1. INTRODUCCIÓN
El derecho de la libre competencia carece en Chile de una larga tradición, puesto que si bien la primera legislación antimonopólica data de 1959, aquél sólo cobró aplicación general y eficacia práctica a partir de la promulgación del Decreto Ley 211 en 1973. A pesar de esa breve historia en la vida jurídica, circunstancia que podría haber conspirado contra una operatoria fluida y certera del Decreto Ley 211 y, por consiguiente, de nuestro sistema tutelar de la libre competencia, ha sido la jurisprudencia judicial y administrativa de los organismos antimonopólicos la que ha asumido una fundamental tarea al elaborar y perfilar las principales nociones y principios que rigen nuestro derecho de la libre competencia. Esa elaboración ha permitido que nuestro derecho de la libre competencia sea, por regla general, caracterizado como razonable, respetuoso de los derechos innatos y adquiridos y, lo que resulta esencial para un verdadero Estado de Derecho, como concordante con los requerimientos de la Justicia. A quienes integraron las antiguas Comisiones Resolutiva y Preventivas, así como a quienes sirvieron en la Fiscalía Nacional Económica en aquella etapa formativa de nuestro derecho de la libre competencia, debemos una parte significativa de la evolución institucional de esta disciplina y, por ello, procede tributarles, al inicio de esta obra, un merecido reconocimiento por su abnegada y valiosa labor. Fue en esa ardua tarea de poner en movimiento un sistema tutelar de la libre competencia al amparo de una ley cuya parquedad substantiva resultaba intimidante, que se acuñaron importantes nociones y principios que todavía utilizamos y que resultan cruciales para una adecuada comprensión del Derecho antimonopólico. Una de las nociones medulares que desarrolló la mencionada jurisprudencia judicial y administrativa fue el concepto de monopolio en su acepción jurídica, el que, paradójicamente, no exhibía correspondencia con los conceptos desarrollados por la Economía. El desconocimiento de una 13
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noción jurídica de monopolio invitó a economistas e incluso a ciertos juristas a sostener que había que abandonar términos como los de “legislación antimonopolio” o “ilícitos de monopolio”, atendido que ellos obedecían a estadios primitivos del desarrollo del derecho de la libre competencia, estadios a los cuales se atribuía una supuesta creencia de que todo monopolio era reprochable y de que la voz monopolio significaba un solo oferente o demandante. En nuestra opinión, tales afirmaciones carecían de efectividad: se podía demostrar, al menos en Occidente, que desde muy antiguo se ha considerado que hay monopolios lícitos y monopolios ilícitos y que la voz monopolio, en su significación jurídica, designa y ha designado por siglos una amplísima variedad de restricciones de la libre competencia. Adicionalmente era posible afirmar que las nociones jurídicas de monopolio anteceden a la moderna ciencia económica, si se entiende por ésta la que nace con Adam Smith, según lo prueba –y no es la única demostración– la misma etimología del término monopolio. Estos problemas hermenéuticos no corresponden a meras precisiones académicas, sino que –como mostraremos a lo largo de esta obra– comprometen lo más profundo del derecho antimonopolio: la conceptualización misma del monopolio, del poder de mercado, la configuración y aplicación del ilícito monopólico como conducta punible y, por consecuencia, la determinación del bien jurídico tutelado por dicha rama jurídica. No puede buscarse un entendimiento del bien jurídico protegido separado de la noción del monopolio en cuanto injusto; son el anverso y el reverso de una sola y misma realidad. Habida cuenta de los mencionados problemas hermenéuticos y del hecho de que no hay nada más fundamental para el buen funcionamiento de los sistemas de prevención y represión de los ilícitos monopólicos que entender cabalmente qué es un monopolio en un sentido jurídico, es que emprendí una investigación destinada a estudiar y organizar las diversas acepciones etimológicas, económicas y jurídicas de la voz monopolio. Tal proceso organizativo dio origen a la Sección II del presente libro, titulada “Las definiciones de monopolio”, y me condujo a estudiar la etimología de la voz monopolio y a plantear, en el primer capítulo de esa sección, una definición nominal de esa voz que era diversa de la tradicional, pero, en mi opinión, mucho más precisa y operativa desde una perspectiva jurídica. En el segundo capítulo realicé un estudio de las principales acepciones que los economistas han conferido al término monopolio, las cuales divergen tremendamente entre sí según podrá apreciar el lector y, particularmente, me ocupé del desarrollo analógico del monopolio parcial a partir de las nociones de 14
INTRODUCCIÓN
pluralidad de oferentes y de poder monopólico y poder de mercado. En el tercer capítulo di cuenta de las significaciones jurídicas del término monopolio y luego procedí a contrastar las acepciones económicas de monopolio con las significaciones y usos que el Derecho ha dado a aquella voz. Así, espero haber establecido una plataforma conceptual, por básica que sea, que permita a los economistas una mejor comprensión de lo que los juristas entienden cada vez que emplean la voz monopolio como substantivo o como adjetivo en el Derecho de la libre competencia, v. gr., ilícito de monopolio, monopolio de privilegio, responsabilidad monopólica, etc. Asimismo, confío en que aquella plataforma opere bi-direccionalmente y permita también a los juristas entender ciertas dificultades que derivan de los modelos económicos y que, ciertamente, los tornan, bajo ciertas circunstancias, inaplicables e inextrapolables al ámbito jurídico. Se suele decir que lo normativo está reservado al Derecho, en tanto que lo descriptivo corresponde a la economía. Según tendremos oportunidad de mostrar, en el derecho de la libre competencia hallamos conceptos de monopolio acuñados por la ley y la jurisprudencia que, respectivamente, corresponden al orden descriptivo (monopolio estructural) como al orden normativo (injusto de monopolio). *** El debate doctrinario y jurisprudencial en este ámbito del Derecho se ha visto recientemente enriquecido con una interesante discusión legislativa motivada por la reforma de nuestro principal cuerpo normativo antimonopólico, la que ha culminado con la promulgación de la Ley 19.911. Esa discusión, en la cual hemos tenido el privilegio de participar, ha versado sobre diversos aspectos muy relevantes de lo que es y lo que debería ser nuestro principal cuerpo legal tutelar de la libre competencia, tanto en lo substantivo como en lo adjetivo o procesal. Entre tales tópicos debatidos en el Congreso Nacional ha destacado uno cuya trascendencia para el sistema de la libre competencia probablemente opaque a todos los demás problemas allí tratados: el del bien jurídico protegido por la legislación antimonopólica. Un sistema tutelar de la libre competencia no puede subsistir sin un bien jurídico protegido claramente formulado, establecido en una norma de rango legal y aplicado en forma coherente y constante por la jurisprudencia antimonopólica. Sólo así la sociedad civil podrá saber cuándo se han traspuesto los límites de lo lícito y se ha entrado a vulnerar la libre competencia y, por esta vía, tendrá lugar la formación social de una verdadera conciencia de la antijuridicidad respec15
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to de ciertas conductas mercantiles reñidas con aquel bien jurídico tutelado. Sólo así podrá cada una de las personas integrantes de la nación sustraerse de la arbitrariedad y protegerse de intereses espurios, sean éstos de origen estatal o privado, bajo los cuales podrían sucumbir las autoridades antimonopólicas al no existir un norte claro para su actuar ni un deber jurídico preciso que cumplir. El proyecto de reforma del Decreto Ley 211, en su versión originaria, intentó definir el bien jurídico libre competencia mediante otros tres bienes, que tenían la aptitud de entrar en colisión entre sí. Con aquella fórmula se habría introducido una gravísima confusión en el sistema tutelar de la libre competencia y se habría generado espacio para toda suerte de arbitrariedades por parte de las autoridades públicas encargadas de poner en marcha una ley tutelar no ya de la libre competencia –ése habría sido un rótulo vacío de contenido–, sino que de tres bienes tremendamente difusos y, bajo ciertas hipótesis, excluyentes entre sí. Afortunadamente, el Senado rechazó tal formulación de una pluralidad de bienes jurídicos entrelazados en difíciles relaciones de medios a fines, retornándose al antiguo sistema: un solo bien jurídico protegido que se llama libre competencia, formulado con jerarquía legal y cuyo contenido ha fluido, por regla general, razonablemente claro de la jurisprudencia emitida por el Tribunal Antimonopólico. Esta interesante discusión será tratada en la Sección III de nuestro libro, según pasamos a explicar. La Sección III de este libro, titulada “Libre competencia e injusto de monopolio”, se ocupa en su primer capítulo de ciertos conceptos afines a la libre competencia, los cuales resulta preciso distinguir y contraponer adecuadamente a este bien jurídico tutelado. A continuación, en el capítulo segundo se da cuenta del mencionado debate legislativo, en el cual prevaleció la visión de que era necesario que hubiese un solo bien jurídico tutelado antes que una pluralidad de los mismos, que pueden entrar en colisión unos con otros, y se impuso la prudencia jurídica al exigirse la formulación específica de dicho bien jurídico en un texto de jerarquía legislativa. A tal efecto, contraponemos las diversas proposiciones efectuadas en la materia con la formulación del bien jurídico protegido que actualmente presenta el Decreto Ley 211. Luego tratamos cada una de las grandes concepciones, tanto jurídicas como económicas, que se han formulado acerca de qué es realmente la libre competencia. Comenzaremos por las principales visiones jurídicas, esto es, la autonomía privada, el derecho a desarrollar cualquier actividad económica, la justicia distributiva y la igualdad de oportunidades, la protección de ciertas categorías de competidores, la 16
INTRODUCCIÓN
protección de los consumidores, y continuaremos con las principales visiones económicas: la eficiencia económica y la formación de los precios mediante el libre juego de la oferta y la demanda. Finalmente, rematamos este extenso capítulo con nuestra visión acerca del concepto de libre competencia, según la cual analizamos una definición esencial versus una definición descriptiva por las funciones que aquélla desempeña y las implicancias que se siguen de una y otra solución. Sobre el particular, señalaremos que hemos modificado nuestra visión del bien jurídico tutelado. En nuestro libro La discriminación arbitraria en el derecho económico. Especialmente en la legislación antimonopólica, sostuvimos que el bien jurídico protegido correspondía a la autonomía privada en el ámbito competencial. Sin embargo, tras observar el número y la creciente importancia económica de competidores que son personas de derecho público y, por ello, regidas por un estatuto jurídico que no corresponde al de la autonomía privada, hemos considerado necesario reformular esta concepción para dar cabida a un bien jurídico tutelado que sea predicable tanto de competidores regidos por el derecho público como por el derecho privado. Una vez esclarecido el problema del bien jurídico tutelado, esta Sección III continúa para centrarse en el estudio del ilícito de monopolio, esto es, como un concepto normativo opuesto a la libre competencia y a la justicia. Aquel ilícito no se explica sin una concepción clara del bien jurídico tutelado, puesto que semejante injusto no es otra cosa que una herramienta jurídica destinada a proteger la libre competencia y a asegurar la justicia distributiva consistente en dar a cada transgresor del tipo universal antimonopólico la pena que le corresponde. En lo que respecta al ilícito de monopolio, éste será analizado en sus relaciones con la Justicia para luego abordar su naturaleza, tema este último en el cual ya la jurisprudencia antimonopólica previa a la Ley 19.911 había realizado algunos avances, aunque en nuestra opinión todavía insuficientes. La controversia acerca de la naturaleza del ilícito monopólico resulta simplificada a partir de la mencionada Ley 19.911, puesto que ésta se encarga de derogar el delito penal de monopolio. Así, queda claro para la mayoría de la doctrina que sólo permanece un ilícito contravencional de monopolio en el Decreto Ley 211, generándose la duda acerca de si la aplicación de aquel ilícito ha de rodearse de las garantías desarrolladas en el ámbito penal o no. Sobre el particular no dubitamos en adherir a la escuela cuantitativa, que postula que sólo hay diferencias de grado o quantum entre los delitos penales y los delitos contravencionales y que, por tanto, las garantías diseñadas para aquéllos deben ser comunicadas a éstos. La escuela cuantitativa prevalece en la doctrina nacional e internacional 17
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y estimamos que es la única que se condice con un verdadero Estado de Derecho, en el cual el ius puniendi ejercitado por la autoridad pública se somete a principios fundamentales positivizados y no positivizados que dan forma a razonables garantías que hacen realidad aquello de la dignidad de que está dotada toda persona humana y de que el Estado está al servicio de esta última, según prescribe expresamente nuestra Constitución Política de la República. Lamentamos que la Ley 19.911 no se hiciera cargo de este importante tema, omisión que esperamos sea salvada en una próxima reforma legislativa. No obstante lo anterior, consideramos que existen suficientes argumentos doctrinales, de principios generales y de jurisprudencia para sostener que el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia deberá, a fin de adecuarse al orden jurídico imperante, pronunciarse sistemáticamente en favor de la comunicabilidad de las garantías penales al ámbito administrativo sancionatorio, ámbito al cual pertenecen los injustos monopólicos. Coherentes con nuestra adhesión a la escuela cuantitativa, hemos continuado con la Sección III realizando un estudio del tipo antimonopólico contemplado en el artículo tercero, inciso primero, del Decreto Ley 211, empleando al efecto las categorías desarrolladas por el Derecho Penal. Esto no significa en forma alguna afirmar por nuestra parte que el actual tipo antimonopólico sea de naturaleza penal; reiteramos que se trata de un tipo infraccional al cual se le comunican las garantías originariamente desarrolladas en el campo penal. Este tipo antimonopólico lo hemos calificado de universal, puesto que sus términos buscan capturar toda conducta atentatoria contra la libre competencia. Así, nos hacemos cargo de la tipicidad, en su faz objetiva y subjetiva. En cuanto a la faz objetiva, tratamos el sujeto activo, el sujeto pasivo, la acción y la omisión, el resultado y los eventuales perjuicios civiles, y el nexo o relación causal. En cuanto a la faz subjetiva, nos ocupamos de las exigencias en la materia de la escuela cuantitativa y del principio fundamental del nulla poena sine culpa y la consiguiente necesidad de exigir dolo o culpa en el injusto monopólico. Seguimos con la antijuridicidad y la culpabilidad del injusto monopólico para tratar a continuación el ámbito material, temporal y territorial de aquél. Con motivo del estudio del ámbito material nos ocupamos de las actividades económicas, de los bienes económicos y de los mercados relevantes. Finalizamos esta Sección III con un capítulo acerca del estudio de las penas y medidas aplicables por el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia, en el cual formulamos un distingo entre medidas que son penas, medidas propiamente tales y medidas cautelares. A continuación, se trata con mayor latitud cada una de las penas que pue18
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den ser impuestas por el Tribunal Antimonopólico. Consideramos que el tratamiento legislativo de las medidas propiamente tales es inadecuado, constituyendo en algunos aspectos una involución en la materia, lo que no contribuye a la certidumbre que requiere el sistema tutelar de la libre competencia para operar razonablemente. A continuación damos inicio a la Sección IV de este libro, titulada “Las fuentes del monopolio y su regulación. Una aproximación al injusto monopólico de fuente”. Esta sección tiene por finalidad exponer, desde una óptica jurídica y no sociológica, las diversas fuentes del monopolio en su acepción jurídico-estructural a fin de explicar cuáles de éstas dan lugar a injustos de monopolio y cuáles no. El primer capítulo de esta sección se refiere al monopolio natural y su regulación, explicándose su concepto, vinculación con ciertas garantías constitucionales y su tratamiento por el sistema tutelar de la libre competencia. A tal efecto, se explica cómo se aplica el derecho de la libre competencia a industrias reguladas por su carácter de monopolio natural tanto a nivel del sistema estadounidense como a nivel de la legislación y jurisprudencia nacionales. Se ilustra lo anterior con la regulación sectorial y antimonopólica que tiene lugar en el ámbito de la distribución eléctrica concesionada. El segundo capítulo de esta sección se ocupa del monopolio de privilegio, esto es, aquel establecido por autoridades públicas, realizándose un estudio de la prohibición legal de otorgarlos que se contempla en el Decreto Ley 211. Asimismo, efectuamos allí una comparación entre esta prohibición y el principio de la restricción del Estado Empresario, así como un análisis de las consecuencias jurídicas de transgresión de la prohibición legal de otorgar monopolios de privilegio y de la infracción del tipo universal antimonopólico. Previo a exponer conclusiones sobre esta importante fuente de monopolios estructurales, explicamos la antigua disposición sobre estancos y control antimonopólico de legislaciones salvaguardadas por el Decreto Ley 211. El tercer capítulo trata del denominado monopolio de eficiencia, que es el que resulta de una sana y eficiente competencia, constituyendo por ello una fuente lícita de poder de mercado. El cuarto capítulo versa sobre el monopolio por unificación de la competencia, esto es, aquellas prácticas desarrolladas por competidores con la finalidad de reducir ilícitamente la libre competencia al interior de determinados mercados relevantes. Aquí nos ocuparemos de la monopolización o práctica unilateral destinada, en forma real o simulada, a reducir la competencia, adquirir poder de mercado o manipular los precios. También nos haremos cargo de la colusión o conspiración monopólicas, las cuales consisten en prácticas desarro19
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lladas por pluralidad de competidores con el objetivo de alcanzar la finalidad antes indicada. Acaba este capítulo con un breve estudio de las fusiones y concentraciones, en el cual se examina la actual situación normativa junto a un proyecto de ley existente en la materia y las dificultades que plantean estas prácticas. A continuación se pasa a la Sección V de esta obra, la cual se titula “La explotación del monopolio y el abuso de posición dominante. Una aproximación al injusto monopólico de abuso”. Esta sección busca describir el tratamiento normativo del abuso de posición dominante, para lo cual se hace un estudio separado de la posición dominante o situación monopólica, de la noción de abuso, de los autores del abuso y del objeto de ese abuso. Con motivo del objeto del abuso monopólico se efectúa un distingo entre aquéllos destinados a explotar la renta monopólica y aquéllos destinados a preservarla. En la primera categoría se examinan los precios injustos o precios monopólicos, las discriminaciones arbitrarias monopólicas, otras condiciones abusivas en las convenciones, la imposición de contratos atados, la asignación de zonas exclusivas por competidor dominante y la explotación de una instalación esencial. En la segunda categoría se analizan los abusos en el iter de la formación de una convención y particularmente la negativa de venta, así como los precios predatorios. La Sección VI se denomina “Potestades públicas de los organismos antimonopólicos”. La justificación de esta sección se halla en la singularidad de las potestades públicas de que son titulares el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia y la Fiscalía Nacional Económica y en las confusiones y dificultades que ha planteado el ejercicio de las mismas. El primer y extenso capítulo de esta sección se ocupa de las potestades públicas del Tribunal de Defensa de la Libre Competencia. Éste comienza con un estudio de las denominadas potestades públicas jurisdiccionales, explicándose la especialidad y materia de que se ocupa este alto tribunal. Luego se tratan las potestades públicas no contenciosas, las cuales se dividen en potestad informativa y potestad consultiva. Respecto de estas potestades no contenciosas nos ocupamos de su naturaleza, objetivo, características y sistemas de control. A continuación pasamos a tratar las potestades reglamentarias, las cuales se categorizan en internas y externas, en tanto que estas últimas se subclasifican en potestades reglamentarias externas dirigidas a organismos dotados de funciones antimonopólicas y dirigidas a terceros carentes de funciones antimonopólicas. En lo que se refiere a estas potestades reglamentarias estudiamos el origen de las mismas, su constitucionalidad, objetivo, límites, requisitos orgánicos y procedimenta20
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les, y sistema de control. Proseguimos con la denominada potestad requisitoria, esto es, aquella potestad pública mediante la cual el Tribunal Antimonopólico puede solicitar a una autoridad pública la dictación, modificación o derogación de una norma legal o reglamentaria que preserve o vulnere la libre competencia, según corresponda. Nos ocupamos de la naturaleza, objetivo y procedimiento de esta potestad requisitoria. El segundo capítulo de esta sección versa sobre las potestades públicas de la Fiscalía Nacional Económica, en el cual tratamos la naturaleza, finalidad e independencia relativa de este ente administrativo, para a continuación proceder a una catalogación de las atribuciones de esta autoridad pública. En Anexo se acompaña un informe en derecho de nuestra autoría, titulado “Recomendación de un competidor en desmedro de otro”. Estimamos que este informe resulta ilustrativo de la variedad y versatilidad que pueden adoptar las diversas prácticas monopólicas en el ámbito mercantil. Luego viene la Bibliografía empleada en esta obra, distinguiéndose en capítulos los autores citados, los cuerpos normativos nacionales y foráneos citados, así como proyectos de ley y actas legislativas, y finalmente la jurisprudencia, judicial y administrativa, nacional y extranjera, que hemos utilizado. *** Es importante advertir que la presente investigación ha prescindido de realizar un análisis económico del monopolio y la libre competencia –temas sobre los cuales existen muy interesantes y recientes publicaciones efectuadas principalmente por la Escuela de Chicago–, sino antes bien se ha pretendido desarrollar un análisis jurídico de este importante contenido del orden público económico, según se ha explicado. El Derecho no está vacío de contenido y carente de conexión con la realidad –recuérdese la nunca demostrada afirmación de Hume, según la cual del ser no puede inferirse el deber ser–, sino que tiene por objeto la justicia. Aquí hallamos otro desafío, puesto que la propia noción de justicia hoy carece de significación ante muchos sistemas filosóficos todavía de moda; por ello aspiramos a emplear la formulación perenne de la misma: la que primó entre los grandes maestros griegos y luego entre los juristas romanos. Así, consideramos que el Derecho Antimonopólico ha de realizar la justicia en la libre competencia por y en los mercados. 21
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Conviene asimismo señalar que la finalidad de este trabajo no ha sido la de hacernos cargo de las estrategias que los monopolistas emplean para alcanzar los monopolios deseados o preservar la respectiva posición dominante ya obtenida, ni tratar en detalle todas las formas –casi innúmeras– que puede adoptar el ilícito de monopolio. En efecto, nos hemos ocupado del injusto de monopolio en general sin entrar a las concretas formas que éste puede alcanzar en la vida mercantil y por ello no hemos analizado en detalle los injustos específicos que, a título meramente ejemplar, entrega el inciso segundo del artículo tercero del Decreto Ley 211. Las referencias que hemos efectuado a lo largo de esta obra respecto de aquellos injustos específicos, tienen por objetivo ilustrar nuestras afirmaciones y tesis defendidas con motivo del tratamiento general del problema del delito de monopolio y de su clasificación bimembre en delitos de fuente y delitos de abuso. Es por ello que no se ha pretendido, ni el lector debe así creer, que lo buscado por este libro haya sido un tratamiento acabado y exhaustivo de cada injusto específico. El criterio rector de esta obra ha sido intentar construir lo que podríamos denominar una parte general del derecho de la libre competencia, dejándose de lado los injustos específicos que la doctrina y la jurisprudencia han perfilado a lo largo de los años. Estos últimos, sin duda, quedan reservados para una parte especial del derecho de la libre competencia, que esperamos abordar en el futuro. Consideramos fundamental el desarrollo de una parte general del derecho de la libre competencia por varias razones. En primer lugar, estimamos que la tradición jurídica occidental es lo suficientemente refinada y poderosa para explicar y sistematizar los injustos monopólicos y de allí educir una verdadera teoría general dotada de principios e instituciones básicas que permita iluminar multitud de prácticas monopólicas respecto de las cuales se sabe poco, encontrándose algunas de éstas modeladas económicamente y, paradójicamente, apenas estudiadas desde una perspectiva jurídica. En segundo lugar, reconociendo los valiosísimos aportes del análisis económico del Derecho en este campo hemos percibido un fenómeno de sustitución antes que de complementación entre el análisis económico del Derecho y el derecho económico. Así, observamos una retirada del derecho económico –formalmente Derecho– para dejar paso al análisis económico del Derecho –formalmente Economía–, de lo cual se ha seguido una peligrosa desvinculación del injusto monopólico de las doctrinas jurídicas y de las garantías substantivas y adjetivas aplicables, lo cual no lleva sino a debilitar la posición garantística del competidor ante las autoridades públicas tutelares de este sector del Derecho. Hubiésemos esperado un enriquecedor esfuerzo de com22
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plementación entre ambas disciplinas y no la gradual y peligrosa sustitución que está teniendo lugar en un ámbito tan interdisciplinario como lo es el de la libre competencia. A pesar de lo anterior, confiamos en que las sentencias y resoluciones que emita el recientemente instalado Tribunal de Defensa de la Libre Competencia fundamenten con igual celo y rigor tanto los aspectos económicos como los jurídicos de cada una de sus decisiones, sin menoscabo de las garantías que corresponden a los competidores. En tercer lugar, la antes mencionada parte general debe ocuparse de temas tan trascendentales como el bien jurídico tutelado y la comunicabilidad al injusto monopólico de las garantías desarrolladas en el ámbito penal. Esta misión es singularmente grave en el campo de la libre competencia, toda vez que ésta se desenvuelve en un estadio de positivización legal todavía incipiente –en nuestra opinión éste es más precario de lo debido– y por ello se ha entregado al Tribunal Antimonopólico un cúmulo de atribuciones y decisiones que, en los hechos, excede con mucho la tarea que ordinariamente realiza un tribunal en el sistema jurídico continental. La explicación de tan especiales potestades públicas radica en que nuestro Decreto Ley 211 es parco en sus normas substantivas y en que aquél ha sido construido bajo un fuerte influjo anglosajón, donde todavía campea el Stare Decisis imponiendo la obligatoriedad de los precedentes judiciales. De allí el riesgo de que, en ausencia de una parte general, se genere una casuística jurisprudencial informe, refractaria a toda clasificación tipológica y privada de conexión con la Justicia, los principios generales del Derecho y las consiguientes garantías substantivas y adjetivas. Es por esta razón que hemos resuelto incorporar a esta parte general las potestades públicas del Tribunal de Defensa de la Libre Competencia y de la Fiscalía Nacional Económica, puesto que ambos organismos antimonopólicos son extraordinariamente poderosos en sus respectivos ámbitos de actuación y ostentan atribuciones inusuales. Así, observamos que el Tribunal Antimonopólico concentra potestades jurisdiccionales, administrativas y contraloras de la juridicidad antimonopólica, observándose entre las administrativas una de alcance general que hace equiparable a ese tribunal a un ente público autónomo de rango legal como lo son las superintendencias. De allí que no sorprende que, incluso después de la promulgación de la Ley 19.911, el propio Tribunal de Defensa de la Libre Competencia haya incurrido ocasionalmente en errores con motivo de la calificación de algunas de sus propias fuentes normativas. ***
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Esta obra, además de contemplar análisis doctrinario, de principios generales y Derecho positivo, observa y estudia jurisprudencia judicial y administrativa emitida por la Comisión Resolutiva (1973-2003) y por el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia desde la fecha de su instalación hasta la de elaboración de este libro. Durante el período de funcionamiento de la Comisión Resolutiva todas las sentencias antimonopólicas, evacuaciones de consultas, informes, reglamentos antimonopólicos y requisiciones fueron denominadas “resoluciones” y numeradas correlativamente sin referencia al año de emisión y sin alusión a la naturaleza de la fuente normativa empleada por la Comisión Resolutiva. A partir de la operación del Tribunal de Defensa de la Libre Competencia se depura la nomenclatura de estas fuentes normativas, de forma tal que cada una de ellas recibe la denominación que le corresponde, aun cuando todavía se aprecian algunas confusiones en tal proceso, particularmente en lo relativo a la potestad requisitoria. La voz “resolución”, en esta nueva etapa institucional, es reservada para la evacuación de consultas antimonopólicas y a todas y cada una de las fuentes normativas se les agrega a continuación el año de su emisión. Finalmente, hemos de manifestar nuestro agradecimiento a las dos Facultades de Derecho en las cuales me formé, la de la Universidad de Chile y la de la Universidad de Chicago, particularmente en la primera a quien fuera nuestro maestro en Derecho Económico, don Jorge Streeter, del cual tuve el privilegio de ser ayudante de cátedra por siete años. Asimismo, nuestros agradecimientos al Director del Departamento de Derecho Económico de la Facultad de Derecho de la Universidad de Chile, don Juan Manuel Baraona, por su apoyo al desarrollo de esta obra, y al Jefe de Circulación de la Biblioteca de esa Facultad, don Ricardo Escobar, por su incansable paciencia en la búsqueda de la bibliografía solicitada. Deseo también destacar mi deuda para con quienes, por más de diez años, han sido mis ayudantes y alumnos de los cursos de Derecho Económico y Derecho de la Libre Competencia, tanto en la Universidad de Chile como más recientemente en el Master in Business Law de la Universidad Adolfo Ibáñez, cuyas dudas, interrogantes y debates contribuyeron a enriquecer la reflexión que dio lugar a este libro. Resta señalar que las falencias y defectos de este libro son responsabilidad exclusiva del autor del mismo, quien hubiese deseado disponer de más tiempo para hacer más claras y precisas las consideraciones que se contienen en el mismo. Sin la pretensión de haber dado solución final a los problemas hermenéuticos y prácticos que rodean este fundamental contenido del 24
INTRODUCCIÓN
orden público económico que, por lo demás, siempre constituirán la quintaesencia del derecho de la libre competencia, abrigo la esperanza de que este estudio contribuya a un mayor esclarecimiento de los respectivos tópicos. Santiago de Chile, 2005. EL AUTOR
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2. L AS DEFINICIONES DE MONOPOLIO
2.1. HACIA UNA NUEVA LECTURA DE LA DEFINICIÓN NOMINAL DE MONOPOLIO Conviene antes de adentrarnos en las descripciones y definiciones que la Economía y el Derecho han desarrollado del concepto de monopolio, intentar fijar una definición nominal de este término. Las definiciones nominales no buscan capturar la esencia o la precisa descripción del objeto definido, sino más bien analizar la semántica o la capacidad de expresión del término empleado para convocar lo definido. El plantear definiciones nominales no supone ni rechazar otras formas de definición ni adherir a la escuela nominalista que, a partir de la Edad Media, negó la existencia de los universales. La definición nominal ha sido también llamada lexicológica por algunos autores, que han visto en ella una forma de historia de la significación de las palabras. El estudio de una definición nominal de monopolio, que podría parecer ocioso o conducente a logomaquias, se muestra de utilidad cuando se aplica a voces que se encuentran roídas por multitud de usos contradictorios, abusivos o serviles de retóricas de conveniencia. Es éste, precisamente, el caso del término monopolio, cargado de siglos de repudio y proscripción, pero también asociado al aura de haber contribuido a relevantes desarrollos tecnológicos que presuponían enormes unidades de producción y grandes cantidades de capital, todo lo cual se ha amalgamado en una difícil polisemia, aparentemente refractaria a toda sistematización. A lo largo de este capítulo nos valdremos de los principales recursos de la definición nominal, cuales son el estudio etimológico del vocablo que nos ocupa y el análisis sinonímico de esa voz y ciertos afines.
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LIBRE COMPETENCIA Y MONOPOLIO
2.1.1. ETIMOLOGÍA DEL VOCABLO MONOPOLIO El término monopolio arrancó del griego “monópolion”, el cual se componía de las partículas “mónos” (uno) y “poleum” o “polein” (vender); la sumatoria de tales partículas ha sido tradicionalmente leída como “un solo vendedor”. La voz griega “monópolion” fue transliterada al latín como “monopolium” y ésta empleada por vez primera –según tenemos conocimiento– por Tiberio, emperador romano, en un discurso que presentó ante el Senado, cerca del año 30 d. de C. El vocablo “monopolium” fue traducido al idioma castellano como “monopolio”, perdurando hasta nuestros días bajo esa forma.1 Sin embargo, cabe observar que dicha voz hispánica sufrió una alteración, dando origen a un nuevo término de reducido empleo: el de “monipodio”. Si bien monopolio y “monipodio” parecen haber sido originalmente sinónimos, en algún punto de la historia semántica de este vocablo –por lo menos a fines del siglo XVI–, “monipodio” devino en un concepto diferente: un convenio entre personas que se asocian y confabulan para fines mercantiles ilícitos. Así, bajo ciertos contextos de la práctica mercantil, “monipodio” quedó recogido como una particular modalidad de monopolio,2 que hoy denominaríamos colusión monopólica y que, en el evento de exhibir substancia ante el Derecho Penal, podría dar lugar a lo que modernamente llamamos conspiración. 2.1.2. ANÁLISIS SINONÍMICO DEL VOCABLO MONOPOLIO El análisis sinonímico y de afines de la voz monopolio lo comenzaremos atendiendo al primer texto disponible en que se emplea este término.
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El primero en emplear la voz “monopolio” –y también “oligopolio”– en la lengua inglesa fue Santo Tomás Moro, en su famosa obra Utopía (1516), al afirmar: “La venta de las lanas, aunque no está monopolizada, es decir, concentrada en manos de uno solo, está por lo menos oligopolizada, acaparada por un pequeño grupo de personas...”, pp. 86-87, Editorial Apolo, Barcelona, España, 1937. Cabe recordar que Moro fue un gran humanista y extraordinario conocedor del griego y del latín. 2 MERCADO, Tomás de, Suma de tratos y contratos (1571), p. 177, Editorial Nacional, Madrid, 1975. Asimismo, CARRANZA, Bartolomé, Tratado sobre la virtud de la justicia (1540), pp. 246 y 456, Ediciones Eunsa, Pamplona, 2003. Obsérvese que Carranza escribió su obra en latín y no obstante ello prefirió emplear en el original el término “monipodio” antes que el de “monopolium”. Lo anterior se debe a que probablemente Carranza era consciente de que “monopolium” y “monipodio” no eran sinónimos y que este último vocablo en su acepción específica carecía de correlato en latín.
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El texto más antiguo que conocemos, donde se menciona y explica el término monopolio, es el pasaje de La Política3 en el cual Aristóteles relata el origen de la fortuna de Tales de Mileto. Cuenta el Estagirita que se hallaba Tales agobiado de escuchar cómo sus coterráneos vituperaban la pobreza en que él se encontraba sumido, achacándola a la inutilidad de la Filosofía; lo que le motivó a desarrollar un monopolio. Consistió éste en que Tales de Mileto previendo, gracias a sus conocimientos astronómicos –hoy diríamos climatológicos–, que al verano siguiente habría una abundante cosecha de olivos, procedió a alquilar para sí todos los molinos de aceite existentes en Mileto y Quíos. Cuando llegó el esperado verano, Tales subarrendó en un alto precio los molinos antes alquilados, gracias a que se había producido un fuerte incremento en la demanda por los mismos; dicho incremento en la demanda se debía al interés por procesar la enorme cosecha de olivos obtenida en Mileto y Quíos. Así, Tales de Mileto demostró a sus coterráneos su sabiduría y, junto a ello, la peculiar utilidad de explotar un monopolio. Aunque La Política no lo diga explícitamente, es de asumir que la explotación del monopolio de subarriendo de molinos de aceite que efectuó Tales fue realizada por la vía de fijar un precio supracompetitivo o monopólico por concepto de tal subarriendo. El relato que nos brinda Aristóteles exhibe gran interés, puesto que nos permite confrontar la etimología de la voz monopolio con el uso que efectivamente asignó a este vocablo el pasaje que narra la inventiva de Tales de Mileto. Mientras la etimología de monopolio, en su lectura tradicional, alude a un solo vendedor, observamos que Tales no actuó como tal, sino que este filósofo se limitó a alquilar o arrendar molinos en ciertas localidades con el ánimo de transformarse en el único subarrendador de los mismos en dicho sector. Esta precisión de orden jurídico podría indicar que o bien Aristóteles empleó impropiamente el vocablo monopolio desde la perspectiva de su etimología, o bien que ésta no ha sido captada en su apropiada extensión bajo la interpretación tradicional. Nos inclinamos por la segunda alternativa, según pasamos a exponer. 2.1.3. UNA NUEVA LECTURA DE LA DEFINICIÓN NOMINAL DE MONOPOLIO
Nadie podría dudar de que la etimología explicada arranca del término griego antes transcrito y que las partículas que lo componen son 3
ARISTÓTELES, La Política, Libro I, 1258 b, p. 77, Editorial Gredos, Madrid, 2ª reimpresión, 1999.
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las antes señaladas. Sin embargo, puede ocurrir que la idea de “un solo vendedor” deba ser sumida en un contexto histórico más preciso, que tiene que ver con la aparición de una economía dineraria. Desde que la economía de subsistencia, que es la basada en el trueque, es desplazada por una economía dineraria, adviene la compraventa como la convención prototípica del comercio y, por tanto, el medio de circulación de la riqueza por excelencia. La compraventa, atendidas las funciones que en ella desempeña el dinero y las ventajas que a éste le van asociadas, acaba por ser erigida en el más importante de los contratos de todos los tiempos, imponiéndose por sobre las permutas, los cambios y las donaciones.4 Así las donaciones son desplazadas en importancia, lo que resulta significativo para aquellos que –al modo de Marcel de Mauss– han visualizado en estas últimas los pilares de las economías de subsistencia. Es tal la fuerza con que irrumpe el contrato de compraventa, que la voz latina commercium –que significa comercio, tráfico, negocio– nace de la integración de las partículas “cum” (con) y “merx” (derivado de “mercor”, comprar y vender). En el Derecho romano “merx” significaba el acto de comprar, puesto que “merx” era precisamente la cosa objeto del contrato de compraventa.5 De esta manera, el término comercio puede ser etimológicamente explicado como “con compra” o “con mercancía”. Esta vinculación entre compraventa y comercio perdura en los siglos y queda recogida en las Etimologías de San Isidoro de Sevilla cuando éste afirma: “El nombre de comercio deriva de ‘mercancías’, denominación que aplicamos a las cosas que se pueden vender. De donde la designación de ‘mercado’ dada a la reunión de numerosas personas que suelen vender o comprar”.6 Más tarde, en la España del siglo XVI, se acuña el verbo “mercar” como sinónimo de vender, poniendo en evidencia las relaciones entre mercancía, compraventa y comercio. Retornando al texto antes comentado de La Política y al supuesto empleo impropio del término monopolio, cabe notar que pareciera colegirse de aquél que el Estagirita usaba el vocablo “monopolio” sobre la base de la intercambiabilidad del término vendedor por el de
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Así lo plantea Luis de Molina al conferir al contrato de compraventa la cualidad de “contrato por excelencia” y calificarlo como “el más frecuente”. Véase MOLINA, Luis de, Teoría del justo precio, Disputa 336, “De la compra-venta”, numeral 1º, p. 113, Editora Nacional, Madrid, 1981. 5 JUSTINIANO, Digesto, Libro XVIII, 1,1: “sic aliud est pretium, aliud merx”, Universidad Nacional Autónoma de México, México, 1993. 6 SEVILLA, San Isidoro de, Etimologías, tomo I, Libro V, 25, 35, p. 527, Editorial BAC, Madrid, 1993.
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comerciante. En efecto, en el pasaje transcrito, Aristóteles describe a Tales de Mileto como el descubridor de un monopolio, el cual consiste en ser único subarrendador de molinos de aceite y no en ser único vendedor de dichos bienes. A este punto, resulta importante recordar que el propio Aristóteles narra, a continuación de la historia de Tales de Mileto, lo que aconteció con un comerciante en Sicilia, quien empleó todo el dinero de que disponía para comprar el hierro que salía de las fundiciones allí localizadas. Así, cuando se presentaron los intermediarios que compraban hierro en Sicilia para luego transportarlo y comerciarlo en otros lugares, hallaron que este comerciante era el único vendedor del hierro producido en aquel mercado. Observamos que Aristóteles, en este mismo pasaje, arriba a la siguiente conclusión: “Sin embargo, la idea de Tales y ésta [la del comerciante de hierro] son la misma. Ambos se las ingeniaron para hacerse con el monopolio”.7 De lo expuesto pareciera que monopolio significa más bien un solo comerciante de un determinado bien, puesto que comprende no sólo un único vendedor, sino también un único subarrendador, según lo prueban los pasajes de La Política antes comentados. Considerando que a la época en que Aristóteles escribió el referido texto, la economía griega ya utilizaba la moneda, según lo demuestra la propia Política, no debiera sorprendernos que “monopolio” significara un solo comerciante, con independencia de la forma contractual específica utilizada en el tráfico. Así, creemos que esta sinonimia entre compraventa y comercio, dotada de un claro fundamento etimológico, debiera llevarnos a interpretar la definición nominal de monopolio en el sentido de otorgarle el alcance de “un solo comerciante”. Confirma esta interpretación uno de los más autorizados comentadores de los textos aristotélicos, Santo Tomás de Aquino, quien en el siglo XIII y en relación con este mismo pasaje de La Política, observa lo siguiente: “Dice [Aristóteles] que es muy útil para adquirir dinero poder disponer del monopolio de la venta, o sea, una venta única y singular, para que uno solo venda algunas cosas en la ciudad”.8 En efecto, Santo Tomás de Aquino emplea la fórmula de “monopolio de la venta”, significando con ello que el monopolio no se agota en la compraventa, sino que podría haber otros monopolios asociados a convenciones diversas de la compraventa. La expresión de “venta única y singular” alude no a que el monopolista deba efectuar una sola ope7
A RISTÓTELES, La Política, Libro I, 1258 b, p. 78, Editorial Gredos, Madrid, 2ª reimpresión, 1999. 8 A QUINO, Santo Tomás de / A LVERNIA , Pedro de, Comentario a La Política de Aristóteles, Nº 98, p. 94, Editorial Eunsa, Pamplona, 2001.
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ración de venta, sino más precisamente al bien comercializado, puesto que si el bien carece de tal singularidad o carácter único, cualquiera puede ofertarlo, desapareciendo así la cualidad de monopólica de la mencionada venta. Planteado de otro modo, con el objeto de construir una definición nominal de monopolio, estimamos que la etimología no debe ser analizada a secas, sino contextuada con el o los escritos más antiguos sobre el tema y sometida, en cuanto sea posible, al análisis sinonímico. Si la definición nominal de monopolio se agotara en la literalidad de la etimología (“monó-polion”, en griego), leída como un único vendedor, habría que concluir que bastaría el empleo de cualquier forma contractual diversa a la compraventa para que no pudiésemos calificar de monopolio una situación que con propiedad lo es. En efecto, sería forzoso concluir que el texto más antiguo conocido que da cuenta del término monopolio –el mentado pasaje de Aristóteles– incurriría en un uso indebido del mismo, en circunstancias que la sinonimia antes explicada muestra que la compraventa es el acto por excelencia del comercio hasta el punto de que, a través de la historia, se suele definir el comercio por la compraventa. En conclusión, creemos que no cabe sino pensar que, puesta la referida etimología en contexto y sometida al ejercicio sinonímico señalado, la definición nominal de monopolio debe formularse más que como un solo vendedor, como “un solo comerciante”. Sobre los eventuales reparos que pueden surgir a esta nueva lectura de la definición nominal de la voz monopolio, conviene advertir que la expresión “comerciante” la empleamos en un sentido económico y, por tanto, ajeno a las calificaciones y exigencias que suele introducirle el Derecho mercantil. De lo expuesto se concluye que en la definición propuesta, comerciante es quien practica el comercio en el sentido lato indicado –esto es, las actividades lucrativas– y, por tanto, no corresponde necesariamente al comerciante que aparece definido en los Códigos de Comercio.9 El comerciante del Código de Comercio suele obedecer a una noción constreñida por requisitos de habitualidad y capacidad jurídica, aunque a partir de la Revolución Francesa dicha concepción tiende a ser reconducida a las características objetivas de los actos de comercio que realiza. Es por lo anterior que algunos autores, principalmente economistas, prefieren componer la definición nominal de monopolio con “un solo oferente”, a fin de sortear el largo camino de precisiones que hemos debido emprender. Esta solución plantea el reparo de que la voz
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Arts. 7º y ss., Tít. I, Libro I, Código de Comercio de la República de Chile.
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“oferta” se muestra equívoca, pues mientras en Economía designa una curva, en Derecho mercantil alude al acto jurídico unilateral previo a la formación del consentimiento que, de ser aceptado, da lugar al negocio jurídico o a las convenciones. Otra consideración apunta a que la fórmula de “un solo comerciante” es superior a la de “un solo oferente” en cuanto a que la primera capta el doble aspecto de la oferta y la demanda, de la enajenación y de la adquisición o de la entrega y la recepción de bienes y servicios, lo que no acontece con la segunda fórmula mencionada. De esta manera, resulta pertinente referirse a monopolio de la oferta y monopolio de la demanda y, en el evento de concurrir ambas calidades, a monopolio bilateral. La tercera y última consideración dice relación con el “un solo” comerciante de nuestra proposición de definición. Es por lo anterior que esta exigencia pervive en la definición nominal de monopolio, mas no en todas las definiciones reales de ese término. Las definiciones reales de monopolio que han elaborado la Economía y el Derecho prescinden o atenúan, en muchos casos, la exigencia de que el monopolista sea uno solo. Una fórmula habitual de relajamiento de la exigencia de unicidad del comerciante es la que se traduce en la existencia de varias personas que actúan como una sola por diversas circunstancias, v. gr., colusiones, carteles, integración en un mismo grupo empresarial, etc. En conclusión, estimamos que una definición nominal acertada es aquella que conceptualiza al monopolista como “un solo comerciante”. A fin de evitar equívocos, cabe advertir que se ha difundido el empleo analógico de la voz monopolio, entendiendo por ésta el ejercicio exclusivo de una actividad con el dominio o influencia consiguientes.10 Dicho uso analógico no será abordado en el presente trabajo, por escapar a la noción rigurosa de monopolio y al objeto del delito del mismo nombre.
2.2. DEFINICIONES ECONÓMICAS DE MONOPOLIO Las definiciones reales, por oposición a las nominales, dan cuenta de la naturaleza del objeto significado por la palabra. Suele distinguirse dos clases de definición real: la descriptiva y la esencial. El primer tipo 10
Un ejemplo de aplicación de esta acepción analógica lo encontramos en la Constitución Política de la República, cuyo cap. III, art. 19 Nº 15, inciso 5º, prescribe: “Los partidos políticos no podrán intervenir en actividades ajenas a las que les son propias ni tener privilegio alguno o monopolio de la participación ciudadana...”.
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de definición real explica el ser de una cosa por sus aspectos accidentales o fenoménicos, v. gr., propiedades, causas, efectos, relaciones; en tanto que la segunda clase de definición es la definición propiamente dicha, la que da a conocer la naturaleza del objeto definido acudiendo a su esencia, es decir, a “aquello por lo que una cosa es lo que es”.11 A continuación trataremos las diversas definiciones reales de monopolio que ha construido la Economía. La Economía, y particularmente aquella área de la microeconomía denominada Organización Industrial, ha trabajado y desarrollado la noción de monopolio y las correlativas prácticas monopolísticas. Semejante tarea no ha sido fácil y ha dado lugar a multiplicidad de acepciones de la voz monopolio que intentaremos sintetizar en el presente capítulo. Por otra parte, el monopolio ha devenido en una suerte de “comodín” explicativo para todas aquellas prácticas de negocios que resultan incomprensibles para los economistas, lo que en opinión de R. H. Coase no ha contribuido ciertamente al desarrollo de la organización industrial, atendido el grado de desconocimiento de la estructura de mercado monopólica.12 Nuestro estudio del monopolio ante la Economía exige atender a la noción más básica desarrollada por esta disciplina –que denominaremos monopolio puro–, la cual pareciera, por una parte, apoyarse en la definición nominal tratada en el capítulo precedente y, por otra, descansar en una definición real del tipo descriptivo. A continuación de ello, trataremos el denominado monopolio parcial, que puede ser considerado un concepto más operativo y útil que el de monopolio puro, para luego tratar otras nociones más imprecisas y de menor uso en la Economía. Una adecuada comprensión del monopolio puro exige comenzar por el análisis de su contrario: el paradigma de la competencia perfecta, para luego dedicarnos al monopolio puro y al monopolio parcial.
11 AQUINO, Santo Tomás de, “El ente y la esencia”, en De los principios de la Naturaleza, p. 56, Editorial Sarpe, Madrid, 1983. Si bien el término naturaleza ha devenido equívoco en el mundo moderno, puede verse para una mayor claridad de las diversas acepciones, HERVADA, Javier, Historia de la Ciencia del Derecho Natural, pp. 26 y ss., Ediciones Universidad de Navarra, S.A., Pamplona, 1991. 12 COASE, R. H., The firm, the market and the law, p. 67, The University of Chicago Press, Chicago and London, 1990.
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2.2.1. COMPETENCIA PERFECTA A continuación trataremos el modelo de competencia perfecta, puesto que éste ha sido diseñado para explicar el funcionamiento de los precios en un escenario óptimo y paradigmático y, por tanto, la identificación de los contrarios de sus características sirven para entender el modelo opuesto, el de monopolio puro. La competencia perfecta es el paradigma utilizado por la Economía para la descripción del funcionamiento de un mercado cuya característica medular es el hecho de que ni oferentes ni demandantes pueden aisladamente influir en el precio, cantidad, calidad u otra variable de mercado de los bienes y servicios transados. Por ello se dice que tanto los oferentes como los demandantes actúan como price takers (tomadores de precio), esto es, son pasivos respecto de la determinación del precio o de las variables indicadas, puesto que precio y demás variables resultan de la interacción de la oferta y la demanda. Dicha interacción da lugar a un precio de equilibrio y a una cantidad de equilibrio, en torno a los cuales se mueve el mercado. La mencionada calidad de price taker lleva a la empresa individual a enfrentar una curva de demanda horizontal, donde aquélla puede ofertar y vender todas las unidades producidas que desee al precio de mercado; sin embargo, si esa empresa decide ofertar a un precio superior al de mercado, será incapaz de vender unidad alguna. En este escenario, la empresa vende a un precio que es igual a su costo marginal y, por tanto, aquélla está produciendo al más bajo posible costo total promedio. Desde la perspectiva de los consumidores, esta situación es óptima toda vez que el costo total promedio al cual está produciendo la empresa incluye un razonable retorno sobre la inversión efectuada por ésta y el precio coincide con el costo marginal de tal empresa. Existen muchas formas de aproximarse a un análisis del modelo de competencia perfecta y tratar la necesidad de la concurrencia simultánea de sus cinco presupuestos: atomicidad del mercado, homogeneidad del producto, transparencia del mercado, libre entrada y salida del mercado y total movilidad de los factores productivos. Trataremos dichos presupuestos a través de la categorización desarrollada por Fritz Machlup,13 en la cual se distingue entre mercado perfecto, competencia pura y competencia perfecta, denominaciones que si bien no son universales y, muchas veces, resultan empleadas unas por otras, las consideramos acertadas para la explicación del modelo que nos ocupa.
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MACHLUP, Fritz, The political economy of monopoly. Business, labor and government policies, pp. 12 y ss., Baltimore, The Johns Hopkins Press, USA, 1952.
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2.2.1.1. Mercado perfecto Se refiere a una estructura de mercado que garantiza a cada oferente y demandante un completo conocimiento de todas las ofertas y demandas, permitiendo un libre acceso a cualquiera de ellas y total libertad respecto de los precios y cantidades por los cuales puede negociarse. Esta situación es el resultado de las siguientes tres condiciones copulativas: a) todo oferente y demandante tiene un completo conocimiento de los precios y de las ofertas de precios; b) todo demandante del bien puede adquirirlo de cualquier oferente sin sufrir discriminación arbitraria por parte de éste; y c) ninguna restricción es impuesta a los oferentes y demandantes, respecto de los precios que ellos deben aceptar o las cantidades por las cuales deben contratar. Si las condiciones del mercado perfecto se reúnen y existe un bien perfectamente homogéneo, éste no puede ser transado a precios diversos al mismo tiempo, puesto que la transparencia o grado de conocimiento es máximo. Lo anterior implica que, en un mercado perfecto, la oferta y la demanda deben resultar en un precio en el cual la cantidad ofertada y la cantidad demandada sean idénticas. A pesar que la gran mayoría de los mercados reales se alejan del “mercado perfecto” antes descrito, la mejor forma de apreciar cómo aquéllos funcionan es por la vía de compararlos con este modelo. 2.2.1.2. Competencia pura Esta circunstancia existe en la medida que haya una demanda perfectamente elástica respecto del precio del producto del oferente.14 Así, la competencia pura ocurre toda vez que el oferente puede comerciar, al precio de mercado, tanta cantidad como desee; mientras que si el oferente decidiese subir el precio no comerciaría nada. En otras palabras, no existe, por parte del oferente, control sobre el precio, cantidad, calidad u otra variable del bien ofertado. Por ello, otra forma de conceptualizar la competencia pura es describirla como una estructura de mercado en la cual existe una completa ausencia de los elementos que caracterizan al monopolio de la oferta y al monopolio de la demanda. Esta hipótesis corresponde a la denominada demanda máximamente elástica, atendido que la cantidad demandada y el precio varían inversamente, una modificación positiva del precio acarreará
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Esta acepción de competencia pura la acoge CHAMBERLIN, Edward H., en su Theory of monopolistic competition, Chapter 1, Cambridge, Mass., Harvard University Press, 1933.
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una modificación negativa de la cantidad demandada. La elasticidad es denominada con la letra griega “eta” (η) y la fórmula es la siguiente: η=
– cambio porcentual en cantidad demandada de X cambio porcentual en el precio de X
Entre los diversos factores que inciden en la elasticidad de la demanda, cabe recordar: i) a mayor disponibilidad y calidad de bienes sustitutos, mayor elasticidad; ii) a mayor multiplicidad de usos o aplicaciones de un bien, mayor será la elasticidad de su demanda; iii) mientras más indispensable o esencial sea un bien para el consumidor, su demanda tenderá a ser más inelástica, y iv) la elasticidad del precio tiende a ser mayor en el largo plazo que en el corto plazo, puesto que los consumidores disponen de mayor tiempo para adaptarse al cambio. En síntesis, si la demanda es muy elástica, un incremento en los precios puede conducir a una reducción total en las utilidades, antes que a un incremento de las mismas. Luego, la noción de competencia pura se identifica con una demanda máximamente elástica. 2.2.1.3. Competencia perfecta Esta noción exige libertad para que cualquiera pueda mover ilimitadas cantidades de recursos productivos a cualquier mercado que le parezca atractivo y no existan obstáculos artificiales –elaborados por el hombre– al desplazamiento y empleo de los mismos. Esta situación de perfecto acceso a cualquier mercado o actividad económica, si bien escasa en la realidad, su ausencia en un grado significativo es considerada característica del monopolio. La competencia perfecta no implica que necesariamente todas y cada una de las unidades productivas tengan la aptitud de movilizarse al menor estímulo. Se considera suficiente si una pequeña fracción de los factores productivos en uso exhiben tal movilidad. 2.2.2. MONOPOLIO PURO De lo expuesto resulta que el monopolio puro es un contrario del mercado perfecto, de la competencia pura y de la competencia perfecta, en los términos en que estas categorías han sido conceptualizadas por Machlup. El modelo del monopolio puro –al cual destinaremos el capítulo siguiente– se caracteriza por la ausencia de pluralidad de oferentes o demandantes, según fuere el caso, por lo cual no hay atomicidad en 39
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la oferta o en la demanda. Al faltar la atomicidad, el completo conocimiento de las ofertas se torna irrelevante, puesto que sólo existe la oferta del monopolista puro. Si se trata de un monopolio puro de carácter bilateral, sólo existirá conocimiento de la oferta ejercitada por el monopolista oferente y conocimiento de la demanda ejercitada por el monopolista demandante (monopsonista en el lenguaje de Joan Robinson). Retornando al ejemplo del monopolista puro de la oferta, al faltar la atomicidad de la oferta los demandantes no podrán adquirir más que del monopolista, en los precios, cantidades y condiciones que éste imponga a aquéllos, supuesto que disponga de poder de mercado. Estimamos que, en este escenario, el monopolista puro puede ofertar un solo bien homogéneo o bienes heterogéneos, según decida manipular la calidad o las condiciones contractuales de los bienes ofertados; en todos los casos, tales bienes carecen de sustitutos aceptables. Naturalmente que la heterogeneidad de los bienes ofertados tendrá límites, puesto que si el monopolista puro se aleja demasiado del bien “original” que define el mercado relevante en el cual aquél despliega su poder monopólico, podrá hallarse en otro mercado en el cual carezca de la calidad de monopolista puro. A modo de ejemplo, si, por esta vía, alcanza un mercado donde existen bienes sustitutos aceptables, podría el monopolista perder su calidad de tal en el mismo. En consecuencia, la heterogeneidad de los bienes que produzca el monopolista, muy probablemente reflejada en una gradual baja de calidad de los mismos, tendrá limitaciones como la indicada. En lo que concierne a la competencia pura, el monopolio puro tiene control sobre el precio, la cantidad, la calidad u otra variable relevante en relación con el respectivo bien. En otras palabras, la demanda es inelástica como consecuencia de la ausencia de bienes sustitutos, unicidad o mínimo uso o aplicación de un bien. Finalmente, en lo que toca a la noción de competencia perfecta, el monopolio puro se caracteriza por proteger el nicho monopólico y para estos efectos diseñará estrategias que dificulten o impidan el acceso al mercado monopolizado y, por tanto, evitará el desplazamiento de recursos productivos al mismo. Los medios mediante los cuales el monopolista intentará establecer barreras a la entrada son innumerables; podrá valerse desde precios predatorios hasta barreras a la entrada colocadas por la autoridad pública bajo la instigación de grupos de presión al servicio del monopolista puro, que ya se ha posicionado al interior del mercado relevante y aspira a evitar una saturación del mismo con la consiguiente merma en sus utilidades supracompetitivas. De esto resulta que el monopolista puro probablemente destinará una parte de su renta monopólica a protegerse del ingreso de 40
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competidores al mercado relevante y así consolidar su situación de monopolista dotado de poder monopólico. Este gasto en protección del nicho monopólico ciertamente no beneficiará a la sociedad civil ni en el orden económico, en cuanto a la mayor disponibilidad de bienes y servicios; ni en el orden jurídico, en cuanto a la salvaguardia de la libre competencia. 2.2.2.1. Concepto de monopolio puro La definición básica de monopolio que emplea la Economía es aquella que describe lo que se conoce como monopolio puro. Éste es caracterizado como “una estructura de mercado en la cual existe un solo vendedor de una mercancía o servicio”.15 Como es fácil apreciar, la definición transcrita se ha articulado sobre la base de la noción nominal de monopolio antes analizada. Estimamos que las consideraciones efectuadas en el capítulo precedente sobre la conveniencia de reemplazar la voz “vendedor” por la de “comerciante” en un sentido lato, resultan plenamente aplicables a la definición de monopolio puro citada. La sustitución de las nociones de venta y vendedor por las de comercialización (sentido lato) y comerciante (acepción económica), respectivamente, permite evitar la acuñación de vocablos superfluos. Un ejemplo de esto último ha sido la denominación dada a una estructura de mercado en la cual existe un solo demandante de un bien, que había sido históricamente calificada como “el monopolio de un comprador” o “monopolio de demanda” (“monopoly of demand” o “nachfragemonopol”), hasta que una notable economista elaboró el término “monopsonio”.16 En nuestro concepto, monopsonio es un término que debería quedar subsumido en el de monopolio, atendido que aquél resulta incluido en la noción de “una estructura de mercado en la cual existe un solo comerciante –sentido lato– de una mercancía o servicio”. En efecto, el monopsonista puro tiene poder monopsónico en la demanda
15 SHIN, Jae K. & SIEGEL, Joel G., Dictionary of economics, p. 236, Ed. John Wiley & Sons Inc., Nueva York, Estados Unidos, 1995. Una definición muy semejante es la empleada por POSNER, Richard A., “ Natural monopoly and its regulation”, p. 548, Stanford Law Review, volume 21 (1968-1969), al señalar: “A firm that is the only seller of a product or service having no close substitutes is said to enjoy a monopoly”. 16 ROBINSON, Joan, acuñó el término monopsony y lo difundió a través de su obra The economics of imperfect competition, Macmillan & Co. Limited, Londres, 1938. Dicho término se tradujo al español como monopsonio.
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de uno o más bienes, análogamente al poder monopólico que el monopolista puro exhibe en la oferta de ciertos productos; así, las objeciones que se efectúan al ejercicio del poder monopsónico por parte del monopsonista puro son las mismas que se efectúan al monopolista en relación con la actualización del poder monopólico que éste ostenta.17 Por otra parte, la definición amplia de monopolio, y por tanto comprensiva del monopsonio, resulta más coherente con la terminología ampliamente difundida por los propios economistas al aludir al “monopolio de la demanda”, al “monopolio de la oferta” y al “monopolio bilateral”. En esta última forma de mercado se enfrenta un monopolista de la oferta con un monopolista de la demanda o monopsonista; de allí el adjetivo de bilateral. Una definición de monopolio puro, en nuestra opinión superior a las anteriores, es la que afirma: “El monopolio significa el dominio de toda la oferta o toda la demanda por una única voluntad. Hablamos intencionalmente de dominio volitivo y no de poder dispositivo para no excluir los carteles y otras asociaciones monopólicas”.18 La expresión “dominio”, que no está empleada en este contexto en el sentido de un derecho real de propiedad sino que más bien en la acepción de señorío, captura una amplísima gama de figuras jurídicas, legales o convencionales, que importan controlar la totalidad de la oferta o de la demanda respecto de un determinado producto. Por otra parte, la alusión a una “única voluntad” tiene la ventaja de no indicar número de personas; así, si existen tres personas, naturales o jurídicas, que, por efecto de un cartel o alguna forma de colusión tácita o expresa, dominan la totalidad de la oferta de un bien, ello constituye un monopolio. Esta modalidad de monopolio integrado por varias personas y/o empresas que actúan con una voluntad única, es lo que suele denominarse monopolio colectivo y que no debe ser confundido con un oligopolio. Así, los monopolios pueden categorizarse en simples y colectivos, dependiendo del número de personas y/o empresas que se agrupan bajo una “única voluntad”. Los monopolios son diversos de los oligopolios, estructura de mercado esta última donde varias personas y/o empresas no actúan como una sola sino que adquieren conciencia de la interdependencia de sus decisiones relativas a precios, cantidades, calidades y demás variables de mer-
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BLAIR, Roger D. & HARRISON , Jeffrey L., Monopsony, p. 36, Princeton University Press, 1993. 18 JÖHR , Walter Adolf, Fundamentos teóricos de la política económica. Libertad económica y competencia, p. 116 y también p. 146, Editorial El Ateneo, Buenos Aires, 1958.
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cado, sin perjuicio de que puedan imitarse unas a otras en ciertas conductas anticompetitivas. Esto último resulta más evidente en los mercados oligopólicos asimétricos. Corresponde ahora desarrollar el concepto de monopolio puro, advirtiendo que no trataremos la descripción de la oferta y de la demanda, sino que por efectos de simplicidad expositiva nos centraremos en un monopolio de la oferta. En consecuencia, podrá siempre suscitarse la discusión acerca de si lo dicho respecto del monopolio puro de la oferta debe o no, y en qué términos, predicarse del monopolio puro de la demanda. Para una adecuada comprensión del monopolio puro se hace necesario observar que la competencia mercantil,19 tanto en su dimensión económica como jurídica, 20 admite diversos grados. A mayor competencia mercantil, mayor proximidad al modelo económico de competencia perfecta y menor semejanza con el paradigma del monopolio puro; y a la inversa, a menor competencia mercantil, menor proximidad al modelo económico de competencia perfecta y mayor semejanza con el paradigma del monopolio puro. No obstante que la observación del mundo real muestra disímiles niveles de competencia según el mercado concreto de que se trate, la Economía ha construido ciertos paradigmas para describir las estructuras de mercado más relevantes que pueden suscitarse en cuanto a la intensidad de la competencia mercantil. Entre tales paradigmas destacamos los extremos: el de competencia perfecta (máxima competencia) y el de monopolio puro21 (nula competencia). Cabe observar que entre dichos extremos se sitúan pluralidad de modelos correspondientes, entre 19
El adjetivo mercantil no pretende limitar la competencia al comercio excluyendo la industria, sino más bien contraponerla a otros géneros de competencia que caen fuera del ámbito de aplicación de las legislaciones antimonopolios, v. gr., competencia política, deportiva, etc., en tanto no revistan la forma de una actividad económica propiamente dicha. 20 Para un análisis de la competencia en un sentido jurídico, véase VALDÉS PRIETO, Domingo, La discriminación arbitraria en el derecho económico. Especialmente en la legislación antimonopolio, pp. 95 y ss., Editorial Jurídica Ediar ConoSur Ltda. (LexisNexis), Santiago de Chile, 1992. 21 Hay quienes emplean la denominación de monopolio puro en sentido restringido. Así, Lerner, bajo la influencia de Joan Robinson, define al “monopolio puro” exclusivamente en función de la oferta. En consecuencia, reserva aquella expresión para la oferta y la de “monopsonio puro” para la demanda. Define el monopolio puro como: “a case where one is confronted with a falling demand curve for the commodity one sells, but with a horizontal supply curve for the factors one has to buy for the production of the commodity; so that one sells as a monopolist but buys in a perfect market”. LERNER, Abba P., “The concept of monopoly and the measurement of monopoly power”, p. 11, en Essays in economic analysis, Macmillan & Co Ltd., London, 1953.
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otros, a variantes de la competencia monopolística y del oligopolio. Estos modelos “intermedios” describen diversos grados de concentración, atendiendo a si los oferentes son muchos o pocos y su tamaño relativo; al grado de homogeneidad o heterogeneidad de sus respectivos productos; a las condiciones de ingreso y/o salida del mercado relevante de que se trate, etc.22 Atendidas estas distinciones, la Economía busca clasificar los mercados en atención a sus respectivas estructuras y predecir cómo las conductas diferirán según el tipo de estructura de mercado de que se trate; no obstante lo anterior, la visión moderna afirma que no se han hallado claras vinculaciones de naturaleza teórica entre la estructura de una industria y el grado de prevalencia de precios competitivos.23 2.2.2.2. Poder monopólico Atendido que el monopolio puro consiste en una situación de mercado en que un solo comerciante –sentido lato– ejercita en exclusiva la oferta o la demanda de un producto respecto del cual hay ausencia de sustitutos aceptables, el titular de dicho monopolio puede, por regla general, determinar a voluntad precio, cantidad, calidad, condiciones contractuales y/u otra variable de mercado relativa a ese producto ofertado o demandado, según corresponda. Este poder de naturaleza económica se denomina poder monopólico. Hemos señalado que un monopolista puro, por regla general, ostenta poder monopólico. Es importante esta observación puesto que no siempre un monopolista dispone de tal poder; en este sentido, creemos que yerran aquellas definiciones que buscan definir al monopolista por el poder monopólico, puesto que de una situación no se sigue necesariamente la otra.24 22
Uno de los modelos intermedios más renombrados fue el desarrollado por CLARK, J. M., en su obra Towards a workable competition (1940), el cual desarrolla la noción de “competencia practicable” (a veces equiparada a la denominada competencia eficaz por la Comunidad Económica Europea y a la competencia suficiente por la legislación antimonopólica española) por oposición a la virtualmente inexistente competencia perfecta. 23 DEMSETZ, H., “Two systems of belief about monopoly”, en Industrial concentration: The new learning, pp. 166-171, Goldschmid, Mann and Weston, 1974. 24 POSNER, Richard A., Antitrust law, p. 8, The University of Chicago Press, Chicago and London, 1976, se equivoca al conceptualizar el monopolio en función del poder de mercado: “A monopolist is a seller (or group of sellers acting like a single seller) who can change the price at which his product will sell in the market by changing the quantity that he sells. This ‘power over price’, the essence of the economic concept of monopoly, derives from...”.
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Es posible imaginar casos de monopolios puros carentes de poder monopólico, v. gr., un monopolio natural donde por efecto de una regulación exhaustiva aquél haya sido privado de toda aptitud de influencia relevante sobre las mencionadas variables de mercado (precio, cantidad, calidad, cláusulas contractuales, etc.), con lo cual dicho monopolio carece de medios para alcanzar una renta monopólica. Éste es el origen de la antigua clasificación de los monopolios en lucrativos y no lucrativos, puesto que un monopolio puro carente de poder monopólico siempre será no lucrativo, en el sentido que nunca podrá permitir a su titular la obtención de una renta monopólica o superior a la que podría percibir en condiciones de competencia. A diferencia, un monopolio puro dotado de poder monopólico podrá, sólo bajo determinadas circunstancias, ser apto para capturar una renta monopólica. Así, por ejemplo, si este control sobre el precio o alguna de las demás variables señaladas no permite al monopolista puro mantener ese precio por el tiempo necesario para obtener rentas monopólicas. De allí que el monopolio será lucrativo toda vez que, desde el lado de la oferta o desde el lado de la demanda, se pueda influir en el precio u otras variables de mercado, obteniendo con ello el monopolista aquel beneficio supracompetitivo denominado renta monopólica. Dado que la regla general da cuenta de que un monopolio puro tiene asociado un poder monopólico, así lo asumiremos a efectos de nuestra exposición. La investigación de los aspectos económicos del monopolio se resuelve en el estudio de las consecuencias del poder monopólico.25 Así, un monopolista puro se enfrenta no a un precio, sino que a toda una curva de demanda y, por ello, disfruta del poder económico para buscar el mejor precio a cobrar. Ese poder, generalmente ostentado por los monopolios puros, es a veces denominado “poderío del monopolista” o “poder de mercado”, aunque –según explicaremos más adelante– esta última denominación suele ser reservada por algunos autores para el monopolio parcial y no para el monopolio puro. Si bien es cierto que el poder monopólico es un poder de naturaleza económica, es preciso observar que usualmente se manifiesta en forma jurídica; por ejemplo, se traduce en la imposición a terceros de ciertas cláusulas contractuales que serían inaceptables de no mediar un significativo poder monopólico en un mercado relevante dado. Se ha dicho que quien ejercita un significativo poder monopólico tiene la posibilidad de ignorar las preferencias del consumidor o las
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LERNER , Abba P., “The concept of monopoly and the measurement of monopoly power”, p. 3, en Essays in economic analysis, London, Macmillan & Co. Ltd., 1953.
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necesidades de sus proveedores, ser menos receptivo a tales preferencias o necesidades de lo que lo sería un oferente competitivo o alternativamente ser tan receptivo a esas preferencias como lo sería un oferente competitivo,26 sin por ello sufrir consecuencias adversas como pérdida de clientela o castigo por parte de los proveedores. Lo anterior no significa que el monopolista sea completamente ciego e insensible a las preferencias de los consumidores, puesto que la observación y consideración de tales preferencias puede permitirle variaciones bastante lucrativas en el binomio precio-calidad, sea manteniendo fijo el precio y reduciendo la calidad o subiendo el precio y manteniendo la calidad constante. Para lucrar con las opciones anteriores deberá estar atento a qué fórmula le permite la mejor explotación de un monopolio lucrativo. Como observaremos oportunamente, el ejercicio abusivo del poder monopólico se encuentra reprimido por las legislaciones antimonopolios. Si el monopolista goza de poder para determinar la cantidad del producto ofertado, puede por esta vía establecer artificialmente el grado de escasez de ese producto y, por tanto, influir sobre el precio del mismo; de lo anterior puede seguirse que el monopolista resuelva disminuir su productividad y así incrementar sus beneficios u obtener rentas sobrenormales, esto es, por encima del nivel de lo que habría obtenido en condiciones de competencia. Se dice que las utilidades de una empresa son normales cuando su costo medio es igual al precio que cobra y que se obtiene una renta extraordinaria toda vez que se adquiere el exceso de ganancias que resulta de cobrar precios mayores a los costos marginales por un producto. Es importante observar que el poder del monopolista tiene un límite natural, cual es que no hay mercadería alguna que no esté en competencia con otros productos, ya se trate de verdaderos sustitutos o se trate del conjunto de todos los demás bienes. Este límite se encuentra representado por la curva de la demanda, que describe geométricamente el precio del producto comercializado por el monopolio. La práctica mencionada de establecer artificialmente la escasez de un determinado producto importa un gravísimo quiebre en la ecuación que proporciona la rentabilidad a la productividad. El poder monopólico dependerá en su eficacia del grado en que el monopolista pueda elevar los precios –por aludir a la variable más
26 SCHWARTZ, Alan, “A reexamination of nonsubstantive unconscionability”, p. 306, en Foundations of contract law, por CRASWELL , R. y Schwartz, R., Oxford University Press, New York and Oxford, 1994.
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simple– y ello dependerá, a su vez, de la elasticidad de la demanda de sus productos, la cual a su turno será función de la existencia de sucedáneos de los bienes producidos. Los sucedáneos suelen ser clasificados en inmediatos y mediatos en atención a la aptitud sustitutiva que éstos presentan respecto del bien originalmente producido; si tal aptitud sustitutiva es cercana, puesto que su diferenciación con el bien original es menor, se calificará a los sucedáneos de inmediatos y, por el contrario, si la diferenciación con el bien original es significativa, pero aún pueden ser sustitutos aceptables, se les llamará sucedáneos mediatos. De esta forma, cuanto más elástica sea la demanda27 y más inmediatos los sucedáneos, menor será la eficacia del poder monopólico de que goza un monopolista. Considerando que los sucedáneos no se suceden unos a otros de manera uniforme y en una perfecta gradación de calidad, cantidad y precio, esto es, que la aptitud sustitutiva no se presenta ni contigua ni gradual, es que Joan Robinson señaló: “Todo lo que el monopolio significa (...) es que el producto de un productor individual termina estando rodeado por todos lados por una brecha significativa en la cadena de sustitutos”.28 Debemos entender que lo señalado se refiere al poder monopólico y no al monopolio, puesto que como hemos observado es dable concebir monopolios carentes de poder monopólico. En síntesis, el poder monopólico descansa en la ausencia de sustitutos razonables, esto es, en la existencia de una brecha significativa en la cadena de sustitutos. No obstante lo anterior, cabe hacer notar que ordinariamente el ejercicio del poder monopólico se encuentra afecto a importantes limitaciones o consideraciones que el monopolista ha de sopesar cuidadosamente a fin de evitar la pérdida o deterioro de su renta mo27 Si un pequeño descenso en el precio va seguido de un aumento en la demanda, en la misma proporción, se dice que la elasticidad de la demanda es igual a la unidad. A diferencia, si un pequeño descenso en el precio va seguido de un aumento en la demanda, en mayor proporción que el correspondiente a aquel descenso, se dice que la demanda es elástica. Por último, si un pequeño descenso en el precio es seguido de un aumento en la demanda, en menor proporción que el correspondiente a aquel descenso, se dice que la demanda es inelástica. También se le ha definido como el porcentaje de cambio en la cantidad ofertada dividido por el porcentaje de cambio en el precio. Es preciso observar que la Comunicación 372 de la Unión Europea (09/12/1997) distingue entre: a) la elasticidad de la demanda, la cual según hemos explicado opera en función de los precios de un producto X y sirve para medir la reacción de la demanda de X a una variación porcentual de su precio, y b) la elasticidad cruzada entre los productos X e Y conceptualizada como la reacción de la demanda del producto X a la variación porcentual del precio del producto Y. 28 ROBINSON, Joan, The economics of imperfect competition, p. 5, Macmillan & Co. Limited, Londres, 1938.
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nopólica. Entre tales limitaciones ha de contemplarse la competencia de los bienes sustitutos de diferentes zonas de proximidad, la competencia potencial que puede activarse como consecuencia de la modificación de alguna de las variables mencionadas, la competencia derivada de nuevos productos o tecnologías que pueden poner en jaque el nicho monopólico, etcétera. En aquellos casos en los cuales el poder monopólico es ejercitado respecto de una demanda inelástica, ello puede facilitar al monopolista la extracción de una renta monopólica del mercado relevante respectivo. 2.2.2.3. Efectos económicos del abuso del poder monopólico Podría estimarse que, desde un punto de vista económico global, no hay más que una situación de transferencia de riqueza vía contratos desde los demandantes del bien monopolizado al monopolista ofertante del mismo, esto es, una reubicación de la riqueza; no obstante lo anterior, se ha precisado por el análisis económico que si bien esta transferencia indebida de riqueza existe, este fenómeno es más complejo. En efecto, esta transferencia de riqueza amerita dos consideraciones: a) Quienes contratan con un monopolista puro sufren el gravamen de pagar un sobreprecio (“precio monopolizado”), esto es, pagar por una unidad producida por el monopolista un valor superior al precio que éste hubiera podido cobrar por la misma unidad en un mercado competitivo. Este sobreprecio, resultante de que el monopolista produzca menos unidades que en un régimen de competencia y cobre, en consecuencia, por cada unidad un precio mayor que el que podría ser cobrado en dicho régimen, da lugar a una transferencia de riqueza desde el adquirente del bien producido en favor del monopolista cuando ambos se han vinculado a través de un contrato. Multitud de estos contratos contribuyen a la generación de la renta del monopolista y hacen del monopolio una actividad lucrativa. La mencionada transferencia de riqueza debe ser objetada desde una óptica jurídica y también desde una óptica económica. Jurídicamente analizado, el asunto es una transferencia injusta de riqueza y, por tanto, da lugar a responsabilidades monopólicas y eventualmente civiles, que analizaremos en los capítulos pertinentes. Desde una óptica económica, esa transferencia de riqueza acarrea que recursos económicos, de suyo escasos, se destinen a establecer tales responsabilidades en sede judicial y a aplicar las sanciones correspondientes, por una parte, y, por otra, a recuperar lo pagado en exceso al monopolista. Así, la mencionada transferencia de riqueza es económicamente indesea48
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ble porque da lugar a los costos de sanción y reparación antes indicados y también porque usualmente una parte de los ingresos monopólicos se disipa en gastos dirigidos a la preservación del poder monopólico mediante cuyo ejercicio se genera la renta monopólica, v. gr., contratación de lobistas, bloqueo de inversión por parte de terceros en los rubros monopolizados mediante acciones judiciales, etc. b) Los recursos productivos disponibles deben ser orientados a aquellos usos que resulten en los bienes y servicios mayormente demandados. Así, la asignación óptima de recursos sólo puede ser lograda si los productores, comerciantes y consumidores pueden decidir sobre la base de precios que reflejen adecuadamente el costo de los bienes y servicios, entendiendo por costos la mejor de las alternativas en el empleo de los recursos productivos de que dispone una determinada sociedad civil. Desde esta perspectiva, el sistema de precios reflejará los costos y beneficios sociales, en tanto no se produzcan restricciones artificiales en la aplicación de los recursos productivos, en la disponibilidad de los mismos o en la comercialización de los bienes y servicios. Estas restricciones artificiales reciben el nombre genérico de monopolísticas. La actividad del monopolista puro en ejercicio de su poder monopólico se traducirá en una asignación de recursos productivos y de bienes y servicios alejada del óptimo social, esto es, una pérdida social debido a que la cantidad ofrecida será menor a la producción socialmente óptima, debiendo además los demandantes pagar por los bienes un precio más alto que el que correspondería en caso de darse un natural funcionamiento del sistema de precios. Este sobreprecio obligará a muchos demandantes a adquirir bienes que son sustitutos inadecuados en el proceso de satisfacción de sus necesidades. El ejercicio del poder monopólico no sólo se traduce en una exacción que sufre quien contrata con el monopolista, sino que también produce un efecto de mala asignación de los recursos económicos disponibles en la respectiva sociedad civil. Esta mala asignación de los recursos es consecuencia de que los precios no reflejan los costos reales (en la noción de costo se incluye un retorno razonable por la utilización del capital) y por ello plantea al demandante lo que los economistas llamarían precios falsos y los juristas precios injustos; como consecuencia de lo anterior, el demandante puede considerar “más barato” un bien que en realidad no lo es y así puede la demanda ser desviada hacia bienes cuya aptitud para satisfacer necesidades es imperfecta en comparación con los bienes monopolizados. En otras palabras, algunos demandantes del bien afecto al precio monopólico adquirirán menos unidades del mismo o derechamente prescindirán de adquirirlo, en circunstancias que tales demandantes no habrían re49
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ducido el número de unidades contratadas ni dejado de contratarlas de haber conservado dicho producto su precio competitivo. Esta desviación de la demanda no importa una transferencia indebida de riqueza, como ocurría con el precio monopolizado, sino que constituye un desaprovechamiento de recursos productivos escasos para los cuales sí existía demanda a un precio competitivo. Ésta es una pérdida que afecta a la sociedad toda en un sentido estrictamente económico, puesto que el monopolista no percibe en su renta monopólica el equivalente a dicha pérdida, sino que sólo se beneficia de una parte de la misma. La diferencia que no es ganada por nadie corresponde a la denominada “pérdida social neta” o “pérdida de peso muerto” (“deadweight loss”). Dado que el monopolista puede ahora cobrar un sobreprecio por su producto es muy probable que aquél no cuide que las unidades del mismo sean elaboradas al mínimo costo y en consecuencia elabore una determinada producción a un costo mayor, por unidad producida, que el de una empresa competitiva. Esto corresponde a un quebranto de la eficiencia productiva a la cual ordinariamente se tiende en un escenario competitivo. En otras palabras, esta exacción que grava a quienes contratan con el monopolista y que genera una pérdida social por mala asignación de recursos económicos y una eventual ineficiencia productiva, es la fuente misma del repudio de origen económico a las prácticas monopolísticas y a la operación abusiva de monopolios lucrativos; todo ello justifica la existencia de un Derecho para la defensa de la libre competencia –que será desarrollado en los capítulos siguientes– y explica, a lo menos parcialmente, el origen de los preceptos jurídicos que, desde antiguo, castigan a los que perpetran tales conductas. Decimos parcialmente porque cuando analicemos las funciones que cumple la libre competencia, observaremos que aquéllas son de orden político, jurídico y económico. Sin embargo, es necesario considerar que los efectos nocivos de la operación de un monopolio son mitigados en alguna medida por las siguientes circunstancias: i) existen economías de escala que hacen que la existencia de un solo productor (o de pocos productores) de un bien sea más eficiente que la presencia de una multiplicidad de tales productores; así, por ejemplo, se evita una inútil duplicación de costos fijos, y ii) según lo sugerido por Schumpeter, el monopolio puede ser un presupuesto necesario para un buen nivel de investigación y desarrollo; así, por ejemplo, la innovación exige acceder al monopolio de los derechos intelectuales, de autor, etc. Por otra parte, la creciente innovación tecnológica conduce fácilmente a la creación de monopolios de duración temporal, hasta que tales innovaciones sean asimiladas por otros competidores. 50
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c) Por último, ha de considerarse la aprensión que despierta la existencia de competidores dotados de un importante poder de mercado, puesto que en ello suele verse la configuración de un poder privado capaz de oponerse a las autoridades públicas y, por tanto, constituir una amenaza a la soberanía nacional. En dicha visión se entremezclan algunas ideas no siempre adecuadamente analizadas. La primera consideración es que el poder de mercado puede estar en manos de un monopolista que sea una persona de derecho público o de un monopolista regido por el derecho privado. El monopolista que sea una persona de derecho público puede hallar el origen de su poder de mercado en un monopolio natural, un monopolio de privilegio, una colusión monopólica, una monopolización de un mercado o una eficiencia desplegada en el fragor de la libre competencia, según expondremos en los capítulos pertinentes. De allí que no todo poder de mercado se halle, por definición, en manos privadas y tenga, por definición, un origen contrario al derecho de la libre competencia. La segunda consideración es que la aprensión antes indicada halla su causa no necesariamente en el carácter monopólico de un competidor, sino que principalmente en el carácter transnacional o tamaño ciclópeo que alcanzan ciertas empresas en nuestro mundo moderno globalizado. La mejor prueba de ello es que los monopolistas pequeños y locales no despiertan estos sentimientos de “invasión” o “desafío” a las autoridades públicas de una nación. Creemos que lo anterior no revela sino una preocupación por grandes empresas, la cual debería satisfacerse con un cabal cumplimiento del Derecho imperante en los lugares de inversión por parte de las mismas y no confundirse con un problema relativo al poder de mercado de los competidores. 2.2.3. MONOPOLIO PARCIAL El monopolio puro al igual que la competencia perfecta son modelos de escasa ocurrencia en el mundo real. El paradigma del monopolio puro se asienta sobre dos premisas que lo hacen particularmente escaso: i) que el monopolista sea uno solo –aun cuando corresponda a un monopolio simple o a uno colectivo–, en el sentido de que sólo él ostente el cien por ciento de la oferta (o de la demanda) del bien en base al cual se define el respectivo mercado relevante, y ii) que no exista posibilidad próxima de que ingresen competidores a dicho mercado. La inexistencia de esta posibilidad guarda relación más bien con la viabilidad de ejercitar un poder monopólico antes que con la estrutura de un monopolio parcial. El monopolio puro también ha re51
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cibido la denominación de monopolio total o absoluto, de cuya contraposición resulta el nombre de monopolio parcial que ahora nos ocupa. En aquellos casos en que los supuestos característicos del monopolio puro se relajan, los economistas suelen referirse a “empresas dominantes”, “monopolios parciales” o “monopolios fácticos”. Creemos que la denominación de “monopolio fáctico” es imprecisa para efectos de hacerla sinónima de monopolio parcial, puesto que los monopolios fácticos se oponen a aquéllos de origen legal o emanados de autoridad pública y, según demostraremos en el capítulo pertinente, esta última clase de monopolios no necesariamente se caracteriza por controlar el cien por ciento de la oferta. Así, es posible concebir situaciones en las cuales el cien por ciento de la oferta es controlado por un monopolio fáctico, v. gr., un monopolio natural. En consecuencia, emplearemos la denominación de monopolio parcial para aludir a aquellas situaciones en las cuales desaparece al menos la primera de las premisas antes expuestas que definen el monopolio puro. El monopolio puro es aquél a que se refiere la definición etimológica: un solo comerciante; luego, en todo monopolio parcial por definición hay más de un comerciante, esto es, constituye una forma de lo que algunos economistas llaman un “polipolio” (muchos comerciantes). Así, lo característico del monopolio parcial es que, desde una perspectiva de estructura no es el único comerciante en sentido lato y, además, ostenta un dominio o señorío que puede ejercer sobre el mercado relevante respectivo y que se conoce como poder de mercado. Es preciso advertir que puede haber más de un comerciante dotado de dicho poder en un mismo mercado relevante, v. gr., un duopolio. A este punto resulta interesante diferenciar un monopolio colectivo, esto es, integrado por dos o más comerciantes –sentido lato– que actúan unificadamente, de un oligopolio, en el cual no hay concierto o coordinación entre los oligopolistas, sino que una competencia oligopólica caracterizada por la interdependencia de los competidores. El oligopolio ha sido generalmente conceptualizado como una estructura de mercado caracterizada por pocos oferentes de un bien; atendido que en dicho mercado los oferentes son pocos, éstos perciben que resulta más rentable actuar interdependientemente, esto es, considerar las eventuales reacciones de sus competidores antes de adoptar cualquier decisión de precio u otra variable significativa en el respectivo mercado relevante. Lo característico del oligopolio es que en esta estructura de mercado participa un número de comerciantes –sentido lato– lo suficientemente pequeño para que cualquier acción de un comerciante individual influya perceptiblemente en la de sus competidores, resultando un distintivo esencial la interdependencia 52
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entre las acciones de los diversos comerciantes.29 De aquí derivan las prácticas imitativas y los denominados paralelismos. Si entre todos los oligopolistas de ese mercado se verificase una colusión, estaríamos frente a un monopolio colectivo. En las estructuras oligopólicas generalmente la competencia se verifica más que vía precios por consideraciones de calidad, publicidad, etc., esto es, la denominada competencia indirecta. Los mercados oligopólicos suelen clasificarse en simétricos y asimétricos. En los primeros, los competidores integrantes del mismo son de tamaño semejante, por lo cual atendido su reducido número ejercen cierto poder de mercado. A diferencia, los mercados oligopólicos asimétricos se caracterizan por el hecho de que los competidores tienen un tamaño desigual, presentándose a veces el caso particular de que uno o más de los principales competidores ostenta poder de mercado. Cabe advertir que no puede realizarse la inferencia simplista de que a mayor número de oferentes hay menos “monopolio parcial” y a menor número de oferentes, lo contrario; ni que la participación de mercado es siempre decisiva, puesto que puede existir un competidor con alto grado de poder de mercado y baja participación de mercado, como efecto de que goza de una protección especial, v. gr., de origen administrativo, que le aísla de los demás competidores. Otros casos más atenuados de poder monopólico acontecen con competidores que si bien ostentan una alta participación en un mercado relevante, su poder de mercado es escaso con motivo de la amenaza que plantea el eventual ingreso de nuevas empresas al mercado. Esto, en rigor, no es poder monopólico, sino que poder de mercado que trataremos en el acápite siguiente. Caracteriza el monopolio parcial la pluralidad de comerciantes –sentido lato–, donde uno o más de ellos ostenta algún poder de mercado o control sobre la oferta o demanda que el titular de aquél puede ejercitar, existiendo diversas fórmulas de medición del mismo. Este monopolio parcial puede asumir multitud de estructuras de mercado, pudiendo corresponder a un duopolio, duopsonio, oligopolio, oligopsonio, etc., que son correlativos a aquellos modelos que anteriormente calificamos de “intermedios”, por situarse entre los extremos del monopolio puro y la competencia perfecta. Para fines de mayor claridad, reservaremos la expresión “poder monopólico” para el monopolio puro ya analizado y la denominación de “poder de mercado” para aquellas personas que, sin ser monopo-
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HENDERSON, J. M. & QUANDT, R. E., Teoría microeconómica: Una aproximación matemática, p. 252, Ariel, Barcelona, España, 1985, 3ª edición.
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listas puros, actúen en un mercado relevante determinado con un poder de influencia significativo sobre el mismo. Existe una cierta comunidad de situaciones predicables del monopolio puro dotado de poder monopólico y de las empresas que actúan como monopolios parciales por estar dotadas de poder de mercado. De ello se sigue que existe una importante semejanza entre el poder monopólico y el poder de mercado, hasta el punto de que algunos autores los emplean como sinónimos; en tanto que otros estudiosos señalan que el poder monopólico corresponde a un alto grado de poder de mercado. Este último ha sido definido por Lipsey como el atributo de “influir significativamente en el mercado”.30 Esta influencia significativa alcanza una o más de las variables31 relevantes del bien o servicio que define el respectivo mercado relevante: precio y cantidad, calidad, condiciones contractuales, promoción y publicidad, etc. En este sentido, esta definición es superior a la empleada por la jurisprudencia antimonopólica estadounidense, que señalaba que el poder de mercado es “el poder de controlar los precios o de evitar la competencia”.32 Una de las más destacadas definiciones de poder de mercado, si bien limitada a la variable precio, es la elaborada por Landes y Posner, según la cual el poder de mercado es conceptualizado como la capacidad de una empresa, o de un grupo de empresas actuando conjuntamente, de elevar sus precios por sobre los niveles de competencia sin perder transacciones con una velocidad tal que haga que el incremento aplicado a sus precios no sea rentable y deba ser dejado sin efecto.33 Las transacciones constituyen un elemento fundamental de esa definición, puesto que ellas facilitan la formación de la clientela y el número de clientes relativamente estable es el que permite establecer la participación del mercado relevante que ostenta un determinado monopolista parcial; si bien es cierto que la clientela depende del precio asignado al producto y otras variables relevantes re-
30 LIPSEY , Richard G., Introducción a la Economía positiva, p. 250, Editorial Vicens Vives, Barcelona, España, 1993, 12ª edición. 31 En este sentido, la Comisión Resolutiva (actualmente Tribunal de Defensa de la Libre Competencia) creada por el Decreto Ley 211, de 1973, fue muy precisa al definir ampliamente el poder de mercado: “...una sola empresa sería lo suficientemente poderosa para determinar en importante medida los precios, cantidades, calidad y condiciones de venta de productos esenciales”, Resolución Nº 7, considerando 12. 32 American Tobacco Co. vs. United States, 328 U.S. 781 (1946). 33 LANDES, William M. & POSNER, Richard A., “Market power in antitrust cases”, Harvard Law Review, vol. 94, number 5, p. 937, 1981. Una definición muy semejante es la postulada por TIROLE, Jean, The theory of industrial organization, p. 67, The MIT Press, 1988: “a firm exercising monopoly power over a given market can raise its price above marginal cost without loosing all its clients”.
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lacionadas con éste, así como de ello dependerá quiénes son los cocompetidores del monopolista parcial. El poder de mercado, puesto de otro modo, es la capacidad de una empresa –o grupo de empresas actuando coordinadamente– de desviar en su favor la rentabilidad que obtendrían los demandantes si pagasen por el bien o servicio precios competitivos, esto es, precios tales que el ingreso marginal iguale a su costo marginal. De allí que el costo marginal sea útil para medir el poder de mercado; así, a mayor diferencia positiva entre el precio efectivamente cobrado por un bien y su costo marginal, mayor poder de mercado tendrá una empresa. Sobre esta base se construyó el Lerner Index,34 mediante el cual se cuantifica el poder de mercado, en términos de costo marginal, empleando la siguiente fórmula: “(P - MC) dividido por P” donde P significa el precio efectivamente cobrado por una empresa que se halla en un nivel de producción que resulta maximizador de su rentabilidad y MC significa el costo marginal de esa empresa a su nivel de producción maximizador de rentabilidad. Cabe observar que el poder de mercado puede medirse de forma instantánea (o estática) o bien dinámica (o a lo largo del tiempo). El Lerner Index sostiene que el mark up óptimo sobre el costo marginal, como porcentaje del precio, será una función inversa de la elasticidad de la demanda de la empresa; sin embargo, esta última y la elasticidad del mercado se hallan relacionadas por otra fórmula. De ahí se ha llegado a que el margen sobre el precio de competencia es directamente proporcional a la participación en el mercado e inversamente proporcional a la elasticidad de la demanda del mercado y a la elasticidad de oferta de la competencia.35 El empleo del Lerner Index, defendido por Landes y Posner, fue luego cuestionado por Schmalensee y otros destacados economistas, con lo cual quedó en evidencia una falta de acuerdo entre los expertos acerca de cómo determinar el poder de mercado. Dicha falta de consenso repercutió sobre la concepción de los mercados relevantes y se pretendió resolver posteriormente mediante las Merger Guidelines que desarrollaron el Department of Justice y la Federal Trade Com34 El Lerner Index fue desarrollado por LERNER, Abba P., “The concept of monopoly and the measurement of monopoly power”, p. 26, en Essays in economic analysis, London, Macmillan & Co. Ltd., 1953. 35 SAPELLI, Claudio, “Concentración y grupos económicos en Chile”, p. 72, en Estudios Públicos Nº 88, Santiago de Chile, 2002.
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mission de los Estados Unidos de América, según explicaremos en los capítulos pertinentes al tratar “Los bienes económicos y los mercados relevantes” y “Las fusiones y concentraciones”. El monopolista parcial puede haber resuelto un ejercicio limitado de su poder de mercado con diversas finalidades, v. gr., con el objeto de impedir el ingreso de potenciales competidores al respectivo mercado relevante, con el ánimo de evitar una abierta confrontación con la autoridad pública competente y la consiguiente imposición de eventuales regulaciones no deseadas o bien con la intención de provocar cierto favor popular o mejora de imagen. El poder de mercado no ejercitado –sea total o parcialmente– es pura potencialidad y, por tanto, no genera daño social ni individual en lo correspondiente a la porción no ejercitada. En este sentido, sólo del poder de mercado actualizado o en ejercicio se predican las consideraciones dañosas anteriormente expuestas. El procedimiento estándar para acreditar la existencia de poder de mercado, exige determinar el mercado relevante en el cual actúa la supuesta empresa dominante. El mercado relevante se determina en función del bien, del territorio y del tiempo (aunque algunos autores consideran el tiempo parte de la definición del bien). Adicionalmente, existen otros elementos de análisis, que deben ser empleados cuidadosamente, como la posibilidad de que otras empresas ingresen a ese mercado relevante, la existencia de discriminaciones arbitrarias monopólicas, etc., todas las cuales serán desarrolladas en cápitulos siguientes. Es importante diferenciar algunas clases de poder de mercado: poder de mercado sobre la oferta, sobre la demanda y “poder de control de precios”. Este último tiene lugar toda vez que una autoridad pública, que no participa en un determinado mercado relevante como competidor, ejercita sus potestades públicas en un sentido tal que modifica la natural interacción de la oferta y la demanda, alejando los precios u otras variables relevantes del nivel competitivo y, por tanto, del óptimo social estimado para la asignación de los recursos. Cabe observar que si bien la denominación del efecto seguido de tales potestades públicas alude a los precios, ello obedece a razones de corte histórico. En efecto, lo anterior no significa que dicho poder ha de quedar acotado a los precios, sino que puede comprender otras variables, como cantidad, calidad, cláusulas contractuales, etc. Si bien el efecto del ejercicio del control de precios en forma anticompetitiva puede ser análogo al abuso del poder de mercado sobre la oferta y/o la demanda, la principal diferencia es que aquél es exógeno al mercado puesto que el precio (u otra variable relevante) es distorsionado, fijado o tarificado por un no competidor, en tanto 56
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que este último es endógeno al ser establecido por un competidor que reviste la calidad de un monopolista parcial. El poder de control de precios es lo que, desde una perspectiva jurídica, sirve de fundamento al establecimiento de los denominados monopolios de privilegio por parte de las autoridades públicas, lo que será objeto de un estudio pormenorizado en esta obra. El poder de mercado en el ámbito laboral, esto es, en lo que se refiere a la determinación de los salarios, se denomina “poder de negociación”. El poder de mercado se predica de uno o más competidores; sin embargo, cuando todas las personas que actúan en una determinada industria se ven beneficiadas por una barrera a la entrada originada, v. gr., por una norma emitida por una autoridad pública, se habla del “grado de monopolio” de esa industria. Existen fórmulas precisas para determinar el grado de monopolio de una determinada industria y que no corresponde a un simple promedio del poder de mercado de los partícipes en esa industria. En cuanto al origen del poder de mercado, éste puede derivar de actos de autoridad pública que directa o indirectamente han beneficiado a un competidor, confiriéndole el carácter de monopolista parcial. Asimismo, el poder de mercado puede originarse en la propia participación de mercado de un competidor, que la ha logrado mediante su eficiencia competitiva y esto no es otra cosa que el resultado del proceso mismo de la libre competencia. En tal sentido, una situación recurrente consiste en que existen mercados en los cuales el tamaño óptimo de ciertas empresas pasa porque éstas cuenten con poder de mercado. El poder de mercado puede proceder de situaciones de la naturaleza, que se refieran a una zona geográfica o a una persona que ostenta talentos artísticos, profesionales, etc., de corte muy particular, o bien refiriéndose a empresas en las cuales los costos fijos tienen tal preponderancia que una nueva empresa no puede sino muy difícilmente entrar en competencia con una existente en la misma zona geográfica (estos últimos son denominados monopolios de explotación). Por último, el poder de mercado puede provenir de conductas individuales (monopolizaciones) o plurales (colusorias o conspiraciones) con otros competidores, cuyo objeto sea obtener o incrementar el poder de mercado y alcanzar un cierto nivel de coordinación. 2.2.4. O TRAS DEFINICIONES ECONÓMICAS DE MONOPOLIO Adicionalmente, la Economía ha desarrollado otras acepciones de monopolio, que podríamos calificar de menores, a saber: 57
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2.2.4.1. Monopolios en cuanto opuestos a la competencia pura
y a la competencia perfecta Se llama también monopolio a la situación que se aleja de la noción de competencia pura (demanda perfectamente elástica respecto del precio del producto ofertado) y de la de competencia perfecta (libertad de movimiento de los factores productivos) antes explicadas con motivo del modelo de competencia. Así, estos elementos del modelo de competencia sirven para especificar, cada uno por sí solo, ciertas acepciones de monopolio. 2.2.4.2. Monopolios o restricciones monopolísticas Toda práctica o estructura de mercado que se aleje de la asignación óptima de recursos, esto es, de la norma competitiva, recibe la calificación de “monopolística” o de “situaciones monopoloides”. Estas prácticas o estructuras son de variada naturaleza y no necesariamente corresponden a un monopolio puro o a un monopolio parcial, lo que torna equívoco el uso del adjetivo “monopolístico”. Ordinariamente estas restricciones se clasifican en: i) restricciones que operan sobre los insumos o sobre los productos de un determinado mercado relevante, afectando a quienes ya operan al interior de ese mercado, y ii) restricciones que operan sobre quienes desean ingresar a un determinado mercado relevante por la vía de constituir barreras a la entrada.36 Esta segunda modalidad de restricción monopólica parece confundirse con la acepción de monopolio en el sentido de opuesto a competencia perfecta, antes mencionada. 2.2.4.3. Monopolio derivado del producto Algunos economistas, siguiendo a Edward H. Chamberlin, emplean el substantivo “monopolio” para designar la posición de un comerciante –sentido lato– cuyo producto es en algún grado diferente de aquéllos de sus competidores. El problema de la diferencia entre productos puede plantearse más hondamente: existen propiedades accidentales de ciertos bienes, por ejemplo, ubicación geográfica, que podrían ha36
SCHERER, F. M., Industrial market structure and economic performance, p. 11, Houghton Mifflin Company, 2nd edition, 1980: “Conversely, significant entry barriers are the sine qua non of monopoly and oligopoly, for as we shall see in later chapters, sellers have little or no enduring power over price when entry barriers are nonexistent”.
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cer que dos bienes físicamente idénticos sean tratados como diferentes y, por tanto, dar lugar a la creación de monopolios en los ámbitos más inesperados. Lo anterior implica que la noción del “mismo bien” debe ser reconducida a la sustituibilidad en el margen; así, habría que modificar la terminología y en vez de aludir a las unidades de un bien (units of commodities), referirnos a las unidades de acomodación (units of accommodation).37 Esta aplicación del término monopolio a naturales diferencias entre los productos de diversos competidores ha sido fuertemente criticada por autores como F. Hayek, por su carácter abusivo e inductivo a confusión. 2.2.5. ALGUNAS CONCLUSIONES 1. Estimamos que de todas las definiciones económicas expuestas sólo presentan real interés la del monopolio puro, construida sobre la definición nominal, y la del monopolio parcial. Las otras definiciones económicas, calificadas de menores, se presentan más bien confusas y, a veces, abusivas de lo que en realidad importa un monopolio. En consecuencia, prescindiremos de las definiciones menores a lo largo de este estudio. 2. El estudio económico del monopolio se ha estructurado sobre la base del monopolio puro dotado de poder monopólico y, por necesidades prácticas, se ha extendido vía analogía a los monopolios parciales, en cuanto estén dotados de poder de mercado. En esencia, el poder monopólico y el poder de mercado son idénticos en su naturaleza, resultando un asunto de grado o intensidad, lo que les hace diferir el uno del otro. Podríamos, en este sentido, concluir que la analogía mencionada no ha considerado determinante el número de comerciantes, pero sí el poder de influencia que éstos pueden ejercitar sobre un determinado mercado relevante. 3. De las definiciones de monopolio puro y monopolio parcial puede extraerse un muy importante corolario. La mera existencia estructural del monopolio puro y del monopolio parcial no importa per se una situación dañosa consistente en el cobro de un precio monopolizado, en una ineficiencia productiva y en una pérdida social neta. En efecto, lo que la Economía llama “ineficiencias” sólo tiene lugar en la medida que tales monopolios dispongan de po-
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LERNER, Abba P., “The concept of monopoly and the measurement of monopoly power”, pp. 21-24, en Essays in economic analysis, London, Macmillan & Co. Ltd., 1953.
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der monopólico o de mercado, según fuere el caso, y lo ejerciten. En otras palabras, un monopolio que no ejercite su poder de mercado no puede ser cuestionado o reprochado por la Economía y, a la inversa, un monopolio que se prevale de su poder de mercado obteniendo una renta monopólica es autor de ineficiencias y de injusticias. De esto se sigue que podemos identificar dos clases de monopolios económicos: los que son inocuos desde la óptica de la norma competitiva y aquellos que son dañosos por causar ineficiencias e injusticias. Los monopolios económicos inocuos pueden exhibir tal característica como consecuencia de que se encuentran privados de poder de mercado, v. gr., un monopolio natural exhaustivamente regulado por la autoridad pública, o bien porque disponiendo de poder de mercado no lo ejercitan en el sentido de desviarse de la norma competitiva. Esta distinción es de gran valor regulatorio, puesto que mientras el monopolio dañoso debe ser evitado, el monopolio inocuo no presenta relevancia alguna desde la óptica de la norma competitiva.
2.3. DEFINICIONES JURÍDICAS DE MONOPOLIO A continuación abordaremos las dos grandes acepciones de monopolio, tal como se presentan en la legislación tutelar de la competencia, en las jurisprudencias judicial y administrativa y en la doctrina jurídica chilenas. Estas dos acepciones son: a) el monopolio estructural,38 cuyo sentido es eminentemente descriptivo, y b) el ilícito de monopolio, cuya función es expresar un injusto o un delito en su sentido etimológico de abandono de la ley. La finalidad de este concepto es dar cuenta de toda conducta contraria al Derecho antimonopólico, sea que éste se manifieste en su modalidad preventiva o en su modalidad sancionatoria. Cabe advertir que cada sistema jurídico tiende a desarrollar sus propios conceptos y matices; por tanto, las acepciones que pasamos a exponer corresponden a lo observado en el caso del Decreto Ley 211 de 1973 y sus aplicaciones administrativas, judiciales y doctrinarias.
38 Es preciso advertir que la denominación “monopolio estructural” busca enfatizar un sentido descriptivo por contraste con un alcance antijurídico del monopolio y, por lo mismo, no guarda relación alguna con la conocida escuela estructuralista en materia antimonopólica, escuela que se halla en franca retirada del pensamiento económico y jurídico actual.
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2.3.1. MONOPOLIO ESTRUCTURAL La diferencia entre un monopolio antijurídico y uno que no lo es, deriva no del hecho de ser monopolio, sino más bien de ciertas conductas específicas que éste desarrolla o mediante las cuales se alcanza ese monopolio. En otros términos, debe distinguirse entre el ente y su operación; donde el ente es el monopolio ostentado por una persona natural o jurídica, en un sentido de estructura de mercado, y su operación son los hechos, actos o convenciones que el titular del monopolio realiza. La operación del monopolio se compone de multitud de hechos, actos y convenciones, de entre los cuales será preciso diferenciar aquellos que son antijurídicos versus aquellos que no lo son. Los hechos, actos o convenciones antijurídicos, en el sentido indicado, serán los que den lugar a reproche por el Derecho de monopolios. Un ejemplo de la voz monopolio, definida en función de su acepción estructural, es la que entrega un importante tratadista de la antigua legislación antimonopólica chilena, que se hallaba contenida en el Título V de la Ley 13.305, de 1959. Señala Opazo Brull: “Así, habría monopolio en toda situación en la que un productor o grupo de productores están en condiciones de influir sobre el precio de los bienes que producen o venden”.39 Si se examina esta definición podrá constatarse que no corresponde a las empleadas por la Economía y tampoco pretende dar cuenta de un injusto monopólico; en efecto, se trata de esa definición instrumental empleada por la legislación tutelar de la libre competencia para describir pluralidad de situaciones correspondientes a imperfecciones del mercado y con independencia de si las mismas son o no el resultado de la perpetración de un ilícito monopólico. Otra definición del término monopolio, en su significación estructural, es la que señala: “El término monopolio tiene dos acepciones; la primera se refiere al significado meramente etimológico de una sola empresa en un mercado y la segunda al comportamiento de una empresa que controla un mercado, sin que necesariamente sea la única”.40 Ciertamente es la segunda acepción la que nos interesa, puesto que alude al comportamiento de un monopolio, sea del tipo puro o parcial, con indiferencia de si tal comportamiento es antijurídico o no. Es preciso notar que esta definición, en la acepción en comen39 OPAZO BRULL , Ernesto, La Comisión Antimonopolios y estudio del Tít. V de la Ley 13.305, p. 15, Editorial Jurídica de Chile, Santiago, 1962. 40 AGUILAR ÁLVAREZ DE ALBA, Javier, “Características esenciales de la Ley Federal de Competencia Económica”, p. 20, en Estudios en torno a la Ley Federal de Competencia Económica, UNAM, México, 1994.
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to, exhibe una cierta equivocidad en cuanto difumina la distinción entre la existencia del monopolio y las conductas que éste desarrolla al definirse el monopolio como comportamiento. En este mismo sentido, cabe recordar aquella definición que establece: “Este [monopolio] existe cuando desde el lado de la oferta o de la demanda se puede influir en el precio del mercado...”.41 Por oposición a la definición antes comentada, esta última contempla la precisión de calificar de monopolio no sólo la situación en la cual se influye en el precio del mercado relevante respectivo, sino también aquélla en la cual existe la potencialidad de influir en dicho precio. En otras palabras, esta última definición sí da pie a diferenciar el monopolio en sí mismo de las conductas por éste desplegadas. Algunas de las definiciones expuestas aluden a precios, lo cual resulta habitual en los estudios de Economía sobre la materia; presumiblemente, ello obedece a razones históricas, puesto que la mayor parte de los análisis del monopolio se originaron como una sección de la Teoría de precios. Sin embargo, ello no debe interpretarse como una acotación del problema monopólico a los precios, sino que ha de extenderse a toda suerte de cláusulas convencionales y conductas extraconvencionales que puedan afectar la oferta o la demanda en un determinado mercado relevante. Estimamos de utilidad el distingo que separa al monopolio, en cuanto estructura de mercado, de las operaciones –eventualmente antijurídicas– que aquél realiza, puesto que el monopolio en sí no está jurídicamente proscrito, sino sólo por vía excepcional. En efecto, lo que suelen reprimir las legislaciones antimonopolios son los hechos, actos o convenciones mediante los cuales el monopolio vulnera la libre competencia. De esta manera, frente a dos monopolios dotados de poder de mercado, el que uno sea conculcatorio de la libre competencia tiene por causa el ejercicio que el titular de éste haga de un poder de mercado, esto es, un hecho, acto o convención mediante el cual se manifieste el ejercicio o actualización de ese poder de mercado. Así, el poder de mercado se conoce y demuestra por los respectivos hechos, actos o convenciones anticompetitivos. De esta forma, lo jurídicamente relevante es la conducta antijurídica que causa un monopolio y no el monopolio en sí, salvo ciertas excepciones que apuntan más bien a las fuentes de formación del monopolio. En síntesis, el Derecho de monopolios es un derecho de conductas y no de personas; aquél no busca sancionar una calidad o clase de personas por
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TAMAMES, Ramón, La lucha contra los monopolios, p. 23, Editorial Tecnos, Madrid,
1961.
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el mero hecho de ostentar un monopolio, sino que hechos o actos específicos mediante los cuales se busca obtener indebidamente poder de mercado o bien ejercitar un poder de mercado ya obtenido. Lo contrario sería inaceptable ante el Estado de Derecho. La noción de monopolio estructural se asienta sobre la idea de que la legislación protectora de la competencia necesita en ocasiones referirse a una estructura monopólica, en un sentido que comprenda una amplísima gama de casos, y sin que ella necesariamente corresponda a un ilícito. En otras palabras, necesita aludir a un monopolio, sea que haya o no realizado conductas lesivas de la competencia, y sin entrar en los distingos de si se trata de un monopolio puro, de un monopolio parcial, de un oligopolio, triopolio, duopolio, duopsonio, etc. A estos efectos, no interesa si el monopolio está dotado de poder de mercado o no, si es lícito o ilícito, justo o injusto, lesivo o inocuo, reprochable o irreprochable; en otras palabras, no se busca emitir un juicio o resultado jurídico, sino que se quiere describir una estructura de mercado con una flexibilidad tal que no quede excluida ninguna forma de monopolio que pudiese presentar alguna significación ante el Derecho antimonopólico. Una definición de monopolio estructural tiene la virtualidad de comprender toda forma de monopolio natural y de monopolio de privilegio (que son los emanados de autoridad pública), así como aquellos monopolios resultantes de la eficiencia competitiva y de las varias modalidades de unificación de la competencia, sea que ésta proceda de conductas individuales o bien de conductas concertadas. Esta acepción del monopolio estructural, por oposición a las conductas monopólicas antijurídicas, no está necesariamente lastrada con esa carga de odiosidad y repudio que la voz monopolio arrastra por siglos;42 estimamos que, en este sentido, se trata de una acepción más bien neutra o aséptica, puesto que no busca significar lo injusto del monopolio o de los hechos, actos o convenciones del monopolista. Un ejemplo de esta acepción lo hallamos en el artículo cuarto del Decreto Ley 211, de 1973, que, luego de las modificaciones introducidas por la Ley 19.911, prescribe: “No podrán otorgarse concesiones, autorizaciones, ni actos que impliquen conceder monopolios para el ejercicio de actividades económicas, salvo que la ley lo autorice”. 42
Recuérdese las leyes y condiciones respecto de las cuales se exigió a Carlos V jurar lealtad al momento de ser elegido emperador. Entre aquéllas, la signada con el número 18 prescribía que Carlos V, junto a sus electores, debía elaborar un plan por medio del cual los monopolios mercantiles que tan enormes daños habían causado a Alemania fuesen reprimidos y el Emperador debía llevar a efecto y conclusión dicho plan. Citado por Johannes Althusius, Política (1603), p. 127, Liberty Fund, Indianapolis, 1995.
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Podría objetarse a la elaboración del concepto de monopolio estructural que éste no se ajusta a la Economía y que, de conformidad a las reglas de hermenéutica contenidas en el Código Civil, una palabra técnica como lo es “monopolio”, debe emplearse en el sentido que le otorgan quienes profesan una determinada ciencia o arte.43 Sobre el particular, cabe efectuar dos observaciones: la primera, el Derecho también puede ser categorizado como una ciencia o arte y, por tanto, le es lícito acuñar términos técnicos aunque sea utilizando palabras preexistentes o dotadas de otras significaciones en ciencias o artes diferentes. La segunda, resulta claro y manifiesto por las razones que oportunamente se expondrán que el artículo cuarto del Decreto Ley 211 emplea la voz “monopolio” en un sentido diverso al que le confiere la Economía. Sobre el particular, es conveniente recordar las palabras de Ascarelli: “El economista construye conceptos funcionales, instrumentos para comprender la producción y distribución de la riqueza, preocupado de la conmensurabilidad de los efectos de los diversos fenómenos de la producción y distribución de la riqueza en condiciones definidas; el jurista ordena según caracteres típicos, abstractos respecto de las peculiaridades individuales, sujetos, actos, cosas, para la aplicabilidad de una determinada disciplina”.44 El empleo de la voz monopolio en un sentido estructural no se agota en el precepto antes citado, sino que se extiende a la jurisprudencia emitida por el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia.45 Aquí nos hallamos con esos casos de carácter excepcional que mencionábamos en cuanto a que aparentemente se establece una prohibición respecto del monopolio en sí, por regla general permitido. Sin embargo, si se atiende bien al texto, podrá observarse que lo prohibido no es el monopolio estructural en sí mismo, sino el hecho de que ciertas autoridades públicas –que son las naturales destinatarias de este precepto, según explicaremos oportunamente– otorguen monopolios estructurales. De esta manera, lo proscrito es una determinada fuente del monopolio y no el monopolio en sí mismo. En síntesis, he denominado monopolio estructural la noción, implícita en los sistemas tutelares de la libre competencia y carente de nombre específico, mediante la cual se alude al monopolio y al mo-
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Art. 21, Título Preliminar, Código Civil. ASCARELLI, Tulio, Teoría de la concurrencia y de los bienes inmateriales, p. 22, Publicaciones del Real Colegio de España en Bolonia, Bosch Casa Editorial, Barcelona, 1970. 45 Resolución Nº 01/2004, II, considerando 10, emitida por el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia. Se califica de monopolio la fusión de las empresas consultantes que, si bien alcanzarán un significativo grado de concentración de ciertos mercados de las telecomunicaciones, no llegan a constituir un monopolio puro. 44
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nopsonio puros, al monopolio y al monopsonio parciales, a todas las formas de oligopolio y oligopsonio, y lo que es fundamental, sea que tales estructuras constituyan ilícitos o no. Para una mejor comprensión de lo afirmado, debe considerarse que el monopolio estructural puede tener diversas fuentes, algunas permitidas, otras prohibidas. Las fuentes permitidas corresponden al monopolio natural y al monopolio de eficiencia, que estudiaremos en los capítulos de esta obra del mismo nombre. Las fuentes prohibidas serán tratadas en otros capítulos, que están destinados al Ilícito o Delito de monopolio. 2.3.2. INJUSTO DE MONOPOLIO El Derecho se ha ocupado del monopolio en cuanto compromete la justicia y, por ello, desde antiguo ha reprimido ciertas formas de obtener un monopolio, así como de ciertas formas de explotarlo. A tal efecto, el Derecho ha empleado dos clases de nociones de monopolio: la del monopolio estructural estudiada en el capítulo anterior y la del injusto de monopolio. Tal como ocurría con el monopolio estructural, la noción de injusto de monopolio es amplia en cuanto comprende el monopolio y el monopsonio puros, el monopolio y el monopsonio parciales, y todas las formas de oligopolio y oligopsonio en cuanto sus respectivas fuentes o las conductas deplegadas por quienes los ostentan sean contrarias a Derecho. Este sentido amplio del injusto de monopolio tiene antigua data, según enseña Molina.46 El injusto de monopolio será tratado en la Sección III siguiente, que se titula “Libre competencia e injusto de monopolio”, en la cual se tratará El monopolio y la justicia (3.1), El bien jurídico tutelado por la legislación antimonopólica (3.2), Precisiones conceptuales sobre el monopolista y los ilícitos monopólicos (3.3) y El injusto de monopolio (3.4).
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Véase MOLINA, Luis de, Teoría del justo precio, Disputa 345, numeral 2º, p. 140, Editora Nacional, Madrid, 1981.
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3. LIBRE COMPETENCIA E INJUSTO DE MONOPOLIO
3.1. MONOPOLIO Y JUSTICIA No puede entenderse cabalmente la represión que por siglos ha sufrido el monopolio en su acepción de ilícito, sin una referencia a la Justicia, puesto que ha sido ésta la que ha dado forma a los injustos antimonopólicos. De allí que destinaremos este breve acápite a la Justicia en materia antimonopólica, resultando imprescindible destinar algunas líneas a la noción de Justicia en general, puesto que esta fundamental materia ha sido, aunque parezca inverosímil, prácticamente eliminada de los programas de nuestras Facultades de Derecho o, en el mejor de los casos, relegada a cursos opcionales de escasa significación. Ello plantea un problema para la adecuada comprensión de algunas de las concepciones de libre competencia que expondremos en esta obra en atención a que aquéllas se estructuran sobre ciertas formas de justicia. Por lo anterior, destinaremos algunas líneas sobre el particular. La Justicia ha sido clásicamente definida como dar a cada cual lo suyo.47 Los antecedentes que permiten determinar qué es lo suyo de cada cual se conocen como títulos jurídicos y éstos pueden corresponder a situaciones de la naturaleza, hechos, actos o convenciones. De lo que se sigue que hay títulos naturales y títulos generados por la actividad humana. Es función de estos títulos enseñar los derechos de cada cual y, en consecuencia, lo debido, esto es, el objeto de ese dar justo. Así, una vez determinado el título jurídico aplicable resulta pro-
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La definición de Justicia como virtud elaborada por el Aquinate es la siguiente: “Justicia es el hábito según el cual cada uno, con constante y perpetua voluntad, da a cada cual su derecho”. Confrontar AQUINO, Santo Tomás de, Suma Teológica, tomo VIII, 2-2 q.58 a.1, p. 271, Editorial BAC, Madrid, 1956.
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cedente cumplir con éste dando a quien exhiba aquel título jurídico lo que éste indica. De esta forma se realiza la Justicia, dándose a cada cual lo suyo. Se dice que la Justica es acto segundo en cuanto presupone determinar la existencia, validez y contenido de los mencionados títulos jurídicos. Veamos cada uno de los términos que componen la definición de Justicia. La expresión “dar” ha de ser entendida en latísimo sentido, esto es, comprensiva tanto de acciones como de omisiones, en cuya virtud lo suyo de cada cual es atribuido. Esta atribución puede consistir en transferir una cosa o en respetar lo ya transferido a otro. Así falta a la justicia tanto el deudor que no paga una deuda como el ladrón que hurta la propiedad de otro. La fórmula “a cada uno” revela la alteridad implícita en la definición en comento. Es necesario que existan, a lo menos, dos personas: una que debe dar lo debido y otra que debe recibir lo que le es debido. Esa exigencia de una pluralidad de personas plantea que los sujetos intervinientes en una relación de justicia deben comportarse el uno como deudor y el otro como acreedor. El que se trate de personas implica que tales sujetos son personas naturales actuando directamente o bien actuando a través de personas jurídicas. Las personas para ser tales deben estar dotadas de entendimiento y voluntad; en el caso de las personas jurídicas ello se logra por imputación a las personas naturales que operan como órganos de aquéllas. El derecho no exige que entendimiento y voluntad se hallen en perfecto uso, sino que se basta con que esencialmente se las tenga, aunque por circunstancias somáticas o psíquicas, no puedan ejercitarse. Atendido que la Justicia exige alteridad, esto es, ordenación de una persona a otra, resulta manifiesto que la Justicia no tiene por objeto toda la materia de la virtud moral, sino solamente las acciones y cosas exteriores en cuanto que por ellas una persona se coordina con otra. Finalmente, “lo suyo” es precisamente aquello que, de conformidad con los respectivos títulos jurídicos, se presenta como debido para con cada uno de los sujetos de atribución. No debe esta frase llevar a identificar el objeto de la justicia con el derecho real de propiedad, sino que aquélla viene a significar la propiedad genérica debida, constitutiva de todo derecho, también denominada “lo justo” (“dikaion”, “iustum”, “debitum”), sobre la cual descansa todo acto de justicia. Esta propiedad genérica recae sobre bienes exteriores, materiales o inmateriales (v. gr., la fama), así como sobre prestaciones o actividad de otra persona (v. gr., si encargo y pago la pintura de un cuadro, adquiero el derecho a exigir la ejecución del mismo). Así, el derecho es el objeto de la justicia y este derecho ha de ser igual a lo señalado por el respectivo título jurídico. 70
LIBRE COMPETENCIA E INJUSTO DE MONOPOLIO
Este derecho debido o “lo justo” es diverso de lo que en la tradición y modernamente se llama derecho objetivo, puesto que este último equivale a la ley en un sentido amplio. En efecto, mientras lo justo es concreto, la justicia de la ley es abstracta. Esto explica por qué modernamente se dice que el derecho (ley en sentido amplio) tiene por objeto la justicia y en los sistemas de Aristóteles y Santo Tomás de Aquino se afirme que la justicia tiene por objeto el derecho (lo justo). Así, arribamos a las tres notas características de lo justo: alteridad, débito de lo propio e igualdad. En otras palabras, lo justo en cuanto objeto formal de la justicia exige esencialmente: i) pluralidad de personas, ii) entre las cuales se establece lo debido como propio, y iii) donde lo propio debido es lo igual a lo indicado por los respectivos títulos jurídicos. Es precisamente esta exigibilidad de lo debido como propio entre personas lo que da lugar a aquella facultad moral conocida como derecho subjetivo. Siguiendo la tradición aristotélica, la Justicia se clasifica en justicia legal o general, por una parte y justicia particular, por otra. Esta última se subcategoriza en justicia conmutativa y justicia distributiva. El fundamento de estas distinciones descansa en los sujetos que intervienen en cada relación de justicia y en las particulares formas que asume lo justo en cada una de aquéllas. La justicia general o legal resulta especificada por un “iustum legale” o “dikaion nomikon” que muestra una relación de la parte al todo o, si se prefiere, de personas individuales a la sociedad política, la cual resulta representada para estos efectos por una autoridad pública. El adjetivo legal de esta forma de justicia resulta explicado porque regula las relaciones jurídicas de los ciudadanos ordenándolas a la sociedad política en su integridad, por lo cual se trata de una ordenación al bien común civil o a la totalidad de los miembros de aquélla. El adjetivo general deriva de que esta especie de justicia exhibe como materia próxima los actos exteriores de todas las virtudes en cuanto son necesarios o convenientes y han sido impuestos por una ley positiva para la prosecución del bien común político. La justicia particular recibe esta denominación por su término que son particulares o individuos. Comencemos por la justicia distributiva que muestra una relación del todo a la parte. Esta forma de justicia particular ha sido conceptualizada como aquélla según la cual la sociedad política, a través de sus autoridades públicas, debe distribuir los bienes y cargas comunes entre los privados en proporción a sus méritos, a sus dignidades y a sus necesidades. Así, la justicia distributiva da forma a significativos sectores del derecho público mostrando una relación de supraordenante y subordinados entre los sujetos im71
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plicados en la misma. Los destinatarios de la distribución son una pluralidad de particulares –expresión que incluye tanto privados como personas públicas– cuyos méritos, dignidades y necesidades han de ser comparados para componer categorías de iguales y desiguales y en atención a ello determinarse el trato que han de recibir. En esta forma de justicia, lo justo está caracterizado por una igualdad proporcional o geométrica, que se define por una proporción de cosas a distribuir respecto de personas receptoras de la distribución. Esta igualdad proporcional considera no sólo las cosas sino que éstas se vinculan a las personas y a las funciones que éstas desempeñan al interior de la sociedad civil. La particularidad de lo justo en la justicia distributiva es que lo debido como propio corresponde originariamente a la sociedad civil, motivo por el cual se alude a bienes y cargas caracterizadas como “comunes”; por lo tanto, el fundamento de esta forma de justicia es el bien común. En consideración a dicho fundamento es que estimamos que la justicia distributiva integra, junto a la justicia legal, una verdadera justicia del bien común político y de allí que ambas estructuren el derecho público y el orden público. Entre los bienes a distribuir podemos mencionar las libertades y garantías constitucionales, los cargos y funciones públicas, los premios y reconocimientos; en tanto que entre las cargas, cabe señalar los tributos, la asignación de las penas penales y otras formas de cargas personales, como, por ejemplo, ser vocal de mesa en elecciones. La justicia conmutativa, también forma de justicia particular, se caracteriza porque sus sujetos son sólo particulares, lo cual implica la intervención de privados o de personas públicas operando en un plano de igualdad aritmética entre sí. Así, se trata de una relación de una parte de la sociedad política (particular) a otra parte de la sociedad política (particular), en la cual lo justo está determinado por una igualdad aritmética o absoluta. Esto significa que la igualdad es objetiva, de cosa a cosa, con prescindencia de los méritos, dignidades y necesidades de las partes intervinientes. De allí que, por contraste con la justicia distributiva, en la justicia conmutativa, lo debido como propio no corresponde originariamente a la sociedad civil sino que a otro particular partícipe en esta relación jurídica. Lo debido como propio puede corresponder a conmutaciones voluntarias, v. gr., convenciones o a conmutaciones involuntarias, v. gr., delitos y cuasidelitos civiles. La aplicación de estas nociones se apreciará al analizar ciertas concepciones de la libre competencia en cuanto bien jurídico tutelado que buscan explicar el alcance y significación de esta última. No obstante lo anterior, estimamos de utilidad efectuar algunas observaciones preliminares acerca del interés del Derecho por el monopolio. 72
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El monopolio puro y el monopolio parcial –que en adelante los llamaremos monopolio indistinta o conjuntamente– sólo han interesado al Derecho en dos circunstancias: a) en cuanto la conducta desplegada por el monopolista es vulneradora desde una óptica jurídica, esto es, dicha conducta priva o tiene la potencialidad próxima de privar a una o más personas de lo que es suyo o propio, sea porque debía dar o hacer algo que omite dar o hacer o bien porque debiendo abstenerse de realizar algo, sin embargo lo realiza. Ese algo suyo o propio conculcado es la libertad de competir mercantilmente, cuyo contenido y vinculaciones con la libre competencia, en cuanto bien jurídico tutelado, serán analizados en el capítulo denominado Nuestra visión del concepto de libre competencia; y, b) en cuanto el monopolio es el resultado de cierta actividad humana calificada de antijurídica, que llamaremos fuentes ilícitas de formación del monopolio. Esta antijuridicidad también se halla estructurada en función del bien jurídico tutelado libre competencia y corresponde a un estadio preventivo de la represión del monopolio. Es importante observar que la libertad de competencia mercantil puede resultar conculcada en un sentido jurídico o bien puede ser restringida en forma legítima y jurídicamente lícita. En efecto, para comprender este último aserto es preciso observar que en todo proceso libremente competitivo es posible diferenciar competidores eficientes y competidores ineficientes. En un mercado razonablemente competitivo y exento de prácticas monopólicas, tal distinción debe traducirse en las rentas que percibe cada uno de los competidores y en que, finalmente, algunos de éstos acaben perdiendo su clientela, caigan en la insolvencia o derechamente sufran la bancarrota. Esta observación tan elemental es esencial para considerar que el proceso libremente competitivo produce daño a quienes sean ineficientes hasta el límite de que acaben siendo expulsados del respectivo mercado por falta de clientela o por insolvencia o quiebra, pero este daño –que ciertamente impide el ejercicio de la libertad de competencia en ese mercado como consecuencia de las circunstancias anotadas– no es privación de lo propio porque la clientela en cuanto tal –cosa diversa son los contratos vigentes con ciertos clientes– es refractaria a ser categorizada como pertenencia a un determinado competidor, máxime cuando éste es ineficiente. La clientela son personas que, generalmente en uso de su autonomía privada, demandan u ofertan en los diversos mercados relevantes; por tanto, aquéllas no pueden ser “propietarizadas” por competidor alguno. Luego si un competidor arrebata a otro su clientela valiéndose de medios lícitos, v. gr., menor precio, mayor calidad, financiamiento más barato, etc., no 73
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priva a este último de nada que le sea propio en un sentido jurídico estricto, luego no hay deuda de algo propio ni título jurídico que reclamar y de allí, entonces, que no se trate de un asunto atingente a la Justicia. Los medios para ejercitar la libertad de competencia mercantil están limitados desde una doble perspectiva: i) económica, desde el momento en que los medios para competir están alcanzados por el problema económico, en cuanto son escasos y, por tanto, han de ser racionalizados en función de la modalidad de competencia que se estime más valiosa, y ii) jurídica: la libertad de competencia mercantil no puede ser contraria a ciertos contenidos imperativos y determinados por el Derecho. Bajo la expresión Derecho comprendemos el Derecho Natural y el Derecho Positivo, con inclusión de todas las fuentes normativas emanadas de autoridad pública, incluidos los principios generales del Derecho; la Moral, las Buenas Costumbres y el Orden Público. Podría parecer extraña la referencia al Derecho Natural como fuente normativa en el seno de una cultura eminentemente positivista; sin embargo, ello no ha de sorprender, puesto que el Derecho Natural ha constituido una fuente inagotable de principios y preceptos jurídicos cuya misión fundamental ha sido colmar significativas lagunas generadas por el orden jurídico positivo o bien derechamente preservar la Justicia frente a ciertas disposiciones formalmente perfectas emanadas de ciertas autoridades públicas que, por su manifiesta iniquidad, sólo han tenido apariencia de derecho sin que en verdad lo sean.48 Ha de recordarse que gobernar es conducir a los gobernados al fin que les sea apropiado,49 de esta forma la autoridad pública no sólo ha de preservar intocados los bienes jurídicos necesarios para alcanzar el bien común político, sino que ha de crear las condiciones para que tales bienes jurídicos sean adecuadamente desarrollados. Por ello, la autoridad pública no sólo ha de preservar la libre competencia me48
RADBRUCH, Gustav, Arbitrariedad Legal y Derecho Supralegal, Editorial Abeledo-Perrot, Argentina, 1962, quien luego de pasar revista a algunos de los horrendos procesos judiciales “formalmente perfectos” del régimen nacional socialista concluye: “Si sobre la base de los principios desarrollados por nosotros se puede comprobar que la ley aplicada no era derecho, que la medida de la pena aplicada, por ejemplo, la pena de muerte decidida según libre apreciación, burlaba toda voluntad de justicia, entonces se presenta objetivamente una violación del Derecho. Cabe preguntarse si jueces que estaban tan afectados por el positivismo predominante, al punto de no conocer otro Derecho que el legislado, podían tener el propósito de violar el Derecho cuando aplicaban leyes positivas”. 49 AQUINO, Santo Tomás de, Opúsculo sobre el Gobierno de los Príncipes, I, 13 y 14, pp. 278 y 279, Editorial Porrúa, México, 1990.
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diante la legislación pertinente y los organismos públicos creados al efecto, sino que también ha de fomentar la autonomía privada mediante un eficaz reconocimiento del Principio de Subsidiariedad y de las garantías constitucionales por la vía de limitar la regulación al nivel estrictamente necesario para la vida en la sociedad política. Tal como señalara Johannes Messner, la autoridad pública debe promover “tanta libertad como sea posible y tanta regulación como sea necesaria”.50 En el presente estudio, ciertamente, nos limitaremos a analizar la preservación de la libre competencia, puesto que la promoción de este bien jurídico tutelado en cuanto principio general del orden jurídico es un asunto que compete a toda autoridad pública emisora de normas jurídicas y, por ello, un grave deber que pesa sobre el Estado y sus organismos, en todos sus niveles jerárquicos y en todos sus ámbitos. Todo ilícito o injusto se define como un atentado a un determinado bien jurídico. Ese bien jurídico tutelado por la legislación antimonopólica y ofendido por el ilícito de monopolio es la libre competencia, la cual opera como causa final de la legislación antimonopolio. Así como el fin es lo primero en la intención y lo postrero en la ejecución, la libre competencia actúa como causa final de la legislación antimonopolio, toda vez que aquélla al constituir el fin buscado por esa ordenación normativa permite a ésta establecer y articular los medios e instituciones idóneas para la cautela del bien jurídico libre competencia. A su vez, la libre competencia es un medio específico para la consecución y permanente realización del bien común de la nación, puesto que éste consiste en la realización espiritual y material de todos y cada uno de los integrantes de la sociedad civil. En efecto, la libre competencia es, por regla general, el medio más justo y eficiente para organizar la oferta y demanda de bienes susceptibles de comercializarse; lo cual tiene gran trascendencia para el bien común nacional, puesto que mediante tales bienes se obtiene no sólo la satisfacción de necesidades materiales, sino que también de necesidades religiosas, morales y culturales. Cabe recordar que existe una cantidad mínima de bienes materiales, que son indispensables para el desarrollo de ciertas virtudes morales e intelectuales del ser humano. La justicia de la libre competencia, como fórmula general para organizar la oferta y la demanda, descansa –según explicaremos con mayor detalle en esta obra– sobre una importantísima modalidad de Justicia Dis-
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MESSNER, Johannes, Ética Social, Política y Económica a la Luz del Derecho Natural, Editorial Rialp S.A., España, 1967.
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tributiva y exige para su desarrollo iniciativa y autonomía privadas. Dado que la iniciativa privada y la autonomía privada hallan su fundamento en el libre albedrío del ser humano,51 resulta erróneo afirmar que la libre competencia es creación estatal. El hecho de que la libre competencia sea una emanación del libre albedrío que caracteriza nuestra naturaleza no impide reconocer que la libre competencia puede y debe ser amparada por la autoridad pública tutelar del orden jurídico y es por ello que aquélla integra el denominado orden público económico, que exhibe clara expresión en la Constitución Política de la República. Ese orden público económico se integra en un orden público más amplio y elevado, del cual depende la buena marcha de la sociedad civil y que comprende la Moral, el Derecho, la Política y el Estado.52 Nuestro Derecho Antimonopólico no sólo busca que la competencia sea libre, por oposición a una competencia imperada prevista en un sistema centralmente planificado o contemplada en ámbitos altamente regulados, sino que adicionalmente los medios empleados en el desarrollo de la competencia sean jurídicamente razonables. De lo que se sigue que la libre competencia no sólo busca preservar la libertad en la competencia, sino que, además, esta competencia se desenvuelva ajustada a los límites de la moral, las buenas costumbres, el orden público y la ley “lato sensu”. De aquí, que no resulta acertado concebir la libre competencia como si ésta fuese una fórmula destinada a fomentar la rivalidad u otras conductas reñidas con la Ética o inconvenientes desde un punto de vista social.53 Más aún, la libre competencia debe ser concebida como una exigencia de la Justicia Distributiva, entendida ésta en su expresión clásica medioeval.54 En efecto, la actividad económica no es ajena al Derecho y, por tanto, las conductas constitutivas de aquélla han de ceñirse a los parámetros impuestos por la Justicia Conmutativa y la Justicia Distributiva, que nada tienen que ver con las posiciones igualitaristas que modernamente han pre-
51 LIRA PÉREZ, Osvaldo, Verdad y Libertad, p. 144, Ediciones Nueva Universidad, Universidad Católica de Chile, Santiago, 1977. Luego de efectuar un profundo análisis metafísico concluye: “...la Libertad es la facultad de autoposesión de un individuo espiritual en la medida exacta de su espiritualidad”. 52 RÖPKE , Wilhelm, Más Allá de la Oferta y la Demanda, p. 132, Fomento de Cultura Ediciones, Valencia, 1960. 53 BURROWS ACTON, Harry, The Morals of Markets and Related Essays, pp. 67 y ss., Liberty Fund, Indianápolis, EE.UU., 1993, obra en la cual el autor explica por qué la Libre Competencia es diferente de la rivalidad. 54 A QUINO, Santo Tomás de, Comentario de la Ética a Nicómaco, Libro V, sección IV, pp. 270 y ss., Ediciones CIAFIC, Buenos Aires, 1983.
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tendido adueñarse de las nociones relacionadas con la Justicia. Como bien señalara un gran economista alemán: “Pero la tarea de asegurar esta libre competencia, así como de impedir la aglomeración del poder económico, es extraordinariamente difícil y, en el mejor de los casos, no podrá conseguirse sin establecer acuerdos y hacer concesiones, especialmente por tener que atender al mismo tiempo a que la competencia esté libre de degeneraciones de todo tipo y se establezca en buena lid, de forma que únicamente pueda alcanzarse el éxito comercial a través de la estrecha puerta de la mejor producción, al servicio del consumidor, y no a través de todas aquellas puertas traseras de la competencia ilícita y entorpecedora del mercado, de sobra conocidas a los que se hallan dentro de la vida comercial”.55 Se ha atribuido a Adam Smith el independizar la Economía de la Justicia como consecuencia de las modificaciones que éste habría introducido al programa de la Cátedra de Filosofía Moral del Glasgow College, respecto de la forma en que éste había sido concebido por su predecesor y maestro Francis Hutcheson.56 Si bien tales modificaciones fueron efectivas, no puede inferirse de ellas una conclusión tan alejada de la realidad de las cosas como que las conductas correspondientes a actividades económicas no están supeditadas al Derecho y a la Justicia. El orden jurídico se ha encargado de preservar la libertad de competencia en el ámbito de las operaciones mercantiles individualmente consideradas, así como en lo que refiere a la suma de las mismas que, bajo determinadas circunstancias, dan lugar a la oferta y la demanda en un determinado mercado relevante. El mercado, según tendremos oportunidad de profundizar, no es sino un cúmulo de convenciones celebradas en forma interactiva respecto de una clase de bienes determinados en conexión con un ámbito real o virtual dado. En este sentido, existen transacciones sin mercado en cuanto refieren a productos o servicios para los cuales no existe una demanda más o menos permanente en el tiempo y, desde esta perspectiva, excepcionalmente el mercado no comprende todos los contratos patrimoniales. Atendido lo expuesto, resulta absurdo plantear que los mercados se hallan sustraídos de las exigencias de la justicia conmutativa y de la distributiva.
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RÖPKE, Wilhelm, Más Allá de la Oferta y la Demanda, p. 51, Fomento de Cultura Ediciones, Valencia, 1960. 56 ROOVER, Raymond de, “Economía Escolástica”, p. 119, Estudios Públicos Nº 9, Santiago de Chile, 1983.
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3.2. EL BIEN JURÍDICO TUTELADO POR LA LEGISLACIÓN ANTIMONOPÓLICA Sin duda una de las discusiones más trascendentales, si no la más importante para la credibilidad y operatoria de una legislación antimonopólica y tal vez la más rica, desde un punto de vista conceptual, es la de cuál es el alcance de la expresión libre competencia. Esta discusión no es meramente académica, sino que eminentemente práctica, en atención a las funciones que cumple el bien jurídico protegido en este sector del derecho económico, caracterizado por una parca actividad legislativa y dominado por la creación jurisprudencial y doctrinaria. Podría, quizás, llamar la atención el uso de la fórmula “bien jurídico protegido” para un cuerpo normativo, como lo es el Decreto Ley 211, que recientemente ha sido objeto de una modificación mediante la cual se ha eliminado del mismo un delito penal de monopolio que iba aparejado de una sanción típicamente penal: presidio menor en cualquiera de sus grados. Sin embargo, según explicaremos oportunamente, ello no es argumento suficiente para afirmar que el Decreto Ley 211 es refractario al empleo de nociones y garantías fundamentales diseñadas originariamente para el ámbito penal y que hoy se extienden con propiedad a los denominados ilícitos administrativos. Adicionalmente, desarrollaremos nuestra concepción de la diferencia de grado –y no de naturaleza– que se yergue entre el delito penal y el delito administrativo, lo que también será tratado en el capítulo respectivo. Así, estimamos que el gran aporte de Birnbaum con su concepción del bien jurídico protegido, como algo diferente del Derecho subjetivo, no sólo resulta utilizable en el ámbito estrictamente penal, sino que también predicable de un sistema de ilícitos administrativos especiales como es el contemplado por el Decreto Ley 211, de 1973. De esta forma, cabe hablar con motivo de la mencionada Ley Antimonopolio de injustos de lesiones y de delitos de peligro, de conculcaciones del bien jurídico libre competencia, de tentativas y consumaciones de tales injustos, de ofendidos inmediatos y mediatos. A modo meramente ilustrativo de la importancia que este tema cobra en el derecho de la libre competencia, deseo mencionar las siguientes funciones que el bien jurídico protegido desarrolla: i) En primer lugar, el bien jurídico opera como objeto de tutela jurídica y, por tanto, como fin de las potestades públicas, tanto jurisdiccionales, reglamentarias como administrativas de que disponen los organismos antimonopólicos. De allí que el bien jurídico protegido ejerce un influjo finalizador de toda la actividad de los organismos antimonopólicos, indicando el ámbito de sus de78
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ii)
iii)
iv)
v)
vi)
beres y advirtiendo la desviación de poder en que pueden incurrir con motivo del ejercicio de sus atribuciones. En otras palabras, toda la justicia de un sistema antimonopólico descansa sobre la existencia y posibilidad de dar contenido real y preciso al bien jurídico tutelado libre competencia. Asimismo, y como corolario de lo anterior, el bien jurídico al determinar las competencias de los organismos antimonopólicos plantea un límite al ius puniendi que las autoridades públicas pueden pretender ejercitar con motivo de la tutela de la libre competencia. De allí la importancia de dar con la esencia de la libre competencia, puesto que ello permitirá demarcar en forma preventiva cuál es el límite de tales autoridades públicas al momento de sancionar un supuesto atentado a dicho bien jurídico tutelado y conferir certeza a las personas en cuanto a qué es lícito y qué es ilícito en el orden antimonopólico. De allí que no basta con enunciar un bien jurídico tutelado, como acontece con el Decreto Ley 211, sino que resulta adicionalmente necesario un esfuerzo doctrinario y jurisprudencial en orden a precisar su contenido y alcance. La libre competencia no sólo plantea un límite al ius puniendi en materia antimonopólica, sino que adicionalmente importa un límite a la imposición de medidas propiamente tales que puede realizar el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia como consecuencia de la potestad de absolver consultas de que se halla dotada esta singular autoridad pública. Lo escueto del tipo universal antimonopólico, tema este último al que destinaremos un capítulo completo más adelante, confiere al bien jurídico libre competencia una función indiciaria y hermenéutica fundamental. Al mostrar este bien jurídico al juzgador antimonopólico cuál es la finalidad del sistema tutelar de la libre competencia le permite bien interpretar y captar los indicios de una conculcación a esta última. Una comprensión adecuada de lo que es la libre competencia permitirá establecer la procedencia de eventuales causales de justificación que remuevan la antijuridicidad de conductas típicas, v. gr., ver si cumple tal función el consentimiento del ofendido, titular del bien jurídico amagado o lesionado. La naturaleza del bien jurídico protegido conduce a establecer criterios de qué constituye peligro y qué constituye lesión del mismo, así como elementos para precisar cuándo se está frente a actos preparatorios y cuándo se está ante el inicio de la ejecución punible, es decir, tentativas versus consumaciones de las conductas ilícitas. 79
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A continuación pasaremos revista a ciertos conceptos afines a la noción de libre competencia, con el fin de clarificar el ámbito en el cual se mueven las diversas concepciones de tal bien jurídico protegido. 3.2.1. CONCEPTOS AFINES A LA LIBRE COMPETENCIA Antes de abordar las diversas interpretaciones que se han realizado del efectivo alcance de la voz libre competencia, resulta fundamental deslindar este bien jurídico tutelado de otras nociones afines que se emplean en el ámbito jurídico y económico. 3.2.1.1. Libre competencia y libre concurrencia En el Derecho positivo chileno, los términos libre competencia y libre concurrencia han devenido equivalentes, según lo prueba el art. 9º de la Ley 18.575, Orgánica Constitucional de Bases Generales de la Administración del Estado, que dispone a la letra, en sus incisos primero y segundo: “Los contratos administrativos se celebrarán previa propuesta pública, en conformidad a la ley. El procedimiento concursal se regirá por los principios de libre concurrencia de los oferentes al llamado administrativo y de igualdad ante las bases que rigen el contrato”. En este contexto, la expresión libre concurrencia no es sino una forma de referirse a la libre competencia, a la que deben ceñirse quienes participan en una propuesta, concurso o licitación pública. Quienes participan en una propuesta deben antes que todo dar cumplimiento a las bases administrativas respectivas, rasero mínimo sobre el cual se produce la competencia entre los interesados. En un sentido sinonímico similar emplea tales términos la Ley Federal de Competencia Económica de México (1992), cuyo artículo segundo señala que su objeto es “proteger el proceso de competencia y libre concurrencia”. De los comentarios de la doctrina mexicana no parece desprenderse ninguna diferencia entre competencia y concurrencia. Desde una óptica doctrinaria, existe un matiz entre libre competencia y libre concurrencia. La libre concurrencia requiere una estructura de mercado en la que participen pluralidad de oferentes, en tanto que la libre competencia opera toda vez que existe disputa entre dos o más personas que aspiran a obtener la misma cosa. De esta forma, si todas las personas que compiten en un determinado mercado relevante se conciertan para no competir entre sí, deja de haber libre competencia pero subsiste la libre concurrencia. Así, la concurrencia es el 80
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sustrato básico sobre el cual se desarrolla la competencia. En este sentido, puede afirmarse que la libre competencia es una singular modalidad que puede adoptar la libre concurrencia. 3.2.1.2. Libre competencia y competencia simulada Es importante destacar que la competencia tutelada por la legislación antimonopólica recibe el adjetivo de “libre” y ello no es accidental. Existen formas de competencia mercantil no libre, esto es, aquellas que tienen lugar como consecuencia de que un planificador central o sectorial organiza, mediante normas imperativas, que se produzca.57 En estas competencias “planificadas” se puede imponer la competencia de un agente contra otro que exista realmente o bien contra un agente ficto, que es el modelo electo para cada período de competencia. La libre competencia se opone, así, a la competencia simulada, esto es, una técnica de regulación, generalmente conocida como yardstick competition. La competencia simulada suele ser empleada en ciertas industrias reguladas por parte de las autoridades públicas supervisoras de las mismas como una técnica orientada a incentivar la eficiencia en la prestación de servicios por parte de empresas que constituyen monopolios naturales. El objeto de esta técnica consiste en simular que dos o más monopolios naturales se hallan compitiendo entre sí, aun cuando de facto ello no está ocurriendo. En este sentido, se ha dicho que el propósito de la competencia simulada es emular la libre competencia, en el sentido de que el estándar a buscar por el regulador lo determinan las preferencias y disposición a pagar por los usuarios y los costos de producir la combinación precio-calidad que ellos demandan.58 Si dicho estándar es alcanzado por medio de la técnica de la competencia simulada, el grado de emulación de la libre competencia por parte de la regulación será el más perfecto posible, en tan-
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Es importante no confundir la competencia mercantil, sea libre o simulada, con otras formas de competencia que no son propiamente mercantiles. A modo de ejemplo, señala Von Mises que “en un sistema totalitario la competencia social se manifiesta en la pugna por conseguir los favores de quienes detentan el poder”. VON MISES , Ludwig, La acción humana. Tratado de economía, p. 333, Unión Editorial S.A., 5ª edición, Madrid, 1995. Esta forma de competencia, en nuestro concepto, no es mercantil, puesto que no guarda relación con la disputa por clientela a la cual se pretenda atraer mediante mejores y más baratos bienes y servicios. 58 GALETOVIC, Alexander y SANHUEZA, Ricardo, “Regulación de Servicios Públicos: ¿Hacia dónde debemos ir?”, p. 103, Estudios Públicos Nº 85, Santiago de Chile.
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to y en cuanto que dicha competencia simulada sea la alternativa que más se aproxime a la libre competencia. Así, por ejemplo, para efectos de establecer las tarifas eléctricas, en Chile la Comisión Nacional de Energía (CNE ) genera competencia simulada entre las diversas distribuidoras eléctricas y aquella distribuidora que ha sido definida como modelo por la autoridad pública. Así, la autoridad pública antimonopólica ha declarado: “La actividad de la distribución eléctrica, atendidas sus características de monopolio natural, está sujeta a un régimen de concesiones de servicio público por parte de la autoridad y a un sistema de regulación de precios, que simulan condiciones de competencia e incentivan a las empresas concesionarias a prestar sus servicios en forma eficiente”.59 En Argentina, el Ente Nacional Regulador Eléctrico (ENRE) supervisa la denominada “competencia por comparación” entre las dos concesionarias de distribución eléctrica que abastecen, respectivamente, la zona norte y la zona sur de la Provincia de Buenos Aires. La libre competencia es libre porque la competencia tiene lugar no entre quienes determine la autoridad pública correspondiente, como acontece en la competencia simulada, sino que entre todas aquellas personas que libre y espontáneamente se hallen interesadas en competir. La libre competencia se caracteriza porque cualquier interesado puede ingresar a un determinado mercado, desarrollar la actividad económica respectiva al interior de dicho mercado y hacer abandono del mismo, en tanto y en cuanto dé cumplimiento a las disposiciones jurídicas emanadas de autoridad pública que regulen justificadamente las actividades señaladas. Así, la libre competencia está abierta a cualquiera que cumpla con las regulaciones pertinentes, en tanto que la competencia simulada opera una competencia ficticia, en el sentido de que tiene lugar entre empresas que, en la realidad, no están compitiendo, sino que esa competencia es artificialmente provocada por el planificador o regulador como un medio para alcanzar eficiencia en la prestación de determinados servicios. La artificialidad de la competencia simulada radica en que no se trata de verdaderos competidores al interior de un determinado mercado relevante, sino que de personas que por la vía regulatoria son forzadas a participar en una competencia simulada jurídicamente. Por contraste con la competencia simulada, la libre competencia es libre porque cualquier interesado puede libremente entrar en competencia con quienes ya participan en un determinado mercado y cual-
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Dictamen Nº 992/636 de la Comisión Preventiva Central, confirmado por el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia mediante Resolución Nº 480.
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quiera puede dejar de competir, efectuando abandono de ese mercado. A la libre entrada a un determinado mercado se oponen las barreras a la entrada artificiales (que son las resultantes de alguna conducta humana) y por tanto –salvo una justificación muy precisa–, constituyen un atentado a la libre competencia, en tanto que a la salida voluntaria de un mercado se oponen las conductas predatorias, mediante las cuales se expulsa en forma ilícita y contra su voluntad a un determinado competidor de un determinado mercado relevante. En cuanto a la forma de competir, en la libre competencia existe libertad para determinar si ella se verifica vía precios o vía calidad, con o sin publicidad, etc. Naturalmente, los medios empleados en la competencia tienen ciertos límites que guardan relación con la moral, el orden público y la seguridad nacional, según veremos en el capítulo pertinente. Así, por ejemplo, no puede ponerse en riesgo la vida humana en aras de la libre competencia; de allí que, de entre la multiplicidad de medios que están disponibles a los competidores para disputarse la clientela de un determinado mercado, no se cuenten aquellos que puedan importar una privación o una puesta en riesgo de la vida humana (v. gr., la venta de medicamentos cuyos efectos colaterales no han sido adecuadamente comprobados). De lo expuesto se sigue que la competencia tutelada por el Derecho antimonopólico es la competencia libre, en la cual campea la iniciativa privada supeditada a las exigencias que resulten justificadas por las garantías constitucionales y el bien común nacional, en conformidad con la Constitución Política de la República. De allí que atenta contra la libre competencia toda restricción injusta, sea jurídica o fáctica, a la autonomía privada en el ámbito de las actividades económicas que se desarrollan en los mercados. Dichas restricciones injustas pueden emanar de autoridades públicas, personas públicas, autoridades privadas o simples particulares carentes de títulos válidos para tales restricciones. Es importante observar que la libertad que caracteriza esta competencia no es ni puede ser ni total ni absoluta; en efecto, la iniciativa privada no puede colmar todos los ámbitos de la actividad económica desde el momento en que existen monopolios naturales que exigen alguna forma de regulación, por lo cual no puede haber libre competencia total en el sentido de imperar en todos los aspectos de todos los ámbitos económicos. Por otra parte, los bienes económicos se hallan supeditados a ciertas restricciones emanadas de la moral y las buenas costumbres, del derecho natural y de ciertas exigencias del orden público, las cuales –de hallarse correctamente determinadas– no son sino exigencias particularizadas del bien común político. En otras palabras, la libre competencia no puede ser absoluta, en el sentido de 83
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estar desligada de todo bien de carácter superior, sea éste de naturaleza jurídica y/o ética. Adicionalmente, la competencia misma suele presentar importantes imperfecciones que hacen que el modelo de competencia perfecta sea de rarísima ocurrencia, según observaremos en el acápite siguiente. Cabe observar que, en atención a lo expuesto, la existencia de barreras a la entrada y a la salida de un determinado mercado, no produce el efecto de que la competencia deje de ser libre y pase a ser simulada, sino el de que la competencia sea menos libre. En efecto, la libertad en la competencia admite multiplicidad de grados, pudiendo existir libre competencia incluso en estructuras de mercado altamente imperfectas desde una óptica económica o, incluso, en ciertas industrias intensamente reguladas. 3.2.1.3. Libre competencia y competencia perfecta Se hace preciso diferenciar adecuadamente la libre competencia de la competencia perfecta, paradigma económico este último que ya fuera anteriormente explicado en este trabajo y cuya utilidad es meramente analítica. En efecto, el modelo de competencia perfecta es empleado para estudiar mercados concretos y reales y determinar las imperfecciones que éstos exhiben. El modelo de competencia perfecta es casi inexistente en la realidad, puesto que se trata de un modelo hipotético y, por ello, no puede constituir un bien jurídico a ser tutelado por una legislación antimonopólica y menos puede pretenderse que los organismos antimonopólicos pretendan aproximar los mercados concretos y por ello de suyo imperfectos a dicho paradigma. Esta aseveración no debe entenderse en el sentido de que tales organismos no deban realizar la importantísima tarea que les encomienda el legislador en orden a prevenir y sancionar los injustos monopólicos, sino en el sentido de que no existe ni debe existir un deber de provocar forzadamente la atomicidad allí donde los partícipes son pocos o promover la homogenización de los productos en los mercados donde éstos se presenten heterogéneos, etc. En efecto, estimamos que lo anterior corresponde a una suerte de reingeniería social que se refiere no ya a las conductas –objeto de toda legislación antimonopólica–, sino que afecta a las estructuras mismas que asumen los mercados. En este sentido, yerra el “Mensaje de S.E. el Presidente de la República con el que se inicia un Proyecto de Ley que crea el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia” cuando afirma: “Ello ha hecho necesario repensar el concepto tradicional de atentado a la libre competencia, siendo hoy insuficiente remitirse a los modelos simples de 84
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competencia perfecta y monopolio”.60 Corresponde advertir que los mencionados modelos nunca han sido suficientes para la comprensión del atentado a la libre competencia, ni ayer ni hoy; lo anterior, puesto que la competencia perfecta jamás ha sido constitutiva del bien jurídico protegido por la legislación tutelar de la libre competencia, ni los organismos antimonopólicos se han remitido a aquélla a modo de bien jurídico protegido. Ello obedece a una razón muy simple: el Derecho no ha pretendido ni puede pretender tutelar un paradigma económico cuya concreción en la realidad es virtualmente imposible, puesto que compete al Derecho cautelar lo justo, en cuanto que ello existe y puede razonablemente existir y resulta necesario para la consecución del bien común de la sociedad. Así lo demuestran los ya clásicos trabajos de Edward H. Chamberlin, quien desarrolló la noción de “competencia monopolística” y de Joan Robinson, que analizó las implicancias de la “competencia imperfecta”. Tales adjetivos no importaron una condena moral, sino antes bien una constatación de que se debía buscar un grado de competencia funcional, aun cuando tuviese lugar en un mercado imperfecto o monopolístico. Recordemos las palabras de un destacado economista al explicar esta confusión: “Si es un error suponer que la vida económica alguna vez se ajustó al modelo de competencia perfecta, es igualmente erróneo suponer que la competencia de precios necesariamente desaparece cuando ya no se cumplen las condiciones del modelo [de competencia perfecta]”.61 De allí que lo tutelado por el derecho antimonopólico es la libre competencia que puede existir en todos los mercados, cualquiera que sea el grado de imperfección que en éstos exista, en tanto que tal imperfección no consista en monopolios y/o monopsonios puros, los que por definición excluyen toda posibilidad de libre competencia en el ámbito de la oferta y de la demanda, respectivamente. Por ello, la doctrina prefiere referirse a mercados competitivos o con algún grado de competencia actual o potencial, antes que a mercados en los cuales campea la competencia perfecta. La libre competencia puede existir en casi toda forma de mercado imperfecto, puesto que la libertad de competencia, sea que se ejercite a través de la autonomía privada o no, es lo que permite competir. De lo anterior se sigue que lo tutelado es aquella libertad para competir que, generalmente, se ejercitará mediante la celebración de convenciones. Tales convenciones, que son indispensables al tráfico,
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Mensaje Nº 132-346, II.1, p. 3 (mayo 17 de 2002). CHAMBERLAIN , John, Las raíces del capitalismo, cap. IX, pp. 172-173, Ediciones Folio, Barcelona, 1996. 61
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implicarán una coordinación entre los partícipes en las mismas y la necesidad de cumplir con la justicia conmutativa en la estructuración de aquellas convenciones. No debe confundirse la coordinación lícita con la coordinación ilícita; la primera da lugar a las convenciones y tratos mediante los cuales la libertad de competir se actualiza, en tanto que la segunda da lugar a los denominados carteles y colusiones monopólicas que se caracterizan por constituir una transgresión al Decreto Ley 211. Así, por ejemplo, un acuerdo sobre el precio de adquisición de un producto estipulado en una compraventa parece una forma de coordinación lícita; sin embargo, un acuerdo sobre el precio de venta de un producto alcanzado entre varios productores, constituye un cartel, esto es, una forma de coordinación ilícita. Más aún, existen formas de coordinación que llevan a la formación de empresas, como agudamente observara Ronald Coase en su Theory of the firm y, por tanto, a la formación de empresas competidoras. En efecto, la empresa es una denominación jurídico-económica para un complejo de contratos entre aportantes de bienes dinerarios y no dinerarios, entre gestores y trabajadores, etc. Allí donde la libertad de competencia, sea que se manifieste a través de la autonomía privada o no, resulta incólume, no hay lesión a la libre competencia y, por el contrario, allí donde se perpetra un abuso de poder de mercado, resulta conculcada la libertad de competencia. 3.2.1.4. Libre competencia y rivalidad Se ha sostenido que la libre competencia no ha de ser considerado un bien jurídicamente tutelado por entrañar o promover conductas éticamente reprochables, en concreto por generar rivalidad entre competidores. A tal efecto, cabe precisar que bajo esta argumentación se entiende por rivalidad la segunda acepción de este término que es: “Enemistad producida por emulación o competencia muy vivas”.62 Esta asociación entre libre competencia y esta acepción negativa de rivalidad es puramente accidental y no resulta de la esencia de la libre competencia. En efecto, la mencionada enemistad exige conocimiento del oponente o rival; en otras palabras, debe mediar alguna suerte de contacto y roce permanente entre quienes compiten, de forma tal que ello vaya generando una profunda enemistad.63 Los mercados modernos 62
Diccionario de la Lengua Española, p. 1277, Espasa Calpe S.A., 21ª edición, Madrid, 1992. 63 ACTON, H. B., The morals of markets: an ethical exploration, p. 70, Edited by David Gordon and Jeremy Shearmur, Liberty Fund, Indianapolis, 1993.
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suelen ser anónimos, en el sentido de que: i) no se conoce muchas veces contra quién se está compitiendo, v. gr., imagínese un remate accionario en una bolsa de valores; ii) si bien sí se conoce a los rivales, éstos van mutando con cierta frecuencia, de forma tal que ingresan y salen del mercado relevante diversos competidores, y iii) aun cuando los competidores mismos –generalmente personas jurídicas– no muten tan velozmente, los respectivos dueños y los principales ejecutivos de esas compañías sí que lo hacen. Ese carácter anónimo de la libre competencia moderna dificulta situaciones de profunda enemistad duraderas en el tiempo. De allí que no parece razonable ni fundado un reproche ético a la libre competencia basado en una enemistad con el oponente; más aún, se podría sugerir la misma argumentación para proscribir los torneos deportivos, pareciendo más lógico permitirlos y sólo reprimir los excesos que con motivo de tales torneos se produzcan. Otro aspecto que diferencia a la libre competencia de la mera rivalidad es que la primera exige cooperación social: el competidor que busca captar clientela requiere de cooperación por parte de ésta, la que se expresará en los respectivos contratos. Así, el competidor que desea alcanzar una participación de mercado significativa deberá ser capaz de atraer y coordinarse vía convenciones con sus potenciales clientes. Por contraste, la rivalidad no requiere coordinación alguna. Adicionalmente a lo expuesto, algún autor emplea el término rivalidad en contraposición a la expresión libre competencia en un sentido completamente diferente del antes expuesto.64 Se ha dicho que la eliminación de rivales es algo diferente a eliminar la libre competencia, puesto que lo primero tiene lugar toda vez que se produce una práctica que integra actividades, v. gr., la formación de una sociedad anónima; en tanto que lo segundo acontecería cada vez que dicha integración de actividades resultara en una colusión reprochable monopólicamente. De allí que toda práctica monopólica importa una restricción actual o eventual de la libertad de competencia de ciertos rivales, pero no toda restricción actual o eventual de la libertad de competencia de ciertos rivales importa un injusto monopólico. En este sentido, un competidor tremendamente eficiente desplazará a sus rivales sin recurrir a ninguna maquinación o arbitrio contrario a la libre competencia y ello no podrá ser calificado de injusto.
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BORK, Robert H., The antitrust paradox. A policy at war with itself, pp. 58 y 59, The Free Press, New York, 1993.
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3.2.1.5. Libre competencia y competencia desleal Originariamente la competencia desleal fue concebida como una forma de ilícito civil enmarcado en la teoría de la responsabilidad civil extracontractual, salvo cuando dicho ilícito arrancaba de la transgresión de una convención, circunstancia esta última en la cual se aplicaban los principios de la responsabilidad civil contractual. Como consecuencia de ello, la configuración de una conducta calificable de constitutiva de competencia desleal exigía la acreditación de un daño, patrimonial o moral; la demostración de un elemento subjetivo, consistente en dolo o culpa, y la existencia de un nexo causal entre ambos. La principal crítica de que fue objeto esta concepción radicó en que no existía fórmula alguna para prevenir estas prácticas desleales, haciéndose necesario esperar la perpetración del daño para obtener una sanción en contra del autor del mismo. De conformidad con la moderna teoría de la competencia desleal, ésta tiene lugar toda vez que un competidor, directamente o por interpósita persona, realiza una conducta caracterizable como un acto de competencia mercantil (apto para obtener desplazamientos de demanda en favor de quien los realiza), que sea indebida (contraria a la lealtad, a los usos honestos, a la corrección profesional, a las costumbres mercantiles, entre otras fórmulas acuñadas al efecto) e idónea para producir un perjuicio respecto de otro competidor de su mismo mercado relevante. Se ha dicho que la expresión “falsear” la competencia conviene más a los actos de competencia desleal que a los de restricción de la libre competencia, v. gr., confusión en la identificación de los productos o denigración de una marca. Un destacado jurista mexicano ha conceptualizado las prácticas desleales en el siguiente sentido: “son conductas mercantiles que afectan la competencia leal entre mercados y territorios aduaneros distintos y por medio de las cuales se busca el apoderamiento de mercados, desplazando y cerrando plantas en los países huéspedes, con productos y servicios a precios artificialmente competitivos”.65 Las relaciones entre ambas nociones –libre competencia y competencia desleal– se hallan en un proceso dinámico de retroalimentación, puesto que sus diferencias conceptuales tienden a evanescerse, dando lugar a legislaciones unificadas. Así, la Unión Europea eliminó las legislaciones sobre prácticas desleales para los países miembros al
65 WITKER, Jorge, “Prácticas desleales y prácticas restrictivas”, p. 140, en Estudios en torno a la Ley Federal de Competencia Económica, Universidad Nacional Autónoma de México, 1994.
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homologarlas con una legislación común en materia de libre competencia. En la misma línea, el Tratado de Libre Comercio entre Canadá y Estados Unidos de América suscrito en 1989, da cuenta en su cap. 19 del compromiso de sustituir la legislación sobre dumping y subvenciones, por una legislación sobre libre competencia. En una dirección opuesta a la antes descrita pareciera evolucionar el orden jurídico chileno, según ha quedado de manifiesto en el “Proyecto de Ley para regular la competencia desleal” (Boletín Nº 3356-03), presentado el 10 de septiembre de 2003 a tramitación y que busca crear una legislación diversa al Decreto Ley 211 con el objeto de tratar en forma separada y autónoma, bajo el conocimiento de los tribunales civiles, las denominadas prácticas desleales. El texto de dicho proyecto es todavía muy precario, puesto que si bien busca deslindar las prácticas antimonopólicas de las desleales fracasa en el intento al entregar una definición de competencia desleal excesivamente vaga y al señalar como ejemplos de estas últimas los actos consistentes en poner barreras a la entrada de un mercado. No obstante lo anterior, la nueva formulación de ejemplos de hechos, actos o convenciones que vulneran la libre competencia custodiada por el tipo universal antimonopólico, que fueron introducidos en el Decreto Ley 211 por la Ley 19.911, contiene una redacción interesante a este punto. Se trata del art. 3º, letra c), de dicho cuerpo normativo, que prohíbe: “Las prácticas predatorias, o de competencia desleal, realizadas con el objeto de alcanzar, mantener o incrementar una posición dominante”.66 Se ha debatido si la disposición transcrita ha producido el efecto de subsumir toda práctica desleal caracterizada por la búsqueda, preservación o incremento de una posición dominante en el tipo universal del injusto de monopolio de que da cuenta el artículo tercero del Decreto Ley 211. La respuesta, en nuestra opinión, es afirmativa. Sin embargo, subsiste aún la duda de si toda práctica de competencia desleal ha de exhibir tal finalidad o, por el contrario, es posible hallar formas de competencia desleal que escapen a aquélla. Incluso, si hubiere prácticas desleales ajenas a la finalidad descrita, quedaría todavía la duda de si éstas quedan capturadas por el tipo universal antimonopólico, que es evidentemente más amplio que los ejemplos brindados por el legislador, entre los cuales se cuenta la mencionada letra c).
66 Las sentencias Nº 10/2004 y Nº 8/2004 del Tribunal de Defensa de la Libre Competencia han dado aplicación a la mencionada letra c) del artículo tercero del Decreto Ley 211 al ocuparse de la competencia desleal.
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Entre las muchas restricciones susceptibles de pactarse entre competidores hay una que dice relación con ciertas restricciones contractuales que impiden competir durante un cierto tiempo, v. gr., el vendedor se obliga a abandonar un determinado rubro por un determinado lapso de tiempo a fin de no privar de la clientela existente al tiempo de la venta al comprador de un establecimiento comercial. Restricciones de esta naturaleza existen muchas y algunas de ellas, como la del ejemplo, no constituyen, en realidad, ofensas contra la libre competencia, sino más bien limitaciones convencionales destinadas a asegurar la calidad de lo vendido (empresa en marcha con su clientela). El fundamento de esta clase de cláusulas podría hallarse en la necesidad de un tráfico leal y fluido. 3.2.2. DIVERSAS CONCEPTUALIZACIONES DEL BIEN JURÍDICO PROTEGIDO LIBRE COMPETENCIA
3.2.2.1. Preámbulo Libre comercio fue la denominación que universalmente recibió la competencia mercantil hasta el siglo XVIII, época en la cual este último término se difunde y comienza a utilizarse indistintamente con el de libre comercio.67 Posteriormente, adquiere prevalencia la expresión “competencia mercantil” para dar cuenta de dicho fenómeno al interior de una economía nacional y se reserva la denominación de “libre comercio” para denotar la competencia en una dimensión internacional. Entre los primeros en emplear la voz concurrencia –como sinónimo de libre competencia– se halla Luis de Molina, uno de los 67
La Sherman Act de los Estados Unidos de América (1890) menciona, en sus secciones 1, 2 y 3, diversas conductas “in restraint of trade or commerce”, por oposición a los cuerpos legales más modernos que aluden a las restricciones a la libre competencia. La fórmula empleada por la Sherman Act tiene una amplia significación que comprende toda actividad mercantil desarrollada para la subsistencia o el lucro, la cual incluye la negociación, los tratos, las conmutaciones, la venta, el trueque, los cambios, etc. La jurisprudencia antimonopólica estadounidense ha conferido a la voz “commerce” una significación que excede el tráfico mercantil, aplicándose a toda conmutación o intercambio. A diferencia, dicha jurisprudencia ha restringido el vocablo “trade” a las operaciones de compra y venta y, por tanto, a compradores y vendedores. La expresión “in restraint of trade” ha resultado demasiado amplia para capturar el bien jurídico libre competencia, puesto que aquélla exhibe una significación extremadamente laxa a la luz del Common Law, que dice más bien relación con las limitaciones contractuales que una persona impone a otra para realizar un comercio específico en un determinado lugar y por cierto tiempo. Así, el dilema se suscita con aquellas restricciones contractuales que no conculcan la libre competencia.
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grandes escolásticos españoles del siglo XVI que influyeron significativamente no sólo en el ámbito filosófico y jurídico, sino que también en el económico.68 Al libre comercio, que fue el término empleado por los mercantilistas y por Adam Smith, se solía oponer el de comercio restringido, también conocido como “de privilegio y monopolio”.69 Que el comercio sea libre significa que las personas gocen de libertad en un grado tal que permita que ellas mismas cuiden de sus necesidades y perfeccionamiento espiritual y material, por la vía de celebrar los actos jurídicos y convenciones que estimen necesarios o convenientes a tal efecto, todo ello dentro de los límites propios de la autonomía privada: moral, buenas costumbres, orden público y ley en sentido lato. En efecto, la vida en sociedad no tiene por objeto el mero vivir, sino que el vivir bien, esto es, disponiéndose de lo indispensable para que la persona humana se desarrolle espiritual, intelectual y físicamente; de allí que el bien común nacional no puede ser concebido como un mero satisfacer necesidades materiales.70 Puesto en términos económicos, lo anterior significa libre iniciativa para la persona en orden a ofertar y demandar los bienes que requiere hasta alcanzar un punto en el cual ya no puede mejorar su situación vía transacciones lícitas, considerando los precios y términos contractuales existentes, por una parte, y su capacidad productiva, por otra. Si los contratos y convenciones celebrados se perfeccionan en precios y términos competitivos, la satisfacción de necesidades, por regla general, es superior a si aquéllos se efectúan en condiciones no competitivas. De lo expuesto se sigue que una alteración del libre comercio es la restricción que éste sufre como consecuencia del privilegio y del monopolio; por tanto, una cabal comprensión del comercio permite entender sus principales modalidades: libre comercio y comercio restringido o, en una formulación moderna y jurídica, libre competencia y monopolio. Destinaremos un capítulo de este trabajo a desarrollar la noción de monopolio en su acepción de injusto o delito, opuesto a la libre competencia.
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MOLINA, Luis de, De justitia et jure, Tract. 2 (De contractibus) disp. 348, Nº 4 y disp. 364., Nº 13. En lengua española puede consultarse una traducción parcial de la obra mencionada bajo el título Teoría del justo precio, Editora Nacional, Madrid, 1981. 69 Expresión recogida en el Mensaje del Ejecutivo al Código de Comercio de la República de Chile (1865), p. 12, duodécima edición. 70 AQUINO, Santo Tomás de, Comentario de la Ética a Nicómaco, Libro I, Lección I, 4, p. 4, Ediciones CIAFIC, Buenos Aires, 1983. Confrontar con artículo primero, inciso cuarto, de la Constitución Política de la República.
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Asentado en el siglo XIX el término “libre competencia”, comienzan a surgir las diversas interpretaciones y alcances que se confieren al mismo. Tales controversias hallan eco en las doctrinas antimonopólicas y, posteriormente, tal como ha acontecido en Chile, en el propio debate parlamentario acerca de la reforma del Decreto Ley 211, de 1973, que culminó con la promulgación de la Ley 19.911, que fue publicada el 14 de noviembre de 2003. 3.2.2.2. El debate legislativo en torno al Decreto Ley 211 El Proyecto de Ley, modificatorio del Decreto Ley 211, enviado con fecha 17 de mayo de 2002 y con el carácter de “suma urgencia” por el Presidente de la República al Presidente del H. Senado, declaró que uno de los objetivos de dicho proyecto era la clarificación del bien jurídico protegido: “En la misma línea, se ha estimado pertinente modificar los primeros artículos de la ley vigente, otorgando mayor claridad al bien jurídico protegido, de modo que el Tribunal [de Defensa de la Libre Competencia] disponga de una guía más precisa para sus pronunciamientos, con lo cual se logra mayor predictibilidad del accionar. En concreto, se define el objetivo de la ley y se modifican los ejemplos de conductas contrarias a la competencia”.71 Con tal objeto, el mencionado proyecto propuso la siguiente nueva redacción del artículo primero del Decreto Ley 211: “La presente ley tiene por objeto defender la libre competencia en los mercados, como medio para desarrollar y preservar el derecho a participar en las actividades económicas, promover la eficiencia y, por esta vía, el bienestar de los consumidores”. En nuestra opinión, este nuevo artículo primero contenido en la primera versión del Proyecto de Ley destinado a modificar el Decreto Ley 211, si bien tuvo el indiscutible mérito de poner de relieve una controversia profunda y nada de fácil, como es la del alcance del término libre competencia, presentó una estructura equívoca, que deja traslucir una confusión en cuanto a la definición del bien jurídico protegido. En efecto, lo buscado era precisar el bien jurídico tutelado por la legislación antimonopólica –según lo manifiesta el propio Mensaje del Presidente de la República–, lo cual exhibe una enorme trascendencia para la cabal comprensión de la finalidad buscada por el Decreto Ley 211. Lamentablemente, dicho precepto en lugar de contribuir a la clarificación del mencionado bien jurídico protegido, pro-
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Mensaje Nº 132-346, II.5, p. 5 (mayo 17 de 2002).
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cedió a distinguir tres niveles de bienes supuestamente concatenados en una relación de medio a fin: i) la libre competencia, bien jurídico tutelado u objeto de la legislación antimonopólica; ii) el desarrollo y preservación del derecho a participar en las actividades económicas y la promoción de la eficiencia, que serían objetivos a ser alcanzados mediante la libre competencia, y iii) el bienestar de los consumidores, que sería realizado por la vía de alcanzar los objetivos mencionados en el numeral ii) precedente. De esta forma, el artículo en cuestión planteó una suerte de “torre de Babel” de bienes jurídicos, en una supuesta jerarquización que asciende desde una libre competencia no definida (que éste al parecer fue el objetivo del precepto en comento) hasta el bienestar de los consumidores. En virtud de esta jerarquización los bienes “libre competencia”, “derecho a participar en las actividades económicas” y “promoción de la eficiencia” serían medios para la realización de un supra bien jurídico, que sería “el bienestar de los consumidores”. Estimamos que la definición de un bien jurídico por otros bienes jurídicos no sólo resulta inadecuada como técnica jurídica, sino que puede generar importantes extravíos en la interpretación y aplicación de aquél, máxime cuando estos otros bienes jurídicos se presentan equívocos, según explicaremos, y bajo determinadas hipótesis exhiben una relación de conflicto entre sí, según la cual se hace necesario sacrificar uno en desmedro de otro. Si, por añadidura, estos bienes potencialmente conflictivos se postulan como medios para otro fin, que sería el bienestar de los consumidores –lo que también consideramos errático, según demostraremos–, se ha generado una estructura de bienes jurídicos eventualmente contradictoria, inoperante e inductiva a toda suerte de arbitrariedades en la aplicación de la legislación tutelar de la libre competencia. De lo anterior no sólo se sigue una potencial arbitrariedad del Tribunal de Defensa de la Libre Competencia, sino que además una grave incertidumbre acerca de qué es lo proscrito por el Decreto Ley 211 y cómo dar cumplimiento a una normativa que carece de previsibilidad. A mayor abundamiento, semejante indeterminación podría facilitar el desarrollo de un peligroso tráfico de influencias y hasta eventualmente la captura de algún miembro del Tribunal de Defensa de la Libre Competencia en cuanto juzgador, absolvedor de consultas, emisor de informes o de reglamentos antimonopólicos o requirente de la dictación, modificación o derogación de normas legales o reglamentarias. Incluso, este “supra bien” –el bienestar de los consumidores– está mal formulado. El objetivo final de todo bien jurídico tutelado es que integre parte del bien común de una sociedad civil o nación y un bien es parte del bien común de la sociedad civil en tanto y en cuanto di93
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cho bien sea humano y tenga que ver con la vida en sociedad. Si además de las condiciones anteriores, tal bien está caracterizado por la alteridad y atañe a lo propio de cada cual, será de interés de la justicia. Esto último ciertamente ocurre con la libre competencia, que da cuenta de uno de los bienes fundamentales que ha de respetarse en el desarrollo de las actividades económicas, que son parte fundamental del entramado de relaciones que tienen lugar entre los miembros de una sociedad civil. Luego, la libre competencia no puede estar ordenada al bienestar de los consumidores, sino que ha de estarlo al bienestar de todos los miembros de la nación que desarrollan actividades económicas. Resulta a este punto discutible si los consumidores son sólo los consumidores finales o bien cualquiera que demanda un bien, aunque sea para emplearlo como un insumo en la producción de otros bienes. Si se adoptara esta última posición, aun se estaría excluyendo el segmento de los competidores oferentes, cuya libertad de emprendimiento debe ser salvaguardada, según lo manifiesta el bien jurídico intermedio ya mencionado consistente en el desarrollo de actividades económicas. Por lo anterior, la referencia al bienestar de los consumidores es insuficiente, puesto que se ha omitido el bienestar de los oferentes de bienes y servicios que gracias a la libre competencia ven preservada y salvaguardada su libertad de emprendimiento. En efecto, el bien que se deriva de la libre competencia trasciende a los consumidores, puesto que se ordena al bien común de la nación; de allí que los beneficiados son todos los integrantes de la sociedad civil y, particularmente, todos los oferentes y demandantes, cualquiera que sea la fase productiva en la cual intervengan, y sin distinción de si se trata de productores, comerciantes, distribuidores o consumidores. Así, todas las personas que pueden ejercitar su libertad económica en el ámbito de la competencia mercantil sin injustas interferencias se ven beneficiadas por la tutela de la libre competencia, sean consumidores o no. De lo expuesto se sigue que se ha confundido, en el proyecto de ley enviado al H. Senado, la esencia de un bien jurídico protegido –valioso per se, según demostraremos– con las funciones que éste generalmente desempeña en la vida social, las que han sido elevadas a la categoría de bienes jurídicos tutelados sin percibirse su no realización plena o su contradictoriedad en determinados escenarios. Estas funciones serán tratadas en un capítulo destinado a exponer nuestra visión del bien jurídico tutelado libre competencia. Por otra parte, el citado artículo primero del proyecto de ley originario dio lugar a un debate acerca de en qué sentido la libre competencia ostenta el carácter de medio. Ciertamente que la libre competencia no sólo es un bien jurídico en sí mismo, sino que tal ca94
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lidad no se opone a que sea medio para la consecución del bien común civil. Así, cabe señalar que la libertad es un bien y no destruye tal cualidad el hecho de que la libertad sea un medio para el perfeccionamiento espiritual o intelectual de una persona. Algo análogo acontece con la libre competencia, que es un bien en sí y por ello lo tutela el Decreto Ley 211; si no fuera un bien en sí, lo lógico sería que nuestro Derecho antimonopólico tutelase aquello para lo cual sirve la libre competencia y que constituye un bien en sí y no la libre competencia misma. Por lo anterior, la libre competencia es digna de tutela por sí misma; de allí que recibe el preciso calificativo de bien jurídico tutelado y, adicionalmente, es medio para la consecución del bien común de la nación. En lo anterior reside la importancia de una recta interpretación de qué es la libre competencia, que es precisamente el objeto de la presente sección de esta obra. Dicho texto –el contemplado en la versión originaria del proyecto de reforma del Decreto Ley 211– no tuvo buena acogida, puesto que se estimó que la libre competencia aparecía como un medio para alcanzar multiplicidad de bienes jurídicos, los cuales no necesariamente coincidían en cuanto a su logro. De esa forma, podía ocurrir que una determinada conducta apareciera justificada ante el Decreto Ley 211 por corresponder a uno de los bienes jurídicos mencionados y, sin embargo, fuese contraria a otro de los formulados como finalidades de la libre competencia. Así se concluyó que una situación como la descrita sería fuente de una jurisprudencia incoherente y, por tanto, frustraría la predictibilidad de las conductas a reprochar, buscada por el mencionado proyecto de ley. En efecto, bajo tal contradictoriedad de bienes jurídicos, no puede haber razonabilidad en el cumplimiento del Decreto Ley 211 por los competidores y en su aplicación por el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia. Atendido lo expuesto fue que, con fecha 11 de julio de 2002, la Comisión de Economía del Senado, luego de haber concedido diversas audiencias en las que fueron expuestas observaciones a la problemática del bien jurídico protegido, resolvió por unanimidad que el proyecto en comento había fallado en definir el bien jurídico protegido y que, en consecuencia, en tanto no se subsanara tal falencia, no era posible tipificar las conductas vulneratorias de la libre competencia. Finalmente, luego de múltiples debates y controversias que tuvieron lugar en el Senado y la Cámara de Diputados, en septiembre de 2003 se aprobó por el Congreso la reforma al Decreto Ley 211, que fue publicada en el Diario Oficial con fecha 14 de noviembre de 2003 y bajo la forma de la Ley 19.911. Dicha ley contempló un nuevo artículo primero, según el cual se optó por no intentar explicar qué es la libre competencia, sino más bien por meramente enunciar este bien 95
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jurídico protegido. Dicha disposición prescribe a la letra: “La presente ley tiene por objeto promover y defender la libre competencia en los mercados. Los atentados contra la libre competencia en las actividades económicas serán corregidos, prohibidos o reprimidos en la forma y con las sanciones previstas en esta ley”. Así, luego de una larga discusión, se retornó –en nuestra opinión, con gran acierto– a la fórmula originaria, según la cual la libre competencia aparece expresada como bien jurídico tutelado, pero no es definida por el legislador. En efecto, estimamos que la noción de libre competencia se halla razonablemente asentada en nuestra jurisprudencia antimonopólica –con ciertas excepciones de sentencias erráticas– y que, por tanto, resultaba inconveniente intentar una definición legal de la misma por medio de otros bienes jurídicos carentes de precisión conceptual, lo que quedará de manifiesto en la revisión de las diversas teorías acerca de qué es la libre competencia. Sobre el particular, cabe traer a la memoria que nuestro derecho de la libre competencia, al igual que acontece en el Derecho comparado, confiere un significativo rol a la jurisprudencia judicial y administrativa y por ello el proceso de formulación de sus contenidos en rangos legales ha avanzado con gran lentitud, descansando todavía, y a nuestro parecer más de lo debido, en la creación jurisprudencial educida de los principios generales de la Justicia y de la Economía. Tenemos la satisfacción de haber logrado la preservación del adjetivo “libre” en todas las referencias que, a lo largo del proyecto de reforma del Decreto Ley 211, se hacía al bien jurídico tutelado. En efecto, en las primeras versiones prevaleció la idea, y así fue plasmada en los primeros textos de la reforma, de que el bien jurídico protegido no era otro que la “competencia”, resultando totalmente superfluo el calificativo de “libre”. El riesgo que se corría era que el Decreto Ley 211 deviniese en una norma tutelar no sólo de la libre competencia propiamente tal, sino que además de la competencia simulada. Esto ya se había prestado a un gravísimo error legislativo, reflejado en una disposición todavía vigente.72 Afortunadamente, hemos obtenido que tal peligro fuera alejado y el Decreto Ley 211, después de la reforma de la Ley 19.911, continúa tutelando la libre competencia.
72 Art. 70 de la Ley de Servicios Sanitarios, contenida en el DFL Nº 382, que prescribe: “La coordinación de las empresas prestadoras, sus administradores, directores o empleados, así como cualquier otro acto o convención tendiente a distorsionar o encubrir la información de costos de prestación del servicio con el fin de influir en la obtención de tarifas más altas en el proceso de fijación tarifaria, será considerado contrario a la libre competencia”. Dicha disposición fue introducida en la Ley de Servicios Sanitarios por el art. 1º de la Ley 19.549.
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Es preciso advertir que hoy nadie discute la necesidad de que exista una legislación tutelar de la libre competencia. Desde que la libre competencia es considerada un bien jurídico, integrante del bien común de la sociedad civil, existe consenso en que ha de asegurarse un funcionamiento fluido y carente de distorsiones de aquélla. Al efecto, lamentablemente no basta descansar en la ética personal ni en los usos y costumbres, ni en el sentido del honor –otrora muy importante en los comercios localistas o mercados pequeños–, sino que se hace fundamental contar con una normativa jurídica moderna que refrene los abusos y prevenga los mismos no sólo por parte de las autoridades públicas dotadas de potestades normativas para intervenir en los mercados y de las empresas estatales que compiten en los mercados, sino que también de los particulares dotados de poder de mercado. El bien jurídico protegido por la legislación antimonopólica es uno solo y no una pluralidad de bienes jurídicos, lo cual es un notorio e indispensable avance conceptual. Sin embargo, es preciso observar que la noción de libre competencia es todavía un concepto objeto de complejas controversias. Tales controversias versan sobre si este bien jurídico protegido único obedece a formulaciones económicas o no, puesto que en el primer caso, los objetivos han de ser meramente económicos y ajenos a toda otra disciplina;73 si tales bienes jurídicos son definibles o nos encontramos frente a nociones carentes de contenido al modo de las “voces de viento” (flatus voci) de los medievales;74 y, finalmente, acerca de qué ha querido decir el Decreto Ley 211, de 1973, al emplear expresamente el término libre competencia. Con el objeto de proponer aquel contenido que nos parece razonable para el bien jurídico tutelado y sobre esa base establecer el contenido del monopolio en su acepción de ilícito o injusto, conviene pasar revista a las principales teorías que se han elaborado en torno a la significación de la fórmula libre competencia. Dichas teorías postulan que el contenido de la libre competencia es: i) la autonomía privada; ii) derecho a desarrollar cualquier actividad económica; iii) la justicia distributiva y la igualdad de oportunidades; iv) la protección de ciertas categorías de competidores; v) la protección de los consumidores; vi) la eficiencia económica, y vii) formación de los precios
73 BORK, Robert H., The antitrust paradox, p. 58, The Free Press, New York, 1993. Señala este autor: “The polar models of the Clayton Act and its various amendments, therefore, are ‘competition’ and ‘monopoly’. Since these are models derived from economics rather than sociology or political science, this usage would seem to rule out all but economic goals”. 74 DEWEY, Donald, “The economic theory of antitrust: Science or religion?”, 50 Va. L. Rev., 413-434, 1964.
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mediante el libre juego de la oferta y la demanda. Por último, concluimos con un acápite crítico en el cual desarrollamos nuestra propia visión del alcance de la noción libre competencia, según sea empleada como bien jurídico tutelado. 3.2.2.3. Diversas visiones acerca del bien jurídico tutelado Se han elaborado muchas y muy dispares visiones acerca de qué ha de entenderse por libre competencia y, en tal contexto, hemos resuelto agruparlas de la siguiente forma: en primer lugar, nos ocuparemos de las conceptualizaciones procedentes del ámbito iusfilosófico y jurídico (A, B, C, D y E); en segundo lugar, desarrollaremos las visiones forjadas bajo el influjo de la Economía (F y G) y, en tercer y último lugar, expondremos nuestra personal visión de la libre competencia (H). A. LA AUTONOMÍA PRIVADA A.1. Libre albedrío y autonomía privada Es importante no identificar la autonomía privada con las libertades innatas del hombre (libertad trascendental del entendimiento, libertad trascendental de la voluntad y libertad de albedrío), que si bien son nociones relacionadas, exhiben importantes diferencias de ámbito y contenido. La libertad de albedrío es un atributo de la naturaleza racional que caracteriza a todo ser humano y que consiste en la capacidad que la voluntad humana tiene de autodeterminarse.75 Dicha libertad de albedrío es fundamento de la autonomía privada, pero aquélla trasciende a esta última en cuanto comprende toda actividad propiamente humana, se haya exteriorizado o no, a diferencia de la autonomía privada que, según explicaremos, sólo opera en relación con cierta actividad humana de relevancia jurídica, que necesariamente requiere exteriorización. En otras palabras, mientras la autonomía privada es una noción desarrollada por la ciencia jurídica –es una forma de libertad adquirida de naturaleza política o civil (lato sensu)– para describir la noción de una potencia que permite generar normas jurídicas y que por tanto se agota en los límites del Derecho, la libertad de albedrío es una noción filosófica que trasciende la anterior en cuanto resulta indispensable para comprender a cabalidad el ser humano y su actividad deliberada, sea ésta jurídica o extra-jurídica. Ciertamente
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MILLÁN PUELLES, Antonio, Léxico filosófico, p. 403, Ediciones Rialp S. A., Madrid,
1984.
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que sin libertad de albedrío no puede existir autonomía privada, en cuanto que esta última presupone a aquélla. En síntesis, la autonomía privada no puede ser identificada con el libre albedrío, aunque si se elimina este último desaparece la autonomía privada. Por otra parte, existen formas de libertad humana especificadas por los objetos de las respectivas actividades exteriores y que se hallan jurídicamente tuteladas, v. gr., libertad ambulatoria, libertad de expresión, etc., las cuales no entrañan necesariamente actualizaciones de autonomía privada, esto es, emisiones de normas destinadas a regular la propia conducta. De allí que ciertas libertades tuteladas jurídicamente y la autonomía privada no son sino manifestaciones concretas, en el plano jurídico, de la libertad de albedrío. En consecuencia, cabe señalar que mientras las otras libertades jurídicamente tuteladas son libertades para desarrollar una actividad diferente de la de autonormarse, la autonomía privada es una singular libertad para escoger si normar jurídicamente o no la propia conducta y, en caso de que un sujeto resuelva normarse, elegir el contenido de tales normas vinculantes y la identidad de los destinatarios o contrapartes de esas normas. Así como la libertad de albedrío se ejercita no sólo actuando sino que también omitiendo y la libertad jurídica de expresión no sólo es actualizada expresando opiniones, sino que también callando pareceres cuando así se desea, la autonomía privada descansa en una potencia para decidir cuándo autonormarse jurídicamente y cuándo no hacerlo. Esta consideración exhibe enorme importancia para el derecho de la libre competencia, puesto que conductas como la negativa de venta, sean explícitas o consistentes en un mero silencio, serían por regla general el resultado del ejercicio de autonomía privada, debiendo estudiarse en cada caso particular si tal ejercicio contraviene el Derecho o no. Puesto de otra manera, la autonomía privada no sólo se ejercita emitiendo normas jurídicas para gobernar la propia conducta, sino también resolviendo no emitirlas. A.2. Heteronomía y autonomía La creación de normas jurídicas puede emanar de las autoridades, sean públicas o privadas, o bien de los particulares. Las normas emanadas de las autoridades han sido denominadas normas jurídicas heterónomas, en tanto que las segundas han recibido el calificativo de autónomas. Las personas privadas, en este ámbito autonómico, no sólo tienen la posibilidad de elegir entre colocarse o no en el supuesto de hecho previsto por una norma emanada de autoridad, sino que adicionalmente, pueden ejercitar una potencia jurídica consistente en crear normas 99
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jurídicas que las vinculen y obliguen con otros sujetos. Paradójicamente, el ámbito de la autonomía privada viene no sólo regulado y limitado, sino que además garantizado por normas heterónomas. Así, la autonomía privada es más que una libertad jurídicamente reconocida al individuo; se trata de un poder de normar y ordenar sus propias relaciones jurídicas, hasta el punto de obligarse voluntariamente y dotar de contenidos a tales obligaciones para con terceros con la plenitud de efectos jurídicos que se siguen del pacta sunt servanda. A.3. Noción de autonomía privada La voz autonomía, conformada por los vocablos autos (mismo) y nomos (ley) indica una realidad que se halla regida por una ley propia, diversa de otras leyes, pero no necesariamente incompatible con ellas. La autonomía privada es una noción jurídica que ha sido magistralmente definida por Luigi Ferri como “el poder de disposición no vinculado al deber jurídico de perseguir una finalidad determinada por otro”. La expresión “poder” en la definición antes citada da cuenta de una potencia o facultad sobreañadida a la del libre albedrío –por eso aquélla encuentra su fundamento en éste– antes que de un derecho subjetivo propiamente tal, lo cual ciertamente no impide concluir que esa potencia se halla tutelada en el orden jurídico por un plexo de instituciones. Es importante destacar que este poder no corresponde a una función o a un officium, atendido que éstas son características privativas de las autoridades públicas (regidas por el Derecho público), así como de ciertas autoridades privadas (regidas por el Derecho privado, pero a las cuales se les reconocen potestades). Se ha debatido el criterio diferenciador de los poderes-funciones versus los poderes no funciones. Al respecto, Santi Romano ha sostenido que tal criterio diferenciador ha de radicar en que en el caso de los poderesfunción u officia, el titular del interés es diverso del titular del poder. Critica Luigi Ferri la elección de tal criterio, arguyendo que en el caso del Estado y sus organismos éstos son titulares del poder y también de los intereses “que son propios del mismo Estado, intereses que se identifican con sus fines institucionales”.76 En nuestro concepto, el argumento de Ferri falla porque el Estado y sus organismos no dirigen su actuar a fines que se agoten en ellos mismos, sino que a fines que son los propios de la sociedad política, esto es, el bien común políti-
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F ERRI, Luigi, La autonomía privada, p. 58, Editorial Revista de Derecho Privado, Madrid, 1969.
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co y que constituyen la causa final de la existencia y del actuar del Estado y sus organismos. En otras palabras, los fines del Estado y sus organismos trascienden a éstos y se radican en la obtención del bien de todos y cada uno de los miembros de la sociedad civil, lo cual ha de lograrse con el pleno respeto a los principios y garantías formuladas en la Constitución Política de la República. En opinión de Ferri, el verdadero criterio diferenciador entre poder-función y poder no función ha de hallarse en que el primero es caracterizado por la prosecución de fines o intereses a tutelar de carácter superior, esto es, que se imponen a los órganos públicos o a los individuos como intereses o fines necesarios. La voz “disposición” alude a determinar o regular una conducta, que en este ámbito será siempre la propia del emisor de las normas, con miras a un determinado fin. De allí que los actos jurídicos unilaterales como las convenciones exhiban un objeto determinado. En cuanto al elemento negativo de esta definición consistente en que tal poder de disposición no se halle vinculado o sujeto al deber jurídico de perseguir una finalidad determinada por otro, conviene realizar algunos comentarios. No ha de mediar un deber jurídico que aherroje esa potencia a una finalidad determinada por otro, pudiendo sí existir otra suerte de deberes, v. gr., morales, que sí introduzcan restricciones a la actividad de esa potencia. Para efectos de establecer si existe ese deber jurídico de sujeción a una finalidad determinada por otro, es fundamental considerar que se trata de una finalidad y no de simples medios. La importancia de lo anterior radica en que la elección de medios existe no sólo en el ámbito privado sino que también en el ámbito público a través de la denominada discrecionalidad administrativa y, por tanto, no resulta ser un buen criterio para discernir cuándo hay autonomía privada y cuándo no. Por contraste, la finalidad es un criterio decisivo para establecer cuándo se está en el ámbito de lo privado y cuándo se está en el ámbito de lo público, puesto que toda persona regida por el Derecho público tiene una finalidad determinada por la Constitución o las leyes. Si bien podría parecer que en el Derecho privado acontece lo mismo puesto que las personas jurídicas privadas exhiben una finalidad determinada por sus estatutos, no debe olvidarse que tales estatutos son el resultado de la decisión adoptada por los socios, accionistas o fundadores sin hacerse eco de deber jurídico alguno, salvo obviamente respetar los límites de la autonomía privada. Así, en el Derecho privado no hay deber jurídico de seguir la finalidad impuesta por otro, sea que ésta emane del Estado y sus organismos como que emane de otro particular. Debe rechazarse el término “autonomía de la voluntad” como sinónimo de autonomía privada y ello por, a lo menos, dos razones: i) las 101
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normas son captadas y formuladas por el intelecto que percibe los fines, correspondiendo a la voluntad resolver su ejecución y puesta en práctica; de allí que es falso que los actos jurídicos sólo tengan por causa inmediata la voluntad de la parte o de las partes intervinientes en los mismos, y ii) por lo anterior, la autonomía no es un atributo predicable de la voluntad del sujeto, sino que es predicable del sujeto mismo; en otras palabras, esta esfera de autogobierno pertenece a la persona y no a su voluntad: no debe olvidarse el principio según el cual los actos son de las personas y no de sus facultades. En efecto, la voluntad interviene en la puesta en ejercicio de este poder normativo, pero ante todo interviene el intelecto que capta los fines que se presentan como bienes o realidades convenientes al sujeto, a objeto de que éste delibere sobre los mismos y con su voluntad resuelva cuál de ellos ha de procurarse. Por lo expuesto, todo acto o actualización de la autonomía privada exige la concurrencia de las facultades superiores del hombre: intelecto y voluntad en la prosecución de un bien jurídico que ha de alcanzar mediante la emisión de normas jurídicas autónomas. Estas normas jurídicas autónomas pueden tener por objeto la constitución, modificación o extinción de relaciones jurídicas, que no son sino normas jurídicas. Asimismo, es importante advertir que la noción de autonomía privada que se analiza en este estudio es un concepto jurídico que da cuenta de la actividad normativa de los privados, cuya defensa no importa en forma alguna adhesión a la idea kantiana de una “autonomía de la voluntad” como principio supremo de la moralidad. Así como la realidad jurídica descrita bajo los vocablos “autonomía privada” no es creación del kantismo, tampoco aquélla es creación del liberalismo.77 En efecto, el liberalismo acogió este fundamental principio jurídico y lo hizo suyo, lo cual en forma alguna significa que no fuese un principio pre-existente en el Derecho y perfectamente dotado de contenido y valor. Sólo los sistemas totalitarios han negado, ora explícita ora implícitamente, el principio de la autonomía privada, porque
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GORDLEY, James, The philosophical origins of modern contract doctrine, Chapter 8, pp. 215-216 y 224, Clarendon Press, Oxford University Press, 1992. Afirma este notable autor: “In the writings of the nineteenth-century will theorists, moreover, we find little direct borrowing from philosophers, economists, or political theorists. Only rarely do we find any sign of a commitment to liberal values or freedom or individualism. We find almost the opposite: an insistence that the jurist can do his job without taking account of economics, philosophy, politics, or values such as freedom”. Luego, Gordley cita a una historiadora de la filosofía del derecho: “Although she [Ranouil] believes the jurists were inspired by the teaching of Kant, she herself notes that they did not describe the will as Kant did; indeed, they never seem to have read Kant”.
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con ello han anulado la persona humana ante la autoridad pública, desconociendo los fines trascendentes de aquélla respecto de la sociedad civil. A.4. Límites de la autonomía privada La autonomía privada tiene por límites la moral, las buenas costumbres, el orden público, la ley y la seguridad nacional. Tales límites no son extraños o ajenos a la autonomía privada, puesto que ésta al igual que la noción filosófica de libre albedrío está finalizada. Este fin no es otro que el bien del titular de la autonomía privada, fin que imprime ciertos límites a la propia autonomía privada; en efecto, la prosecución del bien individual –objetivamente entendido y no visto subjetivamente como un mero interés– no puede entrar en conflicto, desde una perspectiva ética y jurídica, con el bien común político, puesto que no cabe alcanzar un bien individual lesionando los derechos y la autonomía privada de uno o más miembros de la sociedad civil. En este sentido, el fin de la autonomía privada opera como causa –es la denominada causa final de los clásicos– en cuanto que determina los medios adecuados al mismo y, por tanto, excluye los medios injustos y lesivos del bien común político o del bien de los demás integrantes de la sociedad política en tanto que integrantes de la misma. El cómo se logra el mencionado fin de la autonomía privada es un asunto cuya determinación corresponde exclusivamente a su titular, en tanto y en cuanto ello lo realice dentro de los márgenes predeterminados por el Derecho: la moral, las buenas costumbres, el orden público, la seguridad nacional y la ley. En los fines que se proponga el sujeto dotado de autonomía privada no puede intervenir el Estado, salvo en cuanto sean vulnerados los mencionados límites, puesto que desde el momento que lo hiciera se transgredería la esencia de lo que constituye la autonomía privada. Lo anterior no debe confundirse con el legítimo derecho y deber del Estado de colocar vía legislativa límites al ejercicio de la autonomía privada, los cuales deberán estar basados en razones perfectamente justificadas de conformidad a Derecho, esto es, orden público, moral, buenas costumbres y seguridad nacional. En tal sentido, cabe afirmar que la finalidad con que se emplea la autonomía privada –supuesto que se dé cumplimiento a los límites pertinentes– es un asunto jurídicamente indeterminado, en tanto que ha de estar ética y jurídicamente orientado al bien del propio sujeto y del bien común nacional. Lo señalado respecto del fin y los límites de la autonomía privada no debe ser confundido con la polémica acerca del carácter absoluto y relativo de los derechos mismos –no ya de la autonomía privada en 103
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cuanto poder normativo– en función de si los derechos mismos tienen asignados fines consistentes en intereses privados o intereses sociales.78 Así, la autonomía privada opera dentro del ámbito de lo lícito y, por ello, se halla constituida por un poder de crear, modificar o extinguir –dentro de los límites expuestos– normas jurídicas. En consecuencia, la autonomía privada es poder, potencia o facultad y no potestad ni derecho subjetivo. Este poder se extiende tanto al ámbito de los negocios nominados o reglados como de los innominados o carentes de regulación. De allí que entre las fuentes normativas no sólo han de contemplarse las potestades del constituyente, del legislador, del administrador centralizado o autónomo, del contralor, del sentenciador y del Banco Central, sino que ha de añadirse –en inferior rango que las antes mencionadas– la autonomía privada. En síntesis, no todo derecho emana de autoridad pública, sino que también compete a los privados la emisión de normas jurídicas y, por tanto, la creación de derecho. La autonomía privada es una noción diversa de la iniciativa privada; aquélla es una noción jurídica, en tanto que la segunda es una noción político-económica. A.5. Autonomía privada, principio de subsidiariedad y garantías constitucionales Son muchos los principios constitucionales y garantías constitucionales que consagran indirectamente la autonomía privada y no sólo en el ámbito económico sino que también en otras esferas de la vida humana, como acontece en el orden familiar. Sin embargo, hemos de aludir sólo a ciertos preceptos fundamentales. a) “El Estado reconoce y ampara a los grupos intermedios a través de los cuales se organiza y estructura la sociedad y les garantiza la adecuada autonomía para cumplir sus propios fines específicos” (art. 1º, inc. 3º, Constitución). Esta disposición da recepción al fundamental principio de subsidiariedad, el cual junto al denominado principio de solidaridad buscan articular y normar las relaciones jurídicas entre la sociedad civil o política (concebida como un todo representado por el Estado) y el individuo y los cuerpos intermedios (concebidos como las partes de ese todo). Mientras el principio de solidaridad regula la conducta entre las partes del todo social, el principio de la subsidiariedad ordena las conductas entre el todo y sus partes desde el punto de vista de sus respectivas competencias. De allí que, en nuestra opinión, estos prin78
CASTRO Y BRAVO, Federico de, Temas de Derecho Civil, pp. 135 y ss., Editorial Rivadeneyra S.A., Madrid, 1976.
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cipios competenciales son formas específicas de la justicia legal y de la justicia distributiva, según corresponda, que por su trascendencia para el armónico funcionamiento de la vida en sociedad han recibido formulación positiva en nuestra Constitución Política de la República. Aquélla no es cualquier formulación constitucional, sino que tales principios han sido localizados en el cap. I de la Carta Fundamental, que se denomina Bases de la Institucionalidad, confiriéndosele así el carácter de principio constitucional al principio de subsidiariedad y, por tanto, fuente interpretativa y norma rectora de otros preceptos constitucionales e infraconstitucionales. Señala un eminente filósofo que procede distinguir tres preceptos constitutivos del principio de subsidiariedad: “1º. El individuo y la comunidad menor, como miembros del todo, tienen la ineludible obligación de hacer, por propia iniciativa, en favor del todo cuanto sus fuerzas le permitan. 2º. La sociedad no puede moralmente privar al individuo ni a las comunidades menores, incluidas en su ámbito, de las aportaciones y tareas que corresponden a su misión. Es un precepto de no injerencia del todo en el deber de las partes. Allí donde el cumplimiento de un deber se impida o se dificulte puede reclamarse como un derecho inviolable. Nadie debiera ser privado del derecho a cumplir con su deber. 3º. La sociedad está obligada a prestar ayuda tanto a los individuos como a las formas sociales menores y a los órdenes comunitarios subordinados, fomentando las condiciones para su promoción y desarrollo a fin de que puedan cumplir la función que les afecta en orden al bien común. Estamos ante el precepto de asistencia entendido como misión subsidiaria del Estado, de la cual tomó nombre el principio estructural de la sociedad que estoy analizando. El Estado está, pues, autorizado para intervenir en las esferas propias de sus miembros –formas sociales, órdenes comunitarios e individuos– sólo para prestarles ayuda en el caso de que les sea necesaria”.79 Esta triple distinción de contenidos del principio de subsidiariedad resulta de enorme trascendencia, pues permite distinguir en forma clara la función de límite del principio en comento (numeral segundo), la función de ayuda o subsidio (numeral tercero) y la función solidaria (numeral primero) que importan aportar y apoyar a la sociedad civil como una clara exigencia del bien común político. Si bien la antes mencionada distinción se realiza desde una óptica de ética
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GONZÁLEZ ÁLVAREZ, Ángel, “El principio de subsidiariedad y la naturaleza del hombre”, Revista Verbo, Serie XX, Nos 191-192, p. 37, Madrid, 1981.
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social, aquélla es perfectamente predicable desde un punto de vista jurídico. La denominación de grupos intermedios –también conocidos como “cuerpos intermedios” o “consorcios subalternos”– arranca del hecho de que tales entidades colectivas se sitúan entre la persona humana y la sociedad civil o nación, sirviendo aquéllas de cauce al ejercicio del derecho de reunión de los individuos y dando estructura y organización a la sociedad civil, que ha de ser conducida por el Estado a la prosecución del bien común político. Según quedó constancia en las actas de la Comisión de Estudio de la Nueva Constitución, bajo el término “grupos intermedios” quedó comprendida cualquier forma de agrupación de personas con fines privados, esto es, diversos de los que caracterizan al Estado y sus organismos.80 De los fines específicos que operan como causa final de los cuerpos intermedios, sean éstos naturales –como la sociedad matrimonial y familiar– o artificiales –como la empresa pluripersonal–, nace la necesidad de preservar en favor de aquéllos una autonomía. Esta autonomía ha de permanecer tutelada por las potestades públicas de las autoridades públicas; sólo así estos cuerpos intermedios podrán lograr el cumplimiento de sus fines específicos, entre los cuales ciertamente han de considerarse la realización de ciertas actividades económicas. La autonomía reconocida constitucionalmente no es cualquier autonomía, sino que aquella que revista la calidad de “adecuada”; la expresión adecuada quiere, en este contexto, significar proporcionada y la proporcionalidad ha de ser sopesada en atención a los fines buscados por el respectivo cuerpo intermedio. En otras palabras, el precepto constitucional transcrito alude a que la autonomía amparada constitucionalmente es la proporcionada o necesaria para el cumplimiento del fin característico del respectivo cuerpo intermedio, que ciertamente ha de ser lícito. Tal consideración resulta de toda prudencia, puesto que existe una amplia variedad de consorcios subalternos, sean éstos naturales o artificiales, según se ha explicado. En nuestra opinión, la autonomía que asegura la Constitución Política de la República es una autonomía que trasciende y comprende aquello que denominamos autonomía privada. En efecto, se trata de una autonomía en un sentido más amplio, que si bien es jurídica en cuanto es resultado de la justicia distributiva, no se agota en la mera emisión de normas jurídicas, sino que alcanza otros aspectos y decisiones que corresponden a los cuerpos intermedios. En este punto no debemos olvidar que esta “autonomía” es un ámbito de competencia
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Actas Comisión de Estudio de la Nueva Constitución, Sesión 388.
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característico y privativo de los cuerpos intermedios y del individuo, el cual permite a éstos la adopción de las decisiones conducentes al mejor cumplimiento de sus fines específicos. Así, puede afirmarse que la sociedad civil es un ente real de naturaleza accidental81 que se halla conformado por una pluralidad de miembros autónomos, pero ordenados a un bien que les es común a todos y a cada uno de ellos y que, por ello, se denomina bien común civil o político. Así, este bien común político es tarea de los individuos, de los grupos intermedios y de la autoridad pública (modernamente denominada Estado). En el caso de cuerpos intermedios de origen natural ocurre una situación paradójica, cual es que los fines perseguidos resultan de la naturaleza humana, v. gr., la sociedad matrimonial no admite cualquier fin y si así ocurriese ésta se desvirtuaría; así, por ejemplo, por más que a una relación homosexual se le quiera conferir el status matrimonial, ello no será más que un inaceptable remedo del matrimonio, puesto que los fines de este último son incompatibles con los términos de aquella relación. Así, del matrimonio que, en cuanto contrato, es ejercicio de autonomía privada, resulta una potestad marital y, por tanto, un derecho y una correlativa obligación de actuar bajo determinados respectos. La explicación de este singular fenómeno arranca del hecho de que si bien cada uno de estos cuerpos intermedios halla su origen en la actividad de la autonomía privada, muchos de sus efectos –particularmente el caso de los cuerpos intermedios de origen natural– quedan sustraídos del dominio de la autonomía privada. Así, quien se coloca en determinados supuestos ha de aceptar ciertas consecuencias o efectos normativos que se hallan previstos en el orden jurídico o en el orden de la naturaleza y cuyos contenidos no son modificables por la actividad de la autonomía privada; de allí que se hable de exigencias de orden público. Por otra parte, en estos consorcios subalternos es posible reconocer autoridades privadas dotadas de potestades también privadas para la consecución de sus respectivos fines u objetivos. Los fines u objetivos 81 Destacamos el carácter real de la sociedad civil y su naturaleza accidental. Jeremías Bentham negó las categorías metafísicas y con ello olvidó las realidades accidentales, llegando a afirmar que la sociedad política era un “organismo ficticio”. Jeremías Bentham, “Introducción a los principios de la Moral y la Legislación”, cap. I, Nº IV, p. 46, en Antología, Ediciones Península, Barcelona, 1991. “El interés de la comunidad es una de las expresiones más generales que se puede encontrar en la fraseología de la moral; no hay duda de que su significado se pierde a menudo. Si acaso tiene un significado es el siguiente: la comunidad es un cuerpo ficticio, compuesto por personas individuales que se considera que lo constituyen en tanto que son sus miembros. ¿Qué es entonces el interés de la comunidad? La suma de los intereses de los diversos miembros que la componen”.
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de los cuerpos intermedios se fijan de una forma genérica en atención a la tipología de aquéllos, así, v. gr., todas las sociedades mercantiles tendrán por objeto el lucro, pero la modalidad específica de actividad económica electa para alcanzar el lucro buscado será resorte de la autonomía privada de los socios o accionistas fundadores. A fin de operar más eficientemente un consorcio subalterno, se contemplará alguna forma de autoridad privada que conduzca dicha entidad con la mayor eficacia disponible hacia los fines que aquélla se ha trazado. Dicha autoridad privada se hallará dotada de potestades privadas para lograr sus objetivos y tendrá un ámbito de discrecionalidad mayor o menor, según corresponda, para el logro de los mismos. Si bien esta autoridad privada actúa como órgano y, por tanto, su actividad resulta imputable al respectivo cuerpo intermedio cuando éste goza de personalidad jurídica, no creemos que pueda afirmarse que su conducta es el resultado del ejercicio de la autonomía privada, puesto que ha de ceñirse a los objetivos específicos que le trazó el respectivo acto fundacional del cuerpo intermedio y a las directivas que le puedan imponer otros órganos del mismo cuerpo intermedio jerárquicamente superior. Sin embargo, cabe afirmar que el cuerpo intermedio mismo se halla dotado de autonomía privada, en cuanto que el Estado no puede imponerle otros fines que los que aquél se haya trazado voluntariamente, los cuales por cierto podrán implicar la activación de un determinado marco regulatorio. En caso alguno este marco regulatorio podrá implicar, en forma directa o indirecta, la destrucción o absorción del respectivo cuerpo intermedio. En este sentido, la autonomía que el Estado asegura a cada uno de los cuerpos intermedios no es sino una garantía de que los privados, en ejercicio del derecho de reunión, puedan desarrollar los fines lícitos que estimen convenientes, pudiendo al efecto adoptar las decisiones y celebrar los actos y convenciones que consideren pertinentes.82 El que se ampare una autonomía privada importa el reconocimiento y afirmación constitucional de que la mejor fórmula para alcanzar los respectivos fines específicos queda entregada a la iniciativa del respectivo cuerpo intermedio y no del Estado. Los privados que emiten normas jurídicas no lo hacen, como afirma Kelsen, en cuanto “órganos de una comunidad jurídica”, puesto que no existe ninguna evidencia de la conformación jurídica de tales órganos ni de la asignación de sus competencias o atribuciones y menos de que los individuos ha82
Para un estudio de los sujetos jurídicos colectivos, véase, MADRID RAMÍREZ, Raúl, “Derecho e interés sobre la (no) necesidad de los derechos colectivos”., en El Derecho natural en la realidad social y jurídica, S. Castaño - E. Soto Kloss Editores, Universidad Santo Tomás, Santiago de Chile, 2005.
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yan aceptado tal cometido.83 Así, existe una norma de clausura de la actividad estatal en cuanto a que ésta no puede determinar qué medios han de emplear los cuerpos intermedios en la consecución de sus propios objetivos, salvo naturalmente aquellos que excedan los límites de la autonomía privada, esto es, vulneren el orden público, la moral o la seguridad nacional. Dicha norma de clausura de la actividad estatal no sólo importa la estructuración de un ámbito de autonomía en el orden político, sino también en el económico, dando lugar a un sistema de libre economía de mercado. El vocablo “reconocer” implica que si bien la autonomía privada es función de una regulación estatal –especialmente en cuanto a sus límites–, ello no importa en forma alguna que tal autonomía sea el resultado de una concesión graciosa del Estado, sino que por Derecho natural compete a toda autoridad pública respetar tal autonomía privada, puesto que en ello está implícita la dignidad de la persona humana. Dicha dignidad se explica por la trascendencia de sus fines y la noción de bien común político o civil, que no puede articularse sin atender al bien de la persona humana. En efecto, no puede haber bien común sin bien privado y éste no puede alcanzarse razonablemente sin la directa participación del propio individuo que conoce mejor que nadie sus necesidades de orden espiritual, psicológico y económico, las que expresa en el orden jurídico principalmente a través del ejercicio de su autonomía privada. En nuestra opinión, el reconocimiento de la autonomía privada es una exigencia de la justicia distributiva que ha de otorgar un ámbito de actuación a los particulares que no sólo contemple libertades jurídicamente relevantes, sino que la posibilidad de emisión de normas jurídicas en aquel sector reservado al dinamismo particular. En tal sentido, discrepamos de Luigi Ferri, quien ha visto en tal reconocimiento un fin económico antes que un fin de justicia.84 Es relevante que se trate de un fin de justicia y no meramente económico, puesto que de no ser así, el Estado podría transgredir el principio de subsidiariedad invocando como fundamento una eficiencia económica superior a la de los cuerpos intermedios existentes en la respectiva actividad económica. Este fin de justicia está tutelado constitucionalmente y no admite excepciones basadas en la eficiencia económica. La voz “amparar” no es accidental: indica que el Estado se halla obligado por la Constitución a buscar activamente y crear las condi83
F ERRI, Luigi, La autonomía privada, p. 42, Editorial Revista de Derecho Privado, Madrid, 1969. 84 Véase, ERRÁZURIZ MACKENNA, Carlos José, Introducción Crítica a la Doctrina Jurídica de Kelsen, pp. 47-49, Editorial Jurídica de Chile, Santiago, 1987.
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ciones en virtud de las cuales los cuerpos intermedios han de desarrollarse y progresar. Se trata, así, de una obligación positiva –y como tal exigible– que recae sobre el Estado y en virtud de la cual éste debe adoptar todas las medidas que fortalezcan los cuerpos intermedios y debe abstenerse de todas las medidas que causen detrimentos innecesarios e injustificados a éstos. Cuando nos referimos al Estado como destinatario del principio de subsidiariedad damos por sobreentendido que todas y cada una de las obligaciones derivadas de ese principio recaen no sólo sobre la Administración del Estado, sino que también sobre todos y cada uno de los poderes públicos de la República. En consecuencia, el principio de subsidiariedad también alcanza al Tribunal Antimonopólico, el cual deberá cuidar que el ejercicio de todas y cada una de sus variadas potestades públicas se ordene a promover la iniciativa privada, buscando las condiciones que mejor permitan su desarrollo. El corolario del precepto constitucional en comento es el principio de subsidiariedad, según el cual el Estado y sus organismos deben crear las condiciones adecuadas para que los cuerpos intermedios logren sus fines específicos, v. gr., promover la competencia mercantil (aspecto positivo del principio de subsidiariedad). A la vez, el Estado y sus organismos no han de interferir en las actividades que pueden ser desarrolladas por los privados, de forma tal que han de abandonar la competencia en los mercados mediante empresas públicas del Estado, sociedades estatales u otra suerte de establecimientos análogos, a menos que esté fehacientemente acreditado que ningún privado tiene interés en competir, que las condiciones están dadas para competir y que efectivamente existe una demanda no abastecida en tales mercados (aspecto negativo del principio de subsidiariedad). Incluso, en estos últimos casos el Estado y sus organismos no han de perder de vista que su rol es subsidiario –es decir, de ayuda o auxilio y jamás de absorción o aniquilación– y, por tanto, las funciones que en tal carácter asuma han de ser transitorias, orientadas a crear cuanto antes las condiciones que permitan el retorno de los privados a la actividad auxiliada y, en manera alguna, el mentado principio constitucional puede servir de excusa para que el Estado, sus organismos o sus empresas, se enquisten sine die en un determinado rubro o mercado.85 De lo expuesto se sigue, con mayor fuerza, que el Estado no puede establecer monopolios de privilegio, lo cual, como se explicará en el 85 Véase Merza S.A. con Subsecretario de Pesca, Rol Nº 2.798-95, del 14 de julio de 1995, considerando 5º. Este establece que el propósito del art. 19 Nº 21 de la Constitución Política de la República es conferir a los particulares una intervención preferente en el desarrollo de las actividades económicas, reservándose, a diferencia, para el Estado sólo un rol subsidiario en ese ámbito.
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capítulo pertinente, es diverso de regular monopolios naturales. En efecto, el establecimiento de un monopolio de privilegio por parte del Estado y sus organismos constituye un empleo abusivo de sus respectivas potestades públicas, puesto que, por esta vía, se destruye la iniciativa privada en la actividad económica monopolizada y se eliminan las condiciones para que esa actividad pueda desarrollarse. En consecuencia, se trata de una violación flagrante del principio de subsidiariedad, puesto que semejante conducta no puede hallar justificación en el sentido negativo de este principio, atendido que corresponde a una inexcusable suplantación de la iniciativa privada. En síntesis, el principio de subsidiariedad cumple una fundamental función de garante de la libre competencia, tanto en su dimensión negativa o de límite al Estado y sus organismos como en su dimensión positiva al imponer a la autoridad pública y sus organismos la obligación de crear las condiciones para que se desarrolle la libre competencia entre privados. b) Constituyen formulaciones más específicas del amparo que la Constitución Política de la República brinda a la autonomía privada antes mencionada las garantías constitucionales del derecho de asociación sin permiso previo (19, Nº 15), la libertad de trabajo (19, Nº 16), el derecho de sindicación (19, Nº 19), el derecho a desarrollar cualquier actividad económica (19, Nº 21), la no discriminación arbitraria en el trato que deben dar el Estado y sus organismos en materia económica (19, Nº 22), la libertad para adquirir el dominio de toda clase de bienes (19, Nº 23), el derecho de propiedad en sus diversas especies sobre toda clase de bienes (19, Nº 24) y el derecho de autor sobre sus creaciones intelectuales y artísticas (19, Nº 25). A pesar de la fundamental importancia que nuestra Constitución confiere a la autonomía privada, ésta no aparece definida ni delimitada en cuanto a su articulación con el bien común nacional ni con las garantías antes mencionadas. Esta situación se torna más compleja si se intenta determinar las relaciones entre autonomía privada y libre competencia, particularmente por el hecho de que hay quienes han tendido a identificar este último bien jurídico tutelado con la garantía del derecho a desarrollar cualquier actividad económica previsto en el art. 19, Nº 21 de la Constitución Política de la República, según pondremos en evidencia en el capítulo siguiente. A.6. Libre competencia y autonomía privada Resultando claras las diferencias entre el libre albedrío y la autonomía privada, cumple preguntarse si la libre competencia consiste en la autonomía privada para competir. 111
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La incógnita a despejar es la de si toda competencia mercantil es ejercicio o actualización de autonomía privada; si la respuesta fuese afirmativa, todo atentado contra la competencia mercantil lesionará o amagará necesariamente la actividad emanada de la autonomía privada. Adhiere a esta posición el profesor Jorge Streeter Prieto, quien afirma: “Al poner en vigencia y hacer cumplir una ley de defensa de la competencia, cuyo bien jurídico tutelado es precisamente la autonomía privada, fundamental atributo de la personalidad, expresión jurídica de la libertad y la igualdad, el Estado está cautelando el orden público en su sentido principal: el buen arreglo de las instituciones que promueven el mejor bien de la sociedad, con pleno respeto y garantía de los derechos esenciales de los ciudadanos”.86 Es importante, a estos efectos, precisar que cuando nos referimos a lesiones o riesgos a la autonomía privada, no estamos aludiendo a ésta en cuanto atributo de la personalidad, sino que al ejercicio concreto y específico en un caso particular dado de la autonomía privada mediante la celebración de actos jurídicos o contratos. Así, por ejemplo, cuando nos enfrentamos a un ilícito monopólico consistente en la utilización de precios predatorios con un resultado de expulsión del competidor rival del mercado relevante respectivo, la autonomía privada de este último en cuanto atributo de la personalidad permanece incólume. Sin embargo, al competidor rival expulsado se le ha restringido injustificadamente la posibilidad real y concreta de celebrar contratos destinados a comercializar su producto, esto es, el ejercicio práctico de su autonomía privada por la vía de hacerle caer en insolvencia y, por tanto, ser forzado a hacer abandono del respectivo mercado relevante. Quizás, en este punto, el problema operativo que presenta la noción de autonomía privada en el ámbito de la competencia como bien jurídico tutelado es la necesidad de establecer qué ejercicios concretos de la misma han sido injustamente impedidos y cuáles resultan impedidos por motivos legítimamente competitivos. Si alguien oferta vender un producto en un precio exorbitantemente caro, no puede ejercitar su autonomía privada porque se halla fuera de mercado; esta limitación que sufre el ejercicio de la autonomía privada de ese vendedor en cuanto a la celebración de convenciones cuyo objeto sea enajenar ese producto, es el resultado de una mala decisión en la apreciación de los precios del mercado respectivo al tiempo de ofre-
86 STREETER PRIETO, Jorge, “Documento de trabajo sobre la enmienda del D.L. Nº 211 (1973)”, pp. 38 y 41, en Modificación de la ley de defensa de la competencia, PHILIPPI, YRARRÁZAVAL, Pulido & Brunner Ltda., Santiago de Chile, 2002.
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cer en venta el producto referido, pero no es el resultado de la acción injusta de un tercero. Puede ocurrir que un vendedor no venda nada, en razón de que su competidor ha cautivado la clientela con una extraordinaria calidad en sus productos; lo anterior constituye una limitación en el ejercicio de la autonomía privada para el competidor que no vende nada, pero tal limitación no es injusta, puesto que es el resultado de una sana libre competencia. Así, el ejercicio de la autonomía privada puede resultar afectado por circunstancias exógenas (la existencia de un gran competidor que cautiva la clientela) o bien por circunstancias endógenas (estimaciones erróneas de la demanda por parte del propio competidor), que nada tienen que ver con un injusto monopólico o un ilícito conculcador de la autonomía privada. Todo lo anterior conduce a la conclusión de que, para quienes sustentan esta visión del bien jurídico tutelado, las ofensas monopólicas constituirían atentados contra la autonomía privada empleada para competir en tanto la restricción impuesta a esta última provenga de un tercero que injustamente entorpece, reduce o elimina la aptitud competitiva de otro. Lo característico de este atentado es que la restricción injusta se aplica sobre la libertad para competir y la modalidad de esta injusticia parece encontrar algún antecedente remoto en el antiguo vicio del consentimiento conocido como fuerza.87 En nuestra opinión, la especificidad de esta “fuerza” perturbadora de la autonomía privada para competir arrancaría del poder de mercado de que se halla dotado otro competidor o del poder de control de precios que ejercita alguna autoridad pública que interviene en el mercado respectivo. Si bien no cabe duda de que en la generalidad de los casos de ofensas monopólicas se ve afectado el lícito ejercicio de la autonomía privada de los competidores, parecería que ello no ocurre siempre; ni respecto de ciertas modalidades de competencia ni respecto de cierta clase de competidores. Parecería que no toda la actividad consistente en competencia mercantil se lleva a cabo mediante actos jurídicos –negocios jurídicos en la doctrina italiana–, sino que también intervienen hechos jurídicos voluntarios sin intención de producir efectos jurídicos.88 Así, caben, por ejemplo, negativas de venta injustificadas: si bien la oferta de compra puede ser considerada un acto jurídico unilateral supeditado a la condición de que sea aceptada en el acto de ser conocida 87 STREETER PRIETO, Jorge, “Libre competencia y libertad de contratación”, p. 44, en El día de la competencia (de fecha 30 de octubre de 2003), Fiscalía Nacional Económica, Santiago de Chile, 2004. 88 Así lo reconoce implícitamente el art. 3º, inciso primero, del Decreto Ley 211 que consagra el tipo universal antimonopólico.
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–si la oferta es verbal– o bien dentro de las veinticuatro horas o a vuelta de correo –si la oferta es escrita–, el rechazo puede adoptar múltiples formas. Este rechazo de la oferta de compra puede producirse de manera expresa mediante una negativa o bien tácitamente, esto es, dejando transcurrir el plazo previsto para la aceptación sin mediar manifestación de voluntad. Si bien tal negativa o tal silencio no pueden ser considerados actos jurídicos, han de ser calificados como consecuencias de aquella potencia jurídica denominada autonomía privada, mediante la cual se resuelve por el sujeto destinatario de la oferta no autonormarse aceptando semejante oferta. De esta manera, hay actividad de competencia mercantil y concretamente ofensas monopólicas –la negativa de venta es el ejemplo propuesto– que no se perfeccionan mediante actos jurídicos, pero que resultan de la potencia jurídica conocida como autonomía privada. Adicionalmente, es preciso reconocer que una significativa parte de la competencia mercantil se lleva a cabo a través de convenciones, que es una de las formas más evidentes de expresión de la autonomía privada. A la luz de esta concepción, según la cual el bien jurídico tutelado libre competencia ha de ser entendido como autonomía privada, lo relevante es concluir que la competencia ha de requerir multitud de medios, algunos de los cuales coincidirán con una actividad característica de la autonomía privada y otros no, v. gr., hechos jurídicos propiamente tales. Sin embargo, lo importante para tal concepción del bien jurídico tutelado es que al coincidir éste con la autonomía privada, lo substancial es que toda vez que se perpetra una ofensa monopólica, con ello se lesiona la autonomía privada en cuanto se restringe injustificadamente esta potencia y no necesariamente la ejecutabilidad de determinadas normas jurídicas privadas ya emitidas. La autonomía privada, que económicamente se formula como libre iniciativa, es el bien jurídico tutelado y no la eficiencia, como se ha planteado por algunos. Así, cuando hay eficiencia y falta libertad, pudiendo ésta existir sin un gran costo social –un ejemplo de libertad sacrificada en aras de un gran costo social acontece en los monopolios naturales–, existe un problema monopólico que ha de ser resuelto por la vía de la restauración de la libertad. En efecto, aun cuando un monopolio adquirido en forma ilegal fuere eficiente, no por ello dejaría de ofender la autonomía privada –libertad, como señalaban los escolásticos– y, por tanto, daría lugar a un reproche antimonopólico. De esta forma, el monopolista que ha alcanzado el monopolio por vías injustas y que vende al justo precio o precio de competencia, no por ello deja de transgredir la legislación antimonopólica. En efecto, la transgresión no consiste en no abusar cobrando un precio injusto sino en alcanzar un monopolio por un medio injusto, donde la 114
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injusticia consiste en lesionar o eliminar la autonomía privada de otros. Según la forma que adopte esta lesión podrá infringir la justicia distributiva, si el autor es una autoridad pública actuando en calidad de tal o ciertas clases de monopolistas, o bien podrá infringir la justicia conmutativa si se produce una lesión en un contrato o sinalagma, o bien en una conmutación involuntaria. De allí que la eficiencia no constituye una cura de la infracción monopólica y si puede haber violación de la libre competencia acompañada de eficiencia, será porque la libre competencia no está formalmente constituida por la eficiencia, sino por la vulneración de la autonomía privada. En otras palabras, la represión del injusto monopólico deriva esencialmente del hecho de que constituye una conculcación de la autonomía privada, conculcación que, por regla general, acarrea una ineficiencia económica. Puesto en términos positivos, la libre competencia consiste en la autonomía privada competencial, la que, por regla general, acarrea una eficiencia económica. Respecto de lo expuesto podría objetarse que, en el ejemplo propuesto, la infracción monopólica descrita es sancionada no sólo por vulnerar la autonomía privada de ciertos competidores, sino por causar ineficiencias. Es probable que así sea, puesto que, por regla general, toda lesión de la autonomía privada competencial acarrea un efecto de eficiencia. Sin embargo, cuando no se produce coincidencia entre autonomía privada y eficiencia, ha de preferirse la primera, puesto que en ella consiste el bien jurídico tutelado. En otros términos, debe cuidarse de distinguir la causa de los efectos que generalmente van aparejados a aquélla: lo reprochado es la lesión de la autonomía privada competencial y los efectos de tal lesión generalmente son las ineficiencias económicas. Lo anterior no puede conducir a una inversión de los términos: donde lo reprochado sea la ineficiencia económica con independencia de si hay lesión a la autonomía privada competencial (perdonándosenos por el neologismo). Es probable que esta confusión haya resultado del hecho de que es más fácil, en ocasiones, medir la ineficiencia económica que ciertas lesiones a la autonomía privada. Esta concepción de la libre competencia no ha estado ausente en la jurisprudencia de la Comisión Resolutiva, antecesora del actual Tribunal de Defensa de la Libre Competencia. Así, dicha concepción ha sido sustentada por un antiguo Fiscal Nacional Económico al manifestar ante dicho tribunal lo siguiente: “Que tratándose de precios libres, en cualquier nivel, a nadie es lícito intervenir, ni directa ni indirectamente, en la fijación del precio en transacciones de terceros, pues dicho poder no está atribuido ni siquiera a la autoridad económica. Mal pueden, entonces, los particulares, por 115
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sí y ante sí, asumir un poder de regulación del mercado, que no les ha sido consentido y que interfiere la autonomía de la voluntad, que la ley ha querido, precisamente, que sea la rectora en las transacciones de los productos o artículos no sujetos a fijación oficial del precio”.89 A.7. El dilema de las empresas públicas del Estado Cabe recordar que el Estado puede participar en las actividades empresariales de diversas formas, según resulta de los arts. 55 y 60 Nº 9 de la Constitución Política de la República y lo confirma el art. 37, de la Ley de Sociedades Anónimas. De tales disposiciones fluye una participación del Estado en las actividades empresariales que puede ser vía: i) empresas públicas del Estado, y ii) sociedades en las cuales sea socio o accionista el Estado.90 Estas fórmulas de participación del Estado en las actividades empresariales no han quedado reducidas a una mera posibilidad, sino que han sido activamente ejercidas por aquél hasta el punto que se ha llegado a afirmar que el Estado ostenta el mayor grupo empresarial del país.91 A.7.1. Empresas públicas del Estado La primera modalidad de participación corresponde a empresas creadas por ley para la satisfacción de una necesidad pública y, por tanto, se trata de personas jurídicas de derecho público. Estas empresas sólo pueden ser creadas por ley de quórum calificado, según exige el inciso segundo del art. 19, Nº 21, y a iniciativa exclusiva del Presidente de la República, de conformidad al art. 62, inciso cuarto, numeral 2º, ambos de la Constitución Política. Adicionalmente, dicha ley debe dar cumplimiento al principio de subsidiariedad antes explicado. Atendido lo expuesto, estas empresas públicas son parte constitutiva de la Administración del Estado, según ordena la Ley 18.575, de Bases Generales de la Administración del Estado. A.7.2. Sociedades del Estado La segunda modalidad de participación del Estado en actividades empresariales corresponde a las denominadas sociedades del Estado. Es89
Resolución Nº 56, vistos 3º, párrafo 7º. En relación con esta clasificación, seguiremos el completo trabajo de A RÓSTICA MALDONADO, Iván, Derecho administrativo económico, cap. IV, Escuela de Derecho, Universidad Santo Tomás, Santiago de Chile, 2001. 91 El Mercurio de Santiago, B1, 09.02.05. Confrontar www.svs.cl., donde aparece el Estado exhibiendo cuarenta y una empresas como integrantes de su grupo empresarial. 90
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tas “sociedades del Estado” son personas jurídicas de derecho privado preexistentes o que se constituyen al momento en que el Estado decide realizar un aporte patrimonial a las mismas y adquirir la calidad de socio o accionista, según corresponda. Dicho aporte podrá ser mayoritario o minoritario, de allí que –en nuestra opinión– la denominación de “sociedades del Estado” no resulta muy afortunada, pues ello parecería indicar que el Estado es el dueño absoluto o, en su defecto, preponderante de tales sociedades. Luego, estas sociedades no son creadas por ley, no tienen por finalidad la satisfacción de una necesidad pública y, por tanto, no forman parte de la Administración del Estado. Sin embargo, el Estado en cuanto tal deberá, previo a adquirir su participación en tales sociedades privadas, contar con una ley de quórum calificado que así lo autorice en forma específica y acotada al caso particular solicitado y dicha ley deberá cumplir no sólo con el quórum que le es característico sino que también con el principio de subsidiariedad, so pena de ser declarada inconstitucional. Surge, entonces, la pregunta acerca del sentido y justificación de la participación estatal en estas sociedades privadas. Al respecto, cabe advertir que el Estado no puede transferir una función pública a una sociedad privada sin la intervención de una ley que así lo establezca, lo que en estos casos no ocurre porque la ley de quórum calificado sólo autoriza al Estado a participar en estas sociedades, mas no a convertirlas en organismos estatales. Para que esto último tuviese lugar sería necesario reconvertir una sociedad privada en una empresa pública por la vía de una ley de quórum calificado y dando, por cierto, cabal cumplimiento a las garantías constitucionales aplicables. Parecería que la única justificación de una participación estatal en estas sociedades privadas emanaría del hecho de que éstas desarrollen funciones complementarias o de apoyo a los fines propios y públicos del Estado, lo cual en nuestra opinión deberá ser tratado expresamente por la respectiva ley autorizante de quórum calificado, so pena de violar el principio de subsidiariedad. Un ejemplo de “sociedad del Estado” es la hoy desaparecida Empresa Nacional del Carbón S.A. (Enacar),92 sociedad anónima regida por la Ley 18.046, sobre Sociedades Anónimas, filial de la Corporación de Fomento de la Producción (CORFO ). A su vez, CORFO es un servicio público descentralizado de administración autónoma, con personalidad jurídica de derecho público y patrimonio propio. De allí la calidad de Enacar de “sociedad del Estado”, puesto que el Estado de
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Recuérdese la Resolución Nº 41, dictada con motivo de la investigación contra Enacar por favorecer con el transporte marítimo de toda su producción a Empremar.
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Chile, a través de CORFO , es dueño de más del noventa por ciento de la propiedad de Enacar. Sin embargo, Enacar no es una empresa pública del Estado porque no ha sido creada por una ley especial para la satisfacción de una necesidad pública.93 A continuación nos ocuparemos de la primera modalidad de participación estatal en actividades empresariales, esto es, a través de empresas públicas creadas por ley. Existe cierta clase de competidores en diversos mercados relevantes que son personas regidas por el Derecho público y que han tenido significativas actuaciones en el orden mercantil, incluso algunas de ellas llegando a veces a transgredir el derecho de la libre competencia. A modo de ejemplo de competidores que son empresas públicas creadas por ley, podemos señalar en el mercado bancario al Banco del Estado de Chile; en el mercado del servicio postal, a la Empresa de Correos de Chile; en el mercado del cobre, a la Corporación Nacional del Cobre (Codelco); en el mercado de los transportes de pasajeros y de carga, a la Empresa de los Ferrocarriles del Estado;94 en el ámbito minero, a la Empresa Nacional de Minería (Enami);95 en el ámbito petrolero, a la Empresa Nacional del Petróleo (Enap); en el ámbito televisivo, a Televisión Nacional de Chile; en el mercado aeronáutico, a la Empresa Nacional de Aeronáutica de Chile, entre otras. Estos competidores, que son empresas públicas creadas por ley, a diferencia de la generalidad de los competidores, carecen de autonomía privada, según enseña Luigi Ferri: “El campo donde actúa la autonomía privada es justamente el de los intereses privados, y los intereses privados vienen determinados por vía de exclusión: son todos aquellos intereses cuya tutela no asume por sí, ni impone a otros el Estado”.96 93 Sentencia del Tribunal Constitucional del 4 de noviembre de 1996, Rol Nº 249, considerando 3º. 94 Resolución Nº 465 de la Comisión Resolutiva, mediante la cual se acogió la denuncia de la Asociación de Empresas de Servicio Público A.G. contra Empresa de Ferrocarriles del Estado, en cuanto esta última debe abstenerse de imponer multas u otras sanciones similares –como desconexión de los tendidos por falta de pago–, ya que para tales efectos deberá recurrir a la justicia ordinaria. Se precisó por dicha resolución que el asunto denunciado era un asunto de libre competencia y que el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia –a la sazón Comisión Resolutiva– era competente para conocer de los antes indicados atentados contra ese bien jurídico tutelado. 95 Resolución Nº 144 de la Comisión Resolutiva, mediante la cual se constató la posición dominante ostentada por Enami y el abuso en que ésta incurrió al exigir que toda la producción de los mineros que habían recibido créditos y avales de Enami debía ser vendida a ésta en forma exclusiva. Esta cláusula de exclusividad subsistía incluso más allá del período en que se hubiese pagado la totalidad de la deuda contraída con Enami. 96 F ERRI, Luigi, La autonomía privada, p. 12, Editorial Revista de Derecho Privado, Madrid, 1969.
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Adicionalmente, señalábamos que el verdadero criterio diferenciador entre poder-función y poder no función ha de hallarse en que el primero es caracterizado por la prosecución de fines o intereses a tutelar de carácter superior, esto es, que se imponen a los órganos públicos o a los individuos como intereses o fines necesarios. En consecuencia, las empresas públicas del Estado, que son creadas para la satisfacción de una necesidad pública y en cumplimiento del principio de subsidiariedad, corresponden a un esquema de poder-función u officium, puesto que hallan su causa final en la tutela de intereses o fines necesarios, que no son otros que las respectivas necesidades públicas que les han dado origen. De allí que sea clara la conclusión de que estas empresas públicas del Estado carecen de autonomía privada: no se trata de un poder no función (característico de la autonomía privada) sino que de un officium y ello en razón de que sus fines vienen impuestos por el legislador con el objeto de satisfacer una necesidad pública. Las conclusiones anteriores han sido confirmadas por la propia jurisprudencia administrativa de la Contraloría General de la República de nuestro país, que ha señalado: “Cuando el legislador decide crear una empresa pública es porque estima que existe una necesidad pública comprometida y por ello, precisamente, tal clase de entidades integra la Administración del Estado, conforme lo establecido en el art. 1º de la Ley 18.575, y tal como, por lo demás, lo señalara la jurisprudencia de este organismo contralor emitida con anterioridad a la dictación de esa ley”.97 Sin embargo, es más clara todavía la Contraloría al señalar que las autoridades de Codelco se hallan “sometidas a los principios de legalidad y competencia contenidos en los arts. 6º y 7º de la Constitución, por lo que en el ámbito de sus atribuciones, Codelco no se sujeta al principio de la autonomía de la voluntad, sino a las normas de derecho público”.98 Así, en el caso de los competidores indicados, se trata de personas jurídicas creadas por ley, operando ésta como estatuto orgánico de las mismas, definiendo con toda precisión su fin u objeto, sus atribuciones, régimen de empleados y de bienes y los intereses que el Estado ha determinado perseguir mediante su creación. Así, estos competidores son personas públicas que carecen de autonomía privada en un sentido técnico y que se hallan regidos por una heteronomía emanada del legislador de quórum calificado que les ha dado
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Dictamen 20.108 (1994), Contraloría General de la República. Dictamen 9.008 (1992), Contraloría General de la República.
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origen mediante la precisa definición de los fines que deben buscar, los que se hallan generalmente señalados en su propia ley orgánica. En cuanto a los medios con que cuentan al efecto, podrán dar lugar a una suerte de discrecionalidad administrativa, generalmente sujeta a la revisión de la Contraloría General de la República. Por tanto, los competidores carentes de autonomía privada al ser víctimas de una ofensa monopólica no pueden ser dañados en aquello de que carecen sino que serán conculcados en sus resoluciones para competir libremente, esto es, para establecer cómo y en qué términos han de competir. Luego, la libre competencia no puede coincidir necesariamente con la tutela de la autonomía privada, puesto que si así fuera los competidores que son empresas públicas del Estado quedarían a merced de sus competidores, quienes podrían abusar y desarrollar prácticas anticompetitivas contra aquéllos. Adicionalmente, al carecer de autonomía privada tales competidores que revisten la calidad de empresas públicas no quedarían amparados por el derecho de la libre competencia, lo cual contravendría el mandato constitucional formulado en el inciso segundo del art. 19, Nº 21, en el sentido de que tales actividades empresariales queden sometidas a la legislación común aplicable a los particulares. A.8. Conclusión Estimamos que si una persona jurídica se halla regida por su autonomía privada o por una forma de heteronomía, ello es un asunto ajeno a la libre competencia. Esta última noción –según explicaremos en el capítulo relativo a nuestra concepción de la libre competencia– apunta a una libertad para competir por parte de los sujetos de derecho, que será independiente de si los intereses buscados son públicos o privados, heterónomos o autónomos. Así, no debe identificarse la génesis de la resolución de competir con la resolución misma de competir. La libertad a que alude el Decreto Ley 211 es una libertad para competir en los términos que cada persona ha resuelto y que esa resolución no sea perturbada por otro competidor. La génesis de lo resuelto es algo que no interesa a la libre competencia, en tanto no resulte de la imposición o abuso de otro competidor y, por tanto, esta libertad no tutela una determinada forma de génesis de las decisiones, sino que la libertad para decidir si se compite o no y adoptada que sea la decisión de competir, no será aceptable la interferencia de otros competidores o autoridades públicas en los medios y formas específicas de competir en tanto que ello no contravenga los contenidos de orden público, de la moral y de las buenas costumbres. Asunto 120
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diverso, y que otros sectores del Derecho intentarán dilucidar, es si ha mediado algún vicio, injusticia o falta de procedimiento en la formación de esa decisión de competir en una determinada forma. De lo expuesto, se sigue que la libre competencia tutelada por el Decreto Ley 211 no corresponde siempre a la autonomía privada de los competidores, puesto que no todos los competidores se hallan dotados de semejante autonomía y los que sí se hallan dotados de ésta no siempre expresan su competitividad por la vía normativa. Sin embargo, es preciso reconocer que por regla general la libre competencia es manifestación de la autonomía privada en razón de que aquélla, por aplicación del principio de subsidiariedad, deberá estar preeminentemente encomendada a privados y no a empresas públicas del Estado. Luego, ha de buscarse una noción para caracterizar el bien jurídico tutelado que se halle próxima a la autonomía privada, pero que sea diversa de esta última. B. DERECHO A DESARROLLAR CUALQUIER ACTIVIDAD ECONÓMICA La conceptualización de la libre competencia que pasamos a analizar consiste en identificar este término con la garantía constitucional contenida en el inciso primero del art. 19, Nº 21 de la Constitución Política de la República, inciso que prescribe a la letra: “La Constitución asegura a todas las personas: 21º. El derecho a desarrollar cualquier actividad económica que no sea contraria a la moral, al orden público o a la seguridad nacional, respetando las normas legales que la regulen”. Antes de verificar si existe una identidad entre la noción de libre competencia y la mencionada garantía constitucional, resulta necesario analizar el contenido y alcance de esta última. Este precepto constitucional contiene la formulación positiva de un importantísimo derecho subjetivo público emanado de la naturaleza humana y, por tanto, anterior al Estado y sus organismos. Dicha prioridad ontológica no es óbice para que este derecho pueda ser regulado e incluso limitado por las causas previstas por el propio constituyente y según los términos en que tales causas resulten especificadas legislativamente. El derecho a desarrollar cualquier actividad económica se halla reconocido por la Constitución Política de la República y asegurado a toda persona, sea natural o jurídica –con la excepción del Estado y sus organismos que, según explicaremos, se hallan afectos a un régimen especial–, no pudiendo en caso alguno ser dicho derecho afectado en su esencia ni impedido su libre ejercicio mediante la imposición de condiciones, tributos o requisitos. La importancia de este principio radica en que es una concreción del principio de subsidiariedad y de la iniciativa privada. 121
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En cuanto a los contenidos de la garantía constitucional en estudio, estimamos que ésta comprende tres modalidades de libertad económica: i) libertad de producción; ii) libertad de comercio, y iii) libertad de trabajo.99 De ello se sigue que las actividades económicas a que alude esta garantía constitucional no se agotan ni son sinónimos de las actividades empresariales, como erróneamente ha sostenido algún autor. Las actividades correspondientes a tales modalidades de ejercicio del mentado derecho a desarrollar actividades económicas son lícitas en tanto no transgredan alguno de los límites que el constituyente ha fijado genéricamente en la misma disposición antes citada y se ajusten a las normas legales que la regulen. Tales libertades económicas pueden ser ejercitadas en forma individual o mediante cualquier clase de asociación lícita. Si bien resulta evidente el nexo entre autonomía privada y la garantía antes trascrita, aquella vinculación no permite identificar la libre competencia con el derecho a desarrollar cualquier actividad económica. Para una mayor claridad expositiva, desarrollaremos los dos aspectos medulares de la vinculación entre el derecho a desarrollar cualquier actividad económica y la libre competencia: la libertad y el carácter económico de la misma. B.1. Relaciones por concepto de la libertad La garantía del inciso primero del art. 19, Nº 21 no se proyecta exclusivamente en el campo de la legislación antimonopólica, sino que rige, estructura y tutela otros importantes ámbitos del Derecho, v. gr., bancario, cambiario y societario. Luego, esta garantía trasciende el derecho de la libre competencia y por ello resulta inapropiado identificar aquella garantía constitucional con el objeto propio de esta última legislación. Así, la garantía del art. 19, Nº 21 inspira, ampara y rige no sólo la libre competencia, sino que también una gran variedad de bienes jurídicos conexos al sistema de iniciativa privada que establece nuestra Constitución Política. Si bien es cierto que esa variedad de bienes jurídicos tienen en común con la libre competencia el que todos ellos tutelan una libertad económica, dentro de ciertos límites y en ordenación al bien común económico, no resulta procedente olvidar que esos bienes jurídicos difieren en las modalidades, características y limitaciones de esa libertad. De esta forma, la libre competencia y, por ejemplo, la libertad cambiaria coinciden en ser libertades jurídicamente tuteladas y hallarse ambas referidas al ámbito económico; sin embar99
GUERRERO, Roberto, Sesión 384 de la Comisión de Estudio de la Nueva Constitución.
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go, tales libertades difieren en cuanto a los contenidos de las mismas. Esta contraposición lleva a lo que se ha dado en llamar el contraste entre la libertad de competencia y las libertades sectoriales o específicas de cada actividad; así, mientras la primera es común a cualquier mercado donde no exista un monopolio puro o un monopsonio puro o ambos, la segunda se predica de la regulación específica de una actividad industrial o comercial. La libre competencia tiene por finalidad asegurar una libre y justa disputa de la clientela por los competidores de un mercado relevante determinado y, por ello, resulta aplicada a toda actividad económica que se desarrolle por mercados, cualquiera que sea el nivel de imperfección de los mismos, alcanzando incluso ciertos aspectos de la actividad de los monopolios naturales. Por contraste, la libertad cambiaria –por citar un ejemplo– es una libertad económica cuyo objeto consiste en asegurar la prevalencia de la autonomía privada en la realización de operaciones de cambio internacional, esto es, eminentemente de compra y venta, así como de permuta de divisas. Esta libertad cambiaria se halla acotada por las limitaciones y restricciones contempladas en la Ley 18.840, cuya imposición administrativa ha sido encomendada al Banco Central de Chile. De lo expuesto, se sigue que el recurso de protección y el recurso de amparo económico, esto es, acciones constitucionales que pueden ser empleadas para invocar la aplicación de la garantía constitucional del art. 19, Nº 21 no son medios por los cuales pueda obtenerse exclusivamente la tutela de la libre competencia, sino que también sirven para proteger todas las demás libertades económicas que resulten comprendidas en la garantía del art. 19, Nº 21 de la Constitución Política. De allí que constituye un error sostener que deberían desaparecer tales acciones constitucionales para unificar la tutela de la libre competencia y radicarla exclusivamente en el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia. B.1.1. Carácter limitado de las libertades económicas La garantía constitucional contenida en el art. 19, Nº 21 no ampara ni podría amparar una libertad económica absoluta para desarrollar actividades económicas. Ello, sin perjuicio de las razones de texto que conducen a tal conclusión, es una consecuencia lógica de las limitaciones inherentes a la naturaleza humana: no puede residir en un sujeto limitado una libertad ilimitada. Toda persona humana –y por tanto toda persona jurídica, que es efecto de aquélla– es por naturaleza limitada; luego, su libertad, que es un atributo de la persona humana, ha de ser limitada, puesto que el obrar sigue al ser y el modo de obrar 123
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sigue al modo de ser. Las limitaciones emanadas de la naturaleza humana pueden ser visualizadas en dos planos: la naturaleza humana abstracta está afecta a todas las limitaciones propias de la misma: carácter de medio de la libertad para la consecución de fines, búsqueda ineludible de la felicidad, restricciones temporales, físicas y espaciales, y por otra parte, las limitaciones emanadas del carácter político de nuestra naturaleza humana, que nos llevan a coordinarnos en una vida en sociedad, vida que requiere un orden, una autoridad pública y una búsqueda del bien común político. Desde el punto de vista del texto del inciso primero del art. 19, Nº 21 de la Constitución Política de la República, la libertad económica exhibe límites, que son el orden público, la moral y la seguridad nacional. B.1.2. Contenido de la libertad para desarrollar cualquier actividad económica La libertad para desarrollar cualquier actividad económica constituye un derecho esencial emanado de la naturaleza humana, puesto que como hemos antes afirmado las actividades económicas han de tener por finalidad el perfeccionamiento espiritual y material de la persona humana. Si bien es cierto que por el mal uso de la libertad humana, tal finalidad consistente en el perfeccionamiento del individuo puede verse parcialmente frustrada, ello ciertamente es un asunto que no resta la calidad de derecho fundamental a la libertad en comento, en tanto que tratándose de asuntos de relevancia jurídica no se transgredan los límites prefijados por el constituyente. De lo expuesto se sigue que la mencionada libertad para desarrollar actividades económicas ha de ser respetada por el Estado y sus organismos, sea que éstos actúen en cuanto autoridades públicas, sea que actúen en cuanto competidores o empresarios. Así, el Estado puede atacar injustamente este derecho fundamental contemplado en el art. 19, Nº 21 de la Constitución Política bajo dos fórmulas: a) En cuanto autoridad pública: i) al lesionar este derecho fundamental especificando limitaciones que no correspondan al orden público, la moral, las buenas costumbres o la seguridad nacional o bien que aquéllas sean correctamente especificadas, pero por una autoridad pública infralegal, y ii) al imponer regulaciones a dicho derecho cuya substancia no provenga de ley o bien aunque proviniendo de ley afecten la esencia de este derecho o impidan su libre ejercicio y, b) En cuanto competidor: al obtener el Estado, sus organismos o sus empresas privilegios, subsidios exclusivos o monopolios en su sentido jurídico que le permitan competir en condiciones más ventajo124
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sas, cuya causa no es la propia aptitud competitiva, sino que alguna de las circunstancias exógenas antes anotadas. Además de ser discriminado beneficiario, el Estado y sus organismos en cuanto competidores podrían intentar abusar de su poder de mercado sea que éste emane de un monopolio de privilegio o de otra forma de origen del monopolio. Asimismo, esta libertad tutelada constitucionalmente y formalizada como un derecho esencial ha de ser respetada por los particulares, quienes también pueden conculcar este derecho fundamental recurriendo a prácticas anticompetitivas, v. gr., precios predatorios, negativas de venta injustificadas, etc. Este fundamental derecho a desarrollar cualquier actividad económica ha sido reconocido a las personas que revisten la calidad de particulares y sólo entregado en forma muy excepcional al Estado y sus organismos, en cuanto desarrollador de actividades económicas. La excepcionalidad de la realización de actividades económicas por parte del Estado y sus organismos halla su fundamento en la naturaleza misma del Estado, que no es sino la forma que adopta la autoridad política, y en el contenido del principio de subsidiariedad, lo cual da lugar al principio de restricción de las actividades empresariales del Estado, puesto que éstas se hallan preeminente y naturalmente reservadas a los privados. El Estado está a su vez naturalmente llamado a conducir la sociedad civil al bien común político antes que a desarrollar actividades económicas. Si lo segundo es realizado por el Estado, ello es consecuencia de una falencia en el desarrollo de la iniciativa privada que, en el extremo y una vez agotados todos los medios razonables para crear las condiciones que permiten la intervención de los particulares, ha de ser suplida por el Estado. El Estado puede realizar actividades económicas toda vez que se da cabal cumplimiento a ciertas exigencias copulativas: i) no se restringe injustificadamente la autonomía privada de los particulares ni se invade la autonomía reconocida constitucionalmente a los cuerpos intermedios (art. 1º, inc. 3º, Constitución Política), que no es otra cosa que el principio de subsidiariedad en su formulación negativa; y ii) una ley de quórum calificado autoriza expresamente con carácter y contenido específico y particular la participación estatal en actividades económicas, contando con una clara justificación para esta situación excepcional y señalando con precisión el giro u objeto social al que debe ceñirse en su actividad empresarial el Estado y sus organismos. Dado este carácter excepcionalísimo que ha de revestir la actividad económica del Estado, sus organismos y empresas, es que en Chile no cabe la publicización o entrega de todo un rubro o actividad económica al Estado. 125
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Se ha tendido a ver como el principal contenido –pero no el único– de esta garantía constitucional la denominada libertad de empresa, que ha sido caracterizada como “la más alta expresión de la iniciativa privada en el tráfico mercantil dentro de un Estado de Derecho”.100 ¿Cuál es la esencia de esta libertad tutelada constitucionalmente y por ello sustraída, en su esencia, al legislador? Dar con la esencia de esta libertad resulta el asunto más fundamental de la misma: sólo así sabremos hasta dónde puede avanzar el legislador con su afán regulatorio y hasta dónde podrá el legislador hacerse eco de los límites genéricamente señalados por el constituyente sin transgredir la crucial garantía del art. 19, Nº 26 de la Constitución Política de la República. Sobre el particular se han construido algunas interpretaciones: i) La libertad ha de ser la misma para todas las empresas que se dedican al mismo género de actividad económica y esto constituiría la esencia de la garantía en comento y, por tanto, muro infranqueable para el legislador. Se ha criticado esta visión por descansar sobre la igualdad y no sobre la libertad; así, podría preservarse la igualdad y reducirse la libertad hasta lo irrisorio para cada categoría de empresa que se dedica al mismo rubro de actividad, sin por ello vulnerar la libertad en su esencia. Para ilustrar lo anterior recurrimos a las palabras del gran filósofo del Derecho Rafael Fernández Concha, quien señalaba: “La ley no debe hacer acepción de personas y, por lo tanto, tiene que imponer igual castigo a todos los responsables de faltas iguales. De aquí, empero, no se deduce que la pena haya de ser una misma para todos, pues esto, en vez de igualdad en el castigo, puede traer suma desigualdad”.101 ii) Nuestra interpretación es que la esencia de la libertad para desarrollar cualquier actividad económica es una libertad de orden social o política, que consiste en el atributo para determinar, con independencia respecto de otras autoridades públicas o privadas y de otras personas públicas o privadas, si se opera o no y en el evento de hacerlo el cómo, cuándo y dónde se realizan actividades económicas, sea que tal operación entrañe actividad normativa (autonomía privada y heteronomía pública), como actividad extranormativa. Atendido que la libertad preservada constitucionalmente es una libertad política, ha de ser una libertad caracterizada por dos órdenes genéricos de restricciones: las regulaciones
100
Sentencia del Tribunal Supremo español, Sala 4ª, de fecha 21 de febrero de 1984. FERNÁNDEZ CONCHA, Rafael, Filosofía del Derecho, tomo II, pp. 332 y 333, Editorial Tipografía Católica, Barcelona, España, 1888. 101
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y los límites propiamente tales. Mientras las regulaciones tienen por objeto indicar el cómo (requisitos y condiciones) ha de ejercitarse la libertad para desarrollar actividades económicas (prohibición relativa o imperativa de requisitos), los límites propiamente tales buscan demarcar ámbitos más allá de los cuales no es posible ejercitar dicha libertad, ni siquiera cumpliendo determinados requisitos y condiciones (prohibición absoluta). La pregunta de cuáles son las regulaciones y limitaciones de la libertad para desarrollar actividades económicas no admite sino una respuesta genérica. Sólo si la pregunta se especifica por la vía de indicar precisamente de qué actividad económica se trata, v. gr., desarrollar una industria de salmonicultura, se podrá responder con todo detalle cuáles son las regulaciones y limitaciones. Estas consideraciones sobre las restricciones a las que se halla afecto el derecho a desarrollar cualquier actividad económica no pugnan con que el objeto de este derecho sea una libertad, puesto que como hemos afirmado, la libertad para desarrollar una actividad económica es una libertad política y como tal sujeta a restricciones. En este sentido, creemos que yerran quienes estiman que “un contenido esencial que incluye límites no es, en modo alguno, un contenido esencial”.102 En efecto, la esencia es aquello que hace que una cosa sea lo que es y no lo que carece de límites; así, todas las cosas del universo visible exhiben límites y no por ello carecen de esencia. Sin embargo, la pregunta fundamental guarda relación con cuál es la esencia y qué es el libre ejercicio de este derecho para determinar hasta dónde puede avanzar el legislador sin vulnerar la garantía constitucional formulada en el art. 19, Nº 26. Por todo lo anterior, resulta desconcertante que un distinguido senador de la República planteara, al tiempo en que se discutía en el Senado el proyecto de ley que ya ha sido publicado como Ley 19.911, promulgando la reforma del Decreto Ley 211, que la libre competencia carecía de base constitucional. En efecto, no existe fórmula para armonizar la garantía de la libertad para desarrollar cualquier actividad económica con un sistema centralmente planificado, puesto que ello significaría afectar tal derecho en su esencia e impedir totalmente su ejercicio. La clave radica en distinguir la limitación de un derecho de la supresión del mismo: en virtud del orden público puede limitarse un derecho, pero no suprimirlo o impedir totalmente su ejercicio, que es el equivalente de su supresión. Asimismo, ha de recor-
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A RAGÓN REYES, Manuel, Libertades económicas y estado social, p. 29, McGraw Hill, Madrid, 1995.
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darse que el ejercicio de la soberanía reconoce como limitación el respeto a los derechos que emanan de la naturaleza humana, según impera el art. 5º, inciso segundo, de la Constitución Política de la República. De este precepto constitucional se sigue que la autoridad pública carece de imperio para desconocer las garantías constitucionales, entre ellas la del art. 19, Nº 21, que evidentemente corresponden a derechos emanados de la naturaleza humana. B.1.3. Funciones del Decreto Ley 211 respecto de la libertad a desarrollar cualquier actividad económica En atención a lo expuesto, toca al legislador antimonopólico preservar la libre competencia y regular este bien jurídico de modo de no vulnerar la garantía constitucional del art. 19, Nº 21, que, como se ha dicho, sirve de fundamento y sustrato a la libre competencia. El legislador antimonopólico debe cuidar que sus preceptos regulatorios de la libre competencia no la supriman ni hagan imposible su ejercicio, puesto que si ello ocurriera no sólo sería contradictorio con la finalidad de tutelar la libre competencia, sino que además vulneraría la garantía constitucional del art. 19, Nº 21. En este punto se perfila en toda su dimensión la paradoja de la libre competencia, según la cual la protección de dicha libertad exige una regulación de sus límites a través de una intervención normativa de rango legal, que es la que regula el Decreto Ley 211. De allí que este Decreto Ley se comporte desempeñando a la vez tres funciones: como norma tutelar de la libre competencia (en este sentido es proyección de la garantía de la libertad para desarrollar cualquier actividad económica), como norma limitativa de los excesos que pudieren ocurrir con motivo de la competencia misma (en este sentido opera como límite de la mencionada garantía) y como norma regulatoria u operativizadora de la garantía amparada en el inciso primero del art. 19, Nº 21 (“respetando las normas legales que la regulen”). B.1.4. Función tutelar En virtud de la función tutelar, el Decreto Ley 211 debe preservar la libre competencia creando los medios para que este bien jurídico sea respetado no sólo por las autoridades públicas y personas públicas, sino que también por las autoridades privadas y personas privadas. Desde la perspectiva de esta función tutelar se presenta un campo que, tal como se ha advertido, simultáneamente puede ser objeto de la garantía constitucional contenida en el inciso primero del art. 19, Nº 21 de la Constitución y del Decreto Ley 211. 128
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Esto resulta de la relación entre la libertad para desarrollar actividades económicas y la libertad para competir, lo cual ha sido recogido por la jurisprudencia antimonopólica en los siguientes términos: “Que sin perjuicio de la garantía constitucional del derecho a desarrollar cualquier actividad económica (...), el orden económico que se ha establecido en el país es el de una economía social de mercado, en el cual su principio rector es la libertad económica que se manifiesta de distinta manera, y donde el empleo de la libre competencia es uno de los mecanismos impulsores de la economía donde, por cierto, se encuentran contenidos y garantizados entre otros principios del orden público económico, el de la libertad de la persona humana en cuanto se manifiesta en el derecho para desarrollar cualquier actividad económica con las limitaciones antes indicadas...”.103 Ello acarrea, por consecuencia, que ciertas conductas pueden ser impugnadas como atentado al mencionado precepto constitucional a través de las acciones que confieren el recurso de protección y el recurso de amparo económico,104 que son de conocimiento de la respectiva Corte de Apelaciones, o bien como ofensas al Decreto Ley 211 a través de un requerimiento o una demanda ante el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia. Ambos tribunales exhiben a la Corte Suprema como común superior jerárquico, que puede entrar a conocer de los asuntos radicados ante la Corte de Apelaciones y ante el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia vía ciertos recursos. B.1.5. Función limitativa En cuanto a la función limitativa, cuyo objeto es acotar o ceñir un importante derecho fundamental, cabe observar que la propia garantía constitucional contenida en el art. 19, Nº 21, inciso primero, de la Constitución contempla explícitamente sus límites. Tales límites son la moral, el orden público y la seguridad nacional y sólo el constituyente puede añadir otros límites. A contrario sensu, no corresponde
103 Dictamen Nº 992/636 de la Comisión Preventiva Central, confirmado por la Comisión Resolutiva (hoy Tribunal de Defensa de la Libre Competencia) mediante Resolución Nº 480, en el cual se cita Oficio Nº 725 de la Dirección General de Aguas. 104 Cabe observar que la acción de amparo económico, regulada en el artículo único de la Ley 18.971, ha experimentado una interesante evolución jurisprudencial: originariamente se estimaba que sólo procedía con motivo del inciso segundo del art. 19, Nº 21 de la Constitución; más tarde se aceptó su extensión a la tutela del inciso primero de dicha disposición constitucional y, actualmente, en recientes fallos se tiende a excluir esta acción constitucional de la tutela de meras amenazas al derecho a desarrollar cualquier actividad económica que no sea contraria a la moral, al orden público o a la seguridad nacional.
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a ninguna otra autoridad pública ni a privado alguno limitar esta garantía; por ello, no corresponde a ninguna autoridad pública ni a privado alguno limitar el derecho a desarrollar una actividad económica mediante restricciones a la competencia, salvo que esa autoridad pública se halle especificando los límites constitucionales antes señalados. Surge, entonces, la pregunta de a qué autoridad pública concierne la especificación o concreción de tales límites. Se ha sostenido que no podría ser el legislador quien especificare tales límites en atención a que ello no aparece cotemplado entre las materias propias de ley que establece la Constitución Política de la República. Rechazamos tal lectura del art. 60 de la Constitución en atención a que si bien las materias allí mencionadas no aluden expresamente a la noción de moral, orden público y seguridad nacional, resulta claro que las mismas quedan capturadas bajo formulaciones mucho más amplias, v. gr., el art. 60 numeral tercero, que dispone: “Sólo son materias de ley: (...) 3) las que son objeto de codificación, sea civil, comercial, procesal, penal u otra”. Resulta evidente que las codificaciones mencionadas importan el tratamiento de límites tan sensibles a los derechos como los antes mencionados. Estos límites quedan entregados en su especificación o formulación concreta al constituyente, al legislador y a los tribunales de justicia; ésta es la doctrina sustentada por la jurisprudencia jurisdiccional emanada de los tribunales de justicia y del Tribunal Constitucional.105 De allí que no compete a la Administración del Estado la formulación específica de tales límites. La legislación antimonopólica, contenida principalmente en el Decreto Ley 211, constituye una formulación concreta del orden público y de la moral y, en tales sentidos, un límite a la garantía del derecho a desarrollar cualquier actividad económica. No se nos escapa que este asunto ha sido discutido en términos de su constitucionalidad, ¿puede el Decreto Ley 211 constituir un límite al derecho a desarrollar cualquier actividad económica? En cuanto legislador no puede, en conformidad a lo preceptuado por el art. 19, Nº 26 de la Constitución Política, afectar los derechos en su esencia ni imponer condiciones que impidan su libre ejercicio. Sin embargo, tal como dicho precepto constitucional lo reconoce, puede haber “preceptos legales (...) que las limiten [las garantías constitucionales] en los casos en que ella [la Constitución] lo autoriza”. La exigencia para que ello ocurra consiste en que no obstante limitar una garantía constitucio-
105 SOTO KLOSS, Eduardo, ARÓSTICA MALDONADO, Iván y MENDOZA ZÚÑIGA, Ramiro, “Derechos municipales por publicidad caminera”, p. 78, Revista de Derecho Administrativo Económico, vol. III, Nº 1, enero-junio 2001, Santiago de Chile.
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nal, ésta no sea afectada en su esencia ni se impida su libre ejercicio. Desde este punto de vista, el Decreto Ley 211 constituye un límite a la garantía constitucional en comento, en la medida que aquél no afecte al derecho a desarrollar cualquier actividad económica en su esencia ni impida su libre ejercicio. El carácter de límite del Decreto Ley 211 ha sido confirmado por la propia jurisprudencia judicial antimonopólica y puede hallar base, entre otras disposiciones, en ciertas sanciones contempladas expresamente por el propio Decreto Ley 211, v. gr., aquellas contempladas en el art. 26, letra a), que se refieren a modificar o poner término a los actos, contratos, convenios, sistemas o acuerdos que sean contrarios a las disposiciones del mismo cuerpo normativo. Atendido que la legislación antimonopólica constituye un límite, fundado en el orden público y en la moral, al derecho a desarrollar cualquier actividad económica, nos parece completamente improcedente que la reforma introducida al Decreto Ley 211 contemple la posibilidad de que el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia llame a las partes a conciliación. Se pretende minimizar las consecuencias de una conciliación por la vía de señalar en la segunda parte del inciso primero del art. 22 lo siguiente: “Acordada una conciliación, el Tribunal [de Defensa de la Libre Competencia] se pronunciará sobre ella dándole su aprobación, siempre que no atente contra la libre competencia”. No cabe conciliación en asuntos de orden público. La materia de lo conciliado debe ser de libre competencia, de otra forma el Tribunal Antimonopólico sería incompetente; si dicho tribunal es competente es porque el asunto concierne a la libre competencia y siendo así, es un asunto que interesa a la sociedad toda –según explicaremos al tratar del sujeto pasivo del ilícito de monopolio– y, por tanto, no puede ser materia de conciliación por su carácter indisponible. No se trata de sostener aquí que toda norma imperativa es de orden público, sino que la legislación antimonopólica y demás contenidos afines –ley, reglamentos antimonopólicos, resoluciones judiciales contenciosas y no contenciosas– son de orden público, resultando indebida su disposición y por tanto incomprensible el intento legislativo de promover conciliaciones. B.1.6. Función regulatoria Respecto de la función regulatoria, es de recordar que la garantía constitucional del art. 19, Nº 21 debe ser ejercitada con pleno respeto a las normas legales –entre ellas el Decreto Ley 211– que la regulen. La regulación sólo puede ser llevada a cabo por el legislador y no podría ser tolerada una regulación infralegal, ni siquiera por delegación, pues131
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to que de conformidad al art. 61, inciso segundo de la Constitución el legislador no puede delegar sus potestades en estas materias. Es preciso aclarar que la regulación nunca podrá afectar este derecho en su esencia ni impedir su libre ejercicio mediante la imposición de condiciones, tributos o requisitos. La exigencia de que las limitaciones a los individuos han de estar fundadas en la ley es propia de un orden jurídico caracterizable como un Estado de Derecho y corresponde a una de las directivas de la Escuela del Jus Naturae, que posteriormente fue incorporada a las modernas Constituciones políticas de las repúblicas civilizadas.106 Conviene detenerse un instante en el alcance de la voz regular que, en nuestra opinión, significa “colocar en orden una cosa”,107 en la especie un derecho fundamental. El orden asignado en el caso en comento no puede ser otro que la recta disposición de los derechos fundamentales hacia el bien común político. “Colocar en orden” equivale a ordenar, esto es, encaminar hacia un fin y este fin no puede ser otro que el del bien común político, único fin hacia el cual el legislador puede legítimamente imperar una conducta, de conformidad con el artículo primero, inciso cuarto de la Constitución. Por tanto, la regulación sólo puede estar orientada hacia una constructiva armonización del derecho fundamental en cuestión con el bien común de la sociedad civil, al tenor de la descripción que del bien común político realiza el propio artículo primero, inciso cuarto de la Constitución. La función regulatoria no debe ser confundida con la función limitativa; esta última sólo tiene por objeto poner coto o margen al ámbito de ejercicio de un derecho fundamental y sólo puede basarse en el orden público, la moral y la seguridad nacional, que son los únicos límites aceptados por el constituyente para la garantía del inciso primero del art. 19, Nº 21. No encierra ninguna suerte de contradicción la triple función asignada al Decreto Ley 211, puesto que la libertad de competencia es preservada sí, pero dentro de ciertos límites, más allá de los cuales dicha libertad deviene antijurídica. En el ámbito en que la libertad de competencia es preservada, esto es, su ejercicio es un bien a tutelar, puede resultar procedente su regulación por vía legislativa, pero nunca su obstaculización o supresión. En síntesis, cabe señalar la existencia de una forma de libertad de competencia tutelada y eventualmente regulada, así como la existencia de una forma de libertad de competencia prohi106
VECCHIO, Giorgio del, Los principios generales del Derecho, p. 86, Editorial Bosch, Barcelona, 2ª edición, 1948. 107 Diccionario de la Lengua Española, “Regular”, 2ª acepción, p. 1246, Vigésima Primera Edición, Madrid, 1992.
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bida. Los atentados contra la libertad tutelada pueden resultar de autoridades públicas o de competidores –sean éstos personas públicas o privadas– y, en el caso de estos últimos, tales atentados son perpetrados en uso de una libertad de competencia antijurídica y por ello proscrita. Por lo anterior, no basta acudir a la noción de libertad de competencia en abstracto, sino que es preciso observar cuándo su ejercicio se torna injusto y esto viene determinado por la lesión de los derechos de otros competidores o por la puesta en riesgo de los mismos. En tal sentido, la libertad de competencia es una cuestión de límites, pero no de límites establecidos caprichosamente, sino que de límites que vienen demarcados por la justicia distributiva y que se hallan positivizados con carácter taxativo por la Constitución Política. En efecto, se puede atentar contra un competidor mediante el dolo en una convención onerosa y si bien ello causa una lesión a ese competidor y, por tanto, a la justicia conmutativa, no aparece dañada la libertad de competir en sí misma. Este bien jurídico tutelado resulta afectado toda vez que se entorpece, restringe o elimina la libertad de competir, lo cual más bien coincide con impedir el acceso de un competidor a un mercado relevante, explotar a un competidor ya instalado o bien expulsarle de un mercado relevante. Rara vez tales conductas coincidirán con un atentado a la justicia conmutativa; si ello ocurriere, existiría un doble título para accionar. La propia jurisprudencia de la antigua Comisión Resolutiva –hoy Tribunal de Defensa de la Libre Competencia– había desarrollado el nexo entre la garantía constitucional del art. 19, Nº 21 de la Constitución Política de la República y el Decreto Ley 211. Así, ha señalado el máximo organismo antimonopólico: “Que la libre competencia, en cambio, asegura a todas las personas, con igualdad de oportunidades, el derecho ‘a desarrollar cualquier actividad económica que no sea contraria a la moral, al orden público o a la seguridad nacional, respetando las normas legales que la regulen’, derecho que garantiza explícitamente el art. 19, Nº 21 de la Carta Fundamental”,108 para luego agregar: “Que es por estas consideraciones que la garantía constitucional del art. 19, Nº 21 de la Carta, adquiere especial relevancia en cuanto prescribe que toda actividad económica, cualquiera que sea su origen y sea que derive o no de otra garantía constitucional, debe someterse necesariamente a su mandato y, en consecuencia, a las leyes que la regulan, en este caso, los preceptos del Decreto Ley 211”.109
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Resolución Nº 368, considerando 5º, Comisión Resolutiva. Resolución Nº 368, considerando 12º, Comisión Resolutiva. En este mismo sentido, obsérvese también el considerando 23, de esta misma resolución. 109
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Como puede apreciarse, la primera cita da cuenta de lo que hemos denominado la función tutelar que realiza el Decreto Ley 211 de la garantía del art. 19, Nº 21, en tanto que la segunda cita se refiere a la función regulatoria que desarrolla el Decreto Ley 211 respecto de la garantía constitucional antes mencionada. B.1.7. Destinatarios La garantía constitucional preceptuada en el inciso primero del art. 19, Nº 21 tutela una libertad económica que adopta la forma de un derecho esencial y que, al igual que la libre competencia del Decreto Ley 211, puede ser invocada tanto por personas privadas como públicas, debiendo sí estas últimas hallarse debidamente autorizadas para desarrollar actividades económicas. Así, por ejemplo, el Banco del Estado podría ser atacado en su libertad económica por un monopolio bancario que pretendiera expulsarlo del mercado mediante precios predatorios o bien por alguna autoridad pública que le entorpeciese indebidamente el ejercicio de semejante libertad, v. gr., la Superintendencia de Bancos e Instituciones Financieras. Nos basamos para esta conclusión en el hecho de que esta garantía del inciso primero está diseñada para toda clase de personas públicas y privadas y si se trata de una empresa estatal, ha debido previamente el Estado y sus organismos dar cumplimiento al inciso segundo del art. 19, Nº 21 de la Constitución que contiene el principio de la restricción del Estado Empresario. En otras palabras, una vez cumplido el inciso segundo del art. 19, Nº 21 y el principio de la subsidiariedad por el Estado y sus organismos, éstos podrán desarrollar actividades económicas, actividades entre las cuales se hallan las empresariales; luego de ello, las empresas estatales deberán ceñirse a la legislación común aplicable a los particulares, esto es, lo dispuesto en el inciso primero del art. 19, Nº 21, el Decreto Ley 211 que contiene la parte principal de la legislación antimonopólica y la legislación sectorial que resultare pertinente. Ambas libertades, la de la garantía constitucional del art. 19, Nº 21 y la de la libre competencia, están formuladas en términos de brindar protección no sólo respecto de las autoridades públicas y empresas públicas, sino que también respecto de los privados. Sin embargo, difieren por el hecho de que ostentando rango constitucional la garantía del art. 19, Nº 21, ésta alcanza al legislador, al administrador, al juzgador, al Contralor y al Banco Central de Chile, además de todo privado. A diferencia, el Decreto Ley 211, que regula la libre competencia, alcanza a todos los anteriores con exclusión del legislador. Ello es la natural consecuencia de la diferente jerarquía de tales fuentes normativas; no obstante lo anterior, surge la pregunta de si existe una 134
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suerte de “convertibilidad” entre el Decreto Ley 211 y la mencionada garantía constitucional o, puesto en otros términos, una razonable posibilidad de oponer al legislador la garantía del art. 19, Nº 21 y por esa vía hacerle aplicable el Decreto Ley 211. Creemos que la respuesta a tal interrogante pasa por un problema de contenidos: si lo que se pretende oponer al legislador es una regulación legislativa desarrollada por el Decreto Ley 211 (función regulatoria), el legislador podría desafiarla en tanto se trate de una norma de la misma jerarquía de las que aquél emite y hacer primar la norma posterior por sobre la anterior. A diferencia, si lo que se intenta desafiar por un legislador es un contenido correspondiente a una norma tutelar o preservadora de la libre competencia, ello coincidirá con la garantía constitucional y deberá prevalecer esta última, debiendo el legislador dar cumplimiento al Decreto Ley 211 en tanto concreción de la mencionada garantía. Asimismo, si el contenido desafiado por el legislador es una norma limitativa formulada por el Decreto Ley 211, esto es, fundada en la moral, el orden público o la seguridad nacional, deberá tal legislador respetarla no obstante la jerarquía normativa del precepto en que se contiene dicho límite. B.2. Relaciones por concepto de lo económico Es comprensible el especial nexo que se ha construido entre la libre competencia, que necesariamente se refiere a las actividades económicas, y la mencionada garantía del derecho a desarrollar cualquier actividad económica, puesto que ambas aluden a ciertas formas de libertad en la realización de actividades económicas. Esta acepción de lo económico utilizada por el Decreto Ley 211 es la misma empleada en la elaboración de la garantía contenida en el art. 19, Nº 21, inciso primero de la Constitución Política de la República que da cuenta de: “El derecho a desarrollar cualquier actividad económica que no sea contraria a la moral, al orden público o a la seguridad nacional, respetando las normas legales que la regulen”. En efecto, el aserto anterior queda demostrado por las siguientes citas: “[El señor Bertelsen] Cree que es más amplio establecer: ‘La libertad para desarrollar cualquier actividad económica’. O sea –agrega–, para crear una empresa extractiva, una industria manufacturera, una empresa de transportes, una sociedad de comercio, una sociedad de prestación de servicios, etc. El señor Ortúzar (Presidente) considera evidente que, al reconocerse como garantía constitucional la libre iniciativa privada para desarrollar actividades económicas, se está haciendo mención de las actividades industriales o comerciales (...) 135
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[El señor Bertelsen] añade no puede [el Estado] conculcar la libertad personal para desarrollar cualquier tipo de actividad económica, ya sea extractiva, productiva o de comercialización...”.110 Es de hacer notar que las actividades económicas aludidas por la garantía constitucional del art. 19, Nº 21 pueden ser de dos órdenes: actividades económicas de subsistencia y actividades económicas de intercambio. La distinción anterior no es irrelevante, sino que cobra todo su sentido desde la perspectiva de la autonomía privada. Ésta resulta ejercitada en las actividades económicas de intercambio y no es empleada en las actividades económicas de subsistencia, v. gr., la recolección de frutos para el propio consumo.111 De lo expuesto se sigue que la libertad para desarrollar cualquier actividad económica es más amplia que la autonomía privada, puesto que puede haber uso de libertad para desarrollar una actividad económica y no existir ejercicio de autonomía privada, esto es, no media actividad normativa. Asimismo, puede haber ejercicio de autonomía privada y no consistir tal ejercicio en actividad económica alguna, v. gr., la adopción de un hijo, como puede acontecer en el ámbito del Derecho de familia. De lo expuesto se sigue que la libertad para desarrollar cualquier actividad económica comprende las actividades económicas de mera subsistencia y las de intercambio, sea que éstas se desarrollen en forma individual o bien en forma colectiva, sea que se dé o no nacimiento a una nueva persona jurídica, sea que esté inspirada en el ánimo de lucro o no y cualesquiera sea la estructura de relación jurídica que se adopte por parte de quienes integran el grupo que desarrolla la actividad económica. Diversa es la situación en el caso del Decreto Ley 211, donde las actividades económicas aludidas por este cuerpo normativo forzosamente pertenecen al ámbito del intercambio o, como dirían los clásicos, de las conmutaciones voluntarias. En efecto, la libre competencia como bien jurídico tutelado sólo tiene sentido en cuanto disputa por la clientela, la cual debe realizarse en términos tales que conduzca a perfeccionar el intercambio económico. La libre competencia mercantil presupone actividad económica de intercambio. Si bien puede haber competencia y lucha por ciertos medios para asegurar la propia subsistencia, v. gr., apoderarse de un trozo de tierra para cultivarla o 110
Sesión 388, de 27 de junio de 1978, de la Comisión de Estudio de la Nueva Constitución. 111 Podría suscitarse alguna discusión respecto de este aserto según se interpretara que la ocupación no es un hecho, sino que un acto jurídico. De cualquier forma, se trata de un modo de adquirir el dominio y, por tanto, podría sostenerse que la ocupación es ejercicio de autonomía privada.
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luchar por los frutos de un árbol, semejante competencia no es de carácter mercantil y al carecer de conexión con el comercio, no resulta tutelada por el derecho de la libre competencia. En efecto, la libre competencia mercantil presupone el intercambio porque se trata de la libre competencia en el comercio, entendido este término en el más lato sentido. Donde sólo hay lucha por la subsistencia, no hay disputa por la clientela porque el “cliente” no es otro que quien desarrolla la actividad económica. La propia Fiscalía Nacional Económica, a través de su primer Fiscal, don Waldo Ortúzar Latapiat, había declarado años atrás: “la protección jurídica de la libre competencia no es más que una forma de protección de la libertad del hombre, semejante a la que reciben en el Estado de Derecho todas las demás manifestaciones”.112 En efecto, tal como se ha explicado son varias las libertades que asumen la forma de garantías constitucionales y que guardan nexo con la libre competencia concebida como libertad para competir; así, a modo de ejemplo, cabe referirse a la libertad de trabajo, a la libertad de asociación, a la libertad para afiliarse a cualquier sindicato o gremio, la libertad para adquirir cualquier clase de propiedad, la libertad para ejercer los atributos de la propiedad, entre otros. C. LA JUSTICIA DISTRIBUTIVA Y LA IGUALDAD DE OPORTUNIDADES La justicia es el género de todo bien jurídico tutelado y la justicia distributiva113 un cuasigénero de aquél, puesto que la justicia puede ser legal, distributiva o conmutativa. En consecuencia, esta formulación, si bien correcta, carece de especificidad para describir el bien jurídico tutelado libre competencia y, por tanto, debe ser desechada no por falsa, sino más bien por omitir la diferencia específica que, dentro de un género próximo, permite arribar a la definición del bien jurídico tutelado. Las alusiones a la justicia en relación con el mercado causan horror en ciertos círculos liberales por el temor de que ello pueda ser utilizado por igualitaristas y colectivistas que promueven una aniquilación de la iniciativa privada o alguna modalidad de atrofia de esta
112 FELIÚ SEGOVIA, Olga, “Derecho y Tribunal de la Competencia”, artículo publicado en el Diario Financiero con fecha 22.10.02. 113 La noción de justicia distributiva aquí empleada es la de los clásicos, que resulta explicada en la Sección I de nuestra obra La discriminación arbitraria en el derecho económico, Editorial Jurídica Conosur Ltda. (LexisNexis), Santiago de Chile, 1992. Por tanto, no nos referimos a otras nociones de justicia distributiva más restringidas que han sido desarrolladas recientemente.
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última. A nuestro juicio, tal temor sólo puede quedar explicado por un desconocimiento del concepto y alcance de la justicia entre los clásicos y de la esencialidad de la justicia en la comprensión del Derecho y de la vida en sociedad; en efecto, no puede haber nada más injusto que el igualitarismo, puesto que supone olvidar los títulos que reconoce la justicia distributiva y que llevan a las evidentes diferencias en la titularidad de derechos que ostentan las personas. Se ha planteado concretamente que la libre competencia consistiría en una particular forma de justicia distributiva, cuyo objeto sería la igualdad de oportunidades para competir. Lo anterior exige introducir ciertas precisiones: En primer lugar, esta igualdad es de oportunidades, no se trata de una igualdad de resultados. En otras palabras, los competidores no deben arribar a la misma meta,114 v. gr., mismo porcentaje de clientela, mismas utilidades, etc., sino que han de comenzar su carrera por captar clientela desde la misma partida; así, en cada mercado relevante triunfará quien, ajustándose a Derecho, resulte más eficiente en la obtención de más y mejores contratos con la clientela. La segunda precisión apunta a que la igualdad en la partida es para efectos de tener la oportunidad de competir y no para efectos de obtener una igualdad artificial entre competidores, lo que podría llevar a dilemas insolubles atendidas las reales diferencias de capital, manejo tecnológico, nivel gerencial, etc., existentes entre competidores. Una igualdad absoluta –y por tanto artificial– entre competidores exigiría revisar a nivel de las personas naturales que componen cada una de las empresas en competencia, a lo menos, lo siguiente: i) las virtudes, habilidades, destrezas y otros activos disponibles de cada una de esas personas naturales; ii) los talentos y capacidades heredados por cada una de ellas; iii) los esfuerzos efectivos que cada una de ellas despliega en el proceso competencial, y iv) las características de la oferta y la demanda del mercado en el cual intervienen las empresas competidoras en las cuales participan esas personas naturales. Si lo buscado fuese una igualdad en la partida entre las características de los competidores, ello haría imposible la libre competen-
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Como bien lo ejemplifica Erhard: “...no se puede dar al empresario ninguna garantía de que en el precio se le restituyan los gastos efectuados. Si un cartel pretendiese apoyarse en tesis morales tan peligrosas resultaría de aquí la consecuencia forzosa de que el empresario ya no podría hacer valer ninguna razón de ser; su cometido, que ya no sería más que puramente técnico y administrativo, podría cumplirlo también cualquier funcionario adiestrado. Y, en consecuencia, tampoco le corresponde ya ninguna ganancia de empresario”. ERHARD, Ludwig, Bienestar para todos, cap. VII, p. 137, Ediciones Folio, Barcelona, 1997.
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cia porque los competidores son naturalmente desiguales –así como lo somos los individuos– y “revisar” o “corregir” esa natural desigualdad implicaría que la sociedad civil tendría que subsidiar a los competidores ineficientes para equipararlos a los eficientes o bien colocar pesadas cargas a los eficientes para que se comporten como los ineficientes. Debe pensarse todo lo que podría haber tras la expresión “competidor eficiente”; quizás se trate de un competidor dotado de gran inteligencia y capacidad organizativa, la cual se halla potenciada por una alta disciplina de trabajo y a la cual se puedan añadir otras cualidades que hagan a dicho competidor especialmente atractivo al momento de captar clientela: aptitud para inspirar confianza, simpatía, etc. Bien podrá comprender el lector que es totalmente imposible lograr una “igualdad entre competidores” –diferente de una igualdad de oportunidades para competir– al inicio del proceso competitivo, esto es, que permita afirmar que los competidores tienen desde un comienzo las mismas posibilidades de triunfar en la competencia por captar clientela. Una aplicación de esta utópica “igualdad entre competidores” es la que realizan aquellos que conciben el sistema de mercado como una forma de asegurar un poder económico atomizado y anónimo –por oposición a grandes centros de poder económico acompañados de una burocracia que los administre. Decimos que lo anterior puede resultar una velada extensión de la búsqueda de la “igualdad entre competidores”, puesto que es sabido que si bien el sistema de mercado es indudablemente superior a las economías centralmente planificadas, no puede creerse que aquél opera generalmente en mercados perfectos. Por el contrario, la mayor parte de los mercados son imperfectos y con atomicidades que se alejan del modelo de competencia perfecta; más aún, estos mismos mercados a veces dan lugar a concentraciones en favor de aquel competidor que ha sabido ser eficiente. Así, el combate a la gran empresa –concepción a la que nos referimos en los capítulos siguientes– puede entrañar una solapada búsqueda de esta “igualdad entre competidores” bajo estandartes tan valorados como la atomicidad del poder económico y el carácter anónimo del mercado. La naturaleza ha hecho desiguales a todos los hombres –si bien es cierto que esencialmente considerados somos todos idénticos, de otra forma no perteneceríamos todos a la especie humana– y, por tanto, también ha hecho desiguales a aquellos que se dedican al comercio y compiten. Esta paradoja es muy importante: todo hombre goza de una dignidad intrínseca por el mero hecho de pertenecer a la especie humana y por ello ostenta un plexo de derechos naturales inalienables e incomerciables. Sin embargo, esa dignidad propia de todo hombre no puede extenderse hasta la configuración de un supuesto derecho 139
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a una estricta igualdad de oportunidades (en el sentido absoluto y descriptivo de una igualdad entre competidores antes indicado) o hasta un supuesto derecho de una perfecta igualdad en los resultados. Aquí descansa la confusión de ciertos igualitaristas que creen que aquella dignidad constituye título suficiente para reclamar una igualdad absoluta en la libre competencia –con lo cual la libertad de ésta queda anulada– o en su formulación más directa, una igualdad en los resultados, esto es, una igualdad en los ingresos. Tales igualitaristas suelen reclamar esta igualdad de resultados una vez que constatan que aquella igualdad absoluta en los competidores es inalcanzable. Las naturales desigualdades son tan variadas y matizadas de individuo en individuo que resulta prácticamente imposible no sólo eliminar tales diferencias, sino que incluso efectuar un catastro preciso de las mismas. Frente a esta realidad sólo caben dos actitudes: la primera, pretender que la igualdad de oportunidades en la competencia se refiere a una igualdad absoluta, donde el Estado debe lograr una “igualación” de las diferencias por medio de subsidios y tratos supletorios que “corrijan” esas diferencias, lo que además de injusto e impráctico, resulta conducente al peor de los totalitarismos utópicos que sea dable imaginar. La segunda alternativa consiste en entender razonablemente que esa igualdad de oportunidades en la competencia se refiere a aspectos externos y ajenos a los competidores mismos, esto es, tal igualdad alude al trato que el Derecho, el Estado y sus organismos den a los competidores en el desarrollo de su esfuerzo competitivo y al trato que algún monopolista pueda dar a ciertos competidores, a fin de asegurar que éste no sea abusivo o arbitrariamente discriminatorio. Esta segunda forma de igualdad de oportunidades para competir es la realmente compatible con la justicia distributiva y, particularmente, con la justicia distributiva en el ámbito antimonopólico. Adhiere a esta segunda formulación de la igualdad de oportunidades, el jurista español Joaquín Garrigues al afirmar: “Libre competencia, en sentido jurídico, significa igualdad jurídica de los competidores”.115 Para una recta interpretación de esta afirmación resulta importante conferir significado al término “jurídico” que califica la igualdad de los competidores. En efecto, éstos no son iguales en sus capacidades competitivas, puesto que ello sería conducente a un igualitarismo absoluto y totalitario impuesto coactivamente por el Estado, sino que son “jurídicamente” iguales. Esto último significa que ante el Derecho los competidores tienen las mismas oportunidades y
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GARRIGUES, Joaquín, “La defensa de la competencia mercantil”, p. 142, en Temas de Derecho vivo, Editorial Tecnos, Madrid, 1978.
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prerrogativas para intentar captar clientela, que es precisamente lo opuesto de la visión antes rotulada como igualitarismo absoluto. Esta igualdad jurídica se contrapone al privilegio y a la discriminación arbitraria que puede campear en los mercados por obra de autoridades públicas o de monopolistas abusivos. Así, mientras la igualdad entre competidores o igualdad de resultados es utópica, lesiva de la justicia distributiva y contraria a las más significativas y básicas garantías constitucionales, la igualdad de oportunidades para competir –por ello es jurídica– se funda en la justicia distributiva y se armoniza con las garantías constitucionales que aseguran la libertad en la actividad mercantil. De esta forma, estimamos que la única recta comprensión que cabe de esta formulación de la libre competencia es aquella que la conceptualiza como una igualdad para que competidores –muy probablemente diversos entre sí– tengan la oportunidad de competir. Se nos podrá objetar que la oportunidad no es la misma para la pequeña empresa que para la gran empresa, dotada de una avanzada tecnoestructura; la objeción es real, pero apunta a las diferencias entre los competidores y no a la posibilidad de competir. Por lo demás, la realidad muestra el dinamismo de los mercados: empresas otrora pequeñas han llegado a ostentar una gran participación de mercado, en tanto que grandes empresas han quebrado con el paso del tiempo o han sido absorbidas por otros competidores. Así, la oportunidad de competir es la misma para todos los competidores, en tanto que el cómo la emplee cada uno de ellos es un asunto que concierne a dos órdenes: a) factores propios de cada competidor como los antes anotados y b) factores exógenos y circunstanciales que pueden mejorar o perjudicar la competitividad. Todos los competidores difieren en ambos órdenes: los medios propios de cada cual y las circunstancias exógenas que golpean a cada cual de diversa manera. Sin embargo, mediante el Derecho antimonopólico se obtiene evitar que entre tales circunstancias exógenas se hallen los abusos de autoridades públicas y de monopolistas que falsean la libre competencia en los mercados relevantes. Esta igualdad de oportunidades para competir, correctamente entendida según los términos antes precisados, tiene el gran valor de destacar la vinculación entre la libre competencia y la justicia distributiva. Esta forma de justicia corresponde a aquella que compete a la autoridad pública con el objeto de distribuir bienes y cargas en la sociedad civil. Ciertamente lo aquí distribuido es un bien, un derecho a tener la oportunidad de competir que corresponde a toda persona que así desee hacerlo, en tanto dé cumplimiento al derecho aplicable. Ese derecho a competir debe ser preservado y tutelado no sólo respecto de 141
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los demás competidores, sino que también respecto de la propia autoridad pública, la que resulta limitada por el principio de la vinculación positiva, el principio de subsidiariedad, el principio de la libre competencia y el principio de restricción al Estado Empresario. De allí que la libre competencia puede ser formulada como una igualdad de oportunidades en el derecho a competir. Sin embargo, en razón de las equivocidades a las que puede conducir la noción de igualdad de oportunidades, estimamos más preciso acudir a la formulación del bien jurídico libre competencia que planteamos al tratar nuestra visión sobre el mismo. D. LA PROTECCIÓN DE CIERTAS CATEGORÍAS DE COMPETIDORES D.1. Aspectos generales Es importante no confundir la tutela de la libre competencia con una protección selectiva de ciertas categorías de competidores. Es en este sentido que importantes sentencias antimonopólicas estadounidenses han establecido que el derecho de la libre competencia tiene por objeto proteger el proceso de la competencia más que a los competidores.116 Ciertamente que no puede haber proceso competitivo sin competidores; pero lo que se quiere significar es que ningún competidor será protegido por sí mismo, esto es, por sus peculiares características, v. gr., tamaño, nacionalidad, vínculos políticos, etc., sino que sólo será tutelado en tanto y en cuanto partícipe en el respectivo proceso competitivo, y con independencia de sus propias características. Las diversas concepciones acerca de qué clase de competidores han de ser protegidos por una legislación antimonopólica descansan sobre un desconocimiento fundamental. El derecho de la libre competencia busca brindar a los competidores una tutela consistente en resguardarlos de los atentados injustos que pueden inferirles otros competidores o alguna autoridad pública y no persigue protegerlos en cuanto competidores, esto es, confiriéndoles el subsidio de suplementar sus deficiencias competitivas a objeto de que puedan permanecer en el mercado relevante respectivo más allá de lo que les permite la competencia misma. Por la misma razón tampoco puede identificarse la libre competencia con la protección de una categoría particular de competidores: los pequeños empresarios versus los gigantes, los productores nacionales versus los extranjeros, los competidores próximos a la insolvencia o a la quiebra117 versus los financieramente 116
Atlantic Richfield Co. versus USA Petroleum Co. (1990). Section 7, Clayton Act de los Estados Unidos de América. Este pasaje da lugar a la denominada “failing company doctrine”, según la cual se permiten ciertas fusio117
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sanos, etc. Más aún, suplementar las deficiencias competitivas de una categoría de competidores en desmedro de otra, es claramente inconstitucional. Debe recordarse al efecto que nuestra Constitución Política de la República prohíbe al Estado y sus organismos –por tanto al legislador del Decreto Ley 211 y al Tribunal de Defensa de la Libre Competencia– realizar discriminaciones arbitrarias en el trato que brinden en materia económica (que según veremos claramente comprende lo antimonopólico), las que de efectuarse constituyen una transgresión de la respectiva garantía constitucional y de la justicia distributiva, así como también prohíbe establecer tributos y cargas en forma arbitraria o desigual entre iguales, lo que resulta constitutivo de una violación de la respectiva garantía constitucional y de la justicia distributiva. Es ciertamente una carga discriminatoriamente arbitraria el que una autoridad pública complemente la incapacidad de un competidor por ser pequeño y no la de otro competidor por exhibir mayor tamaño. Así, no resulta jurídicamente aceptable la existencia de categorías de competidores o competidores en particular que sean protegidos por sí mismos durante el proceso competitivo, sino que ellos resultarán eventualmente amparados exclusivamente en tanto y en cuanto una determinada conducta de un tercero coloque en riesgo o lesione el proceso de competencia mismo del cual son partícipes. Por la misma razón, si quien incurre en una ofensa monopólica es uno de estos competidores “amparados”, éste mismo será responsable de la conculcación realizada a la libre competencia. De esta forma, ningún competidor tiene garantizada su permanencia en el mercado ni cautiva una determinada clientela; sólo en la medida que compita lícitamente y alcanzando gran clientela por la vía de la calidad y precios de los bienes y servicios ofertados podrá preservar una determinada posición en un mercado relevante. Por lo anterior, no puede identificarse la libre competencia con la protección a todo evento de un competidor en cuanto partícipe de un determinado mercado relevante. Desde esta perspectiva, la protección del proceso competitivo ha de ser anónima, esto es, el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia deberá sopesar el atentado causado a la libre competencia y el alcance de la misma (para lo cual deberá evaluar la posición de mercado del supuesto agresor), prescindiendo de si el autor del atentado
nes –generalmente prohibidas– cuando la compañía a ser adquirida se encuentra en quiebra o insolvencia o próxima a éstas. En otras palabras, se llega incluso a preservar una empresa monopólica próxima a desaparecer con la finalidad de proteger a los empleados, acreedores y accionistas de dicha empresa.
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es nacional o extranjero, influyente o desvinculado, etc. En síntesis, el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia debe ser imparcial y un aspecto de tal imparcialidad ha de ser no discriminar arbitrariamente entre categorías de competidores o ciertos competidores en particular, brindando a todos la misma protección que entrega el derecho de la libre competencia. D.2. La protección de los pequeños empresarios No obstante los argumentos antes expuestos, en los que queda de manifiesto la injusticia y la consiguiente inconstitucionalidad de que se utilice un sistema de tutela de la libre competencia para mejorar o subsidiar ciertas categoría de competidores, no es posible desconocer el extraño atractivo que esta concepción de la libre competencia ha ejercido en el tiempo sobre legisladores y jueces. Probablemente, tan singular fascinación puede hallar su fuente en la idea de que la finalidad de la legislación antimonopólica debería ser limitar la libertad de los grandes competidores y hacer “contrapeso” a los abusos de éstos por la vía de asegurar la pervivencia de los pequeños empresarios. La supuesta bondad que se hallaría en el pequeño negocio haría de éste un objeto atractivo y valioso de proteger118 y, aparentemente –según quienes propugnan esta tesis–, tal tutela habría de ser realizada por la legislacion antimonopólica. Más allá de si se comparten o no tales sentimientos de ver al pequeño igualado con el gigante, es preciso reconocer que ello no corresponde a una visión objetiva de la justicia ni de las garantías constitucionales previamente comentadas. De allí que ninguna autoridad pública, en especial el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia, puede hacerse eco de tales sentimientos o simpatías, debiendo por contraste aplicar rigurosamente la Constitución Política de la República y la justicia que ordena dar a cada cual lo suyo, luego de haber discernido prudentemente lo suyo de cada cual sobre la base de títulos jurídicos apropiados. La paradoja de esta lectura de la libre competencia se suscita porque podría ser conveniente a tales pequeñas empresas la inexistencia de una legislación antimonopólica, puesto que ya monopolizado un determinado mercado por una gran empresa el alza en los precios que esta última podría realizar beneficiaría al pequeño empresario ya establecido en ese mercado, puesto que le daría mayor holgura en los costos. Formulado en otros términos, el pequeño empresario no re118
SCHUMACHER, E. F., Small is beautiful, pp. 63 y ss., Perennial Library, New York,
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queriría ser especialmente eficiente en el control de sus costos y en la promoción de sus productos, puesto que el precio fijado por el monopolista le permitiría ser ineficiente y aun así obtener utilidades; se produciría un free riding o la participación en un beneficio habiendo otro incurrido en los respectivos costos. Sin embargo, podría resultar conveniente al pequeño empresario la prohibición de que se incurra en la ofensa monopólica de imponer precios predatorios, puesto que esta práctica podría acarrear la expulsión de algunos pequeños negocios que no tendrían capacidad de resistir una fijación de precios bajo los costos de alguna gran empresa, en circunstancias que los costos de estos pequeños negocios probablemente serían más altos que los de aquélla. Lamentablemente, la protección de la pequeña empresa es una doctrina que, a pesar de ser espuria en cuanto no guarda relación conceptual alguna con la libre competencia, ha tenido recepción en la jurisprudencia judicial de los Estados Unidos de América,119 en la de la Unión Europea120 y en nuestra propia jurisprudencia. Respecto de esto último, cabe observar que la libre competencia no es una herramienta proteccionista, sino que busca fomentar el libre comercio en relación con el mercado nacional, facilitando la interacción mercantil de competidores nacionales y foráneos. Si bien es cierto que la protección de exportadores nacionales en mercados foráneos es un objetivo legítimo y deseable, ello escapa al ámbito de la legislación antimonopólica, cuya finalidad es la tutela de la libre competencia en el mercado nacional, quedando aquélla entregada a legislaciones y foros extranjeros.
119 Así lo confirma BORK , Robert H., The antitrust paradox, pp. 7 y 51, The Free Press, New York, 1993. En “United States versus Aluminum Co. of America”, manifestó el juez Hand: “We have been speaking only of the economic reasons which forbid monopoly; but (...) there are others, based upon the belief that great industrial consolidations are inherently undesirable, regardless of their economic results. In the debates in Congress Senator Sherman himself (...) showed that among the purposes of Congress in 1890 was a desire to put an end to great aggregations of capital because of the helplessness of the individual before them. Throughtout the history of these statutes [the antitrust laws, including the Sherman Act] it has been constantly assumed that one of their purposes was to perpetuate and preserve, for its own sake and in spite of possible cost, an organization of industry in small units which can effectively compete with each other”. 120 KORAH, Valentine, “An Introductory Guide to EC Competition Law and Practice”, p. 106, Ed. Maxwell, 1994. Afirma esta autora: “Mi preocupación es que las normas de competencia no se están usando para permitir a las empresas eficientes crecer a costa de las ineficientes, sino para proteger a las pequeñas y medianas empresas a expensas de las eficientes o más grandes”.
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De ponerse en práctica esta lectura de la libre competencia, ello importaría un grado de discrecionalidad enorme para la autoridad pública antimonopólica, la que habría de caracterizar cuándo se trata de una empresa pequeña y cuándo no, y en el evento que estimara la procedencia de un subsidio o ayuda especial, ésta sería de cargo de los demandantes del producto que comercializa dicha pequeña empresa. La noción de pequeña empresa resulta cada vez más relativa, puesto que la globalización de los mercados ha permitido identificar ciertos mercados relevantes cuyo ámbito geográfico es internacional, con lo cual el tamaño de la empresa deja de ser un indicador interesante y se transforma en una noción extremadamente variable en función del producto y de la base geográfica en la cual opera. Dicha relativización de la pequeña empresa sólo conlleva mayor discrecionalidad judicial y administrativa en favor de los órganos antimonopólicos. Una muestra de esta peligrosa relativización del tamaño óptimo de competencia es la que se observa en la Unión Europea, donde se promueve sobre bases casuísticas un gran tamaño para asegurar una competencia eficiente contra los grandes conglomerados y corporaciones internacionales estadounidenses y japonesas. Esto, bajo determinados escenarios, también puede resultar arbitrariamente discriminatorio en cuanto que, a partir de cierto tamaño, se cuenta con una especial ayuda del sistema antimonopólico para alcanzar el fin antes indicado y, bajo cierto tamaño, no se cuenta con apoyo alguno por colocar en riesgo la pequeña empresa. Esta fórmula puede ser presentada bajo otro ángulo: la prevención de la concentración del poder económico. En efecto, la mejor manera de prevenir tal concentración es asegurar la pequeña empresa como objetivo de la legislación antimonopólica y en tal evento puede, incluso, acabarse sancionando el monopolio de eficiencia. La equivocidad de la fórmula de la concentración del poder económico es que no distingue la causa de tal concentración; así, no es lo mismo la concentración derivada de la eficiencia productiva que la concentración originada en una colusión monopólica, o la que halla su explicación en las economías de escala o de ámbito que caracterizan un determinado mercado. En otras palabras, resulta fundamental distinguir las causas justificadas de la concentración de aquellas que son injustificadas desde un punto de vista jurídico, no debiéndose proscribir la concentración del poder económico a rajatabla. Por la vía de la contención del poder económico es posible controlar el tamaño “óptimo” de las empresas –sea que éste se llame pequeño o mediano–, lo que conduce a la pregunta de cuál es la justificación para revisar fusiones y concentraciones de empresas y si el tamaño constituye un ilícito per se. La 146
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respuesta a esta pregunta será tratada en el capítulo pertinente de esta obra. E. LA PROTECCIÓN DE LOS CONSUMIDORES La inquietud de que pudiera haberse producido una confusión en las finalidades asignadas al Decreto Ley 211 con motivo del nuevo artículo primero, que fuera propuesto en el proyecto de ley de reforma de este cuerpo normativo y que posteriormente fue rechazado, no resultó ajena a la discusión al interior del Senado de la República de Chile. En efecto, el senador Novoa señaló: “Por lo tanto, me parece razonable regular la materia [antimonopólica] en términos generales. Sin embargo, si el objeto es muy amplio, podría darse el caso de que alguien recurriera al Tribunal de Defensa de la Libre Competencia para defender, por ejemplo, bienes jurídicos amparados por la Ley sobre Protección de los Derechos de los Consumidores”.121 Afortunadamente, ese nuevo artículo primero propuesto no fue incorporado en el texto definitivamente aprobado del Decreto Ley 211, por las razones que antes expusimos. E.1. Libre competencia y consumidor final Es sumamente importante diferenciar en forma adecuada la libre competencia de la protección de los consumidores. Ambos bienes jurídicos se hallan tutelados por diversos cuerpos normativos: la libre competencia por el Decreto Ley 211, de 1973, y sus modificaciones, en tanto que la protección de los consumidores se halla establecida por la Ley 19.496, de 1997, reformada esta última por la Ley 19.955, de 2004. Desde una óptica conceptual, la protección de los consumidores dice relación con la sinceridad y transparencia de las operaciones comerciales, a título oneroso, que se verifican entre los consumidores finales y los proveedores, que habitualmente los abastecen de bienes o les prestan servicios. De entre las mencionadas operaciones sólo quedan regidos por la Ley 19.496 y sus modificaciones los actos jurídicos que, de conformidad con lo preceptuado en el Código de Comercio u otras disposiciones legales, tengan el carácter de mercantiles para el proveedor y civiles para el consumidor final, más algunos casos especiales señalados expresamente por la ley.122 Siendo la esencia de la protección al consumidor la sinceridad y transparencia en el tráfico,
121 Diario de Sesiones del Senado, República de Chile, Legislatura 347ª, Ordinaria, Sesión 25ª, 3 de septiembre de 2002, p. 48. 122 Ley 19.496, artículo segundo, inciso primero.
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la mencionada ley se ocupa de regular temas tales como abusos que puedan generarse con motivo de la contratación masiva, deficiencias y engaños en la información y la publicidad, la promoción y las ofertas, el crédito al consumidor, etc. El Decreto Ley 211, de 1973, y sus modificaciones –por contraste– se ocupa de tutelar la libre competencia en todas las fases productivas de la actividad económica (“tales como extractivas, industriales, comerciales o de servicios”, señalaba a título ejemplar el antiguo artículo cuarto de dicho cuerpo normativo) y no sólo en las operaciones entre proveedores y consumidores finales. En esta tutela, el Decreto Ley 211 no sólo previene y sanciona actos jurídicos, con independencia de su mercantilidad y de su habitualidad, sino que también precave y reprime hechos jurídicos que resulten atentatorios de la libre competencia. El objeto formal o elemento configurador de la tutela del Decreto Ley 211 es la formación del poder de mercado por medios injustos (ilícitos de fuente) o el abuso de poder de mercado (ilícitos de abuso). A diferencia, el objeto formal de la normativa protectora de los consumidores no se ocupa de las fuentes injustas del poder de mercado o del abuso que pueda realizarse de este último, sino que de la sinceridad en el tráfico independientemente de si se halla presente un monopolio –en su acepción jurídica– en formación o ya constituido. Así, las normas de equidad en los contratos de adhesión, que pretende introducir el Párrafo Cuarto de la Ley 19.496, pueden ser el antídoto para paliar el abuso de un monopolista que intenta imponer ciertas estipulaciones inicuas como también la solución para prevenir un abuso no monopólico que intenta realizar un proveedor que carece de todo poder monopolístico. En atención a lo expuesto, pueden unos mismos hechos dar lugar a un atentado a la libre competencia y simultáneamente a una infracción a las normas sobre protección de los consumidores, pero ello no implica que tal coincidencia importe una identidad entre los bienes jurídicos tutelados por las respectivas legislaciones. Sobre el particular, se plantea la discusión de la aplicabilidad del non bis in idem en este campo. En otras palabras, ¿resulta razonable sancionar un mismo hecho como atentado contra la libre competencia y además como infracción a la Ley de Protección al Consumidor? Si la respuesta es negativa, ha de resolverse el dilema de cuál de tales ilícitos cobra preferencia en su aplicación por sobre el otro. En nuestra opinión, siendo como es la legislación antimonopólica una normativa especial que guarda relación con la prevención y sanción de los monopolios en su acepción jurídica, a fin de tutelar la libre competencia, resultaría razonable concluir que en un evento de concurso de ilícitos monopólicos y de protección del consumidor ha de 148
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cobrar preferencia en su aplicación el atentado a la libre competencia. Razonamos lo anterior sobre la base de la repercusión social que causa un atentado a la libre competencia en contraste con una infracción a los consumidores. En otras palabras, el bien común de la Nación demanda una más urgente tutela a la libre competencia por sus efectos generales antes que un problema que sólo atinge a ciertos consumidores finales. Ello se traduce, en nuestra opinión, en que la entidad del bien jurídico libre competencia es mayor que la del bien jurídico protección al consumidor final. Mientras el primero compromete todas las fases productivas, el segundo sólo afecta al último eslabón del proceso productivo, que es el referido al consumidor o usuario final. Así, por ejemplo, una negativa de venta injustificada puede ser realizada por un monopolista (en su acepción jurídica) o bien realizada por un proveedor carente de poder de mercado. Si ocurre lo primero, tal negativa de venta deberá ser analizada a la luz del Decreto Ley 211, a fin de verificar la tipicidad de esa conducta y su eventual reprochabilidad monopólica. A diferencia, si acontece la segunda hipótesis, esa negativa de venta deberá ser evaluada de conformidad con el art. 13 de la Ley 19.496, que regula específicamente tal infracción.123 E.2. Una noción más amplia de consumidor La tutela de la libre competencia implica, en forma mediata, garantizar el bienestar de todos los partícipes en todas y cada una de las fases productivas, con independencia de si aquéllos revisten o no la calidad de consumidores finales. Así, quien adquiera un determinado bien o servicio para consumirlo, invertirlo o emplearlo como insumo en un nuevo bien resulta beneficiado de la libre competencia en su calidad de consumidor o demandante. Este “consumidor o demandante” no es el mismo de la Ley de Protección al Consumidor; en efecto, esta ley define al consumidor específicamente como un consumidor final,124 en tanto que el consumidor que resulta beneficiado por la libre competencia es todo consumidor o demandante, sea o no final, y cualquiera que sea la fase productiva a la que pertenezca, que tendrá acceso a precios competitivos y no monopolizados.
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Art. 13, Ley 19.496: “Los proveedores no podrán negar injustificadamente la venta de bienes o la prestación de servicios comprendidos en sus respectivos giros en las condiciones ofrecidas”. 124 Art. 1º, numeral 1º, Ley Nº 19.496: “Consumidores o usuarios: las personas naturales o jurídicas que, en virtud de cualquier acto jurídico oneroso, adquieren, utilizan o disfrutan, como destinatarios finales, bienes o servicios”.
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Es a este sentido amplio de “consumidor” –demandante final y no final– al que se refieren importantes juristas estadounidenses, como Robert H. Bork, cuando afirman que el único objetivo legítimo de una legislación antimonopolio es la maximización del bienestar del consumidor, llegando así a formular la libre competencia como un término técnico que designa un estado en el cual el bienestar del consumidor no puede ser incrementado por la vía de modificar ese estado a otro alternativo mediante un decreto judicial.125 Así, los vocablos de “monopolio” y “restricción al comercio” dan cuenta de situaciones en las cuales el bienestar del consumidor (lato sensu) puede ser mejorado. Robert H. Bork afirma que el bienestar del consumidor es el bien jurídico tutelado por una legislación antimonopólica y señala que aquél se halla integrado por la eficiencia interna y la eficiencia en la asignación de los recursos. Así, plantea este jurista, una legislación antimonopólica debe mejorar la eficiencia en la asignación de los recursos sin menoscabar la eficiencia interna de manera tan significativa como para no producir ni una ganancia ni una pérdida neta en el bienestar del consumidor.126 En nuestra opinión, debe ser desterrada del Derecho de monopolios una fórmula tan equívoca como la del bienestar de los consumidores para aludir a la libre competencia, a lo menos, por dos razones: a) La primera. El bienestar de todos los partícipes en las diversas fases productivas es una consecuencia mediata o indirecta de una buena operatoria del sistema de libre competencia. Sin embargo, el sistema de la libre competencia no es la única causa del bienestar de todos los partícipes en las diversas fases productivas y por ello el bien común político exhibe multitud de otros contenidos. b) La segunda. Lo anterior no debe llevar a pensar que sólo los consumidores, finales o no, son las personas beneficiadas en forma mediata por la libre competencia. En tanto contenido del bien común de la nación, la libre competencia rectamente tutelada beneficia a todos los integrantes de la sociedad civil y, particularmente, a todos los que participan en las actividades económicas que dan lugar a la libre competencia en materia mercantil, sea que intervengan desde el lado de la oferta o bien desde el lado de la demanda y cualquiera que sea la fase productiva respectiva. Así, la maximización del bienestar que se logra por la libre competencia no es sólo la de los consumidores,
125 BORK, Robert H., The antitrust paradox. A policy at war with itself, pp. 7 y 61, The Free Press, New York, 1993. 126 BORK, Robert H., obra citada, pp. 7 y 91, The Free Press, New York, 1993.
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sino que la de todos los que participan en la sociedad política. Estimamos que el propio Bork, aunque en forma implícita, se aproxima a nuestra conclusión cuando afirma que el bienestar de los consumidores equivale a la riqueza de la nación.127 En efecto, estimamos se trata de una aproximación puesto que los grados de libertad de competencia mercantil que produce una libre competencia rectamente protegida pueden no tener un correlato preciso en los niveles de riqueza de una nación. F. LA EFICIENCIA ECONÓMICA La eficiencia, en un sentido económico, es la utilización de los recursos económicos que reporta el máximo nivel de satisfacción posible con los factores y la tecnología dados. Es importante observar que existen dos nociones principales de eficiencia económica empleadas en el ámbito antimonopólico: la que se refiere a la asignación de recursos productivos (“allocative efficiency”, “economic efficiency” o “Pareto efficiency”) y la que alude a la eficiencia interna de un competidor (“internal”, “technical efficiency” o “productive efficiency”). Comenzaremos analizando esta última, atendida su mayor simplicidad, para luego concentrarnos en la asignación de los recursos productivos. Es preciso observar que, en concepto de la Economía, estas dos clases de eficiencia integran la eficiencia total, la que a su vez determina el nivel de riqueza de una nación. F.1. Eficiencia interna La primera forma de eficiencia –la denominada interna, técnica o productiva– consiste en la racionalización de costos por parte de un competidor (sea éste un individuo, una persona jurídica empresarial o una nación) con el objeto de optimizar el uso de los recursos productivos de que éste dispone con miras a la maximización de la productividad, considerando un determinado estadio de desarrollo de la tecnología existente. A estos efectos, Cooter y Ulen proponen las siguientes pruebas alternativas para determinar el cumplimiento de esta eficiencia interna: i) no se puede generar la misma cantidad de producción utilizando 127 BORK, Robert H., The antitrust paradox. A policy at war with itself, p. 90, The Free Press, New York, 1993. Afirma este jurista: “Consumer welfare is greatest when society’s economic resources are allocated so that consumers are able to satisfy their wants as fully as technological constraints permit. Consumer welfare, in this sense, is merely another term for the wealth of the nation”.
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una combinación de insumos de costo menor, o ii) no se puede generar más producción utilizando la misma combinación de insumos.128 En nuestra opinión, tales condiciones no deben ser presentadas como alternativas (“o”), sino más bien como copulativas (“y”). En efecto, puede acontecer que una determinada combinación de factores productivos, v. gr., 10 trabajadores y una máquina alimentada por 50 litros de petróleo por mes, no permita generar más producción (situación en la cual se satisface la condición ii)). Sin embargo, puede variarse esa combinación de insumos en busca del menor costo una vez que esa máquina sea reemplazada por otra de idéntico valor de adquisición, pero de menor costo operativo atendido que esta última requiere de un insumo diferente para alcanzar la misma productividad de la máquina originaria, v. gr., si la máquina originariamente empleada requería ser alimentada con 50 litros de petróleo por mes y, habida consideración del alto precio alcanzado por el petróleo, aquélla puede ser sustituida por una máquina que funciona sobre la base de 80 kilos de carbón por mes, dado que 10 kilos de carbón equivalen en precio a un litro de petróleo (supuesta una idéntica productividad entre ambas máquinas) se habrá hallado una economía. En otras palabras, esta nueva máquina requiere para operar del equivalente a 8 litros de petróleo por mes versus los 50 litros que la antigua máquina requería por dicho lapso. Si tal reemplazo de máquina se justifica por la mayor productividad que puede ser alcanzada con los nuevos insumos, v. gr., 10 trabajadores y una máquina alimentada por 80 kilos de carbón por mes, se comprueba que no se cumple la condición i). Por tanto, las condiciones i) y ii) deben ser satisfechas copulativamente y no alternativamente, si realmente quiere darse cuenta de la eficiencia productiva. Bork, siguiendo los planteamientos de Frank H. Night, realiza una importante precisión acerca de esta eficiencia interna o productiva, en el sentido de que ésta apunta a la maximización de la productividad entendida como “productividad útil o valiosa”.129 En otras palabras, los bienes producidos constituyen productividad útil o valiosa en tanto que correspondan a aquello que los demandantes desean y por lo que pueden pagar, supuesto que en dicha actividad y producción se ha dado cumplimiento al Derecho. La ineficiencia interna es asunto que se hace relevante tanto en la libre competencia o competencia real como en la competencia si128
COOTER, Robert y U LEN, Thomas, Derecho y Economía, p. 25, Fondo de Cultura Económica, México, 1998. 129 BORK, Robert H., The antitrust paradox. A policy at war with itself, p. 105, The Free Press, New York, 1993.
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mulada (cabe recordar que mediante ésta se genera una competencia artificial entre monopolistas naturales regulados). Adicionalmente, el grado de eficiencia interna podría ser útil en el desarrollo de un monopolio de eficiencia, tema este último al cual destinaremos un capítulo de esta obra y también para la determinación de los verdaderos costos de un competidor a efectos de establecer si ha tenido lugar la práctica monopólica denominada precios predatorios. Por último, podría sostenerse que la ineficiencia interna es característica del monopolio abusivo que dilapida recursos productivos destinándolos a preservar su situación de exclusividad por la vía de capturar al regulador o bien por medio de la creación de barreras artificiales de ingreso a su mercado monopolizado o, incluso, en el límite por las ineficiencias que se siguen de la vida tranquila de disfrutar una renta monopólica. F.2. Eficiencia en la asignación de recursos productivos La segunda de estas formas de eficiencia da cuenta de cómo el sistema de precios asigna u ordena el empleo de los recursos productivos disponibles en una nación con el objeto de satisfacer las necesidades de sus habitantes con el menor costo posible. Consecuencialmente, el abuso monopólico distorsiona el sistema de precios al producir un indebido empleo de los recursos productivos disponibles en el país, esto es, una mala asignación de los mismos. Una formulación de esta definición es la que señala que “el término eficiencia denota una asignación de recursos en la cual el valor es maximizado”.130 Esta definición exige desentrañar el significado del término “valor”, el cual a su vez se halla sometido a una compleja polisemia. F.2.1. Acepciones del término valor F.2.1.1. Valor de uso y valor de cambio Una primera acepción de valor es aquella que, en nuestra opinión, correspondía al antiguo valor de uso (cuánto estamos dispuestos a recibir en pago por entregar una cosa que ya se halla en nuestro poder; en otras palabras, cuánto vale una cosa para su poseedor o tenedor) y al denominado valor de cambio (cuánto está dispuesta una persona a pagar por adquirir una cosa). De esta forma, el valor de cambio corresponde a un valor medido o mensurable en un mercado, sea éste 130
POSNER, Richard A., Economic analysis of law, Part I, Chapter I, p. 13, Little, Brown & Company, 4th edition, Boston, Toronto, London, 1992.
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explícito o implícito. Ciertamente que, por regla general, ha de haber una cierta correlación entre ambos tipos de valor, puesto que el valor de cambio de un bien deberá descansar sobre un cierto valor de uso del mismo y la posibilidad de intercambiarlo. F.2.1.2. Valor en función del riesgo Una segunda acepción de valor es aquella que da cuenta de un beneficio o costo incierto y, por tanto, se halla asociada al riesgo. F.2.1.3. Valor en el sistema utilitarista Una tercera acepción de valor es la que alude a la noción de “utilidad”, según fuera desarrollada por el sistema filosófico utilitarista. La moral utilitarista, elaborada por Bentham,131 fue refinada por John Stuart Mill en su obra El utilitarismo (1863), quien señaló en la misma: “El credo que acepta, como fundamento de la moral, la utilidad o el principio de la mayor felicidad, mantiene que las acciones son correctas (right) en la medida que tienden a promover la felicidad, incorrectas (wrong) en cuanto tienden a producir lo contrario a la felicidad. Por felicidad se entiende el placer o la ausencia de dolor; por infelicidad, el dolor y la falta de placer”.132 El error fundamental del sistema utilitario no radica en declarar legítimo el bienestar o en reconocer que éste mueve a las personas, sino que en declararlo justificación y regla de la moralidad y juridicidad de las acciones humanas. En efecto, existen actos evidentemente
131 BENTHAM, Jeremías, Tratados de legislación civil y penal, tomo I, capítulo I, pp. 4, 5 y 6, Imprenta de D. Pedro Beaume, Burdeos, 1829. Afirma el fundador del utilitarismo: “La naturaleza ha puesto al hombre bajo el imperio del placer y del dolor: a ellos debemos todas nuestras ideas, de ellos nos vienen todos nuestros juicios y todas las determinaciones de nuestra vida. (...) Soy partidario del principio de la utilidad cuando mido mi aprobación o desaprobación de un acto privado o público, por su tendencia a producir penas o placeres: cuando me sirvo de las voces justo, injusto, moral, inmoral, bueno, malo, como de términos colectivos que espresan ideas de ciertas penas y de ciertos placeres, sin darles otro algún sentido; bien entendido que tomo estas palabras, pena y placer, en su significación vulgar, sin inventar definiciones arbitrarias para escluir ciertos placeres, o para negar ciertas penas. (...) Para el partidario del principio de la utilidad, la virtud no es un bien, sino porque produce los placeres que se derivan de ella; y el vicio no es un mal, sino por las penas que son consecuencia de él. El bien moral no es bien, sino por su tendencia a producir bienes físicos; y el mal moral no es mal, sino por su tendencia a producir males físicos...”. 132 La cita transcrita se encuentra en STUART MILL, John, El utilitarismo, pp. 45-46, Ediciones Altaya S.A., Barcelona, 1997. Para un completo estudio del utilitarismo inglés, véase FRAILE, Guillermo y URDANOZ, Teófilo, Historia de la filosofía, tomo V, cap. VI, pp. 223 y ss., BAC, Madrid, 1975.
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buenos que provocan sufrimiento, v. gr., un tacaño que se ve obligado a pagar una deuda pecuniaria cumple con la justicia y ello, sin duda, le produce sufrimiento, con lo cual la satisfacción de esa deuda resulta contraria a la moral utilitaria, pero se halla acorde con la justicia. Podrá un utilitarista contraargumentar que el tacaño preferirá pagar sus deudas para asegurarse de que le paguen a él sus propios deudores. Sin embargo, ello dependerá de cada caso: si el tacaño debe más dinero del que le deben a él, ciertamente preferirá no pagar nada y el hecho de pagar le causará un displacer que convertirá inmediatamente ese acto de pago, bajo la lógica utilitarista, en un acto injusto. Lo mismo acontece con quien causa una importante estafa para procurarse fortuna y disfrutar de una vida placentera y acomodada; esa acción resultaría justificada para la moral utilitaria, aun cuando quebrantara la justicia, puesto que el placer y la ausencia de sufrimiento son el fin que justifica cualquier acción humana bajo el sistema utilitarista. Se podría contraargumentar, bajo las premisas de este sistema, que las penas impuestas por la ley disuadirán al tacaño a pagar sus deudas y al potencial estafador a no estafar y por ello no ocurrirá lo señalado. Tal argumentación, sin embargo, parece llamar a dos interrogantes: ¿con qué autoridad el legislador muda la moralidad de actos que, de no mediar una pena impuesta por aquél, serían perfectamente lícitos bajo la óptica utilitaria?, ¿quién es el legislador para interponerse entre los ciudadanos y su felicidad concebida como placer y bienestar por el sistema utilitario? y ¿cómo han de graduarse las penas para que la intensidad de éstas supere los estadios subjetivos de placer de cada individuo? Respecto de este último caso, tal vez el tacaño requiera de penas horrendas e irracionales que sean capaces de neutralizar totalmente el oscuro placer que le produce atesorar bienes y dinero, incluso a costa de no satisfacer sus deudas. Ello nos conduce a que la utilidad es una experiencia eminentemente subjetiva y, por tanto, la moral utilitarista forzosamente deviene en un relativismo insondable,133 con lo cual ésta pierde toda conexión objetiva con la Justicia y el Derecho. De allí que el deber, el Derecho y la Justicia quedan vaciados de contenido en un sistema utilitario, puesto que sólo son voces que sirven para dar cuenta del placer o del dolor.134
133 En relación con las contradicciones filosóficas del relativismo, véase MILLÁN PUELLES, Antonio, Ética y realismo, cap. II, pp. 42-67, Ediciones Rialp, Madrid, 1999. 134 Es del caso observar que el utilitarismo ha pretendido vaciar de contenido la Justicia por la vía de formularla como un sentimiento (por tanto variable e impredecible), identificarla con la venganza y, lo que es más grave, sumergirla en el subjetivismo al estar en función de la utilidad individual o social (la utilidad de cada cual o de cada sociedad es inconmensurable). Sobre el particular es ilustrativo el cap. V deno-
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Un intento de escapar del subjetivismo al que conduce la noción de utilidad y que impide toda comparación interpersonal, fue el emprendido por Wilfredo Pareto al diseñar las nociones de “óptimo de Pareto” y “Pareto superior” –que serán explicadas al ocuparnos del análisis económico del Derecho–, que más tarde serían aprovechadas para dar los fundamentos de la eficiencia económica. No obstante lo expuesto, el sistema utilitarista ha buscado explicación a la intervención de la autoridad pública y la ha hecho radicar en la utilidad general. Esta utilidad general no tiene correspondencia alguna con la noción de bien común político desarrollada por los clásicos y formulada en nuestra Constitución Política de la República, por las siguientes razones: i) La noción de utilidad general recibe las mismas críticas que la noción de utilidad individual: sólo lo útil, entendido como placeres y bienestar y ausencia de dolor, es causa de lo honesto y lo justo. ii) La noción de utilidad general conduce a la anarquía puesto que es imposible determinar si lo que es placentero para uno, lo es para los demás y en qué grado. ¿Cómo puede cuantificarse y hacerse comparable el placer que un bien particular provoca a dos individuos? Esa indeterminación es gravísima atendido que la utilidad general queda establecida sólo por el sumo placer o bienestar de todos o, en su defecto, de la mayoría de los ciudadanos. Así, desaparecen los parámetros que dan contenido a la utilidad general, quedando ello al arbitrio de la autoridad pública de turno, la que podría conferir el carácter de justo y necesario a la luz de la utilidad general a un acto deleznable, en tanto que la víctima del mismo sea un solo individuo o una minoría y supuesto que tal trato inhumano cause placer a la mayoría. Se ha intentado solucionar esta aporía por la vía de plantear el sufragio universal y el igualitarismo en los ingresos económicos; ambas supuestas soluciones fallan porque tales parámetros tampoco revelan los mayores grados de utilidad, simplemente ocultan el problema. iii) La utilidad general no resuelve el conflicto entre el placer de un individuo y la desgracia de otro, cuando aquél descansa sobre ésta. Así, la única fórmula de solución sería intentar aritmetizar el placer y las penas, según sugería Bentham, e intentar luego el ejercicio de buscar qué fórmula confiere un mayor quantum de placer al mayor número de ciudadanos (el mayor placer para el mayor número). Conviene advertir que ciertos utilitaristas exigen que la
minado “Sobre las conexiones entre Justicia y utilidad”, en STUART MILL, John, El utilitarismo, pp. 100-133, Ediciones Altaya S.A., Barcelona, 1997.
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fórmula del mayor placer para el mayor número debe incluir a todo ente sensible –no sólo seres humanos–, lo cual importa incluir a todos los animales irracionales y a todos los vegetales. Aun cuando dicha fórmula se aplique sólo a animales racionales puede suponer mayores dificultades como qué acontece cuando la decisión en análisis es intergeneracional, pudiendo afectar a otras personas que actualmente no existen o que aún no pueden manifestar su voluntad y cuya utilidad puede entrar en conflicto con la de los actualmente existentes y capacitados para expresar sus preferencias. Así, si se emplease como norte de la eficiencia paretiana la utilidad desarrollada por el utilitarismo se podría llegar a conclusiones según las cuales habría que imponer transacciones destinadas a maximizar la “utilidad” de algún miembro de la sociedad con mayor capacidad de placer, en desmedro de otro ciudadano con escasa capacidad de placer. Así, llegaríamos a un igualitarismo en la satisfacción del placer que causan los bienes distribuibles y que no necesariamente coincide con un igualitarismo en la posesión de bienes, v. gr., el placer que causa a un indigente disfrutar de una casa, probablemente superará el que experimenta el dueño originario de la misma, quien además habrá trabajado duro para conseguirla (esto último disminuye el placer, puesto que el trabajo por el esfuerzo que supone es una penalidad). Sin embargo, todos los placeres merman a medida que se incrementan las respectivas dosis de los mismos,135 de modo tal que cuando el indigente se acostumbre al uso de la casa, deberá forzarse una operación mediante la cual la casa será entregada a otro indigente, con lo cual se asegurará que los bienes externos actualmente existentes en la sociedad rindan el máximo placer posible en términos globales o agregados. Nótese que así los bienes externos deberán estar continuamente rotando a fin de asegurar la maximización del placer por la vía de precaver su decaimiento. En cuanto a los bienes internos y a los bienes externos intangibles pueden producirse situaciones muy complejas, si se constata, v. gr., que arruinar el prestigio de un ciudadano envidiado puede producir un placer masivo; en tal evento, debiendo la autoridad pública alcanzar la máxima utilidad pública, debería no sólo autorizar sino que promover el desprestigio del ciudadano envidiado.
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Recuérdese que la pendiente negativa de la curva de la demanda se explica por el denominado “excedente del consumidor”, el cual se define respecto de cada unidad consumida como la diferencia entre el precio de mercado y el precio máximo que el consumidor estaría dispuesto a pagar para obtener esta unidad.
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Los neoutilitaristas han tratado de dar respuesta a estas objeciones bajo la premisa de que la aprobación de ciertas reglas generales que confieran derechos o garantías básicas a todos los ciudadanos evitarían la anarquía y los abusos contra la minoría por parte de la mayoría. Fundan los neoutilitaristas lo anterior en “nuestra creencia de que la mayoría de los ciudadanos serán más felices en el largo plazo viviendo en una sociedad en la cual existen tales derechos o garantías”.136 Creemos que lo anterior es una mala solución desde la perspectiva del propio sistema utilitarista porque: i) Se funda en una creencia y no en la utilidad pública, entendida ésta como el máximo placer para el mayor número; si se afirmara que no es una creencia, entonces debería ser demostrada como causa del placer para el mayor número y ése sería el fundamento para imponer dicha solución (nótese, sin embargo, que bajo las directivas utilitaristas no se trata de la aprobación de la mayoría de los ciudadanos, por la diversa capacidad de placer que pueden exhibir éstos, sino que se trata del mayor placer para el mayor número). Atendido que tal creencia se trata de una suposición carente de demostración, no sólo no aporta nada, sino que contraviene los propios principios utilitaristas; ii) No explica por qué ha de buscarse la felicidad en el largo plazo, sacrificándose eventualmente la del corto plazo; ello puede ser inaceptable en una sociedad en la cual, por ejemplo, la mayoría de los ciudadanos se encuentra próxima a la vejez y desprecia la utilidad de las generaciones venideras, y iii) Nociones como felicidad, bien social, bienestar, miseria, no pueden ser leídas como generalmente se las entiende, sino que han de ser redefinidas por los parámetros utilitarios a fin de que aparezca lo que de verdad es el utilitarismo (aspecto este último en que flaquean Murphy y Coleman). F.2.1.4. Valor en el sistema de análisis económico del derecho A continuación analizaremos la eficiencia en la asignación de los recursos productivos, bajo los prismas de la optimalidad u óptimo de Pareto, el Pareto superior y el Pareto superior potencial o paradigma de Kaldor-Hicks.
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MURPHY, Jeffrie G. y COLEMAN , Jules L., Philosophy of law, p. 74, Westview Press, Boulder, San Francisco and London, 1990.
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F.2.2. Óptimo de Pareto y Pareto superior Generalmente, la optimalidad de Pareto ha sido definida como un estado o situación en el cual no tendría cabida reorganización alguna de los factores productivos o de las formas de productividad que aumentara la utilidad o satisfacción de un individuo sin reducir la de algún otro. Otra fórmula para describir el óptimo de Pareto es decir que una situación corresponde a tal óptimo en la medida que, dadas determinadas restricciones de recursos y tecnologías, no es posible mejorar el bienestar de todos los miembros de una sociedad sin empeorar el de alguno de tales miembros. Se ha dicho que la optimalidad de Pareto tiene lugar en un escenario de competencia perfecta,137 el cual, según hemos explicado, es de escasísima ocurrencia en la realidad. Por contraste, una situación es calificada de Pareto superior (Ps) a otra –que es denominada Pareto inferior (Pi)– si y sólo si nadie está peor en Ps en comparación con Pi y al menos una persona está mejor en Ps en comparación con Pi. F.2.3. Pareto superior potencial (Kaldor-Hicks) La escasa aplicación de las nociones paretianas (optimalidad y superioridad), puesto que éstas presuponen la ausencia de perdedores, ha llevado a los economistas a buscar otra fórmula de eficiencia más operativa, dando así con la noción de maximización de riqueza de Kaldor-Hicks. Esta más operativa conceptualización de la eficiencia es también denominada “Pareto superior potencial”, puesto que permite que los maximizadores de riqueza en una transacción puedan compensar a quienes sufran detrimento como consecuencia de la misma, independiente de si efectivamente realicen tal compensación o no. Si la compensación se verifica, se tratará de un Pareto superior y si no se verifica se tratará de un Pareto superior potencial. El que no tenga lugar la compensación puede tener dos causas: i) El perdedor no merece una compensación, v. gr., si un monopolista que percibía una renta monopólica a través de un cartel es descubierto y este cartel es demantelado por el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia, aquel monopolista carecerá de de137
Una formulación de este principio es la de VICKERS, John, Concepts of competition, p. 1, Oxford Economic Papers Nº 47, 1995, quien afirma: “...the first fundamental theorem of welfare economics: at ‘competitive equilibrium’ in an economy that has markets for all relevant commodities, and firms and households that treat prices as given, there is Pareto efficiency – that is, resources are allocated in such a way that noone can be made better off without others becoming worse off”.
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recho a reclamar compensación porque ello sería legitimar el injusto monopólico perpetrado, y ii) La existencia de muy altos costos de transacción como consecuencia del desconocimiento de ganadores y perdedores para efectos de aplicar la compensación mencionada. La formulación del Pareto superior potencial se plantea en los siguientes términos: una situación es Kaldor-Hicks eficiente (KHe) respecto de otra situación, Kaldor Hicks ineficiente (KHi), si y sólo si al pasar de KHi a KHe los ganadores pueden compensar a los perdedores, de forma tal que nadie se encuentre peor de lo que estaba en KHi y al menos una persona pueda encontrarse mejor de lo que estaba en KHi. La crítica que suele recibir de los propios economistas la eficiencia Kaldor-Hicks radica en que el incremento de riqueza de un KHe por comparación a un KHi debe ser lo suficientemente importante como para permitir la compensación de aquéllos cuya situación se ha deteriorado. Cuando los economistas comparan una situación de monopolio abusivo contra una de libre competencia, afirman que aquélla es ineficiente en comparación con esta última. Ese diferencial de eficiencia corresponde al modelo de Kaldor Hicks y no de Pareto, puesto que el monopolista está en una peor situación bajo un escenario de competencia que bajo un escenario de monopolio puro abusivo. En otras palabras, el escenario de libre competencia no puede corresponder a un Pareto superior, puesto que la situación del monopolista se ha deteriorado; sin embargo, aquel escenario de libre competencia sí corresponde a un KHe, puesto que si bien el monopolista está peor, cabría la posibilidad de compensación, aunque en este caso es improcedente, pues ha mediado un delito monopólico, según se explicará en el capítulo pertinente. De lo expuesto resulta que la noción de eficiencia económica paretiana antes expuesta se nutre del término valor, debiendo asignarse a éste algunas de las acepciones vistas. Parece razonable considerar la noción de valor de cambio, aun cuando retocada por la disposición a pagar antes que el precio pagado,138 puesto que ello sí que es mensurable, por oposición a la noción utilitarista de valor. Así, la eficiencia económica paretiana atiende a una real capacidad y disposición a pa138
Es preciso advertir que la noción de valor empleada por los economistas es no lo que se está dispuesto a pagar por un bien (precio de mercado), sino más bien lo que se estaría dispuesto a pagar por aquél (curva de la demanda); así, se explicaría que el ocio es parte de la riqueza, aunque formalmente no se comercialice. Confrontar POSNER, Richard A., Economic analysis of law, Part I, Chapter I, p. 16, y Part II, Chapter 8, p. 264, Little, Brown & Company, 4th edition, Boston, Toronto, London, 1992.
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gar, en tanto que el sistema utilitarista contempla no sólo la capacidad y disposición a pagar sino que también el placer que produce obtener algo aun cuando no se disponga de medios para pagar ese algo. En otras palabras, la maximización de riqueza no es equivalente a la maximización de felicidad, entendido este último término en su limitada dimensión utilitarista. De allí que el sistema utilitarista no pueda excluir la estafa como una alternativa redistributiva; se argumentará por parte de los utilitarios que admitir la estafa podría disminuir el placer o utilidad general, pero ello resulta discutible, puesto que pueden autorizarse ciertas estafas en forma aislada, en las cuales haya certeza de que el beneficiario de la estafa, v. gr., un hombre de modestos ingresos, disfrutará mucho más con lo obtenido a través de la estafa que la víctima de la misma, v. gr., un hombre extraordinariamente rico. En efecto, tanto la noción de valor de uso como la noción de valor asociada al riesgo, parecen de extraordinaria limitación; por otra parte, la noción utilitaria de valor es inoperante, destruye el orden jurídico y el orden social al hacer imposibles conceptos tan básicos como el deber, el Derecho y la Justicia y, por tanto, significa el fin de la paz social y la total anarquía. A este punto, el problema radica en que la maximización del valor de cambio no parece adecuada para operar por sí sola al margen del Derecho. En efecto, es posible pensar maximizaciones del valor de cambio de a un bien que estén reñidas con la Justicia y el Derecho. Así, el filatelista que contrata a un delincuente para destruir dos de los últimos tres ejemplares de una muy escasa estampilla de Heligoland (hipotéticamente cada ejemplar vale un millón de pesos) a fin de lograr que el ejemplar que él posee pase a ser el único existente en el mundo. Verificado el encargo de destrucción de dos de los tres ejemplares del valioso sello, el valor de cambio del ejemplar único pasa a ser de $ 5 millones, con lo cual éste excede en valor la suma de todos los ejemplares de ese sello postal preexistentes al mencionado proceso de destrucción (3 x $ 1 millón = $ 3 millones). Así, la destrucción de estos dos ejemplares de sellos postales, efectuada por un delincuente contra la voluntad de sus dueños, ha creado riqueza y ha aumentado la eficiencia económica paretiana. Podría alguien preguntarse por qué el filatelista que contrató al delincuente no compró en un millón cada ejemplar a sus legítimos dueños; la respuesta es que éstos no estaban dispuestos a vender ni tampoco a coludirse para distribuir entre sí el incremento de precio experimentado por el ejemplar único, una vez practicada la destrucción de los otros dos ejemplares. La asignación de recursos consistente en contratar al delincuente y que éste empleare determinados medios para la destrucción de los dos ejemplares de la estampilla ha acarreado un incremento de riqueza corres161
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pondiente al Pareto superior potencial (Kaldor-Hicks), puesto que existe la posibilidad de compensar a los perdedores, aun cuando semejante compensación nunca se lleve a cabo. Lo lamentable de esta conducta es que ha resultado de una serie de prácticas injustas, atentatorias contra la propiedad privada de los dueños de los restantes ejemplares filatélicos. Luego, la eficiencia puede estar, bajo determinadas circunstancias, en contradicción con la Justicia y el Derecho. F.2.4. Pareto superior potencial posneriano Los propios economistas son conscientes de las limitaciones de la noción de eficiencia paretiana perfeccionada por Kaldor-Hicks y por ello han constatado que ésta no resulta un criterio adecuado para distinguir lo ético de lo antiético, lo justo de lo injusto o lo socialmente deseable de lo socialmente indeseable.139 En consecuencia, deberá revisarse la viabilidad de que la eficiencia –en la concepción Kaldor Hicks– se comporte como un bien jurídico tutelado, que ha de ser armónico con el orden jurídico existente, particularmente con las garantías constitucionales y con el derecho a desarrollar cualquier actividad económica que no sea contraria a la moral, el orden público y la seguridad nacional. Es en atención a lo expuesto que una porción significativa de los economistas liderados, entre otros autores, por Richard A. Posner, avizorando los horrores totalitarios y anárquicos a que puede conducir la búsqueda de la utilidad pública bajo el signo del sistema utilitarista, prefieren reservar el término eficiencia económica para operaciones voluntarias o consentidas. La voluntariedad de las operaciones ha sido vista como la única fórmula para demostrar que una situación constituye Pareto superior a otra que puede ser calificada de Pareto inferior, puesto que ya es bien sabido que la solución paretiana es más bien aparente que real y que no es posible medir la utilidad directamente.140 Sugieren algunos autores que esta voluntariedad, o consentimiento, sea explícito o implícito, puede ser engarzada en el sistema kantiano, aunque replanteada como autonomía; la diferencia entre voluntariedad y autonomía radica en que la noción de autonomía no 139
POSNER, Richard A., Economic analysis of law, Part I, Chapter I, p. 14, Little, Brown & Company, 4th edition, Boston, Toronto, London, 1992. Afirma este jurista y economista: “Since economics does not answer the question whether the existing distribution of income and wealth is good or bad, just or unjust (although it can tell us a great deal about the costs of altering the existing distribution, as well as about the distributive consequences of various policies), neither does it answer the ultimate question whether an efficient allocation of resources would be socially or ethically desirable”. 140 POSNER, Richard A., The economics of justice, p. 88, Harvard University Press, 1983.
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admite cualquier conducta como lícita, por voluntaria que ésta sea. Así, por ejemplo, un pacto voluntario mediante el cual una persona asume el estado de esclavitud con carácter perpetuo, si bien es voluntario, no parece conciliable con la noción de autonomía kantiana que presupone la dignidad de la persona humana. De allí que el incremento de riqueza alcanzado, en nuestro ejemplo, mediante la destrucción de dos de los tres ejemplares de un sello de Heligoland, debe ser revisado bajo las nuevas premisas desarrolladas por Richard A. Posner. En efecto, bajo el sistema posneriano del análisis económico del Derecho aquella operación ya no es eficiente –aun cuando desde una óptica paretiana o Kaldor-Hicks lo era–, puesto que para alcanzar el mayor precio del ejemplar filatélico único no se contó con el consentimiento de los dueños de las estampillas de Heligoland cuyos ejemplares fueron sustraídos y luego destruidos. En este punto surje una antigua pregunta: ¿qué ocurre en el evento que el principio de la maximización de la riqueza entre en colisión con la voluntariedad de las operaciones (no hablemos aún de autonomía)? Parecería que la respuesta de la Escuela del análisis económico del Derecho es que una adherencia estricta a la autonomía de la persona aplicada con prescindencia de las consideraciones exigidas por el principio de la maximización de la riqueza conduciría a una gran miseria. Así, sostienen destacados representantes de esta línea de pensamiento que el principio de la maximización de la riqueza como norma ética confiere crédito no sólo a la utilidad expresada en términos de riqueza, sino que también al principio de la autonomía formulado bajo los parámetros del consentimiento explícito e implícito.141 De esta forma, esta solución es propuesta como una armonización de los extremos del utilitarismo y de la autonomía propugnada por el kantismo, pero dotada de pragmatismo a través del principio de la maximización de la riqueza. De allí que importantes economistas han planteado el denominado análisis económico del Derecho como un sistema moral alternativo y, por tanto, fuente de una nueva definición del valor para resolver el problema de la eficiencia económica.142 Bajo dicho sistema debe sustituirse la felicidad, en los términos en que la entendía el utilitarismo,
141
POSNER , Richard A., The economics of justice, p. 98, Harvard University Press, 1983. POSNER , Richard A., The economics of justice, p. 66, Harvard University Press, 1983. Afirma dicho autor: “The ethics of wealth maximization can be viewed as a blend of these rival philosophical traditions. Wealth is positively correlated, although imperfectly so, with utility, but the pursuit of wealth, based as it is on the model of the voluntary market transaction, involves greater respect for individual choice than in classical utilitarianism”. 142
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por la maximización de riqueza como criterio rector del análisis económico del Derecho. Paradójicamente, la verdadera protección que otorga el sistema de análisis del Derecho frente a los excesos y arbitrariedades del utilitarismo radica en los límites que entrega un sistema de derechos u orden jurídico y en que las compensaciones deben ser pagadas –aquí radica la mentada voluntariedad–, esto es, las atrocidades deben ser “compradas” a las víctimas.143 Así, la exigencia del consentimiento o voluntariedad en las operaciones maximizadoras de riqueza o eficientes constituiría un freno a los excesos del utilitarismo. Frank H. Easterbrook plantea una visión del Derecho antimonopólico, según la cual éste tiene por objeto preservar la competencia como un instrumento para la creación de eficiencia económica. Destaca quien fuera nuestro maestro en la Universidad de Chicago, que la competencia no puede ser definida como el estado de máxima competitividad, puesto que éste podría ser una fórmula de desintegración bajo la consideración de que la cooperación de hoy acarrea beneficios y competencia el día de mañana; así, postula que la normativa antimonopólica está diseñada para prevenir reducciones en la producción total de un bien y los consiguientes mayores precios del mismo.144 Sin embargo, este sistema planteado por el análisis económico del Derecho queda acotado a transacciones voluntarias y susceptibles de ser aplicadas en un mercado explícito o implícito; lo anterior pone en evidencia que no estamos ni ante un sistema moral ni jurídico. Más aún, este sistema descansa sobre la existencia de un orden jurídico que tutele a las personas; luego, este sistema reenvía la problemática a un orden jurídico vigente –independientemente de si éste es justo o injusto, v. gr., el de la Alemania nazi– para tutelar al individuo y carece de un criterio rector último y propio. La maximización de la riqueza como noción rectora se muestra insuficiente por sí misma por dos consideraciones: i) La ya expuesta, que consiste en un reenvío a un sistema jurídico positivo, que puede eventualmente ser uno que niegue la dignidad de la persona humana y sus derechos fundamentales emanados de la naturaleza humana y, por tanto, anteriores a toda autoridad pública; y 143
POSNER, Richard A., The economics of justice, p. 82, Harvard University Press, 1983. Afirma dicho autor: “But in a system of wealth maximization his activities are circumscribed by the limitations of his wealth, and his victims are protected by the rights system, which forces the monster to pay them whatever compensation they demand”. 144 EASTERBROOK, Frank H., The limits of antitrust, pp. 9 y 20, Occasional Papers from the Law School Nº 21, The University of Chicago, 1985.
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ii) La voluntariedad de las operaciones es inadecuada como criterio rector. Veamos un ejemplo: para futuros vuelos espaciales tripulados de larga duración se requiere experimentar la tolerancia psicológica del ser humano a una serie de situaciones límites (gravedad, aceleración, oxigenación, etc.), experimentos en los cuales, por sus especiales características, no es posible emplear animales y es conocido que el resultado de los mismos será necesariamente de muerte, ¿se pueden contratar en el mercado personas inocentes que, a cambio de fuertes sumas para sus familias, estén dispuestas a sufrir tales experimentos con resultado de muerte? Si la respuesta es negativa, ello demuestra que la voluntariedad no funciona como criterio suficiente para configurar un “sistema moral” como se ha pretendido (a estos efectos asumimos que el sistema jurídico positivo respectivo permite pactos como los del ejemplo). Si la respuesta es afirmativa, ello demuestra que este pretendido sistema moral no ha logrado escapar del nihilismo ético engendrado por el utilitarismo. Se podrá contraargumentar que el ejemplo propuesto no maximiza la riqueza, lo cual puede ser discutido si todas las partes han consentido en el experimento y todos reciben la remuneración esperada: a) los inocentes objeto del experimento dejan importantes sumas a sus familias –éstas exceden la sumatoria de todos los flujos de ingresos futuros de los voluntarios–, y b) los experimentadores logran conocer la tolerancia psicológica del ser humano a las condiciones estudiadas, con lo cual podrán llevar a cabo nuevos viajes espaciales tripulados. Todo sistema moral ha de hacerse cargo tanto de los actos internos como externos del hombre y no sólo de transacciones voluntarias en mercados. Adicionalmente, todo sistema jurídico ha de ocuparse no sólo de las transacciones voluntarias, sino que también de las involuntarias, según enseña Aristóteles.145 Las transacciones involuntarias u obligatorias son muchas y de muy diversa índole, v. gr., pago de los daños causados, pago de los tributos, pago de las cotizaciones de pensiones y accidentes laborales, etc. Sin embargo, subsiste la pregunta de bajo qué circunstancias puede una operación involuntaria incrementar la eficiencia paretiana. Así, el Derecho se ocupa de operaciones involuntarias respecto de las cuales será necesario aclarar si quedan o no alcanzadas por la eficiencia económica y cómo se determina ésta en tales casos. Asumiendo que, por regla general, las operaciones voluntarias son eficientes, sería necesario respecto de las operaciones involuntarias aplicar un
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ARISTÓTELES , Ética nicomaquea, cap. V, 1135b, Gredos, Madrid, 1985.
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procedimiento consistente en simular respecto de éstas la operatoria del mercado. No obstante las falencias de este sistema denominado análisis económico del Derecho, en su versión posneriana, es preciso reconocer su superioridad ante el utilitarismo, en cuanto aquél intenta escapar del subjetivismo y relativismo de este último por la vía de acudir a la noción de riqueza como un parámetro objetivo para valorar operaciones voluntarias de intercambio. F.3. Conclusiones acerca de la eficiencia económica como bien jurídico tutelado Afirma el profesor Ricardo Paredes Molina: “Crecientemente, para no decir consensualmente, los economistas han visto que el objetivo de la legislación antimonopolios debe referirse exclusivamente a la eficiencia económica. En términos técnicos, ello se refiere a maximizar la disposición de bienes o la suma de los excedentes de compradores y vendedores”.146 Sin embargo, tal consenso parece estruturado sobre un concepto equívoco, y difícil de operar, según muestran las diversas concepciones a que ha dado lugar. La eficiencia económica se presenta en dos grandes vertientes: a) aquellas formulaciones que comprenden tanto operaciones voluntarias como involuntarias (utilitarismo clásico, Pareto y Kaldor-Hicks), y b) aquella formulación que sólo trata de las operaciones voluntarias a través del mercado (Posner y la Escuela del análisis económico del Derecho). Analizaremos en ese orden la viabilidad de que tales concepciones de la eficiencia económica puedan ser aceptadas como explicación del bien jurídico tutelado por el Decreto Ley 211: a) Una concepción de la eficiencia económica que prescinde, si las características de la operación lo ameritan, de la libertad de los sujetos en competencia no puede corresponder a la libre competencia, que según demostraremos exige como elemento esencial que los competidores dispongan de algún grado de libertad jurídica en su participación en el proceso competitivo. Podría argumentarse en contrario que una alternativa para encuadrar esta eficiencia económica en nuestro orden jurídico es la rectificación de la misma por el Derecho al subordinarla a las garantías constitucionales. Esta rectificación y subordinación acontecería por el hecho de que al hallarse esta concepción de la eficiencia económica formulada en una norma de rango legal –el Decreto Ley 211– esta úl146 PAREDES MOLINA, Ricardo, “Comentarios al Documento de Trabajo sobre la Enmienda del D.L. Nº 211 (1973)”, p. 87, en Modificación de la Ley de Defensa de la Competencia, PHILIPPI, YRARRÁZAVAL, Pulido & Brunner Ltda., Santiago de Chile, 2002.
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tima forzosamente habría de ajustarse a las garantías constitucionales, de manera tal que por mera aplicación del principio de la jerarquía normativa la eficiencia económica quedaría rectificada por los principios y preceptos de la Constitución Política de la República. Estimamos errónea esta argumentación, a lo menos, por las siguientes razones: i) El Derecho no puede tutelar aquello que le contradice y no procede rectificar lo contradictorio, sino que sólo aquello cuyos límites están desbordados. Las garantías constitucionales contemplan una libertad de trabajo, un derecho para desarrollar actividades económicas, la seguridad de la no discriminación arbitraria en el trato que deben dar el Estado y sus organismos en materia económica, una libertad para adquirir el dominio de cualquier clase de bienes y un derecho de propiedad en sus diversas especies, entre otras. Si alcanzar la eficiencia económica a través de un Pareto superior o un Kaldor-Hicks superior exige operaciones involuntarias que vulneren las mencionadas garantías, tal eficiencia económica será contradictoria con el orden de las garantías constitucionales y, por tanto, no susceptible de rectificación. Si bien consideramos que la libre competencia es generalmente un intrumento para la creación de eficiencia económica y ello es ciertamente deseable, estimamos que la óptica entregada por las fórmulas paretianas y de Kaldor-Hicks es incompleta en cuanto que fracasa al no enmarcarse en el respeto y realización de las garantías constitucionales. Así, ciertas garantías constitucionales no podrán ser vulneradas aunque ello sea eficiente bajo los indicados parámetros, salvo que esa eficiencia en conflicto con tales garantías halle justificación en alguno de los límites constitucionales de la propia garantía supuestamente conculcada. En este último evento no existirá conflicto, puesto que ese límite constitucional demarca la extinción de la garantía a partir del mismo. ii) La libre competencia, según se ha explicado, es ante todo competencia consentida, de allí el adjetivo de “libre” con que continúa calificando nuestro Decreto Ley 211 el bien jurídico cuya misión es tutelar. Ello queda confirmado por el artículo primero, inciso primero de ese cuerpo normativo, que establece: “La presente ley tiene por objeto promover y defender la libre competencia en los mercados”. Por tanto, la supuesta rectificación constitucional de la eficiencia económica es improcedente porque ésta ni siquiera es conciliable con la descripción del bien jurídico tutelado que realiza el propio Decreto Ley 211. En otros términos, el bien jurídico tutelado presupone algún grado de libertad jurídica en los competidores que ofertan y demandan en los mercados. Así, por ejemplo, la com167
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petencia por comparación –ya explicada en esta obra– no guarda relación con el Decreto Ley 211 ni queda alcanzada por este cuerpo normativo. b) Una concepción de la eficiencia económica indudablemente superior a la antes mencionada es la desarrollada por la Escuela del análisis económico del Derecho, que no es más que –en su mejor fórmula, la posneriana– maximización de riqueza en forma voluntaria. Tal como advertíamos, la fórmula posneriana, aunque superior, es todavía insuficiente, habida consideración de los límites de las operaciones voluntarias, según los cuales no toda operación voluntaria creadora de riqueza es lícita y, por tanto, puede ser constitutiva de un bien jurídico tutelado. Un ejemplo de ello es que muchos derechos no son comerciables en su sentido más radical, v. gr., derechos políticos de voto, y aun cuando su comercialización podría crear riqueza para vendedores y compradores de los mismos, la operatoria de un mercado al efecto se halla prohibida.147 Luego, no basta el consentimiento y la consiguiente creación de riqueza para configurar el bien jurídico tutelado, sino que, como explicábamos, se hace necesario un reenvío a un sistema jurídico positivo. A su vez, este sistema jurídico positivo puede ser insuficiente desde la perspectiva de la justicia en la protección de los derechos fundamentales de la persona humana, lo cual demuestra la fragilidad de la elaboración posneriana. Atendida la formulación posneriana, deberíamos acudir a la propia libertad de competencia, según la cual espontáneamente los competidores buscarán maximizar su propio beneficio. En consecuencia, estimamos que luego del largo camino emprendido por el utilitarismo clásico y seguido por el neoutilitarismo en su versión más moderna, vuelve a emerger la misma y antigua realidad, aunque bajo otros nombres. Planteamos, entonces, que hemos retornado, de la mano de la Escuela del análisis económico del Derecho, a una libertad –no siempre claramente formulada bajo la controvertida voluntariedad posneriana– para competir en los mercados y, ciertamente, no se compite en el desarrollo de actividades económicas con el ánimo de perder riqueza, sino que con la finalidad de preservarla e incrementarla. De allí que esta concepción posneriana, aunque incompleta y falente, será necesario reconducirla a aquella familia de concepciones del bien jurídico tutelado libre competencia que engarzan con diversas formas
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Sobre las diversas fundamentaciones de la indisponibilidad de esta clase de derechos, a pesar de su aptitud para crear riqueza, de ser aceptada su comerciabilidad, véase OKUN, Arthur M., Equality and efficiency, pp. 9 y ss., The Brookings Institution, Washington, D. C., 1975.
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de libertad y que analizaremos al exponer nuestra visión sobre este tema. Si bien es cierto que una de las más importantes funciones que desempeña la libre competencia es la de aportar una eficiente asignación de los recursos productivos, ello no significa que tal eficiencia sea el único criterio rector o que dota de contenido a este bien jurídico tutelado, puesto que tal eficiencia ha de ajustarse y someterse a un orden jurídico. Tal sumisión en muchos casos no será pacífica, puesto que lo eficiente será contradictorio con la justicia, según quedó demostrado por el ejemplo del filatelista que era eficiente bajo Pareto y Kaldor-Hicks. De allí que no puede afirmarse que la libre competencia sea una noción que necesariamente se corresponde con la eficiencia paretiana o la eficiencia en la fórmula de Kaldor-Hicks o en la concepción de Richard A. Posner, sin perjuicio de que, en muchos casos, coincidan. Creemos que esta visión posneriana tiene el indudable mérito de ocuparse de la mejor asignación de los recursos, pero tiene el gravísimo defecto de agotarse en ello, ignorando que puede haber eficiencia económica y faltar libertad política y faltar justicia en tal escenario de eficiencia. Esta visión adolece del defecto de atender a una sola de las funciones que desempeña la libre competencia, relegando al olvido las restantes, que son de orden moral, político y jurídico, según explicaremos más adelante. En términos prácticos no puede atenderse a la mera suma de los excedentes sin preguntarse si éstos se hallan debidamente radicados en quienes deben encontrarse radicados –esto es, según corresponda con arreglo a Derecho y a la Justicia– o no. Así, quien ha sido víctima de un hurto y posterior destrucción de su propiedad, según ocurrió en el ejemplo del filatelista, tiene el derecho a ser compensado, puesto que ha sufrido un detrimento ilícito en su patrimonio. Se podría contraargumentar que tal compensación tendrá lugar y los costos respectivos asumidos, pero que en el “agregado” se generó más riqueza y, por tanto, la sociedad civil está mejor. La pregunta a formularse es si debe la legislación antimonopólica tolerar prácticas injustas, que más tarde serán eventualmente reparadas o indemnizadas. Así, la eficiencia económica no puede ser dejada de lado; es indispensable para la satisfacción de las múltiples necesidades que experimentamos los seres humanos, pero debe ser rectificada u ordenada hacia un fin: el bien común político, el cual tiene componentes morales, intelectuales y materiales en atención a que el hombre es un compuesto de alma y cuerpo. La primera exigencia del bien común político en su dimensión jurídica es dar cumplimiento a las prescripciones de la justicia –entre las cuales se halla el respeto a los derechos funda169
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mentales del hombre más allá de cualquier pacto social o consideración positivista. Así, la eficiencia económica será, generalmente, el resultado de la libertad de competencia, bien este último que se halla ordenado al bien común jurídico en tanto permite la formación del justo precio y el adecuado funcionamiento de los mercados. Esta ordenación al bien común político no constituye una aniquilación o minusvaloración de la eficiencia económica, sino que antes bien una reformulación de la eficiencia económica como una consecuencia general –aunque no necesaria– de la libertad de competencia, siendo esta última una exigencia del propio bien común político. Por ello la Constitución Política de la República garantiza el derecho a desarrollar actividades económicas que no sean contrarias a la moral, al orden público y a la seguridad nacional, en tanto que la moral exige el desarrollo de tales actividades como necesarias al desarrollo del bien individual y, por tanto, del bien común nacional. Así, la eficiencia económica no debe ser transformada en un “eficientismo económico”, lo cual acontece cuando aquélla es defendida por sí misma, con independencia de la libertad para competir, al margen de todo derecho y con prescindencia de toda consideración moral y jurídica. Una visión de la libre competencia como medio para alcanzar la eficiencia económica, aunque carente de matices en el sentido de destacar que, por regla general, se verifica tal correlación entre libertad de competencia y eficiencia económica, es la entregada por el acusador antimonopólico. Observa el Fiscal Nacional Económico en uno de sus informes: “El sentido final de la libre competencia, como bien jurídico protegido, no radica tanto en sí misma cuanto en su carácter de medio para lograr el bienestar de la comunidad en general, mediante el acceso de ésta, al menor costo posible, a servicios de mayor calidad que le puedan ser ofrecidos por los distintos agentes económicos, para la satisfacción de sus múltiples necesidades”.148 Conviene también advertir que si bien, por regla general, la libre competencia es el medio más idóneo para la promoción de la eficiencia productiva, ello no siempre acontece. Así, existen formas de competencia imperfecta e, incluso, de monopolio puro que, en consideración a economías de escala o economías de ámbito, resultan más eficaces en términos de productividad que la aplicación de la libre competencia.
148 Ordinario Nº 316, emitido por el Fiscal Nacional Económico a la H. Comisión Resolutiva (antecesora del Tribunal de Defensa de la Libre Competencia) con fecha 19 de julio de 2002, sec. VI, 1, pp. 4 y 5.
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G. FORMACIÓN DE LOS PRECIOS MEDIANTE EL LIBRE JUEGO DE LA OFERTA Y LA DEMANDA
Esta visión del bien jurídico protegido libre competencia, según la cual ésta es conceptualizada como la libre formación de precios mediante el juego de la oferta y la demanda, tiene la virtud de encontrar fácil aceptación en el ámbito económico. En efecto, la libre competencia descansa sobre la ley económica de la oferta y la demanda que postula una mutua dependencia entre el valor de los bienes económicos –necesariamente escasos para calificar como tales– y la demanda que por ellos existe en cada instante. Esta ley de la oferta y la demanda es inexorable, esto es, no admite excepción como sí acontece con las leyes morales y jurídicas; sin embargo, tal inexorabilidad no impide que los oferentes y demandantes actúen libremente y resuelvan si demandan u ofertan un determinado bien económico. Si tal libertad fuese inexistente no tendría sentido la publicidad, que no es sino un medio para incrementar la demanda por un determinado producto, y lo que es más grave, no tendría sentido la existencia de un Derecho antimonopólico, cuya eminente finalidad es disuadir a los oferentes y demandantes de la realización de prácticas conculcatorias de la libre competencia. En nuestra opinión, esta fórmula para describir la libre competencia contiene una referencia indebida a la formación de los precios, lo cual acarrea gravísimas consecuencias desde una óptica operativa, según demostraremos. G.1. La noción de precio ante la Economía y ante el Derecho Creemos que la aceptación de esta fórmula para describir el bien jurídico tutelado arranca no sólo del hecho de que se aluda a esta fundamental ley de la Economía, sino que también de la circunstancia de que los economistas, por razones históricas, suelen emplear la expresión “precios” para aludir a todas las operaciones económicas, sin distinción de si intervienen en éstas prestaciones dinerarias o no. Con todo, ello no es pacífico entre los grandes economistas; así, por ejemplo, John Stuart Mill afirma que: “Las palabras ‘valor’ y ‘precio’ fueron empleadas como sinónimos por los primeros economistas políticos y no fueron siempre adecuadamente discriminadas, ni siquiera por Ricardo. Sin embargo, los más rigurosos escritores modernos, a fin de evitar el inútil desgaste de dos buenos términos científicos para una misma idea, han empleado ‘precio’ para expresar el valor de una cosa en relación al dinero, la cantidad de dinero por la cual se efectuará el cambio; en tanto que por ‘valor’, o valor de cambio de una cosa (nosotros debemos entender) 171
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su poder general de compra; la orden que su posesión confiere sobre bienes adquiribles en general”.149 Lamentablemente, el intento clarificador de Stuart Mill tampoco ha alcanzado universalidad en la ciencia económica. Mientras este autor utilitarista vincula el precio al dinero, otros economistas han conferido a este término una aplicación más elástica, hasta el punto de que la noción de precio no sólo se emplea en intercambios en los cuales interviene un pago consistente en dinero, sino que se extiende por analogía a operaciones en las cuales no existen obligaciones de contenido dinerario, pero existe un valor de cambio implícito susceptible de ser mensurado dinerariamente.150 Es más, muchos economistas emplean la expresión “precios sombra” (shadow prices) para referirse a los precios implícitos en las operaciones no pecuniarias. En otras palabras, en atención a que la Economía versa sobre bienes cuyo valor es susceptible de medición pecuniaria, es que para muchos autores resulta aceptable hablar del “precio” de una operación, aun cuando en ésta no intervenga dinero. Así tales autores han creado el distingo entre “precio absoluto” y “precio relativo”. El precio absoluto de una mercancía es aquel que se expresa en términos de un cierto número de unidades monetarias. A diferencia, el precio relativo es aquel que da cuenta de la relación de cambio de un bien por otro y es igual a la razón de los precios absolutos entre ambos bienes. Para aquellos economistas que reservan el empleo de la expresión “precio” exclusivamente para describir operaciones en las cuales interviene dinero, esta formulación también deviene vaga y confusa. En efecto, según veremos en el capítulo siguiente, la noción de dinero desarrollada por la Economía reconoce multitud de formas que van desde las especies monetarias, las monedas divisionarias y el billete hasta las transferencias electrónicas; lo anterior se explica porque la noción de dinero, en su acepción económica, es amplísima, puesto que comprende virtualmente todo medio de cambio de común aceptación, que reúna la potencialidad de desempeñar las clásicas funciones económicas del dinero que fueron señaladas por Aristóteles.
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STUART MILL, John, Principios de economía política, vol. III, cap. I, sec. 2ª, Fondo de Cultura Económica, México, 1985. Respecto del alcance conferido al término “valor”, puede verse RICARDO, David, Principles of political economy and taxation, pp. 17-44, Prometheus Books, New York, 1996. 150 SHIM, Jae K. & SIEGEL, Joel G., Dictionary of economics, p. 275, John Wiley & Sons, Inc., New York, 1995; “Price: (1) Exchange value of a good or service”.
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Recuérdese que, adicionalmente al valor de cambio, existe el valor de uso, que atiende a la utilidad de un bien para quien lo usa y que puede diferir del valor del cambio.151 De lo expuesto se sigue que aludir a la libre formación de los “precios”, desde una óptica económica, es una noción equívoca que puede prestarse a confusiones al momento de ser empleada por magistrados, juristas y economistas en la resolución de controversias antimonopólicas. En efecto, las consecuencias de una aplicación rigurosa del término precio –al modo planteado por Stuart Mill– son completamente diversas de las que se siguen de un empleo de dicho término en sentido lato. Desafortunadamente, ocurre lo mismo –y tal vez con mayor intensidad– con el concepto de precio, según lo emplean los juristas. La definición de precio tampoco es una sola y unívoca, sino que se halla formulada de manera particular con motivo de diversas formas contractuales y, a veces, en términos contradictorios. Así, por ejemplo, acontece con la formulación del “precio” contenida en la definición del contrato de compraventa. Reza dicha definición: “La compraventa es un contrato en que una de las partes se obliga a dar una cosa y la otra a pagarla en dinero. Aquélla se dice vender y ésta comprar. El dinero que el comprador da por la cosa vendida, se llama precio”.152 Según lo precisa el art. 1794 del Código Civil, la parte principal del valor debe estar conformada por dinero, en tanto que la parte menor o secundaria del precio puede estar constituida por cualquier bien no dinerario. Tal conceptualización del precio en la compraventa es discordante con la definición de precio contemplada en el arrendamiento, según veremos. En relación con el arrendamiento, el legislador civil prescribe: “El precio puede consistir ya en dinero, ya en frutos naturales de la cosa arrendada”...153 La discordancia mencionada consiste en que mientras en la compraventa la parte principal del valor debe estar constituida por dinero y la parte secundaria del valor puede estar conformada por cualquier bien diferente del dinero –v. gr., una escultura–, en el contrato de arrendamiento el precio sólo puede consistir en dinero o en los frutos naturales de la cosa arrendada. Luego, mientras en la compraventa es de la esencia del precio que la mayor parte del valor de éste se halle conformado por dinero, en el contrato de arrendamien-
151
JEVONS, W. Stanley, Nociones de economía política, cap. XI, pp. 134 y ss., D. Appleton y Compañía, Nueva York, 1887. 152 Código Civil, Libro Cuarto, Tít. XXIII, art. 1793. 153 Código Civil, Libro Cuarto, Tít. XXVI, art. 1917, inciso primero.
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to el precio puede estar configurado en su integridad por bienes diversos del dinero: los frutos naturales de la cosa arrendada. Luego, tales nociones de precio no tienen nada en común, salvo su carácter de medida del valor del bien entregado en propiedad o en arrendamiento. La confusión podría ser mayor aún si se analiza la permutación o cambio, definida como un contrato en que las partes se obligan mutuamente a dar una especie o cuerpo cierto por otro, respecto del cual se preceptúa: “...cada permutante será considerado como vendedor de la cosa que da, y el justo precio de ella a la fecha del contrato se mirará como el precio que paga por lo que recibe en cambio”.154 En relación con la permutación, el legislador civil, para efectos de hacer operativa la institución de la lesión enorme, introdujo la prescripción de que “será considerado como vendedor” y “se mirará como precio”..., lo que ciertamente confirma que no se trata realmente ni de un vendedor ni de un precio al emplearse la expresión adverbial “como”, que denota semejanza y no identidad. Refuerzan tal lectura las expresiones “considerado” y “se mirará”, que ratifica que en naturaleza no corresponden ni a un vendedor ni a un precio. Esta duda de si había precio –entendiendo que éste debe consistir en una suma de dinero– en la permutación ya se había disputado con ardor en el Derecho romano, entre Sabino y Casio por una parte, quienes manifestaban que sí había precio en el cambio o permuta y Próculo, por la otra, quien rechazaba tal posibilidad. La disputa se resolvió claramente a favor de Próculo, según nos informa Justiniano: “[los partidarios de Próculo] juzgaban que una cosa era el cambio y otra la venta; pues si no, no se podría distinguir en el cambio cuál sería la cosa vendida, y cuál la dada en precio; porque considerar cada una de ellas como si a un tiempo fuesen cosa vendida y el precio es lo que la razón no podría admitir. Esta opinión de Próculo, que juzgaba que el cambio es un contrato particular, distinto de la venta, ha prevalecido con razón, fundada en otros versos de Homero y en más sólidas razones”.155 Adicionalmente, cabe observar que multitud de contratos nominados no contemplan prestaciones cuyos objetos puedan ser calificados de “precios” en un sentido jurídico. Así, por ejemplo, los aportes en el contrato de sociedad pueden consistir en dinero o efectos, industria, servicio o trabajo apreciable en dinero. No obstante la exigencia de apreciabilidad en dinero, tales aportes no se denominan ni son
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Código Civil, Libro Cuarto, Tít. XXIV, arts. 1897 y 1900 (segunda parte). JUSTINIANO, Instituciones, Libro III, Tít. XXIII, p. 262, Editorial Heliasta, Buenos Aires, 1976. 155
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considerados precio. De lo anterior se sigue que la noción de precio, en un sentido jurídico, no resulta predicable de una significativa cantidad de contratos, sean nominados o innominados; por ello, no cabe afirmar que la noción de precio pueda predicarse de todas las operaciones jurídicas que recaigan sobre bienes exteriores a título lucrativo. De lo expuesto se siguen importantes consecuencias: i) la de que el precio, según se trate de la compraventa o del arrendamiento, por citar algún ejemplo, debe estar constituido por cierta clase de bienes, que no necesariamente se corresponden entre sí en cuanto a la naturaleza de los mismos ni en cuanto a la proporción de los mismos en la conformación del respectivo precio; ii) la de que la noción de precio desde una óptica jurídica no sólo es limitada por el legislador, según se ha explicado, sino que también es, dependiendo del instituto de que se trate, discordante y variable; iii) la mayoría de los contratos nominados no reconocen la noción de precio, entre los objetos de sus prestaciones, y iv) la noción de precio no necesariamente da cuenta de dinero en su acepción jurídica. En síntesis, la noción jurídica de precio presenta las siguientes características: carece de uniformidad en su empleo y contenido, está acotada a cierta categoría de bienes en función del instituto de que se trate y no existe en el Derecho chileno una noción universal de “precio” predicable de todos los contratos conmutativos y aleatorios y, por tanto, no puede aplicarse a la generalidad de las operaciones lucrativas sin generar equívocos. G.2. La noción de dinero ante la Economía y ante el Derecho En las definiciones de “precio” contenidas en los textos jurídicos se alude, como uno de los bienes posibles de integrar tal concepto, al dinero. Revisemos brevemente qué ocurre con la noción de dinero. La Economía confiere gran latitud a la noción de dinero, bastando que cumpla con las funciones que dicha disciplina le asigna y que fueran originariamente formuladas por Aristóteles, hasta que más tarde Karl Menger definiese el dinero como el medio de cambio generalmente aceptado. De allí que el calificativo de dinero fuese asignado a objetos con significativo grado de liquidez, motivo por el cual Machlup emplea la expresión “dineridad” y Hayek propusiese la expresión “circulación monetaria” como una fórmula para mejor explicar que económicamente es dinero aquello que circula como tal.156
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HAYEK, Friedrich A., La desnacionalización del dinero, cap. X, p. 55, Ediciones Folio, Barcelona, 1996.
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Desde la óptica del Derecho chileno sólo es dinero aquello que el legislador señala que es dinero,157 esto es, la unidad monetaria caracterizada como único medio de pago con poder liberatorio y de circulación ilimitada, dotada de curso legal en todo el territorio de la República. En otras palabras, las nociones jurídicas de precio, en cuanto corresponda integrarlas por dinero, serán más o menos amplias, según se emplee en la aplicación de las mismas el concepto económico o el jurídico de dinero. G.3. Interpretaciones equívocas a que da lugar esta concepción de la libre competencia De ser descrita la libre competencia como la libre formación de los precios según el juego de la oferta y la demanda, podrían configurarse las siguientes interpretaciones en torno a dicho bien jurídico tutelado: a) Una interpretación extrema pero literal habría de llevar a que sólo las operaciones en las cuales existan “precios”, según la variedad de nociones entregadas por los textos jurídicos, pueden ser fiscalizadas por el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia. Así, escaparía al conocimiento de este tribunal toda operación en la cual intervenga un contrato nominado que carezca de una prestación cuyo objeto sea calificado por el legislador como precio o un contrato innominado (que al no estar regulado, carecería en principio de “precio”). Adicionalmente, escaparía a la competencia del Tribunal Antimonopólico todo acto jurídico unilateral no consistente en la oferta de pagar un precio y, lo que es más grave, todo hecho jurídico propiamente tal. Debe recordarse que la mayor parte de los atentados a la libre competencia se perpetran mediante hechos jurídicos propiamente tales, esto es, conductas humanas deliberadas carentes de intención de producir efectos jurídicos. b) Otra alternativa, subvariante de la anterior, sería la de que las operaciones en las cuales se emplee la noción jurídica de “precio” y éste se refiera a dinero, utilicen la voz dinero en un sentido económico, con lo cual cabría considerar no sólo la moneda de curso legal, sino también la moneda extranjera, sea o no de libre convertibilidad. Esta última alternativa excluye del ámbito de conocimiento del Tribunal Antimonopólico todas las operaciones mercantiles en las cuales no intervienen precios en un sentido jurídico: contrato nominado que carezca de precio y un contrato innominado que, al no estar regula-
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Decreto Ley 1.123, de 4 de agosto de 1975.
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do, carecería en principio de “precio”, así como todo acto jurídico unilateral no consistente en la oferta de pagar un precio y todo hecho jurídico propiamente tal. La amplitud relativa de esta formulación deriva del hecho de que cuando intervengan precios, que consistan en dinero, éste habrá de ser formulado no sólo en términos jurídicos, sino también económicos. Lamentablemente en ciertos casos no será posible utilizar la noción económica de dinero atendido a que el propio legislador a veces emplea la noción de dinero para aludir específicamente a la unidad monetaria vigente en la nación, impidiendo así una lectura más amplia. Aun así esta lectura de la fórmula en comento para definir la libre competencia debe ser desechada por su estrechez, puesto que cabe pensar operaciones comerciales a título lucrativo donde no aplica ninguna noción ni económica ni jurídica de dinero, ni alguna otra de las nociones jurídicas de precio donde se hace referencia a bienes no dinerarios, como ocurriría, por ejemplo, con una permuta de inmuebles o en aportes de bienes a una sociedad. Conclusiones Estimamos que definir la libre competencia en función de los “precios” daría base a una peligrosa e incompleta visión del bien jurídico tutelado por la legislación antimonopólica. En efecto, creemos necesario evitar una definición del bien jurídico protegido que pueda llegar a ser calificada de equívoca o insuficiente –lo que acontecería tanto desde una óptica económica como jurídica–, con lo que se colocaría al Tribunal Antimonopólico y a la Excma. Corte Suprema –en su calidad de superior jerárquico de aquél– en la incómoda situación de tener que interpretar y discenir entre las alternativas antes expuestas, introduciéndose así entre los competidores una grave incertidumbre jurídica en un asunto de tanta trascendencia. Más aún, lo anterior podría derivar en todo un cuestionamiento del ámbito de conocimiento del Tribunal de Defensa de la Libre Competencia y de la Fiscalía Nacional Económica para analizar determinadas operaciones cuyos alcances son relevantes para la libre competencia, lo cual sería ciertamente grave atendidas las exigencias del principio de la vinculación positiva o de la juridicidad que rige a los organismos antimonopólicos. En síntesis, creemos que una descripción del bien jurídico tutelado libre competencia como la comentada es inadecuada, atendida su alta equivocidad en el orden económico y jurídico, y por ello debe ser desterrada como una alternativa de formulación de aquel bien jurídico.
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H. NUESTRA VISIÓN DEL CONCEPTO DE LIBRE COMPETENCIA Cumple recordar que existen muchas formas de definir, según lo anunciamos en el capítulo de esta obra titulado “Hacia una nueva lectura de la definición nominal de monopolio”. Existen definiciones nominales, que se subdividen en etimológicas y sinonímicas, y definiciones reales, que se subcategorizan en esenciales y descriptivas.158 Mientras la definición real esencial apunta a aquello por lo que una cosa es lo que es, la definición real descriptiva alude a aspectos accidentales, v. gr., propiedades, efectos, relaciones, funciones, etc. Nuestro objetivo es dar una definición real esencial de la libre competencia y luego concentrarnos en una definición real descriptiva, donde ésta sea construida sobre la base de las funciones que la libre competencia desempeña en la sociedad política. Aquí radica el nudo de la controversia: por ejemplo, la definición real esencial fue un atolladero bajo la Sherman Act, puesto que la noción de “restraint of trade”, ya arrastraba una significación preconfigurada bajo el Common Law, con connotaciones muy particulares según lo pone en evidencia la temprana jurisprudencia estadounidense desarrollada a la sombra de la Sherman Act. De allí que nadie se ocupó mayormente de la definición real esencial del bien jurídico tutelado por las legislaciones antimonopólicas, cuya mera formulación literal permanece en la oscuridad, centrándose hasta el día de hoy la discusión en una definición de la libre competencia por las funciones que ésta efectivamente tenía o por las que ideológicamente se le querían asignar. Atendido que la libre competencia desarrolla múltiples funciones para el bien común político, se la ha querido definir por ciertas funciones en desmedro de otras; se ha querido ver en alguna de esas funciones su contenido esencial y, también, se ha olvidado a menudo que estas funciones son interdisciplinarias: políticas, jurídicas y económicas y, por tanto, son refractarias a un análisis unidimensional. Por esto es que una búsqueda de la definición real descriptiva por las funciones ha de comenzar por un estudio de las mismas. H.1. Hacia una definición esencial de libre competencia De lo expuesto con motivo de las diversas concepciones del bien jurídico tutelado por el Decreto Ley 211, aparece que la libre competencia no puede corresponderse con la eficiencia económica, que es una noción que prescinde en su concepción clásica de la libertad y en to-
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BALMES, Jaime, Lógica, cap. III, sec. I, p. 39, Garnier Hermanos, París, 1894.
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das sus concepciones de toda forma de justicia entendida en un sentido objetivo y, por tanto, resulta inadecuada para comprender bienes jurídicos. Lo anterior no es óbice para que, por regla general, la libre competencia cause una eficiente asignación de los recursos económicos en una sociedad dada y en tal sentido muchas de las soluciones que brinda la libre competencia puedan ser analizadas desde la óptica de la eficiencia económica y resultar coherentes con esta última. El bien jurídico libre competencia aunque exhibe una fundamentación constitucional, ello no significa que aquél sea una mera transposición al orden administrativo contravencional de una garantía constitucional y es, precisamente por ello, que manifestábamos en el capítulo pertinente de esta obra que es improcedente identificar la libre competencia con la garantía constitucional consistente en el derecho a desarrollar cualquier actividad económica. En efecto, la libre competencia no se identifica con el derecho a desarrollar actividades económicas, puesto que aquélla es una forma particular de desarrollar actividades económicas: en competencia con otros, esto es, ciñéndose a los intercambios libremente conducidos y que tengan lugar en los mercados, lo cual es ciertamente la modalidad más importante –pero no la única– de desarrollar actividades económicas. La libre competencia tampoco coincide necesariamente con la autonomía privada, puesto que existen competidores que carecen de ella y que también pueden ser afectados en su libertad de competir mercantilmente. No obstante lo anterior, es preciso advertir que, por regla general, se produce dicha coincidencia como natural efecto del principio de subsidiariedad rectamente aplicado. Luego, la libre competencia es un instituto que trasciende la autonomía privada, según ha quedado demostrado. Estimamos que ha de buscarse el género común de la autonomía privada y de la heteronomía pública que conducen a la competencia mercantil. Si bien es preciso observar que, por regla general, la libertad de competir presupone el ejercicio de una autonomía privada previamente reconocida por la Constitución Política de la República, existen situaciones en que tal autonomía privada es inexistente, de lo que se sigue que la libertad de competir mercantilmente consiste más bien en una forma de libertad ciudadana, según explicaremos. En el caso de las personas jurídicas de derecho público que sean competidoras, la determinación de su actividad económica debe realizarse en consonancia y armonía con su propia ley orgánica, que a fin de cuentas es su propio estatuto constitutivo creado y diseñado para la satisfacción de una necesidad pública. Tal exigencia sustrae a estas personas de derecho público del mundo de la autonomía privada, pero las deja todavía como acreedoras de una libertas en el proceso competitivo. Así, en ambos casos, en el del com179
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petidor que determina por sí las actividades económicas competenciales que emprende, como en el del competidor que determina por intervención de otro, legítimamente facultado para ello, las fórmulas de competencia mercantil que desarrolla, se emplea una especie de libertad cuya naturaleza ha de ser determinada. No interesa al Derecho antimonopólico si quien compite lo hace siguiendo fines determinados por sí o por otro –ello pertenece al ámbito de la autonomía o de la heteronomía, según corresponda–, sino más bien que esté disponible la posibilidad real y efectiva de competir, en el sentido de que un tercero (autoridad pública, privada o simple particular) no la impida por una vía ajena a la competencia misma. Ciertamente que los competidores privados competirán en ejercicio de su autonomía privada, pero los competidores públicos competirán mediante las atribuciones que les confieran sus propias leyes orgánicas en la prosecución de los objetivos que éstas les hayan prefijado y en tanto así lo permita el principio de subsidiariedad rectamente aplicado. En otras palabras, libre competencia significa libertad en el ingreso, explotación y salida de los mercados relevantes, cualquiera sea la modalidad de autonomía o heteronomía empleada para competir en el cabal cumplimiento del marco de principios y garantías constitucionales, entre las cuales exhibe un rol capital el principio de subsidiariedad. H.1.1. Naturaleza de la libertad que fundamenta la libre competencia Las libertades pueden ser clasificadas en dos grandes categorías: las innatas o esenciales y las adquiridas o accidentales (este último término no está tomado en un sentido irrelevante, sino que antes bien en su acepción metafísica de algo que puede o no radicar en un sujeto, pero cuya naturaleza es estar en éste o necesitar de un sujeto para existir).159 Las libertades innatas son aquellas que derivan de la esencia del hombre y, por tanto, todo hombre las ostenta por el mero hecho de ser tal.160 Estas libertades arrancan de la racionalidad humana, puesto 159
La genialidad de esta distinción bimembre y sus respectivas categorías pertenece al destacado filósofo MILLÁN PUELLES, Antonio, a cuya obra El valor de la libertad, Parte Primera, cap. III, pp. 41 y ss., Ediciones Rialp S.A., Madrid, 1995, remitimos al lector. 160 En este sentido no compartimos las afirmaciones de Ludwig von Mises, en cuanto a que “sólo en el marco de una organización social puede hablarse con fundamento de libertad”, puesto que las libertades innatas son precisamente el fundamento de las libertades que se ejercen en una sociedad determinada y así, quien niegue aquéllas deberá también negar éstas. A contrario sensu, quien afirme la existencia de libertades políticas o civiles, deberá reconocer que un Robinson Crusoe completamente aislado también dispondrá de libertad. VON MISES , Ludwig, La acción humana. Tratado de economía, p. 340, Unión Editorial S.A., 5ª edición, Madrid, 1995.
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que ésta cuenta con dos facultades superiores (entendimiento y voluntad), que son los sujetos de atribución de la libertad innata humana. Estas libertades innatas se categorizan de la siguiente forma: i) libertad trascendental del entendimiento; ii) libertad trascendental de la voluntad, y iii) libertad de arbitrio o de elección. Sobre ellas volveremos al tratar en esta obra la “Culpabilidad con motivo del injusto de monopolio”. Puede acontecer que un hombre se halle incapacitado de ejercitar total o parcialmente estas facultades superiores por diversas circunstancias, v. gr., minoridad, perturbaciones mentales, estado comatoso, etc., lo cual le impide la actividad natural correspondiente a la actualización de estas libertades innatas. Este impedimento no priva a tal sujeto de su naturaleza de ser humano dotado de entendimiento y voluntad, sino que sólo afecta el ejercicio de estas facultades superiores. En contraste, las libertades adquiridas son aquellas que no todo hombre ostenta por el hecho de ser tal. Puesto de otra forma, no existe hombre carente de las libertades innatas y sí existen hombres –por desgracia– privados de libertades adquiridas. Las libertades adquiridas o accidentales presuponen las libertades innatas, esto es, sin las innatas no sería posible adquirir y luego ejercitar las denominadas libertades adquiridas; de allí que las libertades adquiridas sean perfecciones sobreañadidas a las libertades innatas. Estas libertades adquiridas se clasifican de la siguiente forma: i) la libertad moral, que consiste en el autodominio que el hombre adquiere con la posesión de las virtudes morales a través del ejercicio de la libertad de arbitrio,161 y ii) las libertades ciudadanas (también denominadas “políticas” o “civiles”, ambos términos en un sentido lato por referencia a polis y a civitas, respectivamente). Observamos que tales términos serán empleados en su más amplio sentido y, por tanto, no se agotan en ciertas libertades destinadas a participar en la elección de gobierno, en los procesos legislativos y en el control de la administración del Estado. Si bien ningún hombre ostenta estas libertades políticas o civiles por el mero hecho de ser tal, es necesario observar que todo hombre tiene derecho a que aquéllas le sean reconocidas por la autoridad pública correspondiente. Este derecho, establecido en forma abstracta, podrá o no hallarse positivizado, lo cual dependerá de los respectivos órdenes 161
HAYEK , Friedrich A., The constitution of liberty, Chap. One, p. 15, The University of Chicago Press, Chicago, 1978. La libertad adquirida de naturaleza moral es denominada por Hayek “inner liberty” y es caracterizada en los siguientes términos: “It refers to the extent to which a person is guided in his actions by his own considered will, by his reason or lasting conviction, rather than by momentary impulse or circumstance”.
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jurídicos concretos, no obstante lo cual siempre podrá ser invocado por Derecho natural en razón de que tales libertades políticas resultan exigidas por la dignidad de la persona humana. Lo anterior no debe inducir a la idea de que todo derecho contemplado en las declaraciones y catálogos de derechos humanos es de Derecho natural, puesto que en éstos se hallan entremezclados preceptos de Derecho natural y preceptos positivos, cuya formulación es a ratos singular y a veces exhiben una construcción defectuosa. Nos concentraremos en las libertades adquiridas correspondientes a la subcategoría denominada “políticas o civiles”, puesto que entre éstas se halla la libertad para competir o libre competencia. En virtud de estas libertades políticas el ciudadano adquiere el derecho de autodeterminarse en un cierto ámbito material, pudiendo repeler jurídicamente la intromisión en el mismo de una autoridad pública, de una autoridad privada o de un simple particular. En el caso de la libertad para competir, este derecho a autodeterminarse se refiere a la competencia mercantil en los diversos mercados. Esta libertad para competir presupone las libertades innatas, recae sobre actos (acciones y omisiones) libres imperados por la voluntad –así se produce la autodeterminación antes mencionada– que se hallan dotados de exterioridad y alteridad y tienen por objeto un particular contexto de la vida civil o pública: la competencia mercantil y, por tanto, relevante al bien común político o temporal. De allí que esta libertad para competir es de orden jurídico y susceptible de regulación por las leyes a fin de hacerla armónica con la moral, el orden público y la seguridad nacional. De lo anterior, hemos llegado a la conclusión de que la libertad de competencia corresponde a una libertad adquirida de naturaleza política, estructurada jurídicamente como un derecho, cuyo objeto es competir en los mercados. Esta libertad puede y debe preservarse jurídicamente de los ataques que pueda sufrir por parte de autoridades públicas o bien por parte de otros competidores (sean éstos personas públicas o privadas). Surge en este punto una duda que procede del amplio uso que ciertos pensadores (Hume, J. Bentham, Condillac, F. H. Knight, F. Neumann, Ludwig von Mises, F. A. Hayek, entre otros) han efectuado de la “libertad de coacción” –también conocida en su anverso positivo bajo el rótulo “libertad de espontaneidad”– como noción fundante de las libertades políticas y, por tanto implícitamente, de la libertad de competencia antes descrita. La exención de coacción equivale a la espontaneidad; de allí la identidad conceptual de tales libertades. La libertad de coacción designa la situación en que se encuentra un ser toda vez que, en sus actividades, no se halla perturbado por algo que eficaz182
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mente se le opone. Esta libertas a coactione, trasladada al ámbito de la competencia, corresponde a una libertad frente a la coacción que pueden ejercitar los demás competidores o una autoridad pública dotada de potestades infralegales sobre un competidor actual o potencial. Sin embargo, esta acepción de libertad es en estricto rigor impropia puesto que no descansa sobre las libertades innatas que caracterizan al hombre. En efecto, puede haber libertad de coacción y carecerse del ejercicio de la libertad de albedrío, según lo muestra el siguiente ejemplo: un demente se desplaza “libremente” por una llanura sin hallar obstáculo que le impida continuar su avance. Este desplazarse libremente es metafórico, puesto que si bien aquel demente goza de libertad de coacción (nada le impide desplazarse), carece del ejercicio de las libertades innatas propias del hombre y que se predican de todo ser dotado de intelecto y voluntad. Algo análogo podría afirmarse de un ser irracional, v. gr., una pantera, que se desplaza por su medio natural sin hallar obstáculos. Por lo expuesto, concluimos que la libertad para competir mercantilmente no halla filiación en esta libertad de coacción, sino antes bien en las libertades adquiridas de naturaleza política, las cuales constituyen perfecciones sobreañadidas a las libertades innatas del ser humano. Así, discrepamos de F. A. Hayek, quien radica el fundamento de las libertades políticas o civiles en la libertad de coacción.162 Estimamos que tal fundamento no puede corresponder a la libertad de coacción, puesto que al no constituir ésta una perfección de las libertades innatas no puede explicar el carácter racional y luego socialmente humano que caracteriza las libertades civiles. En otras palabras, es más precisa la noción de libertad adquirida para explicar las libertades civiles o políticas que la noción de ausencia de coacción porque: i) aquélla siempre presupone las libertades innatas del ser humano y ésta no; ii) en consecuencia, la noción de libertad adquirida es más adecuada para describir la racionalidad humana y la consiguiente sociabilidad política, y iii) luego, la noción de libertad adquirida permite dotar de juridicidad a esa relación entre miembros de una sociedad humana y estructurarla bajo la forma de derechos; la ausencia de coacción, por contraste con la libertad adquirida, no presupone la existencia de derechos al interior de la sociedad política ni es una noción
162 HAYEK , Friedrich A., The constitution of liberty, Chap. One, p. 11, The University of Chicago Press, Chicago, 1978. Afirma este autor: “We are concerned in this book with that condition of men in which coercion of some by others is reduced as much as is possible in society. This state we shall describe throughout as a state of liberty or freedom”.
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apta para dar explicación de aquéllos, puesto que la libertad como ausencia de coacción es también predicable de seres irracionales, según se ha mostrado. H.1.2. Carácter jurídico de la libertad que fundamenta la libre competencia Según explicamos, la naturaleza de libertad adquirida de carácter político que muestra la libertad de competir, con las notas de exterioridad, alteridad y un contenido público ordenado al bien común temporal, permite que la libertad de competir sea calificada como una libertad jurídica y, por tanto, se estructure como un bien tutelable y regulable por las leyes que rigen la sociedad civil o política. La libertad jurídica ha sido definida por un notable iusfilósofo como la independencia para obrar dentro de lo que nos es permitido por la ley natural.163 A su vez, cabe recordar que la ley natural que se nos presenta con un carácter abstracto sufre determinaciones mediante la ley positiva; de allí que destinaremos un capítulo a tratar los límites de la libertad para competir mercantilmente. El que la libertad de competencia sea de orden jurídico implica que se trata de tutelar una libertad cuyo reconocimiento y asignación por la autoridad pública se halla regido y articulado por la justicia distributiva (igualdad geométrica o proporcional en la distribución de bienes y cargas), según la concepción aristotélica, y por ello dotada de una base jurídica de protección. Es preciso recordar que Aristóteles clasificó lo justo particular en lo distributivo y lo conmutativo. La justicia distributiva se rige por la igualdad proporcional o geométrica, lo que significa que a quienes corresponde distribuir cargos y beneficios toca también distribuir este bien que es la libertad de competencia mercantil. Son distribuidores de esta fundamental libertad las autoridades públicas y los competidores que ostentan poder monopólico o poder de mercado y, por tanto, sólo ellos pueden quebrantar la justa distribución o asignación de esta libertad entre los miembros de la sociedad civil. De allí que las autoridades públicas, los competidores dotados de poder de mercado y los competidores que si bien carecen actualmente de ese poder han perpetrado una práctica para alcanzarlo injustamente son los únicos que pueden poner en riesgo o quebrantar la mentada distribución o asignación de libertad de competencia mercantil, dando lugar a un injusto monopólico cuyo nombre específico responderá al autor del riesgo o quebranto: mo163
FERNÁNDEZ CONCHA, Rafael, Filosofía del derecho, tomo II, p. 398, Editorial Tipografía Católica, Barcelona, España, 1888.
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nopolio de privilegio en el caso de las autoridades públicas, injusto de abuso en el caso de quienes disponen de poder de mercado e injusto de fuente en el caso de quienes han realizado práctica para procurárselo espuriamente. En estricto rigor, las descritas constituyen las tres categorías de posibles sujetos activos para la realización del tipo antimonopólico. Sin embargo, es preciso observar que el autor de un ilícito de fuente no puede quebrantar la distribución de libertad de competencia mercantil puesto que carece actualmente de poder monopólico, sino que sólo puede colocar aquélla en riesgo. En cuanto al autor de un ilícito monopólico de abuso es necesario señalar que viola la justicia distributiva, que en estricto rigor se halla reservada para la autoridad pública, por la circunstancia de comportarse analógicamente como si fuese una autoridad pública al establecer los precios y condiciones de las transacciones en el respectivo mercado relevante. Así, el injusto monopólico (al menos en el caso del delito monopólico de privilegio y de abuso) constituye per se una transgresión de la igualdad proporcional en la asignación y reconocimiento de la libertad de competencia mercantil. De esta forma, el injusto monopólico conculca la libertad en los intercambios económicos que tiene lugar en los mercados y no los intercambios mismos. De los intercambios mismos se ocupa la justicia conmutativa que da lugar a los synallagmata o conmutaciones regidas por la igualdad aritmética y que velan por la equivalencia de las prestaciones, tanto en las conmutaciones voluntarias o convenciones como en las conmutaciones involuntarias o delitos civiles. Estos synallagmata intervienen per accidens en los delitos monopólicos en cuanto a que éstos sólo eventualmente dan lugar a un delito civil o a la rectificación de las cláusulas abusivas impuestas por un monopolista, según explicaremos con motivo de las funciones que desempeña la libre competencia. En síntesis, la forma del injusto monopólico corresponde a la justicia distributiva y estimamos que la proporcionalidad tiene lugar entre competidores (personas) y libertades de competencia mercantil (cosas). Esta relación personas-cosas, característica de la igualdad geométrica, en nuestra opinión se traduce, en este caso del Derecho Antimonopólico, en que las libertades de competencia mercantil son asignadas en forma idéntica a cada competidor. No obstante lo anterior, tales libertades resultan diversas en la práctica de cada mercado relevante en función de los niveles de competencia, imperfecciones y características de aquél. De esta manera, la libertad reconocida es la misma para cada competidor, pero el ejercicio fáctico de aquélla queda modulado por las peculiaridades de cada mercado aun en ausencia de injustos monopólicos. 185
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El autor de un injusto monopólico invade la esfera de libertad de competencia mercantil de uno o más competidores y esta intromisión antijurídica implica que el infractor ha intentado restringir sin título justificante alguno una porción de la esfera de libertad de la víctima o sujeto pasivo, la que correlativamente ha visto disminuida su propio ámbito de libertad de competencia mercantil. Esta restricción de la libertad de otro puede ser efectuada por una autoridad pública (delito monopólico de privilegio) a través de sus potestades normativas, con lo cual se altera la asignación proporcional y justa de la libertad de competencia mercantil prevista en la Constitución Política de la República y en el Decreto Ley 211. Por contraste, si esta restricción injustificada de la libertad de competencia mercantil de otro es efectuada por un privado, éste precisa para ello de poder de mercado en un grado tal que sea suficiente para llevar a cabo tal interferencia en la libertad de otro competidor. Estas lesiones a la libertad de competencia mercantil de un competidor tienen lugar respecto de la víctima directa u ofendido inmediato, pero como tendremos la oportunidad de exponer al tratar del Sujeto Pasivo en relación con el Injusto de Monopolio, tales lesiones producen también distorsiones respecto de otros competidores en ese mismo mercado y en otros conexos, con lo cual resulta procedente plantear la existencia de ofendido mediatos. Esta explicación sobre restricciones o interferencias en libertades ajenas es útil en cuanto muestra que el sujeto activo en los injustos de abuso y de privilegio pasa a adoptar o impedir decisiones que corresponden a un tercero competidor, sea actual o potencial. El sentido por el cual la libre competencia es un contenido del orden público queda también explicado por la circunstancia de que aquélla se halla regida por la justicia distributiva. Lo que se asigna o reconoce por justicia distributiva es un bien que se le asigna o reconoce a una determinada persona en cuanto es parte o miembro de esa sociedad civil. De allí que la justicia distributiva norma relaciones jurídicas entre el todo y la parte o, si se prefiere, entre la sociedad civil y ciertos integrantes de la misma. En consecuencia, se trata, en esta forma de justicia particular, de una proporción de las personas a las cosas y no de cosa a cosa como acontece en la justicia conmutativa. De esta forma, el recto ejercicio de esta libertad de competencia mercantil constituye una valiosa contribución de su titular al bien común de la sociedad civil y por ello el bien común político reclama la tutela de dicha libertad. El bien común político no sólo reclama la dispensación de bienes materiales, sino que también la de bienes morales, entre los cuales ciertamente ha de contemplarse la libertad de competencia mercantil y donde ésta ha de ser tutelada jurídicamente 186
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con independencia de la productividad o utilidad material que se siga del ejercicio de aquella libertad. La libertad para competir es el fundamento y principio jurídico del sistema de libre competencia que recorre la integridad del orden normativo, desde la Constitución Política de la República hasta las sentencias y resoluciones que dicta el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia. Ello permite comprender por qué la libertad de competencia admite protección no sólo cuando es lesionada, sino que también cuando es puesta en peligro; en este último caso, no existe un titular individual directamente afectado, por lo cual parecería que no hay propiamente un derecho subjetivo violado y, sin embargo, existe acción ante el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia para impedir que el peligro se transforme en lesión y sancionar tal puesta en peligro. De allí que al momento de tratar el sujeto pasivo u ofendido por la conducta típicamente monopólica observaremos que éste puede ser la sociedad toda, cuya defensa ha encomendado la ley al Fiscal Nacional Económico, en cuanto que la sociedad política tiene interés en que no se coloque en riesgo la libre competencia, no obstante que la amenaza a esta última no haya fraguado en la transgresión de un derecho subjetivo concreto y determinado. Atendido que la ofensa monopólica puede ser de lesión o de puesta en peligro de la libertad de competencia, esto debe entenderse en el sentido de que la libertad de competencia mercantil puede ser vulnerada en esas dos formas. La primera modalidad queda ilustrada porque, v. gr., se ha celebrado una convención entre un determinado cliente y un monopolista, quien abusa de su posición dominante, introduciéndole cláusulas abusivas a dicha convención so pena de negarle la venta del respectivo producto. La segunda forma de vulneración de la libre competencia corresponde a una figura de mero peligro, esto es, se coloca en riesgo la libertad de autodeterminación de la forma de competir sin atacarse formalmente ninguna decisión determinada. Advertíamos que esta libertad de competencia mercantil no se corresponde con la noción de libertad de coacción, puesto que esta última es una noción metafórica que no halla fundamento en las libertades innatas propiamente humanas, además de las otras objeciones señaladas. Dicha advertencia no era ociosa, puesto que una aplicación de aquella libertad de coacción al orden jurídico es la que realizan ciertos autores que conciben la libertad jurídica como una ausencia de normas jurídicas. Así, para estos autores son las normas jurídicas el obstáculo o coacción que impide o entraba la mencionada libertad de coacción; luego, bajo esta singular concepción la libertad jurídica o licitud ha de ser definida positivamente como la ausencia de normas jurídicas. Consideramos que esta concepción de la liber187
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tad jurídica debe ser rechazada por, a lo menos, dos razones: i) una de carácter general, que es la ya señalada consistente en hallarse construida sobre una noción de libertad metafórica y equívoca, y ii) otra de orden más particular: tanto la licitud como la ilicitud son calificaciones de una conducta desde la óptica jurídica y, por ello, ambas calificaciones presuponen normas jurídicas. Luego, la licitud o libertad jurídica descansa sobre normas jurídicas –sean de Derecho natural o de Derecho positivo– que confieren tal carácter a un determinado ámbito jurídico. Así, para constatar un ámbito de libertad jurídica no es preciso demostrar la existencia de un vacío de Derecho en algún ámbito de las relaciones al interior de la sociedad civil a las cuales correspondía regirse por el Derecho. En otras palabras, la existencia de ámbitos de libertad jurídica exige que haya Derecho para calificar a tales ámbitos como libres. Parece haberse confundido por los sustentadores de la tesis en comento la libertad jurídica con la ausencia de normas jurídicas de toda clase, lo que es contradictorio; sólo puede haber libertad jurídica allí donde haya Derecho en alguna forma. Si se trata de un ámbito social que, por sus características, nunca ha de ser alcanzado por el Derecho, no podrá afirmarse que en el mismo existe libertad jurídica. Así, la ausencia de coacción, entendida como ausencia de normas jurídicas, no puede ser el fundamento de una libertad jurídica o ámbito jurídico de licitud. H.1.3. El bien jurídico tutelado libre competencia Cabe advertir que la libre competencia es, más que un mero derecho subjetivo, un bien jurídico tutelado, según desarrollara esta última noción el jurista alemán Birnbaum. Es en este sentido que cabe afirmar que la libre competencia es un bien jurídico protegido de aquellos denominados públicos, que dice relación con el funcionamiento de un sistema que promueve una forma de orden social mediante la cual se armoniza el ejercicio de la libertad de competencia mercantil por parte de todos los ciudadanos que la ostentan. Esta armonización se logra por la vía de limitar estas libertades según explicaremos y de esta forma se tutela que todos y cada uno de los ciudadanos interesados en ello puedan ejercitar adecuadamente su libertad de competencia mercantil. Así, la libre competencia es más que una mera suma de derechos subjetivos cuyo objeto es el ejercicio de la libertad de competencia mercantil, puesto que aquel bien jurídico tutelado es la armonización de tales derechos subjetivos con miras a su ordenación para realizar el bien común político o temporal de la sociedad civil. De allí que la noción de libre competencia es diversa de la libertad de competencia mercantil; aquélla corresponde a un bien jurídico tu188
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telado que presupone multitud de estas libertades formuladas, individualmente consideradas bajo la estructura de un Derecho subjetivo. La diferencia radica en que la libre competencia es un bien jurídico tutelado que armoniza la multitud de libertades de competencia mercantil existentes en una sociedad civil por la vía de limitarlas para hacerlas operativas y así ordenarlas al bien común político. El bien jurídico libre competencia exhibe un fundamento objetivo y preexistente a la formulación positiva del sistema tutelar del mismo. Dicho fundamento objetivo quedará de manifiesto al dar cuenta de las funciones que desempeña la libre competencia en el orden social, al preservar importantes aspectos de este último y de la persona humana. Es de advertir que las funciones que desempeña la libre competencia guardan relación con el comercio (sentido latísimo) y, por tanto, todos los argumentos éticos, políticos y económicos en favor del comercio son en general extensibles a la libre competencia. Sin embargo, ha de observarse que la libre competencia es la modalidad más perfecta de desarrollo del comercio. Cabe concebir formas de comercio restringido o limitado artificialmente que distan de la libre competencia y en tal sentido son perfectibles, v. gr., el sistema de flotas y galeones que utilizaba la Corona española con la antigua Hispanoamérica. De allí que no toda forma de comercio se ajusta a los dictados de la libre competencia, pero ésta es la expresión más perfecta del comercio por ajustarse a los requerimientos de la naturaleza humana en su vida en sociedad. Por todo lo expuesto es que el disvalor que encierra todo atentado contra la libre competencia no es una mera creación artificial legislativa, sino que halla un fundamento y una substancia en la justicia distributiva –más allá de cualquier formulación positiva– que reconoce la realidad de la vida en sociedad y la necesidad objetiva de orden de esta última. En este sentido, la concepción de Franz Liszt parece más precisa que la de Karl Binding, puesto que existe un reconocimiento de un fundamento en las necesidades de la vida en sociedad para los bienes jurídicos y ello contribuye a explicar el injusto como un atentado contra el orden social. Una falencia que se percibe en un gran número de teorías del bien jurídico es cómo han vaciado de contenido esta noción, como consecuencia de no hacerse cargo del carácter jurídico del bien y de su nexo con la justicia. Quizás el extremo de ello es la formulación de Hegel, quien vio en el delito tan sólo una consciente sublevación contra la voluntad general. En atención a lo expuesto, estimamos que el Decreto Ley 211 acierta en la formulación del bien jurídico tutelado como “libre competencia en los mercados”, lo que no acontece en otros sistemas jurídicos anti189
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monopólicos. Recordemos lo que ha señalado persistentemente la jurisprudencia de nuestro Tribunal Antimonopólico en relación con el bien jurídico tutelado libre competencia: “Que la finalidad de la legislación antimonopolios, contenida en el cuerpo legal citado [Decreto Ley 211], no es sólo la de resguardar el interés de los consumidores sino más bien la de salvaguardar la libertad de todos los agentes de la actividad económica, sean ellos productores, comerciantes o consumidores, con el fin último de beneficiar a la colectividad toda, dentro de la cual, por cierto, tienen los consumidores importante papel. En otras palabras, el bien jurídico protegido es el interés de la comunidad de que se produzcan más y mejores bienes y se presten más y mejores servicios a precios más convenientes, lo que se consigue asegurando la libertad de todos los agentes económicos que participen en el mercado”.164 Estimamos que esta conclusión jurisprudencial, reiterada en múltiples fallos, confirma nuestra visión al centrar el corazón de lo tutelado en “salvaguardar la libertad de todos los agentes de la actividad económica” (el destacado es nuestro). Luego, todos los competidores, sean personas públicas o privadas, actuales o potenciales, han de tener acceso a este bien jurídico tutelado; por tanto, éste no se fundamenta en esa forma de libertad conocida como autonomía privada ni en la libertas a coactione o ausencia de coacción. El bien jurídico tutelado libre competencia se fundamenta en una especie de libertad adquirida de naturaleza política y que corresponde a la principal modalidad de la libertad para desarrollar actividades económicas, esto es, en la libertad de competencia mercantil. Esta fórmula jurisprudencial incurre, en nuestra opinión, en la imprecisión de indicar que la producción de más y mejores bienes y la prestación de más y mejores servicios a precios más convenientes se consigue siempre a través de la libertad de competencia mercantil. Creemos que, por regla general, se produce esa relación causal entre una mayor productividad y la libertad mercantil, mas aquella relación no siempre tiene lugar, según lo demuestran ciertos monopolios naturales que captan economías de escala o de ámbito. Una visión semejante a la de la fórmula jurisprudencial comentada es la planteada por el Dr. Fernando Sánchez Ugarte, presidente de la Comisión Federal de la Competencia de México, al preguntársele 164 Resolución Nº 368, considerando 2º, Comisión Resolutiva. Esta fórmula para definir el bien jurídico protegido goza de larga data en la jurisprudencia de la Libre Competencia. Así, puede observarse una concepción semejante en las Resoluciones Nº 90, considerando 17; Nº 93, considerando 16; Nº 99, considerando 12, y Nº 171, considerando 5º, todas de la Comisión Resolutiva, por citar sólo algunos ejemplos.
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en qué forma se podría beneficiar a la población por medio de una cultura de la competencia, a lo cual responde: “Yo creo que desde dos perspectivas: por un lado se beneficia el consumidor porque obtiene mejores servicios a mejores precios, y por otro, el productor porque hay más opciones de empleo y de mercado. Abre la posibilidad de ser empresarios en otras actividades y tener muchas más oportunidades económicas”.165 H.1.4. El derecho subjetivo libertad de competencia mercantil El carácter de bien jurídico tutelado de la libre competencia no excluye que ésta sea la fuente de derechos subjetivos –verdaderas libertades de competencia mercantil– destinados a exigir el reconocimiento y la protección de la mencionada libertad en el caso concreto. La libertad para competir mercantilmente lleva aparejado un derecho subjetivo para exigirla y reclamar, a través de la acción jurisdiccional, su protección ante el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia. Así, esta correspondencia entre la referida libertad y el respectivo derecho subjetivo conduce a que las limitaciones de una se transfieran al otro; de allí que el derecho subjetivo cuyo objeto es la libertad de competencia mercantil da cuenta de una libertad limitada y a la vez protegida. El énfasis en la libertad halla una explicación histórica: se trata de derechos subjetivos cuya conquista ha sido lenta y difícil y, por tanto, pervive respecto de ellos un cierto acento en el logro que alcanzar dicha libertad ha significado; no constituye una excepción a tal proceso de conquista el derecho subjetivo cuyo objeto es la libertad de competencia mercantil. Ya observábamos que las libertades adquiridas constituyen perfecciones sobreañadidas a las libertades innatas del ser humano; asimismo, la libertad de competencia mercantil permite defender la personalidad de su titular por la vía de entregarle independencia económica frente a la autoridad pública y frente al resto de los ciudadanos. Esto explica por qué las libertades adquiridas de naturaleza política, como es el caso de la libertad de competencia mercantil, son parte integrante del bien común temporal hacia el cual la autoridad pública debe orientar toda su actividad. Así, estamos ante una libertad jurídicamente tutelada para competir mercantilmente, esto es, para disputar una clientela en un mercado relevante determinado. La disputa por la clientela se consuma 165 SÁNCHEZ UGARTE, Fernando, presidente de la Comisión Federal de Competencia de México, entrevista en Latin Counsel Journal Nº 1, nov./dic. 2002, p. 35, Madrid, España.
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eminentemente por la vía convencional; sólo así se transfieren los bienes y servicios que demanda la clientela y que el competidor oferta. De allí la estrecha vinculación entre el principio de la libre competencia y el de la libertad contractual. La libre competencia, en los mercados concretos, asume multiplicidad de medios y formas (formación de empresas, publicidad, obtención de autorizaciones o permisos, etc.), pero culmina mediante la celebración de convenciones a través de las cuales los demandantes reciben los bienes y servicios requeridos. De allí que podría creerse que el aserto anterior es una prueba de que la libre competencia siempre se corresponde con la autonomía privada, puesto que ésta es fundamento de la libertad contractual. Sin embargo, ello es mera apariencia; en el derecho privado lo anterior es cierto, mas en el derecho público existen personas que celebran contratos y ejercitan diversas formas de libertad contractual y que no obstante lo anterior carecen de autonomía privada. En efecto, la libertad para competir y la libertad para negociar convenciones –dentro de los límites demarcados por sus respectivas leyes orgánicas– son también fenómenos predicables de los competidores que exhiben una naturaleza de derecho público. No obstante lo anterior, es preciso advertir que, por regla general, la libertad de competencia mercantil en cuanto derecho sujetivo debe estar radicada en competidores privados. Esta regla es un corolario del principio de subsidiariedad, mediante el cual se asegura y entrega, de forma principal, la libertad de competencia mercantil a la iniciativa privada y, por tanto, a competidores dotados de autonomía privada. Así, el principio de subsidiariedad cumple una vital función al regular de conformidad con la Constitución y las leyes, cuáles competidores pueden exhibir el carácter de personas públicas o de personas controladas por el Estado. De lo señalado es que podemos inferir que esta libertad para competir puede referirse a objetos de orden normativo como también de orden extranormativo. En otras palabras, la libre competencia opera en dos planos: el de la actividad puramente operativa (no hay creación de normas jurídicas particulares) y el de la actividad normativa (puede corresponder a ejercicio de la autonomía o bien ejercicio de la heteronomía). Así, esta libertad puede ejercitarse por la vía de celebrar una convención, v. gr., un contrato con un proveedor, o bien por la vía de ejecutar un hecho, v. gr., revisar el proceso de fabricación de un producto con miras a introducirle innovaciones que lo hagan más eficiente, o bien desarrollar un proceso de publicidad mucho más intenso para alcanzar ciertos nichos de mercado empleando el propio departamento de comunicaciones de que dispone este competidor. 192
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H.1.5. Objeto de la libertad de competencia mercantil La libertad de competencia mercantil es un derecho subjetivo jurídicamente reconocido y tutelado mediante el cual se disputa la clientela de un mercado relevante. Se entiende por clientela no sólo los demandantes sino también los oferentes, y aquéllos y éstos serán clientela en función de si la disputa mercantil sea mirada desde el ángulo de la oferta o bien desde el ángulo de la demanda. Esta clientela se considera en función de uno o más mercados relevantes, según corresponda, puesto que rara vez hay disputa por toda la clientela de un mercado en su integridad. Existen dos formas de ejercitar la libertad de competencia en el ámbito mercantil, una que es justa –por ello rara vez descrita por los estudiosos del Derecho antimonopólico– y otra que es injusta, cuyas diversas modalidades dan lugar a una multitud casi innúmera de atentados contra el bien jurídico tutelado libre competencia: i) La competencia justa –que nada tiene que ver con el paradigma económico de la competencia perfecta– se realiza mediante precios, calidad y cláusulas contractuales razonables, esto es, atrayendo a la clientela por la bondad de los bienes ofrecidos.166 En rigor, esta modalidad de competencia –que es la única lícita, según veremos– opera sobre dos elementos: el bien en sí, a lo cual hace referencia la calidad y la cantidad, y la fórmula contractual, que alude a la clase de convención, al carácter del título (traslaticio o no traslaticio), al precio (monto, forma de pago, intereses, etc.) o a la modalidad de permutación o cambio, a las garantías o servicio técnico asegurado, a la responsabilidad del vendedor o permutante, etc. Esta fórmula contractual se estructura sobre la libertad mercantil de la clientela y por ello no guarda relación alguna con los contratos forzosos impuestos. ii) La competencia injusta se efectúa destruyendo la competencia misma, esto es, por la vía de reducir las oportunidades de la clientela. De allí que esta vía suponga algún grado de violencia, puesto que no se atrae a la clientela por la bondad de los bienes ofrecidos, sino por la explotación de la necesidad que aquélla experimenta de demandarlos al carecer de alternativas y mantenerse 166 Una aplicación de este principio fundamental es la que realiza el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia cuando establece los requisitos que han de concurrir para que la publicidad comparativa sea calificada de lícita desde una perspectiva antimonopólica: “...la publicidad comparativa debe ser veraz, suficiente, objetiva y fundamentada, esto es, destinada a captar las preferencias del consumidor a través de estrategias de persuasión basadas en elementos objetivos y relevantes asociados al comportamiento y necesidades del consumidor”, Sentencia Nº 8/2004, considerando 6º.
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constantes las necesidades respectivas. Esta forma de competencia tiene por finalidad, por paradójico que parezca, destruir la competencia, puesto que se funda en la ausencia de competidores y consiguiente cautiverio de la demanda; de allí que esté proscrita por la injusticia que entraña. Los medios de que se prevale esta forma injusta de competencia quedan también teñidos de la ilicitud del fin buscado dolosa o negligentemente y dan lugar a los denominados injustos monopólicos, v. gr., precios predatorios, discriminaciones arbitrarias monopólicas, etc. Como tales medios o artificios destruyen la libre competencia, son denominados con gran propiedad “prácticas anticompetitivas”. Por ello sólo hay, en verdad, una forma de competencia lícita: la que busca atraer la clientela por la bondad de los bienes ofertados y las fórmulas convencionales asociadas a éstos que se estructuran sobre la libertad de la clientela. Así, quien alcanza una posición monopólica producto de su competencia por precio y calidad (bien y convención, más precisamente) no incurre en una conducta anticompetitiva, sino que por el contrario realiza la competencia misma. De esta forma, hemos caracterizado el proceso competitivo por su objeto, restando señalar que participa en el mismo todo el que así lo desee en tanto dé cumplimiento a las exigencias jurídicas y técnicas de dicho proceso. Del mismo resultarán competidores exitosos, otros parcialmente exitosos y otros fracasarán; son las reglas de cualquier forma de competencia y no es la excepción la libre competencia en los mercados. H.1.6. Límites de la libertad de competencia mercantil Afirmó el Senador Viera-Gallo, con motivo de la discusión del proyecto de ley que reformó el Decreto Ley 211 a través de la promulgación de la Ley 19.911, lo siguiente: “La competencia se da entre agentes con distinto poder económico, con distinto nivel de información. Es decir, la idea de un mercado absolutamente libre es sólo la conceptualización de una abstracción para desarrollar una ciencia como la Economía. Pero no hay ningún economista serio que parta de la base de que el mercado es libre”.167 El Senador Viera-Gallo constató que en los mercados reales se presentan diferencias de poder económico y asimetrías de información y, a partir de esa evidencia exenta de toda controversia, pretendió realizar una inferencia consistente en la ausencia de libertad en los mercados. En nuestra opinión, el error de 167
Diario de Sesiones del Senado, República de Chile, Legislatura 347ª, Ordinaria, Sesión 25ª, 3 de septiembre de 2002, p. 63.
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esa inferencia radica en creer que la libertad no admite grados, colocándola en puntos extremos e irreales: se goza de una libertad absoluta o se está privado de ella, y como resulta obvio que, en el caso del hombre, aquélla no es ni puede ser absoluta, no cabe sino negarla.168 La condición humana es otra; nuestra libertad es relativa no sólo por factores externos, sino por nuestras propias e intrínsecas limitaciones. Estas limitaciones humanas emanan de nuestra propia naturaleza, cuyas facultades superiores, esto es, las potencias intelectiva y volitiva, son limitadas en sí mismas y adicionalmente suelen encontrarse debilitadas por las pasiones. Así, la primera y más radical fuente de nuestras limitaciones en el orden de las libertades humanas se halla en las propias limitaciones de las libertades innatas: libertad trascendental del entendimiento, libertad trascendental de la voluntad y libertad de albedrío. Atendidas las limitaciones que comprometen tales libertades innatas no es posible conocer cabal y exhaustivamente las cualidades y características de todos los bienes que se ofertan en un mercado relevante, por lo cual siempre nuestra información será imperfecta. De allí que las decisiones que adoptan quienes operan en los mercados descansan sobre información imperfecta. Sin embargo, nuestras limitaciones no sólo provienen de las denominadas libertades innatas, sino que también se las encuentra en las libertades adquiridas, entre las que se cuentan la libertad moral y las libertades políticas o civiles. Respecto de las libertades morales cabe observar las limitaciones derivadas de la necesidad de desarrollo de la persona humana mediante la adquisición de virtudes intelectuales y morales y a lo anterior debe añadirse la lentitud en el aprendizaje, al ser nuestro intelecto del tipo discursivo, y la brevedad de la vida con la consiguiente limitación en la capacidad de alcanzar la sabiduría y acumular experiencia, entre muchas otras circunstancias que cabría considerar. Respecto de las limitaciones que arrancan de las libertades adquiridas que exhiben una naturaleza política, como es el caso de la libertad de competencia mercantil, procede observar lo siguiente. La libertad de competencia mercantil debe hallarse necesariamente limitada, puesto que de lo contrario aquélla no podría coexistir en todos los ciudadanos. En efecto, la única forma de coexistencia de aquella libertad en una multitud de ciudadanos consiste en que se respete el
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La naturaleza de la libertad humana fue extraordinariamente analizada por los Escolásticos Medioevales, quienes distinguieron adecuadamente entre Libertad Absoluta o de Autonomía, sólo predicable de Dios, y Libertad de Albedrío, limitada por las características de la persona humana.
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derecho subjetivo a competir mercantilmente que a cada uno de los ciudadanos asiste y ello exige que se establezcan límites al ejercicio del mencionado derecho subjetivo. De esta forma, si un competidor A celebró válidamente contratos con un cliente Z, el competidor B debe tener por límite a su libertad de competencia mercantil los contratos válidamente celebrados entre A y Z en tanto éstos permanezcan vigentes. Si tal límite no fuera respetado y el competidor B invocara la titularidad de una libertad ilimitada o absoluta para desconocer tales contratos y arrebatar a Z como cliente, no podría subsistir la libertad de competencia ya ejercitada por A en la celebración de contratos con Z y, por tanto, ello causaría la ruina de la libertad de competencia de A. Sin embargo, el competidor B estaría expuesto a que el competidor C intentase desconocer los nuevos contratos que se celebrarían entre B y Z, lo cual demostraría la imposibilidad de subsistencia de libertades de competencia mercantil con carácter absoluto o ilimitado en todos los ciudadanos. Por lo anterior es que cabe afirmar que la libertad de competencia mercantil es intrínsecamente limitada, puesto que de lo contrario no podría existir como libertad política o civil. La paradoja de la conquista de una libertad adquirida de naturaleza política tan importante como la libertad de competencia mercantil radica en que ésta exhibe como primer límite los deberes que se imponen al ejercicio de aquélla a fin de que otros ciudadanos también puedan disponer de esa misma libertad. Esto significa que la libertad de competencia mercantil impone límites a cada uno de los ciudadanos titulares de la misma, en términos tales que la trasposición de tales límites entraña un abuso de la libertad conferida a aquéllos. Asimismo, esta libertad de competencia mercantil impone un límite a un conjunto de personas que, por regla general, no son titulares de aquélla: la pluralidad de personas jurídicas que, desde la óptica del Derecho Interno, conforman el Estado en su calidad de autoridad pública de la sociedad civil. Las autoridades públicas tienen el deber de proteger la libertad de competencia mercantil y el primer estadio de dicha protección ha de consistir en que el propio Estado respete cabalmente dicha libertad.169 Un segundo límite de esta libertad de competencia mercantil corresponde a ciertos límites genéricos; no puede aquélla ir contra la moral y las buenas costumbres, el orden público y la seguridad nacio169 El art. 5º, inc. 2º, de la Constitución Política de la República reconoce este principio al establecer que el ejercicio de la soberanía reconoce como limitación el respeto a los derechos esenciales que emanan de la naturaleza humana, entre los cuales debe contarse el derecho a desarrollar actividades económicas a través de la especial libertad de competencia mercantil.
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nal. Estos límites son una consecuencia de que lo material se ha de subordinar a lo intelectual y a lo moral, así como el bien privado se ha de ordenar al bien común político o temporal. La libertad de competencia mercantil reconoce y está obligada a reconocer límites emanados de exigencias superiores, v. gr., por seguridad nacional no se ha de vender armas al enemigo de nuestra nación o recibir productos importados portadores de pestes o enfermedades infecciosas que puedan dañar nuestra población o nuestra agricultura, y por razones de moral no se ha de permitir el libre comercio de drogas alucinógenas carentes de aplicación médica ni la trata de blancas. El orden público exhibe, entre otros contenidos, el respeto a las garantías constitucionales que tutelan la vida, motivo por el cual no se ha de permitir la eutanasia, el aborto o la formación y asesinato de embriones destinados a la clonación humana o a la extracción de órganos o tejidos que sean requeridos por otros seres humanos. De allí que no pueda existir, desde una perspectiva jurídica, competencia mercantil en la prestación de servicios vinculados a las prácticas proscritas antes mencionadas. Este segundo grupo de límites se operativizan mediante las potestades normativas legales o supralegales de que se hallen dotadas ciertas autoridades públicas.170 Es importante advertir que esta libertad de competencia mercantil que interesa tutelar por el Decreto Ley 211 opera respecto de limitaciones injustas. Una limitación será injusta en tanto emane de quien carezca de potestades y títulos adecuados para eliminar, restringir o entorpecer esta libertad. A contrario sensu, una limitación será justa si se funda en el orden público, en la moral o en las buenas costumbres y emana de autoridad pública competente. Las limitaciones interfieren el proceso mediante el cual la voluntad pasa de un estadio de indeterminación a uno de determinación (sea que esta voluntad pertenezca al propio competidor o a un superior jerárquico, en el caso de competidores que son empresas públicas del Es-
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Es importante observar que los límites de la libertad de competencia mercantil se operativizan mediante normas jurídicas cuya jerarquía es de rango legal o supralegal. Esta exigencia, que resulta analizada en el capítulo de esta obra destinado a la Potestad Reglamentaria Externa del Tribunal de Defensa de la Libre Competencia, halla su fundamento en el art. 19, Nº 21 de la Constitución Política de la República y en el antecedente histórico del art. 4º de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano (1789), que establece que los límites al ejercicio de los derechos naturales de cada hombre sólo pueden ser establecidos por la ley. Este mismo principio consistente en que las restricciones sólo pueden ser impuestas por ley es recogido por la Declaración Universal de Derechos Humanos de la ONU (1948) en su art. 29.2.
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tado) o bien afectan el proceso de ejecución de una determinación ya adoptada. Considerando que la libre competencia es un bien jurídico que se halla tutelado por la autoridad pública y disponible para todos los ciudadanos que deseen ejercitar el derecho subjetivo cuyo objeto es la libertad de competencia mercantil, existe un tercer grupo de límites destinado a restringir el acceso directo o indirecto de la autoridad pública al proceso competitivo. En efecto, resulta siempre complejo para una autoridad pública emitir normas jurídicas que directa o indirectamente pueden afectar el proceso de ejercicio de las libertades de competencia mercantil toda vez que la propia autoridad pública o una empresa controlada por ésta puede hallarse participando en dicho proceso. Es por lo anterior que este tercer grupo de límites dice relación con la participación del Estado en actividades económicas a través de la libertad de competencia en los mercados. El detalle de estos límites es tratado en el capítulo de esta obra relativo al Monopolio de Privilegio. En conclusión, atendido que el mercado se encuentra conformado por personas humanas y por actividad humana, esto es, agentes que ofertan y demandan determinados bienes a fin de intercambiarlos, resulta impensable aspirar a que en los mismos exista un conocimiento absoluto y, por tanto, una libertad total por parte de quienes actúan en los mercados. Tal imposibilidad, según explicamos, resulta tanto de causas extrínsecas como intrínsecas a la persona humana. Sin embargo, de lo expuesto no se sigue que el mercado no pueda ser libre en términos humanos o no absolutos, y es ésta precisamente la misión de la legislación antimonopólica. En fin, de lo anterior resulta claro que no sólo no podemos sino que no debemos aspirar a una libertad absoluta ni en los mercados ni fuera de los mercados, puesto que ello sería desconocer la naturaleza humana.171 Cosa diversa es aspirar a la máxima libertad posible, conforme a Derecho, al interior de un mercado relevante y para ello es necesario contar con una legislación tutelar de la libre competencia lo más justa y eficaz posible. H.2. Hacia una definición descriptiva de la libre competencia por sus funciones La sociedad civil o política se halla regida por ciertos principios ordenadores y, en ese sentido, es un grupo de individuos sometidos a un
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Una visión diversa es la sustentada por STUART MILL, John, On Liberty, p. 13, Barnes & Noble Books, New York, 2004, quien afirma: “No society in which these liberties are not, on the whole, respected, is free, whatever may be its form of government; and none is completely free in which they do not exist absolute and unqualified”.
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cierto orden. Ese orden no es desde luego un orden físico, sino que un orden moral o inmaterial, que exhibe vinculaciones de tipo jurídico, político y económico, entre otras (dicho orden es generalmente denominado por los filósofos clásicos “unidad de orden”). Ese orden tiene una finalidad: el bien común de todos y cada uno de los individuos que integran la sociedad civil, objetivo al cual la autoridad pública ha de conducir esta última, dando en dicho proceso cabal cumplimiento no sólo a los principios y garantías constitucionales, sino que también a las exigencias del Derecho natural. De allí que la concepción que alguna vez se elaboró, según la cual la sociedad es una mera suma de individuos, ha caído en desuso por desconocer la realidad de que las sociedades humanas exhiben principios ordenadores y, por tanto, constituyen mucho más que meras aglomeraciones de individuos. La existencia de principios ordenadores de la sociedad civil o política conduce a la consideración de que existen principios ordenadores de la actividad económica. Tales principios, según se ha demostrado, aparecen formulados directa e indirectamente en la Constitución Política de la República. Entre tales principios ordenadores de la actividad económica se halla precisamente la libre competencia. H.2.1. Funciones ordenadoras de la libre competencia La libre competencia suele cumplir, a lo menos, cinco significativas funciones ordenadoras en el plano moral, político, jurídico y económico: a) Promueve el mayor desarrollo de las capacidades morales, intelectuales y físicas de la persona humana, mediante un estímulo de la iniciativa y de la responsabilidad, lo cual entraña una dignificación de aquélla, con independencia de la productividad efectivamente alcanzada.172 Así, se estimula la responsabilidad, puesto que quien se arriesga se queda con las utilidades respectivas si tiene éxito o bien ha de asumir las pérdidas consiguientes.
172 Cabe recordar las profundas palabras de RÖPKE, Wilhelm, Más allá de la oferta y la demanda, p. 22, Fomento de Cultura Ediciones, Valencia, 1960, quien señalara: “...lo trascendental es aquello que está más allá de la oferta y la demanda, aquello de lo que dependen el sentido, la dignidad y el motivo íntimo de nuestra existencia, metas y valores que pertenecen al reino de la ética en el más amplio sentido, ya que el hecho de que la economía esté regida y ordenada por los precios libres, mercados y por la libre competencia significa salud y abundancia y, en cambio, la economía socialista suponga enfermedad habitual, desorden y escasez, tiene una profunda razón moral. El sistema económico “liberal” aprovecha y desarrolla la extraordinaria fuerza que reside en el afán de la autodeterminación individual, mientras que el social la subyuga y se aniquila a sí mismo en su lucha contra esta fuerza”.
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b) Asegura un fundamental ámbito de libertad a los individuos y a los cuerpos intermedios frente al Estado y sus organismos, así como frente a los demás competidores, sean éstos personas públicas o privadas. Dicho ámbito de libertad adquirida y de naturaleza política o civil concierne a la adopción de decisiones relativas a las propias actividades económicas que desarrollan los individuos o los cuerpos intermedios en competencia con otros. En otras palabras, el sistema de libre competencia impide que un competidor dotado de poder de mercado se apodere de la ordenación del mercado relevante respectivo e imponga términos abusivos sobre los demás competidores o bien que una autoridad pública desvíe el ejercicio de sus potestades normativas para establecer monopolios –en su acepción estructural– en favor de ciertos competidores. c) Evita injustos desplazamientos de riqueza, v. gr., desde el demandante de un bien económico que es víctima de un abuso de posición dominante hacia el monopolista abusivo que percibe una renta monopólica. Puesto en términos positivos, coadyuva a la justicia conmutativa en las convenciones regidas por ésta al impedir enriquecimientos indebidos mediante la imposición de precios monopólicos u otros abusos semejantes. d) Ordenación de la actividad económica: esta ordenación contribuye a la, por regla general, justa y eficiente formación de precios y valores de cambio, los que reflejan la escasez relativa de los bienes económicos que se ofertan y demandan en los diversos mercados y, por tanto, tales precios y valores entregan las señales de qué, cómo y cuánto ha de producirse. Esta función es, a la vez, jurídica y económica, y descansa sobre la posibilidad de ejercitar la libertad de competencia mercantil. En un sistema colectivista puede intentarse una competencia simulada, pero ésta nunca podrá desempeñar una función ordenadora de la actividad económica. La libre competencia, desde una óptica jurídica, permite la formación de precios y valores de cambio verdaderos que, al reflejar razonablemente la escasez relativa de los bienes, dan lugar a precios justos y, por esa vía, además de cautelar la justicia conmutativa ya mencionada en la letra precedente, preserva la justicia distributiva en cuanto que asegura que ni la autoridad pública que actúa sobre el mercado ni el monopolista que ostenta una posición dominante, empleen, respectivamente, sus potestades normativas ni su poder de mercado para imponer cargas o lesionar el legítimo ejercicio de la libertad de competencia mercantil de otros competidores. La libre competencia, desde una perspectiva económica, realiza esta función buscando la eficiente formación de los precios y valores de cambio de los bienes, impidiendo que el abuso monopólico distorsione la escasez relativa de los bienes que en la realidad existe y que ésta 200
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sea sustituida por una escasez relativa artificial destinada a extraer una renta monopólica del patrimonio de los demandantes del bien monopolizado. Así, se evita la pérdida social en la asignación de los recursos productivos que acarrea el abuso del monopolio y se fomenta la creación de riqueza mediante la, por regla general, eficiente señal de los precios que indican qué, cómo y cuánto ha de producirse. La eficacia de esta señal se explica, según ha señalado Hayek, porque nadie dispone en la sociedad política de la información íntegra que sería requerida para producir esa señal en forma precisa y regular, señal que sólo puede ser producida por la libre competencia.173 Las funciones a) y b) son manifestaciones de la prioridad ontológica y de finalidad de la persona humana respecto de la sociedad política (principios de orden político). Tal prioridad ontológica y de finalidad se halla recogida en ciertos preceptos fundamentales de la Constitución Política de la República, a saber principalmente en los arts. 1º y 5º de esa norma fundamental. Las funciones c) y d) corresponden ambas a la vez a un principio de orden jurídico, así como a un principio de orden económico. Del cúmulo de funciones expuestas resulta que la libre competencia es una fundamental institución de la sociedad cuya naturaleza es moral, política, jurídica y económica y, desde esa perspectiva, no cabe sino analizarla como una realidad interdisciplinaria. Se ha dicho por un gran jurista que la competencia es un fenómeno jurídico, cuyos móviles son económicos.174 Sin duda que se trata de una realidad jurídica, pero también lo es de naturaleza moral, política y económica, según resulta con claridad de las funciones antes analizadas. El que la libre competencia sea un bien jurídico no importa una negación de su dimensión moral, política y económica. De allí que debe rechazarse un análisis exclusivamente jurídico o bien exclusivamente económico de esta fundamental institución que pretenda abstraerse de los aportes de las restantes disciplinas.
173 Otras explicaciones de orden económico acerca de las funciones de la Libre Competencia, que han sido analizadas por Vickers, son las siguientes: i) la presión competitiva hace que las organizaciones adopten incentivos internos más precisos con miras a evitar la inactividad y la apatía; ii) la competencia hace que los competidores más eficientes prosperen a costa de los menos eficientes, resultando este proceso de selección positivo desde una perspectiva de la eficiencia global o agregada, y iii) la competencia por innovar es la mayor fuente de ganancias en eficiencia productiva a lo largo del tiempo. Véase VICKERS, John, Concepts of competition, Oxford Economic Papers Nº 47, 1995. 174 GARRIGUES, Joaquín, “La defensa de la competencia mercantil”, p. 142, en Temas de derecho vivo, Editorial Tecnos, Madrid, 1978.
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Surge, a continuación, la pregunta de si los móviles son meramente económicos o también comprenden otras disciplinas. Desde la óptica de los competidores, los móviles son económicos en cuanto se ordenan a resolver el problema económico que les aqueja, pero también son jurídicos en cuanto que la competencia se verifica mediante hechos jurídicos, actos jurídicos y convenciones, ya que sólo a través de éstos se capta la clientela y se entregan los bienes y servicios demandados. De allí que cabe realzar el estrecho vínculo entre la libre competencia, la justicia y la libertad contractual. Entre tales funciones no ha de considerarse una redistributiva, puesto que no corresponde a la libre competencia operar como un medio de redistribuir riqueza ya producida. En efecto, la libre competencia, tal como se indicara en la letra d) precedente constituye un fuerte incentivo para fomentar la creación de riqueza, mas carece de una función redistributiva. No es una herramienta redistributiva, sino que más bien distributiva, en el sentido que toca a la legislación tutelar de la libre competencia asegurar que los precios y los valores económicos en los mercados no sean distorsionados ni falseados por la vía de las cargas o gravámenes económicos que el abuso monopolístico o la autoridad pública desviada de sus fines pueden imponer. Desde esta perspectiva, un abuso monopólico podría implicar una redistribución, ciertamente injusta, de los bienes monopolizados al transferirlos en precios exorbitantes y al causar una mala asignación de ciertos recursos productivos. Si a lo anterior se añade una discriminación arbitraria por parte del monopolista, se crea una transgresión a la justicia distributiva que, económicamente hablando, produciría el efecto de una redistribución, por la vía de impedir la operatoria del sistema que conduce a precios justos y verdaderos. De allí que podría afirmarse con propiedad que al protegerse la libre competencia se está tutelando una forma de justicia distributiva y al impedirse los atentados contra aquélla se está evitando una infracción a la justicia distributiva, infracción que podría ser leída como una redistribución.175 Esta infracción redistributiva es evidentemente injusta y por ello debe ser proscrita. En consecuencia, el sistema tutelar de la libre competencia no es redistributivo, sino que se limita a realizar la justicia distributiva. Quien pretenda emplear la legislación tutelar de la libre competencia como medio redistributivo estaría conculcando la libre competencia y cometiendo así un injusto monopólico. Así, las políti-
175 VALDÉS PRIETO, Domingo, La discriminación arbitraria en el Derecho económico, pp. 79-104, Editorial Jurídica Conosur Ltda. LexisNexis, Santiago de Chile, 1992. En las páginas indicadas es analizada la relación entre Justicia Distributiva y Libre Competencia.
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cas redistributivas que puedan emprender el Estado y sus organismos no pasan por la libre competencia; emplear ésta como herramienta redistributiva sería vaciar de contenido el bien jurídico protegido, romper con la justicia antimonopólica y quebrantar el sentido mismo del Decreto Ley 211. De lo expuesto se colige que no toda redistribución es justa, sino que deberá analizarse cada forma de redistribución en particular para establecer si satisface o no las exigencias de la justicia distributiva. De las funciones antes expuestas que desarrolla la libre competencia resulta una exigencia moral, política, jurídica y económica la tutela de la misma y, por tanto, la existencia de un Derecho antimonopólico que provea un Tribunal de Defensa de la Libre Competencia dotado de los recursos humanos y materiales necesarios para que dicha protección sea eficaz. Asimismo, de las funciones expuestas resulta manifiesto que la preservación de la libre competencia es un cometido de orden público, en cuanto que interesa a la sociedad civil toda y, por tanto, sus contenidos son imperativos e irrenunciables, según explicaremos en el capítulo pertinente. H.2.2. Conflictos entre las funciones que desempeña la libre competencia De lo señalado surge inevitablemente la pregunta de cómo han de tratarse las funciones de la libre competencia cuando entran en conflicto unas con otras o, puesto en otros términos, qué ha de hacerse cuando una determinada conducta realiza ciertas funciones y menoscaba otras. El problema recurrente en el derecho de la libre competencia es el tratamiento que ha de darse a una práctica que conlleva una altísima eficiencia económica y que, sin embargo, colisiona con la libertad de competencia mercantil. Estimamos que aquí se halla la ventaja de emplear una definición esencial antes que una definición descriptiva por las funciones. En nuestra concepción existe un solo bien jurídico tutelado: la libre competencia mercantil, bien jurídico que generalmente desarrolla la pluralidad de funciones a que nos hemos referido. Decimos que generalmente desarrolla tales funciones atendido que no siempre las desarrolla todas ni en forma plena. Es importante advertir que no cabe confundir la existencia de un solo bien jurídico protegido, que suele realizar una variedad de funciones, con una pluralidad de bienes jurídicos tutelados. La visión que postula que el objetivo de una legislación antimonopólica ha de consistir en una pluralidad de bienes jurídicos protegidos puede asumir varias modalidades: 203
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i) La más directa y regulatoriamente más simple consiste en que el legislador de la libre competencia señala derechamente que la legislación antimonopolio protege “w, x y z” (empleamos meramente letras para suponer algunas de las visiones que gozan de mayor popularidad); ii) Una indirecta, consistente en que el legislador antimonopólico sostiene que la libre competencia es un “medio” para realizar “w, x, y y z”; de lo cual se sigue que los bienes jurídicos tutelados son en realidad “w, x, y y z”. Esta fue la alternativa planteada por la versión primera del proyecto de ley reformatoria del Decreto Ley 211 que culminó finalmente, aunque en una versión muy diferente, en la promulgación de la Ley 19.911. Dicha alternativa no prosperó en el trámite ante el Senado y fue necesario replantear el problema, según se ha explicado. De allí que no procede invocar la versión primigenia del referido proyecto como un antecedente de que la libre competencia sea un medio para la realización de otros bienes jurídicos, puesto que eso fue precisamente lo que se encargó el Senado de rechazar y exigir su remoción para continuar adelante con la tramitación de este proyecto de ley, y iii) Una modalidad indirecta y, sin duda, más sutil y probablemente la más temible por sus implicancias prácticas consiste en que a nivel legal se establezca que el bien jurídico tutelado es uno solo: la libre competencia y que, sin embargo, al momento de dar aplicación a ese bien jurídico tutelado los organismos antimonopólicos empleen dicho concepto como un término vacío –un flatus voci– para ser colmado con “w, x, y y z”, a su sola discreción. Este escenario es el más peligroso, atendido que esta discrecionalidad en la aplicación de lo que ha de entenderse por libre competencia podría extenderse no sólo a “w, x, y y z”, sino que también a “r, s y t”. Debe rechazarse una concepción de la legislación antimonopólica destinada a la preservación de una pluralidad de bienes jurídicos tutelados, puesto que ello no resuelve el dilema de la contradictoriedad entre tales “bienes protegidos” y, como consecuencia de tal indeterminación, entrega una formidable discrecionalidad a los organismos antimonopólicos en cuanto a la prevalencia de un “bien protegido” por sobre otro. De esta forma, cesa toda certeza jurídica acerca de qué es lo protegido por el tipo universal antimonopólico; se traslada un contenido típico que es privativo del legislador antimonopólico a la creatividad de los organismos tutelares de la libre competencia y, particularmente, del Tribunal de Defensa de la Libre Competencia (lo que ciertamente no se aviene con las garantías constitucionales contempladas en el art. 19, Nº 3 y con la prohibición de delegación de las materias comprendidas por estas garantías a la Administración 204
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–art. 61, inciso segundo de la Constitución Política– y por ello con mayor razón no pueden delegarse en los tribunales de justicia); se hace tabla rasa de la historia fidedigna del establecimiento de la Ley 19.911 y, lo que es más grave, una legislación desde antiguo diseñada con una finalidad bastante clara deviene en una herramienta servil a políticas públicas de oportunidad que incluso podrían menoscabar la propia libre competencia. Las funciones podrán en casos particulares colisionar entre ellas, surgiendo la duda acerca de cuál ha de prevalecer; la respuesta se halla en la definición esencial de libre competencia: ha de considerarse determinante la preservación de la libertad de competencia mercantil, que es el fundamento de aquel bien jurídico tutelado. De lo contrario, podría en algún caso particular sacrificarse la mencionada libertad a expensas de una planificación económica dotada de una alta eficiencia, quedando los demandantes y oferentes a merced del respectivo planificador. Si no se procede de esta forma, se estará transgrediendo la Constitución Política de la República en, al menos, la garantía del derecho a desarrollar cualquier actividad económica contemplada en el art. 19, Nº 21 y deberá el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia castigar el mencionado monopolio de privilegio en tanto éste presente un origen infralegal. En otras palabras, el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia no puede dar prevalencia a la eficiencia económica por sobre el derecho a competir libremente en materias mercantiles y de hacerlo, dicho tribunal sería responsable de dictar fallos o resoluciones inconstitucionales por transgresión de la garantía antes indicada y, además, ilegal, por violación del artículo cuarto del Decreto Ley 211, de 1973 al crear ese mismo tribunal a través de tales sentencias o resoluciones verdaderos monopolios de privilegio. La única excepción de que podría hacer uso el Tribunal Antimonopólico es por la vía de acudir a una justificación de orden público o de seguridad nacional, que es lo que prescribe la Constitución Política de la República como límite para la garantía del derecho a desarrollar cualquier actividad económica. En otras palabras, la libre competencia tendrá siempre por misión preeminente la de asegurar libertad, porque así lo ordena la Constitución Política, para el evento que se produzca un conflicto entre algunas de las funciones que, por regla general, desarrolla en forma armónica la libre competencia. De hecho, lo que en la concepción borkiana aparece como bienestar del consumidor no es otra cosa que el armónico resultado de las mencionadas funciones, que podrían sintetizarse en libertad, justicia y productividad, resultando prevalentes las dos primeras en un escenario de conflicto. 205
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Estimamos que la conclusión anterior es la correcta, básicamente por dos razones: una sistémica y otra histórica. La sistémica es que el problema de la libre competencia –como el de cualquier bien jurídico tutelado– no ha de resolverse con un mero invocar un precepto legal, sino que exige un análisis completo y coherente del orden jurídico. En tal proceso, resulta ineludible el cumplimiento de todas y cada una de las garantías constitucionales y, por tanto, ninguna solución ni legal ni jurisprudencial puede hacer abstracción de esa situación constitucional. La exigencia constitucional, tal como ha quedado explicado, apunta a salvaguardar precisamente una libertad –que es siempre limitada en los múltiples aspectos señalados– que tiene grandes implicancias morales, políticas, jurídicas y económicas: básicamente no quedar a merced del monopolista (entendido en sentido lato), sea éste una autoridad pública o privada, o bien un competidor persona pública o privada carente de potestades. Lo anterior es válido aun cuando dicho monopolista ofrezca una importante eficiencia económica que puede ser alcanzada a expensas de sacrificar esa libertad de competencia mercantil. En cuanto al justo precio, que si bien es una noción que se ha batido en retirada del pensamiento jurídico en los últimos siglos, creemos que ello va de la mano con las consideraciones anteriores y es una justificación adicional –y no por ello menos principal– para no dar curso a una eficiencia económica (que ciertamente es un bien deseable, pero sujeto a determinados límites) “absolutizada” o convertida en el objetivo único y final de una legislación antimonopólica. El justo precio sólo puede tener lugar en el mercado en ausencia del abuso monopólico o de las prácticas lesivas de la libre competencia y sólo así puede el mercado asignar recursos debidamente y, por tanto, cumplir una función distributiva (no redistributiva, que como se ha explicado resulta improcedente de aplicar en la libre competencia). En cuanto al argumento histórico es preciso señalar que la tradición de Occidente repudia el monopolio por las consideraciones anteriores, antes que por la ineficiencia económica que éste produce. Así lo confirma la autorizada opinión de Raymond de Roover: “Según la opinión de los escolásticos, el monopolio era una ofensa en contra de la libertad: suponía un carácter criminal debido a que se basaba generalmente en la confabulación o ‘conspiración’ (...). No tengo duda alguna de que la idea de conspiración de las leyes de los antimonopolios se remonta a los antecedentes escolásticos y que tiene sus raíces en el concepto medioeval del precio justo”.176 176
R OOVER, Raymond de, “El concepto de precio justo: Teoría y política económica”, p. 31, Estudios Públicos, Nº 18, Santiago, 1985.
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De esta forma, cabe concluir que el elemento específico y constitutivo de la ofensa monopólica es el atentado contra una libertad adquirida, de naturaleza política o civil, cuyo objeto no es otro que la competencia mercantil y, por tanto, contraria al justo precio. Por regla general, la tutela de esta libertad entraña una mayor eficiencia económica; sin embargo, en aquellos casos de excepción en que ello no ocurre así, no puede sacrificarse tal libertad y el justo precio en aras de una mayor eficiencia económica. De allí que debe preferirse una definición esencial de la libre competencia y evitarse una definición por las funciones que ésta suele desempeñar.
3.3. PRECISIONES CONCEPTUALES SOBRE EL MONOPOLISTA Y LOS ILÍCITOS MONOPÓLICOS Todos los ataques al bien jurídico libre competencia se refunden en el denominado injusto o ilícito de monopolio y atendida la especial significación que este término adquiere en el derecho de la libre competencia, resulta de la mayor conveniencia dar cuenta de algunas definiciones de monopolio, en su dimensión de injusto o ilícito. Dichas definiciones son el resultado de la elaboración jurisprudencial antimonopólica, de la doctrina decantada por los autores y tratadistas del Derecho antimonopólico y de algún precepto legal del Derecho comparado. Estas definiciones permiten dar una idea del amplio alcance que la voz monopolio cobra ante el Derecho y ello servirnos para una mejor comprensión de la noción de delito de monopolio. a) Resolución Nº 37, considerando 4º, del Tribunal Antimonopólico: “Que conforme a los términos del Decreto Ley 211, de 1973, la expresión monopolio reviste un amplio alcance, pues también comprende todo entorpecimiento, limitación o restricción de la libre competencia”. b) “El delito o conducta reprochable de monopolio no es únicamente lo que la ciencia económica entiende, en sentido técnico, como monopolio, y que es la existencia o concentración de la oferta o producción de un determinado bien o servicio en una sola mano, sino que, como ya se ha dicho, lo constituye todo atentado a la libre competencia”.177 c) “Se entiende por monopolio toda concentración o acaparamiento industrial o comercial, y toda situación deliberadamente crea-
177
ORTÚZAR LATAPIAT, Waldo, Ley antimonopolios. Jurisprudencia de la comisión resolutiva 1974-1977, p. 7, Editorial Jurídica de Chile, Santiago, 1978.
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da, que permite a una o varias personas determinadas imponer precios de los artículos o las cuotas de los servicios, con perjuicio del público en general o de alguna clase social”. Ley Orgánica del art. 28 Constitucional en Materia de Monopolios, art. 3º. Esta ley, conocida como Ley Antimonopolios de 1934, fue publicada en el Diario Oficial de la Federación (México), el 31 de agosto de 1934. Las tres definiciones transcritas exhiben en común una connotación de la que carece el término monopolio, sin adjetivos, ante la ciencia económica. Se trata de una significación amplia en cuanto que comprende el monopolio y el monopsonio puros, el monopolio y el monopsonio parciales y el oligopolio y el oligopsonio, entre muchas otras figuras análogas, en tanto y en cuanto las mismas sean constitutivas de un atentado a la libre competencia. En otras palabras, el delito de monopolio comprende toda forma de atentado a la libre competencia que sea imputable a una persona, con independencia de si tal atentado es realizado por un solo comerciante o por varios. Cabe destacar que la frase empleada por la definición legal, expuesta en la letra c) precedente, y que afirma: “toda situación deliberadamente creada”, es de la mayor trascendencia, puesto que exige explícitamente que la conducta constitutiva del ilícito de monopolio sea una conducta humana en el más puro sentido filosófico, esto es, que se halle guiada por intelecto y voluntad. En el evento que quien realice esta conducta sea una persona jurídica, la mencionada exigencia psicológica ha de predicarse de la o las personas naturales que actúan, a modo de órgano, por cuenta de dicha persona jurídica. En otras palabras, monopolio en su acepción delictiva es sinónimo de atentado a la libre competencia, e incluso en esta sinonimia se le utiliza en la jurisprudencia judicial desarrollada por el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia.178 Esta significación amplia de la voz monopolio en su dimensión delictiva tiene muy antigua data. En efecto, según explica Raymond de Roover: “Los escolásticos, teólogos y también los juristas estuvieron de acuerdo en considerar el monopolio como una práctica nociva, opuesta al bien común. El monopolio fue definido ampliamente de modo que incluyera cualquier pacto o círculo que se formara para elevar o reducir los precios sobre o bajo el nivel competitivo. Consecuentemente, este concepto abarcaba lo que en la actualidad se llama monopsonio, oligopolio y cualquier otra práctica monopolística. Según la opinión de los escolásticos, el mo178
Resolución Nº 25, considerando 12, numeral segundo, Comisión Resolutiva: “Que no ha lugar a lo solicitado por el señor Fiscal en cuanto pide que se ordene el ejercicio de la acción penal por el delito de monopolio o atentado a la libre competencia en contra de la misma firma Sedylan S.A.C.” (el destacado es nuestro).
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nopolio era una ofensa contra la libertad: suponía un carácter criminal debido a que se basaba generalmente en la confabulación o conspiración”.179 El párrafo transcrito muestra cómo la idea del ilícito de monopolio se construye sobre la noción ya explicada y que hemos denominado “monopolio estructural”. En efecto, al ser el “monopolio estructural” un instrumento de tipo jurídico diseñado para comprender una amplia gama de restricciones a la libre competencia, ha servido de lógico asiento para determinar la amplitud del ilícito de monopolio, que se caracteriza por añadir a dicha gama de conductas el carácter de injusto por su contrariedad a la libre competencia. Esta cualidad de injusto se obtiene del hecho de que alguna de dichas conductas ponga en riesgo o vulnere efectivamente el bien jurídico libre competencia. Tal como quedará de manifiesto al estudiar el artículo tercero, inciso primero, del Decreto Ley 211, el ilícito monopólico resulta de difícil aprehensión dado el defecto del tipo que pretende describirlo y la vaguedad de la ejemplificación que intenta el artículo tercero, inciso segundo. De esta deficiencia técnica no queda más que huir acudiendo al bien jurídico que el ilícito ha de lesionar. En este punto cabe observar que la Ley Antimonopolio consideró suficiente mencionar el bien jurídico, mas no explicarlo. Por ello, la conceptualización de la libre competencia ha quedado entregada a la doctrina y a la jurisprudencia, siendo esta última, por regla general, bastante parca en sus alusiones. No obstante lo anterior, la libre competencia sigue resultando una noción medular en la comprensión de cualquier forma de ilícito de monopolio, según evidenciaremos al tratar el tipo universal antimonopólico. Monopolista es quien ostenta un monopolio estructural; así, la calidad de monopolista no necesariamente se corresponde con la participación –sea como autor, cómplice o encubridor– en alguna forma de ilícito o injusto monopólico. En consecuencia, identificar a un monopolista con el autor del ilícito o injusto de monopolio es un grave error por dos títulos. Primero, un monopolista que no emplea el poder de mercado con que cuenta para vulnerar la libre competencia no realiza una conducta reprochable bajo la óptica del derecho de la libre competencia y, por tanto, mientras no abuse de ese poder de mercado es perfectamente lícita la explotación del respectivo monopolio.180 Segundo, existen ilícitos de monopolio en los cuales quien 179
ROOVER, Raymond de, “El concepto de precio justo: teoría y política económica”, p. 31, Estudios Públicos, Nº 18, Santiago de Chile, 1985. 180 En este sentido es muy precisa la Ley Federal de Competencia Económica de México (1993), que establece que las denominadas “prácticas relativas” constituyen
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es autor de los mismos carece de la calidad de monopolista, puesto que en estos casos el injusto consiste precisamente en una conducta orientada a obtenerla. Esta distinción es coherente con la afirmación de Fritz Machlup: “La principal dificultad de la tarea de cuantificar el monopolio descansa en el hecho de que éste no es perceptible, excepto por sus causas o efectos”.181 El monopolio sólo es perceptible en sus causas, motivo por el cual existen “ilícitos de fuente”, o en sus efectos, razón por la cual hay “ilícitos de abuso”, según explicaremos a continuación. Cabe observar que los efectos del monopolio no son otros que el ejercicio del poder monopólico o de mercado, según corresponda, lo que ordinariamente se traduce en un abuso monopólico. Ello es aplicación del principio filosófico de que la potencia sólo es susceptible de ser conocida en virtud de su actualización correspondiente; lo que puesto en el caso que nos ocupa significa que sólo el poder monopólico efectivamente ejercitado –y no en estado de pura potencialidad– puede ser conocido, cuantificado al decir de Machlup y juzgado jurídicamente por el Derecho antimonopólico. Es por lo expuesto que distinguimos entre “ilícito de fuente” e “ilícito de abuso”. En efecto, el ilícito de monopolio tiene dos modalidades: a) la ejecución de conductas orientadas al logro de fuentes ilícitas de formación de monopolios o consecución de poder de mercado, y b) el ejercicio antijurídico del poder de mercado de que dispone el monopolista, lo que se verifica a través de hechos, actos o convenciones y que también se conoce como abuso de posición dominante. El ilícito de fuente consiste en una conducta cuyo objeto es alcanzar por un medio injusto la explotación de un monopolio estructural. El ilícito de abuso consiste en la injusta explotación de un monopolio estructural que ya se ostenta, prevaliéndose del poder de mercado que éste confiere. El poder de mercado es el medio idóneo para afectar la libre competencia; en el ilícito de fuente se busca obtenerlo por medios injustos y en el de abuso, se le emplea en forma antijurídica. Estos medios injustos, que serán posteriormente desarrollados, son el poder de control de precios de que se valen las autoridades públicas para otorgar monopolios de privilegio y el poder de mercado que inicuamente se alcanza mediante la monopolización y la colusión.
transgresiones monopólicas sólo cuando la conducta sea perpetrada por un agente económico dotado de poder de mercado y tal poder mercantil haya sido ejercitado sobre otros agentes económicos (cap. II, art. 11). 181
MACHLUP, Fritz, The political economy of monopoly. Business, labor and government policies, p. 472, Baltimore, The John Hopkins Press, USA, 1952.
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Así, es posible concluir que el poder de mercado en sí mismo no es reprochable desde la óptica del derecho de la libre competencia; lo reprochable es la obtención del mismo por vías ilícitas o el empleo antijurídico del mismo dando lugar a abusos.
3.4. EL INJUSTO DE MONOPOLIO 3.4.1. LA NATURALEZA DEL ILÍCITO DE MONOPOLIO 3.4.1.1. Acerca del ius puniendi Lo que diferencia a una sociedad civil (acepción de nación) de una mera sumatoria de individuos es que en la primera existe un orden, puesto que todos los integrantes de la misma van en pos de un fin, que reviste el carácter de bien común.182 Así como el bien común de la sociedad civil refiere al bien del hombre en sociedad, la dimensión jurídica de dicho bien común se refiere a la preservación del derecho de la persona en sociedad183 y por tanto a la justicia en la sociedad civil. Por ello es que toda verdadera ley o norma jurídica emanada de autoridad pública (de cualquiera de las personas que conforman el Estado, que es la forma contempóranea que asume la autoridad pública) debe ordenarse al bien común político, según lo impera expresamente la Constitución Política de la República184 y esto se explica porque la autoridad pública es un medio para lograr el bien común de la nación. Así, la razón por la cual y para la cual existe la autoridad pública es el bien común político, correspondiendo a la autoridad pública la conducción de la sociedad civil hacia ese bien común. Por la misma razón, todo apartamiento o abandono de la ley (lato sensu)
182 El bien común exhibe una clara naturaleza analógica y, por ello, los cuerpos intermedios también tienden respectivamente a su propio bien común. Véase UGARTE G ODOY, José Joaquín, La familia como sociedad natural, Instituto de Estudios Generales, Santiago, 1979. 183 Desde una óptica filosófica, puede verse IBÁÑEZ SANTAMARÍA, Gonzalo, “El bien común: concepto y analogía, en El bien común. II jornadas de derecho natural, Ediciones Nueva Universidad, Santiago, 1975. 184 Constitución Política de la República, cap. I, art. 1º, inciso cuarto: “El Estado está al servicio de la persona humana y su finalidad es promover el bien común, para lo cual debe contribuir a crear las condiciones sociales que permitan a todos y a cada uno de los integrantes de la comunidad nacional su mayor realización espiritual y material posible, con pleno respeto a los derechos y garantías que esta Constitución establece”.
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constituirá, en principio, un abandono o alejamiento del bien común de la sociedad civil. Así, el delito consiste en una alteración del orden o, si se prefiere, un desorden de naturaleza jurídica, en relación con el bien común de la sociedad civil, en cuanto que la actividad humana constitutiva del delito hace peligrar, menoscaba, impide o destruye el derecho que a una o más personas integrantes de dicha sociedad civil corresponde.185 De los diversos sentidos analógicos que exhibe la noción de orden, nos referimos al orden teleológico, esto es, a la recta disposición de las personas y las cosas a su fin; en el caso que nos ocupa, todo acto de autoridad pública ha de estar dirigido u ordenado al bien común de la nación y, asimismo, todo acto de autoridad privada y de un simple particular carente de autoridad ha de estar finalizado hacia el bien común civil; no consiste en otra cosa el orden jurídico en su dimensión teleológica.186 El Derecho, aunque lesionado, es claramente un bien (sea calificado de individual o social) digno de tutela, bien del cual participa la sociedad civil y, por ello, dicho bien reviste el carácter de común. Atendido que corresponde a la autoridad pública la consecución y preservación del bien común de la sociedad civil, compete entonces a aquélla, mediante la forma legislativa, establecer los delitos y las penas y, por tanto, los tipos de tales figuras delictivas que importan apartarse del bien común y, consecuentemente, ejercitar el ius puniendi o potestad sancionadora sobre los miembros de dicha sociedad que incurran en conductas de apartamiento culpable. Esta potestad sancionadora ha de verificarse con carácter general a través del legislador y, en el caso particular, mediante la administración de justicia reservada, en estos ámbitos, al Poder Judicial. Tanto la ley como la sentencia han de conferir garantías razonables al sospechoso de la comisión de un ilícito y, sobre todo, han de asegurar que el ejercicio de la potestad sancionatoria se realice en forma justa. En cuanto a la posibilidad de que la Administración del Estado ejercite el ius puniendi, ello es factible en nuestro orden jurídico, pero sometido a un control de constitucionalidad y legalidad efectuada por un juez y también al control preventivo de la Contraloría General de la República.187
185
SAN AGUSTÍN, La Ciudad de Dios, tomo II, p. 588, Editorial BAC, Madrid, 1978, quien afirma: “Y el orden es la distribución de los seres iguales y diversos, asignándole a cada uno su lugar”. 186 MAC HALE, Tomás P., Orden, orden público y orden público económico, Anales, vol. VIII, 1968, Nº 8, Editorial Jurídica de Chile, Santiago, 1969. 187 SOTO KLOSS, Eduardo, “El Derecho administrativo penal”, pp. 95 y ss., en Boletín de Investigaciones, Nos 44-45, Facultad de Derecho, Pontificia Universidad Católica de Chile, 1980.
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Respecto del término “ilícito” cabe observar que existen dos alcances: uno ético y otro jurídico; ciertamente, en atención a la naturaleza de este trabajo, prescindiremos a lo largo del mismo de la significación ética del ilícito de monopolio, lo cual en manera alguna importa estimar que ésta no existe o que carezca de relevancia; por el contrario, hemos de dejar constancia de la enorme deuda que el Derecho antimonopólico mantiene con los teólogos, juristas y moralistas de la Edad Media y de la Segunda Escolástica, que floreció en la España del siglo XVI, quienes contribuyeron en importante medida al desarrollo de nuestro moderno derecho de la libre competencia. 3.4.1.2. Delito penal y delito lato sensu A lo largo de este estudio emplearemos la voz delito en su acepción amplia, que arranca del latín delictum y ésta, a su vez, de derelinquere, que significa abandono o apartamiento de una ley. En este sentido, emplearemos como sinónimos los vocablos injusto, infracción, contravención, ofensa, atentado, acto delictivo e, incluso, ilícito. Tal uso sinonímico resulta plenamente justificado por el hecho de que los delitos o ilícitos de que nos ocuparemos en esta obra no son estrictamente los del ámbito penal. El delito es apartamiento de ley y, por tanto, entraña disconformidad entre una conducta propiamente humana exteriorizada y una prescripción jurídica, según la cual lo proscrito puede ser una acción o una omisión. Este apartamiento o abandono de la ley se verifica mediante una conducta propiamente humana, esto es, guiada por el intelecto y la voluntad, y que, por tanto, es susceptible de calificarse de culpable y corresponder a la estructura de la denominada responsabilidad subjetiva, sin perjuicio de que pueda concurrir alguna causal de justificación que remueva la culpabilidad –no en su sentido subjetivo, sino antes bien en la forma de no exigibilidad de otra conducta– y, por tanto, el reproche. El carácter secundario, complementario y garantizador del Derecho penal consiste en que sus normas protejan, mediante penas especialmente severas (por ello es la ultima ratio del orden jurídico), bienes que son valiosos a todo el orden jurídico y no sólo al Derecho penal.188 Puesto 188
VON BELING, E., Esquema de derecho penal, p. 22: “No se deduce (...) del derecho penal mismo cuándo y en qué medida es antijurídico (...) el comportamiento humano; aquél sólo establece que el castigo debe infligirse siempre y cuando el comportamiento descrito en la ley penal sea antijurídico. La antijuridicidad de ese comportamiento dedúcese más bien de las restantes partes del Derecho, el Derecho civil, el Derecho administrativo, etc.”, Editorial De Palma, Buenos Aires, 1944.
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en otras palabras, bienes jurídicos de trascendental importancia como la vida no sólo se hallan tutelados por prescripciones de naturaleza penal, que sin duda se reserva para los más graves atentados contra dicho bien, sino que también aparece la vida resguardada por preceptos de orden sanitario, de regulación del tránsito, etc. Esta comunicabilidad de los bienes jurídicos a través de disposiciones de diversa naturaleza explica por qué la libre competencia pueda ser simultáneamente salvaguardada por ilícitos penales e ilícitos administrativos. Los bienes jurídicos dan cuenta de realidades no sólo apetecibles en sí mismas, sino que adicionalmente entrañan la cualidad de justas y, por ello, son exigibles al interior de la sociedad civil bajo los parámetros de la igualdad aritmética (justicia conmutativa), de la igualdad geométrica (justicia distributiva) o bien de la igualdad legal (justicia legal), según resulte procedente; de la justicia de estos bienes se deriva su entidad e importancia para la realización del bien común civil en su dimensión jurídica. Contra quienes han pretendido modernamente vaciar de contenido la noción de bien jurídico protegido para minimizar sus alcances en el Derecho penal, adoptamos la posición contraria y manifestamos que la institución del bien jurídico protegido no es privativa del orden penal, sino que predicable del orden jurídico todo. Tales bienes jurídicos admiten jerarquización, la cual es función de su mayor o menor necesidad de los mismos para la efectiva realización del bien común en una sociedad civil dada, esto es, para lograr el bien jurídico de todas y cada una de las personas que la integran. Valga advertir que la noción de persona para estos efectos excede con mucho la precaria definición entregada por el Código Civil y superada por la noción constitucional, que comprende toda persona jurídica o natural, pública o privada e incluye también la persona con existencia intrauterina o previa a la separación de la madre. Asimismo, la modalidad de conculcación de un mismo bien jurídico y la intensidad de la misma admite diversos grados, que son susceptibles de ser jerarquizados según su impacto en dicho bien jurídico y, por tanto, según su efecto sobre el bien común político. Consecuencialmente, la jerarquización de las ofensas a los bienes jurídicos protegidos se traslada a los respectivos preceptos jurídicos que tutelan los bienes jurídicos subyacentes y, en último término, a estos últimos, que son las realidades integrantes del bien común de la sociedad civil. Hemos clasificado los delitos en strictu sensu, esto es, los delitos por antonomasia, que son los penales, y los delitos lato sensu, esto es, los delitos que reciben tal nombre por analogía con los penales. Los delitos lato sensu son clasificables en dos grandes grupos: los administrativos y los civiles, cada uno de los cuales admite múltiples divisiones. 214
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El delito lato sensu se determina por su pertenencia genérica al ámbito administrativo o al ámbito civil y luego se subespecifica por la ley infringida, la que da forma al injusto constitutivo del delito. Así, hay delitos o ilícitos constitucionales, administrativos, civiles, mercantiles, laborales, disciplinarios, canónicos, etc. Lo anterior implica reconocer que cada injusto o cada ilícito asume una estructura propia y característica, así como una sanción peculiar, según la rama del Derecho a la cual pertenece el precepto respecto del cual se produce el apartamiento. Las categorías de ilícitos penales y administrativos exhiben cierta comunidad en exigencias garantísticas. Así, por ejemplo, los ilícitos penales y administrativos necesariamente deben ser típicos, esto es, debe existir una correspondencia entre un acto y una descripción legal previa de la conducta proscrita; en tanto que las exigencias de tipicidad previa se flexibilizan tratándose de otras ramas del Derecho, v. gr., así acontece con el Derecho civil. 3.4.1.3. Delito penal económico Mucho se ha debatido acerca de la naturaleza de los delitos que han sido creados por las emergentes materias que conforman lo que se conoce como Derecho económico o Derecho penal económico y se ha concluido que lo tutelado es el bien constituido por el orden económico en su conjunto y, en consecuencia, el flujo de la economía en su organicidad o la economía nacional.189 En esa dirección de análisis, se ha sostenido que el Derecho penal económico es “el conjunto de normas jurídico-penales que protegen el orden económico entendido como regulación jurídica del intervencionismo estatal en la economía”.190 Si bien lo anterior es preciso como una descripción genérica del bien jurídico protegido, se hace necesario reconocer que no es suficiente como indicación de los bienes jurídicos que subyacen a cada uno de los denominados delitos económicos. Resulta, así, más efectivo atender a los específicos bienes jurídicos protegidos por los distintos delitos o grupos de delitos que ordinariamente son convocados bajo el rótulo de “económicos” y, luego, desplegar un análisis acerca de la viabilidad de establecer un bien jurídico más general y característico 189 TIEDEMANN, Klaus, “El concepto de derecho económico, de derecho penal económico y de delito económico”, pp. 59 y ss., Revista Chilena de Derecho, vol. 10, Nº 1, Facultad de Derecho, Pontificia Universidad Católica de Chile, 1983. 190 BAJO F ERNÁNDEZ, Miguel, Manual de derecho penal, p. 394, Editorial Ceura, Madrid, 1978.
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de este ámbito delictual. Se ha caracterizado a los delitos económicos como aquellos que, entre otras facetas, afectan a un interés social antes que individual; exhiben una calidad de pluriofensivos, es decir, que para encontrarse consumados requieren afectar dos o más bienes jurídicos protegidos; se presentan como delitos de peligro abstracto o concreto y dan cuenta de la existencia de bienes jurídicos protegidos específicos para cada grupo o familia de delitos económicos. 3.4.1.4. La controversia acerca de la naturaleza del ilícito
administrativo Explicamos que los delitos en un sentido lato pueden clasificarse en dos grandes grupos: los injustos administrativos y los delitos civiles. A continuación nos ocuparemos sólo de los injustos administrativos y las escuelas que se perfilan en el debate acerca de su naturaleza. Entre los injustos administrativos más significativos procede mencionar los delitos monopólicos, los relativos a la protección al consumidor, los tributarios, los aduaneros, los cambiarios, los bancarios, los relativos al mercado de valores, etc. Sobre este grupo de delitos calificados genéricamente como ilícitos administrativos se han perfilado tres grandes visiones: la primera los concibe como delitos regidos por el Derecho criminal, sea que se les incluya en su formulación común o sean considerados como integradores de un Derecho penal especial comprensivo de los denominados delitos administrativos; la segunda concibe estos delitos como infracciones o contravenciones administrativas regidas por un Derecho administrativo sancionatorio general o bien por uno con características especiales, produciéndose un debate acerca de si se les han de comunicar o no las garantías diseñadas para proteger a los acusados o condenados en relación con los delitos criminales; por último, la tercera posición pretende una suerte de autonomía basada en la específica naturaleza del ilícito, refractaria a la clasificación trimembre antes expuesta, lo cual es sin perjuicio de aceptar el encontrarse integrada por principios generales predicables de toda norma jurídica sancionatoria. En nuestra opinión y siguiendo la doctrina prevalente en nuestro país y en el extranjero (especialmente Alemania y España), existe un continuo de naturaleza entre el ámbito penal y el ámbito administrativo sancionatorio. Así, parafraseando a Günther Jakobs, los ilícitos administrativos no corresponden a transgresiones de las normas centrales o nucleares del Código Penal, sino que se sitúan alrededor de este centro o núcleo cuyos límites sólo se pueden determinar difusa216
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mente, presentándose aquellos ilícitos administrativos en círculos de normas derivadas que muestran un decrecimiento progresivo en importancia a medida que se alejan de aquel núcleo, así como un incremento progresivo en semejanza con lo socialmente aceptable.191 Es por ello que, si bien creemos que estamos ante verdaderos ilícitos administrativos que exhiben una diferencia de grado con el ámbito penal que motiva que se hallen regidos por un Derecho administrativo sancionatorio, hemos resuelto desarrollar con mayor latitud las relaciones entre los injustos penales y los injustos administrativos, las que dan lugar a posiciones que, para efectos sinópticos, hemos denominado escuelas.192 Cabe observar que hemos omitido desarrollar las variadas e intrincadas posiciones intermedias que se han perfilado en el tiempo como, por ejemplo, aquella que pretende explicar el injusto penal y el injusto administrativo mediante una teoría común y general para sus respectivas sanciones, que cristaliza en una teoría general del derecho punitivo estatal.193 Las dos grandes posiciones en la materia son las correspondientes a las denominadas Escuelas cuantitativa y cualitativa. A. ESCUELA CUANTITATIVA Para aquellos autores y sector de la doctrina que adhieren a esta escuela, la distinción entre delitos penales y administrativos es una cuestión de grados y no de diversa naturaleza jurídica.194 Los argumentos sobre los que descansa esta concepción de diferencia de grados entre ambas formas de ilícitos pueden sintetizarse así: i) en ambas formas de ilícitos se busca restringir la autonomía privada y la libertad jurídica en aras de bienes públicos, dotados de valor ético y necesarios al bien común civil en su dimensión jurídica; lo que marca la diferencia es que el injusto administrativo es de baja entidad ético-social compa-
191 JAKOBS, Günther, Derecho penal. Parte general, Libro I, cap. I, p. 63, Marcial Pons, Ediciones Jurídicas, Madrid, 1995. 192 Las denominadas escuelas cuantitativa y cualitativa tienen correlato con la teoría de la ley meramente penal; en efecto, los defensores de la ley meramente penal acuden a criterios cualitativos para distinguir la sanción administrativa, en tanto que quienes rechazan la ley meramente penal descansan en argumentos de orden cuantitativo. Véase Carlos José Errázuriz Mackenna, La ley meramente penal ante la filosofía del derecho, Editorial Jurídica de Chile, Santiago, 1981. 193 NIETO, Alejandro, Derecho administrativo sancionador, pp. 143 y ss., Editorial Tecnos, Madrid, 2002. 194 JIMÉNEZ DE AZÚA, Luis, Tratado de derecho penal, tomo I, p. 47, Editorial Losada S.A., Buenos Aires, Argentina, 1956, quien afirma: “en puridad, las faltas no son otra cosa que delitos en pequeño”.
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rado con el injusto penal. En efecto, mientras el injusto administrativo se refiere a hechos que atentan contra la estructura y organización de la administración estatal o contra otros bienes jurídicos que se vinculan con aquélla, el injusto penal busca cautelar los bienes jurídicos más valiosos para la sociedad: la vida, el honor, la integridad física, la propiedad, etc. Esto explica por qué las sanciones asociadas al injusto administrativo son leves comparadas con las del delito penal; ii) Tratándose de una cuestión de grados es posible extender y así se han extendido las garantías diseñadas para los delitos penales a los ilícitos administrativos, confiriéndose por esta vía mayores resguardos a los miembros de la sociedad nacional. Destacan, entre otras, las siguientes garantías: el principio del justo proceso o procedimiento; la aplicación del principio que ha de regir la ley más benigna; el principio de la tipicidad que ordena que las conductas proscritas estén previamente determinadas por una ley y la imposibilidad de aplicarlas por analogía; la seguridad de que la culpabilidad es un requisito sine qua non para la configuración de un ilícito administrativo, el que ha desplazado a la responsabilidad objetiva por los hechos;195 la aplicación del principio del non bis in idem;196 la carga de la prueba no debe re-
195
CURY U RZÚA, Enrique, Derecho penal, tomo I, p. 81, Editorial Jurídica de Chile, Santiago, quien afirma: “Por otra parte tampoco existe un motivo atendible para independizar la sanción gubernativa de la exigencia de culpabilidad. Lo mismo que las penas penales, éstas sólo pueden ser impuestas a quien puede dirigírsele un reproche personal por la ejecución de la conducta prohibida”. ABUNDIO, Rodrigo, “Infracciones en el Código Tributario”, Revista de Derecho de la Universidad de Concepción, vol. Nº 51, Nº 174, julio-diciembre, p. 96, 1983, quien afirma: “toda acción con trascendencia jurídica, ya sea en el campo penal o civil, requiere subjetividad. De la misma forma, la subjetividad es del todo necesaria en las acciones que pueden dar origen a una simple infracción tributaria”. El Proyecto de Ley que Establece las bases de los procedimientos administrativos sancionatorios (Mensaje Nº 541-350 de 25 de marzo de 2004), dispone en su artículo noveno que en la imposición de sanciones administrativas deberá guardarse la debida adecuación entre la gravedad del hecho y la sanción aplicada, para lo cual se considerará, entre otros criterios, la intencionalidad y la reiteración. Una formulación muy semejante es la que se halla en el art. 16, Nº 6, letra d) de la Ley 18.410, modificada por la Ley 19.613, que contempla las atribuciones sancionatorias de la Superintendencia de Electricidad y Combustibles. 196 En nuestra opinión este principio exhibe una cuádruple dimensión. En primer lugar la tradicional, según la cual no podría un mismo hecho ser castigado con dos penas penales; en segundo lugar la aplicación de la escuela cuantitiva, según la cual el mentado principio impediría que un mismo hecho fuese castigado con dos penas administrativas; en tercer lugar, también en aplicación de la común naturaleza de los delitos penales y los delitos administrativos, la improcedencia de que un mismo hecho fuese castigado con una pena penal y una pena administrativa (esto último ha sido fallado en el sentido indicado por el Supremo Tribunal Constitucional de Espa-
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sultar invertida en consonancia con la presunción de inocencia;197 la relevancia jurídica del error; el principio de la proporcionalidad que obliga a una adecuación razonable entre la conducta y su respectiva pena;198 la irretroactividad absoluta de las leyes que crean injustos administrativos o que pretendan aplicar penas promulgadas posteriormente a la comisión de los hechos calificados como delictivos; la plena vigencia del principio de la juridicidad en el establecimiento de las penas; la prescriptibilidad de las sanciones, etc. Es importante destacar que esta escuela cuantitativa no sólo ha contado con gran acogida doctrinaria en nuestro país y en el extranjero, erigiéndose en la posición preponderante,199 sino que también ha te-
ña, 30 en. 81) y en cuarto lugar, la aplicación del principio del non bis in idem entre penas y medidas concurrentes sobre un mismo hecho. En Chile, procede recordar el Proyecto de Ley que Establece las bases de los procedimientos administrativos sancionatorios (Mensaje Nº 541-350 de 25 de marzo de 2004), el cual dispone en su artículo doce la aplicación imperativa del principio del non bis in idem en las tres primeras dimensiones que hemos señalado anteriormente, aun cuando todas ellas están supeditadas a una acreditación de la identidad del sujeto, hecho y fundamento. Conviene advertir que el principio del non bis in idem ha sido sometido para determinar su procedencia, en algunas legislaciones, a la exigencia de que las penas concurrentes obedezcan a un mismo bien jurídico tutelado. Así, si las penas se fundan en bienes jurídicos diversos no sería aplicable –en tales legislaciones– el principio del non bis in idem. 197
La presunción de inocencia se halla plenamente justificada en el Derecho de la Libre Competencia, puesto que pueden existir colusiones y cartelizaciones que entreguen un poder de mercado irrelevante para la competencia en el mercado respectivo y fusiones y concentraciones que resulten justificadas por las economías y sinergías que éstas acarrean para la sociedad. Por lo anterior, no concordamos con las argumentaciones expuestas por Eduardo Saavedra Parra para rechazar la mentada presunción en el ámbito de la Libre Competencia, en Promoción de la competencia en Chile: reflexiones a la luz de las recientes modificaciones legales, p. 70, Publicación Día de la Competencia (30 de octubre de 2003), Fiscalía Nacional Económica, Santiago de Chile. 198 La proporcionalidad entre la conducta delictiva y la pena a aplicar constituye una exigencia de la justicia distributiva, puesto que corresponde a esta forma de justicia la distribución de cargas –en la especie penas– en atención a la culpabilidad de quienes han incurrido en un delito. Así, el juzgador (no sólo el penal sino que también el antimonopólico) tiene el deber de guardar la igualdad geométrica o proporcional en la aplicación de las penas, de forma tal que todos los culpables de las mismas conductas reciban penas proporcionalmente iguales. 199 STRATENWERTH, Günter, Derecho penal. Parte general, tomo I, Nº 57, p. 25, Edersa, Madrid, 1982. Afirma este jurista: “La teoría del derecho penal ha tomado cartas en este asunto, procurando encontrar distinciones conceptuales entre lo injusto “en sí” criminalmente reprochable, y lo injusto administrativo como mera desobediencia a las ordenanzas estatales. En la actualidad, según la opinión preponderante, se reconoce que sólo se trata de distintos niveles desde el punto de vista cuantitativo”.
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nido recepción por parte de nuestro Tribunal Constitucional, el cual ha manifestado que los principios inspiradores del orden penal, contemplados en la Constitución Política de la República, han de regir el Derecho administrativo sancionatorio, puesto que ambos son manifestaciones del ius puniendi propio del Estado.200 Asimismo, la Escuela Cuantitativa ha hallado basamento en diversas disposiciones del Código Penal chileno,201 entre las cuales procede destacar el art. 426, que prescribe que deberá atenderse a la gravedad de la injuria o calumnia causada en juicio para establecer si se procederá disciplinaria o criminalmente. B. ESCUELA CUALITATIVA Esta escuela, que actualmente se bate en retirada en el Derecho penal de los países del sistema jurídico continental, tuvo por fundador a Goldschmidt. Quienes sostienen esta interpretación estiman que entre los delitos penales y los ilícitos administrativos existe una diferencia ontológica o de naturaleza, lo que impediría comunicar las garantías diseñadas por el Derecho penal a los delitos administrativos. Esta escuela ha pretendido fundar la diferencia de naturaleza entre ambas clases de delitos en lo siguiente: i) Mientras los delitos penales caute-
JAKOBS, Günther, Derecho penal. Parte general, Libro I, cap. I, p. 67, Marcial Pons, Ediciones Jurídicas, Madrid, 1995. Señala este penalista alemán: “El Derecho positivo se resiste a una delimitación cualitativa tajante de infracción penal y contravención [injusto administrativo]. No cabe determinar diferencias cualitativas entre infracción penal y contravención de claridad contrastable en la práctica...”; JESCHECK, Hans-Heinrich, Tratado de derecho penal. Parte general, p. 51, Comares Editorial, Granada, 1993; MIR PUIG, Santiago, Derecho penal. Parte general, p. 6, nota 3, Ediciones PPU, Barcelona, 1984. 200 Tribunal Constitucional, Sentencia Rol Nº 244, considerando 9º, del 26 de agosto de 1996: “Que, los principios inspiradores del orden penal contemplados en la Constitución Política de la República han de aplicarse, por regla general, al Derecho administrativo sancionador, puesto que ambos son manifestaciones del ius puniendi propio del Estado”. 201 Existe multitud de preceptos que están contenidos en el Código Penal y no obstante ello contemplan penas de multas, generalmente caracterizadas como administrativas. Véase, a modo de ejemplo, los arts. 216, 217, 220, 221, 253 y 254 del Código Penal chileno. No obstante lo anterior, el propio orden jurídico positivo reconoce ciertas diferencias entre las penas por delitos penales y las penas por ilícitos administrativos v. gr., estas últimas son aplicables no sólo a personas naturales sino que también a personas jurídicas, en tanto que las penas penales sólo son imputables a personas naturales.
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lan bienes jurídicos o exteriorizan conductas antisociales conculcatorias de los derechos naturales o individuales de las personas, los ilícitos administrativos se limitan a dar cuenta de infracciones formales a preceptos meramente administrativos202 y que resultan culturalmente indiferentes. Por consiguiente, en los ilícitos administrativos no media juicio ético alguno de desvalor203 y, por tanto, aquéllos muestran un injusto de menor contenido que el que exhiben los delitos penales;204 ii) Adicionalmente, esta escuela se ha basado en que el delito penal importaría una lesión o riesgo inmediato para determinados bienes jurídicos; en tanto, los ilícitos administrativos sólo suponen un simple peligro o riesgo para tales bienes; iii) Asimismo, se argumenta que la jurisdicción, tratándose de las infracciones administrativas, corresponde a la propia Administración o al contencioso-administrativo, que es el que juzga y condena; iv) Otros intentos de establecer diferencias entre tales delitos han descansado en la necesidad de la culpabilidad en materia penal por oposición a lo requerido por el Derecho administrativo, que no siempre precisa culpabilidad y que esto se manifieste en la naturaleza de las penas que ordinariamente aplica la Administración: de multa o de nulidad de actos; en que la pena administrativa no es una pena de corrección, sino más bien de orden; en que se trata de delitos contra la administración pública; en que no se castiga la tentativa, ni se admiten las penas privativas de libertad, etc. Desde la óptica del Derecho positivo, esta escuela ha argumentado que el art. 20 del Código Penal impide aceptar la visión cuantitativa al crear una diferencia substancial entre penas administrativas y criminales. Dispone dicho artículo: No se reputan penas, la restricción de la libertad de los procesados, la separación de los empleos públicos acordada por autoridades en uso
202
NOVOA MONREAL, Eduardo, Curso de Derecho penal chileno, tomo I, Editorial Jurídica Ediar Conosur Ltda., p. 259, Santiago de Chile, 1985, y COUSIÑO MAC-IVER, Luis, Derecho penal chileno, tomo I, p. 25, Editorial Jurídica de Chile, Santiago, 1975. 203 Contra esta afirmación, POLAINO NAVARRETE, Miguel, Derecho penal. Parte general, tomo I, p. 157, Bosch Casa Editorial, Barcelona, 1990, quien señala: “La teoría del injusto moralmente indiferente –se ha entendido– es insostenible. Es de observar la relación que mantienen entre sí los contenidos de las normas jurídicas y morales, y no las decisiones jurídicas y morales de casos particulares. La afirmación de la indiferencia moral de determinados preceptos jurídicos contiene la negación de la obligatoriedad y, con ello, del poder vinculante de estos preceptos jurídicos: la obligación constituye, en cuanto tal, un tipo moral. Un deber jurídico indiferente desde el punto de vista moral encierra una contradicción en sí”. 204 La impropiedad de esta descripción ha sido demostrada por JESCHECK, HansHeinrich, Tratado de derecho penal. Parte general, p. 51, Comares Editorial, Granada, 1993. Afirma Jescheck: “Sin embargo, ninguno de tales criterios es válido para todas las infracciones administrativas creadas mientras tanto por el legislador”.
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de sus atribuciones o por el tribunal durante el proceso o para instruirlo, ni las multas y demás correcciones que los superiores impongan a sus subordinados y administrados en uso de su jurisdicción disciplinal ni atribuciones gubernativas. A ese argumento ha respondido la escuela cuantitativa afirmando que las medidas allí descritas “no se reputan penas”, es decir, no se juzgarán como si fuesen penas y se hace necesario así establecerlo precisamente porque son penas, de la misma naturaleza que las asociadas a los delitos. De otra forma, el art. 20 habría dicho “no son penas”. Modernamente, algunos autores suelen distinguir entre la multa como pena criminal y como pena administrativa o policial, donde la diferencia vendría dada por el monto de la multa. Mucho se ha discutido acerca de si la convertibilidad de la multa en arresto es una propiedad común al injusto penal y al ilícito administrativo o privativa del primero. No obstante esta común naturaleza, existen ciertas diferencias técnicas: el delito penal admite conmutación e indulto, en tanto que el injusto administrativo no; por otra parte, dada la menor entidad del bien jurídico tutelado por el injusto administrativo, éste tolera como sujeto punible a la persona jurídica, además de la persona natural. Según la antigua concepción de Goldschmidt, del delito administrativo “sólo queda, pues, la característica omisión del reforzamiento de la Administración estatal dirigido al fomento del bien público o del Estado, o bien, lo que aparece ficticiamente como tal fomento. En esto consiste la infracción administrativa...”.205 Así, esta concepción exhibe, al menos, tres elementos distintivos del injusto administrativo: i) Elemento orgánico. Aquel delito caracterizado porque la pena es tramitada e impuesta por la Administración del Estado, quedando su ejecución entregada a los tribunales administrativos. Se ha dicho también –lo cual es claramente aplicable en el Derecho administrativo sancionatorio alemán– que el procedimiento de imposición de sanciones administrativas queda regido por un principio de oportunidad sujeto a leal discrecionalidad y, por tanto, no hay obligación de la Administración de perseguir el respectivo injusto administrativo. ii) Elemento material. Aquel delito sancionado con penas administrativas, entendiendo por estas últimas aquellas que se aplican a hechos atentatorios contra la estructura y organización de la Administración estatal dirigida al fomento del bien público o del Es-
205
Citado por JAKOBS, Günther, Derecho penal. Parte general, Libro I, cap. I, p. 65, Marcial Pons, Ediciones Jurídicas, Madrid, 1995.
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tado o contra bienes jurídicos estrechamente vinculados a aquélla. Esta acepción es tributaria de la noción de Derecho administrativo que se adopte y, en tal sentido, conviene recordar que, como fruto de la evolución de este importante sector del Derecho público, modernamente se ha arribado a la conclusión de que el derecho administrativo no sólo estudia la actividad de la administración pública, sino que el total de la actividad de índole administrativa, cualquiera que sea el poder del Estado que la realice (Poder Legislativo, Administrativo, Judicial, Contralor, de Banca Central, etc.).206 iii) Elemento punitivo. Modernamente las contravenciones se caracterizan por estar conminadas con multas que no pueden transformarse en penas privativas de libertad sustitutivas, pero sí son reclamables mediante arresto coercitivo. Adicionalmente, estas multas pueden imponerse no sólo a personas naturales, sino que también a personas jurídicas. Modernamente, la calificación de un injusto administrativo sólo es aceptada considerando los criterios i) y iii). Incluso el criterio i) se presenta difuminado por la existencia de tribunales contencioso-administrativos que conocen y aplican las denominadas sanciones administrativas, en tanto que el criterio iii) ha dado lugar a un intenso debate en relación con cuál es el umbral que transforma una multa administrativa en una pena penal. Si a lo anterior se añade la falta de sustento de la escuela cualitativa, no es extraño que arribemos a definiciones del ilícito administrativo como la siguiente: “La infracción administrativa es una acción típica, antijurídica y reprochable, castigada con multa administrativa”.207 La importancia de esta definición es que pone en evidencia la común naturaleza del delito penal y del ilícito administrativo haciendo extensible a éste las especiales características y garantías de aquélla. Respecto del criterio ii), procede señalar que la ilicitud está determinada por un conjunto de valoraciones o bienes jurídicos (que las autoridades públicas deben realizar en conformidad con el Derecho natural y con miras al bien común político de la respectiva nación) para cuya tutela se procede a sancionar conductas que lesionan aspectos fundamentales de la vida moral, intelectual y física de una nación y de sus integrantes. De allí que la ilicitud se construye en tor-
206
GORDILLO, Agustín A., Tratado de Derecho administrativo, tomo I, IV-10, Ediciones Macchi, Buenos Aires, 1974. 207 JESCHECK, Hans-Heinrich, Tratado de Derecho penal. Parte general, p. 51, Comares Editorial, Granada, 1993.
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no a bienes jurídicos, los cuales no son pertenencia exclusiva del Derecho penal. En consecuencia, no resulta aceptable la idea de sancionar una conducta porque ésta ha sido prohibida, puesto que ello o implica pura arbitrariedad y por ello ha de ser rechazada, o bien se ha omitido una fase lógica y jurídica previa, cual es la determinación del valor o bien jurídico que resulta adecuado proteger a través de la respectiva prohibición. 3.4.1.5. La naturaleza del injusto monopólico El injusto de monopolio presenta una paradoja que hace un tanto más difícil arribar a la conclusión que se esperaría. Tradicionalmente, aquel injusto ha hallado expresión en el orden penal propiamente tal y en el orden administrativo sancionatorio. Procede recordar la antigua fórmula del Decreto Ley 211, bajo la cual el artículo primero de dicho cuerpo normativo contenía un tipo mixto –penal y administrativo a la vez– en virtud del cual la forma efectiva de realización del tipo permitía decidir a la antigua Comisión Resolutiva acerca de si el injusto perpetrado efectivamente pertenecía al Derecho criminal o bien al Derecho administrativo contravencional. Esa decisión se traducía en que si la Comisión Resolutiva consideraba que la conducta típica revestía una significativa gravedad, dicho órgano antimonopólico ordenaba al Fiscal Nacional Económico el ejercicio de la acción penal por delito de monopolio ante el competente juez del crimen. A diferencia, si la conducta típica carecía, a juicio de la Comisión Resolutiva, de semejante gravedad, este órgano retenía jurisdicción y procedía a conocer del injusto administrativo de monopolio. Antes de la reforma sufrida por el Decreto Ley 211, en virtud de la Ley 19.911, que fue publicada el 14 de noviembre de 2003, había argumentos irrefutables para sostener el carácter penal del injusto de monopolio. Tales argumentos correspondían al hecho de que tal injusto en su forma penal era sancionado con presidio menor en cualquiera de sus grados; en tanto que el antiguo artículo sexto del mismo cuerpo legal aludía a la prevención, investigación, corrección y represión de los atentados a la libre competencia o de los abusos en que incurra quien ocupe una situación monopólica, aun cuando no fueren constitutivos de delito..., debiendo entenderse que la referencia al delito apuntaba al delito penal. El propio texto del Decreto Ley 211 distinguía entre sus títulos el denominado “Del Proceso Penal”, proceso que quedaba encomendado al juez del crimen competente, en tanto que bajo el título III “De la Comisión Resolutiva”, se indicaba que esta última había de cono224
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cer las “situaciones que pudieren constituir infracciones a la presente ley”,208 dando pábulo a una contraposición entre un injusto penal y otra forma de injusto, que fue denominado administrativo. Por tanto, emanaba del propio texto del Decreto Ley 211 una distinción entre delito penal monopólico y delito infraccional monopólico. Así, la antigua jurisprudencia antimonopólica mostraba –sobre todo para efectuar una contraposición cuando existía el antiguo tipo penal antimonopólico del artículo primero del Decreto Ley 211– que el Tribunal Antimonopólico imponía sanciones administrativas,209 por oposición a las penas penales que eran de competencia del juez del crimen.210 Especial influjo ejerció en la materia el Fiscal Nacional Económico de la primera época de puesta en marcha del Decreto Ley 211, don Waldo Ortúzar Latapiat, quien planteó en un interesante estudio sobre la Ley Antimonopolios lo siguiente: “Aparte de que la certeza sobre el delito sólo se logra con la sentencia penal ejecutoriada, cabe también considerar que, en muchos de los casos de aplicación de la ley antimonopolios, no se persigue una sanción penal y, aun, que es privativo de la Comisión Resolutiva decidir si se ejercita la acción penal o no; y, entretanto, muchas actuaciones se han cumplido y muchos órganos han ejercido sus atribuciones. Igualmente, la Comisión Resolutiva puede imponer sanciones administrativas, infraccionales o no penales, y vedar toda indagación penal respecto de los actos sancionados, si no ordena, al mismo tiempo, el ejercicio de la acción penal”.211 Esta visión del ex Fiscal Nacional Económico, don Waldo Ortúzar Latapiat, formulada en la cita antes transcrita, fue recepcionada y luego diseminada a través de la jurisprudencia antimonopólica que la Comisión Resolutiva emitió entre 1973 y 2003. Este último año corresponde a aquel en que la Ley 19.911 introduce una reforma al Decreto Ley 211 mediante la cual, entre otros aspectos, se elimina la pena penal del delito de monopolio y se priva de jurisdicción sobre éste al juez del crimen. De esta forma desapareció el delito penal de monopolio contemplado en el Decreto Ley 211. No obstante lo anterior, es preciso advertir que aún subsisten delitos penales contemplados en el 208 Art. 17, letra a), Decreto Ley 211, de 1973, antes de las modificaciones introducidas por la Ley 19.911. 209 Resolución Nº 56, considerando 8º y Resolución Nº 60, considerando 8º, ambas Comisión Resolutiva. 210 Esta fue la nomenclatura que adoptamos, siguiendo la interpretación jurisprudencial, en nuestra obra La discriminación arbitraria en el derecho económico. Especialmente en la legislación antimonopólica, pp. 85 y ss., Editorial Jurídica Conosur Ltda. (LexisNexis), Santiago, 1992. 211 Cita efectuada por Resolución Nº 44, considerando 6º, Comisión Resolutiva.
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Código Penal que guardan conexión con el bien jurídico tutelado libre competencia. Si se considerara el elemento orgánico del ilícito administrativo antes señalado (i) se podría concluir que no estamos frente a un injusto administrativo en atención a que quien conoce, juzga y aplica las penas correspondientes a dicho injusto es un órgano jurisdiccional. En efecto, se trata de un tribunal especial de la República –el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia– y no un organismo integrante de la Administración del Estado212 ni un tribunal contencioso administrativo. La singularidad de este enfoque radica en que jamás se dudó que la Comisión Resolutiva, creada por el Decreto Ley 211, fuese un tribunal especial dotado de potestades jurisdiccionales; no existiendo tampoco base para que alguien arguyese que dicha Comisión expedía tales sentencias antimonopólicas en ejercicio de potestades administrativas, puesto que las mismas eran inadecuadas para resolver un conflicto intersubjetivo de relevancia jurídica antimonopólica con la finalidad de alcanzar la justa composición de esa litis, que era y sigue siendo la principal función de este especialísimo tribunal.213 Sin embargo, cabe recordar que en nuestro derecho no se crearon los tribunales contencioso administrativos a pesar del mandato constitucional establecido desde 1925, quedando encomendada la tarea de aquéllos a los tribunales ordinarios de justicia. Respecto de éstos, el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia aparece como un tribunal especial por su materia, pero ello no lo priva de su carácter contencioso administrativo. Por lo expuesto, no debería sorpren-
212 La Administración del Estado ha quedado definida, desde una óptica de las personas y organismos que la integran, por el art. 1º de la Ley 18.575, Orgánica Constitucional de Bases Generales de la Administración del Estado. No obstante lo anterior, la nómina de personas y organismos de que da cuenta el referido art. 1º no es ni ha sido exhaustiva, debiendo considerarse al efecto otras disposiciones legales. Así, a modo de ejemplo, cabe observar que el antiguo Decreto Ley 211 –previo a la reforma introducida a éste por la Ley 19.911– contemplaba las Comisiones Preventivas Central y Regionales, las cuales indubitablemente constituían organismos antimonopólicos de naturaleza administrativa y no obstante ello, nunca fueron mencionados por el referido art. 1º. 213 Se ha realizado una lectura similar de la Ley Antimonopolio de la República Argentina, al clasificar los tipos de la misma en penales y administrativos, aun cuando ambos son conocidos por un órgano jurisdiccional. Véase DROMI, Roberto, Competencia y monopolio, pp. 73 y ss., Editorial Ciudad Argentina, Buenos Aires, 1999. Discrepamos, ciertamente, de sus argumentos para sostener su adhesión a la Escuela Cualitativa, que es la que pretende afirmar una naturaleza diversa entre los delitos penales y los delitos administrativos.
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der que la jurisprudencia del Tribunal Antimonopólico le haya dado la calificación de contencioso administrativo a la materia sobre la cual versa el injusto de monopolio, según lo demuestra el siguiente aserto jurisprudencial: “...las decisiones relativas a la aplicación del Decreto Ley 211, de 1973, son de carácter contencioso administrativo, por lo que, cambiando las circunstancias, pueden también variar las resoluciones que se adopten al respecto”.214 Si se considera el elemento material antes explicado (ii) para calificar un injusto de administrativo, podrá observarse que los injustos monopólicos no afectan la Administración del Estado ni guardan relación estrecha con bienes jurídicos ligados a ésta. En efecto, la libre competencia es un importantísimo bien jurídico tutelado que, con gran dificultad, podría considerarse vinculado estrechamente a la Administración del Estado y, por ello, sería extremadamente artificioso sostener que se cumple el criterio material para calificar al injusto monopólico como administrativo. Sin embargo, tal como se ha venido explicando, este elemento material ha demostrado ser inútil para diferenciar un delito penal de un delito administrativo y por ello no nos preocupa que no resulte, en estricto rigor, aplicable al injusto de monopolio; esto sólo confirma la obsolescencia de este elemento, acuñado por la escuela cualitativa para la determinación de un ilícito administrativo. Resta analizar el elemento punitivo (iii) para determinar si el injusto monopólico podría cumplir con este criterio y ser caracterizado como un ilícito administrativo. Cabe recordar que el antiguo art. 20, inc. 3º, del Decreto Ley 211, de 1973, admitía la conversión de las multas impuestas por la Comisión Resolutiva en penas de reclusión, lo que sería una prueba de la común naturaleza de estas penas administrativas con las penas propiamente penales. Por otra parte, debe considerarse que la mayor flexibilidad que permite la escuela cualitativa para el ilícito administrativo, es sólo a condición de que las sanciones sean leves, lo cual lamentablemente no siempre ocurre. Baste revisar los montos de las multas que actualmente el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia puede aplicar al injusto monopólico para comprender que no se cumple con la nota de levedad en esta sanción. Por lo expuesto, resulta de dudoso cumplimiento el elemento punitivo antes expuesto para la calificación de un injusto monopólico
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Resolución Nº 12, considerando 16, Comisión Resolutiva.
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como administrativo en la medida en que lleve aparejada como sanción una multa. Adicionalmente, es posible que se imponga alguna de las sanciones del art. 26 del Decreto Ley 211, con lo cual las conclusiones indicadas podrían variar. A lo expuesto debe añadirse que el propio Decreto Ley 211 ha calificado los atentados contra la libre competencia como “infracciones”, según lo prueban los arts. 18 1); 39 a) y 41 de dicho cuerpo normativo. El sustantivo “infracción” claramente indica que se trata de ilícitos de una entidad menor que la de los llamados delitos penales y respaldaría el que éstos sean considerados injustos administrativos. De lo anterior se sigue que en el Decreto Ley 211 ya no existen delitos penales de monopolio, sino que meramente atentados de naturaleza administrativa, no obstante lo cual son objeto de prohibición mediante la tipificación que realiza el artículo tercero, inciso primero, y que, en caso de transgresión, son penados por el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia con las penas previstas en el art. 26 de ese cuerpo normativo. Resulta claro que lo que el principal cuerpo normativo antimonopólico ha denominado “infracciones” no pueden ser penales, puesto que en tal caso carecería de sentido la modificación legal que introdujo la Ley 19.911 al texto del Decreto Ley 211. Luego, la única alternativa disponible es la de que tales injustos exhiban una naturaleza administrativa contravencional. ¿Deberemos entender el injusto monopólico como un ilícito administrativo cuantitativamente inferior al delito penal o bien como un ilícito administrativo de naturaleza diferente a la penal y al cual no le son comunicables las garantías diseñadas para ésta? Consideramos que debe rechazarse la interpretación de la escuela cualitativa por las razones generales señaladas en el capítulo precedente, que muestran la incoherencia interna y la inviabilidad de semejante posición. Adicionalmente, estimamos que existen razones específicas emanadas del propio derecho de la libre competencia que llevan a considerar que el injusto monopólico sólo se halla separado del injusto penal por diferencias de grado antes que por diferencias de naturaleza. Consideramos que dichas razones específicas son las siguientes: El injusto monopólico consiste en una infracción típica, antijurídica, dolosa o negligente, mediante la cual se pone en riesgo o lesiona causalmente el bien jurídico libre competencia y, por tanto, se vulnera uno de los contenidos del bien común de la sociedad civil. La importancia de este bien jurídico tutelado no es menor; la mejor prueba de ello es su antigua protección mediante una pena corporal y su actual tutela mediante delitos penales específicos contemplados en el Código Penal215 y vinculados indirectamente a la libre compe228
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tencia. Asimismo, la importancia de las multas introducidas por la Ley 19.911 aproximan el campo de lo prohibido administrativamente hacia el ámbito criminal. Si bien es cierto que la libre competencia no tiene una directa vinculación con la Administración del Estado, no es menos efectivo que aquélla es un contenido del orden público económico tutelado judicial y administrativamente por el tribunal antimonopólico, creado por el Decreto Ley 211. La justicia distributiva, en su específica forma de igualdad ante la ley, exige extender las garantías construidas por la legislación, doctrina y jurisprudencia penal en favor de los responsables de injustos monopólicos atendido el carácter administrativo sancionatorio de éstos y la continuidad de naturaleza entre aquéllos y los injustos penales. Sólo así se brindará una más razonable protección procesal y substantiva y, en último término, se logrará una mejor y más racional aplicación del derecho de la libre competencia. En síntesis, los injustos desarrollados por la legislación antimonopolio exhiben –en nuestra opinión– una naturaleza administrativa sancionatoria y, por tanto, el delito monopólico es administrativo. Estamos conscientes de que los criterios desarrollados para la determinación de la línea divisoria entre los ilícitos penales y los ilícitos administrativos y, por tanto, para contraponer los delitos penales de monopolio y los ilícitos administrativos de monopolio es difusa. En otras palabras, los vagos criterios para calificar un ilícito como administrativo no se aplican con perfección al injusto de monopolio, según lo hemos podido constatar. Estimamos que ello es consecuencia de los difuminados límites que separan lo penal de lo administrativo sancionatorio, circunstancia que se ve agravada en el caso de los injustos monopólicos por el hecho de que se trata de una materia que sólo recientemente se distancia de lo penal para asentarse con pretensiones de exclusividad en lo administrativo sancionatorio. Sin embargo, ya observábamos que tal distanciamiento de lo penal no es ni definitivo ni total, puesto que subsisten en nuestro orden jurídico delitos penales especiales contemplados en el Código Penal y que se hallan vinculados a la libre competencia. Por lo expuesto, estimamos que los injustos monopólicos de que se ocupa el Decreto Ley 211 son de naturaleza administrativa sancionatoria –infracciones según las califica ese cuerpo normativo– aun cuando no cumplan cabalmente con alguno de los inciertos criterios elaborados por la doctrina para diferenciar es-
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Véase, a modo de ejemplo, los delitos contemplados en los arts. 285, 286 y 287 del Código Penal.
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tos últimos. Resta esperar un mayor desarrollo jurídico en la elaboración de la teoría de los ilícitos administrativos, puesto que el estado actual de la cuestión es claramente insatisfactorio. Consideramos que la oscuridad conceptual que se cierne sobre los campos contiguos de lo penal y lo administrativo sancionatorio constituye un argumento más en favor de la escuela cuantitativa y la consiguiente necesidad de aplicar a los injustos monopólicos el sistema garantístico diseñado para los delitos penales. Lo anterior no obsta para que la conducta calificable de delito o ilícito monopólico pueda, por vía accidental (per accidens), coincidir con otras especies de ilícitos, v. gr., con un ilícito constitucional, puesto que mediante una conducta constitutiva del delito de monopolio puede conculcarse además, por ejemplo, la garantía del art. 19, Nº 21 de la Constitución Política de la República; con un ilícito civil (sea contractual o extracontractual y, en este último caso, delictual o cuasidelictual) porque se cause un daño patrimonial cierto a determinada persona, advirtiéndose que no toda vulneración al bien jurídico protegido libre competencia se ha de traducir forzosamente en un daño civil susceptible de indemnización; con un delito a la ley de protección al consumidor porque se falta a la sinceridad en el tráfico, etc. Lo anterior implica que el delito de monopolio no es función de otra forma de ofensa y sólo de manera coyuntural podrá coincidir con alguna forma de delito o infracción a una ley de otra naturaleza. 3.4.1.6. Injustos monopólicos no constituyen una categoría
autónoma de delitos Estos injustos de monopolio, no constitutivos de delito penal, podrían ser calificados de administrativos –aquí cabe la variante de la escuela cuantitativa y de la escuela cualitativa, alternativas sobre las cuales ya hemos manifestado nuestra posición– o bien de figuras autónomas, dotadas de una entidad peculiar y distantes de la normativa jurídica aplicable a los delitos penales y administrativos. Si bien es cierto que el injusto monopólico es susceptible de ser rastreado hasta tiempos prearistotélicos y los preceptos prohibitivos de aquél cruzan la Edad Antigua y la Edad Media, no consideramos que el Derecho de monopolios haya desarrollado un perfil propio hasta el punto de constituirse en un sector de la ciencia jurídica definido por institutos y principios específicos y particulares, que se manifiesten en excepción a las reglas generales. En efecto, creemos que el llamado Derecho de monopolios es así denominado por convocar un conjunto de principios generales, leyes y preceptos de Derecho posi230
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tivo relacionados con el monopolio, antes que por alcanzar la entidad de una rama autónoma del Derecho. En síntesis, no apreciamos razones suficientes para estimar que el injusto monopólico exhibe una naturaleza jurídica inclasificable y peculiar que conduzca a una categoría autónoma. 3.4.1.7. Justificación de la regulación del delito de monopolio Existiendo modernamente un importante acuerdo acerca de la necesidad y conveniencia de asegurar la libertad de competencia mercantil y su operativización en los mercados, podría surgir la duda de si aquélla requiere de una tutela jurídica. En efecto, la libre competencia no puede preservarse mediante el simple laissez faire, laissez passer, sino que aquélla demanda protección jurídica de sus posibles detractores –autoridades públicas y competidores– a través de un cuerpo legislativo específico en la materia y la creación de órganos jurisdiccionales y administrativos que operativicen esta fundamental tutela. En otras palabras, la operación espontánea del orden económico requiere de un orden jurídico que regule las bases de su desenvolvimiento a fin de preservar aquél de los abusos de los propios competidores como de las interferencias ilegítimas de ciertas autoridades públicas. La protección jurídica de la libre competencia hará posible la operatoria de una libre economía de mercado, alejándola de los peligros que amenazan con minar las bases mismas de su funcionamiento.216 Esta protección jurídica halla su fundamento en el hecho de que la iniciativa privada, el bienestar y la prosperidad económica son contenidos esenciales del bien común político y de allí que la autoridad pública no puede desentenderse del logro y alcance de los mismos. No debe confundirse la libre competencia en los mercados con la tutela de los mercados mismos; éstos pueden hallarse cartelizados y no corresponder, entonces, a una situación de libre competencia que amerita tutela. Así, se halla plenamente justificada la existencia de un derecho de la libre competencia y de la tipificación de injustos o delitos monopólicos cuya finalidad es la protección de la libre competencia, base y fundamento de toda economía de libre mercado. De lo expuesto en capítulos precedentes, ha quedado en claro que el monopolio, en cuanto estructura de mercado, no constituye necesariamente un delito o un ilícito en el orden jurídico. La noción de
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COING, Helmut, Fundamentos de filosofía del derecho, parte II, cap. sexto, V, pp. 229230, Ediciones Ariel, Barcelona, 1961.
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delito de monopolio es el concepto crucial de toda legislación tutelar de la libre competencia, legislación que tiene por objeto reprimir, corregir y prohibir a través de sanciones y medidas las conculcaciones a dicho bien jurídico tutelado en los mercados, según lo declara el artículo primero del Decreto Ley 211. Sobre este particular es preciso advertir que el artículo tercero, inciso primero, del Decreto Ley 211, que examinaremos en detalle a continuación, contiene un tipo que podríamos calificar de universal, en cuanto que capta todas las conductas contrarias a la libre competencia y, por ello, se presenta como demasiado amplio. La existencia de este tipo universal antimonopólico no impide que el propio Decreto Ley 211 contemple otras transgresiones de carácter más específico, a título ejemplar, según tendremos oportunidad de explicar. 3.4.2. ESTUDIO DEL ILÍCITO MONOPÓLICO UNIVERSAL TIPIFICADO EN EL DECRETO LEY 211 3.4.2.1. Legislaciones antimonopólicas El Derecho, junto a la Teología Moral217 y la Ética, se han preocupado del monopolio desde tiempos muy antiguos, generando preceptos218 que han buscado prevenir, corregir y sancionar los efectos nocivos de ciertas conductas desplegadas por quien ocupa la posición de monopolista. Así, los preceptos jurídicos aislados cedieron paso a complejos normativos, entre los cuales podemos citar en Inglaterra el Statute of Edward VI (1547-1553) que recogió las antiguas ofensas de “regrating, engrossing and forestalling” que ya habían sido declaradas ilegales en 1285 por un Decreto de Eduardo I y el Statute of Monopolies (1624), que declaró nulos todos los monopolios no conferidos o ra-
217 Véase PÍO V, Decretal sobre los cambios (1571), en la cual se condenan monopolizaciones y colusiones monopólicas que recaigan sobre dinero legal o moneda, el cual es tratado al efecto como una mercadería más. 218 Véase EDICTO DE ZENÓN, Emperador de Oriente, dirigido al Prefecto Pretorio de Constantinopla, en el cual prohíbe toda suerte de monopolios bajo penas de exilio perpetuo, confiscación y multas (483 d. C.). El Edicto de Zenón se inscribe entre las medidas adoptadas por diversos emperadores de Occidente y de Oriente para controlar la carestía de la vida por medio del establecimiento de precios máximos y reprimir los acuerdos de precios entre comerciantes e industriales. Confrontar HOMO , León, Nueva Historia de Roma, pp. 395-396, Editorial Iberia, Barcelona, 1981.
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tificados por el Parlamento, con la excepción de las patentes de nuevas invenciones y de ediciones. Cabe recordar también que un conjunto de antiguas leyes inglesas fueron compiladas en las “Combinations Acts” de 1799 y 1800, las cuales impedían concertarse a empleadores o bien a empleados a fin de incrementar sus respectivos poderes de negociación.219 En Francia debe mencionarse el Edicto de Luis XVI (1776), preparado por su ministro Turgot, que estableció la libertad de comerciar y de ejercitar profesiones como un derecho inalienable conferido por Dios y no por el rey, por lo cual no correspondía a este último sino respetarlo. Dicho antecedente dio lugar en Francia a la Ley de 2 de marzo de 1791, que formuló expresamente la libertad para realizar cualquier negocio y ejercer cualquier profesión. En el Reino de España procede citar el “Codex de Monopoliis”, lex unica; el Derecho de Castilla contenido en Ley 19, Título 11, Libro V, Novae Collectionis; las Leyes X y XI, Título 13, Libro 12, de la Novísima Recopilación;220 las Cédulas Reales de la Libertad de Industria y de Comercio Libre de 1767 y 1778, respectivamente, y luego el Decreto de 8 de julio de 1813 que estableció la libre industria y oficio. La Cédula Real de Comercio Libre de 1778 autorizó el tráfico directo entre Chile y España, provocando una extraordinaria afluencia de bienes a Chile, con lo cual los precios cayeron ostensiblemente y se produjeron numerosas quiebras de comerciantes locales. La Junta de Gobierno de Chile expidió con fecha 21 de febrero de 1811 el Decreto de Libertad de Comercio, en virtud del cual quedaron abiertos al tráfico de las potencias extranjeras, amigas y aliadas de España y también de las neutrales, los puertos de Valdivia, Talcahuano, Valparaíso y Coquimbo.221 Estas leyes fueron gradualmente deslindando lo penal de lo administrativo, a la vez que sofisticando la calidad de la regulación, hasta la formación de las modernas legislaciones antimonopolios que se 219
Sin duda éste fue el antecedente conceptual de aquella potestad administrativa del Tribunal Antimonopólico, hoy derogada, que se contenía en el antiguo art. 17, letra f), del Decreto Ley 211 y que permitía a este organismo antimonopólico establecer fechas distintas de negociación colectiva para empresas de una misma rama de actividad. 220 Una completa relación de las leyes establecidas para constituir y regular estancos, puede verse en Recopilación de Leyes de los Reinos de las Indias, tomo IV, p. 79, Boix Editor, Madrid, 1841. 221 Para un análisis de las implicancias políticas de este decreto y de la gravitación del problema del libre comercio en la independencia de Chile, véase EYZAGUIRRE, Jaime, La Logia Lautarina, pp. 141 y ss., Editorial Francisco de Aguirre, Santiago de Chile, 1973.
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inician en Canadá con la promulgación de una ley destinada a reprimir las prácticas monopólicas (1889) y en Estados Unidos de América con la Sherman Act (1890). Con posterioridad surgirían los cuerpos normativos desarrollados en países de la actual Unión Europea, hasta llegar al Tratado de Roma (1959). Desde una óptica jurídica se perfilaron en Occidente dos sistemas: uno estructurado sobre la base principalmente de la colusión y la sanción penal (Sherman Act de Estados Unidos de América), que ha descansado sobre la técnica de la prohibición, jurisprudencialmente morigerada por la regla de lo razonable (rule of reason), y otro sistema elaborado principalmente sobre la noción del abuso monopólico y con sanciones meramente administrativas, puesto que sólo se prohíben los acuerdos entre competidores en la medida que éstos alcancen la característica de abusivos. Modernamente se ha cuestionado la denominación de legislación antimonopolio para este sector del Derecho económico, sugiriéndose que aquélla es inapropiada. Se pretende fundamentar ese aserto en el hecho de que tal denominación se refiere al monopolio exclusivamente en circunstancias que existen múltiples prácticas anticompetitivas que no corresponderían a un monopolio. Más aun, se añade que el monopolio por sí mismo puede ser inocuo ante el bien jurídico tutelado libre competencia, motivos por los cuales debe descartarse el empleo del adjetivo “antimonopolio”, sea que se refiera a la legislación o al Derecho pertinente. A tal efecto, distinguidos autores, como Leonel Pereznieto Castro, proponen se empleen denominaciones como “derecho de la competencia”, puesto que el objeto de esta disciplina sería “el conocimiento jurídico relacionado con la competencia”,222 reconociendo, sin embargo, la falta de unidad terminológica existente entre los cultivadores de este sector del Derecho. Estimamos que las objeciones terminológicas transcritas carecen de fundamento, puesto que no han distinguido adecuadamente entre los diversos sentidos en que se emplea el término “monopólico” que, según hemos demostrado en la primera sección de esta obra, es un vocablo equívoco. De entre las múltiples acepciones de aquel término, destaca como la más relevante al efecto aquella que se refiere a un injusto o delito. Es, en efecto, la voz monopolio en su acepción jurídica de injusto, que comprende todas las formas de atentado con-
222 PEREZNIETO CASTRO, Leonel, “La Ley Federal de Competencia Económica: un nuevo instrumento para una nueva economía”, p. 129, en Estudios en torno a la Ley Federal de Competencia Económica, Universidad Nacional Autónoma de México, 1994.
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tra la libre competencia, la que estructura y anima las denominaciones de legislación antimonopolio o Derecho antimonopólico. Por ello, está perfectamente bien empleado dicho adjetivo y no resulta procedente reemplazarlo por la expresión de “Derecho de la competencia”, puesto que puede haber competencia sin libertad jurídica, según hemos explicado. De allí que un sinónimo adecuado a “Derecho antimonopolio” sea “derecho de la libre competencia”. Finalmente, cumple hacerse cargo de la reflexión del comisionado Pereznieto respecto del objeto de esta disciplina, que lo caracteriza como “el conocimiento jurídico relacionado con la competencia”. Sobre el particular, estimamos que el objeto de esta disciplina es el conocimiento jurídico de la libre competencia, entendiendo por ésta un bien jurídico que es más que una mera suma de derechos subjetivos cuyo objeto es el ejercicio de la libertad de competencia mercantil, puesto que aquel bien jurídico tutelado es la armonización de tales derechos subjetivos con miras a su ordenación para realizar el bien común político o temporal de la sociedad civil. Consecuencialmente, integra parte también de esta disciplina la multiplicidad de formas que pueden asumir los atentados contra aquel bien jurídico tutelado. De la Sherman Act (1890) es tributaria la primera ley antimonopolio chilena, contenida en el Título V de la Ley 13.305 (promulgada el 6 de abril de 1959) y que se denominó “Normas para fomentar la libre competencia industrial y comercial”. Dicho Título V fue reglamentado por el Decreto Supremo Nº 6.223 del Ministerio de Hacienda, con fecha 9 de mayo de 1959. Esta primera legislación antimonopolio se basó en las recomendaciones que, entre 1955 y 1958, había efectuado la Misión Klein-Saks al Gobierno chileno, proponiendo al efecto un texto de normativa antimonopolio basado en el mencionado cuerpo legal estadounidense.223 Entre sus características destacó el contener un tipo penal de monopolio, cuyo proceso judicial sólo podía iniciarse por denuncia o querella del Consejo de Defensa del Estado a iniciativa de la Comisión. Esta Ley 13.305 tuvo escasa aplicación como consecuencia de que en aquella época prevalecían en Chile los precios regulados, las barreras arancelarias y la ausencia de comercio intensivo con otras naciones. El 22 de diciembre de 1973 fue promulgado el Decreto Ley 211, que derogó el referido Título V de la Ley 13.305 y estableció la actual “Ley para la defensa de la libre competencia”. El Decreto Ley 211 ha
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FURNISH, Dale B., Chilean antitrust law, The American Journal of Comparative Law, vol. Nº 19, 1971.
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sufrido varias modificaciones, la mayoría de las cuales de índole orgánica y de carácter procesal. En complemento de este nuevo cuerpo normativo, se dictó un “Reglamento para la aplicación de las multas que imponga la Comisión Resolutiva”, el cual fue aprobado por Decreto Supremo Nº 27, del Ministerio de Economía, Fomento y Reconstrucción, publicado en el Diario Oficial de 18 de febrero de 1975. También en complemento de lo anterior, se dictó un Auto Acordado de la Excma. Corte Suprema para reglamentar la aplicación del art. 19 del Decreto Ley 211, que fue publicado en el Diario Oficial de 19 de mayo de 1975. La realidad económica que rodeó el desarrollo y aplicación del Decreto Ley 211 de 1973 fue completamente diferente: se produce una apertura de Chile al comercio internacional, para lo cual se reducen las barreras arancelarias, comienzan a desaparecer los monopolios nacionales que se habían formado a la sombra de una legislación proteccionista, gradualmente se eliminan los controles de precios y diversas barreras a la entrada a los diversos mercados, se privatizan empresas públicas y se da mayor espacio a la iniciativa privada. En el orden jurídico, la promulgación de la Constitución Política de la República de 1980 marca un hito fundamental al establecer expresamente en su texto los principios del derecho a desarrollar cualquier actividad económica, de la subsidiariedad, de la restricción del Estado Empresario y de la no discriminación arbitraria en materia económica. El Decreto Ley 211, en su calidad de cuerpo normativo tributario de la Sherman Act, se estructuró sobre la base de una dualidad de sanciones penales y administrativas para la represión de atentados, entre las que no contemplaba expresamente el abuso de posición dominante. En este sentido, podríamos afirmar que aplicaba el modelo de la prohibición absoluta característica del sistema estadounidense. En una reforma posterior a dicho cuerpo normativo, se introdujo en forma explícita la figura ilícita del abuso de posición dominante. Con fecha 14 de noviembre de 2003, se publicó en el Diario Oficial Nº 37.710 la Ley 19.911, mediante la cual se llevó a cabo la reforma del Decreto Ley 211 de 1973, introduciéndose a dicho cuerpo normativo importantes modificaciones. Tales cambios podrían ser sintetizados de la siguiente forma: a) Se modifica la denominación de la Comisión Resolutiva por la de Tribunal de Defensa de la Libre Competencia. Decimos que se trata de un cambio de nomenclatura antes que de naturaleza, puesto que no cabía duda alguna acerca del carácter de tribunal u órgano jurisdiccional que exhibía la Comisión Resolutiva. Lo anterior quedaba demostrado por el hecho de que dicho tribunal se hallaba dotado de 236
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potestades jurisdiccionales, tal como expresamente lo indicaba el antiguo art. 17, letra a) del Decreto Ley 211. b) Se eliminan las Comisiones Preventivas, Central y Regionales, que obedecían a un esquema de entes administrativos subordinados de la antigua Comisión Resolutiva. Desde el inicio de la tramitación del proyecto de ley en comento, sostuvimos la inconveniencia de una eliminación total de tales autoridades administrativas. Ello basado en tres razones: i) la necesidad de promover la descentralización de las autoridades administrativas, según lo preceptúa el art. 3º de la Constitución Política de la República; ii) la función educadora en materia de libre competencia y de resolución de asuntos de cariz más regional que tales organismos administrativos venían desarrollando con un razonable nivel de satisfacción, y iii) la importante carga de trabajo absorbida por tales entes administrativos, cuyas tareas recaerán ahora en el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia, sin que este órgano jurisdiccional cuente con un tamiz previo que le permita concentrarse en los asuntos más relevantes para la protección de la libre competencia. Este tribunal ha modificado el número de sesiones semanales mínimas de una a dos y se ha establecido en la ley que sus miembros no serán de dedicación exclusiva –como resultaba imperioso, producto del cambio antes mencionado–, sino que “preferente”. Lo anterior, por cierto, no constituye garantía suficiente para que los distinguidos miembros de ese tribunal cuenten con las facilidades económicas y presupuestarias adecuadas para destinar el tiempo necesario a las graves y delicadas materias que se encomiendan al Tribunal de Defensa de la Libre Competencia. c) Un avance importantísimo y, en nuestra opinión el mayor aporte de esta modificación legal, radica en que se avanza en la independencia de este tribunal respecto del Poder Ejecutivo y se profesionaliza la integración de sus miembros. Hasta antes de esta reforma legal, dos de los cinco miembros integrantes de la Comisión Resolutiva eran designados, respectivamente, por el Ministro de Hacienda y el Ministro de Economía; lo cual sin duda podía acarrear dificultades y verdaderos conflictos al momento de tratar asuntos en que el Poder Ejecutivo tuviese interés. En tal sentido, no ha de olvidarse que los atentados a la libre competencia pueden provenir no sólo de los particulares, sino que también de autoridades públicas que ejerciten potestades infralegales en los respectivos mercados o bien de personas públicas creadas por ley que compiten en tales mercados, v. gr., Correos de Chile, Banco del Estado, etc. En efecto, un importante número de restricciones a la libre competencia emana de la intervención estatal en la actividad económica, ora como competidor, ora como regulador. Actualmente, los integrantes del Tribu237
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nal de Defensa de la Libre Competencia son designados de otra forma: el Presidente, que antes era nominado por la Corte Suprema sin sujeción a un procedimiento específico, ahora es designado por el Presidente de la República de una nómina de cinco postulantes confeccionada por la Corte Suprema mediante concurso público de antecedentes. Los restantes cuatro miembros siguen la siguiente suerte: dos integrantes del Tribunal Antimonopólico serán designados por el Consejo del Banco Central, previo concurso público de antecedentes, en tanto que los otros dos serán designados por el Presidente de la República, a partir de dos nóminas de tres postulantes confeccionadas por el Consejo del Banco Central, también mediante concurso público de antecedentes. Adicionalmente, se contará con cuatro suplentes. Se ha especificado una incompatibilidad entre la calidad de funcionario público e integrante del Tribunal de Defensa de la Libre Competencia, lo que ciertamente coadyuva a la mayor independencia de este último. Otro aspecto de la profesionalización de la función de los integrantes de este tribunal es que durarán seis años en sus cargos, pudiendo ser designados por nuevos períodos sucesivos, y recibirán remuneración. d) Otro cambio significativo ha sido la despenalización del delito de monopolio, el cual queda reducido a un mero ilícito administrativo de monopolio, lo que podría interpretarse como un acercamiento al sistema europeo. Sobre el particular es preciso recordar la continuidad de naturaleza que se aprecia entre el delito penal y el ilícito administrativo, de conformidad con la escuela cuantitativa. En otras palabras, desaparece la pena corporal consistente en presidio menor en cualquiera de sus grados, que originariamente contemplaba el artículo primero del Decreto Ley 211 para quienes incurrieran en gravísimos atentados contra la libre competencia. Si bien es cierto que nadie había sido condenado a una pena penal por el delito de monopolio, desde la fecha de su establecimiento en 1973, la verdad es que para ciertos casos creemos que ello resultaba conveniente, aun cuando presentaba el dilema de dar construcción a un tipo penal satisfactorio en términos de claridad y certidumbre. Paradójicamente, se elimina el inciso tercero del artículo cuarto del Decreto Ley 211, cuya misión era flexibilizar la prohibición de convenciones atentatorias contra la libre competencia por la vía de dar lugar a una verdadera causal de justificación; con ello podría afirmarse que nuestro cuerpo normativo antimonopólico tiende a aproximarse más a la forma primigenia de la Sherman Act, que antes del desarrollo de la rule of reason se planteaba tremendamente inflexible ante las colusiones monopólicas. Sin embargo, estimamos que el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia opera con un criterio prudencial para determi238
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nar la vulnerabilidad del bien jurídico protegido ante cierta clase de acuerdos entre competidores, entre los que ocupan una posición singular las fusiones. e) Una enmienda que consideramos positiva es que se alcanza una mejor separación entre el acusador antimonopólico, que es la Fiscalía Nacional Económica, y el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia, por la vía de dotar a este último de un presupuesto, sede y un personal profesional y administrativo propios. f) Otra modificación significativa es que se priva al Tribunal Antimonopólico de su potestad para iniciar procedimientos judiciales de oficio mediante autos cabeza de proceso. Por tanto, ahora los procesos judiciales sólo pueden iniciarse mediante demanda interpuesta por personas públicas o privadas y por la vía de requerimientos formulados por el Fiscal Nacional Económico, entidad que opera como auxiliar de la administración de justicia. Si bien de esta forma se logra separar la función de investigador de la de sentenciador, se ha producido el efecto de que el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia pierde toda iniciativa en el inicio del proceso antimonopólico. g) Se establecen procedimientos administrativos para el ejercicio de las potestades consultivas, informativas y reglamentarias que se reconocen al Tribunal de Defensa de la Libre Competencia y se contemplan expresamente plazos de prescripción extintiva de las acciones antimonopólicas. La exposición anterior podría dar la impresión de que el derecho de la libre competencia se encuentra principalmente contenido o formulado en normas de rango legal, particularmente en el Decreto Ley 211 antes mencionado. La realidad no es esa, los contenidos del Decreto Ley 211, de 1973 –incluso después de la reforma comentada–, son eminentemente orgánicos y procedimentales, antes que descriptivos y reguladores del bien jurídico tutelado y de las prohibiciones y tipificaciones establecidas para hacer realidad tal tutela. De esta forma, el desarrollo de los principios jurídicos que informan el derecho de la libre competencia y la descripción detallada de los hechos, actos o convenciones atentatorios contra dicho bien jurídico tutelado ha sido labor eminente de la jurisprudencia judicial y administrativa del Tribunal de Defensa de la Libre Competencia, máximo órgano antimonopólico. En efecto, el Derecho de la libre competencia resulta de diversos preceptos constitucionales y legales –no sólo del Decreto Ley 211–, hallándose entre estos últimos cuerpos legales generales, esto es predi239
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cables de cualquier mercado, v. gr., Ley 18.525 sobre Comisión de Distorsiones224 y los varios Tratados de Libre Comercio suscritos por la República de Chile, que incorporan capítulos sobre libre competencia, y también cuerpos legales especiales, en el sentido de que tienen por objeto regir mercados particulares, v. gr., valores, bancarios, etc. Tales disposiciones de jerarquía legal se encuentran complementadas por preceptos reglamentarios y administrativos; sin embargo, los contenidos de la libre competencia emanan primordialmente de la jurisprudencia judicial y administrativa antes mencionada. Si bien es cierto que los fallos rigen obligatoriamente para el caso particular para el cual han sido dictados, ello no es óbice para que las decisiones adoptadas por el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia sirvan para ilustrar y fundamentar futuras decisiones de este órgano jurisdiccional. No ha de perderse de vista que todo tribunal –incluido el Antimonopólico– debe dar cumplimiento a la justicia distributiva en sus fallos, esto es, ha de tratar igual a los iguales y desigual a los desiguales. Sólo así puede haber certeza jurídica y verdadera administración de justicia. Esta obligación de justicia distributiva no constituye una mera recomendación de orden moral, sino que se trata de una exigencia constitucional emanada del art. 19, Nº 22 de la Constitución Política de la República, que prescribe que el Estado y sus organismos no deben discriminar arbitrariamente en el trato que han de dar en materia económica. Entre tales organismos se hallan los tribunales de justicia, entre los que se cuenta el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia; por tanto, la exigencia constitucional mencionada se le aplica con perfecta propiedad. A lo anterior debe añadirse que el cumplimiento de la justicia distributiva en el campo monopólico se hace más acuciante toda vez que la ausencia de significativas normas substantivas de orden legal entraña una urgente necesidad de jurisprudencia clara y uniforme para la actuación de los competidores. En este sentido, el derecho de la libre competencia es, sin duda, aquel contenido del Derecho económico chileno que más semeja al sistema anglosajón en su operatoria y modalidad de desarrollo.
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Esta es una comisión especializada en la investigación de distorsiones en el precio de las mercaderías importadas, con motivo de las cuales aquélla puede proponer al Presidente de la República la adopción de medidas destinadas a corregir tales distorsiones, v. gr., derechos antidumping o sobretasas arancelarias, todo ello de acuerdo con las disposiciones de la Organización Mundial del Comercio. Véase también art. 46 de la Ley Orgánica del Banco Central de Chile.
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3.4.2.2. Injusto universal de monopolio 225 El artículo tercero del Decreto Ley 211 da cuenta, en su inciso primero, del denominado tipo universal antimonopólico, que es llamado así por su amplitud genérica mediante la cual busca captar todas las conductas que conculquen la libre competencia, aun cuando existen preceptos que recogen transgresiones específicas. A la luz de este tipo universal, el delito de monopolio es una acción u omisión, dolosa o culposa, dirigida causalmente a producir un resultado típico y antijurídico consistente en la puesta en riesgo o en la lesión efectiva de la libre competencia. A. EVOLUCIÓN DEL TIPO UNIVERSAL ANTIMONOPÓLICO CONTEMPLADO EN EL DECRETO LEY 211 Señalaba el antiguo artículo primero de la Ley Antimonopolio: El que ejecute o celebre, individual o colectivamente, cualquier hecho, acto o convención que tienda a impedir la libre competencia dentro del país en las actividades económicas, tanto en las de carácter interno como en las relativas al comercio exterior, será penado con presidio menor en cualquiera de sus grados. Cuando el delito incida en artículos o servicios esenciales, tales como los correspondientes a alimentación, vestuario, vivienda, medicina o salud, la pena se aumentará en un grado. El actual artículo tercero de la Ley Antimonopolio, en su inciso primero, contiene el tipo universal antimonopólico, que en substancia equivale al que existía en el antiguo artículo primero, aunque con algunas diferencias que pasamos a anotar. Señala la nueva versión del tipo universal antimonopólico: El que ejecute o celebre, individual o colectivamente, cualquier hecho, acto o convención que impida, restrinja o entorpezca la libre competencia, o que tienda a producir dichos efectos, será sancionado con las medidas señaladas en el art. 26 de la presente ley, sin perjuicio de las medidas correctivas o prohibitivas que respecto de dichos hechos, actos o convenciones puedan disponerse en cada caso. Procede destacar tres observaciones respecto de las modificaciones que ha sufrido este tipo universal antimonopólico. La primera es que este precepto ha recogido expresamente las dos modalidades de vulneración de la libre competencia: por la vía de le-
225 Una síntesis de este capítulo fue expuesta por Domingo Valdés Prieto en el Seminario “El Decreto Ley 211 sobre Libre Competencia y las modificaciones introducidas por la Ley 19.911”, bajo la denominación “El injusto monopólico ante el Decreto Ley 211”. Dicho seminario se efectuó en la Facultad de Derecho de la Universidad Católica del Norte con fecha 15 de octubre de 2004.
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sionarla y por la vía de colocarla en riesgo, lo que importa un perfeccionamiento del tipo en comento, puesto que anteriormente sólo se aludía a la puesta en peligro de la libre competencia y se guardaba silencio sobre la lesión efectiva de dicho bien jurídico. No obstante lo anterior, nunca se dudó de que la versión primigenia de dicho tipo comprendía ambas formas de conculcación de la libre competencia. La segunda observación apunta a que el nuevo tipo universal en comento ha eliminado las referencias al ámbito material y geográfico de la ofensa monopólica. Si bien es cierto que el ámbito geográfico resultaba de fácil dilucidación, no creemos lo mismo respecto del ámbito material, cuya complejidad interpretativa será explicada en el capítulo pertinente. En consecuencia, estimamos que esta eliminación constituye una lamentable involución en la perfección del tipo antimonopólico. La tercera observación se refiere a la despenalización del tipo universal antimonopólico en el sentido de que se ha suprimido la pena de presidio menor en cualquiera de sus grados, con la cual podía sancionarse por el juez del crimen una ofensa monopólica que revistiese gravísimas consecuencias. Esta supresión guarda coherencia con el hecho de que se ha eliminado la atribución del Tribunal Antimonopólico según la cual podía este órgano jurisdiccional ordenar al Fiscal Nacional Económico el ejercicio de la acción por el delito penal de monopolio ante el juez del crimen. Con las reformas legales antes indicadas, este tipo universal antimonopólico pierde su carácter criminal, quedando reducido a un mero tipo administrativo o contravencional de monopolio. Hay quienes dudan de que esto sea claro en atención a las multas que subsisten como sanciones significativas para las ofensas monopólicas. Remitimos este tema a lo señalado en el capítulo relativo a la “Naturaleza del injusto de monopolio”. B. UNIVERSALIDAD DEL TIPO ANTIMONOPÓLICO La universalidad que caracteriza este tipo antimonopólico se expresa en varios sentidos: 1. Amplitud para capturar todas las modalidades y formas de injustos administrativos de monopolio sancionables. Tal como afirmábamos, este artículo tercero, inciso primero, contiene el tipo general o universal del ilícito de monopolio y, por lo mismo, su alcance no se agota en los delitos de fuente (sean los de privilegio o los de unificación de la competencia), sino que también comprende los injustos de abuso de posición monopólica. Según mostramos en capítulos precedentes, todo ilícito monopólico alcanza la entidad de un ilícito administrativo o contravencional, debiendo luego de la reforma introducida por la 242
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Ley 19.911 descartarse una dimensión criminal del mismo. Este tipo general del artículo tercero, inciso primero, según ya advertimos, comprende ambas formas de injusto: el de lesión y el de puesta en riesgo de la libre competencia. Las sanciones por transgresión de este tipo universal sólo pueden ser impuestas por el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia, siguiendo al efecto el proceso de naturaleza jurisdiccional reglado por los arts. 19 a 29 inclusives del Decreto Ley 211. La hoy derogada sanción penal de presidio menor en cualquiera de sus grados había llevado a muchos –entre los que me contaba– a calificar el Decreto Ley 211 como una ley penal especial o bien como una ley “extravagante”, en cuanto vaga o existe fuera del Código Penal. Hoy la discusión se ha vuelto más sutil, puesto que distinguidos juristas y especialistas en el tema estiman que el carácter penal de este tipo universal no deriva exclusivamente del carácter corporal de la pena que contempla el tipo en comento. En efecto, sostienen tales juristas que es posible que el tipo universal de monopolio deje de contemplar una pena corporal y ello no baste para perder su carácter penal; éste puede derivar de la existencia de multas. Así, argumentan que no ha operado tal despenalización del ilícito monopólico en atención a que se mantiene la sanción consistente en multas, cuyo umbral se ha incrementado ostensiblemente. Si bien es cierto que no sólo las penas corporales son constitutivas de las penas penales, no puede obviarse el hecho de que se ha eliminado la facultad del Tribunal de Defensa de la Libre Competencia mediante la cual este órgano jurisdiccional podía ordenar al Fiscal Nacional Económico el ejercicio de la acción penal por el delito penal de monopolio ante el Juez del Crimen y, asimismo, se ha derogado el antiguo Título V del Decreto Ley 211 que se titulaba “Del proceso penal”. En mi opinión, claramente se ha despenalizado este tipo universal antimonopólico, por las siguientes razones: i) el Tribunal Antimonopólico no está facultado para conocer de injusto penal alguno y antes de esta reforma legal tampoco gozó de dicha facultad, puesto que el conocimiento del delito penal de monopolio estaba reservado por el propio Decreto Ley 211 exclusivamente al juez del crimen; ii) se ha derogado en forma orgánica el antiguo Título V del Decreto Ley 211, denominado “Del proceso penal”, mediante el cual se confería competencia al juez del crimen y no se ha reservado dicha competencia a tribunal alguno, ni siquiera al propio Tribunal Antimonopólico,226 y iii) tradicionalmente las multas en nuestro Derecho corresponden
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Ley 19.911 que crea el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia, art. 1º,
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al Derecho administrativo contravencional y no al Derecho penal. No obstante lo anterior, y coherente con mi adhesión a la escuela cuantitativa, continúo pensando que todos y cada uno de los principios y garantías propios del Derecho penal son aplicables y han de ser aplicados a los ilícitos administrativos, puesto que entre el delito penal y el ilícito administrativo existe una común naturaleza y, por ello, se encuentran separados por sólo una diferencia de grado. Por ello, la sanción de todo injusto monopólico debe contar con todos los principios y garantías que rodean la imposición de una pena penal. 2. Amplitud para capturar todas las modalidades y formas de consultas administrativas de monopolio susceptibles de medidas prohibitivas o correctivas. Tal como afirmábamos, este artículo tercero, inciso primero, contiene el tipo general o universal no sólo del ilícito de monopolio sancionable, sino que también de conductas consultadas administrativamente y que sean susceptibles de la aplicación de medidas propiamente tales, sean éstas de orden prohibitivo o correctivo. Las conductas consultadas podrían corresponder no sólo a delitos de fuente (sean los de privilegio o los de unificación de la competencia), sino que también comprender injustos de abuso de posición monopólica. Este tipo general del artículo tercero, inciso primero, según ya advertimos, comprende ambas conductas consultadas administrativamente cuyo resultado sea el de lesión o el de puesta en riesgo de la libre competencia. Las medidas prohibitivas o correctivas por contradictoriedad de la conducta consultada con este tipo universal sólo pueden ser impuestas por el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia, siguiendo al efecto el proceso de naturaleza administrativa reglado por los arts. 31 y 32 del Decreto Ley 211. La potestad consultiva será desarrollada en el capítulo de esta obra del mismo nombre, en tanto que las medidas y sus clasificaciones serán tratadas en el capítulo denominado “Penas y medidas aplicables por el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia”. Atendidas las dos dimensiones de operación jurídica del tipo universal antimonopólico contemplado en el artículo tercero, inciso primero, del Decreto Ley 211, es que calificamos al mismo de mixto. Este carácter mixto no se debe a que ese tipo universal simultáneamente tipifica delitos penales y delitos administrativos, como acontecía con anterioridad a la promulgación de la Ley 19.911, sino a que simultáneamente dicha disposición tipifica delitos administrativos de monopolio y también consultas administrativas de monopolio. Respecto de los delitos administrativos de monopolio este tipo protege a los destinatarios del mismo contra sanciones indebidas, en tanto que respecto de las consultas administrativas de monopolio el tipo universal protege a los destinatarios del mismo contra medidas indebidas pro244
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piamente tales. De esta forma, el tipo universal antimonopólico opera como una suerte de límite demarcador del ámbito de operación de las potestades jurisdiccional y de absolución de consultas que el Decreto Ley 211 confirió al Tribunal de Defensa de la Libre Competencia. C. DESCRIPCIÓN PROTOTÍPICA DEL INJUSTO MONOPÓLICO La relevancia de este artículo tercero, inciso primero, se manifiesta en que contiene la descripción prototípica del ilícito de monopolio; así, todo ilícito de la categoría mencionada a fin de ser calificado de tal deberá subsumirse y ajustarse con perfecta propiedad a los requerimientos y exigencias del arquetipo perfilado. De allí que toda conducta que no pueda ceñirse a la descripción del inciso señalado deberá ser calificada de lícita y permitida desde una perspectiva del Derecho de monopolios, en tanto y en cuanto no resulte alcanzada por figuras especiales creadas por el derecho de la libre competencia extravagante, esto es, el que opera fuera del marco diseñado por el Decreto Ley 211. Lo peculiar del artículo tercero, inciso primero en comento, es que sirve de tipo antimonopólico, es decir, contiene una descripción del conjunto de características objetivas y subjetivas que constituyen la materia de lo prohibido. En relación con la estructura del delito, hemos de recordar la definición de Carnelutti: “Tal es, por lo demás, el resultado del análisis jurídico del delito, que descubre que el mismo resulta de la combinación de un elemento físico (lo que se llama, con referencia al agente y al paciente, ofensa y daño) con un elemento espiritual (dolo o culpa); y que el dolo consiste en la voluntad, o mejor, en el fin de perjudicar, y la culpa en no haber obrado para evitar el perjuicio”.227 La distinción entre el elemento físico y el espiritual sirve de fundamento a la división de la tipicidad en faz objetiva y subjetiva, según pasamos a ver a continuación. D. TIPICIDAD La tipicidad se halla estrechamente vinculada al principio de la legalidad, puesto que este último se cumple con la previsión en una norma de jerarquía legal de los delitos e infracciones y de sus respectivas sanciones. La tipicidad consiste en que tal previsión se verifique mediante la precisa y específica descripción de la conducta reprochable por
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CARNELUTTI, Francesco, Principios del proceso penal. Derecho procesal civil y penal, tomo II, p. 7, Ediciones Jurídicas Europa-América, Buenos Aires, 1971.
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la respectiva ley. De allí que no cabe que esa descripción sea precisada o especificada por normas infralegales, v. gr., a través de la potestad reglamentaria externa del Tribunal de Defensa de la Libre Competencia o mediante la potestad jurisdiccional de este último. La importancia de la tipicidad es enorme, puesto que si debiésemos esperar que una conducta sea perpetrada para que el juez determinase si la misma es o no punible y, por tanto, constitutiva de un determinado ilícito, sería el fin de la certeza jurídica que es indispensable para la libertad de competencia mercantil y la consecución del bien común de la sociedad civil. De allí que Carrara exigiese la promulgación de la ley penal como un elemento fundamental para la creación del tipo del delito penal, aunque reconociendo que el Derecho positivo debe subordinarse al Derecho natural en el proceso de dar forma a ese tipo. Lo anterior se presenta con caracteres más apremiantes tratándose del ámbito antimonopólico sancionatorio y por ello es que en éste la necesidad de certeza, demandada por el principio de la legalidad, se ha abierto paso a través del instituto de la tipicidad, que se ha erigido en una barrera para la incertidumbre jurídica y para la arbitrariedad de las autoridades públicas. No obstante la importancia de la tipicidad, no sólo en el orden penal sino también administrativo, es preciso reconocer que tanto en el derecho de la libre competencia nacional como en el extranjero, el grado de desarrollo de los tipos antimonopólicos dista de hallarse en un estadio que pudiese calificarse de satisfactorio. En efecto, es tal la multiplicidad y complejidad que pueden adoptar las conductas vulneratorias de la libre competencia que las legislaciones suelen dar lineamientos muy generales. Bajo esa perspectiva fue que el legislador del Decreto Ley 211 resolvió acudir a un tipo universal antimonopólico –es decir, que diera cuenta de todas las conductas posibles atentatorias contra la libre competencia–, con lo cual el peso interpretativo se trasladó a la conceptualización del bien jurídico protegido libre competencia. Consciente de ello, el legislador del Decreto Ley 211 pretendió auxiliar al intérprete mediante la ilustración de ciertos ejemplos contenidos en el inciso segundo del artículo tercero de ese mismo cuerpo normativo. Así, la contrapartida de captar todas las conductas vulneratorias de la libre competencia fue el carácter amplísimo que hubo de conferirse al denominado tipo universal; tal carácter amplísimo devino en una formulación vaga en comparación con los tipos penales y administrativos tradicionales. Tal vaguedad resulta parcialmente explicada por el reciente desarrollo de las herramientas económicas para la determinación del poder de mercado, la falta de capacidad técnica para detallar todos los ilícitos mediante los cuales se puede vulnerar la li246
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bre competencia, debiendo acudirse a referencias ejemplares antes que a tipificaciones precisas y exhaustivas. Estas referencias ejemplares, lamentablemente, guardan relación con la ausencia de conciencia a nivel de la sociedad en general de los gravísimos daños que puede provocar la perpetración de una ofensa a la libre competencia. Creemos que esta falta de conciencia halla, a su vez, una explicación en los intensos intervencionismos estatales que caracterizaron a Occidente durante y luego de las Guerras Mundiales, los cuales redujeron ostensiblemente el campo de desarrollo de la iniciativa privada. Desde un punto de vista técnico, este tipo universal antimonopólico tiene el defecto de ser desmesuradamente abierto, prueba de lo cual es la vaguedad de su faz objetiva y subjetiva. A esto se añade la mera enunciación del bien jurídico protegido, cuyo alcance –según ya se ha visto–, en razón de su carácter interdisciplinario, no ha resultado pacífico en su interpretación, sino que por el contrario ha requerido de un profundo análisis doctrinario para desentrañar su preciso contenido. De allí que el artículo tercero, inciso primero, en estudio no parece distar mucho de un tipo en blanco cuya determinación recae, en alguna medida, en el denominado Tribunal de Defensa de la Libre Competencia, singular ente público dotado de potestades jurisdiccionales y administrativas. Esto ya había acarreado cierta controversia acerca de la constitucionalidad del antiguo artículo primero del Decreto Ley 211, y creemos que persistirá respecto del nuevo artículo tercero, inciso primero, en cuanto tipo de un ilícito cuya naturaleza administrativa aún se debate, resultando particularmente controvertido el grado de cumplimiento por parte de éste de los principios de legalidad y tipicidad que gobiernan los injustos penales y administrativos. Este tipo universal queda alcanzado por el principio de legalidad penal y administrativo sancionatorio que señala que no ha de haber delito ni pena sin una ley previa (queda proscrita la retroactividad de la ley penal o administrativa más desfavorable); escrita (no cabe invocar al efecto el Derecho natural228 o el derecho consuetudinario); estricta (no cabe fundamentar o extender la responsabilidad por vía
228 Lo anterior no obsta a que el Derecho natural sea invocado, desde una perspectiva de política criminal, para incriminar una conducta que no se encuentre actualmente penalizada o, por el contrario, despenalizar lo ya incriminado. Recuérdese al efecto la polémica entre Carrara y Franz. La posición de Franz tenía fundamento en Pufendorf, quien defendía la posibilidad de imponer penas según el Derecho natural, aun cuando se careciese de una ley positiva sobre el particular. Fue la misma Escuela del Derecho Natural la que revisó esta posición por el peligro que entrañaba que los derechos del individuo quedasen a merced de autoridades públicas dotadas de potestades normativas infralegales.
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analógica), y cierta (debe describirse expresamente en un tipo la conducta proscrita). El art. 19, Nº 3, inciso final de nuestra Constitución Política recoge esta última exigencia al prescribir: Ninguna ley podrá establecer penas sin que la conducta que se sanciona esté expresamente descrita en ella. Esta fundamental garantía busca dar certeza a los ciudadanos respecto de qué es lo prohibido penal y administrativamente a fin de que éstos tengan claridad acerca de qué conductas han de evitar y, por tanto, estar seguros de que el resto de las mismas está permitida desde una óptica criminal. De esta forma, se persigue evitar prohibiciones genéricas o difusas que constituyen, en último término, una herramienta de potencial arbitrariedad a ser empleada por la autoridad pública. En efecto, resulta entonces inadmisible que la conducta sancionada sea descrita, en último término, por el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia. Es preciso reconocer a este punto que el Derecho anglosajón ha ejercido un notable influjo sobre la flexibilidad con que se ha construido el tipo universal antimonopólico y sus aplicaciones; probablemente ello tenga alguna conexión con el origen alemán y luego europeo continental del principio de legalidad penal y su más débil recepción en el Derecho estadounidense. Es de notar que la construcción del tipo antimonopólico es muy general y no se describe en forma específica la conducta considerada típica; de esta manera, no hay claridad acerca de cuáles son las conductas vulneratorias de la libre competencia y que, por tanto, han de ser evitadas para no incurrir en una conducta típica. En concreto, el tipo antimonopólico omite referencia a los medios comisivos del injusto monopólico, dando cuenta de un amplísimo espectro conductual y consignando un resultado, cuyas diversas modalidades han sido perfiladas con claridad luego de la reforma introducida al Decreto Ley 211 por la Ley 19.911. Es muy probable que por esta razón no hayan prosperado –bajo el antiguo texto del Decreto Ley 211– las escasas acciones por delito penal de monopolio que la H. Comisión Resolutiva –hoy Tribunal de Defensa de la Libre Competencia– había ordenado ejercitar a la Fiscalía Nacional Económica ante el competente juez del crimen. De esta forma, bajo el antiguo texto del Decreto Ley 211 prevalecieron las sanciones antimonopólicas de naturaleza diversa a las corporales, resultando aquéllas directamente impuestas por la H. Comisión Resolutiva, sin necesidad de acudir a sede criminal. Cabe destacar que, además del principio de legalidad comentado, existe un principio de la tipicidad en materia de ilícitos administrativos, por lo cual no es inexacto afirmar que el artículo tercero, inciso primero contiene un tipo de injusto de monopolio, que es un tipo 248
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administrativo sancionatorio. Sobre el particular, existe la controversia ya explicada acerca de las garantías que han de aplicarse a las sanciones puramente administrativas. Sin embargo, aquella garantía constitucional, contenida en el art. 19, Nº 3, inciso final, que preceptúa: Ninguna ley podrá establecer penas sin que la conducta que se sanciona esté expresamente descrita en ella, resulta de crucial importancia para este punto. En efecto, dicha garantía impide la construcción legislativa de los denominados tipos en blanco, según lo antes explicado, y lo más relevante es que tal precepto no se agota en el ámbito criminal sino que se extiende con perfecta propiedad al campo de las sanciones asociadas a tipos administrativos,229 entre los cuales ciertamente se encuentra el tipo universal antimonopólico. La prohibición constitucional indicada se refiere a toda forma legislativa; por tanto no sólo alcanza al legislador penal, sino que a todo legislador que ejercite el ius puniendi reservado a la autoridad pública, sea que aquél opere en el ámbito administrativo o bien civil lato sensu. Lo prohibido es el establecimiento de penas asociadas a conductas cuya formulación no se halle expresa y precisamente descrita en la misma ley que contiene la pena. De lo anterior se sigue que toda actividad tipificadora, cualquiera sea su naturaleza, deberá hallarse substancialmente contenida en una ley. Esto es confirmado por el art. 61, inciso segundo de la Constitución Política, que prescribe que las materias comprendidas en las garantías constitucionales –entre las cuales se encuentra la prohibición de establecer tipos en blanco en comento– no podrán ser delegadas por el Congreso en el Poder Ejecutivo mediante un decreto con fuerza de ley. Esta interpretación ha sido confirmada por el Tribunal Constitucional, que ha resuelto que la garantía contenida en el art. 19, Nº 3, inciso final de la Constitución Política es aplicable a todas las manifestaciones de la potestad sancionatoria estatal y, por tanto, ha de regir no sólo la tipicidad penal sino que también la tipicidad administrativa.230 El principio de la tipicidad no sólo en materia penal sino también administrativa ha sido reconocido, además del Tribunal Constitucional, por la propia jurisprudencia judicial del Tribunal Antimonopólico.231 Del reconocimiento de tal garantía en el ámbito administrativo monopó-
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Comisión de Estudio de la Nueva Constitución, Sesión Nº 113. Tribunal Constitucional, Sentencia Rol Nº 244, considerando 12, del 26 de agosto de 1996. 231 Resolución Nº 47, considerando 6º, Comisión Resolutiva: “Que, por último, Robert Lewis, por medio de su abogado, expuso oralmente que, como las facultades de esta Comisión estaban referidas, en último término, a delitos, no se podría prescindir de las tipificaciones contenidas en los arts. 1º y 2º del Decreto Ley 211, de 1973, ex230
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lico se sigue que sólo el legislador ha de conferir substancia a la prohibición típica y, por tanto, no puede delegar en el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia la formulación o complementación de un tipo antimonopólico. Esta prohibición de delegar en el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia importa una inhabilidad a este órgano público para configurar un tipo antimonopólico tanto por la vía de sus sentencias y resoluciones, así como por la vía de sus reglamentos antimonopólicos. De esta forma, sus potestades públicas judiciales y administrativas quedan aherrojadas a la prohibición constitucional de invadir la actividad tipificadora reservada al legislador. En consecuencia, ningún organismo antimonopólico –sea el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia o la Fiscalía Nacional Económica– puede pretender penar conductas que no se hallen expresamente perfiladas en un tipo legalmente establecido, debiendo respetar el principio de que la actividad de construir un tipo antimonopólico ha de ser resorte exclusivo del legislador. A continuación estudiaremos el tipo universal antimonopólico, dividiendo el mismo para efectos sinópticos entre la denominada faz objetiva y la denominada faz subjetiva. D.1. Faz objetiva Comenzaremos por la denominada faz objetiva, la cual está esencialmente construida sobre la descripción del sujeto activo, del sujeto pasivo y la acción, siendo que esta última usualmente se presenta vinculada con un determinado resultado. Esta vinculación corresponde al denominado nexo causal. D.1.1. Sujeto activo Se inicia la descripción del tipo del injusto de monopolio con la expresión “El que...”, expresión que alude al sujeto activo o sujeto de la acción. Dicho sujeto activo no requiere de la concurrencia de ningu-
tendiéndose su interpretación, por analogía, a otras conductas distintas e indefinidas, como lo ha hecho el requerimiento. (...) Antes de aquella instancia (Justicia del Crimen), la acción de los organismos especiales creados por el Decreto Ley 211, de 1973, no requiere como antecedente necesario, la existencia de un delito penal propiamente tal de monopolio y ni siquiera, a veces, la afirmación de tal existencia. Basta para justificar esa acción, la mera afirmación de un hecho que revista los caracteres típicos de tal figura legal y, aun, la posibilidad de su comisión u ocurrencia; y sin perseguir, necesariamente, confirmar aquella afirmación o la efectiva realización del evento previsto. En el presente caso los hechos descritos en el requerimiento encuadran en la hipótesis típica de la letra e) del art. 2º del Decreto Ley 211, de 1973”.
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na calificación especial para reflejarse en el tipo en estudio. Así, dicha fórmula comprende toda persona natural o jurídica, de derecho privado o público, sea que obre personalmente, a través de órganos, mandatarios o agentes oficiosos, y sea que se trate de un simple particular, de una persona pública no comportándose como autoridad sino como competidor, de una autoridad privada o de una autoridad pública en ejercicio de potestades normativas infralegales. Al efecto, no procede distinguir si tales personas son nacionales o extranjeras, en tanto que los efectos de hechos, actos o contratos en que aquéllas intervengan tengan incidencia en la libre competencia que tiene lugar en la República de Chile. Esto es consecuencia de que el trato, en materia económica, ha de ser el mismo para el extranjero que para el nacional. El sujeto activo extranjero que compite en Chile puede tener presencia en nuestro país a través de un mandatario o bien, si es persona jurídica, a través de una representación, una agencia, una filial o una coligada, todas las cuales son formas que puede asumir la personalidad dando satisfacción a la expresión “El que...”. Se planteó que la formulación contenida en el “Proyecto de Reforma del Decreto Ley 211 que crea el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia”, esto es, la alusión a personas naturales y personas jurídicas, de derecho público o privado, sería insuficiente. En sustento de tal supuesta insuficiencia se argumentó con dos ejemplos: i) el caso de centrales de abastecimiento de ciertos ministerios u organismos públicos, que comercian artículos a pérdida basados en capitales provistos anualmente en leyes de presupuestos, y ii) el caso de sociedades de hecho que carecen de personalidad jurídica no obstante ser reconocidas como agentes económicos en diversas leyes. Como un paliativo a tal insuficiencia, se propuso aludir a “agentes económicos”.232 Sobre el particular, creemos necesario considerar que en el primer ejemplo propuesto siempre existe una persona jurídica a la cual habrá de imputarse la actividad del organismo público, que si no se trata de un ente público dotado de personalidad jurídica propia, habrá de acudirse a la persona jurídica Fisco, según enseña el Derecho administrativo. Respecto del segundo ejemplo, resulta evidente que la acción reprochada podrá ser imputada a la persona natural que ha actuado por esa “sociedad de hecho”.
232 SOFOFA, “Observaciones al Proyecto de Ley que Modifica el Decreto Ley 211, de 1973, sobre Defensa de la Libre Competencia”, presentado ante el Senado con fecha 11 de julio de 2002.
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En síntesis, el Derecho se ha ocupado de hacer operativa la noción de persona y por ello no quedan lagunas de responsabilidad según las cuales pueda evanescerse la responsabilidad monopólica. Por la misma razón, introducir una noción ajena al Derecho y prestada de la Economía sólo contribuye a crear confusión; agente es quien realiza una acción y tal acción deberá ser siempre imputable a una persona y el término “económico” como tendremos oportunidad de demostrar en este trabajo es de los más equívocos que es posible hallar. Lamentablemente, dicha terminología, completamente ajena al Derecho y confusa en su operativización, fue adoptada en una de las letras del inciso segundo del artículo tercero del Decreto Ley 211. Aclara, adicionalmente, el tipo del injusto de monopolio que la conducta será ilícita no sólo cuando quien la ejecute obre individualmente, sea por autoría directa o mediata, sino también cuando esa conducta sea realizada en forma colectiva. En cuanto a esta última modalidad de actuación, ésta puede importar coautoría, conspiración, autoría concomitante, instigación, complicidad y encubrimiento, categorías que si bien se originan en el ámbito criminal, por vía analógica pueden emplearse, y en la práctica jurídica se emplean, con toda precisión para tratar los temas correspondientes al orden administrativo antimonopólico. Podría, todavía, plantearse la duda acerca de si las personas de derecho público –aun cuando se trate de autoridades públicas– quedan alcanzadas por el Decreto Ley 211, de 1973. Al respecto, no nos cabe duda alguna de que todas las personas de derecho público que compiten en los mercados e incluso aquellas autoridades públicas que sin competir en los mercados ejercitan potestades infralegales, caen bajo el espectro de aplicación de nuestra legislación antimonopólica. Dicho aserto queda ampliamente fundado por las siguientes razones: a) El inciso segundo del art. 19, Nº 21 de la Constitución Política de la República prescribe que en el evento que el Estado y sus organismos desarrollen actividades empresariales o participen en éstas –supuesto que ya haya mediado una ley de quórum calificado autorizándolos y tal autorización se haya fundado en el principio de subsidiariedad–, tales actividades deberán estar sometidas a la legislación común aplicable a los particulares. Dicha legislación común, ciertamente, comprende el Decreto Ley 211, de 1973. Al efecto, no debe confundirse la legislación común aplicable, que rige las actividades económicas de los entes públicos empresariales, con la normativa de derecho público, que regla la creación y funcionamiento interno de estos últimos. b) El inciso primero del art. 19, Nº 22 de la Constitución Política de la República dispone que el Estado y sus organismos no pueden 252
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discriminar arbitrariamente en el trato que brindan en materia económica. Constituiría una gravísima discriminación arbitraria el que ciertos competidores, por el mero hecho de contar con una personalidad de derecho público, quedasen sustraídos a las fundamentales normas de la libre competencia. Luego, esta discriminación arbitraria está vedada al legislador y, por tanto, ninguna ley –tampoco el Decreto Ley 211– puede crear excepciones o inmunidades en favor de ciertas personas ante la libre competencia. c) El art. 74 de la Ley 18.840, Orgánica del Banco Central de Chile, da cuenta de que es posible reclamar de las decisiones de esta autoridad pública de rango constitucional ante el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia. Debe recordarse que el Banco Central de Chile no sólo es un importantísimo competidor en el mercado cambiario sino también una autoridad pública reguladora de este último. Si es posible hacer efectiva la responsabilidad monopólica del Banco Central, con mayor razón podrá ésta hacerse efectiva respecto de empresas públicas del Estado. d) Coherente con lo expuesto en la letra precedente, la jurisprudencia judicial del Tribunal de Defensa de la Libre Competencia establece que ninguna persona queda excluida de la aplicación del tipo universal antimonopólico del artículo tercero. Confirmando esta interpretación, en el sentido de que las personas no requieren de calificación especial alguna para realizar el sujeto activo del tipo en comento, el Tribunal Antimonopólico ha resuelto: “Los arts. 1º y 3º del Decreto Ley 211, de 1973, no distinguen ninguna clase de personas jurídicas a las que podría sustraerse de la aplicación de sus normas”.233 Lo anterior, naturalmente, no significa que el intérprete no deba distinguir a fin de excluir las autoridades públicas en ejercicio de potestades normativas de jerarquía igual o superior al rango legal, las cuales en atención al rango normativo de sus respectivas potestades quedan intocadas por el Decreto Ley 211, de 1973. Esto no importa inmunidad monopólica para las autoridades públicas dotadas de atribuciones legales o supralegales, según hemos explicado al comentar los alcances del art. 19, Nos 21 y 22 de la Constitución Política de la República. e) La Ley sobre Protección de los Derechos de los Consumidores establece en su art. 58, inciso segundo, letra c) que el Servicio Nacional del Consumidor tendrá entre sus funciones la de recopilar, elaborar, procesar, divulgar y publicar información para facilitar al consumidor un mejor conocimiento de las características de la comercialización de los bienes y servicios que se ofrecen en el mercado. A
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Resolución Nº 239, vistos 7, letra b), Comisión Resolutiva.
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lo anterior añadió la Ley 19.955 la siguiente disposición: En el ejercicio de esta facultad, no se podrá atentar contra lo establecido en el Decreto Ley 211, de 1973, que fija normas sobre la defensa de la libre competencia. De ello se sigue que el Servicio Nacional del Consumidor no puede bajo pretexto de ejercitar la potestad pública antes mencionada vulnerar la libre competencia. Podría alguien pretender argumentar que como tal advertencia está referida a esta potestad pública en particular, no rige el Decreto Ley 211 respecto de las demás atribuciones de dicha autoridad administrativa. Estimamos que tal raciocinio debe ser rechazado por estrellarse contra la sistemática del Decreto Ley 211 y las garantías constitucionales antes mencionadas. Resulta, a diferencia, más lógico ver en tal disposición un claro recordatorio al Servicio Nacional del Consumidor de que en el ejercicio de esa singular y delicada potestad pública no puede vulnerar ese fundamental bien jurídico tutelado que es la libre competencia. f) La propia jurisprudencia del Tribunal Antimonopólico ha hecho efectiva la responsabilidad monopólica de importantes personas jurídicas de derecho público e, incluso, de autoridades públicas, como es el caso del Banco Central de Chile, al cual representó que ciertas discriminaciones arbitrarias efectuadas por aquél mediante acuerdos emanados de su Comité Ejecutivo contravenían el Decreto Ley 211.234 g) Importantes autoridades públicas, como la Dirección General de Aguas, han reconocido expresamente que el Decreto Ley 211 les rige al igual que a los competidores de los diversos mercados. Así, la Dirección General de Aguas declaró por Oficio Nº 725, de 23 de agosto de 1996, que dentro de la institucionalidad del país existe una legislación de fondo –que al igual que la Constitución Política de la República todo órgano del Estado, como lo es la mencionada Dirección, está obligado a respetar y acatar, como asimismo los particulares– y que esa legislación de fondo está contenida en el Decreto Ley 211, de 1973, que vela por la tutela de la libre competencia. h) El ex Fiscal Nacional Económico, don Pedro Mattar Porcile, ha confirmado expresamente esta interpretación al comentar la promulgación de la Ley 19.911, modificatoria del Decreto Ley 211, en la cual tuvo activa participación: “Esta raíz constitucional asegura que la ley de la competencia se aplique por igual al Estado, a sus organismos y empresas y a los particulares, y que no se haga distinción alguna entre nacionales y extranjeros”.235 234
Resolución Nº 239, Declaración Nº 2, Comisión Resolutiva. MATTAR PORCILE, Pedro, “Un nuevo Tribunal para la Defensa de la Libre Competencia”, p. 15, Publicación Día de la Competencia (30 de octubre de 2003), Fiscalía Nacional Económica, Santiago de Chile. 235
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Respecto de las dudas que podría suscitar la idea de que respondan monopólicamente las personas jurídicas y no las personas naturales que conforman sus órganos, debe recordarse que este tipo universal antimonopólico en comento opera en el orden administrativo contravencional. En otras palabras, a la luz de este tipo universal, la responsabilidad de las personas jurídicas es sólo de orden administrativo-monopólico. Lo anterior por contraste con el orden estrictamente criminal –que ya no aplica al ámbito antimonopólico comprendido por el Decreto Ley 211, después de la reforma introducida por la Ley 19.911–, bajo el cual sólo responde el hombre que, por estar naturalmente dotado de voluntad racional –a diferencia de las personas jurídicas o morales que lo están por una imputación puramente jurídica– puede ser dirigido por una prescripción penal y, por tanto, hacerse responsable de un reproche penal.236 En síntesis, actualmente de este tipo administrativo sólo puede derivar una responsabilidad administrativa monopólica, la cual es predicable de personas naturales y jurídicas, con las limitaciones antes explicadas. Según señalaremos, el conocimiento de una infracción típica de monopolio sólo corresponde al Tribunal de Defensa de la Libre Competencia, sin perjuicio de ciertos recursos que puedan resultar procedentes contra las decisiones de este último y que son conocidas por la Excma. Corte Suprema. Lo anterior no es óbice para que ciertos atentados contra la libre competencia resulten en simultáneas transgresiones a ciertas garantías constitucionales, lo cual puede hacer procedentes ciertas acciones constitucionales. D.1.2. Sujeto pasivo Es sabido que todo injusto no sólo ha de contar con un sujeto activo, que realiza la conducta típica, sino que también ha de contemplar un sujeto pasivo o víctima del injusto que se busca reprochar. El dilema se suscita respecto de los alcances de una ofensa monopólica. Al efecto, creemos razonable distinguir dos niveles de ofendidos: i) los integrantes –actuales y potenciales– del mercado, en el cual un competidor perpetra un injusto monopólico, y de las fases productivas conexas a aquél, y ii) la sociedad civil toda o nación.
236 Confirma este principio el art. 39, inc. 2º, del Código de Procedimiento Penal: “La responsabilidad penal sólo puede hacerse efectiva en las personas naturales. Por las personas jurídicas responden los que hayan intervenido en el acto punible, sin perjuicio de la responsabilidad civil que afecte a la corporación en cuyo nombre hubieren obrado”.
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D.1.2.1. Ofendidos inmediatos La primera observación del ofendido inmediato es que éste ha de ser aquel a quien va dirigida una práctica monopólica concreta, v. gr., el comerciante que sufre una negativa injustificada de venta por parte de un vendedor dotado de poder de mercado. Sin embargo, si se analiza más atentamente esa situación se concluirá que esa negativa de venta privó a un demandante de un bien sin mediar causa justificante alguna y, por tanto, modificó la demanda respectiva. Presumiblemente la víctima de la negativa de contratar hubo de acudir a otro bien que reemplazara imperfectamente el que le fuera denegado, aun cuando fuese aquél más caro que éste o de una calidad diferente, o quizás puede haber ocurrido que la víctima tuviese que abandonar su actividad mercantil en forma total en lo referente a ese bien denegado. La negativa injustificada de venta modifica la oferta del bien en la fase productiva siguiente, puesto que aquellos comerciantes a los cuales sí se les vendió el bien gozarán de mayor influencia en la fase productiva siguiente, puesto que contarán con un competidor menos: aquel que fue víctima de la negativa de contratar. De allí que la víctima actual será probablemente la que denunciará esta situación ante el Fiscal Nacional Económico o derechamente interpondrá una demanda judicial contra el autor del injusto explicado ante el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia. Sin embargo, ello no significa que los comerciantes en la fase productiva siguiente, v. gr., los que compraban a este comerciante discriminado perjudicialmente, no se hayan visto afectados por esta negativa de venta al hallar una menor oferta y por tanto precios más caros respecto de los bienes cuya venta fue denegada a la víctima de la ofensa monopólica. Por tanto, también los demandantes del bien denegado, aunque pertenecientes a la fase productiva siguiente, son ofendidos por el injusto monopólico antes descrito. Así los ofendidos inmediatos por el injusto monopólico pueden clasificarse en aquéllos pertenecientes al mercado relevante en el cual aquél se perpetró y aquéllos pertenecientes a fases productivas conexas a dicho mercado relevante. El distingo entre tales categorías de ofendidos inmediatos en nuestra opinión sólo podría tener relevancia para efectos de una eventual acción de perjuicios, puesto que monopólicamente hablando son todos ellos ofendidos inmediatos por el atentado contra la libre competencia. Los ofendidos inmediatos podrán interponer las demandas antimonopólicas que estimen pertinentes ante el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia, lo que no será óbice para las peticiones antimonopólicas que solicite el Fiscal Nacional Económico a través de un requerimiento presentado ante dicho órgano jurisdiccional. 256
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El tema ha sido debatido en la jurisprudencia antimonopólica,237 resultando de ésta como conclusión que el sujeto pasivo no es sino todas las personas que participan actual o potencialmente en las fases productivas estrechamente conectadas al mercado relevante respectivo, en el cual tuvo lugar la conducta típica concreta. Desde la óptica de la jurisprudencia antimonopólica, cabe recordar que se ha tendido a tutelar la libertad para competir mercantilmente no sólo de competidores actuales sino que también potenciales y tal tutela se ha efectuado, incluso por autoridades públicas sectoriales que han invocado el argumento de que proceder de otra forma hubiese importado causar perjuicio o menoscabo a derechos de terceros. Lo sorprendente de esta situación es que se ha construido una suerte de correspondencia entre el “menoscabo a derechos de terceros” y la mera puesta en riesgo del bien jurídico tutelado libre competencia y que tal correspondencia haya sido efectuada por una autoridad pública sectorial (la Dirección General de Aguas), raciocinio que posteriormente ha sido confirmado jurisprudencialmente en la procedencia y apego de su actuación al bien jurídico libre competencia por las propias autoridades antimonopólicas.238 Dicha libertad de competencia mercantil es, por regla general, el medio idóneo para alcanzar la mejor asignación en los recursos y la mayor eficiencia productiva. Por tanto, el sujeto pasivo del injusto monopólico es todos y cada uno de los competidores del mercado relevante respectivo y de las fases productivas conexas, sean actuales o potenciales, en cuanto su libertad de competir mercantilmente ha sido lesionada o puesta en riesgo. D.1.2.2. Ofendidos mediatos Sin embargo, hay también ofendidos mediatos, que no son sino los integrantes de la sociedad civil o política en cuyos mercados tiene lugar la perpetración de un injusto monopólico. En tal sentido, el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia se ha encargado de poner de relieve que cuando se conoce un atentado antimonopólico no sólo interesa el menoscabo sufrido por el denunciante o demandante en su libertad de competencia mercantil, sino que también el detrimento que sufre la colectividad o todo social y que un efecto no excluye el otro. 237
Resolución Nº 171, considerando 15, Comisión Resolutiva. Dictamen Nº 992/636 de la Comisión Preventiva Central, confirmado por la H. Comisión Resolutiva (hoy Tribunal de Defensa de la Libre Competencia) mediante Resolución Nº 480, en el cual se cita Oficio Nº 725 emitido por la Dirección General de Aguas. 238
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Así el Tribunal Antimonopólico ha descrito el detrimento para la colectividad en los siguientes términos: “Este daño a la sociedad, a juicio de la Comisión, ha existido ya que se ha obstaculizado el libre comercio, lo que ha privado de ganancia y de trabajo a algunos comerciantes y sus dependientes, y se ha traducido también, en muchos casos, en mayores precios al consumidor. Tal perjuicio, aunque indeterminado, ha existido”.239 Cabe observar que donde la sentencia citada alude a “perjuicio” debemos leer “lesión al bien jurídico tutelado” para no incurrir en una interpretación civilista que reduzca tal descripción a una referencia a daños y perjuicios indemnizables, lo cual ciertamente no implica que la compensación de un daño civil no pudiese ser además procedente bajo determinadas circunstancias. El interés que ostenta la sociedad civil o política en un asunto como éste emana precisamente de la relevancia que exhibe la libre competencia para la buena marcha de aquélla y, por tanto, la erige en parte integrante del orden público económico que se halla formulado y protegido en nuestra Constitución Política de la República. En una perspectiva mediata –lo que acontece en todo atentado contra el orden público económico– resulta afectada la sociedad civil toda, puesto que son lesionados todos y cada uno de los integrantes de aquélla con una pérdida de libertad mercantil, un detrimento del justo precio y una probable deficiente asignación de los recursos productivos. De allí que quien vulnera la libre competencia desafía el orden público económico y, por tanto, el bien común que interesa y compromete a los integrantes de la sociedad civil toda. Así, esta última ostenta un derecho a aplicar la pena o grupo de penas que resulten pertinentes al injusto monopólico, siendo representada para efectos de la acusación y prosecución por el Fiscal Nacional Económico y para efectos del juzgamiento del asunto por el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia. D.1.3. Acción La acción de que trata el Derecho es acción humana, conducta finalizada desde que se trata de una conducta propiamente humana, esto es, actividad guiada por el intelecto y la voluntad. Es el intelecto la potencia humana destinada a captar los fines y prever sus consecuencias y efectos, y la voluntad la potencia que escoge entre tales fines y pone en ejecución la prosecución de alguno de tales fines. En efecto,
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Resolución Nº 29, considerando 7º, Comisión Resolutiva.
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así como el Derecho no puede reprochar una conducta exterior carente de conducción intelectual y volitiva, puesto que a lo imposible nadie está obligado (v. gr., quien es empujado por una fuerza externa e irresistible a causar un daño), tampoco puede regular el fuero interno de la persona cuando carece de razonable exteriorización.240 Por lo anterior, no son considerados conducta humana los movimientos meramente corporales, como los que bajo coacción se hacen ejecutar al constreñido por fuerza irresistible. Asimismo, tampoco es considerado conducta humana punible ante el Derecho aquello que permanece exclusivamente en el fuero interno del sujeto. La tipificación de la finalidad, en su dimensión intelectual y volitiva, será analizada al tratarse de la denominada faz subjetiva del tipo antimonopólico en estudio, en tanto que la finalidad en su dimensión causal, que se identifica con la acción típica, es la que analizamos en el capítulo siguiente. Debe tenerse presente que en la realidad, por regla general, existe una perfecta unidad entre la conducta exterior desarrollada por una persona y la finalidad inmediata que guía dicha conducta. En otros términos, tratándose de situaciones y personas normales hay coherencia entre la decisión adoptada y la ejecución de la conducta decidida. Así, lo anómalo será que se ejecute una conducta respecto de la cual ha faltado decisión de ejecutarla o bien que mediando una decisión de inmediata ejecución de una conducta, ésta no sea llevada al plano del obrar. Estas anomalías podrán hallar su causa en una situación interna de la persona, según la cual las potencias superiores de la misma –intelecto y voluntad– se hallen perturbadas en términos permanentes u ocasionales, o bien en una situación externa a la persona, como puede acontecer con la fuerza física (vis absoluta) o la fuerza moral o amenaza de un grave mal. De allí que cabe distinguir la finalidad impresa en el resultado del actuar humano o “fin de la obra” y la finalidad adoptada por el sujeto activo o “fin del operante”. Esta distinción no destruye la unidad finalística antes formulada, sino que simplemente reconoce dos dimensiones del fin que se ha propuesto una persona. El ejemplo clásico en esta materia es el del arquero que se propone alcanzar el blanco con una flecha. La dirección que lleva la flecha muestra el fin que le ha imprimido el arquero (“fin de la obra”), en tanto que el fin que se ha propuesto el arquero (“fin del operante”) ha traspuesto el ámbito de
240 Un buen ejemplo de recepción positiva de este principio lo constituye el art. 913 del Código Civil argentino que dispone: “Ningún hecho tendrá el carácter de voluntario, sin un hecho exterior por el cual la voluntad se manifieste”.
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su fuero interno y se ha manifestado en los movimientos de tensar el arco y lanzar la flecha en dirección al blanco. Procede recordar el principio tomista según el cual el fin es lo primero en la intención y lo último en la ejecución. En efecto, el fin se forma por la elección que la voluntad realiza de entre las diversas opciones que le ofrece el intelecto. Sólo una vez que dicho fin ha sido electo, procede ponerlo en ejecución. Retornando a la especificidad del tipo antimonopólico en estudio, cabe observar que la acción típica es aludida mediante un verbo rector, en la especie “ejecutar o celebrar” y sus complementos directos. Éstos corresponden al objeto de tales verbos rectores: “cualquier hecho, acto o convención”, con lo cual quiere comprenderse toda conducta específicamente humana, esto es, guiada por intelecto y voluntad, debidamente exteriorizada, mediante la cual se perpetre un atentado a la libre competencia. Hay concordancia entre los verbos rectores y sus respectivos objetos: los hechos son ejecutados, en tanto que las convenciones son celebradas; respecto de los actos, existe una cierta ambivalencia en el uso de los mencionados verbos rectores, pareciendo ambos aceptables para los actos jurídicos unilaterales. Esta descripción alcanza la gran mayoría de las fuentes normativas del Derecho privado, esto es, todas las fuentes de los derechos y las obligaciones que competen a los privados y las fuentes normativas del Derecho público propias de la autoridad pública de jerarquía inferior a la legal. No ha faltado quien ha calificado de lamentable pleonasmo esta referencia típica a “hecho, acto o convención”, indicando que hubiere bastado con aludir al vocablo “hecho”, con lo cual se subentendería que se trata de un hecho jurídico, género comprensivo del acto jurídico unilateral y de la convención. Estimamos que si bien lo anterior podría parecer correcto desde un punto de vista lógico, resulta inadecuado desde una óptica prudencial que es la que debe regir al legislador, según demostraremos. Los hechos jurídicos pueden clasificarse en hechos propiamente tales y en hechos voluntarios; los primeros corresponden a hechos de la naturaleza que producen consecuencias jurídicas, en tanto los segundos son conductas humanas que producen consecuencias jurídicas. Los hechos voluntarios a su vez se subclasifican en aquellos realizados con intención de producir efectos jurídicos (actos jurídicos o “negocios jurídicos”) y aquellos realizados sin intención de producir efectos jurídicos (delitos y cuasidelitos).241 De lo expuesto se sigue
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Esta clasificación corresponde a la antigua, originada en Aristóteles, que distinguía entre conmutaciones voluntarias y conmutaciones involuntarias. Se había ob-
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que la interpretación de la voz “hecho” que emplea el Decreto Ley 211 como referida a hechos propiamente tales es inadecuada; tal voz ha de ser leída como hechos voluntarios si se quiere que comprenda el género de las conductas humanas que acarrean consecuencias jurídicas, puesto que a la legislación antimonopólica le resultan indiferentes –en términos de responsabilidad– los hechos de la naturaleza. En síntesis, una formulación más precisa debió haber aludido a “hechos voluntarios sin intención de producir efectos jurídicos, actos y convenciones”. El problema de la intencionalidad de producir efectos jurídicos quedará de manifiesto al desarrollar las categorías enumeradas por el tipo universal antimonopólico. Tratándose de un tipo administrativo de esta importancia, resulta crucial que la descripción de las conductas prohibidas sea lo más clara y explícita posible a fin de evitar extravíos al intérprete. En tal sentido, la prudencia aconseja destacar que la comisión de la ofensa monopólica puede ser perpetrada mediante un hecho jurídico voluntario sin intención de producir efectos jurídicos, un acto jurídico unilateral o una convención. Con ello queda de manifiesto que el atentado a la libre competencia puede consistir, por ejemplo, en una estipulación contractual. D.1.3.1. Acto jurídico La palabra “acto” engloba todos los actos jurídicos unilaterales del Derecho privado, a fin de contraponerlos a las convenciones comentadas a continuación, que constituyen actos jurídicos bilaterales. Lo que el Derecho chileno denomina “acto jurídico” corresponde a lo que la doctrina italiana llama “negocio jurídico”; se ha dicho que lo que en esencia caracteriza el acto jurídico es su contenido normativo, esto es, que se halla constituido por normas jurídicas, a diferencia de lo que ocurre con los hechos jurídicos. En tal sentido, parece razonable abandonar el distingo entre acto jurídico y hecho jurídico voluntario sin intención de producir efectos jurídicos fundado en la voluntad de generar efectos jurídicos, puesto que bastaría la comisión de un hecho jurídico por sus consecuencias jurídicas para que éste deviniese en acto
jetado respecto de la misma que no hay ninguna acción de justicia que sea involuntaria, puesto que siempre debe obrarse conscientemente y por elección. Cayetano, según explica Vitoria, justifica la distinción mencionada señalando que las conmutaciones voluntarias se caracterizan porque ambas partes intervienen voluntariamente en las mismas, en tanto que las conmutaciones involuntarias sólo son voluntarias por parte del que realiza la acción (ofensor), pero involuntarias para el que la sufre (víctima). VITORIA, Francisco de, La Justicia, pp. 101 y 102, Editorial Tecnos, Madrid, 2001.
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jurídico.242 Así, podemos afirmar que el objeto de todo acto jurídico es la emisión de normas, esto es, la creación, modificación y extinción de derechos y obligaciones. A diferencia la comisión de un hecho jurídico voluntario sin intención de producir efectos jurídicos determina la entrada en operación de ciertos efectos jurídicos predeterminados por el orden jurídico, v. gr., sanciones; en tanto que en el caso del acto jurídico, es éste el que determina sus propios contenidos, sin perjuicio naturalmente de las normas supletorias existentes para colmar los vacíos que el mismo acto jurídico deja en sus formulaciones o las normas imperativas que han de aplicarse a aquél. Los actos descritos por este tipo antimonopólico pueden ser simples o complejos, recepticios o no recepticios, incluyendo aquellos actos jurídicos unilaterales complejos que se adoptan por ciertos órganos societarios colegiados, como acontece con la fusión que es aprobada por las juntas generales extraordinarias de accionistas de las sociedades a ser fusionadas. Adicionalmente, la voz “acto” comprende las múltiples especies de actos administrativos, procedan de la administración central o de entes públicos autónomos y la gran variedad de actos judiciales emanados de las diversas clases de tribunales existentes, puesto que el proceso judicial es una serie o sistema de actos jurídicos. Sobre este último particular, cabe observar que no tenemos noticia de que algún tribunal de la República haya sido sancionado aún por la emisión de algún acto atentatorio contra la libre competencia, lo cual no implica que tal sanción no pueda ser aplicada en tanto y en cuanto quien aplique la sanción sea otro tribunal –el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia– y no un órgano administrativo antimonopólico (anteriormente alguna de las comisiones preventivas que hoy se hallan derogadas), a fin de salvaguardar el principio de la división de poderes, según lo dispuesto por el art. 73 de la Constitución Política de la República. Volveremos sobre este tema al tratar, en el capítulo respectivo, el monopolio de privilegio. La voz “acto” también alcanza, por fin, todo acto de Derecho privado, acto administrativo –sea que proceda de la administración central o de los entes públicos autónomos– o acto judicial que sea válido, anulable, inoponible o afecto a otra especie de vicio, haya o no sido declarada por tribunal competente la nulidad o el vicio respectivo, sea susceptible de ser opuesto o no y aun aquellos actos que hubieren sido declarados inexistentes. Debe tenerse presente que un acto judicialmente declarado inexistente ante el Derecho comercial puede repu-
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FERRI, Luigi, La autonomía privada, pp. 61 y 62, Editorial Revista de Derecho Privado, Madrid, 1969.
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tarse “hecho” para efectos de determinar una infracción a la Ley Antimonopolio. De otra manera se abriría un fácil mecanismo de evasión al Decreto Ley 211. D.1.3.2. Convención El término “convención” permite designar todas las modalidades de acuerdos o negocios jurídicos de cualquier naturaleza, sean bilaterales o plurilaterales, conmutativos o aleatorios, judiciales o extrajudiciales, nacionales o internacionales, siempre y cuando tales acuerdos o negocios produzcan efectos en Chile. Dichas modalidades comprenden tanto las convenciones privadas como las convenciones públicas en su dimensión administrativa. En consecuencia, estimamos que las convenciones descritas en el tipo antimonopólico en comento, en su variante de públicas no alcanzan ni a los tratados ni a las convenciones internacionales efectuadas en virtud de leyes, ni a los contratosleyes que celebra el Estado de Chile con ciertas personas, v. gr., contratos-leyes amparados en el Decreto Ley 600, que tiene lugar con quienes califiquen como inversionistas extranjeros. Basamos nuestro aserto en que tales convenciones públicas exhiben rango de ley y, por tanto, desde la óptica de la jerarquía normativa no pueden quedar alcanzadas por una norma legal preexistente, como es el caso del Decreto Ley 211, de 1973. El que tales contratos-leyes no queden alcanzados por el Decreto Ley 211 no implica en forma alguna que no se deba dar cabal cumplimiento a las garantías constitucionales aplicables. Cabe observar que el Derecho antimonopolios ha desarrollado una amplia nomenclatura que busca tipificar la variadísima gama de figuras negociales urdidas a lo largo de la historia para obtener los beneficios de vulnerar la libre competencia, por lo cual al alero de aquella rama del Derecho hallamos toda suerte de tratos, pactos, monipodios, conspiraciones, combinaciones, ligas, alianzas, carteles de primer, segundo y tercer grado (este último también denominado “consorcio” en ciertas jurisdicciones), sindicatos obreros, asociaciones patronales, acuerdos de caballeros (gentlemen’s agreements), acuerdos secretos o trusts, pools o fondos comunes, boycotts o negativas de venta concertadas, negociaciones sindicales, fórmulas conducentes a concentraciones de empresas (también denominadas fusiones) y colusiones monopólicas. Según veremos, el artículo tercero, en su inciso segundo, del Decreto Ley 211, entrega un breve catálogo a título meramente ejemplar de conductas que, de vulnerar la libre competencia, resultan sancionables. Lo relevante es que nuestro Derecho antimonopólico emplea la voz “convención” en una acepción propia, más laxa 263
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que la perfilada civilísticamente y dotada de una informalidad y dinamismo característico del ámbito mercantil y de la velocidad con que se perfeccionan los negocios. La más extrema de estas “convenciones” es la denominada “práctica concertada”, que puede conceptualizarse como el resultado de una coordinación que se exterioriza en el comportamiento de los participantes. D.1.3.3. Hecho jurídico propiamente tal Finalmente, el vocablo “hecho” exhibe una función residual en cuanto se refiere a toda acción u omisión exteriorizada y gobernada por deliberación humana que no sea calificable de convención o acto jurídico unilateral y que produzca efectos jurídicos. Los efectos jurídicos, como apreciaremos en los acápites siguientes, dicen relación con la conculcación de la libre competencia. Tal como señaláramos, resulta de la esencia del hecho jurídico propiamente tal –en la doctrina italiana denominado “acto jurídico”– su ausencia de contenido normativo diseñado por el propio autor, sino que las consecuencias jurídicas que se siguen de la realización del hecho le sobrevienen asociadas por el orden jurídico, independientemente de los contenidos asignados por el autor del hecho mismo. La expresión “hecho” incluye toda suerte de actuaciones, comprendiendo las denominadas “materiales” o “vías de hecho” eventualmente susceptibles de ser calificadas de delitos o cuasidelitos contravencionales de monopolio. Entre tales hechos hallamos los que eventualmente pueden servir de fuentes de derechos u obligaciones civiles, v. gr., delitos y cuasidelitos civiles en tanto sean también fuente de responsabilidad monopólica y hechos de los que no deriva obligación civil o natural alguna, aunque sí responsabilidad administrativomonopólica. Así, por ejemplo, encontramos en este último grupo el hecho consistente en la recomendación de un competidor sobre otro243 o en una mera negativa de venta, los cuales carecen en principio de trascendencia desde la óptica del derecho civil. Debe observarse que entre los hechos, actos y convenciones a que alude el artículo tercero, inciso primero en comento se encuentran ciertas figuras complejas peculiares del derecho de la libre competencia que consisten en un cúmulo de convenciones, actos y/o hechos con unidad de propósito, que individualmente considerados son líci-
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Resolución Nº 92, Comisión Resolutiva. Sobre este particular, puede verse, VALPRIETO, Domingo, “Recomendación de un competidor en desmedro de otro. Informe en Derecho”, publicado en Revista Chilena de Derecho, vol. XXX, Nº 1 (2002), Santiago de Chile, y reproducido como anexo al final de esta obra. DÉS
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tos, no obstante lo cual desde una óptica de conjunto se aprecia una finalidad antijurídica: la de conculcar la libre competencia.244 Estas figuras complejas las hemos denominado genéricamente “operaciones monopólicas” y a título meramente ejemplar podemos mencionar la discriminación arbitraria monopólica, los precios predatorios, los contratos atados, entre otros. D.1.3.4. ¿Tipo meramente de acción o también de omisión? Es esta una pregunta cuya respuesta no es fácil y es por ello que exige algunos distingos. Antes de entrar de lleno en el tema, conviene recordar las sabias palabras de Francesco Carrara: “Para tener el delito de pura inacción, es necesario suponer la ausencia de un hecho positivo culpable, al cual se concurra voluntariamente con la omisión de alguna cosa. Por lo tanto, el delito de pura inacción no puede concebirse sino en los casos en que otro tenga derecho a exigir la acción omitida, pues también los delitos de inacción están sometidos al principio fundamental de que no puede haber delito donde no haya derecho violado”.245 En otras palabras, es necesario hallar un precepto legal extratípico (fuera del tipo antimonopólico universal) o bien alguna fórmula contenida en el tipo antimonopólico en análisis que describa la acción cuya omisión daría lugar a un atentado contra la libre competencia. Así, resulta indispensable inferir de alguna disposición legal –extratípica o intratípica– la razón de la exigibilidad de esa acción omitida para establecer que se ha vulnerado el bien jurídico tutelado libre competencia. Estimamos que en ciertos casos cabe el reproche monopólico por omisión por producirse una integración del tipo antimonopólico universal con otros preceptos legales que se hallan no sólo fuera del tipo mencionado sino que incluso fuera del Decreto Ley 211. Lo anterior tiene lugar toda vez que existe un explícito deber jurídico de adoptar una determinada conducta a fin de no vulnerar la libre competencia. En otras palabras, si a una determinada persona se le ha impuesto un deber de garante consistente en realizar ciertas conductas con miras a preservar la integridad del bien jurídico libre competencia y tales conductas no son ejecutadas, dicha persona podría quedar incursa en una responsabilidad monopólica por omisión.
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Resolución Nº 169, considerandos 4º y 5º. También resolución Nº 637. Ambas de la Comisión Resolutiva. 245 CARRARA, Francesco, Programa de derecho criminal, vol. I, p. 49, Editorial Temis, Bogotá, 1996.
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Un primer ejemplo de integración extratípica lo constituye la situación en que se halla el Banco Central de Chile, ente público autónomo de rango constitucional, entre cuyas potestades públicas se hallan las relativas al ámbito cambiario. La Ley 18.840, Orgánica Constitucional del Banco Central de Chile, ha encomendado a este último la tutela y regulación del principal de los mercados de cambios internacionales, que ha sido denominado mercado cambiario formal. Así, el art. 43, inciso primero, de dicha ley prescribe: El Banco [Central] deberá adoptar las medidas necesarias a fin de que el mercado cambiario formal esté constituido por un número suficiente de personas o entidades, que permitan su funcionamiento en condiciones de adecuada competencia. A continuación agrega el art. 49, Nº 5, inciso segundo de dicha ley, al disponer: En el ejercicio de las atribuciones contempladas en este artículo, el Banco [Central] no podrá, en caso alguno, establecer que determinadas operaciones de cambios internacionales deban realizarse exclusivamente con él o en condiciones que no aseguren competencia en el mercado. De las disposiciones transcritas se sigue una doble consecuencia: es deber del Banco Central velar para que el mercado cambiario formal esté constituido por un número suficiente de personas. Lo anterior se logra por la siguiente vía: el mercado cambiario formal se halla integrado por todas las empresas bancarias constituidas y reconocidas en el país y por las demás personas o entidades que sean autorizadas por el Banco Central a formar parte de dicho mercado cambiario formal. Entre estas últimas, es posible hallar casas de cambio y corredores de bolsa. De allí que será deber del Banco Central cuidar que exista una razonable atomicidad en el mercado cambiario formal. Sin embargo, el legislador no estimó suficiente el deber antes mencionado y añadió otro adicional al Banco Central: la obligación de no monopolizar el mercado cambiario formal. Esta obligación consta de dos partes: una primera consistente en la prohibición de que empleando sus potestades públicas el Banco Central de Chile ordenase a todos los agentes del mercado cambiario formal que algunas o todas las operaciones de cambios internacionales se realicen exclusivamente con el propio Banco Central. Una instrucción como la expuesta importaría una verdadera monopolización de la actividad cambiaria internacional –atendida la significativa gravitación del mercado cambiario formal en los cambios internacionales– por parte de este ente público autónomo, lo cual representaría un gravísimo atentado a la libre competencia. La segunda parte de esta obligación consiste en que el Banco Central, en ejercicio de sus atribuciones, no podrá establecer que algunas o todas las operaciones de cambios internacionales se realicen en condiciones o bajo términos que no aseguren la libre competencia. Así, el Banco Central deberá cuidar que la regulación de las 266
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operaciones de cambios internacionales sea favorable a la libre competencia y que no genere barreras a la entrada o asimetrías de información en el mercado cambiario formal. De lo señalado se sigue que el Banco Central se halla bajo un explícito y específico deber de garante de la competencia en lo que respecta al denominado mercado cambiario formal y que, por tanto, una omisión en este ámbito, que resulte lesiva de o riesgosa para la libre competencia, podría hacerle responsable no sólo de transgredir su propia ley orgánica, sino que adicionalmente de incurrir en una ofensa monopólica a la luz del tipo del artículo tercero, inciso primero del Decreto Ley 211. Un segundo ejemplo de construcción legal extratípica de un deber jurídico de realizar una acción cuya omisión pudiese ser constitutiva de un atentado contra la libre competencia, lo hallamos en el deber de contratar contemplado en leyes especiales sectoriales que regulan los denominados servicios públicos encomendados a concesionarios de electricidad, telecomunicaciones y servicios sanitarios. De conformidad con dichas leyes existe una obligación de suministrar el servicio respectivo y, por tanto, está prohibida la negativa de venta, especie de negativa de contratar. Esto halla su explicación en el carácter de monopolios naturales que generalmente exhiben tales empresas concesionarias al interior de su ámbito de concesión. No obstante lo expuesto, estimamos improcedente la integración del tipo antimonopólico del artículo tercero, inciso primero del Decreto Ley 211 con una disposición que consagre una omisión de orden penal, puesto que tal como hemos señalado, aquel tipo antimonopólico ha perdido su carácter penal luego de las reformas introducidas por la Ley 19.911. En consecuencia, el tipo en comento es exclusivamente de naturaleza infraccional y por ello sólo puede admitir integraciones de orden contencioso-administrativo. Asunto diverso es que no se tratara de una integración normativa al tipo mencionado, sino que de un tipo antimonopólico diferente e independiente contenido en el Código Penal o en alguna ley administrativa contravencional. Resta ocuparnos de si el tipo universal en estudio contempla algún contenido o elemento intratípico que permita construir omisiones en el ámbito monopólico sin necesidad de que intervenga una complementación o integración efectuada por otra ley, como acontece en la situación expuesta respecto del Banco Central de Chile y de los concesionarios de ciertos servicios públicos. La jurisprudencia antimonopólica ha sostenido que el tipo universal antimonopólico permite reprochar omisiones consistentes en la negativa de contratar o más comúnmente denominada negativa de ven267
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ta. Así, ha sostenido: “...una de las normas fundamentales de la economía social de mercado, cual es el deber o función social de los fabricantes o proveedores de vender a todo el que se interese por comprar”.246 Según explicaremos en el capítulo pertinente, esta negativa de venta no corresponde al ilícito previsto en la Ley de Protección al Consumidor, sino que se trata de una figura independiente y dotada de perfil y exigencias propias que la hacen constitutiva de un atentado contra la libre competencia. Es preciso observar que para un monopolista dotado de suficiente poder de mercado, la negativa de contratar puede constituir una herramienta tremendamente útil para crear una barrera de entrada artificial contra quien desee ingresar a un mercado, para efectuar discriminaciones arbitrarias monopólicas en las cuales el discriminado perjudicado queda privado de acceso a los bienes ofertados por el monopolista y también para monopolizar un mercado por la vía de “arrinconarlo” o “acaparar” bienes a fin de manipular los precios. De allí que consideremos que ciertas negativas de contratar configuran atentados contra la libre competencia y podrían llegar a comprometer garantías constitucionales tan significativas como la libertad para adquirir el dominio de toda clase de bienes y el derecho a desarrollar cualquier actividad económica, entre otras. Atendido lo expuesto, estimamos que la única alternativa que tendría el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia para dar sustento a la negativa de contratar en el tipo universal antimonopólico sería interpretar la voz “hecho” en el sentido de conferirle una dimensión comprensiva tanto de una acción como de una omisión. Así, tanto las omisiones como las acciones o comisiones vulneradoras de la libre competencia quedarían capturadas por este tipo de naturaleza infraccional. De esta forma, debería aceptarse que este tipo antimonopólico contemplaría bajo la amenaza de un mismo grupo de penas tanto una acción positiva como una omisión y ambas clases de conductas realizarían el referido tipo. Otra consecuencia de ello sería que tanto acción como omisión quedarían equiparadas al ser apercibidas con el mismo grupo de sanciones previstas en el art. 26 del Decreto Ley 211. No obstante lo anterior, es preciso destacar que los tipos que contemplan una prohibición dan cuenta de actos de comisión o acción mediante los cuales resulta violada dicha prohibición. A diferencia, la tipificación de las omisiones requiere de un texto expreso que contenga un tipo imperativo y no uno de naturaleza exclusivamente prohibitiva. Si bien es cierto que, en algunas circunstancias, la doctrina y
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Resolución Nº 90, considerando 19, Comisión Resolutiva.
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la jurisprudencia han aceptado algunos delitos impropios de omisión, esto es, aquellos que no están expresamente tipificados en la ley, no es dable olvidar que esta categoría ha sido fuertemente criticada por hacer tabla rasa del principio nulla poena sine lege y por la incertidumbre jurídica que generan al exhibir una desmesurada apertura en su tipificación. En este sentido, consideramos que la construcción del tipo universal antimonopólico en estudio es manifiestamente defectuosa y requiere con urgencia de una enmienda legislativa que clarifique su alcance no sólo para las acciones sino que también para las omisiones. La situación actual presenta gran incertidumbre, puesto que por una parte es evidente que, bajo determinadas circunstancias, la libre competencia pueda verse lesionada mediante inacciones y, por otra, no hay claridad ninguna de cuál sería la acción imperada por la ley para evitar la responsabilidad monopólica. De todo lo expuesto con motivo de los hechos, actos o convenciones se sigue una importantísima conclusión: lo proscrito son conductas –hechos, actos o convenciones– y no situaciones estructurales de mercado. Esto ha sido confirmado por la jurisprudencia judicial del Tribunal Antimonopólico que se ha encargado de recordar que el Decreto Ley 211 no sanciona ni prohíbe la existencia de empresas que ocupen una posición dominante o monopólica en un determinado mercado, ya que lo que se castiga son conductas, actos y prácticas comerciales que configuren un abuso de dicha posición dominante o monopólica y cuya finalidad sea impedir, eliminar o restringir la libre competencia en las actividades económicas”. D.1.4. Resultado El legislador del Decreto Ley 211, de 1973 ha exigido no sólo una conducta deliberada y exteriorizada, sino también un resultado específico vinculado a dicha conducta. En la descripción típica de la actividad prohibida, consistente en la ejecución o celebración de un hecho, acto o convención, ya se encuentra implícita la noción de que las conductas antes mencionadas han de producir un efecto jurídico relevante. Así, los únicos “hechos”, “actos” y “convenciones” que interesan al Derecho son aquellos que revistan el carácter de “jurídicos”, esto es, que sean atingentes a lo justo. No obstante este efecto o resultado genérico relevante al Derecho, el tipo del artículo tercero, inciso primero, del Decreto Ley 211 contempla un resultado específico y particular del ilícito monopólico, que es el que procedemos a analizar. Era de toda necesidad requerir que la conducta tipificada produjera causalmente un determinado resultado, puesto que tanto el suje269
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to activo como la conducta misma, según se demostró, revisten la máxima amplitud lógica dentro de la actividad propiamente humana, debidamente exteriorizada y relevante al Derecho. En otros términos, de no mediar la exigencia de un resultado específico típico, todas las conductas, comisivas u omisivas, dolosas o culposas exteriorizadas por todas las personas u organismos, dentro o fuera de la República, que produjeran efectos jurídicos en Chile, serían típicas a la luz de la figura del artículo tercero, inciso primero, del Decreto Ley 211. El tipo antimonopólico que nos ocupa describe el resultado específico de la siguiente manera: ...que impida, restrinja o entorpezca la libre competencia, o que tienda a producir dichos efectos. La formulación de dicho resultado es fundamental, puesto que éste da cuenta de una exigencia típica que permite segregar, dentro del universo de los actos humanos deliberados, exteriorizados y dotados de relevancia jurídica, una subcategoría de los mismos que interesa particularmente a la legislación antimonopólica porque comprometen dolosa o culposamente el bien jurídico tutelado por ésta. En síntesis, este no es un tipo de mera acción, sino un tipo de resultado. El “impedir, restringir o entorpecer” la libre competencia o “tender” a producir tales efectos es, sin duda, uno de los elementos cruciales de la acción y omisión constitutivas del tipo universal antimonopólico en estudio, elemento que no es sino una calificación por el resultado de esa acción u omisión, puesto que sobre este resultado específico recae el peso del análisis que permitirá al juzgador antimonopólico discernir los límites hasta los cuales puede razonablemente extenderse el afán competitivo en la captación de clientela y sus variadas expresiones sin conculcar la libre competencia. Entre tales manifestaciones de la libertad de competencia mercantil destaca la libertad contractual, que operará como elemento indiciario para determinar los excesos de dicha forma de libertad individual y eventual autonomía privada que generalmente subyace en las conductas expresivas de la libre competencia. Así, el tipo antimonopólico del artículo tercero, inciso primero del Decreto Ley 211 describe un resultado que admite dos modalidades: la de un detrimento o aniquilación del bien jurídico tutelado (lesión o también llamado delito perfecto) y la de la puesta en peligro de éste (peligro o también llamado delito imperfecto).247 Debe observarse que 247 Existen tipos análogos de lesión y de peligro en el Derecho comparado. Un ejemplo relevante lo constituye el art. 540 del Código Penal español, que luego de la reforma del 15 de noviembre de 1971, da cuenta de un delito “endurecido”. Este tipo, que se refiere a las maquinaciones que pretenden alterar el precio de las cosas, se basta con que se intente la alteración, aun cuando ésta efectivamente no se produzca.
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el bien jurídico protegido refiere a la libre competencia y ésta no sólo comprende la competencia actual sino que también la competencia potencial y ambas pueden ser objeto de puesta en peligro o bien de vulneración efectiva. D.1.4.1. Resultado consistente en lesionar la libre competencia Es importante observar que la libre competencia, en cuanto bien jurídico protegido existente al interior de un determinado mercado relevante, puede ser lesionada. La lesión inferida a este bien puede obedecer a diversos grados o intensidades, en cuyo extremo se halla la aniquilación o total supresión de la libre competencia en un mercado relevante dado, lo cual puede ocurrir –por ejemplo– como consecuencia de la imposición de un monopolio de privilegio en el mismo, de una cartelización de todos los competidores o de una expulsión de los demás competidores realizada por un competidor “predador” mediante precios predatorios u otras prácticas reñidas con la libre competencia. El propio Decreto Ley 211 se encarga de describir los grados que puede adoptar un resultado de lesión de la libre competencia. Así, el artículo tercero, inciso primero de dicho cuerpo normativo prescribe: cualquier hecho, acto o convención que impida, restrinja o entorpezca la libre competencia. Cabe recordar que el antiguo artículo segundo, letra f) del Decreto Ley 211, artículo que hoy se encuentra derogado, aludía a eliminar, restringir o entorpecer la libre competencia. Surge, entonces, la interrogante de si “eliminar” la libre competencia es lo mismo que “impedir” el desenvolvimiento de esa libertad jurídica. Mientras impedir significa imposibilitar la ejecución de una cosa, eliminar alude a quitar o prescindir de una cosa. Estimamos que existe un matiz entre ambos términos, en lo que respecta a la libre competencia, en el sentido de que la “eliminación” presupone que ya había libre competencia y que se prescinde totalmente de la misma, en tanto que el “impedimento” supone la permanencia de la libre competencia, pero imposibilitando su puesta en ejecución. Así, en términos de grados parece más radical y grave la “eliminación” de la libre competencia antes que el “impedimento” de la misma. Por ello, si bien la voz “eliminación”, según explicábamos, ha sido sustituida por la de “impedimento”, desde una óptica doctrinaria resulta más acertado continuar aludiendo a la antigua gradación consistente en eliminar, restringir o entorpecer. En efecto, “impedir” se asimila más a una restricción antes que a una supresión de la libre competencia. Así, en primer lugar se halla la aniquilación o eliminación de la libre competencia; en segundo lugar y a continuación de dicho extre271
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mo se halla la restricción de la libre competencia y en tercer lugar se encuentra la modalidad menos intensa de lesión: un mero entorpecimiento del bien jurídico tutelado. Si bien es cierto que en el texto antiguo del Decreto Ley 211 –previo a la reforma a dicho cuerpo normativo por la Ley 19.911 promulgada el 14 de noviembre de 2003– esta gradación refería exclusivamente al resultado de puesta en peligro de la libre competencia y no al de lesión, ello ha quedado resuelto en la nueva versión del tipo universal antimonopólico contenido en el artículo tercero, inciso primero del Decreto Ley 211. En efecto, actualmente el tipo universal antimonopólico reconoce la triple gradación de impedir, restringir y entorpecer la libre competencia para ambas modalidades de resultado: la lesión de la libre competencia y la puesta en riesgo de la libre competencia. En nuestro concepto esta triple gradación aplicada tanto a un resultado de lesión como a un resultado de puesta en riesgo debe traducirse en sanciones diferenciadas. Ello en atención a que las sanciones deben guardar proporción con la intensidad de la lesión o de la puesta en riesgo que voluntariamente –mediando dolo o culpa– se ha inferido a la libre competencia y, naturalmente, la penalidad será mayor cuando la ofensa monopólica cause una lesión a la libre competencia que cuando aquélla sólo coloque en riesgo este bien jurídico tutelado, todo lo demás constante. Esta exigencia de proporcionalidad entre la gravedad del delito y la pena, que fue desarrollada originariamente por el Derecho criminal, hoy goza de general aplicación en el Derecho sancionatorio. Este logro de la escuela cuantitativa halla su fundamento último en una aplicación de la justicia distributiva a que ha de ceñirse el juzgador antimonopólico en la asignación de sanciones por los ataques realizados al bien jurídico protegido. Aunque acotado a las multas, pero en nuestra opinión aplicable a todas las penas que imponga el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia, el Decreto Ley 211 describe, en su art. 26 letra c), inciso segundo, las siguientes circunstancias, a título meramente ejemplar: Para la determinación de las multas se considerarán, entre otras, las siguientes circunstancias: el beneficio económico obtenido con motivo de la infracción, la gravedad de la conducta y la calidad de reincidente del infractor. En nuestra opinión, tales circunstancias son perfectamente predicables de las demás penas que resuelva establecer el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia. En cuanto a la gravedad de la conducta que aparece expresamente mencionada en el precepto transcrito, estimamos que una de las dimensiones –si bien no la única– de aquella circunstancia es la que se refiere a la modalidad del resultado: lesión de la libre competencia o puesta en riesgo de este bien jurídico tutelado, y bajo cada una de estas modalidades de resultado procede de272
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terminar la triple gradación: impedimento, restricción o entorpecimiento de la libre competencia. Otra de las dimensiones a considerar para establecer la gravedad de una conducta es la determinación de si ésta ha sido realizada con dolo o con culpa. Esta lesión inferida a la libre competencia debe ser cierta o indubitable en su existencia para configurar el resultado típico consistente en lesionar la libre competencia y conocerse su gravedad, aunque no es indispensable que estén perfectamente determinadas las víctimas de la conducta monopólica y se conozca el quantum del daño que se ha provocado a cada una de ellas.248 La gravedad de la lesión voluntariamente –esto es, mediando dolo o culpa– inferida a la libre competencia es un elemento fundamental para determinar si aquélla reviste la entidad suficiente para que el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia imponga una sanción. Desde el punto de vista práctico surge un dilema que ya había hecho aparición en los primeros estadios de desarrollo de la Sherman Act (1890), que consiste en cómo determinar qué restricciones a la libre competencia realmente lesionan este bien jurídico protegido y qué restricciones al comercio son inocuas a aquél. Este problema fue enfrentado, en los Estados Unidos de América de la primera década de aplicación de la Sherman Act, en el fallo “United States versus Trans-Missouri Freight Association” (1897). En dicha oportunidad se sostuvo que un cartel que fijaba precios era siempre irrazonable, puesto que los únicos precios razonables eran los determinados por la libre competencia; de allí se siguió la categoría de los acuerdos que eran ilícitos monopólicos per se, sin necesidad de entrar a acreditar su efecto anticompetitivo. Luego, en “United States versus Joint Traffic Association” (1898) se elaboró con mayor sofisticación la noción de acuerdos restrictivos del comercio. Es importante advertir que en nuestro Derecho antimonopólico no existe base para introducir la noción de injustos monopólicos per se o conductas que han de ser sancionadas como tales con independencia de su real efecto nocivo para la libre competencia. Probablemente si consideramos las restricciones de una forma mecánica sin distinguir su contenido y su nexo con la Justicia, no hallaremos base para una distinción duradera. D.1.4.2. Resultado consistente en poner en riesgo la libre competencia ¿En qué consiste el resultado de colocar en peligro concreto a la libre competencia? El resultado consiste en hacer peligrar la libre compe248
Resolución Nº 29, considerando 7º, Comisión Resolutiva.
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tencia, caso en el cual ésta subsiste en toda su integridad, mas se deteriora de una manera cierta la seguridad de que ese bien jurídico efectivamente permanezca incólume. Esto es lo que la doctrina penal denomina delito de peligro. Atendido que el tipo antimonopólico del artículo tercero, inciso primero, del Decreto Ley 211 se satisface con todo hecho, acto o convención cuyo efecto sea la puesta en peligro de la libre competencia; es decir, se trata de un delito de peligro concreto. Esto, por oposición a los delitos de peligro abstracto, que se perfeccionan mediante la sola ejecución de la acción típica, y por oposición a los delitos de peligro presunto, en los cuales no es necesario acreditar la idoneidad de la conducta tipificada para crear el peligro. En efecto, el tipo antimonopólico en estudio no puede ser de peligro abstracto, puesto que ello importaría someter a proceso a todos los que realizaren la acción típica, esto es, a toda persona privada o pública que ejecute o celebre hechos, actos o convenciones, puesto que sería innecesario acreditar un resultado riesgoso para la libre competencia, lo que es manifiestamente absurdo. El propio texto del Decreto Ley 211 y la jurisprudencia del Tribunal Antimonopólico avalan nuestra descripción de que la conculcación de la libre competencia puede tener lugar bajo la modalidad de puesta en peligro del bien jurídico protegido, lo que ha sido descrito con toda precisión por el Tribunal Antimonopólico: “Los organismos antimonopólicos pueden corregir y sancionar, administrativamente, cualquier conducta que sea apta para producir un resultado lesivo de la competencia, aun independientemente de que así ocurra, porque hay acciones que, en forma natural y obvia, tienden a restar fluidez al mercado y resulta muy difícil cuantificar el perjuicio que irrogan a terceros”.249 Sobre la expresión “que tienda a producir dichos efectos” se han perfilado dos interpretaciones: i) La primera de ellas intenta leer en la voz “tienda” un elemento volitivo, propio de la faz subjetiva que trataremos más adelante, en el sentido que la acción debe estar guiada por la intención dolosa o culposa de impedir, restringir o entorpecer la libre competencia. Quienes siguen esa interpretación, infieren de la misma que el resultado descrito en este tipo administrativo es “impedir, restringir o entorpecer la libre competencia”. De esta manera, sólo serían típicas aquellas conductas que vayan acompañadas del resultado consistente en impedir, restringir o entorpecer efectivamente la libre competencia y, a contrario sensu, no serían típicas aquellas conductas que sólo pongan en
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Resolución Nº 60, considerando 8º, Comisión Resolutiva.
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riesgo la libre competencia, aun cuando no la dañen efectivamente. Esta interpretación que ya se encontraba totalmente abandonada por la doctrina y carece de reconocimiento jurisprudencial, hoy entra en colisión directa con el texto del tipo antimonopólico del art. 3º, inciso primero, que distingue expresa y adecuadamente no sólo el resultado de lesión de la libre competencia, sino también el resultado de puesta en riesgo de la misma. ii) La segunda interpretación, a la cual adherimos, postula que el sentido de la expresión “tender” empleada por el artículo tercero, inciso primero del Decreto Ley 211 es diferente. Del tenor de dicho artículo se desprende claramente que lo que debe “tender a impedir, restringir o entorpecer la libre competencia” es cualquier hecho, acto o convención. En consecuencia, la tendencia alude a la aptitud causal –y no a un elemento volitivo o subjetivo específico y particular del tipo– que han de tener aquellas formas jurídicas para vulnerar la libre competencia. De allí que la expresión “que tienda a impedir, restringir o entorpecer” refiera a un resultado que ponga en peligro la libre competencia. Este es el sentido natural y obvio del término “tender”, que significa referirse una cosa a algún término, esto es, que los hechos, actos o convenciones tengan eficacia causal o productiva respecto de un resultado, consistente en la especie en un resultado de colocar en peligro la libre competencia. Esta segunda interpretación del vocablo “tender” ha sido expresamente confirmada por el Tribunal Antimonopólico: “Que esta Comisión estima que la sanción de los hechos, actos o convenciones que, por vía de ejemplo, enumeran las letras a), b), c), d) y e) del citado art. 2º del Decreto Ley 211, de 1973, [hoy derogado] tiene el propósito de reprimir las conductas que tiendan a impedir, entorpecer o restringir la libre competencia comercial e industrial, sin que esté condicionada, como parece entenderlo la defensa, a que se haya acreditado un impedimento o restricción efectivos de la libre competencia en un determinado mercado, ni que se haya producido un perjuicio efectivo de los consumidores o se haya obtenido necesariamente una ganancia ilícita por parte de comerciantes o industriales. Los hechos y conductas antes referidos pueden ser sancionados, con prescindencia de que se produzcan o no los efectos que se han mencionado precedentemente, ya que su ilicitud es determinada por la ley por su virtualidad o idoneidad, siendo suficiente para calificarlos como contrarios a la libre competencia que dichos hechos o conductas tiendan a eliminarla o restringirla, aun cuando tales efectos no lleguen, en el hecho, a producirse”.250
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Resolución Nº 67, considerando 4º, Comisión Resolutiva.
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En cuanto a la configuración del resultado típico por la vía del mero peligro a la libre competencia, conviene precisar algunas características que ha de tener ese riesgo. El Derecho no puede sancionar ni lo probable ni lo conjetural, sino lo que existe y le es relevante. La justicia demanda una certeza mínima en cuanto a qué es ilícito en el sentido de tender a impedir o menoscabar la libre competencia y qué no lo es. En nuestra opinión, deben reunirse copulativamente las siguientes condiciones para que el resultado de una conducta, consistente en la puesta en peligro de la libre competencia, revista el carácter típico exigido por el artículo tercero, inciso primero del Decreto Ley 211. a) El riesgo generado a la libre competencia por un hecho, acto o convención debe ser real, esto es, estar debidamente acreditado o demostrado en el respectivo proceso. b) El riesgo antes aludido debe provenir causal y determinantemente del hecho, acto o convención típico y no ser el resultado de un cúmulo de concausas, algunas de las cuales sean ajenas a la previsión e intención del supuesto infractor. En otras palabras, el hecho, acto o convención, para satisfacer la tipicidad del artículo tercero, inciso primero, debe tener aptitud causal suficiente por sí mismo para producir el riesgo prohibido. Así, cabe recurrir al ejercicio teórico de eliminar las supuestas concausas, y si no obstante lo anterior permanece el resultado típico, entonces la conclusión será que dicho resultado proviene causalmente del respectivo acto o convención. c) El riesgo debe ser relevante al bien jurídico protegido, lo que implica que aquél debe apreciarse en el mercado concreto de que se trate y, entonces, establecerse que el resultado de la conducta típica efectivamente representa un peligro de entidad para la libre competencia al interior del mismo. d) Este riesgo no ha de ser una mera posibilidad, contingencia y menos aun un futurible de lesión a la libre competencia, sino que debe exhibir un carácter de inminencia y proximidad de lesión tal, que amerite una subsunción de la conducta causante de ese riesgo en el tipo antimonopólico en análisis. Esa inminencia y proximidad es lo que permite tratar una contingencia como una probabilidad de lesión del bien jurídico tutelado, situación que reclama la intervención del Tribunal de Defensa de la Libre Competencia. Si tal posibilidad es calificada de remota, no procede hablar de probabilidad y, por tanto, poner en actividad los organismos antimonopólicos por un riesgo al bien jurídico protegido. En síntesis, la relevancia de un riesgo acreditado y causalmente procedente de un hecho, acto o contrato, se establecerá en atención a cuál hubiese sido el nivel de lesión a la libre competencia si tal ries276
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go se hubiere tornado una certeza multiplicado por su probabilidad de ocurrencia. De esta manera, para realizar el tipo antimonopólico en comento basta una conducta con aptitud causal para colocar en riesgo, con carácter próximo o probable, la libre competencia, aunque esta última no resulte efectivamente vulnerada. Sin embargo, el aserto anterior no debe llevar a creer que sólo la puesta en peligro de la libre competencia configura la conducta típica, sino que con mayor razón es reprochable la lesión efectiva a aquélla. Desde un punto de vista conceptual se podría afirmar que el iter criminis del injusto monopólico ha sido desplazado desde una fase de consumación o provocación del resultado de lesión a un estadio de preparación del injusto monopólico, siendo este último el que corresponde al ilícito de peligro. De allí que el injusto monopólico de peligro se sitúa principalmente en los denominados ilícitos de fuente y, adicionalmente, según algunos, en ciertas conductas que supuestamente incrementan el poder de mercado, v. gr., concentraciones, en tanto que el injusto monopólico de resultado generalmente se corresponde a los denominados ilícitos de abuso. A modo de ejemplo, procede indicar que los denominados injustos de fuente (ciertos monopolios de privilegio, las monopolizaciones y las colusiones monopólicas) son, en cuanto ilícitos de fuente, conductas que ponen en riesgo la libre competencia. Tales injustos se hallan dotados de aptitud causal para lesionar la libre competencia, puesto que una vez alcanzada la situación monopólica o de dominancia que se busca obtener, ésta puede ser explotada dando lugar a un injusto de abuso y, por tanto, provocando una lesión a la libre competencia. Desde esta perspectiva resulta fundamental observar el iter monopolico, según el cual primero se alcanza un poder de mercado y después se intenta explotarlo. El delito de fuente opera en la primera fase (vías de formación del monopolio, en su acepción jurídica), en tanto que el delito de abuso corresponde a la segunda fase (explotación del monopolio, en su acepción jurídica, ya formado). Un ejemplo de injustos de monopolio que generalmente producen un resultado de lesión de la libre competencia es el de los abusos de posición dominante. Según demostraremos, todo abuso monopólico es no sólo típico, sino que también antijurídico; por lo cual, generalmente aquél acarrea por efecto una lesión y no una mera puesta en peligro de la libre competencia. De allí que no procedan causales de justificación para el delito de abuso monopólico. Afirmamos que, generalmente, el injusto de abuso monopólico lesiona la libre competencia porque estimamos que en situaciones muy excepcionales ello no acontece, por ejemplo, toda vez que el abuso monopólico queda 277
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en una fase de mera tentativa sin alcanzarse a perfeccionar el abuso buscado. D.1.4.3. El problema de los perjuicios civiles La reforma introducida al Decreto Ley 211 por la Ley 19.911 siguió la tradición del Derecho antimonopólico estadounidense, particularmente de la Clayton Act, en el sentido de regular las acciones por daños como consecuencia de la configuración de injustos monopólicos. Las consideraciones relativas a los injustos monopólicos anteriormente expuestas en la presente obra son independientes del daño civilmente compensable al que puede o no haber lugar, puesto que no necesariamente un ilícito monopólico coexiste con un ilícito civil. La prueba más evidente del aserto anterior es el reconocimiento legal y jurisprudencial de un injusto de monopolio que se agota en la puesta en riesgo de la libre competencia; en tal evento no hay lesión propiamente tal a la libre competencia y, por ello, no puede existir persona alguna con título real para reclamar una indemnización por daños cuyo origen sea la mencionada ofensa monopólica. Cabe observar que es posible concebir situaciones en las cuales resulta acreditado un injusto monopólico que lesiona efectivamente la libre competencia, v. gr., se crea por un monopolista una barrera artificial para impedir el ingreso de nuevos competidores al mercado en el cual éste se haya instalado y, mediante ese expediente, se logra evitar el ingreso de un potencial competidor. En principio, este potencial competidor –ofendido monopólico inmediato– podría no sólo instar porque se haga efectiva la responsabilidad monopólica de aquel monopolista, sino que además intentar una compensación por daños y perjuicios. Paradójicamente, puede resultar que esta última sea improcedente en razón de que este potencial competidor no alcanzó a invertir en bienes y asesorías para competir en el mercado al cual se le vedó el acceso en virtud de esta barrera artificial. Así, si este potencial competidor intenta alegar daños y perjuicios, éstos habrían de ser construidos sobre la base de meras expectativas: si no hubiese existido esa barrera a la entrada, habría podido alcanzar una X participación de mercado, lo cual dados unos costos de Y, le habría permitido lograr utilidades de Z por cada unidad comercializada y el número total de unidades vendidas sería de N. Pero, ¿qué hubiese ocurrido si en vez de sólo ingresar al mercado protegido por el monopolista, el mencionado competidor potencial, hubiesen ingresado adicionalmente otros tres competidores potenciales? Así, lo más probable es que un tribunal civil que conociese de tal daño lo calificase de incierto por corresponder, más que a una realidad que indubitablemente hubiese tenido lugar, a un futu278
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rible que no amerita una indemnización de perjuicios por no existir certidumbre respecto de éstos. Casos complejos se presentan cuando habiendo lesión a la libre competencia, no se logran determinar las víctimas del daño civil251 que dicha ofensa de lesión habría acarreado. El ilícito civil presupone la determinación de un daño cuantificable pecuniariamente y la determinación de la víctima del mismo. Cabe recordar que sólo los inmediatamente ofendidos –participen en el mercado relevante en el cual tuvo lugar la ofensa o en una fase productiva conexa– por el injusto monopólico disponen de acción civil para la reparación de los perjuicios sufridos. En el evento que no se puedan determinar los inmediatamente ofendidos y a fin de no dejar impune un delito o cuasidelito civil asociado a un delito monopólico que vulnera el orden público económico, la recomendación de los teólogos juristas de la Segunda Escolástica española consistía en buscar compensaciones o restituciones civiles equivalentes en favor de la sociedad, v. gr., ordenándose la realización de obras de caridad con cargo a las ganancias derivadas del injusto monopólico. En nuestro concepto, el conocimiento de los ilícitos civiles no sólo no corresponde, sino que jamás debe corresponder al Tribunal de Defensa de la Libre Competencia, en atención a lo siguiente: a) Ello importaría desviar al máximo órgano antimonopólico del cometido para el cual fue creado por el Decreto Ley 211: la tutela de la libre competencia en la República de Chile, no disponiendo en nuestra opinión de medios suficientes para afrontar esa tarea como corresponde, lo cual se ha agudizado con la eliminación de las Comisiones Preventivas, tanto Central como Regionales. b) La faz objetiva es diferente en un injusto monopólico en contraste con un delito o cuasidelito civil en varios aspectos. En el injusto monopólico el resultado puede ser de riesgo o de lesión de la libre competencia, en tanto que en el ilícito civil no cabe el daño de “riesgo”; por otra parte, habiéndose producido la lesión de la libre competencia, ésta no tiene coincidencia necesaria con un daño civil, que puede ser patrimonial o moral. Adicionalmente, el sujeto pasivo inmediato del injusto monopólico puede ser una pluralidad de personas de difícil determinación y con gradaciones diversas, que incluye no sólo actuales competidores sino que también potenciales competidores que no han podido ingresar a un mercado determinado en aten-
251 Véase, para un análisis de las diversas concepciones del daño civil, DIEZ SCHWERTER, José Luis, El daño extracontractual, pp. 17-25, Editorial Jurídica de Chile, Santiago, 2002.
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ción a, por ejemplo, una barrera a la entrada. Por otra parte, dada la gran significancia del bien jurídico tutelado libre competencia es que éste es considerado un contenido de orden público, no susceptible de avenimientos o conciliaciones, según ya hemos advertido, y por lo cual cabe hablar de sujetos pasivos mediatos, que son todos aquellos que integran la sociedad política. Por lo expuesto, constituye un error conceptual grave considerar que el mismo tribunal que conoce de un injusto monopólico está en condiciones de determinar si tal conducta reviste o no el carácter de delito civil, atendida la diversa estructura de uno y otro, en cuanto a las categorías de sujetos pasivos y las diversas clases de resultados que existen en el ámbito antimonopólico, por contraste con los meramente civiles. c) Por otra parte, ello implicaría no sólo el conocimiento especializado del contencioso monopólico, sino también además de los temas civiles, que en rigor constituye competencia de los tribunales ordinarios civiles. Con lo anterior, conocería de los ilícitos civiles el Tribunal Antimonopólico y además los tribunales ordinarios en lo civil. El resultado de ello podría significar una disparidad en la jurisprudencia de los ilícitos civiles, según las acciones pertinentes se presentaren en sede antimonopólica o en sede propiamente civil. No modifica las consideraciones anteriores la afirmación de que el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia “debería pronunciarse en el sentido de declarar el derecho del o de los afectados por una conducta monopólica a cobrar los perjuicios ante el juez civil”.252 Estimamos que esta recomendación, que fue efectuada durante la tramitación del proyecto de ley de reforma del Decreto Ley 211 que culminó en la Ley 19.911, y que afortunadamente no fue acogida, pugna con las razones antes expuestas para no conferir una competencia en lo civil al Tribunal Antimonopólico. Aparentemente, dicha recomendación buscaba que el derecho a cobro de perjuicios fuere declarado por el Tribunal Antimonopólico y que el monto de ellos hubiere sido fijado por el tribunal civil competente. Reiteramos que declarar el derecho a cobrar perjuicios presupone identificar a la víctima civil, la que según hemos explicado no tiene por qué coincidir con la víctima monopólica, lo cual se traduciría en una carga indebida para el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia. Según la reforma efectuada al Decreto Ley 211 y que fuera promulgada el 14 de noviembre de 2003, se ha introducido a dicho cuer-
252 SOFOFA, “Observaciones al Proyecto de Ley que modifica el Decreto Ley 211, de 1973, sobre Defensa de la Libre Competencia”, presentado ante el Senado con fecha 11 de julio de 2002.
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po normativo el art. 30, que prescribe a la letra: La acción de indemnización de perjuicios a que haya lugar, con motivo de la dictación por el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia de una sentencia definitiva ejecutoriada, se interpondrá ante el tribunal civil competente de conformidad a las reglas generales, y se tramitará de acuerdo al procedimiento sumario, establecido en el Libro III del Título XI del Código de Procedimiento Civil. El tribunal civil competente, al resolver sobre la indemnización de perjuicios, fundará su fallo en las conductas, hechos y calificación jurídica de los mismos, establecidos en la sentencia del Tribunal de Defensa de la Libre Competencia, dictada con motivo de la aplicación de la presente ley. Consideramos que este inciso segundo del art. 30 antes transcrito presenta ciertas imperfecciones, si bien exhibe el mérito de clarificar que la acción de indemnización de perjuicios se interpondrá ante el tribunal civil competente, aun cuando ésta se funde en una sentencia antimonopólica. Si bien la conducta punible puede ser materialmente la misma y haberse acreditado debidamente en el respectivo proceso, la calificación jurídica es diversa según se trate de establecer su calidad de injusto monopólico o bien se busque acreditar su calidad de ilícito civil. La calificación, en un sentido técnico, es la determinación de la conexión legal existente entre un hecho delictivo y las disposiciones de la ley que le son aplicables: calificar, es decir, qué delito constituye el hecho incriminado y en qué texto está previsto y penado.253 Puesto en otros términos, la vulneración de la libre competencia en un mercado relevante concreto y el ilícito civil obedecen a principios rectores diversos y a preceptos diferentes. La libre competencia es un contenido fundamental del orden público económico y como tal irrenunciable, en tanto que el daño civil es una consecuencia del Derecho de propiedad privada, pero que es eminentemente renunciable y privado. La estructura del tipo universal antimonopólico encierra mayor complejidad que la estructura de los ilícitos civiles, según se ha demostrado. De allí que no resulta correcto que el juez civil funde su fallo en la calificación jurídica efectuada por el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia. A pesar de lo señalado, parece seguirse una interesante inferencia de este nuevo inciso segundo del art. 30 en lo que dice relación ya no con la calificación jurídica, sino antes bien con las conductas establecidas en la sentencia antimonopólica. Dispone este inciso que
253 HARRISON DE LA B ARRA, Francisco Javier, Diccionario de instituciones de derecho procesal penal, tomo I, p. 85, citando a Garraud, Ediciones Encina Limitada, Santiago de Chile, 1972.
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el tribunal civil competente, al resolver sobre la indemnización de perjuicios, deberá fundar su fallo en las conductas determinadas por la sentencia antimonopólica. El tribunal civil sólo puede fundar un delito o cuasidelito civil allí donde existe una conducta perpetrada con dolo o culpa, luego debe colegirse que toda conducta monopólica ha de estar estructurada sobre la responsabilidad subjetiva. Si no fuera así, si las conductas constitutivas de injustos monopólicos no requiriesen de responsabilidad subjetiva, no habría lugar a que las mismas fueran constitutivas de ilícitos civiles y, por tanto, no tendría aplicación la disposición en comento. Más aun, ello entraría en colisión con la circunstancia de que ya existe jurisprudencia civil según la cual se ha configurado un ilícito civil sobre la base de un ilícito monopólico. D.1.4.4. La libre competencia El bien común de la sociedad política no se ve menoscabado por el ejercicio de la libertad para competir mercantilmente y la puesta en movimiento de la autonomía privada a tal fin; sino que, por el contrario, el bien común se ve favorecido por la mayor iniciativa privada, puesto que de esta forma se realiza el principio de la subsidiariedad y se reconoce la trascendencia ontológica de la persona humana respecto de la sociedad civil misma, acudiéndose al libre mercado como fórmula de asignación de los recursos productivos. Sin embargo, la mencionada libertad económica y la autonomía privada exhiben límites que son intrínsecos a dichas libertad y autonomía y, ciertamente, entre tales límites se cuenta el respeto al derecho (lo justo) ajeno, así como las exigencias del orden público económico. Sobre el particular, remitimos al lector al capítulo de esta obra denominado “Nuestra visión del concepto de libre competencia”. El bien jurídico tutelado u objeto jurídico del delito es un bien o valor cuya subsistencia es condición indispensable para la conservación de la organización social que estructura la sociedad civil o nación. Generalmente, el bien jurídico tutelado se infiere del conjunto de elementos estructurales del tipo, mas los trasciende y no forma parte integrante de los mismos. Sin embargo, en el caso que nos ocupa el bien jurídico tutelado resulta parte integrante del tipo y específicamente del resultado –sea de puesta en riesgo o de lesión– causado por la conducta proscrita. Creemos que esta particular situación es efecto de la complejidad descriptiva y conceptual que entraña establecer y sistematizar los atentados contra el bien jurídico tutelado libre competencia.254 En 254
Una situación similar la muestra el tipo antimonopólico contenido en el art. 1º de la Ley sobre prácticas restrictivas de la competencia del Reino de España, de 20 de
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efecto, el resultado consiste en menoscabar la libre competencia o bien en ponerla en peligro de que ésta sea lesionada. En este sentido, puede afirmarse que la tarea tipificadora se ha desarrollado con especial simplicidad, ya que se ha descrito una actividad amplísima –no parece apreciarse un desvalor en la acción o en la omisión mismas– con un resultado consistente en la puesta en peligro o lesión del bien jurídico tutelado y por ello claramente disvalioso. De esto se sigue que el tipo antimonopólico es un perfecto ejemplo de tipo abierto, en cuanto depende fundamentalmente de una noción jurídica de alto contenido ético-económico como es la de libre competencia, noción a la cual la actividad típica nada aporta. De allí se sigue la dudosa constitucionalidad de este tipo infraccional antimonopólico, duda que no ha quedado eliminada por el hecho de suprimirse la pena de presidio menor en cualquiera de sus grados para el injusto monopólico con motivo de la promulgación de la Ley 19.911, modificatoria del Decreto Ley 211. De lo expuesto se desprende el rigor, cuidado y, sobre todo, prudencia –en su acepción positiva de virtud– con que magistrados y autoridades públicas revestidas de cometidos antimonopólicos han de interpretar y aplicar esta parte de la faz objetiva del tipo en estudio. D.1.4.5. Calificaciones específicas El resultado típico requiere de algunas circunstancias o calificaciones específicas, que podríamos resumir como materia, tiempo y lugar y que serán tratadas en los capítulos relativos al ámbito de aplicación del tipo universal antimonopólico. D.1.5. Nexo causal o relación causal No se basta la faz objetiva del tipo antimonopólico con la concurrencia de la actividad típica y del resultado típico; es preciso, además, el concurso de un nexo causal entre ambos. Desde el momento en que el legislador añade a la descripción de una actividad típica un resultado típico, se hace indispensable para la configuración del mismo la existencia de una relación causa-efecto. Esta relación causa-efecto fluye del propio texto del precepto que contempla el tipo universal antimonopólico al precisar que es el hecho,
julio de 1963: “[Se prohíben] las prácticas surgidas de convenios, decisiones o conductas conscientemente paralelas que tengan por objeto o produzcan el efecto de impedir, falsear o limitar la competencia en todo o en parte del mercado nacional”. Lo mismo acontece con la Sherman Act de 1890 y el Tratado de Roma de 1959.
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acto o convención el que ha de impedir, restringir o entorpecer la libre competencia o que ha de generarle tales riesgos. Esta aptitud causal o eficiencia vulneradora de la libre competencia ha de arrancar de la propia actividad típica y no del concurso de otras causas concomitantes o sobrevinientes. En otras palabras, el resultado que es causalmente el efecto de la conducta debe reunir dos requisitos copulativos: a) debe ser directo y no indirecto o, puesto de otro modo, próximo y no remoto, y b) haber sido previsto o haber sido razonablemente previsible por el agente, lo cual será estudiado al desarrollarse el análisis de la faz subjetiva. El carácter directo del resultado apunta a que éste es la consecuencia natural y, por tanto, previsible de la actividad típica desarrollada. Ya hemos señalado que la relación causal debe ser directa, puesto que salvo texto legal expreso en contra y supuesta la constitucionalidad del mismo, debe entenderse que sólo se responde monopólicamente de aquello que es efecto directo del hecho, acto o convención, realizados o ejecutados, puesto que los efectos indirectos suelen carecer de previsibilidad al combinarse con un cúmulo de concausas y circunstancias ajenas al agente. Después de la reforma sufrida por el Decreto Ley 211 el 14 de noviembre de 2003 (Ley 19.911), el injusto monopólico sólo puede asumir la forma de un ilícito infraccional . El ilícito infraccional monopólico puede asumir una estructura dolosa y también una culposa, estructura que a su vez se desdobla en injusto por acción y por omisión. En los ilícitos dolosos sólo es típicamente relevante la relación causal dirigida por el dolo. A diferencia, en los ilícitos contravencionales de monopolio, donde la relación causal derive de una situación culposa, debe abordarse la causalidad en términos que el sujeto activo pudiendo haber conducido los cursos causales de una determinada forma, no lo hizo, faltando entonces el cuidado debido. Cumple, entonces, establecer qué clase de relación causal ha de gobernar la conducta típica para que se entienda que ha producido un resultado típico, el cual puede consistir en una lesión de la libre competencia o bien en una puesta en peligro de la libre competencia. En el Derecho antimonopólico español, la jurisprudencia ha confirmado la necesidad de un nexo causal directo. Así, ésta ha afirmado: “La presunción de inocencia únicamente puede destruirse mediante prueba incriminatoria suficiente (‘prueba de cargo’), según tienen establecido el Tribunal Constitucional y el Tribunal Supremo, entendiendo por tal que se prueben hechos que, de una manera directa y mediante un vínculo directo y preciso basado en criterios de 284
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razonamiento humano, lleven a la consecuencia, más allá de cualquier duda razonable, de que se ha producido la infracción”.255 D.1.5.1. Objeto principal y objeto incidental En cuanto a la relación causal que vincula un hecho, acto o convención con un detrimento o puesta en peligro de la libre competencia, cabe observar que tal hecho, acto o convención pudo tener por objeto principal vulnerar la libre competencia o esta vulneración fue incidental o accesoria a ese objeto principal. Bajo la expresión de vulneración accidental hemos incluido no sólo lo que es propiamente secundario o accesorio, sino que también el efecto accidental o “per accidens” de un objeto principal, en tanto que ese efecto accidental conserve el carácter de vulneración directa. Si bien este distingo es útil, estimamos que no resulta relevante para la configuración de la conducta típica, pues ésta se satisface con una aptitud causal vulneradora por parte del respectivo hecho, acto o convención con independencia de si aquélla emanaba o no del objeto principal. Puesto de otro modo, la dificultad de establecer el objeto de un hecho por oposición al objeto de un acto, e incluso en este último ámbito la pluralidad de interpretaciones que recibe el denominado objeto del acto jurídico, conduce a prescindir del empleo de la noción de “objeto” en el análisis del nexo causal entre la conducta típica y el resultado típico. Aparentemente el Tratado de Roma se pronuncia en forma expresa, en al menos una de las conductas que proscribe, esto es, en relación con las colusiones, acerca de si el resultado vulnerador de la libre competencia debe proceder directamente del objeto de un hecho, acto o convención o puede emanar de los efectos de tales conductas.256 En lo que concierne a nuestra propia Ley Antimonopolio, un distingui255
PASCUAL Y VICENTE , Juan, Diccionario de Derecho y economía de la competencia en España y Europa, p. 335, Editorial Civitas, Madrid, España, 2002. 256 Art. 81.1. (antiguo art. 85.1) Treaty of Rome: “The following shall be prohibited as incompatible with the Common Market; all agreements between undertakings, decisions by associations of undertakings and concerted practices which may affect trade between Member States and which have as their object or effect the prevention, restriction or distortion of competition within the Common Market, and in particular those which: a) directly or indirectly fix purchase or selling prices or any other trading conditions; b) limit or control production, markets, technical development, or investment; c) share markets or sources of supply; d) apply dissimilar conditions to equivalent transactions with other trading parties, thereby placing them at a competitive disadvantage; e) make the conclusion of contracts subject to acceptace by the other parties of supplementary obligations which, by their nature or according to commercial usage, have no connection with the subject of such contracts”.
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do profesor de la Cátedra de Derecho Económico estima que el mero efecto de lesionar la libre competencia, aun cuando no corresponda a la eficiencia o efecto causal emanado directamente del objeto del hecho, acto o convención, es suficiente para la satisfacción del tipo universal del artículo tercero, inciso primero del Decreto Ley 211.257 Ciertamente que previo a pronunciarnos a favor o en contra de tal aserto, resulta fundamental esclarecer qué se entiende por “objeto” de un hecho y por “objeto” de un acto jurídico y qué alcance se le está confiriendo al vocablo “efectos”. Si este último resulta comprensivo de todos los efectos del respectivo hecho o acto, sean directos o indirectos, próximos o remotos, resultantes de la intervención de otras concausas, concomitantes o sobrevinientes, estimamos que tal interpretación no resultará admisible por importar hacer responsable monopólicamente a un determinado sujeto activo por los resultados de cursos causales que se hallaban más allá de su control. De aceptarse lo anterior, el injusto monopólico devendría en un ilícito praeter-intencional, lesionando significativas garantías constitucionales. En nuestro concepto, la utilidad del distingo entre objeto principal y objeto secundario o accidental del acto jurídico arranca de la posibilidad que ostenta el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia de ejercitar su potestad sancionatoria consistente en modificar o bien en terminar un acto o convención con aptitud vulneradora de la libre competencia.258 En efecto, si la aptitud vulneradora emana de una cláusula secundaria o accesoria, el Tribunal Antimonopólico deberá preservar el acto o convención respectiva, prescribiendo la modificación o eliminación de la cláusula objetada, cuidando en todo caso de respetar en lo más posible la autonomía privada o “heteronomía pública” (discrecionalidad de ciertos entes públicos que compiten en los mercados), según corresponda, del autor del acto jurídico unilateral o la de los celebrantes de la respectiva convención. En este último caso será fundamental el respeto a la justicia conmutativa, salvo que la convención se estructure sobre la mera liberalidad, caso en el cual no podrá hallarse regida por la justicia conmutativa; algo análogo ocurrirá cuando dicha convención se ciña a la justicia distributiva y en lo que a ésta atañe. Por contraste, si la aptitud vulneradora emana del objeto principal del acto o convención, el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia no podrá preservar dicho acto o convención, puesto que éste se halla viciado en lo más ínsito de su estructura. En este caso proce257 TRUCCO B URROWS, Eduardo, “Delitos económicos específicos”, p. 82, Revista de Derecho Económico Nos 60-61, Facultad de Derecho, Universidad de Chile, 1983. 258 Art. 26, letra a), Decreto Ley 211.
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derá terminar el acto o convención, debiendo entenderse que ésta es una terminación propiamente tal y no una nulidad. La nulidad opera con efecto retroactivo y halla su causa en un vicio que ha sido tal a lo largo del tiempo de la existencia del acto jurídico. A diferencia, la vulneración antimonopólica puede derivar de un cambio en las circunstancias del mercado y por ello no tiene por qué operar retroactivamente. De allí que resulta perfectamente coherente que el legislador del Decreto Ley 211 haya establecido una sanción consistente en la terminación del acto o convención y no en la nulidad del mismo. D.1.5.2. Aptitud vulneradora y poder de mercado En este capítulo nos ocuparemos del poder de mercado desde una perspectiva jurídica, puesto que su análisis desde la óptica económica ya ha quedado estudiado en la sección II de esta obra, al tratarse las definiciones económicas de monopolio. Es muy importante recordar que el derecho de la libre competencia puede considerar el poder de mercado en dos estadios. El primer estadio corresponde a un poder de mercado que no se tiene y se busca adquirirlo por vía ilícita o bien que, teniéndoselo, se busca preservarlo o incrementarlo por vía ilícita. Esta primera modalidad pertenece a los denominados ilícitos de fuente y en ellos la aptitud causal alude a la efectividad del hecho, acto o convención para alcanzar un poder de mercado relevante en los términos explicados. Por contraste, el segundo estadio corresponde a un poder de mercado que ya se tiene y del cual se abusa; por tanto, en este caso se trata de los denominados ilícitos de abuso y la aptitud causal es afín a la efectividad del hecho, acto o convención para perpetrar un abuso anticompetitivo en el respectivo mercado relevante. El poder de mercado, en las dos fórmulas expuestas: como fin de la conducta y como medio para la realización del abuso, es un elemento fundamental para la configuración de la aptitud vulneradora del injusto monopólico y, por tanto, parecería que en aquél reside la esencia del nexo causal. Sin embargo, el asunto podría tornarse más complejo en aquella clase de injusto cuya meta es la obtención, preservación o incremento de poder de mercado. En efecto, se ha dicho que esta modalidad de injusto monopólico pone en riesgo la libre competencia, pero, ¿la coloca efectivamente en riesgo si es que ese poder de mercado no puede ser ejercitado en forma abusiva, dando lugar a alguna práctica que permita alcanzar una renta monopólica? En otras palabras, ¿habría algún ilícito monopólico por el mero hecho de alcanzar poder de mercado, aun cuando sea evidente y objetivo que éste no puede emplearse abusivamente porque, por ejemplo, ingresarían 287
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al respectivo mercado relevante potenciales competidores que actualmente se mantienen en estado de latencia? Estimamos que una solución razonable al dilema planteado radica en que si tomamos la definición de poder de mercado de Landes y Posner, que a continuación expondremos, está implícito en la misma que la obtención del poder de mercado basta para la configuración de la aptitud causal porque en tal caso el poder de mercado es adecuado para la obtención de una renta monopólica. Puesto de otro modo, está implícito en la conceptualización antes mencionada del poder de mercado que éste siempre va acompañado de la posibilidad real y concreta, determinada en ese mercado relevante, de darle un uso anticompetitivo; puesto que si no existe tal posibilidad, es irrelevante al Derecho antimonopólico la adquisición, preservación o incremento de ese poder de mercado y, más aun, a la luz de la definición de Landes y Posner no se trata en verdad de un poder de mercado. Lo anterior no debe llevar al olvido de que el poder de mercado en sí mismo no es antijurídico; es su obtención, preservación o incremento por vías ilícitas lo que confiere la antijuridicidad, esto es, en tanto y en cuanto aquello pueda ser logrado en forma anticompetitiva o contraria al Derecho de la competencia. Desde la perspectiva del derecho de la libre competencia la aptitud vulneradora de un hecho, acto o convención arranca no de la mera formalidad o contenido de éstos, sino que de una eficacia o aptitud causal que, en esta especial materia, recibe la denominación de “poder de mercado”, “poder monopólico” o “posición dominante”.259 Reciente jurisprudencia judicial del Tribunal de Defensa de la Libre Competencia se ha encargado de mostrar el empleo en forma sinonímica de las expresiones “poder de mercado” y “posición dominante”.260 Es preciso, asimismo, advertir que este poder de mercado puede clasificarse en poder monopólico y en poder monopsónico, siendo este último a veces denominado “poder de compra”.261 259
Cabe observar que el poder de mercado es también denominado “poder substantivo en el mercado”, que es la expresión empleada por la Ley Federal de Competencia Económica de México (1992), y “poder mercantil”, que es la denominación utilizada por The 1992 Horizontal Merger Guidelines de Estados Unidos de América. 260 Sentencia Nº 09/2004 del Tribunal de Defensa de la Libre Competencia, cuyo considerando 19 dispone: “Que, el utilizar el poder de mercado para reducir los pagos a proveedores tiene los mismos efectos que utilizar una posición dominante para aumentar el precio de venta. En este sentido, la utilización abusiva de la posición dominante puede llevar a alterar los precios, reduciendo la cantidad producida y el bienestar de la sociedad como un todo”. 261 Sentencia Nº 09/2004 del Tribunal de Defensa de la Libre Competencia, considerando 16.
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Cabe recordar que, según señaláramos, una de las más destacadas definiciones de poder de mercado, si bien limitada a la variable precio, es la elaborada por Landes y Posner, según la cual poder de mercado es la capacidad de una empresa, o de un grupo de empresas actuando conjuntamente, de elevar sus precios por sobre los niveles de competencia sin perder transacciones con una velocidad tal que haga que el incremento aplicado a sus precios no sea rentable y deba ser dejado sin efecto.262 Los términos de “poder de mercado”, “poder monopólico” o “posición dominante” aluden a una única noción fáctica –aunque a veces, según ya explicamos, recepcionados con diversos matices–, cuya medición compete más bien a un análisis económico del respectivo mercado relevante. Si bien casi todos los oferentes exhiben algún grado de poder de mercado, puesto que sus productos no son perfectamente homogéneos o fungibles con los de la competencia, es del caso observar que, por lo general, son pocos los oferentes dotados de un poder de mercado relevante al Derecho antimonopólico. Conviene advertir que si estamos frente a prácticas de colusión monopólica –ilícito de fuente por excelencia–, deberá evaluarse el poder de mercado que, en virtud de tal colusión, se busca adquirir, preservar o incrementar por parte de todos los supuestamente coludidos y no considerarlo aisladamente para cada uno de ellos. Si la conclusión es que tal acuerdo es inconducente a un poder de mercado de significancia ante el Derecho antimonopólico, deberá considerarse que esa práctica es inocua desde la óptica de la libre competencia, pudiendo en ciertos casos, incluso, dar lugar a ciertas eficiencias en el mercado relevante respectivo. Por ello, es fundamental este análisis del poder de mercado para discernir si una conducta tiene la idoneidad necesaria para conculcar el bien jurídico protegido por el Decreto Ley 211. Si una conducta carece de tal idoneidad vulneradora y no obstante ello dicha práctica resulta indebida, v. gr., contratos atados impuestos por quien carece de poder monopólico, el propio mercado, esto es, la clientela, se encargará de repudiar tal conducta por la vía de no contratar con aquel que pretende imponer tal práctica, pudiendo incluso llegar a ser expulsado del mercado relevante respectivo por la vía de sufrir una pérdida significativa de sus clientes.
262 LANDES, William M. & POSNER, Richard A., “Market power in antitrust cases”, Harvard Law Review, vol. 94, number 5, p. 937, 1981. Una definición muy semejante es la postulada por TIROLE, Jean, The theory of industrial organization, p. 67, The MIT Press, 1988: “a firm exercising monopoly power over a given market can raise its price above marginal cost without loosing all its clients”.
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La misma consideración expuesta para la colusión monopólica ha de aplicarse, mutatis mutandi, a otros ilícitos de fuente, a saber, las prácticas de monopolización o acción unilateral de reducción de la competencia en un mercado relevante. Entre tales prácticas unilaterales se cuentan ciertas formas de prácticas predatorias y de competencia desleal realizadas con el objeto de alcanzar, mantener o incrementar una posición dominante. Reciente jurisprudencia judicial del Tribunal de Defensa de la Libre Competencia se ha ocupado de la aptitud causal o idoneidad de una conducta para alcanzar una posición dominante subsumible en la letra c) del artículo tercero del Decreto Ley 211.263 En síntesis, la aptitud vulneradora requiere, para la formación del nexo causal entre la conducta típica y el resultado de puesta en riesgo de la libre competencia, de un poder de mercado que resulte medio eficaz para la perpetración de prácticas anticompetitivas conducentes a una renta monopólica. Asimismo, el poder de mercado que permita un abuso debe ser medio eficaz por sí mismo para la perpetración del abuso respectivo; no puede estimarse lesivo de la libre competencia el abuso que resulta de causas concomitantes o sobrevinientes. D.2. Faz subjetiva Según habíamos adelantado, el distingo entre faz objetiva y faz subjetiva de un tipo obedece a razones pedagógicas, ya que en la realidad la conducta típica se presenta como la conducta exteriorizada del sujeto activo, que es guiada por una deliberación adoptada por el mismo y que alcanza relevancia jurídica. Esta deliberación es la consecuencia de una finalidad captada por el intelecto y que éste ha presentado a la voluntad, potencia esta última que ha resuelto seguirla en tanto aquélla se le presenta como apetecible. Es conveniente observar que la mera existencia de una faz subjetiva (elementos intelectivo y volitivo típicos) no acompañada de una faz objetiva (actividad, nexo causal y resultado típicos) carece de relevancia jurídica, puesto que no basta la convicción de que se ha cometido un delito para efectivamente cometerlo. Lo anterior corresponde al denominado “delito putativo”, situación en la cual la conducta exteriorizada por el sujeto activo es inexistente o, de existir, es lícita y, por tanto, no puede haber faz subjetiva típica. Esto es consecuencia
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Sentencia Nº 10/2004, de 24 de noviembre de 2004 del Tribunal de Defensa de la Libre Competencia, considerando 7º. La idoneidad conculcadora de la Libre Competencia de un supuesto ilícito de fuente no resulta demostrable por insuficiencia de antecedentes fácticos disponibles en el tribunal.
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de que la regla general es la unidad operativa del ser humano: la conducta exteriorizada se corresponde con la deliberación adoptada. En nuestra estructuración del injusto monopólico hemos seguido el finalismo clásico, que contempla el dolo o la culpa en el tipo y deja en la culpabilidad la conciencia de la ilicitud. Una visión completa del problema de la responsabilidad subjetiva en el injusto monopólico resultará de una lectura del presente capítulo sumada a la del capítulo de esta obra que trata la culpabilidad. En la óptica de la responsabilidad subjetiva –también denominada responsabilidad por culpabilidad– la persona es llamada únicamente a responder del hecho que le es atribuible no sólo causal, sino también psicológicamente y en la medida en que sea realizado con dolo o culpa. Suele contraponerse la culpa con previsión a la culpa sin previsión, en la cual debió haberse previsto la consecuencia. A diferencia, la responsabilidad objetiva –también denominada responsabilidad estricta– tiene lugar cuando una persona responde por un hecho propio, materialmente causado por ella, pero prescindiéndose de la culpabilidad del autor. La responsabilidad objetiva comprende no sólo casos en que faltan el dolo y la culpa, sino también aquellos en que no interesa su verificación o derechamente se presume su existencia. D.2.1. Derogación del delito penal de monopolio Advertíamos que uno de los aspectos más fundamentales de la reforma introducida al Decreto Ley 211, con fecha 14 de noviembre de 2003, fue la supresión del delito penal de monopolio. En la interpretación mayoritaria, a la cual adhiero, la Ley 19.911 eliminó el delito penal de monopolio, quedando en consecuencia un mero tipo infraccional antimonopólico. Lo anterior ha provocado importantes consecuencias en la conceptualización de la faz subjetiva del tipo universal antimonopólico contenido en el art. 3º, inc. 1º del Decreto Ley 211. Para mejor ilustrar el aserto anterior, realizaremos una breve contraposición entre la antigua faz subjetiva del delito penal de monopolio, hoy derogada, y la actual y vigente faz subjetiva del ilícito administrativo de monopolio, lo cual estimamos permitirá poner en valor la reforma antes anotada. La faz subjetiva no obstante arrancar de un solo y mismo tipo, había recibido alcances muy diversos según se tratara de la configuración del delito penal de monopolio, que según se tratara de configurar un ilícito administrativo de monopolio. ¿De dónde nacía esta distinción entre reproche administrativo y delito penal? Señalaba el antiguo artículo sexto –hoy derogado– del Decreto Ley 211: Para la prevención, 291
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investigación, corrección y represión de los atentados a la libre competencia o de los abusos en que incurra quien ocupe una situación monopólica, aun cuando no fueren constitutivos de delito... Esto demostraba que la represión del delito penal de monopolio no era el único objetivo de la Ley de Defensa de la Libre Competencia, sino que también lo era la prevención y corrección de los ilícitos administrativos de monopolio. De allí que el antiguo artículo primero del Decreto Ley 211 –hoy derogado– contemplaba un tipo mixto, esto es, simultáneamente penal y administrativo. Resultaba, entonces, que la intervención del Tribunal Antimonopólico se efectuaba sobre la base de una noticia criminis de atentado a la libre competencia, es decir, una conducta prima facie subsumible en el antiguo tipo penal-administrativo de monopolio, debiendo posteriormente el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia –a la sazón denominado Comisión Resolutiva– realizar un examen de la gravedad de la conducta para determinar si a través del Fiscal Nacional Económico daba inicio a un proceso criminal ante el juzgado del crimen por el delito penal de monopolio o bien retenía competencia para conocer del ilícito administrativo de monopolio. Así, sólo si la aptitud potencialmente vulneradora o la efectiva vulneración del bien jurídico protegido hubiese sido de gran entidad, el Tribunal Antimonopólico estudiaría ordenar el ejercicio de la acción penal. De esto se seguía que el proceso penal por delito de monopolio era una meta eventual, pero también se deducía la común naturaleza que existía entre el ilícito administrativo y el delito penal de monopolio. En efecto, no había solución de continuidad entre un reproche y otro, pues ambos bebían de la conducta prohibida descrita en el antiguo artículo primero, se ejemplificaban en el antiguo artículo segundo y se les aplicaba la exigencia de finalidad contenida en la letra f) de éste. La real diferencia entre el delito penal y el ilícito administrativo venía dada por un juicio prudencial del Tribunal Antimonopólico, en cuanto a si ordenaba o no el ejercicio de la acción penal, considerando la gravedad u ofensividad de la conducta reprochada sobre la libre competencia. D.2.2. Faz subjetiva del antiguo delito penal de monopolio Parecería que el hoy derogado delito penal de monopolio sólo admitía el dolo como finalidad típica. En efecto, en el Derecho penal chileno la punibilidad del cuasidelito requiere de texto expreso, situación que no ocurría con el antiguo tipo universal antimonopólico contenido en el hoy derogado artículo primero del Decreto Ley 211. El cuasidelito presupone que existe un deber de cuidado que se ha infringido. 292
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Al no exigirse al autor una prudencia, cuidado, diligencia o pericia que se hallare descrita en el tipo penal en comento, no resultaba lógico inferir que las acciones culposas eran materia de prohibición penal típica. La necesidad de que la acción penalmente típica fuere dolosa no derivaba del uso de la expresión “tienda”, como habían interpretado algunos, sino de la necesidad del dolo para la construcción típica de un delito penal. La exigencia de dolo o culpa para la construcción de una faz subjetiva típica se fundamenta en el principio general del Derecho de que no hay pena sin culpabilidad. Mucho se ha discutido entre los penalistas acerca de si tal principio se halla explícita o implícitamente reconocido por la Constitución Política de la República y en esta última hipótesis, si tal reconocimiento es suficiente o insuficiente. En nuestra opinión, lo relevante de aquella discusión radica en que la doctrina penal mayoritaria está conteste en: i) la verdad de aquel principio general; ii) la necesidad de contar con una formulación de rango constitucional que resulte precisa e imperativa en la aplicación del mismo, y iii) en el hecho de que el principio de que no hay pena sin culpabilidad puede ser inferido de multitud de preceptos constitucionales y legales, que si bien observados en forma fragmentaria y aislada pueden parecer insuficientes, en su conjunto muestran el contenido y la exigibilidad jurídica de este fundamental apotegma.264 Adicionalmente, la jurisprudencia de nuestros tribunales superiores no ha dudado en afirmar este fundamental principio a través de lúcidos fallos en la materia, los cuales se han encargado de mostrar la trascendencia del principio nulla poena sine culpa. Este pricipio puede formularse como que no puede haber pena o sanción sin culpabilidad, esto es, sin que medie dolo o culpa propiamente tal. En nuestro concepto –según lo explicaremos con mayor detención en el capítulo siguiente– se trata de un fundamental principio general del Derecho que, lamentablemente, no se halla formulado en términos precisos y categóricos como debería en la fuente de Derecho positivo de mayor jerarquía. El hecho de que falte tal formulación positiva en la Constitución Política de la República no elimina ni menoscaba el carácter de principio general de Derecho que ostenta el apotegma de que no hay pena sin culpabilidad. En efecto, los principios generales del Derecho pueden o no hallarse positivizados y cuan-
264
Para una completa visión panorámica de los diversos argumentos elaborados en sustento del principio de que no hay pena sin culpa, véase K ÜNSEMÜLLER LOEBENFELDER, Carlos, Culpabilidad y pena, cap. IV, pp. 205-269, Editorial Jurídica de Chile, Santiago de Chile, 2001.
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do están reconocidos en textos positivos, suele acontecer que ese reconocimiento es insuficiente en términos de jerarquía normativa o de contenido prescriptivo. No constituye una excepción a lo señalado el nulla poena sine culpa. A continuación, revisaremos muy someramente los argumentos de texto que avalan la recepción dispersa y a veces fragmentaria de este fundamental principio jurídico: 1. Constitución Política de la República. El inciso sexto del art. 19, Nº 3 de ese cuerpo normativo señala: La ley no podrá presumir de derecho la responsabilidad penal. Algún penalista nacional ha sostenido que la disposición transcrita prohíbe presumir de derecho la culpabilidad penal, pero no excluye la posibilidad de que una ley establezca casos de responsabilidad objetiva, puesto que ello no sería presumir aquélla sino que prescindir de aquélla. Estimamos que tal argumentación es insostenible puesto que si la Carta Fundamental prohíbe presumir de derecho –esto es, sin admitir prueba en contrario– la culpabilidad penal, por la misma razón, prohíbe construir hipótesis de responsabilidad objetiva según las cuales se prescinde de la culpabilidad penal. Así, debe atenderse a la finalidad lógica del precepto constitucional, cual es evitar que una persona humana quede privada de defensa por la vía de quedarle vedado demostrar que obró sin culpabilidad y esto puede acontecer a través de una presunción de derecho o bien a través de una construcción de responsabilidad objetiva, en la cual implícitamente se presume de derecho la culpabilidad del sujeto. En síntesis, este precepto constitucional excluye toda forma de responsabilidad objetiva de naturaleza penal que se estructure directamente como tal o bien en base a presunciones que no admitan prueba en contrario. 2. Código Penal. El artículo primero, inciso primero de este cuerpo normativo define un concepto esencial aplicable a todo el orden penal: el de delito. El Código Penal señala en el precepto mencionado: Es delito toda acción u omisión voluntaria penada por la ley. Esta definición, no obstante hallarse contenida en un precepto de rango legal, tiene carácter de principio general del Derecho, toda vez que define el concepto matriz del Derecho penal: el delito. Así lo confirma Etcheberry: “Sin embargo, dada la generalidad de los términos de la definición, mientras no exista una expresa derogación de la misma o una evidente incompatibilidad con sus términos, debe entenderse que ella señala requisitos constitutivos aplicables a todo el ordenamiento jurídico penal”.265 Es importante resaltar que la validez de esa definición
265
ETCHEBERRY, Alfredo, Derecho penal, Parte general, tomo I. p. 52, Editora Nacional Gabriela Mistral, 1976.
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se extiende a todo el ordenamiento jurídico penal, desbordando los límites del propio Código Penal y aplicándose, en consecuencia, a la legislación antimonopólica penal (que todavía subsiste fragmentariamente en el Código Penal a pesar de las reformas introducidas por el Decreto Ley 211). La definición legal citada exige que la acción u omisión sea voluntaria. No ahondaremos en la larga discusión que ha desencadenado el alcance de ese término,266 pero sí afirmaremos que todos los estudiosos del Derecho penal coinciden en que tal expresión comprende el dolo, a lo que algunos agregan la culpa y la consiguiente conciencia de la antijuridicidad. Si el dolo y eventualmente la culpa son elementos indispensables del delito, ello significa que en nuestro Derecho penal el principio general es la responsabilidad subjetiva o responsabilidad por culpabilidad. Cabe observar que esta controversia se vincula al principio general nulla poena sine culpa, puesto que no existe completo acuerdo en nuestro derecho penal nacional en cuanto a que el dolo pertenezca a la faz subjetiva del tipo y sea ajeno al elemento culpabilidad. 3. Código de Procedimiento Penal. Diversas disposiciones de este Código han servido como valla limitante del ius puniendi estatal, al exigir para la aplicación de éste la concurrencia de alguna forma de culpabilidad, procediendo citarse como las principales aquellas contenidas en los arts. 42, 109 y 456 bis. Señalan estos preceptos a la letra: Art. 42. A nadie se considerará culpable de delito ni se le aplicará pena alguna sino en virtud de sentencia dictada por el tribunal establecido por la ley, fundada en un proceso previo legalmento tramitado; pero el imputado deberá someterse a las restricciones que con el arreglo a la ley se impongan a su libertad o a sus bienes durante el proceso. El procesado condenado, absuelto o sobreseído definitivamente por sentencia ejecutoriada, no podrá ser sometido a un nuevo proceso por el mismo hecho, sin perjuicio de lo dispuesto en el art. 3.º, inciso tercero, y en los Títulos III y VII del Libro III. Art. 109. (130) El juez debe investigar, con igual celo, no sólo los hechos y circunstancias que establecen y agravan la responsabilidad de los inculpados, sino también los que les eximan de ella o la extingan o atenúen. Art. 456 bis. (484) Nadie puede ser condenado por delito sino cuando el tribunal que lo juzgue haya adquirido, por los medios de prueba legal, la convicción de que realmente se ha cometido un hecho punible y que en él ha correspondido al procesado una participación culpable y penada por la ley.
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Ver CORRAL TALCIANI, Hernán Felipe, “De la ignorancia de la ley”, pp. 260 y ss., Editorial Jurídica de Chile, Santiago de Chile, 1987.
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Las disposiciones citadas exhiben equivalentes en el Código Procesal Penal y en la Ley Orgánica Constitucional del Ministerio Público, según lo prueban los siguientes preceptos: 1. Equivalentes al art. 42 del C de PP: Art. 1º. “Juicio previo y única persecución. Ninguna persona podrá ser condenada o penada, ni sometida a una de las medidas de seguridad establecidas en este Código, sino en virtud de una sentencia fundada, dictada por un tribunal imparcial. Toda persona tiene derecho a un juicio previo, oral y público, desarrollado en conformidad con las normas de este cuerpo legal. La persona condenada, absuelta o sobreseída definitivamente por sentencia ejecutoriada, no podrá ser sometida a un nuevo procedimiento penal por el mismo hecho.” Art. 4º. “Presunción de inocencia del imputado. Ninguna persona será considerada culpable ni tratada como tal en tanto no fuere condenada por una sentencia firme.” 2. Equivalente al art. 109 del C de PP: Art. 3º. [Ley Orgánica Constitucional del Ministerio Público] “En el ejercicio de su función, los fiscales del Ministerio Público adecuarán sus actos a un criterio objetivo, velando únicamente por la correcta aplicación de la ley. De acuerdo con ese criterio, deberán investigar con igual celo no sólo los hechos y circunstancias que funden o agraven la responsabilidad del imputado, sino también los que le eximan de ella, la extingan o la atenúen.” 3. Equivalente al art. 456 bis del C de PP: Art. 340. “Convicción del tribunal. Nadie podrá ser condenado por delito sino cuando el tribunal que lo juzgare adquiriere, más allá de toda duda razonable, la convicción de que realmente se hubiere cometido el hecho punible objeto de la acusación y que en él hubiere correspondido al acusado una participación culpable y penada por la ley. El tribunal formará su convicción sobre la base de la prueba producida durante el juicio oral. No se podrá condenar a una persona con el solo mérito de su propia declaración.” Como puede apreciarse, las disposiciones transcritas dan cuenta de la necesidad de acreditar una participación culpable (con dolo o con culpa) para determinar la responsabilidad penal y aplicar las sanciones pertinentes. 4. Tratados internacionales. La presunción de inocencia, esto es, que se presume inocente a toda persona a menos que se acredite que ha mediado culpabilidad en la comisión del supuesto delito, aparece garantizada en diversos tratados internacionales suscritos por Chile. Así, 296
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el art. 11 de la Declaración Universal de Derechos Humanos; el art. 14, Nº 2 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos y art. 8º Nº 2 de la Convención Americana de Derechos Humanos. D.2.3. Faz subjetiva del ilícito infraccional de monopolio Nuestra argumentación para demostrar la exigencia de que concurra culpabilidad en el injusto infraccional de monopolio o, lo que es lo mismo, que éste se construya sobre una acreditación de responsabilidad subjetiva (recuérdese que el delito penal de monopolio ha sido derogado, no obstante lo cual aún permanecen en el Código Penal ciertos delitos vinculados indirectamente a la libre competencia)267 descansa sobre varias líneas de raciocinio. La primera consiste en la adhesión a la escuela cuantitativa que postula una común naturaleza entre los delitos penales y los ilícitos contravencionales y, por tanto, una comunicabilidad de principios y garantías desde aquéllos a éstos. La segunda consiste en el desarrollo del principio general del derecho nulla poena sine culpa no ya como un principio general del Derecho penal meramente, sino que como un principio que alcanza todo el derecho sancionatorio, sea éste penal, contravencional o civil (lato sensu). Esta segunda línea de raciocinio exhibe, por su propia índole, gran abstracción y halla su fundamento último en el libre albedrío, tema que podría discutirse si queda bien situado aquí o en el capítulo relativo a la culpabilidad del injusto monopólico. Aceptamos desde ya la crítica por parte del lector de una cierta asistematicidad en ello y confiamos que ella quede morigerada por la necesidad de una exposición coherente de este fundamental y a menudo olvidado principio general del Derecho.
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Así, a modo de ejemplo, véase los siguientes artículos del Código Penal: “Art. 285. Los que por medios fraudulentos consiguieren alterar el precio natural del trabajo, de los géneros o mercaderías, acciones, rentas públicas o privadas o de cualesquiera otras cosas que fueren objetos de contratación, sufrirán las penas de reclusión menor en sus grados mínimo a medio y multa de seis a diez unidades tributarias mensuales. Art. 286. Cuando el fraude expresado en el artículo anterior recayere sobre mantenimientos u otros objetos de primera necesidad, además de las penas que en él se señalan, se impondrá la de comiso de los géneros que fueren objeto del fraude. Art. 287. Los que emplearen amenaza o cualquier otro medio fraudulento para alejar a los postores en una subasta pública con el fin de alterar el precio del remate, serán castigados con una multa del diez al cincuenta por ciento del valor de la cosa subastada; a no merecer mayor pena por la amenaza u otro medio ilícito que emplearen”.
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D.2.4. Las exigencias de la escuela cuantitativa Si bien el tipo antimonopólico era mixto, esto es, el mismo para un delito penal y para un ilícito infraccional, ambos de monopolio, surgía la pregunta de ¿por qué habría de diferir la denominada faz subjetiva en uno y otro caso? Arribamos, antes de la dictación de la Ley 19.911, a la conclusión de que las diferencias en la configuración de las respectivas faces subjetivas eran consecuencia de la larga discusión acerca de si la naturaleza del ilícito penal y del ilícito infraccional era común, dando lugar a un mismo sustrato ontológico. De aquella controversia había derivado la consiguiente formación de escuelas antagónicas, la recepción en el Derecho positivo de reglas asimétricas que han de regir a una y a otra forma de ilícito y el hecho de que el propio Tribunal Antimonopólico se había encargado de remarcar tales diferencias a través de algunas sentencias (aunque reconociendo dicho órgano en su operatoria general y en otras sentencias, que las diferencias anotadas eran más bien de grado antes que ontológicas). Esta discusión entre escuelas es la ya tratada en el capítulo de esta obra denominado “Naturaleza del injusto de monopolio”, que tuvo lugar entre la escuela cuantitativa y la escuela cualitativa, capítulo al que nos remitimos. Nuestra adhesión a la escuela cuantitativa se funda en la común naturaleza que exhiben el delito penal y el delito contravencional y en que la diferencia que éstos muestran es de grado. Consecuencia de lo anterior es que el sistema de garantías diseñado para el injusto penal ha de extenderse al delito infraccional de monopolio. Entre tales garantías se yergue el fundamental principio nulla poena sine culpa, del cual dimanan diversas garantías específicas, a saber, la seguridad de que la culpabilidad (dolo o culpa, según corresponda) es un requisito sine qua non para la configuración de un ilícito infraccional, el que ha desplazado a la responsabilidad objetiva por los hechos; la aplicación del principio del non bis in idem; la carga de la prueba no debe resultar invertida en consonancia con la presunción de inocencia; la relevancia jurídica del error; el principio de la proporcionalidad que obliga a una adecuación razonable entre la ofensividad y culpabilidad de la conducta y su respectiva pena; la irretroactividad absoluta de las leyes que crean injustos contravencionales o que pretendan aplicar penas promulgadas posteriormente a la comisión de los hechos calificados como delictivos. En esta misma línea argumental es preciso reconocer que el principio de la legalidad, el principio de la tipicidad y el principio de la irretroactividad carecerían de sentido si se prescinde de la culpabilidad. En efecto, si resulta irrelevante que el autor de una infracción o un ilícito administrativo tenga el dominio de los 298
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cursos causales, resultará entonces ocioso que la conducta proscrita se halle perfectamente tipificada, puesto que el agente carecería de capacidad de obrar de otra forma y por tanto de evitar la prohibición típica. Lo mismo acontece con el principio de la irretroactividad; éste huelga si el agente no tiene señorío sobre los cursos causales. A continuación citamos a diversos juristas que manifiestan su adhesión a la escuela cuantitativa, a lo menos, en lo atingente a la exigencia de culpabilidad en los ilícitos infraccionales. Señala Jakobs que incluso para ciertos exponentes de la escuela cualitativa, el injusto contravencional exhibe culpabilidad: “...las contravenciones no tienen que basarse en un injusto respaldado ‘ético-socialmente’ ni su culpabilidad en una ‘reprobación por la actitud’, sino que debe tratarse más bien de una ‘negligencia carente de coloración ético-social...’”.268 Añade Jescheck: “La estructura de la infracción en el Derecho de las infracciones administrativas responde a la estructura del concepto de delito según el Derecho penal (...) Lo mismo ocurre respecto de (...) e incluso en la exigencia de dolo del autor principal en el marco de la participación, aunque en el ξ 14 OWiG subyazga, a diferencia de lo que sucede en el StGB, un concepto unitario de autor (BGH 31, 309)”.269 Observa Cury: “Por otra parte, tampoco existe un motivo atendible para independizar la sanción gubernativa de la exigencia de culpabilidad. Lo mismo que las penas penales, éstas sólo pueden ser impuestas a quien puede dirigírsele un reproche personal por la ejecución de la conducta prohibida”.270 Rodrigo Abundio afirma: “Toda acción con trascendencia jurídica, ya sea en el campo penal o civil, requiere subjetividad. De la misma forma, la subjetividad es del todo necesaria en las acciones que pueden dar origen a una simple infracción tributaria”.271 Recuérdese que tanto el delito monopólico como el delito tributario exhiben una común pertenencia a la categoría de los ilícitos administrativos. D.2.5. Principio general del derecho nulla poena sine culpa Consideramos que el principio general del Derecho consistente en que no hay pena sin culpabilidad inspira e informa todo el orden jurídico 268
JAKOBS, Günther, Derecho penal. Parte general, Libro I, cap. I, p. 67, Marcial Pons, Ediciones Jurídicas, Madrid, 1995. 269 JESCHECK, Hans-Heinrich, Tratado de Derecho penal. Parte general, p. 52, Comares Editorial, Granada, 1993. 270 CURY U RZÚA, Enrique, Derecho penal, tomo I, p. 81, Editorial Jurídica de Chile, Santiago de Chile, 1982. 271 ABUNDIO, Rodrigo, “Infracciones en el Código Tributario”, Revista de Derecho de la Universidad de Concepción, vol. Nº 51, Nº 174, julio-diciembre, p. 96, 1983.
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y, por tanto, alcanza a todas las modalidades de penas, sea que éstas correspondan a cualquiera de las tres grandes categorías de delitos que enunciábamos al tratar del injusto de monopolio: delitos penales, delitos infraccionales –entre los cuales se cuenta el injusto de monopolio del Decreto Ley 211– y delitos civiles. La culpabilidad es un requisito esencial e inamovible para el establecimiento y la aplicación de las penas. Sólo cabe imponer una pena por una conducta a quien sea autor o dueño de ésta y sólo existe señorío sobre una conducta propia en tanto que ésta haya sido ejecutada con conocimiento y voluntad de lo que se estaba realizando por parte del autor de la misma. En otras palabras, sólo puede haber culpabilidad allí donde la conducta era causal y psicológicamente conducida por el autor y pudiendo éste haberla realizado en otra forma, esto es, conforme a Derecho, no lo hizo. Es por ello que delito significa etimológicamente abandono de la ley; sin embargo, para abandonar la ley es preciso haberlo sabido y querido así. Si falta el conocimiento y la voluntad de abandonar la ley no existe un acto propiamente humano, esto es, racional y libre, y por ello no puede haber delito y, por tanto, tampoco pena. De allí que la reprochabilidad característica de todo delito y la imposición de la pena consiguiente descansan sobre una conducta libre del autor mediante la cual éste no quiso someterse a las prescripciones de la ley, prefiriéndose abandonar esta última. Respecto de la libertad del ser humano, remitimos al capítulo denominado “Culpabilidad”, en el cual este tema es tratado en forma extensa. El Derecho debe reconocer al hombre tal cual es. Otra forma de concebir el hombre por parte del legislador se estrellará contra la realidad y las normas jurídicas emitidas bajo una concepción errónea o incompleta sólo generarán injusticias y la ineficacia de las mismas. El ser humano es racional y en derivación de tal racionalidad es libre. La propia Constitución Política de la República se encarga de advertir que el Estado está al servicio de la persona humana y todo hombre es considerado persona, según resulta claro de la sistemática del artículo primero, inciso primero, y artículo diecinueve numeral primero de la Carta Fundamental, por contraste con lo que ocurría en el Derecho romano. Según la inmortal definición de Boecio, la persona humana es una substancia individual de naturaleza racional (Persona est naturae rationalis individua substantia),272 puesto que una característica esencial de
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FERRATER M ORA, J., Diccionario de Filosofía, tomo III, p. 2761, Editorial Ariel S.A., Barcelona, 1999.
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ésta es su racionalidad y en derivación de tal racionalidad es libre. Recuérdese que la libertad es el apetito elícito derivado del conocimiento intelectivo. La racionalidad y libertad del ser humano no sólo se infiere normativamente del precepto transcrito, sino que también dispone el artículo primero, inciso primero, de la Constitución Política: Las personas nacen libres... Podría pensarse que esta disposición se ocupa de una libertad política por oposición a la esclavitud; sin embargo, ello ya está garantizado en el art. 19, Nº 2 de la Constitución al establecer que en Chile no hay esclavos y el que pise su territorio queda libre. Por lo anterior, pensamos que aquel precepto inicial y el primero de todos los que se contemplan en la Carta Fundamental da cuenta de un atributo natural, anterior a toda autoridad pública y anterior por ello al Estado, que es el libre albedrío del que goza todo hombre por el mero hecho de ser tal. La importancia de reconocer este libre albedrío natural, base y fundamento de todas las libertades políticas y económicas, radica en que todo orden jurídico positivo debe presuponer y aceptar esa libertad natural del hombre. Así, este libre albedrío natural constituye un principio fundamental e imperativo, con gran incidencia, según veremos, en la conceptualización del bien común político y en la formulación de cada uno de los derechos esenciales de la persona humana. Si el ser humano careciese de libre albedrío las prescripciones jurídicas se hallarían privadas de eficacia, puesto que sería azaroso e inútil la emisión de las mismas atendido que los destinatarios de tales mandatos o no podrían conocerlas o conociéndolas carecerían de la capacidad de acatarlas así como de la capacidad de desobedecerlas. Por ello, contrario a lo que se cree, el libre albedrío no sólo es fundamento del Derecho penal sino que base de todo el Derecho y por ello ha señalado un eximio jurista chileno que el principio de la culpabilidad es “...un problema de Derecho constitucional y no de pertenencia exclusiva del Derecho penal, puesto que se refiere a los Derechos fundamentales del hombre...”.273 Ciertamente que, por desgracia, no todos los hombres pueden ejercitar su libre albedrío en razón de ciertas enfermedades psicológicas u orgánicas que hacen que, en forma permanente o transitoria, se encuentren privados del ejercicio de tan fundamental atributo; de allí las excepciones de inimputabilidad. Resulta especialmente aguda la observación de la profesora Hilde Kaufmann en el sentido de que si se prescinde del libre albedrío cae el
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COUSIÑO MAC IVER, Luis, Tratado de derecho penal chileno, tomo III, Editorial Jurídica de Chile, Santiago de Chile, 1992.
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fundamento de todo derecho y como consecuencia de ello el poder sancionador estatal carecerá de límite al no quedar reducido a aquellos casos en los cuales hubo culpabilidad, esto es, podía obrarse de otro modo.274 En otras palabras, la prescindencia en la emisión de normas jurídicas del libre albedrío y de la culpabilidad en general constituyen una clara pavimentación del camino hacia el peor de los totalitarismos que pueda conocer la humanidad. Si se prescinde del libre albedrío no puede haber justicia en general, que es el objeto del Derecho, puesto que no se podrá dar a cada cual lo suyo. Si se prescinde de la culpabilidad no puede haber justicia distributiva, atendido que la autoridad pública no podrá asignar o distribuir las penas guardando la igualdad geométrica, esto es, considerando quiénes son culpables y quiénes son inocentes y entre aquéllos distinguiendo grados de culpabilidad y sus diversas circunstancias atenuantes y agravantes. De esta forma, las penas se impondrán por igual a ciertas categorías de destinatarios sin distinguir si libremente o no han incurrido en las conductas tipificadas como delitos y en el evento de haber incurrido libremente en éstas sin diferenciar grados de voluntariedad, niveles de ofensividad ni matizar en forma alguna; con todo lo cual no podrá cumplirse con las garantías constitucionales de igualdad ante la ley y de no discriminación arbitraria. Por esta vía, las penas devendrían en cargas aleatorias e injustas que serían impuestas por la autoridad pública sin consideración de proporcionalidad entre delitos y penas. Una situación como la descrita no se ajusta al mandato constitucional previsto en el inciso cuarto del artículo primero y recibido por el Estado de ...contribuir a crear las condiciones sociales que permitan a todos y cada uno de los integrantes de la comunidad nacional su mayor realización espiritual y material posible, con pleno respeto a los derechos y garantías que esta Constitución establece. Nótese que este mandato tiene dos partes y ninguna de las dos se cumple con una prescindencia del principio nulla poena sine culpa: la segunda parte refiere a las garantías constitucionales que manifiestamente se hallan incumplidas. La primera parte tampoco se cumple: un sistema inicuo de cargas que simulan ser penas no puede contribuir a la mayor realización espiritual y material de los integrantes de la comunidad nacional. Cabe observar que a partir de la década de los sesenta se ha iniciado un movimiento de cuestionamiento de la culpabilidad sobre la base de dudar acerca de la demostrabilidad de la libertad humana. Sobre el particular, estimamos necesario destacar que la libertad
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KAUFMANN, Hilde, Derecho penal de culpabilidad, concepto de la pena y ejecución orientada al tratamiento, Nuevo Pensamiento Penal, año 3, 1974, pp. 109 y ss.
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humana no admite demostración al modo de las actuales ciencias experimentales, lo cual no es óbice para que diariamente cada uno de nosotros tenga conciencia y directa experiencia de cómo adopta libremente ciertas decisiones. Es por ello que la libertad de albedrío será lo normal en la actuación de un ser humano que haya alcanzado el uso de razón y la imposibilidad de tal uso deberá ser objeto de prueba. El dilema de la libertad humana, atributo que es aceptado por la mayoría significativa de la comunidad penal nacional e internacional, ha derivado en cómo acreditar que en un acto concreto hubo o no libertad, toda vez que tal reconstrucción tiene lugar a posteriori y generalmente con muchos años de retardo. Estimamos que tal problema es consubstancial a todo el derecho sancionatorio y lo que en definitiva deberá probarse son las faltas de libertad antes que demostrarse la existencia de libertad en el sujeto a la fecha de comisión de la conducta sancionable. En efecto, creemos razonable que si se trata de un sujeto en edad de usar la razón a la fecha de comisión de la conducta, lo probable será que aquél dispusiese de ésta y lo excepcional será que tal sujeto se hallase privado de libertad, debiendo esta situación excepcional demostrarse. Ello es concordante con el principio de la libertad humana antes comentado. La propia Constitución Política de la República se encarga en otros preceptos de exigir culpabilidad en general. Así, por ejemplo, el art. 19, Nº 3, inciso séptimo, establece que Ningún delito se castigará con otra pena que la que señale una ley promulgada con anterioridad a su perpetración, a menos que una nueva ley favorezca al afectado. Esta garantía no se agota en el ámbito penal y descansa en el principio de que no hay pena sin culpa, puesto que malamente podía existir una culpa relevante desde una perspectiva jurídica si se desconocía la pena que llevaba aparejado aquel delito. Vistos estos argumentos y el principio jurídico fundamental de que a lo imposible nadie está obligado, por lo cual tampoco puede estar obligado a conducir los cursos causales de una manera determinada quien no tiene el dominio de los mismos, resulta que la responsabilidad subjetiva o responsabilidad por culpabilidad debe ser la situación generalísima no sólo en nuestro Derecho penal, sino que también en el ámbito del Derecho administrativo sancionador y ciertamente en el Derecho Civil sancionatorio. En efecto, estimando la prevalencia de la escuela cuantitativa, esto es, que sólo hay diferencia de grados entre el delito penal y el ilícito administrativo, resulta lógico que ese principio general de la responsabilidad subjetiva o por culpabilidad se aplique no sólo al delito penal, sino que también al ilícito administrativo atendido que ambas categorías delictivas obedecen a la misma 303
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naturaleza. A mayor abundamiento, cabe recordar que los delitos y cuasidelitos civiles, por regla general, también se estructuran sobre la base de una responsabilidad subjetiva o por culpabilidad. Todo lo anterior no es un azar; es la consecuencia ineludible de la forma de operar de la persona humana mediante el ejercicio del libre albedrío que radica en sus potencias superiores: intelecto y voluntad. D.2.6. Situación del principio nulla poena sine culpa en los injustos monopólicos D.2.6.1. Análisis del tipo universal antimonopólico En el caso del artículo tercero, inciso primero de la Ley Antimonopolio, que contempla el tipo universal del ilícito infraccional de monopolio, corresponde preguntarse si hay argumentos para sostener una excepción justificada a la concepción dominante a nivel internacional y nacional de la escuela cuantitativa con su consecuente comunicación de las garantías penales al ilícito contravencional, por una parte, y si asimismo se perfila alguna excepción al principio general de la responsabilidad subjetiva o responsabilidad por culpabilidad que hemos comentado, por otra parte. Ni el tenor literal ni el espíritu de aquel tipo universal antimonopólico ni pasaje alguno del Decreto Ley 211 llevan a excluir en su aplicación al injusto monopólico las garantías construidas por el Derecho penal ni el principio de la responsabilidad por culpabilidad del ilícito contravencional monopólico; más aun no existe ninguna mención o remisión a alguna presunción de culpabilidad, la que por mandato constitucional –aceptada la comunidad de naturaleza entre el delito penal y el ilícito infraccional– forzosamente habría de ser simplemente legal.275 Por el contrario, el artículo tercero, inciso segundo, del Decreto Ley 211, cuyo objetivo es describir a título meramente ejemplar conductas ofensivas de la libre competencia y, por esa vía, auxiliar al intérprete ante la vaguedad del tipo antimonopólico universal, prescribe en sus letras a) y c) los siguientes atentados a la libre competencia, en los cuales se emplea el vocablo objeto con el propósito de dar cuenta de una dirección subjetiva: a) Los acuerdos expresos o tácitos entre agentes económicos, o las prácticas concertadas entre ellos, que tengan por objeto fijar precios de venta o de compra, limitar la producción o asignarse zonas o cuotas de mercado, abusando del poder que dichos acuerdos o prácticas les confieran, y
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Art. 19, Nº 3, inc. 6º, Constitución Política de la República (1980).
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c) Las prácticas predatorias, o de competencia desleal, realizadas con el objeto de alcanzar, mantener o incrementar una posición dominante. Respecto de este argumento fundado en las letras a) y c) del artículo tercero, inciso segundo, del Decreto Ley 211, de 1973, podría cuestionarse que la voz “objeto” de los arbitrios allí descritos no alude necesariamente a la concurrencia de una dirección subjetiva, susceptible de ser caracterizada como dolo o culpa. Esta observación podría ser efectiva, puesto que la voz “objeto” puede ser empleada en ambos sentidos, esto es, aludiendo a una dirección subjetiva como también a una eficiencia, aptitud causal o término de los actos de las potencias, resultando esta última significación más propia del Derecho Civil.276 Sin embargo, en los textos jurídicos suele emplearse el término “objeto” en comento con un sentido de dirección subjetiva de una conducta, reservando la expresión “objeto” para denotar la dirección subjetiva de esa conducta. La cuarta acepción de objeto es definida como “Fin o intento a que se dirige o encamina una acción u operación”.277 En el contexto indicado, la voz objeto empleada en las citadas letras a) y c) apunta a la finalidad, esto es, el “fin con que o porque se hace una cosa”.278 De esta manera, el fin debe ser la causa consciente del obrar de un determinado sujeto; no debe olvidarse que el fin opera como causa de los medios que han de adoptarse para la consecución de aquél, de allí que los escolásticos aludiesen con propiedad a la denominada “causa final”. Luego, las disposiciones antes transcritas –artículo tercero, letras a) y c)– exigen que las conductas en ellas descritas tengan por motivo, finalidad o causa final la eliminación, restricción o entorpecimiento de la libre competencia en las formas específicamente mencionadas. Dicha finalidad, según resulta manifiesto de los arbitrios descritos en las referidas letras a) y c), trasciende las prestaciones mismas que allí se mencionan. Quizás resulta especialmente clara al efecto la letra a) que distingue tres niveles de actuación: i) una
276 Véase, BUERES, Alberto J., “Objeto del Negocio Jurídico”, pp. 44 y ss., Editorial Hammurabi, Buenos Aires, 1998. Este autor analiza las diversas concepciones del objeto desde una perspectiva civil, distinguiendo quienes afirman que el objeto está constituido por las obligaciones emanadas del respectivo negocio jurídico; otros autores estiman que el objeto se compone de dichas obligaciones, las prestaciones y los bienes y los hechos a que se refieren aquéllas, en tanto que otros conciben el objeto como el contenido integral del acuerdo negocial. 277 Diccionario de la Lengua Española, tomo 7º, p. 1087, Espasa-Calpe, vigésima segunda edición, Madrid, 2000. 278 Diccionario de la Lengua Española, tomo 1º, p. 644, Espasa-Calpe, vigésima edición, Madrid, 1984.
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convención en la cual las obligaciones dimanadas de aquella han de referirse a la fijación de precios de venta o de compra, limitación de la producción o asignación de zonas o cuotas de mercado; ii) la ejecución de tales obligaciones y la consiguiente obtención de poder de mercado, y iii) abuso del poder de mercado alcanzado a través de la convención ante descrita. Como puede apreciarse esta letra a) va más allá de las obligaciones y prestaciones emanadas de la convención y apunta a la finalidad última del abuso de poder de mercado y la consiguiente lesión de la libre competencia. Así, una interpretación sistemática fuerza a extender la exigencia de finalidad del mencionado artículo tercero, letras a) y c), al tipo universal antimonopólico contenido en el artículo tercero, inciso primero, del Decreto Ley 211. Todo esto no hace sino confirmar la aplicación del artículo primero del Código Penal al tipo universal antimonopólico contemplado en el artículo tercero, inciso primero del Decreto Ley 211, aun cuando este último exhiba una naturaleza meramente contravencional. En efecto, la finalidad exigida presupone voluntariedad en la conducta: por tanto, la sanción se estructura sobre la base de responsabilidad subjetiva. De lo expuesto resulta que es necesario que el hecho, acto o convención tenga por objeto intencional ofender la libre competencia, no resultando suficiente para la configuración de una infracción monopólica el que alguno de aquéllos produzca dicho efecto ofensivo, aun cuando la respectiva conducta carecía de ese objeto o intención. En otras palabras, no es punible el hecho, acto o convención que, sin tener por objeto intencional conculcar la libre competencia, produce tal efecto. Así, es preciso recordar que el tipo antimonopólico contempla una faz objetiva, esto es, un sujeto activo, una acción u omisión dotada de aptitud causal para provocar un resultado consistente en vulnerar la libre competencia, con independencia de la previsión del agente que realiza la conducta, asunto que ya fue tratado en capítulos precedentes y una faz subjetiva, que descansa sobre la voz “objeto” en un sentido de finalidad subjetiva o intencionalidad del agente. El distingo anterior entre faz objetiva y faz subjetiva no corresponde sino a la clásica distinción escolástica entre finis operantis y finis operis, donde la primera expresión alude al fin del agente (por tanto subjetivo, esto es, demarcado por intelecto y voluntad y por tanto libre), mientras que la segunda fórmula da cuenta del fin de la “obra” o de la conducta realizada (por tanto se refiere a la aptitud causal de la conducta para ofender el bien jurídico tutelado). Recuérdese la analogía ya explicada del arquero, donde el fin del operante se halla en el arquero, puesto que éste es el operante, en tanto que el fin de la obra se manifiesta en la dirección que aquél ha imprimido a la flecha que se diri306
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ge hacia el blanco. La obra (flecha disparada) revela la intención del autor (arquero que ha lanzado la flecha). El hecho, acto o convención para ser punible requiere que su objeto intencional –comprendiendo en éste tanto el dolo como la culpa– sea la ofensa de la libre competencia. De allí que cualquier efecto producto de la concurrencia de concausas concomitantes o sobrevinientes a la realización del hecho o celebración del acto o convención va más allá de la intencionalidad puesta por el sujeto activo en éstas y, por tanto, aquel efecto extraordinario o sobreañadido a los cursos causales según fueron dirigidos por su autor no da cumplimiento a los requerimientos de la faz subjetiva del tipo universal en comento. Así, los resultados praeter-intencionales o que se hallan más allá de lo intencionalmente previsto o que racionalmente podía y debía ser previsto por el agente, no dan lugar a responsabilidad monopólica, puesto que ésta se estructura sobre responsabilidad subjetiva o por culpabilidad. En cuanto al fin, objeto o subjetividad del agente, conviene advertir que aquéllos deben presidir la integridad de los contenidos, tanto intelectivos como volitivos, del hecho, acto o convención dotada de aptitud vulneradora de la libre competencia y que sólo así ha de considerarse satisfecha la tipicidad antimonopólica en su doble faz objetiva y subjetiva. Cabe destacar que cuando afirmamos que el objeto intencional de la conducta desplegada es la que da la medida de la responsabilidad monopólica nos estamos refiriendo a la finalidad del hecho, acto o convención –comprendiendo en el mismo no sólo lo que fue previsto por el sujeto activo, sino que también lo que debió haber sido previsto– y no a los objetivos extrajurídicos o colaterales a la vulneración del bien jurídico tutelado que el agente podría buscar mediante la ejecución del hecho o acto o mediante la celebración de la convención. Así, quien afirma haber ofendido la libre competencia para mediante el acto vulnerador alcanzar fines supuestamente nobles, e incluso demuestra haberlos alcanzado, v. gr., entregar productos más baratos a los consumidores o limpiar una industria de competidores indeseables, etc., no atenúa su responsabilidad por transgresión del tipo universal antimonopólico. Rechazar esta argumentación de los objetivos inatingentes que más de alguna vez ha sido invocada por algún inculpado no importa afirmar la responsabilidad objetiva en materia antimonopólica, como algunos han creído, sino que significa exigir una intencionalidad para la configuración de la faz subjetiva de la tipicidad, pero acotando aquélla a la finalidad del respectivo hecho, acto o convención conculcatorio del bien jurídico tutelado. En otras palabras, la determinación de la responsabilidad subjetiva o responsabilidad por culpabilidad exige medir el grado de control de los cursos causales 307
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en la conducta realizada por el agente y desatender otros fines inatingentes que el sujeto activo se haya propuesto, aun cuando éstos constaren en un documento u otro antecedente coetáneo a la época de perpetración de la conducta reprochada. Dado que los objetivos inatingentes son ajenos a la estructura de la conducta realizada, la exigencia de la faz subjetiva es excluirlos y, a diferencia, centrarse en si la intencionalidad del agente gobernó efectivamente, pudo haber razonablemente gobernado o no, o bien nunca gobernó ni pudo haberlo hecho, la determinación de los contenidos del hecho, acto o convención conculcadora de la libre competencia. Creemos que en el contexto de este distingo entre objetivos inatingentes y fines correspondientes a la conducta efectuada, es donde cobran sentido los fallos del Tribunal Antimonopólico que sentencian que la argumentación de la buena fe es improcedente; en efecto, nociones como la buena fe han de ser cotejadas con los fines asignados por el sujeto activo a la conducta y no con ciertos objetivos inatingentes buscados por el agente. Puesto de otra forma, el objeto intencional por regla general se muestra por los contenidos del respectivo hecho, acto o convención y es coincidente con aquéllos, salvo que se acredite alguna forma de fuerza, error o dolo, u otro vicio que pudiese explicar que tales contenidos no se corresponden con lo deliberado y buscado por el agente. Una situación de excepción podría acontecer si un competidor pequeño que participa en un mercado oligopólico asimétrico es forzado por un competidor dominante a ingresar a una colusión monopólica; si se demostrara que ha mediado fuerza aquel competidor pequeño podría quedar exento de responsabilidad. En nuestra opinión, lo esencial a la faz subjetiva del tipo universal antimonopólico contemplado en el Decreto Ley 211, de 1973, es que se reconozca que el ilícito monopólico requiere de dolo o culpa para su perpetración. De otra manera, responsabilizar a un sujeto de derecho por todos los efectos indirectos, imprevistos, concomitantes o sobrevinientes de un hecho, acto o convención puede ser excesivo, puesto que, ¿hasta cuándo y dónde alcanza la responsabilidad monopólica? Es sabido que la determinación de un mercado relevante y su interrelación con otros mercados por la vía de productos sustitutos, de la integración vertical u horizontal, etc., es difícil en su análisis incluso para aquellos que operan en los rubros respectivos y que, por tanto, en teoría disponen de información adecuada. Si se prescinde del dolo o la culpa, o si se prefiere, de la previsibilidad razonable como elemento esencial de la faz subjetiva típica, se caería en ilícitos praeterintencionales o, peor aún, en variantes de la responsabilidad objetiva, cuya aplicación en el ámbito administrativo sancionatorio acarrearía enormes injusticias. 308
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D.2.6.2. Análisis de la regulación de los ilícitos civiles derivados del injusto monopólico La conclusión antes desarrollada se ve confirmada por una nueva disposición legal, que fue introducida por la Ley 19.911 en el Decreto Ley 211 y que dice relación con la regulación de los ilícitos civiles derivados del injusto monopólico. Se trata del art. 30, inciso segundo, del Decreto Ley 211, que dispone: El tribunal civil competente, al resolver sobre la indemnización de perjuicios, fundará su fallo en las conductas, hechos y calificación jurídica de los mismos, establecidos en la sentencia del Tribunal de Defensa de la Libre Competencia, dictada con motivo de la aplicación de la presente ley. Es preciso recordar que la responsabilidad civil de naturaleza extracontractual –delitos y cuasidelitos civiles– también se estructura sobre el dolo y la culpa, salvo lo dispuesto en algunas leyes especiales. De allí que la regla general en el orden civil extracontractual ha de ser la responsabilidad subjetiva o responsabilidad por culpabilidad, lo cual coincide perfectamente con los datos que entrega la antropología filosófica en cuanto a los actos propiamente humanos por oposición a los denominados actos del hombre, según lo ya explicado. Tal como ya lo habíamos señalado a propósito de la regulación del procedimiento para obtener perjuicios civiles derivados de un injusto monopólico, parece seguirse una interesante inferencia de este nuevo inciso segundo del art. 30 en lo que dice relación con las conductas establecidas en la sentencia antimonopólica. Dispone el inciso transcrito que el tribunal civil competente, al resolver sobre la indemnización de perjuicios, deberá fundar su fallo en las conductas establecidas en la sentencia antimonopólica; de allí que el tribunal civil no podrá indagar nuevas conductas conexas a las ya establecidas, agregar o eliminar circunstancias agravantes, atenuantes o eximentes, etc. Estimamos que esta restricción impuesta por el legislador antimonopólico descansa sobre la idea que el supuesto delito o cuasidelito civil deriva del injusto monopólico y por ello acota la labor del juez civil a lo que el Tribunal Antimonopólico haya establecido. De otra forma, el procedimiento civil no sería de tipo sumario. Atendido que el tribunal civil sólo puede fundar un delito o cuasidelito civil allí donde existe una conducta perpetrada con dolo o culpa, resulta necesario colegir que toda conducta monopólica ha de estar estructurada sobre responsabilidad subjetiva. Si no fuera así, si las conductas constitutivas de injustos monopólicos no requiriesen de responsabilidad subjetiva, no habría lugar a que las mismas fueran constitutivas de ilícitos civiles y, por tanto, no tendría aplicación la disposición en comento que exige al tribunal civil fundar su fallo en las conductas ya establecidas por el Tribunal Antimonopóli309
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co. Más aun, pretender que las conductas monopólicas pueden prescindir de culpabilidad (dolo y culpa) entraría en colisión con la circunstancia de que ya existe jurisprudencia civil según la cual se ha configurado un ilícito civil sobre la base de un ilícito monopólico. D.2.6.3. Derecho comparado El Derecho comparado no es ajeno a este discurrir. Así, la reciente reforma a la legislación austríaca antimonopolio que entró en vigor el 1º de julio de 2002 (Federal Law Gazette, BGBI I 2002/62) y que recoge una alta influencia de las normas de la Comunidad Económica Europea y de la legislación anticartel alemana considera que, para la determinación de la cuantía de las multas que han de aplicarse por la comisión de injustos monopólicos, ha de establecerse la gravedad de la culpa del autor.279 D.2.6.4. Jurisprudencia nacional antimonopólica Expuesto lo anterior no queda más que preguntarse: ¿por qué se ha difundido la idea de que el Decreto Ley 211, de 1973, opera bajo un sistema de responsabilidad objetiva? La única explicación es la vacilante y a veces contradictoria jurisprudencia de la antigua Comisión Resolutiva, la cual fue a veces construida para justificar la opinión de que el delito penal de monopolio tenía una diversa naturaleza del ilícito administrativo de monopolio en seguimiento de la abandonada escuela cualitativa. Respecto de estos fundamentales aspectos, hemos agrupado algunas sentencias que validan la común naturaleza entre el delito penal y el ilícito administrativo de monopolio, en contraste con otras resoluciones que niegan tal comunidad de naturaleza, aceptando por tanto la posibilidad de responsabilidad objetiva en el ilícito administrativo de monopolio. Sin embargo, antes de entrar en ello conviene recordar lo resuelto por nuestro Tribunal Constitucional, Sentencia Rol Nº 244, considerando 9º, del 26 de agosto de 1996, que señala: “Que, los principios inspiradores del orden penal contemplados en la Constitución Política de la República han de aplicarse, por regla general, al derecho administrativo sancionador, puesto que ambos son manifestaciones del ius puniendi propio del Estado”. Sobre el particular no cabe duda que los injustos monopólicos pertenecen al género de los ilícitos administrativos y como tales son manifestación del ius puniendi reservado a la autoridad pública. 279
GRUBER, Johannes Peter, “Major changes in austrian competition law”, p. 359, International Business Lawyer, vol. 30, Nº 8, september 2002, United Kingdom.
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Algunos fallos ilustrativos de la responsabilidad subjetiva o responsabilidad por culpabilidad en la faz subjetiva del ilícito administrativo de monopolio
Así, la Resolución Nº 246 en su considerando 7º señala: “Que por lo expuesto anteriormente y resolviendo en conciencia, esta Comisión es de parecer que los antecedentes que obran en autos no permiten fundar un juicio de culpabilidad, a la luz de las disposiciones del Decreto Ley 211, de 1973, por el cual deba ser sancionada DURACELL Chile Limitada”. En este mismo sentido encontramos la Resolución Nº 280, considerando 3º, inciso segundo, en la cual la Comisión Resolutiva concluye: “En cuanto al referido período que podría ser motivo de censura, esto es entre el 27 de enero de 1976 y el 2 de octubre de 1982, esta Comisión considera, como el señor Fiscal, que ENTEL Chile actuó de buena fe y por instrucciones superiores, provenientes de la Corporación de Fomento de la Producción, institución que es accionista mayoritaria de ambas empresas, las que no pueden asimilarse a una ‘imposición de tarifas’ como lo reconoce expresamente C.T.C., en su escrito de contestación de fojas 23. En atención a lo expuesto, esta Comisión considera improcedente aplicar sanciones a ENTEL”. Si la responsabilidad fuere objetiva, no tiene sentido absolver de responsabilidad monopólica a una persona atendiendo a su buena fe. Incluso recientemente el Tribunal Antimonopólico ha enfatizado la importancia de la intención del supuesto infractor de la legislación antimonopólica al sentenciar: “Que, conocida entonces claramente la intención de los contratantes, deberá estarse a ella más que a lo literal de las palabras, por aplicación del art. 1560 del Código Civil, ya que de todo lo razonado resulta evidente que las cláusulas bajo análisis fueron acordadas con el objeto de precaver futuros incumplimientos del contrato en su espíritu y no de impedir o entrabar el legítimo acceso a una actividad o trabajo”.280 Este considerando muestra la importancia de la intención o espíritu de ciertas cláusulas contractuales cuestionadas desde la óptica de la libre competencia, incluso más allá del tenor literal de las mismas. Dicha intención o espíritu debería ser irrelevante en una óptica de la responsabilidad objetiva, bastanto a esta última los efectos que produzcan en el respectivo mercado relevante las cláusulas antes señaladas. Esta común naturaleza del delito penal de monopolio –derogado a partir de la Ley 19.911– y del ilícito contravencional de monopolio, 280
Resolución Nº 608, considerando 4º, Comisión Resolutiva.
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aunque no la estructura de las respectivas faces subjetivas, queda claramente demostrada por el siguiente considerando: “Que la intención dolosa, cuya consecuencia niega el denunciado, constituye un elemento propio del delito penal, complejo jurídico cuyo juzgamiento no es de la competencia de esta Comisión. En casos de particular gravedad, esta Comisión remite a la justicia ordinaria, mediante el ejercicio de la acción penal, que ordena al Fiscal la pesquisa y sanción del delito de monopolio, mediante el proceso penal, por el cual la jurisdicción se pronuncia sobre todos los extremos del complejo jurídico penal que es el delito. Antes de aquella instancia, la acción de los organismos especiales creados por el Decreto Ley 211, de 1973, no requiere, como antecedente necesario, la existencia de un delito penal, propiamente tal, de monopolio, y ni siquiera, a veces, la afirmación de tal existencia. Basta para justificar esa acción, la mera afirmación de un hecho que revista los caracteres típicos de tal figura legal y, aun, la posibilidad de su comisión u ocurrencia; y sin perseguir, necesariamente, confirmar aquella afirmación o la efectiva realización del evento provisto”.281 La sentencia transcrita, en nuestra opinión, da cuenta de una transición desde la escuela cualitativa hacia la escuela cuantitativa, puesto que se acepta explícitamente la común naturaleza entre el antiguo delito penal de monopolio y el ilícito contravencional de monopolio. En efecto, se destaca que sólo los separa la gravedad que exhiba una conducta y es en función de aquella ofensividad para la libre competencia que la Comisión Resolutiva había de decidir si ordenaba el ejercicio de la acción penal respectiva o no. Lamentablemente, esta adhesión a la escuela cuantitativa no es total, puesto que se rechaza la ausencia del dolo como elemento exculpante, quedando oculto si ese rechazo se extiende a toda forma de responsabilidad subjetiva en relación con el ilícito contravencional de monopolio o no. –
Algunos fallos ilustrativos de la responsabilidad objetiva en la faz subjetiva del ilícito administrativo de monopolio
De los considerandos antes citados se concluía que el Tribunal Antimonopólico ha estimado que debe atenderse a la culpabilidad (dolo o culpa) a efectos de determinar la faz subjetiva del tipo universal antimonopólico contemplado en el Decreto Ley 211. Con todo, el criterio anteriormente expuesto no siempre resulta adoptado, según lo demuestran los siguientes considerandos.
281
Resolución Nº 44, considerando 6º, Comisión Resolutiva.
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Ha declarado la Comisión Resolutiva: “...es preciso recordar que esta Comisión ha resuelto reiteradamente que no es necesario que exista una finalidad delictual en la conducta del agente, porque no todo reproche conlleva una sanción penal. Los organismos antimonopólicos, pueden corregir y sancionar administrativamente cualquier conducta que sea apta para producir un resultado lesivo de la competencia...”.282 Ciertamente yerra este fallo porque la finalidad delictual no es privativa de los delitos penales, existiendo también ésta, según hemos visto, en los delitos administrativos y en los delitos civiles. “Que la intención positiva de atentar contra la libre competencia, cuya concurrencia niega Publicine, esto es, el dolo, constituye un elemento propio del delito penal, complejo jurídico cuyo juzgamiento no es de la competencia de esta Comisión, sin perjuicio de que, en casos de particular gravedad, pueda remitir a la justicia ordinaria, mediante el ejercicio de la acción penal que ordene al Fiscal, la pesquisa y sanción del delito de monopolio. Antes de la instancia ya referida, la acción de los organismos especiales creados por el Decreto Ley 211, no requiere, como antecedente necesario, la existencia de un delito penal y, por ende, de una conducta intencionadamente contraria a la libre competencia. Basta para justificar la acción de los órganos antimonopolios, la mera afirmación de un hecho que reviste los caracteres del tipo legal, y aun la mera posibilidad de su comisión u ocurrencia”.283 Esta sentencia también incurre en el error de estimar que el dolo y la intención contraria a la libre competencia se agotan en el hoy derogado delito penal de monopolio. “Que tampoco es relevante la circunstancia alegada por Viña Santa Rita, en cuanto aduce que jamás tuvo la intención de vulnerar la legislación antimonopólica, y que sólo pretendió velar por una mejor y más eficaz comercialización de su producto, ya que cualquiera que haya sido su intención se produjo, objetivamente, un entorpecimiento de la libre concurrencia...”.284 La argumentación de Viña Santa Rita es inadecuada, toda vez que remite a objetivos inatingentes e improcedentes para el análisis de la conducta conculcatoria de la libre competencia, lo que según hemos visto carece de relevancia para establecer la reprochabilidad de esa conducta. “Que cualquiera que haya sido la motivación personal o particular de una de las partes de una estipulación que, lógica y naturalmen-
282
Resolución Nº 56, considerando 8º, Comisión Resolutiva. Resolución Nº 63, considerando 30, Comisión Resolutiva. 284 Resolución Nº 31, considerando 7º, Comisión Resolutiva. 283
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te, como la de autos, está destinada a eliminar o entorpecer la libre competencia, hay que concluir que tal estipulación tiende a dicha eliminación o entorpecimiento y, por tanto, que es un acto prohibido por el Decreto Ley 211, de 1973”.285 Nuevamente, lo que intenta aquí la Comisión Resolutiva es desvirtuar una argumentación basada en objetivos inatingentes de la conducta reprochada, antes que negar la responsabilidad por culpabilidad. De lo transcrito se colige que la Comisión Resolutiva ha distinguido entre el hoy derogado delito penal de monopolio y el ilícito administrativo de monopolio, reservando sólo para el primero la exigencia de finalidad dolosa. No hemos encontrado pronunciamientos acerca de la culpa o negligencia como elemento integrador del tipo universal antimonopólico, sean aquéllos favorables o refractarios a tal integración. Asimismo, tampoco hemos hallado sentencias que se ocupen de los ilícitos administrativos de monopolio en cuanto a cuál es la particular situación de los mismos en relación con las exigencias de la responsabilidad subjetiva y otras garantías diseñadas para los delitos penales. Así, no obstante las múltiples vacilaciones de la Comisión Resolutiva en esta materia, estimamos que ésta había acogido, en el grueso de su jurisprudencia, la tesis de que la diferencia entre delitos penales e ilícitos contravencionales de monopolio –hoy inexistente por la derogación del delito penal monopólico– era un asunto de grados o gravedad y, por tanto, el delito penal de monopolio debía sujetarse a las exigencias propias de todo delito penal, sin que ello significara que aquél difiriera en naturaleza de los ilícitos administrativos de monopolio. De aquí que el trato brindado al delito penal y al ilícito administrativo, ambos de monopolio, debía tener un sustrato común, cual había de ser la exigencia de una tipicidad común, según se desprendía de los fallos citados, y en nuestra opinión, una exigencia común de responsabilidad por culpabilidad y el respeto al non bis in idem (lo cual se prueba porque o se aplicaba el injusto penal monopólico o el ilícito administrativo monopólico) y las demás garantías previstas para el orden penal. Lamentablemente, esta última exigencia no se hallaba nítidamente acogida en la jurisprudencia del Tribunal Antimonopólico, según hemos tenido la oportunidad de mostrar mediante la decisión citada. En síntesis, el resultado de lesión o de riesgo de la libre competencia ha de ser imputable al o a los autores del injusto de monopolio, que luego de la reforma del Decreto Ley 211 del 14 de noviembre
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Resolución Nº 58, considerando 5º, Comisión Resolutiva.
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ha quedado limitado a un ilícito administrativo. Es decir, debe haber mediado dolo o culpa en la generación del resultado riesgoso o lesivo de la libre competencia y no ser aquél una situación “praeter-intencional” o que ha ido más allá de la intención del sujeto activo. Resta observar qué posición adoptará en la materia el nuevo Tribunal de Defensa de la Libre Competencia, organismo sucesor de la Comisión Resolutiva y que tendrá la alternativa de avanzar en el proceso garantístico de los ilícitos administrativos de monopolio, colocando a nuestro país a nivel de estándares internacionales en lo que a Estado de Derecho se refiere, con todo el desafío y trabajo que ello implica, o bien retornar a una pálida defensa de la obsoleta escuela cualitativa. E. ANTIJURIDICIDAD La noción de antijuridicidad está construida sobre la de tipicidad, en el sentido que aquélla presupone ésta. Mientras el tipo es la descripción concreta de la conducta prohibida o imperada, según corresponda, la antijuridicidad es la contradicción entre la conducta típica realizada y el orden jurídico en su conjunto. Puesto en otros términos, hay antijuridicidad toda vez que una conducta típica no se vea amparada por una “causal de justificación”; si no concurre la causal de justificación, la conducta típica se encontrará proscrita por el orden jurídico y será, consecuentemente, calificada de antijurídica. Así, una causal de justificación consiste en uno o más preceptos jurídicos de contenido permisivo que impiden la calificación de antijurídica a una conducta que ha sido subsumida en una determinada prohibición típica o en un imperativo típico. En otras palabras, la causal de justificación remueve la antijuridicidad, permitiendo que una conducta, en general prohibida o imperada, deje de serlo en un determinado caso particular. Entre los clásicos ejemplos de causales de justificación en el orden penal hallamos la legítima defensa, el estado de necesidad, el consentimiento del ofendido, etc. Según ha quedado explicado, en materia antimonopólica al igual que en el orden penal la tipicidad es de rango legal, dando cuenta de un ilícito regido por el Derecho administrativo sancionatorio, que no alcanza entidad penal, según lo confirma el propio artículo tercero, inciso primero, del Decreto Ley 211 en comento y lo ratifica la jurisprudencia del Tribunal de Defensa de la Libre Competencia. A diferencia de lo que ocurre con la tipicidad, la antijuridicidad es una noción que apunta al orden jurídico como un todo unitario y armónico y, en ese sentido, no resulta vinculable a una rama jurídica en particular; en este sentido podríamos afirmar que la antijuridici315
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dad logra la coherencia con todo el sistema jurídico. Lo anterior no es óbice para notar que las causales de justificación pueden hallarse localizadas en determinados cuerpos normativos, v. gr., dentro del Código Penal o fuera de éste, dentro del Decreto Ley 211 o fuera de éste; lo que no ha de llevar a afirmar la existencia de una antijuridicidad penal, administrativa o civil. A continuación nos haremos cargo de ciertas disposiciones relacionadas con el derecho de la libre competencia que en algún momento han sido invocadas por la doctrina o la jurisprudencia como constitutivas de causales de justificación. El análisis que realizaremos no importa en forma alguna afirmar que no pueda haber otras disposiciones diseminadas por el orden jurídico en general que hayan establecido otras causales de justificación. E.1. Actos o contratos celebrados de acuerdo con las decisiones del tribunal de defensa de la libre competencia Se ha dicho que el Decreto Ley 211, de 1973, contempla expresamente una forma de causal de justificación específica y particular para el tipo administrativo antimonopólico contenido en el artículo tercero, inciso primero del antes mencionado cuerpo normativo. Esta causal de justificación se hallaría en el art. 32 del Decreto Ley 211, precepto que se ocupa, en principio, de la denominada potestad consultiva del Tribunal de Defensa de la Libre Competencia, disponiendo lo siguiente: Los actos o contratos ejecutados o celebrados de acuerdo con las decisiones del Tribunal de Defensa de la Libre Competencia, no acarrearán responsabilidad alguna en esta materia, sino en el caso que, posteriormente, y sobre la base de nuevos antecedentes, fueren calificados como contrarios a la libre competencia por el mismo tribunal, y ello desde que se notifique o publique, en su caso, la resolución que haga tal calificación. En todo caso, los Ministros que concurrieron a la decisión no se entenderán inhabilitados para el nuevo pronunciamiento. Así, estima esa opinión, fluye de manera clara y precisa del texto transcrito que quien actúe ajustándose a lo resuelto por el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia no incurrirá en responsabilidad monopólica. Si bien la conclusión expuesta, en lo que se refiere a la exención de responsabilidad es verdadera en tanto que dicho tribunal haya concluido que no había lugar a responsabilidad monopólica, constituye, en nuestra opinión, un grave error creer que ello es el resultado de una causal de justificación. Si recordamos que una causal de justificación consiste en uno o más preceptos jurídicos de contenido permisivo que impiden la calificación de antijurídica a una conducta que ha sido subsumida en una determinada prohibición tí316
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pica o imperativo típico, cabe observar que el precepto citado del art. 32 del Decreto Ley 211 no contiene causal de justificación alguna. Sólo hay causal de justificación allí donde existe una permisión que remueva la prohibición o imperativo típicos. El Tribunal Antimonopólico no está habilitado para “justificar” o remover la antijuridicidad de una conducta típica, esto es, conculcadora de la libre competencia. Todo lo contrario, dicho tribunal tiene el deber de ejercitar sus potestades jurisdiccionales y administrativas en orden a sancionar a quien ha cometido una ofensa contra la libre competencia y al ejercitar sus potestades consultivas debe responder a las consultas aplicando lo dispuesto en el tipo universal antimonopólico y, en caso alguno, puede “justificar” o dispensar una conducta consultada que vulnere la libre competencia. En efecto, ningún precepto contenido en el Decreto Ley 211 o fuera de éste autoriza al Tribunal Antimonopólico a crear una exención monopólica respecto de una materia consultada que produce una transgresión del tipo universal antimonopólico. Si dicho tribunal crea tal exención, además de las responsabilidades civiles, administrativas y eventualmente penales en que pueden quedar incursos los miembros de este órgano jurisdiccional, nos hallamos frente a la creación de un monopolio de privilegio establecido por la vía del ejercicio de una potestad pública consistente en la atribución para absolver consultas. Lo anterior, tal como se explicará en el capítulo correspondiente, constituye una transgresión del artículo cuarto del Decreto Ley 211 por parte del propio Tribunal de Defensa de la Libre Competencia. Si se estudia atentamente la disposición transcrita, podrá colegirse que el cambio de calificación de una conducta en cuanto a si vulnera o no la libre competencia no emana de la concurrencia de una causal de justificación que sea resorte del Tribunal Antimonopólico, sino que es el resultado de un cambio de circunstancias o antecedentes relevantes al bien jurídico tutelado. De esta forma, la nueva calificación que efectúa el Tribunal Antimonopólico no es arbitraria o caprichosa, sino que es la consecuencia de nuevos antecedentes que modifican la aptitud conculcadora de la libre competencia de una conducta ya consultada y sobre la cual se ha pronunciado dicho órgano antimonopólico. En este sentido la recalificación de una conducta consultada debe hallarse debidamente fundada y la nueva calificación ser proporcionada al riesgo o lesión que aquélla provoca a la libre competencia en virtud del mencionado cambio de circunstancias. Si bien es efectivo que, en algún caso, esta recalificación pudiere obedecer a la aparición normativa de una nueva causal de justificación aplicable al caso particular, ello no significa que el art. 32 en comento constituya en sí mismo una causal de justificación. 317
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De lo expuesto se sigue que el Tribunal Antimonopólico no podrá demorar irrazonablemente la notificación o publicación de la nueva calificación de una materia consultada, sea que esta recalificación declare dicha materia libre de responsabilidad monopólica o sea que esta recalificación disponga que lo consultado constituye un atentado contra la libre competencia. En efecto, si acontece lo primero –la declaración de inexistencia de responsabilidad monopólica– el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia debe comunicarlo a la brevedad, puesto que durante el tiempo que irrazonablemente demore en hacerlo se halla sustrayendo indebidamente una actividad económica del ámbito de lo lícito, con lo cual dicho tribunal vulnera la garantía constitucional del derecho a desarrollar cualquier actividad económica (art. 19, Nº 21 de la Constitución Política de la República) y lo que es más grave, desde la óptica del Decreto Ley 211 conculca el bien jurídico tutelado por este cuerpo normativo: la libre competencia. Por contraste, toda dilación injustificada en comunicar que la materia consultada ha sido recalificada, en el sentido de constituir un atentado contra la libre competencia, hace responsable al Tribunal Antimonopólico de todas las lesiones o riesgos que a dicho bien jurídico se sigan de las conductas objeto de tal recalificación durante el tiempo que media entre la recalificación y su notificación. En consecuencia, el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia deberá ser tremendamente expedito en sus notificaciones o publicaciones y, con mayor razón, deberá ser sumamente ágil en la absolución de las consultas y en la recalificación de las materias consultadas, cuando ello resulte procedente. E.2. Actos o contratos necesarios para la estabilidad o desarrollo de las inversiones nacionales o en los que sean parte ciertas instituciones Adicionalmente, el antiguo texto del Decreto Ley 211 contemplaba una causal de justificación –hoy derogada– que se hallaba contenida en el inciso tercero del artículo cuarto originario del Decreto Ley 211, disposición que prescribía así: No obstante y siempre que el interés nacional lo exija, se podrá autorizar por decreto supremo fundado y previo informe favorable de la Comisión Resolutiva que se establece en la presente ley, la celebración o el mantenimiento de aquellos actos o contratos que, referidos en los artículos precedentes, sean sin embargo necesarios para la estabilidad o desarrollo de las inversiones nacionales o se trate de actos o contratos en que sea parte alguna de las instituciones señaladas en los incisos primero y segundo del art. 16 de la Ley 10.336. Los artículos precedentes a los cuales remite este precepto son el antiguo artículo primero del Decreto Ley 211, que contenía el tipo 318
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penal-administrativo antimonopólico ya comentado, y el antiguo artículo segundo de ese mismo cuerpo normativo, que pretendía complementar o ilustrar por vía ejemplar dicho tipo. En virtud de esta antigua causal de justificación podía removerse la antijuridicidad de una conducta típica y así sacrificar en alguna medida el riesgo o el detrimento que podría haber amagado o derechamente haber lesionado la libre competencia en aras de una consideración jurídica superior, que en el texto aparecía formulada en función del bien común económico. Esta causal de justificación se inscribía dentro de un grupo de causales que buscaban resolver conflictos entre dos o más bienes jurídicos protegidos por la vía de reconocer preeminencia a aquel a que se refiere la respectiva causal de justificación, pero se entregaba tal potestad de resolución de este conflicto entre bienes jurídicos a ciertas autoridades públicas que habían de intervenir caso a caso, autorizando o desestimando la realización de una conducta típica. Las autoridades que habían de intervenir en la remoción de la antijuridicidad que emanaría de la conducta típica monopólica eran el Presidente de la República, el cual debía emitir un decreto supremo fundado, que era la formalidad autorizante para celebrar o mantener determinados actos o contratos lesivos o riesgosos para la libre competencia. Dicho decreto supremo debía ser fundado, esto es, debía contener las consideraciones y razones –entre las cuales había de contemplarse el que ello fuera una exigencia del interés nacional o, mejor formulado, del bien común político– que le servían de fundamento. Previo a lo anterior, era necesaria la emisión por parte de la Comisión Resolutiva –hoy Tribunal de Defensa de la Libre Competencia– de un informe favorable sobre el respectivo acto o contrato. En otras palabras, el Presidente de la República podía siempre denegar la autorización solicitada, pero nunca podía concederla sin haber mediado el referido informe favorable de la Comisión Resolutiva. Lo autorizado había de ser la celebración o el mantenimiento de actos o contratos que i) fueran necesarios para la estabilidad o desarrollo de las inversiones nacionales o bien, ii) se tratara de actos o contratos en que fuera parte alguna de las instituciones señaladas en los incisos primero y segundo del art. 16 de la Ley 10.336. Tales instituciones son personas jurídicas de Derecho público o empresas estatales; así, se mencionaban los servicios, instituciones fiscales, semifiscales, organismos autónomos, empresas del Estado y, en general, todos los servicios públicos creados por ley. También se incluían expresamente empresas, sociedades o entidades públicas o privadas en que el Estado o sus empresas, sociedades o instituciones centralizadas o descentralizadas tuviesen aportes de capital mayoritario o en igual proporción, 319
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o en las mismas condiciones, representación o participación, para los efectos de cautelar el cumplimiento de los fines de las mismas. La autorización en comento debía atender a la identificación clara y precisa del acto o contrato respecto del cual concurría esta causal de justificación, puesto que la autorización decía relación con un determinado acto o contrato y no con las conductas que hubiere desarrollado la persona tal o cual que había intervenido en la ejecución o celebración del respectivo acto o contrato. En nuestro concepto, la antigua Comisión Resolutiva emitía este informe, fuere favorable o desfavorable, en ejercicio de sus potestades públicas de naturaleza administrativa. La Comisión Resolutiva no se pronunciaba sobre la estabilidad o desarrollo de las inversiones nacionales, sino antes bien sobre la conveniencia desde una perspectiva del bien común económico de la nación. Así, era la Comisión Resolutiva la llamada a ponderar los efectos que sobre la libre competencia y ciertos contenidos específicos del bien común económico había de producir el acto o contrato cuya celebración o mantenimiento era solicitado. Cabe recordar lo resuelto por la Comisión Resolutiva: “Que la calificación del interés nacional comprometido y de la conveniencia u oportunidad de autorizar el mantenimiento de dichos actos o contratos, corresponde a la autoridad encargada de tutelar el bien común económico por cuanto sólo ella está en situación de apreciar los efectos que una alteración o restricción de la competencia puede producir en el mercado y de disponer, en su caso, las medidas de excepción que sean necesarias para que esa restricción no afecte el bien común comprometido”.286 Es importante observar que esta antigua causal de justificación del inciso tercero del originario artículo cuarto del Decreto Ley 211 daba lugar a que ciertas conductas típicamente monopólicas quedaran en la categoría de “justificadas” o “exceptuadas” de reprochabilidad monopólica por aplicación del procedimiento antes descrito. Así lo daba a entender la antigua jurisprudencia de la Comisión Resolutiva al señalar: “Que los actos, contratos o convenios resultantes de dicho acuerdo, por ser contrarios a las disposiciones del Decreto Ley 211, sobre libre competencia, [es decir típicos] en cuanto tienen por objeto perfeccionar la adjudicación de la Planta Manuel Antonio Matta y los derechos de ENAMI y COMINA en la Sociedad Minera Punta del Cobre Limitada, a la Sociedad Minera y Comercial Sali Hochschild S.A., no
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Resolución Nº 24, considerando 12, Comisión Resolutiva.
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pueden perfeccionarse ni llevarse a cabo sin la autorización previa a que se refiere el inciso final del art. 4º del Decreto Ley 211, de 1973 [concurrencia de causal de justificación]”.287 E.3. Subsistencia de ciertas disposiciones legales y reglamentarias contempladas en el antiguo artículo quinto del Decreto Ley 211 El antiguo artículo quinto del Decreto Ley 211 fue derogado por la promulgación de la Ley 19.911, que fue publicada en el Diario Oficial el 14 de noviembre de 2003, omitiéndose la dictación de una nueva disposición que la reemplazase. Existían ciertos preceptos de rango legal, preexistentes a la promulgación del Decreto Ley 211, que quedaron salvaguardados por aplicación del antiguo artículo quinto del mismo cuerpo normativo. El mentado artículo quinto sustrajo tales cuerpos normativos a una derogación tácita que se hubiere producido como consecuencia de la entrada en vigor del Decreto Ley 211. En opinión de algunos juristas, el mencionado artículo quinto había dado lugar a que conductas regidas por los cuerpos normativos expresamente salvaguardados pudieran considerarse exceptuadas del Decreto Ley 211, motivo por el cual dicho artículo quinto habría sido asimilado a una suerte de causal de justificación. No concordamos con tal apreciación, puesto que según demostraremos en el capítulo pertinente, la vigencia de esa normativa, legal y administrativa, preexistente a la promulgación del Decreto Ley 211, de 1973, no autorizaba en forma alguna la perpetración de atentados a la libre competencia; en efecto, toda conducta riesgosa o lesiva de la libre competencia continuaba exhibiendo un carácter típico. No había en los preceptos salvaguardados ni en el antiguo artículo quinto del Decreto Ley 211 –hoy derogado– una causal de justificación que removiese la tipicidad del artículo tercero, inciso primero, que contiene el tipo universal antimonopólico. Asunto diverso es la situación de ciertos cuerpos normativos de jerarquía legal o supralegal, que dictados con posterioridad a la promulgación de dicho Decreto Ley, han dado lugar a conductas efectivamente exceptuadas del Decreto Ley 211. No obstante lo anterior, estos cuerpos normativos post-Decreto Ley 211 suelen enfrentar problemas constitucionales como consecuencia de vulnerar la libre competencia. En efecto, al conculcar la libre competencia suelen violar el art. 19, Nº 21 (derecho a desarrollar cualquier actividad económica) y el art. 19, Nº 22 (la no discriminación arbitraria en el trato que de287
Resolución Nº 144, vistos 9.2, Comisión Resolutiva.
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ben dar el Estado y sus organismos en materia económica), ambos de la Constitución Política de la República. Si alguno de tales cuerpos normativos de jerarquía legal o supralegal se ajustase a la Constitución Política de la República, podría dar lugar a la configuración de una causal de justificación, lo cual habría de estudiarse caso a caso. F. C ULPABILIDAD F.1. Las libertades innatas del hombre El fundamento ontológico de la culpabilidad descansa en las libertades innatas que constituyen un atributo de la persona humana. Estas libertades innatas son: i) la libertad trascendental del intelecto; ii) la libertad trascendental de la voluntad, y iii) el libre albedrío. Es preciso advertir que las dos libertades denominadas “trascendentales” son calificadas como libertades, no por gozar de una propiedad autodeterminativa –lo que sí acontece con la libertad de albedrío–, sino más bien por su aptitud o apertura para trascender un determinado ente o un determinado bien, según corresponda. La libertad trascendental del intelecto se refiere a la amplitud del horizonte objetual de éste, lo que significa que el intelecto humano está abierto, en principio, al conocimiento de todo ente, sea éste actual o potencial. De esta forma, nuestro entendimiento tiene libertad para conocer multitud de entes y multitud de géneros de entes, sin quedar adscrito a una categoría singular de éstos. La libertad trascendental de la voluntad es análoga a la del intelecto antes explicada y se funda en esta última. Esta libertad volitiva consiste en la amplitud del horizonte objetual de la voluntad, en cuanto esta facultad está abierta, en principio, a la volición de todo bien concreto que ya ha sido intelectivamente conocido. Así, la voluntad humana tiene libertad para apetecer multitud de bienes y multitud de géneros de bienes, sin quedar reducida o limitada a una categoría singular de éstos. Presuponiendo la operatividad de las dos libertades trascendentales antes mencionadas se halla la libertad de albedrío o de elección. La libertad de albedrío designa el carácter propio de ciertos actos realizables por el hombre sin que algo que le sea extrínseco ni intrínseco le haga inevitable el realizarlos de una manera determinada. Los actos de la voluntad pueden clasificarse en necesarios y libres, y sólo mediante estos últimos se ejercita el libre albedrío. Esta libertad de albedrío radica en los denominados actos libres de la voluntad y se predica de dos clases de actos: i) los de la propia voluntad (elícitos) y ii) los actos que otras facultades realizan bajo el imperio de la voluntad (imperados). Así, los actos caracterizados por 322
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libertad de albedrío no sólo deben ser voluntarios en su sentido de pertenencia a la voluntad, sino que además han de ser queridos sin ninguna necesidad de quererlos en su forma concreta. De esto se sigue que no todas las voliciones o actos de la voluntad exhiben esta propiedad que es la libertad de albedrío, sino que ésta sólo corresponde a aquellas voliciones cuyo efectivo dominio poseemos y a lo derivado de tales voliciones en tanto que derivado de éstas. Este dominio sobre nuestros actos voluntarios y libres es lo que en el ámbito jurídico se conoce como “dominio de los cursos causales” o de nuestra propia actividad en tanto que exteriorizada y apta para producir un determinado resultado. Así, es de la esencia de la responsabilidad verificar si el supuesto responsable de una conducta ejecutó ésta a través de actos voluntarios y además dotados de libertad de albedrío o no. Si la respuesta fuese afirmativa, el autor de los actos voluntarios y libres sería dueño de los mismos y, por tanto, aquéllos le serían imputables. La importancia de la determinación del dominio de los cursos causales guarda relación con la responsabilidad jurídica y con la culpabilidad. Antes de continuar con nuestro análisis, conviene observar que ciertos juristas –especialmente vinculados al ámbito penal– han calificado la libertad de albedrío como una indemostrable hipótesis de trabajo.288 Dicha posición no la compartimos por, a lo menos, dos grupos de razones: i) las que tienen que ver con el supuesto carácter ilusorio e indemostrable que pretenden atribuir al libre albedrío y ii) las que tienen que ver con la aplicación de penas con absoluta prescindencia de una culpabilidad fundada en el libre albedrío.289
288 Así, ROXIN, Claus, Iniciación al derecho penal de hoy, parte 1ª, sec. 2ª, II, pp. 56 y ss., Universidad de Sevilla, 1981. Roxin intenta salvar la procedencia de las penas, señalando que éstas han de hallarse limitadas por la culpabilidad, cumpliendo así ésta “una importante función liberal al impedir que el interés general en un tratamiento de adaptación social o en un internamiento cautelar se sobreponga al interés de la libertad del delincuente sin tener en cuenta su culpabilidad”. Sin embargo, afirma luego este autor: “Tras esta aclaración se puede también considerar irrelevante para el Derecho penal la disputa en torno a la libertad de la voluntad. Es evidente que la libertad de la voluntad no se puede demostrar desde el punto de vista de una teoría del conocimiento ni tampoco desde uno científico natural”. 289 Un completo recuento de las visiones críticas que diversos penalistas nacionales tienen sobre estos argumentos contrarios al libre albedrío y a la culpabilidad, críticas que compartimos, se encuentra en K ÜNSEMÜLLER LOEBENFELDER , Carlos, Culpabilidad y pena, cap. III, pp. 87-205, Editorial Jurídica de Chile, Santiago de Chile, 2001.
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F.2. Supuesta ilusoriedad e indemostrabilidad del libre albedrío humano 1. Suele decirse por los empiristas que: i) nuestro libre albedrío es una ilusión, ii) que el hombre obra porque quiere, pero no puede dejar de querer y iii) la conciencia de nuestra libertad sólo muestra ignorancia respecto de las verdaderas causas por las cuales necesariamente tenemos que actuar. Tales argumentos entran en conflicto con nuestra propia experiencia que constata que disponemos de libertad en ciertos actos, en tanto que en otros no. En efecto, observamos que no todos nuestros actos, ni siquiera todos los actos conscientes, los experimentamos como libres, v. gr., sabemos que una risa o un llanto incontrolados o la búsqueda de la felicidad son actos necesarios. Por otra parte, existen actos que sí reconocemos y experimentamos como libres o nuestros, v. gr., la decisión de si seguimos leyendo el presente capítulo o no. Luego, no hay fundamento para sostener que los actos que percibimos como nuestros o dotados de libertad son ilusorios y los restantes son reales, o bien si todos son ilusorios, habría que demostrar tal ilusoriedad y explicar por qué unos actos se perciben como libres y otros no. No tenemos noticia de que tales demostraciones existan. Por otra parte, la ignorancia respecto de las causas de ciertas de nuestras actuaciones no conducen a calificarlas de libres, v. gr., el sonámbulo una vez despierto no atribuye a su libertad aquello realizado bajo sonambulismo, aun cuando ignore las causas que le provocan este último. 2. Aceptándose los argumentos anteriores, suele insistirse en que el libre albedrío es indemostrable y tal insistencia halla su explicación en el sentido o alcance que se le confiere a la expresión “demostración”. Esta noción aparece limitada a una “teoría científico-natural”. Esto corresponde a un lamentable reduccionismo de la sabiduría o del conocimiento por sus causas a ciertas disciplinas “científico-positivas” que reclaman sus métodos como los únicos admisibles para alcanzar el conocimiento, llegándose al absurdo de negar la propia experiencia interna y las conclusiones lógicas que de ésta pueda extraerse. Por este reduccionismo se llega a que el libre albedrío es incompatible con los análisis determinísticos de que se prevalen las disciplinas “científico-positivas” y, por tanto, no cabe sino negar la mencionada libertad. Sin embargo, una vez planteada la indemostrabilidad del libre albedrío bajo los referidos métodos, no tardan en reconocer tales autores la posibilidad de que un perito establezca empíricamente la culpabilidad de una determinada persona. Por tanto, aquello que es indemostrable a la luz de los métodos “científico-naturales”, resulta ser constatable empíricamente por especialistas.290 Lo anterior sólo prue290
ROXIN, Claus, Iniciación al derecho penal de hoy, parte 2ª, III, pp. 145 y 146, Universidad de Sevilla, 1981. “Esa forma de entender la culpabilidad es independiente de
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ba que se ha buscado una vía de demostración inadecuada para el libre albedrío. F.3. Aplicabilidad de penas con prescindencia de una culpabilidad basada en el libre albedrío 1. Si el libre albedrío es inexistente o ilusorio, carece de sentido toda prescripción moral y jurídica, puesto que el destinatario de la misma aun cuando crea poder dar cumplimiento a una u otra, no puede hacerlo. Si el destinatario de tales prescripciones no puede modificar su actuación a fin de dar cumplimiento a esas prescripciones, éstas son completamente ineficaces y carece de sentido promulgarlas e intimarlas. Luego, conceder más y mejores libertades o derechos políticos a la ciudadanía es irrelevante porque los integrantes de la sociedad civil actuarán de la misma forma como habrían actuado, sea que hubiesen dispuesto de más o menos libertades ciudadanas, siendo esto un dato exógeno e indiferente para la felicidad ciudadana y para el bien común político. 2. Por el contrario, si se quiere preservar el ius puniendi del Estado, es preciso reconocer una culpabilidad que sirva de fundamento y proporción de las penas. Una culpabilidad completamente desvinculada del libre albedrío no pasa de ser un artificio destinado a soslayar el verdadero problema del nexo entre éste y aquélla. En efecto, la propia experiencia nos muestra que la persona humana es una fuente de decisiones, que pueden o no externalizarse y que resultan de una consciente y libre determinación; tales decisiones son las únicas que pueden dar lugar a verdadera culpa y, por tanto, a verdadera pena. En efecto, el mero principio de causalidad carece de entidad para ser reconocido como principio jurídico que se baste a sí mismo; así, la causalidad y el resultado sólo pueden ser imputados a una persona humana, en tanto y en cuanto van unidos con la culpabilidad. El gran
que la culpabilidad y el libre albedrío sean o no empíricamente constatables; pues no se trata del problema epistemológico de si el hombre es libre, sino del postulado normativo –perteneciente por tanto a otro ámbito totalmente distinto al del ser– de que en el Derecho el hombre debe ser tratado como libre y capaz de responsabilidad, en tanto en cuanto, claro está, sea en principio motivable y accesible a los preceptos jurídicos –lo que ciertamente es una cuestión empírica y que en caso necesario deben determinar los peritos–; si no lo es, por ejemplo, porque sufre una perturbación psíquica, se le considera inculpable y no puede ser castigado”. Si se tratara de un mero postulado normativo y ajeno al ámbito del ser como pretende Roxin, no se entendería el dictamen de los peritos que establece si en el caso concreto hay una persona “motivable” por las normas jurídicas o bien no lo es por padecer una perturbación psíquica y, por tanto, es inculpable.
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jurista que fue Pío XII, señaló sobre el particular: “La esencia de la culpa es la oposición libre a la ley reconocida como obligatoria, es la ruptura y la violación consciente y querida del orden justo. Una vez que se ha producido, es imposible hacer que no exista. Pero, no obstante, en cuanto se pueda dar satisfacción al orden violado, hay que dársela. Es una exigencia fundamental de la ‘justicia’. Su papel en el dominio de la moralidad es mantener la igualdad existente y justificada, conservar el equilibrio y restablecer la igualdad comprometida. Ésta pide que, por la pena, el responsable sea sometido por la fuerza al orden. El cumplimiento de esta exigencia proclama la absoluta supremacía del bien sobre el mal; por medio de ella se ejercita la soberanía absoluta del derecho sobre la injusticia”.291 El concepto de culpabilidad fundamenta el reproche personal contra el autor, en el sentido que éste no omitió la acción típica y antijurídica aun cuando podía omitirla. En otras palabras, la esencia de la culpabilidad –en un sentido jurídico– es la reprochabilidad a la persona humana de haber realizado, como verdadero autor o dueño, una conducta típica y antijurídica. Tal reprochabilidad existe en tanto y en cuanto el autor de la conducta típica y antijurídica podía someterse a las prescripciones imperativas que le imponía el Derecho y no obstante ello no lo hizo. Sólo a partir de esa constatación, la conducta típica y antijurídica puede ser considerada obra del autor. La culpabilidad tiene la importancia de excluir la denominada responsabilidad objetiva, de servir de fundamento de la reacción punitiva y de medida de la pena. Estimamos que no hay iteración entre esta exigencia de culpabilidad y la descripción de la faz subjetiva del tipo antimonopólico antes analizado, en razón de que la referida faz subjetiva recoge la voluntariedad en la conducta. No obstante esa voluntariedad, puede acontecer que la conducta típica y antijurídica no sea reprochable; por ejemplo, acontece esto si quien realiza una conducta monopólica, la ejecuta bajo amenaza o fuerza moral irresistible.292 Sobre el particular, cabe recordar las palabras de Hans Welsel: “Sólo Dohna (Aufbau der Verbrechenslehre, 1935) respecto de lo último distinguió nítidamente entre reprochabilidad como ‘valoración’ y dolo como ‘objeto de valoración’ y limitó el reproche de culpabilidad a la valoración del 291
PÍO XII, “El Derecho Penal Internacional”, discurso al VI Congreso Internacional de Derecho Penal, celebrado en Roma, 3 de octubre de 1953, AAS 45 (1953) 730-744, en Doctrina Pontificia, tomo V, Documentos Jurídicos, pp. 413 y 414, Ediciones BAC, 1960. 292 DÍAZ PALOS, Fernando, Teoría general de la imputabilidad, pp. 85 y ss., Editorial Bosch, Barcelona, 1965.
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objeto (la desaprobación de la determinación de la voluntad). La teoría final de la acción asignó al dolo, que con esto había quedado como ‘apátrida’, su lugar adecuado (como especie de la voluntad final de la acción) en el tipo subjetivo de los delitos dolosos y estableció –también desde la teoría de la culpabilidad– la situación a que ya había llegado el propio desarrollo de la teoría de lo injusto. (...) Así como Frank al final (1931) la vinculó a la libertad (antes del S 51 m), la teoría finalista de la acción, continuando una larga tradición jurídica y filosófica, la determinó como el ‘poder en lugar de ello’ de la persona respecto de la estructuración antijurídica de la voluntad”.293 Ello presupone que el autor se hallaba en pleno uso de sus facultades intelectiva y volitiva para conocer la norma y motivarse a cumplir con la prohibición o imperativo contenida en ésta y que, no obstante conocer o deber reconocer la tipicidad y antijuridicidad de su conducta, realizó esta última. Como acertadamente describe Pío XII: “El camino de la culpa, por tanto, es éste: el espíritu del hombre se halla en esta postura: ante un ‘hacer’ o un ‘omitir’ que se le presenta como algo simplemente obligatorio, como un absoluto ‘tú debes’ (le urge), una exigencia incondicional de pronunciarse con determinación personal. El hombre rehúsa obedecer a esta exigencia: rechaza el bien, abraza el mal. A la resolución interna, cuando no acaba en sí misma, sigue la acción externa. De esta suerte, el acto culpable queda completado en sus elementos interno y externo”.294 Antes que el importante principio del nulla poena sine lege, se encuentra el anterior y preeminente “ninguna pena sin culpa”, lo que significa que sólo a una acción propiamente humana –por tanto deliberada– contraria a derecho, puede seguir una pena.295 Este principio, que muestra la trascendencia de la culpabilidad en el orden jurídico, ha sido desarrollado en el capítulo relativo a la faz subjetiva del ilícito administrativo de monopolio. G. ÁMBITO DE APLICACIÓN DEL TIPO UNIVERSAL ANTIMONOPÓLICO Conceptualmente, cabe referirse al ámbito de aplicación del Decreto Ley 211 y, particularmente, al tipo universal antimonopólico conteni293
WELSEL, Hans, Derecho penal alemán, pp. 199 y 200, Editorial Jurídica de Chile,
1976. 294
PÍO XII, “La culpa y la pena en sus mutuas conexiones”, discurso al VI Congreso Nacional de la Unión de Juristas Católicos Italianos, 5 de diciembre de 1954 y 25 de febrero de 1955, AAS 47 (1955) 60-85, en Doctrina Pontificia, tomo V, Documentos Jurídicos, p. 498, Ediciones BAC, 1960. 295 Para un análisis ético-jurídico de este principio, véase FRIDOLIN UTZ, Arthur, “Ética social”, tomo II, Filosofía del Derecho, pp. 206 y ss., Editorial Herder, Barcelona, 1965.
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do en aquél, en lo que se refiere a las personas, al ámbito material, al temporal y al territorial. En lo que concierne a las personas, ello ya quedó tratado en el análisis de la expresión “El que”, con que se inicia el tipo universal antimonopólico. Corresponde, en consecuencia, estudiar, a continuación, el ámbito material del Decreto Ley 211. G.1. Ámbito material o causa material de lo antimonopólico El objeto del presente capítulo es desentrañar lo que se ha dado en denominar ámbito material del Decreto Ley 211 y, particularmente, el que se ha de aplicar al tipo universal antimonopólico formulado por el artículo tercero, inciso primero, de dicho cuerpo normativo. La primera incógnita que ha de despejarse es qué ha de entenderse por ámbito material y al efecto estimamos que ello equivale a preguntar qué clase de conductas son las que quedan capturadas por el mencionado cuerpo normativo, esto es, lo que también se conoce como causa material del Derecho.296 Sin embargo, conviene distinguir entre la causa material del Derecho en sentido genérico –predicable de toda norma jurídica– de la causa material especificadora de lo antimonopólico, que es sólo predicable de las normas antimonopólicas. Sabemos que genéricamente el Derecho se refiere a conductas humanas, esto es, conductas deliberadas o guiadas por el intelecto y la voluntad, y que se hallen adecuadamente exteriorizadas. Es el intelecto la potencia humana destinada a captar los fines y prever sus consecuencias y efectos, y la voluntad la potencia que escoge uno entre tales fines alternativos y resuelve la prosecución del mismo. En efecto, así como el Derecho no puede reprochar una conducta exterior carente de conducción intelectual y volitiva, puesto que a lo imposible nadie está obligado (v. gr., quien es empujado por una fuerza externa e irresistible a causar un daño), tampoco puede regular el fuero interno de la persona cuando carece de razonable exteriorización.297 Por lo anterior, no son considerados conducta humana los movimientos meramente corporales, como los que bajo coacción se hacen ejecutar al constreñido por fuerza irresistible. Asimismo, tampoco es considerada conducta humana punible ante el Derecho aquella que permanece exclusivamente en el fuero interno del sujeto.
296 VIGO (H.), Rodolfo L., Las causas del derecho, pp. 56-72, Editorial Abeledo-Perrot, Buenos Aires, Argentina, 1983. 297 Un buen ejemplo de recepción positiva de este principio lo constituye el art. 913 del Código Civil argentino que dispone: “Ningún hecho tendrá el carácter de voluntario, sin un hecho exterior por el cual la voluntad se manifieste”.
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Debe tenerse presente que en la realidad, por regla general, existe una perfecta unidad entre la conducta exterior desarrollada por una persona y la finalidad inmediata que guía dicha conducta. En otros términos, tratándose de situaciones y personas normales hay coherencia entre la decisión adoptada y la ejecución de la conducta decidida. Así, lo anómalo será que se ejecute una conducta respecto de la cual ha faltado decisión de ejecutarla o bien que mediando una decisión de inmediata ejecución de una conducta, ésta no pueda ser llevada al plano del obrar. Estas anomalías podrán hallar su causa en una situación interna de la persona, según la cual las potencias superiores de la misma –intelecto y voluntad– se hallen perturbadas en términos permanentes u ocasionales, o bien en una situación externa a la persona, como puede acontecer con la fuerza física (vis absoluta) o la fuerza moral o amenaza de un grave mal. Adicionalmente a las notas anteriores, el Derecho exige alteridad. La alteridad demanda diversidad de sujetos, puesto que tal como enseña Aristóteles no es posible ser injusto consigo mismo “porque por necesidad lo justo y lo injusto requieren más de una persona”.298 En efecto, esta alteridad es consecuencia de que la relación jurídica no se agota en una sola persona, sino que trasciende a ésta y la pone en contacto con otras personas humanas, sea que éstas operen directamente o bien a través de personas jurídicas. La relación jurídica presupone pluralidad de sujetos, puesto que aquélla pone en contacto un acreedor de la prestación justa con un deudor de la misma y como nadie puede ser acreedor y deudor de sí mismo por lo justo debido, arribamos a que toda relación de justicia ha de vincular pluralidad de personas. No nos detendremos a analizar el alcance de lo justo por exceder el propósito de este estudio. Sólo advertir que lo justo es aquello debido, esto es, el término u objeto de la relación jurídica. Lo justo es la prestación, sea que ésta consista en una acción u omisión, que acabe en una cosa material (v. gr., entrega de una casa) o una inmaterial (v. gr., una retractación pública una vez que se ha ofendido la honra de otro), y si tal prestación es debida a alguien es porque aquello en que consiste la prestación es “suyo” –es de ese alguien acreedor–. Lo suyo, lo propio y lo debido aparecen, en este contexto, empleados en un sentido trascendente al término positivo “propiedad”, ámbito este último donde hallamos contraposición entre derecho real y derecho personal. Por ello, se cumple con el Derecho toda
298
ARISTÓTELES , Ética nicomáquea, Libro V, cap. 11, 1138a, p. 267, Editorial Gredos, Madrid, España, 2000.
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vez que se da a cada uno lo que se le debe y de ahí que corresponde a la justicia dar a cada cual lo suyo. En este sentido, el Derecho –en su acepción de lo justo, puesto que aquél alcanza otras significaciones– es un antecedente o un dato preexistente y necesario para la operatoria de la justicia, atendido que toca a esta última dar, asignar o distribuir lo justo para satisfacer la acreencia por lo debido. Lo justo que ha de darse es algo objetivo que viene determinado o bien por el Derecho natural (generalmente vía principios generales del Derecho no positivizados) o por el Derecho positivo en sus formulaciones constitucionales, legales, reglamentarias, administrativas, consuetudinarias y jurisprudenciales. En síntesis, el Derecho se ocupa de conductas propiamente humanas, esto es, guiadas por intelecto y voluntad; que se hallen adecuadamente exteriorizadas; que se relacionen con otra persona humana, esto es, caracterizadas por alteridad y que esta relación de alteridad diga relación con lo justo. Corresponde ahora ocuparnos no de las conductas que genéricamente interesan al Derecho, las cuales ya han sido delineadas en términos generales, sino que más bien dentro de aquel universo relevante al Derecho, el de las conductas que quedan capturadas por nuestra legislación antimonopólica, cuya substancia se halla formulada por el Decreto Ley 211 y, por tanto, corresponden a los hechos, actos y convenciones a que hace alusión el tipo antimonopólico del artículo tercero, inciso primero de dicho cuerpo normativo. En otras palabras, ¿existe una causa material, esto es, una causa especificadora de la materia de tales hechos, actos o convenciones? Cuando hacemos referencia a la causa material queremos indicar los contenidos sobre las cuales deben versar los objetos de tales hechos, actos o convenciones para hacerse relevantes al Derecho antimonopólico. La búsqueda de la especificidad de la materia antimonopólica es de singular importancia, puesto que permitirá determinar qué hechos, actos o convenciones no serán alcanzados por el Decreto Ley 211 y, por tanto, nunca podrán ser objeto de la actividad normativa del Tribunal de Defensa de la Libre Competencia y de la Fiscalía Nacional Económica. Podría argumentarse que este ejercicio es innecesario, puesto que bastaría con responder que los hechos, actos o convenciones que vulneran la libre competencia son los que quedan comprendidos por el ámbito material del Decreto Ley 211, según lo sugiere el propio artículo tercero, inciso primero del Decreto Ley 211. Si bien no podemos negar la veracidad de tal respuesta, cabe advertir que esa solución presume un conocimiento del ámbito material en el cual opera la libre competencia y es precisamente esto lo que pretendemos indagar en el presente estudio. 330
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Comenzaremos nuestra investigación atendiendo a cómo ciertos legisladores antimonopólicos han intentado perfilar la causa material de este sector del orden público económico conocido como derecho de la libre competencia. El ámbito material de lo antimonopólico ha intentado ser configurado por diversas fórmulas, que van desde el comercio hasta las actividades económicas. Lo anterior muestra los intentos de clarificar este asunto en la prosecución de fórmulas unívocas y duraderas. G.1.1. Equivocidad del vocablo comercio La fórmula que dominó Occidente desde fines del siglo XIX hasta mediados del siglo XX en cuanto a la descripción de la causa material o ámbito material de lo antimonopólico, fue la alusión al comercio. Siendo éste un término que presenta significativas equivocidades, resulta necesario preguntarse qué es el comercio y en cuál de sus varias acepciones fue empleado por los legisladores antimonopólicos. Del comercio se han efectuado muchas descripciones, siendo la generalmente aceptada aquella que lo conceptualiza como una actividad de intermediación con fines de lucro, generalmente consentida por las respectivas partes, consistente en entregar a los consumidores los productos o mercaderías que se adquieren de fabricantes y mayoristas a cambio de un cierto provecho o ganancia. De esta manera, el objeto del comercio es la producción de riqueza mediante el referido intercambio de bienes y servicios; este intercambio usualmente se verifica mediante dinero, de allí que el dinero se coloca “entre” los cambios y consiste, además, el dinero en el fin del comercio, al ser aquél representativo del lucro en las economías dinerarias. Es por ello que, desde antiguo, el Estagirita ha afirmado que “...ya que el dinero es el elemento básico y el término del [inter]cambio”.299 Esta actividad de intermediación se caracteriza por ser generalmente consentida por las respectivas partes y, por tanto, desde una óptica jurídica se materializa a través de multitud de formas convencionales, sean traslaticias del dominio o no. En consecuencia, resulta un error limitar esta intermediación a ciertas formas contractuales en particular. Incurre en esta imprecisión el propio Diccionario de la Lengua Española al explicar el comercio como “Negociación que se hace comprando y vendiendo o permutando géneros o mercancías”.300 Si bien es cierto que la compraventa y la permuta suelen ser las convencio299
ARISTÓTELES , Política, 1257b, p. 71, Editorial Gredos, Madrid, 1999. Diccionario de la Lengua Española, p. 365, Espasa-Calpe, vigésima edición, Madrid, 1992. 300
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nes más comunes en el comercio, no por ello son las únicas mediante las cuales puede llevarse a cabo esta especie de intermediación. Hemos señalado que esta forma de intermediación es generalmente consentida para oponerla a otras modalidades de intermediación claramente involuntarias –estas son las conmutaciones involuntarias o “ekousión”, según la terminología aristotélica–, como ocurre, por ejemplo, en el caso de los daños injustamente inferidos que se conmutan o “cambian” por la compensación económica correspondiente a la víctima de aquéllos. Decimos que el comercio es generalmente consentido a fin de resaltar que, excepcionalmente, las transacciones comerciales pueden revestir un cierto carácter forzoso, lo cual puede ocurrir, en algún grado, como efecto del dirigismo contractual o más radicalmente involuntarias, en el caso de algunas técnicas del orden público económico en virtud de las cuales la autoridad pública ordena la celebración de ciertas convenciones o determina todo o parte de los contenidos de las mismas, constriñendo la autonomía privada que suele presidir las actividades mercantiles. Comercio y negociación habitualmente son empleados como sinónimos, puesto que negocio es lo contrario del ocio y se da el nombre de negociar al de comerciar, puesto que esta última actividad, al estar cargada de preocupaciones, resulta extraña al ocio. Si bien nuestro Derecho positivo no ha definido qué ha de entenderse por comercio, la jurisprudencia nacional emitida por los tribunales ordinarios de justicia ha recogido, en forma constante, variaciones de la definición antes comentada del Diccionario de la Lengua Española.301 La intermediación constitutiva del comercio puede ser clasificada en intermediación “meramente económica”, por una parte, y en intermediación “económica y jurídica”, por otra. En la intermediación meramente económica el intermediario adquiere algún derecho sobre los bienes que demanda para luego ofertarlos a los consumidores, esto es, se hace parte en los contratos que permiten la intermediación, v. gr., las empresas bancarias celebran contratos de captación y luego de hacerse dueñas de los fondos captados, celebran contratos de colocación. A diferencia, en la intermediación económica y jurídica, el comerciante no es parte en los contratos que ponen en contacto al productor/mayorista con el comerciante/minorista/consumidor, resultando un ejemplo paradigmático el corredor de propiedades. Así, la intermediación es siempre económica y, en ocasiones, adicionalmente jurídica. 301 A modo de ejemplo, véase “Price’s (South American Ltd.) con Impuestos Internos”. Corte de Apelaciones de Valparaíso, 13 de noviembre de 1945, considerando 4º.
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El lucro es de la esencia del comercio y lo distingue de otras formas de intermediación que pueden realizarse con otros propósitos; por ejemplo, comprar para donar, u otras fórmulas destinadas a practicar la caridad. En cuanto a los bienes ofertados en el mercado, debe observarse que existe una distinción de antigua data entre comercio e industria, no obstante que desde la óptica de la Economía Política el comercio es una rama de la industria. Al analizar Domingo de Soto302 el comercio se refiere a dos clases de negocios: comercio e industria, radicando la distinción entre uno y otro en el hecho que en el primero hay simple intermediación, en tanto que en la industria hay, adicionalmente, transformación del bien intermediado; por ello concluye el teólogo jurista señalando que la industria es, en verdad, un arte mecánico. Esta distinción ha sido recepcionada por el Derecho chileno en antiguas normas legales303 y en algunas sentencias judiciales,304 pero como observaremos en las próximas líneas esa distinción carece de relevancia para efectos antimonopólicos. El distingo entre comercio e industria no se muestra de interés para efectos del moderno derecho de la libre competencia305 ni ha demostrado utilidad desde la perspectiva de los antiguos preceptos que han proscrito los monopolios.306 Prueba de lo anterior es que las le302
SOTO, Domingo de, De la justicia y del derecho, tomo III, Libro IV, Cuestión II, art. 2º, p. 544, Editorial Instituto de Estudios Políticos, Madrid, 1968. 303 Decreto Nº 194, de 20 de febrero de 1954, emanado del Ministerio de Economía de Chile: “Industria es el conjunto de actividades desarrolladas en fábricas, plantas o talleres destinados a la elaboración, reparación, conservación, transformación, armaduría, confección, envasamiento de sustancias, productos o artículos, en estado natural o ya elaborados o para la prestación de servicios, tales como moliendas, tintorerías, acabados o terminación de artículos”. 304 A modo de ejemplo, véase “Commercial Investment Co. Ltd. of Chile con Herrera”. Corte de Apelaciones de Talca, 26 de enero de 1931, Considerandos 11 y 12. 305 Cabe recordar que la interpretación inicial de la Sherman Act de los Estados Unidos de América (1890), efectuada por los tribunales de justicia, estableció erróneamente que “el comercio viene a continuación de la fabricación y no es una parte de ésta”, por lo cual ciertas restricciones que afectaban la libertad en la industria manufacturera de bienes no quedaron comprendidas bajo el ámbito de aplicación de dicha ley al categorizarse como “industria” y no corresponderse con la voz “comercio” (United States vs. E.C. Knight, 1895). Dos años más tarde, los tribunales de justicia reemplazaron esta definición restrictiva de comercio por una más amplia que incluía la industria y las demás fases productivas de la actividad económica (United States vs. Trans-Missouri Freight Association). 306 Existe una larga tradición en este sentido, que está descrita por DOMÍNGUEZ VICENTE, Joseph Manuel, Curia filípica, tomo II, cap. I, Nº 38, p. 15, Madrid, 1790. Dicha tradición remite a las Leyes de la Recopilación (Lex 5, Tít. 8, lib. 9 Recop.) y a las Siete Partidas (Lex 2, Tít. 7, part. 5).
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gislaciones antimonopolios promulgadas en Chile hacen, invariablemente, remisión a las actividades del comercio y de la industria en el sentido de constituir todas ellas ámbito de aplicación de sus preceptos.307 Más aún, el Decreto Ley 211, de 1973, que contiene el principal cuerpo normativo vigente en Chile para la Defensa de la Libre Competencia, se encargó de mencionar expresamente, en su antiguo artículo cuarto, inciso primero –hoy modificado en su redacción– que aquél regía sobre las actividades comerciales e industriales, advirtiendo que también se aplicaba a las labores extractivas y de servicios. De esta forma, se había buscado disipar toda duda acerca de que tanto las actividades comerciales como las industriales quedaban capturadas por el Decreto Ley 211, de 1973. Es preciso consignar que el Derecho suele emplear una acepción demasiado amplia y otra demasiado estricta de comercio, ninguna de las cuales resulta apropiada para una adecuada conceptualización de la voz “comercio” empleada en las legislaciones antimonopolio para describir su ámbito material. Se presenta demasiado lata para fines antimonopólicos, aquella acepción donde el término “comercio” alcanza su significación típicamente romana: la comerciabilidad designa bienes que pueden ser objeto de relaciones jurídicas privadas y, por tanto, comercio significa el conjunto de actividades referidas a bienes susceptibles de ser objeto de ciertas operaciones jurídicas.308 Esta acepción peca por exceso para efectos de la libre competencia, puesto que comprende operaciones lucrativas y no lucrativas, en circunstancias que sólo las primeras interesan al Derecho de monopolios. A diferencia, aparece como demasiado estricta aquella acepción de comercio que utiliza el Derecho, bajo la cual dicho vocablo es entendido como la actividad del intermediador, esto es, el conjunto de actividades que causan la circulación de los bienes entre productores y consumidores; de allí que en la actividad comercial así entendida no participan ni productores ni consumidores. Esta acepción se presenta pecando por defecto para las necesidades antimonopólicas, puesto que excluye segmentos relevantes de la actividad económica que, naturalmente, deben quedar alcanzados por una legislación tutelar de la libre competencia. En efecto, ésta comprende todas las fases productivas: desde la producción hasta el consumo. 307 Art. 172, inc. 1º, de la Ley 13.305 (1959) y antiguo art. 4º, inc. 1º, del Decreto Ley 211 (1973), que estuvo en vigor hasta la reforma efectuada por la Ley 19.911, la cual fue publicada en el Diario Oficial con fecha 14 de noviembre de 2003. 308 GUYENOT, Jean, Derecho comercial, vol. I, pp. 27-28, Ediciones Jurídicas EuropaAmérica, Buenos Aires, 1975.
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En síntesis, había resultado evidente que aquel ámbito de aplicación material no se agotaba en los actos de comercio definidos por el Código de Comercio,309 ni en las actividades estrictamente comerciales por oposición a las industriales. Asimismo, quedaba en evidencia que el ámbito antimonopólico no se ceñía exclusivamente a las actividades de intermediación ni había de someterse a la noción romana de comerciabilidad, demasiado amplia en cuanto se refiere a todas las relaciones jurídicas privadas y demasiado estrecha, en cuanto excluye las relaciones jurídicas públicas. En efecto, lo antimonopólico también puede predicarse de relaciones jurídicas públicas; por ejemplo, el ejercicio de potestades públicas de jerarquía normativa infralegal que menoscaban la libre competencia, dando lugar a los denominados monopolios de privilegio, que se hallan proscritos por el artículo cuarto del Decreto Ley 211. Considerando la equivocidad expuesta del término comercio, es que las modernas legislaciones antimonopólicas han tendido a definir su ámbito de aplicación acudiendo a la expresión “actividades económicas”, y dejando atrás las alusiones a la voz “comercio” que habían prevalecido en los cuerpos normativos antimonopólicos de fines del siglo XIX. No nos ocuparemos de los argumentos éticos que validan la práctica del comercio, por estimarlo innecesario a los efectos del presente estudio, si bien cabe destacar que este asunto fue cuidadosamente analizado por muchos de los más grandes teólogos juristas310 y resuelto favorablemente, en tanto y en cuanto que la finalidad del comercio no sea la obtención de un lucro desordenado o carente de razonabilidad. G.1.2. La actividad económica: una nueva perspectiva del ámbito material del derecho de la libre competencia Los extravíos sufridos por la Sherman Act de 1890, como consecuencia de la equivocidad del vocablo comercio, movieron a los legislado-
309
Art. 3º, Código de Comercio de la República de Chile. AQUINO, Santo Tomás de, Suma de teología 2-2, cuestión 77, art. 4º, pp. 598 y ss., Editorial BAC, Madrid, 1990, seguido por SOTO , Domingo de, De la justicia y del derecho, tomo III, Libro VI, cuestión II, art. 2º, pp. 543 y ss., Editorial Instituto de Estudios Políticos, Madrid, 1968 y también por MOLINA, Luis de, Teoría del justo precio, disputa 336, “De la compra-venta”, numeral 3º, p. 129, Editora Nacional, Madrid, 1981. Afirma Santo Tomás de Aquino: “No obstante, el lucro, que es el fin del tráfico mercantil, aunque en su esencia no entrañe algún elemento honesto o necesario, tampoco implica nada vicioso o contrario a la virtud. Por consiguiente, no hay obstáculo alguno a que ese lucro sea ordenado a un fin necesario o aun honesto, y entonces la negociación resultará lícita”. También defiende la necesidad del comercio, aunque desde una óptica más bien sociológica, ALTHUSIUS, Johannes, Politica (1603), p. 85, Liberty Fund, Indianápolis, 1995. 310
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res antimonopólicos del siglo XX a la búsqueda de mejores definiciones del ámbito de la actividad humana exteriorizada y dotada de alteridad en función de lo justo, que había de ser juzgada para la preservación de la libre competencia. Una solución fue acudir a la noción de actividad económica que, si bien superaba los problemas planteados por la voz comercio, introducía nuevas dudas acerca de los límites de lo económico y convocaba a los filósofos de la economía a un debate que, esta vez, podía tener ramificaciones prácticas muy inmediatas. No ha escapado a este proceso el cuerpo normativo antimonopólico chileno contenido en el Decreto Ley 211, de 1973, según pasamos a explicar. Recordemos que el antiguo artículo primero del Decreto Ley 211, que contenía el tipo universal antimonopólico, precisaba en su segunda parte el ámbito material del mismo. Disponía este antiguo artículo primero: El que ejecute o celebre, individual o colectivamente, cualquier hecho, acto o convención que tienda a impedir la libre competencia dentro del país en las actividades económicas, tanto en las de carácter interno como en las relativas al comercio exterior, será penado con presidio menor en cualquiera de sus grados (El destacado es nuestro). La frase “actividades económicas”, había sido ejemplificada por el legislador a través del antiguo artículo cuarto, cuyo inciso primero aludía al ejercicio de actividades económicas tales como las actividades extractivas, de producción o industriales y de distribución o comercio en sentido estricto, así como las de servicios. Como es sabido, el antiguo artículo primero y el antiguo artículo cuarto han sido derogados y el tipo universal antimonopólico ha sido relocalizado en un nuevo artículo tercero del Decreto Ley 211. Esta nueva versión del tipo universal antimonopólico no contiene referencia alguna al ámbito material y si se revisa el Decreto Ley 211 reformado se observará que existe una alusión a dicho ámbito en el nuevo artículo primero de dicho cuerpo normativo. En su nueva y vigente versión, el artículo primero del Decreto Ley 211 –producto de la reforma publicada en el Diario Oficial el 14 de noviembre de 2003– mantiene la alusión a las actividades económicas, aunque con la precisión de que lo tutelado es la libre competencia en los mercados. Prescribe dicho artículo primero: Art. 1º. La presente ley tiene por objeto promover y defender la libre competencia en los mercados. Los atentados contra la libre competencia en las actividades económicas serán corregidos, prohibidos o reprimidos en la forma y con las sanciones previstas en esta ley. En efecto, lo tutelado es la libre competencia “en los mercados” y “en las actividades económicas”. De lo que se sigue que el ámbito ma336
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terial del Decreto Ley 211 consiste en aquellas actividades económicas que se desarrollan a través de los intercambios que tienen lugar en los mercados. Surge, entonces, la necesidad de investigar, en primer lugar, la noción de “actividades económicas” a fin de considerar los riesgos y ambivalencias que puede acarrear esta nueva fórmula en la determinación del ámbito material o causa material especificadora de lo antimonopólico. Las referidas “actividades económicas”, en una acepción lata, pueden ser conceptualizadas como las correspondientes a aquellas actividades propiamente humanas –es decir, guiadas por intelecto y voluntad– que realizan personas, naturales o jurídicas, sobre bienes exteriores en busca de la apropiación o utilización de los mismos, con el objeto de resolver el problema de la escasez, esto es, aquel que busca dar satisfacción a necesidades ilimitadas con recursos escasos. Estas actividades recaen sobre ciertos bienes exteriores al hombre, los que suelen recibir el adjetivo de “económicos” en consideración a su escasez y a los cuales destinaremos el acápite siguiente. Tales recursos escasos han de ser adecuados para alcanzar el fin buscado, esto es, colmar ciertas necesidades determinadas por la persona como prioritarias en su satisfacción. Adicionalmente, tales recursos además de adecuados han de encontrarse bajo el dominio o control de quien los pretende emplear; de otra forma, no se podrá contar con ellos. Quizás una de las más agudas definiciones de actividad económica es la que señala que ésta corresponde a “toda actividad humana que modifica el conjunto de medios útiles y escasos a disposición de un sujeto (individuo o grupo social) para los fines de la vida”.311 Así, la actividad económica en cuanto estudiada y sistematizada por la Economía,312 da lugar a la eficacia económica, esto es, la eficacia con que se logra una mayor utilidad con un menor esfuerzo.313 En nuestra opinión, más preciso resulta afirmar que la eficacia económica consiste en alcanzar la mayor productividad con el insumo de los 311 VALSECCHI, Francisco, ¿Qué es la economía?, p. 16, Ediciones Macchi, vigésima edición, Buenos Aires, 1996. 312 La Ciencia Económica es en parte teórica, en parte práctica y en parte productiva, según explica CRAVERO, José M. J., El tomismo en la filosofía contemporánea de la economía, pp. 65 y ss., Ediciones de la Universidad Católica argentina, Buenos Aires, 1997. En nuestro concepto, la actividad económica de que se ocupa el Decreto Ley 211 es de orden productivo en cuanto se dedica a comprender y dirigir las actividades de producción, comercialización y consumo de bienes y servicios económicos. 313 MEINVIELLE, Julio, Conceptos fundamentales de la economía, p. 23, Editorial Nuestro Tiempo, Buenos Aires, 1953.
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menores costos. Los recursos empleados que se eliminan de nuestra disposición se llaman “costos”, en tanto que los recursos obtenidos como consecuencia de la anterior eliminación y que ingresan a nuestro ámbito de disposición se denominan “productos”. En este sentido, la actividad económica es actividad propiamente humana, relacionándose con objetos exteriores útiles y escasos, en una forma tal que éstos le reporten al autor de dicha actividad la mayor utilidad posible. Las actividades económicas pueden clasificarse en productivas, comerciales y de consumo. La actividad económica se clasifica según las tres especies de actuar en que se desarrolla la vida humana: la actividad económica del hombre individual, la actividad económica familiar y la actividad económica propiamente política o referida a la sociedad civil. El comportamiento económico no es idéntico en cada uno de los planos mencionados; lo que interesa a nuestro estudio es la actividad económica en la sociedad civil, puesto que es en ella donde el hombre se enfrenta a determinados bienes económicos respecto de los cuales también tienen necesidad otros ciudadanos. Así, esta confluencia de ciudadanos que comparten ciertas necesidades frente a determinados bienes escasos da lugar a la formación de mercados caracterizados por una oferta y una demanda y, por tanto, a una competencia libremente generada entre ellos, que es el bien jurídico tutelado por el Decreto Ley 211. En efecto, la multiplicidad de actividades económicas emprendidas por pluralidad de personas da lugar a un verdadero proceso económico, cuyos estadios han sido denominados fases productivas y corresponden, en su formulación más simple, a las fases de producción, distribución y consumo. Esta descripción semeja bastante a la que contenía el antiguo artículo cuarto del Decreto Ley 211, que mencionáramos al inicio de este capítulo. Es conveniente observar que estas fases productivas, desde una óptica jurídica, se vinculan a través de los cambios y la multiplicidad de los cambios da lugar a la formación de mercados, los cuales asumen diversas formas y estructuras. La actividad económica no puede ser reducida a los cambios o al tráfico mercantil, puesto que aquélla puede consistir en conductas de autoabastecimiento o bien en conductas de intercambio. Una reducción de la actividad económica a los cambios o conmutaciones conduciría a exigir una suerte de alteridad en la actividad económica –análoga a la que resulta esencial para la configuración del Derecho–, con lo cual el estudio de la actividad de un solitario Róbinson Crusoe en procura de la satisfacción de sus necesidades ilimitadas quedaría entregada a otras ciencias, diversas de la Economía. Ciertamente, este no es el caso; las actividades económicas pueden o no estar caracterizadas por la alteridad. Sólo aquellas actividades económicas donde exis338
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ta alteridad interesan al Derecho y, por tanto, al derecho de la libre competencia. No abordaremos en el presente estudio, por exceder los límites del mismo, las diversas posiciones que se han perfilado en relación con cuál es el objeto formal y específico de la Economía. Conviene notar que el término Economía lo empleamos a lo largo del presente estudio en su acepción moderna de ciencia de la obtención de las riquezas y no en su acepción etimológica –muy difundida en el Medioevo– de arte del gobierno de la casa. Sólo procede advertir que existen dos grandes grupos de visiones sobre el tema: la primera, que concibe el objeto de la Economía como una ciencia que se ocupa de la actividad humana referente a ciertos bienes escasos y, en tal sentido, se trata de una ciencia práctica,314 y una segunda, que excluye la actividad humana y considera que el objeto de la Economía consiste en los bienes materiales, los cambios y las cosas raras, y que sería una ciencia especulativa, semejante a la física, la biología o la química.315 Por cierto que existen importantes matices y variantes, según se defienda la autonomía o la subordinación de la Economía a la Ética o a la Política y los términos bajo los cuales se produce semejante subordinación, así como su carácter descriptivo versus normativo. De esta forma arribamos a una de las mejores definiciones de Economía hasta ahora elaboradas, la de Lionel Robbins, que señala: “Economía es la ciencia que estudia la conducta humana como una relación entre fines y medios escasos que tienen usos alternativos”.316 Esta definición tiene la virtud de situar lo económico en la actividad propiamente humana, planteando la necesidad de que ésta organice los medios que sean adecuados a un determinado fin e introduciendo el distingo entre medios superabundantes (bienes libres o gratuitos) y medios escasos (bienes económicos u onerosos).
314 Adhiere a esta posición RÖPKE, Wilhelm, Más allá de la oferta y la demanda, p. 327, Fomento de Cultura Ediciones, Valencia, 1960, quien afirma: “...la economía no es, desde luego, una ciencia natural (science, en el sentido francés y anglosajón), sino una ciencia del espíritu, y como tal moral science, ha de ocuparse del hombre como un ser moral y espiritual (...) puesto que trata de un objeto, la economía de mercado, que objetiviza hasta tal punto lo subjetivo, que podemos emplear métodos extraños a las demás ciencias espirituales”. 315 MEINVIELLE, Julio, Conceptos fundamentales de la economía, pp. 28 y ss., Editorial Nuestro Tiempo, Buenos Aires, 1953. 316 ROBBINS, Lionel C., The nature and significance of economic science, London, Macmillan & Co., 1932. En el mismo sentido, formula en el año 1871 una descripción del objeto de la economía, MENGER , Karl, Principios de economía política, p. 84, Unión Editorial, Madrid, 1983.
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Lo anterior importa que la actividad propiamente humana está necesariamente finalizada, lo que no significa carencia de libertad de albedrío, sino que todo lo contrario: en virtud de dicho albedrío la persona humana determina sus fines para luego establecer los medios idóneos que le permitan alcanzar tales objetivos, que siempre debieran ser a su vez medios adecuados para alcanzar la felicidad.317 Por regla general, los fines se comportan como medios para la consecución de fines superiores y bien puede ocurrir que un medio electo que aparece como idóneo para el logro de un fin inmediato determinado, se presente sin embargo como inadecuado o indebido bajo la óptica de un fin mediato y superior. De allí la necesidad de coordinar los fines entre sí como exigencia, en orden ascendente, de la eficiencia meramente económica, de la justicia (lo justo objetivo antes explicado) como objeto del Derecho, del bien común político y del Derecho natural (la naturaleza humana en cuanto principio de operación). Esta coordinación debe arrancar de la persona humana en virtud del ejercicio del libre albedrío de que se halla dotada, de la autonomía privada en el ámbito del Derecho y del principio de subsidiariedad en el orden político, todo ello sin perjuicio de los límites y requerimientos que el orden público y el bien común político pueden formular. De lo expuesto se sigue que la ordenación de la importancia de los fines de la persona humana a ser alcanzados con medios escasos es un asunto que trasciende a la Economía y, por tanto, exterior a esta última. De allí que la definición de Robbins haya resultado demasiado amplia para capturar el objeto formal de la Economía. Si bien es cierto que esta definición ha tenido el innegable mérito de dar cuenta del problema económico como asunto esencial de la Economía, resulta indispensable reconocer que el problema económico todavía se muestra impreciso en sus límites para efectos de contribuir a una definición rigurosa del objeto formal de la Economía. En efecto, la definición transcrita no permite distinguir con propiedad lo económico de lo no económico, puesto que al decir de Von Mises se confunde en esta clase de definiciones lo económico con lo
317 AQUINO, Santo Tomás de, Suma contra los gentiles, Libro III, cap. II, 5, p. 292, Editorial Porrúa, México, 1991: “Todo agente o actúa por naturaleza, o por entendimiento. Ninguna duda hay en los agentes que actúan por entendimiento de que lo hagan por un fin, pues al actuar preconciben por su inteligencia lo que han de conseguir mediante la acción, ya que esto significa obrar por entendimiento. Y como en un entendimiento que preconcibe las cosas existe la semejanza del objeto a la que se ha de llegar mediante las acciones inteligentes, así también en el agente natural preexiste la semejanza de un efecto natural, que determina la acción necesaria para tal efecto; así el fuego genera fuego, y la oliva otra oliva”.
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racional.318 En esta misma línea, concordamos con la crítica que a la definición de Robbins plantea R. H. Coase, en cuanto a que ésta es demasiado amplia.319 Adicionalmente, estimamos que la excesiva amplitud de dicha definición radica en que no se precisa la naturaleza de los bienes constitutivos de tales medios escasos que tienen usos alternativos. Desde esa perspectiva, en nuestra opinión, exhibe mayor precisión caracterizar lo económico de la siguiente manera: “es en general económico el comportamiento humano enderezado a conseguir bienes materiales externos, contando, por una parte, con medios también provistos de esa índole, pero que son escasos, y, por otra parte, con unos medios internos –las capacidades físicas e intelectuales del hombre– donde se da, asimismo, la nota de la escasez”.320 En esta última descripción se precisa la escasez de los denominados factores y recursos productivos y se aclara la naturaleza de los bienes que trata la Economía. Sólo allí donde hay escasez y demanda, puede existir valor económico y, por tanto, valoración pecuniaria, puesto que el precio, en esta acepción económica lata, es la medida de la escasez entregada a la estimación común del respectivo mercado. Sin embargo, no toda forma de escasez es susceptible de avaluación pecuniaria; la escasez ha de predicarse de un bien dotado de exterioridad al ser humano y que exhiba algún grado de mensurabilidad, que es lo que la descripción transcrita ha denominado “materialidad”. A ese sentido amplio de lo económico, tan debatido al guardar relación con la definición del objeto formal de la Economía, cabe contraponer una acepción más estricta y más operativa que sirva al Derecho antimonopólico.
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VON MISES, Ludwing, Socialism, pp. 95-96, Liberty Fund, Indianápolis, 1992: “All theoretical inquiries –those of the classical economists, equally with those of the moderns– start from the economic principle. Yet, as was necessarily soon perceived, this provides no basis for clearly defining the subject matter of economics. The economic principle is a general principle of rational action, and not a specific principle of such action as forms the subject of economic inquiry. The economic principle directs all rational action, all action capable of becoming the subject matter of a science. It seemed absolutely unserviceable for separating the ‘economic’ from the ‘non-economic’, so far as the traditional economic problems were concerned”. Sin embargo, el propio Von Mises, algunas páginas más adelante (pp. 107 y ss.), reconoce la necesidad de dar con un concepto estricto de economía, concluyendo: “The sphere of the ‘purely economic’ is nothing more and nothing less than the sphere of money calculation”. 319 COASE, R. H., “Economics and contiguous disciplines”, en Essays on economics and economists, The University of Chicago Press, Chicago and London, 1994. 320 MILLÁN PUELLES, Antonio, Economía y libertad, p. 142, Conf. Española Cajas de Ahorro, Madrid, 1974.
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En efecto, la primera consideración es que el Derecho exige alteridad, esto es, que haya diversidad de personas; con ello quedan excluidas las actividades económicas de autosustento, en las cuales no existe intercambio.321 Así, sólo son relevantes al Derecho los intercambios respecto de bienes escasos, externos y que exhiban algún grado de mensurabilidad. La consideración siguiente es que reconociéndose la necesidad de que haya intercambio, éste dé lugar a mercados en un sentido económico, porque sólo donde hay mercados ha de tutelarse la libre competencia, según lo ordena expresamente el Decreto Ley 211.322 Así, tal como ya lo advertíamos al comparar el ámbito material de la garantía del art. 19, Nº 21, inciso primero de la Constitución Política de la República y del Decreto Ley 211, este último no se refiere a cualquier actividad económica, sino que sólo a aquellas que se caracterizan por la competencia, esto es, que exista intercambio y tráfico y no mero consumo para la autosubsistencia. Así, la libre competencia tiene por ámbito material sólo una modalidad de actividades económicas: aquellas que se refieren al intercambio de bienes, en tanto se realice a través de los mercados. De esto se sigue que los bienes que no pueden ser comercializados o intercambiados en términos absolutos, tampoco podrán ser objeto de tutela por el derecho de la libre competencia.323 La noción de mercado exige un intercambio habitual o dotado de cierta permanencia en el tiempo, esto es, un ámbito ideal o físico en el cual interactúan con cierta habitualidad la oferta y la demanda por uno o más bienes específicos. En este sentido, es correcto afirmar que existen ciertos servicios o bienes respecto de los cuales no existe mercado en un determinado país o región, lo cual no significa que nunca nadie haya demandado tales servicios o bienes, sino que si ello ocurre, acontece muy esporádicamente, no dando lugar a una demanda y oferta habitual o más o menos permanente y, por tanto, no procede hablar de mercado en un sentido estricto. La exigencia de que 321 Véase, a modo de ejemplo, Resoluciones Nos 6, 67, 137, 251 y 276, emitidas por la Comisión Resolutiva. 322 Art. 1º, inciso primero, del Decreto Ley 211: “La presente ley tiene por objeto promover y defender la libre competencia en los mercados”. 323 Esta imposibilidad de comerciabilidad (res extra-commercium) afecta a ciertos bienes que no pueden ser objeto de relaciones jurídicas privadas, sea por su naturaleza o bien por su destino, según se encarga de recordarlo el art. 1464, Nº 1 del Código Civil chileno. Ciertos derechos políticos y atributos de la personalidad no admiten comerciabilidad, v. gr., el derecho a voto o el derecho a la vida (este último se halla mal formulado, puesto que es, en realidad, el derecho a que me respeten la vida que ya tengo). No debe confundirse la incomerciabilidad con la inalienabilidad de un bien.
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el mercado esté dotado de alguna permanencia exhibe muy antigua data; así San Isidoro de Sevilla afirma: “De donde la designación de ‘mercado’ dada a la reunión de numerosas personas que suelen vender o comprar”.324 De allí que no todo intercambio dé lugar a un mercado relevante, concepto este último que desarrollaremos en uno de los acápites siguientes. Así, sólo respecto de las actividades económicas de libre intercambio que tengan lugar en mercados puede haber competencia mercantil y tutela de la libre competencia, que es la justificación de la normativa en comento.325 Las actividades económicas características de los mercados y que destacan como prototípicas son la producción, el comercio y la distribución de bienes y servicios. Estas actividades económicas en estricto rigor no tienen por objeto inmediato la solución del problema económico, sino más bien lo buscan solucionar indirectamente por su dependencia y subordinación a las conductas humanas que efectivamente buscan solucionar dicho problema. En otras palabras, la actividad misma de producir no satisface las necesidades del productor, puesto que éste requiere obtener un pago por las unidades producidas, con parte del cual podrá satisfacer sus necesidades y con otra parte remunerará los factores productivos implicados en tal producción. En consecuencia, la actividad de producir es un medio indirecto para satisfacer las necesidades del productor. En síntesis, creemos que las “actividades económicas” deben ser interpretadas en relación con las actividades que tienen que ver con la producción, comercio y distribución de bienes y servicios, las cuales dan generalmente lugar a mercados diversos. Esta es, por lo demás, la interpretación que ha confirmado el propio Tribunal de Defensa de la Libre Competencia. La máxima autoridad antimonopólica, actuando en su calidad de tribunal especial, esto es, en ejercicio de sus potestades jurisdiccionales, sentenció lo siguiente en su Resolución Nº 45, considerando 11: “Las atribuciones de esta Comisión [hoy Tribunal de Defensa de la Libre Competencia] recaen en actos, convenciones o conductas que impiden, restringen o tienden a entrabar y entorpecer la libre competencia en las actividades económicas relacionadas con la producción, el comercio o la prestación de servicios, motivo por el cual las de naturaleza esencialmente laboral y de regulación y disciplina de
324 SAN ISIDORO DE SEVILLA, Etimologías, tomo I, Libro V, 25, 35, p. 527, Editorial BAC, Madrid, 1993. 325 Véase Resolución Nº 278, emitida por Comisión Resolutiva.
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la actividad deportiva, escapan a las facultades que la legislación antimonopólica entrega al conocimiento y resolución de esta Comisión, sin perjuicio de las acciones que puedan formularse ante otros organismos e instancias con competencia suficiente”. Esta precisión efectuada por la propia autoridad antimonopólica es sumamente ilustrativa, puesto que conduce a la conclusión de que la frase “actividades económicas” no debe interpretarse en un sentido lato alusivo al problema económico, sino que en la acepción estricta que anteriormente indicáramos, según la cual significa conductas orientadas a la producción y comercialización de bienes y servicios. De haberse adoptado la significación amplia de lo económico, no habría sido posible excluir materias de orden laboral y de regulación y disciplina de la actividad deportiva. Sin embargo, surge la razonable duda de si el problema laboral descrito por el denunciante en la causa antes indicada no sería un asunto de abuso de posición monopólica; parecería, por los antecedentes analizados por el Tribunal Antimonopólico, que los cargos manifestados por el denunciante no guardaban relación con un problema de competencia en la oferta y demanda de servicios deportivos, sino antes bien es un asunto estrictamente laboral. Otro pronunciamiento de interés en virtud del cual la Honorable Comisión Preventiva Central –organismo antimonopólico de naturaleza administrativa que hoy se encuentra derogado– emitió un dictamen, según el cual pretendió deslindar materias de competencia de los organismos antimonopólicos y asuntos que se hallan entregados a los tribunales ordinarios de justicia, fue aquel en que señaló: “3. ...concluyendo que de ellos [autos] se desprende inequívocamente que la denuncia carece de fundamento, por cuanto, con las respuestas de las denunciadas y documentos acompañados por ellas, queda en claro que la demora en la negociación y en celebrar el contrato materia de la denuncia se debió al necesario saneamiento de los títulos, para poder efectuar la venta, ya que de no mediar los pagos aludidos, habría habido objeto ilícito en la venta. 4. Esta Comisión concuerda con la opinión del Fiscal Nacional Económico y estima que el entorpecimiento de la libertad contractual alegado por las denunciantes, no es materia de su competencia, ya que corresponde a los tribunales ordinarios de justicia, de acuerdo con lo prescrito en el art. 1451 del Código Civil”.326 En el caso transcrito, la H. Comisión Preventiva Central estimó que el asunto objeto de la denuncia que fue puesto en su conocimiento
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Dictamen Nº 882/911, numerales 3º y 4º de la Comisión Preventiva Central.
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obedecía a un problema de eventuales vicios del consentimiento en la compraventa celebrada antes que a una ofensa antimonopólica. Si bien parecería correcta esta interpretación de la situación denunciada, estimamos que era necesario justificar la inexistencia de un problema atingente a la libre competencia. En efecto, considerando que un abuso monopólico puede también eventualmente conducir a una situación que vicie el consentimiento, v. gr., una configuración de dolo civil por parte del monopolista que, con el ánimo de maximizar su renta monopólica, causa a sabiendas un detrimento o injuria en la propiedad de otro, resultaba necesario fundamentar por qué en el caso concreto no mediaba un abuso monopólico. De allí que si bien es cierto que no necesariamente un atentado a la libre competencia coincide con un vicio del consentimiento, del hecho de que éste exista no se sigue inequívocamente que no haya una ofensa antimonopólica. De lo expuesto se podría concluir que la voz “comercio”, en su acepción lata empleada por leyes antimonopólicas como la Sherman Act de 1890, resulta concordante con la significación operativa para los mercados de la expresión “actividades económicas” de que se valen los cuerpos normativos antimonopólicos más modernos. Cabe, por último, advertir que surge también con motivo del ámbito material del Decreto Ley 211 el problema de aquellas actividades económicas en las cuales, por razones de eficiencia, no tiene aplicación la operatoria de la libre competencia. Esto acontece en algunas de las denominadas industrias reguladas como consecuencia de un monopolio natural o una estructura de mercado muy próxima a este último. Resulta claro que en estos casos hay actividades económicas, hay intercambios libres y hay mercados. En efecto, no por el hecho de que el oferente sea único o goce de una muy significativa posición dominante deja de haber mercado. Lo que acontece es que, desde la perspectiva del oferente, en un mercado donde éste ostenta un monopolio natural no hay competencia en la oferta, y suele ésta hallarse bastante regulada, aunque ello no es óbice para que pueda haber competencia en la demanda. La inexistencia de competencia en la oferta no acarrea una inaplicabilidad de la legislación antimonopólica. En efecto, técnicamente, aquellas industrias reguladas no se hallan excluidas del ámbito material del Decreto Ley 211, según explicaremos en el capítulo de esta obra denominado “El Monopolio Natural”, puesto que en tales industrias pueden ocurrir abusos de posición dominante por parte del monopolista natural que presta servicios. De esta manera, a pesar de la máxima imperfección que es dable hallar en un mercado: la estructura de un monopolio puro, no es posible colegir que no puede haber allí lugar a una ofensa contra la libre competencia. Dicha ofensa no consistirá en la expulsión de un competidor desde el 345
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lado de la oferta, puesto que ello es factible al no existir otro competidor; sin embargo, puede acontecer que el monopolista puro intente abusar y ese abuso constituya un atentado contra la libre competencia. De allí que el Decreto Ley 211 resulte perfectamente aplicable a las industrias reguladas y a aquellas en las cuales existan monopolios naturales. G.1.3. Los bienes económicos y los mercados relevantes Los entes o cosas existentes sólo pueden ser calificados de bienes en tanto que sean apetecidos. Si el apetente es humano, el ente apetecido podrá ser calificado de bien humano. El bien humano tiene la propiedad de satisfacer una necesidad humana y, por tanto, el apetente ha de desarrollar la actividad necesaria para alcanzarlo y así dar satisfacción a su necesidad. En este proceso puede ocurrir que lo apetecido resulte inadecuado, total o parcialmente, para satisfacer la necesidad experimentada por el apetente y, por tanto, es posible que no se trate de un bien verdadero, sino de un bien ficticio o imaginario.327 De allí que hay bienes humanos verdaderos y otros meramente aparentes. Asimismo, podría acontecer que la acción desarrollada por el apetente para alcanzar el bien apetecido resulta inadecuada o fallida, lo que frustrará la acción destinada a obtener el bien apetecido. Es preciso observar que no todo bien humano apetecido es por ello económico. Para que un bien humano revista el carácter de económico se requiere al efecto la concurrencia de ciertas notas copulativas: a) exterioridad, puesto que los bienes humanos internos no son objeto de la Economía; b) mensurabilidad de los bienes, esto es, su aptitud para ser valorados pecuniariamente; c) utilidad de uso,328 puesto que hay bienes externos con los cuales nos relacionamos por otros motivos, v. gr., simplemente por goce estético. Esta nota dependerá de
327 ARISTÓTELES , Acerca del alma, Libro III, cap. X, p. 248, Editorial Gredos, Madrid, 1994. 328 AQUINO, Santo Tomás de, Comentario a la Ética a Nicómaco, Libro V, Lección IX, p. 285, Ediciones CIAFIC, Argentina, 1983, señala: “Mas este algo que mide todo verdaderamente es la necesidad, o indigencia o demanda de las cosas, que contiene todas las cosas cambiables en cuanto son ellas capaces de remediar la humana necesidad; pues las cosas no se aprecian según la dignidad de su naturaleza, ya que de otro modo un ratón, que es un animal sensible, sería de mayor precio que una perla, que es una cosa inanimada, sino que a las cosas se les impone su precio en la medida en que los hombres las necesitan para su uso. Signo de esto es que si los hombres nada necesitaran, no habría cambio alguno, y lo mismo sucedería si no tuvieran necesidades semejantes, vale decir, de estas cosas, pues no darían lo que tienen a cambio de aquello que no necesitan”.
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la amplitud que se desee conferir a la voz utilidad; si seguimos a los filósofos clásicos, sólo ciertos bienes exteriores son útiles, y d) escasez, acompañada de demanda, esto es, insuficiencia de tales bienes en relación con la demanda actual por los mismos. Si la necesidad a satisfacer ha de ser colmada con bienes exteriores y la cantidad disponible de éstos es insuficiente para la adecuada satisfacción de esa necesidad, tales bienes adquirirán valor económico, valor que será susceptible de medición por la vía de la cuantificación dineraria. Sólo aquellos bienes que exhiben valor económico, esto es, “la significación que unos concretos bienes o cantidades parciales de bienes adquieren para nosotros, cuando somos conscientes de que dependemos de ellos para la satisfacción de nuestras necesidades”,329 han de ser llamados “bienes económicos”. Es preciso recordar que un bien no económico puede transformarse en un bien económico en dos situaciones: i) en el evento que disminuya la cantidad disponible de ese bien, manteniéndose constante la necesidad por dicho bien, y ii) en el evento que se incremente la necesidad a satisfacerse por ese bien, v. gr., aumento de la población, manteniéndose constante la cantidad disponible de ese bien. Si existe uno o más apetentes por un mismo bien económico, que formalizan su apetencia en términos dinerarios o por equivalentes en otros bienes económicos, podremos decir que hay demanda, y si existe uno o más oferentes del bien económico apetecido, que formalizan su voluntad por enajenar la propiedad o ciertos usos del bien económico ofrecido en términos dinerarios o por equivalentes en otros bienes económicos, diremos que hay oferta. La interacción entre quienes exteriorizan su apetencia por ese bien económico, en términos dinerarios o su equivalente, y quienes exteriorizan su oferta en atención a que conseguirán otros bienes apetecidos con los dineros o equivalentes obtenidos, da lugar a los intercambios y cuando éstos se tornan habituales, tiene lugar la formación de los mercados económicos. La adecuada operatoria de estos intercambios y de los consiguientes mercados exige el reconocimiento explícito o implícito de la propiedad privada, presupuesto fundamental para una libertad de competencia mercantil, sea ésta por ofertar o por demandar y sea que esta demanda tenga lugar para comercializar o bien para consumir en términos finales. Esta libertad de competencia mercantil descansa sobre la posibilidad de elegir medios para alcanzar el fin económico que se ha propuesto el competidor, sea éste oferente o demandante y en
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MENGER, Karl, Principios de economía política, pp. 102 y 103, Unión Editorial, Madrid, 1983.
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este último caso, intermedio o final. Una vez determinado ese fin es necesario que los bienes económicos revistan también la calidad de bienes jurídicos (es decir, no se opongan a la moral, buenas costumbres, orden público y otras normas de autoridad pública) y exista una libertad jurídica para adquirir y emplear libremente los medios necesarios para competir, que también son bienes económicos y jurídicos a la vez. Esta libertad jurídica es la que confiere la propiedad privada no sólo sobre los bienes finales consumibles, sino que también sobre los medios de producción y sobre el propio trabajo. Una propiedad estatal sobre los medios de producción transfiere lo principal de esta esfera de decisión al Estado y hace inoperante la libertad de competencia mercantil. De allí la estrecha vinculación entre el bien jurídico tutelado por el Decreto Ley 211 y la tutela de la propiedad privada.330 Es preciso observar que sólo algunos de los denominados bienes económicos tienen la aptitud de dar inmediata satisfacción a una necesidad humana. El resto de los bienes económicos obtienen su calidad de tales del hecho de hallarse vinculados por nexos causales entre sí y con los bienes que dan inmediata satisfacción a necesidades humanas. En otras palabras, gran cantidad de los bienes económicos son tales en cuanto que sirven para la elaboración de otros bienes que tienen la aptitud de satisfacer inmediatamente necesidades humanas. Así, los campos de trigo y los molinos que trituran el trigo son bienes económicos en tanto y en cuanto el trigo sirva para la elaboración del pan y éste continúe siendo un bien económico (supuesto, naturalmente, que el trigo no sirva para otra cosa que la elaboración de pan), dotado de la capacidad de satisfacer directamente una necesidad humana determinada. De allí que los bienes económicos que dan satisfacción directa e inmediata a necesidades humanas, sean llamados bienes económicos “del primer orden”, y los restantes bienes económicos correspondan a “otros órdenes” (segundo, tercero, cuarto, etc.), según se alejen de la necesidad humana que, mediatamente, a través de otros bienes complementarios han de colmar.331 Así, la cualidad de tal de un bien económico de orden superior está condicionada por el hecho de que se disponga de sus respectivos bienes complementarios de orden inferior y por el hecho de que ninguno de estos últimos pierda la calidad de bien económico. La calidad de bien económico puede perderse porque se descubra que un determinado bien no es apto
330
RIESLE CONTRERAS, Héctor, La inviolabilidad del Derecho de propiedad privada ante la doctrina pontificia, cap. V, 3º, pp. 91-96, Editorial Jurídica de Chile, 1968. 331 MENGER, Karl, Principios de Economía Política, pp. 51 y ss., Unión Editorial, Madrid, 1983.
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para satisfacer una determinada necesidad, v. gr., se descubre que carece de la propiedad curativa que se le había atribuido, o porque se proscriba el consumo de un determinado bien por probarse insalubre, v. gr., el consumo de tabaco. De esta interrelación entre bienes económicos nace la interrelación entre mercados y la conocida referencia a las diversas fases productivas. En efecto, mientras más próxima se halla una fase productiva del consumidor, más cerca se encuentra el bien económico procesado en esa fase productiva del bien económico del primer orden, del cual aquél arranca su calidad de bien económico (supuesto que no reciba su calidad de bien económico por causa de un bien del primer orden diferente). De lo señalado se colige que las fases productivas son tales en cuanto el bien económico a que se refieren no pierda su calidad de bien económico. Es conveniente observar que el dilema del monopolio, en un sentido económico, gira en torno a una peculiar estructura que puede adoptar el mercado y ello presupone clarificar algunas líneas muy generales acerca de los mercados. Éstos se componen de: i) personas (naturales o jurídicas, públicas o privadas), que en el evento de ser una sola da lugar a uno de los presupuestos de la noción etimológica de monopolio;332 ii) actividad humana exteriorizada de tipo económica (acepción estricta), dotada de alteridad, mediante la cual se intercambia con cierta habitualidad, dando lugar a la demanda y a la oferta que conforman los mercados, y iii) los bienes sobre los que recae tal actividad, que según explicamos se denominan bienes económicos y que han de exhibir también la cualidad de bienes jurídicos. Los bienes económicos dan lugar a actividad humana exteriorizada cuyo objeto es la obtención de los mismos, esto es, actividades económicas. En la medida que tales actividades económicas trasponen los límites de la mera subsistencia y se desarrollan intercambios o conmutaciones de excedentes, puede darse lugar a la formación de mercados. Tal como se señaló anteriormente, los mercados revisten algunas notas características: la primera es una cierta permanencia o habitualidad en la demanda y oferta de un bien; la segunda es que no resulta necesaria la materialidad del mercado, en el sentido que oferentes y demandantes pueden concurrir sin que se encuentren presencialmente entre sí y sin que los bienes negociados estén a la vista de los oferentes y demandantes respectivos.
332 VALDÉS PRIETO, Domingo, “Hacia una nueva lectura de la definición nominal de monopolio”, Revista Derecho y Humanidades, Nº 10 (años 2003-2004), Facultad de Derecho, Universidad de Chile, 2005.
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Es en los mercados donde ha de sopesarse el efecto de los atentados a la libre competencia y no en cualquier mercado sino que en aquellos denominados “relevantes” a la respectiva actividad económica mediante la cual se ha pretendidamente vulnerado la libre competencia. El verdadero efecto supuestamente conculcatorio de la libre competencia causado por tales conductas sólo puede ser captado considerando el mercado relevante en el cual aquéllas se desarrollan y ello exige analizar los elementos que definen dicho mercado. La descripción del mercado relevante descansa sobre una variedad de indicadores, que es preciso observar y evaluar para forjarse un concepto razonable del ámbito en el cual se desarrolla un pretendido ilícito monopólico y, por tanto, ponderar sus eventuales efectos vulneradores de la libre competencia. Lo anterior descansa sobre la premisa fundamental consistente en que debe evaluarse la lesión o riesgo que un supuesto injusto monopólico causa, atendiendo a la libre competencia concreta y específica del respectivo mercado relevante en el cual se perpetra aquel supuesto ilícito. Así, no se tutela la libre competencia como bien jurídico abstracto, sino que perfectamente concreto, con sus singularidades y peculiaridades propias, las que derivarán de las imperfecciones del respectivo mercado relevante constriñendo o caracterizando dicho bien jurídico. Lo anterior no debe mover a extrañeza; así como el tipo penal de homicidio cautela la vida humana abstractamente formulada, cuando se trata de establecer si se cometió delito de homicidio contra Juan, habrá que ver cómo se atentó contra esa vida en particular. Así, por ejemplo, deberá observarse que Juan padecía una grave enfermedad y que por la vía de suministrarle dosis inadecuadas del medicamento requerido se le quiso privar de su vida. Tales dosis inadecuadas habrían sido completamente inocuas en una persona que careciese de la enfermedad de Juan, pero la vida humana atacada –cuya tutela busca el Derecho mediante la sanción– es la de Juan y no otra, debiendo considerarse todas sus características y particularidades para la configuración del delito investigado y en qué medida éstas eran conocidas del supuesto agresor. Continuando con nuestro parangón, los niveles de poder de mercado que en un determinado mercado relevante podrían ser calificados de poco significativos y por tanto la colusión destinada a producirlo ser casi inocua, en otro mercado relevante pueden resultar gravísimos y altamente lesivos de la libre competencia. La determinación del mercado específico, también denominado mercado de referencia, importa establecer el bien económico –sea producto o servicio– y el lugar geográfico que la demanda y oferta interactivas respecto de dicho bien ocupan. Dicho bien económico determinará una demanda y una oferta con alguna base territorial y, 350
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por tanto, el grupo de competidores actuales tanto por el lado de la oferta como por el lado de la demanda que interactúan. Este interactuar tiene por finalidad la búsqueda de intercambios satisfactorios para cada parte que esté dispuesta a suscribir una convención relativa al bien económico caracterizador de ese mercado. La importancia del mercado relevante o de referencia es que sólo allí ha de sopesarse cuál ha sido el efecto de la conducta cuya licitud antimonopólica o contradictoriedad con el bien jurídico tutelado busca despejarse, puesto que sólo allí ha de considerarse la libre competencia in concretum y, por tanto, allí habrá de medirse la puesta en peligro o la lesión que supuestamente ha sufrido tal bien jurídico mediante el estudio del poder de mercado existente o en vías de configurarse en tal mercado. Lo anterior, ciertamente, permitirá establecer en algún grado los competidores actuales y potenciales, así como eventualmente los consumidores que han sufrido los efectos de una conducta monopólica. Para ello resulta fundamental determinar el poder monopólico o poder de mercado que ha intervenido –actual o potencialmente– en la configuración del supuesto injusto de monopolio y ello exige, a su vez, establecer el mercado relevante o de referencia. Según señalara Areeda: “Si pudiéramos medir el poder de mercado directamente, la definición de mercado sería una cuestión superflua. La ley utiliza la definición de mercado y las cuotas de mercado como una aproximación defectuosa. (...) Sencillamente, no podemos obviar que es una base engañosa y confusa para inferir el poder de mercado”.333 G.1.3.1. El mercado relevante desde la perspectiva del producto Mucho se ha discutido por economistas y juristas cuáles son los criterios para determinar si se está frente a un mismo producto y sus sucedáneos. Para la determinación de los bienes sustitutos suele considerarse la semejanza de sus características, de su precio y de su uso con las correspondientes del producto principal. La elasticidad cruzada de la demanda es un criterio bastante utilizado que implica que dos productos pertenecen al mismo mercado si un ligero aumento del precio de uno de ellos supone un desplazamiento suficientemente significativo de la demanda hacia el otro.334 Bajo
333 A REEDA, P., Market definition and horizontal restraints, pp. 562, 576, 52 Antitrust L. J. 553 (1983). 334 En aquellos procesos en los cuales no existe información estadística o econométrica que permita al Tribunal de Defensa de la Libre Competencia medir o comparar ciertas elasticidades cruzadas de los bienes estudiados, dicha autoridad pública ha
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el Derecho estadounidense se ha acudido a una noción más precisa, según la cual los productos responden a un mismo mercado en la medida que un aumento permanente y ligero, pero no obstante esto último, significativo, del precio de uno de ellos supone en un año una baja en las ventas lo suficientemente importante como para estimar que el aumento es interesante desde un punto de vista económico. Ha constituido un verdadero hito en el análisis del mercado relevante la publicación efectuada por la Comisión Europea en 1997 y que se denomina “Comunicación de la Comisión relativa a la definición de mercado de referencia a efectos de la normativa comunitaria en materia de competencia”, en adelante la Comunicación, la cual se apoya en muchos elementos anteriormente descritos en las Merger Guidelines, que han sido desarrolladas y publicadas por el Department of Justice y la Federal Trade Commission, ambos de los Estados Unidos de América, en 1982 y en sus reediciones de 1984,1992 y 1997. Si bien es cierto que las mencionadas Merger Guidelines tenían por objeto identificar fusiones que fueren problemáticas desde una perspectiva antimonopólica, en ellas se contenían directrices adecuadas para un análisis de los mercados relevantes. Tales directrices descansaban sobre tres criterios: sustituibilidad de demanda, sustituibilidad de oferta y condiciones de acceso. La definición de mercado relevante de las Merger Guidelines se formula en el Párrafo Nº 2.01, según el cual aquél consiste en: “un producto o grupo de productos y un área geográfica en la que se venden, para los cuales una empresa –hipotéticamente maximizadora de beneficio y no sujeta a precios regulados– que es la única fabricante presente y futura de tales productos en esa área geográfica, puede aplicar un aumento de precio pequeño pero significativo y permanente, manteniéndose constantes las condiciones de venta del resto de los productos”. Por contraste, la Comunicación, emitida por la Comisión Europea, define en su párrafo Nº 7 el mercado del producto en los siguientes términos: “El mercado del producto de referencia comprende la totalidad de los productos y servicios que los consumidores consideren intercambiables o sustituibles en razón de sus características, su precio o el uso que se prevea hacer de ellos”. Así, el mercado, a la luz de esta definición, se estructura sobre la base de tres aspectos del producto: características, precio y uso. La Comunicación, al igual que los Merger Guidelines, identifica tres modalidades de presiones que puede sufrir un competidor: sustituibilidad en la demanda, sustituibilidad en
resuelto que debe estarse a las características y elementos distintivos de un producto frente a los demás con los cuales se le está comparando. Resolución Nº 02/2005, II, considerando, 1.1.
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la oferta y competencia potencial. De estas tres modalidades, se procede primero por la sustituibilidad en la demanda y luego se continúa por las otras dos modalidades. La sustituibilidad en la demanda indica qué productos presentan un alto grado de semejanza en cuanto a su función, precio y atributos para ser considerados sustitutos razonables de otro.335 El grado de semejanza referido, generalmente se ha determinado mediante la prueba de la elasticidad cruzada de la demanda, esto es, la respuesta en la cantidad demandada de un producto ante cambios en el precio de otro. Una elasticidad cruzada de la demanda puede ser positiva, lo que acontece cuando los bienes comparados son sustitutos adecuados; puede ser negativa, lo que tiene lugar si los bienes comparados son complementarios. La sustituibilidad en la oferta se diferencia de la sustituibilidad en la demanda en que mientras en ésta se trata de la posibilidad actual de que dispone un demandante de hallar sustitutos razonables al producto demandado, en aquélla se alude a la posibilidad de que oferentes de un determinado producto pasen fácilmente a producir un sustituto de éste y, de esa forma, den lugar a bienes sustitutos que actualmente no están disponibles. La Comunicación, en sus párrafos Nos 20 a 23 exige que, para considerar la sustituibilidad en la oferta en la configuración del mercado relevante, los efectos de aquélla sean equivalentes a los de sustituibilidad en la demanda, en términos de pronta respuesta y eficacia en la modificación de la oferta. A contrario sensu, si esta modificación involucre plazos significativos o costos adicionales extraordinarios, la sustituibilidad en la oferta no será considerada para demarcar el ámbito del mercado relevante. La competencia potencial alude al hecho de competidores que si bien no están compitiendo en un determinado mercado relevante, existen pruebas fehacientes de que tienen la capacidad de ingresar y así lo desean. En nuestra opinión, lo anterior no es suficiente, sino que también se hace necesario que el deseo de ingresar al mercado relevante se haya exteriorizado en diligencias o actos concretos y demostrables. Así, por ejemplo, constar la resolución de ingreso a ese nuevo mercado en las actas de directorio de la sociedad anónima respectiva, la contratación de publicidad, el registro de marcas, o el contacto con canales
335 STIGLER, George J., The theory of price, p. 49, De. MacMillan, New York, 1953: “La elasticidad cruzada define la sustituibilidad económica, y proporciona una base adecuada para la definición de producto; podemos decir que todas las categorías de cosas que se encuentran entre la elasticidad cruzada son especies de un mismo producto”.
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de distribución, característicos todos los anteriores del mercado relevante al cual se desea ingresar, los cuales debidamente acreditados podrían ser prueba suficiente de que nos hallamos ante un competidor potencial. Entre los competidores potenciales puede, naturalmente, diferenciarse según ese ingreso requiera o no de determinadas condiciones o circunstancias, v. gr., que el producto, por cuya oferta va a competir esté interesado en acceder al mercado, alcance un determinado rango de precio. En síntesis, el mercado en función del bien económico que se oferta y demanda, exige un análisis del mismo que considere: i) las características del producto, entre las cuales se hallan las cláusulas contractuales bajo las cuales se comercializa el mismo; ii) las necesidades que satisface el producto investigado,336 las cuales se han desplazado desde un criterio objetivo al subjetivo de los demandantes; iii) elasticidad cruzada de la demanda de los bienes sustitutos; iv) rango de precio de la cosa, y v) etapa del proceso de comercialización en que se encuentra el producto. G.1.3.2. El mercado relevante desde la perspectiva geográfica Cabe recordar lo señalado por la Comunicación en su párrafo Nº 8, según el cual: “El mercado geográfico de referencia comprende la zona en la que las empresas afectadas desarrollan actividades de suministro de los productos y de prestación de los servicios de referencia, en la que las condiciones de competencia son suficientemente homogéneas y que puede distinguirse de otras zonas geográficamente próximas debido, en particular, a que las condiciones de competencia en ella prevalecientes son sensiblemente distintas a aquéllas”. En nuestra opinión, la clave del párrafo transcrito apunta a la determinación de si las condiciones son suficientemente homogéneas para establecer que estamos frente al mismo mercado de referencia. ¿Qué significa “condiciones suficientemente homogéneas”? En nuestra opinión, la homogeneidad referida no debe aludir a los precios de los bienes, puesto que ello encierra un alto grado de equivocidad. En efecto, en un mercado perfecto o muy próximo a éste los precios tenderán a la uniformidad; sin embargo, la gran mayoría de los mercados ni siquiera se aproximan al paradigma del mercado perfecto, razón por la cual la gran mayoría de los mercados exhibirá precios heterogéneos. De allí, que los precios heterogéneos no indican que nos hallemos ante mercados diversos; más aun, si tal racioci336
Este antecedente resulta fundamental para determinar los bienes sustitutos, según lo prueban las Resoluciones Nos 147 y 226, emitidas por la Comisión Resolutiva.
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nio fuere verdadero, resultaría que la práctica monopólica de discriminación arbitraria monopólica, aplicada al ámbito de los precios, nunca podría ser detectada, puesto que nos llevaría a sostener que dicho arbitrio ha operado en mercados diversos, poniéndose así en duda la existencia misma de la práctica y, en consecuencia, la ilicitud monopólica de esa práctica. El mercado en función del territorio plantea efectuar las siguientes consideraciones: i) origen del producto, en el sentido de si es nacional o foráneo, puesto que en este último evento deberá ser internado al país, teniendo relevancia el tiempo de transporte hasta el país y desaduanación y la eventual existencia de pagos arancelarios,337 y ii) extensión del territorio, en cuanto a si es local, regional, nacional, zonal (v. gr., Unión Europea) o internacional. Esta consideración es importante, puesto que un producto puede ser monopolizado en una región del país no obstante ser ofertado y demandado en otras regiones, en la medida que existan barreras de transporte o de durabilidad del producto que impidan la interacción de las demandas y ofertas correspondientes a esas diferentes regiones.338 A mayor extensión del territorio, todo lo demás constante, podrían intervenir más oferentes y demandantes y podría, en consecuencia, tratarse de un mercado más atomizado. Cabe observar que serán generalmente las características del bien económico un elemento importante para determinar la extensión del respectivo territorio, v. gr., el mercado de la leche fresca impone límites geográficos de orden local antes que nacional, o el peso del cemento encarece los costos del flete impidiendo que éste sea ofertado y demandado en un mercado unitario nacional. Adicionalmente, otros indicadores que son de interés para la adecuada caracterización del mercado relevante: A) Indicadores de carácter estructural. Tienen por objetivo establecer cómo está conformado el mercado. a) Atomicidad. Número de oferentes y demandantes. A mayor número de oferentes y demandantes, mayor atomicidad y, por tanto, mayor cercanía al modelo de competencia perfecta. b) Concentración del mercado. Consiste en la distribución del porcentaje de participación en el mercado respectivo de un 337
Resolución Nº 238 emitida por la Comisión Resolutiva. Resolución Nº 75, considerando 27: “...que tal competencia no es factible debido a la diferente y distante ubicación geográfica de las plantas elaboradoras de las referidas embotelladoras y que el valor del flete es un factor que influye significativamente en la elección de su abastecedor por parte de los compradores...”. Asimismo, puede verse Resolución Nº 144, considerando 13. Ambas resoluciones fueron emitidas por la Comisión Resolutiva. 338
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c)
d)
e) f)
actor en particular y la de sus competidores, se trate de oferentes o de demandantes. La participación puede medirse por niveles de venta anuales o activos totales de la industria respectiva que posee un determinado actor. La concentración puede suponer una integración horizontal o una integración vertical y esta última puede ser hacia el origen del producto (proveedores) o hacia el uso final del producto (consumidores). Facilidad o dificultad para ingresar al mercado como oferente o demandante. A mayor existencia de barreras a la entrada, será menos competitivo el respectivo mercado. Las barreras a la entrada suelen ser conceptualizadas como ventajas de cualquier orden de que disponen los competidores ya establecidos al interior de un mercado y que les permiten subir los precios por sobre niveles competitivos sin por ello atraer el ingreso de potenciales competidores a ese mercado. Productos homogéneos o diferenciados. A mayor homogeneidad mayor competitividad, aun cuando la publicidad y la competencia marcaria tienden a minar la homogeneidad física de los productos. Transparencia. Grado de información disponible. A mayor transparencia, mayor competitividad. Competencia potencial. La existencia de competencia potencial constituye un aliciente al comportamiento ajustado a Derecho de quienes compiten en un determinado mercado.
B) Comportamiento de los partícipes en el mercado. Atiende al comportamiento de los competidores en el mediano plazo. a) Existencia de prácticas colusorias monopólicas. b) Paralelismo consciente. c) Discriminaciones arbitrarias monopólicas. d) Aspectos vinculados a la comercialización, tales como exclusividad y contratos atados. C) Funcionamiento del mercado en cuanto a resultados que se obtienen. Se trata de indicadores ambivalentes, por lo cual deben utilizarse con extraordinario cuidado. a) Nivel de utilidades de cada empresa. b) Nivel de progreso tecnológico o innovación tecnológica. c) Nivel de traspaso de ahorros a los consumidores. d) Grado de libertad de elección por parte del competidor que participa en ese mercado. Las variables anteriores deben emplearse en forma conjunta para arribar a conclusiones operativas. 356
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La descripción y definición del mercado relevante exhibe gran importancia, toda vez que el poder de mercado de un determinado competidor puede ser visto como significativo y relevante para la configuración de una ofensa monopólica o bien, en una conceptualización muy amplia del respectivo mercado relevante, dicho poder de mercado puede aparecer inocuo y carente de importancia para la configuración de un atentado contra la libre competencia. En el Derecho estadounidense la práctica de restringir el mercado relevante para acreditar responsabilidades ha sido denominado “J-Shermanizing the market”, en recuerdo del senador John Sherman, autor de la hasta hoy vigente Sherman Act. La práctica opuesta, consistente en maximizar el mercado relevante para diluir responsabilidades monopólicas, ha sido denominada “T-Shermanizing the market”, en memoria del hermano del senador antes mencionado, general William Tecumseh Sherman. Las mencionadas prácticas son sumamente significativas en el resultado del proceso antimonopólico, puesto que de ello depende el análisis del poder de mercado, de los niveles de concentración y de otras importantes razones descriptivas del mercado relevante que sin duda tendrán gran importancia para la sentencia antimonopólica definitiva, o bien para la resolución antimonopólica que cierre un procedimiento consultivo. Es preciso advertir que, en muchos casos, es necesario acudir al análisis de mercados conexos al mercado relevante en estudio. Esto suele ocurrir toda vez que la comercialización de un producto (mercado relevante principal) exige analizar la disponibilidad de elementos facilitantes de dicha comercialización, los cuales presentan las características de esenciales a dicho proceso (mercado relevante conexo). A modo de ejemplo los puertos son fundamentales para la exportación de sal en Chile. G.1.4. Conclusiones De todo lo expuesto, para efectos del Decreto Ley 211, podemos concluir que configuran la causa material especificadora de lo antimonopólico las actividades económicas (actividad humana propiamente tal, dotada de exterioridad y referida a bienes económicos) de intercambio (dotada de alteridad y referida a lo justo) que se desarrollen en los mercados (cierta permanencia en el tiempo). Por tanto, quedan fuera del ámbito material del Decreto Ley 211 las siguientes actividades: a) Las actividades económicas que no se desarrollan en los mercados, esto es, no ingresan a formar parte de la oferta o de la deman357
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da más o menos permanente en el tiempo de un bien económico. Esto acontece con todas las actividades económicas no destinadas al tráfico sino que orientadas al consumo propio, sea éste individual, familiar o de algún otro cuerpo intermedio. Algo análogo acontece con aquellos intercambios que tienen lugar en forma muy esporádica y no dan lugar a mercado alguno. b) Las actividades que por no ser lucrativas no podrían ser calificadas de económicas. En efecto, tales actividades no podrían corresponder al comercio en sentido lato, v. gr., una donación anónima y, por tanto, carente de beneficio pecuniario indirecto. Así también quedan excluidas las actividades de competencia no económica como, por ejemplo, las actividades de competencia deportiva o de competencia política. c) Las operaciones comerciales involuntarias o intercambios forzados que no dan lugar a mercado, v. gr., expropiaciones por causa de utilidad pública, indemnizaciones o compensaciones por daños injustamente inferidos, etc. En efecto, no existe un mercado de las indemnizaciones de perjuicios, lo que no ha de ser confundido con los seguros de responsabilidad civil, que sí exhiben la forma de un mercado. d) Con mayor razón queda fuera del espectro material del Tribunal de Defensa de la Libre Competencia todo lo relativo a crímenes y delitos penales, a asuntos administrativos y delitos administrativos, a temas civiles y delitos civiles, en tanto aquéllos no guarden relación con la libre competencia. De allí que no basta con lo anterior para determinar la materia de lo antimonopólico, sino que se hace necesario establecerla en función del bien jurídico tutelado, que es lo realmente especificante de esta materia. Lo anterior se prueba por el dicho de que una actividad económica desarrollada voluntariamente en un mercado sólo da un marco genérico, pero insuficiente, puesto que un vicio en el producto comprado cumple con las notas anteriores y sin embargo no corresponde a la especificidad de la libre competencia, donde lo que importa –según quedó explicado en el capítulo denominado Nuestra visión del concepto de libre competencia– es la libertad de competencia mercantil, que se halla regida por la justicia distributiva. G.2. Ámbito temporal del tipo universal antimonopólico En el tipo universal antimonopólico y en la aplicación del Decreto Ley 211 no hallamos forma alguna de retroactividad, puesto que dichos tipo y cuerpo normativo rigen conductas que ocurran con posterioridad a la promulgación del mismo, acaecida en 1973. 358
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Esta situación no se ve modificada por la reforma introducida al Decreto Ley 211 por la Ley 19.911, que fue publicada en el Diario Oficial el 14 de noviembre de 2003, puesto que aquélla no alteró el alcance del tipo universal antimonopólico. Las variaciones que introdujo en dicho tipo fueron menores y carentes de significación desde una perspectiva de la conducta tipificada; por ello, no cabe hablar de un antiguo tipo y un nuevo tipo o de que el uno pueda ser más gravoso que el otro. Por la misma razón, no tiene sentido plantear alguna forma de ultraactividad típica. Lo que sí constituye una innovación a considerar es que la reforma mencionada introdujo plazos de prescripción para las acciones antimonopólicas y civiles derivadas de una ofensa monopólica, así como plazos de prescripción para las medidas que se determinen para prevenir, corregir o sancionar un atentado a la libre competencia, nada de lo cual era regulado por el antiguo texto del Decreto Ley 211. Prescribe el nuevo texto del Decreto Ley 211, en su art. 20, incisos tercero a sexto, inclusives: Las acciones contempladas en esta ley, prescriben en el plazo de dos años, contado desde la ejecución de la conducta atentatoria de la libre competencia en que se fundan. Esta prescripción se interrumpe por requerimiento del Fiscal Nacional Económico o demanda de algún particular, formulados ante el Tribunal. Asimismo, las medidas que se determinen para prevenir, corregir o sancionar un atentado a la libre competencia, prescriben en dos años, contados desde que se encuentre firme la sentencia definitiva que las imponga. Esta prescripción se interrumpe por actos cautelares o compulsivos del Tribunal, del Fiscal Nacional Económico o del demandante particular. La prescripción de las acciones y la de las medidas que se determinen para prevenir, corregir o sancionar un atentado a la libre competencia, no se suspenden a favor de ninguna persona. Sin perjuicio de las disposiciones generales, las acciones civiles derivadas de un atentado a la libre competencia prescriben en el plazo de cuatro años, contado desde que se encuentre ejecutoriada la sentencia definitiva. Lo interesante de estas nuevas disposiciones es que por vez primera en nuestro ordenamiento antimonopólico se contemplan expresamente plazos especiales para la prescripción extintiva de las acciones antimonopólicas, para las medidas preventivas, correctivas o sancionatorias de una conducta monopólica y para las acciones civiles derivadas de un injusto monopólico. La primera duda que se presenta al intérprete es cuáles son las acciones antimonopólicas que se hallan afectas a este plazo de prescripción de dos años. Parecería no caber duda de que esta referencia está formulada en relación con las acciones jurisdiccionales que el Fis359
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cal Nacional Económico o un demandante particular pueda interponer ante el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia. Ello fluye claramente del art. 19 del Decreto Ley 211 que indica que el conocimiento y fallo de las causas a que dé lugar la actividad jurisdiccional encaminada a conocer los atentados contra la libre competencia será sometida al procedimiento reglado por los artículos siguientes al art. 19, entre los cuales se halla precisamente el art. 20. Surge la pregunta de si este plazo de prescripción de dos años resulta aplicable a las acciones no contenciosas que pongan en movimiento la potestad informativa y la potestad consultiva del Tribunal de Defensa de la Libre Competencia contemplada en el art. 18, numeral 2). Estimamos que si bien quien ejercita estas potestades no contenciosas es un tribunal, las potestades públicas en comento son de naturaleza administrativa y no tienen por objeto conocer en cuanto tribunal una conducta atentatoria contra la libre competencia, sino que más bien emitir un informe antimonopólico o bien absolver una consulta particular acerca de si una determinada conducta, actual o futura, resulta contradictoria o no con la libre competencia. En este sentido, estimamos que las acciones destinadas a poner en movimiento la potestad informativa y la potestad consultiva no quedan afectas a plazo de prescripción alguno. No obstante lo anterior, carecerá de interés consultar si una determinada conducta es conculcatoria de la libre competencia transcurrido un plazo de dos años desde la perpetración del respectivo hecho o la celebración del respectivo acto o convención, puesto que la acción destinada a hacer efectiva la eventual responsabilidad monopólica se hallará prescrita. Cosa diversa es si se trata de un hecho, acto o convención cuyos efectos jurídicos son continuos en el tiempo, v. gr., una convención de tracto sucesivo, o bien se trata de hechos, actos o convenciones que no han tenido lugar y que el consultante planea ejecutar o celebrar. En cuanto a la prescripción de las denominadas medidas que pueda imponer el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia, el propio texto del Decreto Ley 211 las clasifica en preventivas, correctivas y sancionatorias. Es importante observar que, desde una óptica de la función que desempeñan, hemos procedido a categorizar estas medidas en: i) sanciones, que derivan de la actividad jurisdiccional del Tribunal Antimonopólico, puesto que deben hallarse expresamente impuestas por una sentencia definitiva; ii) medidas propiamente tales, que son establecidas por la actividad administrativa del Tribunal Antimonopólico originada en una consulta y que remata en una resolución, y iii) medidas cautelares. La prescripción de las medidas se aplica, en nuestro concepto, a las penas o sanciones y también a las medidas propiamente tales. Podría argumentarse contra esta interpretación lo se360
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ñalado por el inciso cuarto del art. 20 que señala que las medidas que se determinen para prevenir, corregir o sancionar un atentado a la libre competencia, prescriben en dos años, contados desde que se encuentra firme la sentencia definitiva que las imponga. Es correcto afirmar que las medidas propiamente tales no son impuestas por una sentencia sino que por una resolución y por ello podría creerse que aquéllas no se encuentran afectas a prescripción. Sin embargo, estimamos que la conclusión antes indicada es errónea, puesto que el legislador antimonopólico se ha referido a todas las medidas, no obstante lo cual incurre en múltiples imprecisiones en varios pasajes de la ley, lo cual se debe a la variedad de funciones y atribuciones inusuales en un tribunal de que se halla dotado el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia. Resulta, así, explicable que el legislador denomine “sentencia” a cualquiera de los actos de autoridad pública finales y de alcance particular que resulte de un tribunal. Adicionalmente, uno de los mayores avances en la materia es que haya prescripción para medidas propiamente tales que, según mostraremos, pueden llegar a ser tanto o más gravosas que las penas o sanciones y es aquélla precisamente una de las exigencias más básicas de la escuela cuantitativa. En nuestro concepto, la regla de prescripción de las medidas se halla mal localizada, puesto que pareciera ser parte integrante del proceso jurisdiccional que se halla normado en el Decreto Ley 211 y, por tanto, sólo aplicarse a las medidas que se imponen en este último. Estimamos que en ello hay una inadvertencia del legislador antimonopólico, puesto que según hemos señalado y que será explicado con propiedad en el capítulo de esta obra denominado “Penas y medidas aplicables por el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia” y más tarde en la sección VI relativa a las potestades públicas de ese tribunal especial, las medidas que contempla el Decreto Ley son de varias especies y naturaleza. De allí que hay medidas que no son propiamente sanciones y, por tanto, la regulación en comento excede el procedimiento jurisdiccional en el cual aquélla aparece inserta, extendiéndose a otra suerte de medidas. Cabe observar que el plazo de prescripción de cuatro años establecido para las acciones civiles derivadas del ilícito monopólico guarda cierta coherencia con lo previsto en el art. 2332 del Código Civil, que prescribe: Las acciones que concede este título [De los delitos y cuasidelitos] por daño o dolo, prescriben en cuatro años contados desde la perpetración del acto. En efecto, el ilícito monopólico no se halla establecido sino hasta que se encuentre ejecutoriada la sentencia definitiva dictada por el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia. Sólo a partir de ese momento se da por configurado el injusto monopólico y comienza a co361
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rrer el plazo de cuatro años para demandar perjuicios por el eventual delito o cuasidelito civil. Debe observarse, tal como lo hemos advertido en otros pasajes de esta obra, que no necesariamente de un injusto monopólico deriva un delito o cuasidelito civil, ni viceversa. Por ello, puede ocurrir que la víctima de un delito civil se vea beneficiada por el precepto en análisis, puesto que habiendo acaecido el hecho civilmente dañoso, el plazo para accionar por aquél se ve enormemente extendido si se configura además un injusto monopólico. Por último, es necesario señalar que el tipo universal antimonopólico exhibe una doble operatoria en el tiempo según sirva para tratar una conducta pasada o bien para prevenir una conducta futura. El mencionado tipo antimonopólico se aplica en una dimensión temporal histórica cuando se busca sancionar una conducta atentatoria contra la libre competencia que tuvo lugar en el pasado y que no se halla prescrita y también toda vez que, sobre la base de una consulta, se busca establecer la contradictoriedad entre una conducta ya perpetrada y la libre competencia. Si esta perspectiva histórica versa sobre un injusto de abuso existirá un análisis histórico puro, en tanto que si se refiere a un injusto de fuente dicho análisis tendrá un componente prospectivo atendido que el injusto de fuente es eminentemente preventivo respecto de un riesgo o peligro futuro. Asimismo, este tipo antimonopólico se aplica en una dimensión temporal prospectiva toda vez que la finalidad perseguida es, sobre la base de una consulta, establecer la contradictoriedad entre una conducta futura y la libre competencia. En esta hipótesis el análisis es prospectivo puro, puesto que no ha acontecido ni siquiera el hecho, acto o convención que plantearía la eventual contradictoriedad con la libre competencia. G.3. Ámbito territorial del tipo universal antimonopólico Corresponde preguntarse por el ámbito espacial o territorial al cual ha de aplicarse el tipo universal contenido en el Decreto Ley 211, lo cual equivale a formular la siguiente incógnita: ¿dónde han de haberse realizado los hechos, actos o convenciones vulneradores de la Libre Competencia para que queden capturados por el tipo universal antimonopólico? Recordemos que el antiguo artículo primero del Decreto Ley 211, que contenía el tipo universal antimonopólico, precisaba en su segunda parte el ámbito territorial del mismo: ...la libre competencia dentro del país en las actividades económicas, tanto en las de carácter interno como en las relativas al comercio exterior. Como es sabido, esta disposición ha sido inexplicablemente derogada y el tipo universal antimonopólico ha sido relocalizado en un 362
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nuevo artículo tercero del Decreto Ley 211. Esta nueva versión del tipo universal antimonopólico no contiene referencia alguna al ámbito territorial y si se revisa el Decreto Ley 211 reformado se observará que en éste no existe alusión alguna a dicho ámbito. De lo anterior, no puede extraerse la ligera conclusión de que la órbita de aplicación de esta legislación antimonopólica exceda el territorio nacional y pretenda cautelar la libre competencia urbi et orbi; ello carecería de todo sentido y, por tanto, debe entenderse que tal referencia al ámbito territorial ha sido suprimida por considerarse innecesaria. Más allá de la derogación mencionada y del silencio que guarda el legislador antimonopólico sobre el particular, estimamos que el problema es más complejo de lo que aparenta. No se trata de determinar, según demostraremos, que el lugar de comisión de la ofensa monopólica sea relevante, con independencia de si ésta asume la forma de un hecho, acto o convención, sino que lo verdaderamente importante es si mediante dicha ofensa se vulnera la libre competencia de algún mercado relevante situado en el territorio de la República de Chile. De esta forma puede haber ofensas monopólicas cometidas en territorio chileno, pero que resulten inocuas para la libre competencia de los mercados situados en dicho territorio, puesto que sus efectos van dirigidos a alcanzar un mercado foráneo. A la inversa, puede tener lugar la perpetración de un injusto monopólico en un país extranjero, pero cuyos efectos nocivos alcancen mercados relevantes situados en territorio chileno. De lo expuesto se sigue que el principio de la territorialidad (leges non obligant extra territorium) ha de ser aplicado en función de la libre competencia en mercados relevantes situados en la República de Chile; es decir, se recurre al principio general de la territorialidad con miras a la determinación de dónde se halla situado el bien jurídico protegido por el Decreto Ley 211, que en virtud del respectivo injusto ha sido vulnerado, y no con la finalidad de establecer el lugar de perpetración de la ofensa. Esta lectura de la territorialidad parecería entrar en conflicto con los principios del Derecho internacional, particularmente con aquel que señalaba: lex loci delictii, esto es, que ha de aplicarse la ley del lugar de la comisión del delito. Creemos, sin embargo, que tal conflicto es más aparente que real, puesto que no hay delito sin lesión o puesta en riesgo de un bien jurídico protegido. Si el bien jurídico protegido libre competencia es lesionado en la República de Chile, por corresponder aquélla a un mercado relevante situado en el territorio de esta nación, no hay delito en el país extranjero donde se realizó la conducta lesiva, pero hay delito en el país donde se causó la vulneración 363
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al bien jurídico tutelado, esto es, Chile. Luego, desde un punto de vista del iter criminis la ofensa se inició en el extranjero pero se consumó en Chile; por tanto, el lugar de la comisión del injusto monopólico es la República de Chile, si bien la conducta constitutiva de la ofensa –hecho, acto o convención– puede haberse realizado en el extranjero. En la hipótesis mencionada, no hubo delito en el extranjero, luego no podía aplicarse la legislación sancionatoria foránea. Sólo cabría aplicar la legislación antimonopolio chilena, puesto que el injusto se perpetró en el extranjero y la vulneración de la libre competencia se produjo en Chile.339 Este principio corresponde a la tendencia general en materia antimonopólica: es competente el tribunal de la jurisdicción en la cual se han producido los efectos anticompetitivos; de esa forma, si hay vulneración de la libre competencia que tiene lugar en los mercados chilenos, cobrará competencia el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia. A contrario sensu, un hecho, acto o convención ejecutado o celebrado en Chile, cuyos efectos jurídicos lesivos de la libre competencia se produzcan en un mercado relevante foráneo no resulta tipificable a la luz del artículo tercero, inciso primero, del Decreto Ley 211, salvo que exista alguna suerte de tratado internacional con rango normativo equivalente al legal o supralegal con otra nación que así lo estipule. La inocuidad de dicha conducta para la libre competencia chilena, naturalmente, no impedirá que tal hecho, acto o convención se halle tipificado y sea eventualmente sancionado por una autoridad antimonopólica foránea correspondiente al territorio donde se produzca el resultado anticompetitivo. Un ejemplo que suele ilustrar esta situación es lo que acontece con las denominadas uniones de exportadores, caso en el cual un grupo de exportadores se carteliza para mejor competir en un mercado foráneo. Si esa cartelización vulnera la libre competencia relativa al mercado de destino de la exportación es un asunto que concierne a la autoridad antimonopólica de destino, esto es, a la jurisdicción foránea en la cual serán recibidos los productos exportados por este cartel. El ejemplo mencionado halla antecedentes en la denominada Webb-Pomerene Act (1918) estadounidense y ha sido expresamente regulado en algunas de las más recientes leyes antimonopolios, como acontece con la mexicana de 1992.340 339
Así lo declaró la Comisión Resolutiva en sus Resoluciones Nos 100, 225, 251, 292 y 354. 340 Ley Federal de Competencia Económica de México (1992), cuyo artículo sexto contempla exigencias para que cierto tipo de cooperativas para la exportación sean
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Se ha dicho por alguna doctrina y jurisprudencia que en estos casos nos hallamos frente a una exención de responsabilidad monopólica o un safe harbor frente a la aplicación de la normativa antimonopólica. Estimamos que lo anterior entraña un grave error conceptual, puesto que tales conductas no corresponden ni a exenciones ni a causales de justificación o inmunidades, ya que no vulneran en forma alguna el bien jurídico protegido libre competencia, según ya se ha explicado. Así, no hay nada más que una imposibilidad de aplicar la respectiva legislación antimonopólica por no estar afectado el bien jurídico tutelado. El raciocinio antes expuesto podría tornarse más complejo si la conducta constitutiva del injusto monopólico lesionara no sólo la libre competencia del país extranjero donde aquélla se perpetra, sino que también la libre competencia de un mercado relevante situado en Chile. Un escenario como el descrito puede acontecer con atentados contra la libre competencia en mercados internacionales, cuya tutela puede interesar a varias naciones que se vean afectadas por dichas ofensas. En esta situación, la ofensa monopólica podría ser conocida por dos tribunales tutelares de la libre competencia diversos: el foráneo y el chileno, y cada uno de ellos intentar aplicar una legislación diferente, con el riesgo de llegar a sentencias cuyos contenidos y eventuales sanciones puedan diferir. Si bien una situación como la descrita debería resolverse con sujeción a tratados internacionales existentes entre los países implicados o, en su defecto, en base a prácticas de reciprocidad o a los principios generales del Derecho internacional, ello no modifica las conclusiones anteriormente expuestas. En materia de tratados internacionales debe recordarse la Carta de La Habana (1948), el Tratado de la Comunidad Europea del Carbón y Acero, también conocido como CECA (1951), y el Tratado del Mercado Común, esto es, de la Comunidad Económica Europea (1957), que es sin duda el más importante tratado internacional con disposiciones antimonopólicas que se halla vigente en Occidente. En el caso de Chile debe considerarse los tratados internacionales recientemente suscritos con la Unión Europea y Estados Unidos de América y Canadá. Sobre el particular, cabe observar que la creciente globalización del comercio, la proliferación de sociedades transnacionales que operan en multiplicidad de jurisdicciones y la mayor interdependencia de
consideradas inocuas a la luz de dicha ley, v. gr., que los productos exportados no se ofrezcan en México y que tales productos constituyan la fuente principal de ingresos de la región en que se producen.
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los mercados de bienes y servicios han producido en el orden jurídico un fuerte impacto regulatorio; abundan los convenios entre organismos antimonopólicos pertenecientes a diversas naciones y gradualmente se van difuminando los límites entre las políticas de libre competencia y las políticas de libre comercio. Paradójicamente parece aproximarse el tiempo en que libre competencia, término generalmente reservado para el orden interno, y libre comercio, término empleado más bien en el orden internacional, vuelvan a ser sinónimos tal como acontecía durante el siglo XVIII. A inicios del siglo XX cobró fuerza la doctrina proteccionista denominada “Autarquía”, según la cual cada país debía bastarse a sí mismo tanto en tiempos de paz como de guerra y para ello debía impedir la entrada en su territorio de productos extranjeros, desarrollando al máximo sus fuerzas productivas internas.341 Actualmente, para comprender tanto el orden interno (libre competencia) como el externo (libre comercio) suele emplearse la fórmula mixta de “economía abierta con libre competencia”.342 No debe mover a confusión el hecho de que el delito monopólico, al tenor de la faz objetiva del tipo universal formulado por el artículo tercero del Decreto Ley 211, pueda hallarse estructurado sobre la base de un hecho, acto o convención. En efecto, el injusto puede perpetrarse, v. gr., a través de una convención y no porque aquél aparezca jurídicamente bajo tal forma deja de ser un injusto o delito. Lo que acontece es que una o más cláusulas de tal convención lesionan el bien jurídico tutelado por el Decreto Ley 211, dando lugar a un atentado contra la libre competencia. Así como hemos señalado que carece de relevancia el lugar de ejecución de un hecho o la celebración de un acto jurídico o una convención siendo lo determinante la conculcación del bien jurídico protegido en una nación dada, no tiene significación alguna para efectos de la libre competencia el que ese acto jurídico o convención se halle sometido a una cierta jurisdicción, derecho aplicable o foro. En efecto, la sumisión a una determinada jurisdicción, derecho aplicable o foro no produce efecto cuando es enfrentada a normas de orden público en el sentido del Derecho internacional, entre las cuales ciertamente se hallan las represivas de los delitos o injustos monopólicos.
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Las autarquías suelen clasificarse, desde el punto de vista del origen, en impuestas o de repliegue y deliberadas, en tanto que, desde la óptica territorial, se categorizan en nacional, imperial o continental. Véase, LAJUGIE, Joseph, Las Doctrinas Económicas, pp. 65-68, Ediciones Oikos-Tau, Barcelona, 1985. 342 Reglamento (CE) Nº 139/2004 del Consejo, de 20 de enero de 2004, considerando 2º, parte segunda, Diario Oficial de la Unión Europea de 29.1.2004.
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Por tanto, lo determinante es que los efectos jurídicos de cualesquiera de los actos jurídicos o convenciones constitutivas de una ofensa monopólica tengan la peculiaridad de producir un resultado consistente en la puesta en riesgo o lesión de la libre competencia en Chile. Corresponde hacer notar que el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia ostenta imperio para el ejercicio de sus potestades jurisdiccionales, reglamentarias y administrativas dentro de todo el territorio de la República de Chile. Así, independientemente de si la ofensa monopólica se ha producido en la Región Metropolitana o en otra región del país, es siempre competente el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia. En tal sentido, el nuevo texto del Decreto Ley 211 ha previsto un procedimiento destinado a hacer llegar a la Fiscalía Nacional Económica las denuncias o demandas que se pretenda presentar desde fuera de la ciudad de Santiago, según lo establece el art. 45 del Decreto Ley 211. Será, entonces, la Fiscalía Nacional Económica, en su calidad de organismo administrativo auxiliar de la justicia antimonopólica, el que deberá hacer llegar la respectiva denuncia o demanda al Tribunal de Defensa de la Libre Competencia. Cabe destacar que tanto el lugar como la materia son complementos del resultado consistente en lesión o peligro para la libre competencia, e indirectamente son complementos de la conducta típica, dado el carácter genérico de ésta. H. PENAS Y MEDIDAS APLICABLES POR EL TRIBUNAL DE DEFENSA DE LA LIBRE COMPETENCIA La doctrina, sobre la base de las dos modalidades de resultado que contempla el tipo universal antimonopólico, ha formulado la existencia de un Derecho antimonopólico sancionatorio y la de un Derecho antimonopólico preventivo. Respecto del primero, cabe observar que éste suele ser asociado al resultado consistente en la lesión del bien jurídico tutelado, en tanto que el segundo suele predicarse de los ilícitos que gozan de aptitud causal suficiente para colocar en riesgo la libre competencia sin llegar a lesionarla. En nuestra opinión, tal distingo puede resultar pedagógico en tanto no se asocie binariamente el Derecho antimonopólico sancionatorio a la potestad jurisdiccional y el Derecho antimonopólico preventivo a la potestad para absolver consultas. Una asociación como la indicada es errónea, puesto que es posible contemplar injustos monopólicos de peligro que hemos denominado en esta obra “injustos o delitos de fuente” y que se caracterizan por desarrollar una función preventiva de la lesión del bien jurídico tutelado. Así, estimamos que el sentido preventivo domina completamente la estructuración de los injustos monopólicos de fuen367
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te, según quedará de manifiesto en la sección IV de esta obra, relativa a las Fuentes del Monopolio y su Regulación. Por lo expuesto es posible concluir que la finalidad preventiva se halla presente no sólo en el proceso jurisdiccional cuya meta es sancionar los injustos monopólicos de fuente, sino que también en los diversos procedimientos administrativos a través de los cuales se da cauce a varias de las potestades públicas administrativas del Tribunal de Defensa de la Libre Competencia. En este sentido, cabe afirmar que tanto las potestades consultivas como informativas son preventivas y lo mismo podría decirse de la potestad reglamentaria y la potestad requisitoria. H.1. Distingo entre penas, medidas propiamente tales y medidas cautelares Algunos doctrinarios han pretendido construir un distingo entre injusto monopólico y las medidas preventivas, cuando lo riguroso es contraponer y perfilar las diversas clases de medidas contempladas en el Decreto Ley 211. El fundamento del distingo entre las medidas sancionatorias y las medidas propiamente tales descansa en la referencia que el art. 3º, inciso primero, del Decreto Ley 211 realiza respecto de las mismas: ...será sancionado con las medidas señaladas en el art. 26 de la presente ley, sin perjuicio de las medidas correctivas o prohibitivas que respecto de dichos hechos, actos o convenciones puedan disponerse en cada caso. Así contrapone el legislador antimonopólico las medidas del art. 26, inciso segundo, versus otras medidas innominadas o carentes de regulación a que genéricamente se refiere la disposición transcrita por contraste a las primeras. En cuanto a las medidas cautelares, éstas gozan de regulación propia, según lo demuestra el art. 25 del Decreto Ley 211, cuyo primer inciso dispone: El Tribunal, de oficio o a petición de parte, podrá decretar en cualquier estado del juicio o antes de su iniciación, y por el plazo que estime conveniente, todas las medidas cautelares que sean necesarias para impedir los efectos negativos de las conductas sometidas a su conocimiento y para resguardar el interés común. En síntesis, el Decreto Ley 211 contempla tres clases de medidas: las penas o sanciones, las medidas propiamente tales y las medidas cautelares. Cada una de ellas será analizada a continuación. H.2. Penas o sanciones antimonopólicas Los injustos monopólicos se construyen sobre una acción u omisión típica y antijurídica, dolosa o culposa, que guiada causalmente pone en riesgo o lesiona la libre competencia y que, consecuencialmente, 368
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va acompañada de una pena previamente establecida en una norma legal. Esta pena antimonopólica se inscribe en el género de lo que el legislador de la Ley 19.911, con bastante equivocidad, denominó “medidas”. Tal sanción se caracteriza por constituir la última fase del proceso jurisdiccional ventilado ante el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia que remata en una sentencia antimonopólica condenatoria a firme y, por tanto, aquella pena sólo puede corresponder a alguna de las penas expresamente contempladas en el art. 26 del Decreto Ley 211. La particularidad de las medidas del art. 26 radica en que ellas sólo pueden imponerse por una sentencia definitiva antimonopólica, debidamente ejecutoriada, que es el resultado de un proceso jurisdiccional antimonopólico, de naturaleza infraccional, regido por los arts. 19 a 29 inclusives. De allí que las “medidas” formuladas por el art. 26 las llamaremos sanciones o penas antimonopólicas, en tanto que las restantes las clasificaremos en medidas propiamente tales y medidas cautelares. Las penas o sanciones corresponden a un numerus clausus, que es precisamente el catálogo del art. 26, que una vez activado a través de una sentencia definitiva antimonopólica da lugar al recurso de reclamación de conformidad al art. 27, inciso segundo. Cabe observar que si el legislador de la Ley 19.911 no hubiese tomado la providencia de precisar que sólo las medidas señaladas en el art. 26 exhiben carácter sancionatorio, podría plantearse el problema del denominado “tipo en blanco al revés”, esto es, que si bien una conducta prohibida se halla descrita en forma expresa y razonablemente precisa, la pena asociada a tal conducta se halla indeterminada en cuanto no se precisa en la propia ley. En tal sentido, cobra enorme importancia el problema del numerus clausus antes indicado, puesto que allí radica la garantía fundamental para todos los competidores, privados o públicos e incluso para autoridades públicas en ejercicio de potestades públicas infralegales que podrían ser eventualmente responsables por atentados contra la libre competencia. Estas sanciones o penas prescriben en un plazo de dos años contados desde que se encuentre firme la sentencia definitiva antimonopólica, según señala el art. 20, inciso cuarto. Surge la delicada pregunta de si a quien ha sido condenado por un injusto monopólico de conformidad con el procedimiento jurisdiccional previsto en los arts. 19 a 29 se le puede imponer, además de las penas contempladas por el art. 26, alguna de las medidas propiamente tales. Podría pensarse que ello es factible por lo que señala la parte final del inciso primero del artículo tercero: ...será sancionado con las medidas señaladas en el art. 26 de la presente ley, sin perjuicio de las me369
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didas correctivas o prohibitivas que respecto de dichos hechos, actos o convenciones puedan disponerse en cada caso. Estimamos que tal interpretación no es viable, puesto que, en la práctica, la gran mayoría de las medidas propiamente tales pueden ser más gravosas y duras que las penas o sanciones del art. 26, v. gr., se obliga al consultante a desprenderse dentro de cierto plazo de un importante activo.343 Si esta interpretación fuera adoptada, se habría violado el principio del non bis in idem344 a través del velado procedimiento de imponer las penas del art. 26 y luego aplicar medidas propiamente tales cuyo gravamen podría ser equivalente o peor que el de una pena. Por esta vía se atentaría contra el debido proceso y contra un justo y racional procedimiento, ambos tutelados por nuestra Constitución Política. En efecto, el tipo universal antimonopólico habría devenido en un tipo en blanco al revés, según lo ya explicado, lo cual es inaceptable en un Estado de Derecho. Aun cuando pudiera discutirse este argumento, es preciso señalar que no cabe la imposición de penas y medidas en forma simultánea, puesto que si hay culpabilidad procede la aplicación de penas dentro del proceso jurisdiccional, en tanto que las medidas propiamente tales sólo caben dentro del proceso consultivo; luego, no es posible imponer penas y medidas propiamente tales en forma simultánea, puesto que ambos procesos no pueden llevarse en paralelo, según lo preceptuado por el Auto Acordado Nº 5/2004 emitido por el propio Tribunal de Defensa de la Libre Competencia.
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Así, por ejemplo, la Resolución Nº 02/2005, IV, 2º, Primera, del Tribunal de Defensa de la Libre Competencia condiciona la operación de concentración consultada a que Telefónica Móviles S.A. transfiera concesiones que, consideradas en su conjunto, le otorguen a nivel nacional el uso y goce de un bloque de frecuencias de espectro radioeléctrico equivalentes a 25 MHz, en la banda de 800 MHz. 344 Este fundamental principio, acuñado por el Derecho romano, da cuenta de un axioma jurídico que significa “no dos veces en lo mismo”. Dicho principio carece de recepción explícita en la Constitución Política de la República, no obstante lo cual hay consenso en cuanto a que es parte constitutiva de la garantía del debido proceso y racional y justo procedimiento. En efecto, el principio del non bis in idem es una manifestación del principio de legalidad, del principio de la proporcionalidad entre la culpabilidad y la pena, y del principio de inocencia. No desconocemos que plantear este principio con motivo de la concurrencia de penas y medidas propiamente tales supone una aplicación más sofisticada del mismo. Un ejemplo de este principio aplicado a penas y medidas –en el orden penal– lo hallamos en un fallo del Tribunal Constitucional Federal alemán que exige que la privación de libertad sufrida como consecuencia de una medida disciplinaria, sea computada para la duración de la pena criminal privativa de la libertad que eventualmente se impusiera por el mismo hecho (fallo citado por STRATENWERTH, Günter, Derecho penal. Parte general, tomo I, Nº 60, p. 27, Edersa, Madrid, 1982).
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¿Qué quiere decir, entonces, el texto transcrito? En nuestra opinión, el precepto citado se hace cargo de un tema fundamental, cual es que el tipo universal del artículo tercero, inciso primero, se utiliza no sólo para sancionar injustos monopólicos sino que también para imponer “condiciones” a quienes consultan administrativamente conductas que resulten contradictorias con la libre competencia. Así, las denominadas “condiciones” corresponden a medidas propiamente tales, que son precisamente las aludidas en el precepto en comento y que pueden “disponerse en cada caso”, esto es, en los casos consultados. El que se emplee por el legislador antimonopólico en el tipo universal antimonopólico la expresión “dichos hechos, actos o convenciones” no significa que tales medidas o condiciones puedan aplicarse concretamente sobre el mismo hecho, acto o convención que ya ha sido sancionado, sino más bien que para imponerse estas medidas propiamente tales se ha de tratar de un “hecho, acto o convención que impida, restrinja o entorpezca la libre competencia, o que tienda a producir dichos efectos”, puesto que de otra manera sería ilegal la imposición de “condiciones” o medidas propiamente tales a quien consulta una conducta. Así, la expresión “dichos” encierra un sentido genérico que apunta a una vulneración de la libre competencia y no relativo a hechos, actos o convenciones concretos y singulares ya sancionados o en proceso de ser sancionados a través del proceso jurisdiccional. De esta forma, el tipo universal antimonopólico del Decreto Ley 211 es mixto en cuanto describe una conducta susceptible de ser sancionada, por una parte y, por otra, esa misma conducta en cuanto susceptible de ser objeto de medidas propiamente tales o condiciones. H.3. Medidas propiamente tales Si la acción u omisión no es objeto de un proceso jurisdiccional sino que materia de una consulta sometida al Tribunal Antimonopólico, no procede imponer una sanción sino que antes dicha autoridad pública deberá establecer si hay o no contradicción entre la conducta consultada y la libre competencia. De ser afirmativa la respuesta, la resolución emitida por el Tribunal Antimonopólico –de clara naturaleza administrativa según se explica en el capítulo acerca de la potestad para absolver consultas– habrá de determinar si procede establecer medidas propiamente tales que remuevan la tipicidad y antijuridicidad de la conducta consultada. Atendido que el procedimiento consultivo carece de una finalidad punitiva, resulta lógico que los requisitos para establecer medidas propiamente tales mediante una resolución antimonopólica sean diferentes de las exigencias para imponer penas mediante una sentencia antimonopólica. Por ello, se ha dicho con ra371
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zón que el establecimiento de medidas propiamente tales –cuando ello sea procedente en derecho– no requiere en las conductas consultadas la existencia y prueba de dolo o culpa. Sin embargo, lo anterior no significa que el Tribunal Antimonopólico pueda prescindir de una clara acreditación del nexo causal que conecta la acción u omisión consultada con un riesgo o lesión a la libre competencia a efectos de establecer la contradictoriedad de aquélla con ésta y efectuar la consiguiente imposición de medidas propiamente tales. En efecto, la falta de prueba de tal nexo ha de inhibir al Tribunal Antimonopólico del establecimiento de condiciones o medidas propiamente tales sobre las conductas consultadas, puesto que todas las potestades de aquella autoridad pública tienen por única finalidad la tutela de la libre competencia. Por otra parte, las medidas deben ser las estrictamente necesarias y proporcionadas para obtener el fin, consistente en la remoción de la tipicidad y antijuridicidad de la conducta consultada. En consecuencia, si existen dos medidas aptas para alcanzar el objetivo mencionado, deberá siempre el Tribunal Antimonopólico elegir aquella que resulta menos gravosa al consultante y de más expedita ejecución. El dilema que tiene lugar en el derecho de la libre competencia es que éste se estructura sobre la base de una puesta en riesgo o de una lesión del bien jurídico tutelado. De allí que la peligrosidad y la lesión de la libre competencia quedan capturados en forma conjunta por el tipo universal de injusto de monopolio, planteándose entonces la pregunta lógica de qué función cumplirían las medidas propiamente tales –también denominadas condiciones– en el Derecho antimonopólico. Si se toma como paradigma el sistema dualista desarrollado modernamente por el Derecho penal se observará que los injustos o delitos descansan sobre la culpabilidad, puesto que corresponden a un sistema sancionatorio, en tanto que la imposición de medidas propiamente tales presupone la peligrosidad del reo con vistas a futuras actuaciones y corresponden a un sistema preventivo. Así, la existencia de medidas propiamente tales por oposición a las penas, desde una óptica penal, hallaría su explicación en una necesidad de protección que bajo determinadas circunstancias no puede ser satisfecha por un injusto estructurado sobre la culpabilidad. Un ejemplo puede ilustrar esta situación: un demente que da muerte a un inofensivo transeúnte debe ser encerrado en un hospital psiquiátrico para evitar que continúe perpetrando actos semejantes, a pesar de no mediar culpabilidad en la comisión de tales conductas y, por tanto, no puede haber ni delito ni pena. Esta medida encuentra perfecta justificación en una evidente necesidad de protección de la sociedad y no cabe exigir culpabilidad al efecto. 372
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Estimamos que algo relativamente análogo tiene aplicación en el ámbito del derecho de la libre competencia, en el sentido de que éste busca por una parte penalizar a quien dolosa o culposamente ha puesto en peligro o lesionado dicho bien jurídico tutelado, lo cual importa un análisis eminentemente histórico, esto es, de lo ya acontecido. Decimos “eminentemente histórico”, puesto que en el caso de los injustos monopólicos de fuente hay un elemento prospectivo en cuanto se hace necesario proyectar la conducta reprochada bajo un desarrollo causal hipotético y futuro que culmina en una lesión de la libre competencia. Sin embargo, también el Derecho antimonopólico busca proteger la libre competencia a través del procedimiento consultivo por la vía de establecer medidas propiamente tales o “condiciones” a toda conducta objeto de la respectiva consulta que tenga la virtualidad de amagar o lesionar el bien jurídico tutelado. De esta forma, mientras la pena se aplica a una conducta ya ocurrida, calificada como injusto monopólico, y cuyos efectos ya tuvieron lugar en el pasado (aun cuando pudiesen continuar hasta hoy), la conducta consultada, en su modalidad de referencia a hechos, actos o convenciones presentes o futuros, da lugar a medidas propiamente tales que buscan interrumpir o prevenir la ofensividad de las mismas para la libre competencia, sea que aquéllas puedan traducirse en una lesión o sea que se configuren como un riesgo para este bien jurídico. Una vez sometida una conducta a consulta –salvo que medie alguna de las hipótesis de conversión de procedimiento contempladas en el Auto Acordado Nº 05/2004 del propio Tribunal Antimonopólico– aquélla ha de ser analizada no con una finalidad punitiva sino antes bien con el objeto de establecer si hay contradictoriedad con la libre competencia y en el evento de ser ello afirmativo, con el particular sentido de, a través de medidas propiamente tales, alcanzar la armonización de esa conducta con el mencionado bien jurídico tutelado. Es por esto que las medidas propiamente tales no exigen acreditar dolo o culpa imputable al consultante y el procedimiento de imposición de aquéllas es más simple y flexible que el contemplado para la aplicación de sanciones antimonopólicas. Esto se explica porque las medidas propiamente tales o condiciones no revisten el carácter de sanciones, aun cuando en la práctica podrían ser empleadas por el Tribunal Antimonopólico para agravar una pena. Lamentablemente, aun cuando en Derecho ello no procede, ha ocurrido que se entremezclan penas y condiciones dándose lugar a graves violaciones a ciertas garantías básicas. Así, las medidas propiamente tales se caracterizan por ser denominadas en forma sinonímica correctivas o prohibitivas, aplicarse a ca373
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sos concretos según indica el inciso primero del artículo tercero y obedecer a un numerus apertus. Las medidas propiamente tales pueden denominarse prohibitivas o correctivas,345 lo cual se explica porque allí donde no haya posibilidad razonable de armonizar la conducta consultada con la libre competencia sólo cabrá establecer una medida generalmente prohibitiva o imperativa de requisitos. Debe observarse que la categoría de las medidas propiamente tales –es una forma de imperativa de requisitos– será la regla general en las legislaciones antimonopólicas sofisticadas, puesto que se aviene más con las exigencias y técnicas del moderno orden público económico, por contraste con la técnica de la prohibición –con mayor precisión denominada prohibición absoluta– más asociada a la tradición civilística y, por tanto, a la sanción privatística de nulidad resultante de la transgresión de una prohibición. Este avenirse con el orden público económico no es un mero decir o un academicismo, puesto que entre los principios fundamentales informadores de aquél se halla el principio de la libertad jurídica y su más concreta manifestación es la libertad de competencia mercantil y ciertamente ésta se corresponde mejor con medidas generalmente prohibitivas antes que con medidas absolutamente prohibitivas. En este contexto se entiende por qué el legislador destacó entre las funciones genéricas del Tribunal Antimonopólico la de corregir los atentados a la libre competencia.346 Luego, las medidas propiamente tales sólo pueden resultar del ejercicio de la potestad pública para absolver consultas y corresponden a las impropiamente llamadas “condiciones” que pueden ser exigidas para la ejecución o celebración de determinados hechos, actos o convenciones. Estimamos que estas medidas propiamente tales se disponen para casos particulares, según lo confirma la parte final del inciso primero del artículo tercero del Decreto Ley 211 al señalar: que respecto de dichos hechos, actos o convenciones puedan disponerse en cada caso. Es por este motivo que no se aplican al ejercicio de la potestad reglamentaria externa dirigida a terceros, puesto que en esta situación los reglamentos dispuestos han de exhibir un carácter general, lo que es consubstancial a la naturaleza de esta potestad. En resumen, las denominadas medidas propiamente tales –esto es, las no contempladas por el art. 26 (sancionatorias) y tampoco previstas por el art. 25 (cautelares)– no corresponden a una sanción o pena por la comisión u omisión de un injusto monopólico, sino que antes
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Art. 3º, inciso primero, del Decreto Ley 211. Art. 5º del Decreto Ley 211.
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bien corresponden al resultado eventual de la actividad de la potestad pública consultiva, que es de orden administrativo y no jurisdiccional. Estas medidas han de ajustarse a los límites jurídicos que en el capítulo relativo a la potestad para absolver consultas comentaremos. La consideración de estos límites resulta esencial, puesto que estas medidas, según señalamos, se ciñen a un numerus apertus,347 modalidad regulatoria que, según algunos estudiosos del Derecho antimonopólico, se hallaría plenamente justificada por la amplitud y variedad de prácticas contrarias a la libre competencia y a la consiguiente necesidad de establecer medidas idóneas y eficaces para neutralizar aquéllas sobre la base de criterios casuísticos. Respecto de este argumento que pretende validar un numerus apertus, es preciso observar que ésta no era la situación normativa del Decreto Ley 211 antes de las reformas introducidas por la Ley 19.911. En efecto, en el antiguo Decreto Ley 211 la potestad pública para absolver consultas se hallaba radicada en las hoy derogadas Comisiones Preventivas y si se revisa el estatuto jurídico de éstas, podrá observarse que tales Comisiones no disponían de libertad en la determinación de las medidas propiamente tales asignables a las conductas consultadas que resultaran contradictorias con la libre competencia. En efecto, de la mencionada revisión sólo aparece la posibilidad de la imposición de dos medidas preventivas que se encontraban claramente definidas por los numerales 1) y 2) de la letra f) del art. 8º del referido cuerpo legal.348 Tales medidas preventivas no sólo se hallaban perfectamente determinadas en sus contenidos sino que también acotadas en el tiempo en cuanto nunca podían exceder de un plazo de treinta días. Adicionalmente, mediando requerimiento de la Fiscalía Nacional Económica podía solicitarse al Ministerio de Economía, Fomento y Reconstrucción o cualquier otro organismo dotado de facultades reguladoras de la actividad económica el ejercicio de las mismas, con carácter preventivo, a fin de impedir los efectos perjudiciales de los actos que se investigaban. Atendido lo expuesto es posible concluir que, desde la perspectiva de la seguridad y la certeza jurídicas, el Decreto Ley 211 ha sufrido
347 Una muestra de la amplitud y variedad de estas medidas lo constituye la Resolución Nº 01/2004, III, parte resolutiva, del Tribunal de Defensa de la Libre Competencia, en la cual se enumeran ocho diversas condiciones a exigir a los entes que solicitan autorización para fusionarse. 348 El art. 8º, letra f), numerales 1) y 2) del antiguo Decreto Ley 211 se refieren, respectivamente, a la suspensión de la aplicación de convenios de reparto de cuotas de producción, de distribución y zonas de mercado o de cualquiera otra índole constitutivas de un injusto monopólico, y a la fijación de precios máximos a los bienes y servicios objeto de investigación.
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una lamentable involución en materia de regulación de las medidas propiamente tales, al pasar de un numerus clausus en cuanto a medidas susceptibles de ser establecidas directamente por las Comisiones Preventivas a un numerus apertus y al pasar desde un régimen de medidas transitorias a medidas permanentes, situación que es de esperar sea enmendada en una próxima reforma legislativa. En efecto, estimamos que este problema se manifiesta en una indeseada discrecionalidad administrativa, la que puede acabar en un afán regulatorio desvinculado de la tutela de la libre competencia y que restrinja por aquella vía la libertad para desarrollar actividades económicas. H.4. Medidas cautelares Adicionalmente, existe una tercera clase de medidas: las medidas cautelares, que pueden ser impuestas con motivo del procedimiento jurisdiccional antimonopólico. Estas medidas cautelares pueden clasificarse en prejudiciales (antes de la iniciación del juicio) y precautorias (en cualquier estado del juicio) y ambas modalidades se hallan contempladas en el art. 25 del Decreto Ley 211. Las medidas mencionadas son esencialmente provisionales, puesto que su misión es otorgar una cautela, mas no reemplazar a la sentencia definitiva antimonopólica, que es la que efectivamente confiere tutela a la libre competencia. Resulta interesante destacar que el mencionado art. 25 dispone que se podrán decretar todas las medidas cautelares que sean necesarias para impedir los efectos negativos de las conductas sometidas a su conocimiento y para resguardar el interés común. Los efectos negativos de las conductas sometidas al conocimiento jurisdiccional del Tribunal Antimonopólico, a que alude el texto citado, han de consistir en una puesta en peligro o en una lesión de la libre competencia. La referencia al interés o bien común político realza, en nuestro concepto, el carácter de orden público o interés de la sociedad toda que entraña el bien jurídico tutelado por el Decreto Ley 211. De esta forma, el precepto transcrito esboza el distingo entre ofendidos inmediatos y ofendidos mediatos que tratamos en el capítulo pertinente de esta obra, relativo al sujeto pasivo del injusto de monopolio. Es importante que el Tribunal Antimonopólico sea riguroso en la exigencia concreta de que el requirente de una medida cautelar acompañe antecedentes que constituyan a lo menos una presunción grave del derecho que se reclama o de los hechos denunciados, puesto que existen antecedentes no sólo en el Derecho chileno, sino que también en el Derecho comparado de cómo estas medidas cautelares han sido empleadas como verdaderas barreras a la entrada en contra de competidores potenciales por parte de competidores actuales. 376
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H.5. Análisis de las penas contempladas en el Decreto Ley 211 Cabe observar que las sanciones pueden ser, en términos muy generales y siempe desde la óptica del Derecho de la libre competencia, clasificadas en civiles, administrativas y penales. Las sanciones civiles son las indemnizaciones de perjuicios derivadas de un injusto monopólico a las que ya hemos hecho referencia en el capítulo denominado “El problema de los perjuicios civiles”. Las sanciones penales son aquellas formuladas en tipos prohibitivos o imperativos, dirigidas a personas naturales, que guardan relación con gravísimas vulneraciones del bien jurídico libre competencia y que son impuestas por el tribunal del crimen, según explicaremos a continuación. Finalmente, hallamos las sanciones administrativas antimonopólicas, que son las efectivamente contempladas por el Decreto Ley 211, en su art. 26, parte segunda. Según ya explicamos en el capítulo de esta obra destinado al injusto de monopolio, la diferencia entre el injusto contravencional y el injusto penal no es de naturaleza, sino que antes bien de quantum o entidad del injusto cometido. Es preciso señalar que en el Derecho antimonopólico chileno ya no existe formalmente el delito penal de monopolio, sin perjuicio de la pervivencia de algunos tipos penales contemplados en el Código Penal chileno, que guardan relación con la tutela de ciertos aspectos de la libre competencia. Atendida la comunidad de naturaleza entre el injusto penal y el injusto contravencional resulta lógico y justo extender a éste las garantías y principios tutelares contemplados para aquél. De allí que toda pena para resultar aplicable a un injusto contravencional debe hallarse tipificada o formulada expresamente por ley y por ello estimamos que las penas no tipificadas o formuladas legislativamente con anterioridad a la perpetración de un injusto monopólico son inconstitucionales por transgresión del art. 19 Nº 3 de la Constitución Política de la República, lo cual es aplicación del principio jurídico originado en el ámbito penal de nullum crimen, nulla poena, sine praevia lege. Se ha dicho que las sanciones antimonopólicas pueden ser objeto de múltiples clasificaciones: preventivas, punitivas y compensatorias, desde la óptica de la función que les resulta asignada. Las compensatorias no corresponden al ámbito antimonopólico; ello es materia de los delitos y cuasidelitos civiles que buscan la reparación del daño causado en estas conmutaciones involuntarias (el adjetivo involuntario se refiere al sujeto pasivo y no al sujeto activo respecto del cual siempre la conducta ha de ser voluntaria). En cuanto al contraste entre sanciones preventivas y sanciones punitivas, estimamos que ello carece de sentido: por definición toda sanción es punitiva. En el Derecho de monopolios, ya hemos explicado que los injustos pueden clasificarse 377
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en ilícitos de fuente e ilícitos de abuso. Los primeros dan cuenta de una puesta en peligro del bien jurídico tutelado y ese solo resultado es punible; en estos casos se anticipa el iter criminis para aplicar una pena a quien ha incurrido en un injusto de fuente. Por contraste, los ilícitos de abuso generalmente exhiben un resultado de lesión del bien jurídico tutelado, aun cuando podían haber puesto en peligro el bien jurídico tutelado sin llegar a lesionarlo efectivamente, con lo cual también puede aplicarse una sanción a los mismos que podría corresponder a una anticipación del iter criminis, según cual fuere el caso. Las sanciones deben hallarse previstas en el Decreto Ley 211, lo cual es importante, puesto que manifiesta un reconocimiento del principio de la legalidad en cuanto a la imposición de las sanciones (nulla poena sine lege). Este fundamental principio puede ser cumplido a cabalidad o bien existir apariencia de cumplimiento. En nuestra opinión, existe una apariencia de cumplimiento en el Decreto Ley 211, puesto que el artículo primero, inciso segundo de este cuerpo normativo señala: Los atentados contra la libre competencia en las actividades económicas serán corregidos, prohibidos o reprimidos en la forma y con las sanciones previstas en esta ley. Según declara expresamente esta disposición, las sanciones han de estar previstas en el Decreto Ley 211, esto es, descritas o señaladas con anticipación a la comisión de los atentados contra la libre competencia. Lo anterior aparentemente se cumple; sin embargo, es tal la amplitud y vaguedad de la enumeración de algunas de las sanciones contempladas por el art. 26 del Decreto Ley 211, que estimamos que las penas no se hallan previamente determinadas por este cuerpo normativo. Este es el caso de modificar o poner término a los “sistemas” que sean contrarios al Decreto Ley 211. No morigera esta crítica el hecho de que el legislador antimonopólico se valga de la expresión “medida”, puesto que las cosas son lo que son y no lo que un legislador diga que son. Estamos frente a penas, algunas de extraordinaria gravedad, aun cuando se utilice la expresión “medida”. Este aserto resulta probado por lo dispuesto en el artículo tercero, inciso primero del Decreto Ley 211, en el pasaje que señala: ...será sancionado con las medidas señaladas en el art. 26... Estas sanciones pueden tener por finalidad corregir, prohibir o reprimir los atentados a la libre competencia, según lo indica el art. 1º del Decreto Ley 211. Sin embargo, creemos que el legislador de la Ley 19.911 incurrió en una impropiedad terminológica, puesto que empleó las palabras correspondientes a los substantivos “corrección” y “prohibición” para referirse a las sanciones cuando en realidad tales substantivos resultan aplicables a las medidas propiamente tales, según lo ya explicado. 378
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Respecto de la prohibición, creemos que no es función de una sanción prohibir sino que más bien dar cuenta de la transgresión ya ocurrida en relación con una prohibición ya existente, que es precisamente la del tipo universal antimonopólico formulado en el mismo Decreto Ley 211 y de algunas prohibiciones especiales, como la del art. 4º de ese cuerpo normativo, relativo al monopolio de privilegio. En lo concerniente a la corrección, lo que se persigue es armonizar el contenido de una conducta consultada con el bien jurídico tutelado libre competencia y ello queda entregado a medidas propiamente tales de corrección. En cuanto a la represión, estimamos que este término sí que es propio de una sanción, puesto que denota que se busca castigar en proporción a la ofensa dolosa o culposamente causada al bien jurídico libre competencia, contenido del orden público quebrantado. De las cuatro sanciones originariamente previstas en el antiguo Decreto Ley 211 ha desaparecido la sanción penal que en ella se contenía: presidio menor en cualquiera de sus grados,349 lo cual ha constituido uno de los principales argumentos para sostener la despenalización del Decreto Ley 211. Sin embargo, una posición minoritaria continúa afirmando que las multas revisten el carácter de penas penales y que, por tanto, el Decreto Ley 211 no ha perdido su carácter penal. Este asunto ha sido abordado con mayor latitud en nuestro capítulo relativo a la naturaleza del ilícito de monopolio. Adicionalmente, se ha eliminado la pena consistente en inhabilidades para ocupar determinados cargos en colegios profesionales o instituciones gremiales por plazos que van desde uno a cinco años. Las sanciones civiles relacionadas a ilícitos monopólicos continúan siendo un asunto de resorte de los tribunales ordinarios de justicia y del cual no es competente el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia. Atendido que sólo las penas o sanciones antimonopólicas exhiben un numerus clausus, susceptible de rastrearse en el texto del Decreto Ley 211, procederemos a analizar brevemente cada una de ellas. Un intento de conceptualización de la sanción antimonopólica puede ser el siguiente: un mal –o disminución de bienes– infligido a una persona por el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia en remisión y en retribución por la perpetración de un injusto monopó-
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Esta sanción penal antimonopólica nunca llegó a ser impuesta por un Juzgado del Crimen y sólo en contadas ocasiones la H. Comisión Resolutiva –hoy Tribunal de Defensa de la Libre Competencia– ordenó al Fiscal Nacional Económico el ejercicio de la misma.
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lico que ha sido establecido por una sentencia definitiva ejecutoriada de conformidad con un procedimiento debido, justo y racional. Consideramos que la función retributiva de la pena ostenta carácter principal, en tanto que la disuasiva o ejemplarizadora exhibe un carácter secundario. Dicho mal puede consistir en la obligación de pagar una cantidad de dinero a título sancionatorio, esto es, una multa o bien en la privación o modificación de un acto o convención, así como la privación o modificación de una personalidad jurídica de derecho privado. H.5.1. Modificación y terminación de actos y convenciones Mientras el fraude, la fuerza, el error y la lesión enorme en los actos jurídicos y en las convenciones dan lugar a la nulidad y resolución de las mismas, el injusto monopólico da lugar a ciertas sanciones antimonopólicas, entre las cuales se cuenta la reforma y terminación de actos y convenciones que puede realizar el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia. Las cláusulas de los actos jurídicos unilaterales o convencionales que permitan la conspiración o colusión para la creación de un monopolio o bien sean monopólicamente abusivas, deberán ser reemplazadas o removidas por el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia, el que luego de estudiar las características del mercado respectivo habrá de concluir si la convención en su integridad puede subsistir o bien si basta con la remoción o sustitución de ciertas cláusulas. Es importante observar que el Tribunal Antimonopólico deberá interferir el mínimo necesario en los actos jurídicos unilaterales y convenciones válidamente celebradas y cuidando, en todo caso, de no romper la equivalencia de las prestaciones prevista por las partes cuando éstas correspondiesen a una convención regida por la justicia conmutativa350 y no basada en la mera liberalidad. Es importante observar que la potestad de que goza el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia tiene por objeto la terminación o modificación de actos jurídicos, sean éstos unilaterales o plurilaterales y en tanto tengan por objeto la creación, modificación o extinción de obligaciones.
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Se trata de convenciones calificadas como onerosas y conmutativas por el art. 1441 del Código Civil de la República de Chile y denominadas por Aristóteles como “synallagmas voluntarios”. Véase, Constantin Despotopoulos, “La Noción de Synallagma en Aristóteles”, p. 14, en Ius Publicum Nº 14, Santiago de Chile, 2005. Resolución Nº 99 emitida por la H. Comisión Resolutiva (hoy Tribunal de Defensa de la Libre Competencia).
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Estimamos que esta sanción se aplica con ciertas restricciones; en primer lugar, debe distinguirse entre actos y convenciones regidas por el Derecho privado y actos y convenciones regidas por el Derecho público. Respecto de las primeras, parecería en principio no existir limitaciones específicas, en tanto que respecto de las segundas es preciso analizar el origen y rango normativo del acto o convención que se pretende terminar o modificar. Al efecto, cabe observar que el acto o convención de Derecho Público, sin lugar a dudas, debe exhibir un rango administrativo infrarreglamentario, esto es, debe ser inferior a la ley en todas sus modalidades y al reglamento administrativo. Lo que plantea un problema es que esta sanción ha sido entregada a un órgano jurisdiccional que opera sobre casos singulares y, por tanto, se localiza en términos jerárquicos bajo la potestad reglamentaria externa del propio Tribunal de Defensa de la Libre Competencia, aunque con imperio para establecer las cláusulas que han de ser eliminadas o reformadas y, en consecuencia, determinar la viabilidad de un acto o convención. El Tribunal de Defensa de la Libre Competencia ostenta, como parte de sus potestades sancionatorias, la facultad de poner término o modificar actos o convenciones cuyos contenidos vulneren la legislación antimonopólica. La terminación tendrá lugar cuando el acto o contrato no pueda subsistir si se elimina aquello que contraría la libre competencia y la modificación procederá cuando el acto o contrato pueda subsistir con la enmienda de la o las cláusulas que elimina dicho tribunal. Paradójicamente, la regla general en la práctica ha sido sancionar un injusto monopólico con la terminación del acto o contrato antes que con la reforma de alguna de sus cláusulas. En todo caso, el Tribunal Antimonopólico deberá en todo momento cuidar, en lo referente a las convenciones, la justicia conmutativa involucrada, a fin de no dar lugar a una onerosidad sobreviniente para alguna de las partes o a una aplicación de la teoría de la imprevisión que, finalmente, acabe con una convención que de no haber intervenido el mencionado Tribunal debió haber subsistido. Se ha planteado por un distinguido jurista la idea de que compete a los tribunales ordinarios de justicia decretar la nulidad del acto o convención que contraviene la legislación antimonopólica por adolecer de objeto ilícito.351 Se ha buscado fundar esta interpretación en lo
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LÓPEZ S ANTA MARÍA, Jorge, “Obligación contractual que supone aptitudes personales del deudor. Legislación sobre la Libre Competencia; ejecución forzada e indemnización de perjuicios (Informe en Derecho)”, p. 55, en Revista de Derecho de la Universidad Católica de Valparaíso, Nº 1.
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dispuesto en los arts. 1462 y 1466 del Código Civil, considerando que siendo el Decreto Ley 211 una norma integrante del Derecho público nacional, toda contravención al mismo importa un objeto ilícito y en que hay objeto ilícito en todo contrato prohibido por las leyes. Adicionalmente se señala que de conformidad al art. 1683 del Código Civil, dicha nulidad debe ser declarada de oficio por el juez civil, sin mediar petición de parte. A nuestro juicio dicha interpretación es errada por las siguientes consideraciones: 1. No resulta lógico pensar que el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia pone término o modifica un acto o convención, que luego puede ser declarado nulo por la justicia ordinaria. La diferencia entre la nulidad y la terminación/modificación de un acto jurídico es importante, puesto que la terminación produce efecto exclusivamente para el futuro, en tanto que la nulidad una vez declarada opera con efecto retroactivo. Es por ello que el Decreto Ley 211 emplea en el art. 26, letras a) y b), los verbos rectores poner término y ordenar la disolución; si el sentido hubiere sido otro, el legislador antimonopólico hubiese utilizado la expresión “declarar la nulidad”, lo cual nunca ha hecho. Más aún, la propia jurisprudencia judicial emanada de la antigua Comisión Resolutiva cuyo sucesor es el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia se ha encargado de interpretar el poner término como una sanción especial y diferente de la declaración de nulidad. 2. La doble concurrencia de sanciones, además de ilógica e inoficiosa, viola la fundamental garantía del non bis in idem, principio general del Derecho según el cual no puede sancionarse dos veces por el mismo motivo un mismo acto o convención, principio que, según ya hemos explicado, tiene cabal aplicación en el Derecho antimonopólico. 3. La justicia ordinaria carece de especialidad para determinar cuándo un determinado acto o convención conculca la libre competencia, puesto que ello no resulta de un mero examen formal, sino que exige un análisis del respectivo mercado relevante. Luego, no puede la justicia ordinaria declarar la nulidad absoluta de oficio porque ésta no aparece de manifiesto; en efecto, en materia antimonopólica las circunstancias de mercado son determinantes para la calificación de la aptitud vulneradora de la libre competencia de un acto o convención. De allí que ciertas cláusulas de un acto jurídico puedan ser inocuas bajo determinadas circunstancias de mercado y luego las mismas cláusulas se tornen abusivas, atendida la adquisición de una posición dominante por parte de quien las impone. 4. El Tribunal de Defensa de la Libre Competencia tiene un ámbito de actividad demarcado por la especialidad de su materia, que 382
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ha sido sustraída de los tribunales ordinarios de justicia y, por tanto, ya no compete a éstos pronunciarse sobre aquélla. Así lo confirma expresamente el art. 5º del Decreto Ley 211 al disponer que el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia es un órgano jurisdiccional especial. El fundamento de esa competencia especial del Tribunal Antimonopólico arranca de la especialidad de la materia, lo que queda reflejado en la especial conformación de este último, al estar integrado por jueces letrados y no letrados, que sean expertos o profundos conocedores de asuntos vinculados al Derecho y a la economía de la libre competencia. 5. Entre las técnicas modernamente desarrolladas por el orden público económico se halla precisamente la terminación y modificación de actos y convenciones, dejándose de lado la nulidad, técnica de antigua data empleada por el orden público civil, pero que se ha considerado poco operativa para materias de más reciente desarrollo, como es el derecho de la libre competencia. En efecto, la modificación y la terminación mencionadas son técnicas menos disruptivas de la libertad de competencia mercantil, en comparación con una nulidad civil; por otra parte, resulta razonable el empleo de técnicas más eficaces considerando que la aptitud lesiva de la libre competencia de un contrato deriva de las peculiares características del mercado relevante en el cual aquél genera derechos y obligaciones, características que se hallan en constante mutación. H.5.2. Modificación y terminación de sistemas Decíamos que todas las penas deben estar previstas en el Decreto Ley 211, que es lo que ordena el inciso segundo del artículo primero de este cuerpo normativo en cumplimiento de los principios vertidos en el numeral tercero del art. 19 de la Constitución Política de la República. Sin embargo, surge la pregunta: ¿Qué es un sistema? Un conjunto de reglas o principios sobre una materia racionalmente enlazados entre sí o bien un conjunto de cosas que ordenadamente relacionadas entre sí contribuyen a determinado objeto.352 Lo anterior permite al Tribunal de Defensa de la Libre Competencia virtualmente la creación de cualquier sanción, según lo prueban las más sorprendentes penas impuestas en diversos procesos jurisdiccionales, las que van desde ordenar la enajenación de participaciones accionarias, otras desinversiones o desmembraciones (divestiture) hasta la prohibición de auditores externos y directores comunes para una matriz y sus filiales. 352
Diccionario de la Lengua Española, p. 1338, Espasa Calpe S.A., 21ª edición, Madrid, 1992. Transcripción de la primera y segunda acepción de la voz sistema.
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Así, bajo la invocación del art. 26, letra a), la palabra “sistemas” ha sido empleada en forma abusiva para crear sanciones que no existen en la ley y, por esta vía, se ha privado a competidores de derechos concretos y reales, válidamente adquiridos sin mediar forma alguna de compensación. A modo de ejemplo, la Resolución Nº 368 emitida por la antigua Comisión Resolutiva decidió: “Que se pone término al sistema simultáneo de la propiedad accionaria de Telefónica de España, en la Compañía de Teléfonos de Chile S.A. y en la Empresa Nacional de Telecomunicaciones S.A.”. Para este efecto, Telefónica de España S.A. deberá, dentro del término de dieciocho meses, enajenar su capital accionario en la Empresa Nacional de Telecomunicaciones S.A. o en la Compañía de Teléfonos de Chile S.A., a su elección”. Si bien la voz “sistema”, demasiado amplia y vaga para integrar parte de un texto legal descriptivo de penas antimonopólicas, ha sido objeto de múltiples interpretaciones, procede constatar que ha prevalecido aquella que la emplea en referencia a desmembraciones. La implementación de una política de desmembraciones tiene la peculiaridad de ser costosa y lenta en su aplicación. En efecto, una política de tal naturaleza debe ser operativizada a través de una sentencia del Tribunal de Defensa de la Libre Competencia que debe establecer cuál es el tamaño óptimo de las unidades resultantes del proceso de división o desmembramiento de un competidor y cuántas unidades son las que deben quedar para hacer razonablemente competitivo el mercado relevante en el cual tiene lugar este proceso. Si bien existen graves dudas acerca de la eficacia de una desmembración desde el punto de vista económico, se plantean a nuestro juicio mayores interrogantes todavía acerca de si una pena como la descrita puede realmente hallar fundamento en el Derecho Ley 211 y en nuestra Constitución Política de la República. H.5.3. Modificación y disolución de personas jurídicas de Derecho privado De conformidad con la letra b) del art. 26 del Decreto Ley 211 se incluyen entre las sanciones antimonopólicas la modificación o terminación de los contratos que originan sociedades, corporaciones y demás personas jurídicas de Derecho privado. Sobre el particular debe observarse que quedan excluidas las personas jurídicas de Derecho público, puesto que éstas son creadas, modificadas y terminadas por ley. 384
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Esta sanción debe ser armonizada con la garantía del art. 19, Nº 15 de la Constitución Política y con la facultad del Presidente de la República para autorizar fundaciones y corporaciones. Respecto de esta última, véase la sentencia rol Nº 124, del 18 de junio de 1991, mediante la cual el Tribunal Constitucional declaró ajustado a la Constitución de la República el acto administrativo sancionador en virtud del cual el Presidente revocó la personalidad jurídica de la Sociedad Benefactora y Educacional Dignidad. Debe tenerse presente que en el Derecho moderno se ha desarrollado una cierta tendencia a imponer sanciones respecto de personas jurídicas, cuyo carácter penal se discute; lo cual ocurre particularmente en sectores del Derecho especiales, entre los que se cuenta precisamente el Derecho antimonopólico. Hay quienes han visto una muestra de la referida tendencia en el art. 26, letra b), del Decreto Ley 211, que consagra una sanción consistente en la disolución de la persona jurídica de Derecho privado transgresora de este cuerpo normativo, lo que ha sido analogado por algunos a la pena capital. Esta sanción no ha permanecido como letra muerta, sino que ha sido aplicada en varias oportunidades por el Tribunal Antimonopólico. Ejemplo de ejercicio de esta sanción por el Tribunal Antimonopólico lo hallamos en Resolución Nº 12, en cuya declaración primera se ordena la disolución de la sociedad anónima Compradora de Maravilla S.A., COMARSA. Esta sociedad agrupaba a las principales productoras de semillas oleaginosas del país y había sido calificada por la antigua Comisión Resolutiva como un monopsonio que no sólo había entorpecido la libre competencia en el mercado de las semillas oleaginosas sino que había terminado por eliminarla en dicho mercado. Para la procedencia de estas sanciones se hace necesario que la persona jurídica de derecho privado haya intervenido en alguna de las conductas indicadas en la letra a) del art. 26 ya comentada. Estimamos que tal intervención no debe ser meramente material, sino que ha de ser guiada por dolo o culpa de quienes dirigen o tienen a su cargo la respectiva persona jurídica de Derecho privado. Asimismo, esa intervención ha de estar causalmente vinculada a la puesta en peligro o lesión del bien jurídico tutelado libre competencia; de otra forma, sería improcedente esta sanción. Es preciso observar que semejante intervención podrá adoptar las modalidades de autor ejecutor, autor intelectual y autor mediato o bien las de la participación propiamente tal (que en nuestro derecho es sólo dolosa), en sus variantes de instigación, complicidad y encubrimiento del respectivo injusto monopólico. Si bien es efectivo que esta sanción no es aplicable a los competidores que sean personas jurídicas de Derecho público por las razones 385
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antes indicadas, es preciso observar que el Tribunal Antimonopólico deberá en este último caso –si se dan los supuestos en que el responsable monopólico es una persona jurídica de derecho público– ejercitar su potestad requisitoria para solicitar la reforma o modificación vía legislativa del competidor persona de Derecho público. Otra forma de actuar del Tribunal de Defensa de la Libre Competencia sería faltar a la justicia distributiva en la asignación de las penas y tratar como discriminado beneficiario a aquel competidor de Derecho público. H.5.4. Multas En cuanto al carácter de pena de las multas y la controversia acerca de si se trata de una pena propiamente penal o bien de una pena administrativa, remitimos al capítulo de esta obra denominado “Injusto de Monopolio”. Las multas han sido criticadas por el elevadísimo monto que han alcanzado luego de la reforma introducida por la Ley 19.911 al Decreto Ley 211. En efecto, estas multas pueden alcanzar un máximo de 20.000 Unidades Tributarias Anuales. A la circunstancia expuesta se añade la ausencia de normas suficientemente claras para establecer la gradualidad de aquéllas. El inciso final del art. 26 contempla, a título meramente ejemplar, ciertos criterios que imperativamente deben ser empleados para graduar las multas, los que pasamos a comentar. A fin de que las multas cumplan su efecto punitivo y disuasivo es necesario que se hallen graduadas en función de criterios objetivos. Tales criterios deben buscar establecer una proporcionalidad entre la conducta y la pena. Aunque no se hallen mencionados expresamente por el legislador antimonopólico resulta evidente que tales criterios deben consistir, a lo menos, en dos grandes grupos: i) la entidad de la vulneración causada al bien jurídico tutelado libre competencia, para lo cual deberá distinguirse: a) si se trata de una lesión o bien de una mera puesta en riesgo de ese bien y si se encuentra el ilícito monopólico en grado de tentativa, delito frustrado o consumado, b) el número de competidores afectados por el injusto y c) el número de mercados comprometidos por el injusto, y ii) la culpabilidad en la vulneración causada, para lo cual deberá distinguirse: a) si el injusto obedece a cursos causales guiados dolosa o bien culposamente, y b) si la participación en la ofensa contra la libre competencia corresponde a una situación de autoría, o bien a alguna forma de participación como instigación, complicidad o encubrimiento. 386
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Precisamente a estos criterios apunta la consideración descrita por el legislador como la gravedad de la conducta. Sin embargo, es preciso reconocer la mayor precisión de la antigua fórmula contenida en el Decreto Ley 211 que aludía a “la gravedad de la infracción”. En cuanto a la consideración formulada como beneficio económico obtenido con motivo de la infracción, se trata de una alusión a la renta monopólica percibida por el infractor y otros partícipes. Por tanto, para hacer aplicable la consideración en comento ha de tratarse de una infracción lesiva de la libre competencia y que no se ha agotado al poner en riesgo esta última y que, asimismo, debe hallarse causalmente vinculada con la producción de la mencionada renta monopólica, así como guiada dolosa o culposamente a este objetivo. En el evento que el mencionado beneficio no haya existido, consideramos que cumplía una importante función el criterio contemplado en el texto previo a la reforma introducida por la Ley 19.911 y hoy derogado y que aludía a “el capital en giro o la capacidad económica del infractor”. En efecto, este criterio permite graduar prudencialmente una multa a fin de evitar la quiebra o insolvencia de un competidor responsable de una infracción monopólica.353 La calidad de reincidente del infractor resulta un criterio fundamental a ser considerado en la gradación de la pena a aplicarse al infractor del tipo universal antimonopólico. Lamentablemente los criterios preestablecidos por la propia legislación antimonopólica para la determinación de las multas constituyen sólo algunos de los que pueden ser considerados por el Tribunal Antimonopólico. El resto de los criterios sólo podrá ser conocido expost, una vez dictada la sentencia antimonopólica, lo cual ciertamente no se aviene con un justo y racional procedimiento. Hubiera sido perfectamente posible que el legislador antimonopólico hubiese desarrollado con mayor precisión los criterios antes expuestos, lo cual no es inusual en el ámbito de los injustos administrativos.354 Esta incertidumbre en la imposición de la pena de multas se ve acentuada por la multiplicación de destinatarios de las mismas que expresamente permite la letra c) del art. 26 del Decreto Ley 211. Estas multas pueden ser impuestas a la persona jurídica correspondiente, a sus directores, administradores y a toda persona que haya intervenido en la realización del acto respectivo. Esta lista de destinatarios de 353 Un criterio semejante es el adoptado por el Reglamento Nº 1/2003, art. 23, de 16 de diciembre de 2002, de la Unión Europea, que establece sanciones de multas. 354 Véase, a modo de ejemplo, el art. 16 Nº 6 introducido por la Ley 19.613, de 8 de junio de 1999, modificatoria de la Ley 18.410 que se ocupa de las sanciones de las infracciones relacionadas con la electricidad, gas y combustibles líquidos.
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la multa no constituye una regla de solidaridad, puesto que ésta se encuentra en el mismo precepto a continuación. De esta forma, el monto límite antes comentado que puede alcanzar una multa, podría amplificarse varias veces en función de cuántos destinatarios de esa multa considera el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia. Lo que resulta contrario al principio de determinación previa y expresa de las penas es que esta amplificación del monto máximo de la multa podría llegar a ser virtualmente ilimitada en función de cuántos sujetos pasivos de la multa estime el Tribunal Antimonopólico que es procedente considerar. A modo de ejemplo, se puede considerar el directorio de una sociedad anónima como uno para efectos de prorratear la multa o bien se puede ésta amplificar por siete, si siete son los integrantes de ese órgano societario. Lo anterior prueba que con la actual redacción el precepto relativo a las multas consagró un aparente límite máximo para éstas, pero en la realidad se trata de multas ilimitadas a discreción del Tribunal Antimonopólico. Es importante observar que estas multas no tienen ni pueden tener un carácter indemnizatorio, puesto que la indemnización de perjuicios derivada de un ilícito civil concurrente con un delito monopólico ha de ser establecida en sede civil y carece de un sentido sancionador, atendido que lo buscado es la reparación. De allí que a las enormes sumas que pueden alcanzar las multas podría ser necesario añadir las pertinentes indemnizaciones de perjuicios. En efecto, mientras las indemnizaciones son pagadas a título reparatorio a las víctimas, las multas dan cuenta de sumas de dinero entregadas a beneficio fiscal a título sancionatorio. Por lo expuesto, estimamos que no resulta un criterio adecuado para diferenciar los ilícitos monopólicos de los ilícitos de protección al consumidor el invocar la posibilidad de reclamar, adicionalmente, indemnizaciones de perjuicios. En efecto, en ambas categorías de ilícitos existe semejante posibilidad.355 Lo anterior se ve más agravado aún por el hecho de que para interponer el recurso de reclamación en caso que se hubiere impuesto una multa, la parte sancionada deberá consignar el diez por ciento de la misma. En el proyecto de ley respectivo se llegó a formular que la consignación debía alcanzar al cincuenta por ciento de la multa, lo cual motivó una justa reacción de la Excma. Corte Suprema. Nuestro Tribunal Supremo tomó perfecta conciencia del riesgo que lo ante-
355 Así disentimos del jurista YRARRÁZAVAL COVARRUBIAS, Arturo, “Protección al Consumidor y Libre Competencia”, p. 26, II-5, en Derecho del Consumo y Protección al Consumidor, Facultad de Derecho, Universidad de Los Andes, Cuadernos de Extensión, 1999.
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rior entrañaba para la preservación del debido proceso en este ámbito y señaló: “Pudiendo el tribunal fijar penas de multa hasta por un monto de treinta mil unidades tributarias anuales (art. 26, letra c), el 50% de ella (15.000 unidades tributarias anuales) que se exigiría, en su caso, para deducir el recurso, resulta ser elevadísimo y eventualmente difícil de cumplir en muchos casos, lo que a la postre importaría impedir el ejercicio del recurso, un quebranto al principio constitucional del debido proceso y en definitiva una verdadera negación del derecho a un expedito acceso a la justicia. Como la tendencia moderna, por otra parte, es eliminar esta exigencia para el ejercicio de derechos procesales, sería conveniente sustraerla del proyecto o, en subsidio, rebajarla ostensiblemente”.356 Además de una denegación fáctica de los recursos judiciales que cautelan la operativización del debido proceso, la consagración legislativa de multas tan elevadas puede llevar a entrañar en muchos casos una transgresión a la justicia distributiva en la aplicación de tal categoría de penas, lo que modernamente suele ser denominado principio de la proporcionalidad y que plantea que ha de haber una proporción entre la culpabilidad por el delito de monopolio cometido y la pena recibida, de forma tal que la pena no supere en caso alguno la culpabilidad. Estimo más preciso que visualizar la culpabilidad como un límite máximo en la pena a imponer, concebir la culpabilidad como elemento estructural del injusto y, en tal sentido, plantear una continua proporcionalidad y correspondencia entre la conducta típica, antijurídica y culpable y la pena asignada a la misma. Acreditada la culpabilidad que domina el injusto, ha de establecerse la entidad de éste en atención al peligro o lesión infligido al bien jurídico libre competencia. Así, el principio de la proporcionalidad de la pena descansa sobre dos pivotes: la correspondencia entre culpa y delito y la correspondencia entre delito culpable y vulneración del bien jurídico protegido. Esto ha sido desarrollado en esta obra en el capítulo relativo al estudio del injusto de monopolio. 3.4.2.3. Injustos específicos de monopolio Manifestamos que el artículo tercero, inciso primero, prohíbe en términos amplísimos todo hecho, acto o convención que vulnere potencial (puesta en riesgo) o actualmente (lesione) la libre competencia. 356 Oficio Nº 001471, sección VI, letra f), Nº 2, de 20 de junio de 2002. Dicho oficio corresponde al Pleno de la Corte Suprema que, en sesión de 14 de junio de 2002, analizó el Proyecto de Ley que crea el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia.
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Es decir, se proscribe en general la vulneración al bien jurídico protegido sin describir, sugerir o denominar la o las modalidades que puede asumir la conducta infractora. Esta desmesurada vaguedad típica ha planteado fundadas dudas acerca de la real satisfacción del principio de tipicidad por parte del artículo tercero, inciso primero, del Decreto Ley 211. El argumento sustentatorio de la referida vaguedad típica es que tal es la cantidad de maquinaciones que pueden ser desarrolladas, que la sola existencia de figuras perfectamente tipificadas, esto es, tipificaciones al detalle, podría conducir a la impunidad de muchas conductas contrarias a la libre competencia. Estimamos que este argumento es parcialmente cierto y que se podría avanzar más en un proceso de tipificación caracterizado por mayor sofisticación y certeza, en el cual se perfilen con mayor nitidez los injustos de fuente y los injustos de abuso a que hemos aludido en el capítulo de esta obra referido al injusto de monopolio. El legislador de la Ley 19.911, que retocó la anterior versión del tipo universal antimonopólico dando lugar al inciso primero del artículo tercero, continuó con la tradición del Decreto Ley 211 en cuanto a entregar ejemplos de prácticas monopólicas a continuación del mencionado tipo universal. Esa tradición tenía por finalidad ilustrar al intérprete acerca de las infracciones monopólicas mediante la descripción de ciertas prácticas relativamente conocidas. De ahí que fuera necesaria la construcción del inciso segundo del artículo tercero que, a título meramente ejemplar, describe conductas que bajo ciertas circunstancias, según explicaremos, vulneran la libre competencia. El carácter meramente ejemplar de esta disposición complementaria del tipo universal antimonopólico no ha de merecer reproche al jurista, puesto que la inventiva humana parece no hallar límites al momento de buscar fórmulas de transgresión del sistema tutelar de la libre competencia. Lo anterior, ciertamente, no puede ser óbice para que quienes interpreten la legislación antimonopolios, lo hagan en todo momento guiados teleológicamente por el bien jurídico tutelado; de allí la importancia de una clara conceptualización de este último, a lo menos por la jurisprudencia judicial y administrativa del Tribunal de Defensa de la Libre Competencia. Adicionalmente, el Tribunal Antimonopólico debe regirse por el principio de la inocencia no obstante la amplitud del tipo universal antimonopólico, debiendo en consecuencia recaer el peso de la prueba u onus probandi sobre quien alega la perpetración de un atentado contra el bien jurídico tutelado y no sobre quien ha de defenderse de tal imputación. En tal sentido, en el procedimiento jurisdiccional la apreciación de la prueba deberá efectuarse según las reglas de la sana crí390
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tica y las presunciones judiciales deben ser realizadas y construidas, respectivamente, siguiendo las directrices antes descritas. Este inciso segundo del artículo tercero no contiene presunciones ni de derecho ni simplemente legales, como podría creerse a primera vista. Las presunciones resultan de una operación lógica mediante la cual partiendo de un hecho conocido se deduce o extrae otro hecho, que es aceptado como verdadero ante el Derecho. Afirmamos que las conductas descritas en aquella disposición no constituyen presunciones, porque el hecho que supuestamente serviría de base para acreditar lo presumido carece de tal eficacia. En efecto, tal como hemos explicado al estudiar el tipo universal antimonopólico, todo injusto monopólico exhibe una faz objetiva y una faz subjetiva, requiere de antijuridicidad y de culpabilidad (dolo o culpa). De allí que un mero cumplimiento formal de alguno de los ejemplos vertidos en el inciso segundo del artículo tercero no es suficiente para configurar un injusto monopólico y, por tanto, éste no puede resultar presumido. Creemos, en consecuencia, que técnicamente la enumeración aludida no puede ser considerada un sistema de presunciones, ni simplemente legales ni de derecho. Por la misma razón, tampoco tiene aplicación en nuestro sistema tutelar de la libre competencia la “Regla Per Se” desarrollada por la jurisprudencia antimonopólica estadounidense. Esta “Regla Per Se” tiene aplicación toda vez que se acredita la perpetración de una práctica mercantil cuyos propósitos, naturaleza o efectos resultan anticompetitivos, con lo cual se le podrá declarar como ilegal en sí misma desde una óptica antimonopólica, incluso en aquellos casos en que los supuestos infractores carezcan de poder monopólico. Esta fórmula, muy cómoda desde la perspectiva del Tribunal Antimonopólico, representaría una inadmisible solución práctica para suponer o asumir una presunción de Derecho allí donde el legislador antimonopólico ha guardado silencio y por ello debe ser rechazada en todas sus formas como contraria a la Constitución Política de la República y al Decreto Ley 211. Cualquier hecho, acto o convención que no sea de los descritos en el inciso segundo del artículo tercero, puede ser considerado como práctica monopólica, lo que queda claramente probado por la expresión “entre otros” del encabezado del mencionado inciso segundo. A la inversa, según se ha dicho, no basta siempre ajustarse al tenor literal de alguna de las letras del inciso en comento para con ello incurrir en una práctica monopólica. En efecto, sólo en función del bien jurídico protegido puede discernirse cuándo se ha configurado el ilícito monopólico. En cuanto al análisis de cada una de las prácticas ejemplarizadas por el inciso segundo del artículo tercero del Decreto Ley 211, hemos 391
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resuelto tratarlas en forma sistemática al ocuparnos de las instituciones que respectivamente las sustentan y explican. A tal efecto, remitimos al lector a las secciones de esta obra denominadas “Las fuentes del monopolio y su regulación”, por una parte, y “La explotación del monopolio y el abuso de posición dominante”, por otra.
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4. LAS FUENTES DEL MONOPOLIO Y SU REGULACIÓN. UNA APROXIMACIÓN AL INJUSTO MONOPÓLICO DE FUENTE
Desde un punto de vista sociológico, el establecimiento de un monopolio y su regulación puede realizarse en función de ciertas categorías de personas o en función de ciertas clases de bienes y, ciertamente, las anteriores pueden darse combinadas. Los monopolios, en su acepción lata de restricciones a la libre competencia, y correlativamente su regulación o su represión, según corresponda, pueden hallar sustento en la tradición, en aprobaciones sociales, en el interés de los comerciantes, en el interés de la autoridad pública o en el Derecho (muchas veces éste recoge las fuentes anteriores). En esta sección sólo nos ocuparemos del monopolio, en la amplia acepción indicada, y de su regulación y proscripción en cuanto éstas se relacionan con el Derecho. De esta forma, las fuentes del monopolio a que nos referimos son aquéllas cuya operativización tiene significación jurídica, esto es, son relevantes a nuestro sistema tutelar del bien jurídico libre competencia. Recordemos que el injusto monopólico puede clasificarse en ilícitos de fuente e ilícitos de abuso. Esta Sección IV tiene por objeto ocuparse de los ilícitos monopólicos de fuente; sin embargo, para comprender cabalmente cuáles fuentes son siempre constitutivas de estos ilícitos, cuáles nunca lo son y cuáles lo son bajo determinadas circunstancias, resulta necesario tratar todas las fuentes dotadas de significancia jurídica. Previo a determinar qué fuentes de monopolio son lícitas y cuáles ilícitas –y bajo qué circunstancias– desde una óptica jurídica, resulta fundamental mencionar las cuatro posibles fuentes del monopolio que trataremos por su relevancia para el Derecho antimonopólico. Éstas son: a) la naturaleza y el estadio de desarrollo de una determinada tecnología en cuanto imprimen características monopólicas a ciertas actividades económicas, b) la conducta de la autoridad pública en cuanto confiere monopolios, c) la propia libre competencia, que pue395
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de dar lugar a monopolios nacidos de la eficiencia y d) la conducta de los propios competidores mediante la cual se “unifica” o reduce la libre competencia. A la luz de las fuentes mencionadas carece de toda base filosófica y empírica la idea marxista de que “el monopolio engendra la competencia, la competencia engendra el monopolio”.357 En efecto, una de las fuentes posibles del monopolio es la libre competencia, pero no es la única; el monopolio puede derivar de la naturaleza de la actividad económica de que se trate (monopolio natural) y del acto de autoridad pública (monopolio de privilegio). Adicionalmente, es falso que el monopolio engendre la competencia: el monopolista administra su monopolio con la finalidad de preservar este último y suele tener todos los incentivos para ello; por otra parte, del monopolio natural no puede seguirse la libre competencia, salvo que aquél resulte destruido por un cambio tecnológico o un hecho de la naturaleza misma. No toda fuente de monopolio es constitutiva de un delito de monopolio; en otras palabras, hay fuentes que son aceptadas por el Derecho de la libre competencia. Existen dos fuentes perfectamente lícitas de monopolio: la eficiencia en cuanto es una fuente de poder de mercado que resulta del normal ejercicio de la libertad de competencia mercantil, y la naturaleza, en cuanto da lugar a los monopolios naturales. Los monopolios naturales generalmente gozan de algún poder de mercado, no obstante la intensa regulación de la que aquéllos suelen ser objeto. Ya hemos señalado que el delito monopólico consistente en la ejecución de conductas orientadas al logro de fuentes ilícitas de formación de monopolios se denomina “ilícito monopólico de fuente”. Estas “fuentes” no son autorizadas por el Derecho, puesto que conducen a la formación de monopolios estructurales por vías injustas, esto es, que quebrantan la justicia al lesionar los derechos de otros. El delito monopólico de fuente nace del sentido preventivo que, además del correctivo y sancionatorio, exhibe el principal cuerpo legal antimonopolio chileno, que se contiene en el Decreto Ley 211, de 1973. Atendido que el poder de mercado es el medio idóneo para vulnerar la libre competencia, el Decreto Ley 211 proscribe y sanciona el ilícito monopólico de fuente, puesto que a través de éste se busca obtener dicho poder por medios ajenos a la libertad de competencia mercantil. 357 MARX, Karl, Miseria de la Filosofía, p. 123, Editorial Progreso, Moscú, 1985. Este autor intenta construir la idea de que el monopolio moderno o burgués es una síntesis, donde la tesis es el monopolio feudal anterior a la competencia y la antítesis es la competencia, todo ello con el objeto de probar el supuesto movimiento dialéctico de la historia.
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En lo que concierne a las fuentes prohibidas del monopolio estructural hallamos dos: a) los actos de autoridad pública emitidos mediante potestad pública de jerarquía normativa inferior a la legal y/o en contravención a ciertas garantías constitucionales, y b) los actos de comerciantes competidores que se unen para disminuir la competencia entre sí. A veces ocurre que el monopolio estructural recibe su denominación de la fuente de la cual emana: la primera fuente prohibida da lugar a “monopolios por exclusión o de privilegio”, en tanto que la segunda fuente prohibida da lugar a “monopolios por unificación o concentración”. Bajo estos rótulos se suele tratar no sólo el efecto, esto es, el monopolio estructural resultante, sino que también la actividad conducente a la formación de tales monopolios. No innovaremos sobre el punto a fin de respetar la terminología en uso.
4.1. EL MONOPOLIO NATURAL Como bien señalara Bentham “...puede haber algunos servicios con respecto a los cuales se tienen razones suficientes para no admitir la concurrencia o para limitarla, pero deben articularse sin demora semejantes razones. Es una excepción a una regla fundamental, y ninguna excepción debe pasar sin una razón justificativa”.358 4.1.1. NOCIÓN DE MONOPOLIO NATURAL Entre las diversas causas del monopolio estructural se halla una, desde siempre aceptada como legítima, que consiste en un hecho de la naturaleza, en economías de escala, economías de ámbito o un determinado estadio de desarrollo de la tecnología, que provoca que la mejor forma de explotación de un mercado relevante, desde un punto de vista productivo, sea la de un monopolio. De lo expuesto se sigue que, muchas veces, el tamaño de un competidor es consecuencia del aprovechamiento de una economía de escala o de ámbito y, por tanto, ello permite precios más baratos. De allí que, tal como explicáramos en el capítulo respectivo, carece de sentido promover al pequeño competidor y combatir al competidor de mayor tamaño, puesto que ello además de corresponder a una
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BENTHAM, Jeremías, Teoría de las recompensas, tomo I, p. 178, Imprenta de J. Smith, París, 1825.
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discriminación injustificada e inaceptable, puede conllevar en multitud de casos la pérdida de una economía de escala o de ámbito capturada por ese competidor de mayor tamaño. De allí que los mercados altamente concentrados deben ser estudiados no sólo como un posible resultado de prácticas monopolísticas, sino que también como el efecto de economías de escala o de ámbito existentes en el mismo. El monopolio que hemos descrito recibe la denominación de monopolio natural, en atención a que son la singularidad o especiales características del mercado relevante respectivo las que causan que la forma óptima de explotación del mismo sea la de un monopolio. Así, este monopolio no es “voluntario”, sino que “natural”. Resulta importante no identificar un ámbito de monopolio natural, esto es, un mercado relevante que exhibe características tales que provocan que la óptima explotación de éste corresponda a un monopolista, con el monopolista mismo que opera en dicho mercado relevante. En efecto, puede acontecer que un ámbito de monopolio natural no se halle explotado actualmente por un monopolista natural o bien en el evento de serlo, puede ocurrir que este monopolista natural tolere la supervivencia de algún otro competidor menor, lo cual no lo hace perder su calidad de monopolista natural. A continuación mencionaremos algunos ejemplos de situaciones que pueden dar lugar a mercados relevantes o ámbitos dominados por monopolios naturales: i) Existen casos en los cuales el origen del monopolio natural es una peculiar situación de la naturaleza, como acontece en el caso de una fuente de aguas medicinales única en una extensa región, la cual se halla en manos de un único dueño. Ciertamente que esa situación puede modificarse si, por ejemplo, el único dueño muere y heredan sus hijos y éstos incapaces de coordinarse entre sí, compiten por la explotación de las diversas cuotas de captación de aguas medicinales emanadas de dicha fuente que cada uno de ellos recibió por sucesión por causa de muerte. En tal evento, aquel monopolio natural podrá devenir en un duopolio, triopolio, etc., dependiendo de la capacidad de coordinación de los herederos. Otro ejemplo de una peculiar situación de la naturaleza causante de un monopolio natural es la del espectro radioeléctrico, esto es, aquel conjunto de ondas radioeléctricas sin solución de continuidad que se propagan por el espacio sin guía artificial y que se caracteriza por ser un recurso natural, escaso y limitado, cuya regulación ha quedado entregada a la Ley General de Telecomunicaciones. 398
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ii) Una modalidad más habitual de monopolio natural es aquel que se origina en rendimientos crecientes a escala, situación en la cual la producción realizada por una única empresa es la más eficiente, en el sentido que se alcanza el más bajo costo por unidad producida.359 Si bien el modelo de competencia perfecta muestra que el tamaño de los competidores no es un factor relevante, puesto que dicho modelo asume retornos constantes a escala (la productividad no varía en función del tamaño), en la mayor parte de los mercados reales es posible apreciar la existencia en algún grado de economías de escala. Técnicamente una economía de escala existe toda vez que los costos por unidad de algún insumo decrecen a medida que el volumen se incrementa; así, las economías de escala debieran indicar el número más eficiente de oferentes. En el extremo de las economías de escala se encuentra el monopolio natural, el cual tiene lugar en la medida que los costos del competidor declinan según la productividad de éste se incrementa hasta el punto de saturación del mercado. De allí se sigue que tratándose de aquel extremo, cualquiera sea el número de competidores presentes en ese mercado relevante, éste ha de ser considerado como un ámbito de monopolio natural, de conformidad con lo antes explicado. En el evento que exista pluralidad de competidores en ese ámbito de monopolio natural, lo probable será que los competidores más débiles allí presentes deban quebrar, ser absorbidos o fusionarse con otro o bien hacer abandono de dicho mercado, puesto que a fin de cuentas sólo uno de tales competidores captará las economías de escala de dicho ámbito y explotará el monopolio natural que caracteriza ese mercado. Sin embargo, podría acontecer que una colusión monopólica o bien una política de mutua supervivencia evite que se produzca una intensa competencia destinada a determinar quién ostentará el
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STIGLER, George J., “The Economists and the problem of monopoly”, pp. 6-7, Occasional Papers from The Law School Nº 19, The University of Chicago, 1983: “The second tradition [developed by Adam Smith] –that all important monopolies were created by the state– began to be eroded in the nineteenth century with the development of railroads and other large-scale utilities... We now had a class of monopolies which might, and usually did, get grants of power (eminent domain) and more merchandisable assets from the state, but whose existence rested chiefly on important economies of scale... So Smith’s second tradition had bifurcated into state-created monopolies and those created by economies of scale, and the latter constituted the public utility sector of the period”.
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monopolio natural que produce el mercado en disputa. En este escenario dicho mercado, que es un ámbito de monopolio natural, continuará siendo servido por pluralidad de oferentes con una deficiente productividad, puesto que ninguno de ellos podrá captar las economías de escala características de aquél. Mientras persista esa deficiente productividad, la pluralidad de competidores existentes causará una mala asignación de los recursos en general, puesto que consumirá una cantidad de factores productivos excesiva e innecesaria para alcanzar una mediocre productividad en comparación con lo que, con menos recursos, hubiese podido producir un solo oferente que aprovechara las economías de escala. Por ello, lo probable será que si los costos de una competencia “a muerte” son muy altos y resulta incierto qué competidor triunfará en tal proceso de selección, los competidores se fusionen para así alcanzar los beneficios de explotar un monopolio natural en forma unificada. En esta situación parecería razonable reconocer desde la óptica del Derecho de la libre competencia que es más conveniente un monopolio natural debidamente regulado antes que un ámbito de monopolio natural explotado deficientemente por pluralidad de competidores coludidos entre sí, supuesto que esta última situación pueda prolongarse en el tiempo. iii) Las economías de ámbito tienen lugar toda vez que una compañía que produce dos productos diversos simultáneamente en la misma planta exhibe costos más bajos que si tales productos fueren producidos separadamente en plantas distintas. iv) Las economías de densidad significativas corresponden a aquellos mercados en los cuales el costo de proveer un servicio para un competidor disminuye con la concentración de clientes. Esta forma de economía suele presentarse en los mercados de servicios de comunicaciones.360 Uno de los argumentos más sólidos en favor de tolerar la explotación de una industria con economías de escala o economías de ámbito por un monopolista natural es que con ello se evita una duplicación inútil de los costes fijos. En estas circunstancias, resulta impráctico sustituir tal explotación monopólica “natural” por una estructura competitiva, puesto que esta última sería extraordinaria e innecesariamente onerosa para los nuevos competidores que ingresarían a este merca-
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Resolución Nº 01/2004, considerando 7º (estructura de los mercados), del Tribunal de Defensa de la Libre Competencia.
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do relevante dominado por un monopolista que ya ha captado las economías de escala o de ámbito, según corresponda, y también para los consumidores del bien allí producido o comercializado. Esa situación acarrearía un derroche de recursos productivos por los competidores entrantes que no han alcanzado el tamaño óptimo para beneficiarse de las economías de escala y un despilfarro de recursos destinados a eventualmente desplazar al monopolista natural ya “inquilino” en dicho mercado. En síntesis, el monopolista natural, cualquiera sea la circunstancia que da origen al mismo, obtiene un significativo poder monopólico, el cual fluye del costo y la demanda características de ese mercado relevante que ha sido calificado como un ámbito de monopolio natural. Atendido el origen de ese poder de mercado, que no se corresponde ni con un privilegio entregado por el Estado y sus organismos ni con una práctica, unilateral o coludida entre competidores, contraria al Decreto Ley 211, no existe motivo de reprochabilidad monopólica en la obtención de dicho poder y, por tanto, ésta no constituye un delito monopólico de fuente, según explicaremos. Una situación diversa, que analizaremos, dice relación con los precios y otras cláusulas contractuales que ese monopolista natural pueda tratar de imponer en el ámbito de monopolio natural. De lo expuesto se sigue que si bien el monopolio, por regla general, debe ser erradicado, previamente han de examinarse las causas que le dan origen, evaluarse si éstas son susceptibles de razonable remoción y verificar qué alternativas se hallan efectivamente disponibles para perfeccionar el respectivo mercado. La idea de perfeccionar un mercado no tiene aplicación en el ámbito del monopolio natural por las razones expuestas; por contraste, estimamos que tal perfeccionamiento sí tiene sentido y resulta un deber jurídico para las autoridades públicas, y especialmente las antimonopólicas, en lo concerniente al monopolio de privilegio. Esto último será tratado en el capítulo pertinente. A. Monopolio natural, garantías constitucionales
y regulación de aquél Desde la óptica de las garantías constitucionales integrantes del sistema jurídico de tutela de la libre competencia, la aceptación del monopolio natural podría ser presentada como una limitación a la garantía del derecho a desarrollar cualquier actividad económica que no sea contraria a la moral, al orden público o la seguridad nacional (art. 19, Nº 21, Constitución Política de la República). 401
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Corresponde, entonces, preguntarse si es lícito a la autoridad pública antimonopólica y a la autoridad pública sectorial dejar intocado un ámbito de monopolio natural debidamente acreditado como tal o si, por el contrario, deberá promover al interior del mismo la competencia aunque ésta resulte ruinosa con el fin de dar cumplimiento a la garantía antes mencionada, contemplada en el art. 19, Nº 21 de la Constitución Política de la República. Estimamos que la autoridad pública no sólo puede dejar intocado un ámbito de monopolio natural, en el sentido de no desmembrar al competidor que ha devenido monopolista natural por la vía de capturar las singulares economías que caracterizan a aquél, sino que tampoco le está permitido intervenir un ámbito de monopolio natural forzando la competencia al interior de este último por la vía de impedir que algún competidor alcance las economías propias del monopolio natural, todo ello so pretexto de dar cumplimiento al art. 19, Nº 21 antes citado. Nuestra conclusión se deduce de las siguientes razones: 1. Esta limitación –la del monopolio natural– al derecho a desarrollar cualquier actividad económica tutelado constitucionalmente no arranca ni de un acto de autoridad pública, de autoridad privada ni de competidor que sea persona pública o privada. En efecto, esta restricción no halla su origen en conducta humana alguna, en el sentido que la respectiva economía de escala o de ámbito, estadio de desarrollo tecnológico o situación de naturaleza que justifica el monopolio natural es algo que caracteriza a la respectiva actividad económica, que anteriormente hemos denominado ámbito del monopolio natural o mercado relevante en el cual éste opera. Así, esta limitación se trata en rigor de una barrera natural que dificulta la explotación de ese ámbito por pluralidad de competidores. Ciertamente que en el caso de las economías de escala esa barrera natural podría intentar remontarse, por la vía de una inversión tremendamente onerosa y con un destino bastante incierto en términos de la rentabilidad del proyecto, producto de que las economías de escala o de ámbito características del mercado del monopolio natural deberán entrar a ser disputadas por el competidor entrante a quien ya ostenta el monopolio natural. Aun así, se trata de una apuesta incierta, donde lo más conveniente económicamente –aunque prohibido jurídicamente– será antes que entrar en una guerra contra el “inquilino” de ese mercado, unirse a él por la vía de una colusión monopólica. Lo anterior sólo tendrá lugar en la medida que la amenaza del competidor entrante sea suficientemente creíble para el monopolista ya instalado; de otra forma, no estará dispuesto este último a compartir los beneficios de una explotación monopólica con el recién llegado. 402
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2. Por otra parte, si una autoridad pública intentase desarticular este monopolio natural forzando la competencia al interior del respectivo mercado relevante causará con ello un significativo incremento en los precios y/o deterioro en las cláusulas de los contratos mediante los cuales los consumidores adquirirán los respectivos bienes, otrora producidos por el monopolista natural y ahora elaborados por una pluralidad de competidores que no logran aprovechar las economías de escala, de ámbito o adelantos tecnológicos característicos de ese mercado relevante. Si bien es cierto que una autoridad pública antimonopólica o bien una autoridad sectorial podría hipotéticamente emplear sus potestades públicas y su fuerza coactiva para impedir que en ese ámbito de monopolio natural operase un monopolista natural, ello entrañaría incurrir en costos bastante significativos para la sociedad toda, costos que serían en lo inmediato absorbidos por los consumidores de los bienes que, antes de la intervención de dicha autoridad pública, adquirían los mismos bienes a precios más convenientes en relación con una calidad dada. Tales sobrecostos irrogan un daño que puede evitarse a través de la aceptación del monopolio natural y, por tanto, no resulta razonable que autoridades públicas impongan tales sobrecostos sin mediar necesidad. Dicha imposición constituiría una clara violación del antiguo principio del Neminem Laedere y, sin duda, daría lugar a responsabilidad civil extracontractual, puesto que una autoridad pública interferiría sin razón justificante en la competencia que, según veremos, podría tener lugar por un ámbito de monopolio natural. 3. Conviene referirse a la paradoja del monopolio natural, la cual consiste en que si un determinado mercado corresponde a un ámbito de monopolio natural, esto es, un mercado relevante cuya demanda total puede ser satisfecha al menor costo por una sola empresa, lo probable será que en dicho ámbito adquiera presencia un monopolista que logre capturar las respectivas economías de escala o de ámbito. No resulta razonable desconocer las economías de escala o de ámbito implicadas en dicho mercado relevante, las cuales de ser alcanzadas pueden traer importantes ahorros en costes a la sociedad civil. Sin embargo, no por existir tales economías de escala o de ámbito ha de resultar artificialmente restringida la libre competencia; ésta continúa operativa y cualquier potencial competidor podrá invocar su derecho subjetivo consistente en la libertad de competencia mercantil para efectos de incursionar en dicho ámbito de monopolio natural, aun cuando las respectivas economías de escala, de ámbito o innovaciones tecnológicas operarán como barreras a la entrada naturales. De esta forma, un ámbito de monopolio natural, sea que presente al interior del mismo un monopolista natural o no, nunca ha de quedar 403
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sustraído a la libre competencia y siempre podrá un competidor potencial ingresar a dicho mercado e intentar desafiar al monopolista natural ya establecido, aun cuando ya sabemos que ello por regla general será difícil y oneroso. El verdadero peligro que exhibe un ámbito de monopolio natural consiste en que alguna autoridad pública dote al monopolista natural, ya establecido en el ámbito respectivo, de exclusividad por la vía normativa y genere así, en superposición al monopolio natural, un monopolio de privilegio cuyo beneficiario sea ese monopolista natural. Así, la existencia de un ámbito de monopolio natural no autoriza a que se desconozca la libertad de competencia mercantil y, por tanto, nunca un monopolista natural podrá exigir alguna forma de exclusividad normativa proporcionada por una autoridad pública, puesto que ello configuraría un proscrito monopolio de privilegio. De lo expuesto se concluye que tal limitación –la del monopolio natural– al derecho a desarrollar una actividad económica al tenor del art. 19, Nº 21 de la Constitución Política de la República no puede configurarse como una transgresión a la mencionada garantía constitucional ni a la libre competencia como bien jurídico tutelado. Los ámbitos de monopolios naturales constituyen un ejemplo de situaciones en las cuales no resulta razonable exigir pluralidad de competidores dada su peculiar estructura, puesto que ello sería extraordinariamente oneroso al implicar una dilapidación de recursos productivos. De esta forma, si bien la regla general es la plena aplicación y fomento del principio de la libre competencia, puesto que por tal vía se realizan y resguardan mejor ciertas garantías constitucionales y se promueve una mayor eficiencia en la asignación de los recursos productivos y, por tanto, en el empleo de los recursos productivos que posee cada competidor, cabe observar que en las situaciones de monopolios naturales, la aplicación de la libre competencia resulta menguada al aceptarse la existencia de un ámbito de monopolio natural como una situación pre-dada y cuyo desconocimiento acarrearía la máxima ineficiencia en la asignación de los recursos. En este último caso, la excepción emana de una situación de naturaleza, de economías de escala, economías de ámbito o de un estadio de desarrollo tecnológico respecto del cual no existe –en el momento actual en que se le trata– la posibilidad de introducir una pluralidad de competidores sin grave daño para el bien común en su dimensión material. Así, en nuestra opinión, la existencia del monopolio natural halla su reconocimiento en la necesidad de la sociedad política de lograr que la producción de más y mejores bienes se realice con los menores costos posibles, lo cual en el caso del monopolio natural da lugar 404
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a su consiguiente regulación para evitar que se produzcan abusos de posición dominante. Ahora bien, resulta importante clarificar los alcances de la conclusión antes expuesta. Si bien, por regla general, hay concordancia entre los requerimientos de la libre competencia y la eficiencia económica, sólo excepcionalmente se producen conflictos entre tales nociones. El monopolio natural no admite alternativa, en el sentido que desconocerlo implica desarticularlo con el consiguiente incremento de costos para la sociedad toda. Sin embargo, de ello no se sigue que la situación del monopolio natural pueda ser extrapolada y aplicada a toda situación de eficiencia. Así, si hay conflicto entre el derecho a desarrollar cualquier actividad económica y la eficiencia habrá de prevalecer la primera; a diferencia, si hay conflicto entre el derecho a desarrollar cualquier actividad económica y el monopolio natural, ha de respetarse este último como resultante de una situación ajena a la voluntad de los competidores y cuyo desconocimiento es muy dañoso para la sociedad civil. Así, no cualquier forma de eficiencia puede ser analogada a un monopolio natural y tratada como este último. En efecto, en el caso del monopolio natural resulta manifiesta la improcedencia de forzar un sistema de pluralidad de competidores, en tanto que en los demás casos de eficiencia habrá de considerarse la prevalencia de las garantías constitucionales y del principio de la libre competencia, en atención a que se tratará de monopolios y conductas “voluntarias” por oposición a los monopolios “naturales”. Lo relevante del caso del monopolio natural es hacer notar que tales conflictos –a diferencia de lo que acontece con los monopolios de privilegio y los monopolios por unificación de la competencia– emanan de la naturaleza de la respectiva actividad económica y no de la arbitrariedad de las autoridades públicas o de los competidores que intervienen o participan en el correspondiente mercado relevante. Así, el monopolio natural puede terminar por una intervención de la autoridad pública competente que fuerce la concurrencia de pluralidad de competidores al interior del ámbito de monopolio natural –lo cual, ya lo hemos señalado, contraviene el bien común en su dimensión económica, así como importantes garantías constitucionales– o bien por una situación que ponga fin al monopolio natural, v. gr., un agotamiento de la fuente de la cual manan aguas con propiedades medicinales o el descubrimiento de un adelanto tecnológico que lleve a la desaparición de la economía de escala que había dado lugar a un monopolio natural, v. gr., la superación del telégrafo por el teléfono. La regla general será regular aquel monopolio natural y aquí se presentará el desafío de combinar eficiencia productiva con eficien405
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cia en la asignación de los recursos. De esta manera, el monopolio natural se traduce en un solo oferente o demandante de un bien (monopolio puro o monopsonio puro) o bien en posiciones dominantes (monopolio o monopsonio parcial) derivadas de economías de escala o de situaciones de naturaleza al interior de un mercado relevante, el cual suele ser regulado y fiscalizado por una o más autoridades públicas dotadas de potestades normativas al efecto. En los monopolios naturales regulados se busca, por regla general, que el servicio esté obligado a tener un precio igual al costo promedio, incluyendo un rendimiento normal del capital, lo que da lugar a la tarificación del servicio. Es fundamental que el regulador aplique un prudente criterio al tarificar tales servicios, puesto que de otra forma puede conducir a las empresas respectivas a un gradual desincentivo a la inversión y, en el límite, a la insolvencia.361 Cabe recordar lo resuelto por el propio Tribunal Antimonopólico, aunque limitado al monopolio natural cuya causa es una economía de escala: “...existe un monopolio natural cuando las condiciones del mercado son tales que una empresa puede explotar mejor ese mercado de lo que lo harían dos o más, lo que ocurre cuando los costos medios unitarios de producción son decrecientes de acuerdo al aumento de la escala o volumen de producción. Así, el tamaño de la empresa puede llegar a un nivel óptimo en relación con la demanda, e incluso a un tamaño mayor que la demanda total, a un precio igual al costo medio mínimo, lo que se explica por las llamadas economías de escala. Incluso puede ocurrir que el precio del monopolio sea menor que el precio de equilibrio de empresas más pequeñas, ya que los nuevos oferentes tendrían costos más altos que el monopolista. Como en estos casos el mercado no acepta más de una empresa, los monopolios naturales están sujetos a regulación por parte de la autoridad”.362 La forma que adopte la regulación del monopolio natural es relevante, puesto que en ciertas ocasiones aquélla da lugar a un monopolio de privilegio; de esta manera se produce el efecto de un monopolio natural al que se superponen ciertos beneficios propios de un monopolio de privilegio. Esto acontece toda vez que la regulación aplicada al monopolio natural no sólo tiene por objeto evitar abusos monopó-
361 Es por ello que la reglamentación de ciertas industrias reguladas ha dado lugar al análisis jurídico de las eventuales perturbaciones o interferencias substanciales que tal reglamentación puede causar en el natural ejercicio de los atributos de la propiedad privada correspondiente a los competidores presentes en esos mercados. Véase EPSTEIN, Richard A., Takings. Private property and the power of eminent domain, pp. 274 y ss., Harvard University Press, 1993. 362 Resolución Nº 537, de la Comisión Resolutiva.
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licos, sino que busca adicionalmente garantizar por la vía jurídica que ese monopolio natural sea inexpugnable frente a eventuales competidores. Se ha dicho que la regulación protege al monopolio natural contra la eventual aparición de competidores futuros en el mercado respectivo, pidiéndosele algo a cambio: un servicio universal.363 Esta explicación conduce a dos problemas. El primer problema se traduce en que a un monopolista natural se le brinda por parte de la autoridad pública sectorial una barrera artificial a la entrada del respectivo mercado relevante. Esta barrera a la entrada artificial es constitutiva de un privilegio que recibe el monopolista natural y cuya remoción puede ser lenta, pudiendo incluso perpetuarse hasta una época posterior a aquella en la que el mercado relevante ha perdido su carácter de ámbito de monopolio natural.364 El segundo problema se desliza a quien paga ese servicio universal determinado por la autoridad pública sectorial, v. gr., correo postal en todo el país, lo cual muchas veces es resuelto por la vía de subsidios cruzados –también denominados subsidios internos– pagados mediante tarifas arbitrariamente discriminatorias destinadas a beneficiar sectores de bajos ingresos o zonas de baja densidad poblacional. Las tarifas arbitrariamente discriminatorias pueden exhibir dos modalidades: tarifas “planas” o iguales para mercados con costos desiguales o bien tarifas desiguales para costos iguales. Esta problemática de los subsidios cruzados, en nuestra opinión, da lugar a dos dilemas: uno de corte impositivo, consistente en que estamos frente a tributos encubiertos y operados al margen del sistema tributario recaudatorio general y otro relativo a la conmutatividad del contrato de suministro del servicio, consistente en que se permite al monopolista natural, por la vía de la regulación imperante, lo que el Derecho antimonopólico prohíbe a todo monopolista: discriminar arbitrariamente en los precios. Esta discriminación arbitraria contraviene los principios de la libre competencia, que plantea que sólo son aceptables las discriminaciones justificadas, esto es, las que consideran factores objetivos y propios de la transacción. La regulación cuestionada atiende a factores de discriminación completamente ajenos a la transacción misma, como son el nivel de ingresos de la contraparte o la densidad poblacional de la zona geográfica donde reside o se halla domiciliado el cliente. Paradójicamente, los subsidios a zonas baja-
363 MELLER, Patricio, “Regulación y competencia en los servicios de utilidad pública”, p. 5, Perspectivas, vol. 6, número 1, Centro de Economía Aplicada, Universidad de Chile, 2002. 364 POSNER, Richard A., “Natural monopoly and its regulation”, pp. 612 y 615, Standford Law Review, volume 21, 1968-1969.
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mente pobladas pueden importar beneficiar a personas de altos ingresos que residen o vacacionan en las mismas, lo cual es particularmente cierto en zonas rurales aledañas a las ciudades. Resulta, así, lamentable que ciertas regulaciones diseñadas para el monopolio natural contravengan los principios de libre competencia en materia de precios, que se asientan en la justicia distributiva, esto es, sobre la base de que un monopolista no puede cobrar precios disímiles sin mediar justificación, puesto que con ello está distribuyendo cargas en forma desigual a iguales.365 Sin embargo, defensores de tales prácticas –al amparo de la regulación sectorial respectiva– por parte de monopolios naturales cuyas utilidades se hallan reguladas afirman que es muy probable que la producción sea mayor en un escenario de discriminación de precios que en un escenario de precios único.366 Estimamos que ese juicio de probabilidad, incluso aunque fuera de certeza total, no resulta conciliable con el trato de no discriminación arbitraria que el Estado y sus organismos han de brindar a los particulares en materia económica, según lo ordena el art. 19, Nº 22 de la Constitución Política de la República. Cabe recordar que dicha prescripción imperativa comprende al legislador, quien es el autor de las bases de la regulación tarifaria que rige los monopolios naturales correspondientes a servicios públicos. La superposición de un monopolio de privilegio a un monopolio natural queda mejor ilustrada por el caso de las concesiones sanitarias, donde la legislación imperante garantiza concesiones de carácter exclusivo. En tales situaciones se busca promover que el monopolio natural realice mayores inversiones por la vía de asegurarle una ausencia de futura competencia. En nuestra opinión, este procedimiento es errado, puesto que articula un monopolio de privilegio –noción que se desarrollará en el capítulo correspondiente– sobre un monopolio natural. Lo anterior implica algún grado de incertidumbre acerca de la permanencia en el tiempo de ese monopolio natural; de otra forma no se explica el atractivo que puede conferírsele por la vía de garantizarle una exclusividad estructurada jurídicamente por parte de una autoridad pública. Por tanto, lo lógico sería dejar entregado este monopolio natural a su propia suerte: que dure lo que deba durar,
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Para un estudio de las relaciones entre justicia distributiva y discriminación arbitraria en los precios, véase VALDÉS P RIETO, Domingo, La discriminación arbitraria en el derecho económico. Especialmente en la legislación antimonopólica, Editorial Jurídica Conosur Ltda. (LexisNexis), Santiago, 1992. 366 POSNER, Richard A., “Natural monopoly and its regulation”, p. 642, Standford Law Review, volume 21, 1968-1969.
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esto es, mientras el mercado respectivo conserve el carácter de ámbito de monopolio natural. Sin embargo, conspira contra esta solución el que muchos de estos monopolios naturales corresponden a empresas de servicio público, las cuales son intensivas en capital y dada la especificidad del mismo éste no resulta fácilmente reasignable, pasando a constituir un verdadero costo hundido para quien desee retirarse de la industria respectiva. No obstante lo señalado, debe observarse que la desaparición de una economía de escala por un cambio tecnológico puede constituir el fin de un monopolio natural y, en tal evento, resultaría inaceptable que la autoridad pública competente mantenga dicho monopolio por la vía de una regulación jurídica constitutiva de un privilegio. Tal preservación del monopolio que ha perdido su carácter de natural sólo irroga costos a los competidores potenciales y a los consumidores, constituyendo un lastre para la sociedad civil el que se establezca un monopolio de privilegio allí donde puede haber espacio a la libre competencia. Un ejemplo lamentable de cómo el legislador ha prohibido una economía de ámbito, a instancias del Tribunal Antimonopólico que empleó su potestad requisitoria para obtener la promulgación de una norma legal al efecto, lo constituye el art. 65 de la Ley de Servicios Sanitarios.367 En este caso particular, en vez de regular las economías de ámbito asegurando una transferencia de sus beneficios a los consumidores, el legislador sanitario optó por la peor de todas las soluciones: prohibir las economías de ámbito entre empresas de servicios sanitarios, por una parte, y concesionarios de distribución eléctrica, telefonía local o distribución de gas de redes, por otra. 367
Art. 65, incisos 1º, 2º, 3º y 4º, de la Ley General de Servicios Sanitarios: “Las personas o grupos de personas con acuerdo a actuación conjunta, que sean controladoras o tengan influencia decisiva en la administración de empresas concesionarias de servicios públicos que sean monopolios naturales de distribución eléctrica o de telefonía local, cuyo número de clientes exceda del 50% del total de usuarios en uno o más de estos últimos servicios en las áreas bajo concesión de la empresa prestadora de servicios sanitarios, no podrán participar en estas mismas áreas: a) En la propiedad o usufructo de acciones de una empresa prestadora de servicios sanitarios de distribución de agua potable o recolección de aguas servidas, en los términos requeridos en el inciso cuarto del art. 63, y b) En la explotación de concesión o concesiones sanitarias de distribución de agua potable o recolección de aguas servidas. Corresponderá a la Comisión Resolutiva [hoy Tribunal de Defensa de la Libre Competencia], creada por el Decreto Ley 211, de 1973, determinar si las empresas concesionarias de servicios públicos referidas en el inciso precedente constituyen monopolio natural regulado o declarar que han dejado de serlo. Lo dispuesto en el inciso primero de este artículo, será aplicable a los servicios de distribución de gas de redes, en los casos que la Comisión Resolutiva declare que constituyen un monopolio natural regulado”.
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En nuestra opinión, dicho sobreprecio impuesto por una autoridad pública que ha prohibido la incorporación de economías de ámbito a la competencia, vulnera un contenido del orden público económico, cual es que se produzcan más y mejores bienes por el menor costo para la nación, lo cual es requerimiento del bien común político en su dimensión material. Mirado desde otra perspectiva, la autoridad pública ha interferido la libre competencia generando barreras a la entrada artificiales que no hallan explicación en la prevención del mejor funcionamiento de aquélla. Quizás el verdadero dilema del marco regulatorio es cómo prevenir los abusos monopólicos asegurando un justo trato no sólo a la clientela del servicio y a los proveedores de los insumos, sino que también a eventuales entrantes al mercado; dar certeza de permanencia al inversionista para que pueda obtener una adecuada rentabilidad en el tiempo y no transformar esa regulación en un monopolio de privilegio. Es por ello que las modernas regulaciones de los monopolios naturales tienden a emular la competencia, según explicamos al tratar la noción de competencia simulada; lo anterior no es óbice para aplicar en los aspectos de la actividad del monopolio natural, no cubiertos por la regulación sectorial el Derecho antimonopólico. B. Tratamiento del monopolio natural por el Decreto Ley 211 La pregunta fundamental es si los monopolios naturales, en cuanto tales, son objeto de represión de una legislación antimonopólica. La respuesta es negativa, haciéndose necesario distinguir entre el ser del monopolio y el operar del mismo. En cuanto a la existencia misma del monopolio natural, el ámbito de mercado donde aquél prevalece experimenta una libre competencia menguada, puesto que se acepta que ésta enfrenta una barrera natural característica de aquél, según explicamos en el acápite anterior. Luego, no existe nada reprochable antimonopólicamente en el hecho de ostentar un monopolio natural o ser monopolista natural y, por tanto, tal situación no contraviene el Decreto Ley 211, puesto que ello es ajeno a una causa humana directa. En efecto, si bien puede acontecer que el monopolio natural tenga su causa en un hecho de la naturaleza, en una economía de escala o de ámbito o bien en un estadio de desarrollo de la tecnología aplicable, tal monopolio natural es una consecuencia per accidens de una cierta actividad económica en un determinado contexto geográfico. Así, el monopolio natural es una característica del mercado relevante respectivo, v. gr., econo410
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mías de escala, alto nivel de costos fijos, altos costos hundidos no transferibles, carácter natural y único del producto explotado, etc. Por otra parte, la regulación de los monopolios naturales ha quedado entregada a legislaciones específicas, caracterizadas por una alta especialización y gran detalle, por regla general agrupadas sectorialmente dando lugar a muchas de las denominadas industrias reguladas. Luego analizaremos la relación de las legislaciones sectoriales mencionadas con el Decreto Ley 211, de 1973. Mientras las reglas tutelares de la libre competencia son generales, en cuanto pueden predicarse de cualquier mercado donde exista espacio al ejercicio de la libertad de competencia mercantil, y previenen o sancionan conductas concretas vulneradoras de ese bien jurídico, la normativa que se ocupa de las industrias reguladas es específica y diferente según la industria de que se trate. Esta normativa sectorial suele ser extraordinariamente casuista y tiene, por regla general, como finalidad, lograr que los servicios del mercado específico de que se trate se presten en términos de la mejor calidad y a los precios más baratos, asegurando para ello la debida operatoria del mercado sectorial. Entre los monopolios naturales correspondientes a industrias típicamente reguladas se hallan la distribución eléctrica concesionada, el servicio público sanitario mediante redes de agua, el de telefonía fija y el de telecomunicaciones brindado a clientes regulados, así como ciertos casos de ferrocarriles. En lo que respecta a la operación o explotación del monopolio natural, esta actividad queda evidentemente capturada por la legislación antimonopólica a fin de sancionar los abusos de posición monopólica que puedan producirse. Ciertamente que en el ámbito de operación del monopolio natural deben distinguirse aquellos aspectos en los cuales hay regulación imperativa específica en cuanto a precios, calidades y otras cláusulas –que por tanto no deja espacio a la aplicación de la legislación antimonopólica– de aquellos reductos en los cuales sí hay lugar a la libertad de competencia mercantil y, por tanto, existe la posibilidad de una desviación o mal empleo de la misma conducente a una práctica contraria al Decreto Ley 211. Hubiese sido conveniente que esta conclusión constara de una forma relativamente clara en el Decreto Ley 211, de 1973; creemos que de una forma un tanto oblicua el antiguo artículo quinto de ese cuerpo jurídico antimonopólico –artículo que hoy se halla derogado por la Ley 19.911– desempeñaba esta función al dar a entender que determinados cuerpos legales y reglamentarios eran sustraídos de la derogación tácita que hubiese causado la promulgación del primer texto del mencionado Decreto Ley. En nuestra opinión, tal salvaguardia implicaba la coexistencia de tales cuerpos legales y reglamentarios con 411
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el sistema tutelar de la libre competencia contemplado en aquel Decreto Ley. En efecto, algunos de los cuerpos normativos salvaguardados por el antiguo artículo quinto mencionado daban cuenta de legislaciones sectoriales que regían ciertos ámbitos de monopolio natural; sin embargo, ese mismo artículo quinto prescribía que los abusos efectuados por monopolistas naturales, incluso realizados al amparo de esa legislación sectorial, quedaban entregados a la jurisdicción de la Comisión Resolutiva, hoy Tribunal de Defensa de la Libre Competencia. En síntesis, el Derecho de la libre competencia respeta el ser del monopolio natural, pero su actividad queda sujeta a control antimonopólico para reprimir y sancionar sus eventuales abusos. C. Libre competencia por el ingreso al mercado
de un monopolio natural La teoría de los mercados contestables (en rigor disputables) plantea que ya no es posible una concurrencia entre pluralidad de competidores al interior del mercado en el cual se desenvuelve un monopolio natural, debe existir al menos competencia para ingresar a ese mercado. Es conveniente que sea la libre competencia la que determine qué competidor ingresará y cuánto tiempo permanecerá en ese mercado relevante. Quien logre ingresar a ese mercado y dominar ese ámbito de monopolio natural, ostentará el respectivo monopolio natural, debiendo ajustarse a las regulaciones que existan para la operación del mismo; regulaciones que serán de dos órdenes: legislación sectorial y legislación antimonopólica. De allí que cabe distinguir la libre competencia por el ingreso a un mercado y captura de éste de la libre competencia por la explotación de ese mercado. Lo anterior concuerda con una tendencia visualizada en la jurisprudencia de los organismos antimonopólicos nacionales, e incluso en ciertos reguladores sectoriales, en orden a velar por la transparencia, objetividad e igualdad de acceso a las licitaciones mediante las cuales se oferta la propiedad de empresas que revisten la calidad de monopolios naturales y a fomentar una amplia convocatoria a los eventuales interesados por tales empresas.368 Así, a modo de ejemplo cabe transcribir dos pronunciamientos de la Comisión Resolutiva, hoy Tribunal de Defensa de la Libre Competencia, sobre el particular:
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Resoluciones Nos 108, 288, 399, 494 y 567 de la Comisión Resolutiva, así como Dictamen Nº 874 bis/22 de la Comisión Preventiva Central.
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“Finalmente, esta Comisión estima pertinente señalar a la consultante que corresponde exclusivamente a los organismos antimonopolios creados por el Decreto Ley 211, de 1973, pronunciarse acerca de la exclusión, por razones de competencia, de uno o más oferentes en las licitaciones a las que se convoquen para adjudicar determinados bienes o servicios”. Este pronunciamiento fue originalmente emitido por la Comisión Preventiva Central369 –organismo antimonopólico hoy derogado– y luego hecho suyo por la comisión resolutiva, hoy Tribunal de Defensa de la Libre Competencia, en la Resolución Nº 399. Sentenció el Tribunal Antimonopólico en la Resolución Nº 288: “Que las licitaciones públicas o privadas, a juicio de esta Comisión [actualmente Tribunal de Defensa de la Libre Competencia], deberían indicar en sus bases requisitos o condiciones objetivas y susceptibles de ser comprendidas por una pluralidad de interesados y, en todo caso, si se contempla en ellas la facultad de rechazar las propuestas que se presenten, sin expresión de causa, dicha facultad no podría servir para establecer nuevas bases que provoquen la eliminación injustificada de algunos de los anteriores proponentes, pues con ello se altera la transparencia y objetividad que constituye el fundamento mismo de las licitaciones”. Las consideraciones efectuadas por la Resolución Nº 288 y la Resolución Nº 399 son de suma importancia, puesto que destacan los principios fundamentales a que han de ceñirse las licitaciones como medio de acceso a una determinada actividad económica. Tales principios obedecen a formulaciones más específicas del principio de la no discriminación arbitraria: requisitos o condiciones objetivas, esto es, que se correspondan con las exigencias de la naturaleza misma de la transacción y no apunte a características personales de los partícipes en el proceso licitatorio; que tales bases de licitación estén construidas en términos tales que naturalmente vayan dirigidas a pluralidad de competidores por el bien licitado; que no haya margen a la eliminación arbitraria de competidores,370 ni siquiera cuando para ello se pretenda invocar la defensa de la libre competencia. Sobre este último aspecto es especialmente clara la Resolución Nº 399 que prescribe que las exclusiones basadas en consideraciones de libre competencia sólo pueden ser efectuadas por las autoridades públicas dotadas de potestades normativas para la preservación de dicho bien jurídico tutelado y no corresponden al licitante. Más aún, el licitante que realice tales
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Dictamen Nº 874 bis/722 de la Comisión Preventiva Central. Este principio es confirmado por la sentencia Nº 04/2004 emitida por el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia. 370
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exclusiones arriesga incurrir en responsabilidad monopólica por crear una barrera artificial al ingreso a una determinada actividad económica, lo cual bajo ciertas circunstancias puede ser constitutivo de una discriminación arbitraria monopólica. En efecto, las exclusiones motivadas por razones de competencia sólo pueden ser validadas por el Tribunal Antimonopólico, salvo que obedezcan a criterios técnicos –ajenos a la libre competencia– que sean razonables y proporcionados. Estos últimos podrán emanar del propio licitante o de las autoridades sectoriales competentes. La teoría de los mercados contestables sostiene que son los costos hundidos371 y no verdaderamente las economías de escala y un alto nivel de costos fijos, lo que impide a los potenciales competidores la entrada a ese mercado. De aquí que una importante tarea para el regulador sería intentar promover la competencia por el mercado por la vía de acotar los costos hundidos en que forzosamente ha de incurrir quien pretenda ingresar a ese mercado. Es por ello que se ha dicho que corresponde a la regulación de actividades económicas intentar emular la libre competencia, en cuanto ello sea posible. Por otra parte si el monopolista natural sabe que cada cierto tiempo puede relicitarse un mercado o que puede ingresar algún potencial competidor tomará las medidas para hacer menos atractivo tal ingreso, entre las cuales probablemente se hallará el colocar precios más cercanos al costo marginal antes que la maximización del precio monopólico, supuesto que la tarificación eventualmente existente dé margen a tal cambio en los precios. Mientras más contestable sea un mercado, más se aproximará a una estructura de competencia en el sentido que el monopolista natural ya instalado en el mercado cuidará que sus precios no excedan el costo marginal más allá de un nivel en el cual se active la entrada de sus potenciales competidores por la titularidad del respectivo monopolio natural. En consecuencia, mientras más contestable un determinado mercado más próximo estará a una regulación suave o a una eventual desregulación en atención a su competitividad. A continuación abordaremos un tema no exento de cierta controversia, pero crucial para la acabada comprensión del monopolio natural: la posibilidad de que ciertas industrias caracterizadas como monopolios naturales sean objeto de la regulación específica sectorial
371 Los costos hundidos son generalmente conceptualizados como los costos de recursos en los que ya se ha incurrido en el pasado y cuyo total no será afectado por decisión alguna, sea que ésta tenga lugar actualmente o en el futuro.
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de la propia industria, pero que además lo sean de supervisión por la legislación antimonopólica. A tal efecto, trataremos en un acápite general la aplicabilidad de la legislación antimonopólica a las industrias reguladas cuya reglamentación es consecuencia de ser ámbito de monopolio natural, con énfasis en los denominados servicios públicos (public utilities), que según hemos explicado corresponden a la modalidad más habitual de los monopolios naturales con que tenemos contacto, para luego estudiar en el capítulo siguiente una industria regulada en particular, cuya estructura de monopolio natural permite ilustrar lo aseverado. Se trata de la industria regulada correspondiente a la distribución eléctrica concesionada, la que será someramente descrita y, luego, comentada la jurisprudencia antimonopólica que el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia y la antigua Comisión Resolutiva han elaborado, a lo largo del tiempo, respecto de aquélla. 4.1.2. APLICABILIDAD DEL DERECHO DE LA LIBRE COMPETENCIA A INDUSTRIAS REGULADAS POR SU CARÁCTER DE MONOPOLIO NATURAL La literatura especializada da cuenta de un tópico ya clásico y no por ello menos actual: el de la aplicabilidad de la legislación antimonopólica a las denominadas industrias reguladas. Las industrias reguladas son aquellas en las cuales la reglamentación de los respectivos negocios y actividades económicas es efectuada por autoridades públicas sectoriales372 en ejecución de las leyes que gobiernan tales actividades económicas, de modo tal que en ellas queda un escaso o, a veces, un nulo ámbito de aplicación de los principios de la libre competencia. En efecto, en ciertas ocasiones la regulación sectorial llega a ser tan intensa que virtualmente se confunde con la propiedad estatal; en tanto que en otras circunstancias existe un reducto de toma de decisiones donde la libertad de competencia mercantil de los competidores puede ser ejercitada sin hallarse sustituida por regulaciones legales y administrativas. Ordinariamente, la intensidad de la reglamentación dependerá del motivo por el cual esa industria es regulada y sustraída de los dominios de la libertad de competencia mercantil. El origen de esta regulación sectorial arranca de los problemas generados por monopolios naturales y, posteriormente, se habría extendido a otras situaciones análogas, como estructuras de mercado en las
372 De allí que suele contraponerse las solemnidades de derecho estricto (formalidades “ad solemnitatem”) a las regulaciones de mera administración, cuya finalidad es el correcto funcionamiento del mercado.
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cuales la competencia no es operativa o el nivel de información es inadecuado. Existen, también, razones ajenas a consideraciones económicas, como acontece con ciertas motivaciones de orden político orientadas a proteger determinadas industrias locales de la competencia foránea. A efectos de nuestro estudio, nos concentraremos en industrias reguladas donde la causa de la regulación es precisamente el carácter de monopolio natural que exhibe la respectiva actividad económica. Según ya explicamos, esta desviación de una concurrencia entre pluralidad de competidores suele hallar, en el caso de los monopolios naturales, una razón justificante en el orden público comprometido; como tendremos oportunidad de apreciar más adelante, una importantísima modalidad de orden público económico es la que conlleva todo monopolio natural correspondiente a un servicio público, noción de la cual nos haremos cargo. Atendido que ese orden público comprometido en los servicios públicos, por diversos motivos, no puede quedar entregado a la libre operatoria del mercado, es que se acude a la regulación sectorial que busca suplir tales deficiencias. Las modalidades de regulación de los monopolios naturales por parte del Poder Legislativo y de la Administración del Estado son innumerables, desde controles que implican barreras a la entrada o a la salida de un determinado mercado relevante; otorgamiento y revocación de concesiones; fijación de precios, establecimiento de bandas de precios o bien tarificación de precios; determinación de la calidad y de la cantidad de los productos transados, regulación directa de las características societarias de los agentes autorizados a intervenir en ese mercado, v. gr., capital mínimo, objeto exclusivo, etc. Este fenómeno de origen económico ha sido observado y analizado también desde una óptica jurídica, dando lugar a interesantes estudios acerca del orden público económico y sus técnicas, entre las cuales se reconocen diversas fórmulas para intervenir las convenciones de los competidores partícipes en tales mercados. Según hemos explicado, el Derecho antimonopólico halla su razón de ser en tutelar los mercados con el objeto de asegurar la libre competencia por la vía de prevenir o proscribir las conductas que puedan menoscabar la sana operatoria de la oferta y la demanda. Así, mientras la regulación emitida por el Poder Legislativo y la Administración del Estado se basa en la premisa de que la libre competencia no puede campear en un determinado mercado en razón de la estructura de este último, que corresponde a un ámbito de monopolio natural, la legislación antimonopólica descansa sobre el supuesto de que sí puede haber libre competencia en un determinado mercado relevante y que, por tanto, es necesario protegerla de las agresiones u ofen416
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sas que puede sufrir por parte de competidores actuales o potenciales que participen en el mismo o, incluso, de las ofensas que a ese bien jurídico protegido pueden causar las propias autoridades públicas que intervienen dicho mercado. Sin embargo, ninguno de tales sistemas tutelares –ni el de regulación sectorial ni el emanado del Derecho antimonopólico– es hermético o estanco; en efecto, la regla general es que la regulación sectorial no comprenda todos los aspectos de una industria regulada ni sea exhaustiva al momento de reglamentarlos y, por tanto, deje lugar a la aplicación del sistema normativo antimonopólico. Esto lleva a la coexistencia, en un mismo mercado regulado, de reglamentación sectorial y de normativa antimonopólica, lo que implica subordinar dicho mercado a una doble tutela: la del regulador técnico o específico del ámbito de monopolio natural y la de los organismos antimonopólicos. Lamentablemente, tal coexistencia de potestades de diversas autoridades públicas respecto de un mismo mercado se ha prestado a veces, en Chile, a una indeseable interferencia entre las mismas o entre dos reguladores de naturaleza técnica por normar las mismas materias de un mercado relevante.373 Lo anterior ha planteado, con cierta frecuencia, conflictos entre organismos antimonopólicos y autoridades sectoriales dotadas de potestades públicas para la regulación de mercados tremendamente específicos.374 En tales debates, según ex-
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Un buen ejemplo de este intento por deslindar ámbitos, es el Ordinario Nº 316, emitido por el Fiscal Nacional Económico a la H. Comisión Resolutiva [actualmente Tribunal de Defensa de la Libre Competencia], con fecha 19 de julio de 2002, pp. 2 y 3, en el cual se señala lo siguiente: “I. Los organismos establecidos por el Decreto Ley 211, en particular la Comisión Resolutiva y la Fiscalía Nacional Económica, de acuerdo lo dispone el art. 6º de dicho cuerpo legal, en relación con sus arts. 1º y 2º, tienen competencia para conocer eventuales atentados a la libre competencia o abusos en que incurra quien ocupe una situación monopólica. En consecuencia, a petición de parte o de oficio, deben pronunciarse sobre la posibilidad jurídica de que se presten determinados servicios, en cualquier modalidad técnica, por ejemplo, un servicio público de telecomunicaciones, a través de la red de distribución eléctrica de baja tensión, basado en la nueva tecnología del Power Line Communications (PLC), desde la perspectiva de la libre competencia, que es el bien jurídico tutelado por el Decreto Ley 211, y con la única finalidad de resguardarla. En tanto, el pronunciamiento sobre la factibilidad técnica y económica de la prestación del mismo servicio corresponde exclusivamente a los órganos establecidos por la respectiva legislación sectorial”. 374 Resolución Nº 144, vistos 13, 14, 15, 16, 17 y 18 y considerandos A1 a A10. Se da cuenta del cuestionamiento de la potestad de la Comisión Resolutiva (hoy Tribunal de Defensa de la Libre Competencia) para normar el mercado minero en contravención de lo resuelto por la Comisión Chilena del Cobre, actuando esta última de conformidad con las facultades que le ha conferido el Decreto Ley 1.349 de 1976. Los considerandos indicados resuelven que a la Comisión Chilena del Cobre corresponde
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pondremos, solía ser invocado el antiguo artículo quinto del Decreto Ley 211 por las autoridades sectoriales para intentar argumentos que justificaren la existencia de ámbitos sustraídos al imperio de la libre competencia y sus entes tutelares y, por tanto, caracterizados por una prevalencia de las potestades de tales autoridades públicas sectoriales. La identificación de los límites de la regulación sectorial y de la regulación antimonopólica es casuística, esto es, considerando las particularidades de cada industria regulada; no obstante lo cual intentaremos dar algunas directrices que pueden ser colegidas del propio Derecho antimonopólico. A. Soluciones dadas bajo la Sherman Act, antecedente
del Decreto Ley 211 En el Derecho estadounidense, en el cual se originó la Sherman Act de 1890 (antecedente y fuente inspiradora de nuestro Decreto Ley 211, de 1973), se planteó el mismo problema entre regulaciones sectoriales y reglamentaciones antimonopólicas, pero en dos niveles diferentes: el estadual y el federal. 1. State action doctrine. Esta doctrina tiene aplicación toda vez que una regulación administrativa sectorial, específica de un mercado cuyo origen es estadual (por oposición al federal), entra en conflicto con la legislación antimonopolio. En este evento, la norma antimonopólica no puede prevalecer sobre una expresa orden emanada de una autoridad estadual y, por tanto, pierde vigencia para el caso particular la legislación tutelar de la libre competencia.375 Esta conclusión reposaba sobre la premisa de que la Sherman Act había sido establecida con el único objeto de proscribir prácticas monopólicas privadas y, por tanto, no cabía invalidar por esta vía una reglamentación estadual lesiva de la libre competencia. Consecuencialmente, toda práctica privada realizada al amparo de esa reglamentación estadual estaba exenta de toda responsabilidad monopólica. Posteriormente, este criterio se amplió en cuanto que ya no fue precisa una expresa orden emanada proponer al Gobierno políticas generales para contrarrestar cualquier acción que tienda a controlar o restringir unilateralmente la regulación del precio del cobre y de sus subproductos, el mantenimiento o la ampliación de sus mercados o la mejor distribución de ellos, pero que la potestad para juzgar la legalidad o ilegalidad de la materia correspondiente a la defensa de la libre competencia es privativa del Tribunal Antimonopólico creado por el Decreto Ley 211, de 1973. 375
Parker versus Brown (1943).
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de una autoridad estadual para obtener la prevalencia del regulador técnico sobre la legislación antimonopólica, bastando el mero conocimiento por parte de aquél de una determinada práctica calificable de monopólica, lo que fue interpretado como aprobación por parte del regulador sectorial respectivo.376 Sin embargo, en 1975 se rectificó camino por la vía de que la Corte Suprema de los Estados Unidos de América exigió que las prácticas anticompetitivas sólo quedasen exentas de responsabilidad monopólica ante una orden expresa y coactiva emitida por el regulador sectorial respectivo y que, por tanto, ya no era suficiente el silencio administrativo ante el conocimiento de una práctica monopólica para impedir la aplicación de la legislación antimonopólica.377 2. Antitrust immunity doctrine. Esta fórmula tiene lugar cada vez que la Sherman Act entre en conflicto con una regulación sectorial de origen federal. Si ésta no contiene una exención expresa mediante la cual la respectiva industria regulada deba ser sustraída de la aplicación de la legislación antimonopólica o bien no se plantea una directa incompatibilidad entre la regulación sectorial específica y la norma antimonopólica, los tribunales no conferirán a esa industria regulada inmunidad ante la normativa antimonopólica, esto es, tendrá aplicación esta última.378 Allí donde hay incompatibilidad entre la regulación sectorial específica y la legislación antimonopolio, esta doctrina ha concedido prevalencia a la regulación sectorial específica de la industria,379 al igual como acontecía con la State action doctrine. Conviene distinguir en esta materia las exenciones explícitas de las exenciones implícitas: i) Es posible reconocer tres situaciones de exención explícita de la legislación antimonopólica frente a la normativa sectorial federal: a) El caso más simple es aquel en que el mismo Congreso sustrae expresamente determinadas industrias de la aplicación de la legislación antimonopólica;380 b) el Congreso efectúa delegaciones de potestades normativas en determinados reguladores sectoriales con el objeto de que éstos determinen en qué casos ciertas industrias han de ser sustraídas de la apli-
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Washington Gas Light Co. versus Virginia Electricity & Power Co. (1971). Goldfarb versus Virginia State Bar (1975) y Cantor versus Detroit Edison Co.
(1976). 378
Otter Tail Power Co. versus United States (1973). United States versus Philadelphia National Bank (1963); Pan American World Airways versus United States; Gordon versus New York Stock Exchange (1975) y California versus Federal Power Comm’n (1962). 380 Un ejemplo es la Sección 6 de la Clayton Act, que establece que la legislación antimonopolio no se aplica a organizaciones sindicales o a los miembros de éstas, en lo referente a conductas orientadas a legítimos objetivos sindicales. 379
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cación de la legislación tutelar de la libre competencia, y c) en algunas oportunidades, el Congreso reformula los estándares antimonopolios con el objeto de ser particularmente aplicados a ciertas industrias reguladas o bien a ciertas prácticas específicas de éstas (por ejemplo, la Bank Merger Act de 1966). ii) En lo que se refiere a exenciones “implícitas” de la legislación antimonopólica, éstas sólo han sido aceptadas en aquellos casos de manifiesta incompatibilidad entre la regulación sectorial específica de la industria y la legislación antimonopólica cuando concurren los siguientes requisitos copulativos: a) un regulador sectorial, debidamente autorizado, ejercita sus atribuciones normativas sobre un determinado precio, haciendo imposible la aplicación de la legislación antimonopólica sobre el mismo, y b) el referido ejercicio de potestades normativas por parte de un regulador sectorial es tan profundo que resulta lógico inferir que el Congreso ha estimado que la libre competencia no es el mejor medio para cautelar el interés público en el respectivo mercado.381 En general, la argumentación de existir las denominadas autorizaciones implícitas no ha prosperado, puesto que se ha conferido al sistema tutelar de la libre competencia el carácter de política fundamental en la economía nacional y, como tal, ha de primar sobre las regulaciones sectoriales a menos que se constate la concurrencia de alguna de las excepciones vistas. En consecuencia, debe estudiarse cuidadosamente en qué caso resulta necesario dejar sin aplicación la legislación antimonopólica para que el esquema regulatorio sectorial de la industria funcione adecuadamente. B. Soluciones dadas por el antiguo Decreto Ley 211 A la luz del Decreto Ley 211 de 1973, que contiene el principal cuerpo normativo de rango legal de la legislación antimonopolio chilena, el problema se presenta más simple que el enfrentado por la Sherman Act. En efecto, por de pronto no existe en Chile la tensión entre lo federal y lo estadual, desde el momento en que nuestro Estado es unitario;382 en segundo lugar, siguiendo nuestra tradición continental, el problema quedó bastante más acotado que en los Estados Unidos de
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United States versus AT&T (1978). Art. 3º, Constitución Política de la República.
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América por la vía de su solución expresa en el Decreto Ley 211, aun cuando con algunas deficiencias en su claridad, que analizaremos. Cabe observar que, en Chile, el intento de sustraer ciertas industrias reguladas por su carácter de monopolio natural de la aplicación de la legislación antimonopolio ha seguido dos rutas diferentes, que han dejado huellas en la jurisprudencia judicial: la primera ha sido la elaboración de ciertas interpretaciones en torno al antiguo art. 5º del Decreto Ley 211 de 1973, en tanto que la segunda, ha consistido en invocar el principio de la especialidad. Antes de tratar en detalle tales líneas argumentales recogidas en la jurisprudencia antimonopólica, explicaremos brevemente la función que desempeñaba el artículo quinto originario del Decreto Ley 211 en lo atingente a los monopolios naturales. La primera duda que surgía al intérprete versaba sobre el sentido y significación del antiguo artículo quinto del Decreto Ley 211, que prescribía a la letra: “Sin perjuicio de lo establecido en la presente ley, continuarán vigentes las disposiciones legales y reglamentarias referidas a las propiedades intelectual e industrial, a la minería, especialmente al petróleo, a la producción, comercio y distribución del salitre, yodo y cobre; las contenidas en el Código Sanitario; las contempladas en la Ley de Alcoholes y Bebidas Alcohólicas; las que regulan la creación y funcionamiento de las empresas de servicios públicos o municipales; las relativas a empresas bancarias y bolsas de valores; como también las que digan relación con los transportes, fletamentos y cabotajes, y crédito prendario. Igualmente quedarán en vigor las disposiciones legales y reglamentarias que confieren a las autoridades atribuciones relacionadas con el ejercicio de las actividades económicas, incluso aquellas que se refieren a la fijación de precios máximos y control de su cumplimiento. Con todo, no podrá establecerse ningún estanco, ni aun en virtud de los preceptos referidos en los dos incisos precedentes, sin previo informe favorable de la Comisión Resolutiva”. Procederemos, en el capítulo siguiente, al análisis del precepto transcrito. B.1. SALVAGUARDA DE LOS SERVICIOS PÚBLICOS Y, PARTICULARMENTE, DE LA DISTRIBUCIÓN ELÉCTRICA CONCESIONADA
La explicación de este inciso radicaba en que el Decreto Ley 211 de 1973, a través de su artículo quinto originario, sustrajo de la derogación tácita que su entrada en vigencia hubiera producido, determinados cuerpos legales y reglamentarios que razonablemente podía estimarse contravenían la libre competencia y que, sin embargo, se consideraron necesarios para la buena marcha de la sociedad civil. El 421
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inciso primero del art. 5º del Decreto Ley 211 de 1973 efectuaba una enumeración, por referencia a sus materias, de las disposiciones legales y reglamentarias que continuaban vigentes, no obstante la dictación de la Ley para la Defensa de la Libre Competencia. Así, ninguna norma jurídica de rango legal o infralegal que, a la fecha de dicha promulgación, fuere considerada conculcadora de la libre competencia podría haberse estimado vigente, a menos que se hallare expresamente señalada en el precepto mencionado. Esto debe entenderse, naturalmente, sin perjuicio de disposiciones de jerarquía normativa supralegal, las cuales no podían quedar afectadas por la entrada en vigor del Decreto Ley 211 de 1973. Si bien casi todos los cuerpos legales y reglamentarios salvaguardados por el inciso en comento correspondían a industrias reguladas, no todas ellas eran reguladas por causa de constituir ámbitos de monopolio natural, v. gr., las disposiciones relativas a las empresas bancarias. De las industrias reguladas por causa de ser ámbito de monopolio natural, sólo nos concentraremos en “las que regulan la creación y funcionamiento de las empresas de servicios públicos”. Estimamos ilustrativo centrarnos en las empresas de servicios públicos, puesto que bajo esta denominación se agrupa un número significativo de industrias reguladas que revisten esta calidad en razón de corresponder a monopolios naturales. La noción de servicio público, que no será desarrollada en esta oportunidad por exceder el objeto del presente trabajo, ha experimentado una larga evolución desde los tiempos en que el denominado fallo “Blanco” fue dictado por el Tribunal de Conflictos de Francia, el 8 de febrero de 1873. En esta evolución se desarrolla esta noción como una forma de superar la insuficiencia del distingo entre actos de autoridad y actos de gestión, que se había diseñado para aplicarlo a los actos del Estado y de esa manera establecer cuándo tales actos habían de ser conocidos por la justicia ordinaria. A la noción de Duguit, según la cual toda actividad administrativa que satisface una necesidad de interés general es un servicio público, se sigue la de Jéze, quien postula que lo relevante es atender al régimen jurídico aplicable, que se caracteriza por ceñirse a los procedimientos del derecho público, esto es, un régimen susceptible de ser modificado en cualquier momento por leyes o reglamentos y al cual no cabe oponerse en forma alguna. Posteriormente, otros autores como Maurice Hariou continuaron re-elaborando esta noción. En síntesis, no existe una concepción única acerca de qué es un servicio público, ni siquiera entre los propios autores que le dieron vida. Sin embargo, es posible consignar dos importantes criterios en la calificación del servicio público: 422
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a) Criterio subjetivo. El servicio público correspondía a una empresa u organismo de propiedad o bajo el control de la Administración del Estado. Este criterio perdió aceptación desde el momento en que se hicieron patentes dos deficiencias del mismo: no toda la actividad de la Administración podía ser calificada de servicio público, puesto que no siempre correspondía a servicios de interés general y, adicionalmente, personas privadas también desarrollaban estas actividades por encargo de la Administración, quedando vinculados por un contrato administrativo de concesión.383 b) Criterio objetivo. Para calificar una actividad de servicio público se atiende a la actividad misma, con independencia de si quien la desarrolla es la Administración del Estado o un ente privado. Lo determinante es que se trate de una actividad mediante la cual se satisfagan necesidades de interés general; de esta forma se produce un distanciamiento del sujeto estatal, no siendo ya prístina la necesidad de que la Administración intervenga directamente o vía contractual. La doctrina administrativa moderna se divide en dos grandes grupos: quienes niegan la noción de servicio público y quienes afirmando su existencia, la vinculan al denominado criterio objetivo. Como consecuencia del bien común político comprometido en las actividades correspondientes al servicio público, la doctrina administrativa exige a éste continuidad, regularidad y obligatoriedad. Entre las empresas de servicios públicos se cuentan, por ejemplo, las distribuidoras eléctricas concesionadas, ciertas modalidades de las empresas de telecomunicaciones y de servicios sanitarios que operan mediante concesiones. Así, la distribución de suministro eléctrico cumple con los requerimientos planteados por el criterio objetivo: por regla general media una concesión de distribución eléctrica que, en su modalidad definitiva, es otorgada mediante decreto supremo del Ministerio de Economía, por orden del Presidente de la República; esta actividad se ha considerado de bien común, toda vez que su adecuada prestación interesa a la sociedad toda y correspon383 No obstante el descrédito en que cayó esta concepción del servicio público, es posible observar en la jurisprudencia colombiana ciertos vestigios de la misma en relación con las concesionarias de servicios públicos, a las cuales, a pesar de su carácter privado, se las ha querido asimilar a autoridades públicas por la vía de pretender calificar sus actos jurídicos como actos administrativos. En efecto, desde 1992 la jurisprudencia de la Corte Constitucional y del Consejo de Estado, ambos de la República de Colombia, han sostenido –salvas contadas excepciones– que las empresas de servicios públicos están investidas de autoridad pública frente al usuario o cliente y, por tanto, expiden actos administrativos. De allí que los actos jurídicos de las empresas de servicios públicos queden, bajo la referida visión jurisprudencial, sometidos a los requisitos, ritualidades y recursos propios de los actos administrativos.
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de a lo que se conoce como un artículo o servicio esencial, según lo prueba la intensa dependencia en el mundo moderno del suministro eléctrico. Así, el hoy derogado art. 5º del Decreto Ley 211 de 1973 pretendió salvaguardar, entre otros, en su inciso primero, la vigencia del régimen jurídico existente a la época para los servicios públicos. Dado el extraordinario casuismo de la regulación sectorial de los servicios públicos, focalizaremos nuestro análisis y ejemplos en la distribución eléctrica concesionada. En el caso particular de la distribución eléctrica concesionada, si bien a la época de la promulgación del Decreto Ley 211, de 1973, se encontraba vigente el Decreto con Fuerza de Ley 4, de 24 de julio de 1959, que ha sido reemplazado por el hoy imperante Decreto con Fuerza de Ley 1, de 13 de septiembre de 1982, es interesante observar lo dispuesto por el art. 7º de este último cuerpo normativo. Este art. 7º, en su inciso primero, preceptúa: es servicio público el suministro que efectúe una empresa concesionaria de distribución a usuarios finales ubicados en sus zonas de concesión, o bien a usuarios ubicados fuera de dichas zonas, que se conecten a las instalaciones de la concesionaria mediante líneas propias o de terceros. Adicional a esta declaración que califica de servicio público la distribución eléctrica concesionada y que es realizada por el propio Decreto con Fuerza de Ley 1, debe añadirse el análisis doctrinario antes expuesto que conduce a la misma conclusión. Así, el antiguo art. 5º del Decreto Ley 211 de 1973 había salvaguardado expresamente el régimen jurídico de las empresas de servicio público y, particularmente, la legislación eléctrica en, a lo menos, lo concerniente a la concesión de distribución eléctrica. B.2. LEGISLACIONES SALVAGUARDADAS Y TARIFICACIÓN El inciso segundo del hoy derogado art. 5º del Decreto Ley 211 de 1973 tenía por objeto complementar la salvaguarda de que daba cuenta el inciso precedente de ese mismo artículo. A tal efecto, el inciso en comento aludía a las atribuciones de las autoridades públicas para el ejercicio de las actividades económicas y, particularmente, para la fijación de tarifas.384 En cuanto a la intervención en actividades económicas por parte de la autoridad pública, cabe observar que ello debía ser subordinado a los principios y garantías constitucionales; particularmente im384 Para un completo estudio de los sistemas tarifarios en ciertos mercados regulados, véase A GÜERO VARGAS, Francisco, Tarifas de empresas de utilidad pública, Editorial LexisNexis, Santiago de Chile, 2003.
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portante es el principio de la subsidiariedad,385 que en su faz negativa impide a las autoridades públicas, directa o indirectamente, desarrollar actividades económicas que puedan ser realizadas por personas privadas o por los cuerpos intermedios a través de los cuales se estructura la sociedad civil, así como el principio de la restricción del Estado Empresario, que se traduce en la exigencia constitucional de una ley de quórum calificado que habilite al Estado o a sus organismos para desarrollar actividades empresariales.386 Es de destacar que la expresa salvaguarda de la normativa que permitía a ciertas autoridades públicas la fijación de precios máximos era importante, puesto que existen algunas formas de actividades de la misma naturaleza que las de servicio público, por ejemplo de distribución eléctrica que, si bien excepcionales, se verifican sin concesión y, por tanto, no podían haber quedado comprendidas en la noción de “empresas de servicios públicos” a que se refería el primer inciso del artículo quinto originario del Decreto Ley 211 de 1973. Entre tales casos de suministro eléctrico en los que no media concesión, podemos mencionar el caso de las cooperativas eléctricas y el abastecimiento eléctrico en áreas privadas no comprendidas en una determinada concesión. Así, el antiguo artículo quinto del Decreto Ley 211 de 1973, en su inciso segundo, había salvaguardado normas que permiten una tarificación de precios, sea que éstos correspondan o no a las empresas de servicios públicos. Sin embargo, es preciso observar que existen formas de distribución eléctrica que no están ni concesionadas ni tarificadas.387
385 Véase MILLÁN PUELLES , Antonio, “La función subsidiaria del estado”, pp. 153167, en Sobre el hombre y la sociedad, Madrid, Ediciones Rialp, 1976; y SOTO KLOSS, Eduardo, “Consideraciones sobre los fundamentos del principio de subsidiariedad”, pp. 32-49, Revista de Derecho Público Nº 39-40, Universidad de Chile, Santiago de Chile. 386 Art. 1º, inc. 3º, Constitución Política de la República de 1980: “El Estado reconoce y ampara a los grupos intermedios a través de los cuales se organiza y estructura la sociedad y les garantiza la adecuada autonomía para cumplir sus propios fines específicos” y art. 19, Nº 21 de la misma Constitución: “El derecho a desarrollar cualquiera actividad económica que no sea contraria a la moral, al orden público o a la seguridad nacional, respetando las normas legales que la regulen. El Estado y sus organismos podrán desarrollar actividades empresariales o participar en ellas sólo si una ley de quórum calificado los autoriza. En tal caso, esas actividades estarán sometidas a la legislación común aplicable a los particulares, sin perjuicio de las excepciones que por motivos justificados establezca la ley, la que deberá ser, asimismo, de quórum calificado”. 387 En conformidad con el Decreto Ley 3.351, de 1980, pueden constituirse cooperativas especiales de abastecimiento de energía eléctrica. Éstas pueden proporcionar hasta un 50% de la energía distribuida a quienes no sean socios y su consejo de administración puede fijar libremente el precio de la energía eléctrica.
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En síntesis, toda la legislación que da cuenta de precios máximos o tarifas para monopolios naturales no constitutivos de servicios públicos había quedado salvaguardada por el inciso segundo del mencionado artículo quinto del Decreto Ley 211 de 1973 con la finalidad de evitar que los respectivos monopolios naturales pudiesen establecer los precios que arbitrariamente estimaren convenientes. Así, para continuar con nuestro ejemplo, la distribución eléctrica, sea que se efectúe mediante concesión o no, en tanto que requiera una legislación para la tarificación de precios, había quedado exceptuada de la derogación tácita que provocó la entrada en vigencia del Decreto Ley 211 de 1973. Es preciso destacar que no toda la normativa correspondiente a la tarificación de la distribución eléctrica, que había sido exceptuada en virtud de este artículo quinto del Decreto Ley 211 de 1973, se encuentra en el Decreto con Fuerza de Ley 1, sino que también existen preceptos sobre la materia fuera de este último. Entre éstos se halla, por ejemplo, el art. 414 del Código del Trabajo,388 que exige que la autoridad tarificadora considere, entre los costos a determinar, las remuneraciones vigentes en el mercado y no en la empresa monopólica respectiva, para los trabajadores que se desempeñan en esta última. Así, el inciso segundo del artículo quinto del Decreto Ley 211 de 1973 en comento venía a confirmar la conclusión anterior, toda vez que hacía una expresa salvaguarda de las disposiciones legales y reglamentarias que conferían a las autoridades públicas atribuciones que se refieren a “la fijación de precios máximos y control de su cumplimiento”. Esta era una clara alusión a la potestad reglamentaria que, en el ejemplo que nos ocupa, se radica en la Comisión Nacional de Energía, potestad normativa que le permite desarrollar el procedimiento mediante el cual se establecen tarifas y, posteriormente, verificar su aplicación; entre tales tarifas han de incluirse las que imperan en el sector eléctrico y, particularmente, en el ámbito de la distribución concesionada.389 Es de notar que, de conformidad con la garantía constitucional contenida en el art. 19, Nº 21, esto es, el derecho a desarrollar cual-
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Prescribe a la letra el art. 414 del Código del Trabajo: “En el caso de las empresas monopólicas, calificadas así por la Comisión Resolutiva [hoy Tribunal de Defensa de la Libre Competencia], establecida en el Decreto Ley 211, de 1973, si la autoridad fijare los precios de venta de sus productos o servicios, lo hará considerando como costos las remuneraciones vigentes en el mercado, tomando en cuenta los niveles de especialización y experiencia de los trabajadores en las labores que desempeñan y no aquellas que rijan en la respectiva empresa.” 389 Título V, “De las tarifas”, arts. 90 y ss., del D.F.L. Nº 1 de 1982.
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quiera actividad económica que no sea contraria a la moral, al orden público o a la seguridad nacional, dicha actividad sólo puede ser regulada en forma substantiva por normas de rango legal. Así, bajo el imperio de la Constitución Política promulgada en 1980, sólo cabe tarificación de una actividad económica mediante norma legal, sin perjuicio que ésta confiera atribuciones a determinados entes públicos administrativos para el cálculo o actualización de dicha tarifa, los que han de aplicar la fórmula prevista por el legislador en orden a lograr un razonable sucedáneo de un precio competitivo. En este contexto es de observar que los organismos antimonopólicos carecen actualmente de atribuciones para la fijación de precios. Esto porque los únicos organismos antimonopólicos que estaban dotados de tales atribuciones eran las denominadas Comisiones Preventivas, hoy derogadas por la Ley 19.911, y por el hecho de que tales atribuciones no fueron radicadas por el legislador correspondiente en el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia. Atendido el principio de la vinculación positiva de rango constitucional, no queda más que inferir que no corresponde ni al Tribunal de Defensa de la Libre Competencia ni a la Fiscalía Nacional Económica la fijación de precios, sean éstos por vía de la determinación de un precio específico, de una tarifa o precio máximo o bien de una banda de precios. Tampoco puede argumentarse que el Tribunal Antimonopólico puede fijar precios en calidad de medidas cautelares al tenor del art. 25 del Decreto Ley 211, puesto que ello no obstante su provisoriedad –que en la práctica puede ser de varios años– podría ser aun más lesivo para la libre competencia al interior del mercado relevante y no ser suficiente, al efecto, la caución exigida al actor particular para responder de los perjuicios civiles, puesto que según hemos explicado no necesariamente hay coincidencia entre los daños civiles y la vulneración de la libre competencia que podría derivar de una intervención en los precios de un determinado mercado relevante. En efecto, puede causarse una lesión a la libre competencia mediante la fijación de precios, puesto que ello entraña un proceso delicado, generalmente acompañado de adecuados estudios del mercado respectivo, y donde la complejidad del mismo resulta incompatible con la naturaleza de las medidas cautelares, que pueden llevarse a efecto sin mediar notificación de la persona contra quien se dictan o, en el mejor de los casos, por vía de una tramitación incidental. Por otra parte, si la Ley 19.911 hubiese considerado que subsistía la potestad de fijar precios que anteriormente se radicaba en las Comisiones Preventivas lo debió haber señalado expresamente, tal como lo hizo con la potestad consultiva que transfirió desde las Comisiones Preventivas al Tribunal de Defensa de la Libre Competencia. 427
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En consecuencia, hoy sólo los organismos reguladores sectoriales están dotados de potestades públicas de origen legal para fijar, tarificar o establecer bandas de precios. Sólo la ley puede establecer en qué mercados pueden fijarse precios en las formas señaladas. Cabe observar que el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia aún ostenta ciertas potestades públicas en virtud de las cuales tiene el deber de informar a determinadas autoridades públicas sectoriales si en ciertos mercados existen o no condiciones de competencia. Si el informe mencionado contuviese una respuesta negativa, esto es, que no hay niveles razonables de competitividad en los mercados analizados, la autoridad pública que ha requerido el informe tendrá la obligación de proceder a una tarificación de los precios correspondientes al mercado relevante objeto de reporte. Esta consideración es importante, puesto que los diversos legisladores sectoriales han dividido con toda claridad las funciones: el Tribunal Antimonopólico informa el grado de competitividad del mercado estudiado y la autoridad sectorial tarifica o fija precios. Lo anterior es de toda lógica, puesto que sólo esta última goza de los conocimientos técnicos de las estructuras de costos de los mercados regulados para efectos de fijar precios. No nos parece que modifique las conclusiones anteriores el hecho de que la Ley 19.911 haya derogado el artículo quinto originario del Decreto Ley 211, en virtud del cual se salvaguardaban ciertas disposiciones, entre ellas las que permitían las fijaciones y tarificaciones de precios. En efecto, alguien podría afirmar que eliminada la norma salvaguardadora de la mencionada derogación tácita, ésta última podría reactivarse, causando una nueva derogación tácita de todos y cada uno de los preceptos enumerados por el antiguo artículo quinto del Decreto Ley 211. Sin embargo, estimamos que la salvaguarda ya produjo efectos y evitó la mencionada derogación tácita. Por tanto, la derogación tácita sólo podría producirse a partir de la Ley 19.911, que fue publicada el 14 de noviembre de 2003. Resta, entonces, preguntarse si a esa fecha puede considerarse que hay lugar a la derogación tácita o bien ésta ya no se produjo como consecuencia de la coexistencia del Decreto Ley 211 y de la normativa correspondiente a las industrias reguladas enumeradas por el antiguo artículo quinto. Nos inclinamos por esta segunda alternativa. En resumen, no sólo había sido salvaguardada la normativa de las empresas de servicio público, entre ellas la legislación eléctrica en cuanto al otorgamiento y funcionamiento de concesiones de distribución eléctrica, sino también en cuanto a los respectivos sistemas tarifarios mediante los cuales se establecen precios máximos de origen legal. 428
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B.3. ESTANCOS Y CONTROL ANTIMONOPÓLICO DE LEGISLACIÓN SALVAGUARDADA
Establecía el inciso tercero del antiguo artículo quinto del Decreto Ley 211: “Con todo, no podrá establecerse ningún estanco, ni aun en virtud de los preceptos referidos en los dos incisos precedentes, sin previo informe favorable de la Comisión Resolutiva”. Esta disposición no se aplica a los ámbitos de monopolios naturales y, por tanto, a los servicios públicos en razón de que éstos son monopolios cuyo origen no se halla en las legislaciones salvaguardadas, sino que en las características mismas de la actividad económica respectiva. A diferencia, estimamos que este inciso tercero del derogado artículo quinto del Decreto Ley 211 sí se aplica a las industrias reguladas como consecuencia del establecimiento de un monopolio de privilegio; de allí que comentaremos este precepto en el capítulo relativo a esta última materia. C. Soluciones brindadas por la jurisprudencia de la libre
competencia nacional Luego de este análisis de las disposiciones contenidas en el antiguo artículo quinto del Decreto Ley 211 de 1973, cumple hacerse cargo de ciertas argumentaciones a las que este cuerpo normativo dio lugar y que fueron planteadas en procesos judiciales antimonopólicos con la finalidad de impedir la aplicación de la legislación tutelar de la libre competencia a industrias reguladas por causa de ser ámbitos de monopolios naturales que aparecían salvaguardadas por dicho artículo quinto. Luego de un detenido análisis de la jurisprudencia antimonopólica nacional emanada del máximo organismo competente, esto es, el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia y de su predecesor, la Comisión Resolutiva, hemos identificado dos grupos de argumentos: los que descansan en una interpretación del artículo quinto estudiado, hoy claramente rechazada y considerada caduca, y aquellos argumentos que se han elaborado en torno al principio de la especialidad. C.1. UNA INTERPRETACIÓN EN TORNO AL ANTIGUO ARTÍCULO QUINTO DEL DECRETO LEY 211 Se sostuvo que, de haber existido una intención positiva de que a las industrias reguladas por causa de ser monopolios naturales, correspondientes a los cuerpos normativos que fueron salvaguardados por los incisos primero y segundo del artículo quinto del Decreto Ley 211 de 1973, les fueren aplicables los preceptos de la legislación tutelar de la 429
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libre competencia, no se habría establecido la excepción comentada. En otras palabras, se afirmó que era lógico colegir que, por una parte, todas las conductas adoptadas por las autoridades públicas en conformidad con las legislaciones que fueron salvaguardadas y, por otra, los hechos, actos o contratos realizados por personas privadas en cumplimiento de lo prescrito por tales legislaciones o de lo imperado por tales autoridades públicas, había de quedar al margen de la legislación antimonopólica. Bajo esta interpretación, las antiguas salvaguardas del artículo quinto mencionado daban nacimiento a ámbitos separados y estancos: la libre competencia por una parte y la industria regulada nacida de un monopolio natural por otra, ámbitos entre los cuales no había ni podía haber comunicación o conflicto. Así, por una parte regía la legislación sectorial propia de la industria regulada, exceptuada por el antiguo artículo quinto del Decreto Ley 211 de 1973, y que, por ello, aquella debía permanecer intocada por la legislación antimonopolio; en tanto que, por otra parte, se hallaban los mercados no regulados, en los cuales se aplicaba con todo vigor la normativa antimonopolio, puesto que se trataba de una industria carente de regulación sectorial propia y que hubiese sido debidamente salvaguardada. De esta manera se quiso construir un símil a la hipótesis más evidente de la Antitrust immunity doctrine desarrollada en los Estados Unidos de América, aquella en la cual el propio Congreso excluye expresamente ciertas industrias reguladas del imperio de la legislación antimonopólica. En diversas sentencias el Tribunal Antimonopólico, establecido por el Decreto Ley 211 de 1973, desestimó tal paralelismo con la Antitrust immunity doctrine, considerando improcedente la interpretación expuesta acerca de la función desempeñada por las salvaguardas del hoy derogado artículo quinto del Decreto Ley 211. En efecto, se manifestó en tales sentencias por el máximo organismo antimonopólico que el carácter de monopolio natural de ciertas industrias reguladas hacía competente al Tribunal de Defensa de la Libre Competencia y aplicable la legislación antimonopólica contenida en el Decreto Ley 211 de 1973, no obstante la peculiar regulación de la propia industria. Un ejemplo de este raciocinio, en materia de concesionarios de distribución eléctrica, lo hallamos en la Resolución Nº 281, emitida por el Tribunal Antimonopólico con fecha 3 de mayo de 1988. Dicho organismo estableció en el considerando tercero de la Resolución Nº 281 que la calidad de única empresa distribuidora de energía eléctrica, constituía a la requerida en fuente exclusiva de la prestación de un servicio, circunstancia que, sin perjuicio de las cuestiones legales o reglamentarias que le correspondía fiscalizar a la Superintendencia de Electricidad y Combustibles, otorgaba al Tribunal Antimonopólico 430
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competencia bastante para juzgar si la requerida había incurrido en abusos de posición monopólica, de conformidad con el Decreto Ley 211, de 1973. Esta sentencia reconoció expresamente la competencia de la Superintendencia de Electricidad y Combustibles (SEC),390 pero a la vez reservó al Tribunal Antimonopólico el conocimiento de atentados u ofensas a la libre competencia y, particularmente, el abuso de posición monopólica que, como ya hemos señalado, es siempre antijurídico. La exclusividad en el otorgamiento del servicio eléctrico (entiéndase a clientes con suministro tarificado) fue ciertamente una circunstancia decisiva, toda vez que un único prestador de servicios evocaba con toda su fuerza el paradigma del monopolio puro desarrollado por la economía y comprehendido por el concepto de monopolio estructural desarrollado por el Derecho de la libre competencia. Así, la interpretación defendida por la concesionaria eléctrica en el caso sub lite se estrelló contra la sentencia del Tribunal Antimonopólico que sostuvo que la salvaguarda del artículo quinto no podía ser leída de esa manera, y que las conductas realizadas al amparo de las leyes y reglamentos salvaguardados de derogación debían ajustarse a la legislación antimonopólica. Del hecho de que determinados cuerpos normativos quedasen vigentes por mandato expreso del legislador antimonopólico no podía inferirse que las conductas realizadas por personas públicas o privadas al alero de los mismos, quedasen en una situación de inmunidad antimonopólica. En otras palabras, se infería de tal sentencia que no debía confundirse una salvaguarda de derogación tácita con una salvaguarda de inmunidad monopólica, según la cual se pudiese realizar abusos monopólicos por un monopolio natural y éste quedase exento de responsabilidad monopólica. En nuestra opinión, la posición del Tribunal de Defensa de la Libre Competencia estaba perfectamente justificada por dos razones: i) El abuso de posición monopólica a que alude el Decreto Ley 211 de 1973 es siempre antijurídico y no puede concederse 390
Este reconocimiento de la competencia técnica de la SEC quedó, también, recogido en el Dictamen Nº 475/549 de la Comisión Preventiva Central, que en su numeral 4º, inciso segundo, estableció: “...Si no llegaran a acuerdo [el denunciante y Frontel] debe recurrir a la instancia de la Superintendencia de Servicios Eléctricos, que es el organismo que tiene facultades para servir de árbitro en las dificultades que surjan entre particulares y las empresas concesionarias, especialmente en los aspectos en que incide el reclamo del señor Lincoqueo, antes de recurrir a los organismos antimonopólicos, si considera que en alguna de las instancias anteriores se han infringido las normas del Decreto Ley 211, de 1973”. El mencionado dictamen fue confirmado por la Resolución Nº 194, mediante el cual la Comisión Resolutiva desechó un recurso de reclamación contra dicho dictamen. Véase, también en este mismo sentido, Resolución Nº 337, numeral 7º, inciso final, de la Comisión Resolutiva.
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a persona alguna, pública o privada, una autorización o inmunidad para ello. Es preciso notar que la antijuridicidad que caracteriza el abuso de posición monopólica no es susceptible de ser removida por una determinada causal de justificación, ni siquiera una de origen legal. En efecto, dado que todo abuso es “un mal uso”, en este caso del poder de mercado de que se encuentra dotada una concesionaria de un servicio público o un monopolio natural, ninguna norma de rango legal puede autorizar que ello ocurra; lo anterior contravendría la unidad o coherencia sistemática que ha de exhibir el orden jurídico y, sin duda, violaría importantes principios y garantías constitucionales. ii) En segundo lugar, el propio inciso tercero del artículo quinto del Decreto Ley 211 de 1973 establecía la necesidad de obtener autorizaciones previas para el otorgamiento o explotación de monopolios estructurales en virtud de los cuerpos normativos exceptuados de derogación tácita. Según señalábamos, estas autorizaciones podían ser otorgadas o denegadas por el Tribunal Antimonopólico, mediante la emisión de un informe previo sobre el particular, que podía ser favorable o desfavorable, lo cual ratificaba la idea de la existencia de un control monopólico sobre las conductas desarrolladas en las industrias reguladas a que se referían las legislaciones mencionadas en los incisos primero y segundo del hoy derogado artículo quinto del Decreto Ley 211 de 1973. Con todo, es necesario precisar que este inciso tercero del antiguo artículo quinto guardaba relación con normas legales y reglamentarias salvaguardadas que tenían por objeto la creación de monopolios de privilegio y no el mero reconocimiento o regulación de monopolios naturales. En otros términos, el propio artículo quinto probaba, a través de su inciso tercero, que no se quisieron sustraer ciertas industrias reguladas por causa del monopolio de privilegio del imperio de los organismos antimonopólicos, dando lugar a una inadmisible forma de inmunidad antimonopólica, sino más bien evitar la derogación tácita de ciertos cuerpos normativos como consecuencia de la entrada en vigor del Decreto Ley 211 de 1973. Si los propios monopolios de privilegio no quedaron sustraídos a la legislación antimonopólica, con mayor razón tampoco quedaron ajenos a ésta los monopolios naturales.
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C.2. EL PRINCIPIO DE LA ESPECIALIDAD ANTE EL TRIBUNAL ANTIMONOPÓLICO
Otro argumento de gran importancia que ha sido utilizado en la misma dirección por parte de quienes querían evitar la aplicación de legislación antimonopólica a ciertas industrias reguladas, como consecuencia de corresponder a monopolios naturales, ha sido el del principio de la especialidad. El principio de la especialidad es un principio general del Derecho que tiene por objeto resolver conflictos normativos entre preceptos de idéntica jerarquía en atención a la especificidad de la materia. En otras palabras, a diferencia de la interpretación vista del artículo quinto que pretende resolver conflictos normativos que se hubiesen suscitado en atención a la prioridad cronológica, el principio de la especialidad descansa sobre la especificidad de la materia contenida en los preceptos en conflicto. Este principio postula que en un conflicto normativo entre una disposición de materia general y otra de materia especial, subsisten ambos preceptos, pero con diversos ámbitos de aplicación: la disposición especial rige la materia caracterizada por la especialidad a que aquélla refiere, en tanto que la disposición general impera sobre las materias a que alude, con excepción de la materia que ha sido signada como especial. Andrés Bello sintetizaba el principio de la especialidad en la siguiente forma: “En el conflicto de dos disposiciones, se debe preferir, caeteris paribus, la ménos jeneral, esto es, la que concierne más especialmente al caso de que se trata”.391 La mayoría de los autores considera que este principio se aplica tanto cuando la ley general es anterior a la particular como cuando ocurre a la inversa; a tal efecto, suele invocarse el aforismo lex posterior generalis non derogat priori speciali. Desde una perspectiva del Derecho positivo, el principio de la especialidad ha sido recepcionado, entre otros, por los arts. 4º y 13 del Código Civil y arts. 2º y 96 del Código de Comercio. Se deduce de lo dicho en tales preceptos que la disposición especial prima respecto de la general en lo que aquélla pugna con ésta, pero allí donde tal colisión cesa recobra imperio la norma general. Es preciso observar que en la aplicación del principio en comento los artículos antes citados no distinguen si la ley general es anterior o posterior en su promulgación a la ley particular con la cual entra en conflicto. Esta interpretación ha sido acogida en la jurisprudencia nacional.392 391 BELLO, Andrés, “La autoridad de la ley, la interpretación del derecho y las oposiciones entre preceptos jurídicos”, p. 85, en Anuario de Filosofía Jurídica y Social 1986, Editorial Edeval, Valparaíso, 1987. 392 “[Especialidad] de acuerdo con la cual, cada vez que existen dos preceptos legales, o aun, dos leyes en aparente concurrencia, será siempre aplicable el precepto o
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El Tribunal Antimonopólico ha fallado que el principio de la especialidad, en el ámbito de la libre competencia, no resulta aplicable; no obstante lo anterior, podría ser considerado ese principio si el precepto o normativa respectiva se hallare salvaguardado expresamente. En efecto, el máximo organismo antimonopolio resolvió: “Por otra parte, discrepa de la argumentación de la Dirección General de Aeronáutica Civil, en el sentido de que por existir oposición entre la Ley 16.752, que sería especial, y la legislación antimonopolios, que tendría un carácter general, prevalecería la primera sobre la última. Esta Comisión [actual Tribunal de Defensa de la Libre Competencia] estima que si el otorgamiento de una concesión importa una discriminación que afecta a la libre competencia, el Decreto Ley 211, de 1973, cobra aplicación preferente sobre toda otra norma legal, a menos que dicha aplicación esté también legalmente exceptuada.” (Considerando 5º, Resolución 183). Creemos necesario considerar dos líneas de análisis en relación con el considerando transcrito: primero, si el principio de la especialidad está bien aplicado en el caso mencionado y, segundo, cuál es la doctrina que fijó el Tribunal Antimonopólico sobre el particular. Lo que en el caso correspondiente a la Resolución Nº 183 ha ocurrido es que la parte requerida ha intentado aplicar indebidamente el principio de la especialidad a una situación que no lo ameritaba. La supuesta oposición normativa entre la Ley 16.752 y el Decreto Ley 211 no es tal, puesto que dicha ley sólo consagra una potestad reglamentaria que puede ser ejercitada por el Director del Servicio respectivo. En dicha potestad no hay nada contrario a la legislación antimonopólica; donde sí existe tal contradictoriedad es entre el ejercicio concreto que de esta facultad realizó el Director del Servicio y dicha legislación (considerando sexto, inciso segundo, Resolución Nº 183). En consecuencia, el Director General de Aeronáutica Civil debió haber considerado la legislación antimonopólica al tiempo de ejercitar su potestad emitiendo la resolución Nº 120, mediante la cual benefició a Lan-Chile en desmedro de uno de sus competidores, puesto que todo acto administrativo ha de ceñirse no sólo a la ley que con-
la ley especial con primacía al precepto o la ley general. Y ello en razón de que aquéllos contienen un análisis más riguroso y prolijo de la situación jurídica que les toca regular, o concretando el concepto (...) una especificación más exacta y minuciosa de los elementos constitutivos de cada uno de los delitos en examen...”. Contra Jorge Grenchnoff, Corte de Apelaciones de Iquique, 1º de junio de 1954, considerando 13. R., t. 51, segunda parte, sec. 4ª, p. 148.
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fiere la potestad del cual aquél emana, sino que también a las demás normas jurídicas y principios generales que le sean aplicables. Entre éstos se cuenta ciertamente el orden público económico, uno de cuyos contenidos fundamentales es la libre competencia y el principio de la no discriminación arbitraria. El segundo aspecto dice relación con las peculiaridades que exhibe el principio de la especialidad en materia de libre competencia. A la luz de la sentencia comentada, una actividad regulada legal o reglamentariamente, por especialísima que sea su materia, no puede quedar sustraída del imperio del Decreto Ley 211, a menos que así lo ordene una disposición legal o supralegal. Aparentemente, este raciocinio del Tribunal Antimonopólico –en el cual esta autoridad pública no ahondó– descansa, en nuestra opinión, sobre la premisa de que la libre competencia es más que un precepto; se trata de un principio rector de la conducta no sólo de los privados, sino también de las autoridades públicas. En cuanto principio jurídico fundamental que es, la libre competencia ha de aplicarse siempre cualquiera que sea la materia de que se trate, salvo que exista una disposición legal o de superior jerarquía normativa que establezca lo contrario y, en tal caso, dicha disposición deberá ajustarse a los principios y garantías constitucionales respectivos. Así, el principio de la especialidad no puede emplearse para evitar que una determinada materia sea regida por la legislación tutelar de la libre competencia porque no se trata de una prescripción general contra una particular, sino que estamos ante un principio jurídico llamado a recibir una total aplicación por todas las conductas de competidores y de autoridades públicas intralegales, sea que éstas estén gobernadas por preceptos generales o específicos. Luego no hay, como a primera vista parecería, una antinomia en el caso juzgado en la Resolución Nº 183, sino que la transgresión de un principio jurídico de orden público, que es la libre competencia, que como tal no puede ser removido sin norma legal o superior de carácter expreso y, como se ha dicho, ajustada a los principios y garantías constitucionales aplicables. Así, el Tribunal Antimonopólico ha desechado toda aplicación del principio de la especialidad al caso en litigio y, adicionalmente, ha resuelto que la invocación de dicho principio con el objeto de evitar la primacía de la legislación antimonopolio requiere, a lo menos, de una prescripción de rango legal que así lo establezca. En síntesis, se ha producido en la legislación chilena el rechazo de los dos principales argumentos, la interpretación vista del hoy derogado artículo quinto del Decreto Ley 211 y el principio de la especialidad, en virtud de los cuales se quiso sustraer ciertas industrias 435
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reguladas por causa del ámbito de monopolio natural al imperio de la libre competencia.393 La Ley 19.911, publicada en el Diario Oficial el 14 de noviembre de 2003, derogó expresamente el antes mencionado artículo quinto del Decreto Ley 211. De ello se siguen varias consecuencias para las industrias reguladas y la aplicabilidad a las mismas del Decreto Ley 211. Antes de entrar en el análisis de tales consecuencias es preciso observar que la legislación salvaguardada por dicho artículo quinto no sólo se refiere a industrias reguladas por su carácter de monopolios naturales sino que también a aquellas que son reguladas como efecto de la creación de un monopolio de privilegio. Las conclusiones que se infieren de la derogación referida son las siguientes: 1. Ya no existe en el Decreto Ley 211 una norma de carácter general que pretenda resolver eventuales conflictos entre dicho cuerpo normativo y la regulación sectorial que se emita con posterioridad a la promulgación de la Ley 19.911. 2. Como corolario de lo anterior, ya no existe disposición alguna que pueda ser empleada para sostener una suerte de inmunidad antimonopólica de ciertas industrias reguladas, como erradamente se había intentado. 3. La derogación del inciso segundo del antiguo artículo quinto, que tenía por objeto preservar en vigor las disposiciones legales y reglamentarias que conferían a las autoridades públicas atribuciones relacionadas con el ejercicio de actividades económicas, entre ellas la tarificación de precios y control de su cumplimiento, viene a fortalecer el Principio de la Libre Competencia. En efecto, a partir de la promulgación de la Ley 19.911 no existirá salvaguarda de esa futura normativa; por consiguiente, si ésta es de jerarquía infralegal, no podrá subsistir, puesto que entrará en colisión con el Decreto Ley 211. A diferencia, si esa futura normativa exhibe jerarquía legal, debería ser analizada cuidadosamente para determinar si vulnera o no las diversas garantías constitucionales aplicables en la materia. 4. La derogación del inciso tercero del antiguo artículo quinto presenta la importancia de que ya no caben estancos ni monopolios de privilegio con base en la legislación otrora salvaguardada, ni siquiera mediando informe favorable del Tribunal Antimonopólico. Esta de393
Entre 1973 y 1980 son escasos los pronunciamientos de la Comisión Resolutiva –hoy Tribunal de Defensa de la Libre Competencia– en relación con actividades de las industrias reguladas; a partir de 1980, el número de tales fallos se incrementa y éstos se concentran en las denominadas empresas de servicio público. Véase PAREDES M., Ricardo, “Jurisprudencia de las Comisiones Antimonopolios en Chile”, p. 239, Estudios Públicos Nº 58, 1995.
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rogación es de la mayor relevancia porque refuerza la proscripción del monopolio de privilegio, proscripción de la que da cuenta el art. 4º del Decreto Ley 211. 4.1.3. UN MONOPOLIO NATURAL PARADIGMÁTICO: LA DISTRIBUCIÓN ELÉCTRICA CONCESIONADA
A. Aspectos generales Advertíamos que el principio de la libre competencia alcanza esta industria regulada, en lo que se refiere a los concesionarios de distribución eléctrica. La libre competencia no es sólo el bien jurídico tutelado por el Decreto Ley 211, de 1973, que contiene el corazón de la legislación antimonopólica, sino que es un principio rector de todo el orden jurídico nacional y que, como tal, confiere forma a otros principios generales y también a preceptos de rango constitucional y legal. Entre los principios generales con los cuales la libre competencia se articula se halla el principio jurídico de la igualdad,394 el principio de subsidiariedad, el principio de la autonomía privada o de la iniciativa privada, entre otros, los que a su vez sirven de fundamento a diversas garantías constitucionales. No puede haber libre competencia sin iniciativa privada y ésta resulta resguardada en su existencia misma por el principio de subsidiariedad y amparada de las injusticias distributivas por el principio de la no discriminación arbitraria; a su vez, la libre competencia es un medio eficaz en la prosecución del bien común, fin hacia el cual toda autoridad pública ha de conducir la sociedad civil y el cual consiste en el máximo desarrollo espiritual y material de todos y cada uno de los integrantes de esta última. Son, asimismo, muchos los cuerpos jurídicos de rango legal, además del Decreto Ley 211, que convocan el principio de la libre competencia 395 y ordenan su aplicación en industrias reguladas, por paradójico que ello pueda parecer, encomendando a determinadas
394 VALDÉS PRIETO, Domingo, “Algunas notas sobre el principio jurídico de la igualdad”, pp. 213-250, en Anuario de Filosofía Jurídica y Social, 1991, Editorial Edeval, Valparaíso, 1992. 395 La Ley 19.799, “Sobre documentos electrónicos, firma electrónica y servicios de certificación de dicha firma”, establece en su art. 1º, incs. 2º y 3º: “Las actividades reguladas por esta ley se someterán a los principios de libertad de prestación de servicios, libre competencia, neutralidad tecnológica, compatibilidad internacional y equivalencia del soporte electrónico al soporte de papel. Toda interpretación de los preceptos de esta ley deberá guardar armonía con los principios señalados”.
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autoridades públicas la promoción de aquel principio.396 Asimismo, existen cuerpos jurídicos que van más allá del ámbito privado, sea que corresponda a industrias reguladas o no, en cuanto ordenan la aplicación del principio de la libre competencia a la actividad de la Administración del Estado que tiene por finalidad la contratación de suministros y prestación de servicios.397 No constituye una excepción la distribución eléctrica concesionada, ámbito de monopolio natural en el cual hallamos importantes instituciones construidas sobre la noción de libre competencia. Resuelto que los organismos antimonopólicos se hallan dotados de potestades suficientes para investigar y conocer, según corresponda, las transgresiones al Decreto Ley 211, aun cuando éstas tengan lugar en una industria regulada por causa del monopolio natural, como acontece con la distribución eléctrica concesionada, corresponde entregar una breve noticia de esta última. La industria eléctrica reconoce tres fases productivas: generación, transmisión y distribución. Los mercados correspondientes a estas tres fases productivas reconocen características muy disímiles: mientras el segmento de la generación exhibe un marco regulatorio estructurado sobre la base de la existencia de un mercado competitivo en el cual los competidores generan principalmente en forma hidráulica, termoeléctrica o nuclear, los segmentos de la transmisión y la distribución se corresponden a un ámbito de monopolio natural. Cabe observar que en rigor la fase de la distribución puede clasificarse en distribución propiamente tal o transmisión en baja tensión y en comercialización, etapa que incluye actividades tales como compra a mayoristas y ventas a minoristas (consumidores finales). En nuestro país, la actual legislación eléctrica no reconoce este distingo, aun cuando el proyecto de ley nunca promulgado y que fue denominado “Ley Larga” reconoció la distinción entre distribución propiamente tal y comercialización. Respecto de la distribución eléctrica concesionada ha señalado el Tribunal Antimonopólico: 396
A modo de ejemplo, el art. 43 de la Ley 18.840, Orgánica Constitucional del Banco Central de Chile, prescribe en su inciso primero: “El Banco [Central] deberá adoptar las medidas necesarias a fin de que el mercado cambiario formal esté constituido por un número suficiente de personas o entidades, que permitan su funcionamiento en condiciones de adecuada competencia”. 397 Así, el art. 30, letra g) de la Ley 19.886, de Bases sobre contratos administrativos de suministro y prestación de servicios, señala: “Son funciones del Servicio [Dirección de Compras y Contratación Pública] las siguientes: Promover la máxima competencia posible en los actos de contratación de la Administración, desarrollando iniciativas para incorporar la mayor cantidad de oferentes. Además, deberá ejercer una labor de difusión hacia los proveedores actuales y potenciales de la Administración, de las normativas, procedimientos y tecnologías utilizadas por ésta”.
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“La distribución eléctrica es un monopolio natural en cada área de concesión, por ello la legislación establece que los precios son regulados por la autoridad del Ministerio de Economía, Fomento y Reconstrucción a propuesta de la Comisión Nacional de Energía, tanto para la venta de las empresas generadoras a las distribuidoras (precio de nudo), como de éstas a los usuarios finales de menos de 2.000 Kw de potencia contratada. Existen procedimientos técnicos objetivos y no discrecionales, para la fijación de estas tarifas máximas”.398 Este monopolio natural se explica porque la actividad de distribución eléctrica presenta funciones de producción con rendimientos crecientes a escala, lo que produce que sea económicamente ineficiente la existencia de más de un proveedor en una misma zona geográfica. El segmento de la distribución corresponde al transporte de la energía eléctrica a voltajes inferiores a 23 kv y la comercialización de ésta a consumidores finales. Estos consumidores finales son de dos clases: aquellos que adquieren suministro y cuya potencia conectada es inferior o igual a 2.000 kilowatts (clientes “regulados”) y aquellos que perciben suministro y cuya potencia conectada es superior a 2.000 kilowatts (clientes “libres” o “industriales”). Esta distinción es de gran importancia, puesto que los clientes regulados reciben un suministro eléctrico tarificado y son los destinatarios de las prestaciones de la distribución eléctrica concesionada. Planteado en otros términos, la distribución eléctrica concesionada ha sido diseñada exclusivamente para abastecer a los denominados clientes regulados; en lo concerniente a los clientes libres, éstos pueden percibir suministro de una pluralidad de actores eléctricos que no precisan para ello gozar de concesión de distribución eléctrica. El legislador eléctrico parte del supuesto que los clientes libres o industriales disponen de poder de negociación suficiente y, por tanto, no requieren ser abastecidos por un concesionario de distribución eléctrica. Este concesionario presta un servicio público a los clientes regulados, debiendo garantizar a éstos determinadas condiciones técnicas de calidad, un suministro eléctrico sometido a tarifas y cautelar que las instalaciones no presenten riesgo para las personas y cosas y como contrapartida de ello, aquel concesionario puede constituir servidumbres sobre bienes particulares y usar bienes nacionales de uso público. El precio fijado por la autoridad pública competente corresponde al que se determina sobre la base de un modelo de empresa eficiente y que considera la suma del precio de nudo antes indicado más un valor agregado por concepto de distribución.
398
Resolución 537, considerando octavo, inciso segundo, de la Comisión Resolutiva.
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Es importante destacar que la competencia que analizaremos en la distribución eléctrica concesionada es una competencia real, esto por oposición a la denominada “competencia simulada” (yardstick competition) que se produce, para efectos de costos, entre las diversas empresas distribuidoras y aquella que ha sido definida como modelo por la autoridad pública. Atendido que el elemento configurante del subsegmento eléctrico en análisis es la concesión, cumple destinar algunas palabras a ésta. Existe virtual unanimidad entre los tratadistas en cuanto a que la concesión es un contrato, el cual se encuentra regido por el derecho público y, por ende, da lugar a derechos públicos subjetivos, requiriendo de un procedimiento reglado para su constitución.399 Es interesante, en relación a la naturaleza del contrato de concesión, recordar la opinión del jurista Eduardo Soto Kloss, quien efectuó el siguiente voto de prevención en una sentencia antimonopólica: “...la concesión de servicios públicos en la cual el funcionamiento mismo del servicio es conferido a una persona –normalmente jurídica, sea privada, sea incluso de las llamadas de “economía mixta”– ...constituye una típica manifestación de la técnica contractual pública administrativa, en la cual si bien concurren declaraciones unilaterales de voluntad estatal, como por ejemplo la que decide la selección o determinación del concesionario, la caducidad de la concesión, etc., ellas se insertan o incluyen en una relación genérica contractual, con derechos y obligaciones recíprocos, en que la primacía del bien común se manifiesta en las prerrogativas de que puede hacer uso la Administración para asegurar la regularidad, permanencia y continuidad del servicio público, y en que el interés del concesionario co-contratante se manifiesta, igualmente, en los derechos y acciones que la propia concesión y el ordenamiento jurídico le reconocen, puesto que, como contrato administrativo que es, está sujeto a los principios básicos de que es una ley para las partes y que ha de asegurarse un equilibrio financiero al concesionario, sin lo cual es impensable que el servicio pueda subsistir”.400 En síntesis, la concesión es un contrato celebrado por la autoridad pública concedente y el concesionario, del cual emanan derechos públicos subjetivos, cuyos contenidos dependerán de la naturaleza del respectivo contrato y que corresponden a derechos adquiridos suscep-
399
EVANS ESPIÑEIRA, Eugenio, “Derecho eléctrico”, cap. I, pp. 1-49, Editorial LexisNexis, Santiago de Chile, 2003. 400 Resolución Nº 236, de la Comisión Resolutiva. Véase Parte Declarativa, prevención al considerando 7º, efectuada por el jurista don Eduardo Soto Kloss.
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tibles de tutela constitucional. Ciertamente, entre tales derechos públicos subjetivos se encuentra el derecho incorporal a que se respete la facultad de explotar la concesión que ha sido entregada al concesionario por la autoridad pública competente. Sobre esta materia, cabe recordar un importante fallo: “El derecho del concesionario tiene así un elemento contractual y constituye un derecho de uso y goce legalmente protegido. El concesionario no explota la concesión en virtud de un acto de mera tolerancia de la autoridad, sino que en razón de un derecho que le otorga la concesión, que se incorpora a su patrimonio y del cual no puede ser privado en virtud de un acto administrativo unilateral, pues tal derecho se encuentra protegido por la garantía constitucional de la inviolabilidad de la propiedad”.401 En materia de distribución eléctrica existen concesiones provisionales y definitivas, cuyo procedimiento de constitución es diferente. A efectos de mayor simplicidad expositiva aludiremos a concesionarios definitivos exclusivamente. Entre los concesionarios definitivos pueden encontrarse no sólo personas naturales chilenas y ciertas sociedades domiciliadas en nuestro país, sino también cooperativas. Por ello, no se considera servicio público la distribución eléctrica carente de concesión, que es efectuada por cooperativas. La actividad del concesionario definitivo de distribución eléctrica puede tener por objeto el suministro eléctrico entregado a dos clases de “clientes regulados”: i) los que se hallan dentro de la respectiva zona de concesión y ii) los que se encuentran fuera de la respectiva zona de concesión, pero que se conectan a las instalaciones de la concesionaria mediante líneas propias o de terceros. Una vez establecida una concesión definitiva de distribución eléctrica en un determinado ámbito geográfico, el abastecimiento a los usuarios localizados dentro de la respectiva zona de concesión sólo podrá ser efectuada por concesionarios, salvas ciertas excepciones legales contempladas en el art. 16 del D.F.L. Nº 1.402 Atendida la seguri401 Corte Suprema, 22.07.1966, Revista de Derecho y Jurisprudencia, t. LXIII, II, 1ª, 274 s. 402 Art. 16 del D.F.L. Nº 1: “Las concesiones de servicio público de distribución otorgan el derecho a usar bienes nacionales de uso público para tender líneas aéreas y subterráneas destinadas a la distribución en la zona de concesión. La distribución de electricidad a usuarios ubicados en una zona de concesión sólo podrá ser efectuada mediante concesión de servicio público de distribución, con las siguientes excepciones: 1. Los suministros a usuarios no sometidos a regulación de precios, indicados en los arts. 90 y 91 de la presente ley; 2. Los suministros que se efectúan sin utilizar bienes nacionales de uso público; 3. Los suministros que se efectúan utilizando bienes nacionales de uso público mediante permisos otorgados previamente al establecimiento
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dad que el legislador de dicho cuerpo normativo quiso garantizar a las personas y a las cosas en materia de distribución eléctrica es que estableció el régimen de concesiones como la figura arquetípica en este segmento de la actividad eléctrica. La utilización del régimen de concesiones ha sido visto como un importante incentivo para que el concesionario desarrolle las obras necesarias para abastecer a sus clientes dentro de la respectiva zona concesionada, asegurándole una razonable estabilidad en su actividad concesional. Sin embargo, dicha estabilidad no se traduce en exclusividad en la explotación de la zona concesionada. Como es sabido, la distribución eléctrica concesionada, en lo que concierne a los clientes con suministro tarificado, corresponde a una estructura de mercado caracterizada como monopolio natural y, por tanto, muy cercana a la noción económica de monopolio puro, sin perjuicio de lo cual constituye lo que hemos denominado un monopolio estructural para efectos del Derecho de la libre competencia. La jurisprudencia administrativa y judicial de los organismos antimonopólicos no ha desarrollado una explicación acabada de por qué los organismos antimonopolios se encuentran habilitados para conocer de las actividades de los concesionarios de distribución eléctrica; el principal y reiterado argumento que simplemente se esboza, es el carácter de monopolio natural que tendría el mencionado concesionario. Este monopolio natural403 se encuentra regulado legalmente en múltiples aspectos y si bien el propio D.F.L. Nº 1, que contiene la Ley General de Servicios Eléctricos, trata el otorgamiento, funcionamiento y extinción de la concesión de distribución eléctrica, la tarificación de sus suministros a los clientes regulados404 y la calidad del servicio que se ha de conceder a éstos, hay una serie de aspectos que no son alcanzados por la respectiva regulación legal y administrativa. Ha de
de una concesión; 4. Todo otro suministro que se efectúe mediante un contrato que acuerden directamente las partes, incluidos los concesionarios”. 403
Así lo ha confirmado la jurisprudencia administrativa de la hoy derogada Comisión Preventiva Central: “dado el carácter de monopolio natural que tienen las empresas productoras y/o distribuidoras (...), no cabe duda que están sometidas a la supervisión de los organismos creados por el Decreto Ley 211, de 1973”. (Dictamen 793, 10.1). Este dictamen está en correspondencia con las Resoluciones Nº 281, ya comentada, Nº 252, considerando 2º y Nº 337, considerando 8º, emitidas por el tribunal antimonopólico. 404 En conformidad al art. 90 del D.F.L. Nº 1, por regla general están sujetos a fijación de precios los suministros de energía eléctrica a usuarios finales cuya potencia conectada es inferior o igual a 2.000 kilowatts.
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tenerse presente que existen casos jurisprudencialmente reconocidos de abusos de posición monopólica efectuados por concesionarios de distribuidoras eléctricas respecto de clientes regulados, lo cual evidencia áreas de actividad concesional entregadas a la libertad de competencia mercantil de las distribuidoras eléctricas.405 En efecto, el ilícito de abuso de posición monopólica exige para su perpetración algún grado de libertad de competencia mercantil, puesto que, como afirmábamos al inicio de esta exposición, no existe precepto jurídico válido que autorice u ordene abusar monopólicamente. Luego, esta modalidad de ofensa a la libre competencia sólo puede tener lugar por parte de competidores y, en el evento de hallarse éstos regulados por constituir monopolios naturales, tal ofensa sólo cabe concebirla allí donde ha quedado algún espacio a la libertad de competencia mercantil. Un ejemplo de estos ámbitos de libertad de competencia mercantil lo hallamos en casos en que el Tribunal Antimonopólico ha ejercitado su potestad reglamentaria con miras a cautelar la transparencia del mercado eléctrico en la fase que se refiere a la compraventa de abastecimiento eléctrico entre los concesionarios de distribución y sus clientes con suministro tarificado.406 B. La libre competencia por parte de los concesionarios
de distribución eléctrica El D.F.L. Nº 1, que contiene la Ley General de Servicios Eléctricos, reconoce, de manera más bien implícita y en varios pasajes normativos de la misma, el principio de la libre competencia. Esta situación ha sido constatada y declarada expresamente por el propio Tribunal Antimonopólico cuando se le ha solicitado el ejercicio de su potestad pública, que permite requerir a determinadas autoridades legislativas o administrativas la dictación de preceptos necesarios para el fomento de la libre competencia o bien la modificación o derogación de preceptos legales o reglamentarios que conculquen la libre competencia.407
405 Así, por ejemplo, Resolución Nº 241, considerando 7º, de la Comisión Resolutiva y Dictamen Nº 417/361 de la Comisión Preventiva Central; como también Resolución Nº 412, de la Comisión Resolutiva, en confirmación del Dictamen Nº 9 de la Comisión Preventiva Quinta Región, sec. III, 2; Dictamen 873/692, sec. 5ª, emitido por la Comisión Preventiva Central y Dictamen Nº 60 de la Comisión Preventiva I Región. 406 Resolución Nº 252, considerando 2º, de la Comisión Resolutiva: “Que las empresas distribuidoras de energía eléctrica, atendida la condición de monopolio natural en que prestan sus servicios, deben ser particularmente cuidadosas en la relación comercial con sus clientes, para cuya debida transparencia deben celebrar con éstos
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Uno de los preceptos legales que persigue desarrollar el principio de la libre competencia, es el art. 17 del D.F.L. Nº 1, que prescribe a la letra: “Podrá solicitarse otras concesiones de servicio público de distribución por una parte o la totalidad del territorio de concesiones de este tipo ya otorgadas. El Ministro de Economía, Fomento y Reconstrucción podrá otorgarla de acuerdo a los procedimientos que establecen los arts. 24 y siguientes, imponiendo al nuevo concesionario las mismas obligaciones y derechos que otorgó al primero en el territorio que será compartido”. Según queda de manifiesto en dicho artículo del D.F.L. Nº 1, puede producirse competencia al interior de un área geográficamente concesionada y en rigor esto debe ser fomentado por las autoridades públicas eléctricas y los organismos antimonopolios. Esta idea de un monopolio natural que no sea tratado como un monopolio legal, en el sentido de que esté vedado el ingreso a un potencial competidor al respectivo mercado relevante, tiene una clara racionalidad en la teoría económica de los denominados “mercados contestables” (más precisamente disputables). Un mercado suele ser calificado de contestable cuando la entrada es libre y la salida no tiene costo. La libre entrada importa la ausencia de costos adicionales a aquellos en que ya incurrieron quienes se encuentran establecidos al interior de un determinado mercado, en tanto que la salida sin costo presupone una recuperabilidad de los costos. Así, el ingreso de potenciales rivales a un mercado fuerza al monopolista a no abusar de su poder de mercado. Aunque el mercado de la distribución eléctrica concesionada no sea perfectamente contestable, cabe observar que si por ley se impide la entrada de nuevas empresas competidoras, se pierde un buen mecanismo que evita que el monopolio natural pueda abusar de su posición dominante.408 Desde esta perspectiva, estimamos que el art. 17 del D.F.L. Nº 1 va en la dirección correcta al permitir la superposición de concesiones de distribución eléctrica y evitar que el monopolio natural se transforme en un monopolio de origen legal, usualmente denominados “monopolios de privilegio”. contratos escritos, con cláusulas precisas y claras, en especial en lo relativo a la renovación y término de dichos contratos. Asimismo, la información a los usuarios no debe dejar lugar a duda alguna”. 407 Resolución Nº 205, considerando 4º, de la Comisión Resolutiva: “Que con el mérito de lo expuesto y teniendo presente que el D.F.L. Nº 1, de 1982, del Ministerio de Minería se dictó, precisamente, para dar cumplimiento a la política de libre competencia, esta Comisión no estima procedente recomendar la modificación de sus preceptos”. Confirma este criterio la Resolución Nº 229, de la Comisión Resolutiva, considerando 12. 408 HAINDL RONDANELLI, Erik, “Análisis de la regulación y tarificación del sector eléctrico en Chile”, p. 103, en La industria eléctrica en Chile. Aspectos económicos, Felipe G. Morandé L. editor, Santiago de Chile, 1996.
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Los competidores por la oferta de suministro a clientes regulados podrán ser concesionarios de distribución y distribuidores no concesionarios, en tanto estos últimos se hallen acogidos a alguna de las excepciones pertinentes contempladas en el art. 16 del D.F.L. Nº 1. Esta modalidad de competencia entre distribuidores no ha pasado inadvertida al Tribunal Antimonopólico, el que ha emitido sentencias de bastante relevancia sobre el tema, según explicaremos más adelante. Cabe recordar que la propia justicia ordinaria ha consignado la importancia del principio de la libre competencia como instituto inspirador de la actividad desplegada por diversos actores eléctricos al interior de una zona concesionada.409 Procede despejar algunas incógnitas acerca del mercado relevante. En el Derecho de monopolios el mercado relevante queda determinado por el producto y el territorio. La importancia del mercado relevante es que éste constituye el ámbito en el cual debe ser analizado el grado de poder de mercado que ostenta el supuesto monopolista y el impacto monopólico de la conducta que éste ha realizado, y que se sospecha antijurídica. Considerando que el presente estudio versa sobre la actividad de distribución eléctrica concesionada, sólo nos referiremos al producto que oferta una distribuidora eléctrica en cuanto concesionada, esto es, el suministro eléctrico tarificado. Bajo la denominación de suministro tarificado, cabe considerar dos bienes asociados: la energía y la potencia; donde la energía se define como el producto de la potencia multiplicada por el tiempo en que se la está utilizando. El suministro eléctrico puede ser ofertado por distribuidoras eléctricas concesionadas e independientemente de si éstas operan o no en el área de concesión en la cual se radica el cliente regulado. El suministro tarificado es típicamente prestado por una concesionaria de distribución eléctrica dentro del ámbito geográfico correspondiente a su concesión respectiva y, eventualmente, a “clientes regulados” ubicados fuera de dicho ámbito y que se conecten a las ins409 Sentencia de la Corte de Apelaciones de Valdivia, de fecha 23 de marzo de 1993, confirmada por la Corte Suprema el 12 de abril de 1993, considerando 16, incs. 3º y 4º: “En realidad, aparece claro que el recurrente llama ‘privación de su derecho’ a la opción legítima de dos clientes por el suministro a través de su cooperativa; es un error e incurre en él, por sostener que la zona de concesión es de exclusividad; pero como ya se ha explicado, lejos de eso, es más bien una zona de competencia en la que puede participar SAESA, precisamente, porque es concesionaria y tiene derecho a suministrar energía. Las consecuencias de que SAESA no pueda cobrar servicios a quienes optaron por la Cooperativa y que no pueda ocupar las instalaciones que realizó para atender eventuales clientes del loteo, no provienen de un acto ilegítimo de la Cooperativa, sino que del resultado de la opción legítima de dos usuarios”.
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talaciones de la mencionada distribuidora mediante líneas propias o de terceros. Este es el objeto característico de la distribución eléctrica concesionada: el abastecimiento del suministro tarificado. Por tanto, aquí en principio el oferente del producto es único –un monopolio natural, como lo ha caracterizado reiteradamente el Tribunal Antimonopólico–, pero con dos posibilidades de que exista competencia efectiva: a) el abastecimiento de “clientes regulados” de otra zona de concesión que se conecten a las instalaciones de la distribuidora de referencia, y b) el ingreso de un nuevo concesionario, superpuesto total o parcialmente al territorio concesional anterior. Como resulta evidente, las dos vías de competencia descritas permiten a un concesionario avanzar sobre otras zonas de concesión ya adscritas a un titular, así como el que otros concesionarios puedan invadir su concesión original.410 En un escenario de conexión a las instalaciones o de superposición de concesiones, habría no un monopolio natural, sino más bien un duopolio natural (es preciso advertir que en la ley no se contempla límite al número de superposiciones). Esta diferencia, entre un monopolio natural y un duopolio o triopolio naturales, para efectos de la aplicabilidad de la legislación antimonopólica resulta indiferente, puesto que tales estructuras de mercado quedan subsumidas en la noción de monopolio estructural ya comentada. Recordamos que la fundamentación de la aplicación de la legislación tutelar de la libre competencia a las industrias reguladas correspondientes a servicios públicos por parte del Tribunal Antimonopólico ha sido excesivamente frágil al invocar como explicación la existencia de un monopolio natural. Por ello resulta indispensable que los organismos antimonopólicos empleen la noción de monopolio estructural antes que la del monopolio natural y profundicen los argumentos antes desarrollados de por qué es aplicable la legislación antimonopólica a las industrias reguladas y, particularmente, a la distribución eléctrica concesionada. Retornando a la forma que asumiría el mercado correspondiente a un área concesionada para efectos de un suministro tarificado, cabe señalar que es preferible en principio una situación duopólica antes que una monopólica, puesto que la primera podría permitir una cierta competencia que en la segunda hipótesis está, por definición, au410
Atendido lo expuesto, resulta desafortunada la Sentencia de la Corte Suprema de 10 de septiembre de 1992, según la cual se niega la competencia actual o potencial entre empresas distribuidoras eléctricas y ello se vincula erróneamente a una “exclusividad de concesión” que derivaría del carácter de monopolio natural de la distribución eléctrica. Citada por VERGARA BLANCO , Alejandro Derecho Eléctrico, pp. 77 y 78, Editorial Jurídica de Chile, 2004.
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sente. Podría pensarse que la hipótesis de un duopolio debería rechazarse por la ineficiencia que ello podría acarrear; cabe observar que las dos fórmulas de competencia entre concesionarios mencionadas descansan sobre el uso de líneas o instalaciones de terceros vía peajes. En otras palabras, ni en el abastecimiento de usuarios finales de otra zona de concesión que se conecten a las instalaciones de la distribuidora de referencia ni en el ingreso de un nuevo concesionario, superpuesto total o parcialmente al territorio concesional anterior, existe una superposición de redes. De allí que no caben reparos por desaprovechamiento de las economías de escala características de estos servicios públicos. En los próximos acápites pasaremos revista a algunos dilemas que se han suscitado acerca de la competencia entre concesionarios y la forma en que fueron resueltos por la Comisión Resolutiva predecesora del Tribunal de Defensa de la Libre Competencia. B.1. BARRERAS A LA ENTRADA Cabe observar que la teoría de las barreras a la entrada suele distinguir entre costos y barreras a la entrada. Los costos de entrada no se consideran una barrera en la medida que la entrada sea libre para cualquier competidor dispuesto a pagarlos y el monto de tal pago sea razonable. En consecuencia, se precisa que una barrera a la entrada dé cuenta de una situación caracterizada por costos considerablemente más elevados que los que normalmente cualquier competidor debe asumir para ingresar a un determinado mercado relevante, que no se tenga acceso a algún insumo o estructura esencial o bien que alguna norma jurídica impida o dificulte ostensiblemente el ingreso a un mercado relevante. Las barreras a la entrada suelen clasificarse en naturales y artificiales, por una parte, y en jurídicas, económicas y tecnológicas, por otra. Además de las barreras a la entrada, existen las denominadas barreras a la salida, como acontece con las inversiones o costos hundidos. La siguiente observación apunta a que existe una importante barrera a la entrada en la competencia de un área ya concesionada: sólo pueden ingresar a abastecer a los usuarios de suministro tarificado allí localizados quienes ostenten una concesión de distribución eléctrica, salvo que puedan válidamente invocar algunas de las pertinentes excepciones legales contempladas en el art. 16 del D.F.L. Nº 1. Quienes disponen de una concesión de distribución eléctrica pueden competir contra otros concesionarios (fórmula de la conexión de clientes finales a las instalaciones de otro concesionario y fórmula de la ob447
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tención de una superposición de concesiones) o bien contra no concesionarios que se asilen en alguna de las excepciones pertinentes previstas en el art. 16 del D.F.L. Nº 1. Esta barrera a la entrada fue analizada por el Tribunal Antimonopólico y declarada aceptable a la luz de las consideraciones técnicas del D.F.L. Nº 1: “En consecuencia, de la normativa vigente se desprende que el suministro de energía eléctrica está sometido a diversas regulaciones de carácter legal, que importan ciertas limitaciones a la libre y plena competencia en estas actividades, establecidas por razones de interés público general o de orden técnico, en la forma que autoriza el art. 5º, del Decreto Ley 211 de 1973”.411 De lo anterior se sigue que el propio Tribunal Antimonopólico efectúa una doble confirmación: la pervivencia de la reglamentación de la distribución eléctrica concesionada como consecuencia de la salvaguarda que fue efectuada por el antiguo art. 5º del Decreto Ley 211, por una parte, y por otra, la vigencia del principio de la libre competencia en dicho ámbito, ciertamente que con las limitaciones que impone la propia legislación eléctrica. Lo interesante del fallo transcrito es que confirmó la barrera a la entrada de origen legal antes indicada y estableció que la Cooperativa de Consumo de Energía Eléctrica de Osorno Limitada no podía competir válidamente con la Sociedad Austral de Electricidad S.A., puesto que dicha cooperativa se hallaba impedida de hacerlo por no encontrarse concesionada ni poder acogerse a las mencionadas excepciones del art. 16 del D.F.L. Nº 1. En este sentido, dado que la competencia que pretendía desarrollar la referida cooperativa contrariaba la legislación eléctrica, esto es, se trataba de una modalidad de competencia prohibida, no había lugar a sancionar ofensas contra el Decreto Ley 211 que hubiere podido sufrir por parte de la concesionaria de distribución recurrida. En otras palabras, sólo cabe sancionar ofensas contra la libre competencia, allí donde ésta es jurídicamente posible. Así lo sentenció el Tribunal Antimonopólico al resolver: “...en la especie cabe concluir que la cooperativa recurrente debe ejercer sus actividades en los términos autorizados por la ley, es decir, previo otorgamiento por la autoridad de una concesión de servicio público eléctrico, a menos que acredite encontrarse en los casos de excepción que expresamente señala la ley, lo que en el presente caso no ha ocurrido”.412
411 412
Resolución Nº 190, considerando 3º, inciso segundo, de la Comisión Resolutiva. Resolución Nº 190, considerando 4º, de la Comisión Resolutiva.
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Estimamos que el origen de dicha barrera a la entrada es una restricción consagrada por el legislador eléctrico con el objeto de asegurar que un servicio público tan fundamental como es la distribución eléctrica concesionada se halle adecuadamente reglamentado por el respectivo contrato de concesión y dé cumplimiento a los estándares de seguridad y continuidad que un producto esencial y masivo como éste debe cumplir. Así, esta barrera a la entrada impuesta por el legislador exhibe un fundamento de orden público, lo que el Tribunal Antimonopólico comparte y, por tanto, ha estimado prudente no proponer a la autoridad pública competente su remoción. Es característico de las industrias reguladas la existencia de barreras a la entrada legales y reglamentarias que, si bien reducen la competencia en los mercados respectivos, tienen la virtualidad de conferir a la autoridad reguladora un más preciso control de quienes acceden a aquéllos y de los deberes y obligaciones que los interesados asumen.413 B.2. COMPETENCIA POR MEDIOS LÍCITOS Esta competencia –que, por razones de estructura de mercado mucho dista del modelo de competencia perfecta– no basta con que exista cuando se verifica entre concesionarios de distribución eléctrica, sino que desde una óptica jurídica resulta necesario se despliegue por medios lícitos. Así, no sólo ha de existir competencia, sino que ésta debe desarrollarse sanamente, de forma que sea irreprochable ante la legislación tutelar de la libre competencia. Los concesionarios han de disputarse la clientela en términos de cabal respeto a la libertad de competencia mercantil del otro competidor, que es la esencia del bien jurídico tutelado por el Decreto Ley 211. Esta competencia, aunque se halle limitada por la reglamentación eléctrica, debe preservarse “libre” de todo entorpecimiento y traba y ello justifica la permanente tutela de los organismos represivos del delito de monopolio en el ámbito de la industria eléctrica. Así lo ha fallado la Comisión Resolutiva, hoy Tribunal de Defensa de la Libre Competencia: “Que si bien es cierto las dos empresas eléctricas involucradas son titulares de concesiones superpuestas en la zona en que tiene su domicilio Chimolsa, lo que provoca o puede provocar un explicable interés de ambas de competir por los probables clientes, lo cierto es que esa competencia debe desarrollarse en forma leal, sin que la posición 413 Es posible observar barreras a la entrada de tipo legal en multitud de industrias reguladas, v. gr., actividad bancaria, de intermediación de valores, de seguros, de administradoras de fondos de pensiones, etc.
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dominante de una respecto de la otra pueda ser usada por la primera para dejar fuera del mercado a la segunda, aunque sea en una sola negociación”.414 En el caso sub lite las dos concesionarias de distribución eléctrica competían bajo la fórmula de superposición de concesiones y en este proceso se disputaron un cliente, Chimolsa, que se hallaba localizado en una zona donde concurría la superposición de las respectivas concesiones. El concesionario que perdió el cliente retardó las conexiones que permitirían al concesionario que obtuvo el contrato de abastecimiento con ese cliente dar curso al suministro respectivo. De esta forma, se dilató injustificadamente la percepción del suministro eléctrico que el disputado cliente había de recibir, por la vía de que el concesionario perdedor abusó de la posición de dominio que le confería la propiedad de las instalaciones a las cuales el nuevo proveedor de Chimolsa había de conectarse. Así, se constata cómo dos concesionarias de distribución eléctrica pueden competir entre sí en la zona de superposición de concesiones y cómo es posible atentar contra la libre competencia mediante arbitrios raramente aplicables fuera del mercado eléctrico. En efecto, mediante este arbitrio uno de los concesionarios lesionó la libre competencia tutelada por el Decreto Ley 211, bien jurídico que, en el caso concreto, ha podido existir en razón de lo previsto en el D.F.L. Nº 1 a través del art. 17 ya comentado. B.3. COMPETENCIA VÍA SUPERPOSICIÓN DE CONCESIONES Hemos visto que la competencia entre concesionarios de distribución eléctrica requiere superar la barrera a la entrada de tipo legal antes estudiada y exige dar cumplimiento a la legislación antimonopolio en la competencia que se desarrolle, no importando las imperfecciones estructurales que esta última exhiba en el mercado concreto de que se trate. El principio de la libre competencia que inspira el art. 17 del D.F.L. Nº 1 (que a su vez autoriza la superposición de concesiones) ha tenido expreso reconocimiento en la jurisprudencia, tanto administrativa como judicial, de los órganos antimonopólicos. La Comisión Preventiva Central ha resuelto: “Las concesiones, por su propia naturaleza, otorgan al concesionario la exclusividad en la prestación del servicio de que se trata, lo que no obsta a que puedan coexistir diversos concesionarios en una misma zona o región, situación expresamente autorizada en la ley
414
Resolución Nº 409, considerando 5º, de la Comisión Resolutiva.
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[general de servicios eléctricos], lo que permite, a la vez, cierto grado de competencia en el otorgamiento de dichos servicios”.415 Creemos que el tenor del considerando transcrito podría leerse en el sentido de que éste plantea una suerte de competencia por la obtención de concesiones de distribución eléctrica; en estricto rigor, ello no es así, puesto que cabe siempre pedir una nueva concesión superpuesta total o parcialmente a la o las anteriormente otorgadas. Por ello, la lectura correcta es que la superposición permite competencia entre concesionarios por la captación de clientes “regulados”, dentro del área concesional o fuera de ella a través de otras modalidades previstas en la legislación eléctrica. A continuación nos haremos cargo de una interesante sentencia, la Nº 342 de 27 de marzo de 1990, dictada por el Tribunal Antimonopólico, en que se trató la solicitud efectuada por Chilectra S.A. en orden a obtener una concesión superpuesta a la que ya tenía la Empresa Eléctrica de Colina, la concesionaria originaria, en el sector geográfico de Colina. Chilectra S.A. gozaba de tarifas más bajas que las que regían para la Empresa Eléctrica de Colina. Lo sorprendente de este fallo es que se rechazó la solicitud de superposición sobre la base de argumentos fundados en la propia Ley General de Servicios Eléctricos y en la libre competencia. B.3.1. El argumento tarifario El art. 17 del D.F.L. Nº 1 –ya transcrito– en su parte final ordena a la autoridad pública concedente (Ministerio de Economía, Fomento y Reconstrucción, por orden del Presidente de la República) que imponga al nuevo concesionario “las mismas obligaciones y derechos que otorgó al primero en el territorio que será compartido”. ¿Qué significa “las mismas obligaciones y derechos”? El Tribunal Antimonopólico interpretó esa frase, confiriéndole el siguiente sentido: “En la especie, la igualdad de derechos y obligaciones tiene lugar si las empresas que compiten en una misma área geográfica lo hacen con el mismo tipo de tarifas, no sucediendo así si una de ellas tiene un tipo de tarifas inferior al de la otra. Por ende, esta Comisión [actualmente Tribunal de Defensa de la Libre Competencia] comparte el criterio de la H. Comisión Preventiva Central [organismo antimonopólico actualmente derogado], en el sentido que lo que determina el tipo de tarifas que se aplique es la densidad de población del área
415
Dictamen Nº 434, numeral 3.3., Comisión Preventiva Central.
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geográfica de que se trate y no el que la empresa que se superpone pueda tener en un área con distinta densidad poblacional”.416 El art. 17 del D.F.L. Nº 1 contempla la posibilidad de que exista una superposición total o parcial de concesiones de distribución eléctrica y establece que la autoridad pública concedente debe imponer al nuevo concesionario las mismas obligaciones y derechos que otorgó al primer concesionario. Según se ha fallado por la justicia ordinaria, entre los deberes se encuentra el dar suministro a quien lo solicite (art. 74, D.F.L. Nº 1), sujeto a estándares de calidad, seguridad y continuidad fiscalizados por la autoridad pública competente, y someterse a la fijación de precios máximos (art. 90, D.F.L. Nº 1). En lo relativo a los derechos del concesionario, éstos son poder utilizar bienes nacionales de uso público (art. 16, D.F.L. Nº 1), imponer servidumbres (art. 14, D.F.L. Nº 1) y solicitar aportes financieros reembolsables a los clientes que pidan servicio (arts. 75 y 76, D.F.L. Nº 1).417 De lo expuesto resulta que entre los deberes se encuentra el respeto a las tarifas establecidas por la autoridad pública concedente, las cuales deben ser iguales para el concesionario original y para el concesionario sobreviniente. En nuestra opinión debe analizarse el alcance de la igualdad tarifaria supuestamente imperada por el art. 17, del D.F.L. Nº 1. No compartimos la interpretación efectuada por el Tribunal Antimonopólico, puesto que consideramos que la igualdad prescrita por dicho art. 17 no puede significar que los objetos de los derechos y obligaciones sean idénticos para el concesionario original y el sobreviniente. Si ello fuere así, a modo de ejemplo el área geográfica de la concesión original y de la nueva deberían ser idénticas; de otro modo, el derecho a imponer servidumbres no podría ser el mismo y, por ello, debería rechazarse una solicitud de superposición. Creemos que la recta interpretación en materia de tarifas es que el nuevo concesionario también tenga tarifas, pero no que las mismas sean idénticas a las del concesionario originario, puesto que de ser así las posibilidades de superposición serían remotísimas. Adicionalmente, nuestra interpretación resulta armónica con el fomento de la competencia que persigue el propio art. 17 de la Ley General de Servicios Eléctricos y con las sentencias del propio Tribunal de Defensa de la Libre Competencia que reconocen que el D.F.L. Nº 1 está inspirado en una Política de Libre Competencia.
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Resolución Nº 342, numerales 5º y 6º, inciso primero, Comisión Resolutiva. Corte Suprema, 20 de noviembre de 1991, Recurso de Protección Cooperativa de Abastecimiento de Energía Eléctrica Temuco Ltda. con Empresa Eléctrica de la Frontera S.A., considerando 2º. 417
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B.3.2. El argumento de la competitividad Visto que la igualdad de tarifas pareciera ser un presupuesto de la superposición previsto en el art. 17 ya comentado, surge la pregunta de cómo tratar una diferencia tarifaria frente al principio de la libre competencia. Escuchemos a la H. Comisión Preventiva Central, que en su Dictamen 731-85 (luego revocado por la Resolución 342 de la Comisión Resolutiva, ahora en comento) declaró sobre esta materia lo siguiente: “La superposición de concesiones, en sí misma, persigue fomentar la competencia entre empresas que pueden competir en igualdad de condiciones, pero si existe una gran disparidad entre ellas tal competencia se torna imposible y entonces la autoridad no puede otorgar la segunda concesión, pues hacerlo equivale a hacer desaparecer la empresa menor”.418 ¿Cabe la competencia entre concesionarios con tarifas diferentes? Estimamos que ello es factible toda vez que la tarifa constituye un precio máximo y bien podría una concesionaria cobrar un precio inferior para mejorar su cartera de clientes, en tanto y en cuanto dicho precio inferior no deviniera predatorio. Se podría argumentar en contra de lo anterior que las diferencias tarifarias no pueden ser toleradas desde una óptica de la libre competencia, puesto que aquéllas impiden una competencia entre concesionarios en igualdad de oportunidades; creemos que ello no es así: las tarifas son precios máximos y no precios específicamente determinados. Además de ser posible competir mediante precios específicos (inferiores naturalmente a las tarifas aplicables), cabe lo que se ha dado en denominar la competencia indirecta, que tiene lugar mediante aspectos diferentes del precio, v. gr., calidad del servicio, condiciones contractuales, etc. De la conclusión emitida por la Comisión Preventiva Central pareciera seguirse que sólo puede haber competencia allí donde los competidores sean iguales en tarifas y otros aspectos que eviten una “gran disparidad entre ellos”; lo cual resulta en una suerte de invitación a igualar a los competidores por acto de autoridad a fin de alcanzar una utópica “competencia entre iguales”. Afortunadamente, el Tribunal Antimonopólico dejó sin efecto el Dictamen Nº 731-85 y, con ello, esta peculiar concepción de lo que debe ser la libre competencia. Conviene recordar que la igualdad propia de la libre competencia es la de oportunidades y no de resultados;419 en efecto, ninguna 418
Resolución Nº 342, visto 1º, letra c), de la Comisión Resolutiva. Cabe recordar la Resolución Nº 240, visto 9º, de la Comisión Resolutiva: “Que en general, todo el que vende una cosa o proporciona un servicio debe brindar a los 419
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autoridad pública –ni siquiera el propio Tribunal de Defensa de la Libre Competencia u otro ente antimonopólico– está autorizada para mejorar a un competidor sobre otro, puesto que la igualdad de resultados sólo puede ser el eventual y raro fruto de la libre competencia, pero nunca la consecuencia de una intervención de una autoridad pública. Si el Tribunal Antimonopólico ha creído que ambos concesionarios, el originario y el sobreviniente, sólo pueden competir con tarifas idénticas, ya directamente en precio o indirectamente en la calidad del suministro, no se divisa por qué, a priori, debe descartarse una competencia directa o indirecta entre ellos, en un escenario en el cual las tarifas respectivas sean diferentes. Ciertamente que la fundamentación de por qué no puede haber competencia entre concesionarios con tarifas de distribución eléctrica diferentes es una materia de suyo importante que el Tribunal Antimonopólico debió haber analizado latamente y no haber descansado en una muy feble interpretación del art. 17 del D.F.L. Nº 1. Por otra parte, resulta llamativo que el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia no haya empleado su potestad requeridora o requisitoria, mediante la cual puede solicitar al legislador la modificación o aclaración de un precepto tan fundamental para la libre competencia,420 como lo es el art. 17 del D.F.L. Nº 1, a fin de que la concurrencia entre concesionarios de distribución eléctrica fuere realmente eficaz y se evitare que, por una formalidad como la diferencia tarifaria, se denegaren solicitudes de concesiones superpuestas. B.3.3. Consecuencias de esta sentencia La solución adoptada por el Tribunal Antimonopólico apuntó a confirmar que el solicitante de una nueva concesión no pudo acceder a ésta ni podía invocar su tarifa, aunque fuere más baja que la del concesionario ya instalado. Así se privó a los habitantes de la zona geográfica de Colina de la posibilidad de acceder a una tarifa inferior (la
interesados las mismas condiciones en lo que de él dependa; pero no está forzado, ni puede estarlo, a producir por actos positivos suyos, igualdad entre los concurrentes, interesados o competidores, subsanando las diferencias previas que puedan existir entre ellos”. Si esto se falló respecto de un vendedor en lo que hacía referencia con los competidores por comprar, con mayor razón se predica de la autoridad pública antimonopólica o de la autoridad eléctrica otorgante de concesiones, a las cuales les está vedado identificar la libre competencia con una igualdad de resultados. 420
Art. 18, numeral 4), Decreto Ley 211.
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del nuevo concesionario) y se les forzó a quedarse con la tarifa más cara (la del antiguo concesionario); por otra parte, se eliminó para los “clientes regulados” de dicha zona la posibilidad de beneficiarse de otros aspectos de la concurrencia, v. gr., mejores cláusulas contractuales, mayor agilidad en las nuevas conexiones, etc., y de elegir proveedor de suministro eléctrico. Al hacerse necesario contar con la misma tarifa para obtener una concesión superpuesta total o parcialmente a otra, se asegura la exclusividad en la explotación del monopolio natural del concesionario de distribución eléctrica originario, ya que resulta improbable que otro concesionario entrante cuente con la misma tarifa. Ello es negativo, puesto que el monopolio natural de la distribución eléctrica deviene en un monopolio legalmente protegido y, lo que es más dramático, protegido por una precaria interpretación del art. 17 del D.F.L. Nº 1. Esta disposición fue diseñada para fomentar la libre competencia, pero con la interpretación que le ha conferido el Tribunal Antimonopólico ha devenido en una barrera a la entrada de tipo artificial virtualmente inexpugnable. Desde la óptica de la teoría de los mercados contestables, parecería haberse perdido una gran oportunidad de reafirmar que el monopolista de la distribución eléctrica concesionada no goza de un monopolio legal y que si realiza abusos de posición dominante no sólo ha de esperar la acción de los organismos antimonopólicos, sino que puede sufrir en el cortísimo plazo los efectos de una competencia potencial que se torna actual a través de una superposición de concesiones. 4.1.4. CONCLUSIONES 1. En un nivel de jerarquía normativa legal y reglamentaria, la legislación específica que regula la distribución eléctrica concesionada fue salvaguardada de una derogación tácita por el hoy desaparecido artículo quinto del Decreto Ley 211, cuerpo normativo este último cuyo bien jurídico tutelado es la libre competencia. Lo anterior no significa, en manera alguna, que la distribución eléctrica concesionada esté exenta de control antimonopólico, según lo demuestra el propio Decreto Ley 211 y la jurisprudencia del Tribunal de Defensa de la Libre Competencia. 2. La salvaguarda que el Decreto Ley 211 efectuó de la legislación específica de la distribución eléctrica concesionada, no importa en forma alguna que las conductas realizadas al amparo de dicha legislación hayan quedado relevadas de cumplir con los principios y garantías constitucionales, entre los cuales destaca el principio de subsidiarie455
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dad y, por tanto, de asegurar el ejercicio de la libertad de competencia mercantil en los ámbitos que no sean alcanzados por la regulación sectorial emitida por el Poder Legislativo y la Administración del Estado. 3. El D.F.L. Nº 1, que contiene la Ley General de Servicios Eléctricos, se halla inspirado, en muchas de sus instituciones, por el principio de la libre competencia. Por tanto, la competencia entre concesionarios de distribución eléctrica ha de dar cabal cumplimiento a la legislación eléctrica, que es la que confiere forma a la regulación de este segmento del mercado eléctrico, pero también ha de ajustarse a la legislación antimonopólica en todos aquellos ámbitos donde ésta resulte aplicable. 4. La competencia por el abastecimiento de los denominados “clientes regulados” puede tener lugar entre concesionarios de distribución eléctrica y personas autorizadas de conformidad con las excepciones pertinentes del art. 16 del D.F.L. Nº 1. Dicha competencia entre concesionarios de distribución eléctrica, admite dos fórmulas: el abastecimiento de clientes regulados de otra zona de concesión que se conecten a las instalaciones de una distribuidora y el ingreso de un nuevo concesionario, superpuesto total o parcialmente al territorio concesional anterior. Estas modalidades de competencia deben ser fomentadas por las autoridades regulatorias eléctricas y por los organismos antimonopólicos, puesto que así se da un mejor cumplimiento no sólo del D.F.L. Nº 1 y del Decreto Ley 211, sino que también de los principios de subsidiariedad, de la libre iniciativa y del principio de no discriminación arbitraria, todos ellos previstos en la Constitución Política de la República. Lamentablemente, algo tan fundamental no ha sido siempre considerado así por los organismos antimonopólicos, según lo demostró el Dictamen Nº 731-85, emitido por la Comisión Preventiva Central y la Resolución Nº 342, emitida por el Tribunal Antimonopólico. 5. Lo anterior nos llevó a sugerir se aprovechara la reforma del Decreto Ley 211, que ha sido publicada con fecha 14 de noviembre de 2003, para contemplar, en adición a las muchas e interesantes propuestas que se habían efectuado, la creación de dos salas en el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia: una especializada en industrias reguladas (principalmente servicios públicos) y otra destinada a atender los restantes casos, esto es, industrias menos reguladas. Asimismo, sugerimos en dicha oportunidad que la integración de tales salas debía ser cuidadosamente atendida, no sólo en lo atingente a sus miembros titulares, sino que también a sus subrogantes, a fin de contar con verdaderos expertos en los respectivos rubros. Estimamos que sólo un adecuado conocimiento de las industrias reguladas, 456
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inspirado por un legítimo celo de preservar y fomentar el principio de la libre competencia, puede evitar extravíos como los expuestos.
4.2. EL MONOPOLIO DE PRIVILEGIO Comprender cabalmente el monopolio de privilegio exige, en forma previa, recordar la noción de monopolista, para luego distinguir entre las diversas fuentes del monopolio y, finalmente, aplicar tales conceptos a la mejor inteligencia del artículo cuarto del Decreto Ley 211, de 1973. Los economistas suelen denominar “regulación” el conjunto de preceptos jurídicos emitidos por diversas autoridades públicas competentes con el fin de normar la actividad de quienes se encuentran bajo sus respectivas potestades. Para efectos del presente estudio y atendido que éste versa sobre una modalidad de monopolio mercantil, nos centraremos en la regulación de los mercados correspondientes a actividades económicas, emitida por autoridades públicas, en adelante simplemente denominada “regulación”.421 En dicho ámbito, resulta habitual distinguir entre regulación de estructuras y regulación de conductas. Mientras la primera forma de regulación busca resolver el problema de la estructura o modalidad de conformación de un determinado mercado, la segunda forma más bien se orienta a prevenir o reprimir conductas específicas que provoquen un disvalor social. Lo que resulta esencial desde una perspectiva de política y de justicia es reducir la regulación o intervención estatal al mínimo indispensable, acotándola a aquellos casos en los cuales falla la autorregulación y el adecuado funcionamiento del mercado, en cuanto expresiones de la libre iniciativa. En efecto, si la mejor forma de funcionamiento del comercio en sentido amplio se obtiene mediante la libre competencia, deberá buscarse paliativos adecuados cuando ésta falla. Dichos eventos de falla suelen corresponder a externalidades, situaciones de monopolio natural, competencia destructiva, bienes públicos y asimetrías de información. El motivo para evitar la proliferación de regulaciones es doble: la necesidad de asegurar el ejercicio de la autonomía privada y la libertad para competir mercantilmente en una razonable ordenación al bien común de la sociedad civil, según lo exi-
421 Es conveniente notar que esta acepción de regulación de mercado es ostensiblemente más restringida que la empleada por W EBER, Max, Economía y Sociedad, p. 62, Fondo de Cultura Económica, México, 1999.
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ge el principio de subsidiariedad, por una parte y, por otra, el hecho de que la propia regulación emanada de las autoridades públicas suele mostrarse imperfecta. Paradójicamente, entre las muchas modalidades de imperfección que puede mostrar dicha regulación, destacan las lesiones que las propias autoridades públicas pueden causar a la libre competencia, bien jurídico este que se halla amparado indirectamente por ciertas garantías constitucionales y directamente tutelado por la legislación antimonopólica. En otras palabras, no obstante que el orden jurídico cautela la libre competencia, es posible y de hecho así acontece que ésta resulte conculcada por los propios guardianes del Derecho: las autoridades públicas. En las sociedades contemporáneas, la autoridad pública ha adoptado la forma moderna de Estado. El Estado, desde la óptica del Derecho interno, se nos aparece como un conjunto de órganos y de personas jurídicas de Derecho público, a cada uno de los cuales el orden jurídico ha encomendado la prosecución de diversos fines u objetos específicos, para cuya realización se les confieren potestades normativas de variados alcances y jerarquías. Así, resulta factible que la actividad de algún órgano o persona jurídica de Derecho público entre en colisión con algún bien jurídico cautelado por otro órgano o persona y amparado por una legislación específica. Ello explica, entonces, cómo puede suceder que una determinada autoridad pública vulnere la libre competencia sin hallarse previa y expresamente justificada para ello (violación al principio de legalidad) o lo haga excediéndose de la autorización específica y excepcional que haya recibido (violación al principio de especialidad). De esta manera, se da lugar a una ofensa perpetrada por una autoridad pública contra la propia legislación antimonopólica. El acto de autoridad pública es una fuente de monopolio muy frágil en cuanto a su licitud, puesto que se halla supeditada a un juicio acerca de su juridicidad que no sólo presupone un análisis de la legislación antimonopólica, sino que eventualmente también de otros principios y preceptos supralegales. En efecto, la conducta de autoridad pública bajo determinadas circunstancias se considera una fuente antijurídica del monopolio y, por tanto, se torna un injusto; mientras que bajo otras condiciones resulta lícita. Esto se explica por el hecho de que nos referimos a un monopolio cuyo único y exclusivo origen es la autoridad pública. No obstante lo señalado, es preciso recordar que una muy antigua clasificación de los monopolios de privilegio distinguía entre el privilegio real (aquel de que disfrutaban las autoridades públicas) y el privilegio corporativo (aquel que era ostentado por las corporaciones medioevales). Mientras el privilegio real emanaba de una autoridad pública y, por tanto, de una disposición normativa emi458
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tida por ésta, el privilegio corporativo tenía un origen consuetudinario, nacido de las prácticas aceptadas y promovidas por los antiguos gremios o corporaciones. Si el monopolio de privilegio contraviene el sistema jurídico de tutela de la libre competencia, nos hallamos ante un ilícito o delito de monopolio que podría exhibir una naturaleza legal o bien infralegal, pero que, a fin de cuentas, constituye un injusto monopólico. Escasa atención suele recibir esta especie de injusto monopólico por parte de los estudiosos de esta materia; presumiblemente, por la precariedad de su carácter antijurídico al aparecer este ilícito envuelto en el aura de aquello que viene avalado por la autoridad pública y que otrora dio lugar a la denominada presunción de legitimidad. Incluso no ha faltado quienes han sostenido la impunidad de estos injustos monopólicos de privilegio desde la perspectiva del Derecho de la libre competencia, por el mero hecho de que emanen del legislador.422 La posibilidad de que existan monopolios lícitos otorgados por autoridad pública tiene muy antigua data; así, a modo de ejemplo, Luis de Molina estimaba que un príncipe por razones muy justificadas y del todo excepcionales podía conceder privilegios exclusivos constitutivos de monopolios,423 pensamiento al cual adhiere en nuestro Derecho el jurista del siglo XIX don Justo Donoso.424 Es importante observar que el monopolio de privilegio siempre será contrario a la legislación antimonopólica; sin embargo, esta oposición no necesariamente se traducirá en una ofensa monopólica, puesto que ello dependerá de si concurre una causal de justificación que remueva la antijuridicidad del monopolio de privilegio. Un ejemplo universalmente aceptado de monopolio de privilegio, y justificado por razones superiores de bien común, es el que se refiere a las invenciones y creaciones del intelecto.425 De allí que nos enfrentemos a causa-
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LASALVIA, Rafael, “Los monopolios y su represión en el Derecho comercial moderno”, Revista de Derecho y Jurisprudencia, tomo LXIII, primera parte, p. 91, Santiago de Chile, quien afirma: “De esta manera, entonces, que hay monopolios que, en razón de no derivar de actitudes monopolísticas, quedan al margen de toda sanción legal; es el caso del llamado monopolio legal –aquel que la ley establece en beneficio del propio Estado–...”. 423 DE MOLINA, Luis, La teoría del justo precio, pp. 141-142, Editorial Nacional, Madrid, 1981. 424 DONOSO, Justo, “Diccionario Teolójico, Canónico, Jurídico, Litúrjico, Bíblico”, tomo III, p. 502, Imprenta i Librería del Mercurio, Valparaíso, 1857. 425 TAPARELLI, Luis, Ensayo teórico de derecho natural, tomo II, Nº 766, p. 39, Imprenta de Tejado, Madrid, 1867, quien afirma: “Mas porque estas prerrogativas implican una restricción de la libertad, deben ser reclamadas por un derecho más fuerte [modernamente, de superior jerarquía], que destruya por colisión el derecho de libertad. Tal
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les de justificación de origen legal o supralegal que sustraigan un monopolio de privilegio de la aplicación del tipo universal antimonopólico del artículo tercero y de la prohibición del artículo cuarto, ambos del Decreto Ley 211, de 1973. Por otra parte, si una autoridad pública ha conferido válidamente un monopolio de privilegio, el desafío a semejante monopolio da lugar a diversas formas de contravenciones. Entre éstas, la historia recuerda la figura del intérlope, conducta que consistía en la usurpación de privilegios concedidos a una compañía para comerciar con las Colonias o bien en la participación en el comercio fraudulento que una tercera nación desarrollaba con las Colonias pertenecientes a otra nación, sin contar con la anuencia de esta última.426 De esta manera las licencias o privilegios eran desconocidos y el monopolio por exclusión era violado. Estas infracciones, consistentes en violar un monopolio por exclusión válidamente constituido, solían presentarse como un ilícito administrativo ajeno al Derecho de la libre competencia y regulado por el Derecho administrativo general. Podríamos definir el injusto monopólico de privilegio como aquel consistente en una conducta perpetrada por autoridad pública, en contravención del Derecho de la libre competencia y sin mediar causal de justificación suficiente, a través de la cual aquélla establece, directa o indirectamente, un monopolio estructural sobre un bien y que, de no haber existido tal conducta, el común de las personas habría podido libremente hacer de dicho bien el objeto de sus actividades económicas.427 Así, es pertinente precisar que el ilícito monopólico de privilegio es ejecutado exclusivamente por una autoridad pública y nunca por las denominadas empresas públicas del Estado, puesto que
podría ser, por ejemplo, el caso de los que inventan artes nuevas que ceden en provecho del público; los cuales, estando en posesión de sus invenciones, generalmente tras largos estudios y sacrificios, no pueden ser desposeídos de ellas sin injusticia; y en tal caso convertiríase en detrimento público negar la exclusiva [monopolio de privilegio], porque cesaría el estímulo para hacer descubrimientos y publicarlos”. 426
El antiguo Derecho de Guerra estipulaba obligaciones de respetar monopolios preexistentes a las potencias neutrales. Véase BELLO , Andrés, Principios de Derecho de Gentes, pp. 315 y ss., Editorial Casa de Calleja, Ojea y Compañía, Lima, 1844. 427 FERNÁNDEZ CONCHA, Rafael, Filosofía del Derecho o Derecho natural, tomo II, p. 249, segunda edición, Editorial Tipografía Católica, Barcelona, 1887. Describe este eximio jurista los deberes de la autoridad pública administrativa: “Abstenerse de otorgar privilegios en cualquier ramo de la industria. Tales privilegios violan la justicia, por cuanto por una parte limitan el uso y provecho así de los capitales como del trabajo de los que se hubieran dedicado a la industria monopolizada, y por otra obligan a los consumidores a pagar un precio más subido”.
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estas últimas carecen de potestades públicas y, por tanto, no puedan a través de éstas instituir un monopolio. En efecto, las empresas públicas del Estado son empresas creadas por ley de quórum calificado, una vez acreditada la procedencia de su constitución de conformidad con el principio de subsidiariedad para satisfacer una necesidad pública. Este ilícito también ha sido denominado “monopolio técnico” en el sistema anglosajón, puesto que tanto bajo el antiguo Derecho británico como en su acepción primigenia en los Estados Unidos de América el monopolio nacido de un privilegio fue considerado el monopolio por antonomasia.428 En España también se consideró que el monopolio de privilegio era el monopolio en sentido estricto y riguroso.429 La autorización directa dada por la autoridad pública para un monopolio estructural, se ha llamado “patente” en Inglaterra y “privilegio” en Francia, en tanto que en Chile ciertas modalidades del monopolio de privilegio directo aún reciben esta última denominación.430 Algunos autores han dado el calificativo de “monopolio de Derecho” o “monopolio legal” al monopolio de privilegio, en atención a que se origina en un acto de autoridad pública. Con tales denomina-
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LETWIN, William L., “Congress and the Sherman Antitrust Law, 1887-1890”, 23, The University of Chicago Law Review, University of Chicago Law School, 221 et seq. (1956): “Monopoly, as the word was used in America, meant at first a special legal privilege granted by the State; later it came more often to mean exclusive control that a few persons achieved by their own efforts; but it always meant some sort of unjustified power, especially one that raised obstacles to equality of opportunity”. La misma interpretación se aplicó en Inglaterra: “It seems that the word monopoly was never used in English law, except when there was a royal grant authorizing some one or more persons only to deal in or sell a certain commodity or article”, según resulta de la Penny clyclopedia (1839), citada por STIGLER, George J., “The economists and the problem of monopoly”, p. 6, Occasional Papers from the Law School Nº 19, The University of Chicago, 1983. 429 “Así, pues, existe monopolio en sentido estricto cuando una o más personas obtienen para sí el privilegio de vender en exclusiva determinada mercancía, lo que normalmente resulta injusto y perjudicial para la República, pues se obliga a los ciudadanos a comprar las mercancías de manos de dichas personas a un precio más caro, al tiempo que se impide a los demás miembros de la República el que se pueda negociar de forma justa y provechosa con esas mercancías, vendiéndolas a los ciudadanos a precios más baratos...”, MOLINA, Luis de, Teoría del justo precio, Disputa 345, numeral 1º, p. 139, Editora Nacional, Madrid, 1981. 430 En Chile cabe recordar el antiguo art. 1º de la Ley 19.039, hoy modificada por la Ley 19.996, que señalaba: “La presente ley contiene las normas aplicables a los privilegios industriales y protección de los derechos de propiedad industrial. Los referidos privilegios comprenden las marcas comerciales, las patentes de invención, los modelos de utilidad, los diseños industriales y otros títulos de protección que la ley pueda establecer”.
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ciones se busca contraponer el monopolio de privilegio a los monopolios naturales y a los monopolios por unificación de la competencia. Creemos inadecuadas aquellas denominaciones, puesto que resulta contradictoria la idea de un injusto o un ilícito de monopolio, que por definición es una contravención al Derecho de la libre competencia, con los rótulos de “monopolio de Derecho” o “monopolio legal”, que evocan la idea de una perfecta juridicidad. Advertíamos que el hecho de que el monopolio de privilegio emane del legislador no es garantía suficiente de encontrarse ajustado a Derecho, puesto que existen principios y garantías constitucionales que indirectamente tutelan la libre competencia y que importan restricciones, incluso, para el monopolio de privilegio emanado del legislador. Sin embargo, muchas veces la licitud o ilicitud del monopolio de privilegio depende de la jerarquía de la potestad normativa de la cual aquél emana y de la concurrencia o inconcurrencia de causales de justificación suficientes. Podría también cuestionarse la pertinencia de la denominación “monopolio de privilegio” para el monopolio estructural emanado de una autoridad pública. Vale la pena recordar que privilegio significa etimológicamente lex privata o ley privada, esto es, aquella que sólo beneficia a algunos, por oposición a la verdadera ley. Ésta se distingue de la ley positiva injusta, puesto que esta última no es sino apariencia de ley. La verdadera ley siempre se ordena al bien común político y, por tanto, beneficia al común de la sociedad. En efecto, el monopolio de privilegio arranca de un acto de autoridad pública y si es constitutivo de una ofensa monopólica sólo beneficia a algunos, a los receptores del privilegio, en abierta vulneración de la libertad de competencia mercantil de los competidores que participan o participaban en la actividad económica monopolizada. Por el contrario, el monopolio de privilegio no es constitutivo de una ofensa monopólica en tanto intervenga una causal de justificación suficiente, esto es, si bien existe un menoscabo a ciertos competidores como efecto de dicho monopolio de privilegio, ello se ve “más que compensado” en términos de bien público porque ese monopolio de privilegio manifiestamente beneficia a todos los integrantes de la nación, con lo cual alcanza una justificación de bien común. En otras palabras, esa causal de justificación debe ajustarse a la Constitución Política de la República, en términos de no violentar los principios constitucionales y las garantías contemplados por aquélla y encontrar una clara y razonable explicación de un mayor bien que contribuye manifiestamente al bien común político de la nación. Conviene observar que el monopolio de privilegio, sea constitutivo de un injusto monopólico o no, suele excluir de la actividad privilegiada a todo aquel que no sea el receptor del beneficio. De allí que 462
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los economistas suelan ejemplificar la categoría de los monopolios puros, ciertamente de rara existencia, acudiendo a casos de monopolios de privilegio en los cuales la exclusión de la actividad económica alcanza a todos los interesados, menos obviamente al beneficiario del privilegio. De la definición del ilícito monopólico de privilegio se concluye que éste resulta exclusiva y únicamente de la actividad de una autoridad pública; por tanto, esta noción no comprende los monopolios naturales. El ejercicio lógico para determinar si estamos frente a un monopolio de privilegio o a un monopolio natural consiste en eliminar el acto de autoridad pública mediante el cual se ha conferido el monopolio. Si el común de las personas no podría haberse dedicado a las actividades económicas objeto del respectivo monopolio, no obstante la supresión del acto de autoridad pública, ello halla su explicación en que la verdadera fuente de ese monopolio no era tal acto de autoridad pública, sino más bien una situación emanada de la naturaleza de la actividad económica de que se trate. Esta situación natural suele ocurrir en industrias en las cuales el tamaño óptimo de una empresa exige que sólo haya una o muy pocas, lo cual puede estar justificado por economías de escala, economías de ámbito, etc. Luego, en esta última hipótesis estamos frente a un monopolio natural y no a un monopolio de privilegio. En otras palabras, sólo hay monopolio de privilegio allí donde la causa determinante de la existencia del monopolio es la actividad desplegada por la autoridad pública. Por ello, es importante no confundir un monopolio natural concesionado y regulado con un monopolio de privilegio; el primero se concesiona y regula porque ya es un monopolio natural y es imposible o altamente ineficiente forzar la concurrencia de pluralidad de competidores en la actividad económica respectiva, en tanto que el segundo sólo llega a existir como monopolio en virtud de la actividad de una autoridad pública. No debe excluirse la hipótesis de que sobre un monopolio natural se establezca un monopolio de privilegio, v. gr., si a un concesionario de distribución eléctrica se le asegura la exclusividad por ley, norma administrativa o sentencia judicial.431
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Esta última situación tuvo lugar, en forma dramática, por parte de la propia Comisión Resolutiva al emitir la Resolución Nº 342, la que ha sido comentada en el Capítulo de este libro denominado “Competencia vía superposición de concesiones” correspondiente a la subsección “Un monopolio natural paradigmático: la Distribución eléctrica concesionada”. Mediante la referida sentencia, aquella autoridad pública cuyo actual sucesor es el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia estableció una barrera a la entrada artificial a un mercado regulado, tornando este último virtualmente inaccesible a la libre competencia.
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Estimamos conveniente destacar dos grandes variantes del monopolio de privilegio: i) la fórmula clásica consistente en que la autoridad pública directamente concede o reserva un monopolio estructural a un particular o a otra autoridad pública, respectivamente, y ii) aquel consistente en que la autoridad pública emite una regulación, con objetivos ajenos al Derecho de monopolios, que incidentalmente introduce restricciones a la libre competencia en un determinado mercado. La diferencia entre la primera y la segunda variante radica en un asunto de inmediatez del objeto de la regulación; mientras en la primera fórmula se trata de la directa concesión o reserva de un monopolio estructural en favor de una persona determinada, en la segunda modalidad no se nominaliza o determina el beneficiario de la regulación anticompetitiva, puesto que la situación monopólica se produce colateralmente o por vía accidental al emitir una regulación con otro objeto. Muchas veces esta modalidad de monopolio de privilegio indirecto resulta de un error de diseño de una política o una regulación completamente ajena al campo de la libre competencia, cuyos efectos no han sido adecuadamente sopesados.432 Podría también pensarse que el monopolio de privilegio indirecto no resultase de una actividad de la autoridad pública consistente en ejercicio de potestades normativas, sino que fuese la consecuencia de vías de hecho. Es decir, una autoridad pública causa un monopolio estructural de privilegio indirecto mediante vías de hecho, actos materiales, situaciones de tolerancia, etc., lo que ciertamente es anómalo y parece de muy remota ocurrencia. Decíamos que los monopolios de privilegio resultan de la actividad estatal en la cual el Estado opera en cuanto autoridad pública,
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Un ejemplo de monopolio estructural de privilegio, del tipo indirecto, lo hallamos en la conducta de la I. Municipalidad de Viña del Mar, que fue condenada por el Dictamen Nº 45, de 23 de diciembre de 1985, emitido por la Comisión Preventiva de la V Región, y luego rechazado el recurso de reclamación que dicha municipalidad interpuso ante la H. Comisión Resolutiva, por Resolución Nº 212, de 21 de enero de 1986. Se declaró en la Resolución referida que había sido “dilatoria la tramitación que la I. Municipalidad de Viña del Mar ha dado a la solicitud de Apex Petroleum S.A., lo que es contrario a las disposiciones del Decreto Ley 211, de 1973, ya que constituye un entorpecimiento indebido al ejercicio legítimo de una actividad comercial, la que el interesado podrá desarrollar en el lugar solicitado, o en otro, y la referida Municipalidad deberá pronunciarse derechamente sobre la autorización pedida por el denunciante, ya sea concediéndola o denegándola”. En efecto, se consideró que contravenía la libre competencia limitar el derecho a ejercer una actividad comercial, bajo el pretexto de iniciar un estudio para modificar el plano regulador vigente; en efecto, se trataba de una barrera a la entrada artificial creada por una municipalidad. Un caso análogo es el de la Dirección de Vialidad de la VIII Región, juzgado por la Resolución Nº 263.
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sea ésta directa o indirecta. En dicha actividad estatal desarrollada bajo la modalidad directa quedan comprendidos los regímenes de permiso y la legislación privilegiada o de excepción, que tienen por objeto inmediato la constitución de un monopolio. Asimismo, existieron otras formas de monopolios de privilegio directos hoy desaparecidas, en las cuales aquél fue concebido como una herramienta para motivar a privados a desarrollar empresas o actividades económicas novedosas y desafiantes.433 Por contraste, en los monopolios de privilegio indirectos del Estado y sus organismos suelen incluirse aquellos derivados de aranceles aduaneros, del régimen impositivo, de la legislación sindical, de la regulación cambiaria y financiera, etc. El monopolio de privilegio o también denominado por exclusión arranca de un acto de autoridad pública, la que –en teoría– puede optar por diversas alternativas para la constitución de un monopolio de privilegio directo: licitación, subasta, concesión o negociación directa en favor de ciertas personas o entes, públicos o privados. A su vez, la licitación puede ser pública o privada y, en cualquiera de ellas, el ganador puede ser quien oferte el mayor precio a pagar o bien quien suministre el bien licitado al precio más bajo en función de cual sea la modalidad de licitación empleada.434 La entrega del monopolio de privilegio directo puede realizarse a título oneroso o gratuito; en el primer caso, lo que ordinariamente la 433 Entre éstas, recuerda COURCELLE SENEUIL, J. G., Tratado teórico i práctico de Economía Política, p. 84, Librería de Guillaumin y Cía., París, 1859, las compañías monopólicas: “El réjimen del privilejio ha sido empleado con mucho prestijio i persistencia en los dos últimos siglos para la fundación de grandes compañías, de que la mayor parte tenía por objeto hacer el comercio exterior, particularmente el de los mares lejanos. La autoridad concedía a una compañía el privilejio exclusivo de hacer el comercio de la India, o de las Antillas, o de tal parte de la Costa de África: era un medio de reunir capitales i de fundar empresas llamadas a desplegar grandes fuerzas en el espacio i el tiempo”. Un ejemplo de estas compañías monopólicas fue la “Sociedad Granadina” fundada en 1836 para explotar el privilegio de establecer una comunicación interoceánica por Panamá, de naturaleza terrestre, acuática o mixta. Dicho privilegio fue reformado por ley dictada por el Congreso de Nueva Granada en mayo de 1838 y modificado en varias oportunidades por leyes posteriores. Los avatares de la “Sociedad Granadina” se hallan en SOTOMAYOR V ALDÉS, Ramón, Historia de Chile bajo el Gobierno del General don Joaquín Prieto, tomo IV, p. 175, nota 5ª, Fondo Histórico Presidente Joaquín Prieto, Santiago de Chile, 1980. En este mismo sentido, DE VATTEL, Derecho de Gentes, tomo I, p. 115, Casa de Masson e Hijo, París, 1824. 434 Es importante observar que la licitación pública como mecanismo de adjudicación de un monopolio de privilegio, no confiere por sí mismo licitud a este último. Véase Comisión Preventiva de la Región de Magallanes y Antártida Chilena, Dictamen de 13 de mayo de 1996, numeral 13, inciso segundo.
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autoridad pública busca es allegar recursos extraordinarios a sus arcas o combatir déficit fiscales. La práctica moderna muestra que muchos monopolios por exclusión del tipo directo tienden a otorgarse a título gratuito, siendo recibidos, muchas veces, por empresas públicas que titularizan para sí los privilegios que el Estado confiere. De allí que los monopolios de privilegio directo conferidos a empresas públicas hayan merecido especial atención en los diversos sistemas jurídicos por los efectos adversos que aquéllos pueden producir en la competencia con empresas privadas de un mismo mercado relevante. El mundo moderno no ha dejado atrás los monopolios de privilegio directos como podría creerse a primera vista. La mayor parte de estos monopolios de privilegio directos cuentan con un verdadero estatuto jurídico mercantil que los ampara, el cual muchas veces contempla preceptos constitucionales y/o legislaciones propias. Más aún, en ciertas legislaciones antimonopólicas se contemplan normas que expresamente sustraen tales monopolios de la aplicación del régimen tutelar de la libre competencia.435 Entre tales monopolios de privilegio aceptados en nuestro orden jurídico hallamos el derecho de autor y de propiedad intelectual, el derecho de privilegio o propiedad industrial, los cuales por su importancia y complejidad han dado nacimiento a verdaderas ramas del Derecho con tales nombres. En dichos ámbitos, no ha faltado literatura que ha intentado negar el carácter monopólico de tales estatutos jurídicos, presumiblemente con el ánimo de contraponer un monopolio de origen legal a las demás formas de monopolios o bien con el objeto de evitar el repudio que la idea de monopolio suele traer aparejada. Sin embargo, la jurisprudencia administrativa y judicial emanada de los organismos antimonopólicos chilenos ha sido muy precisa en cuanto a calificarlos de monopolios.436 Probablemente, tras la idea de negar el carácter monopólico de tales privilegios subyace la falta de distinción entre monopolio en su sentido estructural, por una parte, y el ilícito de monopolio, por otra. En efecto, tales privilegios son monopolios emanados de autoridad pública, con la particularidad que no son constitutivos de ofensas monopólicas por hallar una clara y universalmente aceptada justificación de bien común. Adicionalmente, el Estado y sus organismos suelen otorgar monopolios de privilegio con la finalidad de generar incentivos para la pro-
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Un ejemplo de ello es la Ley 65 de la Competencia, puesta en vigencia en Noruega, en 1994. Véase SOYLAND, Mona, “Competition and antitrust. Norway”, p. 11, en Corporate Finance Competition and Antitrust, july 2001. 436 Véase Resolución Nº 242, considerando 21 y voto de minoría, numeral 2º.
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moción de ciertas actividades económicas o bien para el desarrollo de ciertas regiones de un país, v. gr., zonas francas. En nuestra opinión, resulta fundamental evitar la proliferación de monopolios de privilegio, sean directos o indirectos, y allí donde por fundadas razones de bien común su existencia sea inevitable, regular tales monopolios en aquellos aspectos que sea indispensable. En efecto, el monopolio de privilegio debe hallarse prohibido, salvo muy justificadas excepciones, puesto que tales monopolios menoscaban la libertad de competencia mercantil, impiden la formación de los precios naturales de ciertos bienes y servicios, conducen a una ineficiente asignación de los recursos y, en forma adicional a todos los males característicos del ilícito de monopolio, se prestan a la corrupción de la Administración del Estado y a que ésta se desvíe de sus propios fines. No debe perderse de vista que la posibilidad de que un monopolista obtenga rentas monopólicas descansa sobre el poder de mercado y por ello tal posibilidad suele ser temporal; de allí que la tentación de preservar tales rentas monopólicas vía un monopolio de privilegio sea alta e invite a toda suerte de prácticas ilegales en complicidad con funcionarios públicos. En tal proceso puede no sólo obtenerse la constitución o prórroga de un monopolio de privilegio, sino que también reducir al mínimo la regulación sectorial de dicho monopolio, de manera de permitir la maximización de las rentas monopólicas derivadas de él. Por las mismas razones, si un competidor que ya disfruta de una posición dominante obtiene un monopolio de privilegio, aunque sea de la especie indirecta, reforzará dicha posición y podrá, en principio, hacer más intensa y duradera la explotación de su monopolio. Una manera de hacer más duradera la explotación de un monopolio es la captura del regulador respectivo. Por otra parte, el monopolio de privilegio carente de justificación de bien común importa una grave intromisión de la autoridad pública en un ámbito naturalmente reservado a la iniciativa privada, como es el comercio en todas sus fases productivas.437 Dicha intromisión no sólo constriñe ilícitamente la libertad de competir mercantilmente de los ciudadanos, sino que vulnera el principio de subsidiariedad, según el cual ha de respetarse el campo de actividad autónoma de la persona privada y de los cuerpos intermedios que conforman la sociedad civil. Adicionalmente, el injusto monopólico de privilegio quebranta la justicia distributiva al imponer el Estado y sus organismos cargas in-
437 Art. 19, Nº 21 Constitución Política de la República y art. 3º, inciso segundo, Ley 18.575, Orgánico Constitucional de Bases Generales de la Administración del Estado.
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justificadas a los miembros de la nación, que deben soportar la exclusión del comercio de cierto bien y los eventuales abusos del beneficiario del monopolio de privilegio. Estos principios, según tendremos oportunidad de apreciar, han sido razonablemente recepcionados por el Decreto Ley 211, de 1973, y por su antecedente, el Tít. V de la Ley 13.305, de 1959. En los aspectos no regulados de los monopolios de privilegio, que se hallen suficientemente justificados por razones de bien común político y con el objeto de asegurar que los beneficiarios de los mismos no abusen de los privilegios consiguientes, ha de aplicárseles la legislación antimonopólica a fin de que se ciñan a los parámetros de la libre competencia. En síntesis, ha de operativizarse el principio de tanta iniciativa privada como sea posible, rigiendo en ese ámbito el Derecho de la libre competencia, y de que la regulación corresponda al mínimo indispensable, ajustándose ésta en todo caso a las exigencias del bien común civil formuladas por el orden jurídico. 4.2.1. P ROHIBICIÓN LEGAL DE CONFERIR MONOPOLIOS DE PRIVILEGIO A continuación ha de resolverse qué autoridad pública se encuentra facultada para instituir monopolios por exclusión. La historia nos recuerda que el punto no ha sido pacífico y que muchas veces el debate no versó sólo sobre la licitud del monopolio de privilegio en sí, sino sobre todo acerca de la autoridad pública que había de servir de fuente al mismo. Un clásico en este punto fue el afamado “Caso de monopolios” o “Darcy contra Allen”,438 que tuvo lugar en la Inglaterra de la Reina Elizabeth (1603), época en la cual la práctica de otorgar privilegios era un medio habitual de financiar la Corona. El litigio se suscitó con motivo de que un ciudadano, T. Allen, desconoció el privilegio establecido por la Reina en favor de Ralph Bowes y que consistía en que nadie podía fabricar ni comerciar naipes o cartas de juego en Inglaterra por un lapso de quince años, plazo que posteriormente había sido extendido en veintiún años adicionales. La Reina contrató para la defensa de este monopolio por exclusión a Edward Darcy, quien demandó a T. Allen, miembro de la sociedad de los Haberdashers de Londres, acusándolo de desconocer la voluntad de la Reina. Allen fundó su defensa en que la costumbre mercantil amparaba a los miembros de la sociedad de los Haberdashers en el libre comercio de toda
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Darcy versus Allen, Case of Monopolies, Court of King’s Bench, 1602. 11 Coke 84, 77 Eng. Rep. 1260.
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clase de bienes y en que un monopolio de esta naturaleza atentaba contra el Common Law. El caso fue resuelto contra la Corona, calificándose a la Reina de haber estado “engañada” al momento de otorgar el mencionado monopolio. La sentencia se fundó en que dicho monopolio contravenía los principios del Common Law y en que la Reina no era la autoridad competente para otorgar estos privilegios, sino que lo era el Parlamento inglés. En el Derecho chileno, el asunto de las autoridades públicas competentes para otorgar monopolios de privilegio requiere de una consideración sistemática del Decreto Ley 211, de 1973, según pasamos a ver. Con la reforma sufrida por el Decreto Ley 211 a través de la Ley 19.911 –publicada el 14 de noviembre de 2003–, se derogó el antiguo artículo cuarto, sustituyéndose éste por el actual siguiente inciso único: “No podrán otorgarse concesiones, autorizaciones ni actos que impliquen conceder monopolios para el ejercicio de actividades económicas, salvo que la ley lo autorice”. Si bien la redacción ha variado, creemos que la substancia del artículo cuarto ha permanecido igual en lo que atañe a los antiguos incisos primero y segundo del artículo cuarto originario del Decreto Ley 211. El inciso tercero del artículo cuarto originario ha sido eliminado y no logró pervivir en la nueva versión del Decreto Ley 211. El precepto contenido en el artículo cuarto da cuenta de una prohibición de otorgar monopolios de privilegio. Es preciso advertir que la norma en comento no señala quién es el destinatario de la prohibición referida, debiendo efectuarse una interpretación para así resolverlo. A. Destinatarios de la prohibición Si se analiza el contenido de la prohibición, puede observarse que ésta se refiere a otorgar una concesión, autorización o actos que impliquen conceder monopolios. El término “otorgar” arranca de una voz latina que sirve también de origen al vocablo autoridad. En efecto, otorgar significa consentir, condescender o conceder una cosa solicitada. En consecuencia, está implícito en la construcción gramatical de esta prohibición que se trata del establecimiento de un monopolio por parte de una autoridad en favor de otro sujeto. Esta conclusión se ve reforzada por el hecho de que la disposición en análisis aluda al otorgamiento de la concesión de un monopolio. En efecto, la concesión de un monopolio es algo que sólo puede realizar la autoridad, esto es, quien se encuentra en posición de supraordenante puede conferir algo 469
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a un subordinado. El término “concesión” encierra un claro sabor de gracia, merced o privilegio que una autoridad entrega a un particular; ciertamente que estas voces cobran toda su fuerza en un contexto histórico como el de Darcy contra Allen, antes comentado. Confirma esta conclusión el propio Tribunal Antimonopólico, que ha fallado en referencia al antiguo texto del artículo cuarto: “El art. 4º, incluso, prohíbe al Estado otorgar a los particulares la concesión de ningún monopolio para el ejercicio de actividades económicas...”.439 De esto se sigue que la transferencia de un monopolio por parte de una persona privada en favor del Estado o de alguno de sus organismos no constituye una transgresión del artículo cuarto del Decreto Ley 211, pero dicha transferencia deberá ser analizada como una ofensa monopólica a la luz del tipo universal del artículo tercero, inciso primero, del Decreto Ley 211. Cumple ahora determinar qué clase de autoridad es la destinataria de esta prohibición. No nos cabe duda de que la autoridad pública es destinataria de esta prohibición, puesto que a aquélla compete conducir a la sociedad civil a la obtención del bien común. Es conocido el negativo impacto social que puede producir un monopolio que carezca de fundamento en el bien común:440 ineficiencia en la asignación de los recursos, eventual ineficiencia productiva o interna, precios monopólicos por sobre los precios naturales, restricción injusta de la libertad de los competidores y eventual conculcación de ciertas garantías constitucionales consistentes en libertades para desarrollar cualquier actividad económica y realizar cualquier trabajo, así como la de no discriminación arbitraria que el Estado y sus organismos deben brindar en materia económica. Son por ello las autoridades públicas de jerarquía inferior a la legal, las que, en ejercicio de las potestades que les han conferido la Constitución Política de la República y las leyes, podrían desviarse de sus fines propios otorgando monopolios y, por tanto, son las naturales destinatarias de la prohibición de hacerlo. No deben ser tratadas como autoridades públicas las empresas concesionarias de servicios públicos, puesto que se trata de personas ca-
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Resolución 239, visto 7º, letra b), Comisión Resolutiva. “El Estado está al servicio de la persona humana y su finalidad es promover el bien común, para lo cual debe contribuir a crear las condiciones sociales que permitan a todos y cada uno de los integrantes de la comunidad nacional su mayor realización espiritual y material posible, con pleno respeto de los derechos y garantías que esta Constitución establece” (art. 1º, inciso cuarto, cap. I, Constitución Política de la República). 440
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rentes de potestades públicas. Incurrió en este error la antigua concepción del servicio público (también denominada concepción “subjetiva”), según la cual tales empresas desarrollaban una función pública y debían encontrarse bajo la propiedad o el control de la Administración del Estado. Actualmente, salvo algunas excepciones, esta visión se encuentra superada y ya nadie afirma que tales empresas son autoridades públicas. Asunto diverso y que no corresponde en manera alguna al criterio subjetivo del servicio público es nuestra visión de que ciertos monopolistas –entre los cuales podrían contarse ciertas empresas de servicios públicos monopólicas– se comportan analógicamente como si fuesen autoridades públicas dentro del mercado relevante respectivo y, en tal sentido, pueden incurrir en discriminaciones arbitrarias monopólicas.441 En lo que respecta a las autoridades privadas, que son aquellas a cuyo cargo está la conducción o gobierno de los cuerpos intermedios –sean ellos de origen natural o puramente convencional– en pos de sus respectivos bienes comunes, estimamos que aquéllas no resultan alcanzadas por la prohibición de otorgar monopolios prevista en el art. 4º del Decreto Ley 211, de 1973. Consideramos que así como las potestades públicas pueden ser mal empleadas y dirigidas a la concesión de monopolios de privilegio contrarios a Derecho, también las potestades privadas442 podrían ser desviadas de sus fines específicos y aplicadas a la perpetración de ofensas monopólicas. Si bien la analogía precedentemente indicada es correcta, se hace necesario observar que el monopolio conferido mediante potestad pública reviste una gravedad y un daño al bien común político de una entidad tal que no resulta asimilable al caso de una potestad privada desviada de su objeto específico. En efecto, el monopolio de privilegio constituido por autoridad pública en ejercicio de potestades infralegales –y a veces también de potestades legales y supralegales– es una desviación de un poder, acompañado de fuerza coactiva, que ha sido entregado por la Constitución y las leyes para el logro de fines lícitos y nunca antijurídicos, para la consecución del bien común político a través de la realización de sus objetos inmediatos y nunca para la satisfacción de intereses privados reñidos con los de la sociedad civil toda. Esa impor-
441 VALDÉS PRIETO, Domingo, La discriminación arbitraria en el Derecho económico. Especialmente en la legislación antimonopólica, pp. 80 y ss., Editorial Jurídica Conosur Ltda. (LexisNexis), Santiago de Chile, 1992. 442 Debe recordarse que el término “potestad” está reservado a las autoridades, sean públicas o privadas. A modo de ejemplo, cabe observar que el padre o madre de familia, en cuanto autoridad privada, goza de patria potestad sobre sus hijos no emancipados (Libro I, Tít. X, art. 240 del Código Civil).
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tante diferencia entre la desviación de una potestad pública dotada de imperio y de estructura normativa, y el extravío de una potestad privada que, por regla general, sólo tiene alcance al interior de un cuerpo intermedio y que muchas veces carece incluso de forma normativa precisa, es la que creemos hace inaplicable el artículo cuarto del Decreto Ley 211 a las autoridades privadas.443 Desde una perspectiva histórica, ha de recordarse los antes mencionados monopolios corporativos, cuya eficacia monopólica solía arrancar de importantes prácticas consuetudinarias, dando lugar a la constitución de verdaderas barreras a la entrada para la ejecución de diversos oficios. En ese sentido, ciertas decisiones de estos gremios producían una lesión a la libre competencia en el mercado de los respectivos oficios que trascendía la particular situación de los asociados de tales cuerpos intermedios.444 Consecuencialmente, el art. 4º no resulta aplicable a las autoridades privadas por ser una prohibición eminentemente dirigida a las autoridades públicas a fin de causar la nulidad de derecho público de los actos emanados de potestades públicas. Atendido que las autoridades privadas se encuentran dotadas de potestades privadas, los actos producidos por éstas no son susceptibles de nulidad de Derecho público. Lo anterior no implica en forma alguna que tales autoridades privadas queden impunes como consecuencia del empleo de sus potestades en la comisión de atentados a la libre competencia, puesto que aquéllas se encuentran sometidas a la prohibición genérica de perpetrar ofensas monopólicas, contemplada en el art. 3º, inc. 1º, del Decreto Ley 211. En nuestra opinión, una ofensa monopólica realizada por una autoridad privada debería tener una sanción agravada en comparación con el mismo ilícito realizado por un simple parti-
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Si bien la regla general es que las potestades privadas sólo tienen eficacia al interior del respectivo cuerpo intermedio, existen excepciones como la del caso Goldfarb vs. Virginia State Bar (1975) de los Estados Unidos de América, en el cual se resolvió que la asociación gremial “Virginia State Bar”, equivalente al colegio de abogados de ese estado, había violado la legislación antimonopólica al establecer un esquema de tarifas mínimas que los abogados debían cobrar a sus clientes. 444 Cabe recordar que el Neocorporativismo, desarrollado entre las dos guerras mundiales, concibió un parlamento que sería reemplazado por una asamblea de corporaciones que representaría los intereses económicos del país. Cada corporación poseería un poder reglamentario y disciplinario mediante los cuales podría imponer a sus miembros el respeto a las reglas generales en materia de producción, precios y salarios, hasta el punto de limitar la libre competencia por la vía de organizar los mercados. Confrontar, LAJUGIE, Joseph, Las Doctrinas Económicas, pp. 85-87, Ediciones Oikos-Tau, Barcelona, 1985.
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cular. Este criterio fue recepcionado en la Ley sobre Asociaciones Gremiales.445 Corresponde, a continuación, efectuar un estudio acerca de qué autoridades públicas resultan afectas a la prohibición del artículo cuarto y, por tanto, pueden incurrir en el injusto de monopolio por exclusión o privilegio. En este contexto, la primera incógnita a despejar es el rango normativo de la prohibición en análisis. Ésta se halla contenida en el Decreto Ley 211, de 1973 y, por consiguiente, desde una perspectiva de jerarquía normativa la prohibición aludida se encuentra en un decreto ley. El decreto ley suele ser definido como un acto con valor de ley dictado por un gobierno de facto o de hecho; en tanto que la ley, en su acepción positiva –y no analógica, que es la que suele ser empleada por la Escolástica– es todo acto acordado bajo la forma legislativa por el Congreso, con contenidos propios de ley y ordenado al bien común nacional.446 Ciertamente que desde la promulgación de la Constitución Política de la República de 1980, que define el bien común político como única finalidad mediata y lícita del Estado y sus organismos, la descripción de ley entregada por el Código Civil ha quedado si no derogada, a lo menos inutilizada, por insuficiente e inductiva a error; lo anterior es sin perjuicio de las justificadas críticas de que ha sido objeto la definición de ley del Código Civil por su excesivo formalismo y su marcado énfasis voluntarista.447 En síntesis, la distinción entre decreto ley y ley tiene un doble fundamento: el órgano del cual dimana y el procedimiento de elabora-
445 Decreto Ley 2.757, de 1979, art. 26: “La realización o celebración por una asociación gremial de los hechos, actos o convenciones sancionados por el art. 1º del Decreto Ley 211, de 1973, constituirá circunstancia agravante de la responsabilidad penal de los que participen en tal conducta”. 446 Para un completo estudio metafísico de la ley, véase LIRA PÉREZ, Osvaldo, Ontología de la ley, Editorial Conquista, Santiago de Chile, 1986. 447 Dispone el art. 1º del Código Civil: “La ley es una declaración de la voluntad soberana que, manifestada en la forma prescrita por la Constitución, manda, prohíbe o permite”. Esta descripción carece de toda referencia al elemento intelectivo y finalístico de la ley, que no puede ser otro que el bien común de la sociedad civil y prescinde de toda referencia a los límites que el orden jurídico impone al legislador, calificando erróneamente de “soberana” a la voluntad de éste. Definiciones de ley como la del Código Civil se hallan fuertemente cuestionadas incluso por filósofos como John Rawls, quienes plantean exigencias de que el mandato ha de ser posible, ajustado al principio de no discriminación arbitraria (justicia distributiva), adecuadamente publicitado o comunicado y ha de existir un procedimiento destinado a establecer la verdad de los hechos que justifican la aplicación del referido mandato (RAWLS, John, A theory of justice, pp. 237-239, Harvard University Press, Cambridge, Massachusetts, 1971).
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ción que cada uno de ellos sigue. Dado que el Decreto Ley 211 goza de la jerarquía y fuerza obligatoria de una ley, toda autoridad pública de un rango inferior a esta última es destinataria de la prohibición contenida en el artículo cuarto de dicho cuerpo normativo. Así, los tribunales de justicia, ordinarios o especiales, civiles, laborales o criminales, deberán cuidar que mediante sus resoluciones, sean éstas sentencias definitivas, sentencias interlocutorias, autos o decretos, no otorguen monopolios estructurales a persona alguna. Asimismo, aquellos tribunales que han recibido de la Constitución o de la ley potestades económicas,448 esto es, el conjunto de atribuciones otorgadas con el objeto de obtener una mayor eficiencia en el desarrollo de su actividad, proveyendo al buen funcionamiento de cada órgano y de todos en conjunto mediante la emisión de “autos acordados” y otra suerte de potestades administrativas, deberán ejercitar tales potestades con arreglo a la prohibición del artículo cuarto del Decreto Ley 211. Un lamentable ejemplo de cómo tribunales ordinarios colegiados podrían mal emplear sus potestades administrativas es el caso aparecido en más de una oportunidad en prensa, en relación con el supuesto monopolio que las Cortes de Apelaciones de Santiago y de San Miguel habrían constituido mediante la anómala práctica de favorecer, en forma exclusiva y desde hace un año, a un determinado martillero con la totalidad de las subastas correspondientes a juicios ejecutivos.449 Se buscó eliminar tal práctica por la vía de generar una asignación de martilleros mediante una nómina alfabéticamente ordenada, lo cual también desafortunadamente se ha traducido en abusos ajenos a una sana competencia por tal actividad.450 La prohibición en análisis es particularmente delicada en el caso del Tribunal de Defensa de la Libre Competencia que, entre sus varias funciones, exhibe la de máximo órgano jurisdiccional en el Derecho de la competencia451 y, por tanto, una resolución (particularmente una medida precautoria) o una sentencia definitiva desacertada podría, bajo determinadas circunstancias, importar una violación al ar-
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Art. 79, Constitución Política de la República. Véase editorial “Anomalías judiciales” de El Mercurio de Santiago, 27 de diciembre de 2001. 450 Véase editorial “Remates judiciales” de El Mercurio de Santiago, 5 de enero de 2004. 451 La afirmación anterior es sin perjuicio de que ciertas resoluciones –de naturaleza jurisdiccional– emitidas por el Tribunal Antimonopólico pueden ser conocidas por una de las salas de la Corte Suprema, de conformidad con el recurso de reclamación previsto en el art. 27 del Decreto Ley 211, de 1973. 449
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tículo cuarto del Decreto Ley 211. En efecto, considerando que el Tribunal Antimonopólico es un tribunal especial, cuyas resoluciones cuentan con escasas fórmulas de revisión, este organismo debe actuar con extraordinario celo en la emisión de las mismas, puesto que éstas podrían ser constitutivas o preservadoras de monopolios estructurales. Cabe hacer presente que una táctica no poco empleada por ciertos competidores es la de acudir con una demanda al Tribunal Antimonopólico, como una forma de incrementarle los costos a un oponente que se halla desarrollando una nueva tecnología o una nueva estrategia de negocios. De esta manera, puede retardarse por un tiempo sustantivo –a veces años– la entrada en operación del nuevo producto dependiente de una tecnología innovadora o nueva estrategia, lo cual se ve facilitado por la dilatada tramitación de ciertos procesos judiciales en el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia.452 Es importante observar que tales costos gravan al demandado, sea que éste obtenga o no una sentencia favorable, lo cual es extremadamente peligroso, puesto que la sola amenaza de un proceso antimonopólico puede ser empleada como medio de presión ilegítima para alcanzar algún acuerdo espurio o completamente innecesario para el chantajeado, que no hace sino encubrir la compensación solicitada por el chantajista. En este sentido, consideramos que el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia deberá administrar con especial cautela este nuevo precepto que permite –como lo ha establecido la Ley 19.911, que reformó el Decreto Ley 211– que cualquier interesado demande ante el Tribunal Antimonopólico; antiguamente no existían tales demandas, sino que meras denuncias, las que en todo caso deben pasar por el tamiz del Fiscal Nacional Económico, quien tiene así la significativa labor de seleccionar, luego de efectuada la investigación de rigor, las denuncias dotadas de substancia y separarlas de las que sólo constituyen maniobras dirigidas precisamente a entorpecer la libre competencia. En efecto, creemos que ello resulta una vía adecuada para reducir el atractivo de los juicios antimonopólicos como fórmula destinada a entorpecer la actividad de un competidor rival. El Derecho comparado abunda en ejemplos de cómo prácticas pro competitivas fueron mañosamente cuestionadas para obtener demoras en la introducción de negocios o tecnologías que hubiesen acarreado una mayor aptitud competitiva para el denunciado y la correlativa pérdida de clientela del denunciante. Con la formulación actual, caben demandas de competidores y requerimientos del Fiscal Nacional Económico como fórmulas para
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Véase Resolución Nº 473, Comisión Resolutiva.
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poner en movimiento el proceso antimonopólico. Curiosamente, el art. 20, inciso segundo, del Decreto Ley 211 exige lo siguiente: “El procedimiento podrá iniciarse por requerimiento del Fiscal Nacional Económico o por demanda de algún particular, la que deberá ser puesta en inmediato conocimiento de la Fiscalía”. Interpretamos lo anterior no en el sentido de que corresponda a la Fiscalía Nacional Económica una función seleccionadora de demandas, como la que bajo el actual texto del Decreto Ley 211 se le atribuye a dicho organismo auxiliar de la justicia antimonopólica en materia de denuncias, sino que en el sentido que ello es una vía para asegurar un oportuno conocimiento e información del Fiscal sobre las demandas que se están presentando ante el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia. Así se busca que aquel organismo auxiliar pueda realizar su labor investigativa y presentar, si así lo estima pertinente, un requerimiento con la mayor celeridad y la mejor información. Resulta erróneo, en nuestra opinión, que se aluda a “demanda de un particular”, puesto que las personas públicas que compiten en los mercados relevantes respectivos se hallan perfectamente facultadas para demandar antimonopólicamente. Denegarle tal derecho a esa categoría de competidores constituiría una grave discriminación arbitraria por parte del Tribunal Antimonopólico. Por lo expuesto, creemos que el texto debió aludir a “demanda de un competidor”. Asimismo, la variedad de entes administrativos que contempla nuestro orden jurídico, sea que se hallen dotados de potestades públicas de mando, reglamentarias o sancionatorias, resultan también destinatarios de la prohibición del articulo 4º del Decreto Ley 211 en comento: la Fiscalía Nacional Económica, creada por el Decreto Ley 211, y el Tribunal Antimonopólico, en cuanto ejercita sus potestades administrativas, esto es, en cuanto actúa como máximo órgano administrativo en la tutela de la libre competencia; la Contraloría General de la República y sus organismos dependientes; el Presidente de la República y sus Ministerios;453 los entes públicos autónomos, como el Banco Central de Chile, las Superintendencias de Bancos e Instituciones Financieras, de Valores y Seguros, de Administradoras de Fondos de Pensiones, el Comité de Inversión Extranjera, la Comisión Clasificadora de Riesgo, el Servicio de Impuestos Internos y demás reparticiones de similar categoría, etc.
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Véase Resolución Nº 142, considerando 5º, de la Comisión Resolutiva, que se ocupó de un monopolio de privilegio establecido sobre la base de zonas geográficas por el Subsecretario de Transportes para desarrollar la actividad económica consistente en la explotación de plantas revisoras de vehículos.
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En forma adicional a estas autoridades públicas antes descritas, cabe observar que existen otros poderes estatales que se hallan dotados de potestades públicas de inferior jerarquía a la legal y que, por tanto, en lo que respecta al ejercicio de tales potestades, resultan destinatarios de la prohibición de otorgar monopolios. Atendido que la afirmación anterior puede parecer contradictoria, conviene explicar el alcance de la misma mediante un ejemplo: el Poder Legislativo o Congreso Nacional goza de la potestad pública principal de legislar, la cual evidentemente no queda alcanzada por la prohibición de otorgar monopolios formulada por el art. 4º del Decreto Ley 211. Sin embargo, aquella no es la única potestad pública de que se encuentra revestido el Congreso Nacional, ya que ostenta también una potestad reglamentaria –según incidentalmente la mencionan algunos preceptos constitucionales–,454 puesto que, desde los tiempos de la Constitución Política de 1925, existen materias relativas al funcionamiento del Congreso reguladas por dicha potestad reglamentaria, tales como comisiones, comités, clausuras de debates, etc. En consecuencia, estimamos que la prohibición del artículo cuarto del Decreto Ley 211 tiene por destinatarios no sólo al Poder Judicial y a la Administración del Estado, así como a los organismos dependientes de aquéllos, sino que también a todas las autoridades públicas, cualquiera fuese su jerarquía normativa, en cuanto se hallen dotadas de potestades administrativas y jurisdiccionales en todo lo que concierna al ejercicio de estas últimas en relación con el eventual otorgamiento de monopolios estructurales. Así, las potestades reglamentarias del Congreso Nacional, del Tribunal Constitucional, del Tribunal Calificador de Elecciones, del Consejo de Seguridad Nacional, entre otros, podrían eventualmente quedar capturados por esta prohibición. A contrario sensu, las autoridades públicas dotadas de potestades de rango normativo igual o superior al legal y carentes de potestades administrativas o jurisdiccionales, no son receptoras de la prohibición en estudio, al menos desde un punto de vista de jerarquía formal.455 En efecto, el constituyente, en virtud del principio de la jerarquía normativa,456 y el
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Constitución Política de la República, arts. 53, inc. 2º, y 58, inc. 2º. Adhiere a esta interpretación, aunque aplicada a la antigua legislación antimonopolio contenida en el Tít. V de la Ley 13.305, el profesor ARAMAYO, Óscar, Régimen legal de la industria manufacturera en Chile, p. 25, Editorial Jurídica de Chile, Santiago, 1970. 456 Interpretación confirmada por el Tribunal Antimonopólico: “Desde luego, es preciso tener presente que la Ley 18.097, de 21 de enero de 1982, dio cumplimiento al mandato contenido en el art. 19, Nº 24, inciso séptimo de la Constitución Política de 1980, al aprobar la Ley Orgánica Constitucional sobre Concesiones Mineras, dispo455
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legislador, en uso del principio de especialidad,457 podrían derogar para un caso particular dicha prohibición,458 o bien derogar, en términos amplios y totales, dicha prohibición, prevaliéndose de los principios que resuelven los conflictos normativos. Esta interpretación se ve confirmada por el hecho de que la Constitución Política de la República prohíbe al legislador, en términos absolutos, establecer un monopolio estatal sobre los medios de comunicación social.459 En consecuencia, el constituyente entendía que la prohibición del art. 4º del Decreto Ley 211, de 1973, era insuficiente para alcanzar al legislador en esta delicada materia y, por ello, optó por consagrar expresamente y con rango constitucional esta prohibición absoluta. Cabe advertir que la consideración anterior acerca de la jerarquía normativa es meramente desde una óptica formal, puesto que ha de considerarse la existencia de principios jurídicos no positivizados y
niendo en su art. 4º transitorio que, dentro de los 180 días siguientes a la publicación del Código de Minería, sólo serían válidas las actuaciones realizadas por ciertos organismos o empresas estatales, respecto de yacimientos o sustancias que dejan de estar reservadas al Estado, para los efectos de iniciar el procedimiento judicial de constitución de la propiedad minera, sin perjuicio de las transferencias a que estos organismos o empresas estén obligadas por contratos válidamente celebrados (...). De la manera antes expuesta, Corfo dio cumplimiento a las disposiciones que otorgaban al Estado, sus organismos y empresas la exclusividad o monopolio en la constitución de la propiedad minera, normas que por ser de rango constitucional son de aplicación preferente a las contenidas en el Decreto Ley 211, de 1973, constituyendo una calificada excepción a esta normativa”. Resolución Nº 351, considerandos cuarto, inc. 1º, y quinto, inc. 5º, Comisión Resolutiva. 457
El principio de la especialidad es un principio general del Derecho recepcionado positivamente en diversos preceptos legales, a saber, entre otros, los arts. 4º y 13 del Código Civil y los arts. 2º y 96 del Código de Comercio. Véase VALDÉS PRIETO , Domingo, “Legislación antimonopólica y distribución eléctrica concesionada”, Revista de Derecho y Jurisprudencia y Gaceta de los Tribunales, tomo XCVIII, Nº 3/2001, p. 69, Editorial Jurídica de Chile, Santiago de Chile, 2002. 458 A modo de ejemplo, el art. 28 de la Ley 18.840, Orgánica Constitucional del Banco Central de Chile otorga a este ente público autónomo la potestad exclusiva de emitir billetes y acuñar monedas, lo cual constituye un monopolio establecido por norma de rango legal. Este monopolio tiene antiquísima data, puesto que al decir de M.I. Finley: “Un monopolio que conservaron todos los Estados antiguos, fuesen ciudades o imperios, fue el del derecho de acuñar. Empero, no acompañaron tal prerrogativa con una obligación de mantener un abasto suficiente de monedas, salvo cuando el Estado mismo las necesitara para pagos, usualmente a las tropas”, en La Economía de la Antigüedad, p. 202, Fondo de Cultura Económica, México, 1986. 459 Constitución Política de la República, art. 19, Nº 12, inciso segundo. Creemos que la única interpretación que da cabal sentido a esta prohibición constitucional es aquella que asigna a la voz “monopolio” la acepción estructural antes explicada.
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otros positivizados de rango constitucional y legal, así como ciertas garantías constitucionales que pueden impedir las mencionadas derogaciones y, por lo mismo, hacer inviable en el plano jurídico el otorgamiento de un monopolio estructural por autoridad pública.
B. Contenido de la prohibición Clarificado el tema de los destinatarios de la prohibición, procede establecer la substancia de lo prohibido. Cabe recordar que la formulación vigente del precepto es la siguiente: “No podrán otorgarse concesiones, autorizaciones ni actos que impliquen conceder monopolios para el ejercicio de actividades económicas, salvo que la ley lo autorice”. Sobre el particular, ha de destacarse el énfasis puesto por el Decreto Ley 211, de 1973, en la naturaleza prohibitiva del precepto, el cual se vale de una doble negación: “No podrá otorgarse... ni...”. Según ya se explicó, el verbo “otorgar” significa el acto de conceder que realiza una autoridad respecto de lo solicitado por un subordinado o por alguien carente de imperio. A estos efectos, estimamos que la voz “otorgar” monopolios estructurales debe ser interpretada en sentido amplio: desde crear nuevos monopolios hasta confirmar o preservar monopolios ilegales que ya de facto tenían existencia, sea que lo anterior ocurra por acción u omisión de ciertas autoridades públicas. La actual versión del artículo cuarto del Decreto Ley 211 se encarga de precisar que un monopolio puede ser otorgado por medio de concesiones, autorizaciones o actos. Si bien resulta valioso tal intento de precisión legislativa, se hace necesario reconocer que se desperdició la oportunidad de clarificar la substancia de lo prohibido por el artículo cuarto en comento. En efecto, dicha disposición busca prohibir la creación o preservación de monopolios de privilegio por ciertas autoridades públicas, resultando irrelevante al efecto si media una concesión, una autorización o un acto. El actual texto del artículo cuarto da la falsa impresión de que lo prohibido radicaría en el otorgamiento de concesiones, autorizaciones o actos relativos a monopolios mercantiles. Sin embargo, la finalidad de esta prohibición apunta a impedir los monopolios de privilegio y no los monopolios naturales que ordinariamente se entregan mediante concesiones o autorizaciones y que, según ya se ha demostrado, son en sí mismos ajenos a toda imputación monopólica. Respecto de las concesiones, recordamos lo antes señalado en el sentido de que éstas suelen hallarse asociadas a monopolios natura479
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les 460 y, por tanto, el otorgar una concesión no implica un monopolio de privilegio, a menos que esa concesión tenga el carácter de exclusiva. En efecto, esta prohibición está diseñada para monopolios de privilegio y no para monopolios naturales; de esta forma, sólo se puede producir una transgresión del artículo cuarto por la vía de conferirse una concesión exclusiva donde no hay un monopolio natural o donde habiendo un monopolio natural se añada un carácter exclusivo que emane de normas infralegales emitidas por una autoridad pública. En cuanto a las autorizaciones, conviene recordar que queda comprendido dentro de tales términos todo acto administrativo emitido por una autoridad pública con el objeto de permitir el ejercicio de un derecho preexistente una vez verificado que el respectivo titular del derecho cumple con los requisitos que la ley exige para el ejercicio del mismo. Así, el régimen de autorización se caracteriza porque presentada que sea la solicitud de un particular, ha de recaer sobre ésta una autorización expresa de la autoridad pública competente o bien, en su defecto, una autorización ficta producto de la expiración del plazo previsto para que dicha autoridad pública otorgue o deniegue la autorización solicitada. En cuanto a los actos, esta aparece como una noción residual, que puede comprender actos administrativos de cualquier especie, así como actos o resoluciones judiciales de cualquier naturaleza. Los actos administrativos pueden emanar de entes centralizados o descentralizados, sea que se hallen dotados de personalidad jurídica y patrimonio propio o no. Bajo esta expresión de “actos” pueden quedar comprendidos todos los que no alcancen la entidad de concesiones o autorizaciones, v. gr., permisos, meras notificaciones, etc. Es importante observar que la norma analizada se refiere a monopolios para el ejercicio de actividades económicas,461 es decir, monopolios mercantiles. En los ejemplos de actividades económicas, que la antigua versión de este artículo cuarto del Decreto Ley 211 entregaba, se contemplaban las actividades extractivas, industriales, comer-
460 La doctrina suele clasificar las concesiones en tres categorías: a) de obra pública; b) de servicio público y c) de uso del dominio público. Confrontar, SARMIENTO GARCÍA, Jorge, Concesión de Servicios Públicos p. 74, Editorial Ciudad Argentina, Buenos Aires, 1999. 461 Creemos que la expresión “actividades económicas” debe ser interpretada en relación con las actividades típicamente económicas, esto es, las que tienen que ver con la producción y el comercio de bienes y servicios, que es, por lo demás, la interpretación que ha confirmado el propio Tribunal Antimonopólico. Véase Resolución Nº 45, considerando 11, Comisión Resolutiva.
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ciales y de servicios. Conviene recordar que el antiguo art. 172 del Tít. V de la Ley 13.305, de 1959, que sirvió de base al precepto en comento, no mencionaba el género de estos monopolios, es decir, omitía el que se trataba de monopolios referidos a “actividades económicas”, expresión que en cuanto alusiva a los mercados hemos hecho sinónima de “mercantiles”. Asimismo, este art. 172 no mencionaba entre sus ejemplos las actividades extractivas o de servicios. Tales modificaciones –la de aludir al género y a los casos particulares indicados– se introdujeron acertadamente con motivo de la promulgación del Decreto Ley 211, de 1973, a fin de evitar experiencias como la de la Sherman Act en cuanto al ámbito de aplicación de sus preceptos.462 En la versión actualmente vigente del artículo cuarto del Decreto Ley 211 se ha preservado la referencia al género aludido, esto es las actividades económicas, y lamentablemente se han eliminado las tocantes a los ejemplos antes citados. En nuestra opinión, tales ejemplos desempeñaban una valiosa función hermenéutica al indicar la amplitud con que debía ser leído el término “actividades económicas”. En lo atinente a la naturaleza del monopolio mercantil que se prohíbe otorgar, cumple recordar que se trata de un monopolio en su acepción estructural. Según ya habíamos advertido, denominamos “monopolio estructural” una acepción de la voz monopolio que, usualmente, aparece implícita en el Derecho de la libre competencia y que se caracteriza por comprender una amplísima gama de casos (monopolios y monopsonios puros, monopolios y monopsonios parciales y situaciones de posición dominante, comprensivas no sólo de la oferta, sino que también de la demanda) y sin que ello necesariamente corresponda a un ilícito o delito monopólico. He añadido el adjetivo “estructural” precisamente para contrastarlo con el injusto o ilícito de monopolio, figura en la cual forzosamente hallamos una injusticia. El empleo del adjetivo “estructural” no guarda relación alguna con una adhesión o defensa de la escuela estructuralista, de cuyas conclusiones discrepamos. La noción misma de monopolio estructural ha sido reconocida por el propio Tribunal de Defensa de la Libre Competencia y la Fiscalía Na-
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Cabe recordar que la interpretación inicial de la Sherman Act de 1890, efectuada por los tribunales de justicia, estableció erróneamente que “el comercio viene a continuación de la fabricación y no es una parte de ésta”, por lo cual ciertas restricciones que afectaban la manufactura de bienes no quedaban comprendidas bajo el ámbito de aplicación de dicha ley al no corresponderse con la voz “comercio” (United States v. E.C. Knight, 1895). Dos años más tarde esta definición restrictiva de comercio fue reemplazada por una más amplia que incluía todas las fases productivas (United States v. Trans-Missouri Freight Association).
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cional Económica al dar aplicación jurisprudencial al artículo cuarto del Decreto Ley 211.463 En otras palabras, el monopolio de exclusión o de privilegio que resulta prohibido no necesariamente debe referirse a un solo beneficiario del privilegio; así, la exclusividad del monopolio vedado puede ser absoluta (unicidad) o bien relativa (pluralidad); de allí que no haya inconveniente para interpretar que el monopolio estructural, materia de la prohibición, puede adoptar la forma de un duopolio, un triopolio o un oligopolio. Por otra parte, el monopolio cuyo otorgamiento resulta prohibido es un monopolio en la acepción estructural; de lo contrario, resultaría de dificilísima aplicación el artículo cuarto, si entendiésemos que el monopolio prohibido debe revestir también el carácter de un ilícito de monopolio. Adicionalmente, dicho monopolio estructural puede ser directo e indirecto, según explicamos. Debe tenerse presente que la prohibición de otorgar monopolios estructurales se refiere a monopolios cuya exclusividad o carácter restrictivo emane de un acto de autoridad pública y no comprende los monopolios cuya fuente sea la naturaleza. Según ya señalamos, el monopolio natural tiene un régimen jurídico diverso: existe como consecuencia de una situación ajena a la voluntad humana y, en esos términos, no puede ser formalmente instituido por la autoridad pública, sino que ésta, a lo sumo, podrá asignarlo y regularlo. Así, mientras el monopolio de privilegio no debe ser otorgado por existir una prohibición, el monopolio natural no cabe sino adjudicarlo y regularlo, en lo que resulte pertinente. En consecuencia, estimamos que la prohibición en estudio no puede referirse a los monopolios naturales, puesto que ello importaría la contradicción de prohibir una conducta que jurídica y socialmente debe realizarse por exigencia del bien común político y que no contraviene ni la justicia ni las garantías constitucionales. Corresponde recordar el contenido de la prohibición contemplada en el hoy derogado inciso segundo del antiguo artículo cuarto del
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Resolución Nº 273, visto 2º, inc. 2º, Comisión Resolutiva: “En efecto, en su opinión [la del Fiscal Nacional Económico], dicho cuerpo normativo, en virtud del cual se prohíbe el ingreso de nuevos barcos a la actividad pesquera denominada pelágica, referida principalmente a la pesca de sardinas, jureles, caballa y anchoveta, establece diversas regulaciones que constituyen limitaciones injustificadas al ingreso de nuevas empresas a esa actividad extractiva e industrial y otorgan un virtual monopolio, por tres años, a las compañías autorizadas al 11 de enero de 1986, todo lo cual contraviene lo dispuesto en el art. 4º del Decreto Ley 211, de 1973”. El considerando 3º de esta Resolución confirmó la opinión citada y, en consecuencia, el Tribunal Antimonopólico acogió el requerimiento del Fiscal Nacional Económico.
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Decreto Ley 211. La formulación de la prohibición dirigida a ciertas autoridades públicas y a ciertas personas públicas tenía por virtud su claridad y por ello resulta tremendamente ilustrativa. Esta prohibición consistía en “reservar” el monopolio mercantil; donde la noción de reservar se oponía a compartir o comunicar y, por tanto, reservar suponía no sólo dar algo en exclusividad, sino que también quedárselo en exclusividad. El verbo “reservar” resultaba sumamente pertinente en este antiguo inciso segundo del artículo cuarto, puesto que el beneficiario del monopolio prohibido puede ser una persona pública, entre las que se inscriben las autoridades públicas, que ordinariamente son las entidades que confieren monopolios. En consecuencia, una autoridad pública en vez de “otorgar” un monopolio, se lo “reserva” a sí misma o a otro organismo estatal. Así, el monopolio de privilegio objeto de la prohibición puede quedar constituido en favor de la misma persona pública otorgante, v. gr., Fisco, que tomó la iniciativa o bien en favor de otra persona pública, que también se cuenta como parte del Estado y sus organismos. Es importante advertir que la expresión “el Estado y sus organismos” no se agota en la denominada Administración del Estado, sino que comprende también todos y cada uno de los restantes poderes estatales. C. Beneficiarios del monopolio prohibido Por último, debe observarse que lo prohibido es que una autoridad pública otorgue un monopolio mercantil, en su acepción estructural.464 Los beneficiarios de dicho monopolio pueden ser particulares y personas de derecho público. i) Los particulares son personas, naturales o jurídicas, regidas por el Derecho privado. Cabe diferenciar entre los particulares dos importantes categorías: las autoridades privadas, que son aquellas que tienen el cometido de conducir algún cuerpo intermedio en pos de su bien común específico, y los particulares propiamente tales, que carecen de toda potestad privada. Adicionalmente, cabe observar que entre las personas jurídicas de Derecho privado existe una amplia tipología que va desde las que carecen de fines de lucro hasta aque-
464 STIGLER, George J., “The economists and the problem of monopoly”, p. 4, Occasional Papers from the Law School Nº 19, The University of Chicago, 1983: “The second tradition was to identify the serious monopolies of his time with the grants of exclusive power by the state. For Smith the two leading instances were the guild corporations and the great joint stock trading companies”.
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llas que tienen por objeto actividades lucrativas, exhibiendo ambas modalidades multitud de subtipos jurídicos. Se ha debatido si una persona jurídica de Derecho privado pierde o no esta calidad por el hecho de que el accionista o propietario mayoritario de la misma sea una repartición pública y en qué medida la categoría de persona de Derecho privado es compatible con el carácter de órgano estatal.465 Esta última categoría corresponde a lo que anteriormente hemos denominado “sociedades del Estado”. ii) Personas de derecho público. Es preciso reconocer que la reforma introducida al Decreto Ley 211, en noviembre de 2003, ha sido poco afortunada en lo que concierne al artículo cuarto del mismo cuerpo normativo. El antiguo texto de dicho artículo cuarto constaba de tres incisos, de los cuales el primero se refería al otorgamiento de monopolios de privilegio en favor de particulares y el segundo trataba del otorgamiento de monopolios de privilegio en favor de autoridades públicas y personas públicas. Tales primer y segundo incisos han quedado refundidos en un único precepto que lamentablemente no detalla quiénes pueden ser los beneficiarios de este monopolio de privilegio cuyo otorgamiento resulta prohibido. No obstante lo anterior, resulta claro que no pueden ser beneficiarios del otorgamiento de monopolios ni las autoridades públicas ni las personas públicas, así como tampoco las autoridades privadas ni las personas privadas. En cuanto a las personas públicas, y para comprender la trascendencia de la disposición en comento, ha de recordarse que existen competidores en diversos mercados relevantes que son personas regi-
465 La Contraloría General de la República resolvió por Oficio Nº 23.158 (10.04.75) que la Empresa Nacional del Carbón S.A., cuyo capital social se encontraba a la sazón suscrito en un porcentaje superior al 95% por la Corporación de Fomento de la Producción, era una entidad privada. Siguió el mismo criterio el art. 5º del Decreto Ley 818 (27.12.74), que dispone: “A contar desde la vigencia de este decreto ley, todos los bancos comerciales se regirán por las normas aplicables al sector privado para todos los efectos legales, cualquiera que sea la proporción de su capital que pertenezca a instituciones o entidades del Estado”. Una visión diferente es la sustentada por la Corte Suprema, en su reciente fallo de 31 de enero de 2000, Rol Nº 248-00, en cuyo considerando tercero señala: “Que así parece a esta Corte que Metro S.A. es un órgano estatal que desarrolla su actividad bajo la forma de una sociedad anónima, por lo que la limitación establecida en el inciso segundo del Nº 21 del art. 19 de la Constitución Política de la República le es aplicable plenamente y, por lo mismo, su objeto social, impuesto por una ley de quórum calificado y no por la voluntad de sus socios como ocurre en la generalidad de las sociedades, circunscribe a Metro S.A. a desarrollar sólo esa actividad económica, pues para realizar una distinta es menester que otra ley, también de quórum calificado, le permita desarrollarla o participar en ella” (Ius Publicum Nº 4/2000, p. 170, comentada por don Eduardo Soto Kloss).
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das por el Derecho público, creadas por ley y que forman parte de la Administración del Estado,466 sin por ello constituir autoridades públicas. Éstas son las denominadas “empresas del Estado”. Así, a modo de ejemplo, hallamos en el mercado bancario el Banco del Estado de Chile; en el mercado postal, la Empresa de Correos de Chile; en el mercado del cobre, la Corporación Nacional del Cobre (CODELCO); en el mercado de los transportes de pasajeros y de carga la Empresa de Ferrocarriles del Estado; en el ámbito minero ENAMI; en el ámbito petrolero y de ciertos combustibles derivados del crudo, la Empresa Nacional del Petróleo (ENAP), etc. Estimamos conveniente, aunque sea a título meramente ilustrativo, repasar el antiguo texto del artículo cuarto del Decreto Ley 211 –hoy derogado– que hacía, en relación con las personas públicas, una descripción tipológica originada en la reforma que sufrió, con fecha 23 de noviembre de 1943, la Constitución Política de 1925. Dicha descripción se mantiene en varias de las disposiciones de la Constitución Política de la República de 1980.467 El antiguo artículo cuarto se hacía cargo de las instituciones semifiscales, cuya finalidad había sido ejecutar una política de seguridad social que cubriese riesgos de enfermedad, invalidez, cesantía, vejez o muerte, y que han sido definidas como “...servicios personificados, no integrantes de la Administración centralizada, dotados de autonomía jurídica, siendo sus fondos aportados tanto por el Estado como por las cotizaciones de seguridad social que los funcionarios y trabajadores efectúan en ellas con el objeto de obtener las coberturas de sus respectivos estados de necesidad, y dotados de medios materiales propios de actuación”.468 Luego se mencionaban las instituciones de administración autónoma, caracterizadas por una mayor autonomía que las instituciones semifiscales, entre las cuales cabría el Servicio Nacional de Salud y, según destacados administrativistas, habría de incluirse a la Universidad de Chile. Adicionalmente, este antiguo texto del artículo cuarto del Decreto Ley 211 aludía a las municipalidades que, de conformidad con su respectiva ley orgánica, “Las municipalidades son corporaciones autónomas de derecho público, con personalidad jurídica y patrimonio propio, cuya finalidad es satisfacer las necesidades de la comunidad 466
Art. 1º, inciso segundo, Ley 18.575, Orgánica Constitucional de Bases Generales de la Administración del Estado. 467 Véase el art. 62, numerales 2º y 3º, de la Constitución Política de la República (1980). 468 SOTO KLOSS, Eduardo y REYES ROMÁN, Gustavo, Régimen jurídico de la Administración del Estado, p. 25, Editorial Jurídica de Chile, Santiago, 1980.
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local y asegurar su participación en el progreso económico, social y cultural de las respectivas comunas”.469 Cabe observar que, en el antiguo artículo cuarto en comento, se empleaba la expresión “institución”, palabra de mayor latitud que la de persona jurídica, puesto que existen organismos o reparticiones estatales que carecen de personalidad jurídica propia y que se acogen a la persona jurídica Fisco. Existía una formulación indirectamente residual desde el momento en que se aludía a instituciones fiscales o públicas, que más que corresponder a un tipo específico de organismo público buscaba comprender toda otra forma estatal, sea que se tratara de servicios públicos centralizados o descentralizados, sea que correspondiera a las empresas públicas o fiscales, fueran entes personificados, ora corporativos, ora fundacionales y toda otra entidad que perteneciere a la Administración del Estado. Este poder del Estado ha sido descrito, en lo que respecta a su integración, en los siguientes términos: “La Administración del Estado estará constituida por los Ministerios, las Intendencias, las Gobernaciones y los órganos y servicios públicos creados para el cumplimiento de la función administrativa, incluidos la Contraloría General de la República, el Banco Central, las Fuerzas Armadas y las Fuerzas de Orden y Seguridad Pública, los Gobiernos Regionales, las Municipalidades y las empresas públicas creadas por ley”.470 La jurisprudencia antimonopólica ha reconocido esta acepción amplia de la Administración del Estado para efectos de determinar los potenciales beneficiarios del monopolio de privilegio que se prohíbe otorgar por el art. 4º del Decreto Ley 211 al aludir a las “instituciones públicas”; en efecto, los organismos tutelares de la libre competencia han resuelto que dicha disposición se aplica a las Fuerzas Armadas, en el sentido que éstas no pueden ser beneficiarias de monopolio alguno.471
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Ley 18.695, Orgánica Constitucional de Municipalidades, art. 1º, inc. 2º. Art. 1º, Ley 18.575, Ley Orgánica Constitucional de Bases Generales de la Administración del Estado. 471 Dictamen 043 (23.05.85) de la Comisión Preventiva Regional del Bío-Bío, Concepción. Resolución, letra A): “No existe la violación denunciada al art. 4º, inc. 2º, del Decreto Ley 211, pues la autoridad administrativa, esto es, la Secretaría Regional Ministerial de Transportes y Telecomunicaciones, no ha otorgado monopolio alguno en favor de los buses Base Naval, de propiedad del Departamento de Bienestar Social de la II Zona Naval. Para llegar a tal conclusión, esta Comisión ha considerado que el recinto de la Base Naval al cual sólo llegan los buses denunciados, tiene el carácter de recinto militar, sin que tengan libre acceso siquiera los particulares, y que no es resorte de esa Secretaría Regional Ministerial el autorizar el ingreso a dicho recinto a otras líneas de buses. Además, tampoco se ha acreditado en estos autos que alguna línea de 470
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En nuestra opinión, la referencia genérica a “instituciones públicas” del antiguo texto en comento, en calidad de posibles beneficiarios de los monopolios de privilegio, cuyo otorgamiento es prohibido por el artículo cuarto, no se agota en la Administración del Estado. En efecto, y empleando el lenguaje de la Constitución Política de la República de 1980, el precepto en estudio, en su actual versión, busca que ni el Estado ni sus organismos, cualquiera que sea su jerarquía y el poder estatal al que pertenezcan, puedan ser beneficiarios de monopolio de privilegio alguno. De esta manera, no sólo no puede ser beneficiario de monopolios de privilegio la Administración del Estado, sino que tampoco el Congreso Nacional ni el Poder Judicial. 4.2.2. PROHIBICIÓN LEGAL DE CONFERIR MONOPOLIOS DE PRIVILEGIO Y PRINCIPIO DE LA RESTRICCIÓN DEL ESTADO E MPRESARIO
El principio de la restricción del Estado Empresario estatuye que, por regla general, no compete ni corresponde al Estado y sus organismos el desarrollo de actividades empresariales, puesto que éstas se hallan reservadas a los privados. El principio de la restricción del Estado Empresario no constituye una discriminación arbitraria contra el Estado, como alguien ha sostenido, sino que se trata de una discriminación que halla un adecuado fundamento y sólida justificación en la naturaleza misma del Estado y en el principio de subsidiariedad, que ya fuera explicado en esta obra. Con todo, este principio de la restricción del Estado Empresario admite excepciones que en lo formal han de ajustarse al art. 19, Nº 21, inciso segundo y en lo substancial al principio de subsidiariedad, cuya formulación en su aspecto positivo se encuentra en el artículo primero, inciso tercero, de la Constitución Política de la República. Comencemos por analizar la formulación constitucional del principio de la restricción del Estado Empresario. Señala el inciso segundo del art. 19, Nº 21 de la Constitución Política de la República: “El Estado y sus organismos podrán desarrollar actividades empresariales o participar en ellas sólo si una ley de quórum calificado las autoriza. En tal caso, esas actividades estarán sometidas a la legislación común aplicable a los particulares, sin perjuicio de las excepciones que por motivos justificados establezca la ley, la que deberá ser, asimismo, de quórum calificado”.
buses haya solicitado tal autorización a la Secretaría Regional Ministerial de Transportes, ni a las autoridades navales correspondientes”.
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Este precepto halla una justificada explicación en nuestra historia jurídica. Especial preocupación despertó en el pasado la denominada “administración invisible del Estado”, conformada por multitud de entes públicos ajenos a toda previsión y habilitación constitucional, que hasta 1973 escapaban a la supervisión de la Contraloría General de la República, y que permitían a la Administración del Estado desarrollar actividades económicas mediante empresas que gozaban de significativa participación estatal, usualmente de carácter mayoritario, y respecto de las cuales no existía competencia en igualdad de régimen jurídico y de garantías económicas. Tal desigualdad de régimen jurídico podía ser y fue, en los hechos, fuente de preferencias y de monopolios de privilegio e, incluso, a nivel constitucional se flexibilizó el sistema para la creación de monopolios estatales.472 Es por ello que, con motivo de la elaboración de la Constitución Política de la República de 1980, se desarrolla el principio de la restricción del Estado Empresario y se formula la disposición antes transcrita. Esta disposición constitucional es de vital importancia para asegurar la igualdad de oportunidades que demanda la libre competencia; igualdad que exige un mismo régimen jurídico (exento de privilegios y preferencias) y un mismo régimen de solidez económica, donde no se halle implicada la garantía del Estado de Chile en favor de competidores públicos. Conviene recordar el lúcido análisis que del precepto en comento ha realizado la Contraloría General de la República: “Estas disposiciones apuntan a dejar establecido, por una parte, la preeminencia de la actividad empresarial privada y, por la otra, el carácter subsidiario del Estado en el campo económico. De ello se desprende que la regla general es la libre iniciativa individual para el desarrollo de cualquier actividad económica lícita, encontrándose el Estado impedido para actuar en ese ámbito, a menos que exista una habilitación legal de quórum calificado, y siempre que esa actuación se realice, sin privilegios ni estatutos especiales, en condiciones de igualdad con los particulares y sujetándose al régimen común aplicable a éstos, salvo las excepciones que por motivos justificados se establezcan”.473 De lo expuesto se sigue que, con carácter excepcional, el Estado puede desarrollar o participar en actividades empresariales si se da cabal
472 La Constitución Política de 1925, en su art. 10, Nº 10, como consecuencia de la modificación que a esta disposición introdujo la Ley 16.615, de 20 de enero de 1967, se consagró el establecimiento del monopolio estatal por la mera acción de una ley simple: “Cuando el interés de la comunidad nacional lo exija, la ley podrá reservar al Estado el dominio exclusivo de recursos naturales, bienes de producción y otros, que declare de importancia preeminente para la vida económica, social o cultural del país”. 473 Contraloría General de la República, Dictamen Nº 22.683, de 1996.
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cumplimiento al principio de subsidiariedad y, adicionalmente, concurren los siguientes requisitos: a) una ley de quórum calificado con carácter y contenido específico y particular; b) dicha ley debe señalar expresamente el giro u objeto social al que debe ceñir estrictamente su actividad empresarial el Estado o sus organismos, y c) Las actividades empresariales autorizadas deben sujetarse a la legislación común aplicable a los particulares, salvo excepciones previstas en ley de quórum calificado.474 Hay quienes han pensado que el artículo cuarto del Decreto Ley 211, de 1973, en lo que respecta a prohibir el otorgamiento de monopolios en favor de empresas estatales, ha perdido toda eficacia desde la promulgación de la Constitución Política de la República de 1980. En efecto, se ha llegado a creer que, como el art. 19, Nº 21, inciso segundo contempla el principio de la restricción del Estado Empresario, ya no es necesario el artículo cuarto del Decreto Ley 211 en lo concerniente a las actividades económicas a ser desarrolladas por el Estado y sus organismos. No compartimos dicha conclusión, por lo que pasamos a analizar brevemente los ámbitos de aplicación de las normas supuestamente iterativas para demostrar la exactitud de nuestro aserto. Resulta crucial esclarecer qué son las actividades empresariales para determinar cuándo la mentada ley de quórum calificado475 es necesaria. Escudriñar el concepto de actividades empresariales exige establecer qué es un empresario y una empresa. Cumple recordar que el art. 2082 del Código Civil italiano señala: “Es empresario aquel que ejerce profesionalmente una actividad económica organizada en vista de la producción o del intercambio de bienes y servicios”. La doctrina ha establecido como elementos de la empresa los siguientes: 1) la existencia de un organismo determinado y unitario; 2) una cierta permanencia, una cierta duración (nuestro concepto de habitualidad); 3) posibilidad de obtener un beneficio; 4) actividad económica: producción, intercambio, circulación de bienes y servicios; 5) relación con una clientela, un mercado; 6) sujeto de Derecho, persona física o moral; 7) dirección autónoma, y 8) contabilidad propia.476
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COVARRUBIAS CUEVAS, Ignacio, “Subsidiariedad y Estado Empresario”, p. 253, Revista de Derecho Público Nº 66/2004, Universidad de Chile. 475 Ley de quórum calificado es aquella que para su aprobación, modificación o derogación requiere de la mayoría absoluta de los diputados y senadores en ejercicio (art. 63, inc. 3º, Constitución Política). 476 PRECHT PIZARRO, Jorge, “El Estado Empresario: Análisis de la legislación complementaria constitucional”, p. 131, Revista Chilena de Derecho, vol. 14, Santiago de Chile, 1987.
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En nuestro Derecho la única definición legal que conocemos de empresa es aquella contenida en el art. 3º del Código del Trabajo.477 Desde la óptica de la teoría económica, cabe recordar a Karl Menger, quien señaló: “La actividad empresarial abarca: a) la información sobre la situación económica; b) la totalidad de los cálculos requeridos como base de partida, si es que el proceso de producción ha de ser un proceso económico, o dicho con otras palabras, el cálculo económico; c) el acto de la voluntad, mediante el cual unos determinados bienes de orden superior (en situaciones comerciales evolucionadas, en las que de ordinario todo bien económico puede trocarse por otros bienes) son destinados a una determinada producción, y finalmente, d) la vigilancia para la ejecución más económica posible de los planes de producción”.478 De lo expuesto se sigue que las actividades empresariales constituyen una modalidad específica de las actividades económicas y así fue previsto en las discusiones que tuvieron lugar en el seno de la Comisión de Estudio de la Nueva Constitución.479 Atendido que las actividades empresariales corresponden a modalidades especiales del comercio en sentido lato (este término también denominado bajo la expresión “actividades económicas”), la prohibición de que el Estado y sus organismos reserven un monopolio de actividades económicas en favor de una entidad de derecho público resulta diversa de la disposición constitucional transcrita por, a lo menos, dos títulos: a) la actividad económica es género, en tanto que la actividad empresarial es especie; luego, la prohibición del artículo cuarto del Decreto Ley 211 al referirse al monopolio en las actividades económicas recurre a una categoría de actividades más amplia que la norma generalmente prohibitiva del art. 19, Nº 21, inciso segundo de la Constitución Política, que se limita a aludir a las actividades empresariales, y b) la prohibición del artículo cuarto del Decreto Ley 211 alude a que el Estado y sus organismos otorguen el monopolio (en unicidad o pluralidad) de actividades económicas; en tanto la norma generalmente prohibitiva de rango constitucional veda al Estado y sus orga-
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Art. 3º, inc. 3º, Código del Trabajo: “Para los efectos de la legislación laboral y de seguridad social, se entiende por empresa toda organización de medios personales, materiales e inmateriales, ordenados bajo una dirección, para el logro de fines económicos, sociales, culturales o benéficos, dotada de una individualidad legal determinada”. 478 MENGER, Karl, Principios de Economía Política, p. 144, nota 17, Unión Editorial, Madrid, 1983. 479 Sesión 388, de 27 de junio de 1978.
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nismos, directamente o bien a través de otras personas jurídicas en las cuales participe –sean empresas públicas creadas por ley o sociedades privadas–, el desarrollo de actividades empresariales. En otras palabras, mientras la prohibición constitucional está diseñada para capturar la actuación empresarial directa e indirecta del Estado y sus organismos (consecuencia histórica de la administración invisible del Estado), la prohibición del artículo cuarto del Decreto Ley 211 presupone que la concesión de monopolios sólo pueden efectuarla el Estado y sus organismos directamente, esto es, en cuanto autoridad pública. Así, el destinatario de la prohibición del Decreto Ley 211 es más restringido: sólo el Estado y sus organismos, esto es, autoridades públicas en ejercicio de potestades públicas de jerarquía normativa inferior a la legal y en lo que concierne al ejercicio de tales potestades; a diferencia, el destinatario del precepto constitucional es el Estado y sus organismos, cualquiera que sea el rango normativo de las potestades públicas empleadas, y con la peculiaridad de que también resulta destinataria toda entidad o persona, pública o privada, de que se prevalgan el Estado y sus organismos para incursionar en actividades empresariales. Sobre este particular, recuérdese que el Estado puede emplear empresas públicas creadas por ley y también participar en sociedades regidas por el Derecho privado; en ambas situaciones deberá concurrir una autorización específica, previa y expresa emanada de una ley de quórum calificado cuya justificación sólo podrá descansar en el principio de subsidiariedad. La interpretación expuesta resulta coherente con el hecho de que las entidades o personas en las cuales participen o tengan representación el Estado y sus organismos no podrán en caso alguno constituirse o adquirirse por éstos de no mediar ley simple que así lo autorice y no podrán, en caso alguno, desarrollar actividades empresariales de no mediar, según ya explicamos, una ley de quórum calificado y, por último, no podrán jamás ejercitar potestades públicas.480 Considerando que ninguna entidad o persona de derecho privado en la cual participen o tengan representación el Estado y sus organismos, esto es, que no formen parte de la Administración del Estado, puede ejercitar potestades públicas, resulta lógico concluir que dichas entidades o personas de Derecho privado no podrán jamás conceder o reservar monopolios de privilegio y, por tanto, jamás podrán ser destinatarias de la prohibición del artículo cuarto del Decreto Ley 211, de 1973.
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Art. 6º, inciso segundo, Ley 18.575, Orgánica Constitucional de Bases Generales de la Administración del Estado.
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Una situación un tanto ambigua es la que se produce con las empresas públicas creadas por ley, en las cuales ciertamente participa el Estado. Estas empresas públicas son consideradas parte de la Administración del Estado por la Ley 18.575; sin embargo, no son en nuestra opinión autoridades públicas, puesto que carecen de potestades públicas y no se halla entre sus cometidos actuar como supraordenantes de determinados mercados o reglamentadoras de conductas de subordinados. De allí que estimamos que estas empresas públicas tampoco son destinatarias de la prohibición del artículo cuarto del Decreto Ley 211, aun cuando para ciertos efectos sean consideradas integrantes de la Administración del Estado por la Ley 18.575. En efecto, el otorgamiento de monopolios de privilegio constituye conducta exclusivamente predicable de autoridades públicas, las que, por definición, son las únicas dotadas de potestades públicas. Según explicábamos, no existe propiamente otorgamiento de monopolios por parte de privados ni por parte de empresas públicas del Estado, aunque se trate de entidades en las cuales el Estado y sus organismos tengan participación mayoritaria; sin perjuicio de la responsabilidad monopólica que ello acarree a tales privados y empresas públicas a la luz del art. 3º del Decreto Ley 211, de 1973. En resumen, puede haber monopolio de actividades económicas no constitutivo de actividades empresariales, v. gr., si se trata de un monopolio transitorio, carente de la habitualidad que exigen las actividades empresariales;481 en este caso, resulta fundamental preservar el artículo cuarto del Decreto Ley 211, puesto que evitaría la reserva o concesión de monopolios no empresariales en favor de entidades públicas o privadas, en las cuales pueda participar el Estado, por parte de autoridades públicas dotadas de potestades infralegales. Asimismo, puede haber actividades empresariales a ser desarrolladas, directa o indirectamente, por el Estado y sus organismos que transgredan el art. 19, Nº 21, inciso segundo, por faltar ley de quórum calificado o carecer ésta de sustento en el principio de subsidiariedad y que, sin embargo, no infrinjan el artículo cuarto por carecer de la cualidad de monopólicas, en su acepción estructural. La situación más compleja ocurrirá, tal vez, si se intentare promulgar una ley de quórum calificado que autorice al Estado y sus organismos a emprender actividades empresariales con un carácter monopólico. En este escenario, el legislador de quórum calificado de-
481 BERTELSEN REPETTO, Raúl, “El Estado Empresario en la Constitución de 1980”, p. 124, Revista Chilena de Derecho, vol. 14, Santiago de Chile, 1987, quien resalta la importancia de la habitualidad en la definición de las actividades empresariales.
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berá intentar hallar una justificación a la luz del principio de subsidiariedad del carácter monopólico estatal de tales actividades empresariales. En nuestra opinión, tal justificación, en tanto se refiera a una actividad estatal empresarial propiamente tal y no de actividad privativa de una autoridad pública, pugnará con la naturaleza misma del principio de subsidiariedad. Este principio concibe la intervención estatal en actividades empresariales como una situación transitoria en tanto se desarrolla y promueve la iniciativa particular en el ámbito objeto de las mentadas actividades empresariales. Precisamente, el carácter monopólico o exclusivo y excluyente de una actividad empresarial solicitada por el Estado contraviene la esencia misma del principio de subsidiariedad, debiendo aquélla ser declarada inconstitucional, a menos que se acredite una justificación de orden público o seguridad nacional para que tal actividad quede sustraída a la iniciativa privada y reservada en exclusiva al Estado en cuanto autoridad pública. En otras palabras, estimamos fundamental distinguir la actividad estatal empresarial de la actividad estatal en cuanto autoridad pública. Mientras la primera se halla sometida al principio de subsidiariedad y a los límites del art. 19, Nº 21 de la Constitución Política: moral, orden público y seguridad nacional, la segunda modalidad de actividad estatal no guarda relación con una actividad empresarial sino que con una actividad característica y consubstancial a la autoridad pública y, por tanto, no sometida al principio de subsidiariedad. La actividad de autoridad pública debe también ceñirse a la moral y al orden público, puesto que la Constitución Política de la República ciñe a aquélla al principio de la juridicidad y ciertamente impide la contradicción entre los propios órganos del Estado, los cuales deberán respetar el orden público que rige la nación y la moral que impera en la misma. No se nos escapa que se ha tendido a confundir la actividad estatal de autoridad pública con la actividad estatal empresarial; de otra forma, no se explicaría la existencia de empresas públicas del Estado, creadas por ley para la supuesta satisfacción de una necesidad pública, y que son consideradas parte de la Administración del Estado. En efecto, la existencia de tales empresas públicas no corresponde a una situación transitoria destinada a promover la participación de particulares en ciertas actividades económicas, sino que ciertamente aquéllas han constituido, en muchas ocasiones, un claro desincentivo a ello y la creación de barreras a la entrada para el desarrollo por privados de ciertas actividades económicas. Por otra parte, ciertas funciones de autoridad pública han fluctuado a lo largo de la historia entre el ámbito de lo privado y el ámbito de lo público, v. gr., la emisión de moneda de curso legal o el cobro de impuestos. No sólo han variado los criterios relativos a tales fun493
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ciones de autoridad pública, sino que también en alguna época los cargos públicos fueron vendidos o licitados como si se tratase de bienes privados a fin de allegar recursos a las arcas públicas, en tanto que quienes ostentaban tales cargos lucraban de los mismos para sí.482 Todo lo anterior conduce a la observación que constata la existencia de límites difuminados en ciertas actividades, respecto de las cuales no queda perfectamente claro si son resorte exclusivo de la autoridad pública en cuanto tal o si bien admiten la presencia de actividad empresarial estatal. Ciertamente que tal difuminación histórica no es óbice para la aplicación del principio de subsidiariedad y si éste fuera el caso, debería estar suficientemente demostrado por qué los particulares no pueden desarrollar esa actividad no obstante su licitud y articularse una excepción desde la perspectiva del orden público o de la propia seguridad nacional. Lo anterior debería ser acompañado de una cuidadosa verificación de que los principios generales del Derecho, así como los principios y garantías previstos en la Constitución Política de la República que indirectamente tutelan la libre competencia no se vean lesionados. El Estado no podrá desarrollar actividad empresarial alguna que sea contraria a la moral, el orden público o la seguridad nacional, puesto que este límite no sólo rige la actividad económica privada, sino que también se predica de la actividad económica, sea empresarial o no, que desarrolle el Estado. Así, ninguna persona pública o privada, sea autoridad o no, podrá vulnerar la moral, límite objetivo a toda conducta humana cuya determinación queda entregada a los tribunales de justicia. Lo mismo acontece con el orden público y la seguridad nacional. Así, concluimos que el artículo cuarto del Decreto Ley 211 no ha devenido ni inútil ni iterativo respecto de la garantía del art. 19, Nº 21, inciso segundo, promulgada con la Constitución Política de la República de 1980. En efecto, una cosa es un organismo público autorizado para desarrollar, directa o indirectamente, una actividad empresarial y algo muy diverso es que dicha entidad se encuentre habilitada para ejercitar en forma directa y monopolísticamente una actividad económica. Esta distinción entre actividad económica y actividad empresarial no ha sido ajena al Derecho de la libre competencia; así, cabe obser482
AQUINO, Santo Tomás de, “Carta a la Duquesa de Brabante”, V, pp. 969-970, en Opúsculos y cuestiones selectas, tomo II, BAC, Madrid, 2003. Manifiéstase el Aquinate contrario a la práctica de la venta de los cargos públicos, habitual en aquella época, porque éstos probablemente caerían en manos de personas inidóneas que sólo buscaban lucrarse en su desempeño, motivo por el cual no sólo oprimirían a los respectivos súbditos, sino que tampoco cuidarían de tales cargos con fidelidad.
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var que la Fiscalía Nacional Económica ha confundido en alguna oportunidad ambas nociones al tratar conjuntamente el artículo cuarto del Decreto Ley 211 y el comentado precepto constitucional de la restricción del Estado Empresario, como si ambas disposiciones versaren sobre lo mismo.483 Por todo lo señalado es que creemos que el “salvo que la ley lo autorice” con que concluye el artículo cuarto del Decreto Ley 211 es doblemente equívoco. Primero, porque si se trata de una actividad económica monopólica, que a la vez cumpla con las notas de una actividad empresarial, no basta una ley simple, sino que ha de ser de quórum calificado; a contrario sensu, si se tratase de una actividad monopólica no empresarial, el mencionado requisito sería correcto, con la precisión de que dicha ley no podría violar las garantías constitucionales, especialmente la del derecho a desarrollar cualquier actividad económica y su fundamento, el principio de subsidiariedad. Segundo, porque también el constituyente –según hemos visto– puede reservar monopolios mercantiles a instituciones y personas públicas, debiendo sí justificar, en términos razonables y suficientes, tal reserva ante la justicia distributiva y el bien común. No modifica la conclusión anterior el hecho de que la actividad económica monopólica sea realizada por autoridades estatales infralegales invocando que actúan en cuanto autoridad pública y no en cuanto Estado Empresario. En efecto, el monopolio de privilegio o por exclusión sólo puede ser, en principio, válidamente otorgado por el constituyente y por el legislador, salvando sí los principios generales del Derecho, los principios y garantías constitucionales y los quórum legislativos pertinentes. Si ello se cumple, el monopolio es lícito en tanto y en cuanto tenga una clara y específica justificación de bien común nacional, susceptible de ser demostrada, puesto que siempre ha de ser una situación extraordinaria y excepcional atendido que con ello se afectan severamente la autonomía privada y la libertad de competir mercantilmente de los sujetos de Derecho que participen en el respectivo mercado monopolizado. Adicionalmente, deberá darse cabal cumplimiento al principio de subsidiariedad484 en cuanto la actividad económica mo-
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Ordenanza Nº 982, de 21 de noviembre de 1994, emitida por el antiguo Fiscal Nacional Económico, Sr. Rodrigo Asenjo Zegers, y destinada a la H. Comisión Resolutiva (hoy Tribunal de Defensa de la Libre Competencia). 484 El principio de la subsidiariedad está reconocido con rango constitucional en el cap. I, art. 1º, inc. 3º, de la Constitución Política de la República, en los siguientes términos: “El Estado reconoce y ampara a los grupos intermedios a través de los cuales se organiza y estructura la sociedad y les garantiza la adecuada autonomía para cumplir sus propios fines específicos”. Adicionalmente, dicho principio aparece recepcionado,
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nopolizada en favor de entidades públicas sea que éstas operen mediante personas públicas o a través de personas privadas, no pueda ser desarrollada por privados en forma competitiva luego de haber el Estado creado las condiciones adecuadas para hacer tal desarrollo posible y, en subsidio, que tampoco puedan las personas privadas desarrollarlas monopólicamente. Resultará fundamental dar cumplimiento, entre otros, al principio de la no discriminación arbitraria,485 que no es sino la formulación moderna de la justicia distributiva. A contrario sensu, incurre en el injusto de monopolio de privilegio o por exclusión cualquier autoridad pública afecta a las prohibiciones contempladas en el artículo cuarto del Decreto Ley 211 que las infrinja. Si la autoridad pública ejercitare potestades de una jerarquía normativa superior o igual al rango del Decreto Ley 211 (es decir al rango legal), creemos que no se produce técnicamente un injusto de monopolio por exclusión, tal como aparece concebido éste en nuestro sistema tutelar de la libre competencia, pero muy probablemente resultarán violados importantes principios generales y garantías constitucionales, con las responsabilidades consiguientes. 4.2.3. RELACIÓN ENTRE PROHIBICIÓN LEGAL DE CONFERIR MONOPOLIOS DE PRIVILEGIO Y TIPO UNIVERSAL ANTIMONOPÓLICO
Dispone el tipo universal antimonopólico contemplado en el art. 3º, inciso primero del Decreto Ley 211, de 1973: “El que ejecute o celebre, individual o colectivamente, cualquier hecho, acto o convención que impida, restrinja o entorpezca la libre competencia, o que tienda a producir dichos efectos, será sancionado con las medidas señaladas en el art. 26 de la presente ley, sin perjuicio de las medidas correctivas o prohibitivas que respecto de dichos hechos, actos o convenciones puedan disponerse en cada caso”. Visto lo que se ha expuesto, cabe efectuar la siguiente pregunta: ¿Qué función cumple la prohibición de otorgar monopolios de privilegio prevista en el artículo cuarto del Decreto Ley 211, en relación con el tipo infraccional del ilícito monopólico?
con rango legal y carácter específico para la Administración del Estado, en el art. 3º de la Ley 18.875, Orgánica Constitucional de Bases Generales de la Administración del Estado. 485 Para un análisis de este principio, véase VALDÉS PRIETO , Domingo, “Algunas notas sobre el principio jurídico de la igualdad”, en Anuario de Filosofía Jurídica y Social Nº 9, 1991, Edeval, Valparaíso, 1992.
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La primera consideración a efectuar es que la autoridad pública que, en ejercicio de una potestad pública de jerarquía infralegal, otorgue un monopolio estructural, sea directo o indirecto, en favor de un ente público o de un particular, viola el precepto prohibitivo contenido en el artículo cuarto del Decreto Ley 211, de 1973. Aunque el mencionado artículo cuarto no lo señale, la transgresión de una prohibición legal por parte del Estado y sus organismos acarrea la nulidad del acto jurídico transgresor, puesto que las autoridades públicas carecen de atribuciones para ejecutar una conducta legalmente vedada. Esta nulidad es de derecho público, en conformidad con lo previsto en los arts. 6º y 7º de la Constitución Política de la República; con las consecuencias que ello implica: nulidad ipso iure, responsabilidad por el eventual daño causado, imprescriptibilidad de la acción, entre otras.486 El principio de la especialidad nos aleja de la aplicación del art. 10 del Código Civil, que prescribe la nulidad absoluta de derecho privado a los actos jurídicos que contravengan una prohibición legal. En lo sucesivo, emplearemos como ejemplo de autoridad pública transgresora del artículo cuarto del Decreto Ley 211, el del Banco Central de Chile, que mediante el ejercicio de su potestad reglamentaria emite un acuerdo constitutivo de un monopolio estructural. Así, habría lugar a una declaración de nulidad de Derecho público del acto administrativo denominado acuerdo. Desde esta perspectiva, el artículo cuarto del Decreto Ley 211 tiene la importancia de que precisa, vía una prohibición de rango legal, lo que queda sustraído al objeto de las potestades infralegales de las autoridades públicas, ya que si bien es cierto que en Derecho público rige el principio de la vinculación positiva, prohibiciones como las comentadas arrojan luz sobre los exactos límites de tales potestades públicas. La conclusión anterior está confirmada claramente por la Constitución Política de la República al prescribir que los órganos del Estado deben someter su acción a la Constitución y a las normas dictadas conforme a ellas,487 de lo cual se sigue que los entes estatales perfilan sus potestades públicas no sólo en función de la respectiva ley orgánica que les da origen, sino que adicionalmente en atención a todos los demás preceptos jurídicos que prohíben o imperan determinados contenidos de orden público, todos los cuales interactúan conformando el preciso objeto de cada potestad 486
SOTO KLOSS, Eduardo, “La nulidad de Derecho público de los actos estatales y su imprescriptibilidad en el Derecho chileno”, en Ius Publicum Nº 4 (2000), pp. 55-62, Santiago de Chile. 487 Art. 6º, inciso primero, Constitución Política de la República. Aplica también este principio el art. 2º de la Ley 18.575, Orgánica Constitucional de Bases Generales de la Administración del Estado.
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pública. En tal contexto, el Estado y sus organismos no sólo deben someter su actuar a la Constitución Política de la República y a la ley orgánica pertinente, sino que también, entre muchos otros cuerpos jurídicos, al Decreto Ley 211, de 1973, especialmente a sus arts. 3º y 4º. Estimamos que la Fiscalía Nacional Económica tiene la obligación de accionar ante la justicia ordinaria a fin de obtener la declaración de nulidad de Derecho público del acto jurídico transgresor de una prohibición legal contenida en la Ley para la Defensa de la Libre Competencia, puesto que a dicha repartición pública corresponde dar aplicación al Decreto Ley 211 para el resguardo de la libre competencia, fiscalizar las infracciones al Decreto Ley 211 y representar el bien común económico ante los tribunales de justicia.488 El deber antes indicado es sin perjuicio de que cualquier interesado pueda solicitar la declaración de nulidad de Derecho público del acto administrativo transgresor del Decreto Ley 211. Explicado lo anterior, procede investigar qué papel desarrolla el art. 3º, inc. 1º del Decreto Ley 211, de 1973, que contiene el tipo universal antimonopólico, respecto del acuerdo del Banco Central de Chile, materia de nuestro ejemplo. Se hace necesario observar, previamente, que algunos organismos del Estado –entre ellos el propio Banco Central de Chile– han intentado rechazar la aplicación del tipo infraccional del art. 3º, inc. 1º del Decreto Ley 211 a las autoridades públicas, acudiendo a variedad de argumentos. Sin embargo, ha prevalecido en la jurisprudencia antimonopólica la correcta interpretación de que el Estado y sus organismos también se encuentran sometidos a los organismos antimonopólicos creados por el Decreto Ley 211 y que son perfectamente justiciables por sus atentados a la libre competencia.489 488
Arts. 2º y 39, letras a) y b), del Decreto Ley 211, de 1973. “Que el análisis de las normas que regulan la materia y lo expresado por las partes permite concluir a esta Comisión [hoy Tribunal de Defensa de la Libre Competencia] que ella tiene competencia para reprochar a otros órganos del Estado la inobservancia de las normas del Decreto Ley 211, de 1973, cuando no se encuentre justificada legalmente. Esta doctrina se ha mantenido inalterable en todas las ocasiones en que esta Comisión ha debido resolver sobre su competencia. Cabe citar a este respecto, por tratarse de un asunto que se ventiló precisamente contra el Banco Central de Chile, que la Resolución Nº 33, de 3 de agosto de 1977, acogió un requerimiento del señor Fiscal de la Defensa de la Libre Competencia, según denominación de ese entonces, en orden a representar al Banco Central que la fijación de precios mínimos para la exportación de algas constituye una decisión que excede el ámbito de las facultades que concede a esa institución el art. 17, letra b) del Decreto Ley 1.272, de 1961, que aprueba el texto refundido de la Ley de cambios internacionales, a la vez que importa una restricción a la libre competencia en este mercado de exportación, que contraviene el Decreto Ley 211, de 1973, sobre Defensa de la Libre Compe489
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El tipo de ilicitud monopólica contenido en el art. 3º, inc. 1º del Decreto Ley 211 exige distinguir las diversas dimensiones sancionatorias del mismo.490 En conformidad con tal tipo de ilícito administrativo monopólico, procedería contra el Banco Central y eventualmente contra sus personeros o funcionarios alguna de las sanciones previstas por el art. 26 del Decreto Ley 211, v. gr., multas, etc. Respecto de las sanciones que puede imponer el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia consistentes en modificar o terminar actos jurídicos y, con mayor razón, la de disolver personas jurídicas de Derecho privado, es importante observar que la segunda de tales penas no se aplica al Banco Central de Chile, puesto que éste no es una persona privada, sino un ente público autónomo integrante de la Administración del Estado, dotado de potestad reglamentaria y cuya autonomía se halla reconocida constitucionalmente. En efecto, dicho ente público autónomo ha sido reconocido constitucionalmente y creado en su presente forma por la Ley 18.840, Orgánica Constitucional del Banco Central de Chile y, por tanto, no puede ser objeto de disolución o modificación por una sentencia del Tribunal Antimonopólico. En cuanto a la primera de las penas, esto es, modificar o terminar actos administrativos, entre ellos un acuerdo, que son susceptibles de emisión por el Banco Central, estimamos que éstos pueden ser enmendados por una resolución de naturaleza jurisdiccional del Tribunal de Defensa de la Libre Competencia en atención a la función de control que corresponde a este especial tribunal respecto de los actos administrativos que vulneran la libre competencia. Lo expuesto es sin perjuicio de una alternativa adicional con que cuenta el Tribunal Antimonopólico para el evento que la nulidad de Derecho público del acto de autoridad pública no se solicite o bien habiéndose solicitado, la declaratoria del mismo fuese estimada de dilatada ejecución. Esta alternativa adicional consiste en requerir al propio Banco Central de Chile, a través del Presidente de la República, que, en ejercicio de la potestad reglamentaria que le confiere su propia ley orgánica, proceda a la modificación o derogación del acto administrativo que ha servido de fuente del monopolio de privilegio tencia”. Considerando 5º, 1er párrafo, Resolución de 24/Sep./1985, dictada por la H. Comisión Resolutiva [hoy Tribunal de Defensa de la Libre Competencia] en causa Rol Nº 224-85. 490
Para un estudio sistemático del tipo infraccional antimonopólico, véase VALPRIETO, Domingo, La discriminación arbitraria en el Derecho económico. Especialmente en la legislación antimonopólica, pp. 85 y ss., Editorial Jurídica Conosur Ltda. (LexisNexis), Santiago de Chile, 1992. DÉS
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prohibido por el artículo cuarto del Decreto Ley 211. Esta potestad requisitoria con que cuenta el Tribunal Antimonopólico le ha sido expresamente conferida por el Decreto Ley 211.491 Cabe observar que dicha potestad requisitoria no es vinculante para la autoridad pública requerida, aun cuando en nuestro concepto el no acatar dicho requerimiento puede ser fuente de responsabilidad funcionaria y de responsabilidad extracontractual civil en el evento de producirse daños y perjuicios. Adicionalmente, creemos que hacer caso omiso de la potestad requisitoria mencionada por parte de una autoridad pública, debiese ser considerado un agravante para efectos de graduar las sanciones pertinentes y registrado para considerarlo frente a una eventual reincidencia en injustos monopólicos por parte de una autoridad pública. En la práctica, sin embargo, no siempre resulta fluida la modificación o derogación del acto administrativo objeto de la potestad requisitoria.492 En síntesis, el acto administrativo de marras es susceptible alternativamente de una demanda de nulidad de Derecho público ante los tribunales de justicia, de una pena impuesta por sentencia antimonopólica, de un requerimiento de modificación o derogación por contravención del Decreto Ley 211 presentado por el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia ante el Presidente de la República para que éste le dé curso ante el Consejo del Banco Central, de multas contra el Banco Central y de sanciones a las personas naturales que adoptaron la decisión en cuanto integrantes del órgano (Consejo del Banco Central) de dicha autoridad pública. Estas últimas sanciones contra las personas naturales consistirán en multas a beneficio fiscal. Respecto de las multas impuestas a personas jurídicas, responderán solidariamente del pago de las mismas sus directores, administradores y beneficiarios de la infracción monopólica en tanto hubiesen tenido participación voluntaria en ésta. Continuando con el análisis del ejemplo del Banco Central de Chile, podría suscitar dudas lo previsto en el art. 74 de la Ley 18.840, Orgánica Constitucional del Banco Central, que prescribe: “En aquellos casos en que la ley que se estima infringida sea el Decreto Ley 211, de
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Art. 18 numeral 4º, Decreto Ley 211 de 1973. KAY, John and VICKERS, John, “Regulatory Reform: An appraisal”, p. 436, en The Law of the Business Enterprise, Oxford University Press, 1994, quienes señalan: “Where monopoly is the result of statutory restriction, the obvious response is to repeal the statute. But experience has shown that this is by no means enough. The endowment which incumbent firms have built up during a period of statutory monopol –an endowment of marketing presence, and financial and technical advantages– is not easily challenged”. 492
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1973, el afectado podrá reclamar ante el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia que dicho cuerpo legal contempla y conforme el procedimiento que el mismo establece, sólo en el plazo señalado en el inciso segundo del art. 69”. Dicho plazo es de quince días hábiles contados desde la fecha de la notificación del respectivo acuerdo, reglamento, resolución, orden o instrucción del Banco Central de Chile, que es objeto del reclamo. Podría alguien interpretar sobre esta base que no proceden las alternativas de sanciones y potestad requisitoria antes descritas fuera de dicho plazo. No creemos que dicha interpretación tenga base: dicho plazo es sólo para ocurrir, por quien estime gozar de una pretensión procesal de carácter antimonopólico, ante el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia por infracción del Decreto Ley 211. Sin embargo, existen transgresiones por las cuales no debe ocurrirse ante el mencionado tribunal, aun cuando importe una violación de algún precepto del Decreto Ley 211. Es éste precisamente el caso de la nulidad de Derecho público del acto jurídico infralegal emitido por una autoridad pública en transgresión del artículo cuarto del Decreto Ley 211; en estas circunstancias, el tribunal competente es la justicia ordinaria y no el Tribunal Antimonopólico. Asimismo, este plazo sólo se establece para el sujeto supuestamente afectado; por lo tanto, bien podrá el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia ejercitar su potestad requisitoria solicitando la modificación o derogación de la norma administrativa conculcatoria de la libre competencia, o bien la Fiscalía Nacional Económica presentar un requerimiento para iniciar un proceso jurisdiccional con el objeto de que el Tribunal Antimonopólico conozca del acto administrativo emitido por el Banco Central de Chile. En estas últimas hipótesis, no se aplica el referido plazo de quince días, puesto que éste sólo es vinculante para el afectado, mas no para el propio Tribunal Antimonopólico o la Fiscalía Nacional Económica, que no son “formalmente afectadas”. El análisis desarrollado con anterioridad naturalmente es sin perjuicio de las eventuales responsabilidades en que pueda incurrir el beneficiario del monopolio de privilegio, sea éste persona pública o privada, como consecuencia de la participación que hubiere podido corresponderle en la perpetración de este ilícito monopólico. 4.2.4. ANTIGUA DISPOSICIÓN SOBRE ESTANCOS Y CONTROL ANTIMONOPÓLICO DE LEGISLACIÓN SALVAGUARDADA. C ONSECUENCIAS DE SU DEROGACIÓN Establecía el inciso tercero del hoy derogado artículo quinto del Decreto Ley 211: “Con todo, no podrá establecerse ningún estanco, ni aun en 501
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virtud de los preceptos referidos en los dos incisos precedentes, sin previo informe favorable de la Comisión Resolutiva”. Esta disposición no se aplica a los ámbitos de monopolios naturales y, por tanto, a los servicios públicos, en razón de que éstos son monopolios cuyo origen no se halla en las legislaciones salvaguardadas, sino que en las características mismas de la actividad económica respectiva. A diferencia, estimamos que este inciso tercero del derogado artículo quinto del Decreto Ley 211 sí se aplica a las industrias reguladas como consecuencia del establecimiento de un monopolio de privilegio. Disponía el artículo quinto del Decreto Ley 211 de 1973, en su inciso tercero, que lo prohibido era establecer un estanco, esto es, un monopolio de comercialización sin la previa concurrencia de un informe favorable emitido por la H. Comisión Resolutiva, antigua denominación del Tribunal de Defensa de la Libre Competencia. Era desafortunada la referencia al estanco que realizaba este precepto transcrito, puesto que aquél es una modalidad específica de monopolio circunscrito al comercio en sentido estricto; es decir, excluye los monopolios de producción, extracción o de naturaleza industrial en general, que sí son materia del Decreto Ley 211 de 1973, según lo prueban sus arts. 1º, inciso segundo, al aludir a “actividades económicas”, y 4º, al emplear la expresión “actividades económicas”. En efecto, los monopolios que el Fisco español establecía a fines del siglo XVIII con el objeto de obtener recursos para la Hacienda Pública recibieron el nombre de “estancos”, denominación que ya se empleaba en los tiempos de Alfonso X, el Sabio493 y que, posteriormente, pasó a utilizarse en Hispanoamérica. Los estancos generalmente recaían sobre bienes de muy alta estimación y de difícil sustitución: tabaco, papel sellado, sal, naipes, fósforos, etc. Creemos que la denominación “estanco”, arranca precisamente del hecho de que los actos de autoridad pública que daban lugar a la formación de estos monopolios, “estancaban” o detenían la libre circulación o comercialización de los bienes estancados; de allí que el propio Diccionario de la Lengua Española aún recoja esta acepción del verbo estancar.494 El propio Tribunal Antimonopólico ha caracterizado los estancos en el siguiente sentido: “Históricamente, el estanco, que corresponde a la definición del Diccionario, significaba la prohibición total del comercio de determi493
Las Siete Partidas, partida III, Tít. XXVIII, Ley 11. Estancar: “2º. Prohibir el curso libre de determinada mercancía, concediendo su venta a determinadas personas o entidades”, Diccionario de la Lengua Española, p. 640, Espasa Calpe S.A., vigésima primera edición, 1992. 494
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nados artículos, que por ello se llamaban ‘estancados’, el que se permitía solamente, mediante concesión de la autoridad, a uno o más comerciantes que obtenían dicha concesión, generalmente en subasta pública. El precio de la subasta y/o el pago de derechos por parte del concesionario constituían ingresos fiscales. El contrato de concesión o el acto de la adjudicación de ésta al comerciante concesionario se llamaba, ‘asiento’. Por ello, la definición del Diccionario se refiere tanto a los efectos del estanco como al acto constitutivo del mismo. El estanco o concesión llevaba, además, aparejada la obligación de vender los artículos estancados a precios fijos, determinados por la autoridad concedente. El tráfico y comercio de los artículos estancados, al margen del estanco, constituía una especie de los delitos de contrabando o fraude aduaneros, toda vez que aquéllos evadían el pago de derechos fiscales. Con este carácter existió en Chile el estanco de tabacos, naipes y licores importados (Ley de 19 de marzo de 1824)”.495 No obstante lo expuesto, creemos necesario interpretar la voz estanco como sinónimo de monopolio estructural.496 En efecto, el sentido obvio del precepto en comento era prohibir que se constituya un monopolio estructural en aplicación de los cuerpos normativos salvaguardados en los incisos primero y segundo del hoy derogado art. 5º del Decreto Ley 211 de 1973, sin la mediación de un informe favorable del Tribunal Antimonopólico. Así, desde una óptica del Derecho de monopolios es tan monopolio el estanco como un monopolio extractivo y no se divisaba razón suficiente –no lo es el uso impropio del término “estanco”– para que se acotase la exigencia del informe previo y favorable del Tribunal de Defensa de la Libre Competencia a los monopolios de comercialización. La explicación de este inciso tercero se hallaba en que el Legislador Antimonopólico salvaguardó, en los incisos primero y segundo de este artículo quinto, ciertos cuerpos legales o reglamentarios que entraban en colisión con el Decreto Ley 211 de 1973 a la fecha de promulgación de este último. De esta manera, el Decreto Ley 211, a través de su antiguo artículo quinto, había sustraído de la derogación tácita que su entrada en vigencia hubiera producido, determinados cuerpos legales y reglamen-
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Resolución Nº 10, considerando 9º, Comisión Resolutiva. He denominado “monopolio estructural” una acepción de la voz monopolio que, usualmente, aparece implícita en el Derecho de la libre competencia y que se caracteriza por comprender una amplísima gama de casos (monopolios puros, monopolios parciales y situaciones monopólicas, comprensivas no sólo de la oferta, sino que también de la demanda) y sin que ellos necesariamente correspondan a un ilícito o delito monopólico. 496
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tarios que razonablemente podía estimarse contravenían la libre competencia y que, sin embargo, se estimaron necesarios para la buena marcha de la sociedad civil. Algunos de dichos cuerpos normativos podían contemplar o derechamente contemplaban atribuciones en favor de diversas autoridades públicas para conferir monopolios o estancos o bien para que particulares al amparo de esos preceptos legales o reglamentarios explotaran monopolios estructurales, lo cual podía acarrear la paradoja de un doble régimen: ciertas autoridades públicas estarían absolutamente vedadas de otorgar monopolios en atención a la prohibición contemplada en el art. 4º del Decreto Ley 211 de 1973, en tanto otras autoridades y/o particulares se hallarían expresamente habilitadas para hacerlo al amparo de una legislación vigente y contraria a la libre competencia. A fin de controlar que los monopolios no creciesen desmedidamente, a partir de la legislación que había sido salvaguardada de derogación por el antiguo artículo quinto referido, se creó esta prohibición que admitía excepciones y, por ello, esta prohibición pertenecía a la categoría conocida como imperativa de requisitos. El requisito imperado era un informe favorable del Tribunal Antimonopólico, el cual debía ser previo a fin de evitar que el monopolio estructural o estanco en un sentido lato ya estuviese configurado, dando lugar a una situación de derechos adquiridos de difícil eliminación. En cuanto a dicho informe, éste podía ser favorable en lo que respecta a la concesión de un monopolio estructural o estanco en un sentido lato, pero en caso alguno podía autorizar el ejercicio abusivo del poder de mercado emanado de un monopolio ya aprobado por el Tribunal Antimonopólico. En efecto, esta última situación es siempre antijurídica y da lugar a la figura del abuso de posición dominante, expresamente proscrita por el Decreto Ley 211 de 1973.497 En nuestra opinión, podía ocurrir que la normativa legal y reglamentaria salvaguardada por el antiguo artículo quinto del Decreto Ley 211 hiciese referencia a un monopolio natural o bien a un monopolio de privilegio. Ejemplo de la primera clase de monopolio es la normativa que se refería a la creación y funcionamiento de las empresas de servicios públicos, en tanto que ejemplo de la segunda clase de monopolio son las disposiciones referidas a la propiedad intelectual e industrial. Desde la óptica del monopolio de privilegio, la derogación del artículo quinto en comento y, particularmente, de su inciso tercero, confirma que el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia carece hoy de atribuciones para otorgar un estanco o monopolio que
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Artículo tercero, letra b) del Decreto Ley 211 de 1973.
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sea calificable “de privilegio”. Esto se podía haber prestado a dudas bajo el antiguo texto del Decreto Ley 211, no obstante la prohibición genérica del artículo cuarto de ese cuerpo normativo que impide el otorgamiento de monopolios de privilegio a toda autoridad pública, incluyendo, por tanto, al mismo Tribunal Antimonopólico. En efecto, se pudo haber interpretado que, a pesar de la clara prohibición del artículo cuarto, el inciso tercero del hoy derogado artículo quinto confería una atribución especial al Tribunal Antimonopólico para autorizar ciertos monopolios de privilegio. Cabe destacar que el inciso tercero del artículo quinto no señalaba quién era el destinatario de esta prohibición de establecer estancos o monopolios en un sentido estructural. Sin embargo, el estanco es un privilegio y, por tanto, se trata de un monopolio conferido por una autoridad pública. Luego, la norma generalmente prohibitiva que estudiamos iba dirigida a una autoridad pública dotada de potestades de una jerarquía inferior a la legislativa: tribunales ordinarios y especiales, así como autoridades dotadas de potestades administrativas de toda suerte, entre los cuales se cuenta el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia, tanto por sus potestades jurisdiccionales como por las de naturaleza administrativa que ostenta. A contrario sensu, las autoridades públicas dotadas de potestades normativas de una jerarquía igual o superior a la legal no quedaban capturadas por esta norma generalmente prohibitiva en lo que respecta a esas postestades; no obstante lo cual deben considerarse las prevenciones emanadas de los principios y garantías constitucionales antes expuestas. En cuanto a los eventuales beneficiarios de un estanco o monopolio estructural prohibido al tenor del inciso tercero del hoy derogado artículo quinto del Decreto Ley 211 de 1973 y en tanto mediase un informe favorable de la Comisión Resolutiva, estimamos que aquéllos ordinariamente eran particulares, pero nada impedía que lo fueren otras autoridades de Derecho público en cuanto lo permitiera el principio de la juridicidad o de la vinculación positiva, que sólo admite a aquéllas realizar lo que les ha sido previa y expresamente autorizado por la Constitución Política de la República y las leyes. Asimismo, entre los eventuales beneficiarios de estos monopolios estructurales prohibidos podían encontrarse personas de Derecho público que no revistieran la calidad de autoridades públicas, v. gr., el Banco del Estado. El Tribunal Antimonopólico ha interpretado la expresión estanco en un sentido más bien cercano a la definición del Diccionario de la Lengua Española y según su uso común. Así, dicha Comisión ha señalado: “A juicio de esta Comisión, la exigencia de la Resolución Nº 2.269, ya citada, de canalizar a través de la Sociedad de Terminales Pesque505
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ros Ltda. la comercialización de pescados y mariscos, entendida como la necesidad de llevar a efecto en un único lugar en Santiago las ventas al por mayor de dichos productos, sin ninguna limitación de cantidades, compradores ni vendedores, no importa el establecimiento o constitución de un estanco, ya que dicha exigencia no se identifica ni con el concepto del uso general de dicha palabra, coincidente con el histórico, ni con el concepto legal actual de la misma, según se ha examinado en los considerandos precedentes”.498 En otras palabras, lo generalmente prohibido por el inciso tercero del derogado art. 5º del Decreto Ley 211 de 1973 era el otorgamiento de un monopolio estructural en virtud de una legislación exceptuada, por una autoridad pública dotada de potestades normativas de jerarquía infralegal, y fuere que dicho monopolio estructural beneficiare a una persona privada o pública, o bien a otra autoridad pública. Finalmente, en cuanto a la sanción que se seguía a quien infringiera esta norma generalmente prohibitiva, estimamos que también consistía en la nulidad de Derecho público fundada en los arts. 6º y 7º de la Constitución Política de la República por los motivos que fueron expuestos en relación con el artículo cuarto del Decreto Ley 211. Asimismo, creemos que estaba obligada a accionar esta nulidad la Fiscalía Nacional Económica cuando ello resultaba pertinente. Por otra parte, también cabía la aplicación del tipo universal primitivamente contenido en el art. 1º del Decreto Ley 211 (actualmente, art. 3º, inc. 1º de dicho cuerpo normativo), en concurrencia con este inciso tercero del art. 5º, por las consideraciones antes explicadas. 4.2.5. CONCLUSIONES El análisis expuesto acerca del alcance del artículo cuarto del Decreto Ley 211 de 1973, y acerca de la necesidad de preservar dicho precepto, nos lleva a plantear el perfeccionamiento de aquél, lo cual estimamos fundamental habida consideración de la poderosa injerencia que el Poder Ejecutivo tiene en la Fiscalía Nacional Económica, lo que por sí mismo ya hace difícil prevenir y castigar los monopolios de privilegio. Por ello, sugerimos la complementación del artículo cuarto en comento por la vía de añadir las diversas precisiones expuestas a lo largo de este estudio Estimamos que se debería aclarar, a nivel legal, el alcance del monopolio de privilegio y la noción de monopolio estructural sobre la
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Resolución Nº 10, considerando 11, Comisión Resolutiva.
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cual descansa aquél, que es la substancia de lo prohibido; se deberían precisar los destinatarios de la prohibición, así como los eventuales beneficiarios del monopolio estructural otorgado o reservado y, finalmente, se debería estructurar un sistema de deberes para la Fiscalía Nacional Económica y el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia en esta materia, así como una regulación de las responsabilidades para quienes, integrando un órgano estatal, otorguen un monopolio de privilegio directo. Dicho sistema de deberes y de responsabilidades hoy no está adecuadamente explicitado, generándose algunas dudas acerca de cómo proceder en estos casos. Estimamos que así como en la Ley de Sociedades Anónimas se busca proteger la inversión de todos los accionistas por la vía de hacer solidariamente responsables a los directores de la sociedad respectiva partícipes en un ilícito conjuntamente con esta última por los daños que se causen, el artículo cuarto del Decreto Ley 211 debería perfeccionarse por la vía de tutelar la libertad de competencia mercantil de todos los competidores, asegurando el máximo celo de los funcionarios públicos en el cumplimiento de las prohibiciones contempladas en el Decreto Ley 211, al tiempo de administrar un organismo estatal, bajo la amenaza de resultar responsables solidariamente de los daños causados en tanto partícipes en la decisión delictual. Hemos considerado prudente limitar dicha responsabilidad solidaria a los monopolios de privilegio de tipo directo; en efecto, el monopolio de privilegio indirecto usualmente surge de un error en el diseño de normas y, por tanto, sería peligroso paralizar la Administración del Estado por este concepto. En suma, esta proposición normativa busca hacer más eficiente la cautela y promoción de la libre competencia mediante una más completa y precisa proscripción del monopolio de privilegio. En síntesis, podemos concluir lo siguiente: 1. El monopolio de privilegio, sea directo o indirecto, vulnera de la libre competencia y, por tanto, requiere ser prohibido por las legislaciones antimonopólicas; de allí que, por regla general, el monopolio de privilegio constituye una ofensa monopólica. Excepcionalísimamente, dicho monopolio de privilegio halla justificación suficiente para su aceptación ante el Derecho en razones de bien común nacional. Si falta dicha justificación suficiente, el monopolio de privilegio constituye una situación tan dañina para la libre competencia como los demás ilícitos monopólicos, con el agravante de que adicionalmente facilita la corrupción de la Administración del Estado. 2. Los destinatarios de las prohibiciones de conferir monopolios de privilegio previstas en el artículo cuarto del Decreto Ley 211 de 1973, son el Estado y sus organismos –expresión que comprende to507
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dos los poderes estatales–, en cuanto ejerciten potestades públicas de una jerarquía normativa infralegal. 3. Los eventuales beneficiarios de los monopolios de privilegio prohibidos pueden ser: i) el Estado y sus organismos, cualquiera que sea el poder estatal al que pertenezca y cualquiera sea su jerarquía, incluidas entre tales organismos las empresas públicas del Estado, que son creadas por ley para la satisfacción de una necesidad pública, y ii) los privados, sea que se trate de autoridades privadas o simples particulares incluyendo en esta última categoría las sociedades controladas por el Estado o en las cuales éste tiene participación. En otras palabras, se halla prohibido el monopolio de privilegio, conferido mediante potestad pública infralegal a toda clase de autoridad, persona y entidad. 4. Las conductas prohibidas por el art. 4º del Decreto Ley 211 consisten en la concesión o reserva, directa o indirecta, del monopolio de privilegio, en su acepción estructural; por tanto, nuestra legislación antimonopólica busca evitar que la autoridad pública contribuya a la proliferación de monopolios estructurales tanto públicos como privados, esto es, independiente de quien sea beneficiario de los mismos. 5. La existencia del mencionado artículo cuarto está plenamente justificada, puesto que desplaza toda concesión o reserva de monopolio estructural de actividades económicas a un nivel legislativo o supralegislativo, dando garantías de que la libre competencia no va a ser afectada por monopolios de privilegio conferidos mediante potestades públicas de naturaleza administrativa o jurisdiccional. 6. Si bien hay ámbitos de coincidencia entre el principio de la restricción del Estado Empresario previsto en el inciso segundo del art. 19, Nº 21 de la Constitución Política de la República y el art. 4º del Decreto Ley 211, ello no justifica en manera alguna la supresión de este último atendidas las diversas funciones que tales disposiciones desempeñan en el orden jurídico.
4.3. EL MONOPOLIO DE EFICIENCIA Entre las fuentes del monopolio destaca como la permitida por excelencia aquella que resulta de la eficiencia interna (también denominada técnica, económica o productiva) de un competidor, sea que ésta tenga por causa la investigación e invención aplicada a sus productos, la especialización y la creatividad en su negocio, una importante racionalización de costos, una habilidad singular para obtener financiamiento, capacidad de diseño de estrategias de marketing o alguna otra 508
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ventaja peculiar de ese competidor. En síntesis, se trata de un competidor que alcanza, por su destreza y por su esfuerzo, un monopolio estructural, un poder de mercado en el ámbito específico en el cual desarrolla su actividad económica de intercambio. Si bien la denominación genérica de este monopolio es el de “eficiencia”, se ha discutido por algunos autores si ello necesariamente significa que el origen de aquél descansa en la eficiencia interna o técnica y que, según explicamos, consiste en la racionalización de costos por parte de un competidor con el objeto de optimizar el uso de los recursos productivos de que dispone, considerando un determinado estadio de desarrollo de la tecnología existente, a fin de maximizar una productividad “valiosa”. Tal como hemos señalado, el denominado “monopolio de eficiencia” puede haberse originado en una importante racionalización de costos internos, hallando su causa en una eficiencia interna, pero también puede encontrar explicación en la innovación tecnológica producto de la investigación científica. Esta innovación tecnológica no ha de ser considerada sólo como el origen de un monopolio, sino que también puede ser necesaria para la preservación del mismo. En tal sentido, no resulta efectivo, como bien ha demostrado Posner, que todo monopolio esté ajeno a la innovación tecnológica por costosa, incierta en sus resultados y díficil en la retención de las respectivas utilidades, que ésta sea.499 En síntesis, creemos que es dudoso el argumento de que la innovación tecnológica no sea parte de la eficiencia interna o productiva. El denominado monopolio de eficiencia corresponde a un competidor que ha logrado una posición dominante y probablemente un alto grado de concentración, en razón de que ha capturado una importante clientela gracias a una gran eficiencia interna en el proceso competitivo. Así, la concentración puede ser el resultado de una gran eficiencia interna según acontece en el caso de un monopolio de eficiencia. Esto corresponde a la teoría de la eficiencia superior desarrollada por Harold Demsetz durante la década de los años setenta. Es importante a este punto diferenciar un monopolio de eficiencia de un monopolio natural, puesto que la brecha que los separa puede hacerse sutil. El monopolio de eficiencia arranca de un poder de mercado adquirido mediante una competencia mercantil ajustada a Derecho y no deriva, como ocurre en el monopolio natural, de una situación de naturaleza, de la captura de una economía de escala, de
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POSNER, Richard A., “Natural monopoly and its regulation”, p. 581, Standford Law Review, volume 21, 1968-1969.
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una economía de ámbito, de una economía de densidad o un descubrimiento tecnológico que asegure una cierta exclusividad en la oferta o demanda de un bien económico. En otras palabras, mientras el monopolio natural halla su causa en una exclusividad característica de la naturaleza de la actividad económica desarrollada, el monopolio de eficiencia no se ve caracterizado por esta situación, sino que obtiene su poder de mercado de una forma de competencia mercantil, que eventualmente puede ser emulada por otros competidores que accedan o que ya se hallen en su propio mercado relevante. Lo anterior no significa que toda innovación tecnológica sea conducente a un monopolio natural; sólo lo es cuando tal innovación tecnológica permite alcanzar una forma de exclusividad en los bienes ofertados o demandados. De allí que un monopolio de eficiencia puede obtener su poder de mercado de una innovación tecnológica y ese monopolio preservará el adjetivo “de eficiencia”, en tanto que tal innovación no sea conducente a una exclusividad. Por el contrario, si tal innovación es conducente a exclusividad y ya había un monopolio de eficiencia, éste se transformará en un monopolio natural. Si la innovación tecnológica se ve protegida por una patente o privilegio industrial, se configurará por el tiempo que dicha patente o privilegio dure un verdadero monopolio de privilegio superpuesto a un monopolio natural. La situación de poder de mercado correspondiente a un monopolio de eficiencia no es reprochable en forma alguna, salvo que: i) el monopolista ejercite abusivamente dicho poder de mercado, o bien ii) que el monopolista haya alcanzado esa situación de monopolio por medios injustos, pero si éste fuera el caso nos hallaríamos ante otra de las fuentes del monopolio: por unificación de competencia o por obtención de un privilegio estatal antijurídico. Esta fuente de monopolio denominada monopolio de eficiencia es perfectamente lícita y deseable, pues es el fruto de una libre competencia mercantil que se ha conducido conforme a Derecho, que presupone igualdad jurídica de oportunidades para los competidores actuales y potenciales y, por tanto, desigualdad en los resultados de dicha competencia.500 En efecto, ha de premiarse el esfuerzo y la creatividad empresarial por oposición a la pasividad y a la imitación. Si la fuente de la cual ha emanado el monopolio es lícita, con mayor razón la actividad económica resultante del mismo ha de gozar de tal licitud. El sistema de libre competencia no debe penalizar a aquel com-
500 United States vs. Aluminum Co. of America (1945). Señaló en este fallo el Juez Hand que si una empresa se ha visto obligada a competir y triunfa, no puede ser condenada por el hecho de haber ganado.
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petidor que merced a su esfuerzo y su actividad lícita ha alcanzado una significativa participación de mercado, puesto que de lo contrario se desincentivaría el proceso de libre competencia y todo el empeño puesto en el mismo. En efecto, si bien el gran tamaño, la vasta influencia, el control sobre ciertos mercados relevantes, el poder para destrozar a alguno de los competidores y la habilidad para generar y adquirir nuevos negocios son factores que pueden ser, bajo determinadas circunstancias, relacionados con el abuso de poder de mercado, ellos no constituyen por sí mismos un atentado contra la libre competencia. Así, tales factores pueden ser el normal, ordinario y esperado resultado de las mejoras o innovaciones en un determinado proceso productivo y el consiguiente poder de mercado es el efecto de la exitosa fabricación y mercadeo de sus respectivos productos. Así lo ha afirmado la jurisprudencia antimonopólica estadounidense: “The mere possession of monopoly power does not ipso facto condemn a market participant. But, to avoid the proscriptions of Section 2, the firm must refrain at all times from conduct directed at smothering competition. This doctrine has two branches. Unlawfully acquired power remains anathema even when kept dormant. And it is not less true that a firm with a legitimately achieved monopoly may not wield the resulting power to tighten its hold on the market”.501
4.4. EL MONOPOLIO POR UNIFICACIÓN DE LA COMPETENCIA Bajo este título damos inicio a una importante sección en la cual continuamos con el análisis de los ilícitos de fuente, esto es, aquellos que consisten en la ejecución de conductas orientadas al desarrollo de fuentes ilícitas de formación de monopolios. Como señaláramos anteriormente, el ilícito de fuente tiene por objetivo alcanzar, por un medio injusto, la explotación de un monopolio estructural. En la sección anterior estudiamos una primera modalidad de ilícito de fuente, cual era el injusto de monopolio de privilegio, otrora también llamado monopolio público; en la presente, analizaremos una segunda modalidad de ilícito de fuente: el injusto de monopolio por unificación de la competencia. En la primera modalidad señalada, se daba cuenta de un ilícito de monopolio cuyo origen estriba en una conducta perpetrada por
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Berkey Photo, Inc. vs. Eastman Kodak Co., 603 F. 2d 263, 275 (2d Cir.1979).
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autoridad pública, en contravención de la libre competencia y sin mediar causal de justificación suficiente, a través de la cual aquella establece, directa o indirectamente, un monopolio estructural sobre un bien, el cual queda sustraído de las actividades económicas que el común de las personas hubiere podido desarrollar sobre el mismo. El injusto de monopolio por unificación de la competencia, otrora conocido como monopolio privado, consiste en un ilícito estructurado sobre la base de una conducta perpetrada por una o más personas, privadas o públicas, que no revisten la calidad de autoridades públicas, mediante la cual buscan constituir un monopolio estructural. Hemos denominado este ilícito “de unificación de la competencia” porque busca eliminar la pluralidad actual o potencial de competidores en disputa mercantil que caracteriza la libre competencia, sea por la vía de impedirles el ingreso, expulsarlos del mercado o de coludirlos para que no compitan, todo ello realizado por el autor del ilícito con el objeto de hacerse y consecuencialmente beneficiarse con un monopolio estructural. De esta manera, los competidores son refrenados en su intento de ingresar, se les invita o fuerza a formar un bloque o fórmula de concertación que elimina la competencia o bien los competidores existentes son expulsados del mercado relevante por otras vías. Un antiguo jurista definió este monopolio por unificación de la competencia como “una maquinación por la cual uno o muchos se convienen industrialmente en comprar o vender ellos solos ciertas mercaderías, estableciendo los mismos el precio”.502 Esta modalidad de ilícito de monopolio no encuentra su origen en un acto de autoridad pública, sino que en hechos, actos o convenciones mediante los cuales uno o más de los propios competidores crean u obtienen un monopolio estructural por medios reñidos con la libre competencia. Naturalmente, el objetivo es alcanzar un monopolio estructural que esté en verdad dotado de poder de mercado. En efecto, si dicho monopolio estructural careciese de poder de mercado, tales competidores habrían desperdiciado sus esfuerzos, puesto que lo buscado es lucrar con el poder de mercado emanado de un monopolio estructural que por esta vía se obtiene. A diferencia del injusto de monopolio por exclusión o privilegio, este ilícito de unificación de la competencia fue denominado en los Estados Unidos de América como el monopolio “moderno” por oposición al “técnico o clásico”. La principal diferencia entre ambos es
502 ROBLES, Lorenzo, Concordancia de la teolojía moral con el Código Civil Chileno, Tratado de los Contratos, Parte Segunda, cap. II, Punto III, p. 166, Santiago, Imprenta Nacional, 1864.
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que mientras el primero se perpetra por la autoridad pública en cuanto tal, el segundo debe ser ejecutado por uno o más competidores que pueden ser personas privadas o públicas que no estén revestidas de la calidad de autoridades públicas. No debe perderse de vista que cabe la posibilidad de que existan situaciones “mixtas”, esto es, en las que se dé coordinación explícita o implícita de autoridades públicas actuando con uno o más competidores en conductas colectivas que resulten en la “unificación de la competencia” en un determinado mercado relevante. Así, podría un monopolio de privilegio servir de fundamento a un arbitrio calificable como unificación de la competencia. El ilícito de unificación de competencia admite diversas variantes: la monopolización y la colusión o conspiración para la unificación de la competencia. Las fusiones y concentraciones constituyen una categoría especial, según explicaremos en el capítulo pertinente. 4.4.1. MONOPOLIZACIÓN El injusto de monopolización, en su precisa acepción jurídica, es una modalidad de ilícito de fuente que consiste en la conducta individual de un competidor mediante la cual se busca alcanzar una posición dominante por medios contrarios a la libre competencia a través de los cuales se busca excluir a uno o más de los restantes competidores. La eficiencia productiva y la eficiencia en la asignación de los recursos es, por regla general, el resultado de la libre competencia, en términos de que la obtención de una mayor libertad mercantil acompañada de la producción de mejores bienes y al menor precio es la meta de aquel bien jurídico tutelado en cuanto orientado al bien común político. De esto se sigue que tamaño y diversificación no constituyen indicadores de monopolización o de monopolios establecidos por medios antijurídicos; más aún, la antijuridicidad en este ámbito del derecho ha de demostrarse por medio de conductas contrarias a la libre competencia, v. gr., compras de un bien con el afán de crear una escasez artificial del mismo, etc. Así, la realización y desarrollo de negocios, con prescindencia de cuán significativos sean para un mercado, no constituye monopolización en tanto que ésta es, por definición, excluyente de otros competidores. Por ello, la pregunta fundamental desde la óptica de la tutela de la libre competencia apunta a cómo fue desarrollado un negocio con independencia de si éste era pequeño, mediano o ciclópeo; es decir, si aquél se desenvolvió mediante prácticas excluyentes de otros competidores o no. Decimos que se trata de un ilícito de fuente, puesto que atiende al carácter preventivo de la legislación antimonopólica en tanto que 513
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ésta proscribe la formación de monopolios estructurales por medios antijurídicos. Si el competidor autor de la conducta en estudio ya tuviese una posición dominante, cualquier práctica destinada a expulsar un competidor actual o impedir el ingreso al mercado de un competidor potencial sería calificada de un abuso de posición dominante de naturaleza excluyente. En este sentido, el empleo de la voz monopolización no se corresponde con el uso que le confiere la jurisprudencia estadounidense. Según esta última, “monopolización” consiste en la tenencia de poder monopólico acompañado de una práctica excluyente de la competencia caracterizada como indeseada y, por tanto, condenada por el Derecho antimonopólico. Es importante que la conducta sea individual por oposición a las formas de colusión monopólica, puesto que este último grupo tiene características plurilaterales y un consiguiente tratamiento especial. Debe recordarse para la caracterización de una monopolización llevada al límite, el principio latino que señalaba: “Monopolia dicitur, cum unus solus aliquod genus mercaturae universum emit, pretium ad suum libitum statuens”, esto es, se dice que tiene lugar un monopolio toda vez que una sola persona adquiere la totalidad de una clase de bien, fijando luego el precio a su discreción. Asimismo, éste es un injusto que sólo puede ser perpetrado por personas carentes de potestades públicas, sean aquéllas públicas o privadas, puesto que si es realizado por una autoridad pública nos enfrentamos a un monopolio de privilegio, el cual podría hallarse ajustado a Derecho o no, dependiendo de las consideraciones que en el capítulo de esta obra denominado “El monopolio de privilegio” explicamos. La noción de monopolización apunta a la exclusión de uno o más competidores actuales o potenciales por medios antijurídicos, esto es, lesivos de la libertad de competencia mercantil de quienes participan o aspiran a participar en un determinado mercado relevante. Dicha exclusión tiene un móvil económico y jurídico perfectamente claro: alcanzar poder de mercado o, en otras palabras, hacerse de un monopolio estructural para luego explotarlo. Conviene observar que para que exista monopolización de un mercado relevante, resulta fundamental que éste admita algún grado de competencia; en efecto, si en dicho mercado no hay competencia sino que sólo cabe la posibilidad de un solo oferente, quien realiza la oferta no ha monopolizado ese mercado sino que ha accedido a un monopolio natural. Así, en el monopolio natural –según vimos en el respectivo capítulo de este libro– no hay competencia en el desarrollo de la actividad misma, aun cuando podría haber competencia por el ingreso a ese mercado, lo que ha sido fomentado por los organismos antimonopólicos en base a la teoría de los mercados contestables. 514
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Un ejemplo de estas conductas individuales y privadas constitutivas de la monopolización lo hallamos en ciertas formas de competencia desleal tipificadas en el Decreto Ley 211 y en el “arrinconamiento del mercado” o “acaparamiento” consistente en adquirir todas las mercaderías de una especie en un determinado mercado para luego venderlas más caro de lo que resultaría en un estado de competencia. Así, las antiguas legislaciones antimonopólicas sancionaban en Inglaterra, Francia y España a los “regraters”, “regrattiers” o “regatones”, que eran acaparadores que trataban de acumular mercaderías para aumentar los precios y luego proceder a una venta gradual para maximizar el precio por unidad. Cabe advertir que la expresión “regatón” tiene también un sentido inocuo ante el Derecho de la libre competencia, esto es, la calidad de intermediario entre un mercado mayorista y un mercado minorista. Modernamente, ciertas formas de integración horizontal de facilidades o estructuras esenciales para la explotación de una actividad económica en el patrimonio de un solo competidor han sido consideradas como variantes de monopolización.503 En nuestra referencia a conductas de competencia desleal504 advertimos que sólo ciertas modalidades de estas conductas corresponden a la figura genérica de monopolizaciones, puesto que la tipificación ejemplarizadora del artículo tercero, letra c) del Decreto Ley 211 es bastante más amplia. En efecto, tal precepto contempla prácticas de competencia desleal “realizadas con el objeto de alcanzar, mantener o incrementar una posición dominante”. De esta triple variedad de objetos que pueden exhibir las respectivas conductas de competencia desleal sólo uno de ellos corresponde a la monopolización: alcanzar una posición dominante. Si ya se tiene una posición dominante y ésta es preservada o incrementada a través de prácticas de competencia desleal, tales conductas de preservación o incrementación de la posición dominante no corresponden a monopolizaciones sino que antes bien a abusos de una posición dominante ya alcanzada.
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En este sentido, la denuncia efectuada por Compañía Minera Cordillera S.A. en contra de Sociedad Punta de Sal Lobos S.A. con motivo de una supuesta integración horizontal de los Puertos Patillos y Patache ubicados en la I Región del país. Véase, el Informe y Requerimiento formulados por el Fiscal Nacional Económico y que fue presentado ante el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia con fecha 12 de agosto de 2004. 504 Sobre competencia desleal pueden consultarse las Sentencias Nº 9/2004 y Nº 10/2004 emitidas por el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia.
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Una forma habitual de monopolizar ha consistido en afectar la transparencia del mercado, como ocurría en el caso del comerciante que, con fraude o mentiras, impedía que los demandantes aguardasen a otros comerciantes que traían las mismas mercaderías que él ofrecía, logrando así vender más caro. Sobre el particular, cabe recordar el ejemplo clásico que citan los teólogos juristas del siglo XVI acerca del comerciante que, con fraudes o mentiras, persuadía a los consumidores de que los demás mercaderes no llegarían a vender a ese puerto, puesto que una tempestad había hundido los barcos en que transportaban las respectivas mercaderías. Así, el mercader mendaz lograba un acaparamiento ficto o simulado de la oferta de ciertas mercaderías o productos. Esta forma de monopolización podría calificarse de “ficta” (a través de falsedades por oposición a las reales, que son las antes descritas). La monopolización ficta produce iguales efectos que la real en tanto la falsedad no sea descubierta. Si bien el término monopolización no aparece empleado en el Decreto Ley 211, ni es muy habitual en nuestra jurisprudencia,505 podemos afirmar que desde una óptica doctrinaria aquél se encuentra aceptado y resulta adecuado para distinguir de entre los ilícitos de unificación las conductas unilaterales de las bilaterales o que exigen pluralidad de personas. Asimismo, la monopolización y la colusión monopólica se diferencia de las fusiones y concentraciones en que aquéllas se valen de medios injustos, ajenos a una sana y libre competencia, en tanto que las fusiones y concentraciones corresponden al empleo de medios lícitos.506 4.4.2. COLUSIÓN Y CONSPIRACIÓN EN LA UNIFICACIÓN DE LA COMPETENCIA
A. Colusión monopólica El término colusión, emanado del latín jurídico collusio, significa un acuerdo entre dos personas destinado a perjudicar a un tercero. En el 505 Puede citarse como ejemplo la Resolución Nº 609, visto 4º, párrafo 7º, de la Comisión Resolutiva, que señala: “Concluyen señalando que la celebración del contrato de compraventa constituye un claro intento de Coca Cola de monopolizar el mercado de las bebidas gaseosas, afectando gravemente su transparencia al otorgarle a la denunciada acceso a información estratégica de su único competidor”. La Resolución Nº 667, considerando décimo tercero, de la Comisión Resolutiva, da cuenta de una eventual monopolización del mercado. 506 Una confusión entre monopolización y concentración se observa en el Oficio Nº 160 evacuado por la Fiscalía Nacional Económica con fecha 20 de abril de 1999 y
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ámbito de la libre competencia, semejante acuerdo está destinado a conculcar este bien jurídico, por la vía de que se le lesione o bien se le coloque en riesgo y sea que ello entrañe un perjuicio civil concreto o no. La denominación de colusión o conspiración de la unificación de la competencia puede parecer un tanto limitada; lo que se busca indicar es que la fuente del monopolio dotado de poder de mercado arranca de las conductas de dos o más competidores que, concertada o en cierta concurrencia conductual, producen el efecto de entorpecer, restrigir o eliminar la libre competencia al interior de un mercado relevante. Se habla de unificación de competidores porque esos competidores actúan como si fuesen “uno” para efectos de la competencia, puesto que toda forma de libre competencia presupone pluralidad actual o potencial de competidores. Resulta inadecuado conferir a esta modalidad de injusto de monopolio el rótulo de “ilícito de monopolio convencional”, porque no necesariamente la colusión o la reducción de competencia en un mercado relevante determinado se traduce en una convención, verbal o escrita, en su acepción típicamente civil, según tendremos oportunidad de ver. Asimismo, es inadecuado el nombre de “ilícito de monopolio privado”, porque las empresas públicas del Estado también pueden –aun cuando jurídicamente les esté prohibido– coludirse o concertarse para entorpecer, restringir o eliminar competencia, según lo ha demostrado la jurisprudencia antimonopólica. Los acuerdos que resultan proscritos por el Derecho antimonopólico no son aquellos resultantes del lícito ejercicio de la libertad de competencia en el ámbito mercantil, que ordinariamente emplean los comerciantes para desarrollar las ventas y llevar a cabo sus operaciones cotidianas, sino que se hallan vedados los acuerdos conculcadores de la libre competencia. La tutela antimonopólica de la libre competencia no ha de destruir esta última, sino que ha de proteger la libertad contractual y la propiedad privada, reprimiendo los excesos o desviaciones de la libertad de competencia mercantil. Bajo el título de este capítulo quedan comprendidos los trusts, convenciones, pooles, compras accionarias, licenciamientos, arrendamientos, gentlemen’s agreements y todo acuerdo lesivo de la libre competencia. Conviene referirse brevemente a los trusts, puesto que fueron estos acuerdos secretos los que dieron lugar a la denominación que adoptó la legislación antimonopólica en los Estados Unidos de Amétambién en el único voto disidente de la Resolución Nº 667 de 30 de octubre de 2002. En efecto, el incremento de participación accionarial realizado por quien ya era controlador de esa misma empresa es calificado como un acto de monopolización, debiendo haber sido denominado como de concentración.
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rica: la legislación antitrust, nombre que hasta el día de hoy perdura para indicar la represión del monopolio en su acepción jurídica de injusto. Originalmente, el término trust se refirió a una organización formada en virtud del acuerdo de varias sociedades anónimas que operaban bajo una dirección única, mediante el expediente de que los accionistas de tales sociedades transferían todo o parte de sus acciones emitidas por estas últimas a un comité central. Este comité central procedía a emitir en favor de los accionistas que habían transferido sus acciones, certificados que daban cuenta de las referidas transferencias accionarias y, por tanto, tales certificados conferían participación en las utilidades que obtuviese el trust. El trust tenía por objeto controlar la competencia en la producción y la comercialización de un determinado producto en cierto ámbito geográfico. Ello se lograba a través del Comité, que procedía a designar a todos los directores de todas las sociedades anónimas adscritas al trust. Modernamente, la expresión trust denota toda forma de convención o acuerdo, explícito o implícito, celebrado entre dos o más personas jurídicas o naturales, destinado a lesionar o amagar la libre competencia por medio de la regulación de la producción y/o comercialización de un bien determinado.507 Algunas legislaciones antimonopólicas han ido más lejos en la construcción y desarrollo de las conductas prohibidas y han privado a las colusiones de su consensualidad característica, aparentemente para con ello facilitar la acreditación procesal de la perpetración de las mismas, según explicaremos en el capítulo denominado “Prácticas concertadas y paralelismos conscientes”. Así, por ejemplo, se han construido las conductas conscientemente paralelas, donde basta la existencia de conductas similares entre competidores, aun cuando no exista acuerdo alguno entre ellos. Ello resulta altamente peligroso, puesto que dos competidores pueden reaccionar de la misma forma frente a un incremento en el coste de ciertos insumos, v. gr., subiendo los precios y ello ser calificado como un atentado de colusión contra la libre competencia. Lo anterior no debería ser tratado como un acto subsumible en el tipo universal antimonopólico, puesto que ello implicaría sancionar conductas cuya finalidad no es ni puede ser atentar contra la libre competencia. Esta es otra muestra de la importancia de la faz subjetiva del tipo universal antinomopólico.
507
Véase Northern Securities Co. vs. US y Mallinekrodt Chemical Works vs. State of Missouri.
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B. Conspiración monopólica El término conspiración, si bien casi relegado al olvido en nuestro Derecho, se halla mencionado y expresamente definido en nuestro Código Penal que data de 1875. En efecto, prescribe el Código Penal en su Libro I, Tít. I, art. 8º, inc. 2º: “La conspiración existe cuando dos o más personas se conciertan para la ejecución del crimen o simple delito”.508 Cabe observar que uno de los proyectos de Código Penal para la República de Chile, el de 1859, que nunca llegó a ser promulgado, hacía mención en su art. 16 a la “conspiración o complot”, exigiéndose para su perfeccionamiento la celebración de dos o más reuniones.509 La conspiración exige pluralidad de personas y alguna forma de concierto entre ellas para la perpetración de una conducta criminal o ilícita, sea que tal ilicitud arranque de los medios empleados en la consecución del objeto buscado o del objeto mismo de la conspiración. De allí que la conspiración es siempre antijurídica, salvo que en algún caso excepcional concurriese una causal de justificación, caso en el cual desaparecería el objeto ilícito y no habría conspiración. En cuanto a la pluralidad de personas es importante observar que éstas pueden ser personas naturales o jurídicas, de derecho privado o público, nacionales o foráneas. La responsabilidad alcanza no sólo a los conspiradores “fundadores”, sino que también a quienes hayan ingresado al acuerdo conspiratorio a lo largo del tiempo. Respecto de estos últimos, el mero hecho de no haber repudiado la operatoria del acuerdo una vez que la conocieron y aceptaron o no haberse retirado del mismo tan pronto tomaron conocimiento de sus prácticas, les hace partícipes y responsables de la conspiración. Es importante observar que si bien la conspiración se halla definida en nuestro Código Penal, aquella noción no se agota en el ámbito criminoso sino que puede ser empleada para cualquier forma de ilícito, incluido el monopólico. Así, cabe advertir que entre la multitud de formas que puede asumir la conspiración se halla la conspiración monopólica. Las modalidades de conspiración monopólica son innumerables y no exigen de formalidad alguna: convenciones, combinaciones, alianzas, acuerdos de caballeros, conferencias, etc. Dichas formas de con508
Esta redacción ha tenido por base el art. 4º del Código Penal español en su primitiva versión, reformada en 1850. “Actas de las Sesiones de la Comisión Redactora del Código Penal chileno”, Sesión Quinta del 7 de mayo de 1870, p. 7, Imprenta de la República, Santiago, 1873. 509 Proyecto de Código Penal para la República de Chile, art. 16, p. 4, Imprenta Chilena, Santiago de Chile, 1859.
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certación, cuyos objetos pueden ser fijar precios, acordar boicoteos, negativas de ventas, repartos de cuotas de mercado, limitaciones a la producción, repartos de zonas geográficas, etc., se caracterizan porque las finalidades son compartidas por todos y cada uno de los conspiradores. De lo anterior no se sigue que los medios o prácticas desarrollados para alcanzar tales fines deben ser exhaustivamente conocidos y consentidos o bien ejecutadas por todos y cada uno de los conspiradores. La conspiración trasciende el respectivo acuerdo que le da origen, puesto que la conspiración es una suerte de sociedad en la prosecución de un objeto ilícito o en la búsqueda de un fin determinado por medios ilícitos. En este sentido, la regla general será que la conspiración sea un acuerdo de ejecución diferida. Suele ocurrir que las conspiraciones monopólicas adquieren diversas denominaciones en atención a la actividad mercantil en la cual se originan. Así, por ejemplo, en el ámbito del tráfico marítimo internacional se ha constatado la existencia de las denominadas “conferencias marítimas”, respecto de las cuales el Tribunal Antimonopólico ha señalado: “Son por naturaleza monopólicas, ya que ellas son el fruto de acuerdos celebrados entre empresas navieras con el propósito evidente de repartirse y asignarse las rutas marítimas que les interesan, fijando tarifas uniformes para los miembros de ellas y determinando las demás condiciones del transporte que sus adherentes realizan. En cambio, las empresas navieras que actúan fuera de Conferencias, en forma independiente, están en condiciones de fijar sus tarifas de acuerdo con sus costos y expectativas de ganancia, que en la práctica resultan ser inferiores a las de las empresas conferenciadas y que es lo que permite que en el comercio marítimo haya algún grado de competencia y que los usuarios disfruten de alternativas comerciales distintas de las ofrecidas por las empresas conferenciadas”.510 Las conferencias marítimas pueden clasificarse en abiertas y cerradas, según si están dispuestas a admitir nuevos miembros en las mismas.511 La conspiración podrá vulnerar la libre competencia por la vía de ponerla en riesgo o bien de lesionarla efectivamente y en ambos casos generará responsabilidad monopólica para los conspiradores. Asimismo, no es de la esencia de la responsabilidad monopólica que los conspiradores obtengan un beneficio pecuniario como consecuencia
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Resolución Nº 154, considerando 3º, Comisión Resolutiva. Resolución Nº 157, considerandos 1º, 2º y 3º, Comisión Resolutiva.
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de la conspiración bastando al efecto que la conspiración monopólica tenga esa finalidad. Conviene recordar el pensamiento de Raymond de Roover sobre el particular: “Según la opinión de los escolásticos, el monopolio era una ofensa en contra de la libertad: suponía un carácter criminal debido a que se basaba generalmente en la confabulación o ‘conspiración.’ (...) No tengo duda alguna de que la idea de conspiración de las leyes de los antimonopolios se remonta a los antecedentes escolásticos y que tiene sus raíces en el concepto medioeval del precio justo”. 512 Los juristas de la segunda escolástica española hablaron de “monipodio” para referirse a la conspiración.513 C. Caracterización del cartel Varios competidores alcanzan, mediante acuerdos directos o indirectos, una dirección económica única que elimina o reduce el grado de competencia entre aquéllos. Tales acuerdos no obedecen a una estructura singular y tipificable desde una óptica jurídica, no obstante exhibir todos ellos algo en común: la finalidad última de imprimir a todos los partícipes en tales acuerdos una resolución económica única. Estas convenciones denominadas “carteles” han sido agudamente caracterizadas por Tulio Ascarelli514 en la forma siguiente: convenciones plurilaterales, con obligaciones y derechos de idéntico contenido para todos los contratantes, mediante las cuales se realiza la prosecución de un objetivo común: eliminar, restringir o entorpecer la libre competencia en el mercado relevante respectivo. Lo anterior permite el ingreso posterior de competidores del respectivo mercado relevante a esta convención y la salida de competidores que originariamente participaban en aquélla. Asimismo, este tipo de convenciones suelen ser administradas por mayorías antes que por decisiones unánimes dado el usualmente importante número de cocontratantes que puede lle512 R OOVER, Raymond de, “El concepto de precio justo: teoría y política económica”, p. 31, Estudios Públicos Nº 18, Santiago, 1985. 513 “Este precio justo es el que corre de contado públicamente, y se usa esta semana, y en esta hora como dicen en la plaza, no habiendo en ello fuerza, ni engaño, aunque es más variable (según la experiencia enseña) que el viento (...). Dije no habiendo engaño, porque lo pueda haber en esta materia, en una de dos maneras, o en la mercadería, si está viciada, o en el mercader, que ejercita con engaño su arte, haciendo monipodio con sus consortes y compañeros: que no baje”. MERCADO, Tomás de, Suma de tratos y contratos, p. 177, Editorial Nacional, Madrid, 1975. 514 ASCARELLI, Tulio, Sociedades y asociaciones comerciales, Editorial Ediar Editores S.A., Buenos Aires, 1947.
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gar a reunirse en esta clase de acuerdos. En definitiva, se trata de convenciones plurilaterales, innominadas, cuya finalidad es rentabilizar un monopolio colectivo y, por tanto, son contrarias al Derecho de la libre competencia. Una clasificación de los carteles es aquella que distingue entre carteles sin centralización de ventas y con centralización de ventas. En la primera modalidad, las partes continúan gestionando en forma autónoma sus respectivas empresas, las que preservan sus personalidades jurídicas, aunque debiendo cumplir con las obligaciones contraídas en virtud del cartel (cartel de primer grado). A diferencia, en la segunda modalidad los cocontratantes si bien preservan sus respectivas personalidades jurídicas, dan nacimiento a una suerte de órgano común, cuyo objetivo por regla general será centralizar un determinado servicio u operación para todos los integrantes del cartel, por ejemplo centralizar las ventas de los productos que cada uno de los partícipes produce. Este órgano común puede seguir directrices muy variadas: puede cuidar de la venta de los productos de los cocontratantes, determinar cuotas máximas de producción para la venta, seguir directivas en cuanto a los precios mínimos y/o máximos de venta o comercialización. Desde un punto de vista operativo del cartel es mucho más eficiente esta segunda modalidad (cartel de segundo grado), puesto que hace más difícil una violación de la convención monopólica al existir un control más férreo de cada uno de los cocontratantes por medio de este órgano común. Esta segunda modalidad de cartel es llamada por algunos autores “consorcios” para diferenciarlos de los carteles de primer grado antes descritos. El órgano de los consorcios puede adoptar la forma de una persona jurídica creada al efecto o bien una suerte de comisionista o un mero departamento a cargo de la operatoria común a todos los cocontratantes. Si el órgano común se halla constituido por una persona jurídica al efecto, contará con un patrimonio propio, el cual generalmente se integrará por las contribuciones de cada uno de los partícipes en el cartel. Esta última figura semeja a los trusts estadounidenses antes descritos. En los carteles de tercer grado pueden llegar a jugar un papel relevante las asociaciones gremiales. Por ello, la jurisprudencia administrativa antimonopólica ha señalado la importancia de que las asociaciones gremiales, en su carácter de cuerpos intermedios artificiales, se orienten hacia su fin específico y este no sea confundido con la gestión de cada una de las empresas afiliadas a dicha asociación gremial: “Los empresarios pertenecientes a una asociación deben manejar sus negocios propios en forma totalmente autónoma, independiente y separada de la organización gremial a la que pertenecen. En consecuencia, los aspectos mercantiles de la libre competencia no son ma522
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terias en que puedan intervenir entidades y personeros de asociaciones gremiales, ya que ellas sólo representan intereses generales y comunes, por lo que no pueden dirigir la actividad comercial individual de los asociados”.515 Puesto de otra forma, resulta perfectamente lícito que las asociaciones gremiales aborden temas propios de su rubro de actividad económica, v. gr., estadísticas, clasificaciones aduaneras, protección del medio ambiente, acciones legales contra resoluciones perjudiciales adoptadas por ciertos reguladores, prácticas de lobby o cabildeo respecto de proyectos legislativos adversos, etc. Sin embargo, la concurrencia de los asociados a reuniones en las cuales se intercambia información sobre costos y precios cobrados por cada uno de ellos y se adoptan decisiones acerca de cómo y cuánto producir o acerca de los precios o ciertas cláusulas contractuales para la comercialización de sus productos, será considerado una cartelización del tercer grado. En un caso como el descrito, suele constituir una defensa aceptada por los organismos antimonopólicos el que un asociado se desvincule públicamente del resultado de las reuniones antes descritas. Si el autor de la instigación monopólica o de la misma conducta monopólica es una asociación gremial, debe recordarse el Decreto Ley 2.757, de 1979, que regula tales organizaciones, señalando que la sola intervención de tales asociaciones constituye una circunstancia agravante de la responsabilidad monopólica de los que participan en tal conducta.516 El mencionado Decreto contempla esta circunstancia como un agravante de la responsabilidad monopólica de carácter penal. La derogación del delito penal monopólico formulado por el antiguo artículo primero del Decreto Ley 211 hace, en nuestra opinión, imposible la aplicación de esta agravante penal. En efecto, el delito penal de monopolio ha desaparecido como consecuencia de la Ley 19.911 y si bien no es menos cierto que subsisten otros delitos penales especiales vinculados a la libre competencia, según hemos demostrado en esta obra, atendida la construcción de esta agravante en función del antiguo art. 1º del Decreto Ley 211, se trataría de una agravante específica de aquel desaparecido delito penal y, por tanto, no será aplicable a otros delitos penales tutelares de la libre competencia. Así, la agravante en comento al ser aplicada en derecho estricto
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Dictamen 807/401 de la Comisión Preventiva Central. Decreto Ley 2.757, de 1979, art. 26: “La realización o celebración por una asociación gremial de los hechos, actos o convenciones sancionados por el art. 1º del Decreto Ley 211, de 1973, constituirá circunstancia agravante de la responsabilidad penal de los que participen en tal conducta”. 516
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carecerá de operatividad, puesto que está referida exclusivamente al antiguo artículo primero del Decreto Ley 211. En el evento que la conducta constitutiva del requerimiento de una asociación gremial dé lugar a responsabilidad monopólica, quedará a criterio del Tribunal de Defensa de la Libre Competencia la ponderación de tal circunstancia en la determinación de las eventuales sanciones que imponga. Cabe observar que una conducta monopólica como la descrita constituye una desviación de los fines específicos que una asociación gremial ostenta y, por tanto, un abuso de la autonomía que la Constitución Política de la República reconoce a estos cuerpos intermedios. En este sentido resulta ilustrativa la Resolución Nº 67 de la Comisión Resolutiva en la cual resulta denunciada y luego objeto de un requerimiento del Fiscal Nacional Económico, la Asociación de Molineros de Arroz, entidad que a nombre del conjunto de unos asociados ha intervenido en forma reiterada en diversas licitaciones de arroz “paddy” convocadas por la Empresa de Comercio Agrícola. Al respecto, el considerando 2º señala: “Explica el señor Fiscal que (...) el solo hecho de que las empresas arroceras se hayan presentado en forma conjunta, con la representación y patrocinio de la Asociación de Molineros de Arroz, a las licitaciones abiertas por la Empresa de Comercio Agrícola, demuestra que estas industrias, en lugar de competir entre sí, por desarrollar un mismo giro comercial, como correspondería a empresas independientes, se conciertan y demandan por una sola vía la adjudicación de la oferta de arroz efectuada por la Empresa de Comercio Agrícola, para cuyo efecto se reparten cuotas de dicha oferta y acuerdan un mismo precio de compra de ese producto”. El Tribunal Antimonopólico concluyó que dicha práctica importaba un acuerdo restrictivo de la libre competencia al versar sobre el precio a pagar por las mencionadas adquisiciones de arroz y tener lugar entre empresas independientes. Asimismo, el Tribunal Antimonopólico estableció que la Asociación de Molineros de Arroz por ningún motivo debió exceder el ámbito de acción que la ley señala a las corporaciones de su clase ni el objeto expresado en sus estatutos, motivo por el cual determinó su disolución requiriendo al efecto al Presidente de la República la cancelación de la personalidad jurídica de la misma. D. Prácticas concertadas y paralelismos conscientes El Tratado de Roma contempla en su art. 85 una tipología de colusiones y conspiraciones monopólicas que resulta conveniente tener presente. Así, dicha disposición distingue “acuerdos entre empresas”, 524
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“decisiones de asociaciones de empresas” y “prácticas concertadas”. De estas categorías, sin duda la más extrema es la denominada “prácticas concertadas”, puesto que se ha dicho por la doctrina que ésta no reúne todos los elementos de una convención clásica, pudiendo configurarse como el resultado de una coordinación que se exterioriza en el comportamiento de los participantes. Sin embargo, no todo comportamiento paralelo corresponde a una práctica concertada. Si bien es cierto que toda práctica concertada presupone en su ejecución algún razonable grado de paralelismo en las conductas de ciertos competidores, de ello no puede inferirse que todo paralelismo es constitutivo de una práctica concertada. Así, la propia jurisprudencia antimonopólica emitida bajo el Tratado de Roma, y en esto seguiremos a Waelbroeck y Frignani, se ha encargado de observar que el paralelismo puede constituir prueba de una práctica concertada en tanto y en cuanto ésta sea la “única explicación probable” (Pasta de Madera II, considerando 71) de semejante paralelismo conductual. De esta forma si un competidor adecua el precio de sus bienes ofertados al precio más elevado que acaba de colocar otro competidor, ello no es prueba de que exista una práctica concertada, sino que es más probable que el primer competidor desee obtener un mayor beneficio por la comercialización de sus productos y, en tal sentido, se haya visto alentado por la conducta de otro competidor que ha subido sus propios precios. Es conocida una práctica denominada “paralelismo consciente”, la cual es característica de los mercados que presentan una estructura oligopolística, una alta homogeneidad en los productos y gran transparencia en los precios. En tales mercados se ha constatado que cada competidor planifica su estrategia comercial considerando el comportamiento esperado de sus rivales. Ello se explica porque cada competidor teme una guerra devastadora en materia de precios y por ello tiende a buscar en éstos un nivel tal que garantice a los oferentes del respectivo mercado una ganancia suficiente. Esto se traduce en una interdependencia conductual en materia de precios y, por tanto, las variaciones del equilibrio entre la oferta y la demanda tendrán correlativamente una equivalencia en las alzas y bajas de los precios del mercado respectivo. Por lo expuesto, esta práctica es también conocida como “interdependencia oligopolística” o “colusión tácita”. Surge, entonces, la pregunta de en qué condiciones podría una interdependencia oligopolística devenir en una práctica concertada y, por tanto, ser reprochada monopólicamente. Algunos autores han sugerido que la punición de una interdependencia oligopolística como práctica concertada sólo procedería en la medida que aquélla conduzca a una limitación de las cantidades entregadas y a un incremento 525
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de los precios por sobre el nivel competitivo. A diferencia, el Tribunal de Justicia de la Unión Europea ha estimado que el paralelismo consciente es diverso de la práctica concertada, no obstante lo cual aquél podría constituir un indicio serio cuando conduce a unas condiciones de competencia que no corresponden a las normales del mercado, teniéndose presente las particularidades de este último (ICI, considerando 66). La referencia a “condiciones normales del mercado” muestra que el Tribunal de Justicia no ha pretendido asimilar una situación estructural del mercado a una conducta reprochable y punible de un competidor, sino antes bien atender a las consecuencias de una práctica concertada que ha permanecido oculta, pero que sin embargo resulta manifestada en anormalidades en el funcionamiento de ese mercado oligopolístico y no en atender a una comparación con un paradigma de mercado perfecto. En el Derecho Antimonopólico chileno puede consultarse, entre otras, las Resoluciones Nos 5, 8, 221, 432 y 479, de la Comisión Resolutiva. Otra práctica que abre interrogantes desde la perspectiva de la colusión y la conspiración monopólicas es la los “precios rectores” o, también conocida como “precios directores”. Esta situación tiene lugar toda vez que los competidores de un mercado relevante alínean sus políticas de precios con el comportamiento de un líder de precios o “piloto”. La condición de “piloto” puede emanar del hecho de que aquél es el competidor más poderoso, o bien con una mayor participación de mercado o que exhibe las mayores ventajas en materia de costes. De lo anterior se infiere que el “piloto” fijará los precios en forma óptima, esto es, evitando una guerra de precios (“piloto dominante”) así como desincentivando el ingreso de nuevos competidores al mercado (“piloto barométrico”). Esta conducta tampoco puede asimilarse a una práctica concertada, puesto que el Tratado de Roma no prohíbe “adaptarse inteligentemente al comportamiento real o previsto de sus competidores” (Suiker Unie, considerando 173), en tanto que esta adaptación se realice en forma independiente. Asunto diverso es que la nominación de empresas piloto sea el resultado de una práctica concertada o de una colusión monopólica. En el evento que exista dicha colusión y otra empresa que no participa en ésta decide seguir los precios dictados por los integrantes de tal concertación no parece ello un antecedente suficiente para sancionar a esta última. En efecto, no basta el conocimiento de la existencia de una práctica colusoria para ser responsable monopólicamente por esta última, puesto que todavía cabe el legítimo derecho de adaptarse inteligentemente al comportamiento real o previsto de tales competidores que integran ese cartel. En otras palabras, toda fórmula colusiva o conspirativa exige conocimiento y voluntad por parte de sus adherentes y no puede 526
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bastar ni el mero conocimiento de un cartel ni la mera voluntad desinformada de las características fundamentales de aquel acuerdo contrario a la libre competencia. Al referirnos a las características fundamentales ciertamente que no consideramos la adhesión y confección de un plan común, lo cual ha sido desestimado por el propio Tribunal de Justicia (Suiker Unie). Sin embargo, alguna jurisprudencia apunta a proscribir cualquier toma de contacto directa o indirecta entre dichos operadores que tenga por objeto o efecto influir en el comportamiento de un competidor, actual o potencial, en el mercado o bien dar a conocer a dicho competidor el comportamiento que se ha decidido o se proyecta mantener en el mercado (Suiker Unie, considerandos 173 y 174). En nuestra opinión, más que exigirse un plan común ha de buscarse una exigencia de reciprocidad que acredite una cooperación práctica entre competidores. Precisamente por esta falta de reciprocidad es que el anuncio de precio que efectúa un piloto y que no va seguido de la “aceptación” de los demás competidores no puede ser considerada una práctica concertada. Por la misma razón, el mero anuncio de incrementos de precios no puede constituir por sí mismo una práctica concertada, puesto que los competidores destinatarios de ese anuncio tienen incertidumbre acerca de si ese anuncio va a ser seguido por todos y cada uno de tales destinatarios. Así, atendida la ausencia de una prueba directa de la existencia de una colusión o conspiración monopólica, se llega a demostrar una práctica concertada por la vía de una reciprocidad efectiva o muestra práctica de una coordinación en los precios u otras variables relevantes. E. Colusión y conspiración en el Decreto Ley 211 Un análisis de la normativa vigente nos lleva a identificar los siguientes elementos peculiares de esta figura, que son predicables de las colusiones, conspiraciones, prácticas concertadas, monipodios, alianzas, ligas y cualesquiera sean las denominaciones que asuma esta importantísima modalidad de unificación de la competencia: 1. Lo que diferencia esta modalidad de injusto monopólico de la monopolización es su estructura plurilateral. Ésta consiste en una pluralidad de personas que alcanzan alguna forma de acuerdo, sea éste formal o informal, expreso o tácito, de ejecución instantánea o diferida. Esta pluralidad de personas ha de ir acompañada de una plurilateralidad, esto es, cada una de ellas debe comportarse como una verdadera “parte”, de forma independiente respecto de la otra en cuanto a la toma de decisiones, en orden a ingresar a esta convención, en cuanto a dar ejecución a la misma y a hacer o no abandono de aquélla. 527
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2. Este acuerdo o convención plurilateral puede exhibir contenidos permanentes o dinámicos en el tiempo, en función de las circunstancias que enfrenten las partes del mismo a lo largo del tiempo. En el caso de los contenidos dinámicos, el proceso de adhesión a las prestaciones requeridas se prueba en cada caso según si el competidor destinatario del anuncio u oferta de reciprocidad acepta esta última o, por el contrario, decide rechazarla exhibiendo una conducta contradictoria con la práctica requerida a través de la oferta. A su vez, tales contenidos pueden importar conductas simétricas para todos los partícipes en la convención de marras o bien asimétricas. Esto prueba que la noción de convenciones es más amplia que la de los carteles, puesto que en estos últimos necesariamente las prestaciones a que se obligan los miembros son similares, según ya explicamos. 3. Nuestra ley antimonopolio emplea en el tipo universal antimonopólico la voz “convención”, pero ésta alcanza una acepción propia, más laxa que la perfilada civilísticamente y dotada de una informalidad y dinamismo característicos del ámbito mercantil y de la velocidad con que se perfeccionan los negocios. De allí que las “convenciones” a que aludimos pueden resultar un tanto diferentes de las categorías civilísticas. A modo de ejemplo, es de la esencia de una convención su carácter vinculante; sin embargo, encontramos casos en los cuales una recomendación seguida uniformemente por sus destinatarios puede ser tratada como una convención o colusión monopólica, aun cuando los requeridos aleguen un carácter no vinculante (Resolución Nº 77 de la Comisión Resolutiva, considerando 4º en relación considerando 7º). 4. Luego el inciso segundo del artículo tercero del Decreto Ley 211 contempla, a título meramente ejemplar, la descripción de ciertas prácticas vulneradoras de la libre competencia, entre las que procede mencionar la aludida en la letra a), puesto que se refiere a las colusiones monopólicas. Las modalidades de colusiones monopólicas mencionadas son: los acuerdos expresos o tácitos y las prácticas concertadas. En nuestra opinión la alusión a “acuerdos tácitos” no puede ser interpretado en el sentido de que proceda la sanción de paralelismos conscientes o interdependencias oligopolísticas porque tal como fuera explicado ello carece de razonabilidad por los motivos anotados. A diferencia, estimamos que la referencia a “acuerdos tácitos” apunta más bien al grado de informalidad que pueden revestir ciertas prácticas conspirativas monopólicas y en las que la convención resulta adecuadamente inferida de conductas aplicadas por partes diversas con caracteres de reciprocidad. Un contraste entre acuerdos expresos y tácitos resulta en nuestra jurisprudencia ilustrado por las Resoluciones Nº 16 y Nº 221, ambas emitidas por nuestra Comisión Resolutiva. La primera alude a acuerdos expresos de colusión mono528
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pólica, concretamente a una modalidad calificada como “explotación conjunta de pertenencias mineras”, la cual es reprochada desde la óptica de la libre competencia por contemplar una forma de reparto de mercados divididos al efecto entre interno o nacional y externo o foráneo. La Resolución Nº 221 infiere una colusión tácita sobre la base de cuatro circunstancias que se encuentran debidamente probadas; no se trata de que se utilice una presunción simplemente legal pre-existente, sino de que la inferencia sea razonable y fundada a la luz de la regulación de las presunciones judiciales que autorizan los arts. 426 del Código de Procedimiento Civil y 1712 del Código Civil. 5. La letra a) en comento alude luego a la finalidad de las colusiones monopólicas descritas, señalando que ésta ha de consistir en la fijación de precios de venta o de compra, en la limitación de la producción o en la asignación de zonas o cuotas de mercado como medios comisivos para alcanzar un poder monopólico susceptible de ser mal empleado o abusado. Podría pensarse que la voz “objeto” de que se vale esta letra a) no está empleada en un sentido de dirección subjetiva (“fin o intento a que se dirige o encamina una acción u operación”), sino que en un sentido de mero efecto de un acto, pudiéndose llegar a la praeter-intencionalidad. No consideramos factible dicha interpretación por las razones expuestas en los capítulos pertinentes de esta obra. 6. Respecto de los componentes de esta finalidad es necesario clarificar que el abuso del poder monopólico conferido por los acuerdos colusivos o prácticas concertadas no se ha de traducir necesariamente en la obtención de una renta monopólica, sino que puede consistir en otras formas de abuso destinadas a preservar o incrementar el poder monopólico ya alcanzado. Es fundamental esta exigencia de que las prácticas colusivas tengan aptitud para conferir poder monopólico, puesto que no caben en nuestro derecho de la libre competencia las colusiones o conspiraciones ilícitas “per se”, esto es, punibles con abstracción o prescindencia de su aptitud para proporcionar poder de mercado. Cabe observar que adicionalmente a estas exigencias las convenciones constitutivas de colusiones, conspiraciones y prácticas concertadas deberán cumplir con todos y cada uno de los requisitos ya estudiados y que emanan del tipo universal antimonopólico: sujeto activo, acción, resultado y nexo causal en la faz objetiva y la intencionalidad correspondiente a la faz subjetiva. Una importantísima clasificación es aquella que distingue entre acuerdos horizontales y acuerdos verticales. Esta distinción guarda relación con las fases productivas de un bien: los acuerdos horizontales tienen lugar entre competidores de una misma fase productiva, en tanto que los acuerdos verticales tienen lugar entre competidores que 529
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operan en diversas fases productivas contiguas, v. gr., un proveedor de un insumo alcanza un acuerdo con el productor del bien que requiere dicho insumo. En relación con el art. 3º, letra a) del Decreto Ley 211, creemos que existen varias formas de leer esta colusión monopólica conducente a un abuso consistente en la asignación de zonas de competencia. La primera modalidad y la forma más habitual en que se presenta esta conducta, consiste en que una pluralidad de competidores de la misma fase productiva se coluden con el objeto de dividirse el mercado relevante y evitarse entorpecimientos con motivo de la competencia que desarrollarían entre sí de no mediar esta colusión. De esta forma, coordinados entre sí, tales competidores adquieren un poder de mercado que les permite efectuar una asignación de territorios exclusivos entre sí y determinar el precio y demás condiciones en las cuales comercializarán sus productos. El acuerdo debe tener por objeto alcanzar un poder de mercado del cual se carece, sea que los coludidos individualmente no tengan poder de mercado alguno o bien ostenten algún poder de mercado que resultará incrementado en virtud de la colusión. Si el acuerdo no tiene por objeto alcanzar un poder de mercado del cual se carece, semejante convención será irrelevante al Derecho de la libre competencia. A contrario sensu, sólo una vez que se establezca la relevancia del acuerdo para efectos del Derecho antimonopólico podrá analizarse éste a la luz del tipo universal antimonopólico. 4.4.3. FUSIONES Y CONCENTRACIONES A. Concepto de fusiones y concentraciones El término “fusión”, según es empleado en el contexto del Derecho de la libre competencia, excede y trasciende en contenido al vocablo homónimo del Derecho mercantil. La voz fusión significa en nuestro Derecho mercantil la reunión de dos o más sociedades en una sola que las sucede en todos sus derechos y obligaciones y a la cual se incorporan la totalidad del patrimonio y accionistas de los entes fusionados. Por contraste, el Derecho antimonopólico confiere mayor latitud y flexibilidad al concepto de fusión, el cual suele ir acompañado a modo sinonímico de la noción de concentración. Las fusiones, reformuladas por el Derecho antimonopólico de forma de comprender las concentraciones y los acuerdos de participación en el control de las empresas, han cedido paso a “las concentracio530
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nes” como denominación genérica para este tipo de prácticas. Sin embargo, para efectos de este capítulo emplearemos la fórmula tradicional de “concentraciones y fusiones” (CF) o viceversa. Las CFs corresponden a una noción jurídica altamente flexible, que tiene la peculiaridad de capturar una gran amplitud de prácticas mercantiles, las que se caracterizan por estar constituidas por uno o más hechos, actos o convenciones cuyo objeto consiste en alcanzar eficiencias en una actividad empresarial mediante la adquisición de participaciones sociales (accionariales y no accionariales) o activos en general cuya propiedad o control se hallaba en poder de competidores. De esta forma, la esencia de las CFs –en la acepción precisa que les confiere el Derecho de la libre competencia– da cuenta de una práctica mercantil clasificable como integración vertical, integración horizontal o conglomeración mediante la cual se reduce el número de competidores o se restringe de alguna forma la competencia mercantil entre competidores en uno o más mercados relevantes. Así, resulta fundamental distinguir las CFs de las concentraciones de riqueza, así como de las concentraciones accionariales. Las CFs sólo guardarían relación con una concentración de riqueza y la consiguiente desigualdad en los ingresos en tanto se demostrara que aquéllas han dado lugar a un injusto monopólico de abuso, en virtud del cual un competidor puede extraer una renta monopólica persistentemente en el tiempo (gozando de impunidad ante las autoridades antimonopólicas) y en una magnitud tal que tenga incidencia sobre los ingresos de los demás agentes económicos. Las CFs son diversas de las concentraciones accionariales, puesto que aquéllas se refieren al número de competidores o al grado de libertad de competencia mercantil entre competidores en uno o más mercados relevantes, en tanto éstas dicen relación al número de accionistas partícipes en una sociedad anónima o sociedad en comandita por acciones. No obstante lo anterior, es posible observar un nexo entre ambas en la medida que el mercado relevante analizado corresponda a lo que la literatura denomina “mercado por el control corporativo”. Esta noción apunta a una libre competencia por el control –sea éste en su versión de dominio de la mayoría del capital votante o por influencia decisiva– de ciertas sociedades. En síntesis, las CFs en estudio no aluden ni a la riqueza ni a las acciones en cuanto títulos valores, sino que a la oferta y a la demanda y, particularmente, al grado de atomicidad o nivel de concentración de éstas. Las CFs no son tratadas como una categoría especial de injustos monopólicos, puesto que el grado de competitividad de un determinado mercado no se mide por el número de oferentes y demandan531
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tes que interactúan en aquél. En consecuencia, no cabe la inferencia de que por el hecho de ser un mercado altamente concentrado, necesariamente ha de ser poco competitivo. El grado de competitividad ha de establecerse considerando el número e intensidad de barreras a la entrada existentes respecto de un determinado mercado, así como el número y calidad de sustitutos disponibles al bien ofertado y demandado. El grado de concentración puede tener por causa la mera eficiencia económica –según explicamos bajo el epígrafe “El Monopolio de Eficiencia”–, siendo esta última totalmente lícita y deseable, puesto que puede ser el resultado de una sana y libre competencia; o bien tener por causa economías de escala, de ámbito o exigencias de tamaño mínimo para enfrentar la competencia internacional. De allí que no basta que las CFs produzcan un efecto de reducción del número de competidores independientes ni una disminución de los niveles de competencia entre todos o algunos de tales competidores, ni que importen una obtención, preservación o incremento de poder de mercado para que se concluya que aquéllas deben ser proscritas por causar un efecto nocivo –sea de peligro o de lesión– sobre la libre competencia en un mercado relevante. En efecto, según veremos, las eficiencias que en la respectiva actividad económica producen las CFs hacen plenamente justificado que éstas reciban un trato especial en un sentido jurídico y económico. Hay fusiones y concentraciones que colocan en riesgo la libre competencia y otras que no; sólo las primeras pueden ser sancionadas o ser objeto de medidas propiamente tales (también denominadas “condiciones” según corresponda) por el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia. Más aún, ni siquiera todas las fusiones y concentraciones que plantean algún riesgo para la libre competencia deben ser proscritas, puesto que puede haber eficiencias que presenten resultados benéficos desde un punto de vista social y en las cuales ese riesgo se presente como nimio o bien se encuentre totalmente ausente. En efecto, un gran número de concentraciones carece de efectos anticompetitivos llegando a ser, en multitud de ocasiones, procompetitivas. B. Hipótesis de la eficiencia superior versus hipótesis de la colusión La tendencia moderna ha sido abandonar una posición rígida respecto de las denominadas operaciones de fusión o concentración, puesto que bajo determinadas circunstancias estas prácticas pueden acarrear un significativo beneficio social producto de importantes economías de escala y eficiencias que ellas conllevan y, desde esa perspectiva, conviene monitorear el riesgo de atentados contra la libre 532
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competencia antes que privar a la sociedad civil o política de la eficiencia indicada. Esta visión, cuyo mérito se debe a Harold Demsetz (Hipótesis de la eficiencia superior), se sustenta sobre la idea de que en todo mercado relevante hay empresas más eficientes que otras, las cuales tienden a dominar la respectiva industria por la vía de una legítima competencia en términos de precio, cláusulas contractuales y/o calidad de sus productos. Así, la alta concentración y las significativas ganancias pueden ser el resultado de una ventaja en los costos y no la consecuencia de un abuso monopólico. También, interferir en estos mercados que exhiben alta concentración podría significar en muchos casos castigar competidores por el mero hecho de ser eficientes en un sentido interno o técnico. La perspectiva dada por Demsetz se contrapone a la que prevaleció hasta la década de los sesenta y que era conocida como la teoría de la estructura (también denominada de la estructura-conducta-desempeño), según la cual la alta concentración en un mercado relevante (pocas empresas tienen un porcentaje alto de las ventas totales) se correlacionaba con un bajo nivel de competencia expresado en conductas oligopólicas o monopólicas.517 Dicho bajo nivel de competencia acarreaba –según esta hipótesis– precios excesivos y contracción de la oferta con los consiguientes efectos negativos sobre la asignación de los recursos. Ese bajo nivel de competitividad se expresaba en que a menor número de competidores aumentarían las colusiones (por lo cual esta teoría recibió también el nombre de “hipótesis de la colusión”). Actualmente, la teoría estructuralista se encuentra desacreditada por falta de evidencia empírica que la sustente. Paradójicamente fue la evidencia empírica el antecedente que sirvió de fundamento a la hipótesis de la colusión; aquélla mostraba una asociación positiva entre concentración y ganancias. Posteriormente, esa evidencia fue analizada con mayor precisión y, por tanto, objeto de lecturas alternativas; la asociación entre concentración y ganancias puede producirse porque: i) la concentración aumenta los precios (hipótesis de la colusión), o ii) la concentración hace caer los costos y eventualmente también los precios; esto puede deberse a que la propia concentración tenga efecto sobre los costos (Peltzman) o bien porque una innova-
517 Schumpeter ya había sostenido, en la década de 1930, que la competencia podía incrementar la concentración, puesto que aquélla se desarrolla principalmente a través de la innovación tecnológica. Luego, las utilidades sobrenormales son la recompensa de la innovación exitosa y la concentración es, al menos en parte, el resultado del éxito en la innovación. Confrontar SERRA BANFI, Pablo, “Concentración Económica, ¿es anticompetitiva?”, pp. 30 y 31, Publicación Día de la Competencia (30 de octubre de 2003), Fiscalía Nacional Económica, Santiago de Chile.
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ción haga caer los costos, produzca una mayor concentración y mayores ganancias (Demsetz). Actualmente, la evidencia empírica muestra mayor soporte a la lectura de Demsetz y no entrega fundamento a la hipótesis de la colusión.518 C. Medición de los niveles de concentración Los niveles de concentración suelen medirse a través del Índice Herfindahl Hirschmann (HHI). Este indicador se basa en las participaciones de mercado de cada competidor, cada una de las cuales es elevada al cuadrado y luego todas ellas son sumadas. Las participaciones de mercado de cada competidor se determinan en función de la participación de éste en el total de las ventas de un sector. Los rangos de este indicador van desde cero (para un mercado relevante completamente atomizado) hasta diez mil (para un mercado relevante entregado a un monopolio puro). Sobre la base del HHI, la Guía de Fusiones Horizontales, elaborada por el US Department of Justice y la Federal Trade Commission de los Estados Unidos de América, ha clasificado los mercados en desconcentrados (HHI inferior a 1.000), moderadamente concentrados (HHI entre 1.000 y 1.800) y altamente concentrados (sobre 1.800). Este uso del HHI descansa sobre la idea de que existe una relación lineal entre el valor que arroja el índice, que es una medida de la concentración, y el poder de mercado que ostenta un determinado competidor. Esta relación no sólo no es lineal, sino que existen dos factores adicionales que determinan a qué nivel de concentración comienza a observarse un poder de mercado significativo. Esos factores adicionales son la elasticidad de la demanda de mercado (qué tantos buenos sustitutos hay) y la elasticidad de oferta de la competencia (qué tan rápido puede reaccionar la competencia).519 De allí que una posición dominante no puede ser conceptualizada en función de una alta participación en el respectivo mercado relevante sino que ha de serlo en atención al poder de mercado efectivamente ostentado. Conviene advertir que se ha estimado por el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia que el HHI no es conclusivo por sí solo para establecer los efectos monopólicos de un determinado nivel de con518 Para una exposición acerca de la evidencia empírica en esta materia, SAPELLI , Claudio, “Concentración y grupos económicos en Chile”, pp. 74-86, en Estudios Públicos Nº 88, Santiago de Chile, 2002. 519 SAPELLI, Claudio, “Concentración y grupos económicos en Chile”, p. 70, en Estudios Públicos Nº 88, Santiago de Chile, 2002.
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centración sobre la libre competencia, debiendo ponderarse otros elementos propios y característicos de cada mercado relevante.520 Compartimos tal visión, puesto que el HHI no es más que un índice para medir niveles de concentración, lo cual es algo completamente diferente a determinar los eventuales efectos nocivos que un incremento de concentración podría provocar sobre el bien jurídico tutelado libre competencia correspondiente al mercado en el cual tiene lugar tal incremento. La literatura económica ha evolucionado dejando atrás la denominada teoría de la estructura, conducta, desempeño o hipótesis de colusión que, durante la década de los sesenta, postulaba que un bajo número de competidores en un mercado relevante necesariamente implicaba menor competencia al interior del mismo y, por tanto, una alta tasa de colusiones monopólicas. Según hemos señalado al tratar el denominado monopolio de eficiencia, éste corresponde a un competidor que ha logrado una posición dominante y probablemente un alto grado de concentración, en razón de que ha capturado una importante clientela gracias a su eficiencia interna en el proceso competitivo. Así, la concentración puede ser el resultado de una gran eficiencia interna según acontece en el caso de un monopolio de eficiencia. D. Situación normativa de las fusiones y concentraciones Nuestro Decreto Ley 211 no contempla normas jurídicas específicas reguladoras de las fusiones o concentraciones en cualesquiera de sus modalidades. Dicho cuerpo normativo antimonopólico se encarga de proscribir injustos monopólicos de fuente, v. gr., colusiones monopólicas, e injustos monopólicos de abuso, v. gr., la explotación de una posición dominante a través de la imposición de contratos atados, y sea que tales injustos pongan en riesgo o bien lesionen la libre competencia. No obstante lo anterior, el tipo universal antimonopólico ha resultado aplicado en procesos jurisdiccionales sancionatorios y en procedimientos administrativos consultivos en relación con ciertas operaciones correspondientes a estas prácticas denominadas fusiones y concentraciones. Lo que resulta esencial en estas prácticas es acreditar que la respectiva operación conculca la libre competencia, sea en forma de colocarla en peligro o en forma de lesionarla.
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Resolución Nº 02/2005, II, considerando, 2.5, sexto párrafo, emitida por el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia.
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Lo que diferencia las prácticas de fusión y concentración del injusto de abuso monopólico radica en que aquéllas, bajo el supuesto de cumplir ciertas exigencias, podrían llegar a constituir injustos de fuente, mas nunca injustos de abuso. En efecto, las fusiones y concentraciones no son esencialmente antijurídicas, como acontece con la figura del abuso monopólico, que es siempre repudiable desde una óptica del Derecho de la libre competencia. La mejor prueba del aserto anterior radica en que muchas fusiones y concentraciones no vulneran la libre competencia y son calificadas de inocuas a la luz de este bien jurídico tutelado. Adicionalmente, ciertas fusiones y concentraciones permiten la obtención, preservación o incremento de poder de mercado, lo cual es característico de los injustos de fuente, y no constituyen un mal uso de poder de mercado, que es lo que define el abuso monopólico. Lo que separa las prácticas de fusión y concentración de las prácticas colusorias –la modalidad de injustos de fuente que más se les parece– es que en aquéllas hay sinergias y eficiencias resultantes de la operación misma que eventualmente pueden ser transferidas a ciertas categorías de personas partícipes en los mercados respectivos. Así, si bien por regla general en las fusiones y concentraciones hay una obtención, preservación o incremento de poder de mercado de cierta entidad, adicionalmente hay también eficiencias cuya transferibilidad puede justificar tolerar esa obtención o reforzamiento de poder de mercado a expensas de monitorear la entidad resultante de la fusión y concentración para evitar que ésta realice algún abuso de ese poder de mercado. En otros términos, mientras en la práctica colusoria no existe beneficio alguno ni para la libre competencia ni para la sociedad civil, sino que tan sólo una obtención, preservación o incremento de poder de mercado mal habida (es decir no es el resultado de una alta capacidad para atraer y satisfacer clientela), en la fusión y concentración hay otros beneficios. Este distingo justifica que no se trata de igual forma una colusión, por una parte, y una fusión y concentración, por otra. En efecto, nos hallamos ante prácticas mercantiles diferentes en su impacto económico y en sus finalidades objetivamente acreditables; las fusiones y concentraciones buscan alcanzar determinadas eficiencias a través de una reducción del número de competidores independientes e incremento u obtención de posición dominante, en tanto que las colusiones monopólicas buscan tan sólo esto último. Atendido lo expuesto, cabe afirmar que las fusiones y concentraciones son por regla general el resultado del lícito ejercicio de una libertad de competencia mercantil. En la medida que tales fusiones y concentraciones puedan provocar riesgos a la libre competencia y és536
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tos puedan ser evitados o morigerados, según corresponda, a través de medidas propiamente tales impuestas por el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia en ejercicio de sus potestades públicas para absolver consultas, tales fusiones y concentraciones deberán ser aprobadas. En el evento que tales CFs puedan causar riesgos a la libre competencia, el Tribunal Antimonopólico deberá imponer aquellas “condiciones” o medidas propiamente tales que resulten necesarias para remover la tipicidad de la conducta consultada y que reviste los caracteres de una CF. Es preciso recordar que sólo puede imponerse una medida propiamente tal en tanto y en cuanto la CF respectiva sea encuadrable en el tipo antimonopólico previsto en el artículo tercero del Decreto Ley 211. En consecuencia, la CF debe tratarse de una conducta, esto es, un hecho, acto o convención y no una “mera estructura”, como alguna vez se ha planteado. En efecto, el referido artículo tercero no permite ni sancionar ni prevenir a través de medidas propiamente tales la estructura de un mercado, sino que tan sólo conductas específicas y concretas. Respecto de éstas, corresponderá al Tribunal de Defensa de la Libre Competencia efectuar un análisis prospectivo para determinar si hay probabilidades o meras posibilidades de colusiones monopólicas o abusos de posición dominante. En la práctica, las fusiones y concentraciones llegan al Tribunal Antimonopólico antes de su perfeccionamiento, sea porque los propios interesados efectúan la consulta antimonopólica de rigor o bien porque la Fiscalía Nacional Económica formula aquélla de oficio en representación de la Nación. En cuanto a las políticas antimonopólicas aplicadas en materia de fusiones y concentraciones, éstas han evolucionado en el tiempo; así, por ejemplo, luego de la crisis de los años 80, al determinarse la procedencia de las fusiones se consideraban elementos como tasas de empleo, capacidad de competencia nacional con empresas extranjeras, preservación de la viabilidad de las empresas existentes (riesgos de quiebra o insolvencia), sinergias de gestión, etc. En estricto rigor, el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia carece de autoridad para aprobar una CF que contravenga la libre competencia; lo que sí puede hacer es establecer “condiciones” o medidas propiamente tales que remuevan tal contradictoriedad con la libre competencia y permitan a la sociedad civil beneficiarse de las eficiencias mercantiles asociadas a aquella CF. La globalización ha producido un significativo efecto en el estudio de los mercados relevantes, introduciendo parámetros más complejos en el análisis de los productos y sus bienes sustitutos. Lo anterior ha generado un efecto importante para determinar los grados de concentración de un mercado en el cual se plantea la realización de una fusión. 537
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Nuestro sistema tutelar de la libre competencia no contempla la obligatoriedad de consultar eventuales concentraciones o fusiones;521 no obstante lo anterior es preciso observar que la Fiscalía Nacional Económica está siempre habilitada por el Decreto Ley 211 para formular consultas y en la práctica siempre se ha ocupado de las concentraciones relevantes, motivo por el cual estimamos innecesario crear por ley una obligación de consulta previa en esta materia. Atendida la mencionada falta de obligatoriedad en las consultas es que en ciertos casos se ha establecido por el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia, a través de una medida propiamente tal dictada con motivo de una consulta, la obligatoriedad de consultar ante esa misma autoridad pública la procedencia desde una perspectiva antimonopólica de una concentración o fusión.522 Ciertas industrias reguladas exhiben fórmulas de concentración específicas para las mismas. Esto es lo que acontece con el mercado sanitario (Ley 19.549) y el mercado portuario (Ley 19.542). Adicionalmente, otras industrias reguladas muestran procedimientos específicos de anuncio y/o autorizaciones para incrementar su participación en aquéllas mediante tomas de control. Nuestra Ley de Sociedades Anónimas (Ley 18.046) contiene la regulación prototípica en materia de toma de control y fusiones. Una fórmula supeditada a autorizaciones se halla en la Ley General de Bancos, donde el autorizante es la Superintendencia de Bancos e Instituciones Financieras, y en la Ley sobre Libertad de Opinión e Información (Ley 19.733), donde el autorizante es el propio Tribunal de Defensa de la Libre Competencia. Estas normas no necesariamente resguardan la libre competencia sino que, en algunos casos, constituyen verdaderas barreras artificiales de entrada creadas por la autoridad pública legislativa y por ello deberían ser objeto de la potestad requisitoria del Tribunal Antimonopólico. Las fusiones y ciertas adquisiciones de activos conducentes a significativas concentraciones de un determinado mercado relevante han despertado la preocupación de los organismos tutelares de la libre competencia. Esta inquietud se ha trasladado a algunos parlamentarios que han promovido un proyecto de ley sobre la materia consistente en la introducción de un nuevo artículo tercero bis al Decreto Ley 211.523
521 Así, resulta del texto del Decreto Ley 211 y lo confirma la jurisprudencia del Tribunal Antimonopólico. Véase, Resolución Nº 125, de 13 de julio de 1982, y Resolución Nº 667 de 30 de octubre de 2002, ambas de la Comisión Resolutiva. 522 Así, Sentencia Nº 09/2004, Resolución 3ª del Tribunal de Defensa de la Libre Competencia. 523 Proyecto de Ley que “Regula fusiones y tomas de control de empresas”, en Boletín Nº 3618-03.
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Esta nueva disposición establecería que todo proyecto u operación de concentración de empresas deberá obtener un pronunciamiento previo y favorable del Tribunal de Defensa de la Libre Competencia toda vez que: i) como consecuencia de la operación se adquiera o incremente una cuota igual o superior al 30% del mercado nacional, o de un mercado geográfico definido dentro del mismo, de un determinado producto o servicio, o cuando ii) el volumen de ventas global en nuestro país del conjunto de los partícipes supere en el último ejercicio contable la cantidad de $ 20.000 millones, siempre que al menos dos de las empresas realicen individualmente en Chile un volumen de ventas superior a $ 3.500 millones. Adicionalmente, dicho proyecto considera que hay concentración de empresas o concentración económica en toda operación que suponga una modificación estable de la estructura de control de las empresas partícipes mediante: i) la fusión de dos o más empresas anteriormente independientes; ii) la toma de control de la totalidad o de parte de una empresa o empresas mediante cualquier medio o negocio jurídico; iii) la creación de una empresa en común y, en general, la adquisición del control conjunto sobre una empresa, cuando ésta desempeñe con carácter permanente las funciones de una entidad económica independiente y no tenga por objeto o efecto fundamental coordinar el comportamiento competitivo de empresas que continúen siendo independientes, y iv) cualquier otro acuerdo o acto que confiera a una persona o grupo empresarial influencia decisiva o control, en los términos que establecen los arts. 97 y ss. de la Ley 18.045, respecto de una empresa con la que previamente a tales acuerdos o actos competía en uno o más mercados. Concordamos con María de la Luz Domper en que una regulación de esta naturaleza es altamente inconveniente para la tutela de la libre competencia, puesto que no considera cada mercado relevante en su propio mérito, esto es, distinguiendo si los niveles de concentración alcanzados corresponden a la eficiencia de los competidores que participan en el mismo o no, diferenciando cuál es la estructura de la oferta y la demanda, si la concentración favorece economías de escala o economías de ámbito, si existen o no barreras a la entrada, si hay presencia de sustitutos perfectos respecto del bien ofertado o no, cuál es la elasticidad del precio de la demanda, etc.524 En síntesis, de
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DOMPER , María de la Luz, “Regulación de fusiones”, p. 35, Diario Financiero del 17.08.04, Santiago.
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un determinado nivel de concentración en propiedad o control que exhiba un determinado mercado relevante no puede inferirse un correlativo poder de mercado. Por el contrario, el análisis que debe hacerse ha de comprender todos los elementos propios de un mercado relevante, tanto en lo concerniente a territorio como a producto. En lo que respecta al territorio resulta un error considerar como el máximo mercado relevante el nacional, puesto que en nuestro mundo globalizado existen muchos mercados internacionales debiendo considerarse en multiplicidad de casos el comercio internacional como un componente significativo de la demanda y de la oferta. En síntesis, el poder de mercado difiere sensiblemente en mercados relevantes con similares niveles de concentración. Por ello las limitaciones que arbitrariamente se impondrían para determinar la procedencia de una obligación de obtener un pronunciamiento previo y favorable del Tribunal Antimonopólico entrabarían multiplicidad de operaciones y generaría la necesidad de realizar una investigación que probablemente y en último término recaería sobre la Fiscalía Nacional Económica. ¿Cuál sería la velocidad de resolución de estas consultas forzadas por parte del Tribunal Antimonopólico? Ya preocupa la gran cantidad de temas que atiende este tribunal especial, resultando lógico preguntarse cómo operaría en el despacho de las causas con esta nueva carga que se le impondría. Consideramos un error identificar las fusiones con competidores como un caso de abuso de posición dominante, como lo creyó la antigua jurisprudencia emitida bajo el Tratado de Roma de la Comunidad Económica Europea al aplicar los arts. 85 y 86 de dicho tratado.525 Cabe observar que tales artículos no aluden a la fusión como una forma de abuso. Sabemos que mientras el abuso es siempre antijurídico, existen fusiones que no sólo podrían ser inocuas sino que altamente convenientes, según lo demostrara Demsetz. Posteriormente, en la Comunidad Económica Europea las fusiones y concentraciones pasaron a ser controladas a través del Reglamento Comunitario Nº 4064/ 1989, el cual fue modificado por el Reglamento Comunitario Nº 1310/ 1997 y más recientemente ambos han quedado derogados por el Reglamento Comunitario Nº 139/2004. Este último cuerpo normativo sólo se ocupa de “las concentraciones que sean susceptibles de obstaculizar de forma significativa la competencia efectiva en el mercado común o en una parte substancial del mismo, en particular como con-
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Europemballage (Continental Can), 3 Comm. Mkt. Rep. (CCH) // 9481 (ECComm. 1971).
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secuencia de la creación o refuerzo de una posición dominante”.526 De allí que no cualquier concentración califica como un atentado contra la libre competencia. La Ley Federal de Competencia Económica de México (1992) definió, a través de su reglamento, las concentraciones como “una fusión con o adquisición de control sobre otra firma, o cualquier otro acto de unión de empresas, asociaciones, accionistas, sociedades de negocios, fideicomisos o propiedades en general, que se lleva a cabo entre competidores, proveedores, clientes o cualquier otro agente económico, cuyo propósito o efecto sea disminuir, perjudicar o impedir la competencia respecto a bienes y servicios idénticos o muy similares” (desarrollo del art. 16, cap. III). El art. 17 de la citada ley contempla criterios para establecer cuándo se está frente a una concentración monopólica, los cuales apuntan a que mediante la conducta de concentración se adquiera poder de mercado y éste sea orientado a una conducta contraria a la libre competencia. E. Clases de fusiones y concentraciones Las fusiones pueden ser totales o parciales; temporales o permanentes; reversibles o irreversibles; horizontales, verticales o conglomerales. Las fusiones pueden realizarse vía adquisición de propiedad de una persona jurídica, adquisición de control de una persona jurídica o adquisición directa de ciertos activos relevantes pertenecientes a un competidor.
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Reglamento (CE) Nº 139/2004 del Consejo de 20 de enero de 2004, art. 2º, numeral tercero, Diario Oficial de la Unión Europea de 29.1.2004.
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5. LA EXPLOTACIÓN DEL MONOPOLIO Y EL ABUSO DE POSICIÓN DOMINANTE. UNA APROXIMACIÓN AL INJUSTO MONOPÓLICO DE ABUSO
Procede recordar que el ilícito de fuente –a cuyas modalidades ya hemos aludido en la Sección IV precedente– consiste en la ejecución de una conducta orientada a alcanzar, por un medio injusto y técnicamente idóneo, un monopolio estructural con la finalidad, dolosa o culposa, de proceder a la explotación de este último. Por contraste, el ilícito monopólico de abuso consiste en la injusta explotación de un monopolio estructural que ya se ostenta, prevaliéndose en forma dolosa o culposa el autor del injusto del poder de mercado que ese monopolio generalmente confiere. El ilícito de abuso no es otra cosa que el ejercicio antijurídico del poder de mercado de que dispone el monopolista estructural, lo que se verifica a través de hechos, actos o convenciones vulneradoras de la libre competencia. Si no existe vulneración de la libre competencia, el ejercicio del poder de mercado respectivo no podrá ser calificado de antijurídico, al menos desde una perspectiva antimonopólica. El poder de mercado en sí mismo no es reprochable; tal como explicáramos anteriormente, aquél puede ser el resultado de una legítima eficiencia ganada por un competidor que ha logrado reducir sus costos y comercializar bienes de calidad superior a la de sus competidores. Lo exigido para la configuración del ilícito de abuso es que exista un monopolio estructural dotado de poder de mercado y que dicho poder sea ejercitado por el monopolista en una forma tal que lesione la libre competencia, bien jurídico tutelado de donde arranca la tipicidad y antijuridicidad monopólica.
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5.1. EL TRATAMIENTO NORMATIVO DEL ABUSO DE POSICIÓN DOMINANTE En la versión originaria del Decreto Ley 211 de 1973, no se contemplaba referencia alguna al abuso de posición monopólica; no obstante lo anterior, había consenso en la doctrina y en la práctica de los organismos antimonopólicos respecto a que dicha forma de ofensa contra la libre competencia quedaba perfectamente capturada por el tipo universal antimonopólico y, por tanto, se hallaba proscrita. Bajo la influencia del Tratado de Roma, el Decreto Ley 211 de 1973 fue modificado por el Decreto Ley 2.760 de 1979 en el sentido de incorporar expresamente el ilícito monopólico de abuso, quedando el a la sazón vigente art. 6º, en su inciso primero redactado así: “Para la prevención, investigación, corrección y represión de los atentados a la libre competencia o de los abusos en que incurra quien ocupe una situación monopólica, aun cuando no fueren constitutivos de delito, habrá los siguientes organismos y servicios:...”.527 Similar reforma sufrió, en esa misma oportunidad, el a la sazón vigente art. 8º, en sus letras c) y d) del Decreto Ley 211, de 1973. Dicho artículo daba cuenta de las atribuciones y funciones de las Comisiones Preventivas Regionales, organismos antimonopólicos administrativos que hoy se encuentran derogados. Las mencionadas letras del antiguo art. 8º quedaron formuladas en los siguientes términos: “c) Velar porque dentro de su respectiva jurisdicción se mantenga el juego de la libre competencia y no se cometan abusos de una situación monopólica, pudiendo conocer, de oficio o a petición de cualquiera persona, de toda situación que pudiera alterar dicho libre juego o constituir esos abusos, y proponer los medios para corregirla; d) Requerir de la Fiscalía la investigación de los actos contrarios a la libre competencia o que pudieren constituir abusos de una situación monopólica”. Es importante observar que las reformas comentadas dejaron intocado el tipo antimonopólico universal del Decreto Ley 211, con lo cual se mantuvo la interpretación doctrinaria y jurisprudencial, según la cual el injusto de abuso monopólico podía y debía ser subsumido en aquel tipo. De las disposiciones reformadas antes transcritas, que siguieron en su formulación genérica muy de cerca el texto del Tratado de Roma, pareció inferirse que una cosa era la libre competencia y otra el abuso de posición dominante; de forma tal que hubiese podido enten-
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Dichas reformas fueron introducidas por el Decreto Ley 2.760, de 1979, al Decreto Ley 211 de 1973.
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derse que cabía la posibilidad de que existieren abusos que no lesionasen la libre competencia. No estamos ni estuvimos de acuerdo con tal visión del problema, según pasaremos a demostrar. El ámbito antimonopólico se define en función de la libre competencia, que es el bien jurídico tutelado; allí donde este bien jurídico protegido no sea conculcado en forma alguna, ni mediante riesgo ni mediante lesión efectiva, no cabe intervención de los organismos antimonopólicos. De modo que si éstos intentasen restringir la libertad de competencia mercantil sin mediar conculcación del bien jurídico protegido, incurrirían en una gravísima desviación de poder y en un atentado contra el principio de la subsidiariedad y ciertas garantías específicas contempladas en la Constitución Política de la República, a saber el art. 19, Nos 21 y 22. En efecto, es una contradicción afirmar la existencia de abusos de posición monopólica que no sean vulneradores de la libre competencia, puesto que en tal caso tales abusos no serán monopólicos. No ha de descartarse que tales abusos puedan ser reprochables a la luz de otros bienes jurídicos y, en tal evento, induce a confusión su tratamiento conjunto con los injustos monopólicos. Si tales abusos no lesionan bien jurídico alguno, ha de entenderse, entonces, que su perpetración no corresponde sino a la torpeza del competidor que los realiza y, prontamente, el mercado si es competitivo se encargará de hacerlo perder clientela y eventualmente expulsarlo. En la práctica, esta antigua disyunción empleada por el legislador de “atentados a la libre competencia o abusos de posición monopólica” había llevado, en ocasiones, a los organismos antimonopólicos a sancionar el abuso con abstracción de la efectiva existencia de posiciones dominantes en el respectivo mercado relevante en el cual tenía lugar ese abuso. En este sentido, los organismos antimonopólicos habían tratado tales casos como un verdadero ilícito monopólico per se, esto es, de aquellos que la jurisprudencia tutelar de la libre competencia estadounidense había establecido sobre la base de una información muy limitada y sin mayor investigación. Por contraste, otras modalidades de abuso de posición dominante han tenido un tratamiento coherente por parte de los organismos antimonopólicos en cuanto a que, previo a la determinación de su existencia, se ha efectuado un estudio del mercado relevante respectivo y del grado de competencia efectiva existente en el mismo. De esta forma, reconocemos dos formas de aproximación jurisprudencial al abuso: la que se califica con abstracción de las condiciones del mercado relevante y la que para su configuración investiga y considera el grado de competencia efectiva en el respectivo mercado relevante. 547
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Consideramos que la única modalidad de aproximación admisible es la que considera el mercado relevante respectivo; la otra vía de aproximación equivale a introducir la arbitrariedad y la injusticia en una sentencia que no ha evaluado siquiera la evidencia disponible y, por tanto, ha de ser rechazada por contrariar el debido proceso y asignar sanciones en forma aleatoria, lo que ciertamente atenta contra las garantías constitucionales más básicas y contra la justicia que, como fin, ha de presidir la integridad del proceso antimonopólico. La Ley 19.911, publicada en el Diario Oficial de 14 de noviembre de 2003, introdujo significativas reformas al Decreto Ley 211 en esta materia. En primer lugar, se requiere que las sentencias antimonopólicas sean explícitas en su fundamentación económica, lo cual refiere necesariamente, entre otros, a la descripción del mercado relevante y a la existencia de poder de mercado. El primer cambio relevante fue la derogación del art. 6º, inciso primero, y del art. 8º, letras c) y d), todos ellos antes transcritos; con lo anterior, se ha puesto término, en nuestra opinión, al estéril debate acerca de si podía haber abusos de posición monopólica que fueren sancionables a la luz del Decreto Ley 211 y que no importasen un atentado contra la libre competencia. El segundo cambio significativo fue que, entre los ejemplos contemplados en el inciso segundo del art. 3º, que tienen por objetivo ilustrar el tipo universal antimonopólico, se añadió el siguiente precepto: “b) La explotación abusiva por parte de una empresa, o conjunto de empresas que tengan un controlador común, de una posición dominante en el mercado, fijando precios de compra o de venta, imponiendo a una venta la de otro producto, asignando zonas o cuotas de mercado o imponiendo a otros abusos semejantes”. Previo a entrar a un análisis doctrinario más pormenorizado de esta forma de ofensa a la libre competencia que se denomina abuso de posición monopólica, conviene adelantar algunos comentarios al precepto transcrito. Resulta muy positivo que el propio texto del Decreto Ley 211 precise que el abuso de una posición dominante no se identifica con la explotación de la misma. Puesto en otros términos, existe una explotación inocua de una posición dominante, que es lícita o ajustada al Derecho antimonopólico, y otra que es injusta o contraria al Derecho de la libre competencia por consistir en una explotación abusiva. De lo anterior se colige que el monopolio o la posición dominante en sí mismos no son reprochables y que aquéllos pueden ser explotados en formas no reprochables antimonopólicamente, v. gr., el monopolista que no disminuye su producción habitual para elevar los precios, manteniéndose todo lo demás constante. 548
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En nuestro concepto, también ha resultado prudente la inclusión por parte del legislador de la Ley 19.911 de algunas modalidades que puede asumir el injusto monopólico de abuso, inclusión que se realiza a título meramente ejemplar advirtiendo que caben “abusos semejantes”. Sin embargo, creemos desafortunada la referencia que efectúa el nuevo precepto a los autores de los abusos, puesto que alude a “una empresa” o a un “conjunto de empresas que tengan un controlador común”, en circunstancias que la noción de control excluye, por ejemplo, el abuso monopólico que podría llevar a cabo un cartel conformado por diversas empresas carentes de un controlador común y simplemente vinculadas en virtud de dicho cartel. Debe recordarse que la noción de control se halla definida en forma precisa por nuestra Ley de Mercado de Valores. Conviene advertir que existía una importante referencia al abuso de posición dominante en una ley especial. Se trataba del art. 51 de la Ley 19.039, que Establece Normas Aplicables a los Privilegios Industriales y Protección de los Derechos de Propiedad Industrial, y que disponía: “Sólo se podrán otorgar licencias no voluntarias en el caso en que el titular de la patente incurra en abuso monopólico según la Comisión Resolutiva [hoy Tribunal de Defensa de la Libre Competencia] del decreto ley 211, de 1973, que será el organismo encargado de determinar la existencia de la situación denunciada y fallar en consecuencia. La sentencia de la Comisión deberá calificar, a lo menos, los siguientes aspectos: – La existencia de una situación de abuso monopólico. – En el caso que dicho pronunciamiento sea positivo, la sentencia de la Comisión deberá establecer las condiciones en que el licenciatario deberá explotar industrialmente la patente, el tiempo por el que se le otorgue la licencia y el monto de la compensación que deberá pagar periódicamente quien utilice el procedimiento de la licencia no voluntaria al titular de la patente. Para todos los efectos de los análisis de los estados financieros y contables se aplicarán las normas de la Superintendencia de Valores y Seguros para las sociedades anónimas abiertas”. Lo interesante de esta disposición es que contempla el abuso de un monopolio de privilegio conferido por una ley especial, como lo es la de los Privilegios y Derechos de Propiedad Industrial, y confiere atribuciones al Tribunal Antimonopólico para regular la operación y explotación de la patente por parte de quien ha cometido el abuso monopólico. Dicho precepto ha sido reemplazado por un nuevo art. 51, establecido por la Ley 19.996, que ha ampliado las causales de licencias no voluntarias al aludir a “conductas o prácticas declaradas contrarias a la libre competencia, en relación directa con la utilización o explota549
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ción de la patente de que se trate, según decisión firme o ejecutoriada del Tribunal de Defensa de la Libre Competencia”.
5.2. POSICIÓN DOMINANTE O SITUACIÓN MONOPÓLICA La posición dominante a que se refiere la letra b) del art. 3º del Decreto Ley 211, antes transcrita, o bien la situación monopólica a que aludían los antes citados incisos –que hoy se hallan derogados–, es una situación en la cual existe poder de mercado emanado de un monopolio estructural y que no se agota en la situación de un monopolio puro, resultando aplicable también a los monopolios parciales. Es por ello que para dar operatividad a los conceptos de posición dominante o situación monopólica en estudio, debe entenderse que los adjetivos “dominante” o “monopólico” aluden al monopolio estructural y no son privativos de una forma específica de mercado. Recordemos que la noción de monopolio estructural se asienta sobre la idea de que la legislación protectora de la libre competencia necesita en ocasiones referirse a una estructura monopólica, en un sentido que comprenda una amplísima gama de casos, y sin que ella necesariamente corresponda a un ilícito. En otras palabras, dicha normativa necesita aludir a un monopolio, sea que haya o no realizado conductas vulneradoras de la competencia, y sin entrar en los distingos de si se trata de un monopolio o monopsonio puro, de un monopolio o monopsonio parcial, de un oligopolio, oligopsonio, triopolio, triopsonio, duopolio, duopsonio, etc. A efectos de la conceptualización teórica del monopolio estructural, no interesa si el monopolio está dotado de poder de mercado o no, si es lícito o ilícito, justo o injusto, lesivo o inocuo, reprochable o irreprochable; en otras palabras, no se busca emitir un juicio o calificación jurídica sino que se quiere describir una situación de mercado con una flexibilidad tal que no quede excluida ninguna forma de monopolio –sentido amplio jurídico– que pudiese presentar alguna significación ante el Derecho antimonopólico. La descripción de la letra b) del art. 3º del Decreto Ley 211 tiene la importancia de que implícitamente reconoce la licitud de la situación monopólica o dominante en sí misma y, tal como ya advertíamos, resulta lícito desde la óptica antimonopólica el ejercicio regular o la explotación lícita del monopolio. Problema diverso es que el origen de la posición dominante sea espurio, esto es, sea la consecuencia de un injusto de fuente y por vía consecuencial; en tal caso, podría resultar cuestionada la explotación regular que se realiza de aquella posi550
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ción en el mercado no por la explotación misma, sino por el origen del poder monopólico. Como consecuencia de que la posición dominante no sea en sí misma un injusto es que ésta será siempre lícita –salvo la consideración del origen del poder monopólico antes anotado– desde una óptica antimonopólica. Para bien entender la afirmación anterior es preciso observar que la posición dominante puede ser efecto de una conducta constitutiva de un injusto monopólico de fuente y, en tal evento, lo reprochable será aquella conducta y no su efecto, que es la posición dominante misma. La aproximación al problema efectuada por el referido art. 3º del Decreto Ley 211 antes mencionado exhibe la ventaja de que, por esta vía, se incentiva un comportamiento razonablemente competitivo por parte de quien ostenta una posición dominante, preservándose las ventajas asociadas al tamaño o poderío económico que eventualmente puede ostentar en el o los respectivos monopolios estructurales. El precepto transcrito, contenido en el art. 3º del Decreto Ley 211, se refiere a “una explotación abusiva (...) de una posición dominante en el mercado”, lenguaje que se aproxima más al Tratado de Roma antes que a la Sherman Act, cuerpo normativo este último en el cual no existe reconocimiento explícito de esta forma de ilícito monopólico. Mientras el art. 86 del Tratado de Roma se refiere a una situación dominante (dominant position), la jurisprudencia judicial desarrollada bajo la Sherman Act ha empleado la noción de poder de mercado o poder monopólico, según corresponda. Nuestro Decreto Ley 211, de 1973, siguió el modelo del Tratado de Roma en el sentido de no incluir una definición de qué ha de entenderse por posición dominante en el mercado, entregando dicha labor a la jurisprudencia judicial y administrativa que emitan los organismos antimonopólicos. Sin embargo, cabe observar que en el Derecho comparado hallamos casos como el de la Ley de Represión de las Prácticas Restrictivas de la Competencia de España o el Tratado de París de 1951, que se han ocupado de entregar un concepto de rango legal de posición dominante o situación monopólica.528 La posición dominante, por lo general, se corresponde con un poder de mercado. Excepcionalmente, ello no acontece así; puede ocurrir que como consecuencia de una regulación económica emanada
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El Tratado de París de 1951, que creó el mercado común del carbón y el acero, también denominado Tratado CECA, dispuso en su art. 66, párrafo 7º: “Posición de dominio es aquella que sustrae a la empresa que la ostenta de una competencia efectiva”.
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de autoridad pública un competidor que ostenta una posición dominante se halle privado del poder de mercado que le correspondía en virtud de dicha posición dominante. De allí que tenga utilidad tener presente el distingo entre posición dominante o monopolio estructural y poder de mercado.529 El poder de mercado ha de ser medido al interior del respectivo mercado relevante, el cual viene definido por el bien o producto de que se trate y la respectiva área geográfica en la cual aquél es objeto de transacciones dotadas de aptitud para influirse recíprocamente. Para el estudio de este fundamental asunto nos remitimos al capítulo pertinente de esta obra. Es importante advertir que, en el caso de los monopolios de privilegio –aquellos que son creados a discreción y no meramente regulados por autoridades públicas–, deberá estudiarse cuidadosamente el ámbito geográfico al cual se extiende la prerrogativa conferida por autoridad pública y verificar en qué medida el poder de mercado emanado de tal prerrogativa, puede ser utilizado en los hechos más allá del ámbito demarcado por la autoridad pública concedente. De allí que, en nuestra opinión, no necesariamente el poder de mercado emanado de un privilegio monopólico se agota dentro de los límites demarcados jurídicamente por la autoridad pública otorgante del privilegio, sino que podría dar lugar, v. gr., a subsidios cruzados, discriminaciones arbitrarias monopólicas u otras formas de transferencia del poder de dominio a otros mercados conexos. La jurisprudencia antimonopólica nacional ha establecido ciertos elementos indiciarios de la existencia de una posición dominante, aunque la mayoría de aquellos no son concluyentes: número de empresas que operan en el respectivo mercado relevante, participación proporcional de la empresa investigada en el respectivo mercado relevante,530 tamaño absoluto de la empresa investigada, relación precio529 En el Derecho chileno, el mercado de la telefonía fija muestra un buen ejemplo de esta situación: CTC Telefónica de Chile exhibe una significativa situación dominante y, por ello, se halla regulada por tarifas que le impiden ejercitar en determinados aspectos su poder de mercado. Por contraste, sus competidores en telefonía fija no se hallan tarificados. 530 La Sentencia Nº 08/2004, considerando 4º, emitida por el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia, muestra cierta controversia en la medición de la posición dominante a través de la participación proporcional de la empresa investigada –en la especie Laboratorios Novartis– en el respectivo mercado relevante. En efecto, Laboratorios Novartis argumentó que la Fiscalía Nacional Económica erraba al considerar su porcentaje de ingresos por ventas, puesto que debía atender al número de unidades del medicamento efectivamente comercializadas por aquélla. Señaló Laboratorios Novartis que de considerarse esta última circunstancia, podría concluirse que ella carecería de posición dominante. El Tribunal Antimonopólico siguió la interpretación de la Fiscalía Nacional Económica.
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costo de la empresa investigada, relaciones con proveedores y canales de distribución, elasticidad de la demanda, capacidad de fijación de precios en el mercado relevante respectivo, la existencia de ciertas ventajas comerciales, técnicas o financieras, persistencia de una empresa en la misma posición relativa al interior de un mercado relevante a lo largo de los años, dificultades de importación y de ingreso de nuevos competidores al respectivo mercado relevante, etc. Cierta jurisprudencia antimonopólica antigua no consideró los elementos característicos de una posición dominante para la configuración del abuso monopólico. Afortunadamente, tal tendencia se halla actualmente revertida y se considera la situación de mercado para efectos de establecer cuál es la posición dominante o situación monopólica del supuesto autor del abuso monopólico. El concepto de posición dominante en la jurisprudencia del Tratado de Roma alude a una posición de poderío económico que permite a un competidor, o grupo de competidores, comportarse con relativa independencia de sus competidores, clientes y, en último término, de los consumidores.531 La independencia referida no es del tipo jurídico, sino que se trata de una independencia económica –que ciertamente presupone una independencia de tipo jurídico– al momento de determinar las condiciones en las cuales se desarrollará la competencia, en el sentido de que las decisiones adoptadas por las demás empresas competidoras le resultan, hasta cierto punto, indiferentes a quien ostenta una posición de dominio. Si bien es cierto que la posición dominante no necesariamente elimina la competencia al interior de un mercado relevante, al menos ha de tener un significativo efecto o influencia sobre las condiciones en las cuales se lleva a cabo esa competencia. Se ha dicho que la posición dominante debe ser diferenciada de los cursos de actuación paralela que son peculiares de los oligopolios. En efecto, en una estructura oligopólica las diversas conductas de los oligopolistas interactúan, en tanto que en el caso de una posición dominante las conductas son en gran medida determinadas unilateralmente. Por lo anterior, creemos que deben rechazarse las definiciones de posición dominante desarrolladas por los órganos de la defensa de la libre competencia de la Comunidad Económica Europea que no descansen en el poder de mercado o poder monopólico; así, estimamos que son demasiado amplias aquellas definiciones jurisprudenciales de
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Comunicación 327 de la Comisión de la Comunidad Económica Europea creada por el Tratado de la Comunidad Europea.
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posición dominante que plantean que “las empresas están en posición dominante cuando tienen la posibilidad de determinar sus comportamientos con independencia, lo que les permite actuar sin tomar en consideración a los competidores, compradores o proveedores”.532 En efecto, podría darse el caso de una empresa que no obstante gozar de una posición dominante, debe tomar en consideración a sus compradores o proveedores, precisamente para maximizar su renta monopólica. Así, dicho competidor dominante deberá evaluar si le conviene mantener el precio constante y reducir la calidad del producto o bien le resulta más rentable mantener la calidad constante y subir el precio de su producto. La decisión de si resulta más rentable una u otra alternativa será guiada por el costo de los diversos niveles de calidad y la estimación que los adquirentes de sus productos asignen a tales diversos niveles. En definitiva, quien ostenta una posición dominante debe estar alerta a los cambios de valoración que su clientela pueda asignar a las distintas combinaciones del binomio precio-calidad y no puede permanecer indiferente a aquéllos. Se ha discutido el ámbito de coincidencia entre la noción de posición dominante, desarrollada eminentemente por ciertas naciones europeas y por las autoridades públicas de la Comunidad Económica Europea bajo el Tratado de Roma, por una parte, y el concepto de monopolio empleado por la jurisprudencia estadounidense, por otra. Estimamos que esa discusión exhibe pocas posibilidades de ser resuelta, si previamente no se define cuál de todas las acepciones de monopolio es aquella que se busca contrastar con el concepto de posición dominante. Ciertamente que a la luz de la noción de monopolio estructural antes explicada, la posición dominante corresponde a una especie dentro del género del monopolio estructural.
5.3. NOCIÓN DE ABUSO El término abuso deriva del latín abusus, que significa mal uso, puesto que el prefijo latino ab denota que algo está fuera o lejos del uso: ab-usus. Así, la voz “abuso” da cuenta del empleo impropio, inmoderado o injusto que se realiza de algo. De esta manera, el abuso puede emanar de: i) una conducta contraria a la naturaleza de una cosa, v. gr., un cargo público, del cual se sirve su titular para acceder a información confidencial y lucrar con la venta de esta última; ii) una conduc-
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Continental Can.
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ta contraria a la naturaleza del agente que ha de beneficiarse de una cosa, v. gr., la persona que abusa del consumo de alcohol implica que las dosis de alcohol ingeridas son superiores a las toleradas por esa persona, y iii) una actividad contraria a Derecho, que acontece cuando se otorga a una persona o a una cosa un uso contrario a la justicia, v. gr., el abuso que realiza un juez al ejercitar su potestad jurisdiccional dictando una sentencia inicua. En síntesis, todo mal uso exige un agente y una cosa, así como una desproporción en el uso de esa cosa. La desproporción podría venir indicada por la naturaleza del agente o por la naturaleza de la cosa o por ambas. De aquí se sigue que existen tres clases de abuso: contra la naturaleza de una cosa, contra la naturaleza del agente que emplea la cosa y contra Derecho; sin perjuicio de que la injusticia del abuso jurídico emane precisamente de una contravención a la naturaleza de la cosa o a la naturaleza del agente que emplea la cosa. En otras palabras, el abuso contra Derecho puede hallar su causa en una contravención a la naturaleza de la cosa o a la naturaleza del agente que emplea la cosa. El abuso que interesa al Derecho antimonopólico es aquel consistente en el empleo de una cosa contra Derecho y no el mal uso impropio o inmoderado de una cosa, atendidas las exigencias de la naturaleza de esta última. Ese algo, que se puede emplear contra Derecho, no es un derecho –como acontece en la teoría del abuso del Derecho–, sino que es una situación fáctica, peculiar de un determinado mercado relevante y que se conoce como poder de mercado. De lo anterior se sigue que no cabe plantear un abuso monopólico en abstracto, sino que éste se halla supeditado a la efectiva existencia de un poder de mercado al interior de un mercado relevante, el cual pueda ser ejercitado en forma abusiva. Hay quienes han pretendido extremar la similitud entre abuso de posición dominante y abuso del Derecho, señalando que aquélla corresponde a una especie de abuso del Derecho, donde el derecho abusado es el derecho a ocupar una situación dominante. Disentimos de tal raciocinio, puesto que no existe tal derecho a ocupar una situación dominante sino en casos sumamente excepcionales, v. gr., la posición dominante emanada de un acto de autoridad pública, esto es, un caso de monopolio de privilegio, supuesto que tal acto de autoridad pública sea válido, esto es, ajustado al Decreto Ley 211 y a las garantías constitucionales. En la generalidad de los casos, la posición dominante es una situación fáctica resultante de la dinámica del mercado y que, por tanto, en cualquier momento aquélla puede debilitarse o, incluso, desaparecer como consecuencia de la evolución de 555
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la libre competencia al interior de un mercado relevante. Explicado en otros términos, no hay abuso del Derecho en un abuso de posición dominante porque se puede ostentar el mismo derecho de propiedad –con todas sus cualidades y características– y mudar la posición dominante. Ello se explica porque la posición dominante es una situación fáctica de relatividad a los demás competidores del mercado relevante respectivo y no un derecho subjetivo predeterminado y exigible contra alguien. El origen de la figura del abuso de posición monopólica se remonta al Derecho alemán, en el cual aquélla fue desarrollada a través de una interpretación jurisprudencial consistente en reprimir el abuso del monopolio mediante el empleo analógico de la teoría del abuso del Derecho. Dicha elaboración jurisprudencial se plasmó, más tarde, de manera expresa en la Ordenanza del 2 de noviembre de 1923 (“Ordenanza contra el Abuso de las Posiciones del Poder Económico”), cuerpo jurídico que proscribió el uso del poder de mercado para la obtención de condiciones contractuales lesivas de la economía o del bien público, confiriendo potestades al Ministro de Economía para solicitar a un tribunal especial la declaración de nulidad de los mencionados contratos. Afortunadamente, el moderno desarrollo del Derecho de la libre competencia ha perfilado el ilícito monopólico de abuso como una institución perfectamente autónoma y, por ello, ajena al Derecho civil, con lo cual se ha hecho innecesaria toda referencia a la teoría del abuso del Derecho de origen civilístico. En efecto, el Derecho de la libre competencia concibe la posición dominante como una situación fáctica –excepcionalmente dotada de protección jurídica– que se caracteriza por exhibir una relatividad respecto de los restantes competidores del respectivo mercado relevante y un alto dinamismo que impide asimilarla a un derecho. Ello explica por qué a un mismo competidor con idénticos derechos de propiedad pueden corresponder diversos escenarios de posición dominante. En el caso particular de la ofensa a la libre competencia consistente en el abuso de situación monopólica, se requiere de un monopolio estructural –posición dominante o situación monopólica– con un especial condicionamiento: que éste se halle dotado de poder de mercado susceptible de ser ejercitado. En otras palabras, si se tratase de un monopolio estructural que careciese de poder de mercado ejercitable, como consecuencia de una determinada regulación que lo hubiera privado de semejante ejercicio, no sería factible abusar del mismo, puesto que el abuso que nos ocupa es precisamente el que se efectúa empleando el poder de mercado que confiera un monopolio estructural. De esta manera, no resulta reprochable desde la óptica antimonopólica una conducta abusiva que sea perpetrada por un com556
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petidor dotado de una situación dominante, pero carente de poder de mercado; de allí que éste sea el presupuesto básico para verificar si en un caso concreto se ha producido un abuso de posición dominante que interese al Derecho de la Libre Competencia.533 Así lo confirma, en la descripción del abuso de posición dominante que realiza, la letra b) del art. 3º del Decreto Ley 211 de 1973, anteriormente transcrita. La noción de abuso no aparece ni mencionada ni definida por la Sherman Act (1890) de los Estados Unidos de América, normativa que sirvió de antecedente a nuestro Decreto Ley 211 (1973), a través de la primera legislación antimonopólica chilena contenida en el Tít. V de la Ley 13.305 (1959). No obstante lo anterior, la jurisprudencia estadounidense ha intentado aproximarse a definiciones del abuso del poder de mercado. Así, el juez Wizanski definió el ejercicio abusivo del poder de mercado como una “práctica excluyente”, esto es, una práctica mediante la cual se impide a potenciales competidores su ingreso al mercado relevante en el cual se halla el monopolista excluyente o bien mediante la cual se impide a competidores actuales el incremento de su producción en respuesta a los incrementos de precio del monopolista.534 En nuestra opinión, esta lectura del abuso de poder de mercado es incompleta, puesto que –según veremos– este abuso puede tener por objeto excluir competidores (caso en el cual concordamos con la apreciación del juez Wizanski), pero también puede tener por objeto directo la percepción o la maximización de la renta monopólica a percibir. Adicionalmente, la caracterización del juez Wizanski adolece del defecto de no señalar que tales prácticas excluyentes han de ser injustas, esto es, no pueden corresponder a la eficiencia productiva o a la innovación tecnológica, que son medios lícitos de ejercicio de la libertad de competencia mercantil y conducentes al monopolio de eficiencia ya visto, estimamos que ello es un ejemplo de la crisis acaecida con motivo de la erradicación de la noción de justicia del Derecho antimonopólico. En síntesis, los presupuestos del abuso monopólico son: i) la existencia de una situación monopólica o posición dominante o alguna
533 Resolución 608, considerando 5º, Comisión Resolutiva: “Que, además de lo anterior, debe considerarse el hecho de que Corpbanca es un banco con baja participación en el mercado financiero y bancario nacional y, por lo tanto, carece de una posición de dominio de la cual pudiera eventualmente abusar, de modo que a las cláusulas que han sido cuestionadas y analizadas se les deberá otorgar el significado que se ha establecido en el considerando tercero anterior”. 534 United States v. United Shoe Machinery Corp.
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otra forma de monopolio estructural; ii) el ejercicio efectivo del poder de mercado que se ostenta: esta consideración es fundamental, puesto que se puede disponer de una situación monopólica y no ejercitarse el respectivo poder de mercado. Incluso, podría acontecer, según lo ya explicado, que ese poder de mercado se hallase regulado externamente por alguna autoridad pública, con lo cual no podría ejercitarse libremente, y iii) que exista injusticia desde la perspectiva de la libertad de competencia mercantil en ese ejercicio efectivo del poder de mercado que se ostenta. Cabe observar que adicionalmente a estas exigencias los abusos de posición dominante deberán cumplir con todos y cada uno de los requisitos ya estudiados y que emanan del tipo universal antimonopólico: sujeto activo, acción, resultado y nexo causal en la faz objetiva y la intencionalidad correspondiente a la faz subjetiva. El concepto de abuso aparece expresamente recogido en el Tratado de Roma (1957), que estableció la Comunidad Económica Europea,535 y también forma parte de las legislaciones antimonopólicas de ciertos países europeos. Se ha establecido por la jurisprudencia de la Comunidad Económica Europea, que el abuso consiste en que el nivel de competencia es debilitado mediante métodos diferentes de aquellos bajo los cuales suele desarrollarse una normal disputa por los bienes y servicios, de forma que tales métodos impiden la preservación del nivel de libre competencia aún existente en el respectivo mercado relevante o bien impiden el desarrollo o incremento de esa competencia.536 Ciertamente, la represión del abuso de posición dominante no tiene por objeto intentar restablecer el mercado respectivo a un estado de alta competitividad, pero sí que la competencia existente en ese mercado, por
535 Treaty of Rome, article 82 (antiguo art. 86): “Any abuse by one or more undertakings of a dominant position within the Common Market or in a substantial part of it shall be prohibited as incompatible with the Common Market in so far as it may affect trade between Member States. Such abuse may, in particular, consist in: (a) directly or indirectly imposing unfair purchase or selling prices or other unfair trading conditions; (b) limiting production, markets or technical development to the prejudice of consumers; (c) applying dissimilar conditions to equivalent transactions with other trading parties, thereby placing them at a competitive disadvantage; (d) making the conclusion of contracts subject to acceptance by the other parties of suplemmentary obligations which, by their nature or according to commercial usage, have no connection with the subject of such contracts”. 536 Hoffman-La Roche v. Commission, 1979, E.C.R. 461, [1978-1979 Transfer Binder] Comm. Mkt. Rep. (CCH) // 8527, at 7542-43 (ECCJ 1974).
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imperfecta que sea, no se vea deteriorada o disminuida por la actividad injusta de quien o quienes ocupan posiciones dominantes y así evitar una lesión o puesta en riesgo de la libre competencia, con los consiguientes detrimentos para el mercado afectado y la sociedad civil en general. Se ha dicho que el parámetro de comparación de una práctica antijurídica constitutiva del abuso es la de una conducta que no hubiere podido llevarse a cabo en un mercado altamente competitivo; desde luego, esta comparación debe arrojar una desviación significativa para que resulte evidenciado el respectivo abuso y se haga operativa la respectiva sanción. Las conductas injustas constitutivas de los abusos pueden consistir en la obtención de ventajas extraordinarias en relación a las que se obtendrían en un ambiente de alta competitividad, en el detrimento grave irrogado a la libertad mercantil de competidores actuales o potenciales en circunstancias que tal detrimento carezca de una justificación objetiva basada en un legítimo interés mercantil, etc. En síntesis, no se busca la ausencia de competencia entre quienes se hallan dotados de poder de mercado y quienes carecen del mismo al interior de un determinado mercado relevante, sino que la libre competencia que se lleva a cabo se desarrolle sin mediar prácticas abusivas. El uso del poder de mercado de que dispone quien explota un monopolio estructural se torna abuso en cuanto se le emplea para un fin antijurídico: lesionar o hacer peligrar la libre competencia. Dicho fin antijurídico queda acreditado por el empleo que se hace de ese poder. La conculcación de la libre competencia lograda mediante abuso no puede ser justificada, puesto que el abuso es siempre antijurídico desde una óptica antimonopólica; el abuso monopólico es una desproporción en el empleo del poder de mercado en relación con la libertad de competencia mercantil de los propios competidores del abusador o de la de sus proveedores o clientes, lo que transgrede la justicia al vulnerar la libre competencia. En otras palabras, no puede haber abuso monopólico sin lesión de la libre competencia y no puede la libre competencia justificar una lesión a sí misma. Tales desdoblamientos sólo son pensables en aquellos sistemas jurídicos en los cuales se da a la libre competencia una acepción muy estricta, dejándose fuera de esa noción importantes contenidos que en realidad pertenecen a la libre competencia en cuanto bien jurídico tutelado. En síntesis, no existen causales de justificación para las prácticas de abuso monopólico. Tal como explicáramos, la libre competencia no es ajena a la justicia, sino que constituye un bien jurídico tutelado por la importancia que aquélla reviste para la justicia distributiva y, por tanto, para la consecución del bien común político. En efecto, el principio de subsidia559
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riedad y la consiguiente autonomía son aplicaciones de la justicia distributiva, puesto que entre los bienes que la autoridad pública ha de distribuir entre los miembros de la nación se hallan precisamente la salvaguarda y el respeto de la autonomía que los privados requieren para asociarse y estructurar los cuerpos intermedios mediante los cuales competirán mercantilmente y, según corresponda, alcanzarán los bienes espirituales, intelectuales y materiales que les sean necesarios y convenientes, permitiendo con ello el mejor funcionamiento de la sociedad civil y el mayor desarrollo de la persona humana.
5.4. AUTOR(ES) DEL ABUSO El abuso de situación dominante puede ser llevado a cabo en forma individual o en forma concertada, según cual sea la forma que adopte la explotación del monopolio estructural dotado de poder de mercado ejercitable; así, si dicho monopolio estructural es explotado por un cartel, naturalmente el abuso exhibirá un carácter colectivo y podrá decirse que es el resultado de una acción concertada. A diferencia, si es uno solo el competidor que explota un monopolio estructural y éste decide abusar, el abuso revistirá el carácter de individual. Existen ciertas prácticas abusivas, que necesariamente son colectivas como acontece, por ejemplo, con la asignación de territorios entre un grupo de competidores que explotan un cártel suscrito entre ellos. Cabe preguntarse, ¿es necesaria esta figura del abuso colectivo o ya está subsumida en las figuras de colusión? Esta pregunta no tiene un carácter teórico, puesto que muchos autores dan lugar a este cuestionamiento. En efecto, tales autores suelen distinguir las colusiones por una parte y el abuso de posición dominante individual por otra, no considerando en forma explícita el abuso de posición dominante cuando éste tiene su origen en una colusión. La razón probable de esta sistematización ha de hallarse en que, bajo la jurisprudencia antimonopólica, suele ocurrir que toda colusión se reprocha con independencia de si se ha abusado colectivamente o no de la posición dominante alcanzada mediante esa colusión. Si bien esto es lo que ha ocurrido en alguna jurisprudencia, cabe recordar que una cosa son los ilícitos monopólicos de fuente y otra diversa, los ilícitos monopólicos de abuso. Estimamos que esta precisión es fundamental, puesto que no se puede sancionar por igual a quienes sólo se han coludido con quienes, habiéndose coludido, adicionalmente han abusado de la posición monopólica alcanzada. En otras palabras, la responsabilidad monopólica debe verse agravada para quienes cometen un ilícito de 560
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fuente y, además, un ilícito de abuso, en comparación con quienes sólo perpetran el primero. La realización del distingo antes indicado presupone que, a lo menos, la doctrina y la jurisprudencia institucionalicen el distingo entre abuso de posición dominante individual y abuso de posición dominante colectiva; de otra forma, se generará una injusticia por parte del Tribunal de Defensa de la Libre Competencia consistente en castigar por igual a desiguales en la comisión de ofensas monopólicas. Podría ocurrir que el abuso colectivo sea perpetrado por un conjunto de personas jurídicas dominadas por un controlador común y que la posición de dominio ostentada por aquel grupo de personas haya sido el resultado de la eficiencia productiva y no de un ilícito monopólico de fuente. En este evento, la posición de dominio antes descrita se ha alcanzado por medios lícitos, lo que ciertamente no habilita a quienes la ostenten a abusar de la misma. En concepto de algunos autores, sería posible concebir un abuso colectivo resultante de la actividad de un grupo de personas que explotan sus respectivas posiciones dominantes en forma “organizada”, pero no concertada. Esto sería lo que ocurre en un caso de paralelismo consciente que alcance la entidad de una “práctica concertada”. En este escenario, tal explotación “organizada” podría dar lugar a un abuso de posición dominante de tipo colectivo. Esta categorización se superpone a otra, con la cual no ha de ser confundida, que es la que se refiere a autor intelectual o mediato, material, instigadores, cómplices o encubridores.
5.5. OBJETO DEL ABUSO Hemos señalado que existe abuso monopólico toda vez que hay mal uso del poder de mercado, el cual es empleado para lesionar la libre competencia. Este bien jurídico tutelado se lesiona toda vez que se acude a medios injustos en relación con el proceso competitivo mismo de formación de la oferta y la demanda para alcanzar alguno de los objetivos genéricos que se desarrollan a continuación. El abuso de poder de mercado puede asumir dos objetivos genéricos: i) explotar la renta monopólica, o ii) preservar o incrementar dicha renta por la vía de mantener a distancia los competidores actuales o potenciales que podrían disputar los ingresos anormales percibidos por la explotación del monopolio. A su vez, cada uno de tales objetivos genéricos puede subclasificarse en multitud de prácticas y conductas mediante las cuales se pretende alcanzar por el(los) 561
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autor(es) del abuso una o ambas de las finalidades ilícitas antes indicadas. Es necesario precisar que existen prácticas que pueden ser útiles para alcanzar cualquiera de los objetivos genéricos antes indicados, lo cual está en directa relación con la complejidad de la práctica en cuestión; así, a modo de ejemplo, la discriminación arbitraria monopólica, que es un cuasigénero por la amplitud y variedad de conductas que comprende bajo su definición. Es preciso observar que la doctrina ha desarrollado otras terminologías que, en nuestra opinión, resultan coincidentes con la clasificación expuesta. Así, se habla de “abusos de exclusión”, v. gr., negativa injustificada de venta, y “abusos de explotación”, v. gr., imposición de precios injustos. Estimamos que los abusos de explotación corresponden a prácticas mediante las cuales se persigue explotar una renta monopólica en tanto que los abusos de exclusión se vinculan a mantener a distancia competidores actuales o potenciales que podrían impedir, menoscabar o disputar la renta monopólica. En este sentido, ha llamado la atención de la doctrina el que la enumeración ejemplar del art. 86 del Tratado de Roma se limite a mencionar abusos contra los proveedores o consumidores de quien ostenta una posición de dominio (“secondary line competition”, en el sistema estadounidense), pero que no se refiera a abusos contra competidores actuales o potenciales del autor de la conducta abusiva (“primary line competition”, en el sistema estadounidense). Lo anterior es ciertamente una grave deficiencia en la conceptualización del objeto del abuso de posición monopólica, que esperamos sea corregida en futuras enmiendas legislativas y que alcance mayor precisión en las modificaciones que se introduzcan al Decreto Ley 211. 5.5.1. DESTINADOS A EXPLOTAR LA RENTA MONOPÓLICA El abuso de poder de mercado, cuyo objeto sea la explotación de la renta monopólica, puede manifestarse en que el demandante ha de soportar conductas irrazonables o cláusulas exorbitantes impuestas en su contra por el oferente abusador. Dicho abuso no debe ser confundido con la desigualdad económica de las partes y con las consiguientes diferencias de capacidad negociadora, puesto que tal desigualdad siempre existirá entre los diversos sujetos de derecho, resultando ésta irrelevante a los efectos de la configuración del abuso. En otras palabras, de aceptarse tal confusión ningún monopolista ni dueño de poder de mercado podría celebrar convenciones, atendidas las diferencias en capacidad negociadora exhibidas por cada una de las partes, las cuales siempre existirán desde el momento en que todos y cada uno 562
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de los individuos y, por tanto, las personas jurídicas y las empresas son naturalmente diferentes. Lo que sí resulta reprochable, desde una perspectiva del Derecho antimonopólico, es el abuso del poder de mercado y no necesariamente la existencia o inexistencia de dicho poder, el cual, como hemos visto, puede emanar de fuentes lícitas o bien de fuentes ilícitas. Veamos algunas prácticas a título meramente ejemplar y sin pretensiones de agotar la multitud casi innúmera de conductas humanas, mediante las cuales puede llevarse a cabo la explotación abusiva de una situación monopólica. A. Precios injustos por causa del abuso monopólico
o precios monopólicos (hacia una reformulación de la teoría del justo precio) La utilidad y la escasez relativa de un bien constituyen la fuente del valor económico del mismo y no el trabajo incorporado en dicho bien, como erróneamente creyó Karl Marx. Aquel valor económico es el que ha de considerarse, desde una óptica jurídica, para la determinación del justo precio y, desde una óptica económica, para el establecimiento del precio de equilibrio. Así, mientras al justo precio se opone el precio injusto, dando lugar este último a una injusticia conmutativa;537 al precio de equilibrio se opone el denominado precio falso o precio de desequilibrio, que da lugar al efecto renta.538 En otras palabras, se produce una injusticia en cuanto a que no se da al comprador o al vendedor, según fuere el caso, lo que le corresponde; este privar de lo suyo a la parte afectada por el precio injusto, es lo constitutivo de la injusticia. La Economía, regida por un objeto formal diverso al del Derecho, ha observado este enriquecimiento que beneficia a una de las partes contratantes a expensas de la otra y lo ha denominado “efecto renta”. Es importante notar que una cierta tradición de economistas liberales ha pretendido negar la categoría del justo precio en el mercado, probablemente basados en una equivocada identificación de la justicia en los precios con una intervención planificadora del mercado.
537 U GARTE G ODOY, José Joaquín, “La justicia conmutativa”, pp. 83-109, en Revista de Derecho Público Nº 27, enero-junio 1980, Universidad de Chile. 538 HICKS , J. R., Valor y capital, p. 146, México, 1968. Afirma este autor: “dado que, en general, no puede esperarse que quienes comercien sepan con exactitud cuáles son las ofertas disponibles en cualquier mercado, ni qué demandas totales habrá a determinados precios, cualquier precio fijado inicialmente no será más que una suposición; y no es probable que la oferta y la demanda resulten iguales a ese precio”.
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En cuanto a la perspectiva jurídica, señala Luis de Molina, uno de los grandes teólogos juristas del siglo XVI: “Debe observarse, en primer lugar, que el precio se considera justo o injusto no en base a la naturaleza de las cosas consideradas en sí mismas –lo que llevaría a valorarlas por su nobleza o perfección–, sino en cuanto sirven a la utilidad humana; pues en esa medida las estiman los hombres y tienen un precio en el comercio y en los intercambios”.539 A continuación añade el teólogo jurista: “Debemos observar, en segundo lugar, que el precio justo de las cosas tampoco se fija atendiendo sólo a las cosas mismas en cuanto son de utilidad al hombre, como si, caeteris paribus, fuera la naturaleza y necesidad del empleo que se les da lo que de forma absoluta determinase la cuantía del precio, sino que esa cuantía depende, principalmente, de la mayor o menor estima en que los hombres desean tenerlas para su uso”.540 De lo anterior se sigue que el valor económico, si bien tiene un componente objetivo, cual es la utilidad por una parte y la escasez de un bien determinado por otra, adicionalmente tiene un componente subjetivo consistente en la estima que las personas confieren a la mencionada utilidad. Esta estima es aquella que Molina calificó como “estimación común”: “En resumen, el precio justo de las cosas depende, principalmente, de la estimación común de los hombres de cada región; y cuando en alguna región o lugar se suele vender un bien, de forma general, por un determinado precio, sin que en ello exista fraude, monopolio ni otras astucias o trampas, ese precio debe tenerse por medida y regla para juzgar el justo precio de dicho bien en esa región o lugar, siempre y cuando no cambien las circunstancias con las que el precio justificadamente fluctúa al alza o a la baja”.541 Es importante hacer notar que la estimación común a la que alude Luis de Molina no es la de una sociedad civil o nación ni la de algunas de sus autoridades públicas, como algunos han creído, sino que alude expresamente a la que efectúan los hombres de una “región o lugar”, lo que coincide con la moderna noción de mercado relevante, definida por producto y territorio. La autoridad pública no puede imponer un precio legal que no tenga por base el justo precio; si el precio legal carece de dicha base es un precio injusto y contrario a Derecho. En nuestra opinión, esta estimación común es la que reali539
MOLINA, Luis de, Teoría del justo precio, Disputa 348, numeral 2º, pp. 167 y 168, Editora Nacional, Madrid, 1981. 540 MOLINA, Luis de, Teoría del justo precio, Disputa 348, numeral 3º, p. 168, Editora Nacional, Madrid, 1981. 541 MOLINA, Luis de, Teoría del justo precio, Disputa 348, numeral 3º, p. 169, Editora Nacional, Madrid, 1981.
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zan los oferentes o demandantes, según sea el caso, de un determinado mercado relevante y es “común” en el sentido que tales comerciantes la comparten en algún grado dando lugar a la formación del justo precio o precio de mercado, en tanto que no medie abuso monopólico, fuerza o dolo. Asunto diverso del origen de la estimación común es quién sanciona las infracciones al justo precio. En nuestra opinión, existen dos fórmulas de sanción y rectificación del precio injusto: los juzgados civiles y el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia. Los juzgados civiles han de ocuparse de los precios injustos constitutivos de lesión enorme (sus alternativas van desde la complementación/restitución de lo faltante/sobrante hasta la resolución del contrato) y de las indemnizaciones a que den lugar determinadas ofensas antimonopólicas lesivas del justo precio; en tanto que el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia es competente para conocer de los precios injustos que resulten de los abusos de posición monopólica y éstos pueden exhibir dos variantes: precios predatorios donde la injusticia radica en un precio inferior al justo para expulsar a ciertos competidores y precios exorbitantes donde la injusticia consiste en cobrar por sobre el justo precio con el ánimo de percibir una renta monopólica. De esta manera, el precio justo es aquel precio que respeta la equivalencia o conmutatividad entre los bienes que se intercambian (mercancía y precio) y dicha equivalencia se establece considerando los valores económicos de los bienes intercambiados vigentes en el lugar y en el momento en que se realiza el intercambio. Sólo en la medida que concurra un justo precio se dará satisfacción a la justicia conmutativa, puesto que las partes intervinientes en dicha transacción obtendrán, respectivamente, la utilidad que a cada una de ellas corresponde con motivo de la misma. Dicha utilidad será función de la necesidad de cada una de las partes. Si el precio justo es el que determina el mercado sin las interferencias del fraude, de la fuerza y del abuso monopólico, será injusto y monopólico el precio abusivamente fijado por un monopolista, esto es, que se prevale a tal fin del poder de mercado que ostenta para establecer un precio superior al justo de ese momento. El justo precio también ha sido denominado “precio natural”542 y, en atención a esta sinonimia es que probablemente ha sido errónea542 MOLINA, Luis de, Teoría del justo precio, Disputa 347, numeral 3º, p. 160, Editora Nacional, Madrid, 1981: “Le llaman así [precio natural] no porque no dependa en gran medida de la estima con que los hombres suelen apreciar unas cosas más que otras, como sucede con ciertas piedras preciosas, que a veces se estiman en más de veinte mil monedas de oro y más que muchas otras cosas que, por su naturaleza, son
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mente identificado con el “precio natural” de los economistas clásicos, según explica Francisco G. Camacho: “Es necesario reconocer, en primer lugar, que la ley del valor se propone por Marx como una ley válida sólo como tendencia y en el conjunto de la economía, mientras que el postulado de equivalencia, para Molina como para Aristóteles, se debía cumplir en todo momento y en cada una de las transacciones individuales. Precisamente por eso resulta difícil comprender cómo el precio justo, que debe respetarse en todas y cada una de las transacciones, se ha podido identificar con el precio natural de los economistas clásicos, que puede no cumplirse en una o muchas de las transacciones”.543 En nuestra opinión, la confusión entre precio justo y el precio natural de los economistas clásicos ha resultado de confundir el plano jurídico y moral con el plano económico. Desde la óptica de la Economía se busca meramente describir lo que sociológicamente acontece en términos globales y por ello los economistas clásicos aluden a una tendencia general, con independencia de lo que ocurra en cada transacción en particular; por contraste, desde la perspectiva del Derecho y la moral, se busca verificar el cumplimiento, en cada particular operación, de la prescripción de la justicia conmutativa que norma el justo precio. La anterior exposición no debe inducir a creer que el justo precio que determina la justicia conmutativa es un precio perfectamente acotado. De la misma forma como en Economía el precio de equilibrio se define por un rango, en Derecho el justo precio también reconoce ese margen. Advierte Luis de Molina que tal latitud o rango no debe atribuirse exclusivamente a la incertidumbre propia del juicio humano, ni a que éste sea distinto en las diferentes personas, sino que también a la estima y deseo de los bienes.544 Que el precio sea justo es una exigencia de la justicia conmutativa, que en el Derecho civil sirve de fundamento a la lesión enorme, que sólo se aplica a los bienes inmuebles, y en el Derecho privado en
mucho mejores y más útiles; ni tampoco le llaman así porque dicho precio no fluctúe y cambie, puesto que es evidente que cambia, sino que lo llaman natural porque nace de las mismas cosas, independientemente de cualquier ley humana o decreto público, pero dependiendo de muchas circunstancias con las cuales varía, y del afecto y estima que los hombres tienen a las cosas según los diversos usos para los que sirven”. 543
CAMACHO, Francisco G., “Introducción a la teoría del justo precio”, p. 50, en Teoría del justo precio, Editora Nacional, Madrid, 1981. 544 MOLINA, Luis de, Teoría del justo precio, Disputa 347, numeral 3º, p. 160, Editora Nacional, Madrid, 1981.
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general a otras importantes instituciones como la teoría de la imprevisión que permite la revisión de las convenciones. La justicia conmutativa prescribe la igualdad al interior de cada una de las operaciones de intercambio o conmutaciones, sean éstas voluntarias (convenciones) o involuntarias (indemnizaciones), esto es, se atiende a la igualdad entre lo dado y lo recibido, sin preocuparse de las personas que intervienen sino que considerando la estimación común o precio establecido por ese mercado relevante, en tanto se halle exento de fuerza, engaño, error, o abuso monopólico. Es por ello que el justo precio cobrado por un monopolista sigue siendo justo precio;545 en efecto, el justo precio corresponde a una relación objetiva entre lo vendido y lo pagado, con independencia de quien venda y quien pague. Si quien cobra un precio justo es una persona favorecida por un monopolio de privilegio infralegal, no por ello deja de existir una situación atentatoria al Decreto Ley 211 y, particularmente, a la libre competencia. Sin embargo, es preciso advertir que la causa del atentado radica en el monopolio de privilegio y no en el justo precio. A diferencia, si el monopolista cobra precios monopólicos incurre en una injusticia conmutativa puesto que el precio no depende de su mero capricho o afán desmedido de lucro, sino que de la “estimación común” del mercado relevante respectivo: la interacción entre la cantidad ofertada y demandada de un determinado bien, con independencia de en cuantas manos se halla la cantidad ofertada y la cantidad demandada. Así, el justo precio lo fija la oferta y la demanda y no es admisible que resulte de la mera voluntad que impone el monopolista. En nuestra opinión, el precio monopólico no sólo lesiona la justicia conmutativa, sino que también vulnera la justicia distributiva, puesto que el monopolista ocupa una singular posición como “distribuidor” al interior del mercado relevante, según ya lo explicamos en nuestra obra La discriminación arbitraria en el derecho económico.546 Los precios pueden ser injustos por tres títulos: excesivos en relación al justo precio (también denominados monopólicos), arbitrariamente discriminatorios en relación a la justicia distributiva o al principio de la no discriminación arbitraria (también denominados discriminatorios, y pueden serlo en los descuentos y en cualquiera de sus otros términos) y predatorios, también en relación al justo precio. 545
ARISTÓTELES , Constitución de los atenienses, 51.3, p. 174, Editorial Gredos, Madrid, 1995, donde se hace referencia a los “vigilantes del trigo” (Sitophy´lakes), que “cuidan, en primer lugar, que el grano en el mercado se venda a su justo precio...”. 546 VALDÉS PRIETO, Domingo, La discriminación arbitraria en el Derecho económico. Especialmente en la legislación antimonopólica, pp. 80 y ss., Editorial Jurídica Conosur Ltda. (LexisNexis), 1992.
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Bajo este título nos ocupamos de los precios excesivos o exorbitantes destinados a explotar la renta monopólica, pero no incluimos los precios predatorios, caracterizados por ser anormalmente bajos. El motivo de este distingo radica en que mientras el precio excesivo busca rentabilizar la explotación del monopolio estructural de que se trate, el precio predatorio importa autoinfligirse, en lo inmediato, una pérdida por parte del monopolista con miras a impedir el ingreso de un competidor potencial o expulsar un competidor actual del respectivo mercado relevante. Una vez logrado dicho objetivo, el monopolista abusivo subirá los precios para recuperar las pérdidas que le acarreó la maniobra predatoria. Naturalmente que los precios excesivos referidos corresponden a un escenario en el cual el monopolista abusador se halla del lado de la oferta de bienes, puesto que si demandase bienes lo conveniente sería abusar de su poder de mercado para pagar precios excesivamente bajos y así lucrar con su situación dominante. Debe cuidarse que el reproche y la sanción de esta modalidad de injusto de abuso de posición dominante consistente en el cobro de precios monopólicos no devenga en una supervisión exagerada por parte de los entes antimonopólicos de los precios establecidos al interior de un determinado mercado relevante. En efecto, ello podría importar un costosísimo proceso de tutela con claras dificultades probatorias y peligrosas consecuencias para la estabilidad mercantil. En estos casos suele acudirse a un mercado comparable, respecto del cual la información es imperfecta, pudiendo resultar que la intromisión de organismos tutelares de la libre competencia introduzca peores distorsiones que las que se pretende remediar. De allí que el apartamiento de los precios de competencia efectiva ha de ser significativo y demostrable, cuidándose de no generar inseguridad en las transacciones y abrir puertas a litigios sin término.547 Es por ello que,
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Conviene recordar las sabias palabras de Zoilo Villalón que, aunque referidas al justo precio en la compraventa, valen para efectos de la represión de los precios monopólicos: “En efecto, ella [la ley] adopta por base para la determinación del precio el simple consentimiento de las partes, i no concede remedios contra las desigualdades entre el precio i la cosa vendida de que el contrato puede adolecer, sino cuando esas desigualdades son enormes i en uno que otro caso particular. Si no lo hubiese hecho así, pretendiendo reparar cualquiera injusticia o fraude que pudiera deslizarse en ese contrato [compraventa], que es el eje sobre el cual jira todo el movimiento industrial i económico de la sociedad, habría abierto la puerta a pleitos sin cuento e interminables, i habría dejado para siempre vacilantes e inciertos los derechos de los ciudadanos; males que con razón parecieron al lejislador mucho mas graves que los que con ellos se quisiese evitar i que en gran parte pueden ser remediados por las leyes del honor i de la conciencia”, Tratado teolójico-legal de la justicia, parte II, sec. I, cap. I, p. 428, Imprenta del Correo, Santiago de Chile, 1871.
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tanto en la jurisprudencia nacional como en la alemana y en la emitida bajo el Tratado de Roma, los casos de condena por precios excesivos o monopólicos son escasos. Sobre el particular, cabe recordar las palabras del autor del milagro económico alemán sobre esta materia: “El único precio de mercado justo y defendible para la economía nacional no puede calcularse en abstracto, sino que se desprende de la función niveladora de los precios en un mercado libre”. Luego se pregunta Erhard si es posible simular el justo precio a través de los carteles de empresas y se responde en los siguientes términos: “Es una verdadera ilusión, una pura imposibilidad, querer formar, por medio de un cartel, un precio justo desde un punto de vista económico nacional. Para ello habría que desvirtuar mi concepción fundamental, a saber: que en un mercado libre en el que empresarios libres aportan su producción conforme a sus libres decisiones y por su propia cuenta y riesgo no puede haber un precio fijo, un precio sujeto a carteles, pues de haberlo, se haría lógicamente imposible el ajuste cualitativo y cuantitativo de la diversa oferta del productor y de la aun más varia demanda de millones y millones de consumidores. La economía, así, quedaría totalmente ciega, y el empresario no podría ya tomar decisiones adecuadas al mercado si las reacciones de los precios no le indicaran dónde, cuándo y qué se ha producido demasiado, o demasiado poco”.548 Diversos han sido los métodos seguidos para determinar cuándo se está frente a precios abusivos: el de “costos más utilidad razonable” ha tendido a ser abandonado en atención a la dificultad de precisar costos de compleja cuantificación, más la virtual imposibilidad de establecer fundadamente qué es una utilidad razonable en un mercado relevante dado. En sustitución, la jurisprudencia antimonopólica bajo el Tratado de Roma ha preferido acudir al método de comparar los precios investigados con los imperantes para artículos similares en mercados no afectados por la actividad de monopolistas estructurales dotados de poder de mercado susceptible de ser ejercitado. Invita a reflexión la pregunta que se formula Richard A. Posner cuando se plantea que parece difícil desde una perspectiva ética distinguir la situación en la cual un individuo obtiene un retorno extraordinario como consecuencia de la explotación de un monopolio natural, de aquella otra situación de quien posee una porción de terreno estratégicamente bien localizado y observa cómo año tras año el precio de ese terreno se incrementa sin mediar esfuerzo alguno de
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ERHARD, Ludwig, Bienestar para todos, cap. VII, pp. 136-137, Ediciones Folio, Barcelona, 1997.
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su parte.549 Estimamos que la respuesta ética no debiera diferir demasiado de la respuesta jurídico-antimonopólica. En efecto, la diferencia entre una y otra situación apunta a que el retorno extraordinario emanado de la explotación del monopolio natural puede ser el resultado de un abuso monopólico, lo que implica imposición de precios u otras condiciones contractuales injustas y, por tanto, lesivas para los adquirentes del producto monopolizado y para la libre competencia en general. Por contraste, la situación del terreno no presenta ningún reproche ni ético ni jurídico, puesto que se trata de observar y eventualmente vender un terreno que por su localización se halla beneficiado por la plusvalía. No debemos olvidar que el trabajo no es la única fuente de valor como erróneamente imaginó Karl Marx. Así, mientras en el caso del monopolio natural puede mediar una conducta abusiva y reprochable, en el caso del terreno sólo hay un aprovechamiento estratégico de una plusvalía derivada de una externalidad positiva. B. Discriminaciones arbitrarias monopólicas Este cuasigénero consiste en tratar desigual a iguales o igual a desiguales al interior de un mercado relevante por parte de quien ocupa una posición dominante.550 Es preciso advertir que la discriminación arbitraria monopólica podría tener por objeto “descremar el mercado”, esto es, discriminar con la finalidad de extraer el máximo precio por el bien que pueda pagar cada segmento de consumidores, o bien podría tener por finalidad preservar o consolidar la renta monopólica, como ocurre con una variante de discriminación arbitraria monopólica, como es la “negativa de venta”, que será estudiada más adelante. Aquí caben los descuentos arbitrarios en consideración al grado de cumplimiento de metas establecidas por el proveedor. C. Otras condiciones abusivas en las convenciones Cabe la posibilidad de que en forma adicional al abuso en los precios, se empleen otros abusos en el iter convencional o en la convención 549 POSNER, Richard A., “Natural monopoly and its regulation”, p. 563, Stanford Law Review, volume 21 (1968-1969). 550 Para un estudio pormenorizado de esta práctica monopólica, véase, VALDÉS PRIETO, Domingo, “La Discriminación Arbitraria en el Derecho Económico”, Editorial Lexis Nexis (Conosur Ltda.), Santiago de Chile, 1992.
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misma en la cual se formaliza una determinada conmutación o intercambio. Aquí podrían mencionarse multitud de ejemplos de estas prácticas: prohibición de reventa de productos,551 cobros de derechos o imposición de gravámenes injustos, limitaciones artificiales de las cantidades vendidas, cláusulas que confieran liberaciones indebidas de responsabilidad,552 etc. D. Imposición de contratos atados En algunas legislaciones antimonopólicas, diversas de la nuestra, esta práctica ha sido recepcionada como un ilícito per se, esto es, con abstracción de los efectos nocivos que la misma pueda producir en la libre competencia del respectivo mercado relevante. Tal como ya lo hemos advertido, no compartimos dicha aproximación al problema por carecer de asidero normativo y de fundamentación en el bien jurídico tutelado, y considerando que lo que nos ocupa es la protección de la libre competencia y no la preservación de otros bienes jurídicos, es que nos centraremos en el análisis antimonopólico. Esta práctica atenta directamente contra la libertad de competencia mercantil en el ámbito convencional, puesto que se obliga a quien desea adquirir un determinado bien a la adquisición de otro bien adicional que no desea ni está dispuesto a demandar económicamente. Esta práctica se encuentra mencionada, a título ejemplar, en el artículo tercero, letra b) del Decreto Ley 211 al disponerse: “Se considerarán, entre otros, como hechos, actos o convenciones que impiden, restringen o entorpecen la libre competencia, los siguientes: b) La explotación abusiva por parte de una empresa, o conjunto de empresas que tengan un controlador común, de una posición dominante en el mercado, (...) imponiendo a una venta la de otro producto...”. Esta descripción es solo un ejemplo y, como tal, no pretende agotar descriptivamente las diversas modalidades que puede adoptar la práctica conocida como imposición de contratos atados. En efecto, esta práctica anticompetitiva no se agota en compraventas, sino que alcanza cualquier convención que sea impuesta como exigencia para la celebración de la convención querida y efectivamente solicitada al monopolista. La amplitud de esta práctica ha sido reconocida jurisprudencialmente por el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia, al establecer una medida en los siguientes términos:
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Resolución Nº 30. Resolución Nº 229.
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“Se prohíbe asimismo a la empresa fusionada comercializar en forma atada, esto es, ‘imponiendo a una venta la de otro producto’ en los términos del art. 3º, letra b) del D.L. 211, la oferta de televisión por cable con la de acceso a internet de banda ancha y/o con la de telefonía fija. Tampoco podrá realizar ventas atadas de cualquier combinación entre estos servicios. Sí podrá ofertarlos en forma conjunta siempre que la aceptación de la oferta por parte de los consumidores sea totalmente libre y voluntaria”.553 Se emplea la expresión “comercializar en forma atada”, la cual es muy acertada, puesto que comprende toda forma convencional mediante la cual se lleve a cabo la comercialización sin quedar ésta limitada a la compraventa. Los productos que preocupan al Tribunal Antimonopólico son precisamente aquéllos relativos a los mercados en los cuales participan las empresas fusionadas y, en tal contexto, existe un riesgo de transferencia de poder de mercado que se tiene sobre un producto en favor de otro, sobre el cual no se tiene tal poder, pero que se alcanza a través de comercialización en forma atada. E. Asignación de zonas y de cuotas de mercado Si quien o quienes ostentan un monopolio o una posición dominante desea(n) dividir determinadas zonas geográficas y asignarlas confiriendo un carácter exclusivo a las mismas, incurre(n) en esta práctica que resulta reprochable a la luz del Decreto Ley 211. Es importante advertir que esta práctica se halla descrita, a título meramente ejemplar, por la letra b) del art. 3º de dicho cuerpo normativo. En efecto, dispone dicho precepto: “b) La explotación abusiva por parte de una empresa, o conjunto de empresas que tengan un controlador común, de una posición dominante en el mercado, fijando precios de compra o de venta, imponiendo a una venta la de otro producto, asignando zonas o cuotas de mercado o imponiendo a otros abusos semejantes”. Este ejemplo se estructura sobre la base de que el abuso descrito es la consecuencia de una posición dominante ya alcanzada. El objeto de esta asignación de zonas puede tener por objeto explotar la renta monopólica o preservar la misma o, incluso, ambas finalidades en simultánea, puesto que éstas no son excluyentes. Así, un monopolista ya dotado de una posición dominante y del consiguiente poder de mercado, decide emplear éste para dividir el
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Resolución Nº 01/2004, III), condición tercera del Tribunal de Defensa de la Libre Competencia.
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mercado relevante correspondiente a la fase productiva siguiente. En otras palabras, el monopolista que ya ejerce una significativa influencia en su mercado relevante aprovecha esta última para dividir el mercado de la fase siguiente, a través del expediente de crear territorios de exclusividad. Esto presupone, naturalmente, que los asignatarios de tales territorios estén de acuerdo o, en su defecto, dispuestos a tolerar las respectivas asignaciones con las características de los mismos y con el precio y condiciones bajo las cuales serán comercializados los bienes económicos correspondientes. Un ejemplo de esta situación puede ser el del productor que no está dispuesto a que sus productos se comercialicen en la fase productiva siguiente bajo un precio y condiciones que no le resultan satisfactorios y, para alcanzar tal objetivo, procede a designar concesionarios exclusivos en cada uno de los territorios predeterminados. Ha de considerarse que, bajo determinadas circunstancias, puede existir una suerte de colusión –y no una mera imposición– entre el monopolista productor y los asignatarios de los territorios exclusivos. Ambas modalidades de abuso por la vía de crear zonas de competencia exclusiva han sido objeto de estudio por el Tribunal Antimonopólico. Con todo, este órgano antimonopólico ha distinguido entre zonas exclusivas, según las cuales se prohíbe al asignatario trasponer con su actividad mercantil los límites de aquéllas,554 y las denominadas zonas de atención preferente. Considerando que estas últimas no entrañan una prohibición de competir fuera de ciertos límites, sino que tan solo exigen que los concesionarios dediquen los mayores esfuerzos en determinados sectores geográficos, las zonas de atención preferente han sido declaradas lícitas.555 Una variante de esta asignación de zonas de mercado es la que consiste en el establecimiento de un único distribuidor o comercializador de un mismo artículo de uno o más productores. Si aquél o éstos gozan de poder de mercado y niegan la venta a otros potenciales distribuidores de ese artículo podría darse lugar a otra forma de abuso de posición dominante que semeja a la asignación de zonas de mercado en cuanto a que el mercado está concebido como una sola zona asignada en exclusiva a un único distribuidor. Otra fórmula análoga, aunque tiene lugar entre competidores cartelizados y que abusan de la posición dominante alcanzada por esta vía consiste en repartirse entre sí, a nivel de su propia fase productiva, el mercado relevante.
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Resoluciones Nos 9, 31 y 48, Comisión Resolutiva. Resolución Nº 147, Comisión Resolutiva.
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Mientras las zonas de mercado se refieren al territorio, la asignación de cuotas a que alude el artículo tercero antes citado en su letra b), da cuenta del producto. Esta asignación de cuotas de productos puede establecerse a nivel de la fase de producción, de comercialización mayorista o de comercialización minorista. Nuevamente, el abuso en materia de cuotas de productos puede establecerse para la propia fase en la cual actúa un grupo de competidores cartelizados, que abusando de la posición de dominio obtenida por esta vía se asignan cuotas de producción o comercialización entre sí o bien puede acontecer que tal asignación de cuotas es impuesta en la fase productiva siguiente a aquélla en la cual se hallan situados quien o quienes abusan de su posición dominante. F. Explotación de una instalación esencial Hemos preferido emplear la denominación de “instalación esencial” para significar lo que muchos economistas denominan, realizando una traducción literal desde la lengua inglesa, llaman “facilidad esencial” (essential facility). Existe la alternativa de emplear una instalación esencial como una barrera a la entrada, esto es, destinada a preservar la renta monopólica, por lo cual caería en el acápite siguiente o bien como una forma de explotar una renta monopólica, v. gr., cobrando peajes excesivos por el uso de esa instalación esencial, lo cual puede acontecer, por ejemplo, en el sistema de transporte eléctrico con las respectivas redes. Una formulación más amplia de este concepto es el que alude a ciertas actividades monopólicas –denominadas facilidades esenciales– a las cuales empresas partícipes en segmentos competitivos de una determinada industria generalmente requieren tener acceso para el normal desarrollo de sus actividades. La doctrina ha establecido los siguientes requisitos para las instalaciones o infraestructuras esenciales: i) éstas deben ser controladas por un monopolista; ii) el acceso a la infraestructura debe ser imprescindible para competir en el mercado relevante respectivo y, especialmente, para competir contra el monopolista que ostenta la propiedad o el control de la infraestructura esencial; de aquí deriva la esencialidad de esta instalación para la libre competencia; iii) las características de la facilidad esencial deben hacer factible y viable que ésta pueda ser utilizada por más de un usuario; en otras palabras se trata de un bien cuyo aprovechamiento, uso o explotación puede ser realizado en común por dos o más competidores; iv) desde el punto de vista conductual se requiere que el monopolista que explote la instalación esen574
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cial acompañe dicha explotación de prácticas consistentes en vedar todo acceso a todos o algunos de sus competidores a esa facilidad esencial, en imponer condiciones arbitrarias para la obtención de tal acceso, en discriminar arbitrariamente entre quienes emplean dicha infraestructura esencial y que tales prácticas carezcan de legítimas razones de negocio que hagan justificables esas prácticas. En síntesis, las características de la facilidad esencial sumadas a la existencia de una o más de las prácticas mencionadas ejecutadas por parte de quien tiene el dominio o el control de aquélla han de provocar que la libertad de competencia mercantil resulte lesionada al no poder todos o algunos de los restantes competidores desarrollar la actividad económica para la cual esa infraestructura resulta esencial. Esa imposibilidad no es de orden físico sino antes bien económica en cuanto carece de sentido competir mercantilmente para quien se halla privado de un adecuado acceso a dicha facilidad esencial Las facilidades esenciales exhiben tal relevancia para una determinada actividad económica que producen que el mercado relevante en que ésta se desarrolla aparezca como conexo al mercado relevante en el cual existen tales facilidades esenciales. Así, quien ostenta el dominio o control de una infraestructura esencial puede llegar a abusar de su posición dominante a través de ciertas prácticas excluyentes en relación a aquélla, conductas que resultan claramente reprochables por el Decreto Ley 211. G. Sanciones ante cláusulas abusivas Mientras el fraude, la fuerza, el error y la lesión enorme en las convenciones dan lugar a la nulidad y resolución de las mismas según corresponda, el abuso monopólico da lugar a ciertas sanciones antimonopólicas, entre las cuales se cuenta la potestad reformativa de que se halla dotado el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia. Las cláusulas convencionales que sean abusivas deberán ser reemplazadas o removidas por el Tribunal Antimonopólico, el que luego de estudiar las características del mercado respectivo habrá de concluir si la convención en su integridad puede subsistir o bien si basta con la remoción o sustitución de ciertas cláusulas. Es importante observar que el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia deberá interferir el mínimo necesario en convenciones válidamente celebradas y cuidando, en todo caso, no romper la equivalencia de las prestaciones prevista por las partes cuando éste fuese un contrato regido por la justicia conmutativa y no basado en la mera liberalidad. Es importante observar que la potestad de que goza el Tribunal Antimonopóli575
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co tiene por objeto la terminación o modificación de actos jurídicos, pero no la declaración de nulidad de los mismos, como erróneamente se ha sostenido por algún jurista. Si la convención no puede subsistir en su integridad, el Tribunal Antimonopólico deberá declarar terminada dicha convención. Si bien la causa de dicha terminación es de orden antimonopólico y es el resultado del ejercicio de la potestad sancionatoria, mediante la cual se modifican o terminan ciertos actos jurídicos de que se halla revestido el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia, el efecto de esa terminación es absoluto y erga omnes; en otras palabras, ninguno de los autores del acto jurídico o cocontratantes de la convención respectiva, ni tercero alguno alcanzado por los efectos de aquél o éste, podrán invocar la subsistencia de ese acto jurídico. Así, la mencionada potestad sancionatoria producirá un efecto de terminación que alcanzará, a partir de la notificación de la sentencia respectiva al autor del acto jurídico o a los contratantes de la convención. En consecuencia, ningún tribunal ordinario podrá aceptar a tramitación la ejecución forzada o la resolución de una convención que ya se halla terminada por sentencia ejecutoriada de Tribunal Antimonopólico. Si eventualmente algún tribunal ordinario se halla conociendo de la ejecución forzada de esa convención, la parte contra la cual se pide la ejecución podrá excepcionarse en forma perentoria señalando que la convención pertinente se ha extinguido vía terminación. Ello, naturalmente, no obsta al cumplimiento de las obligaciones devengadas antes de verificarse dicha terminación. Así, por ejemplo, las patentes de invención constituyen un monopolio de privilegio otorgado por ley, privilegio que puede ser empleado abusivamente en tanto sea ejercitado de una forma contraria al orden público. Tal empleo abusivo del monopolio de privilegio es contrario a la legislación antimonopólica y debe ser sancionado, puesto que la ley no ha conferido patentes de invención para que se produzcan abusos monopólicos por parte del titular o beneficiario de tales patentes. 5.5.2. DESTINADOS A PRESERVAR LA RENTA MONOPÓLICA Los abusos destinados a preservar la renta monopólica consisten en prácticas destinadas a disminuir o eliminar la competencia. Estas prácticas pueden ser de dos categorías: i) impedir el ingreso al mercado relevante respectivo de competidores potenciales, y ii) expulsar del mercado relevante a competidores actuales o bien deteriorar por medios injustos la posición de dominio o, en su defecto, la capacidad competitiva 576
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que éstos ostentan. Ejemplos de la primera categoría son privar a competidores potenciales de acceso a ciertos insumos indispensables para prestar un determinado servicio o producir un determinado bien. Ejemplos de la segunda categoría son los precios predatorios. A. Abusos en el iter de la formación de una convención
y particularmente la negativa de venta Estimamos que el más importante de estos abusos se encuentra en la denominada “negativa de venta”, que en realidad es más amplia: se trata de una negativa de celebrar una convención. Por regla general, esta modalidad de abuso tiene por finalidad preservar o incrementar el poder de mercado que ostenta el autor del abuso, lo que le permitirá preservar o, incluso, incrementar la renta monopólica respectiva. Paradójicamente, desde un punto de vista jurisprudencial se ha detectado el reproche de una negativa de venta que se hace en relación con una actividad económica que pertenezca al giro del competidor que deniega la venta, como también en relación con una actividad económica que no pertenezca a dicho giro. Esta última situación ocurrió respecto de Xerox de Chile, empresa que fue sancionada por el Tribunal Antimonopólico en razón de no importar los repuestos de las máquinas de fotocopiado que ella misma internaba en el país. En efecto, al no importar repuestos, Xerox de Chile quedaba como monopolista en el ámbito de las reparaciones de máquinas de fotocopiado y multiplicaba sus volúmenes de venta al hacer indispensable que sus clientes, en ciertos casos, no tuviesen otra opción que acudir a la adquisición de nuevas máquinas de fotocopiado.556 Una práctica característica en esta materia consiste en que mediante la “negativa de venta” se busca debilitar y/o expulsar a quienes participan en la fase productiva siguiente con el objetivo de extender la posición dominante hacia ese nuevo mercado intentando una “integración vertical hacia adelante”. Asimismo, la “negativa de venta” podría tener por objetivo sancionar a aquellas empresas que operan en la fase productiva siguiente y que han rehusado seguir las instrucciones de quien ostenta la posición dominante en lo concerniente a precios de reventa o división de territorios entre los diversos comercializadores.557 Podría ocurrir que la “negativa de venta” no sea arbitraria y, por tanto, halle justificación en una sanción a un distribuidor que no ha
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Resolución Nº 152, Comisión Resolutiva. Resoluciones Nos 25 y 66, Comisión Resolutiva.
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cumplido con las exigencias de publicidad o de servicios técnicos u otros complementarios que razonablemente han de acompañar el proceso de distribución de un determinado bien. De lo expuesto se sigue que una empresa dotada de posición dominante deberá cuidar de no incurrir en una “negativa de venta” arbitraria, puesto que ello contravendría la libre competencia por infringir la natural obligación que una empresa monopólica tiene de no discriminar arbitrariamente entre los demandantes de sus bienes. Es importante observar que existen dos clases de negativas de venta: la que constituye un atentado contra la libre competencia y la que constituye una infracción a la protección al consumidor. Así, una negativa de venta injustificada puede ser realizada por un monopolista (en su acepción jurídica) o bien realizada por un proveedor carente de poder de mercado. Si ocurre lo primero, tal negativa de venta deberá ser analizada a la luz del Decreto Ley 211 a fin de verificar la tipicidad de esa conducta y su eventual reprochabilidad monopólica. A diferencia, si acontece la segunda hipótesis, esa negativa de venta deberá ser evaluada de conformidad con el art. 13 de la Ley 19.496, que regula específicamente tal infracción.558 Desde una óptica conceptual, la protección de los consumidores dice relación con la sinceridad y transparencia de las operaciones comerciales a título oneroso que se verifican entre los consumidores finales y los proveedores, que habitualmente los abastecen de bienes o prestan servicios. De entre las mencionadas operaciones sólo quedan regidos por la Ley 19.496 los actos jurídicos que, de conformidad con lo preceptuado en el Código de Comercio u otras disposiciones legales, tengan el carácter de mercantiles para el proveedor y civiles para el consumidor final.559 La negativa de venta proscrita por el mencionado art. 13 constituye una infracción que sólo puede cometer un proveedor habitual, lo que se sigue del hecho de que la ley exija un giro. La expresión “giro” alude al peculiar negocio que desarrolla el respectivo proveedor, el cual viene definido por el bien o servicio que se comercializa a los consumidores finales, lo que puede acontecer en un mercado mayorista o bien en uno minorista, etc. A diferencia, lo del giro no se aplica al abuso monopólico de negativa de venta, según lo prueba el caso de Xerox de Chile, en el cual fue rechazada la defensa de 558
Art. 13, Ley 19.496: “Los proveedores no podrán negar injustificadamente la venta de bienes o la prestación de servicios comprendidos en sus respectivos giros en las condiciones ofrecidas”. Antecedentes de esta negativa de venta destinada a proteger al consumidor se hallaban en el art. 3º de la Ley 18.223 y, antes de aquél, en el art. 3º del Decreto Ley 280, de 1974. 559 Ley 19.496, artículo segundo, inciso primero.
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esta compañía fundada en que se le exigía una conducta ajena a su giro comercial. La infracción consiste en negarse a vender un bien o prestar un servicio comprendido en el giro del proveedor, a pesar de que el interesado en adquirir el bien o servicio reúna las condiciones que aquél exige para celebrar el contrato de que se trate. Pero esto no basta, adicionalmente se requiere que esta negativa sea injustificada. De esto se sigue que hay motivos o circunstancias que operan como causales de justificación, impidiendo que se configure la infracción. En otras palabras, reconoce el legislador la existencia de ciertos factores de discriminación perfectamente lícitos que habilitan a negar una venta. Teóricamente, es posible afirmar que la licitud del factor de discriminación dependerá de que sea el medio adecuado para determinar cuándo la negativa de venta es justa y cuándo es injusta. La negativa de venta es injusta o injustificada en la medida en que infrinja el principio jurídico de la igualdad. Así, se trata desigual a iguales o igual a desiguales precisamente por no intervenir el factor de discriminación adecuado. La causa de que el legislador sancione esta conducta parece radicar en que ve en ella una falta a la sinceridad en el tráfico, en cuanto las ofertas de bienes y servicios sólo existen respecto de ciertos ofertantes de adquisición de bienes o servicios y no de otros que se hallan en iguales condiciones. Cumplidos los requisitos anteriores y sin necesidad de que concurra un poder de mercado, se entiende afectada la sinceridad en el tráfico y, por tanto, verificada la infracción a las normas protectoras del consumidor. B. Prácticas predatorias Las prácticas predatorias constituyen una importante modalidad del injusto monopólico de abuso. En nuestra concepción esta importantísima variante de atentado contra la Libre Competencia requiere para su perfeccionamiento una posición de dominio de la cual se abusa. Si bien es cierto que no hay consenso en este aspecto y pareciere que el propio Legislador Antimonopólico siguió otra interpretación al mencionar esta práctica en la letra c) del inciso segundo del artículo tercero del Decreto Ley 211 y no hacerlo en la letra b) que ejemplifica algunas prácticas abusivas, coincidimos con ciertos autores en cuanto a que la realización efectiva y exitosa de esta práctica requiere de una posición dominante. El argumento de que por un error de apreciación una empresa pueda intentar una práctica predatoria careciendo de poder de mercado no nos parece suficiente, puesto que se trata de una tentativa inidónea y, por tanto, carente de aptitud causal para le579
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sionar o colocar en riesgo la libre competencia. Un caso límite en la materia es el exhibido por la jurisprudencia estadounidense: “A.A. Poultry Farms vs. Rose Acre Farms” (1989), en el cual se intentó por parte de una empresa una estrategia predatoria careciéndose de poder de mercado a la vez que se dejaba en evidencia la intencionalidad ilícita por las propias declaraciones del presidente de la supuesta “depredadora”. Atendido lo expuesto, intentaremos conceptualizar esta práctica monopólica. Cabe observar que se han formulado multitud de definiciones extraordinariamente amplias de las prácticas predatorias que llevaría a incluir entre éstas negativas de ventas, boicoteos, sabotajes, etc., lo que ciertamente no se aviene con el actual estadio de desarrollo del Derecho de la Libre Competencia. De allí que debemos destacar el mérito de Robert H. Bork de emplear una noción realmente precisa y por tanto útil a los fines del Derecho de la Libre Competencia. Caracteriza Bork las prácticas predatorias como aquéllas dirigidas a obtener que: i) los rivales tengan que salir del mercado, dejando al predador con una participación de mercado suficiente para obtener beneficios monopolísticos, o ii) que tales rivales estén lo suficientemente castigados como para abandonar el comportamiento competitivo que el predador considera inconveniente o amenazador para sus intereses. Si bien éstos son los objetivos que indica Bork, falta aún señalar qué medios definen estas prácticas reprochadas por el Derecho Antimonopólico. En nuestro concepto, se trata de medios anormales desde el punto de vista de la competencia o, si se prefiere, de medios usuales de competencia que son empleados en forma desproporcionada, innecesaria o inexplicable desde la óptica de una competencia sanamente orientada a cautivar a la clientela, v. gr., descensos en los precios por debajo de los propios costos del competidor. Este empleo anormal de medios de competencia muestra que el depredador se autoinflige pérdidas y daños bajo la expectativa de que sus propios competidores sean incapaces de resistir esta situación que él ha provocado y se vean forzados a abandonar el mercado. El depredador está dispuesto a incurrir en estos sacrificios con la esperanza de, en el mediano plazo, recuperar las pérdidas a través de alguna forma de abuso que le permita explotar una renta monopólica. Así, resulta importante considerar que el principio general es la libertad de elección de los medios de competencia en tanto éstos no pugnen con la moral y las buenas costumbres, el orden público y la ley. Dentro de esos límites el empleo de tales medios también es libre, salvo que se acredite un uso anormal e injustificado de los mismos, desvinculado de una competencia por mérito y acompañado de la intención de perjudicar a los competidores. Es muy relevante la au580
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sencia de justificación puesto que podría haber, según ejemplificaremos, muchas y muy buenas razones empresariales para adoptar decisiones anormales en el uso de tales medios de competencia. Las prácticas predatorias deben cumplir con todas las exigencias de los injustos monopólicos emanadas del tipo universal contemplado en el artículo tercero del Decreto Ley 211, entre las cuales se cuenta la culpabilidad en forma de dolo o de culpa. La intencionalidad resulta no sólo reclamada por el Derecho Antimonopólico estadounidense, según indicamos en el caso citado, sino que también por el Derecho de la Libre Competencia de la Unión Europea (Sentencia Akzo, 1991). La clasificación fundamental de que es objeto esta práctica monopólica es la que distingue entre predación fundada en precios y predación no basada en precios. Tanto la jurisprudencia estadounidense como la desarrollada por la Unión Europea ha tendido a ocuparse más de la primera categoría que de la segunda.560 Esta práctica conocida como precios predatorios tiene por objeto intentar expulsar o debilitar a la competencia mediante la fijación de precios a clientes en un nivel extraordinariamente bajo, por lo general bajo los costos variables promedios. Se ha discutido si esta práctica debe consistir en fijación de precios bajo tales costos variables promedios o basta con que se fije un precio que sea inferior al justo precio del mercado relevante respectivo. Creemos que atendido que el justo precio es un rango, parecería más operativo considerar los costos variables promedio. Puede ocurrir que la política de precios bajo los costos sea además arbitrariamente discriminatoria, en cuanto no vaya dirigida por igual a todos los clientes sino a cierto cliente se le cobren precios ordinarios; en tal situación, aunque la jurisprudencia de la Comunidad Económica Europea afirme lo contrario, creemos que no se trata propiamente de precios predatorios, sino que más bien de una discriminación arbitraria monopólica entre clientes en materia de precios, que podría llevar anexo un efecto predatorio. Los precios predatorios se hallan ejemplificados en la letra c) del art. 3º del Decreto Ley 211, disposición que señala a la letra: “Las prácticas predatorias, o de competencia desleal, realizadas con el objeto de alcanzar, mantener o incrementar una posición dominante”. Del texto de la disposición transcrita resulta claro que la práctica predatoria es una conducta que se estructura sobre dos elementos: i) la
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BORK, Robert H., “The Antitrust Paradox. A policy at War with Itself”, p. 144, The Free Press, New York, 1993.
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práctica misma de vender bajo los costos, aun cuando algunos autores pretenden extenderlo a casos en los cuales no se vende bajo los costos, pero con una reducción en los precios lo suficientemente significativa como para expulsar competidores, y ii) el objetivo o intencionalidad explícita o implícita de tal conducta ha de ser obtener, preservar o incrementar una posición dominante. Si tal situación de poder de mercado no se tiene, no cabe hablar de abuso de posición dominante; ésta sólo puede tener lugar cuando el objetivo es preservar o incrementar el poder de mercado. Si el objetivo fuese alcanzar poder de mercado, tal práctica de precios predatorios sería constitutiva de un ilícito monopólico de fuente; concretamente, lo clasificaríamos como una monopolización. Sin embargo, creemos que es una práctica virtualmente inexistente el que un competidor desarrolle una política de precios predatorios para alcanzar un poder monopólico del cual carece en absoluto; ello parece sumamente difícil después de los estudios y demostraciones de Areeda y Turner. Estos elementos de la práctica predatoria ya habían sido indicados por la jurisprudencia del Tribunal Antimonopólico, el cual en su Resolución Nº 134, considerando 7º, había establecido: “Que, por otra parte, estima esta Comisión [hoy Tribunal de Defensa de la Libre Competencia] que es consubstancial a la existencia de un dumping que el precio de venta sea establecido con la finalidad específica de desplazar a la competencia y apoderarse de un determinado mercado, para luego resarcirse de las eventuales pérdidas subiendo los precios al aprovechar la posición dominante y monopólica del mercado”. La finalidad que preside esta conducta, conocida como precios o prácticas predatorias, determina las características de la misma y permite diferenciarla de otras conductas que si bien se le asemejan, en realidad no corresponden a aquélla. Así ocurre, por ejemplo, con ventas bajo los costos como consecuencia de una liquidación de inventario sobrante o pasado de moda, o con la promoción de un producto siempre que dicha promoción dure un corto tiempo, con una abrupta baja en la demanda por un determinado producto, etc. Así, la persistencia y extensión en el tiempo es una característica de las prácticas predatorias que falta en las conductas señaladas en los ejemplos y, por tanto, permite diferenciar éstas de aquéllas.
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6. POTESTADES PÚBLICAS DE LOS ORGANISMOS ANTIMONOPÓLICOS
Con posterioridad a las reformas introducidas por la Ley 19.911 al Decreto Ley 211, sólo quedaron dos organismos con la misión de tutelar la libre competencia: el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia, sucesor de la antigua Comisión Resolutiva y en ciertas potestades también de las antiguas Comisiones Preventivas Central y Regionales, y la Fiscalía Nacional Económica. Cada una de estas autoridades públicas subsistentes –el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia y la Fiscalía Nacional Económica– exhibe un complejo haz de atribuciones, algunas de las cuales han recibido una nueva regulación procedimental. Esta situación ha motivado la presente sección, cuyo objetivo más que dar cuenta de los aspectos procesales de cada una de las potestades públicas mencionadas es tratar la naturaleza, el objeto, límites y alcances de éstas.
6.1. POTESTADES PÚBLICAS DEL TRIBUNAL DE DEFENSA DE LA LIBRE COMPETENCIA Pudiera parecer extraño el título de este capítulo para describir las atribuciones de un tribunal del cual se espera que conozca, sentencie y haga ejecutar lo resuelto, esto es, se limite a realizar los momentos jurisdiccionales que son connaturales a la administración de justicia. Paradójicamente, el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia es más que un órgano jurisdiccional, puesto que exhibe una variedad de funciones extrajurisdiccionales inusuales en un tribunal, lo que ha llevado a ciertas confusiones en la caracterización del mismo. Lo anterior amerita realizar, en el presente acápite, una descripción de sus potestades públicas. Previo al estudio de las potestades públicas del Tribunal Antimonopólico, conviene recordar algunas características orgánicas de este 585
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singular tribunal, puesto que su estructura orgánica se utiliza para el perfeccionamiento de todos los actos de autoridad pública que aquél emite: a) El Tribunal de Defensa de la Libre Competencia es un órgano colegiado, conformado por cinco integrantes titulares y cuatro suplentes o subrogantes. El primero de los cinco integrantes titulares es el Presidente del Tribunal, quien deberá ser abogado y elegido mediante el concurso público previsto en el art. 8º, letra a) del Decreto Ley 211. Los restantes cuatro titulares, expertos en libre competencia, deberán ser dos de ellos abogados y los otros dos, licenciados o con postgrados en Ciencias Económicas. Estos cuatro titulares se ceñirán al proceso de designación y elección descrito en el art. 8º, letra b) del Decreto Ley 211. En cuanto a los cuatro miembros suplentes del tribunal, dos de ellos deberán ser abogados y los otros dos deberán ser licenciados o post-graduados en Ciencias Económicas. Los procedimientos de designación de los integrantes antes indicados contemplan una intervención concurrente del Poder Judicial, del Poder Ejecutivo y del Banco Central de Chile, lo cual es acertado para asegurar una razonable independencia en la actuación del Tribunal Antimonopólico. b) Los miembros del Tribunal de Defensa de la Libre Competencia son temporales, puesto que sólo duran seis años en sus cargos, lo cual es mejor que el plazo de dos años previsto en la normativa legal con anterioridad a la reforma introducida por la Ley 19.911 al Decreto Ley 211. En efecto, el antiguo plazo de dos años planteó el problema de que los procesos de mayor complejidad se extendían por más de dos años y eran resueltos por miembros diferentes de aquellos que habían participado en las respectivas etapas de discusión y prueba. Lo anterior se veía morigerado, en limitada medida, por el hecho de producirse una suerte de “radicación” en los miembros de la antigua Comisión Resolutiva que participaban en la vista de la causa de un determinado proceso para efectos de la redacción del fallo. Sin embargo, tal principio de “radicación” era insuficiente y se debió haber extendido a vincular a los miembros de la Comisión que habían intervenido en las fases de discusión y prueba de un asunto con la fase decisoria. Estimamos que esta problemática quedará superada a través de miembros que duren seis años en sus cargos, con renovación parcial cada dos a fin de contar con miembros solapados a lo largo del tiempo. Este solapamiento en la generación de los integrantes del Tribunal de Defensa de la Libre Competencia contribuirá a su mayor imparcialidad, lo que también queda asegurado con la aplicación de las causales de implicancia y recusación previstas en el Código Orgánico de Tribunales. 586
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c) Los miembros del Tribunal Antimonopólico gozan de remuneración y se les exige una dedicación preferente, aunque no exclusiva. Esta situación es manifiestamente mejor que la preexistente, bajo la cual los integrantes de la antigua Comisión Resolutiva carecieron de toda remuneración y no se contemplaba un número de sesiones mínimas en el tiempo, con lo cual la agilidad en la resolución de los asuntos quedaba entregada a la buena disposición de tales integrantes. De esta forma, la actividad de los miembros del Tribunal Antimonopólico ha pasado a ser remunerada, conservándose la jornada parcial. Es deseable que estas importantísimas funciones sean rediseñadas para dar lugar a una dedicación exclusiva y que la remuneración contemplada al efecto sea acorde a la trascendencia que este Tribunal tiene para la preservación del orden público económico. d) Finalmente, es de observar que sólo ciertos miembros de este Tribunal Antimonopólico ostentan la calidad de letrados, esto es, abogados o conocedores del Derecho. En otras palabras, la conformación de este tribunal es mixta: se compone de miembros letrados y miembros no letrados. Este singular órgano jurisdiccional es presidido por un abogado, el cual resulta designado por el Presidente de la República de una nómina de cinco postulantes confeccionada por la Corte Suprema. La falta de conocimiento del Derecho queda compensada en aquellos miembros no letrados por el conocimiento de Economía, la cual brinda útiles instrumentos para la determinación de los mercados relevantes y la medición del poder de mercado. Un problema que ha presentado bastantes dificultades es la caracterización de cada una de las potestades públicas de que se halla investido el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia. En efecto, no ha faltado quien ha pretendido definir las mencionadas potestades en consideración a la naturaleza del órgano en el cual éstas se encuentran radicadas y, por otra parte, ha habido quienes han considerado necesario acudir al criterio de los respectivos procedimientos establecidos por el legislador antimonopólico como criterio diferenciador. Sobre esta materia, hemos acudido al principio clásico de que toda potencia, facultad o hábito se especifica por su objeto.561 Este principio rige también en el ámbito de las potestades de una autoridad pública como lo es el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia. Estas potestades son “especificadas” o determinadas en su especie por los objetos a los cuales refieren; así, son los objetos o términos de tales
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AQUINO, Santo Tomás de, Suma teológica, 1 q.1 a.3, p. 264, Editorial BAC, Madrid, 1964.
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potestades los que nos permiten conocer la naturaleza y características de éstas. Sin embargo, debe distinguirse entre las diversas clases de objetos: sólo los objetos formales cumplen esta función especificadora, no así los objetos materiales. Mientras el objeto material es cualquier cosa que caiga bajo el ámbito de una potestad pública, el objeto formal es el aspecto o formalidad o perfección considerados en el objeto material. Así, el objeto material de las potestades del Tribunal Antimonopólico son todos los hechos, actos o convenciones que cumplan con los requisitos de ser humanos, esto es, guiados por intelecto y voluntad, exteriorizados y dotados de alteridad, y que digan relación con la justicia, con independencia de si aquéllos emanan de autoridad pública, autoridad privada o simples particulares. Sin embargo, tales hechos, actos o convenciones sólo pueden interesar al Tribunal Antimonopólico en lo que dice relación con la libre competencia; de esta forma, hemos hallado un objeto formal para el ejercicio de la autoridad pública por parte del Tribunal Antimonopólico. Luego, cada acto de este tribunal resultará especificado por la singular forma en que se relacionen los mencionados hechos, actos o convenciones con la libre competencia y esta forma de relación será diversa cuando lo que se busca es establecer si un hecho, acto o convención es constitutivo de un injusto monopólico (atentado contra la libre competencia) o bien si un hecho, acto o convención es contradictorio con la libre competencia y en caso afirmativo bajo qué términos o supuestos dejaría de serlo, etc. En el caso de que lo buscado sea un informe, se analizará un grupo de hechos, actos o convenciones que dan lugar a una situación de mercado y se establecerá si en ésta existe o no un grado razonable de libre competencia. Esta relación entre hechos, actos y convenciones por una parte y la libre competencia por otra, da lugar a que la autoridad pública conferida al Tribunal Antimonopólico deba ser ejercitada en formas diversas. Cada una de estas diversas clases de formas de ejercitar la autoridad pública se traduce en diferentes clases de actos de autoridad y éstos constituyen el término y causa final de las potestades públicas conferidas al Tribunal Antimonopólico. En síntesis, esta relación entre las conductas indicadas y la libre competencia y sus diversas modalidades de relación constituyen la especial razón bajo la cual y por la cual interviene en cada caso el Tribunal Antimonopólico. Esta razón es la forma especificativa del tipo de autoridad pública ejercitada por el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia y da lugar a los siguientes actos de autoridad: i) sentencias jurisdiccionales (aunque pueda parecer un pleonasmo esta adjetivización, ella sirve para oponerlas a las sentencias no contenciosas), mediante las cuales se determina la existencia o inexistencia de un injusto monopólico y en el primer caso establece la sanción aplicable; ii) re588
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soluciones administrativas, mediante las cuales se absuelve una consulta antimonopólica y de establecerse una contradictoriedad entre la conducta consultada y la libre competencia se fijan condiciones o términos para eliminar tal contradictoriedad; iii) informes administrativos acerca de ciertos competidores o mercados relevantes; iv) reglamentos administrativos, denominados “instrucciones de carácter general”, y v) requisiciones (actos judiciales por los que se intima que se haga algo) o proposiciones normativas. Cada uno de estos actos de autoridad pública difiere de los otros, aun cuando todos ellos se refieren a hechos, actos o convenciones en su relación con la libre competencia. Esta diferencia entre estos actos corresponde a una diferencia entre potestades públicas, las cuales tienen por fin la realización de tales actos de autoridad, que operan a modo de objeto formal terminativo de aquéllas. Los mencionados actos de autoridad pública del Tribunal Antimonopólico y sus potestades correspondientes pueden ser materia de múltiples clasificaciones. Sólo mencionaremos dos categorizaciones. Desde un punto de vista de la naturaleza del acto de autoridad, demostraremos que sólo la sentencia –llamada sentencia a secas desde la promulgación de la Ley 19.911 e instalación del Tribunal de Defensa de la Libre Competencia– pertenece al orden jurisdiccional contravencional, característico y peculiar de los tribunales de justicia. Los restantes actos de autoridad, según explicaremos, pertenecen al orden administrativo, aunque con muy significativas diferencias entre sí. Cabe observar que las potestades públicas que procederemos a analizar pueden clasificarse en preventivas y sancionatorias, esto es, en aquellas que tienen por finalidad impedir, evitar o disuadir de la perpetración de un ilícito monopólico y aquellas cuyo objeto consiste en sancionar las conductas vulneratorias de la libre competencia ya perpetradas. En algunas situaciones este distingo se difumina en atención a que entre las modalidades de ilícito sancionado se halla aquel injusto monopólico que pone en riesgo la libre competencia, sin causarle lesión efectiva. En otras palabras, si bien colocar en riesgo próximo a la libre competencia es constitutivo de un ilícito monopólico, es discutible si la sanción de este último cumple una función preventiva o una función sancionatoria o ambas simultáneamente. 6.1.1. POTESTADES JURISDICCIONALES Las potestades jurisdiccionales son aquellas que permiten decir el Derecho, el Ius o lo justo del caso particular, causa del conflicto intersubjetivo. La titularidad de estas potestades constituye la esencia de 589
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lo que es un tribunal y éste debe ser, además, idóneo, lo que se garantiza con la especialidad y la imparcialidad. 6.1.1.1. Especialidad del Tribunal de Defensa
de la Libre Competencia El Tribunal Antimonopólico es, ante todo, un tribunal que ejerce jurisdicción en una materia especialísima: la tutela de la libre competencia. Por ello, cabe afirmar que lo antimonopólico, en cuanto materia especial, ha sido sustraída por el legislador de la competencia de los tribunales ordinarios de la República. Es preciso observar que la especialidad de este tribunal no es óbice para que integre parte del Poder Judicial y, de conformidad con lo prescrito en la Constitución Política de la República, quede sometido a la superintendencia directiva, correccional y económica de la Corte Suprema.562 En virtud de esta sumisión a la Corte Suprema es que contra las sentencias emitidas por el Tribunal Antimonopólico procede no sólo el recurso de reclamación especial contemplado en el art. 27 del Decreto Ley 211, sino también el recurso de queja por la falta o abuso que se hubiere cometido en la dictación de sus resoluciones. El Tribunal de Defensa de la Libre Competencia ha recibido del legislador estas potestades jurisdiccionales con una finalidad muy determinada: resolver conforme a Derecho y justicia las pretensiones procesales que puedan plantearse como consecuencia de los ataques o vulneraciones al bien jurídico tutelado libre competencia. De allí que toca a este tribunal decir lo justo antimonopólico o, si se prefiere, el derecho de cada cual en un conflicto de libre competencia. Esta altísima tarea se resolverá en decir que a tal conducta corresponde una sanción por conculcar la libre competencia o bien que a esa conducta no corresponde sanción alguna por ser inocua a la libre competencia. En ese decir lo justo o lo injusto de un hecho, acto o convención el tribunal deberá ceñirse al tipo universal antimonopólico anteriormente analizado. La sentencia mediante la cual se resuelva este conflicto monopólico deberá ser fundada y para ello habrá de enunciar los fundamentos de hecho, de Derecho y económicos con arreglo a los cuales se pronuncia.563
562 563
Constitución Política de la República, cap. VI, art. 79, y Decreto Ley 211, art. 5º. Art. 26, inciso primero, Decreto Ley 211.
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6.1.1.2. Libre competencia, contenido de orden público Las pretensiones procesales564 en materia de libre competencia, que deberán ser satisfechas por el Tribunal Antimonopólico mediante una sentencia, arrancan de conflictos intersubjetivos, que siempre son de orden público; de allí que resultan indisponibles las mencionadas pretensiones, no resultando eficaces las transacciones, avenimientos o desistimientos referidos a tales pretensiones.565 La jurisprudencia judicial emanada del Tribunal de Defensa de la Libre Competencia ha reiterado el carácter de orden público de la normativa contenida en el Decreto Ley 211.566 “Que una de las normas de mayor importancia que regulan esta garantía constitucional y que forman parte del llamado Orden Público Económico es, precisamente, el Decreto Ley 211, ya que sus disposiciones tienen por objeto evitar la distorsión de la economía a que puede conducir la manipulación de la oferta y la demanda en el mercado”,567 para luego agregar: “los preceptos del Decreto Ley 211, los que por cumplir una finalidad de alto interés nacional son de orden público y no pueden ser alterados, modificados o sustituidos por la voluntad de las personas que intervienen en ella [la actividad económica]”.568 En efecto, tal como lo señala el principio general de Derecho, positivizado en el art. 12 del Código Civil, pueden renunciarse los derechos conferidos por las leyes con tal que esos derechos sólo miren al interés individual del renunciante y dicha renuncia no se halle prohibida. Las pretensiones antimonopólicas nunca miran exclusivamente al interés individual de las partes intervinientes, puesto que en ello se encuentra comprometido el buen funcionamiento del respectivo mer564 La pretensión procesal es “la voluntad manifestada por un sujeto, de obtener del órgano jurisdiccional que recoja y examine una pretensión extraprocesal resistida y la satisfaga plenamente si está fundada en el ordenamiento objetivo”. AVSOLOMOVICH, Lürs y Noguera, Nociones de Derecho procesal, p. 29, Editorial Jurídica de Chile, 1965. 565 Resolución Nº 488, considerando sexto, inc. 4º, Comisión Resolutiva: “Que, por el contrario, las disposiciones de ese texto legal regulan materias de orden público económico, respecto de las cuales esta Comisión está facultada para actuar de oficio y avocarse, en virtud de sus propias atribuciones al conocimiento de los asuntos que le sean requeridos por el Fiscal Nacional Económico, los que, además, resuelve en conciencia sin sujetarse a normas reguladoras de la prueba, en ejercicio de las amplias facultades que reconocen a esta Comisión los arts. 9º, inciso final y 17, letra A), del D. L. Nº 211, de 1973”. 566 Véase, en confirmación de nuestro aserto, NAVARRO BELTRÁN, Enrique, “Orden público económico y libre competencia”, en Revista de Derecho de la Universidad Finis Terrae, año VII-Nº 7, Santiago de Chile, 2003. 567 Resolución Nº 368, considerando sexto, Comisión Resolutiva. 568 Resolución Nº 368, considerando séptimo, parte final, Comisión Resolutiva. Véase también Resolución Nº 29, considerando sexto, párrafo segundo, Comisión Resolutiva.
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cado relevante y de las fases productivas, tanto antecedentes como siguientes, vinculadas a aquél.569 Dicho funcionamiento alcanza no sólo a los sujetos que intervienen ofertando y demandando actualmente en dicho mercado, sino que también a potenciales interesados en acceder al mismo. En otras palabras, interesan los conflictos de libre competencia a todos los actores de un mercado relevante y no sólo al requirente y demandante y al requerido y demandado ante el Tribunal Antimonopólico; de otra forma la existencia y función de la Fiscalía Nacional Económica sería innecesaria: ¿para qué este organismo si lo antimonopólico sólo atañe a demandante y demandado? ¿Cuál es el interés general o bien común económico que aquél ha de representar si estamos ante meros intereses individuales? En tal sentido, nos parece inapropiado el texto introducido en la reforma del Decreto Ley 211, que hace posible la conciliación en materia monopólica y que señala a la letra: “Artículo 22.– Vencido el plazo establecido en el art. 20, sea que se hubiere evacuado o no el traslado por los interesados, el Tribunal podrá llamar a las partes a conciliación. De no considerarlo pertinente o habiendo fracasado dicho trámite, recibirá la causa a prueba por un término fatal y común de veinte días hábiles. Acordada una conciliación, el Tribunal se pronunciará sobre ella dándole su aprobación, siempre que no atente contra la libre competencia”. Resulta artificioso que la conciliación sea un medio de extinción de pretensiones procesales antimonopólicas, puesto que la libre competencia no es un bien disponible o transigible por las partes en litigio, según lo explicamos en el capítulo pertinente, por la existencia de víctimas u ofendidos inmediatos y mediatos. En tal sentido, sorprende que el texto transcrito exija que la conciliación “no atente contra la libre competencia”, puesto que siempre la conciliación atentará contra la libre competencia por el mero hecho de que las partes en litigio dispongan de un bien que compromete a todos los actores del respectivo mercado relevante y si no ocurre así es porque esa materia no corresponde a la libre competencia y, por tanto, el tribunal es incompetente para conocer de ella. Aunque no lo diga el texto de la ley, ¿deberá ser el Fiscal Nacional Económico parte de toda conciliación? ¿No representa acaso el
569 Véase sobre este particular el aserto del ex-Fiscal Nacional Económico, MATTAR PORCILE, Pedro, “La Representación del Interés General en el Sistema de Libre Competencia: su Significado y Alcance”, p. 18, en Publicación Día de la Competencia, 28 de octubre de 2004, Fiscalía Nacional Económica, Santiago de Chile, 2005. Afirma el ex-Fiscal Nacional Económico: “Se ha señalado que la protección de la libre competencia tutela los intereses generales del conjunto de los actores que participan en la economía nacional. Por lo anterior, la libre competencia deja de ser un asunto privado entre partes”.
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Fiscal Nacional Económico el bien común económico en materia de libre competencia? ¿Se halla facultado el Fiscal Nacional Económico para renunciar a la potestad de perseguir el interés común antimonopólico, dando su aprobación a una conciliación? Ciertamente la introducción de la conciliación en el ámbito antimonopólico no se aviene con los principios establecidos en el propio Decreto Ley 211 y abrirá un mosaico de contradicciones y aporías jurídicas. Adicionalmente, esta conciliación parece llevarse a cabo de una forma peligrosamente mecánica –según da cuenta de ello el art. 22 del Decreto Ley 211– no contándose con escritos de las partes que desean suscribir la conciliación que entreguen una fundamentación de la procedencia de ésta ni dándose traslado de aquéllos a las demás personas admitidas a litigar que no hubiesen sido parte en esa conciliación. Asimismo, estimamos que si el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia aprueba la conciliación, la resolución judicial respectiva deberá cumplir con todas las exigencias propias de una sentencia antimonopólica, según lo prescribe el art. 26, inciso primero del Decreto Ley 211. Estos conflictos intersubjetivos podrán tener como parte pasiva a una autoridad pública, a una persona jurídica u organismo de Derecho público o bien a una persona jurídica de Derecho privado, o, por último, a una persona natural y, como parte activa, a la Fiscalía Nacional Económica (a través de un requerimiento) o bien a cualquiera de los anteriores por demanda. La reciente reforma del Decreto Ley 211 ha eliminado la posibilidad de que el propio Tribunal de Defensa de la Libre Competencia inicie el proceso judicial antimonopólico (a través de una avocación de oficio).570 De lo anterior puede inferirse una eliminación del principio inquisitivo en, al menos, el inicio del procedimiento judicial antimonopólico. Estimamos que ello constituye un error lamentable, puesto que ahora los procedimientos sólo pueden iniciarse por el Fiscal Nacional Económico o bien a través de la demanda de alguna parte. La posibilidad de una avocación de oficio siempre constituyó un mecanismo útil para aquellas ocasiones en que el Tribunal Antimonopólico no estaba de acuerdo con los alcances y términos del requerimiento interpuesto por el Fiscal Nacional Económico. Lo anterior es particularmente significativo cuando se trate de la 570
Resolución Nº 488, considerando sexto, inc. 7º, Comisión Resolutiva: “Que las expresiones ‘actuación de oficio’ y ‘auto cabeza de proceso’ que emplean esas disposiciones, así como la naturaleza de las demás normas que regulan estos procedimientos, demuestran que estos procesos tienen un carácter inquisitivo, con una connotación más bien de orden penal que de un pleito civil entre partes que ventilan asuntos de carácter meramente privado”.
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persecución de monopolios de privilegio –aquellos prohibidos por el artículo cuarto del Decreto Ley 211–, en los cuales el Estado y sus organismos tienen responsabilidad y el Fiscal Nacional Económico por su dependencia del Presidente de la República pueda verse expuesto a presiones para no accionar ante el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia. La Fiscalía Nacional Económica, en el inicio y durante el proceso antimonopólico, ha de representar el interés de la nación toda o sociedad civil en la preservación y tutela de ese importantísimo contenido del bien común económico, que es la libre competencia. Si bien antes de la reforma del Decreto Ley 211, promulgada en 2003, no cabía que la parte activa fuera una persona diferente de las mencionadas, esto es, no existían demandas, en la práctica de la Fiscalía Nacional Económica y la jurisprudencia judicial del Tribunal Antimonopólico se habían aceptado las denuncias, que luego iban seguidas de un requerimiento o de una avocación de oficio, en los términos explicados. Asimismo, el Tribunal Antimonopólico ha aceptado terceros coadyuvantes –que no necesariamente coinciden con los denunciantes– no sólo respecto de la Fiscalía Nacional Económica en cuanto parte activa, sino que también respecto de la parte pasiva o sujetos requeridos o contra los cuales se dirige una pretensión procesal de contenido antimonopólico. Describe esta potestad jurisdiccional del Tribunal de Defensa de la Libre Competencia, el art. 18, numeral 1) del Decreto Ley 211: “El Tribunal de Defensa de la Libre Competencia tendrá las siguientes atribuciones y deberes: 1) Conocer, a solicitud de parte o del Fiscal Nacional Económico, las situaciones que pudieren constituir infracciones a la presente ley”. Si bien la descripción contenida en la disposición transcrita no es completa, en el sentido de que no da cuenta de los tres momentos jurisdiccionales: conocer, resolver y hacer ejecutar lo juzgado, no cabe duda de que ése es el sentido del precepto. Así también lo confirma el art. 5º del Decreto Ley 211, que establece: “El Tribunal de Defensa de la Libre Competencia es un órgano jurisdiccional especial e independiente, sujeto a la superintendencia directiva, correccional y económica de la Corte Suprema, cuya función será prevenir, corregir y sancionar los atentados a la libre competencia”. En cuanto al proceso al cual ha de ceñirse la actividad jurisdiccional del Tribunal Antimonopólico, éste se halla reglado por los arts. 19 a 29 del Decreto Ley 211, configurándose así el debido proceso exigido por la Constitución Política de la República. En virtud de este proceso judicial, el tribunal especial antimonopólico puede imponer en la sentencia definitiva las sanciones contempladas en el art. 26, letras a), b) y c) del antes citado cuerpo normativo. 594
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6.1.1.3. Imparcialidad del Tribunal de Defensa
de la Libre Competencia Tal como hemos explicado anteriormente, estimamos que la reforma del Decreto Ley 211 ha sido tremendamente acertada en cuanto a la modificación introducida a la composición y forma de generación de este Tribunal Antimonopólico. En efecto, creemos que con la nueva composición existirán menos eventuales conflictos que con la antigua, especialmente en aquellos asuntos que se vinculen a monopolios de privilegio. 6.1.2. POTESTADES NO CONTENCIOSAS El Tribunal de Defensa de la Libre Competencia, al igual que la mayor parte de los tribunales de la República, puede conocer de asuntos contenciosos y de asuntos no contenciosos, y diferencia el propio Tribunal de Defensa de la Libre Competencia una y otra categoría al momento de asignar a cada causa un número de rol. Como es sabido, los asuntos no contenciosos o también denominados equívocamente de “jurisdicción voluntaria” no entrañan propiamente ejercicio de actividad jurisdiccional, en el sentido de satisfacer pretensiones procesales originadas en un conflicto intersubjetivo real o aparente de carácter jurídico, sino que tienen por finalidad la emisión de ciertas declaraciones o diligencias que los interesados no pueden realizar por sí, requiriendo del concurso de un tribunal. Por ello, prescribe el art. 817 del Código de Procedimiento Civil: “Son actos judiciales no contenciosos aquellos que según la ley requieren la intervención del juez y en que no se promueve contienda alguna entre partes”. Así, estamos frente a una categoría de potestades públicas cuya naturaleza es administrativa y particular y que paradójicamente, por razones históricas y presupuestarias, hoy se encuentra radicada en el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia. Consecuencia de lo anterior es que esta mal denominada “jurisdicción voluntaria” no se rige por los arts. 19 a 29 del Decreto Ley 211, que fueron establecidos para la actividad propiamente jurisdiccional, sino que antes bien se le aplica el procedimiento contemplado en el art. 31 del Decreto Ley 211. Conviene advertir que las potestades públicas que hemos calificado de “no contenciosas” bajo este capítulo, corresponden a potestades administrativas destinadas a informar o absolver una consulta sobre un caso particular, por lo cual se contraponen a las potestades reglamentarias que luego estudiaremos. Asimismo, estas potestades públicas administrativas se contradistinguen de una potestad jurisdiccional, por las razones que luego serán expuestas. 595
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Aunque no se señale de manera específica por el Decreto Ley 211, ante los eventuales silencios o lagunas de este procedimiento administrativo previsto en el art. 31 mencionado, consideramos deberá acudirse al Libro IV del Código de Procedimiento Civil, que se ocupa de los actos judiciales no contenciosos;571 a la Ley Orgánica de Bases Generales de la Administración del Estado y dar cumplimiento a los principios del procedimiento racional y justo contemplados en la Constitución Política de la República, los cuales también alcanzan los procedimientos administrativos. En efecto, la segunda parte de la garantía formulada en el art. 19, Nº 3, inciso quinto de la Constitución Política de la República prescribe que “Corresponderá al legislador establecer siempre las garantías de un procedimiento y una investigación racionales y justos”. Ese procedimiento ha de alcanzar a toda autoridad pública infralegal y es resorte del legislador asegurar que así ocurra. Esta actividad no contenciosa del Tribunal de Defensa de la Libre Competencia reconoce, al menos, dos importantes modalidades: 1) La emisión de informes descriptivos de la estructura y grado de competencia de un determinado mercado relevante que corresponde a alguna de las denominadas industrias reguladas, y 2) La absolución de consultas formuladas por el Fiscal Nacional Económico o por quien exhiba un interés legítimo en las mismas, sean competidores actuales o potenciales en un determinado mercado relevante y sea que tales consultas versen acerca de la licitud antimonopólica de actos o convenciones ya celebradas o que se proyecta celebrar. A la primera modalidad la hemos denominado potestad informativa, la cual culmina en “informes” y a la segunda, potestad consultiva, la cual culmina en “resoluciones”. 6.1.2.1. Potestad informativa Un significativo número de legislaciones que rigen las denominadas industrias reguladas, generalmente caracterizadas por la presencia de monopolios naturales, contemplan disposiciones que confieren potestades no contenciosas al Tribunal de Defensa de la Libre Competencia, con la finalidad de que emita declaraciones o informes acerca de la estructura y forma de funcionamiento de determinados mercados relevantes a que aluden tales legislaciones. Muchas de aquellas indus571
Esta aplicación del Libro IV del Código de Procedimiento Civil no ha estado exenta de polémicas, resultando especialmente compleja la relativa al art. 823 de dicho libro y su colisión con el Auto Acordado Nº 5/2004 emitido por el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia.
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trias reguladas dan cuenta de servicios públicos que exhiben la particularidad de operar en ámbitos de monopolios naturales, esto es, mercados relevantes cuya estructura reconoce fuertes economías de escala o economías de ámbito. A. NATURALEZA DE LA POTESTAD INFORMATIVA Si bien en el texto actual de la Ley para la Defensa de la Libre Competencia no se contempla expresamente esta potestad pública, es menester reconocer que la existencia de tal potestad guarda armonía con el propio Decreto Ley 211, cuyo art. 18, numeral 5), confiere a dicho tribunal: “Las demás [atribuciones y deberes] que le señalen las leyes”. Si bien esta potestad pública informativa se halla formulada en legislaciones relativas a industrias reguladas, ello no ha impedido que el propio legislador antimonopólico se haya ocupado indirectamente de la misma a través del art. 31 del Decreto Ley 211. En efecto, el mencionado art. 31 tuvo por objeto dar cuenta de un procedimiento diseñado para el ejercicio de las potestades públicas administrativas por parte del Tribunal de Defensa de la Libre Competencia: la potestad para absolver consultas (art. 18, numeral 2)), la potestad reglamentaria (art. 18, numeral 3) y “la emisión de los informes que le sean encomendados al Tribunal en virtud de disposiciones legales especiales”, esto es, la potestad informativa en comento. De esta forma, el legislador antimonopólico agrupó tres potestades públicas que exhibían naturaleza administrativa y las sometió a las ritualidades del art. 31 del Decreto Ley 211. Esta naturaleza administrativa de la potestad informativa ya había sido calificada como tal por el propio Tribunal Antimonopólico en algunos de sus fallos. Así, la Resolución Nº 537, considerando quinto, estableció lo siguiente: “Que en relación con las solicitudes presentadas por las empresas recurrentes, por las cuales formulan diversas observaciones y peticiones respecto de la procedencia o improcedencia de que Aguas Cordillera S.A. participe en estos procesos de licitación, esta Comisión Resolutiva [hoy Tribunal de Defensa de la Libre Competencia] debe señalar que no le corresponde pronunciarse sobre los planteamientos de fondo que señalan, toda vez que el informe que debe emitir esta Comisión conforme al art. 65 del D.F.L. 382, de 1988, no es una decisión que adopte en el marco de las facultades generales que le otorga el Decreto Ley 211, de 1973. Que, en efecto, el informe en cuestión debe ser evacuado por esta Comisión, en cumplimiento de un encargo privativo y específico del 597
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legislador, de carácter administrativo y técnico, en conformidad a disposiciones legales particulares referidas a una determinada actividad económica, cuyo objeto preciso es informar directamente a las autoridades del sector sobre si Chilectra S.A. constituye o no un monopolio natural regulado, en determinadas áreas geográficas”. B. OBJETO Y CARÁCTER VINCULANTE DE LA POTESTAD INFORMATIVA El objeto de esta potestad administrativa es la determinación del grado de competencia en un mercado relevante específico, en términos varios: si tal o cual competidor es un monopolio natural, sea que éste ya se encuentre regulado o no; si ciertos servicios son prestados en condiciones de competencia que ameritan una libertad tarifaria o no, etc. Esta potestad informativa exhibe la particularidad de que versa sobre la descripción de un mercado relevante concreto o un competidor concreto, en un tiempo determinado y sobre la base de determinados antecedentes que le son allegados por la autoridad pública técnica tutelar de la respectiva industria regulada u otras autoridades públicas o interesados en entregar datos, de conformidad con lo previsto en el art. 31 del Decreto Ley 211. De allí que las conclusiones que obtiene este Tribunal Antimonopólico, con motivo del ejercicio de esta potestad informativa, son mutables en función de las variaciones o cambios que experimenten los mercados relevantes y competidores objeto del respectivo análisis. Por ello, no cabe sostener forma alguna de cosa juzgada judicial o administrativa en relación con la actividad de esta potestad pública informativa. La conclusión a la que arriba el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia se traduce en la emisión de un informe que debe estar dotado de una adecuada fundamentación económica; de allí su carácter eminentemente técnico y su escaso contenido jurídico normativo. Dicho informe es vinculante y no puede ser desconocido por la autoridad pública sectorial destinataria del mismo, lo cual no es óbice para que, de conformidad con el procedimiento contemplado en el art. 31 del Decreto Ley 211, aquel informe pueda ser objeto del recurso de reposición que señala esa misma disposición. Se ha debatido si compete al Tribunal Antimonopólico, en ejercicio de esta potestad informativa, proponer fórmulas alternativas diversas de una declaración acerca de si en un mercado relevante determinado existen o no condiciones para la libre competencia y, sobre esa base, establecer si, por ejemplo, deben persistir regímenes tarifarios o no. Entre tales fórmulas alternativas se ha discutido si podría el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia proponer una fórmula alternativa consistente en sistemas tarifarios más flexibles o con 598
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mayores ámbitos disponibles para la autonomía privada. La conclusión, ciertamente, dependerá del examen particular de cada una de las potestades públicas informativas que las respectivas leyes que rigen ciertas industrias reguladas confieren al Tribunal Antimonopólico. En tal sentido, el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia deberá ajustarse a informar aquello que le es solicitado por la norma que le otorga la potestad informativa y evitar toda suerte de juicios o proposiciones de regulaciones particulares en relación con el caso singular que se le ha solicitado informar, que signifique apartarse de los estrictos términos de la potestad pública específica en virtud de la cual está actuando dicho tribunal. En efecto, debe recordarse que esta potestad pública es eminentemente técnica y descriptiva y carece este tribunal de atribuciones regulatorias con motivo del ejercicio de aquélla, salvo texto legal expreso que disponga lo contrario. Asunto diverso sería si el Tribunal Antimonopólico ejercitase su potestad reglamentaria externa, caso en el cual deberá emitir una norma de carácter general que tenga por objeto la tutela de la libre competencia y cuyos destinatarios sean una pluralidad de competidores que deberán recibir un trato que no sea arbitrariamente discriminatorio a través de aquélla. C. ATRIBUCIONES ESPECÍFICAS EN MATERIA INFORMATIVA A título meramente ilustrativo, y sin pretender mencionar todos los casos en los cuales una ley específica sectorial confiere atribuciones informativas al Tribunal de Defensa de la Libre Competencia, podemos referirnos brevemente a lo que acontece en el ámbito de los servicios sanitarios de los servicios de telecomunicaciones, de la distribución eléctrica y de las libertades de opinión e información y ejercicio del periodismo. Respecto de los servicios sanitarios, cabe recordar lo establecido por los arts. 40 y 65, inciso segundo de la Ley de Servicios Públicos Sanitarios. Dispone el art. 65, inciso segundo de dicha ley: “Corresponderá a la Comisión Resolutiva [hoy Tribunal de Defensa de la Libre Competencia], creada por el Decreto Ley 211, de 1973, determinar si las empresas concesionarias de servicios públicos referidas en el inciso precedente constituyen monopolio natural regulado o declarar que han dejado de serlo”. Esta atribución informativa específica guarda relación con una incompatibilidad que fue introducida a la Ley de Servicios Públicos Sanitarios mediante el artículo primero de la Ley 19.549. Dicha incompatibilidad se refiere, muy sintéticamente, a la posibilidad de una propiedad, control o influencia decisiva común entre una empresa prestadora de servicios sanitarios, por una parte, y una concesionaria de distribución eléctrica o de telefonía local o de gas de redes, en tanto 599
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éstas exhiban el carácter de monopolio natural regulado, por otra. Esta lamentable incompatibilidad da cuenta de una prohibición legislativa a las economías de ámbito, las cuales en vez de ser permitidas y adecuadamente reguladas para transferir sus beneficios a los consumidores han sido proscritas. Una adecuada regulación hubiere sido suficiente para evitar eventuales abusos de las posiciones monopólicas que se hubieran derivado de la administración conjunta de tales monopolios naturales. Otro caso que ilustra la puesta en movimiento de esta potestad pública no contenciosa, en el ámbito antimonopólico, lo constituye la solicitud efectuada por la Compañía de Telecomunicaciones de Chile S.A. al Tribunal de Defensa de la Libre Competencia, en orden a que declarase que los servicios calificados como “Servicio público telefónico local” en la Resolución Nº 515 se desarrollaban a la fecha de la solicitud en un mercado competitivo y, por tanto, con el mérito de dicha declaración dejasen de estar afectos a fijación tarifaria.572 Esta solicitud se fundó en el art. 29, inciso segundo de la Ley 18.168, que le confiere al Tribunal de Defensa de la Libre Competencia la potestad de calificar las condiciones existentes en ciertos mercados de servicios públicos telefónicos local y de larga distancia nacional e internacional para determinar si es procedente un régimen de libertad de precios o, por el contrario, el régimen tarifario debe mantenerse. Un procedimiento análogo al previsto para los servicios de telecomunicaciones hallamos en el ámbito de la distribución eléctrica no sólo en relación con la tarificación de suministros eléctricos sino que también respecto de los servicios anexos a la distribución eléctrica, v. gr., lectura de medidores, apoyos en postes, etc. Lo anterior queda ilustrado por los siguientes artículos de la Ley General de Servicios Eléctricos: “Art. 90. Están sujetos a fijación de precios los suministros de energía eléctrica y los servicios que a continuación se indican: 4. Los servicios no consistentes en suministros de energía, prestados por las empresas sean o no concesionarias de servicio público que, mediante resolución de la Comisión Resolutiva [actualmente Tribunal de Defensa de la Libre Competencia], creada por el Decreto Ley 211, de 1973, dictada a solicitud de la Superintendencia de Electricidad y Combustibles o de cualquier interesado, sean expresamente calificados como sujetos a fijación de precios, en consideración a que las condiciones existentes en el mercado no son suficientes para garantizar un régimen de libertad tarifaria”.
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Resolución Nº 611, Comisión Resolutiva.
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“Artículo 107 bis. Los precios de los servicios a que se refiere el número 4 del art. 90 se calcularán sobre la base de los estudios de costos y los criterios de eficiencia a que se refiere el artículo anterior. Los valores resultantes no formarán parte del valor agregado de distribución, se actualizarán mensualmente de acuerdo a la variación de los índices de precios u otros que se establezcan en el decreto que los fije. Los precios así determinados serán sometidos a revisión y determinación de nuevos valores con ocasión del proceso de fijación de tarifas de suministros de distribución sin perjuicio de que, en cualquier momento, cuando la Comisión Resolutiva [actualmente Tribunal de Defensa de la Libre Competencia] así lo determine, el Ministerio de Economía, Fomento y Reconstrucción, mediante decreto, formalice su descalificación como servicio sujeto a fijación de precios”. Otra muestra de la creciente demanda por el uso de esta potestad informativa por parte del Tribunal Antimonopólico lo constituye lo dispuesto en el art. 38, inciso segundo de la Ley 19.733 sobre Libertades de Opinión e Información y Ejercicio del Periodismo. Dicha disposición ha motivado por parte del tribunal de Defensa de la Libre Competencia la emisión del Auto Acordado Nº 6/2005 de fecha siete de julio de 2005 mediante el cual regla las solicitudes de informe en esta materia. D. CONCLUSIÓN En nuestra opinión, la creciente asignación de potestades administrativas al Tribunal de Defensa de la Libre Competencia y la cada vez mayor actividad asociada a las mismas, particularmente en lo tocante al ámbito de las industrias reguladas, debería llevar a considerar seriamente lo que hace algunos años propusimos:573 la división de este alto tribunal en dos salas, una dedicada exclusivamente a las industrias reguladas y otra destinada a los demás asuntos. En efecto, una cabal comprensión de las industrias reguladas es un requisito ineludible para dar razonable cumplimiento a las exigencias derivadas de la potestad informativa en comento; por lo cual estimamos urgente la creación de una sala especializada en la materia. Prueba del continuo incremento de potestades administrativas relacionadas con las industrias reguladas que el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia está sufriendo es la recientemente añadida po573 Esta propuesta la formulamos en la I Jornada de Derecho de la Empresa (2001), organizada por la Facultad de Derecho de la Pontificia Universidad Católica de Chile, con motivo de nuestra ponencia “El monopolio de privilegio ante el Decreto Ley 211”.
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testad para designar a los miembros del panel de expertos de la Ley General de Servicios Eléctricos. El cometido de este panel es resolver las discrepancias que se susciten de conformidad con lo indicado por el art. 130 de la Ley General de Servicios Eléctricos. Así, la denominada Ley Corta Eléctrica ha venido a conferir esta potestad al Tribunal Antimonopólico, la cual quedará reconocida bajo la disposición residual y genérica del art. 18, numeral 5º, del Decreto Ley 211, que alude a las demás atribuciones y deberes que le señalen las leyes. 6.1.2.2. Potestad para absolver consultas 574 Comprender cómo fue concebida esta singular potestad pública y cómo llegó a radicarse en el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia exige recorrer someramente nuestra breve historia legislativa antimonopólica. Sólo así podremos reflexionar acerca de la naturaleza jurídica de esta controvertida potestad para absolver consultas y hallar las razones por las cuales ésta fue preservada por la Ley 19.911, que introdujo importantes reformas al Decreto Ley 211 de 1973. A. ANTECEDENTES HISTÓRICOS Una modalidad muy importante de esta actividad no contenciosa del Tribunal de Defensa de la Libre Competencia es la que hemos denominado potestad para absolver consultas o potestad consultiva, en cuanto permite que cualquier interesado pueda acudir a esta autoridad antimonopólica solicitando un pronunciamiento acerca de la licitud de una operación desde la perspectiva del Derecho de la libre competencia. Esta importantísima potestad pública halla su origen, en nuestro Derecho, en la primera legislación antimonopólica chilena: el Tít. V de la Ley 13.305, de 1959. Disponía el art. 175 de dicho cuerpo normativo, en su inc. 3º, lo siguiente: “Serán deberes y atribución de esta Comisión: c) Resolver las consultas que se le formulen respecto de la aplicación de los preceptos de esta ley a determinados actos o contratos”. 574
Una síntesis de este capítulo fue presentada el día 20 de octubre de 2004 por Domingo Valdés Prieto bajo el título “La potestad del Tribunal de Defensa de la Libre Competencia para absolver consultas” en las II Jornadas de Derecho de la Empresa organizadas por la Facultad de Derecho de la Universidad Católica de Chile. Una versión más desarrollada fue publicada bajo el título “Sobre la naturaleza y límites de la potestad consultiva del Tribunal Antimonopólico” en el libro “Actas de las Segundas Jornadas de Derecho de la Empresa” ediciones MDE, Universidad Católica de Chile, Santiago, 2005.
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Dicha potestad subsistió en la Comisión Antimonopolio creada por la Ley 13.305 –hoy denominada Tribunal de Defensa de la Libre Competencia– por más de catorce años. Posteriormente, con motivo de la dictación del Decreto Ley 211, de 1973, dicha potestad consultiva fue radicada en organismos antimonopólicos de naturaleza administrativa y subalternos de la Comisión Antimonopolio, que había pasado a denominarse Comisión Resolutiva. Tales organismos administrativos subalternos fueron las denominadas Comisiones Preventivas Central y Regionales, según fue establecido por los arts. 8º y 11 del mencionado cuerpo normativo. La descripción de la potestad consultiva correspondiente a tales entes administrativos se contenía entre las disposiciones que daban cuenta de las atribuciones de dichas Comisiones Preventivas y tal descripción normativa señalaba a la letra: “a) Absolver consultas acerca de los actos o contratos existentes que podrían infringir las disposiciones de la presente ley; b) Pronunciarse respecto de las consultas que se formulen sobre actos o contratos que se propongan ejecutar o celebrar en cuanto puedan alterar la libre competencia”. La reforma del Decreto Ley 211, promulgada en noviembre de 2003 a través de la Ley 19.911, ha establecido el retorno de dicha potestad pública al Tribunal de Defensa de la Libre Competencia (equivalente en el tiempo a la Comisión Antimonopolio y más tarde a la Comisión Resolutiva), luego de haber estado treinta años radicada en las Comisiones Preventivas, según lo antes explicado.575 Como consecuencia de lo anterior, dicha potestad pública ha quedado radicada y formulada en los siguientes términos: “Artículo 18. El Tribunal de Defensa de la Libre Competencia tendrá las siguientes atribuciones y deberes: 2) Conocer, a solicitud de quien tenga interés legítimo, o del Fiscal Nacional Económico, los asuntos de carácter no contencioso que puedan infringir las disposiciones de la presente ley, sobre hechos, actos o contratos existentes, así como aquellos que le presenten quienes se propongan ejecutarlos o celebrarlos, para lo cual, en ambos casos, podrá fijar las condiciones que deberán ser cumplidas en dichos hechos, actos o contratos”. Mucho se debatió si tenía consecuencias nocivas para la tutela de la Libre Competencia el retorno de esta potestad consultiva al Tribunal de Defensa de la Libre Competencia, que era precisamente la concepción originaria en la Ley 13.305 y que, según hemos señalado, tuvo aplicación por catorce años. Particularmente, se ha planteado que ello podría constituir una carga adicional y excesiva a las tareas del Tribunal de Defensa de la
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Diario de Sesiones del Senado de la República de Chile, Legislatura 349ª, Ordinaria, Sesión 2ª, 4 de junio de 2003, p. 55.
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Libre Competencia en atención a que ya no existirán las Comisiones Preventivas. Estimamos que dicho planteamiento es correcto y que la eliminación de las Comisiones Preventivas, por razones presupuestarias, constituye un grave error que con el paso del tiempo quedará en evidencia. No obstante lo anterior, y considerando que la eliminación de las Comisiones Preventivas es una situación ya establecida por la recientemente promulgada reforma del Decreto Ley 211, no puede seguirse de ello un segundo error –más profundo que el primero– consistente en que desaparezca la potestad consultiva, importantísima función destinada a conferir certeza mínima a los actores del mercado por una vía expedita y sin forma de juicio. Por otra parte, estimamos que la potestad consultiva no debe ser radicada en la Fiscalía Nacional Económica, puesto que ello importaría transformarla en un tribunal antimonopólico de primera instancia, quedando la segunda entregada al Tribunal de Defensa de la Libre Competencia. En efecto, según tendremos oportunidad de explicar, el conocimiento administrativo de un hecho, acto o convención objeto de una consulta, puede transformarse en un asunto contencioso y de carácter jurisdiccional. Luego, si se hubiese entregado a la Fiscalía Nacional Económica la potestad para absolver consultas, hubiese sido necesario conferirle también la potestad jurisdiccional activada con motivo de una oposición formulada en el respectivo procedimiento de consulta. El entregar esta función administrativa y eventualmente jurisdiccional a la Fiscalía Nacional Económica oscurecería la potestad pública de acusador que ostenta esa Fiscalía al situar en un mismo órgano una función acusadora y una función juzgadora. Esta separación de funciones resulta esencial para un racional y justo procedimiento según dispone la garantía formulada en el artículo, 19, Nº 3, inciso quinto de la Constitución Política y ciertamente ha sido uno de los objetivos buscados por la Ley 19.911, modificatoria del Decreto Ley 211. 576 576
Contra esta solución se ha planteado la objeción de que en el sistema antimonopólico estadounidense la Federal Trade Commission puede actuar como acusador y también puede resolver consultas antimonopólicas sobre operaciones futuras (advice in advance) a través de una decisión administrativa declaratoria. Resultando lo anterior efectivo, es preciso advertir que tal conjunción de potestades en una misma autoridad pública ha sido y es actualmente objeto de una fuerte crítica por parte de los propios estudiosos del Derecho administrativo antimonopólico por reunirse en un mismo ente administrativo funciones de acusador y de sentenciador. Así, E. Allan Farnsworth, Introduction to the legal system of the United States, p. 137, Oceana Publications, New York, 1994, ha señalado: “Criticism has also been directed at the combination in the same agency of the functions of legislating, investigating, initiating proceedings and judging”. Estimamos que la Ley 19.911 ha resuelto ese dilema acertadamente asegurando una sepa-
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Además, si el Fiscal declarase exenta de responsabilidad una determinada conducta, luego tendría dificultades para operar como acusador respecto de la misma o una conducta análoga; en otras palabras, su rol de acusador podría verse empañado por su intervención respondiendo consultas. Esta situación, sin embargo, no puede ocurrir con el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia, puesto que luego de la reforma de la Ley 19.911 éste carece de atribuciones para avocarse al conocimiento de un asunto; así, no puede este tribunal operar como acusador y juzgador. Por último, dado que el Fiscal Nacional Económico es un hombre de confianza del Presidente de la República tanto para efectos de su designación como de su remoción en el cargo, tendría significativos conflictos de interés para absolver consultas formuladas por sociedades anónimas controladas por el Estado, empresas públicas del Estado, Ministerios, reparticiones públicas o entes públicos autónomos dotados de potestades públicas infralegales. Lo anterior, por cierto, ya puede predicarse de su actual rol de acusador antimonopólico en representación del bien común económico; en tal sentido, resulta urgente una reforma al Decreto Ley 211 que asegure al Fiscal Nacional Económico inamovilidad en el cargo y que pueda sustraerse a las instrucciones del Presidente de la República. Es el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia el llamado a uniformar los criterios vertidos en las respuestas a las consultas y velar porque éstas sean armónicas con lo resuelto en los fallos judiciales que se emitan. Esa coherencia entre el ejercicio de la potestad consultiva y el ejercicio de la actividad jurisdiccional redunda en una mayor eficiencia en la tutela de la libre competencia. Dicha coherencia y la consecuencial eficiencia se perdería o dificultaría en el evento que la Fiscalía Nacional Económica tuviese autonomía para absolver consultas, puesto que las respuestas podrían no ajustarse a los lineamientos del Tribunal de Defensa de la Libre Competencia y adicionalmente confundirse con el rol acusatorio de aquélla. Así, en nuestra opinión resulta acertada –atendida la consumación de la indebida eliminación de las Comisiones Preventivas– la radicación de esta potestad para absolver consultas en el Tribunal Antimonopólico. Consideramos mejor esta solución que haber entregado dicha potestad a la Fiscalía Nacional Económica, como se había propuesto por algunos y todavía se sigue planteando, no obstante la promulgación de la reforma al Decreto Ley 211 a través de la Ley 19.911.
ración de tales funciones y logrando así un más racional y justo procedimiento en esta delicada materia, según lo exige la Constitución Política de la República.
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B. NATURALEZA DE LA POTESTAD CONSULTIVA Consideramos que esta potestad pública para absolver consultas es una atribución de naturaleza administrativa radicada en el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia, cuya ubicación en ese organismo jurisdiccional resulta fundamental para conservar la unidad de criterio entre lo señalado mediante “sentencias antimonopólicas”577 y lo respondido administrativamente mediante “resoluciones antimonopólicas”578 con motivo de las consultas relativas a la lesión o puesta en peligro de la libre competencia por ciertos hechos, actos o convenciones.579 Estimamos que esta potestad consultiva es de naturaleza administrativa y no jurisdiccional, por las razones que pasamos a anotar. B.1. Ausencia de litis La potestad pública que permite evacuar consultas por parte del Tribunal Antimonopólico no corresponde a esa función integrante de la soberanía nacional que se conoce como jurisdicción. En efecto, según enseña el insigne Francesco Carnelutti, la jurisdicción consiste en resolver un conflicto intersubjetivo de carácter concreto que exhiba relevancia jurídica, con el objeto de alcanzar una justa composición de esa litis.580
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Art. 26 del Decreto Ley 211. Art. 31, inciso final del Decreto Ley 211. 579 VALDÉS PRIETO , Domingo, “Función consultiva del Tribunal de Defensa de la Libre Competencia” (entrevista), pp. 4 y 13, La Semana Jurídica Nº 222, Semana del 7 al 13 de febrero de 2005, LexisNexis, Santiago de Chile, 2005. 580 Citada por R OCCO, Ugo, Tratado de Derecho procesal civil, tomo I, p. 63, Editorial Temis y Depalma, Bogotá y Buenos Aires, 1983. Esta concepción de la jurisdicción ha sido criticada por indicar que lo buscado por aquélla es la justa composición de una litis. Disentimos de quienes sustentan esta crítica, particularmente de la argumentación dada para excluir la noción de justicia de la definición de jurisdicción, según la formula el jurista y profesor COLOMBO CAMPBELL , Juan, La competencia, pp. 46 y ss., Editorial Jurídica de Chile, 2004. Señala este autor: “Estando frente a una disciplina científica, debemos basar nuestra definición en conceptos exactos y no abstractos o valorativos”. Sin entrar en la controversia de qué es Ciencia y de si el Derecho procesal puede reclamar tal calificativo, resulta lamentable que se repudie el uso de conceptos abstractos, puesto que la noción misma de jurisdicción, en cuanto objeto de cualquier estudio o tratado, es un concepto abstracto. La contraposición entre lo exacto y lo abstracto resulta falsa según lo demuestra el concepto de número tres, que goza a la vez de una exactitud matemática y de un nivel de abstracción que le permite ser predicado de multiplicidad de cantidades reales. Asimismo, no cabe hacer sinónimo lo abstracto y lo valorativo, puesto que si se siguiesen los usos kantianos lo valorativo es equivalente a lo moral y no todo lo moral es abstracto, v. gr., la noción de esfera es abstracta, pero care578
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Esta definición ha sido criticada por aludir a una “justa composición de una litis”, argumentándose que si una sentencia es injusta ésta ha dejado de cumplir con la definición indicada, por lo cual o la mentada sentencia no constituye actividad jurisdiccional o bien la definición citada es inadecuada. Esta crítica resulta construida sobre un error al olvidarse el fundamental y antiguo principio de que los actos se especifican o determinan por su objeto. El objetivo u objeto de la actividad jurisdiccional es la justa composición de la litis y los actos procesales respectivos van encaminados a tal finalidad, incluso cuando ésta se frustra. Esta afirmación, que podría sorprender, la aceptamos con toda propiedad en temas más cotidianos: afirmamos que la finalidad de los actos médicos es curativa o destinada a preservar la salud y por ello el consentimiento del ofendido es una causal de justificación del delito de lesiones en caso de una intervención quirúrgica. Si una intervención médica fracasa o ésta resulta contraproducente para la salud del paciente no inferimos de ello que no hubo un acto médico –salvo dolo o culpa significativa– y no consideramos la interposición de una querella criminal por lesiones. En otras palabras, salvo aquellas situaciones extremas de dolo o ciertos niveles groseros de culpa, nadie niega la finalidad curativa de una intervención quirúrgica por adversa para el paciente que ésta resulte. Lo mismo acontece con la actividad jurisdiccional que se halla determinada o especificada por un claro fin: la justa composición de la litis. Si un juez yerra en la dictación de la sentencia, puesto que asigna mal los derechos de las partes en litigio, no por ello ha dejado de haber actividad jurisdiccional encaminada a un justo arreglo de la litis. La justa composición de la litis es el objetivo de la jurisdicción y para ello el juzgador ha de buscar dar a cada cual lo suyo.581 La defi-
ce de sentido moral. Respecto de lo “valorativo” o moral debe observarse que si lo valorado tiene fundamento en la realidad puede ser objeto de análisis racional y, por tanto, integrar parte de una definición correspondiente al ámbito ético o bien al jurídico. Así, la justicia no es aquello que produce agrado placer como postuló John Stuart Mill, sino que consiste en dar a cada cual su derecho, para lo cual han de juzgarse los títulos jurídicos que dan origen al derecho de cada cual. Esta es precisamente la nobilísima tarea que realizan los jueces al desarrollar la actividad jurisdiccional. 581 AQUINO, Santo Tomás de, Suma Contra los Gentiles, Libro II, cap. XXVIII, 2, p. 146, Editorial Porrúa S.A., México, 1991, señala: “El acto de justicia consiste en dar a cada quien lo suyo. Luego, anterior al acto de justicia ha de ser aquel por el cual un ser hace suya alguna cosa, como consta por lo que suele acontecer entre los hombres. Y ese primer acto por el cual un ser hace suya alguna cosa, no puede llamarse acto de justicia”.
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nición de Carnelutti alude a la finalidad de la jurisdicción que no puede ser otra que alcanzar lo justo particular; así, la composición de la litis no está entregada a la arbitrariedad del sentenciador, ni siquiera en ausencia de ley que regle el conflicto que aquél ha de resolver. El fundamento de la jurisdicción descansa en la búsqueda de lo justo a través de la sentencia judicial. Del hecho de que no se logre lo justo en una sentencia en particular no se sigue que haya carencia de jurisdicción, sino que deberá intentarse la enmienda de la misma a través de los recursos pertinentes. Si la sentencia inferior es enmendada por un superior jerárquico, no se sigue de ello que la sentencia originaria no fuere sentencia, ni que el autor de la misma careciese de jurisdicción y menos podrá inferirse –salvo prueba de dolo o negligencia grave– que la actividad de dicho juez no estuviese orientada a una justa composición de la litis que le fue sometida a su conocimiento. En el caso de una consulta antimonopólica, estamos ante una persona que formula la consulta o “consultante” –que será el Fiscal Nacional Económico o una persona dotada de legítimo interés– y una autoridad pública consultada, que es precisamente el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia. Así, al presentarse la consulta no hay conflicto o litis trabada entre partes que reclaman ante un tribunal la formulación de un justo arreglo en una sentencia que ponga fin a la controversia por la vía de decir el derecho de cada una de ellas (iurisdictio). En otras palabras, sólo cuando hay conflicto o litis el tribunal debe establecer la justicia del caso particular en discordia por la vía de señalar el derecho o lo justo de cada una de las partes en debate y para ello deberá aplicar el Derecho en toda su latitud, no pudiendo excusarse en la falta de precepto legal que solucione el asunto controvertido. Podría alguien argumentar que la potestad consultiva en comento es jurisdiccional, toda vez que el Tribunal Antimonopólico dice el derecho en el sentido de clarificarse si la conducta consultada es jurídica o antijurídica en relación con la libre competencia. Estimamos que efectivamente existe un dictamen emitido por el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia y que aquél versa sobre contenidos jurídicos; sin embargo, falta la controversia que reclama una sentencia dando cuenta de una justa composición entre las partes y, por ello, no se trata de actividad jurisdiccional. En síntesis, no todo acto de autoridad pública referido a una calificación jurídica concreta es constitutivo de jurisdicción en su sentido estricto y propio. Lo propio de esta potestad pública consultiva es la calificación o determinación de la eventual contradictoriedad entre un hecho, acto o convención singular consultado y la libre competencia apreciada en un mercado relevante concreto. La potestad pública consultiva no tiene por finalidad sancionar un injusto monopólico concreto, el cual haya 608
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sido descrito por un requerimiento del Fiscal Nacional Económico o formulado en una demanda antimonopólica por un competidor, y en torno al cual se traba una contienda o litis entre partes. La prueba más evidente de que las finalidades de la función consultiva y de la función jurisdiccional son diversas radica en que si tratándose de la primera el Tribunal Antimonopólico concluye que la conducta consultada, y que ya se ha venido ejecutando, es contraria a la libre competencia, ello no implica una sanción monopólica para el consultante. En esta situación, el Tribunal Antimonopólico determinará ciertas condiciones o términos bajo los cuales el consultante podrá continuar ejecutando el hecho, acto o convención objeto de la consulta y será resorte del consultante determinar si cesa en la respectiva ejecución o bien prosigue en ella, pero bajo esta última alternativa deberá hacerlo ajustándose a las nuevas condiciones o términos exigidos. En caso alguno el consultante –y en tanto se mantenga dentro del ámbito procedimental de una consulta antimonopólica– será sancionado por aquella conducta que ya venía ejecutando desde antes de la consulta y que ha sido calificada de contradictoria con la libre competencia. Por contraste, si la actividad jurisdiccional del Tribunal Antimonopólico arrojara la existencia de un atentado contra la libre competencia, el autor del respectivo hecho, acto o convención sería necesariamente sancionado en tanto concurrieren ciertos supuestos fácticos relacionados con el sistema jurídico sancionatorio (tipicidad, antijuridicidad y culpabilidad), con total independencia de si el inculpado decidiese, a partir de la fecha de la sentencia antimonopólica, cesar en la ejecución de las conductas antijurídicas. En otras palabras, en el procedimiento de consulta no hay juzgamiento de la responsabilidad monopólica del autor del hecho, acto o convención consultada, sino que una resolución administrativa mediante la cual el Tribunal Antimonopólico aprecia “in concretum” la contradictoriedad de la mencionada conducta con el bien jurídico tutelado por el Decreto Ley 211. B.2. Improcedencia de calificar la consulta como pretensión declarativa Se ha sostenido por algunos estudiosos que esta potestad consultiva consistiría en actividad jurisdiccional resultante de una forma de pretensión procesal de tipo declarativo. Cabe recordar que las pretensiones procesales pueden clasificarse en civiles, contencioso administrativas y penales. A su vez, las de naturaleza civil admiten una subclasificación en pretensiones de cognición y de ejecución. Las de cognición se dividen, a su vez, en declarativas, constitutivas y de condena. Caracteriza la pretensión procesal declarativa el que se solicita del tribunal una mera declaración por la que se decida sobre la exis609
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tencia o inexistencia de una situación jurídica. Lo que esta argumentación, empleada para negar el carácter administrativo de la potestad consultiva, soslaya es que la pretensión declarativa es ejercicio de jurisdicción, esto es, debe existir un conflicto intersubjetivo, v. gr., la disputa acerca de si un determinado instrumento público es falso o no. Si no hay disputa, tampoco puede haber pretensión en su genuino sentido procesal, esto es, ejercicio del derecho de acción consistente en el acto de voluntad de una persona manifestado por medio de una solicitud para que el órgano jurisdiccional recoja, examine y decida sobre una pretensión extraprocesal resistida, real o aparentemente por el sujeto contra el cual se dirige, y para que en caso que sea declarada fundada, sea plenamente satisfecha.582 Así, la pretensión procesal presupone una pretensión extraprocesal y es esencial a esta última que el autor de la misma reclame de alguien (el pretendido) un bien jurídico, que este último resiste, sea en forma real o aparente. En el procedimiento consultivo antimonopólico no hay ni pretensión procesal ni pretensión extraprocesal, puesto que falta el conflicto intersubjetivo de carácter jurídico. La necesidad del conflicto intersubjetivo, real o aparente, es la base de la pretensión procesal declarativa o de mera certeza; de allí que la doctrina haya exigido que si no se produce tal declaración judicial la situación jurídica cuya certidumbre se busca establecer pueda deteriorarse, que el riesgo de tal deterioro sólo pueda ser conjurado a través de una pretensión declarativa oponible al “pretendido” o contraparte en el conflicto y que entre las múltiples modalidades de pretensiones procesales, la declarativa sea la única adecuada. Atendido lo expuesto no cabe calificar esta potestad consultiva como una modalidad de potestad jurisdiccional para resolver pretensiones procesales declarativas, aun cuando pudiesen existir ciertas similitudes en la materialidad de la declaración que se realiza en uno y en otro caso. Por ello, estimamos que resulta fundamental acudir a los objetos formales de las potestades públicas para diferenciarlas unas de otras antes que descansar en sus similitudes meramente materiales. B.3. La potestad consultiva radica en un tribunal Si bien podría pensarse que esta potestad consultiva es de naturaleza jurisdiccional por hallarse radicada en un organismo que ha sido conceptualizado como tal por el propio Decreto Ley 211,583 consideramos
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A VSOLOMOVICH, Lürs y Noguera, Nociones de Derecho procesal, p. 27, Editorial Jurídica de Chile, 1965. 583 Art. 5º, Decreto Ley 211: “El Tribunal de Defensa de la Libre Competencia es un órgano jurisdiccional especial e independiente, sujeto a la superintendencia direc-
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que ello no es razonable. En efecto, el legislador antimonopólico ha definido al Tribunal de Defensa de la Libre Competencia por la principal de sus funciones, lo cual no significa que ésta sea la única de que dicho organismo se halla dotado.584 La experiencia muestra que muchas autoridades públicas reúnen un cúmulo de potestades de diversa naturaleza y jerarquía; así, a modo de ejemplo, el Congreso no sólo legisla, sino que la Cámara de Diputados fiscaliza los actos de gobierno y declara admisibles las acusaciones contra ciertas altas autoridades, en tanto que el Senado conoce y resuelve tales acusaciones que hayan sido declaradas admisibles por la Cámara de Diputados y conoce las contiendas de competencia que se susciten entre autoridades políticas o administrativas y los tribunales superiores de justicia. Del hecho de que las atribuciones mencionadas se hallen radicadas en las dos ramas del Congreso Nacional sería absurdo inferir que aquéllas son de naturaleza legislativa. Adicionalmente, podría alguien intentar argumentar que esta potestad consultiva es una forma de jurisdicción, puesto que corresponde a la denominada “jurisdicción voluntaria”. Esta denominación no pasa de ser un abuso terminológico, puesto que ello corresponde a una descripción de actividad administrativa radicada en tribunales de justicia y conocida desde antaño como “actos no contenciosos”.585 B.4. Peculiaridades procedimentales de la potestad consultiva Se diferencia la función consultiva de la función jurisdiccional, ambas del Tribunal Antimonopólico, porque aquélla no se ciñe a un proceso judicial, no se halla conformada por los momentos jurisdiccionales,586 no hay controversia antimonopólica y no se produce el efecto de cosa juzgada. Consecuencia de lo anterior es que el procedimiento para promover consultas contempla un consultante y también even-
tiva, correccional y económica de la Corte Suprema, cuya función será prevenir, corregir y sancionar los atentados a la libre competencia”. 584
Una visión que considerara que toda potestad radicada en un tribunal es, por ese mero hecho, de naturaleza jurisdiccional conduce a la teoría organicista de la jurisdicción que desarrollara Carré de Malberg y que hoy se encuentra completamente abandonada. Tal abandono se halla justificado por haberse prescindido en el análisis de la jurisdicción del objeto formal de las potestades públicas que se hallan localizadas en un tribunal. 585 Art. 2º, Código Orgánico de Tribunales. 586 Art. 73, Constitución Política de la República. Se encarga esta disposición de precisar los tres momentos jurisdiccionales: conocer las causas civiles y criminales, resolverlas y hacer ejecutar lo juzgado.
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tuales aportantes de antecedentes, los cuales no son procesalmente partes y, por tanto, carecen del derecho a formular peticiones al Tribunal Antimonopólico. Los aportantes de antecedentes pueden ser las autoridades públicas directamente concernidas y los agentes económicos relacionados con la materia y quienes tengan interés legítimo. Si hubiese oposición, el proceso podría devenir en contencioso monopólico –aun cuando ello no fue previsto por el legislador antimonopólico, ha quedado regulado por el Auto Acordado Nº 05/2004 emitido por el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia– e importaría el ejercicio de actividad jurisdiccional. Si fuese actividad jurisdiccional estaría sometida a las ritualidades del proceso judicial de los arts. 19 a 29 del Decreto Ley 211 y del mismo se seguiría el efecto de cosa juzgada, situaciones que no acontecen en la especie. Antes bien, esta potestad consultiva busca prevenir o evitar la comisión de un injusto monopólico por la vía de pronunciarse sobre un hecho, acto o convención que no se ha ejecutado o celebrado, o advertir sobre las consecuencias nocivas para la libre competencia de la persistencia en un hecho, acto o contrato ya ejecutado o celebrado, solicitándose que aquél cese o éstos sean terminados o bien, de perseverarse en los mismos, éstos sean ajustados a ciertas condiciones que establecerá el propio Tribunal Antimonopólico. La ausencia de controversia en el procedimiento consultivo queda de manifiesto en el hecho de que no hay demandante ni requirente, sino que tan sólo un consultante respecto del cual se exige acreditar un interés legítimo o exhibir la calidad de Fiscal Nacional Económico. En este último caso, su carácter de representante de la sociedad toda en la tutela de la libre competencia dispuesta por mandato legal, lo inviste de suficiente legitimidad. La reforma introducida por la Ley 19.911 al Decreto Ley 211 contempló un procedimiento reglado para el ejercicio de la potestad consultiva. Éste se encuentra en el art. 31 del Decreto Ley 211 y exhibe las características de ser sumario y público, en cuanto muestra una estructura abreviada consistente en un decreto mediante el cual se ordena el inicio del procedimiento, el cual es publicado en el Diario Oficial y notificado vía oficio al Fiscal Nacional Económico, a las autoridades públicas concernidas con el asunto y a competidores relacionados, a juicio exclusivo del Tribunal, en la materia consultada. El Tribunal Antimonopólico confiere un plazo no inferior a quince días hábiles para que los notificados y quienes tengan interés legítimo puedan aportar antecedentes. Vencido dicho plazo se citará por el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia a una audiencia pública a fin de que quienes hubiesen aportado antecedentes puedan manifestar su opinión. Los intervinientes podrán imponerse del expediente, lo cual constituye una muy relevante garantía, ya que en el pasado ello 612
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no siempre resultó factible. El Tribunal Antimonopólico puede prescindir de la aportación de antecedentes o informes solicitados a las autoridades públicas y personas originalmente notificadas si éstos no los entregasen o emitiesen en los plazos previstos al efecto. El Tribunal Antimonopólico de oficio o a petición de interesado, podrá recabar y recibir los antecedentes adicionales que estime pertinentes. Finalmente, el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia emitirá una decisión denominada “resolución”, la cual siempre podrá ser objeto de un recurso de reposición. En el evento que la resolución que se emita contemple “condiciones” o medidas propiamente tales, aquélla podrá ser objeto, adicionalmente, de un recurso de reclamación ante la Excma. Corte Suprema de la República. B.5. Carácter no contencioso de la potestad consultiva El propio legislador antimonopólico califica esta potestad consultiva como aquella que tiene por objeto “Conocer (...) los asuntos de carácter no contencioso...”.587 Sabido es que los asuntos no contenciosos corresponden a una actividad administrativa que, por vía accidental, ha sido confiada a ciertos tribunales de justicia en atención a las garantías de solvencia moral y conocimientos jurídicos que éstos brindan y que eventualmente podría haber sido encomendada por el legislador a otras autoridades públicas.588 Esta tradición se remonta al Derecho romano, a la época en que el pretor –que era un magistrado– tomaba conocimiento de esta clase de asuntos a través de la cognitio extraordinaria. En otras palabras, esta potestad de naturaleza administrativa no es consubstancial a la función jurisdiccional, pero por imperio del legislador, y acogiendo una tradición existente en la materia, ha sido asociada a dicha función para efectos del Derecho de la libre compe587
Art. 18, numeral 2, Decreto Ley 211. Dispone el art. 817 del Código de Procedimiento Civil: “Son actos judiciales no contenciosos aquellos que según la ley requieren la intervención del juez y en que no se promueve contienda alguna entre partes”. Esta disposición resulta perfectamente aplicable al procedimiento consultivo en análisis, puesto que toda consulta antimonopólica requiere la intervención del Tribunal de Defensa de la Libre Competencia por expresa disposición del Decreto Ley 211. El citado art. 817 no puede ser leído en el sentido de que toda consulta antimonopólica ha de ser requerida o exigida por el Decreto Ley 211 o por alguna autoridad antimonopólica, puesto que tal lectura no concuerda con lo preceptuado por dicha disposición. Por otra parte, la remisión exclusiva a los Libros I y II del Código de Procedimiento Civil que efectúa el art. 29 del Decreto Ley 211 sólo aplica al procedimiento contencioso regido por los arts. 19 a 28, pero no al procedimiento no contencioso regulado en el art. 31. Por tanto, a este último le resulta perfectamente aplicable el Libro IV relativo a los actos judiciales no contenciosos del Código de Procedimiento Civil. 588
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tencia. Tratándose de lo no contencioso, el Tribunal Antimonopólico no resuelve una controversia entre partes que reclaman una justa composición de la misma, sino que realiza ciertas declaraciones acerca de la concordancia o contradictoriedad entre la conducta consultada y la libre competencia, declaraciones que los consultantes no pueden hacer por sí mismos, produciendo los efectos señalados por el Decreto Ley 211. El propio Tribunal Antimonopólico califica estos asuntos como no contenciosos empleando las siglas “NC” a continuación del Rol. Así, estimamos que esta potestad de evacuar consultas es más bien de naturaleza administrativa: se asimila a la mal denominada “jurisdicción voluntaria” (no es jurisdicción, según lo explicado), que es claramente de orden administrativo,589 se ciñe al procedimiento administrativo del art. 31 del Decreto Ley 211, su cumplimiento debe ser velado por la Fiscalía Nacional Económica –que es un ente administrativo auxiliar de la Justicia Antimonopólica– y puede ser controlada a través de un recurso de reposición ante el mismo Tribunal Antimonopólico o bien por un tribunal de justicia en ejercicio de actividad jurisdiccional: la Corte Suprema, a través del mal denominado “recurso de reclamación”, que debería más bien llamarse a estos efectos “acción de reclamación”. Se ha dicho por Calamandrei que la actividad no contenciosa, resultando claramente administrativa en su naturaleza, se contradistingue de otras formas de actividad administrativa por el hecho de que en aquélla el tribunal actúa como un tercero imparcial, ajeno al asunto sometido a su potestad, circunstancia que no ocurre en la generalidad de los casos de la actividad administrativa de las autoridades públicas. En nuestra opinión, esta contradistinción es perfectamente predicable de la potestad consultiva antimonopólica, en la cual el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia actúa como un tercero imparcial –y no como un interesado– en la determinación acerca de si cierta conducta es contradictoria con la libre competencia. B.6. Antigua radicación de la potestad consultiva Desde una perspectiva histórica, cumple recordar que las potestades consultivas se hallaban radicadas en las antiguas Comisiones Preventivas, que eran entes de naturaleza administrativa y también dotados de 589
Es preciso advertir que, no obstante la genialidad de Carnelutti consistente en conceptualizar la esencia de la jurisdicción, en alguno de sus escritos intentó sin sustento justificar la unidad terminológica de jurisdicción contenciosa y jurisdicción voluntaria por la vía de acudir al fin del proceso civil. Véase Francesco Carnelutti, Derecho procesal civil y penal, tomo I, pp. 75 y ss., Ediciones Jurídicas Europa-América, Buenos Aires, 1971.
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potestades exclusivamente administrativas. Por tanto, el mutar la radicación de la potestad consultiva no cambia la esencia de esta última y si ésta siempre fue calificada de administrativa, no cabe duda de que seguirá siéndolo, aunque radicada en un tribunal de justicia especial. Esta conclusión ha sido confirmada por la Excma. Corte Suprema, que ha señalado: “La reforma propuesta supone que el Tribunal [de Defensa de la Libre Competencia] deberá conocer fuera de juicio materias técnicas, que los particulares le presenten en consulta en razón de actos o contratos que proyecten y que pudieran afectar materias de libre competencia, con los efectos que señala el art. 20, vale decir, precisamente las que conocen hoy las Comisiones Preventivas. En el hecho, estas cuestiones han resultado ser numerosas, requieren de una particular especialización técnica más allá de las ciencias del Derecho y objetivamente no tienen un sentido realmente jurisdiccional, propio de un tribunal de justicia”,590 para luego agregar: “Los tribunales están facultados para conocer y resolver contiendas judiciales, de modo que pronunciarse sobre materias preventivas que no les son propias va más allá de lo jurisdiccional, por lo que esta competencia debiera serles sustraída”.591 Donde se dijo materias “preventivas” debió haberse dicho “consultivas”, puesto que lo preventivo también está implícito en la función jurisdiccional antimonopólica. C. CARÁCTER PREVENTIVO DE LA POTESTAD PARA ABSOLVER CONSULTAS En tal sentido, esta potestad consultiva exhibe una función preventiva (sentido amplio) en cuanto que previene que un determinado hecho, acto o convención puede llegar a atentar contra la libre competencia si alcanza existencia o bien advierte que un hecho, acto o convención ya existente podría ser calificado, en un procedimiento jurisdiccional antimonopólico, como un injusto de monopolio de mantenerse en el tiempo y no ajustarse a ciertas condiciones indicadas al efecto por el propio Tribunal Antimonopólico. Así, el carácter preventivo de esta función no viene dado por la circunstancia de si el hecho, acto o convención ha tenido lugar o no, sino más bien porque advierte al consultante las consecuencias del mismo sin imponerle sanciones. Asimismo, este carácter preventivo de la potestad consultiva se
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Oficio Nº 001471, sec. I, 2º párrafo, de 20 de junio de 2002. Dicho oficio corresponde al Pleno de la Corte Suprema que, en sesión del 14 de junio de 2002, analizó el Proyecto de Ley que crea el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia. 591 Oficio Nº 001471, sec. V, letra a), de 20 de junio de 2002. Dicho oficio corresponde al Pleno de la Corte Suprema que, en sesión del 14 de junio de 2002, analizó el Proyecto de Ley que crea el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia.
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manifiesta en que la actividad de carácter no contencioso busca evitar litigios y conferir, a través de un procedimiento abreviado y público, certeza jurídica acerca de la contradictoriedad entre un hecho, acto o convención consultado y la libre competencia de un mercado en particular. Considerando la naturaleza preventiva que caracteriza esta potestad para absolver consultas es que resulta claro que lo consultado sólo pueden ser hechos, actos o convenciones que planea ejecutar o celebrar o bien hechos, actos o convenciones que ya han sido ejecutados o celebrados y continúan produciendo efectos jurídicos. En el evento que la consulta verse sobre conductas ya ejecutadas o celebradas, en nuestra opinión es esencial para la validez de la consulta que los respectivos hechos, actos o convenciones continúen produciendo efectos jurídicos al tiempo de emitir el Tribunal Antimonopólico la resolución respectiva. En efecto, la naturaleza preventiva exige que haya alguna posibilidad de tutelar o proteger la libre competencia mediante la resolución que se ha de emitir y estimamos que, si tal posibilidad es inexistente, debería el Tribunal Antimonopólico declarar inadmisible tal consulta. Sólo tiene sentido poner en movimiento la potestad consultiva allí donde el consultante puede todavía modificar una conducta en contradicción con la libre competencia. Si el hecho, acto o convención cesó de producir efectos jurídicos de nada sirve consultar; más aún, el Tribunal Antimonopólico debería evitar pronunciarse en tales casos, puesto que la contradictoriedad con la libre competencia debe determinarse al tiempo en que los hechos, actos o contratos se hallan produciendo efectos jurídicos. Intentar a posteriori establecer semejante contradictoriedad entre conductas pasadas y sus consecuencias sobre una libre competencia actual parece improcedente. Por otra parte, buscar la contradictoriedad entre una conducta pasada y sus consecuencias sobre una libre competencia pasada, esto es, coetánea con aquélla, es más bien propio de la actividad jurisdiccional que busca sancionar un injusto monopólico antes que correspondiente a la potestad consultiva en estudio. De lo expuesto no debe inferirse que las condiciones impuestas a raíz de una consulta son siempre preventivas y las penas establecidas en un proceso jurisdiccional no lo son. En efecto, también las penas antimonopólicas exhiben una función preventiva como, por ejemplo, acontece con los ilícitos monopólicos de fuente que son sancionados. El que esta potestad consultiva sea de naturaleza administrativa no es óbice para que deba ajustarse a un procedimiento racional y justo, según lo ordena el art. 19, Nº 3, inciso quinto, parte segunda de la Constitución Política de la República, que es precisamente la función que debe cumplir el art. 31 del Decreto Ley 211. Lo anterior resulta 616
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evidente si se atiende a las consecuencias jurídicas de las respuestas entregadas por el Tribunal Antimonopólico en relación con las consultas que le son formuladas. La distinción entre función preventiva y sancionatoria se torna en este punto extraordinariamente sutil, puesto que puede ser objeto de consulta una situación ya constitutiva de un injusto monopólico. ¿Cabe sancionar a quien efectúa una mera consulta respecto de un hecho, acto o convención ya ejecutado o celebrado que es constitutivo de un injusto monopólico? Nos inclinamos por la negativa, por varias razones procesales y substantivas: a) El Tribunal Antimonopólico carece actualmente de facultades de autoavocación, por lo cual debe ajustarse a la pretensión administrativa cuyo objeto es una consulta y no a una demanda o a un requerimiento, que corresponden a pretensiones procesales, necesarias para poner en movimiento la actividad jurisdiccional antimonopólica del Tribunal de Defensa de la Libre Competencia. b) La estructura del procedimiento administrativo contemplado en el Decreto Ley 211 para esta actividad consultiva no considera instancias probatorias y, por tanto, no cabe aplicar sanción alguna. Situación diversa es que tal procedimiento administrativo, en aplicación del Auto Acordado Nº 5/2004, pueda transformarse en un proceso contencioso. c) Utilizar una consulta como pretexto para declarar un injusto monopólico supondría quebrantar las garantías constitucionales aplicables, particularmente aquella contemplada en el art. 19, Nº 3, inciso quinto; y d) Lo anterior significaría confundir una función consultiva, de naturaleza administrativa, con una función eminentemente sancionatoria, de naturaleza jurisdiccional. Así lo ha confirmado el propio Tribunal Antimonopólico en su jurisprudencia.592 Sin perjuicio de los argumentos antes expuestos, corresponde hacerse cargo de ciertas hipótesis conflictivas que fueron reguladas por el Auto Acordado Nº 5/2004, de 22 de julio de 2004, publicado en el Diario Oficial Nº 37.919, de 26 de julio de 2004. Dicho Auto Acordado surgió en el fragor de la discusión que se había suscitado con motivo de una consulta formulada en relación con la fusión de Te592
Sentencia 09/2004, considerando 30: “Que, en estos autos no se han denunciado ni acreditado hechos concretos que puedan ser objeto de sanción dado que se trata de una consulta, por lo que este Tribunal se limitará a efectuar prevenciones y adoptar medidas para que este tipo de conductas, en cuanto sean contrarias a la libre competencia, no se produzcan en el futuro y, de producirse, sean debidamente sancionadas y dejadas sin efecto”.
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lefónica Móvil con Bellsouth y los intentos de oposición a dicha operación.593 Mediante el Acuerdo Nº 2 de dicho Auto Acordado, el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia estableció la posibilidad de tornar contencioso un procedimiento no contencioso. Así, si se ha puesto en movimiento esta potestad para absolver consultas respecto de hechos, actos o convenciones ya ejecutados o celebrados, el mencionado Auto Acordado acepta la oposición por legítimo contradictor o la presentación de una demanda o requerimiento, con lo cual el procedimiento hasta ese momento ceñido al art. 31 (no contencioso) pasa a regirse por los arts. 19 a 29 del Decreto Ley 211 (contencioso). De esta forma, se produce una suerte de fusión de procedimientos, según la cual un procedimiento no contencioso deviene en contencioso para unificarse con un nuevo procedimiento contencioso al que se ha dado inicio mediante una oposición, una demanda o un requerimiento. Atendido que la oposición como tal no se halla reglada por el Decreto Ley 211, estimamos que aquélla debe ceñirse a las exigencias de una demanda o un requerimiento, según corresponda, lo cual es explícitamente exigido por el Acuerdo Nº 2 del referido Auto Acordado. Por otra parte, ello resulta fundamental para diferenciar adecuadamente una oposición propiamente tal de una mera opinión contraria al hecho, acto o convención objeto de la consulta. El Acuerdo Nº 3 del mencionado Auto Acordado regula la situación derivada de una consulta que versa sobre hechos, actos o convenciones que no se han ejecutado o celebrado. En estos casos, establece el Acuerdo Nº 3, no procede la interposición de una demanda o requerimiento y por ello no es factible convertir este procedimiento no contencioso en contencioso, sin perjuicio de que tales demandas o requerimientos puedan ser considerados como antecedentes para el pronunciamiento del tribunal, razón por la cual éste mandará que se agreguen a los autos no contenciosos. Respecto de las oposiciones, dispone el mencionado Acuerdo Nº 3 que éstas son procedentes, pero carecen de la aptitud de tornar el procedimiento no contencioso en contencioso. Tales oposiciones deberán ajustarse al procedimiento no contencioso establecido de conformidad con el art. 31 del Decreto Ley 211. Lo paradójico de este Acuerdo Nº 3 es que el art. 31 referido no contempla la oposición a ser formulada en un procedimiento no contencioso. 593
Dicha consulta fue caratulada “Consulta de Telefónica Móviles S.A., sobre aprobación de acuerdo de eventual toma de control de BellSouth Comunicaciones S.A.”, Rol Nº 01-2004/ NC, mediante resolución del Tribunal de Defensa de la Libre Competencia de 20 de mayo de 2004.
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En síntesis, este Auto Acordado ha creado dos clases de oposiciones inexistentes en los procedimientos establecidos por el Decreto Ley 211: i) la “oposición contenciosa”, que tiene la aptitud de tornar un procedimiento no contencioso en un proceso contencioso, y ii) la “oposición no contenciosa”, que carece de la aptitud antes mencionada y que se inserta en el proceso no contencioso del art. 31 del Decreto Ley 211. D. REQUISITOS PARA CONSULTAR Y ÁMBITO DE LA CONSULTA Los consultantes pueden ser la Fiscalía Nacional Económica o cualquiera que tenga un interés legítimo. Esta última categoría comprende toda suerte de competidores, actuales o potenciales, y por cierto autoridades públicas que con determinadas actuaciones propias buscan certeza de que no están conculcando la libre competencia. Así, la jurisprudencia administrativa previa a la Ley 19.911 muestra consultas efectuadas, por ejemplo, por el Ministro Presidente de la Comisión Nacional de Energía. Es importante la exigencia del interés legítimo, puesto que ello importa la obligación que tiene el Tribunal Antimonopólico de excluir consultas formuladas por quienes se hallan guiados por intereses espurios antes que por una recta intención de clarificar las consecuencias antimonopólicas de ciertos hechos, actos o convenciones. En el caso de los hechos, actos o convenciones futuros el interés legítimo se hallaría definido, al menos en parte, por el propio texto del Decreto Ley 211, cuyo art. 18, numeral segundo, señala: “...así como aquellos [hechos, actos o convenciones] que le presenten [al Tribunal Antimonopólico] quienes se propongan ejecutarlos o celebrarlos...”. De allí que una exigencia clara de admisibilidad a consulta, en el caso de conductas futuras, será que el consultante sea parte en aquéllas, quedando la duda acerca de qué acontece con las conductas actuales. En otras palabras, debe mediar una suerte de examen de admisibilidad para excluir consultas carentes de seriedad o de motivo plausible para consultar, v. gr., ¿podría el competidor A consultar un convenio ya celebrado por el competidor B con el proveedor C? El riesgo de extender la noción de interés legítimo, en el caso de consultas sobre conductas actuales, hasta el punto según el cual un tercero puede consultar acerca de un hecho, acto o convención ejecutado o celebrado por un competidor del consultante, radica en que por aquella vía puede un procedimiento esencialmente administrativo y no contencioso prestarse oblicuamente a una verdadera litis, la cual se desarrollaría en un ambiente procedimental carente de las garantías, bilateralidad y prueba que naturalmente se requieren para la solución de una controversia. 619
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Estimamos que hubiese resultado conveniente que se exigiera que la consulta presentada ante el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia fuere debidamente patrocinada por un abogado habilitado para el ejercicio de la profesión, como sí se requiere para el procedimiento contencioso o jurisdiccional.594 En efecto, si dicha exigencia se hubiere establecido para este procedimiento no contencioso que se aplica a la potestad consultiva, no se repetirían las dificultades que se suscitaron con motivo de las consultas que se efectuaban ante las hoy derogadas Comisiones Preventivas. En efecto, acontecía que las consultas que se planteaban ante estos órganos antimonopólicos administrativos solían no ser preparadas por abogados, con lo cual muchas veces ocurría que aquéllas adolecían de inexactitudes no sólo de forma sino que también en cuanto a los antecedentes jurídicos y económicos que eran necesarios para permitir una respuesta por los organismos antimonopólicos consultados. Lo anterior se traducía en un largo y engorroso proceso de solicitud de nuevos antecedentes y precisiones por parte de las autoridades administrativas consultadas, lo cual conspiraba contra el eficiente ejercicio de esta potestad pública. Se amplió esta potestad consultiva respecto de las originariamente ostentadas por las Comisiones Preventivas en cuanto a que ahora se comprenden dentro del ámbito de aplicación de aquélla hechos y no sólo actos o contratos. Dicha ampliación nos parece perfectamente justificada, puesto que un significativo porcentaje de las prácticas atentatorias contra la libre competencia se perpetran mediante la ejecución de hechos.595 En virtud del Auto Acordado Nº 5/2004, de 22 de julio de 2004, el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia, en su Acuerdo Nº 1, añadió un requisito lógico para poner en movimiento esta potestad para absolver consultas y es que ésta no puede activarse ni pronunciarse sobre hechos, actos o convenciones que ya estén siendo objeto de las potestades jurisdiccionales de dicho organismo, que se rigen por los arts. 19 a 29 del Decreto Ley 211. Esta norma de preclusión tiene por finalidad evitar que ante dicho tribunal se presenten consultas y demandas o requerimientos sobre unos mismos hechos, actos o convenciones que podrían dar lugar a procedimientos paralelos y eventuales resoluciones contradictorias. 594
Art. 20, inciso primero, del Decreto Ley 211. Observamos paradójicamente una nueva ampliación de facto de esta potestad pública consultiva, según la cual ésta ha sido empleada por la Fiscalía Nacional Económica para consultar al Tribunal Antimonopólico acerca de la vigencia de un dictamen emitido por la antigua Comisión Preventiva Central. Así lo prueban los autos Rol NC Nº 65-05, caratulados “Consulta de la Fiscalía Nacional Económica sobre Aplicación del Dictamen Nº 1.014 de la Comisión Preventiva Central”. 595
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E. CARÁCTER VINCULANTE DE LAS RESPUESTAS A LAS CONSULTAS FORMULADAS
Otro importante elemento a considerar es el carácter vinculante u obligatorio de las respuestas emitidas por el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia. En efecto, nos hallamos ante una potestad administrativa de una autoridad pública, cuyas resoluciones tienen por objeto determinar si un hecho, acto o contrato contradice o no la libre competencia. Tales resoluciones son obligatorias en un sentido especial, debiendo distinguirse al efecto: i) si la resolución declara que la conducta consultada no contraviene la libre competencia, la consecuencia jurídica es que el autor de la misma no incurre en responsabilidad monopólica por la ejecución de aquélla al tenor del art. 32 del Decreto Ley 211, y ii) si la resolución declara que la conducta consultada sí contraviene la libre competencia, la consecuencia jurídica es que el autor de la misma incurre en responsabilidad monopólica por la ejecución de aquélla, a menos que dé cumplimiento a las condiciones o términos exigidos al efecto por el Tribunal Antimonopólico. En esta segunda hipótesis, el consultante tiene, sin embargo, una alternativa adicional: no emprender la conducta futura o poner término a la conducta actual, según cual haya sido el objeto de la consulta, con lo cual no quedará expuesto a responsabilidad monopólica ni tendrá que cumplir con los términos y condiciones impuestos por el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia. Con los matices expuestos, toda resolución emitida por el Tribunal Antimonopólico es vinculante para el consultante respecto del hecho, acto o contrato consultado. No tiene sentido alguno que se destinen recursos y esfuerzos de este alto tribunal para dar meras recomendaciones u opiniones, transformando un importantísimo órgano tutelar de la libre competencia en una suerte de asesor público gratuito. Estimamos que lo anterior ha quedado suficientemente claro con el procedimiento que se ha establecido para el proceso consultivo en el art. 31 del nuevo texto del Decreto Ley 211. En dicha disposición se señala expresamente que la resolución que sobre la materia se emita podrá ser objeto de un recurso de reposición o bajo determinadas circunstancias de un recurso de reclamación; de otra manera, aquella resolución quedaría a firme y sería perfectamente vinculante. Sin embargo, en el pasado cuando la potestad consultiva era puesta en movimiento por una autoridad pública y la respuesta era dada por las Comisiones Preventivas –órganos administrativos subordinados a la antigua Comisión Resolutiva– se había señalado que los dictámenes emitidos por aquéllas en relación con una autoridad pública eran 621
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“una recomendación y propuesta no vinculante, que la autoridad sectorial respectiva puede o no acoger en ese momento”.596 Estimamos que la calificación de mera recomendación se realizó, en la especie, en atención a que el destinatario del dictamen era la Dirección General de Aguas y, en tal sentido, existía la duda de si jerárquicamente una Comisión Preventiva podía o no emitir una norma administrativa que fuese obligatoria para aquélla. Sin embargo, es preciso reconocer que en otras resoluciones antimonopólicas se formuló también una doctrina semejante: “Se agrega que los contenidos de fondo de los pronunciamientos sobre dichas consultas [las formuladas ante las antiguas Comisiones Preventivas] sólo constituyen recomendaciones y proposiciones, y no importan una intromisión en las funciones y potestades exclusivas de ninguna otra autoridad y menos las del legislador...”.597 Aun cuando la jurisprudencia haya señalado lo anterior, resultaba bastante discutible, en esa época, si se trataba de meras recomendaciones y proposiciones cuando el no acogerlas por parte del consultante dejaban a éste incurso en responsabilidades monopólicas de conformidad con el antiguo art. 14 del Decreto Ley 211, hoy localizado como art. 32 en la nueva versión de este cuerpo normativo. La situación actual, luego de las reformas introducidas por el Decreto Ley 211, es indubitable, puesto que el emisor de tales normas será el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia, cuya jerarquía es superior a la de las antiguas Comisiones Preventivas y su pertenencia indiscutida al Poder Judicial le confiere a aquél una importante tarea de control antimonopólico por vía de la actividad administrativa. En todo caso, una decisión administrativa dirigida a competidores, sean personas privadas o personas públicas, en caso alguno será una mera recomendación, sino que será siempre vinculante, so pena de incurrirse en responsabilidad monopólica, puesto que con motivo de la reforma introducida al Decreto Ley 211 por la Ley 19.911, se clarificó que el Tribunal Antimonopólico puede ejercitar una potestad asociada a la evacuación de una consulta, potestad que consiste en “fijar las condiciones que deberán ser cumplidas en dichos hechos, actos o contratos”.598 Si tales condiciones deberán ser cumplidas –según explicaremos más adelante– no cabe duda alguna de que nos encontramos ante exigencias imperativas para la ejecución del respectivo hecho, acto o convención o bien para la mantención
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Resolución Nº 480, considerando 10, Comisión Resolutiva. Resolución Nº 448, Comisión Resolutiva. 598 Art. 18, numeral 2, del Decreto Ley 211. 597
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de los mismos en vigor sin arriesgar el consultante responsabilidad monopólica por ello. Existe una importante consecuencia de solicitarse una consulta y es la prohibición –emanada del Acuerdo Nº 3, segundo parágrafo del Auto Acordado Nº 5/2004 del Tribunal de Defensa de la Libre Competencia– de ejecutar el hecho o celebrar el acto o convención objeto de la consulta en tanto no haya mediado la aprobación del Tribunal Antimonopólico y el respectivo hecho, acto o convención se ajuste a las condiciones impuestas por aquél. El riesgo que plantea esta prohibición de ejecutar el hecho o celebrar el acto o convención es que la consulta pudiere ser formulada por un competidor diferente de aquel que celebraría el respectivo hecho, acto o convención, con lo cual este último quedaría inhabilitado de proceder no obstante carecer de la calidad del consultante. En nuestra opinión, una situación como la descrita es inadmisible y debe hallar remedio en una recta inteligencia del requisito de exhibir un “interés legítimo” que plantea el Decreto Ley 211. La falta de rigor por parte del Tribunal Antimonopólico en la exigencia de tal requisito conduciría a la utilización del procedimiento de consulta como una verdadera herramienta de competencia desleal y, lo que podría resultar más dramático, como un eventual entorpecimiento de la libre competencia. Un tema que ha sido debatido y que sólo mencionaremos es la constitucionalidad de este Auto Acordado en relación a la exigencia constitucional del racional y justo procedimiento que ha de prever el legislador y la sumisión del mismo a las normas que rigen los actos judiciales no contenciosos (Libro IV del Código de Procedimiento Civil) y a las exigencias del procedimiento administrativo. F.
EFECTOS DE LA CONSULTA
En cuanto al grado de certeza obtenido mediante una respuesta del Tribunal de Defensa de la Libre Competencia, ésta dura mientras no ocurra que, sobre la base de nuevos antecedentes o circunstancias, los hechos, actos o contratos declarados inocuos sean calificados como contrarios a la libre competencia y, por tanto, generen la responsabilidad consiguiente a partir de la notificación o publicación de la resolución que haga esta calificación. La Ley 13.305, cuyo Tít. V estableció el primer sistema tutelar de la libre competencia en Chile, guardó silencio sobre los efectos de las consultas formuladas a los organismos antimonopólicos y la posibilidad de recalificar o modificar los alcances de las respuestas evacuadas con motivo de las consultas antes indicadas. Por ello, más tarde, cuando en 1973 se resuelve revisar esta normativa, se contempla en el “Proyecto de Decreto-Ley para la Defensa 623
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de la Libre Competencia”,599 la siguiente disposición: “Los actos o contratos ejecutados o celebrados de acuerdo con las decisiones de las Comisiones Preventivas Provinciales o Central no acarrearán responsabilidad sino en el caso que posteriormente sean calificados como contrarios a la libre competencia por ellas mismas o por la Comisión Resolutiva, y a partir desde que se notifique o publique la resolución que haga esta calificación”. Dicho texto se transformó en ley, concretamente en el art. 14 del Decreto Ley 211, con una importantísima enmienda: para recalificar un acto o contrato se requerían nuevos antecedentes que justificasen tal recalificación. Así, se arribó al texto que rigió hasta la promulgación de la reciente Ley 19.911: “Los actos o contratos ejecutados o celebrados de acuerdo con las decisiones de las Comisiones Preventivas Regionales o Central no acarrearán responsabilidad sino en el caso que, posteriormente y sobre la base de nuevos antecedentes, sean calificados como contrarios a la libre competencia por ellas mismas o por la Comisión Resolutiva, y a partir desde que se notifique o publique la resolución que haga esta calificación”. La substancia de dicho precepto ha sido conservada en el nuevo art. 32 del Decreto Ley 211, precisándose que ella queda entregada al Tribunal de Defensa de la Libre Competencia, que la ausencia de responsabilidad alude a responsabilidad monopólica y que los ministros que concurrieron a la absolución de la consulta no quedarán inhabilitados para un nuevo pronunciamiento. Dispone el nuevo art. 32 del Decreto Ley 211: “Los actos o contratos ejecutados o celebrados de acuerdo con las decisiones del Tribunal de Defensa de la Libre Competencia, no acarrearán responsabilidad alguna en esta materia, sino en el caso que, posteriormente, y sobre la base de nuevos antecedentes, fueren calificados como contrarios a la libre competencia por el mismo Tribunal, y ello desde que se notifique o publique, en su caso, la resolución que haga tal calificación. En todo caso, los Ministros que concurrieron a la decisión no se entenderán inhabilitados para el nuevo pronunciamiento”. Respecto del primer inciso del artículo transcrito es conveniente efectuar algunos comentarios. El primero es que el legislador de la Ley 19.911 incurrió en una omisión: amplió la consulta antimonopólica a “hechos” según lo prueba el art. 18 numeral 2º y olvidó incluirlos al tratar los efectos de aquellos “hechos” que sean ejecutados de conformidad con la resolución emitida por el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia. Este olvido legislativo es grave, puesto que quien consulta un determinado
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Boletín de la Secretaría de Legislación de la Junta de Gobierno de Chile, p. 329, año 1973.
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“hecho” y se ajusta a lo resuelto por el Tribunal Antimonopólico, debe quedar exento de responsabilidad monopólica. El segundo comentario es que el primer inciso en comento emplea la expresión “decisiones del Tribunal”, con lo cual esta exoneración de responsabilidad monopólica razonablemente debería aplicarse a todo aquel que en su conducta se ajusta a lo dispuesto por el Tribunal Antimonopólico en ejercicio de cualesquiera de sus potestades públicas y que rematan en reglamentos, sentencias y resoluciones. Ciertamente que dicha exoneración de responsabilidad monopólica sólo refiere a aquello que específicamente corresponde a la decisión del tribunal exteriorizada a través de una o más de las referidas potestades públicas. Se ha cuestionado esta transferencia de potestad consultiva por la inhabilitación que importará ya haberse pronunciado previamente. Estimamos que dado que el ejercicio de la potestad consultiva es actividad administrativa que versa sobre un caso particular, deberá definirse si cabe la intervención de los miembros del Tribunal de Defensa de la Libre Competencia en una segunda oportunidad sobre el mismo caso. Estimamos que la única vía por la cual ello puede producirse es a través de una declaración de que ha mediado un cambio de circunstancias y, por tanto, lo declarado originariamente con motivo de esta potestad consultiva ha perdido eficacia. Así, podría plantearse la duda de si ya emitida una respuesta a una consulta, podría el Fiscal Nacional Económico o algún competidor dar curso a una nueva presentación ante el propio Tribunal de Defensa de la Libre Competencia o bien sería necesario acudir al superior jerárquico que conocería de una reclamación contra la respuesta a la consulta antes emitida. Sólo en función de despejar lo anterior, podría establecerse si existe inhabilidad para luego actuar como integrantes de un tribunal colegiado quienes participaron en la absolución de la consulta. La precisión de que no procede la inhabilitación es importante, puesto que en asuntos de la libre competencia son habituales los cambios de circunstancias de mercado que pueden causar una modificación en la calificación de un determinado hecho, acto o convención y, por lo mismo, resultaría sumamente ineficiente que los ministros que ya conocieron del mismo caso no puedan pronunciarse sobre una variación de circunstancias que inciden sobre éste. Tal ineficiencia sólo redundaría en una inadecuada administración de justicia. G. LA ATRIBUCIÓN DE FIJAR CONDICIONES A HECHOS, ACTOS O CONVENCIONES Y SUS LÍMITES
Adicionalmente, el art. 18, numeral 2º del Decreto Ley 211, contempla una especial atribución para el Tribunal Antimonopólico que co625
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noce un asunto consultado y ésta es la facultad, asociada a la potestad pública en estudio, de “fijar las condiciones que deberán ser cumplidas en dichos hechos, actos o contratos”. Esta atribución es tremendamente importante, puesto que permite al Tribunal Antimonopólico no sólo calificar un hecho, acto o convención como atentatorio contra la libre competencia y por ello prohibido absolutamente en cuanto subsumible en el tipo antimonopólico del artículo tercero del Decreto Ley 211 y declarado antijurídico y culpable, sino que además establecer cómo ese hecho, acto o convención puede ser corregido a fin de ajustarse al bien jurídico tutelado, de forma tal que no ponga en riesgo o lesione este último. Ciertamente que estas condiciones o medidas, sean generalmente prohibitivas o correctivas, que fija el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia, no son otra cosa que medidas diversas de las del art. 26 a que alude el tipo universal antimonopólico en su parte final.600 Las condiciones o medidas propiamente tales que pueden ser aplicadas con motivo de la potestad pública consultiva del Tribunal Antimonopólico son denominadas por la parte final del inciso primero del artículo tercero del Decreto Ley 211 “medidas correctivas o prohibitivas”. Es preciso advertir que los adjetivos “correctivos” y “prohibitivos” están empleados en forma sinonímica, puesto que se trata de condiciones generalmente prohibitivas o imperativas de requisitos. No cabe otra interpretación, puesto que si el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia impusiese medidas propiamente tales consistentes en condiciones absolutamente prohibitivas estaría transgrediendo la Constitución Política de la República. En efecto, de conformidad al art. 19 Nº 21 de la Carta Fundamental sólo toca al legislador establecer la substancia de la regulación económica y no puede esto ocurrir a través de un acto administrativo. Al efecto, procede recordar que las condiciones o medidas propiamente tales impuestas por el Tribunal Antimonopólico obedecen al ejercicio de la potestad para absol-
600 Art. 3º, inciso primero del Decreto Ley 211: “...sin perjuicio de las medidas correctivas o prohibitivas que respecto de dichos hechos, actos o convenciones puedan disponerse en cada caso”. La expresión “en cada caso” da cuenta de una situación particular y concreta y ello puede acontecer con tres potestades públicas del Tribunal Antimonopólico: i) jurisdiccional, frente a la cual la sentencia sólo puede imponer las medidas o penas del art. 26, ii) informativa, frente a la cual no proceden medidas, según lo confirma el art. 31, inciso final, y iii) consultiva, frente a la cual proceden medidas, según lo prueba el mencionado art. 31 en el inciso indicado. Luego, estas medidas –que hemos denominado propiamente tales– sólo pueden ser impuestas con motivo del ejercicio de la potestad consultiva y carecen de aplicación con motivo de la potestad jurisdiccional, no obstante lo cual en éste puede resultar procedente la imposición de medidas cautelares (que son diversas de las medidas propiamente tales según hemos explicado en el capítulo pertinente de este libro).
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ver consultas, la cual según ya hemos demostrado es de naturaleza administrativa. De allí que el producto de esta potestad, que es denominado resolución, corresponde a un acto administrativo de alcance particular y, por tanto, jamás puede ser fuente de una prohibición absoluta de desarrollar una actividad económica. A lo sumo, ese acto administrativo denominado “resolución” podrá establecer una regulación procedimental, adjetiva o accesoria y siempre bajo la fórmula de un imperativo de requisitos. Esta regulación accesoria que puede ser establecida mediante “resoluciones” podrá ser objeto del recurso de reclamación, según dispone el art. 31 del Decreto Ley 211. Respecto de las medidas propiamente tales, si el consultante desea llevar a cabo el hecho, acto o convención o si éstos ya se han realizado o celebrado y desea mantenerlos en el tiempo exonerándose de una eventual responsabilidad monopólica, deberá dar cumplimiento a las condiciones o medidas propiamente tales establecidas por dicho tribunal. En consecuencia, cabe afirmar que las condiciones o medidas impuestas por el Tribunal Antimonopólico sólo serán exigibles en tanto y en cuanto el consultante desee llevar a cabo o mantener en vigor el respectivo hecho, acto o convención objeto de la consulta; así, cabe la posibilidad de que el consultante no ejecute o celebre el respectivo hecho, acto o convención o resuelva ponerle término, según corresponda, a fin de no dar cumplimiento a las exigencias formuladas por estimar que éstas son extraordinariamente onerosas o difíciles de cumplir. La voz “condiciones” no ha de ser leída como un plural de condición, en el sentido civilístico de hecho futuro e incierto, sino más bien como sinónimo de medidas correctivas o generalmente prohibitivas que se dispongan en cada caso. En este punto resulta fundamental deslindar las diversas alternativas a que puede arribar una resolución del Tribunal Antimonopólico: si el hecho, acto o convención debe ser prohibido, sólo puede serlo por estar acreditado su encuadramiento en el tipo universal antimonopólico contemplado en el Decreto Ley 211 (en los términos que veremos) y, por contraste, si aquel hecho, acto o convención no puede ser prohibido por tal concepto, tampoco podrá ser corregido a través de condiciones o medidas propiamente tales y, por tanto, deberá ser permitido. Así, la única justificación lógica de las condiciones o medidas propiamente tales impuestas por el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia a un hecho, acto o convención consultado será la remoción de la tipicidad y de la antijuridicidad que afecta a aquéllos. Toda otra condición que no sea una medida generalmente prohibitiva o correctiva y que no tenga demostrada esa justificación, será pura arbitrariedad de parte de este tribunal especial y, por ello, estará afecta a todos los recursos y acciones que la ley franquee para impedir un 627
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intento regulatorio no autorizado por la Constitución Política de la República y que ha sido realizado bajo pretexto de absolver una consulta antimonopólica. Como corolario de lo anterior, toda condición o medida propiamente tal que imponga el Tribunal Antimonopólico a un hecho, acto o convención debe estar orientada a promover el principio de la subsidiariedad y, por tanto, al fomento de una mayor competencia mercantil. Puesto desde otra perspectiva, un hecho, acto o convención consultado sólo podrá ser objeto de medidas propiamente tales, en tanto se cumplan copulativamente los siguientes requisitos: a) La conducta consultada cumpla con todos los requisitos de la tipicidad correspondientes a la denominada faz objetiva, esto es, exigencias de sujeto activo, sujeto pasivo (aun cuando éste carece de manifestación típica expresa), acción, resultado y nexo causal, todos los cuales han sido extensamente analizados en esta obra y por ello remitimos a los capítulos respectivos. Atendido que la absolución de la consulta carece de todo sentido punitivo y es una mera declaración administrativa de eventual contradictoriedad con la libre competencia, estimamos que no procede exigir el cumplimiento de los elementos propios de la denominada faz subjetiva de la tipicidad (dolo y culpa), los cuales fueron también analizados en los capítulos pertinentes de esta obra. b) La conducta consultada sea antijurídica, esto es, que a su respecto no exista concurrencia de causal de justificación alguna que remueva la ilicitud derivada de la tipicidad antimonopólica. Debe recordarse que la causal de justificación no necesariamente debe hallarse en el Decreto Ley 211, sino que puede integrar parte del Derecho antimonopólico extravagante, esto es, que vaga fuera de dicho decreto ley. c) Las medidas que se pretenda imponer no pueden ser penas. Al respecto, recordamos nuestra clasificación tripartita de las medidas contempladas en el Decreto Ley 211, las cuales pueden categorizarse en: i) penas; ii) medidas cautelares, y iii) medidas propiamente tales. Las únicas medidas que pueden imponerse con motivo de una resolución emitida mediante la potestad consultiva corresponden a la tercera categoría, esto es, medidas propiamente tales. En efecto, si el Tribunal Antimonopólico estableciese penas se estaría violando un significativo conjunto de principios garantísticos que dominan no sólo el ámbito penal, sino también el contravencional. Así, no puede haber pena sin culpabilidad, aquélla debe guardar proporcionalidad con ésta, etc. Se podrá contraargüir que lo anterior es irrelevante, puesto que el consultante siempre puede retractarse de cumplir con las condiciones y términos –esto es las medidas propiamente tales– que le im628
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pone el Tribunal Antimonopólico. Ello no siempre es así de claro: muchas veces el retractarse por la vía de poner término a conductas actuales o desistir de conductas futuras tiene un costo económico equivalente a una barrera a la entrada, por lo que si las medidas propiamente tales son desproporcionadas o infringen las garantías y principios mencionados pueden llegar a constituir un verdadero entorpecimiento de la libre competencia causado por el propio tribunal tutelar de este importante bien jurídico. En síntesis, el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia debe ejercitar su potestad administrativa consistente en fijar condiciones o medidas propiamente tales a los hechos, actos o convenciones consultados, cuidando en todo momento de dar cabal respeto a los principios y garantías constitucionales y a toda otra disposición constitucional y legal, así como a los principios generales del Derecho, cualquiera sea su recepción positiva en el sistema jurídico. El límite intrínseco y manifiesto de esta potestad administrativa es la libre competencia; todo aquello que no corresponda a la tutela de este fundamental bien jurídico protegido, no constituirá sino una desviación de poder y una transgresión del principio de la juridicidad por parte del Tribunal de Defensa de la Libre Competencia. Lo anterior entraña seis órdenes de límites para el Tribunal Antimonopólico en el ejercicio de su potestad administrativo-consultiva: i) Aquellas materias que, no obstante referirse a la libre competencia, se hallan reservadas a otras formas de autoridad pública: el constituyente, el legislador601 o el Presidente de la República en el evento que una ley le ordene el ejercicio de su potestad reglamentaria de ejecución. Entre las normas jerárquicamente reservadas al legislador, cabe observar que quedan incluidas las legales en todas sus variantes: leyes propiamente tales (con los diversos quórum que sean exigibles para su aprobación), decretos-leyes y decretos con fuerza de ley. Este límite genérico nace del principio de reserva de competencias que, en materia legislativa, se halla explicitado a nivel constitucional, según fue analizado. Respecto de la potestad reglamentaria de ejecución del Presidente de la República, su ámbito de competencia queda demarcado y reservado en aquellos casos que la ley ordena la implementación u operativización de una determinada norma legislativa. En cuanto a la potestad reglamentaria autónoma del Presidente de la República y a la potestad reglamentaria de ejecución, cuyo ejercicio no es ordenado por una ley sino que meramente autorizado por ésta,
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Art. 60 de la Constitución Política de la República.
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el principio de la reserva también se aplica: el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia debe respetar, al ejercitar su potestad administrativa particular para dictar resoluciones que le fuera concedida por el Decreto Ley 211, los reglamentos autónomos o propios del Presidente de la República y, ciertamente, los propios reglamentos antimonopólicos que dicho Tribunal haya emitido acerca de las mismas materias sobre que versan sus pronunciamientos en ejercicio de la mentada potestad consultiva. ii) Aquellas materias que, a pesar de no hallarse reservadas a otra autoridad pública, ya han sido imperativamente reguladas por normas de superior jerarquía –entre las cuales se cuentan los reglamentos antimonopólicos– o bien se hallan regidas por principios de Derecho natural o principios generales del Derecho, v. gr., principio de la proporcionalidad que prohíbe la aplicación de medidas innecesarias o desproporcionadas, casos en los cuales el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia debe acatar tales límites al momento de emitir sus pronunciamientos administrativos particulares denominados resoluciones. En cuanto a los principios generales del Derecho, debe recordarse que corresponde a los tribunales de justicia –entre ellos al Tribunal Antimonopólico– tratar igual a los iguales y desigual a los desiguales, esto es, aplicar la justicia distributiva; por lo anterior, el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia deberá cuidar que sus pronunciamientos administrativos sean coherentes respecto de hechos, actos o convenciones consultados que exhiban análogos efectos desde la óptica de la libre competencia. Este límite nace del principio de la jerarquía normativa. iii) Aquellas materias que sean objeto de actividad jurisdiccional ante cualquier tribunal de la República, en virtud del principio de la división de los poderes públicos; así, el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia no podrá, mediante su potestad administrativa de absolución de consultas, ejercer funciones jurisdiccionales, avocarse causas pendientes, revisar los fundamentos o contenidos de resoluciones o sentencias judiciales o hacer revivir procesos judiciales fenecidos, aun cuando éstos se refieran a la libre competencia. A este punto se podría plantear la incógnita de qué ocurre con los procesos jurisdiccionales que se están ventilando ante el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia y respecto de los cuales este mismo tribunal pudiese pretender ejercitar su potestad administrativa de absolución de consultas. Tal como ya hemos ex630
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plicado, no existe la posibilidad jurídica de convertir un procedimiento jurisdiccional en administrativo por consulta; por tanto, no cabe a este punto, ni siquiera al propio Tribunal Antimonopólico trasponer el umbral que separa lo administrativo de lo jurisdiccional, que no es sino consecuencia del principio de división de poderes contemplado en el art. 73 de la Constitución Política de la República. Asunto diverso es el paso de un procedimiento administrativo por consulta a un procedimiento jurisdiccional, lo cual debe efectuarse mediante una oposición y dando cumplimiento al Auto Acordado Nº 05/2004, emitido por el propio Tribunal Antimonopólico. De esta forma se evita un doble pronunciamiento: si sobre el mismo hecho, acto o convención se genera una consulta que pone en movimiento la potestad administrativa particular y se presenta una demanda o un requerimiento (o ambas) que activa la potestad jurisdiccional del tribunal, deberá adoptarse una fórmula de preclusión que permita acumular ambos procesos, que es precisamente la función que cumple el citado Auto Acordado. iv) Los derechos subjetivos y situaciones jurídicas que dan lugar a derechos adquiridos en favor de personas públicas o privadas (art. 19, Nº 24 de la Constitución Política de la República). Esta circunstancia da lugar a importantes restricciones, como son la irretroactividad y la prohibición de discriminación arbitraria (art. 19, Nº 22 de la Constitución Política de la República) en la emisión de “resoluciones”, esto es, normas administrativas antimonopólicas de naturaleza particular destinadas a absolver las consultas formuladas. v) Especial mención exigen los derechos fundamentales garantizados por la Constitución, los cuales, por su trascendencia para el bien común político, gozan de un estatuto singular. De conformidad con el art. 19, Nº 26 de la Constitución Política, el legislador no puede afectar los derechos fundamentales en su esencia ni impedir su libre ejercicio; por tanto, toda regulación legal de los derechos fundamentales exhibe la doble restricción antes indicada: respetar la esencia y cautelar su libre ejercicio. A la limitación anterior se añade la de que la regulación legal de los derechos fundamentales no puede ser delegada en la potestad reglamentaria del Presidente de la República y si una ley así pretendiese hacerlo, dicha autorización sería inconstitucional.602 De lo expuesto 602
Art. 61, inc. 2º, en relación con art. 60 Nº 2 de la Constitución Política de la República.
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se sigue que la regulación de los derechos fundamentales sólo puede quedar entregada al legislador, ya que la Constitución prescribe que sólo son materia de ley aquellas que la Constitución exija sean reguladas por una ley y la exigencia de que tal regulación sólo proceda de una ley mana de la prohibición contemplada en la Carta Fundamental de delegación en el Presidente de la República. La conclusión anterior debe ser contrastada con la garantía del art. 19, Nº 21 de la Constitución Política, que contempla el derecho a desarrollar cualquier actividad económica que no sea contraria a la moral, al orden público o a la seguridad nacional, respetando las normas legales que la regulen. De allí que la regulación de dicha garantía ha de quedar entregada al legislador. Si bien resulta lógico tolerar una cierta regulación de las garantías constitucionales por entes públicos autónomos, ello ha de ceñirse a aspectos meramente procedimentales, incidentales y puramente operativos, de forma tal de no conculcar la garantía antes indicada y tampoco el principio fundamental de que la substancia de la regulación de una actividad económica compete al legislador y no puede ser delegada ni al Presidente de la República ni a las potestades infralegales de autoridad pública alguna. Lo que está prohibido al legislador delegar en el Presidente de la República, por la misma razón ha de estar prohibido en su delegación a un ente público autónomo que forma parte integrante de la administración del Estado. De allí que no pueda el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia, en ejercicio de su potestad administrativa para evacuar consultas, regular la substancia de las actividades económicas, ni siquiera bajo pretexto de tutelar la libre competencia, puesto que ello ha quedado entregado por expreso mandato del art. 19, Nº 21, inciso primero al legislador. Así, la regulación de un hecho, acto o convención que pueda ejercitar el Tribunal Antimonopólico, con motivo de su potestad administrativa para evacuar consultas concretas, ha de ser meramente procedimental, incidental u operativa. vi) El principio de la tipicidad, en virtud del cual el tipo universal antimonopólico o cualquier otro especial que se construyese al efecto no puede ser complementado por la potestad administrativa del Tribunal de Defensa de la Libre Competencia para fijar condiciones con motivo de la evacuación de una consulta concreta, puesto que ello conduciría a un verdadero 632
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tipo penal en blanco, con la consecuente violación del principio antes indicado.603 H. FINALIDAD DE LA POTESTAD CONSULTIVA En nuestra opinión, esta potestad consultiva cumple un rol fundamental en el buen funcionamiento de una legislación antimonopólica. Mediante el expediente de efectuar consultas, previas a la realización de un determinado hecho, acto o convención, o incluso respecto de los ya ejecutados o celebrados, las personas públicas o privadas que compiten en los mercados o, incluso, alguna autoridad pública previo al ejercicio de alguna de sus potestades públicas, pueden evitar o bien poner término a transgresiones al Decreto Ley 211, las que podrían resultar de ignorar los verdaderos alcances monopólicos de los hechos, actos o contratos que pretenden ejecutar o celebrar o que ya se han ejecutado o celebrado. La mencionada ignorancia es bastante más habitual que en cualquier otra materia jurídica puesto que: i) el Decreto Ley 211 sólo da cuenta del bien jurídico tutelado a través de un tipo universal extremadamente vago, entregando a continuación de la formulación del mismo sólo algunos ejemplos sobre cómo podría éste ser vulnerado; ii) la jurisprudencia judicial emitida por el Tribunal Antimonopólico sólo se refiere a casos particulares, cuyas singulares circunstancias suelen ser determinantes en la configuración de la conculcación de la libre competencia, lo cual se ve agravado por el hecho de que las sentencias judiciales no constituyen precedentes vinculantes u obligatorios para las futuras sentencias que se emitan sobre casos particulares análogos como sí acontece, por ejemplo, en el sistema jurídico anglosajón con la institución del stare decisis; iii) la potestad reglamentaria externa del Tribunal de Defensa de la Libre Competencia ha sido escasamente ejercitada y ha versado, por regla general, sobre asuntos 603 Es ilustrativo al efecto el fallo del Tribunal Constitucional, Rol Nº 244, de 26 de agosto de 1996, cuyo considerando 12 dispone: “Que, de esta forma, la Constitución precisa de manera clara que corresponde a la ley y sólo a ella establecer al menos el núcleo esencial de las conductas que se sancionan, materia que es así, de exclusiva y excluyente reserva legal, en término tales, que no procede a su respecto ni siquiera la delegación de facultades legislativas al Presidente de la República, en conformidad con lo que dispone el art. 61, inciso segundo, de la Constitución Política”. Si bien es cierto que este fallo refiere a sanciones y es efectivo que las denominadas “condiciones” que puede imponer el Tribunal Antimonopólico no constituyen sanciones, se trata de limitaciones a la libertad para desarrollar actividades económicas y por ello esta regulación sólo puede quedar encomendada –por mandato del art. 19 Nº 21 de la Constitución Política de la República– al Legislador y nunca a un tribunal u otro ente que ejercite potestades públicas infralegales.
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muy puntuales atingentes a mercados relevantes concretos; y iv) los criterios de análisis empleados por los organismos antimonopólicos son dinámicos, puesto que descansan sobre los nuevos aportes que pueda introducir el Derecho económico sobre la libre competencia desde una óptica jurídica, y aquella rama de la microeconomía conocida como “organizaciones industriales”, desde la perspectiva económica. La relevancia del cambio en las circunstancias ha quedado en un antiguo fallo de la Comisión Resolutiva, en el cual ésta señaló: “...las decisiones relativas a la aplicación del Decreto Ley 211, de 1973, son de carácter contencioso administrativo, por lo que, cambiando las circunstancias, pueden también variar las resoluciones que se adopten al respecto”.604 De esta forma, en virtud de la activación de la potestad consultiva se obtiene una significativa certeza jurídica para operar en los mercados y una relevante economía procesal, en cuanto a que el interesado no debe iniciar o aguardar un proceso judicial para obtener seguridad en cuanto no se encuentra vulnerando la libre competencia (en el supuesto de que el procedimiento consultivo no se transforme en contencioso). Cumple recordar la duración de los juicios antimonopólicos en nuestro país para comprender la importancia de evitar el desarrollo de los mismos y poder acudir a una instancia abreviada y más eficiente mediante la denominada consulta. Así se logra desjudicializar importantes operaciones que podrían llegar a afectar la libre competencia, confiriendo certeza a las autoridades públicas extramonopólicas y a los competidores y bajando ostensiblemente los costos de transacción asociados al ejercicio de la libertad de competencia mercantil. I.
¿EXISTE COSA JUZGADA DERIVADA DE LAS RESPUESTAS A LAS CONSULTAS?
La cosa juzgada en materia administrativa ha sido objeto de debate en cuanto a su existencia y a si este instituto de claro origen procesal puede ser trasladado al ámbito procedimental o administrativo. Al respecto, se han perfilado tres posiciones: quienes aceptan la cosa juzgada en todo el ámbito administrativo, quienes la aceptan sólo para ciertas categorías de actos administrativos y quienes rechazan toda aplicación de la misma en el Derecho administrativo. Si bien la posición prevalente será de rechazar la cosa juzgada en asuntos administrativos aun cuando éstos correspondan a actuaciones judiciales no contenciosas, estimamos que toda resolución emitida con motivo de una 604
Resolución Nº 12, considerando 16, Comisión Resolutiva.
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consulta antimonopólica debe regirse por ciertos principios fundamentales que informan la actividad de la administración: la intangibilidad de los derechos adquiridos, la irretroactividad de los actos administrativos, la doctrina de los actos propios y un procedimiento justo, racional y conducente a certezas jurídicas.605 En tal sentido, no compartimos la visión que postula que atendido que corresponde a la administración la satisfacción de necesidades públicas, puede ésta o cualquier órgano que ostente potestades administrativas, en cualquier momento –sin intervenir nuevos antecedentes, como lo exige el art. 19 del Decreto Ley 211– retractar o retirar un acto administrativo ya emitido y publicitado, sin mediar indemnizaciones u otras consideraciones como los principios e institutos antes indicados. J.
CARACTERÍSTICAS SINGULARIZANTES DEL EJERCICIO DE LA POTESTAD CONSULTIVA:
1. Las consultas deben versar sobre “casos particulares o (...) situaciones concretas que ofrezcan dudas (...) sobre la procedencia o legitimidad de determinados actos o negocios”.606 De lo expuesto se sigue que la consulta que pone en movimiento la potestad respectiva del Tribunal Antimonopólico debe dar cuenta de un caso particular, con lo cual dicho tribunal ha de dar lugar a una respuesta particular o concreta. Así lo confirma la parte final del inciso primero del artículo tercero del Decreto Ley 211, al señalar: “...sin perjucio de las medidas correctivas o prohibitivas que respecto de dichos hechos, actos o convenciones puedan disponerse en cada caso”. Luego, el ejercicio de la potestad consultiva no debe ser confundido con el ejercicio de potestad reglamentaria antimonopólica, puesto que de aquélla emanan “resoluciones” en tanto que de esta última emanan “reglamentos” o instrucciones de carácter general. Se diferencia una de otra en que la actividad reglamentaria produce un “reglamento”, que es necesariamente general, en tanto que la consulta y su respuesta concretizada en una “resolución” han de ser forzosamente particulares. En otras palabras, la potestad reglamentaria no está dirigida a resolver un caso particular, sino que a dictar normas de carácter general, esto es, susceptibles de ser aplicadas a todos aquellos que realicen conductas subsumibles en las hipótesis a que se refiera el reglamento respectivo.
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Sentencia de 23 de septiembre de 1999, considerandos 7º y 8º, Rol Nº 2.09698, Iltma. Corte de Apelaciones de Santiago, confirmada por Excma. Corte Suprema, Rol Nº 445-99. 606 Resolución Nº 3, Declaración, numeral 3º, Comisión Resolutiva.
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2. Esta actividad de absolver consultas tampoco debe ser identificada con otra potestad pública administrativa de naturaleza particular, cual es la que ostenta el Tribunal Antimonopólico para informar acerca de un mercado relevante concreto. Se diferencia más sutilmente la potestad consultiva de la potestad informativa. Ambas constituyen actividad no contenciosa del Tribunal de Defensa de la Libre Competencia, esto es, ejercicio de atribuciones meramente administrativas en el caso particular. Consideramos que la diferencia radica en el objeto de estas potestades: la potestad consultiva refiere a la legitimidad antimonopólica de un determinado hecho, acto o convención ejecutado o por ejecutarse, en tanto que la potestad informativa tiene por finalidad describir la estructura y grado de competencia en un mercado singular sin pronunciarse sobre la contradictoriedad específica de un determinado acto o contrato ejecutado o por ejecutarse con la libre competencia. La potestad consultiva remata en una resolución administrativa, en tanto que la potestad informativa culmina en un informe. 3. La finalidad de la consulta no puede ser otra que conocer la legitimidad antimonopólica de la operación consultada, sea que ésta ya se haya ejecutado o que se planee ejecutar. En otras palabras, resulta improcedente consultar sobre otras materias o aspectos de una operación que no digan relación con la justicia antimonopólica de los hechos, actos o convenciones ejecutados o que se desea ejecutar. Estimamos que los hechos, actos o convenciones ya ejecutados y que son objeto de una consulta deben encontrarse todavía produciendo efectos jurídicos, puesto que si éstos se hubiesen agotado carecería de sentido la emisión de una resolución por el Tribunal Antimonopólico. 4. Se ha debatido la obligatoriedad de consultar, en forma previa, la celebración de determinados actos o convenciones. Sobre el particular, resulta ilustrativo recordar lo señalado por la Comisión Resolutiva actualmente Tribunal de Defensa de la Libre Competencia: “Que en cuanto a la necesidad de consultar a la H. Comisión Preventiva Central en forma previa para proceder a la adquisición de acciones en el caso de autos, necesario es concluir que revisadas las disposiciones establecidas en el Decreto Ley 211, de 1973, de ninguna de ellas aparece en forma clara tal exigencia. En efecto, si bien en el art. 2º del mencionado cuerpo legal se establece que se considerarán, entre otros, como hechos, actos o convenciones que tienden a impedir la libre competencia, ‘...f) En general, cualquier otro arbitrio que tenga por finalidad eliminar, restringir o entorpecer la libre competencia’, de dicha disposición no podría desprenderse la obligación de consultar una operación que, en las circunstancias en 636
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que se celebró, no denota la intención de alterar la libre competencia”.607 Es importante clarificar que nuestro sistema protector de la libre competencia ofrece la posibilidad de consultar una operación específica a quien así desee hacerlo, pero en manera alguna semejante consulta es obligatoria. Si este control preventivo fuese obligatorio, se generaría un significativo atasco en la actividad mercantil, atendidos los exiguos medios de que dispone el Tribunal Antimonopólico, lo cual acarrearía un daño generalizado a la economía nacional. Por ello calificamos de acertado que sea cada interesado el que evalúe la conveniencia o inconveniencia de formular una consulta ante la máxima autoridad antimonopólica y que ello también pueda ser resorte de la Fiscalía Nacional Económica. Así, podemos afirmar que la existencia de este procedimiento de consulta no modifica el carácter “a posteriori” del control antimonopólico que establece el Decreto Ley 211. 5. Estimamos, por las razones antes expuestas, que esta potestad consultiva es de carácter administrativo y que corresponde a una modalidad singular del ejercicio de la actividad no contenciosa de que está dotado el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia. 6.1.2.3. Control de las potestades informativa y consultiva Los mecanismos de control que caben contra las actividades no contenciosas del Tribunal de Defensa de la Libre Competencia son comunes a la potestad informativa y a la potestad consultiva. Esta actividad judicial de naturaleza puramente administrativa está exenta de trámite de control ante la Contraloría General de la República. Los actos administrativos intermedios o finales, mediante los cuales el Tribunal Antimonopólico pone en ejercicio las potestades antes mencionadas, pueden ser objeto de nulidad de derecho público, de recurso de protección, de recurso de amparo económico y, por cierto, de un recurso de reposición administrativa y de un recurso de reclamación en conformidad con el art. 31, inciso final del Decreto Ley 211. En nuestra opinión, el calificativo de “recurso” empleado por el legislador antimonopólico para la acción de reclamación en el mencionado art. 31 es desafortunado porque se trata de solicitar la revisión de las condiciones o medidas fijadas por potestades públicas de naturaleza administrativa que se hallan radicadas en el Tribunal de
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Resolución Nº 125, considerando 6º, Comisión Resolutiva.
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Defensa de la Libre Competencia. Este tribunal exhibe como superior jerárquico a la Excma. Corte Suprema, pero ésta no es el superior jerárquico administrativo del Tribunal Antimonopólico. De allí que la Excma. Corte Suprema actúe en estos casos como destinatario de acciones jurisdiccionales antes que como superior jerárquico receptor de recursos administrativos. Por ello, lo contemplado en el art. 31 del Decreto Ley 211 no es un recurso de reclamación, sino una acción jurisdiccional de reclamación que se entabla ante la Excma. Corte Suprema. Desde una perspectiva procesal, el mal llamado “recurso de reclamación” tiene por finalidad poner en movimiento la función jurisdiccional del Estado, representada a estos efectos por la Excma. Corte Suprema, para la protección de un derecho aparentemente conculcado, antes que estar destinado a impugnar resoluciones judiciales. En efecto, en el caso en estudio, el recurso de reclamación no tiene por finalidad impugnar una sentencia judicial antimonopólica sino que un acto administrativo denominado “resolución”, emanado del Tribunal para la Defensa de la Libre Competencia. En lo que atañe a la potestad consultiva se ha cuestionado la circunstancia de que si la resolución no impone condiciones al hecho, acto o convención consultada, dicha resolución no puede ser revisada por la Excma. Corte Suprema, y quedaría el asunto resuelto en una única instancia. En nuestra opinión, ello resulta razonable puesto que si el consultante no halla limitaciones para llevar a cabo el hecho, acto o convención consultado se presumirá satisfecho y no debe pasarse a una revisión jurisdiccional por la Excma. Corte Suprema. 6.1.3. POTESTADES REGLAMENTARIAS 6.1.3.1. Nociones generales Todo ente público autónomo se halla dotado de personalidad jurídica de Derecho público y, generalmente, de patrimonio propio, así como de un haz de potestades públicas de naturaleza administrativa que le permiten dar cumplimiento a sus fines específicos, previstos en la Constitución Política de la República o en su respectiva ley orgánica,608 en forma independiente de la Administración Central. El adjetivo “autónomo”, en el sentido empleado, pone en evidencia la relativa inde608
La expresión “ley orgánica” no busca aludir a una “ley orgánica constitucional”, sino que refiere a una ley –cualquiera sea el quórum requerido para su promulgación– que establezca la existencia, el fin, las atribuciones y forma de actuación de un determinado organismo público.
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pendencia personal, patrimonial y funcional, con que se comportan tales entes respecto de la Administración Central. Los entes públicos autónomos se hallan sujetos al principio de la vinculación positiva, en virtud del cual su existencia, su estructura orgánica, potestades públicas, su finalidad jurídica, así como todas las modalidades de su actuar descansan en una habilitación jurídica, expresa y previa, sea de orden constitucional o legal, así como de la consiguiente responsabilidad estatal.609 Entre estas potestades públicas de que se halla dotado todo ente público autónomo destaca la denominada potestad reglamentaria, cuya actividad da lugar a “reglamentos”,610 resultando conveniente diferenciar esta fuente normativa de otras que le son análogas. Ya había anticipado Aristóteles la necesidad de que junto a la ley, cuya universalidad suele dejar desatendidas ciertas situaciones particulares, se emplearen normas administrativas dotadas de mayor concreción.611 Sobre la base de la distinción aristotélica de las diversas funciones que competen a la autoridad política para la consecución del bien común de la sociedad civil, se articuló por Montesquieu el principio de la división de los poderes. Este principio, que marcó el paso de las monarquías a las poliarquías, sirvió como dogma político, inspirador de la Revolución Francesa y estructurador del nuevo régimen que habría de imperar en Occidente, dando lugar en el orden jurídico al planteamiento del problema del “reglamento” frente a la ley. Desde un inicio, se reconoció al Poder Ejecutivo la potestad para emitir normas jurídicas de carácter general, denominadas reglamentos, que tuviesen por finalidad asegurar la ejecución de las leyes. Sin embargo, al poco tiempo comenzó a observarse en la propia Francia una significativa proliferación de “reglamentos” y cómo gradualmente éstos no sólo se encargaban de operativizar leyes, sino que adicionalmente ciertos reglamentos eran creados en forma relativamente autónoma, esto es, sin mediar una ley que así lo ordenase o autorizase. De esta forma, junto a la legislación propiamente tal hizo apari609
Arts. 6º y 7º, Constitución Política de la República. Resulta lamentable que la Ley 19.880, que “Establece bases de los procedimientos administrativos que rigen los actos de los órganos de la Administración del Estado”, no contemplara en su art. 3º la universal categoría del “reglamento”, modalidad del acto administrativo de carácter general, y por contraste se limitara a clasificaciones del acto administrativo de orden meramente orgánico. 611 ARISTÓTELES , Ética nicomaquea, Libro V, cap. 10, 1137b, p. 265, Editorial Gredos, Madrid, España, 2000. Afirma el Estagirita: “Y tal es la naturaleza de lo equitativo: una corrección de la ley en la medida en que su universalidad la deja incompleta. Ésta es también la causa de que no todo se regule por la ley, porque sobre algunas cosas es imposible establecer una ley, de modo que es necesario un decreto”. 610
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ción una vasta y detallada legislación “reglamentaria” que, si bien subordinada a la primera, exhibía la misma fuerza vinculante ante los particulares y los tribunales que la legislación emanada del Congreso. Chile no fue ajeno a este fenómeno, experimentando también la aparición de reglamentos autónomos de dudosa o nula constitucionalidad; fue por ello que la Constitución Política promulgada en 1980 optó por reconocer al Presidente de la República no sólo la titularidad de una potestad reglamentaria de ejecución, sino que también la de una potestad reglamentaria autónoma. El reglamento es jerárquicamente inferior a la Constitución Política, a la ley, al decreto ley y al decreto con fuerza de ley y, por tanto, ha de subordinarse a todas estas fuentes normativas. Mientras las leyes pueden ser generales o particulares y emanan del Congreso, los reglamentos son siempre generales y emitidos por el Presidente de la República o bien por entes públicos autónomos con el objeto de dar cumplimiento a las respectivas funciones administrativas que les asignan la Constitución y las leyes. El sentido del reglamento radica en que la autoridad pública que lo emite no sólo ordene o prohíba para el caso particular de que conoce, sino que establezca disposiciones generales que ordenen o prohíban, según corresponda, para casos futuros que resulten análogos al que actualmente conoce o podría llegar a conocer, pero siempre en conformidad a la ley. Cabe advertir que existen otros poderes u organismos del Estado que también se hallan dotados de potestades reglamentarias y que no corresponden a entes autónomos en el sentido administrativista empleado, v. gr., el Congreso Nacional, el Poder Judicial, la Contraloría General de la República y el Banco Central de Chile.612 Así, es posible reconocer potestades reglamentarias radicadas en autoridades públicas dotadas de funciones legislativas, administrativas, de banca central, contraloras y judiciales. Respecto de estos poderes del Estado también se predica una autonomía, pero no se trata de la autonomía administrativa anteriormente reseñada que atiende a la relación con la Administración Central, sino de una autonomía propiamente constitucional y que es consecuencia del principio de la división de poderes del Estado.613 En atención a que este estudio se ceñirá a potestades regla-
612 Sobre la potestad reglamentaria de estos Poderes del Estado, puede verse Manuel Daniel Argandoña, “Potestad reglamentaria de los órganos constitucionales”, Revista Chilena de Derecho, vol. 11, Nos 2-3, pp. 461 y ss., Santiago de Chile. 613 No obstante lo señalado, es preciso advertir que algunos de estos órganos constitucionales son considerados parte integrante de la Administración del Estado para efectos del Tít. I de la Ley 18.575, Orgánica Constitucional de Bases Generales de la Administración del Estado y, paradójicamente, tales órganos no son considerados par-
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mentarias autónomas en un sentido administrativo, omitiremos referirnos a la potestad reglamentaria de los poderes u órganos constitucionales antes indicados. En cuanto al decreto con fuerza de ley, si bien éste es un acto normativo dictado por el Presidente de la República, se diferencia del reglamento en que los contenidos de aquél pertenecen al Poder Legislativo y están amparados por la reserva que otorga a los mismos el art. 60 de la Constitución Política de la República. Es el Poder Legislativo el que ha delegado, previamente, su competencia propia y exclusiva en el Presidente de la República para la dictación de un decreto con fuerza de ley;614 por ende, este último tiene rango de ley. Mucho se ha debatido acerca de los criterios para diferenciar un reglamento –que es la puesta en acto o actualización de la potestad reglamentaria de que se hallan dotados el Presidente de la República y los diversos entes autónomos que consagran la Constitución y las leyes– de los actos administrativos generales. Se ha señalado que sólo el reglamento ostenta carácter normativo, produciéndose una división en la doctrina acerca del alcance de este último concepto. Según una determinada escuela, la esencia de la normatividad de un acto radica en su carácter general, esto es, en que se halle abierto a una pluralidad de personas o personas indeterminadas ex-ante. A la luz de la postura opuesta, el carácter normativo radica en que el reglamento no agota su eficacia en una sola aplicación, sino que queda permanentemente incorporado al orden jurídico.615 En todo caso, lo que es indiscutible es el carácter de especie que exhibe el reglamento dentro del género de los actos administrativos. El reglamento es el objeto de la potestad reglamentaria en comento, así como el bien común político es el fin genérico de la misma, puesto que sólo para el bien común nacional existe el Estado y cada uno de los órganos y autoridades públicas que lo conforman. En consecuencia, podemos afirmar que el reglamento es una norma jurídica emitida por autoridad pública con alcance general de carácter obligatorio, subordinada a la ley y dirigida al bien común de la nación.
te integrante de la Administración del Estado para efectos del Tít. II del mismo cuerpo normativo. 614
Art. 32, Nº 3 en relación al art. 61 de la Constitución Política de la República. ENTRENA CUESTA, Rafael, Curso de derecho administrativo, tomo I, p. 125, Editorial Tecnos, 7ª edición, Madrid, 1981. 615
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6.1.3.2. Descripción de la potestad reglamentaria
del Presidente de la República Desarrollaremos esta problemática, dando cuenta del estado actual de la potestad reglamentaria del Presidente de la República. La propia Constitución confiere expresamente al Presidente de la República “el gobierno y la administración del Estado...” y “su autoridad se extiende a todo cuanto tiene por objeto la conservación del orden público en el interior y la seguridad externa de la República, de acuerdo con la Constitución y las leyes”,616 reconociéndosele no sólo la posibilidad de emitir actos administrativos de carácter particular, sino que también el ejercicio de una potestad reglamentaria de ejecución (también llamada doctrinariamente secundum legem) y una potestad reglamentaria autónoma (también denominada doctrinariamente praeter legem), en conformidad al art. 32, Nº 8 de la Carta Fundamental. Prescribe esta disposición constitucional: “Artículo 32. Son atribuciones especiales del Presidente de la República: 8º. Ejercer la potestad reglamentaria en todas aquellas materias que no sean propias del dominio legal, sin perjuicio de la facultad de dictar los demás reglamentos, decretos e instrucciones que crea convenientes para la ejecución de las leyes”. La potestad reglamentaria presidencial es de carácter residual: sólo puede ser ejercitada respecto de materias que no sean propias del dominio legal, esto es, se hallen fuera de la reserva que efectúa el art. 60 de la Constitución Política de la República. Esta precisión es fundamental para bien distinguir un decreto con fuerza de ley –caso en el cual la materia pertenece al dominio legal, pero ha sido delegada al Poder Ejecutivo– de un reglamento presidencial, situación en la cual se está “fuera” del ámbito del dominio legal reservado constitucionalmente. La potestad reglamentaria presidencial es originaria –es decir, no delegada por otro Poder– y, como tal, puede ser ejercitada genéricamente, esto es, no se halla circunscrita a una materia en especial, dentro del ámbito de actividades encomendadas al Presidente de la República. La Constitución Política de la República de 1980 innovó respecto de las cartas fundamentales anteriores en cuanto diseñó un límite máximo a la potestad legislativa –a través de materias enumeradas que son competencia exclusiva del legislador–, concediendo una competencia residual al Presidente de la República, quien puede ejercitar sus potestades reglamentarias dentro de este último ámbito. Sin embargo, la enumeración de las materias entregadas al legislador por la Constitución Política resulta paradójica al ser contrasta-
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Art. 24, incs. 1º y 2º de la Constitución Política de la República.
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da con la amplitud lógica que exhiben ciertos numerales del art. 60 de este último cuerpo normativo y las exigencias del art. 19, Nº 26 de la Carta Fundamental. En otras palabras, la pretendida taxatividad con que se inicia el art. 60 de la Constitución Política de la República al señalar “sólo son materia de ley”, se ve disminuida al analizarse la amplitud y extensión de los contenidos a que refieren cada uno de los numerales de dicho art. 60. En este sentido, es importante destacar una suerte de fluctuación de los límites de aquello reservado al legislador; en efecto, si se examina el último numeral del art. 60 mencionado, puede observarse que se halla articulado como un contenido genérico: “20) Toda otra norma de carácter general y obligatoria que estatuya las bases esenciales de un ordenamiento jurídico”. Lo interesante de este contenido genérico es que queda entregado al legislador el marcar los límites de su competencia por la vía de establecer las bases esenciales de un ordenamiento jurídico. En nuestra opinión, esta flexibilidad implica que hay ciertas materias que no son per se competencia del legislador, sino que ello dependerá de la formulación y alcance que el propio legislador les confiera. Esta consideración es relevante para una adecuada comprensión del reglamento presidencial de ejecución, que se caracteriza por dar ejecución a leyes, sin invadir el denominado “dominio legal” o ámbito de reserva legislativo. El Presidente de la República debe ejercitar su potestad reglamentaria sin invadir el ámbito competencial que la Constitución ha reservado al legislador y si, no obstante lo anterior, transgrediere dicho límite, los respectivos reglamentos presidenciales quedan expuestos al control del Tribunal Constitucional.617 Asimismo, existe un control preventivo por la Contraloría General de la República a través de la toma de razón. La potestad reglamentaria del Presidente de la República admite una clasificación que emana del art. 32, Nº 8 de la Constitución antes citado: reglamentos de ejecución y reglamentos autónomos. En esta clasificación la voz “autónoma” es empleada en una tercera acepción, diversa de las dos antes mencionadas en el presente estudio. En efecto, no se trata de una autonomía en un sentido constitucional ni de una autonomía en el sentido administrativista mediante el cual se alude a los entes públicos relativamente independientes de la Administración Central. El calificativo de “autónomo”, en esta descripción de las potestades reglamentarias del Presidente de la República, sólo busca
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Art. 82, Nº 12 de la Constitución Política de la República.
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contraponer las dos modalidades de potestad reglamentaria presidencial antes señaladas: i) los reglamentos presidenciales de ejecución refieren a materias que, si bien no han sido reservadas en exclusiva por la Constitución al Legislador, éste ha normado ciertos contenidos de las mismas. Así, se trata de reglamentos caracterizados por una cierta heteronomía consistente en que la ley ordena o autoriza su dictación, de lo que se sigue que no son perfectamente autónomos, y ii) los reglamentos presidenciales autónomos son aquellos que tienen por objeto normar materias que no han sido reservadas por la Constitución Política al legislador y respecto de las cuales la ley ha guardado silencio (praeter legem), esto es, no dependen de una voluntad superior que los ha autorizado o atribuido. De allí que el Presidente de la República no se halla sujeto a un mandato superior en cuanto a la emisión o no emisión de los reglamentos autónomos, salvo ciertamente exigencias del bien común político. El calificativo de autónomo puede resultar un tanto equívoco no sólo por la variedad de acepciones antes indicadas, sino que también por el hecho de que la doctrina italiana reserva la expresión “autónomo” para aquellas potestades cuyo ejercicio tiene por objeto regular al propio ente que las ostenta; en otras palabras, se quiere significar una situación de autorregulación, lo que ciertamente no ocurre en el caso de la potestad reglamentaria “autónoma” del Presidente de la República. Un ejemplo puede ilustrar cómo operaría un reglamento presidencial de ejecución. El art. 60 de la Constitución, en su numeral 4º, alude a que sólo son materia de ley: “Las materias básicas relativas al régimen jurídico laboral, sindical, previsional y de seguridad social”. En el caso de este precepto, el legislador agota su competencia en las dimensiones básicas de alguna de las materias indicadas. Sin embargo, alguna de esas materias puede ser objeto de un reglamento presidencial de ejecución en tanto se trate de aplicar algún aspecto de esa materia que no revista el carácter de fundamental. De esta forma, legislador y Presidente de la República pueden compartir una misma materia: el primero la regla en sus aspectos básicos o fundamentales, en tanto el segundo la norma mediante su potestad reglamentaria de ejecución en asuntos más bien accesorios u operativos. El objeto del reglamento presidencial de ejecución es coadyuvar a la mejor aplicación u operativización de ciertas leyes. Así, mediante la potestad reglamentaria de ejecución, el Presidente de la República ha de dictar aquellos reglamentos que le sean ordenados por las leyes o bien que le sean autorizados por el legislador, caso este último en que el propio Presidente ha de ejercitar un juicio prudencial de oportunidad y contenido para alcanzar la mejor ejecución u operativización de tales leyes. Por contraste, el objeto del reglamento presidencial 644
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autónomo es normar un ámbito de actividad no subordinado a ley alguna, en el sentido que tal ámbito no es privativo de ley ni se busca operativizar una ley. Tanto el reglamento de ejecución como el autónomo exhiben una común naturaleza jurídica: un acto normativo emanado del Presidente de la República con carácter general, unilateral e imperativo.618 6.1.3.3. Origen de la potestad reglamentaria autónoma del Tribunal
de Defensa de la Libre Competencia Las potestades reglamentarias autónomas o praeter legem tienen la peculiaridad de hallarse radicadas no sólo en el Presidente de la República, sino también en otros entes dotados de potestades administrativas –entre los cuales se cuenta el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia– y órganos constitucionales que, por virtud de la Constitución, gozan de una atribución mediante la cual pueden emitir normas de carácter general con un alcance jerárquico infralegal. Respecto de aquellos órganos constitucionales cuyo origen es la Constitución Política de la República, v. gr., Banco Central de Chile, Contraloría General de la República, Municipios, no se plantea discusión alguna, puesto que se les reconoce una potestad reglamentaria autónoma originaria y expresamente conferida por la propia Constitución. Por el contrario, mucho se ha discutido entre los estudiosos del Derecho administrativo acerca de cuál es el origen de la potestad reglamentaria de los entes públicos autónomos, en su acepción administrativista, que son aquellos creados con personalidad jurídica propia por ley y, como tales, no integran la Administración Central. En lo que atañe a la presente investigación, centraremos la problemática en términos de cuál es el origen de la potestad reglamentaria que ostenta el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia. No cabe duda de que aquélla se consagra en una norma de rango legal, esto es, el Decreto Ley 211 de 1973, pero, ¿es esta potestad reglamentaria del Tribunal Antimonopólico originariamente creada por la respectiva ley o bien se trata de una delegación o derivación de la potestad reglamentaria presidencial? Se han desarrollado dos alternativas de solución a la pregunta anterior: A) Una alternativa de respuesta es la sustentada genéricamente por el profesor Enrique Silva Cimma, quien afirma: “Preciso es pues lle618 DANIEL A RGANDOÑA, Manuel, “Reflexiones sobre la potestad reglamentaria y su control jurídico en el anteproyecto de Constitución Política del Estado”, p. 211, en Décimas jornadas chilenas de Derecho público, Edeval, Valparaíso, 1980.
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gar a la conclusión de que, en el fondo, cuando un ente autónomo dicta normas generales, está usando de la potestad reglamentaria presidencial que le ha sido simplemente delegada”.619 Silva Cimma argumenta que, por mandato constitucional, la administración del Estado corresponde exclusivamente al Presidente de la República –salvo la excepción de los Municipios contemplada en la propia Carta Fundamental– y que, por ello, si alguna ley confiriese independientemente esa misma atribución a otro órgano, dicha ley sería inconstitucional. La única vía para evitar la mencionada inconstitucionalidad –argumenta este autor– sería que la ley que confiere una potestad reglamentaria a un ente público autónomo lo haga en virtud de que aquella potestad sea una delegación de la potestad reglamentaria que la Constitución ha entregado al Presidente de la República.620 B) La segunda alternativa de solución, que es la que postulamos, plantea que la potestad reglamentaria de los entes públicos autónomos de rango legal no deriva de la potestad reglamentaria del Presidente de la República, sino que emana originariamente de las leyes orgánicas que crean el respectivo ente público autónomo. Lo anterior no entraña inconstitucionalidad alguna. Creemos que tal emanación de potestades reglamentarias, desde las respectivas leyes orgánicas de los correspondientes entes públicos autónomos, no es inconstitucional sino que perfectamente ajustada a Derecho, por las siguientes razones: 1) El art. 24, inciso primero, de la Constitución Política de la República, que el propio Silva Cimma cita como fundamento de la potestad reglamentaria autónoma del Presidente de la República, prescribe que “El gobierno y la administración del Estado corresponden al Presidente de la República, quien es el jefe del Estado”. De la disposición citada no se sigue que la única potestad reglamentaria para la administración del Estado sea la del Presidente; más aún, la autoridad presidencial –y por tanto su potestad reglamentaria propia– podría ser limitada por la Constitución y las leyes, según lo advierte expresamente el inciso segundo del art. 24 en comento: “Su autoridad se extiende a todo 619
SILVA CIMMA, Enrique, Derecho administrativo chileno y comparado, tomo II, p. 244, Editorial Jurídica de Chile, Santiago, edición de 1969. En su edición homónima de 1996, p. 176, Editorial Jurídica de Chile, Santiago, el autor arriba a idénticas conclusiones, manteniendo la literalidad de la cita transcrita en el cuerpo de nuestro trabajo. 620 Este argumento fue esgrimido por la Diputada Guzmán, en presentación efectuada con fecha 22 de septiembre de 2003 ante el Tribunal Constitucional, para sustentar la idea de que la potestad reglamentaria conferida al Tribunal de Defensa de la Libre Competencia por el art. 18 del Proyecto de Ley de Reforma del Decreto Ley 211 adolecía de un vicio de inconstitucionalidad. El Tribunal Constitucional, en fallo de 7 de octubre de 2003, rechazó la inconstitucionalidad del mencionado art. 18, numeral 3º.
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cuanto tiene por objeto la conservación del orden público en el interior y la seguridad externa de la República, de acuerdo con la Constitución y las leyes”. (el subrayado es nuestro). En consecuencia, la Constitución y las leyes pueden generar importantes excepciones al principio de que el gobierno y la administración del Estado corresponden al Presidente de la República. Esta posibilidad fue expresamente reconocida por un insigne administrativista chileno de inicios del siglo XX que, por lo demás, fue un gran estudioso de la potestad reglamentaria, quien afirmó: “Se conoce bajo la denominación de potestad o facultad reglamentaria la que tiene el Poder Ejecutivo para decretar disposiciones que faciliten la aplicación de las leyes y las que ejercen también en virtud de autorización legal otras entidades administrativas, para dictar normas obligatorias, más o menos generales o restringidas, de aplicación común, que crean, modifican o extinguen vínculos jurídicos, y cuyo cumplimiento o infracción puede perseguirse ante los Tribunales de Justicia.”.621 Si bien esta definición no contempla la denominada potestad reglamentaria autónoma del Presidente de la República, a la sazón no reconocida constitucionalmente, tiene la virtud manifiesta de dejar en claro que la potestad reglamentaria de los entes administrativos autónomos emana de la ley y no de una delegación presidencial, como erróneamente interpretara con posterioridad el profesor Silva Cimma. La ley es una fuente dotada de perfil propio en el sentido que si bien debe respetar la Constitución, en términos de no contravenirla, puede perfectamente reglar materias en las cuales la Constitución permanece silente (praeter constitucionem) o bien materias que le han sido encomendadas por la Constitución (secundum constitucionem). En otras palabras, la ley no es una fuente normativa exclusivamente de “ejecución” de la Constitución; puede innovar respecto de los silencios guardados por la Constitución, en tanto respete todos y cada uno de los principios y derechos fundamentales contemplados en ésta. En el tópico que nos ocupa, el antes citado art. 24, inciso segundo, autorizó expresamente a la ley para establecer límites a la autoridad del Presidente de la República en el gobierno del Estado. Es esto lo que realiza la ley, que hemos denominado “orgánica”, cada vez que crea un ente público autónomo y asigna a este último una potestad reglamentaria propia relacionada con la administración del Estado. En términos analógicos, así como cada vez que el legislador crea un tribunal especial, desprende y segrega de los tribunales ordinarios una parte de su competencia, en cada oportunidad que el legislador
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VARGAS, Moisés, Derecho administrativo, p. 84, Imprenta Universitaria, Santiago,
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(o el constituyente) establece un ente público autónomo dotado de potestad reglamentaria autónoma para el gobierno del Estado, desprende y separa de la potestad presidencial una parte de la plena potestad administrativa que le confirió el art. 24 de la Constitución Política de la República. Para no incurrir en el error de Silva Cimma es importante diferenciar el plano lógico, según el cual al crearse un ente público autónomo se reduce la potestad reglamentaria presidencial, del plano jurídico en el cual no se produce una delegación real e “implícita” por parte del Presidente de la República en favor del ente público autónomo que se crea, sino que la creación “ex-novo” de la potestad reglamentaria de este último. En otros términos, no por reducirse el ámbito de administración del Estado conferido al Presidente de la República ha de seguirse una delegación jurídica de facultades de este último en favor del nuevo ente público autónomo que la ley ha creado. 2) La supuesta delegación de facultades a que alude Silva Cimma no se aviene con los requerimientos exigidos por el principio de la vinculación positiva para que la misma tenga lugar: el acto de delegación debe ser previo y explícito, puesto que de otra forma no sería posible publicarlo o notificarlo y, por tanto, no puede ser publicitado como corresponde. Formulado en otros términos, la delegación supuesta por Silva Cimma exigiría una habilitación expresa y previa para que el Presidente de la República entregara parte de su potestad reglamentaria autónoma en favor de entes públicos autónomos de rango legal; de lo contrario, semejante delegación sería inconstitucional por transgresión del principio de la juridicidad. Así, la aparente inconstitucionalidad legal que Silva Cimma pretende evitar (la de una ley que crea una potestad reglamentaria en favor de un ente público autónomo) conduce a varias inconstitucionalidades ciertas: una doble violación del principio de la juridicidad por parte del Presidente de la República que delega parte de su potestad reglamentaria autónoma en un ente público autónomo de rango legal sin estar previamente habilitado para ello y que, además, efectúa tal delegación de una manera “implícita” u oculta al carecer la misma de toda formalidad, conculcando así el carácter expreso que exige la Constitución Política para esa clase de actuaciones de autoridad pública. Analicemos la situación de la potestad reglamentaria del Tribunal de Defensa de la Libre Competencia, caso en el cual resulta manifiesta la imposibilidad jurídica de la interpretación sustentada por Silva Cimma. Cabe observar que el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia carece de consagración constitucional; su existencia, estructura orgánica, potestades públicas y la formulación del bien jurídico que ha de tutelar se hallan contemplados en el Decreto Ley 211, de 648
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1973. En conformidad con el art. 18, numeral 3) de dicho cuerpo normativo, el Tribunal Antimonopólico se halla dotado, entre otras atribuciones, de una potestad reglamentaria externa o dirigida a terceros. No existe en dicho cuerpo normativo ni en algún otro referencia alguna a una “delegación” de potestades reglamentarias presidenciales en favor del Tribunal de Defensa de la Libre Competencia para ser ejercitadas en el ámbito antimonopólico; por tanto, no puede haber tenido lugar esa delegación, puesto que las delegaciones implícitas o fictas son inconstitucionales y, por tanto, imprescriptiblemente nulas de Derecho público. 3) Adicionalmente, surge la pregunta de si es posible delegar una función –no ya transferir un derecho– en su integridad, sin limitar tal delegación a una materia perfectamente especificada y por un tiempo predeterminado, como acontece con los decretos con fuerza de ley.622 En efecto, más allá de las exigencias de formalidad del principio de la vinculación positiva, ¿podría el Presidente de la República delegar in integrum y sine die una función consistente en ejercitar una potestad reglamentaria destinada a la tutela y preservación de la libre competencia? Ello no parece posible cuando las funciones se confieren constitucionalmente a personas u organismos perfectamente determinados, entregándoseles las potestades públicas necesarias para el cumplimiento de esas funciones con miras al bien común nacional y, por consiguiente, haciéndolas responsables por la realización de sus cometidos. La integridad de una función no puede ser objeto de delegación; cosa diversa es una delegación parcial y para objetos perfectamente acotados. 4) Si tal delegación hubiere existido y supuesto que ésta fuese válida, el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia carecería de la necesaria independencia para emitir reglamentos autónomos que obliguen o impongan restricciones, entre otros destinatarios, a reparticiones públicas dependientes del Presidente de la República. Esto resulta evidente, puesto que dado que entre los potenciales transgresores de tales reglamentos autónomos pueden hallarse autoridades públicas dotadas de potestades normativas infralegales (incluso infrarreglamentarias) que dependen del Presidente de la República, no podría el delegatario –el Tribunal Antimonopólico– prohibir o restringir los actos del delegante y sus colaboradores: el Presidente de la República y las reparticiones públicas que de él dependen. Formulado de otra mane-
622 Art. 61, Constitución Política de la República. La autorización para dictar Decretos con Fuerza de Ley no podrá exceder del plazo de un año y deberá señalar las materias precisas sobre las que recaerá dicha delegación.
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ra, el principio de la jerarquía –que estaría implícito en la relación del delegante con el delegatario– impediría al Tribunal de Defensa de la Libre Competencia el ejercicio de su potestad reglamentaria autónoma en forma “independiente” respecto del Presidente de la República y sus colaboradores. Si el delegatario no puede ir contra el delegante, el Tribunal Antimonopólico no puede reglar conductas lesivas de la libre competencia cuyos autores sean el Presidente de la República y sus colaboradores. Si lo anterior es cierto, el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia está obligado a discriminar arbitrariamente entre las conductas de la Administración Central liderada por el Presidente de la República y las conductas de las demás personas de la nación, por la vía de que las primeras no pueden ser objeto de los reglamentos autónomos que emita el máximo organismo antimonopólico. La eventual puesta en práctica de la mencionada discriminación arbitraria entrañaría una vulneración de importantes garantías constitucionales y se traduciría en que habría autoridades infralegales que serían verdaderos “inmunes antimonopólicos”, puesto que se hallarían sustraídos al imperio de una parte sustantiva de la legislación antimonopólica. Así, de aceptarse la lectura de Silva Cimma resultaría que la potestad reglamentaria del Tribunal de Defensa de la Libre Competencia no puede ejercitarse autónomamente respecto del Presidente de la República y sus colaboradores y, entonces, nos hallaríamos ante una autonomía “de papel” o puramente ideal. 5) Si la potestad reglamentaria del Tribunal Antimonopólico fuese una delegación de la potestad reglamentaria autónoma ostentada por el Presidente de la República habría que forzosamente concluir que la naturaleza de esa potestad reglamentaria es la misma en ambos casos. Si se trata de una misma potestad reglamentaria –trasladada parcialmente en virtud de una supuesta delegación de un órgano administrativo a otro–, aquélla estaría afecta a los mismos trámites y controles de juridicidad que actualmente rigen la potestad reglamentaria presidencial como, por ejemplo, acontece con las materias legislativas que son delegadas al Presidente de la República para la dictación de un decreto con fuerza de ley. Ello no ocurre así: la potestad reglamentaria del Tribunal de Defensa de la Libre Competencia no se halla bajo la supervigilancia de la Contraloría General de la República. Podría, con todo, cuestionarse este argumento sobre la base de que, en ciertas oportunidades, los controles de juridicidad miran no sólo a la naturaleza de la potestad, sino que también a la jerarquía y naturaleza del órgano del cual dimana dicha potestad. Resultando cierto lo anterior, no se observa una diferencia de naturaleza en el órgano de radicación que justifique una diferencia en los controles de juridici650
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dad ante la Contraloría General de la República. Por lo tanto, no puede tratarse de la misma potestad reglamentaria autónoma que ostenta el Presidente de la República. 6) Resulta interesante recordar una jurisprudencia del Tribunal Constitucional sobre el origen de la potestad reglamentaria de los órganos constitucionales, aunque referida al Banco Central de Chile que, como es sabido, exhibe una autonomía de rango constitucional. Resolvió el Tribunal Constitucional: “15. Que de todo lo dicho precedentemente resulta incuestionable que al Presidente de la República le corresponde ejercer el gobierno y la administración del Estado dentro del marco que la Constitución establece y, en consecuencia, con las limitaciones que ella contempla; como asimismo, que el Banco Central por mandato de la Constitución, es un organismo autónomo, cuya composición, organización, funciones y atribuciones, le corresponde determinarlas a una ley orgánica constitucional” y “19. Que pretender que el Banco Central esté sujeto al poder jerárquico del Presidente de la República sería inconstitucional, pues la Constitución lo crea como ente autónomo”.623 Si bien esta sentencia no es aplicable al caso que nos ocupa, esto es el de la potestad reglamentaria autónoma del Tribunal Antimonopólico, puesto que este último ente, en cuanto administrativo, no está afecto al principio de la división de poderes que separa al Presidente de la República del Banco Central de Chile, es importante observar que, mutatis mutandi, el argumento contenido bajo el numeral 19 transcrito resulta aplicable a nuestro caso. En efecto, pretender que el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia esté sujeto al poder jerárquico del Presidente de la República sería inconstitucional, pues la ley –el Decreto Ley 211, de 1973– lo crea como ente autónomo, según lo prueba el art. 5º de este cuerpo normativo: “El Tribunal de Defensa de la Libre Competencia es un órgano jurisdiccional especial e independiente, sujeto a la superintendencia directiva, correccional y económica de la Corte Suprema, cuya función será prevenir, corregir y sancionar los atentados a la libre competencia”. ¿Cuál es el fundamento de la autonomía del Tribunal Antimonopólico? En cuanto ente dotado de potestades jurisdiccionales, no cabe duda de que es el principio de la división de poderes el que separa al Tribunal de Defensa de la Libre Competencia del Presidente de la Re623
Sentencia del Tribunal Constitucional de 20 de septiembre de 1989, considerandos 15 y 19, Rol Nº 78, en LARRAÍN CRUZ, Rafael, Fallos del Tribunal Constitucional pronunciados entre el 23 de diciembre de 1985 y el 25 de junio de 1992, p. 208, Editorial Jurídica de Chile, 1993.
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pública e impide a este último inmiscuirse en la actividad judicial antimonopólica. Así lo deja en claro el art. 5º del Decreto Ley 211, de 1973, al señalar que dicho tribunal es un órgano jurisdiccional, especial e independiente y que se halla sujeto a la superintendencia de la Corte Suprema. Sin embargo, este nuevo artículo quinto del Decreto Ley 211, que pretende describir la naturaleza del Tribunal Antimonopólico, olvida un importante aspecto de este último: sus potestades administrativas, entre las cuales destaca la potestad reglamentaria que más adelante tendrá que reconocer, entre las funciones de aquél, el art. 18, numeral 3º. Así como las cosas son lo que son y no lo que el legislador cree que son, este singular tribunal tiene enquistada, desde sus orígenes en el Derecho chileno, una potestad pública característica de los más importantes entes administrativos: una potestad reglamentaria de carácter interno y externo. Por lo anterior, cabe afirmar que este Tribunal Antimonopólico ostenta potestades de tribunal y de ente administrativo, confirmando que el principio constitucional de la división de poderes nunca se ha realizado en forma acabada ni ha sido llevado hasta sus últimas consecuencias. De allí que la autonomía del Tribunal Antimonopólico puede ser analizada desde la óptica de un órgano jurisdiccional o bien desde la perspectiva de un ente administrativo. Nos limitaremos, de momento, a este último aspecto. En cuanto ente administrativo dotado de potestad reglamentaria, resulta necesario efectuar algunas precisiones. La autonomía de la potestad reglamentaria del Tribunal de Defensa de la Libre Competencia puede ser tomada en dos sentidos (excluimos a estos efectos la particular acepción que la doctrina italiana confiere al vocablo autonomía): i) En cuanto a si tiene por objeto dar ejecución al Decreto Ley 211, en términos de operativizar sus preceptos específicos, situación que pareciera pacífica a la luz de dicho cuerpo normativo. En efecto, no hallamos pasaje alguno del Decreto Ley 211 que ordene el ejercicio de la potestad reglamentaria externa al Tribunal Antimonopólico en alguna materia específica para la puesta en práctica del Decreto Ley 211. No obstante lo anterior, el art. 18 de dicho cuerpo normativo prescribe que el Tribunal Antimonopólico tiene la atribución y el deber de dictar instrucciones de carácter general “de conformidad a la ley”. Lo anterior, ciertamente sólo significa que la potestad reglamentaria externa de dicho organismo debe ceñirse al Decreto Ley 211 en la emisión de reglamentos antimonopólicos, pero en manera alguna se quiere indicar que esa 652
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potestad reglamentaria externa tiene por objeto poner en ejecución determinados preceptos de la legislación antimonopólica. Así, queda entregada a la discrecionalidad del Tribunal de Defensa de la Libre Competencia la oportunidad, contenidos y alcances de la respectiva actividad reglamentaria externa, naturalmente que todo ello dentro de un marco de respeto no sólo del Decreto Ley 211, sino que de todo el orden jurídico. Algo diverso ocurre con la potestad reglamentaria interna del Tribunal Antimonopólico, materia en la cual es posible hallar preceptos del Decreto Ley 211 que ordenan el ejercicio de aquélla; y ii) En cuanto a si es independiente de la potestad reglamentaria autónoma presidencial. En ningún pasaje del Decreto Ley 211 se señala que la potestad reglamentaria del Tribunal Antimonopólico, sea externa o interna, es derivativa de la potestad homónima presidencial ni que se halla subordinada a esta última. En otras palabras, si bien no existe una independencia constitucional que distancie al Presidente de la República del Tribunal de Defensa de la Libre Competencia, en cuanto ente dotado de potestades administrativas, sí que ha de existir entre ellos una independencia de orden funcional y con miras al buen desempeño del Tribunal Antimonopólico en su actividad reglamentaria tutelar de la libre competencia. En efecto, no puede haber autonomía –en esta segunda acepción– si media delegación, puesto que el delegante ha de demarcar el contenido de lo delegado, restando espacio normativo a la autonomía y manteniendo algún grado de supervisión sobre el delegatario, como aplicación del principio de la jerarquía. Por otra parte, la misma naturaleza del Tribunal de Defensa de la Libre Competencia y su fórmula de designación de integrantes –que es la misma para este organismo en cuanto tribunal especial– conduce a la conclusión de que ésta es independiente del Presidente de la República. En conclusión, de lo expuesto inferimos que la interpretación del profesor Silva Cimma debe rechazarse por conducir a transgresiones constitucionales al principio de la vinculación positiva (además de transgresiones a la Ley General de Bases de la Administración del Estado), por entrañar una negación de la independencia que ha de caracterizar al Tribunal de Defensa de la Libre Competencia en la emisión de reglamentos autónomos, por desconocer la realidad de los controles de juridicidad que se aplican a tales reglamentos y por la realidad de las leyes orgánicas que crean entes públicos autónomos de naturaleza administrativa. 653
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6.1.3.4. Objeto y modalidades de la potestad reglamentaria
del Tribunal Antimonopólico El Tribunal de Defensa de la Libre Competencia, en cuanto organismo dotado de potestades reglamentarias, debe someter el ejercicio de las mismas y el contenido normativo de éstas, tanto en su dimensión sustantiva como adjetiva, al Derecho natural,624 a la Constitución Política de la República, a la ley en todas sus modalidades y a los principios generales del Derecho. De esta forma, el Tribunal Antimonopólico no sólo tiene el deber de ceñirse a su respectiva estructura orgánica y ámbito de potestades contemplado en el Decreto Ley 211, de 1973, sino que también ha de respetar cabalmente la integridad del orden jurídico al poner en ejercicio sus potestades reglamentarias.625 Posiblemente ha llamado la atención que empleemos las expresiones “potestades reglamentarias del Tribunal Antimonopólico” en términos plurales. Ello no es un accidente, puesto que se hace preciso reconocer en el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia operaciones ad intra, esto es, cuya eficacia es interna, y operaciones ad extra, cuya eficacia es externa. Esta diversidad de eficacia operativa resulta predicable de las denominadas potestades reglamentarias del Tribunal Antimonopólico: una de carácter interno, destinada a la autorregulación y organización del propio Tribunal de Defensa de la Libre Competencia en cuanto repartición pública y otra, de carácter externo, dirigida a normar conductas de terceros, esto es, de entes diferentes del propio tribunal. En lo que respecta a la potestad reglamentaria de carácter externo o ad extra, cabe destacar que su objeto son los competidores, actuales o potenciales, de los diversos mercados relevantes cuya base territorial es o comprende la República de Chile. A continuación analizaremos en detalle cada una de estas potestades normativas. 624
Prescribe el inciso segundo del art. 5º de la Constitución Política de la República: “El ejercicio de la soberanía reconoce como limitación el respeto a los derechos esenciales que emanan de la naturaleza humana”. Aun cuando nada prescribiera la Constitución Política sobre el particular, toda autoridad pública tiene el deber de respetar el Derecho natural, esto es, la naturaleza humana en cuanto principio de operación. 625 Art. 2º, Ley 18.575, Orgánica Constitucional de Bases Generales de la Administración del Estado: “Los órganos de la Administración del Estado someterán su acción a la Constitución y a las leyes. Deberán actuar dentro de su competencia y no tendrán más atribuciones que las que expresamente les haya conferido el ordenamiento jurídico. Todo abuso o exceso en el ejercicio de sus potestades dará lugar a las acciones y recursos correspondientes”.
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6.1.3.5. Potestad reglamentaria de carácter interno
(“Autos acordados y similares”) A. CARACTERÍSTICAS DE ESTA POTESTAD REGLAMENTARIA INTERNA La potestad reglamentaria de carácter interno del Tribunal de Defensa de la Libre Competencia es una potestad pública de naturaleza administrativa, mediante la cual se emiten normas de aplicación general –de lo contrario no sería potestad reglamentaria– y que se caracteriza por agotar su eficacia en el ámbito de la propia administración del respectivo tribunal (ad intra). Esta potestad reglamentaria de carácter interno, en el ámbito judicial, corresponde a tribunales colegiados, entre los cuales se cuenta ciertamente el Tribunal Antimonopólico, y sus principales actualizaciones o actos reciben la denominación de autos acordados. Adicionalmente es posible observar la existencia de reglamentos internos y otras fuentes menores. En atención a lo expuesto, discrepamos de la caracterización que de esta potestad reglamentaria interna efectúa el propio Tribunal de Defensa de la Libre Competencia en su Oficio Ordinario Nº 159, de 5 de octubre de 2004, sección VII, párrafo 8º, al afirmar: “...cabe destacar que el Auto Acordado Nº 5, motivo de la presentación del antecedente, es de aquellos actos jurisdiccionales que no crean derecho, pues su objeto es el de ordenar el funcionamiento del Tribunal a fin de hacerlo más eficiente, comunicando a las partes y al público en general cuáles serán los criterios que se seguirán respecto de una determinada materia”. En efecto, los autos acordados en comento no corresponden a actos jurisdiccionales sino que antes bien se trata de actos judiciales cuya naturaleza es administrativa y que, por razones de buen orden, la potestad pública respectiva ha sido radicada en órganos judiciales. Ello se prueba porque tales actos, si bien emanan de un tribunal, no tienen por objeto realizar la justa composición de una litis, sino que, como el propio Tribunal Antimonopólico lo ha indicado, buscan una mejor y más eficiente administración del mismo. Asimismo, disentimos del Honorable Tribunal de Defensa de la Libre Competencia en cuanto a que los actos correspondientes a la puesta en ejercicio de su potestad reglamentaria interna, no sean fuente de Derecho. La potestad reglamentaria interna es una potestad pública de orden normativo y de allí que sus actualizaciones o autos acordados correspondan a normas jurídicas. Una norma jurídica no pierde su carácter de tal por el hecho de que impere al interior de una autoridad pública y porque tenga por finalidad asegurar el mejor funcionamiento de aquélla. En efecto, esta norma jurídica interna tiene un emisor o autor, que es el propio Tribunal Antimonopólico, y 655
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tiene destinatarios, que son los propios integrantes del tribunal y sus empleados y eventualmente pueden serlo todas aquellas personas que ocurran ante ese órgano jurisdiccional solicitando justicia en la libre competencia (el espectro de destinatarios dependerá del ámbito del auto acordado). Adicionalmente, las prescripciones constitutivas del contenido de estos autos acordados son vinculantes y deben insertarse dentro del orden jurídico, respetando cabalmente las fuentes de superior jerarquía y las materias reservadas a las competencias de otras autoridades públicas. Por ello es que dependiendo de la forma en que esta potestad reglamentaria interna sea ejercitada por el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia puede o no entrar en colisión con otras normas jurídicas, pudiendo –lo cual ciertamente no corresponde a lo debido jurídicamente– incluso llegar a lesionar importantes derechos subjetivos de las personas que ocurran o pudieran ocurrir ante ese tribunal o bien que presten servicios en favor de aquél. Esta potestad reglamentaria interna tiene por objeto dar coherencia organizativa al Tribunal de Defensa de la Libre Competencia. Dicha coherencia organizativa puede alcanzarse a través de contenidos diversos: i) autos acordados de mero orden y funcionamiento, y ii) autos acordados reguladores de procedimientos, los cuales exhiben una cierta “exterioridad” o “alteridad” al afectar los derechos de terceros que ocurran ante el Tribunal Antimonopólico. No obstante lo anterior, ese efecto sobre terceros no corresponde a la constitución de relaciones jurídicas obligacionales entre el emisor y el destinatario de las mismas hasta el punto de ser considerado potestad reglamentaria externa. Ejemplos de autos acordados reguladores de procedimiento lo constituyen el Auto Acordado Nº 02/2004, mediante el cual se dio operatividad a la disposición quinta transitoria de la Ley 19.911, y también el Auto Acordado Nº 03/2004, a través del cual se da aplicación concreta a ciertos preceptos del Código de Procedimiento Civil, de conformidad con el art. 29 del Decreto Ley 211. Asimismo, los autos acordados pueden también clasificarse en aquellos que han de dictarse por mandato legal y aquellos cuya iniciativa queda entregada al tribunal respectivo. En el Decreto Ley 211 es posible observar diversas disposiciones que ordenan al Tribunal Antimonopólico la dictación de autos acordados, v. gr., arts. 6º, inciso quinto;626 9º, inciso primero; 13, inciso final, etc. El Tribunal de Defensa de la Libre Competencia emite sus propios autos acordados, los que con buen criterio no reciben la deno626 El mandato dispuesto por el legislador en el art. 6º, inciso quinto, del Decreto Ley 211 fue cumplido por el Tribunal Antimonopólico mediante la dictación del Auto Acordado Nº 01/2004.
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minación de “resoluciones”, sino que derechamente han sido denominados “autos acordados” o “decretos económicos”.627 Un ejemplo de ejercicio de esta potestad pública por parte del Tribunal de Defensa de la Libre Competencia anterior a la Ley 19.911, época en la cual aquél se denominaba Comisión Resolutiva, es el Auto Acordado Nº 42/ 2002, de 27 de marzo de 2002. En virtud de este auto acordado se estableció la organización de una tabla semanal de los asuntos que se encontraban bajo decreto “autos en relación”. A partir del año 2003, estos autos acordados comenzaron a ser publicados en forma extractada en el Diario Oficial por el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia, lo cual fue un importante avance en su publicidad.628 Una vez instalado el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia, creado por la Ley 19.911, que inició funciones con fecha 12 de mayo de 2004, se ha procedido a la emisión de autos acordados siguiendo un nuevo orden correlativo que se inicia con el número uno y cautelando utilizar siempre la expresión “auto acordado” para identificar esta importante fuente de Derecho. De todos estos autos acordados, el que ha generado una mayor polémica ha sido el denominado Auto Acordado Nº 05/2004, que ha sido comentado en cuanto a su contenido y alcances en el capítulo de esta obra relativo a la potestad del Tribunal Antimonopólico para absolver consultas. Esta potestad reglamentaria interna resulta de gran importancia, puesto que permite una eficiente organización del funcionamiento del propio Tribunal Antimonopólico y, por esa vía, asegurar el adecuado cumplimiento de las funciones que el Decreto Ley 211 le ha encomendado. B. FUNDAMENTO DE ESTA POTESTAD REGLAMENTARIA INTERNA ¿Cuál es el fundamento de esta potestad pública que ostenta el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia? Procede analizar la “ley or627 Un ejemplo lo constituye el Decreto Económico Nº 1/1998, en el cual se alude expresamente a las facultades económicas del Tribunal Antimonopólico y se ordena la apertura de un libro de “instrucciones” y otro de “decretos económicos”. Creemos que estas “instrucciones” corresponden al ejercicio de potestad reglamentaria externa, que puede estar dirigida a terceros en general o bien a otros organismos antimonopólicos, en tanto que los “decretos económicos”, corresponden a decisiones de carácter interno. 628 Véase, por ejemplo, el Auto Acordado Nº 45/2003, relativo al feriado judicial del Tribunal Antimonopólico, publicado en el Diario Oficial Nº 37.469 y el Auto Acordado Nº 5/2004, publicado en el Diario Oficial Nº 37.919 del 26 de julio de 2004, relativo a la tramitación que debe dárseles a las consultas y demandas o requerimientos que se refieren a unos mismos hechos, actos o convenciones y que podrían dar lugar a procedimientos paralelos y a decisiones contradictorias.
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gánica” que crea este alto tribunal y determina sus potestades públicas: el Decreto Ley 211, de 1973, con todas sus modificaciones. Si pasamos revista a este cuerpo normativo, pareciera que la fuente de esta facultad económica que permite al mencionado tribunal especial dictar autos acordados u otras normas de buen orden interno no se hallaría mencionada en aquél, puesto que nada sobre el particular dice el art. 18 de dicho cuerpo normativo, que es el que enumera las atribuciones y potestades del Tribunal Antimonopólico. En la versión del Decreto Ley 211 preexistente a la reforma introducida por la Ley 19.911, de noviembre de 2003, cabía recordar el pasaje en el cual se trataba la designación de los miembros de este órgano público, que ostentaban la calidad de Decanos: “Los [integrantes] señalados en las letras d) y e) serán designados por sorteo ante el Presidente de la Comisión, en conformidad a las normas internas que ésta acuerde”.629 El citado precepto quedó derogado en noviembre de 2003. En el texto vigente del Decreto Ley 211, a pesar del silencio que sobre la materia guarda el art. 18, hemos hallado dos pasajes que podrían servir de asidero a la mencionada potestad reglamentaria interna o económica: “En caso de ausencia o impedimento del Presidente del Tribunal, éste sesionará bajo la presidencia de uno de los restantes miembros titulares de acuerdo al orden de precedencia que se establezca, mediante auto acordado del Tribunal” (art. 6º, letra b), inciso quinto). “El tribunal dictará un reglamento interno en base al cual el Secretario Abogado calificará anualmente al personal. En contra de dicha calificación, se podrá recurrir de apelación ante el Tribunal dentro del plazo de cinco días hábiles contado desde la notificación de la calificación” (art. 13, inciso sexto). Estimamos que ambos preceptos vienen a reconocer en forma expresa al Tribunal Antimonopólico una potestad reglamentaria interna, que en ambos casos es aludida a través de sus efectos: un auto acordado y un reglamento interno. Ambas fuentes jurídicas importan un carácter general, puesto que están orientadas a organizar de mejor forma multitud de situaciones que se presenten, sea en relación con la presidencia del Tribunal Antimonopólico, sea en lo que respecta al procedimiento de calificación de personal a realizar anualmente. En legislaciones tutelares de la Libre Competencia de más reciente data, esta potestad reglamentaria interna suele exhibir un tratamiento más directo y detallado. Así, por ejemplo, el art. 24 de la Ley 25.156, de Defensa de la Competencia de la República Argentina, prescribe: “Son funciones y facultades del Tribunal Nacional de Defensa de la Competencia: ...i) Elaborar su reglamento interno, que establece-
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Art. 16, inciso cuarto, Decreto Ley 211 de 1973.
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rá, entre otras cuestiones, modo de elección y plazo del mandato del presidente, quien ejerce la representación legal del Tribunal”. Por otra parte, cabe recordar que el art. 18 del Decreto Ley 211, que se refiere a las atribuciones y deberes del Tribunal Antimonopólico, contempla en su numeral quinto. “Las demás [atribuciones y deberes] que le señalen las leyes”. Atendido el manifiesto carácter de tribunal que exhibe el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia, no sólo por así disponerlo el art. 5º del Decreto Ley 211, sino que también por dar cuenta de ello el art. 18, numeral uno, del mismo cuerpo normativo, que consagra la potestad jurisdiccional antimonopólica que permite que aquél sea caracterizado como un tribunal, resulta de aplicación el Código Orgánico de Tribunales. El Tít. I del mencionado Código se denomina “Del Poder Judicial y de la administración de justicia en general”, siendo de evidente aplicación al Tribunal Antimonopólico. Esto resulta también confirmado por el art. 5º del Código Orgánico de Tribunales, que dispone que los tribunales especiales se regirán por sus respectivas leyes especiales –en la especie el Decreto Ley 211–, sin perjuicio de quedar sometidos a las disposiciones generales del Código Orgánico de Tribunales. Así, esta potestad reglamentaria de carácter interno pareciera arrancar del artículo tercero del Tít. I del Código Orgánico de Tribunales (COT), que señala: “Los tribunales tienen, además, las facultades conservadoras, disciplinarias y económicas que a cada uno de ellos se asignan en los respectivos títulos de este Código”. De las facultades mencionadas, en rigor potestades públicas, nos interesa aquella denominada “económica” o “relativa a la buena distribución del tiempo o de otras cosas inmateriales”, puesto que es la que tiene por objeto intervenir en la organización misma de los tribunales para asegurar el adecuado y oportuno cumplimiento de su fin, esto es, la realización de justicia en los casos particulares. Nuestra jurisprudencia ha caracterizado tal facultad económica de la siguiente manera: “Entre las facultades que consagra el art. 3º están las llamadas ‘económicas’ o de orden interno, en virtud de las cuales el Poder Judicial, por medio de sus órganos correspondientes, expide disposiciones de carácter general para la buena administración de justicia”.630 Es posible observar que ciertos tribunales, y también algunos órganos públicos carentes de potestades jurisdiccionales, se hallan dotados de esta atribución pública denominada “potestad económica”. En
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Repertorio del Código Orgánico de Tribunales, Editorial Jurídica de Chile, p. 6.
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otras palabras, esta potestad económica no es de la esencia de la función judicial, pudiendo hallarse radicada en entes públicos que no guardan relación alguna con el Poder Judicial. Esta potestad económica tiene por finalidad la obtención de una mayor eficacia en el desarrollo de su actividad, proveyendo al buen funcionamiento del respectivo órgano o repartición pública. C. LIMITACIONES DE ESTA POTESTAD REGLAMENTARIA INTERNA Desde un punto de vista de la jerarquía normativa, los autos acordados se sitúan bajo la Constitución Política de la República y las leyes en sus diversas modalidades, puesto que como se ha señalado anteriormente son reglamentos. Estos reglamentos constituyen una fuente normativa infralegal que debe someterse a variedad de límites, entre los cuales se cuentan las materias que han sido reservadas al legislador o que han sido reguladas por éste. Esto es especialmente significativo en relación con la función supletoria o colmativa de vacíos legales que se ha atribuido por la Excma. Corte Suprema a los autos acordados de los tribunales de justicia.631 Por último, estimamos que esta potestad reglamentaria interna dista de exhibir un potencial de autoatribución de potestades para el propio Tribunal de Defensa de la Libre Competencia, según se ha contemplado en el Derecho comparado.632 En otras palabras, estimamos que el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia no podría expandir su ámbito de atribuciones por la vía de dictar reglamentos internos. En efecto, el principio de la juridicidad contemplado en nuestra Constitución Política no permite una ampliación de la órbita de atribuciones del Tribunal Antimonopólico mediante el ejercicio de su potestad reglamentaria interna, puesto que las potestades públicas del mismo quedan fijadas en forma previa y expresa por ley. 6.1.3.6. Potestad reglamentaria de carácter externo a organismos
dotados de funciones antimonopólicas Prescribía el antiguo art. 17, inciso primero del Decreto Ley 211, de 1973, antes de la reforma introducida por la Ley 19.911, sobre el par-
631 Oficio Nº 3.354 de 2001 emitido por la Excma. Corte Suprema y dirigido al H. Senado de la República. 632 GARCÍA DE ENTERRÍA, Eduardo, “Observaciones sobre el fundamento de la inderogabilidad singular de los reglamentos”, pp. 292 y ss., en Legislación delegada, potestad reglamentaria y control judicial, Editorial Tecnos, Madrid, 1981.
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ticular: “La Comisión Resolutiva [actualmente Tribunal de Defensa de la Libre Competencia] supervigilará la adecuada aplicación de las normas de la presente ley y el correcto desempeño de los organismos que establece e impartirá las instrucciones generales a que deban sujetarse”. Esta disposición servía de fundamento de una potestad reglamentaria destinada a regir los organismos antimonopólicos que, a la sazón, establecía el Decreto Ley 211: las Comisiones Preventivas, Central y Regionales y la Fiscalía Nacional Económica. Esta potestad reglamentaria era consecuencia de que la Comisión Resolutiva era el máximo organismo antimonopólico en la vertiente administrativa, esto es, operaba como superior jerárquico de las mencionadas Comisiones Preventivas y de la Fiscalía Nacional Económica. El precepto citado guardaba perfecta armonía con el art. 11 de la Ley 18.575, Orgánica Constitucional de Bases Generales de la Administración del Estado, que establecía que las autoridades públicas ejercerán un control jerárquico permanente del funcionamiento de los organismos y de la actuación del personal de su dependencia. Luego, estas instrucciones de carácter general eran ejercicio de potestad reglamentaria externa, aunque limitada exclusivamente a organismos dotados de funciones antimonopólicas y que habían sido establecidos por el Decreto Ley 211. En principio, la expresión “instrucción” solía reservarse para las manifestaciones de la jerarquía administrativa, puesto que contenían órdenes emitidas por la Comisión Resolutiva a los organismos antimonopólicos que de ésta dependían. En conformidad con la doctrina administrativa, podía acontecer que bajo la denominación de “instrucciones” se hallara o no un reglamento, esto es, un acto administrativo de carácter general y contenido normativo; ello dependería de si efectivamente el contenido de esta instrucción es general o no, esto es, si bien innova en el orden jurídico existente o se agota en una única aplicación. En el caso que nos ocupa, no cabía duda de que las denominadas instrucciones correspondían a reglamentos propiamente tales, puesto que aquéllas expresamente han de revestir carácter general. Cumple recordar que las Comisiones Preventivas, tanto Central como Regionales, carecían de potestades jurisdiccionales; se trataba de organismos públicos de naturaleza administrativa dotados de atribuciones administrativas y cuyos “dictámenes” podían ser reclamados ante la Comision Resolutiva por la vía de un recurso administrativo especial.633
633
Antiguo art. 9º, Decreto Ley 211 de 1973.
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La Fiscalía Nacional Económica es también un ente administrativo auxiliar de la administración de justicia antimonopólica, cuya principal misión es actuar como parte acusadora en las causas antimonopólicas, mediante “requerimientos”, representando a la nación toda o sociedad civil en la represión de los atentados a la libre competencia634 ante el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia y emitiendo los informes que al efecto le solicite dicho Tribunal Antimonopólico, entre otras atribuciones que analizaremos en el capítulo pertinente de esta obra. Carece la Fiscalía Nacional Económica de potestades jurisdiccionales, de potestades reglamentarias y de potestades sancionatorias. Las atribuciones de que está dotada la Fiscalía Nacional Económica se ciñen exclusivamente al ámbito administrativo y concretamente a la emisión de actos administrativos de alcance particular; a lo sumo puede, a través de un requerimiento, solicitar al Tribunal Antimonopólico que considere la imposición de ciertas penas contra el requerido, en un proceso judicial antimonopólico concreto. Si bien podía discutirse si la antigua potestad reglamentaria externa dirigida a organismos dotados de funciones antimonopólicas comprendía o no a la Fiscalía Nacional Económica, nos inclinamos por afirmar que actualmente dicha discusión carece de sentido, puesto que estimamos que la mencionada potestad ha quedado derogada. Fundamos nuestra conclusión en el hecho de que ha desaparecido el antiguo precepto que daba cuenta de esta potestad reglamentaria (art. 17, inciso primero, del antiguo Decreto Ley 211) y en que las Comisiones Preventivas, Central y Regionales han sido derogadas. Por otra parte, los arts. 33 y 39, inciso primero, del Decreto Ley 211 continúa consagrando la independencia del Fiscal Nacional Económico de todas las autoridades públicas y tribunales ante los cuales actúe; de estos últimos, sin duda, el principal es el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia. Adicionalmente, cabe recordar que entre las directrices de la reforma de la Ley 19.911 se hallaba la de introducir una mayor claridad y separación entre las funciones de acusador antimonopólico, radicada en la Fiscalía Nacional Económica, y la de juzgador antimonopólico, radicada en el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia.
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Art. 39, letra b) del Decreto Ley 211 de 1973. La formulación de este deber es desafortunada, puesto que el mencionado precepto señala que el Fiscal Nacional Económico representa “el interés general de la colectividad en el orden económico”. La anterior descripción es ciertamente errónea, puesto que la función del Fiscal Nacional Económico se limita y agota en la libre competencia, que es uno de los muchos contenidos que integran el orden público económico.
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6.1.3.7. Potestad reglamentaria de carácter externo a terceros carentes
de funciones antimonopólicas (“instrucciones generales”) 635 A. CONCEPTO Y ORIGEN Esta potestad reglamentaria caracterizada por la alteridad arranca su origen de la primera legislación antimonopolios chilena, esto es, del Tít. V de la Ley 13.305. Señalaba el art. 175, inc. 3º de dicha ley: “Serán deberes y atribuciones de esta Comisión: d) Dictar pautas de carácter general a las cuales puedan ajustarse los particulares en la celebración de actos o contratos que pudieran estar sujetos a las disposiciones de esta ley”. Si bien la redacción del texto actual es muy similar al original antes transcrito, aquél resulta más perfecto que el primigenio por cuanto destaca el carácter imperativo de estos reglamentos antimonopólicos y precisa que se trata de instrucciones y no de pautas. Una vez derogado el Tít. V de la Ley 13.305, esta potestad reglamentaria fue reformulada y contemplada expresamente por el art. 17, letra b), del Decreto Ley 211 de 1973, que prescribía a la letra: “Dictar instrucciones de carácter general a las cuales deberán ajustarse los particulares en la celebración de actos o contratos que pudieran atentar contra la libre competencia”. Con motivo de la reforma introducida por la Ley 19.911, de 14 de noviembre de 2003, se realizaron pequeños ajustes en la formulación de esta potestad; así, el art. 18, numeral 3, actualmente dispone: “Dictar instrucciones de carácter general de conformidad a la ley, las cuales deberán considerarse por los particulares en los actos o contratos que ejecuten o celebren y que tuvieren relación con la libre competencia o pudieren atentar contra ella”. Si bien la denominación de “instrucciones de carácter general” no es del todo precisa desde una óptica del Derecho administrativo, puesto que la voz “instrucciones” habitualmente se emplea para significar órdenes a subordinados pertenecientes a la propia repartición pública, evidentemente estamos ante el ejercicio de una potestad reglamentaria caracterizada por la alteridad, esto es, dirigida a terceros con la finalidad de normar su actividad económica de intercambio desde una perspectiva tutelar de la libre competencia. Así, el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia emite reglamentos antimonopólicos ex-
635 Una síntesis de este capítulo fue expuesta por Domingo Valdés Prieto el día lunes 12 de mayo de 2003 ante las Comisiones Unidas de Constitución, Legislación y Justicia y de Economía, Fomento y Desarrollo de la Cámara de Diputados, con el objeto de tratar el Proyecto de Ley que crea el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia (Boletín Nº 2944-03).
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ternos, esto es, normas jurídicas generales, obligatorias, de carácter permanente, dotadas de alteridad y cuyo objeto es la tutela de la libre competencia como medio de consecución del bien común temporal. La razonabilidad de la existencia de esta potestad reglamentaria externa descansa en lo técnico de la defensa de la libre competencia, según lo prueba lo escueto del Decreto Ley 211 en lo que dice relación con aspectos substantivos de los injustos monopólicos. En este sentido, ha sido lamentable la descripción que el Tribunal Constitucional ha efectuado de esta potestad pública al señalar: “Que se desestimará la antedicha objeción de constitucionalidad por considerarse que la aludida norma [art. 18, numeral 3] no contiene, propiamente, una potestad normativa de índole legislativa o reglamentaria que la Constitución Política confiere a otros órganos del Estado de modo exclusivo, sino de una atribución del Tribunal [Tribunal de Defensa de la Libre Competencia] necesaria para el cumplimiento de su misión de promoción y defensa de la libre competencia en los mercados, cuyo ejercicio, además, se encuentra detalladamente reglado en el art. 18 del proyecto de ley...”. 636 Afirmamos que el considerando transcrito es lamentable, toda vez que pretende resolver un planteamiento acerca de la inconstitucionalidad de una potestad pública del Tribunal de Defensa de la Libre Competencia, inconstitucionalidad que el Tribunal Constitucional procede a desechar sin efectuar un debido análisis y caracterización de aquella potestad. En efecto, resulta evidente que la potestad cuestionada por su inconstitucionalidad corresponde a una potestad pública de alcances normativos, puesto que se halla radicada en un importantísimo organismo público, como lo es el Tribunal Antimonopólico, el cual en virtud de dicha potestad puede dictar instrucciones o preceptos vinculantes para quienes deseen celebrar actos o contratos relacionados con la libre competencia o que pudiesen atentar contra ésta. Esa potestad pública normativa o bien es de tipo legislativo o bien de naturaleza reglamentaria, puesto que tales instrucciones son de carácter general. Aparece manifiesto que un Tribunal de Defensa de la Libre Competencia no puede ostentar potestades normativas legislativas, puesto que éstas, de conformidad con el art. 42 la Constitución Política, se hallan radicadas en el Congreso. Sólo queda como alternativa que estas potestades normativas de carácter general sean de naturaleza reglamentaria, lo cual es perfectamente posible, según hemos ex636
Fallo del Tribunal Constitucional del 07.10.2003, Rol Nº 391, considerando decimotercero. En dicho considerando se analiza la presentación efectuada por la Diputada María Pía Guzmán Mena con fecha 22.09.2003, solicitando se declare la inconstitucionalidad del art. 18, numeral 3, de la Ley 19.911 (fojas 161 a 169).
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plicado anteriormente y habida consideración de la clarificación de los errores en que había incurrido el profesor Silva Cimma. Por tanto, el Tribunal Constitucional no debió haber descartado una naturaleza reglamentaria para la potestad pública en comento, puesto que un estudio más detenido de este instituto hubiera mostrado el yerro del profesor Silva Cimma y de la Diputada Guzmán, quienes creyeron que tal potestad reglamentaria correspondía siempre al Presidente de la República y desde esta óptica había una suerte de usurpación de atribuciones, que daba lugar a una supuesta inconstitucionalidad.637 Tampoco es correcto lo aseverado por el Tribunal Constitucional en cuanto a que la potestad pública en comento sería “una atribución del Tribunal [de Defensa de la Libre Competencia] necesaria para el cumplimiento de su misión de promoción y defensa de la libre competencia en los mercados”, puesto que no se trata de las potestades reglamentarias internas o económicas que caracterizan a ciertos altos tribunales de la República. En efecto, la potestad pública del 18, numeral 3 del Decreto Ley 211, podría no existir y ello no afectaría en manera alguna la eficacia de la potestad jurisdiccional del Tribunal de Defensa de la Libre Competencia; de allí que aquella potestad reglamentaria no pueda ser caracterizada como aneja o complementaria de la actividad jurisdiccional del Tribunal Antimonopólico. Por tanto, debió el Tribunal Constitucional haber distinguido entre una potestad reglamentaria interna y una externa, a fin de declarar que el cuestionamiento de constitucionalidad versaba sobre la segunda clase de potestad reglamentaria y, luego, haberse hecho cargo de la argumentación de la Diputada Guzmán que, siguiendo al profesor Silva Cimma, concurría a plantear una visión errónea de la fuente de ésta potestad reglamentaria externa. B. ¿ES CONSTITUCIONAL LA POTESTAD REGLAMENTARIA EXTERNA DEL T RIBUNAL DE DEFENSA DE LA LIBRE COMPETENCIA? Corresponde preguntarse si es inconstitucional esta potestad reglamentaria externa que el Decreto Ley 211 reconoce al Tribunal de Defensa de la Libre Competencia. La discusión, que se planteó durante la tramitación de la Ley 19.911 y culminó en la antes mencionada presentación efectuada por la Diputada Guzmán Mena ante el Tribunal
637 Presentación efectuada por la Diputada María Pía Guzmán Mena con fecha 22.09.2003, en cuyo numeral 7, sec. A.2, incurre en el error difundido por el profesor Silva Cimma, el cual consiste en creer que toda potestad reglamentaria corresponde al Presidente de la República por mandato constitucional, a menos que la Constitución hubiese dispuesto expresamente algo diverso.
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Constitucional, gira en torno a la garantía constitucional del art. 19, Nº 21, cuyo primer inciso señala: “El derecho a desarrollar cualquier actividad económica que no sea contraria a la moral, al orden público o a la seguridad nacional, respetando las normas legales que la regulen”. La regulación de dicha garantía ha de quedar entregada al legislador y ello resulta no sólo del tenor literal del precepto constitucional transcrito, sino que también de una interpretación sistemática de la Constitución Política de la República en relación a sus arts. 19, Nº 26; 60 y 61. Por ello, más allá de los aciertos y extravíos de la jurisprudencia del Tribunal Constitucional en la interpretación de la garantía contenida en el art. 19, Nº 21, inciso primero, estimamos que la regulación de las actividades económicas es privativa del legislador. Ello resulta especialmente claro de lo dispuesto por el art. 60, Nº 2 de la Constitución que señala que sólo son materia de ley “las que la Constitución exija que sean reguladas por una ley”. Atendido que el inciso primero del art. 19, Nº 21 exige respecto de las actividades económicas que éstas sean desarrolladas respetando las normas legales que las regulen, resulta inequívoco que esa regulación es privativa del legislador. Así, las reglas y disposiciones que han de ordenar las actividades económicas al bien común nacional son privativas del legislador por mandato expreso del constituyente y cualquier desconocimiento del precepto en cuestión hará incurrir en inconstitucionalidad no sólo las normas reglamentarias que así pretendan establecerlo, sino también los fallos del Tribunal Constitucional que hubieren hecho caso omiso del mandato del constituyente, con las responsabilidades consiguientes para sus integrantes. Aun cuando esta lectura de la garantía constitucional en comento podría ser calificada de literalista, no hay indicio alguno de que deba abandonarse el tenor literal a pretexto de consultar un espíritu normativo diverso, el cual no ha constado en la historia fidedigna del establecimiento de este precepto ni en la sistemática y orden coherente que conforman las diferentes disposiciones de la Constitución Política. Por ello, todo intento de formulación de un distingo entre una supuesta reserva absoluta y una reserva relativa aplicable a las normas reguladoras de la garantía del art. 19, Nº 21, inciso primero, carece completamente de asidero en el texto constitucional y en la sistemática de la regulación de garantías constitucionales. La idea de una reserva relativa por contraposición a una reserva absoluta significa una contradictio in terminis: hay o no hay reserva a una determinada instancia normativa, lo que no puede acontecer es que la haya y no la haya al mismo tiempo y respecto de la misma materia. Asunto diverso es que se afirme que la reserva es para determinadas materias y que para las demás no opera; si ese fuera el argumento, 666
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sería necesario justificar de manera clara y precisa qué materia es privativa del legislador en lo referente a la regulación de actividades económicas al tenor del art. 19, Nº 21, inciso primero, y cuáles no lo son. No hay evidencia alguna en la historia fidedigna de este precepto constitucional, ni en su tenor literal ni en la sistemática constitucional de que sólo ciertas actividades económicas hayan quedado entregadas a la regulación legislativa y el resto no; tampoco provee demostración alguna en tal sentido la vacilante jurisprudencia del Tribunal Constitucional al pronunciarse sobre el precepto constitucional en comento. Lo que estimamos es el resultado de una confusión y se ha dado en llamar “reserva relativa” no es sino una consideración muy diferente de lo anterior: la posibilidad de que normas reglamentarias puedan operativizar o dar procedimientos a las normas legales que regulan las actividades económicas que no sean contrarias a la moral, al orden público y a la seguridad nacional. Ello no entraña ninguna forma de “reserva relativa”, porque la reserva sigue siendo privativa del legislador; lo que acontece es que éste siempre puede autorizar o requerir complementos operativos o meramente accidentales a instancias reglamentarias que se limitarán a desarrollar la regulación legal en el sentido expuesto, pero jamás alterarlas o vulnerarlas. En efecto, lo anterior significa que tales normas reglamentarias o administrativas no podrán nunca contravenir la reserva legislativa y ello importa dos cosas: i) tales normas reglamentarias nunca pueden entrar en contradicción con las respectivas disposiciones legales, y ii) tales normas reglamentarias no pueden innovar respecto de lo dispuesto por los respectivos preceptos legales, v. gr., imponiendo requisitos que tornen imposible, inoperante o mayormente gravosa la regulación legal respectiva o bien ampliando o modificando el alcance de esas normas legales. No puede ser otra la interpretación de la disposición del Decreto Ley 211 –art. 18, numeral 3– que consagra la potestad reglamentaria externa del Tribunal de Defensa de la Libre Competencia, señalando que entre sus potestades públicas se halla la de: “Dictar instrucciones de carácter general de conformidad a la ley, las cuales deberán considerarse por los particulares en los actos o contratos que ejecuten o celebren y que tuvieren relación con la libre competencia o pudieren atentar contra ella”. En efecto, esta disposición plantea “de conformidad con la ley” y ello no puede significar sino que el Decreto Ley 211 sólo autoriza el ejercicio de esta potestad reglamentaria en tanto guarde conformidad con este cuerpo normativo y demás disposiciones legales. El guardar coherencia con este cuerpo normativo significa respetar la garantía constitucional de que la regulación es privativa del legislador, por lo que no puede contradecir o innovar respecto de lo establecido legis667
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lativamente y, por tanto, sólo puede tratar asuntos meramente operativos o accidentales en relación con el Decreto Ley 211. Así, no cabe leer esta expresión “de conformidad con la ley” como un reenvío o delegación que efectúa el legislador antimonopólico en favor de la potestad reglamentaria externa antimonopólica a ser ejercitada por el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia. Ello significaría burlar la reserva legislativa que el constituyente ha establecido para la regulación de las actividades económicas. De allí que afirmemos nuestra particular interpretación de la relación entre la potestad legislativa y la potestad reglamentaria en lo que atañe a la regulación de las actividades económicas al tenor de la garantía constitucional en comento: una relación de substancia a accidente. Esta relación de substancia a accidente ha de predicarse analógicamente respecto de la regulación de actividades económicas efectuada por la ley (que ciertamente incluye el Decreto Ley 211 de 1973) y la regulación efectuada por los reglamentos antimonopólicos emitidos por el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia. Cabe recordar que en el ente se distingue substancia y accidente (ontológico), pudiendo este último subclasificarse en “propiedad” y accidente (lógico). El accidente ontológico se contrapone a la substancia por el hecho de que mientras ésta tiene la capacidad de ser en sí (imagínese un ser humano), aquél carece de la capacidad de ser en sí (imagínese el pensar de un ser humano). Así, como no hay pensar sin sujeto pensante, no puede haber accidente ontológico sin substancia. La distinción entre “propiedad” y accidente lógico da cuenta de dos modalidades del accidente: la propiedad es un accidente consistente en una determinación que se deriva de la substancia propia del sujeto o substancia, en tanto que el accidente lógico puede convenirle o no a una substancia, puesto que no es un aspecto de esta última ni se deriva de ella. Expuesto lo anterior, estimamos que la relación entre ley regulatoria de una actividad económica y reglamentación de la misma por un reglamento antimonopólico es de orden substancial a accidente ontológico. Fundamos la razón de esta relación en que el reglamento antimonopólico no puede operar allí donde no hay ley regulatoria; así, mientras esta última puede ser en sí, el reglamento antimonopólico sólo puede existir en función y como mera determinación de tal ley regulatoria. Aclarado que el reglamento antimonopólico es un accidente ontológico, surge la pregunta de si el reglamento antimonopólico deberá considerarse una “propiedad” o bien un accidente lógico de la ley regulatoria de una actividad económica. Estimamos que, sin lugar a 668
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dudas, se trata de una “propiedad” de la ley reguladora de la actividad económica. En efecto, la reglamentación antimonopólica en comento es una determinación derivada de la ley regulatoria de una actividad económica y en cuanto derivación: i) no puede contravenir lo dispuesto por la ley regulatoria; ii) no puede innovar, sino sólo derivar de lo dispuesto por la ley regulatoria; iii) no puede ir más allá de la ley regulatoria, puesto que en ésta halla la reglamentación antimonopólica su existencia y razón de ser; iv) a estos efectos, la reglamentación antimonopólica es más la propia ley reguladora que una fuente normativa autónoma, y v) como corolario de lo anterior, si fuese derogada la ley reguladora, la reglamentación respectiva devendrá inaplicable u obsoleta. Así, sólo lo accidental de la regulación legal de una actividad económica puede quedar encomendado a la potestad reglamentaria externa del Tribunal de Defensa de la Libre Competencia. Dado que el accidente inhiere en la substancia y el accidente es más de un ente que un ente –según enseña la Metafísica–,638 resulta lógico tolerar una cierta reglamentación de las garantías constitucionales por entes públicos autónomos, particularmente del derecho a desarrollar una actividad económica de intercambio por el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia, en la medida que aquella reglamentación se ciña a aspectos meramente incidentales y puramente operativos, en conformidad con los parámetros antes explicados. De allí que no sea lo mismo regular que reglamentar. El término “regular” alude a dar orden a un conjunto de actividades y dar orden no es otra cosa que ajustar una pluralidad de cosas a un fin; lo ajustado son, en la especie, las actividades económicas, las cuales han de ser ordenadas con miras al bien común nacional. Dada la trascendencia de esa ordenación que ha de cuidar la esencia del derecho a desarrollar una actividad económica y preservar su armonía con el bien común político, resulta de toda lógica que tan alta misión haya quedado encomendada en forma privativa al legislador. Por contraste, la expresión “reglamentar” alude a dar reglamento a una cosa o actividad, lo cual significa dar forma operativa o meramente ejecutiva por una autoridad pública infralegal a aquello que la ley ya ha determinado. En síntesis, las actividades económicas que no sean contrarias a la moral, al orden público o a la seguridad nacional, sólo podrán ser reguladas por el legislador y reglamentadas, en los términos explicados mediante la analogía de la relación de substancia a accidente, por au-
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GÓMEZ P ÉREZ, Rafael, Introducción a la Metafísica, pp. 54 y ss., Ediciones Rialp, Madrid, 1981.
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toridades públicas en ejercicio de potestades normativas infralegales, entre las cuales se cuenta la potestad reglamentaria externa del Tribunal de Defensa de la Libre Competencia. Sólo de esa forma no se conculcará la garantía contemplada en el art. 19, Nº 21 de la Constitución Política de la República y el principio fundamental de que la regulación de una actividad económica compete y está reservada privativamente al legislador y no puede ser delegada ni al Presidente de la República ni a las potestades infralegales de autoridad pública alguna. Lo que está prohibido al legislador delegar en el Presidente de la República, por la misma razón ha de estar prohibido en su delegación a un ente público autónomo, sea que forme o no parte integrante de la administración del Estado. De allí que no pueda el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia, en ejercicio de su potestad reglamentaria externa, regular las actividades económicas, ni siquiera bajo pretexto de tutelar la libre competencia; puesto que toda regulación ha quedado entregada en forma privativa al legislador, por expreso mandato del art. 19, Nº 21, inciso primero, de la Constitución Política de la República. Se hace necesario destacar que, por regla general, el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia ha sido especialmente cuidadoso y parco en el ejercicio de esta potestad reglamentaria dotada de alteridad. No obstante existir esta potestad pública en el Derecho antimonopólico chileno desde hace casi cincuenta años, han sido escasísimas las oportunidades en las cuales aquélla ha sido ejercitada. Por regla general, las veces que ello ha ocurrido ha tenido lugar con motivo de reglamentaciones impuestas en un caso particular y que, a fin de evitar discriminaciones arbitrarias, tales reglamentaciones han sido también extendidas a los demás competidores del respectivo mercado relevante. De esta forma, no sólo se establece una restricción al competidor cuya actividad está siendo objeto de un proceso judicial antimonopólico, sino que también tal restricción resulta extendida a los demás integrantes del respectivo mercado relevante. Esta fórmula, destinada a preservar la justicia distributiva por el Tribunal Antimonopólico en el establecimiento de reglamentaciones a los competidores de un mismo mercado relevante, ha permitido asegurar una igualdad de trato a los competidores que se encuentran en una misma situación. Observando la jurisprudencia existente sobre el particular, consideramos que esta potestad reglamentaria externa ha sido hasta ahora y como regla general razonablemente aplicada. Estimamos que la potestad reglamentaria externa del Tribunal de Defensa de la Libre Competencia se ajustará a la garantía constitucional del art. 19, Nº 21, inciso primero de la Constitución Política de la República en la medida en que la reglamentación antimonopólica se 670
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sitúe bajo los parámetros de una relación de substancia a accidente. En nuestra opinión, otras formas de articulación de la relación entre la ley regulatoria de una actividad económica y la reglamentación antimonopólica de la misma conducirán a una infracción constitucional que, de producirse en forma reiterada, acarreará la derogación de esta singular potestad reglamentaria externa radicada en un tribunal especial de la República. C. DESTINATARIOS DE LA POTESTAD REGLAMENTARIA EXTERNA Las autoridades públicas, pertenezcan o no a la administración del Estado, en la medida que se hallen dotadas de potestades infralegales, pueden ejercitar tales potestades públicas en forma contraria al Decreto Ley 211639 y, por tanto, resultar destinatarias de las sanciones jurisdiccionales impuestas por el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia operando en cuanto tribunal especial antimonopólico. Estimamos, sin embargo, que no acontece lo mismo con la potestad reglamentaria externa de dicho Tribunal Antimonopólico. A nuestro juicio, debe examinarse con especial cautela quiénes son los verdaderos destinatarios de esta potestad reglamentaria externa. 1) Si la potestad reglamentaria externa del Tribunal de Defensa de la Libre Competencia tuviese por destinatarios a otras autoridades públicas en razón de los reglamentos que éstas emiten, creemos que podría suscitarse un problema de jerarquía de difícil solución, sin perjuicio del problema de especialidad que siempre se hallaría implícito. En otras palabras, ¿cómo habría de dirimirse el dilema de si, v. gr., un acuerdo –de naturaleza reglamentaria– del Banco Central de Chile es de superior, igual o inferior jerarquía respecto de un reglamento emanado del Tribunal de Defensa de la Libre Competencia? Creemos que tales conflictos o contiendas entre potestades reglamentarias no se hallan resueltas en nuestro Derecho. Podría pensarse que, en un caso como el propuesto, procede aplicar el art. 39 de la Ley 18.575, Orgánica Constitucional de Bases Generales de la Administración del Estado, que prescribe a la letra: “Las contiendas de competencia que surjan entre diversas autoridades administrativas serán resueltas por el superior jerárquico del cual dependan o con el cual se relacionen. Tratándose de autoridades dependientes o vinculadas con distintos Ministerios, decidirán en conjunto los Ministros correspondientes, y si hubiere desacuerdo, resolverá el Presidente de la República”.
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Véase VALDÉS PRIETO, Domingo, “La paradoja del monopolio de privilegio contemplado en el Decreto Ley 211, de 1973”, Ius Publicum Nº 8, Santiago de Chile, 2002.
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Lamentablemente consideramos que tal disposición es inaplicable al ejemplo propuesto por una razón que se predica no sólo del Banco Central de Chile, sino también del Tribunal de Defensa de la Libre Competencia. En rigor, ni el Banco Central de Chile ni el Tribunal Antimonopólico son entes administrativos que reconozcan un superior jerárquico administrativo. El Banco Central de Chile es el Quinto Poder del Estado, exhibe una autonomía consagrada constitucionalmente y no reconoce superior jerárquico administrativo alguno; además, se halla expresamente excluido de la aplicación del Tít. II de la mencionada Ley 18.575, donde se contiene el citado art. 39. 640 Análogamente, el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia no reconoce un superior jerárquico administrativo, sin perjuicio de que su superior jerárquico exhiba naturaleza judicial y sea nada menos que la Excma. Corte Suprema. De esta forma, concluimos que la disposición transcrita de la Ley Orgánica de Bases Generales de la Administración del Estado surte efectos entre autoridades públicas administrativas sometidas a una subordinación o dependencia del Presidente de la República, mas no respecto de autoridades públicas que, aunque dotadas de potestades reglamentarias, carezcan de la mentada subordinación o dependencia. Podría, adicionalmente, pensarse que cabe invocar aquella especial atribución que la Constitución Política de la República confiere al Senado, en el art. 49 Nº 3, que prescribe a la letra: “Son atribuciones exclusivas del Senado: 3) Conocer de las contiendas de competencia que se susciten entre las autoridades políticas o administrativas y los tribunales superiores de justicia”. Consideramos que esta fórmula de resolución de contiendas de competencia tampoco resulta aplicable al caso que nos interesa, puesto que el Tribunal Antimonopólico no es un tribunal superior de justicia. Por lo expuesto, estimamos que una contienda entre un reglamento antimonopólico emitido por el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia y un reglamento emanado de otra autoridad pública debería evitarse por la dificultad de operar con los principios de la jerarquía y los principios de la especialidad. En nuestra opinión, tal conflicto reglamentario ha sido sabiamente eludido por el legislador del Decreto Ley 211, el cual ha dotado al Tribunal de Defensa de la Libre Competencia de otra potestad administrativa y otras alternativas jurisdicciona640 Adicionalmente, el Banco Central de Chile se halla sustraído de la aplicación del Tít. I de la Ley 18.575, Orgánica Constitucional de Bases Generales de la Administración del Estado, por expresa disposición del art. 90 de la Ley 18.840, Orgánica Constitucional del Banco Central de Chile, que ha modificado el art. 1º de aquella ley orgánica en el sentido indicado.
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les para superar estas situaciones. Esta potestad administrativa –que estudiaremos en el capítulo pertinente– es la denominada “potestad requisitoria”, mediante la cual el Tribunal Antimonopólico solicita o requiere, en términos no vinculantes u obligatorios, la dictación, modificación o derogación de aquellos preceptos legales o reglamentarios que requiera o vulneren la libre competencia, según corresponda. El hecho de que se hallen incluidos entre los objetos de la potestad requisitoria los reglamentos, implica que el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia puede seguir varias alternativas respecto de un reglamento emitido por otra autoridad pública y que sea conculcador de la libre competencia: a) En el ámbito administrativo, ejercitar la potestad requisitoria y solicitar la modificación o derogación del respectivo reglamento conculcador de la libre competencia. b) En el ámbito judicial, ejercitar la potestad jurisdiccional y sancionar a la autoridad pública dotada de potestad reglamentaria por infracción al artículo tercero, inciso primero, del Decreto Ley 211 mediante la emisión del referido reglamento. c) En el ámbito judicial, proceder el Fiscal Nacional Económico al ejercicio de la acción de nulidad de derecho público ante los tribunales ordinarios de justicia por transgresión de los arts. 6º y 7º de la Constitución Política, en la forma particular de infracción del art. 4º del Decreto Ley 211, de 1973.641 Así, arribamos a la conclusión de que las autoridades públicas en cuanto emisoras de reglamentos no son destinatarias de la potestad reglamentaria de que se halla dotado el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia. ¿Quiénes son, entonces, destinatarios de esa potestad reglamentaria del Tribunal Antimonopólico? 2) Son destinatarios de esta potestad reglamentaria externa, emanada del Tribunal de Defensa de la Libre Competencia, cuyo objeto es alcanzar a terceros, todas aquellas autoridades públicas que emitan normas infrarreglamentarias conculcadoras de dicho bien jurídico tutelado. De estas normas infrarreglamentarias deben excluirse las sentencias y resoluciones judiciales de los tribunales de justicia que se encuentren en la situación descrita por el art. 73 de la Constitución Política de la República, en razón de que por el principio de la división de poderes no pueden ser alcanzados por una potestad reglamentaria dotada de alteridad, aunque ésta emane del propio Tribunal de Defensa de la Libre Competencia, que es un tribunal especial. La ra641
Deber de la Fiscalía Nacional Económica fundado en los arts. 2º y 39, letras a) y b) del Decreto Ley 211, de 1973.
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zón es evidente: el Tribunal Antimonopólico al ejercitar ésta su potestad reglamentaria externa no está operando en cuanto tribunal sino que en cuanto ente administrativo y como tal no puede ejercer funciones judiciales, avocarse causas pendientes, revisar los fundamentos o contenidos de sus resoluciones o hacer revivir procesos fenecidos. De lo anterior se sigue que son destinatarios de la potestad reglamentaria externa del Tribunal de Defensa de la Libre Competencia las autoridades públicas en cuanto emisoras de normas infrarreglamentarias y que no correspondan a actividad propiamente jurisdiccional. Si bien es cierto que el reglamento antimonopólico no puede ejercer funciones judiciales, ello no significa que aquel reglamento no se incorpore al ordenamiento jurídico y como tal no deba ser considerado vinculante al momento de emitirse una sentencia o resolución judicial. Lo anterior no es sino otra forma de señalar una actividad administrativa infrarreglamentaria; así, los actos administrativos particulares y la actividad administrativa material de las autoridades públicas quedan alcanzados por la potestad reglamentaria externa del Tribunal de Defensa de la Libre Competencia. Las autoridades públicas dotadas de potestades públicas infrarreglamentarias y jurisdiccionales deberán siempre dar cumplimiento a la legislación antimonopólica, noción en la que se incluyen los reglamentos externos emitidos por el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia. Es preciso observar que no siempre resulta fácil identificar los actos administrativos infrarreglamentarios de un órgano constitucional o de un ente público autónomo para determinar su subordinación a los reglamentos externos emitidos por el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia. En otras palabras, es tal la diversidad de potestades públicas infralegales que es posible observar al interior de un determinado ente público autónomo u órgano constitucional dotado de autonomía,642 que ello dificulta la determinación de en qué casos tendría prevalencia la potestad reglamentaria externa del Tribunal de Defensa de la Libre Competencia y en cuáles aquélla habría de ceder paso a un límite jerárquico, cronológico o de especialidad. No obstante lo anterior, consideramos que el principio general ha de ser el de la obligatoriedad y prevalencia de la potestad reglamentaria externa del Tribunal de Defensa de la Libre Competencia por sobre todas 642 Véase, por ejemplo, el caso del Banco Central de Chile. Este importantísimo ente público autónomo, de rango constitucional, puede emplear para alcanzar sus fines específicos las siguientes fuentes normativas: acuerdos –que pueden ser generales o especiales–, reglamentos, resoluciones, órdenes e instrucciones (arts. 11, 69 y 83, Ley 18.840, Orgánica Constitucional del Banco Central de Chile).
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las normas administrativas infrarreglamentarias y actividad material que sean emitidas o realizadas, según corresponda, por autoridades públicas. Ello por las siguientes consideraciones: i) Si los actos infralegales de las autoridades públicas están sometidos a la actividad jurisdiccional del Tribunal de Defensa de la libre competencia que vela por la integridad del bien jurídico libre competencia, no se divisa motivo para que tales actos –en su modalidad infrarreglamentaria y no jurisdiccional– queden eximidos “a priori” del cumplimiento de las resoluciones de carácter general que emita dicho organismo; ii) El principio de la especialidad, que podría importar una significativa barrera en la aplicación de los contenidos de la potestad reglamentaria externa del Tribunal de Defensa de la Libre Competencia, ha hallado una importante restricción en la jurisprudencia de este último órgano. En efecto, no ha de olvidarse cómo opera el principio de la especialidad en el ámbito de la preceptiva antimonopólica: dicho principio requiere salvaguarda expresa para justificar una exención del principio de la libre competencia. Atendida la jerarquía del Decreto Ley 211, tal exención, a nuestro juicio, exige por lo menos un precepto de rango legal que así lo disponga (supuesto que tal exención pueda ser conciliada con la Constitución Política de la República). Así, la normativa que se pretenda vigente no obstante contrariar la legislación antimonopólica, en razón del principio de la especialidad, deberá estar expresamente salvaguardada.643 A contrario sensu, faltando la mencionada salvaguarda expresa, lo antimonopólico se torna prevalente sobre cualquier otra materia, y iii) La garantía constitucional de la igualdad en el trato que el Estado y sus organismos han de brindar a los particulares en materias económicas conduce a entender que no puede la igualdad de oportunidades en la libre competencia, que tutela el Decreto Ley 211, quedar entregada a la discrecionalidad de organismos administrativos dotados de potestades infrarreglamentarias o a la actividad material de éstos. Lo anterior es singularmente grave cuando tales organismos administrativos no sólo regulan incidentalmente un determinado mercado mediante potestades infrarreglamentarias, sino que además aquéllos pueden competir u operar en el mismo. La concurrencia en una autoridad pública de esta doble calidad de re-
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Resolución Nº 183, considerando 5º, Comisión Resolutiva.
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gulador de un mercado relevante y competidor en dicho mercado no obedece a una hipótesis resultante de un trasnochado ejercicio académico, sino que es posible apreciarla en nuestro propio orden jurídico, como acontece con el Banco Central de Chile que regula el mercado cambiario e interviene en el mismo como un significativo monopolista de la divisa. Cabe observar que, según ya habíamos advertido, en la práctica este eventual conflicto normativo entre la potestad reglamentaria del Tribunal de Defensa de la Libre Competencia y organismos administrativos dotados de potestades infrarreglamentarias suele ser de rarísima ocurrencia, puesto que ello se evita mediante el ejercicio de esa otra potestad pública de que se halla premunido el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia, que hemos denominado “potestad requisitoria”. Si bien es cierto que ésta ha sido diseñada sólo para normas legales y reglamentarias y no para actos administrativos particulares, en la práctica se ha empleado para solicitar la modificación o revocación de estos últimos, aunque no revistan la calidad de reglamentos. 3) Asimismo, son destinatarios de la potestad reglamentaria antimonopólica las personas públicas –no las autoridades públicas, a las cuales ya nos hemos referido– y las personas privadas que desarrollan actividades económicas susceptibles de constituir atentados a la libre competencia.644 Estas personas públicas son competidores carentes de potestades públicas, pero se hallan regidas por el Derecho público, persiguen finalidades destinadas a satisfacer necesidades públicas, el régimen de sus empleados y sus bienes ha sido determinado por una ley de quórum calificado y exhiben entre sus propietarios organismos estatales, así como algún privilegio para competir derivado de su naturaleza pública. Esto último ciertamente debe ser analizado a la luz de la Constitución Política de la República. Un ejemplo de persona regida por el Derecho público, generalmente denominada empresa pública del Estado, y no constitutiva de autoridad pública, son el Banco del Estado de Chile, Codelco o Empresa de Correos de Chile. Estas empresas públicas si bien gozan de un estatuto de Derecho público compiten contra empresas regidas por el Derecho privado. De allí que importaría una gravísima discrimina644 Así, por ejemplo, no puede haber atentados a la libre competencia allí donde la competencia está vedada. Un ejemplo de un grave error legislativo sobre el particular es el expuesto en el art. 70 de la Ley de Servicios Sanitarios: “La coordinación de las empresas prestadoras, sus administradores, directores o empleados, así como cualquier otro acto o convención tendiente a distorsionar o encubrir la información de costos de prestación del servicio con el fin de influir en la obtención de tarifas más altas en el proceso de fijación tarifaria, será considerado como contrario a la libre competencia”.
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ción arbitraria el que, por ejemplo, todas las empresas de correo privadas fuesen objeto de las exigencias de un reglamento emitido por el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia y no lo fuese Correos de Chile, persona jurídica de Derecho público que bajo la excusa de asegurar el servicio postal universal ostenta un monopolio de derecho consagrado en su propia ley orgánica. Lo anterior importaría una doble infracción constitucional: se vulneraría la garantía de la no discriminación arbitraria en el trato que deben dar el Estado y sus organismos en materia económica, considerándose que a estos efectos el Tribunal Antimonopólico es un organismo del Estado y, adicionalmente, se quebrantaría el mandato del inciso segundo del art. 19, Nº 21 de la Constitución Política que manda que todas las actividades empresariales desarrolladas por el Estado se sometan a la legislación común aplicable a los particulares, salvas las excepciones que establezca justificadamente una ley de quórum calificado. Así, la definición de los destinatarios de esta potestad normativa externa del Tribunal de Defensa de la Libre Competencia está, a nuestro juicio, defectuosamente construida en el texto del Decreto Ley 211, puesto que omite toda suerte de personas públicas al referirse exclusivamente a “los particulares”. En efecto, lo particular suele contraponerse a aquello que es de uso o propiedad pública. Según lo expuesto, no sólo las personas privadas, sino también las personas públicas pueden ser objeto de la normativa general antimonopólica. Entre tales personas públicas hemos distinguido dos categorías: las empresas públicas y las autoridades públicas. En lo concerniente a estas últimas ya hemos explicado que no constituyen destinatarios de la potestad reglamentaria externa del Tribunal de Defensa de la Libre Competencia sino en cuanto emisoras de normas infrarreglamentarias y no jurisdiccionales de conformidad con el art. 73 de la Constitución Política de la República o bien en su calidad de autoras de lo que el Derecho administrativo ha denominado actividad material. En lo que respecta a las empresas públicas, éstas no están eximidas del cumplimiento de la legislación antimonopólica y, por tanto, tampoco están liberadas de dar cumplimiento a las normas dotadas de alteridad o instrucciones de carácter general que son emitidas por el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia.645 645
Confirman esta interpretación las propias instrucciones generales emitidas por el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia. Así, dispone la Resolución 656, de la Comisión Resolutiva, en su preámbulo normativo: “Considerando la necesidad de resguardar la debida transparencia del mercado crediticio en general y la igualdad de condiciones en que han de operar sus actores, y en ejercicio de sus facultades contempladas en el art. 17, letra b), del Decreto Ley 211, esta Comisión Resolutiva dicta
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D. CONTENIDOS DE LA POTESTAD REGLAMENTARIA EXTERNA En cuanto a los contenidos de estas prescripciones de carácter general dotadas de alteridad, aquéllos deben tener por objeto la tutela de la libre competencia. En efecto, la finalidad de la atribución de esta potestad al Tribunal de Defensa de la Libre Competencia es la protección del bien jurídico libre competencia, protección que dicho tribunal ha de lograr –en su dimensión administrativa– mediante la emisión de prescripciones generales, posibles, lícitas (no constitutivas de delito lato sensu) y de contenido determinado o determinable. No ha de olvidarse que las potestades públicas son poderes conferidos por el orden jurídico a una autoridad pública con miras a un fin determinado, en la especie la tutela de la libre competencia, el cual es un importante contenido del orden público económico y medio para la realización del bien común nacional. Por tanto, los contenidos de la potestad reglamentaria externa del Tribunal Antimonopólico han de ser necesarios, adecuados y proporcionados para la buena marcha de la libre competencia en los mercados relevantes concretos, en el sentido de no dar lugar a sobrerregulaciones, trámites innecesarios, entorpecimientos artificiales o dilaciones injustificadas que perjudiquen el desarrollo de las actividades económicas constitutivas de la competencia en mercados localizados en o que comprendan el territorio nacional. Dado que la materia de estas prescripciones está constituida por la libre competencia y ésta se corresponde con las actividades económicas caracterizadas por intercambios voluntarios en mercados, sólo podrán ser destinatarios de esta potestad reglamentaria externa quienes realicen actividades económicas de esa índole o bien las autoridades públicas que ejerciten potestades infrarreglamentarias y no jurisdiccionales en el contexto del art. 73 de la Constitución Política de la República o bien desarrollen actividad material que cause detrimento o coloque en riesgo la libre competencia, con las precisiones de destinatarios antes expuestas. Emana del propio Decreto Ley 211, de 1973, la exigencia de que las prescripciones que emita el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia, a través de su potestad reglamentaria externa, tengan el carácter de generales. En otras palabras, esta potestad reglamentaria externa debe cumplir con el principio de la generalidad y ello significa que las hipótesis constitutivas de lo imperado o prohibido deben estar las siguientes instrucciones generales sobre información que deberá proporcionar al público toda persona que, en el más amplio sentido, se dedique en forma habitual al otorgamiento de créditos al público en general o a un sector del mismo...”.
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diseñadas para captar una razonable y posible pluralidad de destinatarios y no pretender resolver un caso particular por esta vía. Asimismo, no basta su generalidad, sino que los preceptos han de estar razonablemente construidos a fin de evitar una discriminación arbitraria entre competidores o autoridades públicas destinatarias de tales disposiciones. La otra referencia que contiene el Decreto Ley 211, de 1973, a la potestad reglamentaria del Tribunal de Defensa de la Libre Competencia, describe aquélla como dirigida a particulares “en los actos o contratos que ejecuten o celebren y que tuvieren relación con la libre competencia o pudieren atentar contra ella...”. Esta descripción no sólo es defectuosa al aludir a particulares, según quedó demostrado, sino que también es defectuosa al limitarse a actos y contratos y omitir los “hechos”, que en la jurisprudencia antimonopólica, tanto judicial como administrativa, han demostrado ser tanto o más abundantes e importantes que los actos y contratos. En efecto, un sinnúmero de conculcaciones a la libre competencia se verifica mediante hechos, según hemos explicado al analizar el tipo universal antimonopólico formulado por el artículo tercero, inciso primero del Decreto Ley 211, de 1973. Bajo la voz “hechos” no sólo se comprenden acciones u omisiones de particulares y personas públicas, sino también actos administrativos y actividad material de autoridades públicas. E. LÍMITES DE LA POTESTAD REGLAMENTARIA EXTERNA En síntesis, el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia debe ejercitar su potestad reglamentaria externa cuidando en todo momento de dar cabal respeto a los principios y garantías constitucionales y a toda otra disposición constitucional y legal, así como a los principios generales del Derecho, cualquiera que sea su recepción positiva en el sistema jurídico. El límite intrínseco y manifiesto de esta potestad reglamentaria externa es la libre competencia; todo aquello que no corresponda a este fundamental bien jurídico protegido, no constituirá sino una desviación de poder y una transgresión del principio de juridicidad por parte del Tribunal de Defensa de la Libre Competencia. Lo anterior entraña seis órdenes de límites para el Tribunal Antimonopólico en el ejercicio de su potestad reglamentaria externa: i) Aquellas materias que, no obstante referirse a la libre competencia, se hallan reservadas a otras formas de autoridad pública: el constituyente, el legislador646 o el Presidente de la 646
Art. 60 de la Constitución Política de la República.
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República en el evento que una ley le ordene el ejercicio de su potestad reglamentaria de ejecución. Entre las normas jerárquicamente reservadas al legislador, cabe observar que quedan incluidas las legales en todas sus variantes: leyes propiamente tales (con los diversos quórum que sean exigibles para su aprobación), decretos-leyes y decretos con fuerza de ley. Este límite genérico nace del principio de reserva de competencias que, en materia legislativa, se halla explicitado a nivel constitucional, según fue analizado. Respecto de la potestad reglamentaria de ejecución del Presidente de la República, su ámbito de competencia queda demarcado y reservado en aquellos casos que la ley ordena la implementación u operativización de una determinada norma legislativa. En cuanto a la potestad reglamentaria autónoma del Presidente de la República y a la potestad reglamentaria de ejecución cuyo ejercicio no es ordenado por una ley sino que meramente autorizado por ésta, el principio de la reserva opera a la inversa: el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia tiene reservado por el Decreto Ley 211 para sí la emisión de reglamentos autónomos –no hay exigencia de asegurar la ejecución de una normativa en particular– que digan relación con la tutela de la libre competencia, debiendo entonces el Presidente de la República respetar dicha reserva de materia de origen legal. ii) Aquellas materias que, a pesar de no hallarse reservadas a otra autoridad pública, ya han sido imperativamente reguladas por normas de superior jerarquía o bien se hallan regidas por principios de Derecho natural o principios generales del Derecho, casos en los cuales el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia debe acatar tales límites al momento de emitir reglamentos antimonopólicos. Este límite nace del principio de la jerarquía normativa. iii) Aquellas materias que sean objeto de actividad jurisdiccional ante cualquier tribunal de la República, en virtud del principio de la división de los poderes públicos; así, el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia no podrá, mediante su potestad reglamentaria externa, ejercer funciones judiciales, avocarse causas pendientes, revisar los fundamentos o contenidos de resoluciones o sentencias judiciales o hacer revivir procesos judiciales fenecidos, aun cuando éstos se refieran a la libre competencia. En este punto se plantea la paradoja de qué ocurre con los procesos judiciales que se están ventilando ante el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia y respecto de 680
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los cuales este mismo tribunal ejercita su potestad reglamentaria. Esta situación, que acontece en la práctica, es lo que analizaremos bajo el título de “resoluciones mixtas” en el capítulo siguiente. Parecería que el ejercicio de potestad reglamentaria externa con motivo de un proceso judicial antimonopólico no viola el art. 73 de la Constitución Política de la República –por oposición a lo que podría pensarse a primera vista– puesto que se trataría del mismo órgano jurisdiccional (Tribunal de Defensa de la Libre Competencia) que emite un reglamento administrativo coherente y confirmatorio de la respectiva sentencia judicial antimonopólica, en virtud de la potestad reglamentaria que tiene asignada en virtud del Decreto Ley 211. Así, podría estimarse que no hay desconocimiento de lo resuelto judicialmente –que es lo que prohíbe el art. 73 citado–, sino más bien un complemento de carácter general, en la forma de un reglamento dotado de alteridad, de lo fallado judicialmente. Por ello, la antigua Comisión Resolutiva, predecesora del Tribunal de Defensa de la Libre Competencia solía emitir reglamentos antimonopólicos conjuntamente y con motivo de sus fallos judiciales en asuntos de extraordinaria importancia para un determinado mercado relevante. Dicha posibilidad ya no existe, puesto que la sentencia antimonopólica y el reglamento antimonopólico exhiben, luego de la reforma introducida por la Ley 19.911, procedimientos diversos y con estructuras incompatibles. iv) Los derechos subjetivos y situaciones jurídicas que dan lugar a derechos adquiridos en favor de personas públicas o privadas. Dan lugar a importantes restricciones como son la irretroactividad de los reglamentos antimonopólicos 647 y la prohibición de discriminación arbitraria. v) Especial mención exigen los derechos fundamentales garantizados por la Constitución, los cuales, por su trascendencia para el bien común político, gozan de un estatuto singular. De conformidad con el art. 19, Nº 26 de la Constitución Política, el legislador no puede afectar los derechos fundamentales en su esencia ni impedir su libre ejercicio; por tanto, toda regulación legal de los derechos fundamentales exhibe la doble restricción antes indicada: respetar la esencia y cautelar su libre ejercicio. A la limitación anterior se añade la de que la regu-
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Art. 52, Ley 19.880 que “Establece bases de los procedimientos administrativos que rigen los actos de los órganos de la Administración del Estado”.
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lación legal de los derechos fundamentales no puede ser delegada en la potestad reglamentaria del Presidente de la República y si una ley así pretendiere hacerlo, dicha autorización sería inconstitucional.648 De lo expuesto se sigue que la regulación de los derechos fundamentales sólo puede quedar entregada al legislador, ya que la Constitución prescribe que sólo son materia de ley aquellas que la Constitución exija sean reguladas por una ley y la exigencia de que tal regulación sólo proceda de una ley mana de la prohibición contemplada en la Carta Fundamental de delegación en el Presidente de la República. La conclusión anterior debe ser contrastada con la garantía del art. 19, Nº 21 de la Constitución Política que contempla el derecho a desarrollar cualquier actividad económica que no sea contraria a la moral, al orden público o a la seguridad nacional, respetando las normas legales que la regulen. De allí que la regulación de dicha garantía ha de quedar entregada al legislador. Si bien resulta lógico tolerar una cierta regulación de las garantías constitucionales por entes públicos autónomos, ello ha de ceñirse a aspectos meramente incidentales y puramente operativos, de forma tal de no conculcar la garantía antes indicada y el principio fundamental de que la substancia de la regulación de una actividad económica compete al legislador y no puede ser delegada ni al Presidente de la República ni a las potestades infralegales de autoridad pública alguna. Lo que está prohibido al legislador delegar en el Presidente de la República, por la misma razón ha de estar prohibido en su delegación a un ente público autónomo que forma parte integrante de la administración del Estado. De allí que no pueda el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia, en ejercicio de su potestad reglamentaria externa, regular la substancia de las actividades económicas, ni siquiera bajo pretexto de tutelar la libre competencia, puesto que ello ha quedado entregado por expreso mandato del art. 19, Nº 21, inciso primero, al legislador. vi) El principio de la tipicidad en materia infraccional, en virtud del cual el tipo universal antimonopólico o cualquier otro especial que se construyese al efecto no puede ser complementado por la potestad reglamentaria externa del Tribunal de Defensa de la Libre Competencia, puesto que ello conduciría
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Art. 61, inc. 2º, en relación con el art. 60, Nº 2 de la Constitución Política de la República.
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a un verdadero tipo contravencional en blanco, con la consecuente violación del principio antes indicado.649 F.
REQUISITOS ORGÁNICOS Y PROCEDIMENTALES DE LA POTESTAD REGLAMENTARIA EXTERNA
En cuanto a requisitos orgánicos, cabe recordar que el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia es, desde la óptica del Derecho administrativo, un ente público autónomo –que también exhibe la calidad de ente jurisdiccional según lo indica el art. 5º del Decreto Ley 211– que tiene la peculiaridad de estar gobernado por un órgano colegiado y deliberante. Así, para la emisión de cualquier acuerdo, sea éste jurisdiccional, reglamentario o meramente administrativo, es necesario un quórum mínimo de instalación de tres miembros, que sesionará en sala legalmente constituida, siendo indispensable que uno de ellos sea el Presidente del Tribunal de Defensa de la Libre Competencia o quien lo reemplace de conformidad con el Decreto Ley 211. Es importante observar que cada uno de los miembros del Tribunal de Defensa de la Libre Competencia, con abstracción de qué autoridad pública lo propone y designa en el cargo, es independiente de aquella que le ha nominado y, por tanto, no tiene el carácter de mandatario o representante de la autoridad pública proponente ni de la designante. Lo anterior es muy significativo para comprender que estamos frente a un Tribunal Antimonopólico, donde cada miembro deberá responder personalmente de sus faltas o abusos ante la Corte Suprema e indemnizar perjuicios si ello fuere procedente. Ningún miembro del Tribunal de Defensa de la Libre Competencia puede escudarse en supuestas instrucciones emanadas del Poder Ejecutivo, del Banco Central de Chile o de la Corte Suprema, sea en la dictación de una sentencia judicial, en la emisión de un reglamento antimonopólico o en la ejecución de cualquier acto administrativo relativo a la libre competencia (sea un informe, una resolución que absuelve una consulta o una requisición). En lo referente al quórum de dictación de acuerdos, basta la simple mayoría de votos, decidiendo el Presidente o quien hace las veces
649 Es ilustrativo al efecto el fallo del Tribunal Constitucional, Rol Nº 244, de 26 de agosto de 1996, cuyo considerando 12 dispone: “Que, de esta forma, la Constitución precisa de manera clara que corresponde a la ley y sólo a ella establecer al menos el núcleo esencial de las conductas que se sancionan, materia que es así de exclusiva y excluyente reserva legal, en términos tales que no procede a su respecto ni siquiera la delegación de facultades legislativas al Presidente de la República, en conformidad con lo que dispone el art. 61, inciso segundo de la Constitución Política”.
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de éste, de conformidad con un auto acordado dictado al efecto, en caso de empate. De lo anterior se sigue que los integrantes del mencionado órgano colegiado revisten una doble calidad: por una parte son miembros de un tribunal y, por otra, miembros de un organismo administrativo. Aun cuando esto último parece ser ignorado por el legislador antimonopólico al caracterizar al Tribunal de Defensa de la Libre Competencia en el artículo quinto del Decreto Ley 211, la realidad es que este órgano jurisdiccional exhibe una potestad reglamentaria propia de un organismo administrativo. En tal sentido, estimamos que los miembros del Tribunal de Defensa de la Libre Competencia se hallan sujetos a un doble estatuto: el de magistrados o miembros del Poder Judicial y el de funcionarios públicos de un ente público autónomo, esto es, separado de la administración central del Estado. En cuanto miembros de un tribunal especial, éstos pueden ser objeto de un recurso de queja por supuesta falta o abuso, lo que habrá de resolver la Excma. Corte Suprema de conformidad con los párrafos 7º y 8º del Tít. X del Código Orgánico de Tribunales. En cuanto miembros de un ente administrativo autónomo, a los integrantes del Tribunal de Defensa de la Libre Competencia les resulta aplicable la Ley 18.575, Orgánica Constitucional de Bases Generales de la Administración del Estado. Es de recordar que antes de la reforma introducida por la Ley 19.911, el Decreto Ley 211 guardaba silencio acerca del procedimiento, forma y publicidad que habían de revestir los preceptos resultantes del ejercicio de la potestad reglamentaria externa en estudio, por lo cual el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia había resuelto con gran acierto, en los últimos años, precisar en qué momento estaba ejerciendo esta potestad reglamentaria externa y para ello empleaba, en la resolución respectiva, la fórmula “instrucciones de carácter general”. Luego de la emisión de estos reglamentos antimonopólicos, el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia ordenaba la publicación en el Diario Oficial de las correspondientes instrucciones generales, medio fundamental para garantizar una razonable publicidad de las mismas y permitir una certeza mínima a sus destinatarios.650 Esta prác-
650 Con mucho acierto se propuso una interesante alternativa de transparencia respecto de todas las resoluciones –no sólo de aquellas que dan cuenta del ejercicio de la potestad reglamentaria– que hayan sido emitidas y que a futuro emita el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia. Dicha fórmula consistía en la ordenada publicación de tales resoluciones en internet, permitiendo su mejor conocimiento por la ciudadanía. DOMPER, María de la Luz y BUCHHEISTER, Axel, “Tribunal de la Competencia. Modificaciones a la institucionalidad antimonopolio”, Serie Informe Económico Nº 133,
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tica de la publicidad, de relativamente reciente data en el tribunal de Defensa de la Libre Competencia, ha resultado esencial para asegurar que el reglamento antimonopólico sea oportunamente conocido y acatado. Dicho Tribunal ha seguido el mismo procedimiento para difundir modificaciones de reglamentos antimonopólicos ya emitidos.651 Adicionalmente, el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia ordenaba la notificación de las instrucciones al Fiscal Nacional Económico y, dependiendo del alcance de las mismas, eventualmente ordenaba también la notificación de aquellas a ciertos Ministerios.652 Ya resultaba obligatoria la publicación de los reglamentos antimonopólicos, puesto que éstos reunían la triple calidad de contener normas de general aplicación y que miran al interés general, interesar a un número indeterminado de personas y afectar a aquellas cuyo paradero fuere ignorado, bastando la concurrencia de cualquiera de las circunstancias antes indicadas para resultar imperativa la publicación de aquéllos en el Diario Oficial.653 Estas instrucciones de carácter general, al exhibir una evidente naturaleza administrativa, no están sometidas a las ritualidades procesales propias del ejercicio de la jurisdicción, esto es, del proceso judicial encaminado a resolver un contencioso monopólico en particular.654 Así, mientras la actividad jurisdiccional del Tribunal de Defensa de la Libre Competencia se ciñe al procedimiento reglado en los arts. 19 a 29 del Decreto Ley 211 y que ciertamente ha de ajustarse al debido proceso previsto en la Constitución Política, la actividad reglamentaria externa de dicho tribunal ha de sujetarse a un procedimiento administrativo que dé cabal cumplimiento a cada uno de los principios formulados imperativamente por la Ley 18.575, Orgánica Constitucional de Bases Generales de la Administración del Estado, y a los preceptos de la p. 5, Libertad y Desarrollo, Santiago de Chile. Esta fórmula de transparencia ha sido acogida por la Fiscalía Nacional Económica, la que en su página web ha procedido a colocar las instrucciones generales o reglamentos antimonopólicos y las sentencias y resoluciones dictadas por el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia. 651
Véase, por ejemplo, la modificación del numeral 1º de la Resolución Nº 634 aprobada por el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia a solicitud del Fiscal Nacional Económico, mediante la Resolución Nº 729. 652 Compárese, por ejemplo, la Resolución Nº 634 con la Resolución Nº 656; ambas dan cuenta de instrucciones de carácter general emitidas por el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia. 653 Arts. 16 y 48, Ley 19.880 que “Establece bases de los procedimientos administrativos que rigen los actos de los órganos de la Administración del Estado”. 654 Esta conclusión fue confirmada por la Comisión Preventiva Central en relación con la actividad administrativa de las Comisiones Preventivas (Dictamen Nº 802/187).
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Ley 19.880, que establece bases de los procedimientos administrativos que rigen los actos de los organos de la administración del Estado. A partir de la Ley 19.911, modificatoria del Decreto Ley 211, dicho procedimiento para la emisión de reglamentos antimonopólicos se halla formalmente reglado en el art. 31 de este último cuerpo normativo, el cual recoge, en substancia, la práctica antes expuesta consistente en la publicación en el Diario Oficial, en las notificaciones indicadas, en las solicitudes de informes u observaciones y en una audiencia pública. El procedimiento, en términos generales, es razonable, puesto que busca ilustrar al Tribunal de Defensa de la Libre Competencia antes de que éste emita un reglamento antimonopólico. El Tribunal Antimonopólico puede contar al efecto con informes de autoridades públicas y de competidores, sean personas públicas o privadas, en relación con la materia que será objeto del reglamento antimonopólico, así como con una audiencia pública, en la cual puede recibir observaciones y comentarios sobre el asunto que será normado. Adicionalmente se brinda tanto a las autoridades públicas como a los competidores interesados la posibilidad de impugnar el reglamento antimonopólico mediante un recurso de reposición y un recurso de reclamación. No debe mover a confusión el hecho de que en aquellos casos en que el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia ejercita la potestad reglamentaria en comento, continúa numerando la emisión de instrucciones generales bajo la denominación de “resoluciones”. Es procedente recordar la existencia de resoluciones “mixtas”, que contenían bajo un mismo numeral el ejercicio conjunto de potestades jurisdiccionales y de potestades reglamentarias externas. Es éste, a modo de ejemplo, el curioso caso de la Resolución Nº 488, de 11 de junio de 1997, mediante la cual se puso término al segundo juicio de integración vertical contra Enersis S.A. En esta resolución es posible apreciar dos secciones que forman parte de la misma: una que es el resultado de la actividad jurisdiccional de la Comisión Resolutiva, predecesora del Tribunal de Defensa de la Libre Competencia (declaración, en sus numerales 1º, 2º y 3º) y otra sección que es efecto de la potestad reglamentaria externa de dicho organismo y dirigida a terceros que no revisten la calidad de organismos antimonopólicos (declaración, en su numeral 4º). Lo interesante de este caso es que, con motivo de un proceso judicial iniciado a requerimiento del Fiscal Nacional Económico se arriba a una “resolución” integrada por una sentencia y por un reglamento externo, sirviendo de preámbulo y fundamento a ambas expresiones de autoridad pública los mismos considerandos. Lo anterior se repitió con la Resolución Nº 667, de 30 de octubre de 2002, mediante la cual se puso término al tercer juicio de integración vertical contra Enersis S.A. 686
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Si bien a la época no existía impedimento alguno para que en una misma resolución se contuviesen materialmente una sentencia y un reglamento externo, podían producirse confusiones relevantes al momento de determinar la ejecutoriedad de una y otra, atendida la diversidad de regímenes jurídicos de una y otra fuente normativa. En efecto, si una sentencia del Tribunal de Defensa de la Libre Competencia era, por ejemplo, objeto de un recurso de queja, dicha sentencia no estaría ejecutoriada hasta la resolución del mencionado recurso; sin embargo, no ocurriría lo mismo con el reglamento antimonopólico emitido conjuntamente con dicha sentencia. El reglamento antimonopólico no puede ser objeto de un recurso judicial, en el sentido de una instancia superior revisora –como acontece en el ejemplo propuesto con la sentencia objeto de un recurso de queja–, puesto que el reglamento mismo no constituye instancia jurisdiccional o judicial. Cosa diversa es que el reglamento antimonopólico sea judicialmente revisado por los tribunales ordinarios de justicia a través de una nueva acción cuyo objeto sea ése y no la revisión de una sentencia. En nuestra opinión, luego de la reforma introducida por la Ley 19.911 ya no caben “resoluciones mixtas”, puesto que los procedimientos para una sentencia antimonopólica y para la emisión de un reglamento antimonopólico son diversos en su estructura y en sus tiempos. No obstante lo anterior, estimamos que a pesar de la división de procedimientos introducidos por la Ley 19.911 para distinguir un proceso jurisdiccional de un proceso administrativo y la consiguiente incompatibilidad de ambos, se ha dictado recientemente una sentencia que contiene bajo el erróneo calificativo de “medidas” un verdadero reglamento antimonopólico con prescripciones generales para los mercados de adquisición y procesamiento de leche bovina en todo el país.655 G. CONTROL DE LA POTESTAD REGLAMENTARIA EXTERNA El sistema de control de juridicidad de la potestad reglamentaria externa del Tribunal de Defensa de la Libre Competencia es diferente del sistema aplicable a la actividad jurisdiccional de este último; corresponde ver someramente las diferencias entre una y otra manifestación de autoridad pública. El distingo entre sentencias y reglamentos autónomos es fundamental, puesto que mientras aquéllas están sometidas a procesos, és-
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Sentencia Nº 07/2004, considerando cuarto, emitida por el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia.
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tos están ceñidos a procedimientos administrativos. Adicionalmente, las acciones que proceden para impugnar una y otra categoría de actos de autoridad pública son diversas. Las sentencias sólo pueden ser revisadas por el propio Poder Judicial en conformidad con el principio de independencia del mismo, lo cual se lleva a cabo mediante los recursos y acciones previstos para el caso particular. Así, contra una sentencia antimonopólica procede el recurso de reposición, de reclamación y el de queja. Por paradójico que parezca, los actos administrativos generales resultantes del ejercicio de la potestad reglamentaria externa, radicada en el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia, no pueden ser revisados por la propia administración, puesto que dicho tribunal no reconoce superior jerárquico administrativo, atendido que ella misma es el superior jerárquico administrativo en materia antimonopólica y, como ya se ha explicado, no guarda dependencia del Presidente de la República. La única fórmula de revisión administrativa de un reglamento o un simple acto administrativo emitido por el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia, sería ante el propio tribunal mediante un recurso de reposición, de conformidad con lo dispuesto por el art. 10 de la Ley 18.575, que prescribe: “Los actos administrativos serán impugnables mediante los recursos que establezca la ley. Se podrá siempre interponer el de reposición ante el mismo órgano del que hubiere emanado el acto respectivo...”. La procedencia del mencionado recurso de reposición contra decisiones administrativas había sido expresamente reconocida por la jurisprudencia administrativa de los organismos antimonopólicos.656 A partir de la reforma introducida por la Ley 19.911 al Decreto Ley 211, este último contempla expresamente en el inciso final del art. 31 de este cuerpo normativo la procedencia del recurso de reposición contra los reglamentos antimonopólicos: “Las resoluciones o informes que dicte o emita el Tribunal en las materias a que se refiere este artículo, podrán ser objeto del recurso de reposición”. Además de la revisión administrativa señalada, siempre procede la revisión por el Poder Judicial, poder este último que tiene el control de todos los actos de autoridad pública en el territorio nacional. Singular importancia reviste la nulidad de Derecho público como sanción de los actos que resulten de un ejercicio indebido de potestad reglamentaria externa por parte del Tribunal de Defensa de la Libre Competencia, sea porque sirvan para la constitución directa o indirecta de un monopolio de privilegio en transgresión del art. 4º del
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Dictamen Nº 802/187, de la H. Comisión Preventiva Central.
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Decreto Ley 211 o bien porque entrañen un abuso o desviación de poder. Adicionalmente, podrían ser procedentes, según el mérito del reglamento antimonopólico impugnado lo justifique, las acciones constitucionales de protección y de amparo económico, así como una acción por el contencioso administrativo prevista por el art. 38, inciso segundo de la Constitución Política de la República. Es preciso advertir que la Contraloría General de la República y el Tribunal Constitucional carecen de atribuciones para revisar la potestad reglamentaria externa del Tribunal de Defensa de la Libre Competencia. En síntesis, contra los actos de la potestad reglamentaria externa del Tribunal de Defensa de la Libre Competencia serían procedentes las acciones constitucionales de protección y de amparo económico, el recurso de reposición administrativa contemplado en el art. 10 de la Ley 18.575 sobre bases generales de la administración del Estado y recientemente en el inciso final del art. 31 del Decreto Ley 211 y, por último, el contencioso administrativo ante los tribunales ordinarios de justicia y la acción por nulidad de Derecho público contemplado en los arts. 6º y 7º de la Constitución Política de la República. Es importante tener presente que no existen actos administrativos exentos de control jurisdiccional; ello es consecuencia del principio de la vinculación positiva antes examinado. Esto se traduce en que si no existen tribunales competentes para conocer del contencioso administrativo, lo serán los tribunales ordinarios que ostentan la plenitud de la jurisdicción en el territorio nacional. Resta, sin embargo, ocuparse de un recurso establecido por el legislador antimonopólico con motivo de la dictación de la Ley 19.911, al establecer el procedimiento administrativo del art. 31 del Decreto Ley 211 para la emisión de reglamentos antimonopólicos. Se trata de un recurso de reclamación establecido para impugnar resoluciones que fijen condiciones que deban ser cumplidas en actos o contratos consultados. Constituiría un gravísimo error jurídico considerar que el legislador antimonopólico habría pretendido extender dicho recurso a los reglamentos antimonopólicos, por las razones que pasamos a explicar. El recurso de reclamación es conocido por la Excma. Corte Suprema en su calidad de superior jerárquico jurisdiccional, disciplinario y económico del Tribunal de Defensa de la Libre Competencia. Sin embargo, tal superioridad jerárquica no comprende ni puede comprender la revisión de un reglamento antimonopólico como si se tratase de una sentencia que va a segunda instancia. Mientras la sentencia antimonopólica puede ser recurrida al superior jerárquico jurisdiccional mediante un “recurso”, el reglamento antimonopólico sólo puede ser acusado de ilegalidad ante los tribunales de justicia. ¿Signi689
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fica lo anterior que el recurso de reclamación es una acción de ilegalidad? Contra tal reglamento antimonopólico podría interponerse una acción constitucional de protección o de amparo económico, ¿cabría, entonces, además una acción de reclamación? En otras palabras, ¿la Corte Suprema estaría actuando como superior jerárquico o tribunal de justicia revisor de la actividad administrativa de un ente jurisdiccional y administrativo? A nuestro juicio, ello no es así, según lo prueba el propio inciso final del art. 31 en comento. En efecto, dicho texto legal advierte que las resoluciones que fijen condiciones podrán ser objeto del recurso de reclamación, esto es, cierta clase de actos resultantes del ejercicio de la potestad para absolver consultas. Probablemente la mayor paradoja en materia de control de la potestad reglamentaria externa del Tribunal Antimonopólico surge de plantearse la pregunta de quién controla la juridicidad de los mencionados reglamentos autónomos, si el propio Tribunal de Defensa de la Libre Competencia establece, por ejemplo, una barrera artificial e injustificada a un determinado mercado –un monopolio en la lata acepción que confiere a este término el Derecho– en vulneración de la libre competencia. Se daría el caso de un monopolio de privilegio instituido por el propio Tribunal de Defensa de la Libre Competencia, cuyo juzgado para reclamarlo sería el propio Tribunal de Defensa de la Libre Competencia. El superior jerárquico judicial de este órgano jurisdiccional es la Excma. Corte Suprema, la cual atendido lo complejo y técnico de las materias antimonopólicas, podría tender a confirmar las decisiones que emite el Tribunal Antimonopólico. Este delicado tema no ha quedado resuelto por la Ley 19.911, modificatoria del Decreto Ley 211, no obstante los interesantes debates que se produjeron sobre la conveniencia o inconveniencia de preservar la potestad reglamentaria externa y antimonopólica en el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia. La incertidumbre de esta situación conduciría a concluir que la vía adecuada para desafiar un reglamento externo emitido por el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia sería la interposición de las acciones constitucionales de protección o de amparo económico. No obstante lo cual, es preciso recordar que la jurisprudencia de tales acciones constitucionales muestra marcadas reticencias a aceptar las mismas contra sentencias emitidas por los tribunales; sin duda, el desafío será demostrar en tales instancias que lo impugnado no es una sentencia sino que un reglamento emanado de un tribunal por paradójico que esto pueda resultar. Las potestades públicas de que se halla dotado este especialísimo Tribunal de Defensa de la Libre Competencia nos llevan a la conclusión de que exhibe una naturaleza mixta: comparte la naturaleza de un tribunal especial en cuanto puede desarrollar actividad jurisdiccio690
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nal y actividad judicial no contenciosa, por una parte, y la de un ente administrativo dotado de potestades reglamentarias internas y externas, entre otras facultades administrativas, por otra. La inercia de una doble naturaleza en manos de un mismo órgano colegiado ha entrañado una cierta confusión en la identificación y ejercicio de cada clase de potestad pública. No en vano, al interior de la discusión que se planteó en el Honorable Senado, se hizo mención de la observación planteada por la Excma. Corte Suprema en relación con la doble naturaleza del Tribunal de Defensa de la Libre Competencia, particularmente considerando el que éste se halle dotado de potestades jurisdiccionales y también de potestades reglamentarias sobre la misma materia: la tutela de la libre competencia. Así, recordó el Senador Novoa: “La única objeción fue formulada por la Corte Suprema en el sentido de que, al establecerse disposiciones obligatorias a las cuales deban ajustarse los actos de los particulares, de alguna forma el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia estaría prejuzgando sobre una materia y eventualmente podría considerarse que los ministros que dictaron dicha norma de carácter preventivo se encuentran inhabilitados”.657 Esta observación se recogió y subsanó directamente por la Ley 19.911 en lo que atañe a la potestad consultiva que ha sido radicada en el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia, según lo dispone el inciso segundo del art. 32 del Decreto Ley 211. H. COSA JUZGADA JUDICIAL Y COSA JUZGADA ADMINISTRATIVA Suele añadirse como un distingo fundamental entre una sentencia y un acto administrativo el que, en el primer caso, se produce el efecto de la cosa juzgada, en tanto que en el segundo tal efecto es inexistente.658
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Diario de Sesiones del Senado, República de Chile. Legislatura 347ª, Ordinaria, Sesión 25ª, 3 de septiembre de 2002, p. 52. 658 Cabe recordar el voto de minoría del profesor Arturo Yrarrázaval Covarrubias, en la Resolución Nº 488, bajo el Nº 5: “Que a mayor abundamiento, la eficacia de cosa juzgada de las resoluciones emanadas de la Comisión Resolutiva [actualmente Tribunal de Defensa de la Libre Competencia], es una consecuencia directa de que dicho órgano cuando conoce de las acciones de protección de la libre competencia lo hace por su naturaleza jurisdiccional y no meramente administrativa. Sin embargo, no puede omitirse que en ciertas ocasiones la Comisión Resolutiva actúa como un ente administrativo, y por ello sus decisiones serán modificables, no produciéndose cosa juzgada en sus actuaciones. Por el contrario, cuando conoce de las acciones de protección de la libre competencia actúa como un tribunal especial, cuya actividad produce cosa juzgada. Por consiguiente, las partes tienen el derecho de alegar en su beneficio la cosa juzgada siempre que se cumplan las exigencias de la triple identidad que requiere el
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En cuanto a la cosa juzgada en la actividad jurisdiccional antimonopólica, el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia ha reconocido su procedencia, aunque en términos exclusivamente formales. Así, ha señalado: “...el efecto propio de las sentencias que este Tribunal [actualmente Tribunal de Defensa de la Libre Competencia] emite debe asimilarse al de la cosa juzgada denominada formal. En efecto, como lo indica la Fiscalía Nacional Económica en su requerimiento, en los asuntos de índole económico, que atañen al orden público económico, en razón de la permanente movilidad de los mercados y sus variables condiciones de funcionamiento, no son aplicables los principios de inamovilidad y rigidez que se observan en las sentencias de carácter civil, sin que se pueda en consecuencia reconocer dicho efecto en carácter substancial o de fondo, sino en carácter formal. La Fiscalía ha sostenido que la Excma. Corte Suprema ha validado este predicamento, como se desprende del fallo dictado en el recurso de queja interpuesto por ella respecto de la Resolución Nº 372, de 2 de junio de 1992, que también se pronunció sobre conductas en el mercado eléctrico y que se cita más adelante en el motivo vigésimo segundo. En ese fallo el máximo Tribunal sostuvo que los organismos de defensa de la competencia debían ‘junto con vigilar el comportamiento de las empresas involucradas (Enersis y Endesa), tendrán que adoptar oportunamente las medidas necesarias para asegurar y restablecer la transparencia en dicho mercado (de la energía eléctrica)’”.659 Esta posición dotada de razonabilidad, puesto que la sentencia antimonopólica no puede dejar de producir cosa juzgada, aunque sea en un aspecto meramente formal, contrasta con la argumentación esgrimida por un ex Fiscal Nacional Económico. En efecto, el señor Rodrigo Asenjo Zegers afirmó en los autos Rol Nº 577-99: “...no es admisible extender por analogía esta institución [la de la cosa juzgada] que es propia de las normas del derecho común, y que es incompatible con los procedimientos destinados a resguardar la libre competencia en las actividades económicas, en los términos que dispone el art. 18 letra P del Decreto Ley 211, de 1973”.660 La supuesta incompatibilidad que a la luz del art. 18 letra P –hoy art. 29 del Decreto Ley 211– planteaba el ex Fiscal Nacional Económico
art. 177 del Código de Procedimiento Civil. Habrá que recordar que la cosa juzgada es un atributo de todo órgano que ejerza jurisdicción...”. 659 660
Resolución Nº 667, considerando 3º, Comisión Resolutiva. Oficio ordinario Fiscalía Nacional Económica Nº 170, VII, párrafo 27, foja 151.
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entre el procedimiento antimonopólico y el procedimiento civil supletorio no fue considerada tal por el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia, según quedó en evidencia en el considerando antes transcrito. La cosa juzgada en el ámbito judicial antimonopólico sigue la regla general: sólo se produce una vez que las sentencias se hallan firmes o ejecutoriadas. Tal cualidad de firme o ejecutoriada se adquiere por cierta categoría de resoluciones judiciales una vez que se ha notificado la respectiva decisión judicial a las partes en el evento de no proceder recurso alguno contra dicha sentencia o bien, de proceder recursos contra la misma, desde que se notifique a las partes el decreto que manda cumplir la sentencia, como consecuencia de que se han terminado los recursos interpuestos contra la respectiva sentencia o bien como consecuencia de que han expirado los plazos para la interposición de tales recursos, sin que éstos se hayan hecho valer por las partes. La cosa juzgada en materia administrativa ha sido objeto de debate en cuanto a su existencia y a si este instituto de claro origen procesal puede ser trasladado al ámbito procedimental o administrativo. Al respecto se han perfilado tres posiciones: quienes aceptan la cosa juzgada en todo el ámbito administrativo, quienes la aceptan sólo para ciertas categorías de actos administrativos y quienes rechazan toda aplicación de la misma en el Derecho administrativo. Cualquiera que sea la posición que se adopte, ésta debe ser regida por ciertos principios fundamentales que informan la actividad de la administración: la intangibilidad de los derechos adquiridos, la irretroactividad de los actos administrativos, la doctrina de los actos propios y un procedimiento justo, racional y conducente a certezas jurídicas. La ejecutoriedad del reglamento antimonopólico se produce a partir del momento en que culmina el procedimiento establecido por el art. 31 del Decreto Ley 211, el cual incluye su publicación en el Diario Oficial,661 sin perjuicio de que su juridicidad pueda ser controvertida ante los tribunales ordinarios de justicia. 6.1.3.8. Características de las potestades reglamentarias del tribunal
de defensa de la libre competencia Estas potestades reglamentarias exhiben las siguientes peculiaridades: a) Se originan en el Decreto Ley 211, de 1973, y no constituyen una delegación ni explícita ni implícita de la potestad reglamentaria del Presidente de la República. 661
Art. 51, Ley 19.880 que “Establece bases de los procedimientos administrativos que rigen los actos de los órganos de la Administración del Estado”.
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b) Son todas ellas potestades reglamentarias autónomas y no de ejecución, en el sentido que no tienen por finalidad dar ejecución o complementación a disposiciones constitucionales o legales específicas, sino que normar de propia iniciativa conductas relevantes a la libre competencia. c) Es de la esencia de estas potestades reglamentarias autónomas el generar reglamentos autónomos, que necesariamente han de tener carácter general, esto es, han de estar dirigidas a una pluralidad indeterminada de destinatarios. d) Los reglamentos autónomos del Tribunal de Defensa de la Libre Competencia permanecen en vigor en tanto éstos no sean modificados o derogados por una norma de superior jerarquía o bien por otro reglamento autónomo. En caso alguno tal modificación o derogación puede ser llevada a cabo por un acto administrativo particular. Asimismo, esa modificación o derogación no puede ser efectuada en forma retroactiva, puesto que ello podría lesionar derechos adquiridos o situaciones consolidadas al amparo del reglamento que se intenta derogar o modificar, o bien vulnerar los actos propios de este ente administrativo y tribunal antimonopólico. e) En cuanto a sus destinatarios, estos reglamentos autónomos pueden dirigirse a la organización del propio emisor o bien a regir conductas de terceros que podrían vulnerar la libre competencia. Estos terceros pueden ser autoridades públicas que en ejercicio de potestades públicas infrarreglamentarias y no jurisdiccionales han conculcado la libre competencia, competidores regidos por el Derecho público y competidores regidos por el Derecho privado. f) En cuanto al control de la potestad reglamentaria externa del Tribunal de Defensa de la Libre Competencia, éste corresponde a los tribunales de justicia y no compete ni a la Contraloría General de la República ni al Tribunal Constitucional. 6.1.4. POTESTAD REQUISITORIA (“PROPONER LA DICTACIÓN, MODIFICACIÓN Y DEROGACIÓN DE PRECEPTOS LEGALES Y REGLAMENTARIOS”) La voz “requisitoria” suele emplearse en el ámbito forense para dar cuenta del despacho mediante el cual un juez requiere a otro para que ejecute un mandamiento del requirente. Ciertamente que el uso que damos a aquella voz en este caso es meramente analógico. En efecto, se trata de un juez, del Tribunal de Defensa de la Libre Competencia, el cual envía un despacho solicitando a una autoridad pública se sirva ajustar un determinado cuerpo normativo a las exigencias del Derecho antimonopólico. Lo singular de este proceso es que esta solicitud no es vinculante para el destina694
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tario, en el sentido que no cabe que el tribunal mencionado haga uso de su imperio para obtener un cumplimiento forzado de lo solicitado. La carencia de tal imperio en la especie –que queda perfectamente justificada por la naturaleza de esta potestad pública– no implica que el destinatario de tal solicitud pueda hacer caso omiso del requirimiento y quedar exento de responsabilidad. En nuestra opinión, tal omisión puede dar lugar a responsabilidad civil extracontractual del Estado y eventuales responsabilidades constitucionales. 6.1.4.1. Naturaleza de la potestad requisitoria Esta potestad pública no supone la resolución de un conflicto jurídico antimonopólico destinado a señalar lo justo en particular con motivo de una controversia que reclama una composición judicial o litis, por lo cual no exhibe una naturaleza jurisdiccional y, por tanto, no se le aplica el procedimiento judicial previsto en los arts. 19 a 29, ambos inclusives, del Decreto Ley 211. De allí que resulte un error que el resultado del ejercicio de esta potestad pública sea denominado “sentencia” por el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia;662 máxime cuando esta autoridad pública se ha esmerado en separar la actividad judicial, sea ésta jurisdiccional o no contenciosa, de las “resoluciones” que esclarecen las consultas antimonopólicas. Asimismo, esta singular potestad tampoco corresponde a una atribución de naturaleza administrativa, sea de carácter general (potestades reglamentarias) o bien de orden particular (potestad informativa y potestad para absolver consultas), puesto que al ejercitar la potestad requisitoria el Tribunal Antimonopólico no se está comportando como un ente administrativo. En efecto, la puesta en movimiento de la potestad requisitoria no remata ni en un informe ni en una resolución administrativa que evacua o responde una consulta formulada. En este punto, el Decreto Ley 211 es asertivo al sustraer esta potestad requisitoria del procedimiento previsto en su art. 31 para el ejercicio de las potestades públicas administrativas que competen al Tribunal de Defensa de la Libre Competencia. La potestad requisitoria parece de otro orden: una suerte de función contralora del orden jurídico en el nivel legal y reglamentario 662 Así ocurrió con la Sentencia Nº 02/2004 del Tribunal de Defensa de la Libre Competencia que, en realidad, corresponde a un requerimiento que aquél efectúa al Presidente de la República a través del Ministerio de Obras Públicas, según lo prueba el considerando cuarto y la parte resolutiva de dicho acto de autoridad pública denominado indebidamente “sentencia”.
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para evitar los monopolios de privilegio. Esta atribución es una herramienta fundamental en: i) la desarticulación de preceptos emitidos por autoridad pública con carácter general conducentes a la formación o preservación de monopolios de privilegio directos o indirectos o de imperfecciones en general en los mercados, y ii) la promulgación de preceptos legales y reglamentarios a ser emitidos por autoridad pública, también con carácter general, que permitan la rectificación de imperfecciones normativas lesivas de la libre competencia o la promoción de este último bien jurídico tutelado. La clave de esta función debe ser entendida en armonía con lo señalado en el artículo primero, inciso primero, del Decreto Ley 211: “La presente ley tiene por objeto promover y defender la libre competencia en los mercados”. La defensa de la libre competencia se logra no sólo sancionando a los competidores y autoridades públicas que conculcan este bien jurídico tutelado, sino que también y muy especialmente ejerciendo esta potestad requisitoria respecto de aquellos preceptos legales y reglamentarios conducentes a la formación o preservación de monopolios de privilegio. En tanto que la promoción de la libre competencia se obtiene a través de la proposición de la dictación de preceptos legales o reglamentarios que coadyuven al mejor desarrollo o más fluida operatoria de la libre competencia en los mercados a los cuales aquéllos van destinados. De esta forma, esta especialísima potestad requisitoria es una suerte de contraloría –ciertamente que no vinculante en atención al principio de la jerarquía– de la juridicidad antimonopólica de los preceptos legales y reglamentarios vigentes y, a la vez, una suerte de promotora de tales preceptos en tanto que requeridos por la libre competencia. Esta potestad requisitoria no es un instituto aislado en el Derecho de la libre competencia, sino que por el contrario se le reconoce en a lo menos nueve países de América, entre los cuales se cuenta la cuna del Derecho antimonopólico moderno: Estados Unidos de América. Dicha potestad ha sido también denominada “abogacía de la competencia”, puesto que permite a ciertos organismos antimonopólicos proveer comentarios y expresar opinión sobre regulaciones, políticas y programas que puedan resultar contrarios a la libre competencia y sugerir su modificación o eliminación o bien la dictación de normas que demande la promoción de tal bien jurídico. 6.1.4.2. Objeto de la potestad requisitoria Esta potestad pública tiene por finalidad establecer si un determinado cuerpo normativo, cuya jerarquía corresponda a una ley o a un re696
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glamento, debe ser ajustado o no a fin de evitar vulneraciones a la libre competencia. En el evento que el Tribunal Antimonopólico concluya que esa ley o reglamento debe ser ajustado para lograr su armonización con la libre competencia, será necesario precisar los términos de ese ajuste: se puede tratar de la creación, modificación o eliminación de una disposición o grupo de disposiciones legales o reglamentarias. En síntesis, el objeto de la solicitud emitida por el Tribunal Antimonopólico en virtud de esta potestad requisitoria puede ser un ajuste normativo consistente en la dictación, modificación o derogación de preceptos a emanar o emanados, según corresponda, de autoridad pública que reúnan copulativamente los siguientes requisitos: i) promuevan o vulneren la libre competencia, según respectivamente se trate de una solicitud de dictación, modificación o derogación, y ii) tales preceptos sean de jerarquía legal o reglamentaria. Sobre el particular, cabe observar que la expresión “preceptos legales” comprende todas las modalidades de ley y sus equivalentes, v. gr., el decreto ley. La referencia a preceptos reglamentarios no debe ser confundida con preceptos administrativos, puesto que los primeros han de exhibir un carácter de generalidad que los hacen diferir de los demás actos administrativos. Es relevante hacer notar que, tal como se desprende del texto del art. 18, numeral 4, del Decreto Ley 211, la potestad requisitoria no puede tener por objeto la modificación de resoluciones judiciales y sentencias, puesto que aquélla se trata de una potestad extrajurisdiccional y como tal, de conformidad con lo dispuesto en el art. 73 de la Constitución Política de la República, ha de cautelarse el principio de la división de los poderes públicos. De allí que esté vedado al Tribunal de Defensa de la Libre Competencia el ejercicio de esta potestad pública respecto de materias sobre las cuales los tribunales de la República estén ejercitando actividades judiciales, puesto que ello importaría inmiscuirse en decisiones judiciales, aun cuando éstas pudieren resultar vulneratorias de la libre competencia. Si esto último aconteciere, la vía a seguir será aplicar al tribunal emisor de la sentencia cuestionada el tipo universal antimonopólico contenido en el artículo tercero, inciso primero del Decreto Ley 211 y también la prohibición de conferir monopolios de privilegio establecida en el artículo cuarto del Decreto Ley 211, cuya sanción según hemos explicado es la nulidad de derecho público. Resulta importante considerar que esta potestad pública requisitoria versa siempre sobre preceptos legales y reglamentarios y nunca sobre políticas. Esta distinción permite enclarecer ciertos conflictos aparentes de competencia que podrían suscitarse entre el Tribunal Antimonopólico y otras autoridades públicas, v. gr., la Comisión Chilena 697
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del Cobre. En efecto, esta última entidad se halla regida por el Decreto Ley 1.349, de 1976, el cual le había encomendado: “Proponer al gobierno, a través del Ministerio de Minería, la formulación de las políticas generales necesarias para proteger los intereses nacionales en la comercialización del cobre y sus subproductos, especialmente en lo que se refiere a regulación de precios, mantenimiento o ampliación de sus mercados, mejor distribución de ellos, o para contrarrestar cualquier acción que tienda a controlarlos o restringirlos unilateralmente”. Si bien resulta de fácil despacho distinguir esta formulación de políticas encomendada a la Comisión Chilena del Cobre de la potestad jurisdiccional entregada al Tribunal de Defensa de la Libre Competencia,663 no resulta tan obvio contraponer aquella atribución de la Comisión Chilena del Cobre con la potestad requisitoria en comento. Creemos que la clave de esta última distinción radica en el grado de especificidad jurídica de la función. Así, en el caso del Tribunal de Defensa de la Libre Competencia, éste tiene el deber jurídico de solicitar la dictación, modificación o derogación de un precepto legal o reglamentario específico, esto es, de una disposición precisa que es necesario emitir para la adecuada promoción de la libre competencia o cuya eliminación o modificación es indispensable para evitar vulneraciones a la libre competencia. Por contraste, en el caso de la Comisión Chilena del Cobre lo que se requiere es más bien la formulación de una política, lo que corresponde más bien a orientaciones o directrices generales con que ha de conducirse el gobierno en lo atingente al mercado del cobre. 6.1.4.3. Procedimiento Aun cuando el Decreto Ley 211 nada indique sobre el particular, estimamos que esta requisición o requerimiento debe ser preciso en cuanto a lo solicitado y debidamente fundado en cuanto a la lesión o peligro que se sigue para la libre competencia en el evento que aquélla no sea acogida.664 Conviene advertir que el antiguo artículo quinto del Decreto Ley 211 contemplaba una exigencia adicional en la fundamentación de la solicitud materia de la potestad requisitoria: no sólo bastaba la 663
El conflicto de competencia entre las atribuciones de la Comisión Chilena del Cobre y el Tribunal Antimonopólico se suscitó con motivo de la potestad jurisdiccional de este último, según dan cuenta los considerandos 1º al 10 de la Resolución Nº 144, de la Comisión Resolutiva. 664 La mal denominada Sentencia Nº 02/2004 del Tribunal de Defensa de la Libre Competencia da cumplimiento a este principio en su considerando 3º.
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lesión o peligro para la libre competencia, sino que copulativamente debía estimar el Tribunal Antimonopólico que tales preceptos legales o reglamentarios eran perjudiciales para el bien común nacional. Esta exigencia adicional ha sido eliminada por la Ley 19.911 y actualmente basta la conculcación de la libre competencia. Estimamos que dicha exigencia adicional fue derogada en razón de los problemas que había causado para el ejercicio de la potestad requisitoria. En efecto, el que el precepto legal o reglamentario cuya modificación o eliminación se buscaba fuere perjudicial para el bien común temporal introducía una defensa que era utilizada por las autoridades públicas autoras del precepto respectivo. Dicha defensa consistía en invocar una suerte de causal de justificación que removía la contradictoriedad del precepto objetado con la libre competencia por la vía de asilarse en un bien jurídico supuestamente de jerarquía superior que era rotulado como exigido por o consistente en un “bien común” y, por tanto se pretendía así que faltaba uno de los requisitos para el ejercicio de la actividad requisitoria.665 En cuanto a la regulación del procedimiento que culmina en una requisición, esto es, un acto del Tribunal Antimonopólico por el que se intima para que se dicte, modifique o elimine un precepto legal o reglamentario, es preciso observar que aquella es inexistente. En efecto, nuestro Decreto Ley 211 no contempla un procedimiento reglado al efecto, como sí acontece con los procesos antimonopólicos jurisdiccionales, no contenciosos (informativos y consultivos) y de ejercicio de la actividad reglamentaria externa. El procedimiento requisitorio puede ser iniciado de oficio por el propio Tribunal de Defensa de la Libre Competencia o bien a requerimiento de la Fiscalía Nacional Económica, puesto que así lo contemplan expresamente las atribuciones666 de este ente antimonopólico y así se ha reconocido jurisprudencialmente. Podría sorprender nuestra afirmación de que este procedimiento puede ser iniciado de oficio por el propio Tribunal Antimonopólico luego de la reforma introducida por la Ley 19.911 al Decreto Ley 211, que precisamente tenía por finalidad eliminar esa posibilidad. En efecto, la mencionada reforma eliminó la potestad de avocación que ostentaba el Tribunal Antimonopólico, alejándolo parcialmente del principio inquisitivo, para efectos del procedimiento sancionatorio previsto en los arts. 19 a 29 del Decreto Ley 211. Sin embargo, la potestad pública requisitoria se rige por otras disposiciones del Decreto Ley 211: el art. 18, nu-
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Resolución Nº 273, visto 9.5, Comisión Resolutiva. Art. 39, letra c) del Decreto Ley 211.
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meral cuarto, que señala que corresponde al Tribunal de Defensa de la Libre Competencia “proponer”, sin exigir que tal proposición haya sido precisada por alguna solicitud de interesado. Este procedimiento requisitorio deberá dar cumplimiento al debido proceso y al racional y justo procedimiento; por tanto, la autoridad pública emisora de un precepto legal o reglamentario que se busca modificar o derogar, ha de ser oída en forma previa a adoptar una decisión en la materia por el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia.667 Esa requisición ha de ser dirigida al Presidente de la República, a través del Ministro de Estado correspondiente. En el caso de una norma legal, el Presidente de la República deberá adoptar las providencias necesarias para que ese requerimiento llegue al Congreso en forma íntegra y oportuna. Si se trata de una norma reglamentaria emanada de un ente público autónomo, v. gr., el Banco Central de Chile, también el Presidente de la República tiene el deber jurídico de adoptar las mencionadas providencias, asegurando que el requerimiento llegue al destinatario final. Por tanto, será responsabilidad del Presidente de la República dar adecuado y oportuno cauce a esta proposición, para lo cual habrá de considerar el claro fundamento constitucional que exhibe la libre competencia en cuanto principio del orden jurídico y bien tutelado por el Decreto Ley 211. Así, habrá un destinatario inmediato que será el Presidente de la República y luego un destinatario mediato, que será la autoridad pública emisora del precepto legal (Congreso directamente o a través de una delegación al Presidente de la República) o del precepto reglamentario (por ejemplo, Superintendencia de Administradoras de Fondos de Pensiones). Estimamos que este procedimiento de centralizar las requisiciones a través del Presidente de la República constituye un retroceso respecto de la operatoria preexistente a la reforma efectuada por la Ley 19.911 al Decreto Ley 211, puesto que antes de la reforma señalada era el propio Tribunal Antimonopólico el que presentaba las requisiciones directamente a la autoridad pública emisora del precepto objetado, evitándose con ello dilaciones y la eventual mediatización de la información sustentatoria de la requisición.
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La mal denominada Sentencia Nº 02/2004 da cumplimiento a este principio de una forma bastante singular e imperfecta, puesto que todas las autoridades públicas y particulares que expiden opiniones sobre esta materia lo hicieron ante la Fiscalía Nacional Económica. Así, el Tribunal Antimonopólico recibió los informes de la Fiscalía Nacional Económica y los hizo suyos, procediento a ejercitar la potestad pública requisitoria en comento.
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6.1.4.4. Conclusión La existencia de esta potestad requisitoria prueba que el bien jurídico tutelado libre competencia trasciende el Decreto Ley 211, puesto que la requisición en comento puede tener por destinatario cualquier autoridad pública de la República emisora de preceptos legales o reglamentarios. Asimismo, esta fundamental potestad pública revela que el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia no sólo ha de velar por la justicia antimonopólica del caso particular a través de su actividad judicial contenciosa y no contenciosa, sino que también ha de cuidar la justicia antimonopólica general a través de la emisión de sus propios reglamentos externos y, especialmente en el orden jurídico en general, a través de esta potestad requisitoria.
6.2. POTESTADES PÚBLICAS DE LA FISCALÍA NACIONAL ECONÓMICA 6.2.1. NATURALEZA E INDEPENDENCIA DE LA FISCALÍA NACIONAL ECONÓMICA La Fiscalía Nacional Económica, en adelante FNE, es un ente público autónomo, dotado de personalidad jurídica de Derecho público y patrimonio propio, que se halla sometido a la supervigilancia del Presidente de la República a través del Ministerio de Economía, Fomento y Reconstrucción. Este ente público autónomo, de naturaleza administrativa, exhibe un rango legal puesto que se halla contemplado y regulado por el Decreto Ley 211, cuyo Tít. III hace las veces de ley orgánica de dicho servicio público al establecer su existencia, fin, atribuciones y forma de actuación. El origen de la FNE arranca del art. 13 de la Ley 15.142, de 22 de enero de 1963, la cual creó el cargo de Fiscal Económico para actuar como acusador público y defensor del interés general en materia de libre competencia comercial e industrial. Dicha ley se promulgó casi cuatro años después de la Ley 13.305, cuyo Tít. V había puesto en vigor la primera legislación antimonopólica chilena. La FNE tiene sede en la ciudad de Santiago, pudiendo extender sus actuaciones a todo el territorio nacional a través de la designación y delegación de facultades en Fiscales Adjuntos, lo cual corresponde al Fiscal Nacional Económico. A nivel regional, las presentaciones de 701
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los particulares dirigidas a la FNE podrán ingresarse a través de las Intendencias Regionales o Gobernaciones Provinciales respectivas cuando el domicilio del peticionario se encontrare ubicado fuera de la ciudad de Santiago. Hemos calificado este ente público administrativo como autónomo a la luz de lo señalado en el inciso primero del art. 33 del Decreto Ley 211, que dispone que la FNE es “un servicio público descentralizado (...) independiente de todo organismo o servicio...”. Cabe recordar que el adjetivo autónomo, en el sentido empleado, pone en evidencia la relativa independencia personal, patrimonial y funcional con que se comportan tales entes respecto de la Administración Central. Es preciso observar que, a pesar de ser la FNE claramente un ente público autónomo, carece de potestades reglamentarias, según veremos al tratar las atribuciones que en forma previa y expresa le confieren el Decreto Ley 211 y otras leyes. Sin embargo, esa independencia se ve contradicha por lo preceptuado en el mismo art. 33 antes citado: “La Fiscalía Nacional Económica será un servicio público (...) sometido a la supervigilancia del Presidente de la República a través del Ministerio de Economía, Fomento y Reconstrucción” y “[la FNE] estará a cargo de un funcionario, denominado Fiscal Nacional Económico, de la exclusiva confianza del Presidente de la República”. El precepto transcrito tiene la máxima importancia puesto que corresponde al Fiscal Nacional Económico la representación judicial y extrajudicial de la FNE, así como la jefatura superior de esta última. De esta forma, la dirección superior de la FNE corresponde a un funcionario cuyo cargo es de la exclusiva confianza del Presidente de la República. Así, resulta contradictorio el precepto citado con lo dispuesto en el art. 39, inciso primero, del Decreto Ley 211: “El Fiscal Nacional Económico, en el ejercicio de sus funciones, será independiente de todas las autoridades y tribunales ante los cuales actúe. Podrá, en consecuencia, defender los intereses que le estén encomendados en la forma que estime arreglada a derecho, según sus propias apreciaciones”. Esta circunstancia puede acarrear algún conflicto al funcionamiento de este ente administrativo antimonopólico cuando se trate de perseguir la responsabilidad monopólica de alguna autoridad pública, de una empresa pública del Estado o bien de una sociedad en la cual el Estado tenga participación. Una autoridad pública en ejercicio de potestades públicas infralegales puede verse acusada por la constitución o reserva de algún monopolio de privilegio en aplicación del artículo cuarto del Decreto Ley 211 o bien alguna empresa pública del Estado o sociedad del Estado haber perpetrado algún injusto monopólico. Entre tales autoridades públicas que ejercen potestades infralegales se ha702
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llan el propio Presidente de la República, las reparticiones de la Administración Pública que de él dependen, las empresas públicas cuyos directores sean Ministros de Estado (esto acontece, por ejemplo, en Codelco, Enap y Enami) y aquellas cuyos altos ejecutivos son directa e indirectamente nominados por el mismo Presidente de la República. El conflicto que puede experimentar el Fiscal Nacional Económico y, por consecuencia, la propia FNE radica en que en algún escenario como los descritos se le planteará la disyuntiva al Fiscal Nacional Económico de si inicia un requerimiento contra conductas desarrolladas por tales autoridades públicas o competidores “públicos”, con el riesgo consiguiente de perder la confianza del Presidente de la República y ser removido de su cargo o bien se busca una salida “más política”. Creemos que lamentablemente este conflicto no quedó resuelto como se hubiera podido esperar de la reforma introducida por la Ley 19.911. Este problema no puede ser calificado de menor, puesto que se halla en jaque la operatoria misma de la libre competencia entre competidores privados y públicos, esto es, la tutela de ese significativo bien jurídico y la eventual violación de tan relevantes garantías constitucionales como la del principio de no discriminación arbitraria en el trato que el Estado y sus organismos deben brindar en materia económica. 6.2.2. FINALIDAD DE LA FISCALÍA NACIONAL ECONÓMICA Dispone el artículo segundo del Decreto Ley 211 lo siguiente: “Corresponderá al Tribunal de Defensa de la Libre Competencia y a la Fiscalía Nacional Económica, en la esfera de sus respectivas atribuciones, dar aplicación a la presente ley para el resguardo de la libre competencia en los mercados”. Este precepto es de suma importancia, puesto que clarifica que la Fiscalía Nacional Económica existe para un fin preciso y determinado: la preservación de la libre competencia en los mercados y a tal efecto se le confieren todas y cada una de las atribuciones de que dispone –las cuales analizaremos en el capítulo siguiente–, así como los recursos humanos y económicos de que la dota el Decreto Ley 211. De allí que la Fiscalía Nacional Económica no puede avocarse a la realización o ejecución de política o directiva alguna que entre en conflicto con la libre competencia o cualquier conducta que si bien no entrando en conflicto con ésta, no suponga una tutela de la misma; en cualesquiera de tales casos se configura una verdadera desviación de las potestades públicas que se le han conferido para un fin tan específico, como es la preservación de la libre competencia. Así, la FNE constituye un ente administrativo consagrado legalmente para la tutela de la libre competencia. Esta tutela de la libre com703
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petencia es llevada a cabo por la FNE a través de las potestades públicas que el Tít. III del Decreto Ley 211 le confiere. Ninguna de esas potestades públicas puede entrar en conflicto con las asignadas por ese mismo cuerpo normativo al Tribunal de Defensa de la Libre Competencia, que es claramente la máxima autoridad pública antimonopólica de nuestro sistema tutelar de la libre competencia.668 Desde esa perspectiva, existe una subordinación funcional, aunque no jerárquica, de la FNE al Tribunal de Defensa de la Libre Competencia, lo cual queda explicado por el hecho de que la FNE contempla como una de sus principales atribuciones la de comportarse como auxiliar de la justicia antimonopólica, en tanto que el mencionado tribunal es el que realiza directamente la justicia antimonopólica. Así, en una hipótesis de conflictos de límites entre las potestades públicas del Tribunal de Defensa de la Libre Competencia y la FNE debería prevalecer aquélla, supuesta una equivalencia de fundamentos normativos. 6.2.3. POTESTADES PÚBLICAS DE LA FISCALÍA NACIONAL ECONÓMICA La primera observación que nos merecen las potestades públicas de este importantísimo órgano antimonopólico es que todas ellas han de estar finalizadas a la tutela de la libre competencia y especialmente con el objetivo de auxiliar y promover la mejor administración de justicia antimonopólica por parte del Tribunal de Defensa de la Libre Competencia. Conviene advertir que no existe contradicción entre la naturaleza administrativa de la FNE antes descrita y esta importante función de auxiliar de la administración de la justicia antimonopólica, puesto que esta última no implica pertenencia o integración al Poder Judicial. Las potestades públicas de la FNE son las siguientes: 1. Instruir las investigaciones procedentes para comprobar las infracciones al Decreto Ley 211, dando noticia del inicio de las mismas al o los afectados. Sin embargo, con autorización del Tribunal Antimonopólico, podrá la FNE omitir la mencionada noticia y, con conocimiento de ese tribunal, la FNE podrá disponer que las investigaciones que se instruyan de oficio o en virtud de denuncias tengan el carácter de reservadas. Sobre el particular, cumple señalar que la FNE emitió la Resolución Nº 5 exenta, de fecha 6 de enero de 2003, y publicada
668 La afirmación no significa en forma alguna olvidar que el Tribunal Antimonopólico está sujeto a la superintendencia directiva, correccional y económica de la Corte Suprema, de conformidad con el art. 5º del Decreto Ley 211.
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POTESTADES PÚBLICAS DE LOS ORGANISMOS ANTIMONOPÓLICOS
en el Diario Oficial de 29 de marzo de 2003, mediante la cual se resolvió declarar que las investigaciones efectuadas en virtud de la atribución contemplada en el art. 39, letra a) del Decreto Ley 211 –que es la que comentamos– deben tramitarse en forma reservada, tanto en relación con los denunciantes, los denunciados y terceros, sin perjuicio que se dé conocimiento oportuno al afectado del hecho de haberse iniciado una investigación formal a su respecto. 2. “Actuar como parte, representando el interés general de la colectividad en el orden económico, ante el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia y los tribunales de justicia...”. Esta atribución, que erige al Fiscal Nacional Económico en “representante del interés general de la colectividad en el orden económico” debe ser leída como demasiado amplia y rectificada por una interpretación armónica con el artículo segundo del Decreto Ley 211 antes citado. Tal como señaláramos, el Fiscal Nacional Económico no tiene más atribuciones que las orientadas a la tutela de la Libre Competencia y ciertamente el orden económico excede en contenidos la mencionada tutela. Estimamos que la atribución en comento resulta perfectamente acertada en lo que atañe a representar el interés colectivo en la tutela de la libre competencia no sólo ante el Tribunal Antimonopólico, sino que también en lo que se refiere a los tribunales de justicia, puesto que es ante los tribunales ordinarios de justicia donde deberá interponerse una acción de nulidad de derecho público respecto de los actos u omisiones de aquellas autoridades públicas que transgredan el artículo cuarto del Decreto Ley 211, otorgando monopolios de privilegio. Asimismo, el Fiscal Nacional Económico podrá actuar ante la Corte Suprema, defendiento o impugnando las decisiones del Tribunal de Defensa de la Libre Competencia. Consideramos un error de la Ley 19.911 el que haya prohibido que el Fiscal Nacional Económico actúe ante los tribunales del crimen porque si bien es cierto que ha quedado derogado el delito penal de monopolio que regulaba el artículo primero y el Tít. V que se ocupaba del procedimiento, ambos del antiguo Decreto Ley 211, es preciso recordar que subsisten aun delitos penales especiales conexos a la libre competencia. En tales procesos penales, debería el Fiscal Nacional Económico estar habilitado para intervenir y aportar su experiencia y conocimiento antimonopólicos. 3. Requerir del Tribunal de Defensa de la Libre Competencia el ejercicio de cualquiera de sus atribuciones y la adopción de medidas preventivas con ocasión de las investigaciones que la FNE se encuentre ejecutando. 705
LIBRE COMPETENCIA Y MONOPOLIO
La FNE puede requerir del Tribunal Antimonopólico que éste ponga en ejercicio cualquiera de sus potestades públicas: i) la jurisdiccional, destinada a emitir sentencias que se pronuncien acerca de si una conducta es o no constitutiva de un injusto monopólico y en el evento de serlo, establecer la pena respectiva; ii) la consultiva, destinada a determinar mediante una resolución la eventual contradictoriedad entre la conducta consultada y el bien jurídico tutelado libre competencia, pudiendo imponerse medidas propiamente tales en el supuesto de existir tal contradictoriedad; iii) la informativa, destinada a emitir informes acerca de la estructura y características de un mercado concreto; iv) la reglamentaria interna y externa destinada a emitir reglamentos que se aplican con carácter general a pluralidad de destinatarios que se encuentren en la misma categoría, y v) la requisitoria, cuyo objeto es requerir a ciertas autoridades públicas, a través del Presidente de la República, la dictación, modificación o derogación de preceptos legales o reglamentarios en función de lo estimado necesario para la mejor tutela de la libre competencia. Asimismo, la FNE puede solicitar al Tribunal Antimonopólico la adopción de medidas preventivas, esto es, una modalidad de medidas cautelares al tenor de lo dispuesto en el art. 25 del Decreto Ley 211. 4. Velar por el cumplimiento de los fallos (sentencias antimonopólicas resultantes de la actividad jurisdiccional del Tribunal de Defensa de la Libre Competencia), resoluciones (decisiones antimonopólicas originadas en consultas) y, finalmente, autoacordados y similares e instrucciones de carácter general (reglamentos internos y externos del Tribunal Antimonopólico). Con bastante precisión establece este numeral que estos fallos, decisiones, dictámenes e instrucciones podrán ser también los que emitan los tribunales de justicia en las materias a que se refiere el Decreto Ley 211. A modo de ejemplo, podría hallarse en esta categoría la sentencia que dicta un tribunal ordinario decretando la nulidad de Derecho público de una resolución ministerial mediante la cual se concede un monopolio de privilegio a un competidor o bien a otra autoridad pública. 5. Emitir informes solicitados a la FNE por el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia, lo cual sólo será procedente en aquellos casos en los cuales la FNE no tenga la calidad de parte. Esta exigencia de que la FNE no tenga la calidad de parte resulta esencial para evitar una confusión entre las funciones de acusador y de perito antimonopólico. 6. Solicitar colaboración a funcionarios públicos y empleados de empresas públicas del Estado y sociedades del Estado o de las empresas en que dichas empresas y sociedades tengan aporte, representación o participación. Asimismo, requerir de las entidades antes 706
POTESTADES PÚBLICAS DE LOS ORGANISMOS ANTIMONOPÓLICOS
indicadas y de organismos públicos la puesta a disposición de la FNE de antecedentes relevantes para investigaciones, denuncias o querellas en las que intervenga la FNE, pudiendo solicitar el examen de los mismos o efectuar tal examen directamente. Asimismo, requerir de organismos técnicos del Estado informes y peritajes y convenir con aquéllos la transferencia electrónica de información y la interconexión electrónica. Esta última también podrá realizarse con extranjeros y con nacionales privados. 7. Solicitar a privados informaciones y antecedentes que estime necesario para las investigaciones que la FNE esté practicando. 8. Celebración de actos y convenciones en relación con el patrimonio de la FNE. 9. Citar a declarar o solicitar declaración por escrito a entidades o personas que pudiesen tener conocimiento de conductas investigadas o que hubiesen participado en estas o en otras conductas en las cuales fueren parte aquéllas. 10. Celebrar convenios o memorándums de entendimiento con agencias u otros organismos extranjeros que tengan por objeto promover o defender la libre competencia en las actividades económicas. 11. Recibir e investigar denuncias que le formulen competidores respecto de conductas que puedan importar infracción a las normas del Decreto Ley 211, sin perjuicio de remitir a las autoridades competentes aquellas que deban ser conocidas por otros organismos en razón de su naturaleza. Esta atribución de la FNE es muy importante, puesto que implica la obligatoriedad de recibir denuncias y efectuar una suerte de ante-juicio en virtud del cual se determina si procede investigar más o derechamente presentar un requerimiento ante el Tribunal Antimonopólico. 12. Las demás que señalen las leyes.
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RECOMENDACIÓN DE UN COMPETIDOR EN DESMEDRO DE OTRO Domingo Valdés Prieto INFORME EN DERECHO669
A continuación se da a conocer una versión sintetizada de un Informe en Derecho que fuera solicitado al suscrito hace algunos años. I. CUESTIÓN FORMULADA Se nos ha consultado acerca de la licitud que, desde la específica óptica del Derecho de la libre competencia, podría exhibir la eventual ejecución de una conducta consistente en la exclusividad permanente de un descuento que ya venía otorgándose por la Sociedad Anónima X. Dicha exclusividad permanente ha sido solicitada a la Sociedad Anónima X por la Asociación Gremial Y. Asimismo, se nos ha pedido informar acerca de las posibles consecuencias, en términos de responsabilidad monopólica, que la ejecución de la conducta solicitada podría acarrear no sólo para la Sociedad Anónima X, sino también para la misma Asociación Gremial Y, que ha efectuado la solicitud. II. ANTECEDENTES Sociedad Anónima X, en adelante X.S.A., elabora y distribuye libros técnicos en hojas intercambiables, los cuales son adquiridos por la generalidad de los agentes de comercio exterior chileno. Entre tales agentes de comercio exterior es posible apreciar un subgrupo, que
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Una versión sintetizada del presente Informe en Derecho fue publicada en la Revista Chilena de Derecho, vol. XXX, Nº 1 (2002), Santiago de Chile. Cabe advertir que este Informe en Derecho fue elaborado y presentado bajo el antiguo Decreto Ley 211, esto es, previamente a las modalidades introducidas por la Ley 19.911.
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LIBRE COMPETENCIA Y MONOPOLIO
corresponde a los despachadores de aduanas, los cuales se encuentran reunidos en diversas asociaciones gremiales. Una de éstas es la Asociación Gremial Y, en adelante A.G.Y. A.G.Y ha obtenido de X.S.A. un descuento del 60% en las ventas de libros técnicos que ésta realiza, en favor de los asociados de dicha A.G.Y. Atendido que este descuento del 60% ya ha sido otorgado y sólo es objeto de consulta la exclusividad permanente en el otorgamiento del mismo, asumiremos como hipótesis de trabajo que dicho descuento ha sido correctamente calculado y que se encuentra ajustado al Derecho de la libre competencia. Cabe observar que ninguna de las asociaciones gremiales, en las cuales participan los despachadores de aduanas, adquiere para sí libros técnicos de X.S.A., sino que las compras respectivas son efectuadas por los asociados de las mismas, quienes efectivamente utilizan tales productos para sí. Recientemente, A.G.Y. ha solicitado a X.S.A. que el mencionado descuento del 60% obtenido por aquélla en favor de sus asociados, tenga el carácter de exclusivo. En otras palabras, A.G.Y. ha solicitado que el referido descuento sólo pueda ser otorgado en favor de despachadores de aduanas que se encuentren afiliados a dicha asociación gremial, debiendo ser denegado a todo otro despachador de aduanas, cualesquiera sean las razones o circunstancias invocadas para la obtención del referido descuento. III. CONSIDERACIONES DE DERECHO La conducta solicitada por A.G.Y. a X.S.A., consistente en que ésta ofrezca el descuento del 60% en la venta de libros técnicos exclusivamente a los asociados de aquélla, se encuadra dentro de la figura antiguamente conocida como acepción de personas y modernamente denominada discriminación arbitraria, que no es sino el nombre genérico de la infracción a la justicia distributiva.670 La discriminación arbitraria puede referirse a diversos ámbitos del Derecho, siendo relevante a los efectos de este estudio el de la libre competencia.671 Si bien es cierto que la generalidad de las prohibiciones de discriminación arbitraria han sido diseñadas con el objeto de prevenir excesos de la autoridad pública en el ejercicio de sus potestades públicas, 670 Véase AQUINO, Santo Tomás de, Comentario de la Ética a Nicómaco, Libro V, sec. IV, pp. 270 y ss., Ediciones CIAFIC, Buenos Aires, 1983. 671 Véase VALDÉS PRIETO, Domingo, “Algunas notas sobre el principio jurídico de la igualdad”, en Anuario de Filosofía Jurídica y Social Nº 9, 1991, Edeval, Valparaíso, 1992.
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ANEXO
corresponde destacar que en el orden jurídico nacional existen cuerpos normativos específicos que permiten sancionar la discriminación arbitraria efectuada por particulares. Entre dichos cuerpos normativos, y con particular aplicación en el ámbito de la libre competencia, se halla el Decreto Ley 211, promulgado el 22 de diciembre de 1973, y que exhibe posteriores modificaciones, las cuales han sido eminentemente orgánicas y procesales. En consecuencia, cabe afirmar la existencia de una especie de discriminación arbitraria contraria a la libre competencia o, si se prefiere, de una modalidad de ofensa monopólica denominada discriminación arbitraria monopólica. Atendido que esta es una figura compleja, susceptible de vincular a multitud de personas que ni siquiera se hallan ligadas convencionalmente y que ha sido tratada someramente por la jurisprudencia de los organismos antimonopólicos creados por el Decreto Ley 211, estimamos conveniente referirnos brevemente a ella. 1. NOCIÓN DE DISCRIMINACIÓN ARBITRARIA MONOPÓLICA Desde antaño, la discriminación arbitraria ha sido conceptualizada como tratar desigual a iguales y, a la inversa, tratar igual a desiguales. La determinación de quiénes son iguales y quiénes desiguales, en el ámbito del Derecho de los monopolios, ha sido una de las principales metas de la actividad normativa desarrollada por las Comisiones Preventivas y Resolutiva. Hasta hace algunos años era motivo de controversia si la discriminación arbitraria monopólica para configurarse como tal requería de poder de mercado por parte del discriminador o no. Recientemente se aprecia un sustantivo cambio, tanto en la jurisprudencia emitida en el Derecho antimonopólico comparado como en aquella elaborada bajo el sistema tutelar de la libre competencia nacional, en el sentido de que no puede configurarse una conculcación a la libre competencia si el supuesto discriminador arbitrario carece de poder de mercado. Una de las más destacadas definiciones de poder de mercado, si bien limitada a la variable precio, es la elaborada por Landes y Posner, según la cual poder de mercado es la capacidad de una empresa, o de un grupo de empresas actuando conjuntamente, de elevar sus precios por sobre los niveles de competencia sin perder transacciones, con una velocidad tal que haga que el incremento aplicado a sus precios no sea rentable y deba ser dejado sin efecto.672 La 672
LANDES, William M. & POSNER, Richard A., “Market power in antitrust cases”, Harvard Law Review, vol. 94, number 5, p. 937, 1981. Una definición semejante es la
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jurisprudencia de la H. Comisión Resolutiva se ha encargado de precisar que el poder de mercado no se limita a los precios, sino que es el suficiente para determinar en importante medida los precios, cantidades, calidad y condiciones de venta (o compra) de ciertos productos.673 Atendido que la discriminación arbitraria monopólica requiere de poder de mercado para su configuración, es que aquélla se inscribe dentro de la categoría de ilícitos monopólicos de abuso, por oposición a los denominados ilícitos monopólicos de fuente. El ilícito de monopolio admite dos modalidades: a) el ilícito de fuente, que consiste en la ejecución de conductas orientadas al logro de fuentes ilícitas de monopolios, esto es, a obtener el control de un medio injusto para alcanzar la explotación de un monopolio estructural, y b) el ilícito de abuso, que consiste en el ejercicio antijurídico del poder de mercado de que ya dispone el monopolista, lo que se verifica a través de hechos, actos o convenciones. De lo expuesto se sigue que la discriminación arbitraria no es un ilícito de fuente, puesto que no está dirigida a lograr un medio para alcanzar la explotación de un monopolio; en efecto, aquel ilícito presupone que se ha alcanzado ya un poder de mercado, mediante el cual se produce el trato injusto y conculcatorio de la libre competencia. Podría considerarse una impropiedad que la discriminación arbitraria en comento lleve el adjetivo de “monopólica”, que arranca de la voz monopolio (etimológicamente “un solo vendedor”), en circunstancias que en muchos casos el discriminador arbitrario no es el único competidor dotado de poder de mercado. Al efecto, cabe recordar que uno de los varios usos jurídicos de la voz “monopolio” corresponde a un sentido amplio, comprensivo de todo entorpecimiento, limitación o restricción de la libre competencia. Puesto en otros términos, toda ofensa al bien jurídico protegido libre competencia puede ser calificado de “monopólica”, toda vez que jurídicamente –en una de sus varias significaciones– monopolio es lo que se opone a dicho bien jurídico.674 En síntesis, la discriminación arbitraria monopólica consiste en que un monopolista, abusando de su poder de mercado, otorga un trato
postulada por TIROLE, Jean, The theory of industrial organization, p. 67, The MIT Press, 1988: “a firm exercising monopoly power over a given market can raise its price above marginal cost without loosing all its clients”. 673 674
Resolución Nº 7, considerando 12, Comisión Resolutiva. Resolución Nº 37, considerando 4º, Comisión Resolutiva.
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ANEXO
económicamente desigual a personas comercialmente iguales o bien económicamente igual a personas comercialmente desiguales, produciendo con ello una puesta en riesgo o una efectiva alteración de la libre competencia en el mercado relevante respectivo. 2. NATURALEZA DELICTUAL DE LA DISCRIMINACIÓN ARBITRARIA MONOPÓLICA
Descritas las líneas esenciales de la noción de discriminación arbitraria monopólica, corresponde ocuparse del carácter delictual de ésta. El ilícito monopólico, en su carácter genérico, es recogido en un tipo penal-administrativo que se halla en el artículo primero del Decreto Ley 211 y, por tanto, puede ser constitutivo de un delito penal o bien de un ilícito administrativo, dependiendo de la entidad del daño inferido o del riesgo causado a la libre competencia, según la forma concreta que ésta asume en un determinado mercado relevante. La determinación del quantum de dicho daño o puesta en peligro del bien jurídico tutelado por el Decreto Ley 211, queda entregada al juicio prudencial de la Comisión Resolutiva, en su calidad de máximo órgano antimonopólico, dotado de potestades administrativas y jurisdiccionales.675 Así, si dicho organismo antimonopólico lo estima procedente, ordenará al Fiscal Nacional Económico el ejercicio de la acción penal por delito penal de monopolio ante el juez del crimen que sea competente. En nuestra opinión, sea que el ilícito de monopolio se presente como delito penal o como transgresión administrativa –lo que es cuestión de grados– siempre se estructura sobre la base de la responsabilidad subjetiva. En otras palabras, todo ilícito monopólico, sea criminal o administrativo, requiere de dolo o culpa por parte del autor para la punibilidad del mismo.676 El Código Penal se ocupa de diversas modalidades de autoría, las que en nuestro concepto son perfectamente aplicables al ilícito monopólico y, por tanto, a la discriminación arbitraria monopólica.677
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La afirmación anterior es sin perjuicio de que ciertas decisiones –de naturaleza jurisdiccional– emitidas por la Comisión Resolutiva pueden ser conocidas por una de las salas de la Corte Suprema, de conformidad con el recurso de reclamación previsto en el art. 19 del Decreto Ley 211, de 1973. 676 Véase VALDÉS PRIETO , Domingo, La discriminación arbitraria en el Derecho económico, especialmente en la legislación antimonopólica, pp. 89 y ss., Editorial Jurídica Conosur Ltda. (LexisNexis), 1992. 677 Código Penal, Libro I, Tít. II, arts. 14 y ss.
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3. DESCUENTOS EXCLUSIVOS DE X.S.A. La consulta que nos ocupa se centra en la conducta que ha sido requerida a X.S.A., sociedad que efectivamente goza de poder de mercado y, por tanto, omitiremos el estudio correspondiente a la estructura del mercado relevante y la participación que aquélla ostenta en el mismo. En efecto, X.S.A. es integrante de un oligopolio en el mercado relevante de los libros técnicos que elabora y distribuye; en consecuencia, desde una perspectiva jurídica, es un monopolio que, adicionalmente, goza de poder de mercado. De allí que pueda afirmarse que X.S.A. es una sociedad anónima con aptitud para efectuar una discriminación arbitraria monopólica, puesto que ostenta un poder de mercado que podría ser empleado para vulnerar la libre competencia. Resta establecer si la actividad solicitada a X.S.A. es o no constitutiva de una discriminación arbitraria monopólica. La conducta requerida a X.S.A. es una actividad arbitrariamente discriminadora, toda vez que exige dar tratos diferentes, específicamente en materia de descuentos en los precios, a compradores que son, en principio, económicamente iguales. A tal efecto, se funda la diferencia de trato solicitada en la afiliación a una determinada asociación gremial, lo que hace que la discriminación se torne arbitraria, esto es, sea injusta. La injusticia consiste en denegar un trato económicamente igual a personas comercialmente iguales, puesto que es totalmente inatingente a esta operación mercantil el que se pertenezca o no a una determinada asociación gremial. Puesto en otra forma, la afiliación a una determinada asociación gremial es completamente irrelevante para efectos de determinar la procedencia de un descuento y, por ello, tal consideración es injusta. La conclusión anterior se encuentra corroborada por la jurisprudencia judicial del máximo organismo antimonopólico nacional. En efecto, el principio fundamental en esta materia ha sido señalado en la Resolución Nº 31, considerando 9, que dice: “Así, la compraventa, que es el acto típico del comercio, exige que no se discrimine entre compradores y que las distintas condiciones que puedan acompañar a una y a otra compraventa obedezcan a las diferencias objetivas que existan entre ellas, como volumen y cantidad vendida, forma de pago, línea completa de productos. De acuerdo con lo dicho, siendo la compraventa el acto típico y esencial del comercio, toda discriminación subjetiva que la haga diferente para uno u otro interesado atenta contra la libre competencia. Cualquiera sean los esfuerzos de un comerciante no podrá competir con otro si este último, siempre y en todo caso, goza de una ven716
ANEXO
taja sobre aquél. En consecuencia, todo pacto o convención que introduzca discriminación entre compraventas objetivamente iguales será contrario al Decreto Ley 211 y, por tanto, al derecho público chileno”. La exclusividad en el descuento, solicitada por A.G.Y., carece de causales de justificación suficientes y, por tanto, no resulta admisible ante el Derecho de la libre competencia. En efecto, dicha exclusividad no obedece a un problema de volumen, puesto que los afiliados a A.G.Y. compran por sí y como personas naturales, del mismo modo y por volúmenes similares a los comprados por el resto de los despachadores de aduana, sea que éstos estén reunidos o no en otras asociaciones gremiales. Por lo demás no basta con que haya diferentes volúmenes de compra, sino que los descuentos que por tal concepto efectúa el vendedor deben corresponder a una efectiva economía para éste.678 Por otra parte, dicha exclusividad tampoco podría fundarse en la forma de pago, puesto que los despachadores de aduanas, sea que se encuentren asociados a una determinada asociación gremial o que no se encuentren afiliados a ninguna de éstas, tendrán derecho al descuento en estudio en la medida que cumplan ciertas condiciones objetivas en el pago. En efecto, dicho descuento no puede ser exclusivo sino que ha de ser accesible a cualquier interesado que cumpla las condiciones de pago establecidas por X.S.A., no siendo lícito discriminarlos por el hecho de estar asociados a tal o cual asociación gremial. Estas condiciones de pago que, una vez cumplidas, permiten tener acceso a un descuento, deben ser justificadas, esto es, derivadas de la naturaleza y objetividad de la compraventa que se realiza.679 En síntesis, si el descuento en análisis no se sitúa en alguna de las dos causales mencionadas u otra dotada de razonabilidad económica y cumpliendo los requisitos que confieren licitud a cada una de ellas, debe concluirse que aquél es constitutivo de discriminación arbitraria monopólica y, por tanto, punible. Para estos efectos, recordemos que la razonabilidad económica consiste en atender a las características objetivas de la compraventa de que se trate y desechar toda consideración ajena a la transacción misma. Por último, cabe observar que esta discriminación arbitraria monopólica será calificada de perteneciente a la secondary line competition, es decir, los discriminados arbitrariamente perjudicados no son competidores de X.S.A., sino que operan en el próximo estadio o fase productiva del mercado. En efecto, los discriminados adversamente serán
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Resolución Nº 258, considerando II, Comisión Resolutiva. Resolución Nº 284, Comisión Resolutiva.
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compradores del producto ofertado por X.S.A., careciendo de acceso a los descuentos exclusivos antes descritos. 4. REQUERIMIENTO DE A.G.Y. El requerimiento de A.G.Y. consistente en que el descuento en los precios de productos ofertados por X.S.A. tenga el carácter de exclusivo para los asociados de aquélla, presenta relevancia por sí solo ante la legislación antimonopólica, esto es, independientemente de cuál haya sido la respuesta de X.S.A. Para efectos analíticos, creemos útil distinguir dos hipótesis: A) El requerimiento de A.G.Y. no es aceptado por X.S.A., y B) La solicitud de A.G.Y. es aceptada por X.S.A., en términos que ésta da ejecución a la actividad requerida. A) En el supuesto que X.S.A. no acoja dicho requerimiento, cabe observar que este último se encuadra en una variante de discriminación arbitraria monopólica denominada “recomendación de uno o más competidores en desmedro del resto”. Esta variante fue fijada por la Comisión Resolutiva en su Resolución Nº 92 y se caracteriza por la intervención de al menos tres sujetos de derecho: el “recomendante”, el “recomendatario” y el “recomendado”. El “recomendante” es aquella persona que intercede solicitando a otra beneficios de orden económico y que son antijurídicos desde la óptica de la libre competencia, en favor de uno o más terceros denominados “recomendados”. El recomendante efectúa esta intercesión o solicitud monopólica ante otra persona denominada “recomendatario”, quien es receptor de esta solicitud y, como tal, generalmente capacitado para abusar del poder de mercado de que dispone y, por tanto, apto para dar cumplimiento a dicho requerimiento ilícito. El fallo en comento no precisa si el recomendante debe tener poder de mercado para que se perfeccione esta forma de ilícito antimonopólico. Con todo, no parece indispensable dicho poder de mercado, toda vez que el recomendante puede valerse de medios diversos al poder monopólico para inducir al recomendatario a que adopte una determinada conducta. Así, en teoría el recomendante podría ofrecer al recomendatario alguna fórmula de remuneración o compensación con cargo al incremento que experimenten los ingresos de aquél, como consecuencia del ilícito perpetrado por el recomendatario. Dicha Resolución resulta enfática en cuanto a que la recomendación viola el Decreto Ley 211, a pesar que ésta no tenga carácter obligatorio y a pesar que la conducta solicitada al recomendatario no sea aceptada por este último y, por tanto, se frustre el resultado buscado. 718
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En el caso objeto del presente Informe en Derecho, A.G.Y. ocupa la posición de recomendante, puesto que solicita a X.S.A. un beneficio contrario a la libre competencia, consistente en descuentos exclusivos en favor de quienes se afilien a A.G.Y. X.S.A. asume la posición de recomendatario, puesto que goza de poder de mercado y es destinatario de la solicitud de discriminar arbitrariamente entre despachadores de aduanas. Los despachadores de aduanas afiliados a la asociación gremial A.G.Y. se comportan como recomendados, puesto que resultan ser competidores beneficiarios de la discriminación arbitraria. En nuestra opinión, el caso objeto de la presente consulta reviste mayor gravedad que aquel que dio lugar a la Resolución Nº 92 antes comentada, toda vez que en el que ahora se analiza la recomendación importa una petición expresa de transgresión de la Ley para la Defensa de la Libre Competencia. En efecto, lo solicitado por A.G.Y. es una discriminación arbitraria monopólica. Por consiguiente, esta recomendación es reprochable en sí misma y su penalidad podría aumentarse por dos títulos: i) constituir una instigación, y ii) ser su autor una asociación gremial. La instigación o inducción al delito penal de monopolio está claramente sancionada por serle aplicable lo dispuesto en los arts. 14 y ss. del Código Penal.680 En cuanto al ilícito administrativo de monopolio debe recordarse que nace del mismo tipo que el delito penal de monopolio, esto es, el artículo primero del Decreto Ley 211, y se estructura también subjetivamente. Por lo anterior, estimamos que debe serle aplicable la noción de instigación o inducción, que no necesariamente se agota en los límites estrictos del Derecho penal. Lamentablemente este punto aún no ha sido tratado en forma expresa, ni legislativa ni jurisprudencialmente. Adicionalmente el autor de la instigación es una asociación gremial, lo cual desde la perspectiva del Decreto Ley 2.757, de 1979, que regula tales organizaciones, constituye una circunstancia agravante de la responsabilidad penal monopólica de los que participan en tal conducta.681 En el evento que la responsabilidad emanada del requerimiento de A.G.Y. no sea considerada de naturaleza criminal, sino que mera-
680 Véase CURY URZÚA, Enrique, Derecho penal, tomo II, Editorial Jurídica de Chile, 1985, quien afirma: “Es instigador el que, de manera directa, forma en otro la resolución de ejecutar una conducta dolosamente típica y antijurídica”. 681 Decreto Ley 2.757, de 1979, art. 26: “La realización o celebración por una asociación gremial de los hechos, actos o convenciones sancionados por el art. 1º del Decreto Ley 211, de 1973, constituirá circunstancia agravante de la responsabilidad penal de los que participen en tal conducta”.
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mente administrativa, quedará a criterio de la H. Comisión Resolutiva la ponderación de tal circunstancia en la determinación de las eventuales sanciones que imponga. Cabe observar que la instigación descrita constituye una desviación de los fines específicos que una asociación gremial ostenta y, por tanto, un abuso de la autonomía que la Constitución Política de la República reconoce a los cuerpos intermedios. B) En el supuesto de que X.S.A. acoja el requerimiento formulado por A.G.Y., en orden a que aquélla cometa una discriminación arbitraria monopólica, la responsabilidad monopólica de esta asociación gremial podría corresponder a la derivada de lo que el Derecho de la libre competencia denomina una colusión y el Derecho criminal califica de conspiración.682 En efecto, podría consolidarse una colusión de tipo vertical, esto es, acordada entre personas que operan en diferentes niveles o fases de comercialización de un determinado bien o servicio, en tanto y en cuanto A.G.Y. actúe por cuenta de sus afiliados. Así, si pudiese demostrarse que A.G.Y. es el instrumento empleado por los afiliados para alcanzar un descuento exclusivo y con ello mejorar su capacidad de competir contra los demás despachadores de aduanas, habría de concluirse que la colusión es de tipo vertical. Por el contrario, si se concluyese que A.G.Y. no ha actuado por cuenta de sus afiliados, sino que por iniciativa propia con miras a captar mayor número de asociados por la vía de ofertar un descuento exclusivo, estimamos que la colusión no sería vertical en el sentido de vincular dos fases productivas: la solicitud efectuada por A.G.Y. no correspondería a fase alguna de distribución o consumo del producto objeto de los descuentos. En este último escenario, la vinculación entre recomendante y recomendados apuntaría a que, de ser acogida la recomendación, A.G.Y. ofrecerá, a todo interesado en asociarse a la misma, un servicio muy particular: un descuento que ningún afiliado a otra asociación gremial o despachador de aduanas no afiliado gremialmente puede obtener.
682 Código Penal, Libro I, Tít. I, art. 8º, inc. 2º: “La conspiración existe cuando dos o más personas se conciertan para la ejecución del crimen o simple delito”. Al decir de ROOVER, Raymond de, “El concepto de precio justo: teoría y política económica”, p. 31, Estudios Públicos Nº 18, Santiago, 1985: “Según la opinión de los escolásticos, el monopolio era una ofensa en contra de la libertad; suponía un carácter criminal debido a que se basaba generalmente en la confabulación o “conspiración” (...) No tengo duda alguna de que la idea de conspiración de las leyes de los antimonopolios se remonta a los antecedentes escolásticos y que tiene sus raíces en el concepto medioeval del precio justo”.
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ANEXO
5. ASOCIADOS DE LA A.G.Y. Ha quedado analizada la responsabilidad monopólica de A.G.Y., en su calidad de recomendante, y de X.S.A. en cuanto recomendatario, tanto el evento de que este último se coluda o conspire con el primero, como en el caso que no haya colusión o conspiración, en términos que el recomendatario no desarrolle la actividad solicitada. Resta, finalmente, preguntarse si bajo el supuesto de verificarse la colusión aludida en el numeral precedente, habría alguna responsabilidad monopólica para los asociados de la A.G.Y. beneficiarios de la discriminación arbitraria monopólica explicada. En efecto, es importante recordar que en toda discriminación arbitraria existen discriminados beneficiarios y discriminados perjudicados, correspondiendo establecer si los afiliados a la A.G.Y. podrían enfrentar responsabilidad monopólica por los beneficios económicos arbitrariamente concedidos, esto es, la exclusividad en el descuento mencionado. El Decreto Ley 211, de 1973, guarda silencio sobre la discriminación arbitraria monopólica, sin perjuicio de lo cual la jurisprudencia judicial de la Comisión Resolutiva se ha pronunciado sobre esta materia, aunque vacilantemente. Consideremos dos variantes sobre la responsabilidad de los discriminados beneficiarios. La Resolución Nº 284, y cabe destacar al respecto su considerando 7º, sancionó a Laboratorio Norgine S.A. y Sociedad Wiston Michelson y Compañía Limitada, sociedades que actuaron conjuntamente como discriminadores arbitrarios de sus compradores en lo referente a precios, montos de descuentos y condiciones de pago. La Sociedad Comercial Salco Ltda. fue un discriminado beneficiario de la actividad antes descrita, pero no fue por ello ni reprochado ni sancionado por la Comisión Resolutiva. Diferente fue la situación en la Resolución Nº 214, en la cual Acero Comercial S.A. discriminó injustificadamente entre sus compradores de alambrón al establecer el precio de éste atendiendo a la variable importaciones y oferta externa y, por otra parte, a la situación particular de cada comprador frente al mercado externo, conducta con la cual el discriminado beneficiario, Inchalam, resultó castigado. Conviene precisar que las sanciones impuestas al discriminado beneficiario fueron de orden monopólico, quedando a salvo el ejercicio de acciones civiles por concepto de indemnización de perjuicios y otras que fueren pertinentes. En la especie, estimamos que, de producirse la colusión arbitrariamente discriminadora entre A.G.Y. y X.S.A., existe un riesgo de responsabilidad monopólica para los asociados de A.G.Y. Dicho riesgo nace de la posibilidad de que eventualmente se demostrara o se pre721
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sumiera por la Comisión Resolutiva –cabe recordar que este tribunal especial puede apreciar la prueba en conciencia– que A.G.Y. es un mero instrumento, al modo de los carteles más sofisticados, ideado por los afiliados a esa asociación gremial con la finalidad de obtener el descuento exclusivo que nos ocupa y mejorar así –ilícitamente– su poder de competencia en general, en el respectivo mercado relevante. IV. CONCLUSIONES Atendido lo expuesto precedentemente, concluimos: a) La exclusividad permanente en el descuento analizado –la que consiste en que éste sólo es ofertado en consideración a la asociación gremial a la cual se encuentra afiliado un despachador de aduanas– constituye una especie de ofensa monopólica, denominada discriminación arbitraria monopólica y, como tal, punible ante el Decreto Ley 211. b) La mera proposición o inducción a dicha ofensa monopólica resulta reprochable a la luz de la jurisprudencia judicial de la Comisión Resolutiva. c) En el evento que la proposición de discriminación arbitraria monopólica sea ejecutada por un discriminador dotado de poder de mercado, los eventuales discriminados beneficiarios podrían arriesgar alguna de las sanciones previstas en la legislación antimonopólica.
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