TIERRA FIRME HÉROES SIN ATRIBUTOS
JULIO PREMAT
HÉROES SIN ATRIBUTOS Figuras de autor en la literatura argentina
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FONDO DE CULTURA ECONÓMICA MÉXICO - ARGENTINA - BRASIL - CHILE - COLOMBIA - ESPAÑA ESTADOS UNIDOS DE AMÉRICA - GUATEMALA - PERÚ - VENEZUELA
ÍNDICE
Primera edición en Argentina Premat, Julio Héroes sin atributos / Julio Premat. - 1a ed. - Buenos Aires : Fondo de Cultura Económica, 2008. 276 p. ; 21x14 cm. - (Tierra firme) ISBN 978-950-557-xxx-x 1. Crítica Literaria. I. García Márquez, Gabriel, prolog. II. Título CDD 809
Introducción. Héroes sin atributos ............................................
I. Macedonio: II.
el escritor Cotard ..................................................
Borges: genio, figura y muerte...............................................
III. Di
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Benedetto: silenciero...........................................................
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Lamborghini: Lacan con Macedonio..................................
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Saer: un escritor del lugar........................................................
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IV.
Armado e ilustración de tapa: xxxxxxxxxxxx V.
D.R. © 2008, FONDO DE CULTURA ECONÓMICA DE ARGENTINA, S.A. El Salvador 5665; 1414 Buenos Aires, Argentina
[email protected] / www.fce.com.ar Av. Picacho Ajusco 227; 14200 México D .F. ISBN: 978-950-557-xxx-x
VI. Piglia:
loco lector........................................................................
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Coda. Aira: el idiota de la familia...............................................
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Bibliografía..........................................................................................
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Comentarios y sugerencias:
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Introducción. Héroes sin atributos
O poeta é um fingidor. Finge tão completamente que chega a fingir que é dor A dor que deveras sente. FERNANDO PESSOA, “Autopsicografia”.
Debo convertirme en mi propio comentador, o mejor todavía, en mi propio escenógrafo. Debo forjar a un Gombrowicz pensador, un Gombrowicz genio, un Gombrowicz demonólogo de la cultura y muchos otros Gombrowicz indispensables. WITOLD GOMBROWICZ, carta al director de Kultura.
El escritor debe ser, según las palabras de Musil, un “hombre sin atributos”, es decir un hombre que no se llena como un espantapájaros con un puñado de certezas adquiridas o dictadas por la presión social, sino que rechaza a priori toda determinación. JUAN JOSÉ SAER, “Una literatura sin atributos”.
Como pocos escritores en el siglo XX, Witold Gombrowicz se construyó un lugar propio, autónomo, en contra de los abrumadores imperativos estéticos, ideológicos y sobre todo históricos que pesaban sobre las frágiles espaldas de alguien como él, un escritor polaco desterrado en el suburbio del mundo. Si su viaje a Argentina en 1939 puede calificarse de contingencia, 9
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INTRODUCCIÓN. HÉROES SIN ATRIBUTOS
su decisión de quedarse en el margen, de no regresar a su país ni incorporarse al exigente mundillo cultural del exilio polaco (en particular el existente en París), debe verse como una defensa de la especificidad de su obra: sólo desde afuera, en la intemperie de lo ajeno, Gombrowicz parece poder mantener el tono y la libertad de expresión que necesita. Lo que no supone un esteticismo ahistórico, al contrario: una lectura de su Diario permite comprobar la importancia que la reflexión sobre el pasado y el presente de Polonia ocupa en su pensamiento; de lo que se trata, más bien, es de una confianza sin titubeos en el valor de la propia palabra, aun desde la perspectiva de una revisión radical de los mitos nacionales y las creencias culturales más afianzadas en su país (o sus países, la Polonia comunista, la “Polonia parisina”). Basta con recorrer, someramente, la historia de la cultura polaca desde 1945 hasta la actualidad para comprobar la lucidez que las posiciones de Gombrowicz, en su momento, suponían. Aún hoy, a pesar de haber engendrado fervorosos lectores en el mundo entero, inclusive y ante todo en su propio país, su figura no termina de “encajar” en un panorama cultural institucional ni se deja del todo “amaestrar” por homenajes, museos y ediciones prestigiosas (huelga recordarlo: lo que sí sucedió, con creces, en el caso de Borges). Algo de la radicalidad de su juventud perdura en toda su producción y se prolonga en la recepción póstuma de sus textos. Ese lugar imposible (el margen) y el rechazo de esa herencia nacional aplastante (la hecatombe histórica, el mandato patriótico) parecen anular, en su caso, la posibilidad de existir en tanto que escritor srcinal. Y no sólo Gombrowicz lo es, sino que consigue intervenir y hacerse oír del otro lado del océano, en el centro o los centros que cuidadosamente había evitado. Lo consigue con un gesto de escritura fuerte, que es el objeto teórico estudiado por este libro: la invención de una figura de autor. La justificación misma de la escritura del Diario (que qui-
zás sea su texto más notable) corresponde a un objetivo de ese orden: Gombrowicz afirma querer “construirse”, es decir darse a conocer, darse a leer, en tanto que personaje, desde el margen absoluto que era Argentina. Para volver legibles los textos, para que los textos existan, es necesario agregarles una segunda dimensión ficticia, que en alguna medida los englobe y complete. Valga un ejemplo: la cita que figura en epígrafe, tomada de una carta del 6 de agosto de 1952 al director de Kultura (revista y editorial del exilio intelectual polaco), en la que Gombrowicz, preocupado por salir de su aislamiento y disipar los malentendidos producidos por la recepción de La boda, explica que ha decidido comentarse a sí mismo. O esta afirmación, leída en su Diario (1954): “Yo soy mi problema más importante y posiblemente el único: el único de todos mis héroes que realmente me interesa. [...] Comenzar a crearse a sí mismo y hacer de Gombrowicz un personaje, como Hamlet o Don Quijote (¿!)”. Esa construcción obedece a variadas exigencias: justificar y pensar el proyecto, hacerse escritor reconocido, adquirir prestigio sin estar dentro de un medio literario asfixiante. Pero también construirse supone forjarse una identidad: ser polaco de otra manera –o sea, redefinir lo que es un “ser nacional polaco”–, ser escritor de otra manera –integrando la insolencia inmadura, e inclusive irresponsable, como posición de creador–. La ferviente, explícita y ardua búsqueda de la srcinalidad, la imposible posición de un escritor polaco en el exilio en los años cuarenta y cincuenta, el descentramiento ético de Gombrowicz, todo eso puede resolverse o al menos procesarse con la escritura del diario y con la autofiguración que éste contiene. Al respecto, se podría evocar el excelente libro de Nathalie Heinich, Être écrivain, en el que se estudia la identidad de los escritores, mostrando que ésta no es una constante ni está dada de una vez por todas, sino que es el resultado de una operación vertiginosa: el paso de una actividad (“escribo”) a un ser (“soy es-
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critor”), operación que la impregnaría de una indeterminación y una inestabilidad esenciales. La identidad de un autor estaría caracterizada por la presencia simultánea de imperativos contradictorios (la afirmación de una singularidad y de cierta pertenencia a una colectividad, la reivindicación de una filiación y de un autoengendramiento, la ambivalencia entre la marginalidad y la integración, etc.), contradicciones que conllevan la necesidad, a cada paso de una carrera literaria, de afianzar y reconstruir el “ser escritor”. Estas tensiones van a procesarse según estrategias diversas; por ello, y paradigmáticamente, las ficciones de autor, en tanto que relato, y las figuras de autor, en tanto que imagen, son espacios privilegiados para proponer soluciones dinámicas. Así, el acto de escritura puede verse como una “puesta en intriga” de la identidad, según la expresión de Ricœur: se construye un relato pero también una coherencia, una dialéctica identitaria del que escribe. El caso de Gombrowicz es ejemplar en ese sentido –como también lo es el de Fernando Pessoa–: para convertirse en escritor hay que, primero, fingirse escritor: “El espíritu nace de la imitación del espíritu, y el escritor tiene que imitar al escritor, para al final convertirse en escritor él mismo” (Diario, 1953). Un volverse escritor que no implica, empero, la construcción de una identidad límpida y explicativa, ni la pretensión de ocupar el lugar decimonónico del demiurgo y de la conciencia estético-moral de un país, sino, por el contrario, la puesta en escena de una identidad atractiva, enigmática y ficticia (como los propios textos), lo que le daría una dimensión más misteriosa a lo escrito (“En este diario me gustaría comenzar a construirme abiertamente mi talento [...] ¿Por qué abiertamente? Porque al ponerme en evidencia, deseo dejar de ser para vosotros un enigma demasiado fácil de descifrar. Al introduciros entre los bastidores de mi ser, me obligo a esconderme aún más profundamente.”) (Diario, 1953). Una autofiguración, un personaje,
que se crea, según una afirmación repetida y lúcida, en el intersticio entre el yo biográfico y el espacio de recepción de sus textos. Gombrowicz confiesa ensayar roles y actitudes, atribuyéndoles sentidos diferentes a sus experiencias; si algunos de esos roles y sentidos parecen corresponder con las expectativas del público, los adopta como definitivos. La autoficción en este caso es, a ojos vista, una etapa indisociable del proceso de creación de una obra; es decir, no sólo de escritura, sino también de circulación inteligible y de reconocimiento o sea, de existencia social. A la función-autor definida por Foucault en “¿Qué es un autor?” habría que agregarle por lo tanto una ficción de autor (o, si se quiere, la ficción de autor sería, al igual que el nombre, parte integrante de esa función). La inestabilidad de la identidad de la instancia que escribe se materializa en esa ficción, que no fija rasgos unívocos sino que acompaña la polisemia y ambigüedad del texto. Valga el –aparente– desvío polaco para presentar el objeto de este libro: estudiar en algunos escritores argentinos las peculiares maneras de construirse una figura, junto a o dentro de la producción de sus textos. O sea, además de la ficción de suceder, la ficción de ser –o de personaje–, como podría haberlo dicho, irónicamente, Macedonio. Desvío relativamente polaco, ya que puede discutirse el lugar que conviene atribuirle a Gombrowicz en la literatura argentina postulando que ese gesto de “invención de autor” tiene que ver con un sistema literario nuevo o, por qué no, también inventado, es decir voluntariamente edificado, en tanto que conjunto, por los intelectuales del Centenario (y en paralelo a otra construcción voluntarista, la de una identidad nacional). Aunque el gesto de escritura del Diario tenga transparentes motivaciones polacas, la utilización de una autofiguración para afrontar dificultades de circulación y de existencia, proponiendo una revisión de la identidad de autor, una reorganización inédita de la tradición, postulando
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la fertilidad de una creación desde el margen, interviniendo inclusive en la recepción y en la inteligibilidad de lo escrito, todo lo cual sí podría verse como una dinámica literaria típicamente argentina. Y en todo caso, la insolente posición de Gombrowicz, que conoció a Macedonio y fue amigo de Adolfo de Obieta, no es ajena a esa filiación macedoniana, la de una creación de figuras de autor paradójicas, filiación que será comentada aquí. Sin embargo, y a pesar de la fuerte impronta macedoniana perceptible en el párrafo precedente y en buena parte de los textos que lo componen, Héroes sin atributos es, ante todo, un libro saeriano –empezando por su título, que también alude a una concepción antiheroica del individuo contemporáneo, tomada de la novela de Musil, Un hombre sin atributos–. Saeriano en el sentido de que el proyecto y las primeras ideas sobre las figuras de autor en la literatura argentina son el resultado de un extenso trabajo sobre la obra de Saer, publicado hace ya varios años (La dicha de Saturno. Escritura y melancolía en la obra de Juan José Saer). Al leer a algunos importantes autores argentinos a partir de las conclusiones de ese libro, y al tratar de ampliar la perspectiva para incluir a la especificidad saeriana en un sistema más amplio, dos constantes parecían imponerse: por un lado, la tendencia de los escritores a representarse dentro de una tradición, renovada pero reconocible, de la melancolía occidental. Por el otro, la fuerte dimensión negativa de esta representación del sujeto que escribe; en la versión saeriana, una cita aforística que se refiere, precisamente, a Gombrowicz: “El escritor no es nada, nadie”. Representación contradictoria con la tradición del escritor nacional en América latina y con la herencia decimonónica al respecto, cuya negatividad funciona como la afirmación paradójica de una presencia de autor y la vigencia renovada de la obra literaria. La paradoja sería una manera de ocupar un lugar así como la modestia o la anulación de sí mismo son modos de definir una identidad de escritor a
la vez dialéctica y potente. Los ejemplos de Cortázar y Borges, sin ir más lejos, confirman la existencia de elementos en común con el caso Saer, y dichos elementos pueden encontrarse en otros escritores. Después de haber pensado en una serie de ensayos sobre autores melancólicos, lo que privilegiaría por lo tanto la primera constante, fue la segunda la que se impuso: la hipótesis de que la escritura moderna en Argentina (aunque las especificidades de ese sistema literario al respecto queden por demostrarse) supondría, en paralelo con la producción de una obra, la construcción de una figura de autor. Una figura de autor, tanto en el plano tradicional y conocido de los medios culturales, académicos y editoriales, como, lo que es menos previsible, un personaje de autor, una ficción de autor en los textos. Esa ficción, esa particular esfera de la metaliteratura (no sólo narrar la aventura de la escritura sino inventar al responsable de lo que se lee, o sea al cabizbajo héroe de esa aventura), estaría marcada por una representación contradictoria –ser un gran escritor es no ser nada o nadie–, que podría llamarse una representación oximorónica. Allí, en la conjunción de una representación negativa, la creación de un personaje operativo en la recepción de los textos, la melancolía y el pensamiento oximorónico, Macedonio, a modo de evidencia, pasó a ocupar el primer plano en tanto que figura referencial o modelo para rastrear una constante. Como sucede a menudo, la causa o la organización lógica aparecieron tardíamente, a fuerza de pensar en el efecto. En todo caso, la intención no es la de fijar los rasgos de una figura nítida y unívoca, sino de identificar espacios dinámicos en los que se representan oposiciones, tensiones, conflictos. En ese sentido, la figura de autor funciona como una de las “contradicciones narrativas” que Saer teoriza en un breve texto de La narración-objeto que lleva ese título. Allí, plantea que la eficacia de todo relato se funda en una contradicción: “la de alcanzar lo universal manteniéndose en el dominio riguroso de lo particu-
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lar”, y propone el ejemplo célebre de Flaubert, que afirmaba, simultáneamente: “Madame Bovary soy yo” y “Hay una madame Bovary en cada pueblito de Francia”. Esta contradicción sería dialéctica, porque “de la oposición entre los dos términos, lo particular y lo general, nace un tercero que los comprende: la narración”. Puede extenderse esta idea de una contradicción narrativa a la construcción de un lugar y de una figura –o una mitografía– de autor: ambos suponen la presencia simultánea de contrarios y una síntesis, que sería la existencia eficaz y funcional de un autor. Dicho esto, hay que reconocer que la idea de una tradición específica, de corte macedoniano, es, en un punto, una ficción crítica que permite esbozar lecturas simultáneas, ya que, por definición, el peso de las influencias y el valor de las constantes en el campo literario están sometidos a una dosis fuerte de relatividad. Entre líneas, se postula aquí la operatividad de la figura de Macedonio (su ductilidad para significar, según las circunstancias y las intenciones, sentidos diversos), más que un peso modélico comprobable. Esa figura sería entonces un pretexto para crear sistemas de relación y esbozar paralelismos que, quizás, resulten esclarecedores. Ahora bien, y en la medida en que se identificarán repeticiones y analogías en una literatura, al ejemplo de Macedonio, tutelar en los estudios que siguen, conviene inscribirlo en un contexto como para circunscribir introductoriamente los análisis propuestos. Ante todo, si pensamos en las figuras de autor y en las modalidades del ser escritor, la literatura argentina tiene un antepasado absoluto, una figura referencial, que no es, como sucede en algunas literaturas europeas, un escritor idealizado o canonizado (Shakespeare, Dante, Goethe, Cervantes, Victor Hugo o Flaubert), sino un escritor ficticio, un personaje de escritor. La figura legendaria del ser escritor en Argentina no es el exiliado Sarmiento ni el romántico Echeverría, sino que es
el payador perseguido, es el Martín Fierro que toma la guitarra, se pone a cantar e inventa una literatura. Desde esa página inaugural, la ficción de autor irrumpe como una evidencia en la historia de las letras de ese país; ser autor es así inscribirse en una filiación de autores legendarios, los de la gauchesca, y no en la herencia de un José Hernández. Una filiación que comienza entonces con un conflicto que asocia y distingue a un escritor real de un autor ficticio (que será el que quedará en la memoria colectiva). Inventar una literatura, si tomamos el mito fundador que le atribuye al Martín Fierro un lugar central es, por lo tanto, inventar a un escritor. O inventarse como escritor. Ricardo Güiraldes es el ejemplo paradigmático de una construcción a partir de esa filiación imaginaria. Después de repetidos fracasos literarios y después de haber intentado en una novela de aprendizaje, Raucho, dibujar los rasgos de una identidad de escritor tironeado entre dos culturas (Francia y Argentina, la ciudad y el campo), en Don Segundo Sombra Güiraldes va a resolver las tensiones de su posición con una reescritura de esa primera novela de aprendizaje, que se transforma en mito personal de acceso a la literatura gracias a la inscripción del hijo de estancieros en una filiación de gauchos. Don Segundo Sombra, modelo e iniciador, no sólo le enseña a Fabio el control de las pulsiones, sino resulta ser un maestro de narraciones; el aprendizaje narrado en la novela también consiste en controlar la impetuosidad del joven para que logre aprender el laconismo, la sabiduría y el control del relato que caracterizan al viejo gaucho, heredero putativo de tantos payadores (Don Segundo se inscribiría en la filiación imaginaria de la gauchesca, que ya estaba vigente en los principales textos del género, como lo demuestra Julio Schvartzman). Porque, claro está, la pampa es un lugar de identidad y de proyectos ideológicos, pero al mismo tiempo constituye un marco mítico para el nacimiento del escritor argentino. Un narrador
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argentino sería aquél que funda una tradición y una identidad soñándose gaucho, el que se sitúa en el cruce entre pulsión y razón, entre civilización y barbarie, el que se pelea con el vacío pampeano como único lugar heredado, como única página posible desde donde leer y reescribir las bibliotecas europeas. La ficción de autor en ese relato permite, así, la coexistencia de contrarios: el guacho es gaucho, el estanciero es payador, la estética modernista y la novela de aprendizaje decimonónica le dan cabida a una leyenda pampeana, proveniente de la gauchesca y situada en una atemporalidad legendaria. Güiraldes actualiza el heroísmo que, compulsivamente, su maestro Lugones le atribuía al gaucho-escritor y, gracias a la fábula de la novela, se instala en el lugar del doble heredero: de la propiedad del campo y de la palabra literaria. El gesto de apropiación se ve repetido y ampliado en la singular dedicatoria del libro: Güiraldes le dedica Don Segundo Sombra a Segundo Ramírez, modelo real del personaje de Don Segundo, y al mismo tiempo se lo dedica a sí mismo, o mejor, se lo dedica a su ficción de autor, es decir y con sus propios términos, al “gaucho que llevo en mí, sacramente, como la custodia lleva la hostia”: otra vez, madame Bovary soy yo, hay una madame Bovary en cada pueblito de Francia. Como en Proust, la novela cuenta el devenir de una escritura; Fabio se vuelve autor al mismo tiempo que Güiraldes alcanza, por fin, el triunfo literario y el reconocimiento de un lugar en la literatura argentina. No es casual, a partir de esta constatación, que Lugones, uno de los responsables de esta mitificación del payador, sea al mismo tiempo el que intenta construirse como figura central del sistema literario y como un escritor mesiánico o, si se quiere, solar; su posición supone que antes de él no habría más que figuras legendarias, no escritores reales. Y al mismo tiempo la elección de Martín Fierro en tanto que figura heroica tiene que ver con una intención de “estetización de la historia” y con una concep-
ción del lugar peculiar que el poeta puede tener en la definición de una nacionalidad. Leemos en El Payador: “El poeta es, en gran parte, un agente involuntario de la vida heroica por él mismo revelada”. Para Lugones el gaucho Martín Fierro es antes que nada un “Payador”, es decir un poeta, y es gracias a ese dominio creativo y fundador del lenguaje que él puede “civilizar a la pampa”: ser un héroe. Cuando Lugones, en el poema inicial del libro que marca su entrada en la escritura (Las montañas de oro) decide ponerse “del lado de los astros”, o cuando afirma, en el prólogo de su libro más srcinal y ambicioso, Lunario sentimental, que los poetas cumplen una función social, la de definir, como lo haría un héroe, una nacionalidad gracias al lenguaje, él está a la vez asimilando toda una tradición europea del escritor nacional y despejando un lugar para su figura. Como es sabido, Lugones será un escritor que desarrolla sistemáticamente una estrategia para instituirse en tanto que el Gran Escritor que el país necesita, un escritor omnívoro que se apropia de todo el idioma, de todos los géneros, de todo el saber; con una autocanonización y con repetidas afirmaciones de poderío, Lugones se “hace” él mismo su ley, su estatua y su día del escritor. A pesar del relativo fracaso de la operación (la filiación que prospera en Argentina es, vía Borges, la de una identidad dudosa, irónica y contradictoria, heredera de las vanguardias y de Macedonio), el lugar de Lugones sigue marcado por ella: aunque se lo lea poco y nada –quizás menos que a Macedonio–, se lo menciona siempre como a un punto de referencia; ya no héroe mítico (como Martín Fierro), sino patriarca histórico, antepasado venerable que vivió y escribió, pareciera, en un mundo y una época alejadísimos de los de los escritores que, una generación mediante, van a modelar la literatura del siglo XX (simplificando: Arlt, Girondo, Borges). Para encontrar una ficción de autor comparable a la de Lugones (y mucho más eficaz) hay que cruzar los Andes y pensar en el caso Neruda, que a partir
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de una exaltación telúrica y la idea a la vez romántica y marxista del poeta como voz privilegiada, capaz de plasmar sentidos colectivos, pone en escena una repetida imagen heroica de sí mismo. En particular, en el fresco mesiánico que es Canto general, el poeta, ya en el preámbulo (“Amor América”), es aquél que viene a “contar la historia” desde la sangre de la tierra y que, después de recorrer historia y geografía, inscribe, en la última parte del poemario, a su propia existencia mitificada (“Yo soy”) como parte inseparable de todo un continente y como remate de un proyecto de autoglorificación. En Argentina, pocos escritores intentaron, después de Lugones, afirmarse en tanto que hombres poderosos y superiores, radicalmente diferentes, poseedores de una palabra transformadora y de una misión social –aunque quizás David Viñas, con ciertas poses y juicios, pueda inscribirse en esa filiación–. Es en este marco y en contrapunto con la figura de Lugones y la tradición de una ficción de autor como héroe o profeta –contrapunto en general disonante pero a veces armonioso–, en los estudios que siguen veremos entonces algunas modalidades de representarse a sí mismo negativamente, como una manera, al fin de cuentas dominante, de ser escritor en Argentina.
rica, valga una afirmación general: el autor no es un concepto unívoco, una función estable ni, por supuesto, un individuo en el sentido biográfico, sino un espacio conceptual, desde el cual es posible pensar la práctica literaria en todos sus aspectos –y, en particular, la práctica literaria en un momento dado de la evolución de una cultura–. Sin pretender entonces llevar a cabo una definición actualizada y precisa del concepto de autor, un mínimo panorama teórico es necesario para delimitar, aunque más no sea aproximativa y pragmáticamente, la concepción de “ficción de autor” aquí utilizada, en particular porque en los análisis propuestos se omiten las justificaciones y ejemplificaciones tomadas de la bibliografía teórica consultada. Con ese objetivo, algunas ideas más o menos sintéticas al respecto, ideas que son el telón de fondo de los estudios que siguen. No se puede hoy en día plantear la cuestión del autor sin recurrir a una especie de página legendaria del pensamiento crítico contemporáneo que es esa “muerte del autor” decretada por Barthes en 1968 y ampliada por la “función autor” y el “poco importa quién habla” de Foucault en 1969. Sin embargo, la puesta en duda del sujeto biográfico en tanto que srcen unívoco del texto literario y de la intencionalidad como clave de la creación son inherentes a los discursos literarios sobre la modernidad, y muy particularmente los del siglo XX: desde la oposición a Sainte Beuve de Proust, desde Valéry y Mallarmé, hasta, por supuesto, la gran “saga” de las vanguardias que trastocó los conceptos de escritura, de autoría, de obra, de representación, de srcinalidad. En ese sentido, el texto de Barthes puede leerse como una forma sui generis de manifiesto vanguardista, que cristalizaría en posiciones teóricas polémicas una práctica literaria que va del Nouveau roman francés a la novela de los sesenta en América latina. Su aparente rigor o extremismo no es más que un efecto contextual que radicaliza cierta concepción y cierta praxis del autor, que el propio Barthes va a matizar
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PRESUPUESTOS TEÓRICOS Como seguramente ningún otro concepto de la teoría literaria, el de autor cristaliza una intricada red de posibilidades de análisis y posee una larga y polémica historia en su elaboración. Hasta tal punto las cosas son así, que parece difícil definir al autor sin recurrir a una serie de restricciones (es decir: autor percibido desde tal o tal perspectiva) y de delimitaciones temporales (cierta concepción del autor inscrita en la historia de la literatura y del discurso crítico). Fuera de toda dimensión histó-
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en los libros siguientes hasta contradecirlas en su último seminario (La preparación de la novela), en el que propone una revisión frontal de postulados anteriores –revisión que anuncia, dicho sea de paso, la evolución de los veinte años siguientes–. Sin sobrevalorar el peso del pensamiento crítico en la producción literaria, puede pensarse que esa concepción, cristalizada en el sintagma “la muerte del autor”, no es ajena, por otro lado, a ciertas autorrepresentaciones de los escritores, que estudiaremos aquí, como sujetos ausentes, impotentes, que se ignoran a sí mismos. En todo caso, en esos años sesenta-setenta, la puesta en duda de “la autoridad del autor” se instrumentaliza en cuatro niveles: el lingüístico (la lengua es un sistema autónomo y preestablecido, hablar es elegir entre formas preexistentes), el psicoanalítico (el sujeto escindido no controla sus acciones ni sus pensamientos, sino que es hablado por otro; su propia identidad es un juego de imágenes contradictorias, con un punto ciego fuera de alcance), el sociológico (el autor es una institución social determinada, superior a los sujetos que escriben e inherente al auge del humanismo burgués), el filosófico (en la corriente que desarrolla una deconstrucción múltiple del sujeto cartesiano). Los cuatro niveles socavan el principio en sí de la intencionalidad en tanto que clave de interpretación del texto. Este balance sigue siendo pertinente si obviamos las utopías de aquellos años: la de excluir al autor del análisis literario, la de fomentar una circulación libre de textos sin un sujeto en su srcen, la de borrar la frontera entre autor y lector. Por lo tanto, el “retorno del autor” y el “retorno del sujeto” de los últimos años no es sólo un aggiornamiento revisionista de los setenta, sino un cambio que impone una transformación del autor –es decir: estamos pensando al autor de manera diferente–. Las manifestaciones del fenómeno abundan: por lo pronto, en la producción literaria, donde surgen variantes y modulaciones de lo autobiográfico y lo íntimo, como nue-
vo espacio para suscitar espejismos con la identidad y con el sentido; luego, en lo que cabe denominar una “moda crítica”, que multiplica coloquios, volúmenes y ensayos tanto sobre la autoficción, las ficciones de autor, la mitografía autoral, como sobre la subjetividad; por último, en el lugar que el autor ha recuperado en el espacio público (de la venta de reproducciones de manuscritos convertidos en libros de arte a las exposiciones sobre escritores, que parecen ser una forma sofisticada y mercantil del añejo “vida y obra”). O sea: este auge se correspondería, también, con una redefinición de la subjetividad, de la intimidad, del lugar del individuo en un período histórico y cultural determinado. La problemática del autor plantea por lo tanto la concepción colectiva del sujeto: su percepción, su funcionamiento, su estructura, su metafísica. Es uno de los espacios privilegiados para analizar la manera en que una sociedad piensa la subjetividad (y en ese sentido sería simétrico a otra vieja instancia polémica, la de personaje). La amplitud y ambigüedad del término autor se corresponde entonces con su lugar en nuestra cultura: la literatura occidental es una literatura que funciona alrededor del sujeto, que problematiza y dramatiza la subjetividad (aun cuando, en algunas opciones teóricas, la niegue). Las obsesiones sobre la srcinalidad de la literatura imponen la presencia de un sujeto único, determinado, cuya intención y voluntad se cristalizaría en cada texto. La importancia de las biografías podría analizarse en términos parecidos; la aparición de autorrepresentaciones del escritor que institucionalizan la relación entre lo biográfico y lo textual dataría de fines del siglo XVIII. Progresivamente, el escritor se vuelve personaje, personaje de autor, cuyos rasgos dominantes y cuyas peripecias vitales transforman y determinan el sentido de los textos. Estas mitologías autorales pueden, en casos extremos, existir independientemente de lo escrito y funcionar como relatos más o menos ficticios y económica-
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mente suficientes (Rimbaud, Kafka o, claro está, Macedonio); e inclusive, ser el resultado de un proyecto personal, bastante explícito: el caso Gombrowicz lo demuestra. Así como todo relato produce la impresión de un conjunto preestablecido de circunstancias, un déjà arrivé antes de comenzar la lectura, la marca supuestamente vivencial de la literatura, la correspondencia directa o indirecta con un relato biográfico, constituyen elementos esenciales de la recepción. En ese sentido se podría hablar de una “ilusión biográfica”, así como hay una “ilusión referencial”; detrás de toda ficción, de todo fragmento narrativo, se situarían las trazas de una vida (y que, siendo la vida de un gran escritor, o al menos de un escritor admirado, tendría sentido, sería una vida infinitamente significativa y sobredeterminada). Y no sólo de una vida, sino de una vida organizada en relaciones de causa a efecto, como sucede en el relato autobiográfico; la existencia imaginaria de la vida del autor detrás del texto postula que toda vida tiene una dimensión narrativa coherente. Los escritores actuales, los que escriben después de la muerte del autor de los setenta, después de la pérdida de las ilusiones sobre la verdad de lo autobiográfico, con la conciencia de la ineluctable combinación de realidad, representaciones e identidades fantasmáticas que es toda vida humana, estos escritores recurrirían entonces a una ilusión biográfica y a los espejismos de la autoficción como estrategia de supervivencia o de resurrección. En todo caso, desde el psicoanálisis puede afirmarse que toda la literatura, y muy particularmente todo relato, es una autoficción, en el sentido de puesta en escena fantasmática de peripecias pulsionales y biográficas del sujeto que escribe. Asumirse en tanto que protagonista de la ficción, como sucede en lo que la crítica literaria denomina así –la autoficción–, es llevar a sus últimas consecuencias un funcionamiento inherente al relato literario. Porque la función autor o el efecto autor tienen que ver con una búsqueda de sentido, con la construcción de una in-
tencionalidad, de un lugar de resistencia al flujo discursivo y a lo infinito del proceso de significación. En la perspectiva de la “ilusión biográfica”, uno de los principales beneficios del acto de lectura de relatos sería el de atribuirle una lógica y un sentido a las existencias personales, convertidas en biografía, y a una visión del mundo, transformada en voluntad y comprensión. En El placer del texto Barthes hablaba de un “deseo de autor”; en todo caso, frente a la proliferación de discursos, el discurso del autor es un discurso que me está destinado y cuyo sentido, aunque sea en última instancia indescifrable, está supuestamente cargado de revelaciones. El autor es un otro yo que organiza, establece, determina, delimita, y por supuesto, significa. Un otro yo que funcionaría tanto para la persona que escribe como para la persona que lee. Leer es, a la vez, confrontarse con un discurso y con un srcen del discurso, srcen que es simultáneamente ideológico e imaginario. En el funcionamiento textual siempre estaría en juego un otro ideal o un otro proyectivo, que permite la existencia del texto; esa otredad tiene que ver con identidades fantasmáticas del lector y del escritor, pero también es el Otro de la Ley (la norma lingüística, la tradición, las convenciones sociales y culturales). La fascinación por los manuscritos –inherente a la figura de autor– se relaciona con este fenómeno: en ellos hay una mano, un cuerpo, un gesto que marca, que hace (un homo faber) ese texto que, para el lector, será confusamente suyo; la realidad de la redacción (en el manuscrito está el movimiento de la pluma) no hace sino corroborar la relación imaginaria con el acto de escritura. Escribir supondrá entonces construir un personaje o darle consistencia a una instancia virtual; en un “como si”, un hombre o una mujer se instalan en una posición progresivamente definida, la de autor/a. La mayor riqueza del análisis de manuscritos es, también, ese poder observar cómo, en variantes, elecciones, correcciones, el hombre que escribe actualiza cons-
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tantemente una instancia que lo supera; cómo parece dialécticamente crear y someterse a ese otro que encuadra y determina lo que se escribe. El autor es a la vez el srcen del texto y su producto; es un srcen paradójico que se define a posteriori. Al respecto, Guy Rossolato afirma que el autor se sitúa, frente a su obra, en las tres posiciones del triángulo edípico: es el padre, ya que le da su nombre y fija sus reglas; es la madre, ya que la engendra, desde sus entrañas; es el hijo, ya que su existencia en tanto que autor está determinada por la aparición previa de la obra. Ahora bien: el autor es una figura inventada por la sociedad y por el sujeto, tanto como es un efecto textual. Una serie de textos con el mismo nombre es un autor, pero también una estética es un autor (un común denominador de características, con el efecto de intencionalidad supuesta que así se define). O sea: el texto crea al autor pero el autor es el que crea las condiciones de posibilidad de la obra; el autor y su nombre son el lazo que lleva de una miscelánea de textos a ese conjunto coherente y organizado, delimitado y cerrado, que llamamos obra. Al autor se lo construye: construcción social en la medida en que el campo literario fija parámetros y expectativas, construcción imaginaria en tanto personaje funcional. Consecuentemente, al autor se lo fabrica con los mismos materiales fantasmáticos que la ficción, y al igual que en la ficción, el repertorio de rasgos, elementos, opciones, es colectivo; ser autor es desplegar una identidad fantasmática que agrupa una serie de condicionantes y posibilidades que se encuentran en una cultura en un momento dado (la cuestión de la escritura femenina podría, por ejemplo, analizarse también en esta perspectiva). La historia literaria está repleta de ejemplos de escritores que, desde el manuscrito y los ritos de escritura hasta las estrategias de edición, desde la puesta en escena ficticia del acto de creación hasta los debates estéticos subyacentes en sus textos, desde las imágenes fotográficas o discursivas que promueven
sobre sí mismos hasta los modos en que reaccionan adaptándose a los efectos de sus propios textos, de escritores que, entonces, producen una figura de sí en tanto que autores. Figura de sí que es perfectamente ambivalente y condicionada en dos sentidos: condicionada desde fuera, por el campo literario en el que se incluye, condicionada desde dentro, por las resonancias con el yo ideal y con las ficciones de la escritura. Borges es un espléndido ejemplo de este proceso, que puede denominarse, como algunos críticos lo han hecho, una autofiguración. El autor es un concepto diacrónico y relacional: autores son los otros, los que preceden la propia creación, ante los cuales el texto que surge se sitúa. Escribir es enfrentar al padre, es marcar la hoja con una marca transgresiva. Es inscribir, por lo tanto, al personaje que se crea en el juego de las influencias, de las filiaciones, de las rebeliones edípicas, de los parricidios y las expiaciones –en todo caso, así es para los escritores hombres estudiados aquí–. Porque si el autor es esa figura que legitima la creación, la asocia a una propiedad y a una producción, esa legitimación es a menudo una autolegitimación de cara a la dimensión histórica del fenómeno. No se es nunca autor solo o aislado; definirse como autor, u observar el funcionamiento del concepto de autor en un texto, implica una red relacional. Se es autor frente a, con respecto a, en reacción a, en contradicción a alguien o algo. Axioma que se cumple desde la sociología de la literatura (se es autor en relación con presupuestos del mercado, del campo literario y de sus figuras dominantes), desde el psicoanálisis (en relación con figuras paternas, referenciales, o con una identidad genérica: ser autor, ser autora), desde la historia literaria (relación con el panteón establecido, con el canon, con los centros dominantes de una cultura, con la definición masculina de la autoridad de escritura). En esa perspectiva, y retomando comentarios generales dispersos en los puntos precedentes, puede afirmarse que, en un
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siglo marcado por una literatura problemática, experimental y dubitativa, la crispación alrededor del sentido lleva a una renovación paradójica de las constantes decimonónicas: ya no vidaobra, sino una invención de personajes de autor que, asumiendo la relatividad contemporánea, completan la ficción literaria, sirviéndole de marco y de marca frente a una inestabilidad y a una incertidumbre estructurales. Ya no intentar resolver los conflictos con afirmaciones positivas o programáticas, sino refugiándose en una identidad ficticia, es decir contradictoria, que permita a la vez afirmar una lucidez sobre lo que está en juego, sin renunciar a la literatura ni a la función autor. Esas ficciones serían entonces espacios para resolver conflictos ante la tradición, ante los imperativos de srcinalidad, ante las expectativas y presiones sociales, pero también un espacio para lidiar con el yo ideal, un espacio para proyectarse en personajes que, como sombras en un sueño, acompañan al hombre o a la mujer que se pone a escribir o se atreve a seguir escribiendo. Ya que la identidad del escritor es inestable, desplegar esa inestabilidad bajo modos ficticios es, entonces, una modalidad de afirmar procesos identitarios. Por lo tanto, ver en él una ficción implica leerlo a partir de la ambivalencia de cualquier ficción: polisémico, a medias entre lo biográfico y lo imaginado, a la vez fantasmático y socialmente determinado, involuntario y consciente de sus actos, y en todo caso, operativo en la circulación de sus textos. Y como insistentemente se lo ha afirmado en los párrafos precedentes, en los ejemplos estudiados en este libro se tratará de una ficción negativa, lo que define un lugar peculiar para la escritura: al dramatizar una imagen dubitativa en contrapunto al escritor mesiánico y todopoderoso, se actualiza a la escritura como una utopía, se pone constantemente en juego un libro maravilloso, fuera de alcance, se barajan imágenes proyectivas del yo, como ideales melancólicamente perdidos. La cuestión de la identidad, la del sujeto, la de la relación entre conciencia y
palabra, se encuentran así dramatizadas y ocupan, junto con la urdimbre de lo narrado, el primer plano de los textos.
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ESTE LIBRO Este libro reúne seis capítulos sobre seis escritores (Macedonio Fernández, Jorge Luis Borges, Antonio Di Benedetto, Osvaldo Lamborghini, Juan José Saer, Ricardo Piglia) que, a pesar de sus diferencias, a veces radicales, pueden asociarse en las maneras de trabajar una autofiguración. Enumero, como primeras imágenes activas en ellos: Macedonio, el gran mito de la literatura argentina, el escritor que no escribe, el escritor de la novela futura; Borges, el escritor de la reescritura, de una srcinalidad hecha de repetición, tanto en la producción como en la identidad: reescribir clásicos, ser Homero o ser Shakespeare; Di Benedetto, escritor del silencio, de una extrañeza casi demente pero siempre lacónica; Lamborghini, escritor del goce, de lo no escribible, de una destrucción utópica del lenguaje en la cloaca pulsional y, también, el nuevo mito del escritor maldito; Saer, el escritor borrado, sin imagen ni biografía, que delimita una presencia fuerte a través de la construcción ambivalente de un lugar y de una compleja gama de personajes de escritor; Piglia, por fin, investigador detectivesco, delincuente demente, máquina de escribir o lector de la cultura universal, que presenta su relación con la literatura como una apropiación ilícita, una despersonalización radical o un borrado de la identidad del hombre que escribe. Agrego al final un artículo breve sobre César Aira que podría leerse a modo de conclusión general del recorrido. Me gustaría precisar que en ninguna medida el proyecto suponía una filiación macedoniana exhaustiva ni la enumeración completa de todos los escritores argentinos marginales o con una leyenda de, digamos, genios paradójicos (Juan Filloy y
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Alberto Laiseca, por ejemplo, podrían haber sido mencionados en esa perspectiva). La ausencia del nombre de Julio Cortázar merece, en particular, una explicación, en la medida en que, desde el Morelli de Rayuela a “el que te dije” de El libro de Manuel, sus libros se inscriben doblemente en la orientación definida: filiación macedoniana y autofiguración de un autor en conflicto, incierto y dudoso, autofiguración en la que se dirimen tensiones íntimas, paradojas biográficas, conflictos ideológicos y polémicas estéticas. Sin embargo, la perspectiva de volver a recorrer caminos tan transitados (los de la concepción del escribir novelístico en Rayuela, o los de la relación entre el intelectual y el compromiso político en El libro de Manuel, por ejemplo), terminó inhibiendo la escritura sobre el tema. No puedo sino constatar que esta anécdota –la ausencia de Cortázar en el presente libro–, refleja una constante de la crítica literaria argentina de los últimos diez o quince años: a Cortázar, a pesar de la importancia de su figura y la vigencia de la recepción de su textos, no se lo incluye casi nunca en filiaciones y panoramas analíticos. La constatación, en sí, es ya un desafío para investigaciones futuras. Con respecto a Saer, permítaseme comentar que me pareció inevitable volver a escribir sobre él, aun si hacerlo suponía correr el riesgo de la repetición –sólo queda la esperanza de una variación amplificadora de lo ya escrito, variación de corte saeriano, como para justificar el capítulo que se le dedica–. En relación con el libro publicado en el 2002, varios acontecimientos justifican y alimentan una nueva escritura: ante todo, la edición de La grande, novela póstuma. Luego, el prematuro fallecimiento del escritor en junio del 2005 que, a pesar de ser un acontecimiento biográfico, tiene efectos, creo, en la recepción de los textos. Por último, el trabajo llevado a cabo, junto con Diego Vecchio y Graciela Villanueva, en el marco de una edición Archivos de Glosa y El entenado, sobre el material pre-
rredaccional y los manuscritos de esas novelas (o sea un trabajo sobre el “taller” del autor). Otra precisión. Por razones de legibilidad, preferí omitir las notas al pie. El lector encontrará en la bibliografía final las referencias de los libros citados. Consecuentemente, los títulos que figuran luego, en la “Bibliografía consultada”, deben tomarse como una serie de reenvíos que completan lo dicho pero también como un reconocimiento de fuentes de lo escrito. En particular, sobre los autores argentinos trabajados, muchas afirmaciones de este libro están directa o indirectamente inspiradas por la tradición crítica allí mencionada. Los capítulos que siguen presentan textos que dieron lugar a ediciones parciales durante los últimos años en diferentes espacios académicos e editoriales, como se lo indica en la bibliografía, aprovechando las peripecias de la vida universitaria para esbozar estudios sobre estos autores, aunque todos fueron siempre pensados, redactados, corregidos y en algunos casos reescritos en la perspectiva de este proyecto. Los textos aquí publicados son por lo tanto el resultado de un trabajo intermitente que se prolongó durante varios años, a lo largo de los cuales tuve diferentes ocasiones de presentar algunas líneas de reflexión sobre el tema. En ese sentido debo mencionar, agradecidamente, a los miembros del grupo LI.RI.RI.CO. (Literaturas del Río de la Plata contemporáneas) de la Université Paris VIII, Vincennes-Saint Denis, a los estudiantes de la Maestría de Literatura Española e Hispanoamericana de la Universidad de Buenos Aires, y a todos los colegas que suscitaron o permitieron la redacción de borradores de estos textos: Roberto Ferro y Noé Jitrik sobre Macedonio, Diego Alonso sobre Borges, Norah Dei Cas y Jimena Néspolo sobre Di Benedetto, Natalia Brizuela y Anne-Cécile Druet sobre Lamborghini, Rose Corral y Florencia Garramuño sobre Saer, Néstor Ponce sobre Piglia, Michel Lafon sobre Aira. Algunos amigos fueron lectores de primeras
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versiones e interlocutores generosos: Daniel Attala, Daniel Balderston, Sergio Delgado, Cristina Iglesia, Adriana Rodríguez Pérsico, Julio Schvartzman, Graciela Villanueva, y sobre todo Diego Vecchio, que no sólo fue un tenaz introductor en lides macedonianas, sino que también comentó paso a paso la escritura de este libro con amistosa inteligencia. París, diciembre del 2007
I.
Macedonio: el escritor Cotard
Advierto que siempre me ocupo de las estatuas ajenas y nunca de la propia. ¿A nadie se le ha ocurrido pensar que mi escritorio es el único paraje del mundo en que pueden hallarse páginas en blanco? Por este solo hecho meritísimo debería reservarse para mí la primera estatua que sobre. Pienso que desgraciadamente habrá que esperar mucho hasta que haya pedestal en blanco. MACEDONIO FERNÁNDEZ, Continuación de la Nada.
Una tradición crítica, que fue progresivamente constituyéndose y en la cual cabe integrar el presente libro, postula que Macedonio Fernández fue un autor operativo en la producción de buena parte de los grandes escritores argentinos del siglo XX. Ahora bien, la combinación de intervenciones orales (públicas o personales) con ediciones parciales y tardías de sus textos, la evidente voluntad sacralizadora de un grupo de “herederos”, las dificultades de lectura que plantean sus obras, todo ello lleva a una posibilidad de influencia, difícil de sintetizar. Lo que se analiza es una ficción crítica, o al menos un efecto retrospectivo: se lee a Macedonio y a su figura a la luz de la producción literaria argentina posterior. Inevitablemente, Macedonio es su leyenda, es el antepasado creado por la mirada de su posteridad (tanto la de los escritores como la de Adolfo de Obieta, el hijo responsable de la obra), aunque en los últimos años numerosos trabajos críticos se hayan propuesto hacer existir per se el tramado textual macedoniano gracias a lecturas interpretativas (como lo intentan los de Daniel Attala, Julio Prieto y Diego Vecchio). Estas lecturas, concentradas por ejemplo en despejar las modalidades 33
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de un pensar macedoniano (de raigambre filosófica), los grandes rasgos de una teorización de la literatura y la inserción de sus textos en su contexto de producción (a saber, el fin de siglo XIX y las vanguardias), tratan de eludir el obstáculo de una invasora figura de autor, detrás de la cual pesa tanto la de Borges. Esta manera de entrar en lo que se ha dado en llamar la “obra” postula por lo tanto que no sólo Macedonio es un hito en un panteón literario periférico sino también que sus libros pueden ocupar, que ya ocupan, un lugar importante en la biblioteca argentina. Los otros acercamientos a Macedonio, más tradicionales, marginalizan lo escrito en función de un personaje, un personaje sobre el que se realizan procesos de apropiación y de exaltación paradójicos cuando no ambivalentes, ya que navegan a veces entre reivindicación y anulación, exaltación y vaciamiento. En estos casos se convoca a los textos con frecuencia, pero sólo para corroborar una figura preexistente, autónoma y poderosa: la del marginal extravagante, el destructor de todo sentido y de toda tradición, el precursor de procedimientos (por ejemplo, de la novela abierta), el pensador metafísico (aunque no hubiese metafísica), el viudo inconsolable, el incansable humorista, el escritor de lo efímero (de los manuscritos perdidos o quemados, de una oralidad fugaz), el Sócrates, el genio que tuvimos y perdimos (Borgesdixit: “Era como si Adán, el primer hombre, pensara y resolviera en el Paraíso los problemas fundamentales”), ese Adán que, a orillas del Plata, pensó y resolvió los problemas fundamentales, pero sin marcar huellas, dejándonos irreparablemente huérfanos e infinitamente capaces, a partir de él, de imaginar nuestro mundo, de escribir nuestra literatura. Aquí intento retomar la leyenda Macedonio y la construcción de su figura pero a partir de sus textos, como contribución a una mejor comprensión de esa tan paradójica herencia, la del autor que fue célebre antes de la publicación de su obra, la del antepasado literario que se menciona y convoca sin leerlo.
O sea, interrogar de nuevo la característica mayor de este precursor, inmortalizada por el juicio borgeano, la de un “escritor sin obra”. La hipótesis sería la de suponer que la figura de Macedonio no es ajena a lo escrito sino que es el resultado a la vez de lo personal-biográfico (tan abundantemente tratado), de una construcción posterior (por sus herederos y por discursos e instituciones del campo literario argentino), pero también de dinámicas textuales. Es decir que su figura sería significativa, no sólo en tanto que “mito”, sino en tanto que concepción de la literatura, en tanto que ficción, en tanto que modo de ubicarse en una modernidad inacabada: su figura sería una obra. En los diferentes espacios definidos (las leyendas biográficas, los textos), vemos que esa figura plantea, una y otra vez, las preguntas del cómo escribir, del qué escribir, del cómo inventar una modalidad de autor en ciertas coordenadas culturales. En consonancia con lo dicho, habría que matizar el lugar de “marginal” y “raro” que tan abrumadoramente caracteriza a Macedonio, en la medida en que parte de su “marginalidad” y de su “rareza” terminaron siendo fundacionales. Para reducir estos objetivos a un conjunto abarcable y significativo con respecto a la construcción y la divulgación de su figura de autor, voy a correr el riesgo de la repetición, es decir, voy a leer los dos libros más conocidos y más “literarios” de Macedonio: Papeles de Recienvenido y Continuación de la Nada, por un lado, y el Museo de la novela de la Eterna , por el otro. Papeles de Recienvenido significa doblemente una intervención en tanto que autor. Por un lado, las dos ediciones del libro (la primera, de 1929, la segunda, ampliada con una segunda parte, de 1944) retoman textos leídos en actos o ceremonias públicas del medio literario porteño (como la serie de “brindis” a intelectuales, algunos muy conocidos: Ricardo Güiraldes, Marinetti, Norah Lange, Leopoldo Marechal, Scalabrini Ortiz, Jules Supervielle) y textos publicados en revistas
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culturales, a veces de notable repercusión (Proa, Martín Fierro, Sur, y hasta Orígenes de La Habana). Por otro lado, después del enigmático No toda es vigilia la de los ojos abiertos (1928), este volumen le da a Macedonio (que propone, por ejemplo, un liminar aclaratorio) una visibilidad o presencia de autor. El hilo conductor o el coagulante de estos textos, además de ser ejercicios de humorística –según lo afirma la “Salvedad” liminar–, son las repetidas menciones a la llegada de Recienvenido a la literatura, gracias a escenas, anécdotas, autorretratos, autobiografías y otros textos por el estilo. Es la presentación, creación y variación de una figura de autor. Por otro lado, Museo de la novela de la Eterna es el centro de su proyecto literario y, a pesar de que varias generaciones de escritores no lo leyeron, algunos adelantos (Una novela que comienza) y las constantes estrategias de promesas de Macedonio hicieron de ese libro un pilar de su concepción conocida de la literatura (aunque el término “novela” signifique, en realidad, mucho más que un género: es una posición ante el mundo, es un sinónimo de producción artística, e inclusive la cifra de un imposible). Desde el punto de vista de su recepción, si hay un texto citado, comentado y existente en la creación macedoniana, ese texto es Museo. En ambos se destaca una fuerte srcinalidad: la importancia de los procesos de autoficción pero también las concepciones y prácticas estéticas que, indirectamente, están a su manera definiendo ese “cómo ser escritor” según Macedonio.
y no lo contrario). Escribir en público es escribirse. Recienvenido se presenta a sí mismo, dialoga, interpela a los lectores y a los editores, brinda en homenaje a celebridades, discute. La serie heterogénea de textos gira alrededor de él y de una primera persona omnipresente aunque inestable. En realidad, más que de la invención coherente de un personaje pleno, se trata de la puesta en escena de ese gesto de invención de sí mismo, de esa dinámica de seudónimos y variantes de figuras de autor que declinan hasta la saturación una desvalorización y un borrado de identidad. Además del Recienvenido que “firma” el nombre del libro (son sus “papeles” los que se publican), aparecen: el “Bobo de Buenos Aires”, “Macedonio García”, “el señor López”, “el conocido escritor oral Macedonio o Marcelino Rodríguez o Fernández”, “el artista del Rehacer”, “el mártir de la Reposición”, el “Desconocido”, etc.; el juego con los seudónimos es constante: además de los que se pueden leer en Museo, Diego Vecchio cita y comenta otros, como los de “Impensador-Mucho”, “Pensador-Poco”, “Ningunamuno” (en referencia a Unamuno), “polígrafo del silencio”. O se alude al autor con perífrasis negativas: el “autor ignorado y que no se sabe si escribe bien”, el autor “incógnito”, el autor de un “manuscrito encontrado”, la “autobiografía de un desconocido hasta el punto de no saberse si es él”, el que arranca “páginas de cualquier novela” y las firma. Asimismo, Recienvenido llega y se pone en tela de juicio –se ponen en escena–sus conflictos con los editores (hay siempre conflictos con los redactores y editores), su falta de lectores (hay siempre conflictos con los lectores), su falta de éxito (hay siempre alusiones a la inmensidad de su no-celebridad), su falta de obra, su falta de estatua propia –cuando no se comenta su pequeña estatura–. Negatividad que da lugar a variaciones múltiples de una inexistencia del ser y la imposibilidad del hacer (o sea, del escribir): “ser por un instante el absurdo creído, la nada intelectualista”; “ser un experto en el no-hacer y el no-suceder”; “Esto
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TROPEZAR EN EL ESPEJO Llegar a la literatura, ser el Recienvenido, pasa en Macedonio, no por la publicación de libros, sino por un gesto tan característico como inédito, el de inventarse en tanto que personaje de autor (se publica Papeles para poner de relieve a ese personaje,
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era la autenticidad del No-Hacer, que es lo que les había faltado siempre”. Resumiendo: “Macedonio es analfabeto”. También se alude a él gracias a filiaciones y analogías, jugando con el prestigio de los nombres célebres: se lo compara con Shakespeare o con Einstein. Recienvenido no es sólo entonces un seudónimo sino una imagen o una representación de Macedonio en el espejo del espacio público, del libro publicado. El texto en sí y el personaje se confunden, como lo muestra el primer título de la serie de “papeles”: “El Recienvenido (fragmento)”. Publicar un libro hecho de fragmentos es crear a un autor fragmentado. El movimiento es, por lo tanto, ambiguo: por un lado la afirmación de un yo autoral, bajo la óptica de una galería de reflejos deformantes. Por otro lado, un borrado de esa presencia, con una exacerbación de la autohumillación y la pérdida de los atributos habituales de todo autor, en particular de su característica esencial: la intensidad semántica del nombre. Este autor no tiene una denominación estable, no sella los textos con una identidad, no es “padre” de sus obras, ya que, si le creemos a la declinación de seudónimos, no tiene apellido, no tiene inteligencia, no tiene cultura, no tiene lectores, no tiene editor, no tiene srcinalidad, no tiene fama; es un mártir del vacío, de la nada (de esa “Continuidad de la Nada” que prolonga la figura de autor en la segunda parte). Si es “recienvenido”, resultará ajeno y extranjero; siempre estará fuera de su lugar. O sea, su discurso es egocida, pero un egocidio en tanto que atributo principal de una poderosa figura de autor (o, mejor, del oxímoron como atributo principal del autor). Con inigualada intensidad, Macedonio es el autor que se crea a sí mismo como un autor que no está. Sea cual fuere la negatividad de la imagen, es la autoficción lo que domina. En Papeles de Recienvenido se instauran los cimientos de un mito de autor singular: el del autor inexistente. Escribir y publicar son sinónimos de un despliegue de esa inexistencia, de esa teatralización de una ausencia.
Otra versión de lo mismo. El principio de presencia tiránica gracias a un borrado humillante se intensifica en la sección organizada bajo el título “A fotografiarse”, que reúne cinco textos subtitulados, como una serie de fotos, “poses” (de número uno a número cinco) y que es sólo una parte de las insistentes referencias a la autobiografía como extrañamiento, como imposibilidad comunicativa y como género parodiado. Encontramos en estas poses lo que podría resumirse primero como una recuperación de rasgos constantes de la autobiografía y el autorretrato: la fecha de nacimiento (punto determinante del relato de una vida), los orígenes familiares (con sus consabidas determinaciones hereditarias), las anécdotas infantiles (anunciadoras de una vocación de escritor), la afirmación, gracias a un relato propio, de la identidad autoral, la evocación de las circunstancias de producción de la obra ya escrita, asociando condiciones de creación y balance de intenciones, etc. Todos estos elementos se integran bajo una forma decepcionante, digresiva, absurda o paródica. El segundo movimiento sería entonces el borrado de la autobiografía, la anulación de sus objetivos habituales. Siguiendo el orden de la enumeración precedente: el propio nacimiento aparece sobredeterminado como punto de partida del mundo y no sólo del yo, llevando hasta sus últimas consecuencias la sacralización de esa fecha en una perspectiva idealista (“El Universo o Realidad y yo nacimos en –sic– 1° de junio de 1874”). Ser descendiente de uno de los mayores pintores españoles explica una herencia opuesta a la que era de esperar: la de la “incapacidad completa para el dibujo.” Las anécdotas infantiles parecen digresivas con respecto a lo que las precede, ya que narran el paso del “ver” al “mirar” sexual y la capacidad innata de “caerse”, en particular de balcones, lo que le da la primera entrada en la fama tan anhelada: “Mis chichones sobresalían no sólo en el cuerpo sino en el barrio.” De la vida del autor “no hay nada sobresaliente que contar” (la autobiografía, en sí, no existe); a la
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autobiografía la escribe otro o se la califica de género embustero y adulterado. Por fin, la presentación de la obra ya publicada se resume afirmando que No toda es vigilia la de los ojos abiertos no contiene “de sabido sino cuáles y cuántas eran mis preguntas” y recordando que los ejemplares de la primera edición de Papeles fueron regalados todos (de nuevo: el autor que no sabe, el autor sin lectores, el autor que no vende). En cambio, leemos un anuncio (una de las promesas diría Macedonio) de la doble novela (Adriana Buenos Aires y Museo), en una tonalidad programática. La única escritura seria es la futura, la inexistente y no la ya realizada, aunque esa escritura por venir tampoco traerá éxitos: “mis lectores caben en un colectivo y se bajan en la primera esquina.” A la serie de procedimientos deformantes cabría agregarle la intensidad de algunas fantasías anatómicas (“quizá estoy mirando por debajo de las pupilas como quien se levanta los anteojos a la frente”), y por último la profusión digresiva del estilo macedoniano, que en el interior de la frase y del párrafo deriva de un sujeto a otro, diluyendo la coherencia de lo dicho –incluso la del humor o la de la parodia–. Otra versión de lo mismo. Lo más evidente, conocido y comentado de Macedonio: la escritura a la vista, o sea la irrupción constante de un “autor” que desbarata lo enunciado, que cambia la orientación de lo que se afirma o se narra, para introducir comentarios sobre la enunciación que está teniendo lugar. El texto macedoniano salta constantemente de un nivel a otro, es decir de la ficción o de la teorización a la metaficción: “Un instante, querido lector: por ahora no escribo nada”; o: “Hace cinco años conocía a la mamá de un amigo rosarino y vine a saber que... No lea tan ligero, mi lector, que no alcanzo con mi escritura donde está usted leyendo”. La ficción de personajes (el amigo rosarino, su mamá), se quiebra bajo el peso de la otra ficción: la que une al personaje autor con el personaje lector. O dicho de otro modo: sean cuales fueren los temas y objetivos del
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texto, el yo autoral interviene en todo momento, apropiándose de lo dicho en escenas ficticias de escritura y de recepción, en particular con frecuentes apóstrofes a lectores (el más célebre: “¿De qué lado duerme usted, lector? Usted contestará: — Antes dormía de espaldas, pero ahora... — ¿Cómo ‘ahora’? ¿Ya se duerme usted en mi primera página? — Déjeme hablar... — ¡Cómo ‘déjeme hablar’; ya quiere usted ser autor!”). Así vemos el desliz que va de la ficción a la metaficción, de lo escrito a la enunciación percibida como aventura y enfrentamiento. El procedimiento remite a cada paso, claro está, al yo de la escritura. No hay discurso macedoniano que no esté regido por una voz autoral o que no se encuentre desviado hacia la instancia que lo profiere. Este gesto tiene, por supuesto, un efecto doble: por un lado el de actualizar constantemente la representación ficticia de un autor (que es a la vez personaje de acciones y nombres y el responsable directo de un discurso); por el otro, el de anular la naturalidad del texto, fracturando la representación directa. Al segundo efecto se le ha dado mucha importancia; el primero, creo, ha sido a menudo ignorado. Nótese, también, que estas intervenciones tienen, lo que es frecuente en el discurso macedoniano, la textura de la oralidad: como pequeños sainetes o escenas teatrales, irrumpen diálogos y dinámicas discursivas típicas de lo dicho (estímulo-respuesta, exclamaciones, léxicos y alusiones coloquiales) y no de la prosa narrativa. Ese autor que “interviene” se presenta, entonces, como alguien que está hablando, no escribiendo: como un escritor oral. Otra versión de lo mismo. Para Recienvenido, llegar a la literatura pasa por tropezar, caerse, salirse del marco del espejo, dejando ver apenas un movimiento fugaz hacia el costado. Desde ya, los primeros textos, reunidos como se reúnen en un volumen las entregas de un folletín, acumulan los procedimientos de desestabilización: el escritor, apenas entrevisto, se sale de la imagen. Metafórica y concretamente: el autor tropieza en esos textos del
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libro, textos que esbozan un relato incipiente: el accidente de Recienvenido “dándose” contra la vereda (y la sección intitulada “Continuación de la Nada” también comienza con un tropiezo: el que el escritor se da con “la nada de un segundo viaje de Colón”). Tropiezo en público, en plena calle: acto fallido, dolor, humillación, comicidad hasta el extremo del gag. El autor entra en escena golpeándose, cayéndose, saliéndose: el tropiezo sería una figura de la escritura macedoniana, un “descalabrarse del hablar”, según Julio Prieto. Si se trataba de presentar, de retratar, de “llegar” a la literatura, desde el inicio se anuncia un gesto que se amplifica repetidamente luego: el de la representación de un autor ausente, el de una parodia de los procedimientos de la autofiguración, el de una distorsión a veces violenta de la imagen de sí mismo. Recienvenido no entra del todo, no está, su imagen en el espejo textual es un vacío o una caída, no hay reconocimiento ni definición. No se puede divulgar y repetir los rasgos de un escritor sin identidad: Recienvenido, en realidad, sigue afuera. Entra y sale de la literatura tropezando en el espejo, pero los textos no hablan de otra cosa, el marco no contiene otra imagen, no hay nada más que la nada o el siendo-nada del autor. La serie que antecede sugiere una repetición: nombre, autorretrato, metaficción, tropiezo, significarían lo mismo. ¿Y qué significarían? En la tradición crítica, encontramos dos lecturas complementarias. La primera es la más simple: tomar el conjunto como un texto humorístico desacralizador, de tonalidad vanguardista. El humor funcionaría sobre todo de cara a la historia literaria en tanto que parodia: Macedonio “desvirtuaría”, “vaciaría” la forma autobiográfica y la autorrepresentación: el humor tendría aquí una función programática, la de oponerse a convenciones y formas de la literatura heredada. Nótese al respecto y discutiendo esta posibilidad, que a modo de epígrafe un texto inaugural en el libro orienta la lectura, y en él “M. F.” inscribe al humor en la perspectiva de “muchos miedos y una
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constante imposición del Misterio”: por lo tanto, el humor que sigue está enmarcado por un sujeto sufriente, temeroso, sometido a los irresolubles enigmas del universo. Todo el discurso sobre sí mismo en el libro se caracteriza por un vacío de afecto, por una ironía omnipresente, por una posición anestesiada, pero la inclusión del epígrafe rescata en alguna medida la sombra de un yo lírico y un srcen doloroso del humor (posición que es constante en otros textos de Macedonio). El epígrafe es la velada firma de otro yo, de un yo mortal. La segunda posibilidad de lectura, más sofisticada, vería en estas “autobiografías escritas por otro” la materialización de una teoría del sujeto y de una utopía de inmortalidad: no existir para no morir, representarse a sí mismo como un no-sujeto, lo que va a ampliarse en el proyecto del Museo. Ambas interpretaciones presuponen fuertemente una idea de intención, de programa, de pensamiento literario. Sin contradecir estas perspectivas, contentémonos con constatar la obsesiva repetición de ese gesto a la vez egocéntrico y egocida: lo que se hace es hablar únicamente del yo y representar infinitamente un extrañamiento, un tropiezo, un borrado de ese yo. Verse en el espejo como otro, jugar con la propia imagen hasta temer salir a la calle para no andar desmintiendo “retratos y biografías propios”. Las teorías pueden sustentar el fenómeno textual o ser otra manifestación de lo mismo: en todo caso, el espejo está vacío pero el espejo soy yo y yo soy otro. Leemos entonces a un yo obsesivamente central en estas presentaciones de, digamos, tercer grado: un autor que se automutila, que se afirma incapaz de fijar la palabra y el sentido, que se declina, insistente, de personaje en personaje. Un recién escritor, autor sin lector, incapaz e ignorante, sin dones, plenamente desconocido, siempre en plena autoficción, tan humorística como sufriente. Un autor agujereado, diríamos desde la melancolía. La escritura literaria no presenta aquí objetivos de plenitud, coherencia, estilo, intrigas, personajes y pasiones, sino que se
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plantea como una especie de autoconstrucción. O como una autobiografía en el sentido macedoniano, sugerido en stas e dos citas paralelas: “La autobiografía o la confesión biográfica son las dos oportunidades más logradas de ocultarse.” Y al mismo tiempo: “Todo lo que afirma de sí el autobiografiado es lo que no fue y quiso ser.” A la vez mentira y ficción, ocultación e ideales, proyección de deseos y de imposibilidades. Ahora bien, el personaje múltiple así creado recuerda a otro personaje, el de Macedonio “biográfico” (o recuerda más bien al mito Macedonio, es decir el conjunto de anécdotas biográficas transmitidas por sus amigos y amplificadas por cincuenta años de transmisión múltiple). Una evidencia salta ya a la vista: ese mito, tan frecuentemente comentado, no es sólo una creación de Borges y algunos otros jóvenes vanguardistas, sino que es perceptible en la única palabra que nos queda de Macedonio: sus textos. Si Macedonio fue primero una figura antes de ser una obra, si su figura fue más influyente e incisiva que sus textos, la explicación también está en lo que él escribía (en todo caso, así es en este libro, quepresenta textos que circularon muy tempranamente). Al papa lo que es del papa: la ficción de Macedonio es una autoficción. Su leyenda le pertenece.
NOVELA EN BLANCO No se puede leer Museo de la novela de la Eterna sin tener en cuenta la historia de su producción y de su edición. Del lado de la producción, y más allá del indefinido número de años que duró su gestación (y la expresión “gestación” ya presupone un topos legendario, el del trabajo sistemático y progresivo en la “concepción” de un texto importante, cuando nada prueba que ésa haya sido la dinámica de escritura), tres elementos parecen destacarse. Primero la coincidencia entre el proyecto de la novela y la anécdota más comentada de la leyenda Macedonio,
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a saber: su candidatura para la presidencia de la república y la campaña correspondiente: la “escritura” comienza colectivamente, en proyectos de intervenciones públicas, con el objetivo prioritario de divulgar el nombre de Macedonio. Luego, la serie notable de anuncios y promesas que acompaña la escritura de las primeras versiones o esbozos del texto: más que la publicación o la escritura, es la “propaganda” y la “promesa” lo que cuenta, como un gesto de escritura o creación en otra esfera que la habitual. Novela futura, novela por escribirse, novela virtual, novela de la escritura de la novela, el libro como ficción de libro, la literatura como expectativa frustrada, como un proceso que se srcina y funciona ante el espacio público y gracias a él, al anuncio, a la inminencia siempre postergada: muchas claves del texto publicado se deducen de lo que Ana Camblong llamó la “máquina de prometer”. En esa dinámica vemos una intervención muy fuerte, probada por una abundante documentación, de un Macedonio escribiendo su propia imagen, construyendo su propia leyenda. Quiero decir: esta historia/leyenda genética implica algo así como una no-escritura que se muestra (Macedonio como el no-escritor, como el siempre-prometedor), equivalente por lo tanto a la metaficción arriba comentada y que puede considerarse como una imagen de la novela que acompaña a la novela. Por último, tercer elemento, en todo comentario crítico hay que recordar que el libro que leemos es una construcción de Adolfo de Obieta (el hijo crea la obra que justifica, retrospectivamente, la aureola de gran escritor del padre). La siempre paradójica cuestión de la intención y de los objetivos de un escritor se plantea en Macedonio con particular agudeza, ya que un gesto fundamental en la determinación del sentido de su opera magna, vale decir la estructuración y edición, es fruto de otra persona, de un “heredero”. O sea que el texto publicado, el gran libro escrito por Macedonio es, también, un texto y una construcción legendarios.
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Así como en Papeles se trazaban los rasgos de una singular ficción de autor, en Museo tenemos por lo tanto una ficción de Novela (a menudo con mayúscula) a la que se alude constantemente. Lo que así se denomina en el libro no es el texto publicado, sino un horizonte, una eventualidad. Dos grandes vertientes de esa inexistencia: la novela es lo que se pospone (la novela futura, la novela prometida) y lo que no se dice (la novela ocultada, la novela reprimida). En lo que concierne la “novela futura”, ese género “nunca habido”, mucho se ha escrito. Recordemos simplemente que el dispositivo (la expansión de prólogos, la reducción de lo narrado a fragmentos inconexos) deja siempre para después una publicación, un cierre, un final. Escribir es seguir escribiendo, y el resultado de la escritura ocupa el lugar preciso de una utopía de gran ambición. Leemos constantemente el anuncio elogioso de la propia novela (primera “novela buena”, la “novela perfecta”, la “novela modelo”, que es siempre una novela del después). Conciencia de la ambición y de la novedad del proyecto (en ninguna medida se trata de una idea modesta de la literatura, al contrario), pero una ambición que lo convierte en irrealizable. Publicar es la muerte y de lo que se trata es de suspenderla, como puede leerse en las últimas líneas de la sección “narrativa” de la edición Archivos: “Al entrar en prensas esta novela se ha cumplido la dispersión de las espaldas [de los personajes], la despedida sin mirarse, la muerte académica.” Por supuesto, el “Prólogo final” (“Al que quiera escribir esta novela”) es en esta perspectiva un texto central: el libro queda abierto, incitando a otros a escribirlo. No es novela de pedestal, es novela de comienzos, novela para que otros sean novelistas. No se fija la forma y el discurso, sino que transmite una posibilidad, una quimera que es la novela futura. Del lado de lo secreto –o de lo hipotéticamente secreto–, notemos que el título completo del libro, tal cual aparece en los dos primeros prólogos de la edición Archivos sería: “Novela de
la Eterna y la niña de dolor la Dulce-Persona, de-un-amor que no fue sabido (con la doctrina de la artística)” o “Museo de la novela de la ‘Eterna’ y la niña de dolor, la ‘Dulce-Persona’ deun-amor que no fue sabido”. El título, con su valor de anuncio y de establecimiento de sentidos, instaura a la vez un enigma (por la extrañeza del sintagma que denomina la novela) y un secreto irrevelable (antes de narrar, el amor ya fue “no sabido”). La extrañeza del texto implica ocultación: narrar será en Macedonio no narrar, comentando algo que nunca se contó. Así, los prólogos van instalando indicios sobre lo no dicho (“Prólogo-Novela, cuyo relato se da a escondidas del lector en los prólogos”), sin que por supuesto sea posible reconstituir relato o secreto alguno (en ese sentido es un texto delirante, que presupone contenidos, razonamientos y mensajes inexistentes). El mecanismo se refuerza a la hora de empezar la “novela” en sí (o sea en la sección numerada como capítulos). Un ejemplo entre muchos: en el capítulo V se reproduce una carta del Presidente a Eterna, en la que se alude repetidamente a conversaciones y encuentros con la mujer, transmitiendo una gran carga de sufrimiento y complejidad psicológica. Luego de la carta, al igual que en Papeles , irrumpe entonces el autor con un comentario singular: “...es notorio que se trata de correspondencia privada no destinada al público lector pues faltan todos los datos para entenderla y adivinar su desenlace, sino a persona que ya sabe todo lo que le van a decir.” Este episodio es significativo: por un lado una expansión lírica, que aparece constantemente en la novela; por el otro, un distanciamiento humorístico e irónico, que borra lo dicho, que introduce la voz autoral que ya conocemos, ese discurrir burlón, agresivo y anestesiado, fuera de todo sufrimiento. Se huye del relato, de la representación, de la realidad incluso, como de la peste, o se escribe más bien un relato sin peripecias ni causalidades, sin ninguna verosimilitud, reduciéndose a lo que no se pue-
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de narrar, a lo irrepresentable o indecible del sufrimiento: el relato de la escritura es el relato de un ocultamiento. Se narra a una persona que “ya sabe todo lo que le van a decir”, o sea que se narra delimitando constant emente una esfera emotiva callada o acallada. Otro ejemplo, mucho más agudo, permite pasar de la expansión lírica a la pulsión sexual incestuosa. Como se sabe, Macedonio escribió o dictó resúmenes de presentación de la novela que en general parecen hablar de un libro diferente del que se publicó. Uno de esos resúmenes, reproducido por Adolfo de Obieta en Macedonio. Memorias errantes, se refiere a un episodio en que Dulce-Persona y Padre dialogan sobre una falta cometida por ella y un castigo (o proyecto de castigo) ideado por él. Poco másse entiende de lo que se trata. Efectivamente, en el capítulo I leemos: “(Padre recuerda con horror el instante en que, es cierto, pensó dejar en su hija una mancha que nada pudiera borrar. Y piensa: ‘felizmente no pude consumar lo que sólo el deseo y nunca el odio puede ejecutar’).” Ahora bien, el relato que estaría en juego en este fragmento sería, si le creemos al resumen de Macedonio:
peripecia folletinesca, una intensidad no realista sino fantasmática, que habitualmente se excluye del horizonte de lecturas macedonianas. Por lo tanto, el dispositivo no quiere decir que no haya ninguna intriga ni acción: todo alude a ella. Si no hay pistas que permitan reconstituirla, hubo algo así como una presencia pulsional, o sea que hay, más allá del libro, una sombra, la sombra de una intriga, de una cadena causal, de presencias, de pasiones, de pérdidas, de una serie de peripecias que justifican la carga afectiva, intensa pero críptica, que recorre el texto. Narrar ocultando, entonces, o incluso reprimiendo, si seguimos la lúcida hipótesis de Julio Prieto, cuando postula que el proyecto de doble novela (Adriana Buenos Aires como novela sentimental parodiada y Museo como manifestación de una estética positiva) fue una construcción posterior a la escritura de la primera de las dos. Habría un cambio entre ambas, fruto de ese intento frustrado, que llevaría a postular que lo “bueno” es la novela inescribible. Una intervención autoral estaría en este caso creando sentidos, no con una afirmación sino con una disimulación de lo dicho. Pero, sigue suponiendo el crítico, Museo presenta la huella de ese conflicto, a saber: la escisión entre la veta vanguardista (distanciada, metanarrativa, humorística) y la veta verista (autobiográfica, emotiva, romántica), constantemente presentes, como el ejemplo citado lo muestra. Conflicto que podría declinarse en otras opciones, como la oposición entre la autenticidad y el fingimiento, o los “hilarantes” y los “enternecientes”, retomando las categorías que aparecen en el texto. Más que parodia, de lo que se trata entonces es de la imposible expresión de la emoción –y la del fantasma– así como el repetido intento de expresarlos. En Museo circulan historias amorosas que pujan por ser escritas; la crítica de toda representación, la distancia humorística, pueden leerse, volviendo al epígrafe de Papeles, como un resto de “muchos miedos y una constante imposición del Misterio.”
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Este relato contiene de más fuerte el caso de la Dulce-Persona cuyo padre concibió sin deseo, por extrema exasperación, castigarla con la desfloración irreparable, ya que retos, sacrificios y golpes (era un hombre muy bueno pero tosco) no influían en ella para que no llevara a toda la familia a la ruina económica; por falta de deseo el acto fisiológico fue imposible (lo que purifica la terrible brutalidad planeada) y en su furor –lo que quiere es un castigo indeleble– la desflora con su mano.
Sean cuales fueren las interpretaciones que se construyan sobre este episodio (incesto e impotencia que se censura, transmisión narrativa malograda), a las claras hay aquí, a partir de una
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En esta perspectiva, una impresión de lectura puede merecer un comentario: la de la monotonía. Es decir, la impresión de que a lo largo de esos veinte, treinta o cuarenta años de redacción, el conjunto de los textos que compondrán elMuseo giran, desde un punto de vista imaginario, en alguna medida alrededor de lo mismo: yo y ella, yo y la escritura, yo y la novela (que es, obsesivamente “mi novela”). Lo mismo sucede con los personajes: poniendo de lado algunos comparsas secundarios, en los textos de Macedonio no hay sino dos instancias con espesor (una habla, la otra reacciona o es deseada): yo y ella, él y ella, Autor-Presidente-Quizágenio-Padre y Eterna-Dulce-Persona. El autor se refleja en todos los hombres y todo lo demás se convierte en mujer presente/ausente, real/utópica. Del otro lado de la página, el crítico, el Lector, el Editor, no son sino espectadores de ese diálogo monológico entre un yo (ese “yo, el autor”) y su amor perdido. Porque, claro está,Museo prolonga y profundiza la autoficción de Papeles. Prolonga en la medida en que ese yo autoral ocupa también un lugar central, apoderándose de todos los discursos y situaciones, declinando su figura desvalorizada, sus interrupciones coloquiales, en constantes lides de celebridad frustrada, afirmando explícitamente que la autoficción sería una condición previa a la escritura. Por ejemplo, en el “Prólogo a lo nunca visto”: Yo, el más nombrado y mejor identificado de los desconocidos, me veo en apuros de Obras completas, para empezar, de modo que todo el porvenir, toda mi carrera literaria será posterior, en mi caso, a dichas Obras: sólo porque el público no se ha parado a esperarme para darme nombre de un gran desconocido y ahora tengo que merecerlo, componiéndome de golpe un pasado de autor y poder luego comenzar a escribir.
Primero inventarse y luego escribir, para asegurarse una carrera futura: todo el devenir de la figura de Macedonio está anun-
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ciado en estas líneas. Pero en Museo también se profundiza el mecanismo, ya que la anulación del yo autoral, como es sabido, está puesta en la perspectiva de un ideal construido a partir de lecturas filosóficas: la negación de la muerte. El “Prólogo a mi persona de autor” comienza con esta afirmación muy citada: “Soy el imaginador de una cosa: la no-muerte; y la trabajo artísticamente por la trocación del yo, la derrota de la estabilidad de cada uno en su yo.” El lector (y los lectores que serán los escritores futuros) deben tener la impresión de “no vivir” para alcanzar una creencia en la “no existencia”, arma para vencer a la muerte. El “mareo” del yo aparece, así, programático, en el sentido de ser la piedra de toque de una metafísica –o de una mística–. En todo caso, esta función del egocidio aclara las paradojas de la autoficción macedoniana: si sentirse no existir es un modo de existir eternamente, no ser autor llevaría a ser autor desde otro lugar, a ser el autor del futuro, a ser el autor que anuncia una celebridad diferente para sí mismo. Se puede establecer una analogía entre la novela y ese no ser autor, ese yo ausente y maltratado que ocupa todo el lugar del discurso. La afirmación es a la vez de la novedad e importancia radical del texto (“yo buscaré confiado el juicio de la posteridad universal acerca de mi novela”), de evaluación negativa de los escritores del pasado (“La antigua posteridad con todo el tiempo que se tomaba para pensarlo consagró multitud de nulidades como gloriosos artistas”), y la irrupción inminente de su propio texto (“30 de septiembre de 1939, día de su aparición impostergable”). O sea que el no-autor se integra, decididamente, en la historia de la literatura, diseñando un mapa de lecturas y de rechazos, creando un espacio para su propia obra, con duras críticas a varias figuras consagradas y calificando al pasado literario de “Tonelada Estética”, todo lo cual se cristaliza en una hipotética “novela”. El espacio para su propia obra, su protocolo de lectura, la posibilidad de existencia de una novela radicalmente
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nueva, es un no-espacio de una no-obra, nunca leída porque noexistente, todo lo cual es una manera de existir, leer, ocupar de otro modo un espacio. Por lo tanto, los prólogos funcionan a la vez como un manifiesto y como una preparación para una lectura de su obra (suponen crear las condiciones de una recepción posible). En eso los objetivos de Museo, en tanto que proyecto de escritura, son comparables a esa “trocación del yo” capaz de producir inmortalidad: son una utopía desmedida. Suponen escribir, no sólo fuera de la realidad e innovando tajantemente, sino también negando la muerte, en una eterna posesión amorosa hecha de antirrepresentación. Su figura de no-autor es la del escritor con mayor ambición, una ambición titánica que supera con creces las fuerzas humanas. Borges, con su sistemática invención de mundos, culturas, lenguas y cosmogonías, está, a su manera, prolongando el mesianismo macedoniano. Por eso puede decirse que Museo es una novela en blanco (ése sería el sentido de la novela que se deja, al final, “libro abierto”). En Macedonio, una serie obsesiva de sintagmas remiten a la idea de una “página en blanco” (como leemos en el texto que figura en el epígrafe de este capítulo: “mi escritorio es el único paraje del mundo en que pueden hallarse páginas en blanco”) y a una novela no escrita: “novela en estado de noexistencia efectiva”, “medio-escrita por semi-novelista”. Toda representación verosímil y todo relato coherente destruyen el objetivo de la escritura, esa forma superior que él denominaba Belarte: la escritura, la belleza, “...para acariciar / El ansia de un mundo, / Para adormir en laxitud de logro / La peregrinación de esa búsqueda descaminada y presintiente.” Macedonio transformó un límite, una imposibilidad, en estética: la estética en blanco (esa “búsqueda descaminada y presintiente”). Se instaló en ese escribir lo inescribible hasta sus últimas consecuencias. O sea: Macedonio desarrolló una poética melancólica, que también supone una dilución de la forma (la melancolía sería
una “enfermedad de la forma”, según Pierre Fédida, en el sentido de la atracción o la impregnación de lo “informe”). Porque el estallido de la acción, su entierro bajo prólogos merodeantes y diálogos alusivos, es, por supuesto, un rasgo melancólico: lo que se expresa es la impotencia expresiva, borrando peripecias bajo discursos crípticos. La pérdida es innombrable, el lenguaje y el saber no pueden dar cuenta de eso alrededor de lo cual se construye el yo como ausencia o como agujero; y la escritura incomprensible –glosolalia cifrada– es también una huella saturnina. Por lo tanto, al reprimir la acción, el relato, la representación, se está significando lo perdido pero guardándolo secreto; el texto, así, no nombra una pérdida sino que se crispa alrededor de la posesión de una pérdida, de una trama en la que el yo se entreteje como materia misma de la pérdida. El texto renuncia a hablar de lo perdido y se concentra en el yo perdiente, en el yo vaciado por la pérdida y en una gesticulación silenciosa. En otros escritores, decir la pérdida es suponer que alguna vez se poseyó eso que ya no está; lamentar la pérdida es, retrospectivamente, apoderarse de lo deseado. Así, Borges, Onetti o Saer, autores marcados por una postura melancólica, construyen obras potentes a partir de una percepción pesimista del sentido; escribiendo la negatividad, edifican sobre ese terreno inseguro modos renovados de comunicación literaria. Macedonio, mucho más radical, no cede en su ambición y en su extraña grandeza. La utopía implica escribir constantemente lo mismo, ese interminable proyectar un texto utópico, capaz, no de decir la pérdida (porque sería aceptarla), sino de restaurar una presencia, de alcanzar ese estado regresivo de “Visión pura” que inmortalizaría al sujeto. Dejando la página en blanco, el texto en silencio, el yo en ausencia, se inscribe una nada arcaica en el sujeto y en su discurso. No se trata de una fantasía consoladora de recuperación de algo perdido y añorado, sino, mucho más radicalmente, de sugerir a cada paso otra forma de
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posesión, es decir, desde un punto de vista literario, la inminencia de un sentido nuevo. LA HERENCIA DEL ESCRITOR-COTARD Lo que antecede retoma una de las más fértiles opciones interpretativas sobre Macedonio, la que inauguró Germán García en 1975 con Macedonio Fernández: la escritura en objeto , postulando que la melancolía es el eje central de la estructura psíquica del escritor. Por mi lado me limito a subrayar aquí que, en los textos, el personaje creado y los proyectos literarios definidos acumulan hasta el paroxismo algunos rasgos melancólicos. En esa perspectiva, aunque la figura de Macedonio se inscriba en una larga tradición de autorrepresentación de los artistas, su figura saturnina es particular, a la vez más aguda y digamos hiperbólica. Para evaluar esa especificidad, pero excluyendo todo pseudodiagnóstico biográfico y limitándome más bien a una descripción de su manera de ser escritor, una analogía sería posible, la de la posición del personaje autor de Macedonio con los enfermos que sufren una variante de la melancolía delirante, denominada el “síndrome de Cotard”. Una breve presentación primero. En 1880, el psiquiatra francés Jules Cotard (que alguna vez se convertirá en el modelo, para Proust, de su personaje de médico, Cottard) publica un ensayo identificando un tipo de psicosis que denomina “delirio de negaciones”, y que sería una entidad autónoma de la melancolía. Este síndrome, posteriormente bautizado “síndrome de Cotard”, se caracteriza por una oposición radical, por ideas absolutas de negación, que pueden interpretarse como afirmaciones de no posesión, de plenitud cerrada sin agujeros, de una carencia de carencia. Un rechazo. a su manera regresivo, que funciona como un mecanismo de defensa primario en contra de todo lo que po-
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dría invertirse y devolverle al sujeto una experiencia traumática: por eso se borra también a la realidad con una oposición sistemática. Así, los enfermos afirman no tener sangre, venas, cerebro, órganos genitales. Están vacíos como un armario. No tienen familia, nombre, edad, sentimientos. Un diálogo con una paciente, trascrito por Jules Cotard: “— ¿Cómo se llama usted, señora? — La persona de yo misma no es una señora. [...] — No conozco su nombre, ¿podría decírmelo? —La persona de yo misma no tiene nombre; desea que usted no siga escribiendo. [...] — ¿Qué edad tiene usted? — La persona de yo misma no tiene edad”. La negación concierne también al mundo exterior: a los pacientes se les muestra una flor y dicen que no es una flor, no hay nada alrededor de ellos: ni cosas, ni gente. Tampoco existen nociones o seres abstractos: no hay virtud, no hay Dios. Nada es, ni el mundo ni el sujeto. Otra paciente, otro diálogo, esta vez con el psiquiatra Jules Seglas: “— ¿Qué edad tiene usted? — ¿Qué sé yo? Cuando el mundo se vino abajo yo creía tener cincuenta y dos años. — ¿Cuál es su nombre? — Me hacía llamar M... No tengo más nombre [...] — ¿En qué año estamos? — No hay más años. — ¿Qué siglo? — No hay más siglos. No hay nada.” Junto con la negación, Cotard identifica un delirio de enormidad: los enfermos están en el infinito, en los millones de millones; son inmensos, gigantescos. Sus cabezas tocan el cielo, los cuerpos son colosales: de no ser nada pasan a ser todo. La idea hipocondríaca de no tener más cuerpo ni órganos produce una forma curiosa de inmortalidad; en la medida en que no están más sometidos a las reglas habituales de existencia y de organización física, los pacientes creen evitar las leyes de la fatalidad. Esos cuerpos sin nada son cuerpos sin carencia y por eso mismo inmortales. La negación de la muerte no es más que el corolario de la negación de la vida; en ellos aparece por lo tanto lo que se denomina unainmortalidad melancólica, estudiada por Jean Clair, diferente del delirio de grandeza: son inmortales para seguir sufriendo eternamente sus males.
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Un ser no siendo y siendo gigantesco, un vacío que conlleva inmortalidad, una negación sistemática como modo de inscribirse en el discurso: si se los extrapola de la psicosis a la literatura, estos rasgos son los de Recienvenido, o sea, no los de un hombre sino los de su ficción (los de su sueño de creador). Macedonio Fernández se vio así, como un escritor inmortal e inexistente: fue el escritor-Cotard. Si Borges se pone en escena retomando una iconografía saturnina tradicional (por ejemplo, en “La Biblioteca de Babel”), en Macedonio la figura que hemos ido recorriendo va mucho más allá, incluso más allá de la desvalorización del yo y la autohumillación habitual de los melancólicos. Así como los pacientes mencionados viven sin órganos (o sea que existen sin los requisitos físicos elementales para poder existir), éste es un autor que se automutila, o que al menos constata haber perdido todos los atributos que lo definen como tal: es un autor sin nombre, sin palabra, sin libro, sin lectores, sin editor, sin lugar público; proyecta novelas sin personajes, sin vida, sin representación, sin intriga; escribe en la negativa, la parodia destructora, el humor que desmonta los efectos textuales y semánticos. Un no ser, no estar, no figurar, que culmina en esa radical no-existencia tanto individual (despersonalización) como cósmica (la “desrealización” que supone la oposición a cualquier verosimilitud representativa). Una forma de hipocondría autoral –y habría mucho que decir sobre la función del cuerpo en la leyenda y la autoficción macedoniana–. Ahora bien, esa serie negativa es el fundamento de una enormidad mesiánica, la de una escritura que devolvería, o permitiría, una plena posesión amorosa y llevaría a la inmortalidad (que, dicho sea de paso, Recienvenido consiguió: Macedonio es ese gran autor inexistente al que se le dedicó un tomo entero en la reciente Historia crítica de la literatura argentina). Todo lo dicho es inseparable de la autoficción: es en ella en donde se articulan las diferentes líneas de sentido de sus
textos: escribir es escribirse y alrededor de ese yo que se escribe se aglutinan proyectos, estéticas, metafísica. Por lo tanto, y éste era mi punto de partida, la autoficción es una clave de la recepción y de la transmisión de su figura. Macedonio es una ficción de autor operativa en sí misma; la mayor herencia que dejó fue ésa: la de su imagen de escritor-Cotard, que es la gran ficción de autor de la literatura argentina y seguramente uno de sus rasgos distintivos. Sean cuales fueren los alcances de la Obra completa, su figura funcionó como la del autor de lo no escrito, como emblema de un confuso mesianismo, en conflicto con los textos efectivamente redactados y en algún momento publicados. Por eso el juicio de Borges no es tan desacertado: Macedonio es un caso único de antepasado reivindicado al que no se le asoció la letra magistral. La srcinalidad de su pensamiento estético y la complejidad de su filosofar no se cristalizaron en la letra clásica, antesala del mármol y del homenaje. La literatura argentina puede o podrá decidir que Macedonio es un autor “clásico”, pero será difícil instaurar a su obra como “clásica”; a pesar de la mitificación de Piglia o los ditirámbicos juicios de Saer (“Museo es la mejor novela escrita en lengua española”), los textos resisten al tipo de legibilidad que supondría ese lugar. En un período histórico que vio el paso del mito del autor al mito de la escritura, de la sacralización de la persona a la sacralización del resultado de la creación, Macedonio retomó el mito de autor desde el vacío, no sólo del sujeto sino también del resultado. Si hay procedimiento, en el sentido vanguardista del término, ese procedimiento es la anulación del ser y de la creación al mismo tiempo: las preguntas de “¿cómo ser escritor?” y “¿qué escribir?” siguen resonando en el espacio futuro bajo su forma negativa (cómo no ser escritor, cómo no escribir). Una negatividad, repito, que sería fértil porque anuncia, promete, postula; una negatividad utópica que se proyecta hacia el futuro.
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En lo que concierne a antepasados que inauguran un siglo de literatura, retomemos el paralelismo con Lugones esbozado en la Introducción. Lugones intenta fundar, fundarse él (desde El Payador a los blasones familiares citados en el inicio de Lunario sentimental). Sin embargo, la filiación que prosperó fue la de Macedonio: la de la incertidumbre, la del humor, la de la ironía, la de la postura metafísica (escribir el pensamiento desde la ficción, hacer de la experimentación formal un gesto de trascendencia); una filiación hecha de quimera y de borrado como terrenos de creación. La figura de Macedonio introduce en Argentina la imagen de un escritor impotente, escindido, que pone en escena la propia escritura como aventura; o sea, introduce una de las modalidades de autorrepresentación que caracteriza a la literatura del siglo XX, pero que en el marco latinoamericano pareciera ser específica del Río de la Plata. Esta autorrepresentación tendrá en otras culturas avatares y modalidades a veces diferentes pero encontramos un rasgo en común: la transformación del sujeto autor y de la actividad de creación en temáticas que problematizan la crisis del sujeto y del sentido, proponiendo una visión stricto sensu subversiva. En esta perspectiva, y tanto o más que las vanguardias, Macedonio fue un vector de modernidad en nuestra literatura. Ser escritor terminará siendo, en Argentina, asumir la “nadería de la personalidad”, será desplegar el espejeo del oxímoron o inventarse como autor que reescribe lo ya escrito (de Borges a Menard o de “Borges” a “yo”); será postular que no se “está del todo” o imaginar una bohemia lúdica y antirracional (Cortázar); no ser “nadie, nada” desde un afuera percibido como un margen (Saer); ser un “silenciero” o un “hacedor de silencio” ante una modernidad indescifrable (Di Benedetto) o dejarse llevar por una fantasía de despersonalización mecánica (la máquina de narrar de Piglia); ser el “maldito” genial que escribe mejor que nadie pero que no publica (Osvaldo Lamborghini) o el que
acumula en sus ficciones autorretratos grotescos afirmando repetidamente que los escritos sólo cumplen la función de crear al autor (Aira), etc. La autoficción macedoniana (el viejo ironista que transmite un legado irreverente, el marginal desconocido que inventa todo o que inventa todo de nuevo) será prolongada por otros, tanto en la leyenda como en la literatura, hasta convertirse en un tipo de figura de antepasado literario rioplatense –en un topos–: piénsese en el Morelli de Rayuela o en el Washington Noriega de Glosa, y en general en la manera en que se construyó ese mito paralelo, el de Juan L. Ortiz. Piénsese en el personaje de Lamborghini que postulan Aira y la “neovanguardia” de los setenta, buscando así una simetría con la de los veinte, o inclusive en algunas reivindicaciones actuales de Juan Filloy. Su figura fue fértil en su aparente esterilidad (al revés de la de Lugones, el escritor solar y afirmativo pero también decimonónico), gracias, entre otras cosas, a los sistemáticos “errores de lectura” a los que fueron sometidos sus textos. Su recepción deformante, a menudo estudiada, está inscrita en las características de su proyecto y de su personaje de autor. Macedonio es un ejemplo paradigmático de un misreading creativo y de la productividad de una “desherencia”, que él mismo ya había teorizado en un texto de juventud que lleva ese título, afirmando, por ejemplo: “El siglo que suprimirá la herencia empezará por no heredar casi nada.” En ese sentido es interesante que, frente a las obsesiones por el pasado de Lugones (filiación familiar, filiación literaria), Macedonio se inscriba constantemente en la transmisión, en una proyección generacional, en ese “la dejo libro abierto”. Y es notable que el signo con el que ese “padre” entró en la historia de la literatura sea un nombre desprovisto de apellido, un “Macedonio” a secas que es, también, una autodenominación, una creación suya. Su nombre de pila nos incluye en una intimidad, en una conversación hipotética, en una proximidad opuesta a
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lo editado y lo inmortalizado. Macedonio es un antepasado que no transmite un linaje, aunque su figura sea inseparable del “mitema” que lo relaciona con sus hijos literarios o sus hijos biográficos. Adolfo de Obieta (el hijo biográfico y literario) ha escrito buena parte de la obra, él la ha publicado y divulgado; sin él, Macedonio no existiría más que como un personaje de Borges. Sin embargo, Adolfo de Obieta no sólo no lleva el nombre del padre, sino que dedica todo un capítulo de sus Memorias errantes a afirmar que no puede sentirse hijo de ese hombre, sino amigo: “Ser hijo de MF es para mí algo tan lejano [...] Debo hacer un esfuerzo para sentirme todavía hijo de MF, si ya en vida lo que fui es sólo y todo un amigo.” Nótese que lo dice refiriéndose a Macedonio con siglas ( MF): así omite ese apellido, el que debería ser o haber sido el suyo. Diríamos, para terminar, que el extremismo de Macedonio configura los rasgos de un antepasado aceptable. Se lo puede poner en el lugar del fundador porque no ocupa lugar, porque su lugar deja lugar para los demás. Más allá de la intensidad de lo que escribió, queda la manera en que operó su figura: a la vez enorme, inmortal, mesiánica e inexistente. Es un escritor-Cotard. Macedonio no como autor, sino como promesa de autor, su obra como obra de lo inminente, de lo siempre postergado, su novela como imagen platónica de novelas por escribirse (que escribirán los demás, los “numerosos hombres inteligentes y jóvenes” que lo rodeaban, leemos en algún texto de Museo). Como también lo dice la cita de Papeles que figura en epígrafe de este capítulo: su estatua es un “pedestal en blanco”; allí queda espacio para otras estatuas, para otros bronces, para otras glorias. Una página escrita por él sigue siendo una página en blanco, una página en la cual se sigue escribiendo. Su figura es un pedestal disponible en el cual se irán instalando otros escritores. Macedonio parece escribir para que otros escriban la novela argentina, para que otros ocupen los pedestales
de la historia de las letras: en ese sentido sus textos son una verdadera revolución literaria. Francisco Luis Bernárdez declaró: “la obra de Macedonio era él mismo, ustedes conocen algo así como las cenizas de lo que él fue.” Esas cenizas de lo que fue, su “gran obra” son entonces sus textos en tanto que expansión de una teoría y de una práctica del sujeto autor. Quedó eso: Macedonio y su figura no son monumentos, retratos ni páginas inviolables de una tradición, sino que son esas móviles cenizas presentes en casi todos los proyectos narrativos de envergadura del siglo XX. Refiriéndose a Arlt (“el más contemporáneo de nuestros escritores”) y para cristalizar su lugar en la literatura, Ricardo Piglia elige una imagen: la del féretro del escritor suspendido sobre Buenos Aires. Para Macedonio propongamos otra: su figura sería esa leve capa de ceniza, esos restos impalpables de un antepasado que cubren, sin ningún peso pero siempre visibles, a quienes escribieron o escriben la literatura argentina.
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II. Borges: genio, figura y muerte
Genio y figura: ese imperativo de cierta filología polvorienta es uno de los tantos terrenos redefinidos por el fenómeno literario que llamamos “Borges”. En él, y siguiendo a Macedonio, escribir es escribirse, narrarse, representarse, intervenir con su voz y su imagen en espacios públicos, creando y modulando a un personaje. En paralelo a la producción textual, o imbricada en ella, se juega otra ficción, que impone, no sólo escribir textos sino también inventarse como autor de esos textos: no hay genio sin figura, la figura es el espacio en que se resuelven las imposibilidades y las tensiones de la escritura en el siglo XX. No hay un genio nuevo sin una figura diferente. Por lo tanto, uno de los ejes que permitiría una lectura, si no lineal, al menos homogénea de la trayectoria de Borges, es el que recorrería la construcción de una autofiguración, autofiguración que concierne tanto a una incorporación mitificante de su biografía en los textos, las abundantes ficciones de autor que circulan en ellos, como a la puesta en escena de un personaje público. Esta autofiguración, múltiple y proliferante, es entonces el espacio privilegiado para resolver las aporías de la creación, al establecer las condiciones de posibilidad de la obra y el medio para legitimar su identidad de escritor. Ser escritor, inventarse como escritor implica, en él, barajar las tres imágenes heredadas que, según vimos en la introducción, podían identificarse en la literatura argentina: la del autor personaje (Martín Fierro), la del autor Mesías (Lugo63
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nes), la del autor ausente (Macedonio). La autofiguración en Borges reúne, utiliza y desarrolla estas tres imágenes, haciendo de él el epítome del escritor argentino: Borges es el escritor ficticio, el escritor ególatra y el escritor egocida al mismo tiempo. El lugar que ocupa en el sistema literario nacional mucho le debe, seguramente, a esta insólita polivalencia. Uno de los modos de proponer una periodización de la producción, decíamos, es recurrir a las etapas de una autobiografía ficticia y a la serie de espejeos que reproducen a Borges bajo los rasgos de otros escritores. Como tantos otros, este tema ha sido muy trabajado por la crítica. A falta de srcinalidad y para limitar las repeticiones, voy a insistir sobre todo en la última etapa de la vida de Borges, los textos de la vejez pero, de modo liminar, mencionaré tres imágenes para, sino definir, al menos esbozar tres avatares anteriores en la autofiguración borgeana. Se podría hablar, de manera algo abrupta, de tres figuras que no son estrictamente sucesivas ni se excluyen entre sí: la del héroe fundador, la del hijo melancólico, la del ciego célebre, antes de desarrollar la cuarta y última figura, la de la representación de la propia muerte. Me propongo entonces focalizar el análisis en el final del proceso, interrogándome cómo ese “desenlace” pudo intervenir en la posteridad literaria del autor. EL HÉROE En los primeros libros de poesía de Borges(Fervor de Buenos Aires –1923–, Luna de enfrente –1925–, Cuaderno San Martín –1929–) circula un relato, o fragmentos de un relato, el de una fundación, que es a la vez una fundación literaria de Buenos Aires y una fundación de la propia obra. Ya se sabe: nadie es escritor, todos se vuelven, de una manera u otra, escritores. En el caso del argentino, ese “volverse” es legendario: una y otra
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vez leemos episodios que funcionan como mitemas de una cosmogonía personal –o autobiografemas, diría Michel Lafon–. Se narra el regreso de Europa en barco del joven Borges en términos atemporales: “yo volví de las viejas tierras antiguas del Occidente” (“Versos de catorce”), como un hijo pródigo: “He atravesado el mar. / He conocido muchas tierras” (“Mi vida entera”), o evocando páginas gloriosas de la historia nacional, las del destierro de hombres de letras: “Al cabo de los años del destierro volví a la casa de mi infancia” (“La vuelta”). Se narra un reencuentro que es un descubrimiento de pertenencia: el espacio (la ciudad, las orillas, la pampa) está interiorizado hasta confundirse con el propio sujeto y con su sensibilidad (“yo presentí la entraña de la voz las orillas” –”Versos de catorce”–; “Las calles de Buenos Aires ya son la entraña de mi alma” –”Las calles”–; “Pampa: (...) Sé que estás en mi pecho” –“Al horizonte de un suburbio”–). Se narra una búsqueda iniciática que permita pasar de lo cotidiano y familiar a una exaltación creadora: “Mis pasos claudicaron / cuando iban a pisar el horizonte” (“Arrabal”); “Toda la santa noche he caminado” (“Calle con almacén rosado”), recorrido que desemboca en una encrucijada que se abre a menudo hacia una “hondura” del cielo en atardeceres mágicos. Se narra por fin la emergencia de la palabra poética: “sentíBuenos Aires”, “pienso y se me hace voz ante las casas”, “yo forjo los versos de mi vida y mi muerte / con esa luz de calle” (“Calle con almacén rosado”). Esta aureola de inicio, de primera página, corresponde con la voluntad de “inventar” Buenos Aires literariamente y de darle la “poesía, la música y la pintura y la religión y la metafísica” que le faltan, según escribe en “El tamaño de mi esperanza”, en una afirmación programática y mesiánica de su proyecto literario: se trata de “ser dioses” –como también se lo proponía en esa época Huidobro– y de trabajar en la encarnación de la urbe del futuro. Ese gesto voluntario de fundación se corresponde con una entrada en la escritura narrada en términos de
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una autogénesis a la vez mítica y criolla. El comienzo de una obra se confunde entonces con la invención de una ciudad. Y la figura del yo es el lugar estratégico, es el vector y el origen de una poesía transformadora de la realidad: junto con la geografía literaria se esboza progresivamente una entidad de escritor específica, un sujeto autónomo de la escritura (“Estoy solo y conmigo”, escribe en “Cercanías”). Constatamos entonces, primero, una relación de pertenencia mutua entre Buenos Aires y el yo, luego una permeabilidad entre Buenos Aires y la obra (“Hacia los cuatro puntos cardinales / se van desplegando como banderas las calles; / ojalá en mis versos enhiestos / vuelen estas banderas” –“Las calles”–). Así, una dinámica analógica queda establecida, yo, Buenos Aires, obra, anunciando lo que va a escribirse. En palabras de Enrique Pezzoni: “Borges fabrica el suburbio, el arrabal porteño para volverlo metáfora-anécdota del Yo empeñado en la empresa de afirmarse y negarse.” Y se afirma como escritor nato, vocacional, inspirado, que en una encrucijada del arrabal, al igual que un compadrito topándose con su destino, se encuentra con una voz que estaba latente en su pasado. El tópico del “niño prodigio” que acompañará su imagen posterior está implícitamente sugerido en esta etapa. La creación surge ya como un desdoblamiento: ser otro, ser más y más grande que sí mismo. El funcionamiento llega a su clímax y a su punto crítico en el texto más célebre de ese corpus poético temprano, “Fundación mítica de Buenos Aires” (primera edición en 1926), verdadero programa que organiza al universo y a la obra por venir alrededor del sujeto autor. Asistimos en el poema a un doble fenómeno: por un lado, a la fundación de Buenos Aires, gesto mesiánico que retoma cierta sacralización de la escritura. Por otro lado, esa fundación se vuelve, en una articulación vertiginosa, fundación de la propia mitología, de la propia obra. De la “historia” de la ciudad (la saga de los españoles reescrita en una
versión paródica), de esa nada de una primera página, pasamos al surgimiento de una serie de tópicos discursivos, espaciales y argumentales de la primera obra de Borges. Porque se recordará que en el poema aparecen el cruce del mar (simétrico al del joven Borges), la llegada azarosa, el descubrimiento progresivo, y, de pronto, vemos surgir –”florecer” es el verbo utilizado–, no la capital argentina sino transitados elementos de la obra borgeana del período: el almacén rosado, el truco, el compadrito, el organito, el corralón, el tango, la calle sin vereda de enfrente, organizados en círculos concéntricos alrededor de su figura: mi patria, mi ciudad, mi barrio, mi manzana, mi casa, yo. El poema desplaza los orígenes, borrando o superponiendo cronologías: es “cuento” que empezó Buenos Aires, ya que Buenos Aires es un cuento, es literatura. Lo que era un relato intermitente en los primeros poemas se convierte aquí en cosmogonía ordenada y confundida con los mitos fundadores de la patria. Misión cumplida, podría decirse, porque la conclusión es que “los hombres compartieron un pasado ilusorio”, el que la literatura acaba de crear. La evocación “mitológica” de la fundación de Buenos Aires, al final de tres libros de poesía y de varios de ensayo, es el balance de un proceso de autofundación literaria: en 1926 Borges ya puede narrar, en un plano ideal, el surgimiento y las características de su propia obra. A partir de ahora, ya no hay un “vacío” de srcen: hay un espacio (el de ese simulacro de ciudad), hay, escribe Sylvia Molloy, un “panteón familiar a través del cual se define el yo”, hay una primera página que podrá ser reescrita. Sin embargo, la tonalidad irónica del texto puede considerarse como una fisura en lo afirmado: en el momento de mitificar lo creado la ironía prepara el desencanto y la nostalgia melancólica de la obra futura, basada en una experiencia de la pérdida. Algo similar podemos ver en el orden de los títulos: de un “fervor” eufórico y vanguardista por Buenos Aires o de una “luna” tan lugoniana como arrabalera,
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pasamos a una referencia metatextual: es el soporte de escritura (el cuaderno) el que, aunque sea argentino (es el Cuaderno San Martín) funciona como un espejo: el título ya no nombra al arrabal o a la orilla, no se habla de la metafísica de la ciudad ni de la historia de la poesía argentina, sino que alude a sí mismo, a la propia página escrita. La entrada en la literatura supone entonces una autofiguración compleja, en la cual Borges intervino luego con gestos de reescritura y corrección de estos textos, mitigando “excesos barrocos”, limando “asperezas” y tachando “sensiblerías y vaguedades” (según lo afirma en el prólogo de la reedición de 1969), pero también introduciendo una coherencia entre ese personaje juvenil y su posteridad. Coherencia que no supone uniformidad, al contrario, porque juega con cierta ambigüedad: sus declaraciones afirman repetida y contradictoriamente, que el autor de esos versos es el mismo autor que el de la vejez, que no ha hecho luego más que desarrollar “los temas presentados” en Fervor de Buenos Aires o, al contrario, que el joven Borges es alguien ajeno, uno de los múltiples “otros” de su producción, uno de esos yo que son capaces de atomizarse y tomar diversos rostros y contenidos. Por el momento, el yo es un yo transformador y situado por lo tanto en lo colectivo, frente a un público y a una cultura: el “nosotros” mayestático que surge de tanto en tanto en los poemas remite a una generación artística tanto como a una vaga instancia generalizante que serían “los porteños”. Ante todos ellos, Borges es el paladín y el portavoz, él es capaz de nombrar lo que los otros ignoran e incluso necesitan. La presencia de lo autobiográfico se encontrará a su vez mediatizada por una representación programática, la de una ambición literaria (para él y para la Argentina); la primera imagen del autor en su obra será la de un yo heroico, que se corresponde al mismo tiempo con el perfil vanguardista e insolente del Borges de aquel período
como con una concepción lugoniana. Ese regreso a la patria que se inventa un srcen y la narración repetida de la emergencia de la palabra y de la representación estética están trabajando con las tensiones entre Europa y Argentina, entre nacionalismo y cosmopolitismo, entre ultraísmo y criollismo, entre ciudad futurista y ciudad del pasado, entre la tradición y la novedad, entre la filiación y la invención, entre “nadería de la personalidad” (título de un ensayo de Inquisiciones, 1925) y mesianismo. Y también entre Lugones y Macedonio. El lugar de autor elegido no resuelve las tensiones, sino las narra, convirtiéndolas en una dinámica en la cual coexisten los contrarios; ésa es la condición para alcanzar una escritura propia, es decir, la emergencia de una singularidad: de la palabra y de la identidad.
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EL HIJO Hay dos maneras de narrar la evolución de fines de la década del treinta que desemboca en la escritura de Ficciones y El Aleph. La primera sigue operaciones textuales y acercamientos progresivos, pasando por ensayos ficcionalizados, la Historia universal de la infamia, “Hombres pelearon”, “Hombre de la esquina rosada” y “El acercamiento a Almotásim”, narración que el propio escritor alentó con indicios y juicios sobre una timidez ante la ficción poco a poco superada. La otra narración es una mitografía personal: alrededor de ese cambio Borges ha construido una segunda fundación de su obra, simétrica a la autofundación estudiada, transformando en leyenda una reorientación de su literatura. Ese relato retrospectivo de la entrada en escritura ficcional está centrado en el accidente de 1938 y se va construyendo en una serie de textos. Los más importantes son “El Sur” y su Autobiografía, libro que retoma elementos dispersos en un sinnúmero de entrevistas. La versión autobiográfica inclu-
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ye, como es sabido, la muerte de Jorge Borges, el accidente, el miedo de haber perdido la “razón” y el ápice del relato, que es una escena de intimidad con la madre en la cual ella le lee en inglés Out of the silent planet de C. S. Lewis y él se emociona descubriendo que todavía puede entender el discurso literario y la lengua inglesa –literatura e inglés heredados ambos de un padre recientemente fallecido–. El paso por la muerte y por el sufrimiento físico aparece así como una prueba iniciática en la cual, finalmente, la cercanía de la madre está mediatizada por un código paterno. Estas circunstancias, impregnadas de una tonalidad edípica y narradas en muchos otros textos, a veces casi idénticas, a veces con significativas variaciones, tienen un desenlace incongruente, es decir, la escritura de uno de los textos mayores de Borges, “Pierre Menard, autor del Quijote”. En la versión de laAutobiografía: Poco después me atemorizó la idea de no volver a escribir nunca más. Había escrito una buena cantidad de poemas y docenas de artículos breves, y pensé que si en ese momento intentaba escribir una reseña y fracasaba, estaría terminado intelectualmente. Pero si probaba algo que nunca había hecho antes y fracasaba, eso no sería tan malo y quizá hasta me prepararía para la revelación final. Decidí entonces escribir un cuento, y el resultado fue “Pierre Menard, autor del Quijote”.
La relación causa-efecto es una falacia evidente y sin embargo deber tener alguna dimensión de verdad (una verdad que, repito, no es factual, porque Borges ya ha escrito varios cuentos en esa fecha y “Pierre Menard, autor del Quijote”, que se asemeja más a una reseña que a un cuento, se publica en mayo de 1939 en Sur sin especificar que se trata de una ficción). En todo caso, la muerte del padre y su presencia simbólica son un mitema central en esta explicación legendaria: las complejísimas operaciones de Borges
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ante las figuras referenciales de la cultura universal y argentina, es decir su trabajo sutil con la filiación, parece aquí anunciado. Así se le atribuye a ese texto un valor fundacional, de srcen o de parteaguas de una obra todavía por escribirse; así se acentúa un valor legendario de “novedad” (“algo que nunca había hecho antes”), novedad que debe pensarse, claro está, en resonancia con el tema y los postulados del cuento sobre lo novedoso de una reescritura; novedad ante la cual incluso un fracaso, dice Borges, sería una “revelación final”. Ahora bien, “Pierre Menard” es, ante todo, la invención de un autor y de un proceso de escritura, en la perspectiva de una herencia: en el cuento, el fiel amigo evoca a un hombre de letras fallecido. Ya en Evaristo Carriego Borges había avanzado en el camino de una ficcionalización de la biografía de un escritor (Alan Pauls lee en la evocación del poeta del suburbio un “escandaloso autorretrato” que funcionaría como el primer paso “para adueñarse de esa nueva identidad”, la de un escritor “modesto, opaco y abstinente”) y ya había practicado, en el “El acercamiento a Almotásim”, el comentario de libros inexistentes. En el cuento de 1939 da un paso más: se trata de transformar la creación literaria en invención de autor o, si se quiere, en fabularse como otro antes, en vez de o para fabular ficciones. No percibir la propia vida como obra, según la herencia romántica, sino imaginar infinitas vidas e identidades de autor en tanto que dinámica de creación literaria. Y, segundo paso, se trata de imaginarse como un autor en alguna medida fracasado, impotente, invisible. El relato del accidente narra el final del heroísmo del joven Borges, la confrontación con el padre muerto y con una tradición, o sea la escritura a partir de una posición edípica. El accidente sitúa al escritor de lo épico en el papel del hijo. Michel Lafon primero y Robin Lefere más recientemente han demostrado que puede verse en Menard una figura paródica del propio Borges. En todo caso, esta construcción de una
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ficción de autor, gracias a imposibilidades lógicas, logra borrar los imperativos de las filiaciones literarias, desestabilizando el lugar de los clásicos y de lo heredado. Porque el cuento plantea explícitamente la pregunta del ¿cómo seguir escribiendo? –o, si se quiere, ¿cómo escribir un clásico en Argentina en los años treinta?–: escribir el Quijote (escribir un clásico) en su momento era una “empresa razonable, necesaria, acaso fatal”, mientras que hacerlo a principios del siglo XX “es casi imposible”. Esa constatación lleva a inventar nuevos modos de ser autor, la de Pierre Menard, esa fabulosa figura de un escritor menor que, paseándose por los “arrabales de Nîmes”, logra realizar una tarea titánica: “repetir en un idioma ajeno un libro preexistente”. Sin ocupar el lugar de Cervantes, el maestro, sino siendo ese escritor marginal, provincial y sin obra visible, él consigue escribir de nuevo la gran obra, como si nunca hubiese sido escrita; y escribirla, incluso, “mejor”. El mito Menard supone invertir el orden de escritura: todos pueden escribir un clásico, cualquiera puede escribir un clásico (incluso un hijo cuyo padre acaba de fallecer, incluso un argentino, incluso Borges, que al escribir el cuento está escribiendo su primer “clásico”). El mito de autor así inventado vuelve posible, bajo los oropeles de la modestia, la escritura de una obra transformadora. Confrontado con lo paterno en tanto que figura (Cervantes), en tanto que texto(El Quijote) y en tanto que código heredado de una tradición (una lengua y una cultura impuestas), Menard es el instrumento para la afirmación de un deseo y el de un imposible mandato, personal y social: ser escritor en vez del padre, ser escritor mejor que el padre, y al mismo tiempo rendir un culto paradójico a las figuras referenciales que están siendo destronadas. Evidentemente, el personaje de Pierre Menard, el programa literario que subyace en el texto así como el uso agudo de la afirmación paradójica, mucho le deben a Macedonio, ese escritor que, como Menard, tendría una escasa “obra visible”.
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Recordemos que Museo de la novela de la Eterna , que prolonga y profundiza la autoficción de Papeles de Recienvenido, pasa en 1939 por uno de sus muchos períodos de escritura febril. Al mismo tiempo, la “trocación” macedoniana del yo se inscribe, como vimos en el capítulo precedente, en un pensamiento mesiánico: la figura de no-autor es la del escritor con una ambición titánica que supera con creces las fuerzas humanas. Una ambición que subyace en el personaje de Macedonio visto por Borges, ese hombre capaz de repensar con total libertad y srcinalidad lo ya pensado. O ese argentino que Borges descubre al volver de Europa y que le deja entrever la posibilidad de recomenzar la historia del pensamiento desde las orillas del Plata (una cita célebre de “Macedonio Fernández (1874-1952)”: “ese hombre gris que, en una mediocre pensión del barrio de los Tribunales, descubría los problemas eternos como si fuera Tales de Mileto o Parménides, podía reemplazar infinitamente los siglos y los reinos de Europa”). La negatividad, el humor, la utopía, la ambivalencia de Menard, su proyecto que busca iniciar de nuevo la historia de las letras: encontramos estos rasgos en el Macedonio de Borges. Volviendo al cuento desde la idea de una utopía literaria, vemos que dos frases con un evidente valor programático aparecen en el desenlace, antes de una broma final. La primera, cita indirecta de Macedonio, es una reivindicación insolente y profética (“Todo hombre debe ser capaz de todas las ideas y entiendo que en el provenir lo será”); la segunda anuncia un programa de escritura basado en una “técnica nueva”: “la técnica del anacronismo deliberado y las atribuciones erróneas”. Si le agregamos al conjunto algunas afirmaciones sobre la transformación de los sistemas filosóficos, que dejan de ser una “descripción verosímil del universo” para ser una línea o un nombre en la historia de la filosofía (o de la literatura), vemos que la invención de este autor, Menard, es un espacio para afirmar y
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anunciar un proyecto de escritura. La herencia macedoniana es fundamental en él, no sólo por el desparpajo intelectual y el derecho a escribir (ese poder empezar de nuevo), sino sobre todo por el valor semántico de la paradoja, la negatividad, la ironía, el humor (o, si se quiere, del oxímoron como forma de afirmación). No escribir seriamente ni coherentemente para poder escribir en serio y construir una obra con una coherencia tan inédita como propia. En la figura de Menard, Borges transforma la negatividad macedoniana en creatividad, exponiendo la impotencia de escritura (“todo ha sido escrito”) en cimiento de una innovación radical, es decir, probando que se puede seguir escribiendo aunque se haya llegado “después”. En Menard se inventa otra manera de ser autor, gracias a un mito personal que desmonta la aporía de la creación moderna, despejando el camino para una obra sin parangón en la literatura argentina. Podría agregarse, para terminar con este aspecto, que la insolente ambición del cuento debe relacionarse con la de “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”, en donde no sólo aparece un personaje de “Borges” que al comienzo proyecta la escritura de un cuento junto con “Bioy” y alrededor del cual se organiza la intriga, sino que allí se pone en escena la creación de un universo que refleja, distorsionada y ominosamente, la historia de la cultura humana. Universo entero que, otra vez, es la imagen cifrada o el Aleph del mundo literario que Borges empieza a escribir por esos años. Si en los primeros libros de poesía se “inventaba” una ciudad, Buenos Aires, en el umbral del primer libro de cuentos, El jardín de los senderos que se bifurcan, Borges anuncia, como un demiurgo velado o, mejor, como un Hacedor, el cosmos que surgirá de su pluma eficaz: los principales cuentos serán escritos en los diez años siguientes. Pierre Menard es el instrumento paradójico que le permite pasar de los juegos de un “tímido que no se animó a escribir cuentos y que se distrajo en falsear y tergiversar [...] ajenas historias” (según lo afirma en el prólo-
go escrito en 1954 para la Historia universal de la infamia) al proyecto mesiánico de inventar Tlön, ese –leemos en el cuento– “mundo ilusorio” suficientemente potente para irrumpir en el mundo real, substituyendo su “historia armoniosa” por un “pasado ficticio”. Un “mundo ilusorio”, nueva versión de ese “pasado ilusorio” que los hombres compartían en la “Fundación mítica de Buenos Aires”. El fundador oculto que sería Menard va a conocer una larga serie de reflejos y avatares en la obra de Borges. Uno de ellos es, creo, fundamental para completar la figura que se construye a fines de los 30. Es la imagen que aparece en otro “clásico”, “La Biblioteca de Babel”. El cuento es a su vez la reescritura de un ensayo, “La biblioteca total”, que desarrolla varias versiones de las utopías que fueron dándose en el pensamiento humano sobre una biblioteca que reuniese todo lo escrito y todo lo escribible. Este texto, publicado en Sur en agosto de 1939 (y por lo tanto inmediatamente posterior a “Pierre Menard”), concluye con reflexiones sobre el contenido de la biblioteca bastante similares a las del cuento. Las diferencias son, sin embargo, radicales: primero, la utopía (o, más bien, la “imaginación horrible”, anunciada en “La biblioteca total”) se organiza como una pesadilla; segundo, en la biblioteca hay alguien, una primera persona sufriente. Dicho de otro modo: la diferencia entre el ensayo y el cuento reside en la inclusión de un sujeto: de un autorretrato. De un autorretrato sesgado que cristaliza una fantasía íntima, una posición imaginaria y afectiva. Esa autoficción, como todo, sale de un libro, un libro que faltaba en “La biblioteca total”: la Anatomía de la melancolía de Robert Burton, del que Borges saca el epígrafe para el cuento, inscribiéndolo en una serie de rasgos codificados de “la enfermedad del alma”. Por un lado, la biblioteca se transforma así en espacio paradigmático de la melancolía: paisaje desvitalizado, puro espacio mental, desierto de penumbra y repeticiones sin
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deseo ni presencias femeninas, mundo muerto al borde del cataclismo o del derrumbe definitivo. Por otro lado, frente a lo ya escrito, a la combinatoria de signos que borra lo dicho, aparece una tonalidad melancólica (queja, pesimismo, imágenes de la descomposición interminable del cuerpo, mirada lúcida y dolorosa sobre el pasado). Ese hombre viejo, cerca del fin, semiciego, escéptico, que busca en vano el sentido de un universo tan caótico como simétrico, ese hombre sufriente ante una ley arbitraria, ese hombre abrumado por todo lo que se ha escrito y pensado antes de él, es otra figura espléndida del escritor moderno. Una figura de lectura infinita, del ensimismamiento nostálgico ante un saber heredado, después de largas investigaciones inútiles en pos de una página esencial y reveladora, todo lo cual condensa rasgos arquetípicos: en Occidente el artista es un melancólico. La ironía, la lucidez enciclopédica y descreída, la modesta desvalorización de lo realizado, las poses y actitudes pensativas, el nihilismo latente, todos ellos rasgos de la melancolía, van a acompañar el resto de la obra de Borges. La clave es una pérdida, pérdida imaginaria que va a convertirse en la posición existencial del escritor. O en lo que Alan Pauls califica de “mito de fundación”. Ese mito transforma el vacío en ausencia, lo inexistente en algo que se tuvo alguna vez: la literatura será una materialización de esa ausencia. Junto con la ambición de lo inventado –“El universo (que otros llaman Biblioteca)”, es la primera frase del cuento–, aparece el desencanto amargo de una carencia, aparece eso que se le escapa al escritor todopoderoso. Frente a la intrépida juventud fundacional de los veinte, ahora el escritor es un muerto (Menard) o un anciano descreído, abrumado por una pérdida indefinida. Así aparece al final de “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”, en vísperas del hundimiento final, aislándose en una inútil traducción; así aparece en el tardío prólogo de Evaristo Carriego (1955), encerrado en la biblioteca paterna repleta de ilimitados libros ingleses; así
aparece, casi veinte años después, en el “Poema de los dones”, en donde lo vemos errar por las lentas galerías de una alta y honda biblioteca afirmando: “soy el otro, el muerto”; así aparecerá en la proliferante iconografía de su vejez. A los cuarenta años, Borges no sólo era el escritor capaz de inventar mundos y de reescribir los grandes textos de nuestra cultura, sino que ya se veía como ese anciano, a veces bibliotecario, a menudo en la frontera con la muerte, ciego y elegantemente melancólico, en el que se irá convirtiendo con el tiempo.
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EL CIEGO El hacedor (1960) está en parte compuesto, como se recordará, por una serie de retratos de escritores, en los cuales se proyecta más o menos definidamente una imagen de Borges: de “ser dioses” y fundar Buenos Aires o fundar Tlön a ser –si se puede decirlo así– el Hacedor a secas: la identidad ficticia de autor está puesta en el primer plano, en detrimento de la lectura y de la escritura. La reconciliación imaginaria con Lugones que se narra en la relatada dedicatoria que abre el libro no es ajena, seguramente, a esta posición: de entrada se restaura al Gran Escritor de la literatura argentina, antes de recorrer una serie de identificaciones heroicas de un “yo ideal” poderoso con “próceres” de las letras universales. En estos retratos encontramos a la vez una cristalización de procedimientos anteriores, como la utilización de la erudición; aquí también se cita, se reescribe, se alude, convocando, en la superficie del texto, a toda la cultura occidental (que incluye, por supuesto, a la gauchesca o a los compadritos o a Carriego), pero sin concebir a esa cultura como una fuerza de validación, sino, diría Piglia, como una “sintaxis” textual o un “procedimiento”. Al mismo tiempo, aparecen algunas operaciones que se corresponden con los dos fenómenos que se dan
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durante los años cincuenta, la ceguera y la fama, convertidas rápidamente en términos de un oxímoron: la máxima incapacidad que sería la ceguera para alguien que ha alcanzado la máxima capacidad de circular, juzgar y ser visible en el campo literario. O, dicho de otra manera, la “magnífica ironía de Dios” que le da, a un tiempo, la dirección de la Biblioteca Nacional y la imposibilidad de leer lo que ella contiene, según el “Poema de los dones”; ser el responsable de todos los libros de una cultura, pero a partir de una fisura, de una impotencia. Otro relato incipiente se esboza entonces: cómo Menard y el bibliotecario se vuelven “Borges”, es decir, en 1960, cómo la escritura termina de construir a un personaje en el que se van a procesar esas dos grandes modificaciones, una de orden personal (la ceguera, rápidamente convertida en un rasgo de imagen y en un fenómeno textual), la otra de orden colectivo (el reconocimiento nacional e internacional que irá in crescendo hasta los apoteósicos años ochenta que fijan su perfil de gran escritor). El relato inaugural del libro (“El hacedor”) en donde se nos cuenta la génesis de la escritura en Homero, autor inventado por la tradición y legendariamente ciego, es espectacular en este sentido. Anonimato inicial (el futuro escritor es un hombre sin atributos), ceguera como disparador de la escritura (se construye una memoria y un pasado a partir de la pérdida), recuperación de un mandato paterno asociado a la épica (el padre le da una espada y autoriza sus ensueños heroicos), todo lo cual lleva a la emergencia de una vida virtual, hecha de “ruidos y hexámetros”, la de La Ilíada y La Odisea. La ceguera y el sueño permiten pasar así de una vida cualquiera a una vida de autor. Algo similar sucede con Shakespeare. La figura tutelar de la literatura inglesa está puesta en escena en la perspectiva de una anulación del sujeto, jugando esta vez con referencias al teatro –máscaras, falsas identidades, apariencias fugaces–. En “Everything and nothing”, Shakespeare no es nadie (“Nadie hubo en él”) y des-
cubre, antes o después de morir, que tampoco Dios es alguien (Dios le afirma: “Yo tampoco soy; yo soñé el mundo como tú soñaste tu obra, mi Shakespeare, y entre las formas de mi sueño estás tú, que como yo eres muchos y nadie”). Si según una nota célebre de “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”, “todos los hombres que repiten una línea de Shakespeare, son William Shakespeare”, éste, como los demás, como Dios, no es nadie. La destrucción de la especificidad distintiva del que sería una figura fundadora, un padre, un héroe de la creación, el srcen de la literatura del porvenir, tiene inmensas consecuencias: si todos son nadie, hasta alguien como Shakespeare, Homero o Dios, todos pueden ser todos, cualquiera puede ser Shakespeare, Homero o Dios. Incluso Borges, que confiesa, en el epílogo de El hacedor, que la miscelánea que acabamos de leer (y que incluye esa afirmación del vacío del sujeto-Homero o del sujeto-Shakespeare) no hace más que trazar la imagen de su propia cara. La ceguera, el vacío del yo, la inexistencia de una identidad estable, no son marcas de una desvalorización del otro, sino que son las condiciones de posibilidad para que el yo sea visto como otro, como el gran escritor reconocido por una tradición. La marca macedoniana, la del escritor borrado, es visible en el pedestal lugoniano que El hacedor construye para Borges. Al negar la srcinalidad, al inscribir a los clásicos en la perspectiva de lo contingente, al percibir la tradición como construcción, no se borran las grandes figuras de la historia de la cultura occidental (abundantemente convocadas), sino que se socava el concepto y la trascendencia en sí de las “grandes figuras”. Su destino podría compararse con el de los Dioses en el relato de un sueño, también incluido en El hacedor, “Ragnarök”. En él, los Dioses paganos, después de un destierro de siglos, irrumpen de pronto en la Facultad de Filosofía y Letras durante una reunión de elección de “autoridades”. Borges se encuentra allí junto a Pedro Henríquez Ureña que, según se nos informa,
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“en la vigilia ha muerto hace muchos años”. Pero los Dioses, desplazados por el Islam y el Cristianismo, ya no saben hablar, están envejecidos, aparecen vestidos como si pertenecieran a un “garito” o a un “lupanar” del Bajo. Entonces Henríquez Ureña y Borges sacan pesados revólveres y, “alegremente”, dan muerte a esos Dioses-compadritos. La elección de las autoridades en la Facultad pasa por convocar Dioses otrora adorados (los de los Olimpos europeos), pasa por la constatación de una decadencia y una argentinización de los que fueron divinidades (ahora son Dioses salidos de lo popular-gauchesco), y pasa por un alegre asesinato. Y, teniendo en cuenta que Henríquez Ureña también está muerto, queda claro que la única autoridad elegible en la Facultad de Filosofía y Letras es, por supuesto, Jorge Luis Borges. Constatamos por lo tanto un doble movimiento. Por un lado, no se trata ya de escribir (ni de reescribir, como Menard), y ni siquiera de leer, sino de ser: ser Homero, ser Shakespeare, ser Dante, ser Quevedo, ser Ariosto –ser la autoridad, ser el director de la Biblioteca Nacional–. Por el otro, representar a estos modelos desde la muerte, el descreimiento, la vejez, el vaciamiento de su poder, como preámbulo para una identificación paradójica. Borges legitima su propia construcción de autor desmontando las construcciones de los demás. También podría decirse que Borges pasa de la construcción de filiación a una “afiliación horizontal” (como la llama Edward Said), o sea a una filiación transformada en elección, en una pertenencia colectiva gracias a una anulación de las distancias cronológicas y de los juicios sociales de valoración. Sin embargo, lo más espectacular del libro reside en un texto en donde los espejeos de identificación y conflicto no se juegan con otros escritores sino consigo mismo. Por supuesto, me refiero a “Borges y yo”. Aunque un personaje de “Borges” aparece recurrentemente desde los primeros relatos, aquí se
cristaliza un funcionamiento que hace de la figura de autor una instancia distinta del yo. El título condensa la idea central y el funcionamiento ambiguo del texto: una disociación entre el nombre (Borges), sujeto de la enunciación y su expresión discursiva, el pronombre deíctico “yo”. El escritor es un personaje creado por el yo, pero que ha cobrado autonomía y ha tomado el poder, falseándolo todo. En este texto, que es un lugar común de la exégesis borgeana, se ha leído la oposición entre el hombre público, el hombre de letras y el hombre privado, es decir una dramatización de la construcción o imposición de la imagen de escritor y de sus efectos sobre el proceso de producción de la obra. También se ha señalado en el texto la formalización de varios “Borges”: el localista o criollista de sus inicios, el cosmopolita y especulativo de los años cuarenta y cincuenta, y el anuncio de algunos libros siguientes, como El informe de Brodie (1970). A esto cabría agregarle la lacónica maestría con la que se desestabiliza la idea de sujeto, lo que vuelve ambiguo el srcen de cualquier obra literaria. Duda inherente a la creación, cristalizada en el texto siguiente de El hacedor, el “Poema de los dones”, en dos versos célebres: “¿Cuál de los dos escribe este poema / De un yo plural y de una sola sombra?” En “Borges y yo” se asocian entonces las tensiones de un “yo plural” a esa “sombra”, a la muerte: el ser autor está puesto en escena en relación con la desaparición del yo: “yo estoy destinado a perderme, definitivamente, y sólo algún instante de mí podrá sobrevivir en el otro” o, más lejos: “Así mi vida es una fuga y todo lo pierdo y todo es del olvido, o del otro.” La escritura plantea una dinámica de pérdida y supervivencia más allá de la muerte, por lo que el desdoblamiento entre el yo y su imagen, entre el sujeto y el escritor, por más conflictivo que sea, se justifica por la presencia fatal de esa “sola sombra”. El texto cambia la perspectiva: de escribir como los otros escritores a ser los otros y de ser los otros a ser él mismo el te-
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rreno en que se juegan los espejeos de una identidad de autor siempre en procesamiento y reconstrucción. No se trata, por lo tanto, de intentar hacer del simple sujeto mortal un escritor (o sea, de hacer coincidir identidades conflictivas), sino de formalizar una contradicción. No se trata de buscar una unidad, sino de acentuar una fractura. Así, la ceguera y la fama coinciden para significar una disociación de la realidad y un paradójico reconocimiento en ella, cambiando las coordenadas: ya no cómo escribe un héroe fundador, ni cómo escribe un hijo sino cómo lee, cómo escribe un ciego. Un ciego ultralúcido, por supuesto, que interioriza al mundo y, con él, a los demás escritores: “Ahora el mundo está en mí y veo mejor, ya que puedo ver todas las cosas que sueño”, afirmaba por entonces Borges.
Primer texto. Diecisiete años después de “Borges y yo”, y ya en la vejez (el autor tiene 75 años), se publica una reescritura ficcional de ese texto, el cuento “El otro”. Allí se pone en escena un encuentro improbable: el de Borges, ya anciano, en 1969 y a orillas del río Charles (en Cambridge, Estados Unidos), con el joven Borges que está en Ginebra, a orillas del Ródano, en una fecha indeterminada (pero sabemos que el escritor vivió en Ginebra entre 1914 y 1919). El punto de vista del cuento y su focalización espacio-temporal están situados del lado del anciano, el de 1969, y su personaje corresponde plenamente con el de un autor reconocido. O sea que, si en “Borges y yo” leíamos: “poco a poco voy cediéndole todo”, el proceso está terminado; ya no hay una escisión interna entre el Borges público y el hombre privado: sólo existe el Borges escritor. Pero no por eso es único: su doble es, ahora, el otro yo de la juventud. En realidad asistimos a un autoengendramiento, a una autofiliación: la relación entre ellos es la de un padre con un hijo (ambivalencia entre insolencia y respeto temeroso en el joven, tolerancia enternecida y a veces irritada del mayor), como lo reconoce el narrador: “Yo, que no he sido padre, sentí por ese pobre muchacho, más íntimo que un hijo de mi carne, una oleada de amor”. Ya lo decían Bioy Casares y una enciclopedia ficticia en “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”: los espejos multiplican a los hombres, son un modo de reproducción sin sexualidad. El diálogo entre ellos se reduce a dos temas principales: por un lado, a analizar el encuentro, a entender su posibilidad y, por otro lado, a oponer gustos literarios. La conversación es tensa; los dos Borges no se entienden. Los gustos del joven parecen ingenuos, así como sus posiciones políticas y estéticas en general; el narrador afirma, incluso, que “cada uno de los dos era el remedo caricaturesco del otro”: son dos simulacros aunque, sin lugar a dudas, el que representa la sabiduría estética es el anciano: el consabido rechazo de los textos, lecturas
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EL MUERTO La larga y prolífica vejez de Borges lleva a preguntarse cómo se cierra, desde la escritura, una obra, o cómo, en esa biografía imaginaria se integra la destrucción del personaje creado, responsable de lo escrito. E incluso, cómo ese desenlace, ese último avatar ha intervenido en la extraordinaria posteridad del autor. Así, los textos de Borges, además de tantas otras problemáticas sobre la producción y la circulación del texto literario del siglo XX, llevan a plantearse, y el fenómeno es singular, cómo se envejece y se muere dentro de una obra constituida. En ese sentido, Onetti sería otro ejemplo, paralelo y en alguna medida opuesto (piénsese en la destrucción del universo ficcional y de la coherencia narrativa que leemos en Dejemos hablar el viento y Cuando ya no importe). Para estudiar este aspecto me propongo primero la lectura de dos textos que prolongan “Borges y yo” (“El otro” y “25 de agosto de 1983”), y luego una ampliación de la perspectiva al conjunto de lo que cabe llamar el “último Borges”.
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y posiciones de juventud (en ensayos, entrevistas y decisiones editoriales) tiene un correlato ficticio: Borges, en su vejez, se encuentra con aquel otro Borges y desacredita sus posiciones, reafirmando y validando sus preferencias posteriores. Por último, e inversamente, nótese que se resuelve la posibilidad del encuentro atribuyéndolo a un sueño del joven: el Borges anciano sería un sueño, ya no de Dios (como lo era Shakespeare en “Everything and nothing”), sino un sueño de sí mismo, una creación de sus sueños de juventud. Así, Borges, el gran Borges de la vejez, doctor honoris causa de tantas universidades del mundo entero, sería una creación de su deseo, de un deseo antiguo, del deseo de un casi adolescente que se pasea por las orillas del Ródano durante la Primera Guerra Mundial europea. Segundo texto. Publicado por primera vez el 27 de marzo de 1983 en el diario La Nación, el cuento “25 de agosto de 1983” se integra luego, de manera póstuma y con un ligero cambio de título, en el volumen intitulado La memoria de Shakespeare. Es decir que, en su primera edición, se juega con la anticipación (de marzo a agosto del 83), dato que tiene su importancia si se piensa que el 24 de agosto era el cumpleaños de Borges y que ese año cumplió ochenta y cuatro años. El cuento es una variación de “El otro”: de nuevo, dos Borges de edades distintas se encuentran y dialogan sin entenderse del todo; pero ahora, uno de los dos muere por decisión propia: el más anciano ha decidido suicidarse. El título pone el acento en una fecha única que tiene lo singular y patético de ser la fecha de la muerte ficticia de Borges; y la autorrepresentación del autor aquí es –nada menos– una representación de la propia agonía. Se trata por lo tanto de trastocar tiempos, para escribir algo que nadie puede escribir, a saber: el relato de su propia muerte. Este encuentro se da el mismo día (ese 25 de agosto), pero de dos años distintos: 1983 y 1960, y el narrador ya no es el anciano sino el más joven (el Borges maduro, que tiene sesenta y un años); así, uno
de los dos asiste a los últimos momentos del otro y registra sus últimas palabras, pero el responsable del discurso es el Borges de 1960: el que muere no soy yo, es el otro. El diálogo entre ellos gira, de nuevo, alrededor de la explicación del encuentro, atribuido a un sueño (“Es, estoy seguro, mi último sueño”, dice el Borges mayor); también hablan de algunos acontecimientos del futuro de uno y del pasado del otro (lo sucedido entre 1960 y 1983). En particular, el mayor se refiere a un libro supuestamente escrito en 1979 y que él juzga como su “obra maestra”, la culminación, por fin, de todos los borradores que serían los libros precedentes. Ese libro, publicado en Madrid bajo un seudónimo, habría sido considerado por la crítica como una torpe imitación de Borges, una simple repetición de lo exterior del modelo (lo que el menor comenta diciendo: “No me sorprende... Todo escritor acaba por ser su menos inteligente discípulo”). El final es, aquí también, sorpresivo: después de la muerte, el Borges de 1960 huye de la habitación pero, afuera, no encuentra la realidad sino otros sueños; es decir que se sugiere que lo narrado fue el sueño del que acaba de fallecer: el último sueño de Borges en el que terminó siendo su último cuento. Destaquemos por lo pronto el evidente valor de negación de la muerte que tiene este dispositivo: si en el momento de morir Borges en 1983 se encuentra con su doble de 1960, la escena de la muerte está condenada a repetirse, cíclicamente, cada veintitrés años. En ese sentido, el cuento desarrolla una posibilidad que estaba implícita en “El otro” y en esa noche de Las mil y una noches, varias veces comentada por Borges, en la que Sherezade cuenta su propia historia: la muerte se producirá infinitamente, cada veintitrés años y el tiempo dejará de transcurrir. En el postrer instante, hay una verdadera escena de transmisión del yo anciano al yo maduro, del yo padre al yo hijo. La vejez es un período de descubrimiento de la muerte (a partir de 1960), un período también de difícil aprendizaje que dura veintitrés años,
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pero ese descubrimiento y aprendizaje volverán a empezar. Hay que subrayar, también, el cambio de perspectiva: en “El otro” el narrador era el escritor experimentado que poseía la verdad y que resultaba ser un sueño del joven; en “25 de agosto de 1983”, el narrador es el más joven, como producto del sueño y del deseo del mayor en su lecho de muerte; en uno, el joven se sueña patriarca de las letras, en el otro, el agonizante se da, todavía, veintitrés años de vida y de escritura, como en el cuento “El milagro secreto”. La muerte, que es el acontecimiento único por antonomasia, el acto que sirve de frontera y que construye el sentido de una biografía, se desdibuja –y, significativamente, esa muerte aparece como un suicidio público, anunciado en el diario La Nación, y no como un acontecimiento biológico ineluctable; o, mejor, aparece como un reflejo tardío del suicidio de otro escritor, Lugones, en 1938–. Por otro lado, es notable la proliferación de simetrías y desdoblamientos en el cuento, y en particular en el resumen que se da de ese libro supuestamente escrito y publicado en Madrid bajo seudónimo: el libro perfecto, ese libro maravilloso que terminaría con los demás libros, el texto definitivo, es un reflejo anacrónico de los temas borgeanos más clásicos. Se lo describe en estos términos:
Se trata de un lacónico resumen de la propia obra de Borges y seguramente una referencia indirecta a sus libros de la vejez, poco apreciados por la crítica. En el momento de la muerte y de la transmisión, y en tanto que herencia, hay una última repetición que define la srcinalidad de lo escrito y que incluye, con vehemencia, la posibilidad de que lo real (en este caso la muerte) no exista (“El hombre que se cree una imagen, el reflejo que se cree verdadero, los falsos recuerdos”, etc.). Discípulo de sí mismo, heredero de sí mismo, hijo de sí mismo, a Borges le quedaría por escribir el arquetipo o la idea platónica de sus propios textos: después de haber inventado tantos libros maravillosos atribuidos a los demás, ahora la fantasía concierne a su propia obra, transformada en un texto imaginario. Porque ese arquetipo sería entonces el equivalente del concepto de obra: un conjunto orientado, organizado y coherente, en el cual cada fragmento ocuparía un lugar necesario, saturado de sentido, en una especie de plenitud final. En realidad, la fantasía es, como siempre en Borges, ambigua: por un lado, retomar lo escrito en un libro ideal es postular una permanencia e inteligibilidad post mórtem de los textos dispersos que se han ido publicando (una transformación de esos textos en obra); por el otro, al imaginar un fracaso para dicho libro, se deja abierta la posibilidad de continuar infinitamente la tarea. Estos comentarios podrían prolongarse analizando los tres otros cuentos que completan el volumen La memoria de Shakespeare. Una trama de obsesiones, temas y peripecias presentes en la obra anterior aparecen en dos de ellos, “Tigres azules” y “La rosa de Paracelso”. En “Tigres azules” unas piedras sagradas que se reproducen –o que se autoengendran– de manera inquietante y que desbaratan la idea de unidad o de cálculo, van a ser legadas por un “profesor de lógica occidental y oriental” a un “mendigo ciego”. El mendigo, como contrapartida, le dice: “Te quedas con los días y las noches, con la cordura, con los hábitos,
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Mis buenas intenciones no habían pasado de las primeras páginas; en las otras estaban los laberintos, los cuchillos, el hombre que se cree una imagen, el reflejo que se cree verdadero, el tigre de las noches, las batallas que vuelven en la sangre, Juan Muraña ciego y fatal, la voz de Macedonio, la nave hecha con las uñas de los muertos, el inglés antiguo repetido en las tardes... Además, los falsos recuerdos, las largas enumeraciones, el buen manejo del prosaísmo, las simetrías imperfectas que descubren con alborozo los críticos, las citas no siempre apócrifas.
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con el mundo.” Entre estas dos facetas del autor (el ciego, el filósofo) circula entonces, por un lado, lo sagrado, lo sobrenatural, lo alógico (que circunscribe también la producción literaria de Borges) y, por el otro, la vida mortal (que es lo que el mendigo le lega al profesor de filosofía, un hombre que tuvo y perdió esos objetos mágicos). En “La rosa de Paracelso”, se contrapone un Paracelso análogo a Buda y a Dios, capaz de todos los prodigios, con la imagen que el sabio le transmite a un anhelado discípulo, la imagen de un “viejo maestro” venerado, agredido, insigne y hueco, una máscara detrás de la cual no hay nadie. Paracelso no hace alarde de su poder, sino que alude a un saber negativo y paradójico, saber que el discípulo, en una actitud que se asemeja a la del joven Borges (el de “El otro” y el de “25 de agosto de 1983”), rechaza. Los dispositivos de ambos cuentos reflejan la misma obsesión de posteridad, multiplicidad de identidades, transmisión intergeneracional, junto con la evocación sutil de pérdidas imaginarias. En el último relato del libro, “La memoria de Shakespeare”, se narra también una transmisión, la transmisión sobrenatural y por un simple pacto oral, de la memoria del escritor inglés; así, el narrador, que es parcialmente ciego, comienza afirmando: “Shakespeare ha sido mi destino”, y vive, durante varios años, con una memoria doble, la suya y la de otro. Él es quien siempre fue y también es, en cierta medida, Shakespeare; vive una vida banal y al mismo tiempo una vida extraordinaria (por lo tanto, “harto más extraordinaria que la de Shakespeare”). A la larga, esa otra memoria, esa memoria ajena o inventada termina amenazando su propia memoria e identidad, por lo que decide legarla a un desconocido. Esta fábula, que es el desenlace de una larga serie de textos en donde Borges juega con la imagen de Shakespeare, dramatiza a su vez la transmisión: no ya escribir lo que escribió el otro, ni ser simplemente el otro, sino prolongar, a través del tiempo, de las generaciones e identida-
des diferentes, algo del “yo” del escritor en tanto que otro. No es casual, en ese sentido, que en el cuento se retomen frases de dos textos estratégicamente centrales en una autofiguración, “El Sur” (“Mis amigos venían a visitarme; me asombró que no percibieran que estaba en el infierno”) y “Borges y yo” (“Todas las cosas quieren perseverar en su ser, ha escrito Spinoza. La piedra quiere ser una piedra, el tigre un tigre, yo quería volver a ser Hermann Soergel”). El cuento se inscribe así en una autofiliación, superponiendo la posteridad del escritor inglés con el legado de la obra del argentino: junto con la memoria de otro se transmite lo propio. Más allá de la muerte, algo podría perdurar, sobrevivir y heredarse; Borges en tanto que Shakespeare y Shakespeare en tanto que Borges seguirían existiendo. Por otro lado, es interesante notar que fue el propio Borges el que decidió agrupar bajo el título La memoria de Shakespeare cuatro cuentos para la edición de la Bibliothèque de la Pléiade, y que pensaba agregarle tres otros, entre ellos un cuento en el cual Dante prolongaría La Divina Comedia y otro sobre el último capítulo del Quijote, centrado en Alonso Quijano y no en Don Quijote, su personaje, distinción que recuerda el desdoblamiento de “Borges y yo” o el de Borges y Pierre Menard, pero que también podría verse como una variación sobre la muerte de un escritor o una continuación de la obra de un escritor inventado después de su fallecimiento. Y si en la edición de 1989 de las Obras completas en castellano el volumen de cuentos aparece como un título más entre Nueve ensayos dantescos y Atlas, la edición de Jean-Pierre Bernès en la Pléiade le atribuye un lugar estratégico –el del final–, entre otras cosas porque el editor francés declara haber recibido personalmente el mandato de agrupar los cuatro textos con ese título. Por lo tanto La memoria de Shakespeare es el último libro, y es también el único libro digamos inacabado que se incluye en ambas ediciones. O si no inacabado, es en todo caso un libro sin “umbrales”, es decir
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sin esas dedicatorias, prólogos, inscripciones, epígrafes, epílogos o notas finales que enmarcan los demás libros de Borges. No hay una intervención ni un juicio sobre lo escrito: un libro sin autor porque no aparece esa voz responsable de lo producido, tan reconocible por los lectores y que siempre orienta la recepción. En ese sentido puede vérselo como un libro de transición –y de transmisión– entre todo lo anterior y la serie de libros que Borges seguirá publicando después del día señalado, después del 14 de junio de 1986 (el primero de ellos, Textos cautivos, se publica en septiembre, con autorización del escritor); una serie de títulos (de “novedades de Borges”) que hemos ido comprando y comentando a lo largo de los años, títulos que constituyen progresivamente un volumen póstumo de las Obras completas y que ocupan, en alguna medida, el lugar de ese libro que todavía quedaba por escribir en “25 de agosto de 1983”. Ahora podemos preguntarnos cómo se integran estos textos en un conjunto más amplio, que es la producción literaria de la vejez del escritor. El Borges de ochenta años es, en la esfera pública, un personaje que disimula su producción literaria. Sin embargo, a pesar de esa omnipresencia en prólogos, medios, instituciones, homenajes y encuentros académicos, algo sucedía del lado de la creación. Desde ya, algo sucedía con la cadencia en sí. La vejez de Borges fue tan fértil como su juventud, si tomamos en cuenta el volumen de lo editado: entre 1975 y 1985 (entre sus 76 y 86 años) él publica varios libros por año de poemas, relatos, ensayos, antologías, compilaciones de prólogos o de conferencias, reediciones de textos anteriores, ediciones ilustradas más o menos confidenciales, etc., lo que en cierta medida niega la inminencia del fin y el agotamiento de la vida. Una masa textual y una presencia en la actividad editorial que no suscitaron el reconocimiento de la crítica especializada. La visibilidad de Borges en los medios editoriales, periodísticos y culturales durante los peores años de la dictadura también pudo suscitar una
hostil y justificada indiferencia ante lo escrito entonces, visto como un torpe remedo de los textos anteriores. Y cierto es que la frase más conocida de todos esos libros, la que figura en el “Prólogo” de La moneda de hierro , es, también, la más indigna o la más imperdonable que él haya escrito nunca (allí leemos: “Me sé del todo indigno de opinar en materia política, pero tal vez me sea perdonado añadir que descreo de la democracia, ese curioso abuso de la estadística. J. L. B., Buenos Aires, 27 de julio de 1976”). Pero sea cual fuere el interés de esa producción, ésta no se reduce a una repetición o, borgeanamente, la repetición apunta a sentidos a veces nuevos, en particular en relación con su personaje de autor y su autobiografía ficticia. En los últimos libros de poesía, Borges teje y desteje su ceguera, su vejez y su muerte, con su propia obra, con el pasado personal y con la cultura universal. Se trata de un esfuerzo repetido por convertir lo que le sucede y lo que está por sucederle en ficción de sí mismo: ése es el trabajo literario de su vejez, trabajo que Borges parece llevar a cabo con serenidad y entusiasmo. En ese sentido, el hecho de que el viejo “Borges” de “25 de agosto de 1983” se suicide y no muera de muerte natural es significativo en tanto que decisión de dominar su propio final, haciendo de él un discurso, un acto voluntario, el resultado de un deseo. Blanchot decía que matarse era tomar una muerte (la que se piensa, se imagina, se calcula, se enuncia) por la otra, la misteriosa, la incontrolable, la que es radicalmente ajena al yo. El suicidio es entonces un juego de palabras extraño (una muerte por otra) lo que, visto desde la creación literaria, permite desplazar a esa desconocida amenazadora. Y recuérdese que el punto de partida de esa ficción sería una anécdota real, un intento de suicidio en el hotel Las Delicias de Adrogué en los años 30. O sea que en el cuento se reproduce el mecanismo que lleva del accidente real de 1938 a la intriga inventada en “El Sur”; así se empieza a crear un nuevo “autobiografema” en
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una autobiografía constantemente reescrita, autobiografema que sería la propia muerte. En todo caso, en el corpus tardío se da un recorrido insistente por una muerte declinada en posturas variadas y a veces opuestas: más que de un contenido estable, se trata de una proliferación. Para ilustrar esta proliferación, en los párrafos siguientes cito versos o frases sacados de cinco libros de poesía: La rosa profunda (1975), La moneda de hierro (1976), Historia de la noche (1977), La cifra (1981) y Los conjurados (1985) y de un libro misceláneo, Atlas (1984). Nótese que al hacerlo uniformizo un corpus en donde se podría constatar matices. En particular en La rosa profunda, el tema de la muerte parece ser bastante opresivo, por ejemplo en los poemas “Yo” o en “El suicida”: “Moriré y conmigo la suma / del intolerable universo”, o ser algo todavía innombrable: “Ciertamente son talismanes, pero de nada sirven contra la sombra que no puedo nombrar, contra la sombra que no debo nombrar” (“Talismanes”). La transmisión es también mucho más ardua en estos textos que en los siguientes: “Lego la nada a nadie” (“El suicida”). Pero la tonalidad dominante parece diferente. Por ejemplo, evocando al amigo, a Abramowicz, se afirma una inmortalidad transhistórica: “nos asombraba y maravillaba ese hecho tan notorio de que nadie puede morir” (“Abramowicz”). Luego, se evoca constantemente la inminencia de la muerte y su valor ineluctable: “No te salva la agonía / de Jesús o de Sócrates ni el fuerte / Siddharta de oro que aceptó la muerte / en un jardín, al declinar el día” (“El ápice”), aunque: “Más vale pensar en otros / cuando se acerca la hora” (“Milonga de Juan Muraña”). Leemos, una y otra vez, amagos de escritura de la muerte de Borges a través de las muertes de los otros: la de su abuela en Ginebra (en “La jonction”), la de Xul Solar (“Laprida 1214”) o la de Francisco Luis Bernárdez en el poema “Epílogo”: “digo que has muerto / yo también he muerto”. O narraciones de ese mo-
mento (“La prueba”), o evocaciones de lo que vendrá como algo esperado: “querer hundirme en la muerte y no poder hundirme en la muerte” (“Dos formas del insomnio”), e incluso: “Sólo una cosa no gustada espero, / una dádiva, un oro de la sombra, / esa virgen, la muerte.” (“Eclesiastés, 1, 9”). La muerte es fértil, engendra una escritura contrastada y paradójica, en la que también se convocan autoridades: “Macedonio Fernández, tan temeroso de la muerte, nos explicaba que morir es lo más trivial que puede sucedernos” (“Esquinas”). Estos últimos textos de Borges buscan ser leídos como un autoepílogo o un autoepitafio: “Soy aquel otro que miró el desierto / y que en su eternidad sigue mirándolo. / Soy un espejo, un eco. El epitafio” (“Yesterdays”). En estos textos, el laberinto temporal, después de haber trastocado el pasado se abre hacia el futuro. Se retoma así una larga serie temática, en particular la obsesión borgeana por modificar el pasado y el orden de generaciones, como por ejemplo en algún poema de Los conjurados (“El pasado es arcilla que el presente / labra a su antojo”) (“Todos los ayeres, un sueño”). Al hacerlo, se proyecta la inestabilidad temporal hacia lo que vendrá, transformándola en una construcción sobre un cómo morir literariamente. Una y otra vez leemos imprecisos presagios. Por ejemplo, en Atlas trabaja el recuerdo antes de que la cosa suceda: “Siento ya la nostalgia de aquel momento en que sentiré nostalgia de este momento” (“Madrid, julio de 1982”). Por eso, cuando escribe la muerte está escribiendo un más allá de la muerte: “Quizás del otro lado de la muerte / sabré si he sido una palabra o alguien” (“Correr o ser”). Que la edición de 1974 de sus Obras completas incluya un “Epílogo” escrito por él y fechado en 2074, proyectando su escritura durante un siglo, es una materialización de ese “otro lado”. Asimismo, que la última línea del último texto del último tomo de sus Obras completas de 1989 tenga una tonalidad profética (“Acaso lo que digo no sea verdadero; ojalá sea profético”) (“Los conjurados”) no deja,
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por supuesto, de ser significativo. Su tonalidad actualiza una creencia (“ojalá”) en contra de la prueba de realidad: es la visión de la creencia según el psicoanálisis: ya lo sé, y sin embargo. La literatura es ese “sin embargo” que pone en duda, una y otra vez, la evidencia de lo inminente: “Sigue leyendo mientras muere el día / Y Shahrazad te contará tu historia” (“Metáforas de las Mil y Una Noches”). “No soy”, decía macedonianamente el Borges de los treinta, preparando otra paradoja, el “he muerto” que profiere, en eco, el de los ochenta: en ambas afirmaciones circula una posición conflictiva, una imposibilidad expresada en términos incompatibles que intentan eludir a la vez los imperativos de la lógica y los de la vida humana. Borges, al esbozar la narración de su final, se sitúa entonces entre dos muertes: después de la de Menard, la del bibliotecario de Babel, la de “El inmortal”, la de Dahlman; después de la de Juan Muraña, la de Homero y Shakespeare; después de la su abuela, la de Macedonio, la de sus amigos, la de su padre; después, incluso, de la de Borges. O sea, entre una muerte simbólica, narrada, textual, y la otra, la muerte real. Entre-dosmuertes: el término es el que usa Lacan en La ética del psicoanálisis para comentar la situación de Antígona emparedada en la tumba, al lado o del lado de todos sus muertos, pero con alimentos suficientes para sobrevivir, suspendida en una zona entre la vida y la muerte. Antígona es entonces capaz de ver y pensar la vida desde un límite que está más allá, es decir verla y prolongarla bajo la forma de una pérdida, pérdida incluso de una vida que no tuvo. La narración profética en Borges crea un espacio que podríamos comparar con esa peripecia trágica: el desplazamiento hacia la muerte futura lleva a mirar la muerte como una pérdida, como un acontecimiento del pasado, y no como una frontera hacia la que se avanza. Así se incorpora lo desconocido a lo conocido, lo imprevisible a lo ya escrito, amplificando la posición melancólica comentada; la muerte es
duradera, es una permanencia: “mi cuerpo se hundirá largamente y se corromperá y disolverá en el viento engendrado por la caída, que es infinita”, escribía, ya, en 1941, en “La Biblioteca de Babel”. En la vejez se amplifica esta eternidad, como una apoteosis melancólica. El mecanismo lleva entonces a ver la propia vida como algo separado del yo, como un objeto anhelado, poseído en el momento de su desaparición, un objeto pleno de sentido bajo la mirada retrospectiva. Porque también de deseo se trata. Verse muerto es poder decir “he realizado mi deseo”; en este caso, mi deseo de obra, mi deseo de ser, de volverme Borges, agotando y cerrando el proceso de escritura de mí mismo, esa singularización identitaria. Yo ser plenamente él, el autor, el hacedor, el héroe, el hijo, el ciego, el célebre y modesto Borges. Este postrer avatar permitiría unificar los reflejos, crear una perspectiva única, un yo inédito y potente, ser a la vez el intrépido Aquiles y la sabia tortuga, ocupando, definitivamente, todos los lugares. Recuperar, en el apacible fin de un viejo erudito, el heroísmo de un destino: en la muerte “el hombre sabe para siempre quién es” (como leemos en “Biografía de Tadeo Isidoro Cruz”). Porque Lacan también postula que sólo se puede decir “haber realizado su deseo” desde la muerte: no hay forma perfectiva para el deseo satisfecho. Los ensueños de Borges muriendo y volviendo a morir, intentan eludir ese absoluto viéndose, antes de morir, como el gran escritor muerto, el que escribió el libro definitivo; en la fantasía borgeana hay siempre lugar para esa página suplementaria que, repitiendo y reflejando lo anterior, intenta convertir al conjunto en una obra ideal, teleológicamente orientada hacia un final mágico y esclarecedor. De más está decir que estas “dos muertes” también toleran una lectura bíblica; después del Apocalipsis de Juan, algunos, los elegidos, participarán en la primera resurrección, evitando una segunda muerte y reinando con Jesucristo durante mil años. El desdo-
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blamiento de la muerte, la vitalidad y fuerza de la pérdida quieren asegurarle ese tipo de inmortalidad gloriosa. Que el escritor que sirvió para justificar ciertas posiciones teóricas radicales sobre la muerte del autor haya creado un dispositivo tan sofisticado para postular su perduración, cuando no su inmortalidad, es por lo menos paradójico. Evidentemente, no resulta extraño constatar que esta poderosa construcción textual marcó la desaparición física del hombre y las maneras en que evolucionó su herencia: el relato, degradado, continúa después de la desaparición del escritor. La autofiguración borgeana sigue actuando y transformándose. Sin adentrarnos en lo que sucedió con su destino editorial y su herencia legal, que funcionan como una parodia a veces grotesca de los textos, notemos que el extraordinario destino post mórtem del fenómeno Borges no es sólo el fruto de la personalidad de sus allegados, ni de características del medio literario argentino, ni de la lógica amplificadora de la academia universitaria, sino que también se inscribe en la dimensión profética del relato creado por el propio Borges. En particular, la manera en que se lo lee, es decir la infinita red de sentidos que se le atribuye a sus textos, la supuesta capacidad de abarcar todos los temas que éstos tendrían, la perfecta complejidad e impecable visibilidad que caracterizarían a su obra, el valor sobredeterminado de toda palabra suya, tienen que ver con ese relato, ya que transforman su heterogénea producción en un libro maravilloso. Retomemos, concluyendo. Sus textos de la vejez actualizan, una y otra vez, esta dinámica que supone la disociación, no de la identidad, sino de la muerte en sí. En el más allá del fin no hay un vacío sino una multitud de posibilidades y ecos: no hay anulación sino discurso. No estamos frente a una escritura negativa, silenciosa, que significaría la muerte sino en los antípodas: en una vitalidad, en una creatividad, en una multiplicación. La pérdida es un relato, una temática, una profusión barroca.
Creerse inmortal, jugar con la muerte o convocarla pueden verse, claro está, como trabajo íntimo de un duelo anticipado, pero en Borges hay algo más: un último gesto de dominio de su biografía y una última serie de espejeos para intentar decir un último imposible: después de haber sido un héroe fundador, un hijo melancólico y un ciego célebre, después de haber inventado Buenos Aires, de haber escrito el Quijote, de haber creado un mundo Tlön que reemplazará a nuestro mundo, de haber sido Homero, Shakespeare o Groussac, transformar el “voy a morir” en “he muerto”. O, en la agonía, proferir por escrito sus últimas palabras para asegurarse un intersticio de futuro, como las que el viejo Borges le dice a su otro yo en “25 de agosto de 1983”: “No será mañana, todavía te quedan muchos años”. Narración de la muerte, transformación anticipada de ese hecho en texto, puestas en escena de una transmisión, de una perduración, de un más allá o de un retorno: la última imagen de la autofiguración borgeana sería, retomando los títulos de los dos primeros cuentos de El Aleph, la del muerto inmortal. Ése es el autorretrato del escritor muerto, ése es el triunfo postrero de la literatura que Borges tuvo tiempo de proponernos. Ésa es la imagen suya que, aún hoy, seguimos leyendo y releyendo.
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III. Di Benedetto: silenciero
La cancel da directamente al menguado patio de baldosas. Yo abro la cancel y encuentro el ruido ANTONIO DI BENEDETTO, El silenciero.
EL MARGEN Sabemos que una “entrada en escritura” determina la obra futura pero también implica un gesto de continuidad o de antagonismo con lo anterior: Borges y su Fervor de Buenos Aires , Osvaldo Lamborghini y El fiord, Saer y En la zona, son claros ejemplos del valor del primer título publicado, ante todo en lo que concierne a una posición de autor en una tradición literaria. En este sentido, la “entrada en escritura” de Antonio Di Benedetto, estudiada en detalle por Jimena Néspolo en Ejercicios de pudor, es singular. Sus dos primeros libros (Mundo animal, 1953, y El pentágono, 1955) se sitúan en la experimentación narrativa y la aterritorialidad referencial, rompiendo con el horizonte regionalista que hubiese podido esperarse en un escritor mendocino por esos años y esbozando filiaciones srcinales para su proyecto literario. Los desarrollos futuros de su obra no van a contradecir sus orientaciones inaugurales. Del lado del apólogo o de la fábula, con trazas kafkianas, marcas freudianas y tonalidades oníricas, los breves textos de Mundo animal multiplican metamorfosis, mutilaciones, intrusiones violentas, en donde lo humano está a cada paso sometido o igualado a lo animal. Con ese libro y otros relatos posteriores, 99
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Di Benedetto le da la espalda al localismo e intenta inscribirse a su manera en una literatura fantástica mal definida, pero que lo relaciona, en esos años cincuenta, con la esfera de la revista Sur y con Borges. A lo largo de toda su trayectoria, él siempre se amparó en esa clasificación genérica –lo fantástico–, clasificación que funciona como un catálogo de nombres prestigiosos y una suerte de metafísica del sujeto, más que como una orientación textual definida. Una anécdota, en 1958, reúne la referencia a la literatura fantástica y a una figura tutelar. Borges, por entonces director de la Biblioteca Nacional, lo invita a dar una conferencia sobre el tema, conferencia comentada luego en los diarios porteños y recordada a menudo por Di Benedetto: un reconocimiento nacional y una ubicación en el mapa de autores argentinos se perfila en ese momento. Sin embargo, la adhesión explícita del autor a la tradición de literatura fantástica es poco convincente. El parece buscar la legitimación de una práctica genérica srcinal gracias a un rótulo universalizante, pero a pesar de ello resulta problemático situarlo en esa tradición, a menos de entender como fantástica toda literatura no realista o no referencial en el sentido más lato del término (desde otro lugar, muy diferente pero también marginal, lo mismo sucede con los extraños cuentos que Silvina Ocampo escribe por esos mismos años). Luego, en El pentágono (esa “novela en forma de cuentos”), una serie de variaciones alrededor de un tema clásico, el adulterio, lleva al estallido del relato único, a la formalización de las relaciones amorosas en triángulos y pentágonos y a una dinámica de repetición de lo mismo, todo lo que ocupa, significativamente, el lugar de la primera novela. Estos dos libros plantean entonces una representación fraccionada del individuo, en una relación tensa con lo no racional. Lo indecible de lo pulsional, las angustias identitarias, los límites de lo cultural, los conflictos éticos no srcinan un gran relato organizador sino, al contrario, una proliferación, una división, una repetición negativa, una se-
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rie de transgresiones genéricas. El srcen de la escritura en Di Benedetto estaría del lado de la fragmentación, tanto del cuerpo y del sujeto (invadido, multiplicado en reflejos deformantes, mutilado) como del relato (una novela desmontada en segmentos similares y diferentes), así como estaría en un proceso de deshumanización (el mundo humano convertido en mundo animal, las relaciones amorosas reducidas a formas geométricas). El proyecto de El pentágono, libro escrito a fines de los cuarenta y quizás antes de los cuentos de Mundo animal, implica una posición de antirrealismo (que va a la par con la extrañeza de algunos cuentos del autor) pero también de elección de la estructura novelesca como espacio de innovación radical y negativa. La antinovela, si se quiere, el “contar de otra manera” (expresión utilizada por Di Benedetto en el prólogo de la reedición de 1974), la geometrización de la intriga, como primeros gestos de un joven escritor de provincia: difícil no ver en esto una impronta vanguardista y una filiación macedoniana que desestabilizan la tranquilizadora etiqueta de “literatura fantástica”. Esa entrada lateral en la novela va a la par con una ficción de autor: las historias narradas en los relatos que componen El pentágono, por su carácter repetitivo e inverosímil, carecen de peso, mientras que sí cuenta la historia de la escritura de esos textos, narrada en una “Introducción al pentágono”. Así se pone en escena a un autor ficticio y a una escritura ficticia del libro que leeremos. O sea que a la narración efectiva de una intriga se la reemplaza por un esbozo sintético de psicologías y situaciones que explican la escritura o, al menos, que explican el proyecto y la intención de la escritura. Se nos cuenta que la novela es el consuelo primero por un amor imposible (el protagonista empieza imaginando diferentes situaciones en que una mujer amada, de haberse casado con él, lo habría engañado) y luego por una traición conyugal (lo imaginado se vuelve real por infidelidades de la verdadera esposa, dando lugar a otra se-
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rie de intrigas al respecto). Esta escritura de dos triángulos amorosos (uno imaginario, otro real) termina resumiéndose en figuras geométricas y en ese pentágono que le da el título al libro: el pentágono es el paso del deseo imposible o de la pérdida a la literatura . Y es, también, el paso de la razón y de la escritura programada (por la que empieza la historia en la Introducción) a la locura: al final, el personaje de escritor anda por “diferentes lugares, dibujando sus pentágonos”, “los traza en las paredes, en el suelo, en la mesa del café, en el diario, en el cuadernos de los alumnos...” y quizás “en el aire”. Posición marginal en el campo literario –incluso ante las tradiciones regionalistas– que esa reivindicación de lo fantástico no modifica, lenguaje críptico de signos, fragmentación del relato y del individuo, dramatización de una creación puesta en el centro del escenario narrativo: éstas son las coordenadas de la “entrada en escritura” de Di Benedetto. Así, desde una visión problemática y negativa de la literatura él se plantea a la vez un “cómo ser escritor” y un “cómo no ser un escritor mendocino”. Encontraremos elementos similares en el libro inmediatamente posterior, Zama (1956), su obra mayor. La novela elige una posición tres veces excentrada. Primero temporalmente, ya que está situada en el pasado histórico del Virreinato, pero en un pasado (últimos años del siglo XVIII) sin acontecimientos centrales para la fundación de los países del Plata. Luego, espacialmente, en la medida en que se desarrolla en un lugar lateral dentro del mapa virreinal (Asunción, como una proyección de Mendoza, en vez de Buenos Aires) pero también del mapa cultural (la novela termina en el corazón de la selva en vez de hacerlo en la inmensidad connotada de la pampa). Semejante aterritorialidad podría verse como una manera de defender la especificidad del espacio literario, o de afirmar un extrañamiento radical ante lo propio. Y, por último, excentrada estilísticamente, ya que Di Benedetto inventa una lengua capaz
de narrar esa historia alejada (en el tiempo y en el espacio), es decir pone a punto el artificio de una pseudo lengua del siglo XVIII, y al hacerlo termina de forjar algunos procedimientos retóricos que luego serán características permanentes de su estilo (anacoluto, hipérbaton, analogías raras, antinaturalidad léxica y sintáctica). Según Saer (en “Zama”), la suya sería una lengua, un estilo fuera de toda época determinada: “no se trata de una imitación pedestre a la manera de nuestros neoclásicos, sino de un sabio procedimiento alusivo y secundario incorporado a la entonación general de la lengua personal de Di Benedetto.” Esa “entonación general de la lengua personal”, ese escribir como un “sabio procedimiento alusivo y secundario”, se definen en el afuera, en el margen, en la frontera del territorio, de la historia y de la cultura argentinos. En el marco de esa novela –en ese margen– aparece, fugitivamente, un personaje de escritor. Manuel Fernández es una especie de Kafka (una variante del mito de Kafka), un simple funcionario que escribe una novela a escondidas de sus superiores jerárquicos en un despacho estrecho. Escribe una novela que Zama intenta leer pero que le resulta incomprensible (“leí algunos párrafos con detenimiento, porque el pensamiento aparecía enrevesado”). Una escritura ininteligible por estar fuera de época, por ser un anuncio de una escritura futura. Manuel Fernández afirma su indiferencia a la censura y a la falta de recepción, ya que él escribe para las generaciones venideras:
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Escribo porque siento la necesidad de escribir, de sacar afuera lo que tengo en la cabeza. Guardaré los papeles en una caja de latón. Los nietos de mis nietos los desenterrarán. Entonces será distinto.
La anécdota y el comentario funcionan como una puesta en abismo, a la vez de la verdadera escritura de la novela (la afir-
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mación sobre una escritura expresiva que consiste en “sacar afuera” lo que está en la mente va a repetirse en muchos otros textos de Di Benedetto) y de su publicación, algo así como ciento cincuenta años después del tiempo de la acción (del fin del siglo XVIII a 1956). Pero, por supuesto, también podemos leerlos como una referencia a Macedonio, nombre que ya estaba, presente y cifrado, en “Manuel Fernández”, y por lo tanto como una referencia a la idea de una novela utópica, transformadora, maravillosamente significante, que será escrita algún día y que tendrá, gracias a herederos alejados en el tiempo (“nietos de mis nietos”), un sentido cristalino y pleno. Una idea de novela que se transmite, una novela que se encuentra y que se lee por casualidad, como un tesoro ignorado: antes del Morelli de Cortázar (en Rayuela), ya habría aquí una ficción sobre un Macedonio personaje. Asimismo, la anécdota del manuscrito guardado en la “caja de latón” dramatiza de antemano la recepción problemática de la obra de Di Benedetto, pero también podría aludir a una de las anécdotas más célebres de la leyenda macedoniana: la escritura de un chef d’oeuvre –el poema “Elena Bellamuerte”– y su olvido (?) en una lata de bizcochos, antes de una publicación “triunfal” en Sur. Incluso el destino del manuscrito (contradiciendo sus objetivos y la importancia que le atribuye al libro, Manuel Fernández se lo regala a un viajero que se aburre por falta de lectura), recuerda la tan comentada indiferencia de Macedonio por sus escritos. Así vemos que, en paralelo a la filiación Borges-Di Benedetto, reivindicada por este último en busca de legitimación para una obra poco reconocida en Argentina, Zama, la gran novela, incluye otra línea que la asocia a la figura tutelar y negativa de Macedonio. La referencia vale ante todo como gesto: escribirse como escritor es instaurar una relación conflictiva con el código novelesco y estilístico, es una estrategia de inscripción en una filiación y en una cultura (en este caso, una filiación cifrada y
una cultura lateral), es una manera de crear espacios para una obra a la vez diferente e imposible, es un intento de dar cuenta de una posición de pérdida y de crisis del sujeto, pérdida y crisis tanto en el mundo como ante la hoja en blanco.
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EL SILENCIO Estas figuras de autor y alguna de sus características se amplifican en dos otros relatos, situados en períodos más tardíos de la producción de Di Benedetto: El silenciero (novela de 1964) y “Aballay” (un cuento publicado en 1978). “La cancel da directamente al menguado patio de baldosas. Yo abro la cancel y encuentro el ruido.” Este brevísimo párrafo, citado en epígrafe, es el inicio de El silenciero . Con su agudo laconismo, el incipit resume y anuncia el relato que allí comienza. El nudo argumental, que podría verse como una variación o inversión del de “Casa tomada” de Cortázar, será la irrupción progresiva de ruidos hostiles en el espacio de una casa en donde vive el narrador con su madre primero, con ella y su joven esposa luego, hasta el despojamiento de ese hogar, un largo peregrinaje por pensiones y alojamientos temporarios, un intento de instalación en otra casa y, por fin, la pérdida definitiva, no sólo del espacio de vida familiar, sino también de la esposa, del hijo y de la libertad. Después de haber incendiado, quizás, un taller de electricidad vecino, el protagonista termina en la cárcel: así se cierra la novela. La entrada que se da en el primer párrafo (“Yo abro la cancel y encuentro el ruido”) anuncia por lo tanto una salida o, mejor, una expulsión: de esa casa, de todas las casas, de la sociedad y en alguna medida de la razón. La novela cuenta lo mismo que cuentan la mayoría de los relatos de Di Benedetto: el desajuste de un hombre frente a la
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sociedad en la que vive; la combinación de una imposible posesión amorosa con la puesta en escena de una situación edípica; su posición kafkiana de víctima culpable o de inocente responsable; la maraña de intentos de protegerse de “eso” que “impide ser” –en la novela, el ruido intrusivo–. También podría decirse que El silenciero cuenta el paso de una situación material (el ruido en un espacio dado) a una situación inmaterial (el ruido metafísico, un malestar existencial y, finalmente, la locura): en Di Benedetto, las simples intrigas tienen a menudo prolongaciones alegóricas que en este caso apuntarían a ese “ruido” que suena detrás de lo racional y lo verbal. Por lo tanto, abrir la cancel (abrir lo que anula, lo que oculta) y encontrar el ruido es abrir una introspección, es acceder a las bambalinas de una conciencia, es entrar en contacto con la parte oscura del hombre. Por último, nótese la extrañeza en sí de las dos frases inaugurales: léxico inusual (“la cancel”), adjetivación sobria pero expresiva (“menguado patio”: la casa está ya disminuyendo o faltando en el epíteto), ritmo entrecortado (dos frases escuetas y punto y aparte), laconismo que compacta el sentido, sugiriendo más que diciendo; la extrañeza surge de una exposición del lenguaje y de la escritura, de una exhibición de su artificio e inclusive de su dificultad. Un lenguaje trabado, impedido y alienado. Lo singular, en este caso, es que El silenciero es, también, la historia de una escritura –de una no escritura– y que el protagonista de la novela es un escritor –un no escritor–: abrir la cancel es empezar la escritura, escribir es entrar en la página en blanco y, en vez de dar con la palabra, encontrar el ruido. Porque en la intriga y en paralelo a las peripecias centrales que conciernen a la lucha contra el ruido invasor, se plantea rápidamente a la vez un proyecto de escritura (una novela “sobre el desamparo” intitulada El techo) y una identidad de escritor, afirmada desde las primeras páginas. Esa identidad no corresponderá con ninguna actividad precisa, ya que los intentos de
escribir siempre se frustran, entremezclados en tramas que a la vez simbolizan y traban el acto de creación. El ser escritor se confunde entonces con una serie de peripecias que implican lo contrario de la escritura pero que, evidentemente, la están significando, así como el ruido reemplaza la palabra inaugural en el incipit. La versión legendaria, o al menos imaginaria del ser escritor en Di Benedetto, puede rastrearse en esas tramas cruzadas sobre un impedimento, sobre ese no poder pronunciar una palabra que sea “tan elegida, tan perfecta o tan apta para la comprensión de los demás que no rompa la armonía del silencio” según la definición del propio autor en una entrevista (“La soledad como protección”). La autodenominación –ese “ser escritor”–, aunque no tiene ningún correlato práctico ni un reconocimiento editorial público, no se encuentra nunca puesta en duda. Nunca se nos dice: “no puedo, no logro ser escritor”, sobreentendiendo: “soy un escritor porque no escribo”. La novela narra por lo tanto una serie de experiencias que serían las de la escritura, sin dar lugar a ella; la “novela de artista” en la versión dibenedettiana no es descubrir y desarrollar una esencia, un destino de autor, una vocación de pronto revelada, sino una sucesión de experiencias de impotencia organizadas en variadas tramas argumentales. En ellas podemos leer la más aguda autofiguración dibenedettiana y también la configuración metafórica más clara de cierta relación con la literatura. La primera de estas tramas sería edípica, retomando una analogía tópica entre filiación literaria y filiación personal. En el inicio de El silenciero encontramos una pareja madre-hijo (complicidad, intimidad, identificación mutua) después de la muerte del padre; ambos forman una pequeña familia, ambos ocupan plenamente la casa, ambos transportan y se refieren a un piano, herencia del que no está. Ese piano es un “monumento familiar de los recuerdos” que pesa y estorba a lo largo de toda la novela, y que significa la presencia/ausencia del padre: a la vez
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indispensable, omnipresente y mudo (ni el narrador ni la madre saben tocarlo), el piano simboliza materialmente una triangulación, pero también una imposibilidad. En varias ocasiones, el narrador intenta refugiarse en la música clásica para escaparle al ruido invasor, pero inútilmente; esa armonía ya no puede sonar en la casa. El ruido no se opondría sólo al silencio sino también a la música: la escritura, esa escritura quimérica es una música armoniosa, un sonido equilibrado, ahora fuera de alcance. La herencia es en este sentido la de una degradación de la música en ruido, razón por la cual sólo se puede desear y buscar un silencio anulador. El silencio, así, sería una respuesta a ese piano, imaginariamente estruendoso y, en simetría, una identificación con su silencio –el que en todo momento puede sonar, el que sería capaz de reproducir las mejores melodías de la cultura occidental, y sin embargo calla: el lugar del padre es ése–. Porque la herencia tiene una relación estrecha con la palabra, como este otro ejemplo lo demuestra: alguna de las escasas tentativas de escritura empieza con la contemplación de una biblioteca ante la cual el narrador “acata el contagio” de las “novelas heredadas” del padre; ahora bien, ese “acatar” un “contagio” de la tradición literaria (acatar, contagiar: el léxico hace de ella una orden y una enfermedad) va a la par con una afirmación de poderío: Lo tengo casi todo en la cabeza. Nada más me falta elegir la punta: qué digo primero, con qué empiezo. Sentado al escritorio, lo medito, y esas criaturas que he pensado ya hacen lo que deben para vivir el drama prefijado. Les he dicho que anden, y andan. Me maravillo de la magia de mi pensamiento.
“Les he dicho que anden, y andan”: omnipotencia exaltante, rayana con lo crístico o profético (“Literatura, levántate y anda”),
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sin escritura; inmediatamente después se duerme, toma un “té con pastas dulces”, conversa “algo” con la madre y piensa en la misión que tiene un colega y amigo, Besarión, la de “inmolarse, destruirse para el bien”, creyendo que así se podrá destruir el mal. Y no escribe: “Después no escribo. Me dejo estar y me disperso.” Otra escena de escritura repite un éxito imaginario; después de programar tareas literarias se dice para sí las primeras frases que le resultan “netas”, por lo que piensa: “su ajuste a mi esperanza era perfecto.” También entonces se demora en “darse al libro”, y en cambio narra, enseguida, un sueño situado significativamente en la pampa del siglo XIX, sueño que lo convierte en un héroe épico. La omnipotencia es simétrica a la imposibilidad; se trata más de una prohibición que de una falta de proyecto o de inspiración: la novela está y no se la puede escribir. Aquí, escribir es pensar, desear, soñar las palabras, sin lograr decirlas. Por eso el personaje se define como escritor, por eso sus dificultades no ponen en duda esa identidad. Dos otros relatos de Di Benedetto presentan situaciones análogas que facilitarían eventuales interpretaciones de estos episodios. En Los suicidas, novela de 1969 que en buena medida funciona como la prolongación de El silenciero, el conflicto central es la tentación por el suicidio que el narrador hereda del padre y que, combinada con una relación amorosa, lo lleva a los límites de una autoanulación –autoanulación que, en términos de escritura, equivaldría entonces al silencio–. La única manera de “ser” (esta vez a secas, sin el complemento “escritor”), es no ser, es estar callado o muerto. La novela narra ese conflicto, esa tentación y un eventual renacimiento (o sea, un no callar, un ser en acción). El segundo relato es uno de los cuentos de Mundo animal, “Amigo enemigo” (1953), que Di Benedetto reeditó varias veces. Ese “amigo enemigo” del título es un pericote refugiado en cajones de libros heredados de su padre por el protagonista del relato, aunque los libros no son la única heren-
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cia: también “heredó” una mudez que le produjo el encontrar al padre ahorcado en la ducha. El personaje alimenta al pericote, tratando en vano de impedir que el animal devore la biblioteca paterna, hasta que en una escena pesadillesca, la bestia surge de las cajas en el momento en que el hombre está escribiendo una carta; la lapicera se convertirá en un arma de defensa: Forcejeó más y se arrojó, se arrojó hacia mí; cayó como un derrame de leche condensada, de puro gordo y graso, de pura miga y papel. Y grande, deforme, pelando dientes, avanzaba, avanzaba, arrastrado, gomoso, hasta que sentí en mi mano la lapicera y se la lancé como un puñal. Se le clavó en el lomo y vi la sangre brotar en un chorro mugriento, curvo, decadente, pero continuo en su manar.
Del papel a la espalda del monstruo, la trayectoria de la lapicera muestra el desvío de la escritura. El personaje recupera el habla en el espanto de esa confrontación pero, como el Edipo legendario, pierde la vista. Podrá quizás escribir pero ya no ver. La escritura aparece así entremezclada con un horror producido por la filiación: mudez, ceguera, fracaso, silencio, suicidio. El deseo y el poder que se le asocian conciben la creación como un desafío, como una afirmación en contra de la castración y la impotencia. En ese sentido, la trama familiar de El silenciero se prolonga y amplía en una trama amorosa; el ser indirecto es, también, amar a una muchacha y casarse con otra: “Y no, porque soy indirecto (como que amo a Leila y hablo a Nina).” En el desplazamiento de un objeto amoroso por otro, aparece de nuevo la escritura como intento de consuelo o como fantasía de haber perdido a una mujer que nunca se poseyó: Tendré que prescindir de Leila. Me resultará más tranquilizador que sea así.
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Cuando sienta necesidad de ella, pensaré que es un personaje de ficción, la criatura de mi segunda obra. Y algún día también ese libro escribiré.
En una obra obsesionada por las conquistas amorosas y las frustraciones sexuales, la escritura no es sólo un diálogo conflictivo con la herencia y con un mandato paterno atroz, sino que también es una actividad compensatoria. EnEl pentágono, este funcionamiento ocupa el primer plano, como vimos. Por lo tanto podría decirse que escribir El techo sería la recuperación posible, gracias a la escritura, de algo que nunca se tuvo. Una novela sobre el desamparo como modo de obtener, en el texto, un amparo imaginario, un amparo que, de antemano, se sabe quimérico. Esta dimensión quimérica es paradójica (u oximorónica, diríamos desde Macedonio): la novela no escrita sobre el desamparo y focalizada en problemáticas de hogar y casa (El techo) sería, claro está, la novela que leemos, narrada en presente por un narrador homogéneo en primera persona. Pero la paradoja está signada por la negatividad, no por un triunfo indirecto (como puede leerse en Saer, en donde la constante exposición de una desconfianza e impotencia da lugar a un estilo armónico y sofisticado, a representaciones intensas y evocadoras). Porque aquí la historia termina en la cárcel, un edificio común con visos de infierno o purgatorio en donde el protagonista está sometido a ruidos impuestos –el castigo es de orden moral y no sólo legal–, o sea que la intriga desemboca en lo opuesto del techo buscado y de la casa que se proyectaba construir. Se escribe afuera (en el descampado, en el desamparo) y en el encierro (en el castigo, en la condena). Asimismo, al poner en escena un doble plano (el libro deseado e imposible, el libro que narra esa imposibilidad y que es el que leemos), la novela expone un malestar y frustración ante sí misma, se desvaloriza, se autocastiga; neuróticamente
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nos dice que no era ésa la historia que se quería contar y se menosprecia, entre líneas, el resultado de la escritura. En vez de contar su propia génesis o las circunstancias fabulosas que la volvieron posible (una iniciación a la palabra escrita) como lo hacen tantos otros textos, la novela nos cuenta un fracaso de escritura y se representa a sí misma como una página en blanco –o en silencio–; la novela no es más entonces que la traza de un intento fallido y que, en el mejor de los casos, habría que borrar o acallar. Algo del Museo de la novela de la Eterna circula en esta posición ante la escritura, pero sin mesianismo. Retomando: la novela de artista en El silenciero –la angustia de la página en blanco, vuelta legendaria en la búsqueda de un tema para su literatura por parte de Marcel en Proust–, se convierte aquí en un moroso combate en contra del ruido, combate que, de antemano, se sabe inútil. Sólo se escribe ese mismo ruido (se lo describe, se lo localiza, se narra su irrupción y su evolución así como las peripecias de la relación que el sujeto establece con él); en vez de las frases imaginadas que mágicamente suenan en la mente, la novela exhibe, expone, se reduce al ruido. Escribir sería abrir la puerta cancel y constatar la ausencia de la palabra de otrora, la palabra utópica, encontrando sólo un discurso degradado, marcado por la pérdida y por lo incomprensible (“Otros, ellos, antes, podían” dirá, años más tarde Saer, refiriéndose a ese mismo Proust en “La mayor”). Escribir sería anhelar el silencio, la escritura sin escritura, como refugio ante la transformación de la música heredada en ruido. Sería esbozar una escritura imposible que pudiese transmitir la nostalgia por una plenitud nunca poseída: tanto una plenitud del ser como de una lengua absoluta e inexistente. Ahora bien, esta constatación nos aleja de la dimensión de introspección e intimidad de la intriga y sugiere modos peculiares de inscripción en lo colectivo: sugiere una trama social. El protagonista, en vez de escribir, emprende constantemente
acciones de defensa en contra de ese ruido que viene de afuera; buena parte de la novela narra intentos de comprender, planificar e impedir el ruido; la idea del complot constituye una línea temática importante. Por ejemplo, con los numerosos trámites judiciales y policiales, pedidos de ayuda a vecinos, familiares y técnicos, y hasta lecturas enciclopédicas y redacción de algún artículo en la prensa, apelando siempre a la ley en contra de la perturbación sonora y constatando siempre lo inoperante de todo sistema de regulación de la vida colectiva. El ambiente de complot se prolonga, por otro lado, en las misteriosas actividades del amigo-alter ego Besarión, que cumple “misiones” y trabaja para algún movimiento o causa secretos. Este conflicto entre fuerzas incomprensibles que actúan en lo invisible vuelve natural la posición de víctima del protagonista, que será luego la del inocente culpable, posiciones en las que de nuevo podemos ver tonalidades kafkianas. De acusador a acusado; cada intento de conseguir amparo y protección en lo legal se vuelve en contra de él (“Ya estoy en descubierto. Tengo que ser, para esa gente, el molesto, el peligroso. Su ruido era inconsciente; en adelante a conciencia puede redoblar y herir, vengar”). Hay un estrato paranoico en las ficciones de Di Benedetto, de una paranoia leguleya y a veces complotadora, que acumula análisis sucesivos de situaciones y posibilidades, recursos encontrados a derechos y deberes, entramados asfixiantes de obligaciones y reivindicaciones, conflictos a veces irrisorios producidos por numerosos miedos y malentendidos. En este caso, se trata de prever las fuentes de ruido, de describirlas, identificarlas y comprenderlas, para finalmente intentar contrarrestarlas, atacarlas o anularlas, en una perspectiva de resistencia al ataque de algún enemigo supuesto o de enfrentamiento a una conspiración enigmática. La no escritura pasa, también, por estas circunstancias. Por eso un “prolijo ronroneo intermitente” que proviene de un taller mecánico vecino da lugar a una cascada de interro-
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gantes que desplazan progresivamente lo que estaría en juego:
Cristalizando una culpabilidad cifrada, el protagonista termina, como dijimos, en la cárcel, sin que sepamos si cometió el acto del que se lo acusa, y en resumidas cuentas sin que sepamos si la acusación es la de incendiar un taller o la de haber, a pesar de todo, escrito esa novela sobre el desamparo, la novela que leemos. La posición social del escritor se define así como la de una marginalización progresiva y radical: escribir es ir perdiendo, ir despojándose de un lugar en la colectividad, ir instalándose en una diferencia sufriente, una soledad culpable. La intriga, a partir de ese “encontrar el ruido” es un avance en la degradación, primero material (de casa en casa, con pérdida de bienes y dinero), luego afectiva (amores desgraciados, conflictos con la esposa, abandono), y por fin intelectual (progresivamente, el personaje entra en una especie de demencia). Esta serie de pérdidas supera lo circunstancial y lo local. Por lo pronto, hay que notar la intención generalizante de una especie de indicación previa que aparece en tanto que epígrafe de la novela: “De haber ocurrido, esta historia supuesta pudo darse en alguna ciudad de América Latina, a partir de la posguerra tardía (el año cincuenta y su después resultan admisibles).” El anonimato de Mendoza y la ampliación a toda una área cultural apuntan a descontextualizar esta historia nimia (una casa, una familia, el día a día de un hombre que quiere escribir), inscribiéndola en planos más amplios que incluirán luego, en el texto, referencias mitológicas, analogías con experiencias y afirmaciones de Schopenhauer, y el descubrimiento de similitudes entre la modernidad y los “pueblos primitivos” ya que en ambos el drama del ruido permanece idéntico. Se sugiere, así, una constancia transhistórica o metafísica. Por lo tanto, la trayectoria primero íntima lleva a la inscripción del personaje en una modalidad épica, la de un hombre solo enfrentando fuerzas que lo superan. El escritor sería entonces una especie de héroe, en combate a la vez con lo histórico
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¿Qué es...? ¿Qué hace...? ¿Devana un filamento resistente? ¿Se arrastra y al arrastrarse engrana una simétrica dentadura de acero? Cuando su cuerda se acaba, ¿acomete, frota, muerde, tritura con tesón que lo reconduce al camino de la espiral o de los dientes...? Si yo supiera algo de eso, también podría saber si ha sido puesto para que quede y envejezca a mis espaldas.
Varios comentarios posibles sobre esta cita. Primero, el texto dramatiza la relación del sujeto con lo ininteligible de las maquinarias y con la tecnología deshumanizadora; una referencia contextual evidente de la novela es la urbanización y sus consecuencias en la capacidad de explicar la realidad y de definir una identidad estable. Esta perspectiva, explícitamente presente, se bifurca hacia otras dimensiones, más ambiguas. Porque la incomprensión de la máquina o de lo inexplicable del ruido, es autorreferencial en tanto que ataque al sentido, es decir al sentido del lenguaje como medio de denominación satisfactoria del mundo. “¿Qué es...? ¿Qué hace...?”: el texto se interroga sobre su propia enunciación, percibiéndose como una maquinaria extraña que se arrastra, engrana, acomete, frota, muerde, tritura. La literatura se ha convertido en un mecanismo monstruoso. Al protagonista lo “abruma”, luego de largas investigaciones, el descubrimiento de que el aparato en cuestión es un “torno”: la palabra que denomina al objeto no cierra el interrogante y pacífica, sino que acrecienta el sufrimiento: la palabra es a la vez enigmática y ruidosa –de nuevo: la palabra ahora es ruido–. Por último, este efímero enigma sobre un ruido ininteligible, lleva a delimitar una posición de víctima, de víctima de una intencionalidad agresiva (“ha sido puesto para que quede y envejezca a mis espaldas”).
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(la modernidad, las herencias culturales) y con lo imaginario (con la propia locura, con lo que engendra y determina la escritura). El cuento “Falta de vocación” (publicado por primera vez en Grot, 1958), que pone en escena las perturbaciones psíquicas ocasionadas por el trabajo de creación, sería una versión más ligera de lo mismo: ser escritor es entrar en contacto con algo enloquecedor –ser escritor es abrir la puerta cancel y encontrar el ruido–. La tonalidad de parábola bíblica de los últimos párrafos de la novela refuerza esa impresión de una trayectoria de ascesis que no es ajena a las alusiones repetidas a una hagiografía a lo largo del texto: de lo cotidiano a lo mítico, de la modernidad a la martirología cristiana, la intriga recorre ese camino como relato legendario de la escritura. Y nótese, adelantando lo que será dicho luego, que la trayectoria del gaucho estilita, Aballay, cristaliza mucho más claramente lo que ya estaba sugerido en El silenciero: el lugar del escritor sería el de un santón involuntario, el de un héroe degradado.
enunciación (el silencio como solución a la antiepopeya de escritura que se narra). En este sentido debe interpretarse la marca más espectacular de la producción dibenedettiana, que es a la vez una fragmentación radical y una utilización extremada de la pausa. Cualquier lector acostumbrado al corpus reconoce enseguida un ritmo o escansión de esa prosa, producidos por el uso agudo de la interrupción de lo dicho, perceptibles desde el nivel más elemental de la frase y el párrafo hasta la serie de acontecimientos y el encadenamiento causa-efecto que permiten el avance de la narración. El lenguaje dibenedettiano está marcado por una cadencia sincopada que sería el paroxismo de un estilo, tanto discursivo como de estructuración del relato: frase-pausa-frase-pausa (el incipit de El silenciero, arriba comentado, es un ejemplo del fenómeno). Esta manera de llevar adelante la acción tiene que ver con un tipo de focalización: la narración integra constantemente una subjetividad ante lo que sucede, gracias a ese vaivén entre la acción y el sujeto, de un sujeto situado, como lo afirma Sergio Chejfec, en el entrecruzamiento de “percepción, acontecer y recuerdo.” Porque el vaivén pasa por el uso sistemático de períodos cortos y del punto y aparte, que introducen un tempo semánticamente sugestivo (el de la observación, el de la reflexión, el del interrogante) pero también negativo (el de lo callado, lo indecible, lo no narrado). En las pausas, en la exposición del silencio, en la combinación de percepciones, deducciones y narraciones, se amplifica y prepara la continuación de la acción, pero también allí se expone a alguien que no habla: en la literatura de Di Benedetto se representa siempre a un personaje que calla. Así se subraya también la textura verbal, las resonancias, los ecos y otros efectos fónico-semánticos que esta misma escasez induce –al igual que en la poesía–; la palabra dibenedettiana es “pesada” por su dramática parquedad. El minimalismo, lo compacto de los
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EL TEXTO EN BLANCO Esta imagen de escritor va a la par de los variados sentidos que toma el silencio en la obra de Di Benedetto. En la novela comentada, el silencio deseado supone situarse del lado de la no enunciación, desarrollando una atracción morbosa por lo arcaico y por la muerte. En algún momento surge una especie de mito genético del silencio (“silencio era lo increado y nosotros los creados venimos del silencio”). El silencio buscado es una anulación de lo existente, una vuelta a lo increado, una visión de la vida para la muerte con tonalidades regresivas (“Del silencio fuimos y al polvo del silencio volveremos”), todo lo cual no es ajeno a la atracción por el suicidio, y que sería, en el plano biográfico, un equivalente del silencio buscado por la propia
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períodos discursivos, son los que se expanden en modalidades de organización globales: el relato está casi siempre dividido en minisecuencias, a veces de pocas líneas pero relativamente autónomas, separadas por espacios en blanco que a su vez terminan componiendo secciones breves, en general divididas por tres sobrios asteriscos. En resumidas cuentas y retomando lo dicho, este rápido panorama deja entrever entonces una conclusión que tiene múltiples resonancias en la novela que comentamos: el silencio, la pausa, la no escritura, ocupan un lugar semánticamente expresivo y estratégicamente central en la construcción literaria de Di Benedetto. En esta perspectiva, escribir es hacer silencio, ordenar el silencio, hacer sonar el silencio. La visión del escritor como silenciero tiene esta dimensión legendaria, es la versión personal de un mito de la escritura moderna, cotejable con esas escrituras borradas, en blanco o ilegibles que abundan en la producción del siglo XX (en particular en la poesía): el hombre que escribe el ruido y desea el silencio, que escribe buscando la anulación de la propia palabra. Semejante concepción de la creación concierne no sólo a la intriga, el estilo y la organización del relato, como vimos, sino también a una actitud, más que una estrategia, ante la edición y la reedición de las obras. Di Benedetto modificaba los textos en el momento de reeditarlos, los corregía, cambiándoles a menudo los títulos. El pentágono es un buen ejemplo del procedimiento: Di Benedetto redacta primero esa novela experimental a fines de los años cuarenta, luego la publica con varias modificaciones en 1955, para reeditarla en 1974 con otro título (Annabella) y con algunos cambios significativos. Pero esta serie de transformaciones, en los años ochenta, tendría que haber desembocado en una desaparición de la novela en tanto que unidad: al fallecer, en 1986, el autor estaba preparando una edición de Cien cuentos para la editorial Alianza de Madrid, en
los que contaba dispersar los relatos de El pentágono en secciones distintas, borrando la justificación que los asociaba hasta entonces: una novela en forma de fragmentos que a su vez se fragmenta hasta esfumarse. El gesto de reedición de estos cuentos, disociados de su organización y justificación primeras y perdidos entre otros textos escritos en períodos a veces muy posteriores, es característico del modo de construcción –o de deconstrucción– sistemática de lo escrito por su propio autor. O, si se quiere, de una dinámica de inestabilidad y de puesta en duda de lo definitivo que supone el paso a la publicación (del borrador al libro) y del conjunto de libros a una “obra” (progresión, segmentos reconocibles, cierre). Si ser escritor es haber publicado tal o tal libro (x es el autor de y o de z), libro con un título estable; si ser escritor es, también, organizar un corpus en etapas y circunstancias que implican un relato intrínseco (de la escritura de un texto a la construcción de un conjunto estructurado), la inestabilidad de la obra dibenedettiana estaría socavando una identidad de escritura. Porque la reedición desperdigada de esa primera novela es sólo una anécdota en una larga lista de intervenciones, a veces muy posteriores, en lo ya publicado. No se trata de un proceso de corrección hacia una especie de ideal exigente o de escritura progresiva en busca de un resultado acabado, sino la muestra de una relación conflictiva con la creación, que llevaría más a una negación que a una afirmación, a un silencio más que a una expresión inteligible, a un desplazamiento más que a una posición estética firme. Los cambios de títulos o las importantes correcciones de algunos textos, a menudo varias décadas después de la escritura, son prácticas constantes en Di Benedetto, prácticas vertiginosas porque transforman lo ya publicado en borradores, en aproximaciones, en variantes de un relato nunca narrado del todo. O de una obra que no se escribirá nunca.
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Lo más sintomático de este mecanismo es, claro está, el cambio de título (de El pentágono a Annabella): así llegamos a la aparente aberración de ser la tradición editorial y crítica la que fijó los títulos de algunos libros, como puede constatarse con estos dos casos opuestos: El silenciero se reeditó en España durante los difíciles años del exilio con el título, efímero, de El hacedor de silencio (1982), sin que el segundo título prosperase, mientras que Cuentos claros (1969), en su primera versión, se intitulaba Grot (1958), título éste rápidamente olvidado. Más que el escritor fueron los lectores y editores los que, en un punto, decidieron qué títulos se considerarían definitivos. Ahora bien, con respecto a El silenciero, se afirmó a menudo que el nuevo título –El hacedor de silencio– era inferior al hallazgo léxico que suponía el primero. Pero más allá de este juicio discutible, el cambio de título funciona como una autointerpretación y como un deseo de filiación ya evocado en los primeros párrafos de este capítulo. Al retomar el título borgeano y las consonancias demiúrgicas que supone el término “hacedor”, Di Benedetto inscribe a la novela en una posición filial con respecto a la gran figura literaria argentina, pero al mismo tiempo delimita su espacio: autorrepresentarse como escritor no será ser el análogo de Homero, Shakespeare o Lugones (analogías desarrolladas en El hacedor y ya comentadas), sino ser, macedonianamente, el escritor que no escribe; no será “hacer” La Ilíada o La Odisea, sino que será ser un productor de nada. La cita desviada del título de Borges funciona como una especie de despojamiento frente a la figura literaria respetada, gesto que también recuerda al Macedonio refiriéndose a los elogios de ese mismo Borges (por ejemplo, el célebre “comencé a ser yo el autor de lo mejor que él había producido” que leemos en Continuación de la nada). La analogía establecida entre el personaje escritor de la novela y la operación de El hacedor refuerza la autohumillación, reduciendo la propia obra y la propia figura a una especie
de vacío, a un no ser. La figura de autor de Di Benedetto parece tomar al pie de la letra ciertas imágenes metafóricas producidas por la crítica en los años sesenta: el autor que “entra en la muerte” cuando empieza a escribir (de “La muerte del autor” de Barthes), el autor que “juega el papel del muerto” en la escena de escritura (de “¿Qué es un autor?” de Foucault). El texto dibenedettiano producido en estas condiciones sería un texto en blanco, sin nadie atrás para atribuirle un sentido. Un texto no escrito, un texto sin autor y, en un caso al menos, un texto sin personaje. Efectivamente, en 1958, Di Benedetto publica un extraño relato, “El abandono y la pasividad”, que sería el resultado de un desafío (según alguna declaración suya), el de contradecir la opinión expresada por Ernesto Sábato sobre la imposibilidad de escribir un relato sin personajes. El texto que leemos es una descripción diacrónica de una habitación, es decir que da cuenta de lo que sucede en ella, de las transformaciones posteriores a la partida de una mujer (partida que tiene connotaciones de un abandono amoroso), hasta la llegada de un hombre al mismo lugar, después de un tiempo indeterminado pero importante. La habitación se degrada en ese lapso, y en particular se degrada una carta dejada por la mujer. El mensaje, que se supone hubiese podido explicar las circunstancias de una separación, se vuelve ilegible: en el papel, mojado por el agua de un florero, ajado por el sol, ensuciado por el polvo, la escritura se borra. El tiempo transcurrido impide la comprensión del texto, impide aclarar las coordenadas de una pasión o contar las circunstancias de su fracaso. Este breve relato termina con un intento de lectura, indirectamente narrado: el “papel” se acerca a la luz y “tiembla un rato inacabable ante los lentes redondos.” El hombre (deducimos) no logra descifrar lo escrito: el mensaje “no se entrega. No es más un mensaje.” Este relato sin personaje retomaría el modelo de la creación en Di Benedetto (o lo que aparecía como justificación legendaria
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de la innovación): la pérdida, la deshumanización, la fragmentación. La carta borrada sería la imagen paradigmática de un proyecto de escritura: la escritura como una mancha, que fue sentido pero que sufrió un proceso de deformación, de ocultación, de represión, que la convierte en un dibujo no figurativo, ahora incomprensible; la escritura como una cicatriz dejada por un abandono ya sucedido; la escritura como una práctica sin mensaje, sin comunicación, hecha por lo tanto de silencio ininteligible y al borde de una desaparición.
La pampa y el gaucho estaban, desde siempre, ausentes en el horizonte de este corpus o, mejor dicho, los relatos dibenedettianos se caracterizaban por una serie de desplazamientos dentro de la oposición pampa-ciudad y civilización-barbarie. En muchos relatos suyos se realiza una doble operación: por un lado, el conflicto fundacional del espacio argentino (Buenos Aires-pampa) se transforma en una oposición ciudad/no ciudad centrada en el contexto mendocino, lo que es una manera de modificar lateralmente la tradición. Así como la ciudad ya no es Buenos Aires sino una imprecisa Mendoza, la pampa se convierte en un verdadero desierto, el que domina el paisaje de esa provincia. Por otro lado, en la serie de textos que marcan la estructuración del mapa argentino en términos literarios, Di Benedetto lee la subjetividad, las proyecciones afectivas, la capacidad de fantasear o soñar el espacio (características presentes en el Facundo y a veces dominantes en Radiografía de la pampa). El espacio de la no-ciudad es el espacio de la barbarie (Sarmiento), de un determinismo negativo (Martínez Estrada), pero es también la pantalla de proyección de un universo íntimo. En ese caso, el desplazamiento de la pampa a Mendoza debería tomarse como una posición de lectura: de Sarmiento a Güiraldes, de Martínez Estrada a Borges, la escritura del desierto aparece aquí marcadamente intertextual. Ahora bien, remontando esta manera de situarse en una tradición apropiándosela, Di Benedetto inventa una figura de escritor que prolongaría las que hemos estudiado. En “Aballay” ser escritor será imaginarse como gaucho (lo que, efímeramente, ya sucedía en un sueño de El silenciero), visitando textos sobre la pampa del siglo XIX por, a veces, los caminos más transitados. O sea que pasamos, vertiginosamente, de la marginalidad y de la tensión experimental de la producción anterior de Di Benedetto a un sistema muy marcado por reescrituras, sin solución de continuidad. En 1976 (fecha verosímil de su redacción) el
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EL GAUCHO En El silenciero vimos surgir conflictos con la herencia, la tradición y el lugar en un sistema literario, pero también una afirmación a la vez de marginalidad y de negatividad. Varios años después Di Benedetto escribe un relato, “Aballay” (primera edición en Absurdos, 1978), que completa significativamente esta puesta en escena del escritor frente a una herencia por descifrar y la completa integrando la temática cultural central en Argentina: la tradición pampeana y la figura del gaucho. Nada anunciaba que el mendocino iba a escribir, prácticamente al final de su producción, un texto que no sólo dialoga con una filiación ficcional y problematizadora de la figura del gaucho, sino que puede considerarse como un cuento magistral que “cierra” cierto tipo de ficciones al respecto, es decir que interviene en una de las líneas fundamentales de la literatura argentina. El movimiento va del margen deZama o de la aterritorialidad generalizante deEl silenciero a una inscripción en el centro de una cultura. Aunque,stricto sensu, Aballay no sea un escritor, los numerosos ecos de libros anteriores que resuenan en esa historia autorizan, creo, una lectura del gaucho estilita en tanto que imagen de autor, o al menos, en tanto que sujeto ante una tradición.
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cuento retoma entonces, dramatizándola, una figura mítica del autor argentino: ser escritor es ser gaucho. Y ser gaucho es una manera errada, casual, de ser héroe y de ser argentino. El punto de partida de la intriga es un duelo, anterior al tiempo de la historia, en el cual Aballay mata a un hombre y guarda en la memoria la mirada acusadora del hijo de éste. Una referencia hecha al pasar por un predicador en la pampa lo va a llevar a imitar el ascetismo de los estilitas de la Antigüedad: en vez de subirse a las columnas que quedaron después de la destrucción de los templos paganos, Aballay va a subirse “para siempre” a su caballo y a expiar su culpa con una vida de sacrificios y de largos recorridos por la pampa. El argumento del cuento consiste, en grandes líneas, en dar cuenta de la dificultad y de la posibilidad en sí de esa curiosa manera de vida; el desarrollo de esta idea central lleva a visitar varias peripecias, espacios y tópicos de la literatura pampeana (y a través de ella, de la gauchesca). En algún momento, huyendo de las patrullas de soldados, debe internarse “tierra adentro”, del otro lado de la frontera, en el mundo de los indios. Su regreso es el inicio de una transformación involuntaria y paradójica: le van naciendo “mitos”, “historias”, y la gente termina tomándolo por un santo; casi involuntariamente, él mismo se adapta a su papel de “hombre-caballo” puro, sin que el malentendido sobre la santidad calme los reclamos de su conciencia. Al final del relato, el protagonista regresa al punto de partida. Allí lo espera ese encuentro tan sorpresivo como previsible; el gaucho estilita se topa entonces con el hijo del muerto, quien, veinte años después, se ha convertido él también en una especie de anacoreta, pero anacoreta de la venganza ya que el hombre lo sigue para cobrarle la muerte de su padre. En un segundo duelo, simétrico al primero, Aballay destroza la boca de su adversario y, al bajar por fin del caballo para ayudar al herido que agoniza, éste lo hiere mortalmente.
Para analizar la posición ante la cultura y la escritura que la intriga esboza, comentemos ante todo algunas operaciones de reescritura. La expiación de este gaucho criminal proviene de un relato y de una palabra. Aballay oye, en un sermón, una palabra que trae consigo una figura de expiación de pecados y una tradición, ajena pero ejemplificadora, ajena pero reutilizable para resolver los conflictos de ese presente (el cuento está situado en la pampa del siglo XIX, en algún momento impreciso después de la muerte de Facundo Quiroga). Esa palabra es “estilita” (“En el sermón de la tarde, el fraile ha dicho una palabra bien difícil, que Aballay no supo conservar, sobre los santos que se montaban a una pilastra”, así empieza el cuento). Efectivamente, un cura de campo menciona, con valor ejemplificador, a esa corriente mística del Cercano Oriente, la de ermitaños que se instalaban sobre una columna o un pilar y permanecían allí, subsistiendo en medio de privaciones, emblemas vívidos de un sufrimiento encaramado sobre las ruinas del pasado glorioso y rechazado: el del paganismo grecolatino. Aballay, a partir de esa palabra, traduce, establece equivalencias y toma una decisión magnífica: la de volverse él mismo estilita, es decir, en términos pampeanos, no bajar nunca más de su caballo, convertirse en una reproducción gauchesca de ese ejemplo insigne, de esa palabra revelada. Al hacerlo, Aballay intenta, compulsivamente, alejarse del determinismo telúrico de la tierra sin límites, bárbara, refugiándose en la cultura, en la espiritualidad, en un relato mítico preexistente; al mismo tiempo, si lo pensamos desde El silenciero, el personaje elige voluntaria y definitivamente el desamparo en vez de buscar un techo protector fuera de alcance, pero también prefiere la tradición, aunque sea ardua e indescifrable, al “ruido” de lo arcaico. Símbolo de la culpa y la redención, Aballay es, como puede verse, un gaucho expiatorio. Es decir un gaucho responsable de una muerte causada en un duelo (como lo era Martín Fierro),
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pero torturado por la culpa. Es un gaucho que integra, entonces, la dimensión ética que a menudo Borges comentó en su lectura del poema de Hernández, señalando que la figura elegida como antepasado colectivo de los argentinos era un asesino. Aballay es un Martín Fierro culpable (es decir, un Martín Fierro leído por Borges), pero consciente de la culpa e inscrito en una perspectiva de redención. En este sentido y a diferencia del payador, el estilita sí sería un antepasado posible. En todo caso, su regreso y el segundo duelo retoman también el desenlace del Martín Fierro, en el cual un nuevo duelo, de payadas esta vez, enfrenta al protagonista con el hermano del Moreno asesinado otrora. Como lo recuerda Beatriz Sarlo, Borges en su momento había prolongado, en “El fin”, el desenlace del poema de Hernández; en ese cuento de Ficciones, unos días después de la payada, Martín Fierro vuelve a enfrentarse con el hermano del muerto y muere; pero al cumplir su propio destino –al cerrase la biografía de Martín Fierro, dejada abierta por Hernández–, él le transmite involuntariamente al otro Moreno su propio destino de asesino y de gaucho perseguido (la reescritura propuesta por Borges, Josefina Ludmer lo señala, ignora la transformación del duelo en payada y la dimensión didáctica, y hasta moralizadora, de La vuelta de Martín Fierro). En la versión de Di Benedetto, el duelo no produce, como en el cuento de Borges, una repetición o una reproducción de destinos: no es el hijo el que mata para convertirse en un nuevo culpable, sino que Aballay, sin quererlo, repite su gesto asesino (hiere al hijo después de haber matado al padre), y él mismo termina su recorrido de expiación recibiendo una herida mortal en el momento en que decide bajar del caballo para socorrer al hombre agonizante. Hay por lo tanto una especie de anulación ética, una fatalidad de la verticalidad negativa; la repetición indica la falta de libre albedrío en el comportamiento del gaucho y lo ineluctable de esa repetición que, desde el inicio, Aballay pretende evitar. La tierra bárbara termi-
na, con un pesimismo digno de Ezequiel Martínez Estrada y de su visión apocalíptica de la pampa, tragándose al gaucho mártir –o a este anacrónico gaucho existencialista–. El texto parece avanzar, por momentos, a partir del discurso del cura, por asociación de palabras, tomando ese discurso como ejemplo o tomándolo como un intertexto enigmático que se interroga. A menudo el protagonista se refiere a ese discurso anterior, cifrado y determinante, lo que se agudiza al final del cuento. Aballay hiere al hombre con una caña que, por accidente, se ha vuelto afilada (la caña se incrusta en la boca del retador y se la destroza). Entonces se plantea para el gaucho un dilema: ¿puede o no desmontar?, dilema que amplifica un interrogante constante a lo largo del texto sobre la norma de su conducta, sobre lo acertado del comportamiento del protagonista, comparado siempre con las explicaciones liminares del cura. La duda, de tonalidades también existencialistas, se formula en estos términos: “Desmonta a dar socorro y llega hasta el vencido, pero lo bloquea su ley: no bajar al suelo, y lo ha hecho. Angustiado, levanta la mirada para consultar, y por su cuenta resuelve que en esta ocasión será justo que permanezca todo lo que haga falta”. Esa duda, ese interrogante formulado a la palabra paterna, a la tradición, al pasado, a Dios, le es fatal: “El instante de vacilación basta para que el vengador de abajo alce de punta el cuchillo y le abra el vientre.” Lo que se le plantea a Aballay, en el momento de actuar, es un interrogante ético sin respuesta, un dilema sin solución, pero que remite a un discurso heredado, a una visión tradicional del mundo y a los cimientos de la tragedia (según Piglia, a la tragedia puede vérsela como un género que establece una tensión entre el héroe y la palabra de los dioses, del oráculo, de los muertos: “La tragedia, como forma, es esa tensión entre una palabra superior y un héroe que tiene con esa palabra una relación personal”). La palabra del cura (los
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estilitas y el conjunto normativo que se esboza detrás de esa denominación), ¿qué quiere decir exactamente? ¿Cómo interpretarla? ¿Cuál es la norma? ¿Cómo actuar? Éste sería el primer segmento de una larga serie de preguntas que la reescritura de la reescritura borgeana del Martín Fierro va a ir suscitando. A pesar de y pasando por “El escritor argentino y la tradición”, la palabra heredada, la palabra aprendida en la cultura occidental, no permite enfrentar las contradicciones de la realidad, ni definir una posición ética, en Argentina y a mediados de la década del setenta. Resulta singular, de más está decirlo, que sea en el contexto literario de la pampa y en un cuento quizás escrito en la cárcel que esta problemática moral, frecuente en la obra de Di Benedetto, se plantee con tanta agudeza. Pero la problemática moral y los interrogantes a la palabra heredada se fundamentan y desarrollan a partir de un malentendido, también de raigambre, digamos, intertextual. Efectivamente, “Aballay” retoma una conocida paradoja histórica. El gaucho perseguido, menospreciado y marginado en la Argentina del XIX, da lugar a un texto de reivindicación y defensa de su estatuto y de su figura, el Martín Fierro, que tendrá, como es sabido, una masiva repercusión popular. Entre la intencionalidad eventual de Hernández, la repercusión de su obra y su contradictoria “canonización” por la generación del Centenario, una serie curiosa de inversiones, muy comentadas, acompañan el texto. Muerte y transfiguración del Martín Fierro, decía Martínez Estrada. Ahora bien, esta historia, la historia del devenir del texto y la de esa figura, la del gaucho perseguido convertido en santo laico para una sociedad transformada por el aluvión inmigratorio, es la historia narrada en el cuento de Di Benedetto. Aballay se irá volviendo, a pesar suyo, un objeto de culto y veneración. Desde ya, las resonancias grecolatinas del ejemplo de los estilitas sugieren una afinidad con la lectura épica del gaucho y del Martín Fierro hecha por Lugones. Y, en esta
perspectiva, subrayemos que los indios que Aballay encuentra durante su vida retirada piensan que no es que él no quiera sino que no puede desmontar, y deducen, por lo tanto, que se trata de un “hombre-caballo”, es decir, de un Centauro. La mirada de los indios integra, irónicamente, al gaucho perseguido en el Olimpo de los griegos. En todo caso, muchas peripecias de la trayectoria del gaucho estilita inducen una lectura en ese sentido, es decir, el de la emergencia de un héroe nacional gracias a un malentendido. Porque, anecdóticamente, es un malentendido el que srcina la transformación a la que aludo. Aballay gana una apuesta y el perdedor, resentido, le paga tirándole las monedas al piso, al pie del caballo. El jinete, para evitar la humillación de pedir ayuda y lo ridículo del gesto de intentar recuperarlas él mismo, prefiere renunciar a un dinero que en realidad está necesitando y hasta codiciando. Ese gesto, mal interpretado, ya que no corresponde a un desprendimiento voluntario, es el punto de partida de una particular reputación: a Aballay le “nacen famas”. Luego, cuando regresa de una difícil estada en la “bruta pampa”, sucio, menesteroso, sediento, su decadencia física da lugar, de nuevo, a una interpretación errada: “‘Lleva su cruz’, se susurran, con actitud reverente.” Aballay, al oír ese comentario, decide construirse una cruz con dos palos y hace abluciones –otra vez, la palabra metafórica se convierte en instrucción de comportamiento–. Empieza a ser reconocido, no en tanto que Aballay, sino en tanto que imagen de esos relatos anónimos. Aballay se adapta a un personaje creado por la imaginación popular, hasta convertirse en santo –le ofrecen pan y vino, aludiendo a una comunión– o sea que se ha convertido en una traducción del personaje mencionado en el relato del cura (como el gaucho Martín Fierro traduciría al Cid o a Ulises, en la visión de los intelectuales del Centenario). Finalmente se le piden curaciones milagrosas y a la pregunta “¿quién sos?” contesta, como
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Cristo en tantos cuentos populares, “un pobre”. Este proceso es, entonces, la dramatización de un malentendido: el criminal, el excluido, el culpable, se convierte, sin buscarlo, en el centro espiritual de la región. Por supuesto, la hipótesis es que esta exaltación de un gaucho malo, esta construcción casual de un héroe, ficcionaliza la recepción del Martín Fierro en su momento y la mitificación paradójica de la crítica nacionalista. La historia de Aballay repite el Martín Fierro y multiplica sus eventuales interpretaciones. Al mismo tiempo, en el relato de Di Benedetto es notable el desliz hacia la hagiografía. En vez de un héroe épico, encontramos en “Aballay” a otro tipo de héroe y otro tipo de relato: una vida de santo, una vida de mártir. Como la vida de San Antonio y sus variopintas tentaciones, como la de San Simón el viejo, el más célebre estilita de la Antigüedad, que pidió que le construyeran una columna de cuarenta codos para alejarse de su propio prestigio espiritual y de las multitudes de espectadores que asistían a sus actos de contrición, la de Aballay es también una vida de pulsiones, revelación, conversión, privaciones y martirio. El destino del gaucho como una canonización involuntaria; su expiación como un fracaso; su identidad –supuestamente determinante para los argentinos de hoy– como un malentendido. La ironía que implica convertir al héroe mítico en santón errado es intensa y muy negativa, ya que supone el fracaso, otra vez, de toda referencia ética. Ese gaucho expiatorio, ese santón errado, es el que representaría al payador-escritor en la versión de Di Benedetto, si retomamos la asociación canónica del gaucho con el autor, en particular la de Lugones y El payador. Si escribir es manchar la hoja en blanco, marcar el cuerpo materno con una palabra a la vez heredada y parricida, escribir en Argentina pasaría por la capacidad de dejar una huella en la inmensidad de esa llanura literaria. La actualización de esa serie de imágenes heroicas alrededor del gaucho que recorrimos tiene
que ver, ante todo, con este aspecto. Así como Sarmiento, el sanjuanino, escribe desde el exilio sobre una pampa que no conoce, Di Benedetto, el mendocino que durante muchos años y varios libros buscó su propia srcinalidad en algunos espectaculares experimentos narrativos (pienso en ejemplos comentados, como El pentágono y “El abandono y la pasividad”), y que nunca fue reconocido en los centros de legitimación del sistema literario nacional, ese Di Benedetto termina deambulando por el espacio fundador de una literatura, justo antes de que ese mismo país lo expulse a otro exilio. Las coordenadas del espacio literario en Di Benedetto, arriba evocadas, permiten aprehender, creo, la dimensión que toma la pampa en su cuento: la de una escenografía que, metonímicamente, significa el lugar de la creación. Lugar de creación, es decir, lugar de cruce de lo imaginario con lo cultural, de lo pulsional con la tradición (o de lecturas imaginarias de lo cultural, de lecturas pulsionales de la tradición). La inscripción en la tradición como error, la figura del gaucho convertida en un héroe involuntario, la imposibilidad de encontrar verdades en la palabra heredada, la apropiación del espacio fundador de la literatura argentina dentro de obsesiones y constantes personales: Di Benedetto cristaliza en “Aballay” su relación con la cultura y con el sistema literario a los que pertenece. Y, por supuesto, que lo haga retomando la figura del payador es significativo para una obra centrada hasta entonces en otros espacios y otras reescrituras. En este sentido puede leerse “Aballay” a partir de la relación conflictiva que se instala, desde las primeras páginas, entre el relato de Di Benedetto y otros relatos, otras tradiciones: la cultura clásica, la tradición cristiana, la gauchesca, sus lecturas e interpretaciones. El gaucho Aballay no puede sino interpretar, repetir, releer, reescribir, intentar descifrar correctamente un mensaje heredado y polisémico; y también buscar en esa biblioteca un camino para su propia culpa, para su propio crimen, para su propio destino,
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para su propia palabra. El intento de purificación (o de glorificación) gracias a la identificación con los modelos es, de por sí, un gesto del pasado, condenado a fracasar: ya no se puede elegir ser ermitaño sobre una columna, ya no se puede inventar nada sobre gauchos y pampa, sólo se puede recorrer un laberinto de nombres canonizados y frases ya impresas, leídas e interpretadas: la ilimitada llanura de “Aballay” sería la modesta “Biblioteca de Babel” de Di Benedetto. Después de escribir desde el margen y la aterritorialidad, aquí se constata que la pampa es incapaz de brindarles imágenes heroicas renovadas a los autores argentinos; el anacronismo aparente termina definiendo coordenadas muy actuales de cierta disolución melancólica de una tradición, de una tradición que ha dejado de ser un concepto operativo. Si Martín Fierro se ponía a cantar y fundaba una literatura, si el gaucho Don Segundo Sombra resultaba ser un diestro maestro de escritura, Aballay sólo copia, reproduce, mima –o, si se quiere, calla, hace silencio–. Estilita o estilista, ese lugar elevado sobre una columna, un pilar, un caballo, es el emblema del escritor en la versión de Di Benedetto, ermitaño sufriente, instalado en las ruinas de una arquitectura equilibrada y perfecta, de una creencia y una belleza sin fallas, de una escritura a su manera clásica (la de Hernández, la de Lugones, la de Borges), imposible de imitar pero todavía imponente. “Aballay” cristaliza entonces una concepción de la escritura y una representación del autor presentes en otros relatos anteriores de Di Benedetto, enriquecida aquí con el contrapunto heroico propuesto por la tradición pampeana y por sus mitos de creación. Pero más allá de sus implicaciones dentro de esa obra, el cuento cierra un ciclo o termina con las reescrituras reverenciales o trascendentales del gaucho y de la pampa. O, tal vez, es la última peripecia de una expectativa: la del gaucho-escritor, la de un escritor heroico, heredero y fundador de
una tradición. Ya Borges había intentado concluir el proceso al inventar un final para esa historia con espectaculares operaciones de lectura, pero dejando intersticios: la repetición, la circularidad, la fatalidad. En el momento de la dictadura, “Aballay” se instala en esos intersticios borrando todo futuro: el gaucho como héroe inerte y su vida como símbolo de anulación ética ya no tendrán más avatares. Simultáneamente, El fiord (1969) de Osvaldo Lamborghini y Moreira (1975) de César Aira, introducen otros modos, irrespetuosos, paródicos, histriónicos, de referirse a lo popular-gauchesco, modos que se prolongarán en la década del ochenta con otras novelas de Aira (Ema la cautiva, El vestido rosa) y con el irrisorio escritor-payador que resulta ser el personaje de Waldo en La ocasión de Saer. Pero este último avatar del gaucho-escritor no carece de grandeza. Aballay es un héroe pasivo, fruto de una construcción que le es ajena y que se fundamenta en una ausencia, en un vacío, en un silencio. Aballay, héroe triste, observador melancólico de un pasado espléndido, de una escritura sin dificultades. Aballay, héroe alejado, que renuncia, que se retrae en su propia duda y en su propia culpa, héroe cuyo único acto voluntario es la falta de voluntad –esa decisión de no actuar, lo que no impide que mate nuevamente–. Aballay, imagen patética del que sería el último héroe argentino, el escritor, al que la sociedad entroniza en un lugar ambiguo, presente y borrado, sabio y mudo, pero que no puede sino contemplar en silencio un mundo sin héroes. El escritor, como el gaucho, sería, entonces, un héroe casual. O, parafraseando a Musil y a Saer y retomando el título de este libro, el escritor, imagen degradada del gaucho que alguna vez fundó legendariamente nuestra literatura, sería ahora un héroe sin atributos.
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IV. Lamborghini: Lacan con Macedonio
...el gran escritor es, dicho en lengua vulgar, una pasión del Otro. O.L.
Lacan y Macedonio velan en la entrada de la carrera literaria de Osvaldo Lamborghini. Junto con El fiord, verdadero mito de origen para ese autor y texto con el que se lo identifica aún hoy, la primera edición de 1969 propone un ultílogo analítico, redactado por Germán García, de tonalidad vagamente lacaniana, más extenso que el texto comentado y firmado “Leopoldo Fernández”. Lacan vago, Macedonio cifrado (Leopoldo/Macedonio): la irrupción de ese texto “ilegible” se encuentra así mediatizada por dos figuras tutelares de las vanguardias de los sesenta; Macedonio, en tanto que escritor secreto, sin circulación pública ni obra “visible” (El fiord se edita con un falso pie de imprenta y un nombre de editorial inventado); Lacan, en tanto que sistema explicativo que, a falta de normalizar, parece autorizar una expresión transgresiva –sexual y discursivamente–, constituyendo una especie de horizonte de inteligibilidad. Ahora bien, ésta es quizás una perspectiva creada por la publicación (y, retrospectivamente, por la recepción) y no por el texto en sí. O, mejor, esta doble marca subraya los aspectos de la textualidad en El fiord que podrían ser leídos dentro de una dimensión macedoniana o lacaniana. Una doble presencia que va a acompañarlo a Lamborghini a lo largo de toda su producción, e incluso, en el caso de Macedonio, más allá de su muerte. “Lacan con Macedonio”: para ser exhaustivos, habría que decir “Lacan con Perón y 135
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Macedonio”; pero lo político ha sido, creo, más trabajado, por lo que reduzco la trilogía a una dualidad. Del lado de Macedonio, sabemos que el escritor proyectaba una edición de El fiord precedida por veintiún prólogos (de García, Oscar Masotta, Leónidas Lamborghini, Eugenio Trías, Héctor Libertella, Severo Sarduy, Lezama Lima, etc., reproduciendo por lo tanto el gesto de Museo de la novela de la Eterna, cuya primera publicación era muy reciente entonces: 1967); sabemos que Lamborghini va a escribir con Josefina Ludmer un estudio sobre “Elena Bellamuerte” (publicado en Literal) y que, lector asiduo de Macedonio, va a mencionar a menudo su nombre en sus textos –a mencionarlo respetuosamente, lo que es excepcional–; podemos pensar también que ciertas boutades célebres y poses radicales (“primero publicar, después escribir”, “no leía jamás pero sus subrayados eran perfectos”) tienen que ver con ese escritor y con su figura ficticia, Recienvenido; también podrían tener una relación con los escritos de ese autor algunos fenómenos textuales como el barroquismo humorístico y hermético, una indiferencia provocadora por el lector, una tendencia al nihilismo y a la autodestrucción del sentido. Por último (aunque lo que precede no sea una enumeración estricta, como se verá), es macedoniana la posición del sujeto de escritura dentro y, sobre todo, fuera del texto: por un lado, borrado, anulación, autodestrucción del autor y, por el otro, una concepción del escritor como un escritor de procedimientos y de proyectos, no de resultados. Fuera del texto y más allá, la excentricidad del “mito Lamborghini” (“maldito mito”, según Alan Pauls), recuerda al mito Macedonio en algunos rasgos dominantes: un predominio de la figura sobre los textos, una oralidad supuestamente genial, una producción secreta y proliferante, un genio precursor y fuera de época y, sobre todo, una edición de manuscritos y borradores hecha por terceros hasta, en buena medida, construir una obra y cambiar el contenido de lo escrito.
Del lado de Lacan, está, primero, la relación personal –y conflictiva– con Oscar Masotta y Germán García, así como la participación en Literal (revista en donde cierta lectura de Lacan jugó un papel relevante). Luego, la mención, por períodos abrumadora, de nombres y conceptos sacados del psicoanálisis en general y de la obra del francés en particular, por ejemplo en El Niño Taza, en donde resuenan la muerte del padre del escritor, la muerte de Masotta y la muerte de Lacan con tonalidades igualmente irreverentes en los tres casos. O, en un poema intitulado “Die Verneinung” –término freudiano problematizado por Lacan– se evoca “la aventura de tenerlo a Lacan en el cuarto contiguo”, después de haberlo calificado de “ídolo gema” y de aludir a “El inconsciente, el pequeño objeto a y el ser para la muerte”. Más allá, como veremos, puede pensarse que la posición (o más bien, la afirmación de una posición) de la sexualidad en la escritura, íntimamente asociada al lenguaje y a los juegos de significantes, no es indiferente tampoco a las particularidades de los textos de Lacan. Y, de nuevo, la definición de un vacío del sujeto que enuncia, la visión del sujeto como una instancia discursiva y como una instancia deseante, se inscribiría en la misma esfera de influencias. Simplificadoramente, éstas son algunas de las coordenadas de una relación con Macedonio y con Lacan –indisociables de la delimitación de un lugar y de una figura de autor–, que intentaremos recorrer aquí. Pero antes de empezar, corresponde restringir y, en buena medida, desautorizar por adelantado el análisis que sigue. Del lado de Macedonio hay que recordar, claro está, la dificultad de referirse a ese escritor sin aludir a las construcciones legendarias que lo acompañan: Macedonio es, ante todo, un mito. Un mito que se transforma poderosamente en los años sesenta: la publicación de Museo..., la edición de entrevistas sobre Macedonio, realizadas y agrupadas por Germán García en 1969 (el mismo año que El fiord), los ecos de
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Macedonio que se pudieron leer en la gran novela experimental de la década, Rayuela , más las aparentes coincidencias entre las teorías del escritor y algunos faros conceptuales del período (la muerte del autor, la obra abierta), sacaron a Macedonio del jirón borgeano, para hacer de él un escritor sesentista y neovanguardista. Esta operación, este nuevo misreading que se prolonga en Literal y en el libro, en buena medida lacaniano, de –otra vez– Germán García (Macedonio Fernández: la escritura en objeto, 1975), implica una ampliación y una modificación del mito, no su destrucción; aún hoy, cuando por fin algunos trabajos meticulosos y matizados sobre la textualidad macedoniana han sido publicados, es imposible hablar del escritor eludiendo las construcciones legendarias heredadas (la de Borges, la de los sesenta y, ahora, la de Ricardo Piglia). Por lo tanto, al analizar la presencia de Macedonio en Lamborghini estamos construyendo sobre una construcción: cómo leer huellas de ese escritor “sesentista” (Macedonio) en un autor en alguna medida legendario, Osvaldo Lamborghini, un autor que quizás quede como el “nuevo Macedonio”. Del lado de Lacan, hay que recordar que sus textos se integran en un air du temps relativamente heterogéneo, en donde se mezclaban Sartre y Artaud, Bataille y Althusser, Barthes y Lévi-Strauss. En el centro de la efervescencia sesentista está Oscar Masotta: su figura es ineludible en la transmisión de ese corpus teórico. Antes de llegar a la institucionalización de la Escuela Freudiana de Buenos Aires, la traducción cuidada de los textos del psicoanalista francés y la edición de algunos libros pedagógicos de iniciación, Masotta fue el apasionado lector de Sartre y de su San Genet, comediante y mártir, fue el autor de Roberto Arlt, el suicidado por la sociedad , en donde afirma insolentemente que el no dominio de un tema, que cierta ignorancia son un motor de escritura porque permiten “descolocarse” ante los demás. Ilegitimidad del saber reivindicada también en
sus trabajos sobre el pop art y sus espectaculares incursiones en los happenings (al defender, de nuevo, una hibridación que pudiera “intranquilizar o desorientar”). El Lacan que se lee entonces, en semejante contexto y mediatizado por Masotta, viene marcado por esa heterogeneidad, esa posición irreverente, esa politización de toda teoría o estética: su pensamiento funciona dentro de una serie de discursos que ponían radicalmente en duda las concepciones heredadas sobre el sujeto, la palabra y la sexualidad. Todavía en 1991, Néstor Perlongher, en su conocido artículo sobre Lamborghini (“Ondas en El fiord. Barroco y corporalidad en Osvaldo Lamborghini”), se refiere, al hablar de los setenta, a un período de “lacanismo de combate” que, bien mirado, podría más bien compararse con una concepción a la Deleuze del inconsciente (por ejemplo, la del Anti Edipo), en tanto que pensamiento sobre el deseo sin normatividad, como una maquinaria o un mecanismo capaz de “jugar” más allá de todo discurso interpretativo. O sea: Lacan es a la vez una novedad radical, rápidamente asimilada, y un pensamiento deformado por el contexto de recepción en Argentina (todo esto entre comillas, ya que las particularidades del pensamiento y de la expresión lacanianos hacen que no haya recepción directa, lisa, no conflictiva o no deformante: en un punto, a Lacan siempre se lo lee “mal”). En esas condiciones, elegir el paradigma lacaniano para explicar ciertas particularidades de la producción lamborghiniana es, a ojos vista, una operación arbitraria; tanto más si se toma en cuenta que repetidos indicios sugieren que los primeros textos del autor (los más conocidos y los que parecen fijar las principales características de su escritura, a saber El fiord y “El niño proletario”) habrían sido escritos antes de que Lamborghini entrara en contacto con Masotta y con el psicoanálisis. Sin embargo, y con un efecto de singular influencia retrospectiva, el lugar que la textualidad lamborghiniana le dará a ese pensamiento
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en algunos períodos posteriores parece ser el de un marco que canaliza y orienta, cambiando el sentido de lo ya escrito. La “influencia” vendría después de la emergencia –digamos– de una poética explosiva. Podríamos ver el fenómeno a partir entonces de los postulados del mismo Masotta sobre las “correlaciones históricas entre movimientos estéticos (o producciones artísticas) y áreas del saber”, postulados que lo llevaban a asociar, por ejemplo, “el surrealismo al psicoanálisis y las búsquedas más contemporáneas a la semántica, la semiología y estudios del lenguaje”, como lo afirma Ana Longoni. En buena medida, el paradigma lacaniano parece ser un modelo que valida prácticas balbuceantes pero ya existentes. Es con estas limitaciones y en este sentido que pienso interrogarme sobre la función de la huella lacaniana en esa producción literaria; es decir, leyendo a Lamborghini como el símbolo de cierta relación entre psicoanálisis y literatura en los años sesenta y como emblema de la evolución de la herencia macedoniana en esa época, más allá de una filiación fehaciente y transformadora. LA CÁTEDRA DEL DESEO El primer nivel de una “influencia retrospectiva” es lo que constituye al mismo tiempo la característica más espectacular de los principales textos de Lamborghini, a saber, un cinismo radical que convierte todo en asuntos pulsionales: esa omnipresencia de lo sexual en una vertiente transgresiva salta a la vista, en particular en los textos que mantienen una estructura narrativa relativamente tradicional (además de El fiord y “El niño proletario”, “La causa justa”); en ese sentido una marca importante de su lugar de autor y de las modalidades de su circulación tienen que ver con una verbalización amoral que puede asociarse tanto al Marqués de Sade y a Jean Genet como a la revolución sexual
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de los sesenta. Pero más allá de esta presencia temática, hay en Lamborghini una insistente proyección de valores, discursos, instituciones, tradiciones, cultura, hacia otro lado, hacia una cara oscura que sería la de la pulsión, única ley y único motor de las acciones humanas. La verdad, los supuestos fantasmáticos acallados, lo que se oculta en la literatura y en el peronismo, en la escuela y en la Historia, en el saber y en la moral, sería un goce (siguiendo las afirmaciones Dardo Scavino: “El humor cínico de Lamborghini se caracteriza entonces por considerar que detrás de la vanidad simbólica de la comedia humana hay una sola cosa real: el goce”). Leídos a partir de Barthes, los textos serían entonces “textos de goce” (que intentan expresar lo “real del goce”) o sea, a la vez textos imposibles, insostenibles, fuera del placer, reacios a todo discurso crítico, condenados a lo indecible. Textos que suscitan miedo o, como diría Lacan en La ética del psicoanálisis, que incluso aburren, porque se acercan a un centro de incandescencia, a un cero absoluto, que es psíquicamente irrespirable: son textos malos. Esta constatación general inscribe, desde ya, la producción bajo el signo de una lectura sesgada del psicoanálisis: pasamos de nombrar lo otro de la conciencia, la razón y el lenguaje a borrar todo sentido, toda lógica y todo lenguaje que no sean expresiones pulsionales. Bataille y Artaud podrían también citarse en el horizonte de lecturas que permite una visión tan radical del asunto. Porque mucho más que en un “decir lo sexual”, es en un decir desestabilizado por lo sexual en el que encontramos una especificidad. En eso hay una dimensión, digamos, programática. En uno de los escasos textos ensayísticos de Lamborghini, “La intriga”, publicado anónimamente en Literal en 1973, leemos: “Desde su riesgosa cátedra, el deseo dicta hoy la pertinencia de los halos de connotación, los árboles de palabras, los sueños, el bosque, niebla donde ninguna figura es del todo reconocible ni absolutamente incierta.” El deseo como una cátedra riesgosa
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que determina las connotaciones, las intrigas oníricas o las organizaciones del bosque narrativo, impregnando al conjunto con una incertidumbre esencial o con un sentido negado: esta frase puede leerse como un proyecto de escritura. En resonancia con el contexto de producción, el deseo es un asunto de lenguaje y en esa dinámica entre sexualidad y discurso se establece, sin duda, la principal marca lacaniana. La declaración de principios de la revista Literal, cuando afirmaba que proponer “un objeto para la carencia no hace más que subrayar lo inadecuado de la respuesta a la pregunta que se intenta aplastar”, completa esta idea: una literatura situada del lado de la pregunta, del pedido, de la carencia como elemento constitutivo del hombre, y no del de la respuesta, la plenitud tranquilizadora, la satisfacción. En una perspectiva similar, el uso de un lenguaje psicoanalítico para procesar fenómenos colectivos –en este caso, culturales o políticos– también puede tomarse como un rasgo característico. Como para completar un horizonte de contextualización sobre la irrupción urbi et orbi del psicoanálisis en tanto que instrumento para repensar el lenguaje, tomemos dos citas de Masotta que evocan, involuntariamente, la obra de Lamborghini. Primero, un texto de la revista Los libros publicado en agosto 1970 y citado por Germán García en La entrada del psicoanálisis en Argentina, en el cual se asocian vanguardias, subversión, vacío del sentido, redefinición del sujeto y desliz de significantes en formas barrocas e inciertas: Como en el surrealismo, el dadaísmo y las expresiones más nuevas del arte contemporáneo, la subversión freudiana ha tocado fondo en el espacio de la representación. Un significante no representa nada. Al revés, el significante (según fórmula de Lacan) representa al sujeto para otro significante. Representa el sitio topológico del sujeto como intersticio, ese sujeto de la teoría psicoanalítica que Freud descubrió enredado en
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las redes de la significación. En adelante habrá que pensar en términos de superficies, de retorcimientos de superficies y de bordes, en la representación en el plano de figuras espaciales imposibles y en el espacio de figuras planas improbables.
Esta aguda revisión de la transmisión, este borrado del sujeto y del sentido en beneficio de un desliz de significantes, abren las puertas para una escritura hecha de juegos, distorsiones, neologismos, polisemias, declinaciones paradigmáticas, en contra de todo simbolismo: una escritura de denotación pura. Simplificando: en el prólogo de la primera edición de Novelas y cuentos (en 1988), César Aira se pregunta: “¿Quién había oído, por ejemplo, la palabra ‘tento’, antes de leer la frase ‘El Sebregondi con plata es un Sebregondi con-tento?’”; la respuesta sería, por supuesto, que, antes de que lo hiciera Lamborghini, los que ya habían oído la palabra “tento” habían sido Masotta y Lacan. Porque, consecuentemente, para el psicoanálisis, la escucha, la interpretación, la asociación (vale decir, el efecto semántico del lenguaje, su involuntaria eficacia de transmisión) están en la falla, el lapsus, la polisemia; en todo caso, ésa es la visión propuesta por Masotta en Lecturas del psicoanálisis: Hay diálogo psicoanalítico cuando en la palabra del paciente se escucha la emergencia del significante. Para hacerlo no hay que escuchar lo que el paciente dice [...] Un ejemplo: “Papá me siento mal”. La actitud no analítica, sería tratar de comprender qué le sucede para ayudarle. Lo analítico sería decir: “Siéntate bien”. La interpretación, si ustedes quieren, por decir algo, tiene que ver con el trasero, con el erotismo anal. En este punto se ve el desvío por el doble significado de la palabra.
Si cruzamos las dos citas, encontraríamos que lo “más nuevo” en la representación es percibir al “sujeto como intersticio” y al
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lenguaje como “retorcimiento”; la literatura, por lo tanto, supone el “desvío por el doble significado de la palabra.” El estilo de Lamborghini podría leerse a partir de este cruce de afirmaciones, afirmaciones que no son ajenas, a su vez, a las marcas surrealistas y barrocas que encontramos en el propio Lacan. Una escritura que desdeña la representación, en donde se trata, “por decir algo”, del “erotismo anal” o, “si ustedes quieren”, de una desubicación incomodante de lo “trasero”. Un estilo de sentarse “mal”. Más allá de esta afirmación general, y sin ceder a una discutible enumeración de procedimientos comparables a los del psicoanalista francés o a una clasificación de mecanismos, pero intentando, eso sí, desarrollar y ejemplificar lo tajante de los párrafos precedentes, digamos que la lectura de la prosa de Lamborghini nos confronta con una cascada de efectos retóricos cuya agudeza, a veces, vacía el sentido, la relación causa-efecto y el desarrollo de la frase. La dinámica de invención, digresión y variación está a menudo en el centro de la enunciación, volviéndose un sinónimo de la escritura en sí: se escribe el procedimiento, se dice lo proliferante. Así como Breton y Soupault en Los campos magnéticos intentaban, gracias a la escritura automática, alcanzar una escritura “inconsciente”, transmitiendo lo que en ellos les murmuraba la “boca de sombra”, Lamborghini parece materializar una escritura de significantes desligados del significado pero apuntando siempre a una dimensión reprimida de turbias connotaciones pulsionales: ese “algo” entrevisto y transgresivo. El desliz se lleva a cabo a veces con una acumulación de deformaciones sintácticas y de utilizaciones irregulares de la puntuación en tanto que procedimientos enfáticos, aunque a menudo no sepamos qué idea, efecto o sentido se está subrayando de esa manera: la proliferación, los excesos de sobreentendidos e indicios anulan en parte la comunicación unívoca. Por ejemplo, un fragmento de Sebregondi se excede:
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Hoy no: no hoy. Esclavizado a este evento/total. El juicio oral/cagar/en la boca, cagado en la boca, el juicio: –Oral. Pero (¿pero?) el gran escritor es, dicho en lengua vulgar, una pasión del Otro. Quien define un género (masculino/femenino) promulga desde su mayúscula la Ley, pero también la minúscula y el, el a del goce b, que funda la posibilidad de que otro, cualquiera, hable/le. Quien erige el Género, y en él se erige, promulga la sexuación, convierte en un incluso, incluso, a los meros devaneos eróticos del ser (individual: indiviso, para su desdicha): al se hace la pista –el escritor grande–, y gracias a él, le, hasta el gruñido de Josefina se vuelve canto– él promueve la Fábula, y entonces, también los animales hablan: así como el Artista del Hambre y el del Trapecio, sin olvidar a Sancho Panza y a la Pantera: sin olvidar a Martín Fierro, epónimo (por sinonimia) del anonimato. Hablan todos gracias. Gracias al que aquí se pone: a cantar, se pone, en el lugar del Otro.
Hiatos, cursivas, guiones, mayúsculas, dos puntos, barras, paréntesis, etc., etc., aparecen a cada paso, en un discurso que, en este caso, funciona como un pastiche bastante transparente de las marcas de muchos discursos del período (“telquelista”, derridiano pero también lacaniano). En Lamborghini, como en Macedonio –¿y en Lacan?–, hay un desaliño sintáctico, un vértigo lógico y una gramática que Ricardo Piglia hubiese calificado de “onírica”. En estos juegos también encontramos una presencia fuerte, con valor paródico, del psicoanálisis en la utilización de un léxico específico y hasta de una jerga connotada: Oral, Otro, Ley, sexuación, goce ; aquí, como en tantas otras páginas, los conceptos psicoanalíticos figuran, carnavalizados. En particular, el “a del goce b” va a dar lugar, algunas líneas después, a un torrente de “a” que remitiría al objeto del deseo en la definición lacaniana, el objeto a: “Escribo tan bien como un níspero que se las diera A de torero. Sin embargo, es verdad mientras mi lápiz
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–labial– (sentimental) en lágrimas empero se baña. Aña tras aña es verdad: es así, es Literal, es SIC: a de náusea y a, a de abunda: ¿que yo “tengo” –tengo– la culpa? O a, de acaso me adelanto, ¿acaso yo la culpa tengo?” Escritura, inversión sexual (“lápiz –labial–” para escribir) y esa acumulación de “a” que sitúa lo que se escribe en el lugar de lo deseado, de lo vacío y de lo imposible. De una manera u otra, el modelo discursivo lacaniano sería operativo para situar el aluvión, entre conceptista y obsceno, de Lamborghini. En paralelo, vemos en las citas precedentes que la profusión integra figuras histriónicas de la escritura (sacadas de Kafka, Cervantes, José Hernández y otros más): el que se “pone a cantar” (un Martín Fierro “epónimo del anonimato”), el Sancho Panza que podemos imaginar campesino y refranero, el “artista del hambre” que en el cuento de Kafka agoniza afirmando que no hay comida que le guste, el que hace hablar a los animales (¿Esopo o San Francisco?), son todas imágenes negativas que, agresivamente, dialogan con la tradición. Ser “escritor grande” es una operación imaginaria que incluye las figuras de autor del pasado (se es escritor por “pasión del Otro”), pero apelmazándolas en una despersonalización, en un desorden, en una confusión: la tradición es a su vez un lapsus o un juego de palabras insolente. El psicoanálisis fomentaría entonces semejante desestructuración y desautorización de la tradición heredada. Masotta recuerda que, para Lacan, “el inconsciente es el discurso del Otro”; para Lamborghini, es el escritor quien está en ese lugar (“el lugar del Otro”). Escribir es situarse estruendosamente del lado del “inconsciente” (ya se sabe, “estructurado como un lenguaje”) o hablar desde un supuesto “inconsciente” con un lenguaje virulentamente desestructurado. Un ejemplo de ese lugar en forma de, digamos, autorretrato que combina drogas, alcohol, inversión sexual, pulsión, estadio anal y una perplejidad ante el significante Lamborghini, leído en Las hijas de Hegel:
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Che, Osvaldo. ¡Osvaldo, Osvaldo! ¿Por qué no Lamborghini? Mi hache intermedia no logra clavarme una jeringa (descartable) en el ano adicto materno-infantil cuando más lo necesito –cuando más lo necesito: con un temblor de manos. Comprendemos entonces esa novela. Y esa: petaca de alcohol, ya-ya. Un inconsciente estructurado como una mujer: tachada, suprimida como la Virgen –Nuestra Señora– en la Trinidad Santísima. Empieza a comenzar, bajo el signo del empuje: la pulsión permanente, trabajadora, mundial.
Ampliando la perspectiva, recordemos que la heterogeneidad y la riqueza de referencias enciclopédicas y populares del estilo de Lacan –varios estudios lo muestran– hacen que su expresión tenga una fuerte dimensión de comentario cultural. A menudo se ha puesto de relieve su manierismo, su autodefinición de barroco y su práctica de la agudeza, su inspiración mallarmeana –en la condensación y el hermetismo–, su fascinación de juventud por Breton, su paso por la escritura poética, su recuperación de modos de escritura de Freud (otro “escritor” del psicoanálisis) y, en general, el valor sofisticado y trabajado de su expresión (escrita u oral-escrita en sus seminarios). Una de las características de esa escritura es entonces el carácter de comentario heterogéneo: mezcla de referencias ultracultas (de las más institucionalizadas y marmóreas de Francia: los grandes poetas clásicos y los alejandrinos correctamente ritmados) y de juegos con la lengua cotidiana, en algunos casos en un registro francamente grosero. Por ejemplo, el célebre y complejo calambur: “Il ne faut pas convaincre. Le propre de la psychanalyse, c’est de ne pas vaincre, con ou pas”. El calambur se juega alrededor del prefijo con-, que también significa, en francés, “boludo” y “vagina”: el insulto coloquial, la diferencia sexual y las referencias a la penetración se expanden en múltiples direcciones, como en una agudeza conceptista.
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Esa combinación de lo alto y lo bajo, del paroxismo barroco y el clasicismo, de lo insultante y lo elevado, son marcas de una posición que recupera una herencia y la desbarata (como desbarata las palabras, con una práctica lúdica y creativa, en particular inventando palabras compuestas). Esta descripción podría a su vez aplicarse al estilo lamborghiniano. A la torcedura de significantes y a la irrupción constante de lo sexual, ya evocadas, habría que agregarles por lo tanto el comentario cultural heterogéneo e irrespetuoso, que también tiene resonancias macedonianas por esa saturación de referencias cifradas y mezcla de registros (lo culto, lo obsceno, la oralidad, la cita literaria) y por esa dinámica de renovación de la lengua gracias a una afirmación vanguardista de la novedad, aun de cara al psicoanálisis: “la realidad es el lugar donde el mate circula” (Sebregondi se excede). Louis Soler compara a Lacan con el lobo de una supuesta expresión de Valéry –que en realidad habla de un león-– (“el lobo está hecho de cordero asimilado”); este otro lobo o león, Lamborghini, incorpora, transforma, deforma, traiciona, toda una cultura, una lengua, una tradición –y ante todo lo hace, de más está decirlo, con el ya por entonces prestigioso Jacques Lacan–.
de fijarla. La tiranía de lo sexual lleva a transformar la relación con las palabras, la posibilidad de producir discurso y sentido, el paso del vacío (de la página en blanco) a la obra, convirtiéndolos en una búsqueda de objeto (esa “a” recurrente, hasta en lo inconcebible: la “A de torero”). De un objeto que, histriónicamente, va a materializarse una y otra vez en un “pene” o, mejor, en un “falo”, de engañosos visos lacanianos. Masotta, de nuevo: “El falo como fundamento de la neurosis”, o citando a Freud: “el falo es la premisa universal del pene.” En Lamborghini, a través de una cobinación de obsesiones colectivas y personales con alusiones cultas, el falo parece dejar de ser un concepto o una “premisa universal” para reflejarse en una infinita serie de unidades; deja de ser un elemento de intercambio simbólico para verse proyectado en un imaginario inagotable; el falo deja de ser la marca de diferenciación que instaura la Ley –en particular la del lenguaje– para recuperar una espesa e hipotética materialidad anatómica. Se vuelve más bien la premisa universal de la escritura, de la cosa producida, del libro existente: “El optimismo a todo trapo del psicoanálisis falo, hablo” (también en Sebregondi se excede). Es el hueso para roer del sentido en textos que canibalizan barrocamente todo lo que tocan. La imposible representación lamborghiniana no sería la de un vacío de realidad o una antirrealidad, de corte idealista (según el juicio tradicional sobre las posiciones al respecto de Macedonio), sino un vacío pseudolacaniano: el vacío del no-pene, el del objeto imposible (y la inestabilidad lingüística no es ajena, seguramente, a esta inversión de lo simbólico). En todo caso, la búsqueda se encuentra así mediatizada por una cita, una deformación o una parodia del discurso psicoanalítico que resuenan en esa, a veces, morosa denominación, en los textos, de sexos masculinos tan formidables como huidizos. Otros ejemplos: “Usted usted y yo o yo. Quiero decir, o eso al menos digo: pee, peer, pen, pensere, preiserne, per, pbenser,
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EL PARODIO Volviendo a las citas precedentes, digamos que el término “parodia”, aunque sea pertinente, no alcanza, creo, para mostrar la amplitud del fenómeno: hay una búsqueda de sentido, de palabra, una puesta en escena de la creación a la que, exasperadamente, se la descodifica en términos sexuales, pasando por algo así como por un código de representación de lo pulsional que se construye gracias al psicoanálisis. A la vez escritura del deseo que descompone la morfología y la sintaxis, pero también escritura deseada, que, en cada gesto, se rehúye a la hora
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pbai, senere, persenerai, pbn” (Sebregondi retrocede). El discurso literario sería ese vaivén entre “usted” y “yo”, entre “yo o yo”, entre el “querer decir” y el “decir”, vaivén que da vueltas alrededor de tres significantes: “pensar”, “problema” y “pene” (y que alude, por qué no, a un instrumento de escritura, el pen inglés). El pene, que irrumpe constantemente en la página lamborghiniana, se vuelve así un sinónimo de escritura imaginaria o de escritura utópica. La búsqueda del pene, en una dinámica de espera voraz y denominación insistente (como por ejemplo en El fiord, Sebregondi retrocede, El cloaca Iván), es un leitmotiv que remite constantemente a la posibilidad de creación en sí. Por lo tanto, el acto de escritura, verdadero paso al acto en términos de deseo, aparece a menudo confundido con otro acto, la sodomización, un acto que produce, según una cita de un poema para niños de Conrado Nalé Roxlo, “música porque sí, música vana” (Sebregondi retrocede), o sea, literatura. Por ejemplo, en la primera página de Poemas, en una especie de declaración programática inaugural, leemos:
El comentario cultural, la filiación literaria trazada (Genet, Sartre, Mallarmé, en este caso), la palabra de esas figuras protectoras que acompañan el nacimiento de la obra y del autor (su “autobiografía empieza”), llevan a poder entender (“yo también puedo entender”), es decir, a integrar analíticamente una herencia cultural antes de escribir. Pero empezar a ser escritor, o a narrar su propia biografía de escritor, también es asimilar y compartir el deseo homosexual, según el sentido coloquial corriente del verbo entender, en particular en los años sesenta y setenta en Argentina (“hay otras cosas que puedo entender”). La escritura, de nuevo, es una dinámica que asocia lo anal y lo fálico, situándose en el contacto entre el “falo de las palabras” y un “ano complaciente”. Una escritura de penes pero también en busca de pene, una escritura del deseo reprimido y de una zona sexualmente negada del cuerpo masculino, el ano: “Si no fuera puto tendría tiempo para escribir. En cambio (pero no cambio) así sólo me queda tiempo para publicar y publicar. Es el Orden del Mundo, es: es el Orificio de mi Manantial” (Sebregondi se excede). Escritura excremental (los excrementos aparecen a menudo asociados a lo sexual y a lo discursivo), publicación anal, definidas ambas en términos de goce y que tienden constantemente, más allá de una transgresión sistemática, hacia un vacío imposible de llenar. Por lo tanto, la profusión fálica y su insistente denominación no cubren ni alcanzan, sino que delimitan ese vacío a partir del cual se escribe: “Entre el pene y las matemáticas no hay nada, escribía Louis-Ferdinand Céline. En ese vacío apoyar los labios sedientos, beber allí”. Porque lo deseado, convocado en cada página, produce en reacción esa nada (de sentido, de escritura, de deseo insatisfecho): “Perdido, operación del duelo y de la pérdida. Siempre anda. Uno, rondando ciertas palabras. Hasta que las atrapa. No se atrapa. Nada y jamás”. Escribir es entonces trazar una carencia de sentido, una carencia del ser e inclusi-
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fui un aventurero y Sartre lo entendió / prólogo a Stéphane / el Yo estaba primero FUI ladrón homosexual activo y pasivo y Sartre lo entendió / San San Genet y yo - yo - también puedo entender pero hay otras cosas, sobre todo, que puedo entender: las palabras las la melodía la melodía de las palabras / cada / palabra / cada / melodía y fui un homosexual pasivo el ano el ano complaciente ofrecido al falo de las palabras - y entonces - aquí mi autobiografía comienza -
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ve una parodia de la carencia: “Vamos a escribir unas cuantas frases para no entender, siguiendo el hilo, desde el supuesto de entender”. Esto se corresponde con un movimiento de anulación de lo escrito en la propia afirmación –movimiento también presente en Macedonio–, gracias a la exposición de una negatividad y a una enunciación que se autodestruye en constantes paradojas y contradicciones (por ejemplo: “Cualquier dibujo de chico, si se lo mira bien, y aunque esto seguramente no es cierto (nada de esto) revela la influencia del padre...”) (las cuatro citas son de Sebregondi retrocede). El texto no tiene sentido, también como una falta de dirección, una falta de objetivos. Lacan decía: les mots manquent à la vérité. Lamborghini parece afirmar: les mots manquent à la littérature (o sea: las palabras le faltan a la literatura, o las palabras le fallan a la literatura, o las palabras yerran la literatura). En esa carencia se da el texto, esa carencia es la literatura, según la afirmación programática de la revista Literal arriba comentada: “un objeto para la carencia no hace más que subrayar lo inadecuado de la respuesta a la pregunta que se intenta aplastar.” Ahora bien, a estas representaciones imaginarias y textuales de la escritura y del sentido se las podría leer, por supuesto, como una recuperación grotesca del concepto de falo y de la relación entre palabra y Ley en Lacan. Al sentido del texto, a la ley del lenguaje, a la esfera simbólica, se las transfiere o rebaja hacia una genitalidad y una analidad obsesivas. Un sistema conceptual y un modo de expresión (tanto léxico como sintáctico) se integran en una poética marginal, vanguardista, negativa. Estas deformaciones y desplazamientos de términos teóricos, valga el repetido paralelismo, recuerdan ciertos misreadings de Freud por parte de los surrealistas; en ambos casos, un aporte exterior a la literatura termina de delimitar un tipo de discurso estéticamente anómalo: lo nuevo, así, toma forma. Se puede por lo tanto constatar la relativa fertilidad de la desviación: la
escritura se construye a partir de una mala lectura. En esta perspectiva, el psicoanálisis es una máquina de producir texto, es una manera de suscitar texto, redefiniendo prácticas y temas posibles. O aun: permitiendo una expansión y cristalizando un tono que constituyen a la vez rasgos definitorios y valores estéticos de una prosa sin parangón en la literatura argentina: una prosa de/con inconfundible “estilo”. Y en un plano más amplio y evidente, recordemos que los textos de Lamborghini, al hacer de lo sexual transgresivo el centro de las peripecias, en un gesto fuerte de verbalización de un dominio reprimido en el discurso literario (si hay un Marqués de Sade en Argentina, ése es Lamborghini), se focalizan en la censura; la censura es la línea alrededor de la cual se produce el gesto literario (se dice lo prohibido pero se define, al hacerlo, la esfera de un indecible). Esta paradójica posibilidad de “decir lo real del goce” que no es ajena, por lo tanto, a la irrupción de una teoría psicoanalítica como la de Lacan, considerada menos normativa que otras, termina trazando un horizonte de impotencia expresiva. Un horizonte que, de nuevo, recuerda la ambición y los límites del proyecto macedoniano. Y, más allá, no sería absurdo postular que la idea del síntoma, del exceso, del delirio como modos de creación, podría ser, también, macedoniana. Pero, por otro lado, constatemos la agresividad latente de semejante desliz del pensamiento lacaniano hacia un pensamiento cínico: la única verdad es el goce, la única palabra es la del goce –aunque ciertas lecturas que Lacan hace de la obra de Sade y del goce podrían coincidir con las representaciones lamborghinianas del asunto–. En esta perspectiva, Germán García escribe que, para Lamborghini, el psicoanálisis era “un objeto parodiar”. Efectivamente, entre odio y parodia se juega algo de la esfera de la transferencia afectiva: el parodio como posición de escritor. Una agresividad circula, entonces, entre Lamborghini y la tradición, entre Lamborghini y el psicoanálisis, pero
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también entre Lamborghini y el receptor que presuponen sus textos: el que lee, el que “escucha”, el que se deja atrapar en una función de interlocutor. En la prosa de Lamborghini –como en la prosa de Macedonio, caracterizada por una ininteligibilidad programática–, hay algo de una teatralización, de un monólogo histriónico y de un gesto provocador, semejantes a la oralidad. Oralidad y agresividad en las cuales también resonarían modelos lacanianos. Es sabido: el discurso del psicoanalista no es, en buena medida, un discurso escrito, sino que esa peculiar modalidad de expresión está indisociablemente unida al seminario, es decir al público y, puede afirmarse, a una representación ritual. Es una palabra en diálogo. Así es como muchos momentos de esos seminarios de Lacan tienen trazas de la presencia de los interlocutores: Lacan interpela, bromea, agrede, reacciona a las risas o a las dudas, muchas veces con ironía, a veces con un desprecio latente. Si le agregamos a estas trazas directas el hermetismo de lo enunciado y el intento de romper los reflejos lógicos del discurso, o sea, si le agregamos la ininteligibilidad como modo de comunicación, vemos que habría algo de una postura de provocación (en todos los sentidos: de hostilidad, de búsqueda de reacción, de puesta en movimiento del afecto y de lo no dicho). Esta provocación aparece, magnificada, en Lamborghini: indiferencia por la legibilidad de los escritos, verbalización insistente de lo callado, teatralización hostil, efectos que quiebran el discurso, interpelación violenta, son algunos gestos suyos que podrían asociarse con el sistema de comunicación lacaniano, pero que también dan de él una imagen caricaturesca. Reduciendo las distancias: visto desde Lamborghini, el seminario lacaniano sacralizado sería una especie de happening vanguardista. Sin embargo, a contrapelo de la parodia y la deformación agresivas, hay que recordar que el psicoanálisis fue, al mismo tiempo, un vector de circulación para estos textos. Desde el epí-
logo de El fiord en adelante, el reconocimiento está asociado en algún punto a desciframientos que pasan por esa teoría –así como pasan, a menudo, por una referencia a discursos políticos–. Por lo tanto, habría una ambivalencia: por un lado, los textos desvían el sentido y los objetivos de una teoría, pero sin ella, sin la clave, si es una clave, de lectura lacaniana, los textos de Lamborghini habrían permanecido, quizás, en el limbo de una ilegibilidad radical: no se publicarían ni leerían como literatura. Por un lado pervierten la teoría, mostrándola en tanto que obscenidad; por el otro, la teoría justifica y, aunque sea lateralmente, ennoblece una textualidad perversa. Sin servir de “mecanismo de explicación”, un eventual acercamiento lacaniano delimita la transgresión de esa producción –y, de nuevo, las claves políticas o ideológicas han cumplido una función similar en la recepción–. Aparentemente, los textos fundan una teoría de lo agramatical, del “todo deseante”, del desmembramiento del cuerpo, de la palabra, del sujeto; frente a semejante radicalidad, la referencia lacaniana sería uno de los medios de autorizar y de autorizarse prácticas discursivas inéditas. Así, este psicoanálisis revisado funcionaría como la ley de lo ilegal, el marco para un discurso fuera de marco. Con estas restricciones y para terminar con este aspecto, puede pensarse que el discurso lacaniano, mediatizado por Masotta y por referencias indirectas a otros teóricos franceses de los cincuenta y sesenta, está en el centro del corpus teórico que legitima ciertas prácticas literarias incendiarias y ciertas representaciones del lugar del autor. Aunque no haya que sobreinterpretar ni sobredeterminar el papel de Lacan (hay todo un air du temps, dijimos, que lo incluye y lo combina con otros sistemas de pensamiento y de expresión análogos) y aunque hayamos postulado que la teoría no es la causa que, mágicamente, explicaría una palabra anómala, el psicoanálisis parece ineludible a la hora de evaluar, hoy, esa producción. A un tiempo, pre-
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texto de escritura y referente externo que la autoriza: el doble movimiento podría dar cuenta del fenómeno. Curiosamente, esta incorporación paródica e irrespetuosa vuelve más visible los orígenes surrealistas del estilo lacaniano: la reescritura subraya las fuentes de sus fuentes. Así, y como siempre en el caso de las diferentes vanguardias, la ilegalidad supuesta y la novedad absoluta se transforman en desplazamiento de lo mismo, es decir un desplazamiento de lo que puede escribirse. Gracias a la autoridad de un pensamiento venido de París, pensamiento que se lee marginalmente –o sea, como si fuese un desafío a otra autoridad–, los textos de Lamborghini cambian las coordenadas de la censura, incorporando a la literatura discursos hasta entonces excluidos de ella: redefinen lo decible. Cortázar, en esos mismos años sesenta, se quejaba de la pudibundez del discurso literario sobre la sexualidad en Argentina –el glíglico, lengua inventada en Rayuela , es la materialización de una imposibilidad expresiva–. Las lecturas vanguardistas de Lacan parecen haber transformado, duraderamente, esta situación. LA PASIÓN DEL OTRO Las páginas precedentes incluyen, en filigrana, una línea de lectura alrededor de la redefinición de la obra y del lugar del autor, tanto en los textos de Lamborghini como en el espacio público en donde pudo intervenir su figura: autor marginal, autor transgresivo, autor maldito; obra de deseo, obra hablada por otro, obra sin más forma que lo informe de la asociación de significantes o de irrespetuosos comentarios de las herencias culturales. Este largo desarrollo nos trae de vuelta a Macedonio porque todo lo anterior crea una semejanza inesperada –o muy esperada, si hablamos de precursores en términos borgeanos–: Lacan se parece a Macedonio (y/o, en todo caso, leer a Macedonio después de
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Barthes y de Lacan cambia, por supuesto, la percepción de sus textos). ¿En qué sentido Macedonio sería, entonces, operativo en Lamborghini? ¿Qué imagen de Macedonio se esboza a partir de los textos de Lamborghini? O, mejor, ¿en qué medida esta doble presencia (Lacan y Macedonio) determinan una man era de ser escritor y de construir, textual y socialmente, una figura de autor? En esta perspectiva, tres elementos son ante todo destacables: primero, un modo de producción de corte vanguardista. Segundo, esa manera paradójica de representarse como autor en los textos. Tercero, una posteridad editorial y un tipo de lugar en la cultura argentina. Sobre los modos de producción, hay ecos evidentes entre dos literaturas que se estiran así en textos sin límites ni géneros claros (mezclando, en particular, poesía y prosa), que se acumulan sin, casi, publicaciones o que se publican clandestina y lateralmente, materializando en la edición una posición peculiar frente a la recepción (recuérdese al respecto el célebre calambur lacaniano sobre el hecho de poublier, asociación de publicar –publier–, olvidar –oublier– y tacho de basura –poubelle–). La producción presupone a cada paso una negación de la institución literaria –mercado, géneros, protocolos de edición y de escritura–, asociada con una visión caricaturesca de la tradición. Porque no se escribe “algo” sino que el texto representa siempre un estar escribiéndose, un escribir intransitivo; en alguna medida, lo que cuenta es la figura de un Macedonio o de un Osvaldo Lamborghini escribiendo, y no la edición de lo que escriben –o, en todo caso, éste es un rasgo poderoso de sus leyendas, rasgo que no es ajeno a sus modalidades en sí de creación–. No hay “obra”, “libros”, etc., sino que hay gestos, posiciones de escritura. Este aspecto, de raigambre vanguardista, va a la par en Lamborghini con un desdén por la divulgación programática de las prácticas literarias, en el sentido de no intervenir con ensayos y acotaciones para volver legibles textos que introducen una novedad radical (como podía hacer-
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lo, en esos mismo años, Saer y sus ensayos escritos después de Cicatrices, que teoriza sus prácticas y su relación con la novela, o Cortázar, con Morelli, el autor-ensayista de Rayuela , que funciona como la inclusión, dentro del texto experimental, de las justificaciones del gesto vanguardista). En ese sentido, puede afirmarse que no hay un proyecto autónomo, sino un paso a la escritura en tanto que proyecto, un paso como quien dice un paso al acto, que aunque funcione como una teorización de lo escrito, lo hace sin concesiones. En un punto, en todo caso, se borra la frontera entre teoría y prácticas: Macedonio teorizaba ficticia y profusamente, Lamborghini incluye en sus relatos una profusa y ficticia teoría. Sobre la paradójica representación del sujeto de enunciación, notemos que, como en Macedonio, la premisa del vacío del sujeto que escribe está puesta en escena junto con una irrupción constante de la metaficción en medio de la frase: los textos dramatizan la enunciación en vez de respetar el enunciado, y al hacerlo refuerzan la puesta en escena de un “estar escribiéndose”. Por ejemplo:
riencia y como actividad semejante a la sexual. Los textos de Lamborghini, que en realidad son muchas veces fragmentos, borradores, esbozos sin una estructura clara, pasan una y otra vez por una representación contradictoria del yo y del sujeto como instancias ajenas para el propio enunciador: “Me emborraché, entonces solo, si es que alguna vez yo digo y estoy: entonces y solo” (Sebregondi retrocede); “Esto lo escribí hoy. Un poema de Osvaldo Lamborghini, ayer” (Sebregondi se excede). Por un lado, el procedimiento actualiza la concepción paradójica de un sujeto a la Lacan, ya que presupone que detrás de lo escrito no hay nadie (parafraseando: “se habla”, “se escribe”). Por el otro, esta tenaz primera persona resulta, a fin de cuentas, bastante homogénea a pesar de la multiplicidad de vicisitudes y avatares, al menos en la afirmación constante del no ser, de la incredulidad, de la inestabilidad, de la extrañeza ante sí mismo. El que escribe es el Otro, un obsesivo y reconocible yo-Otro, en particular y con singular constancia, un Otro-mujer: “Esa mujer era el mismo Yo” . La palabra también provendría, en Lamborghini, de un “in-vaginario” (las dos citas de Las hijas de Hegel), o sea de un vacío del sujeto-pene y al mismo tiempo de un espacio fértil, disponible para el engendramiento. Por lo tanto, ser autor no es verse como personaje de escritor (en el sentido de instancia narrativa tradicional, símil realista de un ser humano, coherente, condicionado por su medio, etc.), más o menos distorsionadamente reflejado en figuras de antepasados literarios. El personaje-autor es un yo escindido, es el yo del fantasma o del sueño. El autor es un sujeto, pero no entendido como garante de sentido y srcen de la palabra dominada, sino como el sujeto de la enunciación y el sujeto del deseo. O, leyendo a Masotta, el sujeto como eso que está “sujetado, sujeto, determinado por el significante”, es decir, como una instancia discursiva. La imagen de autor es entonces imprecisa, abstracta aunque paradójicamente carnal: no hay
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Bueno, escribí El Niño Proletario, así que puedo seguir la serie (si hay serie)... Bueno. En fin.El Niño Taza debe ser topológico. Esto quiere decir: en este contexto no quiere decir mucho. Estoy leyendo, pero dejo el libro (estoy acostado) y agarro el cuaderno y la lapicera (y sigo acostado) agarro –el cuaderno, la lapicera– y escribo esto (y sigo acostado): y. Niño.(Sebregondi retrocede).
A cada paso encontramos estas irrupciones de una voz que se asemeja a la de un yo poético, un yo responsable de lo dicho que está a la vez dentro y fuera de tenues diégesis –ya que su voz se confunde a menudo con la de los personajes– y que, a partir de su aparente variedad, tiene una forma de estabilidad, asociable a la escritura como espacio interrogado, como expe-
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obra, tampoco hay autor, en el sentido de entidades plenas que permitan negociar con la cultura, entrar en ella, pelear en ese ámbito con otros “personajes” y “obras”. El autor, oximorónicamente, no sabe y nombra el mundo, no posee una palabra plena y sin embargo sigue escribiendo. La literatura deja de tener visos de verdad o de recurrir a una voluntad de verdad socialmente codificada, para dejar ver las fallas, las dudas, la incertidumbre: esa misma posición estaría en el modelo del saber lacaniano. O, al menos, el lugar que ese saber ocuparía ante la razón sería simétrico al que Lamborghini le atribuye a su propia literatura frente a los objetivos tradicionales de toda literatura. En El orden del discurso Foucault supone, recuérdese, que el autor es lo que le da al inquietante lenguaje de la ficción su unidad, sus nudos de coherencia, su inserción en lo real. En la versión Lamborghini tenemos, en un primer momento, una diseminación de textos clandestinos, no publicados, de textos que ponen en escena una dispersión del sujeto: en ese caso, la fisura no es sólo discursiva o transgresiva, sino también estructural: el sujeto que no está, la disociación entre la palabra y el sujeto inducen el caos textual y aparentemente preservan ese “inquietante lenguaje”. Pero con otra vuelta de tuerca, diríamos que la ausencia y el caos textual resultan un modo potente de ser autor desde otro lugar y con otras armas –aunque con funciones similares a las definidas por Foucault–, gracias a un aggiornamento lacaniano de lo que fue la manera contradictoria y eficaz, como vimos, de ser autor en Macedonio. La “destrucción” del lenguaje, de las formas literarias, de la figura de autor, es, siempre, paradójica: la negación, en este terreno, es una afirmación; la afirmación del no lleva a modos desplazados de trabajar lenguaje, forma y sujeto-autor. Este efecto es indisociable de la evolución póstuma de la figura de Lamborghini. Su muerte en noviembre de 1985 dio lugar a una proliferación de relatos sobre él, una “fábula de su
vida” hecha de anécdotas, a veces extravagantes, que en última instancia buscan explicar o encontrar causas, en particular “de su muerte, de su clandestinidad, de la calidad de su obra, de su exilio en Barcelona, de su súbita celebridad” (escribe al respecto Adriana Astutti). Las peculiaridades de su vida se fueron volviendo un espacio de insistentes interrogantes, hasta tal punto que el novelista Ricardo Strafacce ha escrito una biografía de 1200 páginas sobre él (lo que es por lo menos paradójico, tratándose, otra vez, de un escritor de significantes y de borrado de identidades). Esta mitificación de una vida es a la vez contradictoria y coherente con el extremismo de los textos: detrás de lo ilegible, de lo radical y de lo transgresivo, se remonta hacia el hombre para intentar fijar un sentido o construir una legibilidad o completar un efecto; y también, mal que le pese a toda una vertiente de la crítica, para buscar ecos biográficos (en particular sobre prácticas sexuales, posicionamientos políticos y consumo de drogas) que pudieran sustentar el extremismo de los textos. Podría decirse, de todos modos, que Lamborghini diseñó una autofiguración más o menos legendaria, con constantes variantes alrededor de su nombre, de su cuerpo, de su deseo, de sus afinidades intelectuales. En el umbral a toda lectura, su imagen de autor se pone entonces en escena pero en tanto que presencia –o que gesto, diría Giorgio Agamben–, indescifrable. La figura central de este proceso, de más está decirlo, es César Aira. Aira, albacea literario y heredero putativo, es al mismo tiempo el Adolfo de Obieta y el Borges de Lamborghini, es decir, el principal responsable del “mito” (con la colaboración, a menudo polémica, de Héctor Libertella, Germán García y otros) y el que transforma una serie dispersa de textos y borradores en obra. La primera edición que él realiza de las Novelas y cuentos en las Ediciones del Serbal de Barcelona (1988), cristaliza, en todo caso, los dos aspectos: un extrañísimo prólogo, de tonalidad ditirámbica, sobre un personaje de escritor a ojos vista
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ficticio y la presentación de esa constelación de fragmentos como una acumulación de chefs-d’œuvre plasmados en una perfección indiscutible: ambos gestos deberían imponernos tomar en cuenta sistemáticamente, cada vez que hablamos de la producción de Lamborghini, los efectos inducidos por semejantes condiciones de publicación –y esto, sean cuales fueren los objetivos paródicos o humorísticos que, supuestamente, habría tenido Aira en ese prólogo–. La segunda edición de Novelas y cuentos, en Argentina esta vez y en dos tomos (en 2003), abandona la introducción elogiosa, que es reemplazada por dos “Notas del compilador”, mucho más acordes con los protocolos de la edición crítica o genética (historia de los textos, descripción somera de los manuscritos, justificación de algunas decisiones editoriales), pero no deja de llevar a cabo una serie de operaciones con lo que se publica. En última instancia, la misma decisión de recopilar bajo la doble referencia de “novelas” y “cuentos” los manuscritos de Lamborghini implica hacer pasar a la solidez del libro y a un marco genérico reconocible textos incipientes, desordenados, escritos –según la impresión que dan a veces– como borradores desechados o, en todo caso, sin un marco nítido. Al editarlos, al volverlos legibles, al hacerlos circular, aureolados por el prestigio de la editorial Sudamericana y por algunos textos realmente pensados por Lamborghini para ser publicados, Aira ennoblece la escritura, expande la homogeneidad de la calidad del autor a cada palabra suya y, por lo tanto, inscribe todo en la “obra” (o sea, en un conjunto organizado, coherente, con constancias de calidad, según la visión de Foucault). El paso del borroneo a lo editado da autoridad, intencionalidad y valores estéticos a cada página, lo que no es discutible en sí, a condición de no ignorar la fuerte intervención que ese paso supone. Así, los tanteos, estadios preliminares o, repito, esa escritura autosuficiente, no destinada a terceros, se convierten en un acto de comunicación definitivo, fosilizado en la página impresa. Un
ejemplo mínimo para sustentar estas conclusiones: en Las hijas de Hegel encontramos epígrafes repetidos –dos textos distintos aparecen en varios lugares con esa función–, lo que podría haberse visto como una eventual duda sobre la ubicación de tal o cual cita. La ubicación doble y definitiva de esos epígrafes en un texto publicado engendra un efecto de voluntad supuesta, de una intencionalidad que conlleva, a su vez, una hipótesis de sentido. Lo mismo puede decirse sobre el uso abusivo de las categorías de clasificación: en los textos de Lamborghini abundan los calificativos de “novela” y “capítulos” (por ejemplo en Sebregondi se excede), sin que la realidad de los textos obedezca, aun en una concepción amplia, a lo que esos términos significan. Y sin embargo, Aira retoma las categorías para presentar y comentar los textos. Al hacerlo, la edición postula una legibilidad, una honorabilidad y reivindica, para Lamborghini, un lugar en la historia de la literatura argentina que, quiérase o no, exige pasar por la existencia de una Obra, compuesta a su vez de Poemas, de Novelas hechas de Capítulos, y así sucesivamente. La operación de Aira finaliza, por lo tanto, una trayectoria en donde los textos aparecen como sustento para “hacer a un autor” (según repetidas declaraciones suyas sobre la cuestión), y en este caso, el “ser autor” es, muy claramente, ser un antepasado posible para una nueva vanguardia; lo que, de paso, excluye a otros “ex vanguardistas”: Borges y Cortázar. El propio Lamborghini alentó esa posición suya de guía y gurú para un supuesto grupo de jóvenes, por ejemplo al parafrasear la célebre frase con la que Gombrowicz se despidió de Argentina y de sus discípulos (“Muchachos, maten a Borges”), escribiendo: “ MUCHACHOS, hay que seguir escribiendo; porque yo no soy padre: soy un destino” (Las hijas de Hegel). Ese fue su legado, ser un precursor que no es, efectivamente, un padre, sino un eterno adolescente, un anciano menor o una especie de “bebé muy viejo”, como lo describe Libertella:
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Pues bien, ese bebé muy viejo, agachado en el fondo de una botella y en posición fetal (como está el gusano en la botella de mezcal) no es un escritor; obviamente. No quiere comunicar. Tampoco es un literato. No quiere alcanzar la Enciclopedia. Sólo quedó fijado eternamente en la etapa del vagido. Si asume ese idiolecto hasta la decrepitud (los románticos morían a los 20 años; Lamborghini murió anciano, a los 45), lo hace entonces con la vieja autoridad del noble sabio suicida.
En el mismo sentido, cuando Damián Tabarovsky, un escritor de las nuevas generaciones, reivindica en su ensayo Literatura de izquierda una literatura “sin público”, que sea a la vez innovadora (vanguardista, si se quiere), marginal (que “esté fuera de todo”) y que se oponga a las determinaciones del mercado que pesan en la literatura producida hoy en Argentina, también va a inscribirse en una paradójica herencia de un canon/contra-canon fijado en los ochenta según él y que pasa en particular por Lamborghini. Remontando la cronología, frente a los herederos luminosos de Macedonio que ocupan el espacio literario en los sesenta (Cortázar y Borges), Lamborghini se situaría en el lugar del hijo impío. No prolonga su obra ni aprovecha el espacio creado, sino que sería él mismo otro Macedonio, o lo sería de nuevo: así parecen leerlo Aira y Tabarovsky. O sea, es el padre parricida, el padre que empieza de cero, que no impide ni sirve de modelo, sino que indica un camino y una posibilidad de escritura. Dicho de otra manera: es el creador de una escritura imposible que se vuelve modélica e imaginariamente productiva. Y no deja de ser significativo que, a pesar de repetidas reivindicaciones, los “influidos” (Aira, Tabarovsky, Strafacce y otros) se parezcan poco y nada al “influyente”, tal como sucedía con Borges, Cortázar, Saer o Piglia frente a un ensalzado Macedonio. Porque la arbitrariedad semántica, el caos, la inexistencia de la obra en tanto que conjunto constituido y pensado, se en-
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cuentran en un punto transformados en sentido: si Macedonio es un gran escritor, quiere decir que se lo puede ser sin obra; si el sujeto es un sujeto de deseo, el texto que se produce tiene, a falta de inteligibilidad, una razón de ser, etc. La figura de Macedonio propone un modelo mítico en donde se puede ser gran escritor así, siendo una pasión del Otro, es decir, también, una pasión de los herederos, una pasión o una figura potente en la posteridad. Lamborghini prolonga esa posición mítica, actualizando la idea de una novedad hecha de radicalidad, de negatividad, de marginalidad. Sus instrumentos son sesentistas: lingüística, política, formalismo y, sobre todo, lacanismo. Pero el efecto es entonces similar al de Macedonio: ambos se vuelven operativos en ese momento en el que los escritores o el campo literario se ponen a soñar con un Otro, con un escritor que esté en otro lugar, afuera, un escritor que anule los espejismos del ser, las limitaciones de la propia palabra, el funcionamiento institucional de la literatura (universidad, evaluación crítica, mercado). Alguien que permita devolverle un horizonte, una dinámica, un más allá, aunque sea inoperante, al discurso literario. Alguien que, para retomar lo citado, “a cantar, se pone, en el lugar del Otro.” La infinita obscenidad y el extremado exhibicionismo de los textos de Lamborghini (“mirá, lo tengo, lo tengo, lo tengo” / “leé, lo digo, lo digo, lo digo”) trazan, por lo tanto, una figura de escritura posible, hipotética, futura, que es al mismo tiempo una escritura estéril, frustrada, condenada a la repetición y al silencio. En ese sentido, y dejando de lado la repetitiva genitalidad, sus prácticas no son ajenas a las de Macedonio. Se trata en ambos casos de escribir en la frontera de una imposibilidad: la de una metafísica mesiánica en un caso, la de una expresión plena del goce en el otro. La crispación alrededor de esa utopía literaria les da a ambos la grandeza del fracaso (fracaso, si juzgamos las respectivas producciones a partir de juicios tradi-
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cionales sobre obra, legibilidad y circulación). Sin embargo, las marcas que los dos han dejado en la literatura argentina –más profundas en un caso que en el otro, obviamente– podrían explicarse por la virulencia de un gesto que prefiere enunciar la frontera con lo inconcebible en vez de ornamentar la pérdida y consolarse con el símbolo de lo inexistente. Al representar la utopía de una escritura de lo que no se puede escribir, ambos ampliaron, indudablemente, el espacio de lo que sí se escribe y se seguirá escribiendo. Y las extrañas leyendas (una tan “vanguardista”, la otra tan “setentista”) que cubren sus biografías, también funcionan como un símbolo de la escritura en tanto que aventura, que compromiso total: la figura de escritor en sí misma representa, engañosamente, esa posición de búsqueda de una literatura futura. Por lo tanto, leído por o desde Lamborghini, el “no escribir” macedoniano es muy diferente del “escritor sin obra visible” que postula Borges. Las maneras de ser –de no ser– escritor que tuvo Osvaldo Lamborghini transforman a Macedonio en un modelo para una transgresión que, en sí misma, es tan indispensable como inalcanzable.
V. Saer: un escritor del lugar
Junto con Borges, Saer es uno de los autores argentinos que con más clarividencia y dramática intensidad instaló en el centro de su literatura la pregunta del cómo ser, o volver a ser, o seguir siendo, escritor. Las respuestas que fue dando, sea en las modalidades peculiares que tomó la producción de sus ficciones (lo que cabría denominar su proyecto), sea en un uso srcinal de la metaliteratura (representación ficticia de escritores, de medios literarios, de procesos de escritura), sea en una teorización sobre el lugar del escritor (en particular en sus ensayos de los años setenta, período de afirmación de su obra) y en las estrategias de intervención o de no intervención en medios académicos, periodísticos y culturales (estrategias que, a su vez, fueron transformándose a medida que se transformaba lo escrito), todas estas respuestas tienen en común dos elementos. Por un lado, la afirmación tenaz de un modo de pertenencia: ser escritor es, en Saer, ser un escritor con un territorio, un escritor que se construye un lugar, que transforma las coordenadas del propio srcen para hacer de él el cimiento de una identidad literaria. A la pregunta “cómo ocupar un lugar”, Saer parece entonces responder escribiéndose él mismo ese lugar –que es también un lugar de lectura, un modo de recepción de sus textos–. Por otro lado, esa afirmación de una pertenencia, ese lugar en la literatura y en el mapa argentino, son, como todas las otras respuestas dadas, móviles, inestables y, macedonianamente, pa167
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radójicas. Es decir, que las respuestas al “cómo ser escritor” o al “cómo ocupar un lugar” integran, aquí también, la coexistencia simultánea de posiciones opuestas, para construir sistemas que vuelvan viable la creación. Como queda dicho en la introducción, son ficticias o sea, en la versión de Saer, son una mezcla inextricable de empírico y de imaginario, una manera de dar cuenta de la indeterminación del sentido del universo y del hombre, una propuesta para redefinir, problemáticamente, lo que entendemos por “verdad”. Una constante dimensión contradictoria va a caracterizar, por lo tanto, los diferentes aspectos analizados en el texto que sigue.
La escritura sería como esa caminata de Leto y el Matemático a lo largo de veintiuna cuadras y cincuenta y cinco minutos el 23 de octubre de 1961: un avanzar constante, tan lineal como zigzagueante. Cierto es que una serie de digresiones, a lo largo del paseo, narran el pasado de Leto y del Matemático y narran también lo que les sucederá a los personajes entre esa mañana de 1961 y algún día trágico de 1979, o sea que el recorrido lineal tiene, en realidad, bifurcaciones, variaciones, pausas. Pero, contra vientos y mareas, la novela continúa su movimiento, de cuadra en cuadra. Igualmente, aunque los relatos de Saer vayan integrando variantes, innovaciones, trasgresiones del propio principio de construcción, una frase lleva a la otra, una página a la siguiente, una novela a su continuación futura. El conjunto da una impresión de proyecto y de homogeneidad prevista de antemano, porque ciertas reglas, que se van definiendo de libro en libro, rigen su funcionamiento, y también porque el lector atento descubre, ante cualquier texto nuevo, indicios y anuncios en textos anteriores (por ejemplo, algún cuento de En la zona anuncia la primera novela redactada, La vuelta completa y varias posteriores, como Glosa y La grande). Con una singular coherencia retrospectiva, todo parece previsto desde el inicio, todos los textos parecen haber existido desde el primer texto, o al menos, ese efecto se produce cuando leemos ahora las ficciones juveniles. Efecto de coherencia, creado por la dinámica de expansión y variación de la obra, que es inseparable de otro efecto: el de inventar a un autor, centro y responsable de esta arquitectura. Una articulación significativa al respecto es el prólogo incluido en En la zona, que puede tomarse como el prólogo de toda la obra. Ahí leemos: “Para todo escritor en actividad la mitad de un libro suyo recién escrito es una estratificación definitiva, completa, y la otra mitad permanece inconclusa y moldeable, erguida hacia el futuro [...]. Si ante un libro suyo in-
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LA MUERTE DEL AUTOR Más que de obra o de saga, el conjunto de los relatos escritos por Juan José Saer podría calificarse de cadencia, es decir que esos textos se caracterizan por una frecuencia de producción, por una singular manera de avanzar, por un ritmo, por una continuidad que se prolonga de título en título. Así, desde su primer libro de cuentos, En la zona (1960), vemos aparecer y reaparecer personajes y situaciones que se prolongan, se cruzan, se completan, dejando siempre la puerta abierta para otra página, para otra peripecia, para otra frase que suena y resuena como una melodía a la vez conocida y diferente. A pesar de algunos puntos en común con dos modelos eventuales, Balzac y Proust, la práctica es srcinal: no hay ninguna visión panorámica de una sociedad (como en Balzac), ni una continuidad que termina, en un último suspiro y página escrita, recuperando tiempos perdidos, armando la historia de una escritura (como en Proust), sino que hay un movimiento incesante, un conjunto inconsistente. Glosa, que es quizás la novela central del corpus saeriano, nos propone una imagen posible para describir el funcionamiento.
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completo un escritor muere o se dedica a otra cosa, era que en realidad ya no le quedaba nada por decir y su visión del mundo era incompleta”. Ya a los veintitrés años Saer afirmaba ese principio de lo incompleto y de la cadencia que trato de describir, principio que constituye el marco en que se definirán las especificidades de su función de autor. Escribir no es cerrar, terminar y completar, sino que supone una doble operación: fijar un sentido hoy y erguir otro, la otra mitad, para el futuro: un libro escrito tiene siempre una mitad “inconclusa y moldeable”. Si a un escritor le quedan cosas por decir, si tiene una visión del mundo, todo libro incompleto lo protege de la muerte. La firmeza de la cadencia de escritura más la impresión de lucidez e intencionalidad –como si, desde el inicio de los tiempos, en el mundo saeriano todo estuviese predeterminado a ocupar el lugar que, más tarde, ocupará–, dan, ambas, una impresión fuerte de presencia autoral, de sujeto dueño de una voluntad clarividente y todopoderosa, poco compatible con el borrado del autor que, en otras perspectivas, constatamos en los textos de Saer. Pero se trata de un efecto producido por los textos y no una causa u srcen de esos textos: la cadencia, el modo de producción, dibuja entonces una figura imaginaria de autor. Porque en la práctica, no es que todo esté pensado y previsto (que la obra esté cerrada, aunque más no fuera a nivel del proyecto), al contrario: cada paso implica, por supuesto, una novedad e incluso un cambio con respecto al episodio precedente. Sin embargo, una serie sutil de mecanismos lleva siempre a integrar el desvío, a naturalizar lo extraño y a producir lo que se podría calificar de coherencia retrospectiva, sugiriendo una apertura hacia lo que vendrá (una nueva mitad inconclusa, “erguida hacia el futuro”). La obra es una totalidad dinámica, y de ninguna manera una estructura rígida. Cada novela produce un cambio de reglas, y el cambio de reglas, nuevas novelas. La
incorporación de cada parte en una totalidad redefinida no es entonces una rectificación del conjunto sino un modo de funcionamiento: el efecto se vuelve causa; la excepción, norma; lo inédito, lo extraño, lo sorprendente se convierten en un episodio ya previsto y programado. Se trata de un principio de inclusión a posteriori: cada texto funciona como una anomalía con respecto al sistema, pero el trabajo de escritura supone una adaptación, una transformación del sistema, para poder integrarlo. Así, esa cadencia de escritura es, en sí, el proyecto. El proyecto es un efecto de dos o tres reglas básicas y de esa cadencia. El seguir siempre escribiendo, el ampliar, variar e integrar, son un modo de movimiento, un ritmo que también identificamos en el estilo del escritor, esas largas frases, a la vez extensas, digresivas y de pulso seguro; frases que parecen poder integrar todo lo lateral y lo inédito, sin perder de vista su sentido. En una obra que habla obsesivamente de los estragos del tiempo y de la muerte, esta cadencia está, a su manera, negando también toda idea de cierre: el punto final es lo único que nunca puede suceder. Nada parece poder interrumpir ese flujo, nada parece poder quebrar un dispositivo de singular perennidad. Si en Glosa el narrador nos transporta hacia otras circunstancias y peripecias que transforman la caminata juvenil y primaveral en el anticipo de una tragedia ineluctable, cierto es que el libro vuelve, al final del paseo, a esa mañana de 1961 y nos deja la imagen de un Leto joven, para quien la vida está todavía por delante. Esos cincuenta y cinco minutos, los de la obra literaria, desafían lo que el narrador sabe y narra del desenlace de las biografías de los personajes: en alguna medida, ese tiempo se puede prolongar para siempre. Para hablar de los textos de Saer habría entonces que utilizar una forma verbal imperfectiva: no están escritos, sino siendo escritos, siempre por escribirse, siempre en movimiento. La obra es eterna y nosotros, los lectores, lo somos con ella.
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Estas características de la composición del corpus se confirman si observamos el proceso de escritura (que pude estudiar para una edición genética de Glosa y El entenado). Saer escribía lentamente a mano, en prolijos cuadernos con renglones y márgenes, en donde iba inscribiendo el texto sin borradores anteriores, sin blancos, sin pausas, sin arrepentimientos. Sus textos están escritos así: una frase después de la otra, una página después de otra, con una especie de fuerza tranquila, de fluidez que se siente, luego, en el resultado. Glosa, por ejemplo, cuya complejidad estilística, cuya trama intrincada de planos temporales, cuya red fluctuante de versiones y personajes, son notables, está escrita así: una palabra después de la otra, un paso y otro paso, una frase después de la otra, de cuadra en cuadra, una página y otra página y por fin tres cuadernos, veintiuna cuadras y una estructura impecable. Por otro lado, es imposible fijar el comienzo y el fin de la producción de un texto: en los documentos preparatorios aparecen pistas para novelas distintas, a veces muy alejadas en el tiempo y, en última instancia, puede considerarse que cada novela sirve de borrador para la siguiente. Esa cadencia también se percibe entre cada fragmento del corpus: sólo unos días separan el fin de la escritura de El entenado y el inicio de la de Glosa. Y Glosa se cierra, en el medio de un cuaderno, con una fecha (“11 de septiembre de 1986”) e, inmediatamente después, en la página siguiente, sin ni siquiera dar vuelta la hoja, se lee otro título (“De lo imposible”), otras fechas (“13/4/87”, “15/5/87”, “10/9/87”) y otros tanteos de comienzos. Otros tanteos de comienzos que se inician repetidamente con la palabra “Sigo”. Y así es: se trata de la novela que sigue, de La ocasión. La cadencia es ésa, la cadencia es eso: la escritura de Saer “sigue”. Este “seguir” es un elemento importante de lo que cabría denominar el “efecto Saer”: es una obra que se va leyendo y releyendo a sí misma, pero siempre esperando o incluyendo la expectativa de otro episodio, de otra
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peripecia, de un retorno de la misma melodía, del mismo ritmo, de la misma mirada lúcida, irónica, hedonista y espantada del mundo. Y también es este seguir, esta cadencia, esta dinámica a la vez decidida y reticente, lo que traza, con peculiar constancia, una presencia de autor, como aquél, no que sabe, decide y determina, sino como esa fuerza que prolonga, a lo largo de los años y de los libros, la frase, el fantasma, el epifánico percibir. A la descripción que precede hay que leerla en realidad en tiempos pasados. La muerte de Juan José Saer el 11 de junio del 2005 fue un cataclismo que, a su manera, trastocó un mundo, ese espacio único, la zona. Carlos Tomatis, Pichón Garay, Washington Noriega y tantas otras figuras que transitaban de relato en relato, han desaparecido, o al menos se han fijado para siempre en las mismas frases socarronas y los mismos comportamientos dubitativos. Los insistentes interrogantes a la percepción y a lo real quedarán, ahora, determinados en características restringidas y resumibles. Y ese fluir estilístico deja de ser un movimiento continuo que parecía no poder agotarse nunca para formar un círculo cerrado. La cadencia se detuvo, el tiempo queda suspendido. En el plano estrictamente literario, la muerte de Saer es, entonces, un acontecimiento mayor: la última página está escrita. Se suele decir, de cara a la muerte de un escritor, que él sigue vivo en sus textos. En el caso de Saer no es así: su muerte, la frontera entre lo que escribió y lo que no escribirá nunca, son una revolución que pasa a formar parte de la obra, que la transforma. Sin lugar a dudas, el sistema productivo y su capacidad de integrar lo anómalo van a atribuirle un lugar específico a ese final, van a hacerlo resonar como algo extrañamente previsto, como un efecto retrospectivo. Otra obra comenzó entonces, diferente de la que habíamos leído. Esas resonancias, esos efectos retrospectivos, empiezan ya a percibirse. Porque significativamente, la última página es una novela inconclusa,La grande, en donde reaparecen personajes e
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intrigas de la obra anterior, en una dinámica narrativa de gran amplitud. Final abierto que, por supuesto involuntariamente, cierra una posible continuación. Una novela que, coincidencia, vuelve a pasar porEn la zona, La vuelta completa, por Cicatrices, por La mayor, por Glosa, por La pesquisa, por Lugar. Una novela que transita, como quizás nunca antes en Saer, por territorios relativamente tradicionales: intrigas complejas, referencialidad estricta, fuerte impregnación autobiográfica. Es decir que la obra se termina y se detiene en esa “gran” novela que a su manera refleja y retoma lo ya escrito, tanto en la propia obra como en la literatura universal. Repito: esto no es más que una dramática casualidad o, como hubiese dicho Saer, una contingencia (una contingencia de ésas que, según él, rigen buena parte de lo que los hombres pretenden entender, reivindicar o dominar). Ver un testamento en este último relato, ver un cierre voluntario en esa novela trunca, sería aberrante: el proyecto deLa grande se confunde con el de Glosa, es decir que tiene más de veinte años y Saer preveía una novela breve que, de alguna manera, prolongaría La grande. Pero, de nuevo, la causalidad es significativa retrospectivamente: es en el momento de casi terminar este recuento y este panorama de lo anterior que la escritura se detiene. Es más, se detiene en un momento, de una manera, en una frase, que merecen comentario. Como sabemos, La grande termina en la última parte de la novela, una especie de breve epílogo intitulado “Lunes”. La novela está dividida en siete días, de “Martes” a “Lunes” y la acción principal terminaba al final del “Domingo”. Lo que queda, entonces, pasado en limpio en una computadora, prolijo y aparentemente listo para su publicación, son los seis primeros días, luego el título “Lunes”, un subtítulo, “Río abajo”, y la primera frase de ese epílogo: “Con la lluvia, llegó el otoño, y con el otoño, el tiempo del vino.” La última frase está allí, río abajo y hablando del otoño, del tiempo y del vino. La obra se cierra con un epílogo que es un inicio, el
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inicio de un párrafo, el inicio de un texto nuevo y el inicio de una semana nueva. Lunes, primera frase y después nada, nadie, nunca. Escritura suspendida en un momento cualquiera, disponible para una continuación imposible. El escenario de la escritura queda vacío, sin que haya habido gesticulaciones patéticas ni tonos definitivos. De pronto, la cadencia se interrumpe, el escritor se esfuma. Encuentro, en la obra misma de Saer, una situación que podría servir de alegoría de esta muerte percibida como una suspensión cotidiana, como una interrupción suave y total al mismo tiempo. Me refiero a la descripción que leemos, en La pesquisa, de la casa de Rincón después del secuestro del Gato y Elisa (episodio anunciado entre líneas en Nadie nada nunca y narrado en Glosa): después de un paseo en barco, los personajes y la novela “pasan” por el espacio de la acción de Nadie nada nunca. La irrupción del horror deja, según se nos cuenta entonces, la casa intacta, en una sobria descripción que, aunque algo extensa, vale la pena citar: De esa casa habían desaparecido varios años antes, sin dejar literalmente rastro, el Gato y Elisa. Fueron, como tenían la costumbre de hacerlo desde hacía años, a pasar un par de días juntos, y nunca nadie más volvió a verlos. La casa de Rincón había sido desde siempre para ellos el recinto sacrosanto donde repetían periódicamente el ritual del adulterio. La puerta de calle estaba como de costumbre sin llave, pero todo seguía limpio y ordenado. No había señales de lucha o de presencias extrañas. Las camas estaban hechas y la mesa puesta. En la heladera, los alimentos para varios días se encontraban todavía en buenas condiciones. Aunque había algunos objetos de valor, máquina de escribir, ventiladores y otros artefactos, no faltaba nada y cada cosa seguía, intacta y en perfecto estado de funcionamiento, en su lugar. Un amigo publicitario, para
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el que el Gato hacía de tanto en tanto algún trabajito, fue el que descubrió que habían desaparecido: como eran tiempos de terror y de violencia, y como al entrar en la casa silenciosa, empezó a sentir un olor nauseabundo, el amigo publicitario se asustó bastante, pero cuando entró en la cocina descubrió que el olor venía de un pedazo de carne que se descomponía sobre el fogón, en un plato. Al lado había un gran cuchillo de cocina y una tabla de picar carne, pero no habían tenido tiempo de usarlos. En el momento en que habían sacado el plato de carne de la heladera y lo habían depositado sobre las baldosas rojas del fogón, el fluir de sus actos se había detenido y ellos se habían como quien dice volatilizado.
Así queda la zona de Saer, con sus calles y casas, con su luz y sus árboles, con su río y sus personajes: decorado y elenco inmovilizados. Así, dejando todo el dispositivo de su obra en orden, intacto y en “perfecto estado de funcionamiento”, de pronto se detiene el fluir de la escritura y el autor se volatiliza del escenario de creación. Ese fue, ése es el último gesto, la manera extraña en que se suspende, más que termina, la producción literaria de Juan José Saer. Doble constatación de lo que precede. Por un lado, esta suspensión, en vez de una palabra final, un cierre o un clímax después de una vida de escritura, acentúa la impresión de una cadencia autónoma, independiente del sujeto. Pero al mismo tiempo, la fuerza que cobra este final discreto es una confirmación, a posteriori, de la eficacia del procedimiento. Evidentemente, en una obra que insiste en el borrado de toda voluntad, en una práctica escéptica del concepto de personaje y en una teorización de la ausencia de autor, es singular que la muerte del escritor sea un acontecimiento que transforma el sentido de los textos y reorganiza el conjunto de la producción. Por lo tanto algo, antes, debía preparar este efecto inesperado. Porque
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la cadencia productiva y la definición, digamos, retrospectiva del proyecto planteaban ya el problema de la intencionalidad; el proyecto es, en alguna medida, la materialización de un sujeto autor: el autor no es nada, nadie, según la frase saeriana, a lo que cabría agregar que no es nada y nadie más que esa palabra –ese flujo, esa cadencia– y ese deseo que le daban a la obra su potencia tranquila. Si se quiere, esa cadencia implica ciertas modalidades, procesos y momentos de la definición de un autor, visto como un efecto de la escritura, como un efecto transformado legendariamente en causa de lo escrito. La cadencia arriba resumida tendría por lo tanto dos resultados simultáneos y superpuestos: la constitución de una serie de textos en obra, la transformación de la instancia engendradora de esos textos en autor. Su interrupción marca una extraña modalidad de ausencia, es decir, fija para siempre una presencia pasada. Ésa es la paradoja saeriana que, me parece, se sitúa en el centro de su producción y de su manera, a la vez lateral y sintomática, de ser escritor, de seguir siendo escritor o de volver a ser escritor, después de Borges. LOS TÍOS NARRADORES En los textos de Saer vemos repetirse la puesta en abismo, a nivel temático o argumental, del engendramiento del texto y de su funcionamiento estructural. Siempre, en algún rincón de una ficción saeriana, se encuentra, a veces disimulado, el espejo que refleja el propio relato, su lógica de construcción, sus condiciones de posibilidad. Y, siempre, ese reflejo, esa puesta en escena inmediata o mediatizada, gira alrededor de lo problemático y lo indeterminado, cuando no de lo arcaico y lo srcinario. El tema de la escritura es también el sistema productivo, su dinámica y su inestabilidad, dramatizados como una peripecia
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angustiante que incluye, lateralmente, la promesa de una posible continuación. Así, en la ficción saeriana la creación supone plasmar en la hoja lo que se escribe como mensaje sin sentido para una vidente que no ve y para un escritor que observa, incrédulo, lo que está escribiendo: “el sopor, la somnolencia, la miopía, llenan mi carta de presentación”, leemos en la “Carta a una vidente” que cierra La mayor. Los personajes de autor en la obra y los episodios de escritura que figuran en ella presentan, todos, cierta indefinición, cierto automatismo, cierta sumisión a un dictado de algo que viene de otra parte. Vemos repetirse imágenes de escritores que no escriben, como Tomatis, que se hunden en el agua chirle de la melancolía, que bromean con desesperada ironía. O que se van y regresan (Pichón Garay, Gutiérrez), o que llegan a la zona (el entenado, Bianco, el doctor Real). El que no está, el que no escribe, el que perdió, el que vuelve en busca de un pasado quimérico, el que no logra descifrar lo real: esas coordenadas recurrentes constituyen las coordenadas de un “ser-en-el-mundo” saeriano, y por lo tanto son inherentes a la tarea de escritura. La puesta en escena en el relato del propio engendramiento significaría, en todo caso, una incredulidad y las ilusiones perdidas del narrador, en palabras del propio Saer en “Razones”. O sea que se interroga la escritura y la autoría como un enigma, en una galería de personajes que son autorretratos desautorizados y falsos, modos soñados de ser escritor que funcionan como imágenes de una posibilidad: todos son y ninguno es, mientras la escritura sí “está siendo”. Matizando esta primera constatación general, vemos yuxtaponerse dos ficciones distintas sobre el srcen de los textos. La primera sería histórica, hecha de una puesta en escena de escritores de la zona, de grupos artísticos, de polémicas y modalidades de funcionamiento de un medio literario mínimo y particular que, según uno de los postulados esenciales de la obra, tendría la capacidad de significar lo universal: es decir,
una herencia, una colectividad, una situación en la tradición occidental. La segunda toma la forma de un mito que narra, una y otra vez, el momento de aparición de la palabra, gracias a una regresión, un despojamiento, un hundimiento en lo anterior y lo informe; en sus versiones más complejas, la ficción supone remontar hasta tiempos fuera del tiempo y, desde el barro primero y la página en blanco, ver surgir, a partir de esa nada, el propio mundo narrativo, la propia obra. Del lado de la ficción histórica, hay que notar la constancia, quizás desdeñada por la crítica, con la cual Saer fue construyendo una narración de la vida intelectual y literaria de la ciudad. Desde las deshilachadas conversaciones de –ya– Tomatis y tres amigos en “Algo se aproxima” (1960) a una de las líneas argumentales fundamentales de La grande (2005) (la anécdota del “falso vanguardista”, que es el punto de partida del proyecto de la novela en los años ochenta), pasando por las discusiones estéticas de la primera parte de Cicatrices (1969), las irónicas y chispeantes polémicas del cumpleaños de Washington en Glosa (1986), o las peripecias ocasionadas por la herencia literaria de ese mismo Washington en La pesquisa (1994), la obra vuelve, una y otra vez, a narrar o a representar un medio artístico en general y literario en particular, una manera de situarse frente a la cultura universal, frente a las tensiones políticas y estéticas argentinas, frente a las ideologías, al regionalismo, a la moral, al poder económico, etc. Y a poner en escena, como un modo natural de estar en el mundo, a escritores o a hombres más o menos directamente relacionados con la literatura, empezando por Tomatis y Pichón Garay, los dos personajes más importantes de la obra. Se narra así un primer plano amistoso –el grupo, en el que se incluyen los recurrentes personajes de la zona– y, luego, las interrelaciones de ese grupo al que se pertenece con los otros, los adversarios, con el poder económico, político y artístico de ciudad o de la región.
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O sea que, en contrapunto a las figuras estériles de escritores melancólicos, la obra reproduce y construye un mundo intelectual en el que fue o habría sido engendrada, inscribiendo a la creación en cierto tipo de prácticas literarias, en cierto arte de la conversación muy determinado, en ciertos tonos y preocupaciones identificables con una época y un lugar: Saer renueva el tópico literario argentino de la reunión de amigos y las trasnochadas discusiones intelectuales. Las descreídas representaciones de escritores que caracterizan sus relatos, así como los vehementes postulados universalizantes que los rigen, son la otra vertiente de un gesto repetido que tiende a arraigar a los textos en un contexto fuerte, en un horizonte de srcen en parte legendario y en parte referencial –en parte empírico, en parte imaginario–, reivindicando un espacio inédito en la literatura nacional. O si se quiere, en una obra marcada por una especie de orfandad cósmica y de autonomía exacerbada –si tomamos al pie de la letra ciertas articulaciones y afirmaciones metaliterarias del escritor–, los textos ponen en escena, se detienen detalladamente, en la narración de un srcen colectivo, de un medio, es decir, en una pertenencia. Según una frase conocida de Saer (de Una literatura sin atributos) “todos los narradores viven en la misma patria: la espesa selva virgen de lo real”, pero él, antes de irrumpir en esa espesa selva virgen, delimita un medio literario tan afabulado como santafesino. Ahora bien, el contrapunto entre la afirmación normativa del ensayo –en general polémica– y la sutil práctica narrativa es más que significativo; o, si se quiere, el hecho de que a la pertenencia (a un grupo, a una corriente literaria, a una generación, a un período histórico, lo que podría considerarse como una etapa indispensable en la construcción de una figura de autor) se la exponga más en la ficción que en ensayos o entrevistas es un gesto fuerte, ya que, consecuentemente, esa pertenencia será rastreable, referencial, y al mismo tiempo creada por las
necesidades o el deseo del sujeto que escribe. La pertenencia es una ficción personal, una apropiación imaginaria de lo existente, lo que implica un doble movimiento: por un lado, situar un pasado, un nosotros, un srcen intelectual y espacial para la obra. Por el otro, en la afirmación misma de esa pertenencia, exponer una singularidad, una diferencia radical, ya que ese grupo, ese medio, ese lugar y ese tiempo son ficciones. Porque a pesar de la parcial referencialidad de lo representado (comprobable en el caso de algunos personajes y peripecias, según rumores santafesinos), la transformación que lleva a cabo Saer de esos materiales hace de su propia historia y de su propio srcen intelectual una leyenda. Y, repito, en contradicción con esta fuerte pertenencia afabulada, los textos ensayísticos afirman, intensamente, una especificidad, un rechazo de cualquier determinación de srcen, una individualidad que, aunque sea incierta y escéptica, no por ello es menos sólida. Si, siguiendo a Nathalie Heinich, los escritores vacilan por un lado entre la nostalgia por los grupos literarios, la incorporación en una tradición y el reconocimiento de modelos, y, por el otro, un “ascenso en singularidad” que lleva a una diferenciación radical y la definición de una especificidad, esta pertenencia ficticia de Saer es, sin duda, un compromiso entre una socialización y un particularismo reconocible. En esa dinámica, el gesto más importante será, quizás, la construcción dentro de ese medio, grupo o generación, de una filiación. El personaje de Washington Noriega supone, gracias a su figura, una recuperación personal de Juan L. Ortiz, más allá de la defensa directa del valor de su obra, a menudo expuesta en los ensayos. En esa defensa Saer desbarata los juicios tradicionales que forman el canon literario argentino –Juanele, repetidamente, es el “mejor poeta argentino”–, y al hacerlo sitúa en el Litoral la escritura de una obra de gran envergadura y de ambición universalizante. De esta manera, se inscribe a sí mismo
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en una filiación de poetas y no de narradores: un lugar posible para su propia obra se encuentra así dibujado. Y hay que notar también que en Washington encontraríamos elementos de Macedonio, según alguna declaración suya, lo que se corresponde con una voluntad de superponer las dos figuras. Más allá: con una intención de poseer su “propio” Macedonio, pero sobre todo de transformar a Macedonio en un antepasado para el propio proyecto –un antepasado que no sea Borges–; en este caso, el iniciador de una experimentación narrativa extremada en la literatura argentina. Vía un personaje inventado, Washington, Juanele y Macedonio se vuelven los padres putativos en esa “gran tradición de Occidente” reivindicada en La narración-objeto, “compuesta casi exclusivamente de marginales”. Padres putativos o, para decirlo con Saer, tíos narradores, según la expresión que usa en un artículo sobre Guimarães Rosa incluido en Trabajos. Allí, efectivamente, el escritor defiende la creación de una filiación novedosa, tomando el ejemplo de Dostoievski, torturado por la muerte del padre:
cumbre al respecto), filiación que tendrá su vertiente legendaria en la relación entre el Padre Quesada y el entenado. Frente al escritor que vive en la “selva espesa de lo real”, que no es “nadie y nada”, que escribe despojándose de todas sus determinaciones y todos los elementos que harían de él “alguien”, es decir, también, que anula toda posibilidad de ser el hijo de otro, los relatos vienen, en sentido inverso, a narrar una sucesión de generaciones, un modo de transmisión, un lazo entre el sujeto que escribe y los que lo precedieron. Aunque entrecortada, hay entonces en ese grupo literario un esbozo de novela familiar. Un grupo literario regido por la incredulidad, una filiación de desconfianza, un código común de negatividad: ése sería el linaje intelectual, tan argentino después de todo, que Saer crea en sus ficciones. En el universo de la zona, Washington no es el único “antepasado”, ya que en algunos textos dispersos aparecen dos otros personajes de escritores de la misma generación que Washington, Higinio Gómez y Adelina Flores, que, aunque no ocuparon, finalmente, un lugar importante en la obra, están presentes en textos preparatorios de las novelas como dos “pares” del viejo poeta. Los tres personajes (asociados por la edad y por la actividad de escritura, según Saer) son mencionados en un documento prerredaccional de El entenado, que tiene la forma de una cronología de los principales acontecimientos de esa novela (en 1515 se señala la muerte del capitán, en 1525 el encuentro con españoles que llevan al entenado de vuelta a Europa, y así sucesivamente). Al final, dando un salto vertiginoso, aparecen estas últimas fechas y estos últimos acontecimientos: “1577 Muerte del entenado; 1891 Nace en San Javier Jorge Washington Noriega; 1908 Nace, en la ciudad, en el Barrio Sur, Adelina Flores; 1915 Nace en Rincón Higinio Gómez.” Luego de la “prehistoria” –la vida de la tribu colastiné–, empieza entonces la historia de la zona, con sus primeros personajes “históricos” (y el gesto se repite, también, con la insistente evocación de la fundación de
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A esa fatalidad familiar, en tanto que novelista, le opuso una filiación propia, personal, una filiación cultural [...]. Sus tíos narradores se llamaban Gogol, Balzac, Cervantes, Shakespeare, Homero. Transportándolo a un mundo más grande y más flexible que el de su fatalidad biológica y familiar, no solamente lo salvaron, sino que lo hicieron uno de los suyos, apto a transmitir no únicamente una visión propia, sino también, como ellos, una tradición renovada.
Pero más allá de las especulaciones sobre el valor del personaje de Washington en tanto que posición de lectura ante la biblioteca literaria argentina, conviene subrayar un gesto más simple, esa discreta ficción de filiación entre el viejo sabio y los jóvenes intelectuales (la fiesta de cumpleaños en Glosa es el momento
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la ciudad, en particular la que, supuestamente, lleva a cabo un antepasado de los mellizos Garay). O sea que, si construye y reconoce una filiación santafesina, atribuyéndole un lugar a un Washington –bastante Juanele y algo Macedonio–, también es cierto que el propio Washington es a su vez un heredero, el heredero de un personaje saeriano, es un vástago del entenado. El título de la novela en francés fue, con el acuerdo de Saer, L’ancêtre (el antepasado), lo que funciona, lo vemos, como una interpretación de la relación de esa novela con el resto de la obra, como una afirmación de la creación de linajes imaginarios en ella, pero también como una afirmación, por parte del propio Saer, de su lugar de heredero de un personaje suyo, un heredero de sí mismo, un heredero de un personaje sin srcen, sin familia y sin linaje. Estas últimas afirmaciones nos llevan a las ficciones legendarias o míticas sobre el srcen de los textos, esa serie de relatos de autoengendramiento que vuelven, una y otra vez, a una especie de grado cero u hora primera, en la cual no sólo surge la escritura, sino, cósmicamente, el mundo entero. La nada, la incredulidad, la incomprensión y la desorientación que caracterizan al acto de creación en sus versiones ficcionales son las condiciones para integrar una recurrente representación arcaizante de la escritura: una y otra vez, la obra parece perder en el camino todo saber, toda cronología, toda determinación cultural, y retroceder hasta un tiempo fuera del tiempo, a un instante mágico, involuntario y sufriente, a una dimensión en la cual la tradición, ausente, se encuentra reemplazada por la pulsión: sólo entonces se logra pasar de la nada a la primera palabra. “La mayor” es un ejemplo perfecto de esa regresión y ese despojamiento: después de dejar de lado la posibilidad de prolongar el gesto proustiano de recuperación del tiempo perdido, después de haber desplegado hasta la exasperación la desorientación de la conciencia ante el lenguaje y el paso a la represen-
tación, después de haberse desnudado en un frío hostil, allí, en la somnolencia de un duermevela atónito, Tomatis recupera, uno a uno, rasgos narrables de una experiencia del pasado. O sea, deja de lado a Proust y afirma una impotencia radical, como para lograr renovar su gesto: él también, como el pequeño Marcel en la primera frase de En busca del tiempo perdido, “Longtemps, je me suis couché de bonne heure”, se acuesta (la historia no precisa, hay que reconocerlo, si se acuesta temprano o tarde). O, si se quiere, borra a Proust para efectuar otra vez ese gesto, más allá de toda repetición o prolongación de lo ya escrito. En El limonero real, varias veces, encontramos la misma dinámica de anulación del relato en una nada srcinaria y una progresiva reconstrucción de la literatura a partir de ella. La caída de la palabra en un rectángulo negro y el inicio desde cero –desde el balbuceo de un lenguaje infantil–, peripecia muy comentada de la obra, son otro ejemplo de este movimiento de anulación cósmica de lo dicho y de puesta en escena de una primera página, de una primera palabra, producida por un sujeto único. Por eso, retomando una afirmación de Saer sobre Onetti leída en Trabajos, podemos matizar la aparente modestia del gesto y considerar que “algo hay de heroico” en ese descenso al infierno del sentido disuelto y de la frase empantanada para lograr reinventar una mínima expresión, aunque más no sea –siguiendo con la cita sobre el escritor uruguayo– “para narrar la imposibilidad de vivir, el fracaso, el desengaño”. Es el heroísmo de Tomatis, de nuevo, en Lo imborrable, cuando desciende así hasta el “penúltimo escalón” y entra en contacto con el agua “chirle” de la depresión, para después remontar hacia la escritura gracias a un soneto dedicado a la mujer prehistórica, Lucy (el personaje practica el soneto “como terapia”). Esta ficción mitificante del srcen de la propia obra se cristaliza, límpida, en El entenado, que es la historia legendaria de una escritura, una escritura que supone ante todo una regre-
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sión radical en el tiempo, la pérdida de la cultura y de la lengua, la confrontación con el más recóndito mundo pulsional del hombre, la inscripción del pasado familiar como el de un huérfano que elige y construye su filiación, la recuperación de una figura paterna y el reaprendizaje de la palabra simbólicamente significativa, y por fin la evocación nostálgica e incierta de algo que existió otrora y que desapareció para siempre. La proeza narrada en esa novela no cambia el valor paradójico del proceso. Escribir es una misión que supera la conciencia y la voluntad, en donde se intenta, en buena medida inútilmente, decir lo pulsional y lo reprimido; la negatividad posee, ahora, una vertiente anterior, una página fundacional. Y al mismo tiempo, Saer crea allí su propio espacio, se vuelve el primer escritor de Santa Fe, pero también de Argentina, asumiendo, como un demiurgo, el papel de hacedor de lo existente; hasta la localidad en donde vivió durante unos años (Colastiné Norte), termina transformándose en el nombre, histórico a decir verdad, de una tribu legendaria. Dos retratos de escritor se desprenden de este relato. Primero, ser escritor es ser el def-ghi, función enigmática que exige toda una vida para ser descifrada (sólo en la vejez el grumete entiende que los indios esperaban que él sobreviviese para ser “ante el mundo, su narrador”), y en ese enigma y en la polisemia del término, ya se sugiere la dificultad esencial de definir al autor, de entender su papel y trazar su identidad: en realidad, es la escritura, es el cumplimiento inconsciente de la función que se le atribuyó otrora, lo que hace de él un escritor. Ser escritor aparece así como una consecuencia y no como una causa: es el resultado de la obra. Porque de lo que se trata no es de una autobiografía, sino de un rito colectivo, de un mandato de los otros, o sea, de llegar a ser un escritor-testigo de la orgía, ser un escritor-testigo espantado de la locura de lo real, de lo irreductiblemente pulsional del hombre, ser la simple memoria incierta
de lo perdido para protegerse de la muerte. Ser la voz de aquello que, mágica y enigmáticamente, engendra la escritura sin que el sujeto consciente y racional llegue a dominarlo o comprenderlo. Y cualquier hombre, entendemos leyendo la novela, puede, circunstancialmente, ocupar ese lugar: cada año, un extranjero diferente es el def-ghi. El escritor, en sí, no es nadie. Pero también, ser escritor es ser el entenado, ser aquél que tira por la borda toda una tradición (la de la picaresca, la de las novelas de aventuras o de aprendizaje, la de las Crónicas), y que desde la segunda página del texto parte hacia un más allá quimérico, hacia otra orilla, virgen y utópica, en donde la fruta es “más sabrosa y más real”. Es escribir desde afuera, desde el despojamiento, desde un destierro visto como situación existencial definitoria de lo humano. Ser escritor es olvidar su lengua y su cultura, es inventar las circunstancias desde las cuales se vuelve a aprender esa lengua y esa cultura. Es ser un escritor huérfano, un escritor adoptado por varios grupos humanos hasta construirse una filiación afectiva, eligiendo a sus “tíos narradores”, en un otrora situado antes del comienzo de la historia argentina. Y al mismo tiempo, es escribir desde el inicio, despojado de todo, es fundar, heroicamente, un territorio y una literatura. Huérfano radical o función de testigo de lo otro del hombre, en ambos casos el srcen de la escritura se sitúa, imaginariamente, fuera de la razón, de la tradición y de la herencia. En todo caso es significativo que en esa novela Saer, como quizás nunca en toda su obra, haya representado la práctica material de la escritura, o si se quiere, llevado hasta sus últimas consecuencias la alucinación del propio gesto de escribir: los prolijos cuadernos que contienen el manuscrito y que hablan de esa mano trémula de un viejo que escribe en el umbral de la muerte sobre un episodio enigmático de su juventud son un espejo en donde el escritor escribió delirándose a sí mismo con su propia ficción de escritura. Por un lado, esta mitificación y
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esta creación de una versión imaginaria de la actividad creadora no desembocan en respuestas operativas ni en afirmaciones tajantes, ya que la duda y la prudente modestia acompañan el proceso, es decir que la dimensión problemática de la escritura se prolonga en su versión legendaria. Pero también se le atribuye a una práctica incierta, como es la creación, una serie de ecos intensos en un pasado fuera del tiempo. La escritura, la posición del sujeto que escribe, son suficientemente enigmáticos para merecer la invención de un mito privado que tendría un valor indefinidamente explicativo. Así, la zona saeriana, pasa a tener un rutilante relato fundador. La fuerte reorientación de la producción de Saer después del El entenado no sería ajena a esa reinvención de lo propio, a saber, la figura de autor y el lugar de lo narrado.
sobre, otra vez, Onetti, haciendo hincapié en la especificidad irredimible de ese territorio inventado: “Hay que decir también que, con su propio nombre o con un nombre inventado, como la Cacania de Musil, o sin nombre en absoluto, el territorio en el que un narrador instala sus ficciones, sólo tiene un parentesco lejano con el espacio o la geografía habitados por los seres de carne y hueso que chapaleamos en lo empírico”. Consecuentemente, cuando Arcadio Díaz Quiñones le propuso a Saer establecer un mapa de la zona (según el modelo del mapa del condado de Yoknapatawapha de Faulkner), la respuesta del escritor fue un gesto en tres etapas que se asemeja a su propia escritura: desplegar un mapa de Santa Fe, borrar el nombre de la ciudad y sólo entonces situar en él los principales lugares de los relatos ya escritos, convirtiendo al espacio existente en espacio ficticio. Sin embargo, y desde ya paradójicamente, dentro de los documentos preparatorios para la escritura de Glosa se encuentra, por ejemplo, un diario de viaje a Santa Fe (llevado a cabo en septiembre/octubre de 1982), con precisiones y detalles referenciales (sobre clima, vegetación, cambios de la ciudad, modos de hablar, etc., etc.) dignos de una ficha redactada por un escritor naturalista, viaje y diario que jugaron probablemente un papel esencial en el proceso de creación de la novela. O, con respecto a otros textos, existen trazas de indagaciones minuciosas –sobre el comercio de vino en Santa Fe, por ejemplo– que prueban una constante y quizás creciente preocupación por la, sino “verdad” referencial, cierto tipo de verosimilitud de lo narrado. Y, claro está, el despliegue topográfico de La grande, con sus repetidos recorridos por una ciudad reconocible, refuerzan esa impresión. Por lo tanto, el “parentesco” entre el territorio de las ficciones y el espacio de Santa Fe y sus alrededores será “lejano” (siguiendo la cita precedente), pero el trabajo del escritor parece haberlo llevado, sobre todo en las últimas etapas de su
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UN LUGAR DE AUTOR “Mito” e “historia”, autoengendramiento o ficción de pertenencia son las maneras de construirse una figura de autor o, como lo indica la insistente espacialización metafórica del fenómeno que vengo repitiendo, la manera de hacerse un lugar. Ambos relatos desembocan, en todo caso, en la problemática del territorio de las ficciones, la zona. Ahora bien, la elección de un espacio único que sería el lugar de srcen del escritor, Santa Fe, pero con exclusión sistemática del nombre constituye, como es bien sabido, uno de los puntos de partida más evidentes del proyecto y un eje alrededor del cual van girando y escribiéndose las diferentes variaciones de la obra. Es, incluso, una condición necesaria, de valor general, para cualquier obra, según repetidas afirmaciones del escritor: “la invención de un territorio propio para implantar en él [las] ficciones [...] es la condición necesaria de casi todas las empresas narrativas”, escribe en Trabajos,
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obra, a aumentar el parentesco en vez de a volver más visible la lejanía. Porque resulta, en un punto, demasiado fácil resolver la cuestión afirmando que la zona saeriana es una Santa Fe ubicada en un mapa literario, que es una Santa Fe imaginada, y que el anonimato postula, como una frontera infranqueable, la especificidad del mundo ficticio frente al mundo real o, si se quiere, la fractura sin solución entre lo real y la representación. Demasiado fácil ya que, una vez que reconocemos estos postulados, la continua referencialidad de la zona sigue resonando. ¿En qué y por qué ese espacio no sería “realista”? ¿Alcanzaría la ausencia de nombre para propulsarlo en una esfera de literariedad? ¿La ausencia de nombre no es una modalidad de, no sólo postular negativamente, sino también intentar llevar a cabo positivamente la representación de esa ciudad? El asunto es seguramente mucho más complejo de lo que una primera impresión, respetuosa de las posiciones de Saer al respecto, nos indica. Entre otras cosas, porque las posiciones son coherentes y constantes, pero la praxis narrativa de ese “lugar” es inestable, evolutiva y a menudo contradictoria. En ese sentido, hay que notar también la sucesión de, por un lado, una ampliación vertiginosa del concepto de lugar (en los cuentos del libro Lugar, del 2000): al haber ya construido un espacio literario fuerte y reconocible, el mundo entero entra en él. En esos relatos, el lugar puede ser cualquier lugar, El Cairo, Chernobil, Cadaqués o Viena. Por otro lado, inmediatamente después de haber afirmado la universalidad del lugar y su carácter, digamos, virtual (sería un espacio puramente literario), en La grande Saer vuelve, con una inédita meticulosidad referencial y evocativa, a la ciudad de Santa Fe. Plenamente propietario de ese mundo, lo despliega y hacer funcionar con evidente placer, como si la universalización del libro precedente liberara su capacidad de nombrar el espacio de siempre, el espacio propio. Y no sólo de nombrar, ya
que entretejida en las intrigas proliferantes de la novela, Saer se acerca, como nunca antes, a la narración de una trama autobiográfica, inseparable, por supuesto, de esa ciudad, de ese lugar. Podemos suponer que de lo que se trata no es, solamente, de plantear lo problemático de la representación de una realidad y la defensa de un estatuto ambiguo del texto literario (que son afirmaciones programáticas repetidas), sino de, repito, “hacerse un lugar”, es decir, hacer de un espacio existente, anónimo, quizás gris y sin relieve, el propio espacio para una literatura. O sea, transformarlo gracias a una mirada, a una perspectiva personal. Transformarlo no en el sentido de convertirlo en un espacio fabuloso o legendario (como, para tomar un ejemplo radical, García Márquez cuando pasa de su pueblo natal, Aracataca, a Macondo), sino transformarlo en el sentido de una apropiación, es decir, hacerlo existir exclusivamente a través de la propia percepción y sensibilidad. El ejemplo que podría ser modélico, a pesar de algunas diferencias conocidas, es el de Santa María de Onetti: crear otro espacio, una ciudad propia, mundo aparte de la ficción, que al mismo tiempo es un territorio que no tiene ninguna característica peculiar, que no es un espacio de pesadilla ni de maravilla, que es el mismo espacio disfórico y triste de la vida cotidiana (o del magma empírico en donde chapalean los hombres de carne y hueso). Pero que es un espacio dominado por la imaginación o el sueño de un sujeto. Para ser escritor hay, entonces, que crear lo existente, hay que empezar de nuevo la fundación del mundo (y de la literatura): hacerse un lugar es edificar una ciudad que, aunque sea semejante a la real, pueda ser sin embargo propia, dominable. Es la sensibilidad y el tono –la mirada, la perspectiva– o, para decirlo con Saer, la manera –“es la manera lo que cuenta”–, aquello que convierte a ese territorio en epítome del universo entero, por supuesto, pero sobre todo lo que hace de ella el lugar de una escritura diferenciada.
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Si tomamos a Borges como paradigma de una entrada en escritura y de las estrategias del ser autor en Argentina –lo que es discutible y lo que Saer hubiese rechazado con virulencia– podemos encontrar analogías entre el Borges de los años 20, que se inventa una ciudad y un espacio para su proyecto literario (esa invención de las orillas y esa “Fundación mítica de Buenos Aires”, que también pasa por Díaz de Solís) y Saer, que en su primer libro se sitúa (En la zona) y en su primera novela funda (recuérdese la historia de los orígenes de la ciudad narrada en La vuelta completa). O sea: hacer de una ciudad existente un lugar literario como manera de hacerse/volverse escritor. La comparación con Borges, sea cual fuere su pertinencia, tiene, al menos, un interés, el de medir la creencia en el propio destino literario que supone ese gesto y también, por qué no reconocerlo, la ambición así marcada. No es casual entonces que, al final de El entenado, después del amenazante eclipse que permite palpar la “pulpa brumosa de lo indistinto”, el entenado confiese una –inverosímil– pertenencia: “Al fin podíamos percibir el color justo de nuestra patria”. El escritor, después de ese mito fundacional, se inscribe en un nosotros, en una tierra de padres (una patria) y tiene un “suelo firme” en el que, como lo afirma el narrador de esa novela al llegar a las costas americanas, es posible “plantar [su] delirio”. El escritor acaba de encontrar, de fundar, su lugar. La invención de un territorio es un proceso particular: el territorio inventado termina inventando al autor, en el sentido de imponerle rasgos, características, limitaciones, postulados, dinámicas, relatos. El territorio es el lugar para contarse, para trazar las peculiaridades de un tono, para decir un deseo y una pérdida, para desplegar un modo de percibir; es el lugar para, ante el amplio horizonte de todo lo posible, refugiarse en una pertenencia, inscribirse en una filiación; es el lugar para expresar el espanto ante el mundo y cantar el maravilloso cabrilleo
de lo existente; es el lugar, por fin, para convertir en materia narrativa variable la confusa red de acontecimientos, recuerdos e impresiones que constituyen la propia vida. Si ampliamos vertiginosamente el análisis y el concepto, la conclusión sería que, en Saer, el lugar es su más nítida figura de autor o que es, al menos, la condición indispensable para balbucear un relato personal que logre trazar, paso a paso y página a página, el mapa de su cara.
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LAS TEORÍAS DE AUTOR A la luz de las afirmaciones precedentes, puede llevarse a cabo una lectura peculiar de los discursos críticos de Saer, en particular de sus ensayos. Una lectura desde la propia producción y no desde los objetivos explícitos de esos textos. Allí encontramos un pensamiento que no guía y prepara la propia práctica, sino un pensamiento que surge de una práctica y que, con otro efecto de causalidad retrospectiva, viene a justificar y a atribuirle sentido a gestos y elecciones ya realizados (y, por lo tanto, a preparar nuevos gestos y elecciones que darán lugar, a su vez, a otras teorizaciones). Ante todo, en ese conjunto de textos se define una ética del rechazo como condición elemental para la propia escritura: las tomas de posición prefieren a menudo afirmar lo que no se quiere en vez de lo que se quiere –en oposición al gesto repetido de fundación y autofundación en sus relatos–. Un ejemplo sacado de “Razones”: En mi caso, el trabajo mismo de la escritura se hace sin preconceptos teóricos. En cierto modo, me valgo de una poética negativa: tengo mucho más claro lo que no quiero o no debo hacer que lo que voy a hacer en las próximas páginas. ¡A lo mejor todo es una simple cuestión de fobias! Es mucho más
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lo que descarto que lo que encuentro. Podría compararse al trabajo alquímico en la medida en que, seleccionando elementos y poniéndolos en relación para que se modifiquen mutuamente, busco obtener un residuo de oro.
En su trayectoria intelectual se suceden así los escándalos contra las instituciones tradicionales y porteñas de la literatura argentina, contra los imperativos del regionalismo o del realismo (en los años sesenta); una oposición al Boom, al realismo mágico en tanto que identidad literaria para América Latina, a la integración de discursos mediáticos en la literatura, al exilio y el sufrimiento como pathos ineluctable del escritor rioplatense (en los setenta); se sucede la puesta en duda del culto a Borges y de ciertas operaciones literarias que integrarían mercado y teoría literaria, como la de Umberto Eco (en los ochenta y los noventa), etc. Estas lecturas trastocan las figuras fuertes de la literatura, creando una filiación paralela, leyendo en los otros los propios principios o leyendo lo que en los otros vendría a justificar la propia obra. Por ejemplo, se protege del Boom gracias a la austeridad del Nouveau roman, entra en los debates sobre el compromiso o sobre el realismo con ideas freudianas sobre la creación, ataca al canon establecido gracias a Juan L. Ortiz y a Antonio Di Benedetto, retoma la negatividad de Adorno frente a la poética positiva del realismo mágico, elude toda rigidez teórica gracias a Barthes y a su escritura del “cuerpo” y así sucesivamente. Hay que notar, matizando y precisando las afirmaciones precedentes, que la recuperación de tal o cual bandera programática es siempre utilitaria, en la medida en que no implica una adhesión concreta. Por ejemplo, si retoma las teorías del texto, los postulados del Nouveau roman y el psicoanálisis en contra del realismo mágico y la cuestión del compromiso, también denuncia, muy tempranamente (desde 1972-1973, o sea, en el momento de escritura de los relatos considerados más “maxi-
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malistas”) el sectarismo teórico de Ricardou y de Robbe-Grillet o critica la lingüística-ficción que, como una paranoia teórica, perseguiría a los escritores. El mejor ejemplo de este fenómeno es, seguramente, el desparpajo con el que proclamó, una y otra vez, la muerte del género novelesco desde un proyecto de renovación de ese género y de escritura sistemática de grandes y ambiciosas novelas. O sea, aun en las reivindicaciones polémicas de los otros o de principios programáticos, encontramos la búsqueda de una singularidad, de una escritura titánica a su manera, asumida hasta sus últimas consecuencias y por lo tanto autónoma, cuando no opuesta a los demás escritores, a las teorías, al mercado, a las convicciones y creencias. Los ensayos de los fines de los sesenta y de los setenta ponen en duda el pensamiento metaliterario, afirman la necesidad de despojarse, de escribir desde una intemperie, en contra de su propio tiempo –para llegar a ser paradójicamente, su tiempo mismo–: “No ha de tener, el narrador, ningún compromiso previo con nadie ni con nada, y sobre todo, con ninguna teoría”, leemos en “Narrathon” (1973). De hecho, no hay tal despojamiento ni singularidad radical, pero toda lectura será autocentrada, preocupada por las eventuales apropiaciones de saberes y discursos. Por ejemplo, también en “Narrathon”, postula que el escritor debe trabajar imaginariamente la lingüística o la teoría de la narración ya que lo que cuenta son “los ecos indecibles que ese repertorio conceptual despierta, de un modo vago, en él” (así funciona, dicho sea de paso, su relación con el psicoanálisis, la filosofía, la antropología o la historia: El entenado es, en ese sentido, un espléndido ejemplo de una lectura autocentrada). O sea, en la visión saeriana, que no es ajena a una idealización legendaria personal, la creación exige una posición “superyoica” potente, porque se lleva a cabo desde una tensión entre las exigencias de la obra y las solicitaciones de una carrera literaria (tensión que, según Saer, suscita un desgarramiento
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y que sólo puede remediarse con el éxito del escritor): en todo caso, es lo que escribe en un ensayo sobre El hacedor de 1971. Estas tomas de posición, en algunos casos impregnadas de un espíritu de denuncia y provocación, son a menudo contradictorias con las prácticas literarias (algunas contradicciones resultan evidentes en los párrafos precedentes). De lo que se trata, más bien, es de crear un espacio para el propio proyecto, es delimitar un terreno de lo posible y de lo legible para lo que se está escribiendo. Porque lo singular del fenómeno es que, en contrapeso a ese rechazo no encontramos tanto una estética operativa, clara y reivindicable, o una posición programática y vanguardista (a pesar de la importancia atribuida a lo nuevo y a la experimentación, afirmaciones que se corresponden, también, con la posición de rechazo ya mencionada), sino que encontramos una prolongación de la indeterminación de las representaciones ficcionales de la escritura. Lo reivindicado es la dimensión involuntaria, cuando no inconsciente, de la creación; de una creación vista como un dictado fuera de todo proyecto, de una creación para la que se reivindica vehementemente un valor ético y un espacio de libertad. Así se desarrolla una teoría de la anulación de la voluntad, de una somnolencia, que termina rastreándose en la historia de la literatura y en una familia literaria que se va esbozando de ensayo en ensayo. Ser escritor sería saber canalizar un flujo discursivo e imaginario cuyo srcen se desconoce y que apenas se comprende. Esta canalización supone una posición modesta, la de una literatura sin atributos, en la que el autor se representa a sí mismo y representa a la escritura como instancias dudosas; supone una teorización de ese surgimiento enigmático; supone, consecuentemente, un activo y enérgico rechazo de todo lo que trabaría, limitaría o volvería ilegible “eso” que se escribe. Este tipo de opciones y de tensiones se observa también en la esfera, ya más directa, de construcción de una figura públi-
ca del escritor Juan José Saer. Me refiero a sus intervenciones mediáticas, al lugar atribuido a la autobiografía en sus declaraciones y textos, a sus acciones y modos de vida, tal cual trascendieron y circularon en los medios literarios. Por lo pronto, hay que señalar una peripecia biográfica de inmensas consecuencias: el viaje a París en 1968. Poco importa cuáles hayan sido las motivaciones personales de ese viaje, el efecto fue el de desplazarse (el de borrarse a medias, se diría desde sus ficciones) con respecto al espacio de srcen, Santa Fe, y de cara al centro literario del momento, Buenos Aires. París vivido como un lugar de margen, como un afuera en donde es posible escribir (y casi todos los grandes textos surgen allí); escribir, digamos, “no estando” o, si se quiere, no siendo escritor, no lidiando con la construcción de una imagen pública de escritor. En ese sentido, su posición se asemeja a otra, conocida y comentada por Saer, la de Gombrowicz al mantener una ex-centricidad argentina frente al sistema literario polaco de posguerra –ejemplo citado en la introducción de este libro–: París y Buenos Aires, en ambos casos, son una tierra de nadie, en donde la propia escritura se vuelve posible. Esta constatación, novedosa si se la compara con la posición de Cortázar y con la larga tradición argentina sobre exilios parisinos, va a la par con una de esas afirmaciones negativas –lo que no se quiere–: el rechazo de todo discurso autobiográfico público. No sólo me refiero a la displicencia con la que intituló “Una concesión pedagógica” la presentación de su biografía en escuetas frases (en un texto esencial para su recepción en Argentina, como lo fue la antología Juan José Saer por Juan José Saer), sino incluso, y mucho más allá, a la manera en que manejó durante años su imagen como la de un escritor sin imagen. Con una notable constancia, Saer buscó, no ocultar, sino excluir a la vida privada de la esfera de los discursos críticos y literarios, afirmando que únicamente si desdibujaba su figura y
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sus intervenciones en el mercado, podría, tal vez, tener alguna certeza sobre la recepción y valor de sus textos. Los textos, así, deberían funcionar “solos”, sin autor. Asimismo, sus entrevistas buscan, sistemáticamente, tomar posición sobre fenómenos culturales, literarios y a veces políticos del momento, intentan sugerir pistas de lectura de tal o cual libro suyo, tratando de orientar la recepción, pero nunca introducen, en términos de discursos explícitos, una historia personal, una exaltación de lo vivido, un relato complaciente sobre sí mismo. Aun en los últimos años de su vida, cuando la repercusión mediática de su obra lo llevó a sistemáticas intervenciones públicas, el mismo rechazo siguió, a su manera, actuando. Por ejemplo, a la hora de aceptar ser el centro de un documental (me refiero a la película de Rafael Fillippelli, Retrato de Juan José Saer, 1996): efectivamente, en él observamos cierta intimidad del escritor (una comida con amigos y su compañera Laurence en París, otra en Buenos Aires, una tercera en Santa Fe), pero esa intimidad está signada por una voluntad explícita (y afirmada como tal): la de mostrar que se rechazan tajantemente los remanidos procedimientos de autorrepresentación y de puesta en escena personal que utilizan los escritores; la de mostrar, por lo tanto, gracias a la prueba visual, que no hay nada que mostrar, que el escritor es un hombre como todos y que, en el fondo, el autor no está en la película que vemos, que el autor es ese nadie del que nada puede saberse. Todo lo que antecede, de más está decirlo, produce uno de los mayores “efectos retrospectivos” que intentamos definir en el inicio de este capítulo: el de una estrategia, que podrá ser involuntaria, que podrá ser el fruto de una serie de reacciones y decisiones contingentes, pero que termina cobrando un sentido: una estrategia de ser escritor sin serlo, de escribir una gran obra sin un pathos de creación, de situarse en un lugar desde el cual se puede todavía renovar un género y una forma de na-
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rrar. Porque el rechazo sistemático de ciertas posiciones, ciertas actitudes, ciertas maneras de ser escritor, tienen que ver con la eventualidad, entrevista, de relacionar elementos y obtener, por fin, ese “residuo de oro” mencionado en una cita anterior. Dicho de otra manera: el ser un gran novelista, según los mejores ejemplos de la historia literaria, pasó en Saer por una toma de distancia con el repertorio disponible de figuras de autor y de modos de escribir. Rechazar las poses, los mitos, los rituales, no sólo por lucidez y descreimiento, sino como un intento de poder ser realmente escritor, más allá de poses, mitos y rituales –aunque la duda y el pesimismo lo condenasen a la incertidumbre al respecto y aunque el rechazo sea, a su vez, un modo de autorrepresentación, una pose legendaria–. Porque es interesante volver a recordar que los diferentes rasgos de una anulación de su figura pueden discutirse y cotejarse, paradójica cuando no conflictivamente, con otras posiciones, afirmaciones, intenciones. Por ejemplo, sus opiniones sobre la muerte de la novela, sobre las exigencias de experimentación, sobre las tensiones y srcinalidad de la forma, sobre la indeterminación del sujeto que escribe, deben leerse conjuntamente con una reivindicación explícita del trabajo de escritor (una profesionalización, una exaltación del esfuerzo, una “seriedad” y un “peso” de la escritura); leerse conjuntamente con la precisión de su estilo, con la intención de producir algunos efectos afectivos característicos de la gran literatura (tanto el humor como la emoción). O sea, leer el borrado del autor junto con una singular tenacidad, que aunque pase por el no estar allí en donde se lo podría encasillar, mantiene siempre una misma orientación en un mismo camino (o en lo que termina siendo hoy perceptible como un camino). Todo lo que lleva, por lo tanto, a la defensa de un profesionalismo y a un juicio radical sobre la trascendencia, la vitalidad, la importancia de la literatura, para sí mismo, para los hombres, las culturas y los grupos sociales.
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En ninguna medida se puede entonces esbozar una imagen de Saer como un escritor ingenuo o espontáneo, marginal o atípico. De lo que se trata es de cómo fue tomando forma su figura personal y su proyecto para resolver las aporías de toda creación y, en particular, de la creación literaria en la época en que le tocó vivir, logrando así innovar, reinventar, afirmar un estilo, una manera, una personalidad literaria. Y esa novedad pasó tanto por un sistema de producción (la cadencia de escritura), por la delimitación de un territorio, como por la compleja elaboración en negativo de su figura de autor. Ésa sería la simetría con Borges: para ser un gran escritor en Argentina se lleva a cabo una construcción negativa y, por eso mismo, potente. Porque la defensa sistemática del “vacío” del escritor, su afirmación del carácter involuntario y pulsional de la actividad literaria, el rechazo frontal de toda mitificación de su figura y de su biografía (la reticencia y la incomodidad a la hora de ocupar un lugar del escritor), los peculiares senderos de su filiación intelectual, su alejamiento de Argentina, el silencio mediático que caracterizó buena parte de su carrera son, también, gestos reactivos. Reactivos en el sentido de que deben comprenderse en el marco de la “muerte del autor” de los setenta, de la tiranía de ciertos pensamientos críticos, de la crisis de la función de los discursos literarios en nuestras sociedades, de la invasión del mercado y de las instituciones, no sólo en la circulación y recepción, sino también en la producción de los textos. La posición, dijimos, sería la de un borrado, la de una modestia negativa, la de un abandono de ciertos mitos y espacios que los autores ocupaban tradicionalmente. Pero ese abandono tiene como consecuencia entonces afirmar lo negado, reintroducir lo perdido, restaurar la autoridad del escritor, en otro espacio y de otra manera. La literatura es fantasma y deseo, de acuerdo, pero el sujeto de ese fantasma soy yo. La novela, en su forma decimonónica no existe más, pero a partir de esa idea escribo
grandes novelas. La experiencia es inenarrable y la percepción se difunde en ecos proliferantes, pero la experiencia sensible será lo más poderosamente evocador en mis textos, etc. No hay discursos válidos que den cuenta de la creación, pero esa misma complejidad de la situación es un motor y un vector de una creación srcinal. Así la trayectoria de Saer define otra manera de ser escritor, postula una teoría propia de la literatura, una forma de intencionalidad y de control que renuncian a la omnipotencia pero no al lugar del sujeto en el proceso de creación. Su trayectoria, su manera de ser escritor, son respuestas personales a esa pregunta, a ese cómo ser escritor, a cómo seguir siendo escritor, hoy, a pesar de todo. En el conjunto de sus intervenciones mediáticas y editoriales, en resumen, vemos una constancia notable, la atribución a la literatura de una función de primera importancia y, paradójicamente, un retraimiento del yo que escribe. Más que de modestia, de marginalidad o de desinterés por las estrategias propias de una carrera literaria, lo que puede leerse en su trayectoria es entonces un intento de poner a sus relatos en el primer plano, invirtiendo un funcionamient o más tradicional, el del autor que domina y determina los textos. Así como el proyecto se reduce, in fine , al resultado, el autor Saer está ausente, no es nadie, para que se lean distorsionadas figuras de autor en Tomatis, en Washington, en el entenado, en Pichón Garay, en el hombre saeriano en general –para poder estar en todos ellos al mismo tiempo–. Lo que hay para decir se encuentra en los textos y el resto (poéticas, ensayos, entrevistas, imágenes, autobiografías) funciona como un complemento que debe llevar a ellos. Renunciar al mito de autor público fue, para él, crear un mito en el texto, o sea, reivindicar y defender el valor de su obra; la obra, en su propia dinámica, irá creando en espacios inéditos, otras identidades y figuras de autor. Si la ciudad es una Santa Fe ficticia, el escritor no es por
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lo tanto el Saer biográfico sino que lo son sus personajes, sus textos, su territorio. Así logró, no sólo escribir novelas, seguir escribiendo novelas, sino también escribir la gran novela que Macedonio dejó inconclusa o la que Borges no escribió nunca. Así logró avanzar en el más amplio y ambicioso proyecto novelesco de la literatura argentina.
VI. Piglia: loco lector
La posición ante la tradición de Piglia podría introducirse en términos comparativos –empezar así este capítulo no es arbitrario si tomamos en cuenta ciertas tonalidades de su proyecto literario–. Su posición es contraria, en alguna medida, a la de Saer. Saer intenta, como vimos, borrar las huellas, afirmar una autonomía, delimitar un espacio –un lugar– de singularidad plena. Piglia, al contrario, se sitúa exacerbadamente en una actitud de lector: lector de novela policial, de Borges, de Macedonio, de Walsh, de Arlt, intensificando algunos rasgos de esos textos y figuras como manera de llegar, por el camino de una repetición deformadora y hasta de una falsificación multiforme, a una versión personal, a una singularidad. Frente a los textos de Saer, la mirada del crítico tiende a marcar los gestos de relectura y de influencia. En Piglia, la influencia, la lectura, exasperadas, desplegadas en el primer plano, vueltas intriga y suspenso, llevan a señalar una srcinalidad indirecta. Más ampliamente todavía: Saer funcionaría como Macedonio y Di Benedetto. Los tres escriben obviando referencias, escriben a partir del margen o de nada, o al menos a partir de una construcción ficticia de un srcen propio. En cambio Piglia (como Borges y Lamborghini: valga la disonante trilogía) expone la biblioteca, distorsionadamente, estableciendo recorridos personales a través de la explícita palabra heredada, interrogada hasta el paroxismo. Por eso Piglia retoma la idea de la literatura o de la lectura como fuente 203
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de la creación, mientras Saer pone en el srcen de la literatura la pulsión, lo secretamente íntimo, lo único que, en nuestra cultura, sería reacio a lo ya escrito (aunque lo pulsional pueda irrumpir, de la mano de la locura, en Piglia, y Saer lleve a cabo sofisticadas operaciones de lectura y reescritura). Esta diferencia pesa y cuenta en las características de los textos de unos y otros. En Piglia, domina una literatura fragmentada, híbrida, que no se aparta de sus mecanismos de producción, exhibidos y dramatizados, o de sistemas de reformulación de lo leído, todo lo cual irrumpe a cada paso en la ficción. Por lo tanto, en su trayectoria, el relato, omnipresente, parece al mismo tiempo inalcanzable, ya que su concepción de la literatura lo lleva a enfrentar o a dejarse llevar por fuerzas de desvío, mediatización, reflexión, fuera de una supuesta narración plena, de un tradicional despliegue imaginario de circunstancias, actos, caracteres. Literatura es lo que leemos como literatura, afirma Piglia, trayendo hacia ese terreno textos alejados de la ficción, crispados en lo conceptual y, al mismo tiempo, construyendo relatos fragmentados, lacónicos, indirectos. Esta posición explica también, claro está, la importancia que tiene, en la génesis y el funcionamiento de su obra, un despliegue polimorfo y múltiple de figuras de autor –de su figura de autor en tanto que espacio privilegiado de fabulación–. En palabras de Piglia, citadas por María Antonieta Pereira, el escritor “tiene como sentido inventarse una vida, una tradición, incluso un parentesco.” Y la crítica fue, a lo largo de los años, comentando las modalidades de algunas de esas figuras, inherentes a una práctica literaria. Renzi, ante todo, protagonista de un diseminado relato de iniciación a la literatura y alter ego que aparece en buena parte de sus textos. La “máquina” de La ciudad ausente luego, punto nodal de una despersonalización de la escritura, de la idea de una combinatoria de lo ya escrito y de la puesta en ficción de Macedonio y sus teorías. Y, final-
mente, el propio “Piglia”, personaje que irrumpe en todo tipo de “textos” (novelas, cuentos, ensayos, películas, entrevistas), borrando o mezclando fronteras entre realidad y ficción, personaje que resulta dominante en los ensayos, en donde el comentario erudito, la interpretación esclarecedora y la ficción del yo se superponen, a veces inextricablemente (como puede constatárselo en Formas breves –2000–, en cuyo Epílogo leemos: “La crítica es la forma moderna de la autobiografía. Uno escribe su vida cuando cree escribir sus lecturas”). Las operaciones de alusión enigmática y edición parcial de un Diario del escritor –de un texto virtual– son el eslabón más complejo en la construcción de ese personaje. Más allá de estas generalidades, los dos últimos libros totalmente nuevos de Piglia (Plata quemada, El último lector), sin introducir un corte o una ruptura, implican variantes significativas en esa relación con el relato y en ese proceso de autofiguración. Por un lado, Plata quemada (novela de 1997), convierte al proceso de escritura y de reflexión sobre la literatura en una ficción de largo aliento. En la perspectiva de los relatos anteriores, Plata quemada sería una excepción o una apertura del sistema: no sólo se narra, sino que la virulencia y la emoción de lo narrado parecen surgir y afirmarse gracias a la dilución de la razón, gracias a la entrada en la locura. En un plano bien diferente, El último lector (2005) lleva a cabo un cambio semejante; allí se deja de lado la fragmentación extremada para instalar una fluidez anecdótica y conceptual (todo un libro sobre un mismo tema), retomando, es cierto, temáticas y obras ya comentadas en ensayos anteriores (Crítica y ficción, Formas breves) y acentuando la interpretación minuciosa de obras del pasado. En ambos libros, desde algún punto de vista, Piglia prolonga lo que él mismo, en una entrevista, llama su “autobiografía falsa”, esa escritura de “construcciones imaginarias de la propia vida” (“Conversación imaginaria con Ricardo Piglia”). Autobiografía
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que pasa, por ejemplo, por el relato “En otro país” –de Prisión perpetua– y por esa misma entrevista, en la que acumula falsos indicios e informaciones contradictorias sobre, por lo menos, la existencia, real o no, de un escritor y maestro llamado Steve Ratliff y de una revista literaria supuestamente editada junto con Juan José Saer y Juan Carlos Martini, El Traje del Fantasma. Sobre este aspecto, como también sobre la construcción de una voz femenina en tanto que instancia de escritura, los estudios de Teresa Orecchia Havas son esclarecedores. Ahora bien, una serie de personajes ficticios de autor (o interpretables como tal) aparecen en Plata quemada y El último lector recorre textos y escritores en un movimiento de autorrepresentación cifrada. El comentario sucesivo de esos dos libros permitirá delinear las figuras de autor del “último Piglia” en tanto que imágenes periféricas y tardías dentro de la estrategia general del escritor al respecto. Entre ambos libros se impone, en todo caso, una articulación conflictiva y fértil en la construcción de una identidad ficticia: la de la locura con la lectura.
el policial argentino”, según Adriana Rodríguez Pérsico, Plata quemada retoma rasgos fundadores de toda narración. Pero si el desenlace implica una irrupción de la ficción y de lo imaginario, también encontramos en el Epílogo del libro una afirmación del proyecto y de la historia del texto. “Esta novela cuenta una historia real”, afirma allí el escritor, narrando entonces, como en una novela de enigma, los pasos y circunstancias de la pesquisa que lo llevó, trabajosamente, a lograr conocer la historia. Los dichos y acciones estarían reconstituidos con “materiales verdaderos” (artículos de diarios, interrogatorios, informes psiquiátricos, declaraciones testimoniales, legajos judiciales del caso, transcripción de grabaciones secretas realizadas por la policía en el departamento), lo que le permitió “reconstruir con fidelidad los hechos narrados en este libro”. No sólo los hechos, por otro lado, ya que el texto respetaría los diálogos efectivos y las explicaciones o hipótesis formuladas por los protagonistas. Ahora bien, y a diferencia de otros textos de “investigación” (como los de Walsh), la tensión genérica (la de la novela policial), la fuerza de dramatización de la causalidad (proveniente del relato en tanto que forma), la polisemia discursiva y retórica, el uso constante del lenguaje figurado y la intensidad imaginaria, irrumpen a cada momento, excediendo esta supuesta “historia real”, volviendo inverosímil el pacto de lectura propuesto a posteriori. Dos relatos entonces: el crimen, la escritura; o más bien, la historia de un crimen que presupone una segunda historia, la de la escritura, y que por lo tanto incluye a otro tipo de personajes y funciones: la del autor, la del lector, ya que en el Epílogo leemos la historia de la construcción de la historia leída. Según esa historia, en el srcen del texto encontramos una compleja red de relatos (o una red de fragmentos y visiones de una historia incierta) que el escritor compila, y que a su manera interpreta, al menos por el modo en que los escucha. Cito
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LOS ESPEJOS Y LA CÓPULA SON ABOMINABLES Dos relatos aparecen en Plata quemada: el relato de un crimen, el relato de una escritura. El relato del crimen, construido alrededor de una escena, el desenlace, de gran intensidad dramática, imaginaria y simbólica, expone las consecuencias de un asalto sucedido en septiembre de 1965 en las afueras de Buenos Aires. La intriga gira alrededor de la huida sangrienta de tres delincuentes que terminan encerrados en un departamento de Montevideo, sitiados por la policía de dos países, por los medios de comunicación, por una proliferación de imágenes y discursos que convierten al desenlace en una especie de paradigma del acontecimiento. Thriller, relato heroico, “relato mítico para
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el Epílogo: “yo la escuché [la historia] como si me encontrara frente a una versión argentina de una tragedia griega.” Piglia prolonga ese juicio paradójico afirmando que, al escribir esa historia en 1995, intentó ser “absolutamente fiel a la verdad de los hechos”, pero una verdad de hechos sucedidos treinta años antes y que él ya había intentado escribir por aquel entonces. Por lo tanto, afirma Piglia, la distancia que lo separaba de lo sucedido (una escritura treinta años después de los acontecimientos), los transformó, convirtiéndolos entonces en “el recuerdo perdido de una experiencia vivida”, recuerdo que estableció una lejanía entre él y la historia por narrar. Trabajó en ese relato, dice, como en el “relato de un sueño”. La historia de la novela pasa de la verdad o la realidad a la dimensión íntima del recuerdo y a la construcción onírica, proceso de interiorización que es sinónimo del paso a la ficción personal. La oralidad, tal cual aparece explicada y delimitada en el proyecto enunciado a posteriori (en el desenlace de su escritura), se plantea por lo tanto en términos paradójicos. En las afirmaciones precedentes es fácil percibir una tensión entre los materiales de base (la novela como recomposición y organización de lo dicho por otros, o sea, lo oído) y una transcripción desrealizante de ese mismo material, percibido en tanto que “tragedia griega” o “sueño”. De la oralidad preexistente a dos grandes universos tradicionales y referenciales del relato (dos “mitos de srcen” de todo relato): la tragedia griega con su cohorte de héroes y el sueño como un análogo de la creación ficcional en la perspectiva freudiana. La compilación y la escucha modestas de los relatos, de las voces de la realidad, terminan, en el momento mismo de la recepción y del trabajo de escritura, negándose, superándose, transformándose en literatura. En Plata quemada esa realidad es polifónica (es una “selva de voces”). A la sociedad se la percibe como una red intrincada de maneras de hablar, de usos de lengua, de transformaciones e
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interpretaciones de los conflictos en palabras. A la sociedad se la percibe, también, como un vivero de relatos, a los que se les presta espacio, escucha, para que se desarrollen: ciertas lecturas de Bajtín y de Foucault no son ajenas al dispositivo así descrito. La dramatización de la acción y la dimensión histórica, ética y sexual de la novela están constantemente amplificadas por una tensión entre voces distintas, relatos dispares, que se repiten, difieren entre sí, se contradicen, cuentan fragmentos de sus historias, introducen modos de pensar, de juzgar el mundo, modos que entran en conflicto con otros, también presentes, en un movimiento continuo, paralelo a la agudización de la intriga. El habla se confunde con la escritura, en la medida también en que en todo momento se pone de relieve ciertos términos, los personajes se interrogan sobre ciertas palabras, se dramatizan la función semántica y los alcances ideológicos del lenguaje. El resultado es un extrañamiento ante lo que Piglia denominaría los relatos sociales, presentados como ficciones que intervienen en la vida pública, pero también un extrañamiento ante la propia lengua. Vemos cómo la función de la oralidad y la polifonía remiten, antes que nada, a las condiciones de producción y a una figuración de autor, según se las explicita en el Epílogo: la literatura no es creación sino el fruto de una investigación, el resultado de una escucha particular, la transmisión coherente de lo que “suena” en el oído del escritor: es un robo, es un plagio de lo ya existente, es la reproducción de otras voces. El narrador se repliega en una posición de “compilador”; como en una antología, él es alguien que no toma la palabra, sino que la distribuye y la organiza. Modestia y borrado que son una variante de una tradición argentina específica ya comentada. Por lo tanto, y extrapolando sobre la escritura como recuperación, la antología de relatos policiales argentinos de Piglia, Las fieras, podría leerse como una anticipación de Plata quemada o un dispositivo, una maquinaria productiva que explica su escritura.
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Ahora bien, la afirmada veracidad del texto es estrictamente convencional y, aun, ficticia. Más allá de toda información extratextual (sobre las prácticas y opiniones literarias de Piglia, por ejemplo), una simple lectura inmanente prueba la inverosimilitud de la focalización utilizada en el texto. Constantemente se pasa de las fuentes a la transformación figurada, a lo soñado, a lo imaginado. A partir de lo cierto, de las palabras pronunciadas, de los acontecimientos sucedidos, surge el mito, se revela y materializa el mal, se amplifica la desorientación ética, explota lo afectivo y lo onírico. La literatura es el reflejo, pero en el reflejo mismo se produce una ficcionalización mayúscula, la del escritor y su gesto de invención. En ese sentido, Plata quemada está situada sobre una línea de fractura: por un lado, la historia preexistente, el material verbal utilizado, las fuentes, la investigación; por el otro, la intrincada relación que el texto establece con el pensamiento crítico de Piglia, con otros textos de la literatura (una verdadera antología subterránea recorre la novela con alusiones o evocaciones posibles a Arlt y a Los siete locos, a Mansilla y los Ranqueles, a Osvaldo Lamborghini, al Funes borgeano, a Kafka, al Martín Fierro, a La cautiva, etc.) y, sobre todo, con otros textos de ficción del escritor (en particular con la presencia de Renzi y mediante peripecias en común con, por lo menos, dos cuentos: “El laucha Benítez cantaba boleros” y “La caja de vidrio”). La verdad –la de la historia sucedida– habla del imaginario del autor, de una tradición literaria, de la dificultad de inventar historias. Habla de la sombra del “Escritor fracasado” de Arlt, ese “tipo que no puede escribir nada srcinal, que roba sin darse cuenta”, según leemos en el “Homenaje a Roberto Arlt”, el cuento de Piglia; y también leemos allí: “así son todos los escritores en este país, así es la literatura acá. Todo falso, falsificaciones de falsificaciones”. A ese “fracaso” se le agrega una teoría y una representación del autor como oyente, ladrón, sujeto presente y ausente, máquina, ente despersonalizado, en-
frentado a una imposibilidad, a un freno, a una inconcebible palabra propia. La “investigación” es una ficción de autor. Al mismo tiempo, e inesperadamente, el Epílogo introduce al escritor en la escena ficcional, introduce otro relato, el del “encuentro” con la historia (cuando, supuestamente, Ricardo Piglia se encontró, en 1966, con una sobreviviente de la aventura delictiva). No sólo narración de una pesquisa, tramposo pacto realista, afirmación de fuentes y documentos para señalar su superación, sino también la emergencia de la historia, la dramatización de la figura del escritor que coincide con un relato preexistente y, en cierta medida, las etapas, impedimentos, posibilidades de la narración. Plata quemada no sólo funciona alrededor del paso de lo real a la ficción (la lectura o la escritura de lo que no es literatura como literatura) sino que también se inscribe en una larga serie de textos de Piglia en donde se pone en escena un acto deseado e improbable: el hallazgo de una historia narrable.
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***** En la novela podemos identificar a tres personajes que reflejan, en abismo, la producción del texto, anunciando la aparición de “Ricardo Piglia” en el Epílogo (identificación arbitraria y por lo tanto significativa de un funcionamiento: Michelle Clayton percibe otra imagen de autor, la del Malito, el organizador del asalto, el jefe que “había hechos los planes y había armado los contactos”, o sea, el que “escribe” parte de la intriga que será narrada). La primera, la más simple, es la de Emilio Renzi, personaje recurrente que asocia la novela con textos anteriores del escritor. Renzi, periodista en el diario El Mundo, figura como un investigador, interroga, desconfía y formula hipótesis iconoclastas sobre lo sucedido. Y no sólo hipótesis, sino también sugiere interpretaciones alrededor de conceptos que nada tienen que ver
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con el periodismo y que inscriben al texto en una esfera de significación superior: muthos e hybris. Crítico, detective, testigo, se trata de un doble transparente del autor e identificado como tal: el autor está dentro y fuera de la ficción o, mejor, el autor está presente en las dos ficciones: en la novela, en el Epílogo. El segundo personaje es un empleado de la policía, un “operador de inteligencia”, Roque Pérez (cuyas iniciales remiten, indiciariamente, a Ricardo Piglia), que gracias a un transistor y con los auriculares puestos “opera con la inteligencia”, siguiendo las alternativas de lo que sucede en el departamento sitiado. Esa tarea de oyente, de espía de palabras ajenas y de vidas desconocidas, se va transformando en una tarea de fabulación (Roque Pérez “completa” lo oído, proyecta sus recuerdos, utiliza su imaginación para darle cuerpo a los sutiles indicios sonoros que le brinda la realidad). Su intervención comienza con la incertidumbre (“¿De quién era esa voz?”) y se prolonga en varios episodios que poco a poco producen un distanciamiento con respecto a la acción, una despersonalización: los personajes se convierten en puras voces, en sonidos imprecisos, en cruce de palabras (y recuérdese que la novela entera obedece a una construcción de ese tipo). El espía, el técnico que escucha para la policía, termina figurando entonces una representación del trabajo y del interés del escritor: “...no quería captar el sentido [...], sino el sonido, la diferencia de las voces, los tonos, la respiración”. La escucha del sonido robado, el espionaje, como modo de escritura; la literatura como estilo, como lenguaje, como respiración de una lengua (una respiración verdadera, no una “respiración artificial”). Pero la escucha, por fin, se vuelve alucinada; Roque Pérez se pone a imaginar, la realidad se desdibuja, lo que emerge de la máquina se desdobla (“De dónde venían esos rezos, quizás de la propia memoria del radiotelegrafista [...] Iba grabando los sonidos y al lado alguien trataba de orientarse en esa selva de voces.”). El transistor, los auriculares,
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se convierten en una máquina de narrar; la escucha ilícita de lo que sucede adentro, del otro lado de la pared, engendra el relato paranoico. El relato como producto social, como elemento que circula (en el caso de Renzi), el relato como resultado de una escucha imaginaria, de un robo, de un trabajo de espía y de apropiación ilícita (en el de Roque Pérez): nos alejamos progresivamente de la investigación verosímil y del acto de escritura como reproducción de lo real, pasamos así del periodismo a una tarea creadora de oyente que completa las señales opacas que le brindan los demás. Estas dos opciones coinciden con características ya citadas del trabajo de escritor según Piglia (oyente, ladrón, máquina). La tercera imagen, la más radical, pone en duda las fuentes reales del relato y la intervención de la razón en su emergencia; la tercera figura autoral es la del Gaucho Dorda, el psicópata, el asesino, la encarnación del mal, el héroe. Ya no la escucha de los relatos de la realidad o la construcción imaginaria a partir de las palabras de los demás, sino la escucha delirante. De él se nos dice que es esquizo con tendencia a la afasia, que habla poco, que es callado porque oye voces: “Los que no hablan, los autistas, están todo el tiempo sintiendo voces, murmullos, un cuchicheo interminable.” El Gaucho Dorda lleva un sobrenombre que lo relaciona con la tradición pampeana de la creación literaria, tradición que coincide con el contenido de su imaginario (indios ranqueles, lagunas, tacuaras, totoras) y con su pasado biográfico, lo que lo incluiría, supone Dardo Scavino, en la tradición de “gauchos rebeldes” o “criminales sociales” del siglo XIX (Martín Fierro, Moreira, Hormiga Negra). Ese Gaucho oye voces entonces; y ese rasgo, presente desde el inicio de su caracterización, constituye un elemento esencial en la evolución y la justificación de la intriga (es uno de los mecanismos causales que explican lo que sucede). Frente a lo real se opone el otro plano, el otro discurso, lo que oye el personaje. Esas vo-
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ces reproducen la polifonía de la novela y la escucha de Roque Pérez, pero en una órbita delirante: “Sentía como un murmullo en la cabeza, una radio de onda corta que trataba de filtrarse en las placas del cráneo, trasmitir en la parte interna del cerebro, algo así. A veces había interferencias, ruidos raros, gente que hablaba en lenguas desconocidas, sintonizaban, vaya a saber, de Japón por ahí, de Rusia”. Son voces de mujeres, que le dan órdenes, que lo tratan de “guacha”, de “yegua”, y que, desdibujando el pacto realista, deteniendo la cronología controlada y verosímil, irrumpen al final de la novela bajo el efecto conjunto de la droga, la violencia, las heridas, el agotamiento. Otra cita: “los que matan por matar es porque escuchan voces, oyen hablar a la gente, están comunicados con la central, con la voz de los muertos, de los ausentes, de las mujeres perdidas”. Efectivamente, después de la muerte del Nene se interrumpe el relato fidedigno, el departamento en ruinas se puebla de imágenes, de recuerdos traumáticos surgidos nadie sabe de dónde; el Gaucho oye entonces frases sin locutor identificado, tiene incluso recuerdos ajenos (recuerda los recuerdos del Nene muerto). La precisa maquinaria puesta en marcha desde el primer capítulo desemboca en una imagen pesadillesca de liberación de las voces internas, de las palabras no dichas, de imágenes antes reprimidas. El psicópata, a quien le cuesta hablar, tiene en ese momento una biografía, recupera su pasado, vive sueños convertidos en realidad: la escucha de lo imaginario es entonces el resultado de la investigación en la verdad de los hechos. En una perspectiva semejante, lo mismo sucedía en un cuento anterior de Piglia, “La loca y el relato del crimen”: la revelación, la verdad, se encuentran, cifradas, en el discurso de la demencia. Otra versión sería esta afirmación, aforística y de connotaciones psicoanalíticas, leída en Tres propuestas para el próximo milenio (y cinco dificultades): “La literatura sería el lugar en el que siempre es otro el que habla.”
El resultado es que el apocalipsis final conlleva, también, una imagen aguda, dramática, de la escritura: el que oye está solo, desterrado, sitiado, cubierto de sangre, rodeado de cadáveres semidesnudos, en medio de un espacio cotidiano convertido en campo de batalla y campo de ruinas. De la compilación a la investigación, de la investigación a la escucha ilícita, de la escucha ilícita al delirio psicópata: la palabra, surgida de la realidad, srcinada en los relatos sociales y en las voces colectivas, se libera progresivamente de sus lazos referenciales y racionales. La imposible irrupción de la imaginación, de la emoción, y el corolario inmediato, la irrupción del deseo, son el contrapunto constante a la referencialidad de la historia narrada. Pero el Gaucho no es sólo una singular figura de escritor, sino también un oxímoron identitario y pulsional, un absurdo en términos de definición genérica. Si bien se siente atraído por la Nena, se enorgullece de sus actos de violencia y tortura pero también del tamaño de la verga que lo violó, adora los coches, tiene orígenes “puros” (honestos inmigrantes del interior y campesinos), es valiente y muchos de sus actos corresponden a los de un “duro” (un hard-boiled que pone a raya a todos los enemigos); el Nene dice que en la “época del general San Martín, el Gaucho [...] tendría un monumento. Sería, no sé, qué sé yo, un héroe”; el Gaucho es creyente y aun místico (“había querido ser sacerdote”) y está poblado por la maldad (“yo soy un descarriado de la primera hora”). Su posición sexual, su discurso, quiebran todas las categorías: “Hay que ser muy macho para hacerse coger por un macho, decía el Gaucho Dorda. Y sonreía como una nena, más frío que un gato”. Esa definición de lo impensable, de lo que está fuera de lo organizado, las identidades, los roles y las funciones, surge de la locura y dramatiza la literatura (esa verdad, esa realidad descontrolada), pero también remite a una circulación del deseo en la novela que es simétrica a la circulación de voces. La anulación ética, la multiplicación de
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versiones y discursos, la irrupción del azar como causa, como motor de la historia, la indeterminación generalizada se reflejan en el plano de las prácticas, pulsiones e imágenes sexuales del texto: ése sería el lugar de la escritura. Así, la sexualidad se inscribe en una órbita de poder (de poder puesto en duda), de espacio de intercambio no previsto, no codificado, no dominado. Como sucedía con el pacto de realidad traicionado, excedido por el imaginario, la sexualidad inscribe a la historia sucedida en un insistente más allá. La sexualidad, al igual que el crimen y que el asesinato, es transgresión, en la medida en que no está aquí enmarcada por instituciones, expectativas, comportamientos previsibles. Y aparece una Lolita que “se calienta como una loca” cuando se entera que Mereles es un delincuente, hay fantasías exhibicionistas o de intercambio de compañero, pulsiones por madres o mujeres embarazadas y, por supuesto, una visión iconoclasta de la homosexualidad que no es ni “perversión” ni identidad ni historia de amor, sino peripecia del deseo (algo que, como la intriga, sucede, sin más, se da, se produce, es algo que se puede “oír”). La sexualidad se comparte, se desplaza, ignora el bien y el mal, está tanto del lado de los culpables como del lado de la policía o del público, convierte en inasibles los discursos sociales y el poder de la palabra institucionalizada. Por ejemplo, cuando el Nene sale en busca de un contacto homosexual fugaz, él se siente atraído por algo que se parece a la plenitud: “Es como buscar algo que se ha perdido y que de pronto aparece bajo una luz blanca, en medio de la calle”. Porque si a lo masculino se lo presenta en la novela como un papel asociado al poder y al dinero, el contacto homosexual es la figura de un deseo libre, fuera de los relatos éticos y los relatos sociales: es el relato pleno, lo homosexual es el otro relato, es la expansión del relato. Como la ficción final, como la irrupción del imaginario, el deseo homosexual trastoca y desdibuja lo representado, mezcla las
categorías, invierte la compilación, la investigación, la escucha respetuosa de las voces sociales. La homosexualidad, al igual que la demencia, es una figura utópica del relato.
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***** Junto a la historia explícita, Plata quemada esboza, como vemos, otra historia, otra ficción ya narrada en textos anteriores de Ricardo Piglia, la historia de un hombre que, como se decía en La ciudad ausente, “no tiene palabras para nombrar el horror. Algunos dicen que [su relato] es falso, otros dicen que es la pura verdad”. Creación trabada, creación que ficcionaliza al escritor como alguien que desaparece, que no hace más que esperar que el relato surja, se imponga. Algo así como una coincidencia mágica: la historia encuentra su escritor, la palabra el libro, la imagen el sentido (“no tener [...] nada personal para contar, salvo los rastros que dejan los otros”, leemos en “Hotel Almagro”, texto inicial de Formas breves). Esta otra historia, esta ficción oculta que representa la representación, es un elemento impregnado por un mito personal de la creación. O un mito sobre la esterilidad, sobre la despersonalización, mito del cual la máquina de narrar de La ciudad ausente, como ya dijimos, sería seguramente el episodio más patético. Es también un largo proceso que va de lo real y lo social, de la mudez y la escucha, a la exuberancia imaginaria y pulsional. Si en Plata quemada no aparece, sorprendentemente con respecto a otros textos de Piglia, ningún metadiscurso explícito, es porque el dispositivo de construcción integra, en tanto que intenso secreto, la posibilidad de la narración. En todo caso, digamos que el reflejo, la representación, la homosexualidad, la locura, la oposición entre el bien y el mal, entre lo femenino y lo masculino, funcionan alrededor de un acto que, imaginariamente, puede dar cuenta de la novela: la inversión. Como esos espejos, que en “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”
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Bioy Casares asocia a la cópula y que tanto lo asustan cuando ve en ellos la imagen de dos hombres solos a altas horas de la noche, la literatura es abominable no sólo porque refleja sino porque multiplica la realidad, trastocando sus apariencias, revelando sentidos ocultos, liberando deseos que no son visibles al derecho sino sólo al revés. Esa reproducción mimética, esa adhesión entre el objeto y su imagen, corresponden también al proyecto de Plata quemada, una “historia verdadera” que reproduce (que refleja, que invierte) algo sucedido. En esa reflexión se juega una novela que pone en escena una violencia estatal e individual, una anulación ética, un triunfo del caos, el fracaso del sentido, pero que también dramatiza, en términos legendarios, la posibilidad de la ficción. La historia, el poder, el hombre son, en Plata quemada, “abominables”. En el espejo, el reflejo invertido libera el sentido, introduce el imaginario, da lugar, en su tenue frontera, a la literatura.
es un autor?”). Ese capítulo se inicia con algunas afirmaciones programáticas, que desarrollan la previsible marca borgeana en un libro sobre la lectura y el parangón autor-lector que la referencia a la crítica de los sesenta-setenta sugiere. El proyecto es buscar “figuraciones del lector en la literatura”, para trazar “una historia imaginaria de los lectores”. Y responder a la pregunta “qué es un lector” supone responder a “la pregunta de la literatura”. Para nosotros, situados afuera del libro –pero en alguna manera incluidos en su funcionamiento: el libro calla pero delimita a un lector detective y nosotros, al intentar descifrar líneas de sentido de El último lector, estamos cumpliendo con una eventualidad que el dispositivo preveía, lo que en alguna medida restringe por adelantado toda interpretación: en “Tema del traidor y el héroe”, ese cuento de Ficciones, sucede, en el plano de la intriga, algo semejante–, para nosotros, entonces, desde nuestra posición de lectores del libro, la pregunta sería cómo Piglia se instala, se construye y se sueña en tanto que lector. Situando la problemática autor/lector en un plano general (en todo caso, en la perspectiva del presente libro, que ya pasó por algunas representaciones de ese tipo), cabría interrogarse también por qué, en el fin del siglo y comienzo de milenio, se repite en Piglia esta peculiar imagen, es decir, la del lector como un reflejo legendario, pero desviado, del escritor moderno. Ahora bien, sabemos que en el marco de una revisión de las concepciones tradicionales sobre el autor a lo largo del siglo XX, tanto creadores como críticos parecen haber desplazado el eje o el centro de la creación del sujeto que escribe hacia el sujeto que lee. Tres citas célebres al respecto: “En realidad cada lector, cuando lee, es el propio lector de sí mismo” (Proust, En busca del tiempo perdido); “A veces creo que los buenos lectores son cisnes aún más tenebrosos y singulares que los buenos autores” (Borges, Historia universal de la infamia); “... para devolverle su porvenir a la escritura hay que darle la vuelta al mito: el
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RARO CISNE En el 2005 se publica un ensayo, El último lector, que piensa la literatura a partir de una elaborada teoría de la lectura, establece un paradójico autorretrato del autor en tanto que lector, situándolo a él y a sus libros en y frente a la biblioteca argentina e universal, y que, solapadamente, orienta la recepción de los textos precedentes de Piglia. El recorrido que se lleva a cabo (Borges, Kafka, Poe, Chandler, el Che, Tolstoi, Joyce y algunos más) está regido por dos aperturas intertextuales: ante todo, en el Prólogo, una ficción sobre un hombre que, en una casa del barrio de Flores, construye una réplica de una ciudad (ciudad derivada del Aleph en el cuento homónimo). Luego, en el título del primer capítulo: “¿Qué es un lector?”, una pregunta que resuena como un eco tardío del célebre texto de Foucault (“¿Qué
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nacimiento del lector se paga con la muerte del Autor” (Barthes, “La muerte del autor”). Importancia de la escritura del yo y de la introspección en la búsqueda de lo narrable en Proust, inicio de una poética de la reescritura y esbozo de una construcción de imagen propia como infinito lector o como sabio bibliotecario en el Borges de 1935, invención de una instancia que permita ocupar el lugar del autor sin serlo en un Barthes siempre al borde de la novela inalcanzable: estas tres citas, si no me equivoco, hablan, no del lector en tanto que sujeto o concepto, o no sólo del lector, sino ante todo de una figura de autor en posición de lector: de un avatar ficticio del que escribe. Se podría entonces afirmar que los escritores construyen –es lo que hace Piglia– imágenes literarias del lector dentro de obras inacabadas, fragmentadas, ambiguas, abiertas, obras que se crean en buena medida en oposición a una plenitud perdida, esa plenitud que legendariamente la novela decimonónica representaría. Ante una totalidad de sentido imposible y una intencionalidad demiúrgica en crisis, surgiría el lector como instancia extratextual capaz de compensar la pérdida, de reconstruir el conjunto, de restituir la intención, de cristalizar la emoción: el lector es, podría decirse, una eventualidad, un horizonte utópico. La lista de afirmaciones de escritores que se refieren a una paradójica presencia o a un papel del lector en tanto que alter ego invertido del autor es extensa. Tres ejemplos más, también célebres. Faulkner, con una frase a menudo citada por Piglia y que se refiere a El sonido y la furia : “Escribí este libro y aprendí a leer”. Sartre, en ¿Qué es la literatura?: “En una palabra: la lectura es creación dirigida”. Y, tradition argentine oblige, la representación de una escritura en diálogo de Macedonio (en Papeles de Recienvenido): “No lea tan ligero, mi lector, que no alcanzo con mi escritura donde está usted leyendo”. Lo que precede determina un lugar de lectura que no coincide con experiencias empíricas sino que las idealiza: el lector
sería aquél que tendría la capacidad de descifrar signos y de atribuir un sentido e incluso un efecto estético, transformando a un texto yerto en literatura. Sería aquél que comprende y evalúa una cultura, una tradición, fijando ciertas orientaciones en una biblioteca presente o heredada. El lector sería, por lo tanto, aquél que entiende o reconstruye una imagen del mundo, del hombre y del arte. Así, el lector sería un autor, un autor de segundo grado, liberado del arduo trabajo de escritura, de la incierta intención y de la quimérica srcinalidad, liberado de la percepción engañosa del mundo y del peso inhibidor de lo leído antes. A partir de lo ya escrito, de lo ya escrito por otros, él delimita, comprende, juzga y, a veces, se maravilla. La tarea de lectura deja de ser una dócil sumisión al flujo del texto, deja de ser una impregnación imaginaria (una creencia infantil pasiva) y se convierte en un símil del trabajo del detective: desconfianza, comparación, análisis de polisemias, despliegue cruzado de indicios, etc. Hasta, por fin, alcanzar una verdad: la del crimen, la de la literatura. El lector como último autor o como nuevo autor: existe un mito de ese orden, paralelo a los mitos de escritor –un mito “dado vuelta”, como quería Barthes–, que podemos descifrar en nuestra literatura, obsesionada por la cuestión del sujeto, la creación y el sentido. El escritor se convierte en otro yo, el que lee o leyó, e intenta escribir desde un lugar de libertad: hay un traspaso de responsabilidades hacia ese reflejo del yo. Vista por los escritores, la lectura sería entonces una puesta en escena de la no escritura, una escritura de la no escritura, una escritura de la relación con lo ya escrito. Así, algunas expresiones se han vuelto significativamente tópicas: alguien “escribe sus lecturas”. O: “un texto lee a otro”. Las lecturas de un escritor son, en ese caso, los libros que un escritor escribe. Éste sería el mito desde el cual Piglia concibe El último lector: un tardío avatar –el último avatar– de ese mito. Volviendo
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ahora al inicio, la pregunta es, entonces, cómo funciona, en el marco del mito arriba delineado, esa figura de autor en función de lector. O, más simplemente: ¿qué significa “leer” para Piglia? Una respuesta en tres acciones, en tres actos, para estructurar el análisis: leer es revelar, leer es narrar, leer es ser.
nudo del indicio al “otro” texto. El sistema se vuelve explícito al comentar la presencia del hipotexto homérico en el Ulises de Joyce (comentarios que por algo se encuentran en el lugar del “desenlace”, es decir al final): “La estructura oculta (borrada y por eso visible) se transforma en uno de los significados del mensaje joyceano. El texto perdido se muestra al mismo tiempo que su versión: en la duplicidad se impone la parodia. Es preciso, claro, conocer el texto segundo: ésta es la lección de Joyce”. Pero, por supuesto, este desdoblamiento o multiplicación de niveles narrados supera, con creces, el trabajo intertextual, para convertirse en sistema general. Incluso en el Joyce de Dublinenses “una historia ‘olvidada’, secreta, circula bajo la superficie y define los hechos.” Este modo de leer integra una visión a la vez panorámica (sobre toda una obra, sobre todos sus postulados estéticos, sobre toda la literatura y toda la crítica) y detallada (ecos nimios, ejemplos mínimos, o, como lo escribe Piglia, “pequeños detalles y pequeñas distinciones”). Porque los indicios permiten acceder a algo que se presenta, estratégicamente, como una amplificación extraordinaria del sentido, con fuertes efectos de dramatización, a la vez argumental, biográfica y social. La serie sobre la papa en Joyce es ejemplar: enigmática en su primera aparición en el Ulises (“Potato I have”), “mal” leída por el traductor Salas Subirat, la serie va a ser recorrida en varias ocurrencias, siguiendo el “hilo”, las “hebras que se pierden en el texto”, para terminar descifrando “el enigma”, con una revelación tan coherente como sorprendente. Esa papa misteriosa tendría que ver con dos “series”: la primera, privada, es la de la enfermedad y la muerte. Enfermedad y muerte, no sólo del personaje que sufre de reuma y que se protege gracias al tubérculo, sino también del propio Joyce, que padece reumatismo –un reumatismo que le producirá más tarde la ceguera–. Y también una serie social trágica, la de la papa en la historia irlandesa, asociada inevitablemente a la
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Revelar La primera acción es la más previsible, teniendo en cuenta la presencia múltiple y recurrente de la literatura policial en la obra. En ella se escribe y se lee a partir de un postulado implícito: la existencia siempre de dos textos, de dos tramas, de algo afirmado y algo secreto (secreto que tiene que ver con el complot, con la sexualidad, con la muerte, con una visión apocalíptica de lo social), secreto perceptible gracias a una tenue red de indicios. Reconocible en muchas articulaciones del pensamiento crítico del escritor, esta bipolaridad también funciona en la construcción de sus ficciones con mecanismos múltiples, dispositivos dobles, alusivos e inestables. Leer entonces es, no profundizar en el sentido hermenéutico clásico, sino lograr pasar de lo dicho a lo ocultado, de lo evidente a lo cifrado, de lo aparentemente casual y contingente a lo motivado y organizado. Nora Catelli afirma que Madame Bovary lee toda la literatura, sea cual fuere, como literatura romántica o sentimental. Piglia, en ese caso, leería toda la literatura como literatura policial. Consecuentemente, en El último lector se recorren y despliegan los valores del detalle vuelto indicio: una mención de Madame Bovary en El idiota de Dostoievski, una lámpara que usa Anna Karenina para leer, un comentario de Guevara en el momento de su muerte, un diálogo sobre poesía en una novela de Chandler, etc. Los recorridos de El último lector pasan a me-
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hambruna del siglo XIX y a la emigración masiva en esa época. Pero la revelación no es sólo una especie de desenlace de un suspenso creado por la lectura indiciaria, sino también concierne a un modo de expresión, un tono o, quizás pueda decirse, una retórica (una retórica de la certeza la denomina Alberto Giordano). Los enunciados de El último lector giran a menudo alrededor de una certeza por fin expresada y puesta de relieve enfáticamente. Encontramos ante todo una proliferación de afirmaciones taxativas o aforísticas: “Todos los escritores son ciegos”; o juicios “una de las más irónicas y memorables de la literatura argentina” (sobre una frase de Los siete locos), o clasificaciones, en general binarias: “La mujer fatal que inspira y la mujer dócil que copia”; o: “Dos son, entonces, los grandes mitos de lector en la novela moderna: el que lee en la isla desierta y el que sobrevive en una sociedad donde ya no hay libros”. También se multiplican las series, redes y correlaciones alrededor de anécdotas o figuras que organizan una coherencia, que atribuyen un sentido: “Robinson se instala en esa tradición”, “En ese sentido, me gustaría construir otra red con la que rodear a Kafka”. O se integra lo dicho en movimientos que fundan o cierran géneros, tipos, períodos: “otro ensayo, también fundador”; “Podríamos decir, entonces, que la serie que se abre en una oscura librería de la rue Montmartre en París, en 1841...”, etcétera. Ciertos giros recurrentes son significativos de esa tendencia, como lo son los que subrayo en esta cita: “Ese encuentro con Linda es el centro secreto de la historia secreta de Marlowe (la que va por debajo de todos sus casos y define la obra de Chandler)”. Al respecto conviene señalar el uso de la palabra “clave” y sus equivalentes (núcleo, por ejemplo). En dos páginas sobre ese autor (sigo subrayando): “La relación con las mujeres y con el dinero es la clave”, “la condición básica del género”; “Todo se juega en esa tensión”; “La relación con el dinero
es la clave”. Y sobre el Ulises, tres frases en la misma página: “Una palabra enigmática es la clave”, “Podríamos decir que en el Ulysses se trabaja centralmente con la idea de palabras clave no comprendidas”; “La distorsión de la palabra es el núcleo mismo de la técnica narrativa de Joyce”. Ese sentido revelado exige la creación de expresiones e imágenes: “Si tuviéramos que acuñar una fórmula, irónica...” “Acuñar una fórmula”: el acto está implícito en muchas afirmaciones; dar con la serie, revelar la clave, fijar fundaciones y cierres, pero también encontrar los términos, concentrados y sugestivos, que den cuenta de la complejidad de lo analizado. Descifrar, revelar, es crear lenguaje. Lo mismo podríamos decir sobre las analogías propuestas. En un punto, el libro busca determinar, aislar metáforas que puedan expresar un sentido: “El derroche, la limosna, los préstamos, el crédito, todos estos términos podrían ser metáforas muy productivas de los modos de leer”; también el asma en el Che o la metempsicosis en el Ulises serían metáforas para cristalizar líneas de lectura, a veces polisémicas. Metáforas no siempre inteligibles o esclarecedoras, sino expresivas, ya que “hay otra claridad, otra oscuridad, se busca el sentido en otra parte”, leemos en el Epílogo. Este procedimiento es una manera de construir una ficción de lectura que retoma el postulado de la inteligibilidad de lo real en el valor del razonamiento y de la interpretación para ordenar lo aparentemente enigmático y caótico del universo, incluyendo en él una vertiginosa conciencia sobre las dificultades del gesto. Es decir, el procedimiento recupera la idea de la explicación esclarecedora (el “fetiche de la inteligencia pura”, escribe Piglia, con distancia irónica) pero también la incertidumbre que, desde el nacimiento de la novela policial, se ha ido acumulando en el camino de cualquier elucidación exhaustiva. No se trata por lo tanto de un acto de simplificación lógica, sino de un gesto de lectura que exige o necesita presuponer, en un
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plano virtual, la existencia de una explicación –de una explicación ficticia, literaria–. O, si se quiere, de una lectura que se sitúa en el lugar de receptáculo de sentido, de tarea de elucidación –de creación– infinita de sentido: la revelación no revela, no crea sistemas, sino que define una función del lector. Si la literatura se presenta como una confusa avalancha de signos y de indicios, ese lector debe postular, en un punto indefinido, una razón de ser: leer es entrar en la dinámica de revelación de esa razón quimérica, siempre futura. La literatura de Piglia parece organizarse así; al volver más y más compleja la red de interpretaciones, niveles y operaciones, sus textos intentan proyectarse hacia una razón de ser. La construcción de los análisis pero también el tipo de expresión presuponen entonces a cada paso una ultrasignificación paranoica de lo que se lee; leer es sobrecargar de sentido, sobredeterminar o inventar el sentido de las escenas leídas, de las series entrevistas, de los proyectos. Ahora bien, aunque esta reconstrucción de sentido retome una retórica y una dinámica de revelación, lo hace para desembocar en un punto ciego: en la metáfora oscura, en el uso de la significación relativa: “El sentido depende del relato y es siempre un punto de fuga”. Por lo tanto, el libro de Piglia delimita la eventualidad de un sentido gracias a relatos (narra la lectura, reescribe la tradición) pero, pese a la lógica detectivesca que le sirve de modelo, el resultado termina abriéndose hacia la inmensidad o la incertidumbre: hacia un “punto de fuga” o hacia la locura, como ya sucedía en Plata quemada. Paul de Man, después de analizar la puesta en escena de la lectura en En busca del tiempo perdido, concluye que la novela de Proust “narra el vuelo del significado, pero esto no impide que su propio significado esté, incesantemente, en vuelo”. Algo similar podría decirse en este caso: Piglia, al igual que Joyce, afirma hacer un uso “privado del sentido”.
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Si la lectura es una dinámica de asociación, interpretación y revelación, la lectura sería una modalidad de escritura. Leer una novela es reescribirla, ya que ningún libro está terminado, “por más logrado que parezca”. Es lo que sucede en numerosas articulaciones del texto, y no sólo en la referencia previsible a Borges en este terreno. Más precisamente, según se lo afirma en el primer capítulo, responder a la pregunta “¿Qué es un lector?” es narrar, ya que la respuesta es “un relato: inquietante, singular y siempre distinto”. En un punto, un lector es un testigo y el testigo, pasivo y simplemente oyente de las voces de los demás, era una de las figuras privilegiadas del narrador en episodios precedentes de la obra –empezando por Plata quemada–. En todo caso, si en Formas breves se afirma que Macedonio narra el pensar como se narra “un viaje o una historia de amor”, podemos pensar que Piglia hace algo similar: narra la lectura –la manera en que las voces de los otros resuenan en el sujeto– como un viaje o una historia de amor. El último lector se instala así como una ficción de la literatura, como una novela de la literatura. Las diferentes operaciones dan lugar a relatos, a veces completos, a veces fragmentados, relatos proliferantes que parecieran surgir de La ciudad ausente . El título del segundo capítulo ya lo anuncia: “Un relato sobre Kafka”: la lectura es una máquina de producir historias. Y así funciona El último lector: Piglia cita un párrafo del Diario de Kafka y lo comenta minuciosamente, construyendo un sistema causal y hermenéutico, que será a su vez ampliable a los grandes relatos de ese autor. O, de manera más compleja todavía, primero cita una carta del mismo Kafka que narra una anécdota, luego lee los comentarios de Benjamin sobre ese acontecimiento, y por fin comienza una narración diferente sobre las acciones que figuran en esos tex-
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tos: “¿Qué fue lo que sucedió? Debemos reconstruir la escena. Esa noche en la casa de Brod, pasan la velada en dos cuartos separados por una oscura sala central...”, etc. Alrededor de la pregunta, qué es un lector, y de la red de intrigas que suscita la respuesta, circula otro interrogante sobre qué escribir o cómo narrar. Y la respuesta es: leyendo. El dispositivo lleva a una proliferación de planos narrativos y a una combinación de niveles de realidad. En algunas bifurcaciones particularmente barrocas del procedimiento, Piglia lee y comenta a los escritores leyendo (a Kafka leyendo un cuento suyo, “La condena”, y descifrando en él su propio futuro o destino: “Kafka anticipa lo que vendrá, lee ahí lo que todavía no ha vivido”). La frontera, tenue, entre leer y escribir se desvanece entonces constantemente: “La clave es cómo lee Kafka su propio relato, qué lee allí”. Ahora bien, el efecto es que los escritores se transforman en personajes, análogos a los personajes de sus propias ficciones o a los personajes de las ficciones de Piglia. Personajes heroicos en lides de creación literaria que no pasan por arrebatos de inspiración o elucubraciones geniales, sino que leen de manera extraordinaria: “Ahora se entiende mejor el uso que hace Kafka del poema chino. Ver cómo lee el poema chino, cómo vuelve a leerlo, es ver cómo usa una situación narrativa...” La lectura de los textos ficcionales de Kafka y la de los textos, digamos, “confesionales” (diarios, cartas) se lleva a cabo en el mismo nivel, estableciendo por lo tanto una equivalencia entre K. y el autor: es el mismo sujeto el que circula de un tipo al otro. Todo es literatura, por supuesto, en particular la vida de un escritor, vuelta relato. Las especulaciones, comentarios y relatos sobre Kafka, sobre sus voluntades e intenciones, retoman una perspectiva habitual en los ensayos de Piglia: la literatura es una historia cuyos protagonistas son los escritores, verdaderos personajes que actúan, proyectan, deciden. En algu-
na medida leer es, como en cierta crítica filológica tradicional, desmontar una intencionalidad y una intervención del autor. Así, la voluntad, el heroísmo, la singularidad, la envergadura subjetiva del hombre que escribe, expulsados de la escena crítica por el pensamiento teórico de los últimos cuarenta años, regresan de la mano de una ficción personal, en la cual los escritores son protagonistas, están en el centro de este relato de segundo grado, un relato cifrado, el que Piglia fabrica leyendo textos de los demás. Por eso, no es sorprendente que en la galería de personajes figure el Che y que, significativamente, el relato más estructurado y el personaje más coherente del libro sea ése, el de Guevara lector. Su ejemplo aparece como un lugar de conflictos entre experiencia y lectura (lectura en relación con la muerte, con la acción política, con las tensiones sociales, con el viaje, con el fracaso literario). En el relato que lo concierne, se exalta al hombre (no la causa o la ideología), un hombre que enfrenta la “sombra de la traición”, que defiende la “ética del sacrificio”, que practica la ascesis del ejemplo. El Che es el héroe “absoluto”. La lectura como narración lleva a ennoblecer una figura de lector que desdibuja o desplaza al autor en tanto que creador. No en el sentido borgeano estricto sino tomando a la lectura como una actividad mitificada o épica, una actividad que interfiere en la escritura: la dificultad de producir vendría (caso Kafka) de la serie compleja de fenómenos que se producirán después de ella, fenómenos que son incontrolables y que inhiben, in fine, la creación (por eso aparece la puesta de relieve de la interrupción en ese autor –escribir es detenerse–; por eso el comentario sobre su imagen utópica de la escritura, la escritura en una cueva, sin recepción, sin entorno, sin lectores: escribir para nadie, escribir evitando la intervención de los otros en el propio texto). Una dinámica de oposiciones y seducciones convierte a la escritura en el comienzo de una trama relacio-
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nal. Porque la escritura no es, en sí, una etapa esencial, sino el punto de partida de una trayectoria de recepción, circulación, reacción e interacción entre lo escrito y sus lecturas: a la vez modesta e infinitamente, la escritura se extiende más allá de sí misma, englobando la recepción. El libro deja de ser un destino, pasa a ser un srcen –de sentidos, de relatos–. O, como lo diría Sylvia Molloy refiriéndose a “El Evangelio según Marcos” de Borges: “El Libro no es meta sino prefiguración: disonante conjunto de textos a menudo fragmentados, de trozos sueltos de escritura, es materia para comienzos”.
obra del que lee. De todos modos, a cada paso –el ejercicio de demostrarlo sería fastidioso y siempre aleatorio– podría establecerse paralelismos y similitudes entre lo que Piglia lee y lo que Piglia escribe (o escribió: toda su obra anterior figura, entre líneas, en El último lector. Jorge Fornet señala que de ese modo se propone construir “al lector que la obra requiere”). Es decir que este libro agrega nuevas operaciones y realiza desplazamientos inéditos en la laberíntica red que constituye la obra. Pero lo hace con una fluidez en la lectura, una respiración en el ritmo, una coherencia en los postulados: la compleja red da lugar, esta vez, a un texto pleno. Lo que predomina aquí es un bovarismo de autor: leer como modalidad imaginaria de ser. Una de las series que recorre el El último lector es ésa: una y otra vez se vuelve al bovarismo (en particular con el hermoso inicio del capítulo dedicado a una Anna Karenina viajando en tren y queriendo vivir los acontecimientos leídos en una novela inglesa). Habría, entonces, un fenómeno similar al de la protagonista de la novela rusa que concierne a las vidas y experiencias de escritores: un deseo de ser Kafka, de ser el Che, de ser Borges, de ser Chandler (además de ser Anna Karenina, Marlowe y Hamlet). Como se afirma en alguna digresión: “el lector lee todo como si le estuviera personalmente dirigido. Una locura novelística”. Este funcionamiento es el paroxismo de una problemática central de la obra, la de la ficción entrando en lo real, o una percepción de lo real como un equivalente de la ficción. Pero más allá, el bovarismo supone buscar el sentido de una vida, según la cita de Sartre que aparece en ese mismo capítulo sobre Anna Karenina: “¿Por qué se leen novelas? Hay algo que falta en la vida de la persona que lee, y esto es lo que busca en el libro. El sentido es evidentemente el sentido de su vida...” Por supuesto, el bovarismo es una manera, borgeana según pudimos ver en un capítulo precedente, de situarse en una tra-
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Ser “Leer a los demás productores de ficción es posiblemente un modo de leerme a mí mismo”, afirma Piglia en el epílogo del libro de Nicolás Bratosevich, Ricardo Piglia y la cultura de la contravención. Esta cita indirecta de Proust remite a una evidencia: la dimensión reflexiva que cobra todo lo leído (o, como diría Bourdieu, el “narcisismo hermenéutico” de la lectura), por lo que El último lector aparece como una suerte de desenlace de una trayectoria anterior, hecha de identificaciones mitificantes con grandes figuras literarias, de apropiaciones ilícitas de lo dicho por otros, de falsificaciones de fuentes y referencias. Por ejemplo, cuando Piglia le atribuye a Kafka los mecanismos que vemos desplegarse en su libro, y más precisamente cuando le atribuye lo que él está haciendo con el propio Kafka: “Ése es el modo que tiene Kafka de leer la literatura: primero concentrar la historia en un punto, luego invierte la motivación y establece nuevas correlaciones; inmediatamente narra su versión de la historia (narra lo que no ha visto el narrador srcinal)”. No sólo leer es escribir lo escrito, sino que la obra de los otros habla, entonces, del estilo, de las especificidades, de la
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dición. El último lector retoma nombres centrales en la biblioteca personal de Piglia, ampliando un mecanismo presente en articulaciones anteriores, como el que le permitió apoderarse de la figura y de la obra de otros escritores (Arlt, Macedonio), convirtiéndolos en personajes y problemáticas de lo que se escribe, vampirizándolos en alguna medida. Ya que se es pasivo ante la creación y no se tiene nada que contar –ése era el programa de Plata quemada–, ser escritor es apropiarse de una memoria ajena, de recuerdos artificiales que destruyen el recuerdo personal (por lo que no es una casualidad que Piglia comente detalladamente el cuento de Borges “La memoria de Shakespeare” en Formas breves). La operación con la tradición en El último lector, con sus trompe-l’œil y desplazamientos (de autor a lector, la filiación o el reflejo como secreto, como información cifrada, etc.), sería por lo tanto un ejemplo de construcción de una filiación desviada, multidireccional, zigzagueante, móvil. En tres niveles distintos podemos constatar, a esta altura, un procedimiento similar: recuperación de la hipótesis de un sentido esclarecedor o una razón de ser de las acciones humanas (propia de la novela policial). Actualización de la figura de escritor como fuente de intencionalidad y como relato biográfico de tintes heroicos, figura capaz de completar y orientar el sentido de los textos. Identificación idealizada con grandes personalidades de las letras, como una modalidad de igualarse, imaginariamente, con los hitos de una filiación imponente y de compensar una imagen borrada de sí mismo. Estos tres aspectos, dos de ellos anacrónicos y el tercero de corte borgeano, no tienen, sin embargo, el efecto que aparentemente se les podría atribuir: se trata de posiciones, de mecanismos; por eso uso la palabra procedimiento, retomando la afirmación de Piglia sobre Borges en Crítica y ficción, cuando dice que ese escritor “lleva al límite, casi a la irrisión, [el] uso de la cultura, lo vacía de contenido, lo convierte en puro procedimiento”. O sea,
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se trata de una modalidad en alguna medida formal, un modo de escritura (continúa la cita: “En Borges la erudición funciona como sintaxis, es un modo de darles forma a los textos”). Son dispositivos de escritura y no objetivos buscados o postulados definitivos; el conjunto del procedimiento transforma todo en literatura, borrando la operatividad efectiva de tal o cual gesto. El lugar que ocupa la locura en Plata quemada como desenlace de la investigación y la verdad de los hechos tiende a probarlo. Y el Epílogo (en el que se lleva a cabo un gesto de apropiación ficticia de lo escrito por una instancia denominada Piglia) introduce una primera persona biográfica y literaria en el texto, esa primera persona que estaba implícita como tema velado en todo lo dicho (Piglia lector, Piglia leyendo). Epílogo que es por lo tanto simétrico, en su construcción y en sus efectos de revelación final, al Epílogo dePlata quemada. En ese texto, el escritor define como imaginarios los análisis propuestos (“este libro hecho de casos imaginarios y de lectores únicos”), reforzando de paso una línea de interpretación del conjunto. Esa línea gira alrededor de la figura omnipresente de Borges, en particular por alusiones a El hacedor, libro que se define como una referencia obligada en Argentina a la hora de situarse en una autofiguración de escritor. La última frase del Epílogo reescribe, cifradamente, el final de ese libro (recuérdese: “De cuantos libros he entregado a la imprenta, ninguno, creo, es tan personal como esta colecticia y desordenada silva de varia lección, precisamente porque abunda en reflejos y en interpolaciones...”). Un libro “personal” porque “abunda en reflejos y en interpolaciones”, lo que en la versión de Piglia se convierte en: “Desde luego, este libro no intenta ser exhaustivo. No reconstruye todas las escenas de lectura posibles, sigue más bien una serie privada; es un recorrido arbitrario por algunos modos de leer que están en mi recuerdo. Mi propia vida de lector está presente y por eso este libro es, acaso, el más personal y el más íntimo de todos los que he escrito”.
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Esta reescritura cierra la constante referencia a Borges (explícita e implícita), iniciada por la mención de un Borges último lector casi ciego en la primera página y por la alusión velada al Aleph en el Prólogo. Un trayecto junto a Borges que pasa del bovarismo (ser el otro) a la confesión (el libro “más personal y más íntimo”). En esta perspectiva, que incluye también la situación estratégica del libro en el conjunto de la obra de su autor, El último lector sería El hacedor de Piglia, o sea, un libro de madurez que interviene, retrospectivamente, sobre lo ya escrito, proponiendo modos de lectura y fijando rasgos de una figura de autor. Una figura de autor que se corresponde, paradigmáticamente, con las orientaciones globales de Héroes sin atributos: la autobiografía y la confesión, puestas en evidencia, llevan a un ocultamiento (según la afirmación programática de Gombrowicz citada en las primeras páginas: “Al introduciros entre los bastidores de mi ser, me obligo a esconderme aún más profundamente”). Es lo que postula Graciela Speranza, refiriéndose a la posición general de Piglia al respecto: “la autobiografía es sólo un relato estratégico destinado a indicar cómo leer la obra del narrador”; o cuando concluye: “La mezcla deliberada de autobiografía, crítica y ficción, es, si se quiere, una forma de ocultar al otro Piglia en una reescritura ingeniosa y expandida de ‘Borges y yo’”.
autor (hacedor/lector). Recordemos que hacedor es una expresión ambigua que remite tanto a la humildad del artesano (el que hace) como a la omnipotencia del demiurgo que crea (un símil de Dios). El último lector de Piglia sería comparable: a la vez modesto receptor de lo ya escrito, pero también el defensor postrero de una literatura amenazada. Y, más allá todavía, “último lector” no es un concepto ni remite a un referente sino que es una metáfora: una fórmula, sugerente y dispersiva en sus efectos semánticos. El último lector incluye una dimensión milenarista o apocalíptica: leer después de la muerte del autor y en el momento del fin de la literatura. Otra posibilidad, más modesta, implica un programa: el que lee lo que los demás ya han leído, el que llega después, no sólo de la escritura (como Pierre Menard), sino también después de las lecturas de los otros; lo que, según Adriana Rodríguez Pérsico, se inscribiría entre la pérdida y la restauración. En ese sentido, Fornet escribe que el último lector es a la vez una figura de “clausura” pero también de “apertura”. El final (cataclísmico o no) forma parte de la utopía macedoniana de Piglia: la de una literatura siempre futura. Por lo tanto, la tradición se convierte, según el modelo arriba esbozado, en una ficción personal, lo que corresponde con los modos de leer descritos por Barthes en su último seminario, La preparación de la novela: “El conflicto leer / escribir, lo interpreto así [...]: leer es una actividad metonímica, devoradora; uno atrae hacia sí toda la capa de la cultura, se entra como en alta mar, en el Imaginario de la Cultura, el concierto, la polifonía de mil voces de los otros con las cuales mezclo las mías”. Leer, para Piglia, es escribir, en el sentido de escribir entrando, como se entra en alta mar, en el Imaginario de la Cultura (en su Imaginario de la Cultura, hecho de complots, de héroes, de secretos, de series ocultas). En el conjunto subyace una concepción legendaria de la literatura: la literatura es ese gran texto hecho de escritores y lectores, de autores y de personajes, en
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***** Estas serían algunas de las características del mito del autor como lector que propone el libro de Piglia. Como lector o, más precisamente, como “último lector” (expresión que es también una cita, la que figura en el epígrafe y que se refiere a alguien que se sienta bajo un árbol para leerse a sí mismo), como “último hacedor”. Volviendo a Borges: alguna similitud resuena en los títulos, en tanto que denominaciones de personajes de
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donde circulan y chocan gestos, palabras, actos, intenciones, proyecciones. La literatura es una especie de hiperrealidad englobadora, que traga y transforma todo, alterando fronteras, posiciones, jerarquías, en una indiferenciación a la vez terrorífica y reveladora. Escribir, leer –o sea, ser escritor– implica establecer cortes y esbozar recorridos en ese conjunto preexistente. Pero la reescritura cifrada de El hacedor remite al mismo tiempo a un autorretrato indirecto y cósmico. Al cotejar los dos textos, se vuelve más visible la dimensión subjetiva del libro de Piglia, la búsqueda de una imagen, el intento de fijar identidades de escritor, la apropiación de una tradición, de una biblioteca, en tanto que arduo autorretrato. Se vuelve más visible una autobiografía cifrada e imaginaria (el intento de darle sentido a la propia vida gracias a las múltiples vidas de los demás), como único relato posible de una vida de escritor. Este aspecto del proyecto se encuentra resumido al final, justo antes del Epílogo: “La escena revela un uso extraordinario de la lectura como clave del desciframiento del secreto. La intimidad de una lectura reconstruye un lenguaje cifrado en ese párrafo. El lector avanza a ciegas para reconstruir un sentido perdido y lee siempre en el texto los indicios de su propio destino”. Cisne tenebroso y singular, como decía Borges, Piglia se sitúa en el lugar de un lector, no ideal sino mítico, de un lector capaz de descifrar el secreto y avanzar a ciegas en ese mar, en ese Imaginario; un lector capaz de leerlo todo, de leer un sentido sin sentido, un sentido perdido y de leer su propio destino en esa infinita polifonía, de leerse a sí mismo en ese todo. Rara avis, Piglia es un lector capaz de entonar el canto del cisne de la literatura y al mismo tiempo de reconocer su propia voz en el distante canto de las sirenas. O de reconocer su voz en el canto de lo que, alguna vez y en alguna tradición, los hombres quisieron llamar sirenas.
Coda. Aira: el idiota de la familia
Siguiendo las instrucciones de la alegoría... yo también puedo estar ejerciendo un oficio del que no sé nada, manipulando con infinita perplejidad objetos de los que no sé ni entiendo nada, por ejemplo los recuerdos. Pero eso no quita la realidad de los hechos, la realidad de que mi padre fuera electricista y yo sea escritor. Se trata de alegorías reales. CÉSAR AIRA, El tilo.
Para Lugones, la misión del escritor, su papel en la fundación de un lenguaje y de una nacionalidad, reside, como queda dicho, en la creación de una figura grandiosa de sí mismo. El objetivo es inventar un autor, es inventarse como autor y no, necesariamente, generar textos perfectos. Para ser el Gran Escritor que la nueva Argentina reclamaría hay que autoatribuirse un saber y un poder inéditos. En 1909, cuando publica su Lunario sentimental, esa superioridad pasa por definirse en tanto que “perito en lunas” y “experto en Selenología”; así, el libro va a acumular, hasta el abarrotamiento y el cansancio, una variación sin fin de lo mismo, es decir: todo un conocimiento heredado y toda la capacidad de innovar frente a ese emblema de la cultura literaria que es la luna. Más allá del resultado, lo que importa es, entonces, el procedimiento: mostrar una capacidad ilimitada de nombrar, de apropiarse y, a veces, de transgredir con insolencia cierta tradición poética. Ese procedimiento tiene como objetivo convertir a Lugones en el Gran Escritor, superior a Darío y a Hernández, y no escribir un libro clásico (porque el libro clásico ya está escrito y es el Martín Fierro). 237
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Treinta años después, en 1939, un escritor ambicioso, reconocido por sus libros de poesía y ensayo, publica un cuento extraño que, también, parece plantearse como objetivo nuclear la invención de un escritor. Más que contar una historia, el cuento traza los rasgos inhabituales de un autor, de un autor a la vez paródico y patético. El sujeto que se propone en ese texto ha perdido el heroísmo del “perito en lunas”; ahora se trata de un autor de reescrituras (porque, de nuevo, ya está todo escrito), un autor de lecturas, un autor periférico que vive en una aburrida ciudad de provincias y que ni siquiera escribe en su propia lengua. Esta ficción de un autor menor, paradójicamente grandioso en su incapacidad de escribir un gran texto nuevo, es el cimiento de la obra más trascendente y más srcinal de la literatura argentina. A partir de “Pierre Menard, autor del Quijote” (primera edición en la revista Sur en 1939), a partir de su invención de escritor, Borges encuentra las condiciones de posibilidad de su propia obra, obra que resultará ser, también, una infinita variación sobre esa “ficción de autor”. Aquí, otra vez, lo que cuenta primero es el procedimiento: no intentemos escribir los clásicos, que ya están escritos, sino que escribamos a los autores que los escribieron, escribámonos como autores a nosotros mismos. Y si el resultado es extraordinario (si conseguimos “algunas páginas válidas”, según el juicio del “yo” sobre “Borges” en “Borges y yo”), eso se dará por añadidura. Noventa años después del Lunario..., sesenta después del “Menard” y seis meses antes del fin del siglo, el dieciocho de julio de 1999 para ser precisos, César Aira termina de escribir Cumpleaños, libro que es también una ficcionalización de su autor y que es, sin duda, un hito importante en la construcción de lo que él denomina su “mito de escritor”. A esta altura, la coincidencia de fechas en nueve (1909, 1939, 1999) y los plazos de treinta/sesenta años resultaron ser una tentación de interpretación numerológica de la creación, tentación reforzada por la
fecha de publicación de El fiord, 1969, que “cerraría” el sistema. Académicamente, renuncio a esta teoría de las “cuatro fechas” (ficticiamente inspirada por Aira en persona en su ensayo Las tres fechas) y prefiero retomar lo que fue una hipótesis inicial y lo que sería un esbozo de conclusión de Héroes sin atributos: la serie así esbozada mostraría que todo proyecto de escritura, al menos en Argentina y al menos en el siglo XX, impone, como condición previa, la invención de un autor. Invención de un autor en una literatura en la que, pareciera, todo estuvo siempre escrito, incluso antes de que se la empezara a escribir. “El mundo fue inventado antiguo”, decía otro autor que se inventó a sí mismo, Macedonio, en su Museo. Y hablando de invenciones –de nacimientos–: el libro de Aira obedece o responde a su cumpleaños. Un libro confesional como regalo para sus cincuenta años; también eso ya estaba escrito, por supuesto. El precursor es conocido: Henry Brulard (una ficción de escritor creada por Stendhal, seudónimo de un señor llamado Henri Beyle), ese Henry Brulard que de lo alto del monte Janículo recuerda que está a punto de cumplir cincuenta años y, ante el espléndido panorama de la cultura pasada (el Castel Gandolfo, la villa Aldobrandini, el Castel San Pietro, la Via Appia, Santa Maria Maggiore: toda Roma está a sus pies), piensa que, a esa edad, ya es tiempo de empezar a conocerse. La Vie de Henry Brulard, una verdadera autobiografía ficticia, será la respuesta a su propia exhortación. Mejor detener aquí al demonio de la analogía –y al de la filiación–. Stendhal, Lugones, Borges, Aira, sirven para poner de relieve, por oposición en lo que sería una similitud imaginada, que evidentemente todas las teorías pueden probarse en el amplio campo de lo literario, por ejemplo, estableciendo una analogía, sugerida por el título de este texto, entre Aira y el niño Gustave, reacio a la lectura, en conflicto con las palabras, ingenuo, casi tonto y siempre crédulo, que Sartre lee al comienzo de su
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célebre El idiota de la familia (idiotez que, dicho sea de paso, es la condición esencial de una larga demostración de cómo y por qué Flaubert “elige” ser escritor). Pero más allá del bosquejo de filiaciones improbables, la introducción que precede sirve para destacar la manera en que Aira se apropia del gesto de creación de un mito de escritor. Un mito que no tiene puntos en común con Lugones cuando se sitúa “del lado de los astros”, con el enciclopédico Borges cuando reescribe el Quijote puñal en mano y ni siquiera con la edípica introspección de Stendhal. Sin embargo, en la inestable producción de Aira, producción que fluye poniendo en duda los criterios y mecanismos de lectura y evaluación estética, no son los textos de ficción en sí mismos los que ocupan el centro del sistema, sino un “efecto Aira”, hecho de procedimientos de escritura, de estrategias editoriales, de acumulación, de frivolidad, de intensas y paradójicas reflexiones metaliterarias y, sobre todo, de una figura de autor. En Nouvelles impressions du Petit Maroc, Aira afirma que un escritor es una proliferación de teorías, de teorías falsas, de ejemplos falsos, de una falsedad que no remite a lo auténtico sino a la ficción: a una irresponsabilidad del discurso. Según él, un escritor inventa y sostiene todas las teorías a la vez, todas las teorías opuestas y disparatadas. Esta posición desautorizaría cualquier lectura al pie de la letra de sus hipótesis sobre la literatura; con todo, hay una “teoría” que por su constancia puede considerarse medular: la que supone que los libros no cuentan por sí mismos, ya que su única función es crear a un autor. Teoría o fantasía, obsesión o adivinanza cifrada, se trata de una afirmación frecuentemente repetida y siempre relativamente enigmática. Un ejemplo, leído en una entrevista hecha por Cristina Breuil: “los escritos sólo cumplen una función, que es crear al autor; y una vez que la han cumplido deben desaparecer, porque su persistencia podría empezar a actuar en contra, a confundir la nitidez de la figura que han dibujado”.
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Por su lado, Sandra Contreras dedica intensas páginas al tema, narrando las etapas de una “Novela de escritor”; y cierto es que mucho se ha escrito y se escribe sobre la autoficción en Aira. Sin embargo, voy a volver al asunto, porque interrogar esa invención de autor, esbozar los rasgos y la dinámica de esa figura creada por los textos es, creo, una etapa ineludible en la recepción y la comprensión, ya no de la “obra” sino del “efecto Aira”. El gesto vanguardista de los relatos de Aria es conocido: lo que cuenta no es el resultado sino el procedimiento (como él mismo lo dice en Copi) y en el procedimiento, las zonas de tensión de la literatura que ese procedimiento vuelve visibles. Sin contradecir este primer balance de su escritura, se podría agregar que no es cierto que no cuente el resultado, lo que no cuenta es la percepción habitual del resultado (la obra, el texto cerrado, la calidad), pero hay un producto del procedimiento. Ese producto, ese resultado, sería entonces la definición repetida de una figura, o de un fragmento de figura, que iría a integrarse en la “gran obra” de Aira, es decir la creación de un autor. Obra invisible, ilegible, virtual, pero que flota por encima de un corpus magmático de textos, presente en todas partes y en ninguna. Cumpleaños, dijimos. Si Lugones era “Selenólogo”, si Stendhal desplegaba una mirada dominante sobre la cultura antes de empezar a hablar de sí mismo, Aira llega a los cincuenta años sin conocer informaciones elementales sobre los ciclos lunares (sobre una Luna escrita con mayúscula, a la vez astronómica, femenina y cultural, por supuesto). Al hito temporal del cumpleaños se lo introduce narrando una escena singular. En las primeras páginas del libro, Aira, al descubrir su ignorancia (a pesar de considerarse “un intelectual, un hombre cultivado, curioso e inteligente”), intenta ocultarla y salir del paso con un “chiste malo”, supone que su saber se detuvo seguramente en la infancia (en una infancia muy temprana, ya que “un niño de ocho años”, “un
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salvaje, un primitivo, el primer hombre, en su primer intento de pensamiento”, podrían haber sacado las conclusiones del caso). Este primer descubrimiento lleva a deducciones y recuerdos que merecen evocarse: poco después él afirma que la ignorancia motiva su literatura, como “compensación a una incapacidad de vivir” y para ocultar sus “deficiencias abismales”. Su no saber sobre la Luna es también el punto de partida del relato de dos escenas del pasado en donde el ingenuo César, de niño, teme una burla o una mirada crítica. Primero de sus amiguitos, que le tienden trampas a su credulidad. Luego, en un negocio, la mujer del dueño les muestra a César y a su madre un cuadro colgado (“un retrato, creo que de una mujer, un retrato de nadie”) que tiene una virtud muy especial para esa señora: los ojos de la mujer pintada seguían mirando a los ojos del que la miraba, “fuera uno a donde fuera, la pintura le devolvía la mirada en los ojos, como un truco de magia”; al salir del negocio su madre se ríe (se burla ella también) de la ignorancia de una señora que considera como un rasgo único y maravilloso lo que “era una característica de todos los cuadros o fotos en los que el modelo miraba al pintor o a la cámara”. Los dos recuerdos no tienen aparentemente relación, pero el narrador los asocia, “triangulándolos” con su ignorancia sobre la Luna: “yo a los cincuenta años haciendo el papel del adulto transtemporal que tenía ese preciso hueco de saber”. El conjunto de lo dicho en estas primeras páginas motivaría el proyecto del libro que leemos, ya que afirma: “Pues bien, todo lo que escribí hasta este punto me lleva a pensar que el momento en que cometí mi error o distracción o explicación apresurada respecto de las fases de la Luna es el srcen de mi incapacidad de vivir. De modo que si pudiera hacer la historia de ese instante resolvería el misterio que me persigue”. La Luna, que, dicho sea de paso, es un emblema no sólo femenino o cultural, sino también una imagen temporal: “ese poético recordatorio del tiempo perdido”.
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En esta escena, y en sus asociaciones y consecuencias, podemos leer algunos valores recurrentes de la figura de escritor en Aira que, por otro lado, se definen y precisan a lo largo de todo Cumpleaños: la ignorancia a pesar de la cultura (una ignorancia que debilita al sujeto: “Yo estoy agujereado”); una desautorización irónica de sí mismo (una autorrepresentación en donde cierto narcisismo está teñido de ambivalencia sexual o genérica, de crueldad, de deformaciones, a veces de humillaciones); el omnipresente y rechazado humor –el chiste– como un recurso para disimular algo (“mi estilo [...] bromista por necesidad, por tener que justificar lo injustificable diciendo que en realidad no hablaba en serio”); la persistencia de la infancia, de sus modos de percepción, sus sistemas de deducción y de sus creencias en la edad adulta; el temor de la mirada irónica de sus amigos y de la burla de su madre (y quizás, también, de ese “retrato de una mujer” o de ese “retrato de nadie” que sigue mirándolo, esté donde esté), o sea, el miedo de “pasar vergüenza” (una vergüenza que, según él, es un concepto importantísimo en el que toda la literatura, todo el arte, debería basarse); una dinámica temporal a la vez acelerada y conflictiva (una escritura rápida, a costa de la calidad, para no morirse antes de terminar); y por regla general la incertidumbre sobre la intención de todo lo afirmado: discurso de primer, segundo, tercer grado, irónico, autoparódico, voluntariamente incierto, voluntariamente falso, etc.: el sentido como una coordenada problemática o en alguna medida ausente. Del conjunto destaco una escena. La escena es el papelón, como horizonte temido, como materialización de lo que se desea evitar: la esposa, los amiguitos, la madre, el retrato de nadie que descubren que César es demasiado crédulo para ser –o no ser– ignorante; hay algo que ocultar, algo en relación con un saber y un poder; ese algo es perfectamente ambivalente: hay que ocultar que no se sabe-puede nada y, al mismo tiempo,
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que se sabe-puede todo. Al final de Las curas milagrosas del Dr. Aira, como lo analiza Sandra Contreras, el papelón sucede, el “papelón más grande de su carrera, el definitivo”, un papelón que es lo que más se quería evitar y que es la demostración de los poderes ilimitados de la cura milagrosa (la capacidad creadora y transformadora como vergüenza). En El mago, después de pasar toda la novela pensando en cómo lograr que un acto sobrenatural, fruto de sus dones, parezca un truco de magia, el narrador encuentra la solución: en una autoparodia del sistema de producción y edición de Aira, el narrador decide utilizar sus capacidades ilimitadas para escribir libros, mostrando y disfrazando así su saber-poder. En Los dos payasos, el escriba, públicamente, entiende mal y se come el regalo, estropeando la carta que le han dictado (la desobediencia involuntaria, el malentendido como vergüenza). En Cómo me hice monja, la niña César Aira sufre el escándalo de tener que afirmar, ante las irritadas expectativas de su padre, que el helado de frutilla está feo, horrible, amargo, afirmación que desemboca en un asesinato. Etcétera. En Aira el papelón es lo que está por producirse, lo que casi sucede en sus ficciones, es lo que corre el riesgo de irrumpir a cada momento y a lo que se le atribuye una seriedad sin relación con las catástrofes y amenazas que pasan, ligeras como el aire, por la escena narrativa: la mirada del “retrato de nadie” que sigue por todas partes a los personajes es mucho más grave –en el sentido de la ley de gravedad– que los efímeros apocalipsis. La defensa frente al papelón es el papel: la escritura móvil, que ya está en otra parte antes de que terminemos de leerla, más allá de la escena en la cual el papelón es una inminencia, antes de que nadie (ni la esposa, ni los amiguitos, ni la madre, ni el retrato anónimo, ni nosotros, los lectores) nos demos cuenta. La defensa es un papel, es decir una figura inventada, una galería de papeles, un no ser siendo muchos que parece resumirse en un papel dominante, el papel de idiota,
escrito a lo largo de papelitos que se multiplican raudamente, los papelitos, es decir, las “novelitas” de César Aira. En todo caso, el “mito de autor” del que se trata no sólo se define en sofisticadas estrategias de autoficcionalización, sino también en la política de edición, en los ensayos, en sus declaraciones sobre literatura y, por supuesto, en la lógica misma de sus relatos. Leer esas ficciones supone así confrontarse con una perspectiva repetidamente construida: la de un narrador que no entiende, la de una acción que se desmenuza, la de una peripecia incongruente que echa a perder una historia hasta entonces tan prometedora. Una literatura que funciona, no a partir de la ingenuidad o la marginalidad, sino de un saber frustrado, de una aplicación torpe de los criterios que rigen la “gran literatura” (evitando y produciendo al mismo tiempo el papelón). El personaje típico en Aira observa el mundo pero no lo conoce, quiere descifrar lo elemental y lee mal, suscita la ficción por el desplazamiento de su lógica, aparentemente racional pero en realidad absurda: sus intentos de comprensión, sus reacciones desorientadas, sus juicios incongruentes son muchas veces el motor de la ficción. Una literatura de monstruo o de idiota, de extranjero o de salvaje, pero sobre todo una literatura de punto de vista. El procedimiento Aira, tan comentado, es ante todo el de una perspectiva: son las andanzas de un idiota en el mundo de la peripecia. Ya que las intrigas se vacían, se autodestruyen, produciendo una ligereza, una superficie lisa sin espesor semántico, para entenderlas habría que concentrarse por lo tanto en esa figura, en el escritor creado por las obras, capaz de darles un marco y un principio de organización a las “novelitas”. Pero ese personaje creado es un yo ideal que decepciona al lector y que expone sus límites; el escritor ficticio o mítico, fruto de la obra, es un idiota –o un monstruo o un extranjero o un salvaje, según otras posibilidades conceptuales quizás menos operativas para esta lectura–. Como Clément Rosset, Aira parece
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postular que lo “real” es, en sí, “una idiotez”, es decir simple, particular, único, no desdoblable –por lo que hablar de la idiotez sería entonces evocar lo real–. Este dispositivo tiene efectos paradójicos, cuando no contradictorios. Por un lado, hay lo que se podría denominar un proyecto de ilegibilidad –que poco tiene en común con la ilegibilidad luciferina de Lamborghini–. La engañosa sencillez de los relatos se encuentra dinamitada por la proliferación y la digresión, por una función atribuida a la imaginación que desafía cauces o sistemas; la obra, entonces, no está nunca donde se la espera. A la vez decepcionante y sorprendente, se construye a partir de efectos, de rupturas, de un autoengendramiento continuo. Es ilegible en el sentido en que se desplaza para evitar construir un sistema o ser atrapada por lecturas críticas organizadas. Es difícil centrarse en un texto: hay que leer el conjunto, lo que equivale a postular que no hay que leer nada. Es lo que Aira afirma en alguna entrevista, asegurando que, para tener una idea completa de él, como autor, hay que leer todos sus libros, lo que deja entonces al sentido –por ejemplo, a su figura de autor–, en alguna medida, fuera de alcance. La mirada de conjunto queda para después, para después de la muerte. Este horizonte que se promete y se rehúye como posibilidad funciona, por lo tanto, como la imagen en el tapiz en el célebre cuento de Henry James: ese “mito” es una promesa sugerida a atónitos lectores, una construcción mucho más hermética de lo que parece. Hay una estrategia evidente de ocultación: todo corte en busca del significado es inapropiado y, en Aira, sería “letal”, para retomar su propio juicio sobre Copi. Esa es su principal operación de significación. El sentido es un corte, el sentido interrumpe y fija, el sentido mata. El sentido transforma al papel en papelón –es decir, en obra seria y en vergüenza de lo revelado–; pero al mismo tiempo que se lo borra o diluye, se promete sentido en una instancia extratextual, difusa y de hi-
potética aprehensión. Aira escribe para no ser leído, aunque en la negación misma de lo escrito (que ya fue, que ya es pasado y que ya está olvidado) queda un resabio, un indicio, un relato subterráneo, su “mito de autor”. Exposición y negación simultáneas que tienden a suscitar un enigma o un “deseo de autor” en el lector que no quiere, simétricamente, convertirse en idiota también él: la idea del autor como una instancia de revelación/ ocultamiento y de enfrentamiento con el lector, desarrollada por Maurice Couturier, funciona perfectamente en este caso. Si leer es abarcar, si leer es conceptualizar, si leer es integrar, si leer es, ante todo, releer, Aira superpone procedimientos para seguir siendo ilegible. Su obra sería comparable a esa rata de Copi, tan parecida a la liebre legibreriana que aparece en varias novelas suyas: “una pieza móvil que corre delante del sentido”. Por otro lado, ese vértigo de reflejos, teorías, peripecias, autofiguraciones, declaraciones contradictorias, termina funcionando como el eco de ese “yo agujereado” que aparecía en el inicio de Cumpleaños. El mito de escritor en Aira es una galería de máscaras, un juego de identidad, un malabarismo de/con sí mismo, una proliferación. El gesto de escritura es una búsqueda detrás de los “yo” posibles (que, como los dioses hindúes o el sereno Buda, abarcan infinitos avatares). No fabricar una imagen estable, entonces, no existir gracias a un mito de escritor definido, sino instalarse, como en el teatro, en lo que Daniel Sibony llama la dinámica de la identificación y la desidentificación; refugiarse en la risa, mejor que en el humor, una risa que permite ser otro en un movimiento de algunos segundos, una risa que descompone y recompone la identidad, que la sacude como se sacude un árbol. No ser, ser otros, suponer que la vida es a la vez múltiple y diferente, que se la va a ubicar en otro escenario, en la próxima máscara. El procedimiento en vez del resultado, es decir, la máscara en vez de la obra. En el centro inhallable encontraríamos, si el sistema se detuviese, un
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ser agujereado, un manque à être. Pero es una simple especulación: la verdad, ya se sabe, está en la máscara y no en lo que se oculta; la verdad está en el sistema relacional que la máscara crea alrededor suyo, en cómo el sujeto-máscara se inscribe en una red simbólica, diría Slavoj Zizek. Esa máscara móvil es la de un idiota:
En esta perspectiva, sus ensayos forman parte de una estrategia del ailleurs, de una reconstrucción literaria (o una construcción de un lugar para la propia literatura) basada en un extrañamiento frente a la tradición –incluyendo en ella a la tradición vanguardista o a la tradición académica de lo nuevo–. Extrañamiento que pasaría, también, por un modo de ausencia: Aira comentaba en 1987 el hecho de que los únicos novelistas “presentables” de la Argentina (Puig y Saer) no estaban “presentes”, es decir, residían en ese entonces en el extranjero, para no ser “aplastados”, “esterilizados” por la jactancia de sus compatriotas. Así, el ser novelista impresentable y el vivir en un extranjero interno (el barrio de Flores) sería el tipo de supervivencia elegida. Por lo tanto, las representaciones de autor de Aira, su desdén por la obra, su posición narrativa e ideológica de idiota podrían leerse en contrapunto con ciertas construcciones del campo intelectual argentino sobre la figura de escritor. Construcciones en donde la reflexión metaliteraria (posición ante la producción textual y crítica de la universidad), la estrategia de inserción en la tradición (la exposición de un mapa de lecturas como una especie de documento de identidad), las modalidades voluntarias y programadas de intervenir o suscitar eventos públicos (premios, lugar de ediciones, medios en general), todos estos rasgos forman parte del “ser escritor”. Pero tampoco hay que olvidar que, simultáneamente, Aira, en un movimiento paradójico que no es ajeno al de Borges o al de Saer, también “diccionariza” la literatura, maneja el criterio de calidad (invirtiéndolo, suponiendo que lo “malo” es lo “bueno”), parodia textos en sus ficciones (de Borges en Las ovejas a Glosa en Varamo), juzga, valora, rechaza y fija un canon propio. Es decir, reorganiza, como todo escritor, un sistema literario alrededor de sí. Esa reorganización estaría basada en un concepto inédito o, al menos, en un epíteto provocador: el de literatura idiota, es decir, una escritura que retoma los grandes gestos de la tradi-
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En ese sentido, un escritor inteligente revela más que uno idiota. Yo me he esforzado, en la escasa medida de mis posibilidades, en preservar toda mi idiotez natural, para que la literatura actúe sin trabas en mí. Aunque ahí aparece otra paradoja: pues se necesita cierta inteligencia, o mucha (lo he comprobado, ay, a mis expensas) para escribir. De donde resulta que mi idiotez es un simulacro levantado por mi inteligencia, que a su vez es un simulacro utilitario que levanta mi idiotez astuta (Nouvelles impressions du Petit Maroc).
Y a propósito de una red simbólica, es interesante señalar la peculiar relación que este juego de máscaras, este último avatar de un mito de autor, establece con la literatura argentina y con la tradición en general. El ser idiota supone reivindicar la falta de memoria, el no ser de la filiación como condición para existir: para poder inventarse como autor hay que olvidar, postula Aira, hay que excluir la mirada del “retrato de nadie”, hay que expulsar al otro que se inmiscuye en la escena de la escritura, hay que rechazar una corrección que es abrirle la puerta al adversario: corregir es correr el riesgo del papelón definitivo (en palabras de Aira: “Corregir es invocar a un fantasma. Yo escribo como quien soy, pero si lo escrito estuviera mejor escrito, sería como si lo hubiera escrito otro, algún gran escritor”). O sea: hay que impedir que se fijen los rasgos en un retrato de “gran escritor”, lo que sería, ya no máscara de teatro, ya no avatar de autor, sino máscara mortuoria. Sería la cara oscura de la Luna.
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ción, no transgrediéndolos sino echándolos a perder, arruinándolos –o sea, desplazándolos–. Literatura idiota que, en negativo, propone una lectura del corpus literario argentino como una literatura inteligente. Inteligente Lugones y su cultura en Lunas (aunque termine comparando al satélite con un queso), inteligente Macedonio y su negación del autor (aunque el Cosmos sea, como en el cuento, un Zapallo), inteligente Borges con su infinita biblioteca de libros ingleses (aunque Funes recuerde sin entender y Pierre Menard escriba doctamente algo que ya está escrito), inteligente Cortázar con su juego como trampolín metafísico (aunque los Cronopios se dediquen a perder trenes y las familias a construir inútiles cadalsos en los jardines), inteligente Piglia, fabricando herramientas de lectura en sus ensayos y cerrando interpretaciones posibles (aunque el mayor personaje de su obra sea, en Plata quemada, un psicópata tan lúcido como distraído), inteligente Saer, cuando construye una saga de inédita amplitud (aunque defienda, con discutible ingenuidad, la ignorancia del escritor frente a su obra). Inteligentes, por supuesto, los profesores y críticos, inteligentes las cátedras de la Universidad de Buenos Aires y los suplementos culturales, inteligentes los directores de colección, inteligentes los Congresos de literatura, inteligentes los libros críticos como éste. Ser escritor en Argentina es ser un escritor inteligente. Sí, frente a todos ellos Aira se sitúa en el lugar del idiota, del idiota de la familia, el que intenta y no lo logra, el que practica, como él mismo lo sugiere, una philosophie amusante, que intertextualiza, cita y reescribe pero que termina siempre convirtiendo al cosmos en un zapallo o en un gusano verde, que incluye claves de autointerpretación que desembocan en un vacío, que pareciera querer escribir una saga y le sale una historieta, y que instala trampolines metafísicos todo el tiempo en sus ficciones pero que son inútiles, porque si se salta de ellos uno se rompe, lógicamente, la crisma.
Literatura idiota, entonces, como estrategia de existencia y de defensa. En realidad, la inteligencia arriba mencionada tiene que ver con el punto de partida: cómo seguir escribiendo, cómo proteger los textos, cómo negar la propia lucidez, cómo olvidar a Barthes y a Benjamin, a Adorno y a Lacan, cómo huir de un espacio de la creación atravesado por las miradas de los otros: cómo evitar el papelón. Se ha afirmado que la de Aira es una literatura de después, cuando ya todo sucedió, todo fue dicho, todo fue leído. Por eso mismo su literatura se sitúa en un principio ficticio, antes de la llegada de la inteligencia, cuando no se sabía aún la verdad sobre las caras de la Luna. Literatura del final –de fin de siglo–, pero también literatura de principio –de principio de milenio–. Al interrogante ¿cómo seguir escribiendo?, él contesta simplemente “escribiendo, llevando adelante la escritura”, ya que el significado está siempre en lo que sigue, no en lo que se ha escrito, no en lo que se ha leído. El sentido se sitúa en el futuro y no en el pasado. La literatura argentina y sus figuras de autor estarían todavía por inventarse. La apuesta es, en sí, vertiginosa.
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