Juan SOLÁ “La parte honda del río” – Ilustración Ilustración de Luan VIEIRA
La del
río Juan Solá
Buenos Aires, 2016
Ilustración de tapa Luan Vieira
Solá, Juan La parte honda del río – 1º ed. – Árbol Gordo Editores, Buenos Aires 2016. 31 p. I. Literatura fantástica infantil I. Título CDD 863.9282
Árbol Gordo Editores
Avenida Eva Perón 1823 (1406) Ciudad Autónoma de Buenos Aires – Argentina Edición digital única en formato PDF, A4, – Se encuentra prohibida la reproducción total o parcial de esta pieza, incluyendo el arte de tapa, para fines comerciales. La presente obra es de descarga gratuita. Se permite su impresión física y reproducción con fines didácticos y educativos.
La del
río
Para Virginia, porque siempre podremos encontrarnos en la parte honda del río.
Las zapatillas de Sarita
La tarjetita decía que a las cinco, pero Sarita llegó a las cuatro porque su mamá la dejó de pasada cuando se fue a tomar el colectivo, así que nos sentamos abajo del gomero para ver lo que hacía mi mamá, que iba y venía por el patio, con el vestido de flores hecho una campana, inflado de tanto viento norte. La tarjetita decía que a las cinco, pero mi mamá había salido en la bicicleta bien temprano, a las ocho, para ir a lo del Gringo a comprar las cosas para la tarde, para que esté todo listo antes de que mis amigos y mis primos llegaran. Con Sarita mirábamos cómo mi mamá ponía la mesa, que en realidad no era una mesa, sino una tabla larga que mi papá pintó de blanco para salir del paso. Mirábamos a mi mamá y mirábamos la mesa blanca, que se fue llenando de platitos de plástico rojo y chizitos y gaseosa de pomelo y, cada tanto, también se llenaba de las flores que se caían de los lapachos porque se habían quedado dormidas. Sarita me hizo reír porque trajo la tarjetita que decía que la invitaba a mi cumpleaños de cinco a ocho
por si en la puerta no la dejaban pasar, pero ¡cómo no la iban a dejar pasar, si era mi mejor amiga! Yo sé que Sarita es mi mejor amiga porque cuando se dio cuenta de que la tarjetita en realidad era una fotocopia, no se rió como se habían reido... ¡Los primos! avisó mi papá cuando escuchó el auto de la tía Nora. El auto o sus gritos, no sé. La tía Nora habla más fuerte que los motores y enseguida se puso a gritar que ¡cuidado con la zanja, Lucrecia! ¡cuidado que hay barro, Augusto! ¡se van a ensuciar las zapatillas nuevas! Augusto y Lucrecia aparecieron en el frente de casa, saltando con cara de asco los charquitos, que eran como espejos para yuyos, acostados sobre la tierra húmeda. ¿No te podías ir a vivir un poquito más lejos?, le dijo la tía Nora a mi mamá cuando ella salió a recibirla, secándose las manos con un repasador. La tía tenía cara de enojada y mi mamá le dijo hola, Nora, pasá, pasá, te sirvo un poco de gaseosa con hielo. Cuando vienen los primos, mi mamá se pone nerviosa porque nuestra casa es chiquita y ellos miran para todos lados y preguntan por qué las paredes están mojadas y por qué el techo es de chapas y por qué la puerta de mi cuarto es una sábana del Hombre Araña, pero nunca se fijan en cómo crecen los tomates de la huerta, ni les importan ni un poco las flores, como globos brillantes, que cuelgan de los árboles. Jamás preguntan
qué significan las canciones de los pajaritos ni saludan al Tom y a la Negrita cuando les mueven la cola para darles la bienvenida. Al rato, se ponen chinchudos porque en mi casa no hay cable, ni videojuegos, ni computadora, y dicen que leer y dibujar es aburrido y enseguida empiezan a preguntar cuánto falta para volver. Pero mi mamá dijo que igual tenía que invitarlos. Para las cinco y media ya habían llegado todos y nos paramos alrededor de la tabla para tomar una gaseosa de pomelo y comer lo que había en los platitos. Lucrecia le dijo a mi mamá que quería una chocolatada y Augusto se metía los chizitos en la boca y los escupía y como no había chocolate para la chocolatada, Lucrecia agarró su vaso de pomelo y lo vació en el pasto. Este cumpleaños es una mierda, dijo. A mí me dieron muchas ganas de empujarla y tirarla al barro, pero escuché la voz de Sarita y se me fueron las ganas de pelear, porque me mostró cómo hacer un caballo con palitos y chizitos y al final hicimos muchos porque los otros chicos se pusieron a jugar con nosotros y después Sarita nos contó que cuando los búhos se juntan en grupo, eso se llama "parlamento". ¿Cuánto falta para irnos, mami? dijo Augusto a los gritos, pero la tía Nora ni le respondió. No le hagas caso, me dijo Sarita. Te está buscando roña.
En eso llegó la Negrita. Venía de la calle, de jugar con los perros de la cuadra. Cuando me vio, movió la cola y paró las orejas, como diciéndome feliz cumpleaños, y enseguida se me vino encima, con tanta mala suerte que en el camino le pisó las zapatillas a Lucrecia. Nunca la había escuchado gritar con tanta rabia. Lloró y pataleó y dijo malas palabras y después corrió hasta donde estaba la tía y le dijo que la perra le había embarrado las zapatillas nuevas. Yo corrí atrás de ella. ¡Fue sin querer, prima!, le dije, asustado. Tenía miedo de que mi papá la castigara a la Negrita. Lucrecia me miró con los ojos llenos de odio. Creo que del otro lado de sus pupilas había un monstruo que quería comerme. Vos porque no tenés ni zapatillas, me dijo, y la tía le gritó que si no se callaba la boca le iba a dar una cachetada. Yo sé que a la tía le daba vergüenza que a los primos se les escapara en voz alta lo que ella pensaba en silencio. Mi papá, que no sabía pedir disculpas, no supo hacer otra cosa que agarrarla a manguerazos a la Negrita. Pobre Negra. Aulló finito, finito, como suplicando que la perdonen. ¡Pegale más fuerte, tío!, le pidió Lucrecia y mi papá le hizo caso porque no quería que nadie supiera que a él le daba mucha vergüenza no haber podido comprar las zapatillas que le había pedido.
Después de eso, la Negrita no vino a casa por varios días. Mi mamá apareció con la torta en una bandeja y la canción del feliz cumpleaños en la boca y papá y la tía y todos los demás (menos los primos) cantaron con ella. Me hicieron parar en la punta de la tabla con todos los chicos y pedir tres deseos y soplar las velas y papá nos sacó fotos (después las mandaron a revelar y quedaron re lindas porque eran más o menos las seis y media y a esa hora los árboles del fondo de casa se veían mitad verdes y mitad anaranjados.) La tía Nora vino con un paquete y mi mamá le dijo que muchas gracias, que no se hubiera molestado, y ella dijo que feliz cumpleaños, sobrino, que no era nada. Que era ropa que Augusto no quería usar, pero que estaba nuevita. Mi papá me sacó una foto con la tía Nora, pero esa no salió tan linda. Mi mamá agarró el cuchillo para cortar la torta y Sarita dijo ¡paren, que falta mi regalo! y sacó de abajo de la mesa una bolsita de plástico negro. ¡Sorpresa!, me dijo, cuando saqué las zapatillas. Estaban buenísimas. Eran rojas, con cordones blancos y unas tiritas de cuero marrón oscuro cosidas a los costados. Probátelas, me dijo mi mamá, que estaba re contenta. Cuando me las puse, me di cuenta de que me quedaban un poquito chicas, pero eran tan cómodas que
no me importó. Me paré y era como estar parado arriba de la cama de mis papás. La tía aprovechó que mi papá me sacaba una foto con las zapatillas nuevas para decir que gracias por todo, que muy ricos los chizitos, que se les hacía tarde para la misa. Nos tuvieron que obligar a darnos un beso con mis primos, que después se fueron saltando atrás de la tía Nora, que gritaba ¡cuidado con el barro! ¡cuidado con la zanja! No se dieron cuenta, me dijo Sarita, muerta de risa, mostrándome los pies descalzos, escondidos debajo de la tabla. Hoy nos vimos en la escuela y le conté que apareció la Negrita y ella me contó que le dijo a la mamá que se había olvidado las zapatillas en la puerta de su casa porque volvió caminando y había pisado barro y me dijo que su mamá le creyó y yo le conté que mi mamá dijo que ella era como mi ángel de la guarda y ella me contó que el domingo había visto un documental sobre animales y yo le conté que me quería comprar un cuaderno para hacer historietas y ella me contó que si le sostenés la cola a los canguros, no pueden saltar y yo le conté que hay una mariposa en África que es tan venenosa que puede matar seis gatos y ella me contó que los pingüinos se quedan con un solo compañero por el resto de su vida y yo pensé que ojalá Sarita y yo fuéramos pingüinos.
La parte honda del río
Estoy muy preocupado por él, dijo el tío Antonio, agarrándose el pecho y mirándome con los ojos tristes, pero por fuera nomás, porque por dentro los tenía vacíos, como si alguien se hubiera robado sus verdaderas pupilas y en su lugar hubiese puesto unas bolitas de vidrio opaco. Además, vos vivís en un barrio muy feo, Claudia, dijo después, mirando a mi mamá, que bajó la cabeza porque pensaba que el tío Antonio tenía razón. Acá, mirá, acá a media cuadra tiene una escuela de primer nivel, enseñan inglés y computación. Y a dos cuadras, tiene una plaza. ¡Dios mío, Claudia! El pediátrico está a cinco minutos. ¿Vos pensaste qué vas a hacer cuando se te enferme a las tres de la mañana? ¿Cómo lo traés desde allá? ¿En la bicicleta? Haceme caso, hablá con mi hermano. Acá va a estar mejor. Mi mamá no dijo nada. Giró la cabeza y me miró y ¡ay! cómo se le notaba lo triste. Yo estaba sentado en la alfombra, tomando la chocolatada que me había preparado el tío y el último sorbito me quedó entre la boca y el corazón.
Era domingo y habíamos salido a eso de las dos en la bicicleta. Me gustaba la bici porque mi mamá me dejaba ir sentado en el manubrio y si cerraba los ojos, parecía que estaba yendo a visitar a los tíos montado en el lomo de algún pajarito. ¡Más rápido, ma!, le pedía yo, y mi mamá pedaleaba con todas sus fuerzas y era como si la bici empezara a flotar y el viento se me metía por debajo de la remera y la inflaba y los otros pájaros nos decían chau cuando pasábamos. Cuando terminé la chocolatada, fui a la cocina a lavar la taza y me encontré con la tía Nora, que se ve que estaba medio nerviosa, porque fumaba y movía las piernas con los ojos clavados en la pava de agua, que todavía no hervía. Cuando me vio me dijo que dejara la taza en la pileta nomás y yo le respondí bueno tía, gracias. Igual, cuando vivas acá no pienses que te vamos a estar atendiendo ¡eh, sobrino! Ahora porque estás de visita nomás, me avisó, y me puso una sonrisa que era de felicidad, pero por fuera nomás, porque por dentro era como si alguien le hubiese puesto unos ganchitos de alambre en las comisuras de los labios para que sonriera más grande y ahora los ganchitos le estuvieran haciendo doler la boca. Sí, tía, le dije yo, y me empezó a doler la panza. Es que los tíos estaban preocupados porque mi casa quedaba lejos y querían que yo me fuera a vivir con ellos, porque la suya quedaba cerca.
Pero mami, si la casa no queda cerca tuyo, entonces para mí queda lejos, no quiero venir, le dije mientras me subía a la bicicleta para volvernos, pero creo que no me escuchó porque no me respondió nada. Tardamos mucho en llegar y más tardamos porque hicimos silencio todo el camino. Esa tardecita, ningún pajarito me llevó de regreso en el lomo, porque mi mamá pedaleaba despacito, como si sus piernas fueran de cemento. Nos fuimos alejando del centro y del asfalto hasta encontrar la rotonda de tierra de la entrada del barrio. Mientras mi mamá me preparaba el bolso, después de cenar, le escribí una carta a Sarita y le puse que hola, Sarita, ¿cómo estás? Te cuento que estoy triste porque me voy a ir a vivir a lo del tío Antonio y la tía Nora, con Augusto y Lucrecia. Lo que pasa es que ellos viven cerca y mi mamá quiere que yo vaya a una escuela donde enseñan inglés y computación. Ojalá en nuestra escuela enseñaran inglés y computación, así no tengo que irme a vivir allá cerca. También te cuento que el viernes mi papá me trajo la revista Billiken, te prometo que hoy la termino de leer y te la presto (le voy a decir a Cintia que te la lleve con esta carta, porque yo no voy a estar.) ¿Sabías que los tiburones bebés ya nacen con dientes para defenderse solos? Cuando nacen, se tienen que ir nadando muy rápido para que sus mamás no se los coman. Bueno, no te olvides de responderme la carta, mi mamá me dijo que me la va a traer la semana que viene
cuando me venga a visitar, así que apurate. Voy a ir a la escuela nueva con las zapatillas que me regalaste así no me olvido de vos. Un día te voy a escribir una carta en inglés y otra carta en computadora. Te quiero mucho. Yo. La casa del tío Antonio y la tía Nora tiene muchos cuartos y muchos baños y también tiene muchas escaleras y pasillos que llevan a puertas cerradas con llave. El tío dice que le gustan los animales y por eso tiene tantos bichos embalsamados y su estudio se parece a un museo. A mí no me gustan los animales embalsamados, les ponen ojos de vidrio. La tía Nora dice que son una belleza. Otra cosa que no me gusta de la casa de los tíos es que está llena de bichos negros, que son unos monstruos que salen a la madrugada y flotan en la oscuridad de mi pieza y me miran con unos ojos que son verdes y brillantes y murmuran cosas que no entiendo. Creo que dicen que me quieren agarrar. Yo me tapo con la manta hasta la cabeza y me hago el dormido, pero cuando espío, ellos siguen ahí y se quedan hasta que se empieza a hacer de día. Ya me hice pis encima dos veces. Me da miedo levantarme al baño (que queda re lejos de mi cuarto) y que los bichos negros me agarren. La tía Nora me retó mucho, pero no me pegó. Yo le conté sobre los bichos negros, pero no me creyó. Ella piensa que son
luciérnagas, pero acá no hay luciérnagas. Las luciérnagas son animales que andan entre los yuyos y acá todo es de cemento y los únicos animales que tienen están embalsamados y tienen ojos de vidrio. Hoy me puse re contento. Vinieron mi mamá y Cintia a visitarme y tomamos una chocolatada en la alfombra mientras los grandes conversaban. Me trajeron un sobre que me mandaba Sarita, que era lo que más estaba esperando. Yo le había contado sobre los bichos negros en mi última carta y ella me había respondido que no me preocupara, que ella me iba a ayudar. Me había mandado un paquete re gordo y yo me moría de ganas de abrirlo, pero tenía que aprovechar el tiempo que mamá y Cintia se quedaban, porque recién podían volver el próximo domingo, porque ahora ellas viven lejos. Por eso, el domingo a la noche es la parte más triste de la semana, porque ahí empiezo a contar cuántas horas faltan para volver a verlas. Ahora faltan 167. Le pedí a mi mamá si la podía traer a la Negrita algún día y me dijo que no porque no entraba en el canasto de la bici, pero para mí que es mentira. Primero, porque la Negrita es re chiquitita y encima se porta re bien; y segundo porque, como la Negrita le había embarrado las zapatillas nuevas a Lucrecia, mi tía Nora no la quiere.
Mi mamá me dijo que mi papá se había ido a trabajar, pero que me mandaba un saludo y que preguntaba cómo me estaba yendo en fútbol. Yo quería decirle que me estaba yendo muy mal, que el tío me obligaba a ir y que los chicos del club juegan a escupirse entre ellos y que a mí ese juego no me gusta tanto, que prefería volver a casa y jugar con Sarita al tutti-frutti o al ahorcado o a quién sabe más sobre los animales. Igual, Sarita siempre gana porque en su casa hay un montón de libros de su mamá, que es maestra. Me está yendo re bien, mami, le mentí, para que no se pusiera tan triste. Me prometió que nos veíamos el domingo y me pidió que después le cuente qué me había regalado Sarita y me dio un montón de besos y Cintia también me dio un beso y después mi mamá la subió a la bici y se fueron despacito, despintándose en la oscuridad. Ahora faltan 162 horas para volver a verlas y yo estoy leyendo la carta de Sarita debajo de la manta. Le pedí a la tía Nora si podía dormir con la luz prendida, pero me dijo que no porque se gasta mucho, así que le tuve que robar la linterna de la cocina. Cuando estés asustado (había escrito Sarita, con unas A que parecían manzanas y una T que parecía un paragüas) tenés que cerrar los ojos y hacer como que metés la cabeza en la parte honda del río. Vas a ver que ahí no se escucha ningún sonido. Ahí no te pueden ir a buscar los bichos negros. Yo también voy cuando me asusto. Capaz si nos asustamos al mismo tiempo, nos
encontremos allá, en la parte honda del río. Yo estoy esperando las vacaciones de invierno para que vengas a jugar conmigo. Acá te mando a Ñangapirí para que te cuide, cuando vuelvas me lo traés. Metí la mano en el sobre y encontré el caballito de plástico, gris clarito, como pintado con el humo de una vela. También te mando un cuaderno con todos los cuentos que se me ocurrieron mientras vos no estabas. Ojalá que te gusten. Dejé unas hojas para que vos también puedas escribir y después me los mandes con tu mamá. Todos los días me pongo un pulóver para ver si el invierno se confunde y llega más rápido. Te extraño, Sarita. Me dormí leyendo los cuentos, que hablaban sobre las aventuras de Sarita con Carmelo, su amigo imaginario que vive en a piecita de las herramientas y que Sarita me va a presentar en invierno, cuando vaya a pasar las vacaciones con mis papás y mi hermana. Me desperté muchas, muchas horas después y con muchas, muchas ganas de hacer pis. La linterna se había quedado sin pilas y cuando me asomé por debajo de las sábanas, vi a los bichos negros flotando en la oscuridad del dormitorio y enseguida me empezó a doler la panza, como si mi estómago fuera un trapo de piso mojado que alguien estaba escurriendo.
Cerré los ojos, haciendo fuerza para dormirme, pero enseguida me puse a pensar en la tía Nora, gritando con una voz que es más fuerte que los motores, diciéndome que era un asqueroso, reclamándole al tío Antonio que todo era culpa suya y que ella no lavaba la meada del hijo de otra. Después, metía las sábanas en un piletón del fondo y abría la canilla y seguía gritando, sin prestarle atención al agua, que comenzaba a rebalsar y a llover en cascada sobre las baldosas rojas del patio y se metía en la casa y trepaba por las escaleras. De repente, todas las habitaciones estaban llenas de agua turbia en la que flotaban las camas y las algas, los adornos, los peces, las tortugas y los bichos embalsamados. La tía Nora seguía gritando, pero yo no la escuchaba porque de la boca le salían burbujas. La casa se fue poniendo oscura y silenciosa, como la parte honda del río. Apreté más los ojos (cuando uno hace eso, se ven dibujos de colores) y me destapé y así, descalzo y ciego como estaba, me puse de pie y salí de la cama y los bichos negros no pudieron hacerme nada, porque no los miré. Caminé rápido hasta el interruptor y abrí los ojos justo antes de encender la luz y la casa se secó y las camas dejaron de flotar y el río se fue todo por la ventana y los bichos negros ya no estaban y no hizo falta prender la luz porque junto a mi cama estaba Ñangapirí, que me miraba y tenía los ojos como hechos de humo de vela, pero por fuera nomás, porque por dentro eran como los ojos de Sarita.
Los hipopótamos transpiran rosado
Hola Sarita, ¿cómo estás? Te cuento que yo estoy muy contento porque al final, las vacaciones llegaron más rápido y la semana que viene mi mamá me va a venir a buscar para llevarme a casa. La tía Nora dice que las vacaciones llegaron más rápido por culpa de las señoritas de la escuela, que están de paro porque el presidente no les pagó el sueldo, pero ella no sabe que vos te pusiste el pulóver para que el invierno se confunda los días y llegue más rápido. La tía también dice que las señoritas tienen que agradecerle a Dios que tienen trabajo y que tienen que dejar de ser tan vagas y yo le conté sobre tu mamá, le dije que a ella tampoco le pagan el sueldo y que lee mucho y que tiene un montón de libros y que por eso vos sabés tanto sobre los animales y que se tiene que ir a la escuela caminando como más o menos cincuenta y cinco cuadras.
La tía no me hizo caso y me dijo que si le volvía a contestar me iba a dar una cachetada. Lo que pasa es que está muy nerviosa porque mi tío Antonio toma mucho vino y se va a dormir a otra casa. ¿Sabías que los hurones duermen veinte horas por día? A veces, yo también quiero dormir mucho, así puedo soñar muchas cosas y los días pasan más rápido hasta que volvamos a encontrarnos. Vos igual seguí poniéndote el pulóver, por las dudas. Te cuento que lo primero que voy a hacer cuando llegue es ir a buscarte a tu casa y llevarte a Ñangapirí para que te cuide a vos. Es re valiente, Ñangapirí. A mí ya me cuidó un montón y los bichos negros se fueron para siempre y ya no tengo más miedo de dormir en la casa de mis tíos con la luz apagada ¡y menos ahora! que falta re poquito para volver. Le dije a mi prima Lucrecia que iba a ir a pasar las vacaciones con vos y me dijo que qué aburrido, que las vacaciones son para que la gente se vaya de viaje a Brasil o a Mar del Plata, y yo le dije que sí, que tenía razón. Total, para qué iba a pelear. Ella no sabe que si cerramos los ojos podemos ir mucho más lejos que Mar del Plata. Ella no tiene idea de nuestro escondite secreto en la parte honda del río. ¿Qué estás haciendo?, me dijo Augusto, y como yo no lo había escuchado entrar, me asusté. ¿Qué estás escribiendo?, insistió, y yo me apuré a meter la carta
abajo de la manta porque abajo de las mantas hay como otro mundo, donde los secretos están a salvo. ¡Mostrame!, me exigió, y se me vino encima y yo no pude hacer nada porque Augusto es más alto y más ancho y tiene mucha fuerza y me agarró de la remera y me tiró al piso así nomás, como si yo fuera una hormiga de la plaza que se había trepado a un mantel de picnic para robarse las miguitas de las galletitas dulces. ¡Dame! ¡dame! gritaba, mientras desarmaba mi cama buscando la carta que le estaba escribiendo a Sarita. ¡Dame! ¡dame! protestaba porque no la encontraba y como yo no respondía, Augusto se puso muy rojo, como si tuviera ganas de pararse arriba de mi cabeza y hacerla explotar y tanto gritó, que la tía Nora vino corriendo a ver qué pasaba. ¿Qué estás haciendo en el piso?, me dijo cuando llegó, pero yo no pude responderle porque Augusto empezó a gritar ¡mirá, mami! ¡mirá, mami! y yo también miré y él tenía la carta que le estaba escribiendo a Sarita toda arrugada en el puño. La tía Nora la agarró y se puso los anteojos (que le colgaban de una cadenita alrededor del cuello) y empezó a leer y yo no sé cómo me animé a gritarle ¡eso es mío!, pero ella ni me miró. Siguió leyendo y leyendo y leyendo y yo veía que ponía unas caras feísimas. ¿Así que tu tío Antonio toma mucho vino, pendejo de mierda?
Una vez mi mamá me dijo que cuando tirás una piedra contra un vidrio, el vidrio ya está roto, aunque la piedra todavía no lo alcance. ¿Así que yo estoy muy nerviosa? Después, mi mamá me explicó que lo que rompe el vidrio no es la piedra, sino las ganas que tenés de ver el vidrio roto. ¿Así que querés dormir veinte horas porque no querés estar acá, negrito malagradecido? ¡Mirame cuando te hablo! Cuando levanté la cabeza, vi que de la boca de la tía Nora salían un montón de piedras. Piedras negras, grandes como un puño, que se me venían encima más fuerte que la lluvia que cae de noche cuando a la siesta hizo mucho calor. Me di cuenta que la tía quería romperme. Lo que pasa es que la tía Nora está muy nerviosa porque anoche le dijo a mi tío que no tomara más vino y mi tío le dijo callate la boca, insecto. A mi me gustan los insectos porque Sarita me contó que tienen una cosa que se llama exoesqueleto, que es como tener una armadura. Pero la tía Nora no es un insecto. Ella no tiene armadura y por eso mi tío la hizo llorar, pobre. ¿Cómo te atrevés a contarle a una completa extraña la intimidad de la familia que te está ayudando? Pasame
el cinto Augusto. ¿Vos sabés lo que nos cuesta a tu tío y a mí hacerte un lugar acá para que tu papá no te mate a golpes? ¿Vos te pensás que a tu tío le regalan la plata de la cuota de fútbol que tiene que pagar para que vos vayas a arreglarte un poco? Yo no entendía muy bien lo que me quería decir la tía porque estaba más preocupado por Augusto, que había salido corriendo y ahora volvía con una sonrisa de oreja a oreja y el cinto negro del tío Antonio en la mano. Mi materia favorita de la escuela es inglés porque la señorita dice que es como aprender sinónimos para decir las mismas cosas pero en otros países. Le intenté escribir una carta en inglés a mi mamá pero todavía no me sale muy bien. Igual, ya no me gusta más ir a inglés porque es a la tarde y los chicos de la escuela me esperan a la salida y por suerte mis tíos viven cerca y casi siempre me escapo, pero cuando me agarran, me pegan re fuerte. Yo tengo miedo de los dos lados de la puerta porque me parece que la tía Nora me pega por lo mismo que me pegan los chicos de la escuela. Por lo mismo que me pegó mi papá el día que mi mamá se agarró el pecho y lo llamó al tío Antonio y le pidió que por favor que me llevara con él. Me hice una bolita contra el ropero y me tapé la cabeza con las manos y la tía me seguía tirando piedras y cuando las piedras caían al piso se hundían, porque el
piso era de agua y las piedras eran como burbujas y cerré muy fuerte los ojos y vi un montón de colores. Y todos esos colores se convirtieron en Sarita. ¿Sabés de qué color es la transpiración de los hipopótamos? me preguntó Sarita una siesta que nos quedamos conversando tirados en el pasto. Rosada, me dijo, y yo le dije que me dolían los brazos y ella me dijo que los hipopótamos nacen bajo el agua y yo le dije que tenía miedo porque la tía estaba muy enojada y ella me dijo que el nombre de los hipopótamos significa caballo de río y yo le dije que Augusto le pidió a la tía que me pegue más fuerte y ella me dio la mano y me miró a los ojos y me dijo que la tía Nora no sabe llegar a la parte honda del río y yo le pregunté si los hipopótamos saben y me dijo que sí y a mí los brazos también me estaban sudando rosado, porque el cinto negro del tío Antonio tiene una hebilla re grande, y se los mostré a Sarita y ella se murió de risa y me abrazó y me dijo ¡te convertiste en hipopótamo!
El disfraz del niñito Dios
Lo que más me gusta de la siesta es subir al árbol de guayabas, que tiene las ramas flexibles, como trampolines, y acostarme cerca de la copa, donde se juntan las chicharras a cantar. Le pregunté a mi mamá y me dijo que no sabe sobre qué se tratan las canciones de las chicharras, pero me parece que le cantan al calor de la siesta, al río mansito que pasa por atrás de mi casa y a las otras chicharras, que viven en otros árboles de guayaba, en otros patios. Sarita me había contado hace mucho que los insectos tienen una cosa que se llama exoesqueleto, que es como una armadura. Por eso también me gustan las chicharras, porque pueden cambiar de piel, que sería como si un caballero pudiera cambiarse la armadura cuando ya está muy rota.
Una vez, mi tía Nora se enojó conmigo y me pegó con el cinto de mi tío Antonio, que tiene una hebilla tan grande que parece uno de esos platitos que ella tiene de adorno en la cocina. Igual, no me dolió tanto el cinto, pero me dejó unas marcas rojas que duraron hasta el domingo, que era el día que mi mamá iba a visitarme a la casa de los tíos. Mamá se enojó mucho cuando vio las marcas y la tía Nora también se enojó, porque le dijo a mi mamá que yo me hacía pis en la cama y mi mamá le dijo que yo nunca me había hecho pis encima y la tía dijo que yo era un malagradecido y mi mamá dijo que mejor me volvía a vivir con ella y la tía le dijo que nosotros éramos todos unos negros de mierda y mi mamá me dijo andá a juntar todas tus cosas y por eso no supe qué más dijo la tía, pero cuando nos abrió la puerta para que nos fuéramos de su casa, ni siquiera nos dijo chau. Esa noche, mi papá llegó de trabajar y mi mamá le contó lo que había pasado y como mi papá no sabía pedir disculpas por haberme mandado a vivir con la tía Nora, no supo hacer otra cosa que decir que le había faltado el respeto al tío Antonio y me agarró a manguerazos y las marcas que me había hecho la tía Nora en los brazos se despertaron y volvieron a transpirar rosado, como los hipopótamos.
Esa noche me mandaron a dormir sin comer, pero por suerte mi hermana me fue trayendo pedacitos de milanesa a escondidas y entonces no me morí de hambre. En la oscuridad, me pasaba los dedos por los brazos y sentía como si mi piel estuviese llena de zanjitas en las partes que la manguera me había alcanzado y ¡ay! cómo me hubiese gustado ser una chicharra, para poder cantar una canción y cambiar esa armadura que ya estaba toda rota. Por suerte, las clases ya habían terminado y a Sarita le daban permiso de venir a jugar a mi casa todos los días, pero se tenía que poner unas chancletas, porque la mamá no la dejaba venir con sus zapatillas nuevas porque se le podían perder. Lo bueno de las chancletas es que son fresquitas. Lo malo es que no sirven para trepar a los árboles, entonces nos tuvimos que quedar tirados en el pasto y ahí Sarita me contó que las abejas se mueren cuando pican a las personas porque se les sale el aguijón y yo le conté que los elefantes no pueden saltar y nos quedamos así, contándonos cosas sobre los animales, hasta que se hizo la hora de bañarse para tomar la leche y Sarita se tuvo que ir. Cuando entré, mi casa estaba en silencio y las luces estaban todas apagadas y por un momento pensé que se habían ido todos a pasear sin mí, pero entonces entré a la
cocina y ahí estaba mi mamá, sentada frente a la ventana abierta, con los ojos todos mojados y la mirada perdida en la calle ancha por donde pasaban las personas y los perros y los caballos. Mami qué te pasa, le pregunté, y recién entonces ella se dio cuenta de que yo estaba ahí y se asustó un poquito, pero enseguida se secó las lágrimas y me hizo upa y me sentó sobre sus rodillas. No pasa nada, no pasa nada, me dijo y me dio un beso con ruido en el cachete. Pero yo sabía que era mentira y que ella estaba triste. Si me contás por qué estás triste, yo te cuento una cosa sobre las abejas que seguro no sabés, le dije, y mi mamá en vez de responderme, se puso a llorar de nuevo, con todas sus fuerzas, como si alguien invisible le hubiese dicho una cosa fea al oído. Vos te vas a enojar conmigo, me dijo mi mamá, y yo no supe qué responder porque yo nunca podría enojarme con ella. Yo a mi mamá nunca le pegaría con el cinto ni con la manguera. Vos te vas a enojar conmigo y tu hermana también, me dijo. Se van a enojar porque este año no va a poder venir Papá Noel. Temblaba mucho (yo me di cuenta porque estaba sentado a upa) y tenía tantas lágrimas que ya no le
entraban en los ojos y entonces se resbalaron hasta sus cachetes y hasta su cuello y hasta su blusa azul de pajaritos y algunas también se resbalaron hasta mis brazos, que la abrazaron con mucha fuerza, para que ya no estuviera más triste. Qué me importaba si Papá Noel no iba a poder venir, si total yo ya sabía que no existía. Sarita me había contado que en realidad, el que trae los regalos de Navidad es el niñito Dios, y hacía rato que me había dado cuenta de que el niñito Dios nunca viene por mi casa. Mi mamá me seguía abrazando, como si pensara que yo me iba desarmar si me soltaba. O a lo mejor, la que se iba a desarmar era ella, porque estaba tan debilucha que parecía un castillito de arena abandonado en la orilla del río una noche de mucho viento. Perdoname, hijito, decía mi mamá y yo también lloré porque no sabía qué hacer y entonces le dije no importa mami y ella me dijo sí que importa y yo le dije que total yo no quería que Papá Noel me trajera nada y ella me dijo que perdón por arruinarme la Navidad pero no le alcanzaba la plata y yo le dije ¿sabías que las abejas se mueren cuando te pican? y ella no me respondió y yo cerré los ojos y deseé con todas mis fuerzas poder darle la mano y llevarla conmigo a la parte honda del río.
En la calle ya había olor a Navidad, que es un olor a caja de cartón nueva mezclada con cohetes reventados. Mi tío Antonio y mi tía Nora dijeron que no podíamos ir a comer con ellos porque los habían invitado a la cena del club donde mi prima Lucrecia juega al hockey, entonces nos quedamos en mi casa con mi mamá, mi papá, mi hermana Cintia y yo. Los grandes estaban tomando una cerveza y a nosotros nos sirvieron una sidra que tenía la cara de los reyes magos en la botella y mi papá hizo fuego y cocinó un pollo y comimos eso nomás y no charlamos sobre nada. Yo le pregunté a mi mamá si quería que le cuente una cosa que me había contado Sarita sobre los hipopótamos y me dijo que ahora no. Como en mi casa no hay cable, no pudimos poner el canal donde pasan los minutos que faltan para la medianoche, pero igual nos dimos cuenta porque ya habíamos terminado de comer y todos los vecinos habían salido a reventar los rompeportones y tirar las cañitas voladoras y entonces nosotros también salimos al patio y la negrita llegó moviendo la cola y parando las orejas, como diciéndonos feliz Navidad y en el cielo estallaron un montón de cañitas voladoras que se convirtieron en puntitos de colores y en eso de mirar los colores estaba cuando sentí que me tocaban el hombro y me di vuelta, pero no vi a nadie. Entonces, de la nada me apareció Sarita con una sonrisa más brillante que todas las