HANS HEINZ EWERS: CUENTOS
LA ARAÑA
Y en eso reside la voluntad, que no muere/¿Quién conoce los misterios de la voluntad, y su fuerza?
GLANVILL Cuando el estudiante de medicina Richard Bracquemont decidió ocupar la habitación número siete del pequeño hotel Stevens, situado en el número 6 de la rue Alfred Stevens, tres personas se habían ahorcado en esa misma habitación colgándose del dintel de la ventana en tres viernes sucesivos. El primero era un viajante de comercio suizo. Su cuerpo no se encontró hasta la tarde del domingo; pero el médico dedujo que su muerte debió de haberse producido entre las cinco y las seis de la tarde del viernes. El cuerpo colgaba de un robusto r obusto gancho hincado en el dintel de la ventana, que normalmente se utilizaba para colgar ropa. La ventana estaba cerrada. El muerto había utilizado el cordón de la cortina. Como la ventana era bastante baja, sus sus piernas arrastraban arrastraban por el suelo casi hasta las rodillas. rodillas. El suicida debió debió
desarrollar, por tanto, una considerable fuerza de voluntad para llevar a cabo su propósito. Se comprobó comprobó además que estaba casado casado y que era era padre de cuatro cuatro niños, así como que se encontraba en una situación completamente desahogada y segura y que era de talante jovial y estaba casi permanentemen permanentemente te satisfecho. No se encontró ningún escrito que pudiera tener relación con el suicidio, ni testamento alguno. Tampoco había hecho jamás manifestación alguna en ese sentido a ninguno de sus conocidos. El segundo caso no era muy diferente. El artista Karl Krause, empleado como equilibrista sobre bicicleta en el cercano circo Medrano, alquiló la habitación número 7 dos días más tarde. Al no comparecer el siguiente viernes para su actuación, el director envió al hotel a un acomodador, que se lo encontró colgado del dintel de la ventana, exactamente en las mismas circunstancias (la habitación no había sido cerrada por dentro). Este suicidio no parecía menos misterioso: a sus veinticinco años, el prestigioso artista recibía un buen sueldo y parecía disfrutar plenamente de la vida. Una vez más no apareció nada escrito, ningún tipo de manifestación alusiva al caso. Dejaba a una anciana madre, a la que acostumbraba enviar puntualmente puntualmente los primeros días de cada mes trescientos marcos para su manutención. Para la señora Dubonnet, propietaria del pequeño y barato hotel, cuya clientela estaba formada casi exclusivamente por miembros de los cercanos espectáculos espectáculos de variedades de Montmartre, esta extraña segunda muerte en la misma habitación tuvo consecuencias consecuencias ciertamente desagradables. desagradables. Algunos de sus clientes abandonaron el hotel y otros huéspedes habituales habituales regresaron. En vista de ello, acudió al comisario del distrito IX, al que conocía bien, el cual le prometió hacer cuanto estuviera en su mano para ayudarla. Así pues, no sólo prosiguió las investigaciones, tratando de averiguar con especial celo las razones de los suicidios de ambos huéspedes, sino que puso a su disposición a un oficial que se alojó en la misteriosa habitación. Se trataba del policía Charles-Marie Chaumié, que se había ofrecido voluntariamente para el caso. Este Este sargento era un un viejo lobo de mar mar que había servido servido durante once años en la infantería de marina, y durante muchas noches había guardado en solitario numerosos puestos en Tonkín y Annan[1], dando la bienvenida con un vivificante disparo de su fusil a cualquier pirata de río que se acercara furtivamente. Por lo tanto, se sentía perfectamente capacitado para hacer frente a los «fantasmas» de los que se hablaba en la rue Stevens. Se instaló, pues, en la habitación el domingo por la tarde y se
retiró satisfecho a dormir, después de hacer los honores a la abundante comida y bebida que la señora Dubormet le había ofrecido. Cada mañana y cada tarde Chaumié hacía una rápida visita al cuartel de la policía para presentar un informe. Durante los primeros días los informes se limitaron a constatar que no había advertido nada en absoluto fuera de lo normal. El miércoles por la tarde, sin embargo, anunció que creía haber encontrado una pista. Al pedírsele más detalles, suplicó permiso para guardar silencio por el momento. No estaba seguro de que lo que creía haber descubierto tuviera en realidad relación alguna con las muertes de ambos individuos, y temía hacer el ridículo y convertirse en el hazmerreir de la gente. El jueves parecía menos seguro, aunque más serio; una vez más no tenía nada de que informar. La mañana del viernes parecía en extremo excitado; opinaba, medio en broma medio en serio, que la ventana de la habitación indudablemente ejercía un extraño poder de atracción. No obstante, seguía insistiendo en que este hecho no guardaba relación con los suicidios, y que si decía algo más, sólo sería motivo de risa. Aquella tarde no se presentó en la comisaría de distrito: lo encontraron colgado del gancho en el dintel de la ventana. También en este caso las circunstancias, hasta en los más mínimos detalles, eran las mismas que en los casos anteriores: las piernas se arrastraban por el suelo y, como soga, había empleado el cordón de las cortinas. La ventana estaba cerrada y no había cerrado la puerta con llave. La muerte se había producido alrededor de las seis de la tarde. La boca del muerto estaba totalmente abierta y de ella le colgaba la lengua. Como consecuencia de esta tercera muerte en la habitación número 7, todos los huéspedes abandonaron ese mismo día el hotel Stevens, a excepción de un profesor alemán de enseñanza superior que ocupaba la habitación número 16, el cual aprovechó la oportunidad para lograr la reducción de un tercio en el hospedaje. Fue un pobre consuelo para la señora Dubonnet que Mary Garden, la famosa cantante de la ópera Cómica[2], se detuviera allí con su coche algunos días más tarde para comprar el cordón rojo de las cortinas, que consiguió por doscientos francos. En primer jugar porque traía suerte y en segundo lugar... porque la noticia saldría en los periódicos. Si esta historia hubiera sucedido en verano, por ejemplo, en julio o agosto, la señora Dubonnet habría exigido por el cordón tres veces esa cantidad. Con toda seguridad los
diarios hubieran llenado sus columnas con el caso durante semanas. Pero en estas fechas tan agitadas del año[3] (elecciones, desórdenes en los Balcanes, quiebra de bancos en Nueva York, visita de los reyes ingleses') realmente no sabrían de dónde sacar espacio. Como consecuencia, la historia de la rue Alfred Stevens consiguió menos atención de la que probablemente merecía, y las noticias, breves y concisas, se limitaron casi siempre a repetir el informe de la policía, manteniéndose al margen de cualquier tipo de exageración. A estas noticias se reducía todo lo que el estudiante de medicina Richard Bracquemont sabía acerca del asunto. Desconocía por completo un pequeño detalle, que parecía tan insignificante que ni el comisario ni ninguno de los restantes testigos lo había revelado a los periodistas. Tan sólo después, una vez pasada la aventura del estudiante, se recordó este detalle: cuando los policías descolgaron el cadáver del sargento Charles-Marie Chaumié del dintel de la ventana, de la boca abierta del muerto salió una enorme araña negra. El mozo del hotel la ahuyentó con los dedos, exclamando: «¡Demonios, otro de esos bichos!». En el curso de la siguiente investigación, es decir, la relacionada con Bracquemont, el mozo declaró que, cuando descolgaron el cadáver del viajante de comercio suizo, había visto deslizarse por su hombro una araña semejante... Pero de esto nada sabía Richard Bracquemont. No ocupó la habitación hasta dos semanas después del último suicidio, un domingo. Lo que allí experimentó lo anotó meticulosamente en su diario. DIARIO DE RICHARD BRACQUEMONT, ESTUDIANTE DE MEDICINA Lunes, 28 de febrero. Me instalé aquí la noche pasada. Deshice mis dos maletas, ordené unas pocas cosas y después me acosté. He dormido maravillosamente; acababan de dar las nueve cuando me despertó un golpe en la puerta. Era la patrona del hotel que me traía personalmente el desayuno. Indudablemente se muestra muy solícita conmigo, a juzgar por los huevos, el jamón y el exquisito café que me trajo. Me he lavado y vestido; después, mientras fumaba mi pipa, me he puesto a observar cómo hacía la habitación el mozo. Aquí estoy, pues. Sé muy bien que este asunto es peligroso, pero también sé que si tengo suerte podré llegar al fondo de la cuestión. Y si antaño París bien valía una
misa[4] ..., ahora no se consigue tan barata..., y creo que bien puedo arriesgar mi miserable vida por ello. Esta es mi oportunidad y no pienso desaprovecharla. A propósito: hay quienes se han creído tan listos corno para intentar resolverlo. Al menos veintisiete personas se han esforzado en conseguir la habitación, algunos por medio de la policía y otros a través de la patrona del hotel. Entre ellos había tres damas. Así pues, he tenido bastantes competidores; todos ellos, probablemente, unos pobres diablos como yo. Pero sólo yo he conseguido el puesto. ¿Por qué? ¡Ah!, yo era probablemente el único que podía ofrecer una «idea» a la astuta policía. ¡Una hermosa idea! Por supuesto, se trataba de una mera argucia. Estas anotaciones van dirigidas también a la policía. Y me divierte decir a esos señores desde un principio que me he burlado de ellos. Si el comisario es sensato dirá: «¡Hum! Precisamente por ello, Bracquemont es el hombre adecuado». De cualquier forma, me tiene sin cuidado lo que diga después. Ahora estoy aquí, y me parece de buen agüero haber iniciado mi trabajo dando una buena lección a esos caballeros. Primero hice mi solicitud a la señora Dubonnet, pero ésta me mandó a la comisaría de policía. Durante una semana anduve dando vueltas por allí todos los días; mi solicitud siempre «estaba sometida a estudio», y siempre me decían lo mismo, que volviera otra vez al día siguiente. La mayoría de mis competidores hacía tiempo que había arrojado ya la toalla; probablemente encontraron algo mejor que hacer que esperar hora tras hora en el mugriento puesto de policía. Para entonces, el comisario estaba muy irritado a causa de mi obstinación. Por último, me dijo claramente que era del todo inútil que volviera. Me estaba muy agradecido, así como a los demás, por mis buenas intenciones, pero no podía recibir ayuda de «legos aficionados». A menos que tuviera un plan cuidadosamente pensado. Así pues, le dije que tenía esa clase de plan. Naturalmente no tenía nada por el estilo y no hubiera podido proporcionarle ni un solo detalle. Pero le dije que mi plan era bueno, aunque bastante peligroso, que probablemente podría terminar como el sargento de policía, y que se lo explicaría tan sólo si me prometía llevarlo a cabo personalmente. Me dio las gracias por ello, expresando que, desde luego, no tenía tiempo para hacer una
cosa así. Pero me di cuenta de que yo dominaba la situación cuando me preguntó si al menos podía adelantarle algo. Y eso hice. Le conté una historia fantástica y bien aderezada, de la que ni yo mismo tenía idea unos minutos antes. No entiendo en absoluto cómo me vinieron de repente esos pensamientos tan extravagantes. Le dije que, entre todas las horas de la semana, había una que ejercía una misteriosa y extraña influencia. Se trataba de la hora en la que Cristo había abandonado su tumba para descender a los infiernos: la sexta hora de la tarde del último día de la semana judía. Y debería recordar que era a esa hora del viernes, entre las cinco y las seis, cuando se produjeron los tres suicidios. No le podía decir más, por el momento, pero le recordé el Apocalipsis de San Juan. El comisario puso cara de haberlo entendido todo, me dio las gracias y me citó para esa misma tarde. Entré en su despacho puntualmente; ante él, sobre la mesa, vi un ejemplar del Nuevo Testamento. Entre tanto, yo había hecho lo mismo: había leído el Apocalipsis de cabo a rabo... y no había entendido ni palabra. De cualquier forma, me dijo con suma amabilidad, creía comprender adónde quería yo ir a parar, a pesar de mis vagas indicaciones, y se confesó dispuesto a acceder a mi petición y a apoyarla en todo lo posible. He de reconocer que su ayuda me ha facilitado mucho las cosas. Ha llegado a un acuerdo con la patrona para que, mientras dure mi estancia en el hotel, mi alojamiento sea totalmente gratuito. Me ha dado un estupendo revólver y una pipa de policía. Los agentes de servicio tienen órdenes de recorrer la pequeña rue Alfred Stevens cuantas veces les sea posible y de subir a mi habitación a la menor indicación mía. Pero lo más importante ha sido que ha hecho instalar en mi habitación un teléfono de mesa, mediante el cual estoy en contacto directo con la comisaría. Como ésta se encuentra tan sólo a cuatro minutos de aquí, podré disponer de ayuda inmediata. Por todo esto entiendo que no debo temer nada. Martes, 1 de marzo. Nada ha ocurrido ni ayer ni hoy. La señora Dubonnet ha traído de otra habitación un cordón nuevo para la cortina..., ¡como tiene tantas libres! Aprovecha cualquier ocasión para venir a verme y siempre me trae alguna cosa. He dejado que me contara otra vez lo sucedido con todo detalle. Pero no me ha aportado nada nuevo. Tiene sus propias
opiniones respecto a los motivos de esas muertes. En cuanto al artista, piensa que se trataba de un amor desgraciado. Mientras fue su huésped el año anterior, había sido visitado frecuentemente por una joven dama, que este año ni apareció. Realmente no comprendía las razones que impulsaron al caballero suizo a tomar su decisión..., pero una no puede saberlo todo. Sin lugar a dudas, el sargento se había quitado la vida sólo para fastidiarla. He de confesar que estas declaraciones de la señora Dubonnet son un poco mezquinas. Pero la dejé parlotear; eso al menos hace menos tedioso el paso del tiempo. Jueves, 3 de marzo. Nada todavía. El comisario me llama un par de veces al día y yo le informo de que todo marcha maravillosamente. Evidentemente, esta información no le satisface del todo. He sacado mis libros de medicina y me he puesto a estudiar; así, al menos, tiene algún sentido mi retiro voluntario. Viernes, 4 de marzo. 2 de la tarde. He almorzado excelentemente. Además, la patrona me ha traído media botella de champán. Ha sido una auténtica comida de última voluntad; y es que me considera ya tres cuartas partes muerto. Antes de marcharse me suplicó, con lágrimas en los ojos, que me fuera de allí con ella; tenía miedo de que yo también me ahorcara «por fastidiarla». He examinado el nuevo cordón de la cortina. ¿Así, pues, pronto tendré que colgarme con esto? ¡Hummm!, no siento grandes deseos. Además, la cuerda es tosca y dura y sería difícil hacer con ella un nudo corredizo.... necesitaría una considerable dosis de voluntad para seguir el ejemplo de los otros. Ahora estoy sentado en mi silla, con el teléfono a la izquierda y el revólver a la derecha. Miedo no tengo, pero siento curiosidad. Seis de la tarde del mismo día. Nada ha ocurrido..., casi agregaría ¡desgraciadamente! La hora fatal llegó y se fue corno todas las demás. Cierta. mente no puedo negar que siento una especie de impulso de acercarme a la ventana... Ya lo creo, ¡pero por otras razones! El comisario llamó por lo menos diez veces entre las cinco y la seis; estaba tan impaciente como yo. Pero la
señora Dubonnet está contenta: alguien ha logrado vivir en la habitación número 7 sin ahorcarse. ¡Fabuloso! Lunes, 7 de marzo. Ahora estoy convencido de que nada descubriré, y me inclino a pensar que los suicidios de mis predecesores han sido una rara coincidencia. He pedido al comisario que continúe con la investigación de los tres casos, pues estoy convencido de que dará finalmente con los motivos. Por mi parte, pienso quedarme aquí todo el tiempo que pueda. Probablemente no conquiste París esta vez, pero aquí me hospedo gratis y me alimento satisfactoriamente. Además, trabajo afanosamente y advierto que adelanto sobremanera. Finalmente, existe otra razón que me retiene aquí. Miércoles, 9 de marzo. Pues bien, he dado un paso más. Clarimonde [5]... Por cierto, todavía no he contado nada acerca de Clarimonde. Pues bien, ella es... mi «tercera razón» para seguir aquí. Precisamente ella es la causa por la que me hubiera acercado gustoso a la ventana en aquella hora fatídica.... pero no ciertamente, para ahorcarme. Clarimonde... ¿Por qué la llamo así? No tengo ni idea de cómo se llama, pero tengo la sensación de que debo llamarla Clarimonde. Y apostaría a que algún día descubriré que ése es su verdadero nombre. Descubrí a Clarimonde los primeros días. Vive al otro lado de la estrecha calle y su ventana está exactamente frente a la mía. Está allí sentada, detrás de las cortinas. Por otra parte, debo señalarles que ella me vio antes de que yo la descubriera y que mostró visible interés por mí. No es extraño. La calle entera sabe que estoy aquí y por qué. De eso ya se ha ocupado la señora Dubonnet. No soy, en modo alguno, de esas personas enamoradizas y mis relaciones con las mujeres han sido siempre muy superficiales. Cuando uno viene a París desde Verdún para estudiar Medicina y apenas tiene suficiente dinero ni siquiera para comer decentemente cada tres días, tiene uno otras cosas en qué pensar antes que en el amor. Por lo tanto, no tengo mucha experiencia y este asunto quizá haya comenzado de un modo bastante estúpido. Sea como fuere, me gusta. Al principio ni se me pasó por la cabeza establecer comunicación con mi extraña vecina. Sencillamente decidí que, puesto que de cualquier manera estaba allí para hacer
averiguaciones averiguaciones y que probablemente no había nada que descubrir, bien podía observar a mi vecina. Después de todo, uno no puede pasarse el día entero delante de los libros. Así pues, llegué a la conclusión de que Clarimonde vive aparentemente sola en el pequeño piso. piso. Tiene tres ventanas, ventanas, pero se sienta sienta únicamente ante la que está enfrente enfrente de la mía; allí sentada, hila en su rueca pequeña y anticuada. En una ocasión vi una rueca semejante en casa de mi abuela, que ella ni siquiera había usado; la había heredado de su tía abuela. No sabía que aún hoy se utilizaran. Por cierto, la rueca de Clarimonde es un artefacto diminuto y muy delicado, blanco y aparentemente de marfil. Las hebras que hila deben ser extraordinariamente finas. Está todo el día sentada detrás de los visillos, trabajando incesantemente, incesantemente, y sólo abandona la faena cuando oscurece. Por supuesto, en una calle tan estrecha oscurece muy temprano estos días de niebla. A las cinco de la tarde ya tenemos un hermoso crepúsculo. Nunca he visto luz en su habitación. ¿Qué aspecto tiene? Eso no lo sé realmente. Tiene cabellos negros con rizos ondulados y es bastante pálida. Su nariz es estrecha y pequeña, con aletas que palpitan dulcemente. Sus labios son pálidos y me da la impresión de que sus pequeños dientes son puntiagudos como como los de un animal animal feroz. Sus párpados párpados son sombríos, sombríos, pero cuando cuando los abre, brillan unos ojos grandes y oscuros. Todo esto, más que saberlo, lo presiento. Es difícil describir con exactitud algo que se encuentra detrás de unos visillos. Algo más: lleva siempre un traje negro, cerrado hasta el cuello, con grandes lunares color lila. Y siempre lleva largos guantes negros, posiblemente posiblemente para no estropearse las manos mientras trabaja. Resulta curioso ver cómo esos delgados y negros dedos se mueven rápida y, en apariencia, desordenadamente, cogiendo y estirando los hilos... de forma tal que casi recuerda el movimiento de los insectos. ¿Nuestras relaciones? He de confesar que son bastante superficiales, pero, aun así, me da la impresión de que son más profundas. Comenzaron verdaderamente cuando ella miró hacia mi ventana... y yo hacia la suya. Me miró y yo a ella. Y luego debí de agradarle bastante, evidentemente, evidentemente, puesto que un día, mientras la observaba, me sonrió. Y yo a ella también. Continuamos así durante unos días, sonriéndonos de esa manera, cada vez más a menudo. Más adelante me propuse saludarla a todas horas, pero no sé muy bien qué es lo que me impidió hacerlo.
Finalmente lo he hecho esta tarde. Y Clarimonde me ha devuelto el saludo. Casi imperceptiblemente, imperceptiblemente, por supuesto; pero, a pesar de eso, he visto perfectamente cómo ha inclinado la cabeza. jueves, 10 de marzo. Ayer estuve sentado largo tiempo ante mis libros. A decir verdad, no estudié mucho; estuve haciendo castillos en el aire y soñando con Clarimonde. Tuve un sueño muy agitado hasta muy entrada la mañana. Cuando me acerqué a la ventana, allí estaba Clarimonde. La saludé y ella inclinó la cabeza. Sonrió y me miró durante largo tiempo. Quería trabajar, pero no encontraba la tranquilidad necesaria. Me senté en la ventana y la miré absorto. Luego advertí que ella también ponía las manos en su regazo. Tiré del cordón y aparté las cortinas blancas, y... casi al mismo tiempo ella hizo lo mismo. Los dos sonreimos y nos miramos. Creo que estuvimos sentados así quizá una hora. Luego comenzó a hilar de nuevo. Sábado, 12 de marzo. Los días transcurren tranquilamente. Como y bebo y me siento ante la mesa de estudio. Entonces enciendo mi pipa y me inclino sobre los libros. Pero no logro leer una sola línea. Lo intento una y otra vez, pero sé de antemano que será inútil. Luego me acerco a la ventana. Saludo a Clarimonde y ella me devuelve el saludo miramos mutuamente... Sonreímos y nos miramos durante horas. Ayer por la tarde, a eso de las seis, me sentí un poco intranquilo. Oscureció muy pronto y experimenté un miedo indescriptible. Me senté ante la mesa y esperé. Sentía un impulso irresistible de acercarme a la ventana..., no para colgarme, por supuesto, sino para mirar a Clarimonde. Clarimonde. Me puse de pie pie de un salto y me coloqué detrás detrás de las cortinas. Tenía la impresión de que nunca la había visto con tanta claridad, a pesar de que había oscurecido ya bastante. Tejía, pero sus ojos me miraban. Sentí un extraño bienestar y un ligero ligero miedo.
Sonó el teléfono. Me enfurecí contra el necio comisario que con sus estúpidas preguntas había interrumpido mis sueños. Esta mañana ha venido a visitarme acompañado acompañado de la señora Dubonnet. Ella está satisfecha de mi trabajo: se conforma plenamente con que haya vivido dos semanas enteras en la habitación número 7. Pero el comisario quiere, además, resultados. Les insinué confidencialmente que estaba detrás de una pista muy extraña. El muy burro se creyó todo lo que le dije. En cualquier caso, podré quedarme aquí semanas... y ése es mi único deseo. No es ya por la comida y la bodega de la señora Dubonnet (¡Dios mío, qué pronto se vuelve vuelve uno indiferente hacia hacia esas cosas cosas cuando se dispone de ellas ellas en abundancia!) sino por su ventana, que ella tanto odia y teme, y yo tanto amo; la ventana que me muestra a Clarimonde. Cuando enciendo la lámpara dejo de verla. He escudriñado a fondo para averiguar si sale de casa, pero nunca la he visto poner el pie en la calle. Dispongo de un cómodo sillón y de una lámpara de pantalla verde, cuya luz me envuelve con su cálido reflejo. El comisario me ha traído un paquete grande de tabaco; nunca he fumado nada mejor... y a pesar de eso no puedo trabajar. trabajar. Leo dos o tres páginas y, al terminar, terminar, me doy cuenta cuenta de que no he entendido ni palabra. Mis ojos leen las letras, pero mi cerebro rechaza cualquier concepto. ¡Qué extraño! extraño! Es como si mi cerebro hubiera puesto el letrero de «Prohibida la entrada». Como si no admitiera ya otro pensamiento que no sea Clarimonde. Finalmente he retirado los libros, me he recostado en el sillón y me he puesto a soñar. Domingo, 13 de marzo. Esta mañana he presenciado un espectáculo. Recorría el pasillo de arriba abajo, mientras el mozo ordenaba mi habitación. junto a la pequeña ventana que da al patio cuelga una tela de araña con una enorme araña negra. La señora Dubonnet no permite que la quiten: dice que las arañas traen suerte y bastantes desgracias ha tenido ya en su casa. Entonces vi que otra araña, mucho más pequeña, corría cautelosamente alrededor de la tela: era un macho. Tímidamente, se acercaba un poco por los finos hilos hacia el centro, pero, apenas se movía la hembra, se retiraba apresuradamente. apresuradamente. Daba la vuelta a la red e intentaba acercarse por otro extremo. Finalmente, la poderosa hembra pareció prestar atención a su pretendiente, desde el centro de su tela, y dejó de moverse. El macho tiró
de uno de los hilos, primero suavemente y luego con más fuerza, hasta que toda la tela de araña tembló. Pero su adorada permaneció inmóvil. Entonces se aproximó rápidamente, aunque con suma prudencia. La hembra lo recibió pacíficamente y se dejó abrazar serenamente, conservando una inmovilidad y una pasividad completas. Durante algunos minutos las dos arañas permanecieron inmóviles en el centro mismo de la tela. Luego observé que la araña macho se liberaba lentamente, una pata tras otra; parecía como si quisiera retirarse en silencio, dejando a su compañera sola en su nido de amor. De repente, se soltó del todo y corrió tan deprisa como pudo hacia un extremo de la red. Pero, en ese mismo momento, una furiosa vitalidad se despertó en la hembra, que al instante lo persiguió. El macho negro se descolgó por un hilo, pero su amada hizo lo mismo. Cayeron las dos en el alféizar de la ventana y la araña macho intentó, con todas sus fuerzas, huir. Demasiado tarde. Su compañera lo tenía ya cogido con sus poderosas garras y se lo llevó de nuevo a la red, al mismo centro. Y ese mismo lugar, que había servido de lecho para sus lujuriosos apetitos, se convirtió en algo muy distinto. En vano agitaba el amante sus débiles patitas, intentando desembarazarse de aquel salvaje abrazo: la amada ya no lo dejaba marchar. A los pocos minutos lo tenía atrapado de tal forma que no podía mover un solo miembro. Luego introdujo sus afiladas pinzas en el cuerpo de su amante y sorbió con fruición su joven sangre. Finalmente, la vi dejar caer el lastimoso e irreconocible montón -patas, piel y hebras- y arrojarlo con indiferencia fuera de la red. Así, pues, es el amor entre esas criaturas... En fin, me alegro de no ser una araña macho. Lunes, 14 de marzo. Ahora ni siquiera echo una mirada a mis libros. Me paso los días ante la ventana. Y sigo allí sentado incluso cuando anochece. Ella ya no aparece, pero cierro los ojos y sigo viéndola. Vaya, este diario se ha convertido realmente en algo muy distinto de lo que pensaba. Habla de la señora Dubonnet, del comisario, de arañas y de Clarimonde. Pero ni una sola palabra acerca del descubrimiento que me proponía hacer... ¿Tengo yo la culpa? Martes, 15 de marzo.
Clarimonde y yo hemos descubierto un curioso juego que practicamos durante todo el día. Yo la saludo e inmediatamente ella me devuelve el saludo. Luego tamborileo con los dedos en el cristal de la ventana y ella, en cuanto lo ve, se pone también a tamborilear. Le hago señales y ella a su vez me las hace a mí. Muevo los labios como si hablara y ella repite lo mismo. Luego, con las manos, me echo hacia atrás el cabello de mis sienes, y en seguida su mano se dirige a su frente. Un auténtico juego de niños del que nos reímos. Es decir..., ella realmente no se ríe, es una especie de sonrisa sosegada, lánguida..., como supongo que debe ser la mía. Por cierto, todo esto no es tan tonto como puede parecer. No se limita a ser una simple imitación. Creo que, si así fuera, pronto nos cansaríamos los dos. En esto debe desempeñar un papel importante una especie de transmisión de pensamiento. Pues Clarimonde repite mis más insignificantes movimientos en una fracción de segundo; sin haber tenido tiempo siquiera de verlos, ya los está representando. A veces me parece que todo ocurre al mismo tiempo. Eso es lo que me estimula a hacer algo totalmente nuevo e insólito. Y es sorprendente cómo ella hace lo mismo simultáneamente. A veces intento tenderle una trampa. Hago una serie de movimientos diversos sucesivamente; luego los repito de nuevo una y otra vez. Finalmente repito por cuarta vez toda la serie, pero cambiando el orden e introduciendo alguno nuevo, o bien olvidándome de alguno. Algo así como el juego infantil «Lo que el jefe manda». Es notable que Clarimonde no haga un movimiento en falso ni una sola vez, a pesar de que yo los cambio con tal rapidez que casi no tiene tiempo de reconocer cada uno de ellos. Y así paso el día. Pero en ningún momento tengo la sensación de perder el tiempo. Por el contrario, tengo la impresión de no haber hecho nunca nada más importante. Miércoles, 16 de marzo. ¿No es curioso que jamás se me haya pasado seriamente por la cabeza dar una base más sólida a mis relaciones con Clarimonde que esos juegos interminables? Anoche medité sobre ello. Sí, verdaderamente sólo tendría que coger el abrigo y el sombrero, bajar dos pisos, cruzar la calle en cinco pasos y subir otra vez dos pisos. En la puerta hay una pequeña placa en la que pone «Clarimonde ... ». ¿Clarimonde qué? No lo sé. Pero sí pone Clarimonde. Después llamo y luego...
Hasta aquí me lo puedo imaginar todo fácilmente, puedo ver cada movimiento que hago. Pero de ningún modo puedo imaginar lo que sucederá después. La puerta se abre, eso aún lo veo. Pero me quedo allí de pie y miro a través de la oscuridad que no permite reconocer nada en absoluto. Ella no viene..., nadie viene. En realidad allí no hay nada; tan sólo esa tenebrosa e impenetrable oscuridad. A veces es como si sólo existiese la Clarimonde que veo allá, en la ventana, y que juega conmigo. No me puedo imaginar a esa mujer con sombrero y con otro vestido distinto del que lleva: negro con grandes lunares color lila. Ni siquiera me la imagino sin sus guantes. Si la viera por la calle, incluso en un restaurante comiendo, bebiendo, charlando... Tengo que reírme, pues la escena me parece imposible. Hay veces que me pregunto si la amo. No puedo responder con certeza a esa pregunta, puesto que nunca he amado. Pero si el sentimiento que siento hacia Clarimonde es verdaderamente amor, entonces el amor es, sin duda, muy distinto de como yo lo veía entre mis compañeros o de lo que me enseñaron las novelas. Me es muy difícil definir mis emociones. Sobre todo me es difícil pensar en algo que no esté relacionado con Clarimonde.... o mejor dicho, con nuestro juego. Pues no he de negarlo: realmente ese juego es lo único que me preocupa.... lo único. Y, francamente, no lo entiendo. Clarimonde.. . Sí, me siento atraído por ella. Pero en esa atracción se mezcla otro sentimiento, algo así... como si la temiera. ¿Temor? No, tampoco es eso; tiene más que ver con la aprensión, un leve miedo ante algo que no conozco. Y es precisamente ese miedo -que encierra algo curiosamente atrayente, voluptuoso- lo que me mantiene a distancia y a la vez me atrae hacia ella. Es como si recorriera un amplio círculo en torno a ella, me acercara un poco más, me retirara otra vez, corriera de nuevo hacia ella y otra vez volviera a retroceder. Hasta que al final -y eso lo sé positivamente- tendría que volver a ella otra vez. Clarimonde está sentada en la ventana e hila. Hilos largos, finos, infinitamente delgados. Está haciendo un tapiz; no sé exactamente de lo que se trata. Y no puedo comprender cómo puede hacer esa red sin enredar ni romper una y otra vez tan delicados hilos. Su fino trabajo está plagado de dibujos fantásticos..., animales fabulosos y criaturas grotescas.
Pero... ¿qué estoy escribiendo? La verdad es que no puedo ver lo que teje; los hilos son demasiado finos. Y, sin embargo, tengo la impresión de que su trabajo es exactamente como me lo imagino... cuando cierro los ojos. Exactamente. Una gran red con muchas criaturas, animales fabulosos y seres grotescos. jueves, 17 de marzo. Me encuentro en un notable estado de excitación. Ya no hablo con nadie; apenas doy los buenos días a la señora Dubonnet o al mozo. Ni siquiera me tomo el tiempo para comer; ya sólo quiero sentarme frente a la ventana y jugar con ella. Es un juego inquietante; realmente lo es. Y tengo el presentimiento de que mañana sucederá algo. Viernes, 18 de marzo. Sí, sí, tiene que ocurrir hoy. Me digo a mí mismo -bien alto, para oír mi voz- que para eso estoy aquí. Pero lo malo es que tengo miedo. Y ese miedo de que me pueda ocu rrir en esta habitación lo mismo que a mis predecesores se confunde curiosamente con el otro miedo: el miedo a Clarimonde. Apenas puedo separarlos. Tengo miedo. Quisiera gritar. Seis de la tarde del mismo día. Rápidamente, unas pocas palabras, con el sombrero y el abrigo puestos. Cuando dieron las cinco mi fortaleza me había abandonado. ¡Oh!, ahora sé con toda seguridad que esta sexta hora de la tarde del penúltimo día de la semana es bastante extraña... Ahora ya no me río del truco que le hice al comisario. He estado sentado en el sillón y me he aferrado a él con fuerza. Pero algo me arrastraba, tiraba materialmente de mí hacia la ventana... y otra vez surgió ese horrible miedo a la ventana. Los vi allí colgados. Al viajante de comercio suizo, grandote, de recio cuello y con barba de dos días. Y al esbelto artista. Y al sargento, bajo y fuerte. A los tres los vi, uno tras otro. Y luego los vi juntos en el mismo gancho, con las bocas abiertas y las lenguas fuera. Y luego me vi a mí mismo entre ellos.
¡Oh, este miedo! Sentí que era tan grande el temor que experimentaba hacia Clarimonde como el que me causaban el dintel de la ventana o el espantoso gancho. Que me perdone, pero es es así. En mi vergonzoso vergonzoso terror, siempre siempre la mezclaba a ella con las imágenes de los otros tres, colgando de la ventana, con las piernas arrastrando por el suelo. La verdad es que en ningún momento sentí deseos o impaciencia por ahorcarme; tampoco tenía miedo de desearlo... No, tan sólo tenía miedo de la ventana... y de Clarimonde.... de algo terrorífico, incierto, que debía ocurrir ahora. Aun así, sentía el ardiente e invencible deseo de levantarme y acercarme a la ventana. Y tenía que hacerlo... En ese momento sonó el teléfono. Cogí el auricular y, antes de que pudiera oír una sola palabra, grité: «¡Venga, «¡Venga, Fue como si ese estridente grito hubiera hecho desaparecer desaparecer al instante todas las sombras por entre las grietas del del pavimento. De repente repente me tranquilicé. tranquilicé. Me sequé el sudor sudor de la frente y bebí un vaso de agua; después reflexioné sobre lo que diría al comisario cuando llegara. Finalmente me acerqué a la ventana, saludé y sonreí. Y Clarimonde saludó y sonrió. Cinco minutos más tarde, el comisario estaba conmigo. Le dije que por fin había llegado al fondo del asunto y le rogué que por el momento no me hiciera preguntas, que pronto estaría en condiciones de poder hacerle una singular revelación. r evelación. Lo extraño de todo es que, mientras le mentía, estaba completamente seguro de decirle la verdad. Y aún lo creo... pese a la falta de toda evidencia. Probablemente advirtió mi singular estado de ánimo. Sobre todo cuando me excusé por mi grito de terror e intenté balbucear una explicación lo más razonable posible... posible... sin que pudiera encontrar encontrar las palabras. Muy amablemente me sugirió sugirió que no necesitaba necesitaba preocuparme por por él; que estaba a mi disposición; que era su deber; deber; que prefería realizar una docena de viajes inútiles a hacerse esperar una sola vez cuando fuera realmente necesario. Luego me invitó a salir con él aquella noche; eso me distraería; no era bueno que estuviera tanto tiempo solo. He aceptado, aunque me resultaba difícil: no me gusta separarme de esta habitación.
Sábado, 19 de marzo. Estuvimos en el Gaieté Rochechouart, en el Cigale y en el Lune Rousee. El comisario tenía razón. Fue bueno para mí salir de aquí y respirar otra atmósfera. Al principio me sentí incómodo, como si estuviera haciendo algo malo, como si fuera un desertor que hubiera abandonado su bandera. Pero luego esa sensación desapareció; bebimos mucho, reímos y charlamos. Cuando me asomé a la ventana esta mañana me pareció leer un reproche en la mirada de Clarimonde. Aunque quizá sólo fue una apreciación mía. ¿Cómo podía saber ella que yo había salido la pasada noche? De cualquier forma, aquello no duró más que un segundo, pues al instante instante sonrió de nuevo. nuevo. Domingo, 29 de marzo. Hoy sólo puedo repetir lo que escribí ayer: hemos jugado todo el día. Lunes, 21 de marzo. Hemos jugado todo el día. Martes, 22 de marzo. Sí, y eso es lo que hemos hecho también hoy. Y ninguna otra cosa. A veces me pregunto ¿para qué?, qué?, ¿por qué? 0 bien, ¿qué es es lo que quiero en realidad?, ¿adónde ¿adónde me lleva todo esto? Pero no me contesto. Pues lo más seguro es que no desee otra cosa. Y que lo que sucederá más adelante es lo único que anhelo. Por supuesto que en todos estos días no nos hemos dicho ni una sola palabra. Algunas veces hemos movido los labios; otras, simplemente nos hemos mirado. Pero nos hemos entendido muy bien. Tenía yo razón: Clarimonde me reprochaba r eprochaba el haberme ido el pasado viernes. Después le pedí perdón y le dije que reconocía que había sido tonto y poco amable. Me ha perdonado y yo yo le he prometido que que nunca más abandonaré esta esta ventana. Y nos nos hemos besado: hemos hemos apretado los labios labios contra los cristales cristales durante mucho tiempo. tiempo. Miércoles, 23 de marzo.
Ahora sé que la amo. Así debe ser, estoy impregnado de ella hasta la última fibra. Es posible que el amor amor sea distinto en otras personas. Pero ¿existe, acaso, acaso, una cabeza, cabeza, una oreja, una mano, igual a otra entre miles de millones? Todas son distintas. Por eso no puede haber haber un amor igual a otro. Mi amor amor es extraño, extraño, eso bien lo sé. Pero Pero ¿es por eso eso menos hermoso? Casi soy feliz con este amor. ¡Si no fuera por ese miedo! A veces se adormece y entonces entonces lo olvido. Pero sólo durante unos pocos minutos; luego despierta de nuevo y se aferra a mí. Es como una pobre ratita que luchase contra una enorme y fascinante f ascinante serpiente para librarse de su poderoso abrazo. ¡Espera un poco, pobre y pequeño miedo, pues ya pronto te devorará este gran amor! jueves, 24 de marzo. He hecho un descubrimiento: no juego yo con Clarimonde..., es ella la que juega conmigo. Sucedió de este modo: Anoche, como de costumbre, pensaba en nuestro juego. Escribí algunas complicadas series de movimientos, con los que pensaba sorprenderla esta mañana; cada movimiento tenía asignado un número. Los practiqué, para poder ejecutarlos lo más rápidamente posible, primero en orden orden y después después hacia atrás. Luego solamente solamente los números pares pares seguidos de los impares. Después sólo los primeros y últimos movimientos de cada una de las cinco series. Era algo complicado, pero me producía gran satisfacción porque me acercaba más a Clarimonde, pese a no poder verla. Practiqué durante horas y al final los hacía con la precisión de un reloj. Por fin, esta mañana me acerqué a la ventana. Nos saludamos. Entonces empezó el juego. Hacia delante, delante, hacia atrás.... atrás.... era increíble lo rápidamente rápidamente que me entendía; entendía; repetía casi instantáneamente todo lo que yo hacía. Entonces llamaron a la puerta: era el mozo que me traía las botas. Las cogí. Cuando regresaba a la ventana reparé en la hoja de papel en la que había anotado mis series. Y entonces me di cuenta de que no había ejecutado ni uno solo de esos movimientos.
Estuve a punto de tambalearme; me sujeté al respaldo del sillón y me dejé caer en él. No lo podía creer. Leí la hoja una y otra vez. La verdad es que había ejecutado en la ventana una serie de movimientos.... pero ninguno de los míos. Y una vez más tuve la sensación de que una puerta se abría..., su puerta. Estoy de pie ante ella y miro a su interior ... ; nada, nada..., tan sólo esa oscuridad vacía. Entonces supe que si me marchaba en ese momento, estaría salvado. Y comprendí perfectamente que podía irme. Sin embargo, no me fui. Y no lo hice porque tenía el presentimiento de que estaba a punto de descubrir el misterio. París... ¡iba a conquistar París! Durante unos momentos París era más fuerte que Clarimonde. ¡Ay! Pero ahora ya casi no pienso en eso. Sólo siento mi amor y dentro de él ese miedo callado y voluptuoso. Pero en aquel momento eso me dio fuerzas. Leí de nuevo mi primera serie y grabé en mi mente con exactitud cada uno de sus movimientos. Luego volví a la ventana. Me fijé bien en lo que hacía: ni uno solo de los movimientos estaba entre los que me proponía ejecutar. Decidí entonces tocarme la nariz con el dedo índice. Pero besé el cristal. Quise tamborilear sobre el alféizar de la ventana, pero me pasé la mano por el cabello. Así, pues, era cierto: Clarimonde no imitaba lo que yo hacía; era más bien yo quien hacía lo que ella indicaba. Y lo hacía con la celeridad del relámpago y casi tan instantáneamente que incluso ahora me parece como si lo hubiera hecho por mi propia voluntad. Y soy yo, yo, que estaba tan orgulloso de haber influido en sus pensamientos, el que estoy total y completamente dominado. Sólo que... este dominio es tan suave, tan ligero... ¡Oh! No hay nada que pudiera hacerme tanto bien. Todavía lo intenté otra vez. Metí ambas manos en los bolsillos y decidí firmemente no moverlas de ellos, La miré. Vi cómo levantaba la mano, cómo sonreía y cómo me recriminaba suavemente con el dedo índice. No me moví. Sentía que mi mano derecha quería salir del bolsillo, pero clavé profundamente los dedos en el forro. Seguidamente, pasados unos minutos, mis dedos se relajaron..., la mano salió del bolsillo y el brazo se elevó. La reprendí con el dedo y sonreí. Era como si no fuera yo el que hacía esas cosas,
sino un extraño al que observaba. No, no, no era eso. Yo, era yo quien lo hacía... en tanto que un extraño me observaba a mí. Precisamente era ese extraño, tan fuerte, el que intentaba hacer un gran descubrimiento. Pero ése no era yo. Yo..., ¿y a mí qué me importa ya el descubrimiento? Estoy aquí para hacer lo que quiera ella, Clarimonde, a la que amo con delicioso terror. Viernes, 25 de marzo. He cortado el cable del teléfono. No tengo ya ganas de que ese estúpido comisario me interrumpa, precisamente ahora que se acerca la hora fatal... ¡Dios mío! ¿Por qué escribo estas cosas? Nada de esto es cierto. Es como si alguien guiara mi pluma. Pero yo quiero..., quiero..., quiero escribir lo que ocurre. Tengo que hacer un atroz esfuerzo. Pero quiero hacerlo. Si pudiera hacer tan sólo una vez más... lo que verdaderamente quiero hacer. He cortado el cable del teléfono. ¡Ah! Porque tenía que hacerlo. ¡Por fin lo he escrito! Porque tenía, tenía que hacerlo. Esta mañana hemos estado jugando frente a la ventana. Nuestro juego ha variado desde ayer. Ella hace algún movimiento y yo me resisto todo lo que puedo, hasta que finalmente tengo que ceder, impotente, y hacer lo que ella desea. Y difícilmente puedo expresar el maravilloso placer que supone esa rendición..., esa entrega a sus deseos. Jugamos. Y, de repente, ella se levantó y retrocedió. Su habitación estaba tan oscura que casi ya no podía verla. Parecía haber desaparecido en la oscuridad. Pero pronto volvió, trayendo en sus manos un teléfono de mesa igual que el mío. Lo colocó, sonriendo, sobre el alféizar de la ventana, cogió un cuchillo, cortó el cable y se lo llevó de nuevo. Durante un cuarto de hora me resistí. Mi temor era mayor que nunca, y esa sensación de sucumbir lentamente, cada vez más deliciosa. Finalmente traje mi teléfono, corté el cable y lo puse otra vez sobre la mesa. Así es como sucedió.
Estoy sentado ante mi mesa. He tomado el té y el mozo se ha llevado ya la bandeja. Le pregunté qué hora era, ya que mi reloj no va bien. Son las cinco y cuarto, las cinco y cuarto... Sé que si miro ahora, Clarimonde estará haciendo algo. Estará haciendo algo que yo tendré que hacer también. De todos modos, miro. Está allí, de pie y sonriente. ¡Si pudiera siquiera apartar mis ojos!... Ahora se acerca a la cortina. Coge el cordón..., es rojo, como el de mi ventana... Hace un nudo corredizo. Cuelga el cordón arriba, en el gancho del dintel de la ventana. Se sienta y sonríe. No, esto que experimento ya no puedo llamarlo miedo. Es un terror enloquecedor, sofocante, que aun así no cambiaría por nada del mundo. Es una fuerza de una índole desconocida, y no obstante extrañamente sensual en su ineludible tiranía. Podría correr inmediatamente a la ventana y hacer lo que ella quiere. Pero espero, lucho, me resisto. Siento que esa atracción se va haciendo más apremiante cada minuto que pasa... Así, pues, aquí estoy otra vez sentado. Me he apresurado a hacer lo que ella quería: coger el cordón, hacer un nudo corredizo y colgarlo del gancho. Y ya no quiero mirar más. Sólo quiero estar aquí y mirar fijamente el papel. Pues ahora sé lo que ella hará si la miro ... ; ahora, en la sexta hora del penúltimo día de la semana. Si la miro, tendré que hacer lo que ella quiera.... tendré entonces que... No quiero mirarla. Entonces me río... en voz alta. No, no soy yo el que se ríe, alguien lo hace dentro de mí. Y sé por qué: por ese «no quiero». No quiero, y sin embargo sé con certeza que debo hacerlo. Debo mirarla, debo, debo mirarla... y después... todo lo demás. Si todavía no lo hago es tan sólo para prolongar esta tortura. Sí, eso es. Estos indecibles sufrimientos constituyen mi más sublime deleite. Escribo rápidamente para permanecer aquí más tiempo, con el fin de prolongar
estos segundos de dolor que aumentan mi éxtasis amoroso hasta el infinito. Más, más tiempo... ¡Otra vez el miedo! Sé que la miraré, que me levantaré, que me ahorcaré. Pero eso no es lo que temo. ¡Oh, no!... ¡Eso es bueno, es dulce! Pero hay algo, algo más... que ocurrirá después. No sé lo que es... pero sucederá con toda seguridad. Pues el gozo de mis tormentos es tan inmensamente grande... ¡Oh! Siento, siento que ha de suceder algo terrible. No debo pensar... Debo escribir algo, cualquier cosa. Pero deprisa..., para no pensar. Mi nombre... Richard Bracquemont Richard Bracquemont, Richard... ¡Oh!, no puedo seguir... Richard Bracquemont, Richard Bracquemont... Ahora..., ahora tengo que mirarla... Richard Bracquemont, tengo..., no, más, más... Richard... Richard Bracque... Al no obtener respuesta alguna a sus repetidas llamadas telefónicas, el comisario del distrito IX entró a las seis y cinco en el hotel Stevens. Encontró en la habitación número 7 el cuerpo del estudiante Richard Bracquemont, colgado del dintel de la ventana, exactamente en la misma posición que sus tres predecesores. Tan sólo su rostro tenía una expresión distinta. Estaba desfigurado, con una mueca de terrible horror, y sus ojos, abiertos, parecían salirse de sus órbitas. Los labios estaban separados y los dientes fuertemente apretados. Y entre ellos, mordida y triturada, había una gran araña negra, con curiosos lunares violeta. Sobre la mesa se encontraba el diario del estudiante. El comisario lo leyó y se acercó inmediatamente a la casa de enfrente, sólo para descubrir que el segundo piso había estado vacío y deshabitado desde hacía meses. (1907) --------------------------------------------------------------------------------
[1] Se trata de dos regiones de Indochina (hoy, Vietnam), antigua posesión colonial francesa [2] Se creó en París a principios del s. XVIII, en los teatros de ferias donde los titiriteros daban espectáculos con episodios cantados. Eran de carácter satírico y parodiaban el estilo pomposo de la tragedia y de la ópera. [3] Se refiere a la situación internacional antes de la primera guerra mundial, época, por tanto, en que está ambientado el relato. [4] Frase atribuida a Enrique IV de Francia, cuando resolvió abjurar del protestantismo para conseguir pronto acceso al trono y franca entrada en París [5] Nombre del personaje principal del cuento La muerta enamorada (1836), de Théophile Gautier. Se trata de una bellísima y atractiva mujer vampiro.
DE CÓMO ONCE CHINOS DEVORARON A SU NOVIA
Illustration via A Journey round my skull.blog
Esta es una historia sobre sodomía y bestialismo. La mayor parte de la gente ni comprende estas cosas ni siente agrado por ellas. No tiene importancia, pero de haber nacido tártaros no cabe duda de que las hubieran encontrado muy graciosas. Si algo relacionado con este tema es llevado a la Corte de Justicia, el juez, el fiscal, el abogado y hasta el secretario del juzgado reprimirán una sonrisa. Solamente la opinión
pública será incapaz de encontrarle el humor. Está fuera de discusión porque la moralidad del pueblo no puede ser puesta en entredicho de ninguna de las maneras. Así que disfrutad esta historia sobre el duelo de nuestra singular familia. Naturalmente se trata de algo inofensivo que nunca lanzará a nadie a las fauces de la sodomía o el bestialismo. En particular después de haber leído recientemente que llevar a la práctica semejante abominación condujo a un pobre diablo a la cárcel durante dos años. ¡Sólo por no poder resistirse a pasárselo bien! Que en efecto es, todavía, algo humano a los ojos de la ley. Pero si echamos un vistazo a la antigüedad lo cierto es que las cosas no siempre fueron tan fáciles. Hemos aprendido cómo la ira de Dios cayó sobre las corrompidas ciudades de Sodoma y Gomorra, destruyéndolas hasta los cimientos. Sólo el noble Lot y sus hijas fueron salvados. Su mujer, en cambio, se convirtió en una estatua de sal solamente por el hecho de girarse a echar un vistazo a esas ciudades blasfemas. Sin embargo la familia de Lot no fue siempre un ejemplo de moralidad y buenas costumbres. La postura original de este clan tan temeroso de Dios fue tal que tuvo que ser Él expresamente quien tomara cartas en el asunto... ¡enviando un puñado de ángeles para advertirles!. Ante ello, Lot no dudó en emborracharlos con vino y les suplicó y rogó, hasta el punto de ofrecerles a sus propias hijas para que hicieran de sus vientres cuanto quisieran. ¿Qué es lo que estáis pensando? ¿Que tenían que ser realmente bonitas las hijas de Lot, para que su padre necesitase emborrachar a los ángeles? Pero esta pretende ser una historia cómica, a pesar de la sangre y el fuego caídos del cielo. Tan cómica como cualquiera de las abominables variantes que de la sodomía puedan ejecutarse en estos tiempos. Sí, los sodomitas han sido con frecuencia horriblemente castigados: crucificados, divididos en varias partes, ahogados, triturados en la rueda de tormento, quemados en la estaca, y a pesar de ello ¡todavía existen!. La mala hierba de la sodomía y el bestialismo crece de nuevo una y otra vez, a lo largo y ancho del mundo. No existe jardinero lo
bastante eficaz como para erradicarlas del jardín de la humanidad. La apasionada lujuria humana nunca dejará de explorar todos los posibles deseos de la carne. Su latido se deja oír en el campo y en la ciudad. Aquí y allá, ese falso Dios, Sodoma, exige su sacrificio. La segunda mitad del siglo XI fue un período floreciente en lo que a la sodomía respecta: se dio en la Orden de los Templarios, la infame sociedad secreta de sodomitas. Un pequeño grupo de sodomitas convencidos existió también en Sicilia y en el Abruzzo. La cabeza de su organización se encontraba en la India. Hoy día, en el sur de China, en buena parte de Túnez y en lo más profundo del Cáucaso existe una abominable comunidad de sodomitas en cuyos templos se guardan celosamente secretas técnicas amorosas. Y tienen seguidores en todas las ciudades del mundo. En cualquier país que se nos ocurra, ya sea en esta ciudad o en aquella, la sodomía y el bestialismo florecen en este preciso instante. Primero es un pájaro; al poco, alguna bestia de cuatro patas que se hace extrañamente popular. La corte de la venerable ciudad de Mettmann, en la zona del Rhin, ha sido siempre conocida por producir casos tan graciosos como graciosos los castigos que acarreaban. Mi amigo, el Juez de Paz John, incluso tomó la decisión de dedicar al tema su tesis doctoral: “Origen y Desarrollo Cultural Común del Distrito de Mettmann y el Segundo Párrafo del Estatuto 175 R-G.B desde el Siglo XII hasta Hoy”. Pero la Facultad de Heidelberg no simpatizó con el proyecto. Le sugirieron centrarse, por contra, en el endeudamiento del distrito de Hubbelrath lo que ciertamente es algo importante, pero ni la mitad de gracioso. Nadie puede negar que la sodomía y el bestialismo revisten un lado cómico. Desde el “Asno de oro” de Apuleyo hasta los tiempos actuales hay una larga cadena de anécdotas hilarantes. Todas ellas, pequeños crímenes inofensivos. Es una verdadera lástima que la literatura médica no se haya dedicado a consignar estos casos. Sólo constan en las actas de los juzgados, y ello por las terribles penas que acarreaban. No vayáis a pensar que sobre ello sólo chismorrea la gente común, también la clase alta, la así llamada “chusma ilustrada” lo hace. El pueblo tiende a reírse con estas anécdotas, pero también Boccacio, Aretino, Voltaire, Goethe y Balzac han hecho brillantes chistes
al respecto. Uno de los poemas sarcásticos de Heine comienza así: "Zu Berlin im Alten Schlosse, Sehen wir in Stein gemetz Wie ein Weib mit einem Rosse Sodomitisch sich ergotzt." “Cincelado en las viejas piedras De un antiguo castillo de Berlín Vemos cómo una doncella y su caballo De la sodomía hacen un festín” La familia real no ha olvidado todavía estas burlonas imágenes sobre sus ancestros, representadas en la lujuriosa jinete grabada en piedra. ¿Cómo podrían realmente tomárselo en serio? Federico el Grande siempre se congratuló de ello, lo que no le impidió censurar un borrador que Voltaire había comenzado sobre él y sus famosos galgos. A Federico, además, siempre le divirtió la ilustración del francés para “Pucelle”, que muestra a la virgen Juana de Arco en el momento de entrar en su alcoba acompañada de un asno, después de la conquista de Orleáns. En realidad, Voltaire pretendía representar el amor entre la doncella y la Iglesia Católica, simbolizada en el asno. Se tiene constancia de esta clase de chanzas desde el siglo XVIII, no ya por parte del pueblo sino de las mismas autoridades que gobernaban a ese pueblo. Los Lores revisaron y reescribieron un viejo juicio a un pobre desgraciado sorprendido en medio de alguna obscenidad con una cabra y condenado a arder en la hoguera. “El ofensor
debe arder”, sentenció la Ley. Los astutos Lores transcribieron por su parte: “Que se cumpla la sentencia y la cabra arda”. Federico el Grande fue un gran amante de los animales con un gran sentido del humor. Cuando un miembro de su caballería fue encontrado haciendo el amor con su yegua hizo colgar a ambos, con un cartel en el que se especificaba el delito: “Por haber querido ser transferido a la infantería”. Hoy difícilmente se hubiera informado a sus compañeros del tema. La práctica de la sodomía y el bestialismo, secretamente florecientes durante la I Guerra Mundial, llegó al punto de generar constantes chistes. Una vaca fue conocida entre los soldados como “La señorita Sargento Mayor en el Este”, y semejante tipo de desposamientos entre soldados y bestias de a cuatro patas se dio en todos los ejércitos implicados en la guerra. Que es simplemente como las cosas son, y ningún Juez ni ningún clérigo logrará cambiarlas. Todo el mundo ha oído decir que centauros, faunos y otras bestias mitológicas proceden del ayuntamiento de humanos y otras especies animales. Se acepta sin más y nadie se rasga las vestiduras. Lo mismo ocurrió con esta aventura –incidentalmente sangrienta– de los once chinos que me dispongo a relatar. Un singular amor al que sería equivocado juzgar severamente por nuestra parte. Bueno, pues todo empieza con estos once chinos de Chicago. Pero no, creo que debo empezar de otro modo. Mi amigo Fritz Lange vivía en Chicago. Era dueño de un negocio de lavanderías. En realidad, sería más justo decir que era un tasador de fincas al que le encantaba apostar en las carreras de galgos; pero esa es otra historia. Solamente en América puede un hombre entregarse con libertad a su vocación: camarero, friegaplatos, hombre-anuncio, chico de las mudanzas o cualquier otra cosa. Fritz fue extremadamente afortunado y se casó con la hija del propietario de una
pequeña lavandería. Comenzó a trabajar allí para aprender cómo se llevaba el negocio, y de ese modo poder seguir manteniéndolo a flote cuando el viejo muriera. Ahora es dueño de una cadena de establecimientos repartidos por toda la ciudad. Un día acudió a mí presa de la excitación. Necesitaba que le echase una mano con un asunto. Once de sus trabajadores habían sido arrestados. Once chinos, se entiende, ya que los chinos son de largo los mejores y más baratos empleados del gremio que uno puede encontrar. Fritz sabía que yo era la persona adecuada porque casualmente conocía al juez que llevaba el caso. Se trataba del juez Mc Ginty, con quien yo me reunía dos veces a la semana para jugar al póquer. Ginty era un tipo sociable de gran conversación. Por lo visto se resistía a poner en libertad a los chinos demasiado fácilmente, e iba a ser una tarea complicada convencerlo de ello. Los once individuos habían dado una soberana paliza a un desgraciado rapaz de catorce años, un pillo irlandés de pelo rojo llamado Jackie Murphy. “¿Por qué hicieron eso?”, le pregunté. “Sedujo a su novia”, dijo Fritz Lange. “Mala cosa”, opiné. “El juez Mc Ginty es un buen hijo de Irlanda y es seguro que se inclinará por apoyar al chico antes que a los hermanos amarillos. De todas formas, intentaré hacer algo con ayuda de algunos whiskies”. “¡Es un asunto delicado!”, se lamentó mi amigo Lange. “¡La novia!... Así es como mis chinos la llaman. Pero no es la novia de uno, ¡es la novia de los once!. Para ellos no es sólo una novia. En fin, para decírtelo claramente, esta novia no es un ser humano. ¡Es una cerda!” “¿Y Jackie la sedujo?”, pregunté. “Correcto”, asintió mi amigo. “Los chinos apenas necesitan nada para sobrevivir en esta ciudad. Se limitan a ahorrar y ahorrar día tras día y año tras año esperando el momento
en que puedan volver a su país con el bolsillo lleno. Sólo hay una cosa a la que no pueden renunciar y es a su necesidad de carne fresca, les da igual la carne de quien sea. Son lascivos como monos y no pueden evitarlo. Debieron coger parte de sus ahorros y se compraron esta cerda. Desde un punto de vista económico no deja de ser una buena idea, difícilmente encontrarías otra solución más barata” “Viven todos hacinados en el sótano de un apartamento – continuó- y la cerda vive allí con ellos. Jackie, que es el hijo del casero, se escondió en algún sitio y pudo ser testigo de esa obscenidad. Luego, cuando mis chinos regresaron a su puesto de trabajo, bajó al sótano y se metió en el corral con la amante. Y con él la cuenta sube a doce. Cuando lo descubrieron, los chinos se volvieron locos de celos y apalearon al chaval casi hasta matarlo”. “¡Por Dios!”, dije. “La cosa no pinta muy bien. ¿Sabe el juez Mc Ginty todo esto?” “Por supuesto que lo sabe”, respondió Fritz Lange. “Su padre hizo que los arrestaran a todos. Se disculparon por su atrocidad y por haber golpeado al chaval, pero cuando se enteraron de que iban a ir a prisión comenzaron a gritar que Jackie también se había acostado con ella. Fue así como el padre se enteró de lo que realmente había pasado” “¿Y qué pasó luego?” “La pena mínima según la ley del estado de Illinois es de doce años. Aquí no son tan tolerantes como al otro lado del océano. ¡Perderé a mis mejores empleados!. Pero todavía hay una esperanza. El caso todavía está en manos de la policía, no ha llegado a los juzgados. Siempre he mantenido buenas relaciones con la policía. A ti te necesito para que hagas algo con el juez Mc Ginty” Buscó en su maletín y extrajo una piedra, que resultó ser jade imperial de un glorioso color verde, realmente maravilloso de ver, incrustado en turquesa. Su valor llegaría sin duda a unos cuantos cientos de dólares. “Mira”, me suplicó. “Los tipos me han dado esto. Se trata de algo muy valioso que puede ayudar a sacarlos del aprieto. Llévaselo al juez Mc Ginty, creo que accederá a
discutir contigo”. Así que tomé la piedra y fui a ver a Mc Ginty, pero en ese momento no estaba en su casa. Me recibió su mujer. Era bonita y distinguida a pesar de sus cincuenta y cuatro años y me hizo objeto de grandes atenciones. Con alegría, le mostré el trozo de jade; sus ojos se abrieron desmesuradamente. “He recibido esto como un regalo”, dije a media voz. “Me preguntaba si le interesaría a su marido. Actualmente tengo una gran necesidad de unos cientos de dólares”. En ese momento llegó Mc Ginty. “¡Cómpralo!”, gritó dirigiéndose a él. “Siempre he querido tener una piedra como esta. No te costará demasiado, sólo…” El juez cogió la piedra, la observó y luego la dejó encima de la mesa. “Tenga la amabilidad de acompañarme”, me dijo. “Prefiero que ella no escuche lo que tengo que decirle”. Me llevó fuera, ignorando a su esposa que se quedó allí ofreciéndome cincuenta dólares y suplicando con las manos. “¿De qué va todo esto?”, me preguntó ya en la calle. “Verá”, dije, “Se trata de estos chinos que fueron arrestados ayer. Mi amigo Lange tiene necesidad de que sus empleados regresen a sus puestos de trabajo. Ayer le entregaron esta piedra para que la vendiese y poder así organizar su defensa” Mc Ginty me miró con dureza. “Ponerlos en libertad no estaría bien”, comenzó. “¿Qué sabe usted exactamente sobre el asunto?”
“Pues nada especial”, mentí. “Que dieron una paliza a un chico de catorce años” “¿Nada más?”, me preguntó el honorable juez. Hizo un guiño y me dio con el dedo en las costillas. “Pues no recuerdo nada más del asunto”, me reí. Él también se rió para sí, y luego continuó. “Bien, compraré la piedra ya que mi mujer la desea con tanto fervor. Pero no puedo darle por ella más de diez dólares. Eso es suficiente para que los chinos organicen eficazmente su defensa. Vaya a ver cuanto antes a Jim Mc Namus, el abogado, usted lo conoce. Déle los diez dólares a él. Espere un minuto…”, sacó otro dólar que unió al montón. “Eso hace un dólar por cada chino. El bribón de Murphy deberá encargarse de la defensa de su hijo, ya que es irlandés. No se preocupe, no protestará”. “Dígale a Mc Namus que esté en el juzgado a las seis en punto de esta tarde –añadió para que así podamos librarnos de este asunto de una vez. Ahora, por favor, discúlpeme. Voy a ver a darle a mi mujer esta bagatela que tanta ilusión le ha hecho” El juez Mc Ginty sabía lo que estaba haciendo. Esa tarde fui al juzgado de lo penal. Un policía me puso al corriente: los once chinos habían dado una paliza al joven Murphy. El chaval no declaró nada. Los chinos no declararon nada. La defensa solicitó una sentencia leve. El juez Mc Ginty ordenó que cada uno pagara un dólar al Estado y otro más por daños al padre del joven. Fritz Lange inmediatamente pagó los veintidós dólares y además otros veinticinco por los costes del procedimiento. Todo el mundo se fue a casa contento. El asunto no llevó más de cinco minutos de reloj. Un semana más tarde, Fritz me detuvo en la calle. Me rogó que fuera con él a ver a los chinos, querían darme las gracias. De modo que fui. Bajamos al sótano, estaban los once y también se encontraba allí el pequeño bribón pelirrojo de Murphy.
Fueron muy corteses conmigo, ofreciéndome Sake y un poco de arroz. Entonces comenzó el festín: salchichas de cerdo. Habían prometido que no volverían a hacerlo; así que mataron a la cerda, la descuartizaron y ahora se la estaban comiendo con envidiable apetito. Me tengo por un tipo escaso de prejuicios y moderadamente abierto de mente. Y tampoco soy un experto culinario. Pero debo admitir que aquello fue demasiado para mí.
EL PAÍS DE LAS HADAS
Una mañana, encontrándose el vapor amarrado en el puerto de Port-au-Prince, la pequeña Blue Ribbon entró corriendo en el comedor del barco. Se aproximó sin aliento a las mesas. "¿No está mamá aquí?" No, mamá se encontraba todavía en su camarote, pero los oficiales y los otros pasajeros acogieron a Blue Ribbon con gran placer. Nunca mujer alguna fue tan bien recibida a bordo del President , como esta despreocupada niñita de seis años. Si bebía de la copa de alguien, ese alguien era afortunado por todo lo que restaba del día. Llevaba siempre un vestido blanco, y un lazo azul con el que recogía sus mechones de pelo dorado. Todos los días se lo preguntaban un centenar de veces: "¿Por qué te llaman Blue Ribbon?". Y ella siempre respondía riendo: "¡Porque así me encontrarán si me pierdo!". Pero esto nunca había ocurrido, ni siquiera cuando era tragada por las multitudes que agolpaban los alrededores de los más extraños puertos. Era como un elfo. Grácil, lista como un animalito. En la mesa nadie pudo retenerla. Al final se dejó convencer por el capitán y trepó a su regazo. El corpulento frisón reía; Blue Ribbon siempre lo prefería a él, y él se lo tomaba como el mayor de los cumplidos. "¡La mojo!”, exclamó la niña, y empapó su galleta en la taza de té. "¿Dónde has estado esta mañana?", preguntó el capitán. "Oh, oh", dijo la niña, y sus ojos azules sonrieron, más radiantes que la cinta de su pelo. "Mamá debe venir conmigo, ¡usted también! ¡hemos llegado al país de las hadas!" "¿El país de las hadas? ¿Haití?", exclamó el capitán. Blue Ribbon rió. "No me importa cómo le digan a este país, ¡es el país de las hadas! Lo he visto yo misma, un montón de monstruos maravillosos que viven en el puente de la plaza del mercado. Uno tiene las manos tan grandes como una vaca, ¡y el que está a su lado tiene la cabeza tan grande como dos vacas!. Hay otro con escamas, como un cocodrilo... ¡Son
más bonitos y maravillosos incluso que los que hay en mi libro de cuentos! ¿va usted a venir conmigo a verlos, capitán?" Entonces salió corriendo hacia una mujer muy guapa que acababa de entrar en el comedor. "Mamá, rápido, tómate el té, ¡deprisa, deprisa! Tienes que venir conmigo, hemos llegado al país de las hadas". Todos fueron con ella, incluso el jefe de máquinas. El hombre no disponía de mucho tiempo y todavía no había participado del desayuno; sabía que algo no sonaba bien en sus máquinas y debía repararlo mientras el barco se hallase atracado en el puerto. Pero Blue Ribbon se lo había ganado con sus atenciones desde que descubrió que el mecánico tallaba bonitas conchas de carey. Y dado que la niña era la verdadera capitana del barco, tuvo que acompañarla también. "Recuperaré el tiempo trabajando esta noche", le dijo al capitán. Blue Ribbon lo oyó y asintió con la cabeza, como una sabia: "Sí, hágalo así. Yo estaré durmiendo" Blue Ribbon dirigía la columna caminando por entre las asquerosas calles del puerto, seguida por las miradas de los negros curiosos que atisbaban desde puertas y ventanas. Todos brincaban y saltaban tratando de evitar los grandes canales de desagüe, y Blue Ribbon se echó a reír con regocijo cuando el doctor resbaló y el agua sucia salpicó su traje blanco. Siguió adentrándose en los arrabales, a través de los andrajosos puestos del mercado, donde resonaba el eco insoportable de los gritos de los negros. "¡Mirad, mirad! ¡allí están, los maravillosos monstruos!". Blue Ribbon se soltó de la mano de su madre y corrió hacia un pequeño puente de piedra que conducía a un arroyo seco. "Venid, venid rápido. Mirad estas criaturas, los maravillosos monstruos". Aplaudió con alegría y siguió avanzando a grandes pasos por entre el ardiente polvo. Había mendigos allí; una dantesca exhibición proporcionada por el hospital. Los nativos pasaban sin prestarles atención, pero ningún extraño podía hacerlo sin que la piedad los moviese a aflojar la cartera. Esto era algo perfectamente calculado. Se suponía que debía ser así: la simple impresión del primer vistazo producía al menos un cuarto de dólar, e incluso alguna dama, desorientada por el súbito mareo, daba un dólar.
"Oh, mira, mamá, mira al que tiene escamas. ¿No es bonito?" Señaló a un negro con un hongo espantoso que le desfiguraba todo el cuerpo. Era amarillo verdoso, y su virulenta infección colgaba en pliegues triangulares sobre la piel. "Y allí, capitán, ¡mire allí! ¡Qué gracioso! Tiene cabeza de búfalo. La piel de su cabeza es más grande que el resto de él". Blue Ribbon tocó con su parasol la mano de un enorme negro. El hombre sufría un avanzado estado de elefantiasis y su cabeza se asemejaba a una monstruosa calabaza: alargada, con una protuberante explosión de pelo lanudo que le caía por todos lados. El capitán trató de agarrar a la niña pero ella se liberó, temblando casi de excitación, y se aproximó a otro de los mendigos. "Oh, querido capitán, ¿había visto usted una mano como esta? No me diga que no es maravillosa". Blue Ribbon sonría con entusiasmo; se inclinó sobre el mendigo cuyas dos manos estaban hinchadas por la enfermedad. "Mamá, mamá, ¡mira aquí! ¡sus dedos son más grandes que mis brazos!" Oh, mamá, ¿cuándo podré yo tener unas manos tan bonitas?". Y colocó su pequeña mano junto a la del negro, dejándola allí, como un pequeño ratoncito blanco reclinado junto a la infección. La mujer guapa gritaba, casi desvanecida por el terror en los brazos del ingeniero. Los demás se agolparon a su alrededor; el doctor empapó su pañuelo en colonia y le frotó la frente. Blue Ribbon buscó en el bolso de su madre, encontró un frasco de perfume y lo puso bajo su nariz. De sus ojos azules cayeron sobre el rostro de su madre grandes lágrimas de frustración. "Querida mamá, despierta, ¡despierta por favor! Despierta pronto, mamita, tengo que enseñarte estas maravillosas criaturas, no puedes dormirte ahora, mamá, ¡estamos en el país de las hadas!"
“Das Feenland”, 1907
MAMALOI
Estimado señor: Como ve, mantengo la promesa que le hice. Tal como me pidió contaré todo desde el principio. Haga con ello lo que guste, sólo le pido que en consideración a mis parientes se abstenga de mencionar mi verdadero nombre. Quisiera ahorrarles otro escándalo; el anterior ya fue suficiente para sus nervios. Según su deseo, comenzaré con un breve resumen de mi vida. Llegué aquí como un muchacho de veinte años para unirme a una firma comercial alemana en Jeremie. Ya sabe usted que los alemanes poseen casi en exclusiva el dominio colonial en este lugar. Me tentó el salario –ciento cincuenta dólares al mes–, y puede decirse que ya casi me veía como millonario. En fin, hice lo mismo que hacen todos los hombres jóvenes que vienen a parar a este lugar, el más adorable y el más envilecido que existe sobre la tierra: caballos, mujeres, bebida y juego. Sólo unos pocos consiguen evitarlo; por lo que a mí respecta me salvó mi salud de hierro. La intención que tenía no era esa. En cambio, mi castigo fue permanecer postrado durante meses en el hospital alemán de Port-auPrince. Luego, en un momento dado, hice un buen negocio con el Gobierno, un negocio que en Alemania habrían calificado de estafa descarada enviándome tres años a prisión;
aquí, me cubrieron de honores. Sea como sea, de ser procesado por todo lo que yo y otros hicimos tendría que haber vivido quinientos años para poder ver otra vez la luz del sol. Habría aceptado con gusto la condena de señalarme a un hombre de mi edad que en este país y en mis circunstancias hubiese obrado de otro modo. Lo cierto es que incluso en Alemania es posible que un juez de mentalidad progresista nos hubiera dejado marchar impunemente, porque todos nosotros apenas éramos conscientes de nuestros actos. Considerábamos que lo que hacíamos era, no sólo permisible, sino extremadamente honesto. En fin, con la construcción del muelle de Port-au-Prince –que por supuesto nunca se completó– senté los cimientos de mi fortuna personal; un botín que compartí con algunos ministros locales. En la actualidad poseo uno de los más prósperos negocios de la isla y soy un hombre muy rico. Toco –o estafo, como usted dice–con las más variadas ramas, en verdad con cualquier cosa que pueda imaginar; vivo en una bonita villa, doy paseos por jardines maravillosos y bebo con los oficiales de la línea HamburgoAmericana cuando hacen parada en este puerto. Gracias a Dios no tengo mujer e hijos. Por supuesto usted calificaría como "hijos" míos a todos estos pequeños mulatos que corretean por mi hacienda, simplemente porque yo los engendré –¡que Dios me libre de usted y de su moral!–; pero yo carezco de esos escrúpulos. De hecho, no tengo ningún problema a ese respecto. Durante mucho tiempo me sentí nostálgico y miserable. Seguro que puede entenderlo, he permanecido cuarenta años lejos de Alemania. Llegué a dar vueltas a la idea de desprenderme de todas mis propiedades, malvendiéndolas si era preciso, con objeto de pasar mis postreros días en mi vieja patria. Y una vez resuelto esto, mi anhelo se hizo tan fuerte que apenas pude esperar al momento de mi partida. Aplacé pues la venta de mi propiedad y todos esos engorrosos negocios y, con lo que tenía ahorrado, fui allí a pasar unos seis meses. Bien, permanecí tres semanas, y de demorar mi regreso un día más el juez del distrito se hubiera encargado él mismo de proveerme alojamiento por otros cinco años. Ese fue el escándalo al que me refería en las primeras líneas de esta carta. "Otro Caso Sternberg ", escribieron los periódicos de Berlín, y mis parientes tuvieron que sufrir la humillación de ver el apellido familiar escrito bajo el titular con letras de imprenta. Nunca olvidaré la última entrevista que mantuve con mi hermano. ¡El pobre hombre es nada menos que
Consejero Privado! ¡La cara que puso cuando le juré con toda inocencia que esas chicas ya tenían al menos once, probablemente doce años de edad! Cuanto más trataba de justificarme, más me hundía en el fango. Cuando le aseguré que yo no era una bestia y que aquí en Haití preferimos a las chicas incluso más jóvenes, se dio con la mano en la frente y murmuró: "Cállate, desgraciado, cállate. Mirarte a los ojos es como mirar al fondo de un pozo inmundo". Durante tres años estuvo furioso conmigo y sólo me gané su perdón porque le prometí legar a cada uno de sus once hijos una suma de dinero nada despreciable, y especialmente porque comencé a remitirle una asignación mensual para todos ellos. En gratitud me incluye cada domingo en sus oraciones. Ahora, cuando le escribo, no me olvido nunca de tranquilizarlo indicándole que esta o aquella muchacha de mi vecindario ha alcanzado la razonable edad de ocho años, y que tras mucho aguardar por fin me permito dispensarle mis favores, rogándole que rece por este viejo pecador. ¡Ojala sirva de algo! Una vez me respondió que tenía que pelear cada día con su conciencia para aceptar las sumas de dinero que le llegaban de manos de un hombre tan incorregible; que a punto había estado de devolvérmelas; y que sólo la consideración y la piedad que le suscitaba su único hermano lo habían persuadido a aceptarlo. Pero de pronto un día cayó la venda de sus ojos y pareció entender que sólo estaba bromeando. Porque yo tenía sesenta y seis años y, bien pensado, era simplemente incapaz de cometer tamañas fechorías. Pero me rogó con insistencia que me abstuviese de bromear así en el futuro. Le respondí. Tengo aquí una copia de mi carta que, como buen hombre de negocios, decidí conservar: "Querido hermano: Tu carta ha herido profundamente mi orgullo. En correo aparte te remito un paquete con hojas y corteza de árbol de toluwanga, que un viejo negro de aquí se encarga de proveerme de forma regular todas las semanas. El tipo afirma tener ciento sesenta años de edad– en realidad tiene ciento diez. En cualquier caso, y gracias al excelente preparado de este árbol, el negro es el más reputado Don Juan de toda la isla, después de tu hermano claro está. Te informaré de paso que este último está todavía bastante seguro de su vigor y sólo usa la preciosa solución en ocasiones especiales. Es por ello que está en su mano desprenderse de parte de sus provisiones y hacértelas llegar garantizándote sus rápidos efectos. Pasado mañana, en honor de tu cumpleaños, organizará un pequeño banquete, y en esta ocasión ha resuelto superarse a sí mismo, lo que debería ser obligado en cualquier fecha conmemorativa. Al mismo tiempo beberá a tu salud. Adjunto a esta carta, como un pequeño extra para las
Navidades que se acercan, encontrarás un cheque de tres mil dólares (3000$). Con mis mejores deseos para ti y los tuyos: tu querido hermano. P.S.: por favor, infórmame si has recordado incluirme en sus oraciones de Navidad" Seguramente mi hermano tuvo otra de sus habituales batallas con su conciencia, pero al final la caridad cristiana hacia este pobre pecador se impuso en su corazón. En cualquier caso se quedó el cheque. No sé realmente qué más contarle de mi vida, estimado señor. Podría añadir un centenar de pequeñas aventuras y chistes, pero serían seguramente los mismos que escucharía de boca de cualquier hombre blanco en este país. Releyendo esta carta, me doy cuenta de que tres cuartos de lo que tenía intención de que compusiera mi curriculum vitae está consagrado a hablar de mujeres. Bien, sin duda esto hay que atribuirlo a la idiosincrasia del propio autor. Después de todo, poco interesante resultaría lo que yo pudiera contarle sobre mis caballos, mis vinos o las mercancías con las que comercio. Y el póquer lo dejé hace ya mucho tiempo. En este pueblo soy el único hombre blanco, aparte del agente de la línea Hamburgo-americana, y él juega tan poco como los oficiales que se acercan a visitarme ocasionalmente. Eso lo reduce todo a un único tema, ¿qué quiere que le diga?. Así pues, introduciré esta carta en la carpeta que contendrá las anotaciones que usted me pide, y que todavía no he comenzado. Quién sabe si nunca les serán enviadas –o si, en tal caso, se limitarán a una carpeta vacía. Aprovecho para saludarle, mi estimado amigo. Suyo, FX A la carta le seguían la siguientes notas:
18 de agosto. Mientras abro este cuaderno vacío me asalta la sensación de que algo nuevo está entrando en mi vida. ¿El qué?
El joven doctor que alojé en mi casa durante tres días me sacó la promesa de investigar un misterio y de embarcarme en una extraña aventura; un misterio que, tal vez, no existe, y una aventura que puede haber tenido lugar sólo en su imaginación. Se lo prometí un poco a la ligera; pero ahora tengo miedo de que se sienta decepcionado. Ciertamente, el muchacho me sorprendió. Cinco meses llevaba recorriéndose este país y parecía conocerlo mucho mejor que yo mismo, que he vivido aquí durante cincuenta años. Me contó mil cosas de las que nunca había oído hablar, o que sí había oído, pero sin darles el más mínimo crédito. Seguramente no hubiese prestado la menor atención a sus historias, de no haberme sonsacado con sus preguntas un gran número de detalles sobre los que apenas había reflexionado y que ahora se me aparecían bajo una nueva luz. Y aun así, seguro que lo habría olvidado todo poco después, de no haber tenido lugar aquel pequeño incidente con Adelaide. ¿Qué fue? Bien, la negrita –es la más hermosa y la más resistente de mis sirvientes y mi favorita en realidad, desde que puso los pies en esta casa– estaba acercándonos en ese momento la bandeja del té. De pronto, el doctor interrumpió la charla y la observó con especial atención. Cuando la negra se fue me preguntó si me había fijado en el pequeño anillo de plata con una piedra negra que llevaba en el pulgar de la mano derecha. Yo lo había visto mil veces sin reparar realmente en él. ¿Me había fijado en si lo llevaba también alguna otra de las chicas? Tal vez; no podía recordarlo. Movió la cabeza pensativo. Cuando la muchacha vino otra vez a servirnos té en el porche, el doctor, sin mirarla, murmuró unas notas; una melodía ridícula acompañada de algunas pocas palabras en la lengua de los negros, que no alcancé a entender: Leh! Eh! Bomba, hen, hen! Cango bafio te Cango mount de le Cango do ki la Cango li!
¡Paf! La bandeja del té cayó al suelo, las tazas y platos saltaron hechos pedazos. Con un chillido la muchacha se alejó de la casa. El doctor la miró irse; rió y me dijo: "Le juro que lo que tiene usted aquí es una mamaloi"
Charlamos hasta entrada la medianoche, al recordarle las sirenas del carguero que tenía que subir a bordo. Cuando lo acompañé en mi bote casi me había convencido de que yo había estado viviendo como un ciego en medio del más extraordinario mundo, cuyo horror hasta hacía poco constituía el mayor de los secretos. Bien, he aguzado ojos y oídos. Hasta el momento no he visto nada raro. Siento mucha curiosidad por leer los libros que el doctor ha prometido remitirme desde Nueva York. De hecho, tuve que darle la razón cuando dijo que era una verdadera lástima que en todos estos años yo no hubiera leído ni un solo libro acerca de este país. Ni siquiera pensé que existieran; nunca vi ninguno en casa de ningún amigo.
27 de agosto. Una vez más, Adelaide se ha marchado para visitar a sus padres en el interior del país. Es realmente la única nativa entre las que conozco que muestra ese desorbitado apego a sus parientes. Sospecho que se fugaría si me negara a concederle estas pequeñas y puntuales vacaciones. Los días previos siempre se muestra nerviosa y, a su regreso, el dolor por la despedida la abruma de tal modo que parece hundida bajo el peso de sus obligaciones. Imagínese: ¡una muchacha de color!. Dicho sea de paso, aproveché su ausencia para examinar su habitación; muy meticulosamente. Me preparé leyendo sobre ello en una novela de detectives. No hallé nada, absolutamente nada sospechoso. La única de sus posesiones que desde el principio me pareció que se salía de lo razonable era una piedra de color negro, oblonga, de contornos redondeados, que tenía colocada sobre un plato lleno de aceite. Pienso que debe usarla para sus masajes; todas estas muchachas se masajean el cuerpo.
4 de septiembre
Los libros de Nueva York ya han llegado; no veo el momento de comenzar su lectura. Entre ellos hay tres alemanes, tres ingleses y cinco franceses, algunos de ellos ilustrados. Adelaide ha vuelto de su viaje. Tan destrozada que ha tenido que guardar cama. Pero la conozco; en unos pocos días estará bien otra vez.
17 de septiembre Si solo el diez por ciento de lo que afirman estos libros es verdad, realmente vale la pena investigar los secretos en los que según el doctor me muevo diariamente. Pero lo cierto es que estos libros de viaje sencillamente intentan ser interesantes, copiando unos las idioteces que dicen los otros. Debo estar tan ciego que nunca, en todos estos años, he notado ni una pizca de ese culto al vudú del que hablan, con su adoración a la serpiente y sus miles de sacrificios humanos. Unas cuantas cosas curiosas sí me han sucedido de vez en cuando, pero nunca les presté atención. Intentaré recordar cualquier detalle que pueda tener alguna conexión con este asunto del vudú. En cierta ocasión mi ama de llaves –yo vivía en Gonaives por entonces– se negó en redondo a comprar carne de cerdo del mercado. Dijo que podía ser carne humana. Me reí en su cara y le recordé que compraba cerdo todos los días del año. "Sí, ¡pero nunca en Pascua!", respondió. Fue imposible sacarla de ahí y tuve que enviar a otra chica al mercado. Yo ya había observado a estos caprelates – hougons, los llaman en esta zona–, viejos decrépitos vendedores de wanges, pequeñas bolsas que contienen conchas y piedras multicolores que los nativos utilizan como amuletos. Se dividen en varios tipos, como los points, que hacen a los hombres invulnerables; y las mujeres disponen de otros que les amarran el cuerpo desnudo de sus amantes. Pero nunca escuché que estos estafadores –o simples mercaderes– representasen la más baja clase de brujo del culto vudú. Tampoco reparé nunca en que ciertos alimentos fuesen tabú para esta gente. Eso explicaría que Adelaide nunca toque los tomates o las aubergines, o que nunca coma carne de cabra o tortuga. Por otro lado, a veces la he oído comentar que la carne de carnero es sagrada, y sagrado es también el maiskassan, su querido pan de maíz. También me he fijado en que los gemelos son recibidos con júbilo en todas partes; siempre se celebra un banquete en las familias cuando una mujer o un asno dan a luz marassas.
Pero, Dios del cielo, la historia de la carne humana que se vende en el mercado es sin duda una fábula; y por lo que al resto atañe, me resulta de lo más inofensivo. Pequeñas supersticiones; en cualquier parte del mundo encuentras otras similares.
19 de septiembre Por lo que a Adelaide concierne, el doctor parece estar en lo cierto al afirmar que sus conocimientos no proceden de los libros. En el del autor inglés, Spencer St. John, he encontrado una alusión a un anillo similar; se supone que lo llevan las mamaloi, las sacerdotisas del vudú. Dicho sea de paso debo confesar que encuentro este término, y el análogo que alude al sacerdote jefe, mucho más fascinante de lo que hubiera creído capaz en la lengua que suelen usar estos negros: papaloi, mamaloi –en su francés degenerado, loi, por supuesto: rey. ¿Cabe imaginar título más hermoso? Madre y reina – Padre y rey. ¿No suena mejor acaso que "consejero privado", como mi hermano se llama a sí mismo? También encontré referencias a la piedra con la que pensé que Adelaide se aplicaba masajes. Tippenhauer, como St. Mery, también habla de ella en su libro. ¡Estupendo! Resulta que tengo a un verdadero dios en mi casa; ¡el colega se llama Damtala! Cuando Adelaide se ausentó lo inspeccioné detenidamente y coincide en
todos sus rasgos con las descripciones que leí. Es, obviamente, lo que queda de un hacha pulimentada de la época de los caraibs. Los negros la encontraron en el bosque y no siendo capaces de explicar su procedencia la tomaron por un dios, colocándola en un plato en la creencia de que puede hablar y predecir el futuro cuando es agitada. Para mantenerla de buen humor la bañan en aceite cada viernes. Esto me resulta encantador, y lo cierto es que encuentro a mi pequeña sacerdotisa más atractiva a cada día que pasa. Por supuesto me queda mucho por descubrir y entender sobre este asunto. El doctor acertó en esto. ¡Pero obvió que no hay nada horrible en ello!
23 de septiembre Me veo obligado a admitir, hoy que cumplo setenta años, que vale la pena educarse a uno mismo en todos los campos de la vida. No habría experimentado la deliciosa aventura de ayer de no haber leído esos libros. Tomaba el té en el porche cuando di una voz a Adelaide, que había olvidado traerme el azúcar. Esperé pero no vino nadie. Miré en mi habitación, en la cocina; no la encontré, y tampoco vi a ninguna de las otras chicas. Peor: no pude encontrar el azúcar por ninguna
parte. Al atravesar el vestíbulo oí murmullos en su cuarto. Corrí al jardín –su cuarto está en la planta baja– y me asomé a la ventana. Allí estaba mi bonita sacerdotisa negra, sentada, frotando la piedra con su mejor pañuelo de seda, colocándola otra vez en el plato y derramando sobre ella aceite fresco. Vi que estaba excitada, con los ojos llenos de lágrimas. Cogió muy cuidadosamente el plato con dos dedos y extendió sus brazos ante ella. Luego empezó a temblar, primero lentamente y luego cada vez más rápido. Naturalmente la piedra también empezó a agitarse. Adelaide le habló pero, por desgracia, no pude entender lo que le decía. Pero ahora parece que por fin llego a algo. ¡Estupendo! El doctor puede estar satisfecho. Y yo, también. Más que otra cosa, todo esto me excita. Esta tarde antes de la cena entré en su habitación, cogí la piedra y fui con ella a sentarme en mi butaca favorita. Cuando Adelaide vino a recoger los cubiertos aparté de pronto el periódico, cogí el plato y vertí aceite fresco sobre la piedra. El efecto fue fulminante. ¡Paf! La bandeja al suelo, igual que aquel día con el doctor. Gracias a Dios no llevaba nada esta vez. Le hice señas para que se estuviese quieta y dije con calma: "¡Es viernes! ¡necesita su baño!" "¿Quiere usted preguntarle?", susurró. "¡Pues claro!" "¿Sobre mí?" "¡Por supuesto!" Todo esto sucedió muy oportunamente; ahora averiguaría su secreto. Con la mano le ordené que abandonase la estancia y cerrase la puerta tras ella. Obedeció, pero podía oírla claramente en la habitación de al lado, tratando de escuchar algo. Moví el plato hasta que la piedra se estremeció. Se deslizaba tan ricamente en el plato que era una delicia mirarla. El castañeo se mezclaba con los gemidos de Adelaide detrás de la puerta. Tan pronto como hice apaciguarse al dios del trueno y volví a depositar el plato sobre la mesa, ella se deslizó de nuevo en el cuarto. "¿Qué le ha dicho?" ¡De eso se trataba! ¿qué me había dicho este demonio? Lo había oído estremecerse, pero nada más. Permanecí callado.
"¿Qué le ha dicho?", me preguntó. "¿Sí, o no?" "Sí", dije, en un audaz intento por adivinar algo más. La invadió el júbilo. " Petit moune? Petit moune?". En el idioma criollo de Haití esto se traduce como petit monde, que significa "pequeño mundo", y asimismo: "niño pequeño". "Naturalmente, petit moune", repetí. Empezó a saltar por toda la habitación, apoyándose en una pierna y en otra. "¡Oh, qué bueno y sabio es, el dios del trueno! Es lo que me dijo a mí también. ¡Y ahora que me lo ha anunciado dos veces tiene que mantener su promesa!”. Enmudeció de pronto. "¿Dijo si era niño o niña?" "Niño", respondí. Al escuchar esto cayó de rodillas delante de mí, llorando y lanzando gemidos otra vez, casi desvanecida de puro gozo. "¡Por fin, por fin!"
28 de septiembre Sé que Adelaide ha estado enamorada de mi durante mucho tiempo y que no hay nada que anhele más que tener conmigo un petit moune. Siempre ha estado celosa de las otras muchachas y del correteo de sus hijos por la hacienda, aunque, Dios lo sabe, nunca me he preocupado lo más mínimo por esos mocosos. Si la dejaran creo que les sacaría los ojos a todos. ¡De modo que por eso trataba con tanta dulzura al dios del trueno! Debo añadir, por cierto, que esa noche Adelaide se mostró particularmente solícita y cariñosa, hasta el punto de que me dije para mí que nunca había disfrutado de una chica de color tan exquisita. Realmente me gusta esta muchacha y, por lo que a mí concierne, no pondré obstáculos para que se cumpla su pequeño deseo.
6 de octubre Resulta escandaloso que, teniendo tan buen ojo como tengo para los negocios, nunca me haya percatado de hasta qué punto yo mismo he contribuido a la mejora de esta raza desdichada. Aparentemente he estado subestimando mis hazañas culturales aquí. Hoy he actualizado las estadísticas al respecto; no ha sido difícil. Debe usted saber que mi dedo pulgar tiene tres articulaciones, lo que siempre hemos considerado en mi familia un rasgo genético hereditario. En otras palabras: puedo garantizar que cualquiera que en este pueblo tenga tres articulaciones en el pulgar es descendiente mío. Además de esto, he llegado a descubrir algo gracioso en lo que concierne al pequeño Leon. Siempre pensé que el pequeño mulato formaba parte de mi progenie, y de hecho su madre también lo juraba. Pero el granuja sólo tiene dos articulaciones en el pulgar. Algo falla aquí. Mis sospechas se dirigen a Christian, el oficial de la línea Hamburgo-Americana; es bastante apuesto y debe haber estado compitiendo conmigo. A esto añado que no menos de cuatro de mis pequeños descendientes han ido desapareciendo sin dejar rastro. Algunos me han dicho que simplemente se fueron; pero nadie es capaz de darme más detalles. No es algo que, por lo demás, me haga perder el sueño.
24 de octubre El dios-del-triquitraque estaba en lo cierto. Adelaide está hechizada, y tan llena de la ternura de la recién casada que resulta casi inquietante. Su orgullo y su júbilo parecen contagiosos; nunca en mi vida me había preocupado lo más mínimo por la gestación y venida de un nuevo peregrino a esta tierra; hasta ahora (¿por qué negarlo después de todo?) en que mi interés se ha despertado. Por encima de todo ello está la más estrecha relación que ha surgido entre nosotros. Desde luego tuve que enfrentarme a su resistencia inicial, a sus llantos, armado con mucha paciencia, hasta que me gané su confianza. Estos negros ciertamente saben como mantener la boca cerrada; lo que no quieren dejar escapar, no se lo sacarás ni con unas tenazas al rojo vivo. De nuevo una feliz coincidencia me brindó los medios para forzarla a quitarse su última máscara. ¡Resulta que Adelaide no tiene familia después de todo! Lo supe por una vieja llamada Phylloxera que se encarga de limpiarme el jardín de las malas hierbas. Es una bruja reseca que vive con su bisnieto– un chiquillo sucio y zarrapastroso– en una chabola del vecindario. El pequeño granuja volvió a entrar en mi casa y me robó unos
huevos, y ahora se enfrentaba a una cita con mi látigo. La vieja vino a suplicar clemencia. A cambio me ofreció información sobre Adelaide, ya que como todos los demás estaba al corriente de la alta posición que la negrita había alcanzado en mi casa. Y lo que me dijo –tuve que jurarle por todos los santos que no traicionaría su confidencia– me resultó tan interesante que la recompensé con un dólar americano. Adelaide no tiene padres ni parientes cercanos, en consecuencia es imposible que vaya a visitarlos. Es una mamaloi, una reina-sacerdotisa del culto vudú. Siempre que emprende sus viajes es con el propósito de acudir al honfou, un templo situado más allá del bosque, en un pequeño claro. Es allí donde mi dulce Adelaide representa su papel de cruel sacerdotisa, invocando a la serpiente, estrangulando niños, bebiendo ron como un viejo pirata y dirigiendo las más inconcebibles orgías. No me sorprende que siempre vuelva a casa exhausta. Bien, ¡espera que te eche mano, pequeña canaille!
26 de octubre Anuncié que me iba a Sale-Trou e hice que me ensillaran el caballo. La vieja me había dado indicaciones aproximadas de la situación del templo, en la medida en que estos negros pueden ofrecer indicaciones geográficas de algo. Por supuesto, me perdí, y tuve el placer de pasar la noche al raso en el bosque primigenio. Por suerte había llevado mi hamaca conmigo. No fue hasta la mañana siguiente que encontré el honfou – el templo: una gran choza de paja, miserablemente construida sobre un claro que los negros habían abierto pisoteando el terreno y allanándolo como si fuese una pista de baile. Un sendero infame conducía hasta el templo y, a ambos lados, observé que habían clavado estacas adornadas alternativamente con cadáveres de gallos negros y blancos. Entre las estacas había restos de huevos de pavo, raíces y grotescas figuras talladas en piedra. Un gran fresal– llamado loco, y considerado sagrado por los creyentes– se erguía en la entrada del templo; a su alrededor habían dispuesto en su honor un gran número de platos, botellas y restos de vajilla desportillada. Penetré en la habitación. Algunos agujeros practicados en el techo proporcionaban suficiente luz para ver. Bajo uno de ellos, junto a un contrafuerte, encontré los restos de un fuego. La decoración del conjunto era muy alegre. Vi imágenes de Bismarck y del Rey Eduardo VII pegadas a las paredes. Eran de una revista ilustrada y sin duda me pertenecieron alguna vez. ¿Qué otro en los alrededores podría estar subscrito a "Woche" y al "Illustrated London News"? Adelaide debió apoderarse de tales tesoros sin yo
advertirlo. Había además algunos dibujos de santos –horribles grabados al óleo representando a San Sebastián, San Francisco y la Virgen María– y, junto a ellos, caricaturas del "Simplizissimus" (¡de mi propiedad también!) y de "L'Assiette au Beurre". Entre los dibujos colgaban algunos harapos, restos de viejas banderas, collares fabricados con conchas y guirnaldas de papeles de colores. Distinguí al fondo una pesada cesta, unpoco elevada respecto al suelo. Ah, pensé, ahí es donde duerme Hougonbadagri , el gran dios del vudú. Abrí la tapa con mucho cuidado y retrocedí de un salto; no tenía un particular deseo de que me mordiese un reptil venenoso. Pero, ¡oh! aunque había en efecto una serpiente dentro del cesto, resultaba del todo inofensiva: habían abandonado al bicho allí hasta que murió de hambre. Esto es típico de las ceremonias de los negros: adorar a algo como si fuese divino pero olvidarse completamente de él cuando el festival termina. Decididamente a Damtala, el dios-deltriquitraque, lo tratan mucho mejor que a la poderosa Houedosobagui que yacía muerta y reseca. Al primero lo agasajan con aceite todos los viernes, pero a esta otra, que en el culto pagano de los haitianos ocupa algo así como el papel de Juan el Bautista, no le ofrecen ni un miserable ratón.
29 de octubre Cuando al día siguiente exhibí ante Adelaide todos mis nuevos conocimientos –actué como si fuera cosa antigua–, ya no pudo disimular más. Le dije que era el doctor quien me había informado de todo ello, él, nada menos que el mensajero de Cimbi-Kita, el más alto de los demonios. Y le mostré un hacha sobre la que yo había derramado tinta roja. La muchacha tragó saliva y se echó a temblar, apenas podía estarse quieta. "Lo sabía", gritaba, "¡lo sabía! ¡se lo dije al papaloi, que era Dom Pedre en persona!". Yo confirmé su teoría –¿por qué el buen doctor no iba a poder ser Dom Pedre a fin de cuentas?–. Ahora yo también sabía que nuestro pequeño pueblo, Petit Goaves, era el cuartel general de la secta de Dom Pedre. Este fue un individuo– ¡y menudo farsante tuvo que ser!- que vino aquí desde la parte española de la isla, hace mucho tiempo, y fundó el culto a Cimbi-Kita, el gran demonio, y su lugarteniente Azilit . Debió hacer un buen negocio. Pero que los demonios que puso aquí me lleven al infierno si yo no saco también provecho de toda esta historia. Ya me ronda la cabeza una idea.
18 de noviembre
Ayer escuché el neklesin, el triángulo del hierro, sonando por todas las calles. Pensé en cuántas veces había oído antes este sonido infantil sin prestarle la más mínima atención. Ahora sé lo que significa: es la espantosa señal que llama a los creyentes al templo. Hice venir inmediatamente a mi pequeña mamaloi y la informé de que en esta ocasión yo participaría en los ritos. Se puso fuera de sí; se arrastró y suplicó, gritó y lloró, pero me negué a ceder. Le enseñé otra vez la vieja hacha de madera manchada de tinta roja, que de nuevo la paralizó de terror. Le dije que había recibido instrucciones de Dom Pedre y que todo debía seguir su curso habitual. Me dejó y fue a hablar con sus houcibossales, sus amigos tatuados del vudú. En estos momentos debe estar allí con
ellos; y también el papaloi. Aproveché que no estaba para leer algunos capítulos de mis libros; he recopilado aquí algunos datos que me parecen fidedignos. Al parecer, Touissaint Louverture, el libertador de Haití, era él mismo un papaloi, al igual que lo fueron antes el Emperador Dessalines y King Christophe. El Emperador Soulouque era sacerdote vudú; conocí a este negro sinvergüenza cuando vine a Pourtau-Prince por primera vez en 1858. Y el presidente Salnave, mi viejo amigo Salnave, introdujo él mismo los sacrificios humanos –los sacrificios de los negros-cabra. ¡Salnave! ¿Quién lo hubiera pensado? El mismo bribón con quien ese mismo año llevé a cabo el fraude del embarcadero de Port-au-Prince que me sirvió para sentar las bases de mi fortuna. Luego vino el presidente Salomon, ese viejo idiota, que resultó ser un feligrés devoto del vudú. Su sucesor Hippolyte lo fue menos, se decía, pero según los rumores uno de los rasgos de su personalidad consistía en el gusto por conservar los esqueletos de sus víctimas a modo de recuerdo. Cuando murió hace diez años tuvieron que lidiar con el problema de todos esos huesos apilados en sus habitaciones. Ya puestos me podría haber dejado algunos a mí. Hubiera hecho un buen negocio con ellos –digamos al cincuenta por ciento– y, además, era yo quien le proporcionaba gratis todos sus uniformes, con esos caros espumillones dorados. Y todos sus calipsos salían también de mi bolsillo, igualmente; tampoco tuvo nunca que gastarse un céntimo en untar a los delegados ingleses o sus adjuntos. Los dos presidentes que gobernaron Haití en los años sesenta y setenta, Geffrard y Boisrond-Canal, eran contrarios al culto vudú. ¡Los dos únicos con lo que tuve problemas para hacer negocios! Fue con ellos instalados en el poder cuando se
celebraron los primeros juicios contra los negros que lo practicaban. En 1864 ocho personas fueron fusiladas en Port-au-Prince acusados de los delitos de haber sacrificado a una niña de doce años, comiéndosela después. Y en 1876 un papaloi fue sentenciado a muerte y, dos años más tarde, unas cuantas mujeres. No es mucho, si tenemos en cuenta que según los cálculos de Texier unos mil niños – cabrits sans los llaman – fueron descuartizados y comidos cada año. Adelaide todavía no ha regresado. Pero voy a insistir y presionarla hasta las últimas consecuencias. Este también es mi país, y tengo derecho a conocerlo en todas sus peculiaridades.
10 p.m. El papaloi ha enviado a un emisario, un avalou –una especie de sacristán o algo parecido–, que ha solicitado poder reunirse conmigo en representación de su maestro. Lo he despachado, negándome a escuchar una sola palabra. Antes de marcharse le he enseñado mi hacha salpicada de tinta, que ha producido otra vez los efectos deseados. Lo he amenazado con coser a tiros al papaloi si no accede a mis deseos. A las nueve ha vuelto para negociar; lo ha hecho por cierto tan lleno de respeto que ni tan siquiera osaba entrar en mi cuarto. Le he lanzado las peores maldiciones en nombre de Cimba-Kita, el gran demonio. Al menos este tipo ha quedado tan convencido de mi determinación como Adelaide, quien por cierto no ha vuelto a dar señales de vida. Estoy seguro de que la retienen en algún sitio. Ha advertido al avaloi que iré a buscarla, con Dom Padre en persona, si no está aquí en menos de una hora.
Medianoche Todo está dispuesto. La expedición comienza mañana. El papaloi seguramente se ha dado cuenta de que no iba a ceder un ápice en mis propósitos y ha terminado por aceptar. Como buen sacerdote, también ha tratado de arreglar un buen negocio poniendo
la condición de que era preciso que yo donase veinte dólares a los pobres de la comunidad –"los pobres" significa, por supuesto, él mismo; le he enviado el dinero inmediatamente. A estas horas este "consejero privado" de la comunidad negra debe estar contándolos. A cambio me ha remitido un puñado de plantas podridas para que me diera un baño con ellas con objeto de ser ordenado tal como su dios exige, alcanzando así el grado de canzou. Se supone que uno
debe sumergirse en ese fango durante cuarenta días, hasta
que toda el agua se haya evaporado; pero a mí se me ha permitido un método más abreviado. He tirado todo a la basura, como es obvio, pero para contentar a Adelaide me he comido el segundo de los regalos – verver , una mezcla de maíz y sangre. Su sabor era detestable. Ahora ya estoy lo bastante purificado como para ser aceptado por estos sacerdotes del diablo mañana noche, entre los bizangos y los quinbindingues.
22 de noviembre Me cuesta sostener la pluma con la que escribo. Mis brazos tiemblan y mi mano se resiste a obedecer. He pasado dos días hundido en el diván y todavía me asalta la sensación de estar bajo una fiebre. Siento todos mis huesos machacados. Adelaide todavía está en cama. Nada sorprendente, después de lo que sucedió hace dos noches. Si diera cuenta de ello a mi hermano creo que el muy piadoso consejero me devolvería de inmediato todos mis cheques. ¡Dios mío, cómo me duele la espalda! El más pequeño movimiento me hace gritar. Escucho a Adelaide lloriquear en su cama. Hace un rato me encontraba tumbado a su lado. No dijo una palabra; sólo sollozaba en silencio y me besaba la mano. Yo la miraba y apenas podía creer que este pequeño animalito fuese la misma sacerdotisa de garras afiladas y llenas de sangre. Relataré, con toda tranquilidad, lo sucedido esa noche. Adelaide partió al amanecer; después del mediodía ensillé el caballo y la seguí. No olvidé cargar con mis dos queridas Browings, por lo que pudiese pasar. Esta vez conocía el camino hasta el honfou y lo alcancé a la caída del sol. Ya desde lejos podía escuchar voces excitadas, mezcladas con el penetrante sonido del neklesin. El gran claro
del bosque rebosaba de cuerpos negros; se habían quitado las ropas y sólo se cubrían con unos cuantos taparrabos rojos. Habían vaciado ya muchas de sus botellas de tafia y, excitados por el alcohol, corrían de aquí para allá a lo largo del sendero flanqueado con gallos empalados en estacas. Chillando, rompían las botellas vacías bajo el gran fresal sagrado. Por lo visto me estaban esperando. Se aproximaron unos cuantos hombres, ataron mi caballo a un árbol y me condujeron a través del sendero, derramando y salpicando sangre de sus vasijas sobre las gallinas que corrían a nuestro alrededor, como si fuesen penosas flores conmemorativas. A la entrada del templo alguien me hizo agarrar una botella, que estrellé a los pies del fresal. Penetramos en la habitación vacía, con una multitud siguiéndome. Empujado por los cuerpos desnudos llegué hasta el cesto de la serpiente. A las vigas y travesaños habían asegurado varias potentes antorchas que lanzaban su humo lleno de hollín al cielo a través de los agujeros del techo. Me gustó ver el brillo rojo sobre los cuerpos negros y relucientes; me puso de buen humor. Al lado de la cesta ardía un fuego bajo un gran caldero. Me aproximé a los músicos sentados frente a sus timbales, Houn, Hountor y Hountorgri, dedicados a los tres apóstoles, Pedro, Pablo y Juan. Detrás observé a un tipo gigantesco que golpeaba el assauntor , el tambor fabricado con la piel del último papaloi muerto. El ritmo se
aceleró, imponiéndose sobre el griterío de la multitud que llenaba la choza. El avalous hizo que los negros retrocediesen y se apartasen a los lados abriendo un espacio en el centro. Arrojaron haces de leñas y ramas secas, y acercaron las antorchas. Un instante después ardía un gran fuego sobre la tierra pisoteada. Hicieron aproximarse al círculo a cinco neófitos, tres mujeres y dos hombres. Acababan de terminar sus cuarenta días de purificación en el fango que yo, afortunadamente, había podido eludir. Los tambores se pararon y el papaloi se aproximó. Era un negro viejo y escuálido; como el resto, llevaba sólo un pañuelo rojo a modo de taparrabos. Lucía también una cinta azul alrededor de la frente, sobre la que caía desparramado un asqueroso y espeso montón de cabello. Sus asistentes los dijons le entregaron una masa de pelo, trozos de cuernos y hierbas, que él esparció con parsimonia en el fuego, canturreando encantamientos a los dos gemelos celestiales Saugo, el dios del rayo, y Bado, el dios de los vientos, para que su soplo alcanzase a las
llamas. Luego ordenó a los temblorosos neófitos que saltasen dentro del fuego. Los dijons le ayudaron tratando de convencerlos y empujándolos al final;
era algo
maravilloso verlos desaparecer y aparecer de entre las llamas. Finalmente se les permitió salir y el sacerdote los condujo junto al caldero que hervía al lado de la cesta de la serpiente. Ahora imploraba a Opete, el pavo sagrado, y a Assougie, la cotorra celestial. En su honor los neófitos estaban obligados a meter las manos dentro del caldo hirviente, alcanzar los trozos de carne del fondo y distribuirlos entre los adeptos envueltos en grandes hojas de repollo. Una y otra vez sus manos escaldadas desaparecían en la olla burbujeante, hasta que el último de los adeptos obtuvo su hoja. Sólo entonces el viejecito los aceptó como miembros de pleno derecho de su comunidad –en el nombre de Attaschollos, el gran espíritu que gobernaba el mundo– y los entregó a las manos misericordiosas de sus familiares y amigos, que procedieron a ungir sus manos hinchadas con pomadas diversas. Yo había estado sintiendo curiosidad por si el benevolente anciano también me reservaba a mí la misma ceremonia, pero nadie me molestó. De hecho, me dieron también un trozo de carne, que comí como todos los demás. Los dijons echaron más combustible al fuego hasta que crepitó otra vez. Arrastraron por los cuernos hasta él a tres carneros, dos de ellos blancos y uno negro, situándolos delante del papaloi que sin demasiada ceremonia les atravesó la garganta con un gran cuchillo, cortándoles luego la cabeza con un fuerte movimiento de los brazos. Las alzó, mostrándolas primero a los músicos, luego al resto de adeptos, y consagrándolas al dios del caos, Agaou Kata Badagri , las tiró dentro del caldero. Mientras tanto los dijons habían estado ocupados recogiendo la sangre en grandes vasijas. La mezclaron con ron y la dieron a beber a todo el mundo. Despellejaron a las cabras y las pusieron sobre el fuego. Yo bebí, como todos los demás; un sorbito al principio, luego más y más. Me notaba extrañamente intoxicado; era una embriaguez salvaje, llena de lujuria, que hasta entonces no había experimentado. La parte de mi mente que contemplaba distanciada toda la escena desaparecía de mi conciencia; cada vez más, entraba en el mundo brutal del que creía en lo que estaba viviendo. Con un trozo de carbón el dijons dibujó un círculo negro en el suelo cerca del fuego. El papaloi entró en él.
Y mientras los pedazos de carne se asaban y chisporroteaban,
invocó en voz alta a Allegra Vadra, el dios-que-todo-lo-sabe. Le rogó que iluminase a sus sacerdotes y a su congregación de fieles. Y, a través de él, dicho dios habló, y nos comunicó que la iluminación llegaría cuando hubiesen devorado la carne de los carneros. Enseguida las figuras negras se abalanzaron sobre la hoguera, comenzaron a
arrancar pedazos de carne con las manos y la comieron, todavía humeante y a medio hacer, partiendo los huesos y lanzándolos a la oscuridad de la noche a través de los agujeros practicados en el techo de la choza, tras roerlos. Todo, en honor de Allegra Vadra, el gran dios.
Se reanudó el golpeteo de los timbales. Empezó Houn, el más pequeño; luego Hountor y Hountorgri se sumaron a él. Finalmente, el poderoso tambor Assountor comenzó a retumbar su detestable canción. La excitación aumentó; la presión de los cuerpos de los negros sobre mí se hizo más evidente. El avalour apartó lo que quedaba del asado y esparció los restos del fuego. La multitud de negros se adelantó con ímpetu hacia él. Y de pronto la vi sobre la cesta de la serpiente, sin que yo supiera cómo había llegado allí: Adelaide, la mamaloi. Al igual que el resto, sólo llevaba unos pañuelos que le tapaban el pubis y el hombro izquierdo. Un lazo azul de sacerdotisa le adornaba la frente; miré sus maravillosos dientes brillando a la roja luz de las antorchas. Resultaba una visión exquisita. ¡Absolutamente exquisita! El papaloi se le acercó con la cabeza inclinada y le ofreció una gran vasija llena con ron y sangre, que ella bebió de un sorbo. Los tambores se apagaron. Suavemente al principio, entonó in crescendo la gran canción de la serpiente sagrada: Leh! Eh! Bomba, hen, hen! Cango bafio te, Cango moune de le, Cango do ki la Cango li! Leh! Eh! Bomba, hen, hen! Cango bafio te, Cango moune de le, Cango do ki la Cango li!
La acompañaba el más pequeño de los timbales, que al final también enmudeció. Adelaide convulsionaba las caderas, moviendo la cabeza hacia delante y atrás, trazando en el aire extraños movimientos ondulantes. La multitud callaba, ávida y sin aliento. Alguien dijo en voz baja: "Bendita seas, Manho, nuestra sacerdotisa". Y otro: " San Juan
Bautista te bese en los labios, Houagan, su adorada". Los ojos de los negros parecían salirse de sus órbitas, mirando a su mamaloi. Esta, con voz trémula, dijo: "¡Venid! ¡ Houedo os escucha! ¡La gran serpiente!" Todos se aproximaron. A los sacerdotes y sirvientes les resultaba casi imposible mantener el orden. "¿Tendré un nuevo asno este verano?" – "¿Crecerá bien mi bebé?" – "¿Regresará conmigo mi hombre, al que han hecho soldado?" Todos tenían una pregunta que plantear, un deseo que exponer. La negra profetisa respondió. Hundió la cabeza en su pecho, estiró los brazos frente a ella, rígidos; sus dedos se curvaron dolorosamente –perfectos oráculos que no respondían ni "si" ni "no", pero de los cuales cada uno podía extraer la respuesta que anhelaba escuchar. Y una vez satisfechos se hacían a un lado, arrojando una moneda de cobre en el viejo sombrero de fieltro que les extendía el papaloi. Vi también que algunos arrojaban plata. De nuevo los timbales; lentamente, la mamaloi pareció despertar de su trance. De un salto bajó de la cesta, sacó de ella a la serpiente y la montó. Era un reptil largo, de color amarillo y negro. Confuso por el resplandor de las llamas el animal sacaba la lengua y serpenteaba alrededor de los brazos extendidos de la sacerdotisa. Los fieles se inclinaron hasta tocar la tierra con la frente. "¡Larga vida a mamaloi, nuestra madre y reina! Houdja-Nikon, que manda sobre todos nosotros". Suplicaron a la gran serpiente, y la sacerdotisa les exigió el juramento de eterna lealtad. "¡Que se pudran vuestros cerebros y vuestros intestinos si rompéis esta promesa vuestra!”. Cantaron: "Tres juramentos te hacemos, Hougon-badagri, San Juan Bautista, tú que vienes a nosotros como Sobagui, como Houedo, el gran dios vudú". La mamaloi abrió otra cesta que había detrás de ella. Sacó varias gallinas, blancas y negras, y las tiró al aire. Los fieles saltaron, atrapándolas en el aire y arrancándoles la cabeza con las manos. Los animales revoloteaban presas del pánico. Los negros bebían con codicia la sangre que manaba a borbotones. Luego las arrojaban por los agujeros del techo. "Para ti, Houedo, para ti, Hougonbadagri , como prueba de nuestra promesa".
Seis negros se agolparon detrás de la mamaloi, presionándola con sus cuerpos. Todos ellos llevaban máscaras de demonios; de los hombros colgaban pieles de cabra, y sus cuerpos estaban pintados con sangre. "¡Temed, temed a Cimbi-Kita!", gritaban. La muchedumbre retrocedió y abrió un espacio, que los demonios se apresuraron a ocupar. Llevaban con ellos una niña de diez años atada con una cuerda al cuello. La niña miraba a su alrededor, sorprendida, tímida, temerosa, pero no lloraba. Le costaba mantenerse derecha, borracha como estaba del ron que le habían hecho beber. El papaloi se acercó. "¡A Azilit te entrego, y a Dom Pedre! ¡Que te conduzcan hacia Cimbi-Kiti, el más alto de los demonios!" Roció el espeso cabello de la niña de hierbas, de virutas de cuerno y mechones de pelo, y luego depositó sobre todo ello un gran puñado de brasas. Pero antes de que la aterrorizada niña pudiese alcanzar con sus manos el fuego que comenzaba a prender en su cabeza, la mamaloi, con un chillido, saltó sobre ella como una maníaca desde la cesta de la serpiente; sus dedos sujetaron su pequeño cuello, la levantó en el aire y la estranguló. "¡Aa-bo-bo!", gritaba.
Parecía como si no fuese a soltar nunca a su víctima. Al final la sacerdotisa jefe tiró a un lado el cuerpo sin vida, cogió el machete y luego, tal como el papaloi había hecho antes con los carneros, le separó la cabeza del cuerpo de un golpe . Al mismo tiempo los sacerdotes del diablo elevaron sus poderosas voces: Interrogez le cimetiere, Il vous dira De nous ou de la mort, Qui des deux fournit Les plus d'hotes.
El papaloi se apoderó de la cabeza y la mostró a los músicos y a la congragación; de nuevo, la arrojó al caldero que borboteaba. Rígida, indiferente, la mamaloi permanecía
de pie, observando cómo los sacerdotes recogían en vasijas de ron la sangre que manaba del cuerpo de la niña y reducían este a piezas. Como si tratase de animales, arrojaron los trozos a los fieles; estos cayeron sobre ellos empujándose y arañándose. “ Aa-bo-bo! Le cabrit sans cornes!”, chillaban. Y todos ellos bebieron de la sangre fresca mezclada con ron. Un brebaje asqueroso, pero una vez lo tragas, lo cierto es que se siente uno impelido a beber más y más. Uno de los brujos avanzó hacia el círculo donde se encontraba la sacerdotisa. Se quitó la máscara; se quitó las pieles. Permaneció allí desnudo, su cuerpo negro extrañamente cubierto de sangre y vísceras. Todos callaban; sólo una voz podía oírse. La del pequeño tambor Houn, marcando lentamente el ritmo del diablo, la danza de Dom Pedre, que estaba a
punto de empezar. El danzante no movía un músculo y así permaneció por algunos minutos. Luego comenzó a agitarse hacia delante y hacia atrás, primero la cabeza, al poco el cuerpo. Todos sus músculos estaban tensos. Una extraña excitación pareció caer sobre él, infectando a todos como un fluido místico. Se miraban unos a otros, todavía sin avanzar; pero uno podía sentir cómo los nervios se estremecían. El sacerdote comenzó su danza, girando primero con lentitud, luego con rapidez. El Houn sonó más fuerte; el Hountor se unió. Ahora los cuerpos comenzaron a mostrar señales de vida; uno levantó un pie, el otro un brazo. Los negros se comían con los ojos. Dos de ellos se agarraron y se unieron en la danza. El Hountogri sonó también, y la piel humana del poderoso Assauntor retumbó con espanto, arrojando oleadas de lujuria. Comenzaron a brincar y bailar. Girando sobre sí mismos, pateando la tierra como cabras, arrojándose unos sobre otros, golpeando el suelo con sus cabezas y levantándose de nuevo, agitando brazos y piernas y chillando en desvarío al ritmo que marcaba la sacerdotisa. Ella se erguía llena de orgullo en medio de todos, entonando su salmodia mientras levantaba la serpiente sagrada: “ Leh! Eh! Bomba, hen, hen!”. A su lado permanecía el papaloi, concentrado en arrojar sangre de una gran tinaja sobre las figuras que se convulsionaban, coreando como fieras la canción de su reina.
Se arrancaron los andrajos que llevaban por ropa. Sus extremidades se entrelazaron; una transpiración bochornosa emanaba de sus cuerpos desnudos. Borrachos de vino y sangre, dominados por una lujuria irrefrenable, cayeron como animales unos sobre otros, tirándose a la tierra, izándose en el aire, mordiéndose. Y yo me sentí irresistiblemente arrastrado a esa danza de locos. Una lujuria vesánica invadió toda la choza, un sangriento delirio erótico que trasciende todos los límites humanos. Hacía ya rato que habían dejado de cantar; en sus convulsiones, sólo pronunciaban el horrible grito: “ Aa-bo-bo!” Recuerdo a hombres y mujeres mordiéndose, poseyéndose de todas las maneras posibles. Sedientos de sangre, hundían sus uñas en la carne, infringiéndose profundas heridas. La sangre apaciguaba sus sentidos. Recuerdo a hombres arrastrándose encima de otros hombres; mujeres con mujeres. En un rincón cinco cuerpos agolpados y fuera de sí; al lado, otro cuerpo inclinado a cuatro patas sobre el cesto de la serpiente, como un perro. Su loca lujuria no conocía distinciones, ni siquiera era capaz de distinguir a seres vivos de objetos inanimados. Dos muchachas negras cayeron sobre mí; me arrancaron la ropa. Agarré sus pechos, las tiré al suelo, rodé con ellas, mordiendo, chillando –como cualquiera de los demás. Vi a Adelaide que estaba siendo poseída por un hombre detrás de otro; y por mujeres también, siempre distintas –sin que ninguno pudiese saciar su lujuria diabólica. Corrió hacia mí denuda; del pecho y de los brazos le brotaba la sangre. Sólo la cinta azul de sacerdotisa seguía adornándole la cabeza. Sus nudosos mechones de pelo negro le caían sobre la cara como un montón de culebras. Me tiró al suelo, aprisionándome con las piernas, se levantó otra vez y apoderándose de una muchacha la tiró sobre mí. La vi alejarse entre los abrazos de los negros. Sin poder resistirme me sumergí en el frenesí más salvaje y en la más extraordinaria de las orgías; saltando, rugiendo y gritando, tan loco o más que cualquiera, el horrible “¡Aa-bo-bo!” Desperté fuera, entre un montón de cuerpos que dormían. El sol brillaba en lo alto. A mi alrededor todo eran negros y negras, gruñendo y agitándose en sueños. Haciendo un gran acopio de voluntad me levanté y me miré los trozos de ropa que colgaban en jirones sangrientos. Adelaide dormía cerca, magullada y cubierta de sangre de los pies a
la cabeza. La cogí en brazos y la cargué sobre mi caballo. No sé de dónde saqué las fuerzas; pero me las apañé para subir a él, y así volví a casa, con la mujer inconsciente en mis brazos. Tuve que llevarla a su cama y yo me dirigí a la mía... Puedo escuchar ahora sus lloriqueos. Iré a prepararle un vaso de limonada.
7 de marzo, 1907 Han pasado algunos meses. Mientras releo estas últimas páginas me parece como si hubiera sido otro, y no yo, quien experimentó las cosas que he descrito. Me resulta todo tan lejano, y tan extraño. Y en particular, cuando me encuentro con Adelaide, debo forzarme a admitir que también ella estuvo presente. Ella, ¿esta criatura tierna y confiada, esta pequeña muchacha tan llena de felicidad, una mamaloi? Ahora sólo tiene un pensamiento obsesivo: nuestro hijo. ¿Será realmente un niño? ¿Lo será pues, sin duda? Me lo pregunta cien veces cada día. Y cien veces estalla de gozo cuando le doy mi palabra de que sí lo será. Resulta demasiado cómico: este niño que todavía no puedo ver ocupa también la mayor parte de mis pensamientos. Nos hemos puesto de acuerdo con el nombre; toda la ropita está preparada para recibirlo. Y yo estoy tan preocupado por este pequeño gusano como lo está Adelaide. Por cierto, he descubierto una extraordinaria nueva facultad en ella. Ahora que ha llegado a especializarse en la naturaleza de mis negocios demuestra poseer un innato talento para ello. He empezado a operar en una nueva rama que me proporciona un gran deleite: la destilación de "agua milagrosa" apta para todo tipo de cosas. La receta es de lo más simple: agua de lluvia a la que añado un poco de salsa de tomate para darle un ligero tono rosáceo. La sirvo en pequeñas botellas chatas que importo ya etiquetadas de Nueva York. La etiqueta ha sido diseñada siguiendo estrictamente mis instrucciones;
muestra el hacha ensangrentada de Cimbi-Kita, con esta inscripción: Eau de Dom Pedre. Las botellas me cuestan tres céntimos cada una y las vendo por un dólar. Se
venden muy bien; los negros casi se pegan por ellas. Desde la semana pasada también las estoy exportando al interior por vía marítima. Los compradores están muy satisfechos; afirman que sirve maravillosamente para toda clase de dolencias. Si supieran escribir seguro que tenía ante mí ahora mismo un ingente número de testimonios. Adelaide por supuesto también está convencida de sus poderes sobrenaturales, y participa en su fabricación con entusiasmo fanático. Su salario y porcentaje –también obtiene un porcentaje de las ventas– revierten de nuevo en mí, ya que me lo entrega siempre con el fin de que lo guarde "para su niño". Es ciertamente una criatura encantadora, esta negrita. Casi creo que estoy enamorado de ella.
26 de agosto de 1907 Adelaide no cabe en sí de gozo. ¡Por fin tiene a su niño! Pero eso no es todo. El chico es blanco, y eso la llena de un orgullo increíble. Los bebés negros, como es sabido, no son negros al nacer sino de color rosado, exactamente igual que los de los blancos. Pero mientras que estos permanecen blancos a medida que crecen, los de los negros van volviéndose negros, castaños al menos en el caso de los híbridos. Adelaide lo sabe, y con lágrimas en los ojos espera el momento en que el niño se vuelva negro. Nunca lo suelta de sus brazos, ni por un segundo, como si con ello pudiera impedir que a la larga adquiera su color natural. Pero, hora a hora, el tiempo pasa; y un día sucede a otro; y su niño blanco permanece blanco –blanco como la nieve de hecho, más blanco que yo mismo. Si no mostrase ese pelo negro espeso y nudoso típico de su raza nadie creería que su destino es dejar de ser blanco. No fue hasta que pasaron tres semanas que Adelaide me permitió tomarlo en brazos. Nunca había sostenido a un niño; fue una sensación extraña, cuando este pequeño hermanito me sonrió y extendió sus bracitos hacia mí. Qué fuerza tan extraordinaria tiene ya en los dedos, particularmente en sus pulgares –que, por supuesto, muestran tres articulaciones–, ¡es realmente un rufián maravilloso! Observar a su madre tras el mostrador de mi despacho en la fábrica, con las rosadas botellas de agua milagrosa apiladas detrás de ella, resulta una visión gozosa: su generoso escote negro asomando de la blusa roja, y el niño tomando su pecho, lleno de
salud y energía. Realmente me siento bien en mi vejez, más joven que nunca. Para celebrar el cumpleaños de mi hijo he enviado una remesa extra a mi querido hermano. Puedo fácilmente permitírmelo; siempre quedará suficiente para el chico.
4 de septiembre Me había jurado a mí mismo que nunca más tendría nada que ver con esta turba del vudú, a menos que tuviese relación con mi negocio de agua milagrosa. Ahora me veo de nuevo obligado a tratar con ellos, después de todo; no como participante de sus ritos, sino como saboteur . Ayer vino a verme llorando la bruja que cuida de mi jardín. Su bisnieto había desaparecido. La consolé diciéndole que seguramente había huido a los bosques. Al principio ella creyó eso y se dedicó a su búsqueda durante algunos días; pero se había enterado de que estaba en poder de los bidangos . Estos lo retenían en una choza en las afueras del pueblo y la semana próxima lo iban a sacrificar en honor de Cimbi-Kita, Azilit y Dom Pedre. Le prometí que la ayudaría y ese mismo día hice ensillar mi
caballo
y me dispuse a cumplir mi misión. Cuando llegué a la choza de paja un negro me salió al encuentro. Lo reconocí como uno de los brujos que aquel día bailaba con una máscara de demonio. Apartándolo, entré y hallé al chico dentro de una gran caja atado de pies y manos. A su lado vi grandes pedazos de pan de maíz empapados en ron. Me miró con los ojos estúpidos de un animal. Lo solté y me lo traje conmigo, sin que el sacerdote vudú se atreviese a impedírmelo. Esa misma noche lo hice embarcar a bordo de la línea Hamburgo-Americana. Al capitán le entregué una carta dirigida a un amigo mío en St. Thomas, dándole instrucciones para que cuidase de él. Esta gente del vudú no dejará escapar tan fácilmente a alguien que ya ha sido destinado al matadero. La vieja lloró de alivio al saber que su bisnieto, su única felicidad– de hecho, un bribón de lo más inofensivo– se encontraba a salvo en un barco. Ahora no tiene nada que temer; cuando
regrese ya será un hombre hecho y derecho, perfectamente capaz de ofrecer sacrificios él mismo. Lo cierto es que actuar así me produjo cierta satisfacción. Lo considero una revancha por todos los chicos mulatos que han desaparecido de mi hacienda en los últimos tiempos. La vieja me ha dicho que el destino de todos ellos había sido el mismo reservado a su bisnieto.
10 de septiembre He vuelto a reñir con Adelaide, por primera vez en muchos meses. Le contaron que yo había rescatado al bisnieto de Phylloxera y me preguntó si era verdad. Los brujos de Cimbi-Kita habían destinado al chico al sacrificio;
¿cómo había osado yo quitárselo de
sus garras?. Durante todo este tiempo nunca habíamos vuelto a hablar de vudú, desde que poco después del festín sacrificial ella misma me hubo comunicado su renuncia voluntaria a los oficios de mamaloi. Ya no sería más una sacerdotisa, me dijo, porque me amaba demasiado. Me reí al escucharla, pero interiormente me sentí complacido. Ahora ha empezado a dar la lata otra vez con esa maldita superstición. Al principio traté de razonar con ella, pero me rendí pronto, dándome cuenta de que iba a resultar imposible arrancarla de una fe que había estado mamando directamente de la leche de su madre. Además me daba perfecta cuenta de que sus reproches no estaban provocados sino por el amor que sentía hacia mí, y por su miedo ante mi propia seguridad. Lloró y lloró, y nada pude hacer para calmarla.
15 de septiembre Adelaide está imposible. Donde quiera que mire ve sombras. Permanece constantemente a mi lado como un perro guardián. Resulta ciertamente conmovedor, pero también un fastidio, en particular porque el chico, al que nunca deja solo, hace gala de poseer una notable voz. Me prepara ella misma todas mis comidas y no contenta con eso las prueba antes. He podido saber que estos negros son hábiles preparando venenos y que tienen un extraordinario conocimiento de la botánica de su país, aunque dudo mucho que alguno de ellos se atreva a usar su ciencia contra mí. Así que siempre me río de las advertencias de Adelaide, si bien en mi fuero interno no dejo de experimentar cierta inquietud.
24 de septiembre Vaya, de lo que se entera uno. ¡Parece que estos brujos me han robado el "alma"! Lo sé por Phylloxera; la vieja no se muestra menos excitada y ansiosa por mí que la propia Adelaide. Hoy vino a advertirme. Le dije a Adelaide que se retirase a su habitación pero insistió en escucharlo todo. Los brujos han extendido el rumor de que he traicionado a Cimbi-Kita, a quien juré lealtad eterna; que soy un loup-garou, un hombre-lobo que
bebe la sangre de los niños mientras duermen. En consecuencia algunos de los dijons robaron mi alma fabricando una figura de arcilla a mi imagen y semejanza y ahorcándola en su templo. Por sí mismo resultaría de lo más inocuo, si no fuera por lo que implica: puesto que ahora soy un hombre sin alma, a cualquiera le está permitido asesinarme. De hecho cualquiera que lo haga obrará una buena acción. El asunto de todas formas no reviste mayor importancia y no tengo intención de compartir los miedos de estas mujeres. Mientras mis perros guarden la entrada de mi casa, mientras disponga de mis dos Brownings junto a mi cama, y mientras Adelaide se encargue de prepararme la comida, ciertamente no temeré a estos negros. "¡Dime qué negro se ha atrevido a día de hoy a atacar a un blanco!", consolé a Adelaide. Pero ella respondió: "¡Es que no lo entiendes! ¡tú ya no eres un hombre blanco! desde que juraste lealtad a Cimbi-Kita, tú ya eres uno de lo suyos"
2 de octubre Siento lástima por esta pobre mujer. Me sigue como mi propia sombra; ni por un segundo me pierde de vista. Apenas duerme, sentada en una silla a los pies de mi cama y guardando mi sueño. Ya ni siquiera llora; permanece a mi lado en silencio como si hubiese batallado consigo misma y tomado finalmente una gran resolución. He considerado la idea de vender mi negocio; a Alemania me niego a regresar. No porque tema entrar en conflicto con sus leyes estúpidas –hace ya tiempo que dejé de interesarme por otras mujeres, desde que tengo a mi lado a Adelaide y al niño. Pero definitivamente no puedo presentarme allí con una negra como esposa.
Podría retirarme a St. Thomas; Adelaide se sentiría allí como en casa. Podría levantar una hacienda y empezar una nueva rama del negocio, si es que quiero mantenerme ocupado. Ojalá pudiera deshacerme aquí de mis cosas a un precio razonable. Escribo ahora en mi habitación, que parece un fuerte. Adelaide se ha marchado; no ha dicho adónde, pero estoy convencido de que quiere hacer un trato con los negros del vudú. Los tres perros están en la habitación de al lado, tras la puerta cerrada; mi revólver en la mesa. Es realmente ridículo, ¡qué negro se atrevería a levantar la mano contra mí a plena luz del día! Pero he tenido que ceder a los deseos de Adelaide. Ha marchado sola; el niño duerme en el diván, a mi lado. Espero que regrese con buenas noticias.
30 de octubre Creo que Adelaide se ha vuelto loca. Llegó chillando y comenzó a golpear mi puerta. La abrí con el corazón en la boca y entró como una exhalación en dirección al niño, cogiéndolo en sus brazos y casi ahogándolo con sus caricias. El pequeño empezó a llorar. Pero ella no lo dejó; lo besaba, lo abrazaba. Por un momento temí realmente que lo asfixiase. Su actitud me da miedo. No dice nada, aunque aparentemente su intento de llegar a un acuerdo con los negros ha tenido éxito. Ya no prueba mi comida antes de que yo la coma; su ansiedad parece haber desaparecido. Esto prueba que el peligro ya ha pasado. Pero todavía me sigue como un perro. Durante las comidas se sienta a mi lado sin probar bocado ella misma; pero no me quita los ojos de encima. Algo espantoso está fermentando en su cabeza. Pero no dice nada; no deja escapar ni la más pequeña pista. No es mi deseo atormentarla más porque veo claramente que su amor por mí la está consumiendo. Voy a llevar a cabo todos los pasos necesarios para escapar de aquí tan rápido como sea posible. Ya he hablado con el agente de la línea Hamburgo-Americana. No rechaza el trato, pero insiste en pagar apenas una cuarta parte de lo que realmente vale mi negocio, y sólo a plazos. Y aun así seguramente accederé. He estado ahorrando durante mucho tiempo y tengo más que suficiente para cubrir esta transacción con pérdidas. Dios, ¡cómo se va a alegrar Adelaide cuando se lo diga! Luego me casaré con ella por el bien
del chico. Adelaide se lo ha ganado. Cuando todo esté listo, le diré: "Niña, prepara tus cosas que nos vamos ahora mismo". ¡Se volverá loca de alegría!
11 de noviembre Mis negociaciones progresan bien. Ha llegado el cablegrama del banco del agente naval comunicándome que tienen el adelanto preparado para cubrir el primer plazo. Esto pone fin al primer obstáculo; sobre los detalles posteriores llegaremos sin duda a un acuerdo, dado que estoy dispuesto a cualquier compromiso por mi parte. El tipo lo sabe e insiste en llamarme su "amigo y benefactor". Bien, no lo culpo por no poder ocultar su alegría. Me resulta difícil no dejar escapar mi secreto a Adelaide. Su estado empeora día a día. Bien, si lo ha soportado hasta ahora, sin duda podrá aguantarlo una semana más, y entonces su alegría será mayor. Ha ido a ver a sus hermanos del vudú un par de veces y siempre ha vuelto más trastornada todavía. No puedo comprenderlo ya que resulta obvio que el peligro ha pasado. Por las noches dejamos las puertas abiertas como siempre hemos hecho, y prepararme la comida es de nuevo competencia de los cocineros. ¿Qué puede estar pasando? Apenas dice una palabra; pero su celo por mí y por el niño crece cada día, crece casi sin límites. Hay en él algo tan misterioso que casi me quita el aliento. Si cojo al niño y lo pongo sobre mis rodillas para jugar con él, Adelaide pega un grito, cruza la habitación y se lanza sobre la cama chillando y llorando como si tuviera roto el corazón. Está enferma y lo peor es que me está contaminando a mí con su extraña enfermedad. Bendeciré el momento en que podamos salir de este agujero y de los horribles secretos que esconde.
15 de noviembre Esta mañana estaba fuera de sí. Se empeñó en hacer unos recados llevándose al niño con ella. Se despidió de una forma extraña. Miré sus ojos, habitualmente hinchados por el llanto, y vi que estaba llorando otra vez. No me dejaba ir de sus brazos; me mostraba al niño y me pedía que lo besase –en fin, una escena que casi me conmovió. Por suerte, fue justo después cuando llegó el agente de la línea naval con todos los papeles que yo debía firmar. Ahora los trámites ya están hechos y el cheque del banco descansa en mi bolsillo. La casa ya no me pertenece; pedí al nuevo comprador que me permitiese
permanecer en ella algunos días más. "¡Y medio año si lo necesita usted, amigo mío!", respondió. Pero le prometí que ni siquiera sería una semana. El sábado suelta amarras el vapor que se dirige a St. Thomas, y para entonces ya todo estará listo. Ahora voy a poner flores en la mesa. Cuando Adelaide regrese le comunicaré las maravillosas noticias.
5 p.m. ¡Estoy desesperado! Adelaide no ha vuelto, no sé nada de ella. ¡Simplemente no ha vuelto! Me he dirigido al pueblo, nadie la ha visto. De nuevo en casa, todavía no ha llegado. He ido al jardín en busca de la vieja, pero no estaba. Al llegar a su choza me la he encontrado atada a un contrafuerte. "¡Por fin ha venido! ¡dese prisa, antes de que sea tarde!". La he liberado cortando las cuerdas; no podía entender lo que me decía esta loca. "Ha ido al honfou…la mamaloi", tartamudeaba. “Al honfou, con su hijo. Me ataron para que yo no lo avisase a usted". He venido corriendo a casa a por mis pistolas. Escribo esto mientras me ensillan el caballo. Dios mío, qué es lo que van a hacerle allí...
16 de noviembre Fui a través del bosque. Creo que no pensaba en nada; sólo en esto: debes llegar a tiempo, debes llegar a tiempo. El sol ya había caído cuando crucé el claro. Dos negros se apoderaron de las riendas de mi caballo; les azoté las caras con el látigo. Bajé, até el caballo al fresal sagrado. Luego me precipité dentro del honfou, abriéndome paso a empujones entre la muchedumbre.
Sé que lancé un grito. Al fondo, a la luz de las antorchas, vi de pie sobre la cesta a la mamaloi, con la serpiente enrollada sobre sus pies. Y sostenido en lo alto por el cuello,
mi hijo. ¡Y lo estrangulaba, lo estrangulaba! Saqué mis Brownings y abrí fuego. Dos tiros; uno en la cara de la mujer, el otro en su pecho. Cayó de la cesta. Me acerqué corriendo y cogí al niño. Enseguida me di cuenta de que estaba muerto, todavía caliente. Comencé a disparar sobre la multitud a izquierda y derecha. Los negros se daban empujones y caían; gritaban y aullaban. Cogí las antorchas que flanqueaban las paredes y prendí fuego a la paja del techo. Ardió como la yesca. Subí a mi caballo y emprendí el viaje de regreso, cargando mi niño muerto. No había podido salvarlo; no de la muerte, pero sí de los dientes de los demonios. Sobre mi escritorio he encontrado esta carta, no sé cómo llegó ahí: "Has traicionado a Cimbi-Kita y han resuelto matarte. Pero te dejarán vivo si sacrifico a mi hijo. Lo quiero; pero a ti te quiero más. Así que haré lo que Cimbi-Kita pide. Sé que me apartarás de tu lado cuando sepas lo que he hecho. Voy a tomar veneno y no me verás más. Así sabrás lo que te quiero. Ahora estás seguro otra vez. Tu querida Adelaide" Así es como mi vida yace ahora hecha trizas delante de mí. ¿Qué voy a hacer? Ya no lo sé. Pondré estas hojas dentro de un sobre y las despacharé por fin. Es todo lo que me queda por hacer. ¿Y luego? *.* Le respondí inmediatamente. Mi carta partió al cuidado de un agente de la línea naval, acompañada de esta nota: "Urgente, por favor". Me la devolvieron con otra: "Destinatario fallecido".
THE INTERNATIONAL: LA CAJA DE FICHAS
Om dat de werelt is soe ongetru Daer om gha ie in den ru. — Breughel the Elder
Esa tarde estuve esperando un largo rato a que apareciera Edgar Widerhold. Yo estaba reclinado en una tumbona, con el chico del punkah detrás de mí. El viejo siempre había tenido a su servicio a chicos hindúes, que lo habían seguido hasta aquí hacía tiempo. Y ahora los nietos y los bisnietos de esos hindúes lo servían también. Eran buenos muchachos, y sabían hacer su trabajo. "Vamos, Dewla, dile a tu maestro que estoy esperando" "Atcha, Sahib". Obedeció sin hacer ruido. Yo permanecí sentado en el mirador, observando el panorama de las aguas del Sông Lô. Hacía una hora que se habían disuelto las nubes después de tres semanas de lluvia tibia, y los primeros rayos de sol de la tarde ya se abrían paso a lo lejos en la neblina violeta de Tonkín. Los juncos salían de sus amarraderos, agitándose después de un largo sueño. Las tripulaciones subían a bordo; armados con sus palas redondeadas, sus cepillos de tamarisco y sus impermeables, achicaban el agua de los sampans echándola por la borda, trabajando tan en silencio que resultaba imposible escucharlos; apenas sonido alguno interrumpía el murmullo de las hojas y de los zarcillos moviéndose en el suelo de la terraza. Pasó un gran junco, lleno hasta arriba de legionarios. Saludé a los oficiales que descansaban en el sampan; me devolvieron el saludo melancólicamente. Hubiera apostado a que preferían con mucho estar sentados aquí conmigo en el espacioso mirador del bungalow de Edgar Widerhold que navegando río arriba bajo la lluvia, durante días y semanas, hasta alcanzar su miserable fuerte. Los conté: había al menos cincuenta legionarios en el junco. Unos cuantos eran irlandeses y españoles; otros pocos procedían de Flandes y Suiza, sin duda... y todos los demás eran alemanes. ¿Quiénes serían? No abstemios, desde luego. De seguro que había algunos dinamiteros entre ellos, ladrones y asesinos, ¿quiénes iban a servir mejor a los propósitos de la guerra después de todo? Es gente que conoce su trabajo, puedes creerme. Hay otros, también, que descienden de entre los estratos más altos, aquellos que un buen día desaparecen de
la sociedad para hundirse en las turbias aguas de la Légion —clérigos y profesores, miembros de la alta nobleza y oficiales. El que murió asesinado en los disturbios de Ain-Souf resultó ser un antiguo obispo; y ¿cuándo fue exactamente que un señor de la guerra alemán vino desde Argelia a por el cuerpo de otro légionnaire y le rindió los honores debidos a un príncipe? Me inclino sobre la balaustrada: " Vive la Légion!". Y ellos me devuelven el saludo, gritando con sus voces roncas y gastadas por el licor: " Vive la Légion! Vive la Légion! ". Han perdido su país, sus familias, sus hogares, su honor y su dinero. Sólo les queda una cosa, la única por la que se sienten obligados: esprit de corps — "Vive la Légion!" Los conozco bien. Bebedores y jugadores, souteneurs, desertores de todos los cuarteles del mundo. Anarquistas todos ellos, que no saben lo que es el anarquismo, que se rebelan y huyen de alguna insoportable compulsión. Medio criminales y medio niños, cerebros pequeños y grandes corazones. Auténticos soldados. Landsknechts de perfecto instinto para llevar a cabo su tarea, saquear pueblos y violar mujeres; porque han sido adiestrados para matar, y a quien se le permite la mayor también le está permitido la menor. Todos ellos aventureros nacidos demasiado tarde, no lo bastante fuertes como para labrarse en este mundo actual su propio camino. Cada uno de ellos ha resultado ser demasiado débil, se han desplomado entre la maleza, atascados, incapaces de seguir avanzando. Un parpadeante fuego fatuo los sacó de la senda ordinaria y ahora no encuentran forma de escapar. Algo fue mal; pero no sabrían decir qué. Arrastrados por la corriente, como un fardo miserable que se detiene en una orilla olvidada. Pero allí se encontraron unos a otros y sintieron que el círculo se cerraba, cimentándose una suerte de nuevo orgullo común. " Vive la Légion!". Madre, patria, honor, su auténtico país para todos y cada uno de ellos. Escucho otra vez sus gritos: " Vive, vive la Légion!". El junco se pierde en la tarde, hacia el Oeste, donde el Río Rojo da un giro y desemboca en el Sông Lô. Ahí los veo desaparecer en la neblina, en lo profundo de esta tierra de venenos violetas. Pero ellos, espléndidos con sus barbas, no tienen miedo; ni a la disentería, ni a la fiebre, menos que a nada a los rebeldes amarillos. ¿No llevan acaso suficiente provisiones de alcohol y opio y sus fusiles franceses? ¿Qué más podrían necesitar? Cuarenta o cincuenta de ellos morirán; pero no importa, los que regresen se alistarán de nuevo, por la gloria de la Légion, no por la de Francia. Edgar Widerhold entró al mirador. "¿Han pasado ya?", me preguntó.
"¿Quiénes?" "¡Los légionnaires!". Se asomó a la balaustrada y examinó el río. "Gracias a Dios que se han largado. Que el diablo los lleve; no soporto verlos" "¿De verdad?", dije. Por supuesto, como cualquiera en este país, yo estaba al corriente de las peculiares relaciones del viejo con la Légion y traté de entender sus palabras. Es la razón por la que fingí sorpresa. "¿Cómo es posible eso? Todos ellos lo adoran. Un capitán me habló de usted en Porquerolles hace unos años, me dijo: 'Si fuera de nuevo al Sông Lô iría a visitar de inmediato a Edgar Widerhold" "Ese debió ser Karl Hauser, de Muhlhausen" "No; fue Dufresnes" El viejo suspiró. "¡Dufresnes, el Auvergnat ! Más de un vaso de Burgundy se bebió ese aquí". "Como el resto, tengo entendido" Hacía ocho años que esta casa, apodada " Le Bungalow de la Légion ", cerró sus puertas cuando el señor Edgar Widerhold, " le bon Papa de la Légion ", trasladó su almacén de mercancías a Edgardhafen. Era el pequeño puerto de Eiderhold ahora, dos horas río abajo. El viejo insistió mucho en que como dirección postal en los sellos figurase "Edgardhafen" y no "Port d'Edgard". Porque a pesar de que su casa había estado cerrada a la Légion desde entonces a cal y canto, ni su corazón ni su hospitalidad habían cambiado. Todos los juncos hacían parada en Edgardhafen y el capataz al servicio del viejo se encargaba siempre de subir algunas cajas de vino para los hombres y los oficiales. A ellas les acompañaba una tarjeta con el mensaje: "El Sr. Edgar Widerhold lamenta no poder saludar a los caballeros. Les ruega acepten amablemente este presente, a la salud de la Légion". El oficial al cargo expresaba siempre su agradecimiento y manifestaba su esperanza de poder hacerlo personalmente a su regreso. Pero la cosa nunca iba más allá; las puertas de la espaciosa casa junto al Sông Lô permanecían siempre cerradas. En ocasiones un par de oficiales se acercaban a visitarlo, viejos amigos suyos cuyas voces habían resonado en innumerables ocasiones dentro de sus muros. Los sirvientes les hacían pasar al mirador y les servían los más escogidos vinos; pero nunca les era permitido ver al señor de la casa. En consecuencia, se marchaban; poco a poco la Légion se acostumbró a obrar de este nuevo modo. Ahora había en ella muchos hombres que nunca lo habían visto en persona y que sólo sabían que
Edgardhafen era el sitio donde había que parar, para subir vino a bordo y beberlo a la salud del viejo alemán. Todos ellos ansiaban siempre este instante, que era el único momento de placer en su desesperanzado viaje a través de la lluvia del Sông Lô; en resumen, a Edgar Widerhold se le quería y apreciaba todavía más que antes. Cuando fui a verle yo era el primer alemán que hablaba con él en muchos años. Verlos, por supuesto los había estado viendo en sus trayectos río abajo. Estoy convencido de que el viejo los espiaba detrás de sus cortinas y que lo hacía siempre que pasaba un junco. Pero conmigo tuvo otra vez la oportunidad de hablar en alemán. Creo que esa es la razón por la que insiste en tenerme aquí a su lado, siempre a la búsqueda de una nueva razón para posponer mi partida. El viejo no es de los que se dan a las confidencias. Se aprovecha y se ha aprovechado del Imperio Alemán como un consumado carterista. A pesar de su edad, necesitaría vivir diez veces los años que tiene para poder cumplir íntegramente las penas por los crímenes de lèse mejesté que a estas alturas debe cargar sobre sus espaldas. Maldice a Bismarck por haber permitido la continuidad del Reino de Sajonia y no anexionarse Bohemia, y maldice también al tercer Káiser por haber permitido que le tomasen el pelo en el intercambio de las colonias del Este de África por la isla de Helgoland. ¡Y Holanda! Deberíamos hacernos con Holanda, ya puestos, con Holanda y con sus Islas Sunda. Es necesario, no hay otro modo; nos iremos al infierno todos si no lo hacemos. ¡Y después el Adriático, por supuesto! Austria en cambio es un lugar absurdo, una idiotez, una mácula en cualquier mapa que se respete a sí mismo. Sus provincias alemanas simplemente son nuestras, y, puesto que no podemos permitir que nos den con la puerta en las narices, debemos también hacernos con los distritos eslavos que hacen frontera con nosotros en el Adriático, Carniola e Istria. "¡Que el Diablo me lleve!", grita. "Sé que nos llenarán de piojos, pero más vale estar abrigado y con piojos que desnudo y muriéndose de frío". El viejo no ve el momento de poder navegar en un barco bajo la bandera negra-blanca-y-roja, desde una Trieste alemana hasta una Bataria alemana. Le pregunté: "¿Y qué hay de sus amigos, los ingleses?" "¡Los ingleses!", exclamó. "Esos se callarán si les damos un puñetazo en la mandíbula" Por Francia siente adoración, y se alegra de que tenga un lugar en el Sol; pero a los ingleses los detesta. Así es como piensa: si un alemán abusa del Káiser y vierte
comentarios venenosos sobre el Imperio, se regocija y ríe. Si un francés bromea a nuestras expensas, ríe también, aunque no tarda ni un segundo en devolverle la moneda haciéndole notar las últimas idioteces de su gobierno en Saigón. Pero si un inglés se permite hacer el más inocente comentario sobre, digamos, el último y más imbécil de nuestros cónsules, monta en cólera. Esa es la razón por la que tuvo que dejar la India. Ignoro lo que le diría aquel coronel inglés, pero sé que Edgar Widerhold levantó su fusta y le sacó un ojo. Eso fue hace más de cuarenta años, quizá cincuenta o sesenta. Se vio obligado a escapar a Tonkin y permanecer escondido en su granja hasta que las fuerzas de ocupación francesas llegaron al país. Entonces adoptó la Tricolor y la hizo ondear sobre el Sông Lô, lamentando que no fuese el pabellón negro-blanco-y-rojo, pero aun y todo aliviado por que no fuese la Union Jack. Nadie sabe con seguridad la edad que tiene. Aquí, a quien los trópicos no devora en los primeros años, lo diseca. Lo endurece haciéndolo resistente a cualquier clima y le da una malla de dura piel amarilla que desafía cualquier corrupción. Uno de esos era Edgar Widerhold. Un octogenario, quizá nonagenario, todavía cabalgaba diariamente seis horas. Su rostro era largo y delgado, largas y delgadas sus manos, largas uñas amarillas en cada uno de sus dedos, más largas que una cerilla, duras como el acero, afiladas y curvadas como las garras de un animal salvaje. Le ofrecí de mis cigarrillos. Yo había dejado de fumarlos hacía tiempo, el aire salino los había estropeado. Pero a él le encantaban: era tabaco alemán. "¿Me dirá de una vez por qué tiene vetada a la Légion en su bungalow?" El viejo no se separó de la balaustrada. "¡No!", contestó. Dio palmas con las manos. "¡Bana! ¡Dewla! ¡Traed vino y vasos!". Los muchachos dispusieron la mesa y me acercaron los periódicos. "Mire eso, ¿ha leído el Post? Los alemanes han obtenido una espléndida victoria en las carreras de coche de Dieppe. Benz y Mercedes o lo que quiera que fabriquen. El zeppelín ha terminado su viaje. Se paseó sobre Alemania y Suiza… por donde le dio la gana. Mire aquí, en esta última página... un campeonato de ajedrez en Ostende. ¿Quién se llevó el primer premio? ¡Un alemán! Realmente, sería un placer leer los periódicos si no se empeñasen en dar perfecta cuenta de lo que los políticos hacen en Berlín. Lea esas tonterías de ahí...". Le interrumpí. No me interesaba en absoluto escuchar más sobre las últimas estupideces diplomáticas de esos burros. Levanté el vaso hacia él: "¡Salud! Mañana me voy".
El viejo apartó su bebida. "¿Qué?... ¿Mañana?" "Sí; el teniente Schlumberger pasará con parte del tercer batallón. Va a llevarme con él". Golpeó la mesa con el puño. "¡Esto es una jugarreta!" "¿Cómo?" "Que se tenga que ir usted mañana, ¡por todos los demonios! Un golpe bajo lo llamaría yo" "Bueno, después de todo ¡no puedo quedarme aquí eternamente!", bromeé. "El próximo jueves harán dos meses..." "¡Precisamente! Me he acostumbrado a usted. Si se hubiera marchado a las pocas horas de llegar no me habría importado" Pero no me dejé convencer. Dios, ¿acaso era la primera vez que había tenido gente a su alrededor que se había marchado para no volver a verlos jamás, una y otra vez, una y otra vez? Siempre llegaba gente fresca. Este comentario le tiró de la lengua: pues sí, en el pasado había sido así y no hubiera levantado un dedo por retenerme. Pero ahora, ¿acaso tenía a otro a quien ver? Dos visitas al año como mucho y, una vez cada cinco años, un alemán, desde que cortó toda relación con los légionnaires. Otra vez lo tenía donde yo quería. Le dije que estaba dispuesto a permanecer con él otra semana si me contaba por qué... Otra vez lo calificó de golpe bajo. ¿Qué diablos era yo y qué estaba haciendo? ¿Un poeta alemán intercambiando productos, como si fuese un vulgar comerciante? Le argumenté: "Se trata de materia prima", dije. "Lana para el campesino. No puedo darle forma, ni puntear ni combinar los colores si me falta la materia prima". El comentario pareció gustarle. Se echó a reír y dijo: "¡Le vendo mi historia por tres semanas más!" Yo había aprendido a regatear en Nápoles. Tres semanas por una historia... demasiado caro. Y en cualquier caso, le dije, comprarla significaba comprar algo a ciegas sin saber realmente si valía la pena. En el mejor de los casos yo obtendría doscientos marcos por mi historia, y ya llevaba aquí dos meses, y él quería que permaneciese tres semanas más... Y en todo este tiempo yo no había escrito ni una frase. Y de todas formas yo
debía obtener algo de todo ello, porque hasta ahora todo lo había puesto yo y, en resumidas cuentas, me estaba arruinando. Pero el viejo jugó bien sus cartas. "El veintisiete de este mes es mi cumpleaños", dijo. "No quiero pasarlo solo. Así, pues, dieciocho días. ¡Es mi oferta definitiva! No venderé mi historia por menos". "De acuerdo entonces", suspiré. "¡Ese es el trato!". El viejo se volvió y llamó al criado: "¡Bana! ¡Bana!" Llévate el vino. Trae champagne y copas" "Atcha, Sahib, atcha" "Y tú, Detwa, trae la caja de Hong-Dok y las fichas" El muchacho volvió con la caja y a un gesto de la cabeza de su amo la puso delante de mí, presionando un muelle que hizo saltar la tapa. Era una gran caja de madera de sándalo, cuya delicada fragancia llenó el aire en cuestión de segundos. La madera estaba incrustada de las más finas hojas de madreperla y marfil; los lados, labrados con escenas de cocodrilos, elefantes y tigres. Pero lo que mostraba la tapa era la imagen de la Crucifixión; quizá era una copia de alguna vieja pintura. Sólo que aquí el Nazareno era barbilampiño y tenía un rostro ovalado que, de cualquier manera, adoptaba la expresión del más indecible sufrimiento. No le habían infligido daño alguno en un lado del cuerpo, ni se veía ninguna cruz; a este Cristo parecían haberlo clavado a una plancha o a un tablón. La inscripción sobre su cabeza tampoco mostraba las letras I.N.R.I, sino otras, a saber: K.V.K.II.C.L.E. La representación de este Cristo crucificado tenía un extraño realismo; no pude evitar que me recordara a las pinturas de Mathias Grunewald, aunque en realidad no tenían nada en común. El concepto era radicalmente diferente; el artista que había hecho esto no parecía interesado en hacer descansar su logro en un naturalismo extremo cuyo fin fuese mostrar una inmensa piedad o una gran capacidad de comprensión del sufrimiento; lo que había aquí era un odio apasionado, una voluptuosa inmersión en el tormento del reo. El trabajo había sido realizado a conciencia; era la obra maestra de un gran artista. El viejo notó mi entusiasmo. "Veo que lo ha entendido", dijo tranquilamente. Levanté la caja con ambas manos: "¿Me la va a regalar?"
Él se echó a reír. "¡Regalar!... ¡No! Pero le he vendido mi historia, y la caja que tiene en sus manos... es mi historia" Me puse a curiosear entre las fichas: las había redondas, triangulares y rectangulares... Piezas de madreperla de una profunda y metálica iridiscencia. Cada una de ellas mostraba a ambos lados una pequeña imagen, con los contornos moldeados, los detalles finamente trabajados. "¿Me dará alguna pista sobre esto?", pregunté. "¡Lo que está cogiendo es la pista! Si usted pone las piezas en el orden correcto para que se sigan unas otras podrá leer mi historia como si fuese un libro. Pero ahora cierre la tapa y limítese a escuchar. ¡Llénalas, Dewla!" El muchacho llenó las copas, y bebimos. Luego cargó la pipa de su amo, se la entregó y le ofreció una cerilla encendida. El viejo inhaló el humo acre y tosió de manera cortante. Se reclinó y con un gesto ordenó al muchacho que accionase el punkah. "Verá", comenzó, "lo que haya oído de boca del Capitán Dufresnes o de cualquier otro, es cierto. Esta casa se ganó muy merecidamente su fama de ser el bungalow de la Légion. Aquí arriba
se sentaban y bebían los oficiales. Los soldados rasos solían hacerlo
allí abajo en el jardín; a menudo también invitaba a estos últimos a venir al mirador. Ya sabe, los franceses carecen de esos ridículos prejuicios de clase que tenemos nosotros; fuera del trabajo, un oficial vale tanto como su general. Sobre todo aquí en las colonias y en particular en la Légion, donde algunos oficiales patateros son simples campesinos, y muchos soldados, caballeros con educación. Yo bajaba a veces al jardín a beber con los hombres, y al que me caía simpático le ofrecía subir arriba con los demás. Créame, conocí en esos días un buen número de pordioseros, de auténticos sinvergüenzas, y también de críos que todavía anhelaban agarrarse al delantal de sus madres. Era mi gran museo particular, la Légion, mi gran libro privado, del que no dejaba de sacar nuevas aventuras y cuentos de hadas una y otra vez. "Porque los muchachos siempre me contaban historias; les gustaba confesarse conmigo y abrirme sus corazones. Ya ve, es cierto, los légionnaires me adoraban, no sólo a causa del vino y de las horas ociosas que yo les ofrecía. Ya conoce usted la clase de gente de la que hablo, tipos que cuando echan el ojo a algo o a alguien simplemente lo consideran de su propiedad, lo adoptan o lo roban; sabrá que a ningún oficial o soldado
se le ocurriría dejar la más pequeña cosa por ahí porque desaparecería en un abrir y cerrar de ojos. Bueno, pues en veinte años sólo sucedió una vez que un légionnaire me robase algo, y sus camaradas estuvieron a punto de matarlo de no haber intercedido yo personalmente. No me cree, ¿eh?… No se lo reprocho, yo tampoco lo creería de nadie si me lo cuentan, sin embargo es literalmente cierto. Los muchachos me adoraban porque sabían perfectamente que yo los adoraba a ellos. ¿Cómo surgió todo esto? Buen Dios, pues con el paso del tiempo. Aquí solo, sin mujer, sin hijos. La Légion... en fin, era la única cosa en el mundo que podía devolverme mi país, Alemania, lo único que convertía el Sông Lô en un lugar alemán, a pesar de la Tricolor. Lo sé, los ciudadanos que allí se inclinan respetuosos ante la Ley consideran a la Légion como el más asqueroso pozo de escoria. Carne de presidio, sin otra utilidad que la muerte. Pero esta escoria, que Alemania despacha a estas latitudes sin contemplaciones, estos marginados, a los que no se sabría dar el menor uso en el mundo de la patria madre tan lindamente lleno de reglas, me ofrecían tesoros de tan variado pelaje y de colores tan singulares que mi corazón se estremecía de placer. ¡Perlas baratas en cualquier caso, de acuerdo! De esas por las que no pagaría ni un cuarto de penique uno de esos joyeros dedicados a engarzar grandes diamantes para vendérselos a carniceros prósperos, pero sobre las que en una playa se inclinaría un niño. Un niño y un viejo tonto como yo. Y poetas chalados como usted, porque es lo que somos usted y yo: ¡niños y locos! Para nosotros estas escorias sí tienen valor y no queremos que desaparezcan. Pero desaparecen. Irremediablemente, una detrás de otra. Y qué manera de desaparecer: penosamente, miserablemente, siempre a través de largas torturas. Eso es lo que no puedo soportar. Una madre puede ver morir a sus hijos, a dos o tres. Se sienta ahí con las manos en su regazo, sin poder hacer nada por ellos. Pero todo eso pasa, y llega el día en que se libra de su dolor y empieza a sentirse bien otra vez. Yo en cambio... que soy el padre de la Légion, he visto morir a
miles de muchachos, cada mes, casi cada semana morían y
desaparecían. Y no podía hacer nada para ayudarlos, nada en absoluto. Ahora podrá entender por qué ya no me dedico a recoger escoria; no puedo soportar ver cómo mueren mis muchachos. "¡Y qué formas de morir, Dios mío! En aquellos días los franceses todavía no se habían adentrado en el país tan profundamente como hoy. El puesto de avanzada más lejano estaba apenas a tres millas navegando río arriba, y había varios en los alrededores de Edgardhafen. La disentería y el tifus eran algo muy usual en aquellos campos húmedos,
mano a mano con la anemia tropical que desarrollaban los soldados en todas partes. Ya conoce esta peculiar enfermedad; ya sabe lo rápido que mata. Llega sin avisar, como un ataque de debilidad con fiebre que apenas provoca que el pulso marche más rápido, día y noche. El paciente se niega a comer; se vuelve caprichoso, como si fuera una damisela. Lo único que pide es que lo dejen dormir, dormir todo el tiempo... hasta que llega el fin, poco a poco; el fin que él recibe con los brazos abiertos porque le permitirá dormir sin que lo molesten. Los que morían de anemia eran los afortunados, esos y aquellos otros que caían en la batalla. Sabe Dios que no tiene gracia morir por una flecha envenenada, pero al fin y al cabo es rápido, todo ocurre en unas pocas horas. Pero qué pocos eran los que morían de esta manera... apenas uno entre mil. Y por cada uno de estos afortunados el resto debía pagar un horrible precio, todos esos que caían vivos en manos de los demonios amarillos. Karl Mattis por ejemplo, que había desertado de Deutz-Cuirassiers, cabo en la primera compañía, un cocinero joven, que no se hubiera echado atrás ante ningún peligro. Cuando el fuerte de Gambetta fue atacado por una fuerza mil veces superior en número, él y algunos otros decidieron deslizarse entre el enemigo e informar en Edgardhafen del asalto. Durante la noche los atacaron, uno de ellos resultó muerto, a Mattis le dispararon en una pierna. Le dijo a su camarada que se fuera y estuvo cubriéndolo durante dos horas ante el empuje de los Banderas Negras. Al final lo capturaron, le ataron de manos y pies y lo sujetaron al tronco de un árbol, sobre un tramo del río poco profundo. Estuvo así tres días hasta que los cocodrilos lo devoraron, lentamente, poco a poco, y los cocodrilos mostraban más piedad que sus colegas de país los amarillos de dos piernas. Medio año más tarde capturaron a Hendrik Oldenkott, de Maastrich, un gigante que medía siete pies y cuya descomunal fuerza había sido su ruina; en un estado de gran intoxicación había matado a su propio hermano con sus propias manos. La Légion lo salvó de la cárcel, pero no de los jueces que lo esperaban aquí. Fue hallado un día ahí abajo, en el jardín, todavía vivo. Le habían abierto la barriga, llenándole la cavidad abdominal con ratas y cosiéndosela minuciosamente otra vez. Al teniente Heudelimont y a dos soldados les sacaron los ojos con agujas al rojo vivo; los encontraron vagando por la selva medio muertos de hambre. Arrancaron a golpes los pies del Sargento Jakob Bieberich y le hicieron bailar la Mazeppa sobre un cocodrilo muerto. Lo encontramos a
un lado del río cerca de Edgardhafen; estuvo agonizando en el hospital durante tres semanas antes de morir. "¿Le basta con esta lista? Podría continuar, hilvanando nombre tras nombre. Llegado a un punto uno deja de llorar. Pero las lágrimas que derramé por cada uno de ellos darían para llenar un barril, el más grande que pueda encontrar en mi bodega. Y la historia que contiene esta caja de fichas es sólo la gota que hizo que el barril se desbordara" El viejo cogió la caja y la abrió. Sus uñas buscaron entre las fichas, separó una y me la dio. "Ahí tiene; este es el héroe de la historia" La ficha de madreperla era redonda y mostraba la imagen de un légionnaire de uniforme. Su rostro tenía una gran semejanza con el del Cristo de la tapa; en el reverso leí la misma inscripción que había sobre la cabeza del crucificado: K.V.K.S.II.C.L.E. Aventuré: K. von K., soldado, segunda clase, Légion Etrangère. "¡Correcto!", dijo el viejo. "Ese es él: Karl von K...". Se detuvo. "No, el nombre es lo de menos. Lo encontrará fácilmente en cualquier registro naval, si le interesa. Era un cadete antes de que viniera aquí. Tuvo que dejar el servicio y abandonar su país al mismo tiempo; creo recordar que fue por culpa de ese estúpido párrafo 218 de nuestro anterior código penal*. No se ha redactado otro tan idiota y que sirviera mejor a la Légion que ese.
"Dios, era un placer mirarlo, a este cadete. Caía bien a todo el mundo, a sus camaradas y a los oficiales por igual. Un muchacho desesperado consciente de que había echado a perder todas las oportunidades de su vida, dedicado ahora a llevarlo todo al límite. En Argelia defendió un fuerte él solo; cuando todos los oficiales se dieron el piro, él asumió el mando de diez légionnaires y de unos pocos goumiers y defendió el agujero hasta que llegaron los refuerzos unas semanas más tarde. Fue cuando lo ascendieron por primera vez; lo ascenderían dos veces más, y otras tantas fue degradado. Así funciona en la Légion; un día eres sargento y al siguiente soldado raso. Lo importante es que estés ahí,
disponible para ser enviado a campo abierto; pero en la atmósfera de los pueblos esta ilimitada libertad sólo acaba siendo fuente de problemas; en el momento menos pensado se meten en el lío más feo que pueda imagnar. Fue este cadete quien saltó al agua tras el General Barry en el Mar Rojo, cuando este resbaló de una pasarela. Le ayudó a salir sin hacer caso a los tiburones y mientras sus compañeros se partían de risa.
"¿Sus defectos? Bueno, bebía como un cosaco. Como todos los légionnaires. Y como ellos también, se lanzaba de cabeza detrás de cualquier falda, siempre pedir permiso primero. También trataba a los nativos un poco peor de lo que hubiese sido absolutamente necesario. Al margen de eso era un tipo magnífico, para quien ninguna apuesta era demasiado alta. Era listo; en pocos meses conocía mejor la jerga de los amarillos que yo en todos los años que llevo viviendo aquí en mi bungalow. Sus colegas pensaban que yo estaba chiflado por él. Vale, vale, no era tan grave como eso; pero sí que le tenía mucho aprecio, y él también me apreciaba incluso más que el resto. Permaneció un año en Edgardhafen; casi se bebe mi bodega. Nunca decía a la cuarta ronda: "No gracias, es suficiente", como sí dice usted. ¡Vamos, beba! ¡Bana, llena las copas! "Luego se fue a Fort Valmy, que en esa época era la estación más distante. Para llegar allí hay que navegar en junco cuatro días río arriba a través de los interminables meandros del Río Rojo. Pero en realidad está mucho más cerca en línea recta; con mi yegua puedo llegar en dieciocho horas. En aquellos días él ya venía aquí muy ocasionalmente; pero aun así lo veía a veces, cuando yo iba a Fort Valmy a visitar a otro amigo mío. Hong-Dok, el que hizo esta caja. ¿Sonríe usted? ¿Hong-Dok, amigo mío? Pues lo era. Lo crea o no. Por extraño que le parezca ahí fuera vive gente a la que puede considerar su igual. Pocos, debo admitirlo. Pero él era uno de ellos, Hong-Dok. Y quizá era algo más que un igual para mí. Fort Valmy, sí...tenemos que ir usted y yo allí, uno de estos días; ahora es el acuartelamiento de los Marines y ya no hay légionnaires. Es un pueblo increíblemente sucio y viejo; la antigua fortaleza francesa se levanta sobre él en lo alto, construida en una colina cerca del río. Calles estrechas y llenas de barro, casas miserables. Pero eso es actualmente. Hace muchos siglos tuvo que ser una ciudad grande y hermosa, hasta que llegaron del Norte los Heiqijun, esos malditos Banderas Negras que todavía hoy nos dan problemas. Las montañas de desechos alrededor del pueblo son seis veces más grandes que el mismo pueblo; todo el que quiera construir algo allí encontrará material de sobras para hacerlo. Y justo entre esas lamentables ruinas todavía se alza una vieja casa pegada al río, podría llamarse un palacio en su día. El hogar de Hong-Dok. Lleva allí desde tiempos inmemoriales. Los Heiqijun la respetaron, por alguna clase de temor supersticioso. "Los que dirigieron una vez este país vivían en esa casa: los ancestros de Hong-Dok. Un centenar de antepasados, doscientos, incluso trescientos centenares que le precedieron a
él. Más que todas las dinastías europeas juntas. Y Hong-Dok las recordaba todas. Conocía sus nombres, conocía lo que habían hecho. Habían sido príncipes y emperadores, pero Hong-Dok trabajaba la madera como su padre, como su abuelo y su bisabuelo. Porque los Banderas Negras habían respetado la casa pero poco más. Las nuevas leyes que trajeron consigo los redujeron a la pobreza al igual que al resto de habitantes del país. Así fue como la vieja casa de piedra se fue desmoronando poco a poco entre los arbustos de rojos hibiscos en flor. Entonces aparecieron ellos, los franceses, trayendo un nuevo glamour y algunas esperanzas. Porque el padre de HongDok no había olvidado la historia de su país y sabía lo que tenía que hacer a cada momento. Cuando los europeos tomaron posesión de su tierra, fue el primero en el Río Rojo que los recibió con los brazos abiertos. Prestó grandes y valiosos servicios a los franceses, y en gratitud, ellos le entregaron tierras y ganado y un pequeño estipendio, convirtiéndolo en algo parecido a un prefecto civil en la zona. Esa fue la última pizca de buena suerte de que disfrutaría esa insigne dinastía. Hoy día la casa es un montón de escombros que no se distingue en nada de sus alrededores. Los légionnaires la demolieron; no dejaron piedra sobre piedra; se ensañaron con ella en venganza por la muerte del cadete, porque su asesino se les escapó de las manos. Hong-Dok, mi viejo amigo. Aquí tiene usted su retrato" El viejo me dio otra ficha. Por una cara mostraba el nombre de Hong-Dok escrito en letras romanas; por la otra, la imagen de un noble de rasgos nativos vestido de la forma típica del lugar; pero el autor la había trabajado pobremente y sin esmerarse en los detalles, muy lejos de lo que había obtenido en las otras fichas. Edgar Widerhold leyó mis pensamientos. "Sí, tiene razón", dijo; "no es buena, esta ficha. Es la única entre todas de la que se puede decir eso. Resulta curioso, es como si a Hong-Dok no le hubiese interesado nada llamar la atención sobre su propia persona. ¡Pero observe esta pequeña gema!" Con la uña de su dedo índice me acercó otra ficha: el retrato de una mujer joven de una belleza tal que no hubiera suscitado ninguna objeción incluso dentro de los cánones europeos. Aparecía junto a un hibisco en flor con un pequeño abanico en su mano izquierda. Era una obra maestra de insuperable perfección. En el reverso, otro nombre: Ot-Chen.
"El tercer personaje en la tragedia de Fort Valmy", continuó el viejo. "En estas otras puede echar un vistazo a los actores secundarios". Empujó hacia mí unas cuantas docenas de fichas; mostraban grandes cocodrilos en toda clase de posiciones; algunos nadando en río, otros durmiendo en la orilla, unos pocos con la boca abierta enseñando los dientes, otros moviendo sus colas o levantándose sobre sus patas. Algunos resultaban bastante convencionales en su ejecución pero la mayoría de las fichas revelaban una extraordinaria capacidad de observación de los hábitos de estos animales. Deslizó hacia mí otra pila de fichas con sus amarillentas garras de anciano. "El escenario", dijo. Una ficha mostraba una gran construcción de piedra, sin duda la casa del artista; en otra había representaciones de diversas estancias y viñetas de un jardín. Estas últimas dejaban ver el panorama del Sông Lô y del Río Rojo. Una de ellas los mostraba desde la perspectiva del mirador de Widerhold. Cada una de estas maravillosas fichas suscitaba en mí una ilimitada admiración; realmente me sentía tentado a ponerme de parte del artista, y en contra del cadete. Estiré mi mano pidiendo más. "¡No!", dijo el viejo, "¡tiene que esperar! verá cada una en su orden correcto, una detrás de otra. Como ya le he dicho, Hong-Dok era amigo mío tal como lo fue su padre antes que él. A lo largo de los años ambos habían trabajado para mí. Yo era prácticamente su único cliente. Cuando se hicieron ricos, siguieron cultivando su arte, sólo que ya no cobraron ninguna clase de honorarios por ello. El padre de Hong-Dok llegó al punto de tratar de devolverme hasta el último penique que yo le había pagado, y tuve que aceptar porque no deseaba ofenderlo. Todo lo que usted con tanta admiración suele contemplar en mis armarios me salió gratis. "El cadete entabló amistad con Hong-Dok gracias a mí, naturalmente; fui yo quien lo llevé allí por primera vez. Ya sé lo que va a decir: el cadete se lanzaba detrás de cualquier falda y Ot-Chen era una presa de lo más deseable. ¿A que sí? y yo, por supuesto, debí imaginar que Hong-Dok no iba a quedarse allí cruzado de brazos mirándolos, ¿verdad? Pues se equivoca. No era así. No había nada que yo pudiera prever o temer. Usted quizá sí se lo hubiera imaginado, pero no yo, que conocía a HongDok muy bien. Cuando pasó todo y Hong-Dok me contó la historia aquí en esta misma terraza donde estamos sentados -oh, y lo hizo con mucha más calma y serenidad de la que yo puedo mostrarle a usted ahora- yo no le dí crédito, simplemente no creí lo que me estaba diciendo. Hasta que vi la prueba misma flotando en el río y dirigiéndose hacia
mí. Entonces tuve que creerlo. Desde entonces he pensado mucho en ello y creo haber adivinado algunas curiosas razones por las que Hong-Dok obró como obró. No todas, claro, pero dígame quién es capaz de leer en un cerebro marcado por la impronta de cientos de generaciones y saturado por las sensaciones del poder, por el sentido estético de la realidad, por la penetrante sabiduría que da el opio. "No, créame, yo no podía adivinarlo. Si alguien me hubiese preguntado entonces, '¿qué cree usted que hará Hong-Dok, si el cadete seduce a Ot-Chen o a cualquiera de sus otras nueve esposas?', yo hubiera respondido sin dudar: "¡Oh, ni siquiera levantará la vista de lo que esté haciendo en ese momento! O incluso, de cogerlo de buen humor, quizá reaccione regalándole algún presente de Ot-Chen al cadete'. Así debería haber actuado el Hong-Dok que yo conocía, así y no de otro modo. A Ho-Nam, otra de sus esposas, la sorprendió una vez con cierto intérprete chino; decidió que cualquier clase de recriminación iría contra su propia dignidad y no les dijo ni una palabra. En otra ocasión fue la propia Ot-Chen quien lo engañó. Espero que entienda con esto que no existía en él ninguna preferencia particular por esta muchacha. Resultó que los ojos almendrados de uno de los hindúes que me acompañaban fascinaron a la pequeña Ot-Chen, y aunque eran demasiado tímidos para dirigirse la palabra el uno al otro, Hong-Dok los sorprendió arrumados en su jardín; pero nunca levantó su mano contra su esposa, ni me permitió en modo alguno castigar al muchacho. Actuó como si un perro cualquiera le hubiese ladrado en la calle; girando apenas la cabeza. Para mí, pues, no existía la más remota posibilidad de que un hombre de filosofía tan inquebrantablemente flemática como Hong-Dok perdiese la cabeza de pronto y actuase de forma temperamental. Y lo cierto es que, aparte de eso, las investigaciones rigurosas que llevamos a cabo tras su huida demostraron que Hong-Dok actuó de forma cuidadosa y deliberada, ejecutando al milímetro cada detalle de su plan. Así, parece que el cadete se convirtió durante tres meses en una visita constante en la casa de piedra, y durante todo este tiempo mantuvo relaciones con Ot-Chen, relaciones sobre las que Hong-Dok fue informado por uno de sus sirvientes unas semanas después de que empezaran a tener lugar. A pesar de ello, los dejó continuar tranquilamente, empleando todo este tiempo para que madurase su cruel venganza que, estoy seguro ahora, debió decidir desde el primer momento. La pregunta es, ¿por qué se tomó como el más amargo insulto lo que hizo el cadete, cuando la misma acción cometida por mi muchacho hindú apenas le hizo fruncir el ceño? Puedo equivocarme, pero creo que tras mucho pensar en ello he podido seguir el
tortuoso hilo de sus pensamientos. Mire, Hong-Dok era un rey. Nosotros nos reímos al leer en nuestras monedas las iniciales D.G. y la mayoría de los príncipes europeos no se toman menos a broma lo de "por la gracia de Dios". Pero imagine a un monarca que sí lo cree, un monarca firmemente convencido de que lo es por designio expreso de la providencia. Sé que la comparación puede no ser del todo adecuada, pero hay una semejanza. Hong-Dok claro está que no creía en dios alguno; sólo creía en los preceptos del Gran Filósofo; pero que él y su familia pertenecían a una casta superior, al margen del resto, de eso no le cabía duda. Durante siglos inmemoriales sus ancestros habían sido gobernadores, monarcas con un poder casi ilimitado. Cualquiera de nuestros príncipes, a poco que no sea idiota, sabe perfectamente que existen en su país personas mucho más listas y mejor educadas que él. Hong-Dok y todos sus ancestros estaban convencidos justo de lo contrario; de las grandes masas de su gente los separó siempre un abismo gigantesco. Sólo ellos mandaban; el resto obedecía como esclavos. Sólo ellos tenían sabiduría y conocimiento; el contacto con sus semejantes se producía sólo en raras ocasiones cuando llegaban por mar los embajadores de los reinos vecinos, o de Siam, al Sur, o los mandarines chinos, a través de las montañas del salvaje Meos. Podríamos decir que los ancestros de Hong-Dok eran dioses que vivían entre los hombres. O tal vez hombres que vivían entre animales inmundos: lo experimentaban como formas de vida distintas. ¿Ve usted ahora la diferencia? Nos ladra un perro en la calle: apenas giramos la cabeza. "Entonces llegó la invasión de los bárbaros del norte, los Heiqijun. Tomaron el país y destruyeron el pueblo, y también otros pueblos de otras regiones próximas. Sólo respetaron el palacio de estos monarcas; ni a ellos ni a sus sirvientes les tocaron un pelo. Donde antes hubo paz, ahora reinaba el saqueo y el asesinato, pero el caos no alcanzó al Palacio del Río Rojo. Y los ancestros de Hong-Dok despreciaron a estas hordas salvajes del mismo modo que habían despreciado a su propia gente; el abismo que los separaba de todos ellos seguía allí, protegiéndolos. Animales eran, exactamente como los otros; ellos en cambio eran hombres, hombres que conocían y seguían los preceptos del Filósofo. "Entonces apareció un relámpago entre la neblina del río. Desde las regiones más distantes llegaron los extraños hombres blancos, y el padre que Hong-Dok vio con júbilo que estos eran hombres. Por supuesto, no olvidaba la diferencia entre él y ellos, pero esta diferencia era infinitamente pequeña comparada con la que los separaba de las
gentes de su país. Y al igual que otros nobles de Tonkin, sintió que pertenecían a la misma clase. De aquí su pronta asistencia y su disposición a servirles desde el primer momento, ayudándoles a distinguir entre los pacíficos nativos y las belicosas hordas del norte. Cuando fue nombrado prefecto civil de su país su gente lo consideró normal. Era el lógico soberano. A él le debían haber sido liberados del yugo de los Heiqijun; los franceses habían sido sólo sus instrumentos, guerreros de un país extranjero que habían acudido a su llamada. Así fue como recuperaron el gobierno sobre su gente, con todo el ilimitado poder de sus ancestros, de quienes todavía se hablaba en narraciones y leyendas medio olvidadas. Hong-Dok creció así. Un hijo de Príncipe destinado a serlo él mismo. Al igual que su padre, juzgaba a los europeos como hombres, no como estúpidos animales. Pero con su fortuna y su gloria reconstruidas otra vez tuvo tiempo para examinar más de cerca a estos extranjeros, meditando sobre las diferencias existentes entre él y ellos. Estaba en contacto constante con la Légion y al igual que yo aprendió a distinguir entre el soldado raso que era un auténtico caballero y el oficial que era, en el fondo, un siervo, sin dejarse confundir por los galones. Aquí en el Este, no en vano, se tiene más en cuenta la educación de un hombre que su origen. Sabía que estos guerreros destacaban sobre su propia gente; no sobre él, claro está. Pero si su padre los había considerado sus iguales, Hong-Dok no pensaba lo mismo. Cuanto más los conocía más persuadido estaba de que pertenecían a una clase inferior. Eran dignos y maravillosos, sí, magníficos guerreros. Cada uno de ellos valía lo que cien Banderas Negras, pero ¿los hacía eso tan notables en realidad? Hong-Dok despreciaba a la soldadesca tanto como a cualquier otra profesión. Estos légionnaires no eran analfabetos, sabían leer —incluso conocían el lenguaje de Hong-Dok—, pero apenas uno entre mil sabía algo de los preceptos del Filósofo. Lo cual no era algo que les hubiera exigido de hallar en ellos indicios de otra sabiduría igualmente profunda. Observó, y no vio nada. Estos hombres blancos ignoraban tanto del origen último de todas las cosas como el más bajo de sus adictos al opio. Lo que más lo decepcionó fue la actitud que mostraban ante su propia religión. No la religión en sí, entiéndalo. El credo cristiano era tan bueno como cualquier otro. Ahora bien: nuestros légionnaires son cualquier cosa menos individuos religiosos. No hay clérigo en el mundo que le hubiese permitido participar de sus sacramentos. Y aun así, en momentos de gran peligro, cuando yacían mutilados, algunos se ponían a rezar. HongDok se dio cuenta de ello. Observó que esta gente realmente creía que en una situación
desesperada el cielo podía asistirlos. Continuó con sus investigaciones. ¿Le he dicho ya que Hong-Dok hablaba francés mejor que yo mismo? Entabló amistad con el amable capellán de Fort Valmy. Lo que fue descubriendo corroboró todavía más el sentido de su propia superioridad. Recuerdo perfectamente cuando me habló de estos asuntos una tarde en su saloncito de fumar, su sonrisa al hacerme notar que ahora por fin lo sabía todo acerca del culto de los cristianos, y que incluso nuestro capellán era un ignorante de sus propios símbolos. "Lo peor de todo es que tenía razón; no pude discutírselo. Nosotros los europeos somos creyentes o no lo somos. En Europa hay cristianos que guardan la fe de sus padres con auténtica devoción y hacen de ella un relicario sagrado de profundos símbolos, pero aquí en Tonkin ya puede usted intentar encontrar uno, que ni aun con el farol de Diógenes hallará algo semejante. Para los sabios orientales es sin embargo natural, algo con lo que nacen y que es considerado parte esencial en un hombre de auténtica educación. Hong-Dok descubrió la total ausencia de todo ello en sus amigos extranjeros. Ni siquiera pudo intercambiar con el capellán los pensamientos más elementales, y gran parte de su antigua admiración y estima desaparecieron. Los europeos le eran superiores en muchas cosas —cosas a fin de cuentas, a las que él otorgaba escaso valor. En otras, los juzgaba sus iguales. Pero en lo más importante, en el más profundo reconocimiento del secreto de la vida, estaban a años luz de él. Por debajo de él. Con el transcurso de los años este descontento fue engendrando un odio que no dejó nunca de crecer, en proporción al reconocimiento de que los extranjeros eran los verdaderos dueños de su país, amasando más poder en sus manos a cada día que pasaba. Ya ni siquiera parecían necesitar de las actividades mediadoras que había ejercido su padre hacía años y más adelante él mismo; al fin y al cabo, un espejismo de auténtico poder; decidió que su padre se había equivocado con ellos, y que la gran casa de piedra al lado del río ya no significaba nada. A pesar de todo, personalmente no creo que la amargura se apoderase de la mente de este filósofo, acostumbrado como estaba a tomar las cosas como venían. Al contrario, es posible que la conciencia de su propia superioridad fuese entonces para él su mayor fuente de satisfacción. La relación con los europeos que Hong-Dok desarrolló en el curso de esos años fue muy simple; se retiró dentro de sí mismo cuanto pudo, y en apariencia siguió tratándolos con tanta sinceridad como si fueran sus iguales. Pero cerró a todos las puertas y ventanas de la casa situada tras su anguloso cráneo amarillo. Si de vez en cuando me la abría a mí era debido a una
amistad que se remontaba prácticamente a sus primeros días en este mundo, y que pervivía en parte debido a mi vivo interés por su arte. "Así era Hong-Dok. Ni por un momento se alteró cuando algunas de sus esposas tomaron como amantes a mis muchachos o al intérprete chino. Si estos incidentes tan baladíes hubiesen tenido alguna consecuencia, Hong-Dok sencillamente habría ahogado a los bebés como a cachorros de perro; sin especial odio, sólo porque no habían sido deseados. Y si el cadete cuando le echó el ojo a Ot-Chen se la hubiese pedido a HongDok, como quien pide un regalo, este se la hubiera entregado al instante. "Pero el cadete entró en su casa disimulando y fingiéndose un caballero. Y se la robó, igual que si un ladronzuelo hubiera robado algo de su cocina. Hong-Dok había notado desde el primer momento que el légionnaire estaba hecho de una pasta más fina que la mayor parte de sus camaradas; yo me di cuenta, porque con él siempre se abría un poco más que con los demás. Y durante la relación que entre los dos se estableció después — todo esto son suposiciones por mi parte—, el cadete probablemente trató a Hong-Dok como hubiera tratado en Alemania a un distinguido noble al que debiese el mayor respeto y la mayor admiración. Desplegó todos sus encantos, su brillante diplomacia, y estoy seguro de que tuvo éxito en fascinar a Hong-Dok tanto como había tenido en fascinarme a mí o a cualquiera de sus superiores; simplemente, no podías dejar de querer a este muchacho tan listo, tan espontáneo, tan atractivo. Eso es lo que Hong-Dok se dignó a hacer: bajó de su elevado trono. Él, el monarca, el artista, el gran discípulo de Confucio. Se rebajó a brindar su amistad a un légionnaire; ciertamente más de lo que había hecho con cualquier otro antes. Luego uno de sus sirvientes le informó de lo que estaba pasando. Desde su ventana pudo ver con sus propios ojos al cadete haciéndole el amor a Ot-Chen en su jardín. De modo que esa era la razón por la que venía a su casa. No por él, sino por ella. ¡Una mujer! ¡Un simple animal! Hong-Dok se sintió engañado y lleno de vergüenza. ¡Pero no como un típico marido europeo! Este extranjero había fingido quererlo, y él lo había retribuido con su sincera amistad. Esa era la auténtica cuestión. Que a él, en su orgullosa sabiduría, lo había engañado un soldado de baja estofa que en secreto, como un ladrón, sólo tenía en mente robarle a su esposa. Que hubiese malgastado su amor en alguien tan miserable, tan indigno. Ya ve. Eso y no otra es lo que este demonio amarillo lleno de orgullo no podía tolerar.
Una tarde vino al bungalow con sus sirvientes. Descendió del palanquín y se aproximó sonriendo a la balaustrada. Traía presentes para mí, como solía hacer: pequeños abanicos delicadamente tallados en marfil. Conmigo había algunos oficiales en ese momento. Hong-Dok los saludó a todos con la mayor de las cortesías y se sentó con nosotros, sin tomar parte en la conversación; apenas dijo tres palabras hasta que al cabo de una hora se marcharon todos. Esperó hasta que el sonido de sus caballos se perdió a lo largo de la vera del río. Entonces empezó a hablar, con mucha calma, muy suavemente, como si me trajera la mejor de las noticias posibles: 'He venido a contarle algo; he crucificado al cadete y a Ot-Chen' "Aunque Hong-Dok no era de los que gastaban muchas bromas, no pude tomarme un comentario tan chocante de otro modo; tenía que esconder algo divertido detrás. Y me gustó tanto el tono en que lo dijo —tan parco, tan a la ligera— que le seguí la broma sin vacilar, respondiéndole en el mismo tono: '¿Ah, si? ¿Sólo?' "'También he hecho que les cosieran los labios', añadió. "Esta vez me eché a reír. '¡No puedo creerlo! ¿Y por qué les ha concedido ese gran honor?' "Hong-Dok respondió tranquilo y sereno, pero sin que la comisura de sus labios dejaran de sonreír: '¿Por qué? Los pillé con las manos en la masa' "Esta expresión pareció gustarle tanto que la repitió. Sin duda la había oído o leído en algún sitio, pareciéndole muy cómico que los europeos hiciéramos hincapié en un detalle tan absurdo como sorprender a un sinvergüenza in fraganti; como si descubrirlo justo entonces, o antes, o después revistiese una especial importancia. Lo dijo con acento de fingida importancia, exagerando el tono, lo que delataba mejor que ninguna otra cosa su profundo disgusto. "'¿Estoy equivocado, o en Europa se considera que el marido engañado tiene perfecto derecho a limpiar su honor castigando al ladrón?' La desdeñosa seguridad de sus palabras me cortó y no supe qué responderle. Él continuó con la misma sonrisa, como recapitulando lo que a todas luces era algo obvio: 'Así pues, les he castigado a ambos. Y ya que él es cristiano, medité sobre la manera más correcta de matar a un cristiano; decidí que crucificarlo le iba muy bien al joven. ¿No está de acuerdo conmigo?'
Esta curiosa manera de bromear por su parte no me preocupó lo más mínimo. Ni por un momento pensé que pudiese estar hablando en serio; pero empecé a sentirme incómodo y deseé que acabase de una vez con su historia. Por supuesto le creí cuando me dijo que el cadete estaba liado con Ot-Chen, y se me ocurrió que lo que Hong-Dok estaba haciendo era burlarse de nuestras costumbres europeas y de nuestra concepción del honor marital, reduciéndolo todo ad absurdum . Así que le dije: '¡Ciertamente! ¡Tiene usted toda la razón! estoy seguro de que el cadete ha sabido apreciar su cortesía' "Pero Hong-Dok negó con la cabeza, casi con tristeza: 'Me temo que no. Al menos, no me ha dicho una palabra al respecto. Se ha limitado a echarse a llorar' "¿Se ha echado a llorar?” "'Así es', dijo Hong-Dok, con pesar. 'No ha parado de llorar todo el tiempo. Mucho más que Ot-Chen. Le pedía ayuda a su dios, y entretanto lloraba. Más que un perro apaleado hasta la muerte, a decir verdad. Ha sido muy desagradable. ¡Y esa es la razón por la que he tenido que coserle la boca!' "Yo ya había tenido suficiente con sus bromas. Quería que parara de una vez. Le interrumpí: '¿Es eso todo lo que quería decirme?' "'Sí, eso es todo. Los he sorprendido juntos, he hecho que los ataran y me los trajeran desnudos, les he cosido los labios y los he crucificado. Luego los he tirado al río a los dos' "Me alegré de que pusiera fin a su historia. 'Muy bien, ¿y qué?'. Yo todavía esperaba que me explicase de qué iba la cosa. "Hong-Dok me miró con los ojos muy abiertos, como si no entendiese qué más esperaba yo. 'Bueno, ¡sólo ha sido la venganza de un pobre marido burlado!' "Sí, sí, ya le he entendido, ahora dígame, ¿qué quiere decir? ¿Cuál es la gracia?' "'¿La gracia?'. Me mostró una gran sonrisa, como si de pronto la palabra le hubiese hecho recordar algo. '¡Oh, sí! Sólo tiene que esperar un poco'. Se reclinó en su silla y calló. Yo no sentía el menor deseo de que continuase con su perorata y seguí su ejemplo; que terminase con su morbosa historia cuando le diese la gana. "Permanecimos allí sentados durante una media hora, sin cruzar palabra. Dentro de la casa, en una de las habitaciones, un reloj dio las seis. 'En unos minutos deberían llegar',
dijo Hong-Dok muy tranquilo. Se volvió hacia mí: '¿Sería tan amable de pedir a su muchacho que le trajese su telescopio?' Llamé a Bana; me trajo un par de telescopios. Pero antes de que les entregasen uno, se levantó y se inclinó sobre la balaustrada, señalando en dirección al río. Gritó con satisfacción: '¡Mire, mire! ¡Ahí llega la gracia!' "Cogí el telescopio y miré a través de ellos con ansiedad. En el río, en lo más alto del río, distinguí una manchita flotando en medio de la corriente. Se acercaba. Vi que era una pequeña balsa. Y en la balsa dos personas, dos personas desnudas. Corrí a un extremo de la baranda tratando de ver mejor. Había una mujer tumbada boca arriba, con las largas trenzas negras flotando en el agua; reconocí a Ot-Chen. Y encima de ella, un hombre. No podía verle la cara pero su pelo, ese pelo rojizo... ¡Ah, el cadete! ¡El cadete! Le habían clavado las manos a un tablero una sobra otra, también los pies. Por la madera corrían oscuros y delgados chorros de sangre. En ese momento vi cómo levantaba la cabeza, moviéndola con desesperación. Me di cuenta de que estaba haciéndome señas. ¡Todavía estaban vivos! "Dejé caer el telescopio; creo que perdí la conciencia por unos segundos. Sólo por unos segundos. Enseguida llamé a gritos a mis sirvientes, como un hombre que se ha vuelto loco. '¡Todo el mundo a los botes!". Corrí a lo largo de la baranda. Vi a Hong-Dok apoyado en ella, sonriendo dulcemente, amigablemente. Igual que si me estuviese preguntando: 'Bueno, ¿no cree ahora que tiene gracia la cosa?' "Sabe usted, a veces la gente se burla de mis uñas. Pero en ese instante, le doy mi palabra, supe exactamente para qué servían. Agarré al canalla por el cuello y comencé a estrangularlo. Pude sentir cómo mis uñas se hundían en la carne de su maldito pescuezo... "Lo solté. Cayó al suelo como un saco. Yo me lancé como un poseído escaleras abajo, con mis sirvientes detrás. Fui el primero en alcanzar uno de los botes. Pero cuando uno de mis muchachos saltó dentro se hundió en el agua hasta la cintura; habían abierto un gran agujero en el centro. Probamos con un segundo, con un tercero. No encontramos ni uno que no estuviese lleno de agua hasta el trancanil; habían agujereado todos los maderos. Ordené a los sirvientes que prepararan el gran junco; nos metimos en él sin orden ni concierto. Pero, al igual que el resto de los botes, vimos que la quilla estaba
perforada. Nos hundimos profundamente en el agua. Imposible creer que pudiese avanzar con él más de una yarda desde el amarre. "'¡Los sirvientes de Hong-Dok!', gritó uno de mis hindúes. '¡Han sido ellos! ¡Antes los he visto rondando por aquí!' "Saltamos a la orilla. Di órdenes de sacar uno de los botes, achicar el agua y afianzar con una tabla la quilla. Los muchachos volvieron a saltar al agua, entre todos agarraron una barcaza y comenzaron empujarla y arrastrarla a tierra, casi abrumados por el peso de la embarcación. Yo seguía gritándoles, observando entretanto el curso del río. "Vi pasar la balsa ante mí, ¡ay! apenas a cincuenta yardas de la orilla. Estiré los brazos como si pudiese agarrarla con las manos... "¿Qué dice usted? ¿Echarme al agua y nadar hasta alcanzarla? Sí, claro... ¡puede que en el Rin o en el Elba! pero ¿en el Sông Lô? Recuerde que era junio, ¡junio! El río era un enjambre de cocodrilos, en particular cuando se ponía el sol. Los asquerosos se desplazaban y movían alrededor de la balsa, vi a uno de ellos alzándose sobre sus patas, golpeando con su cabeza los cuerpos crucificados. Podían oler a su presa y la seguían con impaciencia, río abajo... "El cadete levantó la cabeza en un gesto de desesperación. Le grité que ya íbamos, que ya íbamos... "Pero era como si el río estuviese de parte de Hong-Dok; agarró la barcaza con sus dedos de fango y no la dejó ir. Salté al agua con los muchachos y les ayudé a empujarla. Por mucho que nos esforzábamos apenas podíamos moverla, levantándola pulgada a pulgada. Y el sol ya se ponía y veíamos a la balsa perderse en el horizonte, cada vez más lejos de nosotros. "Mi capataz llegó con algunos caballos. Los atamos a la barcaza y azotamos a los animales. Por fin comenzó a moverse. Un esfuerzo más, otro, gritando y azotando. Colocamos la barca en la orilla. El agua salía de ella a borbotones; los sirvientes fijaron tablas en el fondo. Pero para entonces ya había caído la noche. "Cogí el timón. Seis hombres se pusieron a los remos. Otros tres achicaban el agua que seguía entrando por la quilla. A pesar de todos nuestros esfuerzos, subía y pronto nos llegó a las pantorrillas. Tuve que hacer que dos de los remeros se unieran a los que sacaban el agua, y luego otros dos. Avanzábamos con insoportable lentitud.
"Me ayudaba de grandes antorchas para tratar de distinguir algo. Pero no encontramos nada. Muchas veces creímos verlos, pero cuando nos aproximamos resultó ser sólo el tronco de un árbol a la deriva o un caimán. No encontramos nada. Buscamos durante horas y no encontramos nada. Volvimos a Edgardhafen y di la alarma. El comandante envió cinco barcos y dos grandes juncos. Buscaron en el río durante tres días pero no tuvieron más suerte que nosotros. Despachamos cables a todas las estaciones río abajo. Nada. Nadie volvió a verlo, pobre cadete. "¿Qué diría usted que pasó? Bueno, la balsa posiblemente fondeó en algún lugar de la orilla. O chocó contra el tronco de un árbol y se partió. De una manera u otra, los reptiles cayeron sobre su presa" El viejo apuró su vaso y lo alargó al muchacho que nos servia. Bebió rápidamente una vez más, de un solo trago. Se acarició la sucia barba gris con sus largas uñas. "Sí", continuó, "esa es la historia. Cuando volvimos al bungalow Hong-Dok había desaparecido, y con él todos sus sirvientes. Luego llegó la investigación. Ya le he hablado antes de ella. Nada especialmente nuevo salió a la luz. Hong Dok había huido. Y nunca volvimos a saber de él, hasta que un día me llegó esta caja de fichas; alguien la dejó aquí mientras yo estaba ausente. Mis muchachos me dijeron que fue un comerciante chino. Hice que investigaran pero fue en vano. Aquí tiene, cójala; puede mirar las fichas que no ha visto todavía" Empujó hacia mí las fichas de madreselva. "Esta muestra a Hong-Dok siendo traído aquí por sus sirvientes en el palanquín. Aquí puede vernos a él y a mí en el mirador; aquí está él, mientras yo lo agarro por el cuello. Hay bastantes fichas representando nuestros esfuerzos por sacar la barca del agua, y aquí hay otras describiendo nuestra búsqueda nocturna en el río. En una ficha están Ot-Chen y el cadete siendo crucificados, y en otra en el momento en que les cosen los labios. Este es Hong-Dok escapando; esto de aquí es mi mano, como una garra, y en el reverso el cuello de Hong-Dok lleno de cicatrices" El viejo encendió de nuevo su pipa. "¡Ahora llévese su maldita caja!", dijo. "Puede que las fichas le traigan buena suerte en el póquer. Hay suficiente sangre en ellas" Y esta es una historia real.
SALSA DE TOMATE (1905)
Chi va lontan dalla sua patria, vede Cose da quel, che gia credea, lontane; Che narrandole poi non se gli crede, E stimato bugiardo ne rimane: Che l' sciocco vulgo non gli vuoldar fede, Se non le vede a tocca chiare e plane: Per questo io so che l' inesperienza Fara al mio canto dar poca credenza. Poca o molta ch'io ciabbia, non bisogna Ch'io ponga mente al vulgo sciocco e ignoro — Ariosto, L'Orlando Furioso, Canto VII
La primera vez: en la corrida* hace cinco semanas, cuando el negro toro de Miura le abrió un tajo en el brazo al joven Quitino. Y de nuevo al domingo siguiente, y al otro... Allí estaba él en cada corrida. Yo solía sentarme delante para tomar algunas fotos; su asiento de abono estaba justo al lado del mío. Un hombre pequeño con un sombrero redondo y el hábito negro de un clérigo inglés. Pálido, afeitado sin tacha, con gafas de montura dorada. Y algo más: sin pestañas. Me fijé en él desde el primer día. En el instante en que el primer toro levantó al caballo sobre sus cuernos y lo derribó junto con el picador . El jamelgo se incorporó e intentó huir a medio galope, lleno de pánico, con el vientre abierto y las patas enredándose en sus propias tripas. En ese momento escuché un profundo gemido a mi lado –un gemido de placer. Permanecimos sentados juntos toda la tarde sin cruzar una palabra. El vistoso trabajo de los banderilleros le interesó muy poco. Pero cuando el espada hundió su acero en el cuello del toro y su empuñadura quedó allí, brillando como una cruz, entonces se agarró a la barrera y se inclinó lo que pudo. Y la garrocha con que castigaban al toro –eso era
lo que más apreciaba. Cuando de la boca del toro fluyó la sangre, en un chorro tan grueso como un brazo; o cuando el chulo liberó por fin al animal de sus miserias dándole la puntilla en medio del cerebro; o cuando el toro, fuera de sí, embestía los restos del caballo desplomado sobre la arena hundiendo sus cuernos en el cuerpo sin vida –entonces este hombre se reclinaba aplaudiendo con suavidad. Por fin, le dije: - Usted es un gran admirador de las corridas... ¿Un aficionado? Él asintió pero no dijo nada; no quería que interrumpieran su placer. Granada no es una ciudad demasiado grande así que no pasó mucho tiempo hasta que supe su nombre. Era el capellán de la pequeña colonia de ingleses; sus compatriotas lo llamaban "El Papa". Aparentemente no se le tenía en mucha consideración; nadie tenía relación social con él. Un miércoles fui a ver una pelea de gallos. Un pequeño anfiteatro, totalmente circular, rodeado de asientos. En el centro está la arena, al aire libre. Me asalta el hedor a chusma, gritando y escupiendo. Hay que tener valor para poner los pies aquí. Han llevado a dos gallos, que a mí me parecen gallinas porque les han cortado la cresta y las colas. Los están pesando. A continuación son sacados de sus jaulas y sin un momento de vacilación se lanzan el uno sobre el otro. El aire se llena de plumas: una y otra vez se atacan mutilándose con sus picos y los espolones de las patas, sin emitir ni un sonido. Sólo las bestias humanas a su alrededor gritan y dan voces, maldiciendo al cielo y apostando por uno u otro. Ah, al gallo amarillo ha alcanzado el ojo del gallo blanco, se lo arranca y, cuando el ojo cae al suelo, ¡lo engulle!. El cuello y la cabeza de las aves han perdido buena parte de las plumas, y parecen sierpes saliendo sus rollizos cuerpos. Ni siquiera durante un momento dejan de atacarse. Sus plumaje está rojo por la sangre. Apenas se parecen a lo que eran al principio, se han arrancado trozos de piel y carne. Ahora el gallo amarillo ha perdido los dos ojos. Salta y golpea ciegamente a su alrededor mientras el otro le lanza picotazos a la cabeza. Al final se desploma; sin resistencia, sin emitir un sonido, deja que el otro gallo termine su tarea. Y no lo hace inmediatamente: al gallo blanco le lleva cinco o seis minutos, exhausto él mismo por los centenares de picotazos y los cortes de los espolones. Entonces se sientan, mis prójimos, los seres humanos, todos ellos; riéndose de los cada
vez más débiles picotazos que todavía da el gallo vencedor, contándolos y animándolo a continuar. La batalla termina por fin tras los treinta minutos asignados. Un tipo, el dueño del gallo ganador, se levanta; profiriendo comentarios de burla remata con un palo al ave perdedora. Es un privilegio que tiene. Se disponen a lavar a los animales vertiendo sobre ellos chorros de agua para contar las heridas y poder así determinar quiénes han ganado y quiénes han perdido. En ese momento sentí que una mano me agarraba el hombro. "¿Cómo está usted?", me preguntó el Papa. Sus ojos acuosos y sin pestañas sonreían amistosamente desde detrás de sus grandes gafas. "Le gusta esto, ¿eh?", añadió. Por un segundo dudé que hablara en serio. Su pregunta me pareció tan absoluta, tan estúpidamente ofensiva que sólo pude mirarlo sin responder. Pero él malinterpretó mi silencio, tomándolo por un asentimiento; así de seguro estaba. "Sí", dijo con suavidad y muy lentamente. "Esto es verdadero placer" El movimiento del gentío nos separó; traían nuevos gallos a la arena. Unos pocos días después fui invitado por el Cónsul inglés a tomar el té en su casa. Intenté ser puntual y fui de hecho el primero en llegar. Cuando lo saludaba a él y a su anciana madre, me dijo: "Me alegra mucho que haya venido temprano, quería comentarle unas palabras en privado" "Estoy a su disposición", sonreí. El Cónsul acercó su mecedora y, con una extraña seriedad, comenzó: "No soy nadie para decirle a usted lo que debe hacer, mi querido amigo. Pero si su intención es permanecer aquí un tiempo y moverse en sociedad –y entre nosotros, la colonia inglesa, en particular– me gustaría darle un consejo de amigo" Comencé a sentir curiosidad por lo que iba a decirme. "Bueno, ¿cuál es ese consejo?" "Se le ha visto bastantes veces en compañía de nuestro clérigo...", dijo.
"¡Lo lamento!", le interrumpí. "Realmente lo conozco muy poco. Anteayer crucé unas palabras con él por primera vez" "¡Tanto mejor!", añadió el Cónsul. "Entonces le aconsejo que evite su compañía, al menos en público" "Gracias, Cónsul", dije. "¿Sería indiscreto por mi parte preguntarle la razón de todo esto?" "Por supuesto, le debo una explicación, aunque no estoy seguro de que vaya a satisfacerle. El Papa... ya sabe usted que lo llamamos así, ¿verdad?" Asentí. "Bien, entonces", continuó. "El Papa es tabú en sociedad. Va a las corridas de toros regularmente, lo que, en fin, podría tener un pase aquí. Pero tampoco se pierde una sola pelea de gallos, y esto es algo que hace imposible que los europeos nos relacionemos con él” "Pero Cónsul, si ustedes no aprueban esta conducta, ¿por qué le permiten seguir con su cargo?" "Bueno, es que ha sido ordenado", terció la anciana. El Cónsul asintió. "Y además, en veinte años no nos ha dado otro motivo de queja. La posición de clérigo en una comunidad tan pequeña como la nuestra es más o menos la peor pagada del continente. No resultaría fácil dar con un sustituto". "Luego ustedes están satisfechos con sus sermones, en cualquier caso", dije, volviéndome hacia la madre del Cónsul y tratando de reprimir una sonrisa. La vieja señora se irguió en el asiento. "Personalmente nunca permitiría que dijera una palabra por sí mismo. Cada domingo se atiene estrictamente a la colección de sermones del Deán Harley" La respuesta me frustró, de alguna manera, y no dije nada. "A propósito, no sería justo no mencionar aquí uno de los rasgos positivos de la personalidad del Papa. Es dueño de una considerable fortuna y la usa regularmente con propósitos caritativos, mientras él mismo, dejando sus pasiones aparte, lleva una vida extraordinariamente modesta, incluso pobre, podríamos decir".
"¡Bonita forma de caridad!", le interrumpió su madre. "¿A quiénes asiste? a toreadores heridos y a sus familias, incluso a víctimas de la salsa" "La... ¿qué?", pregunté. "Mi madre se refiere a la salsa de tomate" "¿Salsa de tomate?", repetí. "El Papa ayuda a la... ¿salsa de tomate?" El Cónsul dejó escapar una breve risa. Luego su rostro se puso serio. "¿Nunca ha oído hablar de la salsa? Es una vieja, una terrible costumbre que tienen aquí en Andalucía, todavía existe a pesar de las durísimas sanciones de las autoridades y la condena de la Iglesia. Desde que soy Cónsul aquí sabemos con seguridad que esa salsa ha tenido lugar al menos en dos ocasiones. Pero no contamos con pruebas firmes. Ni siquiera los golpes y castigos de las prisiones españolas han conseguido que los sospechosos digan una sola palabra al respecto. En consecuencia, sólo podría darle una idea vaga del asunto, una idea posiblemente falsa. Pregúntele al Papa, si tanto le interesa. Porque sabemos que el Papa –a pesar de que nadie ha podido probarlo– es un adepto a esa espantosa costumbre. Es esta sospecha en particular lo que nos mueve a alejarnos de él" Entraron otros invitados; nuestra conversación se interrumpió. Cuando fui a la corrida del siguiente domingo tomé unas fotos especialmente buenas para el Papa. Quería ofrecérselas como un regalo, pero él apenas las miró. "Perdóneme", dijo, "pero no me interesan en absoluto". Yo lo miré extrañado. "Oh, no pretendía ofenderle", dijo, "Verá, es sólo la sangre, el color de la sangre lo que me interesa". El modo en que dijo "sólo el color de la sangre" sonó casi poético en boca de este pálido asceta. En cualquier caso iniciamos una conversación. Y en mitad de ella, yo dije sin avisar: "Me gustaría asistir a una salsa. ¿Podría usted llevarme a ver una alguna vez?" Se calló. Sus labios pálidos y agrietados temblaron un poco. "¿Una salsa?", dijo por fin. "¿Acaso sabe lo que es?" Mentí: "Por supuesto que lo sé"
Me observó con atención. Y vi que sus ojos examinaban la cicatriz que me recorría la frente y la mejilla, recuerdo de un viejo duelo estudiantil. Y como si estos signos de antigua sangre derramada fuesen para él una clave secreta, la acarició con su dedo y dijo muy serio: "Lo llevaré conmigo" Algunas semanas después, sobre las nueve de la noche, escuché que golpeaban en la puerta de mi habitación. Antes de que pudiera decir "¡Adelante!", entró el Papa. "Vengo a recogerle", dijo. "¿Para qué?", pregunté. "Ya lo sabe. ¿Está preparado?" Yo me levanté. "Deme un minuto", exclamé. "¿Le apetece un cigarro?" "Gracias pero no fumo" "¿Un vaso de vino?" "No, gracias, tampoco bebo. Por favor, dese prisa" Cogí mi sombrero y lo seguí escaleras abajo hasta la calle. Caminamos en silencio a través de los callejones, a lo largo del río Genii y bajo las arboledas en flor. Giramos a la izquierda y ascendimos la montaña morisca cruzando el Campo de los Mártires. Frente a nosotros brillaban las cumbres plateadas de la Sierra; observé las hogueras que los gitanos y otros vagabundos habían encendido, dispersas en las colinas. Dimos la vuelta al profundo valle de la Alhambra, cubierto hasta su borde de verdes olmos, y continuamos por la avenida llena de viejos cipreses que conduce al Generalife; y todavía más arriba, subiendo la montaña, desde lo alto de la cual el último príncipe de los moros, el rubio Boabdil, lanzó su llanto sobre la ciudad perdida de Granada. Miré a mi extraño acompañante. Su mirada, vuelta hacia sí mismo, no veía nada de la gloria de la noche. Mientras la luz de la luna caía sobre sus pequeños y pálidos labios, sobre sus mejillas hundidas y sobre los profundos huecos de sus sienes, me asaltó la impresión de que ya había conocido a este asceta espantoso antes, desde hace muchos siglos. De pronto, como una súbita inspiración, comprendí de dónde venía esa
sensación: ¡era la viva imagen de los rostros que el pintor Zurbarán daba a sus monjes en éxtasis! El camino nos conducía a través de los agaves de grandes hojas, con sus rígidos tallos erguidos en el aire y tan altos como tres hombres. Escuchamos el rumor de las aguas del Darro abriéndose paso montaña abajo. Tres hombres envueltos en viejos abrigos de color pardo se aproximaron a nosotros; desde lejos ya saludaban a mi acompañante. "Son vigías", dijo el Papa. "Espere aquí. Hablaré con ellos" Caminó hacia los hombres, que aparentemente estaban allí esperándolo. No pude entender lo que dijeron, pero saltaba a la vista que hablaban de mí. Uno de los hombres gesticulaba con vehemencia, lanzándome miradas suspicaces, agitando los brazos en el aire una y otra vez: "¡Ojo al caballero!". Pero el Papa logró calmarlo. Luego el tipo se aproximó. "Sea usted bienvenido, caballero". Me saludó quitándose el sombrero. Los otros dos vigías seguían en sus puestos. El tercero se unió a nosotros. "Es el patrón, el organizador, por así decirlo", me explicó el Papa. Unos pocos pasos más adelante alcanzamos unos refugios excavados en las cuevas, que no se distinguían en nada de otros cientos que había en las laderas de Granada. Delante de la puerta destacaba un pequeño lugar llano rodeado densamente por setos de cactus. Una veintena de granujas se había reunido allí, aunque no vi ningún gitano entre ellos. En una esquina ardía un pequeño fuego entre dos rocas; sobre él colgaba una marmita. El Papa buscó en su bolsillo y sacó un puñado de duros que mostró a sus acompañantes. "Esta gente es muy recelosa", dijo. "Lo único que quieren es plata". El andaluz se acuclilló junto a fuego y examinó cada una de las monedas. Las golpeaba contra una roca y las mordía. Luego las contó: cien pesetas en total. "¿Tengo que darle yo algún dinero?", pregunté. "No", dijo el Papa. "Mejor lo reserva para las apuestas. Eso le dará una posición de prestigio ante ellos". No entendí a qué se refería. "¿Una posición de prestigio?", repetí. "¿Cómo es eso?"
"Oh, si usted apuesta, digamos que se pondrá a su nivel, será tan responsable y asumirá el mismo riesgo que ellos" "Dígame entonces, Reverendo. ¿Cómo es que usted no apuesta?" Me dirigió una mirada directa y respondió con indiferencia: "¿Yo? ¡Yo nunca apuesto! Apostar enturbiaría el puro placer de la contemplación" Mientras tanto había llegado otra media docena de individuos de aspecto sospechoso, todos ellos cubiertos con las típicas prendas pardas que son el sello distintivo de los andaluces. Pregunté a uno de los hombres qué estaban esperando. "A que la luna esté alta, caballero", me dijo. "Eso es lo primero". Me ofreció un gran vaso de aguardiente. Lo rechacé, pero el Papa insistió en ponérmelo en las manos. "¡Beba, beba! es su primera vez y podría necesitarlo" Los otros se repartieron el licor. Estaban muy silenciosos; sólo intercambiaban cortos cuchicheos y murmullos. Cuando la luna reapareció por el noroeste fueron a recoger antorchas de la cueva y las encendieron. Luego formaron un pequeño círculo de piedras en el medio; esto era la arena. Hicieron agujeros a lo largo del círculo y fijaron en ellos las antorchas. Y, bajo el resplandor rojizo de las llamas, dos hombres comenzaron a desvestirse; sólo se dejaron sus bombachos de piel. Se sentaron el uno frente al otro en la típica posición oriental, con las piernas cruzadas. Fue entonces cuando me fijé que había dos barras clavadas en el suelo, con dos sólidas arandelas de acero. Junto a estas arandelas se habían sentado los dos hombres. Alguien corrió a la cueva y sacó unas pesadas cuerdas con las que rodearon las piernas de los dos individuos, fijándolas a las arandelas. Sólo podían mover con libertad la parte superior de sus cuerpos. Permanecían sentados sin decir una palabra, chupando sus cigarrillos y vaciando sus vasos de licor que alguien llenaba una y otra vez. A esas alturas la pareja ya estaba claramente borracha, con los ojos fijos en el suelo como si fueran estúpidos. Los demás se acomodaron junto al círculo de antorchas.
De pronto escuché un desagradable chirrido. Me volví; alguien afilaba una navaja en una piedra. Probó su filo con sus uñas, dejó el arma a un lado y cogió otra. Me volví hacia el Papa. "¿Esta salsa es una especie de duelo?" "¿Duelo?", respondió. "Ah, no, se parece más a una pelea de gallos" "¿Cómo? ¿y por qué estos dos hombres participan en esta... pelea de gallos? ¿se han ofendido el uno al otro? ¿es un asunto de celos?" "En absoluto", respondió el clérigo sin moverse. "No hay ninguna razón. Es posible que incluso sean amigos; o tal vez no se conocen. Sólo quieren probar su... valentía. Quieren demostrar que no son peores que los toros y los gallos". Sus feos labios esbozaron una sonrisa irónica. "Algo así como los duelos en los que ha participado usted en Alemania" En el extranjero, soy siempre un patriota. Eso es algo que he aprendido de los ingleses: tenga razón o no, mi país es mi país. Así que le respondí con frialdad: "Reverendo, la comparación me ofende. Nuestras costumbres no son algo que usted pueda juzgar". "Quizá", dijo el Papa. "Pero tuve oportunidad de ver muchos de esos bonitos duelos en Göttingen. Y la sangre, toda esa sangre..." Mientras hablábamos, el organizador había tomado asiento junto a nosotros. Sacó de su bolsillo un cuaderno y un pequeño lápiz. "¿Quién apuesta por Bombita?”, dijo en voz alta. "¡Yo!"– "¡Una peseta!" – "¡Dos duros!" –"¡No, yo apuesto por Lagartijillo!". Las voces un poco ebrias se mezclaban entre sí. El Papa me agarró el brazo. "Arregle sus apuestas de modo que pierda en cualquier caso", dijo. "Deles ventaja. Con esta gente nunca se está lo bastante seguro". Así que acepté un buen número de apuestas, y siempre en desventaja de tres a uno. Dado que aposté por ambos, necesariamente tenía que perder. El organizador tomaba
nota de todas ellas mientras las navajas se pasaban de mano en mano. Las hojas tenían unas dos pulgadas de largo. Tras cerrarlas, se las ofrecieron a los dos combatientes. "¿Cuál quieres, Bombita Chico, mi pequeño gallito?” –El tipo que las había afilado se reía. "¡Dame una! ¡me da igual!" , gruñó el borracho. "¡Yo quiero mi propia navaja!", exclamó Lagartijillo. "¡Entonces dame la mía! ¡de todas formas es la mejor!", dijo el otro. Las apuestas se cerraron. El organizador comprobó que a cada hombre se le había dado otro gran vaso de aguardiente y él mismo apuró el suyo de un trago. Los dos tiraron los cigarrillos. Les dieron una última cosa: unas bufandas largas de lana roja que parecían fajas, y que se enrollaron en el brazo y la mano izquierdas. "Podéis empezar, muchachos", gritó el organizador. "Abrid las navajas" Las hojas se abrieron con un clic. Un sonido metálico y desagradable. Pero los dos hombres permanecieron quietos; ninguno hizo el menor movimiento. "¡Empezad, gallitos!", repitió el organizador. Pero los combatientes no se movían. Los andaluces comenzaron a impacientarse. "¡A por él, Bombita, mi torito! ¡clávale los cuernos!" "¡No sois gallos! ¡sois gallinas! ¡gallinas!" Y el resto aulló: "¡Gallinas! ¡gallinas! ¿es que no tenéis huevos? ¡gallinas!" Bombita se estiró y lanzó un navajazo a su adversario, pero este detuvo su débil golpe con la faja. Bajo toda apariencia, los dos hombres estaban tan borrachos que apenas podían coordinar sus movimientos. "¡Espera, espera!”, susurró el Papa. "¡Espera que vean correr la sangre!" Los andaluces azuzaban a los dos individuos; primero con ánimos, y luego con amargas imprecaciones, siempre susurrando en sus oídos: “¡Gallinas! ¡no tenéis huevos!" De pronto se lanzaron el uno contra el otro, casi ciegamente. En un instante uno de ellos mostraba ya una pequeña herida en su hombro izquierdo. "¡Bravo! muy bien, Bombita, enséñaselo, enséñale que eres un gallo!"
Con el brazo izquierdo se limpiaron el sudor que les cubría la cara. "¡Agua!", graznó Lagartijillo. Le dieron una botella grande de la que bebió con ansiedad. Me di cuenta de que volvían a estar sobrios. Su mirada antes apagada era ahora viva y penetrante. Se miraban con auténtico odio. "¿Estás listo, gallina?" En lugar de contestar, el otro le embistió cortándole la mejilla de arriba a abajo. La sangre le corrió por la cara y el pecho. "Ya empieza, ya empieza", murmuraba el Papa. Los andaluces se callaron. Cada uno observaba con interés y codicia al hombre por el que habían apostado. Y ambos se abalanzaron uno sobre el otro... Las navajas brillaban con destellos de plata, iluminadas por la luz de la luna y de las antorchas, hundiéndose en las fajas de los brazos. Una tea soltó un chasquido y lanzó brea sobre el pecho de uno de los hombres, que ni siquiera lo notó. Los brazos se movían tan rápido que uno no podía estar seguro de cuándo habían alcanzado su objetivo. Sólo la sangre que salpicaban a su alrededor atestiguaba el gran número de heridas y cortes que se estaban infringiendo. "¡Alto! ¡alto!", gritó el patrón. Los hombres no le hicieron caso. "¡Alto! ¡la hoja de Bombita se ha roto!" Dos de los andaluces echaron mano de una puerta vieja sobre la que habían estado sentados, arrojándola brutalmente contra los combatientes y levantándola luego a modo de separación, lo que impidió que pudieran verse el uno al otro. "¡Dadme vuestras navajas, pequeñas bestias!", gritó el patrón. Los dos obedecieron de buena gana. Su ojo avezado había visto bien: el cuchillo de Bombita estaba roto por la mitad. Al rebanarle la oreja al otro, había dado con el hueso del cráneo y se había partido. Les dieron un vaso de licor y a Bombita una nueva navaja, y retiraron la puerta. Y esta vez los dos se atacaron de inmediato como gallos de pelea, sin miramientos; ciegos y rabiosos, cuchillada tras cuchillada.
Los cuerpos de los dos hombres estaban llenos de sangre, que fluía de las múltiples heridas. De la frente del pequeño Bombita colgaba un jirón de piel; un mechón de pelo húmedo lamía la herida. Su cuchillo se clavó en el vendaje del brazo de su enemigo, que aprovechó para hundirle el cuchillo en el cuello dos, tres veces. "¡Quítate la faja si tienes cojones, quítatela!", chilló, mientras él mismo se quitaba la suya. Lagartijillo dudó un momento, pero se la quitó. A partir de entonces pararon las cuchilladas con el brazo izquierdo desnudo, como si nada hubiese cambiado. Una de las navajas se partió otra vez. Pararon la pelea y se repitió lo mismo: un nuevo vaso de licor y una nueva navaja. "¡Apuñálalo, Lagartijillo, torito! ¡apuñálalo!", gritaba uno de los hombres. "¡Sácale las tripas a ese jamelgo!" Inesperadamente, aprovechando que sujetaban a su adversario, Lagartijillo le clavó la navaja desde abajo y la movió hacia arriba y hacia los lados. El enorme tajo dejó ver un puñado de tripas. Y a continuación le acuchilló el brazo desde arriba, desgarrando los tejidos y las grandes venas que nutrían el miembro de sangre. Bombita gritó y se retorció mientras un gran chorro de su sangre caía sobre la cara del adversario. Luego fue como si se derrumbase, exhausto más allá de toda medida. Pero de pronto se incorporó, hinchó el pecho y embistió al otro, que estaba cegado por la sangre. Y lo alcanzó con una cuchillada entre dos costillas justo en el corazón. Lagartijillo batió con las manos el aire; dejó caer el cuchillo. Su cuerpo sin vida cayó hacia delante, sobre sus dos piernas. Y, como si esta visión diera nueva vida a Bombita, se lanzó a acuchillarle la espalda, como un poseso, una y otra vez. "¡Para, Bombita, valiente! ¡ya has ganado!", dijo el patrón tranquilamente. Entonces sucedió lo peor de todo. Bombita Chico, con el cuerpo machacado y cubierto por un sudario rojo, se estiró, levantando las manos, tan alto que del profundo tajo de su estómago brotaron las tripas amarillas como un enorme nido de aborrecibles serpientes. Estiró el cuello y levantó la cabeza, y un sonido se alzó triunfante en el silencio de la noche:
"¡Ki-ki-ri-kiiiiii!" Ese fue su último saludo al día. Luego se desplomó. Fue como si una niebla roja hubiese envuelto mis sentidos. No vi ni escuché nada más. Me hundí en un oscuro océano. La sangre fluía a chorros de mi nariz y mis oídos. Quería gritar, pero cuando abrí la boca un líquido cálido brotó como un vómito. Me ahogaba; pero lo peor era el gusto dulzón, detestable, de sangre en mi lengua. Entonces noté un dolor punzante en algún lugar de mi cuerpo. Me llevó una eternidad reconocer qué era lo que lo causaba. Estaba mordiendo algo, y lo que mordía era lo que me producía el dolor. Con un esfuerzo inmenso lo aparté de mi boca. El dolor me ayudó a despertar. Durante la batalla había estado royéndome el dedo con los dientes, penetrando la carne hasta alcanzar el hueso. El andaluz me tocó la rodilla. "¿Quiere usted comprobar sus apuestas, caballero?", me preguntó. Asentí. Me explicó con mucho detalle lo que había perdido y lo que había ganado. Todos los espectadores nos rodeaban con interés, despreocupados ya de los cadáveres. "Primero el dinero, que enseñe el dinero" Les di un puñado de monedas rogándoles que sacaran la cuenta por mí. Hizo los cálculos y con voz ronca lo repartió entre los demás. "¿No hay otra cosa que desee usted, caballero?". Me di cuenta de que trataba de estafarme, pero yo sólo le respondí preguntándole cuánto más debía pagar y entregándole el resto de mi dinero. Cuando se cercioró de que todavía quedaba algo en mis bolsillos, me dijo: "Caballero, ¿no quiere la navaja de Bombita? Le traerá suerte, ¡mucha suerte!" Me hice con la navaja por un precio ridículo. El andaluz me la metió en el bolsillo. A partir de entonces se desentendieron de mí. Me levanté, y tambaleándome un poco me interné en la noche. El dedo índice palpitaba de dolor; lo envolví con el pañuelo. Bebí con largos y profundos sorbos del aire fresco de la montaña. "¡Caballero!". Alguien gritaba. "¡Caballero!". Me giré. "Me manda el patrón, caballero", dijo. "¿No quiere usted acompañar a su amigo a casa?"
El Papa, claro. ¡El Papa!. Durante todo este tiempo no lo había visto, de hecho no había pensado en nada. Volví sobre mis pasos y atravesé los setos de cactus. Los cadáveres seguían en el mismo sitio, encadenados a sus argollas y cubiertos de sangre. Y sobre ellos vi, inclinado, al Papa, palpando y acariciando los cuerpos. Pero observé que evitaba tocar la sangre. Sus manos en realidad se movían en el aire . Y vi que tenía las manos hermosas y delicadas de una mujer. "Qué bonita salsa", murmuraba, "qué roja y bonita salsa de tomate" Tuvieron que apartarlo de allí a la fuerza. Se negaba a dejar de mirar aquello. Tartamudeaba no sé qué palabras, moviéndose un poco sobre sus delgadas piernas. "Ha bebido demasiado", dijo uno de los hombres. Pero yo sabía que el Papa no había probado ni una gota. El patrón se quitó el sombrero y los demás siguieron su ejemplo. "Vayan ustedes con Dios, caballeros", dijeron. Cuando llegamos al camino principal, el Papa me siguió como un perrito. Me tomó el brazo y murmuró: "Oh, cuánta sangre, ¡cuánta sangre esta vez!". Se agarraba a mí con fuerza. Arrastré al borracho penosamente en dirección a la Alhambra. Bajo la Torre de las Princesas nos detuvimos a descansar en una roca. Después de un rato, dijo con suavidad: "Dios mío, ¡la vida!, qué cosas tan maravillosas nos da la vida, ¡qué inmenso placer estar vivo!" Un viento frío y húmedo nos golpeó las sienes. Podía oír los dientes del Papa castañeando. Poco a poco, su borrachera de sangre se evaporaba. "¿Nos vamos, reverendo?", pregunté. Le ofrecí de nuevo mi brazo. Esta vez lo rehusó.