Esta historia está basada en los personajes de Death Note, creados por Tsugumi Ohba y Takeshi Obata. Aunque se mencionan algunos personajes y sucesos de la vida real, debe considerarse como meramente fic�cia. Todas las marcas y nombres que aparecen pertenecen a sus respec�vos dueños legales. El presente trabajo no persigue fines de lucro, fue hecho por una fan para los demás seguidores de la serie. Hidden note: The Winchester Mad Bombings Case Escrito por Alejandra Villegas L.
A
México 2014 h�p://efiwild.deviantart.com Agradecimientos a Luisa Enríquez, Miguel Casillas, Fer Miramontes y Julia Gu�érrez por su valiosa ayuda. Dedico esta obra a mi queridísimo sobrino, cuyo nombre comienza con:
L
LOS BOMBAZOS LOCOS DE WINCHESTER
Indice Introducción
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La tumba vacía de Coventry
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Después de la tormenta viene la bomba
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Three marches militaires
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El cumpleaños del niño que habla francés y vive en Disneylandia
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Osaka
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Mr. Wammy el terrorista
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Todos son unos idiotas
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El último llanto
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Cuatro leyes
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El hombre que no amaba a Eric Clapton
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Regalos de navidad
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E
l próximo cinco de noviembre se cumple otro aniversario de la muerte de dos grandes personajes. A mi edad, ya he perdido a muchos seres queridos, pero no por eso me he vuelto inmune al pesar. Se que mi fin se acerca también, pues este cuerpo se niega a funcionar como antes; tal vez todo termine con un ataque al corazón, sin que esta vez Kira tenga que ver en el asunto. Ahora me hago llamar Watari, pero en realidad mi nombre siempre ha sido Roger Ruvie. Tengo el honor de representar al hombre maravilloso que fue Quillsh Wammy, y en homenaje a él me decido a hacer este relato. Los niños del orfanato miran su fotogra�a como una simple curiosidad, sin saber que su benefactor, además de ser un reconocido inventor y un héroe nacional, fue un humano entrañable. Y del extraordinario L, el primero que usó esa letra como iden�ficación, ¿qué puedo decir? El resto del mundo ignora que ya dejó esta existencia, pues Near ha tomado su lugar con gran éxito, y a su vez ha encontrado a un sucesor. Sería una lás�ma que nunca se llegara a conocer el origen del detec�ve que a tantos ha inspirado. Como todos, él tuvo un padre y una madre; yo mismo me encargué de buscarlos. Mi informe sobre esa peculiar pareja desapareció misteriosamente, pero puedo recrearlo con suficiente fidelidad. Si antes decidí guardar estos secretos, fue pensando en la seguridad de las personas involucradas, pero ha pasado bastante �empo y no creo que pueda perjudicar a alguien. Escribo pues esta historia con la intención de obsequiarle a mi querida gente de Wammy’s House un legado de conocimiento… y también porque no puedo soportar más el cargo de conciencia. Fui yo quien convir�ó el orfanatorio en un centro de reclutamiento para sucesores de L, alegando que él necesitaba un discípulo para que sus habilidades con�nuaran siendo aprovechadas en favor de la jus�cia, pero mis autén�cas intenciones eran otras. Aunque entre Quillsh y yo sólo había una diferencia de edad de seis años, llegué a considerarlo como un padre; yo era un palurdo jardinero, hasta que él vio talento en mí y lo cul�vó. Me confió la administración de su ins�tución más querida, ¡y todo para que la arrastrara al desastre! Yo no quería preservar la carrera de L, lo que me interesaba era demostrar que ese niño extraño no era tan especial como todos creían. Me sen�a celoso porque me había robado la atención de Mr. Wammy, así que forcé a los internos para que estudiaran hasta el cansancio, ansioso de conseguir un genio mejor. Me siento muy avergonzado por eso, y pido disculpas a quienes perjudiqué, aunque nada podrá traer de vuelta al pequeño A, Alex Brown, quien se quitó la vida al no resis�r la presión. ¿Y qué decir de Beyond Birthday? el pobre acabó sus días en la cárcel, conver�do en un cruel asesino. No puedo contener las lágrimas al recordar a Mihael Keehl, mi querido rubio pendenciero; a veces me parece escuchar de nuevo su risa traviesa por los pasillos de la casa. Le tenía un cariño muy especial, pues tuve la fortuna de criarlo desde que era apenas un bebé. Él tenía cualidades para ser un excelente inves�gador en cualquier parte del mundo; si yo no lo hubiera hecho obsesionarse con sobrepasar a su mentor, ahora estaría gozando del éxito que merecía. Es una lás�ma que Mello no pueda leer esta historia, pues aunque afirmaba saber sobre “Los bombazos locos de Winchester”, dudo mucho que conociera la versión completa. No me queda más que hacer con estas letras una reverencia a los que se fueron, esperando que su ejemplo edifique a quienes lean estas memorias.
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omo lo dije antes, la figura de Mr. Quillsh Wammy fue muy importante en mi vida. Aún antes de conocerlo en persona, sabía sus aventuras y desventuras gracias a las cartas de mi hermana Margaret, quien estaba locamente enamorada de él. Ella radicaba en la capital al igual que la famosa familia, así que les seguía los pasos y coleccionaba los reportajes que sobre ellos aparecían en los diarios. Sus mensajes apasionados eran la nota que quebraba el silencio de mi vida solitaria en Hampshire, pero lo que sabía en aquel entonces del inventor era superficial; a su yo auténtico sólo pude accesar a través de las conversaciones que sostuvimos, y gracias a su diario personal, que fue el tesoro más valioso que tuve en mis manos. En realidad se trataba de escritos sueltos con grandes diferencias de fecha entre uno y otro, donde a veces narraba los hechos detalladamente o solo ponía ideas o frases aisladas. Como él mismo anotara: “el papel era el único amigo a quien habría podido confiarle esos pensamientos”. Me vi obligado a destruir los documentos, pues con ese fin me fueron entregados, pero antes de hacerlo leí y releí su contenido, memorizándolo con tanto esmero, que aún hoy puedo reconstruir páginas completas. Quillsh Wammy nació el primero de mayo de 1933. Fue el primogénito de Rose Mary Lindbergh y Edward Charles Wammy, piloto aviador retirado y exitoso fabricante de tuberías. En 1936 nació Victoria Rose Wammy, la última de la descendencia. Desde muy corta edad, Quillsh demostró gran inteligencia e interés en los estudios, por lo que pudo terminar la educación básica con honores en sólo un par de años. En 1940, cuando Inglaterra se vio amenazada durante la segunda guerra mundial, el Sr. Edward decidió enrolarse en la Royal Air Force, y envió a su esposa y a su hija a refugiarse a casa de su suegra, en Coventry. Mientras tanto, el pequeño entró como aprendiz del legendario científico Reginald Víctor Jones, gracias a la recomendación del también mítico Alan Turing, quien supo confiar en el talento del chiquillo para desarrollar tecnologías que neutralizaran las armas del enemigo alemán. Edward fue reconocido como héroe nacional tras participar en las batallas aéreas de agosto, pero su hijo no saltó a la fama en ese momento. El proyecto en el que trabajaba era mantenido en el secreto más absoluto, y los nombres de los participantes sólo fueron revelados años después. Entonces el pueblo de Inglaterra pudo aplaudir a los hombres de Bletchley Park que preservaron incontables vidas gracias a sus prodigiosos razonamientos, pero Quillsh no disfrutó la gloria; había fracasado en salvar a quien más quería: su madre. Los científicos desviaron las bombas en varias ocasiones, pero no lograron evitar la destrucción del lugar donde se encontraban las mujeres de la familia Wammy. Edward nunca le perdonó eso a su heredero. Debido a la magnitud del desastre, los restos de Mary fueron sepultados sin ceremonia en la ciudad devastada, pero meses más tarde fueron enviados a la cripta familiar en Londres. Afortunadamente Victoria sobrevivió, pero sufrió un trauma tan fuerte, que permaneció con miedo de salir a la calle. Por eso nunca se casó, pese a ser muy bella. Quillsh continuó con sus estudios, y se graduó como físico e ingeniero en electrónica con las mejores calificaciones. En poco más de una década logró registrar cincuenta y ocho patentes que iban desde innovadores modelos de estufas, calentadores de agua,
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radares, rifles, fórmulas químicas diversas, técnicas para extracción de minerales, hasta refrigeración y sistemas contra incendios. Pronto su fortuna superó a la de su progenitor, y con ella fundó numerosas fábricas, además del orfanatorio que nos ocupa: Wammy’s House. La institución, inaugurada en 1969 en la región de Winchester, fue un instrumento para hacer llevadera la soledad de su hermana, quien quedó a cargo. El inventor tampoco había contraído matrimonio, pues no encontraba a una mujer que llenara las expectativas de perfección que su padre le había inculcado. Así, pese a ser admirado, miembro de los grupos sociales más importantes, y tener dinero de sobra, se encontraba triste y vacío… como la tumba de su madre en Coventry.
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amás olvidaré aquella noche borrascosa de octubre, en que inesperadamente todo cambió. Me encontraba en casa afligido por mis plantas, pues aunque había alcanzado a poner bajo techo las macetas, los ejemplares sembrados en el patio recibían los golpes de la tormenta. El viento rugía como si hubiera llegado el apocalipsis, y para empeorar las cosas, súbitamente me quedé sin luz eléctrica. Me puse a buscar unas velas que guardaba para tales emergencias, pero no conseguía localizarlas; después de chocar contra montones de objetos en la oscuridad, me resigné a esperar un amanecer mejor. No se cuanto �empo estuve dormitando, mas de repente, la luz de una linterna entró por los cristales de mi puerta y sonaron seis golpes desesperados. De inmediato fui a abrir, y grande fue mi sorpresa cuando tuve ante mí a aquel hombre del que tanto había leído. Quillsh Wammy estaba hecho una sopa y sostenía un paraguas en ruinas, pero ni aún así perdió la flema que lo caracterizaba. —Buenas noches, caballero —dijo quitándose un estropeado sombrero—. ¿Sería tan amable de brindar refugio a mi chofer y a un servidor? Como puede notar, es imposible que sigamos nuestro camino. De inmediato los invité a pasar. Mr. Wammy me cedió su lámpara para que pudiera encontrar las velas y traer toallas y ropa seca. Afortunadamente contaba con suficiente agua caliente para que ambos tomaran un baño. —¿Qué los trae por aquí? —me atreví a indagar. —Mi hermana murió. —Lo lamento mucho. Fue sepultada en Londres, ¿verdad? —Es correcto. Vine a buscar un nuevo director para el orfanato. —Será difícil encontrar a alguien con las virtudes de la señorita Victoria. Por aquí sólo hay gente sencilla, con poca instrucción. —Lo que busco es una persona honesta, que sepa inculcar valores a los chicos y tenga tiempo para dedicarles. ¿Cuál es su oficio? —Soy jardinero —dije con orgullo—. Aunque últimamente no he tenido trabajo — agregué, con menos ánimo. —No lo entiendo. Las flores que veo aquí son magníficas. —Lo que pasa es que yo uso técnicas ecológicas de cultivo que resultan más lentas que las que se basan en químicos y pesticidas. Soy un amante de los insectos, y en lugar de destruirlos busco combinaciones de plantas que los mantengan a raya. —Muy interesante —respondió Mr. Wammy frotándose su espeso bigote—. Veo que tiene usted varios libros sobre el tema. El resto de la velada lo pasamos hablando de entomología. Mi interlocutor se mostró tan interesado, que el corazón se me salía de contento. Nunca nadie me había prestado tanta atención. Nos fuimos a acostar ya muy avanzada la madrugada, sin que la furia de la tempestad menguara un ápice. Les cedí mi pequeña habitación y me acomodé sobre un sillón, aunque la verdad es que no conseguí dormir; tenía miedo de que mi huésped descubriera la colección de fotos que Margaret me había enviado. ¡Menuda impresión se habría llevado al encontrar sus retratos bajo mi cama!
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Inglaterra padecía “La Gran Tormenta del 87”, y los viajantes decidieron permanecer en mi hogar hasta que el riesgo pasara. Lamenté no poder ofrecerles mejores alimentos y atenciones, porque no estaba acostumbrado a recibir visitas. Pese a ello, creo que el gran inventor se la pasó bien, pues terminó contratándome para llenar de flores la casa hogar. El domingo por fin nos pusimos en marcha. Por el camino nos topamos con ciudadanos que se encontraban en aprietos por los árboles caídos o fallas eléctricas, y mi gentil patrón se detuvo a brindar toda la ayuda que pudo. Era merecidamente una celebridad, y yo me sentía honrado de que me integrara a su mundo. Wammy’s House funcionaba en una elegante construcción que antes había sido un convento. En ese tiempo lucía magnos vitrales que un artista italiano había diseñado para llenar de luces multicolores la gran estancia, así que imaginé que viviría en un castillo. Tanto me gustaban esos ventanales, que quise pegarle a L cuando los rompió, sin saber que de todas formas serian destruidos. Siempre me ha gustado empezar mis labores antes del amanecer, porque hay pocas interrupciones, el aire es fresco y se puede apreciar cómo algunos insectos despiertan y relevan a los bichos nocturnos. Así, en mi primer día de trabajo, a las ocho ya había terminado de acondicionar la tierra y sembrar los finos rosales que embellecerían el orfanato. Para impresionar a mi patrón, yo mismo le llevé el desayuno y la correspondencia a la mesa. Quillsh leía el periódico con semblante preocupado. Los titulares hablaban de las penurias traídas por el ciclón. —Le ha llegado carta del Sr. Melbourne —anuncié. —¡Vaya! ¿Qué puede querer de mí? —¿Le gustaría que se la lea? Él asintió y yo comencé: “Apreciable Mr. Wammy: me complace invitarlo a la inauguración de la segunda fábrica Melbourne, que estará ubicada en la nueva zona industrial de Winchester. Será un honor contar con su presencia el próximo miércoles 21 a las 6:00 P.M. para compartir la alegría por este éxito. Atentamente, su amigo Thomas Melbourne”. —Es una lástima, pero no podré asistir —dijo mi patrón con sarcasmo—. A esa hora debo jugar un importante partido de ajedrez con mi amigo Roger Ruvie. Yo sonreí tímidamente, porque sabía que otros emprendedores estaban logrado desplazar a los productos estrella de la firma Wammy. En una parte de su diario él mismo anotó: “Me encuentro sin inspiración para crear. Me he dado cuenta de que mis inventos hacen la vida más cómoda, pero no sirven para combatir el auténtico mal de la humanidad, que es la soledad”. Quillsh dio la vuelta a la página, y al instante su expresión se volvió jubilosa. —¡Eric Clapton actuará en Dunsfold! ¡Va a ofrecer una función de caridad! —exclamó saltando de su asiento, y salió de prisa a meterse en su carro. —¿Va a irse sin desayunar? —le grité.
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—No puedo permitir que se acaben los boletos. El cupo será muy limitado —dijo, y Ralph el chofer arrancó. Comprendí su entusiasmo, pues ¿quién no amaba a Eric Clapton? Tal pregunta terminaría adquiriendo un tinte dramático cuando L halló la respuesta. Ese día, mi patrón ya no volvió. Según supe después, se quedó acondicionando la propiedad conocida como “La mansión de los leones”, que le serviría como residencia durante su estancia en Winchester. A la mañana siguiente, el aristócrata llegó al orfanatorio portando en alto dos boletos como señal de victoria. —¡Lo logre, Mr. Ruvie! Ya no quedaban entradas disponibles, pero me las ingenié para que dos amables caballeros me vendieran las suyas. —¿A qué cabezas tuvo que apuntar? —me atreví a bromear. —Esta vez no se lo debo mi rifle —rió Wammy—. Sólo tuve que conseguir la lista de asistentes, identificar entre éstos a quienes me deben dinero y hacerles una visita “casual” en sus domicilios. Cuando supieron cuantas ganas tenía de ver al artista, no pudieron negarse a cederme sus pases. —¿Y a quién piensa llevar de acompañante? —pregunté ilusionado. —No lo sé todavía. Tal vez haga un casting —continuó con buen humor—. Pero primero debo encontrar al nuevo director de este lugar. ¿Me ayuda usted, Mr. Ruvie? Yo conocía al personal que laboraba en el orfanato: todos eran gente trabajadora, con una gran familia que atender, y Wammy necesitaba alguien que al igual que Victoria se quedara con los internos las veinticuatro horas. Por un momento pensé en postularme, pero me amilané por mi poca educación. Además, si soy sincero, nunca me han gustado mucho los niños. El miércoles salimos desde muy temprano a comprar ropa nueva y libros; mi jefe planeaba obsequiárselos a los niños aprovechando la fiesta que daríamos por el cumpleaños de Willy, el más grande de los trece huérfanos que había entonces. Ellos gozaban de buena salud, y su nivel de conocimientos era aceptable, pero mi patrón lamentaba que no tuvieran aspiraciones científicas. Yo esperaba que de un momento a otro pasáramos a la inauguración, pero a las seis en punto nos hallamos jugando al ajedrez como había sido predicho. “¡Un incendio aquí cerca!” gritaron a coro los chiquillos, entre emocionados y espantados al ver el noticiario matutino del jueves. Quillsh y yo nos precipitamos al cuarto de televisión y alcanzamos a ver las imágenes de la fábrica Melbourne II siendo consumida por las llamas. El siniestro había comenzado a las once de la noche, cuando no había ninguna persona dentro, pues el velador había ido a investigar unos gritos de socorro que provenían del exterior. Wammy me pidió que me encargara del hospicio, y se dirigió a la zona del siniestro. Siendo creador de sistemas anti incendios, el evento le despertaba gran interés. Se topó con un área acordonada, envuelta por humo de olor muy desagradable. Los bomberos ya
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habían logrado sofocar el fuego, y se encargaban de remover los escombros de las vías de acceso. Del gran letrero con la palabra “Melbourne” sólo quedaba la letra L colgando medio achicharrada. Quillsh sintió una mirada sobre si, y giró la cabeza para descubrir en lo alto de un edificio vecino una figura pequeña cubierta con un abrigo café. El intruso desapareció con rapidez, y mi amigo tuvo el impulso de ir a perseguirlo, hasta que unos gritos distrajeron su atención. —¡Son unos ineptos! ¡No debí confiar en unos inútiles como ustedes! —insultaba Thomas Melbourne a los policías que lo flanqueaban mientras salía de su devastada propiedad. Mi jefe aguardó a que se marchara para solicitar a los oficiales que le permi�eran inspeccionar las ruinas; acostumbrado como estaba a entrar en todas partes, nunca imaginó una negativa. —Está prohibido el paso. —Lo bloqueó un guardián. —Déjenme mirar. Me especializo en este tipo de desastres. Mis conocimientos podrían resultarles útiles. —No se puede accesar. Es un asunto delicado. Disculpe las molestias. A Quillsh no le quedó más opción que irse. Ya estaba por subir a su carro cuando se acordó del personaje del abrigo café. ¿Qué rayos hacía mirando las ruinas? Le vino a la mente el adagio que dice: “el delincuente siempre regresa a la escena del crimen”, así que decidió buscarlo. Como todas las industrias de esa sección habían sido evacuadas como prevención, no tenía por qué haber civiles rondando por allí. Wammy revisó la estructura donde estaba el intruso, y comprobó que todas las puertas y ventanas se hallaban bien cerradas; sin embargo, a la vuelta del edificio encontró varios toneles que permitían alcanzar una escalerilla que llevaba a la azotea. El suelo estaba cubierto de fragmentos carbonizados con una serie de huellas que confirmaban que alguien había subido por allí y luego se había alejado corriendo ágilmente. Por un momento mi jefe pensó en informar del hallazgo a la policía, pero recordó el mal trato que le habían brindado y decidió continuar siguiendo él mismo el rastro por el largo corredor de la zona industrial. Conforme se alejaban del sitio, las marcas dejaron de ser ligeros huecos en la ceniza, para convertirse en pisadas negras que revelaban que el fugitivo no llevaba zapatos. Las pistas se terminaron en un parque, donde había restos de hollín que indicaban que el perseguido se había limpiado los pies en el pasto. No había modo de continuar tras sus pasos. Era difícil que un chiquillo incendiara una fábrica entera, por lo que Quillsh pensaba que se trataba más bien de un hombre muy bajito. Sabiendo que un individuo así no suele pasar desapercibido, se dedicó a interrogar a los comerciantes que rodeaban el jardín, pero todos negaron haberlo visto. Sintiéndose cansado y hambriento, mi amigo decidió ir al orfanato para comer y comentarme lo ocurrido. Los noticieros vespertinos no dieron mejores detalles sobre el incendio; se decía que una falla en los sistemas eléctricos lo había provocado, pero Wammy creía que el husmeador era el verdadero responsable, por lo que decidimos emprender una nueva investigación. Acompañé a mi jefe a repasar el camino de la mañana, pero todas las señales ya se habían borrado, así que nos sentamos en el parque para decidir qué hacer.
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—Lo he pensado mucho, Mr. Ruvie, y me parece que la falta de calzado de nuestro sospechoso puede indicar dos cosas: que se quitó los zapatos para no hacer ruido, o que se trata de alguien de pocos recursos, tal vez un huérfano. —En ese caso, deberíamos investigar la segunda opción —respondí yo—. Una persona sin dinero no puede andar muy lejos; en cambio, si nos enfrentamos a un delincuente profesional, es poco probable que lo encontremos. —Es un razonamiento práctico. Propongo que nos dividamos: yo iré por las casas de esta colonia indagando, y usted localizará posibles escondrijos. Así hicimos. Me dediqué a mirar en callejones, debajo de autos, bancas y cualquier lugar donde pudiera caber un niño. Mi compañero había estimado su edad basándose en su estatura. —¿Ha visto por aquí a un chiquillo de unos ocho años, descalzo, y con un abrigo café? —preguntó Quillsh a una anciana. —Sí que lo he visto —respondió ella—. Hace unas horas le di una torta y un refresco. Me alegra que lo vaya a llevar al orfanatorio, pues el pobre está muy flacucho. En los domicilios de esa cuadra, Mr. Wammy recibió informes similares, y se lamentó de no haber continuado su pesquisa antes. En otra calle, encontró un hermoso beagle que ladró frenético hasta que su amo fue a atender la puerta. —Ese niño es Reizo —declaró el morador—. Trabajaba buscando mascotas perdidas, pero luego todos dijeron que se robaba los perros para cobrar la recompensa y no lo volvimos a ver. Mientras tanto, yo había ubicado tres edificios abandonados en la zona. Uno de ellos tenía un terrible olor a insecticida; era obvio que lo acababan de fumigar. El segundo tenía enrejados en todas las entradas y ventanas, por lo que difícilmente alguien podría entrar y salir de allí. Revisando el tercero, por fin encontré lo que buscaba: un niño muy delgado, vestido con un abrigo café pateaba la puerta tratando de abrirla. Me acerqué en silencio, pero él me descubrió y se echó a correr. —¡No temas, amigo! ¡Soy de Wammy’s House! ¿Te gustaría venir a cenar con nosotros? —le grité. —¿De verdad eres del orfanatorio? —dijo él, deteniéndose. Su cara estaba lastimada—. Tengo mucho miedo. Mis papás me pegan y no quiero estar con ellos, pero en la calle me ha ido muy mal. Me muero de hambre. Abracé al muchachito y lo llevé hacia el auto, donde ya Quillsh esperaba a bordo. Nos abrió la puerta, y miró al lloroso con asombro, pero no dijo nada. Todo el camino permanecimos en silencio, hasta llegar a una notaría. —Puedes quedarte con nosotros el tiempo que quieras, pero es necesario hacer un papeleo. Así tus padres no podrán llevarte a la fuerza —le explicó mi jefe. Los tres entramos al despacho. En menos de una hora, el abogado levantó un acta para que pudiéramos custodiar al chico, quien afirmó llamarse John Dunne. Después pasamos al hospital para que le hicieran las curaciones necesarias, y como no era nada grave pudimos llevárnoslo a casa.
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Nuestros huérfanos guardaron silencio al observar el mal semblante del recién llegado. Tenían la mala costumbre de dar la bienvenida a los nuevos con una emboscada salvaje, pero en esa ocasión guardaron compostura. Cuando John se fue a la cama, esbozó una tierna sonrisa y dijo: “Hoy fue mi día de suerte. Por la mañana, ese chico me regaló su abrigo, y por la noche, recibí un hogar.”
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a residencia del señor Melbourne era grande y ostentosa. La fachada recién remodelada pregonaba la fortuna que iba en aumento. Quillsh observó las estatuas de mármol que flanqueaban la puerta mientras esperaba a que le abrieran. Por fin, una sirvienta gruñona lo hizo pasar, y en una magnífica sala lo recibió el dueño de la casa. —Traiga una bandeja con bocadillos para nuestro invitado —ordenó Thomas Melbourne a la doncella—. Quiero que compruebe lo bien que cuecen las estufas de nuestra marca. Mr. Wammy tomó asiento y confeccionó una sonrisa para aquel hombre gordo y sudoroso que no ocultaba su envidia. —No me quedaré mucho tiempo. Únicamente quiero que platiquemos un poco sobre el incendio —dijo el visitante. —Ese desastre sólo nos hizo cosquillas. Ya debe usted saber que somos los fabricantes número uno en Inglaterra. De hecho, si no fuera porque estoy tan terriblemente ocupado con mis negocios, ya habría abierto muchas más factorías. Lo bueno es que mi sobrina va a encargarse de las nuevas sucursales. —¿Contaba su fábrica con un sistema anti incendios? Thomas Melbourne enrojeció de ira, pero trató de hablar con calma. —Por supuesto que estaba equipada con uno muy moderno. El problema fue que nos pusieron una bomba. —¿Una bomba? —Así es. Seguro que algún rival quiso perjudicarme. Lo peor de todo es que la ley parece estar de su lado. —¿Qué dice? —La policía validó la seguridad de mis instalaciones, porque los peritos regulares se encontraban ocupados con lo de la gran tormenta. Algún maldito oficial debió meter la bomba justo en el generador principal para que todo se sobrecargara, aprovechando que las cámaras aún no estaban activadas. Melbourne tosió nerviosamente, comprendiendo que había hablado demasiado. Ambos permanecieron en silencio un rato, y después el gordo continuó: —Como verá, no nos hacen falta sus servicios, pero agradezco su amable visita. Con lo mal que van sus negocios, es natural que quiera hacer ventas por todos lados. Mr. Wammy no respondió. A su oído habían llegado las notas de un piano. —¿Three marches militaires? Esa pieza es para cuatro manos. ¿Quién está tocando? El sonido del timbre interrumpió la escena, y detrás de la sirvienta fueron entrando cuatro simpáticas niñitas que cargaban partituras. Enseguida, una hermosa mujer apareció en la sala para recibirlas. —¡Ah! ¡Hola! —exclamó con turbación al ver al invitado—. Disculpe, no sabía que estaba usted aquí. Yo soy Elizabeth, la sobrina del señor Melbourne. Quillsh apretó la mano que le ofrecían, sintiendo que el corazón se le escapaba del pecho. Ni siquiera fue capaz de presentarse.
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—Este es Mr. Wammy —intervino el anfitrión, y tras una pausa reflexiva, agregó con actitud extremadamente amable—. Este caballero es uno de los hombres más exitosos del país. Su ingenio y fortuna no tienen comparación. —Schubert —dijo el aludido entre balbuceos—. ¿Era usted quien tocaba? —Oh, sí —repuso la dama—. Soy maestra de piano. Justo ahora está por comenzar mi clase —dijo, abrazando a las nenas. —¿Le gustaría acompañarlas? —propuso Thomas, para sorpresa de su invitado. —Oh, bueno. Sí, un momento —logró responder Wammy—. Siempre y cuando no les cause molestias. El turbado hombre fue conducido a una estancia amplia y lujosa coronada al centro por un Steinway negro. Las alumnas interpretaron melodías de Beethoven, Mozart y Liszt; a pesar de su edad, eran buenas ejecutantes. Cuando hubo concluido la revisión, Elizabeth se dirigió al espectador. —Ahora es su turno. Toque algo para nosotras. Quillsh se sentó mecánicamente al piano y con manos temblorosas consiguió las primeras notas de su pieza favorita. —Quería practicar esa obra, pero me faltaba otro par de manos —declaró la maestra—. ¡Toquemos juntos! Wammy le cedió el asiento y acercó otro banco para colocarse junto a ella, pero al contemplar de cerca ese largo cabello dorado, el rostro perfectamente terso y los cautivadores ojos verdes, sintió que las fuerzas le fallaron. —Lo siento mucho, pero tengo que irme. Olvidaba que tengo una junta —dijo levantándose con brusquedad. Elizabeth sonrió traviesamente y le estrechó la mano como despedida. —Vuelva en cuanto pueda. La melodía no estará completa sin usted. Cuando mi jefe me narró su aventura, los colores se le subieron al rostro. Era evidente que la mujer le había gustado mucho. Ya tenía una nueva motivación para continuar sus pesquisas, así que fue a visitar al jefe inspector Albert Collingwood, quien era hijo de un amigo suyo. La unidad que éste dirigía fue la que se vio involucrada en lo de la fábrica Melbourne, según averiguamos. El hombre, de sonrisa afable y aspecto bonachón recibió con cordialidad al gran inventor. —Es un placer tenerlo por aquí, señor. ¿En qué puedo ayudarle? —Estoy preocupado por ti, muchacho. He escuchado rumores graves. —Seguro se refiere a eso de la bomba. Por lo que veo ya se han difundido los detalles. —¡Entonces sí había un explosivo! —Lamentablemente estamos en la mira. La bomba contaba con detonación controlada, y es prácticamente imposible que haya llegado antes o después de nuestra inspección. Tuvo que ser durante. —¿Qué hay del velador?
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—Todo lo señalaba como responsable, hasta que un testigo declaró haber oído los gritos que el otro refirió. Su informe coincidía en todos los detalles: era el llamado de una mujer que decía: “¡Ayúdame, Michael!”. —Eso no lo exime de responsabilidad. —Pero tampoco cuadra que quisiera quedarse sin trabajo. Además, esas armas son obra de terroristas, o mínimo de personas con conocimientos en química y electrónica. El pobre Michael ni siquiera terminó la primaria. —¿Y qué me dice de sus elementos? ¿Son todos de fiar? —Los cuatro hombres que acudieron a la revisión gozan de mi entera confianza; llevan muchos años en el cuerpo y hasta han sido condecorados. Su historial está completamente limpio. Ninguno de ellos habría sido capaz de tal barbaridad. Durante una hora más prosiguió la conversación. El agente narró a su visitante la trayectoria de sus subordinados, y Wammy no pudo menos que elogiarlos a todos. Al final intercambiaron un cálido abrazo, y cada quien se dispuso a seguir con sus ac�vidades. En el exterior caía una lluvia fina pero muy fría, así que el ambiente estaba neblinoso. Mientras Quillsh abría su paraguas, alcanzó a ver del otro lado de la acera a un niño delgado que se echaba a correr. La forma en que lo hacía le recordó el patrón de las pisadas que había investigado, pero no pudo observar si usaba zapatos. Que John no era el sospechoso que estábamos buscando, nos había quedado bastante claro, y era obvio que tampoco debíamos guiarnos por el abrigo café. “¡Reizo!” gritó Mr. Wammy, pero el chico había desaparecido como por arte de magia. Mi jefe asistió a misa dos veces el siguiente domingo. Participó de la primera ceremonia muy temprano, cuando llevamos a nuestros huérfanos a la iglesia, y después se dirigió a la capilla de la colonia donde buscamos al chaval misterioso. Tenía la esperanza de verlo entre los feligreses, o hallarlo a la salida pidiendo limosna, pero no tuvo suerte. Absorto en sus pensamientos, mi amigo se echó a andar por allí. Citando textualmente a Quillsh: “Jamás hubiera imaginado hacer tantas cosas extrañas durante ese viaje a Winchester. Era como si mi yo de siempre se hubiera quedado en Londres y me viera forzado a reinventarme para sobrevivir a una serie de eventos inesperados”. Pero no sólo se preocupaba por el fugitivo; Elizabeth se había apoderado también de su cabeza. ¿Cuántos años tendría? Evidentemente era mucho más joven que él. ¿Cuál sería la historia de su vida, dónde habría aprendido a tocar así, a hablar así, a vestirse así? Todo en ella le parecía perfecto, en contraste con su propia persona. Se consideraba marchito, y le aterraba que alguien descubriera el gran hueco que llevaba dentro. Wammy volvió a la realidad al toparse con el inmueble más alto de la zona, que fue donde hallé a John. La puerta frontal resultó ser bastante sólida, pero no era difícil trepar hasta una ventana rota. Mi amigo tenía miedo de que lo pescaran en la maniobra; ya veía el encabezado en los diarios: “Mr. Wammy enloquece y realiza actos vandálicos”. El interior del lugar estaba muy húmedo, lo que lo hacía poco atractivo para establecerse,
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mas aún así, el explorador decidió revisar los cinco pisos. Como no había electricidad, anduvo tanteando los escalones y las paredes, sintiéndose estúpido por lo que hacía. Ya estaba por marcharse cuando escuchó algo que goteaba, y al seguir el sonido se encontró con un cuarto cerrado, casi invisible en la penumbra. A los niños de la casa hogar les gusta jugar con unas piezas de metal torcidas y entrelazadas, cuyo reto consiste en desenredarlas en el menor �empo posible. Hay quienes les llaman “rompe cocos”. Lo menciono porque la puerta estaba atrancada con uno de esos juguetes. Cuando Quillsh desatoró el ar�lugio, descubrió un baño excepcionalmente limpio que incluso contaba con papel higiénico y jabón. El piso de la regadera estaba todavía mojado. ¿Cómo era eso posible? Cabía la posibilidad de que el niño acudiera allí únicamente para asearse, pero todavía faltaba revisar la azotea. Al encontrar la portilla de acceso, Wammy se regocijó: había allí otro juego de alambres, señal segura de que quedaba más por verse. Al trasponer el umbral descubrió una casita hecha con botellas de plástico, armada con tal diseño y proporciones, que era totalmente impermeable e invisible desde la calle. En el interior había un cojín con dos piecitos descalzos marcados, además de una charola desechable con algo de comida, una botella de agua y una pila de libros, cuadernos y trozos de lápices. Todo estaba muy limpio y ordenado. Mi amigo se atrevió a examinar los objetos, en pos de información sobre su dueño. Encontró “The case book of Sherlock Holmes”, junto a los tomos T, U y V de una enciclopedia. Las obras estaban impecables, y llevaban el sello de la biblioteca Stanmore. El recipiente mostraba el logotipo de “Freddy’s”, un restaurante que se encontraba por allí cerca. Las libretas parecían haber salido de la basura, ya que las portadas estaban dañadas y la mayoría de las páginas contenían apuntes escolares que databan de dos años atrás. En las últimas hojas, no obstante, aparecían anotaciones hechas con una caligrafía diferente acerca de ciudades japonesas, enfermedades de la piel y terminales de transporte en Inglaterra. Todo parecía normal, hasta que un papel doblado cayó de entre las cubiertas: era una factura con nombres de productos químicos y su precio. La parte donde debían haber estado los datos de la tienda y el comprador había sido arrancada, pero se alcanzaban a ver una “b” y una “s” anotadas a mano. El inventor suspiró con preocupación, pues las sustancias allí registradas solían usarse para fabricar bombas. Volvió a llover, y Quillsh se guardó la nota en el bolsillo. Dedujo que el habitante retornaría pronto para guarecerse, pero al ver sus candados removidos no se acercaría. Era preciso idear una mejor manera de capturarlo. Al menos ya sabía dónde compraba su comida y qué centro de lectura visitaba, así que trató de acomodar las cosas en su posición original y emprendió la retirada. Ya estaba enlazando los rompe cocos cuando razonó que los libros debían haber sido robados, pues no se pueden tomar para préstamo externo sin un comprobante de domicilio, así que regresó para recuperarlos. Mi amigo tuvo que esperar hasta el lunes para ir a la biblioteca. En los cristales de la entrada había varios carteles, y entre ellos destacaba uno que notificaba que el recinto albergaba los cuadernos de Louis Bennett, un distinguido científico fallecido recientemente. Los apuntes serían reproducidos y puestos a disposición del público al
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mes siguiente. Wammy pensó en los avances que sus rivales podrían lograr basándose en esa información, mas no le importó demasiado; su barco se estaba hundiendo, pero lo que en verdad le interesaba era volver a ver a cierta sirena. Cuando Quillsh depositó los volúmenes sobre el mostrador, la bibliotecaria lanzó una exclamación: —¿Pero de dónde sacó usted esos libros? ¡Los hemos buscado tanto! —Estaban en un basurero —mintió él—. ¿Hay registro de la persona que los pidió prestados? —Para nada. Supongo que no ha oído hablar del “lector de media noche”. —No, pero me gustaría enterarme. —Un día, al empezar mi turno, encontré los volúmenes Q, R y S de esa misma enciclopedia y “The last bow” sobre mi escritorio, lo que me pareció muy extraño, porque siempre soy la última en salir y dejo todo en su lugar. Los ejemplares estaban mojados, aunque la biblioteca no tiene goteras, y nadie los había pedido para préstamo externo. Al revisar la cerradura descubrimos que había sido forzada, así que pusimos un velador, pero luego nos dimos cuenta que faltaban los títulos que acaba de traer. El lector de media noche no podría devolverlos mientras hubiera vigilancia. La muchacha se quedó pensativa un momento y continuó: —Ese intruso me simpatizaba. ¿Sabe? Si hubiera metido los textos húmedos en los estantes, jamás lo habríamos descubierto, pero los materiales se habrían echado a perder. Eso hablaba de su amor por la cultura; no entiendo cómo fue capaz de dejar los otros en un vertedero. ¡Qué decepción! Mr. Wammy tuvo que asentir para sostener su mentira, y luego se dedicó a hojear el resto de la enciclopedia saqueada, tratando de determinar por qué le había llamado la atención al chico misterioso. Como terminaba muy temprano mis labores de floricultura, por las tardes me aburría, así que desarrollé la costumbre de jugar con los niños de la casa hogar. No podía seguirles el paso en el futbol, pero los ayudaba a armar rompecabezas o les narraba historias. Nuestro benefactor llegó justo cuando les contaba sobre “El pájaro de oro”, por lo que se sentó junto a los pequeños y esperó a que terminara para hacerme la crónica del día. —Tal vez sólo está tratando de volver a su país. ¿Por qué otro mo�vo estaría recopilando datos sobre ciudades y medios de transporte? —concluí tras escuchar su informe. —Eso mismo pensé, pero falta explicar su presencia en el área del incendio y la factura que tenía con él. —Bueno, puede que el papel estuviera en los cuadernos cuando los recogió. Por otro lado, el fuego debe haberle causado curiosidad. —Creo que tienes razón: he sido injusto con él. Voy a llevarle caramelos y un par de zapatos. Como sabe leer, le dejaré también una carta para tratar de ganarme su confianza. ¿Vienes conmigo, Roger? —Claro, patrón —le respondí.
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—Me gustaría que me llamaras simplemente Quillsh. Eres mi hombre de confianza, y como tal debo tratarte. Asentí, sintiéndome halagado, y partimos hacia la morada de Reizo. Quien no conociera lo suficiente a Mr. Wammy podría haber pensado que sus capacidades mentales comenzaban a fallar, pues no encontramos ni rastro de los hallazgos que había mencionado, e Incluso el baño estaba cubierto de polvo. —Debes pensar que me estoy quedando loco —dijo él—. Y tal vez tengas razón. —Claro que no. Es sólo que ese chiquillo es demasiado astuto. Ahora sí lo considero sospechoso. Mi compañero se secó el rostro, que tenía empapado de sudor. Yo despejé la ventana y le indiqué que saliéramos. —¿No sería mejor que dejaras esto en manos de la policía? —le dije una vez fuera. —Es cierto: debo terminar la tarea que me trajo aquí para volver a Londres cuanto antes. Su anunció me entristeció, pero no se lo expresé; dejamos allí los regalos y nos alejamos de la envejecida construcción en silencio. No volvimos a hablar de los extraños sucesos, hasta que el miércoles muy temprano nos enteramos de que la Stanmore library ardía en llamas. Pese a su propósito de no involucrarse más, mi jefe se dirigió hacia allá, así que decidí acompañarlo para ver si podía serle de utilidad. Imaginaba que éramos una especie de Sherlock y Watson. Cuando llegamos, el inmueble todavía estaba en combustión, lo cual era lógico dada la cantidad de material inflamable. A pocos metros, la bibliotecaria lloraba, recargada en un camión de bomberos, mas en cuanto vio a mi compañero corrió hacia él. —¡Los perdimos, Mr. Wammy! ¡Los documentos de Benne� se quemaron! ¡Los sistemas an� fuego no sirvieron para nada! —Es una lástima, pero debería usted sentirse feliz por escapar ilesa. —Yo no me hallaba allí. El incendio empezó a las seis de la mañana. —¿El velador está bien? —Desde las diez de la noche ha estado ingresado en el centro de salud por un fuerte dolor de estomago. Mi jefe me indicó que fuera a visitar al enfermo mientras él analizaba la fachada destruida. Los vidrios habían reventado sin dejar fragmentos en la banqueta y la pared presentaba un gran manchón en forma de estrella. Al interior se veían algunos estantes totalmente carbonizados, pero los que estaban hasta el fondo mostraban menos combustión. Entre las cenizas yacía el trozo de un cartel que decía: “Recital de música clásica el miércoles 28 a partir de las 5:30. Cuatro jóvenes promesas del piano nos deleitarán con piezas de Beethoven, Mozart y”. Faltaba el resto del anuncio. Cuando nos volvimos a ver en el orfanato, ya por la tarde, intercambiamos nuestra información; yo le conté que Aldrich el velador se había sentido mal después de comerse un sándwich hallado en la biblioteca, y ya que los dolores se hacían más fuertes, tuvo que abandonar su puesto para buscar auxilio. Averigüé también que la policía tenía
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la lista de personas que pudieron haber dejado el perjudicial bocadillo. Todos eran lectores conocidos en el rumbo, menos uno que se registró como Leopold Blummer. Wammy me compartió sus impresiones: todo apuntaba a que una bomba había sido detonada desde el exterior y el fuego había saltado al montón de papel sin que los defectuosos sistemas de seguridad funcionaran. Le estremecía imaginar que el atentado podía haber sucedido durante el recital, con las pequeñas pianistas presentes, quienes eran sin duda las alumnas de Elizabeth.
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o no sabía que poseía tantas habilidades hasta que conocí a Mr. Wammy. Bajo sus órdenes tuve que hacerla de jardinero, niñera, cocinero, maestro, detective y hasta actor. Después del episodio de la Stanmore library, mi jefe pasó dos días recluido en la mansión de los leones; gracias a su diario pude enterarme de que se dedicó al estudio intensivo del piano. Estaba decidido a volver a la residencia Melbourne, para lo cual debía refrescar su técnica en el instrumento. Mientras tanto, yo cumplí su petición de investigar acerca de Elizabeth en la pequeña hemeroteca de la localidad, pero no encontré ni una línea acerca de ella. En cambio, sobre el señor Thomas abundaba la información; los periódicos hablaban de sus negocios y su escandaloso divorcio. Saqué en claro que no tenía hijos, y su único hermano, quien debía ser el padre de la beldad, radicaba en el extranjero. No quería decepcionar a mi patrón, así que urdí un loco plan: esperé a que la sirvienta de los Melbourne saliera y fingí que me caía. —¡Señor, señor! ¿Qué tiene? —gritó ella, mientras me sujetaba. —Estoy muy mareado. Creo que se me ha bajado la presión. ¿Podría ayudarme a entrar en esa cafetería? —dije señalando un establecimiento cercano—. Necesito tomar algo con azúcar. La muchacha me ayudó a instalarme en una mesa. Ordené chocolate caliente y una malteada para ella. —No, señor, no debe molestarse. Ya me voy a casa —advirtió. —Por favor acompáñeme mientras me recupero. Si quiere, puedo pagarle. Puse un billete de alta denominación sobre la mesa y la joven se sentó. —Gracias, pero no es necesario. Hay que hacer el bien sin mirar a quien —declaró sonriendo, pero después de una hora se comió sus palabras y terminó llevándose la propina. Fue dinero bien invertido, pues la doncella era una chismosa consumada. Así supe que al principio Thomas se había mostrado muy disgustado con la llegada de Elizabeth, pero luego hasta había contratado a un guardia muy guapo llamado Robert Gibbs para cuidarla. La criada criticó a su ama por arreglarse tanto, pues consideraba que a sus treinta años debería resignarse a su soltería, y también mencionó que miss Melbourne había estado muy asustada por los recientes desastres, ya que iba a asumir la jefatura de la fábrica destruida. El sábado siguiente entregué mi reporte; Quillsh escuchó todo con gran atención y luego, poniéndose colorado, me ordenó que consiguiera un manojo de rosas. —Los brotes que planté ya están por abrirse. ¿De todas formas compro más? — pregunté desconcertado. —No son para el jardín. Las quiero envueltas en celofán, y con un lazo —replicó con voz tímida—. Voy a hacer una visita. Me entristecía que no me confiara sus inquietudes amorosas, pero no tenía derecho a pedirle explicaciones, así que fui al mercado y compré una docena de flores carmesíes, recién abiertas y frescas como los campos de Winchester. Al entregárselas, no pude con-
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tenerme y le dije: “Seguro que a Elizabeth le encantarán”, pero ni así conseguí que me confesara su enamoramiento. ¿Quién se iba a imaginar que el ramo no llegaría a su destinataria? Cuando Wammy regresó a casa de la artista, lo hizo con las manos vacías. En el último momento había decidido dejar el presente en el auto, pues se le fue el valor para externar su afecto. —¡Hola, Mr. Wammy! —saludó la pianista con emoción—. ¡No sabe cuánto lo he esperado! Quillsh estrechó brevemente la mano de la dama; sudaba tanto, que no quería ni tocarla. —He traído algunas partituras — indicó él, mostrando unos libros para disimular su nerviosismo. —¡Fabuloso! La tarde está muy bonita, y qué mejor que pasarla tocando. Reproduzco textualmente una parte del diario; nada como las palabras del protagonista para describir esa ocasión: “En el salón del piano reinaba un silencio riguroso. Parecía que todo conspiraba para que los latidos de mi corazón descontrolado se hicieran audibles. La superficie negra y pulida del instrumento reflejaba a la bellísima Elizabeth con su vestido satinado, y a mí hechizado a su lado, como una visión obtenida a través del espejo de los sueños. Yo casi no podía respirar, pero no me importaba morir si era en su compañía. Ella se sentó con ademan señorial y comenzó a pulsar las teclas “para preparar las manos”, pero lo que escuché no era un calentamiento, sino una obra maestra de coordinación y sensibilidad musical. Al contemplarla absorta en su ejecución percibí el peso de su prodigiosa mente, como de niño miraba el océano maravillado por su extensión infinita. Cuando me señaló el banco que había dispuesto para mí, pude apreciar en sus ojos una fuerza extraída del renacer, semejante a la de un ave fénix. Tocamos a Schubert con gran sentimiento, como si con cada nota tejiéramos un mundo nuevo que sería sólo para nosotros. Fue tanta la sincronía entre sus manos, delicadas y jóvenes, con las mías, ya decadentes, que por un momento las barreras entre ella y yo se desvanecieron. Tal es el poder de la música.” El escrito no daba más detalles sobre la reunión, sino que saltaba hasta el momento en que Mr. Wammy se encontraba en la azotea de la mansión de los leones, contemplando el atardecer: “Ese día cambió mi vida. Yo había creído poderlo todo, tenerlo todo, saberlo todo, pero la realidad era que estaba indefenso ante un aluvión de sentimientos desconocidos, ni siquiera los títulos y reconocimientos que poseía combatían mi inopia personal. Consideraba que no tenía derecho de ambicionar a una mujer tan floreciente y radiante, ya que en el fondo siempre me había considerado un fracasado que no merecía ni el aire que respiraba. Cuando comenzó a llover, no fui capaz de moverme; las gotas que resbalaban por mi cuerpo me parecían provenientes de otra dimensión”. Tan perturbado estaba mi amigo, que no le sorprendió encontrar de repente a su lado a un niño, quien con toda naturalidad le dijo: “Buenas noches, Mr. Wammy. Me llamo L”, y enseguida le entregó una curiosa tarjeta de presentación. Con letra muy
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bonita ponía: “Reizo Goto. Detective privado”. Quillsh observó detenidamente al recién llegado; era flaco y pálido, y su cabello estaba todo revuelto. Vestía camisa con corbata y pantalones de rico, pero no traía zapatos ni calcetines. —Aquí dice que te llamas Reizo —lo increpó el adulto. —Uso un seudónimo para evitar la burla de personas necias, pero usted no se ha reído al escuchar mi verdadero nombre. Eso me confirma lo que ya sabía. —¿Y qué es lo que sabías? —Que es usted un caballero educado y culto, además de sensible. Se necesita un espíritu especial para apreciar una buena lluvia. A Wammy le confortó escuchar esa opinión, pues se sentía tonto por estar empapándose. El chico continuó: —Durante los diez días que he estado siguiéndolo ha dado muestras de inteligencia y buen criterio al dar con mi escondite y encargarse de los libros que no podía devolver. Ya que valora el conocimiento, es justo el socio que busco. Mi jefe se estremeció al enterarse de que había sido espiado todo ese tiempo. Su interlocutor pareció notarlo. —No se lo tome personal. Si uno no quiere ser la presa, tiene que volverse cazador. Déjeme explicarle: requiero un adulto que me ayude a viajar y recopilar información, pues es muy complicado hacer mis investigaciones yo sólo. L sacó de su pantalón una bolsita de plástico donde guardaba varios billetes y retomó: —Por supuesto que voy a pagarle. Mis negocios andan mal, pero he logrado ahorrar lo suficiente. Debían verse muy ridículos sosteniendo semejante conversación bajo una tormenta, pero el chiquillo no se turbaba. —¿Qué dice? ¿Acepta? —¿Cuántos años tienes, muchacho? —Justamente hoy cumplo ocho. —¿Y dónde están tus padres? —Estoy perdido, por eso requiero su ayuda. —Claro que te apoyaré, pero primero tenemos que secarnos o nos enfermaremos. Quillsh mandó al crío a darse una ducha caliente mientras él se ponía un pijama, pero después se arrepintió por dejar sin vigilancia a un visitante con tan malos antecedentes. —Pase usted, Mr. Wammy —indicó L cuando oyó que golpeaban la puerta. Su anfitrión se asombró al descubrirlo bañándose con la ropa puesta. —¡Qué forma más extraña de ducharse! —exclamó. —Siempre lo hago así. Es fastidioso quitarse lo que uno se va a volver a poner, y de todos modos tengo que lavar mi traje. De inmediato mi jefe preparó una tina repleta de burbujas, lo desvistió y lo depositó en la espuma; así pudo comprobar que no escondía ninguna arma. El huésped se dejó lavar sin inmutarse. —¿Qué nunca nadie te enseñó a bañarte? —reprendió el adulto.
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—Mi tía tenía muchos niños que atender, y yo debía hacerlo solo. —¿Cuántos primos tienes? —Esos chicos no eran de mi familia. Temiendo haber tocado un tema incómodo, Quillsh decidió cambiar la conversación: —¿Dónde vives ahora? Yo te había llevado caramelos a tu refugio. —No puedo comer dulces. Mamá dice que estropean los dientes. —Para eso existen los dentistas. Hoy que es tu cumpleaños debemos disfrutar de un delicioso pastel. Afortunadamente tenía en el refrigerador la tarta que había comprado para Willy. —Nunca he probado tal género de golosina. ¿Se compromete usted, Mr. Wammy, a reparar mi dentadura en caso de daño? —dijo L con tal afectación, que su anfitrión tuvo que aguantarse la risa. —Te garantizo que será maravilloso —replicó Quillsh, y luego sacó al niño del agua para cubrirlo con una bata. Cuando le secaba los pies, se percató de que los tenía muy maltratados, así que le brindó un masaje. —¿Por qué no usas zapatos? —inquirió. —No estoy acostumbrado. Me puse unos por primera vez hace un par de años, aproximadamente. Además, son ruidosos. Un detective necesita sigilo. —Noté que te gusta Sherlock Holmes. —Esas historias son muy interesantes e instructivas, pero tienen un defecto: no son reales. Detesto que las cosas no sean ciertas. No parecía un delincuente, sino un loco letrado. Con cada respuesta, se ganaba la simpatía del inventor, quien lo llevó a ver la ropa que obsequiaría a los del orfanato. El chico se precipitó sobre una camisa blanca de manga larga y unos jeans holgados. —¡Esto se ve tan limpio! —exclamó extasiado. Quillsh le avisó que esas prendas no eran de su talla, pero él ya se las había puesto y hacía piruetas por toda la habitación. —¡Qué comodidad! ¡Se mueve uno tan bien! —Es mi regalo por tu día. —Gracias. En todos mis cumpleaños he recibido ropa, excepto en el anterior. —¿Qué te dieron entonces? —Nada. Ya me había perdido. A mi jefe le entristeció enterarse de que llevaba tanto tiempo solo. —Pero el mejor de los obsequios, me lo dieron cuando cumplí tres años —prosiguió L—. Me revelaron mi nombre. Nada de lo que decía parecía tener sentido, así que su interlocutor cortó la conversación para ir al comedor a desenvolver el pastel y colocar las velitas. El festejado no le quitó sus insólitos ojos de encima mientras oía el “Happy Birthday”, y antes de que pudieran impedírselo, apagó las ocho luces con sus dedos. —Ahora corta tu postre—le ordenó Mr. Wammy mientras le entregaba un cuchillo, pero al verlo blandiendo el arma sintió un escalofrío que lo hizo retroceder. Al notarlo, el cumpleañero soltó el utensilio y abandonó la mesa con indignación.
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—Es evidente que no confía en mí, y así no podemos hacer negocios. Déjeme decirle que me malinterpreta: rondo lugares donde hay uniformados porque estoy buscando a cierto policía, y si contemplaba con tanta atención la L restante del letrero, fue porque pensé que podría tratarse de un mensaje de mi mamá, quien aparte de usted y mi tía, es la única persona que conoce mi nombre real. —No necesitas aclararlo. Anda, ven a comer. —Si no sospecha de mí, ¿por qué no me devuelve la factura? Yo no pude haber comprado esos químicos, pues jamás se los venderían a alguien de mi edad. —¿Entonces por qué tenías esa nota? —Es evidencia. La encontré en el lugar donde me tuvieron secuestrado. La cantidad de datos absurdos que vertía era enorme, pero en el fondo transmitía honestidad. Como lo último que Quillsh quería era ahuyentarlo, decidió tranquilizarse y seguirle el juego. —¿Qué te parece si acabamos de cenar y luego hablamos? —Por favor no me haga perder el tiempo. Si no le interesa mi propuesta, me marcho ya. Como respuesta, mi jefe le metió una cucharada de tarta en la boca, y entonces ocurrió una transformación: los ojos de L brillaron, mientras toda su persona pasaba del gris a una gama entera de colores en unos segundos. “Esto es lo más delicioso que he probado en mi vida”, dijo sin dejar de masticar. Pidió otra porción, y luego otra, y otra más, hasta que el postre desapareció. Su acompañante temió que se indigestara, mas no se atrevió a restringirlo porque lo veía muy feliz. —Esta es la vida que mereces tener, pequeño: llena de dulces, juegos y cosas buenas. Deja que los adultos nos encarguemos de todo lo demás. —Siento haberme exaltado antes, Mr. Wammy. Usted ha sido muy amable. Puedo dar por hecho que ahora somos amigos, ¿verdad? —Cuenta con ello, pero tienes que prometerme que no te separarás de mí hasta que hallemos a tu madre, ¿de acuerdo? L reflexionó un momento y asintió. Mientras él se lavaba los dientes, el dueño de la casa acondicionó las dos camas del cuarto de visitas para que durmieran juntos. —Bueno, ahora vamos a descansar —ordenó, al tiempo que cerraba la habitación con llave. —Su precaución me parece inútil —dijo el niño cínicamente—. ¿Cómo cree que llegué hasta su azotea? Soy un experto violando cerraduras. Quillsh enmudeció ante tanto descaro. —He llegado a una conclusión, Mr. Wammy —continuó L con semblante sombrío—. Usted no confiará en mí hasta que el autor de los incendios esté tras las rejas. Lo que dijo era tan cierto, que mi jefe tragó saliva. —Será muy sencillo que pruebes tu inocencia: permanecerás en mi orfanatorio las veinticuatro horas, y si vuelve a pasar algo malo, sabré que no fuiste tú. —No puedo quedarme de brazos cruzados mientras siguen tronando bombas allá afuera. Soy un detective.
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—¿Qué vamos a hacer entonces? —Cuénteme lo que sabe sobre el caso. Mi amigo le confió todo lo que habíamos averiguado y enseguida se quedó dormido, pero el niño estaba más ac�vo que nunca y rondó por la mansión hasta que halló la biblioteca; al amanecer, ya había terminado de revisar la mitad del acervo. —Con que aquí estabas, ¿eh? —le dijo su anfitrión al descubrirlo agazapado sobre un montón de libros. —Fue una velada muy fructífera. Posee usted una buena colección. —Con razón tienes esas ojeras. ¿Qué, no descansas nunca? —La sed de conocimiento es más fuerte que el sueño. Cuando el inventor devolvió los textos a los estantes, se percató de que el chico había elegido muchos que estaban en francés. —¿Sabes idiomas? —preguntó. —En el orfanatorio me enseñaron inglés. Su interlocutor se armó de paciencia para escuchar otra vez extravagancias. —¿Qué no dijiste que vivías con tu tía? —Ella y mamá hablaban francés, y el tipo que me secuestró, inglés. No le entendía nada hasta que me atraparon los de Joy Farm y me enseñaron la lengua de este país. La casa hogar que L refería era una granjita en las afueras de la ciudad. —¿Estuviste en Joy Farm? —No es algo que me complazca recordar. Creo que su objetivo no es proteger niños, sino obtener mano de obra gratuita. —Me gustaría que me contaras más, pero primero vamos a desayunar. —¿Habrá más pastel? —preguntó L lleno de ilusión. —No, pero comeremos algo igual de delicioso. El elegante caballero se metió a la cocina para preparar hot cakes. La última vez que lo había hecho fue acompañado de su madre, décadas atrás. L se mostró muy servicial ayudando a lavar todos los utensilios, y luego se comió los panqueques con gran entusiasmo tras bañarlos con cantidades irreales de mermelada y miel de maple. —Ahora sí, cuéntame cómo era tu vida en el orfanato —solicitó Quillsh, deseando retomar la conversación. —Lo siento, pero debo irme —dijo L dirigiéndose a la salida. —Nuestro trato fue que te quedarías conmigo. —Necesito aprender a confiar en usted; si me deja ir ahora demostrará que es de fiar. —Hoy celebraremos el cumpleaños de Willy, y habrán muchas golosinas. —Bueno, tal vez pueda hacerle otra visita más tarde. Wammy corrió hacia un librero y sacó una Polaroid, la cual puso en manos del niño. —Necesitaremos a alguien que tome las fotos. —¿Puede recogerme a las 10:30 afuera de la catedral? —Por supuesto. Allí nos vemos.
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L abrazó el aparato y se echó a correr sin mirar hacia atrás. Desapareció tan rápido, que no fue posible ver qué camino tomó. Mi jefe escribió: “Me quedé rogándole al cielo que ese fascinante pequeño fuera gente de bien y pudiéramos volver a coincidir.” Poco después el inventor y yo nos reunimos para comprar lo necesario para la fiesta, y luego acudimos a la iglesia señalada. Él se mostraba muy ansioso y no dejaba de recorrer la verde plaza con la mirada, pero cuando pasó más de una hora me indicó con tristeza que nos fuéramos; sin embargo, al llegar al auto, fuimos sorprendidos por el flash de una cámara. “Perdonen que no me haya mostrado antes, pero tenía que asegurarme de que no traerían a la policía. Ya analicé a este enclenque caballero, y comprendí que no debo temerle”, declaró el chiquillo mientras me señalaba en la instantánea, y con eso se ganó al instante mi odio. Para empeorar las cosas, ocupó el asiento junto a Quillsh, iniciando un proceso con el que poco a poco me desplazaría. Cuando bajamos del carro estaba nevando, así que mi amigo abrigó a su protegido. Ambos se detuvieron a contemplar la majestuosa fachada de Wammy’s House, y justo en ese momento las campanas de todo Winchester doblaron al unísono para anunciar las doce del día; entonces comprendí que entre ese par algo mágico sucedía. Ralph y yo bajamos las compras mientras ellos se adelantaban a entrar, pero en eso, un vecino llamó a Mr. Wammy y me vi obligado a tomar a L de la mano para conducirlo dentro. “No debería estar celoso de mí, Mr. Ruvie. Voy a irme pronto”, se atrevió a decirme. Me encolericé tanto por su perspicacia que lo pellizqué, y él se echó a correr hacia el interior, donde los huérfanos ya lo esperaban para darle la tradicional bienvenida; “¡Una cara nueva! ¡Vamos a mimarlo!”, gritaron, y se abalanzaron sobre él. La escena que encontró nuestro benefactor fue dantesca: los internos yacían regados por la casa, pues el recién llegado los había puesto fuera de combate con sus extraordinarias habilidades para pelear. —Ellos empezaron —se justificó—. Ejercieron violencia contra mí y tuve que hacer justicia. Sobra decir que no se tomaron fotos de esa fiesta, pues los niños estaban hinchados y furiosos. Fue necesario mantener a L en una habitación aparte, mas eso no lo molestó porque se la pasó armando rompecabezas, juguetes que nunca antes había disfrutado. —Si vas a irte, es mejor que sea ahora —le dijo Quillsh al llegar el ocaso—. Me intranquiliza que andes solo en la oscuridad —Ya que comprobé sus buenas intenciones, me gustaría quedarme. Este lugar es muy diferente a Joy Farm. —Puedes vivir aquí cuanto gustes, pero respecto a los otros… —Si vuelven a molestarme, les pegaré más duro. No se preocupe, Mr. Wammy. Al día siguiente, creé un expediente para el interno número 15, a quien íbamos a poner bajo nuestra custodia; queríamos que se vistiera formalmente para la ocasión, pero él se rehusó a ponerse su traje. —No quiero usarlo. Esperaré hasta que se seque mi camisa blanca —refunfuñó.
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—¿Cuál es el problema? Antes te vestías así —lo increpó mi jefe. —Necesitaba disimular que vivía en la calle. No nos quedó más que aguardar a que estuviera listo el atuendo favorito, y después compramos muchas prendas iguales para evitar complicaciones. El licenciado que atendía la notaría se rio cuando le dijimos cómo se llamaba el niño. —Para un registro sólo puedo poner nombres reales —explicó. —Entonces empiece a escribir. Es L, con mayúscula —intervino el aludido con molestia. —Cuando aparezcan sus padres comprobaremos los datos —alegó Mr. Wammy—. Además, ninguna ley prohíbe que alguien se llame así. —¿Cuál es su apellido? —preguntó el notario mientras mecanografiaba. Los tres nos miramos sin saber que decir, pero al fin el crío se atrevió a consultar: —¿Puedo usar el nombre de mi mamá? —¿Cómo se apellida ella? —inquirió el licenciado. —Sólo se que se llama Law. —¿Law? ¿Estás seguro? — interpeló mi jefe con sorpresa. —Sí. Así la llamábamos mi tía y yo. —¿Qué te parece si te registramos como L Lawliet? Hace unos días oí ese apellido y me pareció muy bonito —propuso Wammy. —Así está bien —se anticipó el licenciado, anotando los datos—. ¿Cuál es el nombre del padre? —Michael Jackson —respondió L. El actuario respiró profundo y se quitó los lentes. —Otro día que tenga tiempo libre podemos bromear. —Ponga sólo L Lawliet, todo lo demás déjelo vacío. Después conseguiremos sus verdaderos documentos —dispuso Mr. Wammy. Media hora después salimos con la peculiar acta en nuestras manos, y entonces mi jefe regañó a su protegido: —Debes dejar de burlarte. No a todos les agrada tu sentido del humor. —En realidad, odio los chistes, pero detesto más que me regañen injustamente — afirmó L, enojado. Nuestra siguiente parada fue un consultorio médico, donde revisaron al chiquillo para saber si era normal que no durmiera y tuviera ese tono tan pálido. —¿Nunca sales a jugar bajo el sol? —lo interrogó el pediatra. —Padecía una enfermedad que me impedía estar fuera. Creo que se llama Xeroderma Pigmentosa. —No puede ser, eso no se cura. Ahora mismo deberías estar presentando irritación. En eso Quillsh recibió una llamada y se excusó para salir a contestar. —Para asegurarnos, vamos a hacer varios análisis —continuó el galeno—. Y también sería interesante aplicar un test de inteligencia. —Sabemos que no parece muy listo —dije con sorna disimulada, ante lo cual L me miró de reojo.
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—Al contrario: me queda la impresión de que es extremadamente despierto. Si no le dan una educación especial, no podrá desarrollar sus habilidades. —¿Existe algún cuestionario para medir la locura? —pregunté con ánimos de seguir molestando. —El señor Roger quiere saber qué tal anda su cabeza —se apresuró a intervenir el niño. —¿Ve a lo que me refería? ¡Es muy agudo! —exclamó el doctor entre carcajadas—. No le den mucha importancia a lo del sueño, pues genios como Leonardo Da Vinci se caracterizaron por tener esquemas raros de descanso. Como salí de la clínica con el marcador en mi contra, le susurré a mi patrón que lidiábamos con un caso de problemas mentales, pero mi venganza no resultó, porque él pidió a Ralph que nos llevara a una tienda de discos, arguyendo que la música sería la mejor terapia. En el mostrador había un gran poster que promocionaba “The cream of Eric Clapton”, y L corrió hacia él. —¡Mi madre y yo somos sus más grandes admiradores! —declaró, así que su benefactor le compró el nuevo álbum. Una vez en Wammy’s House, las mágicas guitarras sonaron a todo volumen. —A mamá le encanta esta canción —dijo el detective, mientras sonaba “I shot the sheriff”. —¿Y cuál es tu favorita? —preguntó Quillsh. —No está en este disco, pero me identifico con “Can’t find my way home”. —Si ella no acepta ir conmigo, me gustaría que me acompañaras al próximo concierto —dijo Wammy, sonrojándose. —¿Ella? ¡Ah, ya se! La destinataria de las rosas. ¿Cuál es su nombre? —¿Cómo sabes tanto? —Es una deducción muy sencilla. Usted iba a entregarle el ramo, pero se arrepintió y lo dejó en el carro. Si no se tratara de un asunto romántico no se habría mostrado así de tímido. —Veo que para ti no puedo tener secretos. Se llama Elizabeth Melbourne. Quillsh anotó: “L era tan directo y sincero, que no pude evitar abrirle mi corazón. Cuando él me escuchaba, parecía que ninguna de mis preocupaciones era absurda.” Yo sentía mucha envidia, porque conmigo jamás intimó tanto. El pequeño detective oyó con atención la historia de la dama, y luego hizo otra de sus enigmáticas preguntas: —¿Cuánto dinero estaría dispuesto a invertir para resolver el caso de las bombas? —Todo el que sea necesario, si con eso puedo brindarle tranquilidad. —Debe usted invitarla a salir, Mr. Wammy. Las posibilidades de que acepte son mayores al noventa por ciento. —¿Estás seguro? —Llámela ahora mismo, y quede de pasar por ella mañana a las siete. Irán a comer un postre a “Delight”, la cafetería que está cerca de la estación de bomberos.
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Mi jefe se dejó persuadir y marcó a la residencia Melbourne. Grande fue su dicha cuando la dama no solo tomó la llamada, sino que aceptó la propuesta de buena gana. —Eres un gran consejero —agradeció Wammy cuando colgó el teléfono. —Entonces siga mis instrucciones al pie de la letra: irá por la señorita a las seis y no a las siete, como acordaron. —Eso no es propio de un caballero. —Es absolutamente necesario que cambien la hora y circulen por la avenida principal. Una vez en Delight, siéntense junto a la entrada, de modo que sean fácilmente visibles desde el exterior. Mr. Ralph debe dar cuatro rondas alrededor de la cuadra y luego irá a estacionar el auto a la vuelta, en el callejón número tres. Es muy importante que no deje en el vehículo nada de valor. —No quisiera que esperara en un sitio tan solitario. —De hecho, es preciso que el chofer abandone el coche y tome un taxi para que siga circulando cerca de la cafetería. Si hacen como indico, la cita será un éxito. —No se qué pretendes, pero no suena en absoluto romántico. —Hay una alta probabilidad de que pueda abrazar a su amada si todo sale como espero, Mr. Wammy. Quillsh se puso colorado y dejó de discutir, pues gracias a él había encontrado valor para tomar esa importante iniciativa. —Voy a comprarme un atuendo nuevo. ¿Hay algo que te gustaría que te trajera? —Anhelo probar rompecabezas más difíciles. —Voy a conseguirte uno con miles de piezas. —¿Puede traerme también más libros? —Claro. ¿Algún tema en especial? —Quisiera aprender japonés. Quillsh se marchó rumbo al centro de Winchester; mientras revisaba los escaparates no dejaba de pensar en la jornada que le aguardaba, y en el niño que la había orquestado. Su lucidez para ciertas cosas combinada con sus declaraciones absurdas hacía pensar en un desequilibrio, pero también cabía la posibilidad de que tratara de ocultar bajo un montón de mentiras una terrible historia familiar. Wammy’s House se había convertido en un campo de batalla desde la llegada del interno número quince. Los huérfanos se la pasaban ideando formas de vengarse de él, y varias veces tuve que desbaratar sus complots. En lo personal, me habría encantado que lo pusieran en su lugar, pero mi jefe me había hecho prometer que lo protegería. Para facilitar mi labor, decidí recluirlo en su habitación, aunque de todas formas bastaba con arrojarle un montón de dulces y libros para que se estuviera quieto. Eso sí: de cuando en cuando ponía su disco favorito a todo volumen y cantaba; era espeluznante escucharlo. El día de la cita, Quillsh no se apareció por la casa hogar, pero telefoneó a su consentido. —¡Chico horrible, tienes llamada! —le avisé.
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Al parecer mi jefe necesitaba apoyo moral para lo que estaba a punto de hacer, y L se limitó a decirle que todo saldría bien si seguían sus disposiciones. Cuando volvió a su cuarto, el pequeño me dijo: —Mi madre es muy bonita. No creo ser feo—. Antes de cerrar la puerta añadió: —Por cierto, tenía las manos llenas de chocolate, pero me las arreglé para no estropear el teléfono. Descubrí junto al aparato mi sombrero manchado y pegajoso. Quise pegarle al pillo mas no pude encontrarlo, porque me había burlado para escapar. Estuve muy preocupado pensando cuánto se molestaría Quillsh por lo de la fuga, pero L volvió algunas horas después y me dijo con toda naturalidad: “Mr. Wammy necesita un té relajante”, tras lo cual se encerró en su recamara. Casi enseguida entró mi jefe acompañado de Ralph, ambos pálidos como muertos. —No vas a creer lo que pasó, Roger. Prende la televisión. Al sintonizar las noticias pude ver un auto carbonizado. El corazón me dio un vuelco cuando lo identifiqué. —¡Caray, es el suyo! ¿Se encuentran bien? Los supervivientes se derrumbaron en los sillones mientras la cocinera les traía un calmante. Yo mandé a los niños a dormir para que no hicieran preguntas, y en cuanto el campo estuvo despejado, el detective se mostró. —Me alegra que todo resultara como lo planee —afirmó tranquilamente. —¡Basta ya de tus bromas estúpidas! —dije y lo tomé del brazo para sacarlo de la sala, pero Wammy me detuvo. —Déjalo, Roger. Tiene que darnos explicaciones. —Antes de que me regañe, le recuerdo que usted estaba dispuesto a invertir lo que fuera en la investigación —se defendió L—. Fue una lástima sacrificar un vehículo tan bonito, pero valió la pena, porque ahora tenemos información muy valiosa. Quillsh saltó del sillón. —¿Entonces sabías lo que pasaría? —Tenía una teoría, que ahora se que es correcta. De hecho, estuve a punto de ver el rostro del bombardero. —¿Qué dices? ¿Estabas allí? —Sí. Vigilaba el carro desde una azotea, pero una señora me descubrió y tuve que huir. Fue un imprevisto afortunado, porque la explosión fue mucho más fuerte de lo que esperaba. No pensé que fuera a dañarse tanto la cafetería. —¡Si la estación de bomberos no hubiera estado tan cerca, habría sido un gran desastre! —Efectivamente. Por eso sugerí que fueran a Delight. Mi jefe salió al jardín a buscar aire fresco, pues le costaba trabajo digerir los hechos. L lo alcanzó. —¿Está usted enojado, Mr. Wammy? —Debiste avisar a la policía en lugar de exponer a tanta gente.
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—No podemos contar con ellos, recuerde que están bajo sospecha. Además, gracias a mi método sabemos que el malhechor está tras la señorita Elizabeth. —¿Qué tiene ella que ver? Deberás explicármelo todo, y más te vale que tengas razón. El caballero siguió a L a su habitación. El niño tenía allí una serie de mapas y apuntes con los que se apoyó para hacer su exposición. —Entre los primeros incidentes había algunos puntos en común: ambos sucedieron en miércoles, y el delincuente procuró no causar pérdidas humanas, pero no parece que haya salido beneficiado económicamente. Si se tratara de un rival del señor Thomas Melbourne, lo más lógico habría sido que atacara la fábrica matriz, que es más grande; el edificio que destruyó recién había sido inaugurado, y no había dentro productos terminados. Analizando el caso de la biblioteca, es fácil notar que tampoco le trajo algún provecho: los documentos de Louis Bennett podrían haberle servido para desarrollar nuevas tecnologías, en cuyo caso lo más sensato habría sido robarlos. Por esos motivos descarté que fuera un empresario envidioso. —¿Entonces de quien se trata? —Los bombazos parecen una forma de llamar la atención, algo así como el berrinche que un niño hace a sus padres, o un chantaje entre enamorados. El bandido no quiere arruinar los lugares �sicos, sino lo que esos si�os simbolizan—. L derribó dramá�camente una casita hecha con galletas para darle énfasis a su declaración. —Me faltaba una pieza importante, hasta que usted habló de miss Elizabeth, quien sin duda está conectada con el par de atentados: iba a dirigir la nueva fábrica, y las niñas que darían recital son sus alumnas. Además usted dice que su novia es muy hermosa; por una mujer así los hombres llegan a desquiciarse. —Ella no es mi novia. —Tal vez lo sea después. Dígame, ¿consiguió abrazarla? Quillsh se atragantó. Sí que lo había logrado. Al huir del café en llamas, la había protegido entre sus brazos. —¿Qué tiene que ver eso con la investigación? —En realidad, nada. Pero no olvide que aparte de socios somos amigos. Me interesa su felicidad. —Sigamos con el caso. —Le decía: los hechos sugieren que hay alguien cercano a la señorita, que si no es el bombardero, al menos proporciona información a éste. ¿De qué otro modo se enteraría de la cita? Como tienen al tal Robert Gibbs como guardia, es poco probable que la residencia fuera vigilada. —Ahora que lo comentas, ayer lo vi; es un �po muy bien parecido. No nos acompañó porque debía ir a auxiliar a un amigo en problemas. —Es muy posible que sea el soplón. Mientras nos aseguramos, debe cuidarse de él, pero déjeme seguir explicando mi plan: el cambio de horario servía para cerciorarnos de que en la casa Melbourne hay un espía, y además el circo presentaría un desfile a las seis.
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—Es cierto. Por eso había mucho tráfico. —Eso buscaba. El criminal no ha dejado huellas, lo cual demuestra que le preocupa mucho ser apresado. No atacaría en medio de un embotellamiento de tránsito, con muchos testigos presentes. —¿Y si te hubieras equivocado? —Ya le dije que ese loco no quiere destruir a miss Elizabeth, sino a las cosas que le importan. Seguramente está enamorado de ella. —Continúa con tu informe. —Como no sabíamos la forma en que se desplaza nuestro sospechoso, hice que Mr. Ralph diera vueltas alrededor de Delight para que el vehículo pudiera ser localizado. Era un blanco fácil, y el tipo cogió el anzuelo. Ya lo tendríamos si no hubiera abandonado mi puesto de observación. Por cierto, ¿a qué hora estalló la bomba? —A las siete, creo. —Yo vi al sujeto a eso de las 6:45. Me quedó la impresión de que había llegado en auto, pues no se mostraba agitado. Era un tipo alto y delgado, que cojeaba un poco de la pierna izquierda. —Entonces no era Robert Gibbs, pues es robusto y camina con garbo. —Tal vez sean cómplices. —Ahora que lo pienso, ya no vi al guardia cuando llevé a Elizabeth a casa. —Habrá que pensar en algo para proteger a su chica, Mr. Wammy. Tal vez no la maten, pero podrían secuestrarla. Quillsh estuvo reflexionando en silencio durante un rato, y luego acarició la cabeza del pequeño. —De verdad eres muy listo. Estoy sorprendido. —¿Ya empezará a tomarme en serio? En ese momento los interrumpí para llevarles un poco de té. —Por favor consígueme un taxi, Roger. Me voy a descansar —me dijo mi patrón rechazando la bebida. —¿Puedo dormir con usted, Mr. Wammy? El señor Ruvie tiene muchas ganas de pegarme —me acusó L. —Es muy peligroso que salgan ahora —señalé, desviando el tema. —Hay policías por todas partes tratando de prevenir otro bombazo, y además, iré acompañado de un agente secreto —aseguró Quillsh, y se marchó con el halagado niño. El miércoles fue un día de terror; los negocios y escuelas se mantuvieron cerrados como prevención ante otro posible atentado. Yo no dejaba de preocuparme por la seguridad de mi amigo, y además estaba celoso, así que le llamé por teléfono para advertirle que no se fiara del chico. Wammy me dijo que no me preocupara, y tras colgar le preguntó a su invitado: —¿De verdad le tienes miedo a Roger? —En realidad no. Quise venir aquí por los libros y rompecabezas nuevos. Me interesa saber japonés cuanto antes.
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—Yo puedo enseñarte. Fui miembro del servicio de inteligencia, y durante la guerra estudié los idiomas de los enemigos. Pero cuéntame, ¿por qué quieres aprender? —Creo que mamá está en Tokio. Ella dijo que vivíamos en Disneylandia. —Tal vez no lo sepas, pero hay otro parque con ese nombre en Anaheim, California. —¡Es tan horrible ser ignorante! —exclamó L jalándose los cabellos, hasta que Wammy lo detuvo. —Tranquilízate. ¿Recuerdas cuándo te indicó eso? —Me lo reveló en mi tercer cumpleaños. —Eso debió haber sido en 1982, y Tokio Disneyland fue inaugurado en 1983. Yo mismo fui a la apertura. —Entonces se refería a Norteamérica —concluyó el detective, quien se quedó un rato reflexionando, y luego prosiguió—: De cualquier forma, tengo elementos para creer que radicábamos en Japón: en casa no usábamos zapatos, y los niños que nos visitaban hablaban en un idioma que no conozco. —¿Tenían rasgos orientales? —Nunca pude verlos. Tenía prohibido salir cuando había gente. —¿Era por tu enfermedad? —Mamá decía que un monstruo me estaba buscando. —Me sorprende que creas en esas cosas. —No son como los describen en los cuentos, pero existen. Retomando el tema, cuando mamá y yo huimos, usamos seudónimos asiáticos para abordar un barco. Me dijo que durante el viaje nos llamaríamos Jiyū y Reizo, y nuestro apellido sería Gotō. Mr. Wammy anotó los apelativos que acababa de oír, pero tachó su apunte al recordar que los nipones escriben los apellidos antes del nombre; entonces corrigió su inscripción. —Acabo de notar algo muy curioso, querido L. Como Jiyū significa “libertad” parece que aquí dice “Ir a la libertad.”1 El niño se abalanzó a coger la nota y exclamó: “¡Es cierto!” —Necesito que me platiques tu vida en orden —le indicó su anfitrión—. Tal vez encontremos más mensajes ocultos. Aunque pasamos al jueves sin otro estallido, los habitantes de Winchester siguieron paranoicos. Se hallaban muy atemorizados por el ataque contra Mr. Wammy, ya que esperaban lo peor de un delincuente que ni siquiera respetaba a un héroe nacional. Los huérfanos estrecharon con mucho cariño a nuestro líder cuando fue a visitarnos, porque tenían miedo de perderlo. Quillsh mandó al interno 15 a su cuarto, y me tomó aparte, para que habláramos. —No vas a creer todo lo que he averiguado. L ha tenido una vida de novela —me dijo con consternación. El chico le contó que siempre había vivido con su tía, quien estudiaba por las mañanas y por las tardes trabajaba como niñera. Él permanecía en una habitación sin ventanas, donde tan sólo cabía su cama y una mesita con un fonógrafo. Su mamá lo
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visitaba de lunes a viernes, siempre después de las seis, pero nunca lo llevaba a pasear porque supuestamente era fatal que se expusiera al sol. Ella lo enseñó a leer y escribir atiborrándolo de libros en francés, pero nunca le contaba cosas sobre la familia, pues decía: “entre menos sepas, más seguro estarás.” El pequeño desconocía incluso cómo se llamaba, hasta que en uno de sus cumpleaños le regalaron un suéter con una pequeña L bordada y preguntó si ese era su nombre. Sus familiares salieron un momento, y al regresar juraron que le revelarían la verdad; afirmaron que sí se llamaba L, y su fallecido padre compartía nombre con el rey del pop. Aseguraron también que vivían en Disneylandia, porque allí no podría hallarlos el monstruo que los perseguía. Su vida continuó igual por otros tres años, hasta que cierta mañana su madre apareció de improviso para envolverlo en una especie de funda y lo introdujo en la cajuela de un carro. L tenía miedo de asfixiarse, pero fue obediente y se quedó allí muchas horas sin hacer ruido. Lo siguiente que supo fue que estaba abordando un barco; no entendía lo que los demás decían, pero su madre se encargó de guiarlo hasta el camarote. Recordaba que habían hecho escala en un par de puertos, y luego habían viajado en un camión. Durante ese larguísimo recorrido escuchó otros lenguajes desconocidos y tuvo que aguantar un calor espantoso, pero jamás se atrevió a destaparse por temor al sol, hasta que en una parada su madre le desenvolvió el rostro mientras decía: ”Vale la pena morir por ver esto”; frente a ellos se levantaban unas magníficas pirámides. Después tomaron un par de vuelos, se subieron a un tren, y finalmente a un auto pequeño. —¡Cuántos disparates! ¡Ha visto demasiadas películas! —exclamé. Wammy me miró con reproche y con�nuó narrándome que los fugi�vos atravesaban una espesa campiña cuando les desinflaron los neumá�cos a balazos. Un extraño hombre apuntó a la cabeza de Law, y ésta le ordenó a su hijo que se fuera con él. El secuestrador esposó a L a un asiento de su carro y lo transportó varios días, para depositarlo a continuación en una caja que fue subida a un ruidoso barco. El chico terminó preso en una bodega de Winchester durante dos semanas, pero aprendió a abrir cerraduras y logró escapar. La gente del rumbo no entendió sus peticiones de auxilio, así que corrió sin rumbo hasta encontrar Joy Farm. Allí lo tuvieron ordeñando vacas y limpiando establos, pero también lo enseñaron a hablar inglés. Vivió varios meses en ese hospicio, hasta que un día su secuestrador lo encontró y reclamó su custodia. Seguíamos absortos en la historia, cuando la cocinera nos avisó que ya era hora de comer. L no quería consumir nada que no fuera dulce, por lo que Quillsh inventó para él un preparado vitamínico que se disolvía en el café sin alterar su sabor. Yo quería retomar la conversación al abandonar la mesa, pero mi amigo anunció que saldría a buscar al raptor de su protegido. Mr. Wammy era un gran tirador, aunque no le gustaba la cacería. Acostumbraba cargar en la cajuela de su auto un rifle para practicar si se topaba con lugares desolados, lo que contrastaba con su apariencia de caballero bonachón. En cuanto compró una limusina nueva, escondió allí su arma. L había rondado varias veces por la bodega donde estuvo atrapado, pero siempre se mantenía a suficiente distancia, sin lograr ver a su captor. Mi jefe estaba decidido a
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entrar allí, así que disfrazó a su acompañante como una niña y fingió que deseaba arrendar el local. El dueño les abrió el espacio para que lo revisaran. —¿Podríamos saber quién renta este depósito? —inquirió Wammy. —Un tal Leopold Blummer lo alquilaba desde hace años, pero ya van varios meses que no se para por aquí. Sospecho que se marchó sin pagarme la cuenta. El sitio estaba completamente vacío, pero conservaba marcas de tambos y bidones en el piso. Los investigadores agradecieron al propietario y se marcharon a observar el lugar desde la distancia. —¿Estás seguro que el secuestrador se llama Lorenzo, y no Leopold? —Lo recuerdo muy bien. En una ocasión me mostró una caricatura donde aparecía abrazando a una chica; arriba de ella decía: “Ley” y sobre él, “Lorenzo” —el niño deletreó las inscripciones. —Eso me suena a español, el sujeto debe ser extranjero. ¿Recuerdas algo más? —Ya le dije todo lo que se, Mr. Wammy: el tipo era espantoso, tenía alrededor de treinta años, y siempre estaba borracho. A menudo lloraba cuando me visitaba, y trataba de abrazarme, pero yo no se lo permitía. Como siempre me mantuve callado, creo que logré hacerme pasar por mudo. —Y piensas que era un policía, ¿verdad? —Era bueno conduciendo a gran velocidad, y además pudo someterme para esposarme. Si no es un oficial, es un hábil delincuente. —¿Y qué me dices de la chica del retrato? —Llevaba puestas unas gafas para el sol, así que no era par�cularmente reconocible. —Cuando lleguemos a casa, buscaré mis libros de español. Tal vez saquemos algo en claro sobre el letrero de la caricatura. —Primero debemos ir a interrogar a la bibliotecaria de la Stanmore. Acabo de recordar que Leopold Blummer fue el sujeto que dejó el sándwich envenenado. La empleada, que se había acomodado a trabajar en una librería, se alegró mucho al ver a Mr. Wammy y se mostró par�cularmente cariñosa con “la niña” que lo acompañaba. L soportó la situación con estoicismo. —El día antes de la explosión, visitaron la biblioteca más de una docena de personas. Yo estaba muy ocupada, así que no pude verlos a todos, pero noté la presencia de un hombre en particular —informó la joven, ruborizándose. —Era muy galán, y tenía unos increíbles ojos grises; una cara así no se olvida. Supongo que él puso la trampa. ¡Qué lástima que sea tan malo! Quillsh agradeció los informes y se re�ró con prisa. Ya a bordo de su auto, comentó a su acompañante: “¿Sabes quién �ene unos ojos memorables? ¡Robert Gibbs!” Luego ordenó a su chofer: “¡A la casa de los Melbourne, de prisa!” —Si visita en persona a miss Elizabeth, puede despertar la ira del bombardero. Es mejor que le llame por teléfono —advirtió L. —Creo que tienes razón. ¡Ralph, vamos rápido a la casa hogar! Mi celular se ha quedado sin batería.
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En 1987 las tecnologías que hoy nos son tan familiares apenas se abrían camino. Recuerdo la primera computadora de L, una ZX Spectrum 128 con una aburrida pantalla monocromá�ca, capaz de recabar información del mundo gracias a la Internet Engineering Task Force. Un aparato de ese �po era muy caro, pero fue altamente redituable porque el chico lo usó para monitorear las bolsas de valores a nivel internacional. Siguiendo sus consejos, Wammy invir�ó en diversas acciones, y en poco �empo su fortuna creció como un pan con mucha levadura. De esa forma el pequeño correspondía sus favores. —¿Podría hablar con la señorita Melbourne, por favor? —dijo mi jefe al teléfono. Enseguida la dama estuvo en la línea. —¡Hola, señor Wammy! Me da mucho gusto escucharlo. ¿Cómo se encuentra? —Estoy bien. ¿Usted ya se siente mejor? —He tomado unos calmantes naturales que son una maravilla. Debería probarlos también. —Espero que no le moleste mi indiscreción, mas quisiera preguntarle algunas cosas sobre su guardia. —¿Va a darle trabajo? Ahora entiendo por qué nos dejó. —¿El señor Gibbs se marchó? —Sí. El martes fue su último día con nosotros, pero renunció desde el sábado. Es una lástima perderlo, sin embargo me alegra que ahora cuide de usted. —En realidad llamo para advertirle que tenga cuidado con él. Mi detective privado sospecha que tuvo algo que ver con los bombazos. Debe extremar precauciones. —Gracias por preocuparse, es usted muy gentil. ¿Cuándo viene a tocar otra vez? —Me temo que por ahora no será posible. —Qué lástima. Bueno, aprecio su atención. Hasta luego. Quillsh se aflojó el nudo de la corbata; sentía que el mundo era una selva llena de fieras sueltas. Fue a informarle a L lo de la partida de Gibbs, y luego me pidió que me quedara en su casa. Ya en la mansión, me sirvió una copa de un excelente vino y un plato con bocadillos. Mientras jugábamos ajedrez, me puso al tanto de las novedades. Evidentemente estaba muy alterado, pues de otro modo yo no habría podido ganarle la partida. —Hay algo más que me �ene compungido —confesó, mientras guardaba las piezas. —¿Qué ocurre, Quillsh? —Sospecho que Law no es la madre de L. —¿Por qué piensas eso? —No parece esforzarse por hallarlo. Si yo fuera ella, ya habría contactado con todos los orfanatos del mundo. —Puede haber muerto. —No quiero ni pensarlo, no soportaría ver sufrir al pequeño. Creo que lo quiero demasiado. Yo enrojecí de envidia, pero traté de disimularlo bebiendo mucho vino. —No es bueno que te involucres tanto con él. Es un desequilibrado.
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—Eso es justamente lo que me preocupa, Roger: me queda la impresión de que Law le soltó un montón de datos extravagantes para hacerlo quedar como un loco. ¿Te mencioné que el suéter con la L bordada era rosa? —¡Diantres! ¿Qué madre en su sano juicio vestiría a su varón con ese color? —La ropa que le daban siempre era usada. —Tal vez eran muy pobres. —Sí tenían dinero: compraban libros importados y discos. Pienso que más bien reciclaban sus prendas de la infancia. La L debieron coserla para identificar el suéter de Law. —Eso no es cruel, muchas familias lo hacen. —¿Y qué me dices de la visita a las pirámides? ¿Una buena madre expondría a un niño enfermo al inclemente sol del desierto? —Es verdad. O quería dañarlo, o el padecimiento era inventado. —Así es. Y aunque todas esas mentiras sirvieran para protegerlo, ¿por qué no mejor le contrataron un guardaespaldas? De ese modo no lo habrían condenado a una infancia oscura. También sospecho que Lorenzo es el padre de L. —¿Cuál Lorenzo? ¿El secuestrador? —Ese mismo. ¿Por qué otro motivo lo robaría? —Quizá quería pedir rescate. —Le compraba juguetes caros y buena comida; más que un raptor parecía su papá. —Tal vez está confundido. Los borrachos imaginan cosas. —Hay otro detalle que me hace pensar en un parentesco: cuando Lorenzo fue por el chico a Joy Farm, pudo llevárselo sin mostrar ningún documento. —Seguro les urgía deshacerse de él. La simpatía no es su fuerte. —En ese caso podrían haberlo expulsado antes. Yo sospecho que entre ambos hay una gran semejanza física. —¿Y cómo fue que L se dejó llevar, si peleando es una fiera? —Le tuvieron que inyectar un sedante. El narcótico no le hizo efecto, pero fingió que estaba dormido para evitar que le pusieran otra dosis. Una vez en el carro de Lorenzo, quebró el cristal y se escapó. En ese momento el reloj tocó doce campanadas. El tiempo se nos había ido como humo. —Ahora vamos a descansar, Roger. Todo lo que hablamos lo mantendremos entre tú y yo. Mañana llamaré a los principales diarios y revistas japonesas para insertar un anuncio que diga: “El niño que habla francés y vive en Disneylandia”.
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Go to freedom, en inglés.
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Buenos días, Wammy-San! —saludó L a su protector cuando lo vio de nuevo. —Noto que has estado leyendo sobre honoríficos japoneses, pequeño —respondió el caballero. —Ya terminé todos los libros, y descubrí muchas cosas interesantes. Estoy ansioso por mostrarle mi progreso. —Será después, porque pasaremos este sábado disfrutando de un picnic en el campo, y nos vamos a divertir mucho estallando bombas. El inventor y su protegido recorrieron las �endas de químicos de Winchester, adquiriendo materiales y cotejando las facturas con la que ya tenían. Nadie recordaba haberle vendido ingredientes peligrosos a un hombre guapo, y menos a un alcohólico; con seguridad, esa compra se había efectuado fuera del distrito. Después se dirigieron a un área arbolada, donde Wammy tendió una manta y dispuso deliciosos postres y bebidas. —Dime una cosa, pequeño. ¿Lorenzo se parecía a ti aunque fuera un poquito? —Tenía ojos grandes y una nariz similar a la mía, pero él es feo y yo soy lindo. En ese instante, un mas�n saltó de entre los arbustos y pasó corriendo junto a ellos. —¿Ya adivinó por qué me creían ladrón, Wammy-San? —Había olvidado eso. ¿Por qué fue? —Es sencillo: memoricé el nombre, aspecto y domicilio de todos los perros de la zona; de ese modo, si veía a uno fuera de su casa, era fácil capturarlo y devolverlo. Lo malo fue que mi eficiencia les pareció sospechosa. —Eres en verdad asombroso. Cuando terminaron de comer, se internaron hasta lo más profundo del bosque y empezaron a armar el explosivo. —Vamos a crear algo muy pequeño, porque no quiero exponerte —explicó el adulto—. Sólo necesito averiguar qué tan complicada es la fabricación. —Hagámoslo discretamente, porque sospecho que nos siguen. —¿Y por qué no lo dijiste antes? —Ya estaba usted demasiado nervioso. Además no estoy seguro, es sólo una impresión. —Saca el rifle que tengo en esa maleta. Te voy a enseñar a usarlo. Quillsh escribió al respecto: “Al mirar a L cargando mi arma tuve una agradable sensación de ternura. Sabía que con su gran inteligencia podía conver�rse en un ángel o un demonio, dependiendo de cómo fuera encauzado. Entonces comprendí que ya confiaba totalmente en él, y hasta lo consideraba un hijo a quien quería transmi�rle toda mi experiencia. Su puntería era buena, pero odiaba los ruidos fuertes; cuando ac�vamos la bomba, se estremeció un poco, pero después se acercó para ver cómo ardía.” Ansiaba opacar al detective, así que aproveché su ausencia para investigar por mi cuenta. Me dirigí a los registros civiles, y encontré que estaban inscritas tres personas llamadas Robert Gibbs y otras dos que respondían al nombre de Leopold Blummer, pero por sus edades no podían ser el sujeto que buscábamos. Sobre Lorenzo no existían datos. Cuando volví, la cocinera me informó que no habíamos recibido ninguna llamada. Esperábamos que algún nipón comprendiera el sentido de nuestro anuncio y se comunicara, pero me sentía muy nervioso por tener que recitar la frase que mi jefe
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me había enseñado: “Watashitachiha, anata no tenwabangō o kiroku gengo no anata no intapurita sugu ni anata o yobidashimasu”.2 Lo bueno fue que nadie usó nuestro número para hacer bromas, tal vez porque parecía que quienes se mofaban éramos nosotros. El resto de la tarde lo pasé en el circo en compañía de los muchachos; aunque a veces tiraban la pelota sobre mis plantas, ya me había encariñado con ellos. Por momentos pensaba en solicitar dirigirlos, pero también guardaba la esperanza de que mi jefe me llevara con él cuando volviera a Londres. Sin embargo, yo sabía que mientras L estuviera disponible preferiría su compañía, así que para desquitar mi enojo desaparecí algunas piezas de los rompecabezas de mi rival. Cuando el gran inventor volvió de su paseo, exclamó con satisfacción: —¡A que no adivinas quien condujo el coche de regreso, Roger! —No tengo ni idea —mentí. —Fue L, y también aprendió a disparar y a fabricar bombas. —Bueno, si es tan hábil, tal vez convenga mandarlo a estudiar al extranjero. —No será necesario: voy a contratar para él y los chicos los mejores profesores particulares. El lunes comenzará a venir un maestro de idiomas. —Qué bien, porque he estado muy nervioso con lo de la llamada, que por cierto, no recibimos. Pasando a otro tema, he esclarecido algo sobre nuestros enemigos —declaré con orgullo. —¿Qué averiguaste? —No nacieron aquí o usan seudónimos, y en las comisarías me informaron que nunca ha trabajado con ellos nadie llamado Lorenzo. —Ya me parecía raro que un alcohólico fuera policía. —También descubrí otra cosa interesante: Law significa ley en español. —¡Entonces la mujer del retrato podría ser la madre de L! ¿Sabes? he tomado la decisión de hablarle con la verdad. ¿Dónde se metió? —Parece que fue a su cuarto. Quillsh subió a la planta alta para ver a su protegido, y lo encontró recortando un pedazo de cartón blanco. —¿Qué haces?—le preguntó, acuclillándose a su lado. —Fabrico mis propios rompecabezas. Así puedo reemplazar fácilmente las piezas que Roger me robe. —No entiendo por qué se tienen tan mala voluntad, pero hablaremos de eso después; ahora debemos tratar un asunto más importante. —Escucho. —¿Qué harías si tu padre estuviera vivo? —Está muerto. No tiene caso pensar en eso. —¿Has considerado la posibilidad de que tu mamá te haya engañado? —Ella no me traicionaría; ahora estoy más seguro que nunca. ¿Recuerda que no quiso escuchar sobre mis descubrimientos, Mr. Wammy? —Sólo quería que al menos por unas horas te relajaras. Cuéntamelo ahora. L corrió a alcanzar su cuaderno y lo abrió en una página llena de kanjis.
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—Mire aquí: La palabra Disneylandia en japonés se escribe con el sistema katakana 3, por lo que se podría pensar que es sólo un montón de sonidos; pero si cotejamos los símbolos con los trazos que les dieron origen, podemos encontrar una serie de elementos que parecen describir una dirección4. Me inclino a pensar que se trata del número 21 de la calle Aldo Moro en San Buono, Italia. ¿Ya lo ve? Mamá nunca ha men�do, sólo hablaba en clave. Wammy se frotó la frente con ansiedad y suspiró muy profundo. —Escúchame, pequeño: ni tu madre se llama Law ni tú te llamas L —declaró mientras dibujaba un nuevo kanji.5 —¡Qué signo tan curioso! Tiene una ele al final —observó el chico. —Este es el ideograma con que se escribe “Rei”, y suena parecido a “Ley”, que en español equivale a Law. Es un código: tu mamá se llama Rei. — Pero mi nombre sí es L, ella me lo juró. —No lo creo. El bordado original debió contener el ideograma completo, pero por algún motivo la primera parte se descosió. Ese suéter era femenino y debió pertenecer a tu madre, quien todo el tiempo se ha burlado de ti. L se quedó petrificado un momento, pero luego se llenó de cólera. —¡No es cierto! ¿Cómo se atreve a decir eso? ¡Veo que me equivoqué con usted, Mr. Wammy! ¡Es una persona despreciable! El niño se echó a correr hacia la puerta, pero Quillsh consiguió cogerlo de un brazo. —No quiero lastimarte, pero es injusto que vivas engañado. Debes saber que pusimos un mensaje sobre ti en los medios de Japón y nadie nos ha contactado. La criatura salió de la habitación a toda prisa tras morder la mano de mi jefe. En ese instante sonó el teléfono, y al atenderlo me sorprendí tanto que grité: ¡Llamada de Japón! Entonces L rodó por las escaleras y se desmayó. La madrugada la pasamos en el hospital. Quillsh requirió atención médica también, pues su salud se había visto deteriorada por tantos sobresaltos. Los galenos no lograban hacer que el niño recobrara el conocimiento, pero cuando les dije que llevaba al menos siete días sin dormir, lo dejaron en paz. De todas formas debía reposar, porque tenía un esguince en el tobillo. Ya en casa, contactamos a la compañía de teléfonos, y pudimos averiguar que la misteriosa llamada provenía de Suita, concretamente del Osaka University Hospital. La había hecho una mujer, quien antes de dejarme recitarle mi frase, sollozó y colgó. Originalmente sería mi jefe quien se encargara del asunto, pero no quería apartarse de su protegido, así que ese mismo día, abordé un avión rumbo a Japón. Afortunadamente me acompañaba el maestro Peter Salvin, quien me serviría de intérprete. Él era un tipo agradable, acostumbrado a moverse por el mundo; sin su ayuda, me habría perdido sin remedio. Nos tomó más de doce horas pisar Tokio, y llegamos muy cansados, así que decidimos dormir allí. Ese mismo domingo sucedieron los bombazos de Enniskillen, que dejaron once personas muertas y otras sesenta y tres heridas durante una ceremonia para conmemorar a militares británicos muertos durante la guerra. Aunque el atentado fue en Irlanda
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del norte, Quillsh no pudo dejar de relacionarlo con lo ocurrido en Winchester. ¡Era una lástima que L estuviera fuera de servicio! Ya quería verlo despertar, pero a la vez tenía mucho miedo de su reacción, pues tal vez se marchara para siempre. Lo conocía de apenas una semana, mas ya no se imaginaba la vida sin él. Cuando por fin estuvimos en Osaka, quedé impactado por la modernidad y belleza de la ciudad. Yo jamás había salido de mi país, pero Salvin ya había andado por esa metrópoli en varias ocasiones, y no le fue difícil llevarme hasta el hospital de la universidad. El complejo brillaba por su limpieza y estaba repleto de gente que se movía con sincronía y eficacia. Nos dirigimos a la oficina de informes y planteamos nuestro caso a una enfermera de edad avanzada, quien nos respondió que durante la madrugada en que se hizo la llamada estuvieron de guardia una docena de enfermeras, incluyendo practicantes. Solicitamos permiso para interrogar a las chicas, pero la anciana se negó, alegando que no éramos policías y simplemente se comprometió a investigar el asunto para castigar a la responsable de lo que consideraba una broma. Me encaminé a la salida, decepcionado por haber recorrido un camino tan largo para nada, pero Peter me indicó que nos quedáramos un rato más, únicamente para observar. Era como tratar de hallar una aguja en un pajar; cualquiera de las mujeres podía ser la madre de L. Entonces traté de pensar como el detective: si la llamada la habíamos recibido después de las nueve, del otro lado debían ser alrededor de las cinco. Las enfermeras que trabajaran a esa hora iniciarían su turno aproximadamente a las ocho de la noche. Le dije a Salvin que fuéramos a turistear para volver al anochecer, y me sentí muy orgulloso cuando él elogió mi razonamiento. Mientras tanto, en Wammy’s House, L despertaba. Quillsh se apresuró a ponerle una compresa de hielo en el tobillo, pero el niño ni se inmutó. Sus enormes ojos abiertos eran el único signo de que estaba consciente. —¿Cómo te sientes? —preguntó su cuidador, pero no obtuvo respuesta, así que decidió afrontar la situación con sinceridad: —Tienes todo el derecho a estar enojado. Siento mucho haber hablado mal de tu madre. Si lo deseas, jamás volveré a mencionar el asunto, pero por favor no te vayas. Estando solo correrás muchos peligros, y no quiero que nada malo te pase. Esta institución es tu hogar y puedes quedarte cuanto gustes. Si no soportas verme aquí, yo volveré a Londres, sólo pídelo. Durante el discurso, L no reaccionó, pero al final el sinvergüenza se atrevió a preguntar: —¿Puedo solicitar que Mr. Ruvie se vaya? Pese a su discordia, Quillsh se alegró mucho de oírlo hablar. —Sin Roger te aburrirías mucho. ¿Acaso no es divertido fastidiarlo? —Tiene usted razón, Wammy-San. Por cierto, permítame disculparme también. No debí haberlo lastimado. —Eso ya quedó en el pasado. ¿Volvemos a ser amigos? —Claro. Aprecio su hones�dad para decir las cosas, aunque no siempre tenga razón.
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—De ahora en adelante seguiremos la investigación como tú lo indiques. —Gracias. Concentrémonos en localizar a Lorenzo. Tal vez él nos conduzca a mamá y a Mr. Gibbs. —Roger está ahora en Osaka investigando lo de la llamada. —Ese tonto no averiguará nada. Debimos haber ido nosotros. —Cuando estés bien viajaremos a donde quieras. Te lo prometo. Odio admitirlo, pero L tenía razón: fallé miserablemente. Cuando regresamos al sanatorio, estuvimos observando a las enfermeras, que fueron entrando una a una sin detenerse a mirarnos. Al final, llegó una chica muy bajita, la cual tenía un semblante de tristeza que me hizo pensar en la mujer que sollozaba, así que le pedí a Salvin que la llamara, pero ella indicó mediante señas que llevaba prisa y desapareció en una oficina. Seguramente la incomodamos, porque enseguida un guardia nos desalojó del lugar. Renuncié a esperarla a la salida porque era fea, y L había dicho que su madre era preciosa. Debí haber insis�do. Pasamos todo el martes recorriendo concurridos centros comerciales, preguntando por mujeres que compraran discos de Clapton, pero en todos lados nos tacharon de locos. De regreso al hotel se nos ocurrió buscar en la guía telefónica ciudadanas llamadas Rei, y descubrimos que no nos habría alcanzado la vida para telefonear a todas. En cambio, nuestros camaradas tuvieron una jornada muy productiva: L estuvo observando fotos y mapas, tratando de reconstruir la ruta que su madre y él siguieran en su huída, mientras Wammy investigaba sobre Michael Jackson. —Hace casi dos meses el cantante estuvo en Japón, concretamente en Yokohama —informó el inventor. —Sería extraño que mamá supiera de ese concierto con cinco años de anticipación, pero no es imposible. —Puede tener contacto con el artista. Tal vez uno de sus representantes era tu papá. —Necesitamos datos más concretos. Quillsh siguió manejando el ordenador en silencio, pero después de un rato se atrevió a preguntar: —¿Crees que Rei es la chica de la caricatura? —Hay una posibilidad muy alta de que lo sea; de hecho, debí razonarlo antes. Pero es seguro que posó para ese retrato sólo por amistad. Mamá era una mujer íntegra, y jamás se habría involucrado con un tipo como Lorenzo. Pasando a otro tema, ¿ha sabido algo de miss Elizabeth? —Me aterra buscarla. —Debería al menos llamarle. Wammy trató de comunicarse con la dama, mas nadie atendió la línea. Lo siguió intentando muchas veces a lo largo de la tarde, con igual resultado, así que decidió que al día siguiente iría a verla personalmente.
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Para ese entonces, ya se sabía que las muertes del memorial habían sido responsabilidad del IRA 6 , y las autoridades estaban muy atentas para evitar que continuara el terrorismo. En Winchester también se desplegó un operativo de seguridad, así que la gente estaba confiada aunque fuera miércoles. Quillsh Wammy andaba por las tiendas del centro de la ciudad buscando un regalo para su amada, cuando vio de repente un anuncio con la foto de ella: Elizabeth daría un concierto en el foro cultural ese mismo día a la 1:00 P.M. El caballero se sintió muy desconcertado por no haber sido invitado, y al mirar su reloj descubrió que ya pasaba de la hora. Ralph metió el acelerador a fondo para recuperar el tiempo perdido, pero la calle que desembocaba al sitio era de un sólo sentido, y se les puso adelante un carro que avanzaba muy despacio. El escenario se ubicaba dentro de un patio pequeño con un cancel que permitía visibilidad desde el exterior. Quillsh notó que el público llenaba todos los asientos, pero nadie tocaba, y pensó que tal vez la pianista había hecho un intermedio. Justo frente al teatro, el auto que los precedía frenó, y su conductor lanzó una granada. Una nube de gases lacrimógenos envolvió la escena, mientras los presentes empezaban a correr. Ralph logró subir los vidrios a tiempo para evitar el humo, pero Quillsh abandonó el vehículo y se precipitó en el desastre, gritando el nombre de Elizabeth hasta desmayarse. Cuando despertó, se hallaba en la mansión de los leones, conectado a un tanque de oxígeno. —Su chica no estuvo en el ataque, Wammy-San —le espetó L. —¿Dónde me encuentro? ¿En el orfanato? —No. Esta es su casa. Ambos sobrevivimos a un atentado. —¿Y Elizabeth? ¿Dónde está? —Sólo se que no llegó al recital. —¿Qué pasó con el público? —Nadie murió, porque el terrorista usó un arma poco destructiva. El teatro se contaminó, pero no ardió. —Su carro era un Volkswagen Gol blanco, lo malo es que no me fijé en las placas. —¿Pudo ver si era Gibbs o el cojo? —No tuve tiempo, el tipo huyó como alma que lleva el diablo. En ese momento entró Ralph con una bandeja llena de medicamentos. —Qué bueno que ya despierta, Mr. Wammy: es hora de sus colirios. Hoy seré su enfermero —rio el chofer. Los adultos procedieron con el tratamiento, y luego se dispusieron a dormir. L se quedó toda la noche leyendo en un rincón de la habitación. En Osaka nos estábamos quedando sin ideas. Peter fingió un agudo dolor para que lo hospitalizaran, pero como era muy mal actor lo único que conseguimos fue una caja de aspirinas. Luego le pedí a mi compañero que me machacara un dedo, mas él terminó fracturándomelo, y entonces sí que nos atendieron, aunque de mala gana. Una vez entablillado, conseguí infiltrarme en la oficina donde estaban las listas de asistencia, pero como eran muchas, opté por llevarle sólo la mitad a mi compañero, quien al traducirlas descubrió que eran del equipo de varones.
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Fue necesario idear otra estrategia estúpida: pedimos que entregaran un paquete de comida al hospital a nombre de Rei, pero el telefonista nos pidió también un apellido, y Peter dijo “Toriyama”, porque fue lo primero que se le ocurrió. No contábamos con que el repartidor anunciaría el paquete sólo por el apellido, y un doctor gordo saldría a recibirlo. Tuvimos que retirarnos heridos y derrotados. En Inglaterra también padecían. Wammy había recurrido al sargento Collingwood para localizar a su amada, y éste averiguó que la residencia Melbourne estaba sola desde el domingo. Un cateo reveló que las cosas personales de Thomas ya no estaban, pero las de su sobrina sí, mas no había signos de robo o forcejeo. Los miembros de la servidumbre afirmaron que habían sido liquidados sorpresivamente desde el sábado. Para empeorar todo, el padre de Quillsh sufrió un infarto y se encontraba en cuidados intensivos. Las lágrimas traicionaron al gran inventor. —Parece que estoy condenado a perder lo que amo —sollozó. —Tranquilícese, Wammy-San. Mientras no estemos muertos, estamos vivos. Tiene que ponerse bien para que pueda visitar a su papá —le aconsejó L. —En cuanto vuelva Roger iré a Londres, y me gustaría que tú te encargaras de lo de Elizabeth. Pero por favor, cuida tu tobillo y abstente de locuras. En ese momento tocaron a la puerta y gritaron: “¡Policía!” El chiquillo se escondió bajo la cama mientras Ralph iba a abrir. Quillsh fue también a ver qué pasaba y se sorprendió mucho al ver un caballo negro paseando por su jardín. —¿Qué hace este animal aquí? —exclamó. —Eso mismo queremos saber. Fue robado ayer por la tarde —respondió un oficial. —Entonces devuélvalo. Si es necesario, pagaré una multa. Tengo demasiados problemas para preocuparme por algo tan absurdo. Wammy elaboró un cheque y volvió al interior. Su protegido se le quedó mirando con cara de arrepentimiento. —¿Qué hiciste ahora, pequeño? —Lo iba a regresar, lo juro. —¡Conque te gusta montar! —Apenas ayer aprendí. No quisiera causarle otro disgusto, pero si vamos a Wammy’s House comprenderá lo que pasó. L no exageraba: la casa hogar estaba hecha un asco. Los niños habían vertido alquitrán con plumas por todas partes, y no terminaban de lavar las manchas. Cuando Clara la cocinera me vio entrar, exclamó: —¡Al fin vuelve, señor Ruvie! Parece que sólo usted puede mantener quietos a estos salvajes. Los huérfanos me miraron avergonzados, y me ayudaron a llevar mis maletas a mi cuarto. Cuando me explicaron que todo el desastre lo habían causado persiguiendo a su enemigo, les dije que no los castigaría, pero debíamos apurarnos a limpiar antes de que Quillsh regresara; sin embargo, no hubo tiempo para nada, pues en ese justo momento llegó mi jefe acompañado del detective.
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—¿Ya lo ve, Wammy-San? —señaló L—. Conseguí golpear sólo a cinco, porque nada más pude usar una pierna, y los otros me alcanzaron en la calle. Para salvarme tuve que tomar prestado el caballo. Los acusados corrieron a esconderse en sus habitaciones. Yo me acerqué a mi amigo y le di un abrazo. —¿Cómo te encuentras, Quillsh? Supe lo del centro cultural. —Eso no fue nada. Mi padre está muy grave y Elizabeth desapareció. —¡Pero si ella se lo ha pasado de lo lindo! —reí. —¿Qué dices? —¡Me la encontré en Osaka! ¡Asistió al concierto de Clapton del lunes pasado! Expliqué que mientras hacíamos fila para comprar los boletos de regreso, a la mujer que estaba adelante de nosotros se le cayeron sus monedas, y al devolvérselas, Peter se dio cuenta de que ella era miss Melbourne, a quien conocía gracias a su sobrina pianista. Durante el vuelo, estuvieron platicando sobre el nuevo atentado. Yo estaba sorprendido de que ya se supiera a nivel internacional, pero ella me explicó que un reportero había rondado por Winchester desde el incidente de Delight. En cuanto terminó de oír el final de mi relato, Quillsh subió a su auto y condujo él mismo hacia la casa de la pianista. L no trató de detenerlo, sino que se desplazó a saltos hasta la cocina y me dijo: “¿Podría traerme mis libros, por favor? Hoy estudiaré aquí.” No pude negarme, pues después de todo, él seguía lesionado. Al abrir la puerta de su habitación, una cubeta con agua helada me cayó en la cabeza, y al entrar, me encontré patinando sobre jabón. Había caído en la trampa que los chicos prepararon para él. Mientras tanto, Elizabeth preparaba un café para Quillsh. —Espero que sepa rico, ya ve que no tengo servidumbre. Ahora que voy a encargarme de todo, prefiero contratar gente de confianza. —El señor Thomas merecía descansar. Qué bueno que por fin decidió retirarse —comentó el caballero. —Exacto. Todos vamos a entrar en una nueva era. —¿Puedo preguntarle algo, señorita? —Por supuesto, amigo, siempre y cuando no toquemos temas molestos. Por fin nos hemos reunido y sería un desperdicio hablar de cosas tristes. —Perdone la cuestión, pero, ¿por qué no me invitó a su concierto? —¡Oh, discúlpeme! Estaba tan emocionada por ver a Clapton que todo lo demás se me olvidó. —¿Es usted su fan? —¿Quién no lo es? —De habérmelo dicho antes, no habría necesitado ir hasta Japón. Yo tengo boletos para la función de Dunsfold. —¿De verdad? ¡No me importaría verlo dos veces! —Nada me gustaría más que ir acompañado de usted —declaró Quillsh, sonrojándose.
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La dama se puso seria y acomodó su cabello con nerviosismo. Mi jefe la miró profundamente y se levantó del sofá. —Señorita Melbourne, yo… ¡Yo la amo! —declaró, y huyo llevándose la taza de café.
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l siguiente fin de semana, tras desayunar, Quillsh partió a Londres en compañía de Ralph. L y yo agitamos nuestras manos desde el cancel hasta que el coche desapareció. —¿Podría responderme una cosa, Mr. Ruvie? —me dijo, mientras volvíamos al interior del hospicio. —¿Por qué debería hacerlo, alimaña? —Conviene hacer una tregua, al menos hasta que la salud de Mr. Wammy mejore. —Estoy de acuerdo. ¿Qué querías preguntarme? —¿Usted sabe por qué miss Elizabeth no se presentó a su recital? —Dijo que su vuelo de regreso fue cancelado. ¿Por qué lo preguntas? —Y cuando usted se la topó ella estaba comprando un boleto, ¿verdad? —Sí. ¿Y eso qué importa? —Hasta donde se, cuando un vuelo es anulado, no hay que volver a pagar. La aerolínea se encarga de acomodar gratuitamente al pasajero en otro avión, ¿no es así? —Cierto. ¿Qué insinúas? —Que la pianista sabía lo que iba a pasar y se quedó allá para protegerse. Incluso es probable que sepa quién está tras ella. —No se lo vayas a decir a Mr. Wammy. Ha sufrido tanto últimamente. —Es necesario que se entere, él es el único que puede interrogarla. —Pero por el momento no quiere volver a verla. Está tan apenado por lo de su confesión. —Ya se le pasará. —Por cierto, ¿quieres saber lo que hice en Osaka? —No, voy a evitarle una humillación. Estamos en tregua. Edward Wammy era atendido en el mejor hospital de Inglaterra. Su cuarto parecía una suite de lujo, y los especialistas lo cuidaban con esmero. Quillsh lo encontró recién bañado cuando entró a verlo. —Hola, papá. ¿Cómo te sientes? El anciano, que se había encontrado muy bien, cambió su expresión por una de malestar. —¿Por fin te has acordado que existo? —Por favor, señor, recuerde que no debe alterarse —intervino una enfermera. —Déjenos a solas. Esto es un asunto entre padre e hijo —replicó el gruñón. La asistente desapareció, no sin antes anunciar que tenían sólo diez minutos para conversar. —He esperado tanto para que vinieras, y ya casi te tienes que ir. —Lo siento, papá. No podía dejar el orfanato solo. —¡Ahora resulta que esos bastardos son más importantes que tu padre! Quillsh agachó la cabeza. Estaba acostumbrado a esas escenas.
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—Qué triste es terminar mis días así, sabiendo que mi fortuna va a terminar en manos de sucios huérfanos, porque los ineptos de mis hijos no fueron capaces de continuar el linaje —prosiguió Edward. —Por favor respeta la memoria de Victoria. —¡Estoy diciendo la verdad! Hasta las personas más miserables pueden casarse y echar bebés al mundo, pero mis hijos no. Yo tengo que morirme sin nietos. Su primogénito siguió en silencio, resistiendo las ofensas. —¡Y como siempre, no dices nada! ¡Pues claro, qué vas a decir, si tú eres el culpable de mi soledad! Quillsh apretó el puño al escuchar sobre el asunto de Coventry, mas con�nuó callando. —Si de verdad te arrepintieras, me darías una nieta para recordar a tu madre, pero no contento con humillarme en lo social, ahora me hieres en lo empresarial. Ya supe que has dejado de ser el número uno en ventas. ¡Por tu culpa me ha dado el infarto! Su interlocutor ya no escuchó el resto de los insultos; su mente se escapó hacia aquel bosque en que enseñara a disparar a L, cuando sintió que estaba en familia. —Y encima de todo, me ignoras. Eres un malagradecido, ¿me escuchas? ¡Mal-a-gra-de-ci-do! La enfermera por fin volvió al oír el grito del anciano. Quillsh besó a su padre en la frente y se fue sin decir nada; tenía la sensación de haber despertado de un extraño pero excitante sueño para reintegrarse a una realidad gris. En Winchester se sentía un humano capaz de albergar esperanzas, pero en Londres era simplemente el estoico Mr. Wammy. Estuvo dando vueltas por las calles más importantes hasta que sus pasos lo llevaron a la estación King Cross, donde se detuvo a reflexionar. Cada persona que por allí circulaba le parecía más feliz que él mismo. Los primeros días que estuvimos sin nuestro benefactor los pasamos en santa paz; todos en Wammy’s House suspendimos las agresiones y pudimos disfrutar de las lecciones del profesor Salvin en forma grupal. Me sorprendió lo fácil que me resultaba aprender idiomas, así que empecé a traducir piezas musicales clásicas para formar un coro, idea que a los internos les encantó. Estuvimos tranquilos hasta una madrugada en que el pequeño detective se puso a revolver cosas. Yo estaba afuera arreglando el jardín, pero alcancé a oír el ruido. —¿Pero qué buscas a esta hora? —le pregunté. —Hoy es día de bombazos, y estoy seguro de que el objetivo será la residencia Melbourne. Necesito el número de miss Elizabeth para prevenirla. —¿Estás loco? ¡Son las cinco de la mañana! —Le prometí a Mr. Wammy que cuidaría de ella. —Está bien, le avisaremos, pero seré yo quien llame. El teléfono timbró muchas veces, hasta que una sirvienta lo levantó bostezando. Yo le hice la advertencia, y ella se limitó a decirme con fastidio que el guardia de seguridad se encargaría de todo. A lo lejos pude oír a Elizabeth preguntando adormilada quién hablaba, por lo que decidí colgar.
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—Al menos ya tiene otra vez servidumbre y protección —anuncié a L. —Pero si el vigilante es Gibbs, las cosas se complican. Tendré que ir a cuidar la casa. —Por muy dotado que seas, no puedes hacerlo todo tú solo ¿Qué te parece si esta vez nos apoyamos con la policía? L suspiró dándome la razón, así que marqué al jefe Collingwood, pero la línea estaba ocupada. Decidí reintentarlo una hora después, y entonces lo tuve al habla. Cuando dije que llamaba de parte de Mr. Wammy, Albert cambió su tono de preocupación por uno de amabilidad. —¿Qué necesita mi buen amigo? —La señorita Melbourne ya regresó, pero creemos que intentarán lastimarla. Collingwood guardó silencio un momento, y luego me dijo en voz baja: —Voy a confiarles un secreto: Elizabeth está justo ahora en la comisaría, declarando. —¿Pero qué pasó? Hace poco dormía en su casa. —Qué bueno que me lo dice, porque está acusada de portar una bomba. Por favor, señor Ruvie, venga y cuéntemelo todo. L quería acompañarme a ver al comandante, pero yo me rehusé. Como no había guardado el debido reposo, su tobillo continuaba hinchado. Finalmente logré convencerlo de quedarse al prometerle que le compraría un trozo de pastel de chocolate. Ya en la comandancia, Albert me hizo pasar a un cubículo privado. —Ahora sí, explíqueme de dónde surge su temor —solicitó. —Mr. Wammy contrató a un detective para que investigara los bombazos. —¿Es que acaso no confía en mi capacidad? —No es eso, más bien el detective está averiguando por su cuenta. —Me gustaría hablar con él entonces. Yo palidecí. Se me había ido la lengua. —Lo importante es que ha descubierto que los atentados tienen como objetivo perjudicar a miss Melbourne. Por eso, muy temprano llamé para advertirle. —¿A qué hora fue exactamente? —A eso de las cinco. Y ella estaba en casa, se lo aseguro. ¿Podría contarme eso de que es sospechosa? —Lo haré, si me promete que su detective me compartirá su información. Sintiéndome acorralado, se me ocurrió decir algo que resultaría profético: —Bueno, él es un investigador muy importante, y nadie sabe dónde se localiza con exactitud. Para mantenerse seguro, nunca exhibe su rostro. Todo lo hace por teléfono. —Collingwood me miró con escepticismo, así que no me quedó más que ceder—. Pero creo que si se lo pido hablará con usted. —Qué bueno, porque las circunstancias son cada vez más confusas. Verá: esta madrugada, uno de mis oficiales se dirigía a su casa, cuando vio una mujer caminando en la penumbra de un parque. Bajó de su auto para preguntarle si se hallaba bien, pero la dama echó a correr. Al seguirla notó que estaba armada y además cargaba una bomba, por lo que se lanzó sobre ella y logró quitarle el explosivo sin que estallara, pero resultó molido a pistoletazos.
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—¿Está muerto? —pregunté. —No, pero fue a parar al hospital con heridas considerables. Identificó a su agresora como Elizabeth Melbourne. —Creo que a nuestro detective le gustaría interrogarlo. —No puedo revelarle la identidad de mi elemento. De hecho, todo esto se mantendrá en secreto para evitar el pánico. —¿Puedo saber al menos en qué lugar ocurrió todo? —En el jardín que está a una cuadra de la residencia Melbourne. Pero bueno, Mr. Ruvie, no le quitaré más su tiempo. Por la señorita no debe preocuparse, pues ha solicitado refugiarse aquí todo el día; su llamada de advertencia no cayó en saco roto. Muchas gracias por ser un buen ciudadano. Las noticias eran tan excitantes, que volví al hospicio sin el regalo prometido y L se puso de mal humor. —No veo ningún pastel. Voy a tener que tomar medidas al respecto. —Te compraré triple ración si vienes ahora conmigo. El parque estará lleno de pistas que sólo un buen sabueso puede encontrar. —¿Me está llamando perro, Mr. Ruvie? —En realidad trataba de hacerte un cumplido. El chico se fue a poner su disfraz de niña mientras yo llamaba un taxi. Me reí a carcajadas cuando lo vi con su peluca de rizos blondos y vestido con holanes, pero él me ignoró y se alzó la falda para subirse al vehículo. —¡Te equivocaste, todavía no es carnaval —seguí mofándome. —Déjese de estupideces. No hago esto porque me guste, sino porque tengo que evitar que Lorenzo me reconozca. Callé al instante, comprendiendo que tenía razón; de su seguridad dependía mi amistad con Mr. Wammy. El lugar del incidente continuaba siendo vigilado por algunos policías. Era un parque de medianas dimensiones, rodeado de frondosos árboles y arbustos florales, con una cancha y juegos infantiles al centro. Había varios chiquillos jugando fútbol, junto a grupos de madres que conversaban mientras los cuidaban. Cargué a “la niña rubia” sobre mi espalda y empezamos a explorar. —No veo manchas de sangre por ningún lado —dije, tratando de hacerme el inteligente. —Es obvio que ya las fregaron. ¿Ve usted esa parte del piso que luce más limpia? Allí debió quedar tendido el agredido. L me pidió que fuéramos hacia la periferia del parque y diéramos algunas vueltas. —Mire allí, señor Ruvie —me dijo él, señalando unas huellas de neumáticos—. Aquí debió haber frenado el oficial, y lo hizo con violencia. En esta parte, los arbustos están muy crecidos. —¿Y eso qué indica? —Es difícil ver el interior del parque, y en la madrugada ha de ser imposible. De hecho, el farol que debe iluminar esta área se encuentra roto.
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El detective me pidió que lo bajara y se arrastró por el suelo. Unas señoras que pasaron por allí opinaron que eso no era propio de una damita, pero él las ignoró. Luego cogió algo pequeño y me lo mostró: —Es un pedazo de vidrio —explicó—. Ya deben haber barrido los demás trozos. Si se fija bien, está muy limpio, lo que hace pensar que el candil fue destruido recientemente. Yo me rasqué la cabeza, porque no entendía por dónde iba la cosa, y entonces él exclamó: “¡Retroceda de inmediato!”. Obedecí espantado, percatándome de que había estado parado sobre unas pequeñas manchas rojizas, casi imperceptibles por el polvo que las cubría. Mi acompañante escupió sobre ellas y las frotó con la orilla de su falda. —Necesito cambiarme urgentemente —dijo luego con cara de asco. Nos fuimos hacia una boutique cercana, donde le compré un vestido ridiculísimo de florecitas multicolores que él se puso sin abochornarse. Después tiramos el traje sucio en la basura y nos metimos en una cafetería. L se lavó las manos obsesivamente para abalanzarse sobre tres piezas de pastel con betún extra. —Creo que ya encontramos al bombardero enamorado —dijo sin dejar de comer —. Estoy noventa por ciento seguro de que es el policía herido. —Entonces hay que capturarlo. Visitemos todos los hospitales hasta dar con él. —No debe sospechar que ha sido descubierto. Todavía necesitamos saber si usa cómplices. —Pero ya sabemos que tiene a Gibbs y al cojo. —Puede que todos sean en realidad una sola persona; quizá se trate de un maestro del disfraz. —Acusémoslo ante la justicia, no debemos dejar que lastime a más inocentes. —Con eso no lograremos nada. Sus compañeros creen en él ciegamente, pues ni siquiera comprobaron su versión. —¿Y qué tal si tiene razón y es Elizabeth quien pone las bombas? —Esa teoría es absurda, es más que obvio que ese hombre quiere implicarla. ¿Cómo podría una simple pianista vencer a un policía? Además, todo en el parque indica que él mentía. Mi interlocutor me narró una reconstrucción de los hechos que encajaba con lo que habíamos encontrado: “Al terminar su turno nocturno, el uniformado abordó su carro y condujo rumbo a la casa de miss Elizabeth para poner el explosivo, pero tuvo que frenar bruscamente cuando alguien le salió al paso. El intruso sabía el camino más directo para ir de la comandancia a la residencia y preparó la escena con anticipación destrozando la lámpara; amparado por la oscuridad, encañonó al bombardero para hacer que bajara del auto, luego lo golpeó y le quitó el artefacto. El herido sangró un poco, mas no quedó inconsciente, así que siguió a su agresor hasta el centro del parque, pero como allí sí había iluminación, éste último se enfureció y trató de matarlo.” —Falta averiguar quién fue el atacante y para qué quería la bomba —señalé. —Lo único que sabemos es que tenía información sobre el oficial. Tal vez seguía las órdenes de alguien más. —Me va a estallar la cabeza con tantos sospechosos. Necesito una pausa.
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—Debemos aguardar hasta el siguiente miércoles. Con la paliza que se llevó, el policía pasará al menos tres semanas internado. Si los bombazos se detienen, podremos estar seguros de que trabaja solo. Mientras esperábamos sacar la verdad a la luz, nuestro líder le volvía la espalda a los problemas; había decidido no volver a Winchester y dejar a miss Melbourne por la paz. Me nombraría director del orfanato y se limitaría a enviar dinero para que L pudiera buscar a su familia. Simplemente borraría las últimas semanas de su vida y seguiría adelante… o eso pretendía, hasta que se topó con una humareda: la estación King Cross se quemaba incontrolablemente. Quillsh se frotó el rostro con angustia, pensando que las catástrofes lo seguirían a donde fuera. La noche del jueves cenábamos en Wammy’s House con la televisión encendida. Seguíamos los reportes sobre la tragedia en Londres, porque buscábamos determinar si tenía relación con nuestro caso. L le ponía kilos de mermelada a unas mantecadas mientras los demás lo observábamos con repugnancia. —El azúcar es para mí lo que la cocaína para Holmes —se limitó a afirmar. En ese momento empezó el programa de chismes de Bill Nell, y el detective se atragantó al escuchar que esa noche discutirían el caso de “Mr. Wammy el terrorista”. —Bienvenidos sean a esta nueva emisión —saludó el gordo conductor—. Esta noche tenemos información ardiente sobre un misterioso hombre que es considerado salvador de nuestra patria. Sí, ardiente es la palabra, pues últimamente se ha visto rodeado de incendios y bombazos. Tenemos fotos y videos de un reportero que le ha seguido los pasos, y no podrán creer lo que verán. No cambien de canal, que esto se pondrá ¡bomba! Al volver de comerciales, Bill estuvo reseñando el incidente de la fábrica Melbourne II y la destrucción de la biblioteca. Afirmó que ambos sucesos habían sido muy beneficiosos para Quillsh, e incluso habló de testigos que lo vieron sonriendo con placer frente a los lugares arruinados. Enseguida aparecieron fotos del auto en llamas, y el tipo declaró: “Para evitar sospechas, Mr. Wammy decidió fingir un atentado en su contra. Muchos vieron que su coche fue conducido de forma extraña antes de ser dejado en un callejón solitario, y curiosamente el chofer no estaba cuando estalló.” El locutor prosiguió diciendo que mi jefe había montado lo del centro cultural para hacerse el mártir y recuperar popularidad. Estábamos que echábamos chispas, pero aún no veíamos lo peor; a continuación fue transmitido un video en el que aparecía Quillsh enseñando a tirar a L y activando un explosivo. La grabación no era de mucha calidad, pero no quedaba duda de que eran ellos. “Estas imágenes muestran que Wammy’s House es en realidad un semillero de terroristas, donde inocentes son adiestrados para fines deshonestos”, escupió Nell. “Pero lo más indignante es que el muy maldito fue visto en King Cross dos días antes del fuego. Si él fue responsable de la tragedia, la justicia debe hacerlo pagar. Eso es todo por hoy. ¡No dejen de sintonizarnos mañana para descubrir más secretos de los famosos!” Allí terminó la transmisión, pero no el horror. Nos sentíamos sumamente indignados, y L hasta había retorcido su cuchara. Desde ese momento, el detective se
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la pasó conectado a internet, y la única vez que me habló fue para pedirme aparatos que impidieran rastrear nuestro número telefónico y un filtro para distorsionar la voz. Los otros internos y yo recibimos a los visitantes que el chisme nos acarreó con un coro de angelicales voces que desmentía los rumores. El difamado no había visto el programa, pero se enteró de su existencia cuando fue abordado por incontables reporteros. Dado que el teléfono y el timbre no dejaban de sonar, decidió refugiarse en el hospital junto a su padre; no podía ni siquiera comer fuera, pues extraños lo insultaban y trataban de agredirlo. La furia de la ciudadanía caía sobre él. Yo quería demostrar la inocencia de mi amigo lo antes posible, por lo que decidí investigar un asunto que L no había tocado: el destino del carro blanco del bombardero. En realidad se trataba de una cuestión tan elemental, que Collingwood ya lo había averiguado; cuando lo fui a visitar me contó que el vehículo pertenecía a los Brighton, una pareja de ancianos confiados, que nunca cerraban sus puertas. Como además se la pasaban durmiendo y botaban las llaves en cualquier lugar, frecuentemente eran víctimas de robo. En esa ocasión, el auto fue sustraído desde la madrugada, y un policía reportó hallarlo abandonado justo después del atentado. El delincuente fue muy cuidadoso, porque no dejó más pistas. Volví al orfanato orgulloso de mi iniciativa, y con sarcasmo le dije a L: “Parece que está de moda eso de tomar transportes prestados.” Él cortó mi informe de tajo: “Si se refiere al vehículo del criminal, le informo que ya lo había deducido. Ahora déjeme solo, que estoy en una misión importante.” Para olvidarme del sinsabor encendí la televisión, pero la apagué de inmediato, pues casi todos los programas hablaban del escándalo de Mr. Wammy. Mi pobre camarada se hallaba destrozado por ello. Anoto aquí sus pensamientos: “Dicen que en esta vida todos debemos tocar fondo, pero en esos momentos me parecía caer por un abismo infinito. De ser un ídolo, me había convertido en el criminal más aborrecible, condenado a terminar como un paria. Me acordé de L, a quien tanto quería, y me entristeció comprender que tarde o temprano lo perdería, pues después de todo, él precisaba era educación y recursos, no un viejo que lo retuviera para mitigar su soledad. En eso el teléfono interrumpió mis pensamientos, y literalmente salté al escuchar la voz del niño, quien sin saludarme siquiera me ordenaba que sintonizara el canal trece. En la pantalla apareció un acongojado Bill Nell retractándose de la información que había transmitido sobre mí; inclusive afirmaba que los videos eran falsos y suplicaba que lo perdonara por los daños causados. Cuando se terminó la disculpa, L me dijo: “Espero que le haya gustado. Cuando pueda, vuelva con nosotros”, y colgó. Yo salí volando a despedirme de mi padre: ya podía regresar a Winchester.
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n el orfanato saltamos de gusto al ver la derrota de Nell, aunque el responsable sólo esbozó una rara sonrisa y se fue a su cuarto. Yo subí a alcanzarlo. —Fuiste tú, ¿verdad? ¡Eso estuvo genial! —lo elogié. —En realidad fue trabajo en equipo. Usted tenía razón: uno no puede hacerlo todo sólo. Ahora tenemos que recompensar a quien me ayudó. —¿Cómo lo lograste? —Contacté a una espía que consiguió pruebas de que Nell engaña a su esposa. El punto aquí es que la conyugue dirige la televisora, y si se enterara de la traición, arrojaría a Bill a la calle. Le expliqué eso al conductor, así que fácilmente accedió a desdecirse… y bueno, también lo amenacé de muerte. —¡Pero eso es ilegal! —También lo es difamar a un inocente. Ojo por ojo. —¿Y no temes que tu informadora te traicione? —No lo hará si la ayudo a sacar a un amigo suyo de la cárcel. Por favor encárguese de contratar al mejor abogado para Tierry Morello —dijo el chico y me entregó una carpeta con los datos del preso. Alegué que no debíamos involucrarnos con gente de ese tipo, pero L ya no me escuchó: se había quedado profundamente dormido. A la mañana siguiente volví a su recamara para verificar que se encontrara bien, pero no lo encontré. Lo busqué por todos lados, hasta que al revisar el tejado lo hallé disfrutando de una leve lluvia. —¿Pero qué rayos haces? Al paso que vas, nunca sanarás. —Soy un niño normal, debo hacer travesuras. De repente, apareció a lo lejos el auto de Mr. Wammy y lo seguimos con la mirada hasta que se estacionó frente a nuestra puerta. —¡Hola, Wammy-San! —saludó L a gritos. —¿Por qué están allí arriba? —inquirió Quillsh. —Mr. Roger dijo que subiéramos a mirar el paisaje. Quise pellizcarlo, pero aún sin una pierna era muy rápido. Nuestro benefactor le entregó una muleta. —Como de todas formas no te quedas quieto, más vale que uses esto —le ordenó. A continuación los chiquillos se formaron para interpretar un bonito canto de Händel, y Quillsh les aplaudió muy entusiasmado. —Cuando me fui, esto era el infierno, pero se ha convertido en un auténtico paraíso. Recuérdame que te duplique el sueldo, Roger; en tus manos hasta los niños florecen. —El señor Ruvie no es tan tonto como parece —declaró L. Wammy reconvino al niño, pero yo lo defendí: —Perdónelo. Él tampoco es tan bruto como parece. Luego nos sentamos a desayunar todos juntos. En el aire flotaba un alivio que no habíamos sentido desde hacía tiempo, y todo se debía a nuestro líder, quien lucía renovado y jovial. —Veo que el viaje te sentó muy bien, a pesar de la difamación —le dije.
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—L me enseñó que en lugar de huir hay que tomar la situación en nuestras manos. Voy a cambiar lo que me hace sufrir. —Gracias a ese estúpido programa pudimos verificar que miss Elizabeth no mentía, al menos respecto al reportero —intervino el pequeño detective. Quise desviar el tema, pero mi jefe no lo permitió. —¿Cómo que ella miente? —En realidad preveía que atacarían el centro cultural y por eso se quedó en Japón. De hecho, sospecho que conoce muy bien al bombardero loco. Usted no lo sabe, pero fue citada a declarar como sospechosa de llevar explosivos y golpear a un policía. —¿Y por qué no me avisaron antes? —No tenía la entereza que posee ahora, Wammy-San. Lo bueno es que va a ir hoy mismo a buscar a miss Melbourne, ¿verdad? —Así es. Tocando fondo se adquiere impulso para salir a la superficie. El caballero sacó su enorme Dyna TAC 8000X para hacer una llamada. —Hola, habla Quillsh Wammy. Por favor dígale a su patrona que la espero afuera de la catedral a las cinco. Tal vez no quiera verme, pero necesito devolverle su taza —dijo a la sirvienta que lo atendió y colgó sin esperar respuesta. Mi amigo no quiso que nadie lo acompañara, pues consideraba la cita como una prueba de fortaleza; se había propuesto no deprimirse aunque Elizabeth no apareciera. Seguiría adelante, solo o acompañado, pero siempre avanzando. Un hombre desconocido apareció de repente por la iglesia, mirando a Wammy de arriba abajo, y luego se fue para volver acompañado de la hermosa dama. —¡Qué gusto verlo! —saludó la pianista. Mi jefe estrechó su mano con fuerza y luego preguntó, señalando al varón: —¿Y este muchachote, quién es? —Es Marshall, mi nuevo guardaespaldas —respondió ella. El guardia forzó una sonrisa, y Quillsh le devolvió un gesto similar. —¿Le gustaría ir al campo, señorita? Hoy hace un día espléndido. —Me encanta la idea. Vayamos en mi auto, Marshall conducirá. —Si no le molesta, quisiera hablar con usted a solas— dijo Wammy, ofreciéndole el brazo. El escolta iba a intervenir, pero mi amigo le cortó el brío—. No tema por la seguridad de su ama, que irá bien acompañada. Nadie se atrevería a meterse con Mr. Wammy el terrorista. Elizabeth se rio e indicó a su acompañante que los dejara, y ya dentro de la limusina de Quillsh, exclamó: —¡Menudo chisme el que inventó Nell! El caballero no respondió. Puso en el estéreo el álbum “August” para que Clapton hablara por ambos. Una vez en la foresta, la pareja caminó un rato, aún sin cruzar palabras, pero cuando la dama se detuvo junto a un arbusto de blancas margaritas, su acompañante bromeó: —¿Dónde está, señorita? ¿Cuál de todas es usted?
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Elizabeth se rio de un modo encantador, y mi amigo almacenó esa estampa en su memoria. Pensaba que aunque la perdiera, al menos se llevaba buenos momentos como recuerdo. Entonces se decidió a mostrarle la taza y le dijo: —Necesitaba regresársela, y quisiera que conservara también las palabras que dije antes de llevármela. ¡Sí que había cogido valor! Ese era el verdadero Quillsh Wammy. —¿Se refiere al “te amo”? —preguntó ella, cogiendo la porcelana. —Así es. Disculpe que me enamorara de usted, pero no lo pude evitar; es la mujer perfecta. Miss Melbourne dejó caer el traste, y éste se hizo pedazos. —Voy a darte algo que sí quiero que me devuelvas —anunció, y lentamente se acercó al caballero para besarlo. Cuando sus labios se separaron, mi amigo la estrechó entre sus brazos y repitió la caricia. —¿Entonces tú también me amas? —preguntó él. —Es imposible no hacerlo. Eres el hombre perfecto. Los tortolitos estuvieron caminando abrazados entre las flores, sin decir nada más, hasta que Quillsh rompió de nuevo el silencio. —Querida Elizabeth: si vamos a estar juntos necesito que seas muy sincera conmigo. —Siempre lo he sido. —Dime la verdad, ¿sabías que habría un bombazo en tu recital? La pianista se puso más pálida de lo que ya era y soltó la mano de su novio. —No tengas miedo de decírmelo. Necesito saberlo para protegerte —la tranquilizó Wammy. La dama lo aceptó: sospechaba que los ataques iban dirigidos hacia su persona y había decidido poner una carnada para comprobarlo. Quillsh la regañó por haber expuesto a gente inocente, pero ella se defendió alegando que el lugar elegido estaba abierto, lo que impediría que las víctimas quedaran atrapadas. —No todas las mujeres bonitas son estúpidas —arguyó. —Jamás insinué eso, mas no vale la pena que nos enojemos por algo que de todas formas ya pasó. Mejor respóndeme otra cosa… —De haber sabido que vendría a un interrogatorio, habría traído a mi abogado. Mi jefe la abrazó con ternura y acarició su largo y lacio cabello. —No me importa si cometiste errores. Sólo quiero que te dejes ayudar. Ella asintió y lo besó en la mejilla. Su novio retomó la pregunta: —¿Golpeaste al hombre de Collingwood, o lo mandaste golpear? —Le pedí a Marshall que lo castigara, porque era la única forma de quitármelo de encima. —¿Lo conoces? —Sí. Ese tipo perseguía a una amiga con la que viví en España. Debido a su profesión nadie creía nuestras denuncias, por lo que mi compañera decidió mandar que lo apalearan, y sólo así la dejó en paz. Después descubrimos que era un pobre alcohólico
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que había perdido a su esposa e hijos en un accidente, y se dedicaba a acosar a personas que le recordaran a los fallecidos. —¿Por casualidad se llama Lorenzo? —La verdad no se, todos lo conocíamos como “el cojo”. A ver, ahora tú explícame cómo es que sabes esas cosas. —Tengo al mejor detective del mundo trabajando para mí. Me encantaría presentártelo: es un niño genio. —¿Es uno de tus huérfanos? —Sí, aunque posiblemente encontrará a sus padres pronto. —No deberías confiar asuntos tan serios a un crío. Si en verdad es superdotado, ¿por qué no lo envías al colegio especial que abrieron en Boston? —No será necesario; convertiré Wammy’s House en una escuela para grandes intelectos. —Tú y yo somos personas de alcurnia, querido, y debemos frecuentar gente como nosotros. Los huérfanos son íconos del fracaso. Vienen de padres incapaces que ni siquiera pudieron procurarles un lugar en el mundo. —Eso es justamente lo que mi padre opina —suspiró Quillsh. —¿Por qué has de cuidar de los errores de otros cuando puedes criar hijos propios y triunfadores? —¿Has pensado en formar una familia? —Nada me gustaría más. Es tan sólo que no había hallado al hombre adecuado… hasta ahora. Ya estaba oscureciendo, así que Wammy llevó a Elizabeth a su hogar. Encontró la residencia recién pintada, y las plantas del jardín arrancadas. —Veo que estás remodelando. Si quieres puedo prestarte a Roger para que te ayude. —Gracias, pero no es necesario. En realidad he pensado en vender esta casa para mudarme a Londres. ¡Winchester es tan aburrido! —Bueno, de ahora en adelante yo me encargaré de que no lo sea. Los novios se besaron para despedirse, ante la figura de Marshall que nos les quitaba los ojos de encima. Las maravillosas notas de “Wonderful tonight” envolvían la casa hogar mientras sus ocupantes tomábamos la merienda. —Me pregunto cómo le habrá ido al jefe —le confié a L, quien devoraba un pay con muchas fresas. —Seguramente bien. Es evidente que la dama también tiene interés en él — me respondió con la boca llena. —Nada me alegraría más que verlo feliz. —Lo mismo digo. ¿Y usted, Mr. Ruvie, por qué no se consigue una novia? Abigail es bonita, sólo que no se baña con frecuencia. La asistente, que se encontraba sentada con nosotros, abandonó enojada el comedor. —¿Cuándo aprenderás a callarte la boca? —increpé al imprudente.
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—Los adultos son raros; nos regañan por decir mentiras, pero también por decir la verdad. Iba a tratar de pellizcarlo, cuando sonó el teléfono. Era Quillsh, quien con mucha emoción nos compartió las buenas nuevas. L se emocionó al enterarse de que el herido era Lorenzo, pero cuando supo lo del noviazgo se puso sombrío y profetizó: “de ahora en adelante veremos poco a Mr. Wammy.” Nuestro benefactor no apareció durante tres días seguidos. Estaba muy ocupado llevando a su pareja a restaurantes, cines y parques. El tiempo que le quedaba libre lo invertía en practicar piano y visitar al peluquero. El pequeño detective se sentía aburrido, por lo que inventó una forma de entretenerse: las cosas de uso cotidiano desaparecieron de su lugar habitual y empezamos a encontrarlas donde menos lo imaginábamos; así tuvimos cajas de cereal en la lavadora, manteles bajo los cojines de los sillones, cubiertos enterrados en las macetas… Cuando le pregunté por qué lo hacía, él me explicó que llevaba a cabo un experimento para estudiar nuestra capacidad de adaptación al cambio. Le dije que mejor se ocupara de buscar a su madre, pero me respondió que para eso necesitaba salir del país. El miércoles estuvo en la azotea desde muy temprano. Parecía una gárgola por su peculiar forma de sentarse, aunque había sustituido el apoyo del pie malo por el de un brazo. Yo lo dejé ser, pues compartía sus celos; ambos nos sentíamos relegados. La jornada fue muy tranquila, hasta que ya de noche oí gritar a la cocinera. L había arrojado la caja de huevos al piso, y exclamaba: “¡Clara es una tonta!” Sus compañeros fueron de inmediato a ver qué pasaba, y empezaron a corretearlo. Yo me quedé viendo todo desde la planta alta, mas al descubrirme, el ofensor chilló: “¡Mr. Ruvie es un imbécil!” Del enojo le arrojé uno de mis zapatos, y él me respondió haciendo añicos los vitrales con su muleta. Entonces me uní a la persecución; dimos un par de vueltas por la sala, hasta que llegamos al baño, donde L arrancó la cortina de la regadera y dejó al descubierto al pobre de John. El ofendido se envolvió en una toalla para integrarse al tropel. Todos los de Wammy’s House resultamos insultados. El muy malvado nos fue nombrando a uno por uno para dedicarnos una grosería, y al final abrió de una patada el cancel para precipitarse hacia la calle. Mientras lo seguíamos, lo oímos gritar sin descanso: “¡Todos son unos idiotas!” Corrimos un buen trecho, hasta que llegamos al río Itchen y nuestra presa se dejó caer en el agua con la pierna horriblemente hinchada. En eso, escuchamos un estallido. —Les pido disculpas por mi método, pero de otro modo no habrían evacuado con tanta rapidez —se excusó L—. Ahora hay que llamar a los bomberos y refugiarnos en la casa de los leones. Nosotros aplaudimos su astucia y lo cargamos en hombros hasta la mansión. Cuando Quillsh nos encontró allí, se sobresaltó. —¿Pero qué ha ocurrido? —Pusieron una bomba en Wammy’s House —expliqué.
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—Fue mi culpa. Me confié demasiado —declaró el mojado detective—. Era obvio que seríamos su siguiente objetivo. —Cuéntame todo en orden —le solicitó mi jefe. —Disfrutaba del anochecer sobre el tejado, cuando vi a un tipo embozado saltando nuestra reja. Pensé en neutralizarlo, pero al notar que instalaba una bomba preferí sacar a todos del lugar —¿Lo identificaste? —Sólo noté que era un sujeto atlético. Wammy acomodó a la gente para que durmiera y nos convocó a su predilecto y a mí para una junta secreta. —Esto no lo perdonaré. Terminaré con este asunto de una vez por todas —rugió Quillsh. —¿Y a quién castigaremos? — repliqué —. Tenemos a Gibbs, al cojo, a Lorenzo, al tipo atlético... —Es momento de averiguar algo, pero para eso necesito un filtro de voz —dijo nuestro pequeño acompañante. El inventor improvisó el aparato requerido y el chico lo conectó para comunicarse con el jefe Collingwood. —Buenas noches. Soy L, el detec�ve de Mr. Wammy —se presentó, con habla robó�ca. —Vaya, por fin tengo el gusto. Yo soy Albert Collingwood. Perdone que no lo a�enda ahora, pero me encuentro muy ocupado. ¿Podríamos hablar dentro de un par de horas? —No voy a quitarle mucho �empo, sólo quiero saber cómo sigue su oficial golpeado. —Se recupera favorablemente, pero tendrá que reposar un rato más. —¿Lo ha ido a visitar? —No he podido. Le llamé hace un rato, pero la enfermera dijo que dormía desde la tarde. —Sospecho que tratarán de ultimarlo. ¿Es mucho pedir que le ponga un custodio? —No es mala idea. Oiga, quisiera seguir conversando con usted, pero le agradeceré que me marque en un rato más. —Hablamos luego. Gracias —dijo L y colgó. —¡Si serás más tonto! —lo increpé—. ¿Por qué dijiste tu nombre? —Casi nadie cree que es real. Estaba en lo correcto; sólo cuatro personas lo llamábamos así. Para todos los demás era Reizo Gotō. —Este es mi distintivo —anunció poniendo sobre la mesa un trozo de papel con una elegante ele impresa; yo se lo arrebaté al darme cuenta de que era una capitular arrancada de un libro mío. —No entiendo el objetivo de tu llamada. Pensé que le contarías todo a la ley —le espetó Wammy. —Ahora sabemos que Lorenzo no puso la última bomba, y no se fugará porque será vigilado.
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—Mañana mismo iré a buscarlo. Será fácil identificarlo por el guardián —dijo Quillsh—. También intervendré la línea del cuarto donde se encuentra, para saber si está dando órdenes por teléfono. —Es una magnífica idea —aplaudí —. ¿Con qué puedo ayudar yo? —Consígame una pistola —pidió L. —¿Para qué rayos quieres eso? ¿Ya olvidaste el problema de Bill Nell? —le recriminó mi jefe. —Alguien �ene que proteger Wammy’s House. Usted está muy ocupado úl�mamente. El pequeño tenía razón: Elizabeth absorbía a nuestro amigo. Por culpa de ella Quillsh pospuso la tarea de de buscar a Lorenzo, y ni siquiera nos acompañó de regreso al orfanato. Afortunadamente los sistemas de seguridad habían apagado el fuego con prontitud, así que no encontramos demasiados daños. Nuestros amables vecinos nos ayudaron a limpiar los escombros y nos prestaron sus Bobtails para que nos cuidaran, lo que hizo muy felices a los chicos. El viernes por fin nuestro líder volvió victorioso. Con el pretexto de revisar los extintores del hospital, consiguió que le abrieran las puertas de par en par. Había logrado ver al herido, quien tenía la cara vendada, pero el custodio le impidió conversar con él. La trampa del teléfono fue instalada con éxito, y esa misma tarde tuvimos oportunidad de probarla. —¡Hola, camarada! ¿Cómo te sientes? ¿Listo para perseguir criminales? —saludó Collingwood con su inconfundible timbre. —Ahórrate la broma, amigo. Sabemos bien que siempre estoy calentando asientos —contestó el convaleciente. —¿Cómo está tu rodilla? Espero que no haya empeorado con este incidente. —¿No hay nadie escuchándote? —Ya sabes que conmigo tu secreto está seguro. De todas formas, si salimos bien de esta, te prometo que te ayudaré para que vuelvan a operarte. —¿Siguen sospechando de mi? —Así es. Hay un detective que anda tras de ti, por eso tuve que ponerte vigilancia. Deberías re�rar los cargos contra la Melbourne; no te metas con gente importante, amigo. —Está bien. Voy a decir que deliraba al dar mi declaración. —Lo bueno es que este asunto no trascendió a la prensa y podremos sepultarlo para siempre. —Y lo del evento, ¿me lo vas a conceder? —Si te encuentras bien para entonces, cuenta con ello, pero ahora descansa. Allí tienes a un colega para lo que se te ofrezca. —Gracias, Colley. Hasta luego. L exclamó: “¡La voz de Lorenzo es escalofriante!”, y se cayó de la silla donde estaba. Quillsh continuó ausentándose. Nos abandonaba cuando más lo necesitábamos, así que le telefonee para reclamarle y él simplemente me contestó que su novia había contratado a un detective extranjero para que se ocupara de todo, por lo que nosotros
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ya no debíamos involucrarnos. Cuando L se enteró, se puso triste, pero trató de disimularlo. “¡Qué bueno que otro se encargará de esas estúpidas bombas! Ahora podré concentrarme en hallar a mi mamá”, afirmó. Para alegrarlo un poco, lo llevé conmigo a mi antigua casa. El lugar estaba cubierto de polvo, pues no lo había visitado desde que me mudé al orfanatorio. Encontré un montón de cartas de Margaret en el buzón, y para leerlas con calma, me encerré en mi cuarto. El corazón me dio un salto cuando abrí la invitación a la apertura de la repostería de mi hermana, la cual había ocurrido semanas atrás. No pude contener las lágrimas al pensar que había olvidado a mi propia familia por concentrarme en un ingrato que ya ni se ocupaba de mí. Lloré un buen rato, hasta que un disparo me arrancó de mi tristeza, y descubrí que mi huésped empuñaba un pequeño revolver que mi padre me había heredado. “Vaya, si funciona”, dijo él con alegría por haber agujerado mi reloj de pared justo en el centro, volando las manecillas. Yo lo regañé, pero luego recordé que teníamos que protegernos, así que le autoricé que se llevara el arma a Wammy’s House, advirtiéndole que los demás no debían encontrarla. Al día siguiente L llamó a la embajada japonesa en Italia, donde se comprometieron a averiguar si en San Buono habitaba una mujer con las características de su madre, y luego se la pasó marcando al Osaka University Hospital. La enfermera que le contestaba no quiso responder ninguna de sus preguntas, y finalmente optó por mantener desconectado el teléfono. La investigación había tocado un punto muerto, por lo que el chico se deprimió aún más y se encerró en su cuarto para comer toneladas de azúcar. Ya todos los niños estaban en sus camas cuando un hombre alto y pálido tocó nuestro timbre. Como sentí desconfianza, lo atendí con el cancel cerrado. Los perros ladraban con nerviosismo. —Buenas noches. Perdone que venga a esta hora. Soy el señor Lawliet —dijo el visitante. —¿Lawliet? —balbucí, estremecido por la sorpresa. —Sí. Vengo por mi hijo. Mañana vuelvo a Japón, así que no tengo mucho tiempo. El hombre me entregó una carpeta que contenía un acta francesa a nombre de “Reizo Lawliet” y un cer�ficado de un kínder del mismo país, además de unos estudios médicos. —Espero que se encuentre bien —prosiguió el fulano—. Tráigamelo ya, que no tengo mucho tiempo. Iba a decirle que se había equivocado de orfanato, pero como se parecía un poco a L, decidí pedirle a éste que fuera a identificarlo. —¡Fils bien-aimé!7 —exclamó el extraño cuando lo vio aparecer. —No conozco a este hombre —dijo el pequeño, agarrándose de mí. —¡Vaya, ya hasta habla inglés! Sí que lo han cuidado bien —expresó el tal Lawliet. —El niño dice que no lo conoce. Haga el favor de retirarse. —¡Vea los estudios! Mi hijo sufre de amnesia y otros problemas mentales. —Entonces él no es quien busca. Váyase o llamo a la policía.
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Instantáneamente sentí un frío cilindro de metal apretando mi frente. El tipo me había encañonado. —¡Abra o se muere! —ordenó. A mí me temblaban las manos y no lograba meter la llave en la cerradura, pero L me ayudó a hacerlo. —¡Retire a los perros! —indicó enseguida el intruso, y yo ahuyenté a los animales para que se fueran al otro extremo del jardín. Entonces el pequeño salió cerrando el cancel, y el tipo le quitó la muleta y lo sujetó por el cuello. —No se atreva a seguirnos, o es hombre muerto —amenazó sin dejar de apuntarme. Los vi desaparecer deseando que todo fuera una pesadilla. Pedí a gritos que alguien llamara a la policía, pero nadie me escuchaba. Iba a mandar a los canes tras ellos, cuando resonó un balazo, y enseguida L volvió corriendo con mi revólver en su mano. De inmediato lo cargué hasta el interior y lo desvestí, porque tenía la camisa salpicada de sangre, pero afortunadamente no estaba herido. Quería que me contara lo qué había pasado, sin embargo él se cubrió con una sábana y dijo: “Estoy dormido.” Prontamente le telefonee a Quillsh, mas el sistema me advirtió que se encontraba fuera del área de cobertura; no quedaba más que esperar a que amaneciera para trasladar al detective a un lugar seguro. Como ya lo había dicho, Peter Salvin era un hombre muy solidario. Aceptó con gusto darle asilo a L, pero nos advirtió que casi nunca estaba en casa. El niño se llevó con él sus aparatos, y me pidió que no fuera a visitarlo, porque temía que el impostor me siguiera para localizarlo. Tras encontrar desierta la mansión de los leones, decidí vagar por los caminos que rodean Wammy’s House, tratando de imaginar por dónde había huido el malhechor. Anduve un buen rato por la orilla del Itchen, sin muchas esperanzas de lograr nada, hasta que vi un Volkswagen Gol blanco junto a unos policías que recobraban un cadáver del río. Cuando me acerqué a mirarlo, me estremecí: ¡era el tal Lawliet! A pesar de que un balazo le había despedazado el rostro, lo pude reconocer por la ropa que llevaba. —¿Pero qué pasó aquí? —pregunté a Collingwood, quien dirigía la operación. —Otra vez se robaron el carro de los Brighton. Vinimos a recuperarlo, pero no sabíamos que hallaríamos esta sorpresa —me respondió el comandante. Antes de meter el cuerpo en una bolsa, un forense le tomó las huellas dactilares para compararlas con las que tenía en su registro, y al final exclamó: —¡Como lo pensé: este es Teddy White! Yo quería revisar el interior del auto, pero Collingwood se interpuso. —Por favor váyase, Mr. Ruvie. Usted y su jefe se están involucrando en muchos asuntos que no les competen. Si con�núan así, tendremos que considerarlos sospechosos. De allí me desplacé a la hemeroteca, donde encontré varias notas que hablaban sobre el recién fallecido, quien era un ladronzuelo de Romsey arrestado repetidamente por diversos delitos. Cuando telefonee a casa de Salvin, me contestó L con voz apagada: —Qué bueno que llama. Averigüé algo interesante.
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—No hay tiempo —lo interrumpí—. Tienes que escapar. Hallaron el cuerpo del secuestrador. El niño me colgó, así que me puse uno de los uniformes de Abigail, y tras completar mi disfraz con un sombrero, tomé un taxi para ir a verlo. Él tenía razón: la ropa de la doncella apestaba. Cuando llegué, Peter iba de salida, pero se detuvo para dejarme una copia de sus llaves. Al entrar encontré a L enrollado en una tira de papel de fax. —Deje que me arresten. Soy un maldito asesino —murmuró, sin voltear a verme. —Fue en defensa propia. ¡Anda, huye ahora que puedes! —insistí, pero él no se movió. Volví a marcar infructuosamente a Quillsh, y después se me ocurrió llamar a casa de Elizabeth. Su sirvienta me informó que la pareja se había ido de viaje desde el domingo, y no volvería hasta el próximo jueves. Me enfurecí al saber que mi jefe se divertía mientras nosotros nos las veíamos negras. —Déjeme. Huele usted muy mal —refunfuñó L cuando quise cargarlo. —Tienes que seguir adelante. Piensa en que estamos por hallar a tu madre. —Se morirá de disgusto al saber que su hijo es un homicida. —No eres un criminal, sólo se te pasó un poco la mano. No debiste apuntarle a la cabeza. El niño se incorporó. —Yo le disparé en la pierna, para evitar que me subiera al carro. —¿Fue sólo un tiro? —No había más balas. —Entonces otra persona lo mató. Tiene sentido; habría sido estúpido que él mismo se tirara al río. Le expliqué al detective todo lo que había averiguado, y él recobró su entereza. —¿Conserva los papeles que le dio el sujeto, Mr. Ruvie? Como respuesta, saqué la carpeta de mi delantal. Los documentos eran sin duda falsos, pero estaban muy bien hechos. Al mirarlos con calma descubrí algo que no había visto antes: una fotocopia de una revista japonesa donde aparecía nuestro aviso. —Ojalá White no hubiera muerto —lamentó L—. Creo que venía de parte de mamá. —¿Cómo puedes pensar eso? ¿Por qué no te recogería ella misma? —Posiblemente está enferma. Déjeme mostrarle. —Él alisó el rollo sobre el que había yacido y me lo exhibió —. Por fin pude conseguir la lista de personas que trabajan en el Osaka University Hospital, y me di cuenta de que hemos planteado mal la situación: mamá no es parte del personal, más bien está allí siendo atendida. Me imagino que se coló en la oficina para llamar después de ver el anuncio, pero se arrepintió y prefirió averiguar primero a quién pertenecía el número de teléfono. Sabiendo que la casa Wammy estaba involucrada, debió contratar a White para que buscara las actas de custodia de los internos, hasta dar con la mía. ¿De qué otra forma podría saber que Lawliet es mi apellido provisional? —Tiene lógica —admití.
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—Mamá se vio obligada a conseguir papeles falsos para que su ayudante pudiera reclamarme, y le indicó a éste que me hablara en francés, porque sabía que esa era la lengua que yo entendía. —¿Y por qué quiso hacerte pasar por loco? —Con eso explicaría que no reconociera a mi supuesto padre. Fue la misma estrategia que usó Lorenzo para sacarme de Joy Farm. Dígame la verdad, Mr. Ruvie, ¿parezco desquiciado? —Eso no importa ahora —evadí—. Necesitamos dar con el asesino de Ted antes de que te culpen. ¿Tienes alguna idea de quién fue? —White necesitaba atención médica, pero en vez de buscar socorro acudió a un lugar desolado; seguramente allí lo esperaba un cómplice, quien decidió castigarlo por su fracaso. —No entiendo. —Quizá el asesino planeaba pedir a mi madre un rescate por mí. —¿Y si Lorenzo te hubiera mandado matar? Recuerda la bomba en Wammy’s House, tal vez tú eras el objetivo. —Lo he pensado, pero no encuentro mucha lógica. De cualquier modo, ya estoy ideando un plan maestro para desenmascarar a todos los sospechosos; debo concebirlo cuidadosamente, porque yo seré la carnada. —L desenrolló el resto del fax y me señaló otro párrafo de texto—. Por cierto, olvidaba decirle que tenemos un enemigo menos: la semana pasada fue detenido un militante del IRA acusado de fabricación de bombas y armas químicas. Se le describe como alto, bien parecido y poseedor de ojos grises. Su nombre es Liam Mc Carthy, pero se le conoce con al menos cinco alias diferentes. ¿Ya adivinó quién es, Mr. Ruvie? —Se trata de Robert Gibbs. Con él son dos fuera de combate. —Serían tres, dando por hecho que Lorenzo es el cojo, pero todavía nos queda el atlético suelto. Hay que seguir espiando el teléfono, porque mañana es miércoles. Espero con ansias una nueva bomba que nos brinde otra pieza del rompecabezas. —Y luego no quieres que te crean demente. Era muy aburrido aguardar a que las cosas pasaran, sobre todo cuando no sucedían; Lorenzo no hizo ni recibió llamadas, y tampoco supimos de otro atentado, al menos durante esa semana. —Tal vez el detective de miss Melbourne ya ha capturado a los criminales —dije a L mientras desayunábamos. —Dudo mucho que vaya delante de mí. Llamaré a Mr. Wammy para averiguar al respecto. Se supone que hoy regresa. El niño estuvo telefoneándole varias veces, pero no consiguió éxito hasta la noche, cuando por fin mi jefe cogió el auricular. —Hola, habla Quillsh Wammy. ¿Quién llama? ¿Peter? —Hola, Wammy-San. ¿Cómo se encuentra?
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—¡Querido L! ¡Me alegra tanto oírte! Me siento magníficamente. Llevé a Lizzie a conocer Paris, y lo mejor de todo es que nos comprometimos en matrimonio. ¿No es maravilloso? —Eso es relativo. —¿Y a ustedes cómo les ha ido? —Comparadas con las suyas, nuestras experiencias son nimiedades: Roger ha empezado a vestirse como mujer, y yo estoy involucrado en un asesinato… Nada fuera de lo ordinario. —Voy para Wammy’s House de inmediato. —Olvidaba decirle que nos ocultamos en casa del profesor Salvin desde que trataron de secuestrarme, pero no tenga prisa, todo está bien. Gracias a la psicología inversa mi jefe llegó volando, mas el pequeño ya se había dormido. Lo puse al corriente de lo sucedido, aprovechando para reprocharle su abandono y él se excuso explicando que al apartarse de nosotros creía librarnos del peligro; anunció que al día siguiente viajaría otra vez, pero contrataría centinelas para resguardar a los niños, ante lo cual moví negativamente la cabeza. —Ya sabes cómo es L de temerario; tenemos que sacarlo de aquí o vamos a perderlo para siempre. Llévalo contigo y déjalo en un internado. Si eliges uno con un buen nivel de enseñanza lo aceptará, pues le encanta aprender. —No va a querer, está empecinado en hallar a su madre. —Entonces llévatelo ahora que duerme. Es una oportunidad que no debemos desaprovechar. Quillsh aceptó mi idea, y nos dimos prisa en preparar los equipajes y subir al detective al auto.
“Registraremos su número y un hablante de su idioma le telefoneará.” ディズニーランド 4 天 cielo, 伊 Italia, 須 necesario, 二 2, 一 1, 良 bueno, 尓 tú, 止 detener. 5 礼 6 Ejército republicano irlandés. 7 “Querido hijo” en francés. 2 3
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F
altaba menos de un mes para navidad. El frío se volvía más intenso y las Nochebuenas abrían sus pétalos rojos y dorados con orgullo. Estuve ensayando con los chicos una docena de villancicos y conseguí que nos incluyeran en el festival de invierno de Winchester. También decoramos Wammy’s House con listones y guirnaldas, y pusimos un inmenso pino repleto de esferas para depositar los regalos de los internos. Yo no sabía si debía comprar quince presentes, o solamente catorce. Quillsh se había trasladado a la capital para hacer la declaración fiscal de sus empresas y adquirir un traje para su próximo matrimonio. Ya tenía reservado un lugar para L en una institución famosa, pero no sabía cómo comunicarle la decisión. El pequeño despertó en un lujoso lecho de la gran mansión Wammy. Su protector estaba sentado a su lado, sonriendo. —¡Qué bien, por fin hemos viajado! —exclamó el chico—. ¿Dónde estamos? ¿En Osaka? —No, querido. Te he traído a Londres para que me ayudes a preparar lo de mi boda. —Está bien, pero no hay que tardar demasiado. Tengo otros asuntos pendientes. ¿Cuándo se casa? —El sábado doce. Será únicamente por el civil. La ceremonia religiosa la haremos después. —¿No le parece demasiado pronto, Wammy-San? —Si tuvieras cincuenta y seis años también tendrías prisa. El caballero le dio a su protegido un buen baño y le puso zapatos. El niño se quejó al principio, pero cuando supo que irían a ver al padre de Quillsh, se resignó. También tuvo que prometer que no intervendría en las conversaciones de los adultos. Edward Wammy había sido trasladado a otra habitación, pues ya no requería cuidados intensivos. El nuevo cuarto tenía una inmensa ventana que permitía ver un bonito panorama de la ciudad. La enfermera de siempre anunció a los visitantes, y les advirtió que sólo podían estar allí durante veinte minutos. —¡Otra vez tú! —dijo el anciano, sin ni siquiera dignarse a mirar a su hijo. —Hola, papá. ¿Cómo te sientes? —No finjas que te importa mi salud. —Me alegra ver que tienes mejor aspecto. No voy a aburrirte mucho, sólo vengo a convidarte a mi casamiento. —¡Y encima de todo te burlas de mí! ¡Respeta mi convalecencia! Quillsh indicó a L que fuera a mirar por la ventana, mientras él se acercaba al lecho de su padre. El niño obedeció, ayudándose con su muleta. —¿Y ese inválido qué hace aquí? —preguntó el enfermo. —Ese pequeño es mi amigo —dijo Quillsh, y sacando un sobre de su bolsillo cambió el tema—. Aquí te dejo la invitación. Mi prometida se llama Elizabeth Melbourne. El anciano cogió el papel e hizo un gesto de desprecio. —¡Vaya, con que va en serio! ¿Y quién es esa fulana? Nunca había oído hablar de ella. —Es sobrina de Thomas Melbourne. Es empresaria, y además una magnífica pianista.
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—¿Qué no pudiste conseguirte alguien mejor? ¡Tenía que ser pariente de un rival! Qué bajo has caído, Quillsh. El gran inventor enrojeció de furia. Estaba acostumbrado a ser humillado, pero le disgustaba demasiado que L se diera cuenta de ello. —Regresa cuando te consigas una novia decente, malagradecido, y no me vuelvas a traer esta clase de gentuza —dijo, Edward, señalando al niño. Entonces mi amigo no pudo más; arrancó la invitación de la mano de su padre y la hizo pedazos. —¡Esto se acabó, papá! Te quiero mucho, pero no voy a soportar nunca más tus ofensas. Cuando estés dispuesto a tratarme con el respeto que merezco, búscame. El anciano miró con ojos desorbitados cómo sus visitantes se marchaban. Toda la tarde mi jefe se encerró en su despacho a organizar facturas, y su protegido se limitó a acompañarlo en silencio, hasta que bien entrada la noche fueron al puente de Londres. La ciudad destellaba gracias a las luces navideñas con que la habían engalanado, y el río Támesis duplicaba la fascinante estampa. L preguntó qué era la gran columna con la urna dorada, y Quillsh le respondió que se trataba del monumento del Gran Incendio. —Me gustaría dejarle al mundo algo que perdure como ese pedestal —suspiró el detective—. Me quedan solamente unos setenta y dos años de vida, y siento que no he hecho nada importante. Su acompañante sonrió. Ver a alguien de esa edad preocupado por problemas existenciales le pareció realmente cómico. —Bueno, entonces debes estudiar mucho para que logres ser un gran hombre. —Iré a la escuela cuando encuentre a mamá. Por ahora no puedo pensar en otra cosa. De hecho, si es posible, quisiera que de aquí voláramos a Japón. Sólo necesito un día allí. Wammy suspiró. Acababa de lidiar con una cues�ón dolorosa y ya se enfrentaba a otra. —Con un acta provisional como la que tienes no puedo llevarte al extranjero. —Entonces adópteme por favor, Wammy-San. Sería un arreglo temporal. Cuando halle a mi familia lo revertiremos. Quillsh agachó la cabeza y tragó saliva. Sabía que lo que diría sería demasiado rudo. —Lo siento, pequeño, pero mi prometida no lo aceptaría; ella aborrece a los huérfanos y no quiere que me involucre más con la casa hogar. L frunció el ceño, y luego preguntó: —¿Cuál es el motivo de su odio? —Lizzie es una mujer que ha luchado mucho por triunfar, y no soporta que otros crean merecer todo gratis sólo porque la vida les negó unos padres. Una suave nevada comenzó a pintar de blanco el London Bridge. Quillsh se quitó el abrigo para ponérselo al chico, pero éste no lo aceptó. —¿Y usted qué opina? ¿Está de acuerdo? —inquirió él con mirada penetrante.
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—Creo que nos estamos desviando del tema. De cualquier forma, no vamos a ir fuera. Quiero que te quedes a estudiar aquí. —¿Por qué? Si lo hace por protegerme, déjeme informarle que estoy por terminar el caso de las bombas. —Ya te lo dije: deja que los adultos resuelvan las cosas de adultos. —De ningún modo. Si ustedes están corruptos, yo debo ser la justicia. —Hagamos un acuerdo: tú te quedas en el internado seis meses, y si al cabo de ese tiempo no he traído a tu madre, te dejaré libre. Para ese entonces habrás aprendido todo lo que te falta para ser un verdadero detective. —Le pediría que me lo prometa, pero ya se que no cumple sus tratos. L se metió al carro, y Wammy lo imitó. Para disipar la mala atmosfera, Ralph puso un casete de Clapton, pero le salió el tiro por la culata cuando sonó “Promises”. Al día siguiente se fueron de compras. Quillsh encargó su atuendo nupcial en la mejor sastrería, y luego acudió a los más caros almacenes para adquirir un nuevo guardarropa para L. El chico no se quejó, pero supongo que en lo más recóndito de su ser debió resistirse a reemplazar su camisa y jeans preferidos. Iban en camino rumbo al internado, cuando Ralph tomó la calle que desemboca en Chessington World of Adventures, y a Wammy se le ocurrió que visitaran el parque. “Te inscribiré el lunes. Ahora nos hace falta divertirnos”, anunció a L. El chiquillo no pudo mantener su mal humor al hallarse rodeado de la cantidad de atracciones y golosinas que ofrecía el lugar. En cuanto vio “Runaway Mine Train” se puso a hacer fila, porque se identificaba con el título de esa montaña rusa. En total abordó trece veces el circuito, y luego descubrió el carrusel, donde pasó otra hora subiendo y bajando mientras devoraba gigantescas paletas en espiral. Ralph sugirió después que entraran en “The Fifth Dimension”, pero el chico se mostró aburrido con el recorrido: “En lugar de ese ridículo monstruo deberían poner a Lorenzo“, afirmó con fastidio. El trío probó cada uno de los juegos mecánicos, hasta terminar en el zoológico. El niño no quiso irse hasta contemplar a todos los animales despiertos y en movimiento. Enseguida se fueron a la Torre de Londres, pues mi jefe contemplaba la posibilidad de alquilar una parte del castillo como sede de su banquete de bodas. Llegaron justo a tiempo para presenciar la ceremonia de las llaves de los alabarderos, y L se mostró encantado con el recinto; no estuvo satisfecho hasta que se metió por todas las salas y torreones, e incluso saltó al foso. Como los guardianes ya querían cerrar, le contaron del horrible fantasma de Ana Bolena que aparecía por las noches, pero él les respondió que esa era otra razón para quedarse. Sus acompañantes tuvieron que sacarlo a rastras. “Si tengo que permanecer encerrado, preferiría que fuera aquí”, se quejó, contemplando la muralla con tristeza. El domingo visitaron muy temprano el Natural History Museum. L se quedó con la boca abierta al encontrar frente a sus ojos el enorme Diplodocus que adorna la sala
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principal. A Quillsh también le había encantado el esqueleto cuando era niño, y le conmovía que una nueva generación se maravillara. Cada vez que salían de una sala, L regresaba a mirar la pieza que lo había enamorado, y cuando ya estaban por retirarse, el chico dijo que iría al baño, pero en realidad fue a montarse sobre la formidable réplica. Lo bueno fue que Wammy lo descubrió antes que los guardias. Después de una buena comida, continuaron su recorrido turístico. A mi jefe le atormentaba pensar que su protegido se quedaría enclaustrado, y quería mostrarle los portentos del exterior mientras fuera posible. La siguiente parada fue la National Gallery, que desde su fachada es una joya. En su interior el detective disfrutó de las obras centenarias de los maestros europeos, y conoció en persona lienzos que desde hacía tiempo observaba en los libros. Quillsh y su chofer decidieron esperarlo afuera, porque no se decidía a salir, pero cuando pasó demasiado tiempo fueron por él y lo encontraron frente a “Los bañistas en Asnieres” de Seurat con los ojos resplandecientes. Sólo comprándole una pequeña reproducción del cuadro lo convencieron de marcharse. Ya en casa, Ralph declaró que jamás se la había pasado tan bien, y Wammy secundó su opinión. Las cosmopolitas salidas con Elizabeth eran inolvidables, pero le traían un sabor como el que deja el vino después de brindar euforia; en cambio, al contemplar a L descubriendo el mundo con inocencia, encontraba una paz duradera. El inventor dejó al niño leyendo en su biblioteca y se fue a dormir, pero ya muy avanzada la madrugada se levantó al escucharlo gritar: “¡Era Francia!” L señaló la imagen de un viejo puente que aparecía en un libro. —Aquí fue donde Lorenzo me separó de mamá—declaró, y luego empezó a trazar sobre un globo terráqueo una ruta que partía de Japón y pasaba por Malasia, Somalia, Egipto y España hasta llegar a Francia. —Basándome en los días de viaje, medios de transporte e idiomas que recuerdo, al fin pude determinar el recorrido de nuestra huída—anunció con orgullo. Quillsh sabía que el viaducto de la foto conducía a un orfanatorio llamado Pont Blanc, pero no quiso decírselo; era evidente que Rei pensaba dejarlo allí, quién sabe por cuánto tiempo. En ese momento sonó el despertador y ambos debieron volver al presente. Mientras mi jefe se bañaba, escuchó el sonido de una lavadora, y luego encontró a L ya aseado y cambiado. Al comprender lo ocurrido, pensó en inventar una máquina especial para higienizar humanos, pero desechó la idea al comprender que ya no habría quien la usara. Eso lo ponía triste. Wammy le dijo a Ralph que se tomara el día libre y condujo él mismo. Una repentina ventisca nublaba los cristales, lo que obligaba a ir despacio. Cuando tuvieron ante sí la elegante fachada del colegio, sonaron las campanas de una iglesia, recordándoles el momento en que entraron juntos por primera vez a Wammy’s House. El inventor sabía que estaba por romper el extraordinario lazo que los unía, y se avergonzó por su decisión. Pensó en Rei, quien en vez de luchar por seguir junto a su hijo había optado por la solución más cobarde, y tuvo la sensación de estarla imitando, así que pisó la
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reversa y se alejó del lugar. L no dijo nada, pero se la pasó dibujando caritas alegres en las ventanas durante el camino, que fue mucho más largo de lo que esperaba. No volvieron a Londres, sino que se dirigieron a Coventry. Quillsh detuvo su limusina en la entrada de cierto cementerio. Se había referido a ese sitio como “mucho más temible que el infierno, la representación física de la herida que nunca cerraba”. ¿Por qué estaba allí entonces? Porque su mejor amigo lo acompañaba; en él encontraba la fuerza para enfrentar sus fantasmas. Caminaron entre las tumbas con lentitud, leyendo muchos nombres de personas que habían muerto durante el bombardeo. El inventor miró las ofrendas que los familiares habían dejado, y se sintió responsable de su desolación. Exploraron el camposanto palmo a palmo, hasta que localizaron una sencilla lapida olvidada que decía: “Rose Mary Wammy”. Mi amigo se inclinó para limpiar la inscripción, pues aunque los restos de su madre descansaban en un sepulcro muy distinto, para él ese era el verdadero. Había tenido innumerables pesadillas respecto al lugar, pero al estar realmente allí no sentía temor, más bien lo embargaba la tristeza de comprender que durante muchos años había sufrido sin necesidad. —Está usted muy afligido, ¿verdad, Wammy-San? —se atrevió a preguntar L. —Todos los días había pensado en esta tumba. Con gusto habría dado mi fortuna a cambio de que no existiera, pero he descubierto que mi dolor no estaba guardado aquí, sino en mi mente. Mamá murió en paz, orgullosa de mí. Ella no querría que me atormentara. —Cuando un niño de la casa hogar está triste, los demás lo abrazan para que se sienta mejor. Ellos reportan que funciona. ¿Puedo intentarlo con usted? —Por supuesto, pequeño —respondió el caballero poniéndose en cuclillas. El detective colocó cuidadosamente su brazo derecho alrededor de él, y cuando calculó que estaba en el lugar adecuado, hizo lo mismo con la extremidad izquierda. —¿Cree usted que estoy aplicando la cantidad correcta de presión? —preguntó, y su interlocutor no pudo contener una leve risa. —Ya está usted sonriendo. Parece que resulta —continuó L. Como respuesta, mi jefe lo estrechó con fuerza. —Es usted muy bueno en esto, Wammy-San. No olvide enseñarme su técnica. Los dos se tomaron de la mano y se retiraron, abandonando algo más que el camposanto. Cuando Quillsh regresó, me confió que adoptaría a su protegido después de la fiesta de cumpleaños de Elizabeth, durante la cual se haría público el compromiso nupcial. A pesar de haber vivido siempre en Hampshire, jamás había entrado al Great Hall del castillo de Winchester. Sus altísimos muros de piedra, armoniosas columnas y elegantes ventanas me dejaron sin aliento, y cuando vi la mesa redonda del rey Arturo colgada al centro de la estancia sentí que me desmayaría. Como mi amigo todavía no llegaba, miss Melbourne me dio la bienvenida. Se veía más hermosa que nunca, con un ceñido vestido de seda violeta que combinaba con los adornos florales de las mesas.
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La dama estuvo preguntándome sobre la función que daría con el coro, y Marshall no se apartó de ella ni un segundo. Mientras tanto, en la mansión de los leones, Wammy se apresuraba a cambiarse de traje, pues L le había tirado encima un helado. —Sólo porque fue un accidente te perdono, pero deja ya de comer golosinas y lávate los dientes —le indicó. El niño se levantó y volvió a dejar caer su nieve sobre el caballero, quien se desesperó al verse sucio otra vez. —¡No puede ser! ¡A este paso jamás llegaremos a la fiesta! El chico no se inmutó, y fue a servirse otra bola de helado, pero mi jefe lo detuvo. —¿Qué es lo que pretendes? L suspiró, y finalmente admitió: —La verdad es que no quiero que vayamos. Debería anular su compromiso. Esa mujer no me agrada. —¡No puedo creer que me hagas esto, si ni siquiera la conoces! —Sospecho que ella mandó poner la bomba en la casa hogar. —¡Eso es absurdo! —No lo es si considera el modus operandi. Esta vez sí se deseaban víctimas. Al principio creí que el intruso me había dejado dar la alarma, pero me he dado cuenta de que no pudo haberme visto. El tejado estaba en total oscuridad. —¿Y qué tiene que ver mi prometida en eso? —Marshall no sólo golpeó a Lorenzo, sino que trató de quitarle la bomba, quizá para utilizarla contra nosotros. Lo que sustenta esta teoría es que su novia odia Wammy’s House. —¡Déjate de tonterías! Lo que pasa es que estás celoso, pero ya no habrá motivo para que te sientas así —El inventor hizo una pausa y lo tomó por los hombros—. En caso de que no pudieras volver a tu casa, ¿te gustaría ser parte de mi familia? —Si esa improbable circunstancia ocurriera, me encantaría vivir con usted, pero no con miss Melbourne. Creo que no me daría un buen trato —respondió L, luego de reflexionar un momento. —Hoy te la presentaré y vas a caerle muy bien. Sólo te pido que seas cortés y omitas comentarios incómodos. El niño asintió y permitió que Quillsh lo peinara con mucho fijador, para después salir a toda prisa rumbo al salón. Los invitados recibieron al novio con una explosión de aplausos, tras lo cual se precipitaron sobre él para estrecharlo y comunicarle sus felicitaciones. Yo me acerqué al detective, quien lucía como un pequeño príncipe, y le susurré al oído: “Hasta que por fin pareces gente decente”, pero él no contestó a mi pulla, porque estaba decidido a comportarse bien. Cuando los concurrentes volvieron a sus lugares, la despampanante cumpleañera atravesó el recinto. Su pareja besó su mano delicadamente y la contempló con éxtasis. “Aún me cuesta creer que pasaré el resto de mi vida con la mujer más perfecta”,
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la elogió, y luego añadió con solemnidad: “Querida Lizzie, quiero presentarte a alguien que tiene muchas ganas de conocerte.” Wammy condujo a su novia hasta mi mesa, en donde se había acomodado L. Éste se puso de pie y extendió su brazo para saludar a la dama, mas cuando la tuvo cerca empezó a temblar. —Él es mi amigo Reizo —declaró Quillsh—. Es muy inteligente y simpático. La pequeña mano siguió en el aire, pero Elizabeth no la cogió; en cambio observó al chico con un gesto de cruel desprecio que nos heló la sangre. Toda la hostilidad del mundo se escondía tras esos ojos que cortaban como finas espadas. —Olvidamos el regalo en el auto. Vamos a traerlo —intervine, y cogí del brazo al aturdido L para sacarlo de allí. Afuera llovía, pero el ambiente era más soportable que en el salón. Deposité al pequeño sobre unas escaleras y lo palmee para reanimarlo, pero él apartó mis manos y pidió que me fuera. Luego ocultó su cara contra un muro y así se quedó, permitiendo que el agua lo empapara con furia. Yo me puse bajo techo, pero seguí vigilándolo desde la distancia. Mientras tanto, mi jefe bailaba. La orquesta tocaba delicados valses, pero él ni siquiera los escuchaba, sólo daba vueltas y vueltas, como si estuviera dentro de una licuadora. Procuraba no mirar el rostro de su prometida, porque no quería toparse con la espantosa expresión de antes. Le parecía estar sujetando en sus brazos un refinado listón que en realidad era una serpiente. En eso arribaron los de la prensa y empezaron a tomar fotos. Los reporteros le preguntaron por su salud, ya que mostraba un pésimo semblante, y él aprovechó para fingir que se había mareado; entonces tomó asiento, y le indicó a Elizabeth que continuara la pieza con alguien más. Estaba tan decepcionado, que deseaba romper el compromiso, pero no quería someter a la dama a una humillación de tales proporciones. Trató de calmarse pensando que sus nervios le habían jugado una mala pasada, así que decidió hablar con su protegido para aclarar las cosas. Wammy me regañó cuando vio a L bajo el aguacero y se lanzó a rescatarlo. Al hacerlo notó que sus ojos enrojecidos por el llanto lucían vacíos, como si algo se hubiera fugado de ellos con las lágrimas. Parecía que el peso del mundo entero hubiera caído sobre él volviéndolo adulto en un instante. —La verdad sólo existe para quien está dispuesto a verla —declaró el niño con voz apagada. —Todo va a estar bien. No hay nada que temer —respondió Quillsh, al tiempo que lo cargaba para meterlo a su auto. Yo entré al banquete para anunciar que mi jefe enfrentaba un imprevisto, ante lo cual Elizabeth se mostró muy molesta, proclamando que no cenaría hasta que su prometido volviera. Esa noche se quedó sin probar bocado. Al finalizar la fiesta, decidí pasar a la mansión de los leones para ver cómo se encontraban mis camaradas. Ralph me dijo que nuestro patrón estaba dormido porque se había tomado un calmante, y el detective no quería hablar. Yo traía una rebanada gigante de pastel para el pequeño, pues suponía que eso lo sacaría del shock, pero
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no pude dársela: se había fugado. De inmediato me lancé a buscarlo a Wammy’s House y luego al edificio abandonado, pero no lo localicé. Me sentía muy angustiado, pues como ya su tobillo había sanado, podía haber ido muy lejos. Estuve a punto de reportarlo a la policía, pero no me decidí porque temí alertar a sus perseguidores; entonces me pasó por la cabeza que Lorenzo podía haberlo raptado y corrí hacia el hospital donde éste yacía. Casi me dio un infarto al encontrar el sitio acordonado y lleno de policías. —¿Qué hace aquí, Mr. Ruvie? —me increpó Collingwood. —Necesito ver a su hombre herido. Me quedé de una pieza cuando el jefe indicó a sus elementos que me subieran a la patrulla. Una vez en la comandancia, fui sometido a un interrogatorio. —¿Qué es lo que quería preguntarle a mi amigo? —comenzó Albert. —Uno de los huérfanos desapareció, y creo que Lorenzo está involucrado. —¿Lorenzo? Más bien querrá decir Lawrence, ¿no? —Lo único que se, es que el niño había sido secuestrado antes por él. —Deje de inventar excusas disparatadas. Va a quedarse detenido como sospechoso de intento de homicidio. —¿Yo? ¿Por qué? —exclamé sintiendo que el piso se hundía bajo mis pies. —Es su derecho que le informe sobre el delito: alguien envió ayer a mi oficial un ramo de flores y una carta, la cual contenía un explosivo. —¿Está muerto? —Afortunadamente no, porque huyó junto con su custodio al sospechar del regalo. Estuvo intentando comunicarse para advertir del peligro, pero las líneas telefónicas fueron bloqueadas porque se descubrió que estaban intervenidas. Una pobre enfermera abrió el sobre esta mañana, y resultó muy lastimada. —¿Y yo qué tengo que ver? —En la otra habitación tenemos a su amigo Peter Salvin, quien guardaba el aparato con que se espiaban las llamadas. Él atestiguó que usted y un huérfano cometían el delito mientras estaban refugiados en su casa. Decidí no declarar nada hasta tener el consejo de Quillsh, pero no pude comunicarme con él porque andaba fuera siguiendo la pista de L y había olvidado su celular. ¡Cómo me hacían falta mis amigos! Me sentía totalmente perdido y tenía mucho miedo de empeorar la situación. No le guardaba rencor al maestro por habernos delatado, pues después de todo había dicho la verdad, pero temblaba al imaginar que catearan Wammy’s House y encontraran el revólver u otro de nuestros secretos. Por la tarde apareció por fin Mr. Wammy, acompañado de un abogado. Era el mismo que se había encargado del asunto de Morello el estafador, liberándolo aún cuando todo estaba en su contra; yo no podía hallarme en mejores manos. Platicamos un buen rato, y luego mi patrón anunció que debía retirarse.
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—Es una lástima que no vayas a estar mañana en mi boda. Quise posponerla hasta que las cosas se solucionaran, pero Elizabeth se opuso. Lo siento —dijo, y salió apesadumbrado. Esa noche dormí en la comandancia, deseando que algo impidiera el casamiento… siempre y cuando ese algo no fuera una bomba.
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Q
uillsh se miró al espejo muchas veces antes de decidirse a salir. Había llegado el día con que soñara tantas veces, cuando terminaría con su vida en solitario, pero en vez de estar feliz, extrañaba a L. Sentía que lo traicionaría al unirse con la mujer que le había roto el corazón, ¿pero qué podía hacer? Abandonar a la dama justo antes de las nupcias le parecía una canallada imperdonable, aun cuando sólo estaría presente el juez, además de Marshall y Ralph como testigos. Habían decidido que la ceremonia fuera privada y se celebrara en la residencia Melbourne, pues preferían no tener invitados hasta la boda religiosa, que agendarían cuando el peligro desapareciera. Como un autómata, mi jefe se dirigió a su casamiento, rogando al cielo que algo lo interrumpiera; le gustaba imaginar que de un momento a otro aparecería su detective haciendo alguna barbaridad para salvarlo. Elizabeth lo recibió con un abrazo y lo guio hasta la sala del piano, que estaba adornada primorosamente. —¿Te gusta, querido? Aquí nos enamoramos, y será increíble que aquí mismo nos casemos. Quillsh tosió un poco y comentó: —Todo está precioso, pero la verdad es que no me siento muy bien. Miss Melbourne arrugó la nariz y replicó: —¿No pensarás arrepentirte, verdad? Ni siquiera me has dicho qué piensas de mi vestido? ¿No te parezco bonita? Él observó a su prometida. Estaba más hermosa que nunca con su ajuar de encajes níveos, pero su belleza no hacía más que acentuar su maldad. —Luces encantadora, Lizzie, mas necesito tomar un poco de aire —dijo dirigiéndose a la salida, pero Marshall le cortó el paso. —Esto no va a tardar mucho. Sólo firme y se va a descansar. Piense en la señorita. Intimidado por el imponente guardaespaldas, mi jefe volvió al salón. La novia hizo que se tomara un té, e indicó que se comenzara el protocolo. Quillsh escuchó las palabras del celebrante como quien oye una sentencia de muerte; veía que las paredes de la habitación ondeaban y los objetos se movían lentamente. Hacía un tiempo que le parecía vivir en un mundo irreal, pero en ese momento los síntomas se hacían más fuertes. Cuando dejó caer la pluma que el juez le entregó, Elizabeth lo miró con irritación, y Marshall puso la mano sobre su arma. Ralph me contó que había creído que dispararía a nuestro patrón si no firmaba. El tiempo parecía haberse congelado, hasta que el timbre de la puerta lo volvió a activar. La sirvienta fue a abrir, y enseguida se oyeron los pasos firmes de un grupo de policías que anunciaron: “Señor Quillsh Wammy, queda usted detenido por terrorismo, espionaje, intento de homicidio y maltrato a menores.” El inculpado se arrojó a sus brazos con una sonrisa en el rostro, y fue llevado a la comisaría en medio de un gran revuelo. Nadie podía creer que alguien de su categoría viajara esposado en una patrulla. Se sentía tan mal, que se quedó dormido en cuanto estuvo en la celda provisional, pero despertó cuando sintió que una enfermera le extraía sangre. Albert Collingwood lo estaba observando.
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—Siento mucho esto. Papá y yo le tenemos un gran afecto, pero no era posible seguir solapándolo. Ahora mi superior Morton, va a hacerse cargo de la investigación sobre los bombazos. Unas horas después, quedé libre bajo fianza. Para nuestra desgracia, la policía había encontrado la camisa ensangrentada de L y las notas de compra de los químicos, pero mi jefe asumió la responsabilidad sobre todo, incluyendo la línea intervenida, para que me retiraran los cargos. Las cosas pintaban negras para él, aun cuando no habían hallado mi pistola. El orfanato fue clausurado, y los niños se repartieron entre otros asilos del condado. Podía haber regresado a mi casa, pero no quise abandonar a mi mejor amigo, así que alquilé un cuarto cerca de la comandancia. Al visitarlo por la noche, me enteré de algo horrible: estaba drogado, y los estudios indicaban que ya llevaba un tiempo consumiendo estupefacientes. Con ese agravante sería procesado por los crímenes que Nell le imputaba, y aparte se le atribuía la golpiza de Lorenzo, así como el incendio de la casa hogar; a los ojos de la ley había resultado sospechoso que evacuáramos el edificio a tiempo. Sin embargo, él se mostraba tranquilo, pues dentro de la cárcel estaba a salvo de Elizabeth; lo único que lamentaba era no poder ver a Eric Clapton. —Pide a Ralph que te de los boletos del concierto. Uno es para ti y el otro para L. Tienes que encontrarlo antes del día diecinueve —me ordenó. A la salida me topé con miss Melbourne, quien me preguntó por qué su prometido se negaba a recibirla, y yo inventé que tampoco había aceptado mi visita. Me pidió que la acompañara a su casa, porque Marshall no había podido ir con ella, y durante el camino se la pasó hablando de sus sospechas de que su novio era drogadicto, lo que yo desmentí asegurando que alguien le proporcionaba las sustancias sin su consentimiento. Al botarla en su domicilio, suspiré de fastidio por tener que volver al hotel caminando. Mis ahorros se habían quedado enterrados a un costado de la casa hogar, y no tenía mucho capital conmigo. Pensaba en lo difícil que sería volver a encontrar trabajo mientras recorría un callejón sombrío, hasta que una bala pasó silbándome cerca. Mi reacción fue tirarme al piso y cubrirme la cara, mas escuché tras de mí los pasos de alguien que corría gimiendo de dolor. Pasados unos minutos apareció frente a mí el pequeño L, frotándose las orejas. Todavía tenía puesto el traje de la fiesta, aunque su cabello estaba hecho un desastre. —Maldición. No alcancé a ponerme los tapones —se quejó—. Pero valió la pena. Será fácil identificar a su atacante por la herida que le hice. Lo vi acomodar el revólver bajo su saco, y comprendí que me había salvado la vida. Nunca pensé que me daría tanto gusto volver a verlo. —¡Qué bueno que apareces! ¿Dónde rayos andabas? —Vigilaba la residencia Melbourne cuando lo vi aparecer, Mr. Ruvie. Supe lo del arresto del señor Wammy, y quisiera hablar con él. —No es seguro que andes fuera tú solo. Lorenzo está suelto. —Lo se, también estuve rondando el hospital. No ha aparecido por la comandancia, ¿verdad?
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—No, hasta donde averigüé sigue incapacitado. Creo que no habrá problema si te llevo con Quillsh, pero debemos deshacernos antes de la pistola. —Ni lo piense. Ahora la necesitamos más que nunca. Hablaba con una autoridad indesafiable. Llevaba sólo un par de días sin verlo, pero me parecía muy cambiado; acababa de dispararle a un hombre, y estaba como si nada. Había levantado entre él y el mundo una especie de barrera que lo protegía contra los sentimientos desagradables. Un imponente bigotón de casi dos metros de altura se abalanzo sobre L cuando lo vio entrar al cuartel. —¡Tú eres el niño del video! Tendrás que contarme algunas cosas —lo abordó el hombre, que era el superintendente Morton. Para nuestra sorpresa, el chico puso una cara de tristeza gigantesca y empezó a sollozar. —Todo lo que hablan sobre Mr. Wammy es falso. Él es el hombre más bueno del mundo. Lo que dijo Nell en el programa son puras mentiras —expresó con voz lastimosa. El capitán se sintió muy apenado y nos condujo a la celda deseada sin hacer preguntas. Todos en la jefatura quedamos conmovidos con la convincente actuación del detective, que habría sido perfecta si tan sólo hubiera vertido unas cuantas lágrimas; sin embargo, desde la vez que lloró afuera del Great Hall, se volvió incapaz de soltar el llanto. Quillsh saltó como un resorte cuando identificó a su visitante. —¡Querido, estás aquí! —Buenas noches, Señor Wammy —le él dijo fríamente. El caballero se extrañó por no ser saludado de la forma habitual, pero continuó con alegría: —¿Por qué te fuiste? Te extrañé mucho. —Nuestra relación ha terminado, pero voy a ayudarlo a salir de aquí —declaró el niño, desviando la mirada. —No en�endo. Prome�ste que te quedarías conmigo hasta que tu madre apareciera. L guardó silencio y respiró profundo. Luego prosiguió, depositando sus palabras con histriónica indiferencia: —Nuestra alianza ha concluido, pero voy a resolver el caso de las bombas. Odio dejar incompletos los rompecabezas. Quillsh comenzó a pedirle perdón por lo de Elizabeth, mas el chico lo cortó bruscamente: —No necesito sus disculpas. Usted tiene sus prioridades y yo las mías. Vine aquí sólo para hacerle unas preguntas y una petición. —Adelante, entonces —dijo Wammy con resignación. —¿Su prometida cubrió su jardín con cemento? —Así es. Nunca entendí por qué lo sacrificó si era tan bonito. —¿Y por casualidad Mr. Marshall se encargó de la obra? —Exacto, ¿Cómo lo sabes? —Le pido que haga memoria —continuó el pequeño evadiendo la pregunta—. ¿Dónde escuchó el apellido Lawliet antes de registrarme?
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—No se. Fue hace mucho. —Días antes había visitado a Mr. Collingwood, y estuvieron hablando de sus hombres, ¿verdad? —Eso sí lo recuerdo, y es probable que el apellido fuera de uno de esos oficiales. —Él mencionó un elemento herido en cumplimiento de la ley, ¿qué más puede decirme al respecto? —Sólo se que el policía andaba de vacaciones cuando se dio cuenta de que una embarazada estaba siendo secuestrada, y al enfrentarse al malhechor sufrió una lesión grave que le mereció una condecoración. Eso fue lo que Albert me contó, sin especificar detalles. —Ahora haré la petición: quiero que le de los boletos del concierto a Mr. Ruvie para que asista con su novia. —Ya se los di, pero para que vaya contigo. —De ninguna manera. Es absolutamente necesario que se haga como indico para cerrar este caso de una vez por todas. Ahora deme un abrazo, que ya me voy. Quillsh se apretó de inmediato contra los barrotes para cumplir la instrucción, y se sorprendió al sentir que el pequeño le colocaba bajo el saco una ganzúa. Wammy lo retuvo un rato entre sus brazos, hasta que dejó de luchar por soltarse. —¿Le gustaría escuchar el nombre de mi papá? —dijo el chico tímidamente, a lo cual mi jefe asintió—. Entonces aguce el oído. Hasta luego. Una vez que estuvimos en la recepción, L se plantó en medio de los uniformados que allí aguardaban, y mostró en alto una barra de chocolate. —¡Se la daré al primero que me diga a quién me parezco! —anunció. Los presentes gritaron al unísono: “¡Al oficial Lawliet! ¡A Lawrence Lawliet!” —Exacto. ¡Ya que acertaron, habrá dulces para todos! —informó el detective, al tiempo que arrojaba un puñado de bombones y caramelos. Aprovechamos la distracción para desaparecer a toda prisa. L jamás volvió a hablar sobre sus padres, y se mostraba incómodo con cualquier intento nuestro por revivir el tema, así que cuando retorné a Osaka debí hacerlo en secreto. Faltaban pocos días para navidad, y tanto Salvin como yo teníamos prisa por regresar a tiempo, por lo que esta vez sí llevábamos un buen plan de ataque. El lector se dará cuenta de que estoy adelantando un poco los hechos, pero creo que si narro esta parte primero será más comprensible el singular desenlace del caso. Lo primero que hicimos al llegar al oriente fue ponernos en contacto con la policía. Para ese entonces Lawliet ya había sido arrestado, y bastó con mostrar el reportaje sobre su detención para que accedieran a buscarnos información sobre él. Pronto encontraron su nombre registrado en un caso de hacía dos años que todavía estaba sin resolverse: la desaparición de la comandante Reizei Rei. Todo estaba resultando tan fácil que no lo podíamos creer. La joven policía había salido de su trabajo en pleno turno sin dar explicaciones, y luego su carro fue descubierto carbonizado en el bosque. Dentro había un cuerpo irreconocible, pero se dio por hecho que era ella porque llevaba puesta su ropa.
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Lo más extraño fue que antes del incidente desaparecieron todas las fotos de su persona. No hallaron ninguna en su casa, y hasta las que había en el departamento de policía se esfumaron. Se iba a cerrar la investigación clasificando el suceso como un accidente, pero la hermana de la víctima declaró que sospechaba que un oficial llamado Lawrence Lawliet había sido el responsable. Pedimos que nos dieran los datos de esa chica, y nos estremecimos cuando supimos que era una estudiante de enfermería llamada Higurashi Yukiko. Como tenían apellidos distintos, era fácil deducir que en realidad no eran consanguíneas, y en consecuencia, no tenían porque parecerse. Enseguida fuimos al Osaka University Hospital a buscar a la enfermera bajita que había visto antes, quien efectivamente, era Yukiko. La pobre muchacha se encontraba muy alterada, y se soltó llorando en cuanto le dijimos que buscábamos a Rei. Nos instalamos en una cafetería solitaria para platicar con calma, y Salvin ordenó una buena jarra de te relajante. Ella no podía ni hablar, pero fuimos pacientes y esperamos hasta que cogiera suficiente entereza. Mi compañero me fue traduciendo lo que escuchó entonces. —Rei y yo nos criamos juntas, así que prácticamente éramos hermanas. Su padre se casó con mi madre poco después de que ambos quedaran viudos, cuando nosotras teníamos escasos meses de edad, por eso la quería como si fuera de mi sangre. La enfermera hizo otra pausa para seguir llorando, y luego preguntó: —¿Ustedes tienen al niño? Le pedí a Peter que le dijera que había sido adoptado, pues dudaba mucho que él quisiera verla. Yukiko suspiró con alivio al saber que estaba con vida. —¡Gracias a Dios! ¿Saben algo? Yo pensaba que ella lo había ejecutado. —¿Por qué querría matar a su propio hijo? —interrogó mi amigo. —Es una historia larga. Todo fue culpa de Reizei Rintaro —declaró Yukiko con rencor—. Trataba a su hija con disciplina militar, porque había cobrado la vida de su adorada esposa durante el parto. Rintaro le repetía todo el tiempo que tenía que ser tan perfecta como ella, pero afortunadamente a mí me ignoraba. Mamá y yo sólo estábamos allí para cuidar de su hija. Anhelando complacer a su padre, Rei entró al cuerpo de policía, pero empezó a sufrir de una terrible conjuntivitis que no cedía con los medicamentos. Sus superiores le ordenaron que tomara vacaciones, porque el estrés de lo del secuestro del embajador debía estar causándole el problema. ¿Escucharon de ese caso? Yo moví negativamente la cabeza, pero Peter asintió. Nuestra informante retomó el tema: —Rintaro se enojó mucho cuando supo que estaría suspendida por cuatro meses, mas tuvo que aceptarlo. Iba a realizarse un curso internacional de técnicas periciales en España, así que Rei decidió ir para allá, y me mandaron a acompañarla, porque se un poco de español. Si mal no recuerdo, pasamos allí la navidad del 78. En cuanto estuvimos lejos de su padre, ella empezó a mejorar, y la vi relajarse por primera vez. Mi hermana era muy bonita, y llamaba la atención del montón de policías foráneos que cursaban la asignatura, pero no les hacía caso porque Rintaro era un ex agente
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de la Keipeitai que odiaba a cualquier persona que no fuera de nuestra nacionalidad o de la de nuestros aliados en la guerra. Yo le decía a Rei que se consiguiera un novio para que huyera de casa, pero ella se molestaba, hasta que un día, en la terraza del hotel descubrimos a un inglés con una guitarra. Estaba tocando algo de Eric Clapton, y mi hermana quedó prendada de las canciones y de su voz. Él no era guapo, pero si educado y agradable, así que me cayó bien; se llamaba Lawrence Lawliet. Esos dos se volvieron inseparables, y una vez posaron para un caricaturista; lo gracioso fue que el dibujante escribió mal sus nombres, porque sólo hablaba español. Puso “Ley y Lorenzo”, que fue lo que entendió, y desde ese entonces los colegas los apodaron “Cuatro leyes”, porque eran “Ley Ley y Law Law”. Yo deseaba que las vacaciones nunca terminaran, pero Rintaro llamaba y llamaba para decirnos que volviéramos. Era exasperante. Un día vi a mi hermana muy asustada, y no la solté hasta que me confesó que estaba embarazada. Cuando Lawrence se enteró se puso feliz, y de inmediato le propuso matrimonio. Todo parecía resuelto hasta que ella habló con su padre para pedirle permiso de casarse, y ese nefasto le dijo que la ahorcaría si se unía a un extranjero. Para colmo, casi era tiempo de volver y a Rei ya se le notaba la barriga. Para extender su incapacidad, mi hermana se arrojó por una pendiente. Se llevó varias puntadas en la cabeza, pero afortunadamente no perdió al bebé; sin embargo, cuando salió del hospital, amenazó con abortar y disolvió su compromiso. Lawrence se puso furioso y dijo que jamás lo permitiría, por lo que mi hermana y yo nos escapamos a Francia siguiendo el camino de Santiago. Fue un viaje agotador, pero siempre encontramos personas caritativas que nos apoyaron para cubrir el trayecto. Nos escondimos en el orfanatorio Pont Blanc, donde acogerían al nene cuando naciera. La gente de Aquitania era muy amable, y nos la pasamos muy bien allí, hasta que faltando casi una semana para el parto, Lawrence dio con nosotras y nos secuestró ayudado por otro tipo. Nos metieron en un barco que transportaba pescado, y después nos encerraron en una cabaña en medio de un bosque. No teníamos idea de dónde estábamos, y sentíamos mucho miedo, pues aunque Lawliet no era capaz de dañar a mi hermana, nos preocupaba quedarnos cautivas de por vida. Un día que fue a visitarnos él solo, Rei fingió que ya estaba por dar a luz y pudo distraerlo para robarle su pistola, con la cual le disparó a quemarropa en una rodilla. Yo casi me desmayé por la impresión, pero cuando vi a mi hermana apuntándole a la cabeza pude coger fuerzas para llevármela de allí. Después de eso, Rei ya no fue la misma; aprendió a arreglar las cosas por la fuerza y a disfrutar la violencia. Nos metimos en lo más profundo del campo, y allí empezó a nacer el bebé. Yo le rogué al cielo que ninguno de los dos se muriera, porque atender un parto a la intemperie es una barbaridad, pero todo salió bien, y en cuanto pudimos seguimos huyendo. A esa altura de la conversación, la enfermera bostezaba repetidamente, así que la mandamos a descansar. Ella nos dio la dirección de su departamento y nos dijo que la buscáramos al medio día para seguir hablando. El maestro y yo nos dedicamos mientras tanto a comprar juguetes para los internos. Llamaba la atención la cantidad de figuritas que prendían luces y hacían sonidos graciosos. Yo sabía que a todos los niños
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les encantarían, menos a L. Al final compré para él un lindo juego de té de auténtica porcelana, aun cuando no sabía si lo volvería a ver. Cuando se dio la hora acordada, nos presentamos en el domicilio de Yukiko con un paquete de sushi para compartir. Ver un montón de cosas de las que había oído hablar sin creer en su existencia me resultó estremecedor. Allí estaba el diminuto cuarto con la cama bien tendida y el fonógrafo conectado, como esperando aún que su ocupante regresara. En los estantes de la sala se apilaban los libros en francés y los discos de Clapton. Era una casa triste, sin fotos, cuadros, ni televisión. —Rei rentó este lugar para que ocultara a su hijo —nos explicó—. A mí me dio mucho gusto mudarme, porque pude librarme del señor Reizei y empezar mi propio negocio. En las tardes me traían a tres chicos más o menos de la edad de mi sobrino, pero no podían jugar con él, porque no debían saber que existía. El pobre se quedaba encerrado todo el día esperando a su mamá, quien aparecía todas las tardes después de trabajar. Ella decía que venía a escuchar su música favorita ya que Rintaro no permitía artistas extranjeros en su casa, pero yo se que en el fondo quería a su bebé, aún cuando le molestaba gastar dinero en él, y ni siquiera le puso un nombre. ¿Cómo se llama ahora? —William Oakley —mentí. —Suena muy lindo. Nosotras le decíamos L, porque Rei lo confundía con datos falsos para que no pudiera localizarnos una vez que se quedara en Pont Blanc. Por ese motivo lo enseñamos a hablar y escribir sólo en francés. —Ahora el chico sabe también inglés, japonés básico y algo de español e italiano. Ha sido un alumno excepcional —declaró el maestro con orgullo. —Era demasiado inteligente, por eso no me gustaba estar con él. Me hacía muchísimas preguntas, y yo no sabía qué responderle. Pobrecito, aparte de todo, lo hicimos creer que estaba enfermo y no podía exponerse al sol. Me arrepiento de tanta crueldad... por cierto, no me han dicho cómo encontraron a William. —Si no le molesta, quisiéramos que nos narrara primero cómo volvieron a Japón, después de su escape de la cabaña —respondió Salvin. La chica se ruborizó y se frotó ansiosamente las manos. —Nunca he hablado de eso con nadie. Me da horror recordarlo, y me siento muy avergonzada. No quisiera que nadie lo supiera, y mucho menos mi sobrino. Le pedí a mi compañero que le dijera que su declaración sería archivada en Wammy’s House como confidencial, al igual que todos los expedientes de los internos. Ella se tranquilizó y continuó su relato: —Fue horrible. Rei tenía un amigo japonés que era mercader y siempre estuvo enamorado de ella. Cuando conseguimos salir del bosque nos hallamos en una ciudad pequeña, y desde allí pudimos llamarle. No fue difícil que nos rescatara, porque su avioneta se encontraba en Londres. Una vez que volvimos a Osaka, el hombre amenazó con revelar nuestro secreto si mi hermana no se casaba con él, por lo que Rei lo mató a sangre fría. Yo lo vi todo, pero no pude detenerla… Ahora quisiera saber cómo llegó a ustedes mi sobrino.
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Le dimos una versión muy ligera de la verdad: simplemente le explicamos que un hombre lo había dejado en nuestro orfanato. —Seguro que fue Lawrence —dedujo Yukiko—. En el fondo no era malo, pero se volvió loco al no poder estar con sus seres queridos. Poco antes de que mi hermana desapareciera, Lawrence la encontró y volvió a pedirle que unieran sus vidas. Estoy segura de que ella todavía lo amaba, porque nunca dejó de oír a Eric Clapton, que le recordaba a Lawliet con su guitarra. Su pobre enamorado ya hasta tenía un plan para hacerse de fortuna: iba a extorsionar a un empresario de Winchester a quien había descubierto robando secretos industriales, y todo por que Rei lo aceptara. Lo malo fue que había empezado a tomar, porque debido a su lesión en la rodilla no podía aspirar a puestos más altos dentro de la corporación, y se sentía fracasado. Para quitárselo de encima, ella le dijo que había asesinado al niño, pero con eso únicamente provocó que Lawrence le contara a todo el mundo su historia, incluyendo a Rintaro. Rei se mudó a un hotel por miedo a su padre, y me pidió que responsabilizara a Lawrence si algo llegaba a pasarle. Una tarde, cuando volví de la escuela, no encontré a mi sobrino. Me horroricé de pensar que su abuelo lo hubiera secuestrado, así que traté de avisarle a mi hermana, pero en la comandancia me dijeron que había salido desde temprano y no retornaba aún. No se supo nada de ella hasta dos días después, cuando encontraron su cadáver muy lejos de la ciudad. Yukiko rompió a llorar de nuevo. Yo estuve tentado a contarle la verdad, pero Salvin me apretó el hombro, adivinando mis intenciones. Quizá tenía razón: era mejor que la extrañara a que la aborreciera. Cuando nuestra informante se calmó, añadió como conclusión: —El pobre Lawrence fue interrogado, pero nunca hallaron evidencia en su contra. Él no creía que su mujer estuviera muerta, y juró encontrarla a ella y al pequeño. Después de ver el cuerpo de su hija, a Rintaro le dio un infarto; lo malo fue que mamá había fallecido cinco años antes, y me quedé sola en el mundo. Del niño no volví a saber nada, hasta que vi su anuncio en el periódico. Perdonen que no haya hablado con ustedes antes, pero me sentía destrozada; sólo después de saber que William está bien he vuelto a sentir paz. La chica suspiró con satisfacción. Nuestra conversación le había ayudado a cerrar las heridas de su corazón. Nos despedimos de ella agradeciéndole su confianza, y abandonamos para siempre la casa que aprisionó al pequeño detective los primeros seis años de su vida.
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a semana que precedió al concierto, L y yo la pasamos ocultos en el hotel; ni siquiera volvimos a visitar a Quillsh, y mucho menos salimos a comer fuera ni nada por el estilo. Estuvimos rentando cuatro cuartos en plantas distintas, y nos alternábamos para dormir en tres de ellos, siempre dentro de la tina de baño. La otra habitación la usábamos exclusivamente para hacer llamadas. Sospechábamos que nuestros enemigos nos buscaban, y esa era la mejor forma de mantenernos a salvo. Un día antes me había comunicado con miss Melbourne por lo del evento, y quedamos de vernos afuera de la sede para darle su boleto. Ella insistió mucho en pasar por mí, pero de ningún modo acepté, pues sabía que peligraba. El pequeño detective se mantuvo alerta durante los primeros días, con el revólver listo todo el tiempo, pero el miércoles me pidió que lo relevara para descansar un poco. Antes él caía dormido como una piedra, pero para ese entonces despertaba fácilmente ante cualquier ruido extraño; creo que su cerebro entró en un modo de desconfianza permanente del que nunca se pudo librar. Cuando reposó lo suficiente, pasó a la fase activa de su plan final; conectó un filtro de voz que llevaba con él y telefoneó a la jefatura de Waverley. —Hola, necesito hablar con el superior que coordinará el concierto de Clapton. —¿A quién debo anunciar? —preguntó el secretario. —Dígale que llama el detective conocido como L. Si no ha oído hablar de mí, vive en otro mundo. En un minuto tuvo en la línea al jefe policiaco. —Hola, aquí Barlow. ¿En qué le puedo servir? —Necesito su colaboración para arrestar a varios criminales, entre ellos al bombardero loco de Winchester. —Lo dirigiré con el oficial que está a cargo de ese caso. —Ya lo conozco, es Collingwood. El problema es que el delincuente es uno de sus subordinados. —¿Tiene pruebas de lo que dice? —Si coopera conmigo verá al maleante en plena acción. No voy a pedirle nada que perturbe sus planes. —Perdóneme, pero no lo conozco, y por lo tanto no puedo confiar en usted. —Es una lástima, porque como extra puedo servirle en bandeja de plata al asesino de Thomas Melbourne y Ted White. —¿Cómo dice? ¿Melbourne está muerto? —Trabaje conmigo, y le diré incluso el sitio en que está su cadáver. Ganará mucho a cambio de poco. —Negociemos entonces. ¿Qué es lo que necesita? —Requiero que instale cámaras ocultas en lugares clave del Village Hall y las conecte a un sistema de monitoreo, que sólo usted y otro oficial de confianza deben controlar. Algunos elementos de Collingwood irán a apoyarlos, ¿verdad? —Así es. Tengo en mi lista a tres de sus hombres.
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—Debe ordenarle a ellos que revisen el lugar antes que cualquier otra persona entre, y los vigilará atentamente. Hay una posibilidad altísima de que uno de ellos coloque un artefacto explosivo. —No puedo arriesgarme a un accidente. Será mejor que cancele su participación. —En cuanto haya grabado al delincuente puede detenerlo y retirar la bomba sin que el público se entere de nada. Cuando el concierto haya comenzado busque un Alfa Romeo 164 azul oscuro con un tipo atlético dentro. Consiga la bala con que mataron a Mr. White, y cotéjela con el arma que el escolta llevará consigo. Si el sujeto tiene una herida en la mano izquierda, procéselo también por el intento de asesinato de Mr. Roger Ruvie. Cuando la función termine, localice a una mujer con cabello teñido de rubio y lentes de contacto verdes, y llévela a la comisaría para que testifique sobre el hombre detenido. Una vez neutralizadas esas personas, le diré el lugar exacto donde encontrará el cuerpo de Mr. Thomas, pero por ningún motivo me desobedezca, o esos tres maleantes huirán sin que podamos obtener pruebas en su contra. —No pierdo nada con darle una oportunidad, pero me gustaría que se identificara. —Estaré supervisando la operación, así que pasaré a saludarlo… y por cierto, andará por allí un niño de ocho años, que es el hijo del oficial Lawliet. Lo reconocerán de inmediato por su gran parecido. —¿Cómo? ¿Lawrence tiene un hijo? —Así es, pero no debe saber que se los he contado. Dejen que el chico ronde por el lugar a su gusto, pues mientras esté allí es poco probable que los sospechosos detonen la bomba; además, el pobrecito está muy enfermo y es su última voluntad ver a Clapton aunque sea por la ventana. ¿Cuento con su buen corazón, Mr. Barlow? —Haré como solicita, pero le advierto que si esto es una broma, le costará caro. —Espere al sábado y verá. Me comunicaré con usted antes del evento. Hasta entonces —se despidió L y colgó. Lo que acababa de escuchar sólo empeoró mi nerviosismo, pues si el capitán Barlow nos fallaba, tendríamos que enfrentarnos personalmente a nuestros enemigos. El día señalado nos dimos un baño y liquidamos la cuenta del hotel. En eso gasté todo mi dinero, pero el chico todavía tenía sus ahorros, así que me pidió que fuéramos a comprar un radio comunicador y a alquilar un auto. Él se encargó de manejar sentado sobre mis rodillas durante la hora de camino que nos separaba de Dunsfold. Arribamos mucho antes de que comenzara el concierto y ocultamos el vehículo entre unos arbustos, desde donde espiamos la llegada del cuerpo policiaco. —Hola, Inspector. Aquí L. ¿Cómo va todo? —saludó a Barlow por el radio. —¿Qué tal, detective? Pensé que no volvería a saber de usted. En estos momentos están dentro del inmueble los policías Eastoft, Appleton y Lawliet. Su comportamiento ha sido en todo momento normal, y es de alabarse su minuciosidad en la revisión. Me acompaña un experto en bombas, quien tampoco ha notado nada raro. —Le pido que en cuanto terminen los de Winchester su especialista entre a echar un vistazo.
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—Ya vienen saliendo los hombres, y todo fue correcto. Por cierto, he averiguado sobre usted, y estoy decepcionado. De no ser que Mr. Wammy afirma conocerlo, habría desechado antes sus peticiones. —Estoy completamente seguro de que hoy habrá aquí un atentado. Tal vez un carro contendrá los explosivos. ¿Podemos conseguir un perro detector? —Seré sincero: no le creo nada. Investigué sobre Melbourne, y él se encuentra en el extranjero, no bajo tierra como usted dice. Se ha equivocado en todo, Mr. L. Ahora continuaré mis labores. Cambio y fuera. El niño se quedó muy pensativo por lo que acababa de oír; la oportunidad de agarrar a Lawrence con las manos en la masa se le había escapado. No había modo de encarcelarlo por sus otros crímenes porque tampoco existía evidencia, sólo quedaba encontrar el explosivo antes de que fuera usado. En breve cayó el ocaso, y el sitio se convirtió en un paraje penumbroso. Estuvimos vigilando cada uno de los vehículos que fueron llegando, hasta que aparecieron los cuarenta invitados previstos. Cuando arribó la pianista, se me revolvió el estómago. Era el momento de hacer mi parte. —Gracias por todo, Mr. Ruvie. Fue divertido trabajar con usted —me dijo L. Como respuesta, lo pellizqué. —Deja de despedirte, que me pones más nervioso. Esto va a resultar bien. Siempre te sales con la tuya, maldito mocoso —proferí. Con los restos de esa oleada de optimismo me acerqué a miss Melbourne y estreché su mano. La dama correspondió a mi saludo con frialdad. Llevaba unas gafas puestas, tras de las cuales alcancé a descubrir sus ojos oscuros sumamente irritados. —¿Cómo está Quillsh? —me preguntó. —No lo se. No quiere recibir a nadie —mentí. —Me parte el corazón, pero lo mejor será romper. No es justo lo que me hace. Yo sería capaz de esperarlo hasta que salga de la cárcel, siempre y cuando nos casáramos, pero si no me da ninguna garantía, prefiero seguir con mi vida. —¿Cómo van las investigaciones de su detective? —desvié el tema. —Hablaremos de eso cuando volvamos a casa. ¿Quién lo trajo? ¿Ralph? —Fue un amigo que también pasará a recogerme. ¿Marshall vino con usted? —Sí, se quedó en el auto. Pero mejor entremos, que ya es hora. Para la función de gala se habían dispuesto una docena de mesas con manjares diversos y buenos vinos. Varias ventanas permitían que el salón se ventilara con el fresco aire de Surrey, y las paredes adornadas con madera brindaban a la casona un toque acogedor. Elizabeth y yo nos acomodamos muy cerca del escenario y estuvimos hablando de cualquier tontería para matar el tiempo, aunque en realidad mi atención estaba puesta en Lawliet, cuya apariencia me impactó. El color oscuro de su uniforme contrastaba con la extrema palidez de su piel, y las madrugadas de servicio le habían brindado unas enormes ojeras; inclusive su espalda estaba encorvada como la de su
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vástago. Él me miró con desagrado, y luego se fue a un rincón del recinto, desde donde siguió vigilándonos. Mientras tanto, L examinaba los carros de los invitados, hasta que Barlow lo interceptó. —He perdido a mi mascota. Corrió hacia acá —explicó el niño. —Con que tú eres Lawrence junior—saludó el jefe. —Por favor no le diga a papá que estoy aquí. Me dijo que esperara en el auto, pero mi gato se salió. —No te preocupes, te ayudaré a buscarlo. Si quieres, ponte por allá, junto a la ventana para que veas a Clapton. Ya está cantando. —¡Gracias! Le encargo mucho a Marshall. Es negro, con una mancha blanca sobre la nariz. Le gusta meterse bajo los carros —dijo L y corrió con fingida alegría hacia un costado de la casona. Alcancé a ver un mechón de su rebelde cabello por la ventana y me puse todavía más nervioso pensando que su padre podría descubrirlo, pero éste seguía al fondo del recinto inmóvil como una siniestra estatua. Nuestro artista favorito interpretaba “I shot the sheriff” con gran energía, y Elizabeth parecía poseída por la melodía. Afuera, los policías murmuraban sobre el hijo de su compañero. Barlow les ordenó que buscaran al felino: —Tenemos que encontrarlo. Seguramente él trae la bomba. Los oficiales festejaron con carcajadas la ocurrencia de su jefe y se metieron entre los autos gritando el nombre del inexistente minino. Entonces el guardaespaldas de miss Melbourne descendió del carro que custodiaba y los encaró: —Yo soy Marshall. ¿Todo está bien? El superintendente se sorprendió al encontrar al hombre que L le había descrito. —Por seguridad tenemos que revisarlo. Muéstrenos una identificación. —Soy guardaespaldas, por eso traigo esta pistola —explicó el atlético muchacho, al tiempo que sacaba de su saco un revólver y una credencial. El uniformado revisó el arma y luego se la devolvió. —Disculpe el inconveniente. Siga pasando una buena noche. El sospechoso regresó al auto, y de inmediato arrancó, ante la mirada atónita de los policías. L se comunicó de nuevo con el capitán: —¡Mande una patrulla tras ese hombre! —Su pistola no era la que mató a White, y aunque tenía una venda en la mano, no puedo detenerlo. —Si estaba buscando una Webley .38 MK III, déjeme decirle que es un idiota. Con esa le dispararon en la pierna, pero con la que lo ultimaron fue otra. ¡Siga de inmediato al sujeto! —Creo que a quien arrestaré será a usted —dijo Barlow y cortó la comunicación. L se mordió las uñas, pues su plan se estaba yendo por el caño. La bomba no aparecía, y encima una de las presas había escapado. Noté que volvió junto a la ventana por la inconfundible sombra que proyectó, pero minutos más tarde otra sombra más grande se le unió.
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—Lo siento mucho, pero tienes que irte de aquí. Ya sabemos que estás cooperando con ese detective —le dijo un sargento. —¿Ya encontraron a Raskall? No puedo irme sin él. —¿Raskall? ¿Qué no dijiste Marshall? —No. Es Raskall, un gato negro con una mancha blanca. ¿Puedo esperar a papá? Ya casi se termina el concierto. Mientras Clapton interpretaba “Tearing us apart”, Lawliet se acercó lentamente al escenario, y de repente saltó sobre el cantante, abrazándolo por el cuello. Con el otro brazo se abrió la camisa para mostrar una bomba que llevaba sujeta a su pecho. Sus colegas corrieron hacia él. —¡Salgan todos de aquí, o la haré estallar! —amenazó el atacante, y los presentes empezaron a marcharse, pero a mí no me respondieron las piernas. Lawrence le apuntó con su pistola a Elizabeth: —Tú no te vas, querida. Este show lo preparé para ti. Vamos a morir juntos, escuchando en vivo la maldita canción con que nos conocimos. La mujer se quedó congelada en medio del salón, y yo me metí bajo una mesa. —¡Why does love got to be so sad! —ordenó Lawrence a los músicos, quienes obedecieron al instante llenando con la nostálgica canción el salón: Got to find me a way (Tengo que encontrar un modo) To take me back to yesterday. (de regresar al ayer) How can I ever hope to forget you? (¿Cómo puedo siquiera esperar olvidarte?) Won’t you show me a place (¿No me mostrarás un lugar) Where I can hide my lonely face? (donde pueda esconder mi rostro solitario?) I know you’re going to break my heart if I let you. (Se que romperás mi corazón si te lo permito) Why does love got to be so sad? (¿Por qué el amor tiene que ser tan triste?) Like a moth to a flame, (Como una polilla hacia una flama) Like a song without a name, (Como una canción sin nombre) I’ve never been the same since I met you. (Nunca he vuelto a ser el mismo desde que te conocí) Like a bird on the wing, (Como un ave en su ala) I’ve got a brand new song to sing, (Tengo una canción completamente nueva que cantar) I can’t keep from singing about you. (No puedo dejar de cantar acerca de ti) I’m beginning to see (Comienzo a ver) What a fool you’ve made of me. (el tonto en que me has convertido) I might have to break the law when I find you. (Tal vez tendré que violar la ley cuando te encuentre) Stop running away; (Deja de huir) I’ve got a better game to play,(Tengo un mejor juego que jugar) You know I can’t go on living without you. (Sabes que no puedo vivir sin ti)
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Durante las últimas estrofas, miss Melbourne trató de correr, pero el oficial disparó muy cerca de sus pies. —Ya no volverás a irte, mi amor. Si no pudimos estar juntos en la vida, lo estaremos en la muerte —vaticinó él. En eso, aparecieron por las ventanas varios cañones de pistolas. Entre todas esas armas reconocí mi revolver, que L empuñaba con manos temblorosas. Nunca supe si tenía miedo de matar al artista o a su papá; tal vez a ambos. El caso es que no se decidía a disparar. —¡Hijo mío, qué bueno que has venido! —exclamó el desquiciado hombre al reconocerlo—. ¡Ahora vamos a morir como una familia! Lawrence dejó a Clapton y corrió a cargar a Elizabeth. Todo sucedió en cuestión de segundos. Miré horrorizado como colocaba su mano en el detonador mientras se acercaba a la ventana y me resigné a morir, pero entonces el bombardero cayó al suelo con un agujero justo en medio de la frente. Lo que siguió no lo recuerdo, porque me desmayé, pero Quillsh me lo contó. Barlow había ido a verlo para interrogarlo sobre el detective L, lo que lo dejó muy inquieto, así que decidió escapar aprovechando la ganzúa. Luego consiguió recuperar su auto y fue a toda prisa al concierto, llegando justo a tiempo para evitar la tragedia. Como Lawliet todavía estaba vivo, le quitó la bomba y lo llevó al hospital. Yo desperté varias horas después, junto a la cama donde estaba el oficial. Lo acababan de operar, y se encontraba en coma. Wammy nos cuidaba a ambos. —Qué bueno que despiertas, Roger—me dijo cuando me vio abrir los ojos. —¿Dónde está L? —pregunté yo. —No lo se. Desapareció después del disparo, pero debe estar bien, porque mandó un informe a la comisaría de Winchester. Gracias a eso me dejaron libre. —¿Y Elizabeth cómo está? —Ella escapó. No lo vas a creer, pero el cuerpo de su tío estaba enterrado en su jardín. También están buscando a Marshall. Barlow entró al cuarto acompañado de un par de subalternos. —Hola de nuevo, Mr. Wammy. Ya terminamos el papeleo y venimos a despedirnos. De verdad le agradecemos mucho su ayuda y la de su detective. Sus deducciones sobre el caso fueron increíbles; no se habla de otra cosa a nivel internacional. Por favor dígale que nos gustaría conocerlo en persona —dijo el superintendente y se retiró. Enseguida una enfermera fue a revisar los signos vitales de Lawliet, y Quillsh suspiró: —L perderá a su padre por mi culpa. —No tenías otra opción. De todas formas, si sobrevive, va a quedarse mucho tiempo en la cárcel. —Necesito que hallemos a Rei cuanto antes. ¿Crees poder viajar a Japón mañana? Yo no debo moverme de aquí hasta testificar sobre el caso Melbourne. —Soy el súper agente R —respondí bromeando—. Estoy siempre listo para entrar en acción.
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ontra todo pronóstico, Lawliet recuperó la consciencia; supongo que deseaba demasiado contar la verdad sobre su tormentosa vida. Gracias a sus declaraciones logramos reconstruir la historia: Después de la supuesta muerte de Rei, Lawrence se comunicó con el orfanatorio Pont Blanc, y así pudo saber que su ex novia había hecho preparativos para dejar a su hijo allí. Luego de apoderarse del niño, lo llevó a Winchester, donde lo mantuvo oculto en una bodega que su aliado Liam Mc Carthy utilizaba para guardar los componentes químicos de las bombas que creaba para el IRA. Para ese entonces, sus problemas de alcoholismo casi lo llevaron a perder su puesto, pero su amigo Albert Collingwood se encargó de encubrirlo y patrocinarle un tratamiento. Poco después de que L escapó, descubrió que su amada había llegado al distrito con la nueva identidad de Elizabeth Layla Melbourne, y albergó la esperanza de reconquistarla, para lo cual mandó a su cómplice a solicitarle trabajo bajo el seudónimo de Robert Gibbs. La pianista aceptó de inmediato, dada la belleza física del muchacho, y así Lawliet pudo enterarse de que la dama tenía la protección de Thomas Melbourne porque lo amenazaba con revelar sus fraudes al mundo. Como Rei acosaba a su guardaespaldas, éste y Lawliet planearon una serie de atentados para castigarla. Atacaron la fábrica y la biblioteca, y después su objetivo iba a ser el auto de miss Melbourne, pero en su lugar destruyeron el de Mr. Wammy. Luego de eso, Mc Carthy tuvo que volver a su ciudad natal, y Lawliet se vio obligado a conseguir sus propios explosivos. Siempre atacaba en miércoles porque ese era su día libre. Cayó redondo en la trampa del centro cultural, pero huyó con tanta suerte que hasta se dio el lujo de devolver él mismo el Gol blanco. La bomba que le quitaron la tenía destinada a la residencia Melbourne, pues se sentía furioso por la relación que su amada llevaba con Mr. Wammy, y pretendía asustarla lo suficiente para que se fuera del país. Al ser golpeado reconoció a Marshall, pero responsabilizó a su ex novia, porque quería que de algún modo fuera investigada y desenmascarada. Cuando recibió las flores en el hospital, estuvo a punto de abrir el sobre, que decía “Con cariño para Law Law”, pero prefirió huir. Al comprender que su amada lo detestaba a un nivel fatal se deprimió mucho, y se puso a construir un artefacto para morir junto a Eric Clapton, cuyas canciones maldecía porque le recordaban la dicha perdida. Por más que se le interrogó sobre el atentado de Wammy’s House, jamás aceptó la autoría. Después de leer el testimonio de Yukiko, Quillsh concluyó que ese incidente y el de Ted White habían sido orquestados por Elizabeth, quien seguramente vio nuestro anuncio cuando estuvo en Osaka y reconoció a L en el programa de Nell. Como no quería que el niño la delatara, intentó que fuera reubicado junto a los otros huérfanos, pero luego decidió deshacerse de él específicamente. Pensamos que quiso involucrar a Lawliet en el delito para que tuviera que identificar el cadáver de su hijo y se retorciera de dolor, mas al fallar el plan, hizo que Marshall silenciara a White. Semanas atrás ya se había librado de su supuesto tío, y cada muerto no representaba para ella más que otro peón derribado en su lucha por convertirse en una mujer nueva, millonaria y exitosa. Por eso había drogado constantemente a Quillsh, buscando luego asesinarme para que no la descubriera. Su hijo no quiso averiguar su paradero, mas sin embargo
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conservó el nombre de L; tal vez deseaba que su madre se enterara de lo grande que había llegado a ser, o quizá sólo quiso aprovechar la fama que su primer gran caso le brindó. No lo sabremos jamás. Lawrence murió tras cumplir seis meses en prisión. La versión oficial establecía que fue a consecuencia de su herida en la cabeza, pero ciertas fuentes aseguraron que se suicidó. Tampoco quisimos indagar más al respecto. El veinticuatro de diciembre de 1987 el coro de Wammy’s House dio su primer concierto en la catedral. Los niños se encontraban motivados, pues habían aprendido a soñar con un futuro grande. El público nos hizo una ovación de pie, y debimos prometer que participaríamos en todos los festivales del ayuntamiento. Nos retiramos gozosos, abordando el camión que nuestro benefactor nos había comprado para premiarnos. Una vez en casa nos reunimos en torno a la mesa. Aparte de los catorce internos, teníamos como invitados a los familiares de todos los empleados, así que nos sentíamos como una gran familia de muchas generaciones. Teníamos a nuestra disposición fuentes con carne de pavo, caviar, ponche de frutas, sidra, bacalao y todo tipo de salsas, pero había un enorme pastel de chocolate que nuestro líder conservaba empacado. Era obvio que esperaba a su protegido, pero con el pasar de las horas la desilusión lo fue embargando. Poco antes de media noche salió de la casa, con los ojos llenos de lágrimas, y entonces distinguió una delgada figura entre la nevada que caía. —Buenas noches, señor Quillsh Wammy —saludó L, tiritando. Mi jefe corrió a abrir el cancel. —¡Qué bueno que has llegado! ¡Entra, te estábamos esperando! —En realidad he venido sólo a regresar esto —dijo, al tiempo que le entregaba a Quillsh mi pistola y la perilla de encendido de mi televisor que yo tanto había buscado—. Espero que con las inversiones que le aconsejé haya quedado saldada mi deuda. Agradezco mucho su ayuda y sus atenciones. Fue un placer conocerlo —se despidió. —¿Pero qué dices? ¿A dónde vas? —Es momento de seguir mi camino. Ya resolví los casos que me mantenían aquí. —¿Te volveré a ver? —No, pero oirá hablar de mí. —Es una lástima que te vayas; me divertí tanto con la investigación, que he decidido ser detective yo también. No hay nada como el misterio y el peligro para sentirse vivo. —Tendrá una existencia solitaria y riesgosa, ¿está seguro de querer eso? —Lo mismo te pregunto. L se quedó callado. Entonces sonaron las campanadas de navidad y Wammy lo abrazó. —Mi vida anterior fue un desastre. Ahora quiero ser exitoso —le confió el niño, abandonándose al cariño. —El éxito no consiste en lograr grandes cosas, sino en sentirse bien con uno mismo. ¿Te gusta estar a mi lado, no? —Pero usted va a hacer su vida, y tarde o temprano nos vamos a separar. Es mejor hacerlo de una vez.
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—Tú y yo nos parecemos mucho; también mi existencia ha sido un fracaso. Empecemos de nuevo, bajo otra identidad. —¿Lo dejaría todo para seguirme? —Al contrario: lo tendría todo al seguirte. El niño sonrió con ternura y Quillsh lo cargó hacia el interior. —Vamos a festejar que de ahora en adelante siempre estaremos juntos. Los chicos envolvieron en una cobija al congelado visitante y todos nos sentamos de nuevo a la mesa para disfrutar el delicioso postre. Después Wammy nos condujo a L y a mí a su despacho, e indicó a su protegido que abriera una caja que tenía su nombre. Me quedé boquiabierto cuando extrajo una carpeta con papeles. —Este es el certificado de defunción de L Lawliet, quien pereció hace tres días por una pulmonía —le explicó Wammy—. Ya nadie tendrá derechos sobre ti: eres completamente libre. Conseguí una nueva acta de nacimiento, con la cual te convertirías en Lionel Payne, el hijo de un primo lejano. De este modo te puedo tener bajo mi custodia sin que nos relacionen directamente. ¿Qué dices? —Claro que acepto, aunque me encantaría quedarme muerto —dijo L esbozando una extraña sonrisa—. Es mi turno de ponerle un nombre nuevo, Wammy-San, ¿qué le parece “Watari”? —Suena bien, y es fácil de recordar. —¿Y yo qué? —intervine—. ¿Cómo me voy a llamar yo? —De ahora en adelante tú eres el Señor director, querido Roger —repuso mi jefe, y llamó a todos para anunciarles que me convertía en el líder de Wammy’s House. Me puse a llorar de la emoción, pero él me indicó que allí no acababa mi regalo, pues además me brindaría suficiente dinero para continuar mis estudios. Gracias a eso conseguí titularme como biólogo con especialidad en entomología y botánica. Dos días después, nuestros héroes nos dejaron. Se habían enterado de la desaparición de un importante científico ruso, y fueron a ese país a investigar el caso. Recibí pocas noticias de ellos porque era peligroso que me contactaran, y así nos fuimos distanciando. Tengo entendido que vivieron después un tiempo en los Estados Unidos, y luego en Francia, pero lo más seguro es que hayan residido en muchos lugares más. Quillsh nos visitaba un par de veces al año, sin quedarse más de medio día, y al detective lo volví a ver ya convertido en un jovencito, cuando vino a estudiar la preparatoria y jugó en el campeonato de tenis del Reino Unido. A veces asistía la casa hogar haciéndose pasar por un maestro de oratoria, y de ese modo conoció a los que competían por sustituirlo. Al día siguiente de la muerte de Kira, me puse en contacto con los miembros del equipo de investigación de Japón para saber en dónde había sido sepultado el cuerpo de L. La inscripción de su lápida decía: “Aquí yace el poseedor de una mente asombrosa, quien expiró luchando contra la amenaza más grande que conociera la justicia.” Como no obtuvimos permiso para depositar sus restos en el mausoleo de Mr. Wammy,
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se me ocurrió una idea que a mi amigo le habría gustado: colocamos las cenizas de Mello dentro de la tumba vacía de su mentor, y el mejor detective del siglo se quedó a descansar para siempre en un rincón de Coventry.
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