LECCIÓN
INAUGURAL: OBJETO Y PRÁCTICA DEL HISPANO-MEDIEVALISMO
I La especificidad de la investigación literaria
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ablaré, en principio, de “investigación literaria”. Esto ya implica una decisión en cuanto a la naturaleza de la práctica que reivindico como propia y que les estoy proponiendo. No la crítica literaria, en tanto lectura puntual, evaluativa; no el comentario de textos, en tanto ejercicio de clarificación de las oscuridades de un texto, no la historia literaria como compendio panorámico de autores y de obras, como puro ejercicio de datación y de sujeción del texto a filiaciones e influencias. Entiendo la investigación literaria como una actividad situada dentro del ámbito universitario, pero a prudente distancia de los hábitos académicos más rancios y también de los caprichos de la estricta actualidad, del gusto y del parecer del mundillo literario extra-universitario –un ámbito mucho más conservador y previsible que el universitario, a decir verdad. La investigación literaria reclama para sí un estatuto científico, en tanto productora de un saber sobre los textos que se alcanza mediante la elaboración de hipótesis descriptivas y explicativas de diferentes aspectos del fenómeno literario. El fenómeno literario es, pues, el campo problemático sobre el cual se recorta el objeto concreto de nuestra práctica. Ese objeto no puede identificarse con un texto, ni siquiera con un autor; o, quizás, podría serlo sólo como primera instancia –puesto que siempre nos encontramos primero con un texto–; pero luego los límites del objeto se ensanchan y resuenan en el horizonte más vasto del campo fenoménico hasta abarcar el amplio abanico de procedimientos formales, de recursos técnicos, de estrategias discursivas, de efectos de sentido, que constituyen la práctica del arte verbal más allá de los textos y de los autores concretos. Esto vale para la investigación literaria en general. Pero si esta actividad de investigación se proyecta sobre un corpus no contemporáneo, adquiere una complejidad mayor, porque se agrega la dimensión temporal. En rigor, la investigación literaria, acotada al campo del hispano-medievalismo, posee una dimensión teórica, una dimensión histórica y una dimensión disciplinar. Iremos discutiendo cada una más adelante. Antes, y para entender mejor las condiciones de esta práctica, será necesario enfocarnos en las peculiaridades del objeto de estudio. Esto, que parece un inofensivo principio de orden expositivo, es, en rigor, una toma de posición dentro de una larga discusión –que ya lleva más de un siglo– en el campo de la historia como disciplina científica. Para abreviar el punto en todo lo posible, digamos que las primeras reflexiones de los historiadores sobre su propia disciplina estuvieron enfocadas en la práctica, la metodología y las condiciones propias de la profesión, tendencia que puede rastrearse desde la conferencia liminar de Wilhelm von Humboldt sobre “La tarea del historiador”, pronunciada en la Universidad de Berlín en 1821, hasta el famoso libro de Marc Bloch, Apologie pour l’histoire ou Métier d’historien, de 1949. La otra tendencia, que aparece más tardíamente y que hoy es dominante, critica esta perspectiva “empirista” y discute los fundamentos científicos disciplinares enfocándose en la naturaleza del objeto propio de la historia, tendencia visible ya en los Escritos sobre la historia de Fernand Braudel, de 1969, y sobre todo en Paul Veyne, Michel de Certeau y Hayden White. Es en respuesta a (y como posicionamiento dentro de) esta polémica entre “empiricistas” y “epistemologistas” que
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planteo, entonces, aquí, hablar a la vez de la práctica y del objeto, como única manera de avanzar en una reflexión más lúcida de la propia disciplina.1
II Naturaleza convencional del objeto “literatura medieval española” Hay actualmente un amplio consenso en aceptar como cosa indiscutible que el objeto (objeto de estudio, de conocimiento, de análisis) no es algo virtual, naturalmente dado, ni mucho menos preexistente al proceso mediante el cual se lo estudia, se lo conoce, se lo analiza; por el contrario, el objeto se va constituyendo durante el proceso de conocimiento. Tal concepción, en su formulación más acertada, plantea una relación dialéctica entre sujeto y objeto: ni el objeto impone condiciones absolutas al sujeto, obligándolo a una adaptación total para acceder a su conocimiento, ni el sujeto proyecta sus categorías e inventa un objeto de otro modo inexistente, en una especie de idealismo radical. La interacción entre sujeto y objeto está, pues, en la base de esta concepción. El conjunto de operaciones mediante las cuales el objeto se constituye puede entenderse con más claridad si incluimos un tercer término que propongo llamar –de modo provisorio y al solo fin ilustrativo– campo fenoménico. Bajo esta denominación quiero aludir al conjunto no estructurado de los hechos en bruto, que se extiende en un área de límites no precisados por ninguna disciplina, en un estado previo a cualquier operación cognoscente por encima de la elemental percepción sensorial (una textualidad, un conglomerado de discursos, una masa de archivos, etc.). El proceso puede, entonces, describirse de este modo: existe un campo fenoménico determinado sobre el cual un sujeto recorta un objeto; la operación de recorte implica a ambos términos y en ella se manifiesta su simultaneidad constitutiva. Por supuesto que el estatuto de este campo fenoménico es pasible de una problematización idéntica a la del objeto (y ni hablar de la discusión sobre el estatuto de lo que premeditadamente a la ligera acabo de llamar “hechos en bruto”), pero en tal caso nos estaríamos ubicando en un nivel de generalidades básicas que remiten a las categorías fundamentales de la experiencia humana. De todas maneras, no es mi intención profundizar en cuestiones epistemológicas que sólo nos alejarían de nuestro objetivo; baste agregar a lo ya dicho tres acotaciones: En primer lugar, es oportuno aclarar que entiendo aquí los términos recortar y construir como equivalentes, pues estarían aludiendo a una misma operación. En segundo lugar, entre los factores actuantes en esa operación de recorte podemos mencionar aquellos relacionados con la percepción (capacidad de “visualizar”, modalidad de captación, dependientes de parámetros culturales reguladores de la conducta perceptiva supra-individual), los intereses que movilizan la indagación (en gran medida de origen extradiscursivo pero de inevitable manifestación discursiva y fundamentalmente de naturaleza ideológica –política, económica, literaria–)2 y cierta “resistencia específica” del objeto, denominación con la que pretendo aludir a la peculiar condición según la cual el objeto posee una relativa “dureza” en su constitución que acota, hasta cierto punto, en la dialéctica cognoscitiva, la operación de recorte –en otras palabras, el objeto no se podría “recortar por cualquier lado” sin dañar su pertinencia como objeto científico. 1
Es comprensible que el lector se pregunte qué tienen que ver estas controversias de la Historia con una reflexión sobre la investigación literaria. La respuesta está en la importancia de la dimensión temporal cuando se trata de investigar literatura no contemporánea. En la medida en que esta investigación se hace cargo de la problemática histórico-literaria, el investigador se vuelve un historiador que trabaja en una parcela muy restringida del campo histórico, como es la literatura (o la cultura, según veremos). En este punto, entonces, los problemas disciplinares de los historiadores se convierten también en sus problemas. Dicho de otro modo, la investigación en literatura no contemporánea es, en gran medida, si no forzosamente, interdisciplinaria (cruce de historia y literatura). 2 Es inevitable la referencia al Foucault de la primera etapa, cuyas investigaciones culminan con la publicación de Las palabras y las cosas (1966) y la reflexión teórica sobre su propia actividad plasmada en La arqueología del saber (1969). Sobre esta cuestión del objeto, véase concretamente Foucault 1977: 65-81.
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En tercer lugar, la categoría de objeto no es la categoría de sentido, como algunos críticos sostienen: una cosa es la confrontación de lecturas diferentes de un mismo objeto, y otra muy distinta la coexistencia de discursos sobre objetos diferentes; precisamente la no percepción de esta diferencia está en la base de la imposibilidad de dirimir interminables polémicas de la crítica sobre tópicos histórico-literarios. Sin embargo, desde una postura empírica, sostenida por la experiencia concreta de trabajo y aprendizaje en una larga tradición de comentarios sobre objetos históricamente identificados y reconocidos, se puede sospechar, si no de la veracidad, al menos de la importancia de esta afirmación. Al fin y al cabo, se llega a la investigación para trabajar con objetos que ya estaban allí desde mucho tiempo antes. Lejos de describir un caso hipotético, lo antedicho constituye el argumento subyacente en algunos estudios literarios: las polémicas, las apropiaciones, los intercambios entre diferentes interpretaciones o posturas críticas suelen no tomar en cuenta el interrogante sobre la identidad del objeto que pretenden compartir como escenario común. La falta de problematización de la naturaleza del objeto bien puede no ser un obstáculo insalvable en el nivel empírico de la investigación concreta sobre tópicos muy específicos, pero los problemas se multiplican cuando se intenta abarcar fenómenos en un nivel de generalización mayor. Tal es el caso, precisamente, en nuestra disciplina. Por eso les propongo, como una manera de poner de relieve su especificidad, llevar a cabo un proceso de “desnaturalización” de la concepción tradicional de nuestro objeto dentro de la filología hispánica. Éste se definió siempre como “literatura medieval española”, una nominación aparentemente irreprochable que estaría señalando una realidad auto-evidente. Esta virtualidad de la literatura medieval española es el efecto de las aparentes especificaciones que ofrece la nominación: dentro del ámbito de la praxis cultural, seleccionamos la literatura; dentro del ámbito del pasado histórico, seleccionamos el período medieval; dentro del ámbito geográfico, seleccionamos un territorio concreto, el español. Pero, como veremos, es sólo esta suerte de ilusión taxonómica la que le da cierta garantía de existencia y de verdad a este objeto llamado tradicionalmente literatura medieval española. En rigor, cada uno de los términos en cuestión (literatura, medieval, española) encierra una problemática muy compleja que tiene que ver con la historia de la terminología y de los conceptos y también con ciertos automatismos, ciertos hábitos de la crítica contemporánea. Comencemos por “literatura”: se trata de un concepto ligado a una institución, no a una práctica, y como tal, es una denominación inadecuada para referirse al corpus de textos producidos en la Edad Media. Entre las varias razones que se pueden aducir para sostener esta inadecuación se encuentra la que surge de la historia terminológica. Restringida esta historia al ámbito hispánico, de inmediato constatamos que en el período medieval ni siquiera existía la palabra: una rápida búsqueda permite saber que el término litteratura aparece documentado por primera vez (según Corominas) en el Universal vocabulario en latín y romance de Alonso de Palencia, de 1490. Allí leemos: “Apócope: Apoca es litteratura dende se dize apocope que es cortadura de letra o de letras, quitados del fin de la diction como sat por satis”.3 El apócope era, pues, una operación propia de la “litteratura”. Como se ve, la palabra está aún dentro del campo semántico más estrecho de ‘letra’, lo que no sorprende tratándose de un cultismo que traduce la forma griega grammatica; littera y gramma en su sentido “literal” están presentes.4 La denominación literatura resulta inadecuada para el período medieval, también, por anacronismo: el concepto como podemos reconocerlo hoy surge a fines del siglo XVIII, al La cita en f. 25b de la editio princeps: Alonso Fernández de Palencia, Universal Vocabulario en latin y en romance Sevilla, 1490. Puede consultarse la edición de John M. Mill (1957). 3
Lo que no implica, desde luego, sentido “banal”; solamente se trata de una profundidad semántica que de todas maneras se aparta de nuestro concepto de ‘literatura’. Escribe Alonso de Palencia más adelante: “Las letras son iuezes de las cosas y señales de las palabras, y tienen tanta fuerça que ellas nos fablan sin boz los dichos de los absentes” (op.cit., f. 250b). 4
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producirse lo que Jauss (1970) denomina “la emancipación de las bellas artes” en el ámbito de la cultura burguesa. Podríamos decir que hasta el Iluminismo, el campo de las letras era bastante amplio y en su interior convivían, sin mayores preocupaciones por una estricta demarcación de sus límites, las diversas vocaciones humanísticas. Así, por ejemplo, no había una clara distinción entre la historia y la literatura: el historiador era, ante todo, un escritor; la historia tenía su lugar en los manuales de retórica. Con el Romanticismo esta situación cambió radicalmente: la literatura pasó a concebirse como un corpus de textos privilegiados, en los que se depositaba el valor supremo de la belleza y que se oponían al mundo empírico de la realidad –y por ello, en cierta medida, a la historia en tanto registro fiel de esa realidad. Es imposible no ver en esta separación el triunfo de la mentalidad burguesa: se trata de diferenciar los productos del arte de los demás productos circulantes en el mercado, mistificándolos y fetichizándolos. La composición literaria deja de verse como la puesta en práctica de una técnica y se la concibe como fruto misterioso de la inspiración mágica o religiosa. El escritor ya no es una función que puede cumplir cualquier individuo adecuadamente entrenado en las letras, sino que es un artista genial que crea espontáneamente arrebatado por la inspiración. Se trata, entonces, de un hecho histórico, estrechamente vinculado a una situación cultural específica, y por eso mismo, necesariamente transitorio. Como todo proceso que ha tenido una fecha de nacimiento tendrá finalmente una fecha de muerte (de hecho, me atrevería a decir que quizás este proceso de la institución literatura ya haya terminado, sólo que nosotros todavía no nos hemos dado cuenta). En tercer lugar, habría que decir que las características de la institución literatura, asignadas por la operación cultural que le dio nacimiento y potenciadas por el Romanticismo (recinto estético sagrado en el que el genio se expresa mediante la poesía y la ficción), han nutrido la noción vulgar de literatura, todavía vigente, como el conjunto de los textos poéticos y ficcionales. Y ocurre que esta noción es inhallable en la textualidad medieval, que abarca tipos de textos que no podríamos hoy catalogar como literatura: libros de caza, crónicas, lapidarios, herbarios, bestiarios, fisiólogos, libros de viajes o un género muy extendido en la Edad Media, una especie de literatura de “autoayuda”, con textos de nombres misteriosos como Bocados de oro, Secreto de los secretos, Flores de filosofía. Todo esto configura un paisaje textual que para el lector común contemporáneo sería irreconocible como “literatura”. Podría alegarse que en la estricta contemporaneidad, es decir, en los últimos años, la comprensión de lo que es literatura se ha modificado: basta ver las mesas exhibidoras de las grandes cadenas de librerías para comprobar que los textos poéticos y ficcionales –lo que se suele llamar también “literatura de creación”– ocupan un espacio restringido, mientras que avanzan en importancia las biografías, los ensayos, los reportajes y testimonios, en fin, lo que se suele catalogar como literatura de no ficción. Pero, aún así, persiste la diferencia y la inadecuación del concepto, porque en la Edad Media no se reconocía esa distinción taxativa entre lo ficcional y lo no ficcional. Conviene aclarar: por supuesto que tal distinción funcionaba, pero lo hacía de una manera más difusa y, sobre todo, delineando las fronteras por lugares para nosotros sorprendentes.5 La textualidad medieval manifiesta una concepción radicalmente diferente de los límites entre ciencia y arte, entre historia y fabulación; se trata más bien de zonas borrosas en las que sólo podemos captar con cierta claridad el hecho de que cada texto alude a un saber, mantiene una conexión con alguna forma de verdad, aunque ésta no sea inmediatamente evidente para nosotros.6 Una última razón a considerar para demostrar la inadecuación del término literatura aplicado a los textos medievales tiene que ver con el hecho de que este concepto está ligado al mundo tipográfico. La literatura es un emergente de “la galaxia Gutenberg”, para usar la famosa 5
Sobre esta cuestión sigue siendo sugerente el trabajo de Suzanne Fleischman (1983). Para tener una idea de hasta qué punto la peculiaridad medieval va ganando parecidos con la sensibilidad estrictamente contemporánea, basta recordar aquí la opinión de Carlo Ginzburg sobre la distinción entre lo histórico y lo ficcional en relación con el saber: “quisiera también oponerme con la mayor claridad posible a las teorías de moda que tienden a difuminar [...] las fronteras entre historia y ficción. [...] Cuando decía que la guerra no puede ser narrada como una novela, de hecho Proust no quería exaltar la novela histórica; por el contrario, quería sugerir que tanto los historiadores como los novelistas (o los pintores) tienen en común un fin cognoscitivo” (Ginzburg 2000: 39; las itálicas son mías). 6
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y atrayente fórmula de Marshall MacLuhan (1962); supone el libro impreso. Pero en la Edad Media la imprenta no existía. Precisamente la aparición de la imprenta será uno de los acontecimientos que marcarán el final de la Edad Media y el inicio de la Modernidad. El texto medieval sobrevive por el registro manuscrito, esa lenta y penosa actividad que es la escritura a mano y que le da al texto una configuración física, como objeto, absolutamente distinta a la del libro impreso. A esto hay que agregar el hecho de que en la Edad Media, según nos enseña Paul Zumthor (1989), todo texto –al menos hasta el siglo XIV– ha transitado por la voz, ya sea en la composición, en la difusión, en la conservación, transmisión y almacenamiento, o en todas estas instancias a la vez. Y ese tránsito no ha sido casual, porque aún los textos compuestos por escrito llevan inscriptos una intervención determinante que actúa como un poderoso factor de formalización: la intención de decirse, de propagarse, mediante un acto vocal. La auralidad, como la llama Joyce Coleman (1996), es un factor primordial que diferencia la textualidad medieval de la “literatura”. Volveré sobre esto más adelante. Por todo lo dicho, entonces, hay que concluir que no hubo literatura en la Edad Media. ¿Cuál sería entonces la denominación apropiada para el resultado de la práctica artística basada en la materia lingüística? Una posibilidad sería –y es lo que propongo en mis clases– hablar de producción verbal, una denominación que pone el acento en la productividad de una práctica cultural, en su carácter lingüístico o discursivo, y que también permite abarcar la oralidad, la auralidad y la manuscritura. En cuanto a “medieval”, obviamente, este es un adjetivo que de ninguna manera los hombres y mujeres de aquel tiempo se habrían aplicado a sí mismos o a su quehacer cultural. Es, sin embargo, posible que entendieran estar viviendo una cierta “edad media”, es decir, un tiempo intermedio, en la medida en que la vida de cada persona, según la mentalidad medieval, se inscribe en el gran relato de la historia universal, que no es otra que la historia divina. Erich Auerbach ha dicho esto de modo insuperable: la historia se concibe en la Edad Media como un drama único, cuyo principio es la creación del mundo y el pecado original, su culminación la encarnación y la pasión y su esperado final, aún no consumado, el retorno de Cristo y el juicio final. […] Este gran drama contiene, en el fondo, todos los sucesos de la historia universal; y todas las alturas y los abismos de la conducta humana […]. (Auerbach 1975: 152)
Esta idea tendrá enorme influjo en el arte y el pensamiento medievales, pero ahora sólo quiero llamar la atención sobre una sola de sus derivaciones: pasado ya el momento culminante de la Encarnación, sólo queda esperar el previsible final de la consumación de los tiempos. Se vive, pues, un tiempo intermedio entre la primera y la segunda venida de Cristo: en ese sentido – digamos trascendental– podemos decir que hombres y mujeres medievales tenían conciencia de vivir en una “edad media”. De todos modos, esto no tiene nada que ver con nuestra idea de lo que es la “edad media” y lo “medieval”. Como bien sabemos, el término fue inventado por los humanistas italianos para referirse negativamente al período que separaba la Antigüedad clásica de su propio presente –que podemos ubicar entre mediados del siglo XIV y mediados del siglo XVI. Se trata de una historia muy conocida, pero aún así creo que será necesario rastrear la fortuna histórica de estos términos y de este concepto hasta nuestro tiempo, de modo que me disculpo por lo que será un recorrido un tanto prolijo por unos seis siglos de malentendidos. 7 El primer gran difusor de una visión negativa de los “tiempos medios” fue Petrarca, como bien se sabe. No es tan sabido, en cambio, el contexto político e ideológico en que esta polémica desvalorización del pasado inmediato se propagó. Cuando Petrarca declara que hay que rescatar a Roma de los bárbaros está diciendo muchas cosas a la vez: por un lado, se refiere al influjo de los franceses (los galos, y por tanto, los bárbaros) sobre el papado, cuya sede ya no está en Roma sino en Aviñón, escándalo para muchos cristianos que ven en esta situación un segundo “cautiverio de Babilonia” que desembocará, en la segunda mitad del siglo XIV en el 7
Hay libros enteros dedicados a este tema, entre los que sobresalen Heers 1995 y Sergi 2000; también hay comentarios sugerentes en Rico 1993a, Bartlett 2002 y Le Goff 2003. Los he aprovechado a todos en este resumen.
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llamado Cisma de Occidente; por otro lado, alude al rescate de la herencia clásica latina de manos de los comentadores, glosadores y transmisores cuya sede central se ubica, simbólicamente, en la Universidad de París; es una opción por recuperar la pureza de la lengua latina de Virgilio y Cicerón en contra de la lengua degradada durante siglos de mezcla latinogermánica. Esta corriente de exaltación de la antigüedad clásica y de desprecio del largo intermedio que separaba ese pasado esplendoroso del tiempo presente de los humanistas continuó hasta mediados del siglo XVI. El primer testimonio conservado de la expresión “edad media” (en rigor, medium aevum) data de 1469, cuando Giovanni Andrea dei Bussi la utilizó en una necrología panegírica de Nicolás de Cusa (Baldinger 1962). A las connotaciones políticas y culturales se agregaron luego las religiosas: los reformistas protestantes del siglo XVI exaltaron una Edad de Oro (no la Roma antigua sino el Cristianismo primitivo) de la verdadera fe, luego contaminada por las supersticiones y la corrupción de los papas y de la jerarquía eclesiástica que tuvieron su auge en la Edad Media, vista como el tiempo intermedio entre la Iglesia primitiva y el presente de la Reforma. El primer testimonio del uso de “edad media” en inglés aparece en un escrito de John Selden, fechado en 1618, sobre las biografías medievales de los papas. Lo medieval es, pues, sinónimo de barbarie, incultura, superstición e idolatría. Más adelante, en el siglo XVIII, los intelectuales de la Ilustración también despreciaron “lo medieval” como sinónimo de atraso y barbarie: en contraste con las “luces del siglo de la Razón” se encontraba la “Edad oscura” medieval, dominada por la superstición y el “oscurantismo”. Como nos recuerda Le Goff (2003: 45), Voltaire afirmaba en su Ensayo sobre las costumbres, de 1756, que oscurantismo clerical y Edad Media son una misma cosa –algo que Leibniz ya había dicho antes que él. A finales de ese siglo, los burgueses de la Revolución francesa denunciaban las injusticias del Antiguo Régimen como “residuos medievales”, aunque no tuvieran nada que ver con las verdaderas condiciones del orden feudal de la Edad Media, mucho menos abusivo, en verdad, que el absolutismo monárquico y los privilegios aristocráticos del siglo XVIII. Más tarde, el Romanticismo reivindicó la Edad Media y vulgarizó el concepto de “lo medieval” dotándolo de connotaciones novelescas y pintorescas. Lo medieval quedó asociado a torneos, cortesía, elfos y hadas, caballeros fieles y príncipes magnánimos. Esta mitificación romántica tuvo su origen en Alemania y cumplió una función ideológica y política importante en la afirmación de la identidad nacional y la búsqueda del período más genuinamente germánico de su pasado. La historia posterior a la prístina Edad Media se entendió como una progresiva corrupción del espíritu germánico debida a su contacto con los pueblos mediterráneos. De allí viene también la teoría del comunismo primitivo de las tribus germánicas, pervertido por el concepto de propiedad de los romanos. Hasta Marx y Engels se hicieron eco de estos mitos. La reacción anti-idealista y anti-romántica de la segunda mitad del siglo XIX, agudizada por la atmósfera positivista de finales de ese siglo, trajo, además de la moda neoclásica en las artes y la arquitectura, un rebrote del prejuicio anti-medieval. Así es como esa Edad Media, distorsionada por la desvalorización humanista, el desprecio iluminista y positivista y la mitificación romántica, es la que heredó nuestra época y configuró la opinión común contemporánea. Baste como ejemplo, un caso reciente muy local: con motivo de la noticia de la inminente caída del régimen caudillista y clientelar de los Juárez en la provincia de Santiago del Estero, el diario Página 12 titula en primera plana: “El fin de la Edad Media”.8 ¿Puede haber un ejemplo más elocuente de la manera en que la Edad Media se ha vulgarizado como sinónimo de lo retrógrado y de lo injusto? A todo esto hay que agregar el problema de la pertinencia de la Edad Media como período histórico, como concepto historiográfico. La primera pregunta que surgió ni bien comenzó a usarse el nombre de Edad Media fue: ¿cuándo se supone que comienza y termina este “intervalo medieval”? Petrarca sitúa el comienzo de la Edad Media en el momento en que “el nombre de Cristo comenzó a ser célebre en Roma y a ser adorado por los emperadores” 8
Diario Página 12, edición del 22 de febrero de 2004.
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(apud Heers 1995: 48) y habla de Simone Martini y Giotto como artistas de un tiempo posterior. En España, por ejemplo, el humanista Alfonso García Matamoros (1490-1550) en su libro apologético Pro adserenda hispanorum eruditione sitúa los límites entre Boecio y Nebrija. Como vemos, no hay un solo criterio sino vagas referencias literarias y artísticas. Habrá que esperar hasta el siglo XVII para encontrar esta etiqueta de polemistas convertida en un concepto historiográfico. En efecto, Cristóbal Keller, que había publicado en 1685 una Historia antiqua que terminaba con el emperador Constantino, escribió una Historia Medii Aevii (publicada en 1688) que abarcaba de Constantino a la caída de Constantinopla (1453). Con estas fechas comienza a estabilizarse la Edad Media como período histórico. Desde luego, no hay que perder de vista el hecho de que periodizar es una operación cultural perfectamente legítima, orientada a la comprensión del pasado manejando bloques temporales de manera homogénea, como un modo de superar la imposibilidad para la memoria colectiva de captar el magma del pasado aislando cada elemento. Pero el problema subsiste y sigue preocupando a los historiadores. En cuanto al inicio del período medieval, además de la fecha adoptada por Keller, se ha propuesto la conquista y saqueo de Roma por el caudillo godo Alarico en el 410 y la caída del último emperador romano de Occidente, Rómulo Augústulo, en 476. Mucho más insegura y discutible es la datación de su final: antes que el hecho tomado por Keller, se suele aceptar vulgarmente como límite cronológico el “descubrimiento” de América por Cristóbal Colón (1492). Pero aun aceptando que estas son convenciones del discurso historiográfico orientadas a facilitar la comunicación de unos conocimientos (nadie está diciendo que la mañana del 13 de octubre de 1492 la gente se despertó en la Edad Moderna, como ironiza el excelente chiste incluido en el film de Woody Allen Todo lo que usted quería saber sobre el sexo y no se atrevía a preguntar, cuando un ansioso bufón está luchando para abrir el cinturón de castidad de su señora), aun con esta salvedad, digo, la gran dificultad reside en el hecho de que ni siquiera una región tan pequeña del mundo como es Europa se desenvuelve históricamente como un bloque homogéneo. Cada país tiene su propia cronología: así, por ejemplo, en el caso de Italia la Edad Media termina ya con la aparición de Petrarca, a mediados del siglo XIV; mientras que en Alemania los hechos liminares serían la rebelión de Lutero y la elección de Carlos V como emperador (1517-1519); por su parte, Francia estaría concluyendo su período medieval con el inicio de las grandes conquistas de Carlos VIII en 1494, e Inglaterra, con el fin de la Guerra de las Dos Rosas y la instauración de la dinastía Tudor, en 1485. Hasta un historiador tan autorizado como Jacques Le Goff viene proponiendo una audaz prolongación de la Edad Media hasta la Revolución Francesa (1789), una idea que, confieso, cada día me resulta más atractiva. Además de su origen arbitrario, además de sus límites interminablemente re-dibujados, todavía subsiste un inconveniente mayor: ¿cómo entender todo un milenio de historia humana (al menos de un sector relativamente grande de la humanidad) como un único bloque homogéneo? La historiografía actual ha visto aquí la mayor dificultad, por lo que ha recurrido al expediente de agregar adjetivos, a fin de otorgar mayor precisión a la periodización. Así es como se habla de una “temprana”, “alta”, “plena” o “baja” Edad Media, según el caso. Pero esta solución al mismo tiempo pone en evidencia la inadecuación del término. Limitándonos a cuestiones literarias de España: ¿cómo sostener que los cantares de gesta de finales del siglo XII y la Celestina de fines del XV son igualmente “medievales”? Todas estas observaciones e interrogantes ponen suficientemente en claro, entonces, que el adjetivo “medieval” no alude a ninguna realidad histórica concreta. Tenemos, por último, el término “española”. Aquí la cuestión es más compleja, porque no se puede decir que la palabra y el concepto de España y español no hayan existido en ese período. Lo que no existió fue una entidad geopolítica que correspondiera a ese nombre. Tampoco puede decirse que los hombres de la Edad Media designaran con ese nombre sólo al espacio geográfico, porque –como puntualiza Maravall (1964: 556)– la concepción del territorio como fragmento de un espacio abstracto y absoluto sólo se difundió en Europa una vez aceptados y generalizados los supuestos de la física newtoniana. De modo que “lo español” pertenecía más bien al orden del imaginario político medieval de la Península Ibérica. Remitía por un lado a la idea de la unidad perdida, en el marco
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de la ideología neo-goticista, que trata de aprovechar para distintas unidades políticas (León, Castilla, Aragón) la tradición romano-visigótica, reclamándose en cada caso legítima heredera. Aludía, por otro lado, a la idea de la unidad a recuperar, fundamento ideológico de la lucha contra los hispano-musulmanes del Al-Andalus que apela a la idea de “reconquista”. Por todo ello, podemos decir que el término “español” tal y como lo entendemos hoy está ligado a connotaciones muy diferentes a las que pudo tener en la Edad Media, aunque más no fuera porque en el medio han tenido lugar la construcción histórica de un estado y la elaboración ideológica del concepto de nación. Sea como fuere, me interesa resaltar que “España” o “español” no tenían correspondencia con lo real: no voy a detenerme en los detalles del complejo proceso que llevó a la fragmentación política de la Península luego de la entrada de los musulmanes y a una mezcla cultural sin parangón en el resto de Europa. Baste con señalar los siguientes puntos: la invasión musulmana puso en relación –de modo muy traumático, obviamente– una población constituida por una mayoría hispano-romana y una minoría visigoda (totalmente romanizada luego de tres siglos de convivencia) con un contingente invasor que estaba muy lejos de ser homogéneo (árabes, “sirios” y una mayoría de beréberes africanos). Semejante heterogeneidad en la población y en la cultura se vio pronto enriquecida por las comunidades judías, presentes tanto en las regiones cristianas como musulmanas de la península, y por grupos híbridos culturalmente, como fueron los mozárabes (es decir, cristianos que vivían en territorio musulmán) y los mudéjares (españoles musulmanes que vivían en territorio cristiano). Todavía tendremos que, al concluir la Reconquista, los mudéjares que permanecieron en la Península se llamaron moriscos y constituyeron una minoría que persistió, perseguida, sometida, obligada a la conversión, hasta que fue expulsada a principios del siglo XVII. De modo que durante un extenso período que arranca a principios del siglo VIII y llega a principios del siglo XVII tenemos: cristianos (navarros, gallegos, asturianos, aragoneses, catalanes, portugueses, leoneses, castellanos), moros (españoles musulmanes de Al-Andalus), judíos (comunidades protegidas en Al-Andalus, toleradas en los reinos cristianos), mozárabes (cristianos entre musulmanes), mudéjares (musulmanes entre cristianos) y moriscos (minoría musulmana en España); todos ellos legítimamente españoles. Teniendo en cuenta esta realidad histórica debemos preguntarnos: ¿hasta qué punto los medievalistas estudiamos literatura “española”? Por un problema de especialización académica y de formación disciplinar se hace muy difícil investigar, con la misma versación y solvencia –y de manera conjunta– las literaturas hispano-latina, galaico-portuguesa, hispano-árabe, hispanojudía, aljamiada, catalana y castellana. En nuestro país, de hecho, por razones lingüísticas e histórico-culturales relevantes para un hispanoamericano, nuestro campo se reduce en gran medida a la literatura castellana. Sea como fuere, el punto es que no hay modo de aludir a una cultura o a una literatura “española” homogénea en el período que nos interesa. Así, pues, llegamos a la forzosa conclusión de que nuestro objeto de estudio no es “literatura”, no es “medieval” ni es “española”. Aquí me encuentran ustedes, entonces, investigando algo que no existe. Pero debo advertir que no es mi intención proponer ahora una nueva terminología. En este sentido, debo confesar que me encuentro bastante cercano a la opinión del historiador Gérard Noiriel (1997) sobre la proliferación de terminologías, que sólo conducen a la confusión y a la tergiversación conceptual, lo que constituiría, a su vez, una de las causas de la desaparición del trabajo colectivo, uno de los signos de la actual “crisis” de la historia como disciplina científica. Algo parecido, creo, estaría pasando en el campo de las Letras, 9 de modo que, una vez hecha esta crítica bastante pormenorizada de la nominación misma de nuestro 9
El agudo comentario de Régis Debray sobre el mundo intelectual contemporáneo (“La comunidad de quienes sólo tienen en común sus diferencias se enfrenta cotidianamente a un problema sin solución definitiva: ¿cómo lograr que mis iguales me reconozcan oficialmente como alguien sin igual? ¿Cómo imponerme como excepcional en un mundo en el que la excepción es la regla general? No es fácil ser único colectivamente.”, Le pouvoir intellectuel en France; apud Noiriel 1997: 123) pinta con bastante exactitud nuestro ambiente universitario y da cuenta del contexto en el que la proliferación terminológica o la tergiversación semántica de términos conocidos tiene lugar.
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objeto, creo necesario insistir en que estas palabras –literatura, medieval, española– son nuestra herencia y, además, sirven al propósito de hacernos entender en el ámbito de la comunidad científica literaria, siempre y cuando tengamos presente su carácter convencional.
III La especificidad histórico-cultural de nuestro objeto De todos modos no era mi intención llevar las cosas a una cuestión de disquisiciones terminológicas. Me interesaba explayarme en estas inadecuaciones para ilustrar una serie de fenómenos que tienen que ver con la especificidad del objeto del hispano-medievalismo; o más precisamente con la especificidad de la investigación literaria de la literatura castellana de los siglos XII a XV, que tal es el ámbito concreto de mi especialidad. En primer lugar, habría que decir que la suma de confusiones que hay en torno de la noción de literatura tiene su fuente principal –esa es mi convicción– en la radical alteridad del texto medieval, que está en correlación, obviamente, con la radical alteridad de la cultura medieval. Uno de los ejercicios intelectuales más entusiasmantes y maravillosos (al menos espero que compartan el entusiasmo que yo siento) que nos propone esta especialidad es tratar de captar de la manera más profunda posible cuán “otra cosa” es la textualidad medieval. Para ello se hace necesario reponer una cantidad importante de información histórica y, a la vez, aplicar al máximo nuestra imaginación histórica. Así se logrará al menos vislumbrar un mundo cuya lógica nos resulta absolutamente ajena. Al mismo tiempo habrá que potenciar nuestra imaginación dialéctica para captar los caminos a través de los que ese mundo tan otro, tan ajeno, repercute en nuestro presente. Estos ejercicios permiten iluminar historias y fenómenos inesperados. El choque del pasado con el presente hace saltar chispas, breves iluminaciones de fenómenos en los que estamos involucrados de manera no consciente. Un ejemplo: Jacques Le Goff dedica un libro denso y muy interesante al estudio del nacimiento del Purgatorio (la idea de un tercer lugar, situado entre el Cielo y el Infierno en el esquema cristiano de la salvación). Allí plantea que quien estudie este tema y no preste atención al fenómeno muy concreto del pasaje del adjetivo (tiempo purgatorio) al sustantivo (ingresar al Purgatorio), ocurrido entre 1150 y 1200, dejará escapar, al mismo tiempo que la posibilidad de poner en claro una época decisiva y una profunda mutación en la sociedad, la ocasión de determinar, a propósito de la creencia en el Purgatorio, un fenómeno de gran importancia en la historia de las ideas y las mentalidades: el proceso de espacialización del pensamiento. (Le Goff 1981: 12-13; las itálicas son mías)
El pasaje es una verdadera perla: la indagación en esa cultura tan ajena a nuestros parámetros no solamente permite iluminar un aspecto de la religión cristiana que, tanto creyentes como no creyentes, solemos dar por descontado que siempre formó parte del dogma, sino que también –y esto es lo más importante– vuelve inesperadamente patente la historicidad de una condición de nuestros modos de pensar de la que casi no tenemos conciencia: su impregnación de metáforas espaciales (centro-periferia, lo marginal, campo intelectual, punto de vista). La historia de una cuestión abstrusa desarrollada durante 50 años hace ocho siglos se convierte en un episodio relevante de la historia de los particulares parámetros de la mentalidad contemporánea. Otro ejemplo: Georges Duby dedica un libro a estudiar el modelo trifuncional que organiza la sociedad medieval (oradores, defensores y labradores) y allí comenta la dificultad para encontrar menciones explícitas de este modelo en los escritos medievales: La figura trifuncional era tan trivial que ninguno de estos escritores pensó en comentarla, ninguno pensó en el destino que debía cumplir en su discurso teórico. Por ser inmemorial,
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estaba al margen de cualquier discusión […] Estaba tan fuera de discusión como lo está, por ejemplo, en la segunda mitad del siglo XX, la bipartición ideológica que pretende convencernos de la existencia autónoma de una cultura “popular”. (Duby 1980: 143)
Resulta fascinante la manera en que la comparación –que busca explicar una dificultad documental de su investigación histórica y un hábito de esa cultura distante– nos sacude un presupuesto que normalmente damos por sentado, cómo se ilumina con una luz diferente un fenómeno casi trivial en nuestros días. Podría decirse que la investigación literaria en el campo del hispano-medievalismo nos sitúa frente a un universo cultural que es una suerte de novela inmensa atravesada por centenares de hilos argumentales. Y nuestra lectura sólo puede recuperar algunas de esas tramas y concretarlas en una historia dotada de sentido, una historia que, en su concreción final, bien puede ser sorpresivamente distinta a la que en principio planeábamos reconstruir. Pero volvamos un momento al objeto concreto de esa investigación y adelantemos algunos rasgos específicos. Ampliemos primero nuestra mirada para abarcar el ciclo civilizatorio medieval. Lo que distingue la cultura medieval de la cultura antigua o de la moderna y contemporánea son las condiciones materiales y las tecnologías disponibles para la producción, circulación y almacenamiento de los productos del arte verbal. Esas tecnologías tienen que ver con una acción física directa (la actividad vocal y manual). Por lo tanto, el rasgo específico sería la coexistencia de oralidad y escritura en el seno de una sociedad mayoritariamente iletrada. Esta coexistencia nos enfrenta a una de las muchas paradojas que tiene esta cultura tan peculiar: la oralidad y la escritura son simultáneamente hegemónicas. Por una parte, la cultura medieval presenta un caso de oralidad secundaria, según la tipología de Paul Zumthor (1989: 20-21), donde la mayoría de la población es analfabeta pero conoce la existencia de la escritura. Y esta escritura, aunque sólo la practique una minoría letrada, influye de modo determinante en la vida de toda la sociedad, como ocurre con la informática en nuestros días, según nos recuerda Brian Stock (1989: 47). En este sentido es que podemos decir que la escritura tenía una posición hegemónica, ya que quienes operaban con esa tecnología estaban ligados a los sectores sociales que ejercían una autoridad, fuera ésta política, religiosa, jurídica o científica. Pero al mismo tiempo, y dado que la inmensa mayoría de la población no sabía leer ni escribir, los productos del arte verbal circulaban, casi sin excepción, por canales orales. Esto significa que toda esa masa textual fruto de la escritura a mano fue compuesta para ser escuchada, ya fuera mediante el canto, la recitación o la lectura en voz alta. El hecho de que todos los textos medievales fueron escuchados y sólo en un mínimo porcentaje fueron leídos implica todo un desafío a nuestra capacidad de comprensión histórica: las posibilidades de llevar adelante un análisis textual o una investigación mediante la sola escucha de nuestra materia documental son ínfimas; nuestros parámetros de percepción no están ni remotamente preparados para encarar una tarea semejante. En este sentido, entonces, en que la vista cede su preeminencia al oído, es que podemos hablar de una hegemonía de la oralidad en la cultura medieval. Una última aclaración: es importante que evitemos pensar en la coexistencia de oralidad y escritura como en la mera contigüidad de mundos estrictamente separados (esa es una de las críticas que Joyce Coleman [1996] hace a los oralistas). Al contrario, hay que pensar en fenómenos de cruce, de interpenetración, aún de fusión provocada por la contienda entre prácticas discursivas que utilizan una u otra tecnología, o ambas.
IV El texto medieval
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Una vez esbozado este marco cultural general, estrechemos nuestro enfoque en el núcleo central de nuestro objeto: el texto medieval. Es mi convicción que, dentro de la tradición occidental, han existido tres clases de texto: el texto antiguo (ligado a la materialidad del rollo), el texto medieval (ligado a la materialidad del manuscrito) y el texto moderno (ligado a la materialidad del libro impreso). Podríamos arriesgar la hipótesis de una cuarta clase: el texto posmoderno (ligado a los medios electrónicos, digitales, informáticos), que por obra de formas inusitadas de recepción como el zapping y el surfing estalla en la fragmentariedad heterogénea del texto flujo.10 No necesitamos mayores explicaciones de lo que es el texto moderno en tanto objeto cultural, porque es parte de nuestra vida, porque lo usamos cotidianamente. Pero sí necesitamos hacer un gran esfuerzo para captar lo que es el texto medieval, debido a su carácter premoderno, pre-burgués. Nos exige, como decía más arriba, un ejercicio de imaginación y un juego de comparaciones para vislumbrar este objeto a partir de lo que no es. Nos exige estar alertas ante las similitudes engañosas, ante su aparente modernidad, su aparente vanguardismo. Voy a mencionar aquí sólo tres rasgos específicos para que empecemos a entender nuestro objeto. En primer lugar, el texto medieval es un texto oral. Cuando se lee un texto medieval en un libro impreso, se está realizando una actividad absolutamente impensable en la Edad Media. En principio, porque, como ya dije, la imprenta no existía. Toda obra literaria dependía completamente de la voz y de la mano, es decir, se originaba en la oralidad y en la manuscritura. Este tránsito obligado de todo texto por la voz tiene consecuencias enormes: a) El texto oral presupone, como contrapartida, el carácter colectivo o comunitario de su recepción, lo que, a su vez, plantea una muy peculiar interacción entre el público y el emisor (que sólo en determinadas condiciones coincide con el compositor del texto). En este sentido, hay que entender que la escena de una persona leyendo en silencio y en soledad representa un caso absolutamente excepcional dentro del fenómeno general de la recepción medieval. b) Retomando lo que comentara poco más arriba, el efecto de alteridad que nos provoca la naturaleza oral del texto medieval se hace marcadamente evidente cuando tratamos de imaginar nuestro trabajo con semejante material: ¿cómo analizaríamos un relato que sólo hemos escuchado una vez o pocas veces? No tenemos posibilidad de fragmentar, de volver atrás, de releer y subrayar. Todo es recibido (visto y escuchado) en un tiempo homogéneo, ininterrumpido y único. Evidentemente, necesitaríamos de herramientas que hoy no tenemos, como, por ejemplo, una memoria auditiva mucho más desarrollada. Y también, ¿cómo escribiríamos una obra si supiéramos de antemano que ésta va a ser escuchada y no leída? Sin duda, tendríamos que apelar a una serie de recursos para asegurarnos de que lo que nos importa destacar de nuestra obra sea claramente inteligible y se grabe en la mente del público. De la misma manera el escritor medieval veía afectado su modo de componer por el carácter oral de la difusión de su texto: la expresión era más enfática; se apelaba a diversos tipos de repetición. c) Con el texto oral cambia sustancialmente la importancia y la naturaleza misma de la memoria. Para entender esto, es necesario distinguir entre memorización y memoria.11 Así, por ejemplo, un narrador oral no memoriza las historias que cuenta, sino que las recuerda. Para eso se vale de ciertas frases formulares y de ciertas secuencias fijas: recursos para la expresión rápida de un contenido narrativo. Por su parte, el público poseía una memoria mucho más desarrollada que la nuestra; probablemente estuviera en condiciones de repetir con mayor detalle lo visto y escuchado en un espectáculo juglaresco de lo que nosotros podemos contar de lo presenciado en una función de teatro o de cine. Pero en el caso de textos culturalmente más fundamentales, esa memoria tan ejercitada se potenciaba aún más mediante el aprovechamiento de ciertos recursos visuales. Un ejemplo típico son los vitreaux de las iglesias y catedrales: evidentemente no están allí para cumplir una función estética, o meramente decorativa, ni siquiera simbólica; cumplen básicamente una función didáctico-narrativa, una función comunicativa. Recuerdo especialmente los maravillosos vitreaux que se encuentran en el piso 10
No se ven programas televisivos específicos, se ve televisión; no se visitan sitios de Internet específicos, se navega por la red. 11 Véanse al respecto los sugerentes comentarios de Michel Riffaterre 1991.
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superior de la Sainte-Chapelle, que en el siglo XIII mando construir el rey San Luis en la Ille-deFrance, en el centro de París, para guardar una reliquia de la cruz de Cristo. En cada flanco de la nave de la capilla se representan escenas del Antiguo Testamento y escenas del Nuevo Testamento ordenadas cronológicamente, de abajo hacia arriba, de izquierda a derecha. El impacto de la belleza del conjunto en nuestra sensibilidad estética no debe hacernos olvidar que esas imágenes y su misma disposición constituyeron, en primer lugar, una apoyatura eficaz para la transmisión de los relatos fundamentales de las Sagradas Escrituras por parte de los sacerdotes y clérigos. Tales son las apoyaturas de la memoria de un público que luego, mediante la contemplación de los vitrales, recuperará las palabras escuchadas, recordará los detalles del relato.
La Sainte-Chapelle (Paris) Se trata, entonces, de un caso muy ilustrativo de utilización de los medios audiovisuales para la fijación de los relatos fundamentales de la cultura medieval en la memoria de la comunidad. Se trata de una técnica que, de hecho, ha durado hasta el siglo XX. Baste recordar la escena en que un “relator ambulante” cuenta la historia de un asesinato a los habitantes de un pueblito congregados en la plaza en el filme El crimen de Cuenca, de Pilar Miró. d) El texto oral es una prueba elocuente del enorme influjo que la oralidad ejerce sobre la escritura. Basta detenerse en la prosodia, en la organización sintáctica de los textos medievales para entender cuán apropiado resulta el nombre que Germán Orduna prefería para la escritura (retomando un concepto de Koch 1993): oralidad elaborada (Orduna 2001). Esto puede apreciarse con cierto detalle en un interesante artículo de Suzanne Fleischman (“Philology, Linguistics, and the Discourse of the Medieval Text”, 1990), en el que plantea que las anomalías y las incoherencias de la gramática y de la ortografía de las lenguas romances, tal como aparecen en los textos, se deben a que esas lenguas no son todavía idiomas fijados por un código escrito. El castellano antiguo es un lenguaje hablado, el instrumento comunicativo de una comunidad oral que lenta y trabajosamente se va adaptando a las pautas formales de la escritura. Un fenómeno análogo contemporáneo podría ser la transcripción fiel de la lengua coloquial, con sus inconsecuencias, sus reiteraciones, sus frases inconclusas. e) Las condiciones de la oralidad también ejercen un influjo decisivo en la lectura. Los mismos mecanismos que mencionaba al hablar de los recursos audiovisuales para estimular la memoria también actúan en el texto escrito. En rigor, la escritura debería entenderse, en este
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contexto, como un sistema limitado e incompleto de signos visuales que ayudaba a los lectores a recobrar representaciones más extensas. El influjo oral se pone de manifiesto en el hecho de que la lectura medieval no es una decodificación de signos contiguos en una secuencia lineal, sino que es la proyección de esos signos sobre paradigmas simultáneos presentes en la memoria. La inteligibilidad del registro escrito se produce cuando se lo vocaliza, cuando se lo pronuncia en voz alta. La lectura, entonces, supone un proceso de recuperación de discursos almacenados en la escritura. Algo similar a la recuperación de documentos (la función retrieve) en la computadora. Precisamente una comparación con lo que ocurre en el ámbito de la informática puede ilustrar mejor esta peculiaridad de la lectura medieval. La oralidad hegemónica de la cultura medieval hace del fenómeno excepcional de la escritura un elemento cultural que no tiene nada que ver con la escritura contemporánea. En nuestra sociedad alfabetizada los mensajes escritos son absolutamente transparentes; nuestra mente descifra en forma casi automática e instantánea los caracteres gráficos de los mensajes viales o publicitarios que vemos pasar velozmente mientras viajamos por una autopista (para mencionar un caso de lectura involuntaria). En cambio, la escritura medieval es un arduo código cifrado, completamente opaco para la inmensa mayoría de la población. Esa escritura equivale a lo que en informática se llama “lenguaje máquina”, es decir, un código que no podemos leer directamente. A su vez, la lectura medieval sería equivalente al uso de una interfase que nos permite recuperar el contenido de un diskette o de un CD-Rom convirtiéndolo en un documento legible en pantalla. El clérigo alfabetizado medieval cumple las veces de un computador personal que vuelve inteligible el código escrito, reponiendo las pausas, la entonación y todos los elementos suprasegmentales que convierten la sucesión de caracteres gráficos en un discurso comprensible (recordemos que en la escritura medieval no existe un sistema exhaustivo ni universal de puntuación –o al menos no se ha podido descubrir el criterio que rige los signos aparentemente erráticos que encontramos en los manuscritos). Una vez recuperados todos esos elementos orales, el texto escrito se vuelve comprensible. De modo que el momento de la comprensión (reposición de la oralidad) sería el equivalente de nuestra lectura. Soy consciente de que esta comparación puede parecer un tanto estrambótica, pero creo que ver las cosas desde este ángulo inesperado está justificado por los propios testimonios medievales. Un pequeño ejemplo del arduo y complejo trabajo que supone la lectura medieval lo ofrece esta breve historia ejemplar incluida en el Calila e Dimna: Et por ende, si el entendido alguna cosa leyere deste libro, es menester que lo afirme, et que entienda lo que leyere [...]. O non sea atal commo el ome que dezían que quería leer gramática, que se fue para un su amigo que era sabio. Et escrivióle una carta en que eran puestas las partes del fablar. Et el escolar fuese con ella a su posada, et leyóla mucho, pero non conoçió nin entendió el entendimiento que era en aquella carta, et la decoró [= la aprendió de memoria] et súpola bien leer. Et açertóse con unos sabios, cuidanto que sabia tanto commo ellos, et dixo una palabra en que herró. Et dixo uno de aquellos sabios: –Tú herraste en que dezías, ca devías dezir así. Et dixo él: – ¿Cómo herré, ca yo he decorado lo que era en una carta? Et ellos burlaron dél porque non la sabía entender, et los sabios toviéronlo por muy grant neçio. (Cacho Blecua-Lacarra 1984: 92-93)
Podría pensarse que el cuento simplemente ilustra la necesidad de la correcta interpretación mostrando un “ignorante que quería pasar por sabio” (como los editores titularon el cuento); pero tengo para mí que lo que se busca ejemplificar aquí es una operación más elemental: la de la lectura comprensiva. En efecto, este caso nos estaría dando una idea bastante clara de que la lectura de un texto requería, para gran parte de los letrados, un proceso de familiarización previa (reposición de la voz, entonación y pausa) antes de que la lectura fuera inteligible. La capacidad de leer a primera vista era, evidentemente, signo de gran erudición. También nos indica que la lectura se hacía habitualmente en voz alta. Aparentemente –al respecto hay alguna controversia, pues los testimonios no son concluyentes–, era habitual que aún el lector individual lo hiciera en
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voz alta, o mejor, murmurando para sí las palabras del texto. 12 Sea como fuere, la práctica de la lectura silenciosa sólo se convirtió en habitual y dominante en el siglo XIV y tuvo consecuencias culturales amplísimas. Volviendo a nuestra analogía informática, la lectura medieval silenciosa y a primera vista equivaldría a la posibilidad de una lectura directa del lenguaje-máquina. En fin, creo que ha quedado suficientemente ilustrado hasta qué punto el texto medieval es un texto oral. En segundo lugar, el texto medieval es un texto manuscrito. Cuando hablamos de escritura, estamos hablando –y disculpen tanta insistencia– de escritura a mano. Esto le da al fenómeno de la producción o reproducción del texto (al copiado) un carácter muy singular. Si bien es cierto que el registro escrito permite una fijación del texto impensable en el ámbito cambiante e inestable de la oralidad, en el contraste con el texto impreso rápidamente comprobamos que todavía conserva mucho de esa inestabilidad de lo oral. Como cada recitación, cada copia manuscrita de una obra tiene variantes. Para entender cómo es que la copia manuscrita está lejos de ser un acto mecánico, neutro y transparente, basta que pensemos un momento en el siguiente contraste: por un lado, un impresor, un técnico artesano, arma con sus tipos móviles la caja de escritura de una página; tal es el mínimo lapso de intervención humana antes de que la máquina se encargue de reproducir indefinidamente la misma imagen tipográfica; la factura del libro parece avanzar por cuadros fijos. Por otro lado, el copista, pero también escritor, y por lo tanto, a la vez técnico e intelectual, avanza linealmente sobre un papel trazando signos de acuerdo con un ritmo de pausas dictado por su cuerpo y por su mente: cada pausa será una posibilidad concreta de modificación de su modelo, se abrirá a un paradigma de elecciones léxicas, sintácticas, estilísticas, cada reanudación derivará hacia el encuentro o el desvío del modelo, un modelo percibido con la inestabilidad de las pulsaciones que marcan las fatigas y las concentraciones de un trabajo prolongado; la factura del códice parece avanzar por una línea oscilante, unidimensional, paradójicamente contenida por una prodigiosa uniformidad caligráfica, fruto de la tenacidad y la disciplina. El abismo que separa estas escenas nos da una idea de la distancia mental a recorrer en nuestro intento de comprender la productividad intrínseca del trabajo de escritura. Tomada globalmente, la labor del copista está pautada por miríadas de pequeñas decisiones que, reunidas en un nivel de generalidad superior, condensan la convergencia de diferentes perspectivas (puntos de vista genéricos, orientaciones ideológicas, intencionalidades políticas) y la distribuyen en un nuevo plano discursivo. Me interesa destacar aquí cómo este trabajo intelectual depende de la materialidad concreta de los trazos lineales sobre rectángulos de papel realizados con la mano. En esa base tecnológica baso mi idea de la productividad de la escritura medieval, que engloba en un solo movimiento la literalidad y la variación como fuentes simultáneas de su verdad, de su hegemonía, de su legitimidad. 12
Es conocido el testimonio que ofrece San Agustín en sus Confesiones al dar una descripción admirada de la habilidad de su maestro San Ambrosio para leer en silencio: “Cuando leía, hacíalo pasando la vista por encima de las páginas, penetrando su alma en el sentido sin decir palabra ni mover la lengua. Muchas veces, estando yo presente –pues a nadie se le prohibía entrar ni había costumbre de avisarle quién venía–, le vi leer calladamente, y nunca hacerlo de otro modo” (Vega 1968: 233). El valor de este pasaje ha sido puesto en duda últimamente. En el marco de la discusión en torno de la inexistencia o excepcionalidad de la lectura silenciosa en la Antigüedad greco-latina, A. K. Gavrilov (1997) interpreta que lo que sorprende a San Agustín no es la lectura silenciosa de San Ambrosio, sino el hecho de que la practique en presencia de sus feligreses como una forma de poner distancia con ellos. Sin embargo, la manera detallada en que Agustín describe la conducta de su maestro indica claramente que hay algo relevante y excepcional en el acto mismo de leer en silencio. En todo caso, el valor del pasaje para ilustrar la infrecuencia de la lectura silenciosa queda, a mi entender, vigente.
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Por supuesto, no es la misma variación para todos los tipos de textos: hay un mayor respeto y un mayor celo por la copia fiel cuando se trata de la Biblia o de los clásicos, mientras que hay mayor libertad cuando se trata de obras escritas en lenguas vernáculas. Este fenómeno ha sido nominado mouvance por Paul Zumthor (1972) y variance por Bernard Cerquiglini (1989). El planteo básico de éste último es que el texto medieval no tiene variantes, sino que es variación permanente. Y aquí nos topamos con otra de las grandes paradojas de la cultura medieval. El respeto por la tradición y el gusto por la repetición hacen que ningún escritor desee escribir algo nuevo. Al mismo tiempo, la lógica de la variación hace que cualquier copia nunca sea una repetición exacta de lo anterior, siempre tiene algo nuevo. C. S. Lewis lo dice de este modo: We are inclined to wonder how men could be at once so original that they handled no predecessor without pouring new life into him, and so unoriginal that they seldom did anything completely new. (Lewis 1964: 209)
Este juego de la variación sólo desaparecerá con la imprenta, es decir, con la invención del copista mecánico, y esto marcará el fin de la cultura medieval y el comienzo de la cultura moderna.13 En este sentido, podríamos decir que el proceso cultural medieval se caracteriza por un lento avance de la escritura a mano sobre la oralidad, hasta que su culminación hegemónica se desvanece por la aparición de la imprenta y el consiguiente cambio de escenario de la contienda discursiva. Al proponerles este modelo descriptivo y explicativo estoy partiendo de una premisa: la evolución de las mentalidades, de los modos de pensar, de las modalidades de producción artística y verbal, está bajo el influjo de la evolución de los medios tecnológicos de comunicación. De inmediato hay que aclarar que influjo no equivale a determinación. Y menos aún significa causa suficiente y exclusiva. Por ejemplo, la imprenta se conoció en China varios siglos antes que en Occidente, pero no influyó en la vieja sociedad imperial como lo hizo en Europa. Había en el contexto histórico europeo un elemento diferente que tuvo un efecto revolucionario en la cultura: el humanismo renacentista. En tercer lugar, el texto medieval es un texto fundacional. Este rasgo está relacionado con los textos escritos en lengua romance, o mejor, en lenguas vernáculas. Aquí es donde resulta más fácil percibir la revolución cultural que implicó la puesta en escrito de lenguas no codificadas por la escritura. Pero es importante tener siempre presente que la literatura latina mantuvo su vigencia y su vitalidad durante toda la Edad Media y el Renacimiento, a la vez que estas revoluciones culturales que marcan una especificidad del ciclo civilizatorio medieval europeo también se dieron en el ámbito de la latinidad. Basta recordar, al respecto, el brillante análisis que realiza Erich Auerbach, en Mimesis, de la transformación de la lengua latina literaria desde Ammiano Marcelino en el siglo IV hasta Gregorio de Tours en el siglo VI (Auerbach 1975: caps. III y IV), análisis en el que muestra la serie de procesos ideológicos, históricos y culturales involucrados en el paulatino abandono del uso de los casos y su reemplazo por preposiciones y en la desarticulación del discurso clásico en diversas formas vulgares de acumulación.
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Por supuesto que tampoco en este caso nos encontramos con un fenómeno puntual y decisivo: el sueño de la reproducción infinita de copias por medios mecánicos se alcanzó luego de un largo proceso que arranca con la imprenta artesanal del siglo XV y culmina a principios del siglo XIX con la perfección tecnológica de la prensa mecánica, inicio a su vez de la imprenta industrial. Por lo tanto, en el período de la llamada “modernidad clásica” se conserva todavía una cierta variación textual, comprobable en las distintas emisiones de una misma edición, y una cierta mezcla de imprenta y manuscritura, visible en aquellos libros cuyas ilustraciones se coloreaban y doraban a mano, ejemplar por ejemplar (he visto en la National Gallery of Art, en Washington, un espléndido ejemplar de la Biblia en alemán que posee la más antigua serie de ilustraciones bíblicas impresas, obra del llamado Maestro de la Biblia de Colonia, activo entre 1470 y 1490, y originalmente publicada en Colonia en 1478 –el ejemplar exhibido correspondía a la edición hecha por Antón Koberger, suegro de Durero, en Nüremberg, 1483).
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Pero, aún así, para entender el carácter fundacional del texto medieval nos circunscribiremos al escrito en lengua vernácula, porque la literatura que acompaña el surgimiento de las lenguas modernas es, lógicamente, una literatura fundacional. Uno de los fenómenos más llamativos y enigmáticos de la cultura medieval es el contraste entre la sofisticada elegancia de los textos latinos de los siglos XII y XIII y la rudeza de los textos en lengua vernácula de esos mismos siglos. La literatura parecería aquí confirmar una concepción organicista, con sus períodos de infancia, juventud, madurez y vejez (en este caso, el contraste entre la madura literatura latina y los infantiles experimentos textuales vernáculos).14 Pero sabemos que esa concepción no es la más fructífera. Lo que podemos decir, en cambio, es que la escritura en una lengua nueva (como lo era el castellano en los siglos XI y XII) debe comenzar de cero el proceso de optimización de la función estética de esa lengua. Al subrayar este “punto cero” que implica lo fundacional, estoy poniendo el acento en el hecho de que los textos vernáculos no son una pura y simple continuación de la tradición literaria latina con un mero cambio de lengua, del latín al vernáculo. Por el contrario, estamos aquí frente a un fenómeno mucho más complejo y relevante. Pocos lo han dicho de manera tan clara como Alberto Vàrvaro: Un cambio de lengua implica muchas otras cosas: búsqueda de un público distinto y de un tipo de relación nueva con él, cambio de óptica con relación al patrimonio cultural del pueblo, elaboración de una cultura con ámbito, intenciones e ideales propios, y hasta la formación de una tradición específica, mucho más vital y decisiva para la cultura occidental moderna. (Vàrvaro 1983: 81-82)
Vàrvaro habla aquí de las lenguas romances en general; en mi caso, dentro de mi especialización como hispano-medievalista, me ocupo de una sola de ellas, el castellano. En rigor, para toda persona nacida en Hispanoamérica hay en esto un punto de muy especial relevancia que está en la base de la razón de ser de estos estudios en una región del planeta que careció de Edad Media. Para todos los estudiantes hispanoamericanos, el curso de literatura medieval española ofrece la oportunidad, única en toda la carrera de Letras, de estudiar el nacimiento de una lengua literaria. Eso no es posible en las literaturas clásicas ni en las literaturas extranjeras, porque se requeriría un dominio del idioma cercano al de la lengua materna. Tampoco es posible en los cursos de las llamadas “literaturas de corte” (al menos en la Universidad de Buenos Aires existen cursos sobre “Literatura del Renacimiento”, “del siglo XIX” o “del siglo XX”) ni en las literaturas argentina e hispanoamericana, porque siempre se estarán estudiando derivaciones posteriores de una lengua literaria ya existente. Sólo en un curso de literatura medieval es posible ver el nacimiento de nuestra lengua materna en función estética. Pero la asignación de un carácter fundacional al texto producido en la Edad Media tiene resonancias más amplias en la historia y en la tradición de nuestra disciplina, así como en las actuales discusiones en torno de lo que ha dado en llamarse “teoría del canon”. Digamos, para empezar a aclarar los términos básicos de esta reflexión, que a partir de la naturaleza oral, manuscrita y fundacional de estos textos es posible aventurar una primera definición rigurosa de nuestro objeto de estudio: la producción verbal hispano-medieval como literatura emergente. El término clave en este momento de la discusión es “emergente”, de allí que sea necesario profundizar las implicancias de esta idea de “emergencia”. Por un lado, viene a suplantar la idea de “origen” como un acto puntual de creación cuasi-divina , en la que algo nace de la nada, completo en sí mismo. La noción de “emergencia”, por el contrario, remite a un proceso, a una cierta praxis cultural, a la vez que –y esto es lo más importante–, apunta a unos comienzos humildes y dubitativos. Por otro lado, y en virtud de esta condición cuasiexperimental y marginal a que hago referencia con la calificación de “emergentes”, los primeros textos en lengua romance pueden homologarse a los fenómenos que hoy se estudian como “géneros menores”, manifestaciones periféricas de la cultura (y que suelen recibir, precisamente, el nombre de “literaturas emergentes”, como en el caso del puesto universitario 14
No puedo evitar la evocación de Dámaso Alonso llamando a las glosas emilianenses “primer vagido” de la lengua castellana (Alonso 1958).
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que el crítico Wlad Godzich mantuvo hasta el año 2000 –director del Programa de literaturas emergentes de la Universidad de Ginebra). Esto es algo que nos cuesta percibir porque una prolongada operación institucional cumplida por la academia ha terminado por colocar a autores como Chrétien de Troie, Chaucer, Dante, don Juan Manuel y a obras como el Roman de la rose, el Cantar de los Nibelungos, el Libro de buen amor en los lugares más altos del canon de la literatura culta. Quizás la escena más ilustrativa de esta compleja operación histórico-institucional de canonización (y al mismo tiempo de fundación disciplinar) sea la del filólogo francés Gaston Paris declarando en el Collège de France, en 1870, que la Chanson de Roland era la expresión más elevada del espíritu del pueblo francés. Las resonancias ideológicas del caso no podrían ser más elocuentes: mientras el ejército prusiano está rodeando París, en el final de la guerra francoprusiana y ante la inminente caída del Segundo Imperio, uno de los máximos representantes de la erudición francesa del siglo XIX está colocando en el primer lugar del canon de la literatura francesa un poema que hace de una derrota (la derrota de la retaguardia del ejército de Carlomagno en los desfiladeros de Roncesvalles) la más notable experiencia heroica de la épica medieval europea. Hay ejemplos similares en la literatura española (también fruto de la contienda ideológica nacionalista entre españoles, franceses, alemanes e ingleses), que culminan con la fijación de un canon que convierte al Poema de Mio Cid, el Libro de Buen Amor, el Conde Lucanor, el Amadís de Gaula, la Celestina, las Coplas de Manrique y el Romancero en las manifestaciones más excelsas de la alta literatura, cuando en realidad, en su propio tiempo, fueron obras pertenecientes a los géneros marginales del sistema cultural y normalmente despreciados por la minoría letrada, como lo ilustra el pasaje tantas veces citado del Prohemio e carta al condestable de Portugal del Marqués de Santillana: “Ínfimos son aquellos que syn ningund orden, regla nin cuento fazen estos romançes e cantares de que las gentes de baxa e servil condiçión se alegran” (Gómez Moreno-Kerkhof, 1988: 444). Como ustedes saben, la cuestión del canon se convirtió, en las últimas dos décadas, en un escenario de polémicas y de luchas intelectuales y políticas por el impacto que tanto los estudios culturales, enfocados en las minorías étnicas y sexuales, como el llamado postcolonialismo, enfocado en la crítica del etnocentrismo del Primer Mundo, tuvieron en los ámbitos académicos, al poner en entredicho los criterios ideológicos de conformación del canon. Todo esto derivó en una corriente específica de discusión teórica, la ya aludida “teoría del canon”. Estas discusiones, mantenidas entre especialistas y en el espacio acotado de las disciplinas humanísticas, tuvieron una mayor trascendencia pública a raíz de la aparición del famoso libro de Harold Bloom, El canon occidental, que provocó mucho revuelo.15 Lo más provechoso de este proceso, lleno de malentendidos y oportunismos de toda laya, fue que estas polémicas pusieron en primer plano la necesidad de una reflexión más profunda sobre los fundamentos epistemológicos e ideológicos de las disciplinas humanísticas en general y de los estudios literarios en particular. Al proponer la calificación de “fundacional” y de “emergente” al conjunto de la producción verbal hispano-medieval, en el marco de estas discusiones en torno del canon –en este caso, el canon de la literatura española o de las literaturas hispánicas–, me interesa enfatizar una toma de posición y una agenda de investigación a seguir: no se trata simplemente de denunciar la constitución ideológica de ese canon; ni –menos aún– de descartar el conjunto de los textos canonizados y reemplazarlos por otros eventualmente marginados; de lo que se trata es de recuperar la significación histórico-cultural de toda una textualidad mediante la práctica de lecturas no canónicas (ni canonizantes) de los textos canónicos. Cuando leemos los primeros textos literarios en lengua castellana, datados a fines del siglo XII y principios del siglo XIII, si queremos alcanzar una apreciación tanto histórica como estéticamente adecuada, lo primero que debemos hacer es descartar una actitud reverencial hacia supuestos escritores absolutamente conscientes de su genialidad primigenia y de su pertenencia al grupo más prestigioso de la alta literatura. Una vez librados de esas anteojeras académicas podremos entender de qué modo una generación de espíritus inquietos, hace ocho 15
Sobre este tema es muy ilustrativo el libro de Pozuelo Yvancos y Aradra Sánchez (2000).
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siglos, gente joven e impertinente que se quería comer el mundo decidió recoger de la calle las palabras de todos los días, las palabras despreciadas por la alta cultura, las que escuchaban en sus casas desde que habían aprendido a hablar, y con esas palabras se atrevieron a componer obras de arte verbal usando las técnicas y los recursos aprendidos de la literatura latina. Cuando Gonzalo de Berceo dice: Quiero fer una prosa en román paladino en qual suele el pueblo fablar con so vecino, ca non so tan letrado por fer otro latino, bien valdrá, como creo, un vaso de bon vino.16
se está plantando ante una tradición milenaria y está apostando por una escritura nueva, por hacer de esa lengua cotidiana un instrumento de expresión artística. Esa osadía y su fortuna es lo que podemos legítimamente admirar y es lo que el hispano-medievalismo busca investigar. Tales son, pues, los perfiles de nuestro objeto de estudio.
V Condiciones de una lectura (pos)moderna de textos medievales La discusión de la naturaleza fundacional y emergente de los textos medievales nos obligó ya a discutir aspectos de nuestra práctica de investigación. Esto es inevitable, en la medida en que hay una estrecha correlación entre el objeto y el aparato disciplinar que lo estudia al mismo tiempo que lo constituye. En nuestro caso, para decirlo un poco rudamente y casi en términos de “carteles de batalla”, hay una correlación entre los estudios filológicos y literarios tradicionales y su objeto denominado “literatura medieval española”, como también la hay entre el objeto que hemos descripto como “producción verbal hispano-medieval como literatura emergente” y el hispanomedievalismo como práctica de investigación literaria. ¿Cuáles son las condiciones específicas de la investigación literaria de un objeto semejante? ¿Cuál es su marco teórico, su enfoque, su metodología? El juego dialéctico entre las condiciones materiales e históricas de nuestro objeto y los parámetros culturales de nuestra percepción crítica nos van orientando en cuanto a las características de nuestra práctica de investigación. La amplitud de tipos textuales, los múltiples combinaciones y amalgamas de lo oral, lo manuscrito y lo aural, la naturaleza preponderantemente colectiva de la recepción de los textos, la heterogeneidad de los públicos y de los ámbitos de recepción, todos estos fenómenos que propiciaron la mezcla de géneros y una migración constante de motivos, procedimientos, fórmulas, materiales narrativos y didácticos por las formas textuales más diversas, obligan a una revisión drástica de nuestros modos de lectura y comprensión para poder alcanzar una apreciación histórica y científicamente adecuada de la textualidad medieval. Cuando yo leo y relaciono un poema épico con un poema de clerecía, una colección de relatos ejemplares con una crónica, una antología de poemas a la Virgen con un tratado sobre el dogma de la Asunción, cumpliendo una práctica de lectura habitual en nuestra disciplina, estoy recortando un objeto en el que conviven obras derivadas del canon literario y productos de la cultura popular, un objeto en el que carece de toda pertinencia la distinción entre alta cultura y cultura popular, porque no hay posibilidad de entender los textos medievales si no se los considera en el marco de la producción cultural global. 16
Gonzalo de Berceo, Vida de Santo Domingo de Silos, c. 2. Cito por la edición de Aldo Ruffinatto (1992).
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Para ustedes se habrá hecho evidente, a esta altura, que en esta manera de plantear las cosas hay una deliberada homologación con la postura de los llamados estudios culturales, según la perspectiva británica de Stuart Hall, Richard Hoggarth y Raymond Williams, también llamada Materialismo cultural. Otra característica fundamental de nuestro objeto es su pertenencia a un pasado bastante alejado de nuestro tiempo, de allí que la adopción de un enfoque histórico parecería imponerse por sí sola. Pero podría plantearse que es posible una lectura no-histórica de esos textos, ya sea alegando que uno puede leer como un lector medieval, ya sosteniendo que un texto medieval puede leerse como cualquier texto contemporáneo. Estos son casos extremos, pero numerosas corrientes críticas del siglo XX han planteado una amplia gama de posibilidades de estudiar la literatura de cualquier época dejando de lado la historia (el estudio inmanentista, el esteticismo universal, el formalismo puro). De allí que la opción por considerar la dimensión histórica de los textos no sea de ningún modo una obviedad y deba, por ello, fundamentarse. En el caso concreto de los estudios medievales, lo que propongo es un enfoque histórico-crítico. Para eso parto de la base de entender la lectura como el encuentro, la puesta en contacto de dos historicidades: el pasado de la escritura y el presente de la lectura. Lo fundamental en toda esta reflexión teórica y disciplinar es, precisamente, el modo en que afrontemos la relación entre pasado y presente. Desde el punto de vista de la experiencia estética, este choque entre pasado y presente provoca en un primer momento un efecto de alteridad. Es interesante revisar esto de acuerdo con el planteo de Jauss en su artículo “Alteridad y modernidad de la literatura medieval” (1979). Nuestro primer acercamiento con el texto medieval consiste en una suerte de “test de legibilidad”, del cual resulta una incómoda experiencia de displacer, incomprensión u otras sensaciones ligadas a la comprobación de estar ante algo que nos resulta ajeno. Una alteridad lo suficientemente profunda como para borrar aún la curiosidad ante lo exótico. El siguiente paso será una consideración reflexiva de esa alteridad que nos permita entender cuáles rasgos del texto medieval dificultan nuestro goce. Así comprobaremos que la prioridad de la convención establecida sobre la expresión individual, la impersonalidad del estilo, el formulismo del registro poético, la mezcla indiscriminada de lo poético y de lo didáctico, el despliegue de un simbolismo difícil y hermético son los obstáculos más inmediatos para una apreciación del arte verbal medieval. A partir de aquí, Jauss propone aplicar la imaginación histórica para reconstruir el horizonte de expectativas del público inmediato de esos textos y para buscar su sentido mediante el contraste y la fusión con nuestro propio horizonte de expectativas. Por último, el desafío es lograr una ampliación de nuestro propio horizonte recepcional (lo que podríamos llamar “educar el oído”) que nos permita alcanzar finalmente una experiencia estética placentera, y –agrego– al mismo tiempo, la posibilidad de construir un conocimiento de esos textos y de recuperar/elaborar un sentido. Este modo de describir el proceso me parece irreprochable, pero en un punto prefiero tomar una cierta distancia. La concepción de Jauss es deudora de la perspectiva hermenéutica de Hans Georg Gadamer, en su Verdad y método, y el concepto clave aquí es el de fusión de horizontes, lo que implica fusión de historicidades, fusión de pasado y presente. En cambio, prefiero rescatar aquí el planteo de Walter Benjamin (“toda circunstancia histórica presentada dialécticamente se polariza y se transforma en un campo de fuerzas”; apud Jay 2003: 13) y, siguiendo a Martin Jay (2003), propongo suplantar la fusión gadameriana por el campo de fuerzas benjaminiano. Y esto es posible si articulamos el enfoque histórico con una disposición crítica. Ver esa relación entre pasado y presente como campo de fuerzas permite superar el desafío que Paul Zumthor nos lanzara ya en 1975: trascender la distancia histórica sin abolirla. Al mismo tiempo impide convertir nuestra actividad en la representación exacta del pasado “tal como fue” o en la imposición de construcciones presentes a un pasado moldeable y vulnerable. En efecto, el pasado no es algo que está allí para ser descubierto, ni es algo que esté aquí para ser inventado.
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Aquí es oportuno mencionar un principio formulado por Adorno: la historia no tiene significado en sí misma sino sólo en relación con el presente, y por lo tanto, sólo como concepto crítico que desmitifica el presente. Este es el meollo de la cuestión: hay una relación fuerte y yo diría inevitable entre el estudio del pasado y el presente, y el modo de aprovechar esa relación es convirtiendo la historia en un concepto crítico que ayude a desmitificar (y esta es la palabra clave) el presente. Cuando digo desmitificar no estoy homologando mito con mentira: sólo marco la existencia de un tipo de saber tomado como natural, que debe someterse a una revisión crítica para ser transformado en conocimiento. Podría decir también que cuando el pasado se aísla del presente, o el presente se aísla del pasado, caemos en este tipo de mitificación de los fenómenos. Muchas veces nuestras ideas sobre lo que es un libro, sobre la libertad interpretativa de la lectura individual, sobre la consistencia humana de los personajes literarios, sobre la muerte de la novela o de la literatura, sobre la distinción entre cultura popular y cultura culta, sobre el cambio o sobre la transgresión están más cerca del mito que del conocimiento. Dicho de otro modo, el enfoque histórico en la investigación literaria medievalista está motivada, como toda indagación histórica, por una preocupación por comprender el presente. Al mismo tiempo, muchas investigaciones orientadas a lo estrictamente contemporáneo encuentran en su proyección al pasado una rigurosa prueba de pertinencia. Para ilustrar el primer punto daré algunos ejemplos de la escuela filológica alemana, porque en ellos se ve con claridad de qué modo una situación traumática del presente está en el origen de una investigación histórico-literaria. Ernst Robert Curtius publicó en 1948 un libro muy importante, Literatura europea y Edad Media latina, que estudia la pervivencia de los autores latinos (clásicos y medievales) en la literatura europea hasta comienzos del siglo XX. Es también una ardiente defensa del modo histórico y filológico de leer los textos y, sobre todo, de la utilidad de la indagación del pasado como una manera de comprender el presente: Las vanguardias del conocimiento histórico son siempre unos cuantos individuos aislados a quienes las conmociones históricas –guerras, revoluciones– obligan a plantearse nuevas preguntas. Tucídides se sintió impulsado a escribir su obra histórica porque vio en la guerra del Peloponeso la mayor de todas las guerras; San Agustín escribió la Ciudad de Dios bajo la impresión de la conquista de Roma por Alarico; la obra político-histórica de Maquiavelo es reflexión sobre la entrada de los franceses en Italia; la Revolución de 1789 y las guerras napoleónicas hicieron surgir la filosofía de la historia hegeliana; a la derrota de 1871 siguió la revisión de la historia francesa por Taine, y al establecimiento de la dinastía Hohenzollern, la consideración “intempestiva” de Nietzsche sobre “la utilidad y desventaja de la historia para la vida”, preludio de las discusiones modernas sobre el “historicismo”. El resultado de la primera Guerra Mundial hizo que tuviera tanta repercusión en Alemania la Decadencia de Occidente de Spengler. (Curtius 1955: 18)
Pocos años después, Erich Auerbach publica un libro, Lenguaje literario y público en la Baja Latinidad y en la Edad Media, que completa su gran obra Mímesis, y en el prólogo de ese libro dice: La civilización europea está cerca del límite de su existencia; su propia historia, reducida a sí misma, parece consumada; su unidad parece preparada y a punto de sucumbir ante otra unidad que opera en un radio más amplio. Me parecía y me parece llegada la época en que puede emprenderse el intento de comprender esa unidad histórica teniendo presente su existencia viva y su viva conciencia. Trabajar en esta dirección –al menos para la expresión literaria, objeto de la filología– fue desde siempre, y de modo cada vez más decidido, mi intención. (Auerbach 1969: 10)
Basta conocer las circunstancias en que estas palabras fueron escritas para entender sus resonancias más significativas: tanto Curtius como Auerbach habían iniciado sus carreras académicas en los ámbitos universitarios de la República de Weimar; Curtius había sido
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francófilo y socialista, Auerbach era judío: uno se vio obligado a abandonar su especialidad en la literatura francesa contemporánea y dedicarse a enseñar latín medieval para no perder su puesto universitario durante los años del nazismo; el segundo se vio obligado a emigrar para no terminar en un campo de exterminio y pasó los años de la guerra refugiado en Estambul. Lo que está presente como motivación y como problema en estos autores es el enorme sacudón que sufre la civilización occidental con la Segunda Guerra Mundial. ¿Cómo fue posible que la cultura alemana, asentada en los grandes filósofos del Idealismo, culminara en Hitler y el Holocausto? ¿Cómo explicar que una nación fundada en los valores del Espíritu y de la Razón terminara en la pura irracionalidad? En rigor, no fue diferente el caso de Adorno –en el ámbito de la filosofía y del marxismo–, quien ante la evidencia de que Hitler había alcanzado el poder en 1933 con el voto de cuatro millones de obreros, llevaría adelante una revisión total del materialismo histórico y construiría su Dialéctica negativa, negando al proletariado el papel de Sujeto histórico del proceso revolucionario. El caso de estos filólogos, volviéndose al pasado medieval en busca de respuestas, resulta particularmente dramático, pero sin llegar a una situación límite semejante creo que toda indagación histórica que se lleve a cabo en nuestros días encuentra su motivación y su finalidad en la preocupación por el presente. En cuanto al segundo punto (la proyección al pasado de estudios de lo contemporáneo como puesta a prueba de su pertinencia), vale la pena tener en cuenta que cuando nos enfocamos en la cultura y en la textualidad medieval y superamos las dificultades de su alteridad, nos encontramos con un fenómeno inesperado: su modernidad. Ideas tales como: “en el origen de la literatura no está la vida sino el lenguaje”, “todo texto tiene su génesis en otros textos y remite a ellos”, “el personaje no es un ser autónomo análogo al hombre sino que es un hecho de lenguaje”, “toda lectura debe ser productiva”, “el escritor no es un genio creador sino el operador de una combinatoria de convenciones literarias”, ideas que han declamado las vanguardias del siglo XX como una radical novedad, resultan ser obviedades del quehacer literario de acuerdo con la mentalidad medieval. Este inesperado “vanguardismo” atrajo la atención de muchos teóricos. Como señala con acierto Marianne Borch (2004), el interés actual de estos teóricos en la Edad Media guarda relación con el “giro lingüístico” de las últimas décadas. La textualidad medieval atrae a la (pos)modernidad en parte porque el concepto mismo de un mundo textualizado tiene sentido para nosotros –como no pudo tenerlo para el empirismo iluminista y su postulado de la transparencia lingüística. Así, Robert Myles –nos recuerda Borch–, en su Chaucerian Realism, llega a proponer que “rather than the ‘linguistic turn’ of the twentieth century, [it would be] more accurate to speak of ‘a linguistic return’” (1994: 39). Algunas de las principales ideas sobre el fenómeno literario de Julia Kristeva, Hans Robert Jauss, Mijail Bajtin, Iuri Lotman y Umberto Eco han surgido de su interés y su estudio de textos medievales. 17 Me detengo tanto en esta cuestión de la relación entre pasado y presente porque me interesa concluir esta clase inaugural ofreciendo una respuesta a la pregunta crucial, tan brutal como ineludible, de para qué sirve nuestra práctica de investigación. No pretendo ser el poseedor de la respuesta definitiva, sólo quisiera ofrecer algunos argumentos en torno de una convicción profunda: la comprensión del presente de ninguna manera puede prescindir de una consideración del pasado. Que ese pasado sea el período medieval se justifica, en mi práctica, y más allá del innegable atractivo –y hasta me atrevo a decir fascinación– que ese tiempo ejerce sobre mí, por varias razones. 17
Julia Kristeva basa su libro Le texte du roman (1970) en el análisis de un roman del siglo XV, el Petit Jehan de Saintré de Antoine de La Salle; Jauss basa gran parte de su “estética de la recepción” en el fenómeno literario medieval y su recepción posterior; Bajtin elabora su concepción del carnaval y de la cultura popular sobre la base de testimonios medievales; Lotman considera el fenómeno de la significación medieval para elaborar su “semiótica de la cultura” y en cuanto a Eco, es conocida su versación en la literatura y la estética medievales (Eco 1997), pero resulta especialmente ilustrativo de mi argumento su artículo “La Edad Media ha comenzado ya” (1984).
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En primer lugar, tiene la ventaja de la perspectiva temporal. Retomo aquí el argumento esgrimido por Paul Zumthor (1975: 8): remontar el curso del tiempo nos permite a veces encontrar un punto desde el cual el paisaje entero que nos importa –el nuestro– muestra sus relieves, revela líneas imperceptibles a ras del suelo. Zumthor ejemplifica con las fotografías aéreas usadas por los arqueólogos. En efecto, el recurso a la aerofotointerpretación en el campo de la arqueología demuestra que, además de “profundizar” en la excavación del yacimiento arqueológico, es necesario “elevarse” para obtener fotografías panorámicas que permitan entender un diseño y una disposición del objeto imposible de captar “a ras del suelo”. ¿Pero acaso esa perspectiva no podría lograrse remontándose a períodos más cercanos, al siglo XVIII o a la Modernidad clásica, por ejemplo? Creo que frente a esas posibilidades, el período medieval tiene la ventaja de su alteridad, de su condición pre-moderna, su pertenencia a un ciclo histórico cerrado. Lo que vino después pertenece ya al “ciclo de la revolución burguesa”, un ciclo que todavía nos involucra. 18 Gracias a esa ventaja, podemos estudiar ese corpus textual con una mirada si no objetiva, al menos imparcial, con un desprendimiento mayor, ya que no estamos comprometidos con las tensiones ideológicas de la sociedad medieval como lo estamos con el conflicto de clases de la sociedad burguesa. En el plano concreto de la investigación literaria, me atrevo a decir que si bien la lectura de los textos contemporáneos o de nuestro pasado inmediato cuentan con la facilidad de una intelección rápida, ofrecen una enorme dificultad (aunque casi nunca se reconozca) para una comprensión plena, en la medida en que estamos inmersos en las mismas ideologizaciones, las mismas mitificaciones que han dado forma a esos textos. Además, la relativa escasez de los testimonios conservados nos permite –en teoría– abarcar el cuadro completo de esa cultura (o, como diría Georges Duby en un reportaje, al menos la ilusión de una manejo exhaustivo de los datos), una posibilidad que se va esfumando a medida que nos acercamos a nuestro tiempo, desbordados como estamos por un aluvión textual inabarcable. En suma, el período medieval nos ofrece un camino para alcanzar una comprensión de nuestro presente tan indirecto como pertinente. Y esto sobre todo por su condición de alteridad y de familiaridad. ¿A qué me refiero con familiaridad, luego de todo lo dicho sobre esta cultura “otra”, perteneciente a un ciclo histórico ya concluido? Pues sencillamente a que los hombres y mujeres de la Edad Media son muy ajenos a nosotros, pero no son extraterrestres. En todo caso, su alteridad es de un carácter muy diferente al de, por ejemplo, las culturas antiguas de la China y Japón. De algún modo, aun para nosotros, hispanoamericanos nacidos en una tierra sin Edad Media, aquellas personas son nuestros lejanos antepasados. A esto es necesario agregar que muchas instituciones e ideas actuales llevan la marca de una herencia medieval: la Iglesia católica, la universidad, el sistema legal, el gobierno parlamentario, el amor-pasión, la idea de “guerra justa”, la idea de “guerra santa”. Sobre la base de ese aire de familia es posible aprovechar la Edad Media en tanto contrapartida de nuestro presente: podemos plantear una relación especular entre premodernidad y pos-modernidad; podemos, en suma, intentar vernos allí como en lo que Barbara Tuchman (1978) llamó –hablando de la crisis del siglo XIV– “un espejo distante”. Todo esto suena terriblemente ambicioso, pero en el fondo sólo es un planteo realista sobre las condiciones de posibilidad de una tarea intelectual. Mi intención es llevar adelante una serie de prácticas de lectura sobre unos textos escritos en lengua castellana entre los siglos XII y XV, dirigidas a iluminar una variedad de cuestiones básicamente relacionadas con la forma y la ideología de esos textos. Tal es el objetivo: iluminar los modos en que los textos, dialécticamente, representan parámetros de intelección, patrones de conducta y escalas de valores de una sociedad, como también los modos en que los textos configuran, perpetúan y alteran los códigos dominantes de una cultura.
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Aprovecho y amplío aquí con toda intención el concepto acuñado por José Luis Romero en 1948 de “ciclo de la revolución contemporánea” (Romero 1997).
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