Las miL y una noches de Víct Víc tor hugo Viscarra
Hace cinco años murió uno de los escritores más sinceros que ha tenido Bolivia. Su vida fue un abismo callejero. Un suicidio a cámara lenta. “El trago o yo”, decía. Y el alcohol se lo llevó a la tumba.
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Junio de 2011 Edición 2 •
Un aguardiente de Álex Ayala Ugarte Murales: Teatro al Aire Libre y Bocaisapo (calle Jaén) Ilustraciones: Martín Elfman (portada) y Álvaro Álvarez Huayllas
V
íctor Hugo Viscarra no murió reció en las páginas de los periódicos más nadie reparara en su presencia. Se cubría en su ley, como quería: “solo importantes del país a modo de noticia. con una chamarra caé, una camisa medio y como un perro, pero libre, “El Bukowski boliviano” o “Viskarrowski”, blanca, medio sucia, una chompa vieja y un tomando el último trago”. No le llamaban algunos periodistas. “El narra- pantalón negro. Tenía la pinta lúgubre de un pude decirle nada al alcohol — dor de los márgenes”, decían otros. Pero él enterrador antes de meter pala a una tumba. que tanto le dio y tanto le quitó— en sus se denía simplemente como un pobre diaCuando le hice una señal se acercó últimos suspiros. No pudo brindar ni tan blo que esperaba ir al inerno. Porque allí, enseguida y alargó la mano para darme un siquiera con una gota de alcohol adulte- bromeaba, “por lo menos hay caleacción”. apretón tibio. Después soltó uno de los chisrado. Porque dijo adiós desde una cama tes que usaba a veces para romper el hielo. de hospital, no en una cantina. Porque —Hola, soy Víctor Hugo Viscarra, el *** mientras suría su estómago maltrecho antropólogo —me dijo. sólo admitía las cucharaditas de sopa que Mi primer encuentro con Víctor Hugo ue —¿El antropólogo? —contesté con un la escritora Vicky Ayllón le daba a la boca sin trago de por medio, en enero de 2004, ademán de sorpresa, medio conundido. con la paciencia de un editor de textos. a las siete y media de la noche en la Casa —Sí, sí, el especialista en antros —dijo Viscarra solía decir a sus amigos más de la Cultura de La Paz. Yo no le conocía. él con cara de no haber roto nunca un plato. cercanos que no pasaría de los cincuenta. No había visto antes ninguna otograía suya. Y luego me mostró una sonrisa de niño malo Que si lo hacía, “ nacionalizaría un revól- Y las interrogantes eran muchas. ¿Serán sus a la que le altaban varios dientes. ver para pegarse un tiro”. Pero no hizo al- lentes gruesos? ¿Será dueño de una barba Días atrás, Viscarra había llamado a ta. El cuadro clínico que lo llevó a la tumba mal cortada o de un bigote escueto? ¿Lle- la redacción del diario en el que yo traresultó más contudentente que un disparo: vará una botella estrangulada en alguna de bajaba porque lo había mencionado en Depositó un amasijo de recortes reumatismo, neumonía crónica, alteracio- sus manos? ¿Fumará negro?, me preguntaba. un reportaje sobre el binomio escrituranes digestivas y cirrosis galopante. Se ue un Hasta que el portero de la Casa de la Cultu- alcohol y quería conocerme. Hablamos y unos libros sobre la mesa con miércoles, a las diez de la mañana del 24 de ra me devolvió a la realidad con un anuncio un ratito por teléono y acordamos una pesadez, como si también demayo de 2006, a los cuarenta y nueve años. escueto. “Ahí está”, dijo, estirando luego el cita. Pero con él los compromisos tenían jara encima sus más de treinta Antes, intuyendo probablemente la a- dedo índice como un pirata, hacia lo lejos. menos valor que un cheque sin ondos. Y talidad, bautizó el último libro que publicó Más que una persona, medio encorva- corría el riesgo de que no se presentara. años vividos en la calle y su apaen vida con un título premonitorio: Avisos do, parecía una sombra. Caminaba lento, a Un año antes, una periodista del rotatiriencia de alguien de sesenta. necrológicos. Y poco después el suyo apapasos cortos, mezclado entre la gente sin que vo chileno La Nación pasó las de Caín para ubicarle. Pablo Gozalves, su editor en aquel tiempo, lo había dejado esperando en la capilla del Sagrado Corazón, pero escapó para un gesto de cierta pesadez, como si también continuar con su arra interminable y demo- dejara ahí encima sus más de treinta años raron casi una semana en rescatarlo de las vividos en la calle, la apariencia de alguien calles para que atendiera la entrevista. de sesenta y su tos de perro apaleado. Por eso, el hecho de tenerlo rente a “Nací viejo”, escribió Viscarra en mí era un alivio. Y en un par de minutos Borracho estaba, pero me acuerdo , quicomprendí el porqué de su puntualidad zás su obra más autobiográica. “Si es y su buen aspecto, cuando me conesó cierto eso de que en cada hombre hay un que llevaba casi once meses sin beber niño, el que habita en mí debe de ser muy para cumplir un tratamiento contra la triste”, añadía unos renglones más abajo. tuberculosis que le había impuesto el Su madre, según él mismo contaba, rommédico. Porque, aunque borracho de pió varias escobas contra su espalda. Su corazón, lo hizo con la misma determi- padre, “aunque un buen hombre”, tras nación con la que un predicador alza la una paliza de su madrastra, cuando VisBiblia para pregonar el n del mundo. carra le dio a escoger entre él o ella, le En los momentos de mayor faque- preirió a ella; y a los doce años comenzó za, Viscarra solía lanzar una amenaza el vía crucis del autor en la indigencia. contra sí mismo como quien recita Desde entonces, no dejó de sentir río. una poesía: “El trago o yo”. Esta vez “Es artero, sale como de un gigantesco reriue él y su salud se lo agradeció. gerador y lo envuelve a uno por completo”, De mutuo acuerdo, decidimos ir describía. Por eso andaba siempre encoa una caetería cercana en los bajos gido. Por eso observaba a todos de abajo del hotel Gloria, al abrigo de una arriba y no de arriba abajo. Y desde esa ciudad gris, con olor a orín en las posición me vigilaba mientras esperaba su aceras, paredes mal pintadas tentempié con una ansiedad no disimulada. —Esto es un robo a mano armada — y subidas y bajadas en cada esquina. El escritor pidió me dijo apenas tuvo la oportunidad, tras un mate y un sándwich echar una mirada a la carta de los precios. de jamón con queso. Y Acostumbrado a pagar sólo unos pesos por a continuación depo- los “soldaditos” —pequeños envases de sitó en la mesa un plástico con alcohol casi puro dentro—, el amasijo de recor- caé con leche de dos dólares que acababa de tes y varios de pedirme le parecía quizás un caro capricho. sus libros con De cerca, los rasgos de Víctor Hugo se intensicaban. Su nariz, ruto de las caídas y los golpes recibidos, parecía un gancho retorcido de derecha a izquierda. La línea de sus cejas subrayaba unos ojos achinados y meditabundos. Y disimulaba la lámina de grasa que le invadía el pelo con un peinado clásico con la raya a un lado. Conversamos, sobre todo, de la calle. Su máxima era ésta: “Allí, con mis delincuentes, mis putas, mis maracos, mis mendigos y mis ladrones me siento en casa”. Me comentaba que los ambientes en los que se movía eran los tugurios que pueblan dierentes rincones de la ciudad: La Garita de Lima, Tembladerani,
Achachicala, Gran Poder, Alto Tejar y Chijini, entre otros. Que los protagonistas de sus escritos subsistían en los callejones de algunos de estos lúgubres enclaves. Y aseguraba que el mayor halago que recordaba se lo debe a una mujer en estado de embriaguez. “Escritor, tor, he leído tu libro. No mentiste”, le dijo. Memorioso, Víctor Hugo enlazaba una anécdota detrás de otra, recordando con detalle cada echa, cada espacio, cada nue vo remiendo en la ropa de sus cuates, cada cicatriz que conormaba el mapa de sus rostros. Era capaz de recitar párraos enteros de sus libros. Es más, lo hacía a menudo porque recordar se convirtió en su estrategia de supervivencia. Como escribía en servilletas y pedacitos de papel que solía perder por el camino, aprendió a reconstruir los textos en tan sólo unos minutos. Y maniestaba tanto arte a la hora de reescribirse que cualquiera diría que vivía en un monólogo constante. Al hablar, sus mañas se hacían más visibles. Sus manos se movían rápidas de un lado para otro, como las de un mago veterano. Silabeaba. Se secaba los labios una y otra vez relamiéndolos con la lengua sin sutileza. Marcaba las eses y las pes para dar mayor ElElBocaisapo, Bocaisapo,uno unode delos losboliches bolichespreferidos preferidosdel delescritor. escritor. énasis a las palabras. Y un leve tartamudeo, imperceptible, acompañaba su discurso. También se mostraba deslenguado: —Aunque digan que no tengo estilo chos, bien ordenados en los estantes; otros, generosamente a mis acreedores, porque, su gusto mis pálidos estertores personales literario, a mí me encanta escribir de esta ormando montañitas que crecían desde el sabiendo que yo vine al mundo sin traer para dejarme llorando mi desconsuelo en manera. Es mi orma de hacer las cosas, y suelo. Hallé de todo: literatura inglesa, ran- nada, ¿cómo voy a tener algo para pagar cantinas y chicherías donde estúpidamenal que no le guste que se meta su dedo y su cesa y latinoamericana. Y también estaban a deudas a otarios y prestamistas? Lo que sé te moría ahogado en ingentes cantidades desagrado en el oricio de su disgusto —me la vista las obras de Viscarra: Coba, lenguaje es que cada obrero es digno de su salario. de licor. Sólo a ellas pertenecen los guiña secreto del hampa boliviano (1981), Relatos Por lo tanto, lo único que hice ue cobrardijo mientras incaba diente al emparedado. cobrar- pos de mi devaluado corazón”. Y cuando la charla no dio más de sí, de Víctor Hugo (1996), Alcoholatum y otros me las lecciones que les di, desasnándoTras leerme en voz alta algunos ragse retiró con lentitud a tomar un minibús drinks: crónicas para gatos y pelagatos los. Los culturicé un poco. Las pocas ro- mentos de ese texto cuando menos curioso, con dirección a la parroquia del Rosario, (2001), Borracho estaba, pero me acuerdo pas que poseo son sólo para mí. A los que Manuel quiso enseñarme la edición españo Avisos necrológicos (2005). de su amigo Humberto, cura en el barrio (2002) y Avisos se jactaban y se jactan todavía de ser mis la de Borracho estaba, pero me acuerdo, Coba es una experiencia creativa que de Villa Dolores, Dolores, de la ciudad de El Alto. Alto. enemigos les dejó mi perdón. Y mi pobre que llegó a La Paz tan sólo dos días después Allí Viscarra dormía a veces porque el refeja la jerarquización de clases y la divi- corazón, hecho pomada desde los tiempos de la muerte de Viscarra. Un libro de tapa sacerdote le prestaba una computadora en la sión de la sociedad a través del lenguaje. Vis- en que era ingenuo y cándido y con el que blanca con una botella de cristal, una hoja que escupía sus historias trem tremebundas; ebundas; y por- carra publicó la primera edición con la ayu- recorrí los caminos de la rustración y el de libreta y un lapicero ilustrando una porque luego le guardaba los archivos, ya que él da desinteresada del escritor tradicionalista desengaño, se lo dejo a aquellas personitas tada —según un lector— “ajena al miedo no sabía manejar bien aquella máquina. Antonio Paredes Candia, ya allecido. Y solía que se divirtieron hasta el cansancio con y asco que se esconde entre las páginas”. compartir una anécdota muy jugosa sobre la sus juegos sentimentales; a esas personitas —¿Y por qué quisiste publicar a Víctor publicación con sus colegas. “Me entregaque supieron poner en práctica sus ardiHugo en tu editorial (Correveidile)? —le *** ron el primer ejemplar en la plaza Alonso des y sus mañas emeninas, lastimando a pregunté a Manuel aprovechando un minuto Tras la muerte de Viscarra, visité en Villa Co- de Mendoza, una tarde nublada. Me ui a en el que no decía nada. Y él simplemente pacabana a uno de los hombres que mejor estejar y se lo regalé a la mesera que me se sentó, sonrió y acomodó su voz grave y lo conocía: Manuel Vargas, su último editor. editor. atendía sin saber si ella sabía leer”, decía. pausada a la acústica de papel de su reugio. Villa Copacabana es un barrio en el que Con Relatos, Alcoholatum, Borracho “Mis deudas se las dejo generosa—Marcela Gutiérrez, una amiga suya, rige la caótica de las laderas, sin un orden lóestaba y Avisos necrológicos, el escritor mente a mis acreedores, porque, tenía en sus manos un cuaderno con escritos gico de números en el marco de las puertas, se adentró en un universo de supervivencia sabiendo que vine al mundo sin de Víctor Hugo. Había buenos textos, pero con algunas edicaciones de ladrillo descu- que, en palabras del crítico paceño Germán no sabía si él estaba vivo o muerto portraer nada, ¿cómo voy a tener ella bierto y otras salpicadas de cal blanca. Un Aráuz, “bebió a cada momento en carne que hacía ya mucho que no lo veía. Luego, para pagar a prestamistas?”. prestamistas?”. lugar en el que los perros —esos perros que propia”. Y en las páginas de Alcoholatum él me buscó y me dejó un caja mal amarraueron durante décadas los compañeros más dejó además plasmado su único testamento da llena de recortes. “De ahí escoge tú”, me eles de Víctor Hugo— suelen buscar algún conocido, un testamento literario que muesdijo. Era todo una especie de rompecabezas, resto de comida entre las bolsas de basura. tra a un Víctor Hugo con todos sus aderezos: con hojas sueltas, relatos incompletos, cuarManuel es un hombre espigado, que irónico, sarcástico y tremendamente ácido. tillas rotas y un sinín de anotaciones. En rodea de silencios prolongados todo lo que El “documento”, en algunas de sus ocasiones, escribía un párrao, lo numeraba hace. Que oculta su rostro alargado bajo partes, dice así: “Mis libros los dono a la y había que buscar en otro de los papeles la unos lentes de alambre. Y que luce siem- Biblioteca de Alejandría. Puesto que los he numeración siguiente para continuar la lecpre una perilla bien dibujada que otorga perdido irremediablemente, presumo que tura. Al nal, logré hacer una selección de un aire de mayor calidez a la expresión de a ese lugar han ido a parar. parar. Los textos que lo rescatable y de ahí nació Alcoholatum, la su cara. El día que me recibió usaba una me ueron robados quedan en calidad de primera obra suya que edité. gorra de chulapo madrileño para recoger perdidos. Ya que no pude hacer nada para Por convenio, Manuel le daba a Viscarra su media melena. Y no tardó en conrmar- retenerlos, menos puedo hacer para resus derechos de autor en ejemplares. A veme una realidad que a menudo había sos- cuperarlos. Mis pensamientos se los cedo ces, todos de golpe y a veces unos cuantos, pechado: tras mi primer encuentro con él, a la humanidad entera, no para que los porque, cuando peor estaba, Víctor Hugo Víctor Hugo volvió enseguida al trago. “Es- aprovechen, sino para que aprendan cómo todo lo que vendía lo bebía de un trago: tuvo sin chupar once meses y tres días — en el más completo estado de abandono cambiaba ejemplares por una botella o los me dijo Manuel—. Y estoy seguro de que uno puede cultivarse y educarse sin pasar orecía sin ton ni son en las cantinas. En una eso ue para él una auténtica condena”. por institutos, universidades, simposios, ocasión, en pleno proceso de impresión, Cuando Manuel me hizo pasar a su congresos, diplomados, maestrías y demás llegó a aparecerse completamente borracho escritorio había allí decenas de libros: mu- tucuymas. Todas mis deudas se las dejo en la imprenta para pedir libros. Y a veces él
Los lustrabotas también pertenecían al universo de Viscarra.
mismo se pirateaba: otocopiaba sus Relatos de Víctor Hugo para multiplicar la plata. Según Manuel, cuando estaba arreando no se podía contar con él para nada. Sano, sin embargo, era serio y responsable. —Y durante esos guiños de sobriedad aprovechábamos para trabajábar juntos. Solían juntarse en casa de Manuel, en una sala con suelo de madera y olor a pipa en la que el editor intentaba transmitirle a Víctor Hugo algo del calor que le altaba. —Yo le daba ropa y él, cuando conseguía nuevas prendas, regalaba las viejas o las tiraba al botadero. Su ropa interior decía que estaba sucia y destrozada. No lavaba.
Sus enseres eran siempre de usar y tirar. Y como las serpientes cambian de piel, él mudaba de aspecto a cada rato. Para mimitizarse con las calles que tantas veces se convirtieron en su madriguera y le ocultaban. Viscarra pudo escapar de ellas, pero no quiso. Por eso, cuando se mencionaba su nombre en algún sitio la pregunta era casi inevitable: ¿Seguirá vivo? ***
Mi segundo encuentro con Víctor Hugo ue casual, en 2005, otra vez en las puertas de la Casa de la Cultura. A las tres de la tarde de
un día de lluvia. Él seguía vivo. Lo vi venir mientras esperaba a que escampara, con sus pisadas irregulares y bien marcadas. Apareció tambaleándose, dando saltitos, como un duende salido de las entrañas de una bestia, como un Don Quijote que no se acuerda dónde dejó a su Dulcinea. Su cara me pareció una mueca macabra, muy distinta a la del escritor que un año antes compartió conmigo un caé dulce y una charla amena sin vapores etílicos de por medio. Cuando se acercó hasta donde estaba, masculló primero un par de maldiciones. Después puteó a unos policías. Se quejó además de dos mujeres que yo no conocía. Y luego
ahogó sus palabras en un susurro inentendible. Estaba borracho. Temblaba. Una capa de mugre envolvía su ropa ajada. Su noche había sido demasiado “larga”, me conesó apenas. Cuando tomaba, Viscarra caminaba a menudo sin rumbo para luchar contra las bajas temperaturas. A veces se animaba a dormitar en alguna gradita. Pero no siempre, porque cuando lo hacía no altaba el vecino madrugador que lo despertaba temprano con un balde de agua. Cuando su cuerpo estaba helado, se animaba a armar una ogata con los maleantes que suelen rodear algunos basurales, sacricando los cartones mal cortados que le servían para enrollar su propio cuerpo en las amaneceres congelados. Antes de irse, Viscarra me pidió sin mucha amabilidad veinte pesitos. —No tengo más que diez, Víctor Hugo —le dije mientras buscaba en mi cartera. —Entonces, me das diez ahora nomás y me debes otros diez —me dijo. Aquella rase era habitual en él, y la solía conjuntar con la sonrisa más pícara de su repertorio. Le entregué un billete arrugado y antes de meterlo en su bolsillo jaló la tela para comprobar que no había agujeros por donde pudiera salir la plata. De cerca, pude ver una cara muy hinchada; y me di cuenta también de que runcía el ceño impulsivamente, como si de un tic se tratara, concentrando un mar de arrugas sobre su nariz desviada. Se marchó sin despedirse. Para seguir peregrinando en su improvisado papel de recaudador de impuestos. Porque cuando deseaba alcohol, visitaba a los amigos y les reclamaba dinero sin cuidar las ormas. Sobrio, sin embargo, el orgullo le podía. Y no se dejaba invitar ni siquiera a un té o un pan con queso. Incluso se permitía el lujo de dar limosna a algún borracho. “Yo sé lo que es necesitar para tomar un trago”, decía. Se alejó atravesando puestos llenos de enchues, dulces, peluches, devedés y libros pirata. Esquivando a charlatanes que orecían lociones contra la calvicie, antenas de televisión y manuales para todo y para nada. Parando después rente a una nutrida marcha de protesta. Y no tardó en ser absorbido por el magma de una ciudad que al mismo tiempo era su trinchera, rumbo a las cantinas hasta quién sabe qué día del almanaque. Él resumía esta experiencia itinerante mejor que nadie. “Pierdo la noción del tiempo y algunas noches, víctima de los insomnios prolongados, me hace echorías mi cerebro. Se acelera, se me escapa todo lo negativo y me asusto. A veces lloro, pero como estoy sin compañía nadie se entera. La hora avanza y espero a la amanecida para huir del antro en el que me encuentre en ese momento. Entonces, me pongo más tranquilo. Cuando me siento ya muy mal, tengo mi propio tratamiento: primer día, puro líquido, agua, mates o rerescos; después, cosas suaves, como sopa; y luego me meto lo que venga: pollo, res o lo que sea. Soy como un perro, sin ayuda me curo, yo solito”. ***
Uno de los “inernos” avoritos de Viscarra era el Bocaisapo, una taberna impregnada por un proundo olor a viejo, iluminada por la luz delgada de un puñado de velas, con mesas robustas y embovedada rústicamen-
te con ladrillos rojizos que parecen recién horneados. Un punto de reunión casi obligado para jóvenes universitarios, alcohólicos con cierto pedigrí y poetas trasnochados. Y el boliche en el que semanas después de la muerte de Víctor Hugo me cité con Erick Ortega, periodista y buen amigo del escritor. El viernes en el que nos encontramos el ritmo del olklore boliviano armaba la banda sonora del local: morenadas, cuecas, sayas, diabladas y demás amilia. Los vasos chocaban con energía y se repartían sin cesar cuencos con hoja de coca desde una pequeña barra adornada con una campana que quisiera pensar que estaba allí para dar el toque de queda a los últimos borrachos. Un vaho de humo de cigarro lo inundaba todo, conormando un sinín de ormas caprichosas que se conundían sutilmente con la decoración. Un mural con personajes de la bohemia paceña ocupaba una de las paredes. Y, como no podía ser de otra manera, en él también estaba inmortalizado Víctor Hugo. Erick pidió un yungueñito —aguardiente con naranja— para recordar los buenos tiempos. Tenía ojeras proundas, pero ya no por las noches en vela a lomos de una copa. “Sino por mi beba, que no perdona”, me dijo. Luego me contó que siempre traía aquí a sus chicas para que las conociera Víctor Hugo. Que a una le recitó algunos versos en quechua y quedó eramoradísima. “Pero lo que jamás olvidaré —me conesó Erick— es cuando le presenté a la madre de mi hija. ‘Por n te has jodido la vida’, se reía a carcajadas. Así era él, conciso y directo en sus apreciaciones, y lleno de anécdotas. Una vez me habló de un morguero que tenía rela-
alma, un alma que el escritor sentía siempre ría. Y en cada salida con él se sorprendía. “Un par de veces quiso llevarme al Averno, un local de mala reputación, pero ya no existía, y en una ocasión terminamos en un bar en el que sólo había baldes para tomar. ‘Si entras aquí, no vas a querer salir’, me dijo”. En Borracho estaba, pero me acuerdo
“Así era él, conciso y directo en sus apreciaciones, y lleno de anécdotas. Una vez me habló de un morguero que tenía relaciones con una cholita muerta. Y lloraba mucho, pero sin soltar lágrimas”. ciones con una cholita muerta. Y cuando se deprimía lloraba, lloraba muchísimo, con un llanto bien indígena, sin soltar lágrimas”. Erick ue un privilegiado. Sin ser alcohólico, pudo acompañar a Viscarra en algunas de sus muchas escaramuzas para calentar el
Víctor Hugo dibuja con sus aladas descripciones escondrijos similares. Uno de ellos es el amoso Cementerio de los Eleantes. Y lo describe así: “Para los que quieren suicidarse bebiendo sin parar está el traguerío de doña Hortensia, conocido entre los ‘artistas’ —los borrachos— borrachos— como el Cementerio de los Eleantes, un lugar en el que el ‘artista’ que después de haber tomado decide suicidarse es conducido a un cuarto para que pueda terminar con su existencia. Como los bebedores tienen el pulso de pajero, doña Hortensia les vende el trago en un balde de plástico en el que caben dos litros de líquido. Para beber, a alta de un vaso de cristal, les da un vasito vacío de yogurt . Y para que el tipo no se eche atrás, cierra la puerta con un candado, cuya llave guarda luego en uno de los bolsillos de su pollera. Cuando hay necesidad de botarlo a la calle —porque está tieso—, no altan nunca voluntarios para llevarlo al callejón, donde lo recoge luego la urgoneta de Homicidios”. Según Erick, la mayoría de los sitios que Viscarra visitaba eran sórdidos, sucios, desaconsejables para los estómagos sensibles, pero excelentes para que Víctor Hugo alimentara sus relatos. El escritor aseguraba que en La Casa Blanca, donde atendían de domingo a domingo, tomó una vez diecinueve días y diecinueve noches consecutivos; y que no recordaba haber comido
nada en aquella aventura. En el Callejón Tapia, ubicado en un rincón con el mismo nombre, tuvo su bautizo de uego: allí, a los dieciséis años, comenzó a probar sus primeros tragos uertes; y allí comprendió que con alcohol en el cuerpo las bajas temperaturas son más llevaderas. Del Averno destacaba las peleas, tan violentas que “a nadie le extrañaba ver el empedrado manchado de sangre cuando amanecía”. Y contaba que, cuando tenía plata, trataba de no abandonar estos tugurios hasta las primeras luces, cuando el sol entraba en el cuerpo de uno como si uera agua bendita. —Cuando tomaba, él era consciente de que moriría joven —me dijo Erick antes de que abandonáramos juntos el Bocaisapo. Después, subimos las graditas que conectan con la calle Jaén, una vía estrecha y adoquinada, llena de balcones señoriales, donde los vecinos aseguran haber escuchado cascos de caballo, lamentos de condenado y los pasos de una viuda negra. ***
Mi último encuentro con Víctor Hugo ue en abril de 2006, en el caé Alexander de Sopocachi, un barrio de La Paz con casas de pocas alturas y grandes edicios donde en los últimos años se ha instalado una buena parte de la bohemia de la ciudad, pero una bohemia bastante ligada a una clase media que desagradaba especialmente al escritor. escritor. Quizá por eso no tardó mucho en llegar el primer reproche de la tarde: —¡Esta mate no tiene nada de sabor, parece agua, carajo! —protestó. Aquel día estaba a mi lado Mabel Franco, también amiga de Viscarra y periodista
Un mural en el Bocaisapo que tiene a Víctor Hugo como uno de sus protagonistas.
del diario La Razón . Aunque él quería irse, insistimos en quedarnos para que llenara el buche con algo consistente. Y al nal pidió a regañadientes una ensalada muy rugal: sin champiñones, ni pepino, ni tomate, ni pan, ni aliño. Lechuga y nada más. —El estómago no me acepta casi nada —justicó al notarnos a Mabel y a mí un poco inquietos. Su cara estaba infada, como sacada de una caricatura. Sus palabras, a ratos, sonaban como un aullido apagado. Pero no había perdido su buen humor: su humor negro. —Si pudiera, me compraría un cuerpo a medio uso en el Barrio Chino —nos dijo, divertido, acto seguido. El Barrio Chino es un pequeño territorio comanche de La Paz, entre las calles Sagárnaga e Isaac Tamayo, donde transan los volteadores, descuidistas, rateros y raterillos. Y donde se dan cita habitualmente los “vizcachas” (vendedores de objetos robados), quienes, según Viscarra, están sindicalizados y aliados a la Central Obrera Boliviana. Mientras Víctor Hugo hablaba, algunas miradas urtivas se concentraban a nuestro alrededor. rededor. Un par de encorbatados de las mesas contiguas parecían incómodos con nuestra presencia. Le examinaban disimuladamente al escritor, escritor, pero con asco. Hasta que Víctor Hugo volteó los ojos y, sin pronunciar palabra, los tuteó con apenas un golpe de vista. Fue como si dijera: más asco les tengo yo y no pasa nada. —No soy como ellos. No me gusta el deporte. No me gusta la política. Y no me
agujeros que se veía igual de mal que el escritor. escritor. Igual de maltratada. Víctor Hugo lucía como un viejo achacoso. Su tos se había vuelto crónica. Un temblor repetitivo en una mano dicultaba sus movimientos. Y su listado de dolencias se había multiplicado. Por eso el reencuentro duró menos de lo habitual, de lo esperado. Y con la ensalada todavía a medio terminar nos retiramos del caé despacio, a su paso. Cuando salimos, Viscarra se agarró al brazo de Mabel como si uera una botella. Andamos unos pocos metros, hicimos parar un taxi y él se despidió con una sola rase: —Ya estoy demasiado mayor para amargame —nos dijo. Ya nunca más volvería a escuchar su voz. Dos semanas más tarde, ingresó al hospital Arco Iris. Otras dos después murió. ***
gustan los intelectuales. Pero bueno, aunque otros ganan el quivo (la plata), yo me he llevado la ama. Hay que tener agallas para desenvolverse en este mundo y no en el cuento de hadas donde habita la mayor
parte de esta gente —resumió Viscarra de un tirón (porque Mabel y yo reaccionamos como si no entendiéramos bien qué pasaba). Un Viscarra envuelto en una buanda roja desgastada y en una chompa gris con
Vicky Ayllón estuvo a su lado en esos momentos tan diíciles. Aquellos días muchos de los que conocían a Víctor Hugo desaparecieron. Ella, imposible: el escritor le había rescatado en una de las dictaduras más sangrientas de Bolivia, la de García Meza, en los 80, que persiguió y castigó con saña a muchos de los miembros del Partido Comunista. Cuando me entrevisté con Vicky en un despacho de la editorial Plural, poco después del allecimiento de Viscarra, ella combatía el río a base de caés y cigarrillos. Y recordaba
Las siete diferencias con Jaime Saenz íctor Hugo Viscarra y Jaime Saenz marcaron épocas distintas, cada uno a su manera. El primero era más visceral: lo que escribía le salía de las entrañas; y se convirtió a través de su obra en el portavoz de los marginados. El segundo era más elegante y más excéntrico: un hombre que en sus delirium tremens se creía sardina en lata. Y ambos tenían mucho en común: la noche, el trago, la literatura. ¿Pero en qué se dierenciaban? Primera dierencia: Jaime Saenz tenía un sueño similar a Víctor Hugo: morir de un balazo en el paladar, proyectil calibre 38. No lo pudo cumplir, pero a dierencia de Viscarra pudo tomar su último trago. Según su sobrino, llevaba casi veinte años sin beber cuando, sintiendo que llegaba el momento que tanto temía y tras la absolución de un sacerdote, pidió a su tía Esther dos piscos con su voz aguardentosa: uno para él y otro para el cura. “Este es el brindis más importante de mi vida. Ha llegado el instante de brindar por mi propia muerte”, dijo seguro. Y dos horas más tarde dejó este mundo. Segunda: Víctor Hugo era un hombre de cantina; y le daba igual para tomar la noche que el día. Jaime Saenz, en cambio, era un ave de hábitos nocturnos; y muchas de sus borracheras las protagonizaba en su propio cuarto. La pieza era grande y muy oscura. El escritor tenía siempre allí las cortinas cerradas. Y había convertido aquel espacio en dormitorio y antro literario. A Jaime le gustaba tener todo muy cerca: sus libros, sus otos, sus cigarros, sus bebidas. Y escuchaba mucha música, especialmente la que le recordaba a su esposa, una alemana que lo abandonó llevándose a su hijo y a quien solía escribir cartas que después jamás mandaba a ningún lado. Tercera: Víctor Hugo tomaba de baldes, de recipientes de plástico y, en ocasiones, también de uno
V
El aparapita.
que otro vaso limpio. No tenía tiempo para pensar en supersticiones y no era excesivamente maniático. Jaime Saenz, todo lo contrario. Era capaz de agachar la cabeza ante un cuadro de su casa porque lo consideraba maldito, de romper un paraguas violentamente por la mitad con la rodilla porque alguien lo había abierto en un recinto cerrado, de volver a bajar las gradas de un edicio tras haber terminado esta tarea con el pie izquierdo o de quedarse horas callado observando llover y acto seguido disertar, calavera en mano, sobre el más allá o la otra vida. Además, intentaba tomar alcohol en las mismas tapitas de las botellas que no tardaba en vaciar cuando se emborracha y umaba los cigarrillos partidos en dos, pues tenía la creencia de que así umaba menos. Cuarta: Víctor Hugo vestía las prendas que le regalaban una y otra vez hasta que acumulaban mucha mugre o las estropeaba. Sólo entonces mudaba de ropaje. J aime Saenz, por contra, se cambiaba a menudo. Casi siempre usaba tonos oscuros, tenía predilección por el negro y también por un viejo saco con decenas de arreglos que conservó y utilizó durante buena parte de su vida: el saco del aparapita. El aparapita es un ser cuyo ocio consiste en transportar bultos de toda clase y condición sobre sus espaldas. Un ser de costumbres. Y aunque hay aparapitas gordos, casi todos ellos lucen como guras sin carnes; otros son niños que se dan mañas con bultos livianos. Pero a todos les dene la misma vestimenta, que Saenz denía así: “Es para quedarse perplejo. El saco ha existido como tal en tiempos pretéritos, pero ha ido desapareciendo poco a poco, según los remiendos han cundido para conormar un nuevo saco”. El del escritor más controvertido de La Paz también estaba lleno de zurcidos. Y es que de algún modo, como los aparapitas, el autor de Felipe Delgado llevaba la ciudad a cuestas todo el rato.
con los párpados completamente cerrados cómo el escritor le guió por una parte de la ciudad que desconocía para protegerla de los torturadores que por aquel entonces la acechaban. Concentrada. Sin abrirlos ni siquiera un segundo mientras hablaba. —El día que Víctor Hugo me ayudó a escapar de los que me buscaban nos vimos en el mercado Uruguay. ¿Estás dispuesta a ir donde sea?, me dijo. Le contesté que sí. Estaba anocheciendo y me llevó primero por un sinín de recovecos. Yo era una intrusa, pero sabía que él dominaba bien el barrio y eso me daba conianza. Seguimos por más callejones hasta llegar a una puerta de latón. Y luego comenzamos a bajar hasta un lugar con una tela blanca. Detrás había un hueco. Era un cuarto de tierra con las paredes blanqueadas con cal, un colchón de paja y una manta. Había que usar velas para ver bien. Y me dejó allí sola. Dos horas más tarde volvió con una hamburguesa y varias revistas: Vanidades y Cosmopolitan . Me salvó la vida. Y yo le quedé eternamente agradecida. La complicidad creció y Vicky se convirtió después en una incondicional de Víctor Hugo. Por eso no me extrañó ver encima de su mesa un par de libros de Viscarra. Mientras hablábamos los manoseaba. Pero sin detenerse a mirar ninguna de las páginas. —Su estrategia, sin duda, se basaba en la supervivencia —siguió contando Ayllón mientras sorbía su caé de a poco,
como si eso le tranquilizara—. Y consiguió algo muy diícil de lograr cuando la calle es casi el único mundo en el que uno se desenvuelve: ser respetado. En una ocasión, me invitó a La Guerra, un local de los bajos ondos de La Paz, y la experiencia ue hermosa. “Puedes poner tu cartera y el celular sobre la mesa. Han destinado a un tipo para cuidarnos”, me dijo. Luego, la señora que nos atendía le elicitó sincera. “Podías habernos delatado y no lo has hecho. Eso signiica que eres un buen escritor”, le dijo. Para mí no hay crítica literaria más prounda que ésa. En casa de Vicky, Víctor Hugo, que no tenía un peso casi nunca, y menos para comprarse libros, leía a los clásicos y a los no tan clásicos con la voracidad de un lector al que le quema el papel entre las manos. —Cuando lo hacía, se encogía. Mostraba toda su joroba y volcaba su cuerpo sobre el libro. Era muy inquieto. Reía, puteaba, exclamaba. No era educado. Ejercía su derecho activo sobre la lectura: hacía escuchar las reacciones que le provocaba el texto. Gracias a estos encuentros, Vicky pudo saber algo más de su pasado, aunque tampoco mucho. Supo que Viscarra estuvo en un albergue para menores. Que luego entró al seminario como novicio. Que allí no duró mucho. Que perteneció a las juventudes comunistas. Que trabajó para el Servicio de Aduanas en la localidad ronteriza de Charaña, conocida por
cribir todo lo que sentía. Y que así lo hizo, pero llevando la experiencia con el alcohol hasta las últimas consecuencias. La conversación se interrumpió cuando Vicky recibió una llamada teleónica de sus amigos, que le estaban convocando a tomar unos “traguines” más tarde tarde en el Bocaisapo. Unos de esos que a Viscarra tanto le gustaban. Porque le distraían. Porque le relajaban. Porque supuraban las heridas. ***
Cuando leía normalmente se encogía. Mostraba toda su joroba y volcaba su cuerpo sobre el libro. Era muy inquieto. Reía, puteaba, exclamaba. No era educado. Se hacía escuchar. Reaccionaba. su dureza, por ser un punto perdido en mitad del Altiplano. Que le dieron un puesto en la Casa de Cultura de Cochabamba. Que no aguantaba eso de estar en medio de ocinas. Que su psiquiatra le recomendó es-
En diciembre de 2006, casi siete meses después de su muerte, ui al Cementerio General para volver a ver a Víctor Hugo. Tardé un poco en dar con su tumba. Las únicas reerencias para localizarla me las había proporcionado Manuel Vargas, su editor, tomando como único punto de partida la capilla donde se realizan los responsos a los diuntos antes de los entierros. Desde ahí deslé rente a una hilera interminable de tumbas, todas parecidas, con fores de plástico y pequeñas otos de los allecidos insertadas en portarretratos minimalistas. Mientras pensaba que en lugares como éste también hay clases: granito, mármol y mausoleos para la gente con plata y cemento, mucho cemento, para el resto. Seguí andando y me topé con dos o tres tumbas sin lápida, con una inscripción mal hecha cuando el cemento estaba toda vía resco. Y tardé un rato en hallar la de
Jaime Saenz sujeta uno de los relojes que tanto le gustaban.
Quinta: Víctor Hugo no tenía apego por ningún objeto, ni siquiera por los libros que escribía. Fotocopiaba incluso algunos para venderlos cuando necesitaba plata. Saenz era distinto. Estaba enamorado de los relojes y dedicaba horas y horas a arreglar los que encontraba. Alonso Barrero, amigo suyo, recuerda que manejaba con gran maestría sus herramientas de relojero. Que cuando estaba concentrado, hurgando alguna maquinaria, era un tipo que parecía más humano, más de carne y hueso, más alejado del malditismo que le perseguía. Sin embargo, hasta en su relación con los relojes era supersticioso. supersticioso. “Una vez —cuenta Barrero— estábamos trabajando en un reloj y, sin terminar de montarlo, nos escapamos a dar una vuelta en mi auto, al que el poeta llamaba ‘la alombra mágica’. Aquel día nos salimos de la calzada. Pudimos morir. Y a mí se me paró el reloj a la hora del accidente. Pero la sorpresa ue al comprobar que el que estábamos recomponiendo marcaba también la
misma hora. Jaime aseguraba que, si antes de subir al coche no hubiéramos abierto aquel reloj, alguien habría allecido”. Sexta: Víctor Hugo retrataba, sobre todo, a los seres de la noche: las putas, los borrachos, los delincuentes o los mendigos. Jaime Saenz, también a ratos, pero hacía además lo propio con personajes más tradicionales. Es el caso de la chifera, mujer que dicen emparentada con brujos y adivinos que vende toda clase de hierbas para curar los males; del velero, un hombre taciturno y silencioso, faco y reservado, que orece velas a la hora del crepúsculo, cuando las almas en pena se retiran a sus casas; del alador, quien tocando una especie de zampoña metálica reclama la atención de los vecinos; del vendecositas, quien orece bajo un precario toldo botellas rotas, tornillos, cadenas, engranajes y hasta culatas de usil de guerra olvidadas o máscaras de esgrima de tercera o cuarta mano, es decir las más inverosímiles y extrañas
“cositas”; y del loco, “dueño de un tiempo que se remonta al tiempo en el que no hubo tiempo”, describía Saenz. Séptima: A Víctor Hugo lo enterró el alcohol. Es decir, su cortejo únebre estaba compuesto undamentalmente por borrachos. Y todo transcurrió en su entierro con relativa nor nor-malidad. Fue un visto y no visto. Lo de Saenz, en cambio, ue más extraño y ceremonioso. Cuentan sus amigos que, estando su cuerpo aún caliente, llegó el doctor Cayo Rivera: el único ser humano al que el narrador rendía obediencia ciega. Jaime le había pedido anteriormente que le cortara la cabeza para no ser enterrado vivo, pero Rivera, por misericordia, sólo le seccionó la yugular. Para meter después su cuerpo en el ataúd le quitaron los zapatos: tenía los pies grandes. Y algunos aseguran que en el entierro ocurrió una cosa mágica, tanto como La Paz que él retrataba: una pluma y un tintero de escritor, por los palazos, surgieron de la tierra donde iba a ser enterrado.
Como hicieron otros antes, le llevé una botella de alcohol a su tumba. Para que matara las penas. O las quemara. Porque su madre, a la que odiaba, ni siquiera muerto le dejó tranquilo.
Los cuadernos perdidos a última obra de Víctor Hugo es póstuma, se titula Ch’aqui fulero (2007) y no tiene un prólogo tradicional porque Viscarra estaba convencido de que los prólogos son simplemente un invento de los críticos y de los intelectualoides. “Al nal de cuentas, la única opinión que tiene que importarle a un autor, es la que él tiene de su obra, y, por añadidura, la opinión de quienes lo leen, porque es para ellos para quienes se escribe. El resto (la opinión de quienes dicen ser intelectuales), debe tener la misma importancia que tienen nuestros gases estomacales expedidos por lugares anatómicos desagradables”, dice el narrador paceño. El contenido del libro, por lo demás, es Víctor Hugo en estado puro. Y uno se siente invadido por la voz del escritor desde el primer momento, en cuanto echa un ojo a los títulos de sus relatos: “Basural S.A.”, “BBC. Borracho Bien Conocido”, “Las madrugadas no siempre son hermosas”, “La
L
canción del despecho”, “Momento previo a la paranoia”, “Noctambulindo”, “Rutina” o “El vengador sentimental”. Según Manuel Vargas, su editor, los escritos del último volumen con irma de Viscarra publicado por Correveidile son inéditos, bien porque se desecharon durante el proceso de selección de material para anteriores publicaciones, bien porque ueron redescubiertos entre los papeles que Víctor Hugo ue dejando en uno u otro lado: boliches, c asas de amigos y un largo etcétera. De ahí que se los haya bautizado también como los “cuadernos perdidos” del escritor. Ch’aqui fulero consta de ciento cincuenta páginas y se divide en tres partes bien dierenciadas: “Soliloquios y delirios” (relatos breves); “Personajes” (descripciones de borrachos, prostitutas, indigentes y otros pobladores habituales de nuestras calles); y “Otros textos”, donde hay seis trabajos inales muy personales y bastante autobiográicos.
Viscarra, aún más sencilla. Su amilia — al parecer— no quiso gastar ni un solo peso para adecentar su sepultura. Como hicieron otros antes, le llevé una botella de aguardiente. Para que matara las penas. O las quemara. Porque su madre, a la que tanto odiaba, ni siquiera muerto le dejó descansar tranquilo. “Sinvergüenza, lo que me has hecho surir, te has dejado vencer porque eres un débil”, cuenta el cineasta Armando Urioste que le dijo en pleno entierro. Ese día, Ayllón brindó a su salud con los alcohólicos que seguían la comitiva únebre. —¡Viva La Guerra! —gritó alzando un botellín de cerveza en honor al boliche donde una vez se emborracharon juntos. —¡Ya, mierda, así como pateaste la vida patea ahora la muerte! —dijo después. Y la tierra se tragó a Viscarra con la misma velocidad con la que él vaciaba los vasos una y otra vez cuando estaban llenos. Víctor Hugo sostenía que los marginados —como él— conorman un gremio en extinción permanente. “Pero, por suerte, siguen llegando nuevos adscritos”, añadía. Porque hacen alta. Porque a veces los que parecen no tener ninguna dignidad cargan con toda la dignidad del hombre, como lo hacía Viscarra, que continúa todavía vivo como personaje literario, en sus libros. Salí del cementerio y atrás quedaron las “aves unerarias”, adolescentes que conocen las historias de cada una de las osas del camposanto; los rezadores proesionales, que reparten ave marías y padres nuestros con la misma seriedad con la que los panaderos hornean el pan cada mañana; las lloronas, que lloran como lo hacía Víctor Hugo, sin verter lágrimas; los limpiadores de tumbas, que escalera en mano, por unos pocos pesos, se encargan de que los sepulcros se mantengan blancos; los niños sin techo, que esnian pegamento en los niños vacíos; y Viscarra. A alta de ogatas, esperaba que el escritor se mantuviera caliente con la botella de alcohol que unos minutos antes dejé a su lado. Aquel día hacía río. Mucho río.