.
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Sin importar lo que durara su relación, para ella este hombre era el hombre. Caminaron, todos sonrientes, incluso los hombres. Era un día hecho para sonreír. Sonreír y reír y disfrutar de tus amigos. Para sentir la arena compacta contra tus pies, fría y granulosa, para volver el rostro al viento y dejar que alborotara tu pelo, para dejar que los cálidos rayos de sol penetraran profundamente en los músculos como dedos amables. Ellen caminó, disfrutando de las bromas de los hombres, del sol, la brisa y del bajo murmullo de la gente de la playa, empapándose del día de primavera inusualmente cálido. La soledad del año pasado (y si tenía que ser honesta, la soledad que había sentido toda su vida) estaba empezando a desaparecer, como humo denso y negro disipándose con un viento fuerte y limpio. Por improbable que fuera, parecía como si de hecho hubiera encontrado un hogar allí, junto a estas buenas personas. Gente buena, amable, lista y capaz. Su gente. Ese conocimiento se enlazó a su corazón, cálido y amable. Se lo guardó para más tarde. Lo había hecho de pequeña (guardarse unos pocos recuerdos buenos entre el caos y la locura). Más tarde sacaría el recuerdo durante momentos negros y crudos. Este recuerdo también sería apreciado. Excepto que, bueno, tal vez, solo tal vez, habría más días como este en el futuro. Harry, Mike, Sam y Nicole... tenían vidas estables y eran personas estables. Estarían ahí durante mucho tiempo. Y tal vez ella también. No pienses en eso. Lo deseaba tanto que instintivamente se protegía de pensarlo. Las cosas podían torcerse si las deseabas demasiado. Vivir al día, no desear demasiado, estar agradecida de lo que tenías en ese mismísimo minuto: su mantra. Era una filosofía que le había ayudado en un montón de momentos difíciles. La gran mano de Harry le acarició el dorso de la suya y luego suavemente se la apretó. Su mano era cálida, dura y callosa, el agarre firme pero no tenso. Podría seguir así para siempre. Solo caminando hacia adelante hasta que saliesen de la playa y entonces dar la media vuelta y regresar. Sintiéndose tan malditamente bien. Mike levantó la mirada de los botes que flotaban en el mar.
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—Ey, chicos, ¿qué os parece si esta noche pongo en marcha esa barbacoa que compré hace unas semanas? Habrá que probarla. Tengo unos bistecs de un par de centímetros de grosor en el congelador, echamos unas patatas con piel a las brasas y ¡voilà! Cena. —No tan rápido, listillo —dijo Nicole—. En ese menú faltan verduras y fruta. Los hombres gimieron. Sam puso los ojos en blanco. —Dios, cualquier cosa con tal de que no sea ese brócoli que me hiciste tragar la otra noche. Casi prefiero comerme pelotas de serpiente. —Exagerado —Nicole sonrió—. Y las serpientes no tienen pelotas. Tal vez podría hacer ensalada de col... Hubo varios pops fuertes y eso fue lo último que Ellen oyó. Medio segundo más tarde una tonelada de hombre cayó sobre ella y su rostro fue empujado profundamente en la arena. Harry estaba encima suyo, con una gran pistola negra en la mano, buscando. Sam estaba sobre Nicole y también había sacado su arma. Mike tenía el arma más grande y la sostenía apoyado sobre una rodilla mientras la agarraba con ambas manos, moviéndose con gestos precisos, del lado del mar al lado de la arena. Ellen no podía respirar, casi ni entendía lo que estaba pasando. El tiempo se detuvo, se alargó. —¡Libre! —¡Libre! —las profundas voces de Sam y Harry le imitaron. Harry se levantó un poco y Ellen jadeó al respirar arena. Era un hombre grande y le había saltado encima con tanta fuerza que le había sacado el aire de los pulmones. Le dolían las costillas y la arena le había abrasado las rodillas y los codos. Harry, Mike y Sam se levantaron, con las pistolas todavía fuera. Ella levantó la cabeza y vio a gente rodeándolos, paralizados ante la imagen de hombres de aspecto peligroso con armas en las manos. Dos niñitas se escondían detrás de las rodillas de su padre. El susto pasó. Una de las niñitas gritaba. Estaba agarrando un puñado de globos. Unos cuantos habían explotado. Ese había sido el ruido que habían oído. —Sam —Nicole gimió y todos se volvieron hacia ella. Estaba tumbada de lado, hecha un ovillo por el dolor.
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Más caliente que el Protectores 02
—¡Nicole! —Sam se quedó blanco, cayendo de rodillas junto a ella—. Ay Dios mío, corazón. ¿Te he hecho daño? Joder, te he hecho daño. ¡Joder, joder! ¿Dónde te he hecho daño, nena? —Le palpaba nerviosamente por todas partes, intentando descubrir si tenía algún hueso roto, aunque casi tenía miedo de tocarla. Era un hombre grande, más pesado incluso que Harry y acababa de comprender que se había tirado sobre ella, su esposa embarazada. —Sam —susurró Nicole—. Sam. El bebé. Todos miraron horrorizados la mano con la que Nicole estaba rodeando protectoramente su barriga y la sangre que goteaba por el vestido.
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Harry colgó el teléfono y se acercó a la esquina del sofá donde Ellen estaba hecha un ovillo. Tenía las piernas rodeadas por sus brazos, un bonito pie descalzo colocado sobre el otro, temblando, aunque el día todavía era cálido. Levantó la mirada y Harry parpadeó al ver el dolor en aquellos hermosos ojos verdes. Parecía como si le hubieran flagelado. —Era Mike. —en aquel momento Sam no había sido de fiar tras el volante, por lo que Mike había llevado en coche a Nicole y a un abatido Sam hasta el Sharp Coronado Hospital y aparentemente había roto un par de récords de velocidad para hacerlo. Podía hacerlo porque era uno de ellos. Era un ex poli del departamento de policía de San Diego. Jamás le llegaría una multa. —¿Y? —casi ni le salía la palabra de lo que le temblaba la voz. Amablemente él desenganchó una de sus manos del agarre mortal que mantenía alrededor de sus piernas, como si sus brazos fueran la única cosa que la mantenía unida, y se la apretó. Estaba fría como el hielo. Se sentó en el puf frente a ella, solo mirándola, intentando calentarle la mano. Incluso pálida y en shock, temblando y aterrorizada, era tan hermosa que le dolía el corazón. Estaba mucho más asustada por la idea de herir a Nicole y al bebé que del peligro que ella misma corría. Dios, odiaba verla así. Y odiaba que Nicole hubiese sido herida, incluso ligeramente. Pero Mike le había dado buenas noticias, las mejores. —Todo bien —dijo suavemente—. Nicole está bien y el bebé también. Mike dijo que incluso Sam estaba tranquilo. Los doctores fueron realmente claros en que el
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bebé no estaba en peligro. Sam se tranquilizó cuando le pusieron a escuchar el latido fetal. El sangrado paró enseguida. Ni siquiera lo llamaron sangrado, lo llamaron manchado. Harry no tenía ni idea de la diferencia, pero como Mike lo había mencionado según el informe médico, estaba claro que sí la había y que Nicole estaba en el lado bueno de dicha diferencia. La respiración de Ellen salió de su cuerpo con una espiración larga y constante, como si hubiera estado conteniendo el aliento. De hecho, ambos habían estado aguantándolo durante el último par de horas. Harry amaba a Sam y Sam amaba a Nicole, así que Harry también amaba a Nicole. Por ella misma, porque era una buena mujer con un corazón amable y porque era muy buena para Sam. Mientras esperaban noticias, cuando había soltado un montón de perogrulladas a Ellen sobre lo bien que iba a salir todo, no se las había creído ni él. Solo ahora, cuando el bebé había estado en peligro, se había dado cuenta de lo mucho que deseaba tener una sobrinita a la que malcriar. Aunque no lo había hablado con Mike, sabía que él se sentía igual. Y Sam, bueno, Sam ya estaba loco por la niñita. Tener una niñita cerca, observarla crecer segura en una familia amorosa, ser tíos de corazón aunque no de sangre... bueno, la idea se sentía bien. Realmente bien. Algo nuevo, fresco y limpio en sus vidas. —Ambas están bien, madre e hija —repitió suavemente. Todavía estaba mirándolo, tiesa, intentando leerle el rostro. Intentando descubrir si le estaba diciendo la verdad —. De hecho, Nicole insiste en irse a casa pero no sé si lo logrará. Mike dice que Sam todavía está bastante acojonado. Primero lo notó al tomar su mano y sentir como esta temblaba salvajemente en la suya. Los temblores subieron por su brazo hasta que todo su torso tembló. Se mordió los labios. Las palabras brotaron de golpe. —Es todo culpa mía. No habría pasado nada de esto si yo no hubiera estado allí. Si no hubiera llevado mis problemas conmigo. No puedo ni pensarlo. Nicole podría haber pedido a su bebé y habría sido culpa mía. Mientras esperaba noticias no había llorado, simplemente se había hecho un ovillo con su miseria, pero ahora las lágrimas empezaron a derramarse. Harry no podía soportarlo. Sencillamente no podía soportar verla así. Se levantó y se sentó con ella sobre su regazo.
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Ellen ni intentó disimular que estaba llorando. Giró la cara hacia su cuello, dejando escapar un sonido de sufrimiento que le puso los pelos de punta, y se dejó ir. Dios. Duró una eternidad. Lloraba tanto que pensó que le iba a dar un ataque, tanto que tuvo que tragar dos veces buscando aire. Harry ni intentó detenerla. Mientras su pecho suspiraba y le mojaba la camisa, él solo la sostuvo en brazos, tan fuerte y completamente como le fue posible, un brazo rodeándole la cintura y el otro cubriéndole la parte de atrás de la cabeza, intentando estar en tanto contacto físico con ella como le fuera posible. El consuelo de su cuerpo era lo que necesitaba ahora y él estaba más que deseoso de dárselo. Estaba enroscada en su regazo, rodeándole el cuello con los brazos, agarrándose como para salvar la vida, llorando desde el corazón. Llorando por Nicole y por el bebé que casi había perdido, pero también por el año de vida que le habían robado. Por tener un talento de primer nivel y estar aterrorizada de usarlo en público. Por la muerte de su agente, que en el fondo de su corazón consideraba que era culpa suya. Por verse obligada a una vida de continuo ocultamiento, siempre mirando detrás de su espalda, siempre temerosa. A Harry le habría encantado tranquilizarla y decirle que todos sus problemas se habían acabado, que ahora él estaba allí. Pero sin importar lo mucho que deseara protegerla, sin importar lo cerca de ella que se mantuviera, una bala podría encontrarla en un segundo. Un rifle con silenciador a un kilómetro de distancia era algo de lo que no podía protegerla. El presidente de los Estados Unidos estaba protegido todo el tiempo por doscientos hombres y mujeres altamente entrenados, y mira cómo salían las cosas. De tanto en tanto algún presidente acababa reventado. Así que aunque le pudiera prometer que la protegería, no podía prometerle que la mantendría viva. Ella lo sabía. Se había pasado todo el año anterior en alerta roja, con la adrenalina recorriéndole el cuerpo, probablemente chequeando todo cada dos por tres, dando un bote cada vez que oía ruidos extraños, sospechando de los desconocidos, permitiéndose solo el más ligero de los sueños porque a la hora de dormir era cuando empeoraban los terrores. Básicamente ella se había pasado un año en guerra, bajo fuego enemigo.
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Los soldados tenían acceso a loqueros, tenían colegas comprensivos si se les iba la pinza y al menos estaban entrenados para devolver el golpe. Si jodes a un soldado de los Estados Unidos te viene una avalancha de dolor encima. Ella había estado sola y vulnerable, cada segundo de cada jodido día. Era una hermosa mujer con un talento incomparable que el mundo debería estar celebrando, y en vez de eso el gilipollas de Montez la había hecho ocultarse en la oscuridad como a una cucaracha. Tenía todo el derecho del mundo a llorar. El ataque de llanto empezó a disminuir, más porque la había dejado exhausta que por otra cosa. Finalmente soltó un pesado suspiro y se colocó mejor contra él. Gracias a Dios que estaba enroscada sobre su regazo y no en su ingle, así no sentiría su erección. Aunque sería un milagro si no notaba el calor que emanaba de allí. Mierda, lo estaba quemando vivo, como si algún graciosillo le hubiera echado en los pantalones un caldero hirviendo. Si había un truco que había aprendido después de haber muerto casi dos veces y de haber, otras dos veces, regresado lentamente a la vida, era la capacidad de apagar las señales de diferentes partes de su cuerpo. El año pasado se había desconectado del dolor de las cirugías y de la cadera hecha pedazos. Sencillamente bloqueaba toda sensación de cintura para abajo. Intentó hacerlo ahora, porque en su momento había sido un buen truco para cortar el dolor. Se ayudó junto con un poco de alcohol y una tal Eve en su iPod. Así que ahora que ya no estaba sintiendo nada de dolor, uno diría que sería capaz de hacer eso de nosentir-dolor-de-cintura-para-abajo. Pero no. De hecho, su polla le gritaba que continuara. Que se metiera dentro de Ellen tan rápido como pudiera, ahora que el ataque de llanto había cesado y ella tal vez estuviera más dispuesta a un poquito de rozamiento. No. Harry no hizo eso. Conocía a hombres que equiparaban sexo al dolor. Que disfrutaban de follarse mujeres angustiadas, y mejor si eran ellos quienes causaban la angustia. Una mujer con dolor era un afrodisíaco para ellos. Lo había visto muchas veces, su madre había jodido con un montón de tíos así.
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Harry era mejor que eso. Se había pasado toda su jodida vida probando que era mejor que eso. El sexo consentido entre adultos era uno de los grandes placeres de la vida. Diversión mutuamente satisfaciente. Hacer el amor con alguien importante para ti, que amases, era algo bendito. Y Harry amaba a Ellen. Tal vez la había amado ya antes de conocerla. En el instante en que la vio, una mujer hermosa y asustada en su oficina, fue como si algo en el universo hubiera encontrado su lugar. Algo real, algo necesario. Así que tener una erección mientras ella lloraba desesperadamente en sus brazos lo avergonzaba, le repugnaba. Le traería a Ellen una taza de té y se daría una ducha fría y vería si podía pajearse, bajar la erección. O si eso no funcionaba, le pondría hielo, le daría con un martillo, haría algo. Se movió en el sofá, preparándose para levantarla de encima suyo cuando ella se sentó, giró la cabeza y lo miró a los ojos. Y, joder, su cadera acabó justo sobre su polla. Oh, mierda. —Lo siento, cariño —dijo miserablemente—. Yo solo... Ella hizo un sonido como de shhh, colocando las palmas de sus manos en las mejillas de él, obligándolo a mirarla a los ojos. Ay, Dios, ¿Cómo podía estar tan hermosa después de pasarse llorando media hora? La mayoría de las mujeres tenían una pinta asquerosa después de llorar. Ojos y cara roja e hinchada. Ellen sencillamente parecía un poco más sonrosada del blanco hielo de antes, sus ojos brillantes por las lágrimas y una tristeza en su cara que cortaba hasta los huesos. Infiernos, incluso viéndola así, ¿por qué no podía bajarse la jodida erección? —¿Harry? —susurró. —¿Sí? —susurró él también. —¿Harías algo por mí? —Cualquier cosa, cariño. Lo que sea. Ella se inclinó hacia delante, la parte baja de su vientre justo rozando su polla, los labios tocando los suyos. Contra su boca, susurró: —Llévame a la cama y hazme el amor.
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Necesitaba esto como necesitaba el sol por la mañana. Una celebración de la vida. Una celebración al saber que Nicole y su bebé estaban bien y que ella también, al menos de momento. Y los momentos eran lo que tenías garantizado en la vida, ¿verdad? Nadie podía prometer que Harry o ella no morirían hoy, mañana. Al final había que celebrar todos y cada uno de los momentos de alegría. Y estar con Harry era pura alegría. Cuanto más lo conocía, más podía ver más allá del exterior de chico increíblemente duro. En verdad lo era. Era fuerte y valeroso y capaz de abatir a tres tíos malos. Pero dentro, dentro de aquel exterior tan duro, había un tierno corazón. El tipo de hombre que todavía lloraba a su madre asesinada y a su hermanita, que había luchado casi a muerte por ellas. El tipo de hombre que, junto a sus hermanos, sin dudarlo se había puesto en la línea de fuego por mujeres y hombres que necesitaban ser protegidos. Este hombre era un protector perfecto. Y lo hacía de una manera ligera, sin aspavientos. Si no estabas al tanto, ni te dabas cuenta de que estabas siendo protegida. Él sencillamente... estaba allí. Era una cualidad que jamás había conocido en un hombre. Los hombres tomaban (sexo, amor, tu dinero) todo, si no tenías cuidado. Era tan raro tener a un hombre que daba en vez de tomar. Tal vez podría darle algo a cambio. —Venga. —Se levantó y tiró de sus manos hasta que él también se levantó. Era una bonita tarde. El apartamento estaba iluminado por los rayos del sol, volviendo todo dorado, incluido el hombre que la seguía al dormitorio. Las otras veces que habían hecho el amor él lo había iniciado, pero esta vez parecía feliz de seguir su guía. Y ella descubrió que eso le gustaba. Jamás había tomado la delantera antes y ahora comprendía que era porque no se había interesado lo suficiente. Ahora se interesaba. Oh, sí, lo hacía. En el dormitorio se giró hacia él, las cortinas de algodón blanco flotaban con la brisa del atardecer, trayendo el olor del océano. Estaban separados por unos centímetros, de pie, y Ellen tuvo que echar atrás el cuello para mirar a Harry a los ojos. Aquellos ojos dorados, calmos. Paciente y estable, esperando a que le indicara qué hacer.
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Bueno, pues de acuerdo. Primero, las ropas fuera. Más fácil de decir que de hacer, descubrió, mientras le sacaba la camiseta de los tejanos e intentaba quitársela por la cabeza. No había manera de que llegara a su altura, ni siquiera poniéndose de puntillas. Volvió a apoyase en los talones, le besó su pecho desnudo y dijo: —Tendrás que continuar tú a partir de aquí. —De acuerdo —susurró él, sus ojos fijos en los de ella. En un instante la camiseta cayó al suelo. De alguna manera él había comprendido que ella quería seguir al mando, así que no se movió, solo se quedó allí, los pies ligeramente separados, las grandes manos a sus costados. Ellen le desabrochó el cinturón, le bajó la cremallera, sonriendo un poco cuando él hizo un gesto de dolor. Estaba exageradamente excitado, y la cremallera debió dolerle un poco. Oh, bueno, era un tipo duro, podía soportarlo. Le bajó los tejanos por aquellas piernas largas y musculosas, arañando el interior de sus muslos para ver qué haría él. No hizo nada excepto verse más dolorido, pero su pene... ah, ese dio un brinco dentro de sus calzoncillos. Así como un músculo se tensó en su mandíbula. Mmm. En un minuto camiseta, tejanos y calzoncillos estaban perfectamente colocados sobre una silla, los zapatos y los calcetines fuera y él estaba en pie ante ella, en toda su dorada gloria. Ellen lo estudió ansiosa, insertando todo en su memoria. Los músculos largos y magros, la pose firme de soldado, el vello dorado sobre su pecho estrechándose abajo hacia su magro estómago, el vello sobre su ingle, más espeso y oscuro, y enmarcando su... ay Dios. Su pene era tan grueso y largo que casi le llegaba al ombligo, la sangre recorriéndolo en pequeñas oleadas cada vez que lo miraba. Era tan enorme que era un milagro que su cuerpo lo pudiera acomodar, pero lo había hecho. De hecho, incluso ahora se estaba preparando para él, con solo mirarlo. La carne entre sus muslos se volvió más cálida y húmeda, y podía sentir algo desatándose profundamente dentro de sí, su sexo y su corazón, ambos. No hizo gesto de tocarlo; ahora mismo solo mirarlo era bastante. —Eres tan hermoso —susurró. Lo había sorprendido. Su cabeza se inclinó un poco. Un lado de su boca se curvó, la versión de Harry de una sonrisa entera.
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—Esa frase es mía. —¿Ah sí? —Sí, él le había dicho muy a menudo que la encontraba hermosa—. Pero lo digo en serio. Eres tan hermoso. Eres... eres perfecto. Esta vez sí hubo una sonrisa entera, una de las pocas que jamás le había visto en su cara. —Pregunta a mis hermanos sobre eso. Creo que diferirían. —Ellos te quieren —le dijo ella. —Sí, lo hacen. —Su pecho se expandió con una respiración profunda—. ¿Y por qué estamos hablando sobre ellos en un momento así? Porque son una parte muy importante de ti, quería decir, pero no lo hizo. Había muchas cosas que quería decirle, pero no había tiempo. Así que alargó la mano y lo tocó, finalmente, colocando su mano abierta sobre su corazón. Oh, cuánto le encantaba hacer eso. Sentir los pelos, el magro y duro músculo de debajo, y de fondo el fuerte latido de su corazón. Dio un paso para acercarse más y sintió ese corazón acelerándose. Ella tenía ese poder. El poder de hacer que el corazón de este guerrero se acelerara. —Ven conmigo —murmuró. Estaban solos en la casa; no había motivo para mantener la voz baja, pero el momento lo pedía. El mundo entero estaba apagado, como esperando algo, y cualquier ruido sería solo una distracción. Él dio un paso adelante mientras ella lo dirigía hacia la cama. Ellen apoyó una rodilla sobre el colchón, rodó y levantó las manos. No había necesidad de palabras. Tan natural como respirar, Harry cubrió su cuerpo con el suyo, lentamente entrando en ella mientras la besaba. Todo lento y suave, porque el momento lo requería. Se deslizó en ella por completo, besándola profundamente, y pronto su respiración se aceleró y ella pudo sentirle los músculos del estómago tensándose al empezar a moverse en ella. Lo agarró, puso sus manos sobre sus caderas. —Todavía no —susurró, y él se detuvo. Contentándose con estar dentro de ella y besándola. Ellen se arqueó mientras abría sus piernas todavía más para que él se asentara por completo en ella. No quería que se moviera, porque eso aceleraría las cosas y quería congelar el tiempo, que ese momento durara para siempre, pensó, mientras
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memorizaba cada centímetro de él con las yemas de sus dedos. Ese momento era tan precioso. Porque mañana, a esa hora, ella se habría ido y no lo volvería a ver jamás.
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Capítulo 15
El lunes por la mañana, fueron de nuevo al centro de la ciudad en plan pequeño convoy, los tres bajaron al garaje subterráneo. Cuando salieron de los vehículos, los hombres rodearon a la mujer en un estricto y apretado nudo de seguridad. Mujeres, porque Nicole también insistió en ir al trabajo. Dijo que se volvería loca quedándose en casa en la cama, como Sam había insistido. Ella estaba bien, solo bien. Subieron por el ascensor en un apretado cordón de hombres, nadie hablaba ni sonreía. En la novena planta, las puertas se abrieron delante de un tipo creativo, allí de pie con el cabello engominado y cuidadosamente despeinado, llevaba un traje de sarga entallado y con el detalle de un aro en una nariz muy mona esculpida quirúrgicamente. Echó un vistazo a los tres hombres enormes que le fruncían el ceño y se escabulló hacia otro ascensor. Mientras los hombres andaban por el pasillo, el lenguaje corporal del colectivo era como el de Harry el Sucio Vamos basura, alégrame el día. Cuando la puerta de la oficina de Nicole se cerró tras ellos. Ellen abrió la boca y Nicole levantó un dedo. —Si vas a disculparte otra vez, gritaré, te lo juro. Y entonces Sam, Harry y Mike vendrán corriendo y nunca lograremos terminar nada. Ellen se sentía tan miserable. Nicole parecía cansada. Ayer las pérdidas casi se habían parado inmediatamente, pero se pasó el día en el hospital sometiéndose a pruebas antes de volver a casa y se notaba que no había dormido bien. Tenía leves ojeras bajo los ojos. Por supuesto, que no era nada comparado con las que ella tenía bajo sus ojos, porque no había dormido nada de nada por la noche. Ni siquiera había sido capaz de cerrarlos, contemplando con los ojos abiertos de par en par el techo negro,
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escuchando el latido de Harry, recreándose en la sólida calidez a su lado, esperando el amanecer. Pensando en cosas espantosas. Sabiendo lo que tenía que hacer y teniéndole pavor. —De acuerdo. —Nicole dejó la chaqueta cuidadosamente en un colgador perfumado y lo puso en el perchero—. Tengo que acabar una traducción urgente para un banco de Luxemburgo y tú tienes que ahorrarme algo más de dinero. Así que vamos a trabajar. —Se sentó en la mesa deslizando su disco duro portátil. Su tono fue enérgico pero los movimientos fueron lentos. Estaba batallando con esto de una manera que Ellen reconoció y respetó. Nicole podía utilizar un millón de excusas y nadie pensaría menos de ella. Si hoy quería quedarse en casa —la semana siguiente o incluso el año siguiente— su marido estaría más que contento. Pero tenía una empresa que mantener, gente que dependía de ella para ganarse el sustento y clientes que esperaban de ella que entregara un buen producto a tiempo, así que allí estaba, cansada y temblorosa, pero lista para empezar el día laboral. Lo mínimo que Ellen podía hacer era ofrecerle ese poco. Nicole había estado ridículamente atrasada con las cuentas. Ellen le había montado un sistema sencillo y racional que sería fácil de seguir y trabajaba con ahínco para encontrar modos de ahorrar impuestos. Ellen se sentó en la mesa, alcanzando el maletín a sus pies. Estaba utilizando el portátil de Harry en vez del de Nicole porque había estado trabajando en los archivos de Nicole durante el fin de semana y sus hojas de cálculo estaban allí. —Arañé otro par de miles en impuestos diferidos y con un poco de suerte creo que podré montar una empresa con una estructura algo distinta para ti, así podrás deducirte más cosas. Eso te ahorrará al menos diez mil dólares en impuestos durante los próximos cinco años. —Guau. —Nicole ladeó la cabeza hacia la izquierda del monitor y le ofreció una sonrisa deslumbrante—. Eso es genial. Muchísimas gracias. Y —sostuvo un elegante dedo de punta rosada—, no te disculpes de nuevo. Si te disculpas te haré daño físico. No lo olvides, puedo ser más mala que Sam, Harry o Mike. No creo que ninguno de ellos pudiera hacer daño a una mujer, pero yo sí. No me hagas hacerte daño. Ellen tenía la boca abierta para darle las gracias y disculparse una vez más, pero la cerró. La idea de Nicole luchando con ella en el suelo era tan ridícula que tuvo que sonreír.
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—Quédate con esa idea. —El procesador de Nicole pitó y ella se inclinó sobre el teclado—. Ve a ahorrarme algo más de dinero. La comida es a las doce y media. Ensalada con queso de cabra, un bocadillo de verduras al grill con pan de focaccia, rodajas de manzana de postre y todo regado con té verde. Pedí la misma comida para los hombres. Suerte que estas paredes están bastante bien insonorizadas, porque los escucharás quejarse desde aquí. Ahora vamos a concentrarnos. —Y despareció tras el monitor. Ellen abrió el portátil de Harry y enchufó los auriculares marca Bose. El portátil que le había dado estaba cargado con música fabulosa. Adoraba el aislarse del mundo con la música cuando se concentraba en el trabajo. En un segundo, tenía abierto un programa de hojas de cálculo y a Billie Holiday ronroneando en sus oídos. Vale. Ellen iba a hacer hoy un trabajo genial para Nicole. Iba a instalarle un programa especialmente diseñado que calcularía automáticamente el mejor método de facturación y comisiones de Nicole, sopesando la combinación del apremio en la traducción, las dificultades técnicas y la rareza del lenguaje, junto con una estructura racionalizada de presentación de impuestos. Iba a ser su mejor regalo de despedida para Nicole. Antes de desaparecer. Se estuvo debatiendo con esta decisión toda la noche, contemplando en la oscuridad sin una lágrima, manteniéndose cerca del corazón de Harry. No había manera de vadearlo a excepción de ir directa y forzosamente por el camino complicado. Montez la perseguiría siempre. Año tras año temiéndole y escondiéndose. Teniendo miedo de estar al descubierto, de obligar a sus nuevos amigos a vivir bajo una sombra. Era muy probable que lo que Nicole había averiguado fuera lo más que un civil pudiera descubrir. Los siguientes pasos tenían que hacerlos los oficiales de las fuerzas del orden, preferiblemente el FBI. También era un asunto moral. Cuanto más esperara Ellen en dejar este embrollo en las manos capaces del FBI, más tiempo tendría Gerald para echar a perder cualquier evidencia que pudiera dejar. Incluso puede que fuera demasiado tarde. Tal vez se había equivocado en pasarse el último año con miedo y escondida.
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Quizás debería haber sido más audaz, acudir antes al FBI. Había estado tan asustada, tan aterrorizada de esconder la cabeza bajo el suelo, que tal vez se había asegurado de que Gerald saliera impune de asesinato, dos veces. De hecho, tres veces, incluyendo a Frank Mikowski. Si Gerald salía impune de esta, sería culpa suya. Gerald se pasaría el resto de su vida haciéndose más y más rico, haciéndose incluso más poderoso, sin pagar nunca por sus crímenes, mientras Ellen permanecía escondida en la oscuridad, preocupada cada segundo del día por poner en peligro a la gente que más cariño tenía. Y en el caso de Harry, amor. Inconcebible. Ayer fue una falsa alarma, un par de globos que estallaron. Pero Harry tenía razón, podría haber sido Gerald o uno de sus secuaces. En cualquier momento, ella podría estar en el punto de mira de algún francotirador contratado por Gerald. En cinco meses, Nicole tendría a su bebé y Ellen estaría permanentemente sudando de ansiedad porque Gerald pudiera matarla a ella, a Nicole y al bebé. Él no dudaría. Si descubría dónde estaba, mataría a todos los que estuvieran con ella por si había hablado. Era demasiado tarde para evitar que Nicole se convirtiera en una amiga. Todo lo que sabía de Nicole le decía que se preocupaba por Ellen y que era sumamente leal a la gente que le importaba. No permanecería alejada de Ellen solo porque había la remota posibilidad de que Gerald la atrapara con ella. Aunque era más que una posibilidad remota. Le había dado alcance en Seattle; sabía que había estado en San Diego. Gerald era inteligente, rico y tenía enormes recursos. De algún modo sabía cómo localizarla. Ya lo había hecho antes. Ellen había sido cuidadosa cuando tuvo que producir los discos. Los músicos, intrigados, habían estado en la otra habitación y nunca la vieron, no había firmado nada con su nombre, ni siquiera a nombre de Irene Ball, si no a nombre de una pequeña empresa que había creado, donde de hecho no aparecía el nombre de nadie excepto el de un abogado que trabajaba por internet para empresas como la suya. Pero Gerald había encontrado y torturado a Roddy. ¿Quién sabía lo que se había visto obligado a decir? ¿Quién sabía si Roddy había dicho algo que ayudara a Gerald a encontrarla? ¿Quién sabía si había cubierto bien sus huellas? Había tenido mucha suerte al mantener en secreto su amistad con Kerry. Sin ni siquiera hablar de ella, nunca se habían mostrado afecto en público, rara vez se
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llamaban y nunca salían juntas. Tenían un muro de mensajes, accesible solo para ellas y allí planeaban sus encuentros. La mayoría en casa de Kerry. Ni siquiera Mario, el propietario del Blue Moon, se había dado cuenta de lo amigas que eran. Así que Kerry no debería estar en peligro. Pero había otras maneras de encontrar a la gente. Las calles de San Diego estaban cubiertas por cámaras de seguridad. ¿Podría vivir aquí llevando gafas de sol enormes, vestidos sin forma y sombreros de ala ancha? ¿Cada santo día? ¿Sin cometer ni un error? Se volvería loca. Más que nada también volvería loco a Harry y le arruinaría la vida. Y ya que estaba integrado en un grupo muy unido de gente que lo quería y habían empezado a quererla a ella, también les arruinaría la vida. Y al bebé de Nicole... La mente de Ellen se quedó dándole vueltas a ese pensamiento aterrador. Perjudicar al bebé. Qué supondría para Harry. Harry había perdido a su hermanita. Nunca sobreviviría a que asesinaran al bebé de Nicole y Sam. Ella tampoco sobreviviría a eso. Cuanto más se quedara, peor sería. Cuanto más se quedara, más cariño les tendría, más integrada estaría en sus vidas. Y después del nacimiento del bebé, también lo amaría. Un rehén más para la locura y crueldad de Gerald. Dios mío. Tenía que irse. Tenía que irse ahora antes de que una de estas personas maravillosas saliera herida. Quería quedarse, pero tenía que irse. La voz triste y hermosa de Billie salía de sus audífonos, suplicando un sueño o dos. Todos los sueños habían desaparecido. La pantalla frente a ella se volvió borrosa y refractante cuando se le llenaron los ojos de lágrimas pero las contuvo a fuerza de voluntad, pasándose rápidamente el dorso de la mano furiosamente sobre los ojos. Las lágrimas eran una debilidad peligrosa.
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Lo que iba a hacer —tenía que hacer— en la siguiente media hora, era difícil, porque iba a tener que zafarse de Nicole, que no era tonta, y de los tres hombres que estaban muy alerta. Sin lágrimas, sin pensárselo dos veces, sin dudar. Tenía que ser valiente y decidida, tomárselo paso a paso. Lo primero, soltar todo este embrollo en el regazo del FBI. La página web de la sucursal del FBI en San Diego era muy instructiva. La persona al mando de la oficina —el título oficial era Agente Especial al Mando— era una mujer, Karen Sands. Incluso había una foto de ella, una mujer atractiva con el pelo lacio y de color rubio claro, mirando con audacia a la cámara. Tenía un aspecto de seguridad en sí misma, competente y sin temor. Justo lo que necesitaba Ellen. Entre canciones, levantó un auricular y escuchó el sonido tranquilizador de Nicole profundamente inmersa en su traducción, tecleando las palabras con un golpeteo constante. Nicole no le estaba prestando nada de atención. Bien. Había un botón de CONTÁCTANOS para informar de un crimen. Ellen dudó durante un momento con los dedos curvados sobre las teclas. Esto era así. Tras alertar al FBI, no habría vuelta atrás. Eliminaría a Harry y a sus amigos de su vida y le rompería el corazón a Harry. Pero mejor romperle el corazón que ser la causa de otra muerte. Después de un momento de duda, Ellen rellenó los datos de la página con su nombre verdadero, sin dar una dirección. Es de suponer que fueran capaces de rastrear su posición utilizando la dirección IP, pero para ese entonces, ya estaría en la oficina. En el campo del mensaje puso que tenía razones para creer que un contratista del gobierno, Gerald Montez, director general de Bearclaw, había robado dinero del gobierno de los Estados Unidos en Bagdad y había matado a tres personas. ¿Debería pedir una cita? No, decidió. Mejor no esperar una respuesta. Mejor presentarse en sus oficinas. La dirección dada era Aero Drive, en la parte norte de la ciudad. La página ofrecía una foto de la fachada del edificio, una combinación inconfundible de mármol blanco y cristal oscuro en forma de una gran Y oscura. Lo reconocería cuando el taxi se acercara.
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La puerta se abrió y se cerró. Bien. Nicole había ido al baño del pasillo. Se quejaba que ahora al estar embarazada prácticamente vivía en el baño. Estaría un rato. Cuando volviera, Ellen se largaría. Solo que en vez de ir al baño, seguiría andando por el pasillo, entraría en el ascensor, en un taxi hacia la oficina del FBI y a una nueva vida. Una vida estéril, una vida vacía, pero una vida donde todo el mundo que le importaba estaría a salvo. Tardarían un rato en descubrir que había desaparecido. Para cuando Nicole se diera cuenta de que Ellen estaba tardando mucho rato en el baño, ella ya estaría de camino a Aero Drive en un taxi. Había acabado el programa de la hoja de cálculo y resuelto las cuentas de Nicole, contenta en poder dejarle algo, un pequeño agradecimiento por su amistad. ¿Qué podía dejarle a Harry? Su corazón. Querido Harry. Esto es lo mejor y tú lo sabes. Es un juego de espera y el tiempo corre a favor de Gerald. Cuanto más espere, más tiempo tendrá él para encontrarme y más nos sumiremos en la preocupación, tú incluido. A Nicole no le pasó nada, pero podría haber pasado. Nunca podría vivir si se hubiera hecho daño o perdido al bebé y pienso que lo mismo vale para ti. Voy al FBI y pediré protección, así que no te preocupes por mí. Debería haberlo hecho hace un año, pero en cambio tomé el camino de los cobardes y huí. Aunque tal vez, como diría una amiga mía New Age, el universo quería que fuera una cobarde porque tenía que encontrarte. Te quiero, Harry. Te quiero tanto que tengo que dejarte, porque no puedo soportar el pensamiento de que te hagan daño. No sé qué más decir. Ellen. Le envió el e-mail rápidamente antes de perder el valor y derrumbarse.
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Cuando pulsó la tecla de enviar fue como pulsar la tecla que hiciera detonar su corazón. Aunque, tal vez quedaba algo de espacio para la esperanza. Solo un poco. El FBI tenía enormes recursos. Quizás pudieran exponer un caso contra Gerald con rapidez. Encerrarlo para siempre, darle un apretón de manos y decirle Eres libre para irte. Era una posibilidad ¿no? Eso era hacerse ilusiones, pero... qué pensamiento más atractivo. Un par de meses para montar el caso, Gerald procesado y condenado con rapidez. Ellen regresando a San Diego, a los brazos de Harry, poder vivir con él sin ocultarse de nuevo. Compartiría su vida con Harry, cantando y llevando las cuentas de todo el mundo. Por Dios. Se estremeció por el anhelo. Aquello no iba a suceder, pero podría. Ese pensamiento iba a tener que sostenerla en los meses oscuros y quizás en los años venideros. Harry estaría furioso, tal vez nunca la perdonaría. Aunque sabía que sentía cariño por ella, habían estado tan solo unos días juntos. Sabía que siempre lo amaría, pero quizás si llevara mucho tiempo montar el caso y ella volviera en uno, dos o tres años, él habría seguido con su vida. Estaría loco de no proseguir con su vida. Así que había otro horrible escenario que convocar. Regresar en un año o dos, excitada y esperanzada. Harry saliendo ¿No te conozco? Con un niño en los brazos y una esposa embarazada a su lado. De hecho esa idea dolía. Había otra persona con la que tenía que contactar. Kerry. ¿Le permitirían un portátil mientras estuviera bajo la tutela del FBI? ¿La espiarían? Tal vez lo harían. Antes tenía que contactar con Kerry, contarle que estaba bien, contarle que no se preocupara. Con todo lo que había sucedido, ella no había comprobado su muro de mensajes. Kerry estaría histérica. Ellen había desaparecido sin decir una palabra y no había estado en contacto desde entonces. Ahora mismo Kerry no sabía si Ellen estaba en manos enemigas, enferma, muriéndose o muerta. Una repentina punzada de vergüenza la traspasó. Kerry se merecía algo mejor.
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Comprobó el muro de mensajes, abrió el video adjunto, vio algo terrible surgiendo y simplemente se quedó helada. Había estado sujetando un boli y éste se estrelló contra el suelo. La respiración se le detuvo en los pulmones. Era casi imposible procesar lo que estaba viendo... ¿una persona con un hombro rojo, con una gorra... roja? Kerry. ¡Dios mío! Aquello era Kerry, desplomada en una silla. Le habían... ¡por Dios! Le habían arrancado el cuero cabelludo y despellejado parte del torso. La bilis le subió a la garganta, se inclinó sobre la papelera y vomitó el café y el yogurt que había tomado para desayunar. Una voz profunda y digitalizada provino a través de los auriculares. —Ellen Palmer, esta es tu amiga Kerry. Se sentó, temblando, sollozando, meciéndose hacia delante y atrás en estado de shock. No quería oír nada más, no podía. Aquello había aumentado a un nivel de horror con el que no podía tratar. Esa voz extraña de insecto le estaba diciendo algo pero no podía entenderlo, no quería entenderlo, así que cortó el audio. Todo lo que entendió fue que su amiga Kerry, la dulce y amable Kerry, había caído en manos de los monstruos. Sus monstruos. Sus monstruos habían salido rugiendo de las profundidades buscándola a ella y habían encontrado a Kerry. Por puro instinto, temblando tanto que apenas podía teclear las palabras, Ellen envió el archivo al FBI, cogió el bolso y huyó de la sala dando tumbos. Gracias a Dios, no había nadie en el pasillo, porque le habría dado a cualquiera que intentara detenerla. Tenía el corazón acelerado, las piernas apenas la sujetaban. Kerry, la dulce Kerry, que le gustaba la música, los libros y también había estado huyendo de algo. Kerry había sido despellejada como un animal. Esa horrible voz digitalizada, como algo haciendo eco desde las entrañas del infierno, dijo que Kerry estaba viva, pero ¿cómo lo estaría? Y quizás estar muerta fuera mejor que ser despellejada viva. Ellen se dobló en el ascensor, con el estómago encogido, pero todo lo que salió fue bilis. Tenía los ojos tan llenos de lágrimas que apenas podía ver. Cuando las puertas del ascensor se abrieron con un sonido metálico, fue capaz de caminar hacia la salida solo porque era en línea recta y las grandes ventanas dejaban entrar la luz.
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Siguió la luz porque era la única cosa en la que podía pensar y porque por instinto quería luz después del oscuro horror de lo que había visto. En cualquier otro lugar, habría perdido la orientación dándose de golpes en las paredes. Aero Drive. Las palabras aparecieron en su cabeza y anheló estar allí, anheló estar entre los agentes del FBI que echarían un vistazo a ese video monstruoso y arrestarían a Gerald. Lo arrestarían y lo pondrían en el agujero más negro y profundo posible, para siempre. Aero Drive. Tenía que llegar allí. ¡Vamos, vamos, vamos! Machacaba una voz en su cabeza. Porque lo que había visto no había sido humano. Ningún ser humano podría hacerle aquello a otro. Eran criaturas de algún otro planeta. El FBI tenía que ocuparse de esto, porque ella no podía, de ningún modo. Fuera en la calle, se detuvo, parpadeando ante el brillo de la luz. Le ardía la garganta por la bilis que había vomitado, le dolía el estómago y las piernas. Le dolía el corazón. Oh, Kerry. Echó un vistazo atrás para ver si venía un taxi pero todo lo que vio fue a un hombre alto y rubio, casi corriendo hacia ella. Si quería preguntarle una dirección, sencillamente no estaba de suerte. No podía hablar con nadie de un modo racional. Apenas se sentía capaz de decirle al taxista a dónde quería ir. El hombre alto y rubio se movió con rapidez. Ella empezaba a apartarse de su camino cuando sintió un aguijón en el brazo, un coche llegó a su lado y el mundo se oscureció.
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Estaban aparcados un bloque más abajo del edificio Morrison, Piet llevando una escopeta y Montez al volante. Piet tenía abierto su portátil reforzado, buscando atentamente por las páginas web todos los negocios del edificio Morrison y aledaños. Había más de un centenar, pero él era paciente, y además, ¿qué más podía hacer? ¿Hablar con Gerald Montez, que tenía una vena enorme latiéndole en la frente, con el aspecto de estar a la espera de un ataque?
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Preferiría dispararle él mismo. Acababa de abrir la página de un grupo de abogados y la estaba leyendo detenidamente —las tarifas que aquellos cabrones cobraban por hora, y ¿lo llamaban a él criminal?— cuando su portátil hizo un pitido bajo. Montez se sobresaltó. —¿Qué? ¿Qué es eso? —Tranquilo colega —murmuró Piet, pero su corazón se había acelerado un poco, el depredador captando el olor de la presa. Era el final del juego—. Ella está registrada en la red. Tecleó con furia el teclado. Apareció un mapa tridimensional y rotó el plano de un edificio alto. Un punto verde parpadeaba en la novena planta. —Y ella está... sí, ella está en el edificio Morrison. En este puñetero momento. — Manipuló la imagen e introdujo algunos datos—. Y está en la novena planta. Pasando el rato... —Desactivó las especificaciones de distribución del edificio que había cargado durante el vuelo—. Vale. Así que está en la novena planta en una oficina llamada Wordsmith —Volvió a la página—. Una agencia de traducciones. Le echó un vistazo a Montez. —¿Sabe idiomas? Montez sacudió la cabeza, confundido. —No que yo sepa. —¿Tenéis material comprometedor que no deberíais tener en otros idiomas, por ejemplo en árabe? Con eso Montez hizo una pausa. —No —dijo al final. —Entonces ¿qué coño está haciendo en una agencia de traducciones? —Y yo qué sé. —Cristo —empezó Piet asqueado, levantando la cabeza para comprobar automáticamente la calle. Con los ojos bien abiertos—. ¡Allí está! —¿Qué? ¿Dónde? —gritó Montez frenéticamente, pero Piet ya estaba fuera del coche corriendo tras una esbelta figura a unos quince metros por delante de él.
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Palmer miró tras ella, pero no estaba concentrada en él. No tenía ni idea de quién era. Quizás estaba buscando un taxi. Bueno, él le daría un paseo. La alcanzó en unas pocas zancadas. Era más bonita que en las fotografías, con un espeso pelo caoba que brillaba bajo la luz del sol, rasgos elegantes y ojos verdes. Aunque ahora mismo estaba llorando. Por supuesto. Acaba de ver el video de su amiga. Bien, bueno, estaba perturbada. Toda la operación era vergonzosamente fácil. No le llevaría más de treinta segundos. Fluida, de manual. Piet alargó la mano y le rodeó el brazo. Eso es lo que pasaba con los civiles... no reaccionaban. Si lo tocabas sin previo aviso te rompería el brazo antes de que te enteraras. Si lo jodías de alguna manera te encontrarías mirando el mango de un cuchillo que está enterrado entre tu tercera y cuarta costilla, la hoja rebanándote el corazón. Pero Ellen Palmer, no. Incluso estando en estado de shock, iba a todas luces a hablar cortésmente con él. Aunque lo que fuera a decir se perdió, porque la jeringa que tenía escondida en la palma de la mano se hundió profundamente en su bíceps y ella puso los ojos en blanco. El Mercedes llegó por detrás y se detuvo con la puerta trasera a no más de treinta centímetros de él. Por lo menos Montez hacía esto bien. Las rodillas de Ellen Palmer se doblaron. Él la atrapó antes de que cayera.
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Harry estaba sumando el presupuesto para un cliente, pero no tenía la cabeza en ello. Su mente estaba en la pequeña y bonita oficina al otro lado del pasillo de Seguridad RBK, donde estaba su mujer. Tenía que concentrarse de verdad en lo que estaba haciendo, porque el bello rostro de Ellen seguía flotando delante de su campo de visión.
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Había estado tan solemne esta mañana, tan triste. Distante y pensativa, mirando el paisaje por la ventanilla sin verlo de verdad mientras conducían por el puente y se adentraban en el distrito comercial. El incidente de ayer la había asustado en serio. Bueno, caray, lo había asustado a él. Pero era un soldado. Esquivas la bala y lo olvidas. Habrá otra bala, pero hoy no. Nicole estaba bien, el bebé estaba bien, sigamos adelante. Ellen encontró difícil seguir adelante. Tenía un corazón tierno lo cual lo hacía a él todavía más decidido a protegerla. Crissy también tenía un corazón tierno, y había sido acribillada por las criaturas de la noche. Nadie iba a tocar a Ellen, nunca más. Removería cielo y tierra para impedirlo. Tenía un e-mail de Ellen. Antes de que pudiera leerlo, Nicole metió la cabeza en su oficina, con Sam cerniéndose tras ella. —¿Harry? —Nicole parecía preocupada y por un segundo Harry se asustó de que estuviera sangrando otra vez. Tío, ayer le dio un susto de muerte. Se lo había ocultado a Ellen porque ella estaba fuera de sí por la preocupación y la culpa, pero en el fondo el pensamiento de perder a esa pequeña que todos estaban deseando tanto era aterrador. Pero resultó que Nicole estaba preocupada por la única cosa peor que perder al bebé. —Harry —dijo en voz baja—, es Ellen. —¿Qué? —Harry se levantó con unas piernas que de pronto sintió huecas. ¿Qué podría ir mal con Ellen? La había dejado en la oficina de Nicole, lo que era tan a salvo como la tecnología moderna y tres hombres decididos y espabilados podían hacer. —¿Qué le pasa a Ellen? En su esfera, Harry era conocido por mantener la calma. Esa objetividad emocional que le había distinguido toda su vida le vino bien en las misiones y en los tiroteos. Era fácil para él... simplemente desconectar el mecanismo que controlaba sus emociones y estaba disparando todos los tambores. Rápido, sereno y letal. Ahora lo abandonó mientras el terror frío le enturbiaba las entrañas.
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—Se ha ido, Harry. —Sam dio un paso al frente, con el rostro sombrío—. Nicole estaba en el baño y cuando volvió, Ellen no estaba allí. Había vomitado en una papelera. Simplemente salió corriendo, la silla estaba retirada de la mesa. Cliqueé en el monitor del ordenador, y tío qué mierda, vi porqué huyó. Por Dios. —¿Qué? ¿Qué había? Sam vaciló. —Nada bueno —Se giró hacia Nicole y dijo con dulzura—. Espera fuera, cariño — y le besó la mejilla. Con aspecto triste, Sam puso el portátil sobre la mesa de Harry mientras Nicole cerraba la puerta tras ella. Harry cliqueó la barra espaciadora para encender la pantalla y sintió una ráfaga de rabia ante la imagen. La procesó inmediatamente. Una joven de pelo oscuro, bonita bajo las lágrimas y el terror, atada a una silla con cinta adhesiva. Rápidamente exploró el fondo, pero no había absolutamente nada allí. Ni siquiera un especialista en imágenes digitales podría aportar algo, estaba seguro. Un espacio pelado de color gris, sin reflejos, sin objetos. Solo había el fotograma de una pobre y aterrorizada mujer, forcejeando contra las ataduras, corcoveando de dolor con una mano enorme apretando el plexo braquial. Era espantoso, la clase de dolor que podía reducir a una persona a estremecerse hasta los cimientos, bajo algo apenas humano. —Espera —dijo Sam con el rostro adusto y sombrío—. Hay más. Otro fotograma. Algo rasgado y roto apareció. Rojo y brutal. Apenas humano. —Cristo —soltó Harry. —Sí —gruñó Sam—. Es Paloma. —Joder —metió baza Mike. Harry no oyó la puerta abrirse y cerrarse. Mike tenía una percepción extrasensorial cuando se trataba de problemas—. Es una gran putada. —Tiene audio —Sam cliqueó el icono y puso una mano sobre el hombro de Harry —. Es muy fuerte, Harry. Zumbó una voz surrealista y digitalizada que sonaba como si proviniera de las profundidades más lejanas infierno.
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—Ellen Palmer, esta es tu amiga Kerry... Él escuchó el mensaje hasta el final, la furia aumentando. Tonterías. Esa mujer estaba muerta. Le estaban jodiendo la cabeza a Ellen, intentando lograr que se mostrara. Harry estaba sudando. Alzó la mirada hacia sus dos amigos, sus hermanos. —Lo vio y por eso vomitó. —Cliqueó en su e-mail y leyó con creciente horror el mensaje que ella le había enviado—. Y por Cristo, por eso se ha ido. Fue al FBI. —Bueno, joder —Sam parecía perplejo—. ¿Si quería ir al FBI, por qué no esperó a que tú la llevaras? —Creo que quiere pedir protección mientras montan el caso. —Harry encontró los ojos de sus hermanos—. Se culpa por lo que le pasó a Nicole. Seguía diciendo que era culpa suya. Estaría totalmente aterrorizada si esto le pasara a su amiga. —Esto no es culpa de nadie más que de Montez —respondió Sam con vehemencia. —Sí, lo sé. Intenté convencerla de eso. Hablaré con Welles, veré lo que puedo hacer. —Aaron Welles, un ex Ranger, ahora del FBI. Un buen amigo. Harry le explicaría la situación, informaría a Ellen y la convencería para que volviera a casa. De hecho, ir al FBI era un buen movimiento y uno que él habría hecho con el tiempo. —¡Mierda! —Harry y Sam se giraron hacia Mike que estaba señalando el monitor que mostraba las cámaras de seguridad del edificio. —No consiguió ir al FBI. ¡Mirad esto! Los tres hombres observaron horrorizados la escena que se desarrollaba. Mike rebobinó. Las letras blancas en la parte inferior derecha marcaban las 12:05 P.M. Hacía diez minutos. Ellen saliendo corriendo y a trompicones del edificio. La calidad de la cinta digital era tan buena que Harry podía ver los rastros plateados de las lágrimas en su rostro, el temblor en sus manos. Ella giró hacia la derecha y caminó rápidamente por la amplia acera, echando un vistazo hacia atrás a menudo, esperando que pasara un taxi. Al otro lado de la calle un hombre alto y rubio salió de un Mercedes y corrió hacia ella.
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A Harry se le congeló la sangre. La adrenalina fluyó por su cuerpo haciendo que la escena pareciera como en cámara lenta, aunque sabía que no era en tiempo real. Estaba en tiempo de combate mientras observaba el placaje. Ellen giró la cabeza una vez más, el pelo suave y rizado se meció sobre sus hombros, secándole las lágrimas del rostro. Deprisa pero ligeramente insegura sobre sus pies. Los ojos, la boca borrosa por el shock. Podía decir exactamente el momento en que ella vio al hombre alto y rubio corriendo hacia ella, la leve vacilación. La intención instintiva de ayudar. Mientras se paraba para ver lo que quería, el Mercedes negro dejó la acera y lentamente bajó la calle. —Mierda. No lo había visto en años —dijo Mike con voz profunda. Harry asintió sin apartar los ojos de la pantalla. —¿A quién? —preguntó Sam—. ¿Quién es? —Piet van der Boeke. —La profunda voz de Mike se entrecortó—. Un mercenario sudafricano. Un chico-para-todo para mucha gente. Realmente bueno en el rastreo. Matará si el precio es el correcto. Eso hizo callar a Sam. Los tres hombres se inclinaron hacia delante cuando la pantalla mostró a Van der Boeke dando alcance a Ellen, agarrándola del brazo... Ellen doblándose, Van der Boeke cogiéndola en brazos, arrojándola en el asiento trasero del Mercedes que había llegado hasta ellos, saltando en el asiento del pasajero, el Mercedes acelerando y saliendo del cuadro. El placaje había durado menos de un minuto, fácil y limpio. Cualquiera que estuviera mirando pensaría que Ellen no se había sentido bien y que unos amigos la habían metido en el coche para llevarla al hospital. Nadie pensaría que una mujer había sido secuestrada a la luz del día por dos monstruos que eran capaces de despellejar y arrancarle el cuero cabelludo a una mujer. Los tres hombres explotaron a la acción. —¡Mike! —ladró Harry—. Dile a Henry que coja el Sprinter. Que lo traiga a la entrada del Birch. ¡Para ya! El Sprinter era uno de los vehículos de la empresa, blindado y armado hasta los dientes. Podías empezar una pequeña guerra con el armamento acumulado en el interior del vehículo. Y con los engranajes bien forrados de espuma, podías subir una montaña, curar heridas sobre la marcha, captar señales de un satélite, transmitir mensajes por satélite, nadar ochenta kilómetros bajo el agua o volar un edificio.
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Capturó un fotograma de la matrícula y estalló... —¡Mierda! —gritó. La matrícula era ilegible. Alguien la había cubierto de barro. Pero había otra manera. Consultó su Smartphone, vio que el Mercedes iba a ciento diez kilómetros por hora, en dirección oeste. Mike estaba atándose un chaleco antibalas y le tendía otro a Harry. Harry hablaba rápido mientras se lo ponía. —Le tengo puesto un micro oculto. La podemos seguir vía GPS con el equipo de mano. Nos llevan unos diez minutos de ventaja, pero podemos recuperarlos. — Planes, órdenes, acción. La carga familiar de una misión, mantener el pánico a raya. —Mientras estén viajando ella estará bien. Si la quería muerta inmediatamente, estaría fiambre en esa acera. —Mike había acabado de ponérselo y ya estaba sosteniendo su amada Remington 850 con una mira de un kilómetro. Harry encontró los ojos serios de Mike. Si no querían a Ellen muerta era por una sola razón. Querían algo de su preciosa cabeza y habían demostrado lo que eran capaces de hacer para conseguirlo. A Harry se le encogió el estómago al pensar en esa joven desplomada en la silla. La digitalizada voz de insecto había dicho que estaba viva, pero no lo estaba. Nadie podía sobrevivir a lesiones como aquellas, pero lo dijo para asustar a Ellen. Para hacerla salir de su escondite. Espinas le corrían por debajo de la piel al pensar en Ellen —la bella, dulce y talentosa Ellen— en las manos de aquellos hombres. Ambos hombres se tomaron su tiempo para comprobar las armas a conciencia. Un minuto extra no le costaría forzosamente la vida a Ellen, pero un arma que fallara podría alcanzarla y matarlos a ellos con suma rapidez. Sam también se estaba equipando. —Sam, para —Harry puso la mano sobre la pistolera de Sam—. Esta no es tu batalla. Te quedas aquí con Nicole. —¡Maldita sea, Harry...! —Es su batalla, Harry. —Los tres hombres se dieron la vuelta para ver a Nicole en la puerta—. No podría vivir consigo mismo si no os ayudara a traer a Ellen a casa—.
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Con la mirada de intensos ojos azules sobre él—. Así que asegúrate de traer a mi marido a casa junto con Ellen, o responderás ante mí. ¿He sido clara? Harry no tuvo necesidad de ver a Sam para saber lo que estaba sintiendo, pero oyó un pequeño suspiro de alivio detrás de él. Sam quería ir con cada fibra de su ser. Nicole sabía que Sam odiaría que lo dejaran atrás. Sus palabras los liberaron. —¡Vamos! —gritó Harry y salieron corriendo por la puerta.
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Al principio, Ellen no pudo averiguar qué estaba pasando, dónde estaba. La conciencia le volvió lentamente, segundo a segundo. Con las manos atadas frente a ella y un zumbido de fondo. El olor a piel, a polvo, a pies, algo químico acre y un sabor amargo en la boca. Parpadeó durante un segundo, luego cerró los ojos de nuevo. Era un esfuerzo muy grande mantenerlos abiertos y allí no había nada que ver. Tenía la nariz aplastada contra algo suave y gris. Abrió los ojos de nuevo, permanecieron abiertos durante un segundo o dos. Pasó apuros para darle sentido a lo que estaba viendo. Era difícil enfocar y concentrarse mientras estaba balanceándose una y otra vez con los movimientos... del coche. ¡Claro! Estaba en un coche, había caído del asiento trasero y tenía la cara en la alfombrilla. No podía usar las manos porque las tenía atadas por delante y los movimientos del coche impedían que volviera al asiento. ¿Cómo había llegado allí? ¿Dónde estaba? —... a unos veinte minutos del campo de aviación. Los pilotos están esperando — dijo una voz masculina y rasposa, la conmoción le sobresaltó el cuerpo. ¡Gerald! ¡Era la voz de Gerald! ¡Ay Dios, ay Dios mío! estaba en manos de Gerald. ¿Cómo había pasado? Intentó concentrarse pero le dolía tanto la cabeza. Se sentía tan torpe, tan fuera de sí, como si estuviera en el fondo de un pozo muy, muy hondo. El coche giró rápido en una esquina y Ellen se meció hacia delante y atrás, arañándose el brazo con el asiento trasero. El brazo derecho le dolía más que el resto
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del cuerpo, le dolía en un lugar concreto, como si le hubiera picado un insecto gigante. Bajó la mirada y vio la herida del pinchazo en el bíceps derecho, frunció el ceño. Una escena apareció en su cabeza. Ella estaba huyendo... huyendo hacia algún lugar. Un lugar importante. Era esencial que llegara allí. Y... y alguien detrás de ella, corriendo hacia ella. Un hombre alto. Rubio. Corría, le agarró el brazo, se desmayó... Le habían pinchado con una inyección de alguna clase de narcótico y todavía le nublaba la mente. Peor, mucho peor, estaba prisionera, en un coche con Gerald Montez y otro hombre. Podía recordar al hombre rubio, desconocido pero un estereotipo. Rostro duro, fuerte, cuerpo delgado y en buena forma. Un soldado, se apostaría algo. Un soldado contratado por Gerald para encontrarla. Y lo había logrado. Aquello era su peor pesadilla, volver en sí a una vida aterradora. Indefensa. Prisionera de Gerald. Dirigiéndose hacia un avión en el cual se la llevarían donde él pudiera hacerle daño tanto tiempo como quisiera y donde Harry no la podría encontrar jamás.
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Capítulo 16
Condujo Sam. Harry no estaba en condiciones de hacerlo. Dijo que necesitaba seguir la señal del GPS, pero los tres sabían que no era eso. Sería capaz de conducirlos hasta un árbol o un desfiladero si estaba detrás del volante. Le daba las direcciones a Sam, porque seguir el monitor y hablar parecía ser el máximo de sus habilidades motoras en ese momento. Tenía que sacarse la cabeza del culo, y rápido. Se estaban dirigiendo hacia una confrontación y no podía permitirse nervios, no podía permitirse no tener la cabeza en el juego. Incluso si estaba muerto de miedo. No por él. Le habían entrenado los mejores. Los soldados Delta eran la mejor tropa de élite, y que les dieran a los SEALS. Les había costado una granada propulsada yendo a más de ocho mil metros por segundo hasta abatirlo. ¿Pero dos hombres? ¿Con Mike y Sam a su lado? Ningún gilipollas de mierda podría superarlos. Solo que Ellen estaba justo en el medio. La encantadora y amable Ellen, que no tenía ni idea de tácticas, que no sabría cómo moverse, cómo encontrar un refugio, cómo defenderse... era un hermoso blanco fácil y era demasiado sencillo imaginársela con una bala en la cabeza, atrapada en la línea de fuego. Era demasiado fácil imaginar su cabeza explotando en medio de una nube rosácea, imaginársela doblada, herida por un disparo, con sus intestinos derramándose, imaginársela con un balazo por la espalda, incapaz de moverse. Dios, no podía pensar en condiciones. Lo volvía loco. No podía ni sentarse quieto en el mismo sitio con las imágenes que le daban vueltas en la imaginación. —Tranquilo —la fuerte y gran mano de Mike lo alcanzó desde el asiento trasero y se colocó pesadamente sobre sus hombros. Había visto a Harry retorcerse y revolverse por el horror de sus pensamientos. Tenía que detener esto.
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Estaba arrastrando consigo a sus colegas, sus hermanos, los hombres que más amaba en el mundo, a una lucha donde podrían morir si no se concentraba. Y no podía. Ni siquiera dominando sus pensamientos como había hecho durante la rehabilitación, concentrándose tan furiosamente que hasta sudaba. No funcionó. Su mente siguió yendo a una Ellen atada a una silla, su glorioso cabello desaparecido, en su lugar una gorra roja... El estómago se le revolvió; le subió la bilis. Apretó la mandíbula para cerrarla. —No vomites ahora —dijo Sam sin sacar los ojos de la carretera. Donde el tráfico lo permitía, iba a más de ciento sesenta por hora. Si Sam no fuera tan malditamente buen conductor, ya habrían matado a alguien—. Vomitar no le va a hacer ningún bien a ella, créeme. Sam lo había echado todo dentro de su papelera de un renombrado diseñador cuando Nicole había sido secuestrada casi un año atrás. —Sé por lo que estás pasando, colega, créeme. Pero tienes que mantener la cabeza, si no... —apretó su propia mandíbula antes de decir nada más. Todos habían visto aquel vídeo. Podían imaginarse a Ellen siendo despellejada viva. Tal vez... justo... ahora. Harry estaba sudando tanto que apestaba como una cabra. Se secó las manos cuidadosamente en los vaqueros, porque fuera lo que fuera, necesitaba tener las manos secas. —¿Tenemos todo listo ahí atrás, Mike? —Seh, tengo todo a mano. —Mientras Harry negociaba con Sam a través de las calles persiguiendo al jodido de Montez, Mike había ordenado todas sus cositas. Harry sabía que ahora mismo Mike sería capaz de tener en sus manos lo que fuera que necesitaran en un segundo—. Estaremos listos en cuanto tengamos un blanco claro. Harry miró lo que tenía en la mano, observando la pantalla. Mike miró por encima de su hombro. —¿Qué hay de tu micro? ¿Van a ser capaces de encontrarlo? Harry sabía lo que estaba pensando. Si había un micro en el bolso de Ellen o en un bolsillo, la escanearían y lo tirarían por la ventana cuando lo encontraran.
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Pero él había sido más listo. Ellen se había escapado tres veces de hombres inteligentes, incluido él mismo... se había escabullido. —No van a poder encontrar nada porque está envuelto con una funda especial de porcelana que emite señal a muy alta frecuencia. No lo captarán. —¿Y si tiran su bolso por la ventana o la hacen desnudarse? —Es difícil de encontrar. Está alojado en su hombro. En la furgoneta se hizo el silencio. —Jesús —dijo finalmente Sam—. ¿La abriste y le pusiste un chip en la piel? Tío, eres más valiente que yo. Lo único que pude hacer fue meterlo en el disco duro de Nicole. Un año atrás, Nicole había caído en mitad de un plan terrorista y había sido secuestrada junto con su padre enfermo. Habían sido capaces de seguir a Nicole porque el paranoico de Sam había puesto un pequeño rastreador en el disco portátil que ella llevaba siempre en su bolso. Si no, los huesos de Nicole estarían en el fondo de la bahía, todavía anclados por cadenas. —No la abrí. Tenía una herida que le cosí, ¿recordáis? Solo le metí el chip ahí. Es diminuto y anti-rechazo y gracias a eso la podemos rastrear, así que cerrad el pico. Tenía planeado retirarlo, más tarde, de alguna manera. Cuando aquel cabrón de Montez estuviera a tres metros bajo tierra o en una prisión federal. Harry apretó los músculos de la mandíbula. Con Nicole la cosa había acabado en un margen de dos segundos, cuando Sam y Mike habían podido apretar el gatillo primero. Por favor, rogó Harry. Déjame que yo apriete el gatillo primero. —Mike. —Mantuvo los ojos pegados a la pantalla. El Mercedes se dirigía de manera constante al oeste. Montez y Van der Boeke tenían un objetivo claro. Así que, ¿cuál era, joder? —Hey —Dios, qué bien se sentía escuchar el bajo tono de Mike. Sabía que Harry estaba de los nervios. Mike no tenía a la mujer que amaba en peligro y se podía contar con que se mantuviera frío. Harry siguió sin apartar la vista de la pantalla y de la carretera ante él.
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—Llama a la oficina SD Field del FBI. El número es el 858-565-1255, pregunta por el Agente Especial Aaron Welles específicamente. Dale un resumen. Quiero que esté donde sea que acabemos, lo antes posible, con la caballería al completo. SWAT, Rescate de Rehenes, todo el paquete. —Voy. —El teléfono de Mike fue haciendo bip suavemente mientras marcaba los números—. Agente Especial Aaron Welles, por favor. Es urgente. Mientras Mike daba un informe preciso, Harry frunció el ceño al mirar el punto que se movía. ¿Dónde coño estaban yendo? Revisó el mapa, extrapolando unos cuantos kilómetros alrededor del Mercedes y vio algo que reconoció vagamente. ¿Dónde...? —¡Joder! —gritó. Mike dejó de hablar por el móvil. —¿Qué? —¡Están yendo a un aeródromo! El Aeródromo Municipal Tracy. ¡Joder! —Harry golpeó el reposabrazos entre los dos asientos. —Mierda —dijo Mike entre dientes. Sam no dijo nada, pero la furgoneta dio un brinco hacia delante. —Si se eleva está perdida. Jamás la encontraremos. Pueden tirar su cuerpo del avión en cualquier lugar que deseen. Volarán por desierto y bosques. Estará perdida. —Se giró para mirar a Mike a los ojos—. Dile a Aaron que llame al aeródromo. Que bloqueen todos los vuelos de salida. Dile que haga lo que sea necesario, que un hombre que ha matado tres veces ha cometido un secuestro y está a punto de salir del estado. Mike solamente dijo: —¿Lo has oído? Recibido. —Apagó el móvil—. Vienen todos, Harry. Tan rápido como puedan. —Pero nosotros somos la línea de vanguardia —dijo Harry entre dientes. —Seh. —Los ojos de Mike se encontraron con los suyos en el retrovisor—. Somos la línea de vanguardia. La punta de lanza. Si no los detenemos, la chica está perdida.
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Parecía que se mantenían alejados de las vías principales, daban unos volantazos en la carretera y volvían a conducir a toda velocidad por caminos sin asfaltar. Tirada en el suelo del coche, todo lo que Ellen podía ver era cielo vacío. Ni postes de teléfono, ni señales de calles, ni edificios, nada. Condujeron durante tal vez un cuarto de hora por carreteras tan rudas que podía oír e incluso sentir las rocas chocando contra los bajos del coche y podía ver por fuera de la ventana los restos del polvo que iban levantando. Finalmente regresaron al asfalto. Los dos hombres de delante no hablaban. No tenía ni idea de cuáles eran sus planes, excepto que jamás los sobreviviría. Ay, Dios. ¿Cómo había cometido ese error? ¿Y cómo podía haberla estado esperando Gerald? Apenas había salido del edificio de Harry que no había tenido tiempo ni de llamar a un taxi, cuando un tipo rubio se había acercado a por ella corriendo. Un segundo más tarde el gran Mercedes negro apareció donde estaban. Debían haber estado esperando en el coche justo afuera del edificio. ¿Pero cómo? ¿Cómo lo sabían? Fuera como fuera, era demasiado tarde para preocuparse. De hecho, era demasiado tarde para preocuparse por nada. Había llegado a un punto muerto, un lugar donde nada que pudiera hacer influiría en el resultado. Estaba en las manos de dos hombres listos, fuertes. Durante los pocos segundos que el rubio la había agarrado del brazo con fuerza y la había tirado contra sí, sintió los músculos duros y trabajados, del mismo tipo de los de Harry. No había manera de que ella pudiera superar a un tipo así, y mucho menos a dos. Ni siquiera le quedaba ingenio. Sus procesos mentales eran lentos, flojos. Hacer cualquier tipo de plan requería una mente clara, y eso la superaba. Lo que fuera que le habían dado le hacía casi imposible pensar en condiciones. Gerald ahora conducía realmente rápido. Demasiado rápido. ¿Qué tipo de carretera era para permitirle correr así? Aunque el coche tenía la insonorización excepcional de los vehículos caros, un ocasional ruido sordo llegaba hasta el interior, un sonido que empezaba bajo y aumentaba en intensidad. Un fuerte olor penetró, un olor tanto químico como familiar. Con un giro de ruedas, llegó hasta algún tipo de cubierto. El sol desapareció inmediatamente. Mientras el coche se iba deteniendo, pasó por debajo de algo. Algo largo y metálico... un ala.
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Más caliente que el Protectores 02
Un ala de avión. El coche se detuvo, meciéndose dolorosamente hacia delante y luego hacia atrás. Ella levantó la vista hacia la ventana y vio el metal curvado y las portillas redondeadas del casco de un avión. Incluso su atontada y adolorida cabeza era capaz de sumar uno y uno. Habían llegado a un aeropuerto. De alguna manera pasaron la seguridad y habían ido directamente al hangar y, ay Dios, había un avión justo ahí. Ellen meneó la cabeza. En algún lugar en el fondo de su mente pensaba que de alguna forma, no sabía cómo, pero de alguna manera Harry la encontraría. Que aparecería galopando a rescatarla y que ganaría, porque era el bueno y los buenos siempre ganan, ¿verdad? Súper Harry al rescate, cayendo en picado y salvando el día. No iba a suceder. No podía suceder. Gerald y su (¿qué?, ¿acólito?, ¿esbirro?) lo que fuera, iban a meterla en un avión y estaría perdida para siempre. Este no era un vuelo programado, perteneciente a una compañía aérea. Ellen sabía que Gerald tenía dos aviones, uno para los ejecutivos de su compañía y el otro reservado para su uso personal. Un Learjet. Sabía cuánto había costado, de segunda mano, cuánto costaba usarlo, cuánto de ese coste lo desgravaba de sus impuestos. Probablemente este era su avión. Podía volar cuando quisiera, sin pedirle a nadie permiso. Podía volar donde quisiera. Bearclaw tenía un pequeño aeródromo propio. Los pilotos de Gerald podían aterrizar ya oscurecido y nadie sabría que ella había estado en aquel avión. Si le hacía a ella lo que le había hecho a Arlen, a aquel Mikowski, a Roddy y a la pobre Kerry (daba igual lo que aquella voz maligna desde el infierno dijera, Kerry estaba muerta) bueno, Gerald poseía más de siete mil acres de tierra, mucha de ella pantanosa. Podía enterrarla donde nadie la encontraría jamás. Ni todos los policías y sus perros del mundo podrían encontrarla. Estaba perdida y no tenía cartas que jugar. Las dos puertas delanteras del coche se abrieron y los hombres salieron. Ellen apretó los ojos para cerrarlos. La única ventaja que tenía era que no sabían que ella había recobrado el conocimiento. Las drogas afectan a las personas de maneras diferentes. Si podía fingir que seguía inconsciente, podría... ¿podría qué?
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Vivir. Vivir unos momentos más. Sentir su cuerpo, aunque estuviera sacudido por el dolor. Respirar, incluso si era polvo y los humos del diesel. Pensar. Pensar en Harry y lo que, tal vez, habrían tenido juntos. Lágrimas le cayeron de los ojos, aunque no podía usar las manos para limpiárselas. Harry. Lo que habían encontrado juntos, ¿habría sido algo verdadero y duradero? Ay, Dios. Imágenes densas, llenas de color y del peso de la verdad, pasaron por su cabeza. Harry riéndose, sirviéndole vino mientras ella cocinaba. No era una gran cocinera, pero él la amaba, y se lo habría tragado todo. Sentado con una media sonrisa en su rostro mientras ella canturreaba para él. Una alegría más allá de este mundo en el rostro de él mientras sostenía a su hijo recién nacido. Horas, días, semanas, años juntos. Amándose, amando a su familia. Sus hijos crecerían con los de Sam y Nicole en un círculo unido y amoroso, protegidos y a salvo. Tan diferente de su niñez y la de Harry. Mike sería un tío atento. Observarlos crecer, día a día, año a año. Ella grabaría canciones, tal vez tocaría algunos conciertos en la zona de San Diego. La compañía de Harry se expandiría porque él, Sam y Mike eran buenos en lo que hacían. Ella les llevaría las cuentas porque era buena haciéndolo. Al final de la jornada de trabajo una familia feliz a la que regresar. Navidades, pascuas, cumpleaños, aniversarios. Todo celebrado con amor. El lío y el jaleo de los críos. Peleas, risas, triunfos, dramas de la juventud. No tendrían que tener siempre cuidado como ella había tenido que hacer, porque bajo sus pies habría terreno sólido. Niños fuertes y felices. Niños que crecerían para seguir sus sueños. Ella y Harry envejecerían, se harían más débiles, más felices. Nietos... Era algo que le sucedería a otra Ellen y a otro Harry, en un universo paralelo. En éste, ella desaparecería, y él lloraría a otra Perdida que no pudo salvar. Moriría, perdería todo ese amor y risas, ¿y para qué? Para que Gerald pudiera mantener su imperio, construido sobre hurto, asesinato y avaricia. Para que pudiera matar con impunidad. Solo haría desaparecer gente de sus vidas porque le convenía. Era monstruoso. Él era un monstruo.
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Gracias a Dios que había mandado el email al FBI y gracias a Dios que Harry, Mike y Sam tenían la información que Nicole había desentramado. Ellos se asegurarían de que llegara a las manos del FBI. Tal vez Gerald acabaría mal, después de todo. El FBI era bueno, exhaustivo, incorrupto. No serían como los entrenados policías de Gerald, allá en casa. Estos cavarían, cavarían y cavarían. Todavía sintió más odio hacia Gerald. Odio hacia todos ellos, por el hombre que había maltratado hasta la muerte a la hermana pequeña de Harry, por el hombre del que Kerry había estado tan asustada, pero sobre todo, odio hacia Gerald y todos sus hombres que le cosquilleaba en las venas como algún tipo de droga. Iba a morir, pero por Dios que antes iba a herir a Gerald, de alguna manera. La puerta trasera se abrió y el ruido de los motores y los humos fuertes del diesel asaltaron sus sentidos. Ella se mantuvo completamente quieta, los ojos cerrados e inmóvil. Sería un peso muerto. Bien. Hazles trabajar para sacarla del coche. —Cógela —la voz fría de Gerald. La reconocería donde fuera. —Seh. La llevaré al avión. —El segundo hombre tenía un acento raro. El acento que todos hablaban en la peli de Clint Eastwood, Invictus. Sudafricano. —Hazlo. Hablaré con los pilotos. Estarán listos para el despegue. Vamos a subir al aire. Ellen intentó obligarse a quedarse rígida y difícil de mover, pero el rubio la llevó con sonoros pasos sobre el suelo de cemento y se movía sin problemas por las escaleras del avión, sujetándole las piernas con un brazo sobre las rodillas. Sintió que el sudafricano se agachaba y pasaron a la cabina. La calidad del aire cambió inmediatamente. Más fresco, más claro. El ruido de fuera bajó hasta desaparecer cuando oyó el ruido de la puerta al cerrarse. Estaban en el avión. Fue tirada sin ninguna ceremonia sobre el asiento de piel. Ella se repantigó, dejando suelto todo su cuerpo, con los brazos colgando. Todo le dolía, pero estaba viva. Tal vez se quedarían ahí un rato, en el avión. Tal vez estaban esperando a alguien. Tal vez el avión necesitaba carburante.
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¿Habría alguna manera de que el FBI encontrara a Gerald? ¿Rellenarían un plan de vuelo? Cuando ella desapareciera, Harry leería su email y contactaría con el FBI inmediatamente. Mientras su cabeza se aclaraba de la droga lentamente y era capaz de poner dos ideas seguidas, la esperanza surgió en ella. Harry forzaría al FBI a encontrarlos, pondrían puestos de vigilancia, revisando todas las carreteras, trenes, autobuses y aviones. Tal vez todo lo que necesitaba era que Gerald y su chico sudafricano se quedaran en el avión mientras el FBI y Harry hacían su parte. Quédate ahí, le ordenó al avión. Como si contestara, un anuncio incomprensible de la cabina del piloto desde los altavoces y los motores se encendieron. Un minuto más tarde el avión empezó a moverse lentamente. Ellen se arriesgó a medio abrir un ojo y vio que el avión estaba rodando desde el hangar hacia fuera, al sol. El lugar parecía completamente desierto. Incluso si se pusiera de pie y golpeara las ventanas no había nadie para oírla. Nadie a quien le importara. Las notas de los motores cambiaron cuando el piloto encendió una marcha más alta. Se estaban moviendo. Y eso era todo. Ya era mujer muerta.
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—¿Cuánto más? —preguntó Sam. Harry hizo sus cálculos mentales, mirando al punto verde, ahora quieto, mirando en el mapa extendido. —Dos kilómetros. Un par de minutos. —Levantó la cabeza—. ¡Allí! —señaló justo delante, donde el aeródromo iba apareciendo lentamente. Bastantes hangares de tamaño medio, un par de jets pequeños aparcados fuera. Mientras observaba, un Boeing 707 despegó. En algún lugar de aquel aeródromo estaba Ellen.
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Aguanta, tesoro. Ya llego. —¿Dónde está la entrada? —preguntó Sam. Ni siquiera se atrevía a echar un vistazo hacia Harry. Estaba forzando al coche hasta el máximo. Harry recorrió el mapa con el dedo, alrededor, alrededor... —¡Mierda! Está en el lado norte. Si ya está en un avión, no tenemos tiempo de rodear el perímetro. —Agárrate. —La cara de Sam era sombría mientras se asía fuertemente del volante, lo giraba y forzaba el coche a hacer un giro de cuarenta y cinco grados, levantando polvo a su paso, hasta que estuvieron frente a la verja. Apretó el acelerador hasta el fondo y estaba yendo al menos a doscientos por hora cuando chocaron contra la verja de color carbón, levantando los postes a los lados—. ¿Qué hangar? Eso era más difícil de decir, y Harry tenía que acertarlo. Miró el pequeño monitor como si Ellen pudiera haberle dejado ahí un mensaje. ¿Dónde estás, tesoro? Ahí. Su dedo se tensó en el punto verde de la pantalla. Ella estaba allí. —Dos en punto. Hangar verde. Mike, ¿tienes tu equipo a punto? —Cuenta con ello —la profunda voz de Mike llegó desde atrás. Y Harry lo hizo, porque Mike era bueno con sus trastos—. ¿Tienes la cabeza jodida o está en su sitio? Harry entendía lo que Mike le estaba preguntando. ¿Iba a ser un miembro del equipo o iba a ser un as descontrolado, capaz de poner en juego la misión, costándoles sus vidas? Harry miró hacia adelante, al hangar del tamaño de un pulgar en el horizonte pero haciéndose más grande rápidamente. Cuando llegaran allí tendrían una única oportunidad de salvar a Ellen. Una. Un paso en falso y él acabaría con una Ellen muerta, unos hermanos muertos y su vida hecha una ruina humeante. Estaba cagado de miedo de joderla. Tenía que sacar la cabeza de ese estado, y rápido. Apretó la cabeza contra el reposacabezas, recomponiéndose, sintiendo cada nervio y músculo de su cuerpo tenso, el corazón latiendo, el retumbo Ellen Ellen Ellen latiéndole rápidamente en la cabeza, las manos hechas puños, gruesas y torpes, sobre sus rodillas. Sentía ligera la cabeza y durante un segundo solo observó el hangar que se hacía más y más grande en el horizonte.
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Un fuerte resoplido le llegó al hombro desde atrás. —¡Harry! —bramó Mike—. ¡Regresa! Y se le aclaró la cabeza, sus manos volvieron a sentirse normales, y el edificio tan grande como su palma en el horizonte tenía a Ellen dentro, a una nada de morir. No había sido capaz de salvar a Crissy, aunque Dios sabía que lo había intentado. Aquel cabronazo de Rod la había cogido como si nada y la había lanzado contra la pared como si hubiera sido una muñeca en vez de una niñita encantadora. Ellos ganaban. Ellos siempre ganaban, los malparidos. Siempre. Eso se detenía ahí y ahora. Ellen era el amor de su vida, la luz en la oscuridad. Ella le había salvado la vida en aquellos dolorosos meses de rehabilitación, aquella encantadora voz en la oscuridad cantando solo para él. Entendiendo el dolor y convirtiéndolo en magia. Magia. La mujer era pura magia, una entre un millón, y no iba a perderla en manos de Gerald Montez o Piet van der Boeke. Su vida entera le pasó en ese mismo momento. Si perdía esto, si perdía a Ellen, y si sus hermanos acababan heridos o muertos, su vida entera se habría acabado. Y eso no iba a suceder. Estaba de regreso e iba a ganar. —Seh —le dijo a Mike—. Estoy bien. Ten tu arma preparada. Daremos una vuelta alrededor... —Mierda —dijo Sam. Los tres miraron a la distancia, donde un avión estaba rodando. Harry comprobó el monitor, el punto vede moviéndose lentamente. —Es ella. Tenemos que detener ese avión. Si el avión despegaba, Ellen estaría perdida y él no iba a perderla. No era una opción. Se formó un plan en su mente, de golpe, como si hubiera tenido días para encajarlo. Lo formuló en su cabeza, sabiendo que solo funcionaría si podía confiar en Sam y Mike por completo. Y podía.
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—¡Sam! —gritó—. ¿Puedes alcanzar al avión? Irá despacio hasta que llegue a la pista. ¿Puedes llegar hasta él y alinearte antes de llegar a la pista? —Tendré que hacerlo, ¿no? —replicó Sam calmadamente mientras la furgoneta hacía otro giro y ahora se viajaba más allá de los límites de su capacidad. Por fuerte que fuera el vehículo, empezó a temblar como si se fuera a deshacer a piezas. Sam mantuvo el pie en el pedal mientras los meneos se hacían más evidentes y fuertes. Pero el avión ahora era ya grande en el horizonte, y estaba aumentando la velocidad. Con un giro brusco, Sam lo alcanzó, manteniendo el ritmo justo detrás del ala a estribor.
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Probablemente estaba en un punto ciego donde el radar del avión no podría detectarlos, porque los pilotos no mostraron signos de haber visto el vehículo. El avión estaba yendo despacio. El aeródromo no estaba lleno y tenían toda el área inmediata para ellos. —Mike, reviéntales las ruedas. Si alguien podía hacerlo, ese era Mike, pero incluso sus habilidades serían puestas a prueba. A esa velocidad, era difícil para Sam mantener el vehículo firme. —Voy. —Abrió el panel trasero. Había un pequeño banco que rodeaba el perímetro de la espaciosa zona trasera del Sprinter para cuando había que transportar un equipo entero a una operación. Mike colocó una rodilla en el banco para equilibrarse y se echó el rifle al hombro con un fluido movimiento debido a años de práctica. —Sam... —dijo. —Lo estoy equilibrando. —Sam agarró el volante también con los brazos, proveyéndole a Mike una plataforma firme, lo más humanamente posible teniendo en cuenta que era un vehículo en movimiento. Nadie habló. Mike necesitaba concentrarse. Un fuerte estallido, seguido inmediatamente de otro, hizo que dos de las cuatro ruedas delanteras explotaran. Inmediatamente saltaron chispas de las ruedas cuando el metal tocó el asfalto.
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Mike no había usado silenciador, lo que habría hecho todavía más difícil el tiro. Nadie oiría el disparo dentro de un avión con los motores en movimiento. El avión se tambaleó por un segundo, entonces Mike disparó al tercer y cuarto neumático del grupo delantero. Ahora el avión estaba dejando tras de sí una ráfaga de chispas. Un bip en el oído de Harry y se oyó la voz de Aaron. —Harry, estamos a unos siete minutos. He visto el video que envió tu señora. Quien fuera que lo ordenara, quien fuera que hiciera esto, tío, está acabado. Le he dicho a la torre que detenga todos los vuelos. —Bueno, tenemos a un avión despegando ahora mismo, Aaron. Ella está dentro. Un Learjet, y están poniéndose en posición para despegar. Mike le ha disparado a los neumáticos delanteros pero no se detienen. ¿Qué coño pasa? —Tal vez el piloto tiene órdenes de no detenerse. —¡Pero no podrán aterrizar luego sin los malditos neumáticos! —Pueden golpear tierra y esperar salir a pie. Quizá prefiera estrellarse que enfrentarse a vosotros, chicos, o está realmente loco, o quiere hacerle daño a la mujer. En todo caso, son malas noticias. Detenlo, Harry. Llegaremos y te ayudaremos a cazarlo —Roger a eso. Detener a Montez; era más fácil decirlo que hacerlo. La velocidad del avión iba en aumento, incluso faltándole cuatro neumáticos. Harry no se atrevía a pedirle a Mike que detuviera nada importante del fuselaje. No tenía ni idea de si una bala podía darle al tanque de carburante y hacer que saltara por los aires el jodido avión, con Ellen dentro. El avión viró a la izquierda y se metió en la pista. Iba acelerando, aunque lentamente. Pero si el piloto lo forzaba, o si tenía una pistola en la cabeza, en otros cinco minutos llegaría a V1, la velocidad de despegue, y se habrían ido. —¡Mike! —gritó. El ruido del motor era casi apabullante. Estaban justo bajo un motor Pratt and Whitney y era como estar dentro de una hormigonera—. ¡Dame el arpón! Mike regresó a su zona, todavía agarrando su Remington con la mano izquierda, y abrió una de las cajas de herramientas colocadas en la parte trasera. La caja de la derecha. Mike nunca se equivocaba en esas cosas.
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Se la pasó, un juguetito nuevo que había sido probado solo en el laboratorio, de una joven compañía gestionada por ex soldados que también eran unos entusiastas de las pistolas. Un arma larga y gruesa que parecía una pistola espacial láser, solo que disparaba un poderoso gancho. Era cosa de un único tiro. Si lo fallabas, perdías la oportunidad. Pero incluso si tuvieras dos disparos, sería demasiado tarde para intentarlo una segunda vez. El avión estaba teniendo problemas y traqueteando, pero si Harry no lo detenía, despegaría. Vería cómo Ellen se elevaba por los aires llevándose con ella su corazón, sabiendo que nada podría hacer para salvarla. Así que no iba a joder la puntería. Su camioneta tenía un techo panorámico, no para observar las vistas o para tomar el sol, sino porque a veces esa opción de salida era útil, como ahora. Desplegó el techo, colocó un par de cajas y se subió arriba. Se levantó hasta salir por el techo, una rodilla a cada lado de la apertura. Alargó la mano hacia abajo y Mike le pasó el arpón. Sus ojos se encontraron. Si esto no funcionaba estaban jodidos. Incluso si lo hacía, tenía una posibilidad entre mil de rescatar a Ellen. —¡En equilibrio! —le gritó a Mike, sabiendo que él se lo diría a Sam. Sam estaba manteniendo el vehículo recto y firme, y no era algo fácil, porque el avión creaba fuertes bandadas de aire y estaba bamboleándose un poco. Sam había entendido lo que Harry estaba intentando hacer y trataba de mantenerse tan cercano al ala como era posible sin que el avión, casi fuera de control, lo echara de la vía. Concéntrate. Todo desapareció: el peligro de Ellen, el avión que huía, los dos asesinos de dentro. Solo había dos cosas en este mundo, él y el filo del ala. Entre ellos iba a estirar el gancho mecánico, con sus cables hechos de fibra de nanotubos de carbono, el material más fuerte de la tierra, tan fuerte que si alguna vez se construía un elevador espacial, este cable tiraría de él. Era un secreto naval celosamente resguardado sobre el que Sam había metido las manos. Mike alargó la mano y le pasó unos guantes para disparar con las palmas de kevlar. Interferiría una fracción con su objetivo de disparo, aunque como su objetivo medía diecinueve metros, era bastante improbable que fallara. Pero iba a escalar hasta el ala, colgándose de un cable de acero, y necesitaba guantes para protegerse las manos.
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Mike levantó la mirada hacia él, esperando instrucciones de Sam. Sería bonito esperar las circunstancias precisas, pero la situación se iba empeorando por segundos. Harry asintió, disparó el arpón, tiró el arma a Mike para que éste pudiera envolver el cable a un palo en la furgoneta, sintió el agarre del gancho con el borde del ala, escuchó a Mike gritar ¡freno! a Sam, todo en un segundo que pareció durar una eternidad. El ruido de la furgoneta frenando, Sam literalmente de pie sobre los frenos, se elevó por encima del ruido del avión. El cable se tensó, las vibraciones por dicha tensión sonando. Harry podía sentir la tensión en sus manos mientras el avión de once mil kilos tiraba del vehículo blindado de siete mil kilos. Para despegar, ahora tendría que tirar de siete mil kilos tras de sí, porque ese cable no se iba a romper. Harry tomó una profunda inspiración y se tiró al aire, aterrizando a medio camino en la zona entre la Sprinter y el avión. Éste iba dando tirones, tambaleándose fuertemente, temblando, el sonido de una lámina de metal arrancándose superó todo lo demás. En el instante en que sus manos hicieron contacto con transportarse con las manos hasta que llegó al borde del ala. como pudo con su mano izquierda mientras se empujaba Descansó un segundo, sintiendo temblar el fuselaje bajo su esperando lo suficiente como para poder respirar.
el cable, empezó a Se agarró tan fuerte arriba sobre el ala. estómago, jadeando,
Se levantó sobre manos y rodillas, mirando abajo brevemente para ver a Sam mirándolo a él. Sam levantó el puño, levantando el pulgar. Todo bien hasta ahí. El avión se iba deteniendo. Uno de los alerones se había separado y una sección de la placa de metal del borde se había combado. La cabina de mando habría registrado todo eso. Habría alarmas encendidas, visuales y auditivas. Ningún piloto sobre la tierra intentaría despegar en estas condiciones. Los motores se apagaron y luego se acallaron. El piloto estaba frenando. Harry subió a gatas sobre el ala, usando cualquier cosa que pudiera para agarrarse hasta que llegó al fuselaje, agachándose para evitar el golpe de aire por la salida de los enormes motores a menos de tres metros de él.
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La salida de emergencia sobre el ala tenía un mecanismo de apertura manual. La agarró mientras el avión finalmente se detuvo temblorosamente, poniéndose en diagonal sobre la pista, saliendo humo de las ruedas disparadas. Los motores se callaron de golpe, el silencio absoluto, excepto por el sonido de tic-tic del metal enfriándose. La puerta de la salida de emergencia saltó hacia afuera. Por un momento todo lo que Harry pudo ver fue oscuridad a través del hueco hacia la cabina del avión. Parecía desierta. Harry apretó la mandíbula. No había cometido ningún error. Este era el avión y Ellen estaba en algún lugar ahí adentro. Apostaría su vida a ello. Ya había apostado su corazón. Sin siquiera pensarlo, ya tenía su Desert Eagle4 en la mano. No se atrevía a apartar los ojos del agujero negro y vacío para mirar abajo hacia sus hermanos. No necesitaba hacerlo. Confiaba en que ellos harían lo necesario en el momento preciso. El tiempo se alargó. Se sintió como si fueran horas, vidas enteras, pero habían pasado solo segundos desde que el avión se había detenido lentamente. Unas sombras se movieron en el oscuro interior de la cabina y de repente dos figuras aparecieron en la entrada, figuras brillantemente iluminadas sobre un escenario contra el fondo negro. El corazón de Harry por poco salta por los aires. Gerald Montez, sosteniendo a una desmadejada Ellen, una inconsciente Ellen, pero por favor, Dios, no una muerta Ellen. Una Glock 19 apretaba su cabeza tan fuertemente que una gota de sangre le caía por la sien hacia su mejilla, resbalando por la barbilla. Si sangraba, estaba viva. Sabía quién era Montez, pero Montez no sabía quién era él. —¡Tú! —gritó Montez—. ¡Quien mierda seas! ¡Abajo las armas! ¡Manos a los costados y retroceded o le vuelo la cabeza! No tenía opción. La pesada Desert Eagle cayó sobre el ala y se deslizó, el ruido que hizo al golpear el asfalto oyéndose en el silencio. Tenía otras dos armas de repuesto, pero no podía sacar ninguna mientras Montez mantuviera esa arma sobre la cabeza de Ellen. 4
Desert Eagle: Tipo de pistola Magnum semi-automática de alto calibre. (N.T.)
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Montez estaba teniendo dificultades sosteniendo a Ellen, que estaba tan lacia que los pies le colgaban en una extraña posición sobre el suelo de la cabina, no sosteniéndola. Su brazo izquierdo le hacía eso. Dio un paso adelante y las piernas de ella golpearon y se arrastraron detrás de ella. Montez era fuerte, pero sostener el peso entero de una mujer adulta con un brazo lo estaba agotando. El sudor le caía por la cara. O tal vez era miedo, porque no le quedaban muchas opciones ahí, además de volarle la cabeza a Ellen.
*
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Sabía que Harry tenía refuerzos. La furgoneta con un conductor era visible desde la parte trasera del ala. Mike no se veía por ninguna parte, pero estaba allí. Oh, seh, estaba allí. Montez le gritó a Sam. —¡Y tú! ¡Conductor! ¡Saca las jodidas manos del volante! A través del parabrisas, Sam levantó las manos del volante. Montez se giró hacia Harry. —¡Aléjate! Harry se alejó, feliz de dejarle a Mike un tiro limpio, pero ¿cómo podría tomarlo Mike? Ay, Dios, la pistola de Montez estaba fuertemente apretada contra la sien de Ellen y su dedo estaba blanco sobre el gatillo. Mike no podría ni intentar el viejo truco de dispararle al antebrazo por el codo, porque lo tenía fuertemente apretado contra el estómago. Volarle la corteza cerebral, meterle la bala justo entre los ojos, sobre el puente de la nariz, sería cosa de niños para Mike. Infiernos, sería un juego de niños para Harry, si la Desert Eagle, que tenía casi demasiado poder de detención para esta distancia, no estuviera tirada en el asfalto. La cosa era que si Mike le daba entre los ojos, Montez caería hacia atrás, e incluso si ya estaba muerto, la física pura de la situación garantizaría que su dedo muerto sobre el gatillo tiraría hacia atrás también, y el cerebro de Ellen salpicaría el elegante interior del lujoso jet.
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Ni pienses en eso. No podía. Eso lo debilitaría. Él sabía, como sabía que el sol saldría por la mañana en el este, que todo lo que necesitaba, todo lo que Mike y Sam necesitaban, era la más mínima oportunidad, la más mínima grieta, y Montez era historia. Aparecería en una fracción de segundo y tenía que estar preparado, porque su vida entera se había reducido a ese momento. Se puso de pie sobre los talones, los músculos preparados pero no tensos, la mente vacía de todo menos de las progresiones geométricas necesarias para borrar a Gerald Montez de la faz de la tierra. Todo lo que necesitaba era un segundo. Un microsegundo. Solo un poquitín de algo. Y entonces, el milagro. Ni siquiera había estado observando a Ellen porque le dolía demasiado verla y porque cada fibra de su ser estaba concentrada en Montez, en buscar el mínimo movimiento que sería una señal de una oportunidad. Sin mover un músculo, manteniéndose como muerta colgada del brazo de Montez, Ellen abrió los ojos. Sus hermosos ojos verde océano, viva y completamente consciente. Montez no podía verla, pero por Dios, Harry sí. Y Mike y Sam la podían ver también. El reloj seguía contando. Tenía la cara blanca y estaba aterrorizada, un maníaco presionando fuertemente una pistola contra la piel de su sien, pero intentó sonreír, un ligero movimiento de sus labios. Y entonces parpadeó. Y Harry lo supo. Todo lo que sucedió a continuación sucedió en un segundo de parpadeo que en cierto modo se sintió como si fuera algo en cámara lenta. Ellen le dio una patada a Montez en la rodilla y se tiró hacia adelante, fuera del ala. No había duda de que Montez habría apuntado a su cabeza disparando el gatillo, pero Ellen estaba en movimiento, en la fracción de segundo en la que su cabeza se apartó del morro de la pistola, la cabeza de Montez saltó por los aires, y Harry se apresuró a atrapar a Ellen, arrancando una granada flash-bang 5 de su cinturón de herramientas y tirándola a la cabina, agarrando a Ellen, haciendo un giro en el aire 5
Granada flash-bang: granada de aturdimiento que emite una fuerte luz y sonido. (N.T.)
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para que ella cayera sobre él, tirando de su cabeza hacia los hombros, porque incluso a distancia los efectos de una granada aturdidora eran devastadores y altamente dolorosos. Se coló en la cabina y las ventanas brillaron con el flash, la granada de ciento setenta decibelios haciendo eco en alto por el aeródromo. Quien fuera que estuviera dentro iba a estar completamente desorientado y se quedaría así durante bastante rato. Sam y Mike, que acunaba su rifle (el que Harry quería besar porque era directamente responsable de que estuviera sosteniendo a una Ellen viva en sus brazos de nuevo), subieron al ala desde el techo del SUV y se dejaron caer para entrar en la cabina, con las armas preparadas. Unos segundos más tarde, sonó otro disparo, esta vez una pistola. Mike apareció inmediatamente en la puerta. —Van der Boeke —dijo, y levantó dos dedos. Piloto y copiloto—. Sam se está encargando de ellos. Van der Boeke era un soldado con experiencia y se había recuperado rápidamente de la granada flash-bang. Pero nadie se escapaba de Mike. Van der Boeke era historia. Harry inclinó la cabeza hacia abajo, los pelillos del mentón enredando los cabellos sueltos de pelo castaño-rojizo sobre su pecho. Ellen estaba temblando tanto que tenía miedo de que se hiciera daño a sí misma, y la apretó en su abrazo. —Ya está todo bien —le susurró desde lo alto de la cabeza—. Ya está, todo ha acabado. Estás a salvo. Todos estamos a salvo. Él le puso la mano en su espalda y pudo sentir que el corazón de ella latía a toda velocidad por los restos del terror. Tembló una vez, violentamente, y jadeó buscando aire. Cuatro furgones grandes y negros llegaron a toda velocidad, frenando de golpe. —Venga, venga, venga —canturrearon unas voces masculinas y unos hombres empezaron a salir de las partes traseras de los furgones. Hombres armados con todos los pertrechos, cuatro volviéndoles las espaldas a ellos, formando un perímetro de seguridad, los otros agachados sobre una rodilla, con los rifles al hombro. Ellen empezó a temblar de nuevo. —¿Quién es ese? —su voz estaba llena de pánico y él le refregó el hombro.
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—La caballería, cariño. Todo está bien. —Le besó la mejilla, levantándola ligeramente para que él mismo pudiera levantarse sobre un codo—. ¡Aaron! —gritó Harry. —¡Ey! —¡Aquí arriba! Has llegado tarde a la fiesta, pero estoy contento de que vinieras igualmente. Tenemos abatidos dos tipos malos. Dos pilotos, uno todavía respira, probablemente estén con los malos también. Ya lo aclararás tú. —¿Harry? —Ellen levantó la cabeza, mirándolo a los ojos, dejando caer una lágrima—. ¿Ese es el FBI? —También conocido como la caballería, seh. —¿Gerald está muerto? Las palabras eran música para sus oídos. —Oh, seeeh. —Hay otro tipo con él, alto, rubio... —Lo sabemos todo sobre él, cariño, y está muerto. Ella solo lo miró, los ojos abiertos estudiando los suyos. Necesitaba ver la verdad en él y él se lo permitió. —Así que... se ha acabado. Él se rió, por primera vez en lo que parecía una eternidad. —Se ha acabado. Ella le echó un brazo al cuello, abrazándolo, y del fondo de la garganta le surgió una pequeña medio risa que sonaba un poco histérica. —Ay Dios, Harry, se ha acabado. —Ella se echó hacia atrás para mirarlo otra vez a los ojos—. Vámonos a casa —susurró. —Oh seh —sonrió él.
*
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San Diego Nochebuena
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Era un pequeño club de jazz, el tipo que Ellen, o Eve, prefería. No le gustaban los estadios ni las grandes salas de conciertos; no le iban bien a su voz. Era un concierto de Navidad que llevaba practicando desde octubre. Todo villancicos, todos con sutiles arreglos de jazz que les hacían sonar completamente nuevos. Puesto que el club era pequeño, las entradas escaseaban. Ellen hizo que todos pagaran un pastón y donó la mitad de los ingresos al refugio de mujeres en San Diego, uno que pocos conocían, uno que funcionaba. Cinco minutos después de que las entradas estuvieran disponibles online, el club las había vendido todas. Había fans colgados de las vigas de los techos. Harry estaba sentado con Mike, Sam, Nicole y Meredith, que se estaba portando de maravilla. Les habían echado tremendas miradas cuando se sentaron en la mesa con una bebé de seis meses. Hubo gente que gimió y comentarios en las mesas de alrededor, que solo se calmaron cuando vieron lo tremendamente linda que era. Merry no se inmutó. Era una dama y una profesional de los conciertos y se portaba mejor que el borracho gordo a la izquierda de Harry. Al instante de escuchar la voz de la tía Ellen, se calmó y escuchó. Era sorprendente. Pero claro, Ellen le había cantado nanas desde que nació. Harry pensó que era sorprendente, eso de crecer con la voz de Ellen en la cabeza. Todavía pensaba que todo el asunto era sorprendente: que esta mujer fuera su esposa. Que pudiera vivir con ella y escucharla cantar siempre que quisiera. Y, Jesús, ¡incluso le llevaba los papeles! Nadie era más feliz que él. Bueno, menos Sam, que estaba loco por Nicole e incluso más loco por Merry. Ellen terminó una actuación larga, lenta y arrebatadora del “Ave María” y no quedó un ojo seco en la sala. Casi ni se susurraba. Incluso Merry, sentada en el regazo de papá, con los enormes ojos azules fijos en su tía, estaba callada. Entonces la sala explotó y Merry se rió. Ellen esta noche era Eve. Era increíble cómo podía ser esas dos personas completamente diferentes. Ellen era su hermosa esposa, con el brillante cabello cayendo sobre sus hombros, vestida informalmente con camisa blanca y vaqueros, sin maquillaje, que la mayoría de las noches le daba la bienvenida cuando llegaba a casa con una sonrisa, un beso y un nuevo plato chamuscado, haciendo que su corazón brincara y su estómago gimiera.
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Lisa Marie Rice fuego
Más caliente que el Protectores 02
Por pena, Manuela, el ama de llaves de Sam y Nicole, les enviaba comida un par de veces a la semana. Lo suficiente como para dar de comer a un ejército de estibadores. Esa mujer era tranquila, relajada y amorosa y, tío, él también la amaba. Pero Eve, oh Dios, Eve, era esta beldad remota y misteriosa que conjuraba luz de luna y polvo de estrellas. Tan suave como el mármol, elusiva como un sueño. Solo mírala, pensó Harry. Era esbelta, incluso pequeña, pero dominaba el escenario. Un punto de luz, los músicos tras de ella en las sombras, de pie delante de un micrófono, metiéndose el público en el bolsillo. Su voz llenaba la sala, llenaba cada espacio vacío. Sería imposible pensar en nada menos en ella, tener cualquier cosa que no fuera ella en la cabeza. Harry miró a su alrededor, paralizado por las expresiones en los rostros de la gente en la sala. Profesionales de éxito la mayoría (las entradas eran caras, después de todo). Los hombres vestidos elegantemente, las mujeres con vestidos de noche y joyas luminosas y brillantes. Una audiencia adulta y sofisticada y aun así cada rostro parecía igual: transportado a otro lugar. Un lugar de amor y esperanza, de pérdida y llanto, donde todas esas emociones se sentían profundamente, todas a la vez. Imposiblemente conmovedores, hermosos más allá de las palabras, los villancicos que todos se sabían de memoria, que habían escuchado en ascensores, en centros comerciales, en la tele y en las etílicas fiestas navideñas... cada canción tenía un nuevo significado, como si las escucharan por primera vez. La Navidad era alegría y esperanza, un ansia de paz y buena voluntad. Las viejas palabras tomaron un significado completamente nuevo y más profundo. Harry sabía que ellos jamás oirían esas canciones de nuevo sin pensar en esa noche, una noche cuando la más hermosa de las músicas del mundo flotó en el aire. Y la propia Eve, ay Dios, acababa de romper tu corazón ahí mismo. Parecía como si la hubieran traído de otro planeta, uno mejor, con ese vestido verde brillante que hacía juego con sus ojos, su cabello cobrizo echado atrás y recogido para mostrar ese cuello largo y pálido y la delicada línea de su garganta.
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El maquillaje que nunca llevaba fuera del escenario pintaba su rostro con un glamour de otros tiempos, ojos misteriosamente profundos, altas mejillas matizadas con suave rubor, esa boca... Harry estaba seguro de que no había un hombre allí que no estuviera pensando en esa boca. Era el sexo encarnado, pero el mejor sexo que cualquiera hubiera conocido, a un ritmo diferente. Su cuerpo entero estaba pillado por los ritmos del jazz, meciéndose lentamente, perfectamente en sintonía con la percusión. Ella marcaba el matiz de cada palabra, pequeños gestos que de alguna manera mezclaban la pasión con la paz, el amor con el triunfo. El concierto se acercaba a su fin. Acabó con “O Holly Night” e inclinó la cabeza con los aplausos, con la gracia de una reina aceptando el homenaje de sus adoradores súbditos. Esperad, pensó Harry. La última canción, su canción emblema, la canción que cantaba al final de cada concierto, sin importar qué tipo de música hubiera sido. Se había convertido en su marca registrada. La cantaba a cappella, porque bastaba solo con su voz. “Amazing Grace”. Era la canción de ellos, porque ella decía que era solo por una increíble gracia concedida que había sido capaz de encontrar su camino hasta él. La canción lo conmovía, siempre. Se la había oído cantar cientos de veces y siempre era una daga que atravesaba su corazón, sin sangre ni dolor y profundamente. La canción le hacía sentir profundamente todas las pérdidas de su vida. Su madre, Crissy. Sobre todo Crissy. Casi había perdido a Ellen, y pensaba en ello cada día, cada hora. Habría sido tan fácil mortificarse por todas las pérdidas, por el dolor que esta vida nos daba a todos. Pensar en la oscuridad y el lamento, en los seres queridos que se habían ido para siempre, en el odio y la crueldad que había en el mundo. Todo eso pasaba por su corazón, cada vez. Y cada vez él sufría. Y entonces, cada vez la canción y la voz de Ellen le recordaban la increíble gracia en el mundo y entonces se sentía más animado, superando el dolor y el sufrimiento, y hallaba paz. Al final de la canción, en la oscuridad de la sala, Ellen levantó la cabeza un poco, infaliblemente movía la cabeza hacia donde estuviera él. Sus ojos se encontraban. De
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algún modo ella siempre sabía dónde estaba él, sin importar lo oscura que estuviera la sala, sin importar cuánta gente hubiera. Le mantenía la mirada y cantaba directamente para él, directo a su corazón, porque esa era para él. A través de muchos peligros, esfuerzos y trampas, Ya he llegado; esta gracia me ha llevado lejos, y la gracia me conducirá al hogar. Las últimas notas cayeron como en un sueño, resplandeciendo en la oscuridad, y Ellen inclinó la cabeza. El foco de luz se fue oscureciendo, desapareciendo y la multitud se puso en pie con un rugido, aplaudiendo, gritando y silbando. Pero Eve había desaparecido. Nunca salía para un bis, porque la canción la conmovía demasiado. Por eso siempre la cantaba al final. No podía cantar nada más después de esa. Las luces iluminaron la sala, mostrando el escenario vacío y los músicos de pie haciendo sus saludos. —Guau. —Nicole se enjuagó los ojos—. Parece difícil recordar que esa mágica mujer es nuestra Ellen —se rió—. ¡Nuestra contable! Es como tener a Picasso segándote el césped. Mike y Sam no estaban escuchando. Mike estaba de pie, con dos dedos en la boca silbando y pisoteando fuerte, y Sam estaba enseñando a la niñita sobre su regazo a aplaudir, riéndose con ella. Esta parte de su familia estaba a salvo y feliz. Harry se escabulló para atender a la otra parte de su familia. Ella estaba detrás del escenario, ya se había desecho el recogido. En el escenario, el peinado formal le sentaba bien. Sus vestidos para los conciertos eran cada uno diferente, creados para ella por un joven diseñador que estaba comenzando, que había captado su elegancia y clase innatas.
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A Eve le encantaba lo llamativo de los vestidos, le encantaban la seda y el satén brillantes, el relumbre de las lentejuelas, el maquillaje glamuroso, el elegante recogido de pelo. Pero en el instante en que Eve salía del escenario, Ellen quería regresar a sus ropas informales, su cabello suelto y la cara limpia de maquillaje. El camerino estaba tan lleno de flores que casi ni se podía andar, el perfume subiéndosele a Harry rápidamente a la cabeza. Sus dos docenas de rosas rosas estaban colocadas sobre el mostrador enfrente del espejo, donde ella podía verlas. Todas las flores irían al día siguiente al hospital infantil, pero Eve adoraba regresar al camerino e imbuirse de los colores y esencias. Ella estaba de pie, intentando alcanzar la cremallera de detrás. —Permíteme. —Harry se movió detrás de ella y se inclinó para darle un beso en el hombro—. Un privilegio de los maridos. —Sus ojos se encontraron en el espejo—. Estuviste magnífica esta noche, amor mío. Y la última canción... Dios. —Amazing Grace. —Ellen le sonrió desde el espejo—. Es nuestra canción, ¿verdad? Y siempre lo será. Ella se dio la vuelta y le tomó las manos entre las suyas. Tomó aliento profundamente. —De acuerdo. No va a haber un momento mejor que este. Ya que “Amazing Grace” es nuestra canción, he pensado que podríamos llamarla Grace, porque sé que va a ser una niña. Grace Christine, por tu hermana. —Se puso de pie de puntillas y lo besó—. Nacerá a tiempo para tu cumpleaños. Así que, feliz navidad y feliz cumpleaños, amor mío. Y el corazón de Harry sencillamente explotó de alegría.
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Un año más tarde La mujer que se detuvo delante del Edificio Morrison era calladamente hermosa, vestida con elegancia improvisada y estilo. Cabello rubio claro se movía con un resplandor alrededor de su rostro. Tenía unos ojos poco habituales, de color marrón claro, casi dorados, y facciones encantadoras y claras.
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Aunque no había nada llamativo en ella, y era un edificio hecho para llamar la atención. Los hombres y las mujeres que trabajaban en el edificio estaban ocupados conquistando el mundo, haciendo un montón de dinero y eso, eso se veía. Trajes, cortes de pelo, zapatos, bolsos, maletines: todo era de lo último, muy a la moda. Algunos de ellos estaban en la publicidad y el diseño y llevaban estilos que serían populares en cinco años. Se les veía a la ultimísima e interesantes, como viajeros del tiempo llegados del futuro. Y ocupados, estaban todos ocupados, corriendo dentro y fuera de las grandes puertas de acero y cristal, dando zancadas y con la determinación en sus rostros, porque todos ellos iban a tener éxito. ¿Ella tendría éxito? En verdad no lo sabía. Probablemente no. No tenía ni brújula ni dirección y muchas cosas en su vida habían estado vacías, un enorme vacío que jamás había sido capaz de llenar. Que todo el mundo estuviera tan ocupado la asustaba, un poquito solamente, aunque debería decirse que muchas cosas la asustaban. Ella meneó la cabeza para apartar la idea. Había recorrido un largo camino, en términos muy reales y dolorosos, para llegar hoy ahí. No se asustaría, no se lo permitiría. Si era un error, si estaba equivocada, bueno, entonces digamos que estaría exactamente igual que antes: vacía. Bajó la mirada a la hoja de papel en su mano, la que había imprimido después de su búsqueda en internet. Bonitas letras grandes, todas en mayúsculas, impresas en tinta láser. Fuente Times New Roman, tamaño catorce. Bonita y clara. El papel temblaba en su mano. HARRY BOLT EDIFICIO MORRISON 1147 BIRCH STREET Qué pocas palabras pero qué importantes. Palabras que podían cambiar su vida. O no. Porque tal vez no era quien ella pensaba (y esperaba) que fuera. O tal vez, si lo era, no le importaría.
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El temblor en sus manos le pasó a los brazos hasta que impacientemente dobló y metió de golpe el papel en su bolso. De todas maneras se conocía las palabras de memoria. También conocía las cosas básicas de la vida de él. Harry Bolt. Socio de RBK Security, una compañía de seguridad de mucho éxito. Ex soldado. Casado con una famosa cantante. Y tal vez, solo tal vez, su hermano perdido hacía tanto tiempo.
Fin
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