LA CONSTRUCCIÓN DE LOS MOVIMIENTOS SOCIALES
CIENCIAS SOCIALES ENSAYO
EL LIBRO UNIVERSITARIO
ENRIQUE LARAÑA
LA CONSTRUCCIÓN DE LOS MOVIMIENTOS SOCIALES
Alianza Editorial
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© Enrique Laraña, 1999 © Alianza Editorial, S. A., Madrid, 1999 Calle Juan Ignacio Luca de Tena, 15 28027 Madrid; teléf. 91 393 88 88 ISBN: 84-206-7949-6 Depósito legal: M. 19.472-1999 Impreso en Closas-Orcoyen, S. L. Polígono Igarsa, Paracuellos de Jarama (Madrid) Printed in Spain
A mi madre, por suscitar en mí el interés por la ciencia
ÍNDICE
INTRODUCCIÓN
13 PRIMERA PARTE
LA PERSPECTIVA DE LA CONSTRUCCIÓN SOCIAL 1. LA ACTUALIDAD DE LOS CLÁSICOS Y LAS TEORÍAS DEL COMPORTAMIENTO COLECTIVO Las teorías clásicas La sociedad de masas La teoría pluralista del poder Participación social y diferenciación de la política Comportamiento colectivo y organización social El enfoque interaccionista Comunidad y sociedad La reflexividad de los movimientos sociales Conclusiones 2. LA RECONSTRUCCIÓN DEL CONCEPTO DE MOVIMIENTO SOCIAL Hacia una acotación del campo de estudio de los movimientos sociales La imagen moderna de los movimientos sociales
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ÍNDICE
La desconstrucción del concepto Reconstrucción teórica Reflexividad y movimiento social Continuidad epistemológica Movimientos sociales y cambio social Movimientos sociales, asociaciones y grupos de interés Sistemas de acción simbólica Movimientos sociales, tendencias y públicos Movimientos sociales y comportamiento colectivo La unidad de los movimientos sociales La quiebra de las visiones idílicas de los movimientos Resonancia cultural y construcción social 3. LA IRRUPCIÓN DE LOS NUEVOS MOVIMIENTOS SOCIALES Significado y origen del concepto Estructura social y acción colectiva Edad y generación La edad como condición cultural Identidad y movimientos sociales Identidad y cambio social Medios y fines de la acción colectiva El «espíritu de Ermua» El discurso del movimiento contra el terrorismo La democracia como proyecto El desbordamiento de la política Lo público y lo privado
75 79 84 92 93 96 99 105 109 112 114 119
129 129 139 140 147 151 155 161 165 170 175 178 182
SEGUNDA PARTE
LOS MOVIMIENTOS SOCIALES EN EL TIEMPO 4. C O N T I N U I D A D Y UNIDAD EN LOS MOVIMIENTOS SOCIALES: UN ANÁLISIS COMPARADO DE MOVIMIENTOS ESTUDIANTILES La cuestión de la continuidad en los movimientos sociales Redes sumergidas Problemas de interpretación La doble identidad del movimiento contra la política educativa .... Convergencia en la acción El derecho a la educación superior
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189 189 196 203 212 215 219
LA CONSTRUCCIÓN DE LOS MOVIMIENTOS SOCIALES
Identidad y selectividad Ideología y pluralismo en los movimientos estudiantiles El conflicto entre dos concepciones de la política El origen de la nueva política cultural 5. LOS MOVIMIENTOS SOCIALES, ¿CICLOS DE PROTESTA O EXPLOSIONES DE DESCONTENTO? Hacia una síntesis constructiva Los sesgos en el estudio de los movimientos sociales Ciclos y oportunidades de protesta Marcos dominantes Continuidades culturales La enseñanza como problema Resonancia de los marcos de protesta Educación y sociedad de la información
223 224 228 234
239 239 242 244 250 252 257 263 268
TERCERA PARTE
LOS MOVIMIENTOS SOCIALES EN ESPAÑA 6. LOS MOVIMIENTOS SOCIALES Y LA TRANSICIÓN A LA DEMOCRACIA. MODERNIDAD Y POSTMODERNIDAD. La explicación de la transición a la democracia Una aproximación diferente El periodo moderno La utopía existencial El origen de los nuevos movimientos sociales en España La teoría de las oportunidades políticas El marco antifranquista Movimientos iniciadores La sumisión a los partidos políticos La cuestión de la agencia del cambio revolucionari o Los efectos de los movimientos sociales Símbolos de rebeldía Cultura y movilización El movimiento pacifista y el periodo contemporáneo
275 275 279 284 286 295 297 301 304 306 310 313 315 319 321
7. MOVIMIENTOS SOCIALES Y PARTICIPACIÓN SOCIAL EN ESPAÑA Cuestiones de método La teoría del cambio de valores
331 331 335
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LA CONSTRUCCIÓN DE LOS MOVIMIENTOS SOCIALES
La participación en asociaciones voluntarias Democracia y participación social La búsqueda de la autonomía La cuestión de la confianza La condición de independiente Un fenómeno transcultural En los márgenes de la política
338 344 348 354 359 363 368
8. LOS MOVIMIENTOS NACIONALISTAS EN ESPAÑA La reconstrucción del nacionalismo étnico Subculturade oposición Unidad y diferencia en los nacionalismos étnicos Radicalízación ideológica La caracterización del nacionalismo radical La cuestión de la legitimidad La construcción social del nacionalismo Pasado y presente de los movimientos totalitarios La difusión de una nueva identidad pública La atracción del Mal El sentido de las analogías
371 371 380 385 390 396 401 405 409 414 418 420
9. IDEOLOGÍA, CONFLICTO SOCIAL Y MOVIMIENTOS SOCIALES CONTEMPORÁNEOS. EL ESTUDIO DE IDEOLOGÍAS Y CONFLICTOS SOCIALES El estudio de ideologías y conflictos sociales El fin de la historia El nuevo contrato social La búsqueda de la vanguardia La ideología y la concepción moderna de la historia Las nuevas ideologías de \a participación
431 431 443 444 452 456 462
BIBLIOGRAFÍA
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ÍNDICE ANALÍTICO
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INTRODUCCIÓN
El estudio de los movimientos sociales ha experimentado un notable desarrollo y ha adquirido singular importancia en la sociología contemporánea en las tres últimas décadas. Lo primero puede apreciarse en los libros y artículos que se vienen publicando sobre este tema en distintas lenguas; la relevancia de este campo se manifiesta en que se ha convertido en una fuente de referencias empíricas en el trabajo realizado desde otros ámbitos, como la teoría sociológica, la sociología de las organizaciones o la sociología de la cultura, y en el hecho de que esté invadiendo el de la sociología política. Las causas de ese fenómeno están relacionadas con la transformación de las sociedades occidentales, de sus formas de estructuración y de participación en la vida pública, y en los problemas de confianza que afectan a los cauces tradicionales sociales. Los movimientos sociales han tenido mucho que ver con estos cambios, actuando a la vez como motores y como reflejo de ellos. Sin embargo, el desarrollo del marco analítico desde el que se estudian los movimientos sociales se ha producido a la zaga de los acontecimientos. La debilidad de ese marco explica la diversidad de acepciones que tiene la expresión «movimiento social», que es 13
LA CONSTRUCCIÓN DE LOS MOVIMIENTOS SOCIALES
fruto de sucesivas generalizaciones empíricas y constituye un concepto sensibilizador (Melucci, 1984; Blumer, 1969). En la sociología contemporánea han tenido lugar numerosos intentos de acotar el extenso campo de fenómenos que suelen designarse con esa expresión y de elaborar una definición de esta clase de fenómenos colectivos. Esos intentos han sido motivados por el carácter polisémico de la expresión, que se viene empleando para designar fenómenos tan distintos como las modas, movilizaciones sociales de cierta duración, orientaciones culturales de carácter artístico o popular, y organizaciones políticas y sindicales. De este modo, es frecuente que se designe como movimiento tanto a los seguidores de una escuela de pintura como a los del Gurú Majarashi, a los votantes de un partido político o a los que de diversas formas participan en el «movimiento sindical»1. Desde hace algunos años, en la literatura especializada se viene planteando la necesidad de precisar el significado de este concepto para poder aplicarlo correctamente y disponer de auténticas herramientas conceptuales, en lugar de proceder a partir de simples generalizaciones empíricas (Wilkinson, 1971; Melucci, 1989, 1996a). Esto último ha generado un problema de indefinición en la investigación de los movimientos sociales contemporáneos, que para algunos constituye una de sus principales deficiencias (McAdam, 1982; Melucci, 1989; Laraña, 1996c). Al igual que sucede con otros conceptos sociológicos muy empleados, como los de clase social o de estratificación social, no hay un consenso sobre el significado del que aquí nos ocupa, y éste varía en función de la perspectiva teórica del analista. Ello hace necesario identificar esa perspectiva y explicitar el significa1
De las dos acepciones de la expresión «movimiento social» que señala Wilkinson (1971), la primera proviene de su origen etimológico en el verbo to move, que tiene traducción al francés y español en términos similares; la segunda acepción se refiere al significado que ha prevalecido en Europa y procede del Diccionario de Oxford: «los movimientos sociales son un conjunto de acciones y conductas de un grupo en torno a un objeto especial». La vaguedad de estas acepciones ha permitido que se use el concepto para designar una gran variedad de fenómenos colectivos, y que con frecuencia se produzcan autoatribuciones de dicha condición por personas que participan en grupos identificados por ellas como movimientos sociales.
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INTRODUCCIÓN
do de este término antes de usarlos en la investigación de los hechos sociales, lo cual constituye el objetivo de la primera parte de este libro. Los dos principales enfoques para la investigación de los movimientos durante los años ochenta fueron el de la movilización de recursos y el de los nuevos movimientos sociales, y tuvieron sus ámbitos de influencia en Estados Unidos y Europa, respectivamente. Cada uno siguió una concepción diferente de los movimientos. Para la teoría de la movilización de recursos, los movimientos sociales son grupos racionalmente organizados que persiguen determinados fines y cuyo surgimiento depende de los recursos organizativos de que disponen. Por el contrario, el enfoque de los nuevos movimientos sociales ha seguido una concepción diferente, que está más próxima a la de este trabajo, y se ocupó especialmente del papel que desempeñan los procesos de construcción de identidades colectivas en su formación. El modelo del actor individual y colectivo que sigue el enfoque de la movilización de recursos proviene de la teoría de la elección racional, y destaca su carácter racional y su orientación hacia la maximización de beneficios, basados en el cálculo de los costes y ventajas de la participación en un movimiento. En la literatura sobre nuevos movimientos sociales el modelo del actor es más complejo, y se destaca la importancia de las transformaciones sociales que inciden en el desarrollo de la identidad colectiva de los seguidores de los movimientos. Como suele pasar con frecuencia, cada uno de estos enfoques representa una reacción contra el que había dominado el contexto científico en que surgió. Las teorías de la racionalidad cuestionaron la concepción de los movimientos propia de la teoría del comportamiento colectivo y su tendencia a destacar el carácter emocional y desorganizado de los movimientos que prevaleció en Estados Unidos durante los años cincuenta y sesenta. El enfoque de los nuevos movimientos sociales también cuestiona el enfoque tradicional que había prevalecido en Europa y su principio de explicación, que se sitúa en la división de las clases sociales. La idea según la cual estas últimas dan lugar al único conflicto real y estructural en la sociedad choca con la importancia que adquie15
LA CONSTRUCCIÓN DE LOS MOVIMIENTOS SOCIALES
ren los conflictos basados en el género y la raza, y otras formas de solidaridad que no pueden interpretarse en estos términos y tienen central importancia en las nuevas formas de acción colectiva. La finalidad de los tres primeros capítulos de este libro es contribuir a un desarrollo del marco analítico que nos permita precisar el contenido del concepto de movimiento social, junto con otros que se vienen empleando en su estudio, y diferenciar lo que es movimiento de aquellos fenómenos que no pueden considerarse tales. Esa tarea no resulta fácil, y su importancia es tan manifiesta como su complejidad por varias razones. En primer lugar, porque este concepto hace referencia a un objeto central de la sociología: el estudio de los grupos sociales. En este sentido, parto de la definición de la sociología como ciencia de la acción social que propone Max Weber (1944) para aludir a la forma en que la conducta de los individuos en grupo es inteligible a través de la influencia recíproca de sus miembros. Si los grupos sociales constituyen el objeto del análisis sociológico, esa tarea se enfrenta con una primera dificultad conceptual que es fruto de la gran heterogeneidad de formas organizativas y de funcionamiento en los grupos sociales, así como de su distinta capacidad de influir en la conducta de sus miembros. Para el análisis de esos grupos, la sociología viene aplicando otro supuesto weberiano que consiste en elaborar tipos ideales para clasificarlos. Sin embargo, esas clasificaciones tampoco presentan un significado unívoco, debido al pluralismo teórico y metodológico que hoy caracteriza a esta disciplina y a la falta de consenso sobre los criterios que podemos emplear en esta tarea. Otro problema importante radica en la dificultad para establecer los vínculos existentes entre los instrumentos de clasificación y medida que usamos los sociólogos, las normas de la interacción social y los marcos de significados que emplean las personas en su vida cotidiana (Cicourel, 1982). El desarrollo del marco analítico desde el que se estudian los movimientos sociales está directamente relacionado con esa tarea central de la sociología. Algunos sociólogos vieron con malos ojos el pluralismo teórico y metodológico de la sociología porque pensaban que susci16
INTRODUCCIÓN
taba disputas epistemológicas entre distintas escuelas y producía una faccionalización del mundo académico y la ruptura de la unidad de criterio que consideraban necesaria para evaluar los conocimientos científicos en la universidad (Parsons y Platt, 1975). Mi posición es diferente, y parte de considerar que en el actual desarrollo de nuestra disciplina esa unidad es imposible y que el pluralismo teórico enriquece el debate, permite profundizar en sus aspectos centrales y desarrollar nuestro conocimiento de los hechos. Esta idea se manifiesta en la evolución de la sociología de los movimientos sociales desde la Segunda Guerra Mundial, momento a partir del cual el debate entre distintas perspectivas teóricas ha sido particularmente intenso y ha estimulado un creativo desarrollo. Otra razón de ese desarrollo conceptual es la interrelación que casi siempre existe entre las teorías sociológicas y los acontecimientos históricos que influyen en ellas. Las teorías sobre movimientos sociales guardan relación estrecha con las experiencias de sus analistas y los cambios en el contexto en que surgen esas teorías. Por ello, la concepción de los movimientos ha ido cambiando la historia de los países occidentales, lo cual ha contribuido al desarrollo de esta disciplina como consecuencia de la necesidad de ajustar sus supuestos a los fenómenos colectivos de que se ocupa. Finalmente, la relevancia de la tarea que emprende la primera parte del libro es consecuencia del papel que desempeñan los aspectos teóricos en la investigación e interpretación de los hechos sociales. Los conceptos que aplica el sociólogo a sus objetos de estudio actúan como lentes que amplían o nublan su percepción (Melucci, 1996b), como faros que iluminan lo que considera necesario analizar y dejan en la sombra lo secundario. En muchos aspectos, todos nos parecemos un poco a los seis famosos ciegos hindúes de la parábola clásica. Cada uno de ellos colocaba su mano en una parte diferente del elefante y en consecuencia describía un animal distinto. Del mismo modo, parte del debate teórico sobre movimientos sociales se centra en la identificación de lo que merece la pena investigar y en referencia a qué tipo de problemas intelectuales, sociales o 17
LA CONSTRUCCIÓN DE LOS MOVIMIENTOS SOCIALES
políticos, además de ocuparse del comportamiento de ese objeto de estudio (Gusfield, 1994: 93). Ante la proliferación de enfoques que se ha producido en este campo, este autor destaca la necesidad de seguir un principio de relatividad que conduce al pluralismo teórico. Ese principio es congruente con la naturaleza de las teorías sociológicas en general, que nunca tienen carácter ontológico, sino que son simples instrumentos para interpretar los hechos. Sin embargo, «nombrar es empezar a conocer» (Bell, 1976), y la adopción de un enfoque influye decisivamente en la selección que hace el sociólogo de su objeto de estudio, de aquello que considera más importante investigar para interpretar los hechos correctamente, como muestra la evolución de la investigación sobre movimientos sociales. Y a cada enfoque subyace una concepción más amplia de la sociedad en la que surgen los movimientos y de las formas de poder institucionalizado en ellas. Un argumento central en la primera parte es que el esfuerzo por elaborar el marco teórico para el estudio de los movimientos sociales conduce a una síntesis de supuestos procedentes de enfoques clásicos y contemporáneos. Conforme se desarrolla la sociología, mayor es la importancia de identificar las raíces de las teorías que se aplican, las cuales suelen tener precedentes directos en otras anteriores de las que extraen aquellos supuestos válidos para aproximarse a los hechos que siguen siendo útiles y rechazan otros que el cambio social ha dejado obsoletos. De forma análoga a lo que sucede con las continuidades de los movimientos sociales, las teorías vigentes en este campo reciben la influencia de marcos interpretativos elaborados por analistas que se ocuparon de los mismos temas en un tiempo anterior y fueron sus precursores. Por ello, los dos primeros capítulos destacan las continuidades epistemológicas entre las perspectivas de la construcción social que aquí se emplean y el enfoque interaccionista del comportamiento colectivo. El esfuerzo de Durkheim (1978) por acotar el campo de fenómenos estudiados por la sociología a finales del siglo pasado fue decisivo en su constitución como una disciplina autónoma, 18
INTRODUCCIÓN
distinta de otras ciencias sociales que la precedieron en el tiempo (Moya, 1970). Tal vez sea posible comparar la posición de la sociología en relación con otras ciencias sociales cuando él escribió Las reglas del método sociológico y la que hoy tiene la sociología de los movimientos sociales. Al igual que su ciencia matriz, esta última se encuentra in status nascendi como campo diferenciado. A pesar de que los movimientos sociales forman parte del tronco de la sociología, siempre han sido estudiados por analogía con otros fenómenos de comportamiento colectivo o por referencia a otros hechos que eran considerados más explicativos porque se referían a la estructura de la sociedad donde surgían y a procesos muy amplios de modernización social. Con independencia del aumento que se está produciendo en la cantidad y calidad de trabajos publicados sobre movimientos sociales desde hace tres décadas, parece que esta área no empieza a encontrar sus límites disciplinares y su específico objeto de estudio hasta la segunda mitad de los años ochenta. Es entonces cuando se inicia el giro hacia un análisis de los movimientos considerados como objetos de estudio en sí mismos, que no pueden explicarse por factores externos, concebidos como variables independientes. Mi argumento es que la progresiva consolidación de este campo se encuentra vinculada al desarrollo de las perspectivas de la construcción social en los últimos años 2 . El objetivo de la primera parte no es hacer otra exposición formal de las teorías sobre movimientos sociales ni presentar una teoría válida para todos ellos, sino sólo algunos supuestos que considero de mayor interés para su investigación, en los cuales se 2
Una prueba de ello es la evolución de esta área de estudio en la Asociación Internacional de Sociología, donde fue inicialmente presentado bajo el epígrafe «Movimientos Sociales y Comportamiento Colectivo» en el Congreso Mundial de Sociología de Madrid (1990). Con ese nombre organizó entonces unas «sesiones ad hoc» de carácter secundario, ya que ni siquiera tenían el estatus de Theatic Group, que a su vez es inferior al de los Comités de Investigación. Ello contrastaba con el hecho de que algunos de los principales simposios se dedicasen al tema de los movimientos sociales y que en ellos participaran sociólogos de prestigio internacional (Gusfield, Melucci, Touraine). En el Congreso de Bielefeld (1994) esta asociación organizó diez sesiones y pasó a ser reconocida como Comité de Investigación.
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funda la interpretación de los movimientos objeto de los siguientes capítulos. Un principio básico para este libro es que el sentido de una teoría sociológica depende de su utilidad para la interpretación de los hechos sociales, con los que debe ser contrastada continuamente. En el área de los movimientos la validez de ese principio es potenciada por la estrecha relación que existe entre esas teorías y unos hechos que suscitan el interés público, en parte debido a la efervescencia de las formas de acción colectiva en nuestras sociedades occidentales (Gusfield, 1978). En relación con ello, el capítulo tercero se ocupa de algunos cambios relevantes en la estructura y formas de los movimientos que surgen en los países occidentales desde los años sesenta. La necesidad de revisar los esquemas tradicionales sobre las relaciones entre estructura social y acción colectiva es un supuesto central de este capítulo, que desarrolla algunas ideas planteadas en el libro Los nuevos movimientos sociales. De la ideología a la identidad (Laraña y Gusfield, 1994) 3 . Los siguientes capítulos desarrollan una aproximación a los movimientos sociales que han surgido en nuestro país en los últimos años y a otros que tuvieron lugar durante los años sesenta en Estados Unidos y España. Son fenómenos colectivos que presentan las características del concepto de movimiento social expuestas en la primera parte: movimientos estudiantiles, contra el terrorismo, nacionalistas y pacifistas que surgen en España durante la época de Franco y desde la transición a la democracia, los cuales también suelen presentar los rasgos habituales de los nuevos movimientos sociales. El interés de los movimientos aquí tratados no sólo radica en ello, sino en su significado como movimientos que impulsan algunos cambios básicos en la evolución histórica de los movimientos sociales en España que se expone en el capítulo 6. La importancia que en este libro se atribuye a los movimientos estudiantiles se basa en su condición de pioneros o primeras manifestaciones de los cambios en las formas tradicionales 3
Una versión algo diferente se ha publicado en inglés: New Social Movements. From ideology to Identity, Filadelfia, Temple University Press, 1994.
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INTRODUCCIÓN
de acción colectiva. El interés que ello tiene en la investigación de los movimientos sociales orientó mi primer estudio hacia los protagonizados por estudiantes en los años sesenta, cuando cursaba estudios postgraduados de sociología en la Universidad de California en Santa Barbara y Berkeley. Ese trabajo de campo luego fue ampliado en mi tesis doctoral, y ambos se realizaron con técnicas cualitativas similares a las que luego he empleado en las investigaciones en que se funda la interpretación de los movimientos en la segunda parte del libro. Un aspecto importante en el estudio de los movimientos sociales contemporáneos se refiere a su discontinuidad en el tiempo, la cual está íntimamente relacionada con sus efectos y también ha constituido uno de los ejes de la larga investigación que comienza con mis primeros pasos en la sociología y se plantea en dos sentidos. La discontinuidad organizativa parece haberse convertido en un rasgo recurrente de los nuevos movimientos sociales en España y otros países. De ello se ocupa el capítulo 4, que se basa en el estudio comparado de movimientos estudiantiles que surgen en Estados Unidos durante los años sesenta4 y en España durante el curso 1986-87. El capítulo siguiente aborda esa cuestión a partir del análisis de otra clase de continuidades, menos visibles pero no menos importantes, debido a su carácter cultural. Esa dimensión temporal informa el análisis de la evolución histórica de los movimientos sociales en España en tres periodos que plantea el capítulo 6. A diferencia de lo que suelen hacer otros estudios, esa periodización no responde en el análisis de acontecimientos históricos, como la muerte de Franco, la aprobación de la Constitución o algunos resultados electorales, sino que se funda en un análisis de los movimientos como objetos de estudio en sí mismos, que no son explicados por hechos externos a ellos. Mi interpretación se centra en procesos simbólicos y cognitivos internos, que generan cambios en los marcos de acción colectiva y los modelos organizativos de los movimientos y en los cuales se 4
Los primeros fueron el objeto de mi trabajo para el Máster en Sociología por la Universidad de California (1975), que luego fue ampliado en mi tesis doctoral por la de Madrid (1978).
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LA CONSTRUCCIÓN DE LOS MOVIMIENTOS SOCIALES
construye el sentido de la participación. Debido a su utilidad para reflejar estos procesos, un aspecto en el que aquí se hace hincapié son las relaciones de subordinación o autonomía que establecen los movimientos con los partidos políticos. Esa aproximación conduce a otras dos cuestiones relevantes sobre las formas de participación en la vida social (que se tratan en el capítulo 7) y para el conocimiento de los movimientos sociales contemporáneos: la progresiva pérdida de confianza en los partidos políticos, que tiene una importancia central en su formación, y la que se refiere al origen de los nuevos movimientos sociales en nuestro país. Mi interpretación discrepa de la explicación más difundida de lo segundo, que sitúa ese origen en la ampliación de las oportunidades políticas para la acción colectiva a raíz de la instauración de la democracia; para ello me baso en el análisis comparado de estos movimientos y en la investigación que se expone en los capítulos 4 y 5. La misma cuestión de la continuidad vuelve a plantearse en el capítulo 8, pero en sentido inverso, en relación con la persistencia del movimiento ultranacionalista en el País Vasco y con la utilidad de algunos supuestos clásicos sobre su naturaleza, basados en su comparación con movimientos que surgieron en este siglo. El capítulo 7 aborda la cuestión de la participación social desde la perspectiva expuesta en la primera parte y destaca la importancia de sus dimensiones psicosociológicas, especialmente las vinculadas a las identidades individuales y colectivas de los que apoyan asociaciones voluntarias. Algunos supuestos de la teoría de la sociedad de masas combinados con otros más recientes nos ayudan a profundizar en las oscilaciones de los índices de participación en la vida social y en la pérdida de confianza en los cauces tradicionales para hacerlo. Las versiones iniciales de algunos de estos capítulos fueron presentadas en congresos internacionales (Montreal, Bielefeld, Vitoria, París, San Diego, Berlín, Santander) y nacionales (La Coruña, Granada). El libro se ha gestado en un largo proceso de investigación y reflexión que comenzó hace veinticinco años, a través del contacto con los hechos y del intercambio con otros colegas que trabajan en este campo. En ese proceso se ha desarro22
INTRODUCCIÓN
liado mi aproximación, que puede describirse como constructivista, histórica y comparada. Entre la variedad de usos del primer término, el que aquí se sigue y da nombre a este libro se refiere a una síntesis de supuestos de interpretación procedentes de la sociología cognitiva y de dos enfoques a los movimientos sociales que considero complementarios. Uno de ellos se funda en el análisis de los procesos de alineamiento con los marcos de acción colectiva y ha sido desarrollado en Estados Unidos por David Snow y sus colaboradores; el otro se centra en los procesos de construcción de identidades colectivas y ha sido desarrollado por Alberto Melucci y los suyos en Italia. Las perspectivas de la construcción social han adquirido creciente importancia en este campo desde la mitad de los años ochenta, y difieren en aspectos importantes de las que habían prevalecido hasta entonces. Esos enfoques explicaban los movimientos por factores externos a ellos, como las características socioestructurales de la sociedad en que surgen y las tensiones generadas por los procesos de modernización, la disponibilidad de recursos organizativos, la distribución del poder y la existencia de oportunidades políticas o por la difusión de una conciencia de clase entre los seguidores de los movimientos. Las perspectivas constructivistas que surgen en Europa y Norteamérica rompen con esa línea de explicación y sitúan su foco analítico en lo que acontece en el interior de los movimientos. Para interpretarlos correctamente se considera necesario conocer los procesos simbólicos y cognitivos que tienen lugar en las organizaciones y redes de los movimientos, en las cuales se gestan los marcos de significados y las identidades colectivas que confieren sentido a la participación en los movimientos sociales y nos permiten entender cómo y por qué surgen. Esta perspectiva teórica se expone en la primera parte del libro y vuelve a replantearse en el último capítulo, en torno a cuestiones más generales sobre los cambios en la naturaleza del conflicto social en las sociedades occidentales, el papel de las vanguardias y las teorías sobre el fin de las ideologías que se han formulado en los últimos años para explicar lo primero. 23
LA CONSTRUCCIÓN DE LOS MOVIMIENTOS SOCIALES
La investigación de los hechos sociales no está libre de las prenociones que tiene el sociólogo y que Durkheim propuso erradicar de su trabajo: su sentido común, sus valores, simpatías e inclinaciones difícilmente pueden desligarse de su tarea científica. Todo ello informa la elaboración de las tipologías analíticas con las que el sociólogo agrupa, separa y explica los hechos sociales. Los hechos de las ciencias sociales no vienen dados por una realidad social que se puede aprehender de forma objetiva como sucede en las ciencias de la naturaleza, cuyo objeto de estudio es diferente (Schutz, 1972; Luckmann, 1995). En las ciencias sociales, la objetividad depende del sentido que el sociólogo confiere a los hechos, y al hacerlo reconstruye dicha objetividad. Ello no implica excluir la objetividad del análisis científico-social, sino enfatizar el papel que desempeña el analista al explorar el sentido subjetivo de los hechos y establecer cuáles son los datos pertinentes para su interpretación. Hay una íntima relación entre la objetividad de los hechos y la subjetividad de su analista. Los hechos que estudian las ciencias sociales no están ahí fuera porque siempre son fruto de una reconstrucción por parte del analista, que los reconoce como tales y los sitúa dentro de unas tipologías determinadas (Luckmann, 1995). El énfasis en la construcción social de esas categorías y el interés por los fundamentos fenomenológicos de las ciencias sociales informa la perspectiva que aquí se emplea en el análisis de los movimientos sociales. La imbricación existente entre el quehacer científico y el sentido común se pone de manifiesto al construir esos sistemas de clasificación con los que se analizan los hechos sociales (Cicourel, 1982). La metodología de investigación empleada sigue los supuestos de la sociología cognitiva y se basa en el estudio de casos que son analizados por medio de entrevistas en profundidad con los actores sociales, técnicas de observación directa y análisis del discurso empleado por los actores individuales y colectivos. Ese método fue aplicado en la investigación de los movimientos estudiantiles en el campus de Berkeley, de las dos movilizaciones de estudiantes que se producen en España con 24
INTRODUCCIÓN
seis años de diferencia (1986-87 y 1993) —en sendos estudios financiados por el Centro de Investigaciones Sociológicas y la Dirección General de Ciencia y Tecnología— y en una investigación en curso de conflictos medio-ambientales financiada por la Dirección General XII, de Ciencia, Investigación y Desarrollo de la Comisión Europea. La información sobre otros movimientos aquí tratados procede de la observación sobre el terreno, fuentes bibliográficas, medios de comunicación y encuestas. * Debo expresar mi reconocimiento a las tres instituciones que acabo de citar por haber hecho posible las investigaciones en que se basa este libro. Por sus sugerencias y comentarios a los primeros borradores de distintos capítulos, quisiera expresar mi agradecimiento a Aaron Cicourel, Joseph Gusfield, Hank Johnston, José Álvarez Junco, Julio Carabaña, Sidney Tarrow, Pedro Ibarra, Christopher Pickvance y Ángel Calle. El reconocimiento de la ayuda que me ha prestado Aaron Cicourel merece una mención especial por sus enseñanzas de teoría y método, que me han permitido construir una aproximación a los movimientos sociales basada en supuestos de la sociología cognitiva y contextualizar los de la construcción social. Emilio Lamo de Espinosa me aconsejó sobre la estructura del libro y Asís de Blas me brindó información y opinión sobre aspectos de política educativa que eran contestados por los estudiantes. Gracias a Victoria Peña, que me ayudó en las numerosas versiones del libro, y a Belén Urrutia por su infinita paciencia y su colaboración en esta tarea. También debo incluir en este apartado de agradecimientos a instituciones como el Comité Conjunto para la Cooperación Cultural entre Estados Unidos y España, y al Centro de Investigaciones Sociológicas por autorizar la reproducción del capítulo 1, que ha sido ampliado y revisado. Los capítulos 4 y 9 también son versiones revisadas y ampliadas de dos trabajos publicados por esa institución en mi libro Los 25
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nuevos movimientos sociales. De la ideología a la identidady en el libro en homenaje a Luis Rodríguez-Zúñiga. Las primeras versiones de parte de los capítulos 6 y 7 fueron publicadas en la Tocqueville Revuey el libro Tendencias sociales en España, S. del Campo (ed.)> a los cuales agradezco su autorización para reproducir parte de ellos en este libro.
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PRIMERA PARTE
LA PERSPECTIVA DE LA CONSTRUCCIÓN SOCIAL
CAPÍTULO 1
LA ACTUALIDAD DE LOS CLÁSICOS Y LAS TEORÍAS DEL COMPORTAMIENTO COLECTIVO
Las teorías clásicas La primera cuestión que se plantea en este trabajo consiste en precisar qué entendemos por una teoría «clásica» en sociología. Una difundida acepción del término es temporal y alude a aquellos supuestos de interpretación que se establecieron en un período anterior en la historia de las sociedades. Lo clásico tiende a contraponerse a lo «moderno» y esa distinción suele llevar consigo un juicio de valor sobre su adecuación a la realidad social: mientras que lo segundo es aplicable al presente, lo primero pertenece al pasado y ha quedado obsoleto. En el campo de los movimientos sociales hay varios modelos teóricos, como los de la privación relativa y la frustración-agresión, para los cuales se reclama el estatuto de clásicos porque han precedido en el tiempo a las teorías más difundidas actualmente. Esa acepción de lo clásico se articula en una concepción de la modernidad que ha prevalecido en las ciencias sociales y que se caracteriza por la identidad que tiende a establecer entre los procesos de modernización y el progreso de la sociedad occidental (Bury, 1971; Touraine, 1993, 1995). No está claro hasta qué 29
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punto esa concepción ha calado en la cultura de estas sociedades, si bien la distancia que suele haber entre los postulados de la ciencia y los marcos interpretativos que configuran el sentido común de las personas induce a desconfiar de que haya sido así. La cuestión estaría mejor planteada si se centrase en los grupos sociales en los que eso haya podido tener lugar. Pero parece más correcto pensar que, en lugar de deber su difusión al hecho de estar arraigada en la cultura de las sociedades occidentales, la concepción historicista de la modernidad tiene uno de sus pilares en la centralidad de algunos supuestos teóricos de las ciencias sociales, como el que parte del contraste entre comunidad y sociedad. La contraposición entre ambas formaciones sociales ha sido uno de los ejes básicos para explicar los procesos de modernización social (Lamo de Espinosa, 1996). La necesidad de revisar ese planteamiento para interpretar correctamente lo que acontece en la fase de modernización reflexiva en que se encuentran las sociedades occidentales es un supuesto central en algunos trabajos contemporáneos sobre esta cuestión, que ya fue introducida por la crítica de la sociedad de masas (Gusfield, 1962; Beck, 1992, 1993, 1995; Giddens, 1990, 1994). Como se expone más adelante, lo mismo sucede respecto a la vigencia de esos conceptos empleados en el análisis de los movimientos sociales. El interés por las teorías clásicas en las que se centra este capítulo responde a una concepción diferente, que también ha sido empleada en la literatura sociológica. Un obra clásica no es la que ha perdido vigencia y validez, sino aquella que conserva estos atributos porque algunos de sus supuestos siguen siendo aplicables a la realidad social e iluminan el camino para su investigación. Por regla general, la utilidad de esas teorías clásicas es consecuencia de su síntesis con supuestos procedentes de otras recientes, de su fusión con lo moderno y del legado que éste recibe de lo clásico. La relación entre lo clásico y lo moderno con frecuencia se plantea con unas tensiones y una ambivalencia que la convierten en un proceso dialéctico: para construir nuevos significados y formas de reflejar la realidad, lo moderno se apoya en lo clásico al tiempo que lo cuestiona. Esa dinámica de atracción-re30
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pulsión ha sido considerada como la fuente del impulso creador de los movimientos modernistas en las artes (Paz, 1967; Bell, 1977). Un ejemplo de obra clásica en el cine es la producida por directores como John Ford o Alfred Hitchcock porque sus películas siguen siendo objeto de especial atención y estudio por aficionados y profesionales en ese arte contemporáneo y porque su influencia persiste en los estilos narrativos y supuestos de trabajo de los segundos. Lo clásico adquiere así un significado distinto, que, en lugar de basarse en su contraposición a lo moderno, hace incapié en la continuidad y recíproca influencia entre obras de arte, modelos científicos o movimientos sociales y culturales. Esta imagen de las relaciones entre lo .clásico y lo moderno-es característica de la postmodernidad, o de la crítica de la modernidad para aquellos que evitan la primera expresión. Entre laskeorías sobre movimientos sociales, destacan dos que parecen reunir las características de las clásicas y responden a la denominación común de «teoría del comportamiento colectivo». Sin embargo, bajo dicha denominación encontramos dos enfoques claramente diferenciados en sus supuestos de interpretación y su concepción del orden social: el que surge dentro de la tradición funcionalista, cuyos más destacados representantes son Smelser (1963), Parsons (1962) y Eisenstadt (1956, 1972), y el vinculado al interaccionismo simbólico, que tiene su origen en Robert Park (1939, 1972; Park y Burgess, 1924) y la Escuela de Chicago. Si el primero es el más conocido en España, mi argumento es que el enfoque interaccionista es el que sigue siendo un clásico para el estudio de los movimientos sociales en el sentido que acabo de exponer. Dado que fueron desarrolladas hace décadas, las dos suelen considerarse teorías clásicas según la acepción historicista del término antes citada, pero sólo la interaccionista conserva parte de su vigencia en la actualidad y su influencia persiste en la literatura contemporánea sobre movimientos sociales1. 1 Por esta razón, cuando aquí se hace referencia a la teoría del «comportamiento colectivo», sin otra especificación, se alude al enfoque interaccionista.
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Ello significa que sólo la segunda es una teoría clásica en el sentido del término que acabo de exponer, y que ese reconocimiento no choca con otro: la necesidad de revisar algunos de los supuestos de esta teoría, como los que hacen referencia a la continuidad de los movimientos que he analizado en otro lugar (Laraña, 1994a). Dicha revisión no cuestionaría su condición de modelo clásico y es congruente con la evolución que ha seguido esta aproximación en los últimos años. Parte de su vigencia actual se deriva de la capacidad de este modelo para revisar sus supuestos iniciales y adaptarlos a los cambios que se están produciendo en la sociedad occidental y en los movimientos que surgen en ella, lo cual se ha considerado un requisito general para todo desarrollo científico (Cicourel, 1982). Los sociólogos que siguen estos enfoques clásicos y contemporáneos comparten supuestos afines sobre la naturaleza de los movimientos sociales y un énfasis común en los procesos de definición colectiva de las situaciones y problemas sociales que los motivan. Las raíces teóricas de esos supuestos convergentes se encuentran en la tradición del interaccionismo simbólico, y especialmente en la obra de Robert Park (1939, 1972; Park y Burgess, 1924), Herbert Blumer (1971) y Erving Goffman (1986 [1974], 1959). Sin embargo, el reconocimiento de esa influencia sólo es explícito en el actual enfoque de los marcos de acción colectiva (Snowyotros, 1986; Snow y Benford, 1988, 1992) y permanece latente en el centrado en los procesos de construcción de las identidades colectivas. Ello está relacionado con los vínculos institucionales que subyacen en los supuestos teóricos empleados por las distintas escuelas sociológicas y con la distancia, tanto física como entre sus respectivas tradiciones teóricas, que ha existido entre estos dos enfoques constructivistas. Esos supuestos comunes de los enfoques citados han facilitado un proceso de convergencia teórica cuyo resultado es una perspectiva de singular interés para el estudio de los movimientos sociales. Este argumento es congruente con el principio de relativismo científico que cuestiona la posibilidad de que un modelo contenga el enfoque definitivo para la investigación en este 32
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campo (Gusfield, 1994); en otro lugar he intentado mostrar que ese proceso de convergencia teórica también se está produciendo en las orientaciones europea y norteamericana de la construcción social (Laraña, 1994b). Al destacar aquí la continuidad entre esas perspectivas y la del comportamiento colectivo, mi objetivo no sólo es defender la vigencia de ciertos autores y supuestos clásicos, sino exponer las razones en que se funda la afirmación anterior y señalar el camino que considero más adecuado para la investigación de los movimientos sociales. Soy de los que creen que la construcción teórica en este campo hoy no puede realizarse sin reconocer la influencia de los clásicos y que ello enriquece los modelos contemporáneos porque contribuye al conocimiento de sus orígenes. El enfoque de los marcos de acción colectiva, que en la actualidad informa parte de la investigación de los movimientos (Tarrow, 1994; McAdam, McCarthy y Zald, 1995; Benford 1977), no podría haberse desarrollado sin la base teórica que le ha brindado lo que aquí se designa como tradición interaccionista para aludir de forma genérica a las orientaciones teóricas del interaccionismo simbólico y la sociología cognitiva.
La sociedad de masas El enfoque del comportamiento colectivo responde a una concepción pluralista de la sociedad en la que se asume que hay una distribución uniforme del poder y todos los grupos tienen posibilidad de canalizar sus expectativas y demandas a través de las instituciones políticas existentes (McAdam, 1982). Ese modelo pluralista se basa en una imagen de la sociedad moderna como un sistema de organización claramente diferenciado del existente en las sociedades totalitaria y de masas. Dicha diferenciación tiene sus raíces en las formas de participación de los ciudadanos en la vida social analizadas en la teoría del cambio social inicialmente formulada por Durkheim (1985), que fue desarrollada desde la orientación conocida como «crítica democrática de la sociedad 33
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de masas» (Kornhauser, 1969; Arendt, 1973). La sociedad pluralista se diferencia de la de masas en la proliferación y el vigor de unos grupos secundarios cuya principal misión consiste en canalizar la participación social y hacerla más eficaz. En una de la obras que más han influido en el desarrollo de esta perspectiva, La política en la sociedad de masas, Kornhauser (1969) formuló una influyente interpretación sociológica de algo incomprensible para la opinión pública durante los años cincuenta: el surgimiento de los movimientos totalitarios en países avanzados de Europa durante la primera mitad del siglo. El esfuerzo por encontrar respuestas a esa cuestión ha contribuido mucho al desarrollo de la investigación en este campo, en gran parte debido al papel decisivo que desempeñaron estos movimientos en el estallido de la guerra más destructiva de la historia (Hobsbawn, 1995). Ello ilustra la relación que suele existir entre los hechos y las teorías explicativas de los movimientos sociales, y también la influencia de las circunstancias históricas en las que viven los sociólogos en los modelos que emplean para interpretar los hechos. Melucci (1989) ha conceptualizado estas relaciones entre hechos y teorías al referirse al carácter «históricamente construido» de las teorías sociológicas. Las teorías del comportamiento colectivo y la sociedad de masas siguen supuestos afines, algunos de los cuales conservan su utilidad para aproximarse a los movimientos contemporáneos debido a su énfasis en unas características de las sociedades modernas que hoy siguen siendo importantes para su estudio. La preocupación por los procesos de desidentificación que trae consigo la transformación de la sociedad tradicional es un tema central en la teoría de la sociedad de masas que desarrollaron sociólogos como Hanna Arendt, Erich Fromm, William Kornhauser, Karl Mannheim, C. Wright Mills, Robert Nisbet y David Selznick. Ese tema sigue vigente y tiene singular interés para algunos sociólogos contemporáneos que estudian los movimientos sociales y las consecuencias negativas de la modernización. La pérdida del significado que antes tenían estructuras sociales como la familia, la clase social y la comunidad local en las sociedades de masas 34
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constituyó una anticipación de dicho problema. Ese fenómeno se consideraba entonces consecuencia de un proceso de transformación de estas sociedades cuyos rasgos principales son la desaparición o la creciente inoperancia de los grupos que median entre el individuo y el Estado y la emergencia de masas amorfas como principal forma de agrupamiento y de participación en la vida social. Una idea central desde esa perspectiva consiste en que las sociedades modernas contienen en su seno tendencias contrarias al orden democrático, que se manifiestan en la predisposición a desarrollar características de la sociedad de masas a no ser que coexistan con fuertes tendencias opuestas (Kornhauser [1959], 1969). La distinción fundamental se establece entre tendencias o fuerzas de masas y pluralistas, y la premisa central de este enfoque es que el vigor de las instituciones democráticas depende de la configuración de la estructura social de cada país. El concepto de masa se contrapone al de clase social, y sirve para designar a grandes cantidades de personas no integradas en una forma de agrupamiento social. Veinte años antes, Park habría contribuido a esa definición al destacar la procedencia de cualquier estrato social de los individuos que forman parte de una masa, su carácter anónimo, la escasa interacción entre ellos y la difusa organización de las masas (1939: 242). Para ambos autores, esas características de las masas están asociadas a su comportamiento divergente respecto a las normas y procesos de integración social. La diferencia decisiva se establece entre el comportamiento de las personas que forman parte de una masa y el de aquellas que participan en grupos independientes, y en los cambios que suelen producirse en sus relaciones con.los demás y con otros grupos. Estas relaciones ejercen una influencia decisiva en su receptividad o resistencia a ideas o movimientos que tienden a socavar el sistema de libertades de una sociedad moderna. La preservación de los valores en que se funda ese sistema depende de la fuerza y presencia de unos grupos que actúan como baluartes de dichos valores. En este punto se bifurcan dos enfoques diferentes que parten de esos supuestos comunes: para la tradición aristocrática, estos grupos son élites que deben ser protegidas contra la dominación 35
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de las masas, y para la teoría democrática2 (Kornhauser, 1969) se trata de grupos independientes en los que se articula la organización social. Según esta última, la sociedad moderna no necesita élites para defender su sistema de libertades, sino grupos independientes fuertes. La principal característica de la sociedad de masas no es la brutalidad o la torpeza de éstas, sino el aislamiento de los individuos en los grupos primarios y la naturaleza de las relaciones sociales que establecen entre sí. El comportamiento de masa se da tanto en individuos con estatus social alto como en clases bajas, y los movimientos de masas en Europa atrajeron a una variedad de individuos de gran cultura (Arendt, 1973). Para este enfoque, el problema fundamental estriba en la posibilidad de surgimiento de otras élites que sigan el modelo nazi o bolchevique. Es mucho más probable que esto suceda en una sociedad caracterizada por la atomización y centralización de las relaciones sociales, en la que los individuos están vinculados entre sí sólo por su relación con una autoridad común, institucionalizada en el Estado. Por el contrario, en una sociedad pluralista los individuos se relacionan entre sí a través de una variedad de grupos independientes que tienen suficiente fuerza como para actuar de eslabones entre el individuo y los grupos primarios y el Estado. La debilidad o ausencia de esos grupos es el rasgo estructural que distingue a la sociedad de masas de la pluralista. Esa situación tiene efectos de carácter cognitivo, ya que deja a los individuos sin recursos para situar los acontecimientos, sin marcos de referencia para tomar 2
Los críticos aristocráticos de la sociedad de masas expresaron un tuerte pesimismo respecto a las consecuencias de los cambios que se producen en la sociedad moderna y la creciente participación de las masas en las decisiones más importantes. Esta aproximación representó una reacción ante los cambios revolucionarios que se estaban produciendo en la sociedad europea durante el siglo XIX y se ha centrado en la defensa intelectual de los valores sustentados por las élites. Entre sus más destacados representantes están Ortega y Gasset, Le Bon y Mannheim. La pérdida de las bases morales que antes sustentaban las élites suscita la posibilidad de caer en la tiranía política o en la decadencia cultural. La crítica democrática a la sociedad de masas surge como reacción a los movimientos totalitarios que se están produciendo en Europa durante el siglo XX ante las desastrosas consecuencias de los conflictos bélicos que éstos desencadenan.
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posiciones respecto a los acontecimientos o decisiones que tienen interés colectivo (Kornhauser, 1969). La teoría de la sociedad de masas tiene un observable empírico fundamental en el concepto de comportamiento de masa, una de cuyas primeras características se refiere a algunos aspectos cognitivos de la acción colectiva (Laraña, 1986), como los que hoy centran parte de la atención de las perspectivas constructivistas. Me refiero a la importancia que la primera teoría confiere al lugar donde se sitúa el foco de atención de las personas y su relación con la vida cotidiana, aspecto que hemos tratado en un trabajo reciente sobre los nuevos movimientos sociales (Johnston, Laraña y Gusfield, 1994). Desde dicha perspectiva clásica, ese foco de atención en la sociedad de masas está muy alejado de la experiencia personal, y se fija en objetos distantes como conflictos o hechos de ámbito nacional e internacional, «los símbolos abstractos y todo aquello que se conoce sólo a través de los medios de comunicación de masas» (Kornhauser, 1969). Esa clase de preocupación suele carecer de la precisión, independencia, sentido de la realidad y responsabilidad que se atribuye a la que se sitúa en objetos próximos, como la familia, las transacciones comerciales, los amigos o el sindicato. El sentido de realidad y responsabilidad de las personas disminuye a medida que su objeto de preocupación se distancia de sus vidas cotidianas. En esos casos aumenta la posibilidad de ser sugestionadas por líderes y discursos demagógicos que apelan a esos objetos remotos y de ser movilizadas por los primeros. En este punto se pone de relieve la conexión de esta teoría con la del comportamiento colectivo, para la cual la capacidad de sugestión individual y la irritabilidad son características de situaciones de malestar social en que surgen las distintas formas de comportamiento colectivo (Park, 1939: 227). Esta última perspectiva establece una relación entre la lejanía del objeto de atención de las personas que participan en ellas y el carácter no regulado y espontáneo del comportamiento colectivo. Puesto que ese objeto se sitúa fuera de las culturas y los grupos locales, no puede definirse o explicarse desde los marcos de significados y las normas sociales que operan en estos grupos, sino que se desplaza a 37
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un «universo más amplio» que no es cubierto o definido por esos significados. Pero no toda preocupación por objetos remotos genera comportamiento de masa, sino sólo cuando se traduce en reacciones directas y activistas. Otra característica del comportamiento de masa es la tendencia a recurrir a la fuerza para resolver conflictos; ese supuesto ha sido especialmente aplicado a los movimientos fascistas debido a su frecuente empleo de la violencia contra grupos rivales (Duverger, 1972). Pero esa tendencia no es exclusiva de dichos movimientos, ya que está vinculada a un marco de acción más amplio que incluye a los de ideología comunista (Arendt, 1951; Furet, 1995). Ese marco define la relación entre los medios y los fines que ha caracterizado a los movimientos totalitarios, según la cual la realización de los segundos justifica cualquier medio (aspecto que vuelve a plantearse en el capítulo 8). La teoría de la sociedad de masas no sólo analiza la incidencia de los cambios estructurales en la formación de la opinión pública y el surgimiento de grupos que carecen de otras fuentes de información que no sean los mass media. También extiende ese análisis al de los sentimientos de la población: en una sociedad de masas predominan los de alienación y ansiedad como consecuencia de la forma en que se estructura la sociedad. Para explicar esos sentimientos, esta teoría sigue la lógica de interpretación prevaleciente en sociología: las transformaciones estructurales se consideran la causa de los cambios que se producen en la cultura, de los valores y sentimientos de la población, al igual que de sus formas de acción colectiva. En la sociedad de masas, esos cambios generan serios problemas de integración social, que se manifiestan individualmente como desorganización personaly tendencia al comportamiento de masa. Ello implica la disponibilidad de los individuos para ser movilizados por programas totalitarios y seguir pautas extremistas que persiguen la abrogación de los procedimientos democráticos mediante la violencia (Gusfield, 1962; Kornhauser, 1969; Arendt, 1951). La crisis de unas estructuras esenciales para articular la participación en la vida social genera 38
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problemas psicológicos a las personas que viven en la sociedad de masas, las cuales se manifiestan en la tendencia a la adhesión incondicional y fanática a líderes que formulan discursos demagógicos sobre la forma de recuperar una mítica comunidad tradicional. El individuo siente que forma parte de algo sólo cuando participa en movimiento de masas. La participación en movimientos totalitarios y de masas genera sentimientos de identidad colectiva, lo cual puede contribuir a explicar algunos movimientos violentos como el tratado en el capítulo 8. Una de las razones que explican el interés que mantiene esta teoría en la actualidad radica en el significado que atribuye a la participación en la vida social, el cual se fundamenta en un concepto ampliado de la misma que incluye aspectos de carácter estructural y cultural. Esta perspectiva hace hincapié en las implicaciones psicosociológicas de la participación en la vida social y no se limita a aplicar la teoría de los grupos secundarios desde una perspectiva exclusivamente centrada en sus dimensiones políticas. Esa aproximación fue ampliada por el enfoque interaccionista en algunos trabajos publicados en los años sesenta, como los de Orrin Klapp (1968) y Ralph Turner (1969), los cuales se anticiparon a ideas recientes de las teorías constructivistas sobre los nuevos movimientos sociales. El primero analizó la importancia de los problemas de identidad individual en la formación de los movimientos sociales, a consecuencia del empobrecimiento de la interacción social que generan los procesos de racionalización de la sociedad y la formación de una sociedad de masas; el segundo destacó el surgimiento de esas cuestiones en la formación de los movimientos de la Nueva Izquierda en los años sesenta, que explicó como resultado de una nueva utopía existencial. Esta expansión del significado de los procesos de participación social a aspectos subjetivos de la conducta y la personalidad individuales mantiene su vigencia y utilidad para interpretar lo que acontece en las sociedades occidentales, debido a la importancia que adquieren las cuestiones de identidad en sus formas de acción colectiva. Un análisis convergente con estos supuestos ha sido formulado en la teoría de la «desdiferenciación de la esfera 39
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política», que forma parte de un influyente trabajo sobre las consecuencias no previstas de la modernización social (Beck, 1992). Parte de la contribución de las teorías del comportamiento colectivo y la sociedad de masas consistió en trascender las fronteras simbólicas que tienden a establecerse entre la sociología y la psicología, y mostrar que la integración de los individuos en la vida comunitaria o local trasciende el ámbito de la política y es fuente de identidad personal. La psicología social influyó con fuerza en la tradición interaccionista, y está resurgiendo en el estudio de los movimientos sociales durante esta década, después de un período de declive durante las dos anteriores (Gamson, 1992).
La teoría pluralista del poder Los primeros trabajos en esta dirección se formulan en unos términos que difieren de los empleados hoy por las teorías constructivistas sobre la acción colectiva. La tendencia de la teoría de la sociedad de masas a establecer una clara distinción entre la estructura de la sociedad pluralista y la de masas, y la importancia que se atribuye a las causas estructurales de la política de masas se fundaban en una visión demasiado optimista de la sociedad democrática, en la que cada individuo participa eficazmente en la vida social. «En la concepción pluralista del ciudadano, cada persona se integra en la política con arreglo a su capacidad como miembro de un segmento de la sociedad —trabajador o empresario, residente en el campo o la ciudad... inmigrante o autóctono, blanco o negro» (Gusfield, 1962: 20). El problema radicaba en la debilidad o inexistencia de los grupos secundarios, lo cual impide que se produzcan dichos procesos de identificación y conduce a la alienación política («el desapego de las personas respecto de sus instituciones políticas»), como resultado de las influencias desintegradoras de la sociedad de masas «en los sentimientos de lealtad a determinados grupos que caracterizaban la estructura social de los países democráticos en períodos históricos anteriores» (Gusfield, 1962: 20). 40
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Este énfasis en defensa de la sociedad pluralista y democrática es otra muestra del carácter históricamente construido de las teorías sociológicas, ya que se produce después de un periodo histórico en el que habían surgido las mayores amenazas a esa sociedad. Debido a sus dramáticas consecuencias, Hobsbawn (1995) ha designado como la Era de las Catástrofes al periodo que media entre las dos guerras mundiales y que ha estado marcado por ellas3. Ello también parece relacionado con un aspecto de esta teoría que plantea serias dificultades para el estudio de los movimientos sociales y ha sido cuestionado en las tres últimas décadas. El modelo pluralista describe una sociedad en la que el poder «está ampliamente distribuido entre la variedad de grupos que compiten por él y no se concentra en manos de ningún segmento de la sociedad» (McAdam, 1982: 5). Ese modelo de poder social implica que el sistema político está abierto a la participación de todos los grupos y que ninguno puede impedir el acceso a otros4 aunque tenga especial influencia política. De ese modelo pluralista no sólo se piensa que garantiza la apertura y justicia del sistema, sino también su capacidad de responder a las demandas que genera. Si eso fuese cierto, la cuestión que se plantea es: ¿por qué surgen movimientos sociales que siguen cauces de acción no institucionalizados? Una posible respuesta consiste en que éstos «representan poco más que un error estratégico que vienen cometiendo innumerables grupos sociales», pero la recurrencia de los mismos hace difícil sostener esa idea (McAdam, 1982: 6). La respuesta de la teoría pluralista consiste en negar a los seguidores de estos grupos el estatus de actores racionales que buscan su propio interés. Ese supuesto simplificaba de tal modo la realidad de los movi3
Sin embargo, la guerra es un hecho que para este historiador define todo el siglo XX, el cual no puede concebirse disociado de ella, «siempre presente aun en los momentos en que no se escuchaba el sonido de las armas y las explosiones de las bombas» (op. cit.: 30). 4 La teoría de Roben Dahl (1967) es el mejor exponente de ese modelo: todo grupo que se considere afectado por una política concreta tiene amplias oportunidades para exponer su caso y negociar una solución al problema.
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mientos contemporáneos que se convirtió en objeto de fuertes críticas para los analistas de los movimientos en los años sesenta y setenta, y dio un fuerte impulso al desarrollo de la teorías que parten del principio opuesto al subrayar la racionalidad de los actores individuales y colectivos. La concepción pluralista del poder presenta limitaciones importantes y da por supuesta una situación idílica que no se ajusta a la realidad ni en Estados Unidos ni en el resto de las sociedades occidentales. Esa teoría es cuestionada por la existencia de mecanismos de exclusión de la esfera política, que afectan a muchos grupos, y por la proliferación de conflictos sociales en estas sociedades, que surgen y se dirimen al margen de los cauces establecidos e impugnan los supuestos sobre la apertura y capacidad de respuesta de las instituciones políticas existentes (Fantasía, 1988; Melucci, 1989; Laraña, 1993). Desde ese modelo pluralista es difícil explicar la difundida crisis de confianza en las instituciones políticas tradicionales que se registra en estos países ya desde los años sesenta y constituye uno de los fenómenos más importantes para la formación de movimientos sociales, al igual que los problemas de integración social y los recurrentes conflictos étnicos en las sociedades occidentales.
Participación social y diferenciación de la política Si se intenta profundizar en el vínculo existente entre los problemas relativos a la participación social y los de identidad que afectan al conjunto de la sociedad, es necesario ir más allá de las implicaciones políticas de aquélla y del ámbito de la sociología política. Ese planteamiento está implícito en el enfoque interaccionista del comportamiento colectivo, en el que ya se produce una expansión de ese concepto medular en el estudio de los movimientos sociales. Ello conduce a cuestionar algunos de los supuestos que han prevalecido en la explicación de estos hechos, que tradicionalmente se venían adscribiendo al orden político, y que están vinculados a la teoría de la modernización más difundida en so42
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ciología. Es la teoría de Weber, según la cual la racionalización de la vida social implica la constitución de una esfera política separada del resto de la sociedad, y su tesis sobre la burocracia como nuevo sistema de dominación al que nada ni nadie escapa en las sociedades modernas (1944, 1967). La racionalización de la vida política implica el progresivo alejamiento de los ciudadanos de las esferas donde se toman las decisiones más importantes, que son canalizadas a través de los partidos políticos y controladas por aquellos que pertenecen a la clase política'. Ese modelo central en la sociología weberiana plantea la necesidad de que la política se convierta en una esfera diferenciada (separada) de la vida social y los partidos actúen como los cauces para ello. Entre la variedad de medios que sirven para articular las demandas políticas (grupos de intereses, opinión pública, movimientos sociales y partidos políticos), estos últimos son los que mejor permiten canalizar las inquietudes y las fuerzas políticas hacia esa esfera, así como los objetivos difusos de los movimientos sociales6. Los enfoques tradicionales a los movimientos sociales se fundan en esta teoría de la diferenciación de la esfera política, la cual se considera resultado del proceso de racionalización de toda la sociedad que es la esencia de los procesos de cambio social en Occidente. Sin embargo, los acontecimientos que están teniendo lugar desde hace treinta años en sociedades que se sitúan a la cabeza de los procesos de modernización contrastan con los supuestos de ese modelo, además de cuestionar la validez del modelo alternativo (marxista) en la explicación de esos movimientos, como planteamos hace algunos años en relación con los de estudiantes en la década de los sesenta (Flacks, 1967; Laraña, 1982). Tam' Esta última está formada por profesionales de la política (hombres de partido y funcionarios) y es el segmento de la sociedad que «ocupa el Estado y ejerce su dominación sobre el resto de la sociedad» (Pérez Díaz, 1987: 19). 6 Ello se debe a dos razones. En primer lugar, los partidos permiten la inclusión de los intereses e inquietudes de ciertos grupos en un programa en que se combinan con otros más generales «que pueden tener alguna atracción sobre un público más amplio» (Eisenstadt, 1972: 33). En segundo lugar, los partidos permiten traducir esos propósitos conforme a criterios racionales que se plantean en sus definiciones de los objetivos y los medios para alcanzarlos (Pérez-Agote, 1987: 85).
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bien en este aspecto los nuevos movimientos sociales plantean un fenómeno de reflexividad social: el cumplimiento de la profecía weberiana sobre la imparable difusión de la burocracia y la racionalización de la vida social produce efectos perversos, que se manifiestan en una creciente desconfianza hacia las formas de organización política que son fruto y motor de esos procesos de modernización y en una difundida crisis de credibilidad de las instituciones políticas.
Comportamiento colectivo y organización social La teoría del comportamiento colectivo partía de un supuesto sobre la naturaleza de los movimientos que estaba en la raíz de sus problemas para interpretarlos y definió el estatuto de este concepto durante los años cincuenta y sesenta. Los movimientos se consideraban formas de comportamiento desviado porque se apartan de las prevalecientes en sociedad (McAdam, 1982; Gusfield, 1994). Estas últimas se consideran fruto de la existencia de una organización social, son consecuencia del ajuste de las conductas sociales al conjunto de normas y convenciones sociales. Los fenómenos de comportamiento colectivo son conceptualizados como fisuras en dicha organización, ya que cuestionan esas normas y se apartan de ellas: constituyen formas de «comportamiento social elemental» en la medida en que prescinden de los procesos de socialización a través de los cuales los individuos interiorizan las normas sociales (Park, 1939). En su formulación más extrema, esta teoría trata de «aquellos fenómenos que ponen de manifiesto, de la forma más obvia y elemental, los procesos por los que las sociedades se desintegran en sus elementos constitutivos y aquellos a través de los cuales esos elementos se reagrupan nuevamente a través de nuevas relaciones para formar nuevas organizaciones y nuevas sociedades» (Park y Burgess, 1924). La contraposición entre comportamiento colectivo y organización social tiene su origen en la investigación de estos fenómenos al final del siglo pasado, y singularmente en la poderosa in44
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fluencia que tuvo la Psicología de las masas de Le Bon (1986) 7 . En ella, las masas se convierten en la agencia de cambio social por excelencia, ya que su surgimiento e importancia van a generar la liquidación de las civilizaciones envejecidas. Se trata de una obra básica en la teoría elitista de la sociedad: las civilizaciones fueron «creadas y guiadas por una reducida aristocracia intelectual» que constituía su armazón y su fuerza moral. Ese orden social es destruido por la irrupción de las masas, hecho que inaugura una nueva era en la que desaparecen los atributos de la civilización (normas fijas, disciplina, racionalidad, previsión del futuro y un alto grado de cultura). Para Le Bon, todos ellos son inaccesibles a las masas, las cuales nos conducen al «comunismo primitivo que caracterizó a los grupos humanos antes de civilizarse» (1986: 19-22). La irrupción de las masas no es consecuencia del sufragio universal, sino de la difusión de unas ideas y de la progresiva asociación de los individuos que lleva a la realización de éstas. Le Bon subraya la relación entre los cambios cognitivos y los fenómenos de grupo, cuya expresión más contundente es la famosa ley de la unidad mental de las masas. Sean cuales fueren los individuos que las componen, y al margen de sus diferencias en estilos de vida, trabajo o inteligencia, «el simple hecho de transformarse en masa les dota de una especie de alma colectiva» que les hace «pensar, actuar y sentir de modo completamente distinto de la forma en que lo haría cada uno por separado» (1986: 29). Las causas de esa transformación son dos: en primer lugar, «un sentimiento de potencia invencible» que es fruto de la condición anónima de los individuos en masa y de su integración en un grupo numeroso. Ello les permite ceder a sus instintos y abandonar todo sentimiento de responsabilidad. En segundo lugar, una dinámica de sugestibilidad y contagio social que caracteriza a estas situaciones de grupo («en una masa, todo sentimiento y acto es contagioso hasta el punto de que el individuo sacrifica muy fácilmente su interés personal al colectivo», op. cit.: 31). 7
En su introducción a la edición en español, Jiménez Burillo destaca que se ha traducido a dieciséis idiomas y se han realizado cerca de cincuenta ediciones del libro.
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El argumento central consiste en afirmar que, al formar parte de una masa, los individuos «descienden varios peldaños en la escala de la civilización», sufren un bloqueo en sus estructuras cognitivas y se convierten en autómatas manejados por la inercia de la masa. En ello se funda la concepción de estos comportamientos como fundamentalmente irracionales y sujetos a un alto grado de sugestibilidad externa, que para Le Bon los hace explicables desde los supuestos psicológicos y conductistas. Al estar inmerso en una masa, la personalidad consciente del individuo es sustituida por la inconsciente y actúa como si estuviese hipnotizado (op. cit.: 32) 8 . Esta obra influye mucho en la de Park y en la crítica democrática de la sociedad de masas, pero una diferencia básica entre estos dos enfoques y el de Le Bon estriba en que este último aplica su ley a cualquier situación de masas, mientras que los primeros no caen en esa generalización y limitan el ámbito de esos supuestos a situaciones o colectivos específicos. Arendt (1951) lo hace en el caso de los movimientos totalitarios para explicar la forma en que eliminan a sus propios miembros y se fundan en la delación de los compañeros. La teoría interaccionista del comportamiento colectivo la restringe a situaciones de emergencia, pánico, alarma y malestar social (Gusfield, 1970). Aunque Park aceptó la descripción básica de Le Bon sobre el comportamiento de las masas, concibió de otra forma la relación que mantienen con el orden social (Turner, 1967). Al principio de su obra Park sigue una concepción muy amplia del comportamiento colectivo, como «una forma de acercarse al estudio del orden social más que un campo específico de investigación». El concepto de comportamiento colectivo equivale a grupo en acción y su definición se puede aplicar a una amplia gama de fenómenos sociales: «es el comportamiento de individuos bajo la influencia de un impulso que es común y colectivo, 8
No por casualidad fue discípulo de Charcot, que desarrolla las primeras prácticas de terapia individual basadas en la hipnosis, en las que posteriormente se inspira Freud para elaborar su método de psicoanálisis.
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es decir: un impulso que es fruto de la interacción social» (Turner, 1967: XLI). El concepto abarca desde los fenómenos de pánico colectivo y los comportamientos de masas en general hasta los de opinión pública y las modas, pasando por revoluciones y movimientos sociales. Las bases de ese comportamiento se encuentran en eí hecho de que ía conducta de las personas es orientada por expectativas compartidas, y ello «marca la actividad del grupo, que se halla bajo la influencia de la costumbre, la tradición, las convenciones y normas sociales, o las reglas institucionales» (Park, 1939: 222). Por consiguiente, «prácticamente toda la actividad de grupo puede abordarse como comportamiento colectivo», incluyendo la conducta regulada por normas que derivan de la división del trabajo y la existencia de roles sociales. Esa definición borra los límites entre el estudio del comportamiento colectivo y el de la organización social, y los que existen entre esa clase de comportamiento y el que se atiene a las normas sociales. De ahí proviene la confusión que inicialmente introdujo el uso del concepto en dos sentidos, amplio y restringido, en la obra de Park y Burgess, que sienta las bases de esta tradición al publicarse en 1921 (Turner, 1981: 3). Sin embargo, el concepto amplio no hace más que aplicar un supuesto muy difundido en la actualidad sobre el estudio del cambio social: la necesidad de estudiar conjuntamente esos aspectos y los del orden social (Laraña, 1984). «El problema central del comportamiento colectivo consiste en identificar el proceso a través del cual se constituye y reconstituye la sociedad» (Turner, 1967: XLII); su objeto de estudio radica en entender cómo surge un nuevo orden social, lo cual exige analizar la aparición de nuevas formas de comportamiento colectivo (Park, 1939: 223). Al concebir el comportamiento colectivo como una forma normal de conducta que genera procesos de cambio y orden social, Park anticipó una orientación que se desarrolla posteriormente dentro de su propia tradición, a la que me refiero más adelante (Gusfield, 1994; Turner, 1967). Más que plantear un problema conceptual, esa orientación amplia puede haber generado un problema de demarcación del campo de estudio del comporta47
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miento colectivo, que se habría resuelto posteriormente recurriendo a la acepción restringida de este concepto, como contrapuesto al de orden social. Según esa acepción restringida, el estudio del primero pasa a centrarse en una forma de comportamiento que se distingue por su carácter elemental, ya que no se atiene a las normas y expectativas sociales, en conductas que surgen de forma espontánea y no a partir de acuerdos o tradiciones preestablecidos. «Mientras que la mayor parte del comportamiento colectivo se produce bajo la forma de actividades reguladas por los grupos sociales, hay un amplio sector del mismo que no entra en esa categoría» (Park, 1939: 227). Son formas elementales de comportamiento, «las más simples y antiguas de interacción entre las personas para actuar conjuntamente, que habitualmente conducen a otras más complicadas» (op. cit.: 228). Esas conductas surgen en condiciones de malestar social en las que las personas «sienten una urgencia de actuar pero se ven imposibilitadas para hacerlo», como las que se producen cuando hay un tumulto, una situación de pánico colectivo o un estado de histeria generalizado. El malestar social es una situación colectiva de ansiedad (restlessness) y «grave perturbación en las sensaciones, pensamientos y comportamiento de la gente como consecuencia de cambios significativos en sus formas de vida» (Park, 1939: 226). Ese estado de ánimo suele producirse «cuando la gente tiene impulsos, deseos o disposiciones que no se pueden satisfacer» en el marco de las instituciones sociales, y se presenta asociado a una clase de interacción entre las personas que difiere drásticamente de la habitual en sociedad (1939: 224). Park combina el énfasis de Le Bon en los cambios en el medio ambiente de las personas que actúan de forma colectiva con la psicología de las masas elaborada por Freud y las tesis de Mead sobre la interacción social (Turner, 1988). El énfasis de las dos primeras en el carácter irracional de la conducta colectiva y en los sentimientos de frustración-agresión es equilibrado por el que pone Mead (1972) en la naturaleza reflexiva de la interacción en sociedad y en el papel de los símbolos que el actor interpone entre sus pulsiones primarias para controlarlas y adaptarse al 48
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medio social. Para Park, un rasgo clave del comportamiento colectivo es la presencia de una forma de interacción que designa como reacción circular: «un tipo de interestimulación de la conducta en la que la respuesta de un individuo reproduce el estímulo que le llega de otro y, al dirigirse otra vez a dicho individuo, refuerza el estímulo anterior» (1939: 224). Esta forma de interacción se denomina «circular» porque la acción de un individuo tiene un efecto reflejo sobre él, sin que sea determinada por otros elementos de carácter simbólico o cultural. Cada individuo refleja sobre el otro sus sentimientos de pánico, agresividad o irritación, y al hacerlo retornan a él intensificados. Con ello, Park sitúa en la interacción cara a cara el argumento tradicional sobre el comportamiento colectivo (el bloqueo de la capacidad racional individual) y refuerza su contenido sociológico al aplicar un supuesto central del conductismo social. Por el contrario, la interacción interpretativa se sitúa en el extremo opuesto a la anterior y tiene lugar cuando estos mecanismos de estímulo y respuesta son mediados por la capacidad de simbolización y autocontrol del individuo. Es el mismo argumento con que Mead (1972) ilustra las diferencias entre la conducta social y la animal. Mientras que la interacción interpretativa puede asemejarse a un partido de tenis y tiende a diferenciar a los individuos, la reacción circular tiende a hacerles iguales. Esta última es muy común entre los seres humanos, y es la «principal forma de estímulo en las formas elementales y espontáneas de comportamiento colectivo» (Park, 1939: 225). Donde más claramente puede observarse es en situaciones de pánico, alarma e histeria colectiva, que acompañan a las formas habituales de comportamiento colectivo, pero ese tipo de reacción también suele caracterizar a las situaciones de malestar social como las que impulsan a participar en los movimientos sociales. De esta capacidad para combinar supuestos teóricos procedentes de distintas tradiciones científico-sociales proviene buena parte de la fuerza que sigue teniendo el enfoque interaccionista del comportamiento colectivo. Los supuestos que enfatizan la naturaleza irracional del comportamiento colectivo son contrapesa49
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dos por los que destacan las funciones simbólicas de la conducta. La teoría de Mead reequilibra la influencia de los modelos biológicos procedentes de Freud y Le Bon en el campo de los movimientos sociales, que fue potenciada por la irrupción de los movimientos totalitarios en Europa durante la Era de las Catástrofes (Hobsbawn, 1995).
El enfoque interaccionista Las diferencias entre las aproximaciones funcionalista e interaccionista al comportamiento colectivo no radican en las premisas a partir de las cuales inician su estudio de los movimientos (puesto que para ambas son considerados fenómenos divergentes de las normas sociales), sino en el significado que les atribuyen en la constitución del orden social. Un aspecto importante en este sentido se refiere al mantenimiento de la ortodoxia que había sentado la escuela de Le Bon. En lugar de partir de una concepción de los movimientos sociales como masas integradas por actores irracionales, ciegos y salvajes, la perspectiva interaccionista los considera fuente de nuevas ideas y organizaciones sociales, y plataformas para el desarrollo de nuevas normas sociales (Turner y KiUian, 1986). En lugar de considerar el comportamiento colectivo como un fenómeno de desviación social, la Escuela de Chicago se acercó a él como un semillero de nuevas instituciones sociales (Gusfield, 1994: 103). Esa aproximación tiene su origen en la amplia concepción inicial del comportamiento colectivo desarrollada en la obra de Robert Park, el cual lo aplica a la mayoría de los fenómenos que estudia la sociología, aunque posteriormente el concepto queda restringido a las conductas elementales y espontáneas que no se ajustan a las normas y expectativas sociales. El enfoque inicial recibe la influencia de la teoría de la modernización más difundida en la sociología, que parte de la contraposición entre las categorías empleadas en su interpretación, tales como tradición y modernidad, comunidad y sociedad (Gusfield, 1965; Habermas, 50
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1971). Esa concepción del cambio social se apoya en el supuesto según el cual las formas elementales de comportamiento dan lugar a las socializadas, y el principal interés del estudio de las primeras consiste en explorar ese proceso (Park, 1939: 223). Esa idea se funda en otra sobre la ineludible transición de las formas de asociación propias de la sociedad tradicional (en la que surgen las formas elementales del comportamiento colectivo) a las que se dan en la sociedad moderna (en la que adquieren su estructura organizada). Tomando esa teoría como punto de partida, Park y Burgess (1924) establecen una jerarquía entre el comportamiento social —que lo es en la medida en que el individuo es influido por la acción de cada uno de aquellos con los que interactúa— y el colectivo, en el que no se dan esas circunstancias (Turner, 1981; Park, 1939). Pero lo interesante es que esa jerarquía no les impide reconocer el potencial del comportamiento elemental en la constitución o transformación del orden social, lo cual encaja mal con una concepción simplificada de aquél como simplemente desviado, marginal y basado en la subjetividad individual. Al igual que sucede con Weber, esa amplitud de miras para captar la ambivalencia y la complejidad sociales permite a Park esquivar los agujeros negros de las explicaciones reduccionistas y sentar las bases del enfoque interaccionista contemporáneo. De ahí la condición de clásico que sin duda merece. Al estudiar el comportamiento colectivo nos ocupamos de los procesos de construcción de un orden social. En sus primeros estadios, el comportamiento colectivo se encuentra poco definido y organizado. En sus formas elementales y primarias, uno encuentra los mecanismos primarios de la asociación (Park, 1939: 279). La aproximación funcionalista al comportamiento colectivo se funda asimismo en este supuesto sobre la transición entre comunidad y sociedad, que aplica con mayor rigidez. Este enfoque parte de ideas más simples sobre la naturaleza e implicaciones del comportamiento colectivo, relacionados con su teoría de la moderniza51
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ción social. Para la aproximación funcionalista, las causas de los movimientos juveniles son explicadas por las tensiones estructurales asociadas al proceso de industrialización. Los movimientos sociales se consideran resultado de un contexto social caracterizado por la desorganización social como consecuencia de ese proceso de modernización (Parsons, 1973; Eisenstadt, 1956) y de una reacción individual a esas tensiones estructurales (Smelser, 1963). El significado real de los movimientos no radica en su contenido político o en sus propuestas de cambio institucional, sino en que representan una especie de terapia contra la ansiedad generada por la ambigüedad normativa que caracteriza a esas situaciones de cambio social (McAdam, 1982: 10; Flacks, 1970; Laraña, 1982). La perspectiva interaccionista parte de una visión de los movimientos centrada en su complejidad, y hace de ello su objeto fundamental de estudio, como fenómeno sociológico que debe ser estudiado en sí mismo (Turner, 1981: 3), anticipando así un supuesto básico en las perspectivas constructivistas contemporáneas. La diferencia entre ambos enfoques es sustantiva: mientras que para el interaccionista las raíces del orden social se encuentran en las formas elementales de comportamiento colectivo, para el funcionalista lo que hay en ellas son perturbaciones psicológicas de carácter individual como consecuencia de los cambios que se están produciendo en los procesos de modernización. En el caso de los movimientos juveniles, esos cambios producen una discontinuidad entre los valores de las familias y los de la esfera ocupacional que se manifiesta en el bloqueo del funcionamiento de agencias básicas de socialización. Parte de las funciones de la familia pasan a ser desempeñadas por grupos y movimientos juveniles que permiten establecer el puente entre los valores operativos en ese ámbito y el del trabajo (Eisenstadt, 1956). Por consiguiente, la función de estos grupos consiste en asegurar la reproducción del orden social existente, no en contribuir a su transformación. Por el contrario, para la tradición interaccionista los movimientos sociales se convierten en un objeto fundamental de la investigación sociológica debido a su capacidad de promover cambios en el orden social (Gusfield, 1970, 1981, 1994; Turner, 52
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1981, 1987). Los analistas de estos fenómenos deben centrarse en la forma en que surgen unas acciones elementales y desorganizadas que, sin embargo, tienen una singular capacidad para difundir nuevos marcos de significados en la sociedad (Gusfield, 1994). La distancia entre ambos enfoques se pone de manifiesto en la relación que establecen entre movimiento y cambio social: para el funcionalista, el primero sólo es una reacción al segundo y tiene sus raíces en las perturbaciones psicológicas y las tensiones sociales generadas por él; para el interaccionista, los movimientos son agencias de cambio social, y ello forma parte de su naturaleza. Este planteamiento se encuentra implícito en la obra de Park y es desarrollado por los sociólogos que trabajan con el enfoque interaccionista posteriormente (Turner, Gusfield, Klapp). Sin embargo, trabajos recientes destacan la interrelación que existe entre los procesos de orden y cambio social y subrayan la importancia de la capacidad de crear nuevas normas como un aspecto básico de los movimientos (Turner, 1996). En los movimientos sociales este elemento normativo en formación (emergent normative component) consiste en la «redefinición colectiva de una condición que en un tiempo fue considerada como una desgracia y pasa a percibirse como una injusticia» (Turner y Killian, 1987: 237) 9 . Por ello, explicar cómo se desarrolla el proceso cognitivo que da lugar a dicho elemento se convierte en una tarea importante en una teoría comprensiva de los movimientos sociales (Turner, 1996). La teoría centrada en explicar el surgimiento de las normas sociales (emergent norm theory) se ocupa de esa tarea, y más específicamente de encontrar respuestas a acciones con las cuales los individuos deciden transcender o subvertir el orden social, uno de los rasgos básicos del comportamiento colectivo. En el estudio de éste, dicha teoría fue elaborada como una alternativa a la de la reacción circular y el contagio emocional planteadas por las pri9
En un trabajo reciente, Turner extiende este elemento a todas las formas de comportamiento colectivo, desde las modas y las movilizaciones de masas hasta los movimientos sociales, ya que sus acciones «están revestidas de un poderoso sentido normativo» (1996: 1). Ese aspecto está relacionado con la intolerancia de las masas en acción ante cualquier forma de discrepancia.
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meras aproximaciones al comportamiento colectivo de Park (1939) y Blumer (Turner, 1996). Un argumento contrario fue formulado por Turner y Killian ([1972] 1987); su esencia radica en la transformación que se produce cuando una situación que era considerada como una desgracia, sin ninguna implicación moral, pasa a definirse como una injusticia, que entraña una cuestión moral, lo cual «parecía ser un caso de central importancia para conocer los procesos de formación de las normas sociales» (Turner, 1996: 2). Para este autor, esa clase de explicación se ha convertido en un elemento central de las aproximaciones interaccionistas y constructivistas contemporáneas a los movimientos sociales. Se puede establecer un paralelismo entre los supuestos de la aproximación interaccionista y los de la sociología del conflicto, que destaca el papel central de éste en el análisis de la sociedad (Dahrendorf, 1959, 1990; Coiíins, 1975). Para Park y Burgess (1924), el orden natural de una comunidad social es resultado de la competencia entre los individuos, y «el control social y la subordinación mutua entre sus miembros tienen su origen en el conflicto». Esta aproximación al comportamiento colectivo también anticipa algunas de las ideas que se difundieron en Francia durante los años setenta, propias de la orientación conocida como «análisis institucional», que enfatiza el papel de los movimientos sociales como analizadores de los procesos sociales y como fuente de innovación y creatividad en las instituciones sociales (Lapassade, 1973; Lapassade, Lourau y otros, 1977)10-
Comunidad y sociedad Si un supuesto inicial de esta aproximación clásica es que las formas elementales de comportamiento colectivo tienden a convertirse en formas crecientemente organizadas, su capacidad para re10 Este método ha sido aplicado al estudio de los movimientos sociales en España, en el método de «investigación-acción participativa» (Rodríguez Villasante) y está muy próximo al empleado por Alberto Melucci (1982) y Alain Touraine (1982) en sus investigaciones de los movimientos sociales en Italia y Polonia, respectivamente.
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visar sus premisas se manifiesta en su desarrollo teórico desde los años sesenta. En una obra básica de la que se han hecho tres reediciones, Turner y Killian (1987) enfatizan la necesidad de separar los conceptos de comportamiento colectivo y de control social, que aparecían estrechamente unidos en la obra de Park11. En un trabajo reciente, Gusfield (1994) sitúa lo anterior en un debate teórico central en la actualidad, al señalar que el contraste entre comunidad y sociedad, que informa la teoría inicial del comportamiento colectivo, debe ser revisado porque no se ajusta a cambios sustanciales que están teniendo lugar en la sociedad occidental contemporánea (como el aumento generalizado de la renta y del tiempo libre o el desarrollo de la tecnología de las comunicaciones y de los transportes). Estos cambios afectan a amplias parcelas de la vida que están abiertas a la elección y en las que el orden interactivo de la vida cotidiana opera con un creciente margen de libertad frente a las constricciones de la organización institucional. Reproduzco a continuación este argumento porque sitúa en el ámbito de estudio de los movimientos sociales el debate que se viene produciendo entre las concepciones normativas e interpretativas de la organización social. La imagen de sociedad que los analistas del comportamiento colectivo compartieron con otros sociólogos provenía de la concepción clásica sobre el contraste que existe entre la comunidad integrada y la sociedad institucionalizada. Los movimientos surgían como resultado de la desorganización, del «malestar social» (lo que hoy podría llamarse alienación). Los movimientos y la aparición de nuevas construcciones de la realidad presentaban grandes contrastes con la vida social organizada, cotidiana y recurrente. [...] Precisamente, en este punto es donde la teoría del comportamiento colectivo necesita una revisión. El contraste entre unas formas de acción basadas en la rutina y lo normal y otras con capacidad de construir nuevos significados e instituciones no es adecuado para comprender las sociedades con-
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' Esa distinción hace referencia a la concepción del analista sobre la relación existente entre el orden y el conflicto social, la cual informa su aproximación a los movimientos sociales.
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temporáneas. [...] Los movimientos sociales, la heterogeneidad y la proliferación de alternativas y opciones posibles son elementos característicos de la vida contemporánea en la misma medida en que la caracteriza la difusión de sistemas de organización social. El comportamiento colectivo no es un aspecto anómalo de la vida social, sin que forma parte de la vida moderna. [...] El cambio, el conflicto y los nuevos valores son aspectos permanentes en las sociedades humanas (Gusfield, 1994: 104; la cursiva es mía). El énfasis de este enfoque en la capacidad de los movimientos para crear nuevas normas y significados sociales responde a una concepción dinámica del orden social. En lugar de aproximarse al orden social como una estructura normativa principalmente caracterizada por la estabilidad y persistencia, el enfoque interaccionista lo concibe como un proceso abierto a su continua transformación. Los valores y significados en los que se articula la legitimidad de las normas sociales son cambiantes por naturaleza, y no existen principios axiológicos inmutables en ninguna sociedad que hagan posible la persistencia de su estructura normativa al margen de esos cambios sociales. De ahí la posición estratégica del enfoque interaccionista para el estudio de la conducta divergente y la delincuencia (en la que es manifiesto ese proceso de cambio normativo) y de los movimientos sociales (que inicialmente se asocian con la primera pero desde una perspectiva diferente) 12 . De ahí también que uno de los modelos más difundidos hoy en la investigación de los movimientos sociales, el análisis de los marcos de acción colectiva, provenga de Irving Goffman (1987, 1974), un autor vinculado a la tradición interaccionista. La posición estratégica de esta última para interpretar las formas de comportamiento colectivo proviene de la influencia de la fenomenología, que aporta una perspectiva flexible y centrada en aspectos procesales de la realidad. Ello ha per12
En ese campo se han producido algunas contribuiciones de singular influencia, como es la teoría del estigma y el análisis de las instituciones totales (en tanto que crítica a otra forma de desviación que se produce respecto de los medios y los fines de esas instituciones), inicialmente elaborados por Goffman (1961) (Laraña, 1987; Lamo de Espinosa, 1989).
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mitido a este enfoque revisar sus supuestos iniciales —como los antes expuestos sobre la reacción circular y el contagio emocional— y adaptarlos a las cambiantes situaciones de nuestra sociedad. Esos cambios afectan de dos modos a los movimientos sociales, que están continuamente en transformación a través de dos procesos paralelos (Turner y Killian, 1987: 237). Por una parte, cambios en la evolución y estructura internas de los movimientos, en sus metas, ideologías y estrategias, en sus relaciones con las autoridades institucionales y con sus seguidores; por otra, esos cambios no sólo tienen lugar en el contexto social en que surgen, sino que también son fruto de una construcción social dentro de los movimientos e implican cambios en las definiciones de la situación que orientan el comportamiento de personas y grupos. Por ello, una situación recurrente en la formación de los movimientos sociales consiste en modificar esas definiciones colectivas, de forma que aquello que hoy se considera normal puede pasar a ser visto como injusto. Esos aspectos cognitivos están relacionados con el componente normativo emergente de los movimientos (su capacidad para producir orden y cambio sociales), en los que Gusfield (1994) centra su análisis de la reflexividad de los primeros. También ilustran la convergencia entre aquella aproximación clásica y la de Melucci a los movimientos sociales como un proceso en gestación (1996). Ambas cosas nos ayudan a entender las razones que motivaron el surgimiento y declive de los movimientos estudiantiles en España y Estados Unidos, como se expone en los capítulos 4 y 5.
Los movimientos sociales se hallan inextricablemente unidos a planteamientos éticos que hacen que aquello que antes podía haber sido aceptado como una desgracia ahora se considere intolerable, que hay algo ilegítimo en el sistema y esa injusticia debe rectificarse. Esta definición normativa de la realidad transforma en lucha por una causa justa aquello que de otro modo hubiera sido simplemente polític de grupos de interés, y en este sentido puede decirse que cada movimie to representa una «cruzada moral» (Turner y Killian, 1987: 237; la cursiva es mía).
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Ese argumento central para el enfoque interaccionista del comportamiento colectivo fue anticipado por Weber (1942) en su análisis de las crisis cíclicas del capitalismo moderno desde sus orígenes en el siglo pasado. Siempre ha habido crisis en todos los tiempos y lugares, siempre ha habido hambre y desocupación crónicas, pero la diferencia es que en anteriores contextos sociohistóricos sus causas se atribuían a factores sobrenaturales, como la divinidad, o a la propia naturaleza, que no era favorable a la economía agraria. Pero la secularización de la sociedad moderna produce un cambio en los marcos cognitivos desde los que se interpretaban estos hechos, lo cual va a tener una repercusión directa en los conflictos sociales. Actualmente, la organización económica aparece como la responsable de esas crisis y, si la obra del hombre está en su origen, la consecuencia lógica consiste en afirmar que lo que hay que hacer es cambiar esa obra: «Sin las crisis económicas, el socialismo racional no hubiera sido posible» (Weber, 1942).
La reflexividad de los movimientos sociales Entre las razones señaladas por Gusfield para afirmar que la teoría de ,1a sociedad de masas sigue siendo útil en la actualidad, a pesar de sus limitaciones, destaca una basada en la creciente importancia de la interacciónparasocial (1994: 114). A diferencia de la que se produce cara a cara, el concepto hace referencia a la interacción a través de los medios de comunicación, en la que no intervienen los grupos y asociaciones que desempeñan las funciones básicas de interacción y mediación de la participación en una sociedad pluralista13. Para Gusfield, la frecuencia y trascendencia de la interacción parasocial confiere validez a la imagen de la sociedad como 13
Como hemos visto al principio, una preocupación central en el análisis de la sociedad de masas fue el declive o la ausencia de esas instancias intermedias, tanto en cuanto a sus implicaciones culturales (en las formas de percibir los acontecimientos) como político-sociales (en el sistema de libertades de la sociedad moderna y en la forma de articular las demandas sociales).
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público (un conjunto de personas que comparten la misma opinión sobre una cuestión controvertida), que está implícita en los estudios sobre la sociedad de masas. Lo mismo sucede con el concepto de masa, que sigue siendo útil para designar a las audiencias de los medios de comunicación, la cual suele estar más «estandarizada y homogeneizada que las clases, el estatus y la etnia» (1994: 114). Debido a la importancia que adquieren los medios de comunicación en la formación de opinión pública, se trata de dos conceptos clásicos en el sentido descrito al principio de este trabajo, que se refiere al mantenimiento de su utilidad para el conocimiento de lo que acontece en las sociedades occidentales. Desde hace algunos años, la influencia de los mass media en los movimientos sociales ha sido bastante analizada en la literatura especializada en este campo (Gitlin, 1980; Snowy otros, 1986; Gamson y Modigliani, 1987), pero no se ha estudiado en profundidad su incidencia en los procesos de creación de marcos cognitivos e identidades colectivas sin los cuales es difícil explicar la participación en aquéllos. Los dos conceptos arriba citados y algunos supuestos procedentes de la teoría del comportamiento colectivo pueden ser útiles para ello. Lo mismo sucede con el concepto de identidad pública que propusimos en un trabajo anterior para designar la influencia de personas ajenas a un movimiento social en la forma en que sus seguidores se ven a sí mismos (Johnston, Laraña y Gusfield, 1994: 20). Dicha influencia no sólo se manifiesta en la identidad individual sino también en la colectiva, debido a la que ejercen tanto los medios de comunicación como personas que no participan en el movimiento y las definiciones que de él hacen organismos estatales y contramovimientos. Este análisis es congruente con el énfasis que ponen las perspectivas del comportamiento colectivo y la construcción social en los procesos de definición colectiva de las situaciones en las organizaciones y redes de los movimientos sociales. Como ha señalado Gusfield, los mass media no sólo sitúan los hechos cual protagonizan los movimientos en un marco de referencia desde el que son percibidos por la opinión pública y se establecen conexiones entre ellos. También desempeñan un papel central 59
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en la dramatización de esos hechos14, en la atribución del liderazgo de los movimientos a ciertas personas y en la intensificación de la imagen de conflicto con las instituciones sociales (1994: 109). Gusfield (1994) destaca la conexión entre la dimensión teatral de los movimientos sociales y la naturaleza reflexiva de la sociedad en que surgen. Esta última no sólo es «el resultado de la interacción directa entre las personas o de las normas institucionalmente organizadas, sino que también existe como objeto de observación y reflexión» {op. cit.: 108). En los movimientos sociales, ese aspecto se manifiesta en la incidencia que en ellos tienen las interpretaciones de los observadores y en las acciones de los movimientos organizados en relación con esas interpretaciones. En ello se fundamenta la concepción dramatúrgica de los movimientos, puesto que su componente teatral «constituye un procedimiento fundamental para la difusión de los significados de los que son portadores» {op. cit.: 112). Esta dimensión se manifestaría especialmente en los movimientos fluidos, cuyo objetivo consiste en producir cambios en los comportamientos cotidianos antes que en las normas por las que se rigen las instituciones sociales, aspecto que caracteriza a los movimientos lineales. La insistencia de muchas mujeres en introducir cambios en el lenguaje convencional con la finalidad de borrar el predominio de las imágenes masculinas es una forma efectiva de teatro, de dramatizar el cambio en unas concepciones de las que ahora se es consciente (Gusfield, 1994: 112)15. 14
El concepto «dramatización» ocupa un lugar central en la teoría de Goffman (1959, 1961) sobre la importancia de los aspectos expresivos de la conducta en las definiciones de la situación en función de las cuales se organizan las relaciones sociales. 15 Este aspecto ilustra la relación entre el lenguaje y la eficacia simbólica de los movimientos, y la importancia del análisis de aquél en la investigación de éstos que vuelve a exponerse en el capítulo 4. La cuestión planteada se refiere al significado del lenguaje en el análisis de las relaciones sociales y la forma en que éste reproduce la estructura subyacente de poder. Se trata de un viejo supuesto de la sociolingüística que está asociado a la actual difusión del concepto «políticamente correcto», en gran parte como consecuencia de la acción de algunos movimientos que lo han trasladado a primer plano de la actualidad en las sociedades complejas (Epstein, 1995). La difusión de esta categoría parece relacionada con los cambios en las formas de estratificación en estas sociedades y la creciente importancia de aquellas basadas en factores étnicos y raciales, lo cual ilustra la imbricación existente entre estructura social y acción colectiva.
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Ese componente teatral también puede presentar otro fenómeno diferente de reflexividad social y generar consecuencias no intencionadas, y a veces contrarias a la estrategia de los movimientos y a la imagen que intentan proyectar en la opinión pública. Un ejemplo de ello tuvo lugar en las acciones protagonizadas por la organización Greenpeace para boicotear las pruebas nucleares del ejército francés en el Pacífico durante el mes de septiembre de 1995. La cobertura de estas acciones con los sofisticados medios de que hoy dispone esa organización es congruente con su estrategia de impacto en los mass media, al igual que con su estructura organizativa, que se diferencia de la habitual en los nuevos movimientos sociales. Sin embargo, esos mismos medios (un helicóptero desde el que se filmaban las persecuciones de los barcos de Greenpeace en sus incursiones en aguas territoriales francesas) permitieron difundir las imágenes de la captura de su principal barco, el Rainbow Warrior, que se ha convertido en un símbolo de la organización. Todo ello parece haber tenido un impacto negativo en la imagen de una organización que confiere tanta importancia a esa dimensión y en parte se sostiene gracias a ella, y parece haber suscitado problemas internos 16 . Desde su fuerte difusión a mediados de los ochenta en España, la estrategia de Greenpeace se ha caracterizado por una hábil combinación de trabajo técnico y acciones espectaculares, basadas en el viejo principio anarquista de la acción directa. El crecimiento de la afiliación parece relacionado con una percepción pública de la eficacia de sus campañas en la que la espectacularidad de ese tipo de acciones ha tenido especial influencia, con frecuencia combinada con elementos lúdicos que las han caracteri16 Esa crisis fue destacada en titulares por el diario El País (24-9-1995), el cual citaba las declaraciones de uno de sus líderes históricos que reforzaban una imagen negativa de la organización ya descrita por la revista Stern en 1993. Según el diario español, D. McTaggart acusó a Greenpeace de haber generado una poderosa burocracia que viaja y se hospeda en hoteles de lujo y tiende a castigar con sus campañas a los países donde su organización es menos poderosa. El reportaje asociaba esa situación con el rápido crecimiento de esta organización, que, afirmaba, se ha convertido en una «multinacional verde» cuyo presupuesto anual supera los 15.000 millones de pesetas, cuyas reservas sobrepasan los 10.000 y que cuenta con más de mil empleados permanentes.
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zado y han potenciado su imagen pública. El principio de la acción directa suele suscitar una confrontación con las autoridades, lo cual otorga el carácter de noticia a los hechos que protagoniza la organización ecologista. En este sentido, uno de sus miembros al que tuve ocasión de entrevistar afirmó que la meta de estas acciones ante todo es llamar la atención de los mass media, a cuyo impacto en la opinión se atribuye mucha más importancia que a los informes técnicos sobre los problemas ambientales17. En mi estudio de las movilizaciones estudiantiles que se produjeron en Madrid en 1993 pude apreciar un fenómeno similar en contraste con las que tuvieron lugar seis años antes. La preocupación del Sindicato de Estudiantes por la resonancia de sus acciones en los mass media parece relacionada con un cambio en su imagen pública desde que esa asociación lideró las movilizaciones contra la política educativa del Gobierno en 1987, junto con la Coordinadora de Estudiantes. Las razones de ese cambio en la identidad pública de una organización estudiantil también ilustran el anterior argumento sobre los aspectos de reflexividad en la estrategia de los movimientos y sobre la influencia de las agencias gubernamentales en su identidad colectiva. El incremento de los recursos del Sindicato, gracias a las subvenciones que recibe del Gobierno desde aquellas movilizaciones, parece haber contribuido a un cambio en su imagen pública entre los estudiantes que apoyaron las siguientes movilizaciones contra el aumento de los derechos de matrícula en la universidad (Laraña, 1994¿). La relevancia del componente teatral en los movimientos sociales está relacionada con su naturaleza reflexiva. Los movimientos no sólo inducen cambios en las instituciones sociales como consecuencia del reconocimiento de sus reivindicaciones por parte de éstas, sino que también son objeto de percepción y aten17
En la investigación que realizo actualmente sobre movimientos ecologistas para la D. G. XII de la Comunidad Europea he obtenido información adicional sobre los efectos perversos de esa estrategia. A algunas de las personas entrevistadas ello les induce a dudar que Greenpeace sea un movimiento social, ya que sólo es una especie de «multinacional de la ecología» (Laraña, 1997b; en prensa b).
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ción por parte de la sociedad y los públicos: su propia existencia indica que se está produciendo una transformación, que algunas cosas de su interés son susceptibles de cambio, que «algo está pasando» (Gusfield, 1981: 326). La propia existencia y percepción del movimiento implica que el cambio ahora es posible. Esta percepción forma parte de una monitorización de la sociedad en la que participan observadores, espectadores y audiencias. El movimiento les aporta la perspectiva del otro generalizado al suscitar una serie de cuestiones que ahora son materia de conflicto y cambio. Aquello que antes era impensable ahora lo es (Gusfield, 1981: 326). En las sensaciones e imágenes que los movimientos suscitan en el público y en sus potenciales seguidores radica gran parte de su eficacia simbólica y su capacidad de promover cambios en la sociedad. Esas imágenes impulsan cambios en las definiciones colectivas de las situaciones que motivan la acción de los movimientos, de manera que lo que antes era normal ahora está sujeto a cambio, y lo que se daba por hecho se ha convertido en una cuestión en controversia pública; en todo ello desempeña un papel importante el carácter colectivo de estos procesos simbólicos: la acción de los movimientos puede mostrar que «aquello que en principio parecían ideas y acciones individuales en realidad son compartidos y realizados por otros» (Gusfield, 1994: 113).
Conclusiones Mi argumento es que hay una clara convergencia entre estos supuestos sobre el significado simbólico de los movimientos sociales y los que se han planteado en los últimos años desde las perspectivas de la construcción social, lo cual ilustra el carácter clásico de la teoría interaccionista del comportamiento colectivo. Como señala Gusfield (1994), ese proceso se pone de manifiesto en la concepción de los movimientos sociales como «agencias de significación colectiva» desarrollada por los sociólogos estadouni63
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denses que trabajan con los supuestos del análisis de marcos. También se manifiesta en la aproximación a los movimientos como mensajes simbólicos que ha propuesto Melucci (1989, 1996), y en su argumento sobre la imposibilidad de reducir su interpretación al logro de sus reivindicaciones a corto plazo en términos de éxito o fracaso, o de situar la continuidad de un movimiento exclusivamente en sus efectos visibles. Un análisis de los movimientos en estos términos, basado en datos cuantitativos para estimar su grado de éxito, se produjo dentro del enfoque sobre el comportamiento colectivo en sus primeras investigaciones, y fue criticado como un empobrecimiento del modelo, ya que lo reduce a una dicotomía basada en la evaluación del analista de su éxito o fracaso (Turner, 1981). En este sentido, se ha señalado que la eficacia simbólica del movimiento por Jos derechos civiles en Estados Unidos no se limitó al reconocimiento de facto de unos derechos de la población negra ya establecidos por la Constitución que eran conculcados en los Estados del Sur, sino que produjo un cambio de los estereotipos sociales sobre sus relaciones con los blancos (Gusfield, 1994). Ese cambio se manifestó en la difusión de un marco de pronóstico (sobre la igualdad entre las razas) en abierta contradicción con el prevaleciente en los Estados Unidos durante mucho tiempo y en el que sólo había subordinación a prácticas de discriminación que implicaban el reconocimiento de la inferioridad de los negros (Goffman, 1959). La difusión del marco contarrio por el movimiento de los derechos civiles ha impulsado un profundo proceso de cambio social en aquel país que se extiende a los movimientos en defensa de las minorías de todo tipo y a las políticas de «acción afirmativa» que se aplican en la actualidad. En síntesis, entre las razones de la persistente influencia de la aproximación interaccionista a los movimientos sociales hay que destacar las siguientes: el énfasis en su naturaleza de proceso cambiante; la importancia que atribuye a las nuevas ideas y significados que plantean los movimientos en la transformación del orden social (sus reivindicaciones para mejorar las condiciones 64
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que han sido definidas como intolerables o injustas)18; una aproximación a los problemas sociales centrada en los procesos de su definición colectiva, que inicia Blumer (1971); y la concepción del movimiento como los objetos de estudio en sí mismo. Estos supuestos adquieren especial importancia para las perspectivas contemporáneas de la construcción social. Finalmente, los sociólogos que hoy siguen este enfoque han cuestionado las descripciones de los movimientos o de las acciones de sus seguidores que los etiquetan como racionales o irracionales. Esa desconfianza se funda en un supuesto según el cual «el comportamiento irracional no es más frecuente en los movimientos que en contextos institucionalizados» (Turner y Killian, 1987: 237). Destacar la importancia que tienen los elementos emocionales para motivar la participación en los movimientos no implica cuestionar el papel que desempeñan los de carácter racional. Como ha señalado Turner, la tendencia a considerar que hay una antítesis entre cognición y racionalidad es «uno de los errores más difundidos en el pensamiento popular y, desgraciadamente, en buena parte de la literatura en las ciencias sociales» (1996: 4). Esa contraposición parece reflejar nuevamente la existente en algunas categorías centrales (como comunidad y sociedad) que ha caracterizado a estas ciencias en la modernidad (Touraine, 1993; Laraña, en prensa b), a pesar de que la inversión emocional con frecuencia suministra un impulso fundamental a las formas de acción racional y colectiva (Turner, 1996; Melucci, 1989, 1996). Turner destaca que esa contraposición conduce a separar la acción de la cognición, como sucede cuando se excluye a la percepción y a la creencia del campo de lo normativo y se ignora la capacidad normativa de los movimientos sociales. De esta forma, dicha perspectiva clásica marca sus distancias tanto respecto de sus orígenes como de la aproximación funcionalista del comportamiento colectivo y las teorías de la movilización de recursos y el proceso político, que han prevalecido en este 18 Las reivindicaciones del movimiento le suministran su objeto (focus), del cual depende su unidad y orientación (Turner y Killian, 1987: 236).
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campo. El énfasis en la irracionalidad llegó a este enfoque por la influencia que ha tenido la obra de Freud, al igual que el centrado en la racionalidad del comportamiento colectivo fue una reacción a esa atribución de irracionalidad que había prevalecido durante los años cincuenta y sesenta (Turner, 1988: 321). El análisis de los comportamientos colectivos en términos de su racionalidad o irracionalidad choca con un principio esencial para la Escuela de Chicago y los enfoques interaccionistas en general (Winkin, 1991; Cicourel, 1982), que ha sido claramente expresado por Ralph Turner: Me acuerdo muy bien de cómo nos apremiaba Everett Hughes para que fuésemos capaces de percibir toda clase de comportamiento como algo que es básicamente comprensible desde el punto de vista del actor. Nuestra tarea consistía en descubrir ese punto de vista, que reconoceríamos cuando sus acciones fuesen comprensibles (1988:321).
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CAPITULO 2 LA R E C O N S T R U C C I Ó N D E L C O N C E P T O DEL M O V I M I E N T O SOCIAL
Hacia una acotación del campo de estudio de los movimientos sociales Este capítulo se ocupa de un problema epistemológico que se plantea en el estudio de los movimientos sociales al igual que en otros campos de la sociología general. La falta de una definición precisa de este concepto no nos permite diferenciar los movimientos sociales de otros fenómenos colectivos y frena el desarrollo de un campo que es cada día más importante. El aumento del interés por los movimientos sociales que surgen en las tres últimas décadas ha reforzado los intentos de acotar el extenso campo de fenómenos a los que suele designarse mediante la expresión movimiento social. Como se indicó en la introducción a este libro, un problema inicial radica en el carácter polisémico de este concepto, que se viene empleando para designar fenómenos colectivos tan distintos como modas, movilizaciones sociales de cierta duración, orientaciones culturales de carácter artístico o popular u organizaciones políticas y sindicales. De este modo, es frecuente que se designe como seguidores de un movimiento a los que participan en una escuela de pintura, a los seguidores del Gurú Majarashi, a los votantes de un
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partido político o a los que de diversas formas participan en el llamado «movimiento sindical» en nuestro país. La falta de precisión del concepto está relacionada con el pluralismo teórico que caracteriza a este campo de estudio con la existencia de distintos enfoques que parten de una concepción diferente de su objeto. Otras razones, de las que se trata más adelante, son tanto de carácter epistemológico como práctico; las primeras hacen referencia a la imagen moderna de los movimientos que ha prevalecido en nuestras sociedades occidentales; las segundas proceden de la importancia que ha adquirido su estudio en las ciencias sociales debido a su contribución al análisis de los grupos, las redes sociales y las identidades colectivas. Ello confiere especial importancia a los esfuerzos por desarrollar el marco teórico desde el que se estudian los movimientos, para precisar el significado de este concepto y reforzar su utilidad en la investigación de los que surgen en nuestras sociedades. Ese es el objetivo de este capítulo, que se inscribe en la línea de anteriores trabajos con esta orientación. Como advierte Diani (1992), en los últimos diez años parece haber surgido una creciente conciencia del problema antes citado, que se manifiesta en los esfuerzos por fusionar trabajos de diferente orientación teórica y en los intentos por construir una perspectiva capaz de integrar supuestos de interpretación procedentes de distintos enfoques y establecer las conexiones entre ellos (Cohén, 1985; Klandermans y Tarrow, 1988; Diani, 1992; McAdam, 1994; Tarrow, 1994). Pero también señala que «sorprendentemente, estos intentos han eludido el debate sobre el concepto de movimiento social» (Diani, 1992: 1). Es posible que ese hecho pierda su capacidad de sorprendernos si consideramos que existen problemas conceptuales muy parecidos en otros campos de la sociología, como el de las clases sociales que hasta hace poco constituía una perspectiva central para la explicación de los movimientos 1 . 1 Ese concepto todavía informa el título de otro Comité de Investigación dedicado a este objeto en la Asociación Internacional de Sociología. A excepción de los funcionalistas, un problema recurrente en el estudio de la estratificación es la tendencia a pro-
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Para desarrollar una definición comprensiva del concepto, Diani propone fundarla en el creciente consenso entre los analistas de los movimientos sobre una serie de elementos que los integran. Los movimientos son así definidos como «redes de interacción informal, que comparten creencias y solidaridad, y desarrollan formas conflictuales de acción que se sitúan fuera de la esfera institucional y los procedimientos rutinarios de la vida social» (1992: 7). Esta definición se aproxima a la propuesta por Alberto Melucci (1985, 1996a), de la que tratamos más adelante, pero difiere de ella en el énfasis que éste pone en el carácter de proceso cambiante de los movimientos sociales. Mis objeciones a la definición de Diani son tanto de forma como de contenido: 1) No son las redes las que comparten creencias, sino los individuos que forman parte de ellas. 2) El término red puede ser de gran utilidad en el estudio de los movimientos, pero suele emplearse para hacer referencia a unas estructuras caracterizadas por una escasa visibilidad pública que no siguen las pautas organizativas de la mayoría de las instituciones (jerarquía, reglamento, especialización funcional). La definición de Diani se basa en dicho significado del concepto de redes al subrayar su carácter informal, pero ello puede dejar fuera a organizaciones formales que desempeñan funciones básicas en el surgimiento de movimientos sociales. 3) El concepto de creencia suele referirse a ideas que tienen alto ceder de forma que se minimice el coste del tiempo destinado a los debates teóricos sobre el significado del concepto clase socialpara evitar «perder el tiempo en interminables especulaciones teóricas» que se supone interfieren con el análisis empírico de la movilidad social. Esa tendencia se manifiesta tanto en el trabajo de autores clásicos que, como Marx, basaron su teoría social en ese concepto como en influyentes trabajos contemporáneos sobre la desigualdad social (Dahrendorf, 1959; Bell, 1976). Uno de ellos intentó abordar la cuestión de las clases en España desde una perspectiva que presentaba como puramente empírica e imparcial, para mantenerse al margen de las ideologías asociadas al debate teórico sobre la desigualdad social (Foessa, 1983). Sin embargo, la naturaleza reflexiva de los procesos sociales suele contrastar con esta clase de procedimientos al mostrar sus consecuencias en el desarrollo de los trabajos empíricos. En el caso del trabajo citado, esos efectos perversos se manifiestan en el retorno del modelo clásico, que, por su vinculación con teorías consideradas ideológicas, se intentaba evitar. De hecho, el método utilizado en el análisis de los cambios en las clases sociales en España emplea el criterio funcionalista de medir la movilidad social con indicadores de estatus.
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grado de estabilidad y firmeza, como sucede con las de carácter religioso o con las que impulsaban a participar en los movimientos clásicos, pero parece demasiado ambicioso para designar los significados que suelen compartir los seguidores de los movimientos sociales contemporáneos. En lugar de creencias, parece más adecuado emplear la expresión definiciones de la situación (de los problemas que motivan la acción de los movimientos) para enfatizar su carácter fluido y cambiante, ya que se construyen y modifican en la interacción en las redes y organizaciones de dichos movimientos. Ese concepto central para la sociología interaccionista adquiere especial importancia para entender los procesos de construcción de identidades colectivas. En este sentido, Diani (1992) destaca que esas ideas son la base de la que surgen esas identidades, pero éstas también son definiciones compartidas de la situación, de los protagonistas y antagonistas del movimiento, y de sus límites y oportunidades para la acción (Melucci, 1995, 1996a). Otro aspecto de los movimientos sociales sobre el que hay consenso entre sus analistas se refiere a los ámbitos de la sociedad en que se plantean sus conflictos, que pueden ser tanto la cultura como el orden político (Diani, 1992: 13). Sin embargo, un factor que dificulta los esfuerzos por elaborar un concepto más comprensivo de movimiento social radica en distintas concepciones sobre la naturaleza de esas bases de conflicto en las que aquél se gesta. En los principales enfoques actuales, esas bases se sitúan de forma alternativa en la política o la cultura, y en ello se fundan sus respectivas concepciones del objeto de estudio para explicar por qué surge el movimiento. Ese objeto suele situarse en la estructura de oportunidades políticas, los procesos de alineamiento de marcos, los de construcción y defensa de identidades colectivas o la disponibilidad de recursos organizativos2. Pese a los es2
El énfasis en ellos, que promovió la teoría de la movilización de recursos, remite a otro ámbito de la sociedad (la estructura social) que Diani no incluye en su análisis de las bases de los conflictos sociales. Ello parece consecuencia de la pérdida de influencia que ha tenido este enfoque en la investigación de los movimientos sociales durante los años noventa.
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fuerzos de síntesis que han tenido lugar en el campo de los movimientos, sigue existiendo una línea divisoria entre los enfoques más empleados. Aunque cada uno se centra en una de esas líneas de investigación, la división no parece responder tanto a la exclusión formal de las demás como a diferentes concepciones sobre la naturaleza de los movimientos y la forma de explicar su surgimiento. Esa línea de demarcación suele responder a supuestos previos sobre los modelos de racionalidad que guían el comportamiento de sus seguidores, y puede estar más próxima o más lejana de la imagen moderna de los movimientos.
La imagen moderna de los movimientos sociales Mi argumento se basa en el trabajo reciente de Melucci (1996) y en el concepto de «nuevos movimientos sociales» que he expuesto en otro lugar (Laraña, 1993; Johnston, Laraña y Gusfield, 1994), y consiste en afirmar que esa imagen responde a unos supuestos tradicionales sobre la naturaleza de los movimientos que no son útiles para interpretar dichas formas de acción colectiva. Debido a la singular influencia que esa imagen ha tenido en este campo, su persistencia contribuye a identificar el marco teórico de cada perspectiva y permite desarrollar el análisis de las diferentes teorías conforme a lo que Jesús Ibáñez denominó «pensamiento social de segundo orden» (1979, 1985, 1991). Con esa expresión, el sociólogo cántabro designó aquellas perspectivas que no sólo analizan el objeto observado sino también las interpretaciones que de él hacen los científicos sociales. Como ha expuesto Melucci, el significado del concepto de movimiento social ha estado tradicionalmente fundado en una concepción historicista, lineal y objetivista de la acción colectiva, que lo consideraba como un agente clave del cambio social y la modernización de la sociedad a través de los conflictos que suscitaba (1984, 1989, 1996a y b). Desde esa perspectiva, los movimientos eran análogos a las revoluciones, en tanto que se los consideraba manifestaciones del movimiento interior de la historia, y 71
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la precondición para su explicación objetiva requería que ésta fuese independiente del punto de vista del observador. Esa imagen se funda en la analogía entre los movimientos sociales y las tendencias históricas, y es equivalente al concepto de corrientes o fuerzas históricas. Según Wilkinson, esos términos han sido empleados por los historiadores para resolver los problemas de explicación de los acontecimientos históricos; la analogía entre movimientos y tendencias históricas constituye la limitación más importante del concepto de movimiento social debido a su ambigüedad y falta de precisión (Wilkinson, 1971: 11, 16). Tal vez por ello este concepto ha sido usado como una especie de deus ex machina que permite explicar la dirección de progreso y el sentido general de la historia, y de este modo pierde su contenido para los sociólogos. Esta imagen de los movimientos está siendo revisada en la actualidad, pero parece conservar mayor influencia en las perspectivas que siguen los supuestos y la lógica de la ciencia social convencional que en las orientaciones de la construcción social. Las primeras suelen centrarse en las modificaciones de la estructura de oportunidad política o en la disponibilidad de recursos para explicar el surgimiento de los movimientos sociales. Las perspectivas constructivistas suelen seguir una aproximación más fluida y situada de los movimientos, y generalmente no buscan correlaciones causales sino que se centran en procesos multidimensionales de carácter cultural para comprender analíticamente la existencia de un movimiento 3 . El concepto de lógica de la ciencia convencional aquí hace referencia a la búsqueda de correlaciones causales entre los movimientos sociales y los cambios estructurales que se producen en el contexto en que surgen, los cuales suelen definirse en términos de oportunidades políticas o disponibilidad de recursos. Esa lógica informa los procedimientos de explicación en los que se articula la imagen moderna del movimiento social. 3
El término comprensión se usa aquí en el sentido en que lo formuló Max Weber (Verstehen), que subraya el análisis de los motivos para la acción social.
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En las aproximaciones más influyentes, esa lógica de procedimiento se manifiesta en la búsqueda de una variable independiente, al margen de que ésta se sitúe en los recursos organizativos de tiempo y dinero (McCarthy y Zald, 1987) o esté integrada por una pluralidad de elementos y sea considerada como «un grupo de variables», como plantea la teoría del proceso político. En una formulación reciente de este enfoque, McAdam (1995) afirma que el concepto de «estructura de oportunidad política» es el que abarca estos elementos y los unifica, y por ello es la variable independiente para explicar la existencia de los movimientos sociales. Ello le permite establecer los límites que separan este enfoque de aquellos centrados en los aspectos culturales de la acción colectiva y conceptualizar como secundaria la función de los segundos. Dicha función consiste en permitir el análisis de aquellos casos en los que la variable independiente no opera como tal, es decir: las excepciones que confirman la regla (McAdam, 1995: 26) 4 . Las aproximaciones constructivistas relativizan un supuesto metodológico central que se viene aplicando en el estudio de los movimientos sociales y en el que se ha basado su carácter objetivo: la separación entre el punto de vista del observador y el fenómeno observado (Melucci, 1984, 1996a; Lamo de Espinosa, 1998). Ese supuesto se funda en otro sobre la posibilidad de una ciencia social libre de valoraciones que promueve Durkheim en el siglo pasado y ha sido revisado a raíz del debate que se ha producido en la sociología desde que dicho supuesto fue cuestionado por Weber. Las tradiciones interaccionistas reciben la influencia del sociólogo alemán y de su teoría sobre las diferencias entre las 4
Para desarrollar este argumento he escogido deliberadamente un trabajo reciente de uno de los analistas más interesantes entre los que siguen el modelo del proceso político. Su trabajo anterior, donde desarrolla conceptos que han sido muy influyentes, como el de liberación cognitiva (1982, 1988) o estructura de oportunidades culturales (1994), hace de su obra una de las más receptivas al papel de los elementos culturales de los movimientos, como puede apreciarse en la siguiente cita. Los casos antes citados son aquellos en los que «los cambios políticos favorables no generan la clase de interpretaciones que confieren a los seguidores el poder simbólico que resulta tan necesario para la acción colectiva» (McAdam, 1995: 26).
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ciencias sociales y de la naturaleza que conduce a revisar la propuesta de emplear en las primeras los mismos métodos de las segundas (Weber, 1971). Esa propuesta informa la tendencia a determinar la objetividad de los estudios sociológicos en función de su capacidad para cuantificar las propiedades de los hechos sociales, la cual fue objeto de una crítica en profundidad hace más de tres décadas (Cicourel, [1964] 1982). Como se expone en el capítulo 7, el estudio de los movimientos sociales contemporáneos no siempre se adapta a las operaciones convencionales de medida en las ciencias sociales, las cuales pueden tener una relevancia relativa para su investigación empírica. Los datos de encuestas y estadísticas suministran información sobre las características del contexto social en que surgen los movimientos o sobre las opiniones resultantes de muestras representativas de la población respecto de asuntos controvertidos que han suscitado movilizaciones colectivas. Pero si el objetivo es conocer los procesos a partir de los cuales los individuos confieren sentido a su acción colectiva, los datos sobre las condiciones del contexto en que surgen los movimientos no aportan información suficiente para entender por qué las personas participan en ellos. Esa tarea exige estudiar con detalle los procesos de interacción a partir de los cuales se construyen los marcos de significados con los que se identifican los seguidores de un movimiento social y la forma en que influyen en su concepción de sí mismos. Los estudios de encuesta no permiten hacer este tipo de análisis, y los sociólogos que trabajamos con supuestos constructivistas normalmente empleamos otros de carácter cualitativo, basados en técnicas de observación directa y entrevistas en profundidad a los seguidores de los movimientos. El análisis del discurso empleado tanto en relatos individuales como en los documentos escritos que producen las organizaciones de los movimientos se convierte en un instrumento de singular utilidad. La independencia del punto de vista del investigador no tiene por qué verse comprometida por el empleo de estas técnicas, cuya objetividad depende de la propia metodología empleada y del entrenamiento del analista en su práctica. Pero la evaluación de la objetividad de esa 74
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aproximación también depende de la influencia que ejerce la imagen moderna, objetivista y causal de los movimientos en el analista o en los interesados en conocer por qué surgen y persisten en el tiempo.
La desconstrucción del concepto Como señaló Cicourel (1982), los métodos que emplean los sociólogos están íntimamente relacionados con las conclusiones a las que llegan y dan lugar a sus teorías sobre los hechos sociales. La argumentación anterior está relacionada con la propuesta de Melucci (1989, 1996a y b) de cambiar los supuestos tradicionales desde los que se vienen explicando los movimientos sociales y abandonar la imagen moderna de los mismos, porque actúa como una lente que dificulta su percepción, en lugar de ayudarnos a entender qué son y cómo actúan (1996a y b). Si los conceptos son lentes que amplían o limitan nuestra percepción de la realidad, las que solíamos ponernos para ver los movimientos la tornan borrosa debido a su énfasis en los aspectos causales y externos a los movimientos. Ese efecto es consecuencia de algunos aspectos que han informado la concepción prevaleciente de los movimientos sociales: además de su imagen de personajes históricos, la tendencia a concebirlos como una forma de acción que cuestiona el sistema político y a atribuirles un contenido emancipador (Melucci, 1996a y b). Esta propuesta es congruente con un argumento central en su trabajo anterior sobre la necesidad de desconstruir el concepto de movimiento social, y se funda en su crítica de una difundida concepción de los movimientos en tanto que «objetos empíricos unificados» (Melucci, 1989, 1994). Para Melucci (1989), las categorías tradicionalmente empleadas en su estudio estaban basadas en la filosofía de la historia que ha prevalecido en la explicación de los movimientos, al tiempo que servían para legitimarla. Ese paradigma fue la base del dualismo teórico que ha caracterizado las interpretaciones clásicas de los movimientos sociales, los cuales han sido alternativamente 75
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conceptualizados como un producto de las crisis estructurales del sistema social o como fruto de creencias colectivas que se explicaban por la existencia de intereses comunes entre sus seguidores. El dualismo consiste en una aproximación a la realidad fundada en conceptos opuestos y excluyentes, como crisis (del sistema) frente a solidaridad (entre los actores) o estructura/motivación. El argumento central de las teorías de la ruptura (breakdown) consiste en explicar todas las formas de acción colectiva por procesos de desintegración social y fuerte cambio social (Kornhauser, 1959; Smelser, 1962; Useem, 1985; Snowy otros, 1998). Como hemos visto en el capítulo anterior, la participación en la acción colectiva se consideraba fruto de condiciones sociales que rompen los lazos de cohesión social, como guerras, crisis económicas o desastres colectivos. Ésa fue la tradicional premisa orientadora de los trabajos sobre las distintas formas de acción colectiva durante los dos primeros tercios del siglo, la cual ha caído en desgracia en el último —para Snow como consecuencia de las modas teóricas que han proliferado en este campo de estudio, al igual que en la sociología en general (1998: 4). Melucci sitúa el origen del pensamiento dualista y la influencia de esa premisa en los conflictos sociales del siglo XIX en los países que atravesaban las crisis sociales generadas por la industrialización, cuando el movimiento obrero constituía el modelo de movimiento social. Su crítica a esa aproximación reproduce el argumento anterior sobre la analogía entre movimientos y tendencias históricas, ya que lo considera fuente de una concepción de los primeros como personnages, actores colectivos que se mueven en el escenario de la historia, que a su vez es movida o impulsada por ellos hacia un destino de emancipación colectiva (1984, 1989). Esta crítica se funda en la idea de que los conceptos sociológicos son fruto de una construcción histórica en la que intervienen de forma decisiva las circunstancias en las que viven los sociólogos y los hechos que tienen lugar en ese periodo. Los cambios en las formas de acción colectiva que se vienen produciendo en los países avanzados desde los años sesenta cuestionan la imagen moderna de los movimientos que ha prevalecido en la socio-
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logia occidental (Melucci, 1985 y 1989). La percepción de éstos como si fuesen un «dato empírico unificado» o un objeto unitario implica reificarlos al perder de vista su naturaleza de procesos cambiantes y dar por supuesto algo (la unidad de esas formas de acción) que sólo puede ser resultado de su investigación (Melucci, 1989: 18). Por ello, se suele hablar del movimiento ecologista, pacifista, de las mujeres, de la juventud como si estuviesen integrados por individuos con metas, valores, significados y actitudes compartidos. Se da por supuesto, primero, que los comportamientos individuales tienen una forma unitaria o gestalt. Segundo, este presupuesto es transferido desde el nivel de los fenómenos al conceptual y adquiere consistencia ontológica: la realidad colectiva se considera que existe como una cosa. Este proceso de reificación de la acción colectiva la transforma en un hecho incontrovertible, algo dado que no merece más investigación (Melucci, 1989, 18). Este analista destaca que la concepción de los movimientos como actores históricos se funda en una analogía entre la vida social y una representación teatral que se desarrolla en el gran escenario de la historia. Esa analogía se basa en una concepción tradicional de las relaciones entre estructura social y acción colectiva, y en la idea de que los movimientos son una respuesta a las condiciones estructurales del contexto en que surgen. Sin embargo, los cambios que se están produciendo en los movimientos contemporáneos en países occidentales requieren abandonar esta concepción, ya que éstos no pueden concebirse «como sujetos dotados de existencia e intencionalidad, que actúan en un escenario cuyo final está predeterminado» (Melucci, 1989). La propuesta de Melucci consiste en abandonar esa imagen moderna de los movimientos porque distorsiona nuestra percepción de los que surgen en nuestras sociedades complejas. Para explicar esas nuevas formas de acción colectiva, el analista debe aproximarse a ellas como un sistema de acción y de relaciones sociales por descubrir. En vez de asumir la existencia de una dinámica social externa que promueve la unidad de acción entre los 77
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seguidores del movimiento, y tiene sus raíces en el modo de producción o en el sistema de valores compartidos por los miembros del movimiento social, es necesaria una aproximación diferente, en la que la interpretación de la acción colectiva se sitúa en el interior de ésta y en las relaciones que mantiene con su entorno. El movimiento social no constituye una entidad cuyos elementos están vinculados por lógicas externas, sino una variedad de procesos, actores sociales y estrategias de acción. El problema está en saber cómo y por qué se mantienen unidos, porque la unidad no es una condición previa a la existencia del movimiento sino el resultado de la negociación, la interacción y el conflicto entre elementos diferentes (Melucci, 1989, 1990). Mi estudio de las movilizaciones estudiantiles que tuvieron lugar en España en 1987 ilustra este argumento (véase el capítulo 4 de este libro). La diversidad de ideas y reivindicaciones de los estudiantes universitarios y de enseñanza media que participaron en ellas indicaba que había cualquier cosa menos unidad desde el principio, al margen de que ésta se conceptualice en términos de creencias colectivas promovidas por las tensiones estructurales generadas por el surgimiento de una sociedad de la información, en la que el conocimiento se convierte en un valor trascendental, o como la conciencia colectiva creada por intereses en conflicto. La investigación sobre movimientos sociales contemporáneos en las sociedades occidentales indica que la diversidad ideológica es una característica recurrente de los mismos, que refuerza el uso del concepto de nuevo movimiento y cuestiona la utilidad de las categorías tradicionalmente empleadas en su explicación (Johnston, Laraña y Gusfíeld, 1994). Para ampliar el significado de esa característica he propuesto el concepto de complejidad cognitiva (Laraña, 1996) que se expone más adelante. La desconstrucción del concepto que propone Melucci pretende desarrollar su contenido analítico y consiste en diferenciar el magma de elementos integrados en la imagen prevaleciente de los movimientos (1996a). Su propuesta se concreta en una definición que explicita los tres principales aspectos a analizar y está 78
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muy próxima a la de Diani (1992), antes citada. Un movimiento social es una forma de acción colectiva que 1) «apela a la solidaridad», 2) explícita un conflicto social —«una relación entre actores enfrentados por la lucha en torno a los mismos recursos»— y 3) rompe los límites del sistema en que se produce (Melucci, 1985: 794-95). Esos límites «indican el campo de modificaciones toleradas por su estructura» (1985). La capacidad del movimiento para producir la ruptura en los límites del sistema de relaciones sociales en el que se desarrolla su acción se considera básica para diferenciar a los movimientos de otros fenómenos colectivos (Melucci, 1985: 794, 1996a: 28). Esa característica de los movimientos es la misma que propusieron los clásicos al definirlos como esfuerzos colectivos para producir cambios en el sistema de normas y relaciones sociales que llamamos orden social (Gusfield, 1970). Melucci amplía esa definición al introducir en ella dos elementos básicos para entender los movimientos sociales contemporáneos: solidaridad en tanto que «capacidad de un actor para compartir una identidad colectiva» (1996a: 28). Uno y otro están imbricados para producir formas de unión entre personas que les permiten romper los límites del sistema y generar cambios sociales. Pero ni la solidaridad ni la identidad constituyen estructuras sociales fijas, ya que son fruto de procesos de atribución de significado y cambiantes definiciones de las situaciones que motivan la acción colectiva.
Reconstrucción teórica Mi propuesta en este aspecto se funda en esta crítica a la imagen prevaleciente de los movimientos sociales, pero intenta reformularla por considerar que el desarrollo del marco analítico desde el que se estudian no sólo exige desconstruir ese concepto sino una reconstrucción del mismo. Esa idea se funda en razones de carácter epistemológico y práctico. A las primeras he aludido al principio de este capítulo, y las segundas se refieren al aumento del interés por los movimientos sociales durante la última década y están re79
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lacionadas con la identidad colectiva de sus analistas. Esas razones hacen necesario acotar el campo de fenómenos colectivos y precisar el significado de un concepto que, cuanto más se populariza y más prestigio adquiere, más susceptible es de convertirse en un saco sin fondo donde todo cabe. Mi propuesta no responde simplemente a la necesidad de desarrollar un concepto más elaborado desde el punto de vista formal, sino que pretende precisar su contenido para que el empleo del término sea menos arbitrario y pueda aplicarse con rigor en la investigación empírica. En un plano más general, esa tarea está relacionada con lo que se ha considerado la esencia del proceso de globalización de nuestras sociedades. Para Oomen (1994), se trata de un proceso de fusión y fisión: paralelamente al derrumbamiento de las fronteras simbólicas y físicas que está teniendo lugar, surgen otras nuevas que dan lugar a diferentes cuestiones sociales y políticas. Un proceso similar se está produciendo en algunos movimientos contemporáneos en los que los procesos de creación de marcadores simbólicos establecen sus límites respecto a otras formas de acción colectiva. Ello se convierte en una actividad de especial relevancia para construir la identidad colectiva del movimiento, como han mostrado Taylor y Whittier respecto al movimiento feminista en Estados Unidos (1992). Para esa tarea de construcción teórica no es preciso partir de cero, ya que hay una plataforma previa, formada por aquellas aportaciones de las tradiciones anteriores que conservan su utilidad para la interpretación de los movimientos contemporáneos. De ahí el empleo del término reconstrucción que he propuesto para designar esa tarea conceptual y el énfasis del primer capítulo en las aportaciones clásicas. Dicho énfasis se funda en la discrepancia con el significado del concepto «clásico» en la teoría sobre la modernización prevaleciente, el cual equivale a algo obsoleto, que ha perdido su vigencia como consecuencia de la inexorable orientación de la historia. Ese significado difiere del que este concepto tiene aquí, que se aproxima al que le asigna el Diccionario de Oxford: lo clásico es «algo de la más alta calidad, que tiene un 80
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valor o posición reconocida y no cuestionada». Sin embargo, lo clásico también tiene el significado de antiguo y designa algo que mantiene una relación de tensión creativa con lo moderno (Paz, 1968). Esa doble acepción del término se pone de manifiesto en la concepción clásica de los movimientos sociales, concepto que en la actualidad tiene una mayor complejidad debido a los cambios que se están produciendo en ellos y en las sociedades donde surgen. Una teoría clásica combina elementos que siguen siendo útiles con otros que han quedado anticuados, y su revisión es imprescindible para aplicarla a los movimientos. En este argumento se funda mi propuesta de revisar la teoría interaccionista del comportamiento colectivo para poder aplicarla a los cambios que se están produciendo en los movimientos contemporáneos. Lo segundo replantea la utilidad del concepto de nuevos movimientos sociales para abordar esos cambios desde una perspectiva comparada que amplía nuestra visión de los hechos, como hemos defendido en otro lugar (Johnston, Laraña y Gusfield, 1994; Laraña, 1993b). Por ello, las páginas siguientes examinan algunos supuestos sobre la naturaleza de los movimientos sociales procedentes del enfoque interaccionista del comportamiento colectivo, partiendo de la idea de que es uno de los primeros en merecer ese calificativo en el estudio de los movimientos sociales, que se expuso en el capítulo 1. La convergencia teórica entre las perspectivas constructivistas y la interaccionista clásica es fruto de las razones que sintetizo a continuación y que explican la persistente influencia de la segunda en este área de la sociología. 1) La concepción del movimiento social como un proceso sujeto a continuos cambios y como un objeto de estudio en sí mismo, que no puede explicarse simplemente por las condiciones del contexto en que surge; 2) el énfasis en los procesos de definición colectiva de los problemas que motivan la participación en el movimiento (Blumer, 1936; Turner, 1981; Turner y Killian, 1987); 3) la capacidad de los que siguen el enfoque clásico para revisar sus supuestos y adaptarlos a la cambiante situación de estas formas de acción colectiva y para eludir la tendencia a calificar a los movimientos de racionales o 81
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irracionales5 en la que se ha centrado la crítica a este enfoque (Turner, 1981; McAdam, 1982). Dicha tipología distorsionaba la naturaleza de los movimientos, al diferenciar entre los que tienen lugar en las instituciones sociales y se consideraban normales y aquellos fenómenos de comportamiento colectivo y divergente, en tanto que fenómenos de ruptura de las normas sociales y desestructuración social (Turner, 1981; Gusfield, 1994). Esa contraposición reflejaba la influencia del pensamiento dualista en el que se ha fundado la imagen moderna de los movimientos, al igual que sucede con la dicotomía entre otras parejas de conceptos que ha informado la teoría prevaleciente sobre la modernización de las sociedades occidentales, como comunidad y sociedad, cultura y estructura social, tradición y modernidad, y acción racional frente a irracional (Lamo de Espinosa, 1996). La crítica de la contraposición entre comportamiento colectivo y organizado surgió desde dentro de la tradición interaccionista, que la ha considerado una de sus principales limitaciones (Gusfield, 1994; Turner, 1981; Lofland [1985], 1991). De esa capacidad para adaptar sus postulados a las situaciones cambiantes de los fenómenos que estudia proviene la condición moderna de esa aproximación, pero en un sentido más actual y menos ambicioso de este término que el que ha prevalecido en la literatura sociológica. Como expuse en el primer capítulo, otra de las razones para ello radica en una concepción del orden social que recibe la influencia de la fenomenología europea y destaca la importancia de la forma en que los individuos viven los problemas sociales. Esa perspectiva puede haber permitido a algunos de sus analistas proceder a una revisión de los supuestos prevalecientes sobre la naturaleza de los movimientos y desarrollar una perspectiva más flui5
Esa tendencia estuvo vinculada a la influencia de la teoría de Le Bon y su concepción de los movimientos como formas de comportamiento irracional, lo cual introdujo un elemento de sesgo en la teoría inicial del comportamiento colectivo que persistió hasta los años cincuenta y sesenta, cuando dominaba la investigación de los movimientos sociales en Estados Unidos. Ello generó una reacción en contra de ese enfoque que cristaliza en las teorías de la elección racional y el proceso político (McAdam, 1982).
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da y distante de la imagen moderna de los movimientos sociales. En la fenomenología se funda también la crítica de Melucci a las tradiciones prevalecientes en este campo y su propuesta de desconstruir el concepto de movimiento social (1996a). Mi propuesta de reconstruir este concepto a partir de algunos supuestos de ese enfoque es congruente con la orientación teórica de este libro, que se centra en el papel de los aspectos culturales de los movimientos. Dado que el objetivo de la propuesta es contribuir al desarrollo del marco analítico desde el que se estudian, los supuestos clásicos tienen que revisarse y ampliarse desde otros ángulos teóricos para adaptarlos a lo que acontece en el último cuarto de siglo. La convergencia entre los enfoques constructivistas y clásicos está basada en el carácter complementario de algunos de sus supuestos básicos y en que sus respectivas concepciones de los movimientos sociales no responden claramente a la imagen moderna de éstos. Sin embargo, en un periodo de optimismo y apogeo de los supuestos modernistas, su influencia no podía dejar de reflejarse en la teoría inicial del comportamiento colectivo e informa la distinción entre éste y las formas de comportamiento organizado que estableció su fundador, Robert Park (1939, 1972). En esa dicotomía se fundan las dos acepciones del concepto, amplia y restringida, y la tendencia a calificar los movimientos de racionales o irracionales (Turner, 1967). Mi aproximación a este tema está relacionada con mi trabajo anterior sobre otro sociólogo clásico (Laraña, en prensa a): al igual que sucede en la teoría de la modernización occidental formulada por Weber, la ambivalencia de Park en este terreno le permitió distanciarse de la imagen moderna e historicista de los movimientos sociales que ha prevalecido en Occidente. La influencia de la tradición vinculada a Park está relacionada con la dificultad de identificar su aproximación al comportamiento colectivo con esa imagen y con la filosofía de la historia en la que ésta se articula. La influencia de ambas fue contrapesada por otra procedente de la psicología social y de la teoría elitista de Le Bon (1986), cuyas implicaciones políticas la han convertido en una 83
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especie de pesadilla para los analistas contemporáneos de los movimientos sociales (Gamson, 1992; Jiménez Burillo, 1986). Sin embargo, los problemas de interpretación generados por esta visión de los movimientos también exigen abandonar las categorías ideológicas que han intervenido con demasiada fuerza en dicho estudio (Melucci, 1989; Álvarez Junco, 1994). Su influencia en este campo es fruto de la que ha tenido la concepción de estos fenómenos colectivos como fuerzas destinadas a realizar el sentido de progreso que está escrito en la historia. Al abandono de aquellas categorías puede contribuir la difusión de la concepción relativista de los movimientos que sigue la teoría clásica, y también la recuperación de supuestos procedentes de la psicología social en las perspectivas constructivistas contemporáneas.
Reflexividady
movimiento social
La importancia que hoy tienen estas perspectivas para el estudio de los movimientos sociales (Benford, 1997) sugiere dos cosas importantes sobre la evolución de este campo. Si el fantasma de Le Bon ha dejado de producir pesadillas a algunos de los que trabajamos en este campo y están resugiendo supuestos de la psicología social (Gamson, 1992), la razón hay que buscarla en los cambios que vienen ocurriendo en el objeto de estudio. Una vez más, y en contra de lo que afirmaba ese personaje central en la filosofía de la historia moderna que es Hegel6, los hechos van por delante de los modelos que intentan explicarlos y desbordan su capacidad para hacerlo. El significado epistemológico de los movimientos sociales contemporáneos es similar al de otros fenómenos sociales que exigen revisar los supuestos tradicionales desde los que los sociólogos nos aproximamos a ellos en las sociedades complejas. Y esa evolución se acusa especialmente en los ámbitos del orden y el conflicto social. 6
«Si los hechos se enfrentan con la Razón, tanto peor para los hechos.» En este caso, la Razón estaba representada por las teorías que hacían inteligibles los movimientos sociales desde los postulados de racionalidad establecidos en la comunidad científica.
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Los enfoques tradicionales explicaban la acción colectiva a partir de una visión simplificada de ambos que no resulta muy útil para entender lo que acontece en nuestras sociedades. Hace bastante tiempo los sociólogos interaccionistas plantearon la necesidad de revisar algunos de los supuestos que se venían empleando para explicar la formación y la cohesión de los grupos sociales, y la forma en que se constituye el orden social (Blumer, 1969; Shibutani, 1971; Cicourel, 1964 [1982], 1973). En el campo de los movimientos sociales, la filosofía de la historia desde la que se interpretaban respondía a la visión prevaleciente de la modernización como una progresiva conquista de la naturaleza que conduce a la emancipación de la humanidad (Bury, 1973; Touraine, 1993). Esa imagen está siendo cuestionada por teorías contemporáneas que destacan la complejidad de los procesos de organización y cambio social y sus implicaciones no intencionadas o perversas (Giddens, 1992, 1994; Beck, 1992, 1995; Lash y Urry, 1994). Estos trabajos plantean una visión diferente de los cambios que se han producido en las sociedades occidentales, y para designar esta perspectiva han acuñado el concepto de modernización reflexiva. Esta última caracteriza a las sociedades occidentales contemporáneas y contrasta con las formas de «modernización simple», propias de las sociedades industriales. La contribución de esta aproximación al estudio de los movimientos sociales y a la teoría sobre el orden social proviene de su análisis de los grandes procesos de cambio social, desde la globalización, la crisis de las tradiciones culturales y las formas tradicionales de estructuración social hasta los que tienen lugar en las relaciones entre los sexos y las categorías con las que se identificaban las ideologías de los movimientos (Beck, 1992; Giddens, 1994). En contraste con los procesos de modernización simple, estos cambios muestran que nuestras sociedades se caracterizan por la complejidad, la incertidumbre y unos peligros colectivos que amenazan a todas las formas de vida. Para Giddens, la quiebra de la concepción occidental de la modernidad no sólo afecta a los países donde se difundió sino al mundo en su conjunto, que ha 85
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sido configurado por ella. La crisis de esa visión se manifiesta en la reflexividad de la historia social: el efecto de esos procesos de cambio social consiste en dar una nueva forma a la modernidad y «retrotraerla a sus inicios» (Giddens, 1994: 80). Estos supuestos son empleados para explicar la proliferación de los movimientos sociales en las sociedades complejas. Giddens (1994) afirma que un mundo de reflexividad social intensificada se caracteriza por la existencia de individuos reflexivos que responden a las incertidumbres y pueden subvertir los incentivos económicos por los que antes se suponía que se movilizaban. En contraste, las sociedades de modernización simple estaban integradas por una ciudadanía con estilos de vida estables y cuyos factores tradicionales de estructuración (la familia, la clase, el barrio) eran la base de sentimientos de seguridad y certeza que hoy están cambiando (Giddens, 1994: 42; Beck, 1992). Desde una perspectiva diferente, Beck ha destacado la importancia de algunos procesos de desestructuración social en los que se centraron las teorías del comportamiento colectivo. Para Giddens, la postmodernidad no es más que la radicalización de las características propias de la sociedad moderna (Giddens, 1992). Esa idea ha sido objeto de importantes críticas por parte de sociólogos que destacan las discontinuidades entre ambos tipos de sociedad y consideran que tanto esta visión como la de Beck simplifican la naturaleza de los procesos de reflexividad social (Robertson, 1995; Wynne, 1995; Lash, 1994; Feathersome y Lash, 1995) 7 . Giddens y Beck (1992, 1993) parecen asumir que en un mundo de reflexividad social intensificada hay una lógica estructural que conduce a una creciente conciencia de las consecuencias perversas de la modernización y los riesgos que proliferan en estas sociedades. Los individuos son actores racio7
Robertson (1995) ha analizado estas discrepancias a partir de la distinción entre enfoques que destacan la homogeneidad de los procesos de cambio social y la existencia de un sistema mundial, y los que enfatizan su diversidad y heterogeneidad. Con independencia de ello, ambas aproximaciones a los procesos de modernización social subrayan los fenómenos de reflexividad y tienen especial utilidad para el análisis de los movimientos ecologistas (Laraña, 1997a).
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nales que se movilizan para prevenirlos o controlarlos, impulsados por dicha lógica. Ello implica dejar de lado los procesos sociales en que se gestan los grupos y se construyen los marcos de significados que hacen posible la difusión de la conciencia del riesgo (Laraña, 1988b). Por otra parte, las teorías de la modernización reflexiva nos permiten ampliar la crítica de Melucci a la imagen moderna de los movimientos y fundamentar en un campo más amplio su propuesta de dejar de lado las categorías tradicionalmente empleadas en su explicación. Mi propuesta de reconstruir este concepto a partir de la teoría interaccionista del comportamiento colectivo se basa en la distancia que separa la teoría de esos supuestos, así como de la concepción normativa del orden social y el énfasis en todo aquello que produce conformidad. A esas diferencias subyace una visión más compleja de la realidad y los movimientos sociales, similar a la que informa su estudio desde las principales aproximaciones constructivistas en la actualidad en Estados Unidos y Europa. En este sentido, Gusfield (1981, 1994) señala que la reflexividad de los movimientos radica en su capacidad para producir una controversia respecto de un estado de cosas cuya legitimidad y sentido normativo se daban por hechos antes de que surgiese el movimiento, lo cual ya no sucede después. Como ya se indicó, la eficacia simbólica de los movimientos y su relación con los procesos de cambio social están íntimamente relacionadas con su capacidad para producir cambios en las definiciones colectivas de las situaciones que motivan la acción de los movimientos mismos. El carácter reflexivo de los movimientos es consecuencia de que «son algo sobre lo que se refleja la sociedad y que impulsa la capacidad de ésta para reflexionar y ser consciente de lo que es» (Gusfield, 1994: 113). Los movimientos sociales actúan como un espejo en el que se mira la sociedad y le hace consciente de sus problemas y limitaciones. En ese sentido, los movimientos desempeñan una misión análoga a la de la interacción interpersonal (reflejar las actitudes de los otros respecto al desempeño de nuestros roles), la cual es la base para el desarrollo de la identidad personal. 87
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A través de la acción de los movimientos, las personas conocen que «unas normas sociales se han convertido en objeto de controversia pública». Este elemento se convierte así en otro criterio para reconocer la formación de un movimiento: «su propia existencia es en sí misma una forma de percibir la realidad (framing), ya que vuelve controvertido un aspecto de la realidad que fue previamente aceptado como normativo» (Gusfield, 1994: 68). En páginas anteriores se señaló que un factor de convergencia entre estos enfoques interaccionistas es su énfasis en la reflexividad de los movimientos y en los procesos simbólicos a partir de los cuales surgen las ideas que defienden (Turner, 1981, 1996; Turner y Killian, 1987; Gusfield, 1994). Mi aproximación al concepto de movimiento social se funda en ello y en el carácter complementario de los dos principales enfoques constructivistas, el de los marcos de acción colectiva (Snow y otros, 1986; Snow y Benford, 1988, 1992; Hunt, Benford y Snow, 1994) y el de Alberto Melucci (1984, 1985, 1989, 1992, 1994, 1995, 1996a). El primero concibe los movimientos sociales como agencias de significación colectiva, que difunden nuevos significados en la sociedad, y el segundo los conceptúa como sistemas de acción y mensajes simbólicos, que desempeñan ese papel y adquieren central importancia en las sociedades complejas. Además de centrarse ambas en los aspectos culturales de los movimientos, son concepciones complementarias porque, mientras la estadounidense enfatiza la capacidad de aquéllas para producir marcos de significados que destacan y dotan de sentido a determinados hechos, la europea relaciona esos marcos con el desarrollo de la identidad personal y los procesos de cambio social que amenazan o dificultan ese proceso. Mientras Snow y sus colaboradores se ocupan de los procesos de persuasión que producen creencias colectivas entre los seguidores de un movimiento, Melucci destaca la naturaleza construida de la identidad colectiva en las redes de los movimientos y la lógica intrínseca de conflicto que comporta. En ello se funda mi argumento anterior, que sitúa la convergencia entre estas aproximaciones en su concepción del orden social. Para la teoría clásica, ese orden no es sólo el resultado de la 88
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interacción cara a cara o de unas normas de interacción socialmente instituidas. De ahí la función de significación de los movimientos como agencias que «simbolizan la transformación de la organización social preexistente en una cuestión a debate» (Gusfield, 1994: 71). Esa función se desarrolla al margen de que las propuestas de los movimientos sean consideradas justas o injustas, y en ello se funda la concepción relativista de éstos. El énfasis en la reflexividad de los movimientos es ampliado por la concepción de éstos como mensajes simbólicos que difunden pautas de relación y marcos de significados alternativos a los que predominan en la sociedad global (Melucci, 1989, 1994). El foco analítico se desplaza entonces de los factores estructurales, que generan los problemas de identidad en las sociedades occidentales, al análisis de las ideas y propuestas de los movimientos en que se centraron los clásicos. Pero las reivindicaciones de los movimientos no surgen de la nada, sino que se construyen a través de unos procesos simbólicos en el seno de las organizaciones de dichos movimientos. De ahí la importancia de los procesos de movilización colectiva o micromovilización, que tienen lugar en ese plano de la interacción social. Snow y sus colaboradores (1986) parten de la crítica de la tendencia a tratar las reivindicaciones como si los movimientos fuesen un producto natural de las circunstancias en las que vivían los actores sociales. Esas circunstancias eran definidas en términos de «alienación» o de «privación relativa» por los enfoques tradicionales. Ello implicaba dejar de lado aspectos de especial importancia para explicar la participación en los movimientos y el hecho de que las reivindicaciones y el descontento son objeto de interpretaciones diferentes. Esta cuestión de la interpretación ha sido ignorada porque esos enfoques daban por hecho la existencia de una relación de causalidad inmediata —«como si hubiese una especie de magnetismo»— entre la intensidad de las demandas y la participación en un movimiento. «La limitación más importante provenía de la tendencia a glosar los aspectos que conciernen a la interpretación de los acontecimientos y experiencias relevantes sobre la participación» y a considerarlos como algo
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anecdótico y secundario, ya que se asumía la existencia de una especie de relación isomórfica8 entre hechos e ideas, entre la naturaleza de los hechos y su interpretación colectiva (Snow y otros, 1986:465). Este aspecto es ampliado por el énfasis en la naturaleza conflictual de los movimientos que ya señalaron los clásicos e informa la teoría de Melucci sobre el conflicto antagonista que plantean (1985, 1989, 1994, 1996). Las ideas de los movimientos sociales contemporáneos tienen carácter alternativo porque desafían la lógica de significación prevaleciente en la sociedad, como consecuencia de dos aspectos relacionados entre sí: a) la interacción en las organizaciones y redes de los movimientos, las cuales actúan como laboratorios sociales donde se experimentan nuevos marcos de significados y pautas de relación social; b) la importancia que adquiere una forma distinta de organizar su acción o el carácter autorreferencialde los movimientos. Una de las aportaciones más interesantes de Melucci consiste en establecer la relación entre ambos aspectos (1989) porque ello ilumina la relación de congruencia entre los medios y los fines que suele caracterizar a los movimientos sociales contemporáneos (Johnston, Laraña y Gusfield, 1994). Esa relación nos permite diferenciarlos de los movimientos clásicos, así como de los partidos políticos, los sindicatos y de algunos movimientos nacionalistas como los tratados más adelante. En los movimientos contemporáneos, las estructuras organizativas dejan de ser un instrumento para realizar sus metas y pasan a ser metas en sí mismas, debido a la importancia que adquieren los procesos de individuación y autorrealización de sus seguidores. «Puesto que la acción colectiva está centrada en códigos culturales, la forma del movimiento es en sí misma un mensaje, un desafío simbólico a los códigos dominantes» (Melucci, 1989: 60). En esos rasgos de los movimientos radica su naturaleza de mensajes simbólicos y sistemas de acción que muestran formas alternativas de abordar los proble8
El concepto proviene de la química, y se aplica a los cuerpos de diferente composición que pueden cristalizar asociados (María Moliner, 1996).
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mas sociales y organizarse para darles solución (Melucci, 1989, 1994). A ello habría que añadir un rasgo de los movimientos que fue destacado por las teorías de la sociedad de masas: su independencia de los medios de comunicación, de los grandes grupos que controlan e imponen una orientación política determinada a estos medios (Kornhauser, 1959; véase el capítulo 1 de este libro). Melucci sitúa en la naturaleza alternativa de los movimientos uno de los criterios para definir estas formas de acción colectiva, las cuales «desafían o rompen los límites de un sistema de relaciones sociales» existente en los contextos en que surgen (1989: 38). Ello implica responder afirmativamente a una pregunta de especial relevancia para la teoría sociológica contemporánea: ¿existen formas de conflicto que se dirigen contra la lógica intrínseca de los sistemas complejos?, y situar dichas formas en esta clase de movimientos. El concepto de lógica del sistema puede simplificar la complejidad de las sociedades occidentales al dar por hecho que existe algo parecido a una esencia o principio rector de los procesos sociales a través de los cuales se perciben, legitiman y estructuran éstas. Ese supuesto remite a las concepciones estructuralistas clásicas y contrasta con la existencia de distintos principios de estructuración en diferentes ámbitos o subistemas diferenciados en la sociedad occidental, los cuales son autónomos y presentan distintas características (Habermas, 1971b; Bell, 1976, 1977, 1980; Munch, 1994). Partir de la existencia de una lógica constitutiva del sistema social implica situar las causas de los movimientos sociales en aquellos recursos que son vitales para el mantenimiento de dicho sistema (Melucci, 1984a, 1989, 1994). Con independencia de que esos recursos consistan en la producción de manufacturas, como pensaba Marx, o en recursos simbólicos y de información, como afirma Melucci, ese supuesto sigue fundado en otro sobre la existencia de un telos o principio rector en la historia social. Ello contrasta con la realidad de las sociedades complejas, en las que no se puede dar por hecho la existencia de una lógica constitutiva, fundada en causas inmanentes. Paradójicamente, 91
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ese supuesto responde a la concepción evolucionista clásica de la forma en que se desarrollan y cambian las sociedades (Laraña, 1984), que es criticada por Melucci en su propuesta de descontruir el concepto de movimiento social (1996a: 49). En su último libro, Melucci ha modificado su énfasis en la lógica antagonista de los movimientos sociales y se aproxima a la perspectiva relativista del enfoque interaccionista (1996: 35). Los conflictos antagonistas constituyen una de las bases de las que surgen los movimientos, la más abstracta de todas. Pero existen otros movimientos que también presentan las tres características de los movimientos sociales sin cuestionar dicha lógica (1996a: 35). El énfasis se desplaza así desde esa abstracta noción estructuralista que es la lógica ¿leí sistema hacia una imagen más fluida, diversificada y precisa, que es congruente con la influencia de la fenomenología.
Continuidad
epistemológica
La reconstrucción del concepto que aquí se propone consiste en establecer sus límites para distinguir a los movimientos sociales de otras formas de acción colectiva que suelen ser designadas con ese término. Para esta tarea, hay supuestos procedentes de la perspectiva clásica del comportamiento colectivo que conservan su valor y pueden servir como base teórica de esa reconstrucción, como los que plantea Gusfield en la introducción al libro Protesta, reforma y revolución (1970). Esos supuestos fueron elaborados antes de que tuviesen lugar los cambios que se registran desde los años sesenta en su estructura y funcionamiento, lo cual hace necesaria su revisión. Esto último ilustra la utilidad del concepto nuevos movimientos sociales para desarrollar el marco analítico de esta área. El enfoque interaccionista del comportamiento colectivo fue el que más enfatizó la importancia de las ideas, reivindicaciones y propuestas de los movimientos para cambiar unas condiciones sociales definidas como intolerables o injustas (Turner, 1981, 1996; 92
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Turner y Killian, 1987). Gusfield (1994) ha destacado que algunos de los supuestos de ese enfoque están resurgiendo en el análisis de los marcos de acción colectiva. En este capítulo intento mostrar que esa relación de continuidad epistemológica también se produce con la perspectiva constructivista que ha tenido más influencia en el análisis de los nuevos movimientos sociales durante la última década y está vinculada a Melucci. Mi propuesta para desarrollar el marco analítico desde el que se estudian los movimientos sociales se basa en una síntesis de ideas que proceden de estos tres enfoques y se inscribe en la línea de otros trabajos destinados a elaborar una aproximación comprehensiva a los movimientos (Cohén, 1985; Klandermans y Tarrow, 1988; Diani, 1992; McAdam y Friedman, 1992; McAdam, 1994; Tarrow, 1994). A diferencia de alguno de ellos, considero que el punto de partida para esta tarea consiste en precisar el contenido del concepto de movimiento social (Laraña, 1997a). Ello requiere 1) abrir un debate en profundidad sobre el significado de este concepto, 2) acotar el abanico de fenómenos colectivos que suelen designarse así y diferenciarlos de otros que no pueden ser conceptualizados como tales. Ambas cosas son objetivos de este capítulo, que parte de los supuestos procedentes de la teoría del comportamiento colectivo9 por considerar que es la que más ha contribuido a delimitar el contenido del concepto de movimiento social. Las páginas siguientes se dedican a examinar los criterios clásicos sobre la naturaleza de los movimientos sociales y la forma en que las perspectivas constructivistas contribuyen a actualizarlos.
Movimientos sociales y cambio social Como hemos visto en el primer capítulo, para la teoría del comportamiento colectivo los movimientos sociales son «esfuerzos colectivos para producir cambios en el sistema de normas y rela' En adelante, el uso de este término aquí hace referencia a la aproximación interaccionista de ese enfoque.
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ciones sociales que denominamos orden social» (Gusfield, 1970). La primera característica de un movimiento es su orientación hacia el cambio social, cuya búsqueda es considerada el elemento distintivo de los movimientos sociales (Turner y Killian, 1987)10. Este término se emplea en un sentido muy amplio, ya que el cambio propuesto no necesariamente afecta -A conjunto de la sociedad ni a las instituciones que producen los recursos más importantes, sino a algún aspecto del sistema de normas y relaciones sociales al que los sociólogos suelen denominar orden social (Gusfield, 1970). Al igual que sucede con el concepto de cambio social, el significado del anterior difiere por su amplitud del que tenía en la literatura sobre los movimientos clásicos y es equivalente al de organización social, en tanto que síntesis de los elementos estructurales y culturales de una sociedad. La relación existente et\tte KwwvmveMos sociales y procesos de «msíbíKvación social es un rasgo central de los primeros, que son más que acciones expresivas y suelen generar focos de conflicto social y controversias públicas reproducidas por los medios de comunicación (Gusfield, 1970). Ese aspecto es uno de los elementos de la definición de movimiento que propone Melucci (1985, 1996a) y está relacionado con el influyente argumento de la sociología del conflicto sobre el papel decisivo de éste como motor de la transformación de las sociedades occidentales (Dahrendorf, 1959, 1991). El significado amplio de los conceptos «orden», «cambio» y «movimiento» sociales también informa la aproximación de dicha tradición clásica a estos últimos. Pero a diferencia de lo que sucede con las concepciones modernas de los movimientos, la relación con los procesos de cambio social no presupone que las reivindicaciones de los movimientos tengan una orientación determinada por el sentido de la historia o la concepción prevaleciente de lo que es progreso en las sociedades modernas. Los movimientos sociales son «colectividades que actúan con cierta continuidad para promover o resistir un cambio en la sociedad o en el 10
La relación entre movimientos sociales y cambio social sigue siendo una constante en la literatura sobre los primeros, como ha señalado Jesús Casquette (1998).
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grupo del que forman parte» (Turner y Killian, 1987: 222). Esta concepción relativista de los movimientos sociales suscita cuestiones importantes sobre sus implicaciones sociales y el contenido ético y político de sus demandas, los cuales están relacionados con la reflexividad de los movimientos sociales (Gusfíeld, 1994). A menudo sucede con otros conceptos sociológicos definidos con un criterio amplio que su operatividad y su potencia analítica suelen estar en relación inversa a esa amplitud generadora de imprecisión (McAdam, 1996). Como han reconocido los que trabajan desde los supuestos interaccionistas clásicos, ése es uno de los problemas que plantea esta concepción relativista de los movimientos, que interfiere con su contribución para acotar el significado del término. La relación existente entre movimientos y cambio social es una de las razones por las que el primer concepto se aplica con poca precisión a una variedad de intentos colectivos de producir cambios en las instituciones sociales, desde el proyecto revolucionario de crear un nuevo orden social hasta toda clase de transformaciones en el sistema de normas, significados y relaciones sociales que configuran el existente (Heberle, 1975; Gusfíeld, 1970, 1979, 1981). El primer objetivo informaba el significado de este concepto cuando empezó a usarse en el siglo XIX para aludir al movimiento de la clase trabajadora, lo cual explica el exceso de énfasis en el contenido político de los movimientos sociales que ha caracterizado a la literatura especializada en este tema. Sin embargo, una de las aportaciones de esta concepción libre de valoraciones sobre el sentido (de progreso o reacción) de los movimientos proviene de su distanciamiento de la imagen historicista y modernista de éstos. Ello ha contribuido a relativizar los supuestos que la informan acerca de una presunta dirección de los procesos sociales y a abrir la posibilidad de controlar el sesgo hacia una interpretación de los movimientos exclusivamente centrada en sus aspectos políticos. Heberle (1975) anticipó el argumento sobre el carácter históricamente construido del concepto de movimiento social al señalar los cambios inducidos en él por los que estaban teniendo lugar en las formas de acción colectiva mucho antes de la emer-
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gencia de los movimientos sociales contemporáneos. La tendencia a identificarlos con movimientos obreros pierde fuerza a partir de los años veinte, como consecuencia de la formación de movimientos sociales en sectores ajenos al proletariado industrial, de campesinos y nacionalistas; y la proliferación de nuevos movimientos sociales desde los años sesenta cuestiona definitivamente esa identidad tradicional. Esa tendencia no se fundaba tanto en la inexistencia de otros movimientos en la historia moderna como en la visibilidad y protagonismo del movimiento obrero en Europa desde la revolución industrial, en tanto que principal actor colectivo de la modernización social, que eclipsaba a todos los demás y se convirtió en el modelo a partir del cual los sociólogos desarrollaron su teoría sobre la acción colectiva. Para el enfoque clásico del comportamiento colectivo, los movimientos sociales son procesos de acción colectiva sujetos a cambios en sus marcos de acción como consecuencia de los que se producen en los procesos de definición colectiva de los problemas que los motivan (Turner, 1981; Blumer, 1936 ). Ese supuesto informa la concepción libre de valoraciones de los movimientos, al igual que la idea según la cual son objetos de estudio en sí mismos que no pueden ser explicados por las características estructurales del contexto social. Se trata de una idea central para las perspectivas,, constructivistas contemporáneas que exige del analista especial cuidado para no dejarse llevar por sus prenociones y simpatías sobre las metas y formas de acción del movimiento. Por eso es más adecuado afirmar que existe una relación entre movimientos sociales y procesos de cambio social que dar por hecho que los primeros son aquellas formas de acción colectiva destinadas a producir determinada clase de cambios en la sociedad.
Movimientos sociales, asociaciones y grupos de interés Otra distinción clásica que sigue siendo útil para delimitar el campo de estudio de los movimientos sociales se estableció entre estas tres formas de agrupación, pero desde los años setenta fue
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difuminada por la influencia del enfoque de la movilización de recursos y su tendencia a equipararlas (Ferree, 1994). Para la teoría del comportamiento colectivo, las asociaciones profesionales, los sindicatos de trabajadores y las asociaciones patronales no constituyen movimientos sociales per se si no mantienen una relación con los procesos de transformación social. La tendencia a identificar los movimientos sociales con las organizaciones que los promueven choca con la existencia de movimientos que no tienen estructuras organizativas formalizadas ni asociaciones que los impulsen, como el movimiento contracultural en los años sesenta o el de la Nueva Era en nuestros días (Gusfield, 1994). En esos casos no es posible identificar una estructura formal del movimiento, que está integrado por una variedad de redes interpersonales sin visibilidad pública11. Si analizamos las reivindicaciones de los sindicatos de trabajadores en países como el nuestro, la cuestión que se plantea es hasta qué punto es aplicable un supuesto bastante difundido sobre la ideología corporativa de estas organizaciones que se manifiesta en una estrategia de exclusividad en la defensa de los intereses de sus afiliados y las convierte en grupos de interés. En España, ese supuesto podría aplicarse a las huelgas generales que en los últimos años han organizado los grandes sindicatos contra políticas similares a las que se han aplicado en otros países para controlar el aumento del desempleo, como la flexibilización del mercado de trabajo y la introducción de la contratación temporal en las empresas. En un comentado estudio sobre la situación sociopolítica de este país y sus posibilidades de incorporación a la moneda única europea, un influyente semanario explicaba que nuestra tasa de paro es la más alta de toda la Unión Europea debido a la estructura del mercado laboral español, considerada como «una de los más rígidas del mundo» 12 . Al margen de que lo pri11
Como se ha indicado, este mismo aspecto ha sido destacado por Melucci (1989, 1994) y es otro punto de convergencia entre ambas perspectivas. 12 The Economist, 14-12-1996. Sin embargo, algunos trabajos cuestionan la fiabilidad de esas estadísticas oficiales y afirman que el desempleo es muy inferior (Del Campo y Navarro, 1987; Gaviria, 1996).
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mero sea cierto, lo anterior plantea interrogantes sobre la consistencia teórica de la expresión movimiento sindical, que suelen emplear los dirigentes de estas organizaciones. ¿Se trata de un eufemismo procedente de un pasado en que había una estrecha vinculación entre asociaciones sindicales y movimientos sociales? ¿Es un término que se emplea con fines de persuasión política (presentar vinculadas a un movimiento social acciones propias de los grupos de interés), debido a la connotación positiva que posee el primer término en las sociedades modernas? Una respuesta afirmativa a estas preguntas puede contrastar con la concepción relativista de los movimientos sociales, que incluye a los grupos que actúan con cierta continuidad para resistir frente a cambios sociales (Turner y Killian, 1987). En este punto vuelve a surgir el problema de la amplitud de conceptos muy empleados en el análisis de los movimientos sociales, como «estructura de oportunidad», «reivindicaciones» o «recursos»: cuanto más amplios son, menos rigor tienen, pueden interpretarse de distinta forma y aplicarse a una variedad de fenómenos empíricos (McAdam, 1996: 24). Por una parte, la imagen relativista de los movimientos contribuye a descargar el exceso de contenido político del concepto y resulta más adecuada a la naturaleza de los movimientos que surgen en las sociedades complejas. Para precisar y acotar el contenido de este concepto, adquiere especial interés la propuesta de Melucci (1996a) de desconstruirlo en sus distintos elementos. Sin embargo, esa tarea exige abandonar el supuesto que informaba su aproximación anterior, según el cual los movimientos se caracterizan por generar conflictos antagonistas respecto a la lógica de significados que prevalece en el orden social. Ello excluye que las acciones sindicales se puedan conceptuar como propias de un movimiento social. Las dificultades que plantea el énfasis en el carácter antagonista de los movimientos refuerzan mi propuesta de reconstruir el concepto con una síntesis de supuestos clásicos y contemporáneos. Los primeros subrayaron el carácter relativista de estas formas de acción colectiva y brindaron una distinción
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entre ideologías y utopías que puede ser bastante útil para diferenciar los movimientos en función de sus marcos de acción colectiva.
Sistemas de acción simbólica Si seguimos la aproximación de Melucci a los movimientos como mensajes simbólicos j sistemas de acción que muestran formas alternativas de abordar los problemas sociales y organizarse para actuar sobre ellos (1989, 1994) se derivan una serie de supuestos respecto a su continuidad en el tiempo y a la distinción que aquí nos ocupa entre movimientos y asociaciones. Los dos supuestos citados indican las razones por las cuales las estructuras organizativas de los primeros no se pueden reducir a sus dimensiones formales, visibles y observables. Los movimientos son sistemas de acción porque sus estructuras se construyen a través de la interacción, la negociación y el conflicto en torno a definiciones colectivas de sus objetivos y de las oportunidades y límites para esa acción. Así se construye su identidad colectiva, que es «una definición compartida e interactiva, producida por varios individuos (o por grupos a un nivel más complejo), que está relacionada con las orientaciones de la acción y con el campo de oportunidades y constricciones en la que ésta tiene lugar» (Melucci, 1995: 44). Al enraizar ese concepto clave para explicar la unidad de los movimientos y la participación en ellos en los procesos de definición de las situaciones que motivan sus reivindicaciones, el sociólogo italiano se aproxima a la concepción interaccionista clásica. El énfasis en esos procesos fue una de las principales aportaciones de Herbert Blumer (1936) en un influyente trabajo. La aproximación de Melucci recoge supuestos de distintos enfoques teóricos sobre la relación entre actores y sistemas (Touraine, Crozier, Coleman), pero su contribución consiste en ampliar esa relación a aspectos psicosociales que hacen referencia a la identidad individual, los problemas que encuentran las personas para mantener una imagen coherente de sí mismas y el papel que en ello desenl-
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peñan los movimientos sociales. La referencia al carácter sistémico de los movimientos subraya la importancia tanto de las constricciones externas procedentes del medio en que surgen como de los procesos a través de los cuales se definen éstas y los problemas sociales que motivan su formación. Melucci coincide con Snow y sus colaboradores (1986, 1988) al señalar que las posibilidades para la acción no son objeto de una percepción unívoca, sino fruto de una construcción social, ya que son percibidas y definidas a través de la interacción, la negociación y el conflicto en las organizaciones y redes de los movimientos sociales. Los movimientos sociales son fruto de unos procesos cognitivos y simbólicos en los que se construye el sentido de la participación en ellos. Ello nos conduce a otro aspecto de esta propuesta: conceptuar los movimientos como sistemas de acción implica dejar de tratarlos como simples fenómenos empíricos (Melucci, 1985: 793). Pero eso no supone dejar de lado su investigación empírica. Si el estudio de los nuevos movimientos sociales muestra la dificultad de identificarlos con una o varias organizaciones, adquieren especial importancia el análisis de las formas en que se articulan estos grupos y el papel de unas redes informales que no tienen visibilidad para el público. Al igual que ha sucedido con los aspectos ideológicos de los movimientos, éste también ha sido subestimado en la literatura especializada por considerarlo como mero rasgo empírico, descriptivo y anecdótico, frente a la importancia que se atribuía a las características del contexto en que surgen los movimientos en su explicación. Otra razón para ello radica en la tendencia a identificar los aspectos organizativos de los movimientos con estructuras formales de acción colectiva. Y todo ello implica dejar de lado una dimensión de estos movimientos que es básica para entender su naturaleza y precisar el contenido de este concepto, ya que la forma en que se articula un movimiento es un elemento central que «no se plantea en un nivel empírico sino analítico» (Melucci, 1985: 793; Fernández Sobrado, 1996). Pero ese tipo de análisis ha sido obstaculizado por la efervescencia de los movimientos y su carácter de noticia, lo cual despla100
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za la atención hacia la descripción de sus aspectos observables. En esa clase de observación superficial se funda la concepción prevaleciente de los mismos, la cual da por supuesta su unidad como consecuencia de la homogeneidad de creencias de sus seguidores. Una tendencia arraigada en los estudios de los movimientos sociales consiste en considerar su unidad como un aspecto empírico e intrínseco a su existencia, lo cual conduce a dejar de lado el análisis de las razones de dicha unidad. Sin embargo, la unidad de un movimiento no es el punto de partida sino el resultado de la acción colectiva, y «no puede explicarse sin tener en cuenta cómo se movilizan los recursos internos y externos, cómo se producen y mantienen sus estructuras organizativas, cómo se desarrollan las funciones de liderazgo» (Melucci, 1995). Lo que empíricamente suele denominarse movimiento social es «un sistema de acción que conecta una pluralidad de ideas y orientaciones» (Melucci, 1985: 793) 13 . Mi argumento es que la naturaleza reflexiva de los movimientos sociales es básica para entender su relación con los procesos de cambio social. Este aspecto está relacionado con la capacidad de los movimientos para incidir en la opinión pública y producir públicos, de los que también debemos diferenciarlos. El poder de definición de los movimientos (Statham, 1996) depende tanto de la existencia de grupos en interacción, en los que se intercambian ideas y se definen las metas del movimiento, como de su voluntad de incidir en el sistema de normas y relaciones que conforman el orden social. Ese poder no está en función de la estructura de oportunidades políticas o de la influencia que pueden ejercer los movimientos, al margen de que ello afecte a sus posibilidades de conseguir que sus mensajes sintonicen con amplios sectores de opinión. La clase de poder a la que me refiero está basada en la palabra y se manifiesta en la capacidad de sus dirigentes para actuar como líderes epistemológicos. Esa forma de poder se manifiesta ante 13 Esta aproximación a los movimientos sociales como sistemas de acción se emplea en el análisis del nacionalismo vasco en el capítulo 8.
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todo como capacidad de articular y difundir un discurso capaz de influir en las definiciones compartidas por los seguidores de los movimientos sobre cuestiones controvertidas en la sociedad. Esa capacidad suele depender de la que tiene el líder para articular un discurso que sintonice con las orientaciones cognitivas de sus potenciales seguidores y también con determinadas condiciones socioculturales del contexto social. La identificación de esas condiciones de resonancia cultural del discurso se convierte en una cuestión central para explicar por qué las personas participan en un movimiento social, cuestión que se trata en el último apartado de este capítulo y a lo largo del libro 14 . El éxito de un líder en esa tarea de persuasión no depende simplemente de su elocuencia y capacidad de palabra, sino de su capacidad para adaptarse a esas condiciones y para desarrollar formas alternativas de conocimiento y definiciones de las situaciones que cuestionen el estado de cosas existente y su sentido normativo (Laraña, 1988b). De ello depende la autoridad de los líderes de los movimientos y su capacidad para suscitar la acción de aquellos que se identifican con su discurso y para extenderla a personas que no han participado en otras movilizaciones. Este aspecto aporta otro criterio para distinguir a los movimientos de otros grupos que no lo son. Un ejemplo lo constituyen los grupos conocidos como okupas, que han adquirido bastante visibilidad pública en España durante los años noventa. Si las acciones que protagonizan sólo responden al intento de evitar el pago de una vivienda, esos grupos no forman parte de un movimiento social, ya que no existe ninguna relación con procesos de cambio social. Sin embargo, algunos de ellos han organizado formas comunitarias de vida que no se rigen por las normas reguladoras de las relaciones sociales en la sociedades occidentales y constituyen un ejemplo de los laboratorios sociales, en los que se experimentan nuevos códigos de significados y de interacción a los me he referido antes. Esa orientación está relacionada con procesos de cambio 14
En el capítulo 5 se amplía el análisis de dichas condiciones.
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social, pero no hay evidencia sobre esfuerzos de estos grupos para difundir sus propuestas en la sociedad e influir en procesos de transformación del orden social. Ello hace difícil que puedan conceptuarse como parte de un movimiento social. Sin embargo, este ejemplo muestra la flexibilidad de las fronteras que suele haber entre las fases de visibilidad y latencia de un movimiento 13 . Los colectivos okupas pueden ser el embrión de un movimiento si actúan como laboratorios en los que se construyen los marcos de acción y la identidad colectiva del que aquí nos ocupa. Su potencial de movilización se manifiesta cuando se presenta una situación de conflicto y los grupos de okupas se unen para defender a los que habitan en uno de esos edificios, como ha sucedido en España en los últimos años16. Los periodos de visibilidad de un movimiento social brindan oportunidades que antes no existían para difundir el marco de acción colectiva, y por ello tienen una relación directa con los procesos de cambio social. Ello ilustra la importancia de la capacidad de un movimiento para plantear conflictos visibles, lo cual constituye uno de los elementos centrales en las concepciones clásica y contemporánea a las que me vengo refiriendo (Gusfield, 1970; Melucci, 1989, 1996a). En el caso de las movilizaciones de okupas y de los enfrentamientos con la policía que se produjeron en Madrid y Barcelona en 1996 y 1997, algunos de sus protagonistas fueron entrevistados en los medios de comunicación e hicieron público un
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En las primeras se construyen las definiciones colectivas de las cuestiones que motivan la participación en él, las oportunidades y límites de la acción, y la definición de la naturaleza del grupo que las protagoniza. En las fases de latencia se construye la identidad colectiva del movimiento, de la cual depende su capacidad para movilizarse abiertamente y producir conflictos visibles (Melucci, 1989; véase capítulo 4). 16 Algunos de estos grupos han protagonizado enfrentamientos con la policía en defensa de la ocupación de un edificio del que iban a ser expulsados, en los que fueron apoyados por jóvenes que vivían en casas ocupadas o simpatizaban con el movimiento. Un caso reciente tuvo lugar en Barcelona en junio de 1997, cuado una docena de okupas fueron desalojados por la fuerza de la llamada «Casa de los Gatos». En el enfrentamiento entre unos 300 okupas y 70 policías se produjeron siete heridos leves y cuatro detenidos (El País, 6-6-1997).
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marco de acción colectiva que tiene interés por sus raíces históricas. A pesar de que no lo explicitaban en estos términos, sus ideas se inscriben en la tradición del movimiento libertario que tanta influencia tuvo en España durante el primer tercio del siglo. Otro aspecto de interés es el propio término con el que son designados los miembros de estos grupos, que se ha convertido en una identidad pública que puede tener su origen en otra de carácter colectivo promovida por los propios grupos. La k es la letra que sustituye a la c en euskera, y su uso puede indicar una voluntad de plantear conflictos similares, por su radicalidad y violencia, a los del movimiento ultranacionalista vasco. Ello ilustra el argumento citado sobre las fases de latencia de los movimientos, en las que se construyen sus identidades (Melucci, 1989, 1995). Al igual que sucede con la mayoría de los criterios clásicos para acotar el significado del concepto de movimiento social, estos casos ponen de manifiesto la dificultad de establecer límites precisos para diferenciar los movimientos de otros fenómenos colectivos. Por una parte, esas precisiones son necesarias para delimitar el significado de un concepto que se ha empleado de forma arbitraria debido a la ausencia de criterios en este sentido. Por otra parte, al igual que sucede con la mayoría de los conceptos sociológicos, el de movimiento social es un concepto típicoideal que necesitamos para analizar la realidad, pero que no debemos aplicar como si fuera una estructura analítica estática de carácter ontológico. En lugar de contribuir a la interpretación de los hechos, ese uso del concepto la obstruye, y para evitarlo es necesario aproximarnos a los movimientos como procesos en continuo cambio. Esa clase de aproximación requiere investigar los principales elementos que intervienen en la existencia de un movimiento y desagregarlos para analizarlos en detalle. La tarea de descontrucción y reconstrucción del concepto requiere el empleo de una metodología adecuada que permita abordar los movimientos como procesos en formación, ya que están sujetos a continuos cambios en las definiciones colectivas que motivan la participa104
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ción en ellos17. De esa aproximación también depende la utilidad del concepto de nuevo movimiento social. Los procesos de transformación de las sociedades complejas están relacionados con los que se producen en el significado de los conceptos con que los interpretan los científicos sociales. Ello explica la flexibilidad de esas fronteras conceptuales. En el campo de los movimientos sociales, ese rasgo es especialmente importante, ya que éstos no son estructuras organizativas caracterizadas por la continuidad temporal sino procesos en formación. La dificultad que ello implica puede estar relacionada con la ausencia de un marco de interpretación comprensivo para el estudio de los movimientos sociales y con la tendencia a eludir el debate sobre este concepto que destaca Diani (1992).
Movimientos sociales, tendencias y públicos Partiendo de esa concepción de los movimientos como esfuerzos colectivos vinculados a procesos de cambio social, la teoría del comportamiento colectivo ha destacado la necesidad de distinguir entre movimientos y tendencias sociales (Gusfield, 1970; Turner y Killian, 1987). Entre las segundas encontramos una variedad de fenómenos colectivos que no constituyen movimientos sociales, como la tendencia a contraer matrimonio en edades más tempranas que suele presentarse en las sociedades modernas asociada al logro de un nivel de bienestar material, el descenso en la natalidad como consecuencia del desarrollo de los métodos de control y los procesos de modernización social, la tendencia a la creciente autonomía de los jóvenes y a una mayor libertad sexual y de horarios o la creciente difusión de una dieta progresivamente baja en calorías que se registra en los países más avanzados. Ninguna de estas tendencias está relacionada con cambios en el 17
En el capítulo cuarto se desarrolla esta idea, que lleva implícita otra sobre la necesidad de documentar empíricamente la validez de los conceptos que aplicamos a la investigación de los movimientos.
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sistema de normas y relaciones sociales que podemos identificar como social. La tendencia es un diagnóstico teórico que hacen los sociólogos para interpretar la evolución de ciertos aspectos de la estructura o la vida social, generalmente basado en el análisis de series estadísticas en las que se miden éstos18. Los historiadores han empleado el concepto de forma mucho más amplia y menos fundada empíricamente, como equivalente a corrientes o drifts (fuerzas de gran empuje, como el movimiento del agua que produce un torbellino) que explican grandes acontecimientos históricos, su dirección de progreso o el sentido general de la historia (Bell, 1976; Wilkinson, 1971). Como se indicó antes, esta última acepción es la que presenta mayor ambigüedad y la que más ha influido en la concepción moderna de los movimientos sociales; con frecuencia, éstos se han convertido en sinónimos de esas tendencias en tanto que instrumentos de modernización social (Wilkinson, 1971)19. Los movimientos deben diferenciarse de las tendencias sociales porque las segundas carecen de su dimensión grupal y organi18 En sociología, una de las acepciones más empleadas del concepto «tendencia» alude a «la dirección que toma una serie estadística a medio plazo una vez que se neutralizan las variaciones a corto» (Del Campo, 1994: 25) y a «una serie de valores cuantitativos que muestran la incidencia de algunos aspectos del comportamiento social en una población o territorio» en un periodo de tiempo determinado (Caplow, en Del Campo, 1995: 25). Esa acepción difiere en parte del uso de este término en este libro, el cual se aplica al ámbito de las ideas y hace referencia a ciertas formas de abordar el análisis de la acción colectiva en la literatura especializada y también en la cultura popular. Por ejemplo, la tendencia a dar por sentada la unidad de los movimientos sociales, a explicar esa unidad como consecuencia de un consenso previo y a contraponer comportamiento colectivo (divergente) y organizado (social). El hecho de que esas tendencias cognitivas sean compartidas por un sector considerable de personas matiza el contraste entre ambas acepciones del concepto. 19 Los datos procedentes de una investigación de las movilizaciones ambientalistas en la que trabajo actualmente indican que esta acepción del término se extiende a los actores de los movimientos sociales, en especial a sus líderes, como muestra el análisis que se incluye más adelante (Larafia, 1988b). Ello refuerza la imagen que tienen de sí mismos como protagonistas activos de cambios que desde una perspectiva ecologista se entienden por progreso, aunque ello implique renunciar a algunos materiales de la sociedad industrial.
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zativa y de los elementos cognitivos e intencionales en los que radica su orientación hacia el cambio social. Las tendencias a favor de contraer matrimonio en edades más tempranas que se registran en España durante los años sesenta, hacia el declive en las tasas de fertilidad desde mediados de los setenta o hacia una dieta baja en colesterol en California durante los años ochenta no constituyen movimientos sociales porque no presentan los elementos citados. Para Gusfield, la diferencia entre movimientos y tendencias no radica en las funciones sociales que desempeñan unos y otras, sino en la existencia de uno o varios grupos sociales y de unos elementos cognitivos (ideational) e intencionales que comparten los seguidores de un movimiento y motivan la participación en ellos. Esos elementos están ausentes en las tendencias sociales, que suelen producirse «sin orientación y de una forma inarticulada» (Gusfield, 1970: 5). Sin embargo, esos aspectos se consideran consustanciales a la naturaleza de grupo de los movimientos sociales desde la acepción de este término que sigue esa teoría clásica (como un conjunto de individuos que comparten ideas y orientaciones de valor), lo cual no significa que la formación de esos grupos se explique por el hecho de que sus miembros compartan las mismas posiciones estructurales. También es preciso distinguir entre movimientos sociales y públicos, que son conjuntos de personas que comparten una posición común sobre una cuestión en controversia pública, como el aborto, la abolición de la pena de muerte en países donde todavía existe o su aplicación a terroristas que han cometido delitos de sangre en otros. Los defensores y detractores de esas posiciones suelen salir en los medios de comunicación, participar en debates y difundir ideas que contribuyen a formar públicos. El argumento clásico es que la acción de éstos no necesariamente comporta una propuesta de cambio social y no pueden conceptualizarse como movimientos sociales (Gusfield, 1970). Sin embargo, la existencia de públicos es terreno abonado para la formación de movimientos si sus promotores consiguen difundir marcos de significados que sintonizan con los de los públicos y logran movilizarlos en su defensa. El hecho de compartir 107
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una opinión sobre una cuestión controvertida facilita la movilización del consenso (Klandermans, 1994) sobre el marco de diagnóstico que promueven ciertos grupos respecto a dicha cuestión. Pero ese consenso no es suficiente para que surja la acción colectiva. La cuestión radica en la capacidad de los grupos que la promueven de dar el siguiente paso y producir un marco de motivación que convierta a esos públicos en seguidores del movimiento, de formular la llamada a la acción que confiere sentido a su participación en él (Snow y Benford, 1988, 1992). La posibilidad de que un público se convierta en un movimiento social como los que proliferan en las sociedades occidentales es consustancial a la naturaleza de ambos procesos cambiantes, cuyos límites son hoy mucho más flexibles que en los movimientos clásicos. Ello está relacionado con otra dimensión básica de ambos fenómenos colectivos: el papel de las redes de relaciones interpersonales en su formación. Esas redes son las plataformas de interacción en las que se difunden los marcos de acción colectiva, son sus bases difusas estructurales. Al igual que sucede con los grupos de interés, las personas que integran públicos pueden ponerse en contacto entre sí para plantear algún tipo de iniciativa relacionada con la idea que defienden, como recoger firmas para suprimir las penas por practicar abortos o para abolir la pena de muerte. Esto se puso de manifiesto en el Movimiento por la Libertad de Expresión, el primero de los movimientos estudiantiles que surgieron en Estados Unidos durante los años sesenta, e impulsó su difusión (Drapear, 1965; Laraña, 1975). Los grupos contra la pena de muerte que existían en la bahía de San Francisco fueron el embrión (los llamados «grupos fermento») de ese movimiento. Antes de que surgiese el Free Speech Movement en el otoño de 1964, esos grupos abolicionistas habían protagonizado manifestaciones y encierros contra la ejecución de Caryl Chessman, un conocido convicto que había impulsado la controversia mediante escritos a organizaciones y medios de comunicación en los que impugnaba el derecho de un Estado a privar de la vida a una persona. En las acciones de los grupos abolicionistas se establecieron las 108
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redes de relaciones que luego tendrían un papel importante en la organización de la protesta en el campus de Berkeley. En el mismo sentido, McAdam (1988) ha mostrado el papel crucial de las redes de relaciones que establecieron algunos estudiantes blancos en el estado de Mississippi durante el verano de 1964, en un programa destinado a promover el ejercicio del derecho al voto de los negros.
Movimientos sociales y comportamiento colectivo Por último, la citada perspectiva clásica exige diferenciar los movimientos sociales de otras manifestaciones de comportamiento colectivo que tradicionalmente han desempeñado un importante papel en el desarrollo de la investigación en este campo: aquellos hechos que son fruto de los fenómenos de contagio y «reacciones circulares», de los que se ha tratado en el primer capítulo. Esos comportamientos se caracterizan por el bloqueo de ciertas funciones cognitivas y suelen producirse en situaciones de riesgo para la seguridad de los individuos o de alarma social, como cuando cunde el pánico por un incendio o una catástrofe. A veces también surgen sin que concurra ninguna de estas causas, sino a consecuencia de que cunde la voz de alarma en un espacio donde hay muchas personas (Smelser, 1962), como ha sucedido en recientes tragedias que han tenido lugar en campos de fútbol. Para Gusfield (1970), estos fenómenos de «comportamiento esporádico y desorganizado» se diferencian con claridad de los movimientos sociales, ya que no tienen relación con procesos de cambio social, y las personas que participan en ellos carecen de conciencia de pertenecer a un grupo y se mueven como autómatas impulsados por la masa. Una matización de este criterio la proporcionan algunos acontecimientos que han producido graves daños a las personas y son considerados como catástrofes colectivas. En esos casos puede surgir la conciencia de pertenecer al colectivo de personas afectadas, lo cual con frecuencia está vinculado a la difusión de 109
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un marco de injusticia entre ellos. Como se ha indicado en el primer capítulo, éste es otro concepto clave en el estudio de los movimientos sociales que ilustra la convergencia entre las teorías clásicas y contemporáneas, y fue propuesto hace tiempo por Ralph Turner (1969) para designar el proceso de redefinición de las situaciones que suele producirse cuando surge un movimiento social importante. Ello requiere un cambio en la forma en que las personas perciben una condición problemática o un aspecto de sus vidas, que de ser considerado como una desgracia pasa a ser visto como una injusticia. Snow y otros (1986) han destacado este argumento como una de las pocas excepciones a la falta de atención por parte de los que estudian los movimientos a los procesos de micromovilización, en los que se produce un alineamiento de los marcos cognitivos (frame alignement) que siguen los individuos y las organizaciones de los movimientos sociales. Ese problema de la literatura especializada parece relacionado con la imagen moderna de los movimientos, que ha dirigido la atención de sus analistas hacia las condiciones del contexto en que surgen, en un intento de explicarlos dejando al margen los «procesos de interacción y comunicación que afectan a los alineamientos de marcos» (Snow y otros, 1986: 464). De esto último se ocupa el concepto de micromovilización, que, junto con los otros dos citados (alineamiento de marcos y marcos de injusticia), se encuentran entre los más útiles para explicar la formación de los movimientos. Los marcos de injusticia desempeñan un papel clave para movilizar a los potenciales seguidores de un movimiento en defensa de lo que consideran un derecho, como se expone al tratar las movilizaciones estudiantiles que surgieron en España contra la política educativa del gobierno (capítulo 4). La fuerza que adquieren las definiciones colectivas de lo que es justo promovidas por asociaciones de afectados se manifiesta en los casos de catástrofes colectivas. Esas asociaciones actúan en función de unas definiciones sobre las causas de su situación que promueven entre los afectados, y pueden producir movilizaciones persistentes cuando consiguen difundir marcos de injusticia sobre esas causas, 110
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identificar responsables y suscitar acciones destinadas a resolver el problema20. Ese desarrollo ilustra de nuevo la flexibilidad de los límites que es preciso establecer entre los movimientos y las asociaciones de afectados por una catástrofe, y entre los primeros y los grupos de interés que suelen constituir las segundas. Hechos que inicialmente sólo produjeron fenómenos de comportamiento colectivo pueden dar paso a grupos más organizados cuyas propuestas están relacionadas con procesos de cambio social21. Ese desarrollo (de las asociaciones al movimiento) en algunos casos se produce cuando los marcos de acción colectiva que promueven las asociaciones plantean la necesidad de que el Estado intervenga de forma activa en aquellas situaciones en las que la aplicación del principio de libertad de empresa se convierte en una amenaza para la vida de los ciudadanos. Se trata de una cuestión central en los conflictos medio-ambientales, los cuales pueden incidir con fuerza en la toma de decisiones políticas. En las sociedades complejas, esa cuestión replantea algunos supuestos establecidos en relación con la libertad de mercado y la intervención del Estado en la vida económica (Laraña, 1988b). Pero al igual que sucede con las otras que hemos tratado, la distinción clásica sigue siendo útil como punto de partida para precisar el significado del concepto de movimiento social. Por lo general, estas asociaciones suelen limitarse a actuar como grupos de interés y, como sucede con las modas, los públicos y las tendencias sociales, no hay relación entre sus reivindicaciones y es20
Con independencia de que su diagnóstico fuese correcto, un ejemplo de esto es el caso de los afectados por el aceite tóxico que se comercializaba para usos domésticos durante los años ochenta en España. Ese caso presentó las características de alarma social y amenaza a la vida de un amplio grupo que permiten conceptualizarlo como una catástrofe colectiva. Las asociaciones de afectados no se limitaron a promover una definición de las causas en la cual la negligencia del Estado para evitar la comercialización del aceite le convertía en responsable de ello. 21 En casos similares al de la intoxicación masiva por aceite de colza, esa posibilidad es potenciada por la creciente conciencia pública de los riesgos colectivos generados por la modernización de las sociedades occidentales, lo cual ilustra la relación que puede haber entre la proliferación de esos riesgos y la formación de movimientos sociales (Beck, 1992; Laraña, 1988b).
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fuerzos compartidos para producir cambios en la sociedad o resistirse a ellos. Por tanto, ninguno de estos fenómenos colectivos es un movimiento social. En este sentido, Melucci (1996a) ha destacado la necesidad de diferenciar entre uno de los elementos constitutivos de los movimientos sociales —la solidaridad— y un simple agregado de individuos, que puede ser la base de otros fenómenos colectivos porque comparten algún rasgo en común o por razones de contigüidad espacial. Solidaridad es «la capacidad de los actores de un movimiento de reconocer a otros y ser reconocido como alguien que pertenece a su mismo sector social»; en contraste, las orientaciones de la acción basadas en la pertenencia a un agregado de individuos no implican que haya solidaridad entre ellos, y pueden descomponerse en un plano individual sin perder sus rasgos morfológicos. Esas orientaciones suelen surgir en respuesta a una crisis en el sistema social y encajan con el tipo de fenómenos que fueron extensamente estudiados por las tradiciones del comportamiento colectivo22.
La unidad de los movimientos sociales Para la teoría del comportamiento colectivo, los movimientos sociales se caracterizan por su continuidad en el tiempo y porque presentan una mayor integración de sus seguidores que la mayoría de los grupos sociales. Ambas cosas diferencian a los movimientos de otros fenómenos colectivos, como migraciones o movilizaciones, que no pueden conceptuarse como movimientos por dos razones (Turner y Killian, 1987). En primer lugar, la continuidad de los movimientos es fruto de su conexión con los procesos de cambio social, y ello los distingue de 22
Pero todo intento de aplicar estas tipologías de forma mecánica contrasta con la complejidad y diversidad de los hechos a los que se aplican. Melucci pone el ejemplo de las modas, que «nunca son un simple agregado de fenómenos ya que también son fruto de cambios en los modelos de producción, en el mercado de trabajo, e indican el surgimiento de nuevas necesidades» (1996a: 23).
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aquellas acciones que tienen carácter ocasional y esporádico, como sucede en numerosas huelgas, manifestaciones y disturbios. Esos fenómenos colectivos se suelen estudiar como movimientos sociales, a pesar de que su falta de continuidad impide que exista la relación con un proyecto de cambio social en el sentido amplio antes citado. En las migraciones masivas están ausentes los elementos simbólicos y cognitivos que confieren a los actores de un movimiento cierta homogeneidad en sus valores y creencias. Esos elementos se consideran fruto de su estructura grupal, definida como «una unidad interrelacionada y coactiva», en lugar de «un simple agregado de individuos que actúan de forma separada y paralelamente» (Turner y Killian, 1987: 223; Friedman y McAdam, 1992). «Este componente unificador se manifiesta en las conductas, no sólo en su orientación hacia ios objetivos de la movilización, sino también en la capacidad de coerción que tiene el movimiento sobre los comportamientos individuales de sus seguidores» (op. cit., 223). Por consiguiente, los movimientos sociales presentan las dos características específicas de los hechos sociales, externalidad y coerción, en el sentido en que Durkheim (1978) los definió; ello constituye una de las razones que explican su actual importancia para la sociología y el desarrollo que ha experimentado este campo en las últimas décadas. La cohesión interna de los movimientos sociales se manifiesta en que sus miembros comparten ideas comunes y tienen una conciencia colectiva, en sentimientos de pertenencia a un grupo y de solidaridad con sus miembros (Turner y Killian, 1897; Heberle, 1975). Esos elementos no se dan en otros hechos colectivos que pueden tener cierta continuidad, como las migraciones masivas y las fiebres del oro. Tampoco puede darse por hecho que la participación de una persona en una huelga o una manifestación implique compartir una conciencia colectiva con los que también lo hacen. En todos esos casos hay un componente de contagio social y una sensación de colectividad que con frecuencia está presente en otras formas de acción colectiva, «pero en el análisis final el comportamiento sigue teniendo carácter individual» (Turner y 113
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Killian, 1987: 224) 23 . En congruencia con su definición del movimiento social, los autores clásicos establecen como criterio de distinción la naturaleza grupal o individual de los objetivos y planes de acción que motivan esas conductas. En otros fenómenos colectivos «puede haber considerable actividad en defensa de un interés común, como sucede en una acción conjunta para proteger a los inmigrantes de nativos hostiles o para promover medidas políticas que les sean favorables, pero los principales objetivos y planes de acción siguen siendo individuales y por tanto carecen de una orientación hacia el cambio social» (Turner y Killian, 1987: 224).
La quiebra de las visiones idílicas de los movimientos Mi argumento es que los cambios que se han producido en los movimientos sociales exigen revisar esta concepción clásica, porque no se ajusta a la complejidad de las nuevas formas de acción colectiva y porque su aplicación sin más puede simplificar los procesos cognitivos y simbólicos que subyacen en su formación. Como intento mostrar en el capítulo 4, el supuesto clásico según el cual la orientación los movimientos hacia el cambio social es conscientemente compartida por sus seguidores a veces dificulta nuestro conocimiento de esos procesos. La escasa atención que les han prestado los analistas de los movimientos sociales es prueba de ello (Snow y otros, 1986). Los supuestos clásicos sobre la unidad de los movimientos deben matizarse a la luz de algunas características ideológicas frecuentes en sus formas contemporáneas. En particular, el pluralismo de ideas y significados que sus seguidores atribuyen al movimiento y a los problemas que lo motivan los distancia de la uniformidad ideológica que solían tener los movimientos clásicos y hace más complejos esos procesos simbólicos (Johnston, Laraña 23 Este criterio es el mismo que hemos visto al tratar la diferencia entre movimientos y agregados estadísticos (Melucci, 1996a).
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y Gusfield, 1994; véase capítulo 4). De ahí la importancia que adquieren los procesos de persuasión y movilización del consenso (Klandermans, 1994) para los enfoques de la construcción social, que subrayan la complejidad de estos procesos y se distancian de visiones simplificadas de las formas en que se consigue la unidad de un movimiento. Como se indicó antes, un problema central de las teorías clásicas proviene de la tendencia a dar por hecho algo (la unidad de los movimientos sociales) que sólo puede ser resultado de su investigación y es uno de los principales objetivos de ésta. Ese problema reproduce otro que suele plantearse en el estudio de las formas en que los grupos se organizan y actúan sobre bases de consenso. El tratamiento de esta cuestión en la literatura especializada tiende a simplificar los procesos a través de los cuales se construye el consenso dentro de las organizaciones de los movimientos sociales. En un plano más general, esa tendencia ha generado importantes problemas en la capacidad de las grandes teorías sociológicas para explicar la formación de los movimientos contemporáneos (Flacks, 1967; Laraña, 1982a). Funcionalismo y marxismo son teorías del orden social que se fundan en la imagen moderna del movimiento social y se caracterizan por su fe en ciertos aspectos de la organización social y su modernización, que muestran el sentido de progreso de la historia occidental. La teoría marxista enfatizó los intereses de clase como la causa que explica el surgimiento del movimiento destinado a emancipar a la humanidad del yugo capitalista (Johnston, Laraña y Gusfield, 1994). Esta teoría influyó especialmente en los analistas europeos de los movimientos sociales, en su tendencia a identificarlos con el de la clase trabajadora y a centrar su estudio en el papel de la ideología. El objetivo de construir un orden socioeconómico y político nuevo hacía necesario que los movimientos sociales elaborasen una serie de ideas compartidas y aceptadas por sus seguidores, capaces de orientar su acción conjunta (Heberle, 1975). La teoría interaccionista del comportamiento colectivo parte de supuestos más acordes con la complejidad de los procesos so115
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ciales de los que depende la formación de los movimientos sociales. Sin embargo, la influencia de la perspectiva funcionalista se puso de relieve en la tendencia de la primera a concebir la unidad de los movimientos como consecuencia de un consenso previo entre personas que comparten ideas comunes y tienen una conciencia colectiva, que se manifiesta en sentimientos de pertenencia a un grupo y de solidaridad con sus miembros (Turner y Killian, 1897; Heberle, 1975). El consenso sobre las metas y significados de un movimiento se consideraba fruto de una serie de valores y creencias compartidos por sus seguidores, es decir, de la existencia de un grupo social en el sentido más ambicioso de la expresión. Esa concepción de los grupos se funda en otra visión clásica del orden social que fue propuesta por Durkheim (1978, 1985) y desempeñó un papel central en el desarrollo de la sociología (Moya, 1970). Se basa en la tendencia a identificar a la sociedad con una conciencia colectiva común a la media de individuos que la integran, y se manifiesta en la tendencia a contraponer comportamiento colectivo (divergente) y organizado (social) que se expuso en el primer capítulo. La necesidad de revisar esa concepción se funda en las mismas razones por las que los analistas del comportamiento colectivo prescinden de dicha contraposición, lo cual ilustra nuevamente el carácter históricamente construido de los conceptos sociológicos. La visión clásica del consenso social respondía a las características de una sociedad en la que las formas de participación y adhesión a los grupos sociales eran mucho menos complejas que en las sociedades occidentales contemporáneas, donde también se dispara la multiplicidad de opciones existentes en este terreno. En el otro sector de la literatura especializada, esa concepción clásica de los movimientos como grupos fuertemente cohesionados respondía a la identidad que se establecía con los movimientos de clase, cuyas cúpulas dirigentes velaban por la disciplina y uniformidad ideológica de sus seguidores. La distinción entre nuevos y viejos movimientos sociales se articula en las diferencias entre las formas de reclutamiento, adhesión y participación entre unos y otros en las sociedades complejas. 116
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Las perspectivas constructivistas problematizan esos supuestos y los procesos por los cuales los grupos sociales obtienen y mantienen el consenso. En lugar de concebirlo como una estructura cognitiva que es previamente compartida por los seguidores de los movimientos y sufre escasas modificaciones, el consenso se construye a través de negociaciones y conflictos entre los seguidores del movimiento en torno a definiciones de la situación sobre las cuestiones que motivan su acción y la necesidad de intervenir en ellas. Klandermans ha sintetizado esto último al definir el consenso como objeto de movilización (1994). La actividad de creación de marcos de acción colectiva que desarrollan las organizaciones de los movimientos está en el origen de ese proceso de movilización cognitiva de los potenciales seguidores de un movimiento social (Klandermans, 1994). El hecho de que una persona participe en un movimiento no implica que responda a las formas tradicionales de adhesión a las ideas y valores de sus promotores o líderes. A diferencia de lo que sucedía en los movimientos clásicos, el proceso de movilización del consenso es hoy mucho más frágil y también puede discurrir en sentido contrario, produciendo el retraimiento de la participación en los contemporáneos. Esos cambios están relacionados con la frecuente discontinuidad de los movimientos, de la que se ocupa el capítulo 4. La revisión de esas concepciones clásicas de los movimientos sociales, que los conciben como entidades homogéneas caracterizadas por la armonía y el consenso entre sus miembros, ha sido impulsada por trabajos que han destacado la importancia de los conflictos internos en la evolución de aquéllos. Un objeto de especial atención en numerosos trabajos ha sido el conflicto generado por los sentimientos de discriminación de las mujeres en los grupos de la Nueva Izquierda en Estados Unidos, debido a su influencia en el surgimiento de la identidad colectiva del movimiento feminista radical (Melucci, 1989; Taylor, 1989; Mueller, 1994, 1995; Stein, 1995). Ese conflicto interno ha suscitado un proceso de reflexión entre los analistas de los movimientos sociales, al poner de manifiesto que la interacción en sus organizaciones no necesariamente genera unidad y consenso respecto a la or117
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ganización, estrategia y metas de la acción. Con frecuencia, esa interacción genera serios conflictos entre personas y grupos que han sido poco estudiados en la literatura especializada. Esa laguna refleja la poderosa influencia de la normativa de los grupos sociales y la imagen moderna de los movimientos. La unidad se consideraba resultado de la existencia de una serie de personas que apoyaban unas reivindicaciones porque compartían intereses comunes o tenían problemas similares de integración social. Los movimientos se explicaban desde fuera, en función de la configuración de las estructuras sociales, a las que se atribuía un papel determinante en la conducta individual y colectiva. La evolución del movimiento de las mujeres en los Estados Unidos mostró la importancia de conflictos y tensiones entre seguidores de los movimientos que surgen en contextos sociales avanzados en los que se consideran superados los problemas generados por los procesos de modernización acelerada (Flacks, 1967; Laraña, 1982a). El origen del sector radical del movimiento feminista en Estados Unidos se ha situado en las experiencias de discriminación y los sentimientos de humillación de las mujeres en las principales organizaciones de la Nueva Izquierda durante los años sesenta, como consecuencia de las prácticas discriminatorias de sus compañeros (Flacks, 1971; Freeman, 1974; Taylor, 1992; Mueller, 1994, 1995). Esa experiencia colectiva produjo la radicalización de un sector del movimiento feminista, al que se ha atribuido especial importancia en la emergencia de una nueva identidad colectiva radical y lésbica (Taylor, 1992; Mueller, 1995). Uno de sus elementos distintivos es un marco de pronóstico según el cual la meta del movimiento pasa a ser el respeto a la diferencia entre los sexos, en lugar de la lucha por la igualdad de derechos con los hombres, que es la meta del sector mayoritario del movimiento feminista en Estados Unidos 24 . 24 Vinculado a NOW (National Organization of Women), la más importante en cuanto al numero de afiliadas y a su influencia en la promulgación de leyes contra la discriminación de la mujer (Mueller, 1994).
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Resonancia cultural y construcción social Esas diferencias en los discursos y marcos de acción colectiva del movimiento feminista se han analizado para ilustrar la importancia de los signos que establecen los límites (boundary markers) entre los grupos, una actividad que adquiere especial importancia en la formación de las identidades colectivas de los movimientos (Taylor y Whittier, 1992). El énfasis de las perspectivas constructivistas en los procesos de identificación colectiva también destaca la naturaleza grupal de los movimientos, pero en un sentido diferente de la forma en que ésta se planteaba en los enfoques tradicionales. La diferencia radica en una concepción distinta de los movimientos, en tanto que procesos sociales que son resultado de la interacción de sus seguidores en las organizaciones y redes que los constituyen, en lugar de considerarlos simplemente como producto de las características del contexto social donde surgen. Considerar los movimientos como procesos sociales en formación no supone perder de vista sus aspectos estructurales, sino situarlos en la vida cotidiana de sus seguidores, en lugar de remitirnos a aspectos macrosociológicos, como hacían las perspectivas tradicionales. Al centrar nuestro análisis en los procesos simbólicos y cognitivos que confieren sentido a la participación en los movimientos, estamos aplicando uno de los principales supuestos del análisis estructural en las teorías clásicas: los movimientos pueden verse como estructuras emergentes y fluidas que no son equivalentes a la suma de sus elementos, sino que tienen características propias. Pero ese supuesto se amplía hacia abajo si el analista desciende al plano de la micromovilización e investiga aspectos que nos permiten entender mejor cómo surgen y se modifican estas formas de acción colectiva. Esto último ilustra de nuevo la relación que existe entre la sociología de los movimientos y uno de los argumentos más influyentes para el surgimiento de la sociología como ciencia autónoma, que planteó Durkheim hace más de cien años (1978). La ideología de un movimiento no 119
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equivale a la suma de las ideologías de sus seguidores, ni su estrategia es producto de la adición de las acciones individuales de éstos. Para analizar la unidad y continuidad de los movimientos, he propuesto aplicar el concepto de consenso de trabajo acuñado por Goffman (1959), debido a su utilidad para conocer mejor los procesos de construcción del consenso en los grupos sociales. La propuesta se basa en las consideraciones siguientes. Los acuerdos prácticos a los que llegan los seguidores de los movimientos contemporáneos se construyen en torno al debate sobre las metas de su acción colectiva y la estrategia a seguir para realizarlas. El debate sobre las metas suele venir precedido por un primer acuerdo sobre la existencia de un problema o por la definición de una situación como problemática por parte de un grupo social. Cuando esa definición colectiva adquiere resonancia entre un sector de seguidores potenciales del movimiento, se produce el primer alineamiento entre el marco de significados promovido por ese grupo y las orientaciones cognitivas de sus seguidores (Snow y otros, 1986; Snow y Benford, 1988, 1992; Hunt, Benford y Snow, 1994). Melucci ha ampliado este análisis al situar la formación de la identidad colectiva en esos procesos de interacción, negociación y conflicto que suelen desarrollarse dentro del movimiento (1995, 1996a). De este modo, el análisis de los marcos de referencia ha contribuido a la revisión de la concepción clásica de los movimientos que también plantea la teoría constructivista europea. En un trabajo de especial importancia, Snow y Benford (1988) conceptuaron los procesos simbólicos que nos permiten entender cómo surge un movimiento social en tres tareas de creación de marcos, que deben realizar las organizaciones de los movimientos para alinear con ellos a sus posibles seguidores. En primer lugar, la creación y difusión de un marco de diagnóstico, por el cual una cuestión social se identifica como un problema que afecta a una serie de individuos y grupos, y se señala a sus responsables (imputación de causalidad). Las organizaciones de los movimientos deben producir también un marco de pronóstico, una propuesta 120
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de soluciones para resolver ese problema. Dichas soluciones se plantean en campos muy distintos, desde medidas educativas para reformar la Ley de Selectividad hasta normas para el reconocimiento de los derechos de los homosexuales. Pero los movimientos no sólo surgen porque difunden unos marcos de significados congruentes con las orientaciones cognitivas de sus potenciales seguidores, sino porque esos marcos inciden en sus motivaciones individuales, a través de unas llamadas a la acción que constituyen el marco de motivación en defensa de las ideas que promueven. Para este enfoque, ello reconduce la explicación de los movimientos al papel que desempeñan las constricciones fenómeno lógicas de la acción, término que se refiere a situaciones dadas en la cultura y la estructura social del contexto en el que surgen los movimientos. Snow y sus colaboradores han conceptualizado esas situaciones como constricciones culturales interrelacionadas que influyen con fuerza en la capacidad de los movimientos para alinear a potenciales seguidores con su marco de acción colectiva25. La correspondencia entre los procesos de creación de marcos y al menos una de ellas se considera condición necesaria para movilizar el consenso entre sus seguidores, y, a la inversa, podemos explicar las diferencias en el potencial movilizador de un marco en función de su conexión con estas condiciones. El objetivo consiste en integrar el análisis de las representaciones colectivas y los marcos de significados que promueven las organizaciones de un movimiento con las características del contexto en que surgen. Para el análisis de las segundas, el énfasis se sitúa en aquellas de carácter sociocultural, antes que en los rasgos estructurales del contexto social. Como ha señalado McAdam (1994), ese énfasis es fruto de una reacción contra el sesgo estructuralista que ha prevalecido en la literatura especializada durante los años ochenta, y ha centrado su explicación en sus aspectos or25
Esas constricciones, que son conceptualizadas en términos de «credibilidad empírica», «concordancia con la experiencia» y «fidelidad narrativa», son analizadas más adelante en relación con los movimientos estudiantiles (capítulo 5).
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ganizativos, políticos y económicos. Ello implicaba dejar de lado los procesos cognitivos que nos permiten entender lo que hacen los organizadores de un movimiento para intentar vincular las orientaciones de los individuos con las de las organizaciones de los movimientos sociales. El éxito de un movimiento en gran parte depende de la capacidad de persuasión de sus promotores para «proponer una visión del mundo que legitime y motive la protesta», para promover la resonancia cultural de los marcos de referencia que proponen (McAdam, 1994: 45). Entre los ejemplos de esos procesos de creación de marcos de acción colectiva, McAdam destaca el de Martin Luther King, que hizo del principio de la no violencia la piedra angular de la ideología del movimiento de los derechos civiles en Estados Unidos. Ese principio procedía de la filosofía de Gandhi y era compartido no sólo por los seguidores de aquel movimiento, sino por muchos ciudadanos estadounidenses. Lo importante fue la firme apropiación y evocación de temas culturales muy arraigados, no sólo en la tradición de los negros de religión bautista en el sur de Estados Unidos, sino también en la cultura política del país en general. Si analizamos el famoso discurso de King «Tengo un sueño», observaremos que se apropió un tema clave en la tradición cultural estadounidense, según el cual el verdadero significado de la libertad radica en la capacidad de integrar a los miembros de la sociedad en un orden social justo. Ese objetivo fue realizado a través de la yuxtaposición de fragmentos poéticos procedentes de los profetas bíblicos —«Sueño con que cada valle sea exaltado, allanada cada colina y montaña»— con la letra del himno nacional —«Éste será el día en que todos los hijos de Dios podrán cantar, con un nuevo significado, "Mi país es tuyo, dulce tierra de libertad, a ti te canto"» (McAdam, 1994: 46).
Sin embargo, el énfasis en las dimensiones culturales de los movimientos puede conducir a otro tipo de sesgo, como intento mostrar en el capítulo 5. Me refiero a la tendencia a pasar de un extre122
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mo a otro y a dejar de lado otra serie de hechos que no constriñen la capacidad de los movimientos para difundir sus marcos de acción. Ese sesgo interaccionista se manifiesta en la tendencia a centrar el análisis de los movimientos exclusivamente en esos procesos de interacción y definición colectiva en sus organizaciones y redes y a no prestar suficiente atención a la naturaleza de los problemas sociales que suscitan la acción colectiva. Esos problemas no sólo son definidos (a través de la interacción) en los movimientos, sino que tienen carácter fáctico y están vinculados a unos rasgos de la organización social que es preciso conocer para interpretar a los movimientos. En esta dirección, otros conceptos útiles para abordar el análisis de las estructuras sociales previas a la formación de un movimiento, que aquí se emplean en el análisis de los movimientos nacionalistas, son los de subcultura de oposición (Johnston, 1991) y subculturas activistas de larga duración (McAdam, 1994). El primero proviene de una investigación del resurgimiento de ese movimiento en Cataluña al final de la autarquía y en plena dictadura, y concretamente del análisis de los relatos de sus actores sobre la forma en que empezaron a participar en los movimientos de oposición al régimen. Esos relatos mostraban el importante papel que desempeñaron sus experiencias infantiles en sus familias y en las escuelas, con sus grupos de amigos, y las asociaciones culturales. Johnston destaca el estímulo que supuso la prohibición de los símbolos específicos de la cultura catalana (lengua, bandera) bajo el gobierno de Franco. En lugar de frenar la identificación con esos símbolos, la potenció al circunscribirla al ámbito privado, y confirió a dichos símbolos un significado de oposición y transgresión de las normas sociales que iba a desempeñar un papel clave en el resurgir del nacionalismo catalán. El concepto de subculturas activistas de larga duración fue propuesto por McAdam (1994) para analizar las continuidades culturales de los movimientos sociales y reducir el sesgo estructuralista que ha caracterizado a la literatura especializada. Ese sesgo se manifiesta en la tendencia a situar el foco de atención en las organizaciones y las redes de asociaciones preexistentes como una di123
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mensión clave para explicar su formación y su persisrencia en el tiempo. La importancia de esas organizaciones suele situarse en los recursos organizativos con que cuentan (i.e. líderes, redes de comunicación, lugares de reunión) y que ponen a disposición de un movimiento. Pero McAdam ha destacado que las organizaciones son también fuente de recursos culturales, que pueden ser básicos para la continuidad de un movimiento: ...Lo que se pasa por alto en las explicaciones estructurales de los movimientos es la forma en que estas redes y organizaciones se encuentran inmersas en persistentes subculturas activistas, capaces de mantener las tradiciones cognitivas necesarias para revitalizar el activismo que sigue a un período de inactividad del movimiento. Estas subculturas funcionan como reservas de elementos culturales de los que generaciones sucesivas de activistas pueden echar mano para forjar movimientos ideológicamente similares, aunque separados en el tiempo (McAdam, 1994: 52). Finalmente, Klandermans (1994) ha concebido esas estructuras culturales previas como una serie de creencias culturales compartidas16 que son fruto de la interacción e influyen en la que tiene lugar en las organizaciones de los movimientos. Lo segundo explica lo primero: «las creencias que se forman en esta interacción son forzosamente creencias compartidas o colectivas, y por ello tienen una existencia independiente de los sujetos concretos». Este argumento ilustra el anterior sobre la relación entre esta aproximación a los movimientos y la teoría del hecho social en Durkheim (1978). «Los entornos sociales comprenden no sólo relaciones interpersonales más o menos estructuradas, sino también un conjunto de creencias colectivas con las que se encuentran los individuos a la hora de entrar a formar parte de los mismos» y a las cuales tienen que adaptarse (Klandermans, 1994: 191). Sin embargo, en contraste con el énfasis con que esas ideas son conocidas y compartidas por la media de individuos que for26
Concepto que asocia los de representaciones colectivas de Durkheim y mundos de vida de Schutz.
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man el grupo social, para Klandermans el número de personas que comparten una creencia no es decisivo para que ésta sea colectiva y mantenga su existencia independiente de las conciencias individuales. Estas creencias pueden ser compartidas «por dos individuos, por los miembros de un grupo o una organización, por los miembros de una sociedad o incluso de toda una cultura» (op. cit.: 192). Otra consecuencia de la naturaleza compartida de esas creencias es que su transformación sigue el mismo proceso interactivo que observan en su formación. Esta aproximación matiza el énfasis de la citada teoría clásica en la fuerza imperativa de esas creencias colectivas al concebirlas como proceso (previo y emergente de la interacción), que las convierte en constricciones fenomenológicas de la acción colectiva. Los tres conceptos arriba citados son útiles para explorar los procesos que explican la resonancia de las ideas promovidas por las organizaciones de los movimientos en determinados contextos sociales y circunstancias, para explicar cómo surgen estas formas de acción colectiva. Pero otra cosa es explicar por qué lo hacen, cuáles son los factores que contribuyen a la resonancia de esas ideas entre los potenciales seguidores de un movimiento. El argumento que se desarrolla en los capítulos 4 y 5 es que ese nivel de interpretación causal requiere abordar la relación existente entre esos aspectos y otros que hacen referencia a la identidad personal de los seguidores del movimiento social, así como la que existe entre estos últimos y ciertas características del contexto social en el que surgen los movimientos. Dado que el objeto de este capítulo es contribuir al desarrollo del marco analítico para su estudio y precisar el significado del concepto de movimiento social, voy a terminar con una propuesta concreta basada en dos argumentos que se han expuesto en páginas anteriores. El primero proviene de la citada crítica de Melucci a la concepción prevaleciente de los movimientos como personajes que actúan como entidades homogéneas para producir la modernización de la sociedad occidental. La desconstrucción del concepto que propone Melucci pretende desarrollar su contenido analítico y consiste en diferenciar el magma de elementos que 125
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son integrados en esa imagen moderna de los movimientos. Mi propuesta de reconstruir este concepto se funda en ese supuesto (sobre su descontrucción) y en la definición de este sociólogo del movimiento social como una forma de acción colectiva que 1) «apela a la solidaridad, 2) explicita un conflicto, 3) implica una ruptura de los límites del sistema de relaciones sociales en el que se desarrolla la acción» (Melucci, 1996a: 28). En ambos supuestos, y en mi propuesta de reconstruir este concepto a partir de la revisión de algunos planteamientos clásicos, se funda el análisis de los elementos distintivos de los movimientos sociales que se ha planteado aquí. Uno de esos supuestos más útiles consiste en destacar la relación entre movimientos sociales y procesos de cambio social, que puede ser positiva (consiste en promoverlos o apoyarlos) o negativa (de resistencia a ellos). Otro criterio central para identificar un movimiento social responde a la naturaleza de estos fenómenos colectivos como agencias de significación colectiva y sistemas de acción simbólica, que difunden nuevas ideas en la sociedad y muestran formas alternativas de participar en ella. En la metáfora del espejo27, Gusfield (1994) ha señalado que la reflexividad de los movimientos radica en su capacidad para producir controversia sobre un estado de cosas cuya legitimidad y sentido normativo se daban por hechos antes de que surgiese el movimiento. Al subrayar este aspecto, podemos entender su capacidad no sólo para producir conflictos sino también orden, nuevas definiciones de la situación de los actores y sus derechos, es decir: el elemento normativo emergente de los movimientos sociales que explica la importancia de los marcos de injusticia en la formación de los movimientos (Turner y Killian, 1987). Si completamos la definición de Melucci (1996 a) con estos elementos de la clásica, llegamos a otra más comprensiva, que puede ser útil en la investigación empírica. El concepto de movimiento social se refiere a 27
Según la cual los movimientos actúan como un espejo sobre el que se refleja la sociedad e «impulsa la capacidad de ésta para reflexionar y ser consciente de lo que es»
(Gusfield, 1994: 64).
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LA RECONSTRUCCIÓN DEL CONCEPTO DEL MOVIMIENTO SOCIAL
una forma de acción colectiva 1) que apela a la solidaridad para promover o impedir cambios sociales; 2) cuya existencia es en sí misma una forma de percibir la realidad, ya que vuelve controvertido un aspecto de ésta que antes era aceptado como normativo; 3) que implica una ruptura de los límites del sistema de normas y relaciones sociales en el que se desarrolla su acción; 4) que tiene capacidad para producir nuevas normas y legitimaciones en la sociedad. El énfasis de esta definición se sitúa en la reflexividad de los movimientos sociales debido a su íntima relación con las implicaciones de éstos que sintetizan los tres últimos puntos. En ese elemento de reflexividad, en su doble sentido de retorno de algo anterior y reflexión sobre el presente, se funda mi propuesta de aplicar algunos de los supuestos clásicos para diferenciar los movimientos de otros fenómenos colectivos. Ello significa que sólo la exploración analítica sobre la adecuación de dichos criterios a los cambios que se han producido en los movimientos sociales confiere validez a esa tarea. Por ello, a continuación se exponen algunos de esos cambios y sus implicaciones epistemológicas en este campo.
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CAPITULO 3 LA I R R U P C I Ó N D E LOS NUEVOS M O V I M I E N T O S
SOCIALES
Significado y origen del concepto La expresión «nuevos movimientos sociales» comienza a usarse para designar determinadas formas de acción colectiva que proliferan a partir de la segunda mitad de los años sesenta y son difíciles de explicar desde los modelos prevalecientes en este campo. Lo segundo es consecuencia de que son protagonizadas por una variedad de individuos y grupos a los que no es posible situar en posiciones estructurales homogéneas (Johnston, Laraña y Gusfield, 1994). Esa característica de los nuevos movimientos sociales ha planteado serios problemas a los modelos más difundidos hasta entonces, que fundaban su aproximación en una determinada concepción de las relaciones entre la estructura social y la acción colectiva, y se centraban en las posiciones que ocupaban los seguidores de los movimientos para explicar la segunda. La difusión del concepto de nuevos movimientos sociales y el desarrollo del enfoque que lo promueve responden al intento de hacer inteligibles estos movimientos, que son impulsados por una variedad de grupos, desde estudiantiles, pacifistas, ecologistas y feministas hasta minorías nacionalistas o grupos religiosos, en de129
LA PERSPECTIVA DE LA CONSTRUCCIÓN SOCIAL
fensa de los derechos de los homosexuales, los animales o de una medicina alternativa (Johnston, Laraña y Gusfield, 1994). La recurrencia y la diversidad de formas con que se presentan contrastan con esas dificultades para explicarlos, lo cual ha potenciado su interés no sólo en este campo sino en el de la teoría sociológica. Desde los años sesenta, la investigación de estos fenómenos colectivos ha producido una notable revitalización del campo de los movimientos sociales, que puede apreciarse tanto en la institucionalización de su estudio en universidades y asociaciones profesionales1 como en la calidad y cantidad de publicaciones al respecto. La difusión del concepto «nuevos movimientos sociales» ha seguido un proceso distinto en Europa y en Estados Unidos debido a las diferencias en los escenarios del conflicto social y en las tradiciones analíticas que prevalecían en cada continente. Pero un efecto fundamental de estas formas de acción colectiva en ambos contextos ha sido epistemológico, ya que ha inducido una revisión de los supuestos desde los que se venía abordando su investigación. Ese efecto epistemológico, en el que radica parte del interés de estos movimientos, ha producido una modificación de los límites establecidos entre áreas de especialización y ha roto el monopolio que tenía la sociología política en la interpretación de los movimientos sociales. En un trabajo anterior, señalamos que el concepto de nuevo movimiento social sólo representa un punto de partida, que plantea más interrogantes que respuestas ofrece para la investigación de los movimientos sociales (Johnston, Laraña y Gusfield, 1994). El surgimiento de estos movimientos ha inducido un proceso de reflexión en la investigación de los movimientos sociales que la ha elevado al plano de lo que Jesús Ibáñez designó como «pensamiento social de segundo orden» (1979, 1985, 1991). Con ese término el sociólogo cántabro designaba un tipo de aproxima1
Por ejemplo, el reconocimiento de dos Comités de Investigación sobre movimientos sociales en la Asociación Internacional de Sociología y la importancia que se confiere a este tema en las sesiones plenarias de los congresos mundiales.
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ción a los hechos sociales que se distingue por su reflexividad, ya que no sólo analiza el objeto de la investigación —como hace el «pensamiento social de primer orden»—, sino los supuestos desde los que se observa ese objeto e informan su percepción por el observador. Desde esa perspectiva, el campo de los movimientos se situaría en el la cibernética no clásica, para la cual el objeto de la investigación y el sujeto que la practica no son entidades separadas sino aspectos que se han de integrar en la interpretación de los hechos (Navarro, 1990). La necesidad de separar el sujeto y el objeto de la investigación ha informado la concepción moderna de los movimientos (Melucci, 1996a). El paso de una ciencia clásica a otra diferente está teniendo implicaciones directas en la investigación de los movimientos sociales, algunas de las cuales se exponen a continuación. Como se indicó antes, el efecto epistemológico de los nuevos movimientos sociales también se registra en Estados Unidos durante los años noventa en la recuperación de supuestos de la psicología social en su estudio, la renovación del interés por la teoría interaccionista del comportamiento colectivo y la desaparición del «fantasma de Le Bon» (Gamson, 1992). Las teorías elitistas de este psicólogo habían producido una importante reacción entre los sociólogos estadounidenses contra esos supuestos y la citada teoría que los aplicaba. Desde los años setenta, en Estados Unidos esa reacción había potenciado el interés por las teorías de la movilización de recursos y los modelos utilitaristas y economicistas, que se convirtieron en la aproximación prevaleciente a los movimientos sociales. Sin embargo, en Europa no había necesidad de exorcizar ese fantasma, que había desaparecido hacía mucho tiempo, pues el debate se planteaba entre distintas corrientes del marxismo. Gamson (1992) señala que esta teoría social aplicaba algunos supuestos de interpretación basados en una psicología social «muy rudimentaria y poco desarrollada», al igual que sucedía entre los teóricos de los movimientos de liberación del Tercer Mundo. El uso del concepto nuevos movimientos sociales en este libro sólo tiene el significado descriptivo y relativo que hemos propuesto en un trabajo anterior (Johnston, Laraña y Gusfield, 1994). 131
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Como ha señalado Melucci (1989, 1991, 1994), ese concepto surge de una perspectiva histórica y en el contexto de las sociedades occidentales, a partir de la comparación con las formas de conflicto más importantes en ellas hasta hace tres décadas. Esa noción no constituye un tipo ideal en el sentido weberiano, ni hace referencia a una teoría, sino sólo a un intento de identificar ciertas características comunes a los movimientos que surgen en las sociedades occidentales desde los años sesenta y al esfuerzo por desarrollar instrumentos analíticos para interpretar el significado de los cambios que están produciendo en las formas de acción colectiva Qohnston, Laraña y Gusfield, 1994). La utilidad del concepto para ello proviene de su contribución a la investigación comparada de los movimientos sociales en esos contextos, un supuesto de método cada día más aplicado en este campo. El análisis de los nuevos movimientos sociales «no sólo permite la investigación transcultural sino que surge de ella y de la discontinuidad entre estos movimientos y los que provenían del conflicto de clases» (Johnston, Laraña y Gusfield, 1994). Sin embargo, estos movimientos tuvieron precedentes durante la primera mitad del siglo, en los que abogaban por la prohibición del alcohol en Estados Unidos y en los sufragistas y estudiantiles que surgen a ambos lados del Atlántico Qohnston, Laraña y Gusfield, 1994). El sentido de este concepto sólo radica en su utilidad para identificar esas características comunes a los movimientos que surgen en contextos cuyas estructuras sociales comparten importantes analogías2 (Johnston, Laraña y Gusfield, 1994). La expre2
Para conceptuarlas, se vienen empleando expresiones como sociedad postindustrial, sociedad del conocimiento o sociedades complejas, que aquí se considera la más adecuada. Este concepto se emplea aquí en el sentido utilizado en la sociología de los movimientos sociales y del cambio social para designar la importancia que adquieren los procesos de refiexividadque hacen de la sociedad un objeto de estudio en sí misma y enfatizan la recurrencia de fenómenos sociales que se consideraban erradicados por el proceso de cambio social (Beck, 1992; Giddens, 1992, 1994). Entre otros, este concepto ha sido empleado por Melucci (1989, 1996a) para aludir a una variedad de procesos de cambio social que configuran una situación de creciente incertidumbre para los individuos que interfiere en sus posibilidades de construir una identidad estable (multiplicidad de opciones, falta de orientación externa para elegir entre ellas).
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sión nuevos movimientos se emplea en estas páginas en el sentido señalado por uno de los que la acuñaron: como un concepto útil para interpretar movimientos que surgen en dichos contextos, que proviene de la comparación con las formas en que se expresaba el conflicto de clase en las sociedades industriales europeas y alude a los cambios que se están produciendo en la estructura y funcionamiento de ciertas formas de acción colectiva (Melucci, 1989, 1994). La utilidad del concepto está vinculada a una idea básica según la cual la investigación de estos movimientos debe centrarse en sus características distintivas y en los elementos que los integran (Melucci, 1989). Ello permite evitar uno de los principales problemas generados por la creciente popularización del término: la tendencia a ontologizarlo, a convertirlo en una generalización abstracta que remite a los cambios en la sociedad en que surgen esos fenómenos. Ello impide su análisis en profundidad al dar por hecho que sus causas se hallan en los grandes procesos de transfomación social (Melucci, 1989). Este concepto hace referencia a formas de acción diferentes de aquellas basadas en las divisiones entre clases sociales que se registran en las sociedades occidentales y dominaron los escenarios del conflicto social en Europa desde la Revolución Industrial hasta después de la Segunda Guerra Mundial. Ello constituye una diferencia básica respecto a lo que sucedía en Estados Unidos, donde ese conflicto tuvo mucha menor visibilidad y trascendencia, lo cual ilustra de nuevo el carácter históricamente construido de los conceptos sociológicos (Melucci, 1996a). Para designar esa diferencia en las situaciones de conflicto se ha empleado la expresión excepción norteamericana, que alude a una serie de factores como: la continua posibilidad de expandir la Frontera hacia el oeste, que actuaba como válvula de escape de los conflictos de clases; la importancia de una estructura basada en pequeñas propiedades agrarias; la ideología de la autoayuda y el individualismo en que se funda el credo de valores prevaleciente en aquel país; la composición multiétnica de la clase trabajadora en un país de inmigración —que dificultaba la coordinación 133
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de las organizaciones obreras— y la ausencia de un partido socialista que defendiese los intereses de los trabajadores (Piven y Cloward, 1971; Flacks, 1994). Estos hechos también explicarían las diferencias que se registran entre los dos continentes respecto del significado y la difusión de los conflictos impulsados por los nuevos movimientos sociales. La debilidad o la escasa visibilidad de los conflictos industriales en Estados Unidos hacía que el principal objeto de análisis fuesen movimientos como los que hoy llamamos nuevos. Una de las aproximaciones más interesantes a sus primeras manifestaciones consistió en destacar su impacto en los elementos culturales arriba indicados, los cuales tenían su centro en el conjunto de valores de la ética protestante. Hace tiempo, Richard Flacks señaló que ese «tema central y unificador de la cultura norteamericana» durante el siglo XIX había sido seriamente erosionado por los acontecimientos que han tenido lugar en Estados Unidos durante el siglo XX (1981: 21). Siguiendo a su maestro Wright Mills, Flacks consideraba que ese fenómeno era resultado de procesos estructurales, fundamentalmente el cambio del capitalismo empresarial al corporativo, y de un orden económico basado en la acumulación y el ahorro a otro centrado en el consumo y la gratificación. A esos procesos les atribuyó un fuerte impacto en otros de carácter cultural, como la socialización de los jóvenes en los valores de la ética protestante. Flacks anticipó algunas ideas, luego de moda, para el análisis de los nuevos movimientos al destacar el conflicto que producía un orden económico en el que «el logro ya no se define en términos empresariales (de beneficios), sino en otros basados en el desarrollo de la propia carrera dentro de una organización burocrática o profesional» (1971:21). Planteado de forma resumida, el argumento es que estos cambios sociales generaron un declive en la vitalidad que antes tenía la ética protestante y mostraron la necesidad de nuevos valores y códigos de conducta adaptados a la nueva sociedad. Pero ese cambio nunca se produjo hasta que surgieron los movimientos estudiantiles de los años sesenta en respuesta a la incoherencia 134
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cultural generada por esa situación de la sociedad estadounidense. Ese problema (cultural breakdown) «llega a un punto de no retorno cuando el proceso de socialización ha dejado de suministrar a las nuevas generaciones una serie de razones coherentes para convertirse en un miembro adulto de la sociedad» (Flacks, 1971: 23). Este análisis se basó en el de las pautas de educación de los niños y la confusión de valores de los padres ante la disyuntiva entre los principios de disciplina y autonomía. Las nuevas condiciones sociales promovían el desarrollo de las prácticas destinadas a fomentar la autonomía, frente al énfasis tradicional en la disciplina como base de la ética protestante. A pesar de esos precedentes teóricos, la expresión nuevos movimientos sociales también se emplea para designar un enfoque que surge y se desarrolla en Europa durante las dos últimas décadas, vinculado a tradiciones teóricas europeas, ya que de este continente provienen sus autores más destacados3. Esa adscripción geográfica del enfoque es reforzada por la escasa difusión que ha tenido en Estados Unidos hasta los años noventa, cuando esa situación empieza a cambiar, como puede verse en el frecuente uso del concepto en la literatura posterior (Gamson, 1992; Mueller, 1992; Stein, 1995; Darnovsky, Epstein y Flacks, 1995). Sin embargo, la introducción de algunos de los supuestos más importantes que informan este concepto hay que buscarla en trabajos de sociólogos interaccionistas norteamericanos, los cuales destacaron el papel de cuestiones de identidad para interpretar sus primeras manifestaciones en los años sesenta, como Ralph Turner (1969, 1994) y Orrin Klapp (1969) 4 . Este hecho refuerza el argumento expuesto en el capítulo anterior sobre la convergencia teórica que se está produciendo entre las perspectivas clásica y constructivista. Desde el enfoque del comportamiento colectivo, ya se había destacado la importancia 3
Como Melucci (1980a y b, 1985, 1989), Pizzorno (1994), Habermas (1981), Touraine (1981, 1985), Offe (1985, 1988), Klandermans (1984, 1991, 1992), Klandermans y Ogema (1987), Klandermans y Tarrow (1988) y Dalton y Kuelchner (1992). 4 Más tarde, ha habido importantes contribuciones por parte del propio Turner (1994), Flacks (1971), Cohén (1985) y Hunt, Snow y Benford (1994).
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que adquiría la afirmación de una imagen de sí-mismo, self, como tema central de los nuevos movimientos sociales. En los años sesenta, Klapp (1968) atribuyó la importancia de la «búsqueda colectiva de identidad» en los movimientos sociales a los problemas que en ese terreno tenían algunos individuos como consecuencia del empobrecimiento de la interacción social y el proceso de racionalización de la sociedad norteamericana. Klapp desarrolló su interpretación desde el supuesto clásico según el cual las causas de los movimientos hay que buscarlas en las perturbaciones psicológicas asociadas a la modernización de las sociedades occidentales. Dado que, junto a su énfasis en la causalidad estructural de los problemas de identidad, el enfoque de los movimientos ha destacado el papel de las ideas y los procesos culturales en la formación de los movimientos contemporáneos, la combinación entre sus supuestos y los del análisis de los marcos de acción colectiva tiende un puente epistemológico entre ambos. Ese puente se materializa en el creciente interés por los aspectos de identidad en Estados Unidos y por los marcos de referencia en Europa 5 . Si rastreamos el origen del concepto, éste aparece ligado a una serie de investigaciones y debates sobre los cambios en los conflictos sociales que se estaban produciendo en algunos países desde el final de los años sesenta, en los que participan sociólogos heterodoxos de izquierdas (Laraña, 1981). Entre las influencias teóricas que recibe el enfoque de los nuevos movimientos sociales destacan las de la Escuela de Frankfurt, las teorías sobre la institucionalización del conflicto laboral en las sociedades occidentales desde el final de la Segunda Guerra Mundial (Dahrendorf, 1959, 1990; Bell, 1976), el debate sobre las nuevas reivindicaciones de los trabajadores que plantea un sector de la sociología francesa al principio de los años sesenta (Mallet, 1969; Laraña, 1981) y la sociología de la acción de Touraine (1981). Una de las premisas de este enfoque es que el movimiento de la clase trabajadora se ha 5
Johnston, Laraña y Gusfield (1994); Stompka (1992); Mueller (1995); Hunt, Bendford y Snow, en este libro; Ibarra y Rivas (1993); y Laraña (1993b, 1994).
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transformado sustancialmente y resulta difícil de identificar con la agencia de cambio radical de la sociedad que le asignaba la teoría marxista. Ese hecho tiene distintas implicaciones relacionadas con las perspectivas teóricas de sus analistas, si bien hay una clara tendencia a situar sus causas en los cambios que se están produciendo en la sociedad industrial occidental. Fundándose en la teoría de Dahrendorf (1959) sobre la institucionalización del conflicto, Bell (1976) afirma que esas transformaciones estructurales están produciendo un cambio en el centro de gravedad del conflicto social, que se desplaza fuera del sector industrial y las clases sociales, en torno a los cuales estuvo polarizado durante más de un siglo (Bell, 1976, 1977 y 1980). Esa clase de conflicto pasa a un plano secundario en las sociedades postindustriales, mientras que adquieren creciente trascendencia otras nuevas, basadas en lazos culturales entre los que las protagonizan. A pesar de que siguen planteándose conflictos en torno a cuestiones laborales, éstas ya no desempeñan el mismo papel ni presentan las características que tuvieron en la sociedad industrial 6 . Sin embargo, la base empírica de ese modelo (el declive en la conflictividad laboral) ha sido cuestionada, al igual que la teoría del nuevo contrato social entre los sectores que representan el trabajo y el capital en que se fundamenta (Fantasía, 1988; véase el último capítulo de este libro). Otra interpretación de estos hechos fue desarrollada por la teoría de la nueva clase trabajadora, según la cual los obreros espe6
Las causas de ese cambio son explicadas como consecuencia de la institucionalización de métodos de negociación colectiva, los cambios en la composición de los sectores tradicionales del conflicto industrial y la creciente disociación de las funciones de propiedad y gestión en las empresas modernas (Dahrendorf, 1959). Sus implicaciones no consisten en la desaparición de los conflictos sociales, sino en el declive del que ha prevalecido en las sociedades industriales, en un proceso que es paralelo al aumento de otras formas de conflictividad (Bell, 1976, 1977; Naisbit, 1983; Dahrendorf, 1958, 1959). Para Dahrendorf (1958), sus raíces hay que buscarlas en las relaciones de dominación que se establecen en organizaciones reguladas con arreglo a las formas de autoridad prevalecientes en esos contextos sociales, como resultado de la progresiva jerarquización de los roles sociales en las grandes empresas. «Los grupos de interés que surgen de esta forma se encuentran en constante conflicto motivado por la preservación o el cambio del statu quo» (1958: 178).
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cializados se convierten en la vanguardia de la sociedad y la agencia de su transformación revolucionaria (Mallet, 1969). Su interés radica en la atención que prestaba a unos hechos que se plantean en el ámbito de los conflictos clásicos y en su énfasis en los aspectos de autorrealización de esos trabajadores para explicar sus sentimientos de alienación en su trabajo. Al combinarse esos sentimientos con un creciente nivel de formación profesional, en determinados grupos de trabajadores se afirmaba que surgen demandas de poder y participación en las decisiones a las que no tienen acceso en las empresas (Mallet, 1969). Desde supuestos marxistas revisados, esta teoría destacó la importancia de los elementos culturales de los conflictos sociales (Laraña, 1981) y anticipó algunas de las ideas que luego han sido desarrolladas en el estudio de los nuevos movimientos sociales7. Entre los pronósticos sobre la evolución de los conflictos sociales, también destaca el de Touraine (1981), según el cual los nuevos movimientos sustituirán a la clase trabajadora y asumirán el papel central que tenían en la sociedad industrial, al convertirse en la principal agencia de cambio en la nueva sociedad. Al igual que sucede con el de Mallet (1969), ese pronóstico se fundó en supuestos marxistas e intenta dar respuestas a una cuestión central desde esa perspectiva: cuál es la agencia del cambio revolucionario en las sociedades avanzadas. Ello se manifiesta en la convicción de que los nuevos movimientos se unirán para constituir uno solo, el nuevo sujeto agente de la historia y la emancipación social. Sin embargo, ambos pronósticos contrastan con los hechos y con las tendencias disgregadoras asociadas a la creciente diversificación de los trabajadores y de los que participan en los nuevos movimientos sociales. Esas tendencias se manifiestan en la proliferación de grupos con intereses y orientaciones muy diversos, lo cual no impide el surgimiento de acciones colectivas es7
El origen de esta teoría se sitúa en el debate sobre los cambios en las reivindicaciones de la clase trabajadora en Francia al comienzo de los años sesenta, a partir de estudios según los cuales las planteadas por los trabajadores cualificados se centraban en cuestiones de poder, organización del trabajo y autorrealización personal, en lugar de las tradicionales demandas de carácter material.
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porádicas pero difícilmente puede dar lugar a un movimiento social unificado que persista en el tiempo. Otros analistas han relacionado estos cambios en el movimiento obrero con la tendencia a convertirse en una serie de organizaciones de intermediación de intereses, que no difieren en lo sustancial de otros grupos sociales y se desvinculan de su inicial proyecto de cambio radical (Melucci, 1989; Alonso, 1991). Un supuesto común a estos pronósticos sobre el conflicto social y los nuevos movimientos consiste en situar sus raíces en los cambios que se están produciendo en el sistema productivo de las sociedades en las que surgen los segundos, que se considera distinto del propio del capitalismo industrial. Ese mismo énfasis en la relación entre estructura y acción colectiva ha informado el desarrollo de la investigación de los nuevos movimientos y explica su influencia en las teorías contemporáneas.
Estructura social y acción colectiva Como se ha indicado, los nuevos movimientos sociales no pueden interpretarse correctamente desde las teorías tradicionales porque cuestionan su lógica de interpretación. Esa lógica se situaba fuera de los movimientos, y éstos se explicaban por las características del contexto en que surgían. Pero ello choca con la dificultad de identificar elementos estructurales comunes entre los seguidores de estos movimientos, lo cual es una de sus primeras características. Los que participan en ellos no suelen tener una relación con las clases sociales ni con los roles estructurales de sus seguidores Qohnston, Laraña y Gusfield, 1994; Dalton y Kuechler, 1992; Laraña, 1993b). Su origen social «tiene sus raíces estructurales más frecuentes en estatus sociales bastante difusos, como la edad, el género, la orientación sexual o la pertenencia al sector de profesionales cualificados, que no responden a explicaciones estructurales» (Johnston, Laraña y Gusfield, 1994: 6). En ello radica parte del significado epistemológico de estos movimientos, que han contribuido a la revisión de los supuestos desde 139
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los que tradicionalmente se abordaba el análisis de las relaciones entre estructura social y acción colectiva en la sociología contemporánea. La constatación de ese aspecto proviene de la búsqueda de esos elementos para responder a los supuestos tradicionalmente empleados en la explicación de los movimientos. En los años ochenta, algunos trabajos sobre los que llamamos nuevos movimientos enfatizaron su carácter interclasista y su tendencia a presentar adscripciones grupales en sectores tan amplios como la nueva clase media, profesionales cualificados y jóvenes con altos niveles educativos (Klandermans y Tarrow, 1988: 7; Klandermans y Ogema, 1987; Offe, 1985). Para otros, el espectro de colectivos que abarcan se extendía a grupos étnicos y nacionalistas, grupos pertenecientes al sector público y a la vieja clase media, asociaciones de ciudadanos y de padres contra el sistema escolar, y a sectas religiosas (Habermas, 1981; Cohén, 1985). La amplitud y la falta de homogeneidad de las raíces estructurales de estos movimientos no impedían que el intento de identificarlas siguiera siendo uno de los objetivos de su investigación8.
Edad y generación Como destacamos en un trabajo anterior, la similitud de edad parece ser una de las pocas características frecuentes de los que participan en estos movimientos, que suelen estar mayoritariamente integrados por jóvenes (Johnston, Laraña y Gusfield, 1994; véase también Turner, 1969, 1994). Asimismo, este tradicional elemento de adscripción a estatus adquiere importancia para analizar su discontinuidad, otro rasgo habitual de estos movimientos, ya que hace referencia a una condición biológica que 8
En su estudio comparado de los nuevos movimientos en Europa, Klandermans y Tarrow destacaron el papel central de los procesos de modernización social en la formación de los dos principales grupos integrantes de estos movimientos; en unos casos se trata de individuos marginados en ese proceso, y en otros, de personas «especialmente sensibles a los problemas derivados de la modernización» (1988: 7).
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es modificada por el paso del tiempo. La transitoriedad de la condición estudiantil fue un aspecto destacado para explicar la brusca desaparición del movimiento estudiantil en Berkeley durante los años setenta, después de unos años de intensa presencia en ese campus (Laraña, 1975, 1978). Los movimientos estudiantiles que surgieron durante los años sesenta dieron lugar a una serie de estudios centrados en la importancia del factor edad y los conflictos entre generaciones para explicar la participación en ellos. Desde una perspectiva psicoanalítica, la rivalidad con el padre se consideraba la causa de los conflictos estudiantiles (Mitserlich, 1973). Un trabajo realizado por dos psicoanalistas franceses sobre el movimiento de mayo de 1968 en Francia situó los motivos de participación en trastornos en el desarrollo de la personalidad de los jóvenes activistas. El libro, firmado con el seudónimo de André Stephan (1971), concluía que esos motivos tenían su origen en los problemas personales de los activistas (calificados de «represión narcisista»), ya que estos jóvenes mantenían un desafío con las instituciones de los adultos como consecuencia de patologías en el desarrollo de su personalidad, por no tener resuelta la crisis de Edipo. Por caminos diferentes, las conclusiones de dicho trabajo convergen con las teorías funcionalistas al situar las razones para la participación en problemas subjetivos del comportamiento colectivo (McAdam, 1982). Para Stephan (1971), estos movimientos eran fruto de una regresión narcisista en la personalidad de sus protagonistas, que les impedía aceptar la realidad y confería carácter patológico a los movimientos de 1968. Otro estudio de un profesor de Berkeley, Lewis Feuer (1969), que destacó por su oposición al Movimiento por la Libertad de Expresión en 1964, también situó en el conflicto de generaciones los motivos básicos para participar en los movimientos estudiantiles que se produjeron en aquella década. La relevancia de los conflictos de generaciones para el estudio de los movimientos sociales contemporáneos 9 es consecuencia, 9
Cuando se emplea este término, se refiere a los nuevos movimientos sociales que surgen en países avanzados de Occidente desde los años sesenra.
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en primer lugar, de la participación mayoritaria de jóvenes en ellos. Ello se ha interpretado como una consecuencia de la importancia que a esa edad adquiere la búsqueda de identidad, una actividad juvenil por excelencia si seguimos la tipología freudiana sobre el desarrollo de la personalidad (Johnston, Laraña y Gusfield, 1994). Para Erikson (1968), esa búsqueda se intensifica en el tramo final de la adolescencia, en el que tiene lugar la reconciliación entre los roles adscritos a los jóvenes y otros nuevos que surgen al llegar la edad adulta. Este tipo de enfoques ha sido posteriormente calificado como esencialista porque trata los procesos de formación de la identidad individual como si fuesen producto de unas «estructuras psicobiológicas a las que se atribuye carácter objetivo y previo a la acción» (Hunt, Benford y Snow, 1994). Los enfoques psicoanalíticos solían ver los procesos de autoafirmación que subyacen a la formación de identidades colectivas como manifestaciones de estructuras asocíales innatas en el individuo, que se conceptualizaban en términos de «patologías narcisistas» (Stephan, 1971) o conflictos intergeneracionales motivados por la rebeldía juvenil (Misterlich, 1973; Feuer, 1969). Ello conduce a dejar de lado los procesos de interacción en las organizaciones y redes de los movimientos, que son básicos para entender cómo se construyen las identidades colectivas de sus seguidores y la forma en que éstos confieren sentido a su acción colectiva. Esta crítica se hace extensiva a otros enfoques sociológicos que no responden a modelos biológicos de explicación de la conducta pero sí a supuestos de carácter esencialista, como son las teorías de los nuevos movimientos sociales y las de la tensión estructural y la sociedad de masas (Hunt, Benford y Snow, 1994). La diferencia estriba en que, en lugar de concebir la identidad como producto de estructuras psicobiológicas, en estas teorías ese papel determinante es asignado a otras de carácter social. Uno de los más destacados exponentes del segundo grupo de teorías es Klapp (1969), cuya influyente obra La búsqueda colectiva de identidad asigna a las estructuras sociales modernas la capacidad de generar el desarraigo que empuja a las personas hacia la bús142
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queda colectiva de unas identidades que confieren sentido a su vida (Hunt y otros, 1994). Ello confirma los supuestos de ese enfoque clásico, al asumir que hay una relación causal entre la búsqueda de identidad y las tensiones estructurales generadas por la transformación de la sociedad, que producen individuos especialmente proclives a la acción colectiva. El problema que plantea ese enfoque es el mismo que se registra en otros sobre los nuevos movimientos sociales, los cuales parten de la misma concepción de las relaciones entre estructura y acción. Al considerar que la identidad es un producto o incluso un síntoma de la estructura, el esfuerzo analítico se concentra en la tarea de descubrir las estructuras subyacentes que originan las identidades. De esa forma, la identidad como tal deja de ser el tema central de la investigación empírica (Hunt, Benford y Snow, 1994: 224). Basándose en su énfasis en las diferencias entre los procesos de interpretación vinculados a la participación en movimientos, estos autores plantean la misma crítica a la literatura sobre nuevos movimientos cuando señalan la tendencia a reificar los conceptos relacionados con la identidad (Snow y otros, 1986). Con relativa frecuencia, los investigadores presuponen que algunas categorías de personas poseen identidades homogéneas. Además, el hecho de adoptar la perspectiva de las estructuras determinantes implica que las identidades surgen de una única fuente, a saber: del instinto patológico, de la tensión estructural de carácter psicosocial, etc. Por tanto, las elaboraciones teóricas de carácter unidimensional no tienen en cuenta la complejidad y los diversos componentes de la identidad y especialmente la forma en que los diferentes actores sociales interpretan, construyen y articulan sus identidades (Hunt, Benford y Snow, 1994: 224). El análisis de Flacks sobre la importancia de los jóvenes en la crisis cultural de la sociedad norteamericana durante los años sesenta también anticipó algunos supuestos de la literatura europea sobre los nuevos movimientos sociales. La obra de Flacks puede 143
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ser objeto de esta crítica, pero aporta una dimensión diferente al enfatizar los procesos de interacción y socialización de las generaciones jóvenes. Las subculturas adolescentes son tratadas como agencias de socialización en valores alternativos que «permiten a los jóvenes adquirir experiencias y habilidades ignoradas en las escuelas y otras instituciones oficiales, y que las familias consideran irrelevantes» (1971: 50). Una parte de esas experiencias incide en el desarrollo de un sentido del sí mismo en las subculturas juveniles, y previene los problemas de identidad. La capacidad de estos grupos para ejercer una influencia en la sociedad, como la que Flacks atribuye a los movimientos estudiantiles de los años sesenta, se funda en el concepto de generación propuesto por Mannheim y en la aproximación a esos grupos de edad como estratos sociales diferenciados. Karl Mannheim observó que los movimientos generacionales surgen a partir de lo que llamó unidades generacionales. Cuando pequeños grupos de jóvenes se forman en torno a una serie de ideas y perspectivas nuevas y comienzan a establecer pautas culturales distintivas y visibles que se oponen a las establecidas, pueden captar el interés de círculos progresivamente amplios de individuos pertenecientes a sus grupos de edad, al igual que pueden no hacerlo (Flacks, 1971:51). El núcleo motivacional de la Nueva Izquierda y el principal vínculo entre sus sectores político y cultural fue el rechazo de los modelos de comportamiento adulto representados por sus padres. Ese rechazo se manifestó en un fuerte desprecio por los valores de la ética protestante, las formas convencionales de matrimonio y los estilos de vida designados como suburban (característicos de los que residen fuera del centro de la ciudad) (Whalen y Flacks, 1984: 63). El sentido del concepto de generación en Mannheim, aplicado a estos movimientos, radica en la idea de que un sector de la juventud constituye la vanguardia de la sociedad debido a su calificación y capacidad de promover cambios sociales (Flacks, 1971: 51). En ello se basa otra idea según la cual en la sociedad norteamericana de los sesenta 144
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surgió, por primera vez en la historia, una cultura juvenil de carácter general «que despertaba el interés de muchos jóvenes pertenecientes a distintas clases sociales y regiones y se manifestaba en que compartían un serie de actitudes y símbolos comunes, los cuales se oponían a la cultura prevaleciente de los adultos» ( Flacks, 1971: 17). El análisis de las relaciones entre generaciones puede ser útil para conocer estos procesos de construcción de identidades si lo aplicamos en un sentido diferente, y mucho menos ambicioso. En lugar de los aspectos de ruptura o discontinuidad entre dos generaciones, ese análisis ha contribuido a nuestro conocimiento de las continuidades que se registran entre sus marcos de referencia y orientaciones de valor. Como señalamos en otro lugar (Johnston, Laraña y Gusfield, 1994), el análisis de las relaciones intergeneracionales aporta una dimensión esencial para entender la forma en que persiste una cultura de oposición a las situaciones dadas, una ideología de resistencia o la estructura organizativa de un movimiento. Ese hecho fue mostrado por estudios de los que participaron en los movimientos activistas durante los años sesenta en Estados Unidos, en los que destacaban importantes continuidades generacionales y culturales entre los que integraban movimientos de la Nueva y Vieja Izquierda (Flacks, 1967; Whalen y Flacks, 1984, 1989). Los trabajos de Pérez-Agote (1984, 1987) y Johnston (1991) sobre los movimientos nacionalistas vascos y catalanes aportan evidencia a este argumento. Mi interpretación de los primeros es que los efectos del conflicto intergeneracional consistieron en radicalizar la adhesión de los hijos a los símbolos prohibidos de la cultura vasca durante el franquismo y potenciar la persistencia de una subcultura de oposición al régimen. Esas conclusiones son ampliadas por Johnston (1991) en su investigación sobre el nacionalismo catalán, al destacar que «en muchos movimientos se establece una creativa situación de reciprocidad por la cual los miembros mayores moderan el radicalismo de los jóvenes y estos últimos contribuyen a abrir nuevos horizontes a la generación adulta» (Johnston, Laraña y Gusfield, 1994: 33). 145
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El énfasis característico de la literatura sobre nuevos movimientos en el carácter determinante de las estructuras sociales, y en la novedad que suponen, parece relacionado con su falta de atención a las relaciones intergeneracionales que caracteriza a la literatura especializada de los últimos años (op. cit.: 23). Esa omisión parece fruto de una reacción contra la importancia que dichas relaciones tuvieron durante los años sesenta (Flacks, 1967, 1971). Es una omisión importante porque el análisis de las relaciones intergeneracionales contribuye a situar en un contexto simbólico, individual y colectivo los procesos de construcción de la identidad que motivan la participación en los movimientos. Esas tres dimensiones son básicas para entender esto último partiendo de dos ideas. La primera hace referencia a la naturaleza del concepto de generación, que, al igual que sucede con los de movimiento social e identidad, plantea problemas de interpretación debido a su amplitud e imprecisión. La segunda razón por la que el análisis de las relaciones intergeneracionales debe ocupar un puesto relevante en el de los movimientos sociales contemporáneos tiene que ver con los cambios que se están produciendo en esa variable adscriptiva convencional que es la edad. La importancia que antes se le atribuía en los estudios sociológicos, actualmente es matizada por varios factores relacionados con ellos y con las características de los nuevos movimientos sociales. En primer lugar, sus seguidores se sitúan en un espectro de edades más amplio que el habitualmente identificado como juventud en los estudios sociológicos y demográficos. Ese tradicional factor de adscripción a estatus que es la juventud está asociado a ciertas oportunidades culturales, orientaciones cognitivas y estilos de vida, que en las sociedades complejas no vienen exclusivamente determinados por la condición biológica individual. De forma creciente, esos aspectos asociados a la condición juvenil se construyen en la interacción en redes interpersonales, entre las cuales las de los movimientos sociales adquieren especial relevancia en su difusión. Ello implica que los cambios en el significado sociológico de esa variable se manifiestan en dos sentidos interrelacionados: 1) difuminan los límites tradicionalmente 146
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asignados a la condición de joven; y 2) enfatizan su dimensión cultural frente a la biológica, que antes se consideraba determinante. Un problema frecuente en la interpretación de los movimientos sociales consiste en examinar la condición juvenil desde el supuesto según el cual la pertenencia a ese grupo de edad predispone para la participación en los movimientos. Los jóvenes se han convertido en objeto de estudio sociológico desde que actúan como protagonistas de nuevos conflictos que proliferan en las sociedades avanzadas. Sin embargo, sus formas de acción colectiva no son consideradas en sí mismas, sino sólo como un objeto dotado de sentido por los determinantes estructurales o culturales asociados a su condición social (Melucci, 1991). Lo mismo puede decirse de las mujeres y la condición femenina como plataforma de algunos de estos conflictos. Como señala Melucci, el problema es que «el análisis de la condición juvenil o femenina es un capítulo importante en la descripción de la estructura social, pero como tales no nos dicen nada sobre la acción colectiva» (1991: 84). Al hacer ese tipo de análisis, habitual en la explicación de los conflictos, estamos asumiendo una línea de causación que con frecuencia conduce a dificultar el análisis. Son dos objetos diferentes de estudio, que es preciso separar para analizarlos correctamente.
La edad como condición cultural Para algunos de los que trabajamos en el área de los movimientos sociales, la forma tradicional de aproximación a esta cuestión invierte sus términos, ya que la acción colectiva no puede deducirse simplemente de la condición social de los actores. Por ello, es preciso cambiar la definición de nuestro objeto de estudio: «la cuestión radica en saber cómo se pasa de la condición a la acción, cómo se forma un movimiento cuyos actores son los jóvenes» (Melucci, 1991: 84). Mi argumento es que esa propuesta es reforzada por los cambios que se están produciendo en el significado de la edad, como principal elemento estructural de los mo147
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vimientos sociales contemporáneos. Ese aspecto no puede abordarse correctamente si no tenemos en cuenta unos procesos de cambio cultural que caracterizan a nuestras sociedades y tienden a modificar su significado tradicional y a difuminar sus límites. Ser joven significa disponer de un recurso cognitivo que es básico para la participación en los movimientos sociales. Para abordarlo, Melucci (1991: 86; 1994) emplea un concepto, l'incompletezza, que designa una actitud basada en la sensación de que uno no ha terminado su desarrollo personal. Esa actitud vital se caracteriza porque está abierta a los cambios, a lo que podría ser posible en la vida y a la búsqueda de nuevos significados que le confieran sentido. Ese tipo de actitud suele diferenciar a los jóvenes de la mayoría de los adultos y es la que mejor responde a la orientación colectiva hacia el cambio social, que constituye la primera característica de los movimientos sociales (Gusfield, 1970, 1994;TurneryKillian, 1987). Estos supuestos conducen a replantear el significado de la edad en función de la relación que tiende a existir entre determinados grupos y los procesos de construcción de identidades individuales y colectivas que contribuyen a explicar la participación en los movimientos contemporáneos. Los jóvenes constituyen su base social porque ocupan una posición simbólica en nuestra sociedad, derivada de su participación en subculturas y estilos de vida que les permiten cuestionar las normas sociales y reivindicar «el derecho a la redefinición de las elecciones vitales» (Melucci, 1994)10. La incidencia del factor edad en los nuevos movimientos es relativizada por la difuminación de los límites tradicionalmente asignados a ese grupo de edad11 y porque surgen nuevos significados de la condición juvenil. Ambas cosas están relacionadas, ya 10 Una interpretación similar a la Melucci informó algunas obras que tuvieron singular influencia en los movimientos de los sesenta y en su interpretación, como la de Marcuse (1972). Asimismo, el concepto de l'incompletezza es similar al del ideal de la no terminación, que años antes desarrolló Georges Lapassade (1973, 1963) para explicar las implicaciones psicosociológicas del paso de la adolescencia a la madurez. 11 Ese cambio se manifiesta también en las encuestas, algunas de las cuales tienden a dilatar dichos límites hasta los treinta años.
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que esos cambios culturales se ponen de manifiesto en la dificultad de establecer las tradicionales correlaciones explicativas entre pautas de comportamiento y pertenencia a grupos de edad o de identificar los límites de éstos con criterios exclusivamente temporales para producir inferencias sobre la conducta. Esa prolongación del estatus juvenil ha sido interpretada en el sentido de que la edad pasa a ser una condición cultural (caracterizada por actitudes y estilos de vida), más que biológica (sujeta a los límites establecidos por el organismo) (Melucci, 1991). La relativización del significado biológico que antes tenía el concepto de juventud en nuestras sociedades implica que la edad tiene menor capacidad para constreñir el comportamiento humano que en otras. Ese fenómeno también se pone de manifiesto en la existencia de personas que siguen estilos de vida más juveniles que otras de menor edad y, a la inversa, de personas que siendo más jóvenes siguen pautas de conducta propias de personas de más edad. Otra manifestación de lo mismo es la inversión que se está produciendo en los modelos de comportamiento por gran parte de los adultos. Me refiero al fenómeno de la juvenilización de la sociedad, por el cual los modelos de conducta más valorados en nuestras sociedades son los del grupo de edad que tradicionalmente tenía que seguir aquellos convencionalmente atribuidos a los adultos (Moya, 1984; Serrano, 1995: 182). Estos patrones habrían perdido parte de su influencia en los jóvenes, que construyen otros a través de la interacción dentro de grupos y subculturas juveniles. La investigación sociológica de la juventud, y los procesos que se explican a partir de esa categoría de estatus como actor principal, reflejan el impacto epistemológico de estos hechos y la diversidad de concepciones que se vienen aplicando en su estudio, algunas de ellas de carácter antitético (Serrano, 1995)12. 12
En distintas investigaciones, la juventud se ha considerado desde un proceso de transición, de incorporación a la sociedad, un estadio, un periodo de espera, hasta una condición social, pasando por un mito o un modelo de comportamiento. Esa diversidad de definiciones muestra, según Serrano, «la necesidad de considerar la forma en que se construye socialmente tal grupo social y la manera en que dicho concepto es interpretado por los distintos agentes sociales» {op. cit.: 181).
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Un aspecto relevante de este proceso de desdibujamiento de los contornos en los que se fundaba la condición juvenil es la prolongación de las situaciones en las que antes se situaba, y la multiplicación de la permanencia de los hijos en el hogar familiar hasta edades muy superiores a las habituales en otros tiempos. La demografía refleja la incidencia de estos cambios y algunos estudios consideran la juventud como la edad que va desde la mayoría legal a la autonomía efectiva en la relación con los padres. Russel (1995) ha analizado el caso de Francia, donde ese periodo ha pasado de los dieciocho a los veinticuatro años, y la dependencia del hogar familiar se prolonga en una media de más de cinco años después de la emancipación legal: La proporción de los hombres jóvenes que conviven con sus padres hasta los veinticuatro años ha pasado del 32 por 100 en 1968 al 47 por 100 en 1990. Por su parte, las mujeres casadas a los 22 años en 1960 representaban el 75 por 100 de su generación, en tanto que actualmente no suponen más que el 29 por 100 (Russel, 1995: 12). La difuminación de los límites tradicionalmente asignados a la condición juvenil parece estar registrándose también entre los seguidores de los movimientos sociales contemporáneos, y en ese sentido es preciso entender la relación existente entre la juventud y la participación en ellos. Una forma de aplicar estos supuestos consiste en incluir en esta categoría social a personas que son jóvenes por sus actitudes y estilos de vida, y no necesariamente por su edad, lo cual también se manifiesta a través de su participación en nuevos movimientos sociales. Ese proceso de desdibujamiento de los límites de edad propios del estatus de joven también se ha manifestado en movimientos como los de los escolares contra la política educativa del gobierno que surgen en España durante el curso 1986-87, de los que trata el capítulo 4. En lugar de representar un fenómeno de prolongación de ese estatus, el significado de aquel movimiento consistió en una prematura iniciación de un sector de los adolescentes españoles en movimientos en los que normalmente partici-
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pan sus hermanos mayores. Ese hecho se ha reproducido en otros movimientos de escolares que surgen en otros países occidentales (Melucci, 1994).
Identidad y movimientos sociales La principal aportación de la investigación de los nuevos movimientos sociales consistió en situar en primer plano las cuestiones relacionadas con la identidad de sus seguidores, que son consideradas la plataforma fundamental para motivar la participación en ellas. Por eso, ha sido designado como el paradigma de la identidad, y en los años noventa se difunde la expresión movimientos de la identidad (Cohén, 1985; Gamson, 1995; Gusfield, 1994). Este hecho se ha interpretado como indicador de una tendencia de cambio en las reivindicaciones de los movimientos sociales en los países occidentales, los cuales se desplazan desde los factores económicos que impulsaban a participar en los movimientos clásicos a otros de carácter cultural relacionados con la identidad individual, el medio ambiente, la estructura tradicional de roles en la familia, la seguridad colectiva de los ciudadanos y las relaciones militares entre bloques de países en conflicto (Melucci, 1985: 796, 1989; Offe, 1985; Johnston, Larafia y Gusfield, 1994) 13 . Las reivindicaciones de estos movimientos tienden a presentarse asociadas a una serie de símbolos, creencias, valores y significados colectivos que tienen especial importancia para sus seguidores por dos razones: 1) están en el origen de los sentimientos de pertenencia a un grupo diferenciado, y 2) están íntimamente relacionados con la imagen que los seguidores de estos movimientos tienen de sí mismos y con el sentido de su existencia individual (Laraña, 1993b; Johnston, Laraña y Gusfield, 1994). 13 Desde la ciencia política, se ha puesto el énfasis en la sustitución de los valores materialistas por otros postmaterialistas como eje de la distinción entre nuevos y viejos movimientos sociales (Ingelhart, 1991; Orizo, 1991), aspecto al que me refiero en el capítulo 7.
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Estos aspectos confieren sentido a la participación de las personas en un movimiento social y adquieren una importancia central en su explicación. Estos supuestos de interpretación son muy diferentes de los que sigue la teoría de la elección racional, que ha dominado la investigación de los movimientos sociales durante los años ochenta en Estados Unidos, a través del enfoque de la movilización de recursos. Para este último, los movimientos sociales son una extensión de acciones institucionales de carácter instrumental que producen resultados tangibles —los cuales se evalúan en términos de éxito o fracaso— y se orientan hacia objetivos claramente definidos a través de un control centralizado de sus miembros por las organizaciones que los promueven (Jenkins, 1994: 9). Sus objetivos consisten en «modificar la estructura social y/o de distribución de recompensas en una sociedad» (McCarthy y Zald, 1987). El enfoque de la movilización de recursos ha contribuido al conocimiento de aquellas razones para participar en movimientos basadas en el interés propio y la forma de realizarlo. En ello se ha fundado la crítica contemporánea al énfasis de los clásicos en las motivaciones emocionales e irracionales de la acción colectiva y su tendencia a considerarla desde un punto de vista psicologista, que ignora su vinculación a proyectos racionales de cambio social (McAdam, 1982; McCarthy y Zald, 1987; Jenkins, 1994). Pero el enfoque de la movilización de recursos presenta serios problemas para interpretar los movimientos sociales contemporáneos; el más importante es no distinguir entre movimientos sociales y grupos de interés, y reducir la explicación de los primeros a la de los segundos, lo cual implica dejar de lado los aspectos simbólicos y culturales de los movimientos en los que se centra la investigación de los contemporáneos. La pérdida de influencia de este enfoque en la actualidad parece consecuencia de la importancia de ese problema conceptual para entender la naturaleza de los movimientos que surgen en las sociedades complejas, lo cual vuelve a ilustrar el carácter históricamente construido de las teorías sociológicas, la incidencia que en ellas tienen los cambios en su objeto de estudio. Ese problema, unido a la influencia de la 152
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teoría de la movilización de recursos durante los años ochenta en Estados Unidos —país que lidera la investigación en este campo—, parece relacionado con la debilidad del marco teórico para el estudio de los movimientos en la actualidad. Si una característica de estos movimientos es la unión entre las dimensiones personales y políticas que motivan la participación en ellos, esta aproximación las separa y se centra en las primeras para explicar las segundas. Como señala Jenkins (1994), el problema surge al aplicar esta teoría a movimientos en los que las acciones expresivas están estrechamente vinculadas con las de tipo instrumental y en los que los objetivos tienden a surgir de la interacción, el control centralizado es débil y los resultados son difusos. Antes de que se popularizase el concepto de nuevos movimientos sociales, Turner (1969) anticipó algunos de sus supuestos centrales y los situó en una perspectiva histórica más amplia procedente de Mannheim (1936). Esta aproximación fue esbozada en el capítulo anterior y es ampliada aquí porque se centra en la naturaleza de las ideas que impulsan a participar en los movimientos y sitúa a éstos en una perspectiva histórica, que informa el concepto de nuevos movimientos sociales y la aproximación a los que surgen en España que desarrolla este libro. Mannheim planteó que los movimientos más importantes en la historia occidental fueron impulsados por cuatro grandes utopías desde el Renacimiento (milenarista, liberal, conservadora y socialista). Los movimientos se explican por las ideas que promueven la participación en ellos, cuyo carácter utópico contrasta con las ideologías desde las que se legitima el orden social existente en cada uno de esos periodos. Turner (1969, 1994) amplió el modelo anterior al identificar un nuevo período en la historia de las utopías, el cual responde a una filosofía existencial cuya meta fundamental es la búsqueda de la identidad. La importancia que tenían cuestiones relacionadas con la identidad individual entre los seguidores de los movimientos estudiantiles de los años sesenta fue constatada en algunos estudios en los que se funda esta interpretación (Turner, 1991). Una de las cosas que más llamaron su atención fue el contraste entre esa dinámica de movilización y la ideología de au153
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toayuda e individualismo que ha caracterizado a la sociedad estadounidense (Piven y Coward, 1971; Flacks, 1971). Según ella, las cuestiones sobre el sentido de la existencia son de carácter religioso, pertenecen al ámbito de la vida privada del individuo y nunca pueden ser objeto de reivindicación social. Sin embargo eso es lo que sucede en los movimientos contemporáneos, para los cuales hay cuestiones de índole privada que generan derechos cuya defensa es reivindicada por una variedad de grupos sociales. Turner (1969, 1994) afirmó que esa clase de reivindicaciones tenía su origen en la difusión de una nueva utopía, que sustituye a la socialista y en la que se articula el periodo siguiente al triunfo de esta última utopía en la revolución soviética. Las primeras manifestaciones de la nueva utopía fueron los movimientos estudiantiles de los años sesenta. Al igual que en Mannheim, esta interpretación se funda en la contraposición dialéctica entre ideología y utopía: ambas son incongruentes con la realidad, pero las ideologías pretenden justificar la situación de dominación del grupo en el poder y las utopías sólo persiguen su transformación (Mannheim, 1936; Turner, 1994). Dado que, al contrario de lo que denota su significado común, el concepto de utopía no se refiere a ideas de imposible realización sino a aquellas que penetran en el orden social en el siguiente periodo de la historia, una de las implicaciones de la teoría de Turner sería que el marxismo se convierte en la ideología con la que se enfrenta la nueva utopía impulsora de los movimientos contemporáneos en las sociedades occidentales. Turner partía de los supuestos de la teoría del comportamiento colectivo al analizar el nuevo tema de los movimientos de la Nueva Izquierda en los años sesenta e identificar las principales motivaciones de sus seguidores en unos sentimientos de alienación y ansiedad, asociados a la importancia que adquieren los problemas de identidad en las sociedades de masas. Esas motivaciones se consideraban relacionadas con los cambios propios de ese contexto social, especialmente la crisis de unas estructuras sociales que actuaban como plataformas para la identificación del individuo con su sociedad y consigo mismo, y el declive de los sentimientos y las relaciones comunitarias que se desarrollan en 154
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los grupos secundarios. De ese modo, Turner explicaba que problemas tradicionalmente considerados privados pasen a redefinirse como públicos y se demande su tutela por las instituciones sociales. Son problemas motivados por la «falta de un sentido de dignidad o valía personal, de un sentido claro de identidad», que adquieren singular prominencia en los años noventa y cuyas causas entonces se atribuían a la despersonalización de la vida social en la sociedad de masas (Turner, 1969: 78). Para designar esos problemas, hace tres décadas se empleaba con profusión el término marxista «alienación», que es recuperado por Turner en su acepción psicosociológica: «un sentimiento de extrañamiento en las relaciones interpersonales, las organizaciones y comunidades en las que se participa y la despersonalización de la sociedad» (Turner, 1994:78). Pese a las críticas a esta aproximación clásica por su énfasis en los aspectos subjetivos de la acción colectiva (McAdam, 1982; McCarthy y Zald, 1987; Jenkins, 1994), la contribución de Turner consistió en establecer la relación que parece existir entre esos problemas individuales y las grandes utopías sociales. El conocimiento de las segundas exige analizar otra clase de relación entre los intereses y las ideas de los grupos sociales en liza dentro de un periodo histórico dado. Con ello, esta teoría transcendió el sesgo psicologista que se le ha atribuido y anticipó algunas ideas que luego difundió el enfoque de los nuevos movimientos sociales (Johnston, Laraña y Gusfield, 1994). Los problemas generados por el declive de los grupos, que median entre las relaciones personales y las que se establecen a escala nacional, están directamente relacionados con su búsqueda por otros medios, entre los cuales destacan los movimientos sociales contemporáneos.
Identidad y cambio social Los problemas de desestructuración social forman parte central de la teoría de la individualización del sistema de estratificación que ha desarrollado Ulrich Beck (1992), lo cual ilustra mi argu155
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mentación anterior sobre la influencia de la aquella teoría clásica. Uno de sus argumentos centrales consiste en destacar el declive en la influencia de las estructuras sociales tradicionales, como los barrios y las clases sociales, y la extensión de esa tendencia a la familia como principal agencia de socialización en la sociedad industrial. La teoría de Beck enlaza con la crítica a la sociedad de masas al destacar las implicaciones de estos cambios en una sociedad caracterizada por nuevos riesgos colectivos. Los problemas de desestructuración social potencian los sentimientos de incertidumbre entre la población. Las clases se disuelven y las personas siguen estilos de vida progresivamente individualizados que empujan a luchar por la propia supervivencia material y a hacer de uno mismo el centro de su conducta y planes de vida. Ello implica que cada uno debe elegir entre múltiples opciones, que incluyen a qué grupo o subcultura desea pertenecer o con cuál quiere ser identificado. El proceso de desestructuración de la vida social multiplica las opciones del individuo para elegir y cambiar de identidad social, e ilustran la naturaleza de proceso cambiante de esta última (Melucci, 1996a). La relación entre los procesos de cambio social en el modo de producción de las sociedades avanzadas y la importancia que adquieren los problemas de identidad es un tema central para el enfoque de los nuevos movimientos sociales (Touraine, 1981, 1985). El trabajo de mayor interés para profundizar esa relación es el que ha realizado Alberto Melucci (1985, 1989, 1995, 1996), del que sintetizo algunos supuestos a continuación por esta razón y por su utilidad para el análisis de los movimientos estudiantiles de los que se trata en los capítulos 4 y 5. Sus primeros trabajos (1984 a y b) plantean ya una idea recurrente en su obra para interpretar esa relación entre identidad y cambio social: nuestra sociedad ha extendido los mecanismos de control social desde el ámbito de la naturaleza hasta el de las relaciones sociales y la misma estructura del individuo (su personalidad individual, su inconsciente y su identidad biológica y sexual). Una idea similar, según la cual la sociedad capitalista occidental se caracteriza por un sistema de control social que se extiende a todos los ámbi156
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tos de la vida social, constituyó uno de los ejes de la crítica de Marcuse a esa sociedad en los años sesenta (1969, 1971, 1972)14. Para Melucci (1989, 1990, 1994), el surgimiento de una sociedad de la información hace que los principios por los que se organiza la producción se extiendan a relaciones sociales que antes pertenecían al ámbito de lo privado e incidan con fuerza en la identidad individual. Las fronteras entre los ámbitos público y privado se diluyen porque la información se convierte en el recurso estratégico tanto para la subsistencia de la sociedad como para el desarrollo de la identidad individual. El surgimiento de una sociedad de la información genera cambios en los conflictos sociales: «el movimiento por la reapropiación de los recursos desplaza su lucha a un nuevo territorio. La identidad personal y social de los individuos progresivamente se percibe como un producto de la acción social» (Melucci, 1980: 218), y la reivindicación de la identidad personal sustituye a la centrada en la propiedad de los medios de producción en los movimientos clásicos. Una serie de cuestiones que antes se situaban en el ámbito de lo privado —la defensa de la identidad individual, la continuidad y predecibilidad de la existencia personal— empiezan a constituir la sustancia de los nuevos conflictos. «Lo que las personas reivindican de forma colectiva el es derecho a realizar su propia identidad: la posibilidad de disponer de su creatividad personal, su vida afectiva e interpersonal y su existencia biológica» (Melucci, 1980: 218). El germen de esos conflictos radica en las exigencias contradictorias que la sociedad de la información plantea a los individuos, que los convierte en fenómenos no coyunturales cuyas raíces se hunden en la estructura social. Por una parte, las personas necesitan gozar de un alto grado de autonomía para poder trabajar eficazmente, como terminales fiables en una sociedad progresi14 Al igual que hiciera el filósofo alemán cuya obra aportó ideas centrales a los movimientos de la Nueva Izquierda, Melucci relaciona esa tendencia con los cambios en el modo de producción. En otro lugar, he argumentado que dicha influencia pudo ser recíproca y que la interpretación de esos movimientos pudo aportar algunas de las ideas centrales en la teoría crítica de Marcuse (Laraña, 1982a).
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vamente estructurada por el impacto de nuevas tecnologías. Las capacidades de aprendizaje, innovación, autonomía y adaptación a situaciones cambiantes pasan a ser exigencias para realizar eficazmente nuestro trabajo. Por otra parte, «los sistemas muy diferenciados tienen serias necesidades de integración» e intentan ejercer un control cada vez más amplio sobre los individuos (Melucci, 1994: 118). Para Melucci, la extensión del sistema de control social se manifiesta en la creciente regulación y manipulación de una serie de aspectos de la vida que eran tradicionalmente considerados privados (el cuerpo, la sexualidad, las relaciones afectivas), subjetivos (procesos cognitivos y emocionales, motivos, deseos) e incluso biológicos (la estructura del cerebro, el código genético, la capacidad reproductora) (1994: 119). Esos campos son progresivamente invadidos y regulados por «el aparato tecnocientífico, las agencias de información y comunicación y los centros de decisión política». Ello motiva las demandas de autonomía que impulsan a los movimientos sociales: como reacción de resistencia a ese proceso de expansión de los sistemas de control social, los movimientos reivindican nuevos espacios sociales «en los que sus seguidores se autorrealizan y construyen el significado de los que son y lo que hacen». Esos espacios se construyen en grupos informales y redes interpersonales cuando el movimiento se halla en un periodo de latencia y todavía no ha entrado en conflicto con las instituciones sociales. Son grupos sumergidos en la vida cotidiana que actúan como plataformas para la búsqueda de la identidad individual y colectiva de los que participan en ellos. Como se ha indicado, esas áreas del movimiento funcionan como laboratorios en los que los actores experimentan y desarrollan nuevos códigos de comportamiento y significación, en los que se gestan nuevas formas de relación interpersonal y estructuras de sentido de carácter alternativo (Melucci, 1989). Pero esos espacios no son una especie de reductos marginales, apartados del sistema, como plantea la aproximación convencional a los movimientos sociales. Esos espacios hacen posible la construcción de la identidad colectiva de un movimiento, de la cual depende su potencial de refle158
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xividad para difundir nuevas ideas en la sociedad, incidir en la vida pública y producir conflictos sociales difíciles de resolver para las instituciones políticas. La actividad reflexiva de esos grupos sólo les permite desarrollar una conciencia de grupo a través de procesos de interacción en los que se construyen nuevas definiciones de los problemas que confieren sentido a la participación, nuevos códigos de significados que contrastan con los que siguen las instituciones políticas y científicas. En ello radica la dimensión antagonista y utópica de los movimientos sociales y su capacidad de producir cambios en la sociedad. Todo ello ilustra el carácter interactivo, reflexivo y socialmente construido de ese fenómeno que llamamos identidad colectiva y que ha adquirido una importancia central para el estudio en las sociedades complejas. El concepto de identidad colectiva se refiere a la definición de pertenencia a un grupo, los límites y actividades que éste desarrolla. Esa definición es fruto de un acuerdo entre sus miembros que con frecuencia permanece implícito» (Melucci, 1995). Para Melucci, la identidad colectiva es «una definición compartida e interactiva, producida por varios individuos (o por grupos a un nivel más complejo), que está relacionada con las orientaciones de su acción colectiva y con el campo de oportunidades y constricciones en la que ésta tiene lugar. Esa identidad está integrada por definiciones de la situación compartidas por los miembros del grupo, y es el resultado de un proceso de negociación y laboriosos ajustes entre distintos elementos relacionados con los fines y medios de la acción colectiva y su relación con el entorno. A través de ese proceso de interacción, negociación y conflicto sobre las distintas definiciones de la situación, los miembros de un grupo construyen el sentido del nosotros que impulsa a los movimientos sociales» (Johnston, Larafia y Gusfield, 1994: 17). El papel histórico de los movimientos estudiantiles como precursores de los nuevos movimientos sociales se puede explicar desde estos supuestos. Las demandas contradictorias de autonomía individual y control social se acusan especialmente en aquellas instituciones que están más directamente involucradas en la produc-
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ción de recursos de información y comunicación, como las universidades y los centros de investigación. En esas instituciones son más fuertes las presiones del sistema para controlar los códigos de significados que producen, debido a la importancia que adquieren para conferir sentido a la existencia individual. A través de la producción y procesamiento de información se construyen las dimensiones cruciales de la vida diaria (el tiempo y el espacio, las relaciones interpersonales, el nacimiento y la muerte), la satisfacción de las necesidades individuales en los sistemas que se rigen por los principios del Estado del Bienestar, la formación de la identidad social e individual en los sistemas educativos (Melucci, 1994: 119). Este análisis es aplicable a los movimientos estudiantiles, cuya estratégica posición en las instituciones dedicadas a la producción de conocimiento explica su intermitente recurrencia bajo distintas formas. Ese contexto y las funciones que desempeñan en la producción de sentido hacen de ellos plataformas en defensa de una variedad de metas relacionadas con la identidad personal de sus seguidores. Si ése fue el substrato simbólico de las movilizaciones de estudiantes españoles en 1987, lo mismo sucede con las que clamaron por el fin de la violencia terrorista diez años después, con motivo del asesinato de Miguel Ángel Blanco. Sin embargo, la imagen pública de las primeras redujo su significado a un conflicto sobre los requisitos de acceso a la universidad y la amenaza que el sistema de selectividad representaba para las expectativas de logro profesional de los estudiantes que todavía no habían accedido a dicha institución. Mi argumento en el capítulo cuatro es que el significado de aquellas movilizaciones fue más complejo y amplio, y para conocerlo en profundidad es necesario tener en cuenta la dimensión simbólica de las pruebas de selectividad. Éstas representaban una amenaza de otro tipo, dirigida contra esa dimensión fundamental de la identidad personal que es la elección de la carrera a estudiar. La fuerza de aquellas movilizaciones, que se extendieron por todo el país en el primer tri-
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mestre de 1987, no radicaba en los efectos de esos exámenes para impedir el acceso a la universidad de un porcentaje de estudiantes de instituto, sino en su influencia en el futuro profesional de éstos, al determinar la elección de las carreras en función de la nota obtenida en esas pruebas. Ello explica el apoyo que obtuvieron entre los universitarios, que actuaron como líderes del movimiento y difundieron una peculiar identidad pública del mismo, como se expone en el capítulo siguiente.
Medios y fines de la acción colectiva1'' Las movilizaciones de masas que tuvieron lugar en toda España en protesta contra el asesinato del concejal de Ermua Miguel Ángel Blanco en julio de 1997, y en las que participaron cerca de seis millones de ciudadanos, se pueden interpretar mejor con la ayuda de los supuestos que se han expuesto en los dos apartados anteriores. Para ello, voy a examinar los marcos de referencia con que se alinearon los que participaron en esas movilizaciones basándome en técnicas de observación directa documentadas con fotos, notas de campo y reportajes de prensa16. Mi argumento es que aquel suceso no sólo representaba un atentado contra el derecho a la vida y a la libertad de expresión17, 15
Junto a los dos apartados anteriores, los tres siguientes forman parte del trabajo Ideology, Utopia and the Reconstruction ofthe Concept of Social Movement, presentado en el Congreso Mundial de Sociología de Montreal'en julio de 1998. 16 Un objeto de especial atención lo constituyen los lemas escritos y verbalizados por los participantes en la masiva manifestación que tuvo lugar en Madrid el 14 de julio y en los días que siguieron, en los que un reducido grupo permaneció día y noche frente al edificio que tiene la Comunidad de Madrid en la Puerta del Sol. Es el mismo edificio que fue sede de la Dirección General de Seguridad en la época de Franco, en el cual eran detenidos y con frecuencia sometidos a malos tratos los que militaban en los movimientos de oposición a su régimen. Fue el lugar donde se iniciaron las primeras concentraciones para pedir la libertad del concejal y donde luego se instaló un gran mural y una mesa destinados a recoger las condolencias y las manifestaciones de protesta, los cuales permanecieron allí diez días después de su asesinato. 17 Lo segundo está relacionado con la posición del concejal del PP en Ermua, que había definido la condición de los terroristas como delincuentes y ostentaba la representación de un partido conservador considerado «españolista».
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y una amenaza al sistema de libertades de la sociedad moderna similar al que plantearon los movimientos totalitarios en el pasado. Esta interpretación responde al supuesto según el cual el significado de esas libertades transciende el contenido político que han tenido en las sociedades modernas. En nuestras sociedades complejas, esas libertades no sólo constituyen la esencia de su estructura política, sino que adquieren un nuevo significado como plataformas para el desarrollo de la identidad individual. Para entender esas movilizaciones contra el terrorismo hay dos consideraciones, basadas en lo que he expuesto antes, que pueden ser útiles. Por una parte, representan el resurgir de las ideas liberales y humanitarias que impulsaron las revoluciones políticas del siglo XVIII. Sin embargo, ello no implica el retorno de aquella utopía liberal-humanitaria que triunfó entonces porque hay un elemento nuevo y decisivo del que depende el sentido de la misma. Las ideas liberales se funden con la nueva utopía existencial que impulsa a participar en los movimientos sociales de la segunda mitad del siglo XX y que está centrada en la búsqueda y defensa de la identidad personal. La síntesis de esos elementos está en la raíz de las movilizaciones citadas, las cuales han sido mal conceptualizadas al definirlas como pacifistas, ya que surgen en defensa de las libertades civiles y en contra de las ideologías totalitarias18. En este caso, mi argumento es que el alto potencial movilizador de la nueva utopía existencial proviene de su dimensión pública, de su conexión con el sistema de libertades de la sociedad contemporánea occidental, donde éstas se convierten en una plataforma básica para el desarrollo de la identidad personal. La tendencia a considerar que la violencia es un instrumento legítimo de acción colectiva ha sido una constante en los movimientos sociales en el pasado, y, «cuando la mayoría de la gente piensa en esa forma de actuar, instintivamente se plantean la idea de la violencia» (Tarrow, 1994: 103). Para este analista, dicha 18 Este aspecto, que tiene especial importancia para caracterizar a estas movilizaciones, ha sido expuesto por Fernández Sebastián («País Vasco: ¿paz o libertad?», El País, 23-9-1997).
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tendencia subsiste por tres razones: 1) el empleo de la violencia deja la huella más visible, tanto en los medios de comunicación como en los registros históricos, debido a su carácter de noticia; 2) para grupos pequeños la violencia es «la forma más fácil de articular una acción colectiva y no plantea costes de coordinación»; 3) las personas sienten una «morbosa fascinación por la violencia, y son simultáneamente atraídas y repelidas por ella» (1994: 103). Las dos primeras razones remiten a las oportunidades políticas en las que se centra la aproximación de Tarrow a los movimientos, y la tercera, a un argumento central sobre los movimientos nacionalistas que se expone en el capítulo 8 (Arendt, 1951). Sin embargo, mi argumento es que las dos primeras razones están sufriendo cambios sustantivos vinculados a otros que se están produciendo en los movimientos sociales contemporáneos. El uso de la violencia contrasta con una de sus características centrales: la mayoría de estos movimientos tienden a desarrollar su acción por medios pacíficos (Laraña, 1993; McAdam, 1994; Johnston, Laraña y Gusfield, 1994). Los movimientos que atentan contra las libertades civiles son percibidos como una amenaza no sólo a ellas, sino también al papel que adquieren para el ejercicio de unos derechos que están directamente relacionados con el desarrollo y mantenimiento de la propia identidad. La imbricación de estas dos dimensiones de la acción colectiva está en el origen de lo que se ha denominado la revolución de los derechos en ascenso, la proliferación de grupos que justifican sus reivindicaciones sociales sobre la base de unos derechos nuevos o cuyo contenido tradicional es redefinido (Dahrendorf, 1990). El significado de las movilizaciones contra el terrorismo, que están teniendo consecuencias importantes en la pacificación del conflicto existente en el País Vasco, se clarifica desde este análisis de los cambios en las formas de acción colectiva. Si aplicamos los supuestos antes citados (Mannheim, 1936; Turner, 1969, 1994), otro significado de esas movilizaciones consiste en poner de manifiesto la condición de ideología del marco de referencia promovido por el movimiento ultranacionalista vasco. El concepto ideología se emplea aquí en el sentido estricto del término pro163
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puesto por Mannheim: en tanto que ideas que han fracasado en su intento de penetrar en el orden social y sólo actúan como elementos para legitimar una situación de hecho, en la que intervienen intereses de las organizaciones de ese movimiento y algunas dinámicas organizativas características de partidos políticos y sindicatos (Michels, 1984). El término fracaso también se emplea en ese sentido propuesto por Mannheim, según el cual las utopías no son ideas de imposible realización sino aquellas que tienen éxito porque penetran en el orden social durante el siguiente periodo de la historia. Es entonces cuando se convierten en sus pilares ideológicos, cuando se transforman en ideologías (Mannheim, 1936; Turner, 1994). El fracaso corresponde a las ideas que no consiguieron ese resultado. Este análisis se sustenta asimismo en la teoría de Billig (1995) sobre la penetración de la ideología nacionalista en las sociedades occidentales, en las que se habría convertido en una dimensión central de su organización política. El problema es que no nos damos cuenta de ello porque estamos acostumbrados a aplicar este término a sus forma exóticas y periféricas, como son «los separatismos, los fascismos y las guerrillas antiimperialistas en el Tercer Mundo» (1995: 6). Esa restricción del término oculta la presencia en nuestras sociedades de sus formas más rutinarias y mundanas. De ahí el significado del calificativo banal que propone para designar a la ideología nacionalista, la cual suministra los instrumentos ideológicos a través de los cuales se reproducen los estados nacionales contemporáneos en la vida cotidiana. Ello se pone de manifiesto en aspectos que abarcan desde la producción cultural, las competiciones deportivas y la forma en que se editan las noticias hasta los discursos que emplean los políticos, en los cuales la ideología nacionalista suministra las principales ideas. La fuerza de esa ideología explica su capacidad de movilización en circunstancias en las que se cuestionan los límites de un Estado nacional, como ha sucedido en la Guerra del Golfo o en la de las Malvinas. En esas circunstancias, la resonancia de los discursos que llaman a la guerra en defensa de los Estados nacionales, como los que pronunciaron George Bush o Margaret Thatcher, 164
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proviene de que el nacionalismo se considera un fenómeno natural y la defensa de sus ideas se da por hecho en las sociedades modernas. Billig (1995) destaca el contraste que ello implica con la naturaleza socialmente construida de un fenómeno que responde a procesos simbólicos imaginarios sin los cuales no sería posible concebirlo. Como todo proceso de identificación colectiva, las naciones tienen que ser imaginadas como comunidades de personas que comparten rasgos comunes. Esas representaciones colectivas surgen y se autoafirman a través de los discursos de los líderes nacionalistas, y de ahí la importancia de analizarlos. Esta aproximación al concepto de nación es respaldada por el análisis de los orígenes del nacionalismo vasco que ha desarrollado Jon Juaristi (1997). El interés de su libro El bucle melancólico no sólo radica en su contenido sobre la historia del nacionalismo vasco, sino en que es la expresión de las reacciones de resistencia a sus abusos y crímenes contra la población que aquí se tratan. En ese sentido hay que interpretar su éxito editorial como símbolo del «espíritu de Ermua», al cual subyace un proceso de identificación colectiva cuya expresión más visible fue aquella movilización de masas, pero cuyas raíces están en los grupos pacifistas que surgieron diez años antes en el País Vasco (Gesto por la Paz, Bakea Orain).
El «espíritu de Ermua» La interpretación más extendida de esta expresión destaca sus dimensiones políticas y el surgimiento de un programa de acción basado en la unidad de las fuerzas democráticas y su voluntad de actuar contra el terrorismo. La que aquí se plantea se centra en los procesos cognitivos y organizacionales que han conducido al surgimiento de un movimiento contra el terrorismo, con arreglo a la definición que he propuesto en el capítulo anterior19. Ese 19 Mi análisis se funda también en el de las relaciones entre movimientos sociales, partidos políticos y ciclos de movilización que se exponen más adelante respecto de la evolución histórica de los movimientos sociales en España (capítulo 8).
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movimiento se venía gestando en acciones colectivas, organizaciones y redes interpersonales durante los últimos diez años, y abarca desde los citados grupos pacifistas vascos hasta organizaciones estudiantiles y O N G como Jóvenes contra la Intolerancia. Mi argumento es que la difusión de ese marco es impulsada por el conflicto entre dos utopías, cada una de las cuales contiene ideas centrales para entender la historia moderna del pensamiento occidental y los movimientos sociales. Pero esas utopías se diferencian de la forma en que lo hacen las ideologías y utopías en cada periodo histórico (Mannheim, 1936). Una de esas utopías es la marxista, que se ha convertido en ideología legitimadora del orden social en los países comunistas que todavía subsisten, mientras que representa una ideología del pasado en Occidente (Furet, 1995). Lo mismo sucede en este contexto con la utopía nacionalista, que tiene su origen en la liberal-humanitaria, la cual ha pasado a formar parte del discurso político prevaleciente en los países occidentales y del Tercer Mundo (Billig, 1995). Al igual que la primera y que toda utopía que ha penetrado en el orden social, la nacionalista también se ha convertido en una ideología de resistencia al cambio, cuya incongruencia con los hechos entre otras cosas se manifiesta en su contraste con el proceso de globalización que está transformando nuestras sociedades. La aplicación del modelo de Mannheim (1936) plantea dificultades debido a los cambios que se han producido en los movimientos sociales desde que fue publicado. Para que sea útil la revisión del mismo propuesta por Turner (1969, 1994), necesita ampliarse y relativizarse, debido a la importancia que adquieren los procesos de construcción de los movimientos sociales, su carácter fluido y cambiante. El caso del movimiento ultranacionalista vasco muestra que también las ideologías del pasado pueden dar lugar a movimientos sociales. La conceptualización que ha hecho Aulestia (1988) del entramado de asociaciones y redes vinculadas a ese movimiento como una sociedad dentro de otra contribuye al conocimiento de los procesos simbólicos que tienen lugar en ese caso.
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La revisión del modelo clásico que propongo se funda en la información sobre la naturaleza de los procesos en los cuales las personas se identifican entre sí y con los marcos promovidos por los movimientos sociales. Esos marcos no están integrados por bloques de ideas que perviven durante un periodo histórico y son reemplazados por otros durante el siguiente, sino por cambiantes definiciones de la situación que pueden mantener su capacidad de movilización en ciertos contextos aunque hayan pasado a formar parte de las utopías fracasadas en las sociedades occidentales. Los referentes empíricos para percibir el grado de éxito o fracaso de un movimiento son objeto de construcciones colectivas en las organizaciones de los movimientos sociales, las cuales pueden redefinir el significado que tienen para los medios de comunicación de masas, los líderes de opinión o las autoridades científicas reconocidas en un contexto dado. La fusión entre las dos utopías (nacionalista y marxista), que impulsaron a los movimientos más importantes durante los dos últimos siglos, durante la segunda mitad de éste ha generado una ideología de síntesis, que es a la vez nacionalista y revolucionaria. Esta última ha suministrado el discurso de los movimientos de liberación de los pueblos del Tercer Mundo y la justificación al movimiento ultranacionalista vasco. La utopía existencial que se enfrenta con ella también comparte algunos aspectos con la anterior, como es la importancia que atribuye al desarrollo de la identidad colectiva de los que participan en los movimientos sociales contemporáneos. Para Mannheim (1936), las grandes utopías contemporáneas no entran en conflicto entre sí: con lo que se enfrentan es con ideologías destinadas a impedir los cambios sociales que promueven las primeras y con la amenaza que representan para las posiciones de poder que ocupan sus defensores en la sociedad. Mi argumento es que la fuerza de los movimientos contra el terrorismo y la persistencia de los ultranacionalistas en el País Vasco proviene de su común fundamentación en ese aspecto central para la nueva utopía existencial de nuestro periodo histórico que se plantea en términos de identidad colectiva. Si el origen de esta nueva 167
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utopía se sitúa en los años sesenta (Turner, 1969, 1994), en esa década de intensas movilizaciones colectivas también se gestaba la crisis definitiva de las utopías nacional-revolucionaria y socialista, que culmina en la década actual20. Una diferencia básica entre el movimiento contra el terrorismo y el ultranacionalista vasco radica en la forma de promover la realización de sus utopías (o ideologías) respectivas. Mientras que el nacionalista sigue la estrategia tradicional de esos movimientos, y la violencia se considera un medio necesario para la construcción del Estado, los movimientos contemporáneos en general persiguen la realización de la utopía existencial por medios pacíficos. En esa forma de acción radica una diferencia central entre los movimientos sociales contemporáneos y los del pasado. Los primeros son autorreferenciales, ya que la forma en que actúan y se organiza su acción constituye un fin en sí mismo, que anuncia la naturaleza de la transformación que persiguen (Melucci, 1989). La no violencia es una característica central de los movimientos sociales contemporáneos que contribuye a diferenciarlos de otros que la practican, y por ello forma parte de su identidad pública. Student Non-Violent Coordination Committee (Coordinadora Estudiantil No Violenta) era el nombre de la principal organización en defensa de los derechos civiles en Estados Unidos durante los años cincuenta, que fue precursora de los movimientos estudiantiles de la siguiente década (McAdam, 1988, 1994; Sale, 1971). Si el nombre es el primer signo que expresa la identidad de un movimiento social, el del Movimiento por la Libertad de Expresión que surgió en Berkeley durante el otoño de 1964 e influyó con fuerza en las posteriores movilizaciones de muchos campus estadounidenses, ilustra mi anterior argumento sobre la relación entre derechos civiles y movimientos sociales contemporáneos. En los movimientos clásicos, estos aspectos que definen la forma de actuar de un movimiento solían considerarse como 20
La analogía entre ambas ha sido señalada por González Casanova (1998), quien conceptualiza a la primera como una refuncionalización de la utopía socialista.
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simples instrumentos destinados a realizar sus fines, los cuales podían ser legítimos y, al mismo tiempo, realizarse por medios ilegales. En los movimientos totalitarios esa lógica es llevada al extremo, y ha sido empleada para justificar toda clase de crímenes (Furet, 1995; Courtois y otros, 1998). Cuando ese marco de acción colectiva resurge en las sociedades contemporáneas, lo más probable es que termine socavando su legitimidad y el apoyo que tenía el movimiento por las razones que estamos tratando. Mi argumento es que eso es lo que ha sucedido en el conflicto vasco, a pesar de la existencia de un espacio cerrado en el que subsiste una sociedad dentro de otra (Aulestia, 1998). El declive del ultranacionalismo que se ha producido en los últimos años (Tejerina, 1987a) sería fruto del contrasentido que supone luchar por la realización de la utopía existencial aplicando los marcos del pasado sobre la relación entre los medios y los fines del movimiento. Esa incoherencia socava el sentido de la participación en movimientos como el ultranacionalista vasco y ha impulsado movilizaciones contra él. Una interpretación opuesta consiste en afirmar que la influencia de los grupos ultranacionalistas en el País Vasco indica que ha surgido un marco nacionalista principal, el cual ha estado en primera línea de la esfera política desde hace años (Ibarra y Barcena, 1997: 11). A ese marco se le atribuye la capacidad de configurar el espacio en el que tienen que maniobrar los movimientos sociales que surgieron después del franquismo. Como prueba de ello, se cita el discurso del movimiento contra la construcción de la central nuclear en Lemóniz en los años setenta, que convocaba a la movilización con el lema Euskadi o Lemóniz. La resonancia de otras campañas promovidas por movimientos ecologistas vascos (Leizarán, Itoiz, contra el tren de alta velocidad) también se atribuye a la sintonía entre su discurso público y las cuestiones que preocupan a la izquierda nacionalista (op cit.: 12). Desde esa perspectiva, se trata de una dinámica similar a la que se ha producido en otros países europeos como Ucrania, Estonia, Córcega y Escocia, donde ha habido una especie de simbiosis entre los marcos de movilizá-
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ción promovidos por grupos ecologistas y nacionalistas (Ibarra y Barcena, 1977; Barcena, 1992). Para designar esa dinámica de movilización, los trabajos citados emplean el término econacionalismo. Sin embargo, los hechos no parecen respaldar esta interpretación. Las movilizaciones contra el terrorismo, unidas a las acciones policiales y judiciales (cierre del diario Egin, encarcelamiento de la dirección de Herri Batasuna), son los factores que han influido más directamente en la primera tregua indefinida declarada por ETA en septiembre de 1998. Dada la posición de vanguardia armada de esa organización en el movimiento ultranacionalista, esa tregua implica un cambio fundamental en su marco de movilización y la revisión de la teoría de la violencia instrumental. En la pérdida de apoyo a esa teoría, los grupos pacifistas que operan desde hace diez años han desempeñado un papel fundamental, y en ello se fundaba mi análisis de los efectos que iban a tener las movilizaciones contra el terrorismo vinculadas al asesinato de M. A. Blanco. En el último Congreso Mundial de Sociología presenté este pronóstico, que dos meses más tarde fue confirmado por la tregua de ETA.
El discurso del movimiento contra el terrorismo Como ha sucedido en otras movilizaciones colectivas cargadas de intensidad emocional, la masiva manifestación de Madrid para repudiar el asesinato de M. A. Blanco se caracterizó por una creativa combinación de lemas que mostraban la fuerza del marco de injusticia que impulsaba su acción. Esos lemas ilustran el análisis precedente ya que con frecuencia hacían referencia a la relación entre los medios y los fines de los movimientos sociales. Uno de ellos venía inscrito en una pancarta que se instaló en el estrado situado en la Puerta del Sol, desde el que algunos periodistas y políticos se dirigieron a los manifestantes: «No hay ninguna idea política que pueda ser defendida con el asesinato sangriento de una vida humana». 170
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Los lemas que aludían a la relación entre medios y fines de los movimientos también definían públicamente las identidades de los dos movimientos a los que me estoy refiriendo: «Mira nuestras manos, no tienen sangre». La alusión a las manos tiene triple significado simbólico, de especial interés porque actúa como un marcador de los límites (boundary marker) (Taylor y Wittier, 1992) existentes entre los dos movimientos implicados con este conflicto. 1) Las manos blancas (pintadas o con guantes de ese color) han sido el principal símbolo de estas movilizaciones y de las que se produjeron el año anterior para repudiar el asesinato de un profesor universitario, F. Tomás y Valiente. El color blanco —que es también el apellido del concejal asesinado por ETA— es un símbolo de pureza y limpieza que cumple una función importante en la creación de los campos de identidad de los dos movimientos implicados en este conflicto. Las organizaciones de los movimientos contra el terrorismo emplearon este color para promover una definición moral de su identidad que contrastaba con la que atribuían a sus antagonistas, los grupos ultranacionalistas, cuyas manos están manchadas con la sangre de inocentes. 2) El significado de las manos abiertas, con los dedos separados, contrasta con el que tiene el puño cerrado, que simbolizaba la unidad en los movimientos clásicos; ese símbolo también señala la diferencia con ellos y el pluralismo ideológico que caracteriza a los movimientos sociales contemporáneos. También marca la diferencia entre la identidad colectiva de las personas que participaron en estas movilizaciones contra el terrorismo y la de los que lo apoyan: la mano abierta no puede empuñar las armas con que los miembros de ETA cometen sus atentados. 3) Una mano abierta es también el símbolo empleado por Amnistía Internacional cuando publica en ia prensa sus denuncias sobre casos de atropello de los derechos humanos. El empleo del mismo símbolo con alguna variante (la mano es negra sobre el papel blanco en esos anuncios de prensa y tiene una fisura en la mitad) ilustra la conexión entre los marcos de acción colectiva y la denuncia de su atropello por parte del terrorismo, ya sea de Estado o de un mo171
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vimiento nacionalista. Esa doble denuncia fue el objetivo para el cual se fundó Gesto por la Paz (Tejerina, 1987a). En el ámbito de los movimientos sociales, hay muchos ejemplos de actividades destinadas a definir sus identidades y las organizaciones que se les oponen. A estas tareas de creación de «campos de identidad» se les atribuye especial influencia en el potencial de los primeros para movilizar a personas y grupos (Hunt, Benford y Snow, 1994). Durante las conversaciones de paz entre unionistas y católicos que están teniendo lugar en Irlanda del Norte, el primer ministro de Gran Bretaña fue increpado por un grupo de unionistas, que le acusaron de traidor y de llevar las manos manchadas de sangre cuando salía de un histórico encuentro con Gerry Adams que fue sellado con un apretón de manos. Una persona le lanzó un guante blanco para expresar que ese encuentro definía la identidad de Blair en los términos citados por confraternizar con el líder del brazo político del IRA. En las movilizaciones por la muerte de M. A. Blanco que tuvieron lugar en Madrid, dos de los lemas coreados por los manifestantes ilustran este argumento: «Mira nuestras manos, no tienen sangre» y «Vascos hermanos, aquí están nuestras manos». Las manos se convierten en un símbolo para diferenciar las identidades de los que participan en estos dos movimientos a través de una serie de significados asociados a esa parte del cuerpo. La mano tendida es un símbolo de aceptación que contrasta con la tendencia a excluir a los que no forman parte de la nación propia de los movimientos nacionalistas. El ofrecimiento de las manos a los vascos tiene ese significado de marcar la distinción entre la mayoría de la comunidad vasca, de la que proviene el embrión de este movimiento, y el sector ultranacionalista que apoya el terrorismo. Las manos abiertas, pintadas de blanco y alzadas al aire han sido el gesto acusador empleado para expresar el rechazo del terrorismo en estas movilizaciones. Abiertas implica desarmadas, y blancas supone que no están manchadas de sangre como las de los que apoyan a ETA. Este proceso de atribución de identidad también se manifiesta en otros lemas coreados por los manifestantes: «Vascos sí, ETA 172
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no»; «ETA escucha, así es como se lucha». De ahí el significado de las dos manos abiertas, con los dedos separados, en lugar de los puños cerrados o el brazo derecho en alto que han sido el gesto de identidad de los movimientos totalitarios. Ese gesto se ha convertido en el símbolo empleado para definir la identidad (limpia) del movimiento, en contraste con la de aquellos que apoyan al terrorismo. El símbolo de las manos blancas es un rasgo de la identidad pública de la asociación estudiantil Movimiento Contra la Intolerancia21, que tiene su sede en la Universidad Autónoma de Madrid, como muestra la dirección de su página en Internet (http://manos-blancas.uam.es). El uso de estos símbolos por los movimientos sociales los convierte en «marcadores de límites» entre sus protagonistas y sus antagonistas (Taylor y Wittier, 1992). En este sentido, el movimiento Manos Limpias surge en Italia durante los años noventa encabezado por un magistrado (Di Pietro) que persigue la corrupción política institucional. La implicación de la mafia en esos casos establece una asociación entre una organización delictiva y la conducta definida como de manos sucias, que podría hacerse extensiva al caso vasco. Ese sería un paso en el proceso de atribución de una identidad criminal a los movimientos totalitarios, similar al que se dio en el pasado con los nazis, basada en una analogía entre delincuencia y violencia política, que parece difundirse en la opinión pública durante los últimos años. En la citada manifestación de Madrid, los participantes también entonaron canciones a lo largo de su recorrido por el centro de la ciudad y una de ellas ilustra este análisis. Es una versión de otra que popularizó el movimiento de los derechos civiles en Estados Unidos, la cual también formó parte importante del repertorio de protesta de los movimientos estudiantiles de oposición al franquismo: No nos moverán. I Con bombas y pistolas, I no nos moverán. I Con tiros en la nuca, I no nos moverán. 21
Esa identidad es autodefinida como una ONG «que ha impulsado importantes manifestaciones pacifistas frente al terrorismo», a través de concentraciones en memoria de M. A. Blanco y otras víctimas de ETA.
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La anterior referencia al repertorio de los movimientos antifranquistas está relacionada con una interpretación del significado simbólico de este atentado que se publicó en un diario poco después (Savater, 1997). La expongo a continuación porque ilustra el anterior análisis y porque Savater es uno de los intelectuales que forman parte de lo que se conoce como el Foro de Ermua. El filósofo vasco afirmaba que el gran error de ETA ha sido obcecarse en su papel de contrapoder al Estado democrático y seguir su estrategia de devolver golpe por golpe para compensar el fracaso que supuso el rescate de Ortega Lara por la policía, que puso fin al secuestro más largo en la historia de esta organización terrorista. Al asesinar al concejal del PP dos días después de secuestrarlo y de poner condiciones para su liberación imposibles de cumplir, ETA estaba minando su anterior identidad pública como movimiento antifranquista, de la cual provenía su legitimidad para un sector equivalente a la décima parte de la población vasca. Y la búsqueda de legitimidad es una constante en los movimientos vinculados a organizaciones terroristas, de las que depende su supervivencia (Tejerina, 1997a; capítulo 8 de este libro). Ese hecho quedó patente en un comunicado difundido por los medios de comunicación en la noche en que todavía no se había cumplido el plazo dado por la organización terrorista para liberar al secuestrado. El testimonio procedía de la madre de otra víctima de ETA, que también era miembro de esa organización (Pertur) y al que se supone asesinado por ella por promover soluciones pacíficas al conflicto. Ese comunicado ilustra el análisis anterior del significado de este asesinato, que lo diferencia de otros y ha marcado un punto de no retorno en la historia del ultranacionalismo vasco. Al cometerlo, ETA atentó también contra sí misma al desvincularse de un símbolo central en la lucha antifranquista: el rechazo a la pena de muerte que Franco aplicaba a los presos políticos. Esta interpretación es congruente con la idea de que la refundación del nacionalismo vasco, en versión extremista y violenta, se produjo en el proceso de Burgos, en el que varios miembros de ETA eran juzgados bajo la amenaza de la pena capital (Unzueta, 1995). El concejal estaba condenado a 174
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muerte desde el momento en que fue secuestrado, ya que la organización sabía que el acercamiento de los presos en dos días era imposible.
La democracia como proyecto Las movilizaciones contra el atentado comenzaron en Madrid y en el País Vasco el mismo día en que se produjo el secuestro del concejal, duraron ocho días (desde el 10 hasta el 17 de julio de 1997) y, además de producir paros laborales de distinta duración, fueron las que lograron mayor respaldo popular desde el comienzo de la transición a la democracia. Ese apoyo se ha estimado en más de seis millones de ciudadanos que tomaron parte en las mil quinientas movilizaciones que tuvieron lugar en todo el país 22 . Ese apoyo masivo de los ciudadanos españoles estuvo directamente relacionado con el significado simbólico de aquellos hechos. Para completar la interpretación anterior, voy a exponer otros elementos que resultan útiles y forman parte de la perspectiva de este libro. El primero amplía el significado de los movimientos en defensa de las libertades civiles en las cuales se ha basado mi anterior interpretación y se basa en un trabajo reciente de González Casanova (1998). Al igual que el siguiente aspecto que aquí se destaca (el desbordamiento de los cauces políticos), estos dos apartados plantean distintas forma de aplicar el concepto de reflexividad. 22
La manifestación del día 14 de julio en Madrid movilizó a millón y medio de personas, más que la convocada en protesta contra el intento de golpe de Estado de febrero de 1981 (1,2 millones de ciudadanos), la que motivó el asesinato de un oficial del ejército (Martín Barrios) en 1983 (1 millón) y el asesinato de un profesor de universidad (Tomás y Valiente) en 1996 (más de 1 millón). Ésas han sido las cuatro movilizaciones de masas más importantes que se han registrado en defensa de la democracia en España. La del 14 de julio ha sido la más importante de todas ellas por la participación que suscitó, y fue descrita como la marcha inmóvil como consecuencia de la cantidad de asistentes (ElPaís, 15-7-97). En otras ciudades españolas la manifestación también fue calificada como la «más grande de su historia» por un diario nacional (El País, 15-7-97).
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Las movilizaciones contra el asesinato de M. A. Blanco surgieron de forma espontánea y sin ser convocadas por los partidos políticos. Una de sus primeras características es que constituyen un caso de primacía de los movimientos sobre los partidos que tiene importantes implicaciones sociales y teóricas. Mi interpretación es que ese caso mostró un fenómeno de desbordamiento de los cauces políticos convencionales que está basado en la crisis de credibilidad de éstos, pero se sitúa más allá de dicha crisis. Estas movilizaciones son congruentes con el análisis de lo que acontece en el periodo actual con respecto a los movimientos sociales en España y la quiebra del principio de subordinación a los partidos que ha caracterizado la historia reciente de España, como se expone en el capítulo 6. En páginas anteriores se ha afirmado que estas movilizaciones constituyen un movimiento social conforme a la definición de este concepto que se expone al final del capítulo anterior23. Las movilizaciones contra el terrorismo presentan sus características. En primer lugar, su llamada a la solidaridad con las víctimas ha desempeñado un papel crucial en el enorme apoyo que obtuvo. Su poder de convocatoria (su reflexividad) se manifiesta en la difusión de un marco de acción contra la violencia política en el que la defensa de la democracia se convierte en un fin en sí mismo que no necesita ser legitimado en función de otras ideologías como el liberalismo, socialismo, comunismo o nacionalismo revolucionario. Como ha destacado González Casanova (1998: 30), hasta hace poco el proyecto de construir un orden democrático no se justificaba en sus propios términos, sino en función de otras ideologías, que impulsaban a los movimientos sociales clásicos. 23
Esa definición destaca que se trata de una forma de acción colectiva 1) que apela a la solidaridad para promover o impedir cambios sociales; 2) cuya existencia es en sí misma una forma de percibir la realidad, ya que vuelve controvertido un aspecto de ella previamente aceptado como normativo; 3) implica una ruptura de los límites del sistema de normas y relaciones sociales en el que se desarrolla su acción; 4) tiene capacidad de producir nuevas normas y legitimaciones en la sociedad.
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El cambio consiste en la supresión de esos calificativos que servían de legitimación a las luchas sociales hasta el final de este siglo, y se manifiesta en la formación de movimientos en defensa de la democracia como el que acabo de tratar. En las luchas sociales contemporáneas, el proyecto democrático deja de ser un medio al servicio de dichas ideologías para convertirse en un fin en sí mismo. «Hoy la libertad, la justicia y el objetivo de poner fin a los sistemas de explotación están siendo definidos por primera vez sobre la base del proyecto democrático en sí mismo» (op. cit: 30). Esto último exige matizar el segundo elemento del concepto de movimiento social que se refiere a su reflexividad. La existencia del movimiento contra el terrorismo es en sí misma una forma de percibir la realidad. Sin embargo, en lugar de «volver controvertido un aspecto de la realidad previamente aceptado como normativo» (Gusfield, 1994), su eficacia simbólica consiste en restaurar la legitimidad de un proyecto de orden social cuyos orígenes se sitúan en las revoluciones liberales de los siglos XVII y XVIII. Pero ello no significa que esa taxonomía 24 sea aplicable a este movimiento por las razones que aquí se han expuesto sobre la importancia de las cuestiones de identidad en su formación. Otro elemento de la definición propuesta proviene de Melucci (1996a) y destaca que un movimiento social implica una «ruptura de los límites del sistema de normas y relaciones sociales en el que se desarrolla su acción». Considero que la concreción de esa idea en el movimiento contra el terrorismo está directamente relacionada con la magnitud del apoyo que ha obtenido, al igual que con su capacidad y voluntad de desbordar los cauces políticos instituidos para enfrentarse con el problema del terrorismo vasco. Lo interesante es que ese desbordamiento de la
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Me refiero a la que identifica a los movimientos que surgen entonces como liberales por responder a la utopía liberal-humanitaria que penetra en el orden social desde entonces. El significado de este movimiento es mucho más complejo, como se ha expuesto antes.
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política como una actividad política diferenciada y separada dé la sociedad (Beck, 1992; Weber, 1944) se produce en aras de lo que se ha designado como un proyecto de democracia universal, no exclusiva y participativa (González Casanova, 1998). Mi argumento es que ese proyecto exige revisar aquella vieja concepción de la política a la luz de otra en la cual los partidos políticos no son ya los únicos cauces de participación. Ese es el nuevo objetivo creativo de muchos movimientos sociales contemporáneos, lo cual no reduce su potencial de conflicto social, sino que puede intensificarlo. La capacidad de este movimiento para crear normas y legitimaciones sociales no necesariamente implica la novedad de éstas, ya que se desarrolla con carácter de autoafirmación del proyecto de la democracia. Dicho proyecto no se agota en sus aspectos formales, como planteaba la citada teoría weberiana, ni constituye una estructura estática, sino un proceso en desarrollo. Su realización requiere la intervención de actores colectivos que se consideraban situados fuera de la política en las teorías clásicas sobre la modernización social.
El desbordamiento de la política Este capítulo termina con la interpretación de los procesos de desbordamiento de la política que ha formulado Beck (1992) y con el análisis de sus implicaciones en lo que se ha llamado la «politización de la vida cotidiana» (Taylor y Wittier, 1992). Ambos aspectos apuntan a la tendencia de los nuevos movimientos a no ajustar su campo de acción dentro de los límites simbólicos que separan distintos ámbitos de la vida de las personas en las sociedades complejas. El derbordamiento de la política ha sido considerado una característica central en el surgimiento de una sociedad del riesgo, un concepto acuñado por Ulrich Beck en los años ochenta (1986 [1992]) que se funda en la teoría de la modernización reflexiva citada en el capítulo anterior. Voy a sintetizar el significado de ese concepto a continuación porque las 178
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movilizaciones sitúan el anterior análisis en un contexto más general, que está vinculado a aspectos estructurales en la transformación de las sociedades industriales como los que inicialmente centraron la atención de los estudios sobre los nuevos movimientos sociales25. Una premisa inicial es que, en un estadio de modernización avanzado, la producción social de la riqueza está acompañada sistemáticamente de una nueva clase de riesgos, que son generados por el desarrollo tecnocientífico y amenazan la vida de todos los seres vivos. Los problemas y conflictos relacionados con la distribución de la riqueza en una sociedad de escasez se solapan con los que provienen de la producción, definición y distribución de esos riesgos26. Beck subraya las dimensiones cognitivas de este cambio, que vincula al surgimiento de una sociedad (reflexiva), en la que cambian las categorías con las que interpretábamos los hechos. Las formas de pensar y actuar características de la sociedad industrial están siendo relativizadas y sustituidas por otras 27 . Beck sitúa las causas de estos cambios en los riesgos generados por el desarrollo de la ciencia y la tecnología. La creciente evidencia en la sociedad de sus consecuencias perversas las sitúa en el punto de mira de muchos grupos sociales, y, de ser consideradas como el principio del progreso, empiezan a juzgarse 25
Ese modelo también brinda ideas útiles en la investigación de otra clase de movimientos contemporáneos, habitualmente designados como ambientalistas y ecologistas (Laraña, 1998b). 26 Ello sucede cuando se dan dos condiciones históricas: 1) «Allí donde —y siempre que— las necesidades materiales auténticas pueden ser objetivamente reducidas a través del desarrollo humano y de la productividad tecnológica^, así como del Estado del Bienestar. 2) Ese cambio depende de que con el desarrollo de las fuerzas productivas y la modernización, los peligros y amenazas potenciales aumenten en unas proporciones desconocidas hasta ahora (Beck, 1992: 19). 27 Esos cambios se manifiestan en los conceptos de sociedad industrial o sociedad de clases, los cuales «giraban en torno a la cuestión de cómo una producción social podía ser objeto de una distribución no igualitaria y al mismo tiempo legítima» (p. 20). Esa cuestión se solapa con otra que adquiere una importancia decisiva en la sociedad del riesgo: «¿cómo pueden prevenirse, minimizarse o controlarse los peligros que sistemáticamente produce la modernización?».
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como una fuente de peligros globales que desbordan las fronteras entre países. Por ello, la modernización se ha vuelto reflexiva, ya que «se está convirtiendo en su propio tema». La preocupación por el desarrollo de la tecnología y su aplicación a otros campos, que caracterizó al periodo anterior de modernización, está siendo eclipsada por las cuestiones asociadas al control político y económico de ese proceso. Las dimensiones de estos riegos hacen necesaria una profunda reflexión sobre el progreso en la sociedad occidental. Pero esa actividad no se limita a la reflexión, sino que es la plataforma de muchos procesos, políticas y movimientos sociales que adquieren singular importancia para prevenir, reducir, controlar o dramatizar las consecuencias negativas de la modernización. Uno de esos procesos consiste en una especie de globalización interna de la sociedad que se produce dentro de sus fronteras nacionales y afecta a los límites que antes separaban el ámbito de la política y la vida pública de aquellas actividades que no podían considerarse como tales. El proceso de desdiferenciación de la política es explicado por Beck como consecuencia de la naturaleza global de los peligros que amenazan a toda la humanidad, sin respetar las fronteras nacionales ni las de clase social, sin atenerse a límites de tiempo y espacio ya que afectan a futuras generaciones. Son producto de tecnologías que abarcan desde la fisión nuclear hasta el almacenamiento de residuos radioactivos, el cambio climático y la esquilmación de recursos naturales, y se manifiestan en el creciente número de catástrofes que se vienen produciendo en nuestras sociedades. Uno de sus efectos consiste en difundir una conciencia de las consecuencias negativas de la modernización que cuestiona el modelo tradicional de la política como una actividad separada de las que desarrollan los ciudadanos en su vida cotidiana que corre a cargo de un sector de profesionales. De forma implícita, Beck relaciona esa conciencia reflexiva y crítica respecto a las consecuencias de la modernización con la desconfianza del modelo de organización política que legitima el sistema de decisión en las cuestiones vincula180
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das a esos riesgos colectivos28. Las movilizaciones sociales que éstos suscitan cuestionan el monopolio de la toma de decisiones fundamentales por las instituciones políticas y el propio modelo occidental de la política como un ámbito separado del de la nopolítica, la cual incluye la actividad económica. Tradicionalmente, esa separación estuvo basada en la que existía entre los derechos y deberes del ciudadano como tal y como persona interesada en la defensa de sus derechos de propiedad: la primera era el campo de la política, y la segunda, el de la no-política. Este modelo dividido del ciudadano establecía su derecho a participar en las decisiones que se toman en la primera y su deber de abstenerse de hacerlo en el ámbito de la segunda, y se fundaba en la separación entre el sistema político y el tecnoeconómico. De esta forma, el sistema tecnoeconómico permanecía fuera del control político, por ser el ámbito donde se gestan procesos de cambio social y técnico que están legitimados por la ideología modernista del progreso. Los procesos económicos se consideraban resultado de una especie de ley de vida de la modernización. Pero la responsabilidad de ese sector en la producción de los nuevos peligros colectivos produce la quiebra de esas demarcaciones y del modelo de organización política en que se fundaban. Un factor de especial importancia para ello es la creciente pérdida de confianza en los cauces políticos tradicionales ante la incapacidad de éstos para dar respuestas efectivas a esas amenazas. La decepción de los ciudadanos con la política, según Beck, proviene del contraste entre la sociedad del riesgo y el modelo de organización política occidental. Esa separación formal provoca el desencadenamiento de la política, lo cual en realidad es el de 28
Para Weber (1944), el modelo de organización y participación social a través de los partidos es una exigencia del proceso de modernización occidental, el cual exige que los partidos asuman el protagonismo de la participación social y la movilización colectiva. Las otras formas de articular las demandas sociales (grupos de interés, opinión pública y movimientos sociales) sólo son componentes de los partidos. Su función de modernización política consiste en canalizar esas demandas dentro de unas estructuras organizativas que permiten traducirlas a términos más racionales, es decir: al posibilitar la inclusión de intereses contrapuestos su combinación con los objetivos políticos del partido y los medios disponibles para su logro (Eisenstadt, 1972; Pérez-Agote, 1987).
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LA PERSPECTIVA DE LA CONSTRUCCIÓN SOCIAL
aquello tradicionalmente considerado como no-política: la proliferación de demandas y movilizaciones que se plantean fuera de la primera y el surgimiento de una nueva cultura política que confiere sentido a la participación en esas formas de acción colectiva.
Lo público y lo privado Para terminar, y en relación con lo anterior, hay que señalar que otra característica frecuente en los nuevos movimientos sociales es el desplazamiento de las reivindicaciones y el foco de atención de los actores a cuestiones que tienden a plantearse en su vida cotidiana y se refieren a aspectos privados e íntimos de la conducta individual, que van desde «lo que comemos, cómo nos vestimos y disfrutamos de las cosas hasta la forma en que hacemos el amor, nos enfrentamos a problemas personales o planificamos nuestras carreras profesionales» (Johnston, Laraña y Gusfield, 1994: 8). Los movimientos feministas, de homosexuales y de la Nueva Era, los que promueven una medicina alternativa, una vida sana y la transformación personal son algunos ejemplos que ilustran ese tipo de preocupaciones. Estas preocupaciones no anulan la carga de conflicto que comportan estos movimientos, ya que las de los que plantean aspectos íntimos de la vida cotidiana de las personas están directamente relacionadas con una de sus principales características: la difuminación de los límites que separaban los ámbitos de lo público y lo privado en los que se produce la acción colectiva. Antes se ha indicado que uno de los aspectos nuevos de los movimientos sociales contemporáneos es su tendencia a plantear la defensa de aspectos privados en ámbitos públicos a los que antes nunca habían accedido (Turner, 1969, 1994). La separación de ambas esferas de la conducta ha sido un principio básico en la organización social occidental, que tiene su origen en la estructura del orden económico liberal y capitalista (Bell, 1976). Una de sus premisas es que los fines de la actividad económica no pueden ser objeto de debate público. Ello contrasta con las rei182
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vindicaciones de estos movimientos sociales, que suelen suscitar cuestiones relacionadas con los fines de la existencia personal y del sistema social (Melucci, 1994). Por ello, estos movimientos señalan la cara oculta de la luna, suscitan cuestiones sustantivas que suelen permanecer ocultas bajo la apariencia de neutralidad y racionalidad desde la que se justifican las decisiones políticas y económicas. Para entender los procesos por los que se produce ese cambio, Turner destaca la relación que suele haber entre las reivindicaciones centradas en asuntos privados y el surgimiento de un marco de injusticia entre aquellos que las plantean. La reivindicación del derecho a la identidad suele estar asociada a la difusión de un nuevo marco de acción colectiva que exige responsabilidades públicas en este terreno. Ese proceso implica la construcción de nuevas definiciones de la situación de los actores y sus derechos, aspecto que ha sido designado como el elemento normativo emergente de los movimientos sociales (Turner y Killian, 1987). El surgimiento y difusión de un marco de injusticia confiere legitimidad a los movimientos más importantes, y de ello depende gran parte de su potencial de movilización colectiva (Turner y Killian, 1987: 237). Estos supuestos clásicos contribuyeron a nuestro conocimiento de los movimientos sociales contemporáneos al enfatizar su capacidad para crear nuevas normas y producir cambios en el orden social. El problema es que esas funciones constructivas de los movimientos fueron eclipsadas por el énfasis de las teorías clásicas en sus dimensiones de conflicto o en la diferencia entre comportamiento colectivo y organización social. El énfasis en la capacidad normativa de los movimientos plantea dos cuestiones importantes: 1) requiere aproximarnos a ellos como lo que son: procesos sociales sujetos a cambios en las definiciones de los problemas que motivan la acción colectiva, sus metas, oportunidades y constricciones sociales y políticas; 2) el análisis de la capacidad normativa de los movimientos contribuye al conocimiento de los procesos a través de los cuales los individuos confieren sentido a su acción colectiva. Las movilizaciones estudiantiles contra la po183
LA PERSPECTIVA DE LA CONSTRUCCIÓN SOCIAL
lítica educativa del gobierno en 1986-87 ilustran la relación entre la creación de un marco de injusticia y las cuestiones de identidad colectiva que las motivaron, como se expone más adelante (capítulo 4). Los procesos de redefinición de los problemas y situaciones sociales suelen potenciar la resonancia de los marcos de movilización entre los potenciales seguidores de los movimientos (Snow y otros, 1986). Los líderes universitarios de ese movimiento reivindicaron un nuevo derecho a la educación superior áe todos los ciudadanos, el cual ni era reconocido por la Constitución ni se justificaba en la naturaleza de las instituciones de educación superior, pero a corto plazo contribuyó mucho a potenciar el apoyo a sus movilizaciones. Otro aspecto de la difuminación de las fronteras entre lo público y lo privado es la politización de la vida cotidiana que han promovido algunos movimientos, como el feminista, especialmente en su sector radical. Dado que la discriminación entre los géneros se considera que está presente en la mayoría de las relaciones sociales, el marco de acción colectiva de ese sector afirma que existe una injusticia básica arraigada en las relaciones cotidianas entre personas de distinto sexo. La difusión del principio de la igualdad entre los géneros incide en la vida diaria de las parejas y su quebrantamiento suscita con frecuencia conflictos en este ámbito privado que antes se situaba al margen de ellos. Pero esa dinámica, que se extiende de forma desigual en función de factores de educación y estatus, muestra también la capacidad del movimiento feminista para producir nuevas normas de relación y reparto de tareas domésticas. En el extremo más radical del movimiento feminista, el énfasis en la guerra entre los sexos ha generado estrategias de creación de nuevos espacios sociales (como las comunidades lesbianas del movimiento feminista en Estados Unidos), «donde las mujeres puedan dar respuesta, y en último extremo escapar de la discriminación y la interacción con los hombres con el fin de potenciar sus propias identidades» (Taylor y Whittier, 1992:25). El desplazamiento del foco de atención de los seguidores de los movimientos sociales contemporáneos a cuestiones próximas 184
LA IRRUPCIÓN DE LOS NUEVOS MOVIMIENTOS SOCIALES
a su vida cotidiana es una tendencia que contrasta con la de los movimientos totalitarios y de masas del pasado, cuyas demandas y objetivos se situaban en cuestiones muy distantes de la experiencia de los individuos (Kornhauser, 1969; véase el capítulo primero). Si el alejamiento del foco de atención de las personas históricamente facilitó las posibilidades de manipulación de los movimientos por individuos y programas demagógicos, esta tendencia de los nuevos movimientos sociales tendría el efecto opuesto y haría mas difícil su manipulación. Si el sentido de realidad y responsabilidad de las personas disminuye a medida que se distancia su objeto de preocupación (Kornhauser, 1969), la proximidad de las cuestiones que suscitan la participación en estos movimientos también tendría el efecto contrario. La importancia que adquieren las cuestiones vinculadas a la vida cotidiana de los actores está relacionada con las características ideológicas de estos movimientos, entre las que destacan su orientación pragmática y el pluralismo de ideas y valores entre sus seguidores. Ambas cosas los diferencian claramente de la orientación revolucionaria y la uniformidad ideológica que caracterizaron a los movimientos basados en el conflicto de clases. En lugar de pretender producir cambios radicales en la organización social, estos movimientos suelen perseguir objetivos limitados y reformas institucionales que están destinadas a ampliar los sistemas de participación en decisiones de interés colectivo (Offe, 1985; Cohén, 1985). En ello radica el importante significado político de los nuevos movimientos en las sociedades occidentales, ya que generan dinámicas de democratización de las instituciones sociales y de vida cotidiana, así como la expansión de las dimensiones civiles de la sociedad frente al crecimiento de las vinculadas al Estado (Cohén, 1985; Johnston, Laraña y Gusfield, 1994: 7). El pluralismo de orientaciones y significados de las personas que participan en los movimientos sociales contemporáneos ha sido designado como heterogeneidad dinámica por Turner y Killian (1987: 237). La existencia de unas reivindicaciones compartidas no implica la homogeneidad de actitudes y valores entre sus 185
LA PERSPECTIVA DE LA CONSTRUCCIÓN SOCIAL
seguidores, que suelen responder a diferentes definiciones de la situación y de las reivindicaciones del movimiento. La naturaleza de proceso emergente de estos movimientos sociales se manifiesta en la «volatilidad de sus metas e ideologías», la cual es un objeto de investigación en sí misma (Turner, 1981: 5). Esas metas están en constante evolución como consecuencia de la interacción de los seguidores del movimiento entre sí y con personas e instituciones ajenas a él. La versatilidad de estos movimientos también se manifiesta en su estrategia de acción, como ha sucedido en los que transforman sus metas revolucionarias en reformistas o sus demandas de independencia en otras de autonomía.
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SEGUNDA PARTE
LOS MOVIMIENTOS SOCIALES EN EL TIEMPO
CAPÍTULO 4
CONTINUIDAD Y UNIDAD EN LOS MOVIMIENTOS SOCIALES: UN ANÁLISIS COMPARADO DE MOVIMIENTOS ESTUDIANTILES
La cuestión de la continuidad en los movimientos sociales Este capítulo se ocupa de una de las cuestiones más problemáticas en este campo, como son las relaciones que pueden establecerse en el tiempo entre unos movimientos considerados como las primeras manifestaciones de los nuevos movimientos sociales. Los movimientos estudiantiles que surgen durante los años sesenta no sólo fueron sus precursores en el tiempo y en el contexto de las sociedades occidentales, sino que ya pusieron de manifiesto sus implicaciones teóricas (capítulo 3). Aquéllos fueron los primeros en cuestionar algunos supuestos centrales en la explicación de los movimientos desde enfoques clásicos (Flacks, 1967; Laraña, 1982, 1994a; Melucci, 1989; Johnston, Laraña y Gusfield, 1994). Esos movimientos potenciaron el desarrollo de la reflexividad en este campo en un sentido similar al que han propuesto algunos sociólogos (Ibáñez, 1984, 1991) y han destacado las teorías de la construcción social: actuaron como instancias generadoras de significado tanto de importantes cuestiones y problemas sociales como de los medios para actuar respecto a ellos. Este aspecto ha sido designado antes como el efecto epistemológico 189
LOS MOVIMIENTOS SOCIALES EN EL TIEMPO
de los nuevos movimientos sociales. Éstos no sólo han generado nuevos marcos para interpretar controvertidas cuestiones públicas y mostrado la existencia de nuevos problemas en las sociedades donde surgieron, sino también cambios en la forma de acercarse a los movimientos. Una de las consecuencias de los movimientos estudiantiles ha consistido en problematizar los supuestos desde los que se explicaba la formación, unidad y continuidad de los movimientos a los que voy a referirme a continuación. Ello es congruente con el supuesto según el cual el desarrollo del conocimiento en todos los campos es un proceso abierto (Cicourel, 1982), que depende de la capacidad para revisar los supuestos de interpretación y medida establecidos y de la confrontación entre distintas orientaciones teóricas. La continuidad de los movimientos viene siendo estudiada con frecuencia en la literatura sobre movimientos sociales. La aproximación tradicional ha consistido en centrarse en las organizaciones que precedieron e impulsaron un movimiento social y las que éste ha generado. Sin embargo, creo que el estudio de las continuidades va más allá de la mera identificación de la evolución de las organizaciones del movimiento social en el tiempo. Ese objeto requiere conocer cómo ha surgido, cuáles son los procesos sociales que han impulsado a las personas a participar en él, la forma en que se han definido una serie de acontecimientos y problemas relacionados con él, qué clase de procesos sociales ha generado y cuál ha sido su impacto en la sociedad. Ese tipo de análisis exige aclarar la concepción que tiene el analista de lo que es un movimiento social, y presenta una dificultad de partida, ya que la continuidad parece ser una característica difícil de apreciar en los movimientos que proliferan en las sociedades avanzadas de Occidente durante las tres últimas décadas. El análisis de las continuidades ocupa un lugar importante en la literatura sobre movimientos porque es un aspecto directamente relacionado con la explicación de la unidad del movimiento y, por tanto, con la imagen moderna del mismo como una entidad homogénea que se ha expuesto en los capítulos anteriores. Conti190
CONTINUIDAD Y UNIDAD EN LOS MOVIMIENTOS SOCIALES
nuidad significa «cualidad de continuo, circunstancia de ocurrir o realizarse una cosa sin interrupción en el espacio o en el tiempo». Y «continuo» viene del vocablo latino continuas, que deriva de continere, «mantener unido» (Moliner, 1996), y éste es un verbo compuesto por con y tenere o tener en castellano. En mi estudio del Movimiento por la Libertad de Expresión que se produjo en Berkeley (Laraña, 1975), el objetivo era explorar la discontinuidad del movimiento estudiantil en el campus que había constituido uno de sus principales enclaves en Estados Unidos durante la segunda mitad de los años sesenta. La misma cuestión, planteada de forma inversa, informaba mi investigación de las movilizaciones estudiantiles que tuvieron lugar en España durante el curso 1986-87- Un movimiento que aparentemente surgió de la nada, sin antecedentes históricos ni organizativos, y en un sector de la enseñanza diferente del de las grandes movilizaciones estudiantiles de los años sesenta, adquirió una importante relevancia política y social. Ello fue debido a la naturaleza de las cuestiones que planteaba, entre las que destacaban la situación de las enseñanzas medias y universitarias y su conexión con cuestiones de identidad individual que suelen estar en la raíz de los movimientos sociales contemporáneos. El rechazo de las pruebas de acceso a la educación superior fue el motivo principal de un conflicto que dio lugar a una larga huelga de asistencia a clases y exámenes en la mayoría de los institutos de enseñanza media, así como a manifestaciones que registraron una alta participación y llegaron a movilizar a muchos miles de personas en todo el país. Los estudiantes de instituto protagonizaron uno de los conflictos sociales más importantes en España durante los años ochenta, no sólo por su intensidad y por la diversidad y cantidad de personas implicadas —desde un amplio sector de estudiantes de BUP y C O U en toda España a un grupo más reducido de estudiantes universitarios—, sino por la naturaleza de los problemas que planteaba y las singulares características de aquellas movilizaciones. Parte de su interés para el estudio de los movimientos sociales radica en que sus protagonistas fueron estudiantes de 191
LOS MOVIMIENTOS SOCIALES EN EL TIEMPO
enseñanza media, que actuaron con considerable independencia de los partidos políticos y de las universidades, y en la peculiar relación que se estableció entre los dos sectores estudiantiles. Este movimiento presenta algunas características similares a otros que surgieron en países y décadas diferentes, con los que aquí se comparan. Ello es congruente con dos premisas de este libro que se explican en otros capítulos: 1) los movimientos sociales que surgen en las sociedades complejas pueden entenderse mejor a través de análisis transculturales; 2) el concepto de nuevos movimientos sociales puede ser de singular utilidad para ello si se emplea en el sentido descriptivo y relativo que hemos propuesto en un trabajo anterior (Johnston, Laraña y Gusfield, 1994: capítulo 3). Para evitar la distorsión en nuestra percepción de estos fenómenos colectivos que puede producir la imagen moderna en el segundo capítulo de este libro se propone desconstruir el concepto de movimiento social y fundar la interpretación de los que aquí nos ocupan en sus características distintivas, identificar la forma en que se mantienen unidos sus distintos elementos y destacar las diferencias con los movimientos clásicos (Melucci, 1989, 1994). Esa propuesta es desarrollada en este capítulo, en el que también procedo a revisar algunos supuestos clásicos sobre la continuidad y unidad de los movimientos sociales, que son contrastados con los datos procedentes de mi investigación sobre movimientos de estudiantes1. A continuación expongo algunas ideas procedentes del enfoque de los nuevos movimientos sociales que contribuyen a interpretar esa investigación y plantean la necesidad de revisar algunos de esos supuestos. Este análisis se inscribe en el debate sobre las relaciones entre los aspectos estructurales y culturales de la acción colectiva que hemos tratado en el capítulo anterior y que se vienen empleando para explicar el sur1
La formación y el anterior trabajo de cada analista informan su interpretación de nuevos hechos. Mi trabajo sobre las últimas movilizaciones estudiantiles en Madrid se relaciona de este modo con el que realicé en Berkeley años antes, a la vez que difiere de él en supuestos interpretativos básicos, como consecuencia de mi evolución personal e intelectual.
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CONTINUIDAD Y UNIDAD EN LOS MOVIMIENTOS SOCIALES
gimiento de los movimientos y su persistencia en el tiempo. Los enfoques de los nuevos movimientos sociales y la movilización de recursos, los más difundidos durante la pasada década en Europa y América, también se enfrentan hoy a una serie de problemas de interpretación, porque han seguido supuestos que simplifican esa cuestión y por su tendencia a ignorar el papel de los aspectos cognitivos e ideológicos (Snow y Benford, 1988; McAdam, 1994). Mi interpretación consiste en destacar que estos últimos son de crucial importancia para el análisis de la formación y el declive de los movimientos, porque orientan nuestra atención hacia las funciones simbólicas y reflexivas que desempeñan, y hacia los procesos de interacción en sus organizaciones y redes. Como hemos visto, la existencia de continuidades organizativas y temporales es considerada una característica constitutiva de los movimientos sociales para la teoría del comportamiento colectivo, uno de cuyos textos más difundidos los define como «colectividades que actúan con cierta continuidad para promover o resistir un cambio en la sociedad o en el grupo del que forman parte» (Turner y Killian, 1987: 222). Una especial dimensión colectiva y la continuidad en el tiempo se consideran atributos intrínsecos a esta clase de fenómenos, lo cual permite distinguirlos de otros como las migraciones o las manifestaciones de protesta. La diferencia respecto a estos fenómenos colectivos consiste en que los segundos se producen de una forma espontánea y efímera, mientras que en los primeros falta el elemento simbólico que confiere a los actores de un movimiento cierta homogeneidad en sus valores y creencias. Este componente unificador se manifiesta en las conductas, no sólo en su orientación hacia los objetivos de la movilización, sino también en la capacidad de coerción del movimiento sobre los comportamientos individuales de sus seguidores2. Asimismo, un movimiento se caracteriza por cierto grado de continuidad en la actividad que 2
Los movimientos sociales presentan, por tanto, las dos características específicas de los hechos sociales, externalidad y coerción, en el sentido en que Durkheim (1978) los definió (Turner y Killian, 1987: 223).
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LOS MOVIMIENTOS SOCIALES EN EL TIEMPO
desarrolla para realizar sus objetivos, en su estrategia y organización, en su liderazgo y estructura de roles y en su identidad colectiva. Es preciso que la acción colectiva presente una línea de continuidad temporal para que constituya un movimiento social, lo cual está directamente relacionado con las metas de cambio social que lo impulsan (Gusfield, 1970). Sin embargo, el límite de tiempo necesario para identificar esa continuidad parece depender de criterios variables y de sentido común, que excluyen de la consideración como movimiento acciones que van desde una manifestación organizada hasta la ocupación de un edificio durante varias semanas. La ambigüedad de un elemento al que se atribuye tal relevancia parece relacionada con las dificultades que ha tenido la teoría de los movimientos sociales para establecer una línea precisa de demarcación entre ellos y otra clase de fenómenos colectivos (Turner y Killian, 1987, 223). La teoría marxista parte de un supuesto distinto pero también ambiguo al situar en la conciencia de clase el elemento unificador de los sectores que integran un movimiento. En la medida en que esa ideología no es más que la toma de conciencia de una situación de explotación y de los intereses comunes que comparten los que se encuentran sometidos a ella, se convierte en un componente natural de la movilización de la clase trabajadora. Sin embargo, en la versión leninista de esa teoría, la difusión de esa conciencia corre a cargo de un elemento externo a ella, un comité de profesionales de la agitación que, pese a pertenecer a la burguesía, se desclasan y se sitúan en el lado de su enemigo histórico (Lukacs, 1971; Michels, 1984). Puesto que la unidad de ideas y metas de la clase trabajadora concienciada se considera resultado de esa comunidad de intereses basada en sus condiciones materiales de vida, la continuidad del movimiento social es fruto de la estructura social existente en el capitalismo. Si aplicamos estos criterios a los movimientos estudiantiles objeto de este capítulo, surgen serios problemas conceptuales. Para designar a los que tuvieron lugar durante los años sesenta en países avanzados, algunos sociólogos emplearon términos como 194
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«rebelión», «revuelta» e «insurgencia» que destacan su carácter espontáneo e imprevisible, así como la dificultad de establecer las continuidades entre ellos y de conceptuarlos como movimientos sociales (Draper, 1965; Lipset, 1965; Wolin y Schaar, 1970). Veinte años después, el término más empleado por los medios de comunicación para referirse a ios que nos ocupan fue movilizaciones, que también enfatiza la idea de imprevisibilidad y discontinuidad; ese uso también parece responder a su percepción como un fenómeno más normal y cotidiano, y sería fruto de la proliferación de nuevas formas de acción colectiva en las sociedades complejas desde los años sesenta. Sin embargo, aquellos movimientos estudiantiles que surgen en los años sesenta en Alemania, España, Francia o Estados Unidos fueron las primeras manifestaciones de lo que hoy llamamos nuevos movimientos sociales y tuvieron especial impacto no sólo en la investigación de la acción colectiva sino en la teoría sociológica en general, ya que cuestionaban las teorías tradicionales sobre el orden y el conflicto social (Flacks, 1967; Giddens, 1979; Laraña, 1982, 1993a). En este sentido, aquellos movimientos pueden conceptuarse como movimientos iniciadores de un ciclo de protesta. McAdam emplea este concepto para analizar la relación que puede establecerse entre la naturaleza de un movimiento social y los ciclos de protesta, y en esa relación se funda la nueva tipología de movimientos que propone. La categoría citada se refiere a «aquellos movimientos poco frecuentes, pero extremadamente importantes, porque señalan o ponen en movimiento un ciclo de protesta identificable» (McAdam, 1995). La siguiente categoría designa a los movimientos que son más habituales porque «surgen al hilo de otros (spin-offmovements), que obtienen su impulso e inspiración del movimiento iniciador original» (McAdam, 1995). Al movimiento iniciador se le atribuye especial importancia para entender el ciclo de protesta porque «cambia significativamente la dinámica de surgimiento de los movimientos que le siguen». La utilidad de esta tipología no se limita a esto último, sino que se extiende a la identificación de los elementos que intervienen en la formación de un movimiento social. Según McAdam, en los últi195
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mos años se está produciendo un consenso en la literatura especializada respecto a la naturaleza de esos elementos, que pueden designarse con tres conceptos: estructuras de movilización, procesos de creación de marcos y oportunidades políticas; McAdam, 1995: 32).
Redes sumergidas En los años ochenta, algunos supuestos clásicos sobre la acción colectiva han sido revisados como consecuencia de la proliferación de nuevos movimientos durante las dos décadas precedentes y de la necesidad de emplear criterios más precisos en su análisis. La tendencia de la sociología contemporánea a desplazar el foco de análisis desde la construcción de teorías generales a los mecanismos sociales que conducen a la formación de los fenómenos colectivos (Elster, 1989) está vinculada a la importancia que adquieren en la investigación de los movimientos las redes de relaciones interpersonales en que se incuban los movimientos antes de salir a la luz pública (Morris, 1984; Melucci, 1989, 1994; McAdam, 1988; Johnston, 1991, 1994; Pérez-Agote, 1987) 3 . Dado que esas redes son informales y no tienen visibilidad pública, la explicación de las continuidades de los movimientos centrada en sus aspectos organizativos y formales pierde parte de su potencia analítica. En su interesante estudio de las actividades de un grupo de estudiantes norteamericanos en Mississipi durante el verano de 1964 para defender el derecho al sufragio de los negros, McAdam (1988) sitúa en aquella experiencia colectiva el origen 3
La tendencia a buscar un conocimiento más detallado de esos mecanismos sociales sería consecuencia de una actitud de moderación en las pretensiones del analista, desde el reconocimiento de los límites que tienen las ciencias sociales, que ha considerado fundamental para su desarrollo (Shibutani, 1961; Cicourel, 1982). Esa tendencia está relacionada con la revisión de los supuestos tradicionales de interpretación que se está produciendo desde hace más de cincuenta años en la sociología y que ha sido impulsada por las aproximaciones interaccionistas arriba citadas.
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CONTINUIDAD Y UNIDAD EN LOS MOVIMIENTOS SOCIALES
de los movimientos estudiantiles que se multiplican por todo el país a partir de aquel año. En ella surgieron los líderes y activistas de esos movimientos, las redes de relaciones y los sentimientos de solidaridad e identidad colectiva que iban a dar lugar a las movilizaciones posteriores. McAdam atribuye a un prejuicio racista blanco la idea de que el origen de aquellos movimientos se produjo en las universidades de los blancos, y lo sitúa en la estructura organizativa del movimiento por los derechos civiles, mayoritariamente integrada por estudiantes negros. Su principal organización, Students Non Violent Coordinating Committee, propugnaba la no violencia y la resistencia pacífica, y fue la espina dorsal del movimiento de los derechos civiles. Las continuidades entre esos dos movimientos fueron señaladas asimismo por los propios actores sociales en mi estudio del Movimiento por la Libertad de Expresión (Laraña, 1975). Este aspecto es reflejado en el citado libro de McAdam (Freedom Summer), que suscita una cuestión importante sobre el origen de los movimientos: la necesidad de distinguir dos fases diferentes en ese proceso de formación, de latencia y visibilidad; en este caso, corresponden al descubrimiento del movimiento estudiantil en 1964 por los medios de comunicación de la América blanca y su verdadero origen a mediados de los cincuenta en las actividades en defensa de los derechos civiles en el sur del país. Se trata de la misma cuestión destacada por Melucci (1989), que es básica para analizar la formación de un movimiento social y contribuye al desarrollo de una metodología adecuada para ello. En lugar de remitirnos a criterios convencionales sobre el origen de un movimiento, su empleo requiere explorar las redes de relaciones sociales que desempeñan un papel básico en su formación con anterioridad a la movilización colectiva. Como veremos más adelante, esta distinción está relacionada con la que suele existir entre las identidades pública y colectiva. El análisis de esas redes asociativas tiene cierta tradición en la investigación de la acción colectiva desde los años setenta en Estados Unidos, pero presenta un sesgo estructural en la medida en que centra su explicación en las organizaciones preexistentes y en 197
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sus recursos organizativos (McAdam, 1994; Hunt, Benford y Snow, 1994). Ese sesgo está relacionado con la influencia que han tenido enfoques centrados en los aspectos visibles y/o cuantificables de los movimientos y en sus implicaciones políticas (Melucci, 1989), y con la ausencia de énfasis en el papel de las ideas en su formación (Snow y Benford, 1988; Gamson, 1988). En este sentido, se ha destacado la falta de herramientas analíticas para investigar estos aspectos y su escaso desarrollo en comparación con los medios disponibles en el ámbito del análisis estructural (Gamson, 1988). Ello está relacionado con un problema importante en este campo que proviene de la tendencia de los medios de comunicación y de muchas interpretaciones de los movimientos sociales a centrarse en sus fases visibles de movilización y a descuidar sus ciclos de declive. Esa tendencia conduce a dar prioridad al significado político de un movimiento frente a su significación cultural, como sucedió en el movimiento de los estudiantes españoles contra la selectividad. Melucci (1989) ha señalado que «el punto de vista político profesional» domina la descripción e interpretación de los conflictos sociales, a través de su difusión por los medios de comunicación, y constituye un factor determinante de la imagen pública de los movimientos. Sin embargo, la distancia que puede existir entre dicha imagen y la que comparten los actores del movimiento convierte la distinción entre ambas en un supuesto básico para la interpretación de los movimientos sociales contemporáneos, como sucedió en el movimiento de escolares antes citado y se expone más adelante. La investigación de los movimientos estudiantiles que surgen desde los años sesenta en las sociedades complejas muestra que la continuidad de los movimientos sociales no puede ser un supuesto previo a su investigación empírica, ni depende de los recursos organizativos, ni puede determinarse con arreglo a nociones de sentido común. Una práctica fundamental y bastante poco observada tanto en la sociología como en el campo de los movimientos sociales consiste en que los analistas clarifiquen sus teorías antes de iniciar sus estudios (Cicourel, 1980, 1982a); en el área de los movimientos sociales, Melucci (1985) ha argumentá-
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CONTINUIDAD Y UNIDAD EN LOS MOVIMIENTOS SOCIALES
do que los conceptos aplicados en su análisis llevan implícitos unos presupuestos teóricos y metodológicos que pocas veces se explicitan. La naturaleza de estos hechos ha contribuido a la indefinición teórica por su propia dificultad conceptual, lo cual refuerza la necesidad de desarrollar conceptos operativos en este campo que permitan ir más allá de las generalizaciones empíricas. Ése ha sido el objetivo de los primeros capítulos de este libro, ya que esa indefinición impide distinguir entre dichas generalizaciones y los conceptos teóricos desde los que se interpretan los hechos, lo cual conduce a interpretaciones erróneas de los mismos (Melucci, 1989: 24). McAdam (1994) ha señalado que la continuidad de la acción colectiva no sólo depende de la persistencia de sus organizaciones en el tiempo, sino también de la de algunas subculturas activistas que promueven el resurgimiento de Jos movimientos sociales. Por su contribución al conocimiento de los mecanismos sociales que subyacen tras estas continuidades ideológicas o culturales, hay que señalar algunas investigaciones recientes que se vienen realizando desde el enfoque de la construcción social. La importancia de la obra de Melucci (1989, 1990, 1994) en este terreno radica en su capacidad de ilustrar la relación existente entre los aspectos organizativos y culturales, lo cual amplía el análisis de los primeros y muestra la importancia de los cambios que se han producido en algunas formas de acción colectiva. Me refiero a la idea que se expuso antes según la cual los movimientos sociales contemporáneos pasan a centrarse en unas áreas o redes de relaciones sociales que se establecen entre personas y grupos sin visibilidad pública, sumergidos en la vida cotidiana. En esas redes se gestan nuevas formas de relación interpersonal y estructuras de sentido que tienen carácter alternativo a las que predominan en la sociedad, y en ellas radica el potencial de conflicto del movimiento. Esos marcos de significados o códigos alternativos son los recursos cognitivos del movimiento, que le permiten mantenerse unido y enfrentarse a las estructuras de poder, es decir, adquirir visibilidad pública. En esas redes informales y en las fases de latencia de un movimiento se construye su identidad colectiva, que sustituye a
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la ideología como plataforma para la movilización colectiva en la teoría de Marx (Melucci, 1989; Mueller, 1994). De ello depende la capacidad del movimiento para integrar la diversidad de orientaciones ideológicas e intereses de sus seguidores, que caracteriza a las nuevas formas de acción colectiva y ha sido una constante en distintas movilizaciones de estudiantes que he estudiado (Laraña, 1975; último capítulo de este libro). La identidad colectiva es el elemento clave de la unidad de acción y el potencial de movilización de un movimiento cuando adquiere visibilidad pública (Melucci, 1989, 1994). Pero esa identidad no constituye una estructura estática, que permanece al margen de los cambios en las circunstancias y de los procesos colectivos en que éstos se definen (Melucci, 1996). Dado que se trata de un elemento básico para dotar de sentido a la participación en el movimiento, y ello está en función de la evolución de los acontecimientos que afectan a sus razones, límites y oportunidades, la identidad colectiva es el fruto de un proceso de construcción social de la realidad que tiene lugar en esas redes y organizaciones. En su investigación sobre el movimiento de las mujeres en Estados Unidos durante un período de ausencia de movilizaciones (1940-1960), Verta Taylor (1989) emplea el concepto de estructuras de sostenimiento para explicar la persistencia de ese activismo en un entorno político poco receptivo. Parte de su interés radica en su relación con los problemas antes citados en el estudio de las continuidades (la tendencia de los analistas a centrarse en los aspectos visibles y los momentos de auge de los movimientos y a dejar de lado la relación existente entre las fases de visibilidad y latencia). Taylor aplica ese concepto al análisis del declive que se produjo en el movimiento feminista en aquel país en el periodo posterior a la Segunda Guerra Mundial, pero también es útil en el análisis de las continuidades del movimiento estudiantil en Berkeley, que motivó mi primera investigación. Esas movilizaciones, que tuve oportunidad de observar en aquel campus durante la primavera de 1974, respaldan la argumentación anterior en este capítulo. En un periodo caracterizado
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por la ausencia de activismo y en respuesta a la decisión del Rectorado de suprimir la Escuela de Criminología, se produjeron importantes manifestaciones y ocupaciones de edificios, con una intensidad similar a las que agitaron aquel campus en la década anterior. A pesar de su carácter imprevisto para la opinión pública, su origen hay que buscarlo en las actividades de una serie de grupos que se venían reuniendo durante todo el curso en seminarios informales, generalmente dirigidos por intelectuales vinculados a dichos grupos, de los cuales procedía la mayoría de los organizadores de la protesta. En mi observación de esas reuniones se basa este análisis de las continuidades citadas. En ellas surgieron las redes que promovieron el conflicto de la Escuela de Criminología y actuaron como estructuras de sostenimiento de los movimientos de la Nueva Izquierda, haciendo posible su continuidad en el período de declive de estos movimientos, que comienza en 1969. Pero esa dimensión organizativa de la protesta en todo momento estuvo asociada al desarrollo de un marco de significados con el que se identificó un considerable sector de estudiantes, a pesar de que el conflicto tuvo lugar en época de exámenes. Dicho marco planteaba una concepción muy diferente de la oficial sobre las razones por las que se cerraba la Escuela, y se nutría de las ideas de la Nueva Izquierda sobre temas que iban desde las causas sociales del delito hasta el papel de Estados Unidos en el mundo y la crisis económica de 1973. Este caso muestra la relación que existe entre las fases de visibilidad y latencia en los movimientos sociales contemporáneos, y el papel de los procesos cognitivos que tienen lugar en las segundas; el Comité en Defensa de la Escuela de Criminología estaba formado por estudiantes de la misma y miembros de tres organizaciones estudiantiles antes integradas en Estudiantes por una Sociedad Democrática4, el sindicato estudiantil que vertebró los movimientos de la Nueva Izquierda en los años sesenta. Junto con esas continuidades orga4
Organizaciones neomarxistas como Radical Student Union o New American Movement Young Socialist Alliance.
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nizativas, las movilizaciones fueron impulsadas por la demanda de control estudiantil a través de su participación en las decisiones de la Universidad. Con independencia de la connotación voluntarista y radical de este término, que responde al discurso característico de aquellos movimientos, esa demanda de control se inscribe en la dinámica de democratización de las instituciones que ha sido considerada como el eje de la acción en los nuevos movimientos sociales (Cohén, 1985). En síntesis, mi argumento es que el análisis de esas redes de los movimientos en períodos de latencia es fundamental para identificar sus continuidades en el tiempo, las cuales no pueden ser objeto de una definición convencional o basada en el sentido común porque se trata de una cuestión sustantiva. Los movimientos de estudiantes brindan una buena oportunidad para profundizar en el análisis de las continuidades debido a la dificultad de establecerlas con indicadores visibles, ya que la propia condición estudiantil se caracteriza por su transitoriedad y la historia reciente de estos movimientos presenta discontinuidades importantes, que anticipan una característica recurrente de los movimientos sociales contemporáneos. Su tendencia a la discontinuidad se ha considerado consecuencia de tres factores que están íntimamente relacionados con la naturaleza de proceso en constante cambio de los movimientos: 1) los medios a través de los cuales surge la identificación personal entre actores sociales y metas del movimiento cambian constantemente; 2) los actores no pertenecen a una categoría social única ni mantienen su actitud durante toda la vida; 3) la forma tradicional de militar en un movimiento, cuya mejor expresión era la militancia en los partidos-vanguardia de la clase obrera, ha cambiado como consecuencia de la quiebra de esta última y el predominio de formas flexibles de participación, que no suelen implicar compromisos como los que establecía aquélla (Melucci, 1989). Estos rasgos de los movimientos contemporáneos ilustran la necesidad de revisar las categorías con las que se estudiaban antes, en especial los tradicionales supuestos sobre su continuidad y unidad que siguen los enfoques clásicos. En otros más recientes,
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como los de la movilización de recursos y de la estructura de oportunidad política, el énfasis en sus aspectos organizativos y visibles con frecuencia ha dejado a un lado la investigación de los aspectos culturales y los períodos de latencia de un movimiento, en los que tiene que penetrar el análisis sociológico para conocer lo que acontece en las redes sociales donde se gesta la movilización. Este análisis contribuye a concretar mi propuesta de reconstruir el concepto de movimiento social y abandonar su imagen moderna que se expuso en el capítulo 2. Una tarea central consiste en situar el foco de atención tanto en las organizaciones de los movimientos como en sus redes informales y sin visibilidad pública, cuya persistencia en periodos de latencia es básica para entender cómo subsisten los marcos de acción colectiva pese a la ausencia de movilizaciones. Al igual que sucedió con la Escuela de Criminología en Berkeley, esas redes tuvieron un papel esencial en el surgimiento de las movilizaciones estudiantiles en España durante el otoño de 1993, como se expone en el capítulo siguiente.
Problemas de interpretación Desde hace algunos años, el sesgo estructuralista que presentaba la literatura sobre movimientos sociales está siendo contrarrestado por el creciente interés que suscitan sus aspectos cognitivos y simbólicos y la importancia que adquieren para entender por qué las personas participan en ellos (Benford, 1997). A pesar de la difusión que ha tenido la teoría de los valores postmaterialistas, esos aspectos cognitivos de la acción colectiva difícilmente se pueden estudiar a fondo con los métodos convencionales de encuesta. La sociología cognitiva ha desarrollado supuestos y técnicas de investigación que son de gran utilidad en este sentido. Esa aproximación comparte importantes supuestos comunes con la de la construcción social —como la importancia de la interacción y los procesos de micromovilización en las redes de los movimientos—, desde la que se están produciendo algunas de las in203
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vestigaciones más importantes sobre estos aspectos en los últimos años. El concepto micromovilización alude a los procesos de interacción en las organizaciones y redes de los movimientos en las que se construyen las definiciones colectivas de las cuestiones que confieren sentido a su participación en ellos. Para quien acuñó el concepto, éste remite a los pequeños acontecimientos que permiten establecer las relaciones entre los tres niveles de acción desde los que deben interpretarse los movimientos sociales: el cultural (en el que se gestan las identidades colectivas), el social (en el que se fraguan las solidaridades) y el individual (en el que surgen los motivos para la participación) (Gamson [1992: 55]). Mi aproximación destaca el papel de la interacción en las organizaciones de los movimientos para atribuirles significado a esos acontecimientos. Los enfoques constructivistas contribuyen a reducir la distancia entre el plano microsociológico de la interacción social y el macrosociológico de análisis que ha prevalecido en este campo y se ha centrado en los grandes procesos de cambio social. Dicha integración es necesaria para entender mejor cómo surgen y persisten los movimientos sociales. El creciente interés por los aspectos cognitivos y simbólicos de los movimientos enlaza con el de la aproximación interaccionista al comportamiento colectivo -^—y de ahí la condición de clásica que se le atribuye en el primer capítulo—, y se manifiesta en el análisis de la continuidad de los movimientos. Dicho interés ha sido potenciado por las perspectivas constructivistas, entre las que destacan las vinculadas a los trabajos de Alberto Melucci (1989, 1994, 1995, 1996a) sobre la formación de las identidades colectivas y de David Snow y sus colaboradores sobre el análisis de marcos (Snow y otros, 1986; Snow y Benford, 1988, 1992; Hunt, Benford y Snow, 1994). Ambos conceptos son esenciales para la investigación de los aspectos culturales de los movimientos, pero, para entender por qué las personas participan en ellos, necesitamos ampliar nuestro conocimiento sobre sus relaciones sociales. La sociología cognitiva está más cerca de las perspectivas 204
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constructivistas sobre la acción colectiva que de las tradiciones funcionalista o marxista, ya que las primeras parten de supuestos afines sobre la naturaleza de los grupos sociales, ponderan la influencia de los aspectos estructurales y subrayan el papel de la interacción en la producción del orden y el conflicto social. Esos puntos de convergencia radican tanto en sus concepciones sobre la naturaleza de los movimientos sociales como en la forma de estudiarlos. Para ambos, un movimiento social no constituye un todo integrado ni es el producto de las características del contexto social, sino un proceso que surge y se desarrolla en fases que tienen distinto grado de visibilidad. Esta concepción de los movimientos exige perfeccionar nuestros métodos para penetrar en esos procesos y captar los intercambios, negociaciones y conflictos que se desarrollan en su seno y generan definiciones colectivas de sus límites y oportunidades (Melucci, 1995; Johnston, Laraña y Gusfield, 1994). Para ello, el análisis del discurso5 empleado por los actores al describir sus experiencias y motivaciones para la acción es una herramienta de singular utilidad, que completa las técnicas cualitativas empleadas por los sociólogos vinculados al interaccionismo simbólico. Una idea básica en este sentido es que el intercambio de actos lingüísticos siempre está implicado en un contexto social más amplio que el delimitado por la situación personal del entrevistado, y su análisis aporta claves sustantivas sobre la estructura de la acción colectiva (Cicourel, 1982a, 1980). Ese supuesto se funda en una concepción del lenguaje que confiere a éste un papel central en la investigación de los grupos sociales, y fue claramente formulado por Sapir y Whorf en la primera mitad del siglo. El lenguaje no sólo constituye un recurso para informar de la experiencia de una persona, sino sobre todo un medio para definir dicha experiencia. El lenguaje no es simplemente una técnica de comu5
El análisis del discurso está de moda desde hace tiempo en las ciencias sociales, pero este término se emplea para designar enfoques bastante diferentes; al que yo me refiero aquí se sitúa en la tradición de la sociología cognitiva y, por su énfasis en el análisis del contexto donde tiene lugar el intercambio lingüístico, se ha denominado etnografía del habla (Cicourel, 1982 a y b; Briggs, 1986).
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nicación ni un inventario de experiencias de informaciones diversas, sino también una organización simbólica creativa e independiente que define la experiencia «a causa de su integridad formal y porque nosotros proyectamos inconscientemente en el campo de la experiencia nuestras expectativas implícitas. En este sentido, el lenguaje es muy semejante a un sistema matemático que informa también de la experiencia en el sentido más verdadero de la palabra» (Sapir y Whorf, en Cicourel, 1982: 63). A pesar de que hay mucha información sobre las bases teóricas y el método de análisis del discurso, en el estudio de los movimientos sociales hasta hace poco era difícil encontrar trabajos que lo empleasen. En los años noventa, las excepciones a esta regla han provenido de personas situadas en la esfera de influencia de la sociología cognitiva, como Hank Johnston (1991, 1995, 1997) o yo mismo (1997 a y b; 1998b) 6 . Algunos supuestos de la sociología cognitiva fueron aplicados a las movilizaciones estudiantiles que surgieron en Francia en 1987, casi al mismo tiempo que las aquí tratadas. Uno de ellos afirma la necesidad de abordar el estudio del movimiento social de distinta forma de la que han adoptado buena parte de los análisis tradicionales (Queré, Coneim y Lapassade, 1987). En lugar de estudiarlo como un objeto a categorizar desde los parámetros previamente elaborados por el analista, la propuesta es considerar al movimiento como un acontecimiento y un proceso que se autoordena a base de los conocimientos y el saber hacer de sus seguidores, una producción conjunta y gradual, no sólo de sus actores sino también de sus destinatarios y sus observadores. Su capacidad de organización radica en las prácticas ordinarias y cotidianas de sus miembros, y revela un orden interno del movi6
He aplicado estas técnicas en otra investigación sobre la incidencia de los movimientos ambientalistas en la percepción pública de determinados riesgos producidos por nuevas tecnologías y en el diseño de políticas medio-ambientales (Dirección General XII de la Comisión de las Comunidades Europeas, ENV-CT96-0239). El análisis del discurso también es empleado en un sentido diferente para referirse a aquel de carácter público utilizado en estudios basados en noticias de prensa, en una orientación que está suscitando gran interés en la sociología de los movimientos en la actualidad (Statham, 1996; Sampedro, 1997; Mueller, 1997).
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miento en el que reside su significado para los que participan en él (Queré, 1987). Ese elemento de racionalidad interna enfatiza la que le confieren sus seguidores y destaca el papel del individuo en la acción colectiva. Esa forma de racionalidad surge de la interacción diaria en las redes y organizaciones informales en las que se construye la acción colectiva y se concreta en las estructuras de sentido (Cicourel, 1982a) que la regulan y con las que el individuo atribuye significado a su participación en el movimiento. Un problema frecuente en la interpretación de los movimientos sociales es la tendencia a explicarlos sin explorar esas estructuras cognitivas y aplicar los parámetros de medida y racionalidad del analista, los cuales confieren legitimidad científica a su discurso. De esta forma, se intentan hacer inteligibles los movimientos desde las categorías prevalecientes en ese discurso considerado científico. Los sociólogos citados destacan la relación que existe entre ese discurso y el orden social establecido y la dificultad de aplicarlo a las formas de acción que lo cuestionan. Ese contraste entre el discurso científico y el de los movimientos constituye uno de los primeros problemas de interpretación de éstos. Esta idea ha sido enfatizada por las dos teorías constructivistas antes citadas. Por una parte, se ha destacado que una de las razones que motivan la participación en los movimientos es la difusión entre sus potenciales seguidores de un marco de referencia desde el cual las cuestiones en controversia pública adquieren un significado muy diferente del que le asignan las instituciones sociales (Snow y Benford, 1988). Ese contraste entre las definiciones de los problemas sociales que promueven las organizaciones de los movimientos y las defendidas por las instituciones con las que se enfrentan se manifiesta en sus respectivos discursos y es un aspecto constitutivo de los primeros (Blumer 1936). De ahí la relevancia del análisis de los discursos que emplean ambas partes para profundizar en los procesos de alineamiento de marcos y saber por qué las personas participan en los movimientos 7 . 7
Ese aspecto se refleja con claridad en mi investigación de los movimientos ambientalistas en España, donde se enfrentan marcos opuestos para definir el impacto de nuevas tecnologías en la vida de las personas (Laraña, 1997 a y b, 1998 b).
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Melucci (1994) ha ampliado las implicaciones de estos conflictos al señalar que los movimientos sociales iluminan el lado oscuro de la luna porque cuestionan las formas de racionalidad instrumental desde la que se gobiernan nuestras sociedades. Como destacaron Saint-Simón y Comte, esa racionalidad es fruto de la aplicación del conocimiento científico a los asuntos sociales, lo cual es una de las lógicas centrales en el desarrollo de nuestras sociedades, que las diferencia de las preindustriales. Una de las implicaciones de estos movimientos consiste en romper la apariencia de neutralidad que caracteriza a las decisiones políticas, progresivamente alejadas de las ideologías del pasado y legitimadas por las bases científicas que se asocian a esa racionalidad. «La acción del movimiento revela que esa neutral racionalidad de los medios enmascara determinados intereses y formas de poder; muestra que es imposible enfrentarse al enorme desafío de vivir juntos en un planeta que se convierte en una sociedad global sin discutir abiertamente sobre los fines y valores que hacen posible la coexistencia de las personas» (Melucci, 1994: 122). En relación con el problema de interpretación de los movimientos al que me he referido antes, su causa radica en la tendencia del analista a transferir los supuestos de interpretación que emplea en el estudio de las instituciones sociales al de los movimientos sin contrastar su validez con lo que acontece en la vida diaria de éstos. Asimismo, las explicaciones tradicionales de los movimientos daban por supuesto o bien la conformidad de sus seguidores con el orden social, o bien su rechazo y el intento de transformar ese orden por encima de todo. Lo primero ha caracterizado a la aproximación funcionalista a los movimientos, a pesar de que la divergencia con las normas sociales, o la voluntad de transformarlas, se consideraba un rasgo central de los movimientos sociales desde otra perspectiva clásica (Turner, 1969; Gusfield, 1970, 1973). La segunda interpretación resulta tan reduccionista como la primera, y ello se puso de manifiesto en el curso de las movilizaciones estudiantiles que se tratan a continuación. 208
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El problema al que me estoy refiriendo también está relacionado con la citada tendencia de las perspectivas político-profesionales a ocuparse sólo de los aspectos visibles de las movilizaciones y con su incapacidad para ver los hechos desde el punto de vista del actor. Ello puede llevar a atribuir a los movimientos sociales un significado simplificado que se aleja bastante del que tienen para sus seguidores, como también sucedió en el discurso público sobre las movilizaciones de escolares españoles a las que me refiero más adelante. Melucci (1989) ha destacado la influencia del punto de vista político-profesional en muchos de los estudios sobre movimientos sociales, que se basaban en los que surgieron en Europa desde la Revolución Industrial y tomaban como referente fundamental al movimiento obrero. Sin embargo, la existencia de continuidades en el pasado no prueba que se den en el presente, y darlas por hecho puede conducir a una interpretación equivocada, pues ello presupone estabilidad en las formas de acción colectiva. Cuando éstas cambian y la estabilidad se debilita, su búsqueda puede responder más a las expectativas de los científicos sociales para hacerlas inteligibles que al esfuerzo por conocer lo que está sucediendo. Ese esfuerzo por identificar los lazos de continuidad de los movimientos está relacionado con el rol tradicional del sociólogo como intérprete de los fenómenos colectivos, destinado a producir su inteligibilidad desde la óptica racional que preside su labor científica y descubrir el orden subyacente bajo la diversidad e incoherencia de los hechos. Este análisis es aplicable a mi propia investigación del movimiento estudiantil en el campus de Berkeley a mediados de los años setenta, puesto que su falta de acción visible resultaba incongruente con su destacada presencia durante la segunda mitad de los años sesenta (Laraña, 1975). Si el control de las nociones previas desde las cuales el sociólogo se aproxima a los hechos constituye un criterio metodológico central en la sociología desde sus orígenes (Durkheim, 1978), la utilidad de algunos supuestos de la sociología cognitiva proviene de su contribución a ello. Uno de los primeros supuestos consiste en evitar considerar los movimientos sociales como estructu209
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ras de acción cuyo sentido radica en el que le confiere el analista con su discurso. Ello conduce a explicar los movimientos como resultado de ciertos rasgos de la organización social y a dejar de lado los procesos en los que los actores construyen el sentido de su acción. De ahí la propuesta de una perspectiva diferente, que se centra en los segundos y concibe los movimientos como procesos sociales de carácter temporal que se producen a sí mismos a base de las prácticas cotidianas de sus miembros entre sí y con el entorno (Queré, 1987). Este planteamiento coincide con el que informa el enfoque de la construcción social en la reciente obra de algunos de sus autores más influyentes (Melucci, 1996a), y en ello se funda mi argumento sobre la convergencia de ambos. Un supuesto clásico central en la investigación de los movimientos consistía en dar por hecho la existencia de un principio de unidad interna, que se manifiesta en la homogeneidad de creencias y valores de los actores, en la semejanza entre sus reivindicaciones y en el papel que desempeñan unas organizaciones donde se toman las decisiones sobre la estrategia que se ha de seguir (Turner y Killian, 1987). Ese supuesto también subyace tras la concepción marxista de la ideología como fuerza unificadora del movimiento de la clase trabajadora. La unidad entre los distintos sectores que lo integran se consideraba íntimamente relacionada con su continuidad, puesto que se asumía que aquélla es la causa de su persistencia en el tiempo. Desde el marxismo al funcionalismo, los enfoques clásicos dieron por supuesta esa unidad y desarrollaron una concepción de los movimientos sociales que simplifica su realidad interna y cuya validez para el análisis de los contemporáneos está siendo revisada en los últimos años (Melucci, 1985, 1989; Flacks, 1967;Laraña, 1982). Esa concepción parece haber influido en las teorías más difundidas durante los años ochenta, y se manifiesta en su tendencia a ignorar los conflictos entre las organizaciones y grupos que forman parte de un movimiento y en la escasez de estudios sobre este tema. Aparte de uno de los capítulos que Zald y McCarthy incluyen en su libro (1987), la excepción más importante a esta 210
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tendencia es el estudio de Sarah Evans (1980) sobre el movimiento de las mujeres en Estados Unidos, que destaca las interrelaciones que suelen darse entre los nuevos movimientos sociales y la incidencia del conflicto interno en la génesis de la identidad colectiva feminista. Evans la sitúa en las experiencias humillantes de las mujeres en los movimientos de la Nueva Izquierda y de los derechos civiles, como consecuencia de las prácticas discriminatorias de sus compañeros varones. El desarrollo de esa identidad feminista se produjo en el sector joven del movimiento de mujeres y dio lugar a su creciente radicalización y a la afirmación de la feminidad como diferencia, frente a la moderación y el esfuerzo de equiparación con los hombres que caracteriza al sector tradicional del movimiento (Mueller, 1994, 1995; TayloryWittier, 1992). Las razones que están promoviendo la revisión de esa concepción tradicional de los movimientos (que es moderna en la medida en que surge de los supuestos centrales de la modernidad y se funda en ellos) fueron expuestas en el capítulo 2, donde se señaló su efecto distorsionante al actuar como una lente que obstruye nuestra percepción de los movimientos (Melucci, 1989, 1996a). Para explicar por qué se mantiene unido un movimiento es preciso desconstruir esa imagen moderna y descomponer las formas de acción colectiva en sus diferentes elementos ideológicos, estratégicos y organizativos. La unidad de los movimientos, en lugar de un supuesto previo, es una de las primeras incógnitas que debe despejar el analista. Lo mismo sucede con otro aspecto que aquí nos ocupa, su continuidad en el tiempo, que está íntimamente relacionado con el anterior. En las páginas siguientes voy a exponer mi aproximación al conflicto que con frecuencia se produce en el interior de los movimientos y cuestiona su imagen moderna. Mi argumento es que ese conflicto adquiere crucial importancia en el análisis de la unidad y continuidad de las movilizaciones estudiantiles que se han producido en España durante los cursos 1986-87 y 1993. Pero el caso que mejor ilustra ese argumento es el que motivó mi primera investigación del movimiento estudiantil en la Universidad de 211
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California en Berkeley durante los años setenta, como se expone al final.
La doble identidad del movimiento contra ¡apolítica educativa Las movilizaciones de estudiantes en España durante el curso 1986-87 se caracterizaron por la heterogeneidad de sus reivindicaciones, formas de acción y estructuras organizativas, y la diversidad de actitudes y creencias de sus actores en los dos escenarios del movimiento, las enseñanzas medias y la universidad. Mientras que en la universidad sólo se movilizaron algunas facultades con desigual apoyo estudiantil, la base del movimiento estuvo en los institutos, en la mayoría de los cuales hubo una huelga de asistencia a clases y exámenes que duró casi tres meses8. Sin embargo, no fue simplemente un movimiento de escolares, ya que un grupo de universitarios desempeñó las funciones más visibles de representación ante los medios de comunicación. Esto no significa que dicho grupo ostentase el liderazgo de las movilizaciones en la vida diaria, ni que de él procediera el marco de referencia con que inicialmente se alinearon sus actores. Hubo diferentes organizaciones del movimiento en la universidad y en los institutos, y, para los estudiantes entrevistados en uno de los segundos, el papel del grupo universitario no fue mas allá de una función de representación ante los mass medid1. Sin embargo, la importancia de ese papel se puso de 8
En los institutos las movilizaciones empezaron a producirse en noviembre de 1986, casi simultáneamente a otras del mismo tipo que tuvieron lugar en Francia, y terminaron a fines de febrero del año siguiente. En algunas facultades universitarias comenzaron en enero de 1987 y terminaron en distintas fechas en cada centro, llegando a prolongarse hasta el mes de mayo en algunos casos. 9 La información procede de mi trabajo de campo en dos casos de estudio, un instituto de enseñanza media situado en un barrio popular del centro de Madrid y dos facultades de la Universidad Complutense que pertenecen al área de las Humanidades. El total de informadores fue de 15, 7 en entrevistas individuales y 8 en tres reuniones de grupo, de los cuales 9 eran estudiantes de enseñanza media y 6 universitarios. Los estudiantes que entrevisté en el segundo mostraban un sorprendente desconocimiento respecto al papel de los universitarios en las movilizaciones.
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manifiesto en la capacidad de ese grupo para definir la imagen pública del movimiento. Esos universitarios desempeñaron el papel de líderes epistemológicos al actuar como portavoces de las reivindicaciones del movimiento y explicitar su discurso y su identidad pública. Pero esa peculiar delegación de funciones fue una de las características más destacadas de aquellas movilizaciones y tuvo una importancia central en la evolución de un movimiento que no sólo se dirigió contra las pruebas de selectividad, sino contra la política educativa oficial. El Ministerio de Educación establece la forma y contenido de las pruebas de selectividad en un país donde sólo el 3,5 por 100 de los universitarios asistían a centros privados en el curso 1986-87. Esos líderes universitarios se erigieron en portavoces de un movimiento cuya base social no sólo no era universitaria, sino que tenía sus expectativas centradas en el logro de dicha condición. Ello recuerda a la teoría leninista de la vanguardia revolucionaria como el elemento externo a la clase trabajadora (integrado por miembros de la burguesía) cuya misión consiste en difundir el discurso y la ideología que hacen posible la movilización de esa clase (Lukacs, 1971). Las mismas razones que explican la quiebra de ese modelo en los movimientos sociales contemporáneos son aplicables a este caso. Las razones de esa clase de liderazgo de los universitarios son las mismas con las que Lenin justificó la existencia de una vanguardia representada por los partidos comunistas y responden a la experiencia organizativa previa de ese grupo y a su competencia lingüística más ejercitada en el discurso político. Dicha experiencia provenía de su afiliación a sindicatos como Comisiones Obreras y UGT. Los apoyos del primero y de partidos situados a la izquierda del gobierno, como el Partido Comunista, fueron relacionados con la sorprendente capacidad organizativa del movimiento (González Blasco, 1987: 247). Según mis datos, esas relaciones se limitaron al liderazgo universitario, mientras que entre los escolares había un rechazo explícito a la participación de algunos líderes sindicales en las manifestaciones estudiantiles. 213
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Mi análisis consiste en afirmar que esa forma de liderazgo ante los medios produjo un contraste entre los discursos de la protesta con los que se definían las reivindicaciones de cada sector en los mass media y los de la vida diaria de los institutos. La consecuencia de ello fue una disociación entre la imagen pública del movimiento y la que tenía para su base social, que se puso de manifiesto en mi trabajo de campo respecto a los objetivos, el lenguaje y las opiniones de los estudiantes entrevistados en cada sector. Si partimos de la concepción weberiana de la acción social, como algo que depende de los significados que los individuos le atribuyen recíprocamente, destaca la distancia entre los que asignaban al movimiento sus actores y los procedentes de los medios de comunicación. El contraste entre esos significados puede contribuir al conocimiento de la lógica de esos medios y la naturaleza de los estereotipos que generan en la opinión pública. Este caso ilustra un conocido análisis de la lógica de significación de los medios de comunicación de masas y los negativos efectos que pueden tener en los movimientos (Baudrillard, 1972; Laraña, 1988), ya que fueron potenciados por la pluralidad de elementos que intervenían en ella y el doble liderazgo del movimiento. Asimismo, este caso permite identificar esos efectos en un área delimitada de acontecimientos que ilustra las implicaciones de un conflicto en las identidades pública y colectiva del movimiento. Finalmente, su interés también consiste en ilustrar las implicaciones de aplicar el punto de vista político-profesional a las que nos hemos referido antes, y la necesidad de distinguir las dimensiones visibles y latentes de las nuevas formas de acción colectiva. Ese conflicto de identidades tenía su origen en la peculiar división del trabajo por edades y estatus social que dio lugar a una especie de doble liderazgo: de hecho (en la organización de las acciones colectivas en la vida cotidiana) y simbólico (ante los mass media). Mientras que los líderes escolares desempeñaron actividades cotidianas de organización con menos notoriedad y visibilidad pública, los portavoces universitarios ocupaban un estatus diferente y expresaban las demandas del movimiento con un len214
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guaje distinto del de su base social, que estaba en los institutos. El discurso público del movimiento estudiantil estaba integrado por unas categorías marxistas que nunca fueron empleadas por los escolares entrevistados. La protesta en los institutos se articuló en torno a lo que llamaban los «cuatro puntos»: la supresión de las pruebas de selectividad y el numerus clausus (que restringe el acceso a las carreras en función de la nota obtenida en ellas), la reducción de las tasas universitarias y la admisión de un grupo de alumnos que habían aprobado esas pruebas y a los que les había sido denegado el acceso a la universidad10. Las dos primeras reivindicaciones planteaban la supresión de dos elementos importantes para el actual sistema de educación superior y para el Ministerio eran imposibles de atender, ya que su aceptación hubiera exigido la derogación de las leyes fundamentales en educación básica y superior, desde la LODE hasta la LRU. Ello no fue obstáculo para que los portavoces universitarios ampliasen esas demandas con la de una Universidad pública, gratuita y de libre acceso a todos los ciudadanos, la cual se convirtió en el eslogan del movimiento.
Convergencia en la acción Mi análisis consiste en afirmar que el contraste entre los discursos empleados por los líderes universitarios y los que organizaban las movilizaciones en los institutos generó un conflicto entre las identidades pública y colectiva del movimiento. Ello produjo una confusión de identidad en su base social, para cuyo análisis es aplicable el concepto empleado por Erikson (1972) en el estudio de la conducta individual. Los paralelismos existentes entre problemas que se manifiestan en este último plano y el de la conducta colectiva 10 A pesar de que la existencia de ese grupo no fue confirmada en el Ministerio de Educación, esta reivindicación fue explicitada por varios estudiantes y tuvo una importancia considerable en el desarrollo del marco de injusticia del movimiento. Ese punto es reflejado en la siguiente cita de mi entrevista con un representante de huelga en el instituto donde hice el trabajo de campo (Ent-4, p. 142).
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pueden contribuir a nuestro conocimiento de las discontinuidades que presentan los movimientos contemporáneos. La confusión de identidad fue una de las razones básicas de la discontinuidad del movimiento contra la política educativa oficial, junto con la aceptación por el Ministerio de Educación de la necesidad de reformar el sistema de selectividad e incrementar el presupuesto estatal para la enseñanza. Este análisis también se basa en la información recogida en mi trabajo de campo sobre la negativa concepción de la política que tenían los escolares, aspecto que se trata continuación y en el capítulo 7. Esa concepción de la política chocaba con el discurso de los portavoces universitarios, que definieron las reivindicaciones del movimiento con unas categorías diferentes de las que empleaban los estudiantes de instituto entrevistados. El contraste entre ambos discursos, la progresiva politización del conflicto y la participación de dirigentes sindicales en las manifestaciones produjeron entre los escolares la sensación de que estaban siendo manipulados por intereses y organizaciones ajenos a los estudiantes. Todo ello potenció el efecto de confusión en la identidad colectiva del movimiento y su desaparición de la vida pública al cabo de poco tiempo, de forma parecida a lo que sucedió en el movimiento estudiantil en Berkeley al final de los años sesenta. En ese proceso de atribución de significados a la protesta, también desempeñó un papel importante el carácter espectacular de algunos comportamientos violentos durante las movilizaciones, lo cual promovió una imagen pública del movimiento como algo irracional y vandálico. Uno de sus referentes más difundidos por los medios de comunicación fueron las fotos del llamado «Cojo Mantecas», al que dichos medios convirtieron en el símbolo de aquellas movilizaciones a partir de la publicación de una foto en la que rompía una farola con sus muletas durante una manifestación; o las de jóvenes con la cara cubierta por bufandas tirando piedras contra la policía. Estos elementos de la identidad pública del movimiento tampoco se ajustaban a la realidad. Como suele suceder con la mayor parte de los nuevos movimientos sociales (Johnston, Laraña y Gusfield, 1994), las movilizaciones en Madrid se caracterizaron por la preocupación de sus orga216
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nizadores porque se desarrollasen de forma pacífica, para lo cual crearon unos servicios de orden destinados a impedir actos de violencia. Los que se produjeron fueron protagonizados por grupos minoritarios, como las Bases Autónomas, de ideología ultraderechista, y grupos de hinchas vinculados a dos equipos de fútbol, cuyo comportamiento no puede considerarse representativo del movimiento. Pero esos actos fueron objeto de especial atención por parte de los medios de comunicación, que suelen destacarlos debido a su carácter espectacular11. En aquel movimiento intervinieron dos organizaciones distintas, con diferente grado de arraigo y protagonismo en cada sector12. Si a ello añadimos que ese movimiento surgió en diferentes instituciones educativas y estuvo marcado por claras diferencias en el discurso, la posición social de sus seguidores y los valores y metas de la acción en cada sector, las preguntas inevitables son: ¿Por qué se unieron? ¿Cuáles fueron los factores que hicieron posible su acción colectiva? Estas preguntas replantean empíricamente la cuestión de la unidad en los movimientos sociales que está asociada a la de su continuidad, tanto en el significado que tiene este último concepto en el diccionario como en la práctica de los movimientos sociales. La heterogeneidad de aquellas movilizaciones podría impedir su tratamiento conjunto y cuestionar que se tratase de un solo movimiento social. Al igual que sucede con la aplicación de otros conceptos sociológicos, se trata de una cuestión que no es puramente terminológica o formal, sino que tiene contenido sustantivo, ya que pone de manifiesto la concepción del analista sobre lo que es un movimiento social, que hemos tratado antes (capítulos 2 y 3). Es una cuestión directamente relacionada con la reconstrucción de ese concepto y con un problema para entender la naturaleza de los movimientos contemporáneos, que radica en la tendencia a estu-
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' No sólo en España: la revista Time publicó fotos de los estudiantes españoles con la cara cubierta por una bufanda y lanzando piedras contra la policía. 12 La Coordinadora de Estudiantes de Enseñanza Media y Universidad fue la principal plataforma organizativa en la universidad, mientras que el Sindicato de Estudiantes desempeñó ese papel en los institutos.
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diarlos como si constituyesen entidades homogéneas o «datos empíricos unificados» (Melucci, 1989). En las citadas movilizaciones estudiantiles de 1986-87, más que de unidad, habría que hablar de un proceso de convergencia en la acción entre dos sectores estudiantiles diferenciados, que compartían algunas ideas sobre las causas de su malestar en instituciones educativas de carácter público. Ese término está relacionado con el de consenso de trabajo apa propuso Goffman (1959) para designar los acuerdos prácticos a los que llegan las personas en la interacción por razones prácticas, como permitir el funcionamiento del grupo en que se encuentran. Ello no implica dar por hecho la existencia de un consenso sobre las definiciones de las situaciones con que se enfrentan los grupos sociales. La base pragmática y construida de esos acuerdos prácticos contrasta con los supuestos tradicionales sobre las que producen unidad entre los seguidores de los movimientos, que lo explicaban por la conformidad o por la rebeldía frente a las normas sociales. Aplicado a este caso, ese concepto nos permite entender la forma de coordinación que existió entre escolares y universitarios. Esos acuerdos prácticos son frecuentes en otros movimientos sociales contemporáneos, que se suelen caracterizan por su pragmatismo y por no plantear grandes cuestiones ideológicas, sino por la búsqueda de reformas democráticas que permiten esta clase de acuerdos. Es un concepto más adecuado y menos ambicioso que el de unidad, ya que nos permite profundizar en los procesos de micromovilización en que se gestan esos acuerdos y previene la tendencia a emplear el segundo como un concepto autoexplicativo, que da por sentada la existencia de un consenso interno entre los seguidores de los movimientos sociales. La forma de coordinación que existió entre dos sectores estudiantiles diferentes se entiende mejor con ayuda de otros conceptos básicos en el análisis de los marcos de acción colectiva (véase capítulo 3), como el de conexión de marcos (frame bridging). Al usarlo, me refiero al proceso a través del cual se establece «la relación entre dos o más marcos de significados sobre un problema, los cuales son congruentes en el plano ideológico pero no tienen una relación estructural entre sí» (Snow y otros, 1986: 467; 218
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Hunt, Benford y Snow, 1994). Los medios de comunicación son el instrumento habitual de este proceso. Los factores que produjeron la convergencia en la acción entre los grupos de escolares y los de universitarios parecen vinculados a la difusión de un marco cognitivo que relacionaba las distintas ideas y metas de cada sector. Dos elementos básicos para ello fueron los sentimientos de malestar con la calidad de las instituciones educativas, que eran ampliamente compartidos por escolares y universitarios, y la importancia que se atribuía a esas instituciones para las oportunidades de vida de los estudiantes. La relación entre ambos aportó el marco de motivación para el movimiento, una de las tres actividades de persuasión o creación de marcos con las que Snow y sus colaboradores explican el apoyo efectivo a un movimiento (Snow y Benford, 1988). La primera fue la creación de un marco de diagnóstico que alcanzó una fuerte resonancia en institutos y algunas facultades y constaba de dos ideas: la baja calidad de la enseñanza que recibían y la política educativa del gobierno como responsable de esa situación13. El malestar de los estudiantes se venía arrastrando desde hacía tiempo, y respondía a la negativa imagen de los sistemas de enseñanza en ambos niveles y del de acceso a la universidad, que compartían universitarios y escolares. Esas imágenes tenían su origen en su vida cotidiana en las instituciones de enseñanza14. El derecho a la educación superior El rechazo de la selectividad en parte se fundó en experiencias educativas personales de algunos escolares o en los relatos de sus compañeros sobre lo que sucedía en el desarrollo del COU, que 13
Lo segundo se fundaba en el carácter estatal de las pruebas de selectividad, que establece el Ministerio de Educación para todas las universidades, y en el hecho de que el 96 por ciento de los universitarios estaban matriculados en instituciones públicas aquel año (SEUI, 1988). 14 En ese sentido, el mismo estudiante de instituto antes citado destacó nada más empezar la entrevista su negativa experiencia en el Curso de Orientación Universitaria, que según él no orientaba para acceder a la universidad. También destacó que se estudiaba a ciegas debido a los cambios en las pruebas de selectividad que imponía el Ministerio tres meses antes de celebrarse.
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es la llave para el acceso a la educación superior. Ese marco de diagnóstico sobre la calidad de la enseñanza dio paso a otro de injusticia. Los estudiantes de instituto no sólo se movilizaron contra lo que percibían como un problema de eficiencia en el sistema de acceso a la universidad, contra su carácter arbitrario, que en su opinión lo convertía en una lotería con dramáticas implicaciones para los que eran suspendidos y con otras no menos importantes para los que las superaban. La conexión entre los marcos de significados con los que se alineaba cada grupo se produjo cuando se estableció la relación entre los problemas de eficiencia en la organización de las instituciones educativas y el principio constitucional de igualdad de oportunidades para todos los ciudadanos. En otros países occidentales también se han registrado movilizaciones estudiantiles asociadas a reivindicaciones sobre la eficiencia de las instituciones educativas (Melucci, 1994). La diferencia con las que nos ocupan radica en ese proceso de conexión de marcos que produjo la generalización del movimiento por todo el país y el apoyo de muchas personas, entre estudiantes, padres de familia, periodistas y simpatizantes. Ello fue consecuencia de la relación que las organizaciones del movimiento lograron difundir entre el descontento con la educación, su importancia en la sociedad contemporánea y las implicaciones sociopolíticas del sistema de selección para acceder a la universidad. Esa conexión confería un sentido de justicia a las demandas del movimiento, a pesar de su disparidad y su carácter utópico en la acepción corriente de este términóx Ello permitió a estas organizaciones pasar de\una cuestión sobre la eficiencia en la organización de la enseñanza a otra de carácter social y político sobre las implicaciones de las pruebas de acceso a la universidad. El rechazo de ese sistema se convirtió en una cuestión de justicia social, que promovió la transformación de una demanda específica y un marco restringido en otro de carácter general que obtuvo importantes apoyos. Ese proceso tuvo un doble impacto en el movimiento: inicialmente contribuyó a ampliar el apoyo de los sectores arriba citados, pero más adelante se convirtió en un factor de confusión
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de identidad entre sus seguidores en los institutos. Para explicarlo, otro concepto útil es el de extensión de marcos, que hace referencia a la expansión de los límites del marco de referencia de un movimiento (Snow y otros, 1986: 472; Hunt, Benford y Snow, 1994). En este caso, fue facilitado por la existencia de unos «líderes ante los medios de comunicación» que redefinieron el significado de las movilizaciones a las que atribuyeron un carácter fundamentalmente político. Al hacerlo, no sólo modificaron el significado que tenían para sus bases sino que actuaron como instrumento de una aparente unidad ante esos medios que no existía en realidad. La mayoría de los entrevistados en el instituto no rechazaba cualquier sistema de selección per se, sino sólo el que estaba vigente y que conocían a través de su propia experiencia o la información procedente de sus compañeros de instituto en C O U . La aceptación de algún tipo de filtro era consecuencia de una especie de conciencia de pertenecer a una generación muy numerosa. A pesar de ello, la supresión de la selectividad pasó a formar parte del programa del movimiento ante los medios de comunicación y configuró su identidad pública, como consecuencia de la definición de las demandas que hicieron sus portavoces universitarios. Estos últimos extendieron el marco del movimiento a la reivindicación de una universidad pública, gratuita y de libre acceso a todfos los ciudadanos, e impusieron un marco politizado a un movimiento cuya base social se caracterizaba por su antipoliticismo, como veremos más adelante. A muy corto plazo, ello potenció la fuerza del movimiento por las razones arriba indicadas, pero en poco tiempo la politización del discurso del movimiento suscitó la desconfianza de los escolares y socavó las frágiles bases de convergencia con los universitarios. Ese desenlace ilustra la naturaleza del consenso entre los dos sectores que antes he descrito como un alineamiento pragmático con un marco político. Un alineamiento que sólo respondía a las motivaciones para la movilización de los estudiantes más jóvenes en la medida en que proclamaba el derecho a la educación como un derecho constitucional aplicable en todos los niveles educati221
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vos. Pero ese acuerdo se fue quebrando en la medida en que se fue politizando el conflicto y aumentaba la sensación de que los estudiantes estaban siendo manipulados por organizaciones e intereses ajenos a ellos (sindicatos mayoritarios y partidos de la oposición), como consecuencia de su acceso a medios de comunicación a los que utilizaron para potenciar la imagen del movimiento como un instrumento de oposición al Gobierno (González Blasco, 1987). El análisis de marcos explica la participación en los movimientos sociales como resultado de un proceso de alineamiento entre las orientaciones interpretativas de los individuos y las que promueven las organizaciones de esos movimientos. Ello exige que éstas consigan integrar tres tareas de creación de marcos: identificar un hecho como problemático y señalar a sus responsables (diagnóstico), proponer soluciones a ese problema (pronóstico) y motivar a las personas que comparten esos supuestos para que se movilicen con el fin de aplicar esa propuesta (motivación) (Snow y Benford, 1988; Hunt, Benford y Snow, 1994). El éxito de los esfuerzos de ciertos grupos para movilizar a potenciales seguidores depende de su capacidad de integrar estos tres aspectos. Sin embargo, las movilizaciones estudiantiles contra la selectividad lo consiguieron a pesar de las diferencias entre los marcos de pronóstico que defendía cada sector del conflicto, respecto del cual sólo existía un marco de diagnóstico compartido sobre la situación de la enseñanza y sus consecuencias en sus oportunidades de vida. Ello ilustra el anterior análisis del consenso entre los seguidores de los movimientos sociales, el cual fue potenciado en éste por el conflicto de identidades al que me he referido. Los acuerdos prácticos entre escolares y universitarios se produjeron en torno a algo mucho más impreciso que una propuesta de soluciones (o un marco de pronóstico), ya que se articularon en una redefinición de los derechos constitucionales de los ciudadanos que incluía el derecho a la educación universitaria.
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Identidad y selectividad Este caso también ilustra las implicaciones de dicho conflicto de identidades en la continuidad de un movimiento. Los portavoces universitarios definieron la identidad pública con el lenguaje de los movimientos clásicos y unas categorías políticas que no respondían a la realidad de los problemas que motivaban la acción de los escolares. Esas definiciones colectivas se expresaban en el lenguaje propio de las motivaciones existenciales de los movimientos sociales contemporáneos, en los que la búsqueda y defensa de la identidad personal se convierte en el principal elemento para participar en ellos (Turner, 1969, 1994). El discurso de los escolares tenía un factor de motivación básico en sentimientos de riesgo e incertidumbre, que están siendo objeto de especial atención por algunos análisis de la modernización occidental (Giddens, 1991, 1994; Beck, 1992, 1993, 1995) 15 . Esas nociones informaban el significado de las pruebas de selectivad: la amenaza que representan para esa dimensión fundamental de la identidad personal que es la elección de la carrera a estudiar. Los efectos de esos exámenes no se limitan a impedir el acceso a la universidad, que son los más visibles, sino que inciden directamente en la posibilidad de elección de la carrera que se desea estudiar en función de la nota obtenida en ellos. Dada la íntima relación que existe entre la identidad individual y la profesional en nuestras sociedades, el rechazo del sistema de selectividad es una reivindicación característica de los nuevos movimientos sociales y de las preocupaciones existenciales que motivan para participar en ellos (Melucci, 1989, 1996a; Laraña, 1993b; Johnston, Laraña y Gusfield, 1994; Turner 1994). Otra muestra de esas preocupaciones, que también se ha conceptuado como un riesgo de la modernización (la transformación del concepto de trabajo), es la forma en que la pertenencia a una generación muy 15 Ello nos permite establecer la relación entre esa línea de investigación y la perspectiva centrada en la importancia de los problemas de identidad en la formación de los movimientos sociales.
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LOS MOVIMIENTOS SOCIALES EN EL TIEMPO
numerosa influía en las oportunidades de vida y empleo de quienes participaban en las movilizaciones citadas, como se expone mas adelante.
Ideología y pluralismo en los movimientos
estudiantiles
La unión de escolares y universitarios en 1987 fue posibilitada por la capacidad del movimiento para integrar orientaciones políticas muy diferentes. Desde una perspectiva tradicional, ese pluralismo ideológico habría supuesto un obstáculo insalvable para la movilización colectiva, ya que la homogeneidad ideológica se consideraba una condición básica para ello en los movimientos clásicos. Mi análisis de este aspecto se funda en una perspectiva comparada sobre lo que sucedió en otros movimientos estudiantiles que surgieron en Estados Unidos durante los años sesenta. El apoyo que estos últimos obtuvieron entre un amplio sector estudiantil estuvo directamente relacionado con la capacidad de sus organizaciones para integrar en un frente único a una serie de grupos e individuos con diferentes orientaciones políticas y valorativas (Draper, 1965; Wolin y Schaar, 1970; Sale, 1974; Laraña, 1975). Mi argumento es que tanto en el caso de la principal organización del movimiento estudiantil en aquel país durante esos años, Students for a Democratic Society (SDS), como en el del Free Speech Movement —una de las primeras manifestaciones de ese movimiento que tuvo singular influencia en él—, la acción colectiva de los estudiantes fue posible porque el debate se centró en cuestiones estratégicas y no ideológicas. Este ultimo término no se emplea aquí en su sentido restringido (en tanto que ideas que impulsan a la acción colectiva), sino en la ambiciosa acepción que tenía en los movimientos clásicos16. La búsqueda del 16 Me refiero a las ideologías modernas de las que se ocupa el último capítulo: sistemas de creencias que surgieron a partir de la Revolución industrial y fueron expresiones radicales exponentes de una cosmovisión más general que ha sido designada como ideología moderna (Touraine, 1993). La esencia de ésta es una visión del progreso como un proceso lineal, acumulativo y sin retrocesos, que tiene su origen en la sistemática aplicación de la ciencia a los asuntos sociales y conduce al aumento del bienes-
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consenso en torno a cuestiones ideológicas del segundo tipo habría impedido el proceso de convergencia en la acción que se produjo entre individuos y grupos muy dispares, a pesar de que aquellos movimientos presentaban mayor homogeneidad ideológica que los de los estudiantes españoles en los años ochenta. En la medida en que estas formas de consenso están relacionadas con el pragmatismo y la ausencia de definición ideológica que suelen caracterizar a los nuevos movimientos sociales, este análisis puede tener un ámbito de aplicación más general. El acuerdo que suele producirse entre los seguidores de los nuevos movimientos sociales es una construcción colectiva de cada grupo, y para designarlo he propuesto emplear el concepto de consenso de trabajo acuñado por Goffman (1959). Esos acuerdos prácticos suelen estar relacionados con la capacidad de sus organizaciones para integrar la diversidad de orientaciones valorativas que coexisten en ellos y para producir nuevas definiciones de la situación que alcancen resonancia entre sus seguidores de hecho o potenciales. Esa capacidad está en función del trabajo diario que se desarrolla previamente a su confrontación con las estructuras de poder, en el que se construye la identidad colectiva del movimiento que le permite superar las diferencias ideológicas entre los grupos e individuos que lo integran. Puesto que el potencial de movilización está asociado a la identidad colectiva del grupo, tiende a ser más fuerte cuando se apoya en una serie de símbolos y categorías lingüísticas que marcan sus límites. En este sentido, Fantasia y Hirsch (1995) han mostrado el papel que desempeñaron las familias y los símbolos de la cultura islámica tradicional para mantener vivo el movimiento independentista en Argelia durante los años de dominación colonial de Francia. Uno de esos símbolos de resistencia fue el velo que cubre el rostro de las mujeres, cuya supresión estaba tar material, la libertad política y la felicidad de las personas (Bury, 1973; Giddens, 1990, 1994; Touraine, 1993). La capacidad de las ideologías modernas y universalistas para movilizar a las personas radicaba en su propia fuer?a de persuasión sobre su capacidad para dar respuesta a las principales incógnitas y problemas que rodean a los hombres y para realizar los ideales emancipatorios de la modernidad.
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asociada a la modernización social y a la difusión de los patrones de conducta propios de las sociedades occidentales, representadas por la administración colonial. Ese régimen consiguió suprimir la rebelión abierta, pero su ataque a las prescripciones de la religión islámica tuvo una consecuencia opuesta a la que intentaba producir. Las creencias y prácticas religiosas se convirtieron en símbolos de oposición, y en ellas se articuló un lenguaje de resistencia a la ocupación colonial (Fantasia y Hirsch, 1995: 157). La conclusión es que el análisis de los movimientos debe tener en cuenta la forma en que éstos actúan sobre la cultura y su capacidad para transformar el significado tradicional de sus prácticas y crear una subcultura de oposición que puede tener decisiva importancia en la persistencia de los movimientos sociales. Esta interpretación enlaza con la que he expuesto antes sobre las actividades de protesta por la supresión de una escuela radical en el campus de Berkeley (1974) y la importancia del estudio de los movimientos en periodos de declive y represión (Taylor, 1989). En nuestro país, un análisis similar, desarrollado con otro lenguaje, ha sido empleado por Pérez-Agote (1984, 1987) y Johnston (1991, 1997) para explicar la continuidad de los nacionalismos catalán y vasco (véase capítulo 8). La importancia que adquiere una subcultura de oposición para mantener la actividad simbólica de la que se nutren los movimientos es decisivamente potenciada por la existencia de una lengua diferente de la oficial, como sucede en Cataluña y Euskadi. Esos trabajos sugieren que el fuerte apoyo a los marcos nacionalistas en ambas comunidades está relacionado con la memoria histórica de sus habitantes sobre el papel de los símbolos étnicos en torno a los cuales durante el franquismo se construyó una subcultura de oposición, que hoy se ha convertido en la oficial. Al igual que en Argelia, su represión en el pasado permitió a estos movimientos establecer una conexión entre marcos diferentes, y entre la actividad política y la defensa de su cultura tradicional. Al igual que en Argelia las familias se convirtieron en reductos para la persistencia de la cultura islámica, la continuidad de estos nacionalismos en España se articuló en procesos de socialización a través 226
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de los cuales las generaciones adultas preservaron elementos distintivos de las culturas autóctonas. Otro elemento de continuidad fundamental fueron asociaciones culturales y recreativas que mantenían su carácter legal gracias al manto protector de la Iglesia (Johnston, 1991; Pérez-Agote, 1987). Al igual que en Argelia, familias nacionalistas y asociaciones culturales actuaron como lugares de interacción y transformación cultural (del significado de los símbolos tradicionales), lo cual ilustra la incidencia de los movimientos en el cambio social. Si la lengua es el medio básico de interacción, su capacidad para generar subculturas de oposición se multiplica en contextos donde su uso está prohibido o lo ha estado en el pasado. La interpretación anterior contrasta con las explicaciones que brindaban las teorías tradicionales de la acción colectiva sobre la unidad de los movimientos. Si para la marxista la uniformidad ideológica de toda una clase social es la causa del surgimiento del movimiento destinado a transformar la sociedad, las formas de cohesión en los movimientos nacionalistas se basan en la pertenencia a una comunidad interclasista, que transciende las divisiones de clase. Y en la mayoría de los movimientos sociales, el pluralismo ideológico y la heterogeneidad interna se convierten en características cada vez más recurrentes de los que surgen en las sociedades avanzadas. Ello no impide que esos movimientos sigan respondiendo a las metas de cambio social que informan las concepciones clásicas (Heberle, 1975; Gusfield, 1970) ni que se conviertan en los principales actores colectivos de esos cambios en algún aspecto del orden social, a pesar de desvincularse de los proyectos revolucionarios destinados a transformarlo. Si la primera característica de un movimiento social es su relación con los procesos de transformación social, ese aspecto no se restringe a los que tienen lugar en el sistema de normas y relaciones sociales que los sociólogos suelen identificar como orden social (Gusfield, 1970, 1994; véase capítulo 2). Como ha sucedido en los casos anteriores, la eficacia transformadora de los movimientos se extiende al campo de las ideas, valores y símbolos de una sociedad. Por ello, la formación de estos movimientos no 227
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puede explicarse sólo mediante los aspectos estructurales que han centrado su investigación desde los enfoques que han dominado este campo, y esa tarea requiere analizar la interacción cotidiana en las redes de relaciones sociales donde se incuba el movimiento social y en las que éstas entablan con su entorno. El resultado de ese proceso se manifiesta en una serie de significados, símbolos y creencias colectivas de carácter cultural que surgen de la participación en un movimiento social y le permiten articularse como un estructura flexible en la que tienen cabida las más variadas orientaciones políticas, y relegar a segundo plano las diferencias ideológicas entre sus miembros. En las movilizaciones estudiantiles de 1987, la ausencia de ideologías tradicionales de izquierda fue un factor clave de su potencial de movilización, de su capacidad para movilizar el consenso (Klandermans, 1994) e integrar una diversidad de orientaciones políticas que iban desde la ultraderecha hasta la izquierda próxima a C C O O . Ello se produjo a pesar del discurso politizado y articulado en categorías marxistas que difundieron sus portavoces universitarios en los medios de comunicación.
El conflicto entre dos concepciones de ¡apolítica Un proceso análogo tuvo lugar en los movimientos estudiantiles que surgieron en Estados Unidos durante los años sesenta. Pero el marco de referencia de sus líderes se distinguió por una imaginativa combinación de categorías tradicionales de la izquierda revolucionaria y nuevas ideas sobre las transformaciones culturales con que se enfrentan las sociedades complejas. Esa capacidad de síntesis político-cultural fue decisiva para el amplio apoyo que obtuvieron aquellos movimientos en un sector de la juventud y para la continuidad del marco de significados de la Nueva Izquierda en las décadas siguientes. En los sesenta, las ideas marxistas también tuvieron un significado más simbólico que instrumental, que fue básico para su potencial de movilización, ya que confirió a sus jóvenes seguido228
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res la sensación de que existía un proyecto de sociedad alternativo al sistema gobernado por los adultos. El lenguaje marxista actuaba como símbolo de autoafirmación generacional de los estudiantes, cuya principal función consistía en expresar su rechazo del orden adulto e impulsar reformas democráticas destinadas a ampliar su participación en las instituciones educativas. El discurso marxista formaba parte de las estructuras de sentido con las que los seguidores de esos movimientos intentaban construir su identidad colectiva como protagonistas de la transformación de la sociedad norteamericana. Melucci ha analizado este redescubrimiento de la teoría marxista como una tendencia histórica de los movimientos sociales a adoptar el lenguaje de otros que los han precedido (1996a: 207). Esa tendencia suele manifestarse en el periodo de formación del movimiento, cuando todavía no es capaz de definir su propia identidad. Melucci pone como ejemplos el propio movimiento obrero, que «durante mucho tiempo empleó el lenguaje de la Revolución francesa antes de convertirse al socialismo», y los movimientos de los años sesenta, cuyos ideólogos «se embarcaron en un revival doctrinario del marxismo» precisamente en el periodo en que éste atravesaba una profunda crisis {op. cit.: 207). Si eso ha ocurrido en el país europeo donde trabaja este sociólogo, en Estados Unidos el proceso parece que fue algo diferente. Como en Italia y Francia, también se produjo un redescubrimiento de la teoría marxista, especialmente en sus versiones más heterodoxas, que habían sido «preservadas y reelaboradas por grupos marginales situados al margen de los partidos comunitas oficiales» {op. cit.: 207). Pero sus consecuencias estuvieron directamente relacionadas con la desaparición de los movimientos de la Nueva Izquierda, cuya incapacidad para mantener el discurso de la revuelta cultural se puso de manifiesto al final de aquella década y evidenció su impotencia para construir una identidad colectiva propia. Fue entonces cuando se produjo el revival doctrinario del marxismo que había tenido lugar en Europa algo antes. La desaparición de los movimientos de la Nueva Izquierda estuvo relacionada con su anticipación de la quiebra de esa teoría 229
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del cambio radical en la que se habían inspirado. Una crisis que fue escenificada en la de su propio movimiento. En Estados Unidos, ese proceso desintegrador se manifestó al año siguiente, en el conflicto que estalló en la principal organización del movimiento estudiantil, SDS, durante la controversia sobre la necesidad de introducir cambios profundos en su ideología y estrategia. En un año (1969) en que el movimiento atravesaba una difícil situación a consecuencia de la represión física y política y de su propia lógica de radicalización, en la asamblea nacional de SDS de junio de 1969 algunos grupos 17 plantearon la necesidad de cambios profundos en el movimiento y de efectuar un giro en su estrategia política y organizativa hacia las que habían seguido aquellos revolucionarios que habían alcanzado el éxito en su lucha revolucionaria. Esta expresión aparecía continuamente en los documentos internos del movimiento estudiantil al final de aquella década (Sale, 1974). Los cambios propuestos implicaban el abandono de algunos de los rasgos distintivos de los movimientos de la Nueva Izquierda: su organización autónoma y descentralizada, su pluralismo ideológico y su fe en los principios democráticos (Sale, 1974; Laraña, 1982a). Estos elementos: un conjunto de formas, significados y símbolos conferían sentido a la participación en el movimiento para muchos de sus seguidores, ya que representaba el núcleo de la identidad del movimiento que fueron las señas de identidad de la organización estudiantil más importante en la historia de aquel país; el fuerte apoyo que le brindaban los estudiantes se fundaba en ellas y en su capacidad para promover un marco de acción colectiva específicamente juvenil, que sintonizaba con las aspiraciones irrealizadas de sus jóvenes seguidores y con sus preocupaciones existenciales en la nueva sociedad que estaba surgiendo desde los años cincuenta (Sale, 1974; Jacobs, 1970; Turner, 1969, 1994; Laraña, 1982a). El significado de la propuesta que triunfó en esa asamblea nacional de SDS consistía en transformar el marco de acción colec17
Progressive Labor y Revolutionary Youth Movement.
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tiva de la Nueva Izquierda e implicaba un giro en redondo hacia los postulados ideológicos y organizativos de la izquierda tradicional. El análisis de ese cambio en otros movimientos se ha centrado en la forma en que contribuye a aumentar la capacidad de movilización y persuasión de seguidores, probablemente debido a la falta de atención que se viene prestando a los procesos de latencia de los movimientos en la literatura especializada18. Pero este caso también ilustra el efecto adverso que puede tener la transformación del marco de un movimiento en su continuidad. En la principal organización del movimiento estudiantil estadounidense, esa propuesta de cambio fue defendida con consideraciones estratégicas que hacían referencia al cambio que se había producido en la estructura de oportunidades políticas y a la intensificación de la represión del movimiento. Al igual que sucedió en España, esta controversia se planteó en un periodo de radicalización del movimiento estudiantil. Las consecuencias que ello suele tener en la continuidad de un movimiento social han sido evaluadas de forma negativa desde los enfoques centrados en las oportunidades políticas. Tarrow (1994) ha firmado que una constante en la evolución de los movimientos sociales consiste en que, cuanto más se radicalizan en defensa de sus objetivos, mayor es el distanciamiento entre sus líderes y sus seguidores, y mayor probabilidad hay de que los primeros pierdan el apoyo de los segundos. Sin embargo, tenemos constancia de que esos efectos pueden ser opuestos, y la radicalización de los líderes de un movimiento puede implicar la persistencia en el apoyo de sus seguidores, como ha sucedido en el movimiento ultranacionalista vasco. La ampliación de la lucha armada a técnicas de guerrilla urbana por parte de grupos juveniles vinculados a organizaciones como Jarrai, que han protagonizado continuas situaciones de violencia y sabotaje durante los años noventa, parece directamente relacionada con la radicalización de las posicio18
Antes nos hemos referido a dos de esas operaciones como procesos destinados a «establecer puentes entre marcos» de protesta (firame bridging) y de «extensión» de esos marcos (frame extensión).
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nes políticas en el seno de ese movimiento y el apoyo a la propuesta de socializar el sufrimiento que promovieron sus grupos más radicales después de la detención de la anterior cúpula de ETA en Francia. Sin embargo, como se indica en el capítulo correspondiente, resulta difícil comparar lo que viene sucediendo en este movimiento con las características habituales de los movimientos sociales contemporáneos, y tal vez sea posible considerar este caso como la excepción que confirma la regla señalada por Tarrow19. La pauta de distanciamiento entre líderes y seguidores que señala Tarrow (1994) sí se confirma en el caso de los movimientos estudiantiles en Estados Unidos durante los años sesenta. Mi interpretación consiste en afirmar que la transformación del marco original, como consecuencia de la radicalización de los líderes estudiantiles, produjo una crisis en la identidad colectiva del movimiento. Esta última estaba asociada al carácter distintivo de la nueva política estudiantil y tenía un fuerte componente generacional. En esa identidad a través de la diversidad radicaba su capacidad de convocatoria entre los estudiantes; su quiebra fue un factor decisivo para la desintegración del movimiento y su dispersión en grupos con escasa presencia en la vida universitaria y en la política nacional (Laraña, 1982 a). Una difundida interpretación de la desaparición del movimiento se centra en la lucha entre las distintas facciones que se formaron en SDS. Pero ello no fue más que la expresión de la crisis interna en la definición de las metas del movimiento, sus límites y oportunidades. Si en los acuerdos prácticos que surgen de la interacción y negociación en torno a esas cuestiones se construye la identidad colectiva de los movimientos, en esos procesos también se gesta su crisis. Aquel conflicto puso de manifiesto la profundidad del proce" El significado de esa excepción resulta más difícil de identificar si nos atenemos al análisis estricto de la estructura de oportunidades políticas, pero no tanto si tenemos en cuenta que la búsqueda de legitimación propia de los movimientos que recurren a la violencia puede haber sido facilitada en este caso por los hechos protagonizados por los GAL durante el periodo anterior.
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so de desintegración del movimiento como resultado de cuatro factores relacionados: represión, crisis de legitimación de las instituciones políticas y los ideales democráticos de sus seguidores, su creciente radicalización y la escisión entre los sectores políticos y culturales que convergían en la acción del movimiento desde 1964 (Laraña, 1992). Para los grupos más próximos a las ideas de la Nueva Izquierda, dicha crisis afectaba a los medios disponibles para la realización de los principios de la democracia, no a esos principios ni a la constelación de valores en que se fundan. Para otros grupos que se convierten en la vanguardia del movimiento (Weatherman, Progressive Labor, Revolutionary Youth Movement), dicha crisis se extendía a estos últimos y cuestionaba la totalidad del modelo de sociedad existente. Este debate iba a disparar la desintegración del movimiento de la Nueva Izquierda en los Estados Unidos, el abandono de los sectores más identificados con sus ideas y el paso a la clandestinidad del grupo Weatherman (Sale, 1974; Laraña, 1982; Jacobs, 1970). Lo que se planteó en la citada reunión de SDS fue una cuestión ideológica, la naturaleza del proyecto de sociedad que perseguía el movimiento, que estaba íntimamente relacionada con el papel de los estudiantes como agencia de cambio social y con su estrategia de acción. Se trataba de una cuestión central en la definición de la identidad del movimiento estudiantil por sus actores. Una definición impulsada desde fuera del mismo, a través de los influyentes escritos de filósofos y científicos sociales marxistas, les identificaba como la agencia de la transformación revolucionaria en el capitalismo avanzado, que sustituía en ello a la clase trabajadora (Marcuse, 1967, 1969; Gintis, 1970; véase el capítulo 9 de este libro). Ése fue el trasfondo teórico de la controversia que tuvo lugar en SDS, en la que esa organización iba a dividirse entre los que predicaban el retorno a las viejas ideas revolucionarias y los grupos que presentaban las características propias de lo que hoy llamamos nuevos movimientos sociales, y buscaban construir su propia identidad colectiva al margen de las teorías clásicas sobre el cambio social.
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El origen de la nueva política cultural Uno de los objetivos de este capítulo y los siguientes es ampliar el estudio de los procesos de formación y disolución de los movimientos sociales contemporáneos a través de su análisis comparado y la revisión de algunos conceptos que se han empleado bastante en los últimos años. Para ello, se destacan dos aspectos que están íntimamente relacionados pese a que suelen ser planteados desde distintos discursos y campos de especialización en la sociología contemporánea: la psicología social y la sociología política. El campo de estudio de los movimientos se sitúa en un espacio intermedio y diferente porque necesita emplear supuestos procedentes de ambos. El análisis de las formas de participación social adquiere central relevancia en las sociedades complejas, y requiere la integración de ambas perspectivas para la investigación de dos fenómenos interrelacionados. Por una parte, el significado de la creciente pérdida de confianza en los cauces convencionales de participación social en la formación de los movimientos sociales contemporáneos. Ese fenómeno sitúa en primer plano la cuestión de la confianza en el orden social, lo cual es una de las características centrales de las sociedades contemporáneas que se ha planteado en términos muy generales en las teorías sobre la modernización reflexiva y la sociedad de riesgo (Beck, 1992, 1994; Giddens, 1990, 1994). Por otra parte, entre las razones que impulsan a sumarse a los movimientos sociales que generan estos procesos de reflexividad destaca la importancia que adquiere una concepción diferente de la participación en la vida social. La imbricación de la psicología social y la sociología política para abordar esos procesos es fruto de la importancia que adquieren los orientados hacia la individualización y la autorrealización personal. En los movimientos estudiantiles de los años sesenta esas metas estaban interrelacionadas con otras de carácter político. En la capacidad de vincular ambas se fundó la política cultural, expresión que designaba la que seguían los movimientos estu234
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diantiles en Estados Unidos durante los años sesenta y con la que se alinearon importantes sectores de la juventud más ilustrada. Lo segundo se basa en dos hechos: 1) las universidades donde estos movimientos recibieron mayor apoyo estaban situadas entre las mejores del país, en las que estudian y se forman sus futuras élites; 2) los estudios sobre los estudiantes que participaban en estos movimientos destacan que se encontraban entre los más brillantes y los que obtenían las mejores calificaciones en sus estudios (Sommers 1965; Flacks 1967). Las diferencias de continuidad de estos movimientos en Europa y América están relacionadas con el tipo de discurso que empleaban y con el papel que en él desempeñaban propuestas de cambio social de carácter cultural o político. En Estados Unidos, el predominio de las primeras explica la brusca desaparición del movimiento a raíz de la transformación de su marco de acción y del giro hacia un discurso exclusivamente político, centrado en cuestiones instrumentales de eficacia. En Europa, la desaparición de estos movimientos fue más lenta debido a la importancia de esas categorías y a la mayor tradición de este tipo de conflicto. Pero en ambos contextos, las lógicas unidad y (dis)continuidad fueron análogas, ya que estos movimientos fueron las primeras manifestaciones de los que hoy algunos llamamos nuevos y anticiparon la mayoría de las características comunes a ellos. El concepto de política cultural sintetiza algunas de esas características que se refieren a la convergencia de esas dos dimensiones de los movimientos en los que surgen durante los años sesenta. Estas últimas han sido conceptuadas en la distinción entre dos tipos de activistas que participaban en los dos polos o sectores de aquellos movimientos, que se corresponden con dos clases de discurso. El expresivo respondía a motivos y categorías centradas en metas culturales y cambios personales y privados cuyo referente era el individuo. Las del sector activista o político estaban focalizadas en objetivos de cambio en las instituciones y en las dimensiones públicas de esos cambios (Hall, 1970). La importancia que adquirieron estas metas confería un proyecto explícito de cambio a estos movimientos y su carácter reformista radical. Ese carácter 235
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se manifestaba en la lucha por ampliar los «puntos de intervención del individuo en las instituciones sociales», como propuso Wrigth Mills, el sociólogo que más influencia tuvo en el origen de estos movimientos 20 . En los movimientos de los años sesenta, los dos sectores (políticos y radicales culturales) se hallaban unidos y se reforzaban mutuamente, como resultado de un proceso de convergencia en la acción basado en acuerdos de trabajo análogos a los que he destacado respecto a las movilizaciones más recientes de estudiantes españoles. Ese proceso se mantuvo con vida hasta que se produjo la transformación del marco del movimiento y las categorías tradicionales de la izquierda marxista pasaron a definir su discurso. Eso no significa que la desintegración del movimiento fuese causada por el predominio del sector político sobre el cultural, ya que ello había sucedido desde el principio. La ruptura también se produjo dentro del sector activista, entre los que seguían fieles a la política cultural de la Nueva Izquierda y los que pretendían cambiarla. El efímero triunfo de la segunda propuesta implicaba dejar de lado el capital simbólico acumulado por este movimiento y socavaba las creencias colectivas de sus seguidores, sobre sí mismos y sobre el proyecto de sociedad por el que se movilizaban. De la convergencia entre ambos enfoques dependía su capacidad de persuasión de sus jóvenes seguidores: cuando las metas de cambio personal y político se hallaban vinculadas, el movimiento tenía la capacidad de persuasión que perdió desde entonces al desvincularlas. El negativo efecto que ello tuvo en esos movimientos es congruente con la naturaleza de éstos como mensajes simbólicos que 20
No por casualidad Mills fue, antes que Marcuse, el principal ideólogo de los movimientos de la Nueva Izquierda en Estados Unidos, y su famosa Carta a la Nueva Izquierda tuvo singular influencia en el documento fundacional de estos movimientos (Port Hurón Statement) al comienzo de los sesenta. Uno de los ejes de su obra, que explica su persistente influencia en la sociología contemporánea, fue su propuesta de vincular las dos disciplinas antes citadas, al igual que el análisis de cambio social, que operan en el carácter del individuo y en la estructura social (Laraña, 1998c). La psicología social es la ciencia interdisciplinar que permite explicitar las relaciones entre ambas dimensiones de la realidad, lo cual es la principal tarea de la imaginación sociológica.
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ha expuesto Melucci (1989, 1996a). Gran parte de su fuerza proviene del desafío simbólico que representan frente a los criterios del discurso tecnocientífico con los que se justifican las decisiones políticas y se disfrazan los intereses que las impulsan en las sociedades complejas (véase también el capítulo 2). El análisis que he desarrollado aquí no sólo se funda en los aspectos expresivos de los movimientos sociales, ya que éstos no pueden separarse de los instrumentales. En la clase de conflictos que caracteriza a muchas de las luchas sociales contemporáneas, contraponer el discurso ideológico de la izquierda tradicional a ese discurso tecnocientífico sólo puede producir el reforzamiento del segundo (Laraña, 1997b; 1989b). En los movimientos sociales contemporáneos (estudiantiles, feministas o ambientalistas), el desafío a la aparente neutralidad y carácter científico de ese discurso se explícita con otras categorías, sin que ello implique renunciar a las científicas. El discurso de estos movimientos no precinde de las segundas, pero confiere prioridad a otras que plantean cuestiones transcendentales para las cuales ese discurso tenocientífico no tiene respuestas, como las que se refieren a los fines de la existencia. En síntesis, mi análisis comparado de unos procesos desintegradores de aquellos movimientos estudiantiles y los de los escolares españoles dos décadas después se funda en lo siguiente: 1) En ambos casos, las categorías políticas del discurso que se acaba imponiendo, por conocidas, eran de fácil acceso a los medios de comunicación y facilitaron la difusión del movimiento. 2) A partir de un periodo determinado, en los dos movimientos se fueron distanciando el discurso con que la mayoría de sus seguidores definían sus reivindicaciones y el que empleaban sus portavoces universitarios (en España) o los grupos que promovían un cambio en el marco del movimiento (en Estados Unidos). 3) Ese cambio implicaba una redefinición política del marco de acción colectiva que no sintonizaba con las razones culturales para la participación en ellos, y produjo la desidentificación de los estudiantes con esos movimientos y la desaparición de los segundos al poco tiempo. Una diferencia básica radica en la continuidad del movimiento estudiantil en Estados Unidos durante un periodo 237
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mucho más dilatado (1964-1969), lo cual explica su importancia en términos de eficacia transformadora, su capacidad para generar cambios en los marcos de significados de las personas y democratizar las instituciones sociales.
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CAPÍTULO 5
LOS MOVIMIENTOS SOCIALES, ¿CICLOS DE PROTESTA O EXPLOSIONES DE DESCONTENTO?
Hacia una síntesis constructiva Este capítulo desarrolla algunas ideas planteadas en el anterior para ampliar nuestro conocimiento sobre las continuidades en los movimientos sociales y sobre las formas en que consiguen unir a personas con orientaciones ideológicas muy diferentes. Ambas cosas también constituyen un desarrollo de las ideas que se expresan en la primera parte del libro. En primer lugar, se exponen dos clases de sesgo en la interpretación de los movimientos sociales, empezando por el que ha tenido mayor difusión en los últimos años. Para explicar el carácter fluctuante de los movimientos contemporáneos, la teoría de Sidney Tarrow (1989, 1991, 1992, 1994) sobre los ciclos de protesta reproduce uno de esos sesgos. Un problema diferente proviene de la concepción de los movimientos como fenómenos de persuasión colectiva que siguen algunos enfoques constructivistas y tienden a generar un sesgo interaccionista. Mi argumento es que la síntesis de los supuestos de los dos principales enfoques constructivistas previene ese problema de interpretación. Esos enfoques convergentes y comple239
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mentarlos se centran en los procesos de alineamiento de marcos de movilización y de construcción de identidades colectivas, que han desarrollado respectivamente Snow y sus colaboradores en Estados Unidos y Melucci y los suyos en Europa1. Esa síntesis teórica informa mi aproximación a los movimientos sociales tratados en este libro y a las movilizaciones estudiantiles objeto de este capítulo, centrado en las que surgen en España en 1993 2 . Esta propuesta de síntesis se funda en la relación existente entre los problemas de identidad y algunas de las principales dinámicas de movilización colectiva y de transformación en las sociedades complejas. Por su énfasis en ello, el enfoque constructivista de Melucci previene el sesgo interaccionista que puede derivarse de la perspectiva centrada en los marcos cognitivos y contribuye a establecer la relación entre educación, estratificación social y participación en movimientos sociales, que están en la raíz de las movilizaciones estudiantiles de 1987 y 1993. La idea que se desarrolla en este capítulo es que estos dos enfoques, que surgen a mediados de los años ochenta en Europa y Estados Unidos, son complementarios, y su combinación puede ser de gran utilidad en la investigación de los movimientos sociales contemporáneos. Dicha complementariedad es fruto de una convergencia teórica entre ambos enfoques, que ha sido señalada por Hunt, Benford y Snow (1994), y está implícita en la obra de Melucci. Un concepto central en ambos enfoques es el de definición de la situación, que tiene una larga tradición en sociología y central importancia en la teoría de Goffman sobre la interacción social (1959, 1967), en la cual se funda el análisis de marcos. Ese concepto también informa la teoría interaccionista del comportamiento colectivo, la cual está más próxima de las perspectivas constructivistas que las teorías de la acción racional (Turner y Killian, 1987: 236). Para Melucci la identidad colectiva es «una de1 Snow y otros, 1986; Snow y Benford, 1988, 1992; Hunt, Benford y Snow, 1994; Benford, 1977; Melucci, 1984 a y b, 1985, 1989, 1994, 1995, 1996a. 1 Mi interpretación se funda en las investigaciones de campo realizadas en Madrid y también en la que practiqué en la Universidad de California en Berkeley en la primavera de 1974.
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finición interactiva y compartida que producen varios individuos o grupos sobre la orientación de su acción y sobre el campo de oportunidades y constricciones en las que ésta se desarrolla» (1995: 44). La identidad se construye en las redes y organizaciones de los movimientos a través de un proceso de interacción, negociación y conflicto sobre aquellas definiciones de la situación que contribuyen a la resonancia de un marco de acción colectiva (Melucci, 1995; Snow y Benford, 1988, 1992). La complementariedad de esos enfoques parece relacionada con su vinculación a la sociología interpretativa (Gusfield 1989), en la que también se inscribe la aproximación interaccionista al comportamiento colectivo. Mi análisis sobre el carácter complementario de estas dos aproximaciones se funda en el de sus carencias respectivas, en el mismo sentido destacado por Melucci (1989) y Klandermans (1994) respecto a los enfoques de los nuevos movimientos sociales y de la movilización de recursos. Al comparar estos dos enfoques, me di cuenta de que eran opuestos en muchos aspectos. La debilidad de uno parecía ser la fuerza del otro. Por ejemplo, los críticos de la teoría de la movilización de los recursos la han acusado de subrayar excesivamente los aspectos organizativos y la importancia de los recursos, y de hacer caso omiso de los condicionantes estructurales de los movimientos. Melucci (1989) formuló esta crítica de forma sucinta: la teoría de la movilización de recursos se centraba demasiado en el cómo y muy poco en el porqué de los movimientos. El enfoque europeo se caracteriza por el problema opuesto. Su preocupación central por los orígenes estructurales de las tensiones sociales deja de lado el cómo de la movilización (Klandermans, 1994: 183). Pero ese argumento sigue siendo aplicable a los enfoques europeo y norteamericano de la construcción social, con una diferencia básica respecto a los del pasado: en lugai de opuestos son complementarios. Mientras que el énfasis en los marcos cognitivos del segundo nos permite entender cómo surgen estos movimientos, el que sitúa Melucci en los procesos de construcción de identidades colectivas nos permite identificar sus causas en determinados 241
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problemas sociales. El trabajo de este último es influido por el que ha realizado sobre los nuevos movimientos sociales, concepto que contribuyó a acuñar y difundir. La obra de Snow y sus colaboradores enfatiza la definición colectiva de los problemas que motivan la acción de los movimientos y permite un análisis más concreto de los procesos cognitivos que vuelven operativas esas definiciones. Mientras Melucci (1985, 1989, 1994, 1996) subraya las raíces estructurales de los problemas de identidad, los segundos se centran en los marcos cognitivos que promueven las organizaciones de los movimientos para definirlos y en los procesos sociales relacionados con su capacidad de persuadir a potenciales seguidores (Snow y Benford, 1988, 1992). Esta situación puede expresarse en términos parecidos a los que acabo de describir: mientras que el trabajo de Snow y sus colegas nos permite entender cómo surgen los movimientos, el de Melucci nos ayuda a entender por quéio hacen. La integración de ambos enfoques puede prevenir la tendencia a dejar de lado determinadas características de la organización social que son básicas para entender cómo son percibidos y definidos los problemas sociales por parte de los movimientos. Asimismo, esa síntesis evitaría lo que ha sido considerado como un problema central de los trabajos sobre los nuevos movimientos sociales: su tendencia a emplear el concepto como un categoría ontológica, que hace referencia a la esencia de los primeros. Ello implica dar por hecho que esos movimientos tienen una naturaleza abstracta y común cuyo origen se sitúa en las transformaciones de la sociedad industrial y es explicada por ellas, lo cual impide analizar la forma en que surgen sus características comunes (Melucci, 1989).
Los sesgos en el estudio de los movimientos sociales Sin embargo, estas dos aproximaciones constructivistas han contribuido a contrarrestar importantes problemas de interpretación de los movimientos, que eran causados por la tendencia a expli242
¿CICLOS DE PROTESTA O EXPLOSIONES DE DESCONTENTO?
carlos en función de los rasgos de la estructura social (Snow y otros, 1986; Snow y Benford, 1988, 1992; Johnston, Laraña y Gusfield, 1994). Esa tendencia ha sido criticada por Snow y Benford (1988, 1992) cuando afirman que los enfoques de los nuevos movimientos y la movilización de recursos tienden a ignorar la naturaleza de estas formas de acción colectiva al tratar sus aspectos ideológicos y culturales como algo dado por las características estructurales del contexto en que surgen (Snow y Benford, 1988: 198; capítulo 3 de este libro). El análisis de los marcos de acción colectiva es muy útil para conocer los procesos en los que las organizaciones de los movimientos definen el significado de los problemas que motivan los movimientos sociales y consiguen que sus seguidores potenciales se identifiquen con esas definiciones. El énfasis de Melucci en las raíces estructurales de los problemas de identidad es ampliado con el que Snow y sus colaboradores ponen en esos procesos de creación y difusión de marcos cognitivos. Las dificultades con que se enfrentan las síntesis teóricas son fruto de la influencia del enfoque con que trabaja cada sociólogo y de la tendencia hacia la especialización teórica. Sin embargo, los esfuerzos en este sentido pueden ser muy positivos, ya que inducen a revisar y desarrollar sus supuestos y amplían su perspectiva. Ello implica potenciar la capacidad del analista para reflexionar no sólo sobre el objeto de estudio sino también sobre los modelos teóricos desde los que se aborda éste (Ibáñez, 1984, 1991). Debido a la complejidad de los movimientos sociales contemporáneos, esos esfuerzos de síntesis son cada día más necesarios para interpretarlos correctamente, y en esa dirección se orientan una serie de trabajos que se están produciendo en los años noventa (Cohén, 1985; Klandermans y Tarrow, 1988; Diani, 1992; McAdam, 1994; Tarrow, 1994). Esa tendencia se manifiesta en la adopción de supuestos constructivistas por parte de autores que trabajaban con los de la teoría del proceso político (McAdam, 1988, 1994; Tarrow, 1994), lo cual ilustra la importancia que están adquiriendo las perspectivas basadas en dichos supuestos (Bendford, 1977). 243
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Las consecuencias de la especialización teórica se manifiestan en la tendencia de la literatura a sobreenfatizar el papel de las condiciones sociales y los aspectos organizativos en el análisis de la continuidad de los movimientos. Esa orientación fue designada por McAdam (1994) como un sesgo estructuralista que ha prevalecido en el estudio de los movimientos sociales hasta hace poco tiempo y ha conducido a dejar de lado los aspectos culturales y los procesos de construcción del sentido a través de la interacción en las redes y organizaciones de los movimientos, en los que se centran las perspectivas constructivistas. Pero ello no impide que puedan presentar otra clase de sesgo, que se manifiesta en la tendencia a centrar el análisis exclusivamente en esos procesos de interacción simbólica y no prestar suficiente atención a los problemas sociales que suscitan la acción colectiva. Esos problemas no sólo son definidos (a través de la interacción) en los movimientos sino que tienen carácter fáctico y están vinculados a ciertos rasgos de la organización social.
Ciclos y oportunidades de protesta En el capítulo anterior señalé el cambio que se ha producido en los términos que empleaban los sociólogos para designar a los movimientos estudiantiles desde los años sesenta. El empleo de términos como «estallido», «rebelión», «revuelta» e «insurgencia» enfatizaba su carácter de explosiones espontáneas e imprevisibles de malestar o descontento entre determinados grupos (Draper, 1965; Lipset, 1965; Wolin y Schaar, 1970). En la medida en que la continuidad se consideraba una característica central de los movimientos sociales, el carácter efímero que connotan esas palabras hacía difícil conceptuarlos como tales. Pero ese supuesto clásico es cuestionado por la naturaleza de los movimientos que desde entonces proliferan en las sociedades occidentales, ya que muchos de ellos se caracterizan por la ausencia de continuidad visible o por la dificultad de establecerla respecto a otros similares que los han precedido (Melucci, 1989; Laraña, 1994a). Esos 244
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cambios en los movimientos contemporáneos están relacionados con la importancia que ha cobrado el concepto de ciclos de protesta durante los últimos años. La primera acepción de esta expresión se plantea en la botánica, y está relacionada con la concepción organicista y clásica del cambio social y de los movimientos que lo producen, la cual sitúa sus causas en el interior del objeto en transformación. Es la concepción que ha prevalecido en nuestra cultura, basada en una analogía entre el cambio social y el biológico y en una metáfora procedente de la observación de los fenómenos naturales. Desde la Antigüedad clásica, la semilla es el símbolo del crecimiento, el principio generativo de los ciclos de nacimiento, apogeo y decadencia de las plantas (Nisbet, 1979; Laraña, 1984). Un ciclo es un periodo de tiempo «que se considera completo desde cierto punto de vista», por ejemplo: «La invasión de los bárbaros cierra un ciclo de la historia» (Moliner, 1996). En congruencia con esa analogía entre lo que sucede en el mundo biológico y en el social, un ciclo está integrado por «una serie de acciones, acontecimientos o fenómenos que se suceden hasta uno desde el cual vuelven a repetirse en el mismo orden, y es un espacio de tiempo o serie de años, transcurridos los cuales se recomienza el cómputo» (op. cit.). Por tanto, el uso creciente de este concepto en la literatura sobre movimientos sociales contemporáneos sugiere un cambio en su percepción, que enfatiza (y sería fruto de) su continuidad y conduce a considerarlos como fenómenos habituales en nuestras sociedades. Ese cambio estaría relacionado con la difusión de la concepción moderna de los movimientos como actores colectivos destinados a transformar la sociedad. Esa concepción organicista de los movimientos informa la aproximación a los ciclos de Sidney Tarrow (1989, 1991, 1992, 1994), el cual introdujo el concepto en la literatura sobre movimientos. Las raíces de los ciclos se sitúan en los problemas estructurales del capitalismo. Al combinarse con cambios en la estructura de oportunidades políticas, se producen olas de protesta que lo agitan de forma cíclica, al igual que sucede con las crisis económicas. Los ciclos son defini245
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dos como «periodos en los que aumentan los conflictos en todo el sistema social» y surgen como consecuencia de procesos políticos muy amplios. Son «secuencias de creciente movilización colectiva, que tienen mucha mayor intensidad y frecuencia de lo habitual, se difunden a través de distintos sectores y regiones de la sociedad, e implican nuevas formas de protesta y de organización» (Tarrow, 1994: 24, 153; Snow y Benford, 1992: 58). Entre sus características destaca que no son frecuentes, «tienen una duración e intensidad impredecibles» y suelen implicar a actores individuales y colectivos distintos de los que operan en períodos de normalidad (Tarrow, 1991: 58). Estos supuestos se articulan en la teoría del proceso político, que se ha centrado en los aspectos políticos de los movimientos y ha sido la más difundida en la literatura especializada durante los últimos años3. Las raíces de ese enfoque se hallan en la teoría de Tocqueville (1981) sobre las revueltas sociales y en la teoría de la elección racional. Según la primera, las revueltas sociales no se producen cuando la gente se siente más oprimida, sino cuando empieza a abrirse un sistema cerrado de oportunidades para la acción (Tarrow, 1992: 14-18). La difusión de ese supuesto en la actualidad es fruto de su congruencia con otros centrales para las dos teorías citadas. Las de la elección racional tuvieron amplia difusión en Estados Unidos durante los años ochenta en parte porque suministran explicaciones racionales de unos fenómenos colectivos que habían sido tradicionalmente considerados como irracionales y marginales por las teorías clásicas prevalecientes hasta entonces. A pesar de las distancias que establecen los defensores de este enfoque con el $e la movilización de recursos y la crítica de ese modelo que suelen hacer en sus trabajos (Tarrow, 1994; McAdam, 1982), ambos parten de un modelo racional del actor que orienta decisivamente su investigación de los movimientos. 3
En Alemania, Holanda y España sus supuestos han sido aplicados especialmente al análisis de los movimientos pacifistas y ecologistas durante los años ochenta (Pastor, 1990, 1992); en España, esos supuestos informan la explicación más dirundida sobre el papel de los movimientos durante la Transición, como expongo en el capítulo siguiente.
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La teoría del proceso político destaca la importancia de los factores políticos que influyen en la formación y continuidad de los movimientos, frente a los de carácter psicológico en los que basaron sus explicaciones los modelos clásicos del comportamiento colectivo, la sociedad de masas y la privación estructural (McAdam, 1982: 6-14, 36). De este modo, el enfoque del proceso político potenció el cambio en el estatus ontológico del concepto de movimiento social, cambio que fue inicialmente promovido por la teoría de la movilización de recursos. Los movimientos sociales no son simplemente considerados como formas de comportamiento organizado y racional, sino que se les atribuye una marcada orientación política que hace de ellos instrumentos de algunos de los cambios más importantes en las sociedades contemporáneas 4 . Una premisa básica para la teoría del proceso político es que la expansión de oportunidades políticas tiene lugar cuando disminuyen los costes y los riesgos de la acción colectiva y aumentan sus beneficios potenciales para quienes la apoyan. Los movimientos sociales y las revoluciones son fundamentalmente el resultado de una expansión de oportunidades políticas para la movilización de los grupos insurgentes, como consecuencia de una creciente vulnerabilidad de sus oponentes y del sistema político-económico. La ampliación de esas oportunidades políticas responde a una serie de aspectos que explican el desarrollo de los movimientos con independencia de la voluntad de sus seguidores, como los cambios en la estructura institucional del Estado, la configuración del sistema de partidos y los grupos de interés, el papel de los medios de comunicación y la evolución de la opinión pública. La definición de Tarrow del concepto de estructura de oportunidad política ilustra la concepción de la acción colectiva que informa esta aproximación: el conjunto de «aspectos políticos consistentes... que impulsan a la gente a usar la acción colectiva, o 4
Como evidencia de ello, se han citado los cambios inducidos por movimientos comunistas en Cuba y China, los del movimiento de los colonos norteamericanos contra los ingleses, el movimiento contra la Guerra de Vietnam y la expulsión del presidente Nixon del poder (McAdam, 1982).
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que tienen el efecto contrario» (op. cit., 1994: 18). La diferencia con respecto a la teoría de la movilización de recursos radica en la naturaleza de los recursos que se consideran necesarios para que surjan los movimientos. Mientras que en la primera esos recursos son internos al grupo, y consisten principalmente en poder y dinero, en este enfoque se trata de recursos externos de los que pueden beneficiarse grupos desorganizados o desfavorecidos (McCarthy y Zald, 1987). Al margen de esa diferencia, el foco de atención del analista sigue centrado en el estudio de los costes y beneficios de la participación5. Una definición diferente, pero también muy amplia, del concepto ha sido propuesta por McAdam (1995) a partir de las de otros cuatro autores que trabajan en el ámbito de la ciencia política y la sociología. La estructura de oportunidades políticas es concebida como un conjunto de variables que consisten en: 1) «la relativa apertura o cerramiento del sistema político instituido; 2) la estabilidad o inestabilidad de una amplia serie de los alineamientos más importantes en el sistema político; 3) la presencia o ausencia de aliados entre las élites; 4) la capacidad o propensión del Estado hacia la represión» (McAdam, 1995: 27). La ampliación de esa estructura de oportunidades se manifiesta en los cambios en la estructura de estas instituciones —al igual que «en alineamientos políticos informales o en la capacidad represiva de un sistema político, los cuales reducen significativamente la asimetría de poder existente entre un grupo insurgente y el Estado» (McAdam, 1995: 32). Aparte de los problemas generados por la amplitud de esta definición, que el autor reconoce, aquí conviene destacar que la explicación de los movimientos responde a los supuestos de las teorías de la elección racional, ya que sigue centra5
Los movimientos surgen cuando la gente corriente «responde a unos cambios en las oportunidades que reducen los costes de la participación» (Tarrow, op. cit.: 18), ya que muestran la existencia de aliados potenciales o reales y la vulnerabilidad de sus enemigos. Tarrow también se ocupa de algunos aspectos que han adquirido especial importancia en el estudio de los movimientos en los últimos años, como son las redes y los marcos culturales, que son simplemente conceptualizados como factores que reducen los costes de la participación.
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da en la reducción de los costes para la acción. Ello no plantearía problemas de interpretación si no fuese porque el énfasis en las dimensiones racionales y en los aspectos estructurales de la acción colectiva suele conducir a ignorar los que no responden a esos parámetros. Esto último es más evidente en la obra de Tarrow, quien asume que los motivos para la acción colectiva vienen dados por las contradicciones estructurales del capitalismo, lo cual minimiza la importancia de esos aspectos y las reivindicaciones de los movimientos, al igual que sucede en la teoría de la movilización de recursos (Marx Ferree, 1994). Los ciclos de protesta son resultado de factores sistémicos similares a los que se dan en la economía, y la participación en movimientos sociales es fruto de una decisión individual que se toma en el contexto de esos factores, y se considera determinada por ellos, aunque se destaca que «éstos no siempre son percibidos de manera uniforme» (Tarrow, 1991: 66). El énfasis de Tarrow en los factores sistémicos que motivan la participación en los movimientos es congruente con la aproximación tradicional a las relaciones entre estructura social y acción colectiva de la que trató el capítulo 3. Las dificultades que plantean esos supuestos para explicar la formación de los movimientos sociales se manifiestan en lo que se ha considerado como el principal problema suscitado por esta concepción de los ciclos de protesta: su explicación como consecuencia de factores sistémicos deja de lado el papel de los elementos cognitivos y de los procesos de creación de marcos por parte de los individuos y grupos que generan los ciclos (Snow y Benford, 1992: 143). El concepto se plantea en un plano de explicación macropolítico y presta muy poca atención a los procesos cognitivos que tienen lugar en la esfera de la micromovilización, y son necesarios para entender por qué y cómo las personas atribuyen sentido a su participación en los movimientos 6 . 6
Desde esa perspectiva, el estudio de los ciclos da por hecho que surgen cuando aumentan las oportunidades para la acción, «cuando muestran que cuentan con aliados y que los grupos que se oponen a ellos son vulnerables» (Tarrow, 1994: 23).
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Posteriormente, Tarrow (1994) amplió su modelo para incluir las redes informales y los marcos culturales como elementos básicos en la formación de los movimientos, así como la noción de repertorios de confrontación propuesta por Tilly (1978). Sin embargo, la estructura de oportunidades políticas sigue siendo considerada la variable independiente, y los primeros elementos son evaluados por su contribución a la reducción de los costes de participar en un movimiento. La noción de ciclos permanece anclada en la de oportunidad política y en un modelo racional del actor que conduce a considerar secundarios esos procesos cognitivos. Por ello, uno de los problemas que plantea este concepto para la investigación de los movimientos es que reproduce el sesgo estructuralista prevaleciente en la literatura especializada (McAdam, 1994).
Marcos dominantes En este sentido, Snow y Benford (1992) han señalado que los trabajos en que se aplica este concepto nunca han prestado mucha atención a la relación existente entre los ciclos de protesta y las representaciones mentales de los que participan en ellos, a pesar de que el concepto de ciclos de protesta fue introducido hace casi veinte años. Para analizar el papel de esas representaciones en el surgimiento de los ciclos, estos autores proponen emplear el concepto de marco dominante o maestro de acción colectiva (master frame), que se refiere a aquellas definiciones colectivas y compartidas de los problemas que promueven las organizaciones de distintos movimientos y desempeñan un papel central en el surgimiento de ciclos de protesta. La propuesta consiste en centrar el análisis de los ciclos en el surgimiento de esos marcos, ya que estos últimos constituyen el elemento que define a los ciclos y nos permite entenderlos (Snow y Benford, 1992). Si los marcos cognitivos en general permiten a los individuos «situar, percibir, identificar y etiquetar los hechos que se producen dentro de su espacio vítalo en general en el mundo» (Goffman, 1987 [1974]; 250
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Snowy Benford, 1992: 136), los marcos de acción colectiva7 no sólo cumplen esas funciones, sino que también tienen un contenido ético, ya que confieren significado a los hechos en términos de justicia y moralidad, o redefinen el que se les atribuía antes en la opinión pública. De ese modo, el análisis de los aspectos funcionales de los marcos se amplía a otros de carácter moral que nos permiten entender la conexión existente entre los primeros y las ideas sobre la justicia que promueven los movimientos que han señalado otros analistas (Turner y Killian, 1987; Gamson, 1995). Esos marcos de injusticia tienen decisiva importancia para producir el marco de motivación, lo cual es la tercera tarea que deben realizar los movimientos para conseguir el apoyo de sus potenciales seguidores. Los motivos para apoyar a un movimiento no pueden explicarse como simple resultado de unas ideas compartidas entre sus organizaciones y sus seguidores potenciales (Laraña, 1997 a). Un marco dominante cumple las mismas funciones que los marcos específicos de cada movimiento pero a mayor escala, ya que tiene carácter genérico y es compartido por distintos movimientos sociales. Esa clase de marco de acción opera «de forma análoga a los códigos lingüísticos, dado que suministran una gramática que señala y conecta sintácticamente pautas o sucesos que se están produciendo» (Snow y Benford, 1992: 138). Un ejemplo, que se expone en el capítulo siguiente, es el marco unitario con el que se alinearon los movimientos de la oposición al régimen de Franco en sus últimos años, lo cual permitió su coordinación a pesar de las diferencias que existían entre los marcos específicos de cada movimiento (Johnston, 1991). 7
La definición de este concepto se expone en la primera parte de este libro: los marcos de acción colectiva son esquemas de interpretación que «simplifican y condensan el mundo externo a los individuos al destacar y asignar unos códigos a determinados objetos, situaciones, acontecimientos, experiencias y secuencias que tienen lugar en el entorno pasado o presente de cada persona» (Snow y Benford, 1992: 136). El problema que plantea dicha definición es que incluye otro término equivalente como es el código, y esa definición debería ser desarrollada en un sentido más preciso.
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Continuidades culturales Otro problema del concepto de ciclos de protesta propuesto por Tarrow es que sólo se ocupa de los períodos visibles de movilización y deja de lado los de latencia de los movimientos. Sin los segundos no puede entenderse bien su continuidad, ya que el énfasis en la movilización no permite conocer los procesos de construcción de marcos e identidades colectivas que tienen lugar en redes informales antes de que comiencen las movilizaciones, como expuse en el capítulo anterior. El objetivo de éste es aplicar algunos de estos supuestos al análisis de las continuidades entre los movimientos estudiantiles que surgieron en España en 1987 y 1993. En el otoño de 1993 volvieron a producirse movilizaciones de estudiantes en la mayoría de las universidades, en respuesta al aumento de los derechos de matrícula (las tasas universitarias) que decretó el gobierno ese verano. Aunque tuvieron menor duración e intensidad8, su interés aquí radica en las continuidades entre estas dos movilizaciones, las cuales se pusieron de manifiesto en las reivindicaciones y el discurso de los estudiantes. Junto con las continuidades organizativas que se exponen más adelante, otro aspecto de interés fue la rapidez con que se produjo la reacción de las asociaciones estudiantiles al decreto del Ministerio de Educación que elevaba las tasas9. El método de investigación empleado fue el mismo en ambos conflictos: se basó en un estudio de casos y en datos etnográficos obtenidos con técnicas de observación sobre el terreno 10 , entre8
Las movilizaciones se redujeron a manifestaciones contra la subida de las tasas en las ciudades con más población, y en esos días hicieron huelgas de asistencia a clase. 9 A pesar de que el decreto de las tasas se aprobó durante las vacaciones de verano, en septiembre una de ellas convocó en Zaragoza una reunión en la que la mayoría de los asistentes acordaron promover movilizaciones; entre otras se encontraban las siguientes asociaciones: Estudiantes Progresistas, el Movimiento de Estudiantes Cabreados (la asociación que convocó la reunión), los CAF (Comités Abiertos de Facultad), y estudiantes independientes. 10 Este método se ha centrado en el lenguaje que empleaban los estudiantes entrevistados para relatar sus experiencias y reivindicaciones por considerar que tiene especial importancia para esta aproximación a las continuidades entre las dos movilizaciones más importantes desde la transición política en España.
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vistas en profundidad y reuniones de grupo con estudiantes que participaron en las movilizaciones. En las movilizaciones de 1987 fueron los mismos casos señalados en el capítulo anterior; la información básica sobre las de 1993 proviene de entrevistas en profundidad a una muestra estratégica de líderes y simpatizantes de las principales organizaciones relacionadas con el conflicto en dos centros de la Universidad Complutense de Madrid. Las técnicas de observación se practicaron en las manifestaciones convocadas por las organizaciones estudiantiles en Madrid, en enero y febrero de 1987 y en octubre y noviembre de 1993, y en asambleas estudiantiles en una facultad de esta misma ciudad 11 . Al igual que ocurrió en las movilizaciones de 1987, para identificar las continuidades entre ambos conflictos es preciso distinguir los aspectos más visibles y públicos de las segundas (el rechazo al incremento de las tasas universitarias) de otros que tuvieron singular importancia en su formación. El análisis de esas continuidades culturales nos permite entender por qué surgieron las más recientes y cuál fue su significado. Al igual que en 1987, se produjo un contraste entre las identidades pública y colectiva del «movimiento contra las tasas». La primera fue definida por esa reivindicación económica, pero esa identidad no se ajustaba a los hechos y no permite entender la naturaleza del movimiento. Los motivos de los estudiantes para participar en aquellas movilizaciones no respondían simplemente al aumento de los costes de sus estudios ni fue un movimiento monotemático (single issue movement), centrado en esa reivindicación, sino que tuvo mayor interés y complejidad. Ello fue consecuencia de la relación que le unía con las movilizaciones que tuvieron lugar siete años antes, las cuales tampoco se dirigieron sólo contra las pruebas de selectividad sino contra la política educativa del Gobierno en conjun11
En ambos casos se trata de centros en los que considerables sectores del estudiantado apoyaron las movilizaciones o de los que procedían algunos de sus líderes. El primer estudio fue financiado por el Centro de Investigaciones Sociológicas, y el segundo, por la Dirección General de Ciencia y Tecnología, a los que expreso mi agradecimiento.
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to. En el otoño del 93, esa política volvía a ser objetivo de las protestas estudiantiles. La cuestión del aumento de las tasas carecía de entidad para motivar las del otoño de 1993, al igual que sucedía con el simple rechazo de la selectividad en las anteriores12. La mayoría de los estudiantes entrevistados coincidía en señalar que las tasas no fueron nada más que una «chispa» que activó el malestar estudiantil, «la gota que colmó el vaso repleto de descontento con la situación general de la universidad», en palabras de uno de los líderes estudiantiles entrevistados. Aunque a menor escala y sólo en un sector de la enseñanza, el aumento de los derechos de matrícula tuvo un efecto similar al de las pruebas de selectividad, al brindar otro factor de movilización en busca de soluciones a la situación de las instituciones de educación superior. El potencial de movilización de la cuestión de las tasas fue fruto de la persistencia del marco cognitivo que confería sentido a las protestas de siete años antes, en el cual la situación de la enseñanza se definía como un problema con implicaciones directas en las futuras oportunidades de vida de los estudiantes. La responsabilidad que en ello se atribuía al Gobierno y a los partidos políticos fue otro elemento de persistencia en ese marco de acción colectiva. Al igual que sucedió siete años antes, ese marco estaba asociado a un marco de injusticia, en este caso fundado en la idea de que se habían incumplido los acuerdos entre el Gobierno y los estudiantes que zanjaron las movilizaciones del 87 13 . La continuidad entre estas dos movilizaciones se daba asimismo en los campos de identidad de los actores. Este concepto ha sido propuesto por Hunt, Benford y Snow (1994) para analizar la relación entre los procesos de alineamiento de marcos de acción colectiva y los problemas de identidad que motivaban la participación en los movimientos. Esa relación es consecuencia de que 12 «Lo que estaba planteado era la calidad de la docencia, cosas como el profesorado, el control de los gastos, una ley de financiación [...] y una serie de aspectos que van mucho más allá que las tasas» (Ent-10, p. 31). 13 Principalmente, el compromiso del Ministerio de Educación de reformar las pruebas de selectividad y aumentar el presupuesto destinado a la enseñanza.
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los marcos «no sólo establecen las conexiones ideológicas entre individuos y grupos, sino que también proponen, refuerzan y adornan las identidades» de los actores colectivos que forman parte del campo de acción de un movimiento (Snow y otros, 1986; Snow y Benford, 1988, 1992; Hunt, Bendford y Snow, 1994). En lugar de explicar la importancia de los procesos de construcción de identidades por las transformaciones estructurales de las sociedades industriales y los problemas que generan, este enfoque se centra en los procesos de interacción que tienen lugar dentro de sus organizaciones y en las relaciones de éstas con otras que se oponen a sus demandas. Las imputaciones de identidad forman parte de las funciones cognitivas de los marcos de referencia en la interacción social, la cual precisa que los individuos o los grupos «se sitúen o identifiquen como objetos sociales». El concepto campos de identidad se propone por su especial utilidad para esa tarea: se refiere a las afirmaciones que en ese sentido hacen los seguidores de un movimiento respecto a distintas categorías de actores colectivos, las cuales se pueden agrupar en tres conjuntos de identidades socialmente construidas. En primer lugar, existe un tipo de individuos y de colectivos que son identificados como protagonistas por su forma de promover o simpatizar con los valores, metas y prácticas de un movimiento social; estos actores son los que también se benefician de las acciones del movimiento. En segundo lugar, hay otro conjunto de personas y colectivos que parecen estar unidos para oponerse a los esfuerzos de los protagonistas y que por tanto se identifican como los antagonistas. Finalmente, tenemos un tercer grupo de personas que son percibidas como audiencias en el sentido de que son neutrales o son observadores no comprometidos, aunque algunos de ellos puedan responder a, o informar de, los acontecimientos que presencien (Hunt, Benford y Snow, 1994: 223). En los marcos de protesta que promovieron las organizaciones estudiantiles en 1987 y 1993, el Gobierno ocupaba el campo de antagonista, y los protagonistas del movimiento fueron los estu255
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diantes. Éstos fueron representados por dos organizaciones en 1987, una de las cuales (la Coordinadora de Estudiantes) fue el embrión de la que, con el mismo nombre, lideró las de 1993, lo cual muestra la existencia de continuidades organizativas en los dos conflictos. Pero para entender las razones de la participación en el movimiento, es necesario profundizar en el significado simbólico del decreto regulador del aumento en los derechos de matrícula y su relación con la difusión de un marco de injusticia con el que se alinearon numerosos estudiantes, la mayoría adscritos a facultades de ciencias sociales y Humanidades. Esos elementos no configuran un marco principal de protesta en el sentido antes expuesto, sólo integran un marco específico de movilización con el que se alinean los estudiantes en los dos conflictos. Ese marco específico era congruente con el marco principal de acción colectiva durante el periodo actual en la evolución de los movimientos sociales en España, que se expone en el capítulo siguiente. Para designar ese marco principal, me baso en una característica central de los movimientos que surgen en España desde la segunda mitad de los años ochenta: el abandono de la concepción moderna de los movimientos sociales y del modelo de relación entre partidos y movimientos en que se articulaban los segundos desde el final de la Guerra Civil. Ello permite denominar postmoderno a ese nuevo marco de acción colectiva, cuyas primeras manifestaciones fueron las movilizaciones contra el ingreso de España en la OTAN y las estudiantiles contra la política educativa oficial durante el curso 1986-87. Los elementos de ese marco no están todavía claramente definidos, pero sí algunos de los que tienen mayor interés en el sentido que acabo de exponer. Son aquellos que muestran la naturaleza de los movimientos como sistemas de acción que desempeñan importantes funciones de significación colectiva y presentan un componente autorreferencial que adquiere especial importancia para motivar la participación en ellos. Esos elementos se manifiestan en los marcos de diagnóstico compartidos por estos movimientos sobre la participación en la vida social y los partidos políticos, y sobre las propias organizaciones de los movimientos. En
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las entrevistas a los estudiantes que participaron en las movilizaciones de 1993 destaca la extensión de la desconfianza hacia los partidos políticos a algunas asociaciones estudiantiles, especialmente a las subvencionadas por el Estado, y a pesar de que algunas de ellas habían liderado las que se produjeron siete años antes. Con el fin de ilustrar esto, a continuación voy a exponer algunos elementos del marco de acción colectiva en las más recientes, que son comparados con el de las anteriores.
La enseñanza como problema Para motivar la participación en ambas movilizaciones, he atribuido central importancia a la persistencia de un diagnóstico negativo sobre la calidad de la educación y sus implicaciones en el futuro de los estudiantes. Esa inferencia se basa en la importancia que los estudiantes conferían a la educación, lo cual es un supuesto central en teorías bastante difundidas sobre la incidencia de aquélla en el logro individual (Bell, 1976; Collins, 1979). Esa idea remite a las características estructurales del contexto donde surgen los movimientos, en las cuales se han centrado numerosos trabajos sobre movimientos sociales. Sin embargo, esa interpretación es matizada por lo que planteó este dirigente de las movilizaciones en 1993, el cual especificó que el significado del aumento de las tasas consistía en romper el equilibrio anterior y definió dicho aumento como una agresión a los estudiantes. Parte de ese argumento se expone a continuación porque amplía el sentido del marco de diagnóstico promovido por la principal organización estudiantil en aquel conflicto con un tipo de discurso que no suele aflorar en las versiones editadas en los medios de comunicación, y probablemente tampoco era explicitado en estos términos por los líderes de estas movilizaciones en actos públicos o cuando trataban con esos medios. El interés de su discurso consiste en matizar la importancia de la preocupación por los estudios y los factores estructurales de estas movilizaciones, y en plantear la incidencia de los nuevos planes de estudio en ese precario 257
LOS MOVIMIENTOS SOCIALES EN EL TIEMPO
equilibrio. El entrevistado fue considerado como «una de las dos cabezas visibles de la Coordinadora», y su discurso tiene interés adicional por su brillantez y facilidad de palabra. Ello ilustra la naturaleza del liderazgo en los movimientos estudiantiles, al que me referido antes como epistemológico por fundarse tanto en la competencia lingüística como en un mayor nivel de información.
LA RUPTURA DEL EQUILIBRIO EN LA UNIVERSIDAD ESPAÑOLA
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La universidad actualmente es mala, o no es lo que debía ser, y entonces, bueno, pues tenemos varios modelos de universidad; está la 3 «Universidad del Mediterráneo», por decirlo de alguna forma, donde va bastante gente, donde se paga relativamente poco por la plaza en comparación con lo que cuesta realmente y donde no fun6 ciona el sistema de becas. Entonces, ese modelo se rompe o se va a ir rompiendo poco a poco con la subida de las tasas. Y es una cosa que no es coyuntural, es decir, no es que este año no vaya a haber subi9 das; es una cosa estructural, va a seguir habiendo subidas y no va a haber una contrapartida fuerte, es decir, no vamos a tener un modelo como el holandés o el nórdico, es decir, yo a ti te doy un crédito 12 de cero intereses que me lo puedes devolver cuando tú puedas, da igual que sea en diez años como ocurre en Suecia, ¿verdad? Tú me lo vas a devolver si puedes trabajar, cuando trabajes me lo vas a devol15 ver, además con un porcentaje que yo te voy a marcar y que es un porcentaje muy bajo. (Ent- 13, pp. 518-570). Esta parte de la entrevista muestra un diagnóstico diferente sobre la calidad de la enseñanza del que cabe esperar de una honda preocupación por su baja calidad y sus consecuencias en el futuro de los estudiantes. En lugar de ello, el líder estudiantil sugiere la existencia de un modus vivendi (un acuerdo implícito) por el cual los estudiantes se amoldaban a una situación de la enseñanza que consideraban de baja calidad pero en la que los requerimientos institucionales estaban en consonancia con ella. Esa Universidad del Mediterráneo responde a un modelo masificado y subvencionado, que ofrece bajas prestaciones institucionales
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(becas y calidad de enseñanza) pero exige poco (líneas 1-6). El problema («la agresión») se habría producido cuando ese equilibrio se rompe al aumentar los costes para el estudiante sin que haya un aumento proporcional de las becas ni un sistema de financiación sin intereses como el que existe en los países nórdicos (líneas 6-7 y 10-13). El marco de movilización que promueve este estudiante también responde al pronóstico de aumento en los requerimientos académicos como consecuencia de los polémicos planes de estudio (que eran nuevos en 1993 y hoy están en proceso de revisión). A ellos se refiere más adelante en la entrevista para destacar que aumentan la dificultad de aprobar, lo cual es ilustrado con ejemplos concretos. La referencia al sistema de financiación existente en otros países es importante, ya que matiza esa cuestión y aclara el sentido de su análisis. Éste se basa en un sistema de intercambio, fundado en ese acuerdo implícito, en el que están relacionadas las cuestiones económicas, académicas y organizativas (líneas 9-15). Los modelos más duros no son simplemente aquellos que existen en las universidades que exigen más a los estudiantes, sino en las que ofrecen menos contrapartidas a cambio. Los nuevos planes de estudio le sirven como evidencia para ese pronóstico, que identifica una tendencia estructural de creciente aumento en las exigencias académicas como las que aplican en universidades de países nórdicos (líneas 8-11). Ese cambio ilustra la relación entre los tres aspectos citados, ya que dichos planes se caracterizan por el caos organizativo, además de exigir del estudiante una profesionalización o dedicación completa, al cien por cien de su tiempo. Sus efectos económicos se disparan en el caso de los que tienen que trabajar y estudiar al mismo tiempo porque viven fuera del hogar familiar. En el otoño de 1993, la ruptura del modus vivendi que existía en la mediterránea universidad española hizo posible el alineamiento de los estudiantes con un marco de injusticia mucho más específico que el de las movilizaciones de 1987, pero fundado en los resultados de aquéllas. Ello ilustra las continuidades entre ambas. Un argumento recurrente entre los entrevistados fue que 259
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el Gobierno había incumplido los acuerdos a los que llegaron las organizaciones estudiantiles con el Ministerio de Educación. Aunque la palabra «acuerdo» solía formularse en plural, esas personas se referían a uno que consideraban directamente relacionado con este conflicto: el compromiso de incrementar los recursos económicos asignados a la enseñanza pública. En lugar de ello, los modelos nórdicos se les imponían a golpe de decreto y cargando en los estudiantes sus costes. La forma en que el Gobierno promulgó su decisión de aumentar las tasas (en vacaciones) contribuyó a la difusión de ese marco de injusticia. Ese hecho también reforzaba la desconfianza hacia la política y la negativa imagen que los estudiantes entrevistados tenían del Gobierno 14 . Como se indicó al principio del libro, el concepto de marcos de injusticia ha adquirido singular importancia en la literatura especializada durante los últimos años, debido a su utilidad para explicar los motivos para participar en los movimientos sociales y para establecer la diferencia que los separa de los grupos de interés. Los movimientos se consideran «inextricablemente unidos a planteamientos éticos que hacen que aquello que antes podía haber sido aceptado como una desgracia ahora se considere intolerable, que hay algo ilegítimo en el sistema y esa injusticia debe rectificarse» (Turner y Killian, 1987: 237). La relación que suele existir entre reivindicaciones y vida cotidiana en los nuevos movimientos sociales fue un factor crucial para la persistencia de ese marco de injusticia. Me refiero a la experiencia diaria de los estudiantes en unas instituciones educativas masificadas en las que es frecuente la falta de vocación por los estudios. Esta es una de las implicaciones de las pruebas de selectividad, que, al combinarse con esa situación, producía una falta 14
Una de las estudiantes entrevistadas formula esto con claridad e ilustra el argumento anterior sobre la ruptura del modus vivendi existente en la universidad española. «No se han respetado los acuerdos que se hicieron, me parece que fue en el 86-87. Te hablo de todo lo que he estado leyendo y demás, con respecto a que [las tasas] no iban a subir más que el IPC. No se ha respetado. Bueno, vale, yo entiendo que suba, que suban las tasas y que suba todo, de acuerdo, pero me parece que se han pasado un poquito. Me parece que una subida tiene que estar ligada a una mejora en algún aspecto» (Ent-9, p. 150).
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de motivación y la sensación de confusión de identidad en el alumno. Esa sensación estaba relacionada con el malestar por la educación que recibían y con la masificación de las aulas. Las dos cosas fueron explicitadas en relatos de los entrevistados sobre situaciones como las que se producían cuando buscaban infructuosamente un libro en la biblioteca, a causa del número de alumnos que cursan estas carreras. Otro elemento común de los marcos promovidos por las organizaciones estudiantiles en 1987 y 1993 consistía en presentar la política educativa del Gobierno como responsable de la mala situación de las instituciones educativas. Esa situación tenía dos componentes: uno de carácter económico (la escasez de presupuesto destinado a la enseñanza), y otro que hacía referencia a los principios en que se inspiraba la política educativa del partido en el poder (PSOE). Esto último se basaba en dos argumentos relacionados en el marco del movimiento, en los que se sustentaba la negativa concepción de la enseñanza: la naturaleza de los métodos que se emplean en la universidad y la ausencia de una formación crítica, que enseñe a pensar. La educación existente se calificaba de tecnocrática tanto por la naturaleza de sus objetivos como por los métodos que empleaba. Éstos se fundan en el aprendizaje de memoria de una serie de contenidos analíticos en lugar de promover el desarrollo del espíritu crítico y la capacidad de reflexionar sobre ellos. En el marco de significados que promovió la Coordinadora de Estudiantes en el otoño de 1993, ambas cosas estaban relacionadas, ya que dicha capacidad se consideraba necesaria para el desarrollo de la personalidad del estudiante. Ese argumento ilustra la relación que con frecuencia existe, y se dio en las movilizaciones anteriores, entre las reivindicaciones estudiantiles y los problemas de identidad personal. Otro elemento en este marco de protesta consistía en identificar un objetivo de la política educativa oficial consistente en que los estudiantes «no piensen y se metan en la cabeza los libros». Como ejemplo de ello, se citaba la supresión de la filosofía como asignatura en los nuevos planes de estudios en las enseñanzas medias. 261
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Frente a la falta de interés por las Humanidades en la política educativa del Gobierno, esa organización estudiantil promovía una concepción distinta de la educación en la que la importancia de aquéllas se vinculaba al pensamiento crítico y al desarrollo de los estudiantes como personas. Uno de los miembros de esa organización definió como liberal la política educativa que ellos promovían, porque sus objetivos consistían en inculcar el respeto a los valores democráticos y en la necesidad de erradicar las formas de discriminación por sexo, raza o religión. La formación integral de los estudiantes constituía uno de los objetivos de la política educativa alternativa en la que se articulaba el marco de pronóstico de la Coordinadora o de las soluciones que promovía para resolver el problema de la enseñanza superior. Esa clase de formación se consideraba necesaria para el desarrollo de la personalidad individual, y contrastaba con los resultados de la formación de especialistas, que se se consideraba resultado de aplicar la política tecnocrática citada. Mientras que la concepción tecnocrática de la enseñanza hace de ella un instrumento de trasmisión de conocimientos técnicos, este marco de significados partía de la necesidad de introducir nuevos criterios, destinados a inculcar valores democráticos a los estudiantes. Estas características del movimiento estudiantil parecen relacionadas con las de los movimientos contra el terrorismo y refuerzan el anterior análisis sobre la importancia que adquiere el proyecto de la democracia universal (capítulo 3 de este libro). En la Universidad Autónoma de Madrid está la sede de la organización Movimiento Contra la Intolerancia, que se autodefine como «impulsora de importantes manifestaciones pacifistas frente al terrorismo», ha promovido concentraciones, generalmente silenciosas, como suele hacer Gesto por la Paz, en memoria de M. A. Blanco y otras víctimas de ETA, y emite comunicados sobre la reciente declaración de tregua a través de su página web en Internet15. En Valencia hay una 15
El símbolo de las manos blancas del que se trató en ese capítulo se ha convertido en un rasgo de la identidad pública de esta asociación, que aparece en su dirección en Internet (http: //manos-blancas.uam.es).
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Coordinadora Paz, Libertad y Solidaridad que también promueve actos contra el terrorismo que son difundidos a través de la misma página; en Lérida hay una asociación (PROU!) que también ha organizado concentraciones contra el terrorismo. Este marco de significados en materia educativa tiene interés porque contrasta con la preocupación que suscita lo que numerosos estudiantes de ciencias sociales perciben como «falta de especialización» en sus estudios. Su énfasis en la necesidad de reformar los estudios en esa dirección se basa en el supuesto según el cual ese tipo de formación es el que demanda el mercado de trabajo. Sin embargo, el debate entre una formación de especialista o de generalista no parece que pueda fundarse en esa dicotomía, que simplifica las cosas y oscurece el análisis de las relaciones entre la enseñanza universitaria y la práctica profesional. En cualquier caso, el significado de «las movilizaciones contra las tasas» consistió en promover un debate sobre las cuestiones antes expuestas, partiendo de una concepción de la enseñanza como un problema colectivo en cuya solución deben participar los estudiantes y sobre cuyos fines debe reflexionar la sociedad. En lugar de restringir ese debate a las tasas, estas movilizaciones suscitaron la cuestión de los fines de la enseñanza superior, lo cual ilustra la concepción de los movimientos sociales como instancias generadoras de sentido en las instituciones sociales que se expuso en la primera parte de este libro.
Resonancia de los marcos de protesta Las organizaciones que promovieron las dos movilizaciones estudiantiles actuaron como agencias de significación colectiva para potenciar esos sentimientos de descontento y preocupación por el futuro individual. Pero la capacidad de persuasión y movilización de los estudiantes que tuvieron esas organizaciones estaba relacionada con las transformaciones en el sistema ocupacional, las elevadas tasas de paro entre los jóvenes y la importancia que adquiere la calificación laboral para hallar trabajo (Bell, 1976; 263
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Beck, 1992; Del Campo y Navarro, 1987). El apoyo a estas movilizaciones se fundó en situaciones cuyos rasgos institucionales eran congruentes con la forma en que esas organizaciones definieron los problemas educativos, y con los sentimientos de inseguridad generados por esos rasgos de la estructura ocupacional. Ello ilustra mi argumento sobre la necesidad de que el analista integre esta clase de factores para no caer en un sesgo interaccionista, en la tendencia a considerar dichos problemas como fruto de una construcción colectiva basada en la capacidad de persuasión de dichas organizaciones. Snow y Benford (1988) se refieren a estos factores en términos de constriccionesfenómenológicas de los procesos de creación de marcos, a las que deben adaptarse las organizaciones de los movimientos para conseguir el apoyo de sus seguidores potenciales. Ese concepto designa una serie de condiciones culturales que caracterizan el contexto en que surgen los movimientos. De la adaptación a esas condiciones depende la capacidad de persuasión de los movimientos para hacer que sus ideas tengan eco entre potenciales seguidores. Una condición básica es la conexión entre los marcos de significados que promueven sus organizaciones y los mundos de vida de sus potenciales seguidores. Las tres principales constricciones culturales son: credibilidad empírica, concordancia con la experiencia y fidelidad narrativa. La correspondencia entre los procesos de creación de marcos con al menos una de ellas se considera condición necesaria para movilizar el consenso entre los seguidores, y, a la inversa, podemos explicar las diferencias en.el potencial movilizador de un marco en función de su conexión con estas condiciones. La credibilidad empírica de un marco de acción colectiva se refiere a «la forma en que encaja con los acontecimientos que se están produciendo en el mundo» y a la posibilidad de verificar la validez de ese marco en su interpretación (Snow y Benford, 1988: 208). El concepto de concordancia con la experiencia se refiere a la forma en que esos marcos coinciden con, o divergen de, la experiencia de las personas que pretenden movilizar, y remite a la sintonía entre los marcos de acción colectiva y las formas en que esas situaciones han sido o son vividas por los que participan en ella, o pueden hacerlo en el futuro próximo. Fidelidad narrativa es la tercera 264
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de esas condiciones en las que se desarrollan las actividades de creación de marcos: el grado en que éstos encajan en los relatos que constituyen la herencia cultural de una sociedad, que se manifiesta en sus principales mitos, historias yfolk tales, o narraciones que forman parte de la cultura local y se transmiten a través de las generaciones. La idea es que estos elementos influyen decisivamente en los procesos de atribución de significado a los acontecimientos y experiencias de las personas que participan en los movimientos. Sin embargo, esta aproximación puede plantear problemas porque el concepto de constriccionesfinomenológicasse refiere a las condiciones culturales que existen en el contexto en que surgen los movimientos, pero deja de lado aquellas de carácter estructural que influyen con fuerza en el potencial de movilización colectiva. Algunas de ellas tuvieron especial relevancia en las dos movilizaciones citadas, desde el paro de jóvenes licenciados hasta la masificación de las instituciones educativas, el presupuesto destinado a ellas por el Gobierno, la calidad de la enseñanza media y superior en centros públicos y los cambios que se están produciendo en el sistema ocupacional de las sociedades occidentales. En las movilizaciones de 1987, las demandas de los estudiantes hacían referencia tanto a la situación de las enseñanzas media y universitaria como a la forma de acceso a esta última, y su principal reivindicación fue la supresión de las pruebas existentes para ello. Si dichas pruebas desencadenaron el conflicto, el nexo de unión entre ambos sectores fue el descontento con la situación de la enseñanza estatal —que en el sector universitario encuadraba a más del 96 por 100 de los estudiantes españoles— y la difusión de un marco de referencia muy negativo sobre sus implicaciones en su futuro profesional. Entre los estudiantes entrevistados en 1987 había una peculiar conciencia de los problemas con que suelen enfrentarse las generaciones numerosas, como la masificación de los centros educativos y su incidencia en la calidad de la enseñanza, y de la relación que ello tiene con la selección para la universidad. Los estudiantes que ese año cursaban bachillerato o carreras universitarias nacieron en el periodo de mayor natalidad en la historia de España, que en 1964 alcanzó su cota más alta (Gil Calvo, 1986: 184).
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La preocupación por el futuro fue un elemento central en esas movilizaciones estudiantiles y se expresó en la inquietud que suscitaban las pruebas de selectividad y el malestar por la situación de la enseñanza. El análisis de la estructura de ocupaciones en España durante esos años muestra que había razones objetivas más que suficientes para ello. Los jóvenes constituían el sector con la tasa de paro más alta del país y representaban casi la mitad de todos los parados en 1985, un año antes de producirse el conflicto: de los casi tres millones de personas en que fue estimado el paro oficial, el 48,6 por 100 tenía menos de 25 años. En su mayoría, se trataba de jóvenes que nunca habían trabajado, y representaban el 81 por 100 de todos los parados en busca de su primer empleo. El grupo de edad con la tasa más alta de paro en 1985 (el 28 por 100 del total) correspondía a aquellos que contaban entre 20 y 24 años; a ese grupo pertenecían los universitarios que desempeñaron funciones de liderazgo en el movimiento: la mayoría de los estudiantes que formaron su base social pertenecía al grupo de los que tienen entre 16 y 19 años, que presentaba la segunda tasa de paro más elevada y en el que se situaba la cuarta parte de todos los parados (Del Campo y Navarro, 1989)16. La capacidad de persuasión de las organizaciones estudiantiles en las dos movilizaciones contra la política educativa oficial fue decisivamente potenciada por esos aspectos estructurales. El riesgo de caer en un sesgo (interaccionista) de signo opuesto al que ha prevalecido en la literatura especializada sobre movimientos sociales consiste en no prestar atención al papel que desempeñan esos factores y situar las constricciones de la acción colectiva solamente en 16 Sin embargo, estos datos hay que ponderarlos. Ya entonces, el estudio citado destacó una idea muy difundida en la actualidad, según la cual es más que probable que las estadísticas oficiales del INE no reflejen adecuadamente la realidad, debido al alto porcentaje de personas que trabajan en la economía sumergida (Del Campo y Navarro, 1987). Un aspecto destacable sobre la dificultad de cuantificar este sector, de crucial importancia para identificar el paro real, es la metodología empleada en la fuente de datos oficiales, las Encuestas de Población Activa, que son realizadas por personas vinculadas al Ministerio de Economía y Hacienda, el mismo que recauda los impuestos a los que trabajan. Ello puede generar problemas de fiabilidad en las respuestas obtenidas con esa encuesta.
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el ámbito de la cultura. Los sentimientos de masificación de los estudiantes en las instituciones universitarias potenciaban los de alienación, en el sentido psicológico del término propuesto por Turner (1969, 1994) para designar los problemas de identidad que pasan a ser el nuevo tema de los movimientos sociales contemporáneos. Ese significado es equivalente al del concepto de confusión de identidad que se expuso antes, y se refiere a «una serie de rasgos totalmente personales que, a pesar de ser resultado de una combinación entre la herencia biológica y la vida social, son internalizados por aquellos que participan en los movimientos sociales como parte de sus biografías personales» (Johnston, Laraña y Gusfield, 1994: 13). Algunos de esos problemas se manifestaban en centros universitarios donde estaban matriculados estudiantes que no habían podido conseguir admisión en la carrera elegida en primera opción, en gran parte debido a las notas obtenidas en los exámenes de selectividad17. De estos centros provenía el liderazgo y los seguidores en las dos movilizaciones, al igual que mi información. Ésta se basa en la observación de la interacción en uno de esos centros y en las descripciones que hacen los entrevistados de una situación frecuente en ellos, en los que se imparten algunas carreras de ciencias sociales y humanidades que no son las que tienen puntuaciones más altas de admisión. Ambas fuentes de información coinciden en sus imágenes de unas facultades con demasiados alumnos, de desorientación y problemas de vocación de éstos por sus estudios. Mi facultad es una carrera que nadie quiere [...] entonces, va la gente [a la] que le llevan allí, que no tiene nota, viene gente de letras, de ciencias, de todos lados. Mi facultad está siempre llena de gente, pero hasta arriba (Ent-9, p. 33). Junto con la meta de producir un cambio en la política educativa actual, en las movilizaciones estudiantiles de 1993 volvió a plantearse la reivindicación de aumentar el presupuesto dedicado a educación, que también estuvo presente en las anteriores e ilustra las con17 La calificación obtenida en esas pruebas representa el 50 por 100 de la definitiva, de la que depende la admisión del alumno al centro elegido.
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tinuidades entre ambas. También ilustra mi argumento sobre la necesidad de incluir el análisis de las constricciones estructurales en el de las condiciones de resonancia cultural de un discurso destinado a movilizar a las personas. Se trata de un elemento del marco de diagnóstico de la Coordinadora de Estudiantes que se ha mostrado especialmente eficaz en España, pero tanto en ese sentido de promover la movilización como en el opuesto (en las campañas contra el marco de las organizaciones opuestas al ingreso de España en la OTAN). Ese elemento consiste en destacar la diferencia entre la situación existente en nuestro país y la de otros europeos más avanzados y con los que parece haber una clara voluntad de integración entre la población española. Aplicado al campo de la educación, las organizaciones estudiantiles enfatizaron la escasez de recursos empleados en su financiación por el Estado, que sólo representaban un 4 por 100 del PIB, «y ese porcentaje está disminuyendo en los presupuestos desde hace cuatro años, mientras que en otros países más avanzados es del 6 por 100». La política educativa del Gobierno se presentaba como la responsable de la baja calidad de la educación no sólo como consecuencia de su concepción tecnocrática de la enseñanza, sino también debido a la falta de recursos que asigna a ésta. Esta demanda suele aparecer asociada a otro elemento de ese diagnóstico, que se inscribe en el ámbito de las cuestiones de identidad que caracterizan los nuevos movimientos sociales y destaca la importancia de los estudiantes y las instituciones educativas en la sociedad contemporánea. Esos elementos del marco de acción colectiva se plantearon en las movilizaciones de 1987.
Educación y sociedad de la información Para terminar este capítulo, voy a intentar ilustrar las relaciones entre los cambios estructurales en las sociedades occidentales y los procesos de construcción de los movimientos sociales. El resultado de los primeros es designado con el concepto sociedad de la información, que ha empleado Melucci para analizar ambas cosas desde una perspectiva centrada en «el carácter reflexivo, ar-
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tificial y construido de la vida social» (Melucci, 1994: 129)18. La reivindicación de una formación integral en las movilizaciones estudiantiles de 1993 adquiere significado en el contexto de esta sociedad, cuya materia prima (la información) «es un recurso de naturaleza simbólica, es decir, reflexiva. No es una cosa, sino un bien que, para ser producido e intercambiado, requiere una capacidad de simbolización y decodificación» por parte de los individuos (op. cit.: 130). Las nuevas tecnologías producidas por la revolución electrónica someten a incesantes cambios ese recurso simbólico en el que se articula tanto el modo de producción como las posibilidades de los individuos para encontrar sentido a su existencia. Pero ese proceso de cambio tecnológico tiene efectos perversos para esta última finalidad. Si la información se caracteriza por la velocidad de circulación y por su rápida obsolescencia, deviene crucial controlar los códigos que permiten organizar y decodificar informaciones mutables. El conocimiento es entonces cada vez menos un saber de contenidos y deviene capacidad de codificar y decodificar mensajes. La información es lineal, acumulativa, y constituye la base cuantitativa del proceso cognitivo. El conocimiento estructura, establece relaciones, vínculos, jerarquías. En la actualidad, crece de forma terrorífica el vacío existente entre estos dos niveles de la experiencia y lo que tradicionalmente se ha llamado sabiduría. La sabiduría tiene que ver con la percepción del sentido y con la capacidad de integrarlo en la existencia individual. La sabiduría es la capacidad de mantener un núcleo íntegro de la experiencia en las relaciones consigo mismo, con el otro, con el mundo (Melucci, 1994: 130). El marco de movilización de los estudiantes citados parece apuntar en el sentido de este análisis, uno de cuyos ejes consiste en señalar la creciente distancia que se produce entre información y conocimiento. La crítica de los estudiantes a la concepción tecnocrá18
«Gran parte de las experiencias de vida en las sociedades complejas son experiencias "de grado n", es decir, tienen lugar en contextos producidos por la acción social, representados y retransmitidos por los medios de comunicación, interiorizados y regulados en una especie de espiral que crece sobre sí misma y que hace de la realidad un recuerdo o un sueño» (Melucci, 1994: 129).
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tica de la educación puede interpretarse en este sentido, ya que ésta se convierte progresivamente en un aprendizaje de destrezas que permiten manipular la información y controlar los códigos que permiten procesarla. «Ese control no está uniformemente distribuido, y por ello el acceso al conocimiento deviene el terreno donde surgen nuevas formas de poder, nuevas discriminaciones, nuevos conflictos» (Melucci, 1994: 131). Este pronóstico de los cambios que se producen en nuestras sociedades «a medida que la información se convierte en el recurso fundamental para los sistemas complejos» da como resultado que tienden a separarse tres niveles de conocimiento que antes estaban unidos (información, conocimiento experto, sabiduría). La sabiduría sería aquella forma superior de conocimiento que se manifiesta en las relaciones que las personas mantienen consigo mismas, con los demás y con el mundo, y estaría íntimamente relacionada con la identidad personal. La separación entre estos tres niveles de conocimiento se atribuye al progresivo debilitamiento del sentido de la experiencia individual, y a la incapacidad de las personas para ordenar la cantidad creciente de información que reciben (Melucci, 1994: 131). La consecuencia de ello refuerza su teoría sobre el papel de la identidad y los procesos de individuación como fuente de problemas que suscitan nuevas formas de acción colectiva (Melucci, 1989). Se produce unafisuraentre el ámbito del conocimiento instrumental, vinculado a la manipulación eficaz de los códigos simbólicos que seleccionan, ordenan y dirigen la información, y la búsqueda de la sabiduría como integración del sentido en la experiencia personal. De ahí la importancia que adquiere la búsqueda de identidad, la exploración del sí mismo (self) que llega a los ámbitos más intrincados de la acción humana: el cuerpo, las emociones, las dimensiones de la experiencia no reducibles a la racionalidad instrumental (Melucci, 1994: 131). En relación con la pregunta que titula este capítulo, habría que concluir cuestionando la concepción de los movimientos como explosiones de protesta. El análisis de las continuidades existentes entre las dos movilizaciones estudiantiles más impor270
¿CICLOS DE PROTESTA O EXPLOSIONES DE DESCONTENTO?
tantes desde la transición a la democracia sugiere que han sido precedidas por episodios de interacción entre los que participan en estos movimientos y entre las redes y grupos que los promueven. En ellos se gestaron los marcos de significados que conferían sentido a la participación en estos movimientos. Esos procesos tienen lugar en contextos institucionales que presentan determinadas condiciones, que son definidas como problemas colectivos por las organizaciones y redes de los movimientos. En estas movilizaciones contra la política educativa oficial, las continuidades culturales estuvieron íntimamente relacionadas con la persistencia de unas condiciones estructurales que potenciaron el alineamiento con los marcos de movilización promovidos por organizaciones que definieron como un problema la situación de la enseñanza. Por ello, además de las constricciones culturales del contexto, es preciso examinar las condiciones institucionales y estructurales que potencian la resonancia de los marcos de acción colectiva.
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CAPÍTULO 9
IDEOLOGÍA, CONFLICTO SOCIAL Y MOVIMIENTOS SOCIALES CONTEMPORÁNEOS
El estudio de ideologías y conflictos sociales La finalidad de este capítulo es replantear la relación que existe entre ideologías y conflictos sociales en las sociedades avanzadas de Occidente a partir de dos supuestos. En primer lugar, la constatación de un contraste entre la evolución de determinadas formas de conflicto y unas teorías que adquieren singular difusión para explicarla desde los años cincuenta, genéricamente designadas como teorías delfín de las ideologías1. Una influyente formulación inicial de esta teoría por Daniel Bell (1964) se basaba en algunos acontecimientos históricos y datos sobre la evolución de 1 Aplicada al análisis de los conflictos sociales (o la ausencia de ellos) en Estados Unidos a lo largo de su historia —salvo en los años treinta, esa teoría está asociada a la de la excepción norteamericana, la cual explica la diferencia entre la importancia de los conflictos sociales en aquel país y en la mayoría de los europeos—, el concepto alude a una serie de factores que abarcan desde la ideología de la autoayuda y el individualismo en que se funda el credo de valores prevaleciente allí (Piven y Cloward, 1971) hasta el carácter multiétnico de la clase trabajadora en un país de inmigración, pasando por la existencia de la frontera hacia el oeste, que actuaba como válvula de escape de los conflictos de clases (Piven y Cloward, 1971; Flacks, 1994), y la ausencia de un partido socialista que defendiese los intereses de los trabajadores (Flacks, 1994), como se expuso antes (capítulo 3).
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los conflictos laborales en Estados Unidos, para afirmar que en los países occidentales avanzados se está produciendo una crisis de las ideologías que motivaron los conflictos más importantes en los últimos ciento cincuenta años. Esa teoría sobre las ideologías estuvo en el origen del influyente análisis sobre la sociedad postindustrial que publicó Bell en la década siguiente ([1973] 1976), en la que aquélla fue ampliada con la interpretación de las tendencias de cambio que se estaban produciendo en las sociedades avanzadas. La teoría de la institucionalización de los conflictos que desarrolló su colega Ralph Dahrendorf en otra influyente obra {Las clases y su conflicto en la sociedad industrial, 1957) informa su aproximación a ambas cosas. Ambos discursos presentan problemas derivados de la dificultad de fundamentar empíricamente sus proposiciones teóricas. Desde un discurso menos abstracto que el de Fukuyama, algo parecido sucede con los trabajos que se vienen publicando en el área de la sociología del conflicto en las tres últimas décadas y que han contribuido a destacar su importancia para el análisis de las sociedades complejas (Dahrendorf, 1959, 1990, 1991; Coser, 1962; Collins, 1975) 2 . Mi argumento es que para conocer la compleja relación que existe entre ideologías y conflictos sociales, los movimientos sociales constituyen un área de especial importancia por una serie de razones. En primer lugar, su investigación permite contextualizar el análisis en los actores colectivos de los conflictos, sus reivindicaciones y discursos, en lugar de en unidades de análisis más abstractas categorizadas como conflictos o ideologías, que ocupan el lugar central en muchos de estos trabajos. Ello supone perder un campo de observación que se distingue por su riqueza e interés para nuestro conocimiento de lo que acontece en las sociedades occidentales contemporáneas. Las perspectivas de la construcción social pueden ser de especial utilidad para vincular los aspectos ideológicos y estructurales 2
Su aportación principal ha sido promover la ampliación del objeto de la sociología a hechos dejados de lado o escasamente analizados por la funcionalista (Dahrendorf, 1959; Giddens, 1977).
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de los conflictos3. Los primeros no fueron objeto de atención por los que estudiaban los movimientos hasta que surgen las perspectivas constructivistas, y los segundos han centrado la atención de los que trabajan en el ámbito de la sociología del conflicto. Una aproximación a ambas cosas permite una mayor vinculación entre los niveles micro y macrosociológicos, si el análisis se ocupa de la vida cotidiana de los actores y no sólo de las organizaciones que los impulsan. La atención a esos aspectos, a través del énfasis en los procesos de micromovilización, es una de las consecuencias de la difusión de las perspectivas de la construcción social que informa el desarrollo de este libro. Para ilustrar mi propuesta, este capítulo contiene tres bloques de exposición. En el primero intento mostrar algunos problemas del discurso teórico sobre las ideologías en su lugar de encuentro con la sociología del conflicto y con la realidad observable en. la que suele fundarse esta última. A continuación, se analizan algunas teorías y conceptos que se vienen empleando en la investigación sociológica de las ideologías y los conflictos relacionados con ellas. La última parte reconduce ambas líneas de análisis al área de los movimientos sociales, y examina la aplicación de algunos supuestos centrales en su interpretación desde una perspectiva constructivista, sobre el papel de las ideologías en su motivación. Uno de los argumentos centrales es que los cambios que tienen lugar en las formas de acción colectiva hacen necesario revisar el significado del concepto de ideología, al igual que ha sucedido con las teorías que lo aplicaban para predecir una revolución inminente o el fin de las esperanzas depositadas en ella (Marx y Engels, 1970; Bell, 1964; Fukuyama, 1990). El objetivo del capítulo es contribuir a nuestro conocimiento de la relación que existe entre ideologías y conflictos sociales, partiendo de una concep3
Un supuesto básico en el análisis del conflicto social, como el que afirma que se está produciendo un cambio en sus bases y factores sociales (Dahrendorf, 1959, 1990; Bell, 1976), se plantea desde una perspectiva diferente en el estudio de los nuevos movimientos sociales que proliferan en las sociedades industrializadas de Occidente desde la segunda mitad de los años sesenta (Melucci, 1989, 1985; Habermas, 1981; Cohén, 1985).
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LOS MOVIMIENTOS SOCIALES EN ESPAÑA
ción de aquéllas como instrumentos para la movilización de personas en virtud de un compromiso que se manifiesta en la acción y se justifica por un orden de valores (Bell, 1990). El campo de evidencia procede de mi investigación comparada de dos tipos de conflicto social que se vienen produciendo en España y los Estados Unidos. La principal tesis de Bell (1964, 1976) encierra un pronóstico sobre el futuro de la acción colectiva: estamos asistiendo al agotamiento de las pasiones políticas vinculadas a ideologías como el comunismo, el fascismo y el liberalismo, que impulsaron a los principales movimientos sociales durante el siglo pasado y la primera mitad de éste. Esas ideologías están siendo sustituidas por juicios técnicos en los que se fundan los sistemas de decisión de la nueva sociedad. En relación con el objeto de este capítulo, la fundamentación de ese pronóstico desde su formulación en 1964 sitúa sus causas en la transformación de la estructura social de estas sociedades, cuyo principio axial promueve las dinámicas más importantes de organización y cambio en ese ámbito. Es el principio de la eficiencia funcional, que, al aplicarse a la toma de decisiones, permite obtener el máximo de resultados y beneficios con el mínimo de costes. La causa del declive de las ideologías movilizadoras del pasado se sitúa en la incompatibilidad que existe entre las viejas pasiones ideológicas y el carácter técnico de las principales decisiones que toman las personas situadas en puestos de coordinación de las instituciones más importantes en la nueva sociedad. Esas decisiones se sitúan «en el punto opuesto a la ideología: aquéllas son fruto del cálculo y tienen carácter instrumental, ésta es emocional y expresiva» (Bell, 1976: 53). A pesar de que se cuida mucho de limitar el ámbito de aplicación de su teoría a la estructura social de estas sociedades4, Bell no puede evitar hacer extensiva la influencia de ese principio axial a toda clase de organizaciones formales, desde las políticas y económicas hasta las que eran impulsadas por las ideologías mo4
Esa teoría es formalmente restringida a los sectores de trabajo, ocupación, educación, tecnología y estratificación social (Bell, 1976).
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demás. Con este termino aquí se hace referencia a aquellos sistemas de creencias que surgen desde la Revolución Industrial, suministraron la base cognitiva a los principales movimientos sociales durante ciento cincuenta años y constituyen radicales exponentes de una cosmovisión más general, que ha sido designada como ideología moderna (Touraine, 1993). El hecho de que esas ideologías representen expresiones radicales de la anterior en el campo de la acción colectiva brinda oportunidades cruciales para explorar el significado de una y otras, puesto que las formas de acción colectiva constituyen un objeto de observación estratégica de las ideologías, en el que se pone de manifiesto la definición de este concepto propuesta por Bell en una clara metáfora («plataformas para la acción»). La expresión ideología moderna se emplea aquí en el sentido amplio propuesto por algunos autores como Touraine, para el cual representa la concepción del mundo más difundida en las sociedades industriales de Occidente. Su esencia es una visión del progreso como un proceso lineal, acumulativo y sin retrocesos, que tiene su origen en la sistemática aplicación de la ciencia a los asuntos sociales y conduce al aumento del bienestar material, la libertad política y la felicidad de las personas (Bury, 1973; Giddens, 1990, 1994; Touraine, 1993). El grado de difusión de esta ideología suele situarse en función del desarrollo de los procesos de industrialización de cada sociedad, que se considera la variable independiente de los procesos de transformación cultural (Laraña, 1997b). Melucci (1989, 1996) ha aplicado supuestos similares en su análisis de la concepción moderna de los movimientos sociales, de la que se ha tratado antes (capítulo 2). La teoría del fin de las ideologías anuncia la pérdida de las esperanzas depositadas en la revolución, lo cual se consideraba resultado de una serie de procesos estructurales e históricos que están teniendo lugar en las sociedades avanzadas, y que abarcan desde la transformación del capitalismo liberal, la creación del Estado del Bienestar y el creciente consenso entre los sectores del capital y el trabajo hasta hechos como el pacto entre Hitler y Stalin en la Segunda Guerra Mundial, la represión de la disidencia 435
LOS MOVIMIENTOS SOCIALES EN ESPAÑA
en países socialistas y la ocupación de Hungría por las tropas del Pacto de Varsovia. Todo ello condujo a Bell (1964) a anunciar la muerte de «los impulsos revolucionarios de los últimos ciento cincuenta años, del mesianismo, del pensamiento apocalíptico y la ideología». Hasta la mitad del siglo XX, y durante ciento cincuenta años, esas ideologías fueron la base cognitiva de las movilizaciones sociales más importantes; actuaron como plataformas sociales para la movilización y faros simbólicos que iluminaban el sendero del cambio social (Bell, 1964). Esas ideologías respondían a una concepción del mundo y de la función crítica de las ideas que es la misma antes definida en términos de «ideología moderna»: liberar al presente del pasado, y a los hombres del yugo de antiguas concepciones del mundo que impedían su emancipación. Para Bell, las ideologías que estaban surgiendo en los nuevos Estados de África y Asia en la postguerra desempeñaban la misma función de suscitar la acción colectiva, pero son muy diferentes de las que impulsaron a los movimientos más importantes en la historia contemporánea. Estas se caracterizan por el universalismo de sus valores humanistas, por pretender el reconocimiento de los principios de igualdad y libertad y por ser difundidas por intelectuales, mientras que «las ideologías de masas en Asia y África son limitadas, instrumentales y creadas por los líderes políticos» (Bell 1964: 547). Tanto en este terreno como en su teoría sobre las transformaciones de la sociedad que producen los cambios ideológicos, Bell se anticipó al debate teórico sobre la crisis de la modernidad que adquiere especial relevancia tres décadas más tarde (Laraña, 1998b). La capacidad de las ideologías modernas y universalistas para movilizar a las personas radicaba en su propia fuerza de persuasión para dar respuesta a las principales incógnitas y problemas que rodean a los hombres y para realizar los ideales emancipatorios de la modernidad. Por el contrario, el impulso de las nuevas ideologías de liberación del Tercer Mundo para Bell radica en el desarrollo económico y el poder nacional. Esa distinción reproduce las que se vienen señalando entre ideologías universa436
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listas y particularistas; la difusión de las segundas en movimientos nacionalistas y de liberación del Tercer Mundo, y su confrontación con las primeras, constituyen uno de los principales campos de información sobre la crisis de la modernidad (Giner y Scatezzini, 1996). Los ambiciosos objetivos de la teoría sobre el fin de las ideologías contrastan con los hechos que se vienen produciendo en las sociedades occidentales desde el mismo año en que se publica el primer libro de Bell (1964), y ello sucede en la estadounidense, que él toma como campo de evidencia de dicha tendencia. Durante el verano de 1964, en Estados Unidos tuvo lugar la primera experiencia de un programa en defensa de los derechos civiles, desarrollado en algunas universidades (Freedom Summer) para promover el ejercicio del derecho al voto de los negros en estados del sur del país. Ello supuso una de las primeras implicaciones de estudiantes blancos procedentes de las universidades más importantes del país en el conflicto étnico que promovió aquel movimiento. A esas experiencias colectivas, impulsadas por la adhesión a los valores jeffersonianos de la Revolución Americana, se les atribuye especial importancia en el desarrollo de la redes de relaciones interpersonales que propulsaron los movimientos de la Nueva Izquierda en la segunda mitad de los sesenta (McAdam, 1988). Un significado similar, en cuanto a la naturaleza de las ideas en litigio, tuvo una de las primeras manifestaciones de dichos movimientos en el otoño de ese mismo año (1964): el Movimiento por la Libertad de Expresión en el campus de Berkeley, que también iba a tener un importante efecto impulsor de las movilizaciones estudiantiles posteriores (Laraña, 1978; véase capítulo 4). Todo ello puede interpretarse en el sentido de que aquellas movilizaciones no fueron impulsadas por las ideologías modernas y revolucionarias en las que se centra la teoría citada, lo cual sugiere dos consideraciones. En primer lugar, esa afirmación contrasta con algunas de las interpretaciones más difundidas de aquellos movimientos que destacan sus dimensiones utópicas y su radical crítica del orden social existente (Touraine, 1981;
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Nieto, 1971; Gintis, 1970; Marcuse, 1969, 1971, 1972; Laraña, 1978, 1982a y b). Ello no plantearía un problema de interpretación si no fuese porque hay bastante información sobre el carácter revolucionario de muchas de aquellas ideologías y su persistencia en algunos movimientos sociales en años posteriores, especialmente en los de liberación en el Tercer Mundo, como se indica en el capítulo 8. Por otra parte, la denominación de Nueva Izquierda, con que se designó la ideología prevaleciente en los movimientos estudiantiles que surgieron en Estados Unidos durante los sesenta, destacaba el contraste entre las nuevas y las antiguas ideologías, todas las cuales perseguían por distintos procedimientos realizar el ideal moderno de la emancipación colectiva de la humanidad. La brusca desaparición de aquellos movimientos no confiere necesariamente validez a la teoría de Bell, ya que la crisis de éstos dio lugar a otros que intentaban resucitar las antiguas ideologías revolucionarias en su versión tradicional5. En segundo lugar, una característica ideológica frecuente de los nuevos movimientos sociales es su contraste con las que solían presentar los movimientos obreros «y con la concepción marxista de la ideología, como el elemento unificador y totalizante de la acción colectiva» (Johnston, Laraña y Gusfield, 1994: 4). Ello ilustra la utilidad del concepto de nuevo movimiento social y contribuye a precisar el significado de la teoría sobre el fin de las ideologías en un sentido menos ambicioso, al tiempo que refleja las dificultades con que se encuentran las grandes teorías tradicionales sobre el cambio social y la acción colectiva en nuestras sociedades complejas (Elster, 1989). Una de las razones que explican lo que hemos llamado efecto epistemológico de estos movimientos proviene de su contraste con las teorías sobre las ideologías, cuya finalidad consistía en explicar su formación mediante la relación determinante que establecían entre ellas y la 5
Tampoco es así con las características de algunos movimientos nacionalistas contemporáneos que han abrazado ideologías en defensa de identidades colectivas, las cuales se consideran amenazadas por la legitimación que confieren las ideas liberales a las estructuras de poder existentes y al sometimiento de las comunidades «periféricas» por el poder central.
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base económica o de clase de sus seguidores, o con una serie de intereses y sentimientos vinculados al estatus social de éstos, que situaban al grupo en la estructura social. Ese objetivo es congruente con una orientación básica de la sociología: explicar la acción colectiva en función de la configuración de la estructura social (Gusfield, 1989). En el trabajo antes citado, destacamos las raíces culturales de esta práctica que ha estado especialmente arraigada en Europa «debido a la mayor influencia del pensamiento marxista, de donde procedía el modelo dominante para la interpretación de la acción en términos de conflicto de clases entre la burguesía y el proletariado» Qohnston, Laraña y Gusfield: 4) 6 . El influyente libro de Herbert Marcuse El hombre unidimensional muestra esa orientación, que se inscribe en la del análisis de la despolitización de Lx opinión pública por otros miembros de la Escuela de Frankfurt (Horkheimer, 1966; Laraña, 1978; Fantasia, 1988). Esa práctica también ha informado las aproximaciones a la acción colectiva de autores influidos por una combinación de supuestos funcionalistas y marxistas, como sucede en las aproximaciones de Bell, Dahrendorf y la escuela alemana de la sociología del conflicto (Giddens, 1979). Esta tendencia a considerar la acción colectiva como una variable dependiente de la estructura social forma parte de la tradición prevaleciente en la sociología y ello está relacionado con su difusión en otros contextos donde la sociología marxista no tuvo la misma influencia en la cultura científica como Estados Unidos. Esa orientación es la que sigue Bell en su teoría del fin de las ideologías. Uno de los problemas que plantea esa lógica de explicación es que el análisis de las ideologías se funda en datos de encuestas o en estadísticas sobre la evolución de los conflictos sociales que lo simplifican y dejan de lado una información muy rica para su interpretación, que es preciso obtener con otros métodos, históri6
«El movimiento podía considerarse como respuesta a un sentido de injusticia que era especificado por la ideología y suministraba el impulso para la movilización. Tanto ésta como la militancia implicaban un compromiso con las ideas y las metas del movimiento y su programa» (Johnston, Laraña y Gusfield, 1994: 4).
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eos y etnográficos (Fantasía, 1988: 6). Este autor se refiere a experiencias de acción colectiva y acontecimientos en los que se producen explosiones de conciencia que son esenciales en el surgimiento de las culturas de solidaridad entre los trabajadores, a los que me refiero más adelante. El método de encuesta lleva implícitos una serie de supuestos que no siempre son útiles cuando se aplican al estudio de la conciencia de clase. La medición de actitudes exige que la respuesta de un individuo se codifique como si fuese un punto de vista fijo sobre la cuestión planteada (Fantasia, 1988: 5). Ello puede conducir a ignorar el carácter de proceso cambiante de las actitudes personales; también supone fundar nuestras conclusiones sobre unas expectativas de racionalidad y coherencia que no siempre se dan en la vida social, la cual suele percibirse como algo paradójico y contradictorio para los que interactúan en ella (Fantasia, 1988). Otro problema es que esa clase de aproximación conduce a definiciones de los movimientos basadas en categorías muy generales (como socialismo, capitalismo, conservadurismo, fascismo y comunismo), cuya utilidad es bastante limitada para el conocimiento de lo que acontece en los movimientos sociales contemporáneos. Ello es debido a otra de sus características frecuentes, que les hace más difíciles de clasificar: el pluralismo de ideas y valores de sus seguidores, y la tendencia de estos movimientos a presentar una orientación pragmática antes que revolucionaria y a perseguir reformas institucionales que amplíen los sistemas de participación en decisiones de interés colectivo (Offe, 1985; Cohén, 1985; Laraña, 1993a). La cuestión es si podemos inferir que esa orientación anula otra característica básica de los movimientos sociales, los cuales implican una ruptura en los límites del sistema social (Melucci, 1989, 1994, 1996a). Con distinto énfasis, Melucci ha destacado la relación entre ese elemento y la carga de conflicto de los movimientos; si aceptamos que ambos son rasgos constitutivos de estas formas de acción colectiva, como propone el capítulo 2, los nuevos movimientos sociales cuestionan el núcleo de la teoría del fin de las ideologías. 440
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En las páginas siguientes se exponen algunos hechos que están relacionados con la validez de esta teoría y plantean en un plano más general el significado de los movimientos sociales contemporáneos. Para ello, voy a partir de supuestos de interpretación afines a los arriba citados sobre la naturaleza de estos movimientos, que son ampliados desde otros procedentes de la teoría sobre las ideologías de Mannheim (1936). Mi argumento en este capítulo consiste en destacar dos cosas, i) Los problemas de las teorías sobre el fin de las ideologías —al igual que las de la institucionalización del conflicto y otras que llegan a conclusiones similares— para interpretar lo que acontece en el ámbito de la acción colectiva radican en su aproximación a las relaciones entre esta última y la estructura social, ii) Hay una relación entre esa lógica y las dificultades de esas teorías para establecer la conexión con los datos. Con frecuencia, el objetivo de construir una teoría general del conflicto y el énfasis en sus componentes estructurales pueden haber conducido a análisis muy generales que no contribuyen a nuestro conocimiento de los mecanismos que dan lugar a la acción colectiva. Otra forma de aproximarse a los movimientos sociales y los conflictos que provocan, que ha dominado la literatura durante la mayor parte del siglo, ha estado ligada a los trabajos sobre las organizaciones formales, inicialmente vinculados a la obra de Max Weber. Mientras que las teorías sobre las ideologías asumían que la existencia de conflictos «automáticamente induciría a la asociación de personas para resolverlos», estos enfoques se centraron en los aspectos organizacionales y en fenómenos relacionados con el carisma y la rutinización (Johnston, Laraña y Gusfield, 1994: 5). Basados en supuestos de caráter estratégico y funcional sobre la forma en que surgen y se desarrollan las organizaciones, estos enfoques consideraron que las ideologías y las reivindicaciones de los movimientos sólo tenían una importancia muy secundaria, de carácter descriptivo y con frecuencia anecdótico (Johnston, Laraña y Gusfield, 1994; Snow y Benford, 1988). La causa que permite explicar los movimientos sociales se ha situado en los recursos de que disponen, ya que éstos son escasos, mientras que 441
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siempre hay razones para la movilización (McCarthy y Zald, 1987; Marx Ferree, 1994). Como se ha indicado, uno de los principales problemas que plantea ese enfoque es asimilar los movimientos a los grupos de interés; otro problema radica en enfatizar de forma sistemática la dimensión política de los movimientos y conflictos. Estos supuestos pueden tener sentido en algunos casos, pero contrastan con lo que sucede en otros, incluso en el ámbito de las relaciones industriales. Tras ese tipo de explicación subyace un modelo del actor y de la naturaleza de sus razones para participar en acciones colectivas que está basado en una analogía entre las formas de decisión características de las organizaciones formales y las de los movimientos sociales. En ambos casos, estas últimas se consideran basadas en el cálculo de costes y beneficios de esa decisión, conforme al criterio que exige maximizar los segundos y minimizar los primeros en todo momento (Olson, 1963; Bell, 1976). En la investigación sobre movimientos sociales, este modelo informa tanto los estudios que se han desarrollado desde la tradición marxista como el enfoque más reciente de la movilización de recursos (McCarthy y Zald, 1987). En el extremo opuesto se sitúa el del comportamiento colectivo, al centrar su explicación en elementos irracionales y espontáneos como factores de participación en movimientos sociales (Turner y Killian, 1987; Smelser, 1962). Durante algunos años, la polarización de la investigación de la acción colectiva entre estas dos perspectivas ilustra la tendencia del pensamiento dualista a reproducir en el campo de los movimientos la vieja controversia epistemológica entre explicaciones centradas en el objeto o en el sujeto de la acción social (Melucci, 1989, 1996a), y a destacar los determinantes estructurales o los factores de motivación que inducen a participar en sus manifestaciones colectivas (Mannheim, 1936; Melucci, 1989). Dicha bifurcación entre escuelas y enfoques también parece reproducir ese problema básico en el estudio de las ideologías y los conflictos sociales que consiste en presuponer la identidad entre los procesos cognitivos y de decisión que suelen darse en las organizaciones formales y los que impulsan a participar en los movi442
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mientos o definen su estrategia. Dicha identidad obstruye la capacidad de interpretar correctamente los hechos, lo cual requiere enfoques capaces de superar el viejo dualismo y combinar ambas dimensiones de análisis que enfatizan esas dos teorías.
El fin de la historia El pronóstico sobre la crisis de las ideologías que impulsaron los conflictos más importantes en las sociedades industriales es un intento ambicioso de explicar esas transformaciones por las que se están produciendo en las instituciones más importantes de la sociedad industrial. Ese debate fue reavivado, a raíz de la caída de los gobiernos comunistas en Europa, por la controvertida teoría sobre el fin de la historia, que centra ese principio de causalidad en las instituciones políticas y la emergencia del Estado Democrático Universal (Fukuyama 1990, 1989). Desde esa perspectiva, el final de las ideologías no es sino el triunfo de una de ellas, la liberal y democrática, políticamente plasmada en la citada forma de Estado. Su victoria sobre toda otra ideología mostraría que la historia ha terminado en estos países, ya que toda historia no es sino la historia de las ideologías o la historia del pensamiento sobre los principios fundamentales de la existencia, como son los que rigen la organización social, y el fin de la historia no es el de los acontecimientos históricos sino el final en la evolución del pensamiento humano sobre esos principios (Fukuyama, 1990). El desarrollo del pensamiento humano sigue una tendencia caracterizada por una creciente conciencia de los hombres sobre sí mismos y un mayor control sobre sus condiciones de vida, reflejada en el progreso de la técnica y las formas de organización social. Ese proceso no es lineal, sino que sufre frenazos y contradicciones dialécticas, entre las que el autor sitúa la aparición de los sistemas comunistas. Su caída en Europa probaría la validez de esta teoría, a la que Fukuyama da una particular aplicación. Si esos regímenes representan la antítesis del liberalismo, el resultado del choque entre ambos sistemas no es una síntesis diferente sino el restable443
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cimiento de la tesis o situación existente antes de su confrontación. Ello le permite confirmar la famosa declaración de Hegel en 1806 sobre el fin de la historia, cuando se produce la derrota del ejército prusiano por el napoleónico. Ese hecho se convierte en el símbolo de la victoria de las fuerzas de la historia frente a las de la tradición, de los ideales revolucionarios de la libertad y la igualdad que asume el nuevo Estado Homogéneo Universal frente a los del viejo orden tradicional y autoritario 7 . Esta teoría presenta el mismo problema que he destacado al principio respecto a los dos enfoques anteriores sobre ideologías y conflictos sociales, como consecuencia de la dificultad de fundamentar empíricamente sus proposiciones. Pero el grado de abstracción del modelo de Fukuyama es aún mayor porque se funda en un concepción filosófica caracterizada por la falta de relevancia que atribuye a los problemas de conexión entre la teoría y los hechos, lo cual es congruente con la visión hegeliana de la historia que hemos expuesto.
El nuevo contrato social La proliferación de nuevas formas de conflicto en las sociedades industrializadas de Occidente parece contrastar con las teorías sobre el fin de las ideologías y de la historia. La primera teoría se refería al conflicto industrial que dominaba sobre todos los demás en la sociedad industrial por su recurrencia y capacidad de desestabilizar el orden social, y en el análisis de unas tendencias estructurales que serían la causa del declive del conflicto industrial entre trabajadores y patronos. Entre ellas destaca la institucionalización de cauces para resolverlo a través de la negociación colectiva (comités de empresa, acuerdos entre representantes de 7
«Decir que la historia acabó en 1806 significaba que la evolución ideológica de la humanidad terminaba en los ideales de las revoluciones francesa o norteamericana: si bien un régimen determinado del mundo real podía no ser capaz de llevar plenamente a la práctica esos ideales, su verdad es absoluta y no podía ser mejorada» (Fukuyama, 1990, 88).
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las empresas y los sindicatos, mediados por el gobierno) (Dahrendorf, 1959; Bell, 1964). Esos factores que permiten un mayor control de los conflictos industriales se consideran fruto de un nuevo pacto social entre, los sectores del capital y del trabajo, cuya tácita firma configura una situación diferente en las relaciones industriales (Fantasía, 1988). Esta situación es definida como neocorporativista por considerarla resultado de la intervención de las grandes organizaciones sindicales y empresariales, y ha sido objeto de varios trabajos que registran esta tendencia en España (Pérez Díaz, 1987; Giner y Pérez Yruela, 1988). Su efecto corrosivo sobre las ideologías que impulsaron el conflicto industrial se suponía que era potenciado por los acontecimientos de carácter internacional citados al principio y especialmente por los que han tenido lugar en los países del Este de Europa entre 1989 y 1991. Un lugar de encuentro entre la sociología de los conflictos y de las ideologías se produce a partir del análisis de los factores internos que permiten la regulación del conflicto industrial en las sociedades avanzadas. Entre los autores que publican estudios al respecto, voy a destacar los trabajos clásicos de Dahrendorf (1959) y Bell (1964) debido a su difusión en España, su interrelación y su influencia en cada uno de los dos campos. Los dos se centran en los análisis de los factores macroestructurales y las tendencias generales de cambio social que tienen lugar en las sociedades industriales de Occidente. En los años setenta, Bell (1976) enfatizó la tendencia, que venían señalando economistas clásicos como Sombart y Schumpeter, sobre la evolución de esas sociedades hacia formas de organización en las que los tradicionales principios de libre empresa son modificados por la creciente intervención del Estado en la economía, lo cual reduce drásticamente las prerrogativas empresariales para la contratación de trabajadores y abre el camino al neocorporativismo 8 . 8
Las categorías empleadas por estos economistas en la explicación de las macrotendencias de cambio se incorporan a este discurso sociológico sobre conflictos e ideologías, lo cual les confiere mayor generalidad y cierta orientación interdisciplinar.
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El análisis de Dahrendorf se centra en los cambios en la composición de los grupos rivales en el conflicto industrial, como la separación de las funciones de propiedad y gestión, la creciente cualificación y diversificación de la clase trabajadora, la institucionalización de mecanismos de movilidad social y la expansión de las clases medias (Dahrendorf, 1959: 51-66). Estos cambios —la «descomposición de los sectores del trabajo y del capital»— afectan a la identidad del sujeto colectivo de la historia en Marx y a su capacidad de cumplir la misión que le asigna de abolir las clases sociales y los conflictos que generan (Lukacs, 1971; Bell, 1990). Al contrario de lo que predecía Marx, el conflicto industrial es progresivamente regulado por sistemas de contratación colectiva, que le hacen perder gran parte de su transcendencia y potencial de desestabilización. En Estados Unidos, algunos analistas detectaron una reducción de los conflictos laborales en los años cincuenta, que atribuyeron a un creciente consenso entre empresarios y trabajadores, lo cual dio base a la teoría del nuevo contrato social entre ambas partes (Fantasía, 1988). Ese pacto fue considerado resultado de cambios estructurales producidos en países que están en una situación de industrialización madura, donde las relaciones laborales se caracterizan por una creciente rutinización y burocratización. Ello supone una diferencia radical con lo que sucedía en la primera fase de la industrialización, cuando la violencia marcaba dichas relaciones. El declive de las huelgas es su mejor indicador, ya que constituyen la principal expresión del conflicto industrial. La teoría sobre el declive de estos conflictos y la del fin de las ideologías han sido cuestionadas desde distintos ángulos de observación. El estudio de Fantasía sobre el conflicto laboral en Estados Unidos niega que se esté produciendo un declive en el número de huelgas y muestra la existencia de oscilaciones periódicas, que se reflejan en una curva con picos y depresiones anuales (Fantasía, 1988: 61). No sólo no se registra un declive de estos conflictos desde la postguerra, sino que en algunos periodos (1968-1977) se sitúan en los niveles más altos que se han producido desde los años veinte. Al igual que sucede con las encuestas sobre la ideología de clase entre los trabajadores, el autor señala 446
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que las estadísticas oficiales tampoco ofrecen una imagen adecuada de la realidad, porque se basan en criterios excesivamente formales que obstruyen el conocimiento de aspectos importantes sobre la naturaleza de los conflictos. El criterio empleado consiste en evaluar la intensidad de una huelga por su duración —que debe ser de una jornada completa para ser computada como tal en las estadísticas—y hacer de ésta el criterio para determinar la intensidad de los conflictos. Sin embargo, hay huelgas de menor duración que generan el surgimiento de solidaridades entre los trabajadores y preparan el camino de futuras acciones colectivas de forma más eficaz que otras de larga duración, «por las que los trabajadores tienen que pagar un alto precio tanto en el sentido material como en el espiritual» (Fantasía, 1988: 61). El resultado de aplicar esta clase de criterios formales y estadísticos es excluir las huelgas salvajes, aquellas que se producen al margen de los cauces establecidos para la representación de los trabajadores y la resolución de los conflictos. Para el autor, se trata de una omisión fundamental debido a su significado: estas huelgas se han convertido en la principal expresión del conflicto contemporáneo en los Estados Unidos, ya que cuestionan esos cauces de negociación colectiva y la estructura de la autoridad sindical. Por esta razón, las huelgas salvajes rompen el orden subyacente tras la situación designada como nuevo contrato social: representan una reacción al cambio y racionalización del conflicto industrial y a la burocratización de las prácticas sindicales, una crítica en acción a esa situación (Fantasía, 1988). Las causas de que proliferen estas huelgas hay que buscarlas en la difusión de un nuevo marco de significados basado en la experiencia previa de los trabajadores sobre la eficacia del sistema de negociación y representación para resolver los conflictos. En sectores como la minería, donde han tenido lugar cientos de huelgas salvajes entre 1950 y 1975, ese sistema es progresivamente percibido como un medio de aplazar su solución, siguiendo una técnica de dilación que ha potenciado las huelgas salvajes en algunos sectores productivos. En lugar de controlar el conflicto industrial y someterlo a un sistema normativo, «el propio contrato ha servido para retrasar, pos447
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poner y anular la solución de los problemas» (Fantasía, 1988: 63). La indolencia de los líderes sindicales y su compromiso con los acuerdos corporativos con frecuencia les sitúan del lado del poder empresarial y les convierten en instrumentos para disciplinar a los trabajadores. El malestar de los trabajadores con esa situación ha dado lugar a formas de lucha que eluden los procedimientos establecidos por el nuevo contrato social y de hecho se enfrentan a ellos. La respuesta es la huelga salvaje, que «ha jugado un papel prominente en las relaciones industriales de la postguerra, suministrando un mecanismo extrainstitucional para defender los derechos de los trabajadores» (Fantasía, 1988: 63). En su estudio de las actitudes de los trabajadores españoles durante la transición, Pérez Díaz (1987: 195) detectó la tendencia hacia una creciente autonomía respecto a los sindicatos, con los que mantenían una actitud de apoyo selectivo a cambio de servicios. Esa actitud instrumental se considera muy distinta de la que presuponía el sistema tradicional de relaciones industriales, basado en el modelo de la delegación implícita de la capacidad decisoria en los representantes sindicales, que había entrado en crisis desde el final de los años setenta. Algunos estudios de movimientos sociales contemporáneos han destacado la crisis de confianza en los cauces políticos convencionales como un factor decisivo en movilizaciones estudiantiles que se vienen produciendo en España y en los Estados Unidos (Whalen y Flacks, 1989; Flacks, 1994; Laraña, 1982b, 1994). Los trabajos antes citados sobre representación y conflicto laboral parecen apuntar en una dirección parecida, en un sector que se considera diferente. ¿Es posible inferir que se está produciendo un acercamiento entre diversas formas de acción colectiva por encima de las tipologías formales empleadas en su explicación? Si bien esa conclusión resulta apresurada, aporta un supuesto a contrastar en investigaciones de movilizaciones colectivas que se ajustan a distintas tipologías analíticas. El trabajo de Fantasía (1988) cuestiona la base empírica de la teoría del nuevo contrato social en los Estados Unidos, y el de Pérez Díaz (1987) matiza su aplicación a España, a pesar de que ese pacto se ha formalizado en varias ocasiones durante los años 448
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de la transición a la democracia. Entre 1977 y 1986, se firmaron acuerdos sobre la evolución de los salarios entre los representantes de las centrales sindicales y empresariales que se traducen en una baja conflictividad durante un periodo de especial transcendencia para la consolidación del nuevo sistema político (Pérez Díaz, 1987: 78; SalayAlbiol, 1989) 9 . Esa situación cambia durante la segunda mitad de los años ochenta, en la que no se firman los pactos corporativos que han caracterizado la política laboral española hasta entonces. La incidencia de ello en la conflictividad laboral se pone de manifiesto de forma contundente, y ese año hay un fuerte incremento de los conflictos laborales (Laraña, 1987). Durante el primer trimestre de ese año hubo más de mil huelgas (un 31 por 100 más que en el mismo periodo de 1986), que implicaron casi al triple de trabajadores (más de millón y medio) y generaron la pérdida de casi 42 millones de horas de trabajo (un aumento del 206 por 100 sobre ese periodo de 1986 (Laraña, 1987, 37) 10 . 9
Algunos de ellos responden casi textualmente a la teoría del nuevo contrato. Pacto social es la expresión con que se denomina en el derecho laboral a los acuerdos negociados entre el gobierno y las organizaciones de empresarios y trabajadores, que comprometen a las tres partes. El Acuerdo Nacional de Empleo se firma en 1982, y los Acuerdos Económicos Sociales, en 1985 y 1986 (SalayAlbiol, 1989). 10 Los datos de la Dirección de Política Interior y el Ministerio de Trabajo muestran aumentos porcentuales aún mayores, aunque las cifras globales son más reducidas en cuanto al número de huelgas y horas perdidas. Estas estadísticas no recogen el número de huelgas salvajes que Fantasía considera claves para conocer la evolución de las actitudes de los trabajadores hacia el conflicto. Sin embargo, destaca el contraste entre el número de huelgas y su impacto económico: las más importantes fueron un 20 por 100 de estas huelgas, tipificadas como consecuencia de «motivaciones de índole extralaboral y en los servicios públicos», las cuales supusieron el 60 por 100 de las horas perdidas en 1987, más de 25 millones (CEOE, 1987). La ambigüedad de este concepto, que mezcla elementos muy distintos, aparentemente no nos permite comparar estos datos con los que hacen referencia al citado tipo de huelga. No obstante, puede referirse a las que se gestan al margen de los cauces instituidos para la negociación colectiva, si se tiene en cuenta la variedad de asociaciones sindicales existentes en la empresa pública, que no se incluyen entre los primeros por ser independientes de las organizaciones que intervienen en los procesos de contratación colectiva. En caso de que se hubiesen firmado, ello las excluiría del cumplimiento de los pactos que produjeron una reducción de la conflictividad laboral durante la mayor parte del periodo 1977-84, al no formar parte de las corporaciones económicas que los suscribieron en años anteriores. Ello explicaría la inclusión de los conceptos sector público e índole extralaboral en un mismo índice.
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Este brusco aumento de la conflictividad en España se interpreta mejor en los términos antes señalados por Fantasía respecto a su irregular evolución en los Estados Unidos, y parece mostrar un paralelismo con el papel desempeñado por factores políticos en los acuerdos que dan pie a la teoría del nuevo contrato social. Fantasía señala la importancia de estos factores, que modifican la estructura de oportunidades políticas y en los que se fundan los acuerdos entre empresarios y trabajadores, para moderar las expectativas salariales. Son razones políticas las que, en especiales circunstancias históricas, permiten el acuerdo por el que los trabajadores se comprometen a la moderación salarial, circunstancias como las que se daban en Estados Unidos durante la Segunda Guerra Mundial y la postguerra, o en España durante la transformación de un régimen autoritario en otro democrático. En España, la voluntad de las centrales sindicales de apoyar el proceso del que dependía su propia existencia se habría visto secundada por los trabajadores españoles, con independencia del grado de afiliación sindical, que no era alto, siguiendo un modelo de concertación social que da comienzo en 1977, muy poco después de la muerte de Franco (Pérez Díaz, 1987). Durante los primeros años ochenta, una serie de hechos se convierten en razones para la firma de esos acuerdos: la crisis económica y las altas tasas de paro, y los intentos de involución política que se manifiestan en el fallido golpe de Estado del 23 de febrero de 1981 (Sala y Albiol, 1989). El problema surge cuando se generalizan esos factores coyunturales y las actitudes correspondientes son teorizadas como resultado de un modelo de racionalización de las relaciones industriales, cuya implantación depende del grado de madurez de la sociedad nacional. El sesgo etnocentrista que lleva consigo esta teoría de la modernización no sólo ha sido destacado desde perspectivas sociohistóricas (Tilly, 1991), sino que contrasta con los datos estadísticos sobre la evolución de la conflictividad en ambos países. Otro supuesto en la teoría sobre la regulación del conflicto industrial se refiere a la forma pacífica en que tiende a plantearse, y tampoco encaja con lo que aconteció aquel año (1987) en algu450
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nos lugares de nuestro país, donde hubo violentos enfrentamientos con las fuerzas de seguridad del Estado y donde considerables sectores de la población afirmaban que la violencia constituye un recurso legítimo para alcanzar las reivindicaciones sociales (Laraña, 1988). En los primeros meses de 1987, Reinosa (Cantabria) y Puerto Real (Cádiz) se convirtieron en un símbolo de una ola de radicalización que recorrió el país y resucitó las formas violentas de acción que se consideraban erradicadas por el nuevo sistema de relaciones industriales. Esos pueblos fueron el escenario de constantes manifestaciones, cortes de carreteras y enfrentamientos con la Guardia Civil. Un estudio de opinión a escala nacional mostraba que casi una tercera parte de los vecinos de Reinosa consideraba justificado el uso de la violencia «cuando lo que se pide es justo» (Laraña, 1988: 84). La diferencia con la media de personas que opinaban de ese modo en todo el país —un 20 por 100— es significativa, pero también destaca la persistencia de un porcentaje considerable de españoles que comparten esa opinión una década después de la institucionalización del Estado de Derecho y los sistemas de negociación colectiva. Cuando la pregunta se les formulaba desprovista de las negativas connotaciones que tiene la palabra violencia, sectores aún más numerosos de estas dos poblaciones apoyaban la realización de actos que quebrantaban derechos constitucionales. Más de la mitad de la población en Reinosa y casi la mitad en Puerto Real se mostró de acuerdo con esos actos, frente ai 38 por 100 en todo e¿ país, que tampoco es un porcentaje despreciable. Frente al énfasis en la negociación como medio para resolver problemas laborales que hace la teoría citada, sólo el 61 por 100 de los habitantes en Reinosa, y menos aún en Puerto Real, estaban de acuerdo con esa idea, frente al 70 por 100 en todo el país (Laraña, 1988)11. En síntesis, la evolución del conflicto laboral en España presenta oscilaciones parecidas a las que se registran en otros países, 11
No obstante, parece haber una evolución de actitudes favorable al respecto, ya que un estudio del Centro de Investigaciones Sociológicas en 1985 mostraba que sólo la mitad de los españoles tenía confianza en este sistema.
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y muestra una situación más compleja que la planteada en la teoría del nuevo contrato social. Los ciclos de conflictividad coinciden con la ausencia de acuerdos coyunturales entre las organizaciones económicas, que modifican la estructura de oportunidades para sus protagonistas (Tarrow, 1988, 1994). Por otra parte, intervienen otros elementos más complejos, como el arraigo de los procedimientos propios de un orden democrático y el desarrollo de la correspondiente constelación de valores entre la población (Laraña, 1987). Estos procesos culturales precisan lapsos de tiempo más dilatados que los que se producen en el orden tecnoeconómico, y plantean una cuestión temporal que subyace bajo las actitudes hacia la violencia entre los trabajadores españoles.
La búsqueda de la vanguardia La idea de que el conflicto industrial ha perdido gran parte de su fuerza también se difunde entre sociólogos de izquierdas durante los años sesenta y está en el origen de la teoría de la nueva clase obrera, que pretende identificar al nuevo sujeto del cambio revolucionario en las sociedades industrializadas. Sistematizada por Mallet (1969), esta teoría considera que los trabajadores especializados son la vanguardia revolucionaria de la sociedad. Son personas que desempeñan funciones importantes en el sistema productivo, están bien remuneradas y disponen de una considerable formación, pero no pueden participar en las decisiones que afectan a sus condiciones de trabajo y a su realización individual. Se trata de un reciclaje del modelo marxista tradicional, ya que la propiedad de los medios de producción sigue siendo el elemento decisivo del conflicto (Laraña, 1981). La novedad consiste en que sus causas se trasladan desde la extracción de la plusvalía y las formas tradicionales de explotación hacia las condiciones de trabajo. En un importante sector de sociólogos de izquierda, durante los años sesenta el foco de atención pasó de la explotación a la alienación, con el fin de explicar los cambios que estaban teniendo 452
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lugar en la clase trabajadora de los países avanzados, sin renunciar a supuestos básicos para la tradición marxista (Touraine, 1981; Gorz, 1967, 1970; Marcuse, 1967, 1970). De ahí proviene el énfasis de esta teoría en que se ha producido un giro en las reivindicaciones que impulsan el conflicto industrial, las cuales ya no persiguen mejoras salariales sino cambios en las condiciones de trabajo que permitan la realización personal del trabajador en un mundo marcado por la alienación y su participación en las decisiones que le afectan (Gorz, 1967) 12 . Y al igual que en Marx, ese conflicto es la plataforma para el surgimiento de una conciencia revolucionaria entre los que padecen esas condiciones de trabajo (Gintis, 1970: 26). La revisión de la teoría de la nueva clase obrera conduce a conclusiones similares a las que llegó Marcuse sobre el papel de la juventud educada, destinada a convertirse en la vanguardia revolucionaria de las sociedades de capitalismo avanzado. Su misión consiste en conducir a la aletargada clase obrera hacia su destino histórico, apoyada por los movimientos de liberación nacional que surgen en el Tercer Mundo (Fuentes, 1968; Marcuse, 1967, 1969, 1971, 1972; Gintis, 1970). Esta teoría se halla directamente influida por los acontecimientos que tienen lugar en la segunda mitad de los años sesenta, que llevan a algunos analistas a conferir a ese difuso sector la misión inicialmente atribuida a los trabajadores especializados. El movimiento estudiantil se convierte en el partido de masas o vanguardia revolucionaria. Las dos teorías intentaron rescatar supuestos centrales en la de Marx sobre la acción colectiva, especialmente en lo que se refiere a su génesis y la relación esencial que debe darse entre su ideología y su organización. Mantenerla exigía un esfuerzo de imaginación para identificar a la nueva vanguardia del cambio, que va a ocupar el vacío dejado por la clase trabajadora y su vanguardia dirigente, el Partido Comunista. Al igual que en la teoría 12 Pero estos hechos sólo muestran la nueva forma que adquiere el viejo conflicto de intereses entre empresarios y trabajadores, ya que los criterios de máximo beneficio y eficiencia funcional imperantes en las empresas capitalistas hacen inviables estas reivindicaciones (Gintis, 1970).
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sobre la regulación del conflicto, las claves se sitúan en las transformaciones que están teniendo lugar en la clase trabajadora en países avanzados, que sigue respondiendo a la imagen moderna del movimiento social, y la concibe como una entidad homogénea, como un actor histórico unificado por una lógica inmanente a la historia occidental. La vanguardia revolucionaria no es más que la encarnación de esa lógica. En ninguna otra teoría sobre la acción colectiva se pone de manifiesto tan radicalmente la concepción moderna del movimiento social que hemos tratado al principio como en la tradición marxista (capítulo 3). En sus versiones más heterodoxas, la afanosa búsqueda de la vanguardia la condujo a atribuir esa condición a obreros especializados y estudiantes revolucionarios, y a revisar algunos aspectos del modelo original, sin tocar —o para mantener intacto— el principio de la unidad del sujeto histórico del cambio. La primera implica lo segundo: la unidad de la acción colectiva se considera condición necesaria para que ésta se produzca, ya que el modelo responde a una concepción extremadamente racionalista de las razones que impulsan a los individuos a participar en el movimiento social emancipador. Éste sólo surge una vez que los actores sociales alcanzan la conciencia revolucionaria, cuando se constituyen en clase social y en protagonistas de su destino. La ideología de clase —el conocimiento de las condiciones de explotación y el convencimiento de la necesidad de unirse con el resto de los que se hallan en esa situación para eliminarla— se consideraba una precondición para la existencia del movimiento social (Lukacs, 1971). Pero esa forma de conciencia superior no podía surgir espontáneamente en las masas trabajadoras debido a su pobre formación, y ello requiere la intervención de un equipo de profesionales de la agitación, cuya misión es inculcar la conciencia de clase a los protagonistas de la historia. En coherencia con el modelo jerarquizado de la vanguardia leninista, esos profesionales dirigen a la vanguardia de la clase: son la causa de su movilización al suministrarles la ideología que les hace conscientes de su realidad social. Estos profesionales constituyen la quintae454
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senda de la vanguardia, sustanciada en el partido que representa la cabeza de un cuerpo social constituido por el movimiento de base de los trabajadores (Dahrendorf, 1959; Lukacs, 1971; Bendix y Lipset, 1972; Vbslensky, 1981). El principio de unidad de acción colectiva se aplica al movimiento de los trabajadores, a través de esta identidad, que responde a una metáfora de carácter biológico, al igual que el modelo de cambio defendido por esta visión. Esa identidad informaba el modelo de acción colectiva prevaleciente en Europa desde la Revolución de Octubre y lo que Touraine ha llamado la concepción absolutista de la política. Al igual que en las teorías clásicas de la sociedad, se trata de una concepción monolítica del movimiento destinado a transformarla, cuya unidad ideológica es su principal instrumento para ello (el partido sólo tiene que predicar la Razón en tanto que principio inmanente del cambio, que lo santifica y garantiza la identidad entre los distintos actores). El modelo de interpretación prevaleciente de los movimientos sociales que surgen bajo la dictadura de Franco compartía esos supuestos del modelo marxista, sin llegar a las sofisticadas revisiones promovidas por los pensadores de izquierdas en otros países. El declive del conflicto industrial en países más avanzados y la pérdida de protagonismo de la clase trabajadora no se manifestaban en España con la misma claridad que en otros países por razones políticas, debido a la supervivencia de un régimen político autoritario cuya existencia generaba la unidad de los distintos sectores de oposición en su contra. Esa unidad parece alcanzar a los propios supuestos de interpretación. Alvarez Junco (1990) destaca que la mayoría de los estudios publicados en los años sesenta y setenta parten de una perspectiva historiográfica y marxista, designada como historia social o historia de los movimientos sociales, cuyo referente empírico seguía siendo el movimiento obrero. La explicación de los movimientos permanecía vinculada a la clase social de sus seguidores y a la interiorización de una ideología, que al igual que la clase se definía en sentido marxista. En otros países, una de las implicaciones más importantes de las revueltas estudiantiles de los años sesenta en el ámbito de las 455
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ideologías consistió en que actuaron como desencadenantes de la crisis de ese modelo de cambio social y acción colectiva, así como de sus formulaciones más sofisticadas, que les convertían en la nueva vanguardia. Si el origen de esa crisis se remonta a procesos que tuvieron lugar en países socialistas con anterioridad, entre sus elementos desencadenantes en Occidente destacan acontecimientos protagonizados por esos movimientos en la segunda mitad de los años sesenta. La interrelación de ambos contextos se pone de manifiesto al completarse ese proceso de atribución de significados con los movimientos y cambios sociales que han tenido lugar dos décadas después en los países del Este y la Unión Soviética.
La ideología y la concepción moderna de la historia El análisis de la relación existente entre las definiciones de la realidad y los procesos sociales es uno de los temas más interesantes para la sociología del conocimiento y de la política. El anterior análisis apunta hacia otra función de las profecías que se cumplen a sí mismas: la teoría marxista sobre la ideología y el conflicto social ha ejercido poderosa influencia en la formación y la explicación de la acción colectiva y los movimientos sociales durante el siglo XX, al margen de su distinta intensidad según los contextos culturales (Johnston, Laraña y Gusfield, 1994). Esa teoría se basa en la concepción hegeliana de la historia que también informa la de Fukuyama, y la concibe como un proceso dialéctico impulsado por un principio interno, por el cual los hombres adquieren progresivamente conciencia y control de sí mismos y de su entorno. En ese principio o telos de la historia radica su sentido y la explicación de las diferencias en el desarrollo de los pueblos. La evolución de la autoconciencia humana atraviesa distintos estadios históricos, que conforman diferentes tipos de sociedad en función del nivel de penetración de la Razón en sus instituciones sociales y políticas. La forma de Estado que surge de las revoluciones modernas (el Estado Homogéneo Universal) representa la 456
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culminación de ese proceso al hacer posible la realización de los valores de libertad e igualdad (Marcuse, 1960; Fukuyama, 1989). La filosofía de la historia sustituye a la de la naturaleza y permite impugnar los criterios tradicionales del derecho natural y la ética, al convertirse en el motor para la realización de esos valores superiores (Bell, 1990). En consecuencia, el ajuste de las acciones humanas a los dictados de la historia legitima aquellas que serían condenadas por la ley y las costumbres. La filosofía de la historia para Hegel es la implantación de un principio de conciencia determinado, por el cual ni las apariencias ni lo existente, sino lo racional, constituye el verdadero motor de la historia... La moralidad, la ley y toda clase de conocimientos sólo pueden entenderse como contribución al proceso histórico. La historia mundial constituye el tribunal de la Razón en el mundo. En este sentido, la filosofía de la historia sustituye al derecho natural como base para evaluar la moral y el derecho, y en algunos aspectos también a la propia religión (Bell, 1990, 4). El discurso de movimientos ultranacionalistas como los que se han tratado en el capítulo anterior y el de algunos dirigentes de partidos políticos refleja la penetración de esta concepción del mundo, sin duda la más cerrada y absolutista de la era contemporánea. Cerrada por su estructura interna, en cuanto sistema de pensamiento y acción basado en el determininismo de la historia; del mismo modo que el desarrollo del espíritu científico a partir del Renacimiento sustituye la idea de Dios por la de la naturaleza, y la ley divina por la natural, esta teoría sitúa la ley de la historia en el lugar de la ley divina y sustituye la idea de Dios por el principio racional que preside el desarrollo de la historia. Y al igual que el espíritu científico prevaleciente en nuestra época, esa concepción se funda en la creencia de que todos los fenómenos están sometidos a leyes universales y se explican con arreglo a un principio de causalidad universal (Popper, 1986). Su influencia en las sociedades modernas tiene mucho que ver con la coherencia lógica de ese sistema y con su vinculación a supuestos de explicación que aparecen revestidos de carácter científico y convierten a la humanidad el Sujeto Agente de la historia. La humani457
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dad, a través de la clase más numerosa y en virtud de su capacidad de autoconciencia, sustituye a Dios y a la naturaleza en el cumplimiento de las leyes históricas y termina para siempre con la injusticia, la explotación y la miseria (Lamo de Espinosa, 1981). Ese universalismo, y el protagonismo que confiere a las clases mas desfavorecidas, han hecho del comunismo la ideología totalitaria que más éxito ha alcanzado y que más cambios sociales ha producido en la historia. Como ha señalado Agnes Heller, se trata de un sistema que no fue elaborado para favorecer una raza, religión o país determinado sino que había sido diseñado y publicitado como respuesta a todas las preguntas de la raza humana en su conjunto. El fascismo no tuvo la menor oportunidad de conquistar el globo y convertirlo en un mundo de falta de libertad y control absoluto, oportunidad que sí tuvo el comunismo, con sus seguidores repartidos por los cinco continentes (Heller, 1991). El concepto de ideología ha tenido una variedad de acepciones, pero las dos más importantes para este trabajo hacen referencia a la acción colectiva. La primera procede de Marx (1970) y plantea el origen social de las ideas, rechazando que puedan tener existencia independiente de las prácticas materiales y los intereses de los grupos sociales. Su influencia en la sociología es consecuencia de su fundamentación estructural, que se manifiesta en la concepción de las ideas como resultado de la existencia social de las personas, determinada por su clase social (Marx, 1970). De forma paradójica, la difusión de la visión hegeliana de la historia ha sido impulsada por la inversión de una de sus ideas centrales, el rechazo de su principio inmanente, según el cual el desarrollo de las ideas sigue una lógica intrínseca a la conciencia humana, independiente de las condiciones materiales en las que ésta se desarrolla. La idea de que la existencia individual o colectiva de las personas determina su conciencia constituye uno de los pilares de la sociología del conocimiento de Mannheim y su noción de ideología, pues la extiende a casos que están al matgen de los grupos so458
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ciales (1936). Individuos y clases sociales desarrollan sus ideas desde unas condiciones de existencia que son esenciales para captar su significado. Cuando esas condiciones tienen una referencia fundamental en los grupos sociales, estamos empleando el concepto en su acepción total o sociológica, mientras que si esa referencia se centra en las posiciones sociales ocupadas por un individuo, se plantea su acepción psicológica. En ambos casos, el objetivo del que lo emplea consiste en desenmascarar las motivaciones no manifiestas o inconscientes de aquellos que se guían por ideologías, despojar a las ideas de sus disfraces y descalificar al que las defiende mostrando sus motivos encubiertos. Esa descalificación es mucho más fuerte cuando se aplica el concepto sociológico, que cuestiona la concepción del mundo del que habla o propone (Mannheim, 1936). En lugar de remitirnos a simples intereses personales, esas ideas son fruto de la vida colectiva y de los intereses del grupo al que pertenece el individuo. Este concepto de ideología implica la existencia de una pluralidad de grupos con intereses divergentes, lo cual nos permite conocer las raíces sociales de las ideas. El uso del concepto sociológico tiene su origen en la quiebra de la concepción unitaria del mundo, del papel central de la intelligentsia en su mantenimiento y del impenetrable sistema de clases propio de la sociedad medieval (Mannheim, 1936). Ambas acepciones del término ideología lo conciben como una distorsión de la realidad, que planteó Marx y es ampliada por el énfasis de Mannheim en sus elementos inconscientes asociados al intento de preservar situaciones de poder. El concepto sociológico surge como consecuencia de factores históricos y en el terreno de la política, debido a lo encarnizado de los debates y conflictos que en ella se producen. A diferencia de las discusiones religiosas o académicas, en la contienda política se busca demoler la base de argumentación del oponente, destruir su disfraz y mostrar sus razones ocultas. El concepto de ideología refleja uno de los descubrimientos que han surgido del conflicto político: que los grupos dominantes están tan ligados en su pensamiento a los intereses de una situación que, sen459
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cillamente, son incapaces de percibir ciertos hechos que socavarían su sentido de la dominación (Mannheim, 1936, 40). De este modo, el significado de la palabra ideología en Mannheim difiere sustancialmente del que tiene en la teoría marxista de la acción colectiva. Si para ésta constituye la fuerza que pone en marcha al movimiento emancipador de la humanidad y garantiza su unidad, para Mannheim el término alude a fuerzas conservadoras que buscan el mantenimiento del orden social recurriendo a justificaciones intelectualizadas del mismo (Gusfield, 1973; Turner, 1994). Aplicada a la teoría del proletariado como sujeto agente de la historia, antes de la revolución socialista ésta constituía una utopia, que se transforma en ideología para la defensa del orden existente en los países comunistas desde su implantación. El interés de esta aproximación para la investigación de los movimientos contemporáneos deriva de su aportación al análisis de sus aspectos cognitivos y de su enfoque dialéctico sobre la relación entre ideologías y utopías. Ambas son formas de pensamiento incongruentes con la realidad, con las que los individuos organizan sus experiencias para darles sentido (Turner, 1994). A diferencia de las ideologías, las utopías transcienden la realidad y rompen los límites del orden existente, constituyen una crítica y un ataque al mismo (Mannheim, 1936; Gusfield, 1973). Si una de las características centrales de los movimientos sociales es que son esfuerzos colectivos para producir o resistir cambios en las instituciones, muchas de las ideas que los impulsan se nos presentan como utopías que se enfrentan a las ideologías vigentes en un determinado periodo de la historia, al cuestionar sus valores y su defensa del orden social. Pero también hay movimientos que surgen para defender esos valores e ideas tradicionales, y por ello rechazan o denuncian prácticas sociales (de consumo u organización política) muy difundidas en nuestra sociedad. Ése es el caso de algunos movimientos ambientalistas o de los nacionalistas, cuya condición de movimientos es congruente con la concepción relativista clásica que se expuso al principio del libro. 460
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Para documentar esta concepción de los movimientos, me voy a centrar en los movimientos ambientalistas, ya que en el capítulo 3 hay una aproximación en estos términos al ultranacionalismo vasco. Parte del interés de esta aproximación proviene de su capacidad para desconstruir la imagen moderna del movimiento social, ya que el análisis se funda en un relativismo valorativo que está en las antípodas del determinismo propio de las aproximaciones basadas en filosofías de la historia. La marxista es un claro ejemplo de ellas, pero también es posible hacer una lectura en este sentido de la teoría de Mannheim, para la cual el carácter utópico de unas ideas radica en su éxito social; con el tiempo, las utopías se convierten en ideologías, al triunfar e imponerse en una sociedad y, si no es así, pasan a formar parte del inventario de ideologías fracasadas. Este análisis implica una tipología de periodos históricos según la utopía predominante en cada uno, que se enfrenta a la ideología establecida y pasa a ocupar su lugar en la etapa siguiente (Mannheim, 1936; Turner, 1969, 1992). Cada época permite que surjan en diferentes grupos sociales aquellas ideas y valores que contienen las tendencias insatisfechas e irrealizadas que representan las necesidades de ese periodo histórico. Estos elementos se convierten en el material explosivo para romper los límites del orden existente (Mannheim, op. cit, 179). Pero los límites de ese orden social también son transgredidos por movimientos que intentan cambiar las definiciones establecidas de las necesidades sociales o de las tendencias insatisfechas o irrealizadas de grupos ambientalistas, cuyo discurso ilustra el sentido de la concepción relativista de los movimientos. El objetivo de este apartado es plantear algunos de los significados de un concepto básico, que se ha convertido en una especie de cajón de sastre al emplearse continuamente con las más diversas acepciones, e identificar el de mayor utilidad para el análisis de los movimientos y conflictos sociales contemporáneos. La acotación y la contextualización del concepto de ideología propuestas por Mannheim representan un avance considerable, pero su significado sigue siendo demasiado general para permitirnos entender 461
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de forma más precisa cómo surgen esas ideas que impulsan a participar en los movimientos. También se ha señalado que se trata de un enfoque demasiado rígido para entender el papel que desempeñan una serie de aspectos irracionales y míticos en movimientos que surgen en contextos sociales modernizados, lo cual debilita su interpretación de los de carácter utópico (Gusfield, 1973). Por ser demasiado amplio, ese enfoque incluye desde las críticas pragmáticas y reformistas del orden social hasta los movimientos que lo rechazan en su totalidad y pretenden su completa reconstrucción. Ello le impide captar la fuerza de algunas utopías, que encierran algo más que deseos insatisfechos y cuyo significado profundo radica en su condición de mitos revitalizadores de la sociedad, al unir el rechazo de ésta con la búsqueda de otra sociedad totalmente distinta, como sucedió en el Movimiento de Mayo de 1968 en Francia (Gusfield, 1973: 7). Es precisamente en relación con mi investigación comparada de este tipo de movilizaciones donde voy a plantear la utilidad del concepto para la interpretación de los movimientos sociales contemporáneos.
Las nuevas ideologías de la participación Los acontecimientos que se están produciendo en las sociedades avanzadas desde los años sesenta parecen empeñados en cuestionar algunas profecías marxistas, de la misma forma en que restan credibilidad a supuestos básicos de la sociología funcionalista tradicional (Lamo de Espinosa, 1990; Laraña, 1990). El campo de la acción colectiva brinda una perspectiva estratégica en este sentido, ya que estudia hechos que están directamente relacionados con la crisis epistemológica que atraviesan los dos paradigmas clásicos (Giddens, 1979). Esa crisis parece asociada a su concepción monolítica de la sociedad como un sistema estructurado en torno a un principio interno (el modo de producción, el sistema dominante de valores) que actúa como centro simbólico de dicho sistema y tiene un papel unificador, al igual que en la teoría marxista sobre la ideología (Bell, 1977, 1980; Laraña, en prensa). 462
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Esa concepción informa las teorías tradicionales de los movimientos sociales, que comparten una visión de la sociedad como una entidad unificada por un principio interno. Para la funcionalista, ese principio central es el sistema de valores compartidos por la mayoría de sus miembros, y en esa visión se basa su explicación de los movimientos juveniles como instrumentos de socialización que hacen posible la integración de los jóvenes en ese sistema en países sometidos a las tensiones producidas por la industrialización. Sin embargo, esta teoría contrasta con la proliferación de movimientos sociales protagonizados por jóvenes en las sociedades más avanzadas de Occidente (Flacks, 1967; Laraña, 1982 a). Algo parecido sucede con la teoría marxista de la función histórica de la ideología, como conciencia compartida por los que ocupan la misma posición en el modo de producción y caracterizada por el consenso de creencias y de valores entre ellos. Esa concepción de la ideología tampoco responde a la realidad de los movimientos de estudiantes, los cuales no constituyen una clase social con arreglo a ninguno de los significados de este término en las grandes tradiciones sociológicas, a pesar de los esfuerzos por categorizarles en este sentido. Si para Marx esa ideología monolítica era imprescindible para la acción y se convertía en una fuerza material en manos de las masas, el pluralismo y la diversidad de ideas y valores de los que participan en estos movimientos han sido una constante en ellos, desde el Movimiento por la Libertad de Expresión que surge en el campus de Berkeley en 1964 hasta los que se forman en Italia y España durante los años ochenta (Draper, 1965; Wollin y Shaar, 1970; Laraña, 1975, 1992; Melucci, 1989). Si para el modelo leninista del movimiento social el centralismo democrático era su principio organizativo básico, la descentralización de las decisiones y la autonomía de las secciones de estos movimientos han sido características centrales de los movimientos de la Nueva Izquierda, que fueron precursores de otros contemporáneos (Cohén, 1985; Melucci, 1989; Laraña, 1990). Mi argumento ha consistido en destacar que en esas características, situadas en el extremo opuesto de los prerrequisitos para 463
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la movilización colectiva desde la tradición marxista, radicaba gran parte de la capacidad de estos movimientos para suscitar la participación en ellos. Y el pluralismo ideológico de sus seguidores fue una de las claves de su difusión en distintos contextos y décadas. Este argumento se refuerza al formularse en sentido inverso, ante la incidencia que tuvieron las tendencias opuestas en el declive de los movimientos de la Nueva Izquierda en Estados Unidos al final de los años sesenta, a raíz de la controversia ideológica que se produjo en su principal organización (SDS) y se describe en el capítulo 5. Las movilizaciones estudiantiles contra la política educativa oficial en España durante el curso 1986-87 presentaban algunas características similares a las de aquellos movimientos; además de las arriba citadas, la pérdida de confianza en los partidos políticos, el rechazo de la política institucional y la búsqueda de sistemas alternativos para la participación en decisiones que afectan a los estudiantes fueron rasgos de ese movimiento estudiantil. Esa búsqueda y el esfuerzo para acercar los centros de decisión a los ciudadanos son elementos característicos de los nuevos movimientos sociales, lo cual ilustra el significado de los cambios ideológicos que suelen caracterizarlos. El desplazamiento de las metas revolucionarias, que impulsaron a muchos movimientos clásicos, por reformas institucionales que fortalecen a la sociedad civil aparece asociado a objetivos centrados en la democratización de las instituciones (Cohén, 1983: 107; Laraña, 1993; Johnston, Laraña y Gusfield, 1994)13. En ello se funda el concepto de nuevas ideologías de la participación con que se pueden describir las que impulsan a la movilización de las personas, cuya recurrencia contrasta con la teoría sobre el agotamiento de las ideas que desempeñaban esa misión histórica en la sociedad moderna. Las citadas revueltas de estudiantes en España se inscriben en esta dirección, que en el lenguaje analítico apunta hacia un cam13 Esa orientación ideológica replantea la cuestión de las continuidades en la evolución de la acción colectiva, al marcar distancia con los movimientos de los años sesenta en Estados Unidos durante su fase final de radicalización revolucionaria o en la primavera de 1968 en Francia (Flacks, 1989; Gusfield, 1973).
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bio en la relación que se establecía entre ideología y movilización colectiva desde la teoría del conflicto más difundida. Las que tuvieron lugar en España hace dos décadas contra el régimen del general Franco presentaban una ideología diferente, en la que todavía se registraba la poderosa influencia del marxismo. En las más recientes esta ideología sólo se manifestó en el discurso de los grupos universitarios que actuaron como portavoces del conjunto (Laraña, 1992). En los movimientos de la Nueva Izquierda, la ideología de la liberación colectiva tuvo un contrapunto esencial en la importancia que atribuyeron a actividades y metas de carácter cultural e individual, expresadas en el objetivo de la liberación personal (Flacks, 1989; Hall, 1970). Años después, este elemento cultural, desprovisto de las implicaciones ideológicas que tuvo en los primeros, desempeñó un papel decisivo en las movilizaciones de los estudiantes de instituto contra la política educativa en España. Sus reivindicaciones se formulaban con un discurso diferente del de sus predecesores universitarios y del de los portavoces del movimiento, que también tenían esa condición. Una serie de aspiraciones personales relacionadas con cuestiones de identidad individual (entre las cuales destaca la profesional que el estudiante va a tener en el futuro) conferían el impulso básico para la acción. Por ello había dos discursos diferentes, ya que esas cuestiones no pueden expresarse con las categorías revolucionarias que informaban el discurso político de los movimientos clásicos o el de los estudiantes estadounidenses al final de los años sesenta. Ello constituye una de las primeras características frecuentes en los nuevos movimientos sociales (Johnston, Laraña y Gusfield, 1994). Si se aplica el término ideología para designar las ideas de los que participaron en estas movilizaciones, su significado es distinto del habitual en el lenguaje corriente, el cual está directamente influido por la concepción marxista del conflicto social como plataforma para la emancipación colectiva. Por una parte, destacaba su orientación pragmática y la prioridad del logro de metas personales a través de reformas institucionales, lo cual amplía la citada característica de los nuevos movimientos sociales (Offe, 465
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1985; Cohén, 1985). Por otra, y al igual que en los de la Nueva Izquierda, existían elementos utópicos que se concretaban en la tendencia de estos movimientos a presentarse y actuar como formas alternativas de participación en asuntos públicos. Para algunos analistas, en esa tendencia radica parte de la dimensión antagonista o el potencial de los nuevos movimientos para producir conflictos difíciles de resolver dentro de las estructuras de poder y participación establecidas en los sistemas democráticos (Melucci, 1989; véase capítulo 2). Los nuevos movimientos tienden a transgredir los límites del sistema de normas y relaciones sociales que existe en una sociedad (Melucci, 1996a). Por eso son utópicos en el sentido en que hemos empleado este concepto (Mannheim, 1936), muy diferente del habitual en el lenguaje corriente, ya que no declara su imposibilidad sino que enfatiza su función de transcender y cuestionar el orden social. En síntesis, en este capítulo se ha argumentado que la teoría del fin de las ideologías contrasta con la proliferación de movimientos sociales en las tres últimas décadas. Una defensa de esa teoría consistiría en limitar dicha crisis al ámbito de la acción colectiva clásica y excluir a los que se viene denominando nuevos movimientos sociales. Sin embargo, algunos hechos y estudios recientes muestran que el conflicto laboral está lejos de desaparecer en los países industrializados, lo cual cuestiona la teoría del nuevo contrato social (Fantasia, 1988; Pérez Díaz, 1987; Laraña, 1987, 1988). La conclusión es que, si los movimientos contemporáneos se presentan cada vez más distanciados de las ideologías revolucionarias, ello no implica la desaparición de las que sirven de plataforma a las más variadas formas de movilización, muchas de ellas nuevas, como muestra su proliferación en sociedades complejas. La teoría del fin de las ideologías fue matizada por su autor en un trabajo posterior en el que precisó que debía restringirse a la marxista y en el que predijo que «los nuevos movimientos sociales crearían sus propias ideologías, las del panarabismo, la raza y el nacionalismo» (Bell, 1990, 1). Sin embargo, la investigación reciente sobre movimientos sociales muestra que los rasgos ideo-
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lógicos de algunos movimientos contemporáneos en países avanzados son bastante más complejos. En este aiso, complejidad implica una riqueza que se manifiesta en su capacidad de innovación de las ideologías movilizadoras del pasado, ya que brillan por su ausencia dos de sus elementos característicos. El primero es el totalitario, la pretensión de explicar todos los hechos que rodean a los hombres, de construir cosmogonías desde las cuales podían interpretarse aquéllos, lo cual confería sentido a la existencia individual. El segundo componente de aquellas ideologías es el revolucionario, que se manifiesta en la acción o en la voluntad de transformar radicalmente la sociedad con arreglo a las leyes de la historia moderna. La visión de esta última que hemos expuesto aquí ha sido decisiva para potenciar arnbos aspectos de aquellas ideologías, que todavía subsisten en países del Tercer Mundo o en otros occidentales como el nuestro,, pero bajo formas marginales e híbridas, como sucede con el ultranacionalismo vasco. La crisis de aquellas ideologías estuvo bien pronosticada en lo que se refiere a esos elementos, pero no si se extiende al papel de las ideas como plataformas para la acción colectiva. Ése es el supuesto implícito de la teoría de Bell, que es ampliado por Fukuyama para proclamar el fin de la historia. En lugar de ello, lo que sucede es que entra en crisis la propia visión hegeüana de la historia, al igual que tiende a desaparecer la dimensión religiosa de las ideologías que impulsaban la movilización y su empeño en sustituir a la religión en su función de buscar explicaciones transcendentales para la vida y señalar el camino de la salvación. Las nuevas ideologías de la acción no persiguen tan ambiciosos objetivos, se expresan con categorías cada vez niás alejadas de la política y progresivamente enraizadas en cuestiones vinculadas a la vida cotidiana de los actores, pese a lo cual —o tal vez por ello— conservan la capacidad de movilizar a muchas personas (Klandermans, 1987; Laraña, 1975, 1992; Mueller, 1995). Una de sus primeras manifestaciones en Estados Unidos fue el movimiento de los derechos civiles, que se gestó en los años cincuenta y tuvo una influencia crucial en los movimientos estudiantiles de 467
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la década siguiente (Sale, 1974; Jacobs y Landau, 1966; Draper, 1965; McAdam, 1988). En sus orígenes, estos movimientos se fundaron en ideales liberales y democráticos, combinados con tácticas radicales de movilización. Esa mezcla de ideas establecidas y tácticas radicales disruptivas ha caracterizado movilizaciones posteriores, como las de estudiantes de enseñanza media o las que se han producido contra el terrorismo de ETA en España, y ello muestra la persistente capacidad de los ideales democráticos para servir de base a nuevos movimientos que no se plantean metas revolucionarias. Parte de su fuerza reside en su conciencia respecto a los límites de su acción, lo cual está relacionado con su capacidad para integrar a individuos con orientaciones cognitivas muy distintas. La conciencia de los límites es un objeto central en la construcción del movimiento en periodos de latencia, y su potencial de movilización está en función del grado de identidad colectiva que consigue suscitar entre sus participantes (Melucci, 1989; Laraña, 1992). Los cambios que se están produciendo en los movimientos sociales contemporáneos no confirman la interpretación que los reduce a la condición de meros instrumentos para la defensa de la ciudadanía (Dahrendorf, 1990), ya que no tiene en cuenta esta última dimensión que es crucial en su formación. Si la ideología liberal-democrática vuelve a activar numerosas movilizaciones contemporáneas, presenta diferencias sustantivas con la que impulsaba a movimientos sociales en el siglo pasado. Tras las demandas de buena parte de los movimientos sociales contemporáneos subyace una nueva meta centrada en la defensa de la identidad personal de sus actores (Turner, 1969, 1992; Melucci, 1989). La distancia que separa estos movimientos de los liberales del siglo pasado radica en su voluntad de convertir en públicas cuestiones tradicionalmente consideradas estrictamente privadas por la ideología liberal14. Ignorar esa dimensión esencial para la parti14 Ese supuesto justifica la existencia del capitalismo como sistema económico destinado a racionalizar la producción, sin jamás plantear la finalidad de las reformas que en ella genera (Bell, 1976). Esa idea choca frontalmente con la tendencia de los movimientos sociales a situar en primer plano de sus razones la cuestión de los fines de la existencia (Melucci, 1994).
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cipación en los movimientos sociales contemporáneos es una de las consecuencias de la aplicación de la teoría sobre la elección racional, que informa algunas de las más importantes sobre la ideología y el conflicto social. Las perspectivas constructivistas, que surgen en Europa y América e informan la de este libro, han seguido una aproximación más adecuada porque enfatizan el origen grupal de las ideas y relaciones sociales que impulsan a los conflictos contemporáneos y los procesos de identificación colectiva subyacentes (Melucci, 1989, 1994, 1995, 1996a; Klandermans, 1992; Johnston, 1991; Snow y Benford, 1988, 1992). Su contribución a la integración de niveles de análisis es fruto de supuestos diferentes y más moderados en sus pretensiones analíticas que los habitualmente empleados para estudiar ideologías y conflictos, ya que confieren mayor importancia a la descripción de los mecanismos sociales que los generan. En lugar de intentar producir una teoría general sobre la acción colectiva o las ideologías, las perspectivas constructivistas se centran en las segundas para explorar esos mecanismos y dirigen nuestra atención hacia la interacción de los actores en las organizaciones de los movimientos para explicar cómo surgen sus creencias colectivas. La conexión entre historia y vida cotidiana se funda en la importancia de la segunda durante los periodos de latencia en que se gestan los movimientos, cuando todavía no se han enfrentado con las estructuras del poder institucional o político. Para saber por qué las personas participan en movimientos sociales, y se exponen a riesgos o afrontan costes considerables por ello, es necesario prestar atención a los procesos sociales a través de los cuales se definen las cuestiones que motivan su acción y en los que sintonizan con esas definiciones colectivas. Ello implica revisar los supuestos que han prevalecido hasta hace poco en este campo y elaborar otros nuevos, lo cual es la meta y el desafío que con que se enfrenta este libro.
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