HELLER, Hermann. Teoría del Estado, FCE, 1971 pp. 19‐27
I OBJETO DE LA TEORÍA DEL ESTADO
1. LA TEORÍA DEL ESTADO COMO CIENCIA POLÍTICA PARETO: Traité de sociologie générale, 1917‐19, SCHELER: Die Wissenformen und die Gesellschaft, 1926; MANNHEIM: Ideología y Utopia, México, 1941; MANNHEIM: articulo "Wissenssoziologie", en el Handwörterbuch der Soziologie, de Vierkandt, 1931; MAX WEBBER: Gesammelte Aufsätze zur Wissenschaftslehre, 1922; STOLTENBERG Y KOIGEN: "Begriffsbildung in der Soziologie", en Verhandlungen des VII Deutsch. Soziologentages, 1931; HELLER: "Bemerkungen zur staats‐ und rechtstheoretischen Problematik der Gegenwart", Archiv d. öffentl. Rechts, vol. 55, p. 19.
La Teoría del Estado se propone investigar la específica realidad de la vida estatal que nos rodea. Aspira a comprender al Estado en su estructura y función actuales, su devenir histórico y las tendencias de su evolución. No puede ser materia de la Teoría del Estado, como luego hemos de ver con todo detalle, el investigar "el fenómeno del Estado en general", o "el" Estado "en la totalidad de sus relaciones". Y tampoco tratamos de inquirir la esencia "del" Estado. Al señalar las notas, necesarias del ser del Estado actual, creemos determinar su modo y esencia necesarios, entendiendo por "esencia" "la unidad de una cosa en cuanto entraña para sí la necesidad de ciertas propiedades" (Sigwart, Logik, I, 4 pp. 269 ss.). No hemos de ocupamos de los problemas del fenómeno o de la esencia "del Estado en general" y sin otra determinación, ya que estimamos que ello no corresponde al objeto de nuestro conocimiento, por lo cual no cabe plantear la cuestión en esos términos. Pues, como pronto hemos de ver, aquellos problemas parten de la idea de que el Estado es algo así como una cosa invariable, que presenta caracteres constantes a través del tiempo, concepción que, como también veremos, es completamente errónea. Del título de la presente obra se desprende ya que no nos proponemos construir una Teoría "general" del Estado, con carácter de universalidad para todos los tiempos, porque no lo estimamos, en absoluto, posible. No son de temer confusiones con una Teoría "particular" del Estado, aunque existiera una ciencia semejante. La Teoría del Estado se ha cultivado en Alemania, desde hace tiempo, como una disciplina especial que, a partir de mediados del siglo XIX, se denomina expresamente "general" porque, desde entonces, el círculo de sus problemas se restringe progresivamente, viniendo, al fin, a quedar reducido a poco más de la historia y construcción de algunos conceptos fundamentales de Derecho Político. En cambio, la presente Teoría del Estado, por la forma como se plantean en ella los problemas, se halla más cerca de la "Política" en el sentido de Dahlmann, Waitz y Droysen o de la Enciclopedia de las ciencias del Estado de Mohl, ese último intento académico de comprender al Estado según amplias conexiones. Semejante concepto de la política, que los pueblos latinos e Inglaterra también conocen bajo las denominaciones de science politiquee, scienza politica, ciencia política y political science, no se ha desarrollado, por desgracia, entre nosotros en Alemania. Es característico que el economismo apolítico del siglo XIX haya llegado a vaciar a la denominación "Ciencia del Estado" de su verdadero sentido, limitándola casi exclusivamente al círculo de las ciencias económicas.
La Ciencia Política sólo puede tener función de ciencia si se admite que es capaz de ofrecemos una descripción, interpretación y crítica de los fenómenos políticos que sean verdaderas y obligatorias. Si no se acepta esto, una declaración sobre cualesquiera procesos políticos puede, en verdad, llenar la función práctica de servir como arma, en la lucha política, para la conquista o defensa de las posiciones de dominación, pero no cumple una misión teórica. El hecho de que una afirmación o declaración sobre el acontecer político pueda ser arma útil para la lucha política práctica no excluye, en modo alguno, el que tal afirmación sea, también teóricamente, verdadera y obligatoria. Pero ¿cuándo habrá que considerar como verdadera y obligatoria una declaración que describa, interprete o critique en el sentido de la Ciencia Política? Se ha dicho, acertadamente, que toda descripción e interpretación de la realidad política depende de criterios según los cuales se seleccionan los hechos adecuados y de importancia para la descripción del fenómeno de que se trate, de suerte que toda descripción e interpretación presuponen ya ciertos módulos críticos. ¿Dónde halla, pues, la Ciencia Política los criterios de verdad y obligatoriedad para sus afirmaciones? Para una conciencia ingenua, la respuesta a esta fundamentalísima cuestión es sencilla. Su simple dogmatismo le permite atribuir validez universal a las propias concepciones y convicciones, que concuerdan con las de su medio. Pero una vez que esta conciencia ingenua se ve ampliada por las experiencias y convicciones de otros grupos y tiempos y se siente estimulada a una comparación crítica de los propios con los ajenos criterios, comienza a distinguirse, después que la conciencia crítica hizo imposible el dogmatismo ingenuo, entre conocimiento obje‐ tivo y voluntad subjetiva, entre idea e interés. Y aún quedan dos posibilidades. En un caso, la conciencia crítica descubre ideas que sirven como criterios que puede presentar, a los intereses "de todos los miembros", como verdaderos y obligatorios. No es necesario que esta "totalidad" trascienda de la historia y la sociedad. Cuando sólo comprende los grupos que contienden en determinado tiempo y lugar, incumbe a la Ciencia Política la función, llena de sentido, de establecer las afirmaciones que para esos grupos son verdaderas y obligatorias. El que se encuentren criterios que puedan unir a los tiempos, partidos, clases o pueblos depende de que, en el acontecer político que engendra la lucha de los grupos, quepa o no señalar un sentido atribuible a todos los contendientes. Pero si a la Ciencia Política no le es posible presuponer un sentido tal y, por consiguiente, no posee criterio alguno que sea aplicable a todos los contendientes para la verdad y obligatoriedad de sus afirmaciones, pierde su condición de ciencia. En este caso queda todavía, en la política práctica, el simple poder y la necesaria dogmática de partido, pero no hay lugar para una Política teórica. En la Edad Media, el pensamiento político, como todo otro pensamiento, estaba subordinado a los dogmas religiosos y, como ancilla theologiæ, sometido a los criterios, universalmente obligatorios, de la fe revelada. La conciencia política se creía también al servicio de concepciones y normas que estaban por encima de todos los antagonismos y que eran admitidas por todos los grupos en pugna. La historia trascendente de la salvación, del cristianismo, y la creencia jusnaturalista en el progreso y perfectibilidad del género humano permitían formular juicios de validez universal y explicar el devenir político como una conexión llena de sentido. Las ideas implícitas en la fe revelada estaban fuera de toda pugna y se consideraban como establecidas en interés de todas y cada una de las partes en contienda. Por esta razón, cada parte podía apelar a las mismas frases de la Biblia o del Derecho Natural, y la función de todo pensamiento político consistía en demostrar que tal o cual objetivo político o poder político estaba en armonía con! aquellos dogmas. El pensamiento histórico‐social del siglo XIX eliminó definitivamente esta simplicidad dogmática. La fuerza de convicción de los argumentos teológicos como los que se usaban en las luchas por el poder político de la Edad Media y hasta el siglo XVIII, ha desaparecido; hoy, incluso para los creyentes. La creencia del Derecho Natural racional en un "orden natural" de validez universal se ha visto amenazada y, finalmente, destruida en el momento en que, analizados los contenidos concretos del Derecho Natural, que se pretendía absoluto, se vio que eran expresión de la situación histórico‐política de intereses de ciertos grupos humanos, en los siglos XVII y XVIII, especialmente de la burguesía, cuya potencia, tanto económica como política, iba en ascenso. En la actualidad, es ya verdad generalmente aceptada la del condicionamiento histórico‐social de nuestros conceptos y normas políticas, y la "Sociología del saber" trata de exponer la dependencia de todas las concepciones políticas respecto a los intereses de poder de la Iglesia, la monarquía, la aristocracia, la
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burguesía, el proletariado, etc., en todos sus aspectos, de tal manera que hoy ya no cabe discutir esta perspectividad de nuestro pensamiento, sino más bien la posibilidad de una Ciencia Política en general. La Ciencia Política crítica destruyó la ingenuidad, tan segura de sí misma, de su dogmática predecesora que, por no tropezar con los obstáculos de una conciencia histórico‐sociológica, ponía, sin el menor escrúpulo, el espíritu al servicio de los intereses políticos de los grupos. Pero la crítica del dogmatismo vino a cambiar de raíz la función de la Ciencia Política. Hasta entonces, había estimado que su misión consistía en determinar lo que hubiera de común en todas las instituciones y aspiraciones políticas, en las normas y en las formas. Todavía constituían para Fichte las bases de su filosofía del Estado el "destino" del género humano y la "igualdad de todo lo que tiene rostro humano" En el siglo XIX se considera este modo de pensar, según un dicho característico de Napoleón, como cosa de "ideólogos" y sus aseveraciones fueron calificadas, por los llamados políticos realistas, de "ideologías". La Ciencia Política crítica consagra su atención, más que a lo común, a lo que los criterios y formaciones políticos tienen de peculiar, tratando, justamente, de describir las diferencias histórico‐sociales en toda su variedad y explicarlas en sus causas y consecuencias. En los sectores culturales latino y anglo‐americano, especialmente, continúa todavía influyendo de tal modo la confianza que la época anterior había tenido en la historia y en la razón, que esa relativización del pensamiento a lo histórico y social no pudo poner en peligro el sentido y función de la Ciencia Política. Aún se cree en una relativa autonomía del espíritu frente a las situaciones de intereses, temporal y socialmente cambiantes; todavía considera posible v. gr. un Ranke una Ciencia de la Historia que sólo exponga "cómo ha sido" el pasado; todavía se atribuye a la Ciencia Política la misión de mantenerse imparcial, en lo posible, frente a todas las tendencias políticas exponiéndolas en su dependencia respecto a las diversas condiciones naturales y culturales, y esforzándose, si no por una reconciliación, al menos por una mediación entre los antago‐ nismos, sobre una base espiritual. La opinión corriente cree que existe una base común de discusión para todos los intereses en pugna y que el espíritu debe lograr establecer, sobre esa base, un status vivendi común que fuera políticamente aceptable por todos los partícipes. Pero a finales del siglo XIX se inicia una autorrelativización de la conciencia con respecto al ser social‐vital cuyo resultado sería la auto‐destrucción de la Ciencia Política. La confianza que, en tiempos pasados» se tenía en la ciencia había dado lugar a que se propendiera a adscribir valor absoluto a la autonomía de la teoría frente a la práctica política; en el presente existe la tendencia, aún más peligrosa, a negar, lisa y llanamente, la legalidad propia de la teoría política, poniendo, con ello, en cuestión la posibilidad, en general, de una Ciencia Política. Hoy se sociologiza, historiciza y polemiza, de modo radical, sobre todas las formas de pensar de las ciencias políticas, y hay que medir bien el volumen y las consecuencias de tal hecho para darse cuenta, en toda su magnitud, de la gravedad del peligro que entraña tanto para la teoría como para la práctica política. En el siglo XIX partíase, de ordinario, de la vinculación del espíritu respecto a la historia, únicamente, o tan sólo para con la sociedad, y aun en los casos en que se tomaban en consideración ambas vinculaciones, se reservaba siempre una posición que trascendía de lo social e histórico. Ya Hegel, con su traducción del espíritu a lo histórico, había sostenido que la existencia histórica del hombre es su única verdadera realidad; pero, a pesar de ello, la filosofía de Hegel pretendía ser todavía* "su tiempo", todo su tiempo "captado en pensamiento". La sociologización marxista de la conciencia sólo admitía, ciertamente, un pensar que comprendiera en conceptos una situación histórica de clases. Pero también en Marx la filosofía de la historia de los tiempos pasados estaba aún lo bastante viva para considerar a la historia como una conexión llena de sentido y distinguir entre una conciencia verdadera o falsa. En el siglo XX, y especialmente bajo el influjo de la filosofía de la vida, de Nietzsche y Bergson, con la relativización radical del espíritu a la "vida" aparece un peligro mortal. Según Georges Sorel y Vilfredo Pareto, todo postulado de la ciencia política es sólo la sublimización de una situación vital, completamente individual y absolutamente irracional, y toda idea, en el sector de lo político, únicamente la "correspondencia" de una singularidad histórico‐social y personal con la que nada tiene que ver el pensamiento. De ser ciertas tales afirmaciones, la Ciencia Política vendría, con ellas, a suicidarse, renunciando, definitivamente, a su carácter científico; pues a este total eclipse del espíritu va anexa la admisión de que la Ciencia Política se halla incapacitada para actuar sobre la práctica política y aun para conocerla. En el siglo XIX se aspiraba a aniquilar las ideas enemigas en su eficacia
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política, mediante el descubrimiento de su funcionalidad política, pretendiendo, en cambio, que las ideas propias poseían exactitud objetiva. Pero desde el momento en que la conciencia humana es una mera fundón del ser social‐vital, simple reflejo, ficción o ideología, y el espíritu sólo un arma para la lucha por el poder político, tales afirmaciones tienen que conducir a la autodestrucción de las propias posiciones políticas, y en este caso, los criterios propios se verán privados, en definitiva, de su aparente objetividad. A fin de evitar estas consecuencias, tanto en la teoría como en la práctica, se apela, en primer término, al recurso de sustraer a aquella radical relativización un fenómeno histórico‐social cualquiera y elevarlo a la categoría de criterio absoluto y de constante, del cual se derivan todos los demás fenómenos histórico‐sociológicos. Esta absolutización de fenómenos temporales, típica de nuestra época, aparece como la contrapartida de la historicización y sociologización de todos los contenidos absolutos. Sobre la base de una tan pésima metafísica, que considera ciertos hechos de la experiencia como los únicos reales y afirma que los otros son ideológicos, discuten hoy los movimientos extremistas su fundamentación científica. Y ello es aplicable lo mismo a la deificación del Estado o de la nación que a la absolutización de la raza o de la clase, o a la afirmación de que la economía, la voluntad de poder o una libido cualquiera sean los únicos móviles de toda la vida política. La práctica política del momento pudiera considerarse satisfecha con esta solución del problema. Pudiera, en la actualidad, estar conforme con que el saber político es posible como doctrina de partido, y que el valor de esta doctrina sólo se determina por el que pueda tener, actualmente, como propaganda, es decir por su utilidad, en cuanto "doctrina de poder", para la dominación de las masas. Vilfredo Pareto, el llamado padre del fascismo, ha fundamentado, en forma penetrante y articulada, este neomaquiavelismo burgués, al hacer depender toda conciencia del "residuo", del estado general individual‐irracional del que obra. Para él, todas las doctrinas políticas, de Platón a Marx, son sólo mala metafísica, y todas esas ideologías únicamente medios de lucha para el bellum omnium contra omnes. Las coberturas ideológicas del querer político irracional no son más que ficciones necesarias para la domesticación de la bestia humana, de ellas ha de valerse la élite que se halla en posesión del poder en cada momento, para poder triunfar en la lucha siempre igual y, en sí, carente de sentido, que sostienen las élites por el poder. Pero si toda conciencia política es sólo expresión de una situación eminentemente individual, si entre generaciones y clases, partidos y naciones, no existe ninguna conexión de sentido, en ese caso no puede haber, ni en la Política teórica ni en la práctica, ningún status vivendi que actúe espiritualmente como intermediario entre todos aquéllos, ninguna base de discusión, ninguna conducta racionalmente moral, sino únicamente un obrar que aspire a vencer al adversario y aun a aniquilarlo. La apoteosis del poder político puro y desnudo, que corresponde a tan desilusionadora actitud, aparece en la obra de Georges Sorel (Réflexions sur la violence, 1906‐07). En Alemania fue popularizada por Oswald Spengler, quien, en el segundo volumen de su Decadencia de Occidente (1922), considera a la guerra como la protopolítica de todo lo viviente: "la lucha, no de principios sino de hombres, no de ideales sino de caracteres raciales, por el ejercicio del poder, es lo primero y lo último". Y, finalmente, Carl Schmitt ha arreglado estas doctrinas para el fascismo alemán, estableciendo, como categoría fundamental de lo político, la oposición amigo‐enemigo, debiendo ponerse el acento en el concepto de enemigo, que debe estimarse "como algo existencialmente distinto y extraño" y a quien, en caso de conflicto, hay que exterminar (Begriff des Politischen, 1931) (cf. infra, pp. 224 s.) La práctica política del momento puede darse por satisfecha con esa concepción, pero sobre tal base es imposible que pueda haber en el futuro una cultura política, ni, en general, cultura alguna, ni en lo práctico ni en la teoría. A nuestro parecer, trátase aquí de la cuestión vital de la ciencia del Estado, del problema de si su autodestrucción es algo necesario por razones histórico‐sociales o histórico‐espirituales, o no. Si todo pensamiento humano es sólo la expresión de una situación individual histórico‐social, la fundación de una ciencia teórica (aunque tal denominación le sería impropia) sólo puede consistir en suministrar las ideologías que, para su vestimenta, precise el poder político que se ha impuesto de un modo cualquiera. Si se ahoga por completo al espíritu en la lucha por el poder político y si en ella no se le deja ninguna autonomía, advendrá, como ineludible consecuencia, la anarquía teórica, y también la práctica, y su correlativa forma autoritaria, la dictadura. La Ciencia Política sólo podrá aportar verdades generalmente obligatorias si le es posible mostrar, a través de todos los cambios histórico‐sociales, ciertas
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constantes idénticas. Esta cuestión fundamental fue planteada ya por Marx para la esfera del arte y contestada afirmativamente: "la dificultad" ‐dice‐ "no consiste en comprender que el arte y la épica griegas se hallan vinculadas a ciertas formas de la evolución social. Lo difícil está en el hecho de que ellas guarden aún para nosotros goce artístico y, en cierto sentido, valgan como norma y modela inasequible" (Kritik der politischen Oekonomie, p. XLIX). Esta legalidad peculiar del espíritu, que aquí se admite, no se limita, sin embargo, en modo alguno, al dominio del arte. Si se acepta aquella reducción del espíritu a mera función, como propugna la filosofía de la vida, no cabe explicar cómo es posible que lo que, sobre temas políticos, nos dicen un Aristóteles, un Hobbes o incluso un Marx pueda tener validez para los pensadores del día siendo tan diversas las situaciones políticas, aun menos podrá explicar el irracionalismo activista, que quiere ver en todas las teorías políticas autoengaños ilusionistas; por qué, de entré la multitud de concepciones políticas, se ha considerado, en el correr de los tiempos, a unas como obligatorias y verdaderas y a otras no. Es verdad que, en todas las épocas, la Ciencia Política ha cumplido también la función de fundamentar o atacar situaciones de supremacía política; pero, con ello, no se agota su total función. Así, por ejemplo, el hecho de que la doctrina política del abogado hugonote Bodino se propusiera afianzar la monarquía absoluta francesa del siglo XVI, no excluye el que, a través de su obra, haya esclarecido de singular manera ciertas verdades permanentes de la vida política. Si podemos aprender aún algo de Bodino, si la historia es algo más que un conglomerado confuso de situaciones momentáneas sin conexión entre sí, se debe a que existen, de hecho, constantes idénticas en el acontecer político, sustraídas para la razón práctica a la relatividad histórico‐sociológica. La más sustancial de estas constantes es la naturaleza humana, que no hay que concebir, ciertamente, a la manera del Derecho Natural racional, como algo anterior a la sociedad y a la historia, sino al contrario, como una naturaleza que lleva su impronta. La Prehistoria podrá interesarse por otras formas humanas e infrahumanas, pero la Historia política sólo puede tener que ver con un hombre que, a diferencia de los animales, transforma el mundo que le circunda según sus pensamientos y aspiraciones. De esta suerte, la Ciencia del Estado, como, en general,‐ todo conocimiento histórico‐sociológico, tiene que partir de una conducta humana que, según una acertada frase de Marx (capítulo I), "pertenece exclusivamente al hombre". La conciencia que transforma con sentido el mundo circundante, guiada por marcadas leyes ideales, pertenece, como algo necesario, al ser peculiar del hombre. Esta naturaleza del hombre que sale y se destaca de lo meramente dado puede ser, para la Historia Natural, una variable, pero para la Historia de la Cultura es una constante. Por otra arte, las realidades naturales y culturales que encuentra el ser del hombre consciente transformador del mundo, y que condicionan su obrar en forma de leyes, revelan también, aunque en medida muy diferente, una constancia histórico‐sociológica, gracias a la cual, precisamente, es posible la cultura. Trátase de aquellas innumerables condiciones naturales y culturales que han impreso su sello en el ser y en la conciencia del hombre y que constituyen el cimiento de su actual conducta histórico‐social. Según que la base de abstracción sea más restringida o más amplia, así habrá más o menos supuestos constantes, tales como ciertas realidades antropológicas, geográfico‐climáticas, nacionales, sociales y técnico‐económicas. Todas ellas, no obstante las dife‐ renciaciones de clase, se extienden a todos los grupos, en este terreno común, y muchas permanecen inmutables para períodos de tiempo prácticamente casi ilimitados. Factor esencial en la política de Rusia, tanto de. la zarista como de la soviética, ha sido el hecho de que ese país no posea suficientes puertos libres de hielos, así como el que no haya vivido el Renacimiento europeo. En toda historia, tanto natural como cultural, que está produciéndose, actúa la ya producida. El hombre es siempre producto y productor de su historia, forma impresa relativamente constante que viviendo se desarrolla. Lo devenido no es algo simplemente pasado, que aparezca frente al sujeto histórico como un objeto extraño a él. Pero si, por esta razón, todo espíritu es expresión de una concreta situación de vida, también es cierto que se eleva, consciente o inconscientemente, sobre ella, pudiendo conservar su validez, con independencia de su génesis, para situaciones esencialmente distintas. Siempre que en la historia fue posible captar espiritualmente ciertas características de una realidad política, y no se interrumpió, en forma definitiva, la conexión de mediación social, nuestros conocimientos políticos se han enriquecido con uno más, que puede mantener su legalidad propia a través de las cambiantes situaciones de vida y poder. La peregrina afirmación de Spengler de que, en la historia "real", haya ejercido quizás menos influjo Arquímedes, con todos sus descubrimien‐
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tos científicos, que el soldado que lo mató en el asalto a Siracusa, puede, ciertamente, ser muy adecuada para contribuir a la quiebra de la conexión cultural del Occidente, pero aun cuando fuera una realidad esa "decadencia" de nuestra cultura, ejercería Arquímedes en la misma herencia del Occidente un influjo incomparablemente mayor que su asesino. Por este motivo también, cumple a la Ciencia Política la función, llena de sentido, de trabajar por una descripción, interpretación y crítica, verdaderas y obligatorias, de los fenómenos políticos.
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