DOSSIER
AFGANISTÁN la leyenda de los indomables El líder guerrero afgano Mohammed Akhbar Khan, que expulsó a los británicos de Kabul en 1842 y los masacró con fría e implacable crueldad (Grabado del siglo XIX, Archivo Hulton).
El ataque de EE UU al Gobierno afgano tiene una causa inmediata, el atentado contra las Torres Gemelas de Nueva York, pero paralelismos milenarios. Desde Alejandro Magno, sus áridas montañas han sido ocupadas por persas, griegos, romanos, mogoles, británicos y rusos. Unos permanecieron años y otros, siglos, pero al final, todos fueron expulsados.
La tumba de Goliat David Solar pág. 20
El Imperio, humillado
El Vietnam de la URSS
Anne de Courcy
Arturo Arnalte
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LA AVENTURA DE LA HISTORIA ON-LINE
DOSSIER: AFGANISTÁN, LA LEYENDA DE LOS INDOMABLES
La tumba de
GOLIAT Todos los Imperios fracasaron en los dos últimos siglos en su intento de conquistar Afganistán. DAVID SOLAR sintetiza la apasionante Historia de este país, que no es sino la de su enconada resistencia a la presión de las grandes potencias Tamerlán celebra la conquista de Delhi, en 1398 (folio del Zafarnama, Irán, 1436).
E
l afgano es resistente y valeroso, guerrero de nacimiento, impetuoso en el ataque, pero pronto a desanimarse... se trata de excelentes jinetes y buenos tiradores...” decía una enciclopedia de comienzos de siglo, cuando Afganistán estaba bajo soberanía inglesa, aunque la autoridad británica era en muchos momentos más teórica que real. En esa época se estaba forjando la leyenda de una Historia indomable, que no lo había sido tanto en época antigua. Afganistán formó parte del Imperio persa de Ciro y de Darío, sin que las escasas fuentes históricas de la época mencionen resistencias épicas. Tampoco ofrecieron una titánica oposición a Alejandro, pues los cronistas de sus campañas no mencionan acciones militares de relieve, aunque librara combate con alguno de los sátrapas que mantuvo la independencia tras la muerte de Darío. Alejandro dejó allí un recuerdo imborrable, pues fue un auténtico dios para muchas de las primitivas gentes de aquellas aisladas tierras de Asia Central. Una parte de las tierras conquistadas pasaría a estar bajo control del Imperio Maurya del norte de la India, pero otra se mantendría bajo control seléucida y sería cuna de una floreciente cultura DAVID SOLAR es periodista y director de La Aventura de la Historia.
población y se creó un sistema de regadíos, que mejoró la producción agrícola. El avance cultural y artístico acompañó al progreso económico, pero entre los siglos XII y XV cayeron sobre sus tierras dos plagas consecutivas: las hordas de Gengis Jan y las de Tamerlán. Ante ambos conquistadores, los afganos optaron por combatir, pero su resistencia sólo sirvió para que los mongoles vencedores destruyeran cuanto se había construido en los siglos anteriores. Los sistemas de regadío no se recuperarían ya jamás.
oriental helenizada. Alejandro fundó en la zona Alejandría de Oxus en el enclave de Ay Janum, en la frontera afganosoviética; Alejandría del Cáucaso, en el actual Begram; y Alejandría de Aria, junto a Herat. Los soldados griegos que se licenciaron y se quedaron a vivir en estas ciudades imprimieron su huella cultural durante cerca de dos siglos, hasta el punto de que cuando llegue la influencia budista de la mano del rey indio Asoka (273-237 a.C.), los nuevos edictos invitando a los súbditos a seguir la ley de Buda se redactarán también en la lengua de los griegos, como muestran las inscripciones conservadas en Kandahar. Menos suerte que los soldados macedonios de Alejandro tuvieron los ejércitos musulmanes que se acercaron al territorio a mediados del siglo VII. Las tribus nómadas de aquellas ásperas tierras, en parte de fe budista y en parte zoroastrianas, opusieron una fuerte resistencia a sus invasiones y al nuevo credo. La yihad contra los seguidores de Zoroastro se cobró la vida del propio sobrino de Mahoma en Samarcanda, en el 697. Tanto le costó al Islam establecerse que el centro del país, con Kabul, su capital, no se consideró musulmán hasta el siglo IX y aún en el XIII pervivían reyezuelos independientes. Bajo el Islam, el país alcanzó cierto desarrollo, se sedentarizó parte de la
Genjis Jan y Tamerlán Gengis Jan descendió desde el norte, saqueando a una escala nunca vista. Los afganos de las montañas derrotaron al conquistador en el primer encuentro, pero su venganza fue terrible y su paso por las ciudades dejó un rastro de devastación brutal. Dos siglos después, Tamerlán forjó a sangre y fuego su propio Imperio, que incluía Afganistán e India, con las mismas técnicas de Genjis Jan y una novedad: a su paso construía pirámides de cabezas cortadas. El descendiente de Tamerlán, Mohamed Zahir-ud-Din, conocido como Baber, se apoderó de Kabul en el siglo Asalto a un castillo, miniatura atribuida a Bizhad, entre 1475 y 1500, procedente del norte de Afganistán.
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LA TUMBA DE GOLIAT DOSSIER: AFGANISTÁN, LA LEYENDA DE LOS INDOMABLES
La visión de Engels
L
a posición geográfica de Afganistán y el carácter peculiar de su pueblo confieren al país una importancia política que no hay que subestimar en los asuntos de Asia Central. Es una monarquía, pero la autoridad del rey sobre sus súbditos fogosos y turbulentos es personal y muy incierta. El reino está dividido en provincias; cada una está dirigida por un representante del soberano que percibe los impuestos y los reenvía a la capital. Los afganos son un pueblo valiente, resistente e independiente. Se consagran fundamentalmente a la ganadería y a la agricultura y evitan el comercio, que abandonan con desprecio en manos de los hindúes y otros habitantes de las ciudades. La gue-
XVI y lo convirtió en un principado independiente. Poco después, en 1522, tomó Kandahar, y en 1526 llegó a las puertas de Delhi, donde estableció el Imperio mogol. Pasadas las grandes invasiones y agotados los Imperios circundantes, las tribus afganas recuperaron su independencia. En torno a 1700, el caudillo persa Nader Shah arrebató a los mogoles el control de Afganistán, pero la unidad del país siguió siendo un mito, pues las tribus principales vivieron envueltas en una guerra sin fin por obtener el predominio. Las dinastías reinantes se elevaban y sucumbían víctimas de guerras familiares y tribales, mientras Gran Bretaña ampliaba desde finales del siglo XVIII su presencia en la India ¿Cuánto tardaría el gran Imperio en engullir a Afganistán?
rra les exalta y les sirve de alivio de sus ocupaciones monótonas. Los afganos se dividen en clanes sobre los que los jefes ejercen una especie de supremacía feudal. Su odio indomable hacia las reglas y su amor a la independencia individual son los únicos osbtáculos para que este país se convierta en una nación poderosa. Sin embargo, esta ausencia de reglas y su carácter imprevisible hacen de los afganos un vecino peligroso; se arriesgan a dejarse llevar por los cambios bruscos de humor o ser excitados por intrigas que sublevan astutamente sus pasiones... En las ciudades, la justicia se encuentra en manos de los cadíes, pero los afganos rara vez recurren a la ley: sus jefes tienen de-
Desde luego mucho más de lo que podían suponer en Londres. La posición afgana presentaba un problema para el avance de Gran Bretaña, pues el territorio constituía un aislante entre los imperialismos británico y ruso, pero el Reino Unido halló la manera de manejar el poder en Kabul al socaire de una de las habituales conspiraciones de palacio. No fue una influencia feliz y ocasionó la Primera Guerra Angloafgana, que duró tres años, de 1839 a 1842. Los afganos, armados desde Rusia, expulsaron al monarca impuesto por los británicos, Shah Shuja, asesinaron al representante británico Alexander Burnes y aniquilaron a una columna británica de unas 16.000 personas, formada por soldados metropolitanos y coloniales y los residentes británicos en Kabul (1842).
recho a castigar, incluso derecho de vida y muerte. La venganza de sangre es un deber familiar; no osbtante, si no se les provoca, están considerados un pueblo liberal y generoso. Los deberes de hospitalidad son sagrados hasta el punto de que un enemigo mortal que comparta el pan y la sal, incluso mediante una estratagema, está al abrigo de la venganza y puede hasta reclamar la protección de su anfitrión contra cualquier otro peligro. Son musulmanes y pertenecen a la rama sunita, pero no son sectarios y las alianzas entre sunitas y chiítas son corrientes.” Friedrich Engels, extractos de un artículo sobre Afganistán publicado en 1858 en The New American Cyclopedia.
Pocos meses después de la catástrofe, las fuerzas británicas volvieron a ocupar Kabul, pero el golpe había sido tan duro que el nuevo gobernador general, Lord Ellenborough, decidió evacuar el país. El monarca depuesto por los ingleses, Dost Mohammed, regresó y logró reforzar su mandato durante los siguientes años.
Pretexto para otra guerra Fue su tercer hijo, Shir Ali Khan, quien dio a los británicos el pretexto para una nueva guerra, al negarse a recibir una delegación inglesa en 1878. La Segunda Guerra Angloafgana (1878-1880) tuvo dos fases. En mayo de 1879, tras la muerte de Shir Ali Khan, los afganos firmaron un tratado con Londres, por el que aceptaban que se abriera una delegación británica permanente en Kabul y
Ahmed Shah, soberano afgano en 1915, cuatro años antes de la independencia.
Oficiales de caballería británicos y sus subalternos indios, en 1860. Habían transcurrido veinte años desde el primer desastre inglés en Afganistán y faltaban otros tantos para el segundo.
orientar su política exterior “de acuerdo con los deseos y consejo” del Gobierno Británico. En septiembre, la historia se repitió y el enviado británico fue asesinado en Kabul. Londres envió de nuevo a sus soldados a ocupar el país. La presencia británica en Afganistán, que perduraría hasta 1919, costó al Imperio una tercera campaña militar y numerosos reveses, tratando siempre de hallarse al lado de la dinastía que asaltaba el poder o apoyando a quien conspirase contra el soberano sentado en el trono. Es decir, Afganistán estuvo bajo la soberanía británica más de forma nominal que efectiva y, aprovechando la Primera Guerra Mundial, los afganos se sublevaron nuevamente. Al fin, consiguieron su independencia de la mano de Amanollah, que lanzó una campaña de un mes contra los ingle-
ses, que concluyó con la recuperación por parte afgana de la autonomía en política exterior, fijada en el Tratado de Rawalpindi. La primera medida afgana fue el reconocimietno del régimen bolchevique en Rusia, con lo que se convirtió en uno de los primeros países en hacerlo. La “relación especial” entre ambos Gobiernos duraría hasta 1979, cuando los rusos invadieron el país.
Un respiro para fijar fronteras Entre ambos momentos, hubo medio siglo de estabilidad en el trono, lo que permitió la adecuada fijación de fronteras con los países limítrofes –algunos, recién nacidos a la independencia, como Pakistán y la India– y ciertos avances sociales, culturales y educativos, pero en los años setenta se retornó a la vieja guerra de clanes y familias. El rey
Un país imposible
A
fganistán, con 25 millones de habitantes y 647.500 km. cuadrados, es un país inhóspito, compuesto por altas mesetas, elevadas cadenas montañosas, profundos desfiladeros, ríos rápidos y no navegables... Tierras en general áridas, con temperaturas extremadamente frías en invierno y en las zonas altas y veranos tórridos en sus llanuras bajas. Sus habitantes -en parte, nómadas- se dedican, en
Cuatro modelos de tocados típicos de Afganistán, de mediados del siglo XIX, según una cromolitografía francesa de la época.
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un 80%, a la agricultura (cuya principal exportación es el opio y la heroína) y a la ganadería; el resto, a la artesanía y a un incipiente sector de servicios; su renta per cápita, 800 dólares, es una de las más bajas de la Tierra. El país tiene una escasa red de carreteras y carece de ferrocarriles; allí aún funciona el sistema de caravanas por pistas sin asfaltar, empleando acémilas para el transporte.
Zahir Shah había puesto en marcha un experimento de monarquía constitucional en 1964, por el que la Cámara de Diputados tendría 216 representantes y habría un Senado con un tercio de escaños nombrado por el rey. Pero después, el propio monarca se negó a promulgar las leyes sobre partidos políticos y desarrollo de la democracia a niveles local y provincial, bloqueando la democratización. En 1973, Mohammed Daud Khan, su cuñado y ex primer ministro, derrocó a Zahir Shah en un golpe incruento que instituyó la República de Afganistán. Pronto, sus amigos, los hijos de sus amigos y miembros de la vieja familia real coparon los ministerios provocando una reacción popular que culminó con el asesinato de Daud Khan y su familia y la proclamación de la República Democrática de Afganistán en 1978, liderada por otro tirano, Nur Taraki. Éste firmó con la Unión Soviética un tratado que permitiría a Moscú intervenir en los asuntos del país dejando la puerta abierta a nuevos conflictos. Un dicho popular afgano parece resumir el feroz individualismo y el indomable espíritu de los afganos, al tiempo que sintetiza la sangrienta historia de este país, que de nuevo es escenario de una contienda internacional: “Yo y mi país, contra el mundo; yo y mi tribu, contra mi país; yo y mi familia, contra mi tribu; yo y mi hermano, contra mi familia; yo, contra mi hermano”. n 5
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DOSSIER: AFGANISTÁN, LA LEYENDA DE LOS INDOMABLES
El Imperio
HUMILLADO De los 17.000 británicos y acompañantes que huyeron de Kabul, en 1842, hacia su colonia de la India, sólo uno llegó vivo a su destino. Ahora, cuando Londres envía de nuevo soldados a Afganistán, ANNE DE COURCY recuerda la peor derrota sufrida por el ejército de Gran Bretaña en toda su historia
D
esde el momento en que la retaguardia de la columna formada por 17.000 personas dejó atrás la protección del campamento, todos estaban claramente condenados. Los francotiradores afganos aparecieron de repente y comenzaron a disparar a los soldados que custodiaban el equipaje. A continuación, los jinetes atacaron a los animales de carga y dieron muerte a los acompañantes desarmados que les seguían desde el campamento. Muchas mujeres y niños tirados en el polvo fueron abandonados a una muerte segura. Este horror tuvo lugar hace más de 160 años y marcó uno de los desastres más terribles de la historia del Ejército británico. Hoy, sin embargo, los soldados británicos se encuentran de nuevo a punto de participar en otra campaña en Afganistán. Se trataría de la cuarta invasión; las anteriores comenzaron en 1838, 1878 y 1919. Ninguna tuvo éxito. Este salvaje y turbulento país,
por el que han pasado hordas invasoras desde los primeros arios y Tamerlán hasta los mogoles, sólo fue conquistado una vez, por Alejandro Magno en el siglo IV a.C. Incluso entonces, sólo fue conservado por tres años.
ANNE DE COURCY es periodista. Artículo publicado en el Daily Mail.
Dos oficiales y un miembro de la caballería sij del ejército colonial británico en el siglo XIX.
“Un completo horror sin paralelo” Pero el episodio más sangriento fue la retirada británica de Kabul en la Primera Guerra Angloafgana de 1838, cuando
la columna de 17.000 soldados, mujeres, niños y acompañantes fueron masacrada. El historiador Sir John Kayes describió la matanza como “un completo horror sin paralelos en la Historia del mundo”. Los británicos, a los que todos –y sobre todo ellos mismos– creían invencibles por tierra y por mar, habían invadido lo que tomaron por un país de gente pobre e indisciplinada que ofrecería poca resistencia. En vez de eso, encontraron una nación de feroces guerreros, inspirada por una fe sin fisuras en el Islam, enmarañadas rivalidades tribales y una complejidad política que imbricaba lazos de sangre, religión, historia, oportunismo y traición. Esta mezcla era explosiva y tan incomprensible para los extranjeros entonces como lo sigue siendo hoy. Para centrarnos, recordemos que en 1830 los británicos temían la creciente influencia de Rusia y les preocupaba que tratara de extender su Imperio hacia el sur. Así que cuando el Sha de Persia (apoyado por los rusos) invadió Afganistán, los ministros británicos creyeron que el ejército ruso rebasaría el paso del Khyber y seguiría por las fértiles lla-
El asesinato de Alexander Burnes en Kabul, el 2 de noviembre de 1841, fue el anticipo de la matanza total de británicos en el siguiente enero.
nuras del Indo en un intento de hacerse con la India, la posesión británica más preciada. Para evitarlo, desalojaron al emir afgano Dost Mohammed –que contaba con el apoyo de la mayoría del pueblo– y el 1 de octubre de 1838 pusieron a su propio hombre, Shah Shuha, en el trono. Aunque había una inquietante falta de entusiasmo por Shah Shuha, el orden parecía restaurado y la mayor parte de los británicos regresó a la India. La guarnición que permaneció para protegerle constaba de soldados indios y británicos y sus auxiliares y unos 6.000 hombres del propio ejército de Shah Shuha. Los británicos se sintieron lo bastante seguros como para cambiar su atestado campamento en Kabul por otro a una milla de la ciudad. La vida era tan relajada que pronto comenzaron a organizar carreras, a jugar al polo y re-
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presentar teatro amateur. Algunos hicieron venir a su familia y otros disfrutaron los favores interesados de las mujeres afganas. Pero el descontento iba creciendo y los afganos no estaban dispuestos a vivir bajo la tutela británica. El invierno se aproximaba y cuando la nieve cubriera los pasos la llegada de refuerzos sería imposible. Cuando el residente británico en Kabul (el diplomático en funciones) fue asesinado, el inútil mando militar británico, general Elphinstone, no adoptó ninguna medida. Esto hizo que los afganos confiaran en que podrían librarse de los británicos. Fue entonces cuando Mohammed Akbar, hijo del emir afgano derrocado, llegó a Kabul con una fuerza de 6.000 hombres y rápidamente cortó el abastecimiento de comida al campamento. Los británicos estaban atrapados. El
astuto Akbar ofreció entonces una tregua, a condición de que Shah Shuha fuera depuesto y los británicos se retiraran inmediatamente de Kabul. En ese momento, una turba linchó a un funcionario británico en el zoco. Sus extremidades cortadas y su cabeza colocada en lo alto de una pica fueron paseadas por toda la ciudad de forma triunfal.
Un invierno especialmente frío De nuevo la esperada represalia de Elphinstone brilló por su ausencia y Akbar se dio cuenta de que no tenía nada que temer. Los británicos aceptaron abandonar Kabul si los afganos les perdonaban la vida y 4.500 soldados británicos e indios y 12.000 acompañantes abandonaron la ciudad, esperando llegar a salvo al fuerte británico de Jalalabad, cerca de la frontera india. Era uno de los inviernos más fríos 7
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que se conocían y con pocos abastecimientos, prácticamente sin comida y falsas promesas de seguridad, el general Elphinstone condujo a su ejército –una columna de diez millas de longitud– a la fría desolación de la Garganta de Kabul. Los nativos transportaban la comida y las municiones en carros de bueyes o en mulas, mientras las esposas e hijos de los oficiales británicos viajaban en cestas colgadas de los costados de camellos o en carretas. Cada regimiento tenía 600 portadores de camillas. A cada oficial se le permitía tener diez criados y algunos tenían muchos más. Un brigadier tenía 60 camellos para su equipaje personal y algunos oficiales del regimiento tenían dos camellos sólo para sus cajas de puros. Había además una cohorte de parásitos: juglares, músicos, hordas de prostitutas... Todos confiaban en una huida segura, porque Akbar había prometido su propia escolta y había preparado un lugar de encuentro donde todos pudieran congregarse antes de comenzar juntos el viaje. El sol brilló con fuerza la mañana del 6 de enero de 1842, mientras sonaban las cornetas. La infantería británica con sus uniformes rojos y cinturones blancos, la caballería
Alexander Burnes se hizo retratar de esta guisa en 1838. Los afganos le lincharon.
sikh que escoltaba a los zapadores y a los minadores, las 30 mujeres inglesas y sus familias, montadas en camellos o en póneys comenzaron a avanzar. Después iban los tres regimientos indios de hombres descalzos, que convertian la nieve en cieno. Al final había cientos de camellos, mulas y póneys seguidos por miles de auxiliares, con sus pertenencias a cuestas, aterrados
El Gran Juego
F
ue el gran poeta del imperialismo británico Rudyard Kipling el que bautizó en uno de sus escritos con el nombre de Gran Juego a la astuta partida diplomática que los dos grandes Imperios del siglo XIX jugaron para ganar la pieza de Afganistán. Mientras que el Imperio ruso necesitaba controlar el territorio de Afganistán en su búsqueda de una salida al mar por el sur, el Imperio británico necesitaba también controlar esta pieza, que quedaba al este de la joya de la Corona, la India, a la que no quería dejar caer en manos de los zares. Puesto en la encrucijada de dos apetitos insaciables, el territorio afgano libró una primera guerra en 1842 para despojarse de la tutela británica. La Segunda
Guerra Angloafgana fue motivada por la misma desconfianza del primer ministro de Londres en 1879, Disraeli, hacia el acercamiento ruso a Kabul. Consciente de esta influencia, Afganistán fue uno de los primeros países en reconocer al régimen bochevique tras la Revolución de 1917. Con la sustitución de Rusia por la URSS y la independencia de la India, uno de los contendientes del Gran Juego, Londres, abandonó la partida, pero Moscú siguió considerando Afganistán como una prolongación trasera de su entorno de influencia y en 1979 los soviéticos lo invadieron. EE UU, al apoyar a la guerrilla islámica contra Moscú, heredó el lado del tablero que antes había ocupado Gran Bretaña.
por las sorpresas que podía depararles la retirada. Al final iba la retaguardia. Los ataques desde las alturas por parte de los hombres de Akbar comenzaron inmediatamente. Los sirvientes desarmados tiraron su carga y huyeron, de forma que la mayor parte del equipaje, la comida y las municiones se perdieron inmediatamente. Las bajas fueron muchas. “Todo el camino estaba cubierto de hombres, mujeres y niños abandonados en la nieve esperando la muerte”, escribió Lady Sale, esposa del popular Sir Robert Sale (Bob, el Combativo), coronel de la 13 brigada de infantería ligera y segundo en el mando en Kabul. Era sólo el principio. Aquella primera noche solo quedaba una tienda, en la que se amontonaron unas pocas mujeres y niños y algunos oficiales mayores. Todos los demás tuvieron que tumbarse sobre la nieve de las montañas, en medio del invierno. Muchos nunca despertaron y, cuando el ejército siguió la marcha al día siguiente, a quienes que se les habían congelado los pies tuvieron que ser abandonados. Al día siguiente, los afganos capturaron dos cañones transportados con mulas, lo que dejó a los británicos con apenas tres piezas de artillería. Cuando Akbar finalmente se acercó a ellos les sugirió que pararan mientras él negociaba un tránsito a salvo por el desfiladero de Khoord-Cabool. Pidió que le acompañaran tres oficiales británicos como rehenes. Elphinstone aceptó mansamente. Cuando el ejército, ahora debilitado por el hambre y por el frío, entró en el desfiladero, descubrió que sus seis kilómetros de longitud eran una trampa mortal.
Los más indefensos, rematados Cuando la cabeza llegaba al final, los guerreros tribales afganos descendieron sobre el centro y la retaguardia desde las alturas disparando con jezails (rifles de alcance mayor que los de los británicos), lanzándose en picado para rematar a los más indefensos y a los rezagados. Ese día, unos 3.000 hombres, mujeres y niños fueron abatidos. Los que se despertaron al tercer día de marcha, el 8 de enero, encontraron cadáveres congelados junto a ellos. Al-
Grupo de soldados británicos en el Paso de Khyber, en un grabado correspondiente a los años de la Segunda Guerra Angloafgana.
gunos de los soldados indios quemaron sus ropas y pertenencias para intentar recuperar sus extremidades congeladas. Los ataques con arma blanca y de fuego continuaron sin descanso. Algunos de los que huían, debilitados por el frío y el hambre, fueron cegados por la nieve. Los indios, acostumbrados al calor, morían por decenas. El 9 de enero, Elphinstone aceptó la última oferta de amistad de Akbar y su promesa de que protegería a cualquier mujer y niño británico que deseara quedarse. Nueve niños, ocho mujeres (incluyendo Lady Sale) y dos hombres aceptaron. Aunque sufrieron cautiverio muchos meses, al menos sobrevivieron. Mientras los llevaban a una fortaleza que sería su cárcel, Lady Sale señaló: “El camino estaba cubierto de cadáveres horriblemente destrozados, todos desnudos. La vista era espantosa y el olor de la sangre, estremecedor”. El 10 de enero por la tarde, sólo 750 soldados y unos 4.000 civiles, de los 16.500 que habían emprendido la marcha, seguían con vida y luchando para salir del desfiladero. La mayoría se estaba muriendo de hambre. Cuando Elphinstone descubrió que los auxiliares aún tenían tres carros de bueyes, los animales fueron sacrificados y la carne cruda, devorada al ins-
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tante. Pero la gran tortura era la sed, dado que no podían acercarse a una corriente cercana porque se hubieran puesto a tiro directo de los afganos. El 12 de enero, Elphinstone entró en el campamento de Akbar para discutir una oferta más de escape y fue tomado como rehén. Sin su general, y dándose cuenta de que no tenían nada que perder, los bri-
tánicos trataron de avanzar de nuevo, para verse de nuevo atacados por las tribus sedientas de sangre. En el fragor de la batalla, el doctor William Brydon, cirujano del ejército, fue desmontado de su caballo y sólo se salvó de una cuchillada afgana fatal gracias al ejemplar de una vieja revista que había embutido en su gorra. Se escabulló a través de una barricada de espinos colocada por los atacantes afganos y se encontró junto a un indio agonizante que aún sujetaba su póney por la brida. El hombre le dijo: “Tome mi caballo y que Dios permita que llegue a Jalalabad sano y salvo”.
La espada, partida de un balazo
Indumentaria típica afgana, según una colección de grabados del siglo XIX.
El doctor Brydon montó y cabalgó uniéndose a uno de los dos únicos grupos de británicos que habían logrado salir del desfiladero. Eran 14 personas, todas a caballo, y corrieron hasta llegar a Jalalabad. Cuando se habían alejado unos 20 kilómetros, llegaron a una localidad aparentemente amistosa, donde les ofrecieron comida. De nuevo, era una trampa. Mientras descansaban, decenas de guerreros afganos se lanzaron sobre el poblado matando a nueve británicos. El doctor Brydon escapó con los otros cuatro, pero todos estos fueron abatidos a tiros mientras galopaban. 9
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Robert Henry Sale perdió la vida luchando. Su esposa sobrevivió y relató la tragedia.
Habitantes de Dhyr (izquierda) y Banou-Tank, hacia 1835-1840, reproducidos en las Memorias del general Court (Imam Bajsh, pintor de Lahore, París, Museo Guimet). El doctor Byrdon llega a Jalalabad tras la retirada de Kabul en 1842, momento que ilustra este óleo de Lady Butler (1879, Londres, Tate Gallery).
Supervivientes
E
n 1923, dos ancianas se presentaron en la legación británica en Kabul. Eran británicas por nacimiento, pero afganas en lengua, indumentaria y costumbres y refirieron al intérprete una historia sorprendente, pero reveladora de la violenta historia del país. Cuando los británicos se retiraron de Kabul en 1842, la mayor parte de la comitiva pereció. Sin embargo, entre los miles de cadáveres, los combatientes ghilzai de las montañas del Coord-Kabul encontraron llorando a dos bebés que habian sobrevivido a la matanza, el hambre y el intenso frío. Apiadándose de las dos criaturas, los hombres las recogieron y se las llevaron a su aldea de la montaña, donde vivieron durante 80 años. Aunque se consideraban a sí mismas afganas y como tal vivían y hablaban, en su vejez habían sentido la curiosidad de conocer a algunos de sus compatriotas. Una vez satisfecha su curiosidad, regresaron a su aldea de las montañas y no fueron vistas nunca más. Sus nombres desaparecieron de los archivos, aunque sin duda su sangre británica sobrevive mezclada con la afgana.
Sólo quedó Brydon. Aún le atacaron tres veces más. En el segundo ataque, una bala de jezail pasó tan cerca que le rompió la hoja de la espada. Durante el último ataque, lanzó la empuñadura rota a la cara de su atacante como una última defensa desesperada. De alguna manera logró sobrevivir. Finalmente, un vigía de Jalalabad le vio acercarse, cojeando con su caballo y llevando una espada rota. Una patrulla de caballería salió para rescatarle. Durante los siguientes días, se mantuvieron encendidas hogueras en las murallas de Jalalabad y se hicieron sonar las cornetas, con la débil esperanza de que el resplandor y el sonido sirviera para guiar a otros rezagados. Tras la llegada de la primavera de 1842, los británicos estaban decididos a vengarse, sobre todo tras encontrar cientos de esqueletos a lo largo del camino de retirada.
Esclavos ingleses en venta Finalmente, su campaña tuvo éxito y lograron apoderarse del impenetrable fuerte de Ghazni, en el camino hacia Kabul. Akbar huyó y ordenó que sus rehenes británicos (22 oficiales, 37 militares de otros rangos, 19 mujeres y 22 niños) fueran conducidos a Persia y vendidos como esclavos. Sin embargo, uno de los prisioneros logró sobornar a
sus carceleros para que los liberara y permanecieron a salvo en el fuerte hasta que los británicos tomaron Kabul el 15 de septiembre, y un regimiento de caballería los rescató. Los británicos estaban tan furiosos por el trato que habían recibido sus camaradas que se lanzaron a una orgía de saqueos en la ciudad. Una vez satisfechos, abandonaron Kabul y se retiraron a la India. Pasaron otros 40 años antes de que invadieran de nuevo Afganistán. Gran Bretaña había declarado la guerra al país el 21 de noviembre de 1878, cuando el emir se negó a aceptar la petición británica de que aceptara una presencia militar en Kabul para alejar la constante amenaza rusa. Inicialmente, la situación fue positiva para Londres y el 29 de mayo se firmó un tratado, por el que el emir aceptaba dejar la política exterior afgana en manos inglesas. Pero cuando los soldados británicos comenzaron a abandonar el país, el enviado de Londres fue asesinado y los soldados recibieron la orden de dar media vuelta. Poco después, Ayub Khan, un belicoso príncipe rebelde, prometió expulsar a todos los soldados británicos del país y marchó hacia la segunda ciudad de Afganistán, Kandahar, para batirse con ellos.
Las dos fuerzas se encontraron cara a cara el 27 de julio de 1880 en una desértica llanura frente a un fuerte de adobe. La Batalla de Maiward comenzó con un duelo de artillería. Cuando empezó el enfrentamiento, el mando militar británico, general Burrows, y sus hombres fueron rodeados por una fuerza de afganos muy superior en número. Guerreros de las tribus, con ropas blancas recién lavadas, purificados para la batalla y para la muerte, grupos
por haberse calentado demasiado debido a su uso incesante. A medida que miles de guerreros emitiendo gritos se lanzaban hacia ellos, alentados por los ghazi y aparentemente insensibles a la matanza que minaba sus filas, la retirada se convirtió en la única esperanza. Como habían muerto tantos caballos y camellos, pocos de los heridos pudieron ser cargados para evacuarlos y muchos fueron abandonados a un destino espeluznante.
Los británicos se vengaron saqueando Kabul, pero pasaron 40 años antes de que trataran de establecerse allí de nuevo de amigos decididos a luchar codo a codo, grupos de hombres en torno a su jefe tribal, todos inspirados por los ghazi (fanáticos religiosos suicidas) se combinaron para ofrecer una batalla en la que las bajas británicas ascendieron al 44 por ciento. Bajo un calor abrasador, los cipayos indios, que no habían comido desde la noche anterior, y los soldados británicos, que se asaban en sus uniformes y estaban totalmente deshidratados, devolvieron valientemente el fuego con rifles que pronto no se pudieron usar
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Las primeras noticias de la derrota de Maiward llegaron a Kandahar a la 1,30 de la mañana del 28 de julio y una columna salió para escoltar de regreso a los malheridos restos del ejército de Burrows. Faltaba la mitad de los 2.565 hombres que habían salido. Unos 960 habían sido abatidos y 161 estaban heridos. Entre los últimos en caer se encontraban 11 hombres que estaban atrapados tras los muros de adobe de un jardín. Frente a ellos se encontraban miles de guerreros afganos com-
batiendo junto a los ghazi. Un coronel afgano hizo después este recuento de los hechos: “Rodeados por todo el ejército afgano, lucharon infligiendo enormes pérdidas al enemigo. Los hombres cargaron contra los atacantes y murieron dando la cara al enemigo”. La naturaleza de su carga y la grandeza de su acción fue tal que nadie se acercó a ellos para descuartizarlos.
Recordatorio de la derrota Para los supervivientes, la retirada final fue una prueba incluso peor que la batalla y marcó el último intento británico de invadir Afganistán. Pero el Gran Juego de Kipling, el tablero de ajedrez en el que británicos y rusos jugaban su partida en esta volátil región, continuó al igual que los combates esporádicos en la frontera noroccidental. Los emblemas de los regimientos británicos desde aquellos días lejanos hasta 1947, cuando los británicos cedieron el poder a India y Pakistán, siguen grabados en las paredes de granito de los desfiladeros. Siguen siendo un estremecedor recordatorio para la coalición occidental, mientras contempla otra incursión en las montañas de Afganistán, de que la propia geografía del país es siempre el peor enemigo en cualquier batalla. n 11
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DOSSIER: AFGANISTÁN, LA LEYENDA DE LOS INDOMABLES
El Vietnam
SOVIÉTICO
Ninguna potencia extranjera ha dominado nunca Afganistán. El último fracaso lo protagonizó el Ejército soviético, que hubo de retirarse en mayo de 1988, momento que recoge la fotografía.
El Ejército Rojo llegó a Afganistán para apuntalar al régimen comunista desde la sombra. ARTURO ARNALTE analiza diez años de fracasos que ocasionaron 15.000 muertos y aceleraron la ruina y desaparición de la URSS
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l 15 de febrero de 1989, el general Gromov atravesaba a pie el Puente de la Amistad. Era el último soviético en abandonar Afganistán. Atrás dejaba diez años de guerra, de la que únicamente se llevaban resentimiento, incomprensión y el sello innegable de la humillación en el campo de batalla. A sus espaldas quedaba un país que lleva más de 2.000 años reapareciendo en las curvas de la Historia de forma inesperada, pero siempre convertido en una piedra en el zapato de los Imperios. Afganistán llevaba ya desde el siglo XVIII en el punto de mira de Moscú, cuya expansión hacia el Este y hacia el Sur, en busca una salida hacia el océano Índico, pasaba necesariamente por el control de este país montañoso y rebelde. El cambio de soberanía de los zares a los bolcheviques no afectó a la política exterior expansiva de Rusia. Por parecida razón, Kabul era desde la misma época una pieza codiciada por el Imperio británico, que aspiraba a controlar a un Afganistán vecino del Raj. Si los británicos fracasaron en las tres guerras angloafganas en su intento de doblegar por completo a sus intereses a las agresivas y montaraces tribus del país, los soviéticos contaban a su favor que Kabul había sido una de las ARTURO ARNALTE es periodista.
Guerrilleros afganos durante la ocupación soviética: pocos medios y gran eficacia.
primeras capitales que reconocía al régimen surgido tras la revolución de Octubre de 1917. Con un pie en Afganistán desde los años 50 del siglo XX, la URSS distaba mucho de presentir que su progresiva implicación en el zafarrancho afgano se acabaría convirtiendo en su propio Vietnam. La invasión militar soviética tuvo lugar en diciembre de 1979, como corolario de un proceso que había comenzado mucho antes. Entre 1953 y 1963, el general Daud, primer ministro y pariente del rey Zahir Shah, buscó ayuda estadounidense para modernizar el ejército, pero su enfrentamiento con Pakistán por el control del Pushtunistán hizo que Washington se retrayera, lo que lanzó a Daud en brazos de Moscú. A partir de este momento, la política
del Kremlin no sólo se volcó en adiestrar, armar y proteger al ejército afgano. Siguiendo las directrices de apoyo al desarrollo del Tercer Mundo con que Moscú ganó aliados y voluntades en África y Asia durante los años de la Guerra Fría, Rusia invirtió en la población afgana –becas para estudiantes, formación de técnicos, extensión de la educación, incipiente incorporación de la mujer a la vida pública– y, sobre todo, en su infraestructura: construcción de aeropuertos, carreteras y obras públicas que recibieron inversiones y mejoras; con dinero soviético se abrió una carretera que iba de la frontera soviética a Pakistán, atravesando la capital del país. Con dinero soviético se perforó el túnel de Salang, gigantesca obra que atraviesa el macizo montañoso del Hindu Kush, y con dinero soviético se trazó un eje viario que conectaba las cuatro principales ciudades afganas: Mazar-i-Sharif, Herat, Kandahar y Kabul. Todas estas vías demostrarían después su eficacia para la ocupación militar del país.
El comunismo se abre paso La sustitución de Daud en 1963 se vio seguida por un crecimiento de la izquierda marxista, que empezaba a brotar al calor de la influencia moscovita. Entre los primeros líderes de este socialismo prosoviético se encontraron
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Para operar en Afganistán se creó el XL Ejército soviético, compuesto por:
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Despliegue militar soviético en 1979 IRÁN
UZBEK
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Kandahar AFGANIST N
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A 5ª Div. de infantería mecanizada de La Guardia. B 108ª Div. de infantería mecanizada. C 201ª Div. de infantería mecanizada. D 103ª Div. de paracaidistas de La Guardia. E 66ª Brig. de infantería mecanizada. F 70ª Brig. de infantería mecanizada. 4 regimientos autónomos de infantería mecanizada (números, G 181º, H 187º, I 191º y J 866º). 1 regimiento autónomo de paracaidistas (K nº 345º). Además, fuerzas especiales de montaña y comandos. Cada una de esas unidades disponía de helicópteros de reconocimiento, trasporte y ataque. 4 grupos aéreos con aparatos de reconocimiento, transporte y cazabombarderos, con unos 400 aviones. Principales bases aéreas militares soviéticas.
Un guerrillero afgano, durante un momento de descanso en 1984.
Un helicóptero soviético, capturado por rebeldes afganos en enero de 1980.
Mohamed Taraki y Babrak Karmal, números uno y dos del Partido Democrático Popular de Afganistán respectivamente. Cada uno de ellos lideró uno de los dos partidos en lo que esta formación se escindió en 1967. Taraki se puso al frente de la facción llamada Khalk (Pueblo) y Karmal hizo lo propio con Parcham (Bandera). Otras secesiones comunistas, que se desprendieron como esquirlas del núcleo marxista inicial, tuvieron menos influencia en el desarrollo posterior de los acontecimientos. La ausencia de libertades, dada la lentitud de la reforma emprendida por el monarca, y el crecimiento de una clase media educada y con aspiraciones políticas y económicas que el viejo
régimen no era capaz de satisfacer, hizo que crecieran la inestabilidad y el descontento con el Gobierno. La sequía de principio de los años 70 trajo hambre y ésta, agitación callejera, manifestaciones e inestabilidad. En 1973, el hombre que había orientado el país hacia Moscú decidió que había llegado el momento de regresar al poder y lo hizo mediante un golpe de Estado que fue más allá de un mero cambio de Gobierno. El general Daud proclamó la República. Mientras Zahir Sha se exiliaba en Italia a la espera de ser de nuevo una carta útil en el juego internacional sobre Afganistán, Daud, aupado por oficiales formados en academias militares de la URSS, comenzaba gobernar con el apoyo casi unánime de la socie-
dad. De los sectores progresistas, porque estos esperaban hacía tiempo la oportunidad de sacar al país del atraso; y de los tradicionalistas, porque su condición de miembro de la derrocada familia real le adjudicaba el aura de prestigio con que los campesinos miraban a la vieja dinastía instalada en el poder.
Enemigo de todos Aunque Daud no contaba con convertir Afganistán en un satélite soviético, su dependencia de los militares procomunistas y las medidas autoritarias que adoptó desde el primer momento le enemistaron con liberales y tradicionalistas islámicos. Los líderes islamistas se exiliaron en Pakistán, cuyo Gobierno
se mostró encantado de acoger a cualquier factor que supusiera inestabilidad para su áspero vecino. Mientras los islamistas Rabbani y Hekmatiar conspiraban desde Islamabad, los marxistas lo hacían desde el interior. La detención de algunos líderes comunistas de Khalk sentenció al régimen y, poco antes de cumplirse cinco años de la República de Daud, un nuevo golpe militar selló la orientación prosoviética que había propiciado Daud dos décadas antes, confiando en que podría manejar a Moscú. Para colmo de ironías, la llamada Gloriosa Revolución Saur, bautizada con el nombre del mes lunar afgano en que se había producido (marzo de 1978), para resaltar su paralelismo ideológico con la Revolución de
Octubre, se cobró la cabeza de Daud y de otros 17 miembros de su parentela. Como ocurrió en otros países tutelados por Moscú, el Kremlin impuso que los dos partidos comunistas coparan el poder en exclusiva, a pesar de ser minoritarios en la sociedad. Viejos rivales, como Taraki y Karmal, se vieron de nuevo forzados a coexistir como en los viejos tiempos de militancia: el primero al frente del Gobierno y el segundo de nuevo como número dos de su enemigo. Con las carteras repartidas ex aecquo entre el Khalk y el Parcham e insuficiente proyección social para gobernar en minoría, los comunistas afganos reprodujeron de forma casi mimética las purgas que sus colegas del Este de Europa habían realizado, cua-
renta años antes, para depurar el aparato de Estado de elementos desafectos. Tras ganarle el pulso al Parcham, los escasos 6.000 militantes del Khalk se vieron convertidos en dueños del poder de la noche a la mañana. Maestros sin experiencia política ni de gestión en su mayoría, se lanzaron por una pendiente represiva, que trató de imponer principios sociales por decreto en un país atrasado, tradicionalista en lo social y muy conservador en lo religioso. La pieza central de los cambios revolucionarios que se propiciaban desde el gobierno ilustrado, la reforma agraria, se estrelló contra siglos de subordinación de los campesinos sin tierras hacia los terratenientes; pero además faltaba
LOS CONTENDIENTES Leonid Brezhnev (1906-1982) El hombre que decidió la invasión soviética de Afganistán era un ingeniero agrónomo y metalúrgico que hizo carrera en el ejército. En 1964 sucedió a Jrushov como primer secretario del PCUS y su protagonismo fue aumentando hasta hacerse con todo el poder en 1977. En 1968 ordenó la intervención del Pacto de Varsovia en Praga para acabar con las reformas liberales del PC checo, aunque mantuvo una política de distensión con EE UU, que fructificó en la firma de los tratados SALT I y SALT II.
Babrak Karmal (1929) Secretario general del Parcham, una de las ramas del Partido Comunista afgano, participó en el golpe de Daud en 1973 y en el de 1978 que derrocó a Daud. Aupado por la intervencion soviética a partir de 1979, fue presidente del Consejo Revolucionario (jefe del Estado). A partir de 1986, de acuerdo con la política soviética de disminuir su presencia, cesó en sus cargos. Tras la retirada de Moscú se exilió temporalmente en Mazar-i-Sharif.
Ahmed Shah Masud (1953-2001) Conocido como el León de Panshir, Masud fue el principal líder islamista que combatió a los soviéticos. Se hizo fuerte en el valle de Panshir, a 60 kilómetros al norte de Kabul, donde resistió con éxito hasta nueve operaciones de limpieza. Tras la retirada soviética, Masud fue ministro de Defensa en el Gobierno de Rabbani, pero la victoria talibán le forzó a regresar a su vida guerrillera. Murió víctima de un atentado suicida que se atribuye a Bin Laden.
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Osama bin Laden (1957) Originario de una familia multimillonaria saudí, contribuyó a organizar la resistencia islámica en Afghanistán, donde combatió en 1986. Enfrentado a la dinastía reinante en su país desde la Guerra del Golfo (1991), fue despojado de su nacionalidad y se exilió en Sudán. Creador de la organización Al Qaeda. Considerado responsable del atentado contra el World Trade Center del 11 de septiembre, Bin Laden exige que los soldados occidentales abandonen las tierras santas del Islam. 15
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la otra pata para hacer caminar aquella máquina: las inversiones necesarias a fin que los campesinos pudieran poner en explotación sus nuevas propiedades. Otras reformas sociales importantes y necesarias, como las leyes sobre la nueva condición de las mujeres, chocaron también con siglos de subordinación femenina al hombre, evidenciando que no se podía cambiar por decreto y en unos meses la mentalidad de una población pobre, recelosa y mayoritariamente analfabeta, que encontraba en su secular estructura social la principal fuente de sentido de identidad. Desbordados por los problemas y por su escasez de medios y pericia para resolverlos, los militantes del Khalk cometieron un error de manual: recurrir a un autoritarismo brutal, que les enajenó aún más a las masas en cuyo nombre pretendían gobernar. Una serie de manifestaciones y protestas en la primavera de 1979, que se saldaron con miles de muertos entre la población civil, fueron la señal para que las guerrillas, con amplio respaldo popular, se lanzaran a una ofensiva que pronto puso a 23 de las 28 provincias del país bajo su control. Las alarmas comenzaron a sonar en Moscú, que se planteó la invasión de un país que no quería dejar salir de su órbita. Si las tropas soviéticas habían aplastado la revolución de Hungría en 1956 y la Primavera de Praga en 1968, también podrían garantizar la permanencia
todo el territorio; los soviéticos y el ejército del Gobierno de Karmal, eran cinco veces más numerosos y todos concentrados en las áreas urbanas. Otros factores, muy distintos del militar, aparecieron inesperadamente en escena. Por una parte, la descomposición acelerada de la Unión Soviética, a la que sus gloriosos soldados regresaban mutilados o en bolsas; por otra, la política aperturista de Gorbachov. Pero, además de la sangría económica, la guerra en Afganistán representaba un obstáculo diplomático para la ofensiva de encanto hacia Occidente. En 1988, como escribió Manuel Coma, el principal problema de Gorbachov era “cómo retirarse sin perder la cara”.
Retirada a plazo fijo Una escena de confraternización entre soldados soviéticos y campesinos afganos.
La ocupación comenzó casi siendo un desfile. El ejército afgano estaba desmoralizado y apenas contaba más de 40.000 efectivos. Cinco divisiones motorizadas soviéticas ocuparon Kabul y las capitales de las provincias del noroeste. En pocas horas, el país estaba bajo control del Ejército Rojo y en la capital, Karmal tenía al fin la oportunidad de ser el número uno, aunque como marioneta de Moscú. La guerrilla sin embargo, no resultó tan fácil de combatir como se había su-
Tras aplastar la disidencia de Hungría en 1956 y la de Praga en 1968, Moscú creyó que controlaría fácilmente a los afganos de Afganistán en el redil. Confiados en su superioridad militar, 50.000 soldados soviéticos entraban en el avispero afgano el 27 de diciembre de 1979. Pasarían por Afganistán más de 750.000 y llegarían a sumar de 120.000 en los momentos de intervención más intensa. Quince mil no volverían nunca y los que cruzaron el Puente de la Amistad camino de casa, en 1989, precediendo al general Gromov, llevaban en sus mochilas el peso de una derrota que se convertiría en uno de los principales factores de la desintegración de la Unión Soviética.
puesto. Los militares soviéticos habían previsto servir de apoyo al ejército afgano y nunca pensaron en implicarse directamente en las operaciones de infantería contra la guerrilla, pero la incapacidad de éste les obligó a involucrarse directamente en una lucha para la que, como les había ocurrido a los británicos en el siglo XIX, no estaban preparados. Cuando en marzo de 1980, Moscú comenzó directamente a participar en operaciones contra la guerrilla cerca de la frontera con Pakistán, las divisiones acorazadas se encontraban el paso franco para descubrir que la guerrilla
regresaba a sus viejas posiciones en cuanto los tanques desaparecían. Al igual que siglos antes, a veces las columnas mecanizadas se quedaban atrapadas en pasos de montañas hasta que agotaban sus municiones, momento en que los combatientes afganos los masacraban hasta el último hombre.
Niña afgana en un campo de refugiados durante la guerra afgano-soviética.
de un millón de civiles afganos perdía la vida. Pero tampoco aquella guerra de exterminio dio ventaja a los soviéticos que, decepcionados por la ineficacia de Karmal, lo sustituyeron por el jefe de los servicios secretos afganos, Najibullah, en 1986. Pero tampoco él hallaría la fórmula para doblegar a los guerrilleros.
El elefante y el tábano La lucha entre el Ejército soviético y la guerrilla fue lo más parecido a la lucha de un elefante para atrapar un tábano. Los soviéticos lanzaban operaciones de limpieza de amplias áreas con apoyo de aviación y artillería pesada, pero mantenerlas limpias requería una cantidad de recursos que multiplicaba el gasto y el aumento de la presencia militar mientras que la capacidad de movilidad de la guerrilla le permitía reaparecer en otros escenarios con escasas pérdidas. Pronto los soviéticos vieron limitado su control efectivo del país a las grandes ciudades y en un esfuerzo desesperado para quitarle bases de aprovisionamiento a la guerrilla provocaron una destrucción sistematizada de las zonas rurales, acabando con las cosechas y destruyendo miles de pueblos. La brutalidad de la contienda provocó el éxodo de cuatro millones de personas que se hacinaron a los campos de refugiados de Pakistán mientras más
El escorpión del aire Mientras el Imperio soviético se debilitaba matando moscas a cañonazos, Washington incrementaba progresivamente su apoyo militar a la guerrilla, a la que a partir de 1987 comenzó a proporcionar misiles Stinger, letales para los helicópteros e, incluso, para los aviones que volasen a baja altura. Este arma arrebató la ventaja aérea de los soviéticos y desequilibró definitivamente la situación en el campo a favor de los guerrilleros. Si la guerrilla se había visto frenada hasta entonces por su división interna, en la que influían no poco las diferencias tribales y religiosas entre sunitas y chiítas, el Stinger desequilibró la balanza a su favor. Sólo en los núcleos urbanos, bajo la cobertura de su artillería, de sus concentraciones blindadas y de una enorme ventaja numérica, tenían absoluta ventaja los invasores. A mediados de los ochenta, los guerrilleros no sumarían más de cincuenta mil hombres, dispersos por
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Para ello, armaron hasta los dientes al régimen de Najibullah, confiando en que el ejército afgano pudiera aguantar la arremetida guerrillera. Nadie es capaz de aprender en cabeza ajena: los norteamericanos se habían marchado de Vietnam en 1973, tras haber bombardeado ferozmente las industrias norvietnamitas y después de entregar ingentes cantidades de armas al Gobierno de Saigón; trataban, como es obvio, de debilitar a los comunistas de Hanoi y de fortalecer a los militares de Saigón. En vano: dos años después, en 1975, capitulaba el régimen del general Nguyen van Thieu. La URSS intentó lo mismo y fracasó de idéntica forma: en mayo de 1988, Moscú anunciaba un plan de retirada de diez meses que culminó el 15 de febrero del año siguiente. Diez años de presencia soviética, el empleo de millares de carros de combate y de centenares de aviones y helicópteros en apoyo de tropas expedicionarias, que llegaron a sumar 120.000 hombres, no lograron doblegar a las guerrillas afganas, que contaron con la ayuda secreta norteamericana… dinero, armamento comprado en China y, sobre todo, los famosos missiles Stinger, que prácticamente anulaban la ventaja de los helicópteros. Najibullah –el hombre de Moscú, en papel similar al que en Vietnam había jugado para Washington Van Thieu– resistió con aquel armamento tres años, hasta abril de 1992, cuando hubo de refugiarse en las oficinas de la ONU en Kabul para acabar posteriormente mutilado y
ahorcado en un semáforo de la capital, un final tristemente frecuente para muchos líderes afganos.
Semilla de Bin Laden En aquella guerra se formó parte del más duro integrismo islámico, que hoy opera en Argelia, por ejemplo; allí se forjó Bin Laden, agente de los norteamericanos durante años; de los distintos grupos combatientes nacieron las diversas facciones que durante los años noventa sostuvieron la guerra civil. De aquella guerra, también, nacieron los talibanes, que expulsaron a los ismailitas de Rabbani de Kabul en 1996. Los talibanes germinaron en los campos de refugiados de Pakistán, donde llegó a haber más de cuatro millones de afganos que huían de los bombardeos e incursiones soviéticas. Los campamentos improvisados se convirtieron en permanentes; la ayuda internacional contribuyó a sostenerlos y en ellos se crearon las instituciones imprescindibles para hacer posible la vida; entre otras, escuelas, en gran parte financiadas por dinero saudita. En ellas se impartió la visión wahabita del Islam, interpretación fundamentalista y rigorista, que, unida a la miseria y el odio imperante en las aglomeraciones de refugiados, labró el espíritu ascético y fanático que llevó a unos pocos millares de monjes-guerreros a hacerse con el control de la mayor parte del país y a pasarlo por el cilicio de su intransigencia religiosa y moral. Unos monjesguerreros, no hay que olvidarlo, que contaron con respaldo de EE UU y de su principal socio en la región, Arabia Saudí, país natal de Bin Laden. n PARA SABER MÁS COMA, M., Afganistán, Madrid, Historia 16, 1995. MANSEL, PH., Sultans in Splendor. Monarchs of the Middle East 1869-1945, London, Parkway, 1988. MORRIS, J., The Spectacle of Empire. Style, Effect and the Pax Britannica, London, Faber & Faber, 1982. RASHID, A., Los Talibán. El Islam, el petróleo y el nuevo “Gran Juego” en Asia Central, Barcelona, Península, 2001. VV. AA., Manual de Historia Universal. 7. El siglo XIX, Madrid, Historia 16, 1994. www.cip.fuhem.es/observatorio/informes/ afganises.htm //guiadelmundo.ecuanex.net.ec/__guia9798/ paises/afganis/historia.htm www.afghanwar.spb.ru/index_e.html www.afghana.com/Directories/SovietWar.htm
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