de un gigantesco esfuerzo por reunir a los más n o tables especialistas bajo la dirección de dos eminentes historia dores, esta H IST O R IA U N IV E R SA L es una obra colectiva dentro de un conjunto armónico. Al mismo tiempo que considera los as pectos políticos en que se enmarca, dedica gran atención a los problemas económico-sociales y a los fenóm enos culturales e ideológicos, haciendo posible la comprensión total y unitaria de la Historia. En ella se presta la misma atención a todos los períodos históricos de la Humanidad, como acontecer fluido, en el que todas y cada una de las etapas emergen con la importancia que de hecho tuvieron: de presupuesto necesario para la etapa ulterior. Sin renunciar al más riguroso criterio científico, logra por su estilo interesar a todo lector culto.
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esultado
En este primer volumen del tomo III y tras el capítulo introductorio de F. Schachermeyr sobre Troya, Creta y Micenas, es uno de los propios editores de la obra, el profesor A. Heuss, el encargado de trazar, con un extraordinario vigor y de forma magistral, la historia griega desde la Gran migración a lo largo de la época arcaica, a la que ponen fin las gue rras m édicas, hasta Alejandro Magno, el punto de acceso al helenismo. La época de formación en la que lo griego llega a asumir su fisonomía propia y genera los elem entos que le permitirán desarrollar su función universal, conduce a los siglos V y IV, período en el que Grecia hizo una «gran política» sobre la base de la ciudad-estado. Es el momento que, bajo la etiqueta no completamente unívoca de «clasicismo», comprende las grandezas más luminosas y ejemplares de toda la historia griega.
Cubierta: La Tholos de Delfos. Foto Robert G. Everts
GRECIA. EL MUNDO HELENÍSTICO~1
ALFRED HEUSS Catedrático de Historia Antigua. Universidad de Gottingen F R IT Z SCHACHERMEYR Catedrático de Historia de Grecia. Universidad de Viena Edición española revisada por
José Manuel Roldán Hervás Catedrático de Historia Antigua. Universidad de Salamanca
espasa-calpe
PLAN DE LA OBRA I.
Prehistoria. Las primeras culturas superiores.
Vol. 1. Por Gerhard Heberer, Alfred Heuss, Richard Pittioni, Helmuth Plessner y Alfred Rust. .Vol. 2. Por Wolfram von Soden y John A. Wilson. II.
Las culturas superiores del Asia.central y oriental.
Vol. 1. Por Franz Altheim, Alfred Heuss, Hans-Joachim Kraus y Wolfram von Soden. Vol. 2. Por Franz Altheim, A. F. P. Hulsewé, Helbert Jankuhn, Luciano Petech y Arnold Toymbee. III.
Grecia. EL mundo helenístico.
Vol. 1. Por Alfred Heuss y Fritz Schachermeyr. Vol. 2. PorOlofGigonyC. Bradford Welles. IV.
Roma. £1 mundo romano.
Vol. 1. Por Jochen Bleicken, Alfred Heuss y Wilhelm Hoffmann. Vol. 2. Por Hans-Georg Pflaum, Berthold Rubin, Carl Schneider y William Seston. V.
El Islam. El nacimiento de Europa.
Vol. 1. Por Gustav Edmud von Grunebaum, August Nitschke, Werner Philipp y Bethold Rubin. Vol. 2. Por Arno Borst, François Louis Ganshof y A. R. Myers. VI.
Las grandes culturas extraeuropeas. El Renacimiento en Europa.
Vol. 1. Por Hans H. Frankel,,A . K. Majundar, Golo Mann, F. W. Mote, August Nitschke y Hermann Trimbom. Vol. 2. Por Eugenio Garin, Walther Heissig, Richard Konetzke y Friedrich Merzbacher. ' VII.
De la Reforma a la Revolución.
Vol. 1. Por Heinrich Lutz, Golo Mann, Ivan Roots y Victor-Lucien Tapié. Vol. 2. Por Daniel Heartz, Michael Mann, Edmund S. Morgan, Fritz Schalk y Adam Wandruszka. VIII.
El siglo XIX.
Vol. 1. Por Richard Benz, Walther Gerlach, A. R. L. Gurland, ÇolpJVlann, Richard NUrnberger, Robert R. Palmer y Max Rychner. Vol. 2. Por Geoffrey Barraclough, Pierre Bertaux, Theodor H. von Laue, Golo Mann, Alfred Verdross y Herschel Webb. IX.
El siglo XX.
Vol. 1. Por Ralph H. Gabriel, Hans W. Gatzke, Valentin Gitermann, Hans Herzfeld, Paul F. Langer, Golo Mann, Henry Cord Meyer y Robert Noll von der Nahmer. Vol. 2. Por Wolfgang Bargmann, Karl Dietrich Bracher, Walther Gerlach, Hans Ktenle, Adolf Portmann y Alfred Weber. X.
El mundo de hoy.
Vol. 1. Por Wolfgang Franke, Jacques Preymond, Hubert Herring, Golo Mann, Kavalan Madhava Panikkar y Hugh Seton-Watson. Vol. 2. Por Raymond Aron, Goetz Briefs, Hans Freyer, Golo Mann, Gabriel Marcel y Carlo Schmid.
Título de la obra original: P ropylàen W eltgeschichte
Im preso en España Printed in Spain ES P R O P IE D A D V ersión original: Verlag U llstein G m bH , Frankfurt a. M. / Berlín, 1962 Versión cast.: E spasa-C alpe, S. A . M adrid, 1988 D ep ó sito legal: M. 50-1985 ISB N 8 4 -2 3 9 -4 4 0 0 -X (O bra com pleta) ISB N 8 4 -2 3 9 -4 4 0 7 -7 (T om o III-1) Talleres gráficos de la Editorial E spasa-C alpe, S. A . Carretera de Irún, km. 12,200. 28049 Madrid
INDICE Páginas
IN T R O D U C C IÓ N , por Alfred Heuss O R IG E N Y ELEM EN TO S C ONSTITUTIVOS D E LA H IST O R IA G R IE G A , por Fritz Schachermeyr
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Las culturas más antiguas del E g e o , 27.— La cultura m inoica de Creta, 38.— La G recia m icénica, 58.
LA H É L A D E , por Alfred Heuss
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La época arcaica, 81.— Form ación del pueblo griego. H om ero, 81.— La Escritura creto-m icénica, 114.— La expansión de la civilización helénica: la colonización grie ga, 126.— Crisis y transformación, 143.— La tiranía, 167.— El origen de la Esparta clási ca, 174.— La A ten as arcaica: S olón , Pisistrato, C lístenes, 188.— La situación política internacional en el últim o período de la G recia arcaica, 221.— La cultura del período arcaico tardío, 232.
LA ÉPO C A CLÁSICA A taque persa-cartaginés y defensa griega, 245.— La sublevación jonia, 245.— M a ratón, 250.— Salamina y Platea, 255.— Hacia un nuevo ord en , 275.— D esp ués de la victoria, 275.— La liga naval ática, 279.— El final de una ilusión, 283.— Im perialism o dem ocrático, 292.— La paz, 296.— P ericles, 298.— E l estad o de la justicia, 306.— El im perio ático, 321.— A ten as y el espíritu griego, 330.— Crisis y catástrofe: la guerra del P elo p o n eso , 341.— La prueba de A ten as, 341.— La aventura del poder, 358.— La ruina de la potencia aten ien se, 368.— La política, en un callejón sin salida, 378.— El m ila g ro á tic o , 3 8 2 .— E s p a r ta , en c o n f lic to co n lo s p r e s u p u e s to s de su v ic t o ria, 390.— La verdad de los hechos, 393.— A la búsqueda del más p od eroso, 396.— La respuesta del pensam iento, 411.— Luces y som bras del occid en te griego, 420.— El gran juego por la H élad e, 430.
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INTRODUCCIÓN PO R
A lfr e d H euss
Con este tom o y con el siguiente, nuestra Historia Universal podrá, de ahora en adelante, inscribirse m ejor en un campo de ideas ya familiar al lec tor. La historia «griega», como la «rom ana», com prende una tem ática histó rica que suele ser considerada decididam ente como tradicional. Nuestros p a dres y abuelos ya la conocían, y lo mismo podían decir ellos con respecto a sus antepasados. Los editores de esta historia son plenam ente conscientes de esta situación y, por ello, no es casualidad que procedan de m anera «conser vadora» pensando que, si aquí existe ya indudablem ente una «tradición», esta circunstancia no debe suscitar dificultad alguna. N uestra Historia Universal, por muy «moderna» que quiera ser, tiene que ver, en definitiva, con la «his toria», y, en resumidas cuentas, la historia es entre otras cosas, por lo menos, un tejido que siempre tendrem os en las m anos, antes de descomponer sus hilos y de recom enzar el trabajo. Es útil recurrir, de cuando en cuando, a va sijas viejas con viejas etiquetas. Con esto querem os decir que nuestro inven tario, incluso el espiritual, tiene una cierta «estabilidad de valor», y no debe ría estar absolutam ente fuera de lugar, en una época tan inconstante, el sus citar una impresión de inmovilidad. N aturalm ente concurren motivos fun dados; pero se puede sostener y probar lo que tienen de convincentes. El lector no debe tem er que queram os som eterle a una discusión p ro funda de esta cuestión. Para ello sería necesaria una serie de premisas cientí ficas que difícilmente podrían suscitar el interés general. B astará sólo una breve indicación. La unidad de una historia griega o rom ana fue puesta en duda, finalizando el siglo, precisam ente por la ciencia alem ana, que se apoyaba en un concepto de la A ntigüedad específicamente «histórico-universal». Bajo este aspecto hizo época, en particular, el gran E duard M eyer con su Historia de la Antigüedad. D ado que nuestra Historia pretende ser univer sal, no puede serle indiferente del todo tal punto de vista. Eduard M eyer (juntam ente con la generación que le siguió) entendía, bajo el concepto de «historia universal», dos cosas diferentes: por una parte — y en este punto se insistía— , la Antigüedad no debía ser por más tiem po objeto de una conside ración helenocéntrica o rom anocéntrica, y tenía que perder, por consiguiente, su «carácter clásico». El concepto de A ntigüedad «clásica» se descubrió como una dimensión no histórica. Es posible que quede en tela de juicio si se ha llegado en esta polémica a una verdadera postura en contra, ya que la Antigüedad no ha sido nunca
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identificada con la historia griega y rom ana; tam bién nuestra H istoria, que dedica dos tomos com pletos a las grandes civilizaciones primitivas extraeuropeas, debería estar inm unizada contra tal recriminación. Por este m otivo, es más im portante para nosotros la otra cara de la pers pectiva «histórico-universal». E sta presupone tácitam ente, con su derecho a form ular sus propios conceptos, que exista «la» A ntigüedad como época his tórica unitaria, es decir, que los diferentes fenóm enos históricos pertenezcan a un único y continuo contexto operante. Sin em bargo, el lector de nuestra Historia Universal sabe ya que precisam ente esto no corresponde a la reali dad, que el concepto de «antigüedad» implica en sí una pluralidad de dim en siones individuales, independientes (entre sí. Incluso el O riente Próximo es más bien una estructura de este tipo que un cuerpo histórico hom ogéneo. El his toriador no puede narrar la historia como si fuese una unidad cerrada, sino que debe seguir la historia egipcia, babilónica o hitita. Así y todo, con el paso del tiem po, los diferentes caminos fueron confluyendo de form a prag mática, pero, incluso en un estadio avanzado, no obstante el im perio persa, no surgió ninguna civilización unitaria. Ya por esto faltan los m otivos para suponer a priori que fuera de A sia las cosas estén ligadas por una coherencia interior o para establecer de inm e diato al comienzo un bosquejo que com prenda tanto los sucesos de Asia A n terior como los europeos. P or el contrario, acabarían privándose de la posibi lidad de seguir con atención el curso singular de la historia, que, a través de peculiarísimas vías indirectas, llevó al resultado de que, por varios siglos, todo el área m editerránea, incluidas las zonas m arginales asiáticas, tuviera una única im pronta de civilización. Y que se llegase a este resultado es desde luego cualquier cosa m enos evidente. Pero precisam ente esta constatación de bería ser el punto de partida del conocim iento histórico. El recurrir a una es pecie de preform ación geopolítica de la historia en la idea de la «unidad del área m editerránea», como hoy se hace en alguna ocasión, sirve decidida m ente de poco. Todo el que tenga un mínimo de com prensión histórica sabe que esta cuenta no sale bien ya en un cálculo muy superficial y que el M edi terráneo presenta por más de un milenio fronteras netas m ás que conexiones. De hecho, una concepción histórica así, falsamente entendida, debía ser in capaz de lograr sus propósitos. En lugar de un panoram a completo, pudo ofre cer solamente hechos aislados y yuxtapuestos, esto es, una suma de círculos his tóricos que sólo ocasionalmente se tocaban, pero que, por lo demás, seguían en perfecta autonom ía sus propias leyes de desarrollo. E n el m ejor de los casos, se trazaba un sincronismo externo, con el que poco se podía conseguir, si se excluyen los valores de las m eras cifras cronológicas —y esto ocurre tam bién y precisam ente en una obra tan m onum ental como la Historia de la A ntigüe dad de E duard M eyer— , m ientras que había que resignarse a un molesto in conveniente. E n hom enaje al sincronismo, que en el fondo no tenía ningún significado, se desm enuzaba el cuadro de conjunto allí donde representaba una realidad, esto es, en el decurso tem poral. D e esta m anera se abusaba de la historia griega en favor de la rom ana, o bien de la historia rom ana en fa vor de la griega (como en el caso de E duard M eyer). Faltan las premisas para establecer una coordinación objetiva de las dos historias y las cesuras históricamente relevantes son siempre diferentes, prescindiendo de sus cen tros internos que son com pletam ente distintos. Quizás el intento de estable
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cer ab ovo una unidad de la A ntigüedad estaba justificado com o experi m ento. Sin em bargo, después de que ha sido acometido una y otra vez d u rante una generación y de que los resultados no han correspondido a las in tenciones, como honestam ente se debería reconocer, hoy parece oportuno te ner en cuenta este hecho. E n cualquier caso, nuestra Historia Universal está dispuesta desde el punto de vista de esta experiencia negativa y ofrece al lector, por este m o tivo, una historia griega (y luego una historia rom ana) relativamente com pacta, dentro de un amplio m arco universal. T anto la historia griega como la rom ana tienen todo el derecho a ser expuestas como estructuras de carácter propio, siguiendo sus respectivas raíces. Si nos atenem os a este criterio, in cluso el proceso de su fusión, en el tardío helenismo, se revelará como lo que fue en realidad, esto es, como un fenóm eno am bivalente que, tanto para Grecia como para R om a, tuvo sus propias características. Esta duplicidad de perspectiva será señalada al lector en su lugar correspondiente. A l conocer prim ero el fenóm eno del lado griego, le será familiar ante todo el aspecto «genéticamente» anterior, y seguirá así el orden adecuado. La historia del imperialismo rom ano presupone, por su parte, la del helenismo. Por eso el lector encontrará una exposición relativam ente particularizada de los hechos ya en el capítulo de este tomo sobre el helenismo, y arrancará en el contexto histórico mundial de un punto de partida en el que se encuentra incluso la prim era valoración ideal de tal contexto: el griego Polibio adquirió su im por tancia secular como historiador por la exposición del «entrecruzamiento» de historia griega y rom ana. Solam ente al avanzar, partiendo de este grado inicial, puede evitarse una visión unilateral que parta únicamente de Rom a; y el lector estará preparado para com prender adecuadam ente el suceso, tan sum am ente im portante para la A ntigüedad, del sometimiento del OHente griego por Rom a. En suma, la íntima comprensión profunda de procesos históricos está esti m ulada no tanto por una sistemática externa como por una perspectiva con forme a los hechos; y cuando ésta se ve representada por dos oponentes de igual valor, el historiador debe considerar ineludiblem ente los hechos con los ojos tanto de uno como de otro. Se podría tam bién simplificar y tener únicam ente presente que Grecia y Rom a son los pilares en los que descansa el m undo antiguo (sin menoscabo de los influjos que ambas recibieron de otros lugares, sobre todo de O riente Próximo). Esta amplia significación histórica, que pone de relieve una y otra dimensión por encima de las circunstancias de una mera historia nacional, impone considerar cada fenómeno partiendo de su peculiaridad; no porque este criterio deje lugar incluso para la consideración histórico-universal, sino todo lo contrario, porque el contenido histórico-universal sólo puede com prenderse de este modo. Por otra parte, éste radica en la extraordinaria p o tencia propia de ambas individualidades históricas, y se revela solamente a aquel que la busca allí donde aparece como fuerza originaria: en la elabora ción de su propia esencia dentro de su propio ámbito. Por consiguiente, nuestra Historia está presentada, no sin fundamento; en dos tom os separados, uno de los cuales puede ser considerado u n a historia griega independiente, y el otro, la correspondiente rom ana. Y precisam ente por esta razón debía evitarse dividir la exposición en numerosas contribu-
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ciones, con el riesgo de parcelar excesivamente la m ateria. U n cuidado de este tipo era aún más oportuno si se tiene en cuenta que la historia griega ya no es directam ente familiar al conocim iento actual. Si el lector se m antiene en el ámbito del presente o en su entorno más o m enos inm ediato, le es más fácil reconstruir el contexto general; es decir, este ám bito no le resulta pro blem ático, e incluso una exposición detallada no le crea dificultad alguna. La cosa es com pletam ente distinta en un tem a como el de la historia griega. Un historiador que es consciente de su relación con el público y que no se m an tiene cerrado en el ám bito precario de la ciencia histórica sentirá, por tanto, en prim er lugar, la obligación de trazar claram ente las líneas generales y de ofrecer un cuadro plástico del conjunto: una em presa que sólo es posible re nunciando a la especialización hoy tan corriente. P or eso la parte del tom o dedicada a la verdadera historia griega es obra de dos autores solam ente y sus contribuciones llevan los títulos que figuran en el propio título del tomo: Grecia y el m undo helenístico. Ellos deben exponer acontecim ientos que ya han sido narrados muchas veces; ambos autores saben de sobra que su trabajo no puede y no debe ser absolutam ente original. El historiador debe transm itir cosas que no son de su propiedad; se enfrenta a una serie de hechos y, en general, no disfruta del privilegio de toparse con ellos por primera vez. A pesar de todo, es de esperar que el lector no tenga la sensación de algo convencional y gastado y sienta, por lo menos, que quien le habla es un contemporáneo, que comparte con él, como propiedad común, ciertas experiencias fundamentales de la historia. , El autor de la parte helenística, C. B radford W elles, puede apuntarse además la ventaja de haber sido discípulo del historiador de la A ntigüedad, sin duda, más grande de la generación pasada. D e su m aestro M ichael Rostovtzeff ha tom ado como campo específico de trabajo el helenism o, y de él puede ser considerado hoy uno de sus m ejores conocedores. No sólo ayudó a Rostovtzeff en sus grandes em presas científicas dedicadas al estudio del hele nismo en el último tercio de su vida, como las excavaciones de D ura-Europos; tuvo tam bién ocasión de hallarse cerca de un hom bre que poseía co nocimientos muy precisos del presente y de presenciar de m anera directa cómo la experiencia actual de nuestros días se transform a en una disposición específica de la capacidad de intuición historiográñca. Rostovtzeff era un exi liado ruso y estaba capacitado por ello para observar con perspicacia situa ciones sociales y complicaciones revolucionarias. Gracias a su conocimiento de persona cercana a la realidad, apenas term inada la I G u e rra M undial había escrito un análisis, todavía no superado, del Im perio R om ano. Elaboró entonces un m étodo magistral que luego transfirió al helenism o, del que dio el tratam iento político-social más m oderno y amplio en la obra que term inó, tras largos trabajos prelim inares, durante la II G uerra M undial. El lector profano notará en seguida en la contribución de Welles la entrada inm ediata en m ateria, característica tam bién de Rostovtzeff, y el especialista advertirá con interés la independencia de juicio de nuestro autor y lo poco que se atiene a modelos de categorías trasnochadas. En el prim er capítulo de introducción sobre Troya, C reta y Micenas, nuestra historia griega enlaza con el fondo prehistórico y entra así natural mente en el ám bito de una tem ática histórica universal. Precisam ente a estos temas Fritz Schacherm eyr ha dedicado un estudio intenso, amplio, avanzado
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en num erosos trabajos. Con ellos, Schacherm eyr ha ganado crédito incluso entre los estudiosos de la prehistoria. H a iluminado, con im portantes teorías, la fase de transición del neolítico de Asia A nterior a la época histórica prim i tiva. Es magnífico que estos conocimientos se expresen tam bién en la p re sente contribución y que a través de ellos el horizonte de la historia griega primitiva adquiera una autonom ía capaz de elim inar toda sospecha de haber tenido la simple función de un telón de fondo inevitable. Al llenar de reali dad histórica el vacío prehistórico, la historia griega encuentra, con la contri bución de Schachermeyr, un punto concreto de partida y puede desarrollarse así sobre un terreno histórico real. U n puesto especial ocupa el capítulo final de nuestro tomo. El filólogo clásico Olof Gigon, que se ha forjado un nom bre como conocedor e investi gador de la filosofía griega, em prende aquí la tarea de tratar el espíritu griego y sus objetivaciones desde una perspectiva particular. El tem a, tan amplio e im portante, está de tal modo enfocado que el lector se sale, por así decirlo, de la corriente histórica que hasta ahora le había transportado y, desde su actual posición, echa una m irada a las creaciones generadas por una evolución de cerca de un milenio. La exposición debe ponerle en situación de recopilar todo lo que se hizo en uno de los períodos más fecundos de la his toria de la hum anidad. Desde este punto de vista, pues, se insistirá más en el resultado que en las circunstancias externas que lo produjeron. Quizá se diga que se trata de una forma antihistórica de plantear la cuestión y se haga la pregunta de cómo un planteam iento así ha podido encontrar lugar en una obra histórica como nuestra Historia Universal. Pero este m odo de proceder, que a alguno ha de parecerle ciertam ente peculiar, tiene, sin em bargo, diferentes fundam entos, y entre ellos, uno de carácter práctico. U na historia del espíritu griego, construida y desarrollada según las leyes de la sucesión genética, habría sobrepasado inevitablem ente las proporciones de nuestro volumen. No se puede tratar un tem a así en un centenar de páginas sin caer en la superficialidad. Ya por esto sólo era nece saria una estructura distinta, y la elección de la aquí adoptada no ha surgido de m anera casual, sino por una circunstancia que no resulta en absoluto evi dente, esto es, con una exposición conform e con el cambio de los fenómenos. Entendem os con esto hablar de la fecundidad de las creaciones griegas p o r épocas sucesivas, más allá de los límites de la época histórica que los p ro duce. Es peculiar del espíritu griego un doble destino: junto a la plenitud en sí mismo, se halla su capacidad de efecto dentro de un entorno histórico que le es extraño. Sin ningún género de dudas, esta aptitud es una característica específica suya y m erece ya por eso una exposición correspondiente. \ Pero esto no es todo. En concreto, no podem os dejar a ψ ι lado lá cues tión de quién fue afectado por estas influencias a distancia de los griegos, ya que la respuesta nos señala a nosotros mismos, como se sabe, como los «he rederos» del legado griego. Respecto de nosotros, los griegos son los d o nantes e hicieron trascendente su carácter efímero al introducirse en nuestro presente. Y no hay que entender el vocablo «presente» en el sentido estricto de unos límites cronológicos, sino como com pendio del ser europeo, en toda su amplia expansión tem poral. N uestra Historia Universal no considera el lazo que la fija a su lugar de origen como una necesidad inevitable, pero lo acepta expresam ente e intenta obtener de él el patrim onio ideal que le es pe-
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culiar. El punto de vista «humanístico», como podría denom inarse, utilizando librem ente el térm ino, el m odo de ver las cosas que aquí predom ina, recibe, pues, una justificación com pletam ente natural propia de la concepción de esta historia universal. Por otra parte, Gigon no se limita al aspecto «humanístico». A él no le interesa solam ente la realidad de la «herencia», sino que tam bién desea ilu minar con claridad la figura del «testador», conforme a la convincente lógica de que una herencia está determ inada por la naturaleza y el carácter de quien la deja. E n los capítulos introductorios de este trabajo el lector en cuentra, por así decirlo, una contribución suplem entaria que podría definirse como un intento de análisis estructural del hom bre griego, por lo menos en cuanto se le considera «autor» de la cultura griega. N aturalm ente, algo así no surge sin hipóstasis y sin una cierta m edida de tipificación, dado que obvia m ente el «hombre griego» no existió nunca. Tan sólo hemos de vérnoslas con determ inados hom bres griegos, en determ inadas situaciones. Y configurar una dimensión general a partir de esta variedad presupone, en el fondo, una inducción conceptual que sólo comienza más allá de nuestra prelim inar expe riencia histórica. El m étodo ha tenido en la figura de Jacob B urckhardt un testigo de im portancia, que lo ha legitimado con su ejem plo magistral de his toria de la civilización, o por lo menos ha dem ostrado que, con tal m étodo, pueden obtenerse im portantes conocimientos. Tiene su atractivo que un rayo procedente de esta parte ilumine tam bién nuestra H istoria Universal y de m uestre que se halla así vinculada con los más diferentes puntos de vista de nuestra historiografía. No obstante, no podem os silenciar honradam ente que nuestra Historia Universal no puede ofrecer más que lo que la ciencia nos posibilita hoy día. Aunque la filología clásica nos ha proporcionado im portantes conocimientos durante los últimos cuarenta años, en un esfuerzo intenso, todavía nos encon tramos hoy bastante lejos de poder dar una definición clara y neta de lo que fue el espíritu griego. La situación de la ciencia es tan desesperadam ente compleja, porque al considerar los griegos pensamos casi siempre que tra tamos con nuestra propia carne y sangre; sin em bargo, en la m ayor parte de los casos, si se observa de cerca la cuestión, este cálculo no tiene sentido. Por regla general, se pone en juego alguna diferencia difícil de com probar y nues tras categorías se revelan insuficientes. Registrar adecuadam ente los ele mentos «semejantes» parece más difícil que registrar los que son enteram ente distintos. Encontram os más dificultades en determ inar positivamente una des viación de lo que nos resulta familiar que en acercarnos a lo que nos es com pletam ente extraño por sus peculiaridades y rasgos característicos esenciales. El conocimiento profundo del espíritu griego, como fenóm eno histórico, to davía se encuentra, por tanto, en estado fragm entario, y el futuro necesitará aún de una considerable genialidad científica para continuar los im portantes impulsos ofrecidos por la pasada generación. El lector se preguntará quizá por qué se le enfrenta aquí a una cuestión que, en realidad, le incumbe menos a él que a la ciencia. Y no le faltaría del todo razón, aunque sólo sea porque éste no es ciertam ente el lugar oportuno para investigar realm ente el problem a. Pero desgraciadam ente no es un pro blema en sí, e interesa en líneas generales tanto a las cuestiones fundam en tales de una historia griega que no podem os simplemente dejarlo de lado.
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La historia debe ocuparse, ante todo, de hechos, y los hechos se concre tan esencialm ente en acciones. Por tal m otivo, el núcleo de toda historia es la política. Ella es la form a en la que se actúa y se padece políticam ente. Las decisiones de una voluntad encam inada a la acción externa existen solam ente en política. Con buen fundam ento, pues, se ha introducido este concepto de la historia; y con buen fundam ento se ha m antenido hasta hoy contra todos los ataques y dudas. La categoría de lo «histórico» en este sentido no obliga naturalm ente a restringir el campo de las «decisiones» a un ám bito estrictam ente pragm ático. Muchos elem entos pertenecen a la «actuación» aun cuando no se proyecten en acción inm ediata y figuren más bien como condiciones y premisas. De esta m anera, el ám bito de la realidad social y económica se asocia estrecham ente al núcleo de la acción, y todo experto sabe que es corriente que los hechos decisivos se den precisam ente en ella. D e form a parecida, y según las cir cunstancias, la esfera del «espíritu», con todas sus diferencias, pertenece tam bién al campo de acción de la historia, bien porque radiquen en él las raíces del com portam iento práctico o porque él sea el objeto de las m etas políticas. No es posible la acción sin consciencia; en toda decisión interviene de alguna m anera el pensam iento. A pesar de esta necesaria interferencia, el espíritu no se agota en esta disposición (activa o pasiva) a la acción, tanto se m uestre el universo histórico en una especie de paralelismo entre hacer y pensar como que conozca incluso la unidad de acción de ambas fuerzas. Por tanto, no podem os apoderarnos nunca de un solo lado de la totalidad irreductible, y si querem os hacer historia, tendrem os que olvidarnos de la plenitud del espíritu, objetivizado con sus propias leyes estructurales, y vice versa: partiendo del espíritu, no se nos abre todo el ám bito de la acción. No es posible elim inar la aporía de que la existencia hum ana no puede derivarse únicam ente de una raíz, sino que debe afrontarse desde dos puntos de vista. Toda historiografía honrada conoce los límites de su capacidad, y precisa m ente nuestro tom o sobre Grecia debería ser el lugar adecuado para exterio rizar esta confesión. E n ningún tem a histórico se nos presenta tan en con creto y con igual em barazo el atolladero en el que nos encontram os. ¿Q ué son los griegos, en definitiva, sin sus «obras»? ¿Y hubiéram os tenido algún motivo para tom ar nota de ellos si aquéllas no hubieran existido? Y si form u lamos el problem a de m odo aún más neto, ¿puede la política griega — to m ada en su alcance más amplio— , con sus muchas depresiones y discontinui dades, ofrecernos siquiera rem otam ente un paralelo equivalente al curso del espíritu griego? El dilema contiene en sí suficientes motivos para inspirar es crúpulos verdaderam ente profundos, y no sería extraño que en este punto surgieran ciertas dudas sobre la legitimidad de la lógica histórica. Y a una vez el joven Nietzsche pensó que el Estado y la sociedad griegos habrían tenido exclusivamente el sentido de liberar el genio griego. A unque se haga abstrac ción de las premisas a lo Schopenhauer de esta tesis, la idea que contiene tiene evidentem ente algo de cierto. D e hecho, habría que pensar si se debe ría hacer historia griega sin partir del «espíritu griego» y si sus propileos no serían menos los axiomas de la práctica que los del «ser ideal» (por recurrir a este concepto con todas las cautelas necesarias). U na historia griega ^sí sería bastante distinta de lo que hasta estos m o mentos ha navegado bajo esta bandera e incluso de lo que hay en este tom o.
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La primacía dentro de ella la habrían tenido las em presas intelectuales que los griegos iniciaron, llevaron a cabo, abandonaron y reem prendieron de nuevo. N aturalm ente, éstas no habrían quedado suspendidas en el aire, pero la historia de la actividad política habría servido sólo de horizonte y de pre misa práctica. Tam bién sería interesante considerar cuánta actividad política habría que incluir en una historia así y cuánto de ella debería tener una au téntica función de soporte. E n distintos casos, por ejem plo, se elegirían datos diferentes de los que pasan por el filtro de las categorías políticas. Sobre todo se tendrían muy pocos puntos decisivos, y muchos fenóm enos pasajeros, que son absolutam ente necesarios para la com prensión de un proceso cerrado de actividad práctica, no serían objeto de atención. Tam bién se nos propondría enérgicam ente otro problem a que, cierta m ente, no se resuelve sólo con este m odo de entender la historia: tendría que pensarse en concreto dónde habría que buscar las bases estables de la vida espiritual de los antiguos griegos, en el continuo cambio de la escena política; y la respuesta quizá sería ésta: la sociedad griega, es decir, la estructura so cial del m undo griego, poseía, bajo su superficie oscilante, una sólida consis tencia y perm aneció inalterada a lo largo de siglos, independientem ente de todas las convulsiones políticas. Por el contrario, la política griega no consi guió nunca en toda su historia una organización externa con carácter obliga torio; toda la vida estatal se manifestó siempre en un m últiple pluralismo. De este m odo, a la sociedad griega, que evidentem ente lograba superar esta ato mización, le corresponde una im portancia mayor de la que hasta hoy supo nemos. Igualm ente habría que considerar tam bién el proolem a de la im por tancia específica que tiene la base económico-social para la riqueza del patri monio espiritual con el que los griegos llenaban su existencia. El que en estos m om entos nos encontrem os más en situación de trazar un conjunto de problem as que de ofrecer indicaciones precisas tiene un funda m ento bastante firm e, que no puede ser silenciado precisam ente al lector re flexivo de nuestra H istoria Universal. Teniendo en cuenta la plenitud de la vida griega en todos sus rasgos, el legado llegado a nosotros es sorprendente m ente escaso. Se puede decir, sin lugar a dudas, que la m ayor parte se ha perdido; y prácticam ente no existe la posibilidad de que nuevos hallazgos cambien sustancialm ente esta situación. No es sólo que se haya conservado una escasísima parte de la inm ensa literatura griega, poética, filosófica y cien tífica -y esta circunstancia tiene su importancia para el análisis histórico-, sino que tam bién faltan casi todos los datos sobre el engranaje entre existen cia individual de los intelectuales y ordenam iento social. U na biografía ex haustiva de un filósofo o de un poeta apenas nos proporciona información so bre su posición en la sociedad y sobre su base social. Incluso por esto, no es de extrañar que nuestro clasicismo haya despojado casi com pletam ente a los griegos de su cuerpo y los haya elevado a una esfera pura. N aturalm ente, este error de juicio ha sido revisado desde hace tiem po por la ciencia, pero a falta de las fuentes necesarias, no ha sido posible ofrecer una visión real m ente plástica de la vida griega, no obstante los intentos acometidos en este sentido por la ciencia de la A ntigüedad realista y deliberadam ente historicista del siglo X IX . La falta de fuentes de información es sobre todo sensible en el ámbito de la historia económica, social y administrativa. El Egipto griego, con sus numerosos
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papiros, es un fenómeno absolutamente excepcional. Y, desgraciadamente, es también una excepción, en cuanto no tiene ningún valor representativo para el resto de la antigüedad grecorrom ana, debido a su especial posición histórica. Im portantes tareas científicas, y entre ellas, en definitiva, la citada «conver sión» de la historia griega, chocan, por tal motivo, con obstáculos insalvables; por consiguiente, es bastante inútil hacer consideraciones sobre cómo podría o debería m ejorar la situación. H em os de atenernos a lo que ofrece nuestro m aterial, y éste nos dice claram ente que los medios disponibles no perm iten al estudioso asignar a los griegos la posición privilegiada que probablem ente podrían reclam ar dentro de la historiografía y, por tanto, en el marco de nuestra H istoria Universal, debem os tam bién colocarnos sobre el terreno de una investigación orientada hacia los acontecim ientos políticos de los griegos. En la m edida en que, según los principios arriba indicados, es posible ex poner los hechos principales del espíritu griego sin alterar las proporciones internas y en la estrecha óptica que se abarca desde el punto de vista de la política, esto tiene lugar naturalm ente en los límites de la capacidad del autor y tam bién, en definitiva, en el marco de la disposición que dé a su trabajo. B ajo este aspecto, la parte sobre el helenism o cuenta con algo más de v en taja respecto a la parte que se trata bajo el epígrafe de L a Hélade. En com pensación, esta contribución debe ocuparse de algunas figuras «literarias» centrales para la conciencia histórica (por ejem plo, Hesíodo y Solón), que, en consecuencia, se han tratado con especial detenim iento; estas ocasiones pueden presentarse sólo en un período de transform ación general, como fue la época arcaica. N uestra Historia de Grecia pertenece además necesariam ente a una d eter m inada tradición científica, y de ahí recibe sus proporciones y posibilidades. Hoy día no nos está perm itido pisar tierra virgen dentro de la investigación histórica, desde que el espíritu m oderno ha volcado su atención con especial interés precisam ente en la historia, más que en cualquier otro ámbito de la vida hum ana. Por determ inados motivos, que aquí no viene al caso explicar, el estudio de la historia griega apenas se rem onta más allá del siglo xvill. Su cuna fue la Inglaterra de la época de G ibbon, el más grande historiador de la Ilustra ción, y continuó en manos inglesas, hasta m ediados del siglo xix, cuando este período de su desarrollo culminó y se concluyó con la figura de G eorge G rote. Su m onum ental History o f Greece (1846-1856), la más im portante y amplia obra sobre historia griega jam ás publicada, conservó su primacía d u rante una generación. D e sus doce volúm enes, fruto de un incesante trabajo sobre las fuentes, no se desprendía a prim era vista que el autor fuese no un erudito, sino un hom bre activo en el campo de la política y de la economía. Por el contrario, en la independencia de sus juicios políticos y en la crítica objetiva de los hechos se revelaba el estilo y carácter de su autor: su capaci dad de com prensión realista y de perspectiva para los problem as histérico-po líticos. La discusión continua que inserta en la exposición, al igual que su fa m iliaridad con los asuntos de la política práctica, nos recuerdan a B arthold Georg Niebuhr, que una generación antes había sobresalido con su célebre Historia de Rom a. Sin em bargo, en la historia de la ciencia, G rote no ocuparía la posición clave de Niebuhr. La ciencia hacía tiem po que se ocupaba de la ci vilización griega; pero en este tem a la filología había precedido a la historia.
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Hay que rem ontarse a los presupuestos alem anes, en prim er lugar a W inckelmann y a su influencia. N uestro clasicismo, como se sabe, se basa en ella, cuando tuvo conciencia de la civilización griega como una experiencia cultural y pudo, por tanto, elevarla a la categoría de norm a. Los estudios de filología clásica tuvieron, por consiguiente, un fondo de palpitante actualidad y recibieron impulso para su trabajo; pero en un prim er tiem po fueron es casos los progresos en el campo histórico. U n cambio se produjo tan sólo con August Bôckh y su Staatshaushalt der Athener (La economía de los ate nienses) en 1817. A unque Bôckh entendiera su trabajo como un tipo especial de filología, como una «filología de los objetos», el tem a era por lo menos em inentem ente histórico. Y se debe sin duda a su impulso el que la filología clásica se dedicara cada vez más a tales tem as y que en la segunda m itad del siglo X IX instituyera para ellos disciplinas especiales. Por tanto, no es de extrañar que, ya en la prim era m itad de siglo, la con versión de la filología en historia se consum ara con notables resultados en dos discípulos de Bôckh: O tfried M üller se lanzó a escribir una historia del pueblo griego sobre la base de su estructura étnica, m ientras Johann Gustav Droysen, con su Alejandro y su continuación, descubrió todo un período de la historia universal; a él se deben el concepto y el nom bre de «helenismo». A pesar de ello, ambos perm anecieron aislados. La obra de O tfried Müller tuvo influencia a causa de la precoz m uerte de su autor, y la semilla de Droy sen dio sus frutos para la ciencia tan sólo medio siglo más tarde, cuando él mismo, como historiador de Prusia, había vuelto la espalda a los griegos, pri vándose quizá de la posibilidad de llegar a ser un M ommsen de la historia griega. O tro autor encontró el aplauso de la burguesía culta: el filólogo Ernst Curtius con su Griechische Geschichte (Historia griega), 1857-1867, un texto muy lejano de los intereses políticos, aunque apareciera como com pañero de la historia rom ana de M om m sen, y hubiese sido impulsado por el mismo edi tor. Pero m ientras la historia rom ana de M ommsen, obra radicalm ente «mo derna», respiraba el espíritu de la ruptura que explotó a m ediados de siglo, Curtius parecía más bien un tardío epígono de la últim a generación de Goethe; no sin razón se le achacó a su obra un regusto fuertem ente «clasicista». Así y todo, Curtius dem ostró que la filología de la época, por sí sola, no podía penetrar históricam ente el m undo griego. E ra necesario ligar íntim a mente el sentido histórico-político, tal y como se había manifestado en G rote, con los conocimientos técnico-filológicos que se acumulaban en grado creciente en la segunda m itad del siglo. Este proceso y la consiguiente dem o lición de los «prejuicios clasicistas», quizás ostentada algo más de lo necesa rio, se consumó de hecho, y obtúvo un especial poder de penetración, gracias a la excepcional circunstancia de que tres em inentes investigadores dedicaran todo su esfuerzo a esta misión: en la filología, Ulrich von Wilamowitz-Moellendorf; en la historia, Karl Julius Beloch y Eduard Meyer. Todavía hoy, nuestros conocimientos históricos se basan, en su mayor parte, en sus investi gaciones y en las de sus contem poráneos. Desde entonces, la reconstrucción de los datos elem entales de la historia griega puede considerarse asegurada. Sólo fuentes com pletam ente nuevas po drían aportar «sorpresas»; pero de acuerdo con las experiencias cumplidas, esto no parece muy probable, por más deseable que pueda ser. Tan sólo es
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posible que cambien las apreciaciones del contexto de los hechos, su interpre tación en principio y la comprensión de todo el conjunto. A quí, natural m ente, dependem os de la autoridad de nuestro juicio: lo que la generación de Beloch y de E duard M eyer colocaba en un determ inado lugar, puede ser en ocasiones desplazado a otro distinto. Pero se trataría de simples modifica ciones que en absoluto harían necesario volver a recorrer todo el camino h e cho por los estudios pasados. Por tal m otivo, las posteriores historias griegas pudieron surgir, por lo menos en A lem ania, sobre bases más limitadas. In cluso la nuestra disfruta de tal ventaja y además puede reivindicar el privile gio de no ser inferior a ellas por su extensión. Obedece por com pleto a la ley im puesta por el desarrollo de la ciencia. D e una obra historiográfica se observa, en prim er lugar, su articulación, es decir, por regla general, su división por épocas. Ésta depende de la con cepción global, pero obedece tam bién a motivos prácticos de comprensibili dad. N uestra Historia está dispuesta en base a estos motivos, por considera ción a las exigencias de nuestros lectores. P or ello es consciente de que «época» significa simplemente «sección» y de que existen numerosísimas «secciones» en la historia. Interesa, por consiguiente, ver a cuáles de las divi siones posibles se les puede atribuir una cierta preem inencia, y si la elección es de alguna m anera plausible. Por otra parte, es absolutam ente necesario re ducir estas divisiones al mínimo posible para no obstaculizar el camino del lector menos orientado con un caos de carteles indicadores. E n este aspecto, por fortuna, la prim era parte no presenta problem as: trata el período en el que la historia griega se sitúa todavía en el horizonte prehistórico y en el de la civilización antigua oriental. E n principio, este p e ríodo nos ha sido revelado sólo gracias a la m oderna investigación y, concre tam ente, en exclusiva por la arqueología. A nteriorm ente, hasta m ediados del siglo X IX , los estudiosos se veían obligados, para llenar este espacio, a utilizar los mitos y lo que los historiadores griegos hacían pasar por historia. Sola m ente cuando, siguiendo el ejem plo de Niebuhr, se aprendió a disolver estas fantasías, se ganó la libertad frente a la tradición apócrifa. Pero no se tenía aún nada con lo que pudiese ser sustituida. Schliemann conservó la fe y buscó en Micenas el palacio de Agam enón. No obstante, su error indicó el buen camino, ya que sus excavaciones, em prendidas sobre la base de leyendas heroicas, llevaron al conocimiento del m undo de Troya y Micenas. Después de haber aprendido a interpretar los re sultados de dichas excavaciones sin prejuicios, esto es, sin recurrir a las p re misas de Schliemann, que en parte eran aún aceptadas por su sucesor D órpfeld, podem os ordenar históricam ente el m undo. A hora bien, el descifra miento de la escritura lineal B ha añadido todavía algunos nuevos colores al cuadro. El lector acogerá con agrado el capítulo especial dedicado a esta es critura, dentro del interés que precisam ente en nuestros días encuentra este descubrimiento en un amplio público. La migración doria o, como nos hem os acostum brado a decir desde hace algunas décadas, la migración egea o gran migración constituye una cesura tan neta que no es difícil designar con ella una conclusión o un nuevo inicio. Pero ¿qué es lo que comienza y hasta dónde puede alcanzar lo nuevo? N ues tra Historia Universal abre el siguiente capítulo con las guerras médicas y, por consiguiente, considera los casi quinientos años anteriores a ellas como
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una unidad, como la época arcaica. El punto de división en sí no es contro vertido: todas las historias griegas lo tienen en cuenta. Sin em bargo, la reduc ción del medio milenio precedente bajo la única denom inación de época ar caica respeta menos las convenciones corrientes. Por lo general, se tiende más bien a limitar el concepto de lo arcaico a los dos siglos anteriores a las guerra médicas. No obstante, con ello se nos presenta la cuestión de qué tem a es el que ha de venir antes, o se cae fácilmente en el com prom iso.de te ner que recurrir a un térm ino más o menos vacío, como, por ejem plo, el de «período de transición», poniendo en peligro la estructura relativam ente clara de la historia griega. La «unidad» de un período histórico es una dimensión relativa que no puede verificarse nunca íntegram ente. Sólo es posible una orientación según tem as concretos, que no pueden reclam ar ningún derecho de exclusividad, sino que tienen sim plemente la ventaja de representar m ejor que otros una marcha continua. Para el período de tiem po citado, parece que puede servir a este propósito la circunstancia de que el cuerpo étnico griego se encuentra aún en m ovim iento, es decir, en el proceso de su formación. Este se ve clara m ente, sobre todo, en los acontecim ientos siguientes a la migración, aunque sean oscuros en sus particulares; pero lo mismo se puede decir de la coloniza ción griega, que term ina precisam ente con el comienzo del conflicto grecopersa. Por su parte, las guerras médicas enlazan casi lógicamente con lo ante rior, en cuanto politizan este concepto étnico en m edida limitada, pero nunca más superada posteriorm ente. N aturalm ente esto no significa que, por lo demás, no se hayan dado otras empresas y problemas en la historia griega de este medio milenio, y el lector atento se convencerá fácilmente de lo contrario. Pero como constante a través de los siglos, este tema no tiene concurrencia. Y no la tiene porque este período es ante todo una época de formación, confirmada por el hecho de que en él lo griego llega a asumir, incluso bajo otros aspectos, su fisonomía y genera los elem entos que le capacitarán para desarrollar su función histórica universal. Esto es válido tanto para la form a ción del cuerpo social y político — la ciudad-Estado griega adquirió entonces sus contornos y sobre todo la preponderancia frente a otras formas de organi zación— , como para el desarrollo del organon espiritual. El lector entenderá por qué precisam ente esta fase de la historia griega le es presentada con una cierta evidencia y es tratada más extensam ente que en otras historias griegas de dimensiones sem ejantes. Por lo dem ás, no debe dársele excesivo peso al térm ino «arcaico»: tam bién él tiene una historia propia que no podem os re cordar, pero, no obstante su generalidad, es bastante significativo para captar en sí el «devenir», la «génesis» de lo que será más tarde com pletam ente evi dente. La época siguiente va de las guerras médicas a A lejandro Magno. Para los expertos debería ser indudable (aunque desgraciadamente no lo sea así) que A lejandro representa un «capítulo» incom parable, el único punto de ac ceso legítimo al helenismo. El período, de alrededor de ciento cincuenta años, no es muy extenso, y ya sólo por esto podríam os considerarlo sin re celo como una unidad. P ero no es así: está roto por la guerra del Pelopo neso, aunque la fractura no sea suficiente para quebrar la periodización. Po dría decirse, por otra parte, que la guerra del Peloponeso, de la que arranca el siglo IV , enlaza este último con el siglo precedente. El siglo IV no tiene una
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vida propia, sino que se sitúa en el reflejo del siglo V . N uestra exposición in tenta tener en cuenta este fenóm eno peculiar; no obstante, se ve obligada, por exigencias de/espacio, a trazar muy brevem ente los complejos aconteci mientos de las dos generaciones siguientes a la guerra del Peloponeso y a p o ner de relieve sólo las líneas esenciales. Sin em bargo, este sacrificio puede considerarse legítimo, porque se lleva a cabo en favor del siglo V . En éste, el lector puede reclam ar el derecho a ser inform ado minuciosam ente sobre el proceso externo e interno de los acontecimientos. No tendría sentido una his toria griega que no ofreciese inform ación precisa sobre M aratón y Salamina, sobre Pericles y la democracia ática. El concepto de lo «clásico», que se utiliza a falta de otro m ejor, no debe ser juzgado con dem asiada severidad. E n el fondo es un concepto «antihistó rico», ya que la historia no conoce períodos «normativos». El autor tampoco pertenece a aquellos que creen en la idealidad de la polis griega y cree cono cer las dificultades a las que conduce una tal convicción. Pero los siglos V y IV siempre serán la época en que Grecia llevó a cabo una «gran política» -sobre la base de la ciudad-Estado. Ni antes ni después tuvo lugar algo sem e jante: anteriorm ente, no, porque, como ya sabía Tucídides, no existía una «gran política» entre los griegos; y posteriorm ente, tam poco, porque dicha política fue practicada por otras instancias y ya no por las ciudades-Estado. En este sentido podría hablarse incluso de una época de la ciudad-Estado griega, pero con ello se daría entrada a equívocos. Será, por consiguiente, más oportuno atribuir al espíritu griego el esplendor que difícilmente se puede encontrar en la historia política de todo el período y, m ediante el concepto de «clásico», indicar sólo que el período esconde en sí las dimensiones más luminosas y trascendentes de toda la historia griega: por ejem plo, en los gran des trágicos, en Sócrates, Platón y A ristóteles, por no hablar de las artes fi gurativas. Los límites externos del helenismo son, desde que Droysen creó tal con cepto, mucho menos discutidos, por fortuna. Es, por decirlo de la m anera más simple, el último capítulo de la historia griega que comienza con A lejan dro Magno. H asta Droysen (e incluso algún tiem po después), los historia dores se encontraban en dificultades y, todo lo más, podían hablar con un cierto em barazo de la historia de los Estados griegos y M acedonia. Hoy la definición dada por Droysen del contenido del helenismo (síntesis de O riente y Occidente) no se acepta ya por lo general, por buenas razones. Pero de nuestra contribución y de las indicaciones del capítulo precedente, el lector atento deducirá, no obstante, que ambos autores no aceptan sin más ni si quiera el «evolucionismo» hegeliano de Droysen, que, a diferencia de la d e terminación del contenido del helenismo, tiene todavía hoy una validez indis cutible en la ciencia y que atribuye a esta época, con respecto a su origen, una fatalidad histórica. Se necesita de una metafísica historiográfica bien só lida para derivar fenómenos tan extraordinarios como la aparición de A lejan dro y la destrucción del imperio persa, de una disposición preestablecida. El historiador debería m ejor no preocuparse por lo extraordinario y limitarse a registrar el hecho. Precisamente sobre esta materia, la sugestiva exposición de Welles, que se ajusta estrictamente a los datos comprobables, prestará un buen servicio al lector, que verá que el helenismo, bajo el velo de formaciones de po tencias muy efímeras, dio libre curso a una fuerza helénica que existía desde ha
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cía mucho tiempo, y que sólo entonces alcanzó su punto culminante. El hele nismo es la época del desenvolvim iento de una civilización griega como forma de vida que irradia más allá de su territorio de origen. Precisam ente en esta peculiaridad, el helenismo tuvo la capacidad de sustituir a la historia rom ana y de elevar a la A ntigüedad a la categoría de potencia cultural europea.
ORIGEN Y ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DE LA HISTORIA GRIEGA PO R
Fritz Schachermeyr
La península griega se presenta estrecham ente unida al Egeo, mar que la baña por el Este y el Sur, m ientras que se une al continente por el Oeste. Debido a su situación geográfica, a Grecia le cupo en suerte participar de forma im portante en la misión que el Egeo ha desem peñado una y otra vez en la historia como interm ediario entre Asia y Egipto, por una parte, y entre el continente asiático y Europa, por otra. Los elem entos culturales asiáticos y egipcios, que recibía de prim era m ano, llegaron a ser para Grecia tan deci sivos como las inmigraciones desde Europa. Pero la H élade no se cerró en esta posición privilegiada del que recibe, sino que se convirtió en donante de una civilización tan pronto como fue m adura para su misión.
L A S C U L T U R A S M Á S A N T IG U A S D E L E G E O Cuando hoy día hablamos de «épocas primitivas», evocamos las sombras de un pasado más rem oto de aquel que, hasta hace poco, nos era conocido. Tan sólo recientes estudios han llegado a com probar la existencia de una cul tura paleolítica de pescadores y cazadores en Tesalia, junto al río Peneo. Utensilios de piedra de pueblos sem ejantes que vivían de la caza se han en contrado en una caverna de Beocia, y la existencia de utensilios del mismo tipo puede ser dem ostrada tam bién en las islas. Esto es todo lo que sabemos sobre esta población primitiva. Sin em bargo, se puede conjeturar que, for m ada por su medio am biente, representaba ya una especie inicial del hom bre mediterráneo. No por propia iniciativa, sino por el estímulo de influjos culturales del Asía A nterior, Grecia y la Europa suroriental traspasaron el umbral que con ducía de la caza de los fo o d gatherer al nivel superior de los fo o d producer. E ra al mismo tiempo el paso del mesolítico al neolítico. El cultivo de cereales, la cría de ganado y la gradual domesticación de ciertos animales comenzó en Asia A nterior. N aturalm ente, mientras se m an tuvo la vida nóm ada con los rebaños no podían sobrevenir transformaciones sustanciales. Sólo cuando se decidieron a practicar la agricultura — al princi pio, todavía se iba siempre en busca de suelos vírgenes— y aprendieron a ro turar una y otra vez el suelo, la tierra se convirtió en propiedad duradera y objeto de valor. Se permanecía en los mismos lugares, se fundaban asenta-
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mientos estables, incluso fortificados, y pronto se acabó por construir autén ticas ciudades. A hora era posible acumular reservas y reunir riquezas; apare ció la figura del campesino en las aldeas y la del propietario en las ciudades. Estos asentam ientos necesitaban entonces de la protección de una autoridad que defendiera las tierras y el territorio de la tribu, que vigilara la justa dis tribución del agua y asegurase la protección divina. Así empezó a desarro llarse el Estado territorial, dirigido por príncipes y sacerdotes por la gracia de Dios. E ra un sistema jerárquico absolutista, que se im ponía allí donde la ri queza del suelo favorecía la economía agrícola. Los comienzos de tal agricultura estable, pronto tendente a la form a de vida urbana, se encuentran en Palestina, en donde los m ejores testimonios los ofrece Jericó y A bu Gosch, en Siria, M esopotam ia (principalm ente, en Q alat Jarm o), Chipre, y el Asia M enor oriental y central (hallazgos de Hacilar). La gran extensión de este primitivo territorio agrícola se explica por la tendencia expansiva de los prim eros agricultores, aún incapaces de m ejorar el terreno. E n el campo religioso, el alto aprecio de la fertilidad condujo a la veneración cultural de la m aternidad y de la feminidad. Se m odelaron esta tuillas de la «Gran Diosa» con arcilla aún sin cocer, antes incluso de que se conocieran los m étodos para la fabricación de vasos de terracota. D e Jericó y Hacilar, en la A natolia central, conocemos la existencia de un culto singular de los cráneos de difuntos. La cerámica no existía aún, pero sí cuencos de piedra bien trabajados, que han dado origen a la denom inación de «cultura de los cuencos de piedra» para esta fase. Parece que ya en la época de la más primitiva agricultura, cuando aún no se sabía roturar el terreno, grupos de campesinos en busca de tierra, proce dentes de Asia M enor, llegaron al Egeo, a Grecia. Se establecieron en cual quier lugar que les proporcionara buenas tierras de cultivo, sobre todo en Te salia, y fundaron incluso establecimientos en algunas islas, para facilitar el tráfico a través del Egeo. A partir de entonces encontram os en la H élade los primeros asentam ientos estables, huellas de» agricultura y de cría sistemática de ganado. H abía com enzado así el movimiento históricam ente tan im por tante que denom inam os «corriente cultural del Asia Anterior»: se trataba de migraciones de agricultores en busca de tierra que llevaban consigo su patri monio cultural; es decir, migraciones de hom bres y m ercancías, de conoci mientos e ideas, fluyendo siem pre en la misma dirección, desde el Asia A nte rior a Europa; un m ovimiento que quizá comenzó ya en el VI milenio, como muy tarde, en el V, y que duró hasta principios del III, un m ovimiento que tenía su origen en la superioridad de la civilización del Asia A nterior. Un progreso im portante se delineó cuando çn el Asia A nterior se pasó a producir vasijas de terracota. Gracias a ello disponemos de hallazgos de gran valor, ya que tales recipientes, por el m odo de fabricación, por su forma y decoración, están de tal modo ligados a la propia época que, con su ayuda, puede establecerse sin dificultad la época concreta de cada hallazgo. Es cierto que, por lo general, vasos enteros sólo se encuentran en las tum bas, pero toda cultura ha dejado tras de sí, al menos, fragmentos de ellos. Con fre cuencia se han encontrado varios estratos culturales superpuestos, cuyos li mités cronológicos pueden ser determ inados gracias a los fragm entos de cerá mica hallados. Con el comienzo del arte de alfarero nos introducimos en la fase del neo
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lítico com pletam ente perfeccionado, caracterizada por utensilios de piedra pulim entada — esto es, no sólo tallada— y la aparición de la cerámica. Con ayuda de algunos recipientes de arcilla, así como de algunos otros hallazgos se puede determ inar una serie de provincias culturales en el A sia A nterior y sus territorios circundantes. U na de ellas se supone en Siria y M esopotam ia, en donde se desarrolló la «cultura de Tell Halaf»; otra se atestigua en Pales tina, y una tercera, en Egipto; la cuarta, en Irán, se extendió m ás tarde al occidente de la India (las culturas de H arappa y M ohenjo-daro); una quinta, en fin, aparece en Anatolia: a través de la «corriente cultural del Asia A n te rior», esta últim a extendió su influencia hasta Occidente. La corriente oriental permaneció operante incluso después del descubri m iento de la alfarería. Si en principio había traído la agricultura, la cría regu lar de ganado y la vida sedentaria, ahora prosiguió con el arte de la cerá mica, la decoración vascular, incisa o pintada, el uso de sellos, pero, en espe cial, tam bién con la ulterior elaboración del culto a la G ran D iosa M adre, re presentada en ídolos o en vasos. E sta corriente cultural a través del Egeo se extendió hacia el O este y N o roeste, en un sentido hacia Italia y en otro hacia los Balcanes y las tierras del D anubio, hasta la E uropa central. E n este proceso, la provincia cultural de A natolia, particularm ente expansiva, presentaba desde el principio una cierta independencia frente a sus convecinas de Siria y M esopotam ia, ya que, en Asia M enor, un tipo lingüístico m editerráneo antiguo se desarrolló hasta con vertirse en una im portante lengua de civilización, m ientras en Siria y en M e sopotam ia prevalecieron, al parecer, otros idiomas, sobre todo el sumerio y el semítico. Tam bién Palestina recibió, ciertam ente desde muy tem prano, la im pronta semítica, y en Egipto el decisivo desarrollo cultural comenzó sólo con la mezcla de los camitas locales con inm igrantes semitas. El tipo lingüístico originario de A natolia, en A sia M enor, se extendió con la corriente cultural ya m encionada hacia el ám bito del m ar Egeo, Italia, los Balcanes y los territorios bañados por el D anubio. Produjo en todas partes la formación de topónim os que se han conservado hasta épocas recientes. C a racterísticas, sobre todo, son las sílabas finales form adas con nt y ss. Sus lí mites están jalonadas p or los nom bres de Naissos (el actual Nis), C arnuntum (junto a V iena), C arantania (C arintia), Val Pusterio (antiguam ente Pustrissa), T arento en Italia y Krimi(s)os en Sicilia. Como la lengua anatólica se extendió alrededor de todo el Egeo, nos hemos acostum brado a denom inarla como «egea». A este grupo lingüístico y étnico egeo pertenecen, por tanto, todos los emigrados que, procedentes de Asia M enor, llegaron hasta Grecia, los Balcanes, el D anubio e Italia. Los centros de irradiación de la cultura anatólica se hallaron en Cilicia, en donde Mersin y Tarso proporcionan las pruebas arqueológicas; en A natolia oriental, donde, en 1961, Jam es M ellaart llevó a cabo investigaciones funda m entales en C hatal Hüyük; y en el A sia M enor central, donde las excava ciones del mismo estudioso en H acilar han descubierto la existencia de abun dante cerámica y escultura menor. Sin em bargo, el área del Egeo no ha recibido el estímulo para desarrollar una civilización superior tan solo de la corriente cultural de A sia A nterior. O tros influjos provenían, a través del M editerráneo, de Egipto y África del N orte, de tal m odo que podem os hablar de una segunda «corriente cultural
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norteafricana». C iertam ente, ésta estaba dirigida hacia Occidente: hacia Es paña, B retaña, islas Británicas, E uropa del N orte e incluso M alta, C erdeña y Córcega. Así y todo, C reta se vio influida por ella y, consiguientem ente, la zona del Egeo. Las influencias africanas trajeron consigo, sobre todo, cons trucciones «megalíticas» en la forma de tumbas circulares y de cúpula, círcu los de piedras y m enhires, así como la «sensibilidad cavernícola» m editerrá nea, la tendencia a celebrar los cultos en espacios subterráneos. A C reta lle garon con esta segunda corriente algunas influencias en el campo de la cerá mica y en la elaboración de la piedra, y más tarde, principalm ente, el tipo de tum ba de cúpula que de tanta im portancia sería para C reta y Micenas. La civilización que alcanzó la Grecia continental a través de la corriente cultural del Asia A nterior la denom inam os «cultura de Sesklo», según un ya cimiento arqueológico de Tesalia. Se trata de una cultura agrícola, con num e rosas aldeas y algunos centros con características más bien urbanas. Se exten dió por toda Grecia y en las regiones fértiles de Tesalia y Beocia determ inó un notable bienestar, pero no ignoraba la navegación y el comercio. A pesar de que la cultura de Sesklo dependía de la civilización de Asia M enor, en la zona del Egeo estos influjos sufrieron una cierta depuración. A quí la decora ción de la cerámica anatólica, con sus bellas pinturas, pero dem asiado sobre cargadas, se redujo a un esquem a más simple de zig-zag con muchas varia ciones. Especial im portancia se dio a la form a de las vasijas de líneas arm ó nicas. La escultura m enor de A natolia, con sus múltiples representaciones de la G ran Diosa M adre, se limitó, en la zona del Egeo, al tipo de diosa en pie, sentada o reclinada, evitando toda esquematización y dando a cada pieza su forma y encanto propios. E n el terreno de la arquitectura ya se anuncian las primeras formas del megaron y, por lo general, se construyen casas de planta cuadrada, con contrafuertes dirigidos hacia el interior, para evitar el desmo ronam iento de las edificaciones en caso de terrem oto. Como en C reta tuvieron un fuerte im pacto las influencias egipcias y norteafricanas, la isla, frente a la continental Sesklo, ocupó una posición espe cial. Parece que en el neolítico, C reta estuvo bastante poblada, y que ya se sabía sacar provecho de los m ontes para la cría de ganado, con una especie de ganadería trashum ante. Un centro especialmente extenso fue Cnossos. En la cerámica bajo la influencia norteafricana, se renunció a pintar los vasos y se prefirió una decoración incisa e incrustada de blanco; tam bién, en la fabri cación de recipientes de piedra, se seguían modelos egipcios. En la escultura m enor es sorprendente encontrar además, en los prim eros estadios del neolí tico, una estatuilla masculina con una especie de taparrabos, que revela pro cedencia libia. Sin em bargo, por regla general, la G ran Diosa M adre de Asia A nterior se impone tam bién en la escultura m enor de Creta. No obstante, las estatuillas modeladas en las islas no podían com petir con las de la Grecia continental, ni en elegancia ni en m adurez artística. Nos en contramos, en cambio, con una excelente escultura animalística, en la que se revelan tendencias a un arte de género. Lo mismo que en el continente, en contramos tam bién en C reta, al principio, un ingenuo realismo prim itivo, ba sado en las simples im presiones de los objetos, lo que está en contraposición con los comienzos del arte griego posterior, que tuvo su punto de partida en las representaciones abstractas y, por consiguiente, en un cierto sentido, en las ideas.
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Paulatinam ente, la G ran Diosa M adre fue diferenciándose en formas indi viduales locales dentro del ám bito del Egeo. Del mismo m odo, su com pa ñero, el dios m ortal de la prim avera y la vegetación, se presentaba bajo di versos aspectos: como A ttis en Asia M enor, Adonis en Siria y Tammuz en M esopotamia. U n nuevo elem ento, dentro de la zona del Egeo, se unió a las ideas to madas de O riente: el tem or por las potencias ctónicas del mundo subterráneo pasó a prim er plano. No cabe la m enor duda que tal sentim iento era p ro ducto de la influencia del medio am biente, sobre todo de la impresión susci tada por los terrem otos tan frecuentes en Grecia y de los fenómenos que n o sotros denominamos «cársticos» (grutas, ríos subterráneos, etc.). M ientras que en Asia A nterior las potencias más temidas eran los dioses de la tem pes tad, en el Egeo, la «Gran Diosa», como señora de la tierra y del mundo sub terráneo, se convirtió en la soberana principal. D urante el neolítico tuvo lugar gradualm ente un gran progreso cuando se consiguió la extracción de metales como el cobre, el oro y la plata. Una vez más, el punto de partida fue la región de Asia M enor, donde existían ricos yacimientos, sobre todo de cobre y plata. El m etal, en principio, sólo era usado como ornam ento en forma de sedales y alfileres; más tarde se fabricó todo tipo de utensilios y armas, y bien pronto, para obtener un m aterial más duro, se prefirió usarlo en aleación con otros metales. Finalm ente, tam bién se fabricaron recipientes, en principio fundidos y batidos y luego elaborados en chapas soldadas. Todas estas innovaciones no se desarrollaron en Anatolia de form a demasiado rápida y su propagación en Grecia fue lenta. Así trans currió mucho tiem po antes de que el modo de vida sufriera un cambio sus tancial. Por tal motivo, se habla de una «Edad del cobre» en Asia, que sigue al neolítico a partir del IV milenio, pero para Grecia se m antiene la denom i nación de neolítico. D e todos modos, la cerámica se vio cada vez más am ena zada por la concurrencia de los vasos de metal e intentó imitarla en las formas y en el color oscuro y brillante de la superficie. Se prescindió, por tanto, de pintarlos con colores, y ello es un indicio de la transición a la «edad de los metales». Los estímulos decisivos para una agricultura cualificada, para una vida se dentaria y, finalm ente, para el nacim iento del oficio de alfarero, dentro de la corriente cultural del Asia A nterior, llegaron tam bién hasta Europa central. Allí se encontraron con pueblos que, desde tiempos primitivos, parece que decoraban sus utensilios domésticos con la espiral y el m eandro, motivos o r nam entales que hasta entonces eran extraños a las culturas m editerráneas. Como en el ám bito centroeuropeo estos tipos ornam entales se extendieron incluso a los productos de la nueva cerám ica, se formó, en el amplio espacio desde Bélgica hasta Polonia, Hungría y R um ania, la cultura de la «cerámica de bandas». Desgraciadam ente nos es com pletam ente desconocido el grupo lingüístico o étnico al que pertenecían los representantes de esta cultura. Parece que en la prim era m itad del III milenio este círculo cultural es tuvo caracterizado por tendencias expansivas que podem os com probar en la E uropa oriental e incluso en Italia; sin em bargo, las corrientes migratorias se dirigieron sobre todo hacia los Balcanes y, finalm ente, a Grecia. Entre el 2700 y el 2500 a.C. debieron de em igrar diferentes grupos de portadores de la cerámica de bandas, en parte de H ungría y en parte de Rum ania. A uno
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de estos grupos se debe atribuir con certeza la fundación de la fortaleza tesalia de Dímini, p o r lo que estos movimientos son denom inados tam bién «migraciones de Dímini». L a m eta de los inmigrantes era, sobre todo, la rica Tesalia; sin em bargo, algunos grupos llegaron tam bién al Peloponeso y otros a las Cicladas. Incluso algunos de ellos alcanzaron la costa tracia del Egeo y Asia M enor, pero todo lo más se trataba de grupos aislados. Estos inm igrantes, incluso los grupos que penetraron en Tesalia, eran num érica m ente muy débiles para poder conservar sus costumbres y su lengua. Se asi m ilaron a la población indígena de form a parecida a como ocurrió más tarde con los norm andos en N orm andía o con los longobardos en Italia. Lo único que perm aneció fue el m otivo decorativo de la espiral, que más tarde ten dría gran im portancia, sobre todo en C reta y Micenas. D esde un punto de vista histórico universal, estas migraciones de la corriente cultural de Asia A nterior representaron una frontera en cuanto, en lugar de la corriente uni lateral de fuerzas históricas y valores culturales de Asia a Europa, tuvo inicio entonces una corriente opuesta. P or prim era vez, E uropa pasó al Sureste con elem entos culturales propios y en movimientos migratorios. D esde entonces, G recia se halló bajo la doble influencia de Asia M enor y de los Balcanes, y se convirtió en la zona de tensión expansionísta de dos continentes. Si la am enaza de los portadores de la cerámica de bandas desapareció, fue debido a que estos grupos, en la segunda m itad del III milenio, fueron em pujados y, por últim o, disueltos por nuevos inmigrantes. H ordas indoeuro peas tom aron posesión de la E uropa suroriental y acabaron con la época de la cerámica de bandas. Los nuevos llegados se presentaron como conquista dores tam bién en las costas del Egeo. Pero, como no trajeron consigo ningún patrim onio cultural im portante, la arqueología no puede distinguir su prim era aparición en este área. Por tal motivo, no estamos en absoluto seguros de cuándo llegaron los prim eros grupos de indoeuropeos a G recia o Asia M e nor. Sus más tem pranas penetraciones no debieron aún transform ar el as pecto cultural de los dos territorios. Sin em bargo, pudo haber surgido ya en tonces en A natolia el «luvita» como lengua mixta egeo-indoeuropea. No obs tante, en la segunda m itad del III milenio se formó en A natolia, en las islas incluida C reta, en la G recia continental y en M acedonia, una zona cultural netam ente distinta tanto de la E uropa central, ya fuertem ente indoeuropeizada, como de la Siria semítica y de la M esopotam ia sumero-semítica. Este círculo cultural, aunque enraizado am pliam ente en las tradiciones neolíticas y determ inado étnicam ente en su generalidad por la antigua población egea, desde el punto de vista lingüístico, por lo que respecta, por ejem plo, al lu vita, estaba ya expuesto a algún influjo indoeuropeo. U na nueva expansión cultural anatólica se produjo bajo el signo de la m etalurgia de Asia M enor. Parece que hubo entonces tam bién un nuevo flujo de elem entos étnicos de A natolia, pero aún está por dilucidar si entre ellos se encontraban elem entos luvitas. Con el definitivo prevalecer de un m odo de vida determ inado por la m e talurgia, comienza la edad de los m etales y precisam ente la «prim era edad del bronce»: en Asia M enor y en C reta hacia el 2600; en el continente griego, hacia el 2500 a.C. Bien es verdad que el estaño, tan im portante para la aleación, no estaba disponible entonces en suficiente cantidad. Así pues, la
R estos de una tumba circular junto a H agia Tríada, en la llanura de M essarà, Creta m eridional, ca. 2600 a.C .
Tocador de arpa. Estatuilla de m árm ol de las Cicladas, 2500-2000 a.C . K arlsruhe, Badisches Landesm useum .
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prim era edad del bronce es todavía más bien una fase cultural caracterizada por el cobre; pero por razones prácticas el comienzo de la edad de los m e tales se incluye en la «edad del bronce». Dividimos la edad del bronce en tres subperíodos —prim ero, m edio y ta r dío— , cuyos límites interm edios se hallan en torno al 2000 y al 1600, finali zando la últim a fase hacia el 1200. Sigue después la edad del hierro. E n la zona del Egeo, la esfera cultural de la prim era edad del bronce se subdivide en las áreas especiales de Asia M enor, C reta, Grecia continental, Cicladas y M acedonia. El área cretense fue denom inada «minoica» por A rthur Evans, el descubridor de esta civilización, según el nom bre del mítico rey Minos. La edad del bronce en la Grecia continental ha sido llam ada «heládica» por los investigadores W ace y Blegen; y, para el período del bronce de Asia M enor, M achteld M ellink ha propuesto el térm ino de «anatólica». En el marco de la prim era, media y tardía edad del bronce, se habla, por consiguiente, de un período antiguo, medio y minoico, y análogam ente, de un heládico antiguo, medio y tardío: la misma subdivisión podía ser adoptada para la cronología anatólica, cicládica y m acedonia. M ientras que en el neolítico y el calcolítico Asia M enor oriental y central había asumido m ayor im portancia histórica, en la prim era fase de la edad del bronce el centro de gravedad se desplaza a la parte occidental de la penín sula. A quí surgieron en gran núm ero nuevos establecimientos, aldeas y p e queñas ciudades, estas últimas como residencias de familias de príncipes. La residencia más conocida de este tipo es-Troya (Ilion), que conocemos bien gracias a las excavaciones de Heinrich Schliemann, W ilhelm D ôrpfeld y, más tarde, de una expedición americana. Ya Schliemann había dividido los di versos estratos pertenecientes a la edad del bronce en cinco fases, de Troya I a Troya V, que, sin em bargo, después de las com probaciones de los n ortea mericanos, deben ser estructuradas de nuevo en una serie de niveles arqueo lógicos de m enor duración. Troya era una ciudad protegida por fuertes m uros, en cuyo centro se en contraba la sede del príncipe. Las edificaciones en que el soberano vivía y gobernaba tenían la forma del megaron: un edificio alargado, con entrada por uno de los lados m enores, un vestíbulo, una sala principal y a veces in cluso una habitación posterior. En la fase Troya II, cuando la ciudad conoció sus m ejores tiempos, tenía en su parte central varios edificios de este tipo de carácter m onum ental. Estaban separados de las viviendas de los súbditos por una muralla propia y un peristilo, es decir, una hilera de columnas paralela al lado interno de la m uralla. La im presionante m uralla que rodeaba todo el área habitada, con sus torres y puertas, fue restaurada y ampliada varias veces durante el período Troya II. E ntre los hallazgos de esta fase prim era de la edad del bronce en Troya hemos de destacar, sobre todo, la cerámica, que m uestra algunas formas características, como, por ejem plo, el llamado depas amphikypellon (una vasija puntiaguda de doble asa) y ánforas, que en sus paredes o en la tapa llevan imágenes en relieve del rostro o incluso del pecho de la G ran Diosa M adre. Pero son famosos, sobre todo, los tesoros descubiertos por Schliemann. Se trata de depósitos hechos por los habitantes de Troya II cuando la ciudad se encontraba bajo la amenaza inm ediata de conquista por parte de algún enemigo. Estos depósitos contenían, sobre todo, objetos de oro o plata, como vasos y joyas trabajadas con unas técnicas muy
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refinadas de granulado y filigrana. Tam bién se encontraron armas de piedra del tipo de las «hachas de com bate». La civilización de las islas vecinas estaba estrecham ente em parentada con la de Troya. E n Lesbos se encontraba el asentam iento de Term os, rodeado de murallas al m enos en p arte, y en Lem nos, la ciudad de Poliochni, provista de sólidas fortificaciones, que ha sido excavada por arqueólogos italianos (úl timamente por B ernabo B rea). Pero curiosam ente, en estos lugares no se han hallado edificios residenciales. No obstante, num erosas viviendas privadas contenían un megaron com o elem ento constructivo principal. Tam bién la cultura de los restantes territorios de Asia M enor concordaba con la de Troya, p ero en cada región se desarrollaron variantes locales. U n centro notable fue Beycesultán, en el alto M eandro, donde se han descu bierto santuarios en form a de tem plo. E ntre otros instrum entos de culto, se hallaron en ellos los llam ados «cuernos de consagración», que tam bién en contrarem os en C reta. M ás al Este, expediciones turcas, am ericanas e in glesas han excavado varios lugares; en A laka H üyük y H oroztepe se han en contrado tum bas reales con ricos ajuares. E ntre otros objetos, contenían vasos de m etal, trabajados adm irablem ente, como «estandartes», tan im por tantes para el culto, hechos en bronce con calados. La orfebrería en A laka no se puede com parar ciertam ente con la de Troya en la finura de su eje cución. E n C reta continuaban las precedentes tradiciones culturales, pero no fal taban influencias norteafricanas y del Asia A nterior. D el norte de Á frica se adaptaron las tum bas circulares megalíticas y varios tipos de escultura orna mental; y del O riente Próxim o, el sello en form a de prisma. D e A sia M enor llegó no sólo el m etal, sino tam bién un gran núm ero de vasos m etálicos, cuyas formas eran imitadas en los vasos cretenses de arcilla. Inm igrantes de Asia M enor tuvieron que ser los que introdujeron en C reta la doble hacha de culto, los «cuernos de consagración» y los llamados kernoi, pequeños vasos para sacrificios, unidos entre sí con puentecillos. Sin em bargo, C reta era independiente de los influjos en la arquitectura de sus viviendas y en la fabricación de vasos de piedra. La arquitectura seguía fiel a las tradiciones neolíticas locales y rechazó el megaron, tan difundido en la Grecia continental. No obstante, en la fabricación de elegantes vasos de piedra se alcanzó una destreza poco común; los encontrados en las tum bas reales de Mochlos, en C reta oriental, son obras m aestras incom parables. En las mismas tumbas se hallaron tam bién joyas de oro, que con sus rasgos más naturalistas recuerdan, más que Troya y Á laka, las halladas en la necrópolis real de U r, en M esopotam ia. Se han hecho abundantes hallazgos en las tumbas circulares, sobre todo en la llanura m eridional de M essará, pero tam bién en otras partes de la isla. Cuando no eran de grandes dim ensiones, esta ban cubiertas con una obra de fábrica en forma de cúpula (tholos). Por el contrario, las tum bas circulares de diám etro m ayor debían de estar cubiertas de un tejado de m adera. Los habitantes de las Cicladas, en la prim era edad del bronce, dom inaban el m ar Egeo con embarcaciones de muchos remos. H acían de interm ediarios entre A natolia y la Grecia continental y descubrieron tam bién las vías m arí timas que conducían a Occidente, hacia la Italia m eridional y Sicilia, M alta, sur de Francia y España. Pero no se limitaban a exportar a estos países el
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m etal de Asia M enor: se distinguían tam bién por su propia producción y por su capacidad de artesanos. Ellos fueron los difusores de unas estatuillas de mármol de figuras femeninas desnudas y de músicos masculinos, que en las islas se depositaban en las tumbas. N aturalm ente, de los productos mayores de la escultura neolítica no puede saberse m ucho; las estatuillas se fabricaban en una especie de produc ción en serie, pero además de difundirse en las mismas islas, encontraban el camino de la Grecia continental y de C reta. D e excelente factura son los p e queños vasos cilindricos de piedra verde, cubiertos de una red de espirales en relieve. Tam bién los sellos con motivos decorativos e n ,espiral fueron produ cidos por prim era vez en las Cicladas; posteriorm ente, se im itaron en C reta y, por último, incluso en el Asia M enor oriental. Por la laboriosidad y ta lento de sus habitantes, las islas alcanzaron un nivel de prosperidad tal que su población era entonces mucho más num erosa que la actual. Á tica, Eubea e incluso C reta, p o r algún tiem po, estuvieron, al parecer, bajo la influencia de las Cicladas. Estas, por su parte, adoptaron de C reta el tipo de tumba cir cular, originario del norte de África, que, sin em bargo, dieron lugar a im ita ciones modestas. Desgraciadam ente, nuestros conocimientos sobre las Ci cladas son insuficientes, ya que todavía no han sido excavadas las ciudades amuralladas que existieron allí. Como en C reta y las Cicladas, tam bién existieron en la Grecia continen tal, durante el Heládico antiguo, gran núm ero de ciudades pequeñas y resi dencias locales. El arqueólogo norteam ericano J. Caskey ha excavado una es pecie de sede del gobierno en Lerna, en la Argólide. Las ciudades estaban rodeadas de m urallas, dentro de las cuales se levantaban las casas, estrecha m ente alineadas, dejando muy poco espacio para las estrechas calles. Por lo general, se tiene la impresión de una notable actividad, especialmente en los puertos, como, por ejem plo, en la costa oriental de Ática, en donde se trab a jaba el cobre im portado de Asia M enor. O tros centros urbanos eran A tenas, M icenas, Tirinto y la ya m encionada Lerna. El núm ero de aldeas era grande, incluso quizá más grande que hoy. Al impulso general debieron de contribuir los inmigrados que, durante este período, llegaron desde Asía M enor hasta la H élade y allí acentuaron aún más el carácter predom inantem ente urbano. Igual que en las Cicladas, se com prueba tam bién aquí cierto retroceso en la producción artística. La escul tura m enor, desarrollada durante el neolítico, desaparece casi por completo, y la cerámica, que por lo general se limitaba a im itar los vasos de metal, re nunció durante largo tiempo a toda decoración. Desde Creta llegó a la Grecia continental el tipo de sepulcro megalítico; en Ática se han hallado las humildes tumbas de tipo cicládico, pero en Leucade se descubrieron tumbas circulares en forma de túmulo amurallado en su base, y en la colina de Tirinto, una construcción circular que debe considerarse una tumba monumental más que vivienda real. También en Lerna parece que existió en el centro de la ciudad, durante algún tiempo, un gran túmulo. Después de que en la prim era edad del bronce algunos grupos indoeuro peos penetraron en Macedonia y quizá incluso en Grecia y Asia M enor, so brevino en Grecia, hacia el 1950 a.C ., una gigantesca irrupción de pueblos extranjeros. G ran parte de los viejos asentam ientos fueron destruidos y los puertos de la costa oriental arrasados: del m aterial arqueológico existente
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puede deducirse que la cultura del Heládico antiguo se concluyó de modo violento. La aparición de num erosas hachas de com bate parece indicar que hubo duras luchas contra conquistadores brutales. Muy pocos centros, como Lerna, se libraron de la destrucción. Después de la catástrofe, conquistadores y vencidos debieron de entre mezclarse paulatinam ente en un pueblo mixto. Se reconstruyó una parte de los asentam ientos, pero más en el interior que en la vecindad inm ediata de la costa. Incluso bajo el aspecto cultural parece que se llegó a la unificación de las dos tradiciones. Se puede dar por seguro que los inmigrantes pertenecían a tribus que ya hablaban una especie de primitivo «protogriego». O tras ramas de estos «protogriegos» perm anecieron como ganaderos en las regiones m ontuosas en torno al Olimpo y el Pindó, en Epiro y en algunos lugares de M acedonia. De este m odo la población se dividió. Los conquistadores de la H élade, como herederos de los anteriores habitantes del Heládico antiguo, se convirtieron en agricultores y a m enudo se agruparon en núcleos urbanos, m ientras que aquellos que perm anecieron en las m ontañas siguieron aferrados a la econo mía basada en la ganadería de trashum ancia estival. A pesar de todo, estos grupos protogriegos se m antuvieron unidos por su lengua común, su común origen indoeuropeo y su procedencia de Europa oriental. T rajeron consigo a Grecia una serie de tradiciones, entre ellas, so bre todo, formas económicas propias de los primitivos indoeuropeos, como la cría del ganado y una agricultura tan sólo ocasional y muy primitiva. Estaban acostumbrados a una existencia inestable, en la que la tierra im portaba poco y la unidad de la tribu lo era todo. Vivían bajo una form a de sociedad pa triarcal, como es corriente entre los pueblos ganaderos. Todas estas caracte rísticas continuaron siendo tradición entre los conquistadores, incluso cuando, ya establecidos en tierra griega, se convirtieron en agricultores, habitaron en núcleos urbanos y se m ezclaron con la antigua población, form ada exclusiva mente de agricultores. El núm ero de inmigrantes tuvo que ser bastante considerable, ya que su lengua, en el proceso de fusión, pudo imponerse al idioma local egeo. Sola m ente los nom bres geográficos, de los centros habitados, de los m ontes y de los ríos, muchos nom bres de animales y plantas propios de la zona del Egeo, y por último, una serie de térm inos culturales siguieron usándose y pasaron de la civilización del Heládico antiguo, tan superior en el campo m aterial, a la lengua griega que em pezaba ahora a formarse.
L A C U L T U R A M IN O IC A D E C R E T A El som etimiento de la Grecia continental por grupos fuertes de proto griegos representa tan sólo una fase en una serie de conquistas indoeuropeas. H asta ahora la historia de este área cultural había sido determ inada por pue blos de las regiones m eridionales, como los sumerios, semitas, camitas, egeos y algunos otros. Con la aparición de grupos indoeuropeos, fueron extran jeros, acostum brados a condiciones más duras de vida y caracterizados por costumbres más brutales, los que consiguieron el triunfo; estos agresores de bieron el éxito a su superior fuerza militar. Es cierto que, en principio, pro-
A lm acenes del palacio de F esto, fase más antigua, isla de Creta, 2000-1700 a.C.
El pastor y su rebaño. R elieve en un plato de arcilla de Palaikastro, Creta oriental, 2000-1800 a.C . H erak leion , C reta, M useo A rq u eológico.
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togriegos, luvitas e hititas no tenían otra arm a que el hacha de com bate, pero Grecia y Asia M enor tuvieron que ceder a su im petuoso asalto. Pero ahora aparecieron en Asia A nterior hordas de indoeuropeos surorientales, denom inados «arios», que usaban armas más poderosas. Con toda probabilidad, en los territorios del Cáucaso se habían dedicado a criar caba llos de raza y se habían hecho construir ligeros carros por sus súbditos hurritas. Los arios perfeccionaron el veloz carro de guerra, convirtiéndolo en un instrum ento bélico con el que podían vencer a enemigos superiores en n ú m ero. Orgullosos de su nueva arm a, se habituaron a llevar una existencia de tipo caballeresco y a exigir privilegios especiales. Hacia finales del siglo X V III a.C ., estos guerreros arios conductores de ca rros, avanzando por A rm enia, conquistaron Siria y M esopotam ia y durante cierto tiem po lograron m antener bajo su control a los hititas de A sia M enor. En todo el territorio de Palestina, Siria y la A lta M esopotam ia se form aron dominaciones arias de tipo feudal, sometidas a la soberanía de los reyes arios hurritas o de M itanni. En Babilonia se apoderaron del poder los cassitas, tam bién guiados por estirpes arias. Asimismo en Egipto, la últim a dinastía del Im perio M edio fue vencida por extranjeros procedentes de Asia: los hicsos. La gran m ayoría de estos conquistadores se com ponía, sin duda, de hom bres del desierto, de origen semita; pero tam bién aquí parece que tuvo un papel dirigente la aristocracia aria de los jinetes arios. D e cualquier form a, los hicsos llevaron a Egipto el carro de com bate, y apreciaban tanto los caballos de raza, que hicieron construir tum bas especiales para ellos. Ú nicam ente C reta, gracias a su situación insular, pudo m antener su inde pendencia en este período. No está excluido que tam bién allí penetrasen in fluencias indoeuropeas de naturaleza étnica o lingüística, por ejem plo, a través de Asia M enor; pero en C reta todo elem ento extranjero fue pronto asimilado, de form a que la civilización local perm aneció invariable, con sus características m editerráneas m atriarcales. E n esta situación tan am enazadora, a causa de las inmigraciones extran jeras en el área del Egeo, C reta no se limitó a conservar el patrim onio exis tente. Todavía, hacia el 2000 a.C ., la isla no era distinta de cualquier parte de Grecia o de Asia M enor. Entonces llegó la ocasión de dar una respuesta grandiosa al desafío del m undo hostil que la circundaba: una fuerza creadora sin precedentes levantó los palacios cretenses. Desde tiempos primitivos habían existido residencias de príncipes, que sólo por su tam año se distinguían de las m oradas de la gente sencilla. Así eran tam bién los edificios en megaron de los señores de Dímini o de Troya, que se levantaban aún entre las casas de sus súbditos. El palacio, por el con trario, era un m undo aislado desde una perspectiva arquitectónica y social, y se alzaba, como el tem plo, en un plano de dignidad superior. El II milenio a.C. fue en todas partes la era de los grandes palacios. Los encontram os en M esopotam ia, Siria, Asia M enor y Creta. En Egipto surgie ron los palacios de los faraones junto a gigantescos templos, que pueden ser considerados palacios de los dioses y de los sacerdotes. ¿Q ué es lo que pres taba sus características y significación a estos palacios? Indudablem ente, juga ban un papel fundam ental la estrecha relación entre rey y dioses, la «legiti mación divina» de los príncipes y el poder absoluto de los señores territo riales. No obstante, factores económicos debían tener tam bién en ello una
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parte decisiva. La división del trabajo en múltiples sectores artesanales y di versas profesiones, que interviene necesariam ente con el paso a un nivel de civilización más elevado, hacía cada vez más difícil una retribución inm ediata de las actividades especiales. Y a existían m etales nobles, que ocasionalmente circulaban al peso, pero no existía la m oneda; todavía prevalecía el sistema de trueque y no siem pre, p o r ejem plo, el m aestro que hacía trabajos de m ar fil podía recibir huevos o pescado de inm ediato a cambio de sus productos. Así pues, era indispensable una especie de central de intercam bio que se preocupase de la distribución m anteniendo el equilibrio entre la producción y la dem anda. D e este m odo se llevaba una especie de contabilidad del debe y el haber, no para cada individuo, sino para ciertos grupos profesionales. Esta función la llevaban a cabo, al parecer, durante el III m ilenio, los palacios y los grandes templos de Egipto y M esopotam ia, m ientras que en el II milenio era desarrollada por los palacios y los distintos templos de Asia M enor, de Siria y por las residencias de los señores de Creta. E ntre palacio y palacio de bía desarrollarse tam bién un comercio a distancia. Se com prende que, en aquellos m om entos, los artistas prefirieran establecerse en el palacio, para es tar más cerca de los artículos que recibían como retribución, viendo en los príncipes y en los cortesanos sus m ejores clientes. N aturalm ente, para esta m ediación en las operaciones de trueque se nece sitaban la escritura y la contabilidad. Tal vez la contabilidad necesaria para controlar los cambios contribuyó particularm ente a la elaboración y difusión de la escritura. D e ahí que hayan aparecido por todas partes archivos con nu merosos «textos económicos» que, por lo general, no son más que listas de bienes recibidos o dados. Si relacionamos estos textos con transacciones del comercio de trueque, podem os com prenderlos inm ediatam ente. Los súbditos obtenían ventajas considerables de esta m ediación de los pa lacios, ya que las cortes reales no trataban de ahogar a la em presa privada. Pero las ventajas de los palacios eran aún mayores en cuanto tenían una posi ción de privilegio en la adquisición de todas las mercancías. Y ahora po demos entender m ejor otra circunstancia: el estrecho contacto, atestiguado por los textos para el II m ilenio, que existían entre los palacios y la sociedad urbana; los palacios constituían al mismo tiempo los centros comerciales de las ciudades. Si tenem os en cuenta la significación de esta serie de circunstancias, com prenderem os por qué pudo surgir en C reta una grandiosa civilización corte sana sin perder la conexión con el «pueblo», y por qué pudo participar en el impulso civilizador no sólo la población de la capital, sino los habitantes de toda la isla. Los primeros amplios restos de una residencia real fueron encontrados en Vasiliki, en Creta oriental. Este palacio pertenece a la m itad del Minoico an tiguo. A finales del período debió existir también en Cnossos una residencia mayor, cuyos grandes hipogeos (habitaciones subterráneas) fueron descu biertos por Evans. Quizá se trataba de tumbas o fuentes profundam ente ex cavadas en la roca. D esgraciadam ente, la obra de fábrica fue sacrificada en el proyecto del prim er gran palacio construido en el Minoico medio I. Por la época en la que com enzaron estos trabajos llegaron tam bién im por tantes novedades en el terreno del arte. La decoración en espiral existía desde mucho antes en las vecinas Cicladas, donde el motivo se graba en se-
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líos y vasos y, ocasionalmente, se aplicaba en relieve sobre vasos cilindricos. En el Minoico antiguo los cretenses adoptaron la espiral a lo sumo para sus sellos. Sin em bargo, al comienzo de la época de los palacios, la cerámica m i noica empezó a desarrollar intensam ente este motivo ornam ental. Incluso motivos balcánicos, como el remolino y el trenzado, surgieron de repente en Creta. No sabemos cómo se han de interpretar históricam ente estas manifes taciones; en todo caso, contribuyeron en gran m edida a despertar en el arte minoico nuevas e insospechadas energías. Impulsos político-sociales de un au m ento del poder real fueron a encontrarse aquí con innovaciones puram ente artísticas. B ajo estas circunstancias favorables comenzó la era de los palacios minoicos. Las llamadas construcciones «más antiguas» se levantaron en general en tre el 2000 y 1700 a.C. Nos hallamos, pues, en el Minoico medio I (segunda m itad) y en el Minoico medio II. E n el transcurso del Minoico I se niveló todo el terreno donde iba a ser erigido el palacio de Cnossos. Sobre el espacio así obtenido se erigió una se rie de construcciones que rodeaban un gran patio interior rectangular. A l principio parece que se dio cierta im portancia a las obras de fortificación, pero pronto se prescindió de ellas. Las construcciones dispuestas en torno al patio, con el paso del tiem po, fueron unidas en un cuerpo único de propor ciones gigantescas, que conservó en el centro el gran patio interior cuadrado. En el palacio existían almacenes, talleres, capillas para el culto, viviendas para el séquito y magníficos aposentos con terrazas de columnas para los so beranos. Seguramente no faltarían salones para audiencias y banquetes, pero no se han conservado. Lo que queda del palacio más antiguo se limita en su mayor parte a los almacenes y bodegas. Parecido es el caso de Festo. A quí tam poco se ha podido excavar nada más que la planta inferior, que pertenece a tres diferentes períodos de cons trucción, cada uno de ellos sucesivo a una destrucción provocada por los te rrem otos tan frecuentes en Creta. Después de cada catástrofe no se retiraban las ruinas, sino que se llenaban con tierra y servían como base para la recons trucción. Así perm anecía siempre la planta inferior del viejo edificio, con muros de altura a menudo superior a la de un hom bre, donde se han encon trado, junto a abundantes muestras de la cerámica del palacio, en su mayor parte en fragm entos, pero fáciles de recom poner, toda suerte de instru m entos, sellos e impresiones de sellos, así como algún docum ento escrito. Tam bién en Festo existió al principio un «bastión» no lejos de la entrada principal, que hace pensar en una obra de fortificación, pero tam bién aquí parece que se renunció pronto a estas medidas de protección. Por lo demás, en todos los aspectos principales, la planta de Festo se asemeja a la de Cnossos: tam bién en este caso el palacio se dispone alrededor de un gran p a tio central. En Mallia se erigió un palacio de parecidas características, igual m ente en torno de un patio y con num erosos aposentos, pero no ha quedado mucho de él. D e su riqueza es testimonio más claro aún la necrópolis real de Chrysolakkos, donde fue enterrada la sociedad del palacio. Llam a la atención que los tres palacios fueran construidos según el mismo esquema. Por todas partes hallamos idéntico patio central, orientado de N orte a Sur, y otro patio occidental em pedrado; sus habitantes disponían de almacenes con grandes tinajas para víveres (pithoi), capillas y habitaciones,
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las más ricas de las cuales estaban provistas de pilares y columnas. Todos los palacios tenían varias plantas superpuestas: pasillos y escaleras tenían un pa pel esencial en el laberinto de aposentos. Los tres palacios estaban rodeados de ciudades, en las que se ha podido excavar muy poco. Tam bién en el centro y el este de C reta se han encon trado varias construcciones que debieron pertenecer con seguridad a ciudades m enores o a aldeas. Querríam os estar m ejor inform ados sobre las condiciones políticas de la época de los palacios m ás antiguos, pero desgraciadam ente disponemos sólo de escasas noticias. Es extraño que en la C reta occidental se hayan extraído tan pocos hallazgos. E n parte, esto depende de la escasez de excavaciones ar queológicas llevadas a cabo en la región. D e todo modos, esta parte de la isla parece haber perm anecido culturalm ente más atrasada. P or consiguiente, pa rece obvio concluir que los tres palacios de C reta central correspondieran a tres dinastías; parece que estuvieron ligadas por relaciones de amistad y que, por ello, prescindieron muy pronto de las fortificaciones. Probablem ente la casa reinante de Cnossos era ya entonces superior a las otras dos, y tam bién el palacio de Cnossos parece haber servido de m odelo a los de Festo y M a llia. E n las ciudades pequeñas pudieron haber existido, adem ás, otras dinas tías de m enor im portancia que quizá dependían de los señores de los pala cios. Sin em bargo, la paz de C reta estaba asegurada no sólo por la concordia de los señores, sino tam bién por una fuerte flota minoica. E n la prim era edad del bronce, la flota de las Cicladas había dom inado el mar. A hora, esta función pasó a la flota de Creta. El potente impulso econó mico de la isla y la riqueza de los palacios se explica en buena m edida por este cambio de «talasocracia». C reta se apoderó del comercio m arítim o, ganó en influencia sobre las islas griegas menores y envió sus com erciantes hasta Egipto, Chipre y Siria. La cerámica minoica aparece ahora como objeto de comercio en el país de los faraones y en los puertos sirios. El motivo de la espiral fue tom ado por los soberanos orientales en la decoración de sus pala cios y se encuentra con frecuencia en los escarabeos egipcios. A Egipto llega ron tam bién artesanos especializados minoicos, que colaboraron en la cons trucción de las pirámides. Es de especial im portancia histórica la circunstan cia de que la época de los palacios más antiguos coincidiese con el Im perio Medio egipcio y con el florecim iento de la cultura egipcia. Aproxim adam ente hacia el 1700 a.C. todos los palacios que conocemos sufrieron graves destrucciones, que provocaron, según nuestra terminología, el final de la era de los palacios más antiguos. La destrucción de Cnossos se nos m uestra especialm ente im presionante desde el punto de vista arqueoló gico; mucho menos sabemos de Mallia. En Festo, según D oro Levi, la catás trofe debió tener lugar en fecha algo posterior. No es seguro si ésta fue de bida a los terrem otos o si estuvo causada por obra de ocupantes extranjeros; en este caso deberíam os ponerla en conexión con las grandes invasiones de Asia Anterior. Los palacios más recientes que entonces surgieron abren el último período de florecimiento de la civilización minoica. La gran obra de reconstrucción dio nuevos impulsos a la actividad de los artistas: m aestros geniales se afir m aron con la representación de figuras y escenas más naturalistas. Al princi pio sigue estando en prim er plano, al menos para nosotros, el palacio de
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Cnossos. E ste período puede ser denom inado M inoico medio III, Festo y Mallia son mucho menos conocidos; sin em bargo, florecieron tam bién num e rosos centros agrícolas en la C reta central y oriental. Hacia el 1600 a.C. volvieron a producirse nuevas destrucciones, provocadas por terremotos en Cnossos y en otros lugares de la costa norte de la isla. Parece que por entonces Cnossos sufrió los saqueos de intrusos extranjeros: tal vez la flota minoica, ya tan poderosa, fuera destruida por un maremoto. Por la misma época el poder de los señores de la Grecia continental expe rim entó un fuerte impulso. Su acción se extendió, al m enos tem poralm ente, hasta C reta y Egipto. Quizá fueran grupos griegos los que saquearon Cnossos; en todo caso, desde entonces encontram os en Micenas m aestros cretenses. Con toda probabilidad, griegos micénicos ayudaron a los egipcios a expulsar a los hicsos. Cnossos superó una vez más la catástrofe y la civilización minoica alcanzó su cima, su más bello, aunque tam bién últim o, florecimiento. Los investiga dores denom inan a esta época feliz — aproxim adam ente desde 1560 hasta 1470 a.C .— M inoico tardío I. A hora podem os conocer en todos sus detalles los palacios y muchos centros locales con sus sedes de dinastías m enores y es pléndidas villas. Así podem os estudiar y exponer m inuciosamente esta última etapa de la arquitectura minoica. Los grandes palacios se edificaron de nuevo, en torno a un amplio patio interior de form a cuadrangular, cerrado por paredes decoradas, con co lumnas, logias y elem entos parecidos. A lrededor del patio se alzaba, en v a rios planos, un verdadero laberinto de aposentos, galerías, escaleras, ven tanas y terrazas. E n los sótanos se encontraba una serie de depósitos en donde se alm acenaba aceite, vino, trigo, frutos secos y otros artículos para el comercio de trueque. En la planta inferior se hallaban tam bién los talleres de los pintores de vasos, tallistas de piedras y marfil y m aestros de la cerámica esmaltada. H abía además almazaras para extraer el aceite, pero tam bién ca pillas secretas dedicadas a la G ran Diosa de la Tierra, que les am enazaba constantem ente con sus terrem otos. La planta superior estaba reservada en general a funciones de representación, probablem ente con grandes salas que, en el desm oronam iento de los palacios, se hundieron. En los pisos más altos, y concretam ente en el lado que ofrecía la panorám ica más bella y que estaba más alejado de la agitación del tráfico comercial, vivían las familias reales. A quí había tocadores espléndidam ente decorados, terrazas con paredes m ó viles, cuartos de baño y todas las com odidades conocidas en aquellos tiempos. Los accesos al palacio de Cnossos atravesaban las distintas dependencias entre pasillos y galerías y conducían ante todo al patio central. D e este modo podían controlarse todos los movimientos. En el patio occidental existían gradas para representaciones festivas. D e form a parecida se construyó Festo, donde una magnífica escalera exterior se elevaba hasta las salas de audiencia; a sus lados, y unidas a ellas, había una serie de gradas para los espectadores, dispuestas como en un anfiteatro. El palacio de Cnossos era el único adornado con abundantes frescos. Las paredes de las galerías que conducían hasta las salas de audiencia estaban cu biertas con escenas pictóricas de cortejos solemnes y de portadores de obse quios. Algunas paredes representaban la popular «taurocatapsia», el salto del
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toro, o imágenes de otras fiestas. A m enudo encontram os tam bién escenas de la vida de los animales o representaciones de jardines. Los palacios no presentaban hacia el exterior un frente cerrado. Se se guían construyendo y am pliando a discreción desde dentro hacia afuera, pero se intentaba conseguir efectos de im presión sólo en detalles arquitectónicos aislados, como una p u erta o una escalera. D e esta form a, en lugar de un con junto arquitectónico ordenado, surgió una sucesión casual de distintos ele mentos; quizá pueda parangonarse el palacio a una city en el ám bito de una planta urbana. D e cuando en cuando los palacios se acercaban a pocos m e tros de las casas circundantes sin que se tuviera la intención de eliminarlas. Por consiguiente, se respetaba la propiedad privada y ni siquiera se trataba de m antener una distancia de respeto. E n la parte occidental de los palacios se extendían grandes piezas enlosadas. D elante de los aposentos reales debie ron de existir jardines — especialm ente en Cnossos y Festo— desde donde se podía extender la vista por el horizonte. Por otra parte, no se puede excluir que los señores de Festo utilizasen poco su vasto palacio como vivienda. Preferían la herm osa villa que estaba a una hora de camino, hacia el O este, y que ahora, por el nom bre de la pe queña iglesia allí existente, se denom ina Hagia Tríada. A m bas residencias se hallaban sobre colinas, desde las que se gozaba de una espléndida vista sobre la rica llanura. P ero H agia Tríada llevaba ventaja por su panorám ica sobre el m ar abierto y p or la fresca brisa marina. Las ciudades que rodeaban a los palacios eran extensas y con num erosos habitantes. En Cnossos, en torno al palacio, se alzaban las villas de los ricos, a las que se adosaban los barrios del pueblo. E n las afueras de la ciudad se colocaban las tum bas. E n Festo, el palacio ocupaba el lugar más elevado so bre una colina, a cuyo pie se am ontonaban desordenadam ente las casas de sus habitantes. E n M allia, el palacio estaba rodeado de plazas abiertas y vi viendas privadas; las tum bas se hallaban en los acantilados de la costa, y el puerto se encontraba en la cercana playa. El aspecto de las viviendas privadas de una ciudad minoica es conocido sobre todo por G urnia, una ciudad de la Creta oriental, que ha sido exca vada, en su m itad aproxim adam ente, por arqueólogos americanos. H abía ca lles estrechas y tortuosas entre un laberinto de pequeñas casas generalm ente de dos plantas. Tablillas de cerámica y de marfil, que representan este tipo de construcciones, nos m uestran el aspecto de sus fachadas. Tam bién Gurnia disponía en su centro de una gran plaza cuadrangular que, sin em bargo, no estaba rodeada por el m odesto «palacio», sino sólo delim itada por él por su lado norte. De este período conocemos otros numerosos asentam ientos, como las pe queñas ciudades que surgían, sobre todo, en el Este y las casas séñoriales en las cercanías de Cnossos, por lo general ornam entadas con frescos. Restos de una gran construcción se han descubierto recientem ente en Vathypetron; de bió de tratarse de un palacio no concluido y que, por tanto, servía sólo para usos económicos. En diferentes ocasiones se han encontrado restos de construcciones de fi nalidad técnica, como, por ejem plo, puentes, canalizaciones, calles y fuentes, pero nunca de fortificaciones. D e ello se deduce que en el Minoico tardío I había vuelto la seguridad y, con ella, la tranquilidad y la paz. Tam bién en
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este período la m onarquía de Cnossos debía estar a la cabeza de las dinastías cretenses. Sin em bargo, se había perdido el dominio absoluto sobre el m ar: había que aceptar la vecindad de los príncipes de Micenas, que se habían vuelto muy poderosos, y tratar de m antener con ellos unas relaciones pací ficas. Probablem ente, durante un cierto período de tiem po, las relaciones en tre las cortes de C reta y M icenas fueron muy amigables. A pesar de todo, los señores de Cnossos consiguieron reanudar las anti guas relaciones con Egipto. B ajo el reinado de H atshepsut y Tutm osis III, los dos grandes soberanos de la X V III dinastía, se intercam biaron em bajadas y regalos. Los altos dignatarios egipcios representaron en sus tum bas a los en viados minoicos como «portadores de tributos», pero debem os pensar que se trataba sim plemente de cambio de mercancías. Ya antes de los descubrimientos arqueológicos conocíamos nom bres p ro pios y térm inos culturales minoicos, que los griegos habían acogido en su len gua. Los nom bres del baño como asaminthos, de ciertas plantas, como tere binthos, hyakinthos o narkissos; el de un tirano mítico, Rhadamanthys; el del palacio de Cnossos, como labyrinthos, y los de las ciudades cretenses de Tylissos, Cnossos y Rhetymnos, dem uestran ya por sus sufijos que el minoico pertenecía esencialm ente al círculo de las lenguas egeas. N aturalm ente, p u dieron haber existido algunos otros com ponentes lingüísticos, sobre todo de procedencia egipcia. A estos nom bres propios y térm inos culturales se han unido, en tiempos, recientes, otras huellas lingüísticas. Tal y como sabemos, a través de las exca vaciones de los últimos años, C reta disponía de una escritura, por lo m enos desde el comienzo de los palacios más antiguos; incluso puede que sus orí genes se rem onten a la prim era edad del bronce. E stá sin esclarecer si los es tímulos para ello provinieron de los egipcios o, lo que es más probable, de Asia M enor. Se trata de una escritura jeroglífica cuyos símbolos sirvieron ocasionalmente como ideogram as, pero luego, con el paso del tiem po, fueron utilizados cada vez más como signos silábicos p ara vocales y sílabas abiertas (consonante y vocal). Ya durante el período de los palacios más antiguos, en el uso práctico de esta escritura para registrar los intercam bios comerciales y para usos sim i lares, los ideogramas se convirtieron en formas «lineales», es decir, en signos en los que ya no se reconocía la imagen concreta y que podían ser pintados o grabados con pocos trazos. El sistema gráfico de estos signos es llamado «li neal A». D e este m odo coexistieron en C reta la escritura pictográfica y la li neal. Cada corte palaciega tenía su propia escuela de escribas, que en el uso de los signos pictográficos se diferenciaban sensiblem ente unas de otras. Tam bién se fabricaban sellos, con los que eran impresos en la arcilla blanda los signos pictográficos. Con este sistema de im prenta, el prim ero de la histo ria, se elaboró el texto del célebre disco de Festo. La hipótesis de que este venerable docum ento escrito procede de Asia M enor no corresponde, pues, a la realidad. E n el siglo X V II a.C. el uso de los sistemas pictográficos fue cada vez menos frecuente, y a partir del siglo X V I se utilizó en Creta exclusivamente la escritura lineal. Pero m ientras que en el resto de C reta se m antuvo el lineal A , parece que en Cnossos — no sabemos exactam ente cuándo— se introdujeron re formas en la escritura. L a m ayor parte de los signos, y precisam ente los m ás
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frecuentes, perm anecieron en uso y conservaron quizá su valor fonético. Sin em bargo, se elim inaron algunos signos y en cambio se introdujeron otros nuevos. Así surgió el sistem a que denom inam os «lineal B». E ste, más tarde, fue adoptado por los griegos de Micenas y descifrado, en el año 1952,.por Michael Ventris. Como es lícito suponer que tam poco los griegos, cuando adoptaron el li neal B, cam biaron nada esencial en los valores fonéticos de los signos, existe un puente que conduce desde estos valores fonéticos de la escritura lineal B griega hasta los de la lineal B m inoica, y más allá hasta la escritura lineal A . No obstante, nos faltan los fonem as de aquellos signos de la lineal A , que no existen en la lineal B. Sin em bargo, ahora A rne Furum ark intenta identifi carlos con la ayuda de una revisión lógico-formal de todas las inscripciones en lineal A. Desgraciadam ente, no estam os en situación de com prender además los textos, al no conocer la lengua minoica. Las inscripciones dem uestran con toda claridad que no tienen elem entos comunes con el griego, ni tam poco con el griego primitivo que se hablaba en Micenas. E n algunos pueblos se puede observar que la m ujer, y especialm ente la m adre, ocupa una posición privilegiada, tanto dentro de la familia como en la vida pública. Por ejem plo, se da particular im portancia a la descendencia por línea m aterna, en base a la que se confeccionan los árboles genealógicos. Tam bién a la hora de elegir esposo y en la transm isión hereditaria se reser van a la m ujer ciertos privilegios, y el clima espiritual está más determ inado por sentimientos y gustos femeninos. M aternidad y fertilidad dan una im pronta decisiva al m odo de concebir los dioses. Allí donde aparecen tales tendencias en un sistema social más o menos cerrado hablam os de «m atriarcado» o de «derecho m aterno». Es cierto que ambas expresiones son insatisfactorias, pero no han sido aún sustituidas por términos m ejores. D e todo modoS, conviene tener presente que, en una so ciedad m atriarcal, tam poco dirigen la com unidad por regla general las m adres sino príncipes de sexo masculino, y que se trata tan sólo de un desplaza m iento gradual de la vida social en favor del principio femenino. Así pues, no se puede hablar en absoluto de una radical privación de poder del ele m ento masculino en la esfera hum ana. Ú nicam ente, en el m undo de los dioses y de los mitos, la autoridad se desplaza sensiblem ente, en determ i nadas circunstancias, al sexo femenino. Las causas y los estímulos que conducen a una ordenación m atriarcal de la sociedad, no están aún del todo aclaradas. Así y todo, la experiencia nos enseña que las culturas agrícolas primitivas tienden más a una supervaloración de la fertilidad y, consiguientem ente, del principio fem enino o m aterno. Esta tendencia está en contraste con las prim eras formas de econom ía de los ganaderos nómadas y los pastores-guerreros, entre los que prevalecen las concepciones patriarcales. El Asia Anterior, al ser la patria de la agricultura más antigua, fue la pri mera que elaboró concepciones matriarcales. Sin embargo, las frecuentes inmi graciones de los vecinos pastores-guerreros fueron modificando cada vez más en sentido patriarcal las culturas de Mesopotamia, Siria y Egipto. Por el contrario, Creta recibió la agricultura de Oriente, pero no así las inmigraciones nómadas: de esta manera, el derecho matriarcal pudo conservarse mejor.
La «villa real» del palacio de C nossos, isla de C reta, 1560-1470 a.C.
R estos del palacio de H agia Tríada cerca de F esto, isla de C reta, 1560-1470 a.C .
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Por desgracia, desconocemos totalm ente los ordenam ientos jurídicos mi noicos y, por tanto, no sabemos tam poco qué derechos poseía la m ujer, por ejem plo, en la transmisión hereditaria. Solamente podem os atenernos a lo que nos m uestran las representaciones de frescos, relieves y entalles. Se puede deducir que las m ujeres de la corte tenían un papel privilegiado en las fiestas públicas. Encontram os m ujeres —pero nunca hom bres— que ocupan lugares de preferencia entre la m ultitud de espectadores. Asimismo la m ujer goza de privilegios como sacerdotisa al servicio de las divinidades. El favor de que gozaba el principio fem enino llega tan lejos, que incluso los hom bres se colocaban vestimentas femeninas en algunas cerem onias del culto, para es tar más cerca de la G ran Diosa. E ntre los dioses, tam bién se hallaba en pri m er plano esta divinidad fem enina de la tierra, de la m aternidad y de la fe cundidad. Sin em bargo, lo que llama la atención de form a especial dentro de la civi lización de los palacios minoicos es la supremacía del gusto femenino, como resulta ya en la m oda, que trataba de resaltar los encantos del sexo femenino y exigía el uso de todo tipo de adornos. Incluso los hom bres se plegaban a ella y se adornaban con collares y anillos, llevaban peinados decididam ente fem eninos y gustaban de m ostrar, como las m ujeres, una cintura de avispa. El mismo gusto aparece en la atm ósfera lírica y ensoñadora de la pintura mi noica. E ra fem enina la tendencia que llevaba a preferir pequeños objetos de uso diario, bien decorados, más que grandiosas fachadas de palacios, a am ar lo delicado y gracioso, a abandonarse a sentim ientos lúdicos. La religión minoica estaba determ inada en gran m edida por la veneración de la fecundidad, por el cambio de las estaciones anuales y por las fuerzas naturales que se m anifestaban en los terrem otos. La figura elem ental de la G ran M adre T ierra aparece en C reta en distintas encarnaciones locales, a las que se atribuían especiales cualidades. Por este motivo se la denom inaba de distintas m aneras; como R ea, había alum brado al dios joven; como Ilitia, asistía a las parturientas; como A tenea, protegía los palacios y los príncipes; como Dictina, era venerada, sobre todo, en una determ inada gruta. Muchas otras formas y denominaciones debieron ser relegadas al olvido y nos son ab solutam ente desconocidas. E n las representaciones más primitivas, la diosa aparece desnuda, casi siempre en pie, tocando u oprim iendo el seno con las manos, a m enudo esteatopígica y con los caracteres sexuales acentuados. Tam bién se han encon trado estatuillas de una diosa en cuclillas o dando a luz. Cuando la diosa er guida tenía los brazos en alto y dirigía las palmas de las manos hacia los fieles, estaba dando su bendición. Con el transcurso del tiem po, la diosa fue representada con la parte inferior del cuerpo cubierta con una falda; poste riorm ente se cubrió tam bién la parte superior, pero dejando siempre libres los senos. Sobre la cabeza llevaba diferentes adornos; a m enudo era asociada a serpientes o palomas, amapolas y lirios, pero, sobre todo, al símbolo del poder suprem o, la doble hacha (labrys). Si com param os la G ran Diosa de C reta con la de A natolia, no obstante las afinidades, llama la atención que esta última estuviera a m enudo subordi nada a un dios del tiem po atmosférico, y que fuera éste, pero nunca la diosa, el que portara la doble hacha. C reta, por el contrario, no tenía ningún dios de la tem pestad y la Gran Diosa ocupaba sin limitaciones la primacía del
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panteón. Sin duda alguna, esto guardaba relación con la am enaza de los te rrem otos. Lo que se im ploraba de la diosa no era sólo fertilidad, sino, por encima de todo, protección frente a las catástrofes sísmicas. En este cuadro se debe considerar tam bién el culto al toro. E n las culturas agrícolas el toro estuvo siempre asociado a la diosa de la Tierra, y lo mismo debió de ocurrir en Creta; sólo que aquí servía tam bién para conjurar los terrem otos. La «taurocatapsia» pudo ser, por consiguiente, una especie de rito apotropaico contra los peligros sísmicos. Del culto del toro derivaron muy pronto en Asia M enor, y posteriorm ente tam bién en C reta, los cuernos, como símbolo particularm ente sagrado. Estos cuernos se colocaban en hileras sobre los tejados de las casas minoicas, para protegerlas de los terrem otos. A m enudo, entre los cuernos, se colocaba tam bién una doble hacha. Particular im portancia tenía la G ran Diosa como señora de los animales, no solamente del toro, sino tam bién del león, de la cabra m ontés o de ani males fabulosos. A veces era representada como cazadora. Como diosa de la tierra, era al mismo tiem po soberana del mundo subterráneo, por lo que se halla a m enudo rodeada de serpientes. Adem ás de la palom a, tam bién es po sible encontrarla acom pañada de la lechuza. D e este m odo, la G ran Diosa te nía un carácter en cierto m odo universal y dejaba en la som bra a todas las di vinidades masculinas. El culto a los arbustos y a los árboles tuvo notable im portancia en la reli gión minoica. Se plantaban arbustos entre los cuernos sagrados y las sacerdo tisas doblaban ramas en las cerem onias cultuales. En el culto a los m uertos parece que los árboles sagrados tenían una im portante significación. Todavía en época helénica existían en C reta diosas que m oraban en arbustos o en las copas de los árboles. No faltaban tam poco en las creencias de la C reta antigua los aspectos as trales. La Gran Diosa parece que en ocasiones fue identificada con la Luna, m ientras que el toro que la acom pañaba era identificado con el Sol. Quizá en estas concepciones estaban presentes influencias egipcias o norteafricanas. De las leyendas griegas podem os aún intuir la existencia de un antiguo mito en las bodas del toro con E uropa y Pasifae, aunque los griegos, no com pren diéndolo ya, lo alteraron. A la Diosa M adre de la Tierra,· además del toro, se asociaba, con mayor frecuencia aún, el dios m ortal de la vegetación, su am ante en la primavera. Cada verano moría, pero la Diosa M adre siempre alum braba un nuevo hijo, que crecía entre nodrizas y com pañeros de juego, hasta que en la prim avera siguiente, ya adulto, se convertía en el nuevo esposo. Encontram os este mito con muchas variantes en M esopotam ia, Siria, Anatolia y Creta. En Egipto estaba representado por Isis, Osiris y tío ru s, pero en circunstancias algo dife rentes debidas a las inundaciones del Nilo. En C reta se celebraba todos los años con fiestas el nacimiento del niño y las bodas sagradas, m ientras la m uerte del esposo se lloraba en ceremonias fúnebres. Otros mitos describían divinidades m ortales de la prim avera, de sexo femenino: uno de ellos pudo ser, en su origen, el mito de Ariadna. Los seres fabulosos tam bién tuvieron su im portancia en la fantasía reli giosa minoica. Uno de ellos, derivado de Egipto, m ostraba una combinación de cocodrilo e hipopótam o, pero con brazos y piernas humanos. Con toda
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probabilidad, parece tratarse de sacerdotes disfrazados de esta guisa para d e term inadas ocasiones. El nom bre egipcio para este ser fabuloso era Taurt. No sabemos el motivo por el que los cretenses lo introdujeron en su religión. Es digno de tener en cuenta que tam bién fue adoptado por los fenicios. O tras fi guras mixtas eran los seres hum anos con cabeza de toro, que vemos sobre todo en sellos cretenses. Este ser fabuloso tam bién era imitado en disfraces rituales, y es posible que de aquí derive la leyenda del m inotauro. Como guardián, existía en la fantasía m inoica el grifo, con cuerpo de león, cabeza de pájaro, garras de águila y a veces provisto de alas. C on el león y el toro pertenecía a la serie de animales que simbolizaban el poder de los príncipes. D e cuando en cuando, encontram os en el arte cretense representaciones de ataques de animales, en los que un animal persigue a otro y lo despedaza. Tam bién pudieron haber tenido alguna significación simbólica, cuyo conte nido perm anece aún oscuro para nosotros. Parece que desde el principio el culto se celebró especialm ente en grutas y en lo alto de las m ontañas. En las cimas se erigían en ocasione^ pequeñas construcciones para el culto, y en ellas se han encontrado en gran núm ero es tatuillas votivas y modelos de miembros hum anos. En las grutas se ofrecían vasos (quizá con contenido adecuado), pero tam bién dobles hachas, espadas y otras armas. En la época de los palacios, había en ellos tam bién varios aposentos desti nados al culto, en parte situados en las bodegas o entre los pilares que soste nían las plantas altas. Con toda seguridad servían para suplicar en caso de te rrem oto. E n sellos y en frescos son representados tam bién, como fondo, san tuarios exentos, sin que hasta ahora hayamos podido encontrar construc ciones independientes de este tipo. Sólo podem os reconocer las construidas en el interior de los palacios. En estas capillas se encontraban bancos dedicados al culto, en donde se colocaban estatuillas de diosas, dobles hachas, cuernos de consagración y va sijas con ofrendas votivas; a los dioses se les invocaba al son de conchas de tritón perforadas. Vasos tubulares con m olduras exteriores onduladas servían para m orada de las serpientes sagradas. A veces es posible que se dieran in cluso imágenes sagradas más grandes, como la figura de arcilla de un dios jo ven, que ha sido hallada recientem ente en el sur de C reta. A dem ás, debieron de tener cierta im portancia en los sacrificios los altares portátiles y las mesas de piedra. Particularmente características, dentro de las ideas religiosas minoicas, eran las manifestaciones (epifanías) del dios niño. Se aguardaba su llegada con apa sionada expectación y luego se vivía como un hecho real, seguramente bajo la influencia de drogas. Tales visiones eran representadas con preferencia en sellos, donde el dios niño podía ser de sexo masculino o femenino. E ntre las ceremonias de culto tenían particular relieve las ofrendas de ob jetos sagrados, de flores y vestimentas sacerdotales de pan sagrado y distintas libaciones. E n los días de fiesta se organizaban procesiones y las m ujeres bai laban danzas rituales en el bosque sagrado. Al final de la prim avera, se llo raba el fallecimiento del dios de la vegetación con ritos fúnebres y lam enta ciones. Debem os considerar con especial atención la «taurocatapsia» o salto del toro, el más singular de los usos minoicos. Originariam ente pudo ser, com o
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se ha dicho, un rito mágico para conjurar las fuerzas sísmicas, una especie de sacrificio hum ano enm ascarado. Sin em bargo, con el transcurso del tiem po, prevaleció cada vez más el lado sensacional y espectacular. Jóvenes de uno y otro sexo, que se habían preparado para los riesgos m ortales de la prueba, esperaban el ataque de la fiera, se agarraban a sus cuernos y, cuando el toro alzaba la cabeza, se dejaban lanzar por encima de su lom o, para caer en la arena. Cierto que la proeza era celebrada con entusiasm o, pero la m ayoría de los audaces jóvenes debía pagar con la m uerte. Tam bién se debió practi car en ocasiones otro tipo de salto más fácil, en el que se saltaba de lado por encima del lomo del animal. No es seguro que se encontraran siempre voluntarios para juegos tan peli groso. Probablem ente se recurría tam bién a la fuerza, ya que, a causa del pe ligro de los terrem otos, la ejecución de los saltos tuvo que haber sido consi derada aún posteriorm ente como una necesidad. Parece que C reta, cuando tenía aún una especie de hegem onía sobre el Egeo, exigió a los griegos del vecino continente un tributo de jóvenes, a quienes se obligaba luego a saltar. Esto pudo haber ocurrido sobre todo en el período de los palacios más anti guos o quizá todavía en el siglo X V II a.C ., cuando la flota minoica dom inaba los mares. D e aquí derivó más tarde la conocida leyenda de M inos, el mítico soberano de Cnossos, que exigía de A tenas un tributo de jóvenes para luego entregarlos al m inotauro. M ientras estamos bastante bien inform ados sobre las costum bres funera rias minoicas, desconocem os casi por com pleto sus ideas sobre el más allá y el consiguiente culto a los m uertos. Desde el principio se practicaba la inhu mación, con preferencia en cavernas naturales. Posteriorm ente las cavernas se excavaban, pero, por lo general, sin demasiado cuidado. C ada cadáver se depositaba en un gran recipiente de arcilla. Muy pronto, por influencia norteafricana, en lugar de cavernas se construyeron tum bas circulares o de cú pula, en las que se enterraba a los m uertos en grupo: miembros de una misma familia, a veces incluso los habitantes de toda una aldea. Las tumbas circulares más pequeñas y las de capacidad m ediana eran cubiertas con una falsa cúpula (tholos), form ada de hiladas de piedras en círculos decrecientes hacia lo alto; las tum bas más grandes debían estar cubiertas con techos de madera. A estas tum bas circulares y de cúpula fueron añadiéndose muchas veces antecám aras de form a cuadrangular, que al principio servían para el culto, pero que luego se utilizaron tam bién como sepultura; tum bas de este tipo estaban extendidas por toda la parte central y oriental de la isla. E n las tum bas privadas se han hallado, sobre todo, vasos de arcilla (que seguram ente contenían alim entos), además de adornos personales, sellos de piedra o marfil, puñales y cuchillos, pero raram ente objetos de valor más ele vado. En una tum ba de cúpula de Hagia Tríada se han encontrado reciente m ente interesantes escenas del culto a los m uertos, de pequeñas dimensiones, en arcilla. R epresentan una danza en corro, el cocimiento del pan sagrado y una curiosa cerem onia de sacrificio, en la que dos hom bres arrodillados ha cen una ofrenda de pan a cuatro figuras sentadas (dioses o m uertos heroizados). Las tum bas reales debían contener siempre ajuares más ricos. Espléndidos ornam entos de oro se han encontrado, por ejem plo, en las tum bas de Mochlos y en el m onum ental sepulcro que se construyeron los reyes de Ma-
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llia. Todavía hoy sus minas son llamadas chrysolakkos, «mina de oro». La tum ba de los príncipes de Cnossos había sido ya saqueada cuando Evans la descubrió, pero se distinguía por su estructura arquitectónica: sobre el autén tico sepulcro, enterrado, se levantaba un templo anejo, en el que sin duda se celebraba el culto de los m uertos. Al período en el que la civilización m i noica se encontraba ya en decadencia pertenece, en fin, el célebre sarcófago de Hagia Tríada, en cuyas paredes laterales se representan escenas de este culto: el sacrificio de un toro, cuya sangre se ofrece al m undo de ultratum ba; ofrendas votivas que incluyen otros animales y alimentos e incluso un modelo de embarcación, con seguridad necesario para surcar las aguas del otro mundo; los cantos rituales son acompañados con instrum entos musicales. Las ceremonias son llevadas a cabo principalm ente por sacerdotisas; algunos sa cerdotes llevan vestim enta femenina, y otros, pieles de animales (quizá por influencia egipcia). O bjeto del rito fúnebre es la imagen erguida del m uerto. ¿Se trata de su cadáver, de su momia o de una aparición evocada gracias a la sangre del toro sacrificado? No es posible precisarlo, lo mismo que tampoco sabemos si los fantásticos carros representados en los lados m enores del sar cófago llevan solam ente a las divinidades fúnebres o si el alma del difunto participa en el viaje. Por muy sugestivas que resulten, estas escenas conti núan siendo inexplicables. P or el contrario, en las leyendas griegas se encuentran diversos ecos de las ideas minoicas sobre el más allá. Por ejem plo, Radam antis, y luego tam bién Minos, eran considerados jueces de los m uertos y soberanos de u ltra tum ba. Radam antis era colocado tam bién en el Elíseo y en las islas de los bienaventurados, según creencias que tam bién proceden de época minoica. La religión minoica contiene todavía un gran núm ero de problemas sin re solver; sin em bargo, está com probado que en C reta las creencias religiosas tuvieron una importancia excepcional y que toda la vida, tanto pública como privada, estaba influida por pensamientos y sentimientos religiosos. Como las costumbres cretenses no eran en absoluto belicosas, todo el ri tual servía a fines pacíficos. El presupuesto principal era la prosperidad eco nómica: podían jactarse de una agricultura bien ordenada, contaban con enorm es contingentes de ganado y disponían de excelentes productos hortí colas. Se producían y exportaban vino, aceite y perfum es; con toda seguridad se m andaba tam bién m adera a Egipto. Sin em bargo, una de las actividades más rentables para el comercio minoico eran los trabajos artísticos. Bien es verdad que debían im portar el oro y marfil que necesitaban para ellos y que no podían igualar la finura de los trabajos de orfebrería y de m arquetería egipcios; pero C reta superaba a todos los demás países en la originalidad de sus vasos de terracota esm altada, de esteatita y de metales preciosos, de sus estatuillas de animales y grabados en m adera, en la m aestría de su glíptica con sus camafeos y sellos, e incluso en la fabricación de largas espadas con magníficas em puñaduras. Algunas de estas actividades se llevaban a cabo en los palacios, y otras en talleres privados. El comercio tenía su centro en los palacios, pero no lo so focaban con un control exclusivo. Prosperaban tam bién muchas actividades en el m undo provincial; buenos beneficios procedían de la pesca, que propor cionaba además la púrpura y las esponjas; de las actividades de tejedores y tintoreros, de la elaboración del aceite y de la producción de perfumes.
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Es errónea la opinion, bastante extendida, de que C reta estuviese retra sada en el desarrollo técnico con respecto a M icenas. E n realidad, los mi noicos fueron tam bién innovadores en la técnica. Fueron los prim eros, dentro del ámbito del Egeo, que construyeron canalizaciones y cisternas de obra, que dotaron a los palacios de instalaciones higiénicas, baños y canales de de sagüe; eran m aestros en la construcción de calles y puentes. Sus naves, im pulsadas por velas y rem os, eran de las m ejores de su tiem po. Sabían erigir murallas con saledizos concéntricos y lineales, e incluso utilizaron su conoci miento de la ley de los vasos com unicantes para la instalación de fuentes y surtidores de agua. Solam ente no avanzaron en la técnica de la fortificación, porque pensaban no tener que necesitar ninguna m uralla defensiva. Sin em bargo, aunque los minoicos se esforzaban en general en desarrollar su economía y técnica, no llegaron a obtener ningún éxito decisivo. La culpa de ello hay que atribuirla a su falta de espíritu de iniciativa: eran trabaja dores dem asiado perezosos y les repugnaba la posibilidad de tener que residir en el exterior. Se sentían felices sólo en su isla, no tenían espíritu de pio neros y no les atraía el deseo de viajar. D e esta m anera, el comercio ultra marino no tuvo dinam ismo y la talasocracia minoica no se desarrolló nunca como un im perio m arítim o. Por otra parte, sus intereses técnicos se agotaban en las tareas inm ediatas y renunciaban a toda investigación paciente y fati gosa, a toda actividad prolongada relacionada con el progreso. El hom bre minoico era sociable, le gustaban el m ovimiento, los espectáculos, las fiestas. E n círculos privados se dedicaba con preferencia al juego de las tablas o a los dados. Así pues, la tendencia a abandonarse a diversiones y la escasa volun tad de perseguir m etas lejanas im pidieron que perspectivas tan prom etedoras se desarrollaran en realidades. No obstante toda su habilidad técnica, los productos cretenses no habrían podido tener formas tan atrayentes, si no hubieran sido el resultado de ideas creadoras auténticam ente minoicas. Con otras palabras, si C reta se hubiera contentado con utilizar predom inantem ente el acervo artístico del exterior, sus creaciones hubieran sido muy poco más originales que las de los fenicios o etruscos. En los prim eros tiem pos, parece que no hubo muchos impulsos propios en Creta: acogía gustosam ente influjos del norte de África, del C er cano O riente, A natolia, G recia y los Balcanes y se limitaba a com binar lo re cibido. Sin em bargo, en la época de construcción de los palacios más anti guos se pusieron en m ovimiento fuerzas originales. E n este nuevo clima se consiguió un tipo de artesanado específicamente cretense, e incluso un arte propio, aunque muy elem ental. E l motivo lo proporcionó en buena parte la adopción de la espiral proce dente de las Cicladas y de los Balcanes. A partir de estos estím ulos, C reta creó algo original: concretam ente, la idea del movimiento y de un arte carac terizado por el movimiento. T oda la futura producción m inoica estaría bajo f signo de esta idea. D urante el período de los palacios más antiguos el interés se dirigió p re dom inantem ente a la decoración curvilínea, cuyos motivos eran repetidos hasta el infinito en las telas. Pero en prim er plano estaba la cerámica: se pin taban los elem entos decorativos en círculo, alrededor de las paredes del vaso; se creaban verdaderos sistemas planetarios de círculos, elipses y espirales, di rigidos hacia el exterior y hacia el interior. Nunca más se ha vuelto a dar pa
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recida riqueza, tal abundancia de elem entos ornam entales, apoyada por una multiplicidad igual de colores arm ónicam ente combinados. Así pues, en la época de los antiguos palacios el peso fundam ental de la creación artística radica en concepciones ornam entales. Las formas decora tivas crecían y se multiplicaban como si las espirales fuesen ramas y hojas, en una fascinante combinación de los principios de la geom etría y del m undo vegetal. A su lado se cultivaba tam bién m arginalm ente el arte de la figura. A ún no se había desarrollado la pintura de frescos, y como la cerámica vacilaba en enriquecerse en este sentido, se producían sólo estatuillas de dioses, im á genes de orantes o de animales, como ofrendas votivas y piedras talladas. A quí, en el campo de la glíptica había amplio espacio para representar fi guras: al anciano sentado ante su tablero de juego bajo una palm era, m ujeres discutiendo o un sediento que bebe de un vaso. Tam bién se representaban con preferencia animales, esforzándose en reproducirlos en movimiento, al galope. D e ese m odo encontram os leones, toros, cabras m onteses, grifos y ataques de fieras. Las imágenes de barcos nos m uestran la im portancia del tráfico m arítimo. Son frecuentes además los elem entos ornamentales: espi rales, rosetas y estrellas. Incluso encontram os sellos, aunque poco num e rosos, con el nom bre del dueño en caracteres silábicos pictográficos. E xcep cionalm ente encontram os tam bién figuras en la pintura vascular, como, por ejem plo, un friso de peces, un árbol o una diosa rodeada de sacerdotisas que danzan. Sin em bargo, estos intentos tienen todavía una im pronta fuertem ente ornam ental. Cuando se procedió a la reconstrucción de los palacios más antiguos des pués de la catástrofe y se inició la «nueva era», el cambio de situación trajo consigo nuevos impulsos, decisivos para el arte minoico. A hora prevaleció el arte figurativo. Los nombres de los artistas nos son desconocidos, pero sus obras son testimonio de que eran m aestros geniales. Ellos crearon tam bién una pintura al fresco figurativa y los relieves de los vasos de esteatita. Sin em bargo, el arte m enor del entalle de piedras (glíptica) llegó a la máxima perfección. La variedad de motivos y escenas es muy rica: tenem os frescos en m inia tura con la representación de grandes concentraciones de gente, fiestas y danzas; en este período los corredores por donde entraban los visitantes eran adornados con series m onum entales de portadores de regalos; un vaso de es teatita nos perm ite asistir a una fiesta de la cosecha. A m enudo existen oca sionalmente combates de luchadores y púgiles. Por el contrario, no son co rrientes las luchas serias, con armas, que aparecen sólo en sellos, pero con un fuerte dinamismo y una notable belleza de formas. Muy num erosas son las escenas de culto, los sacrificios y las plegarias. En las gemas, estas escenas están asociadas a la epifanía del dios niño. A veces, en las imágenes de los sellos se representa el dolor por la m uerte del dios de la prim avera, árboles y ramas sagrados plegados en tierra, el sacrificio del toro, el laborioso ritual de los sacerdotes con disfraces de Taurt. R eciente m ente se ha descubierto el fragm ento de un vaso de esteatita que m uestra la ofrenda del pan sagrado en un santuario en la altura. Son reproducidas tam bién divinidades, pero sólo en sellos cilindricos y en estatuillas, nunca en frescos o en vasos' de esteatita. E ntre las estatuillas han
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alcanzado m erecida fam a las diosas de las serpientes de cerámica esm altada halladas en Cnossos. E n algunos sellos distinguimos a la G ran Diosa, de pie en la m ontaña, entre leones y otras figuras, con la doble hacha, pero también sentada bajo el árbol sagrado, o en la escalinata de su tem plo. O tras veces encontram os un dios joven, por lo general acom pañado de animales. No es im probable que existiera incluso una escultura de grandes dimensiones. A parte de las escenas de culto, el m undo hum ano aparece en las repre sentaciones de m ujeres conversando, un príncipe que pasea y oficiales con sus soldados. Pero los jardines eran el tem a predilecto de los frescos. Pocas veces el arte hum ano ha podido representar en una atm ósfera tan mágica el encanto de las flores, de las ramas y arbustos, bañados por la luz del sol y movidos ligeram ente por el soplo del viento. Los gatos se deslizan entre la maleza y acechan a un ave del paraíso; los monos se m ueven entre flores inundadas de luz; entre los arbustos surgen perdices y aves acuáticas. No obstante, hay que tener en cuenta el siguiente rasgo «primitivo»: en el arte minoico no existe perspectiva; efectivam ente, no hay muchas veces nin gún punto de observación y en ocasiones ni siquiera una línea base. Las per sonas han sido dibujadas generalm ente de lado, pero los ojos aparecen de frente. E l terreno circundante, con las rocas, arbustos y flores, parece visto desde arriba, de modo que la escena representada está rodeada de este te rreno por todas partes, incluso la que para nosotros es la parte superior. Por lo demás, rasgos de este tipo los encontram os tam bién, aunque no de form a tan pronunciada, en el arte egipcio. Los frescos minoicos producen un efecto cautivador por el color. Adem ás, el naturalism o se une aquí a toda suerte de elem entos fantásticos. Las plantas y las flores conservan de cuando en cuando sus colores naturales, pero todos los hom bres son de color rojo, y las m ujeres de tono más claro (como sucede en el arte egipcio). Los m onos son de color azul, como los árboles y los p á jaros. Para el fondo no sólo se prefiere el amarillo, el rojo y el azul, sino que los tres colores son tam bién combinados en campos ondulados que reavivan la superficie. En conjunto, el arte minoico con sus lineas, sus colores y sus composi ciones tiene una belleza peculiar. Tam bién su tensión interior y su atm ósfera densa ejercitan en nosotros una atracción particular. C iertam ente, coloca m u chos de sus temas en una esfera de ensueño, pero de este modo consigue ha cer más concreto lo irreal.
L A G R E C I A M IC É N IC A Después de la inmigración de conquistadores de habla griega, en la cul tura del Heládico antiguo tuvo lugar muy pronto un acercam iento y una mez cla de ambos elem entos, vencedores y vencidos. D e este m odo se formó un pueblo nuevo que consiguió com binar las ideas religiosas y las restantes tradi ciones culturales: el griego se convirtió en la lengua de los sometidos, y los conquistadores se adaptaron a un m odo de vida más agrícola o urbano. Sola m ente aquellos grupos de inm igrantes que no penetraron hasta el ámbito del Heládico antiguo fueron excluidos de este proceso. Siguieron siendo «protogriegos», aferrados a un modo de vida más o menos bárbaro.
Fachadas de edificios m inoicos de tipo urbano. Tablillas en m ayólica de C nossos, circa 1650 a.C . H erakleion, Creta, M useo A rqueológico.
Espectadores de juegos cultuales ante el santuario del palacio. D e un pequeño fresco restaurado procedente de C nossos, circa 1600 a.C . H erak leion , Creta, M useo A rqueológico.
G uerreros m icénicos al asalto de una ciudad enem iga. R elieve en la parte superior de un rhyton de plata de la tumba IV de pozo de M icenas, circa 1560 a.C . A ten as, M useo N acional.
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En el área del Heládico antiguo la nueva sociedad griega dedicó todas sus energías durante mucho tiem po a la tarea de consolidarse. En el período en tre el 1950 y el 1700 la cultura del Heládico medio que estaba naciendo sus cita por tal motivo una impresión de extrem a simplicidad y modestia. Los n ú cleos habitados fueron reconstruidos y conservaron sus antiguos nom bres; pero se tendía a trasladar los centros de la costa hacia el interior. Régulos in significantes volvieron a dom inar en las distintas ciudades en sus casas de tipo megaron, y algunas de sus residencias fueron rodeadas con una sólida m ura lla. Al principio, los intercam bios comerciales con C reta eran escasos, pero no se descarta que existieran algunas regiones griegas tributarias de los reyes de Cnossos, por ejem plo, m ediante la entrega de jóvenes para el salto del toro. E n este período, la m itad sur del Egeo estaba sin duda controlada por la flota minoica. Más estrechas eran las relaciones griegas con la Calcídica y Asia M enor. E sta última influyó en las nuevas formas de vasos de la «cerá mica minia». Incluso los vasos pintados en colores reproducían a m enudo di bujos de tejidos procedentes de Anatolia. Sobre el terreno religioso, en la unión de los dos com ponentes, el de o ri gen indoeuropeo aportó la estimación por la virginidad. D e este m odo, A te nea, la soberana de los palacios egeos e impulsora de todo progreso, se con virtió en virgen. Lo mismo ocurrió en el caso de A rtem isa, la señora de los animales, que sólo en casos aislados, como en Éfeso, conservó los caracteres de diosa de la fecundidad. Zeus, el dios indoeuropeo de la luz, asumió e n tonces las funciones de varias divinidades egeas de la cima de los montes. El dios indoeuropeo de los m uertos con form a de caballo se unió, en la figura de Poseidón, con la M adre Tierra, para form ar una pareja de dioses subte rráneos. En el Peloponeso, un dios egeo de la vegetación continuó siendo ve nerado como Jacinto. También perm aneció Ilitia, m ientras a la Diosa M adre Tierra, denom inada Da, le fue añadido el indoeuropeo mater, con lo que re sultó Damater, D em éter. E n conjunto, la unión de los dos elem entos dio resultados favorables. Tras haberse consolidado y haber acumulado fuerzas suficientes, esta nueva nación griega pudo jugar un papel muy im portante en el Egeo. Las catástrofes que provocaron hacia el 1700 la destrucción de los palacios más antiguos de C reta no debieron quedar privadas de consecuencias para el prestigio del poder minoico. A unque las residencias reales fueron recons truidas, se ve que en toda la Grecia continental crecía la seguridad y con fianza; parece que el bienestar hubiese ido en continuo aum ento. Se abando naron con frecuencia las m odestas sepulturas cubiertas de lajas de piedra, en las que hasta entonces se había enterrado individualmente a los m uertos, casi sin ajuar funerario. En lugar de la sepultura bárbara en «posición acurru cada», hizo su aparición la costumbre de enterrar los cadáveres extendidos en fosos de fábrica, que podían contener a varios miembros de la misma familia. M ientras que hasta el m omento tam bién se habían guardado los cadáveres en grandes urnas de arcilla, para enterrarlos en lugares diferentes dentro de un túmulo común, ahora se erigieron en estos túmulos — sobre todo en M ese nia— num erosas tumbas pequeñas de cúpula. R ecientem ente Papadim itriu ha descubierto en Micenas una necrópolis sorprendente. Se trata de un círculo de piedras que encierra un gran núm ero de tum bas de fosa, coronadas por pequeños túmulos, en algunos de los
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cuales se habían colocado estelas con decoraciones esculpidas en espiral o es cenas de caza. E n el fondo de las fosas yacían los cadáveres, la mayoría ya en posición extendida, y en algunas de las fosas más de uno. Uno de ellos llevaba, sin duda sobre el rostro, una máscara fúnebre de electrón. Las tum bas no habían sido saqueadas y contenían ajuares de una riqueza notable, pero no excepcional. Los cadáveres de los jefes militares tenían a su lado su copa de oro, sus espadas y dagas, adornadas muchas veces con oro. Tam bién se encontraron aljabas, guarnecidas con oro, y un núm ero elevado de vasos de arcilla, que debieron de contener perfum es, alimentos y otras ofrendas. Las m ujeres habían sido enterradas con sus joyas y num erosos objetos de ce rámica. P or la decoración reconocemos que los vasos pertenecen a la fase fi nal del Heládico m edio, aproxim adam ente hacia 1650 a.C ., ya que su pintura m ate imita las composiciones vegetales naturalistas de los vasos cretenses. Tan sólo algunas de las sepulturas son de un período posterior, de época micénica. Sin em bargo, ya las inhumaciones del Heládico medio m uestran que en aquel período el poder de los reyes micénicos estaba aum entando con ra pidez. Hacia el 1600 a.C. la dominación marítim a de C reta sobre el Egeo parece que se debilitó de m anera considerable, probablem ente a causa de los terre motos que destruyeron entonces el palacio de Cnossos. Quizá uno de estos fenómenos sísmicos fue acom pañado de un m arem oto que arrasó los puertos minoicos y destruyó la flota. E n 'to d o caso, lo cierto es que en aquella época Cnossos fue saqueada repetidas veces. En el continente, M icenas acumula en este período, de improviso, una enorme riqueza. D e ello son testimonio los últimos enterram ientos en tumbas de fosa, recientem ente descubiertas y, todavía más, el otro círculo de tumbas de fosa, excavado por Heinrich Schliemann en 1876. Por estas tum bas po demos deducir que se obligó a artistas cretenses a trabajar en Micenas para los príncipes de esta ciudad y según sus deseos. Surgió así una gran cantidad de armas espléndidas, encontradas en las tumbas, además de sellos de oro con escenas de caza o de lucha, e incluso un pequeño sello de extraordinaria belleza que reproduce la cabeza de un príncipe. Tam bién aparecieron en las tumbas objetos originales cretenses, abundantes joyas de oro de factura algo más tosca y un núm ero indeterm inado de pequeñas láminas de oro con deco raciones en espiral, que quizá servían como medio de pago. Estas tum bas son tam bién testimonio de que los reyes micénicos llegaron hasta Egipto, en el período en el que fueron expulsados los hicsos, y quizá es posible que en la em presa hubiesen participado contingentes de auxiliares griegos. La extraordinaria riqueza de las tumbas de fosa era quizá debida a la imitación de los modelos egipcios. Se encontraron en ellas incluso huevos de avestruz m ontados en oro; tam bién se com probó que uno de los cadáveres parecía estar momificado. Pero, sobre todo, lo que debió de introducirse en Micenas a través de Egipto fue el carro de guerra como nuevo instrum ento bélico. Los mismos egipcios habían aprendido de los hicsos a utilizar el caballo y el carro de guerra, y em plearon con éxito la nueva arma para expulsar a los invasores. Cuando los griegos micénicos participaron en estas luchas, apren dieron tam bién a conducir los carros y a criar caballos de raza. Con verda dero apasionam iento se dedicaron, en el deporte y en la batalla, a guiar los
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nuevos vehículos de dos ruedas. Sin convertirse todavía en jinetes, estos ex pertos conductores de carros pasaron a un modo de vida com pletam ente dis tinto, que podría decirse «caballeresco». Como campeones del deporte y de la guerra form aron una clase especial, que no sólo decidía las batallas, sino que necesitaba de un séquito y de escuderos, de servidores para los caballos y las cuadras. Muy pronto se form ó un espíritu de casta: los conductores de carros exigieron privilegios particulares en la vida social, form ando un esta m ento feudal propio. Los soberanos fueron los prim eros en utilizar la nueva arma y en m arcar la pauta del nuevo estilo de vida. Por tal motivo, quisieron que se les repre sentara en las estelas funerarias de las tum bas, excavadas por Schliemann, como conductores de carros de guerra, y gustaban de anillos de oro, con es cenas de caza sobre carros. En las estelas de las tum bas más antiguas, donde los cazadores aparecen siempre a pie, no se encuentra nada parecido. Pero en el campo de batalla el rey necesitaba muchos carros de com bate y tam bién un séquito de caballeros. D e este modo hacía adiestrar a un gran núm ero de com batientes de carros, que estaban a sus órdenes, como los «ministriles» al servicio del príncipe en la Edad M edia. Parece que tam bién en Grecia fue in troducido el sistema feudal, como en el Medievo y en toda sociedad de tipo caballeresco. No obstante, seguían teniendo validez en muchos campos las antiguas tra diciones. Los m uertos de las tum bas de fosa yacían, como en otros tiempos, sobre un suelo de grava; además de la nueva cerámica de origen cretense, con las espirales, las dobles hachas y los motivos vegetales, pintados con co lores brillantes, se usaba aún la vajilla del Heládico medio, y muchas decora ciones conservaban su antigua sencillez. Se encontraron tam bién máscaras de oro en las tum bas excavadas por Schliemann, rem atadas igualm ente por es telas del tipo descrito. Sus decoraciones en espiral eran iguales a las de las tum bas más antiguas; tan sólo tienen de nuevo las escenas de carros de gue rra. Los hom bres conservaban la vestim enta y el tipo de barba del Heládico m edio, pero las m ujeres imitaban las modas minoicas. En el campo de la a r quitectura, del culto y de las costumbres más refinadas se debió tom ar mucho de C reta, sobre todo innovaciones técnicas en las construcciones de canales, calles y puentes. Por el contrario, en otros campos, siguieron vigentes las tra diciones del Heládico m edio, por ejem plo, el uso del megaron como sala de representación del rey. De esta m anera, hacia el año 1600 a.C. se forma así una nueva civiliza ción mixta, en la que la herencia del Heládico medio se une al uso del carro de guerra, de procedencia oriental, y a una gran cantidad de elem entos cultu rales minoicos. Los representantes de esta civilización son exclusivamente los griegos del Heládico medio. La transición a la nueva era caballeresca se hace sin cambios bruscos; no se puede hablar de ninguna ruptura con la tradición o de violentos ataques extranjeros. El m aterial arqueológico, tan abundante para esta fase, no perm ite fechar la inmigración de grupos de habla griega, en torno al 1600, en lugar de hacia el 1950 a.C .; no se puede ni siquiera suponer que hacia 1600 hubiese tenido lugar una inmigración de grandes pro porciones. Nos hemos acostum brado a denom inar la nueva época como «civilización micénica» y, de hecho, la sede del príncipe de Micenas debió de tener un pa-
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pel fundam ental en su creación. Sólo aquí encontram os una tal riqueza de ajuares funerarios, que necesariam ente debe derivar de em presas marítimas y de saqueos en C reta y que debe tener su m odelo en las suntuosas tumbas egipcias. Sólo aquí puede com probarse directam ente la presencia de maestros minoicos de la glíptica y de la orfebrería. Y sólo en Micenas se han descu bierto los testimonios más antiguos del uso del carro de guerra. La nueva civilización se extendió con rapidez extraordinaria a otros lu gares de Grecia, ante todo a M esenia, en donde se introdujo igualmente la nueva cerámica barnizada, en parte gracias a contactos directos con Creta. A quí no se utilizaban tum bas de fosa, pero em pezó a construirse grandes tum bas de cúpula, quizá como consecuencia de un particular influjo de los ejemplos cretenses. En 1960, en la frontera entre M esenia y la Elide, se des cubrió una tum ba de cúpula de enorm es proporciones. E ntre la tierra que re llenaba el dromos se encontraron fragm entos de vasos exclusivamente perte necientes al Heládico m edio y al Micénico antiguo. Parece que en la parte occidental del Peloponeso se trató de un período de notable desarrollo cultu ral. También en el interior de la península se pasó pronto al nuevo uso de las cortes feudales y a la construcción de tum bas de cúpula. Este tipo funerario se im plantó de inm ediato incluso en Micenas y sustituyó a las tum bas de fosa. Las personas del séquito eran enterradas en todas partes, en tum bas de cámara con un largo ingreso y puertas cuidadosam ente trabajadas; pero estas tumbas no eran obra de albañilería, sino excavadas en la roca, probable m ente según modelos egipcios. El estilo señorial y feudal de Micenas se extendió incluso al centro de G re cia y a Tesalia. U no de los centros principales debió de ser Yolco. En todas partes la cultura del Heládico medio fue sustituida paulatinam ente por la micénica. Sin em bargo, en la llanura, la cerámica micénica se impuso, en parte, en época bastante posterior. Llamamos Micénico antiguo a este período de expansión de la cultura mi cénica, de las tum bas de fosa y de las prim eras tum bas de cúpula. D uró desde 1580, aproxim adam ente, hasta 1480 a.C. D urante este tiem po, en C reta, superadas las consecuencias de las catástrofes de Cnossos, tuvieron su último período de grandeza los palacios más recientes. Entre los príncipes minoicos y micénicos debieron existir relaciones amistosas y quizá se con cluyeran, incluso, m atrim onios entre las dinastías. Parece que el control de los mares estuvo dividido entre las dos potencias; pero en un principio C reta era todavía la más fuerte al dom inar con sus bases el sur del Egeo y el co mercio con Egipto. La última fase de la época de los palacios cretenses duró desde 1470 hasta 1400. Se la denominaba Minoico tardío II y coincide aproximadamente con el Micénico medio de la Grecia continental (1480-1400). En esta última fase de los palacios cretenses el estilo artístico muestra una singular rigidez, como se puede reconocer en la cerámica llamada del «estilo del palacio» y también en el fresco con representaciones de grifos de la sala del trono de Cnossos. Y desde hace tiempo se ha señalado que esta cerámica de estilo del palacio se encuentra por toda la Grecia continental, siguiendo la misma técnica, mientras falta en el resto de Creta. Evidentemente, Cnossos ya no tenía relaciones decisivas con la isla, sino con el mundo micénico. En aquellos m om entos, las residencias reales se hallaban en la plenitud de
Armadura de un guerrero m icénico. H allazgos de bronce de una tumba de cámara cerca de D endra, en la A rgóü d e, 1450-1400 a.
R estos de una tumba de cúpula en O rchom enos/B eocia, circa 1300 a.C. Izquierda: entrada a la cámara funeraria.
E l área sagrada de M icenas, con la muralla exterior. Siglo xm a.C . V ista desde la parte interior de la Puerta de los L eon es, en la A rgólide.
Corredor en el bastión oriental de la ciudadela de Tirinto, en la A rgólid e, siglo xm a.C.
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su desarrollo en la Grecia continental. E sta afirmación se puede hacer tanto para Micenas y sus vasallos circundantes como para las dinastías de Laconia y del oeste del Peloponeso. En Ática existieron num erosos pequeños princi pados; en Beocia, los grandes palacios de Tebas y Orcóm enos, y en Tesalia, los de Yolco y Nelea. E n el área de M icenas se producía la bella cerámica de Efira. Incluso Cnossos quiso im itarla, pero con resultados poco afortunados. Así pues, está fuera de toda duda que la Grecia continental m arcaba la pauta y se había convertido en el modelo, incluso para Cnossos. Esto está confirmado por el descubrim iento en los últimos años, junto a Cnossos, de una serie de tum bas de caballeros micénicos. El origen continen tal está ya indicado por el m odo en que las cámaras están excavadas en la roca, por la arm adura, com puesta de yelm o, espada, lanza y puñal, así como por una copa de oro perteneciente al ajuar funerario. Los guerreros allí en te rrados gozaban ciertam ente de una posición em inente, ya que sus gustos, más inclinados a un arte estático, parece que incluso influyeron de m anera d eter m inante en la pintura al fresco de la época. Pero no está claro si estos gue rreros micénicos fueron en principio solam ente m ercenarios o si form aron desde el comienzo un estrato dom inante. Tal vez algunos jefes de m ercena rios alcanzaron el poder de Cnossos, como ocurrió más tarde con los prín cipes norm andos en la Italia m eridional, o quizá príncipes griegos llegaron al trono de Cnossos por medio del m atrim onio, como hicieron los Hohenstaufen en Sicilia. E n cualquier caso, este cambio de poder tuvo lugar sin graves luchas o destrucciones. Seguramente, al final de este período, Cnossos estaba dominada por señores griegos que llevaban archivos en griego. Los nuevos soberanos ejercían eviden temente la hegemonía sobre toda la isla. Los palacios de Festo y Mallia, lo mismo que la villa de Hagia Tríada, cesaron de servir de residencias reales. In cluso las bases originariamente minoicas de Melos, Tera, Yaliso, en Rodas, Cos y Mileto cayeron bajo el dominio griego. Pero un nuevo terremoto hacia el 1400 a.C. volvió a destruir el palacio de Cnossos por última vez. El palacio no fue nuevam ente reconstruido, quizá porque los príncipes de Micenas no veían con buenos ojos a este com petidor. A la isla arribaron n u merosos inmigrantes griegos, que se establecieron sobre todo en el oeste de C reta, pero tam bién en Cnossos y Hagia Tríada. Sin em bargo, no se form ó nunca una nueva cultura en torno a un palacio. Los inmigrantes perm anecie ron como colonos con una m entalidad colonial racionalista. En la Grecia continental, el palacio de Micenas fue asumiendo una posición cada vez más dominante en esta época del Micénico tardío (1400-1200 a.C .). Alrededor de la colina donde estaba la fortaleza fue levantada una muralla de enormes proporciones; después de una grandiosa ampliación de esta fortifica ción, la antigua necrópolis, que comprendía las tumbas de fosa descubiertas por Schliemann, fue englobada en ella. Sobre las ántiguas fosas se colocó un alto te rraplén, y en este nuevo nivel se colocaron las venerables estelas funerarias. Este lugar monumental estaba rodeado por el llamado círculo de losas. El ac ceso a la fortaleza y al círculo se efectuaba a través de la Puerta de los Leones. En la colina se erguía un espléndido palacio con un amplio megaron. En las la deras se levantaban las viviendas de los caballeros y de los sacerdotes. Fuera de la muralla, en diferentes grupos de casas, habitaban principalmente comer ciantes. También aquí había numerosos sepulcros de cúpula, en su mayoría es-
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condidos bajo grandes túmulos; el más grande de ellos fue denominado más tarde «Tesoro de Atreo». El túmulo de la tum ba de cúpula, erróneam ente atri buido a Clitemnestra, cubría el círculo de las más antiguas tumbas de fosa. Los muertos enterrados allí no eran considerados con los mismos honores que los del otro recinto de tumbas. Las personas del séquito eran enterradas en tumbas de cámaras excavadas en la roca. U na segunda residencia real, perteneciente seguram ente a la misma dinas tía de M icenas, se levantaba en Tirinto. A quí se encontraban el puerto y la ciudad grande, y probablem ente los soberanos de M icenas residían en ella durante el invierno. E l palacio, al igual que en M icenas, tenía el aspecto de una poderosa fortaleza, dotada de todos los adelantos del arte militar de la época; tam bién aquí el centro estaba constituido por un megaron, que se abría a un espacioso patio. En torno a M icenas, en las ciudades y fortalezas m enores de la A rgóüde, gobernaban las dinastías de los príncipes vasallos, como las establecidas en Prosimna, B erbati, M idea, A sine y Larissa. E n algunas de ellas se construye ron tum bas de cúpula. E n una cám ara sepulcral junto a M idea se ha descu bierto recientem ente un m uerto com pletam ente arm ado con yelmo, coraza, espinilleras, espada, puñal y lanza. El gran despliegue de poder patente en la Argólide hace suponer que los reyes de M icenas no sólo dom inaron sobre esta región, sino tam bién sobre una gran parte del Peloponeso e incluso, du rante algún tiem po, sobre toda Grecia. En el Peloponeso había otros dos grandes palacios. Uno se hallaba en L a conia, pero no ha sido aún descubierto; el otro fue excavado por arqueólogos americanos en A no Englianos, el Pilos de la leyenda. Los soberanos de Pilos tenían tam bién bajo su dom inio a un buen núm ero de príncipes vasallos, cuyas residencias y tum bas de cúpula han sido excavadas en los últim os años. En el Atica, a partir del M icénico m edio, A tenas tiene una posición cada vez más im portante; en Beocia, el palacio de Tebas fue destruido relativam ente pronto; en Tesalia dom inaban aún Yolco y N elea, pero ahora nuevas residen cias reales adquieren una cierta im portancia. U n gran acontecim iento histórico fue la expansión de los príncipes y caba lleros micénicos en territorios de ultram ar. En parte bajo la dirección de Micenas y en parte por propia iniciativa, los héroes alcanzaban con sus naves le janas regiones y fundaban bases fortificadas donde se establecían como co merciantes, com batían con sus carros o sim plemente vivían de la piratería y del saqueo. E n el año 1960 ha sido descubierto en la costa de Epiro una ciudad micénica con una tum ba de cúpula. O tros establecimientos micénicos existían en la región de T arento, en la Italia m eridional, en el este de Sicilia, en las islas Lípari y en Ischia. Los navegantes griegos llegaron tam bién a la isla de Malta. En el M editerráneo oriental, Egipto, Palestina y Siria se convirtieron en los m ercados de exportación más im portantes para el aceite de Micenas. Numerosos m ercaderes y artesanos micénicos se establecieron en Chipre, donde crearon centros de producción de cerámica micénica, haciendo una se ria com petencia a los talleres de su patria. En la península de C irene hubo durante cierto tiempo caballeros micé nicos, com batiendo en carros y organizando las unidades de carros de los príncipes libios que atacaban Egipto. Y cuando textos cuneiformes hititas h a
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blan de gentes o de un rey del país Achiawa designan probablem ente caba lleros y príncipes micénicos, que se llam aban a sí mismos «aqueos». Las cartas del rey hitita al «señor de Achiawa» quizá estén dirigidas al soberano de Micenas. Los intereses micénicos entraron en contacto con los del im perio hitita no solam ente en Siria y en la costa sur de A sia M enor, sino tam bién en el A sia M enor occidental. Aquí, M ileto (en hitita, Milawata) parece haber represen tado, durante algún tiem po, una especie de condominio micénico-hitita. E x cavaciones llevadas a cabo por arqueólogos alem anes han descubierto una ciudad micénica sólidam ente fortificada. N aturalm ente, existieron otros establecim ientos micénicos en las dife rentes islas del Egeo, pero hasta ahora sólo se ha com probado la existencia de un palacio micénico en Melos. Cerám ica micénica se encuentra por toda la Calcídica y en M acedonia hasta la zona occidental m ontañosa. Por el con trario, en el m ar de M árm ara y en el m ar Negro no ha sido descubierto nada incontestablem ente micénico. Tal vez Troya entorpeciera durante algún tiem po el comercio micénico. Troya, en la precedente edad del bronce y aún durante el período m ás antiguo de la era micénica, era una residencia real bien fortificada, cuyo co mercio llegaba hasta Chipre. La ciudad se encontraba entonces en la fase a r quitectónica designada como Troya VI. Así pues, la H élade se com ponía todavía de estados independientes, pero en cierto m odo diferenciados. Pilos dom inaba un territorio del tam año de Mesenia, con num erosas dinastías m enores de vasallos. Micenas controlaba no sólo la Argólide, incluida la península de A rgos, sino tam bién el territorio' de Corinto, y tam bién estaba flanqueada por un buen núm ero de vasallos. En el Á tica parece que se llegó a un sinecismo bajo la prim acía de A tenas. Tam bién Tebas, Orcóm enos y Yolco debieron dom inar tem poralm ente sobre vasallos menores. Todo esto perm ite reconocer que el orden político era de tipo feudal. Micenas aspiraba a la hegem onía sobre Grecia entera, y parece que esta posición le fue reconocida durante algún tiem po. Es probable que la tem prana destrucción del palacio de Tebas se deba a una rivalidad entre Tebas y Micenas. A pesar de una cierta articulación de poder, las excavaciones muestran con toda claridad que la nación de los griegos micénicos formaba una unidad ce rrada. La arquitectura de los palacios, el uso de las tumbas de cúpula, la cerá mica definen una civilización sorprendentemente unitaria y mucho más uni forme, por ejemplo, que la posterior cultura griega de los siglo VII y V I a.C. Por eso podemos afirmar con seguridad que esta nación ya se había dado un nom bre propio, precisamente el de «aqueos», que encontramos aún en Homero. Por consiguiente, la civilización micénica podría denominarse también «aquea», si esto no fuese causa de equívocos, dado que este nombre asumió más tarde una significación completamente distinta. El carácter de la civilización del Micénico tardío estuvo determ inado p o r la clase caballeresca y las fortalezas de los príncipes. La guerra y las carreras de carros, la caza y las fiestas parecen haber sido las ocupaciones preferidas de estos círculos aristocráticos. Escenas de luchas de carros y de la caza del jabalí adornan las paredes de los palacios. A dem ás, entre las ruinas, se han encontrado cientos de copas y en Pilos se ha descubierto un gran depósito de
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vino. En las carreras tom aban parte tam bién las m ujeres, no vestidas ya a la moda minoica, sino al gusto micénico, conduciendo sus propios carros. Sin embargo, junto al gusto por la lucha y el peligro, parece que en las clases altas había un vivo interés por la ganancia y la posesión de bienes. Ambas tendencias se unían a la hora de iniciar em presas fuera del país, como ocu rrirá más tarde con la aristocracia helénica de los siglos VII y V I a.C. G randes cantidades de aceite, perfum es, vino y cerámica eran em barcados con destino al comercio. Tam bién las especias, los muebles con m arquetería de marfil y la cerámica fina eran m ercancías muy apreciadas. Podemos hablar tan sólo con limitaciones de un arte genuinam ente micé nico. La pintura de frescos, el relieve escultórico y la glíptica se m antuvieron en la línea minoica, pero junto a las acostum bradas representaciones de pro cesiones y cerem onias rituales se daba amplio espacio sobre todo a las es cenas de batalla o de caza. Las figuras en m ovimiento m anifiestan una singu lar rigidez; al gusto micénico respondían más las representaciones de figuras in móviles de caballos con sus escuderos, grifos tutelare^ o cantores con la lira. A partir del 1400 a.C. la pintura de vasos se alejó cada vez más de los temas figurativos para concentrarse en la decoración ornam ental. En lugar del movimiento minoico, se extendió por todas partes la inmovilidad. En ello puede verse claram ente cómo con la destrucción del último palacio minoico de Cnossos perdieron su influencia las tradiciones artísticas cretenses. Incluso la cerámica pasó a una producción en masa que en la calidad técnica satisfa cía todas las exigencias, pero que m ostraba en la decoración claros signos de la producción en serie. Más cuidado m ostraban las espadas y puñales con tra bajos de dam asquinado, con figuras policromas de animales o de otros ob jetos en oro, plata y nielado. Logros muy bellos se consiguieron tam bién en los trabajos de marfil, con incrustraciones en relieve para muebles de lujo. En la técnica arquitectónica, el megaron y la tum ba de cúpula continuaban las primitivas tradiciones egeas. La estructura de los palacios, fortalezas y se pulturas era a m enudo de una grandiosa m onum entalidad, con frecuencia unida a una fascinante simplicidad. A quí ya se anuncia un rasgo típico gracias al cual el posterior arte helénico aventajaría am pliam ente a la arquitectura minoica. El arte minoico era magistral en los trabajos en m iniatura. E n la ar quitectura micénica se anuncia la grandiosa m ajestad de las concepciones ar quitectónicas griegas; como aparece sobre todo en la Puerta de los Leones y también en el «Tesoro de A treo», que destacan sobre todos los modelos minoicos por la articulación armónica del peso y de las proporciones. Estos dos m onumentos micénicos se inclúyen entre los más sugestivos de todos los tiempos. En la construcción de edificios y de fortificaciones, el m undo micénico re vela una alta capacidad técnica. Los arquitectos micénicos encontraron solu ciones excelentes para sus sólidas puertas y escaleras, sus cisternas y puentes. Con toda probabilidad intentaron también la construcción de diques. La arquitectura y la artesanía m uestran hasta qué punto estaba dom inada la época del Micénico tardío por el racionalismo. El espíritu rom ántico del heroísmo caballeresco no había desaparecido aún, pero se prefería buscar lejos las aventuras, m ientras los palacios estaban gobernados ya más por la pluma del escriba que por la espada. El comercio hacía necesaria la contabili dad, y los palacios seguían sirviendo como registros de los cambios. En Pilos
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se han encontrado cientos de tablillas de arcilla escritas que no son otra cosa que docum entos contables. Incluso las propiedades inmuebles, el núm ero de esclavos y muchos otros datos económicos se registraban escrupulosam ente. Esta contabilidad se correspondía con la que debió existir tam bién en Cnossos, como atestiguan las tablillas descubiertas por Evans. Si hoy estamos m ejor inform ados de todo esto, se lo debemos a los geniales trabajos de in vestigación de Michael V entris, que descifró la escritura lineal B. D e la escritura lineal B, que, como se ha dicho, surgió en Cnossos por una reform a de la lineal A , fueron encontrados por Evans en Cnossos varios miles de textos en las tres prim eras décadas de nuestro siglo. Posteriorm ente, en 1939 y desde 1952, Blegen ha hallado tam bién en Pilos cientos de estas ta blillas, y algunas docenas se han extraído en Micenas en las viviendas pri vadas dentro y fuera de la fortaleza. Así pues, el m aterial de que disponemos no es escaso y, sin em bargo, podría ser aún m ayor si en época micénica, como en el antiguo O riente, las tablillas de arcilla se hubieran cocido para hacerlas más perdurables. Pero los aqueos, como los minoicos, escribían ge neralm ente en papiro y hojas de palm era. En arcilla sólo grababan las anota ciones menos im portantes, principalm ente registros de contabilidad que d e bían ser conservados sólo durante algún tiem po. Por este motivo no se cocían los textos sobre arcilla sino que se dejaban secar al aire. En cuanto habían cumplido su finalidad se tiraban, y con la prim era hum edad se convertían en barro amorfo. Únicam ente algún incendio catastrófico hizo que algunas tabli llas se endurecieran; en donde faltó esta circunstancia, no se ha conservado docum ento escrito alguno en los establecimientos micénicos. Como hasta 1952 no se conocía ni la escritura ni la lengua de los textos existentes, había muy poca esperanza de poder descifrarlos y traducirlos. El único indicio consistía en que los signos, en total unos 70, hacían pensar que se trataba de una escritura silábica con sílabas abiertas (consonante más vo cal) y que los distintos grupos de signos que form aban las palabras estaban separados unos de otros por medio de un signo de división. Sin em bargo, al principio se siguió un camino erróneo: en los signos se podían reconocer to davía imágenes de tipo pictográfico, incluso cuando se encontraban entre los signos de separación, y se intentaba interpretarlos como signos silábicos. D e esta m anera fracasaron todos los intentos. La ansiada m eta no habría sido alcanzada todavía si el joven arquitecto Michael Ventris, excelente pensador y lingüista, no hubiera llevado hasta sus últimas consecuencias un trabajo de revisión lógico-formal de los textos. No obstante, seguía sin conocerse la lengua. Las investigaciones de Alice K ober y de E m m ett B ennet hacían suponer que nuestros textos en lineal B conte nían una lengua distinta de la de los escritos en lineal A. Sin embargo, Ventris creía que se debía sostener la hipótesis de un idioma afin al etrusco. Pero, después de que en 1952, gracias a una admirable combinación, consi guiera descifrar los nombres de las ciudades cretenses de Cnossos, Amnisos y Tylissos y transfiriera a otras palabras los valores fonéticos así obtenidos, con gran sorpresa por su parte resultó que la lengua en cuestión era un griego muy arcaico. El desciframiento avanzó rápidamente y al final de aquel año se encontraba prácticamente concluido. Una feliz casualidad hizo que en 1953 se conociera una tablilla descubierta en Pilos por Blegen, que contenía un inventario de trípodes
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y vasos en el que las correspondientes palabras estaban acompañadas de las fi guras grabadas de estos objetos. Estas figuras confirmaban sin excepción las lec turas de los signos silábicos propuestas por Ventris. En 1956, el investigador in glés pudo aún, con la ayuda de John Chadwick, que se había asociado a los trabajos, publicar la obra que docum entaba detalladam ente el descifra m iento; pero murió este mismo año, víctima de un accidente de automóvil. A unque los estudios han hecho en este aspecto verdaderos milagros, se guimos encontrándonos con grandes dificultades a la hora de interpretar ade cuadam ente los textos. Por una parte, el griego de la época micénica era m e dio milenio más antiguo que el de H om ero, y especialm ente la fonética re presenta una fase muy prim itiva, para nosotros nueva. A dem ás, la ortografía es de un tipo cuanto m enos desafortunado para nuestras investigaciones. La escritura lineal B era adecuada para la lengua m inoica, pero no fue suficien tem ente adaptada al griego, cuando los aqueos la adoptaron. E n realidad era una especie de taquigrafía que a m enudo suprimía las consonantes en final de sílaba y de palabra. Por últim o, en la m ayor parte de los casos, nos hallamos ante docum entos de registro, es decir, asientos de cuentas que no contienen otra cosa que el nom bre del proveedor o del com prador y, a veces, un nom bre de lugar, la indicación de las mercancías y su cantidad. No hay mucho, pues, que traducir. Tan sólo de cuando en cuando aparecen textos más com pletos, como en los inventarios de objetos de mobiliario o de carros de gue rra, o en listas de sacrificios y órdenes de movilización. A través de ellos re sultan ocasionalmente iluminados el m undo religioso, la organización social, la economía agraria y a veces incluso hechos históricos. No hay en cambio nombres de reyes, porque los escribas sabían de sobra cómo se llam aba el rey en ejercicio. Los textos de Micenas m uestran hasta qué punto nos ha llamos sujetos a los caprichos de la casualidad: esperábam os encontrar m en ción de A gam enón o de O restes, y en cambio nos ofrecen listas minuciosas de drogas y hortalizas. E n conjunto, los textos suponen una decepción, por lo que respecta a tem as literarios o jurídicos, y ni siquiera existen cartas. No obstante, por medio de ellos hemos obtenido noticias interesantes de la vida económica de aquellos tiem pos y, por tanto de sectores de la civilización mi cénica, de los cuales no hacen mención las románticas leyendas heroicas griegas. Ya en la época micénica tardía debían existir leyendas y mitos heroicos, que eran recitados por cantores profesionales, sobre todo, en las cortes de los príncipes. Quizás tem as como los del viaje de los argonautas o el de la supre sión del tributo im puesto por los minoicos se rem onten a esta fecha tan anti gua y se refieran a acontecim ientos ocurridos en el Heládico medio. Con el hundim iento del m undo político micénico y de su cultura, ocurrido en el siglo XIII a.C ., la m ayor parte de estas leyendas se perdió. Quizá intere saban poco a los dorios, los nuevos inmigrantes. D e este m odo, el tem a de la liberación del yugo minoico se conservó solam ente en Á tica, y la leyenda de los argonautas se m antuvo sólo gracias al carácter intem poral de su argu m ento. Por otra parte, se form aron nuevas leyendas en torno a los aconteci mientos que a finales de la época micénica eran todavía auténtica historia. Los descendientes de los antiguos aqueos, asentados ahora sobre todo en la costa occidental de Asia M enor, se esforzaron por conservar en el recuerdo precisam ente este último período de florecim iento de la antigüedad micénica,
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haciendo de él una especie de m undo m ejor, de paraíso perdido. Los tem as eran las cortes reales de M icenas, Pilos, Tebas, Orcóm enos y Yolco, la hege m onía de M icenas, algunos acontecimientos dramáticos de la corte de los átridas, las luchas entre Micenas y Tebas, pero especialmente las empresas bélicas contra ciudades enemigas en la costa de Asia M enor. Así surgieron los ciclos legendarios sobre A treo, A gam enón y Orestes, Cadmo y Edipo, N éstor, la lucha de los «siete» contra Tebas y la guerra de Troya. Las luchas alrededor de Troya, con el paso del tiem po, form aron el m o delo ideal para toda em presa de tipo análogo, de tal m anera que finalm ente ellas solas personalizaron en exclusiva toda la expansión ultram arina de Micenas. Son significativas las transform aciones que este tem a experimentó en el transcurso del tiempo. A nuestro parecer, el proceso se desarrolló de la siguiente forma: origina riam ente Troya VI fue atacada por los aqueos, pero no conquistada; sucum bió víctima de un terrem oto, que ofreció a los griegos micénicos un fácil triunfo. Para los contem poráneos la catástrofe era naturalm ente obra de P o seidon, el dios de los seísmos, que entonces se representaba en form a de ca ballo. Generaciones posteriores, que pensaban más racionalm ente, seculariza ron esta versión y transform aron el Poseidón-caballo en el «caballo de Troya», hecho de m adera. Con él enlazaron el motivo de la ciudad asediada en la que los atacantes penetraron m ediante el engaño, motivo ya usado en Egipto en tiempos de las dinastías X V III y XIX. Por estas transform aciones sabemos cuán librem ente trataban los rapsodas posteriores sus tem as, pero tam bién com probam os que existían «núcleos» te máticos antiguos, que pueden ser reconocidos si confrontam os las leyendas con las excavaciones. De este m odo, la posición hegemónica de Agam enón, tal y como es descrita en H om ero, encuentra correspondencia en el papel predom inante de las residencias reales argivas. Incluso en las sedes legenda rias de un N éstor, de un Edipo, de un Neleo, de un Jasón y en la ciudad de los minios se han encontrado palacios micénicos o por lo menos tumbas de cúpula tan im ponentes que perm iten suponer la anterior existencia de pala cios similares. Incluso la posición un tiem po tan relevante de C reta, su talasocracia, su supremacía cultural aún tan repugnante por su carácter extraño, fueron bien delineadas en las leyendas griegas. N aturalm ente, solo la arqueo logía puede decidir lo que hay de antiguo y lo que es invención posterior en las obras poéticas y en las versiones llegadas hasta nosotros, pero las excava ciones nos proporcionan un material muy valioso y cada vez más abundante. No obstante, no se debe caer en el error de creer como verdad todo lo que nos cuenta Hom ero. Tampoco las listas, como el célebre catálogo de las naves, deben ser consideradas en absoluto como noticias auténticas, en la forma en la que se nos presentan, aunque puedan tener su punto de partida en hechos reales. Por todas partes nos encontram os con profundas reelabora ciones, debidas a generaciones más jóvenes de rapsodas. Por lo que respecta a la identidad de los héroes legendarios, no creemos que Agam enón, A treo, N éstor, Neleo y algunos otros sean nom bres de p er sonalidades históricas, como más tarde Etzel y D ietrich van B ern (Atila y Teodorico). No se pueden utilizar en absoluto los árboles genealógicos trans mitidos por Homero. La época micénica tuvo una duración de doce genera ciones, aproximadamente, mientras las leyendas griegas sólo recuerdan las prin-
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cipales figuras, que convertían directamente en padres, hijos y nietos, aun cuando originariamente estuvieron separados por una o más generaciones. La investigación m oderna ha establecido las fechas históricas con ayuda de la cronología egipcia, que conocemos con exactitud, y Egipto estaba de distintas maneras relacionado con el Egeo. Así podemos datar, el comienzo de la era mi cénica hacia el 1580, aproximadamente, y su final hacia el 1200 a.C. D entro de este período la fecha de la caída de Troya puede precisarse hasta cierto punto con la ayuda de la cerámica micénica de importación hallada en las excavaciones de la ciudad. Como fecha más probable nos parece el 1300 a.C. Eratóstenes (275-195 a.C .) la fijaba en una época muy posterior, cerca de un siglo más tarde, en 1184-1183. Todavía florecía la civilización micénica cuando, hacia el 1240 a.C ., ocu rrió en varias regiones una catástrofe que puede concretarse con la penetra ción de grupos bárbaros. En Tirinto fue incendiado el palacio; en Micenas, las casas de los com erciantes, fuera de la fortaleza, fueron pasto de las llamas, y centros como Prosim na y Zyguríes fueron destruidos. La residencia de Tirinto fue reconstruida, pero muchos núcleos perm anecieron en ruinas. Lo sucedido fue considerado como una seria advertencia, y por todas partes se trató de reforzar las sedes de los príncipes y preparar la defensa contra nuevos ataques. Así en Tirinto se erigió una ciudadela destinada a acoger a la población de la ciudad en caso de peligro, y su escalinata occidental, que conducía a una fuente, incluso fue protegida con un bastión especial. Tam bién en Micenas se tom aron medidas para asegurar el abastecim iento de agua; en el istmo de Corinto se edificio una gran muralla para defenderse de los ataques procedentes del Norte; las defensas de ía Acrópolis fueron reforzadas, y en la isla de Gla (Arne) se levantó una residencia sólidamente protegida. Sin em bargo, todas estas precauciones fueron inútiles. Hacia el 1200 a.C. comenzó la época de las invasiones y de las migraciones bárbaras, a las que ninguna fortaleza pudo resistir. Estas audaces gentes se abrieron paso por tie rra y por m ar, la mayoría procedentes de la Europa central o de los Bal canes; otros penetraron por el m ar desde Italia. Su m eta no era sólo el Egeo, sino que conquistaron y atravesaron tam bién Asia M enor, ocuparon Siria y la isla de Chipre e incluso atacaron Egipto por tierra y por mar. A las inscrip ciones reales de Ramsés III debemos las noticias más detalladas sobre este asalto de pueblos. E ntre los pueblos inm igrantes, el de los filisteos es recordado como el más poderoso y tem ido, que finalm ente se asentó en la costa de Palestina y desde allí durante algún tiem po dominó el interior del país. Los egipcios mencionan tam bién a los takara, danuna, sekelesa y sardana, pero no sa bemos hasta qué punto podem os ponerlos en relación con los antiguos nom bres de los teucros, dañaos, sículos y sardos. Al norte de los filisteos, grupos de estos invasores fundaron sus reinos en D or y Tiro; otros, en Cilicia y Chi pre, pero parece que tam bién C reta y el Egeo form aron parte de sus pose siones. En la Grecia continental fueron destruidos asentam ientos y palacios, en particular Micenas y Tirinto. No obstante, en la colina de M icenas fueron reconstruidas, entre otras, las casas al lado del círculo de losas. A parte de esto, centros costeros como M onemvasia y Porto Rafti, e incluso islas como Naxos y R odas, adquirieron particular importancia. En el campo de la cerámica', en parte se creaban modelos fantásticos deri
ORIGEN Y ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DE LA HISTORIA GRIEGA
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vados de la producción micénica, como el llamado close style y un pintoresco estilo figurativo, en parte se producían formas muy pobres (las llamadas gra nary class). E ntre el close style y la cerámica filistea de la costa de Palestina existe una estrecha relación. D ado que allí se introdujo tam bién la arquitec tura micénica con su megaron y sus colum nas, que G oliat en su duelo con David llevaba una arm adura de tipo micénico y que en el A ntiguo T esta m ento los judíos citan a los keretim (cretenses) junto a los filisteos, no puede haber ninguna duda de que los bárbaros del N orte, si en un principio devas taron terriblem ente el Egeo, después llevaron consigo los restos de la caballe ría micénica, de forma sem ejante a como más tarde los godos y los gépidos fueron obligados a prestar servicio bajo los hunos. Pertenece a este período el célebre vaso de los guerreros de M icenas, que ya no m uestra conductores de carro, sino guerreros a pie; incluso los yelmos y los escudos son de otro tipo. Como en aquel tiem po tam bién el imperio hi tita había sido aniquilado, no prosiguió el em bargo hitita del hierro y em pe zaron a aparecer en las tum bas armas de este m etal. Tam bién la cremación de cadáveres sustituyó a la costum bre antes exclusiva de la inhumación. D e esta época, que ocupa aproxim adam ente el siglo x ii , no proporcionan ninguna noticia las leyendas heroicas griegas, que sólo describen tiempos de esplendor, no de catástrofes. La tradición conservó m em oria de esta época sólo en la noticia de la «dispersión de los aqueos», que habría tenido lugar al final de la guerra de Troya. De form a parecida a como sucedió más tarde con la hegem onía m arítim a de los vándalos, la de los filisteos y sus aliados fue de corta duración. En P a lestina, los judíos les hicieron retroceder hasta las ciudades costeras; en Tiro, en Cilicia y en parte tam bién en Chipre fueron asimilados por las poblaciones locales. La ciudad chipriota más im portante de los Pueblos del M ar fue des truida más tarde, al parecer, por los griegos, pero en el Egeo irrum pieron los dorios. En la época de la prim era invasión de grupos de lengua griega en la H é lade, hacia el 1950 a.C ., una parte de los nuevos llegados perm aneció en las zonas m ontañosas del norte y del noroeste. Allí vivían más de la cría de ga nado que de la agricultura; llevaban sus rebaños a los pastos de m ontaña en verano y no tom aron parte ni en el desarrollo de la civilización del Heládico medio ni en el de la micénica. Incluso parece que les fue negado el nom bre de aqueos. Con sus congéneres más civilizados cultos entraban en contacto sólo cuando en verano m antenían sus rebaños en los m ontes, que se alzaban próximos a las llanuras de las ciudades micénicas. Es más, en ocasiones, los montañeses podían pasar al servicio de las cortes micénicas: un reflejo de estos acontecimientos probablemente se ha conservado en la figura de Heracles. Los griegos del N orte, tan radicalm ente separados del m undo micénico por su form a de economía com pletam ente distinta, estaban distribuidos en unidades cantonales, con una organización muy poco rígida. Posteriorm ente, cuando el área micénica comenzó a dar señales de debilidad, en los griegos del N orte nació la esperanza de poder apoderarse de las tierras cultivables de Tesalia, Grecia central y Peloponeso. Esto ofreció a algunas asociaciones cantonales la ocasión de organizarse más estrecham ente. D e este m odo, los híleos se unieron a los dimanes y consiguieron aún la alianza de otros grupos, los panfilios; todos los asociados se llam aban dorios,
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eran belicosos y estaban dispuestos a em prender acciones contra las civili zadas tierras micénicas. Las migraciones de bárbaros procedentes del lejano N orte, que com enzaron por entonces y llevaron al Sur a los filisteos, apenas afectaron a los griegos de la m ontaña y a los dorios, seguros en sus sedes de las alturas. Más bien hay que pensar que ellos mismos, en el m om ento justo, intervinieron para abatir el poder de los príncipes micénicos. Más tarde, cuando la hegem onía micénica desapareció y el poder de los filisteos también se debilitó, llegó la hora para los griegos de la m ontaña. En su tenaz avance, los dorios ocuparon la costa oriental y m eridional del Pelo poneso, conquistaron tam bién C reta, Rodas y Cos, y finalm ente, Cnido y Halicarnaso. O tros grupos no organizados tan rígidam ente, a los que lla mamos en su conjunto griegos del N oroeste, se apoderaron de la costa sep tentrional y occidental del Peloponeso. Posteriorm ente, los encontram os tam bién en Etolia y A carnania. Elem entos griegos del N oroeste se superpusieron al estrato micénico, no sabemos exactam ente cuándo, incluso en Tesalia y Beocia. Los primitivos habitantes de las costas del Peloponeso, de las lla nuras de Beocia y de Tesalia, se retiraron en parte a territorios del otro lado del mar. O cuparon la m ayor parte de Chipre, las Cicladas, Lesbos,. Samos y Quíos y fundaron sólidas ciudades en la costa occidental de Anatolia. Si observamos la evolución de la civilización minoica, ésta se nos presenta como una amplia curva con varios culminantes. Los cretenses crearon en un territorio muy pequeño, prácticam ente confiados a sí mismos, una alta civili zación cuyo contenido y caracteres nos resultan sorprendentes, incluso di ríamos que maravillosos. A pesar de distintos ataques extranjeros y de los muchos terrem otos, resistieron y todavía durante algo más de medio milenio continuaron creando cosas nuevas. A diferencia de los minoicos, los griegos de época micénica no lograron cumplir su misión. Bajo la influencia minoica entraron, por así decirlo, en un callejón sin salida y estuvieron pronto maduros para disolverse. Pero las ca tástrofes les liberaron de la sumisión al m odelo cretense. La civilización minoico-micénica, como sistema cerrado, fue destruida, pero la cultura helénica se m antuvo e incluso se fortaleció con los dorios y los griegos del Noroeste. Este pueblo en realidad nuevo quiso comenzar otra vez desde el principio, en esta ocasión sin verse perturbado por vecinos demasiado poderosos. Así se inició el nuevo ascenso cultural en virtud del cual los griegos pudieron cum plir la misión que había quedado incom pleta en la época micénica.
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A lfr e d H euss
LA ÉPOCA ARCAICA
Formación del pueblo griego. Homero Con el paso del II al I milenio a.C ., el m undo del M editerráneo oriental experim entó una profunda transform ación. La llam ada gran migración, o m i gración egea, representa una cesura que pone fin al pasado y crea para el fu turo las premisas de un nuevo comienzo. E n el O riente Próximo con la des trucción de la gran potencia hitita y el ocaso del Nuevo Im perio egipcio, se vino abajo un m undo político cuyas raíces alcanzan los inicios de la época «histórica» a través de más de dos mil años. D e entonces en adelante este m undo sólo podrá tener un florecimiento tardío, muy limitado en su duración y extensión. E n el fondo, el pasado se había agotado y el presente, en la m e dida en que anticipaba el futuro, se desligó de él. El indicio más claro era que los nuevos tiempos no podían ya fundarse en el dominio político. A nte todo, la época se había vuelto hostil al poder, y así era posible una evolución históricam ente productiva que desarrollaba sus fuerzas hacia dentro y que re nunciaba a la brillante fachada de los sistemas estatales imperialistas. Había llegado la hora de Israel y de la Hélade: su paralelismo cronológico es uno de los efectos, casi lúdicos, que la historia parece perm itirse de cuando en cuando. N aturalm ente, para Grecia, el «milagro» no resultó ser tan portentoso como para Israel, que se abría camino en un espacio de antiquísimas cul turas. Frente a Egipto, Siria, M esopotam ia y, por último, también frente a Asia M enor, Grecia era una zona marginal y, por tal motivo, no estaba real m ente expuesta a la fuerza espiritual y política de aquellos países. La época micénica había m ostrado lo que podía significar estar a la som bra de Oriente. Ya entonces, C reta no había podido conservar su hégemonía. Sus propios discípulos griegos habían provocado su caída y ellos mismos, a su vez, parece que no supieron aprovechar su victoria ni conservar luego las posiciones con quistadas; lo conseguido a través de los contactos con C reta se les escapó de las manos. La civilización y la organización política, con las que habían lo grado el acceso al círculo de los pueblos más cultivados, desaparecieron, in cluso antes de que tuvieran la oportunidad de defenderse frente al exterior.
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E n el ámbito de la política universal, la «fase micénica» de la A ntigua Grecia quedó sólo como un episodio. Este juicio no puede ser revisado ni si quiera teniendo en cuenta la historia griega posterior. Por el contrario: para Grecia no fue decisiva la pasada existencia de M icenas; fue el distanciam iento decisivo del pasado el que representó el factor decisivo para el futuro de la Hélade. Al desaparecer M icenas de la historia, dejó el camino libre para un nuevo comienzo. A ntes de que un pueblo pueda desarrollar sus fuerzas, tiene que conquis tar el suelo que ha de ser su patria. E n ese sentido, entendem os por patria griega la parte m eridional de la península balcánica, pero este trozo de tierra se convirtió en auténtica patria griega, así entendida, tan sólo en el período de transición entre el II y el I milenio. Solam ente entonces recibió los habi tantes, que m antendría hasta el principio de la época medieval, cuando con los eslavos se infiltró un elem ento nuevo. D esde hace mucho tiem po la cien cia llama a este im portante proceso migración doria; esta migración, como sabemos desde no hace m ucho, fue una parte de la llam ada gran migración o migración egea. El cuadro de conjunto es lo suficientem ente claro como para poder al menos trazar los contornos con la brevedad necesaria. Cuando los prim eros griegos penetraron en G recia, al comienzo del II m ilenio, habían dejado atrás, en la parte noroccidental de la península balcánica, aproxim adam ente en el territorio del posterior Epiro, y más al norte, de la lindante A lbania, grupos étnicam ente afines. Como consecuencia de un impulso procedente del N orte, estos griegos del N oroeste se pusieron en m ovimiento y lo transm itie ron, al abandonar sus antiguos asentam ientos, hacia el Este y sobre todo ha cia el Sur. Desde hace tiem po, la ciencia considera como un hecho probado que el motivo de este desplazam iento hay que buscarlo en el avance de los ilirios, procedentes de E uropa central (más o menos entre el O der y el Saale), hasta el m ar A driático, y desde aquí hacia los Balcanes. En su avance, los ilirios provocaban la retirada de pueblos extranjeros o los arras traban consigo, al m enos en parte. Incluso la península de los A peninos ex perim entó de m anera significativa estos efectos. En los Balcanes fueron sobre todo los tracios los más influidos por los movimientos de los ilirios. U n grupo mixto de ambos pueblos pasó a Asia M enor — próximo a la península (Galli poli) que sirvió de puente natural, Troya se convirtió en una ciudad iliria— y en su avance se enriqueció de elem entos étnicos autóctonos de Anatolia. El imperio hitita sucumbió a este avance. Grupos de griegos del N oroeste, lle gados de la parte oriental del Egeo, aparecieron en Egipto: los «Pueblos del Mar». E n la península griega los ilirios ocuparon establem ente A lbania y tal vez el Epiro septentrional. Algunos grupos se unieron a los griegos occiden tales, a los que habían desplazado, pero sin lograr ejercer notables influjos, fueron absorbidos, por así decirlo, en el grupo mayor. Y, en general, decretó la derrota de los iniciadores de este amplio proceso dinámico: ni entonces ni posteriorm ente se presentó a los ilirios la oportunidad de lograr una prepon derancia étnica duradera. Evidentem ente, hay en la historia pueblos desti nados a desplegar acciones de efecto puram ente mecánico. El m apa de Grecia es obra de los griegos occidentales, y esto desde un triple punto de vista. O bviam ente es obra de ellos allí donde dieron su im pronta a los territorios ocupados y donde fueron lo suficientem ente fuertes
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para im poner su propio idioma a los antiguos habitantes. En el marco de un reagrupam iento étnico probablem ente posterior, éstos son los «griegos del Noroeste» y los dorios. Tam bién hubo influencias de los griegos occidentales en aquellos lugares donde más tarde la lengua perm ite reconocer de una forma relativam ente clara el sustrato anterior; siempre en diferente propor ción, como es com prensible, incluso dentro de la misma región: Tesalia es, al Occidente, «griega del N oroeste», y al O riente, aquea, es decir, griega primi tiva. Y por último, la migración fue determ inante incluso allí donde se m ues tra más aparente que real, esto es, en lugares aislados que perm anecieron li bres de ella y conservaron sus primitivos habitantes griegos. A quí precisa m ente los invasores habrían respetado territorios concretos, dejándoles su as pecto originario. Sin em bargo, esto sería una verdad a medias. No hubo nada en Grecia que no fuera tocado por la migración de los pueblos; de uno u otro m odo, al final, todo fue arrastrado por el torbellino. Fortalezas y ciudades perecieron bajo el fuego y la destrucción, incluso en lugares donde el m apa étnico poste rior no presenta ninguna transform ación esencial. Y no sólo se movían los re cién llegados, sino tam bién las gentes a los que ellos habían desplazado de sus sedes, que buscaban refugio allí donde no llegaba el enemigo, abriéndose camino con la violencia. Probablem ente, el Atica se vio afectada por este destino, pero tras esta especie de invasión no perdió su carácter étnico. D e este m odo, el m apa etnológico de Grecia se hizo muy complicado. La mayor parte del país recibió su carácter por obra de los griegos del Noroeste y de los dorios: éstos ocuparon aproxim adam ente la m itad del Peloponeso, m ientras que aquéllos se extendieron sobre vastos territorios del resto de Grecia e incluso del Peloponeso (occidental y septentrional). Solamente en los montes de la A rcadia, en el Atica y en Eubea se mantuvo la población griega más antigua. U na situación interm edia se creó en Beocia y Tesalia, donde el nuevo estrato extranjero no logró deshacer el pasado. Esta imagen encuentra su correspondencia en las islas del Egeo y en la costa de Asia M enor, donde no está excluido que ya se hubieran establecido los griegos «micénicos»; pero la verdadera ocupación tuvo lugar en la época de las migraciones. Fue entonces cuando se llegó a la distribución simétrica por la que, al otro lado del Egeo, los antiguos y los nuevos griegos se dispu sieron como en la Grecia continental: en el Sur, los dorios; más al N orte, re presentantes del estrato griego primitivo, lo mismo que en Chipre, mientras que C reta se convirtió en un centro dorio y así perm aneció hasta épocas tar días. N aturalm ente, los griegos no ocuparon entonces esta zona por com pleto: en ciertos territorios se conservó la población antigua no griega. El norte del Egeo y la costa tracia (com prendida la Calcídica) e incluso las islas mayores como Lem nos, Imbros y Tasos, continuaron en principio siendo «bárbaras». El área habitada por los griegos careció desde sus comienzos de un carác ter compacto. Y no lo adquirió jam ás, ni siquiera más tarde, cuando cambia ron las condiciones; muchos griegos tuvieron siempre como vecinos a pueblos no griegos, los «bárbaros». C iertam ente, todos éstos son factores más o menos exteriores etnológicos. D e ellos sólo no se puede deducir el significado que tuvieron para la historia. Unicamente está claro que los extranjeros llegaron como conquistadores y
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que la población local no los pudo rechazar. Pero la cuestión im portante para el futuro no era sólo si se conservaba la nueva relación de fuerzas; más deci siva era la cuestión de las posibilidades políticas derivadas del trastorno de la población. M ientras que el prim er problem a encontró una respuesta simple, en el sentido de que la nueva estratificación, una vez afirmada, ya no volvió a deshacerse, en la otra dirección la tendencia no era tan clara y tan neta m ente delineada. E sta circunstancia no puede sorprender. Los pueblos en vías de formación tienen su propia organización, determ inada por su estado de movimiento. E n su mayoría son grupos aislados bajo m ando militar, reu nidos esporádicam ente, según los objetivos y la coyuntura, en unidades mayores, bajo una dirección superior. Sus empresas son planificadas o im pro visadas, pero nunca conducidas hacia una m eta definitiva por una autoridad central. Tampoco el movimiento de la migración doria, por tanto, procedió con vistas a un «fin», dentro de un espacio de tiem po estrecham ente delimi tado, sino que exigió muchas generaciones; sólo excepcionalm ente el despla zamiento tenía lugar en un único avance. No era raro que a la prim era oleada siguieran otras sucesivas o que territorios ya ocupados fuesen com pleta o parcialm ente abandonados en interés de otras posibilidades de ocupa ción. E n este cuadro no se presentaban grandes unidades étnicas que estuvie ran en condiciones de ocupar de un golpe un espacio muy extenso. Así pues, no se podía esperar una fuerza política creativa con posibili dades para el futuro. La historia no había preparado el terreno en ese sen tido y por eso no podía esperar tampoco ningún fruto. Ya era mucho si había grupos aislados capaces de dar un nom bre a su nueva patria. Así sucedió con Tesalia, el país de los tesalios, o con la Fócide, el país de los focenses, con Lócride, Etolia y A carnania. Pero esto no sucedía en todos los casos. Los eleos, los futuros señores de Olimpia, se llamaban simplemente «gente del valle» (como en Suiza los habitantes de Valais), y todo aquel que se estable cía en una isla «histórica» como C reta term inaba por convertirse en cretense, en virtud de la tradición existente. Indudablem ente, más im portante era la medida de realidad política que correspondía a estos conceptos todavía m eram ente geográficos. El cuadro es muy heterogéneo, y el único punto común en toda esta variedad es que en ninguna parte el pasado ofrecía propiam ente una herencia de la que sacar provecho. La m onarquía m ilitar de la época de las migraciones, por muy fuerte que pudiese haber sido, quedó en seguida en la som bra, una vez con quistadas las sedes estables. Por otra parte esta m onarquía ni siquiera estaba definida por un único nom bre. Como definiciones, los térm inos de coman dante (tagós) o caudillo (archagétes) tenían que ser precisados aún. Pero en la mayoría de los casos, con los nombres se perdieron tam bién los conceptos. El «rey» griego es lingüísticamente no griego y preindoeuropeo (basiléus), un préstamo de la población primitiva, adoptado ya por los prim eros griegos y puesto a disposición de los nuevos llegados. Pero lo único que se podía adop tar era la palabra. No existía una m onarquía fuerte sobre cuyas huellas se p u diera caminar. Y esto, en el fondo, es más decisivo que el hecho de que el rey militar de las migraciones careciese de la capacidad de seguir evolucio nando. Las formas de dominación política necesitan crecer históricam ente en «te rrenos de civilización», y tam bién los griegos inmigrados tenían que encontrar
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uno. Pero la m onarquía micénica, que a nuestro parecer había sido durante algún tiem po fuerte y poderosa, ya no existía y no podía, por tanto, ofrecer un punto de partida en el espacio vacío existente. No había ningún aparato administrativo que se pudiera adoptar, no se encontraba ningún extenso te rreno libre que pudiera asegurar al nuevo señor, con el poder económico, la base de su soberanía. E n lugar de esto, las cosas procedían de una forma com pletam ente espontánea, por no decir primitiva, como si se hubiese trope zado con el suelo intacto de un país por cultivar. En el reparto general de la tierra, el rey recibía, como los dioses, una pequeña parte privilegiada (té menos), m ientras que al resto se les adjudicaban por sorteo lotes m enores (kleroi). Sobre esta base, aun con la m ejor voluntad, era imposible instaurar un poder político que cubriera todo el territorio. En consecuencia, la situación siguió su cauce natural. La cohesión política de la época de las inmigraciones se disolvió, desapareciendo del todo o redu ciéndose a la existencia vaga de un «cantón de m ontaña», cuyas gentes se reunían en determ inadas ocasiones para una acción común y encontraban la única base de su existencia política en la m era conciencia de unidad tribal. Ni siquiera fue suficiente la fuerza unificadora de que dispone una isla, con sus limitaciones geográficas, para contrarrestar esta tendencia. C reta y el resto de las islas grandes o m edianas no se hallaban sometidas a un dominio único, aunque al principio lo hubieran tenido, como precisam ente Creta. Así pues, no se necesitaba ninguna fuerza especial para poner en movi miento este evidente proceso de descomposición. Y sobrevino porque faltaba la fuerza contraria para frenarlo. El resultado, por consiguiente, fue bastante trivial. Se llegó sencillam ente a una articulación y a un fraccionamiento según la unidad «natural», es decir, según la unidad de asentam iento. No eran esta blecimientos aislados: la atom ización no llegó a este punto, pero, según nues tros conceptos, no superaban, por extensión y núm ero de habitantes, lo que entendem os por una aldea grande. En griego, estos establecimientos podían tener distintos nom bres. El concepto de «aldea» jugaba en este terreno un papel, pero en muchos casos se podía decir tam bién «ciudad», una expresión que, originariam ente (y en ocasiones tam bién mucho más tarde), servía para designar la fortaleza. Esto tenía su justificación, por cuanto los griegos inmi grados preferían tom ar como residencias lugares elevados con antiguas forta lezas o, más exactam ente, las ruinas de fortalezas micénicas. Para los griegos primitivos, en tanto conservaron sus sedes, a falta de una técnica de fortifica ción, entonces desconocido, era obvio buscar la protección de las alturas. Ellos, como los nuevos griegos inmigrados, siguieron esta costum bre, en tonces y después, incluso cuando no eran directam ente atraídos por la pre sencia de una fortaleza antigua. Las «ciudades» eran simples centros agrícolas. D e ellas salía el campesino para cultivar la tierra que se hallaba al pie de la colina, en la llanura de te rreno fértil de aluvión. Sólo si se disponía de tierra de este tipo era posible alim entar con una economía agraria a un agrupam iento notable de personas, 'y conseguir, por tanto, una cierta concentración. Si la ciudad griega era esen cialmente un centro agrícola, como era natural, en medio de los montes, donde una m odesta economía pastoril ofrecía una escasa alim entación, le fal taba su base de existencia. No obstante, no faltaba del todo la diferenciación económica. Existía un
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artesanado de m odestas dimensiones, pero sólo al bajo nivel de un oficio am bulante. E n principio, las haciendas agrícolas trataban de producir todo lo posible por sí mismas. Solamente se recurría a la destreza del artesano cuando la «actividad doméstica», como dice el historiador de la econom ía, no era suficiente y se debía edificar una casa, fabricar un carro o com poner un cabestro. A l artesano se le proporcionaba el m aterial. T an sólo el herrero y quizá el alfarero tenían su taller y podían ser considerados propietarios de su propia em presa, aunque incluso ellos, la m ayor parte de las veces, tam bién estaban ligados a una propiedad agrícola. U n cuerpo social de este tipo, eco nóm icam ente autárquico, era poco apropiado, por su propia estructura, para desarrollar energías. Estaba condenado a perm anecer siendo insigriificante y autosuficiente, y sobre esta sola base las perspectivas de la historia griega h a brían perm anecido limitadas a un ám bito modesto. Considerando la simplicidad de un idilio así, hay que preguntarse de dónde podía proceder el dinamismo indispensable para encaram arse al nivel que hace posible una auténtica historia, como esfera de libertad y de acción que conform an el m undo. La pregunta no es fácil de responder, ya que si consideramos en conjunto los dos prim eros dos o tres siglos de la historia griega (después de la migración doria), en base a nuestros conocimientos tan escasos, nos damos cuenta que realm ente no «ocurrieron» grandes cosas y que la época perm anecía, a decir verdad, muda ante cualquier estímulo. P or este motivo, debemos m irar allí donde la historia suele ocultar hechos claros, articulados, y donde opera más bien ocultam ente m ediante transform aciones graduales. En tanto que le faltaron los recursos políticos, el m undo griego se movió a través de transform aciones sociales. D ebían reducirse las tensiones en este campo, antes de que pudiera pasarse a la acción, y ello a su vez p re suponía una diferenciación que iba más lejos del estrecho círculo que abarca una sociedad de campesinos iguales entre sí. En este sentido, la migración había creado, indudablem ente, algunas p re misas no comunes a todas las tribus griegas, ni de la misma im portancia, pero sí, como enseña la historia, en circunstancias tales que, de utilizarse, determ i narían notables progresos. El tratam iento de la población som etida durante la migración se fijó en algunos lugares en un orden social válido incluso pos teriorm ente. Esto no fue, naturalm ente, ningún efecto autom ático; en la mayor parte de los casos transcurrió com pletam ente sin problem as. La pobla ción primitiva em igraba y desaparecía, o bien los que perm anecían eran tan pocos que la fusión con los nuevos llegados no presentaba dificultad alguna. Las cosas pudieron haberse desarrollado así en la m ayor parte de las re giones, para los griegos del N oroeste en Etolia y en la Grecia central. Sin em bargo, en aquellos lugares donde se había conquistado un extenso territo rio cultivable, donde se tropezó con un amplio estrato de campesinos, se les retuvo y se les sometió a servidumbre. Es famoso el caso clásico de los ilotas espartanos, que no fue, de todos m odos, el único. Al comienzo se procedió de forma análoga en Tesalia (donde los som etidos se denom inaron penestas), en C reta, quizá en la Argolide, e incluso tam bién en lo que respecta a la tribu insignificante de los locrios (orientales), en Grecia central. N atural m ente, las consecuencias no fueron en todas partes las mismas. Los ilotas de Esparta figuran en la historia universal; los demás han term inado por ser más o menos ignorados. La situación jurídica que se escondía bajo el estado de
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servidumbre era ya diferente. La diversidad aparece sobre todo si se tiene en cuenta la función en el ám bito de la sociedad. En C reta la servidum bre se in cluía en una estructura que puede caracterizarse más bien como clase media; en Tesalia sostenía a la gran propiedad; pero todo esto no radicaba tanto en la servidumbre como en la distribución de la tierra, de la que los siervos eran parte integrante. El destino de los primitivos habitantes podía adoptar todavía otra forma. El que vivía al m argen de la llanura cultivable, bajo los m ontes o en los m ontes mismos, no era m olestado y sólo tenía que reconocer su posición in ferior frente al nuevo señor de la tierra, la mayor parte de las veces en una relación dé subordinación (la perioikía). Pero tam bién esta relación dependía del tipo de nuevo ocupante y presuponía que el otro avanzara pretensiones o tuviese voluntad de dom inación política. Al principio esto no se dio en abso luto, y por eso tam poco fue dem asiado corriente la perioikía. Prescindiendo de E sparta, se produjo en la Elide y en Tesalia. Pero estaban vinculadas a una serie de presupuestos, que afectan, en conjunto, a la diferenciación so cial de Grecia. Sus motivos son, por lo general, independientes de las condi ciones específicas de la ocupación. En el m om ento en que la sociedad griega de las regiones históricam ente im portantes aparece clara ante nosotros, esto es, doscientos o trescientos años después de la m igración, en el siglo VIH a.C ., está caracterizada por la existencia de una aristocracia evolucionada. Existían personas con propie dades muy extensas, que, naturalm ente, no pueden ser siempre parangonadas con los grandes latifundios, como los entendem os nosotros, pero que com prenden un inventario de personas y objetos lo suficientemente grande para que el dueño y señor no tuviera necesidad de em puñar personalm ente el arado y pudiera, en general, delegar el cuidado de la propiedad en su servi dumbre. H abía muchos modos de labrarse patrim onios superiores a los de los otros. Incluso la tierra común no estaba a cubierto de la posibilidad de pasar de un m odo u otro a las m anos de los detentadores del poder social; la forma más sencilla era la de regalos honoríficos. D e esta m anera, el señor disponía de mucho tiempo libre y podía disfrutar de unas condiciones de vida muy ale jadas del sudor de los campesinos. Tenía tiempo de correr aventuras, de embarcarse y practicar la piratería, de visitar países lejanos y robarle al «enemigo» sus hijas. En casa, en el círculo de los pertenecientes a su comunidad, era naturalmente un gran hombre. No le era difícil imponer su voluntad y reducir al silencio al hombre sencillo. Si marchaba a la «guerra», es decir, si conducía una expedición de castigo, no tenía ninguna dificultad para movilizar hombres y formarse un séquito. Es obvio que una dife renciación social no crea sólo ricos, sino también gente desprovista de medios, pobres diablos que no tienen tierra propia y han de verse obligados a vender su fuerza de trabajo. Es el nivel más bajo de la jerarquía social, los thétes, a los que una enorm e distancia separa de quienes los sostienen, que los consideran in eriores, si no se com portan de modo conveniente. Por el contrario, los a utócratas son de origen noble, eupátridas, tienen un árbol genealógico que os une a los héroes y, consiguientem ente, a los dioses, y, por tanto, de ellos reciben el derecho a llam arse «descendientes de Zeus», el padre de los dioses. Solamente ellos poseen fuerza y la virtud hum ana (areté). El dominio de la com unidad está evidentem ente en sus manos. U na familia de su nivel
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goza de la dignidad real hereditaria: son de nuevo reyes, y así se hacen lla mar oficialmente (basileús). Sin em bargo, el rey no goza de muchos privile gios con respecto a sus congéneres: sólo puede tom ar decisiones de acuerdo con ellos; ellos forman su consejo, y casi a diario se sientan a su mesa, beben y comen con él y conservan de hom bre a hom bre y de igual a igual. E n la guerra, cada uno conduce a sus hom bres, combate al frente de su tropa o acepta el duelo caballeresco, que se disputa con el carro de guerra, herencia de la época micénica. Conocemos relativamente bien esta sociedad, porque H o mero nos la ha descrito. Fue la aristocracia quien hizo de la ciudad griega un verdadero cuerpo p o lítico, una ciudad-Estado o una auténtica «polis», como se viene diciendo des'de hace tiem po de forma un poco afectada. Prestó al simple asentam iento el relieve de una asociación hum ana, capaz de reaccionar ante estímulos cul turales y, por consiguiente, de lograr una cierta capacidad de acción. Es cierto que la aristocracia estaba aún muy lejos de hacer esto en nom bre de la ciudad, y aún menos pensaba en considerarse soporte de una com unidad superior existente por virtud propia. Los miem bros de la aristocracia no se transform aron ni a sí mismos ni a otros en «ciudadanos» o, en términos griegos, en individuos políticos. Sin em bargo, se debe a su iniciativa que se creara en la ciudad el am biente necesario para una acción política y, consi guientem ente, para el desarrollo de la política, que albergaba en sí todas las posibilidades del futuro, si bien, en un principio, los problem as y las deci siones se hallaban en otra parte: aparecían en las consecuencias que podían derivarse de la instauración de una com unidad capaz de actuar. E n prim er lugar, se encontraba afectada la relación con la asociación te rritorial, práctica o nom inalmente preponderante. Su fuerza vital era ya de por sí precaria. Como no tenía unos cometidos que pudieran prom over el d e sarrollo, ni fuerzas para expresar constantem ente la propia voluntad de p o der, se encontraba en mala situación cuando el espíritu de iniciativa y las energías se concentraban en las distintas ciudades. El centro de gravedad d e bía entonces desplazarse claram ente hacia estas últimas y sellar su disgrega ción. Así debió de ocurrir en la región de la Argólide y en el istmo, origina riam ente ligado a ella, donde más tarde quedaban sólo vagos recuerdos de la antigua cohesión. D e ahora en adelante, un núm ero no indiferente de ciu dades se aplicó a la obra. C reta, según H om ero, habría tenido ya cien ciu dades. N aturalm ente, la cifra no es digna de crédito, pero el hecho cierto es que la población cretense vivía exclusivamente en ciudades. No siempre, naturalm ente, se llegaba a tanto. En ciertos casos la aristo cracia local no desdeñaba conservar la unión gentilicia, de por sí débil, sobre todo cuando ésta, como en Tesalia, ofrecía ciertas ventajas prácticas. C oncre tam ente, existía aquí una organización m ilitar no muy rígida, las tétradas, con la posibilidad de colocar a su cabeza y, sobre todo, a la de la tribu un co m andante, en caso de guerra. M ayor im portancia tenía probablem ente la convicción de que ciudades rivales podían m antener un m ejor equilibrio o, como en el caso de la Elide, de que eran demasiado pequeñas para hacerse entre ellas la competencia con éxito. En Beocia, la unión gentilicia se hubiera roto por todos lados sin más si ello no hubiese creado el peligro de que las ciudades más pequeñas fueran absorbidas por la poderosa Tebas. Así pues, la unión gentilicia debía su existencia a fines heterogéneos. Los otros casos de
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conservación, por ejem plo, entre las tribus m ontañosas de la Grecia central, eran sólo debidos al hecho de que en ellos no había surgido una aristocracia y de que se vivía en un estado de dispersión primitiva. Mucho más significativo todavía que el trato reservado a las formas orga nizativas, más o menos arcaicas, de la tribu — su oportunidad histórica se presentó sólo muchos siglos después, cuando adoptaron un carácter urbano y cuando la situación política general no perm itió más su absoluta independen cia— era el hecho de que en aquella época la tribu, como tal, no tenía nin gún futuro histórico, que pertenecía solam ente a la ciudad. Y según las cir cunstancias, no era ni siquiera necesario que ambas formas entraran en con tacto. Organización gentilicia y formación política eran características exclu sivas de los griegos que inm igraron en el cambio de milenio. Los otros, si se prescinde de la A rcadia, se m antenían com pletam ente al margen. Pero son precisam ente éstos los que cuentan en el marco general de la historia griega, o invirtiendo la relación: el estado más antiguo de los griegos, el estar pre destinado a form ar las ciudades, tuvo una parte predom inante en el desarro llo general. E n térm inos geográficos, se trata del A tica y de Eubea en la Grecia continental y después, sobre todo, de los griegos de las islas y de Asia M enor. Estos últimos habían em igrado tam bién retirándose ante los griegos occidentales, pero ni siquiera entonces llegaron a convertirse en tribus, en tendidas como unidades étnicas organizadas, que tampoco existían anterior mente. Y aunque lo hubieran querido, las condiciones de sus nuevos asenta mientos les privaban de toda posibilidad en este sentido. En las numerosas islas y en la costa de Asia M enor la geografía no ofrecía territorios cerrados, sino complejos de asentam iento aislados que casi obligaban a im plantar cen tros de tipo urbano. ¿Cómo hubiera podido descubrirse, incluso aquí, el mo delo de una unidad extensa? En la Grecia continental eran accesibles sólo los valles fluviales y las abiertas ensenadas de la costa. Un acantilado era una ba rrera, que hubiese seguido siendo insuperable, aunque se hubiese pensado en ocupar todo el continente. Sin em bargo, proyectos de este tipo ni se hicieron ni podían hacerse. Las fuerzas eran insuficientes y los habitantes del interior lo habrían impedido. Ya era mucho que la falta de un poder político en el Asia M enor de entonces perm itiera establecimientos en la estrecha faja cos tera, y que no se encontrase una sustancial resistencia por parte de la pobla ción allí existente. En estos territorios orientales, la organización urbana se encontraba fuera de toda concurrencia. Fue, desde .el principio, la única forma posible de asen tam iento, incluso aunque los griegos llegados entonces no hubiesen encon trado en algunos lugares colinas fortificadas, que habían sido levantadas como centros de dominación ya por griegos de época micénica. Así pues, ¿cómo podía obtenerse de otra forma la necesaria cohesión en un país ex^ tranjero que por su extensión im pedía toda penetración real? Al faltar la pro tección de un poder supralocal, era* obvio que los grupos permaneciesen unidos, aunque aún continuaran siendo desconocidas por mucho tiem po las grandes fortificaciones con m urallas de piedra. Por este motivo, en Asia M e nor, la ciudad tenía que convertirse desde un principio en la única sede de la transform ación social. Y esta transform ación debió ser muy clara cuando muy pronto provocó la aparición de un estrato aristocrático. La aristocracia griega era prim ordialm ente urbana, y sobre todo en la costa de Asia M enor.
El O lim po, m onte de los dioses en la frontera de T esalia con M acedonia.
El mar en la extrem idad m eridional del Á tica. Ruinas del tem plo de Poséidon en C abo Sunion, circa 440 a.C.
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Con toda probabilidad, la escisión de la sociedad encontró tam bién entre estos griegos orientales un terreno favorable. La vida allí tenía un ritm o más rápido. Se convirtió en una característica de la historia griega primitiva el h e cho de que las regiones griegas externas tuviesen siempre un desarrollo más avanzado que la Grecia continental. El solo contacto directo con el m ar traía consigo ya una serie de estímulos. A unque en el fondo los otros griegos difí cilmente podían m antenerse alejados del m ar —todos vivían en sus proximi dades: en las regiones principales, la distancia máxima de la costa no supe raba los 60 kilómetros— , en las islas y en las zonas marginales de Asia M e nor, el fácil acceso al m ar se convirtió en el presupuesto esencial de toda la existencia. La emigración se había llevado a cabo por m ar, y por m ar conti nuaron desarrollándose desde entonces los cambios. Los griegos habían aprendido a navegar ya en época micénica. Tal vez la tradición no cesó nunca y esta actividad era uno de los elem entos culturales, no demasiado num erosos, que se conservaron. D e este m odo, estaba ya tra zado el camino para lograr provecho en la form a primitiva de la piratería y de las aventuras, o para practicar, por últim o, el comercio. El gran período de los intercam bios comerciales no había llegado aún, pero poco a poco se iban acumulando experiencias técnicas y conocimientos geográficos, e incluso la vida económica se hizo más rica y com pleja bajo los estímulos, aún poco intensos, que procedían de un intercam bio de bienes más libre y variado. Allí donde aparece la ciudad, forma un cuerpo específicamente económico; y aun que los griegos no eran comerciantes natos, no pasó mucho tiem po, ni si quiera en Asia M enor, hasta que su carácter se form ó en esta dirección. Si el futuro político de los griegos estaba ligado al desarrollo de la ciudad —y sin duda era así, no obstante la oscuridad que rodea la época primi tiva— , el historiador debe preguntarse qué espacio ofrecía este proceso. El lí mite negativo es claro: la asociación gentilicia y, sobre todo, su concreción en un organismo más rígido, con una cabeza m onárquica, contaba con pocas p o sibilidades auténticas. Unicam ente en dos lugares, en toda Grecia, propor cionó las bases sobre las que surgió una m onarquía. Sin em bargo, es signifi cativo que esto ocurriese en regiones com pletam ente marginales, de tal modo que los griegos dudaban más tarde de si se trataba de fenómenos griegos: en tre los molosos en Epiro y entre los macedonios. Pero la ciudad griega era tam bién desconocida en estas regiones y más tarde era considerada con re celo. Pero esto ocurrió tam bién porque los epirotas y los molosos optaron por la tribu y la m onarquía y, por este motivo, nos gustaría conocer el m o tivo de esta elección. Creo que se puede form ular al menos una hipótesis. Molosos y epirotas eran tribus periféricas. Se hallaban en estrecho contacto con el amplio mundo exterior, que se extendía al norte de Grecia y que ante todo se les presentaba con el aspecto de los salvajes tracios. A nte esta constante amenaza y las constantes e inevitables hostilidades, era necesaria desde el prim er momento una gran concentración de energías políticas y militares. Así pues, la antigua m onarquía m ilitar y gentilicia se enfrentaba con nuevas tareas que realizar, que garantizaban, por consiguiente, su existencia, incluso para un período en el que, para los otros griegos, se había convertido, desde hacía mucho tiem po, en un recuerdo mítico. Para la ciudad en sí, como única potencia propiam ente griega, lo impor-
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tante no era resistir a poderes exteriores, sino sobre todo la m edida de su propia fecundidad. Surgida como resultado de una atomización política, esta fecundidad, en la m edida en que generaba espíritu de iniciativa y determ ina ción a la hora de conseguir los fines propuestos, contenía incluso el impulso de dirigir sus propias fuerzas hacia el exterior y de superar los límites de su existencia originaria. Así, las ciudades eran antes que nada concurrentes y ri vales entre sí y su horizonte estaba por tal motivo m arcado por la cuestión del resultado final de esta com petición. Si se quiere, toda la historia de la po lítica griega puede colocarse bajo este tem a. E n un principio, sin duda, los objetivos posibles eran muy lejanos y quedaban com pletam ente fuera de todo cálculo. Pero puesto que los hom bres se dejan guiar sólo en determ inadas circunstancias por la m oderación satisfecha y por la inercia, no era posible cerrar el camino a lo largo del cual resultaba inevitable antes o después una clarificación sem ejante. Por eso es inevitable que ya para los prim eros tiem pos el historiador bus que los puntos de arranque de una articulación en el ám bito del m undo polí tico de los griegos, aún tan difuso, y preste atención tanto a los puntos cen trales que aún deben aparecer como a los que ya se m anifiestan. Como sucede siempre en la historia, tam poco aquí pueden faltar las sorpresas, aun cuando no se deban esperar grandes resultados. En Asia M enor, la historia pragm ática calla del todo, pero se puede con tar sin duda con que una ciudad como M ileto ya estuviera dispuesta y se p re parase para llegar a ser el centro vital más im portante de la civilización griega en época arcaica. E n la G recia continental, el cuadro se presenta muy heterogéneo. Es justo preguntarse antes de nada de dónde podía provenir un estímulo hacia el m ovimiento y el cambio y qué región griega, por sus condi ciones geográficas, podía conseguir una cierta concentración de poder. El territorio más amplio y al mismo tiem po extraordinariam ente fértil era el de Tesalia. Allí existían dos espléndidas llanuras colindantes, rodeadas de m ontañas que las protegían, pero que, sin em bargo, no las aislaban del mar. Existía un puerto natural, que en época helenística habría de convertirse en una de las grandes fortalezas m acedónicas. En el neolítico, gracias a su ferti lidad, Tesalia había sido un excelente foco cultural, que a los ojos del m o derno investigador de prehistoria tiene un valor ejem plar. La época micénica había incluido esta región en su ám bito de tal m odo, que figuraba en la tradi ción incluso como uno de los centros de los acontecim ientos míticos. Aquiles procede de Tesalia, y la leyenda griega del diluvio universal se desarrolla en Tesalia. El Olimpo, el m onte de los dioses, se halla en Tesalia, lo mismo que la H élade, la región de la que los griegos posteriorm ente debían derivar su nom bre étnico de «helenos». No puede sorprender que en Tesalia surgieran pronto ciudades, sobre las huellas de las precedentes fundaciones micénicas, distribuidas en un orden feliz y no dem asiado densam ente. El potencial mili tar era en época primitiva ya considerable. Tesalia contaba con la m ejor cría de caballos y podía, por eso, disponer de una caballería fuerte. Sin em bargo, todos estos factores no im pidieron que la vida política y so bre todo la cultural se estancaran más allá de los límites de época arcaica. E ran grandes señores, que sabían cómo llevar una vida refinada, pero no es taban dotados de mucho espíritu creativo y satisfacían sus exigencias políticas en el marco de una vaga organización gentilicia, a pesar de la independencia
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de las ciudades; esto significa en la práctica conform arse con el estado de cosas existente y renunciar a toda expansión. E ra ya mucho que obtuvieran la hegemonía sobre pequeñas tribus limítrofes — no obstante, bastante inde pendientes— y que, de cuando en cuando, lograran im ponerse políticam ente en la Grecia septentrional. D e este modo Tesalia influía sólo m arginalm ente en el desarrollo panhelénico y, a pesar de algún éxito tem poral, no plantó las bases para ejercer una función relevante. Tam bién el territorio que, con Tirinto y M icenas, antes de las inmigra ciones había sido el centro del m undo micénico, la A rgólide, parecía conte ner las premisas de un desarrollo de particular im portancia. C iertam ente, Argos fue una potencia que representaba un factor de prim er plano en el Pe loponeso y que incluso en los siglos siguientes a la migración contribuyó a form ar el paralelogram o de fuerzas, pero el heredero de la antigua grandeza no logró alcanzar su objetivo más inm ediato, la unificación política de toda la península, y ni siquiera conservar su influjo sobre el istmo y las zonas limí trofes del Peloponeso. Insistir sobre estos fracasos podrá parecer inoportuno, pero es útil para darse cuenta de que ya entonces el Á tica tom aba un camino com pletam ente distinto. El Á tica, en absoluto predestinado a la unidad por naturaleza y divi dido en cuatro regiones, en aquella época pudo lograr la fusión. Es bastante dudoso que las premisas se hubiesen creado en época micénica; con todo, h a bía num erosas fortalezas y poblados micénicos: doce de ellos eran mencio nados todavía posteriorm ente. El más im portante era desde antiguo Atenas. El nom bre deriva del de una diosa, venerada tam bién fuera del Ática, A tenea, la protectora de la familia dom inante. Evidentem ente, el lugar se destacaba entre los otros de la región, hasta tal punto que pudo asumir como título individual un nom bre, en el fondo, típico. Pero en los siglos posteriores a la migración todo esto pertenece a una rem ota prehistoria. La historia ac tual, tal y como podem os descifrarla indirectam ente, trata de cosas bien dis tintas. La aristocracia dispersa en el Ática renunció a desarrollar la existencia particular de las muchas pequeñas ciudades que dom inaba, sustrayéndose así a la tendencia dom inante de la época, y eligió A tenas como capital de toda la región, trasladándose a ella. De este m odo tam bién los que dependían de los aristócratas quedaron ligados jurídicam ente a A tenas, perm aneciendo, como es obvio, en sus campos y aunque sus señores no perdieron la posibilidad de residir tem poralm ente en sus antiguas fortalezas. Este sinecismo (concentra ción en una única ciudad de los habitantes dispersos en aldeas y caseríos), como se llamó más tarde, no abarcó al principio a todo el Ática. Algunos te rritorios, como, por ejem plo, la llanura de Eleusis, fueron atraídos más tarde (quizá dos siglos después) o, más exactam ente, fueron obligados a integrarse en él. Sin em bargo, el prim er paso hacia la unificación se había dado volun tariam ente, y así se atribuyó a un solo centro una prim acía a la que el resto tuvo que som eterse con el tiempo. Lo que sucedió en Á tica, la absorción política de comunidades menores, por otra parte, no tenía en principio nada de original. En el fondo, este pro ceso se presentaba en cada una de las ciudades que entraban en una relación de concurrencia recíproca. Pero en Ática tuvo un éxito excepcional. E n otros lugares este dinamismo cesaba rápidam ente, porque la relativa proporción de
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fuerzas no perm itía a las distintas tendencias expansivas sobresalir más allá de una cierta m edida. Tan sólo en A tica-A tenas se logró la superación del pluralismo m ultiforme a favor de la concentración. Fue un acontecim iento extraordinario no sólo a la luz de la historia griega posterior, sino aplicado incluso al panoram a político contem poráneo. Se entiende que la producción económica y artística se m anifestara, precisam ente entonces, en las excelentes creaciones artesanas del «estilo geom étrico». La técnica refinada estaba a dis posición de toda la sociedad ática, tanto de los antiguos habitantes como de los refugiados que habían escapado a la presión de los invasores y, precisa m ente, muchos de estos inm igrantes debían ganarse la vida ejerciendo esta actividad. El camino particular que el A tica proponía puso las fuerzas del país al servicio del nuevo objetivo. D urante siglos fueron em pleadas totalm ente en la tarea de la integración. El proceso de desarrollo interno impidió por tal motivo que las energías se dirigieran hacia fuera y que el aum ento de poder se convirtiese al mismo tiem po en una actividad que destacase con colores lu minosos en el cuadro del m undo griego. A tenas estaba ocupada consigo misma y podía contentarse con la misión que se proponía en el interior de su área. Ésta era tan grande que la vida no tenía necesidad de desbordar sus lí mites, por más que las cerámicas atenienses llevaran al exterior la forma de la habilidad artística del Á tica, desde que surgió un comercio intenso en el M editerráneo. Pero, por lo dem ás, A tenas calla y no puede aún atraer la atención del historiador. Algo extraordinariam ente singular había sucedido en la G recia m eridio nal, en el Peloponeso: la fundación de Esparta. Es un episodio de la migra ción doria y, como tal, no m erecería especial consideración. Como en otras partes del Peloponeso, tam bién penetraron invasores a través de las m on tañas periféricas del N oreste; en este caso, al valle del E urotas, y som etie ron a la antigua población griega local, que convirtieron en siervos (ilotas) o en habitantes libres de ciudades som etidas (periecos). H asta aquí no hay nada de excepcional; singular fue en cambio la form a en que sucedió todo esto. Los recién llegados no eran evidentem ente demasiado num erosos y, en consecuencia, no estaban en situación de apoderarse de todo el valle de un golpe. D urante varias generaciones, su parte más grande de territorio con quistado estuvo bloqueada por la fortaleza predoria de A m idas, ante la que tuvieron que perm anecer alerta, siem pre dispuestos a combatir. D e esta m a nera no consiguieron distribuirse por el amplio territorio de Lacedem onia, ni pudieron siquiera dedicarse a una form a pacífica de vida. Se asentaron en cuatro poblados muy cercanos los unos de los otros, que les perm itían llevar un estilo de vida singular, fundado en el principio del cam pam ento militar. Los hom bres y los jóvenes vivían, en perm anente acuartelam iento, en común, dedicados al servicio de las armas y al entrenam iento, bajo una ininterrum pida disciplina militar. E ra un caso único: no tanto las comidas celebradas en común, las sissitias —practicadas también en otros lugares, como Creta, y, en principio, tampoco desconocidas, en circunstancias distintas, por la aristocracia del resto de Grecia— , como por la constante tensión militar. Sa bemos que para el sociólogo y el etnólogo no es difícil citar analogías con las primitivas agrupaciones de varones y sociedades de jóvenes, con sus típicos fe
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nómenos concomitantes de homosexualidad; pero, naturalmente, en Esparta todo esto es sólo una consecuencia sociopsicológica de la militarización. El punto fundam ental era otro: incluso cuando A m idas fue conquistada (hacia el 800 a.C .) junto con otros dos lugares vecinos y pudo ser ocupada toda la llanura del E urotas o, más exactam ente las llanuras — el valle estaba subdividido a su vez por pasos m ontañosos— , esta forma de vida fue conser vada y se aceptó por libre decisión un uso que había surgido por una coac ción exterior. D e este m odo se había producido algo increíble. H abía nacido una asociación política que contaba en cualquier m om ento con una capacidad m ilitar inm ediata, siempre dispuesta para cualquier lla m ada, una sociedad que se había especializado form alm ente en una posibili dad, que norm alm ente se presenta vinculada a muchas otras, y que de este m odo había potenciado su fuerza de intervención activa. El poder latente fue así puesto en la posibilidad de una aplicación continua, y al estar localizado en un solo punto, alcanzó un grado de concentración desconocido en el resto de Grecia. Lo que en otros lugares se había logrado a través de la diferenciación so cial en el interior de los centros urbanos y en el ám bito de su politización, lo que en Ática se había preparado gradualm ente con la concentración de la aristocracia en A tenas — la formación de un centro de transform ación de las energías políticas— , en Esparta se llevó a efecto en su extensión máxima para las primitivas condiciones de entonces. De un golpe se alcanzó casi el máximo posible en la intensificación de las fuerzas políticas, m ediante su unión en un centro urbano. De esta m anera, Esparta se convirtió muy pronto en una genuina ciudadEstado. Poco im porta que la ciudad, con gran sorpresa por parte de observa dores sistemáticos antiguos y m odernos, habituados a m irar sólo la superficie, mantuviese incluso después la arcaica estructura de un conglomerado de al deas (después de la conquista de A m idas eran cinco) y que detrás de esta fa chada tan inofensiva se escondiera la realidad de una población rígidamente encuadrada. Esto era posible porque la asociación de los «espartiatas» (así se llamaba la elite especial en el seno de los lacedemonios, entre quienes se contaban tam bién los periecos como habitantes de la región de Lacedemonia) no tenía preocupaciones económicas, y este privilegio a su vez derivaba del hecho de que vivían de las rentas según un sistema muy perfeccionado. Los espartanos vivían del trabajo de sus ilotas, de este estrato servil que, como en otros lu gares, era el fruto de la victoria conseguida sobre la población indígena. No obstante, los ilotas se encontraban en una situación especial. Los es partanos, gracias a su potencia militar, a la que correspondía una extrema in ferioridad en núm ero, podían m antener las condiciones de la conquista ar mada precisam ente frente a los ilotas, sin avenirse a ningún compromiso y sin m ejorar su suerte: los ilotas estaban com pletam ente a m erced de la clase do m inante. A unque eran parte com ponente de la propiedad individual, su status jurídico dependía exclusivamente de la com unidad de los espartanos. Ella era la única que podía, llegado el caso, concederles la libertad (lo que excluía toda manipulación personal de las relaciones, posible para un esclavo normal privado), y sobre todo: todo ilota estaba expuesto en todo momento al juicio estatal inm ediato, sin intervención de su amo; y el Estado tenía
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ideas bien precisas sobre el modo, de tratarlo. M antenía en vigor la ley m ar cial como el prim er día, cuando había conquistado el país y vencido a la po blación. Al comienzo de cada año se declaraba la guerra form alm ente a los ilotas y, por tal motivo, los órganos policiales estaban autorizados en todo m om ento a m atar a cualquier ilota que pareciera com portarse de m odo sos pechoso (por ejem plo, si se dejaba ver de noche por la calle). Así se excavó un profundo abismo de odio y nunca se hizo nada en la historia espartana por superarlo. Sin embargo, Esparta, desde la primera fase de su historia presentaba una curiosa mezcla de un rigor, casi anacrónicamente m oderno, del poder público, en tanto que la autoridad inmediata es un elemento esencial del «Estado», y de un atraso, que casi podría denominarse atávico. Esparta conservó siempre esta característica, como mostrará la historia posterior. Al comienzo, como es com prensible, el primer aspecto se manifestó con mayor evidencia. Entonces el ilo tismo podía ser aún una consecuencia «natural» de la ocupación. Pero la transform ación de la sociedad dom inante en un mecanismo polí tico-militar debía presentarse tam bién en otros campos, ya que el fenómeno había surgido en principio de la subordinación a un sistema esquemático de funciones técnicas. E n el interior, este proceso estaba sobre todo personifi cado por la m onarquía m ilitar de la época de las migraciones y que continuó conservando la dirección de la guerra. Como la m onarquía se extendía sobre toda Lacedemonia, o más exactamente sobre todos los lacedemonios, también regía obviamente la comunidad de los periecos; y ello indicaba con toda eviden cia la pertenencia de esta última a la comunidad espartano-lacedemonia. No obstante, esto es mucho m enos característico que el hecho cierto de que la m onarquía m antuvo, como antes, su carácter esencialm ente m ilitar y que no fue enteram ente dejada de lado. Por otro lado, tampoco podía seguir siendo la de antes, lo mismo que el nuevo Estado no era ya el de la migra ción: tenía que convertirse en un elem ento del aparato ejecutivo objetivado. En el resto de Grecia este paso se,dio mucho más tarde, a través de una limi tación tem poral y personal de las funciones. Por entonces Esparta no podía pensar aún en algo sem ejante. A cabó recurriendo a otro m edio, al hacer uso de este principio sólo en parte. La solución específica fue la doble m onarquía espartana. Esparta tuvo siem pre, al mismo tiem po, dos soberanos de dife rentes familias y con líneas de descendencia independientes. La consecuencia inevitable no fue sólo la tensión entre las dos casas reales, que excluía desde un principio un aum ento de poder m onárquico, sino algo más interesante: la metamorfosis de la m onarquía. La innovación eliminaba en el fondo la figura del rey, como soberano y m onarca, con todas las cualidades que derivaban de su carácter unitario, de su carisma personal hereditario. La doble m onarquía podía actuar, por dere cho constitucional, sólo en acciones conjuntas; aun cuando éstas fueran lle vadas a cabo por un rey aisladam ente, representaban tam bién la actividad del otro. Las atribuciones resultaban así esencialm ente mucho más abstractas. El gobierno y la dirección militar en general se convirtieron entonces no en una verdadera com petencia, sino una relación real; los reyes eran más funciona rios, en el sentido de una m agistratura, que auténticos reyes. La com para ción con la figura de los cónsules rom anos que ha parecido siem pre obvia en consideración a su dualismo no sólo está en cierto m odo justificada, sino
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que tiene incluso un sentido más profundo, por encima de los aspectos ex teriores. La otra consecuencia se manifestó en el m odo de proceder externo del Estado espartano. Su poder, conseguido gracias a su especial estructura, se transform ó en una acción deliberada, sin parangón en toda la G recia de en tonces. E ra una acción m arcadam ente imperialista. Los espartanos traspasa ron los límites «naturales» de su país, atravesaron el Taigeto, invadieron la fértil M esenia y la som etieron (a finales del siglo VIH). E n este hecho no re sulta extraña la expansión en sí; tam bién se dio en otros lugares, p o r ejem plo, en la vecina Élide, que, como E sparta, ensanchó el territorio de sus periecos con la conquista de la Pisátide. M ucho más curioso resulta en cambio que esta em presa no estuviera en absoluto implícita en sus presupuestos obje tivos. M esenia form aba una unidad com pletam ente independiente desde el punto de vista geográfico y el ataque de E sparta estuvo sólo determ inado por la voluntad de vencer no sólo a los hom bres, sino a la naturaleza que los pro tegía. A un cuando Esparta no alcanzase entonces la costa occidental de M e senia, el m apa político registra, sin em bargo, un hecho sorprendente en el cuadro de la articulación política general de la G recia de entonces: todo el sur del Peloponeso poco a poco se encontró bajo una única autoridad. N aturalm ente, se debe evitar ver ya delineado, en estas observaciones tan precarias sobre la época primitiva, el escenario posterior de la política griega. La historia griega no se ha agotado nunca en la historia de Esparta y Atenas y cuando estuvo a punto de hacerse realidad un estado de cosas así, se trató de un episodio de corta duración. La alusión a los dos estados tiene otra fina lidad: la de resaltar que la orientación dom inante de la época no coincidía en absoluto con las tendencias que se m anifestaron en Esparta y A tenas, y que hay que buscar en otra parte los factores que la determ inaron. En esta bús queda es preciso tener en cuenta siempre el tipo de herencia que los griegos tuvieron que aceptar después de la migración, y ver si los pobres resultados conseguidos bajo este aspecto en las condiciones políticas y sociales caracteri zaron tam bién en los otros campos el nivel alcanzado. A quí las cosas no son tan sencillas precisam ente porque no son «típicas». Teóricos de la historia universal plantearían la relación con una «cultura superior» anterior, en este caso, la época micénica, y sostendrían la existen cia de num erosas analogías indiscutibles. D e hecho, a este criterio se ha ate nido Toynbee, por ejemplo, al incluir la civilización griega entre las «deriva das» y, teniendo en cuenta el modelo que desde hace tiempo se ha convertido casi en norm ativo, se imagina que la situación fuese sem ejante a la de los germanos que, después de las migraciones, si no adoptaron el Estado romano, sí heredaron en cambio el cristianismo y una parte de la cultura antigua. Menos por evitar este error que por llegar a una correcta comprensión, debemos subrayar que este paralelismo está aquí fuera de lugar y podría sus citar opiniones totalm ente equivocadas. Elem entos objetivados de civilización — es decir, todo lo que de alguna m anera se halla fijado por escrito— des pués de la migración no fueron ni adoptados por los recién llegados ni con servados por los habitantes primitivos. ¿Por qué sucedió esto? ¿Por falta de predisposición para ello? N ada más inverosímil. ¿Acaso no faltarían entre los griegos los contactos generalm ente inevitables y precisam ente aquí, donde incluso sería lícito esperar una tradi
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ción directa? No es difícil responder a la pregunta. R esponsable podía ser sólo la civilización micénica o su situación a finales del II milenio. Y eviden tem ente ésta no tenía nada de esta índole que dejar en herencia. La civilización micénica había poseído una escritura, pero no había de jado ningún tipo de literatura escrita. Y la escritura misma era un instru m ento muy difícil de em plear. Probablem ente los pocos que la dom inaban m urieron en las convulsiones de la época. Al menos no existía la posibilidad de vincularse al pasado y fue una suerte para el desarrollo futuro, porque, de otro m odo, los griegos no habrían pensado tan pronto en resolver por sí mismos el problem a de su escritura. Es imposible decir qué consecuencias se habrían derivado, a menos que se quiera construir hipótesis sin fundam ento. Probablem ente la civilización micénica no estaba culturalm ente evolucionada, y por tal motivo dejó casi vacía la sede que ocuparon los griegos. A pesar de todo, los griegos se m ovieron sobre las huellas de un pasado. Pero este pasado contaba aproxim adam ente con mil años de antigüedad y ya sólo por ésto tenía una fuerza com pletam ente distinta que la civilización mi cénica, inspirada por la extranjera C reta y desarrollada muy rápidam ente, que en el fondo sólo había logrado sobrevivir tres o cuatro siglos. La «obra» de este pasado no consistía en instituciones y organizaciones hegemónicas im portantes; se había cumplido en silencio, simplemente gracias al hecho de que, durante la prim era inmigración griega, los invasores indoeuropeos se ha bían superpuesto a la primitiva población m editerránea y desde entonces ambos estratos, al vivir en el más estrecho contacto, se habían fundido. Esto podemos decir, en todo caso, para la esfera de la vida que menos podía re sentirse de la diversidad entre dom inadores y sometidos, es decir, de la reli gión, o m ejor dicho, del ám bito de la religión, en cuanto que se abrió a las «religiones naturales» politeístas procedentes de ambos lados. Tanto los griegos primitivos como los pregriegos poseían ya entonces un mundo de dioses (lo que no es en absoluto obvio) y habían superado las con cepciones elem entales de fuerza, individualizándolas. El numen y su fuerza, lo «sagrado», o como quiera definirlo la ciencia de las religiones, acabó con virtiéndose, en una y otra parte, en seres y figuras divinas. Que el m ontón de piedras al borde del camino, en el que se tiraban las que estorbaban en campos y senderos, continuara siendo la localización de un misterioso poder sobrehumano, incluso después que de él se derivara el dios H erm es, era una excepción. Infinitos seres divinos podían encontrarse en los bosques y en los campos, en el agua y en la m ontaña, en diferentes manifestaciones y naturalm ente también en forma de animales. Sin em bargo, con el paso del tiem po fue per filándose un aspecto que más tarde debería convertirse en característico de la religión griega: la form a de animal fue casi com pletam ente eliminada. En época históricam ente verificable está atestiguada sólo en casos dudosos y, por lo demás, ha dejado sólo vestigios inconsistentes, por ejem plo, en los epí tetos usados como fórmula. En lugar de la form a de animal apareció la forma humana. Esta concepción, fundam ental para los griegos como todo el m undo sabe, se formó en el largo período anterior a la inmigración doria. Cómo se llegó a ella será siempre un m isterio. Existen motivos para creer que el m é rito principal hay que atribuirlo a la primitiva población egea y no a los inm i grantes indoeuropeos.
Auriga e ídolo con palom as. Figuras de arcilla halladas en B eocia, siglo vil a.C . H annover, K estner-M useum .
EI tem plo de A faya en Egina, com ienzos del siglo v a.C.
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La m ayor parte de las divinidades griegas existían ya antes de que llega ran los prim eros inmigrantes. Grecia era entonces un país sem brado de cen tros de culto. No había motivo alguno para destruirlos. ¿Por qué había que enemistarse con unos seres que eran más fuertes que los hom bres? Ni extran jeros ni autóctonos conocían una «verdadera» fe y un dios que no tolerase la existencia de otros dioses junto a él. Los griegos únicam ente podían traer consigo dioses que no estuvieran ligados a determ inados lugares de culto o de actividad, como, por ejem plo, el dios de los fenómenos atmosféricos y del rayo (Zeus), o la m adre de los cereales (D em éter), o el dios del reino de los m uertos, imaginado originariamente en form a de caballo, que personificaba la dom a del caballo en la primitiva época indoeuropea (Poseidón). P ero en el fondo esto son «excepciones». D ebe enunciarse ahora la constatación banal, pero, no obstante, inevitable, de que el célebre panteón griego no es de ori gen indoeuropeo, sino que ha sido form ado por los griegos con elem entos ex tranjeros. No todo se lo encontraron ya hecho. En el Olimpo, A tenea, sobre todo, pertenece a las divinidades de nueva formación. G randes divinidades vinieron de fuera: A polo, de Asia M enor; A frodita, probablem ente de Siria. No sabemos cómo sucedió. E n lo que se refiere al tracio Dioniso, los histo riadores de la religión aseguran que cuando fue introducido se produjo en el país una especie de movimiento de masas, bastante tarde, después de la mi gración doria. Este dato podría agradar al historiador, porque en tal caso, en esta época oscura, habría ocurrido algún acontecim iento sensacional. Sin em bargo — tal y como lo vemos ahora después del descifram iento de la escritura lineal B— , Dioniso pertenece tam bién a época predoria. No obstante, el m ero origen no dice mucho. La historia no puede ser re ducida a «derivaciones», y mucho menos a las de todo un milenio. El hecho más im portante no fue la introducción de los dioses, sino la recíproca compe netración de las divinidades, el cambio de form a de algunas de ellas, que pre cisamente así se convirtieron en divinidades grandes y dom inantes. En esto no se refleja un proceso especulativo como en el sincretismo de la tardía época imperial, sino un acontecimiento muy concreto. Los dioses, sobre todo los pregriegos, vivían ante todo a través de su culto y se hallaban vinculados a los lugares de veneración, donde se les ofrecía sacrificios y donde se cele braban las otras funciones del culto, las fiestas. El paso más significativo que realizó la evolución religiosa consistió en la identificación de la divinidad lo cal con uno de los grandes dioses. En esta identificación no eliminaba en ab soluto al dios local. Sus devotos seguían encontrándolo, y el culto con sus re presentaciones no cambiaba tampoco. Incluso se conservaba el nombre: tan sólo, era asociado con el nom bre del dios extranjero. De este m odo, en Laconia, de un C arneo surgió un Apolo C arneo; de un Jacinto, un Apolo Jacinto, ambos célebres dioses de la vegetación. El cono cido tem plo de Figalia pertenecía originariam ente a una diosa pregriega, Eurínome; una vez que los griegos y, más concretam ente, los griegos primitivos se establecieron en el país, asumió el nom bre de A rtem isa Eurínom e. Artemis.a era probablem ente una diosa indoeuropea. Tam bién el famoso Apolo de Delfos, llamado com únm ente Pitio (Pythios), había ocupado un lugar sa grado pregriego, precisam ente Phytos, y de él recibió el nom bre. En este caso, no obstante, el predecesor fue suprimido con excepción del nom bre, y reducido a la forma de dragón, la serpiente pitón, a la que A polo dio
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muerte. A rtem isa, que toda persona culta conoce como diosa de la caza y de los animales salvajes, se convirtió en tal sólo después de acoger en su propia imagen la figura de una diosa no griega muy venerada, la «señora de los ani males». Zeus, el dios indoeuropeo del cielo, puede aparecer en form a de ser piente y se le llama entonces Zeus Miliquio o Zeus Clesio, porque este diosserpiente tenía esta form a como dios de la casa, de los alimentos y de la prosperidad m aterial. Ilitia se llam aba una diosa pregriega m iñoica-cretense del parto. Como esta función era esencial para las m ujeres, era natural que grandes divinidades femeninas como H era y A rtem isa se la apropiasen y aca baran tom ando el nom bre de H era o A rtem isa Ilitia. Se podría citar innum e rables ejemplos; todos dem uestran que estaba en m archa un poderoso im pulso. Pero, al no haber misioneros de una religión revelada, los antiguos dioses pudieron conservar su existencia primitiva en múltiples lugares. M u chos de los epítetos siguieron designando todavía a divinidades indepen dientes y, por lo general, existieron en Grecia, hasta tiem pos muy tardíos, in num erables divinidades que conservaban su nom bre individual, sin tener nada en común con los grandes dioses universalm ente reconocidos. E n G re cia había más dioses que hom bres, dice un viajero del siglo II d.C. Las famosas esculturas eginetas de Munich proceden del tem plo de la diosa Afaya, en la isla de Egina. Para sus habitantes era ésta una divinidad im portante, de lo contrario no hubiera recibido ese tem plo tan bello. Pero fuera de Egina, era poco conocida. No tuvo la fortuna (si es que ha de consi derarse así) de fundirse con. una de las diosas más conocidas. El fenómeno que aquí tratam os es interesante bajo diferentes aspectos y quizá no resulte inm ediatam ente comprensible para una m ente m oderna. El que razona según la lógica se sorprenderá, sobre todo, al ver que una diosa es a la vez otra y, sin em bargo, la misma, aunque aquí lleve un nom bre y allí otro. Así pues, A es igual a A y A es igual a no-A. No obstante, antes de re currir a cualquier intento de explicación de tipo psicológico-religioso, puede tranquilizársele con la consideración de que la M adre de Dios de Czesto chowa y la de Lourdes, que son ambas la misma M aría y representan a la m adre de Jesús, sin em bargo, no se identifican entre sí. El fenomenólogo de la religión no negará que en esta absorción de otras individualidades divinas la íntim a plenitud de cada una de las figuras divinas se acrecienta y adquiere una riqueza de fisonomías diferentes, de tal modo que resulta más accesible y universal. Mas para el que considera el proceso de la vida histórica — y ésta es la tarea del historiador— , en esta dinámica se revela una especie de integración socio-espiritual. El ingreso de divinidades en particular en lugares de culto que originariam ente no estaban dedicados a ellas, su presencia, que podtá ser sentida en cualquier lugar, su exaltación por encima y a pesar de los infinitos dioses que aún continuaban existiendo, todo esto creaba una esfera religiosa común y al mismo tiempo un cierto or den dentro de ella. Ambas cosas se convirtieron en una propiedad común que unía a gentes distintas y dispersas; ambas habían sido creadas tam bién precisam ente por estos hom bres, cierto que no con este propósito, pero siem pre en una función que sólo era posible en el contacto y en el intercam bio re cíprocos. La com penetración del abigarrado y complejo m undo divino fue el prim er acto espiritual de los helenos, mucho antes de que se dieran este nom bre y
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de que incluso tuvieran un sentim iento de colectividad. P ero en los dioses, más exactam ente, en determ inados dioses, conocidos por todos, tenían la ocasión de reconocerse m utuam ente y de considerar como cosa específica m ente propia la región de lo divino. D urante muchos siglos fueron traba jando de form a anónim a en esta obra. La contribución decisiva fue dada en tiempo de la migración doria. Sólo se necesitaba continuar tejiendo la tela, y esto ocurrió no sólo en época arcaica, sino en tanto existieron griegos sin cristianismo. La religión griega era en aquellos m om entos, como toda religión genética m ente nueva, ante todo una religión de culto, y la religiosidad estaba basada sobre el culto. Los dioses eran seres sobrenaturales y el hom bre dependía de ellos; podían protegerlo, pero tam bién arruinarlo, por lo que era necesario dar a los dioses su parte y venerarlos con sacrificios y con otros medios. Pero la relación del hom bre con la divinidad no se agota en general en esta comu nicación institucional ni entre los griegos ni en ningún otro lugar. Existen tam bién concepciones de los dioses, concepciones precisam ente que no se li mitan a traducirse en el culto. Se form an en la libre m editación, por este o por aquel camino, no ignoran naturalm ente lo que sucede en el culto, pero no se agotan dentro de él, y sobre todo no están obligadas a existir única m ente en el ám bito del culto. El hom bre tiene su concepto de la divinidad aun cuando no obre ritualm ente, y lo que aborda en este caso, supera mu chas veces considerablem ente el contenido institucionalizado. Pero todas estas son situaciones com pletam ente «naturales», que más o menos se dan en todas partes desde un determ inado «nivel religioso» en tanto no tengan que ver con las llamadas religiones superiores reveladas. Si los griegos penetraron sin más en este ám bito, es algo que corresponde a la expectativa histórica y no tiene en el fondo nada de particular. Sí son peculiares, en cambio, los ca minos que los griegos siguieron dentro de este m undo espiritual. Estos ca minos afectan a la mitología griega o al mito. El mito griego, como todos saben, ofrece un panoram a muy variado. Sumam ente fascinante es su transm isión, siem pre renovada a lo largo de toda la A ntigüedad, incluso después de perder su autoridad, cuando la palabra m ito, que originariam ente había tenido el sentido neutro de «narración», im plicaba la cuestionabilidad del contenido. Es conocida tam bién una existencia estética del mito griego hasta nuestros días y sería interesante preguntarse cómo sucedió y por qué fue posible. ¿Fue un resultado exclusivo de la inge nuidad y de la libertad con que los griegos se enfrentaban a los mitos? Y si esta relación libre de prejuicios tiene una parte esencial en este peculiar fenó m eno, ello implica una especie de libre juego y, consiguientem ente, la posibili dad no sólo de conseguir .en el mito un lado estético (esto p o r sí solo no tie ne por qué sorprender), sino de transferirlo com pletam ente a la esfera de lo es tético. N aturalm ente, las generaciones primitivas no sabían aún nada de esta fu tura evolución, pero tam poco perm anecieron com pletam ente al m argen de ella. E sta evolución está señalada por una cierta conversión interior del mito griego, conversión que no está sólo ligada a los comienzos de la historia de la literatura griega. E l mito griego siente aversión por las imágenes metafísicas y por la interpretación universal del mundo. A los intérpretes m odernos les ha sido bastante difícil admitirlo, y así han caído más de una vez en la tenta ción de buscar, de alguna m anera, en el m ito griego una mitología. Sin em-
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bargo, las ideas que quieren colocar el mito dentro de un horizonte cósmico y explicar con él el origen del m undo, suscitaron un interés bastante escaso entre los griegos y, en parte, penetraron del exterior, como dem uestran las analogías, recientem ente descubiertas, con la mitología de los hititas, y relati vam ente tarde (a comienzos del prim er milenio a.C .) Los griegos tenían, naturalm ente, una cosmogonía; sabían del diluvio uni versal, conocían a los titanes y a los gigantes y luego, sobre todo, a sus ven cedores, los dioses del presente, con Zeus a la cabeza. Tam poco faltaba la in terpretación mítica del orden natural. El dios del sol, Helios, surge con su ca rro por el Este y desciende por el O este, y Perséfone, la diosa de las mieses, pasa una parte del año en el m undo subterráneo y vuelve a salir a la superfi cie con la vegetación. Sin em bargo, Helios no es un dios im portante ni en el culto ni en la mitología. Perséfone fue conocida a través de los m isterios del Eleusis, y su m ito, por una circunstancia particular, encontró aplicación en el culto, quizá en una acción pantom ímica. A pesar de todo, la fantasía mítica de los griegos renunció a dedicar espe cial atención a este aspecto de lo divino, y su elaboración no hizo dem asiados progresos en com paración con lo que realm ente narraban. E ra mucho más im portante imaginar a los dioses como seres individuales en sus actos y rela ciones entre ellos mismos y con cada hom bre; concebir su situación dentro de una especie de ordenación colectiva, el «Estado de los dioses», y a ellos mismos en actos concretos individuales y únicos. De esta form a, los dioses tienen su historia, o m ejor dicho, tienen una historia. Todos ellos nacieron y crecieron. El que esto contradice su inm orta lidad, parece no ofrecer ningún inconveniente. Los dioses han venido al m undo de una m anera im aginable, explican en qué m edida participan en él y qué instituciones del m undo tienen un motivo que puede com prenderse según la lógica del tiempo y que reenvía a todo lo nacido y creado. E n A tenas, el olivo está consagrado a A tenea, luego lo ha traído la diosa. E n la disputa con Poseidón por A tenas, ella lo plantó como símbolo de haber tom ado posesión de la ciudad. D em éter, después del rapto de su hija Perséfone, estuvo va gando de un lado para otro durante nueve días, sin com er, con la antorcha en la m ano, queriendo así señalar el modelo para el uso de antorchas en las fiestas del culto de Eleusis; y cuando rechazó el vino que se le ofrecía para tom ar otra bebida, el steion, estaba tam bién instituyendo un m odelo para el uso del steion durante las fiestas. A polo dio m uerte al dragón Pitón, convir tiéndose así en señor de Pythos, esto es, de Delfos, y adquiriendo la denom i nación de Apolo Pitio. La fantasía griega es inagotable precisam ente en la creación de tales etio logías. N aturalm ente, no todas son antiguas ni representan el patrim onio mí tico primitivo, pero sí m uestran la dirección en que, sobre todo, con el paso del tiem po, los griegos se representaban la obra de la divinidad. La tendencia a incluir la acción divina en el m undo histórico es un rasgo específico del mito griego. No sorprenderá, p or consiguiente, que los hechos históricos interesasen particularm ente la fantasía griega y que ésta los buscase allí donde podían manifestarse de m anera más inm ediata: en las acciones de determ inados seres humanos. Junto a los mitos de los dioses se sitúa, como objeto no sólo equi valente, sino privilegiado, el m ito de los hom bres, la saga heroica, en cuya
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esfera se incluye tam bién, por tanto, la m ayor parte de las acciones divinas. Los héroes y semidioses actúan, pero con ellos o contra ellos se mueven na turalm ente las divinidades. D urante mucho tiem po, hasta finales de la época arcaica, en el tránsito del siglo V I al V e incluso más tarde, los griegos consi deraron auténtica historia todo lo que referían las sagas heroicas. P ara ellos, en estas narraciones tenía valor decisivo no tanto el núcleo histórico como lo entendem os nosotros, como su encuadram iento en un m undo histórico-ideal y su determ inación como hechos históricos. M ientras el mito no es puesto en duda como m ensaje del pasado, sigue considerándosele historia, tanto entre los griegos como en cualquier otra cultura. Unicam ente, que los griegos tom aron, por así decirlo, precauciones para que una creencia tal en la verdad histórica del mito continuara siéndoles vá lida el m ayor tiem po posible. Precisamente aquel elem ento del mito que pri m ero provoca la crítica del intelecto, todo el sector de lo milagroso, con sus prodigios, la magia y los espantosos m onstruos de fábula, fue tom ado mucho menos en consideración que la sucesión de acontecimientos basados en las experiencias cotidianas. Toda persona culta sabe que obviam ente éstos no han faltado en la leyenda. No obstante, los estudios de folclore han reconocido desde hace tiempo que los mitos en num erosos casos no se enriquecen con m aterial propio, sino que tom an nuevos elementos de la fábula. Sin em bargo, la fábula no ha superado nunca enteram ente al m ito, aunque se haya impuesto en algunos ejem plos típicos, como en la expedición de los argonautas o en los trabajos de Hércules (que bajo este aspecto es sem ejante a la figura de «Hans el fuerte» de la fábula alem ana). Los dioses, que podían asumir fácilmente un disfraz propio de la fábula, renunciaron por lo general a él. Cuando se apare cen al hom bre, lo hacen casi siempre con figura hum ana, y ocultan sus inter venciones bajo la apariencia de sucesos que podrían entenderse por sí mismos. La peste que Apolo envía o la tem pestad desencadenada por Posei don se m antienen dentro de la experiencia hum ana diaria y tienen, por tanto, un carácter intrahum ano. Según la lógica histórica m oderna, la historicidad se ve además acentuada por el hecho de que los héroes más famosos, a través de su localización en centros de la época micénica, se presentan como figuras de la misma (Nilsson). Pero no se trata de un factor decisivo y, natural m ente, tam poco tenem os un medio eficaz a mano para distinguir el mito de la historia como la entendem os nosotros. El historiador habla de estas cosas no para describir uno de los lados más im portantes del espíritu griego — en este caso no bastaría ni siquiera un es bozo histórico— sino sólo porque le interesa establecer el punto histórico en el que ha de ser fijado. Cuando los griegos, con la segunda inmigración, en contraron la base en la que asumieron los caracteres con los que debían apa recer a la luz de la historia universal, poseían ya este acervo espiritual y ha bían derivado del pasado la m ateria y la form a de un tesoro que podía y de bía dem ostrar su fecundidad también en el futuro. Pero, desgraciadamente, no puede decirse a través de qué fases se llegó a este resultado y cuánto de este proceso pertenece todavía a una época posterior a la migración. Sin em bargo, no debieron darse interrupciones bruscas: el m odo de pensar que po demos observar más tarde a la luz de los hechos que conocemos ya había to mado su rum bo mucho tiempo antes.
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¿Q uién ha creado realm ente el mito griego? ¿Con qué finalidad práctica estaba en relación? Tuvo que existir con toda seguridad un factor, que debía de estar ya esbozado desde tiem po atrás en la historia. El culto y sus repre sentantes no fueron los que im prim ieron el sello al mito para su necesidad. La m oderna ciencia de las religiones tiende a operar con exceso sobre un concepto profundo del m ito, lo fusiona fácilmente con el concepto de la «ce lebración» del culto y de muy buen grado quisiera ver en el m ito una repre sentación externa del contenido interior de la existencia religiosa. D e esta forma, el mito expresaría precisam ente lo que se piensa en el rito; en conse cuencia, los ritualistas serían, si no los creadores del m ito, al m enos la instan cia que lo controla y que adm ite sólo aquello que puede ser aceptado en los actos del culto. Así habría sido para los «pueblos naturales», lo que, de ser cierto, significaría que los griegos, ya en época primitiva, habían dejado de ser un pueblo natural. En cualquier caso, los griegos actuaban de un modo com pletam ente dis tinto, y no reconocían a nadie una com petencia profesional en m ateria de mitos. Cada cual podía exponerlo y, por consiguiente, naturalm ente, darle form a y desarrollo. U n punto era decisivo: tenía que saber hablar y narrar, y esto, naturalm ente, sólo era posible en el discurso político. El m ito, pues, de pendía del poeta, y precisam ente del poeta que no estaba al servicio de nin guna institución religiosa. La única instancia de la que dependía, era su pú blico; pero tam poco el público reclam aba para sí una especial autoridad o, en todo caso, ninguna diferente de la del poeta mismo, ya que la prueba de la autoridad era la capacidad para cantar y narrar, cosa que, naturalm ente, como todo lo que el hom bre calificaba de su propiedad, era un don otorgado por los dioses o por un dios determ inado. Incluso cuando el poeta intervenía en fiestas religiosas — como sabemos por ejem plos de épocas posteriores— , trataba su form a y contenido de forma sem ejante a cuando exponía argu m entos de cualquier otro tipo. Así pues, narraba los actos del dios correspon diente tal y como todos los conocían, renunciando a cualquier referencia ri tual. El público quería sólo oír cantar la institución de la fiesta por obra del dios; pero, así y todo, ésta form aba ya parte de sus actos y, por consiguiente, pertenecía al ámbito en el que solía moverse el poeta. Se desconoce del todo, en la época primitiva, de qué m anera disponía el poeta sus palabras, de qué formas se servía, con qué unidades poéticas con taba y cuál era su extensión. Solam ente conocemos el nivel que se había al canzado en el siglo VIII a.C ., y podem os, por tanto, hablar de poesía épica; en una palabra, de epos. Este es el período de la sociedad aristocrática, evo lucionada y m adura. El poeta se halla a su servicio y es alim entado por ella; es su principal auditorio. De este m odo, el poeta se encuentra en situación de dedicarse exclusivamente a su profesión de cantor, lo mismo que el arte sano, al que la diferenciación social perm ite vivir sólo de su trabajo para la comunidad; y en la term inología griega al poeta se le denom ina artesano «de miurgo», un vocablo que no implica trabajo m anual, y que solam ente designa la relación social. El tipo antiguo del poeta era el verdadero cantor, que acom pañaba sus melodías con un instrum ento de cuerda. A finales del si glo VIH el rapsoda ya recitaba y comparecía ante sus oyentes con bastón, como todos los que tom aban la palabra. El epos griego aparece con sus crea ciones más grandiosas, la Iliada y la Odisea. Es una suposición casi cierta que
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los num erosos poem as, perdidos en parte ya durante la A ntigüedad, no estu vieron a la altura de los dos conservados. Esta poesía surgió entre los griegos de Asia M enor, aproxim adam ente en el centro de la franja costera ocupada por ellos, y docum enta la superioridad de esta región con respecto al resto de Grecia. Los tem as elaborados por el epos no eran, sin em bargo, de origen lo cal, pero provenían del patrim onio común griego. Prueban claram ente que ya entonces existía algo parecido y arrojan luz sobre un aspecto de todo el m undo griego. Tal debía ser su función, porque en la poesía hom érica se es conde toda la evolución pasada del espíritu griego hasta el último tram o que en aquel tiem po sólo ella había recorrido y que posteriorm ente debían seguir los dem ás, bajo la influencia de esta poesía. La separación de sus diferentes com ponentes es un trabajo bastante p ro blem ático, y no m enor que la filología hom érica en general, en tanto que se esfuerza en analizar genéticam ente el texto transm itido y canonizado por los eruditos alejandrinos. El nom bre de H om ero es sólo un símbolo y por sí mismo no posee ninguna autoridad. Las obras que llevan su nom bre surgie ron de una larga tradición; esta tradición constituye precisam ente su unidad. Los muchos poetas que se esconden tras ella transm itían, pero tam bién in ventaban según sus posibilidades. El más grande de ellos fue el que tuvo la idea de reducir la guerra de Troya a la ira de A quí les , renunciando así a n a rrar no sólo las causas de la guerra, sino tam bién su final. U n poeta no menos grande era el cantor que eligió como tem a fecundo el retorno de Ulises y le unió los múltiples motivos legendarios del accidentado viaje. Estas ideas no surgen por casualidad: deben haber surgido en un m o m ento determ inado en la m ente de un individuo. Pero ¿es este individuo el autor de nuestro texto o al menos de sus partes más im portantes? A pesar de todas las opiniones y convicciones expuestas sobre este punto desde hace más de un siglo y m edio, la cuestión está todavía abierta y seguirá sin aclararse. Lo único cierto es la dimensión de estos poem as — que tam bién por sus di mensiones externas superaban a todos los dem ás de su época— y el hecho de que, una vez creado el arm azón, no necesitaban ser compuestos p o r un gran poeta. Incluso es posible que ciertos episodios existiesen ya en versión p o é tica y sirviesen luego de m odelo, pero los poem as no son una simple compi lación de una serie de cantos aislados realizada por un redactor. Si los cantores y poetas eran los depositarios y creadores de las creencias mitológicas de los griegos, su obra más grande, el «Hom ero», debió ejercer una especial significación en este campo, sobre todo si se piensa que, según la opinión corriente, H om ero compuso todavía un gran núm ero de obras, además de la Iliada y la Odisea, y que su nom bre en la práctica es represen tativo para la m ayor parte de la poesía épica. El historiador H eródoto, en el siglo V, construyó a partir de esta circunstancia una teoría genético-cultural y afirmó que H om ero (y Hesíodo) había creado para los griegos la historia del origen de sus dioses (la «teogonia») y caracterizado las funciones y formas de la divinidad. En esta especulación existe cierta parte de verdad, y aunque se identifi que a H om ero sólo con las últimas grandes creaciones de la poesía épica, la Iliada y la Odisea, la afirmación es justa en cuanto que H om ero, así enten dido, es el «clásico» en su m undo y unifica, en una sola corriente, los ríos y riachuelos dispersos. Él dio a la estructura personal de las grandes divini-
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dades griegas, a sus relaciones, al Estado olímpico, una forma poética que en virtud de su eficacia presentaba sugestivamente a los ojos de los griegos las figuras divinas y confería una convincente objetividad a las concepciones mí ticas que las habían creado naturalm ente. La Iliada, como se sabe, se desarrolla en dos planos, uno entre los hom bres y otro en la com unidad de los dioses olímpicos. Esta coherente división de las partes deriva del modo en que la fantasía poética concebía el tem a, o m ejor, los hechos; pero todo el que se acercaba al epos podía encontrar abiertam ente la revelación de los dioses y de su forma de existencia, sin que el poeta pretendiese una obra de revelación religiosa. No obstante, precisa m ente por este posible aspecto de su obra, el poeta no podía impeclir que to davía hoy se hable de los «dioses homéricos» para referirse a las divinidades del Olimpo. E igualm ente era inevitable que, al estar la poesía específica m ente encam inada a narrar los hechos de los dioses y de los hom bres, los griegos (y nosotros con ellos) vieran manifestarse en ella con especial clari dad, sobre todo, las relaciones entre los dioses y los hom bres, quedando con firmada así la tendencia a encontrar el lado especialm ente interesante del ser divino en estas relaciones y no en la lucha feroz de los dioses con los gigantes y titanes. E ra sólo un cambio de acentuación, ya que estas luchas no fueron nunca olvidadas, y para las artes figurativas continuaron siendo todavía más tarde un motivo favorito; pero el hecho es im portante, porque sólo él perm i tió que los dioses asumieran sus formas. Por consiguiente, este proceso podía favorecer en prim er lugar a aquellos dioses que eran objeto de la narración poética. Por sus propios fines, el epos dirigía su atención a las grandes divinidades, como Zeus, A polo, H era, A rte misa, Poseidón, que tenían ya su im portancia, incluso en el culto, como con secuencia de un largo desarrollo anterior. Sin em bargo, el poeta se enfren taba tam bién con divinidades que carecían todavía de este paso y que por obra suya adquirieron relieve y perfiles. Hefesto y A res se cuentan entre ellas. Su culto estaba poco difundido y en la mitología no épica tam poco tie nen un papel de im portancia. Se ha observado certeram ente (H erm ann Fránkel) que en estos casos el poeta mismo, cuando no se sentía sostenido por una tradición suficientemente sólida, fracasaba en el intento de dar idéntica plenitud de personalidad a un dios como Ares. La épica pone a los dioses en un escenario que está lleno de hombres. Por tal motivo, su m irada está constantem ente dirigida hacia ellos, y su fiso nomía se form a en el contacto con ellos. Evidentem ente, esto era debido a una razón precisa: los unos y los otros debían encontrarse dentro del mismo mundo y remitirse a un orden universal, válido para ambos. Y como este mundo es hum ano, los dioses aparecen de una forma que no sólo los hace comprensibles a los hom bres, sino que les obliga tam bién a conform arse a las normas que dominan entre los hom bres. N aturalm ente los dioses son más fuertes: sobre todo, son inm ortales y no deben tem er nunca la destrucción fí sica; pero cuando actúan, están sometidos a la lógica de los hechos humanos y, por ello, se sirven de hom bres o asumen forma hum ana para desencadenar los acontecimientos. Para el ojo del hom bre, todo funciona según un orden hum ano, en una pura relación sentido-inm anencia. El hom bre no sabe si obra como simple com parsa de una voluntad superior (ni siquiera una mo derna filosofía de la historia podría decir mucho más sobre este tem a); y ante
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todo, si es confrontado directam ente con la voluntad de dios, la acepta como suya, simplemente porque no puede hacer otra cosa. A l principio de la Iliada, A tenea «induce» a Aquiles a entregar a Briseida diciéndole cortésm ente que espera que él decida si debe o no obedecer. «He venido para calmar tu cólera, si me quieres escuchar». Incluso aquí la divini dad se convierte en una instancia que se sitúa en el horizonte interior del hom bre y que no intenta influir al hom bre sólo con su autoridad. Por lo general, el hom bre actúa llevado de sus impulsos. V oluntad y em o ción están fundidos en él en un todo indivisible. Para H om ero es extraña la existencia de una conciencia reflexiva, en la que el hom bre se ponga como objeto de sus pensam ientos y valore los deseos de su volúntad y de sus senti mientos. El ser hum ano suple estas situaciones afectivas con el encuentro con un dios (Snell). D e esta m anera, el dios llega a ser como el sustitutivo de la libertad hum ana en un sector que el hom bre todavía no puede ocupar. Pero como la historia y los hechos no pueden existir sin estas decisiones, los dioses son absolutam ente necesarios, no para representarse a sí mismos y atraer h a cia ellos a los hom bres, sino para que no se rom pa, en lo que respecta a los seres hum anos, la cadena de acontecim ientos que se esfuerzan por prolongar continuam ente. U no de los secretos de H om ero es el de su contenido hum ano e histórico. Y, en verdad, hay algo de secreto en esta poesía, aunque sólo sea porque un m undo tres mil años posterior tenga que preguntarse de dónde proviene, a tal distancia de tiem po, la fascinación de su eterna actualidad. Partes esen ciales de la literatura griega han podido influir en generaciones lejanas, pero bajo este aspecto ninguna obra ha superado a la de Hom ero. La prim era obra griega de la que se tiene noticia se ha convertido en «clá sica» de un m odo tan convincente, que ante H om ero el concepto de lo clá sico cesa de ser equívoco. Un período primitivo con un «clásico»: es un caso asombroso, incluso pensando, como se ha repetido recientem ente (Schadewaldt), que en su época H om ero era ya un «tardío». Este es un problem a ante el que tam bién el historiador debe sentirse como provocado y reconocer luego su im potencia. El m undo de H om ero, naturalm ente, no es el nuestro, sobre todo si se piensa en su escenario. Para los griegos, la cosa era evidentem ente distinta, pero tam bién aquí acabó perdiendo pronto su autoridad interna y el nuevo conocimiento polem izaba con H om ero más de los que lo ensalzaba; y esto sucedía porque su actualidad perm anente perm anecía incuestionable. En la educación juvenil, H om ero significaba el acceso a la cultura literaria, hasta que fue desbancado por la Biblia. Sin em bargo, la historia nunca es igual a sí misma, ni siquiera en el reino del espíritu objetivo, y esto vale tanto para H om ero como para todos los «clásicos». Tam bién él, en cierta medida, está pasado — quizá algunos piensen que la venerabilidad de su obra determ ina su carácter clásico— , y no todo en él puede ser carne y sangre; no obstante, el gran poeta logra adquirir «actualidad» a pesar de la distancia tem poral. ¿D ónde radica entonces la actualidad de Hom ero? Su atractivo siempre fresco es, sin duda, tam bién de carácter estético-formal. El hexám etro es uno de los versos más variados y agradables de ritmo que la lengua poética griega haya creado. Con sus dieciséis posibilidades de variación, que encontram os en H om ero, es el resultado de una larga e ininterrum pida práctica. La expe-
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rien d a nos enseña que la perfección artística, desarrollada según reglas pro pias, tiene una posibilidad de com unicar que se m antiene mucho más allá de sus orígenes históricos: se puede oír a H om ero sin entender ni una palabra. Tam bién las fórm ulas, propias de la lengua épica y muy frecuentes en H o m ero, derivan de la práctica artesanal anterior a él. Los griegos descubrieron mucho más tarde «el arte del discurso», como un género autónom o, y la E uropa posterior estuvo conform e con la idea de que existe «la belleza» como potencia independiente, esto es, estética. Los griegos que escuchaban a H om ero no sabían nada de esto, y lo hacían por in terés hacia el relato y el contenido, pero gracias a las cualidades formales, el relato continuó viviendo incluso cuando el interés ya no estaba dirigido al contenido, sino al m odo con el que éste era expuesto. Bien es verdad que este «modo» es un térm ino amplio que supera los lí mites de la form a, que abarca tam bién el «contenido»; en él se m anifiesta el m undo de la poesía, que es algo más que los acontecimientos aislados. Este m undo debe ser por tanto directam ente accesible, aunque sea otra accesibili dad que la de la m ayor parte de las personas que se interesaban por H o mero. Tal idea se puede pensar sólo cuando, a pesar de las diferencias, entra en juego algo colectivo, una form a común de hum anidad, creada por el poeta y recreada después por otros muchos; pero recreada porque este nivel de hu m anidad existe siem pre, accesible con la experiencia y sobre todo con la ima ginación. D esgraciadam ente, el modo más cómodo de definirlo es sólo de una m anera negativa: con la falta de interioridad. El hom bre hom érico existe sin ella y se encuentra, por la falta de esta dim ensión, en una existencia plana y equilibrada. El orden del m undo se ajusta a dicho equilibrio, lo mismo que éste, a su vez, arm oniza con aquél y es su soporte. No existe, por tanto, ningún «interior» ni ningún «exterior», y todavía mucho menos una es cisión entre m undo y hom bre o una escisión en el hom bre mismo. Podría de cirse que todo es al mismo tiem po físico y espiritual. El hom bre vive como ser psicológico-espiritual incluso en sus órganos sensibles —innum erables ejemplos de la lengua "homérica lo dem uestran— , lo interno es siempre tam bién lo exterior, y viceversa. Evidentem ente, todo esto corresponde a una estructura hum ana elem en tal, quizá tan elem ental, que no puede pasar a la acción empírica sin sólidos apoyos externos; bien es cierto que la disposición objetiva la convierte en inaccesible e incomprensible. El m undo hom érico, frente a esto, es un m undo ideal y «tardío», en el sentido de que podía m antenerse en equilibrio sólo por un m om ento y de que detrás de él, como futuro inaplazable, había otro, ante el que debía ser sacrificado. Se puede considerar la cuestión tam bién desde el punto de vista socioló gico y referirse a la refinada sociedad aristocrática de Asia M enor, cuyo co nocimiento perm itió dar valor absoluto a determ inados rasgos característicos y pudo prescindir de las obligaciones y los lazos del orden social. E n este caso, su vida había estado condicionada a la duración de este presupuesto. Pero aun cuando el espíritu se halle vinculado, de una m anera u otra, a un conjunto de circunstancias particulares o tal vez incluso únicas, una vez que se ha objetivado, tiene una dinámica independiente. H om ero no es sólo la prim era gran creación de los griegos: en él los griegos podían encontrarse en su dispersión, no sólo porque era el resultado
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de una larga evolución, sino porque la form a espiritual de esta evolución re presentaba algo más que simples procesos efectivos, poseía en sí misma una eficacia propia. Para evitar evidentes m alentendidos, debemos observar que en tiempo de H om ero no existía todavía el concepto de lo griego o de lo heleno. Nosotros lo utilizamos sólo para poder entendernos m ejor. En aquella época los p ro pios «griegos» no sabían considerarse una unidad, ni como griegos ni como cualquier otra cosa. T area del historiador es seguir el camino en cuyo reco rrido pudieron encontrar la unidad. En la mayoría de los casos — tan frecuentes, que sería más adecuado h a blar de caso norm al— la base para tal unidad es creada por el poder político. Por regla general, como una unidad externa instituida por la autoridad, en contram os al principio la conciencia de la com unidad étnica, que de esta p re misa recibe su impulso para seguirse desarrollando, sin necesitar en adelante el apoyo de la política. Sin em bargo, en Grecia faltó tam bién este estímulo político, y no podía surgir de ninguna parte, dada la estructura política del país. E ra imposible enlazarse a la época micénica, no sólo por la cesura que habían supuesto las migraciones, sino, sobre todo, porque tal época no había conocido tam poco esta unidad. Así pues, la unidad debía nacer, en cierto m odo, de sí misma y sin el impulso inicial, con la ayuda de otros factores de integración. P oder y autoridad, vistos desde la perspectiva de los hom bres que se sien ten afectados por ellos, crean la com unidad incluso a través del destino coinún. Pero un «destino» común puede esconderse tam bién bajo otros fac tores: sólo es necesario descubrirlo. E n medio de todo esto fue una verda dera suerte que no pudiese desaparecer la afinidad de los dialectos y, consi guientem ente, la unidad del área lingüística. La afinidad de los dialectos griegos es sorprendente; no sólo son sem ejantes: los dialectos de los griegos primitivos y los de los inm igrantes entre sí; tam bién entre los dos grupos existe sem ejanza. El estudioso m oderno no tiene un conocimiento directo de la situación lingüística de la época de las migraciones y de los siglos si guientes a ella, y el cuadro posterior está, sin duda, modificado p o r ciertas adaptaciones de las formas lingüísticas locales; pero en la época precedente las diferencias no debían ser tan grandes. E n cualquier caso, a pesar de todas las diferencias y dificultades de entedimiento frente a las lenguas extranjeras y no indoeuropeas, los portadores de los diferentes dialectos griegos tuvieron que experim entar siempre la sen sación de disponer de un idioma específico y peculiar. La gran creación artís tica de la época hom érica, sin parangón en todo el m undo griego, hizo que los griegos poseyeran desde muy pronto una lengua literaria: la lengua de Hom ero era válida en todas partes. El epos que circulaba bajo su nom bre sólo podía escucharse en dicha lengua y sus oyentes no vivían sólo en el cen tro de Asia M enor. Y si un extranjero quería decir algo en forma literaria, no contaba con un idioma propio y tenía que usar la lengua de H om ero, o más exactam ente, el hexám etro homérico. Prueba de ello es, en la época si guiente, la obra de Hesíodo. D urante tiem po la literatura fue de carácter ex clusivamente poético: esta circunstancia impidió que la lengua hom érica, con su indudable primacía, se convirtiera en la lengua común panhelénica. Para ello hubiera necesitado el uso de la prosa. Cuando luego, en el siglo V a.C .,
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LA ESCRITURA CRETO-MICÉNICA
Como escritura minoica o cretense o cretominoica se designa a un grupo de escrituras emparentadas entre sí, que surgieron en Creta en la media o tardía edad del bronce y que desde allí se difundieron en el continente griego e in cluso en Chipre, Siria y la cuenca del Mediterráneo occidental. Según su des cubridor, sir A rthur Evans, se distinguen tres clases de escritura: las jeroglí ficas (escritura jeroglífico-pictográfica) y las lineales A y B. E l sistema más an tiguo es el de los jeroglíficos, una escritura ideográfica que podem os seguir hasta la época de construcción de los palacios más antiguos del M inoico medio I. Ciertas peculiaridades hacen suponer que «los estímulos para usar la escri tura ideográfica partieron de Egipto» (Bissing), aunque sólo en casos contados puede demostrarse una procedencia directa. También la escritura ideográfica hitita tiene una serie de signos afines, sin que conozcamos los lazos que unie ron alguna vez a las dos áreas gráficas. Las inscripciones jeroglíficas que se han conservado se com ponen esencialmente de sellos con sus superficies es critas (de una a cuatro), que llevan grabados un signo o un grupo de signos sueltos. La extraña frecuencia de algunos de estos grupos (form ulae) nos in dica que se trata de títulos o nombres. La dirección de la escritura es oscilante, y sólo con la escritura lineal A se hace regularmente hacia la derecha. Tam bién la posición de los signos y sus series en grupos idénticos no es constante y parece estar determinada p o r factores estéticos más que fonéticos. A dem ás de los sellos, tenemos un pequeño número de barras, colgantes y medallones de arcilla, en los que los graffiti están a m enudo acompañados con las imágenes de los sellos de los funcionarios de los palacios. Aparecen también algunas ta blillas de arcilla en las que ya se reconoce el tipo de las posteriores «tablillas de inventario»: series de símbolos gráficos (ideogramas), que están unidos a signos numéricos o de medida e introducidos a veces p o r grupos breves. No obstante, el estrecho parentesco con los jeroglíficos, los signos grabados en la arcilla representan ya una verdadera escritura cursiva que podría denominarse incluso como «protolineal». Mientras que la form a de los jeroglíficos, seguramente p o r conservadu rismo religioso, se mantiene relativamente mucho tiempo, la escritura cursiva sufre fuertes transformaciones. Aproxim adam ente hacia el com ienzo del M i noico medio III, la escritura protolineal se convierte en una serie de escrituras locales que reunimos bajo la denominación de lineal A . Común a todos ellos es la simplificación de los signos. En especial el archivo de las tablillas de Hagia Tríada, que nos ha dado la mayor parte de los textos en lineal A , contiene signos con la form a desgastada que demuestran que, por lo general, se escribía sobre materiales blandos. En la estructura de las tablillas se continúa, en form a evolucionada, el tipo ya conocido a través de las barras y tablillas de es critura protolineal: fórm ulas de introducción a las que siguen unas series de
Inscripción lineal B. Tablilla de arcilla de C nossos, circa 1400 a.C . H erakleion, C reta, M useo A rqueológico.
La más antigua inscripción griega, en una jarra procedente de A ten as, circa. 725 a.C . A ten as, M useo Nacional. Traducción: El danzarín que baile ahora con más gracia, lo recibirá com o prem io.
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ideogramas unidos a signos numéricos y de medida, que pueden ser divididos en subgrupos p o r medio de fórm ulas intermedias. E n algunos casos aparecen al final de las líneas sumas, cuyas cifras, sin embargo, no siempre coinciden con el total de los sumandos. Junto a las tablillas había también objetos con motivos escritos y un grupo de inscripciones religiosas en vasos y recipientes destinados a libaciones, que se distinguen claramente de las otras por sus form as gráficas «arcaizantes». Mientras que la escritura lineal A fu e m uy utilizada en numerosos lugares de Creta, únicamente en Cnossos se han encontrado inscripciones en lineal B. E l grueso de los textos procede de la época inmediatamente anterior a la des trucción del palacio (hacia 1400), ya que las tablillas de arcilla cruda se han conservado gracias a que se «cocieron» en el fuego de la catástrofe. Caracterís tico de la lineal B es la elegancia de los signos («caligrafía cortesana de Cnossos»), que se aproxima otra vez a la escritura «pictográfica», de la que se adoptaron algunos signos que no existían en la A . También la disposición de los textos nos muestra un nuevo sentido de la form a y de la claridad: mientras que, en las tablillas de form a vertical (page tablets), los grupos de signos, ideogramas y signos numéricos están frecuentemente superpuestos en columna, las tablillas de form a horizontal (palm-leaf tablets) están a m enudo divididas en dos columnas, en las que se inscriben los ideogramas. Por el m ism o deseo de orden, antes de escribir el texto, se trazaban líneas, y los grupos principales y secundarios se distinguían por medio de su posición y tamaño. Los ideo gramas, en un número mucho mayor, si los comparamos con la escritura li neal A , abarcan todos los ámbitos de la vida del m undo minoico: hay signos para diversas categorías de hombres y mujeres, para animales, plantas, vasos, armas, carros y para sus partes. Todos ellos form an hoy la base para una cla sificación sistemática de los textos. Junto a las tres clases de escritura descritas, existen hallazgos arqueológicos aislados que no pueden ser catalogados dentro de ninguno de los sistemas que conocemos. La más significativa de estas piezas es el disco de Festo, encon trado en 1908 p o r L. Pernier: un disco de arcilla procedente de finales del si glo X V II, con inscripciones en espiral en ambas caras. Los grupos de palabras, separados p o r líneas verticales, muestran cuarenta y cinco signos diferentes, que no han sido grabados, sino impresos en la arcilla blanda; es, por consi guiente, el ejemplo más antiguo de un procedimiento de imprenta que, por lo demás, tenía amplios precedentes en la técnica minoica de los sellos. Las repe ticiones de grupos aislados y la existencia de sufijos y prefijos que «riman» ha cen pensar que se trata de un texto poético. La primitiva opinión dominante de que el disco hubiera sido importado de Anatolia, del norte de Africa o del país de los filisteos, es mucho menos aceptable desde que Marinatos, en 1935, des cubriera en la gruta cultural de Arkalochori (en el centro de Creta) un hacha de doble filo con inscripciones cuyos signos son semejantes a los del disco. Se puede suponer, p o r consiguiente, que tanto una escritura como la otra (una tercera variedad ha sido encontrada recientemente en un bloque de piedra, en Mallia) surgieron en la misma Creta. A l parecer, durante la edad del bronce coexistieron en Creta una serie de escrituras locales que sólo coinciden en parte: también la lineal A y B son sólo idénticas en parte, y se identifican de diferente form a con la escritura jeroglífica. En la Grecia continental parece que los acontecimientos se sucedieron de
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manera parecida. Después de conocerse desde hace tiempo los vasos con ins cripciones de Eleusis, Orcómenos, Tebas y Tirinto, se descubrieron, en las excavaciones americanas hechas en el «palacio de Néstor» en Pilos (Mese nia), cientos de tablillas de arcilla, cuyo número se multiplicó significativa mente cuando se reanudaron las excavaciones en el año 1952. Una cantidad más pequeña de tablillas se extrajo también en Micenas. Como en Cnossos, se conservaron aquí también únicamente las tablillas inmediatamente ante riores a la destrucción de los palacios (hacia 1200). Mientras que la escritura de las tablillas corresponde a la lineal B, la escritura de los vasos antes men cionados contiene signos de la lineal A que no aparecen más en la B de Cnossos. Recientemente se han encontrado también signos de la lineal A en una tumba de Trifilia. H ay además numerosas inscripciones en M althi (Me senia) y otros lugares, que se apartan de la A y de la B o que no pertenecen a ninguno de los sistemas conocidos. A sí pues, el cuadro que podem os tra zar para la Grecia continental y las islas, donde se encontraron muestras de lineal A en Melos y Tera, es igual de confuso que en Creta. Una aclaración al respecto sólo podría esperarse de nuevos hallazgos arqueológicos. N o es posible hasta ahora decir con seguridad si las escrituras de la edad del bronce sobrevivieron al fin de la civilización creto-micénica. En algunos casos podem os seguir las huellas de form as degeneradas de escritura en col gantes de arcilla y objetos parecidos hasta entrado el período subminoico y protogeométrico. H om ero conoce tan sólo los «signos funestos» inscritos en las «tablillas plegadas» de Belerofonte (Iliada), donde la expresión «portadores de la muerte» se refiere más a signos mágicos o simbólicos. Por el contrario, en Chipre se conservó una derivación de la escritura cre tense: es una escritura silábica, que tiene unos sesenta y cinco signos para vo cales y sílabas abiertas y que fu e utilizada, sorprendentemente, hasta época he lenística para escribir en lengua griega. La grafía torpe (sa-ta-si-ka-re-te-se para Estasícrates; a-po-ro-di-ta-i para Afrodita) nos muestra que dicha escri tura no había sido creada para el griego, sino para una lengua local, de la que hasta ahora únicamente han sido hallados algunos restos. Después de que Evans reconociera la conexión con la escritura cretense, J. Sundwall redujo una serie de signos silábicos a la escritura lineal A . Indudablemente, entre la escritura silábica de la época arcaica y clásica y la escritura cretense existió un grupo de escrituras durante la edad del bronce, para las que Evans introdujo la denominación de chipriota-minoicas. Su testimonio más antiguo es un frag mento de tablilla de arcilla de Enkom i, que pertenece al 1525, aproximada mente, y sus recientes ejemplos son tres fragmentos grandes, también hallados en Enkom i, de finales del siglo X III, que por el número y la form a de los signos pueden preludiar de lejos la escritura silábica. Inscripciones en una escritura similar han sido descubiertas en Ras Shamra (Ugarit), en la vecina Siria. A unque no tenemos ningún texto bilingüe y nos faltan todos los otros pre supuestos para descifrarlos, siempre se ha intentado leer las inscripciones cre tenses con ayuda de los valores de los signos chipriotas o por otros medios. La mayoría de estos intentos han quedado olvidados. Está mucho más reco nocido actualmente el desciframiento de los textos en lineal B, llevado a cabo po r el arquitecto inglés M. Ventris y su colaborador J. Chadwick. Dicho des ciframiento se basa en la hipótesis de que la escritura lineal B se creó para
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adaptar la lineal A minoica a la lengua de una dinastía micénica que debió de dominar en Cnossos hacia el 1450. Existía el convencimiento de que las tabli llas continentales en lineal B, procedentes de finales del siglo X III, tuvieron que estar redactadas en lengua griega. En realidad, los descifradores consi guieron, con ayuda de una ortografía incierta, leer una parte de estas tablillas. Un papel m uy importante en estas lecturas lo juega el principio «semibilingüe», es decir, la convicción de que los grupos de signos que preceden a los ideogramas designan o describen los objetos representados por ellos. Gran impresión suscitó la tablilla encontrada en Pilos en 1952, con ideogramas de calderos con tres soportes y vasos en form a de pithos (ilustración). Haciendo uso de los valores fonéticos de los signos se pud o leer ti-ri-po, ti-ri-po-de (dual), «un trípode, dos trípodes», y di-pa-ano-we (ti-ri-o-we, ge-to-ro-we): vaso sin orejas (con tres, con cuatro orejas...), según el número de círculos reconocibles sobre la boca del vaso. La tablilla con el trípode es considerada, p o r tal motivo, como una de las pruebas más importantes a fa vo r del desci framiento, que actualmente es tan enérgicamente defendido como discutido. Las dudas de la crítica se dirigen contra la hipótesis de una escritura p ura mente silábica, contra la diferencia lingüística entre las lineales A y B, contra la inverosímil ortografía y la doble escritura «semibilingüe», de la que no co nocemos ningún otro ejemplo.
se sintió la necesidad, la forma lingüística de Asia M enor («jónica») había perdido su indiscutida superioridad. El espíritu objetivizado en la lengua y en los valores artísticos expresados en la lengua tiene el poder social de reunir a los hom bres. Los griegos, para su suerte, se dieron cuenta de ello relativam ente pronto. Aproxim adam ente por la misma época crearon otro instrum ento espiritual que, desde el princi pio, tenía una intención práctica y que, por consiguiente, servía precisam ente para comunicar. Como muy tarde, desde el siglo I o II del nuevo milenio los griegos dispo nían de su propia escritura. Fue una conquista fundam ental. Se había supe rado un largo período que, al estar privado de escritura, se hallaba caracteri zado por una form a de vida que no tenía la posibilidad de expandirse en un espacio mayor. Es verdad que Grecia ya había tenido durante la época m icé nica una escritura, la «lineal B», pero se perdió al desm oronarse la civiliza ción micénica. Fue una suerte para los griegos que no tuvieran que esforzarse más con ella, porque era un instrum ento difícil de em plear; una mezcla de un centenar de signos silábicos con un núm ero considerable de ideogramas. So
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lam ente los escribas profesionales sabían utilizarla, como ocurría desde hacía dos milenios, en el Cercano O riente. Si los griegos hubiesen recurrido a ella, habrían desembocado en una situación similar. Su estructura intelectual y so cial habría debido sufrir una transform ación esencial. Pero las propicias cir cunstancias históricas les ofrecieron la posibilidad de encontrar un punto de partida mucho más favorable. A finales del II milenio a.C ., en Fenicia se había llevado a cabo el gran descubrimiento que perm itía indicar las palabras semíticas m ediante las con sonantes y, por consiguiente, fijar un texto; las vocales resultaban del sentido del contexto. D e un solo golpe, el núm ero de signos se redujo a una fracción de aquellos que se necesitaban en otros lugares (en Egipto y M esopotam ia), y en segundo lugar el signo, al serle fijado un valor fonético determ inado (en lugar de darle el valor de una palabra o de una parte de palabra), no sólo ad quiría una identidad inconfundible, sino que podía ser em pleado de muchas maneras. Los griegos con su m ente despierta y falta de prejuicios, se dieron cuenta del enorm e progreso que rrepresentaba esta escritura frente a los sistemas precedentes. Pero tam bién com prendieron el principio interno de la nueva escritura, es decir, el hecho real de que se basaba en un análisis fonético co herente, que sustituía la complicada síntesis de los símbolos de sentido, el principio más antiguo (que a su vez conocía ya num erosas variantes). Luego se percataron de que, para sus necesidades, la m era indicación de las conso nantes no bastaba, que se debía avanzar un paso más e indicar las vocales. Así idearon los signos vocálicos, sirviéndose de algunas consonantes fenicias. Descubrim iento e invención m archaban, pues, de la mano. La gloria les corresponde, al parecer, a los habitantes de algunas islas del Egeo —M elos, Tera, C reta— , que por razones geográficas probablem ente te nían contactos más estrechos con los fenicios. La difusión fue muy rápida. Entonces pudo com probarse que la lengua griega necesitaba para ciertos so nidos consonánticos, que el idioma, semítico no conocía, letras suplem enta rias, cuya forma debía ser creada aún. Como puede com prenderse, esto no sucedió de la misma form a en todos los lugares y trajo consigo la formación de diferentes alfabetos griegos en un espacio reducido. Sin em bargo, con el tiempo acabaron asimilándose, es decir, prevaleció un alfabeto determ inado: el de M ileto, que se había extendido am pliam ente desde el siglo IV , después de ser adaptado por A tenas a finales del siglo v. La im portancia de la invención de una escritura griega no se ha valorado aún suficientemente. D e todos es conocido que todavía nos servimos de ella, ya que el alfabeto latino procede en el fondo de uno griego. Q ue los niños, en el espacio de un año, aprendan a leer y escribir, es solam ente posible gra cias a la escritura griega o al sistema sobre la que se basa. Tam bién la eliminac'.ón del analfabetism o está vinculado a este presupuesto. Por eso en G re c h se consiguió bastante pronto, como muy farde en la época clásica: son f ecisamente artesanos quienes nos proporcionan los testimonios más anti guos de escritura (sobre vasos). Puede presumirse que en el siglo V III la escritura se utilizase para fines li terarios. El rapsoda, que siem pre había recitado de m em oria, dispone ahora de textos escritos. Los grandes poem as no se pueden concebir sin la existen cia de tales escritos. Y más que nada: los griegos no tenían necesidad de una
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clase de escribas. Así el surgir de una cultura intelectual no estuvo ligado a un m onopolio profesional y el acceso a la cultura no fue obstaculizado por barreras profesionales. La «libertad» del espíritu griego depende en parte tam bién del tipo específico de la escritura griega. Si la acción común, es decir, la política, no llevó y no podía llevar a los griegos a tom ar conciencia de su unidad, dadas las circunstancias, este pro ceso tenía que ser alim entado exclusivamente por la actividad de la vida en un sentido com pletam ente general, y sacar fuerza de la vitalidad de las fun ciones espirituales. D e ahí provenía toda actividad que pudiese lograr la inte gración de un pueblo griego: religión, mitología, poesía y, por últim o, la creación de una escritura propia reflejan un estado de cosas que era obra de una participación universal. Las transform aciones espirituales, cuando se transm itían a través del mundo griego, ocurrían m ediante contactos personales entre los griegos. Eran más fuertes de los que por lo general se tiende a adm itir, en considera ción al primitivismo de las condiciones. El extranjero era una figura familiar para los griegos, que por lo general eran fácilmente accesibles por m ar. A m enudo el extranjero no era de procedencia griega, y tanto más se distin guía por esto el extranjero del griego. La aristocracia form aba un elem ento especialmente abierto a los contactos y al intercam bio. Su m odo de vivir es taba caracterizado por las relaciones entre miembros de la misma clase, in cluso a gran distancia. En definitiva, la necesidad de establecer contactos re cíprocos se expresó en formas prácticam ente institucionales. En prim er lugar, la vecindad inm ediata creó una cierta unión. Se trataba, ante todo, de reunirse a intervalos periódicos, simplemente por deseo de con tacto hum ano, naturalm ente, con vistas a una acción común. Pero si esta ac ción quería estar al m argen de fines políticos, no podía tratarse de otra cosa que de culto. Un santuario se convertía en centro de fiestas y reuniones. E ra común a todos y se procedía duram ente contra la ciudad que hubiese querido usur parlo en su propio provecho para, con ello, ejercer su influencia sobre los miembros de esta asociación o «anfictionía» (literalm ente: com unidad de pue blos vecinos). Sobre la ciudad que procedía así se cernía la amenaza de una «guerra santa» y, como final, la destrucción física. Allí debía reinar una at mósfera libre de todas las tensiones que dividían a las distintas comunidades. Se festejaba al dios, naturalm ente, con sacrificios, pero igualm ente con himnos compuestos y recitados por rapsodas. Y por último, podían celebrarse tam bién certám enes artísticos y gimnásticos, o podríamos decir m ejor, de música vocal y deportivos, como diríamos nosotros. Su atractivo era muy grande, ya que m anifestaciones similares sólo podían organizarse en un cír culo muy amplio, que garantizase un núm ero adecuado de concurrentes y un amplio público. La época hom érica estaba convencida de que el ser hum ano vive en los ecos que suscita. Su «fama» es la expresión de su valor. Con ella puede supe rar los límites de la existencia. Sin em bargo, necesita un ámbito m ayor del qije constituye cada com unidad aisladamente. El deseo de ver reconocidos los logros personales requería una opinión pública, y la aspiración a entrar en una esfera ideal donde estos logros se m ostraran a una luz más intensa p er mitía que se traspasaran las barreras de la com unidad limitada.
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Estas fiestas y reuniones se convirtieron desde el principio en algo muy im portante para el desarrollo de la conciencia de unidad helénica, porque las relaciones de vecindad organizada de tal m anera crearon algunas zonas ex tensas de contacto. Pero aún no se han agotado las posibilidades. La anfictio nía délfica, originariamente la anfictionía de A ntela en las Termopilas, am plió su círculo paulatinam ente más allá de su vecindad inm ediata; se extendió tanto, que al final abarcaba una parte considerable de Grecia. Es verdad que se trató de un caso particular y al mismo tiempo el más signi ficativo para la historia. Por otra parte, la zona de irradiación de la anfictionía no era tan grande. No obstante, creó siempre un campo común que iba más allá de la vida política ligada a lugares limitados. De este modo, la pequeña isla de Délos se convirtió en el punto de encuentro de gran número de habitantes del resto de las islas y de Asia Menor. Se viajaba en barco, con mujer e hijos, para participar en la fiesta y en la alegre reunión. Cada cual llevaba consigo aquello que quería vender de su actividad artesanal. El encuentro de tanta gente acabó creando un mercado con ofertas y demandas determinadas. Sin embargo, entre los griegos no prevaleció nunca el lado económico sobre los motivos centrales de la fiesta: ni en Grecia, ni en la Antigüedad en general, se dieron «ferias» como las que conocemos de época medieval. El deseo de encuentros «desinteresados» predom inaba sin discusión, y en una proporción tal que dicha idea se m aterializaba incluso independiente m ente de una anfictionía institucionalizada. El caso más célebre y antiguo es el de Olim pia. O riginariam ente tenía un interés puram ente local para la Elide y los lugares vecinos, que luego se extendió al Peloponeso y posterior m ente a todo el m undo griego. A unque con el tiem po otros juegos del mismo tipo se añadieron a los de Olimpia, éstos siguieron siendo los más fa mosos durante toda la Antigüedad. Cuando se reunían los visitantes, era obvio que debían cesar todas las dispu tas entre las comunidades. M ientras las fiestas interesaban a un círculo estre cho de vecinos, no se necesitaban disposiciones especiales, pero cuando se am pliaron y, sobre todo, cuando toda Grecia comenzó a participar, fue nece sario proclam ar para toda la duración de los juegos una especie de tregua de Dios que garantizaba a los visitantes un viaje sin peligro, incluso en largas distancias. No obstante, a finales del siglo VIH no se había llegado tan lejos: el proceso se desarrolló al mismo paso que la formación de la conciencia n a cional griega, y cuando Olimpia se convirtió en una institución panhelénica, los griegos ya se habían atribuido el nom bre de «helenos»; los más altos fun cionarios de Olimpia se llamaban «jueces de los helenos» (helanódicos). Pero antes del siglo v il no se podía hablar de helenos. El origen de este nom bre, que confirmaba formalm ente en cierto grado el nacimiento del pueblo griego como un grupo consciente de sí mismo, es tan oscuro como todo el proceso. La H élade es propiam ente una región de T esa lia y sus habitantes son los helenos originarios. No tenían ninguna im portan cia especial, no fue ciertam ente m érito suyo que su nom bre pasase a designara todos los griegos. Fueron los demás los que se lo atribuyeron, y el hecho es bastante significativo aun cuando ignoremos los motivos. A quí no se asiste al fenóméno típico de que los extranjeros son los que dan el nombre. Si no, los griegqs deberían haberse llamado «jonios», como los denom inaban los asi rlos, o «graeci», como decían los itálicos: en ambos casos el nom bre del pe-
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queño grupo que prim ero entró en contacto con ellos. Como los rom anos uti lizaron el térm ino de graeci, éste ha conservado su validez en Occidente y en la Europa posterior; por eso nosotros continuam os hablando de «griegos». Mas ellos mismos no se nom braron nunca así y consideraron siem pre válida sólo la denominación de helenos. La constitución de los helenos como pueblo, proceso que se refleja aquí en la propia denominación unitaria, es parte de un amplio desarrollo de for mación de una conciencia social. Los griegos, al mismo tiem po que descu brían su unidad nacional, la articulaban en el interior. Se tiene así la subdivi sión en los tres grupos étnicos, de eolios, jonios y dorios, que se encuentra en nuestros mapas de la H élade. D esgraciadam ente, tam poco nos encon tramos en situación de describir con exactitud este proceso. Tenem os sólo el resultado. Pero se puede aventurar con cierta probabilidad que dicho proceso no se derivó en línea recta de la estratificación de la población griega, como se m uestra en la historia primitiva y especialmente en el período de las mi graciones. Se observa, en efecto, que la división en tres grupos étnicos no cu bre en absoluto toda la distribución resultante de la historia anterior. No abarca a todos los griegos de entonces. Perm anecen fuera los «griegos del Noroeste», esto es, en particular los habitantes de A carnania, Etolia y las re giones montañosas de la Grecia central, como la Lócride y la Fócide, además de los macedonios, entre otros. Estos pueblos, por consiguiente, no participa ron en esta integración de la conciencia étnica y racional; con sobrado m o tivo, ya que su estructura espiritual y social era demasiado atrasada. En aquellos primeros siglos no podían todavía ser tocados por el proceso de la autodeterm inación nacional; entre los macedonios no se realizó incluso hasta época helenística: los griegos de la época clásica los consideraban ajenos a su círculo, excluyendo de este juicio negativo sólo a la familia real. Jonios y eolios pertenecen al sustrato griego primitivo del pueblo helé nico. Por el contrario, los dorios form an parte de los invasores de la última migración, que de ahí recibe el nom bre dem asiado limitado y equívoco de «migración doria». Sin em bargo, no fue en realidad el recuerdo de este es tado de cosas el punto de partida para el reagrupam iento. De ninguno de los nombres indicados se puede decir con certeza que existiese en los prim eros tiempos o que tuviese entonces un significado amplio. Los jonios eran originariam ente los miembros de una anfictionía de Asia M enor, las «doce ciudades jonias», que’tenían su centro en un santuario, el Panionion, sobre el prom ontorio de Micala. Gracias a esta organización se distinguían entre los otros griegos de Asia M enor, de tal m anera que en el Oriente Próximo su nombre servía para designar a los griegos en general: en documentos asirios del siglo VIII a.C ., los encontramos como jemáni. El nombre se difundió entre los mismos griegos, quizá porque fue asumido por los pertene cientes a la comunidad sacral de Délos. Su radio de acción era considerable mente mayor que el de la anfictionía jónia y abarcaba, además de Délos, nu merosas islas del Egeo, entre ellas la extensa Eubea y, en particular, los ha bitantes del Atica. Todos ellos, por consiguiente, podían llamarse jonios y lo hacían con tanta mayor firmeza cuanto más en estrecho contacto los ponía el curso general de su historia. Cuando los atenienses comenzaron a adquirir mayor importancia, afirmaron que ellos eran los jonios primitivos y que todos los demás descendían de ellos.
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Originariam ente los eolios son los griegos que siguen al N orte a los jonios sobre la franja costera de Asia M enor, y reciben el nom bre de una región, Eólide. Desde aquí se extendió la denom inación a algunas islas vecinas, en particular a Lesbos, y, por últim o, a la Grecia continental, incluyendo, por ejem plo, a los beocios. D esgraciadam ente, no se puede precisar, cómo pudo llegar hasta aquí. El punto de partida fue, con toda seguridad, la conciencia de pertenecer a una com unidad geográfica y lingüística. Pero este motivo di fícilmente puede explicar por si solo el salto al continente, aunque en el sus trato griego primitivo no sea difícil observar rasgos afines con el eolio de Asia M enor y de las islas, que en realidad fue llevado a las nuevas sedes por gentes procedentes de Grecia. Tam bién los dorios presentan problem as difíciles. Si se identificasen con todos los inmigrantes llegados con el cambio de milenio, se podría pensar que su unidad deriva precisam ente del destino común de la inmigración. Pero éste no es el caso, en absoluto. Los dorios son sólo una parte de los nuevos griegos y ni siquiera especialmente hom ogénea. A parecieron en Asia M enor, donde fundaron una asociación sacral de seis ciudades dorias, la «hexápolis doria», en las islas m eridionales del Egeo, sobre todo en C reta, y por últim o, en el Peloponeso, en particular con Esparta-Lacedem onia, Argos y Corinto. En los valles de Grecia central se encuentra además la región pequeñísim a e insignificante de la D óride. Al parecer, la denom inación derivó de ella, pero no pudo ser la patria de todos los dorios restantes. Sin duda debe haber te nido lugar un proceso oculto sem ejante al de la derivación del nom bre de h e lenos a partir de una pequeña región de Tesalia. Tal vez en ambos casos jugó un papel la anfictionía pítico-délfica, a la que pertenecían tanto la D óride como Tesalia. Después de haber descubierto sus relaciones con la D óride, los dorios pudieron encontrar un indicio en el hecho de que su estructura social, con un estrato de siervos autóctonos, revelaba el precedente histórico de una superposición étnica. Posteriorm ente, el perfil característico que Esparta ad quirió dentro del mundo griego contribuyó mucho a prestar a la pertenencia doria el contenido de un concepto ideal, de form a parecida a como el auge de A tenas favoreció a los jonios. N aturalm ente, esta «socialización» (para usar un térm ino poco elegante del sociólogo) consiguió una cierta evidencia operante sólo con el paso del tiem po, tanto con respecto a los reagrupam ientos étnicos como, sobre todo, para los griegos como unidad nacional. Al principio no tenía un carácter práctico-organizativo. Al observador histórico le gustaría saber si las cosas cambiarían y si en un cierto punto estas formas de agrupam iento espontáneo podrían incluir energías políticas en considerable proporción. Por el m om ento no podía pensarse aún en ello. Las prim eras observaciones en este sentido podrán hacerse, como muy pronto, en el siglo V II. E ntre tanto, los griegos hicieron otra cosa que les era mucho más fácil: objetivaron el estado de cosas alcanzado, en un mito etiológico. El progeni tor de todos los helenos era un cierto H eleno, que tenía descendientes con nombres no menos significativos en sus hijos D oro y Eolo y en uno de sus nietos, Ión. Esta transparente invención revela su propósito desde el prim er m om ento y hubiera incluso satisfecho a los griegos, si no hubiera tenido que ponerse en conexión con narraciones más antiguas e independientes. De ello se derivó un pragmatismo mitológico bastante complicado, que volvió a oscu-
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recer la tendencia actual, pero que al mismo tiem po dem ostraba lo difícil que era la idea de explicar m íticam ente, esto es, «históricamente» para aquel tiempo, el origen del pueblo griego, dado que éste había hecho su aparición relativamente tarde. La unidad griega, como creación de procesos de con ciencia libres, esto es, no encauzados, no podía hacerse dogma, y ya en tonces, como después, tenía que ser conquistada y creada continuam ente de nuevo.
La expansión de la civilización helénica: la colonización griega En el siglo VIH sucede algo peculiar en Grecia: los helenos se pusieron otra vez en movimiento en los puntos más dispares, tres siglos después de que se calmaran las olas de la migración egea. En la historia el nuevo movi miento se llama la «colonización griega». La expresión es un terminus tech nicus que implica algunos aspectos precisos. La colonización, en este sentido, es una migración parcial, que no abandona su punto de partida. La gran mi gración había cambiado radicalm ente (salvo algunas excepciones) las sedes originarias de los griegos: había sido un desplazam iento de toda la población. Frente a ello, la colonización significaba un proceso de expansión, que en conjunto no m udaba las primitivas posiciones y que únicam ente las enrique cía con otras nuevas. Si se quiere, la «colonización» es mucho menos «ele mental» que la «migración»; son morfológicamente por com pleto distintas en cuanto ésta es propia de un estado primitivo que aún no cuenta con la expe riencia de una civilización superior y con un m odo de vida diferenciado, mientras que aquélla presupone precisam ente esta experiencia; la «coloniza ción» es un hecho que puede repetirse (y así fue entre los griegos) y presu pone unas experiencias civilizadoras: una verdad válida a lo largo de toda la historia universal, hasta que ha sido puesta en entredicho por el siglo XX, con su desenfrenada barbarie y sus posibilidades, ofrecidas por un poder técnico tan elevado. Así pues, lo que los griegos iniciaron entonces presenta una afinidad tipo lógica con hechos históricos de todo el m undo; con la colonización alem ana en O riente, con la conquista colonial de Am érica, con la penetración rusa en Siberia y muchos casos más; sin em bargo, en esta larga serie, el griego es un caso particular. Como las otras, la colonización griega ha abierto nuevos te rritorios; incluso podem os decir que una parte sustancial de los lugares en los que encontramos a los griegos «clásicos» fue ocupada sólo en la colonización; pero la m anera y el m odo en que ésta sucedió difiere mucho de las normas corrientes. De ahora en adelante, encontram os griegos dispersos no sólo por todas las costas del Egeo, sino incluso por los bordes de los D ardanelos y del mar de M ármara. Pero tam bién los hallamos más allá, a orillas del m ar N e gro, que por eso fue llamado por ellos «mar hospitalario», Pontos Euxeinos, en el M editerráneo occidental, en Sicilia, en C erdeña, en el sur de Italia, en el sur de Francia (M arsella), e incluso en África (Cirenaica). De todo esto se deduce que la colonización griega nunca penetró en terri torios continentales, limitándose regularm ente a ocupar la costa. Según una famosa frase de Platón, los griegos se asentaron como ranas al borde de un charco. Un cinturón de civilización griega ceñía así los países que cerraban
Línea de salida en el estadio de O lim pia, sede de los juegos panhelém cos.
R estos del santuario de A p olo en D elfos.
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desde tres continentes el M editerráneo. Ellos mismos no podían, natural m ente, convertirse en griegos, pero sí se convirtió en griego el m ar que los unía, con ciertas limitaciones, que guardaban relación con los presupuestos de todo el fenómeno. A unque los griegos no tratasen de penetrar en los territorios en cuyas costas habían anclado sus naves, ya sólo el simple hecho de poner el pie en la playa requería obtener, o por lo m enos im poner, el consentim iento de los ha bitantes. Y así se hacía. Los griegos encontraron a los extranjeros en un grado de organización po lítica de civilización tan primitivo, que por parte de estos últimos no se inten taba ni se podía intentar en absoluto oponer una resistencia de cierta im por tancia: allí donde establecían sus colonias, los griegos encontraban un espacio políticam ente vacío. No desplegaban grandes fuerzas, que, en todo caso, eran siempre superiores a las que podían hacerles frente, tanto por medios ex ternos como en consideración a los intereses en juego. Por regla general no era difícil, en caso necesario, expulsar a los indígenas del área destinada a la colonia. La m ayor parte de las veces se llegaba a acuerdos pacíficos; otras, á través de negociaciones, largas y tenaces, como en el caso de Cirene, en donde, para simbolizar el acuerdo, la casa real asumió como nom bre propio el título real de los indígenas (Batios). Los griegos no se encontraron nunca con un pueblo de navegantes que fuera capaz de defender la costa o que sintiese simplemente la inclinación a hacerlo. Como los griegos no querían otra cosa que establecerse en las lla nuras costeras, y como sus pretensiones, por lo menos al principio, cuando su núm ero era todavía pequeño, se m antenían dentro de unos límites, encontra ban fácilmente espacio donde asentarse. Las relaciones pacíficas eran incluso ventajosas. Los griegos disponían se mercancías —productos de sus industrias— que los otros podían utilizar, y a cambio recibían otras, por lo general, m aterias primas, que les eran necesa rias. En resum en, los griegos contaban con la ventaja de su civilización supe rior y podían fundar su existencia sobre todo en la diferencia de nivel cultu ral. En aquellos lugares a donde llegaban como colonizadores, procuraban poner en contacto a los indígenas con la «alta civilización», dem ostrando de este m odo que ellos mismos pertenecían ahora a aquella zona, que había sur gido, hacía dos milenios, de distintos comienzos en el Cercano Oriente. Cuando los griegos no encontraban estas condiciones, desaparecían las premisas para colonizar. Esto ocurría cada vez que los griegos entraban en contacto con el territorio del Antiguo Oriente, sobre todo en Siria y Egipto. Como única excepción, el «establecimiento de los milesios», una factoría griega en el Bajo Egipto, al igual que su sucesor Naucratis, se basaba en un privilegio del faraón (finales del siglo V i n ) . La relación de los griegos con las instancias determ inantes de este mundo africano era más bien inversa, como es fácil com prender; la superioridad aquí estaba en la otra parte. Los contactos, afor tunadam ente escasos por motivos geográficos, lo acabaron dem ostrando: príncipes griegos establecidos en Chipre eran tributarios del rey asirio Sargón II (709 a.C .) y algunos años más tarde, en la llanura cilicia, los griegos se ba tieron con su sucesor, Senaquerib. En Siria, la situación era todavía más es pecial. Allí, los griegos tenían que habérselas con los fenicios, que eran maestros en el m ar mucho antes de que los griegos comenzasen a navegar.
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Las relaciones con los fenicios, en general, fueron decisivas para la expan sion griega. Hace tiem po, en el siglo pasado, antes de aclararse arqueológica e históricam ente los misterios del Cercano O riente y del M editerráneo orien tal, no sólo se veía en los fenicios la instancia determ inante de todo este m undo, sino que se les consideraba ante todo los m aestros orientales de los griegos. E n todas partes, en los estratos pregriegos y protogriegos, se creía encontrar huellas fenicias. Estos errores han sido superados hace mucho tiempo. Tam poco puede decirse ya que la navegación misma fuera un ele m ento extraño a los prim eros griegos y que estuviera solam ente reservada a los fenicios. La época m icénica había conocido navegantes griegos e incluso la gran migración presupone cierta confianza con el m ar. Pero en los siglos en los que el m undo griego se consolidaba, tras la migración, sin duda, no se progresó más allá de estos inicios. El comercio con países lejanos estaba en manos de los fenicios, y el merca der fenicio, como el verdadero experto en este terreno, es todavía una figura fa miliar en la Odisea. Los griegos no pensaban en crear una red de comercio m a rítimo, estableciendo bases y luego ciudades en las principales arterias com er ciales. Precisam ente esto era lo que pretendían los fenicios, en los siglos en los que la vida griega se había replegado, por así decirlo, sobre sí misma. Las circunstancias eran favorables. El derrum bam iento del sistema de las grandes potencias en el Cercano O riente a finales del II milenio les dejó libertad de acción. A la cabeza de las ciydades fenicias se colocó muy pronto Tiro, la ciudad insular y poderosa fortaleza, después de que los asirios provocaran una tem poral debilidad política de Sidón (comienzos del siglo IX), que hasta el momento había dado su nom bre al pueblo de los fenicios, conocidos como «sidonios». Las energías ahora liberadas se orientaron hacia el M editerráneo occiden tal, a lo largo de la línea paralela a su costa sur hasta más allá de G ibraltar. El punto extrem o lo señaló la fundación de Gades (Cádiz), im portante para los intercambios comerciales con la península ibérica, sobre todo, con la ciu dad m eridional de Tartessos, interm ediaria de la plata y cobre españoles, además de base favorable para la navegación a lo largo de la costa atlántica de Europa y África. Para garantizar la seguridad de este largo trayecto servía el cerrojo de Túnez, situado aproxim adam ente a medio camino. Los fenicios, pues, dirigieron principalm ente su atención a este territorio, que unía a su posición geográfica favorable la ventaja de un interior fértil. Pronto surgieron otras ciudades, contem poráneas de Gades (hacia el final del milenio), principalm ente U tica, H adrum eto y Tapso. Posteriorm ente se añadieron como com plem entos necesarios algunas bases en la costa occiden tal de Sicilia (Lilibeo, la actual M arsala, y M otya). Tucídides afirm aba que toda la costa siciliana había sido ocupada por bases fenicias; pero en este punto la ciencia m oderna, a falta de confirmación arqueológica, ha tenido probablem ente razón a no inclinarse a su autoridad. U na de estas ciudades tirias, ciertam ente no la prim era, fue C artago, fundada en el 814 a.C. En aquellos tiem pos, C artago no podía reivindicar una posición im portante y ob viamente quedaba en segundo plano respecto a las más antiguas fundaciones fenicias. E ra incluso políticam ente débil frente a los indígenas, a los que p a gaba un tributo para asegurarse relaciones aceptables sin tener que gastar de masiadas energías.
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Para la colonización griega fue una verdadera suerte que los fenicios se m antuvieran en los límites de su estrecho eje Este-O este, sin m ostrar nunca intenciones de salir de él. En España, incluso más allá de G ibraltar, se esta blecieron sólo en la costa meridional. Fundaron Málaga y no se extendieron más al N orte. No solam ente Córcega y C erdeña, sino incluso las Baleares, estaban todavía fuera de su horizonte. Los griegos habrían sido estúpidos si hubiesen tom ado a la ligera el lado favorable de esta situación y penetrado en la zona fenicia. Incluso sus naves comerciales se m antenían tan escrupulosam ente alejadas de ella que sólo por casualidad arribaron a Tartessos, cuyo nom bre conocían. A m ediados del si glo v il, es decir, un siglo después del comienzo de la colonización, vientos contrarios em pujaron allí a Coleo, un com erciante de Samos, que estableció relaciones comerciales, no muy estrechas, entre los griegos de la Jonia y di cha ciudad. Por la misma época, los griegos se arriesgaron a em prender un avance aislado hacia Africa, bien entendido que en un punto descuidado por los fenicios. Fue fundada Cirene, pero la aventura se llevó a cabo sólo des pués de superadas grandes dudas y un cierto tem or. Para los griegos, aquellas tierras eran todavía demasiado lejanas y desconocidas, aunque la ruta entre C reta y Chipre fuese m ayor que entre C reta y Cirene. N aturalm ente, la colonización seguía, por regla general, las vías que había abierto la nave del com erciante; se com enzaba por explorar la región p a r tiendo de las bases navales que debían servir al comercio y a la seguridad del tráfico m arítimo. Sólo así se com prende que la colonización se iniciara preci sam ente con la ocupación de los puntos extremos: ya a m ediados del si glo VIH se fundaron Cumas en Italia y Sínope en el m ar Negro. Cumas p er maneció siempre como la colonia más septentrional de la península de los A peninos. Es bien comprensible que el terreno hubiera sido preparado por un establecimiento comercial fundado en la isla de Ischia, situada enfrente. Probablem ente se había sabido por ciertas inform aciones que este era el lu gar más apropiado y que no había por qué continuar más al N orte. La elec ción fue hecha con una sabiduría que, a la luz de los hechos siguientes, re sulta poco menos que providencial: en caso distinto, la colonización, un par de generaciones más tarde, hubiera llevado inevitablem ente a un conflicto con los etruscos, con resultados probablem ente ruinosos. En la implícita p ro gramación de la colonización griega se evitaba provocar tales dificultades. Cuando la colonización se inició, la época aristocrática estaba en su pleno vigor y form a parte, naturalm ente, de su perfil. H om ero habría podido m en cionarla si no hubiera excluido de su visión histórica el presente concreto. No obstante, en sus feacios ha caracterizado a una com unidad cuya base econó mica era el comercio marítimo y la piratería. La época de la colonización superó, sin em bargo, la época aristocrática: se extiende por todo el siglo VI, un fenómeno que no puede ser dejado de lado; se trata de un proceso conti nuo que se prolonga en diferentes fases. En todo caso, así lo parece, si nos limitamos a examinar el proceso externo. En realidad, la colonización ha sufrido transform aciones según las circunstancias históricas. U na em presa co lonizadora en tiem po de H om ero no es, obviam ente, idéntica a una que tiene lugar durante las convulsiones de los siglos siguientes. Las diferencias se m a nifiestan, sobre todo, en los motivos de la colonización. Al principio, la escasez de alimentos y la superpoblación fueron no sólo la
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causa dom inante sino la única exclusiva. Tam poco posteriorm ente faltó este impulso; se puede decir incluso que continuó siendo el más frecuente. Pero ya no era el único. En casos particulares podían prevalecer motivos de polí tica comercial. De una m anera u otra, una presión externa, provocados por cambios de política general, podían inducir a emigrar. Pero, sobre todo, ha dejado huella en la colonización la época de la crisis social. A quel que no po día resistir la opresión en su patria y no podía esperar una m ejora llevaba consigo a un país extranjero la esperanza de un futuro m ejor. Y a la inversa, el aristócrata saludaba en la nueva patria la posibilidad de llevar una vida conforme a su rango, sin restricciones o amenazas. El historiador se siente obligado, precisamente en este punto, pero de una vez para siem pre, a ad vertir al lector que nuestras informaciones sobre la colonización griega son del todo insuficientes y que la exposición, prescindiendo incluso del peso de tantas hipótesis, no podrá dar nunca una idea ni siquiera vagamente ade cuada de la importancia del tem a. Si la colonización griega se desarrollaba a pleno ritm o ya en el siglo vm , tenía que ser obra de la aristocracia, y precisam ente (en aquella época no po día ser de otra m anera) de una aristocracia orientada a la agricultura, para quien la tierra cultivable era insuficiente en su país de origen. No es casual que el impulso se dirigiese en prim er lugar hacia Eubea, una región que, hasta bien entrado el siglo VI, conservó una estructura basada en la gran pro piedad agraria. La fuerza que inspiraba y dirigía la colonización era, por tanto, el espíritu de iniciativa aristocrático y, en el fondo, esta fuerza nunca perdió del todo su vigencia. A la cabeza de una expedición colonizadora siempre tuvo que estar un «fundador» (oikistés), que a veces incluso eran va rios. A ellos se confiaban los dem ás, no sólo los nobles, naturalm ente, sino también las gentes del pueblo. Estos últimos podían ser reclutados por la au toridad de sus señores, pero, en general, la adhesión era voluntaria. No se podía obligar a nadie a tener el coraje que exigía una em presa tan aventu rada. La expedición partía de una determ inada ciudad, que era luego consi derada «ciudad-madre» (m etrópoli) de la colonia. Pero todos los colonos p ro venían del territorio de esta m etrópoli; podían ser originarios tam bién de otros lugares. Sólo así se puede entender que ciudades pequeñas y relativam ente poco importantes aparezcan una y otra vez en la historia de la colonización griega. Una de ellas, en Eubea, era sobre todo Calcis; pero ya el nom bre de la pri m era fundación, Cumas (Cumae) se refiere a colonos no calcidios, quizá pro cedentes de la pequeña Cumas de Eubea. En el istmo adquirió una im portan cia singular la minúscula M égara. Un puesto de relieve tuvo tam bién la re gión periférica de Acaya, en la costa m eridional del golfo de Corinto. Allí había pequeños centros que podían servir como puntos de em barque, pero la unidad territorial era todavía tan fuerte que todas sus gentes se hicieron a la m ar bajo bandera aquea. A caya, adem ás, en su conjunto, nunca había tenido un gran núm ero de habitantes: las reservas humanas venían del interior del Peloponeso, por ejem plo, de la extensa Arcadia. La decisión libre y espontánea de cada uno en particular era del todo compatible con los acuerdos entre lugares distintos, a veces concluidos a dis tancia, por ejem plo, de una isla a otra. La colonia de G ela, en Sicilia, nació de un acuerdo de este tipo concluido entre R odas y Creta. Así lo dicen nues-
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tras fuentes históricas, pero la noticia es insuficiente. Ni Rodas ni Creta fo r m aban cuerpos unitarios. Se trataba, por consiguiente, más bien de un acuerdo entre un «promotor» de algún lugar en Rodas con algún otro de Creta. No podía ser una acción del «Estado»: a comienzos del siglo VII no existía en Grecia ningún tipo de Estado capaz de em prender una acción de este género. Pero tam bién se dieron otras coyunturas. Por ejem plo, dos generaciones más tarde, T era sufrió un período de ham bre. El Apolo de Delfos ordenó fundar una colonia en África, pero ni siquiera la fuerza de la desesperación pudo vencer la aversión a una aventura de tal calibre. Se establecieron con tactos con C reta, cuyos habitantes tenían cierta noción geográfica de aquella tierra desconocida; con toda seguridad tam bién participaron cretenses en la expedición. Sin em bargo, en Tera hubo que em plear la coacción. U n decreto ordenó que en los siete distritos de la com unidad, sin excepción, de cada dos descendientes masculinos, uno, sacado a suerte, debía abandonar la patria. Ocurrió aquí lo mismo que en el famoso ver sacrum de los pueblos itálicos de la m ontaña. Allí donde no era suficiente la autoridad de la comunidad, o b e deciendo a un oráculo, se «consagraba» al Apolo de Delfos un décimo de la población; esto era posible ya en el siglo v i i i , cuando fue fundada Regio por Calcis. Pero incluso cuando las cosas no sucedían así (y ciertam ente esta no era la regla general) y la em presa nacía de un libre acuerdo, los colonos no te nían ningún motivo de renegar de su origen. En cada caso llevaban consigo a sus dioses, así como las norm as de sus hábitos, costum bres y orden social; en suma, sus «leyes» (nómoi), como pudieron ser denom inadas a continuación, especialmente después de ser puestas por escrito. N aturalm ente, debía diluci darse qué ciudad debía ser considerada como fuente de los ordenam ientos in ternos: una vez aclarado este punto, era ya oficialmente la ciudad fundadora. Si la participación extranjera era muy fuerte, podía encontrar expresión en un segundo oikistés y en una segunda com unidad madre. Pero se podía limi tar tam bién el influjo sobre las instituciones locales. En la fundación de H i m era, en la costa norte de Sicilia, participaron Zancle (la posterior Mesina) y los siracusanos. Sin embargo, en este punto se impuso Zancle, que, como fundación calcidia, había aceptado las «leyes» de Calcis. Por consiguiente, H im era era una colonia calcídica. Debem os pensar que muchas colonias griegas (al menos la mitad) surgieron como fundaciones secundarias, por así decirlo, por metástasis, a partir de una colonia primaria. No por esto dejaban de ser colonias de la com unidad de la que conservaban la im pronta, es decir, de la m adre patria, y en ocasiones una com unidad colonial, al fundar una co lonia propia, buscaba incluso un apoyo moral directo en la metrópoli, pi diendo que le enviase un oikistés. Así sucedió en la fundación de Selinunte por parte de M égara Hiblea (en Sicilia), con la intervención de un oikistés procedente de la M égara de Grecia. A pesar de todas estas relaciones entre ciudad fundadora y colonia, las colonias eran fundam entalm ente comunidades independientes con su propia responsabilidad política. Esto era consecuencia del principio elemental de la colonización: servir al m antenim iento de la población y no a propósitos polí ticos. En consecuencia, por lo menos al principio, prevaleció tam bién el punto de vista de conseguir nuevas tierras cultivables.
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Por este motivo, la m ayor parte de las prim eras colonias tuvieron carácter agrícola. Los colonos partían con la expectativa de obtener un trozo de tie rra, tierra que precisam ente la patria no podía ofrecer al segundo y al tercer hijo. Ya en el viaje llevaban, por así decirlo, el lote de tierra en el bolsillo. El poeta Arquíloco, en una de sus poesías no conservadas, narraba el gra cioso episodio de un colono, quizá un aristócrata amigo de tabernas, que ce día sus tierras frívolam ente a un compinche por una torta de miel. Pero las razones agrarias no excluían, naturalm ente, que se pensase tam bién en en contrar bases para el com ercio, sobre todo cuando éste adquirió una cierta im portancia. H abía bastantes colonias que podían tener en prim er lugar esta función de emporia; sobre todo, la M ileto de los siglos VI y V. Num erosos lu gares en la costa norte del m ar N egro deben ser consideradas bajo este as pecto, que resulta evidente y exclusivo en el caso del establecimiento egipcio que precede a Naucratis. E ra inevitable que em porios de éste género tuvie sen que seguir ciertas indicaciones de la ciudad fundadora. No obstante, estos casos «puros», en conjunto, eran excepciones y testi monios de modos de vivir atípicos. En general, las colonias estaban dom i nadas por el impulso interno de la independencia: la com unidad griega no disponía en absoluto de m edios para afianzar, de una form a organizada, su hegemonía sobre la colonia. No lo consentía su débil estructura institucional. Pero tampoco se sentía la necesidad, ni por una ni por otra parte, de tom ar medidas en este sentido. La colonia, por lo general, era lo suficientemente fuerte para proveer a su propia existencia, m ientras a la ciudad.m adre le fal taba la voluntad de m antener su influencia a gran distancia. Para que se pro dujese un cambio, debían darse circunstancias especiales. Esto ocurrió en la segunda m itad del siglo v il, bajo la tiranía de Corinto. Esta no sólo estaba movida por un acentuado instinto hegemónico, sino que disponía tam bién de instrum entos adecuados. El tirano enviaba simplemente a las colonias a sus hijos, que a su vez se convertían en tiranos, pero que al mismo tiempo obedecían las instrucciones del padre. Sin em bargo, este m odo de proceder no estaba inspirado por el concepto de «colonia»: era una «in vención» de los tiranos. Por eso Corcira, una antigua colonia corintia, tuvo que ser som etida m ilitarm ente en la prim era batalla naval de la historia griega, según cuenta Tucídides (a m ediados del siglo vil). Las nuevas colo nias, fundadas conjuntam ente por C orinto y Cocira por obra de Corgo, hijo de Cípselo de Corinto y residente en Corcira (Leucade, Am bracia, Anactorion, Apolonia, Epidam no), estaban sometidas no tanto a la autoridad de Corinto como al dominio de la familia de los tiranos. Lo mismo podría de cirse de Potidea, en la península calcídica (fundada hacia el 600 a.C. por un hijo del tirano Periandro); pero todo esto acabó con la caída de las tiranías. Solamente se m antuvieron escasos vestigios, bajo la forma de relaciones de culto en ciertas fiestas, en las contribuciones destinadas a las mismas y en la figura de un funcionario suprem o para el culto, nom brado en Corinto; úni camente en Potidea este «epidemiurgo» tenía un carácter político, pero no debía obedecer instrucciones. Pero incluso éstos eran casi auténticas excep ciones, lo mismo que otras manifestaciones de esta colonización griega, que se presenta bajo aspectos innum erables y variados. El historiador debe renunciar a exponer con el debido relieve este fenó meno tan complicado; no conoce lo suficiente el proceso interno como para
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poder interpretar la historia sobre su base y en consecuencia no puede hacer otra cosa que registrarlo. Cumas (Cumae), la prim era colonia griega en Occidente, incluso a la luz del desarrollo colonizador que siguió, perm aneció siempre como una avanza dilla aislada. E n principio, no tenía, comunicación con los centros más m eri dionales, a lo largo de la costa italiana occidental. Tanto más im portante d e bía ser para Italia, si se considera su aislamiento. Las prim eras influencias griegas partieron de Cumas: el alfabeto, que los etruscos adoptaron de ellos con pocas modificaciones, era, por consiguiente, el calcidio; por la vía de este prim er préstam o llegó luego a los rom anos con ciertas transform aciones. Los libros de oráculos griegos (libri sibyllini), que tanta im portancia tenían en el culto oficial rom ano, procedían de Cumas y eran considerados una colección de aforismos, naturalm ente pronunciados en griego, de la Sibila de Cumas; aún hoy se puede ver la gruta en la que se suponía que profetizaba. Cumas no se convirtió en una gran ciudad. A comienzos del siglo V , los cumanos fundaron no muy lejos, en una posición favorable, una «nueva ciudad», Nápoles, que pronto la superó y que a finales del siglo, cuando sucumbió, reco gió su herencia. Tam bién Nápoles era, por tanto, una ciudad calcidia, y su carácter griego se conservó hasta época imperial muy avanzada, no obstante la dominación y la administración rom anas. En Occidente, Calcis dirigió sus esfuerzos tam bién a Sicilia, y ocupó allí dos puntos: Zancle, en el lugar de la actual M esina, y más al Sur, Naxos. El destino posterior de ambas ciudades fue, como toda la historia de la Sicilia griega, muy inestable. Naxos fue destruida ya en el 403 a.C. por un terre m oto, y unos cincuenta años después le sucedió Taurom enio, la actual T aor mina, donde se asentaron los habitantes huidos de Naxos. Sin em bargo, Naxos fue originariam ente una ciudad im portante, muy respetada por su anti güedad: era considerada la fundación griega más antigua de Sicilia. Cuando alguna comunidad enviaba a la m etrópoli una solemne delegación religiosa (una theoría), antes de partir ofrecía un sacrificio ante el altar de Apolo A rqueagetes de Naxos. Desde el prim er m om ento, Calcis envió mucha gente a la nueva colonia, hasta tal punto que apenas seis años más tarde pudieron partir de ella, guiados aún por el viejo oikistés, nuevos grupos, que fundaron en el 728 C atane (Catania) y Leontinos (Lentini). Zancle, como Naxos, fue poblada por colonos venidos directam ente de Calcis y del resto de Eubea. Pero antes se habían establecido ya gentes procedentes de Cumas, que al p a recer no se encontraban bien en su ciudad. Se habían dedicado al legítimo oficio de la piratería, y sobre el estrecho de M esina podían practicarlo con más oportunidades que en Campania. Un siglo y medio después, Zancle fundó Him era, en la costa norte de Sicilia (580). Un año después de que los calcidios llegaran a Naxos, desembarcó al sur de su colonia de Catania un grupo de corintios guiados por Arquias, un miembro de la estirpe de los baquíadas, que gobernaban por entonces C o rinto (733). D urante el viaje, se desprendió de una parte de su flota, m an dada por un familiar suyo, que fundó una colonia en Corcira. E n Siracusa, Arquias se estableció prim ero en la pequeña isla de Ortigia, y desde allí fue ocupando una extensión cada vez m ayor de la tierra firme. Siracusa fue desde el principio una colonia agrícola con una población num erosa, a pesar de su magnífico puerto y de haber sido fundada por Corinto, futura ciudad
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comercial. Pero ni siquiera era de origen exclusivamente corintio: en la em presa habían participado m uchos amigos de Corinto, en particular de A rca dia. Cien años más tarde, Siracusa disponía de un excedente de población suficiente para ocupar con tres nuevas colonias (Acras, Cásmenas, Cam arina) todo el sureste de Sicilia. Pocos años después de su fundación, Siracusa reci bió en sus proxim idades una colonia vecina, distante unos kilómetros al Norte: M égara H iblea (727 a.C .) que, como delata el nom bre, fue fundada por gentes procedentes de M égara. El nom bre de H iblea designa un lugar próximo, habitado por indígenas. Estos megarenses habían pasado por vicisitudes curiosas. Al parecer, no habían preparado suficientem ente la expedición y partieron más o menos a la aventura poco antes de que los corintios se pusieran en marcha. Su prim er desembarco no había tenido fortuna. Posteriorm ente intentaron hacer causa común con los calcidios de Leontinos, pero acabaron enfrentándose a ellos y fueron expulsados. Tam poco tuvo éxito su tercer intento. Por últim o, un príncipe local les cedió un lugar, del cual surgió precisam ente M égara Hiblea. Pero este príncipe, al parecer, no era el único que podía decidir. Difícilmente podrían haberse establecido en la inm ediata vecindad de Siracusa sin su apro bación. El acuerdo fue fácil: los dos grupos de colonos habían sido vecinos en la m adre patria, en el istm o, y durante el viaje habían establecido con tactos. Los fracasos de la expedición habían inducido a un grupo de m ega renses a buscar fortuna por propia iniciativa. Se habían establecido, prim ero, sin resultados satisfactorios en la punta sur de Italia (cabo Cefirion) y de allí fueron llevados por los corintios a Siracusa, en cuya fundación tom aron parte juntam ente con los muchos grupos no corintios. Exactam ente cien años después (o quizá una generación antes, según los hallazgos arqueológicos), M égara H iblea se encontró obligada a tom ar provi siones con respecto a su excedente de población. Sus proximidades no ofre cían posibilidad alguna. Por tal m otivo, se dirigieron a la lejana parte occi dental, aún privada de colonias griegas, que ofrecía la posibilidad de ocupar un territorio urbano mucho m ayor que el de la pequeña M égara Hiblea; allí se fundó Selinunte, aún hoy una de las localidades sicilianas más sugestivas. Por el m om ento, la vecindad de las bases cartaginesas no era motivo de preo cupación, pero debía revelarse desastrosa un par de siglos más tarde. Seli nunte fue una de las ciudades más im portantes de la Sicilia arcaica. Al este de ella se hallaba G ela, la colonia común de Rodas y C reta, fun dada a comienzos del siglo v il, que cien años más tarde fundó a su vez la po derosa Akragas (Agrigento). En la Italia meridional — si se exceptúa Cumas, que presenta un caso parti cular— obviamente la colonización interesó, sobre todo, a la parte que presenta su cara a Grecia. Regio, en la parte continental del estrecho de Mesina, se em parejaba con Zancle: en efecto, fue fundada por Calcis, pero, curiosamente, no en el mismo período, sino al parecer durante el siglo VIL Cuando la prim era guerra mesenia provocó el éxodo de la aristocracia de Mesenia, enemiga de Esparta, ésta encontró aquí un refugio, por orden del Apolo de Delfos. Pero, por lo demás, Calcis se m antuvo alejada de toda esta región, donde en gene ral no surgieron otras ciudades jonias, salvo Siris, fundada por Colofón, que, sin embargo, sólo alcanzó cien años de existencia. La m ayor actividad la de sarrollaron los aqueos, que dieron vida, entre otras, a las ciudades de Cro-
Cueva de la Sibila de Cum as, bajo la acrópolis de la ciudad, en la costa cam pana.
Taras y Falante, m íticos fundadores de la ciudad de Taras (T arento). A nverso y reverso de una m oneda de plata docum entada, circa 460 a.C . Ñ ap óles, M useo Nacional.
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tona, Síbaris y M etaponte; las dos prim eras fueron fundadas en la misma ex pedición, en el 709; la tercera, un poco más tarde. E n la época arcaica, Síbaris y C rotona se contaban entre las m ás esplén didas ciudades. Las dos fundaron otros centros griegos en el lado opuesto del estrecho ramal de la península de los A peninos, y lo hicieron con cálculo. A pesar de su independencia, los nuevos centros debían servir de puntos te r minales para el tráfico comercial, que de esta form a se podía conducir direc tam ente entre el m ar Jónico y el Tirreno, evitando el incómodo rodeo a través del estrecho de Mesina. E ntre estas ciudades se encontraba Posidonia (Paestum ), que hoy posee los templos griegos más famosos. Fue fundada por Síbaris a comienzos del siglo vil. Sin em bargo, en el conjunto del cuadro his tórico, la colonia griega más im portante fue Taras (Tarento). No fue una fun dación aquea, sino casi la única colonia espartana. E sparta, efectivam ente, podía prescindir de fundar colonias, al haber solucionado a su m anera el p ro blem a de la alimentación. La causa que llevó a esta única excepción repre sentaba ya en la A ntigüedad un misterio inexplicable, que se trataba de re solver con una leyenda aún más oscura. L a fundación de Massalia (en latín, Massilia, M arsella) se encuentra ya fuera com pletam ente del proceso arriba descrito. Se debe a la iniciativa de Focea, una ciudad griega de Asia M enor, y la fecha de su fundación es bas tante tardía (600). Massalia significa el descubrim iento de la Francia m edite rránea por parte de los griegos; las obvias reglas empíricas de la planificación colonial exigían que se buscasen lugares en condiciones climáticas similares a las de la m adre patria. Pero desde el punto de vista político, la fundación presuponía que los cartagineses se desinteresasen de este rincón del M edite rráneo, abierto hasta entonces a cualquier intervención. Massalia se aprove chó de esta afortunada circunstancia para salpicar de bases comerciales (em porios) la costa europea desde la Costa Azul hasta las proxim idades de Mainaké (M álaga). Nikaia (Niza) recuerda todavía hoy los éxitos de esta política. El papel de Massalia no puede com pararse con el de las otras colonias de Occidente. Completamente ajena a las dificultades de la vida griega internacio nal, gracias a su distancia y aislamiento, adquirió una significación secular. En los primeros tiempos, antes de la aparición de Roma, Marsella fue para el Occi dente el punto de partida para la difusión de la civilización grecoeuropea. En este punto tan expuesto, el espíritu de aventura y el gusto griego por el descu brimiento de nuevos horizontes se sentían particularmente estimulados. Ya a fi nales del siglo VI, Eutímenes navegó a lo largo de la costa occidental de África, probablemente hasta el Senegal, y en base a la observación de las mareas se creó una original teoría acerca del origen del Nilo, uno de los grandes enigmas geográficos no sólo durante la A ntigüedad. Doscientos años después, Piteas, contem poráneo de A lejandro M agno, em prendió su famoso viaje a través del estrecho de G ibraltar hasta Inglaterra, alrededor de la isla, y luego hacia el N orte, quizá hasta Islandia, volviendo probablem ente a través del Báltico y la desem bocadura del Vístula. Si se piensa en el provecho que a la larga obtuvieron los griegos con la colonización griega, el campo de expansión oriental se nos presenta más im portante que el occidental, que acabó pasando a manos de Roma. E n O riente, sobre todo en A sia M enor, se trató, en el fondo, de una continua ción directa de la ocupación de la costa oriental del Egeo, ocurrida durante
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la gran migración. Todas las ciudades que ahora se extendían por las orillas del H elesponto, del m ar de M árm ara y del Bosforo correspondían al princi pio que ya ha sido indicado. Pero las posibilidades del futuro fueron creadas sólo por el helenismo, con el dominio griego del Cercano O riente. El hele nismo tuvo sus efectos más duraderos en Asia M enor, por obra de aquellos griegos que desde hacía tiem po habían convertido aquel territorio en su pa tria. Es natural, por consiguiente, que los prom otores de la colonización oriental fueran por lo general los habitantes del Asia M enor ya griega: los jo nios y los eolios y, a la cabeza de ellos, los milesios. La posición histórica de M ileto, como la ciudad más im portante del mundo griego arcaico, se refleja tam bién en la abundancia de colonos que de ella partieron. Su elevado núm ero se debe a una razón muy sencilla. Mileto pudo prolongar en el tiem po la fase de la colonización. Estuvo presente ya en sus comienzos, en el siglo v m . Surgieron entonces muchas de las colonias secundarias. Pero ya en aquellos tiempos avanzó por la región del m ar Negro y se abrió consiguientem ente al otro gran horizonte de actividad coloniza dora. Sinope y Trapezunte se rem ontan a este período. M ileto era particular mente activa durante el siglo v il, cuando la expansión griega se dirigía hacia los territorios orientales más distantes, y ciudades tan im portantes como Ol bia, en la desem bocadura del Bug, y Tiras, en la del D niéster, fundadas ambas hacia 650, com enzaron a enviar el trigo procedente del sur de Rusia al mercado griego, falto de cereales. En el siglo V I, cuando disminuyó el movi miento colonizador, Mileto volvió a hacerse presente y dio nuevo impulso a la colonización del m ar Negro. D e form a extraña dejó que se le escaparan los puntos más im portantes para su política, Bizancio y C alcedón, situada en frente, fundadas ambas por M égara. Su historia es curiosa. Prim ero (685) fue ocupada Calcedón, en posición menos favorable, y sólo diecisiete años des pués fue fundada Bizancio. P or tal m otivo, en la A ntigüedad Calcedón lle vaba el sobrenombre de «ciudad de los ciegos», ya que sus fundadores no se dieron cuenta del error que habían cometido al dar preferencia ál lado asiá tico del Bosforo. La costa europea del Egeo fue objeto de una m últiple concurrencia. Las ciudades más dispares com petían por establecerse allí. La ocupación más uni forme fue la de la Calcídica, que term inó siendo casi un dominio de la vecina Eubea. Calcis, que dio nom bre a la península, encontró aquí otro gran campo de actividad, junto al de Occidente. Originariam ente parece que ocupó treinta puntos, que acabaron concentrándose en unos pocos de entidad mayor. En posición subordinada seguían E retria y em presas aisladas de las islas de Paros y Andros. Paros em prendió por propia cuenta la colonización de la isla de Tasos. D e las luchas que fueron necesarias para ocuparla nos in forma el poeta Arquíloco, que tam bién fue llevado aquí en su vida de com batiente. Tasos se convirtió en una ciudad im portante y rica, porque puso bajo su influencia la costa tracia, situada enfrente, deduciendo en ella un buen núm ero de colonias secundarias y sobre todo explotando las minas de oro del monte Pangeo. La colonización fue una erupción im petuosa de fuerzas de la sociedad griega, y no sólo obedecía a sus estímulos, sino que inevitablem ente hacía sentir sus efectos sobre ella. Extendía sus ramas por los distintos estratos del terreno histórico y lo alim entaba con las m aterias que producía como catali
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zador. La propia estructura de la población griega, consecuentem ente, expe rim entó un cambio. E ra como si el modo de vida elaborado precedentem ente por los griegos, sobre todo fuera de la Grecia continental, en las islas y en Asia M enor, se hubiese m ultiplicado. Allí, la experiencia de la frontera se había im puesto enérgicam ente a los griegos, que adquirían una visión más clara del m undo no griego, y de rechazo, tam bién de sí mismos. Las num e rosas ciudades coloniales, para sobrevivir, debían encontrar el m odo de ase gurarse la existencia en un am biente extraño. Lo que una vez había sido el destino de una m inoría, se convirtió ahora en una ley fundam ental para un círculo mucho m ayor del pueblo griego. Y si la conciencia griega ya antes h a bía sacado provecho de los estímulos procedentes de esta franja externa, ahora esta franja se amplió hasta el infinito. La época arcaica no sólo inició la historia griega, sino que creó en el pueblo griego el sujeto que podía ten er una historia. Difícilmente lo habría conseguido en un tiem po relativam ente corto sin los estímulos de la colonización. Es cierto que no puso en m archa el proceso, pero sí lo hizo infinitivamente más rápido. Pero la colonización griega reunió tam bién griegos muy distintos entre sí por naturaleza. No es que se llegase a una gran acción común: por el con trario, surgieron círculos m enores que, como tales, no querían» saber dem a siado unos de otros; no obstante, los individuos que se encontraban en ellos necesitaban de una conciencia com ún, que no podía ser asegurada por la m era procedencia, dados sus distintos orígenes. No tenían mucho en común por naturaleza. Pero había que encontrar una com unidad, que ya estaba anunciada por la fundación de un sistema estatal. Para el comienzo era d e masiado poco, y por esto se recurría al expediente de elevar a la m adre p a tria a símbolo común. Incluso el que no procedía de Calcis — ¿y cuántos se rían los verdaderos, entre los innum erables «calcidicos» que poblaban las colonias griegas?— se jactaba de este origen. E sa conciencia de origen era, por consiguiente, la m ayor parte de las veces una ficción; pero quizá preci sam ente por eso se convirtió en un factor constitutivo de la conciencia co munitaria. No obstante, sucedía bastante a m enudo que se diese oficialm ente una p a ridad oficial entre los diferentes grupos. Los rodios y los cretenses, que fun daron Gela, tenían los mismos derechos; era difícil que hubieran podido ap e lar a la misma procedencia, pero podían hacerlo a la com unidad de «raza». Unos y otros eran dorios, y por consiguiente G ela, como m ínimo, se convir tió en una ciudad doria. El definirla como helénica habría significado poco en las relaciones entre griegos (sólo entre griegos y bárbaros el térm ino habría tenido un valor más preciso). La cualidad de «dorio» era más específica y co rrespondía a las de «jonio» y «eolio». Así y todo, estos conceptos de «raza» sólo tenían un alcance limitado para definir comunidades reales: hacía mucho tiem po que se había tom ado de cualquier grupo como p ara proveerse de una etiqueta. Pero por esto precisam ente podían servir de esquemas para satisfa cer una exigencia com unitaria que sólo ahora se sentía; y el expediente tam poco carecía com pletam ente de fundam ento, ya que a la com unidad de «raza» se le daba un valor propio en aquellos casos en que faltaba la precisa im pronta de una patria determ inada. Si se prescindía de ello, podían siempre surgir dificultades. Como la conciencia de raza y la conciencia étnica n® sólo eran del mismo tipo, sino que se relacionaban m utuam ente, la colonizaCifti
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consolidó notablem ente este efecto reflejo en ambas direcciones, y lo helé nico sacó de ello una cierta fuerza. Hacia el exterior, es decir, en la política interestatal, ninguno de los dos factores tenía eficacia. Si el propio nom bre de «helenos» no im pedía que las comunidades griegas se hicieran la vida imposible, tam poco lo lograba la afi nidad de raza. En el m apa de Sicilia se pueden distinguir netam ente a dorios y jonios —éstos, en el N oreste; aquéllos, en el Sur y Sureste— , pero para la historia política de Sicilia, tan rica en acontecim ientos, esta distinción no tiene importancia alguna; y en el sur de Italia, la común raza aquea no impidió en absoluto, en el siglo VI, que Crotona y Síbaris se combatiesen sin cuartel. Sólo la comunidad ciudadana, pues, podía lograr la integración política. El fenómeno es notable incluso bajo otro aspecto: el sistema de las ciu dades griegas, y concretam ente de las ciudades com pletam ente autónom as, adquirió un gran impulso con la colonización. Esto ocurrió ya y sobre todo por el increm ento demográfico y el desplazam iento del peso cuantitativo en la relación entre form a organizativa ciudadana y no ciudadana. Pero la colo nización dem ostró tam bién que para Grecia era el único modelo político-so cial con el que se podía operar en el futuro. Y consiguientem ente, la ciudad encontraba confirmación tam bién por su propia existencia. Pero no sólo estaba confirm ada la ciudad, sino la ciudad en su situación dentro de Asia M enor, con lo que la base social del espíritu hom érico, es de cir, el presupuesto sociológico para la form a ya literariam ente objetivada del espíritu griego, fue elevada a principio por la expansión griega. Fue un éxito. En época arcaica, el m undo colonial griego, junto al jónico-eolio del Egeo y de Asia M enor, se convirtió en caldo de cultivo para las fuerzas impulsoras de la civilización helénica. Ya en la época arcaica se manifestó este hecho fundam ental en Occidente. La historia de la poesía griega registra tres nombres tan im portantes como Estesícoro, íbico y Epicarm o: los dos prim eros, de Italia m eridional; el ter cero, de Siracusa. La filosofía griega, con el paso del siglo vi al V, se convir tió en un diálogo entre el Este y el Oeste: Heráclito de Efeso se contraponía a Parm énides, de la itálica E lea, sede de la escuela eleática; y ya antes, Empédocles enseñaba en A kragas, en Sicilia. Pitágoras procedía de Samos, pero adquirió fama e influencia en C rotona, en la Italia meridional. El área colo nial del Egeo septentrional produjo más tarde en A bdera no sólo al sofista Protágoras, sino incluso al atom ista Dem ócrito; y Aristóteles es originario de Estagira, una de las muchas ciudades de la Calcídica. U na estadística tan tri vial del genio griego nos proporcionaría indicaciones significativas en este sentido. Y por último, si consideram os en general la experiencia griega en el mundo, estaba dotada de la observación ingenua de la realidad externa; theo ria significa en su origen observación concreta, precisam ente el m odo de ob servar que el griego aprendió en la época arcaica, cuando seguía las anchas huellas trazadas por la colonización. La colonización abrió el m undo — sin ella, H eródoto nunca hubiera po dido escribir sobre Egipto y el lejano país de los escitas— y condujo a los griegos a tieras remotas. Pero tam bién creó contactos y engendró proximidad hum ana, tanto para el individuo como para la comunidad. Los individuos pu dieron así intercam biar ideas y bienes m ateriales, la com unidad perm itió que
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los griegos dieran los primeros pasos hacia una política supralocal. A unque la colonización no obedeciera a una dirección central y se desarrollase de m odo aparentem ente arbitrario y casual, no hubiera podido llevarse a cabo sin ciertos acuerdos por encima de pequeñas y graneles distancias. No podem os dejar de reconocerlo, no obstante la escasez de nuestras fuentes, que infor man explícitamente de este hecho a propósito de un acontecim iento famoso: la «guerra lelantina». A caballo entre el siglo VIII y el V il, la aristocracia de E retria y de Calcis de Eubea se hallaba enfrentada en una constante lucha por la posesión de la llanura lelantina, situada entre las dos ciudades. Se rom pió así la arm onía que hasta entonces había reinado entre ambas en el curso de las empresas co loniales. Las hostilidades se desarrollaban aún en la form a de una auténtica lucha caballeresca, hom bre contra hom bre. Un pacto formal excluía el uso de armas arrojadizas como la honda y el arco. Tucídides nos presenta la situa ción política con esta frase lapidaria: «El resto de Grecia se dividió, estre chando alianza con uno u otro de los dos bandos en lucha, con motivo de la guerra que hace mucho tiem po se com batió entre Eretria y Calcis». Le prece día la observación de que hasta entonces el horizonte político sólo abarcaba al vecino. Por consiguiente, se recordaba con precisión que en conexión con esta guerra lelantina había ocurrido un hecho extraordinario, la intervención de terceros, y felizmente encontram os la confirmación en H eródoto, que afirma que la noticia tenía un fundam ento concreto: M ileto había intervenido a favor de E retria y Samos al lado de Calcis. Por tanto, en la época del pri mer florecimiento de las empresas coloniales, los griegos descubrieron que el amigo y el enemigo no sólo se encuentran en las cercanías, que el adversario se puede encontrar en cualquier parte. E ra la experiencia de un m undo no sólo acrecentado, sino tam bién en estrecho contacto.
Crisis y transformación La colonización griega no representa una época histórica cerrada, caracte rizada por este acontecimiento con sus múltiples aspectos. Es más bien un as pecto de más amplios nexos históricos, a los que imprime una dirección co mún sólo en un ámbito determ inado; tam poco se distingue netam ente de la precedente época «homérica», de la que sigue form ando parte, al menos desde un punto de vista cronológico. Los períodos de la historia están siem pre determ inados por la preponderancia de factores característicos, pero no exclusivamente por ellos, y en ellos está siempre presente lo que aboca al fu turo y lo que supera el presente. Por este motivo, la época homérica no es sólo «homérica», y los fenómenos siguientes no fueron una creación com ple tam ente nueva de la fase posterior. Se debe acentuar incluso que el térm ino «homérico» representa un es quem a histórico bastante unilateral, ya desde un punto de vista sociológico. Si concentram os la atención en la visión del m undo de la aristocracia griega, más exactam ente, de la aristocracia jonia de Asia M enor, dejam os tácita m ente al m argen la posición de los estratos inferiores, que constituyen un centro propio de fuerzas espirituales y sociales; y, sin em bargo, este centro no faltaba y muy pronto iba a dar origen a im portantes impulsos. Pero, in-
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cluso no teniendo en cuenta la dinámica del progreso, H om ero, como época, constituye sólo una parte — sin duda im portante y representativa de la reali dad— de un todo que encierra aún otros esbozos distintos de los que se in cluyen bajo el nombre de Homero. La religiosidad de la sociedad homérica, reflejada en la límpida fe en los dioses olímpicos, que separa claramente al hom bre y al dios, no com prende toda la religiosidad griega. No era desconocida para el hom bre común, en particular, para el que procedía de la m adre patria, y le resultó cada vez más familiar con el paso del tiempo; pero esta religiosidad no reem plazaba la re lación de vecindad que sostenía con las innum erables divinidades locales, que no elevaban su vida cotidiana a la altura de la existencia heroica reflejada en la epopeya y con aspectos familiares sólo para la aristocracia. Y no era éste el único punto de vista bajo el que podía observar una divergencia de con cepciones. El mundo de los dioses que encontraba en H om ero y que en cierto modo también le pertenecía no era completo. Faltaba un dios que por la amplitud de su culto pudiera medirse con Apolo y A tenea y superase a otras divinidades (por ejem plo, Ares, el dios de la guerra, y algunos otros que sólo a través de la epopeya habían adquirido form a y grandeza). Éste era Dioniso, que en la épica es nom brado sólo de pasada. Dioniso tuvo la misma suerte que D em éter, la diosa de las mieses. E ra in dudablem ente im portante para los campesinos, pero no tenía sitio en las lu chas y en las guerras de los aristócratas. D e todos modos, en Jonia, D em éter fue incluida en el círculo de los doce dioses olímpicos. Dioniso fue excluido con intención. Tocaba lados de la vida hum ana de los que el primitivo pú blico de la epopeya no quería saber nada. Por otra parte, hacía tiem po que era para los griegos una figura familiar, como hoy sabemos gracias a docu mentos micénicos. Pero su culto desencadenaba instintos elem entales, rompía los límites de las costumbres y del orden, confundía la jerarquía social. Su peculiar carácter orgiástico liberaba incluso a las m ujeres de su recogida exis tencia. El éxtasis que provocaba era un hecho que afectaba sobre todo al sexo femenino: las mujeres se entregaban en grupo al arrobam iento extático; en el momento culminante despedazaban un animal y devoraban su carne cruda. En época homérica estos excesos cultuales pertenecían quizá ya al pa sado; epidemias parecidas de transportes afectivos eran ya entonces raras, pero continuaban ejerciendo su atracción y sobre todo se continuaba fijando en el dios el instinto humano de la autoenajenación. Se celebraban fiestas con máscaras, naturalm ente siguiendo reglas fijas de culto y de las costum bres, y danzas con disfraces de animales. E ran ritos que, como ocurre hoy to davía, se desarrollaban sobre todo en el campo y lejos de la ciudad. Dioniso fue siempre el antípoda de los dioses olímpicos de H om ero hasta el helenismo, cuando contribuyó a que surgiera un nuevo período de religio sidad individual en el ámbito de las sociedades mistéricas. En época preclá sica no bastaba simplemente con separar su culto del oficial. Entre el uno y el otro debía establecerse una relación positiva. La historia futura indica cómo ocurrió, con las consecuencias más relevantes. A época homérica tardía o a la prim era época poshom érica (siglo vil) pertenece un acontecimiento im portante: la admisión de Dioniso en Delfos y su reconocimiento por parte de Apolo, señor del santuario. Los sacerdotes de Delfos no sólo dejaron participar al intruso en las fiestas délficas, sino que
Esfinge Escultura en m ármol hallada en A ten as, m ediados del siglo del Cerám ico.
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a.C . A tenas, M useo
Personificación del H elicón y exhortación a seguir los preceptos de H esíod o. R elieve votivo del santuario de las m usas de Tespias. A ten as, M useo Nacional.
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lo representaron en las esculturas del frontón posterior del tem plo de Apolo. E l acontecim iento, no casual, tenía precisam ente un valor simbólico, al signi ficar que la época del libre entusiasmo dionisiaco había pasado y que el culto dionisiaco podía encontrar un lugar dentro del orden oficial regulado. Com o se sabe, Nietzsche consideraba el elem ento dionisiaco como una de las fuerzas fundam entales de la naturaleza griega. E sta opinión, a la que podrían oponerse reparos, adquiere una singular apariencia de verdad si se tiene en cuenta la estrecha relación que unía am bas divinidades a Delfos. Por tal m o tivo, el culto dionisiaco ha sido tom ado como un concepto central por Erw in R ohde, el amigo de Nietzsche, en su famoso libro Psyche. P or mucha im portancia que asuma el culto dionisiaco y fenómenos an á logos en ciertos acontecimientos de la historia griega, el historiador no tiene derecho a basar en este tem a el curso de la exposición. Junto a Hom ero y su m undo se presenta, en cambio, otro fenóm eno: el poeta Hesíodo, un hom bre, como muy tarde, de la prim era m itad del siglo vil, quizá incluso contem poráneo del poeta de la Odisea. Como H om ero, tam bién Hesíodo es un ra p soda por la form a externa de su poesía, pertenece a la tradición épica, de la que se declaraba partidario. Según su propio relato, se dirigió a Eubea, a las celebraciones caballerescas en honor de un príncipe difunto. Así pues, fo r m aba parte de aquellos cantores que com petían recitando sus hexámetros. Y, sin em bargo, su personalidad era com pletam ente distinta, al m enos por lo que resulta de las obras principales, que le han hecho inm ortal. La Teogonia, el poem a del origen de los dioses, puede considerarse todavía como poesía épica, pero no en cambio el canto del trabajo, los Trabajos (erga). Sin em bargo, la cuestión interesa menos que su figura en conjunto. Hesíodo escribió en Beocia, donde la aldea m iserable de Ascra le ofrecía un am biente poco brillante. Su padre había emigrado de la eolia Cumas y se había establecido allí. El hijo vivió de la m odesta parcela que le quedó tras la división de la herencia. La actividad del rapsoda le debía reportar tan poco que se vio obligado a recurrir, sobre todo, al trabajo de sus brazos. Probable m ente a otros artistas tampoco les debía ir m ejor. Digno de notar es que H e síodo habla de asuntos personales de este tipo, o m ejor, que la poesía le ofrece la ocasión de hablar. El verdadero cantor hom érico esconde por com pleto su persona tras la obra poética. Tam bién Hesíodo invoca a las musas para que le inspiren las palabras. Pero lo hace de una m anera mucho más expresiva y describe más concreta m ente la relación con ellas. Las musas se le aparecieron en un lugar determ i nado, en el m onte Helicón en Beocia, donde él mismo cuidaba de sus ovejas; y, en general, las conoce mucho m ejor que H om ero; sobre todo, sabe que ellas pueden decir m entiras, además de la verdad. Con esto, Hesíodo toca la cuestión im portante: nuestro saber, que debemos exclusivamente al poeta, no es del todo exacto. Se puede m ejorar, ciertam ente no con nuestras fuerzas y aún menos con la autoridad de las musas. La única verdad procede tam bién de ellas, pero no se le concede a todos: esta circunstancia ofrece a Hesíodo la posibilidad de hablar una verdad de tipo especial. Puede decirse tam bién que Hesíodo se tom a la verdad muy seriam ente. La «verdad», como para el poeta hom érico, es en prim er lugar la verdad histórica. De esto está seguro H e síodo por una convicción profunda, casi radical, y extiende el concepto de lo
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pasado al del tiem po en general: «Las musas me inspiran voces divinas, para dar noticia de las cosas venideras y pasadas». Hesíodo tenía sus buenos motivos para expresarse así, ya que su epos, a diferencia del hom érico, tenía un contenido universal. D ebía narrar el origen de los dioses y consiguientem ente del m undo y, al mismo tiem po, m ostrar cuál era en realidad el orden válido de la existencia hum ana y divina. D e este m odo, Hesíodo quiso dedicar su atención a aquella parte del mito por la que la epopeya había dem ostrado poco interés, y narrar las vicisitudes de los pri meros orígenes, de la estirpe de los titanes y de su derrota por Zeus. E in cluso su exposición en el cuadro más amplio de una visión del mundo: su obra no es una titanom aquia. Considera, en cambio, que su tarea es la de asignar a cada manifestación divina su puesto dentro del proceso total del de venir y conseguir así la unidad para una suma múltiple y desordenada de ele mentos. La m ayor parte del m aterial, naturalm ente, existía ya antes de Hesíodo. Pero no estaba ordenado. El principio ordenador lo encontró Hesíodo en el nexo genealógico, y era coherente en cuanto que la generación ininterrum pida es en realidad un m odelo para el nacimiento de las cosas. Su actitud, con relación al tem a, se centraba en el problem a del origen de cada cosa. No le interesaba atribuir un valor o significado especial a todo particular del de venir efectivo o explicar teológicam ente la caída de los titanes y la victoria de los dioses olímpicos. Hesíodo sabía naturalm ente, como todos los griegos, que la derrota de los titanes se debía a su tosca naturaleza y que ésta era la negación del luminoso y victorioso Olimpo; por tal motivo, el choque entre los dos grupos está en el centro de la obra, único fragm ento de plasticidad épica. Pero la atención de Hesíodo estaba dirigida mucho más al m undo exis tente que, para él, como griego, era un m undo divino, en cuanto que cada poder im portante podía presentarse como divinidad. En el culto viviente de los griegos, estos dioses funcionales no tenían ningún papel de relieve: con tanta mayor razón, la fantasía mítica estaba en condiciones de encontrarlos o crearlos. Hesíodo utilizó abundantem ente esta posibilidad: Eros, que une ambos sexos y provoca la procreación, es cierto que tenía un culto en Beocia, pero su posición central — com prensible en un poem a de la generación— se la de bía al pensam iento del poeta. En cambio, las otras divinidades, como la M uerte, el Sueño, el Vicio, la Lucha, la Pena, el Engaño, la Presunción, existían sólo en la visión del poeta, que abría sus ojos a las fuerzas funda mentales del m undo y de la vida hum ana. Su actitud en este campo corres pondía a la opinión de varias obras m odernas sobre mitología griega (W alter F. O tto), según la cual los griegos al desarrollar el m undo de sus dioses, h a brían querido representar exclusivamente el «ser». No obstante, por la cohe rencia de su modo de proceder, Hesíodo es un ser aislado, aunque él mismo haya inventado el m étodo y aunque el camino seguido por el poeta term inara en último térm ino no en una nueva religiosidad, sino en la filosofía. En ciertas fórmulas se aproxim a bastante a ella incluso en la expresión: en un determ inado punto del m undo se encuentra «el origen y fin de todas las cosas». Esto ya no es pensar y hablar en térm inos «míticos», sino casi abs tractos. Hesíodo es un descubridor tam bién cuando apunta sólo a la vida hum ana,
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como en otra de sus composiciones, los Trabajos. Se presenta bajo la form a de reflexiones que le son sugeridas por la disputa con su herm ano Perses por la herencia y que, por tanto, están dirigidas a él. La verdad que las musas le dan la facultad de expresar tiene su lugar en la «sociedad», como diríamos hoy. A l poeta le interesa la correcta m anera de vivir, el modo en que se hace justicia dentro y fuera de la casa, en la esfera privada y en la pública. A quí Hesíodo se mueve en una dirección que para la epopeya era todavía más ex traña que los tem as de la Teogonia, sobre todo cuando declara sin rodeos que el derecho no se refleja sencillam ente en las condiciones de hecho, sino que puede tam bién errar. Está profundam ente convencido de ello. No sólo su herm ano contraviene el derecho — a algo así podrían poner remedio las sentencias y la justicia práctica— , sino tam bién los aristócratas, que adminis tran la justicia y pronuncian sentencias «torcidas». Sus injusticias no pueden ser rem ediadas por el hom bre. La divinidad debe intervenir y asegurar la ju s ticia con una garantía metafísica. Zeus, el dios suprem o, asume así el carác ter de una dimensión moral. La cuestionabilidad de las relaciones humanas está, por tanto, equilibrada por la infalibilidad de la esencia divina. Es un tem a grandioso, del que parte una línea que, a través de los siglos, conduce no sólo a la com penetración ética de la religión, por ejem plo, en Esquilo, sino incluso a la reflexión filosófica sobre justicia y comunidad. No obstante, Hesíodo no considera que la existencia del ser hum ano se agota en la recta individualización de la discutida justicia. Otras tareas incum ben al hom bre común. Tiene el círculo estrecho de su influencia familiar, donde él mismo es el dueño de su com portam iento, debe m antener dentro de un verdadero o r den el círculo más restringido de la actividad dom éstica, donde él mismo es señor de sus propias obras. En el fondo está la «Lucha», la diosa Eris, un don desgraciado creado para los hom bres, que la honran sólo por obligación, según la decisión de los dioses inmortales. Hesíodo la había introducido en el ordenam iento del m undo, en la Teogonia. E ntre tanto, sin em bargo, había hecho una observación im portante. Sería una equivocación incluir a Eris sólo bajo este aspecto desfavorable para los hom bres. En realidad, tiene aún otro aspecto — como diríamos nosotros— o quizá existe una segunda Eris, buena, como debe decir el poeta en su m odo de distinguir, aún ligado a las fórmulas míticas. El hom bre puede dirigirse a esta última: es la Eris que exhorta a los hombres al trabajo, que les perm ite com petir con el vecino en el quehacer cotidiano, les llena los graneros, les proporciona bienestar y les impide poner los ojos en los bienes ajenos y de apropiárselos con disputas. Al problem a de la justicia, Hesíodo acerca así la observación de los deberes de la vida d o méstica; su preocupación elem ental por la existencia es equiparada por H e síodo, consiguientem ente, al problem a de la justicia. Esto no es otra cosa que la definición de una ética del trabajo. Hesíodo no reparte equilibradam ente el espacio destinado a los dos tem as y dedica m ayor atención a la práctica de la vida diaria. Se intuye cuán valioso era para él haber descubierto que, a partir del elem ento universal de la «lu cha», podía desarrollarse el ente particular de la satisfacción de las necesi dades hum anas elementales. Los preceptos con que trata todo este complejo de interrogantes son múltiples y van desde preciosos consejos «técnicos» so bre agricultura y navegación, pasando por norm as éticas de conducta general (m atrim onio, moral familiar, tratam iento de la servidum bre, ética de vecin
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dad), hasta instrucciones más rituales para el sacrificio, la purificación, los usos de la m esa, la vida sexual y otras cosas más. E n muchas de sus prescrip ciones, sobre todo del últim o tipo, es difícil que Hesíodo dijese algo nuevo a sus contem poráneos. C orrespondían a antiguas costum bres o experiencias tra dicionales, que podían servir de patrim onio común. Pero el hecho de que un poeta pudiera darles expresión objetiva a estas observaciones que pertenecían a la praxis de la vida diaria y que las elevara a la categoría de norm a consa grada constituía un im portante proceso de concienciación, que anticipaba di rectam ente el uso —inaugurado por prim era vez una o dos generaciones más tarde— de fijar por escrito las nociones jurídicas tradicionales. Hesíodo es un fenóm eno muy peculiar, porque habla desde el plano social del hom bre que trabaja. E sta circunstancia choca, sobre todo, si se la consi dera sobre el trasfondo social del m undo homérico. La vida de la aristocracia que allí se describe — en tanto se habla propiam ente de un «am biente so cial»— se com pone de lucha, aventura, vida social, solem nidades y fiestas, y como es com prensible, deja de lado el trabajo. Esto es esencialm ente (no ex clusivamente) asunto de otra clase inferior. Sin duda, tal cambio de aspecto representa una radical transform ación de las concepciones sociales: se dibuja una situación histórica en la que la aristocracia no tiene la hegem onía exclu siva e indiscutida. P or tal m otivo, podría suponerse que el poeta haya ya pre sentido la futura dinám ica histórica, antiaristocrática, y le haya creado en cierto m odo un punto de partida ideológico. La posibilidad de una interpretación así parece confirm ada en diversos puntos. E n prim er lugar está la crítica que Hesíodo hace de la actividad caba lleresca de los grupos aristocráticos. Para él son «reyes devoradores de pre sentes», una denom inación que a nuestros oídos suena en cierto m odo cap ciosa, m ientras que para H esíodo debe sólo caracterizar una situación nor mal. Que los nobles recibiesen los obsequios del hom bre común en base a sus diferentes títulos jurídicos form aba parte del ordenam iento político y so cial del tiem po y no se pone aún en discusión por esta expresión tan plástica. Más serio es el verdadero reproche de m anipular el derecho con sentencias «torcidas». Es innegable que tal reproche pudo implicar una punzada política contra el régim en aristocrático como tal y que, consiguientem ente, cuestio nara toda su jurisdicción, pero es im probable que Hesíodo pensase así. Él no se aparta de la situación concreta en la que se encuentra dialogando con su herm ano Perses. No le preocupa la idea de una justicia de clase. El defecto está en fallos particulares y no en la postura jurídica fundam ental. Estos fa llos quizá provengan de falsas valoraciones de los testimonios en el proceso y del consecuente favorecim iento de una parte que, sin em bargo, no está en frentada a la contraria en el litigio por un antagonismo social, ni está ligada al tribunal por la com unidad de intereses sociales. Por otro lado, la maldad no está enraizada sólo en los estratos superiores. Hesíodo no puede, ni quiere, oponerles la integridad de los otros, que se encuentran por debajo. E n su profundo pesimismo está convencido de que su época está privada de buenas calidades — en la historia hum ana ocupa el grado más bajo— , y de que el culpable encuentra más honor que el bueno y el justo; casi pierde su sentido hacer el bien. No hay salida para esta aporía. El rem edio está fuera del alcance de la voluntad hum ana. El orden, a pesar de todas las am enazas, no queda a m erced del juego ciego de las fuerzas, como en el m undo de los
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animales, donde el gavilán sostiene en sus garras al ruiseñor y se burla de él. Zeus y la justicia, la diosa D iké, existen y el castigo alcanza a los malvados en su linaje. Los descendientes son responsables de los crímenes de sus an te pasados, igual que la com unidad tiene que responder de alguna m anera de los delitos de sus soberanos y som eterse al castigo. La justicia, considerada por H esíodo, y aún mucho después, como m era compensación y contrapar tida de una injusticia com etida, no ha desaparecido, pues, del m undo. Por otra parte, Hesíodo no pudo im pedir que la crítica social violenta, re cogida por él en su metafísica de la justicia de m odo que no pudiese tener consecuencias práctico-políticas, continuara posteriorm ente en la dirección que él todavía había obstruido. Hesíodo había observado los fenóm enos de form a muy aguda y había expuesto sus observaciones de un m odo demasiado plástico para que no se prosiguiese por el mismo camino, aunque no siem pre en línea recta. Hesíodo odiaba las conversaciones fuera de casa, el palabreo público que hacía perder el tiem po. H ubiera podido decir que sólo podían permitírselo aquellos que tenían derecho al ocio, esto es, los grupos diri gentes. Más tarde, incluso este punto se entendió de otra m anera y el ideal de vida aristocrático fue reivindicado precisam ente por las clases hasta en tonces excluidas de él. La actitud del poeta, así pues, oculta expresam ente las consecuencias del día de m añana, pero la tesis, que él adivina positivam ente con la ayuda de esta delimitación negativa, tam bién nos rem ite al futuro: en el com porta miento práctico se determ ina si el hom bre tiene valor o no. La aristocracia arcaica estaba obviam ente convencida de que el valor le correspondía por n a cimiento y, por tanto, sólo a ella: la virtud (areté) es innata en el hom bre, lo mismo que la inferioridad. Hesíodo se atreve a afirm ar que aquélla puede ad quirirse (como tam bién ésta, por cierto), en el famoso verso en el que dice que los dioses han puesto el sudor en el camino de la virtud y que es noble aquel que vive conforme a ella. Cierto que por ello no piensa poner en duda la otra postura. No hay rastros de resentim iento y tam poco, más tarde, pensó nadie poner en discusión esta ética del trabajo contra un ocio determ inado por el estrato social; pero, a la inversa, no se podía negar que Hesíodo había creado aquí una fórmula ética, que ignoraba todo m onopolio aristocrático. Así y todo, era una sugerencia que bastaba recoger para consum ar la dem o cratización del ideal ético, tal y como naturalm ente se hizo más tarde, cuando los conceptos éticos fueron puestos al alcance de todos los hombres. Hesíodo no era un revolucionario que quisiera atacar con su voluntad un estado de cosas existente. Le preocupaba más in terpretar una realidad trad i cional. Sin em bargo, ocupándose a su m odo en esta em presa, dem ostró que tal realidad ya no era la antigua. M ostraba hallarse en crisis, precisam ente, porque se adecuaba a una interpretación así. Y tam bién la historia indicaba una próxim a crisis. U n poeta, dos o tres generaciones más joven, dem ostró el mismo hecho con su propia persona: Arquíloco, con el que se acostum bra a hacer com enzar la historia literaria de la lírica griega (lo que no es del todo correcto referido a la exacta term inolo gía griega) y del que se puede decir con certeza que es el prim er testimonio conocido fuera de la tradición épica. Su lengua no conoce ya más el léxico convencional de la epopeya y su carácter artificioso. A rquíloco recurre a la expresión viva de la lengua hablada y le presta la brillantez de la magia p o é
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tica; no se viste con el m anto solemne de la form a grandilocuente, sino que deja resplandecer su ingenio en imágenes cerradas, pequeñas, de m ensaje di recto. El contenido es para él la vida, tal y como la experim enta en situa ciones personales concretas. Ya en el corte externo, su figura era paradigm á tica. En su inquietud, él, hijo de un aristócrata de la isla de Paros y de una concubina tracia, afrontaba las guerras y las aventuras a las que le em puja ban las circunstancias. Tasos fue colonizada por Paros y tuvo que ser defen dida en luchas incesantes. Tam bién en otras partes se com batía. Las oca siones no faltaban para el que sabía em puñar la espada. Y en la guerra el poeta encontró la m uerte. Y a sólo la circunstancia de que Arquíloco reco giera como poeta este fragm ento de historia, describiendo en versos su exis tencia, debería convertirlo en un exponente del siglo: no es en absoluto nor mal que una época revele de este m odo su imagen. Pero A rquíloco, además de esta función, que seguram ente practicó y que habría aparecido mucho más evidente si se hubiese conservado su legado literario, tiene una im portancia incom parablem ente mayor en cuanto que m ostró, con alto talento espiritual, el enorm e progreso que se había dado desde H om ero en el espacio de dos generaciones: Arquíloco, cuya cronología puede ser precisada excepcional m ente, es un hom bre exactam ente de la m itad del siglo VII. Para A rquíloco y para la época que hace posible su aparición, es típica una actitud vital, para la que ya nada de lo que es tradicional resulta obvio. No es que él pusiese todo en duda — un m odelo tan banal no se encuentra en toda la historia griega— , pero sus concepciones nacían de una perspectiva original, que no procedía de ninguna fuente. Cada una de sus observaciones lleva un sello personal. Arquíloco es siempre original, en el verdadero sentido de la pala bra. Quizá se diga que con esto dem uestra precisam ente su capacidad artís tica. Es cierto; fue uno de los más grandes autores de la literatura griega, pero la originalidad poética es al mismo tiem po originalidad hum ana (como siempre, aunque no resulte absolutam ente obvio), y esta hum anidad (lo que ya no es en absoluto obvio) es un fenóm eno significativo en el cuadro de la situación histórica que se creó con el transcurso del siglo. Arquíloco no sólo habla de s\ mismo — en el fondo, Hesíodo había hecho lo mismo, y las alusiones a la prim era persona tampoco faltan en el poeta ho mérico— , sino que lo hace como «yo» individual; se afirma como tal en el discurso poético: «Servidor de A res yo soy, y también poeta» (literalm ente: experto en el don amable de las musas); se comprende que con estas pala bras no quiere decir llanam ente que com bate y escribe versos. Lo que quiere decir es que él existe en las dos formas. Aquel que sea su enemigo debe pre caverse: Arquíloco se lo pagará con ambas armas, con la espada y con la poesía. No vacila en vanagloriarse de la fuerza de su odio y en lanzar en verso las peores maldiciones contra un amigo que «ha cometido con él una injusticia y ha pisoteado el juram ento». A quí la vida se hace consciente como m anifestación del ser personal, y el órgano de este proceso de concienciación ' s una poesía que recibe sus impulsos de las reacciones m om entáneas del j/oeta sobre el mundo. N aturalm ente, esto se consigue sólo cuando en el indi viduo se encuentra algo de la sustancia universal y cuando la energía de la experiencia espiritual corresponde a la impresión que tiene que elaborar. A r quíloco tenía talla interior para considerar objetivam ente su subjetividad. Lo dem uestra (entre otras cosas) cuando logra rechazar toda convención, no ti-
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tubeando un instante en sacrificar las tradiciones más antiguas de su concien cia. Ya no subsiste para él ni siquiera el ideal aristocrático de gloria, el con vencimiento de que el ser humano existe en virtud del reconocimiento que encuentra entre sus contemporáneos y en la posteridad; e incluso pone en duda la convicción de que él valor humano y sobre todo la nobleza personal, esto· es, la areté, se manifiesta en una imagen adecuada, en la que todos los rasgos individuales se confirman m utuam ente. Sus palabras se burlan precisa-' m ente del ideal tradicional. Arquíloco se divierte abiertamente provocando y poniendo a prueba la solidez de las viejas costumbres. Si suenan a hueco, las liquida con una carca jada rabiosa. El tradicional código caballeresco del honor prescribía que era m ejor m orir en la batalla que abandonar las armas, sobre todo el escudo, in cómodo para huir. Por el contrario, Arquíloco irrum pe con esta declaración famosa para toda la Antigüedad: «Algún rayo se ufana con mi escudo, arma excelente que abandoné mal de mi grado junto a un m atorral. Pero salvé mi vida: ¿qué me im porta aquel escudo? Váyase enhoram ala: ya me procuraré otro que no sea peor». (Traducción F. R. Adrados.) Frente a un ordenam iento social aún am pliam ente apoyado en el control de la opinión y de la voz pública, él proclam a, sin m iram ientos, que acaba mal aquel que se preocupa de las habladurías de la gente. Cuando sobreviene el destino —y en el m undo se debe contar con la suerte y la desgracia— , el hom bre valiente debe afrontarlo. Nadie preserva de él y cada cual ha de ayu darse a sí mismo. La fortuna cambia: ¡resistir y no lam entarse como las m u jeres! Un hom bre de este calibre puede incluso desprenderse de sí mismo y adm itir su propio error: «Cierto, me he equivocado, pero tam bién alcanza a otros el error que ciega.» Con clara consciencia y firm em ente, Arquíloco exalta su existencia inquieta y opuesta a toda costum bre refinada: «La lanza es mi pan, la lanza es mi vino; yo lo bebo em puñando la lanza.» T oda poesía tiene de alguna m anera su lugar en el tiem po histórico, que la rodea y que, en última instancia, la produce, como a toda expresión humana. Pero no es evidente que se efectúe en ella la formación originaria de la condición histórica de la conciencia. Esto sólo ocurre en muy pocos casos, y Hesíodo y Arquíloco se encuentran entre ellos. No nos interesa ver qué lugar ocupan en la historia de la literatura y dejam os el problem a a la consideración especial del filólogo. Sólo un punto debe ser observado por el historiador: el mismo período que ha hecho nacer a Hesíodo y Arquíloco es tam bién la época de una abundante práctica poética que aspira a superar la epopeya con puntos de partida realm ente nuevos y originales. Con una defi nición que según los conceptos m odernos puede ser m alinterpretada, los estu diosos hablan de lírica arcaica. Tenem os en ella nom bres famosos, que to d a vía hoy suenan. Safo y su contem poráneo y com patriota Alceo son sólo una generación y media más jóvenes que Arquíloco, y A nacreonte viene tras ellos a medio siglo de distancia: Safo y Alceo, en el tránsito del siglo vil al VI, son rozados por el soplo aún fresco de la nueva época; A nacreonte vivía ya inmerso en experiencias que anuncian el final. Con el siglo v il la historia griega sufre un impulso tan fuerte que toda la
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dinámica de la época siguiente parece surgir de él, m ientras la época hom é rica, por el contrario, respira la tranquilidad de fuerzas que trabajan callada mente. Los hom bres despliegan una actividad que, no por casualidad, está volcada hacia el exterior. Ya el siglo VIII había m ostrado los prim eros sín tomas con los comienzos de la colonización. Pero ahora esta actividad se con vierte en la condición dom inante del cuerpo social. A u m en taro n las energías económ icas, seguram ente en relación con la ampliación del horizonte geográfico, y se encontraron en situación de utilizar una innovación técnica que, de ahora en adelante, como consecuencia de la iniciativa griega, deberá convertirse en una característica de la economía eu ropea. En Lidia, esto es, en la inm ediata vecindad de los griegos de Asia M enor, se inventaría la m oneda, a finales del siglo vm . La m oneda venía a sustituir la complicada m edida del metal noble como pura mercancía — sis tem a seguido hasta entonces, incluso en el avanzado O riente— con un instru m ento de fácil empleo: la abreviación simbólica, m ediante signos, del incó modo procedim iento de contar y pesar. No está com pletam ente excluida la posibilidad de que esta ingeniosa in vención fuese debida al espíritu griego, como supone un investigador m o derno, ya que Sardes, la capital lidia, no estaba muy lejos de los griegos y las relaciones eran, por consiguiente, bastante estrechas. En todo caso, la rapi dez con que los griegos introdujeron la m oneda dem uestra que para ellos la adopción del nuevo instrum ento era com pletam ente natural, como lo había sido la original adaptación de la escritura fenicia. El uso de la m oneda en sí no indica el nivel de un sistema económico, ni siquiera en este caso, pero es indudable que la innovación debía corresponder a una necesidad determ inada y m ayor viveza en la economía. El economista m oderno hablaría quizá de un increm ento de las fuerzas productivas, sin que el historiador esté en condi ciones de especificar las causas. Solamente sabemos de una form a aproxi m ada que algo parecido tuvo que ocurrir, porque de otro modo no hubiera sido posible, uno de los más notables fenómenos creados por el espíritu griego: el arte. E n el siglo V il se dan, efectivam ente, los comienzos de la gran escultura de piedra, la llamada plástica m onum ental, y de la arquitectura m onum ental. Sin duda los presupuestos existían ya. En aquella época los griegos podían ya derivar de su pasado tanto las representaciones humanas como el tem plo con galerías de columnas. Los vestigios de ambas formas rem ontan a los siglos X y IX (como hoy día sabemos gracias sobre todo a las excavaciones alemanas de Olimpia y Samos), pero la escultura se había limitado al pequeño for m ato, m ientras el antiguo tem plo era una construcción com pletam ente de m adera, a excepción de la base. Pero el gran arte exigía experiencia en el tratam iento de la piedra, no sólo por sus dimensiones externas sino tam bién —y quizá ante todo— como íntim a capacidad de unir intuición y ejecución artística. Es probable que los griegos no hubieran dado este paso fundam en tal sin el estímulo de los modelos del O riente Próximo, pero antes debían te ner la energía para ello, y además desde una perspectiva com pletam ente ele- ' m ental: para afrontar em presas tan grandiosas debían ya contar con la capa cidad técnica y económica precisas. Casualm ente conocemos una de las obras más antiguas de esta fase de transición, una gran estatua de A rtem isa de m ediados de siglo, aparecida en
Guerrero. Estatuilla en bronce de la A crópolis de A ten as, finales del siglo vn i a.C. A tenas. M useo N acional.
R estos del H eraion de O lim pia, circa 625 a.C.
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la isla de Naxos, en la proxim idad inm ediata del famoso m árm ol de Paros. D e la inscripción se deduce el orgullo que anim aba a la oferente, una tal Nicandra, cuando se presenta, en medio de toda su familia, como herm ana, m ujer e hija, en medio de todo su grupo familiar «como un ser im portante entre los demás». Y una generación más tarde, una estatua colosal proclam a estar hecha de la misma piedra que su base: ostentación ingenua del esfuerzo material y técnico que hizo posible erigirla. Las primitivas estatuillas de bronce debían su existencia (desde el punto de vista estético) a la observa ción aguda de la articulación del cuerpo hum ano, con las diferentes posi ciones de su «armazón» (Hom an-W edeking); pero tan sólo ahora se pudo construir una figura que se erguía realm ente en el espacio y que se extendía como m asa en sus tres dimensiones. Y tam bién el templo griego tuvo sólo ahora sus proporciones, con la característica tensión de peso y fuerza viva, cuando se comenzó en el siglo vil a sustituir las columnas de m adera por co lumnas de piedra, y se abrió consiguientem ente el camino para obtener una estructura arquitectónica hom ogénea. E n un principio, no era en absoluto evidente que la m ano del hom bre le vantase una casa para el dios. Esta costum bre era aún desconocida por H o m ero. El dios suprem o, Zeus, como prim itiva divinidad del tiempo atm osfé rico, era venerado al aire libre, incluso en Olimpia, en donde H era fue la pri m era en contar con un tem plo, el H eraion, construido en este período. Los comienzos del tem plo son ciertam ente más antiguos, pero sólo ahora se com pletó realm ente el «modelo» del tem plo que podía despertar fuerzas crea doras en el ám bito de la arquitectura. No mucho después, en el siglo VI, exis ten ya testimonios de grandes obras, símbolos de una capacidad social y artís tica concentradas. Las creaciones del espíritu arcaico surgieron de un suelo en efervescencia. La seguridad de la costum bre tradicional, la solidez del viejo ordenam iento social, iban decayendo paulatinam ente, y en un m undo de creciente incertidum bre nacía la necesidad de establecer unas reglas seguras. Cada individuo en particular experim entaba esta sensación en su vida personal. Hesíodo enseña con una serie de consejos cómo se debe proteger el tra bajo cotidiano, por medio de determ inados ritos, contra los imprevistos de la vida. Sus indicaciones, derivadas de antiguas costum bres, no eran en sí origi nales. Sólo era especial el hecho de que él, desde el fondo de su actitud crí tica, considerara esencial im partir tales enseñanzas. Veía en ellas un apoyo, im portante para el hom bre, apuntando en una dirección en la que, dadas las condiciones, podían sacarse consecuencias de un cierto relieve. Como es sa bido, esta especie de legalismo (Nilsson) recibió más tarde en el judaismo rabínico una expresiva encarnación. Los griegos no llegaron a tales extremos ya que ninguna autoridad teológico-religiosa les guiaba en este sentido, pero sí aprendieron a considerar en serio cierto problem a: la contaminación derivada del homicidio, y en este aspecto les favoreció la ayuda de un dios, el Apolo de Delfos. En época arcaica el santuario de Delfos adquirió una importancia predom inante, porque se ocupaba de una necesidad ética y social de aquel tiempo. M ientras permaneció intacto el poder de la aristocracia, el asesinato y el homicidio no presentaban serios problem as: el responsable debía afron tar la venganza de la familia y de la estirpe, y estaba obligado a huir o a sa tisfacer su deuda con el precio de la sangre.
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E n los nuevos tiempos, el responsable estaba «contaminado» y provocaba la cólera divina, no sólo contra él, sino contra todos aquellos que tuvieran re laciones con él, y por consiguiente, y en prim er térm ino, sus coterráneos. El homicida debía ser purificado sin tener en cuenta si su acción había sido jus tificada. O restes, al vengar el asesinato de A gam enón en las personas de Egisto y Clitem nestra, se convirtió en un ser m arcado y, según la leyenda que conocemos, hubo de ser purificado: m ediante la intervención de Apolo. E sta era un testimonio de la nueva concepción ideológica, que probable m ente introdujeron los sacerdotes de Delfos. Pero si el derram am iento de sangre era en sí una culpa grave, independientem ente de la sentencia judi cial, entonces la com unidad, que no estaba menos afectada por dicha culpa, no podía perm anecer inactiva y debía abolir la venganza privada. Esto se hizo instituyendo procesos públicos por homicidio y elim inando al reo conta m inado que contam inaba a la com unidad. N aturalm ente, esto era sólo un aspecto del problem a. La conquista de la innovación m encionada estaba tam bién en la asistencia judicial, anclada en bases constitucionales, que contribuía a pacificar la sociedad. El A polo de Delfos no impuso nada que no exigiera por sí mismo su reconocim iento y m aterialización. El dios se había insertado en un estado de cosas que, cam biadas las circunstancias, exigía un ordenam iento; era la objetivación de la com unidad política y de sus funciones. H asta entonces se había m antenido dentro de las polis, predom inante m ente en la unión personal de la aristocracia. Todas las instituciones que existían eran posesión personal hereditaria de algunos miembros de esta clase social, tanto la pertenencia al consejo aristocrático com o el cargo de rey. En la m onarquía confluían el campo de acción — limitado en su alcance— de la com unidad política, la práctica sacrifical en nom bre de ella y la conducción de la guerra. A hora el desarrollo llevó a «despersonalizar» estas funciones, despojándolas de su carácter m onopolista, poniéndolas en principio al al cance de todos los m iem bros de la aristocracia: surgieron así las m agistra turas, investidas por el período limitado de un año. En A tenas este estadio se alcanzó en el año 683 a.C .: a la cabeza se ha llaba un colegio de tres m agistrados anuales, el «rey», para los sacrificios; el polem arco, para el ejército, y el arconte, para la autoridad no militar. Los conceptos se habían transform ado radicalm ente. H abía surgido un poder pú blico, estrecham ente limitado en el tiem po y diferenciado en sus com peten cias, que ya no era una propiedad personal, sino sim plemente delegado en personas. Los encargados de dicho poder eran conscientes de las norm as a las que estaban subordinados. El arconte ateniense debía declarar, al entrar en funciones, que no tocaría la propiedad privada de nadie, lo que no signifi caba otra cosa que una garantía contra las arbitrariedades propias del prim i tivo régimen de la aristocracia hom érica, en la que el derecho y el poder sub jetivo eran todavía ingenuam ente identificados. Tiempos nuevos prestan una nueva perspectiva para nuevas tareas. La transform ación que se operó al finalizar la época hom érica estuvo determ i nada esencialmente por el descubrim iento de la unidad política como institu ción objetiva. Se vio entonces que dicha unidad era capaz de form ar una vo luntad com prom etida; igualm ente se observó que había correlación entre vo luntad colectiva y necesidades, que el orden no consistía en adecuarse a eos-
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lum bres enraizadas, sino que podía ser creado con un acto consciente. E sta experiencia, sin em bargo, fue activada a la clara luz de un pensam iento re flexivo, sólo dos siglos después, cuando se abrió la escisión fundam ental e n tre «naturaleza» y «convención». A nte todo, el espíritu griego se cimentó en las preguntas y respuestas, que planteaban las exigencias prácticas del p re sente inm ediato, pero, sin duda, lo que había que hacer en este campo era muy im portante. A principios del siglo V i l , los griegos desconocían todavía lo que era un calendario y, consiguientem ente, un cálculo regular del tiem po. U n mes d u raba de luna nueva a luna nueva. El año era indicado por el ritm o de la v e getación y estaba dividido por la alternancia de las estaciones. La posición de cuerpos celestes reconocibles en el cielo proporcionaba un claro indicio. A sí y todo, la división del mes siguió estando ligada, durante toda la A ntigüedad griega y rom ana, a las num erosas festividades religiosas, que naturalm ente exigían la suspensión del trabajo y sólo mucho más tarde, con la introducción del cristianismo, se encontró una form a estable en la sem ana judía. Originariam ente era imposible incluso fijar la fecha exacta de una fiesta. Nadie podía predecirlo a largo plazo. Se iba estableciendo en cada caso, tal vez con dos semanas de antelación. N aturalm ente, era una situación insoste nible: nadie podía hacer proyectos, y ante todo, se excluía enteram ente la posibilidad de relacionar entre sí las diferentes fiestas locales con cierta ante lación. E ntre ellas había algunas que atraían participantes de lugares lejanos y que con el paso del tiem po ^e hacían cada vez más im portantes. Con toda probabilidad, en el siglo Vil, gentes procedentes de lugares vecinos y alejados ya se dirigían en peregrinación a Olimpia. E ra, por consiguiente, imprescindi ble no sólo calcular previam ente en cierta m edida el ciclo de las fiestas, sino saber sobre la fijación tem poral de la tregua de Dios, que iba unida a la cele bración de los juegos y tenía vigencia en toda Grecia. No sorprende que in terviniese el dios de Delfos. N aturalm ente, no podía establecer un calendario panhelénico, que según nuestro modo de ver hubiera sido lo más práctico: no tenía el poder de hacerlo. Pero logró que cada estado considerara las doce fases sucesivas de la luna como meses y que los denom inaran con los nom bres de las fiestas que se celebraran en ellos. P or ejem plo, en Atenas to mando como referencia las antesterias (propiam ente, fiesta de las flores) en honor de Dioniso, se introdujo el mes prim averal de anthesterión, de m e diados de febrero a mediados de marzo. Al mismo tiem po se imponía la ta rea de acordar estos meses lunares con el año solar. Tam bién aquí intervino la palabra de Delfos. Un ciclo intercalar cada ocho años preveía la existencia de tres meses más (a ocho años solares les corresponden con bastante exacti tud noventa y nueve meses lunares), que cada com unidad intercalaba repi tiendo un mes concreto. Es evidente la imperfección técnica de esta regula ción; no podía asegurar un calendario privado de inconvenientes, pero, no obstante, instituía un cierto orden y un progreso innegable con respecto a la confusión anterior. El progreso más im portante hacia un ordenam iento institucional de la vida tuvo lugar con la codificación del derecho. D esde la segunda mitad del siglo VII se trabajó en ello. Su m eta era eliminar la inseguridad legal que h a bían traído consigo la tradición oral y la consiguiente falta de precisión. E l propósito esencial no era crear un derecho nuevo: se quería más bien ayudar
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a poner en práctica la vieja justicia. Pero la sola idea de contraponer a la ad ministración práctica de la justicia una instancia controlable, la ley escrita, era ya suficientemente revolucionaria. A partir de ahora podía apelarse a un texto accesible a todos, cuando se trataba de castigar un adulterio, un robo, un rapto o cualquier acto de violencia; el procedim iento procesal, fácil objeto de manipulaciones arbitrarias, fue fijado, y se establecieron con la máxima exactitud posible las form as de práctica jurídica. Finalm ente, fue posible in cluso dictar prescripciones obligatorias en un ám bito que parecía más que ningún otro confiado a la libre adm inistración, por la fuerza de la costum bre. La conducta personal de vida era uno de los tem as más im portantes de esta legislación. C ondenaba el lujo, especialm ente el de los ritos fúnebres con plañideras y ofrendas sepulcrales de valor excesivo; prohibía la aparición en público de las damas de alta condición con un gran séquito, e incluso no p er mitía llevar armas dentro de la ciudad. Puede verse que el contenido de la le gislación adquiría una especial actualidad. Tales prohibiciones tenían tan sólo un sentido si se oponían a prácticas vivas. R epresentan una ruptura con la tradición y dem uestran, al pretender una especial norm a de com portam iento social, que detrás de ellas no se hallaba solam ente otro espíritu, sino incluso otros hombres. La oposición contra las costum bres aristocráticas no era con cebible sin una parte contraria, que prom ovía los cambios históricos y que, en particular, era la prom otora de la obra legisladora. En el siglo v il comienza una profunda crisis social. E ntre la aristocracia y «el hombre común», el «pueblo», o, como se dice en griego, el demos, sur gen tensiones que se van agudizando paulatinam ente cada vez más y que lle van a la sociedad griega, allí donde se ha diferenciado el estado aristocrático, a una situación de efervescencia que durará más de un siglo. Existen para ello varios motivos concurrentes. U n factor im portante era de naturaleza eco nómica. En términos generales, se difundían los síntomas de un em pobreci miento que afectaba a sectores amplios de la población. No era ciertam ente un fenómeno nuevo: ya lo había conocido, en el siglo VIH, la prim era fase de la colonización y había estado determ inada por él. Pero ahora, con el em peo ramiento de las condiciones, tom aba forma un sentim iento de abierta hostili dad en contra de los potentados. Se les llam aba sim plem ente los «pingües», los «ricos» o los «propietarios de bienes»; en el fondo, se trataba de los aris tócratas, cuyo dominio se basaba de hecho en su superioridad económica. La resistencia que se inició contra ellos parece haber partido de dos grupos. A nte todo, se rebelaron aquellos que ya dependían de la aristocracia por su status jurídico, quizá en el cuadro de la gran propiedad, y que, como era corriente, tenían que entregar parte de sus productos a los propietarios nobles. En Atenas era un sexto de la cosecha. Los otros, de quienes partió el impulso decisivo, habían sido campesinos libres, precipitados luego en una corriente que les llevó al borde de la ruina. E ran los pequeños propietarios, cuyas pequeñas parcelas no ofrecían ninguna seguridad ante las malas cose chas y las oscilaciones de los precios. Tenían que solicitar préstam os y así quedaban endeudados con los ricos acreedores, es decir, con los grandes p ro pietarios. Las consecuencias eran la hipoteca de una parte de sus tierras y la consiguiente pérdida de la posibilidad de liberarse alguna vez de sus deudas. En último térm ino, eran expulsados de su casa y de sus propiedades cuando no incluso caían en la servidum bre por deudas y eran vendidos fuera de las
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fronteras: un destino que sólo podían evitar huyendo del país. Así pues, la miseria se m ostraba de diferentes m aneras y constituía el presupuesto de crisis dramática. Esta escala de peligros y de tribulaciones envenenaba el clima social. Las causas profundas de esta catástrofe debían buscarse en la caída de la rentabilidad de la pequeña em presa como consecuencia de las malas condi ciones de producción y en la correspondiente ventaja para las grandes propie dades; ello provocó un descenso del nivel de los precios, que no cubrían ya los costos de la pequeña em presa. En épocas precedentes, bajo unas condi ciones de vida menos diferenciadas, el fenóm eno no tenía lugar, y quizá no se conocía todavía el uso del interés. La gente se ayudaba entre sí y se ofre cían cosas los unos a los otros según sus posibilidades, obedeciendo simple m ente a los impulsos de una ingenua ética de vecindad que ignoraba el in terés y la ganancia. Es significativo que existiera entonces una abierta aver sión contra el interés. En el curso de las controversias ocurrió que el demos llegó a aprobar resoluciones sobre la devolución de intereses ya pagados, consiguiendo así desacreditar a toda la institución. Y como suele ocurrir, el hundim iento económico de amplios círculos e n gendró un descontento elem ental y el resentim iento contra los antagonistas. En seguida se encontró el lema, que debía llamar a la lucha. Por todas partes se invocaba la «reforma agraria» o, en griego, «el reparto del suelo». El con cepto es interesante. En su origen, estaba el recuerdo de que en muchos lu gares las condiciones de la propiedad agraria se rem ontaban a una repartición parecida, ocurrida hacia el cambio de milenio, cuando los territorios de la H élade fueron ocupados durante la migración doria. En realidad, no había pasado tanto tiem po como para borrar un vago recuerdo de ella; aquí y allá se había conservado incluso la correspondiente expresión de «lote» (kleros) para designar la propiedad individual. El verdadero impulso para la lucha del demos contra la aristocracia radicó en la penuria económica, en la desesperación resultante de esta situación y en el odio de los pobres contra sus torturadores. D e aquí provenía no sólo todo el dramatism o externo, sino tam bién una energía que influía en el grueso de la población, la chispa de una agitación que ganaba en profundi dad. La com unidad se hallaba «dividida» en dos bandos enemigos (este es el sentido literal del térm ino stasis, que se rem onta a este período). Las dos partes querían aniquilar al contrario, «beber la oscura sangre del enemigo», como dice un poeta contem poráneo (Teognis). D urante un cierto tiempo reinó el derecho del más fuerte. Organizaciones com pactas se enfrentaban entre sí; por ejem plo, en M ileto, el «partido de la riqueza» (ploútos) contra el «partido de los puños» (cheiromache). A quí y allá los pobres se apropia ban por la fuerza de las posesiones de los ricos. Su furia se abandonaba a ex cesos sin sentido: los rebaños de los grandes propietarios eran sacrificados, la plebe entraba en las casas señoriales y exigía ser servida como los aristó cratas. Un noble expropiado exclama: «Antes, yo araba; ahora otros poseen mis campos; las muías ya no arrastran mi arado. L a violencia, el escarnio, las ansias de riqueza me han abatido en la humillación». Los campesinos desclasados y expropiados no eran el único elem ento de estas tensiones elem entales. Próxima a ellos se encontraba otra clase social que ya existía desde hacía tiem po en Grecia y que se había am pliado consíde-
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rablem ente con el paso del tiem po. Los jornaleros (thétes), que ayudaban du rante la cosecha, pero que luego vagaban por las calles sin un ingreso regu lar, viviendo de limosnas o, como máximo, de trabajos ocasionales, eran ya conocidos en época hom érica. Pero se hicieron más num erosos como conse cuencia del aum ento de población. A ellos se añadían los hijos de los p e queños campesinos, que no podían vivir de la exigua parcela. (Por ese m o tivo, Hesíodo había aconsejado que se limitara el núm ero de los hijos y que sólo se tuviera uno.) D e esta m anera se había ido form ando un auténtico proletariado. La colonización griega, que había recibido sus prim eros im pulsos de este excedente de población, pudo rem ediar en una proporción li m itada la miseria social. U n cierto auxilio vino a ofrecer el artesanado indus trial surgido en el siglo vil, que trabajaba para el comercio exterior. La pro ducción artesana, bajo la form a de m anufactura en gran escala o de trabajo a domicilio, experim entó un gran impulso, sobre todo en el campo de la cerá mica. A su lado tuvo que existir la industria textil y la metalúrgica sobre las que, com prensiblem ente, no estam os docum entados. La afluencia del campo transform ó com pletam ente el aspecto de la población urbana, como observa con desagrado un contem poráneo de sentim ientos conservadores: «La ciudad sigue siendo la misma, pero sus habitantes son com pletam ente distintos». Es cierto que esta coyuntura no se extendió a toda G recia, sino sólo a unos pocos centros, como C orinto, M ileto y, en el siglo vi, Atenas. La cerá mica de Corinto, que evidentem ente representaba ya una producción en masa —la ática era superior en calidad— conquistó el occidente itálico, como consecuencia de la colonización. Allí donde no se daban estas posibilidades de exportación — y este era el térm ino medio— , la capacidad de absorción del proletariado por parte de la industria no era muy grande: el problem a so cial se hacía así más grave y los excesos, en los que se descargaban las ten siones entre ricos y pobres, estaban determ inados por la presión que partía de esta gente abandonada y privada de recursos económicos. A pesar de todo, esta lucha de clases de contenido económico no era el único factor de controversia. Existían otros, como la exigencia de una igual dad jurídica, es decir, la subordinación a una ley, accesible a todos y cono cida por cada uno y el deseo de una norm ativa más severa de la vida. Ambos eran síntomas de la pérdida de autoridad de la clase aristocrática, con un do minio hasta entonces ilimitado; la desaparición del antiguo sistema de hege monía impulsó la necesidad de establecer nuevas normas. En este cuadro, no sólo se formula el rechazo del estilo aristocrático de la sociedad, tal y como se dem uestra en la prohibición de llevar armas; tam bién se tom an medidas legales contra los vagabundos y holgazanes, y la sentencia de Hesíodo, que hace del trabajo una virtud del ser hum ano, encuentra reconocimiento en la opinión pública del m om ento. Cuando se llegó a esta situación, no sólo habían sido sacudidos los funda m entos económicos del orden social, sino que se habían cuestionado sus pro pias formas internas de organización, que se basaban en los vínculos de la tradición y de la herencia: el nacim iento asignaba a cada uno su puesto en la sociedad. Pero no sólo eran la familia y la estirpe, como es natural, las que determ inaban la inclusión en la estructura política y en la posición social, aristócrata o no; la tradición asignaba a cada familia su puesto incluso en el ámbito de determ inadas unidades de organización. E ran éstas las «filai» y las
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«fratrías», ambas consideradas, aunque de form a ficticia, como asociaciones gentilicias. File se traduce norm alm ente por «tribu» y está en relación con la palabra que indica el «crecimiento» y la «naturaleza»; fratría es una antigua palabra que significa «hermandad». El origen real no tiene nada que ver, n a turalm ente, con la idea que expresa; en un principio, los térm inos respondían probablem ente a una finalidad técnico-militar, designaban la subdivisión del ejército y su uso se rem ontaba a época prim itiva, cuando la sociedad griega se consolidaba después de la migración, pero es significativo que se limitase a los lugares donde se afirmaban formas urbanas o preurbanas. Los griegos del N oroeste, que llevaron a cabo este paso sólo mucho después, ignoran, por consiguiente, este principio, que, por el contrario, es familiar a los griegos primitivos, es decir, a los jonios, a los aqueos y a los eolios, y sobre todo a los dorios. E n Flomero, el anciano N éstor invita a luchar, ante las puertas de Troya, a los aqueos y les ordena disponerse en filai y fratrías. Sin em bargo, en el si glo VIH, en época hom érica, hacía ya mucho tiem po que su función ya no es taba limitada al ám bito militar. Filai y fratrías indican simplemente la articula ción jurídica externa de la comunidad. E n ellas se com prendían las familias y las estirpes, de tal m anera que la fratría form aba la unidad inm ediatam ente superior a la estirpe; por encima de ella se encontraba la file. En la fratría eran registrados los nacimientos. E n una fecha determ inada del año, el padre inform aba a la fratría, es decir, a los otros miembros de la fratría, si habían tenido un hijo, reconociendo su paternidad por medio de juram ento; en la misma sede, con un acto especial, se introducía al joven en la colectividad de los adultos. El «registro» del m atrim onio tam bién tenía lugar en la fratría cuando la esposa era confiada a la protección de los nuevos dioses. Pero se trataba, naturalm ente, de comunidades sacrales y de un ritual correspon diente para los sacrificios y las fiestas. F ratría y file eran la asociación de p a rientes lejanos, que entraban en juego a falta de parientes próximos: por ejem plo, los com pañeros de la fratría, cuando entre los parientes más próximos no se encontraba quien llevase a cabo la venganza de sangre, o,1a file cuando faltaba un heredero y sus miembros debían intervenir. La file, al ser la organización más amplia, servía tam bién de representación política. En Atenas se hallaba a su cabeza un «rey de la file» (phylobasiléus). La pertenencia a la fratría y a la file era hereditaria y com pletam ente in dependiente del lugar de residencia. E ran, por consiguiente, asociaciones só lidas, que ataban al individuo y a sus descendientes con férreos vínculos. E n tanto que garantizaban el orden y la asistencia, no existía ningún motivo de queja, aunque ciertos vínculos, por ejem plo, en el derecho matrimonial, poco a poco se hiciesen inoportunos. Pero la institución tenía otra cara, relacio nada directam ente con su función. Como las filai y las fratrías se habían for mado en el período de dominio indiscutido de la aristocracia, eran también el reflejo exacto de su estructura social. En cuanto uniones de familias y es tirpes, eran guiadas necesariam ente por linajes aristocráticos, ya que éstos eran los únicos que poseían instituciones gentilicias. El hom bre común tenía, es cierto, una familia, pero nunca una verdadera estirpe, y probablem ente en los prim eros tiempos entraba a form ar parte de la fratría y de la file como simple apéndice de una estirpe aristocrática. Incluso cuando se convirtió en miembro de pequeñas asociaciones (thíasoi y orgeónes), entrando a través de
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ellas en la fratría y en la file, sólo podía ocupar un papel subordinado. Es taba sujeto a una serie de vínculos que expresaban directam ente su posición social inferior; la file no podía ser el portavoz de sus intereses políticos; por el contrario, significaba un control seguro frente a todos los movimientos de su estrato. E sta ordenación era una sólida garantía para el dominio de la aris tocracia. No es sorprendente que la oposición se organizara en contra de la estruc tura de las filai, considerándolas la encarnación del insostenible sistema social. Por eso, el orden de las filai debía ser suprimido -la fratría no se puso en dis cusión debido a su escasa im portancia política-, creándose uno nuevo, que dejara sobrevivir form alm ente al viejo. El nuevo orden debía simplemente organizarse en base a la residencia individual, de m odo que las familias y las personas se agruparan sólo según sus relaciones de vecindad, por encima de todos los viejos vínculos. Las filai no serían otra cosa que distritos territo riales; aparte los casos en los que se procedió obviando el concepto de file, este propósito se logró en todas partes antes del final del período arcaico. En algunos estados dorios, como Argos, Epidauro, Sición o Corinto, este desa rrollo se entretejió con la lucha del estrato no dorio por la equiparación de derechos. H asta entonces su condición de inferioridad, si no había descen dido como en Esparta y C reta, quedaba señalada por el hecho de que estaba excluido de las filai. El reconocimiento de sus derechos civiles fue a partir de este m om ento sancionado con la institución de una nueva file, reservada a sus miembros, en sustitución o junto a las ya existentes. Las crisis sociales son siempre también crisis políticas, sobre todo porque no pueden resolverse a otro nivel que el político. Pero son también así porque los motivos sociales no aparecen nunca solos, por así decirlo, en forma destilada. De las necesidades y exigencias sociales nacen sentimientos que transforman también la perspectiva política y permiten que emerjan posibilidades que antes habían perm anecido inadvertidas. Una sociedad en transform ación veía además desde una nueva perspectiva la posición política dirigente de la aris tocracia. Esta posición resultaba problem ática, incluso a los ojos de la propia clase dirigente. Sin em bargo, era aún más im portante la circunstancia de que, dentro del régim en existente, crearon factores que por sí mismos los cuestio naban, sin contar con que la transform ación del viejo estado de cosas era promovida incluso por sus propios responsables y beneficiarios. La técnica m ilitar fue reorganizada a fondo aún bajo el gobierno aristo crático. El duelo caballeresco de hom bre a hom bre, que todavía a comienzos del siglo v il era expresam ente reconocido como el único principio válido en la guerra lelantina, desapareció junto con el carro de com bate y las masas de sordenadas que se agrupaban en torno a los caballeros. Un descubrimiento había privado de valor a este modo tradicional de com batir. Se había obser vado que una cooperación disciplinada de los diferentes com batientes era mucho más eficaz que la acción anárquica de los héroes homéricos. Para ello, no obstante, era necesario que los caballeros bajaran de sus carros y se dis pusiesen en línea para la lucha, es decir, que se formase una «falange». A hora era la falange la que decidía la batalla con su paso, determ inado por la coherencia y la uniform idad de sus movimientos. Aquel que hacía huir al enemigo del campo de batalla era el vencedor: en el fondo, más o menos como antes, pero el m étodo era más seguro y, sobre todo, la fuerza así desa-
Falange de guerreros y hoplitas con carro de guerra. R elieves del llam ado m onum ento a las N e reidas y de la base de una estatua, siglo v a.C. Londres, British M useum , y A ten as, Museo N a cional.
Ruinas del tem plo de A p o lo en C orinto, m ediados del siglo
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rrollada, mayor. Y ésta era así no sólo debido al despliegue racional de las fuerzas, sino tam bién porque para form ar la falange se disponía de un n ú mero m ayor de com batientes. El esfuerzo m aterial que necesitaba la falange era mucho m enor que el exigido por el uso de caballos y carros de com bate, de m odo que podía ser sostenida incluso por los que no poseían un patrim o nio aristocrático. Pero el punto más im portante era que no se trataba ya de una lucha caballeresca individual. La acción militar fue desprovista de su ca rácter individual, al ser considerada ahora simple función, con lo que el lugar del aristócrata podía ser ocupado tam bién por cualquier otro, con la condi ción de que estuviese sano y pudiera sufragarse los gastos del arm am ento. E ste sistema parecía tan natural como el otro: nadie pensaba que el ejér cito hubiese de ser arm ado por el Estado. La reform a militar hubiese perdido gran parte de su valor si no hubiera dispuesto de una clase social capaz de sostener su carga m aterial. No todas las gentes pertenecientes al demos se habían em pobrecido. Se había m antenido un estrato m edio, tam bién de base agrícola, al que se añadían, en algunas ciudades, elem entos acomodados de dicados a la industria y al comercio: en el cuadro general del desarrollo so cial, además, en ambos sectores se acumulaban riquezas, que no sólo podían sostener las cargas militares, sino que en algún caso aventajaban incluso a la propiedad aristocrática. Esta nueva clase, que había obtenido un prim er reco nocimiento oficial en relación con el nuevo ordenam iento del ejército, inevi tablem ente debía llegar a alcanzar una conciencia política propia. Iguales deberes suscitan la exigencia de iguales derechos, no inm ediata m ente, pero sí después de cierto tiem po, tan pronto como el desplazam iento dentro del organismo político y social se haya consolidado en una condición objetiva. Este estado se había alcanzado a finales del siglo vil. Indudable m ente esta lógica política no garantizaba por sí sola el éxito definitivo. El es trato medio no era en absoluto lo suficientemente fuerte como para abatir el poder económico de la aristocracia: no puede hacerse partir de aquí el desa rrollo de una burguesía urbana, como ocurre en fases posteriores de la histo ria europea. Pero tam bién aquí, como en R om a, las reivindicaciones del es trato acomodado del demos se vieron favorecidas por la conmoción de la so ciedad producida como consecuencia de la penuria social mucho más elem en tal de los estratos inferiores, superiores en núm ero. No sólo surgió una co munidad de intereses, sino que los diferentes impulsos derivados de las múlti ples exigencias del «pueblo» potenciaron el peso de la dinámica política; sólo entonces asumió esta dinámica un carácter definido, en cuanto que los dis tintos elem entos aislados se com binaron en una proporción tan grande como para delinear un perfil preciso. La tiranía Las acciones desencadenadas por esta crisis fueron múltiples en los dis tintos escenarios de la historia griega: podem os afirmarlo, aunque no dispon gamos de una adecuada documentación. Pero podem os decir algo más sobre el proceso general, que posee ciertas características típicas. El concepto fun dam ental es el de la tiranía griega, la «primera» tiranía. Su punto de partida político-cultural es fácil de reconocer. Cuando la aso ciación política pierde su capacidad de funcionar, cuando el poder legítimo ya
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no tiene autoridad y la resistencia desde abajo no encuentra un com pañero que la sostenga ni por sí misma se encuentra capacitada para llevar a térm ino una acción, se abre un vacío en el que se vierte el poder usurpado. Los griegos han encontrado el nom bre para este proceso tan extendido y siempre interm itente en las circunstancias más dispares: hasta el siglo XIX el «tirano» ha sido un elem ento bien conocido de la política tanto teórica como práctica hasta que en nuestros días ha sido desbancado por el «dictador» rom ano. En tanto hubo una historia griega independiente fueron pocas las generaciones que no tuvieron la ocasión de estudiar directam ente la tiranía en algún punto del amplio contorno del m undo helénico. No sorprende que la teoría política griega construyera tam bién el m odelo que proporcionaría tan a m enudo a la posteridad un servicio inestimable. Pero en los siglos VII y VI, en época ar caica, aún se estaba muy lejos de llegar a este punto. No sólo faltaban en tonces aún las condiciones subjetivas para un análisis; al principio, tam poco las manifestaciones objetivas se presentaban tan claras como posteriorm ente. «Tirano» es en griego una palabra extranjera, venida probablem ente de Lidia, en Asia M enor, en donde era el nom bre tradicional el rey y del sobe rano. Pudo ser utilizada en el área lingüística griega porque el antiguo voca blo griego para «rey» (basiléus) había sido reservado al rey convertido en m a gistrado. Se necesitaba un térm ino nuevo, y no fue difícil tom arlo de Lidia, con la que los griegos de Asia M enor m antenían estrechas relaciones. El ob jeto que la palabra pasó a definir no había surgido por casualidad. Tenía ori gen en las rivalidades entre estirpes aristocráticas. Este proceso en sí legítimo — legítimo en tanto respetara los imperativos de la solidaridad— llevaba en ocasiones al m onopolio del poder por parte de ciertas familias y, consiguien tem ente, a la exclusión de los cargos políticos de los otros com pañeros de es tirpe. E n Corinto esta restringida dominación familiar fue ejercida por la familia de los baquíadas; en M itilene, en la isla de Lesbos, por los pentílidas, y en Eritras, por los basílidas. En algunas ciudades de Tesalia, «dinastías» de este tipo (como solían definirlas los griegos más tarde) se m antuvieron durante mucho tiempo: fenómeno significativo, que indica cómo con esta fase de la política interna aquella región perm aneció retrasada con respecto a los terri torios propiam ente urbanos de la Hélade. La m onarquía antigua se había ya deteriorado hasta tal punto que la nueva concentración de poder, llevada a cabo ahora sobre la base de la dominación aristocrática, no podía reatarse a sus tradiciones. Una única y bastante curiosa excepción confirma esta circuns tancia. En la prim era m itad del siglo vil, el rey de Argos (Fidón) desplegó una iniciativa com parable sólo en parte con los fenómenos de la época de los ti ranos, que comenzó una generación más tarde. Sus, empresas políticas en el exterior constituyen un unicum en todo el período arcaico. Adem ás de redu cir a su dominio los territorios en torno a Argos y el istmo, Filón avanzó a través de Arcadia hasta la Élide, creando una especie de reino del Pelopo neso septentrional. Esta creación era efím era y se deshizo a la m uerte del rey, pero reveló, incluso a comienzos de la época, que en ella se escondían, en política exterior, posibilidades impensables para el pasado. A dem ás, Fi dón dio un fuerte impulso al sistema m onetario, síntoma característico de la época, al crear una m oneda corriente de plata: el dracma griego con el óbolo
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como unidad fraccionaria (hasta entonces sólo se conocían unidades mayores). A él se debe evidentem ente que la m oneda de hierro, usada hasta entonces, pasase a segundo orden. No obstante, Fidón fue un caso aislado y su obra no tuvo gran im portan cia en la historia griega. A su m uerte, el auge de Argos era ya cosa del p a sado. La historia de la tiranía griega empieza en Corinto, y esto no sor prende. Corinto ocupaba entonces una de las prim eras posiciones en el desa rrollo social y económico de Grecia y un puesto preponderante en la produc ción de cerámica. Parece que la tiranía se apoderó del poder (hacia el 650) al eliminar al régimen familiar de los baquíadas. Evidentem ente este régimen estaba reducido a la im potencia, y el libertador, Cípselo, que por lo demás pertenecía a una ram a colateral de la misma estirpe, si la tradición no m iente, pudo ocupar su lugar sin encontrar resistencia. Se consideraba natu ral que el viejo régimen continuara de una forma nueva: esto indica que en tre la dominación familiar y la tiranía hay una afinidad genética. Por otra parte, tam bién el tirano, que eliminaba el régimen gentilicio, se apoyaba con agrado en sus parientes más cercanos (herm anos o hijos), al hacerlos partí cipes del gobierno, encom endándoles en ocasiones misiones especiales. Así ocurrió en C orinto bajo Cípselo y su sucesor Periandro, y así sucedió en otros lugares, por ejem plo, en A tenas. La tiranía hizo su aparición en lugares muy diferentes, tanto en Occidente como en O riente. Tam bién la conoció Sicilia en época tem prana, a finales del siglo VII y principios del VI, en las figuras de Panecio de Leontinos y de Falaris de Agrigento. N aturalm ente tam poco faltó en O riente, en Asia M enor, pero, por desgracia, no quedan noticias precisas de ella. Las figuras más co nocidas son las de Trasibulo de Mileto (principios del siglo V i) y, posterior m ente, en la segunda m itad del mismo siglo, Polícrates de Samos. Casual m ente, los ejem plos más conocidos son los del istmo. Adem ás de la tiranía de Corinto, encontram os otras en M égara, con Teágenes, y en Sición con la figura espléndida de Clístenes. Al principio la tiranía aparece bajo una luz singularm ente ambigua. Por el modo en que se afirma, es una dominación usurpada y m antenida con la vio lencia. Por esto, nunca pudo m antenerse mucho tiempo: en ningún caso superó las dos generaciones, y por lo general duraba escasamente una. Sin em bargo, por otra parte, la situación política en Grecia era todavía tan im perfecta y poco desarrollada, que faltaba sencillamente la base para definir con claridad su principio. La extraordinaria autoridad del tirano com portaba la presunción de la legitimidad. La gente estaba contenta de ver restablecido el orden; el demos veía satisfechas algunas de sus aspiraciones y los aristó cratas, si bien estaban disgustados por haber sido colocados al margen, a veces, al considerarlo más detenidam ente, descubrían que la nueva situación era más ventajosa que el encontrarse inmersos en los vaivenes de la lucha de clases. El poder personal podía influir para conseguir el equilibrio — aunque no ocurriera siempre así— e irradiar consiguientem ente una autoridad autén tica e inm ediata. En estas circunstancias, la tiranía no se distinguía dema siado de otro fenóm eno igualmente típico de la época. A m enudo, ante la imposibilidad de hallar una vía de salida, se encargaba form alm ente a un individuo de restablecer el orden en el Estado. Era el esim neta, que debía restaurar la justicia. La figura más sugestiva de este tipo
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es Solón que, como sabem os, supo distinguir netam ente su oficio de la tira nía. Sin em bargo, Solón, en su tiem po, tenía sus experiencias sobre la tira nía. Para Cípselo, y tam bién para otros más tarde, la situación era muy dis tinta. U n contem poráneo y com patriota de Safo y del poeta Alceo, Pitaco de M itílene, era considerado por unos como esim neta, por otros como tirano, y su ascensión tuvo lugar en medio de un caos anárquico en el que más de uno intentó apoderarse del poder. Sin em bargo, Pitaco, después de diez años, dejó el cargo, como quiera que lo hubiese obtenido, confirmando así la im presión de que lo había ejercido con el consenso general. Los griegos de entonces tenían la peculiar concepción de que la superiori dad personal, basada en la capacidad de intuición, ejercía por sí misma el po der sobre los demás y podía ser reconocida m ediante consenso general. Por este camino en ciertos casos ya se habían realizado algunas codificaciones de la ley. Zaleuco de Locros (Italia m eridional), C arandas de Catania y D racón de A tenas se contaban entre estos fundadores individuales del derecho. Con tinuando simplemente esta práctica, se confiaba al intelecto de un determ i nado individuo la tarea de reorganizar el Estado o se le consideraba confiado tácitam ente. Tiranos o no, la conciencia popular, teniendo en cuenta única mente el contenido de su obra de gobierno, no vacilaba en reconocer a estos hombres como «sabios» (sophoi) y en incluir tranquilam ente en el grupo de los «siete sabios», junto a Solón y Pitaco, tam bién a Periandro y Trasíbulo, sin preocuparse de que estos dos no habían disimulado su tiranía y de que su superioridad no era de naturaleza puram ente ideal. La tiranía más antigua vivía porque satisfacía las exigencias del tiem po y reconocía expresam ente su espíritu. P or muy extraño que parezca, tam bién la tiranía se declaraba vinculada al ethos que inspiraba las obras de legislación. Periandro de Corinto, por ejem plo, se preocupó por educar y guiar la vida social de los corintios. D ecretó leyes contra el ocio, y combatió tam bién la mendicidad y el vagabundeo: el que malgastaba su tiem po, haraganeando en la plaza del m ercado, era castigado. Con un rigor puritano, prohibió la exis tencia de cortesanas y prostitutas, y se dice que, para dar un ejem plo de sus severas intenciones, hizo ahogar a algunas hetairas. El lujo y el derroche en la vida privada eran reprimidos. U na comisión vigilaba que nadie gastara más de lo que ganase. Tales medidas eran el reflejo de la nueva orientación polí tica que rechazaba el liberalismo del período aristocrático, pero, no obstante, satisfacía también determ inados intereses sociales. La tiranía debía su auge a la presión que el demos ejercía sobre la comunidad gobernada por la aristo cracia, pero era además ejecutora de sus deseos. En más de un lugar, el ti rano asumía la tarea de reform ar las filai. Y la lucha contra el lujo iba diri gida com prensiblem ente hacia aquellos que podían permitírselo y satisfacía el resentim iento de los que no podían disfrutarlo. Las disposiciones contra el ocio y el despilfarro estaban inspiradas así tanto en el sentido de la responsa bilidad social como en las exigencias de aquella clase social que sentía más de cerca la necesidad de tales medidas. Cuando Polícrates se preocupaba de la m adre cuyos hijos habían caído en la guerra, obligando a los ricos a ayudarla m aterialm ente, el sentido y la utilidad de la disposición eran evidentes. Pero el fenómeno tenía, tam bién una base más profunda. La conducta y el m odo de vida son com ponentes de ordenam ientos concretos de la vida. Su
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estabilidad depende de la existencia de la estructura social en que están in sertos: si ésta se rom pe, la orientación vital del individuo se encuentra en pe ligro. Este estado de cosas había surgido en la sociedad griega con la disolu ción de la antigua comunidad regida por la aristocracia y el sistema gentilicio. La nueva legislación era el intento de ofrecer una respuesta a esta transfor mación de las condiciones sociales, y de introducir nuevos soportes allí donde antes la tradición y el complejo norm ativo de las viejas instituciones habían ejercido la función directriz. Al fracasar la tradición, debían ocupar su lugar los estatutos, determ inados no por las organizaciones gentilicias, sino por la unión política de la ciudad. En estos esfuerzos se refleja el proceso general objetivam ente representado en las transformaciones de la época, la objetiva ción del Estado, su realización a través de la multiplicación de las funciones y de su despersonalización. La tiranía era como un telar, en el que los hilos ya existentes se tejían en un paño que, más tarde, form aría parte del decorado indispensable de la época clásica. El fenómeno de la tiranía puede ser considerado desde otra perspectiva y se descubre entonces, junto a la elaboración del sistema estatal, tal y como se llevó a cabo en la legislación o, por decirlo m ejor, como fue determ inado di rectam ente por ella, lo que podría designarse como la acción política metó dica. Del concepto de política apenas puede prescindirse en todo lugar en donde existan hom bres organizados, pero alcanza su plena evidencia inme diata tangible sólo cuando el mero com portam iento se condensa en la acción real. Con la tiranía se creó una premisa im portante: el poder público, visto como una dimensión de la que se podía disponer libre o arbitrariam ente. Los tiranos no dudaban en em plearlo, tanto más cuanto que, en última instancia, debían su existencia incluso a la necesidad general de subordinar las condi ciones públicas al dominio de impulsos concretos de la voluntad. E n este sentido, podría incluso hablarse de una política social de los ti ranos, si se piensa en los puntos de vista concretos de que partieron en la le gislación. Pero éstos también influían en otras circunstancias, en parte entre mezclados con distintos motivos. D iferentes tiranos, por ejem plo, concuerdan sorprendentem ente entre sí en el em peño por evitar la afluencia a la ciudad de la población campesina. Así sucedió tanto en Corinto (bajo la tiranía de Periandro), en Sición (con Clístenes) y en A tenas (con Pisistrato). El motivo, no com pletam ente claro, era ciertam ente poner freno a la formación de un proletariado urbano, si bien la medida hubiera debido ser com pletada (como parece haber hecho Pisistrato) con una colonización interior en el campo. Pe riandro, en Corinto, consideraba evidentem ente que el m ercado de trabajo artesano disponía de fuerzas suficientes: por tal m otivo, prohibió a los pro pietarios de talleres com prar esclavos, para dejar abierta una posibilidad de ganancia a los trabajadores libres. D e todo esto se desprende una planifica ción sistemática, que el pasado no conocía ni podía conocer. La tiranía vivía de las manifestaciones públicas, sabiam ente dirigidas hacia un fin: encarnaba la iniciativa del cuerpo político y coincidía con sus deseos, tanto expresos como no. Igualm ente se acreditó introduciendo felices inven ciones en el campo de la organización cultural de la comunidad. La tiranía tuvo una función «político-cultural». En este campo, el camino también fue abierto por el Corinto de Periandro. A su servicio, el célebre rapsoda Arión llevó a cabo una innovación de enormes consecuencias. Unió el canto coral
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con la representación mímica, para poderlo utilizar en el culto de Dioniso. La fiesta de Dioniso era especialm ente atrayente para el tirano. En su forma originaria era una m anifestación rústica; al introducirse en la ciudad, recibió el apoyo del tirano; de simple m ascarada se convirtió, por iniciativa de P e riandro, en una form a artística que, gracias a su origen popular, tenía asegu rado el favor de un amplio público. Esta tendencia alcanzó su punto culmi nante en la A tenas de Pisistrato, que instituyó la fiesta de Dioniso, «las D io nisias», dedicadas al Dioniso de la aldea de Eleuteras, colocando con ello la prim era piedra de la tragedia ética. E n realidad, la tragedia es tam bién la form a artística representativa para la com unidad urbana, sin la cual no hubiera sido concebible, aunque sólo sea por sus condiciones sociológicas, es decir, por las exigencias prácticas deri vadas de la representación. Sin em bargo, los tiranos m iraban tam bién hacia atrás, hacia la más antigua tradición artística, y trataban de ligar la nueva so ciedad a la «literatura» anterior. Por iniciativa de Pisistrato, los poem as ho méricos eran recitados por rapsodas en la m ayor fiesta pública del A tica, las panateneas: así se intentaba que el pueblo tuviese acceso a un «gozo» litera rio que originalm ente estaba reservado a la sociedad aristocrática. N atural m ente, las fiestas habían existido siem pre, pero no siem pre ligadas a m anifes taciones artísticas: éstas pertenecían sobre todo a las celebraciones supralocales, que disponían de fuerzas superiores a las de una sola com unidad. Si las com unidades se atrevían a organizar fiestas de este tipo, era indicio de que sus poderes se habían consolidado; pero sólo el espíritu em prendedor de los tiranos podía animarlas a tanto. Es significativo que la época de los tiranos haya multiplicado el núm ero de fiestas supralocales. D e este m odo, a princi pios del siglo VI surgieron en C orinto los juegos ístmicos; en Argos los, ñe meos, y los píticos, en Delfos, fiestas panhelénicas como las olímpicas, pero, naturalm ente, sin alcanzar su mismo rango. Por último, los tiranos dem ostraron por prim era vez en la historia griega qué empresas m ateriales son capaces de crear el «gasto público», como di ríamos nosotros. La febril actividad constructora que se extendió p o r toda Grecia en el siglo vi, estuvo inspirada en una parte im portante, si no exclusi vam ente, por la tiranía. Las nuevas construcciones no eran sólo tem plos (los tiranos construyeron o com pletaron algunos célebres, como el antiguo tem plo de la Acrópolis o el de H era, en Samos), sino tam bién obras de ingeniería. Periandro intentó sin éxito abrir el istmo, pero aseguró con una gran instala ción el abastecim iento de agua potable. En M égara, el tirano Teágenes cons truyó un acueducto con la ayuda de un canal de varios kilóm etros de longi tud, y en A tenas, Pisistrato hizo incluso excavar un canal subterráneo. En Samos, con el mismo propósito, Polícrates hizo perforar tam bién toda una m ontaña, y el mismo Polícrates dotó el puerto de un muelle que fue todavía usado en época m oderna. La utilidad de estas construcciones no necesita de ninguna prueba: se debe conocer que de esta m anera las energías sociales eran concentradas y dirigidas a una m eta determ inada. Y esto no resultaba difícil, ya que las manos estaban dispuestas: bastaba ponerlas en movimiento para dem ostrar con este «empleo de m ano de obra» que la tiranía era sensi ble a las exigencias y a las posibilidades sociales. Los tiranos, que, en conjunto, habían surgido en la lucha contra la aristo cracia, procedían de la propia aristocracia: es una paradoja sólo aparente,
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porque en aquellos tiempos un miem bro del pueblo no podía aún tener el prestigio necesario para conquistar el poder. El dem os, en absoluto una clase hom ogénea por su propia composición social, no estaba en situación, en la transición del siglo v i l al VI, de constituir un cuerpo político y de hacer surgir de él mismo los órganos de su voluntad. Tenía que tom ar prestados sus p o r tavoces y sus guías de la clase políticam ente consciente y experim entada. Esto trajo , entre otras cosas, consecuencias im portantes: la ruptura, a pesar de lo radicales que se presentaran sus posibilidades, no se realizó a fondo, y la reform a de la sociedad se m antuvo inm une del veneno m oral, que fácil m ente podía aniquilarla. A pesar de la nueva concepción del Estado y del orden social que ahora prevalecía por todas partes, este proceso no conoció graves resentim ientos en la am plitud de su extensión. Estos resentim ientos se hicieron sentir en ciertos m om entos de la lucha, pero no im pregnaron todo el frente; y, ante todo, éste perm aneció libre de él en el ám bito de las ideas espirituales y com unitarias, ám bito que en buena parte dependía del origen de los tiranos. No intentaban disimular su naturaleza tradicional, e incluso hicieron ostentación de ella, se gún el ritual consuetudinario de la clase aristocrática. Por el contrario, el m o nopolio de poder m aterial y político les ponía en situación de hacer resplan decer su estilo de vida más intensam ente de lo que había sido posible en el pasado. En Olimpia y en otros lugares hacían correr en las pistas sus carros m ás espléndidos; en sus m ansiones, donde eran escuchados cantores y poetas, vi vían en un am biente que tenía seguram ente sus precedentes en época hom é rica, pero que lo superaba am pliam ente en esplendor. Sobre todo, los tiranos no tem ían dejar subsistir como aliado social a la aristocracia, de la que ellos constituían el médium político: bajo determ inadas circunstancias, esto com portaba incluso ventajas concretas. Las familias aristocráticas, como ocurre en toda aristocracia, estaban li gadas entre sí por lazos de parentesco y am istad que superaban los límites lo cales. Los tiranos no sólo cultivaban estas relaciones, sino que sacaban prove cho de ellas para su régimen. Estos lazos personales podían crear una amplia base para la posición política del tirano. Clístenes de Sición, por ejem plo, convirtió la solicitud de m atrim onio de su hija Agariste en un espectáculo panhelénico a principios del siglo VI, invitando a nobles pretendientes de todo el mundo griego. El relato del episodio es una de las historias más be llas de H eródoto. Pero de estos contactos se podía tam bién sacar provecho más inm ediato operando con los puntos de vista de un cálculo político. Se creaba así el m odelo de relaciones comerciales prácticas y al mismo tiempo la base para un tratam iento metódico de las relaciones con el exterior. Surgía así todo un com plejo objetivo que hasta entonces sólo había exis tido en la form a de contactos y tentativas ocasionales. D e repente empezó a existir una «política exterior», como esfera tem ática de acción. E n térm inos algo esquemáticos se podría incluso afirm ar que la tiranía creó la política ex terior griega. La historia de Pisistrato m uestra que tal política podía ser una necesidad para la existencia de la tiranía: para Pisistrato era el sostén indis pensable del poder interno. Los tiranos de C orinto llegaron a establecer rela ciones hasta con Egipto y docum entaron su am istad con la dinastía reinante introduciendo en su familia el nom bre egipcio de Psam ético. Con estas reía-
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dones podían favorecer sobre todo su poder exterior, para el que el Estado de entonces no tenía todavía posibilidades institucionales. La tiranía podía imponer el poder familiar en lugar de instituciones objetivas sobre territorios extranjeros, incluso muy distantes. D e esta m anera indirecta, Corinto con quistó im portantes posiciones en el occidente (Corcira, Leucade, Am bracia) y Atenas en el H elesponto (Sigeo). Am bos estados no hubieran sido nunca capaces por sí mismos de ocupar estos territorios, que por lo demás desde un punto de vista estrictam ente jurídico, pertenecían no a los estados, sino a los tiranos. La tiranía superaba aquí las posibilidades de la ciudad-Estado de en tonces; es interesante la analogía con el feudalismo, que en la fundación de señoríos era superior a las organizaciones políticas basadas en el principio co munal, más aún, a las basadas en el principio gentilicio. En los casos de Co rinto y de A tenas, adem ás, tras la caída de la tiranía, la ciudad no se encontró en condiciones de conservar el dominio. Esta interesante prefiguración de elem entos políticos estructurales aún ex traños a la ciudad-Estado griega aparece todavía en otro campo. La tiranía creó para sí misma en diferentes lugares, no siempre ni en todas partes, una fuerza m ilitar perm anente y m ercenaria. Para la teoría posterior, ésta sería precisamente una de las características principales del régimen tiránico, por lo general unido al desarm e de los ciudadanos. En ciertos casos, esta fuerza no era desconocida ni siquiera en las tiranías más antiguas (por ejem plo, en Atenas, bajo los hijos de Pisistrato): pero entonces representaba un síntoma de crisis aguda y, p or consiguiente, en general llevaba a la caída del régimen. Pero tam bién en los prim eros tiem pos no debía ser un hecho excepcional una guardia personal perm anente, para la protección de la persona del tirano. Una tal «objetivación» de la función militar, que transform aba el uso de las armas en una profesión y al soldado en un instrum ento disponible, quedó Completamente fuera del marco del desarrollo político griego y no tuvo nin guna consecuencia en el período siguiente. La tiranía más antigua correspon día, por tanto, a determ inadas exigencias históricas, pero, por otra parte, es taba muy lejos de identificarse con ellas. Fue ciertam ente un vehículo del progreso del Estado y de la sociedad, pero pudo im ponerse sólo como una especie de solución de urgencia. La tiranía fue tolerada durante un período de temporal precariedad, pero, apenas fue superado, se encontró privada de toda capacidad de resistencia y del más mínimo pretexto para corroborar su legitimidad. Desapareció tan repentina e inesperadam ente como había sur gido y pervivió sólo en la m em oria como una institución sustancialm ente difa mada. En A tenas, el intento de instaurarla era castigado con la m uerte, y en esto Atenas seguram ente no debió ser la única.
El origen de la Esparta clásica La crisis de la época arcaica fue, en los sitios donde apareció, una fuerza de progreso e impuso a cada uno de los estados tom ar posición frente a ella. El camino hacia el futuro transcurrió entre controversias ,y proponía, por con siguiente, categóricamente la cuestión de la posibilidad de conseguir un orde namiento fecundo. U na respuesta clara fue dada sólo por Esparta, que creó la base de su futura potencia.
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La conmoción había sido tam bién allí muy fuerte. Gracias a la posición del fértil valle del E urotas y de las cordilleras limítrofes, pero sobre todo con la conquista de extensos territorios en M esenia, Esparta había llegado ya en época tem prana a conseguir poder y bienestar. E n el siglo V il, las formas de vida singularmente duras de una com unidad organizada a la m anera de un campam ento militar pudieron suavizarse bajo la certeza de una existencia asegurada; E sparta pudo permitirse introducir costum bres pacíficas y re crearse en las formas artísticas. Disponía de un experto artesanado autóc tono, que aun m anteniéndose en las tradiciones arcaicas supralocales —sus maestros debieron de pertenecer a la población aquea som etida por los d o rios— , reunía condiciones para hacer evolucionar de allí a poco, a finales del siglo v i l y en el VI, un arte con características típicam ente espartanas. Sin em bargo, E sparta, en el siglo v il, se convirtió sobre todo en un centro em i nente de actividad poética y musical. Ningún otro lugar de la Grecia conti nental podía medirse con ella. En ninguna otra parte encontraron tantos poetas a la vez una posibilidad de crear. Esto era, evidentem ente, una conse cuencia directa de la posición especial que Esparta ocupaba gracias a sus éxitos exteriores en el país. Obviam ente, los artistas espartanos no eran de origen local: en aquella época la Grecia continental no producía tales talentos. Pero en Esparta exis tían los presupuestos sociales específicos para producir un género especial dç poesía, la llam ada lírica coral. D estinada por su naturaleza a solemnidades del culto, une la palabra, la música y la danza, concretam ente, la danza en grupo. Más tarde, cuando la ciudad-Estado llam aba a sus «ciudadanos» a participar en manifestaciones colectivas, los coros se encontraban por todas partes. Sin em bargo, antes de que se llegara a esta fase, Esparta, con sus co m unidades de hom bres y muchachos, ofrecía un terreno especialmente favo rable para manifestaciones de este tipo. E n Esparta hubo dos «escuelas» que cultivaban la lírica coral, y una tradición, por tanto, destinada a durar a través de los tiempos. Los poetas vivían en E sparta y ensayaban sus himnos, personalm ente, con muchachos y muchachas. Al mismo tiem po eran los di rectores del coro e indicaban con su lira la m elodía y el ritmo. La música provenía de la flauta, un instrum ento m oderno procedente de Asia M enor, incluso, quizá, tocado por extranjeros venidos del país de origen. Uno de estos poetas nos es conocido a través de algunos fragm entos de su obra: A le mán, un griego de Asia M enor que había crecido en la lidia Sardes. Los es partanos no se ofendían cuando hacía decir a su coro que él era un hom bre de gran fama «venido de la grandiosa fortaleza de Sardes», y ninguno de los caballeros espartanos se escandalizaba cuando la misma voz proclamaba que la poesía y el canto no eran una ocupación inferior que el trabajo de las armas. Así pues, Esparta se encontraba en medio de la evolución general griega, por lo que tam bién conoció las dificultades derivadas de la diferenciación so cial. Independientem ente de la estructura del Estado espartano, con su divi sión en dom inadores y dominados y con la consiguiente unión de los p ri meros frente a estos últimos, una parte num erosa de los propios espartiatas cayó en un progresivo desclasamiento económico. Por tanto, éstos perdieron a la vez los plenos derechos políticos: no pudieron tom ar parte ya en las co midas comunes ni fueron admitidos en la apella (la primitiva asamblea popu
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lar). Adem ás, con el paso del tiem po, la facultad de decisión política se había trasladado al consejo de los ancianos (gerusia) y a ambos reyes. Incluso las tribus se habían consolidado en un organismo social de régim en gentilicio. Las tensiones que resultaron de ello reflejan en todo m om ento el desarrollo típico general, y no puede sorprender que incluso en Esparta, en donde la re lación entre capacidad económica y derechos políticos se m anifestaba espe cialmente clara, se elevase decisiva y abiertam ente la exigencia de una re forma agraria. A quí, donde no sólo cada uno sabía que su propiedad se la debía a la conquista colectiva de la «pingüe» tierra, sino que institucional m ente se había conservado el concepto del «lote» o «suerte» (kleros), la «nueva división de la tierra», como se decía en griego, debía ser un grito de batalla de significado inequívoco. Es lícito preguntarse si el antagonism o surgido en la sociedad espartana debía unirse al contraste existente entre los espartanos y sus súbditos, los periecos y los ilotas, y si los espartanos desclasados no se aprovecharían de su ayuda. No ocurrió nada parecido, y no es difícil com prender la razón. Con una política así, los espartanos habrían cavado su propia tum ba, ya que sus aliados, superiores en núm ero, los habrían puesto de un golpe de espaldas contra el muro. Pero, sobre todo, el profundo abismo social entre espartanos e ilotas excluía toda solidaridad. En otros estados dorios, como en algunos del istmo, la cosa fue distinta: aquí los antiguos aqueos no se convirtieron en ilotas, y tam poco eran tan num erosos, por lo que fueron alcanzados por la ola igualitaria. En E sparta, un cambio parecido habría arruinado el Estado entero y su ordenam iento: ningún espartano podía colaborar. No obstante, los súbditos se lanzaron hacia adelante por propia cuenta. No todos: eran los mesenios derrotados dos generaciones antes, que ahora dieron comienzo a la revuelta de la segunda guerra m esenia (segunda m itad del siglo vil). Con ello no se había hecho realidad aquella com binación catastrófica, pero la grave dad de la crisis del E stado espartano se había duplicado, sin embargo. La carga a que se veía expuesto ocultaba un trem endo peligro para los dos grupos en los que estaba dividida la sociedad. Se imponía categóricam ente la solución del problem a interno. La guerra en M esenia duró varias décadas. En este período se perdió el fértil territorio, m ientras en E sparta el equilibrio social era seriam ente tu r bado. La exigencia radical de instituir unas condiciones justas de propiedad se convirtió en actualidad palpitante y legítima. Pero, sobre todo, la lucha por la existencia exigía la participación de todos los espartanos. El que año tras año arriesgaba su vida, no estaba dispuesto a ver pisoteadas sus reivindi caciones. El peligro exterior se agravó cuando los países vecinos aprovecha ron la oportunidad para atacar a E sparta, com prom etida en la guerra m ese nia: en el campo de batalla aparecieron A rcadia y Argos, la im penitente rival que desde antiguo luchaba con E sparta por la línea costera de Cinuria. Al tam balearse todas las relaciones de fuerza en el Peloponeso, tam bién se vio afectada la posición de los eleos, aliados de Esparta, que tenían que defen derse de los periecos aqueos, lanzados a la revuelta en la Pisátide, y salva guardar su dominio sobre Olimpia. Esparta, cuyo estilo de vida guerrero se había atenuado en las últimas ge neraciones y había adquirido rasgos más amistosos y pacíficos, fue colocada por el destino en una situación que parecía justificar el retorno a su base ori-
La llanura de Esparta con el T aigeto. En primer plano, el lecho del Eurotas.
R estos del recinto amurallado de M essen e, en el P elop on eso, m ediados del siglo
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ginaria de existencia. La ciudad-cam pamento de E sparta retum baba con el fragor de armas, som bríam ente justificado por la gravedad del m om ento. La técnica militar perdió todo el atractivo del juego caballeresco: ya no se p o dían enfrentar al peligroso enemigo orgullosos en sus caballos y sus carros de combate. E l com batiente espartano tuvo que bajar a tierra y encuadrarse en formaciones ordenadas. La necesidad general y particular obligaba a poner en línea la falange. Así surgió un nuevo ethos, el ethos de los soldados disci plinados en formación. Es probable que a este cambio radical se llegase por grados. Los espartanos a pie, que se concentraban en sus pesadas arm aduras de hoplitas y se lanzaban contra el enemigo en una lucha cuerpo a cuerpo, se consideraban todavía, a la m anera hom érica, «campeones de prim era fila» y estaban flanqueados por sus escuderos, que com batían con armas ligeras. Sin em bargo, para ellos ya no existía el libre duelo, con sus distintas posibili dades: era necesario avanzar con paso firm e, abatir al enemigo con la lanza o caer vuelto el rostro contra él. D e ello dependía la vida y la m uerte tanto para el ciudadano en particular como para el Estado. El im perativo de o b e decer a est^, nueva ley de virtud guerrera se convirtió en la norm a dom inante y en el criterio de juicio para el valor del espartano. En un clima tal, la lira y el canto enmudecieron. Ya no había lugar para el canto ameno de los coros de muchachas jóvenes, para el amable espectáculo de una danza o para las creaciones llenas de fantasía de un maestro de coros ex tranjero. Su puesto fue ocupado por un espartano con la impronta de la grave dad de la época: Tirteo. Para él, el canto melódico no tenía interés. No obs tante, era tam bién poeta y conocía a H om ero no menos que cualquiera que se sintiera llamado a expresarse. Para Tirteo, lo que cuenta es el contenido de la palabra, la verdad cruda y obligada. Su form a es la llam ada elegía, de la que ya se había servido Arquíloco para sus audaces afirmaciones. Pero la relación de Tirteo con su entorno es diferente: no trata de provocar la adm i ración, sino de repercutir en los hechos. Su poesía es llamamiento y exhortación, produce imágenes de acción práctica y de com portam iento ético. Este género poético había sido enten dido del mismo m odo ya dos generaciones antes por Calino de Efeso. T irteo era el hom bre de la situación política concreta, de la situación de Esparta. La hora histórica le sugería las ideas, y con ellas y por medio de ellas se cumplía la acción histórica. Más tarde se vio que esta poesía iba más allá del espacio y el tiempo: otros lugares trataron de reencontrarse a sí mismos en Tirteo. La A tenas del siglo V la hizo suya y rápidam ente encontró una explicación le gendaria. Esparta, desconocida para las musas, no habría podido crear una figura así: había venido de A tenas a prestar ayuda en el difícil m om ento y era un m aestro de escuela lisiado que no pudo llevar a una victoria rápida y triunfal de la futura rival de A tenas guiando a sus soldados. Tirteo parece hablar un lenguaje muy sencillo y no original: sus temas son la m uerte por la patria, la gloria que esta m uerte suscita entre los contem po ráneos y en la posteridad, los trabajos y esfuerzos de la guerra y la deshonra de la cobardía. Para un sentir em botado por viejas convicciones, todo esto suena como algo casi cotidiano, pero no es así. Tirteo recoge experiencias originales: de m odo inm ediato, sin ficciones y sin apasionam iento. La reali dad quem á en los dedos y no perm ite engañarse a sí mismo.
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«Porque es herm oso que un valiente m uera, caído en las primeras filas, luchando por su patria. Es en cambio la cosa más dolorosa de todas vivir como un mendigo, abandonando la patria y sus fértiles campos, errante con la m adre querida y el padre anciano y los hijos aún pequeños y la esposa legítima. Este será objeto de odio para aquellos a cuyo país llegue cediendo a la necesidad y a la horrible pobreza; deshonra su linaje, desm iente su noble rostro y toda infamia y toda vileza va con él. Por tanto, si no hay para un vagabundo ninguna ayuda ni tam poco respeto, consideración ni com pasión, luchemos valientem ente por nuestra tierra y m uram os por nuestros hijos sin ahorrar nuestras vidas.» (Traducción de F. Rodríguez Adrados.) La derrota no significa sim plemente un revés político; trae consigo la ruina del Estado y la lam entable y desnuda miseria del individuo. En esto no existe engaño: la verdad no se oculta a una m irada incorruptible, se la ve realm ente. La vista inform a tam bién sobre la belleza y la fealdad, que se m a nifiestan por sí mismas. «Así pues, oh jóvenes, luchad unidos y no deis la señal de la huida vergonzosa ni del miedo; haced grande y fuerte en el pecho vuestro cora zón y no tengáis am or por vuestras vidas cuando luchéis con el enemigo; ni huyáis abandonando caídos a los de más edad, cuyas rodillas ya no son ágiles, a los viejos; pues es vergonzoso que, caído en las prim eras filas, yazca en el suelo delante de los jóvenes un hom bre de más edad, de ca beza ya blanca y barba cana, exhalando en el polvo su alma valerosa, con las ensangrentadas vergüenzas cogidas en las manos — visión abom inable, cosa impía de ver— y desnudo; en un joven, en cambio, todo es decoroso mientras posee la brillante flor de la amable juventud; vivo, su vista pro duce admiración a los hom bres y am or a las m ujeres; caído en las pri meras filas, es un héroe.» (Traducción de F. Rodríguez Adrados.) Estas palabras hablan indudablem ente de valentía y arrojo viril y en ellas se puede ver tam bién una transfiguración poética de su valor; no obstante, se siente que una interpretación así suena falsa. Tirteo no piensa en una m era celebración del heroísmo tal y como aparece en los gestos de guerreros ais lados, ni en su carácter ejem plar. Toda exaltación hubiera parecido banal a T irteo, como paliativo de la am arga gravedad que él quería expresar. El poeta se somete a la ley de la absoluta necesidad y es misión suya procurar que otros le com prendan. De esta m anera, la m uerte en la batalla no se pre senta como un destino inevitable, ni es glorificada en una idealización m etafí sica. Tirteo exige de una form a casi brutal no sólo aceptarla, sino salir a su encuentro con plena conciencia. «No temáis a la m ultitud de los enemigos ni vaciléis; que cada soldado se dirija con su escudo a la vanguardia considerando enemiga a su propia vida y a las propias Keres de la m uerte tan queridas como los m isrres rayos del sol.» (Traducción de F. Rodríguez Adrados.)
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Tirteo no llama simplemente a la lucha, su intención es más amplia y tam bién más profunda. Para él está claro que el m om ento no impone reunir las fuerzas tal y como se hallan dispuestas para afrontar una am enaza exterior. Él quiere una actitud distinta, un cambio radical: los hom bres deben m odifi car com pletam ente su com portam iento. Esto significa que es preciso abando nar ideas a las que se había tom ado cariño. Se cuestionan todos los valores, o se retiran de la esfera que hasta ahora nan dom inado. En una famosa poesía, dice claram ente en qué consiste este alejamiento: «No sabría acordarme ni m encionar a un hom bre por su excelencia en la carrera o en la lucha, aunque tuviera lá estatura y la fuerza de los cí clopes, o venciera en la carrera al tracio B oreas, o fuera más agraciado de cuerpo que Titono y más rico que Midas y Ciniras, ni tam poco aunque fuera un rey más poderoso que Pélope, el hijo de Tántalo, y tuviera la lengua de miel de A drasto, ni aunque tuviera toda la gloria salvo el valor guerrero; pues no es un valiente en la guerra el que no ose contem plar la matanza sangrienta y ataque al enemigo acercándosele. Ésta es la verda dera cualidad excelente, éste es, entre los hom bres, el premio agonal m e jor y más hermoso de lograr para un joven.» (Traducción F. Rodríguez Adrados.) Sin rodeos, aquí dice claram ente qué valores han declinado. El orgullo y el prestigio de la existencia noble, todas las «virtudes», que son no sólo su adorno y gloria, sino la propia fuerza que la sostienen, son excluidas. La «verdadera virtud» hay que buscarla en otro lugar: se dem uestra en la dura batalla. O rdenados hom bro con hom bro, con las piernas apoyadas firm e m ente en el suelo, se debe vencer al enemigo, cara a cara, en enconada lu cha. Esta es la verdadera prueba del valor y sólo así se cumple el ideal sobre el que de ahora en adelante se funda el Estado. Los otros atractivos pueden ser todo lo brillantes que quieran, pero de ellos no dependen la victoria o la derrota. Lo que vale es la disciplina, que perm ite a todos ser valerosos y no consiente ningún titubeo o flaqueza, que gracias al valor ejercitado y a la ca pacidad segura establece una unidad sólida que no puede perderse. En los tiempos siguientes, el mundo griego se acostum bró a la idea de que el ejé r cito espartano no podía ser vencido. Este ejército nació en los años en que Tirteo alzaba su voz convincente. Por el m om ento, sin duda, lo más im portante era la guerra contra los re beldes mesenios. Se luchó con extraordinaria tenacidad durante varios dece nios. En Esparta, todos sabían lo que estaba en juego. U na derrota hubiera conmocionado los cimientos del Estado espartano incluso en el antiguo terri torio de este lado del Taigeto. Por otra parte, la victoria significaba una segu ridad para el futuro. La represión de la revuelta habría llevado al dominio sobre otra tierra de ilotas y esto a su vez habría confirmado la posición sobre los ilotas en territorio lacedemonio. La alternativa fue bien com prendida así por los espartanos y por Tirteo. Pero aquéllos no se limitaron sólo a fortale cer el ánimo. Tampoco era suficiente la desesperación que se cernía sobre ellos; artificios prácticos debían todavía aum entarla: en una batalla im por tante, el mando espartano dispuso que los soldados tuviesen directam ente d e trás de ellos un profundo foso. Toda retirada quedaba, pues, impedida no
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sólo m oralm ente, sino tam bién por medios tácticos. A consecuencia de esta guerra, el nuevo ethos fue incluso institucionalizado. A quel que hubiera abandonado su puesto en la batalla no podía desem peñar ningún cargo pú blico (atimía) y sufría otras form as de descrédito social. Cuando al final fue vencido el enemigo, no sólo se había consolidado el poder exterior de Es parta, sino que el proceso de reorganización interna había encontrado su con firmación. La formación del ejército hoplítico fue solam ente una parte del proceso, de la profunda reform a social y política. Es indudable (precisam ente para Es parta la tradición nos abandona muy a m enudo) que se llevó a cabo la exi gida reform a agraria. La ocasión la proporcionó la misma conquista del terri torio de los ilotas m esem os, que debía de repartirse. D e este m odo surgió la posibilidad de repartir uniform em ente toda la tierra espartana. Gracias a la victoria conseguida en M esenia, los lotes no debían ser dem asiado reducidos, y no hubo que exigir a los ricos renuncias dem asiado grandes. En adelante, los espartanos se llam aron a sí mismos, con orgullo, los «iguales» (homoioi). Podían decir otro tanto por lo que respecta a las condiciones políticas. En este aspecto, se estableció una decisiva posición contra los principios estructu rales aristocráticos. No era necesario ni siquiera instituir como en otros lugares una «asamblea popular»; se pudo echar mano de una antigua institución, la ape lla, la asamblea de la comunidad armada, que remontaba a la época de la con quista; y tampoco se crearon denom inaciones nuevas. Pero sus funciones, como la facultad de elegir a los m agistrados, de decidir sobre la guerra, la paz y otras cuestiones públicas, fueron por lo menos reactivadas; y si este «pueblo» dio expresión a su soberanía a través del concepto de dem os, ahora definido en térm inos de derecho público, este hecho equivalía a form ular un principio constitucional. Esto contaba más que su realización. Ni la m onar quía ni el consejo fueron abolidos, sino expresam ente reconocidos; e incluso conservaron un derecho de veto en caso de resoluciones «torcidas» de la ape lla; naturalm ente, esta prerrogativa debía servir sobre todo para garantizar el derecho constitucional formal y sus elem entos religioso-rituales. Tam bién el consejo, o más exactam ente, el «consejo de los ancianos» (gerusía), era toda vía la antigua institución, y sus m iem bros, cargos vitalicios. Sin em bargo, la pertenencia a él era ahora decidida por elección popular, m ientras era h ere ditaria o limitada a un reducido círculo de privilegiados. No obstante, todas estas modificaciones de las instituciones tradicionales, en las que se m anifes taba la nueva voluntad política, quedan oscurecidas ante la verdadera carac terística de los nuevos tiempos: la fundación del Estado sobre el principio lo cal en la formación de una ciudadanía hom ogénea. Es im portante que E sparta se abriese a esta tendencia, común a toda Grecia; y es significativo el m odo en que lo hizo. Teniendo en cuenta que trataba de preservar y conservar las formas tradicionales, no es sorprendente que se negara a abolir el antiguo ordenam iento de las tribus dorias y a susti tuirlo por otro. No faltaron ciertam ente intentos en este sentido, pero el acta de reform a, la «gran R etra», una ley sancionada en Delfos, se opuso a ellos afirmando explícitam ente que las tribus debían conservarse. No obstante, esto se expresaba con un juego de palabras intraducibie, como si al mismo tiempo las tribus fuesen una institución nueva o renovada y el procedim iento completase adecuadam ente la creación de nuevas unidades claram ente lo
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cales, mencionadas en el mismo contexto: era un artificio bien calculado, de una astuta ambigüedad. Junto a las antiguas tribus, colocadas así en la som bra, aparecerían las nuevas unidades, las obai. E ran cinco y constituían sim plem ente organizaciones sociales correspondientes a las cinco aldeas (kómai) del asentam iento urbano de Esparta. A nálogam ente, el ejército espartano es taba com puesto de cinco lóchoi, cada uno de los cuales contaba con mil hom bres. E ra evidente el intento de neutralizar los antiguos lazos gentilicios de las tribus, de decir adiós al Estado de los grupos familiares. Consiguiente m ente, tam bién los poderes de la m onarquía, com o cabeza y exponente polí tico del viejo ordenam iento, fueron fuertem ente limitados. La dirección política fue confiada a un nuevo órgano que despojó de p o der a la m onarquía dejándole sólo la dirección m ilitar en la guerra, una con cesión que se hacía a su enraizado poder sobre la com unidad de periecos, ya que no era posible sustituir esta base jurídica tradicional. La novedad no se impuso de improviso y fue evidentem ente el resultado de una nueva lucha, larga y tenaz. La ley fundam ental del E stado que creó las obai la ignora, y tam bién Tirteo calla a este propósito. A la cabeza del Estado espartano fue puesta una comisión de cinco m iem bros, elegida anualm ente, los éforos. E sta comisión no sólo debía representar al «pueblo» en base a los recién creados cinco grupos, sino tam bién ejecutar su voluntad soberana. El poder ejecutivo suprem o, en política interior y exterior, se hallaba concentrado en este cole gio, que incluso controlaba el poder militar. La m onarquía tenía en los*éforos una instancia fuerte y superior. Todos los meses, los reyes tenían que ju rar ante los éforos la observancia de las leyes, m ientras que, por el contrario, éstos garantizaban en nom bre de la com unidad la perm anencia de la m onar quía. Por encima de cada espartano, de condición elevada o hum ilde, funcio nario público o ciudadano privado, se hallaba el poder policial y militar del eforado. Ú nicam ente en casos particularm ente graves este poder estaba con dividido con la gerusía como corte de justicia. El eforado era la envoltura fé rrea que protegía en el futuro la form a del Estado espartano e im pediría cualquier cambio de su ordenam iento político. Si E sparta decidió introducir en aquellos tiempos transform aciones tan d e cisivas, esto no significaba en absoluto que una E sparta com pletam ente nueva eliminase a la antigua y que se renunciara a los fundam entos de la vida espartana. Podría decirse más bien lo contrario. E n las angustias de la se gunda guerra mesenia, Esparta tom ó la determ inación de efectuar estas re formas radicales porque era consciente no sólo de que de ellas dependía la victoria militar, sino de que de la victoria dependía la conservación de la base social existente. Se decidió la enérgica reorganización en el interior de la ciu dadanía, para no verse obligada a som eter a revisión el dominio sobre ilotas y periecos. El progreso, por una parte, debía posibilitar el conservadurismo; por otra, la voluntad innovadora asumía como contenido propio el antiguo ordenam iento. Lo que una vez había sido m otivado por circunstancias histó ricas y por la tradición correspondiente, debía ser ahora objeto de un estudio consciente. El estado de cosas de la época de la inmigración, que debía supo nerse superado, fue ahora elevado a norm a, con definitiva exclusión de cual quier compromiso. D e todo ello, en prim er lugar, surgió la necesidad de m antener despierto, con un esfuerzo m etódico, y de preservar contra cual quier eventual cambio interno, el ethos m ilitante, al que E sparta debía la an
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tigua conquista de la llanura del Eurotas y cuyo fom ento había conducido a la victoria sobre Mesenia. La E sparta que de ahora en adelante aparecerá a la luz de la historia, Es tado de una casta guerrera, es, por este motivo, un producto de la gran crisis y de su superación. La ley, el nomos de los espartanos, se realizó ante todo en este estilo de vida y en este sistema de disciplina (agogé). La idea de la ley, el pensam iento legal, que en toda Grecia trataba de resolver los pro blemas urgentes tanto del individuo como de la sociedad que, no obstante todas las precauciones, dejaba libre acceso a los nuevos estímulos, sirvió, así pues, en E sparta para cim entar un ordenam iento antiguo. Con ello era con jurada toda tendencia a distender dicho ordenam iento y a abandonarlo a la corriente de una evolución extraña a él. Ya había pasado el tiem po de aban donarse al ritm o del desarrollo espiritual de la H élade, con la libertad de los días de Terpandro y Alemán; si el cambio no fue repentino — en el siglo VI las artes plásticas perseguían aún metas originales— , fue, sin em bargo, pro fundo: ahora se explica por qué E sparta no figura en el variado espectro del genio griego. El constante acuartelam iento, al que estaba sometido el espartano desde su juventud y que iba encam inado exclusivamente a crear una clase de espe cialistas militares con un incesante entrenam iento, no dejaba espacio para un modo de vida y de pensam iento individual. A dem ás, se hacía todo lo posible para im pedir, por m edio de especiales m edidas, que se participara en el m o vimiento espiritual e intelectual panhelénico. Sin el permiso de la autoridad ningún espartano podía salir del país y ningún extranjero podía residir en Es parta por largo tiem po. R edadas periódicas (xenolasíai, «expulsión de extran jeros») buscaban hasta el últim o refugiado en el rincón más escondido. Y para que no fueran sólo la ley y la policía quienes m antuvieran a los espar tanos dentro de los límites de sus fronteras, se creó un sistema m onetario in terior, la conocida m oneda de hierro sin ningún valor en el exterior. D esde el punto de vista económico, con este uso Esparta se detenía en la época ante rior a la invención de la m oneda y a la utilización del metal noble. Para em prender negocios financieros en el exterior, el gobierno se veía obligado a re currir a m onedas extranjeras, cuya posesión, naturalm ente, estaba prohibida al ciudadano privado. No podía darse un estilo de vida personal. El niño era separado de su fa milia a los ocho años y entregado a la educación estatal. E sta estaba organi zada según la edad y se preocupaba principalm ente de un duro entrena m iento físico, como preparación a la aptitud militar. E n términos de folclore, el sistema se presentaba como una sociedad de muchachos y jóvenes. Podría calificársele tam bién de internado estatal, y la vida en común de los adultos, acto seg lido, ofrece el aspecto de una «sociedad de varones», o bien de un cuartel o campam ento. No faltaron, por ejem plo, entre los jóvenes, ciertos e' amentos típicos de esta vida en grupo. No se castigaba el hecho de robar I .s raciones de comida, pero sí el de dejarse sorprender en dicha acción. La vigilancia sobre los muchachos la efectuaban miembros pertenecientes a la clase de los jóvenes, es decir, de diecinueve o veinte años, los eirénes. Los hom bres adultos (a partir de los veinte años) continuaban viviendo en co mún, practicando ejercicios militares. De esta forma siempre había un ejér cito en estado de alerta. Las m ujeres perm anecían en sus propiedades y visi-
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taban a sus esposos sólo, ocasionalmente. Éstos vivían con sus com pañeros de tienda y de mesa. Los costes se dividían a partes iguales. Aquel que era d e masiado pobre para contribuir a ellos, era excluido de la categoría de los «iguales» y perdía el derecho activo de ciudadanía. Por el contrario, la disci plina, por encima de todos en el interior de esta vida de cuartel, no perm itía ningún tipo de signo individual, ni siquiera a los más ricos. El mismo aspecto exterior expresaba una férrea solidaridad que ligaba entre sí a todos los com ponentes de esta sociedad masculina. La existencia del individuo allí era casi idéntica a su función social. Estos soldados, m antenidos en constante entrenam iento, infundían es panto y tem or en los ilotas, muy superiores en núm ero: la relación podía ser de siete a uno, calculando en un máximo de ocho mil el total de los espartiatas capaces de llevar armas. Sin em bargo, sin armas y sin una instrucción militar, y desmoralizados por añadidura por la falta de derechos reconocidos, los ilotas eran débiles y no tenían la esperanza de poder resistir con éxito. Tenía vigencia aún el principio que los som etía al derecho de guerra: por este motivo, el m atar a un ilota no estaba considerado como asesinato, ni en tra ñaba culpabilidad por derram am iento de sangre. Jóvenes espartanos practica ban en secreto el servicio estatal de policía y en el campo vigilaban a los ilotas. El ilota que era sorprendido de noche en la calle era considerado sos pechoso y reo de conspiración. Sin más investigaciones, se le m ataba. El orden espartano o, como decían ellos mismos, siguiendo un uso lin güístico griego bastante corriente, el «cosmos espartano», era, en su mezcla de elem entos antiguos y nuevos, un resultado del trastorno general griego; pero en este horizonte es sorprendente su precocidad. La reform a espartana es más o menos contem poránea de la antigua tiranía de Corinto y, por consi guiente, una generación anterior a los cambios que, en otros lugares, se iniciaron sólo a comienzos del siglo vi. Pero lo que im porta es que E sparta acabó con sus problem as dentro de la misma fase. Por todos lados, en otros lugares, las controversias se prolongaron a lo largo de todo el siglo vi, y aun durante más tiempo. Por la misma fecha, Esparta no estaba ya afectada por los problem as del ferm ento político y social, que podían considerarse re sueltos. Esta situación determ inó un modo peculiar de ver las cosas. Esparta se olvidó com pletam ente de que también su constitución estaba im pregnada del espíritu m oderno y de que el destino común griego se había difundido tam bién por el valle del Eurotas. No era fácil eliminar la verdad histórica. B astaba sólo subrayar la consolidación de la disciplina arcaica y buscar su o ri gen para «saber» que el Estado espartano había aparecido ya en su forma d e finitiva y actual. Pues, consecuentem ente, todo era obra de un mítico legisla dor, Licurgo, y la unidad del orden político y social, que conocía la realidad de una época históricam ente más luminosa, indicaba que la comunidad espar tana había existido desde tiempos inmemoriales. La conciencia de superiori dad que çaracterizaba a los espartanos se enraizaba en esta ingenua fe histó rica, como la misma falta de prejuicios con la que condenaban luego los ex perim entos políticos de los dem ás, considerando preferible que todo hubiera permanecido igual que estaba. Esparta se convirtió, por instinto y por sincera convicción, en el representante de un conservadurismo político aun antes de que la experiencia le dem ostrara que, dentro del juego internacional de fuerzas, este conservadurismo podía procurar tam bién ventajas.
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No obstante, Esparta encontró tam bién confirmación en el éxito sorpren dente de su reorganización. Los hechos dem ostraron lo que no era cierto a priori: su solidez. N aturalm ente, no faltaron las dificultades, pero, durante generaciones, Esparta no conoció revoluciones o agitaciones peligrosas, y cuando hicieron acto de presencia en el siglo v, fueron lo suficientemente li mitadas para ser sofocadas sin consecuencias. De este m odo, Esparta daba la impresión de ser una dim ensión sustraída a todo cambio y a sus correspon dientes peligros: en la época arcaica y clásica, Esparta se presenta como un bloque monolítico. Los teóricos griegos de la política adm iraban a Esparta, y en su inamovi ble estabilidad veían una prueba de la excelencia de su constitución, por la que m ostraban una indudable simpatía. E sparta no sólo estaba adm irable m ente construida y apoyada en la ley racional de la máxima adecuación posi ble a funciones claras; el juicio analítico era inm ediatam ente atraído por el cultivo coherente de un ethos referido únicam ente a la comunidad. Frente al egoísmo personal y a las aspiraciones individuales que se m anifestaban en otros lugares, parecía como si E sparta hubiera cortado de raíz aspiraciones naturales de este tipo, em pleándolas en beneficio de los fines políticos obje tivos de la com unidad y del sentido del Estado. Esta impresión, de la que en realidad sólo Aristóteles se sustrajo, llegó a transform ar la «constitución de Licurgo» de hecho histórico, en una especie de idea, y las evidentes desvia ciones de la realidad en este m odelo ideal eran tranquilam ente dejadas de lado e ignoradas como no existentes. N aturalm ente no se podía esperar que el Estado y la sociedad espartanos pudieran perm anecer, con éxito continuo, dentro de las estructuras en las que habían sido encerrados en una situación histórica determ inada. Es cierto que en Esparta ya no tuvieron lugar más cambios constitucionales, pero la identidad de Estado y sociedad, que se al canzó a finales del siglo vil, se perdió, a pesar de todo, con el tiempo. La igualdad social de los ciudadanos espartanos con plenos derechos exis tió hasta las guerras con los persas, pero acabó disolviéndose en una fuerte diferenciación. Como en otros sitios, tam bién su nivel social, antaño tan ho m ogéneo, se dividió en diferentes clases, según los bienes personales: ricos, menos ricos y pobres. La pobreza traía consigo la incapacidad de contribuir a sufragar los gastos para el obligatorio modo de vida basado en el rédito y de pagar la aportación a las sisitias o comidas en común. Por últim o, este grupo fue separado incluso jurídicam ente de los restantes como los «inferiores» (hypomeíones), con lo que se daba oficialmente expresión a su descenso social. De una m anera más o menos tácita, este proceso podía com portar el paso de espartanos empobrecidos al grupo de los periecos. El núm ero de espartanos era cada vez menor: del siglo V al IV se redujeron a la m itad, y cien años más tarde, la relación era tan grotesca, que al final sólo una pequeña m inoría gozaba de plenos derechos y acabó estallando una revolución. Las variaciones en las relaciones de propiedad tenían lugar, por lo gene ral, a través de las herencias (la venta de bienes iñmuebles estaba prohibida), tanto más cuanto que al comienzo del siglo IV se permitió testar e incluso ha cer donaciones. Con el tiem po, tam bién las barreras erigidas contra la ri queza m onetaria fueron cada vez más frágiles. Los hechos eran más fuertes que la norm a. Y, por último, se pudo incluso exportar al extranjero bienes m uebles. Posteriorm ente, los espartanos fueron acusados incluso de codicia.
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Como los hom bres estaban ligados a la disciplina espartana y a su estilo de vida, la responsabilidad y la actividad económica pasaron a manos de las m u jeres. Éstas, por lo demás, a consecuencia de estar separadas de sus maridos, disfrutaban de una libertad, incluso sexual, insólita para el m undo griego, y eran acusadas de licenciosas y desvergonzadas, favorecidas por la ley y por la tradición, que adm itían la peculiar institución del colaborador para la p ro creación y la poligamia con diferentes herm anos. En contraste con las con cepciones de una vida ética íntim a, prevalecía en la relación de hom bre y m ujer un interés utilitario encaminado a asegurar la descendencia; tam bién la forma de la poliandria debía sólo garantizar la posesión común de la tierra, al evitar el surgimiento de diversos centros familiares. Las relaciones eróticas eran a m enudo de tipo homosexual, y no suscitaban reprobación en absoluto. Los lados evidentem ente oscuros de la naturaleza espartana necesitaron de mucho tiempo para formarse, y por consiguiente pertenecen principal m ente a la historia posterior. El efecto inm ediato del nuevo ordenam iento se hizo sentir más rápidam ente. Éste consistió en la posición de Esparta en polí tica exterior. D e un golpe, Esparta se convirtió en la prim era potencia del mundo griego. Su solidaridad interna, y sobre todo la ventaja de haber supe rado todos los problem as sociales y políticos, le prestaban un privilegio que el mundo exterior reconocía sin reservas. Los estados del Peloponeso, que todavía habían representado una seria am enaza durante la segunda guerra mesenia, se som etieron a la hegemonía espartana y se pusieron a su flanco como «aliados». «Los lacedemonios y sus aliados»: éste era el nom bre de la coalición, de la que sólo Argos supo m an tenerse al margen, m ientras formaba parte de ella una ciudad tan im portante como Corinto. Esta «liga del Peloponeso», tal como la historiografía m o derna se ha acostum brado a designarla, era, desde un punto de vista institu cional, una confederación de lazos poco estrechos, más un sistema operante en el campo de la política exterior y del derecho internacional que una sólida asociación. Esta ^asociación dejaba a sus com ponentes no sólo libertad in terna, sino incluso libertad de movimiento en el exterior. Pero en las cues tiones im portantes todas se reunían bajo la dirección política y militar de E s parta y, sin perjuicio de la independencia general, estaba excluida toda polí tica antiespartana. En caso de acción común, los delegados de las distintas comunidades podían reunirse en una especie de asamblea federal, sin que esta práctica hubiese sido regulada nunca por prescripciones vinculantes. Y esto por buenas razones. A unque esta «liga» fuese naturalm ente una em ana ción de la hegemonía espartana, E sparta fue, sin em bargo, siempre cons ciente de que su posición no debía convertirse en un abierto dominio si no se quería provocar el peligro de graves crisis y sobrecargar demasiado el propio potencial de poder. Este límite fue intuido y tam bién respetado con encomiable cordura. El Estado espartano, basado en el interior en la violencia abierta y siempre dispuesta, asumía de cara al exterior la apariencia de un so cio político que respetaba escrupulosam ente la autonom ía de sus aliados y que limitaba su propio poder en consideración al derecho de los pueblos. U na unión tal de derecho y poder debía parecer muy convincente y p ro curó a los espartanos muchas simpatías ante la opinión pública griega. C on fianza, consideración y autoridad fueron los frutos de esta actitud. M adura ron muy rápidam ente. Ya a mediados del siglo VI era opinión común que E s
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parta era acreedora al prim er puesto entre todos los estados griegos y que su voz valía más que todas las demás. Este reconocim iento voluntario de Es parta, fundam entado en un convenio tácito, se condensó incluso en un con cepto más o menos oficial: «presidente de la Hélade» (prostátes tés Helládos) se convirtió en título honorífico de Esparta; incluso potencias no griegas se familiarizaron con este concepto, así como con sus presupuestos objetivos. Políticam ente, E sparta era considerada el centro del pluralismo estatal griego, como su núcleo más firme y su representante.
La Atenas arcaica: Solón, Pisistrato, Clístenes M ientras que Esparta, en época arcaica, cumplió un gran paso hacia de lante conquistándose una posición em inente en la historia griega, A tenas, su futuro rival, se m antenía aún en segundo plano. Nos tienta aplicar a A tenas el principio de Toynbee de que las épocas de grandes afirmaciones históricas parecen estar precedidas de fases de distensión y m editación, fases de «retrai miento». Si a pesar de todo sabemos más de la A tenas de entonces que de los demás estados griegos, esto radica, naturalm ente, aunque no de forma ex clusiva, en la im portancia que la capital del Atica asumió más tarde. La A tenas arcaica está iluminada por el esplendor de un hom bre singular, cuya aparición es un acontecim iento que no interesa sólo al Atica: Solón. La m odestia de A tenas en el m últiple juego de la vida helénica es bas tante curiosa. Por su extensión territorial no podían medirse con ella dem a siados estados griegos. Ni siquiera la escasez de población podía obstaculi zarla en su camino: tenía una población campesina relativam ente im portante y tam poco faltaba en ella un estrato artesano. La escultura ática surgió a fi nales del siglo v il, e inició la plástica m onum ental. No obstante, los impulsos hacia el exterior no se habían desarrollado aún. Faltaban suficientes energías industriales para intentar conquistar un m ercado extranjero. La fama de la cerámica ática data de fechas posteriores y comienza tan sólo a m ediados del siglo VI. Fuera no se conocía aún al com erciante ático. Por este motivo, es tados mucho más pequeños llevaban un considerable adelanto sobre Atenas. La isla de Egina, visible a simple vista desde A tenas, era en el fondo más po derosa y dom inaba el m ar que bañaba la costa del Atica. Incluso el Estado ciertam ente poco im portante de M égara, en el istmo, vecino inm ediato de A tenas, podía disputarle la posesión de la isla de Salamina, que geográfica mente corresponde al Ática. D urante muchos años, A tenas luchó en vano por su posesión. E ra patente el retraso y sólo pueden hacerse conjeturas so bre su causa: A tenas no conocía aún el estímulo de la superpoblación; podía alim entar adecuadam ente a sus gentes, en parte, por medio de las exporta ciones e importaciones; la producción de aceite procuraba excedente. La si tuación social no era precisam ente de color rosa, pero no em pujaba a los ha bitantes de A tenas a dirigir su m irada hacia el exterior y a tom ar parte en la gran aventura de la colonización, que ya desde varias generaciones m antenía en movimiento la política griega. Quizá entonces, a finales del siglo V il, in tentó A tenas asentar en las proxim idades de los Dardanelos una estación mi litar, Sigeo, para asegurarse la im portante vía marítima. Pero esta em presa es controvertida y, en todo caso, los resultados no fueron duraderos.
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Sin em bargo, A tenas no perm anecía fuera de la zona de crisis social y p o lítica. Tam bién ella conocía las tensiones entre ricos y pobres, entre régimen aristocrático y pueblo dom inado; los estados que ya en época tem prana se habían decidido por la tiranía no se encontraban lejos, en el istmo. A nadie podía extrañar que su ejem plo invitara a ser im itado. E n el 632, un aristó crata, Cilón, quiso utilizar la inestable situación para dar un golpe de Estado. E ra el yerno del tirano de M égara, Teágenes, que, vecino como era, pudo m andarle tropas con facilidad y discretam ente. Pero el golpe fracasó de form a significativa: A tenas no estaba m adura para la tiranía. La población rural obedecía aún a la aristocracia y no se dejaba atraer por los lemas revo lucionarios: apoyó la reacción de defensa y deshizo el intento. Algo más tarde (hacia el 624) se llegó, con todo, a hacer una concesión a los tiempos: un legislador, D racón, codificó el derecho; pero con ello, ni la constitución política ni la social fueron modificadas. Sus problem as se agudizaron en el si glo V I , y Solón marcó el preludio grandioso. El historiador tiene cierto derecho a introducir con tanto énfasis esta fi gura. Cualesquiera que sean las perspectivas políticas en las que se encua dre a Solón o los principios, llamado a confirmar como testigo principal, lo im portante es que aparece siempre como el creador del orden interno a te niense y, sobre todo, asume un significado típico para la política griega en general. Solón encarna con una pureza paradigm ática la función de la autori dad intelectual en el campo de la acción práctica. Solamente a partir de esta función puede concebirse el puesto que ocupa en la historia griega; p,ero p re cisamente en el caso del mismo Solón.se com prende que si la política griega no cayó nunca — como es obvio— bajo el dominio exclusivo de esta autori dad, le reservaba, no obstante, una considerable influencia, según las circuns tancias. Solón era sin duda un hom bre de condición elevada; de otro m odo no h u biera podido sobresalir en política; pero al mismo tiempo — y esto es lo que cuenta en su caso— se distinguía en la palabra y en el pensam iento. Como en aquella época palabra y pensam iento sólo podían expresarse en forma p o é tica, hoy aparece incluso como una figura de la poesía griega, pero con ello se proyecta sobre su imagen una som bra de falsificación, al evocar el aspecto de lo estético, que — en el sentido ordinario del término— podría inducir a trastrocar la realidad. Pues actuar, pensar y hablar es para Solón una sola cosa, y él hace cada una sólo desde la individualidad del conjunto, que une las distintas manifestaciones. Para Solón, el contenido de la sophía, que es al tiem po saber y habilidad (como era sabido tam bién por cuantos le habían precedido en el arte de «poetizar») proviene del centro de la vida y, a su vez, tiende a ella; pero él no habla sólo dentro de esta red de coordenadas, sino que se halla dentro con toda su persona y todo su ser, hasta el punto de le vantarse y caer con ella. Y esta actitud, como sabemos, es posible sólo en la acción y en la form a más real del ser, que, por tal motivo, en su auténtico modo de proceder, es tam bién siempre pública. Sin duda, Solón se encontró en su tiem po con una dimensión objetivada del espíritu griego, y tenem os que presuponer, si la atribuimos el rango de «sabio» o sóphos — como lo hizo realm ente la posterior tradición griega, al incluirlo entre los «siete sabios»— , que se hallaba en posesión de las experien cias tangibles de este espíritu. Pero por fortuna sabemos tam bién por vía em
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pírica que era así gracias a los restos — ciertam ente escasos en relación con su obra de conjunto— de su producción literaria. Solón conocía profundam ente a H om ero, pero había estudiado y conocía tam bién a H esíodo. Y precisa m ente fue este último quien tuvo im portancia para él. H esíodo había observado que la existencia hum ana tiene sus fracturas y sus abismos y que su realidad no es idéntica con el orden que se halla detrás de ella. Sin em bargo, Hesíodo había dicho tam bién que estas escisiones po dían superarse con la buena voluntad del individuo y que esta aspiración es taba confirmada por la justicia del m undo, que en su divinidad y trascenden cia obedece a su propia iniciativa. Solón va más allá de este pensam iento y descubre la cuestionabilidad de la realidad en la situación histórica objetiva. Ya no son los individuos, sino la colectividad —como diríamos nosotros— , quien provoca la aporía en la relación entre realidad y ser. La obra divina del castigo y el prem io se m anifiesta no en las intervenciones sobrehum anas como el granizo y el trueno, sino precisam ente en la miseria de la situación general, tal y como todos los hom bres la provocan. Éstos experim entan en ella sus insuficiencias y, por tal m otivo, a ellos va dirigido el llam am iento para restablecer la justicia y el orden. Desgracia y castigo son tratados como fenómenos políticos y deben, por tanto, ser superados m ediante la acción po lítica. Por lo que sabemos, fue Solón quien dio el gran paso: condujo a la materialización del cambio político, que en Hesíodo era todavía un presenti m iento, y fijó el espíritu en la realidad histórica; el progreso no resulta menos audaz y original, incluso si se tiene en cuenta que en el siglo anterior se había transform ado la fuerza de expresión fisonómica del m undo histórico y que Solón podía presentarse en cierto sentido como su órgano. Así, en sus elegías program áticas, no se dirige al individuo, sino que fija su atención en la A tenas contem poránea con todos sus defectos: la ciudad va hacia una catástrofe que parece burlarse de la fuerza hum ana. La venerable máxima de que todo ocurre com o quieren los dioses parece im ponerse. Solón lucha en prim er lugar contra este estado de letargo. Ya H om ero, en una parte reciente de la Odisea, desenm ascaraba los pretextos tejidos de m etafí sica que justificaban la negligencia hum ana. Con cortantes palabras, Solón coloca las cosas en su lugar: «Nunca perecerá nuestra ciudad por el destino que viene de Zeus ni por voluntad de los felices dioses inmortales: tan poderosa es Palas A te nea, la hija de fuerte padre, la de corazón valeroso, nuestra defensora, que tiene sus manos colocadas sobre nosotros; pero los mismos ciuda danos, con sus locuras, quieren destruir nuestra gran ciudad, cediendo a la persuasión de las riquezas; y, con ellos, las inicuas intenciones de los jefes del pueblo, a los que espera el destino de sufrir muchos dolores tras su gran abuso de poder: pues no saben frenar su hartura ni m oderar en la paz del banquete sus alegrías de hoy.» (Traducción de F. Rodríguez Adrados.) E n nuestra propia insaciabilidad, conocemos la máxima de la justicia, de la diké, y la hacemos realidad, m ediante la desgracia de la que nosotros mismos somos culpables:
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«...L a justicia que, callada, se entera de lo presente y lo pasado y con el tiem po llega siempre como vengadora. Esta herida, imposible de evitar, alcanza entonces a la ciudad entera: rápidam ente cae en una infam e escla vitud, que despierta las luchas civiles y la guerra dorm ida, fin de la h er mosa juventud de muchos ciudadanos; que una herm osa ciudad es en breve arruinada a manos de sus enemigos en los conciliábulos de que gus tan los malvados. Estas son las calamidades que se incuban en el pueblo; y, en tanto, muchos de los pobres llegan a una tierra extraña, vendidos y atados con afrentosas ataduras...» (Traducción de F. Rodríguez Adrados.) En este punto se inserta el pensam iento personal de Solón. No es otra cosa que una radical consecuencia, y radical porque levanta al nivel de un nuevo sistema de valores la situación que ha surgido sobre la base del orden existente. La idea que hace proseguir el discurso es: lo que ocurre es que n o sotros no teníam os un orden. Esto era el gran error. Se ha afirmado un o r den malo, corrupto, una pésima condición jurídica, la disnomía, y si se q u e ría avanzar, debía contraponérsele la eunomía, la buena ley, o m ás exacta m ente, el buen ordenam iento jurídico. Solón deja entrever claram ente que en este punto debe enunciar su verdadero «descubrimiento», introduciendo sólo aquí la prim era persona, con el gesto sencillo y, sin em bargo, tan lleno de significado del elegido, que ha de obedecer al im perativo de la verdad: «Esto es, atenienses, lo que mi espíritu me ordena enseñaros». Y sigue de in m ediato la exposición de los nuevos conceptos: «Estas son las enseñanzas que mi corazón me ordena dar a los a te nienses: cómo Disnomía acarrea males sin cuento a una ciudad m ientras que Eunom ía lo hace todo ordenado y cabal y con frecuencia coloca los grillos a los malvados: allana asperezas y pone fin a la hartura, acalla la violencia, m archita las nacientes flores del infortunio, endereza las senten cias torcidas y rebaja la insolencia, hace cesar la discordia, hace cesar el odio de la disensión funesta y bajo su influjo todas las acciones humanas son justas e inteligentes.» (Traducción de F. Rodríguez A drados.) D ebe pensarse que Salón hubo de atravesar un largo período de prepara ción. No podía encontrar de un día para otro la resonancia que hizo de él la figura dom inante de la vida política. El m undo social se hallaba revuelto y exigía una intervención segura, pero a Solón no le fue fácil. Sus amigos le aconsejaban tom ar el camino de la violencia, ya recorrido mucho tiempo antes en otros lugares, e instaurar rápidam ente la tiranía. Sin em bargo, Solón no quería saber nada de ello. Pensaba en el intento fallido de Cilón y quería, sobre todo, que Estado y Sociedad adquirieran por sí mismos la energía n e cesaria para su transform ación. Así como él mismo obedecía a una razón superior, del mismo m odo debían desarrollar los demás en sí la conciencia de lo que era necesario. Su misión era dirigir este proceso interno y darle su im pronta intelectual. Cuando finalm ente se llegara a la acción, ésta no sólo d e bía desarrollarse en nom bre de todos, sino que la com unidad debía recono cerse en ella como parte activa. Y había tanto que hacer, ya en extensión,
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que no era posible tener éxito sin una larga preparación. La perspectiva inte rior tenía que explorar esferas aún desconocidas; múltiples concepciones nuevas podían echar raíz sólo si se hacían poco a poco familiares. Y Solón sabía que una sociedad sólo puede em prender una gran obra si sus senti mientos cuentan con un cierto grado de estímulo. Si es necesario alzarse por encima de sí mismo, se precisa de una atm ósfera que, alim entada por ins tintos sociales espontáneos, acerque el «nosotros» a la esfera de la sensibili dad y de los intereses presentes. Solón encontró este estím ulo, acumulado y expansivo, en la larga lucha que A tenas sostenía con la vecina M égara por la posesión de la isla de Salamina. Hizo todo lo que pudo para estim ular la pasión en este cam po, que anidaba por igual en el corazón de todos los atenienses. Con palabras fustigadoras, m ostró la deshonra que supondría dejarse vencer por la pequeña M é gara y resignarse, como al parecer se hacía si es verdad la tradición que in forma de la ley que am enazaba de m uerte a quien propusiera reanudar la guerra. Solón compuso una gran elegía para Salamina, que, declam ada perso nalm ente, como es natural, inflamó los ánimos y provocó la reanudación de la guerra. Algunos versos de aquella elegía se han conservado: «Yo mismo he venido como heraldo desde nuestra querida Salamina, recitando una canción —poético ornam ento— en vez de un discurso. ¡Fuera yo entonces folegandrio o sicineta y no ateniense, m udando de pa tria! Pues rápidam ente correría entre los hom bres esta voz: “Es un ate niense, uno de los que abandonaron Salam ina” . Vayamos a Salamina a lu char por esa am ada isla y a liberarnos de nuestra gran vergüenza.» ( Traducción de F. Rodríguez Adrados.) Solón es tam bién un hom bre y sabe cómo hay que tocar el nervio vital de las masas. Sin duda ninguna, tenía m adera de «líder popular», de «dem a gogo», incluso en el sentido posterior del término: la posición en el Estado, típica precisam ente para A tenas, que derivaba de la capacidad de expresión individual. Incluso en esto parece anticipar el futuro histórico: y la tradición posterior tampoco dudaba en ver en la figura de Solón el prim er «presidente del pueblo» (prostátes toú dém ou), aunque esta definición signifique un des conocimiento radical, ya que precisam ente una de las características de Solón era no dejarse llevar por las corrientes del tiempo, y no querer hacer perm a nente su influencia. Sin em bargo, no ocultaba que su política se orientaba, sobre todo, hacia los intereses de los estratos no privilegiados y que el precio que había que pagar, debía exigirse de los grupos dom inantes. Estos círculos hicieron una abierta concesión al «pueblo», cuando finalmente le dieron vía libre, confesando al mismo tiem po que por su parte no lograban seguir ade lante y que Solón quedaba como ultima ratio, si se quería evitar lo peor y no dejar que las olas hundieran la nave. Así, en el 594, Solón fue elegido como arconte, con poderes extraordina rios. Su posición era la de un legislador dotado de facultades ilimitadas. En Atenas podía pensarse en el precedente de Dracón, pero la diferencia era enorme. D racón, como otras figuras de su estilo, se había limitado al campo del derecho y había transform ado la costum bre en ley estable, tom ando evi dentem ente en consideración sólo el derecho penal, ya que, de otra m anera,
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no se com prendía su conocida fama de legislador cruel, que habría escrito sus leyes no con tinta, sino con sangre. En concreto, D racón reconoció en gran medida — algo com pletam ente natural para su época, aunque después no se concibiera así— el antiguo derecho privado de m uerte, por ejem plo, en el caso de adulterio, o eh la defensa ante el uso injusto de la fuerza, e introdujo innovaciones sólo en un punto, im portante no obstante, al sustraer a la ven ganza de sangre el homicidio involuntario, introduciendo por consiguiente una distinción fundam ental. Por el contrario, la actividad de Solón es no sólo mucho más extensa, sino que tiene tam bién un carácter em inentem ente crea tivo. Form ó una A tenas nueva y su obra no puede ser definida ni siquiera aproxim adam ente en térm inos de derecho constitucional, por más que los atenienses más tarde trataran de designar su función recurriendo al concepto de «conciliador» (diallaktés). La actividad de Solón se caracteriza por gran número de aspectos diversos y puede ser valorada, por tal motivo, desde diferentes perspectivas. El historiador desearía saber cuál de estos diversos temas le parecía más urgente. Según las propias afirmaciones de Solón (que en nuestra recopilación están dispuestas en un orden puramente casual), el primer objetivo debía ser el de eliminar las ten siones socioeconómicas. La pequeña propiedad estaba tan endeudada, que los campesinos trabajaban casi solamente para sus acreedores. Aquel que no tenía (o no tenía ya) tierra para hipotecar, caía en la servidumbre por deudas y, por último, era vendido como esclavo fuera de las fronteras del Ática. En esta mise ria se escondía la energía revolucionaria más peligrosa. Las reivindicaciones ex tremas iban encaminadas a una reforma agraria radical, es decir, a un cambio completo de las relaciones de propiedad y al nuevo reparto de todo el suelo ático; de este lado se esperaba que Solón llevaría a cabo tal program a. Pero era un error. Solón confiaba poder desengañar a los unos y obtener una re nuncia voluntaria de los otros. La propiedad no fue abolida, pero se cancela ron los créditos de los ricos; los pobres no recibieron ninguna nueva propie dad, pero obtuvieron otra vez sus viejas tierras, liberadas de los mojones hi potecarios (hóroi). Esto fue el célebre «sacudimiento de deudas» (seisáchtheia) de Sólon, núcleo de su política social. Para evitar que los acreedores obviaran esta «purificación del suelo» transform ando las relaciones de deuda e hipoteca en transmisiones de propiedad, una ley adicional limitaba en una proporción determ inada cualquier adquisición de terreno. De forma paralela, Solón suprimió las consecuencias del otro tipo de e n deudam iento que había traído consigo la esclavitud en el exterior. Los a te nienses vendidos en el exterior fueron rescatados a expensas públicas, que podían ser sostenidas sólo por los ciudadanos pudientes: la servidumbre, por deudas, de los que permanecían en Ática, fue abolida. De esta m anera se les abría el camino de vuelta a la patria tam bién a aquellos que habían huido más allá de las fronteras para no caer en manos de sus acreedores. Así, de un solo trazo, se habían «liberado» el territorio y los ciudadanos del Ática. Solón se m ostraba particularm ente orgulloso de esta doble con quista. Con m irada retrospectiva, se interroga a sí mismo: «Más yo, para cuantas cosas reuní al pueblo, ¿de cuál desistí antes de lograrla? Podría testimoniar de esto en el tribunal del tiempo la gran m a dre de los dioses olímpicos, la excelente, la T ierra negra, de la cual yo an-
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taño arranqué los m ojones en muchas partes ahincados; ella, que antes era esclava y ahora es libre. A A tenas, nuestra patria fundada por los dioses, devolví muchos hom bres, que habían sido vendidos, ya justa, ya injustam ente, y a otros que se habían exiliado por su aprem iante pobreza; de haber rodado por tantos sitios, ya no hablaban el dialecto ático. A otros, que asimismo sufrían hum illante esclavitud, tem blando ante el semblante de sus amos, les hice libres.» Solón ocupa un lugar central en la historia de la política ática y la tradi ción de la historia constitucional de A tenas fue siempre consciente de ello. Desde este punto de vista, Solón era m enos el «libertador» que el «creador del orden» y su fundador. La emancipación campesina que propuso (en tanto se nos perm ita esta expresión un poco errónea, ya que no se trataba eviden tem ente de abolir una condición de esclavitud), se impuso inm ediatam ente y no necesitaba, una vez llevada a cabo, dejar preocupaciones para el futuro. Ciertam ente, provocó en aquel instante una profunda impresión y fue la que en mayor m edida determ inó la grandeza de su autor a los ojos de sus con tem poráneos. Aquí se abría el espacio para las pasiones y las discusiones vi vaces, ésta era para Solón la fuente de amistades y de enemistades inm e diatas, de reconocimientos y de escepticismo que se entrem ezclaban según los intereses. El reform ador político Solón tenía de su parte a la posteridad, in cluso a aquella posteridad que hubiera deseado olvidar su reform a agraria y que tenía que reconstruir su imagen tan sólo a partir de los testimonios per sonales de Solón. No obstante, en su obra no dio Solón, en absoluto, a Atenas su form a definitiva, que sirviese de fundam ento definitivo de su auge. A diferencia de la Constitución de la Esparta contem poránea, la constitución de A tenas no recibió todavía su configuración fija e inalterable. Solón había señalado un punto de partida, no de llegada. Pero era un punto de partida real: se habían tom ado decisiones fundam entales irrevocables, en las que se revelaba clara la dinámica de las futuras consecuencias. Solón partió del estado de cosas de la situación constitucional del mo m ento. Estaba en curso la disgregación de ordenam ientos militares y políticos que, desde hacía tiem po, había provocado por doquier, en el m undo griego, una tensión típica. Con el surgimiento de la técnica hoplita, la obligación del servicio militar se había extendido al círculo de los atenienses no pertene cientes a la nobleza, pero capacitados para correr con los gastos de su equi pam iento, de tal m odo que, junto a los caballeros aristocrátas (hippeís), sur gieron los pertenecientes a la clase media campesina bajo la denom inación de zeugitas, es decir, «los que form an en fila». Junto a estos ciudadanos sujetos al pleno servicio militar, los téle, o como también se decía más tarde, «los que servían con las armas» (hópla parechómenoi), estaban los thétes. Estos últimos, privados de auténtica propiedad, en una sociedad puram ente agraria eran poco más que proletarios. Como el Atica entonces tenía todavía un ca rácter casi exclusivamente agrícola, estos elem entos no tenían peso alguno. No había llegado aún el m om ento en el que la formación de patrim onios no procedentes de la agricultura deshizo estos cuadros y los artesanos, incluso privados de tierra, se elevaron muy por epcima de la condición de los thétes. Estos últimos eran dem asiado pobres para ser incluidos en la falange. Por tal motivo, a Solón le im portaban ante todo los campesinos. A sus deberes de
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bían corresponderles tam bién derechos y el E stado debía apoyarse tanto en ellos como en la aristocracia. U na vez que se había tom ado conciencia del principio fundam ental, era necesario extraer las consecuencias. A ntes de todo había que poner en claro que los derechos políticos en general debían ser una em anación de la capaci dad económica, o más exactam ente, de la agrario-económ ica, tras la que, por consiguiente, desaparecía la cualificación gentilicia. A dm itido el principio, ya no era compatible con él una caballería basada en el nacimiento: ahora podía ser reem plazado p o r un servicio militar ecuestre para aquellos que disponían de un patrim onio considerable; de hecho, habría form ado parte de él los mismos de antes, pero no se excluía la admisión de no aristócratas, si su p a trim onio alcanzaba la cantidad fijada. Solón cumplió con toda la claridad d e seable este paso hacia la determ inación puram ente económica de los d ere chos políticos. Para evitar posibles m alentendidos, hizo que los aristócratas más ricos, que habían sido caballeros en el ejército y que habrían debido e n contrar su puesto como tales en el ordenam iento político, se convenciesen sin sombra de duda que su dignidad tenían que agradecérsela exclusivamente a sus bienes. Para su clasificación política, los extrajo de los «caballeros» y los incluyó en una nueva categoría, creada por él: era la clase de los de pentacosiomedimnos, es decir, de aquellos que cosechaban como mínimo quinientas fanegas de grano (la fanega equivalía a unos cuarenta y cinco litros) o la can tidad correspondiente de aceite o vino, en cuyo caso la fanega equivalía a treinta y seis litros. Con ello se establecía que, por principio, cualquiera, au n que no fuera aristócrata, podía entrar en este grupo si disponía de los medios exigidos. A clarado y establecido esto, era obvio que tam bién las otras dos clases debían basarse en el principio de las rentas; bastaba sólo graduar el co rrespondiente nivel de riqueza; trescientas fanegas para los caballeros y dos cientas para los zeugitas. Todo estaba regulado por el censo, y, por consi guiente, el sistema recibió en la teoría política el nom bre de timocracia, es decir, régim en basado en el censo. Solón decidió tam bién que los cargos más elevados, los de los arcontes y el de adm inistrador de las finanzas (tamias), quedaran reservados a los pentacosiomedimnos, m ientras que los restantes, con ciertos grados, quedaban abiertos a las otras dos clases. Por el contrario, el derecho electoral activo era el mismo para todas las clases. N uestra tradi ción incluye tam bién a los thétes, pero es difícil que les fuese concedido ya por Solón. Probablem ente, Solón no tuvo que esforzarse mucho para im plantar el principio timocrático, que no significaba ya otra cosa que adaptar la constitu ción política a las condiciones sociales existentes. Los privilegios de la aristo cracia no podían seguir m anteniéndose por más tiem po, al estar en contra de las necesidades de la técnica militar. Y en el fondo, esta concesión no se h a bía hecho en beneficio de la amplia m asa, sino de los estratos económica m ente fuertes; por otra parte, si la aristocracia pertenecía a estos últimos — como ocurría en la mayor parte de los casos— , no era en absoluto afectada por la reform a. Su significado, así como sus efectos inm ediatos eran tan evi dentes y parecían tan firm em ente apuntalados que no era ni siquiera necesa rio preocuparse por garantizar la relación num érica entre las diferentes clases. Y por el m om ento, no había motivo para tener en cuenta a los thétes. Cuando éstos hicieron sentir su presencia en el transcurso del siglo VI (igno
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ramos la fecha precisa), sin duda habría sido conveniente establecer una ba rrera del tipo de un derecho cualificado de voto, correspondiente a la con cepción primitiva, pero, m ientras tanto, las cosas habían avanzado de tal m a nera que no se podía pensar más en ello, a menos de querer volver a desan dar el camino hecho. Adem ás se com probó que en las nuevas condiciones, la timocracia no tenía excesiva im portancia: ya no valía la pena aboliría. Se ha bía paralizado, como quien dice, por sí misma. E sta evolución no estaba en absoluto implícita en la institución como tal, que debía parecer, a los ojos de Solón y de sus contem poráneos, fijada con claridad. En definitiva, la timo cracia era tam bién la auténtica alternativa a la igualación de la propiedad, re chazada por Solón. Solam ente ella, como en Esparta, hubiera hecho super flua una diferenciación de los derechos políticos. D e faltar aquélla, ésta era el correlativo necesario. No puede afirmarse sin más lo mismo de otra innovación político-constitucional de Solón. Efectivam ente, en ella se hallaba encerrado el verdadero germen del futuro, porque en este caso se rom pió por principio con la tradi ción: nos referimos al distanciam iento del consejo aristocrático del centro de la política. No tiene im portancia el hecho de que éste, el areópago, no fuera ya un consejo aristocrático puro, desde el m om ento en que los arcontes, que lo constituían, podían no pertenecer ya a la aristocracia. Decisiva fue la deva luación de la institución como tal. En absoluto fue consecuencia directa de un program a declarado, sino corolario de otra m edida. Solón había creado, sobre la base del censo, un nuevo y activo derecho de ciudadanía, cuyos be neficiarios debían expresarse en algún organismo. Este fue la asamblea popu lar, la ecclesia, que elegía a los funcionarios, tom aba decisiones y, cuando se les sometía un caso jurídico determ inado, pronunciaba tam bién sentencias. Pero al frente de esta asam blea popular fue puesto, como órgano especial, un comité de miem bros elegidos anualm ente, «el consejo» (bulé). La asamblea del pueblo recibió así la posibilidad de dirigirse a sí misma y de adquirir sus propias iniciativas políticas, m ientras, con el transcurso del tiem po, el antiguo consejo del areópago era privado de su autoridad. Como sus miembros eran vitalicios y adem ás hom bres experim entados, el areópago había adquirido un gran peso objetivo y sobre todo tenía im portancia por la continuidad de sus deliberaciones. Pero cuando se le privó de sus com peten cias y se encontró imposibilitado de influir sobre la asamblea, todo su patri monio fue condenado a quedar inoperante y la institución entera perdió su peso político. La pérdida no pudo ser com pensada por ciertas tareas jurídicas formales en el campo de la vigilancia de la constitución y en las causas por homicidio. Es difícil valorar en toda su significación la importancia que todas estas innovaciones tuvieron para la futura historia constitucional. No se trata de que ya quedara señalado el camino hacia la democracia clásica; pero cual quiera que fuese el resultado final, el consejo, basado en la elección a perpe tuidad, no pudo continuar como órgano de integración política, y con ello se perdió peligrosam ente el único factor estabilizador de que disponía la ciudad antigua. Por supuesto, la responsabilidad no recae propiam ente sobre Solón. Se gún sabemos, ocurrió así por todas partes en el m undo griego, incluso allí donde no se alcanzó posteriorm ente el ideal de la constitución ática. Eviden-
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tem ente, en este asunto, desde un determ inado m om ento en adelante, preva leció una tendencia inevitable a la que sólo E sparta pudo sustraerse. Por ca sualidad conocemos tam bién un ejem plo un poco anterior a Solón (Q uíos), de m odo que su originalidad está explícitam ente excluida. No por esto estaba Solón privado de una concepción ideal. La independización de la asamblea popular por medio de la autocefalia que le fue otorgada se adapta bien al es quem a de la nueva com unidad que él quería fundar, y originariam ente, la re glamentación de este consejo no tenía nada de desconcertante: estaba com puesto por representantes de las cuatro filai, que entonces en A tenas eran to davía las antiguas filai gentilicias. C ada una elegía cien consejeros, de m odo que en total eran cuatrocientos, la «bulé de los cuatrocientos». C on ello p a re cía responder a un sano conservadurism o, el mismo que dejó subsistir tam bién las filai; y, a pesar de todo, se descubre aquí el punto en el que se llevó a cabo con las más profundas consecuencias la transform ación revolucionaria, porque Solón, que impidió el estallido espontáneo de una revolución con su intervención personal, no obstante, la llevó en parte a la práctica con su ac ción bien calculada. E n la historia, todo lo nuevo es siem pre enemigo de lo viejo. Pero esta verdad se puede m anifestar de distintas m aneras. Solón era consciente de dónde había de frenar a las fuerzas en ferm ento que exigían progresos desor denados y dónde debía insistir sobre la continuidad con el pasado y la conso lidación del presente, como resultado de una evolución. Pero estaba igual m ente convencido de que en otros puntos solam ente contaba el futuro; el p a sado estaba agotado y había que fijar la m irada en ideas para las que no exis tían viejos modelos. En aquellos m om entos, en la polaridad del ser y el deve nir, el centro de gravedad se desplazaba hacia el devenir de lo aún no exis tente. E n esto, sobre todo, se reveló Solón como creador, como organizador de un program a político que abarcaba por entero una constitución hum ana, completa en sí misma. A quí se halla, entre sus distintas obras, aquella que la posteridad se ha apropiado con más ahínco. La obra legisladora de Solón en este sentido, con todos sus múltiples as pectos, está, sin em bargo, anclada a un pensam iento central: se propone fo r m ar a los hom bres y no debe exclusivamente regular el com portam iento ex terno. Su m eta es transform ar a los seres hum anos y adaptarlos a las exigen cias de un m undo cambiante. H asta aquí, legislador y ley se ofrecen com o educadores — como podría decirse evitando com paraciones inoportunas— y anticipan una idea que retornará en la teoría política de Platón. Solón y sus contem poráneos eran conscientes de que con este proceso surgía un principio normativo de una dimensión hasta entonces desconocida. En el pasado, una ley había sido siem pre una entidad absoluta e indepen diente. El hom bre tenía que reconocerla como instancia superior, se sustraía com pletam ente a su intervención. A un cuando se hubiera escrito — como se había hecho a m enudo ya, antes de Solón, e incluso se trataba de una carac terística de la época— , esto no cam biaba en nada la existencia independiente de la ley: se fijaba por escrito sólo lo que siem pre había existido. Tam bién las eventuales novedades eran interpretadas subjetivam ente en este sentido. Para Solón, la cuestión era com pletam ente distinta. No ocultó que el ordena m iento por él deseado tuviera su soporte en la voluntad hum ana ni que lo
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que debía valer como norm as se hubiera convertido en tal como consecuencia de un acto hum ano. Solón descubrió así el fenóm eno del derecho instituido, la norm a como «estatuto». Por tal motivo, definió sus leyes con la correspondiente expresión griega, thesmós. No podía usar el otro vocablo nomos, con el que el griego expresaba el carácter suprapersonal de la ordenación. Llevaba bien marcada la impronta de su origen al estar limitada su validez a cien años, esto es, al máximo concebi ble para un vínculo jurídico, como en los tratados internacionales. Una vez que las leyes de Solón fueron esculpidas en cilindros de piedra (kyrbeis), los ciuda danos debieron comprometerse mediante juram ento a respetarlas. Este compro miso no era obvio, por más que, teniendo en cuenta sus plenos poderes, la fuerza vinculante de las leyes estuviese fuera de discusión. D e todos m odos, para nosotros, estas disposiciones no parecen contener nada de extraordinario, y dan la im presión de algo cotidiano. El agua, para uso inm ediato, debe tom arse, en prim er térm ino, de la fuente pública; si la fuente se halla dem asiado lejos, debe construirse otra. Si esto no es posible, es lícito tom ar una determ inada cantidad del vecino. Las plantaciones colin dantes deben m antener una determ inada distancia entre sí, para que no peli gren sus raíces. D e la misma m anera debe procederse al excavar un foso; al instalar colmenas se deben observar ciertas precauciones. Los daños causados por animales traen consigo el encarcelam iento de su dueño; y así, otros de cretos de parecidas características. Sin em bargo, Solón fue el prim ero que presentó todas estas m aterias como de derecho del Estado ático. A ntes no habían sido consideradas o h a bían sido reguladas en el ám bito de las asociaciones familiares y gentilicias. De modo análogo se procedía tam bién para otras cuestiones, que hasta en tonces habían sido valoradas de distinta forma. En el marco del norm al dere cho hereditario no existía la facultad de disponer personalm ente. Solón creó el testam ento como derecho público, y no sólo eso: añadió la posibilidad de impugnarlo si faltaba la capacidad de querer (enferm edad, influencia de la esposa, veneno, improvisión). La posibilidad de perseguir la ociosidad no sig nificaba, como es natural, que el mal se hubiera difundido sólo entonces. Ya antes existían elem entos «asociales», pero la tarea de acabar con ellos no era competencia del Estado, o m ejor dicho, de los atenienses en su conjunto. Se sabía ya de siem pre que las consecuencias de un com portam iento así recaían sobre la familia y que, con él, se ponía en peligro el deber de m antener a los padres. Solón reclamó sobre este3punto la atención pública. D esde entonces, la vigilancia de los hijos respecto a sus relaciones con los padres se convirtió en un objeto constante de control del derecho electoral pasivo (dokimasía). Podría parecer que Solón se limitó a transferir estas m aterias de su anti gua sede al ámbito de la com unidad ática. Pero esto sería una verdad a m e dias, que en parte presupondría lo que Solón creó precisam ente confiando esta misión al «Estado». Solón, sin duda, descubrió en A tenas una colectivi dad, pero, como tal, era todavía una organización no ordenada con precisión, que se m antenía unida por ciertos derechos señoriales y por ciertos represen tantes de la autoridad. Solam ente cuando Solón incluyó en esta envoltura de terminadas funciones y les dio un contenido concreto de norm as sociales, sur gió algo así como un Estado o una institución estatal. El proceso es, en cierto m odo, típico y bajo determ inadas coyunturas se
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presenta en todas partes en la historia. Como se sabe, el E stado m oderno surgió tam bién así, pero fue fundado desde arriba, desarrollado por instan cias dotadas de autoridad. En A tenas, se llegó a él a través de la constitución de una asociación política sobre base com unitaria. Los atenienses se aplica ron espontáneam ente a crear una voluntad colectiva y de m anera bien con creta, puesto que se expresó en una acción pública, y form uló m ediante ju ra m ento el orden futuro como creación de su propia iniciativa. P ara com pren der el fenóm eno podem os pensar en los conceptos conocidos de confraterni dades y asociaciones juradas, pero sin insistir en el paralelo, porque en A tenas no existía una alineación frente al exterior y no era necesario unirse para fines de defensa. E n Grecia, el régim en aristocrático era dem asiado d é bil para ejercer una presión tan fuerte como en R om a, por ejem plo, o en el medievo europeo. Adem ás, Solón había calculado toda su política para evitar el choque de fuerzas antagónicas. D esde este punto de vista, el Estado de Solón se caracteriza porque con vierte la inm ediatez de las antiguas relaciones en fundam ento del nuevo o r den político. El Estado de los atenienses (o, sim plem ente, «los atenienses», como se decía en griego) debía apoyarse en la vecindad entre hom bres que hasta entonces se adecuaban a las relaciones de círculos sociales restringidos. D e esta m anera, el lazo prim ario de la vecindad se convirtió en el ferm ento de la com unidad ática. La originaria obligación de ayuda debía reinar tam bién en el interior de esta asociación más amplia. Si alguno era dañado (por ejem plo, por un acto de violencia, como lesiones corporales o privación de la libertad de los hijos o la esposa) y no tenía coraje para exigir justicia, debía estar seguro de que cualquier ateniense se sentía tan próxim o a él como para intervenir a su favor y elevar la dem anda. Esto era tanto más válido en re la ción con el «Estado», que había sido elevado a la categoría de ente público objetivo, precisam ente por medio de Solón, pero cuya «objetividad» no se expresaba en un institucionalismo de las funciones o de los funcionarios. El derecho y el deber de presentar dem anda, extendido a todos los ciudadanos —esto es, la universal com petencia de hacerse cargo del máximo derecho de soberanía política, la protección del Estado contra la alta traición y otros d e litos políticos y de entablar una acción judicial— dem ostraba fuera de toda duda que en la concepción de Solón el poder público debía ser accesible a todos y convertir a cada uno en responsable potencial de la fuerza política y de las tareas estatales. La indiferencia del que se encierra en sus propios n e gocios privados no era compatible con una concepción así; es fácil com pren der que algunos se sintiesen inclinados a seguir las viejas costum bres y a limi tar su atención a sus propias preocupaciones personales. A esto intentaba p o ner remedio la más famosa ley de Solón: será expulsado de la com unidad aquel que no tome partido en la lucha política. Este pensam iento había sido ya expuesto a los atenienses de forma penetrante en la poesía que anticipaba el programa: «De esta forma, el infortunio público alcanza a cada uno en su casa y las puertas del patio no pueden cerrarle el paso, sino que salta por encima de la elevada tapia y encuentra siem pre a su presa aunque uno se refugie huyendo en su cám ara más rem ota.» (Traducción de F. Rodríguez Adrados.)
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La actividad de Solón se encuentra en el punto de intersección de dos di recciones. En ella se expresa tanto una orientación típica de los problem as panhelénicos — en tanto las distintas ciudades estuvieran m aduras en aquellos m om entos para afrontarlos— , como tam bién una tendencia específica, dentro de este mismo m arco, destinada a entrar en el posterior desarrollo como fuerza creadora. D esgraciadam ente, sabemos muy poco de las condiciones peculiares fuera del A tica para hacer comparaciones o establecer relaciones precisas. A pesar de todo, una cosa es cierta: el ordenam iento político pasó en todas partes del dominio de la aristocracia tradicional a la com petencia de un estrato social más amplio. E n consecuencia, el ordenam iento político se hacía más amplio y más intenso. C entraba en él la existencia política y social de los individuos, pero al mismo tiem po fundam entaba la nueva com unidad y la convertía en ciudadanos. D e esta transformación surgió el Estado de los ciudadanos o, en griego, la polis de los polítai. Nadie tan claram ente como Solón indicó, al menos para nosotros, lo que esto significó. Y Solón nos perm ite tam bién vislumbrar cuál fue el origen de esta idea: no derivaba, desde luego, del reconocim iento del demos como clase dotada de derechos políticos. Así y todo, las fuerzas sociales aprem ia ban ya en esta dirección, pero con ello no se producía necesariam ente el éthos peculiar que anim aba a Solón y que infundió en la m ateria efervescente de la situación histórica de entonces. Solón era un hom bre de la vieja aristo cracia, y su idea del ciudadano, que se dem uestra como tal actuando por pro pia voluntad que equipara la existencia de toda la comunidad con la de sí mismo, como ente político, no fue imaginada por él como forma de vida, sino extraída de una concreta existencia hum ana: de la suya, naturalm ente. Pero esta existencia, en su apertura hacia el interés público, en esta relación con los asuntos generales y en la instintiva necesidad de un quehacer respon sable, se correspondía con las cualidades naturales de todos aquellos en quienes es innata la misión de dom inar. Solón fue un educador y quiso m o delar al pueblo apolítico según la imagen de la clase social hasta entonces do minante. No es sorprendente que para este em inente ateniense el cambio en los puestos de dirección no representase otra cosa que un comienzo de renova ción; sorprende, en cambio, que el relevo se llevara a cabo sin resenti mientos, que sucediera así en la práctica (no podía ser de otro m odo) a dis tancia de tiempo de la época de Solón y de su actividad política. Encon tramos aquí la identidad del ideal de vida fundam ental para la historia griega que va más allá de la gran revolución de la época arcaica tardía. Solón es, decididam ente, por tal motivo, el representante de los ele mentos estructurales más significativos del desarrollo panhelénico. Para A tenas no podía ser indiferente que la conciencia general se llevara a efecto precisam ente en su suelo y que, por consiguiente, se le asignase la misión de encarnar, con particular claridad, este rasgo característico griego, casi como la encarnación de un tipo ideal. Sería demasiado fácil ver dibujada en la figura de Solón la futura gran deza de Atenas. La realidad histórica no puede anticiparse a sí misma y un símbolo no es sin más una causa real. Más bien, se trata de un efecto óptico. No obstante, si lo aceptam os con esta reserva, Solón asume entonces real m ente un valor com pletam ente particular a la luz de la posterior historia
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ática. La E sparta contem poránea aparece ya en las dimensiones realizadas de, su futuro. A tenas podemos com prenderla sólo en la concepción de Solón. Pero si observamos ambas, vemos ya mucho de su futuro antagonismo y dos tipos de hom bres orientados distintam ente. U na de las leyes de Solón explica sin rodeos el derecho de todos a la libre unión personal para las más variadas finalidades y tareas (la «ley sobre asociaciones»). Esto no tenía lugar ya en una m era esfera ideal, sino en la realidad. El otro hecho que ya existía era el Estado-cuartel espartano, que no conocía posibilidad de asociación fuera de los cuadros prescritos. Los múltiples aspectos que abría la actividad de Solón no deben hacer ol vidar el sector de los resultados prácticos tangibles, convincentes en sí. N in gún logro hum ano puede surgir sin el movimiento de las fuerzas vitales. Si las reform as de Solón debían afirmarse, el impulso de la voluntad tenía que ser sostenido por el sentim iento de una capacidad llena de confianza y de la se guridad de una solución justa. El nuevo Estado no habría tenido gran valor si no hubiese tenido algún efecto concreto. Solón proporcionó una prueba lú cida: en el A tica, los productos agrarios tenían un precio elevado, debido a la dem anda elevada en el m ercado interlocal. Solón prohibió las exportaciones y los precios cayeron. La excepción eran las aceitunas, cuya abundante oferta garantizaba evidentem ente un precio aceptable. La reform ada A tenas asumía la responsabilidad de alim entar a sus ciudadanos, una responsabilidad que se convirtió en una ley férrea, por lo dem ás no sólo para Atenas. Igualm ente sugestiva era la confianza en que A tenas progresaría y que su economía se desarrollaría. Ya cedió una presión cuando algunos exiliados políticos pudie ron regresar como consecuencia de una amnistía. Pero, después de solucio narse el problem a social, el Atica tenía tam bién sitio para manos trab aja doras: en ella encontraron asilo extranjeros expulsados de su patria y, sobre todo, el país se abrió al artesanado de procedencia extranjera dispuesto a in crem entar por todos los medios posibles la productividad. Una reform a m o netaria, que sustituyó el sistema egineta de m edidas, adoptado antes por A tenas, por el eubeo, equiparó la mina a cien dracmas en lugar de setenta, aum entando la circulación del dinero. E sta decisión dio un gran impulso a la vida ateniense: ya la generación siguiente lo experim entó cuando vio que los artículos áticos, especialmente la cerámica, conquistaban un lugar preponde rante en el m ercado internacional. Al finalizar su encargo — que debió de extenderse por un tiem po superior al año del arcontado, como quiere la tradición— , Solón restituyó al pueblo sus plenos poderes extraordinarios. Todo el que no creía que rechazaría la ti ranía, quedó contundentem ente rebatido. Él dem ostró ser realm ente el hom bre que pensaba sólo en su misión objetiva y que no valoraba en absolu to el privilegio del poder. Aún menos podía pensar en renegar del éthos de su obra, que quería convertir al ciudadano libre en señor del Estado. Pero Solón sabía tam bién que, dada su alta autoridad, podía ser siempre un poder incluso sin el cargo y que, por tal motivo, su persona habría impedido la apli cación natural de la nueva constitución. Así pues, se alejó de A tenas y se d e dicó a viajar, como probablem ente había hecho ya antes. Estuvo en Chipre y en Egipto, el país de las maravillas para los griegos. La leyenda habla de que visitó al rey de Lidia, Creso, con el que habría sostenido el famoso coloquio sobre la felicidad hum ana; pero en aquella época Creso todavía no estaba en
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el poder. Al parecer, Solón regresó diez años después, y vivió en Atenas hasta su m uerte, que tuvo lugar, probablem ente, en el año 559. Solón fue censurado por su renuncia no sólo por sus contem poráneos, sino tam bién por historiadores posteriores; y esta crítica tiene cierta justifica ción. Sin em bargo, la fuerza de Solón no era sólo la del político y el hom bre de acción. Sus intuiciones prácticas procedían de una conciencia que se ex tendía más allá de la esfera de la acción. Él era, ante todo, una inteligencia pensadora, y sus consideraciones estaban imbuidas de reflexiones auténticas. Sabía distanciarse de sí mismo y conocía exactam ente los límites de la exis tencia hum ana, incluso allí donde es objeto de intervención por parte del que desarrolla una función pública. E staba convencido de que el hom bre siempre está en peligro cuando desarrolla una actividad en la práctica, am enazado por el desconocimiento de lo que es justo y, por consiguiente, por la tentación de la hybris, del orgullo desm esurado. Para Solón no existe una teodicea absolu tam ente clara y está convencido de que la venganza divina m archa por sus caminos secretos. El injusto puede escapar a ella, pero term ina cayendo so bre las generaciones siguientes. Esta creencia antigua y prim ordial, por la que individuo y estirpe se identifican, está aún expresam ente reconocida por Solón, aun dándose cuenta ya de que en ese caso el inocente debía sufrir, y no duda en afirm ar que, en el fondo, el hom bre está abandonado a sí mismo en sus decisiones: «En todas las acciones hay peligro y nadie sabe, al comienzo de una em presa, cómo será su final.» Un buen comienzo puede volverse en contra y el insensato tiene éxito. El hom bre no sabe cómo com portarse con los dioses, y es en realidad un ser com pletam ente desgraciado. Sin ninguna duda, aquí se expresa un profundo pesimismo, y cuando Nietzsche atribuye este pesimismo a todos los griegos, tiene razón en lo que respecta a estas reflexiones y podría invocar a Solón como testimonio principal. Pero Solón enseña — y tam bién aquí representa a «los griegos»— que por esto las consecuencias no tienen por qué ser pesi mistas y llevar a una resignación inevitable. Solón tenía un carácter rico y abierto; tam bién con estas convicciones vivía su propia vida y podía valorar, como contenido de la existencia, el am or, los hijos, los amigos, el caballo, el perro de caza y el huésped. Y de la misma m anera tom aba el camino de la acción política, en contra de todos sus escrúpulos, que él, como «sabio», sen tía, y estaba inspirado por la profunda intuición de que a la justicia creada por él debía asociarse la fuerza — frente a las actitudes hostiles— y de que no era la «idea» la que, a través de su persona, se apoderaba de la realidad: «M ediante la ley, yo he hecho todo, uniendo el poder con el derecho estricto.» Solón no estaba llamado a ver crecer su semilla. Su program a sólo podía realizarse a largo plazo. El cuerpo ciudadano dotado de conciencia política era una imagen del futuro esbozada por él, pero no un ordenam iento según el cual pudiesen convivir los grupos hasta ahora privados de derechos. Ante todo, hubiera sido excesivo esperar de ellos que constituyeran el fundam ento
M onedas de oro de los siglos v i y v a.C . halladas en el Á tica y en el P elopon eso. M unich, Staatliche M ünzsam m lung. Dracm a y sem iób olo (un d oceavo de dracm a), A ten as, 450-400 a.C. D ebajo: estatera, Egina, 550-456 a.C .; estatera, C orinto, circa 600 a.C.
G em as griegas de los siglos vi y v a.C. La abeja, sím bolo de la sacerdotisa de É feso, y un fabricante de yelm os (reproducciones muy aum entadas). M unich, Staatliche M ünzsam m iung.
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de la com unidad y que lograran sostenerla. Para ello les faltaba tanto solida ridad interior como disciplina exterior. H abrían tenido que dar prueba de ambas en las elecciones de los más altos m agistrados, si se hubiesen tom ado decisiones definidas y si la minoría derrotada se hubiera plegado al voto de la mayoría. Pero el mecanismo no funcionaba en absoluto. Por dos veces, en el 589 y en el 584, no se consiguió ningún resultado. En otra ocasión, en la elección del (prim er) arconte, el predecesor no abandonó el puesto; por úl timo, los partidos rivales negociaron entre sí la asignación de los cargos de arcontes. N aturalm ente, con el paso del tiem po, este pésim o recurso no ofre cía garantías. La raíz del mal radicaba en que el pueblo se dejó dividir en grupos regio nales y obedecía más a los sentim ientos locales que a la misión de represen tar la voluntad colectiva. D e este m odo, la aristocracia, contra la que en defi nitiva iba dirigida la reform a constitucional de Solón, y de la que no podía esperarse su defensa, pudo sacar provecho de la situación. No pensaba en re vocar los nuevos ordenam ientos, pero aprovechó la debilidad estructural para m antener las cosas en suspenso. Varios aristócratas organizaron, en determ i nados territorios — naturalm ente, en aquellos donde tenían propiedades y, por consiguiente, influencia— , un firme grupo de partidarios, y con este apoyo sabotearon el curso regular de los asuntos. El siguiente paso consistía en conquistar posiciones de privilegio fuera de la constitución. Pero esto no era otra cosa que desatar una nueva lucha com petitiva, que antes o después había de traer consigo la eliminación violenta de diferentes partidos en favor de uno solo. Prácticam ente, habría sido una usurpación o el comienzo de una tiranía. Y así sucedió. Las rivalidades locales se agudizaron cuando se vincularon a ellas p ro blemas objetivos. Dichos problem as procedían, y esto no sorprende, del hori zonte político de las reformas de Solón. Según las posibilidades existentes a priori, se delinearon tres puntos de vista distintos. Por una parte estaban los aristócratas conservadores, que se sentían derrotados por Solón, o m ejor di cho, por el estado de necesidad que lo había llevado al poder, y que querían retornar a la situación del pasado. U n cierto Licurgo se erigió en su p o rta voz. El grueso de sus partidarios estaba form ado por «la gente de la llanura» (pediás), térm ino que indicaba los alrededores de A tenas. Por otra, Megacles, un miem bro de la familia de los alcm eónidas, que más de una vez figuró en prim er plano de la historia ática, se apoyaba en la política de reconcilia ción de Solón y reunía en torno a sí al campesinado de la gran llanura cos tera, los «paralios». Finalm ente, los pequeños aldeanos pobres, por lo gene ral habitantes de las tierras altas y denom inados por ello «los de la montaña» (diákrioi), se alineaban con Pisistrato, que, naturalm ente, tam bién era un aristócrata. En parte, habían esperado aún más de Solón y continuaban vi viendo en condiciones económicas penosas. Se com prende que esta división de fuerzas determ inase durante largo tiempo un estado de equilibrio. Y la situación general excluía que ahora los antagonismos se agudizasen, como en el pasado, por pasiones elem entales, ali m entadas por la miseria y la agitación de las masas. La obra reform adora de Solón, aun estando expuesta a la ruina del ordenam iento externo, ahorraba a A tenas los peligros de un trastorno radical social y político. De este modo, la tiranía, que term inó por instaurarse, ya por sus presupuestos, debía observar
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una cautela y una prudencia fuera de lo normal. Tampoco fue fácil impo nerla: necesitó varias tentativas y sin la habilidad y tenacidad de Pisistrato, probablem ente, no hubiera sido más que un episodio insignificante. Teniendo en cuenta los medios de los que disponía, Pisistrato no podía ser el más fuerte. Su prim er golpe de Estado consistió únicam ente en enga ñar hábilm ente a sus adversarios: hizo creer a la asamblea popular de A tenas que era el más débil de los tres y que su vida peligraba. Como prueba, mos tró una herida que había recibido luchando: así pues, los otros recurrían a las armas. Al menos debía perm itírsele arm ar a un grupo de sus partidarios con porras. Pisistrato disfrutaba de un considerable crédito entre las masas. Se había distinguido en las luchas contra M égara, que no habían term inado con Solón y que trataban más o menos tácitam ente de anexionar la ciudad adver saria, y había conquistado el puerto m egarense de Nisea (que luego volvió a perderse). D e esta m anera se le concedió una guardia personal. Con su ayuda, se apoderó de la Acrópolis, la fortaleza de A tenas y se convirtió en soberano de la ciudad (561). El viejo Solón, que ya antes había advertido a los atenienses que no subestim aran a este hom bre aparentem ente inofensivo, no se había, pues, engañado. Pero una soberanía fundada y m antenida de este m odo tenía débiles so portes, y no perm itía a su titular dem asiada libertad de movimientos. En el fondo era posible sólo porque los jefes de los otros dos partidos se combatían entre sí. E n cuanto los dos rivales de Pisistrato se unieron, todo el edificio se derrum bó como un castillo de naipes. Esto sucedió pocos años después (556). Al parecer, sin luchar, Pisistrato abandonó la ciudad y se retiró a su lugar de origen. El segundo intento fue puesto en escena de form a parecida, después de que Pisistrato hubo conseguido el punto de apoyo decisivo aliándose con el alcmeónida, que le había entregado a su hija por esposa. Pisistrato, disfra zando a una m ujer de gran estatura, simuló una aparición de la diosa A te nea, que le permitió retornar a la Acrópolis. Y para vergüenza de H eródoto, que cien años después tenía una alta opinión de la lucidez intelectual de los atenienses, las gentes sencillas tom aron en serio esta m ascarada. Pero tam bién este régimen era inestable y siguió la suerte de la circunstancia que lo había permitido: su caída fue inevitable cuando se disolvió la coalición entre Pisistrato y los alcmeónidas. Solamente la tercera tentativa, en el 546, trajo a Pisistrato la conquista del poder. El proceso de lo ocurrido es bastante significativo de las posibili dades de entonces para desarrollar un poder personal. Esta vez A tenas fue «conquistada», en el auténtico sentido de la palabra, por fuerzas que penetra ron en el Ática a mano arm ada. Tras la segunda expulsión, Pisistrato había abandonado el país. Pero en el extranjero no jugó el papel del pobre deste rrado: disponía de considerables recursos, incluso de tipo m aterial; en Tracia poseía minas, cuyas ganancias le perm itieron reclutar tropas. Esto significaba que tenía una soberanía local sobre los «bárbaros». Una cosa así no tenía nada de extraordinario: en una época en la que, dentro del Estado griego, la aristocracia veía derrocadas las posiciones de poder personal — nunca habían sido demasiado fuertes— , su iniciativa encontraba otro espacio en territorios no griegos. Pero éste era sólo uno de sus recursos. El otro consistía en el cré dito moral que Pisistrato se había procurado entre representantes de su clase en diferentes ciudades griegas, sobre todo entre los propietarios aristocráticos
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de E retria. A cambio de favores recibidos en el pasado, le enviaron m ercena rios. Estos procedían de Tebas y de Argos, en donde Pisistrato tenía rela ciones familiares, y tam bién de algunas otras ciudades. Lígdamis, de Naxos, que había sido expulsado de su país lo mismo que Pisistrato y que disponía tam bién de medios financieros, aprovechó la ocas.ión, especulando sobre un eventual éxito, para con su ayuda conquistar Naxos. La invasión no encontró ninguna residencia enérgica. E n el 546, cuando Pisistrato, procedente de E retria (en E ubea), desem barcó casi en el mismo lugar donde más tard e los persas pisaron por prim era vez suelo ático, no lejos de M aratón, no encontró ningún enemigo, e incluso pudo saludar a sus viejos amigos que afluían desde la ciudad y los centros rurales. E n los cír culos responsables de A tenas no se tom ó dem asiado en serio la cam paña y se pensó que Pisistrato se contentaría con regresar a su región de B raurón p ara dedicarse a sus negocios privados. Por tal m otivo, se sorprendieron bastante cuando llegó la noticia de que Pisistrato m archaba contra A tenas. El encuen tro tuvo lugar a m itad de camino, junto al santuario de A tenea en Palene. Los atenienses se dejaron sorprender y huyeron, sin intentar un segundo com bate. El espíritu defensivo, ya escaso, se disolvió del todo cuando se supo que Pisistrato invitaba a todos a volver a sus casas con la prom esa de que no le sucedería nada a nadie. Pisistrato había tratado nuevam ente de procurarse la legitimación religiosa: un intérprete de oráculos propagó un v a ticinio que anunciaba a Pisistrato el dominio sobre A tenas. Se puede pensar que la parte contraria, cogida por sorpresa, no había tenido tiem po para lle gar a un acuerdo. La tiranía había sido instaurada en A tenas con medios militares, y con los mismos medios fue m antenida. Pisistrato m antuvo bajo las armas a las tropas m ercenarias y las usó como guardia personal. E sto significaba, fuera de toda duda, que el poder se cimentaba en la violencia: y Pisistrato no dudó en utili zarla, cuando era indispensable. No pensó ya en aliarse con Megacles y los alc meónidas. Les obligó a abandonar el Ática —probablem ente, junto con otros— y sufrieron así el mismo destino que antes ellos le habían reservado a él. O tra m edida fue aún más drástica. Quizá no mucho después de conquistar A tenas, Pisistrato se apoderó de la isla de Naxos y se la confió a su aliado Lígdamis, que, naturalm ente, dependía de él y en cierto m odo le cubría las espaldas. Pisistrato le entregó, como rehenes, a jóvenes de la aristocracia ática de familias que le parecían de dudosa fidelidad. Sin em bargo, la intención de Pisistrato no era, en absoluto, fundam entar su dominio en la violencia. Esta le servía para acabar con las prim eras resis tencias y para im pedir que se repitiesen los fracasos del pasado, pero el m é todo de la fuerza no habría garantizado su duración. Pisistrato era lo suficien tem ente inteligente para com prenderlo y fue com pensado por el éxito. G o bernó cerca de veinte años hasta su m uerte, en el año 527, y durante igual tiem po perm aneció su sucesor en el poder. La concepción política de Pisistrato se adaptaba exactam ente a las cir cunstancias. No había por qué im poner una nueva form a a la com unidad ática, sino, por el contrario, a confirmar la existente. Pisistrato reafirm ó d e term inados principios de la política de Solón y añadió su poder tan sólo en el punto donde la constitución vigente se había dem ostrado incapaz de funcio nar. E sta constitución no había logrado expresar un poder de gobierno capaz
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de actuar. A hora se tom aron provisiones en este sentido, respetando por lo demás el mecanismo legal. Las elecciones para los cargos públicos siguieron celebrándose como antes y con m ayor escrupulosidad quizá que en ciertas ocasiones en el pasado. Se entiende que se trataba de elecciones manipuladas. El «monopolio» del ti rano perm itía que sólo tuvieran éxito los candidatos que le agradaban y, na turalm ente, dirigía tam bién su actividad. No obstante, A tenas tenía ahora un verdadero poder ejecutivo, precisam ente aquello que en los años anteriores había faltado siem pre, y nadie podía negar que, de esta m anera, se había puesto rem edio a un defecto estructural, m ientras faltaban aún otras fuerzas capaces de solventarlo. Así pues, con inteligencia aguda, Pisistrato reconoció que su poder se fun dam entaba sim plemente en el hecho de que la sociedad ática no estaba aún lo suficientemente m adura para la autodeterm inación política prevista por el m odelo soloniano. Se dio cuenta de que era más urgente consolidar la estruc tura económico-social, que había sido igualm ente una preocupación de Solón. Cada cual debía ocuparse de sus negocios y dejarle a él la política: esta es una máxima que se atribuye a Pisistrato. El tirano acabó integrando form al m ente el Estado soloniano desde la perspectiva del bienestar social. Ayudó a los campesinos con préstam os, les ahorró la pérdida de tiem po de acercarse a la ciudad para entablar sus pleitos m andando jueces al campo y a menudo asumió personalm ente esta función. Bajo Pisistrato, la capacidad productiva de A tenas creció considerable mente. Fue en aquellos m om entos cuando la exportación de la cerámica con quistó el m ercado internacional; se abrió camino en O riente y Occidente, en el m ar Negro y en Italia. Este increm ento se explica por su calidad: ejem plares famosos de pintura vascular proceden de este período. Los vasos pin tados por Exequias, que todavía hoy fascinan a la visión m oderna, proceden de la época de Pisistrato. D e acuerdo con el buen m étodo de los tiranos, Pi sistrato usó el mismo poder político como factor de desarrollo económico. La iniciativa pública intervino en el proceso con grandes empresas. Se construyó un acueducto de piedra (la etmeákrunos) o fuente de nueve bocas; se acome tió la ejecución de un gigantesco tem plo de Zeus Olímpico, y el templo de representación sobre la Acrópolis, el H ecatóm pedor, de cien pies de largo, fue notablem ente am pliado con un peristilo. Estas obras exigían, natural m ente, ingentes gastos, pero tam bién aquí las peculiares circunstancias de la tiranía ofrecían un remedio: al ciudadano alejado de la política podía exigírsele un impuesto directo, aborrecido más tarde como claro signo de una deni grante servidumbre. Esto no contribuía a disminuir la prosperidad —factor de la máxima im portancia— sino a controlarla, al menos dentro de ciertos lí mites. Pisistrato sabía perfectam ente que su política social y económica contri buía tam bién a su interés personal. Estaba objetivam ente m otivada y, al mismo tiem po, el desinterés político de la gran masa favorecía la tiranía. La posterior conciencia política expresaba con una imagen este estado de cosas: bajo la dominación de Pisistrato, se decía, los atenienses se vistieron con pieles de oveja, es decir, el tirano obligó deliberadam ente a los campesinos a ponerse su vestim enta de trabajo para que se rieran de ellos en la ciudad y disuadirlos de frecuentarla; era una práctica que, evidentem ente, formaba
Poséidon, A p olo y Artem isa. R elieve del friso oriental del Partenón, 442-438 a.C. A ten as, M useo de la A crópolis.
T eseo mata al M inotauro. Pintura vascular sobre una hidria ática, siglo vi a.C . Ciudad del V aticano, M useo G regoriano Etrusco.
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parte de los m étodos usuales de los tiranos, porque es atribuida tam bién a otros. Pero una cosa así no despertaba entonces susceptibilidad alguna: el sentim iento positivo de consenso era más fuerte. La época de Pisistrato si guió siendo considerada aun después como un período feliz. Se le tributaban las máximas alabanzas, parangonándola a la edad de oro de la hum anidad, la edad de Cronos. Aún hoy es inevitable adm itir que la obra de Pisistrato p o día reclam ar para sí la «verdad» de lo que era necesario y racional histórica m ente. No obstante su am bigüedad, la política de Pisistrato seguía siendo la continuación de la de Solón, y no tiene por qué suponerse que interpretase una farsa cuando, por ejem plo, se presentó en una ocasión ante el tribunal del areópago para sostener una dem anda criminal como un particular. No tiene dem asiada im portancia el hecho de que este gesto no com placiera a todos y, sobre todo, que algunos miembros de la aristocracia no aceptasen de grado su régim en, cosa del todo com prensible y justificada. Por otra parte, muy pronto ya no tuvo necesidad de proceder tan duram ente como al princi pio contra estos círculos. Sus miembros se adaptaron bien o mal a la situa ción o se expatriaron voluntariam ente. E sta últim a solución fue elegida por Milcíades «el Viejo», que marchó a crear en la península de Gallipoli un principado destinado a jugar un papel en la historia posterior. Solón quería crear la figura del «ciudadano» ático. Pisistrato tuvo que re nunciar a ella. No obstante, no tuvo que prescindir de la tarea de estim ular la conciencia del pueblo ateniense. Ya antes de im plantarse la tiranía, tenía prevista esta m eta. D esde el 566 vino celebrándose en A tenas la fiesta estatal más grande y solemne que, según una tradición, fue instituida por Pisistrato: las panateneas. E sta manifestación —naturalm ente, religiosa— fue introdu cida para despertar en el ánimo de los habitantes del Á tica la conciencia de su pertenencia a Atenas. Siempre habían existido festividades locales dedi cadas a A tenea, pero no tenían im portancia alguna para la comunidad en su conjunto. Sólo las panateneas, la «fiesta de todos los atenienses», lograban reunir a la población de la ciudad. El espectáculo era magnífico. Cada año, al comienzo del verano, se o fre cía a la diosa la nueva túnica, artísticam ente tejida, que era llevada a través de la ciudad a la Acrópolis en procesión solem ne, por toda la Atenas y el Ática oficial, por sacerdotes, militares, representantes de la com unidad y, más tarde, tam bién de las ciudades aliadas. El punto culminante eran los certám enes, que, como los de las grandes fiestas helénicas, se organizaban cada cuatro años y com prendían com peti ciones poéticas y deportivas. En este marco fue donde se introdujo, bajo la tiranía del hijo de Pisistrato, la recitación de H om ero. D esde entonces las p a nateneas fueron la fiesta central del Estado ateniense. El famoso friso del Partenón representa la gran procesión. Pero para nosotros es todavía más sig nificativa otra fiesta introducida por Pisistrato: tam bién en este caso existían precedentes en el campo, las «Dionisias rurales», pero a partir de Pisistrato se celebraron Dionisias ciudadanas. Estaban dedicadas al Dioniso de la co munidad de Eléuteras, el Diónysos Eleutheréus, que había sido trasladado a Atenas y, por consiguiente, se había convertido en un dios panático. En re cuerdo de su origen, cada vez se «iba a tomar» la estatua. Tam bién en este caso tenía lugar una procesión (pompé), pero el elem ento más im portante eran las representaciones artísticas, la com edia y la tragedia. Sus orígenes,
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pues, se rem ontan a la época de Pisistrato, y ya entonces su aliciente artístico y su m ensaje poético debían crear una especial atracción en el conjunto de la fiesta. Si Pisistrato quiso reforzar la propia conciencia ateniense, es evidente que fue favorecido por fuerzas que era conveniente captar y que se expresa ban espontáneam ente por todas partes. Tam bién la elaboración de una histo ria de los orígenes de A tenas, que iluminaba la fase histórica y que se cen traba sobre la figura de Teseo como héroe específicamente ático (lo que no era originariam ente), fue una de las obras de este período, y no de las menos significativas. El régimen personal de Pisistrato, que por un lado sustituía la voluntad colectiva autónom a del E stado, por el otro contribuyó a la ulterior consolida ción de la asociación política y a que su sustancia fuera en aum ento. E ra ca racterístico que la misma tendencia se m anifestase en la m ayor emisión de m oneda, bajo el signo de un comercio en expansión. Pisistrato no sólo renun ció a acuñar el dinero ático con sus propios em blem as, sino que creó por pri m era vez un tipo estable de m oneda «estatal», con la diosa A tenea y su ave sagrada, la lechuza, que luego continuó usándose. H asta entonces no se h a bía llegado a tanto. Las principales estirpes aristocráticas del Atica se habían arrogado el derecho de im primir en las m onedas sus símbolos familiares. Pi sistrato aprovechaba todas las ocasiones para disimular la propia iniciativa detrás del sistema estatal objetivo y, de esta m anera, enriquecerlo. No obs tante, este m étodo tenía tam bién sus límites. Las relaciones que Pisistrato es tablecía con el exterior — aparte de los lazos con Lígdamis y Naxos, estrechó vínculos con Samos y con su tirano Polícrates y tenía amigos en Tesalia y M acedonia— , además de sus conquistas, estaban dem asiado ligadas a su p e r sona y a su familia para poder ser registradas a cuenta del Estado ático. Así, también Sigeo, en los D ardanelos, que A tenas se había esforzado en ocupar desde hacía décadas y Pisistrato acabó conquistando de form a estable en lu cha con M itilene (en Lesbos), no era una posesión ateniense, sino propiedad particular de Pisistrato, que hacía gobernar a través de sus hijos. El régimen de sus dos hijos, Hipias e Hiparco, que le sucedieron, conti nuó la línea m arcada por él. Tam poco existía ningún motivo para desviarse de los eficaces principios de su padre. Quizá en algunos detalles fueron aún más liberales; probablem ente, perm itieron que los alcmeónidas regresaran y, en signo de paz, dejaron que Clístenes se convirtiera en arconte. Parece que, sobre todo H iparco, siguió deliberadam ente el program a del padre. La decla mación de las obras de H om ero en las panateneas fue una idea suya. Quería conferir a su obra de gobierno el carácter de una guía a la sabiduría e hizo esculpir lápidas con sentencias m orales como: «¡No engañes a tu amigo!» o «¡Camina con pensam ientos justos!»· La crisis sobrevino por motivos no políticos y más o menos accidentales. El herm ano m enor, Tésalo, tenía una cuestión personal con un joven de nom bre H arm odio; el motivo era un am or no correspondido. Tésalo, por venganza ofendió públicam ente a la familia de H arm odio excluyendo a su herm ana de la procesión de las panateneas. La decisión de vengarse llevó a una conjura, urdida por A ristogiton, el m ejor amigo y am ante de H arm odio, que por sus consecuencias acabó provocando inevitablem ente la caída de la tiranía. D ebía aclamarse públicam ente la m uerte de Tésalo y, acto seguido, comenzar la revuelta. Las panateneas ofrecían'una ocasión favorable para la
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em presa, ya que muchos llevaban armas, incluso durante la procesión. Se contaba con una acción espontánea, una vez que el atentado hubiese dado la señal, en la convicción de que muchos estaban tácitam ente preparados para la revuelta. Sin em bargo, la acción acabó en un com pleto fracaso. Por un error, la víctima fue Hiparco en lugar de Tésalo; pero aparte de este error de organi zación, la revuelta no tuvo lugar y no sólo a causa de la equivocación: faltaba el estado de ánimo revolucionario. Hipias no perdió ni un instante el control. Su guardia personal se mantuvo dueña de la situación; los ciudadanos fueron inm ediatam ente desarmados y en adelante quedó prohibido llevar armas. N a turalm ente, H arm odio y Aristogiton fueron ejecutados. M urieron con la con ciencia de haber llevado a cabo un intento fallido, sin sospechar que más tarde serían celebrados como los famosos tiranicidas. No fue la verdad histó rica sino la leyenda patriótica la que hizo de ellos figuras ideales, que aún hoy sobreviven en las narraciones populares a pesar de que el error apare ciese ya claro para los grandes historiadores H eródoto y Tucídides. Sin em bargo, en A tenas se erigió poco tiem po después, a finales del siglo VI, una estatua de los «tiranicidas» (del escultor A ntenor), que después de su p é r dida, a consecuencia de la ocupación militar de A tenas por Jerjes, fue susti tuida por la obra que conocemos (de Critio y Nesiotes), y en las reuniones se cantaba la famosa canción convival (skólion): Llevo la espada ornada de mirto, como Harmodio y Aristogiton que dieron muerte al tirano y liberaron la ciudad. Tras el fin de Hiparco, naturalm ente, em peoró en A tenas el clima polí tico. Hipias, desde entonces solo en m antener las riendas, se sentía inseguro y dio curso a un nuevo rum bo, más severo. Se llegó a las persecuciones y muchos, en su m ayoría miembros de estirpes aristocráticas, huyeron fuera del Ática. Fue entonces, como muy tarde, cuando los alcmeónidas volvieron a emigrar. Para reforzar las defensas, Hipias fortificó el puerto de Muniquia. Sus medidas tuvieron éxito: el régimen no fue derribado y el peligro de una reacción no se presentó. Los atenienses siguieron com portándose como pací ficos súbditos, confirmando con ello que el ferm ento interior, como había d e m ostrado el asunto de Harm odio, no estaba m aduro para estallar. Parecía, pues, que la tiranía podría sobrevivir todavía por algún tiempo. No obstante, su caída llegó mucho antes de lo que la situación hacía p en sar. Pero no fueron las fuerzas internas las que la provocaron, sino que fue el resultado de una intervención exterior preparada por los alcmeónidas y su jefe Clístenes, un hom bre enérgico y lleno de inventiva. En principio, Clístenes creyó poder alcanzar su objetivo m ediante una incursión de exiliados políticos en Á tica, esto es, derrocar la tiranía del mismo modo que antes h a bía sido fundada por Pisistrato. Procedió incluso de una m anera más m etó dica, sin contar con un simple golpe de mano para conseguir el éxito: tom ó prim ero posiciones en las fronteras del Ática y transform ó la aldea de Lipsidrio en una fortaleza, en donde naturalm ente se le unió de inmediato un grupo de aliados venidos de Atenas.
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Es un cuadro típico para el m undo político griego, no sólo contem porá neo, sino incluso posterior: la oposición interna se exilia, regresa arm ada y conquista una parte del territorio comunal, para poner en m archa desde aquí la lucha contra el régim en dom inante. Sin em bargo, a pesar de las precau ciones, no se consiguió el objetivo. Hipias destruyó el nido de la resistencia, y los emigrados fueron rechazados con pérdidas considerables. Los caídos fueron más tarde exaltados como héroes de la libertad en canciones convi vales, lo mismo que H arm odio y Aristogiton. Clístenes aprendió de la experiencia. Las fuerzas atenienses, como había quedado suficientemente dem ostrado, no bastaban: había que recurrir a apoyos extranjeros. Por medio de grandes donativos, Clístenes conquistó la •adhesión de los sacerdotes de Delfos; inició con su familia la construcción de - un nuevo tem plo y lo decoró por cuenta propia de form a más suntuosa que lo previsto. D e ahí que la Pitia encargara a los espartanos que se ocuparan de eliminar la tiranía en A tenas. Este consejo — transm itido probablem ente en forma de oráculo— no era tan extraño como pudiera parecer. E n aquel entonces, E sparta se complacía en oponerse a la tiranía por principio, e in cluso en com batirla en la política internacional. Sencillamente, les tom ó a los espartanos la palabra, aunque en este caso no sin cierta resistencia por su parte, dado que hasta çntonces habían m antenido relaciones amistosas con Pisistrato y sus sucesores. P ero estos escrúpulos fueron superados por el rey Cleómenes, entonces dirigente indiscutible de la política espartana, que cier tam ente pensó tam bién que la expulsión de los pisistrátidas debilitaría a A tenas en favor de Esparta. Cleóm enes era un genio maquiavélico y se ase m ejaba a los tiranos en el cálculo político. Pero tam poco esta em presa tra m ada por Clístenes tuvo éxito al prim er intento. Los espartanos no querían que su intervención les costara mucho y enviaron únicam ente un cuerpo franco num eroso que debía sorprender al enemigo, desem barcando de im pro viso ante A tenas. Hipias estaba preparado para un ataque así, ya que había reforzado sus tropas con jinetes de Tesalia (los dinastas tesalios eran sus amigos). Entonces el propio Cleóm enes tuvo que tom ar las armas. Este tercer ata que consiguió finalm ente el objetivo, aunque los vencedores no dieron prueba de una clara superioridad militar; una serie de circunstancias adversas debilitaron a Hipias, atrincherado en A tenas con buenas perspectivas de éxito (los espartanos, como todos los griegos de entonces, no tenían apenas práctica en m ateria de asedios). Concedida a los pisistrátidas la libertad de retirarse a Sigeo, Cleóm enes logró por fin hacerse dueño de la situación: A tenas era libre (510). Pero esto no es del todo exacto: debería decirse más bien que se esperaba que ahora A tenas fuese liberada. En realidad, surgió un nuevo dram a que duró más o menos como el anterior, algunos años, hasta que finalm ente se llegó a la liberación. E n la caída de la tiranía, la situación interna de A tenas no se aclaró en absoluto. Esto no debe extrañar a nadie que haya estudiado las últimas dé cadas de la historia ateniense. ¿Cómo se podían continuar la política interior, suspendida hacía casi cuarenta años por Pisistrato? Clístenes representaba más o menos el punto de vista de su padre Megacles, que medio siglo antes se había apoyado en el fundam ento de la política de Solón y que había cho cado con la resistencia de otros políticos. A hora justificada la esperanza de
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que la larga tiranía hubiese acabado con aquellas controversias. N o obstante, no ocurrió así. E n torno a Iságoras se reunió un grupo de ultrarreaccionarios que no sólo querían regresar todavía más atrás que Solón sino que pensaban en extender al máximo el viejo régim en aristocrático, im plantando un dom i nio exclusivo de pocas familias bien determ inadas. Esta idea tenía su lógica. U na restauración así no podía volver a im plantar las viejas formas: la pura tradición aristocrática ya no existía. E n su lugar podía sólo sustituirla el go bierno de un grupo limitado arbitrariam ente (de trescientos para Iságoras). La aristocracia se convertía en oligarquía, según el lenguaje de la posterior teoría política. Con Iságoras aparece el punto de partida, no la conclusión del desarrollo. D e ahí resultó la segunda fase de la revolución. Se llegó a la lucha abierta. El grupo de Iságoras era naturalm ente inferior en núm ero y, por tanto, buscó ayuda en el exterior. La encontró en E sparta en la persona de Cleómenes. Independientem ente de su colaboración, el rey espartano no es taba del todo de acuerdo con el curso de los acontecimientos y, después de haber observado directam ente la situación ateniense, había llegado a la con clusión, bastante justificada, de que la movilización de las fuerzas que apoya ban a Clístenes no sería precisam ente provechosa para la posición de E sparta en Grecia. Por tal motivo veía con particular agrado la oportunidad de cola borar para que se afianzara en A tenas un régimen más débil, que estaría obligado a apoyarse en Esparta. La orientación conservadora de este último tam bién encontraba su aprobación. No obstante, la realización del plan fue más difícil de lo que esperaba. El intento de m inar en el plano m oral la posición de Clístenes, con la alu sión al delito de sangre que los alcmeónidas habían cometido en el pasado con la m uerte de Cilón, no tuvo éxito. A unque el heraldo espartano —C leó menes se había retirado hacía tiem po de A tenas— obligó a Clístenes a huir, sus partidarios conservaron el poder. Cleómenes tuvo que intervenir perso nalm ente con un pequeño ejército. Esta decisión provocó en A tenas la gue rra civil abierta: setecientas familias del partido de Clístenes tuvieron que ex patriarse, e Iságoras, con los suyos, ocupó la Acrópolis. Pero el adversario no se dio por vencido: reagrupó sus fuerzas, m ientras Iságoras y Cleómenes eran víctimas de su propia superioridad táctica. La fortaleza, desde la que pensaban dom inar todo el Ática, se convirtió para ellos en una tram pa. Cuando menos lo esperaban, se encontraron asediados allí y pudieron consi derarse afortunados de que se les garantizara una retirada sin obstáculos. Contra los atenienses que habían hecho causa común con ellos se abrió un proceso criminal, que finalizó con num erosas sentencias de m uerte. Los em i grados, entre ellos Clístenes, regresaron. No por ello se había superado aún la crisis. Clístenes temía con razón la revancha espartana y se decidió a dar un paso desesperado. Como sabía que Esparta m antenía tensas relaciones con los persas, envió una em bajada al sá trapa residente en Sardes de Lidia en busca de alianza y protección. Conside rando que A tenas estaba bajo la am enaza inm ediata de Cleómenes, dicha em bajada estaba dispuesta a aceptar cualquier humillación y consintió en re conocer nom inalm ente la soberanía persa con el acto simbólico de la ofrenda del agua y la tierra. Sin em bargo, a su regreso los enviados atenienses vieron que las nubes se habían disipado: se habían com prom etido gravemente y sus
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acuerdos fueron declarados nulos. Cleóm enes había em prendido una nueva intervención militar, y en esta ocasión apareció en el A tica incluso con un ejército mayor. Pero estas fuerzas estaban com puestas principalm ente de con tingentes aliados de los espartanos; entre ellos, los corintios negaron su obe diencia a Cleóm enes, por hallarse en desacuerdo con su política; y cuando después, en las filas de los lacedem onios el otro rey, D em arato, se puso tam bién de su parte, la em presa concluyó con el fracaso. A nte tales dificultades, al final Clístenes emergió como vencedor. Pero después de estas experiencias, la estabilidad del Estado ático estaba com pro m etida. Clístenes sacó la consecuencia de que debían tom arse ciertas precau ciones para el futuro. Se había com probado que la com unidad autónom a de ciudadanos era más un program a que una realidad y que las agrupaciones po líticas se basaban menos en puntos de vista objetivos que en los lazos que unían al pueblo con las familias aristocráticas. Y , por último, la confusión provocada por Iságoras había llevado las cosas al punto de que incluso una política com pletam ente aberrante podía encontrar cierta resonancia. Sin em bargo, en seguida se vio que por esta parte no había nada que tem er. Lo que más contaba (aunque hoy pueda parecem os extraño) era la influencia consi derable que conservaban los pisistrátidas. A pesar de la am enaza de graves sanciones, contra la tiranía — este com ponente inm utable del derecho consti tucional ático debió ser creado por Clístenes, si es que no se rem onta ya a Solón— , el recuerdo de la era de los tiranos no era en absoluto reprobado por todos. Los hijos de Pisistrato habían sido expulsados, pero quedaban miembros de la familia, en particular un cierto H iparco, hijo de C arm o, lo suficientemente influyente como para llegar a ser incluso arconte en el 495. Y fue precisam ente este motivo de preocupación el que algún tiem po después indujo a los atenienses a crear una curiosa institución. Cada año regularm ente se discutía la situación del Estado para ver si ésta exigía un ostrakismós, esto es, si era necesario votar contra algún político que con su actividad am enazara el equilibrio del Estado. Si la votación era posi tiva, en una segunda consulta se identificaba a la persona. En el sentido que quiso darle Clístenes, el procedim iento estaba evidentem ente dirigido contra los aspirantes a la tiranía. Pero form alm ente se trataba de una decisión entre políticos rivales, y así era m aterialm ente incluso cuando, más tarde, ya no ha bía motivo para hablar de tiranía. Si la m ayoría de los votos emitidos en ta blillas de arcilla (óstraka) era unánim e sobre una persona, ésta tenía que reti rarse de toda actividad política durante diez años y marcharse fuera del país. La prim era víctima de esta invención fue, en el 488, aquel H iparco, contra el que probablem ente se había ideado la ley. La intención fundam ental de la política de Clístenes era, por tanto, inmu nizar al cuerpo cuidando contra las tradicionales pretensiones hegemónicas de la aristo(,r:icia; el program a aparece claro, sobre todo, en las amplias medidas orgánicas, que son consideradas como la verdadera constitución de Clístenes. F e p o r sí, la reform a de las filai pertenece al desarrollo general político
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manecido retrasada en este aspecto y, por consiguiente, se encontraba en condiciones no sólo de recuperar de un solo golpe el terreno perdido, sino in cluso de afrontar la tarea de m anera magistral. La dignidad personal del ciudadano ático estaba determ inada por su p e r tenencia a una fratría y a una file. Las filai eran cuatro. La palabra decisiva en estas organizaciones la pronunciaban los linajes aristocráticos, y la falta de independencia del ciudadano frente a la aristocracia se debía en parte a estas antiguas instituciones. Clístenes excluyó por com pleto a las filai, al separar de ellas el registro personal y colocarlo en las distintas comunidades áticas, los demos. Estas comunidades eran los diferentes núcleos de población del Ática, y como tales ya existían antes, pero en esta form a no habían sido constituidos aún en todos los lugares. Por ello, la reform a de Clístenes equi valía a un com pleto ordenam iento de las comunidades áticas. Todo el territo rio fue dividido en com unidades, tanto en la ciudad de A tenas como fuera de ella. Cada ateniense era inscrito allí donde tenía su lugar de residencia. La consecuencia fue que de repente aparecieron ciudadanos de los que anterior m ente no se sabía nada porque, obedeciendo al libre juicio de las instancias com petentes, no habían sido «contabilizados»; lo mismo debía haberles ocu rrido a muchos de los nuevos ciudadanos creados por Solón. Posiblemente las nuevas listas de ciudadanos incluyeron tam bién a los thétes, es decir, a los proletarios, si, como es probable (aunque no está atestiguado por la trad i ción), no habían obtenido ya de Solón el derecho de ciudadanía. De ahora en adelante, cada ateniense indicaba el demos al que pertenecía, en lugar de su linaje; el origen familiar era indicado sólo con el nom bre del padre. Esta m edida habría bastado para trazar una neta línea de división entre el pasado y el presente. No obstante, tuvo una continuación en una medida es pecial, dirigida a im pedir que las viejas filai extendieran su influencia incluso sobre las nuevas comunidades locales. Aquellas filai es cierto que habían p e r dido sus características, pero dado que la tram pa política contenida en ellas estaba en su sujeción a las familias aristocráticas, y cada una de éstas dom i naba respectivam ente en determ inados lugares, no hubiera sido difícil volver a adquirir influencia reuniendo varias com unidades en una de las viejas filai. Clístenes tam bién puso obstáculos a esta práctica. Los demos no fueron re u nidos según el criterio de la vecindad, sino que las nuevas unidades mayores —que también se llamaban filai— estaban compuestas de demos situados en lugares com pletam ente distintos. Unos pertenecían al territorio urbano, otros a la región costera, y el tercer grupo, al interior del país (ásty, paralía, mesógeia). D ado que las nuevas filai eran diez, debían disponer, en total, de treinta distritos con varios demos cada uno, y cada región se dividía en diez de estos distritos. El resultado fue una dispersión tal de los dem os, que su posición geográfica no podía determ inar la fisonomía de la file a la que p erte necía, y en ellos no podía establecerse ya la hegem onía local de las familias aristocráticas. Utilizando un térm ino del viejo lenguaje administrativo, los treinta distritos se llamaron «tercios» (trittys) porque, siempre, tres de .ellos form aban una file y cada file estaba siempre dividida en tres partes. Para que esta innovación tan ingeniosa como complicada pudiera cumplir su finalidad, había que relacionarla con las instituciones de la constitución política. En prim er lugar se reform ó el Consejo de los cuatrocientos, creado por Solón, es decir, el comité que dirigía la Asam blea popular. C ada file pro-
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porcionaba anualm ente cincuenta consejeros, de modo que el C onsejo con taba así con quinientos m iem bros, y un estratega para el colegio de los estra tegas, que por consiguiente eran diez. Los numerosos jurados, que con toda seguridad a partir de Clístenes — aunque nuestra tradición nom bra a Solón— representaban a la asam blea como su comité en la actividad judicial, eran de signados en núm ero igual por cada file. Así pues, Clístenes hizo todo lo posi ble por garantizar un mecanismo neutral que excluyese toda m anipulación personal. Pero a este propósito, la constitución ateniense estaba integrada por una institución esencial que revela con particular claridad el espíritu de su creador (aunque tam bién aquí no nos ayuden las fuentes, que para Clís tenes son com pletam ente insuficientes): la utilización del sorteo para la asig nación de funciones públicas, como, por ejem plo, para form ar parte del Con sejo o de la A sam blea de jurados (heliaía). La política constitucional de Clístenes es una continuación de la de Solón. Tiene su comienzo allí donde aquélla se había estancado en la práctica. En este sentido, Clístenes com pletaba la obra de Solón. Pero probablem ente So lón se habría horrorizado si le hubieran presentado todas estas reformas como creaciones de su espíritu y no habría disimulado las diferencias que existían entre él y Clístenes. Solón tenía convicciones com pletam ente dis tintas. Creía que el hom bre actúa con justicia, con sus propios medios y por propia voluntad sólo si se le ofrecía el espacio para ello. Estaba convencido de que el hom bre, como amplio colectivo, sería conquistado por un elevado éthos. Clístenes no nutría dudas radicales sobre esta opinión, pero ya no con fiaba en que el cuerpo ciudadano ático pudiese regirse por sí mismo, gracias a una guía interior, y que su constitución contuviese el necesario principio normativo. Por tal motivo, quería rellenar sus lagunas por medio del meca nismo institucional y poner rem edio a los errores hum anos m ediante la infali bilidad de una conducta im personal y anónima. Tanto Solón como Clístenes asisten al nacimiento del Estado ateniense clásico, que sin ellos no sería concebible; quizá la lógica de la realidad creada por Solón exigía incluso de un hom bre como Clístenes. Pero para el futuro de A tenas había que preguntarse qué parte de la herencia se desarrollaría por encima de las demás y quizá la misma respuesta a esta cuestión estaba ya prejuzgada. A unque más tarde A tenas tuviese una idea clara de la im portancia de Clístenes para la constitución ática, prestó muy poca atención a su aportación personal y al desarrollo de los acontecim ientos en sus particulares. Su activi dad política interna tuvo que prolongarse durante bastantes años, hasta el fi nal de siglo, pero para nosotros esto es sólo una suposición. Por el contrario, se subrayó el hecho de que Clístenes no dispuso fácilmente del poder, sino que tuvo que luchar por él y apoyarse en un núm ero considerable de partida rios. N aturalm ente, esto es cierto, como asimismo que él quería consolidar su posición y que podía esperar alguna ventaja en este sentido de su política, simplemente por su peso objetivo y por su necesaria resonancia. H eródoto, el historiador clásico del siglo vi, sin duda simplificaba ya este estado de cosas (encontrando así la aprobación por parte de la ciencia m oderna): afir m aba que la política de Clístenes nacía sólo del propósito de crearse una clientela segura en el pueblo. Pero un pragmatismo tal no explica la rica fan tasía con la que Clístenes operó y menos aún contribuye a profundizar en el
El tesoro de los atenienses en D elfo s, 500-485 a.C .
R estos de la acrópolis de Elea. Sede de la escueta de filosofía en Lucania, sigio v a.C.
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conocimiento de la auténtica posición que asumió en la evolución del Estado ateniense. El siglo V — como aparece en el mismo H eródoto— sintió tam bién la n e cesidad de iluminar estas circunstancias, pero le im portaba menos la form a interna de la comunidad ática que el hecho real de que, con la expulsión de los tiranos, surgió la Atenas libre y comenzó así la fase histórica que debía culminar en las dos generaciones siguientes. E ra natural que se quisiera hacer surgir de la liberación la conciencia y la fuerza que caracterizaban a la A tenas clásica y que se hiciese rem ontar el resultado al m om ento inicial. Atenas habría crecido inm ediatam ente después de la liberación de la tiranía, bajo cuyo dominio tuvo que inclinar la cabeza m ientras sus hom bres, trab a jando para el amo, no podían desarrollar su fuerza de ánimo y, por consi guiente, no resistían en la lucha; pero luego habían recobrado el vigor y cada uno había sentido el deseo de poner manos a la obra por sí mismo. E sta mezcla de inexactitud y verdad parecía, no obstante, tener cierto fundam ento. En aquella época, en realidad, la política exterior ática pudo conseguir un notable éxito. Entre los aliados de Cleóm enes, en la última in vasión, se encontraban tam bién beocios y calcidios de Eubea. U na vez di suelta la coalición enemiga, A tenas devolvió a estos últimos la agresión a ta cándolos en su propio país. Aun habiendo recibido ayuda de Beocia, Calcis fue com pletam ente derrotada. Pero la derrota m ilitar no fue todo. Los aristó cratas que gobernaban Calcis, los «pingües», tuvieron que ceder a A tenas los fértiles terrenos de la llanura lelantina, y A tenas envió allí colonos que en lengua ática reciben el nom bre de «detentadores de una porción de tierra», kleroúchoi en lengua ática. Fue un preludio aisládo, imprevisto y anacrónico, de la futura expansión ática: la verdadera situación de A tenas no confirmaba en absoluto la favorable impresión dejada por esta em presa. La situación política internacional en el último período de la Grecia arcaica El panoram a político del siglo VI es extraordinariam ente variado, y parece apenas posible encontrar unas líneas definidas en la riqueza de sus m anifesta ciones concretas. A nte todo, la política interestatal, de la que ahora nos ocu parem os, suscita un impresión de anarquía que sería aún mayor si las fuentes nos proporcionaran material más abundante. Este fenóm eno no es inexplica ble. Después de que las transform aciones internas de la sociedad griega hicie ron posible una voluntad política y surgieron innum erables centros de inicia tiva, después de que la colonización griega hubo abierto horizontes exteriores y la tiranía se creó la posibilidad de ejercer influencias m ediante las re la ciones comerciales y el dominio exterior, pudieron incluirse en este ámbito fuerzas inmensas: tanto más cuanto que no estaban aún suficientemente li gadas al interior. La falta de estabilidad de las comunidades que precisa mente entonces intentaban crear las bases del E stado perm itía que la política interior se convirtiera fácilmente en política exterior. La situación de A tenas con Pisistrato y sus sucesores no era un caso ais lado. Huir de la patria e intentar reconquistarla por medio de un ataque desde el exterior, las intervenciones de terceros y las alianzas y com bina ciones que se derivaban de ello, eran hechos que estaban a la orden del día.
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Antes de inmiscuirse en los asuntos atenienses, Esparta, ya hacía tiem po que se había puesto en m ovimiento contra el tirano Polícrates de Samos, E n este caso ni siquiera actuó sola, ni con los emigrados de Samos exclusivamente; tenía a su lado incluso otros estados como Corinto y Egina. Tam poco el juego con A tenas, no obstante los repetidos fracasos, se había acabado. Es parta impuso al exiliado Hipias regresar a la cabeza de un ejército del Pelo poneso, y el intento habría sido llevado a efecto si C orinto no hubiese protes tado. Se hacía dem asiada «política exterior»: además de las ciudades, la practi caban los individuos por su propia iniciativa, no sólo los tiranos, sino tam bién aventureros improvisados. P ero norm alm ente, de esta m anera, se descarga ban sólo energías ciegas que, por lo general, no eran y no podían ser guiadas a metas seguras, porque su base era muy poco firme. Por otra parte, conside rado el fraccionamiento de los m últiples intereses individuales, no era posible perseguir hasta el fondo un objetivo com ún, caso de presentarse. Si la volun tad perm anecía estéril porque no duraba, tanto más efímeros debían ser los resultados. Al historiador le resulta fácil proceder de form a sum aria y dirigir la atención a aquellos puntos en los cuales, en medio de tanta inestabilidad, aparece algo destinado a perm anecer. L a historia de la Grecia continental reclam a la atención en tres puntos. A comienzos del siglo V I se luchó por la libertad de Delfos. El tem plo, por su misión política, no sólo era parte integrante de la etnia fócense, sino que estaba sometido además a la soberanía de la ciudad costera fócense de Crisa. Crisa, aprovechando su posición, en sí legítima, frente a Delfos, cada vez más famoso, agobió a sus habitantes con tributos e incluso se apoderó de los tesoros del tem plo. La indignación de los sacerdotes era comprensible: no se podía soportar la dominación· de una minúscula com unidad de campesinos fo censes sobre el prim er santuario de Grecia. Delfos presentó sus quejas a la anfictionía de A ntela, cerca de las Term opilas, y fue escuchado. La anfictionía estaba bajo el influjo de la aristocracia tesalia, que ahora veía que le lle gaba una fácil ocasión para adquirir un prestigio excepcional. Y así se exhibió ante la opinión pública de toda Grecia, por prim era y última vez en su poco gloriosa historia. Nadie se movió en favor de Crisa. Crisa estaba perdida: la ciudad fue arrasada, su territorio pasó a ser propiedad del dios y se prohibió reconstruirla. La anfictionía asumió la protección del tem plo y, por consi guiente, tam bién la dirección de los juegos pídeos. Éstos se reform aron, lo que significa que se am pliaron, y se dispuso que su celebración tuviera un ritmo cuatrienal, con lo que obtuvo el más alto reconocim iento dentro del m undo griego. Desde entonces, la anfictionía pudo tom ar el nom bre de «délfica»; durante un cierto tiem po sus reuniones se celebraron en Delfos. Este estado de cosas provocado por la liberación del santuario duró largo tiem po, no por obra del poder político que lo había conseguido, sino porque corres pondía a la situación real de Delfos. Los tesalios intentaron disfrutar el éxito en beneficio de su egoísmo político y som eter a la Fócide, pero no lo logra ron. Para Tesalia, la guerra fue sólo un episodio. El presupuesto interno de esta guerra sagrada era la especial posición de Delfos en Grecia y que representaba el otro resultado característico de la his toria arcaica. Es cierto que tal posición no podía ser utilizada arbitrariam ente en térm inos de poder: Delfos no podía im partir órdenes y menos aún se sen
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tía llam ada a dirigir la política helénica. Su esfera de influencia estaba hecha de una m ateria más sutil, que no aparece en los aspectos exteriores de la his toria griega. Pero la consideración y el prestigio de los que Delfos gozaba eran una realidad clara y tangible para todos. Con ello, constituía la cum bre visible de todo el m undo griego. Allí donde se hablaba la lengua griega — el idioma de la H élade llegaba a todas las tierras bañadas p o r el M editerráneo y el m ar Negro— , había siem pre alguien que escuchaba la voz de Delfos. Pero tam bién los extranjeros la escuchaban. Hoy podem os afirmar, re trospectivam ente, que la H élade se había convertido en un potencia m undial; en aquella época nadie lo habría adm itido, fuera griego o bárbaro. Pero h a bría sentido un reflejo de esta realidad, aún encubierta, en la certeza inm e diata de que el Apolo délfico pertenecía a todos, independientem ente de la lengua que hablasen. El rendirle hom enaje era tam bién una simple costum bre: así cada cual se honraba a sí mismo y tom aba parte en el esplendor de esta institución internacional. Así, los poderosos, griegos y no griegos, com petían en ofrecerle los regalos más costosos, depositándolos en los tem pletes que érigían en el área de Delfos, destinados a guardar tam bién las futuras ofrendas. Así lo hacían ciudades etruscas, como Caere (C erveteri); el rico Creso de Lidia hacía cada vez más para docum entar sus buenas relaciones con Delfos; ya cien años antes, en la prim era m itad del siglo VII, su antepa sado Giges había enviado regalos al santuario. Y el faraón egipcio Am asis, contem poráneo de Creso, donó para la construcción del tem plo mil talentos de alumbre. E n la historia propiam ente política, el acontecim iento más significativo fue si lugar a dudas la expansión de E sparta, el fundam ento de su hegem onía en el Peloponeso y su prostasía (dirección) en la Hélade. El siglo VI del arcaísmo tardío es todavía la época de la colonización griega. El siglo se abre con la fundación de Massalia (600), acontecim iento de particular im portancia. Algunas generaciones más tarde, gentes proce dentes de su ciudad-m adre, Focea, se pusieron de nuevo en camino y funda ron en Córcega la colonia de Alalia (565), que treinta años después a su vez fue el punto de partida para la fundación de E lea, en el sur de Italia, futura sede de la célebre escuela filosófica eleática. E n Sicilia, partiendo de G ela, surgió la potente Agrigento (580), que se convirtió muy pronto, junto con Si racusa, en la ciudad más grande de la isla. E n su conjunto, el siglo v i fue el período de máximo esplendor de la Sicilia griega, y aún hoy el viajero que contem pla las grandes ruinas de sus templos se adm ira de la potencia econó mica de estas ciudades. En O riente, el siglo VI vio tam bién la colonización de Crimea, en la que tomaron parte varias ciudades milesias. El estrecho de Kerch fue dominado por las ciudades de Panticapeon y Fanagoria. La actual Feodosia recuerda aún a su predecesora, la griega Teodosia. E n la costa occidental, junto a Olbia y Tiras, las dos importantes ciudades cuya fundación se remonta al si glo vil, surgieron Tomis, Odessa y Mesembria. Los griegos de Crimea dieron vida a una figura política interesante, que a partir del siglo V comprendía tam bién gentes locales, el «reino del Bosforo». A lo largo de casi toda la Antigüe dad estas fundaciones, página gloriosa de la colonización milesia del siglo vi, constituyeron los puntos extremos de la civilización occidental. Pero, no obstante estos éxitos, no se puede negar que en conjunto y res pecto a la fase precedente el movimiento colonizador perdió mucho de inten-
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sidad y cayó én una fase crítica. Si se exceptúa M ileto, poco queda del anti guo ím petu, producido sim ultáneam ente a partir de los puntos más diversos. Sin duda, la presión general sobre la población había disminuido. Incluso la afluencia de nuevas gentes procedentes de la ciudad-m adre, como refuerzo de los prim eros grupos de colonos, ya no era un hecho común. A principios del siglo VI (hacia el 578), Cirene tuvo necesidad de una ayuda así, pero Tera, la ciudad-m adre, no pudo proporcionarla. El A polo de Delfos tuvo que dirigir un llam am iento a todos los helenos y Cirene trató de atraerlos con las más generosas prom esas de tierra. La llamada fue escuchada, pero luego sur gieron las dificultades. A los nuevos colonos, que llegaban de todas partes, les faltaba la hom ogeneidad necesaria, sin contar que ya existían motivos de contraste — aquí como en otras partes— como consecuencia de la relación entre antiguos y nuevos ciudadanos. Apolo tuvo que intervenir otra vez. El dios aconsejó que se trajera de fuera un árbitro con plenos poderes, alguien que tuviese el mismo prestigio que Solón: Dem onacte de M antinea, en la A r cadia, supo resolver la difícil tarea. Tampoco en otros aspectos se hallaba todo en orden en lo que respecta a la colonización. Parece como si el natural equilibrio entre la necesidad y su satisfacción se hubiese turbado. Se sucedie ron acontecim ientos curiosos, como, por ejem plo, la historia de los em i grados samios, huidos del tirano Polícrates. Fracasado su intento de retornar a Samos, con la ayuda de E sparta, estaban predestinados a crearse una nueva patria en una colonia. Pero he aquí lo que sucedió: arrancaron de Sifno la gran suma de cien talentos y com praron una pequeña isla del Egeo, pero, in satisfechos, prefirieron confiar en las armas y planearon un ataque a Zacinto, para expulsar a sus habitantes (griegos). No obstante, no llegaron a su des tino y desem barcaron en Creta: aquí fundaron una ciudad, como si Creta fuera tierra de nadie y estuviera allí para ser colonizada. Después de cierto tiem po, naturalm ente, fueron expulsados. Los conceptos de las posibilidades políticas, evidentem ente, se encontraban trastornados por completo. Pero el error de cálculo podía estar en otra parte. Al comienzo del si glo VI, un grupo de colonos procedentes de Cnido y de R odas se puso en marcha bajo la dirección de un cierto Pentatlo, y no encontró m ejor objetivo que el extrem o occidental de Sicilia, ocupado desde tiem po atrás por los feni cios. N aturalm ente, fueron expulsados y Pentatlo murió en la acción. Sus sucesores fueron más prudentes y tom aron posesión perm anente de las islas Lípari. A finales del siglo se repitió el caso de una m anera más grotesca aún. Un príncipe espartano, D orieo, que vivía a la som bra de su herm anastro Cleómenes, se puso en camino con un num eroso grupo de em igrantes (515). Desde Tera, se dejó convencer por la idea de fundar, por así decirlo, una se gunda Cirene en el oasis en Cínifo, al este de la antigua colonia. Pero la co lonia fue de inm ediato ahogada por Cartago. Después de un breve interm e dio en el sur de Italia, D orieo, no escarm entado de la reciente experiencia, fue a instalarse entre los cartagineses de Sicilia: como Pentatlo, se estableció en medio de los fenicios de la Sicilia occidental. Esta decisión tuvo conse cuencias desastrosas que costaron la vida a Dorieo. Los supervivientes se asentaron en Selinunte. Su jefe, dem ostrando un extraño agradecim iento por la acogida, se erigió en tirano y acabó m uriendo acto seguido con su gente en una revuelta. Ambos episodios son característicos porque delatan una evidente inseguri
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dad en el planteam iento, no m enor que las aventuras de los fugitivos de Samos. Los colonos del período anterior se dirigían hacia donde no encontra ban concurrencia peligrosa, al menos por parte de los no griegos. A hora, en cambio, se abandonaba sin razón la costum bre, buscándose tres veces conse cutivas el lugar más peligroso y menos prom etedor. Alguien podría preguntar si existían aún lugares disponibles o, al menos, objetar que la generación an terior había tenido una tarea más fácil en un m undo que ofrecía más espacio libre. Es cierto, pero hay que tener en cuenta el cambio de la situación y, con ella, tam bién el hecho real de que las condiciones de la colonización h a bían cambiado entre tanto; cambiadas, si se piensa bien, por obra de los mismos griegos. Se puede, por consiguiente, fácilmente observar que a la dis minución de los impulsos le correspondía una disminución de las posibili dades externas. Pero esta constatación va todavía más allá de las apariencias que cono cemos. Los cambios que un contem poráneo atento habría podido observar a finales del siglo tenían una base más profunda que el horizonte griego in te rior, más profunda incluso que la extensión que había experim entado como consecuencia de la colonización. Para com prender la dimensión que entra aquí en juego, hay que volver la m irada a los fundam entos externos a los que el m undo griego debía su existencia. A quí se esconde la verdadera sustancia de la política internacional en la situación de la Grecia del tardío arcaísmo. El mundo griego había crecido en una zona de calma en las relaciones in ternacionales. No fue turbado por las invasiones que constituyeron un peligro para toda región de cultura. Sin em bargo, tal peligro no faltó en sus m ár genes exteriores: hacia la prim era m itad del siglo VII los cimerios —cuyo nom bre ha perm anecido en la península de Crim ea— irrum pieron en el Asia A nterior. Los griegos vivieron muy de cerca la catástrofe que no les afectó, sin em bargo, directam ente: el reino de los frigios fue destruido, su rey Midas se suicidó. Después le tocó la misma suerte a Lidia: su rey Giges cayó en la lucha, pero para su Estado el golpe no fue m ortal. Y por último, la m area, con sus olas oscilantes, tocó a las ciudades griegas de Asia M enor. Éfeso y Magnesia del M eandro, en especial, tuvieron que defenderse de ella. Se han conservado unos cuantos versos de una canción en la que el poeta griego C a lino exhortaba a sus com patriotas a la lucha. Pero M agnesia fue destruida. Sin em bargo, para el conjunto de los griegos, incluso los de Asia M enor, la invasión de los cimerios representó un fenóm eno marginal. Y lo mismo puede decirse de la de los escitas, otro pueblo indoeuropeo (iranio) que, en la segunda m itad del siglo VII, invadió los países civilizados del Asia A n te rior. E n su camino, los nuevos invasores no tocaron a los griegos: m archaron más hacia el Este — quizás U rartu, en el lago V an, cayó bajo sus golpes— , pasando por Siria — el Antiguo Testam ento los cita— hasta alcanzar Egipto. Los griegos habían tenido suerte. Y tuvieron tam bién la fortuna de no ser tocados por el imperialismo asirio, que se convirtió en el azote de tantos p u e blos del Asia A nterior. Por el contrario, se aprovecharon de él, porque debi litó a los fenicios; tampoco el golpe inferido por los cimerios a Lidia les fue perjudicial. Y después, con la destrucción de A ssur (614-612), se abrió un p e ríodo basado de forma ejem plar en un sistema pluralista de estados. A hora había cuatro grandes potencias que se m antenían en equilibrio: Lidia, M edia, Babilonia (el imperio neobabilónico) y Egipto. Todas ellas, de un modo u
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otro, habían llegado a acuerdos entre sí. En el 585, Lidia y M edia, tras un encuentro arm ado entre A liates y Ciaxares, había convenido respetarse m u tuam ente. Egipto, bajo la dinastía saíta que puso fin a los desórdenes e inau guró una época de consolidación después de una ofensiva tem poral, había re nunciado a Siria, tradicional m anzana de la discordia, en perjuicio de los ju díos, que debieron a este cambio de política su «cautividad de Babilonia». M edia y Babilonia tenían incluso relaciones de am istad por su alianza contra Assur, y tam bién entre Lidia y Egipto reinaban desde antiguo óptimas rela ciones. Este cuadro de libertad era el más adecuado para confirm ar, en cierto sentido, la ley griega de la incondicional libertad de movimientos dentro del marco de una ordenación internacional de vasto alcance. La historia universal parecía dar providencialm ente la razón a la H élade, que hasta entonces había encontrado su camino a la som bra de su desorganización. N aturalm ente no le era concedido intervenir en igualdad de condiciones en el concierto de las po tencias. Para ello habría necesitado una unidad política. Pero el Estado griego que sobresalía sobre otros muchos y lograba adquirir un cierto relieve en el m undo internacional se hallaba, de todas m aneras, en situación de m an tener relaciones diplomáticas con una u otra de las grandes potencias. Lidia y Egipto, por razones geográficas, eran las que prim ero entraban en considera ción. Los tiranos de C orinto eran aceptados en Egipto; el nom bre de Psamético — así se llam aba el fundador de la dinastía que reinó durante más de cin cuenta años— se introdujo en la familia de los cipsélidas. Posteriorm ente, Polícrates de Samos tejió relaciones políticas con Egipto. Los m atrim onios di násticos eran bastante corrientes; un faraón esposó a una princesa de Cirene llam ada Laódice. Ya en el siglo Vil, un tirano de Éfeso había em parentado con la familia de Giges. Pero tam bién más tarde se establecieron relaciones de parentesco entre la casa real de Lidia y la aristocracia jonia. En la época de su auge, en el siglo vi, E sparta pudo pensar elevarse a la condición de gran potencia. Por fortuna, su sentido realista la preservó de tom ar dem a siado en serio en la práctica este juego de la fantasía. Sin duda, las buenas relaciones derivaban en parte del hecho de que en general faltaban los motivos para un confrontación de intereses. Cuando éstos existían, los griegos, aun encontrándose en una favorable situación in ternacional, debían advertir que los cuerpos en el espacio chocan fácilmente. Cirene entró de form a tem poral en conflicto con Egipto (hacia el 586). Pero, sobre todo, los griegos de Asia M enor sufrieron las consecuencias de la con solidación del reino lidio, regido por una dinastía tras la catástrofe provocada por los cimerios. En la prim era m itad del siglo VI tuvieron que reconocer su soberanía; corrió m ucha sangre y la ciudad de Esm irna fue incluso destruida. Por el contrario, M ileto, la ciudad más grande no sólo de Asia M enor sino de todo el m undo griego, pudo m antener una posición independiente en el ámbito de la potencia lidia, que se extendía hasta la costa. No obstante, la dom inación lidia no era opresiva. Las afinidades eran más fuertes que las diferencias. Los reyes lidios, sobre todo el últim o, Creso, ad miraban las costum bres griegas y pensaban que la autonom ía de las com uni dades griegas, limitada al mínimo e íntegra en su vigor civilizador, constituía una garantía para el bienestar y la prosperidad del propio Estado. La capital lidia, Sardes, tenía un carácter griego; los griegos podían encontrarse a gusto
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en ella e incluso la visitaban con agrado. Cuando las ciudades jonias fueron am enazadas por Lidia, el milesio Tales les aconsejó form ar una sola gran ciu dad. Pero esta iniciativa habría obligado a los distintos centros a renunciar a sus formas de vida independiente. D ado que la dominación lidia no parecía tan pesada como para m otivar una ruptura así con la tradición, nadie pensó en seguir el consejo del filósofo. Los contactos de las grandes potencias con los griegos tenían poco que ver con la política en sentido técnico. Su interés iba encam inado hacia el hom bre griego, como individuo y como colectivo. Este punto de vista trajo consigo un reconocim iento incondicional del ser griego. U na de las manifes taciones exteriores de este favor era el respeto tributado a los santuarios griegos, en prim er lugar, al de Delfos. El griego, con su capacidad y su ta lento, trataba de buscar y encontraba ese aprecio en toda actividad política m ente neutral. Los griegos eran buenos soldados y la inestabilidad social y política de la época arcaica liberaba muchas energías tam bién para el m er cado internacional de mercenarios. Incluso se podía prestar servicio en B abi lonia. El herm ano del poeta Alceo, por ejem plo, se encontraba a principio del siglo VI bajo las órdenes de N abucodonosor. Sobre todo, el Egipto saíta tenía necesidad de soldados extranjeros: el país hacía ya mucho tiempo que no proporcionaba soldados y la dinastía saíta dependía de las fuerzas mili tares extranjeras. Por razones de política interna, los gobernantes saítas no podían recurrir a la vecina Libia — que había sido el apoyo del régimen an te rior, sustituido por el saíta— y acudieron así a los griegos y a los carios de Asia M enor. E l abastecim iento de estos m ercenarios era uno de los servicios que los reyes lidios prestaban a Egipto. E n el A lto Egipto quedan aún vesti gios de ellos: en A bu Simbel, soldados griegos han dejado un recuerdo eterno grabando inscripciones en los colosos de M em nón. Ya en el siglo vil se les unieron comerciantes griegos y sus viviendas se levantaban al lado de las de los m ercenarios; en el 570 fueron concentrados en Naucratis, donde se habían establecido ya m ercaderes milesios, quizá no tanto por favorecer al comercio griego como para vigilarlo y aprovecharlo con medidas fiscales. En Babilonia trabajaban artesanos griegos procedentes de Jonia. En la segunda m itad del siglo vi, este tranquilo panoram a sufrió un cam bio dramático. Los acontecimientos pertenecen a la historia persa: su resul tado fue la destrucción del sistema político de Asia A nterior; fue extraordina riam ente radical, porque este espacio, dividido de tantas m aneras, fue ocu pado ahora por el am enazador imperio persa, creación imperial de una ex tensión como no se había visto hasta entonces en toda la Tierra. E sta transform ación total de todas las relaciones existentes desde siglos se llevó a cabo en el espacio increíblem ente corto de veinte años (559-539). El brazo poderoso de la historia — si se nos perm ite recurrir a esta hipótesis hegeliana— fue Ciro (559-529), un usurpador, cuya peligrosidad fue reconocida demasiado tarde por las potencias históricas. Cuando C iro, vasallo medo en la región irania de la Pérside y caudillo de una estirpe afín a los medos, hubo eliminado a su soberano Astiages y, consiguientem ente, a la soberanía m eda, y superando los confines de la M edia avanzó sobre M esopotam ia, todas las mentes cuerdas, e incluso los griegos, en la m edida en que podían entender el significado de acontecimientos tan lejanos, com prendieron que era necesa rio poner coto inm ediatam ente al audaz intruso.
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Nabonid, el rey de Babilonia, se arrepintió de su falta de perspicacia por haber prestado ayuda a Ciro para debilitar a Media. E ntre las tres grandes potencias se estableció una alianza contra Ciro. Todos estaban convencidos de que esto significaría el fin del advenedizo persa. Creso, con la intención de atizar el incendio, pasó al ataque incluso con el apoyo de la opinión pú blica griega, expresada por los oráculos, y en particular por el de Delfos, que le había pronosticado la destrucción de un imperio al cruzar la frontera del río Halys. Pero todo sucedió de form a distinta. No fue Creso el vencedor, sino Ciro. El reino de Lidia y su capital, Sardes, se perdieron (545) y Creso fue inter nado lejos de su patria (su célebre m uerte en la hoguera es una leyenda). Así fue derrocado el sistema de la gran política. La vaga esperanza de poder re construir todo de nuevo la enterró Nabonid con su derrota (539). El último episodio después de que Ciro conquistara el Irán no medo fue el som eti miento de Egipto por obra de su sucesor, Cambises (525). La sumisión de los griegos de Asia M enor por los persas fue la conse cuencia natural de la catástrofe lidia; y si los griegos, anteriorm ente, no ha bían sido otra cosa que las víctimas del imperialismo lidio, ahora al menos podían tolerar tranquilam ente la soberanía persa. Los persas, en sí, no eran amos severos. E n B abilonia, Ciro había sido aclamado como «libertador» no sólo por los judíos, sino incluso por grupos indígenas. Sin em bargo, los griegos sabían bien que Creso había sido su hom bre y que no se podía susti tuirlo sim plemente con los persas. E sparta, el prim er Estado griego, había acogido gustosam ente una petición de ayuda a Creso, considerándola una confirmación de su im portancia política y casi como reconocim iento de su po sición de «gran potencia» — la decisión no parecía adm itir duda alguna— , e incluso había com enzado a prepararse para la guerra, cuando sobrevino la ca tástrofe. Siguiendo en esta línea, los espartanos prestaron oídos a la petición de ayuda de los griegos de Asia M enor. Pero en esta ocasión se lim itaron a una ficción y llevaron a efecto sólo un gesto sin valor: una em bajada p re sentó a Ciro una protesta form al por la conquista de las ciudades de Asia M enor, protesta que naturalm ente no fue tom ada en serio por el rey persa. Los griegos de Asia M enor se aprestaron a la defensa. Sólo Polícrates, aún no am enazado en su isla, se plegó al nuevo curso, y de la alianza con Egipto pasó a la de los persas. Pero el oportunism o no le sirvió de ayuda: cayó víctima de la traición de un sátrapa persa. En el continente la resisten cia de los griegos fue obviam ente inútil. Muy pronto ellos se dieron cuenta tam bién de que de Susa soplaba un viento distinto al de Sardes. Los persas no eran déspotas — la propia am plitud del imperio lo impedía— , pero no po dían aceptar acuerdos favorables y equilibrados como los que habían existido entre griegos y lidios. Faltaban para ello los presupuestos. Los persas seguían otro m étodo y se apoyaban en determ inados exponentes de la sociedad de sus súbditos, de aquellos que no podían m antenerse en su patria sin la ayuda persa. E ntre los griegos de Asía M enor, esta función la asum ieron tiranos, y pre cisamente tiranos que perseguían una determ inada política interior. No eran ya los aristócratas que se aprovechaban de la debilidad política y social de sus com pañeros de clase para derrocar su régimen con la ayuda del m ovimiento popular antiaristocrático. Con el paso del tiempo esta fase había sido supe
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rada poco a poco y, por consiguiente, faltaban las premisas inm anentes de la tiranía del viejo tipo. E sta nueva tiranía era un puro régim en de m inorías, in cluso porque representaba los intereses de la aristocracia derrotada, com o reacción contra el nivel dem ocrático ya alcanzado. Así pues, los persas apela ban al descontento de aquellos grupos que habían sido condenados por la his toria de los dos siglos precedentes. E sta elección tendría su im portancia para las futuras relaciones greco-persas. Algún efecto se vio ya al final del siglo. E n el 512, D arío (521-486) em prendió una cam paña contra los escitas de Rusia. Quizá creía, por un error muy extendido entonces, que tendría que vérselas con las mismas gentes que había encontrado en el norte del im perio persa, en Turkm enistán, y que p o dría atacarlos fácilmente por esta parte. La em presa fue un fracaso, precisa m ente a causa del falso cálculo geográfico y hubo de ser abandonada en el bajo D anubio. No obstante, durante la expedición fueron declaradas provin cias del im perio persa Tracia y el territorio limítrofe al Sur. El rey de M ace donia y la aristocracia de Tesalia no vacilaron en reconocer inm ediatam ente esta pretensión (que no era mucho más a pesar de la creación de dos distritos europeos). M ientras los griegos de Jonia eran atacados por los persas, surgió entre ellos la figura de Bias de Priene, un hom bre de una extraordinaria autoridad intelectual y, según una tradición posterior, uno de los siete sabios, que p ro puso abandonar la patria y trasladarse con armas y enseres a Cerdeña. D e esta m anera, cori una grandiosa em presa de colonización, se sustraerían a la inm inente amenaza. Después de doscientos años de experiencia, la actividad colonizadora había entrado de tal m anera en la sangre de los griegos que se consideraba posible desalojar toda una región. N aturalm ente, la idea fue te r m inantem ente rechazada: era ya un caso límite entre realidad y utopía. Los griegos eran propensos a estos juegos de fantasía, pero por fortuna las graves instancias de la realidad casi nunca les perm itieron tom árselas en serio. Por el contrario, para una sola ciudad, un plan así parecía menos absurdo y en ocasiones se intentó ponerlo en m archa, aunque fuese sólo en la forma de una norm al em presa colonizadora. Tam bién en este caso un abandono com pleto de la tierra de los padres era un absurdo práctico. Cuando los focenses lo intentaron, una parte de los habitantes regresó de inm ediato. Pero la otra se puso en movimiento, y con buenos motivos. Focea tenía en sus colonias de Massalia y de Alalia, en Córcega, lugares donde acogerse. En estas circuns tancias, cuando el O riente caía bajo la servidum bre persa, el Occidente ap a recía como el reino de la libertad. Sin em bargo, el cálculo no era del todo acertado. El horizonte occidental se había oscurecido también: no era tan som brío como el oriental, pero sin duda aún más am enazador, aunque por el m om ento no todos pudieran ap re ciarlo. La causa era la ascensión de Cartago. H asta entonces, Cartago no se había distinguido particularm ente de las demás colonias fenicias. Pero ahora, tras haber dado una prim era prueba de energía con la fundación de Ebussos (Ibiza) en las Pitiusas (junto a España), comenzó a convertirse en patrona de la causa de los fenicios occidentales. Probablem ente se debe atribuir a Cartago la consolidación de la ruta EsteOeste, con la fortificación de M alta, a comienzos del siglo VI, y la ocupación de las Baleares.
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No obstante, el hecho principal fue que impuso su dirección a las otras colonias fenicias. A sí se concentró de un solo golpe la fuerza política, econó mica y m ilitar que antes estaba distribuida en estas ciudades, algunas de ellas bastante florecientes: consiguientem ente, surgió en el M editerráneo occiden tal un factor com pletam ente nuevo. La Sicilia occidental se convirtió en una base cartaginesa. Quizá Pentatlo tuvo que sentir que la intervención cartagi nesa había sido provocada por su desconsiderado proceder. Hacia la m itad del siglo VI, el occidente de Sicilia estaba en poder de los cartagineses. Pero no se dieron por satisfechos con esto. D ado que el resto de Sicilia estaba guardado por los griegos, las intenciones de Cartago se encam inaron a la conquista de C erdeña, que hasta entonces no había reclam ado su interés. No fue fácil establecerse allí. La población local opuso una tenaz resistencia, y en el interior nunca fue som etida del todo. Pero la costa, sus llanuras fértiles y los puertos se convirtieron en cartagineses en el transcurso del siglo VI. Tras un intento fracasado de M aleo, la obra fue llevada a térm ino por Magón y sus hijos A sdrúbal y A m ílcar, militares muy capaces, que practicaban el oficio de las armas por tradición familiar, a diferencia de la mayoría de los cartagineses, que se dedicaban al com ercio, la industria y la agricultura. Cartago era un Estado aristocrático con una base formal dem ocrática, como, por ejem plo, R om a; por consiguiente, disponía de fuerzas tradicional m ente capaces de perseguir las m etas comunes, como se vio precisam ente en el siglo VI, cuando se convirtió en un adversario peligroso para los griegos. Estos eran superiores en núm ero, pero ningún Estado griego podía com petir con Cartago por la solidez de su organización política e incluso por su poten cia m aterial. E sta circunstancia se convirtió en peligrosa en el m om ento en que Cartago empezó a desarrollar una serie de órganos m ilitares, destinados a una política de expansión sistemática; m ediante el enrolam iento de m erce narios (en África y en E spaña), un alto m ando independiente de militares de profesión obtuvo un ejército que, libre de todas las reservas políticas propias de una milicia de ciudadanos — tanto para C artago como para los griegos, ésta había sido la forma primitiva— , se convirtió en un instrum ento seguro y técnicam ente perfecto. Este camino llevó a Cartago directam ente, aunque con interrupciones, a asumir la posición que ocuparía trescientos años más tarde, como enemigo de R om a. No debe sorprender, pues, que ya durante su ascensión, C artago pusiese en dificultades a los griegos, m odificando durable m ente el horizonte de la política exterior. En el mismo período tam bién los etruscos aum entaron su poder y se con virtieron en el Estado central de Italia, cuyo ám bito de influencia, gracias a sus colonias, alcanzaba desde la llanura del Po hasta la Cam pania. En aquella época incluso la R om a m onárquica era una ciudad etrusca, y no lejos de Cumas, se alzaba la etrusca Capua. En medio de estos dos estados, en fase de conversión en grandes poten cias, se hallaba la colonia fócense de Alalia, el refugio de los griegos que huían de Asia M enor. No tenían idea de la situación real en la que se habían em barcado y no puede hacérseles ningún reproche por ello. El cambio que se había llevado a cabo no había dado lugar a efectos visibles; para nosotros es fácil dar un juicio retrospectivo. A dem ás, los focenses podían contar con una circunstancia favorable: las relaciones entre etruscos y cartagineses no eran de las mejores. Tam bién los etruscos se consideraban dueños del m ar y ata-
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caban sin vacilar a las naves cartaginesas; con ello no violaban ninguna ley al no existir un derecho m arítim o internacional. ¿Q ué perdían los focenses si to m aban parte en el juego? Así lo hicieron con em peño, aprovechando la oca sión para practicar la piratería contra las naves cartaginesas y etruscas. El ex ceptuar a los griegos — tenían suficiente botín incluso sin ellos— lo considera ban ya como algo generoso y extraordinario, y en el fondo lo era así. Pero no habían contado con los inconvenientes, y su ingenuo cálculo se reveló, en definitiva, corto de miras. Cartagineses y etruscos acabaron por ponerse de acuerdo, enterraron el hacha de guerra con tratados que limitaban la pirate ría, y com batieron juntos a los focenses de Alalia. Su población, por vía indi recta, encontró después acogida en la nueva fundación de Elea. No se debe atribuir excesiva importancia al valor inmediato del episodio, simple indicio del cambio de los vientos. Por el momento, a etruscos y cartagi neses no les interesaba en absoluto caer sobre los griegos. Pero, sin embargo, una cosa era cierta: en lo sucesivo las comunicaciones con el Mediterráneo occi dental ya no estaban libres de riesgos. D e ahora en adelante, Massalia tenía que depender de sí misma. Sabía defenderse, e incluso después de Alalia dio una lección a los cartagineses en una batalla naval, pero una nave griega y, con mayor razón, una flotilla colonizadora no podía hacer ya una ruta tranquila. También en Occidente el mundo iba haciéndose cada vez más estrecho. Se ha bía acabado el comercio a gran distancia, y en el futuro los griegos conocerían las Columnas de Hércules (Gibraltar) sólo por relatos. Si los griegos no se vie ron expuestos a ningún ataque cartaginés no fue por mérito suyo. Cartago dis ponía de posibilidades imperialistas, pero, por suerte para los griegos, no pen saba en llevarlas a efecto. El instrumento que se le ofrecía en la constitución mi litar estaba gravado con algunas hipotecas políticas y no estaba precisamente a prueba de crisis. Cartago —como Venecia— tenía que realizar grandes esfuerzos para conjurar el peligro de los golpes de Estado militares, y, por tal motivo, era cauta en su política exterior. Su fase de expansión había estado provocada, en primer término, por la necesidad de defenderse frente a los griegos, superiores en número, que tuvieron que cometer despropósitos para inducir al adversario a renunciar a toda su prudencia. Para la conciencia griega, Alalia no significó una grave advertencia. Las ciudades sicilianas florecían y prosperaban. La vida allí desplegaba en parte un fantástico bienestar. Análoga era la situación en la Italia m eridional o, como se decía en aquellos tiempos, en la «Magna Grecia». A quí las dos ciu-' dades más grandes (además de Tarento) entraron en conflicto. La rivalidad que dividía a Síbaris y Crotona en política exterior se mezclaba con el a n ta gonismo en política interior. En C rotona dom inaba una rígida aristocracia, que m antenía el orden y la disciplina; en Síbaris gobernaba un tirano. C ro tona acogía a los emigrados, esto es, a sus adversarios. El encuentro arm ado acabó con la derrota de Síbaris. El hecho no hubiera sido grave, pero C ro tona aniquiló la ciudad, convirtiéndola en un desierto (510). En la lejana M i leto, que m antenía estrechas relaciones comerciales con Síbaris, la gente se vistió de luto. Tam bién se tenía entonces cierta sensibilidad para las locuras que se perm itían los griegos en un m om ento en el que el sol de la política in ternacional hacía ya tiempo que se había cubierto de nubes.
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La cultura del período arcaico tardío La situación del espíritu griego al final de la época arcaica no refleja en absoluto la aparición de las circunstancias externas que dieron su im pronta a la situación política. Al contrario: si en la nebulosa im penetrable del período arcaico, en su prim era fase, pudieron tener lugar influencias extranjeras, que, a través de ciertos indicios, pueden incluso ser com probables; si el comienzo de las artes figurativas y el desarrollo de la pintura vascular de estilo orientalizante revela una clara receptividad hacia estímulos exteriores, ahora, sin em bargo, los griegos se encuentran realm ente a sí mismos, en cuanto sólo ahora intuyen sus propias posibilidades y comienzan a sentir la am plitud y profundidad del ser que se estaba form ando en ellos. La generación anterior a las guerras médicas estaba llena de una tensión que no sólo inducía al pro greso, sino que intentaba dar una proyección objetiva a la riqueza de sus fuerzas. Disposiciones y objetivos se com penetraban m utuam ente: los griegos querían com probar su propia naturaleza y al mismo tiem po experim entar qué es lo que prom etía el futuro y lo que escondía en sí de desconocido. Para los griegos había llegado una hora histórica, que significaba, en la misma propor ción, consumación y tránsito hacia una fase nueva y desconocida. El elem ento fecundo se ofrecía ante todo en las felices conquistas de ge neraciones pasadas, y no podía ser de otra m anera. La época intranquila y discontinua había conseguido en algunos puntos, a pesar de lo desfavorable de tales premisas, crear algo cerrado y completo en sí. Un ejem plo es el canto coral, esto es, la lírica coral. Con el ocaso de la viva tradición épica, que, no obstante, hizo de H om ero un clásico y de su obra transm itida una parte integrante del sistema cultural griego, sin que todavía pudiesen surgir nuevos poem as de valor, no existía ya una gran form a literaria. El puesto va cante fue ocupado por el canto coral, al menos en cuanto que cumplía una amplia función social, como en su tiem po la epopeya, como m anifestación práctica de un determ inado círculo hum ano. El canto coral tenía que ser ver daderam ente preparado, esto es, practicado y cantado por coros profesio nales. Texto y música se repartían en igual medida el efecto estético. El arte formal fue enorm em ente perfeccionado en las dos direcciones, gracias a una larga tradición que dejaba espacio y daba tam bién impulso a una estructura diferenciada, incluso para el enriquecim iento de los contenidos. Éstos deriva ban en parte de las diferentes funciones de cada representación coral. Natural mente, el «servicio divino» jugaba un papel de primer plano. El canto coral ser vía a menudo para honrar y glorificar a un dios, y entre ellos, no en último lu gar, a Dioniso, al que en principio iba dedicado el ditirambo. A finales del si glo VII, en Corinto, Arión lo elevó a la categoría de género literario. Más tarde llegó a ser normal entre gentes nobles y ricas hacer celebrar con cantos las vic torias conseguidas en las grandes, fiestas de Olimpia, de Corinto y de otras ciu dades. La fama y la gloria de un poeta dependían de la calidad dem ostrada en la lírica coral. Por eso pertenecen a este género los poetas más conocidos de la época arcaica tardía: Simónides de Ceos, un hom bre del siglo VI, pero que en edad avanzada fue aún testigo de la gran guerra contra los persas y pudo dar gloria eterna con su verso a los caídos de las Termopilas; Baquílides y Pin daro, una generación y media posteriores y, por consiguiente, pertenecientes
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al siglo V. Así pues, la lírica coral era una planta exuberante y llena de vida, encam inada evidentem ente a seguir floreciendo incluso después del final de la época arcaica. Píndaro, a quien conocemos m ejor, fue tam bién el poeta más grande; sin em bargo, con él nos encontram os cronológicam ente en el si glo V aunque se pueda estar tentado de ver en él, por su naturaleza conserva dora, el representante rezagado de la época anterior. No obstante, esta im presión puede ser discutible. Píndaro era un hom bre de convicciones bien d e finidas y no dudaba en exponerlas a través de las voces de sus coros. Por otra parte, este elem ento gnómico de su poesía está ligado a las narraciones m í ticas, que son su rasgo verdaderam ente predom inante. No existe ningún frag m ento en donde el poeta no aproveche la oportunidad de narrar leyendas de dioses y hom bres. A los ojos del público, esta costum bre prestaba a su poesía el aprecio de un estilo grande y sublime, ya que, en definitiva, el pasado se guía teniendo un contenido esencialm ente m ítico, y sus experiencias eran consideradas como fuente de verdad. Los poetas corales, por la alta estima de que disfrutaban —tanto que sus servicios eran disputados por los grandes de la T ierra— , tenían una fuerte conciencia de sí mismos. Ocupaban un lugar em inente a los ojos de sus con tem poráneos entre los intelectuales griegos, aún no demasiado num erosos. La posteridad, sin embargo, no pensaba así. Con el cambio de los presu puestos sociales, se perdió tam bién la accesibilidad práctica de esta form a poética. E ra demasiado hermética e incluso a nosotros nos resulta más fácil captar el eco de las voces de Safo, Alceo y A nacreonte. Éstos cantaban de sí mismos y de su limitado universo: en ellos creemos percibir la magia de una hum anidad personal revelada, que podem os situar realm ente en su época, en la transición del siglo VII al VI, pero que es posible sentir como un hálito in grávido, libre de las barreras de siglos y milenios. La lírica coral es como un árbol cuyo tronco y raíces se encuentran en la época arcaica, pero cuya copa sobresale por encima del comienzo de la época clásica sin pertenecer realm ente a ella. Luego, este género de poesía dejó de existir y tam poco es lícito afirm ar que sus frutos se convirtieron en patrim o nio duradero de la cultura griega. En este sentido, resultó mucho más favore cida otra creación de la época arcaica que acabó convirtiéndose en una obra perenne y pertenece por completo al m undo del arte. La época arcaica creó el templo griego, y lo llevó a un grado de perfección tal que las generaciones no tuvieron que aportar apenas modificaciones sustanciales. Desgraciadamente, las fases de este proceso, tan importante para el futuro, son poco conocidas. Tan sólo un punto parece claro y confirma una hipótesis que parece evidente. El templo griego, con su núcleo cerrado con muros, la galería de columnas y la co bertura en tímpano, no es el resultado de una «evolución» espontánea. Fue obra de una iniciativa enteramente individual. Por esto aparece distribuido uni formemente por toda Grecia y en principio sigue una determinada dirección, que parte de su centro originario. En la prim era m itad del siglo VIII, p or ejem plo, de la que por casualidad tenem os ciertas noticias, aún no lo cono cía. Y más sorprendente es que la misma A tenas de Solón (a comienzos del siglo vi) no conociera aún su form a perfeccionada. Un observador m oderno quedaría muy desilusionado sobre el m odelo p re cursor del Panteón, si viera el desnudo edificio con pocas columnas a la entrada y pensara que él había tenido ocasión de ver en Paestum un tem plo de columnas
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(la «Basílica») no m ucho m ás reciente. C iertam ente, este no era el m ás antiguo de su tipo: su construcción pertenece ya al siglo V IL El centro del «descubri miento» —no sólo construir columnas de piedra, en lugar de hacerlas de m a dera, sino de disponerlas en torno al núcleo del tem plo— parece haber radicado en el istmo, y ante todo en C orinto, la ciudad culturalm ente más dinám ica de la Grecia continental en la época arcaica. D esde este lugar se propagó en prim er lugar hacia Occidente, como consecuencia de la «colonización corintia», según atestigua, por ejem plo, el tem plo de A rtem isa en Corcira (C orfú), y luego se hizo familiar en el área de Sicilia y de la «G ran Grecia». El otro punto de partida fue, naturalm ente, Asia M enor. No está com probado que entre los dos centros existiera una relación de dependencia. Parece como si cada uno de ellos hubiera recorrido por su cuenta más o m enos el mismo camino, ya que los resultados obtenidos no son en absoluto idénticos. La m adre patria creó el m odelo «dórico»; Asia M enor, el «jónico», según definiciones técnicas antiguas a las que no es necesario atribuir dem asiado va lor. El prim ero em pleaba originariam ente la piedra calcárea (poros), fácil de encontrar, que en las colum nas era revestida con una capa de estuco: por consiguiente, el efecto fascinante de la piedra rojiza en Paestum no es el ori ginario. Sin em bargo, Jonia tenía m árm ol en sus cercanías y pudo en seguida conseguir form as más gráciles con este m aterial resistente y fácil de trabajar. La columna dórica, más ancha y pesada, es expresión inm ediata de su fun ción estática, en cuanto surge directam ente del suelo y confirma su natura leza de sostén elevándose a una altura no dem asiado grande. Tam bién el tipo jónico está inspirado en el mismo principio y se estrecha igualm ente según va ascendiendo, pero se desarrolla con m ayor libertad y aum enta el núm ero de las columnas, que, en cierto sentido, aparecen dispensadas de la función de sostener la cobertura del edificio interior. Los estudiosos no se ponen de acuerdo a la hora de indicar dónde hay que buscar los principios de esta concepción asom brosa. Es cierto que la forma de la construcción interior ya era conocida en la época micénica o se hallaba prefigurada en ella, y que el megaron micénico sobrevive en el tem plo griego. Igualm ente, la colum na en sí no era una cosa nueva: el m odelo puede buscarse o en el mismo ám bito minoico-micénico o en el O riente Próximo, por ejem plo, en Egipto. Más im portante es el hecho de que, antes como después, la concepción sacral era la misma. Tam bién el tem plo clásico griego es exclusivamente la m orada del dios y de su estatua (por cierto, una m orada divina muy oscura, pues no había ventanas que perm itieran observar bien la obra de arte, a m enudo célebre), y no es un recinto para el culto: los sacrificios se celebraban delante del mismo. Por consiguiente, está fuera de duda que las fuerzas que inspiraron a los griegos una de sus creaciones más perdurables y conocidas, independientem ente de su clara finalidad, no eran fuerzas propiam ente religiosas, dictadas por una necesidad específicam ente piadosa. Q uerían construir casas para sus dioses, bellas y suntuosas, pero su relación con ellos seguía siendo la misma de antes y no se reflejaba en la forma del tem p lo ..L a independencia de motivos religiosos es una caracterís tica que perm ite presuponer, en la base de la obra de arte, algo así como la autonom ía de la visión artística. N aturalm ente que los griegos de aquellos tiempos eran un pueblo «piadoso», pero su fuerza plástica y su originalidad no derivaban de esta piedad.
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Considerado el nivel de la arquitectura, no sorprende que la época arcaica revele ya en pleno florecim iento el genio griego en las artes figurativas, tanto en la escultura como en la pintura. Es cierto que aún no ha alcanzado el equili brio de los momentos culminantes: el observador ingenuo es más bien conmo vido por el factor dinámico, que deja siempre tras de sí el presente; y el ca mino, recorrido durante cerca de dos o tres siglos, se muestra en una perspec tiva de fases que se superan una a la otra en su progresivo movimiento. Se siente que la fuerza aquí operante no tiene ni un segundo de descanso y debe siempre im pulsar hacia adelante. Precisam ente en el ocaso de la época a r caica, el ritm o parece precipitarse; en la escultura el progreso del estatismo al movimiento entra en su fase decisiva. E ste proceso se consumó en el tra ta m iento del desnudo masculino. Las soluciones particulares eran extraordina riam ente variadas, pero el intento de aprehender desde diferentes lados su estructura fue perseguido con coherencia: el cuerpo fue, por así decirlo, cons truido en sus distintos elem entos; em pezó por una severa articulación de los miembros y continuó hasta la síntesis del cuerpo visto en su unidad. El cuerpo hum ano como tem a específico del arte, uno de los fenóm enos de expresión más característicos del espíritu griego, es una de las creaciones más im portantes del período arcaico; sería natural instar al historiador a ex plicar la naturaleza precisa de este extraordinario proceso. En este caso el historiador debería recurrir a la sociología del arte. D esgraciadam ente, el m a terial disponible no es suficiente. No estamos en condiciones de explicar la génesis de las figurillas votivas olímpicas que representan a Zeus desnudo y que pertenecen aún al siglo VIH . Solam ente es cierto que, aunque no el pri m er estímulo, al menos el impulso decisivo para la representación de la fi gura desnuda fue dado por la agonística. Las com peticiones deportivas, que, según el modelo de Olimpia, iban siendo introducidas en otros lugares y, por últim o, tam bién en distintas ciu dades, se disputaban entre atletas desnudos; puesto que ocupaban un puesto central en la vida hum ana, el ejercicio constante de la juventud masculina se convirtió naturalm ente en el fundam ento de toda la educación. Partiendo de la formación m ilitar de los efebos (en A tenas eran los jóvenes entre diecio cho y veinte años) que se hizo inevitable con el nacim iento de las milicias ciudadanas, la gimnástica podía considerarse como instrucción premilitar. Así indudablem ente se pensaba en Esparta. Pero la cultura física de los griegos no se reducía sólo a ella. No obstante, el uso de practicarla desnudo parece haberse introducido a partir de E sparta, quizá en el siglo v i l H om ero no conocía aún esta costum bre. Bien m irado, este fue el único «invento» de Esparta, que fue adoptado por todos los griegos, ya que la gimnástica (en su sentido literal de ejercicio físico practicado por personas desnudas) se extendió por todo el m undo griego. Jonia, que en este caso no estaba en vanguardia, acabó sumándose a esta corriente, tras algunas vacilaciones. Esta falta de prejuicio, que no e n cuentra parangón en ningún otro pueblo civilizado, no se puede explicar sólo por el apasionam iento de la competición. Se puede com probar que estaba unida a la contemplación estética del cuerpo desnudo. No era excepcional que este o aquel joven fuera considerado como el más bello de toda la H é lade. E sta actitud debía tener su parte en el desarrollo decisivo del arte. Los contactos con la agonística eran todavía más estrechos. Com o premios a los
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vencedores se erigían estatuas, o se perm itía erigirlas, y esto era uno de los «géneros artísticos» preferidos. E n el 628, un espartano habría conseguido por prim era vez este honor. A continuación, sobre todo desde que a partir de la segunda m itad del siglo v i pudieron ser fundidas en bronce, las estatuas se m ultiplicaron. Las posibilidades artísticas que ahora se abrían se extendie ron naturalm ente tam bién a las representaciones de los dioses, en sus esta tuas masculinas desnudas. Al final de la época arcaica, el desarrollo coherente de este tem a y, en general, el talento artístico atestiguado cada vez más extensam ente en el si glo vi, dem ostraban que los griegos, no obstante el precedente del grandioso arte antiguo oriental, sobre todo egipcio, habían conquistado para ellos mismos y para el m undo un nuevo reino de posibilidades plásticas. A unque no tuviésemos otros testim onios, las artes figurativas por sí solas nos conven cerían de que con los griegos había surgido un fenóm eno de gran significa ción histórica. Los otros pueblos lo com prendieron así: mucho antes de aprender el uso de la lengua de los griegos o de asimilar su pensam iento, se som etieron a su superioridad artística; esto aparece especialm ente claro en el caso de los etruscos, que se convirtieron casi en una provincia artística griega. D e transm isor servía la abundante im portación de productos arte sanos griegos, sobre todo, de cerám ica, que era de alta calidad y que, en sus m ejores piezas, sustituye dignam ente a las otras formas perdidas de pintura. Es posible que algunos artesanos griegos siguieran el camino de sus pro ductos; y, al final, surgían escuelas locales que nunca perm itían que se olvi dase a los maestros. La situación de la conciencia griega al final de la época arcaica — el arte, incluso la gran literatura, como casi siempre ocurre, no la refleja integral mente— encontró un exponente característico en un hom bre que no sólo es poco conocido, sino que ni siquiera se encuentra entre los grandes de su época. Sin em bargo, Ferécides de Siró, que llegó a la m adurez hacia m e diados del siglo VI, era el representante de una m anera de pensar que se h a llaba evidentem ente muy difundida en su tiempo. Es bastante fácil intuir las razones. Se encontraba dentro de una tradición que se rem ontaba en línea recta hasta el prim er comienzo de reflexión individual, representado por Hesíodo. El Hesíodo de la Teogonia (aquí sólo interesa bajo este aspecto) había hecho, a principios del siglo vil, un uso personalísimo de una form a de pen samiento que explicaba el m undo a través de la historia de su génesis y que encontraba su m odelo en los antiguos mitos cosmogónicos. N aturalm ente se atenía al «material» que la tradición (no literaria) ponía a su disposición; pero no podía contentarse con él. Sus datos estaban llenos de contradicciones — no se había encontrado nadie que los hubiera reducido a un canon— y, so bre todo, eran incom pletos, en opinión de Hesíodo. Por tanto, él no sólo o r denó los datos transm itidos por la tradición, sino que tam bién los completó. E n esta tarea, le sirvió de gran ayuda la m anera griega de ver todo fenóm eno del m undo en forma divina. D e este modo se le ofreció un espacio adecuado a sus exigencias especulativas. En cuanto que se apoyaba en la lógica mítica, según la cual el m undo se compone de potencias personales que se com por tan como tales — a veces, de forma bastante extraña y sorprendente— , pudo no sólo hallar crédito, sino al'm ism o tiem po invitar tácitam ente a los demás a seguir investigando por este camino. Por eso no podían faltarle seguidores, y
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Ferécides fue uno de ellos. Su obra llevaba el curioso título de Siete cavernas (Heptámychos), y posteriorm ente, por razones de claridad, recibió el subtí tulo de Teogonia y teocrasis (mezcla de dioses). Ferécides, como Hesíodo, colocaba en los comienzos del m undo tres p o tencias, que, no obstante, sólo en parte se identificaban con las de Hesíodo. En lugar de G ea (la Tierra), Caos y Eros; en Ferécides encontram os a Zas, Cronos (el Tiem po) y C retonia (la Tierra); Zas es una deform ación del nom bre de Zeus, destinada a asimilarlo al térm ino griego que significa «vivir» (zen). Ctonia se convirtió después en Ge (el nom bre preciso para «Tierra») y Zas se transform ó en Eros. No sabemos con exactitud cómo seguía, pero no im porta para nuestros propósitos. Pero por una tradición posterior, podem os deducir qué concepciones eran posibles en este marco. N orm alm ente esta tradición tam bién habla de Cronos. Es el principio, pero el verdadero creador es un ser bisexual, Fanes, que nace de un huevo de plata. Pero no faltan ni U rano (el Cielo) ni G ea (la T ierra), y es entonces cuando aparecen los dioses y los ti tanes, que naturalm ente conoce tam bién Ferécides. Estas fantasías cosmogó nicas quizá se resienten notablem ente de influjos no griegos, orientales, ya di fundidos antes de Hesíodo. A partir de los siglos vil y vi, aproxim adam ente, estas concepciones son atribuidas a un autor determ inado (Ferécides aparece con su propio nom bre, pero se trata de una excepción significativa, si bien no aislada): habían sido obra de Orfeo (o de M useo, figura afín a él). Así adquirían una precisa au to ridad: Orfeo habría sido anterior a Hesíodo y H om ero y, por consiguiente, dotado de la dignidad de la sabiduría más antigua. Por eso se hablaba tam bién de «escritos sagrados» (hieroi lógoi), una especie de revelación. Existía por consiguiente una concepción determ inada, la «órfica», y sin duda existió una literatura órfica, que ciertas personas, los órficos, creaban o transm itían. No obstante, la profesión sola de tales creencias cosmogónicas no habría p o dido crear en ellos por sí misma la conciencia de su especial posición. A di chas creencias se unía un elem ento, que en el fondo era el principal: una te o ría determ inada del alma hum ana. En contra de la indiferencia con que H o mero consideraba el destino del alma después de la m uerte en el reino de las sombras de H ades, aquélla recibe ahora un prem io o castigo. A cto seguido, en estrecha relación con esta concepción, surgió la idea de que el alma tenía que transm igrar para expiar, bajo otra form a, las faltas com etidas en el p a sado y ser así purificada. En todo caso, su destino estaba en el futuro (des pués de la m uerte) y su estancia tem poral en un determ inado cuerpo no era otra cosa que una prisión. No es sorprendente, desde el punto de vista de la psicología religiosa, que estas opiniones tuviesen una enorm e fuerza de convicción y encontraran fácil m ente seguidores, puesto que tocaban sentim ientos de naturaleza com pleta m ente elem ental. Ferécides los conocía naturalm ente, y si nuestra escasa tra dición no nos engaña, tuvo que hacerles algunas concesiones en su sistema. Incluso espíritus más grandes estuvieron de acuerdo con estos conceptos; en prim er lugar, Pitágoras; después, Em pédocles, y por últim o, Platón. Y nunca se perdieron hasta que, durante el cristianismo primitivo, encontraron un clima espiritual que, dominado como estaba por la oposición de espíritu y cuerpo, m undo y alma, pecado y pureza, había de procurarles una amplia re sonancia y reconocim iento. Pero al final de la época arcaica esta posibilidad
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era aún muy rem ota. C iertam ente, tuvo que haber existido algo así como una práctica religiosa de los órficos, que evidentem ente tuvieron parte en la ela boración de los misterios dionisiacos; pero es dudoso que llegaran a organizar ya verdaderos conventículos. Incluso su difusión geográfica no era uniforme. Sus centros principales estaban en la Italia m eridional y en Sicilia, sin que pueda darse de este hecho una explicación plausible. E n A tenas, bajo Pisistrato, un cierto Onom ácrito puso en circulación, en. nom bre del orfismo, profecías muy concretas extraídas de su recopilación de oráculos y se hizo no dem asiado popular con sus revelaciones escatológicas sobre el alma y las cosmogonías. Evidentem ente entre estos «órficos», que vi vían de las doctrinas que profesaban, había espíritus muy prácticos que saca ban provecho de la profunda necesidad hum ana de misterios sobrenaturales, y que ofrecían sus servicios a cambio de sólidas recom pensas. Platón nos ha bla de estos charlatanes profesionales, que engañaban a personas y comuni dades enteras con la prom esa de poder obtener de los dioses expiación y pu rificación para vivos y m uertos, gracias a las doctrinas extraídas de los libros de Orfeo. Para los griegos fue decisivo que aun conociendo estas inclinaciones pri mitivas del alma hum ana, no se dejaron dom inar por ellas. Precisam ente en la época arcaica lograron ya distanciarse de ellas. El mismo Ferécides era consciente de ello y por ello no fue un órfico, a pesar de su aproximación al orfismo. E n él se encontraban huellas de un pensam iento com pletam ente dis tinto, que nos rem ite a la llam ada filosofía jonia de la naturaleza. A m e diados del siglo VI, el representante principal de esta tendencia filosófica era A naxim andro de M ileto. U na generación antes había vivido Tales de M ileto, sobre los que ya la A ntigüedad no tenía fuentes auténticas, al no haber d e jado ningún escrito. No obstante, el camino recorrido por Anaxim andro lo había m ostrado ya Tales y, por consiguiente, está justificado que, siguiendo la opinión de A ristóteles, continuem os considerando la historia de la filosofía a partir de Tales. A naxim andro, como Tales, se proponía en prim er lugar estudiar la natura leza y calcular sus leyes. Para ello Tales se había procurado de Babilonia m a terial astronómico y pudo predecir un eclipse de sol para el 585 a.C. Anaxi m andro construyó un reloj de sol con una división exacta del día, también probablem ente sobre modelos babilónicos, trazó un m apam undi con la distri bución de las tierras y de los m ares, y representó el cielo (quizá para indicar las estrellas) en forma de esfera. Pero estos intentos aislados de llevar a cabo experiencias precisas no explicaban aún la naturaleza del m undo. H abía que referirse al problem a ya planteado por Hesíodo: ¿de dónde procede el m undo? Su origen en el tiem po tenía que resolver el enigma. Sin embargo, mientras Hesíodo reconducía todo a las relaciones de potencias divinas y personales, Tales introdujo ya una materia no dotada de divinidad es pecífica. Para él era obvio que toda la naturaleza estaba animada por la fuerza divina («todo está lleno de dioses»), pero, con ello, era inabordable el problema de su origen. Anaximandro retom ó este principio de Tales y compartió con él su convencimiento de que se debía atribuir gran importancia al agua; pero le parecía dudoso que el agua pudiese representar el papel de prim er origen. Un origen así tenía que ser lo más general e indeterm inado posible, para contener en sí todas las eventualidades del mundo. Por tanto, lo que sabemos
E feb os jugando a la pelota. R elieve en una base de estatua ática, circa 500 a.C . A ten as, M useo Nacional.
A ten ea con la lechuza representada en su escudo. Pintura sobre un vaso procedente de V ulci, Etruria, m ediados del siglo vi a.C . París, Louvre.
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es sólo una posibilidad. Anaxim andro creía en la «separación» de un núm ero indefinido de mundos que nacían y m orían uno tras otro. La causa prim era, la universal, era, por tanto, lo «ilimitado», el ápeiron. D e la obra (perdida) de Anaxim andro conocemos sólo una frase autén tica: «El frío se convierte en calor, el calor en frío; lo húm edo en seco, y lo seco en húm edo, según la necesidad. Así pues, para la injusticia existe siem pre una sanción recíproca, según el orden del tiempo» (reconstrucción de B rocker). A naxim andro entiende con esto que los procesos universales son regulados por la polaridad, que el devenir significa siem pre al mismo tiem po aum ento de lo uno y desaparición de lo otro. Si el frío disminuye, el calor aum enta. E sta compensación se expresa en la imagen de la sanción recíproca, que es una reparación entendida como com pensación, según la concepción jurídica originaria. La correspondencia es clara y convincente, com o genial adivinación. Sin em bargo, Anaxim andro disponía tam bién de un motivo em pírico para hacer sacar lo húm edo, por ejem plo, como consecuencia de un aum ento de la aridez. Él defendía la idea de que nuestra tierra se había fo r mado gracias a la recesión del m ar, al haber evaporado el sol el agua, y se basaba para ello, tal y como la investigación m oderna puede suponer con se guridad, en la existencia de animales m arinos fósiles. Por otra parte, si el mar con su fauna tuvo la prioridad sobre la tierra firme, tam bién el hom bre originariam ente debía vivir en el agua, es decir, haber sido un animal acuá tico. Esta era la conclusión de Anaxim andro: el ser hum ano hubo de ser p ri mitivamente una especie de pez, o más exactam ente, debió desarrollarse como un anexo del pez, hasta que se hizo independiente y pasó a la tierra. La transform ación de animal marino a animal terrestre se había consum ado además de otra m anera: en el barro habrían vivido animales con un capara zón erizado de púas, que habrían pasado a tierra firme rom piendo el capara zón y adquiriendo así la posibilidad de vivir en terreno seco. Anaxim enes, otro milesio una generación más joven, adoptó en lo princi pal la doctrina de Anaxim andro. No obstante, la relación física entre ápeiron y m undo, el proceso de «separación», no le satisfacía. Creía haber conse guido un concepto exacto de la transición y transform ación, a través de la o b servación de que el aire (aér) se condensa por enfriam iento, forma niebla y, por último, agua, m ientras que con el calor se enrarece. El prim er proceso lleva por consiguiente a la tierra sólida, como para Am axim andro; el otro, al fuego. Naturalm ente, a nuestros ojos, todo esto son vagas especulaciones; pero su origen no era casual. Por lo general, se basaba en una observación (co rrecta o no) y, ante todo, seguían siempre la norm a implícita de la indepen dencia de la tradición mítica. A pesar de la primitiva afinidad con la cosmo gonía religiosa, la sintaxis era distinta; de este m odo se delineaba una esfera regida por una ley propia. No sabemos ciertam ente si la nueva postura se al canzó en lucha abierta con el mito. Quizá no fue así, ya que en el fondo el mito no representaba una autoridad real. H om ero no se había ocupado de tales cuestiones. Por tal motivo, la reacción tuvo que ser más violenta allí donde las concepciones mitológicas homéricas entraban en juego. Un con tem poráneo de Anaxim enes, Jenófanes de Colofón, tam bién originario de Jo nia y luego emigrado a la Grecia occidental para huir de los persas, fijó su atención en las figuras de los dioses homéricos: «Hom ero y Hesíodo han atri
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buido a los dioses todo aquello que en el hom bre provoca la vergüenza y la deshonra: robo, adulterio y engaño m utuo». Es com prensible que la enérgica crítica estuviese dirigida más contra el orden m oral que contra su orden cos mológico del mito. E n el segundo caso, la visión fundam ental podía ser ad quirida de una form a mucho más inm ediata y, una vez form ada, poseía una mayor certidum bre y eficacia. L a nueva ciencia de la naturaleza, una vez instituida, había dejado tras de sí el mito como un despojo abandonado. A unque Pitágoras, que tam bién se trasladó de O riente (Samos) a Occidente (hacia el 531), adoptó ciertos ele m entos órficos y tal vez siguió aún desarrollándolos, se refería a la doctrina del alma (metempsícosis) y, por consiguiente, a un campo que no les intere saba a los filósofos de la naturaleza como tem a de particular interés. Tam bién Pitágoras estaba inspirado por motivos más prácticos que técnicos (verificables, por ejem plo, en la conocida dieta vegetariana para no ofender el alma hum ana que se hallaba en el animal). En este cuadro, Em pédocles de Agrigento (prim era m itad del siglo v ), que fue tanto un «físico», según la ter minología usada por A ristóteles para la filosofía jonia de la naturaleza, como un mistagogo y taum aturgo, constituye un fenómeno especial desde el punto de vista biográfico-psicológico, que no se puede explicar en térm inos lógicos concretos y cuya interpretación personal presenta dificultades aún hoy. Esta som bra aislada no puede oscurecer el hecho claro, y todavía pertene ciente a la época arcaica tardía, de que con la filosofía jonia de la naturaleza había surgido un proceso de pensam iento com pletam ente autónom o, que en adelante fue regido exclusivamente por la dialéctica del logos y, por consi guiente, abrió una dim ensión sut generis, del todo privada de precedentes. Como no estamos escribiendo una historia de la filosofía, no es nuestro obje tivo seguir su camino más allá de los prim eros pasos. H eráclito de Éfeso, que vivió hacia el cambio de siglo, sólo por su tem peram ento polémico sería una figura apropiada para ilustrar con claridad este contrapunto. Heráclito se ancla estrecham ente a sus predecesores de M ileto. Tam bién para él la naturaleza se com pone de transiciones y sustituciones: el fuego sucumbe ante el agua y ésta ante la tierra. Pero, som etiendo este hecho a una reflexión particularm ente intensa, llega a una visión peculiar: como en el devenir no puede fijarse ningún instante determ inado, ya que el uno cede el puesto al otro, y es ya el otro, todos los antagonismos se desm oronan. El día es igual a la noche, y el m uerto igual al vivo. H eráclito desarrolló am plia m ente estas paradojas y encontró ejem plos tam bién más eficaces. Así pues, el mismo camino va hacia arriba y hacia abajo, el agua del m ar es tan útil como nociva: útil para los peces, nociva para los hom bres. H eráclito encuen tra su principio del m undo en cualquier ámbito, incluso en el del ser hu mano. El fuego, centro del círculo, es idéntico al alma y a la razón. Él acen túa sus tesis provocadoras con un pronunciado orgullo de filósofo: sólo él vela, m ientras los hom bres comunes duerm en. En el fondo, la audaz tesis de H eráclito sobre la no existencia del ser po día fácilmente convertirse en su contraria. Esta respuesta se la deparó muy pronto un contem poráneo suyo más joven, Parm énides de Elea, en la Italia m eridional, que atribuía un valor sólo al ser y asignaba todo devenir a la es fera de la imaginación hum ana, a la doxa. La posición de Parm énides llegó a ser fundam ental para el desarrollo de la filosofía griega; dio impulso a todos
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los progresos de dos generaciones como mínimo. Los unos, como Em pédocles, A naxágoras, Leucipo y D em ócrito, trataron de transferir lo más posible del m undo de la apariencia al del ser (B rócker), al fijar un gran núm ero de elem entos del ser (que son infinitos en los átom os de Leucipo y Dem ócrito); los otros, los «sofistas», dieron la vuelta com pletam ente a la cuestión e hicie ron valer sólo la doxa, la opinión hum ana, form ulada de forma clásica en el célebre principio de Protágoras de que el «hom bre es la m edida de todas las cosas;· de las que son, en cuanto son; de las que no son, en cuanto no son». Pero con esto nos hemos salido ya de los límites del período arcaico, hasta llegar a m ediados del siglo V , y podem os así observar lo que estaba im plícito en la realidad histórica: el estado de sujeción que dom inaba en el si glo v i el pensam iento griego en auge y que acto seguido lo llevaría a divi dirse. A hora, el impulso para crear una visión del m undo cerrada en sí conte nía este dinamismo progresivo y liberaba aquella incansable tensión de las fuerzas griegas que tenía su equivalente tam bién en el campo de las artes plásticas. Pero el tem a de la orientación intelectual, de la conquista de posi bilidades originales, no se agota con ello. Los griegos conocían tam bién el ca mino de la dominación abierta del m undo y lo encontraron en los últimos m om entos de la época arcaica. El clima espiritual de M ileto, con su apertura sin reservas hacia la reali dad, se exteriorizó tam bién en la relación con el pasado histórico y con las experiencias geográficas. Creó un exponente en la figura del milesio H ecateo, contem poráneo de Anaximenes y, como éste, influenciado por A naxim andro. En el campo de los mitos heroicos, H ecateo halló una tradición «histórica», ordenada por genealogías a la m anera de H esíodo, que, sin em bargo, lo d e jaba insatisfecho. A nte todo, al ser una tradición mítica no vacilaba en dejar a los hechos sus elem entos milagrosos; y en segundo lugar no contenía una cronología absoluta. Se le proponían así a H ecateo dos órdenes de p ro blemas; esto significa, por otra parte, que él no ponía en duda la tradición en su conjunto. Y por buenas razones: si hubiese dudado radicalm ente de su ve racidad, no le habría quedado otra salida que rechazarla en bloque. Pero esto hubiera significado cancelar todo el pasado griego. La única historia panhelénica que se narraba era la de los héroes; los acontecimientos propiam ente históricos, poco conocidos, no rem ontaban a un pasado muy lejano y tenían sólo im portancia local. Ni las circunstancias externas ni las premisas internas consentían aún una selección tan radical. H ecateo podía únicam ente iluminar de form a crítica la tradición mítica, y lo hizo sin ningún prejuicio. Su obra (que se titulaba quizá Genealogías o Herologías y que conocemos sólo por al gunos fragmentos) comenzaba con esta frase lapidaria: «Así habla H ecateo de Mileto: ‘Escribo cuanto sigue, como me parece a mí que corresponde a la verdad. Las historias de los helenos son muchas y, a mi juicio, ridiculas’». E n estos térm inos daba a entender de inm ediato que para corregir la tradición local no trataba de recurrir tampoco a la no griega. Su verdadero patrón crí tico era el cálculo de probabilidades. Según la leyenda, junto al cabo de Tenaro se encontraba la entrada al m undo de ultratum ba, vigilada por el can infernal que una vez llevara H e ra cles a Euristeo. A H ecateo, esto le parecía increíble; una inspección tampoco podía confirmar tal creencia. Para él, la verdad era más bien que el can de los infiernos no era sino una serpiente venenosa cualquiera, que con su m or-
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dedura enviaba a los hom bres a sus dominios, y que fue esta serpiente la que' Heracles llevó a Euristeo. La «rectificación» de Hecateo es naturalm ente una clarísima racionalización del mito. Pero, puesto que dejaba subsistir la histo ria de Heracles — no podía hacer de otra m anera— , tenía que adaptar su proceso al marco mítico. Más im portante, por sus trascendentales consecuencias, fue la descripción que hizo de la T ierra (periégesis). Tam bién aquí probablem ente existían ya descripciones de países en form a de narraciones épicas: huellas de ello te nemos en nuestro texto homérico: No obstante, Hecateo procedió con un m étodo, prescindiendo de que escribía en prosa, como los filósofos milesios. Al texto unió un m apa, dibujado por él mismo, que seguía al trazado por Anaxim andro y, naturalm ente, conocido por H ecateo. Pero Anaxim andro sólo había querido, y podido, indicar los contornos «físicos», como, por ejem plo, la distribución de tierras y mares. Hecateo trató de delinear las tie rras entonces conocidas con todas sus características individuales. Y el texto contenía una descripción de los países y de las gentes, en tanto se tenían no ticias de sus condiciones de vida, incluso del pasado. Lo que im portaba era proporcionar el máximo posible de noticias. Su información se diferenciaba en esto de la de los libros de navegación (períploi), ya existentes: el más re ciente y amplio era el de Escilax. Escilax había sido un m arino griego de Ca ria que por encargo de D arío había em prendido un viaje desde el Indo al m ar Rojo. D e todos modos, sus períploi no utilizaban sólo las observaciones directas, sino que com prendían tam bién todas las costas entonces conocidas a un lado y al otro de las Columnas de Hércules (G ibraltar), que naturalm ente él no había visitado en toda su extensión y que describió con el auxilio de materiales diversos. Sin em bargo, Hecateo no quiso limitarse a describir las costa: él mismo realizó gran núm ero de viajes para procurarse conocimientos directos y para confirmar el dicho de Heráclito de que los ojos son testigos más seguros que los oídos. Hecateo ofrece un ejem plo significativo de la pri macía que para el pensam iento y para la lengua griega tenía la observación inm ediata (como han puesto en evidencia los estudios recientes). No obs tante, con él aparece por prim era vez otro concepto: el de investigación como indagación entre los testimonios posibles (en griego, historia); pues se entiende que H ecateo no podía llegar a todas partes. Posteriorm ente, H eró doto retom ó el concepto en un sentido más amplio; pero Hecateo podía ya aplicarse a sí mismo una im portante máxima de Heráclito: «Yo prefiero todo lo que se pueda ver, oír y aprender», que podríamos com pletar así: todo lo que he relatado sólo de buena fe.
LA ÉPOCA CLÁSICA
A T A Q U E P E R S A -C A R T A G IN É S Y D E F E N S A G R IE G A
La sublevación jonia
La guerra contra los persas, la más espléndida prueba política ofrecida por Grecia, tuvo orígenes que no pueden calificarse de grandiosos e im po nentes. «La sublevación jonia», de la que derivó todo el resto, no fue ni una pieza m aestra de capacidad política ni un modelo de elevados sentimientos. Fue un hecho muy «humano» en el que se buscaría inútilm ente la nobleza de un elem ental entusiasmo. El dominio persa se apoyaba, allí donde se ofrecía la ocasión, en la utili zación de las divisiones políticas que los persas encontraron entre sus súb ditos. En Asia M enor, y especialmente en Jonia, los aristócratas, sobre todo los grandes propietarios, se batían en retirada ante la ola democrática que avanzaba desde hacía tiempo. No obstante, en M ileto, poco antes de que lle garan los persas, se había producido una restauración aristocrática, pero se trató de un éxito m om entáneo, no debido a la fuerza de los «vencedores», sino provocado como solución de emergencia por la mediación externa de Paros. Los persas podían, por consiguiente, sostener a esos grupos necesi tados de ayuda y utilizarlos como garantía para su propio dominio, en cuanto que tales grupos sólo podían apoyarse en el soberano persa. Por otra parte, no se tenía la suficiente confianza en estas débiles fuerzas. Necesitaban la di rección de un tirano; por ello, todas las ciudades griegas de Asia M enor esta ban bajo el gobierno de tiranos, hom bres de confianza de los persas. Esta circunstancia no deja de tener interés para el fenóm eno de la tiranía, que, ahora, asumió un carácter abiertam ente reaccionario. A pesar de todo, esta estabilización no duró mucho. Entró en crisis
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cuando el propio A ristágoras, tirano de Mileto, abrió una brecha en el dique opuesto al movimiento dem ocrático. Probablem ente no fue un acto del todo voluntario. E n principio, A ristágoras había dirigido una em presa conform e a las tendencias persas: sostenido por el sátrapa de Lidia, a la cabeza de exi liados aristocráticos de Naxos — que habían sido expulsados poco antes como consecuencia de una revuelta dem ocrática— , trató de conquistar la isla para Persia. U na recom pensa persa le habría resultado muy apetecible, ya que él gobernaba M ileto, como representante de su suegro Histieo, que había reco rrido mucho camino al servicio de Persia y que por entonces se había estable cido tem poralm ente en Susa, residencia del G ran Rey. Pero la operación contra Naxos fracasó y A ristágoras, hum illado, se encontró en una posición aún peor que la anterior. E sta difícil situación le sugirió la idea tem eraria de invertir el rum bo del tim ón y seguir la corriente democrática. E sta decisión significaba proclam ar la sublevación contra sus colegas tiranos y, por consi guiente, contra la dom inación persa. Fue una pura im provisación, ni m edi tada ni preparada, que condenaba al fracaso esta política. Aristágoras dem os tró después, con su conducta, que ni estaba a la altura de la tarea ni poseía en lo más mínimo el éthos de un libertador. Al final se vio que no era más que un aventurero. E n cuanto al entusiasm o «nacional» de los griegos de Asia M enor, nues tras fuentes no consienten negar del todo que existiese; pero ciertam ente no fue el m otor principal. E sta era, sin duda, la oposición interna contra el do minio de clase de los tiranos; pocas reflexiones se perdieron en las posibles consecuencias políticas externas. El geógrafo y etnólogo H ecateo llamó la atención sobre la m agnitud del imperio persa, pero no tuvo éxito; incluso su consejo libre de prejuicios de conducir la guerra, no aprobada por él, utili zando sin escrúpulo todos los medios, incluso los tesoros de los tem plos, no fue escuchado. Los historiadores m odernos no se contentan con los motivos tradicionales. E n últim a instancia, los griegos debieron ser impulsados por motivos económicos. Se piensa que, a partir de la fundación del imperio persa, el Asia M enor griega había tenido que sufrir por la concurrencia de las ciudades fenicias, más libres de movimientos después de la pacificación de Si ria. Pero esto es m era especulación, no verosímil ni justificada por las fuentes. A unque los sublevados no abrigasen proyectos de largo alcance, A ristá goras trató de arrastrar a la lucha a los griegos del continente, esperando po der contar con un total espíritu de solidaridad. Ya anteriorm ente, en la lucha contra los lidios y luego ante la sumisión por los persas, se había pensado de form a parecida. Pero tam bién en esta ocasión, como entonces, los resultados fueron bien míseros. E sparta, que era la que más contaba como potencia di rigente de Grecia, volvió decididam ente las espaldas a Aristágoras, que había acudido personalm ente en dem anda de apoyo. Pronunció grandiosas pala bras, habló de libertad, de la esclavitud vergonzosa y de la com unidad de sangre de todos los griegos, sin tam poco omitir una alusión significativa a las presuntas posibilidades de grandes conquistas. A nte el rey espartano C leó m enes, expuso un cuadro com pleto de las riquezas de Asia, sabiendo perfec tam ente que éste era un hom bre lleno de iniciativas y de fantasía política. Pero se equivocaba en sus cálculos. Cleóm enes le respondió preguntando fríam ente cuál era la distancia de la costa a Susa; cuando A ristágoras dijo la
El prom ontorio de M icala en el A sia M enor. Cam po de batalla de griegos y persas en el 494 y en el 479 a.C . En prim er piano, la isla de Samos.
T em ístocles. Copia rom ana de un busto esculpido en el 470 a.C. O stia, M useo O stiense.
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verdad, que se trataba de una m archa de tres meses, se le m ostró la puerta de inm ediato. Un burdo intento de soborno em peoró aún la causa de A ristá goras, de form a que la parte principal de su misión term inó en un completo fracaso. E n A tenas, Aristógoras encontró una acogida distinta. Aquí, la situación político-psicológica era más favorable. A tenas acababa de elim inar la tiranía y navegaba a toda vela en aguas democráticas bajo el signo de la política de Clístenes. El expulsado Hipias estaba entre los persas y trataba de intere sarlos en su retorno. Así pues, entre A tenas y los jonios existía una especí fica convergencia de intereses. Y Aristágoras no dejó de recurrir a los m o tivos sentimentales: A tenas era la patria de M ileto, es decir, una m etrópoli jonia, de acuerdo con una concepción naturalm ente bien aceptada por Atenas', que se había difundido en aquella década a lo largo de toda la Jonia. Afirmaciones así agradaban a A tenas tanto como la tem eraria afirmación de que las fuerzas persas carecían de consistencia. E n Esparta no se había pres tado crédito a este optimismo interesado de Aristágoras. Pero los atenienses enviaron veinte naves: no era un contingente enorm e, pero correspondía a sus posibilidades del m om ento. E retria en Eubea, estrecham ente asociada a A tenas, añadió todavía otros cinco. E sta fue, por consiguiente, la contribu ción de la m adre patria al levantam iento jonio: ciertam ente no grandioso, pero im portante por las consecuencias que traería. De ello era ya consciente H eródoto, el historiador de las guerras persas, que concluye la narración del viaje de Aristágoras a Grecia con esta frase lapidaria: «Estas naves se convir tieron en causa de muchos dolores tanto para los helenos como para los b ár baros». La guerra se desarrolló como querían las circunstancias. Sorprendió al G ran Rey de improviso y, por consiguiente, procuró ciertos éxitos iniciales a los griegos de Asia M enor. Al comienzo (499 a.C .) tales éxitos pudieron des pertar la impresión de que los griegos podrían im poner a los persas la línea de operaciones, e incluso pasaron al ataque: asaltaron y conquistaron Sardes, la antigua capital lidia, entonces sede administrativa del gobierno regional persa, ciudad bien conocida de los jonios, aunque estuviese situada fuera de la zona costera. Sardes fue reducida a cenizas, a excepción de la ciudadela, que opuso tenaz resistencia. O tro éxito fue la extensión de la revuelta a Chi pre, donde no sólo se sublevaron los griegos, sino tam bién los fenicios de la ciudad de Citión. Pero cuando el imperio persa empezó a poner en movi miento su pesada máquina de guerra, las conquistas ilusorias se deshicieron como la nieve bajo el sol: los griegos tuvieron que retirarse de Sardes, Chi pre fue de nuevo som etida y la contraofensiva acabó alcanzando a los griegos en su propio territorio, en Éfeso. Después de que la costa del m ar de M ár m ara, el Helesponto y la Eólide volvieran de nuevo a manos persas, el con flicto se concentró en Jonia y en su capital Mileto. Como Mileto era una ciudad costera y las otras ciudades jonias tam bién habían encam inado sus esfuerzos militares a la guerra naval, la decisión tenía que producirse en el mar. Fue testigo de ella la pequeña isla de Lade, situada frente a M ileto (batalla naval de Lade, 495), que vio tam bién la ruina defini tiva de esta sublevación jonia. El éxito no fue sólo debido a la disparidad de las fuerzas (los persas tenían 600 naves, m ientras sus adversarios sólo 353); Lade fue tam bién el teatro de una manifiesto fracaso militar, político y m oral '
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de los griegos: no se pudo im poner la disciplina a los diversos contingentes; no se obedeció al alm irante de Focea, cuya flota sólo contaba con tres naves y, ya durante la batalla, las im portantes escuadras navales de Samos y Lesbos se m archaron de allí. El com portam iento de los griegos fue deplorable y de sesperante: el ejem plo había sido dado antes de la batalla por el prom otor de toda la em presa, A ristágoras, que había huido con sus com pañeros a Tracia, donde todavía sostuvo, por breve tiem po, una indigna existencia de pirata, para dejar la vida en esta nueva aventura improvisada. Con la derrota de Lade, M ileto estaba perdida: como iniciadora de toda la revuelta, fue com pletam ente arrasada por los persas; los habitantes que sobrevivieron fueron deportados a M esopotam ia con una provisión que no correspondía en abso luto a los norm ales m étodos persas (494). Con M ileto fue destruida, «borrada», según la term inología bárbara de nuestro siglo, la ciudad más grande y espléndida de la G recia arcaica. Para la m ayor parte de las restantes ciudades — algunas sufrieron el mismo destino que Mileto— , la liquidación de la revuelta fue menos dolorosa. Al contrario, la pacificación trajo consigo incluso una ventaja civilizadora: los persas obli garon a las com unidades griegas a firm ar entre sí tratados de asistencia jurí dica, eliminando de este modo el m étodo brutal' de hacer valer las reivindica ciones de derecho privado entre habitantes de diferentes ciudades m ediante el recurso a la acción personal y arbitraria, esto es, prácticam ente por la vía de la rapiña incontrolada.
Maratón N aturalm ente, Persia no había resuelto el problem a político con el resta blecimiento de las viejas condiciones. A hora se trataba de decidir, de forma más general, cuál sería la relación futura de los griegos con el im perio persa. La cuestión llevó, por vía bastante directa, a la batalla de M aratón, que bajo este aspecto es una simple continuación de la sublevación jonia. Pero con esto no se ha dicho aún lo suficiente. Las raíces de toda la cuestión eran más profundas, y este sector de la política persa existía ya antes en estado latente. Lo que no estaba claro era si sería llevado alguna vez a la práctica y cómo. La sublevación jonia puso en m archa el proceso de un m odo relativam ente rápido. El m undo griego no se hallaba fuera del horizonte persa. El universalismo oriental antiguo, en el que los dos grandes fundadores del im perio persa, Ciro y D arío, habían crecido y que ejecutaron de m anera más grandiosa que todos sus predecesores, llevaba hacia una concepción que idealm ente no po nía límites geográficos a las aspiraciones hegemónicas persas. En el fondo, todo el mundo entonces conocido había podido ser considerado como territo rio sometido a Persia. D onde el G ran Rey ponía su pie, en el curso de cual quier operación militar, allí dejaba las claras huellas de un tom a de posesión duradera. Así, ya veinte años antes de la represión de la sublevación jonia, durante la expedición contra los escitas europeos, los persas habían decidido instaurar dos provincias europeas, aunque con una organización no dem a siado sólida: en la región balcánica de Tracia y en la parte septentrional de Grecia con M acedonia y Tesalia. Pero D arío m iraba con un cierto interés
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tam bién hacia la verdadera Grecia: quizá mucho tiem po antes de la revuelta jonia, envió a su médico personal griego, Dem ócedes, que gozaba entonces de una gran fam a, a em prender un viaje de información por todo el territorio griego, hasta el sur de Italia, con la misión de reunir noticias precisas. Si la ocasión se presentaba, no excluía del todo la posibilidad de una acción enca m inada a som eter a los griegos de una u otra form a. No obstante, esta em presa no se encontraba ciertam ente en el centro de la política de Persia, de la que Grecia distaba demasiado. Sin em bargo, con la sublevación jonia la situación cambió de aspecto. D a río conoció un espíritu de resistencia griego, que tuvo que sorprenderle. N o podía confiar en sus súbditos griegos de Asia M enor y era obvio que debía protegerse tam bién de los vecinos helenos del continente e incluso de los de las islas egeas. Los griegos de un lado y del otro del mar nó se habían unido aún para una em presa de envergadura, pero ¿quién podía garantizar que se guiría siendo así en el futuro? En tanto, A tenas y E retria habían ofrecido su ayuda. Esta em presa audaz, privada de todo respeto para con la potencia persa, provocó com prensiblem ente una violenta cólera en D arío, aun cuando no sea lícito aceptar sin reserva la célebre historia según la cual D arío avi vaba su furia escuchando a un esclavo, que tenía que repetirle a diario la frase: «Señor, piensa en los atenienses». E n pocas palabras, de una premisa así derivó la decisión de com pletar la represión de la revuelta griega con el sometimiento de la Grecia continental. No era necesario preparar una gran empresa. La impresión suscitada por la derrota jonia debía allanar el camino: sus efectos morales podían inducir a esperar un fácil éxito. Pero la situación interna de Grecia, sobre todo, era tal que no sólo no dejaba dudas sobre la oportunidad de una política así, sino que incluso parecía sugerirla. Los círculos conservadores de Grecia, especial m ente los de la Grecia central, podían ser considerados en general como filopersas; en todo caso, no form aban un núcleo de resistencia y habían tenido poco que objetar contra una dominación persa que los habría preservado del movimiento democrático. En definitiva, ya la aristocracia tesalia había co menzado años atrás dando un «buen» ejem plo. Y tam bién estaban los exi liados, que esperaban poder volver a la patria con la ayuda persa y que, n a turalm ente, se convertirían en garantes leales: a su cabeza estaba Hipias, el antiguo tirano de A tenas. Procedente de Zancle (M esina), perm anecía entre los persas un tal Escites, soberano derrocado; Gilo, expulsado de Tarento, confiaba en su regreso por medio de una intervención persa. Incluso pertene cía tam bién a este grupo un rey espartano, D em arato, víctima de la falta de escrúpulos de su colega Cleómenes. En resumidas cuentas, la situación inter nacional de Grecia no se presentaba desfavorable a los persas. Esparta y Argos estaban divididas por su antigua enem istad, pero precisamente en estos años, sus relaciones eran particularm ente tensas, después de que E s parta, en el 494, hubiera infligido a Argos una dura derrota que había sacu dido a este Estado hasta sus cimientos. E , igualm ente, entre A tenas y la isla de Egina reinaba una hostilidad abierta, por no hablar de las infinitas renci llas que dividían a los otros estados griegos. Realm ente podía preguntarse dónde se encontraría una resistencia consis tente. En prim er térm ino estaba, naturalm ente, Esparta con la Liga del Pelo poneso. Era la fuerza más segura, ya que por su posición em inente habría te
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nido la misión de tratar con los persas. Pero incluso Esparta no se hallaba li bre de crisis internas, y tenía que s ífrir el autoritarism o del rey Cleómenes, que no rehuía las complicaciones más arriesgadas y que poco antes se había desembarazado de su colega, D em arato. Y en cuanto a A tenas, que después debía triunfar en el prim er encuentro armado contra los persas, ¿cabía espe rar demasiado de ella, teniendo en cuenta los hechos que conocemos? Sus re laciones con E sparta, después de todo lo que había seguido a la expulsión de Hipias, diez o quince años atrás, no podían ser las m ejores. Pero sus condi ciones políticas internas no parecían en absoluto especialmente estables. Bajo este aspecto la situación era por lo menos bastante oscura. Si a comienzos de siglo, bajo la impresión de la revolución de Clístenes, A tenas había sostenido la sublevación de Jonia, esto no significaba de ningún m odo que faltasen las fuerzas de oposición. La propia familia del expulsado Hipias estaba representada aún por miembros y partidarios influyentes, cuyo objetivo no era, naturalm ente, la lucha contra Persia, sino el regreso de H i pias y el consiguiente som etimiento a Persia. E ste grupo logró, incluso, p re valecer ya durante la sublevación, y precisam ente en su fase decisiva. En los años im portantes que siguieron al 497, de él salió el prim er arconte, y la con secuencia no se hizo esperar: A tenas se retiró de la lucha. Fue ésta una abierta derrota del rum bo político de Clístenes (ya desaparecido en aquel p e ríodo) y de su estirpe (los alcmeónidas); y en cierta medida se identificaba con una derrota de las fuerzas democráticas, alma de la política antipersa. Por suerte, este estado de cosas no duró: el año 493 significó su fin. La catástrofe de Mileto del 494, que debió aparecer, incluso para los espíritus más apáticos, como una pavorosa amenaza, tuvo que ver sin duda en ello. Pero los alcmeónidas no regresaron; hizo su aparición, en cambio, un perso naje aislado, del que no se sabe bien qué grupos le apoyaban. Temístocles no era amigo de los alcm eónidas, pero había adoptado su program a antipersa y, naturalm ente, era, como ellos, un aristócrata. Ya durante su arcontado (493), había dem ostrado el frío espíritu práctico y 4a visión de futuro que diez años después lo convertirían en el héroe indiscutible de la guerra contra los persas. E sperando un ataque naval persa, transform ó el Píreo en un puerto e hizo representar una tragedia del poeta Frínico, que tenía por tem a la «Caída de Mileto». La impresión que provocó el dram a fue tan grande que el público prorrum pió en gritos. En verdad, las pasiones habían sido excitadas dem a siado. El éxito costó al poeta una multa de mil dracmas y la prohibición de representar otros trabajos; tampoco Temístocles pudo conservar el poder, pero, no obstante, no cedió el puesto a los alcmeónidas, que habían sido ais lados e incluso acusados de tram ar con el grupo de los tiranos una conspira ción subversiva a favor de los persas. Probablem ente era una infame calum nia, que todavía dem uestra a qué excesos llevaban las controversias internas. Temístocles sucumbió más bien a un ataque colectivo de los aristócratas, esto es, de los círculos conservadores, que aún no habían aceptado el desa rrollo democrático de A tenas y, por tanto, no podían sentir simpatía por el aspecto externo de este curso, por una política rigurosamente antipersa. Así pues, Atenas parecía haber cambiado su orientación política hacia el rum bo que seguía la m ayoría de los demás estados, a excepción de E sparta, y haber elegido el camino del compromiso y de la condescendencia frente a los persas.
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Pero no era así. No tuvo lugar el funesto cambio, porque el hom bre al que los conservadores atenienses debían la victoria pensaba de m odo com ple tam ente diferente y, en virtud de su autoridad personal, podía im poner su opinión a sus partidarios. La hora de Milcíades había llegado. Milcíades fue, por decirlo en lenguaje del siglo X X , un fenóm eno decidi dam ente feudal. M iembro de la rica y antigua familia aristocrática de los filaidas, se había visto obligado, por tradición familiar, a buscar fuera de Atenas un campo de actividad. Y a una generación anterior, en tiem po de P i sistrato, un miem bro de su estirpe había fundado un principado autónomo en uno de los num erosos espacios vacíos que existían en época arcaica, en el Quersoneso tracio, en la actual península de Gallipoli. Allí dom inaba sobre la pequeña tribu tracia de los doloncos, que aceptaron de buen grado su so beranía: con ello, ganaban protección contra los vecinos hostiles y, por tal causa, ellos mismos habían llamado al ateniense (Milcíades «el Viejo»), Con él había llegado un pequeño núm ero de atenienses que consideraban la em presa como una especie de expedición colonizadora. Así surgió una de aque llas avanzadillas griegas que se basaban en la creación de un dominio perso nal perm anente sobre gentes autóctonas, y de las que existían otras, como, por ejem plo, la de los pisistrátidas en Sigeo, cerca de Troya. Según las con cepciones griegas, este dominio era una especie de tiranía y, como tal, no tuvo dificultad en aceptar la soberanía del G ran R ey cuando los persas, d u rante la expedición contra los escitas, alcanzaron aquel territorio. Milcíades no sólo consolidó la herencia de su tío, reforzando la organiza ción y estableciendo oportunos contactos con los príncipes tracios — de cuyo am biente procedía su m ujer— , sino que llevó a cabo sin esfuerzo el paso h a cia el vasallaje persa. H asta aquí todo concuerda con el cuadro típico de la situación de entonces. Pero ahora es cuando comienzan las diferencias. M il cíades participó en la sublevación de Jonia, aunque como «tirano» hubiera debido alinearse con los persas, según la lógica política. Entonces, o algo después, debió nacer la célebre historia de que si hubiera prevalecido su p a recer no habría habido ya nada que tem er de D arío; que el Gran Rey no h a bría regresado de la expedición contra los escitas, al no encontrar ya los puentes sobre el D anubio, que habrían sido destruidos por contingentes griegos de acuerdo con el consejo de Milcíades. La decisión tom ada obligó a Milcíades a huir ante el persa victorioso. H om bre fabulosamente rico, cargó en cuatro naves los tesoros que había ido reuniendo en el curso de varias d é cadas, regresó a A tenas, donde naturalm ente la familia conservaba sus p ro piedades, y allí tom ó posiciones en el juego de la política interna. La apari ción del intruso no suscitó unánime satisfacción, pero esto no sorprende: sus enemigos —que debieron ser los alcmeónidas— no tuvieron escrúpulos a la hora de elegir el medio de desacreditarlo m oralm ente. Una acusación de tira nía, con referencia a su soberanía en el Q uersoneso, debía provocar la caída de Milcíades. No obstante, lograda la absolución, salió vencedor del peli groso conflicto, y pudo ponerse a la cabeza de los grupos conservadores, que desde los días del derrocam iento de la tiranía, cuando intentaron un golpe de Estado con Iságoras, se hallaban sin guía. Milcíades les convenció de que no podía existir compromiso alguno con los persas y así se reunió un frente unido hacia el exterior de las fuerzas divergentes. Se com prende que de este m odo se elevó por encima de todos los políticos rivales, gozando además de
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una autoridad particular como «experto» en tem as persas, que conocía m ejor que ningún otro ateniense. No sólo los alcmeónidas, sino tam bién Temístocles, hubieron de retirarse ante él. No obstante, la iniciativa seguía siendo de los persas. U n hom bre capaz, M ardonio, yerno de D arío, recibió el encargo de acabar con la sublevación y de redondear los territorios del im perio en la zona greco-europea. E n la pri m era misión actuó con una notable elasticidad, evitando una restauración aristocrática de tipo micénico e intentando, por el contrario, ganarse a sus antiguos adversarios. No en todas partes fueron restaurados los tiranos. M ar donio concedió cierto espacio incluso a la dem ocracia derrotada. La segunda misión le condujo, como es natural, a la zona ya som etida. Tras la conm o ción provocada por la sublevación jonia, era necesario consolidar en ella la soberanía persa y renovar los antiguos vínculos ya existentes, por ejem plo, con la m onarquía m acedonia. Este era el camino más oportuno incluso desde una perspectiva geográfico-militar, al ser el único que perm itía la necesaria cooperación entre fuerzas terrestres y navales. M ardonio no contaba, justifi cadam ente, con ninguna resistencia de im portancia: la presencia de un ejér cito persa tenía que surtir por sí sola su efecto. Sin em bargo, el cálculo re sultó equivocado, no por culpa de errores hum anos, sino por la intervención de las fuerzas de la naturaleza. E n la circunnavegación del m onte A tos, la flota fue sorprendida por una tem pestad y destruida (492 a.C .). La expedi ción fue suspendida y a M ardonio se le privó de su cargo. No obstante, D arío no renunció a su proyectada expedición contra la H é lade. Simplem ente se llevaría a cabo de otra form a, evitando la desviación a través de Tracia y M acedonia. Esto correspondía a la convicción, que en de finitiva había ya albergado M ardonio, de que no había por qué tem er una re sistencia compacta. El reconocim iento jurídico de la soberanía persa podía ser obtenido de otro modo: fueron enviados emisarios persas a exigir tierra y agua, en señal de sumisión. Por lo general la obtuvieron. Los pocos que se negaron debían ser obligados por m edio de un cuerpo expedicionario que, por m ar, a través del Egeo, sería conducido hasta el centro de Grecia. D e ellos form aban parte E sparta y A tenas, que sim plemente hicieron ejecutar a los enviados persas: fue una violación del derecho internacional y de la reli gión, que más tarde no se recordaría sin escrúpulos. Por el m om ento, el acto de violencia fue com etido por rigor para consigo mismos: se quería excluir, incluso para el futuro, toda posibilidad de capitulación. A nte la am enaza, ambos estados, naturalm ente, se habían puesto en contacto. La situación de A tenas era más difícil por la actitud filopersa de Egina, situada en las inm e diaciones de la costa ática. A tenas, imposibilitada de intervenir directam ente a causa de su enem istad tradicional, recurrió a E sparta, que im poniendo su autoridad obligó a Egina a que entregara diez em inentes rehenes bajo la acu sación de traición a la H élade: la significativa designación de la H élade como dimensión política no habría podido concebirse en el pasado. D arío confió la expedición al medo Datis y al príncipe persa A rtafernes. Ambos se apresuraron a realizar la travesía, retardándola con incursiones en diferentes islas. A tenas, el objetivo principal, no debía ser cogida por sor presa, sino quebrantada m oralm ente a la espera del peligro. Con la flota persa se hallaba Hipias para retom ar su puesto como tirano. Así pues, no se pensaba destruir la ciudad y dar libre curso a la venganza por la participación
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ateniense en la sublevación de Jonia, siem pre que, bien entendido, A tenas se aviniese a compromisos antes del encuentro militar. Pero los cálculos se revelaron equivocados. A tenas resistió. E l enemigo echó anclas junto a la costa de M aratón y acam pó en la llanura costera, a cierta distancia de la ciudad, de m odo que una salida no pudiese estorbar sus movimientos. A hora A tenas estaba en estado de alarm a. Fueron tom adas las medidas de urgencia más extrem as e incluso se enrolaron esclavos. La te n sión nerviosa alcanzó su culmen: un instinto elem ental sugería esperar al enemigo en la ciudad, pero Milcíades logró obtener que se efectuase una sa lida contra el enemigo, para sustraer al ejército, en lo posible, de la desm ora lización de la población ciudadana. Se m andó pedir a E sparta la ayuda p ro m etida, pero los contingentes no llegaron a tiem po, ya que una fiesta religiosa imponía una tregua de armas. Y el desenlace llegó m ucho más rápido de lo que se esperaba. Tam bién en esta ocasión fue Milcíades el que asumió la res ponsabilidad: por este motivo, es considerado con justicia como el vencedor de M aratón, aunque no se pusieran en juego especiales soluciones estraté gicas y aunque Milcíades no diese pruebas excepcionales de sus dotes de m ili tar al frente del ejército, como uno de los diez estrategas que se alternaban en el m ando. El vencedor militar fue el hoplita ático, la sólida alineación de la falange. E sta form a disciplinada de com bate la desconocían aún los persas. Por eso, M aratón no pudo ser una batalla de aniquilam iento, pues, si se hubiese perseguido al enemigo^ se habría descom puesto el orden de los cuadros. El ejército y la flota persas se pusieron a salvo con pérdidas relativam ente es casas; y así los invasores pudieron incluso pensar en em prender im ataque por sorpresa con la flota sobre la ciudad, supuestam ente desguarnecida de soldados. Cuando se dieron cuenta de su error, puesto que los vencedores de M aratón ya habían regresado a A tenas, los persas renunciaron a la expedi ción y regresaron a Asia M enor. D e nuevo, el som etimiento de Grecia no había sido más que un simple propósito.
Salamina y Platea La victoria de M aratón, sin em bargo, no había m ejorado en absoluto la situación internacional de los griegos. Para los persas, se trataba de un con tratiem po, que no modificaba lo más mínimo las relaciones de fuerzas de ambos bandos. A ntes bien, si antes de M aratón la política persa, no obstante sus miras grandiosas, podía considerar a los griegos como un problem a m ar ginal, después del fracasado intento esto ya no era posible. A los ojos de los persas, la resistencia victoriosa hizo crecer la im portancia del adversario y suponía, por tanto, un verdadero desafío. Pero, sobre todo, era inevitable, si seguían vigentes las «leyes» de la psicología política, que ahora se m anifesta ran el resentim iento por el «ridículo» sufrido y la voluntad de restañar la h e rida. E sta reacción obvia se dio ya en el viejo Darío. Después de M aratón realizó grandes preparativos militares. «D urante tres años retum bó el Asia con ellos», escribe H eródoto. Pero fueron interrum pidos por una revuelta en Egipto; D arío m urió en el 485, dejando ante todo al im perio la tarea no muy fácil de asegurar la sucesión al trono.
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El sucesor, Jerjes, hijo m ayor de la segunda esposa de D arío, A tosa, una hija de Ciro, tuvo que sofocar prim ero la insurrección egipcia antes de poder ocuparse del problem a griego. Pero cuando pudo hacerlo, declaró que consi deraba este problem a un em peño vinculante, no sólo porque le había sido dejado en herencia, sino tam bién desde el punto de vista moral. Estaba en juego asimismo un cierto orgullo personal. Jerjes sufría aún la viva influencia de los dos fundadores del im perio, Ciro y D arío, y su acción era todavía in mune al cansancio que debía caracterizar más tarde la política del enorm e co loso. En Grecia él veía ahora — y no sin razón— un program a apropiado para su actividad. Podía y tenía que conseguir algo que las generaciones pre cedentes, o no habían intentado aún, o habían fracasado en el em peño. D e esta m anera, la historia le había ofrecido la posibilidad de colocarse como igual al lado de los otros dos grandes soberanos y de cumplir hasta el fondo las aspiraciones a una soberanía universal. Al mismo tiem po, la consciente continuación de la política griega de D arío conducía, en sus intenciones, a un endurecim iento del contraste greco-persa. Nació la idea, ciertam ente falsa, de que los griegos ya no dejarían nunca en paz a los persas. Y, por últim o, de las relaciones con los griegos de su entorno, Jerjes sacó una legitimación de tipo griego para su imperialismo: el conocimiento histórico dem ostraba que el O riente tenía derechos justificados sobre el Occidente y que, con la destruc ción de Troya, los griegos habían com etido una injusticia que todavía espe raba una satisfacción. Tales ideas se hicieron de dominio público. Por parte de los griegos se opusieron argum entos del mismo tipo, y surgió así una ver dadera discusión, a la que, algunas décadas más tarde, aún se anclaba H eró doto para introducir su gran obra histórica. En consecuencia, se reem pren dieron los preparativos militares, con la activa participación de M ardonio, al que su anterior m ala suerte había convertido en un apasionado instigador de la guerra y que ya se veía a la cabeza de la Grecia sometida. Frente a un im perio de fuerzas coordenadas, con una dirección central y firme, Grecia se encontraba en una situación poco envidiable. A los griegos les faltaba todo aquello de lo que disponían los persas de form a natural gra cias a su organización política. E ntre ellos no había ninguna instancia o auto ridad que, formulando proyectos, hubiera podido actuar con responsabilidad y tom ar a tiempo las medidas necesarias. No se puede ni siquiera suponer que, dada la tem poral confusión provocada en Persia por el cambio de sobe rano, los griegos valorasen con exactitud la situación política, con vistas a los acontecimientos futuros. Inm ediatam ente después de M aratón, en los dos es tados griegos dom inantes, A tenas y E sparta, debió prevalecer la impresión de haberse liberado definitivam ente del peligro exterior sobre el tem or de una nueva amenaza. E n E sparta, la crisis de gobierno, latente desde hacía tiem po, alcanzó su punto culm inante. Las tensiones entre el rey Cleóm enes y los otros órganos estatales, en particular el eforado, llevó a una lucha abierta y posteriorm ente a la eliminación de Cleómenes. En M esenia estalló una sublevación ilota, la «tercera guerra mesenia», aunque no com parable ni por su duración ni por su peligro a las anteriores, que fue sofocada relativamente pronto. Tam bién en A tenas — lo que es más digno de mención— la política seguía su camino, como si no hubiera existido M aratón. Es significativo que el pri m er acontecimiento fuese la dram ática caída del vencedor de la batalla, Mil-
D arío I sentado en el trono, y su sucesor, Jerjes I. R elieve del tesoro de P ersépolis, siglo v a.C . Terán, M useo A rq u eológico.
Papeletas de votación», óstraka, con los nom bres de los atenienses a enviar al exilio: T em ísto cles, Pericles, A ristid es, A lix en o , C im ón. A ten as, M useo del Á gora.
Y elm o persa del botín de la batalla de M aratón. O lim pia, M useo A rq u eológico.
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cíades. Fracasada una expedición pirata contra la isla de Paros, en la que m u chos atenienses le siguieron confiando en su experiencia, perdió su prestigio y acabó por ser llevado ante el tribunal por sus enemigos, los alcmeónidas. A duras penas, se sustrajo a la pena de m uerte, pero poco después m urió de las heridas que recibió en la expedición. Su hijo Cimón pagó la enorm e multa de cincuenta talentos. E ste «éxito» devolvió su influencia a los alcmeónidas que, fieles a su tradición, impulsaron considerablem ente el desarrollo dem ocrático del Estado ático. El lema era continuar el desm antelam iento de los restos del viejo régimen de clase aristocrático. La víctima de este proceso fue el arcontado —esto es, los nueve arcontes— , el órgano gubernativo de A tenas, que se recom ponía cada año por medio de nuevas elecciones. En este caso, se desaprobaba no tanto la cualificación de clase exigida para las elecciones, que lim itaba el de recho electoral a la prim era clase censitaria de Solón, como el propio proce dimiento de elección, influenciable a través de las costumbres tradicionales. El principio introducido por Clístenes para muchos otros cargos, de la igual dad absoluta de oportunidades garantizada por sorteo, debía valer tam bién para el arcontado. La consecuencia fue que a partir de ahora en Atenas ya no se preveía ningún requisito para gobernar: lo que contaba era ver qué «lí der popular» («demagogo») prevalecería en la asamblea popular, apoyado sólo en su prestigio y en su capacidad de atracción, esto es, en la cualidad que la sociología m oderna define como carismática. Así la lucha de la concu rrencia política se hizo más dura y despiadada, y se redujo la posibilidad de establecer compromisos. Fue un hecho estructuralm ente inevitable que, quizá en el mismo año, llevó a instituir el «ostracismo». Este procedim iento consis tía en el referéndum de una asamblea popular, cuyo resultado tenía que e je cutarse unos dos meses después. Si al m enos 6.000 votos — correspondientes aproxim adam ente al núm ero de los habitantes con derecho a voto de la ciu dad de A tenas— se concentraban en un nom bre, el personaje debía abando nar el país por diez años, sin perjuicio para su patrim onio y para sus dere chos políticos. E ra, por así decirlo, un voto negativo, que atestiguaba que él era el favorito entre los rivales del «demagogo» en auge y que debía reti rarse, dejando a este último libertad de acción por una larga tem porada. Esta institución, inaudita aunque explicable en sus fines, pudo ser intro ducida tan sólo en un m om ento de gran tensión, probablem ente un año antes de que los alcmeónidas consiguieran privar de su poder al arcontado, y debía de allanar el camino para la reform a. La oportunidad para este golpe radical era favorable en cuanto que el rival político, un pariente lejano de Pisistrato, representaba el grupo favorable a la tiranía, que seguía existiendo incluso después de M aratón, y, por consiguiente, un procedim iento así parecía justi ficado. En el mismo año, el ostracismo cayó sobre otros miembros del mismo grupo; una limpieza de la atm ósfera política era, sin duda, necesaria cuanto más se aproxim aba el peligro persa. No obstante, los alcmeónidas no pudie ron consolidar su posición: fueron unas víctimas más del mismo mecanismo que habían inventado para sus adversarios, y en los años de la gran decisión se encontraron fuera del escenario político. Sin em bargo, esta decisión tuvo como fondo toda Grecia, y el historiador se ve obligado a preguntarse ante todo si habían ocurrido cambios esenciales con respecto a las vísperas de la batalla de M aratón.
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Los factores decisivos no eran sustancialm ente los m ejores. Tam poco ha bía esta vez una disposición de defensa «nacional» común a los distintos es tados; no se advertían huellas de una movilización entusiasta al estilo del si glo XIX. El nivel medio del sentim iento m oral griego era decididam ente bajo; y esto vale no sólo para aquellos que estaban decididos de antem ano a con cluir la paz con los persas y que, después, cuando llegaron los emisarios del G ran Rey, les ofrecieron tam bién tierra y agua. Incluso los que se habían de cidido por la resistencia estaban más atem orizados que confiados. Los ánimos estaban deprimidos. Unos elogiaban la paz y la tranquilidad; los otros se afe rraban al conocido expediente de esconder la cabeza bajo el ala y no pensar en el m añana. E staban hartos de sufrir constantem ente por culpa de los persas, y sentirse así privados de los goces de la vida. La suprem a instancia panhelénica, los sacerdotes de Delfos, consideraba insensata toda resistencia y no ocultaba su derrotism o. Las clases conservadoras, que predom inaban en muchas de las ciudades, si no en la m ayoría, de acuerdo con sus intereses, habían em prendido un rum bo filopersa de forma abierta o disimulada. M u chos podían incluso aducir como justificación su posición geográfica, que al prim er ataque los ponía ya a merced de los persas: por ejem plo, las islas del Egeo, en tanto que no estuvieran ya sometidas a Persia. Los neutrales, como Argos, sim patizaban con la gran potencia persa; otros se «reaseguraban», es decir, esperaban prim ero ver cómo se desarrollaban los acontecim ientos para, ante la inminencia de una derrota griega, pasarse al enemigo; algunos eran acusados de m antener esta actitud oportunista. Estaban por último aquellos griegos — en núm ero no desdeñable— que, al vivir en la parte occidental del continente, no habían sido incluidos propiam ente en la órbita de la historia griega y, por ello, no se interesaban en la guerra contra los persas. Sería, por tanto, absolutam ente equivocado considerar a Grecia durante la gran guerra persa como una «nación política». En este aspecto había que esperar poco, y no se podía contar con que surgieran de esta parte fuentes específicas de energía. Todo dependía de aquellos estados que en el cuadro político de conjunto tenían preestablecida de antem ano su posición ante la guerra. Estos estados, como en el 490, eran únicam ente Esparta y Atenas. Platea, en Beocia, ligada desde hacía tiem po a A tenas a causa de su enemis tad con Tebas, y los focenses, que eran enemigos de los tesalios y los veían alineados con los persas, eran, como tantos otros, figuras marginales. Pero en vísperas del 480, A tenas y E sparta no eran como diez años atrás. Entonces Esparta no había entrado en acción y tam poco A tenas en el fondo había es tado preparada. A hora, el largo tiem po ocupado con los preparativos para la campaña había sido útil para ambos estados. Esparta podía movilizar las fuerzas militares de la Liga del Peloponeso, y sobre esta base, una parte im portante de los griegos se reunía en un frente unido. En la organización de esta federación, poco rígida y no libre de tensiones internas, se abrían al gunos claros (como en el caso de A rcadia), pero la mayoría de los aliados se alinearon tras Esparta, entre ellos, la rica y poderosa Corinto, con sus apén dices de la Grecia occidental, y no era poco. Si Esparta, reconocida por lo general como la prim era potencia de G recia, asumía una posición clara, tenía que influir en cuantos no pertenecían a la Liga del Peloponeso. Tam bién A tenas se arm aba, pero sus preparativos eran de otro tipo.
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R eordenó sus fuerzas internas y, sobre todo, encontró una personalidad que valía por ejércitos enteros: la dirección política pasó a m anos de Temístocles. Lo que este hom bre quería se sabía en A tenas desde hacía diez años, cuando exigió que se procediera al arm am ento naval. E n aquella ocasión su parecer no pudo im ponerse a causa de Milcíades, y quizá no supuso ningún perjuicio si se considera la función insustituible cum plida por Milcíades. Incluso en estos m om entos, había algunos que seguían la vieja línea y no querían saber nada de flota militar. A su cabeza se hallaba A ristides, probablem ente un an tiguo partidario de Milcíades; pero Temístocles rom pió la resistencia y A ris tides fue condenado al ostracismo (482). Por cuenta del E stado, em pleando las ganancias de las minas de plata, de Laurión, que hasta entonces habían sido repartidas entre los ciudadanos, se construyó en un tiem po increíble m ente corto una flota de más de cien naves, equipándola con rem eros p e rte necientes al estrato inferior de la población, los thetes, que no prestaban ser vicio militar. Así, con las naves que ya poseía, se hizo con la flota más grande de Grecia: de este m odo, las fuerzas griegas estaban preparadas para una guerra naval y no había por qué tem er la tragedia lam entable de la b a ta lla de Lade, donde la flota, suficiente por el núm ero de barcos, no había p o dido contar con una dirección, basada en un sólido núcleo. No era ningún se creto que para la inm inente em presa los persas prepararían fuerzas com bi nadas de tierra y mar; pero si en Grecia se extrajeron las consecuencias de esta consideración, fue únicamente; m érito de Temístocles. Él había conce bido la guerra en su conjunto y lo acabaría dem ostrando más de una vez, en el curso de las operaciones. No obstante, la tarea más urgente la tenía en A tenas, donde no bastaban sólo la perspicacia y la técnica, sino que eran más necesarios el coraje y la confianza. En la hora del máximo peligro, Tem ísto cles fue casi la única fuente de esta fuerza moral. La diferencia principal entre las dos fases de la guerra con los persas, e n tre M aratón y Salamina, fue debida, sin em bargo, al logrado intento de E s parta y A tenas de no limitarse a sum ar las fuerzas antipersas y de crear de todas las formas posibles algo así como una voluntad griega común. Se con vocó en el istmo de Corinto una asamblea de delegados de todos los estados que no querían som eterse a la pretensión hegemónica persa o, como decían, «de los helenos que tenían el m ejor juicio». Un acto jurídico sancionó la fun dación de una liga militar a la que todos se asociaron m ediante juram ento. Esta «confederación contra Persia» fue, pues, la unidad de acción griega ante la guerra, solem nem ente proclam ada. No estaba muy elaborada en térm inos institucionales: los estados firmantes se limitaron a lo estrictam ente necesario e impuesto por las circunstancias. En prim er lugar, se suspendieron toda las controversias entre los distintos estados, y fue definida la competencia de la dirección militar, esto es, esencialmente el mando responsable en batalla. No podía haber duda alguna de que esta función le estaba reservada a Esparta, como Estado griego con mayor autoridad. Las decisiones políticas —que eventualm ente abarcaban tam bién la conducción estratégica de las o p era ciones— tenían que ser tom adas, naturalm ente, en este marco de común acuerdo. No era m ucho, pero así y todo era suficiente para acom eter ciertas medidas como actos de la com unidad y, por ejem plo, exigir en su nom bre la adhesión de estados aún fuera de ella o enviar espías a A sia M enor, que o b servaran los preparativos de guerra de los persas (por cierto, cayeron en
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manos del enemigo, pero fueron devueltos para que inform aran de las pro porciones desalentadoras de los arm am entos persas). Sin em bargo, esta alianza no servía sólo a fines m eram ente técnicos; se había pensado tam bién como un órgano de exigencias de obligaciones político-morales. Pretendía ser el portavoz de toda la H élade y asumía el derecho de condenar a los griegos que se habían alineado voluntariam ente con los persas (no a aquellos que habían sido obligados a hacerlo); hoy los llama ríamos «colaboracionistas», m ientras que entonces se hablaba de traición por sentimientos medizantes o sim plem ente de «sentimientos medos», medismós. La equiparación de persas y m edos se rem ontaba a la época en que estos úl timos se hallaban bajo la soberanía de los primeros. El castigo previsto era terrible: destrucción de las respectivas comunidades. U na décima parte de sus bienes debía entregarse al A polo de Delfos. E ra un intento audaz de dar contenido nacional al derecho interestatal griego, que hasta entonces apenas había sido otra cosa que una sum a de disposiciones formales. La conciencia nacional griega, claram ente revelada en el transcurso de los siglos pasados, como convicción de poseer una naturaleza común, no com prendía en sí misma un efectivo impulso para la acción política. En otros tiem pos, los es casos intentos de llegar a tanto fracasaron todos, como habían dem ostrado los diferentes llamam ientos de los griegos de Asia M enor hechos a la m adre patria. Sólo una de las norm as fue transform ada en expresión real con la ex pedición de castigo de E sparta contra Egina, exigida por Atenas. Puede suponerse que los atenienses, capitaneados por Temístocles, tuvieron ahora tam bién el m érito principal en la nueva formación de la conciencia nacional helénica. C oncretam ente, durante la guerra, apelaron tam bién a otro con cepto colectivo invocando la solidaridad de la familia jonia. Esta m entalidad m oderna, que en definitiva ya habían seguido al apoyar la sublevación jonia, concordaba del todo con el m étodo de la política ática precedente, que fun día el utilitarismo político y el program a ideal. Este llamamiento a la solidaridad helénica tuvo éxito. Los tebanos, pro pensos a inclinarse del lado persa, no se arriesgaron, sin em bargo, a declarar de inm ediato su posición. Algunas islas evitaron cumplir con el rito de sumi sión a los persas y durante la guerra lucharon del lado griego. Egina se com portó del m odo más sorprendente. D espués de M aratón, en el 486, había te nido que afrontar un nuevo ataque de A tenas, que, por lo dem ás, no tuvo éxito, consiguiendo salvar su constitución aristocrática. A hora, a causa de las continuas tensiones con A tenas, habría tenido motivos suficientes para vol verle la espalda; sin em bargo, participó en el frente griego con el núm ero considerable de treinta naves. La política de solidaridad panhelénica apenas habría podido encontrar una resonancia más desinteresada que este cambio de actitud de Egina, únicam ente encam inado a responder a la «idea». La expedición de Jerjes del 480 estaba basada en un plan bien m editado e incluso los preparativos fueron dispuestos con gran cuidado y cautela. No se había pensado en sorprender a los griegos y, por consiguiente, tam poco en unas operaciones rápidas: los largos preparativos excluían de antem ano esta posibilidad. Jerjes quería el máximo posible de seguridad. La guerra debía convertirse en una m archa triunfal. Por eso, él mismo tom ó parte en ella, aun privado de capacidad militar. Pero las disposiciones tom adas parecían ga rantizar sin som bra de duda el éxito, de m odo que todo debía desarrollarse
Las Term opilas. V ieron el suprem o sacrificio de la unidad conducida por Leónidas,
R estos de la colum na en espiral del m onum ento a la victoria erigido por los griegos tras la bata lla de Platea. Se encuentra en la actualidad en el M useo de Estam bul.
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como un espectáculo bien ensayado. H abían sido eliminadas todas las dificul tades técnicas. Para el ejército de tierra se habían construido dos puentes de barcas sobre los D ardanelos, con el objeto de evitar pérdidas de tiem po en la travesía. Para las naves, la península oriental de la Calcídica se había cortado con un canal, que evitaba la difícil circunnavegación del m onte A tos, que en el 492 había resultado fatal a M ardonio. Jerjes disponía de fuerzas superiores en .núm ero, aunque las cifras de la tradición antigua son exageradas hasta la fantasía, como ha dem ostrado la crítica m oderna y en particular H ans Delbrück, en un célebre ensayo de historia militar. El ejército de tierra podía contar entre sesenta mil y cien mil soldados, y la flota, de seiscientas a sete cientas naves. Las dos partes de este cuerpo expedicionario, enorm e para la época, debían proceder m anteniéndose siem pre en contacto y atravesar G re cia de N orte a Sur. N aturalm ente, como hacía diez años, se incluía en el cálcu lo el efecto desm oralizador del ejército en m archa, y Jerjes esperaba que la resistencia se rom pería en parte antes del prim er encuentro. Y efectivam ente cundió el desaliento entre los griegos. A la vista del ejército que avanzaba por el H elesponto, se cuenta que un griego dijo: «Zeus, ¿por qué quieres so m eter a la H élade, asumiendo la form a de Jerjes, cuando podrías hacerlo tam bién sin esto?». Los griegos, a diferencia de Jerjes, no estaban en condiciones de seguir la ley del sentido común estratégico y político, por muy clara que apareciese. Tendrían que haber lanzado todas sus fuerzas militares hacia el N orte, para bloquear los pasos, cerrando a Jerjes el acceso a la verdadera Grecia para frenar a los griegos indecisos y obligar a los filopersas del N orte a pasar a su bando. Las perspectivas no habrían sido desfavorables. Por ejem plo, Tesalia esperaba la oportunidad de sublevarse contra los aléuadas filopersas que la gobernaban. A dem ás, como es sabido, es siempre m ejor tom ar la iniciativa lo más pronto posible que dejarse im poner por el enemigo la línea de con ducta. Pero la situación política de los griegos no perm itía seguir esta concepción superior. Las milicias griegas no podían ser llevadas librem ente de aquí para allá en su totalidad. Su combatividad estaba condicionada por la impresión geográfica de hallarse bajo las murallas de la propia ciudad o, por lo menos, cerca de ellas. Se podía tom ar sólo, por tanto, una vía interm edia. El grueso del ejército quedó alineado en el istmo, y sólo un reducido contingente de unos diez mil hom bres fue destacado para cumplir la misión estratégica, que no habría exigido el empleo de todas las fuerzas. En principio, el paso de Tem pe, en el límite septentrional de Tesalia, debía constituir la barrera. Pero cuando el ejército griego quiso ocupar posiciones allí, se vio que la costa acantilada no perm itía m antener contacto con la flota y, todavía peor, que el paso podía ser rodeado. Así, toda la m aniobra fue trasladada al paso de las Termopilas, al límite m eridional de Tesalia, que hubo de ser abandonada. El rey espartano Leónidas tenía el mando. Su responsabilidad era grave, porque ya no existía una tercera línea de bloqueo: si caían las Term opilas no sólo quedaría abierto a los persas el acceso a la Grecia central, sino que estarían perdidos los grupos de las gentes m ontañosas que hasta aquel m om ento h a bían colaborado, confiando en la causa griega, sin contar con la mayoría de los beocios, alineados contra su voluntad en el frente antipersa. El paso, muy angosto, podía ser defendido con facilidad, cosa que tuvo
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ocasión de com probar Jerjes, después de haber intentado varias veces en vano atravesarlo, con la esperanza de que al final los griegos huirían en des bandada. Después de estas experiencias negativas, se decidió a dar un rodeo para coger el ejército griego por la espalda. E xtrañam ente lo logró, aunque Leónidas hubiese contado con esta posibilidad y conociese tam bién el reco rrido. Allí había desplegado a los focenses, aproxim adam ente unos mil sol dados, que conocían a fondo el lugar y se habían ofrecido voluntariam ente para la misión: pero no resistieron y se dejaron intim idar por la lluvia de las flechas persas. Leónidas no se había preocupado de ser advertido a tiem po de la m aniobra persa; evidentem ente, había subestim ado aquella probabili dad y el consiguiente peligro. Cuando los griegos se encontraron cogidos por sorpresa y en una situación desesperada, cundió el pánico. El ejército am ena zaba con convertirse en un rebaño sin cabeza que hubiera sido presa fácil del enemigo. Entonces Leónidas tom ó la decisión de entretener a los persas, sa crificando su propia persona y el contingente lacedem onio, que com prendía a trescientos ciudadanos espartanos de plenos derechos, y de esta m anera posi bilitar a los otros una retirada en orden. No obstante, el resultado de con junto fue una catástrofe m ilitar y estratégica. Sólo cuando acabó la guerra, se com prendió la generosidad de la acción y surgió de inm ediato el mito de Leónidas, tal como es conocido aún hoy. Aproxim adam ente por la misma fecha, en las cercanía de las Term opilas, se produjo el prim er enfrentam iento naval entre persas y griegos, en la punta septentrional de E ubea, junto al cabo Artem ision. No fue una derrota griega, pero tam bién estuvo muy lejos de ser una victoria, y después del triste desen lace de las operaciones terrestres, su resultado no fue muy diferente del de las Termopilas: la flota griega se vjo obligada a retirarse hacia el Sur, de jando el camino libre a las naves persas. La situación de los griegos se había agravado extraordinariam ente: la Grecia central estaba perdida y Delfos cayó en manos de los persas. N atural m ente, no sufrió daños, ya que los persas no fueron tan necios como para destruir su propia propaganda. Más tarde, el desarrollo de los hechos, lógicos en sí mismos, fue embellecido con la narración de un milagro. Los tebanos se pasaron abiertam ente al adversario, con lo que Atenas estaba perdida. Este acontecimiento desconcertante casi habría provocado en los atenienses la de cisión desesperada de abandonar para siem pre la ciudad y de buscar en cual quier otro lugar, en Occidente, una nueva patria, si Temístocles no se hu biera opuesto con todas sus fuerzas apelando a su gran coraje y a su inven tiva. Así, bajo su dirección, la población fue evacuada tem poralm ente a ciu dades vecinas. Los persas convirtieron la vacía A tenas en su cuartel general y reunieron allí sus fuerzas terrestres y navales. Podían sentirse satisfechos con el balance de las operaciones realizadas. Todo se había desarrollado tal y como Jerjes lo había calculado: el norte y el centro de Grecia se hallaban en su poder, sin que se hubiera encontrado una sólida resistencia. Faltaba todavía el enfrenta miento en campo abierto: la victoria daría por finalizada la expedición y se habría com pletado el som etim iento del continente griego. Su optimismo era justificado. H asta aquellos m om entos, los griegos no se habían dem ostrado adversarios dignos del G ran Rey y habían tenido que sufrir un descalabro tras otro. Después de esto, su espíritu combativo no debía ser muy elevado.
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Por consiguiente, interesaba asestar lo más Rápidamente posible el golpe defi nitivo y aniquilar a las fuerzas griegas. E ra necesario alcanzar esta m eta den tro del año, ya que no era posible alim entar en el país al gigantesco cuerpo expedicionario. Si era preciso trasladarlo al N orte, quizá los éxitos conse guidos resultarían inútiles. Sobre todo, habría resultado desagradable ahora que los griegos se sustrajeran con sus tropas al ataque persa; especialmente su ágil flota podía lograrlo. Ya una vez se había escapado de los persas, en el Artemision. Así pues, la consigna, no injustificada, era sorprenderla allí donde se encontrase; y por fortuna era posible hacerlo de inm ediato, ya que se hallaba ante la costa ática, junto a la isla de Salamina. Las consideraciones de Jerjes no eran equivocadas. La m oral de los griegos no parecía muy alta. La tendencia inconsciente de los defensores, casi dictada por instintos animales, era la de concentrarse y aprovechar la protec ción natural del terreno. Esto significaba renunciar a todo el territorio e in cluso al m ar con sus islas, fuera del Peloponeso, para concentrar todas las fuerzas terrestres y navales en el estrecho acceso al Peloponeso, en el istmo de Corinto. No obstante, esta nueva retirada habría sido como renunciar a com batir por toda Grecia y hubiese significado, al menos en el plano psicoló gico, traicionar a todos los estados que, al otro lado del istmo, perm anecían fieles a la causa griega. H abía sido ya duro para los atenienses abandonar la ciudad sin com batir, sin un intento de resistencia; y quizá no lo hubieran h e cho sin la audaz reflexión de Temístocles, que tenía la energía intelectual n e cesaria para reprim ir los motivos sentim entales. P ero no se podía continuar con la misma táctica; este punto de vista podía ser sostenido con buenas ra zones, precisam ente por los atenienses, después del gran sacrificio que acaba ban de hacer, y con su peso objetivo prevaleció sobre la tendencia miope a retirarse continuam ente. Por último, tam bién los espartanos podían imagi narse cuál sería la suerte de la flota griega si A tenas, abandonada de sus aliados, seguía su propio rum bo. A dem ás, la relación de fuerzas habría sido más favorable a la flota persa, superior en núm ero y en experiencia, en la costa m eridional del istmo que en la estrecha ensenada entre Salamina y Atenas. Por consiguiente se decidió resistir allí hasta el fin. Unos años más tarde, esta situación fue transform ada por la conciencia griega en una famosa leyenda, quizá la más antigua de las que surgieron incluso en época posterior en torno a la gigantesca figura de Temístocles. D e acuerdo con ella, Tem ísto cles habría hecho saber en secreto a Jerjes, por medio de su esclavo Sicino, que las naves griegas querían darse a la fuga y que si Jerjes quería sorpren derlas debía bloquear sin dilación el estrecho de Salamina. E n efecto, el paso fue cerrado, pero naturalm ente los griegos no le hicie ron a Jerjes el favor de salir de la bahía al m ar abierto, en el golfo Sarónico, y Jerjes se vio obligado a desalojarlos de su refugio. Tras encerrarlos, de n o che e inadvertidam ente, tenía que destruirlos con su flota. El G ran Rey pen saba asistir personalm ente al espectáculo de la destrucción desde una plata forma situada en la orilla. Lo que vio, sin em bargo, fue su flota am ontonada en aquel estrecho espacio, sin posibilidad de m aniobra, m ientras las naves atenienses se lanzaban contra su ala derecha, donde se encontraban sus m e jores barcos, los fenicios. Antes de darse cuenta, se hallaron envueltas en un com bate a corta distancia, sin poder huir ni rom per el asalto desesperado de los atenienses, en lucha a vida o m uerte, a pesar de encontrarse cerca Jerjes
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observando precisam ente esta parte de la batalla. A tacados tam bién por el flanco, los barcos fenicios fueron em pujados hacia el ala izquierda, a las es paldas de su propia flota y provocaron el caos. D espués de doce horas de com bate, el m ar estaba cubierto de restos de barcos y de cadáveres. A la caída de la tarde, una flota persa, vencida y fuertem ente diezm ada, buscó re fugio en el puerto ático del Falerón. P ara reanudar la lucha en estas condi ciones habría hecho falta la persona de un Ciro, de A lejandro o de César, que pudiese com pensar con su fuerza sobrehum ana las consecuencias inevita bles de la derrota. Pero puesto que Jerjes no tenía este tem ple — él era quien m ejor lo sabía y por ello se había confiado a la superioridad de los m edios técnicos— , no pudo hacer otra cosa que renunciar por aquel año a la em presa — era ya otoño, finales de septiem bre— , esperando poder volver al año siguiente para atacar G recia con una flota renovada. Entonces se intentaría tam bién la decisión en tierra firm e, que, de acuerdo con los planes previstos, debía combinarse con las operaciones marítimas: p o r el m om ento, no parecía existir perspectiva de éxito. A Jerjes le asustaba, sobre todo, la idea de que la flota griega pudiera alcanzar a toda velocidad el H elesponto y destruir los puentes: en realidad, Tem ístocles aconsejó esta em presa, pero no logró con vencer a los griegos. Por consiguiente, Jerjes retiró sus tropas: las fuerzas te rrestres a Tesalia, donde podían ser abastecidas m ejor que en la devastada Grecia central, y la flota, a Samos, para m antener a raya a los griegos de Asia M enor y supervisar la ruta del H elesponto (la flota griega se hallaba an clada ante Délos). El mismo se dirigió a Sardes, para seguir sobre suelo persa el desarrollo de los acontecim ientos. M ardonio, com andante suprem o del ejército, aprovechó el invierno para desencadenar una ofensiva diplom ática con el objetivo de inducir a A tenas, de la que había reconocido su im portancia central para la resistencia panhelénica, a abandonar el frente unitario antipersa. Pero con ello sólo consiguió favorecer la causa del adversario, ya que sus prom esas tentadoras (paz y am pliación del territorio) no obtuvieron, naturalm ente, ningún fruto y dem ostra ron, sin em bargo, a la asamblea federal griega que no se podía seguir con la vieja estrategia tolerante, al borde del derrotism o, y que al año siguiente h a bía que pasar enérgicam ente a la ofensiva, a ser posible antes de que se hi ciera a la \¡ela una nueva flota persa. E sta decisión se convirtió en algo inevi table cuando M ardonio, a comienzos del verano, aum entó su presión sobre Atenas ocupando otra vez la ciudad — que fue evacuada por segunda vez, después de que durante el invierno sus habitantes se habían reinstalado en ella— , para inducirla a concluir una paz por separado: A tenas, acto seguido, presionó sobre sus aliados. La consecuencia fue un avance del ejército griego, al mando del rey espartano (o más exactam ente, príncipe regente) Pausanias, más allá del istmo, incluso antes de que estuviera com pletam ente term inada la muralla detrás de la que, en principio, debían atrincherarse las fuerzas griegas. Con estas premisas estratégico-políticas, en pleno verano del 479 se llegó a la batalla de Platea, en Beocia, donde se había instalado M ardonio, retirán dose de Atenas con el ejército persa, para no tener a los griegos a sus es paldas y no perder los contactos con la retaguardia. A dem ás, la amplia lla nura de Beocia era más adecuada para su caballería. Los griegos, con sus cuarenta o cincuenta mil hom bres, eran una fuerza casi igual y habían reu
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nido un ejército que, por sus proporciones, no fue igualado nunca más hasta la época helenística. Parecía, por consiguiente, que se habían preparado bien para la victoria. No obstante, la batalla no se condujo utilizando inteligentem ente estas masas armadas. La victoria de Platea se debió a una improvisación de últim a hora, im puesta por Pausanias, durante un cambio de posición tácticam ente fracasado del ejército griego: como consecuencia de ello, los contingentes griegos no operaron según un plan y la batalla se dividió en una serie de e n cuentros no coordinados. La decisión se produjo en el enfrentam iento entre el núcleo persa m andado por M ardonio y los contingentes espartanos de P au sanias. El terreno era favorable a los espartanos, ya que no perm itía a fa ca ballería persa m aniobrar; M ardonio, que lo sabía, pensó sacar ventaja de la situación favorable, es decir, de la dispersión del enemigo, que no disponía de la totalidad del ejército (dos tercios del cual, por el m om ento, no podían ser alcanzados por Pausanias) y, en consecuencia, operaba con capacidad re ducida. Pero no había tenido en cuenta la disciplina espartana, que sabía afrontar los im previstos y garantizaba el buen funcionam iento técnico, inde pendiente de los factores externos. A dem ás, M ardonio cayó al comienzo de la batalla, bien visible como era sobre su caballo blanco, con lo que los persas no pudieron equilibrar la inferioridad táctica con medios estratégicos (una parte de sus tropas no intervino en absoluto). La derrota fue así total, en contra de las previsiones, sobre todo cuando los atenienses, desde su campo de batalla aislado, en donde habían puesto en fuga a los beocios que luchaban bajo bandera persa, se encontraron con los espartanos y participa ron en el asalto al cam pam ento persa. Los persas sólo pudieron reunir los restos de sus tropas y retirarse precipitadam ente hacia Asia M enor. La G re cia continental había quedado libre. En Platea se celebraron honras fúnebres por los caídos de la guerra y cada cinco años se sucedieron los «juegos de !a libertad» (Eleuthéria). H abía llegado la ocasión de pedir cuentas a los «trai dores», los griegos que habían ayudado a los persas. Sin em bargo, se limita ron a condenar a los principales intrigantes aristocráticos de Tebas. En los mismos días de Platea tam bién se concluyeron las operaciones por mar. La flota griega de Délos no estaba muy distante de la persa de Samos. H abría correspondido a los persas reem prender las hostilidades, pero no hubo el más mínimo indicio de iniciativa por su parte, lo que era señal evi dente de que habían perdido toda energía. Por el contrario, cuando la flota griega se puso en movimiento y fondeó en Samos, los persas renunciaron por completo a la guerra naval y desarm aron su flota. Las naves fenicias fueron enviadas a sus puertos, para no ponerlas en peligro, y las de los jonios fueron sacadas a tierra porque no se confiaba ya en su mole. Esto sucedió en el p ro m ontorio de Micala, bajo la protección de un ejército persa que vigilaba a los griegos de Asia M enor. Así, la guerra naval fue term inada por los mismos persas. Los griegos se limitaron a confirmar el hecho, desem barcando y pren diendo fuego el campam ento persa y a las naves (batalla de Micala), pero por su parte no consideraron term inadas las operaciones navales. Desde este m om ento dieron comienzo a una nueva política, que ya no estaba motivada por la am enaza de Jerjes contra la m adre patria griega.
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Himera U na tradición antigua — no contem poránea— refiere que Jerjes, en el cuadro de sus preparativos de guerra, había concluido una alianza con C ar tago para lanzarla contra los griegos de Sicilia y cerrar el m undo griego con una terraza tam bién por Occidente. N aturalm ente, la noticia no es digna de crédito y el historiador no debe tenerla en cuenta; pero no se puede dudar que durante el tiem po de la guerra contra los persas los griegos de Sicilia tu vieron que defenderse de un peligroso ataque de Cartago. No obstante, sus orígenes hay que buscarlos exclusivamente en la situa ción política local de Sicilia, y en un sentido más amplio, en el am biente polí tico del m undo griego de Occidente. La consolidación del poder cartaginés (junto al etrusco) había hecho ya sentir sus efectos desde m ediados del si glo VI y naturalm ente el proceso continuaba aún en el V. No obstante, aquí no estaba en juego un imperialismo abierto como el persa; no nacía de pre tensiones unilaterales, sino que se desarrollaba como consecuencia de las re laciones bilaterales de las dos potencias. La situación política y social de Sicilia influía de m anera determ inante en este imperialismo. Sicilia era el territorio colonial griego más densam ente po blado y su delimitación geográfica m antenía unidos a los griegos, más que en otros lugares: pero no en el sentido de una cohesión interna particularm ente fuerte, ya que, por el contrario, la densidad aum entaba las rencillas y ten siones entre las diferentes ciudades, que, no obstante, tenían muchos inte reses comunes, especialm ente en las relaciones con los nativos. Por otra parte, la extensión del territorio ofrecía la posibilidad de un entendim iento pacífico con ellos. E n Sicilia, el natural impulso expansionista de los griegos comprimía cada vez más a esta parte de la población y llevaba por consi guiente a conflictos armados. Esto produjo una considerable inestabilidad en la situación general, agravada por la que ya existía en las relaciones internas. Sicilia había atravesado, al igual que el resto de Grecia donde existían centros urbanos, las fases de la dominación aristocrática, su derrocam iento por obra del demos, la consiguiente tiranía y la ulterior diferenciación de clases; pero cuando en otros lugares las relaciones se habían parcialm ente consolidado en uno u otro sentido, en la isla la ebullición continuaba sin ate nuarse. La absorción de la población indígena, que cuando era som etida se la reducía a un estrato social inferior, y, después, la ocasional llegada de nuevos emigrantes griegos (por ejem plo, como consecuencia de la sublevación jonia o de la revuelta de M esenia), que no convivían en arm onía con sus anfi triones, motivaban que la consolidación social en Sicilia, hacia el cambio de siglo, estuviera todavía incom pleta y que existiesen las premisas para un tar dío florecimiento de la tiranía. Sin em bargo, estos tiranos sicilianos hacían poco para evitar las tensiones internas y allanar los contrastes, tendiendo más bien a incitar a los unos contra los otros y a aprovecharse de la incertidum bre del orden interno para llevar a cabo una política de potencia expansionista. Estaban interesados en que la constitución social no progresara y que sus in tervenciones brutales sobre ella hicieran necesaria la existencia de un fuerte instrum ento político-militar. Según este m étodo, el tirano H ipócrates, de Gela, en la prim era década del siglo V, consiguió avanzar mucho más allá del ám bito de su ciudad y so
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m etió gran parte del este de Sicilia. No sólo conquistó algunas ciudades a los sí culos (los nativos de allí), sino que som etió tam bién algunas ciudades griegas. Faltó muy poco para que Siracusa no cayera en su poder. Sólo una m ediación extranjera (de C orinto y Corcira) impidió que tuviese que ceder la ciudad dependiente de Cam arina. E n la elección de sus medios, H ipócrates no rehuía ni siquiera Ta perfidia más m anifiesta. Era aliado o amigo de Zancle (hoy M esina), y esto significaba prácticam ente su distanciamiento de Regio (al otro lado del estrecho), a la que había estado antes ligado; para el tirano de Regio, Anaxilao, fue un duro golpe. Por aquel entonces, después de la batalla de Lade llegaron a Occidente, invitados p o r el tirano Escites, de Zancle, gentes de Samos y algunos milesios. Se les había prom etido la fundación de una «ciudad de los jonios» en te rritorio indígena, naturalm ente, tras haber expulsado o som etido a los sículos. M ientras tanto, disfrutaron del derecho de hospitalidad en una ciudad del extrem o sur de Italia, no lejos de Regio. Anaxilao vio en esta circunstan cia una ocasión de renovar su influencia sobre Zancle, e instigó a los refu giados a apoderarse de esta ciudad, que por entonces tenía em peñada al ejé r cito en una expedición y se hallaba indefensa. Así sucedió, y cuando los habi tantes de Zancle se dirigieron a Hipócrates en busca de ayuda, los escuchó, pero traicionó a sus amigos ante los invasores jonios a cambio de una buena porción del botín de guerra (entre otras cosas, toda la propiedad inm ueble). Por este episodio, que conocemos por casualidad, vemos cómo se obraba en el m undo griego occidental y, en particular, en Sicilia. Por ello no puede sorprender la evolución posterior. M uerto H ipócrates, su sucesor, Gelón, le igualó en falta de escrúpulos y prosiguió por el mismo camino un buen tre cho. En prim er lugar, arrebató el poder con engaños a los hijos de H ipó crates, y luego consiguió llevar a buen térm ino el gran golpe contra Siracusa. Rem itiéndose quizá a una tradición ya experim entada, en ocasión de una re vuelta del pueblo y de los siervos autóctonos contra los grandes propietarios, los «pingües» (pacheís), intervino del lado de los ricos y sometió la ciudad a su poder. E n adelante, Siracusa se convirtió en su base — confió Gela a su herm ano H ierón— , y la transform ó com pletam ente. M ediante la supresión de varias ciudades y la deportación de la m itad de los habitantes de Gela, Si racusa fue enorm em ente am pliada; el «pueblo», vendido como esclavo fuera de Sicilia, fue diezmado. U na parte considerable de Sicilia se encontró así en las manos de G elón, y la isla tuvo su centro dom inante en Siracusa. El único contrapeso entre las ciudades griegas podía ser la gran Agrigento, pero G e lón la ligó a su persona, estrechando lazos de parentesco con su tirano T e tón, y así, para un observador de fuera, Gelón quedó casi como el único re presentante de los griegos sicilianos. E sta increíble acumulación de poder, inaudito para el m undo griego, fue observada, como se com prende, por aquellos que sentían su amenaza, esto es, por Anaxilao de Regio, a pesar del éxito alcanzado por el asentam iento de los refugiados mesemos en Zancle y la consiguiente expulsión de los samios ligados a G elón — desde entonces la ciudad se denom inó M esana (hoy Mesina)— , y por Terilo de H im era (en el norte de Sicilia). N aturalm ente, ambos hicieron causa común e incluso estaban em parentados. Pero también los cartagineses seguían con interés el desarrollo de los acontecimientos, ya que en definitiva la presión podía dirigirse contra ellos. Y a en los comienzos
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del gobierno de Gelón, aproxim adam ente por la época de M aratón, tuvieron con él un enfrentam iento, al parecer insignificante, que G elón habría trans form ado en una gran acción, con ayuda espartana, si la hubiese recibido y si los espartanos hubieran seguido sus fantásticas propuestas; pero se com porta ron con el tirano lo mismo que diez años antes con las ciudades jonias y Aristágoras. Sin em bargo, cuando T erón de Agrigento expulsó a Terilo de H im era, am pliando con ello de nuevo el bloque siracusano, Cartago tuvo que respon der con una intervención a la petición de ayuda por parte de los expulsados, apoyados por el cuñado de Terilo, Anaxilao de Regio, que garantizó su leal tad con la entrega de rehenes. Cartago envió a su m ejor general, Amílcar, con un enorm e ejército de m ercenarios. Gelón se encontró en tal peligro, que no sólo denegó toda petición de ayuda de los griegos en vísperas de Salamina — al parecer puso una petición inaceptable, exigiendo el mando supremo— , sino que incluso se dispuso a som eterse a Jerjes en caso de una victoria persa. Por suerte, no necesitó posteriorm ente de este «reaseguro». En la batalla de H im era, com batida el mismo año que la de Salamina (480), los cartagineses sufrieron su más desastrosa derrota. El general cartaginés se suicidó desesperado, como relataban sus hom bres, sacrificándose a los dioses y lanzándose a una hoguera. La victoria griega en H im era fue no sólo un espléndido éxito militar, sino que produjo el m ayor efecto político que se podía pensar: durante dos gene raciones, C artago, consecuentem ente, volvió la espalda a los asuntos griegos y ninguna coyuntura, por muy favorable que pareciese, pudo inducirla a nuevas intervenciones. Los griegos en Sicilia, y del Occidente, en general, tu vieron así la posibilidad de desarrollarse sin tem or a C artago, posibilidad que ya no volvería a presentarse en su posterior historia. En Sicilia se difundió un estilo de vida exuberante y lujoso. En Agrigento, que debía su bienestar al comercio con C artago, dom inó durante el siglo V un lujo desenfrenado como quizá no volvió a darse en todo el m undo griego. Las ventajas inm ediatas, como era de esperar, tocaron al vencedor Gelón. Fue lo suficientemente inteligente como para no continuar la lucha y limi tarse a rechazar el ataque cartaginés. Sin tocar las posesiones sicilianas de Cartago, prefirió hacerse pagar una fuerte contribución; sus espléndidas ofrendas votivas a Delfos y Olimpia dan testimonio de ello. A ún mayor fue la victoria moral. El régim en de Gelón estaba basado pura y sim plemente en la violencia. Pero el entusiasm o por la victoria hizo que todos los griegos de Sicilia olvidaran esta som bra. Los estados griegos de Sicilia y los tiranos que antes le habían creado dificultades (incluso los partidarios de Cartago) se apresuraron a hacer protestas de lealtad para el futuro, y Gelón, prudente m ente, los acogió con benevolencia, aceptándolos nom inalm ente como sus aliados. En los sucesivo Gelón pudo com portarse tranquilam ente como un particular, y circular entre los siracusanos desarm ado y sin escolta. Cuando m urió, dos, años después de la batalla de H im era, todo el pueblo le acom pañó a su últim a m orada: era el mismo «pueblo» que poco tiem po antes ha bía denom inado «chusma». E n su tum ba fue venerado como un héroe, es de cir, le fueron ofrecidos sacrificios fúnebres especiales, que lo elevaron por en cima de los comunes m ortales en la serie de los fundadores de ciudades y hé roes míticos.
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El poder pasó sin dificultad a su herm ano H ierón, que heredó con el go bierno el esplendor creado por Gelón. El mismo le añadió un título de honor propio en la lucha contra el otro rival de los griegos de Occidente: derrotó a los etruscos en una batalla naval en Cumas y liberó esta ciudad de su p re sión (474). Pero las máximas de gobierno no cam biaron. C ontinuaba en vigor el principio de que los hom bres no eran otra cosa que objetos en poder del tirano, y con las deportaciones y las transform aciones de las ciudades conti nuó m odelando la estructura de la población con el intento de consolidar su soberanía. Tras la victoria de H im era y la pacificación interna, fue incluida tam bién en este proceso la m asa desmovilizada de los m ercenarios, instru m ento de la tiranía siciliana. Incluso gentes procedentes de la m etrópoli p o dían hacer fortuna con esta política autoritaria. Sin em bargo, por encima de toda la inevitable brutalidad, se difundía la luz conciliadora de la gran acción de liberación, y allí donde no llegaban sus rayos, surgía otro reflejo ideal. La tiranía de los dinom énidas, la familia de G elón, se dió un estilo cons cientem ente conservador. En la corte de Siracusa todavía se respiraba la at mósfera de la época arcaica con su esplendor aristocrático. Este am biente se había cerrado al viento del pensamiento dem ocrático, que en la m adre patria se difundía bajo el estímulo de la victoriosa A tenas. H om bres como los poetas Esquilo y Simónides, a quienes no agradaban las m odernas tendencias políticas y sociales, se sentían bien en Siracusa, y no sólo por la grandiosa munificencia del rico soberano. Les agradaba tam bién el m odo autoritario con el que m antenían la disciplina y el orden entre la población, con el que leyes morales pasadas de moda volvían a ponerse en vigor, y todo esto suce día en el marco respetable del ordenam iento «dorio», de origen espartano, símbolo de un m odo de vida conservador. Con ayuda de este apoyo «ideológico» y viviendo del capital que Gelón había acumulado con la victoria de H im era, la tiranía siracusana pudo m ante nerse hasta bien entrado el siglo V , viviendo su existencia «anacrónica», fuera del tiem po, tal y como en realidad había vivido desde el principio. A pesar de todo, sus días estaban contados, pero aún duró hasta el final de la década de los sesenta, incluso más allá de la m uerte de H ierón (468-467), cuando el escenario político sufrió un cambio repentino y no dram ático.
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Después de la victoria El historiador debe guardarse por lo general de utilizar superlativos, si no quiere atribuirse más perspicacia de lo que conviene y simplificar demasiado su trabajo, midiendo los hechos históricos en una única escala lineal. No obs tante, incluso conociendo a fondo la historia griega, se está tentado de arries gar uno de estos juicios tan «simples» y ver en lo que sucedió entre persas y griegos desde el 490 al 479 a.C ., algo así como el punto culm inante de la ca pacidad político-militar y del éxito político de los griegos. Es de esperar que
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la exposición aquí ofrecida no haya sucumbido a la tentación de idealizar de masiado, descuidando señalar tam bién las sombras que, a pesar de todo, se extendieron sobre los acontecim ientos griegos de estos años. R ealm ente, no fue una página de gloria todo lo que sucedió por aquellos tiempos del lado griego. Indudablem ente, mucho se debió a la «suerte» o, como dirían los griegos de una época posterior, fue obra de la Tyche, de la Fortuna. E n definitiva, ¿fue un m érito griego el que la expedición proyectada como decisiva se hiciera esperar tanto? ¿O acaso lo fue el que Jerjes fuera un espíritu m ediocre, no dotado de un talento capaz de superar norm ales dificul tades prelim inares? Y, por últim o, sólo circunstancias extraordinarias, en las que incluso entraban motivos personales, sacaron a los griegos de su posición marginal respecto a la política de la gran potencia persa, haciéndolos singu larm ente interesantes para ella. Sin duda, los griegos tuvieron que afrontar la amenaza que derivó de ello, pero precisam ente el hecho de tratarse de una situación excepcional y, por tanto, no duradera, representó una circunstancia inm erecidam ente favorable. Los griegos pudieron com probar para su utilidad que las cosas eran así casi a continuación de las batallas decisivas de Salamina y Platea; o dicho de form a más exacta, sólo entonces se dieron cuenta de que las dos batallas habían sido realm ente decisivas: Jerjes no volvió nunca más. El imperio le tenía ocupado en otros puntos, donde eran mayores las amenazas. E n Babilonia estalló una revuelta. El m ovimiento había co m enzado antes, casi al mismo tiem po que la insurrección egipcia. Después de su represión, Jerjes hubiera podido, naturalm ente, volver a la em presa griega, pero no lo hizo y vivió hasta su asesinato en el 465 a.C. una vida bas tante inactiva. En realidad, los griegos podían adjudicarse como m érito pro pio todas estas circunstancias favorables, y estaban muy lejos de ha cerlo. Aquel que conozca el nacionalismo monomaniaco de los siglos XIX y XX quedaría sorprendido al ver cómo representó Esquilo en Los persas el con flicto greco-persa, a sólo ocho años de distancia de Salamina, y en qué re giones de la existencia colocó la derrota persa. Y tam bién H eródoto, que al fin y al cabo dedicó toda su vida de investigador a este problem a, ignoraba cualquier autoalabanza helénica dem asiado fácil. Por otra parte, la simple verdad histórica es que Grecia, nunca en su his toria, ni antes ni después, se alzó a una altura com parable de esfuerzo polí tico colectivo, y que, por tal motivo, la Hélade dio entonces una prueba ex traordinaria, para la medida de la historia griega, de grandeza política enten dida como unidad de acción. Sin em bargo, estas son observaciones de carácter exterior, casi estadístico. No obstante, ¿dónde radica la significación histórica, por no decir históricouniversal, de las guerras contra los persas? También para esto hay una res puesta rotunda, y ésta tiene, a diferencia de la pasada afirmación, el privile gio de contar con una dignidad clásica, o al menos clasicista, reconocida por una tradición escolar que se rem onta seguram ente a los comienzos de nuestra m oderna conciencia histórica, a! principio del siglo XIX. La respuesta es ésta: en aquellos años se luchó, ni más ni m enos, que por la existencia de la H é lade, en prim er lugar, por su existencia espiritual; y como de ella deriva de algún modo la posibilidad de Europa como potencia espiritual, se decidieron las propias raíces de E uropa, que se rem ontan a aquellos años. Sin M aratón y Salamina no existirían los presupuestos para nosotros mismos. O, como ya
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lo expresó una vez el inglés John Stuart Mill: «La batalla de M aratón, incluso como acontecim iento de la historia inglesa, es más im portante que la batalla de Hastings». Como este juicio ha llegado a ser casi como una fórm ula fija, y fórmulas parecidas tienen la capacidad de sobrevivir incluso cuando han perdido su significado y contenido, sobre todo en el ám bito de la historia antigua, que desde hace tiem po ya no se halla integrada en la conciencia contem poránea, no será superfluo recordar que ya desde hace más de dos generaciones la his toriografía ha abandonado esta interpretación m onum ental de las guerras contra los persas. Los persas no eran hunos, ni asirios y no trataban de aplas tar la cultura y costum bres de sus súbditos y ahogar su civilización. Por tanto, está fuera de toda duda que, si se hubiese producido una derrota griega, no habría significado el final de Grecia y de sus costum bres. U na dominación persa habría sido perfectam ente compatible con la posibilidad de una historia interna griega; el program a persa no preveía en absoluto una subyugación d e liberada del «espíritu griego». E n definitiva, los grandes filósofos jonios vivie ron en gran parte como súbditos persas. La alternativa del ser o no ser es, ciertam ente, falsa y lo es todavía más si se piensa que probablem ente la d o minación persa no habría podido m antenerse a la larga en la periferia griega. Así ocurrió en otros lugares, e incluso un país como Egipto, que geográfica m ente estaba más cerca del centro de la potencia persa y que tenía una im portancia m aterial mucho m ayor, durante la historia del im perio persa, pudo recobrar su independencia por un período muy largo. N aturalm ente, como ocurre siempre en tales reflexiones hipotéticas, p ro nunciar un juicio negativo y decir lo que no hubiera ocurrido es mucho más fácil que imaginarse el curso positivo de la historia bajo una condición ficti cia. No obstante, no han faltado intentos en este sentido. El más sugestivo es de Eduard M eyer, el gran historiador universal de la A ntigüedad. M eyer parte del principio, seguido por la política imperial persa, de estim ular en los pueblos sometidos determ inadas tendencias, que dirigiesen sus energías hacia el interior y tratasen de im poner una norm a a la vida de los individuos. E ste program a, que produjo el éxito más evidente entre los judíos, fue perseguido por la política persa incluso en la cuestión griega y encontró su posibilidad de aplicación en el movimiento órfico, cuyas aspiraciones, según M eyer, fueron apoyadas por Persia, que impuso así a la naturaleza griega el abandono de su línea «terrenal». D e aquí se habría derivado un cambio de posición funda m ental para el curso de la civilización griega, tan fundam ental que, al final, el resultado habría sido un helenismo com pletam ente distinto al que co nocemos. Pero esta teoría, tan llena de fantasía y atrayente, es defectuosa en sus premisas porque sobrevalora dem asiado la consistencia vital de los «órficos» y de las corrientes afines, incluso para el caso de que hubiesen gozado del fa vor de las circunstancias externas. Ni siquiera con la ayuda persa habría te nido jam ás el orfismo la posibilidad de ejercer un predom inio en el complejo del espíritu griego y de la estructura social. En tales reflexiones es necesario ser más com edido y propiam ente consi derar sólo aquel factor que, de una m anera relativam ente clara, esté vincu lado a la alternativa de la victoria o de la derrota griega. Existe una relación causal difícil de negar entre los acontecim ientos del 490-480 y la grandeza de
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Atenas. Si los griegos hubieran sido vencidos entonces, ciertam ente A tenas no habría dejado de existir, pero tam poco se habría producido la A tenas del siglo V y no hubiesen tenido lugar todas las condiciones esenciales para la po sición central que en aquella época conquistó en Grecia. Con toda probabili dad, no se habría dado la tragedia ática, ni se podría imaginar cómo la origi nalidad del estilo, en arte, en literatura y en todo el modo de vivir, habría podido m anifestarse en una A tenas hum illada por los persas y despojada de medios m ateriales. Porque el historiador ha de registrar todavía esto: el desenlace de la gue rra contra los persas preservó a G recia no sólo del hundim iento de su historia pasada, sino que incluso plantó una nueva semilla para el futuro. E n aquella época nadie podía decir aún cómo se desarrollaría en detalle, pero era cierto que la parte que le tocó a A tenas en la lucha tendría su peso. Sin A tenas, no se habría dado la batalla de M aratón ni, sobre todo, tam poco la de Salamina; pero sin A tenas — y esto era casi lo más im portante— no se habría superado la crisis, casi catastrófica, que siguió a las Termopilas. Si se acepta esta valo ración — difícilmente contestable, ya que A tenas fue de hecho un elem ento decisivo, en cuanto que se introdujo como factor nuevo en el viejo reagrupamiento de las fuerzas representado por Esparta— , no se puede entonces de jar de encuadrar la figurande Temístocles en el contexto de las causas espe cíficas. Obviam ente, Temístocles no era A tenas, lo mismo que A tenas no inte graba un todo unido con Grecia y E sparta; pero, indudablem ente, sin Tem ís tocles A tenas no habría superado la terrible prueba. Su política convirtió a Atenas en una potencia naval, y sólo su extraordinaria energía intelectual y moral logró que la población ateniense no cayera en el miedo y el pánico en aquellos m om entos en que todo estaba en juego. Y, sin em bargo, Tem ísto cles no disponía de poderes ilimitados, sino que había de im poner día a día su voluntad tanto en A tenas como en el ám bito de la confederación, en cuyo seno él era form alm ente sólo jefe de las fuerzas navales áticas, m ientras la di rección general correspondía oficialmente a Esparta. En Grecia se sabía bien que un hom bre se había elevado por encima de sus limitadas competencias oficiales y que el vencedor del 480 había sido Temístocles. Cuando en una ocasión, más tarde, Temístocles fue a Esparta, la gente abrió paso a su carro respetuosam ente y un grupo de doscientos jóvenes le recibió en la frontera. Su aparición en Olimpia, durante los juegos, desvió toda la atención de las competiciones y fue el acontecimiento de la jornada; y sobre la votación de los generales que durante la guerra debían elegir al co m andante supremo se cuenta una graciosa anécdota: cada cual se designó a sí mismo como general en jefe, pero todos fueron unánimes en asegurar el se gundo puesto a Temístocles. En la historia griega nadie atrajo sobre sí un consenso tan universal. Ya entonces se advirtió que en Temístocles había una fuerza caracterís tica: un racionalismo político del más puro estilo. Hoy, por nuestra larga ex periencia histórica, nos hallamos fácilmente en situación de considerar el fe nóm eno como típico, y pensam os naturalm ente en Maquiavelo como el re presentante m oderno de este modo de pensar. Si se busca en la historia griega una figura sem ejante, por lo menos en el ámbito de la ciudad-Estado libre, se debe pensar en prim er lugar en Temístocles. En su época, su cuali
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dad podía ser designada inadecuadam ente con el térm ino de «sabiduría» (sophía): por ella en Esparta se le honró con un ram o de olivo. E n la con ciencia popular, el fenóm eno se convirtió en astucia, sobre la que se n arra ban innum erables leyendas. Con esto, desde muy pronto se enturbió la ver dad de los hechos hasta tal punto que, ya en la generación siguiente, ni si quiera la aguda inteligencia de Tucídides podía ya reconocerla a través de estos añadidos; una historia, seguram ente inventada, refería que, cuando los espartanos prohibieron a los atenienses reconstruir los m uros de la ciudad (la idea es com pletam ente absurda y construida a partir de una situación muy posterior), Temístocles los engañó retrasando las negociaciones. Ya en el 479, por lo que sabemos, Temístocles había cesado de ocupar cargos públicos, pero su influencia sobre la política ática perduraba. Sería ex traño que no hubiese tenido parte en las perspectivas de la gran guerra que se proyectaba sobre el futuro, ya que asum ieron por com pleto la forma co rrespondiente a su m odo de pensar. La liga naval ática Después de Salamina, Temístocles había sugerido aprovechar la superiori dad conseguida con la victoria para una audaz iniciativa griega y llevar la guerra a Asia M enor, para de este m odo m inar la posición del ejército persa que perm anecía en Grecia. D esde el principio había pensado que se debía contar con los griegos de las islas y del otro lado del mar: el llam am iento a todos los jonios, dirigido por él en nom bre de A tenas ya en el 480 a las fuerzas navales griegas de Jerjes, correspondía precisam ente a esta estrategia grandiosa política. Sin em bargo, no fue aceptada y la audaz operación no tuvo lugar. El año siguiente, los hechos mismos determ inaron esta elección. Cuando los griegos observaron la flota persa, los contactos se establecieron espontá neam ente, y después de Micala, cuando Persia renunció a la guerra naval, para las ciudades griegas de Asia M enor esto fue la señal para la insurrec ción. Lo que no se había conseguido en la sublevación jonia se presentaba ahora al alcance de la mano. No sólo la flota persa era inoperante (lo había sido tam bién en los comienzos de la sublevación), sino que se había obtenido de un golpe, no como resultado de largas discusiones, sino como consecuen cia inevitable de las circunstancias, la solidaridad de los griegos del conti nente, con la que en su época A ristágoras había especulado en vano. A los espartanos, que tenían el m ando, ciertam ente no les entusiasm aba esta disposición. Para ellos, la guerra continuaba siendo lo que había sido cuando comenzó: la defensa de la Grecia continental. E n este sentido, la guerra había acabado y parecía probable que Jerjes no sentiría ningún deseo de repetir la em presa. Por el contrario, la insurrección de los griegos de A sia M enor traería complicaciones imprevisibles. No existía el más mínimo motivo para pensar que el adversario renunciaría sin luchar. Por otro lado, después que se había defendido y salvado la libertad de los griegos — nadie podía dis cutir que la guerra había sido conducida bajo el signo de esta «idea»— era imposible excluir de la liberación a una parte de los griegos. E sparta hizo en tonces una propuesta que delataba toda su preocupación: los griegos de A sia
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M enor debían sim plemente em igrar; había sitio para ellos en los em porios de aquellas ciudades griegas que habían apoyado al enemigo persa y que ahora debían ser castigadas. La propuesta era realm ente abs arda, prescindiendo de que estos lugares de destino — los em porios son bases comerciales— sólo existían en la fantasía. Los atenienses, con su opinión contraria, lograron pre valecer. El proyecto imposible fue abandonado y E sparta dejó que las cosas discurrieran por su camino. Los jonios, ya libres, se unieron en una confede ración y colaboraron espontáneam ente en la liberación de Asia M enor. Un buen observador, por otra parte, debía estar convencido de que, a la larga, Esparta, con sus aliados del Peloponeso, no podía sentirse ligada a una polí tica que condenaba abiertam ente. Y pronto encontró la ocasión favorable para retirarse sin cumplimientos. Al año siguiente (478-477), los espartanos volvieron a zarpar a la cabeza de la flota helénica. El com andante era Pausanias, y el objetivo, Bizancio, donde había que expulsar a la guarnición persa. La em presa tuvo éxito. La flota permaneció allí anclada largo tiem po. D urante este período se produje ron discrepancias entre la dirección y las tripulaciones jonias que segura m ente constituían una parte considerable de las tropas. La severa disciplina espartana no les gustaba, pero se com etieron evidentes injusticias (por ejem plo, los jonios eran peor tratados en lo referente al aprovisionam iento); y además, el com portam iento personal de Pausanias, que, sustraído a la vigi lancia de su país, se com portaba como un sultán, chocaba tam bién con el m odo de pensar de los espartanos. Los jonios se dirigieron a los atenienses con la pretensión de que asum ieran el mando: se sentían más próximos a ellos, por afinidad de estirpe. Cuando los atenienses aceptaron, E sparta hizo sólo un débil intento de oposición: destituyó a Pausanias y envió, después de algún tiem po, un nuevo com andante, que, sin em bargo, era un hom bre débil no dispuesto a provocar una ruptura. E sparta misma no la quería tampoco. E n consecuencia, retiró al nuevo com andante y a la pequeña flotilla con la que todavía participaba en la guerra naval, y el m ando ateniense permaneció en su puesto. Esparta se había retirado tácitam ente de la guerra naval, con tenta, en el fondo, de haberse liberado de esta preocupación. Los atenienses asum ieron enérgicam ente la responsabilidad que se les ha bía traspasado. H abrían podido afirm ar tranquilam ente que, dada la situa ción, habían ocupado en form a legítima el lugar de Esparta y que la confede ración griega, que continuaba com batiendo sólo en cuanto A tenas misma conducía la guerra naval, ahora se encontraba bajo su hegemonía. Pero no eligieron esta solución, en el supuesto de que lo fuese. Las relaciones debían ser aclaradas. La Liga, en su composición existente de hecho, fue fundada de nuevo o confirmada. Se intercam biaron juram entos solemnes y se hundió en el m ar un bloque de metal como garantía. Conform e a su nueva composi ción,, se eligió otra sede para la asamblea general, Délos (nom inalm ente ha bría tenido que m antenerse la sede del istmo), y, por tanto, surgió una instit ción que no tenía precedente alguno. La aportación federal en sí consistía en un contingente naval. Pero aquel que no quisiera proporcionarlo o no pudiera a causa de los costes tenía que pagar una contribución en dinero (phóros) al tesoro federal. La contribución se hacía de acuerdo con la capacidad financiera de los aliados. Pero la falta de datos estadísticos con los que realizar el cálculo hubo de com pensarse con
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una tasación global. La difícil misión le fue encom endada a Aristides, uno de los com andantes atenienses, que la cumplió a satisfacción de todos, hasta el punto de m erecer el sobrenom bre de el «Justo». La suma total calculada fue de 460 talentos, y continuó siéndolo durante mucho tiem po. La liga naval ática estaba fundada. El térm ino es, sin em bargo, m oderno. Los antiguos decían sim plem ente «los atenienses y sus aliados». Pero de haber existido en aquellos tiempos es pecialistas en derecho internacional, tanto la definición como el carácter ju rí dico de la nueva organización los habría puesto en apuros. ¿Se trataba sim plem ente de una continuación de la vieja confederación? Todo lo corrobo raba y, en especial, el modo en que había nacido. Los que form aban parte de ella no dudaban de que el objetivo de esta liga era tam bién la lucha contra los persas. Pero en este caso, si se interpretaban de form a más rigurosa las circunstancias, todos los antiguos aliados de antaño habrían estado incluidos en la nueva asociación, y Esparta habría perdido así ipso iure su derecho de hegemonía. Las cosas, evidentem ente, no eran así, ni se pretendía que lo fuesen. Y entonces, ¿por qué no crear un órgano com pletam ente nuevo e in dependiente? Lo impedían tanto el m odo de fundación como el objetivo de la lucha. Éste no había cambiado: era la lucha contra Persia, que continuaba siendo una lucha de la H élade y no podía convertirse en una lucha exclusiva de Atenas. Con buena razón, los adm inistradores del tesoro federal se llam a ban «tesoreros de los helenos» (helenotamíai). H abría sido difícil resolver la cuestión. Pero como aquellos a quienes interesaba prácticam ente no perdie ron el tiem po en resolverlo, el historiador m oderno no tiene ni el derecho ni la posibilidad de entrar en ella. Solam ente tiene que dar cuenta de los dos as pectos, inevitables como son, y no puede sorprenderle que una institución tan indeterm inada desde el principio provocara tantos otros motivos de con fusión en el curso de su desarrollo. Los problem as del futuro estaban ligados al desarrollo de la lucha, que constituía el objetivo de la liga. Se trataba de liberar a los griegos de Asia M enor y de protegerlos de la venganza de los persas. Pero ambas ideas no al canzaron, al principio, ninguna configuración concreta. Pero incluso, al co mienzo, las dos líneas no tuvieron un desarrollo definido. Los griegos de Asia M enor se liberaron por sí mismos, sin necesidad de demasiada ayuda del exterior. B astaba la existencia de una organización que les protegiera, y que pudiese intervenir en caso de necesidad. Los persas no opusieron gran resistencia. Y, lo que era todavía más im portante, por el m om ento no hicie ron el más mínimo intento por restaurar su derrum bada hegemonía sobre la costa de Asia M enor. Por largo tiem po, durante diez años, no se vio ni un soldado ni una nave persas. De este m odo, la idea fundam ental que inspiraba la liga no pudo traducirse en actos. En consecuencia, ¿qué otra cosa debía decidir la asamblea federal de Délos? B astaba que la dirección estuviese en buenas manos en A tenas, y, a falta de necesidades urgentes, incluso la e n trega de las naves parecía superflua. E ra mucho más cómodo entregar a cam bio dinero. Para los pequeños estados esta solución les era im puesta incluso por razones técnicas. En lugar de una flota heterogénea, era m ejor que Atenas construyese una con unas directrices unificadas, con los medios puestos a su disposición. De esta m anera, desde el comienzo, la nueva liga fue dirigida con una competencia mucho mayor que la liga del istmo, en la
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que la ejecutiva tenía que deliberar continuam ente con los aliados y cuya competencia formal sólo adquiría contenido cuando era inspirada por la vo luntad evidente de los federales. Los aliados de la Liga ática eran en su m ayor parte estados minúsculos, sobre todo los de las muchas islas del Egeo, y ya por este motivo no tenían en absoluto la posibilidad de hacer oír su voz. Así pues, todo excluía desde el inicio que entre dirección y liga se estable ciese un equilibrio auténtico. Los atenienses tendrían que haber sido unos dogmáticos del federalismo si, en esta situación, hubiesen reforzado el ele m ento federativo; pero no lo eran, y no se les podía censurar por esto. La actividad desarrollada por la liga era, en definitiva, exclusivamente obra suya. Por el m om ento, no había mucho que hacer. Casi podría considerarse como suerte el que en Tracia hubiera todavía guarniciones persas y que se batieran valerosam ente. D e esta form a, el general ateniense Cimón, hijo de Milcíades, pudo conquistar allí laureles guerreros hacia la m itad de la década de los setenta. La conquista de Eión, en la desem bocadura del Estrim ón, fue un hecho glorioso, celebrado con extraordinaria solem nidad en la patria. Pero proclam aba la gloria de Cimón y la de A tenas, no la de los aliados. ¿Y qué sería del territorio conquistado? ¿A quién pertenecía? ¿A los aliados, acaso? La cuestión podía evitarse quizá si se fundaba una colonia, que habría recibido la autonom ía política. Pero la em presa fracasó, porque la tribu tracia allí asentada destruyó la nueva colonia ya en su origen. Si no se quería re nunciar al territorio, debía quedar bajo la soberanía ática. Esto no era de la incumbencia de la liga. La propia guerra contra Persia llevó a situaciones que no estaban previstas y que tam poco podían estarlo. E n todo caso, Cimón lu chó contra otros adversarios, los habitantes de la isla de E sdros, que no eran persas, pero tam poco griegos, sino bárbaros de la población originaria, que m olestaban con acciones piráticas a todos los comerciantes griegos. Se les im pidió que continuaran con sus fechorías y Esciros fue conquistada. A tenas tomó posesión de la isla y además por buenos motivos, ya que se decía que allí se encontraban los huesos del héroe ateniense Teseo. Los restos fueron trasladados solem nem ente a su ciudad. La guerra naval y la organización m arítim a de la Liga ática eran inevita blem ente una cuestión ateniense. La flota de A tenas era sistem áticam ente am pliada; cada año entraban en servicio veinte nuevas trirrem es. El puerto de M uniquia fue com pletado con las grandiosas instalaciones de El Pireo, se gún un proyecto ya ideado por Temístocles en la década de los noventa. A hora A tenas tenía una gran necesidad de mano de obra. Los metecos y los artesanos estaban libres de im puestos, lo que suponía un aliciente para traba jadores del exterior. U n camino así ya había sido seguido por Solón; pero esta vez el inspirador era Temístocles, siempre convencido de que una guerra naval victoriosa contra Persia le abrirían al Estado ático amplias posibilidades de aum entar su poder. La evolución de la Liga naval le dio la razón ya desde los prim eros años. E n tanto que los federados aprobaban tácitam ente la política ateniense, los intereses de A tenas y los de sus aliados podían identificarse felizmente; y en el fondo, la débil estructura federal garantizaba de una vez por todas que no se presentarían resistencias colectivas, en las que A tenas se encontrase de una parte y los federados de otra. Pero las discrepancias podían surgir de
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otro m odo, concretam ente, en la relación entre A tenas y los distintos aliados; uno de ellos podía hacer lo que todos juntos no podían, por ejem plo, insistir en la cuestión, absolutam ente legítima, de si la obligación federal estaba ju s tificada una vez que, de hecho, ya no existía la guerra contra Persia. Naxos, com ponente respetable de la liga, cuyas naves, ya antes de 4a batalla de Salamina, se habían pasado del bando persa al griego, decidió que, dadas las cir cunstancias, sus obligaciones habían term inado. La decisión le causó p ro blemas: fue atacada por A tenas y tuvo que som eterse. «Esta fue la prim era ciudad aliada esclavizada ilegalm ente, en contra de lo establecido», fue el breve com entario de Tucídides (hacia el 470). Algunos años más tarde, Tasos tuvo que sufrir el castigo no por haber descuidado sus obligaciones federales, sino por haber entrado en conflicto con Atenas. L a controversia había sido provocada por las minas que Tasos poseía en el territorio de Tracia. Tasos tuvo que som eterse a la preponderancia ateniense, perdió su flota y hubo de ceder a A tenas las posesiones en litigio. Fue casi una suerte que la guerra contra Persia no estuviese del todo adormecida. A comienzos de la década siguiente (470-460), después de la re presión de Naxos, una gran flota persa procedente de O riente se aproximó a Asia M enor. Los persas restablecieron su autoridad en Chipre, donde las ciu dades griegas se habían rebelado de inm ediato, y querían hacer otro tanto en la costa occidental de Asia M enor. Pero luego abandonaron la em presa. Cimón salió a su encuentro con la flota aliada y sorprendió al enemigo cuando éste había echado anclas en la desem bocadura del Eurim edonte, en Panfilia. Se luchó en tierra y m ar, y la flota persa fue destruida. El prim er intento persa, después de mucho tiem po, de restablecer su soberanía sobre los griegos de Asia M enor había fracasado estrepitosam ente.
El final de una ilusión
En el corto espacio de tiempo de diez a quince años, gracias a la política de la Liga naval, A tenas se había elevado hasta la categoría de gran poten cia, casi llevada por el impulso autom ático que nosotros llamamos la lógica de los hechos. Temístocles aprobaba y estim ulaba este curso, m ientras pudo influir, pero desde el 479 ya no apareció al frente del Estado. Sus adversa rios, cuya resistencia tuvo que superar para la preparación rigurosa de la gue rra contra los persas, y que por tal m otivo, poco antes del decisivo 480, h a bían sido afectados por el ostracismo, habían retornado, desde hacía tiempo, a A tenas, después de que en la hora de mayor peligro fuera revocada la or den de destierro. Jantipo era un alcmeónida, pero surgió más en prim er plano la figura de Aristides, un representante de los propietarios conserva dores y antiguo amigo y partidario de Milcíades. Aristides tuvo parte decisiva en la fundación de la Liga naval, y se convirtió en un personaje popular por la dirección hum ana y la honesta competencia dem ostrada en aquella oca sión. No estaba dotado de un fuerte tem peram ento político y quizá tampoco disponía en el campo político de una gran influencia. Más influyente era Ci-
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món, el hijo de Milcíades, que profesaba las mismas ideas y que, a diferencia de Aristides, se convirtió en una figura dom inante en A tenas. Para la década y media que va del 476 al 461, aproxim adam ente, el historiador se ve tentado a hablar de una «época de Cimón». E ra un valiente general. Sus em presas militares le valieron una notable consideración, incluso fuera de este campo. Así, Cimón alcanzó naturalm ente una posición pública que recordaba la de Milcíades y que, en todo caso, contaba con los mismos partidarios que ha bían seguido a Milcíades. Sin em bargo, a diferencia de su padre, Cimón no podía afirmar de sí mismo haber dado un impulso original a la política ática. Sim plem ente, conti nuó en la línea ya trazada. A hora que la orientación m arítim a de A tenas daba sus frutos con una rapidez tan sorprendente y que además esta política estaba circundada por la aureola de la liberación de Grecia, no se necesitaba un valor ni una inteligencia especial para seguir en esta dirección. Ni siquiera era necesario un auténtico espíritu de abnegación, después de que los éxitos habían creado nuevas realidades que nadie podía negar, cualquiera que fuese su anterior opinión. Por su parte, Temístocles, por su actitud política interna y por su origen, no era un adversario. No hay que excluir la posibilidad de que inicialmente perteneciera a su mismo grupo. Pero, naturalm ente, no lo sabemos. E n todo caso, no se hallaba ligado a ninguna línea dem ocrática doctrinaria. Sin duda, se había aplicado sin reservas a aum entar el peso de la clase más baja de ia población, los thetes, cuando equipó la flota con ellos; pero esto era solam ente la consecuencia de su política naval. No era amigo de las cosas a medias y su sentido político calculador no se arredraba nunca ante consecuencias inevitables. Sólo más tarde, y por influencia de la poste rior historia, se ha hecho de él un fom entador consciente del desarrollo de mocrático. Pero esto era un tem a de los alcmeónidas, que eran sus enemigos mortales. E ntre M aratón y Salamina, los alcmeónidas habían provocado la última conmoción política constitucional, con la debilitación del arcontado, pero las consecuencias radicales pudieron evitarse. El consejo del areópago, el venerable comité de notables, en el que por costum bre entraban los exarcontes em inentes, aum entó su influencia como órgano de control para la aplicación del derecho constitucional. Evidente m ente se veía en él un grato contrapeso a las fuerzas democráticas. En conse cuencia, el resultado de la reform a constitucional fue com pletam ente distinto del que hubiera podido esperarse. D om inaba una m oderada atm ósfera con servadora, en la que hom bres como Aristides y Cimón encontraban una buena resonancia para sus ideas, y donde, a la larga, no fue difícil m arginar a Temístocles. No obstante, tam bién entraron en juego factores psicológicos. Temístocles no era realm ente estim ado entre las gentes. El respeto y la admiración que se le debían le eran dados sin calor. En el m om ento difícil los atenienses se ha bían plegado a Temístocles y habían buscado refugio en él, porque fue el único que mantuvo la cabeza en su sitio y supo lo que había que hacer. Pero apenas pasó lo peor, se desem barazaron de su tutela y no toda su obra fue aprobada incondicionalmente. Y Temístocles tam poco hacía nada para miti gar la frialdad de su espíritu objetivo. Personalm ente no era simpático, ni afable ni generoso, sino más bien interesado, por no decir codicioso. Con Ci món se trataba mucho mejor: era un hom bre muy rico que repartía su dinero
N ave de guerra con rostrum . Pintura vascular sobre la parte exterior de un vaso de V u lci, Etruria, circa 525 a.C . París, Louvre.
Pausanias. ia romana de un busto de! vencedor de Platea. O slo, Nasjonalgalleriet.
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a manos llenas. Las gentes de su lugar, cuando acudían a su casa, eran invi tadas a comer. Su jardín era un parque público, y todos podían com er de sus frutos. Sus debilidades eran consideradas con indulgencia, y nadie le censu raba porque bebiera más de lo debido, o por sus toscos modales. Simple m ente era un valiente guerrero, tenía corazón y no se daba dem asiada im por tancia. ¡Qué más daba si era rudo, sin sentido del hum or y poco elegante! No por ello le faltaban las simpatías. Él mundo visto con sus ojos parecía decididam ente armonioso. Cimón era el verdadero representante del modo de pensar medio: hostil a las sutilezas y escrúpulos, que tom aba el presente por el futuro y consideraba los resultados logrados como un producto norm al del m undo tal como siempre había exis tido. Esta espontaneidad era diam etralm ente opuesta al carácter atentam ente vigilante y circunspecto de Temístocles. U na postura así era tranquilizadora y hacía olvidar que A tenas y Grecia se encontraban en un mundo en rápida transform ación, ya que cualquiera con un mínimo de reflexión tenía que con vencerse de que el auge de A tenas descomponía hasta la raíz la jerarquía de los estados griegos, con E sparta como cabeza indiscutible. Esto derivaba del propio cambio en la relación de fuerzas y no implicaba ninguna m erm a en la extensión absoluta del poder de Esparta. Pero tam bién se nutrían dudas y se podía preguntar si Esparta seguía estando a la altura del pasado. En el mismo año en que a A tenas, por así decirlo, le cayó del cielo la h e gemonía sobre el Egeo, tam bién Esparta intentó apropiarse de una parte de los productos proporcionados por la guerra contra los persas. Tesalia debía ser castigada por la lealtad al G ran Rey y, por consiguiente, caer bajo la influencia espartana. Pero la expedición em prendida por el rey espartano Leotíquidas fue un fracaso, y Esparta sólo consiguió una nueva pérdida de prestigio. Más preocupante fue una mutación en la relación de fuerzas del Peloponeso, es decir, en la esfera que Esparta debía m antener bajo estrecha vigilancia. D eterm inados puntos neurálgicos, como las tensiones con Tegea, en la A rcadia, existían ya anteriorm ente y por sí solos no suscitaban temores. Pero fue peor cuando el espíritu de independencia se extendió tam bién a otros lugares y se establecieron, dentro de lo posible, nuevos vínculos. Precisamente esto era de tem er cuando Argos resurgió paulatinam ente de la postura reser vada a la que había sido em pujada hacía veinticinco años por Esparta. Argos tenía una democracia y para la democracia el clima era favorable desde que este sistema en Atenas había llevado a progresos tan manifiestos. Donde re sultaba más fácil de reconocer era en la Elide. Aquí, durante la década de los setenta, un dinámico movimiento dem o crático había determ inado una concentración de fuerzas y un aum ento del potencial político, cuando la Élide fue transform ada en ciudad-Estado m e diante sinecismo (471). La consecuencia fue una expansión territorial que permitió a la com unidad extenderse hasta el límite norte de Mesenia. C on forme a este desarrollo, en el decenio siguiente, Argos estuvo en situación de conquistar con las armas Tirinto y Micenas, en la Argólide, para lo que se alió abiertam ente con Tegea. Sin em bargo, Esparta intervino con decisión y sometió a Tegea en el curso de una campaña victoriosa; pero, mientras tanto, los ilotas de M esenia comenzaron a agitarse. Temístocles había seguido con atención, ya en la década de los setenta, el cambio de la relación de fuerzas en el interior de Grecia e intuyó que E s
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parta se debilitaba — aunque en m edida aún no manifiesta— en la zona so metida a su control directo. Temístocles com prendía perfectam ente que A tenas no podía perm itirse ignorar la situación de E sparta en la Grecia con tinental, y tampoco podía escapársele que los intereses de la Liga naval esta ban naturalm ente en contra de los espartanos. Para Temístocles, el contraste era inevitable. Él sabía tam bién que los espartanos, con su larga experiencia política, no podían ignorar una verdad tan elemental. Cimón, en cambio, conservaba su tranquila inocencia, que a cualquier sano juicio podía parecer desconcertante. Cimón pensaba de un m odo que quizá podía ser apropiado veinte años atrás, incluso antes de M aratón. Es parta, máxima autoridad de G recia, debía ser el fundam ento de toda orienta ción política. Como m ilitar, Cimón era llevado a identificar la superioridad técnica del ejército espartano con su significación política. Llamó Lacedemonio a su hijo, en honor de E sparta, y para vituperar a sus conciudadanos de cía que no eran lacedemonios. E n la formulación más concisa, su credo polí tico era éste: la H élade había quedado coja y sólo quedaba A tenas para sos tener el juego. Es decir: la norm a era la de los viejos tiem pos, cuando Grecia se sostenía sobre dos piernas, y ambas ciudades, E sparta y A tenas, tiraban del carro de Grecia. Por lo dem ás, este juicio alteraba la perspectiva y, a los sumo, podía valer para la situación excepcional del 481-480. No era de prever que Temístocles se plegara a tal modo de pensar. Al fi nal, las tensiones se agravaron hasta el punto de que tan sólo quedó el ostra cismo como salida. Lo sufrió Temístocles, quizá en el 471, y, posiblem ente, debido a una coalición entre Cimón y los alcmeónidas. Se marchó a Argos, donde Esparta era juzgada más objetivam ente. Con ello, sin em bargo, no finalizaron los enfrentam ientos. Por la misma época, tam bién E sparta tenía su crisis política, decididamente mucho más pe ligrosa porque se centraba en la singular figura del vencedor de Platea. Pau sanias había abandonado hacía tiem po Esparta, después de haber sido absuelto en el proceso que se le incoó por su com portam iento como com an dante de la flota griega ante Bizancio. En Bizancio, donde al parecer dispo nía de buenas relaciones, instauró una soberanía personal al estilo arcaico del siglo v i, convirtiéndose, según la term inología griega, en tirano de la ciudad. E sparta no tenía nada que objetar a este golpe bajo porque con él se moles taba a los atenienses y porque quizá podía presentar sus ventajas dado que así, en el interior del ámbito que habían abandonado, tenían por lo menos un representante no oficial que no les obligaba a nada. Quién sabe cuánto tiem po habría durado tal vez este curioso juego de equívocos si Pausanias no hubiese com etido la estupidez de someterse a los persas — probablem ente fue obligado a ello— y si además no se hubiese com portado como un sátrapa, vistiéndose a la moda persa y siguiendo sus cos tum bres. A tenas entonces tuvo un motivo legítimo para actuar contra él, y Esparta tuvo que aceptarlo. Pausanias encontró asilo en la Tróade, pero su ambición m iraba hacia objetivos com pletam ente distintos. Q uería incluso provocar una revolución en E sparta, aprovechándose de las constantes ten siones que allí reinaban en estado latente. Por lo demás, otros motivos debili taban a Esparta. Pausanias estaba tan seguro de su objeto, y sobre todo de encontrar apoyo en el exterior, que, cuando los éforos le requirieron para presentarse ante el tribunal de E sparta, obedeció, con la esperanza de salir
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absuelto como la prim era vez y de hallarse por tanto más cerca del escenario de sus planes subversivos. Pero erró en sus cálculos: aunque faltasen autén ticas pruebas, fue condenado a m uerte. El tem plo en el que buscó asilo se convirtió en su tumba: los éforos lo cerraron con un m uro. Más tarde, para justificar esta medida preventiva, que jurídicam ente había sido un asesinato legal, se inventaron las historias más increíbles (el tem a general era que él había conspirado con el G ran Rey para som eter a la H élade), e incluso se llegó a la falsificación de documentos. Es muy probable que Pausanias, en la persecución de sus proyectos, h u biera entrado en contacto con Temístocles. Am bos tenían intereses comunes y Pausanias buscaba por doquier ayuda. Tam bién en el destierro Temístocles desarrollaba actividades antiespartanas. No era ningún secreto: todos lo veían ir y venir de Argos a distintos lugares del Peloponeso. E ra comprensible que E sparta hiciese algo por evitarlo; después de elim inar a Pausanias y consoli dar su hegem onía en el Peloponeso con la victoria sobre Tegea (466), E s parta preparó su ataque. R ealm ente, no habría sido fácil proceder contra un ateniense que vivía en un país neutral, pero el gobierno espartano no tuvo que preocuparse del asunto. Los seguidores filoespartanos de Cimón y el grupo de los alcmeó nidas no tuvieron escrúpulos en procesar a Temístocles en A tenas y conseguir su condena a m uerte. Así, Temístocles se convirtió en un proscrito en los te rritorios dominados por las dos grandes potencias griegas. Frente a la presión masiva de A tenas y E sparta nadie podía ya protegerlo. Buscó asilo en más de un lugar, pero los esbirros lo perseguían por todas partes. Al final no le quedó otro refugio que Persia. El rey A rtajerjes, que acababa de suceder a Jerjes, se sintió honrado en acoger al salvador de Grecia y vencedor de P e r sia y de concederle unas rentas principescas (la soberanía sobre algunas ciu dades griegas). El triunfo de E sparta era evidente. Después de haber eliminado al vence dor de Platea, era difícil reprocharle que hiciera lo mismo con el vencedor de Salamina, que tenía que parecerle no m enos peligroso. O tro juicio merece la infamia com etida contra Temístocles en su patria. A tenas se había dejado degradar como instrum ento de Esparta, com prom etiendo su propio honor. A tal punto había llegado la razón política cultivada en el juste milieu de la era de Cimón. Los ideólogos conservadores de A tenas revelaron aquí por prim era vez, como am enaza para el futuro, lo que podía esperarse de ellos. Adem ás era evidente que carecían de fantasía política; si no, habrían p en sado en las consecuencias morales de su inaudita bajeza. Sólo faltaba esta mancha deshonrosa a su régimen, cada vez de peor reputación. Hacía tiem po que por las calles de A tenas corría el rum or de que entre las personas más notables, esto es, en los círculos de los.m iem bros del areópago, no era nada rara la corrupción y que sus asuntos noferan dem asiado limpios. Pero aunque Cimón y sus partidarios no estuvieran 4n condiciones de valorar los factores im ponderables, no por ello eran cap apes del más simple cálculo político. Poco después de la catástrofe de Temístocles, Cimón intuyó claram ente el v a lor que tenía la lealtad a Esparta, en là que él no solam ente creía, sino que incluso había pagado cara. Tasos, am enazada por los atenienses, no vaciló en dirigirse a E sparta en busca de ayuda,¡(considerándola su aliada natural, y no la obtuvo porque Esparta no podía ofrecérsela por motivos externos.
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PARMENIDES i
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SÓFOCLES
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FIDIAS PROTÁGORAS
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EURIPIDES «=è=
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DEMÓCRITO
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ALCIBIADES
ARISTÓFANES
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Y cuando Cimón, acto seguido, tuvo que encajar una derrota que hizo fraca sar el segundo intento de colonización, fue llevado ante un tribunal por el jo ven Pericles y por los mismos alcmeónidas, con quienes Cimón unos años antes había provocado la caída de Temístocles. Su absolución no pudo disi m ular el suelo resbaladizo que pisaba. Dos años más tarde, todo el m undo sabía que la condena de Temístocles había sido una carga de consecuencias graves para la política interior ática y que tam bién E sparta había cometido un gran error confiándose a las ilusiones de Cimón. No tardó mucho en sucederse el contragolpe. El ím petu con el que sobre vino revelaba la tensión que lo había provocado. U na tem pestad se abatió so bre A tenas, m antenida en un puño por una pandilla m iserable, y rasgó el te lón tras el que hasta ahora los directores de la política ática habían escondido las relaciones espartano-atenienses. Es significativo que la propia Esparta aportase la contribución principal a esta revelación. A finales de la década de los sesenta se hallaba inmersa en una grave crisis interna. Después de un te rrible terrem oto (464), que destruyó com pletam ente Esparta y ocasionó la m uerte a muchas personas, los ilotas, que ya antes habían dado motivo de sospecha, y dos comunidades de periecos se sublevaron abiertam ente, apro vechándose de la debilidad de sus dom inadores. Los espartanos hubieron de esforzarse mucho para reprimir la insurrección. Al final, cuando ya había p a sado lo peor, som etieron a asedio la ciudad de Itom e, en M esenia, y solicita ron contingentes auxiliares de otras ciudades, entre ellas, de A tenas. Eran de la opinión de que los atenienses habían adquirido una experiencia mayor en la táctica del asedio. Cimón, venciendo una fuerte resistencia, logró que fuese enviado a M esenia un ejército ático, Pero cuando las tropas llegaron al lugar, surgieron con los espartanos una serie de discrepancias. E sparta diri mió la cuestión con una abierta ofensa, haciendo regresar a los atenienses. Así, Cimón había sido puesto en ridículo por sus propios amigos y A tenas sufrió una abierta provocación. El equilibrio de la política internacional de Cimón, que hacía poco había sido restablecido con mucho esfuerzo, quedó roto definitivam ente. Cimón estaba perdido y la revolución estalló. Su líder, Efialtes — que se había opuesto a la expedición en ayuda de E s parta— , atacó en un amplio frente. Tenía un carácter apasionado y era un ri guroso moralista. Su personal rectitud le daba el derecho y la facultad de arrojar luz sobre las oscuras intrigas de los areopagitas: muchos de ellos fu e ron procesados y toda la institución se vio com prom etida. Efialtes fue im pla cable a la hora de perseguir a los «enemigos del pueblo». El ostracismo con firmó a Cimón que su carrera había term inado. P or ambas partes el odio y la cólera alcanzaron una intensidad intolerable. En esta atm ósfera envenenada, Efialtes fue asesinado alevosamente. Pero su causa no estaba perdida. Su lu gar fue ocupado por su más estrecho colaborador en la lucha. Pericles surgió a plena luz y desde ese m om ento dirigió el Estado ático, como exponente de una democracia radicalizada por la revolución. El acto más im portante de la reform a constitucional fue la eliminación p o lítica del areópago. Ya era mucho que no fuese suprimido del todo y que se le dejara al menos la antigua com petencia de juzgar los delitos de sangre. Pero perdió toda influencia política y el derecho de control sobre el poder le gislativo. D e hecho, el pueblo tenía sobre este poder una autoridad ilimitada. En segundo lugar, fue eliminado el influjo de las clases pudientes allí donde
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aún se hacía sentir, en el ám bito de las instituciones democráticas. La medida afectaba a todos los cargos honoríficos, que exigían disponibilidades finan cieras a quines dedicaban todo su tiempo a ellos, especialmente muchos puestos administrativos, el consejo y los tribunales populares. Al recibir una dieta del Estado, ahora cualquiera tenía la posibilidad efectiva de utilizar su derecho a desem peñar estos cargos.
Imperialismo democrático Al historiador de la constitución de A tenas le es fácil designar la revolu ción de Efialtes y Pericles como el tránsito hacia la última fase del desarrollo constitucional ático, considerado como un progreso hacia la democracia radi cal y, por consiguiente, ver en esta fase una especie de perfeccionam iento fi nal. Aquí no es m enester discutir si esto es verdadero o falso. En todo caso, Atenas no gózaba precisam ente de un tranquilo equilibrio. D e repente se hizo patente que la ciudad se enfrentaba a una gran cantidad de problem as en m ateria de política exterior, directam ente creados por los últimos veinte años de su crecimiento. Estos problem as ya habían surgido hacía tiem po, pero los gobernantes responsables habían querido ignorarlos. ¿Podría Atenas, después de haber descuidado adaptarse a la realidad m ientras cam biaba, m ostrarse a la altura de las circunstancias de un día para otro? Los acontecimientos no nos dan una respuesta clara, implicando, por tanto, una conclusión más bien negativa que positiva. El punto de partida, desde luego, no era desfavorable. Todos y no sólo los representantes de la nueva tendencia se convencieron de que se habían com etido muchos errores y de que en el fondo se habían com portado con indolencia, por no decir con falta de dignidad (e incluso con vileza). La ola de la fobia contra Esparta al canzó incluso a los círculos conservadores. El próxeno de los espartanos, un hom bre em inente, abuelo del famoso Alcibiades, dimito ostentosam ente de este cargo (una especie de consulado honorífico). E ntre los generales que de bían afrontar las nuevas tareas militares se hallaba a la cabeza M irónides, un hom bre ya adulto y en absoluto un fanático «democrático». E incluso aquel que estaba catalogado como partidario personal de Cimón, no pensaba en quedarse al margen. En una batalla im portante apareció de improviso un grupo cerrado de cien soldados que m ostraron abiertam ente su fidelidad a Cimón. El mismo Cimón hizo la paz por su cuenta, logró que lo llam aran antes de que acabara su exilio (457-456?) y no dudó en ponerse a disposición de las circunstancias. Cuando los espartanos intentaron provocar una contra rrevolución, no se movió ni un dedo. Se habían equivocado por completo. E ra general la convicción de que las cosas no podían seguir así. A pesar de la conmoción interna, A tenas había dado un paso hacia adelante en lo relativo a la consolidación política, y reem prendía voluntariam ente e incluso con en tusiasmo la inevitable vía de la política de gran potencia. Para un sano desarrollo im portaba tanto más que el nuevo cambio se con firm ara tam bién ahora con el éxito en el exterior. Sin em bargo, el balance, después de quince años, suscitaba considerables dudas. D urante la mayor parte de este tiem po (a lo largo de diez años) no se podía negar que A tenas había dem ostrado una tenacidad y energía sin precedentes en su historia; y
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en el punto culm inante de la lucha había obtenido éxitos militares decisivos; pero al final era lícito preguntarse si las ganancias habían m erecido el enorme despliegue de energías e incluso si realm ente podía afirmarse que se había obtenido algo. U na desgraciada casualidad impuso desde el principio una elección casi fatal. D urante toda esta fase de intensa política de gran potencia, A tenas te nía dos frentes: por un lado, la Grecia continental con Esparta; por el otro, Persia. Pero en el fondo Persia no habría tenido que serlo. Oficialmente la paz no había sido concluida y form alm ente la guerra com enzada en el 481 continuaba aún, pero, de hecho, esto im portaba poco. Para Persia, las opera ciones habían cesado después de Micala, en el 479; sólo así podían explicarse los éxitos sorprendentes de A tenas en el Egeo. Los esfuerzos bélicos de P er sia-habían sido hasta ahora mínimos, y así continuarían tam bién en el inm e diato futuro. La m uerte de Jerjes (465) desencadenó la acostum brada crisis sucesoria y la parálisis de toda actividad política. El soberano que finalm ente subió al trono, A rtajerjes I, valía aún menos que su predecesor: eran un indolente sibarita y, a diferencia de Jerjes, no se propuso ningún plan am bi cioso ni siquiera a comienzos de un gobierno. Tam bién para A rtajerjes la p ri m era tarea fue sofocar una sublevación en Egipto. La revuelta le habría te nido ocupado durante tiem po, aunque hubiese sido un hom bre cortado por distinto patrón. Pero fue Cimón quien se aprovechó de esta circunstancia para dar un nuevo impulso a la política ática, que no rebosaba precisam ente de es píritu de iniciativa. A su juicio, sólo la guerra contra los persas podía ofrecer la ocasión, y no era difícil encontrar un pretexto. Todavía no se había hecho nada en contra de la restauración de la autoridad persa sobre las ciudades griegas de Chipre. La victoria en el Eurim edonte no había sido utilizada en su tiempo para una contraofensiva adecuada. A hora se le presentaba a Ci món la ocasión favorable, ya que Persia estaba ocupada en asuntos de mayor importancia. Pero esto no era todo. Si A tenas se establecía en Chipre, en la proximidad de E gipto, era inevitable que el cabecilla de los sublevados egip cios, ín aro, pidiese ayuda a Atenas. Atenas se halló ante una difícil decisión con esta petición de ayuda; pero parece que Cimón no era com pletam ente consciente de su alcance (siempre que todo el episodio haya tenido lugar en su período, lo que no está asegu rado debido a la influencia de las fuentes). Un Egipto independiente hubiera sido para A tenas, como para todo el m undo griego, de gran utilidad, tanto por el debilitam iento de Persia como por la posibilidad de restablecerse en Egipto, igual que en la época arcaica tardía, con vista a intereses más econó micos que políticos. Pero todo esto tenía sentido sólo si Egipto se m antenía con sus propias fuerzas. Si, por el contrario, necesitaba la ayuda de Atenas, ésta no obtendría más que desventajas porque tendría que m antener em pleadas sus fuerzas y porque se atraería la hostilidad redoblada de Persia, ya am enazadora. Así se llegaba a la otra alternativa, destinada a transform ar esta desventaja en ventaja aparente, declarando de inm ediato la guerra a Persia, incluso en el M editerráneo suroriental, con el objeto de expulsarla com pletam ente de las costas m editerráneas. Se estaba, por consiguiente, cerca de una política exterior de aventura y bien lejos de calcular, con mucho más realismo, si valía la pena agudizar las tensiones entre A tenas y Persia por las ciudades de Chipre.
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U na vez iniciada esta política, habría sido extraordinariam ente doloroso para los hom bres nuevos, que reclam aban acciones enérgicas en el exterior, replegarse nada más em pezar al terreno tradicional de la lucha entre persas y atenienses. Para ello se habría necesitado una gran perspicacia e independen cia. Quizá no era posible, en absoluto, poner en juego así una popularidad a la que en definitiva debían su existencia. Pericles era un principiante y no po seía aún la autoridad que tendría treinta años más tarde, a comienzos de la guerra del Peloponeso. La em presa siguió su curso fatal. Tal y como sucede a m enudo, los éxitos iniciales engañaron sobre la situación real. La gran flota ática alcanzó Egipto y destruyó a la persa anclada en la desem bocadura del Nilo. Se establecieron así los contactos con los insurrectos egipcios y Menfis fue conquistada. Tan sólo una fortaleza a la que se habían retirado los persas pudo resistir durante muchos años al asedio. E ntre tanto, los griegos habían llegado ya incluso a luchar en Fenicia. Pero luego ocurrió algo que cambió radicalm ente la situa ción. Después de dos años, la ciudadela resistía aún; llegó un ejército persa de socorro y los griegos fueron derrotados, durante dieciocho meses, en la isla de Prosopítide, en el delta del Nilo, con la diferencia de que nadie acu dió en su ayuda. La flota que debía liberarlos fue hundida cuando ya los ate nienses de Prosopítide habían sido destruidos, sin que los que acudían en su ayuda tuvieran noticia de ello (456). La grave derrota se habría convertido en una catástrofe si Persia se hubiera decidido a reanudar la ofensiva contra A tenas. Pericles lo consideraba posible, o al menos lo hizo creer, y consiguió así que por motivos de seguridad la administración del tesoro de la Liga na val fuese trasladada de Délos a A tenas (454). Pero el peligro no se presentó y sólo quedó dem ostrada una cosa: que A tenas, durante toda la década, habría podido contar con no ser m olestada por Persia. En lugar de ello, había sacri ficado inútilm ente fuerzas que habrían de serle necesarias en el otro frente. El otro frente, el de la Grecia continental, era, en realidad, más im por tante. Se había abierto cuando E sparta había ofendido a A tenas y puso de claradam ente sobre el tapete la cuestión del antagonismo que las dividía. No obstante, no se llegó a un conflicto inm ediato entre las dos partes; y menos aún pensaba A tenas en atacar la ciudad de Esparta. U na em presa similar fue considerada en Grecia aún durante casi un siglo como un puro suicidio. H a bía razones para considerar invencibles las fuerzas concentradas de Esparta. Pero por el m om ento tampoco se trataba de esto. El nuevo rum bo imponía tareas más políticas que estratégico-m ilitares. En este campo A tenas tenía que dejar de ser pasiva. El program a, inspirado por justas consideraciones, era que no se debía atacar a fondo, sino aprovechar una situación ya exis tente. Por tal motivo, A tenas no entró inm ediatam ente en abierto conflicto con Esparta, a la luz del derecho internacional griego, sino que, en todo caso, acabó interesándose por una situación de la que no era responsable. Desde hacía tiem po las condiciones políticas de Esparta no eran de las m e jores. Prescindiendo de la sublevación de los ilotas, la hostilidad de Argos to davía le seguía creando problem as y Argos había recibido nuevos impulsos después de que, en A rcadia, la dem ocratización de M antinea hubiese creado nuevas dificultades a la hegem onía espartana en el Peloponeso. B astaba que Atenas participase en estas tensiones y se uniera a Argos para alterar el equi librio en contra de Esparta.
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El éxito fue inm ediato; en un encuentro en O inoe, al sur de Argos, E s parta no logró m antenerse frente a un ejército argivo-ático. A tenas obtuvo otra ventaja de ello, sin tener que m over ni un dedo, cuando la vecina Mégara se pasó a su bando: esto equivalía a su «salida» de la Liga del Pelopo neso. El acercam iento fue obra de corrientes dem ocráticas m egarenses y fue causado por la vieja rivalidad de M égara con C orinto, que hasta entonces h a bía sido siempre superado por los gobiernos aristocráticos. La expansión de A tenas en dirección a M égara era ya, desde la época de Solón, un objetivo de la política ática. A hora este objetivo fue alcanzado sin esfuerzo, aunque una pesada hipoteca gravase las ventajas obtenidas: de ahora en adelante A tenas tuvo un m ortal enemigo. En el pasado, esta ciu dad, para salvaguardar su propia independencia, había siempre apoyado a Esparta cuando quería humillar a A tenas. Con M égara, A tenas conquistó el puerto de Pagas, en el golfo de Corinto, pero su control era para Corinto una cuestión de existencia. Para su propia desgracia, ni entonces ni después se dieron cuenta los atenienses de que una rivalidad con C orinto acabaría por redoblar las fuerzas de Esparta. Por el contrario, durante la década de los cincuenta, toda la iniciativa de A tenas estuvo encam inada a expulsar a Co rinto de sus mares: a este objetivo fueron destinadas varias expediciones na vales, en parte bajo la dirección de Pericles. Estas em presas tuvieron incluso éxito, pero eran ventajas precarias, m ientras que C orinto podía contar con el potencial intacto de E sparta y de la Liga del Peloponeso. Precisamente en este punto faltó agudeza a la política ateniense. Si A tenas quería contar algo en la Grecia continental — y era esencial que fuese así— , su campo de acción debía ser naturalm ente la Grecia central, fuera del Peloponeso: y lo mismo que para E sparta era indispensable conservar íntegra su hegem onía en el Peloponeso, tam bién era un legítimo interés de Atenas que Esparta no se inmiscuyera en la Grecia central. No obstante, A tenas no impidió que E sparta avanzara con un gran ejército hasta la Fócide (458) y que diese una lección a los focenses, en conflicto con el minúsculo territorio de la Dóride. E n aquella ocasión Esparta esperó que en A tenas estallase una revolución y, desde este punto de vista, la em presa no fue realm ente un éxito. Pero sus efectos fueron igualm ente desagradables. Tebas, que desde el 480 estaba com pletam ente aislada y que podía alegrarse de seguir perm a neciendo en paz, al ver que A tenas era incapaz de hacer sentir su poder e in fluencia en su entorno inm ediato, se animó a aprovechar la coyuntura y per seguir, con ayuda de E sparta, su objetivo tradicional: instaurar su hegemonía sobre Beocia. Sin em bargo, la acción fracasó; aunque A tenas perdió en T a nagra (Beocia) una batalla contra los espartanos, acto seguido, después de que se retiraron, derrotó a Tebas en Enofita (457) y la obligó a renunciar a sus proyectos. La iniciativa había así vuelto a A tenas, que, en lugar de apro vecharla, malgastó sus fuerzas con operaciones en el golfo de Corinto (la ex pedición de Tolm ides, 456), las cuales, aun suscitando gran impresión en el fondo, solam ente desviaban la atención del tem a central. E ntre tanto la ca tástrofe en Egipto hizo perder prestigio a A tenas. C uando, por último —pa samos por alto todas las particulares que aquí no nos interesan— , Argos acabó firm ando la paz con E sparta (451-450), tam bién por tem or a una A tenas dem asiado poderosa, resultó claro que en el Peloponeso se había ga nado muy poco y que, con m ayor razón, había que consolidar las posiciones
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políticas en la Grecia central y septentrional. A quí la posición ateniense no había sufrido en absoluto y en Beocia se sentían aún las consecuencias de Enofita; pero una intervención ateniense en Tesalia fue un rotundo fracaso y se concluyó con una d errota (454?). Lo peor era que las fuerzas atenienses se habían ido agotando paulatinam ente; como consecuencia de los aconteci mientos egipcios, M ileto se había rebelado y había que som eterla de nuevo. P or supuesto, tam poco E sparta se encontraba en condiciones m ejores, de m odo que, en definitiva, se tratab a sólo de ver a quién se le acabarían antes las energías y qué dominios tendría cada uno en aquel m om ento; luego se mediría lo que lograse conservar, una vez firm ada la paz.
La paz E n esta última fase, A tenas no dio ni mucho menos pruebas de superiori dad política. La culpa no fue toda de Pericles. Su posición ya no era inataca ble, y por un m om ento las riendas del gobierno se le escaparon de las manos. Cimón, que desde hacía algunos años estaba de nuevo en A tenas, y cuyo destierro había prescrito ya incluso sin tener en cuenta su regreso anticipado, volvió a tener predicam ento. N aturalm ente, no pensaba en cancelar diez años de historia. Pero ahora, cuando tam bién los otros querían concluir la guerra con Esparta, su punto de vista en m ateria de política exterior parecía menos equivocado, y se podía estar de acuerdo, por ejem plo, en que obtuviese la paz con E sparta sobre la base del statu quo. Sus viejas y buenas relaciones con E sparta justificaban ciertas esperanzas. No obstante, Cimón sólo obtuvo un acuerdo, limitado a un espacio de tiem po muy corto, de cinco años; es de cir, más bien una tregua que una paz duradera. Pero en todo caso fue un éxito, que le permitía reanudar la guerra contra los persas. Le seducía la idea de poner de nuevo en m archa la em presa de hacía diez años, a pesar del ver gonzoso final, que él mismo provocó. N uevam ente se hizo a la m ar una gran flota con dirección a C hipre, para expulsar a los persas de la isla, y, como entonces, se reanudaron tam bién los contactos con Egipto. D e la pasada re vuelta quedaba sólo un pequeño rescoldo y Cimón no pensaba en otra cosa que convertirlo nuevam ente en ardiente hoguera. D e los antiguos insurrectos, un tal A m irteo había logrado resistir en los pantanos del delta del Nilo. Cimón le envió sesenta barcos de guerra para sa carlo con su ayuda de su absoluta im potencia. En este juego peligroso casi fue una suerte que su director m uriera insospechadam ente. Cimón fue víc tima de una epidem ia que se extendió en el ejército ático que asediaba la ciu dad de Citión. Pericles retornó de nuevo a sus manos com pletam ente la di rección de la política ática. U na ocasión favorable le permitió poner fin a la cam paña antipersa. La flota griega tuvo un enfrentam iento con la persa en Salamina de Chipre, y consiguió una brillante victoria (450). El honor m ilitar de A tenas se había así restablecido y Pericles, sensatam ente, no quería nada más. Los barcos fueron retirados de Egipto y toda la flota regresó a Atenas. Tam bién Chipre era, por tanto, abandonada (449). Después de esta victoria, sin consecuencias político-militares, Pericles pudo esperar encontrar en Susa una oportunidad favorable de negociación. De hecho, su agente m ediador, Calías, uno de los hom bres más ricos y respe-
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tables de A tenas y pariente de Cimón, concluyó la paz (448 a.C ., la «paz de Calías»), Persia reconoció la situación que, de facto, existía ya desde hacía treinta años y renunció (salvo escasas excepciones) a las ciudades griegas de la costa de Asia M enor. Por el contrario, A tenas abandonaba todos sus planes chipriotas y egipcios. El Egeo fue declarado — de forma indirecta—m ar ático; ninguna nave de guerra persa debía entrar en él, ni por el N orte, es decir, desde el m ar Negro, ni por el Sur, desde más allá de Licia. R azona blem ente, no se podía esperar más. Fue un éxito considerable, incluso si se piensa, con una consideración más realista, que quizá habría podido conse guirse diez años antes. Sólo Persia podía haber sentido escrúpulos de natura leza formal. ¿Cómo podía concillarse este tratado con su universalismo? P ero tam bién se pensó en esto. La cancillería persa recurrió a la perífrasis, h a blando sólo de renuncia a determ inados actos, como la imposición de tributos o la no injerencia en los territorios distantes m enos de tres jornadas de m ar cha de las ciudades griegas. No se puede decir con certeza si en A tenas todos consideraban como un éxito la paz de Calías. La renuncia al program a de Cimón era demasiado p a tente. No obstante, Pericles esperaba poder sacar un provecho m oral de ella, ante la opinión pública griega. Invitó a todos los estados griegos a que asis tieran a un congreso en A tenas para deliberar sobre los sacrificios en acción de gracias por la guerra contra los persas, aún no ofrecidos, para decidir so bre la reconstrucción de los templos incendiados por los persas y, por último, para tom ar medidas de protección contra la piratería. La intención era clara: se quería anclar el presente al gran período de los años 480-479 y m ostrar al mismo tiem po que ahora las potencias griegas se reunían bajo la égida de A tenas. Se sabía que tampoco Esparta había olvidado el espíritu de Salamina y Platea, y que se sentía obligada por él. D urante la guerra, E sparta había rechazado por dos veces la propuesta persa de colaborar con el rival griego de A tenas. No obstante, la respuesta a la apelación fue una rotunda negativa y, precisam ente, con el ejem plo de E sparta y de los peloponesios. Se com prendió la clara m aniobra táctica, y adem ás, nadie estaba dispuesto a olvidar los últimos veinte años. Al mismo tiem po, Pericles pudo com prender que la interrupción de la guerra continental no había creado aún una atm ósfera am i gable. Se iba im poniendo la consideración de qué ocurriría cuando transcu rriesen los cinco años d el acuerdo y en qué posición se encontraría entonces Atenas. Los acontecim ientos tom aron un rum bo realm ente desfavorable. Sin inter vención de E sparta (ambos participantes en el acuerdo se esforzaban en obrar con extrem ada corrección), se desm oronó el núcleo del nuevo dominio de A tenas en la Grecia central. Beocia, que después de Enofita dependía de A tenas, se independizó. Pericles subestimó a la ligera la im portancia del m o vimiento y envió un contingente ridículo de tropas, que fue aniquilado en C oronea (447). Peor aún fue que A tenas encajara el golpe en silencio. Las consecuencias fueron graves: tam bién la Fócide y la Lócride se proclam aron independientes y la circunstancia más preocupante fue que en la revuelta p a r ticipó Eubea, una de las más antiguas zonas de influencia ática. A ún no h a bía regresado Pericles de allí cuando la guarnición ática de M égara fue p a sada a cuchillo. D e este m odo, el punto de partida para una nueva expansión ática, aquel que tenía que parecer más peligroso para cualquier espartano
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con visión de futuro, se había hundido en un brevísimo espacio de tiem po, sin iniciativa espartana alguna. No es de extrañar, pues, que Esparta aprovechara la favorable ocasión. El térm ino del pacto quincenal le daba vía libre. Un ejército espartano-peloponeso vino en ayuda de M égara, y Pericles retrocedió: el enemigo se ha llaba ya en suelo ático. Nunca, en años anteriores, la situación había sido tan crítica. H abría sido necesario recom enzar casi todo de nuevo, pero en Atenas faltaba la energía para hacerlo. Pericles se declaró dispuesto no sólo a acep tar los recientes cambios políticos, sino incluso a renunciar a las posiciones en el golfo de Corinto (con la única excepción de Naupacto, la base m ejor guar necida). Esparta, privada como estaba de miras expansionistas, no tenía nin gún motivo para continuar la guerra. El nuevo tratado de paz fue firm ado por treinta años (445). E ntre los cambios provocados por la guerra y reconocidos en el tratado, casi el único favorable a A tenas era la vinculación a la Liga naval de Egina, que ya en los prim eros años de la guerra les había sido arrancada a los enemigos tradicio nales. Por lo dem ás, el acuerdo — como tam bién la paz de Calías— fijó sólo un estado de cosas que, más o m enos, existía ya desde el 461: fundam ental m ente tuvo im portancia sólo porque le daba un reconocim iento oficial. Pero no era poco, ya que, indirectam ente, reconocía la liga naval ática. Por el modo en que había surgido, ésta había conservado características muy indefi nidas y, sobre todo, no estaba en absoluto garantizada contra una interven ción de E sparta (que todavía no había ocurrido). El aspecto más significativo del tratado era aquel que regulaba el derecho internacional para toda Grecia. En él se había dividido Grecia en tres grupos: Esparta y sus aliados, A tenas y los suyos, y los estados neutrales, es decir, todos aquellos que no pertene cían a ninguno de las dos coaliciones. A dem ás, se fijó que los respectivos aliados no tendrían libertad para cam biar su posición. Tan sólo se les dejó abierta una posibilidad de opción a los neutrales. El dualismo griego, que de facto existía ya desde hacía una generación, había encontrado su formulación jurídica.
Pericles Con la term inación de ambas guerras, el historiador está obligado a sa lirse por un instante de la corriente de los acontecim ientos para buscar, en el campo de los fenómenos transitorios, lo que se ajuste a una imagen más esta ble. A ello le anima la im presión de que los contornos que se dibujan, a breve y a larga distancia, describen hacia la m itad del siglo V una figura defi nida, de que representan una época. Lo confirma la persona de Pericles; y no sin razón por este motivo se ha introducido en nuestra concepción histórica el concepto de era de Pericles. No obstante, mucho más difícil es dem ostrar con exactitud cuál fue el ca rácter de esta era. La dificultad comienza ya cuando se quiere definir la pro pia figura de Pericles. Su grandeza histórica era vivamente sentida aún cuando él vivía y, sin duda, Tucídides le levantó un m onum ento sugestivo y profundo para sus últimos años de actividad; pero los hechos no atestiguan inm ediatam ente esta grandeza. E n vano se va en busca de acciones gran
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diosas que, según la opinion com ún, son testim onio de ella e incluso no es fá cil ver en él al constructor que recibe la consagración sólo con la superviven cia de su obra. Pericles no fue un gran general. Pero ¿tuvo éxito como polí tico? El lector ya conoce la prim era m itad de su carrera y tendrá la justa im presión de que no existen pruebas convincentes de este éxito. Al tratado fir mado en el 446 siguen quince años de paz, un espacio de tiem po aproxim ada m ente sem ejante al precedente de contienda, pero que term ina con la guerra del Peloponeso. Sean como fueren las relaciones entre ambos, ciertam ente están unidos entre sí, y sin duda no puede decirse que el segundo fuese un período de paz estable. Es cierto que la guerra puede proporcionar el criterio para juzgar la política de la paz —y en cierto sentido es así— , pero en su e je cución ya no fue la guerra de Pericles. Tam bién aquí, por tanto, nos encon tram os en una situación algo desconcertante. Para com prender la im portancia de Pericles hay que seguir un punto de vista distinto: es necesario partir de las condiciones peculiares de su existen cia política, y éstas radican en la específica situación de A tenas, en la genera ción que precedió a los grandes compromisos de paz, en el desarrollo in menso de sus fuerzas, tanto m ateriales como espirituales. Era com o si una planta, hasta entonces obstaculizada por las condiciones del clima, hubiera recibido de repente la posibilidad de desarrollarse y de revelar su capacidad latente. A rrebatada por el ím petu de su propio impulso vital, estaba, por así decirlo, entregada a la fecundidad inagotable del propio ser. En este instante afortunado, pero tam bién peligroso, Pericles se convirtió para su ciudad natal en el polo magnético que orientó los instintos tendentes a lo ilimitado hacia el campo limitado y regulado desde el interior. El poder de Pericles derivaba de un carisma excepcional, ya excepcional porque perm aneció siempre «puro», se regeneraba constantem ente y nunca se transform ó en una autoridad institucionalizada. La autoridad de Pericles nunca dejó de ser una em anación de su naturaleza y tuvo que buscar siempre nuevas confirmaciones en la realidad. Todavía más insólito fue el m odo en el que su carisma se afirmó. No fue una tem pestad que pusiera en movimiento una masa inerte y que agotase sus energías externas. A Pericles le era ex traño el tipo de dinamismo que en otros casos es precisam ente esencial para un «líder» carismático. No necesitaba de él, pues ya lo había encontrado. A tenas se hallaba en una fase singularm ente «explosiva», y nada hubiera sido más fácil que impulsarla a una carrera desenfrenada. El carisma de Pericles actuó, por el contrario, de freno. Reunió las múltiples fuerzas del progreso, las concentró con su poder de sugestión personal y las equilibró con su ex traordinaria hum anidad. Desde luego, no había sido siempre así. Cuando Pericles surgió en la es cena política, navegaba en la corriente que había abierto Cimón y el sólido conservadurismo que se nutría de los esplendores de la guerra contra los persas. Como tantos políticos del Atica que le habían precedido, no sólo trajo consigo a su clientela, sino que les ofreció beneficios que correspondían a una esfera concreta de intereses. Este impulso dem ocrático extrem o, ya desde hacía tiem po presente en A tenas, estaba incluso ligado a la tradición familiar de Pericles. Pericles había nacido hacia el 495, en el seno de la anti gua familia aristocrática de los buzigios. Su padre, Jantipo, había sido un des tacado político, lo que le supuso su ostracismo en el 484. Los motivos no son
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conocidos. En todo caso, fue arrastrado por las «depuraciones», que dejaron libre el camino a Temístocles, poco antes del estallido de la gran guerra con tra los persas. Pero gracias a una amnistía, regresó de nuevo, como Aristides, en el 480, y en la segunda fase de la guerra recibió incluso un m ando militar: Jantipo fue el vencedor de M icala y dirigió, a continuación, el asedio de Sesto (en Gallipoli), donde había una fuerte guarnición persa. Todavía más im portantes eran los antepasados por línea m aterna de Pericles, los alcmeó nidas. Su m adre, A gariste, era sobrina del famoso Clístenes. Y de aquí pro cedía su tradición «democrática». Cuando Pericles entró en la política activa tenía cuarenta años. E ntre sus recuerdos de juventud estaban Salamina y Platea. El se había convertido en adulto durante el rápido auge de A tenas; esta atm ósfera marcó su carácter y le perm itió desligarse fácilmente del viejo m undo, que vivía a la som bra de Esparta. E l recurso a la política m etódica de gran potencia era peculiar de su generación. Pericles hizo de este tem a un factor esencial de su postura polí tica. Los acuerdos de paz del 448 y del 446, con sus renuncias, no le desvia ron de esta actitud. Tam poco había necesidad de ello; A tenas era ya una gran potencia y seguiría siéndolo. Ya en el 461 las convicciones políticas de Pericles no estaban inspiradas por un objetivo lejano, sino por la visión de la realidad del m om ento. Por otra parte, la conclusión de la lucha inspirada por él había sido, sin em bargo, un duro golpe para la causa que defendía. Con esto, obviam ente, no ganó prestigio a los ojos de la opinión pública. Si al guien antes albergaba dudas de que el rum bo político fuese acertado, estas dudas eran ahora más bien confirmadas que eliminadas. La conclusión de la guerra no aportó el capital moral que, junto a los resultados m ateriales, nor m alm ente es lo más im portante: la política que debía confirm ar no parecía más convincente que antes. E ran un resultado incómodo, porque con ello, dada la duración de la lucha, casi media generación no pudo ser utilizada para la integración interna de la gran potencia ática. Y la situación había em peorado, porque una política exterior autónom a tenía que encontrar com pren sión y aprobación precisam ente entre los grupos sociales dirigentes, entre los conservadores. D urante la guerra habían dem ostrado que no eran obstinada m ente doctrinarios; pero una paz que, por así decirlo, desautorizaba política m ente la guerra precedente, no podía favorecer este proceso tan necesario. Más tarde, se debía pagar am argam ente este error, unido a otros, y, en gene ral y ante todo, la circunstancia de que A tenas se había orientado con retraso hacia unk política exterior autónom a y de que se debía com enzar con el abandono de las ilusiones alim entadas por Cimón. Pericles debió darse cuenta claram ente de esta desventaja, pues, después del 446, con la entrada en la fase de paz, se encontró en una crisis incómoda. La resistencia no iba dirigida ahora contra su política espartana a la que no había nada que oponer realm ente, dada su amplitud de miras. Se trataba más bien de la Liga naval ática. La oposición conservadora no reparaba en abso luto en que, hasta entonces, había insistido indirectam ente en reforzarla, al exigir una lucha sin límites contra Persia. Sin em bargo, después de la paz de Calías, se presentó un punto de vista com pletam ente diferente para presentar objeciones contra la línea política de Pericles. Los aliados podían argum entar de este modo: se necesitaba la liga tanto para liberar de los persas las islas y la costa de Asia M enor como para prote-
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gerse de ellos. No obstante, el prim er objetivo hacía ya tiem po que había sido alcanzado, y frente al imperio persa pódía considerarse conseguida des pués de que se había firmado la paz con el enemigo y de que éste se había obligado expresam ente a respetar la libertad de los estados que se habían sustraído a su autoridad. Así pues, ¿para qué servía ahora la Liga? Los estados aliados pensaban realm ente más o menos así. No hablaban de una disolución form al, sino simplemente de suspender sus contribuciones eco nómicas. D espués del acuerdo de paz, se separaron dos tercios, y el resto h u biera seguido el mismo camino al año siguiente, si A tenas no hubiera frenado enérgicam ente esta tendencia y eliminado los equívocos. No obstante, el im porte de las contribuciones fue reducido un poco, pero el descontento conti nuó y la oposición contra Pericles se aprovechó de ello. Tucídides, hijo de Melesias (no el célebre historiador), yerno y partidario de Cimón, atacó la gestión financiera de la Liga. Por motivos tácticos, evitó poner en discusión los tributos, pero así polemizó con mayor razón contra su (supuesta) utiliza ción: ésta no beneficiaba ya a los aliados, sino que A tenas la utilizaba para sí misma, para adornarse con ella como una doncella hipócrita. El traslado del tesoro federal a A tenas, decía, había sido una injusticia. Para Pericles, estos ataques se convirtieron en una cuestión de existencia política. Reflejaban el espíritu contra el que había tenido que luchar anteriorm ente, ya que las dudas en relación con la política federal se dirigían en principio contra la p o sición ateniense de gran potencia, y el motivo del modo de obrar inocente, aducido por Tucídides, no era un axioma del presente, sino el disfraz rom án tico de un pasado que — se pensaba— no había conocido aún el pecado origi nal de la gran política. Por tal motivo, Pericles llevó la controversia hasta sijs últimas consecuencias. Resultó vencedor, y Tucídides sufrió ostracismo y tuvo que alejarse de A tenas (443). Estos ataques pudieron ser contrarrestados-sólo cuando Pericles, por su parte, dio actualidad a la situación de la gran guerra contra los persas. El in tento de un congreso panhelénico debía destinarse ya a este objetivo. En el mismo año en que Tucídides dirigió su ataque contra Pericles, se presentó otra ocasión. Los habitantes de Síbaris, la ciudad de la Italia meridional des truida en el 510, rogaron a A tenas que la reconstruyera y, de este modo, bo rrara uno de los recuerdos más oscuros del pasado griego. Pericles aceptó la sugerencia y, conforme a su profundo significado, quiso que la em presa se llevara a cabo en nom bre de toda la H élade: se fundaría una colonia a la que no sólo tendría acceso cualquier griego, sino a la que, incluso, sería invitado. El eco fue bastante positivo; sobre todo, el asunto interesó a los intelec tuales. En la nueva colonia de Turios se establecieron los representantes más brillantes del espíritu griego: Em pédocles de A grigento, Protágoras de A b dera, Corax y Tisias, los fundadores siracusanos de la retórica, el historiador H eródoto y el gran arquitecto y urbanista Hipodam o de M ileto (que trazó in cluso la planta de la nueva ciudad). Parecía así dem ostrado que las em presas de A tenas se extendían al hori zonte de toda la H élade y que estaba justificado m antener una organización como la Liga naval, surgida de intereses panhelénicos. Turios, con más m o tivos, podía atestiguar su lealtad de propósitos. Se convirtió en una ciudad realm ente independiente y, una vez fundada, no toleró ninguna influencia ateniense. Pero, desgraciadam ente, no estaba destinada a proclam ar el desin
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terés de Atenas: no pudo resistir a T arento, por la que fue repoblada. A tenas fue así privada del honor de su fundación. Este triste resultado, no obstante, se produjo sólo diez años después; por el m om ento era un testim o nio convincente de la política de Pericles. Así pues, el m undo político no le dio a Pericles la satisfacción de adap tarse a priori a su voluntad y procurarle un fundam ento «natural». Las disen siones prevalecían sobre las tendencias a constituir una unidad armónica y, por tal motivo, se está tentado de afirm ar que Pericles fue más bien obstacu lizado que sostenido por su época. En todo caso, a la luz de este trasfondo, parece extraordinario el m ero dato histórico de que Pericles perm aneciera di rigiendo a A tenas no sólo durante el largo período de guerra, sino tam bién durante los siguientes quince años de paz; tanto más cuanto que ninguna otra dirección política, ni antes ni después, duró tanto tiem po en el Ática. Podría pensarse en Pisistrato, pero éste había sido un tirano. D esde el punto de vista técnico-constitucional, la posición de Pericles se m anifestaba en el hecho de que, año tras año (con pocas excepciones), era elegido en el puesto de es tratega, cuyos candidatos eran escogidos entre todo el cuerpo ciudadano. Esta curiosa institución existía desde que el arcontado había perdido su auto ridad: era una solución cóm oda de conferir los poderes al estadista dom i nante, en el marco de una constitución que no había previsto esta figura. Porque los diez estrategas, una institución antigua, eran exclusivamente co m andantes militares y tenían que pertenecer, por motivos de igualdad, a cada una de las diez filai, respectivam ente. Tan sólo para uno de ellos el pueblo te nía la posibilidad de libre elección y el elegido era considerado como el esta dista responsable. Por eso no obtenía ninguna competencia especial fuera de la militar. En el fondo, él som etía, como simple ciudadano, sus propuestas a la asamblea popular. La elección le daba sólo la probabilidad de ser seguido por la asamblea, que cada año, en la elección del estratega, era libre de revo car este m andato indirecto. Así pues, para im ponerse a la gente, Pericles sólo disponía de su influen cia personal. Ningún otro poder le venía de su cualidad de «líder popular» (demagogos), como se decía en A tenas; pero esta cualidad tenía muy poco que ver con el concepto que en seguida se ligó a la palabra y que ha perm a necido en nuestro uso lingüístico. N aturalm ente, conocía a los hom bres y sa bía conm over sus ánimos. Se alababa en él el arte de la psicagogía como ca pacidad especial suya y, consiguientem ente, su conocimiento de los senti mientos y de los caracteres hum anos; pero no se servía de ello para desenca denar pasiones y confiar a su corriente la nave del Estado. A estas energías volcánicas de un pueblo tan apasionado como el griego contraponía más bien su propio éthos. N aturalm ente, en este éthos tenían su lugar la emoción y la descarga de sentim ientos, pero se hallaban subordinados a la soberanía de la capacidad de juicio, y si recibían vía libre, quedaban bajo el control del inte lecto. Esta cólera controlada era considerada una de las características princi pales en las actitudes públicas de Pericles. Por este motivo, lo llamaban «Zeus» y contaban que tenía un rayo en la lengua y que, como el dios del Olimpo, lanzaba rayos y truenos. El respeto que disfrutaba Pericles derivaba en buena parte de estas im pre siones, pero no hubiera podido ser así si detrás no hubiese habido una severa autodisciplina. Pericles no se abandonaba nunca a los excesos, ni en su vida
Pericles. Copia romana de un busto de Cresilas, m ediados del siglo iv a.C . Londres, British Museum.
R estos del estudio del escultor Fidias en O lim pia, m olde de fusión y cop ia rom ana de la estatua colosal de A ten ea Parthenos, siglo v a.C . O lim pia, M useo A rq u eológico, y A ten as, M useo Nacional.
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pública ni en la privada, y no perdía el equilibrio aun cuando hubiera sido provocado hasta en su sangre. Cada palabra que pronunciaba en la asamblea popular no sólo estaba bien m editada, sino exactam ente com probada con an terioridad; y, a pesar de ello, parecía com pletam ente improvisada. Pericles tam poco hablaba demasiado a m enudo y en general era parco a la hora de m ostrarse en público. La compañía de la gente no le agradaba a este dem ó crata que, por sangre y carácter, era un aristócrata de los pies a la cabeza. Pero el m antener rígidam ente las distancias no obedecía sólo a una inclina ción personal: detrás de esta actitud había un propósito deliberado. Cuando se trataba de asuntos de poca im portancia, m andaba a sus amigos y correli gionarios. Su aparición personal tenía el valor de un acto solemne de Estado. D ecían sus contem poráneos que era como si la nave estatal ateniense «Salamina», una trirrem e, hiciera su entrada solemne en el puerto. H ubo épocas en que su autoridad era casi ilimitada y su crédito moral era tal que se le dis pensaba de rendir cuentas sobre sumas de dinero de las que no quería hablar por motivos secretos. Así pues, sorprende que la com edia parodiase su go bierno presentándolo como una tiranía. Según una afirmación de Tucídides, A tenas era en aquella época 'formalmente una dem ocracia, pero en realidad estaba dom inada por el prim er ciudadano. La fascinación de Pericles era expresión de su carácter, pero este carácter, a pesar de ser debido en parte a una natural predisposición, no era un fenó m eno puram ente natural; y si Pericles dom inaba en virtud de su carisma, éste estaba im pregnado de su espíritu en tan elevada m edida, que los elem entos innatos se fundían en una unidad indivisible con la formación consciente. Pericles sometía toda su vida y su existencia a una estilización m etódica. El rostro que nos m uestra la famosa cabeza del estratega es, desde luego, más un fragm ento de arte clásico que un retrato individual, pero la armonía entre «forma» y «contenido», entre el rigor acorde con el hom bre que, ante todo, era lo que él hacía de sí mismo, que, en el modelo hum ano de su p ro pia persona, cumplía los cánones que sus contem poráneos contem plaban en la intuición estética. La vida de Pericles representaba además la realidad inte lectual de m ediados del siglo y expresaba en este marco, por sangre y espí ritu, un m undo diversificado que en su variedad tendía más a disociarse que a encerrarse en sí mismo. Pericles era amigo de Sófocles, casi de su misma edad, y con él escudri ñaba en las profundidades y más allá de los límites de la existencia hum ana; pero se trataba igualm ente con el m oderno Protágoras, con el que podía dis cutir durante todo un día sobre la cuestión de quién era el responsable de un homicidio involuntario en la palestra. Se interesaba por las nuevas corrientes musicales y la teoría de un tal D am ón, y le eran accesibles las especulaciones de su amigo Anaxágoras. En este filósofo, que pasó la mayor parte de su vida en A tenas, pero que era originario de Asia M enor, Pericles veía un ta r dío representante de la investigación jonia sobre el origen de todas las cosas. La gran época del m undo jonio pertenecía, bien es verdad, en aquellos m o mentos al pasado, pero ningún griego podía discutirle la gloria de su estilo de vida libre y abierto y su primacía en la cultura intelectual. Para Pericles, este modo de vivir tenía un fuerte atractivo personal, y A tenas, como avanzadilla de los griegos de Asia M enor, no podía sustraerse a su influjo. D e esta m a nera, la milesia Aspasia tenía cierto derecho de hacer conocer a los ate-
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nienses la opinion que se tenía en su patria de la posición social de la m ujer, considerada igual al hom bre. Su «salón» era conocido en toda A tenas, y si al gunos la consideraban una cortesana, para muchos otros era el centro de la vida social. La consideración de Pericles por ella iba incluso más allá. Des pués de separarse de su m ujer, la convirtió en la com pañera de su vida, sin poder esposarla legalm ente porque era una extranjera. Efectos particular m ente duraderos tuvieron las relaciones de Pericles con las artes plásticas. A nte todo, era amigo del gran Fidias y conocía a muchos otros escultores; pero el desarrollo artístico se incluía tam bién entre los problem as objetivos de su política. Inm ediatam ente después de finalizar la guerra contra los persas, en el 448, Pericles em prendió la reconstrucción de la Acrópolis. Desde su destrucción por los persas no se había realizado ninguna obra deci siva. Casi todo el período de paz, desde el 447 al 432, estuvo ocupado por la construcción del Partenón, el tem po de A tenea, la diosa virgen patrona de la ciudad; a partir del 437, al P artenón se añadió la puerta de acceso a la forta leza: los Propileos. Como no eran sólo obras arquitectónicas sino tam bién campos de actividad para los escultores, la iniciativa de Pericles abrió el campo a num erosos ingenios que, bajo la dirección de Fidias, pudieron ex presar toda la capacidad artística del pueblo ático. Pericles mismo era miem bro de la comisión constructora y participaba directam ente en la prosecución de las obras; sin em bargo, era más im portante la determ inación de este con junto de circunstancias. La función de Pericles en este campo podía aparecer como el símbolo de su relación con A tenas, ya que Pericles parecía haber ve nido para extraer lo m ejor de A tenas, para hacer traducir su pletórica fuerza vital en obras que transm iten, a todo el que observe con ojo sensible las es culturas, los frisos, las m etopas y los frontones, una idea de la extraordinaria visión plástica que el griego, form ado en una larga tradición, llevó aquí a una de sus más elevadas creaciones.
E l Estado de la justicia Pericles es uno de esos grandes personajes de la historia universal que en su naturaleza reflejan una com pleja realidad histórica. Son como fenómenos que expresan esta realidad, y bajo muchos aspectos tam bién Pericles aparece más como un símbolo que como un creador de historia, por más que su posi ción clave en política fuese un factor indispensable de la realidad misma. E sta doble configuración se revela tam bién allí donde su obra tuvo mayor afectividad: en su relación con el E stado ático, cuando éste asumió su forma clásica. A tenas se hallaba hacía tiem po en el camino de la «democracia» y, en el fondo, los principios constitucionales decisivos de la misma ya habían sido es tablecidos antes de Pericles, independientem ente de que los interesados fue ran conscientes de ello y tendiesen a este fin (hay motivo para creer que era así sólo en parte). Pero bajo Pericles, en este «desarrollo» no sólo se alcanzó el último estadio posible, sino que se produjo incluso la tom a de conciencia de que A tenas había encontrado en la dem ocracia su form a política peculiar. De hecho se trataba de una dem ocracia de especial im pronta, y así se m uestra especialm ente a quien la observa con la m ente fija en la m oderna
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concepción de democracia. En el plano constitucional de la democracia a te niense faltan dos elem entos indispensables para el Estado dem ocrático actual: el sistema representativo y la institucionalización de las funciones del go bierno. Por lo que respecta al prim er elemento., el concepto que lo inspira fue desconocido a lo largo de toda la A ntigüedad grecorrom ana. Analogías aparentes de este sistema —no corrientes, precisam ente— derivan de presu puestos particulares y no encontraron lugar en A tenas; p o r otra parte, nunca resultaron especialm ente ligadas a la dem ocracia, que siem pre estuvo basada en la relación directa, en la que el ciudadano debía representarse a sí mismo. La falta de verdaderos cargos de gobierno es, en un sentido aún m ás especí fico, el resultado de una formación política dem ocrática, sobre todo en A tenas. El antiguo Estado aristocrático los había tenido, pero precisam ente la circunstancia de que se hallaban vinculados a tal E stado indujo a la dem o cracia a suprimirlos. E n A tenas se llevó a cabo con el debilitam iento del arcontado. E ste colegio de nueve m iem bros había sido siempre la cabeza de gobierno, pero, precisam ente por tal motivo debía suprimirse, lo que aconte ció una generación antes de Pericles. Y a la sospecha de que bajo el velo de este antiguo cargo, no obstante la elección anual, pudiese im ponerse al cuerpo ciudadano una voluntad extraña, era un motivo suficiente para elimi nar el peligro, introduciendo el sorteo. La única línea era ésta: no debe exis tir dom inación, y si es necesario «dominar», deben hacerlo sólo los propios dominados. Las mismas personas deben dom inar y ser dom inadas: otra solu ción no se puede aceptar. El medio para conseguir este objetivo consistía en destruir lo más am pliam ente posible todo poder autoritario, por lo general con ayuda de una fuerte diferenciación de las funciones públicas. Solamente para el control y la financiación del culto existían num erosos colegios (por norm a, toda actividad estatal era desarrollada por comisiones). La justicia tenía, además de los jueces constituidos ad hoc, una gran cantidad de funcionarios perm anentes. La policía estaba especializada en distintos sec tores que vigilaban las calles, los m ercados y las fuentes. La adm inistración militar era confiada, además de a los diez estrategas, a funcionarios espe ciales para la caballería y, sobre todo, para la m arina y los arsenales. Las fi nanzas dependían de varios colegios, correspondientes a los tem plos en los que se depositaban los fondos. Pero la actividad de tesorero estaba a su vez separada de la recaudación de los tributos, que, por su parte, se hallaba en diferentes manos según se tratase de ingresos estatales directos o indirectos (sobre todo, im puestos de aduanas y otras contribuciones). Se añadían num e rosos puestos en el exterior, resultado de la organización de la Liga naval, y cargos aislados improvisados para los que, caso por caso, se determ inaba el funcionario correspondiente. El ejercicio de todas estas funciones se limitaba tem poralm ente y no sobrepasaba nunca el espacio de un año; las prórrogas estaban casi excluidas del todo. A parte de esto, la m ayor garantía de la identidad entre el dom inar y el ser dominados era la exclusión de toda consideración personal en la asigna ción de los cargos. Para todos, las mismas oportunidades: ésta era la idea fundam ental de un ordenam iento calculado hasta los más mínimos detalles, que correspondía tam bién al concepto más concreto de una justicia que tenía su peor enemigo en cualquier apreciación subjetiva en la admisión al poder público. Esta justicia estaba garantizada por un determ inado m étodo formal
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en la asignación de los cargos, que debía estar libre de toda inadecuación hu m ana; se excluían incluso las elecciones, teniendo oportunam ente en cuenta los lazos y los errores que podían intervenir en el proceso. De ahí la función fundam ental del sorteo en el Estado ático. El sorteo era el m étodo casi ex clusivo de nom bram iento para los innum erables funcionarios de A tenas. La técnica del sorteo era estudiada en los aspectos más minuciosos. Incluso la designación de los candidatos, probablem ente desde el comienzo de la era de Pericles (461-460) era el resultado de un sistema de sorteo que tenía lugar dentro de cada file y que consideraba la extensión de cada com unidad (demos). El único motivo de exclusión era la voluntad individual del ciuda dano, cuando éste rechazaba una candidatura por razones personales. Tan sólo para la administración financiera se preveía una cierta cualificación patri m onial (pertenencia a la clase censitaria más alta de los pentacosiomedimnos), porque sólo los miembros de esta clase podían efectivam ente responder de eventuales errores o malversaciones. El mismo arcontado, residuo de las viejas condiciones predem ocráticas, fue hecho accesible por Pericles a la clase media de los zeugitas, con lo que fue abolida de facto toda limitación de cierto relieve. La única derogación verdadera del principio se daba en el nom bram iento de los com andantes m ilitares, los diez estrategas. En este caso, en donde podían estar en juego los bienes y la vida de cada ciudadano ateniense, no había sorteo, sino que se dejaba lugar al juicio cualitativo por medio de elecciones. E sta restricción estaba justificada objetivam ente, ya que todo el ordena miento político estaba inspirado en una atenta sensibilidad para las diferen cias estructurales de la actividad de dirección. El propósito central del m é todo de sorteo iba encam inado tanto a caracterizar las funciones adm inistra tivas como una práctica de nivel medio y ligada a las cosas, media y objetiva, como a asignar todas las com petencias posibles a este ámbito subordinado. E n este sentido, si se prescinde del concepto de una burocracia profesional, es decir, de un cuerpo estable de funcionarios, algo que en la ciudad-Estado antigua estaba excluido a limine y que no entraba, en absoluto, en la posibili dad de una elección o de una votación, podría decirse que A tenas era un Es tado administrativo, es decir, que el gobierno y la autoridad habían sido m ar ginados lo más posible por obra de los cargos de administración. Porque ésta es la otra cara del sistema: sólo el soberano tiene el poder y el derecho de dom inar y gobernar, y este soberano se identifica lo más posible con el pue blo. Este pueblo no delega ningún poder, sino que lo ejercita directam ente y se impone a sí mismo en la asamblea popular (ecclesia), como órgano del Es tado, como diríamos nosotros. Para él ateniense, las cosas eran aún mucho más simples: el E stado se identificaba con la totalidad de sus ciudadanos, y precisam ente éstos se reunían en la asamblea (naturalm ente, con exclusión de m ujeres y niños). Esta asamblea no es una institución con misiones m eram ente legislativas: decide sobre la política en form a de «resoluciones» (psephismata). Cada ciu dadano tiene derecho de presentar propuestas y dispone así de la posibilidad de ver elevada su voluntad a voluntad general. Ningún funcionario puede rei vindicar prerrogativas frente a él. El funcionario no debe olvidar que es el instrum ento ejecutivo de la voluntad popular o, como lo ha form ulado acer tadam ente Ulrich K ahrstedt, el «cartero» de la ecclesia. Ya su nom bram iento
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está condicionado a un examen minucioso de sus cualidades formales (d ere cho de ciudadanía, conducta honrada: la dokimasía por parte del pueblo). Por cada acto en el desempeño del cargo puede ser llam ado en cualquier m o m ento a rendir cuentas. Evidentem ente, la soberanía popular no actúa sólo en el futuro, sino que asume tam bién actos políticos ya realizados. A la asamblea popular ateniense le interesaba mucho más, en este orden de ideas, ser dueña de la totalidad de las funciones públicas y dejar bien claro que toda acción del Estado, en tanto que sea confiada a titulares de cargos p ú blicos en particular, puede volver a ser puesta bajo control. La soberanía es indivisible. Ningún E stado antiguo ha tom ado tan en serio y de una form a tan consecuente esta fórmula de la doctrina política m oderna como el ático. D e este principio derivó una de sus más características instituciones: los tri bunales populares. En A tenas, anualm ente, ejercían su actividad seis mil jurados, repetidos aproxim adam ente en diez tribunales (la Heliea); cada uno contaba, como m í nimo, con quinientos jueces. Así pues, cada asam blea era tan grande como el parlam ento de un gran Estado m oderno e incluso mayor. No debe pensarse en un jurado popular m oderno: la H eliea tenía un significado com pletam ente distinto. Para discutir tem as im portantes, seis mil era la cantidad mínima le gal de la asamblea popular, y la suma de todos los jurados no era, en el fondo, otra cosa que el pueblo en su colectividad. Si en tiempos de Pericles no se pronunciaba ninguna sentencia con esta cantidad, era únicam ente una concesión a la necesidad práctica. Sin em bargo, cada tribunal era una parte de la unidad com pleta y su fallo no era otra cosa que un voto realm ente p ro nunciado por todo el pueblo. C onsecuentem ente, en ciertos casos, como, p o r ejem plo, acusaciones de alta traición y otros políticos, el derecho de juzgar era ejercitado por la asamblea popular. Los tribunales tenían competencia en la mayor parte de las controversias de interés público (este concepto era e n tendido en sentido muy amplio), pero actuaban incluso cuando un solo juez había decidido ya en un proceso precedente. Ninguna de las partes litigantes estaba obligada a atenerse a su sentencia (o a su acuerdo). Tenía validez sólo si era librem ente aceptada por ambas partes. El derecho irrevocable podía ser establecido sólo por el soberano, y por consiguiente, en los tribunales p o pulares atenienses tenía vigencia el férreo principio de que todo lo que había sido dispuesto por un funcionario en particular, en base a su delegación p ú blica, tenía validez sólo salvo revocación; el poder de actuar en últim a instan cia estaba reservado al soberano. Quien acepte la ilusión m oderna de que en ciertas circunstancias Estado y sociedad pueden identificarse o que el Estado puede ser absorbido por la so ciedad, no negará que bajo este aspecto los atenienses de Pericles realizaron notables progresos, quizá más que cualquier otro pueblo de la historia. P or fortuna, los atenienses no estaban aún iniciados en los misterios de estas es peculaciones y, por tanto, desarrollaron su concepción político-constitucional en una dirección enteram ente distinta; por otra parte, esto no quiere decir que lograran definir de forma adecuada toda la realidad (lo que, en general, no suele suceder nunca en tales cuestiones). N uestro concepto corriente de democracia, creado por los griegos, curiosam ente no era el elem ento central de la política. La palabra fue introducida bastante tarde, y en tiempos de P e ricles aún no había suplantado a una form a más antigua: isonomía e isegoría,
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térm inos que pueden traducirse p o r «igualdad de derechos», eran los motivos conductores de la evolución que llevó al Estado de Pericles. Estos conceptos habían sido usados en A tenas en la lucha contra la tira nía, pero se rem ontaban a los prim eros conflictos entre el demos y la aristo cracia, cuando se luchaba contra el privilegio del nacim iento, contra los «de noble cuna» (los eugeneis). El acento polémico se fue perdiendo con el paso del tiem po, pero, p o r el contrario, el concepto adquirió una validez general. En los años de paz bajo Pericles, el historiador H eródoto podía escribir tran quilam ente en A tenas que isonomía era el concepto más hermoso de todos, y que en A tenas se m ostraba la realización más pura de este principio. Su valor lo tenía en sí mismo, al im poner de la m anera más consecuente la igualdad formal. Nadie podía considerarse en desventaja con respecto a los dem ás y parecía existir la garantía de que todo lo que se había fundado sobre la totali dad — y más no era, en absoluto, concebible— recibía así la posibilidad de realizarse. «Todo descansa en la masa», se decía; los muchos son la esencia del todo, afirma el propio H eródoto; e incluso Aristóteles, que no era preci sam ente un partidario de la dem ocracia, considera, sin em bargo, notable su idea fundam ental de que los valores intelectuales y morales deben manifes tarse más en los muchos que en los individuos en particular, por muy capaces que sean. N aturalm ente, esto son consideraciones más o menos sutiles que debían realzar la dem ocracia frente a la pretensión aristocrática de representar la parte cualitativam ente m ejor: por esto se afirmaba que la superioridad cuan titativa significaba tam bién una ventaja cualitativa. No obstante, el verdadero énfasis de la democracia no derivaba de aquí: procedía, com prensiblem ente, del concepto central de la «igualdad». Su caja de resonancia, que daba im pulso a las vibraciones afectivas, era la restricción de la dominación pasiva por parte de la activa, la vinculación entre «ser dominados» y «dominar»; así, la idea de libertad aparecía como concepción vivificadora, dentro de la igual dad entendida en este sentido. E n tanto existió una ciudad-Estado griega, no se dudó nunca lo más mí nimo que democracia y libertad fuesen conceptos estrecham ente relacio nados. «La base de la constitución dem ocrática es la libertad», y sólo en la democracia (a juicio de las autoridades com petentes en la m ateria) se puede participar en la libertad. «Toda dem ocracia tiene en ella su punto de par tida», podía decir aún A ristóteles cien años después de Pericles. Los dem ó cratas podía incluso considerar el concepto en sentido muy amplio, ya que ig noraban las aporías de una libertad m eram ente personal e individualista. La libertad del individuo en particular podía encontrarse sin vacilaciones en la li bertad colectiva, cuando la reducción de la dominación pasiva se apoyaba en la autodeterm inación de cada individuo en el ámbito de la com unidad, y cada cual parecía expresar concretam ente, en su propio ám bito de acción, la inm e diatez de la democracia. No era necesario rom perse la cabeza pensando en la diferencia entre volonté de tous y volonté générale, al tiempo que nacía auto m áticam ente el paso de este concepto de libertad al del status ciudadano, se gún el cual el hom bre libre «vive como quiere», m ientras que el esclavo no tiene esta posibilidad. Esto era un don envidiable de la óptica del m om ento, que prestaba un radiante esplendor precisam ente a la A tenas de Pericles y que confería a su idea de libertad una plenitud que generaciones posteriores
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sólo pudieron alcanzar por vía indirecta. Sin em bargo, tam poco fue una cir cunstancia irrelevante que Grecia y A tenas no conocieran a un M ontesquieu y que lo que A tenas creía encontrar en su libertad dem ocrática no fuera siempre la imagen de la realidad política. E sta observación nos lleva al problem a de las garantías constitucionales en la democracia ática. ¿Q ué precauciones se tom aban para proteger al sobe rano con su voluntad ideal contra sí mismo, es decir, contra una falsificación eventual del principio fundam ental? U n examen superficial basta para m os trar que, según nuestras concepciones, las cosas no iban por el m ejor camino. No existía en absoluto la división de poderes, fundam ento del m oderno E s tado de derecho. Encontram os, en cambio, su más directo contrario en el m odo como A tenas convertía la justicia en una función inm ediata de la vo luntad popular. Las consecuencias no tardaron en producirse. No sólo el gran núm ero de jueces populares com portaba el riesgo de errores judiciales; lo peor era que sobre esta base era com pletam ente imposible un desarrollo empírico-nacional del derecho. Los griegos, que tanto contribuyeron a iluminar el m undo, no elaboraron —y es un curioso fenómeno— una ciencia metódica del derecho, por lo que Occidente no pudo aprenderlo de ellos, sino de los romanos. Tan sólo en cuanto determ inados puntos de vista generales (como el concepto de una «equidad» superior al derecho, entendido en sentido es tricto) podían ser accesibles a un público m ayor, eran adoptados en los p ro cesos y podían por tanto penetrar en la conciencia jurídica. P ero de este modo no era posible dom inar la m ateria legal, y por tal motivo, en Grecia no se llegó nunca al ideal de un estudio sistemático del derecho como objeto de cálculo racional. Un tribunal ático, aun cuando se hubiera m antenido libre de emociones — lo que era prácticam ente imposible por su composición y por la obvia tom a de posición de las partes litigantes— , no podía hacer, en defini tiva, otra cosa que tom ar decisiones según su buen parecer y de acuerdo con un sentido bastante vago de la justicia; era la práctica que Max W eber ha introducido en la sociología del derecho con el nom bre de «justicia del cadí». Así pues, en este aspecto, la democracia ática era com pletam ente ciega. No obstante, era muy perspicaz cuando se trataba de estabilizar el ordena m iento político y de protegerlo contra los deseos repentinos del soberano. E ra casi natural —nunca podrá alabarse lo suficiente a los atenienses por esto— que todo delito constitucional fuese severam ente castigado (la «disolu ción del pueblo», katálysis toú démou). Pero tam bién es digno de mencionar que, a pesar de la im portancia que se daba a la igualdad y a la libertad, al proclam ar casi ilimitada la libre voluntad formal, los atenienses no perm itían apelar a ella en última instancia y excluían a priori, am enazando con los cas tigos más severos, una transformación legal de la base constitucional. Sin em bargo, esta concepción de que existían en general norm as contra las que no se podía ir ni proceder m ediante un acto de voluntad form alm ente intachable tenía un alcance más amplio. En el derecho público ático se hacía una neta distinción entre una ley (nomos) y un simple decreto (pséphisma). — no obs tante, la convicción de que existían «leyes no escritas» (ágraphoi nómoi)— , aunque existiese desde tiempo la costumbre de hacer decidir las leyes por la asamblea popular. Pero una «ley» así no era tam poco un «decreto», y valía el principio de que un decreto tenía que ceder ante una ley ya existente, si de
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algún m odo entraba en conflicto con ella; e igualmente no podía sustituirse sin más ni más una antigua ley por una nueva. E n este aspecto, antes de Pericles (461), había sido misión del areópago actuar como control del ordenam iento. D espués de ser privado de esta com petencia, el control pasó a la asamblea popular o, más exactam ente, a su co mité directivo, el Consejo de los Quinientos (la boulé). Este Consejo era, ante todo, el órgano que perm itía a la asamblea desarrollar sus tareas y p re paraba tam bién los decretos; por lo general, las propuestas debían serle diri gidas a él. Desde el punto de vista técnico, el Consejo era casi la institución más im portante del E stado ateniense, dado que proveía a la formación de la voluntad popular. L a m ayor parte de las veces extraían de él los comisarios para resolver los asuntos extraordinarios. La boulé, en su composición, obe decía, no obstante, a los mismos principios que se observaban en el nom bra m iento de todos los dem ás funcionarios. Sus miembros eran elegidos por sor teo, cincuenta por cada una de las diez filai. La única concesión a la práctica radicaba en la subdivisión del trabajo principal para la preparación de la asamblea popular. Este no era siempre asumido globalm ente por todos los consejeros (bouleuteís), sino que era asignado por un período de aproxim ada m ente 35 días (una décima parte del año) a una sección de cincuenta hom bres, la prytaneía (un consejero en función era, por consiguiente, un «prítano»). D e este m odo se tenía, al menos, un núm ero razonable de partici pantes y, por consiguiente, una conciencia más alta de la responsabilidad; por otra parte, la continuidad de la función, por un período relativam ente largo, perm itía adquirir un cierto conocimiento de los asuntos, aunque en una m e dida bastante insuficiente, de acuerdo con nuestros conceptos. Así pues, en tiem po de Pericles, la responsabilidad para la nomophylakía, es decir, el juicio sobre la necesaria concordancia entre leyes y resoluciones populares, viejas y nuevas, radicaba en el Consejo. Para la creación de nuevas leyes intervenían tam bién una comisión especial (los syngrapheís). Posteriorm ente se acordó m ayor radio de acción a esta necesidad de seguri dad y para la introducción de nuevas leyes se creó un mecanismo bastante complicado. U n tribunal especial (el de los nomothéteis) fue encargado de so m eter a examen, en forma personal, la vieja ley que iba a derogarse, y la nueva; además, todo solicitante respondía no sólo de la legalidad de la pro puesta, sino incluso de su utilidad, y se exponía consiguientem ente al riesgo de un proceso. A este control no se renunció siquiera después de la institu ción del tribunal de los nom otetes, de m odo que, a pesar de ser un procedi m iento complicado, toda cuestión podía ser reexam inada por otro tribunal. Se tenían así dos garantías sucesivas, y en general la introducción de nuevas leyes se confiaba a un procedim iento especial que, al ser de com petencia de la justicií., delimitaba evidentem ente un sector de actividad de interés estatal y, por tanto, no sólo reconocía explícitam ente la necesidad de establecer fund· m entos sólidos, sino que, incluso, parecía satisfacerla con todas las cautj.as. La democracia ática, en sus esquemas ideales tal y como se delinearon 'claram ente, sobre todo en los sucesivos desarrollos del siglo iv, estaba obse sionada por el pensam iento de asegurar su estabilidad interna y de protegerla contra la eventualidad de movimientos intelectuales y afectivos m om entá neos. A la libertad casi ilimitada de iniciativa, se contraponía un sistema de
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controles regresivos. Sobre todo político que en la asamblea popular arras trara a las gentes tras de sí, pendía la espada de Damocles de un proceso posterior: se le podía acusar de haber violado las leyes con su propuesta o, en general, haber hecho aprobar por la asam blea un decreto inoportuno o haber com etido un delito contra la democracia; y aun cuando no hubiera lo grado obtener la aprobación de ningún decreto, podía ser llevado a juicio por la orientación de su política, que había representado con sus discursos y sus actitudes públicas. Se daba, pues, un contraste bastante curioso: por una parte, la justifica ción de la política, su delimitación formal por m edio del proceso; por otra, la amplia dispersión de la política sobre una m asa de individuos investidos de poderes públicos. Al equilibrio de este estado de cosas se dedicaba el máximo interés, y el problem a central de la democracia ateniense estaba en juzgar si servía realm ente a este propósito. El aspecto concreto que ahora aparecía más m anifiesto era, en cambio, la politización de la masa. Para el que paseaba por la ciudad de A tenas o por El Píreo, era difícil encontrar entre los muchos simples ciudadanos alguno que no se ocupase de un asunto público o que no tuviese cargos públicos. Lo mínimo hubiera sido que estuviera en camino hacia la asamblea o que escu chara un discurso público. Ya sólo la actividad judicial m antenía ocupado anualm ente a un ejército de seis mil personas. E n Las avispas, de A ristó fanes, vemos a estos jueces, aún de m adrugada, con sus lamparillas, dirigién dose a los tribunales. El que no era de ellos, tenía seguram ente que ver algo con cualquiera de los otros num erosos cargos públicos. A falta de una de estas funciones, todo interesado encontraba, por así decirlo, en la calle un cometido público. Los procesos criminales públicos no conocían la figura del fiscal. La acusación no sólo podía, sino que tenía que ser defendida por cual quiera. La m oral cívica, que había tenido su máximo portavoz en Solón, im ponía asumir esta obligación y, por consiguiente, tam bién la tarea de procu rar las pruebas de cargo. Esta institución, que originariam ente debía servir para dar prueba de ética cívica, se hizo tristem ente famosa luego bajo la d e nominación de «sicofantia». En fin, los muchos procesos exigían también una enorm e cantidad de testigos. En el perím etro de la ciudad de A tenas y en sus inmediatas cercanías podían vivir unas cuarenta mil personas con derechos de ciudadanía. Una cuarta parte, esto es, la población masculina adulta —por lo general, la edad de treinta años era la prescrita para el acceso a los cargos públicos— podía asumir funciones públicas: por consiguiente, unas diez mil personas; el núm ero necesario debía oscilar aproxim adam ente éntre seis mil y ocho mil. E staba, por tanto, justificada la impresión de que los ciudadanos varones de A tenas constituían un pueblo de políticos y funcionarios. E sta actividad pública general era el resultado de la política de Pericles. La admisión de todo el cuerpo ciudadano, incluida la clase inferior, al amplio ámbito de las funciones jurídico-políticas se rem onta ya a un estadio anterior del desarrollo constitucional ateniense; había sido sobre todo la obra de Clís tenes; pero num erosas barreras sociales habían obstaculizado su efectiva puesta en práctica. Aquel que por su posición económica no disponía del tiempo libre necesario y no podía perm itirse la pérdida del jornal, estaba ex cluido de este tipo de actividad pública. Sólo cuando Pericles introdujo la paga (misthós), la dieta, como diríamos nosotros, este ejército de trabaja
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dores políticos pudo afluir a los cuadros ya existentes. La compensación (en general, de dos a tres óbolos y de un dracm a para los miembros del Consejo) no era excesivamente elevada: correspondía a los ingresos diarios de un mo desto artesano y servía, por consiguiente, de indemnización por la actividad prestada al servicio del Estado. L a m edida fue en sí una invención original de Pericles y, por lo que sabem os, no tenía precedente en Grecia. N atural m ente, tenía sus presupuestos políticos en la acrecentada autoconciencia de la clase más pobre, desde que ésta sostenía la flota, el instrum ento principal de la grandeza política de A tenas, y económicos, en cuanto que sólo una Atenas, cada vez más rica, podía aportar los medios financieros para ello. La Atenas dem ocrática contem plaba con todo su orgullo esta institución. Gracias a ella se conseguía que incluso el pobre se convirtiera en un m iem bro real, y no sólo nominal, de la ciudadanía; y la posterior teoría política definía in cluso la democracia como el régim en de los num erosos económ icam ente dé biles, en contraposición al de los «pocos» pudientes. La paga ayudaba, sobre todo, a la multitud de los jueces y, en segundo lugar, al resto de los «funcio narios». La asistencia a la asam blea no era aún retribuida en el siglo V (se comenzó a hacerlo en el siglo I V ) , pero ya bajo Pericles los más pobres reci bían una ayuda para asistir a los grandes espectáculos teatrales (theoriká). Si nos imaginamos este ejército de beneficiarios de ayudas, la democracia ática tom a un acusado carácter pequeñoburgués. Si consideramos a estas per sonas como el estrato dom inante, es innegable que el artesano urbano se convierte en el factor social decisivo. Los campesinos, incluso los m enos po bres, no podían ocuparse casi de estos asuntos. Prescindiendo de las exigen cias del trabajo, que no perm itían a los agricultores ausentarse de sus tierras ni siquiera con la com pensación de la dieta, la misma distancia de la ciudad les impedía participar en ellos. Los más interesados eran los habitantes de la ciudad y, de ellos, el grupo num éricam ente dom inante de los pequeños arte sanos. A pesar de esto, no se dio, curiosam ente, una consecuencia que pare cería evidente. E sta masa politizada de pequeños burgueses no llevó a la políti ca su espíritu económico. No tuvo lugar una transferencia de sus intereses arte sanales al área política; no se condensó en ella ningún espíritu corporativo. El fenómeno es lo suficientemente característico como para exigir una ex plicación, que podría proporcionarla m ejor un estudio sociológico de la de mocracia ateniense, pero tam bién aquí podem os indicar un elem ento im por tante. La retribución por el Estado, tal y como la introdujo Pericles, tenía un sentido plausible y bien m otivado. D ebía elevar a los económicam ente dé biles, con la ayuda pública, al nivel del beneficiario de una renta más ele vada. Según la vieja tradición, la actividad política era un asunto de los círcu los más altos, originariam ente aristocráticos, que la ejercitaban en su tiempo libre, sobre la base de la disponibilidad económica. Si ahora tam bién los demás se encontraban, de repente, en las mismas condiciones, ello sucedía bajo el signo de la práctica existente. Con otras palabras: los rentistas dem o cráticos cayeron bajo el influjo de un modelo del cual imitaron el estilo y se liberaron, por tanto, de sus prevenciones económicas. E ra la imitación de un carácter señorial lo que se estaba llevando a cabo y los imitadores se olvidaron de lo que eran en realidad. El ideal de vida ó el valor de la vida era todavía la areté, tal y como había sido encarnada por los grupos antes dominantes. A hora ya no tenía importancia que originalmente
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hubiera sido un privilegio de sangre, dado que con el tiem po esta creencia había sido olvidada poco a poco. Pero la areté continuaba siendo la esencia de una form a hum ana libre y herm osa, que no sólo no había dejado de ser obligatoria, sino que parecía poder alcanzarse con la función de la actividad política. Si la cosa fue así en realidad, es otra cuestión: en todo caso, el cam bio de las condiciones sociales no dio paso a una nueva ética. M ucho tiem po antes, el cambio social, que había provocado el ocaso de la nobleza aristocrá tica, se había acompañado en la persona de Hesíodo de la irrupción de una nueva concepción social. D esgraciadam ente, no sabemos hasta dónde se p ro pagaron los efectos de este impulso. Pero una cosa es segura: cuando en A tenas este proceso llegó, por así decirlo, a su punto culm inante, no hubo el más mínimo cambio de valores. Los dem ócratas atenienses se rem itían para su legitimación, lo mismo que los aristócratas, a la posibilidad de obrar políti camente en base a su libre hum anidad y no dieron rienda suelta a ningún re sentimiento — lo que fue una verdadera suerte— , lo mismo que no se d eja ron influenciar por su m entalidad corporativa profesional. El sórdido utilita rista, ensimismado en su oficio, era para el dem ócrata tan despreciable como el aristócrata. E n este aspecto, pues, seguía existiendo una tradición, a pesar del cambio completo de perspectiva; y después de que hizo su aparición el m undo nuevo de la A tenas dem ocrática, el espíritu griego no fue inducido a enfrentarse con otra concepción moral. La economía y la industria quedaron, como antes, fuera del núcleo de la reflexión ática o, por decirlo en términos sociológicos, el hom o politicus no cesó de negar con éxito el puesto al hom o oeconomicus, tanto sobre la escena política como dentro de la conciencia cla rificadora del mundo. El curioso fenóm eno de la adecuación al orden social precedente, llevado a efecto por la democracia, parece un poco menos extraño si se tiene en con sideración que el comercio y la producción no se hallaban, en una parte bas tante considerable, en manos de los estratos ciudadanos, considerando a los ciudadanos atenienses activos en el cuadro general de la población del Ática. La población estaba com puesta por tres elem entos: los ciúdadanos libres, los no ciudadanos libres, es decir, los forasteros residentes en el Á tica o metecos, que constituían un factor económico im portante — prevalecían n eta mente en la actividad comercial y bancaria— , y por último, los esclavos. Se gún el cálculo hecho recientem ente por Gomme (no se pueden indicar cifras más exactas a causa de la insuficiencia de las fuentes), la población total del Ática ascendía, en tiem po de Pericles, aproxim adam ente, a 300.000 personas; 172.000, alrededor del 60 %, eran ciudadanos, 25.000 (8 % ) eran metecos, y los esclavos sum aban la cifra de 100.000 (33 % ). La relación entre ciuda danos y no ciudadanos era, por consiguiente, de 172.000 a 125.000, o de 3 a 2; según las proporciones de la antigua ciudad-Estado, esta relación honra bas tante a la democracia y la distingue netam ente de las oligarquías con su cír culo estrecho de ciudadanos de pleno derecho. D e las 172.000 almas, corres ponden a una población masculina adulta de 40.000 a 45.000 (superior a treinta años, la edad mínima para el ejercicio de las funciones públicas), so bre las que, por tanto, se apoyaba nom inalm ente la democracia. Sin em bargo, se debe modificar el cálculo. Hay que tom ar como base el número de aquellos que se hallaban en situación de asumir las múltiples obligaciones p o líticas, esto es, los habitantes de la ciudad y de sus inmediaciones.
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La ciudad de A tenas contaba con unos 80.000 habitantes, de los cuales 30.000 eran ciudadanos, m ientras que el resto com prendía 25.000 metecos y 35.000 esclavos. Así pues, en la ciudad la proporción de ciudadanos era con siderablem ente inferior que en toda el Atica: el 33 1/3 por ciento. Si aña dimos 10.000 habitantes más, procedentes de los alrededores (sobre todo de El Pireo), tenem os un total de unos 40.000 ciudadanos con plenos derechos, es decir, 10.000 hom bres con más de treinta años como portadores activos de la democracia; esto viene a significar cerca de una cuarta parte de todos los ciudadanos y un octavo escaso de la totalidad de la población. D e hecho, la «masa» dem ocrática era evidentem ente una m inoría muy li m itada y, por consiguiente, puede suponerse que esta dem ocracia, que en su ámbito interno había llevado el principio de la igualdad a sus últimas conse cuencias, vista desde el exterior, podía parecer una clase absolutam ente privi legiada, para la que no era difícil desarrollar una conciencia de sí misma no muy distinta de la arrogancia aristócratica. Este modo de pensar tenía un de fecto que incluso fue docum entado abiertam ente: el exclusivismo. M ientras en el pasado A tenas había sido muy liberal a la hora de acordar la ciudada nía a los extranjeros, y bajo Solón, lo mismo que con Temístocles, había im pulsado su crecimiento con generosidad, a comienzos de la era de Pericles fue aprobada una ley que se inspiraba en un principio opuesto. Esta ley pro hibía y declaraba nulos los m atrim onios entre un ateniense y una m ujer ex tranjera: los hijos de tales m atrim onios no eran reconocidos y tam poco po dían obtener el derecho ateniense de ciudadanía (457). Los motivos de esta «ley de bastardos» no eran hom ogéneos; en todo caso, en ella se anunciaba claram ente que ser ciudadano ático era un privile gio especial y que no podía obtenerse subrepticiam ente por m edio de un ma trimonio. Esta ley separaba, en cierto m odo, a los privilegiados de los que no lo eran, como anteriorm ente lo había hecho la nobleza frente a los no aristó cratas. A hora el derecho de ciudadanía se convirtió en lo que antes era un orden o clase social. En cuanto a la libertad de m atrim onio, la aristocracia había tenido opiniones muy distintas. Los aristócratas tom aban sus m ujeres de cualquier parte (con tal de que, naturalm ente, fueran de igual condición); ni siquiera era condición indispensable que fuesen de sangre griega. ¡Qué sa tisfacción para la democracia poder dem ostrar que ya no era válida tal falta de perjuicio y que incluso la vida privada debía som eterse al rigor de las leyes del Estado! Sin em bargo, la apelación a una ética superior difícilmente podía ocultar que, bajo el signo de la dem ocracia, el Estado y la com unidad de los ciudadanos form aban tam bién una unidad de intereses sociales. El ac ceso a ella era un bien hereditario, cerrado a los intrusos. Tampoco en este aspecto había creado nada nuevo la dem ocracia, sino sólo desarrollado impulsos ya existentes. Desde que la ciudad-Estado griega se fundam entaba en la unión de sus ciudadanos y ya no en la cohesión de las familias aristocráticas —en A tenas este estado se había alcanzado con So lón— , era natural que fueran solidarios entre sí, no sólo ante la am enaza de peligros militares, sino tam bién en períodos de crisis y de graves necesidades colectivas. El que era rico, disfrutaba sus bienes como propiedad personal, pero su utilización se hallaba som etida a la norm a que hacía del individuo un miembro de la ciudadanía, y aun dejándole la facultad de perseguir su libre cálculo económico, le obligaba a hacerse responsable de la colectividad. De
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aquí surgían las prestaciones individuales de utilidad pública, las «liturgias», que, por ejem plo, servían para arm ar un barco de guerra (con una contribu ción del Estado: trierarchia) o para preparar un coro para el teatro (chore gía). No obstante, el tem a más im portante de estas provisiones era garantizar alimentación suficiente a la población. E n este asunto, tam bién el Estado proclam aba abiertam ente y de form a vinculante la prevalencia de este punto de vista sobre el económico, Ya Solón, en contra de los intereses de los p ro ductores, había im puesto restricciones a la exportación de determ inados p ro ductos agrarios, para proteger el A tica contra el ham bre, y esta tendencia ya no fue abandonada. A ún más tarde el aprovisionam iento de grano constituía uno de los tem as fijos de discusión de la asamblea popular y norm alm ente toda comisión política examinaba tam bién el problem a central de las im porta ciones y de las exportaciones. El comercio del grano, como cualquier otro, no constituía un monopolio de Estado, pero sí era vigilado por funcionarios especiales. La especulación estaba prohibida. El com erciante de grano no podía poseer más que una d e term inada cantidad; ningún residente en A tenas podía transportar trigo a otro lugar sino a A tenas; las transgresiones eran castigadas con la m uerte. Si estas medidas no bastaban para asegurar las necesidades a un precio razona ble, el Estado mismo intervenía como sujeto comercial y com praba trigo. Esto sucedió bastante después y, sobre todo, fuera de A tenas. La Atenas de Pericles, valiéndose de su hegemonía m arítim a, se hallaba en la feliz condi ción de poder ejercer una presión adecuada sobre el comercio internacional. Pericles había asegurado las rutas de acceso a todos los territorios del M edi terráneo con excedentes de trigo. Egipto, Sicilia, el sur de Rusia y otros. Con este propósito, él mismo se había dirigido al m ar Negro con una gran flota; algunas im portantes ciudades costeras habían estado ligadas incluso política m ente a A tenas y, en parte, tuvieron que aceptar una base ateniense y una colonia de ciudadanos áticos. En ninguna ciudad la organización del abasteci miento (trophé) fue llevada a cabo de form a tan efectiva como en la A tenas de Pericles. Disponía de medios especiales y a través de ellos el Estado podía asumir el carácter de una grandiosa em presa económica y, sobre todo, social. El ejercicio de una vasta hegemonía ofrecía la posibilidad de fundar colonias, y para un emigrado el derecho de ciudadanía representaba una im portante fuen te de recursos. El Estado ático de la era de Pericles ofrecía, sin duda, una buena renta, incluso sin tener en cuenta directam ente las dietas salariales. La política financiera de Pericles estaba guiada por el mismo punto de vista. D urante la guerra se habían agotado los ingresos públicos. En el p e ríodo de paz, el dinero no utilizado para las necesidades corrientes fue inver tido en las em presas edilicias atenienses. Pericles renunció deliberadam ente a tesaurizar y restituía a la economía los ingresos del Estado, evitando una es terilización que sólo habría provocado una reducción del volumen econó mico. D e esta m anera, el Estado ejercía como potencia económica un fuerte estímulo. La arquitectura de la Atenas de Pericles se incluye en el cuadro de una política económica que, aun pudiendo estar inspirada por no importa qué motivos, no podía ni quería encubrir el hecho de que el Estado debía proveer al m antenim iento y al provecho de sus miembros. Tam bién aquí las mayores ganancias recaían en la población urbana, es decir, en aquella parte de los ciudadanos que constituía el apoyo principal de la democracia de Pericles.
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Independientem ente de la clara estructura sociológica de esta democracia, todavía queda sin dilucidar la cuestión de si esta democracia era capaz de crear una clase política responsable. Desde el punto de vista institucional se había hecho ya mucho para dar un lugar adecuado a la función estabilizadora del control y parecía casi que estos dispositivos esperaban sólo los hom bres adecuados para desarrollar su función. La respuesta no es dem asiado posi tiva. Vista en su conjunto, la m inoría dem ocrática no era una elite, en el sen tido de una m inoría creadora. D esde luego, era relativam ente hom ogénea y la pertenencia de un ciudadano a esta o aquella clase censitaria no tenía ya mucha importancia. Como consecuencia del aum ento de bienestar y, sobre todo, de la fuerte depreciación m onetaria, aquellas clases habían cesado de representar un índice real. Quien antes, en base a sus ingresos, pertenecía a la clase inferior de los thetes, la m ayoría de los casos podía ahora tranquila m ente considerarse uno de los zeugitas. A unque esta distribución hubiese te nido mucha im portancia para el derecho constitucional — en realidad, carecía de valor para la m ayor parte de las actividades públicas— , las circunstancias reales le habrían sustraído toda consistencia. A hora se trataba de ver cuánto valían los centenares y millares de funcionarios democráticos que ocupaban los múltiples cargos estatales y políticos, y si eran capaces de form ar una elite. No lo eran, y no sólo por falta de superioridad intelectual, sino sobre todo por la simple razón de que todavía seguía existiendo la vieja elite, que no tenía motivo para considerarse jubilada como dimensión social sólo por que hubieran cambiado los esquemas políticos; bien m irado, ni siquiera había sido eliminada del todo de la escena política. Pero los dem ócratas, no obs tante las actividades particularm ente responsables que estaban previstas en la constitución y que aparecían de m odo especial en la misión de control de los tribunales, no dom inaban sus resortes, y así el resultado de todo este sistema tan complejo era sólo que el ciudadano sujeto a control se controlaba a sí mismo y que el contenido ideal de las precauciones razonadas se convertía más o menos en una farsa. La democracia ática podía prom over cuantos pro cesos quisiera, o am enazar con prom overlos, pero al final siempre se enfren taban las mismas personas; el proceso político no se diferenciaba en nada de la resolución que debía juzgarlo, y el funcionario sometido a juicio no se en frentaba con un comité preem inente desde el punto de vista objetivo y perso nal. Todas las salvaguardias legales y constitucionales quedaban sobre el pa pel, si el recto juicio no tenía la posibilidad de formarse y, dado el caso, de imponerse entre los cientos de funcionarios, incapaces de juzgar. Las institu ciones ejem plares de la democracia ateniense, inspiradas en una profunda desconfianza por la superioridad de los círculos dirigentes, no estaban en condiciones de impulsar la formación de una nueva elite. En última instancia, quedaba sólo la posibilidad de que se impusiera la vieja elite con la ayuda de su prestigio y su peso personal. En el pasado siempre se había logrado, e in cluso los políticos más «democráticos» habían sido siempre miembros de la antigua aristocracia. A hora esta tradición encontró en Pericles su encarnación más convincente; pero ¿seguiría siendo así y podría la sola persona del olímpico equilibrar el peso de toda una clase? La actitud de los viejos grupos aristocráticos hacia la democracia ática se con virtió en cuestión de vida o m uerte. En sí, Pericles, con su autoridad, era el hom bre capaz de reunir las partes y de atraer a los otros aristócratas al nuevo
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Estado. D urante la guerra lo había conseguido en buena m edida; pero el fi nal poco satisfactorio de la contienda no era el apropiado para im pulsar hacia adelante este proceso. Hacía falta que el tiem po trabajase para él, y que le ofreciese ocasiones para consolidar la realidad p o r él representada. Pero ej hom bre no tiene el futuro en sus manos. Casualm ente sabemos cómo pensa ban los conservadores, hacia el final de la era de Pericles, y al leer este docu m ento literario {El Estado de los atenienses, del Pseudo-Jenofonte) se im pre siona uno al ver el distanciam iento que aún existía entre el E stado de P eri cles y estos círculos, que ni siquiera vacilaban en poner en duda, sin disi mulos, las premisas político-sociales de la tragedia ática, y en definitiva, a sí mismos. Ningún historiador puede librar al Estado de Pericles de la angustiosa som bra que lo envuelve. La posteridad no ha sido unánim e en juzgarlo posi tivam ente. Los más grandes espíritus de la reflexión teórica sobre el E stado, Platón y A ristóteles, lo criticaron severam ente, y los efectos de esta condena han perdurado más de dos milenios. Después, en el siglo XIX, liberal y dem o crático, G eorge G rote intentó una justificación que no fue dem asiado convin cente, al menos en Alem ania. A comienzos del siglo XX, Jacob B urckhardt, en su Griechische Kulturgeschichte (Historia de la civilización griega, obra pos tum a), alzó su voz am onestadora, trazando una imagen som bría del E stado ático. Según el historiador alem án, se trató de un dominio despótico de clase que con sus m étodos envileció toda libertad individual. El lector de este bosquejo, necesariam ente sucinto, habrá notado que no es fácil juzgar — en uno o en otro sentido— como pensaban los dos famosos autores citados. C iertam ente A tenas no era liberal en el sentido que nosotros damos al térm ino, ni podía serlo, ya que el m oderno Estado de derechef tiene una dimensión com pletam ente distinta; pero indudablem ente no fue tam poco una dictadura dem ocrática, según nuestras definiciones clásicas, y menos que nunca en época de Pericles. No obstante, debem os adm itir que el mismo con cepto antiguo de democracia se presta a ser interpretado como dominio de clase. Pero esto no abre el camino a un análisis histórico que sea necesaria m ente válido para todos los casos; por lo dem ás, aun suponiendo que este criterio sea justo para ciertos momentos de la historia griega, no lo es para la A tenas de Pericles, ni tampoco para lo que vino después. A pesar de todo el radicalismo con el que fueron aplicados los principios en la construcción del Estado, A tenas no izó la bandera de la lucha de clases, ni bajo Pericles ni después. La generación de Pericles, com o la siguiente, estaba absolutam ente acostum brada a ver a los enemigos de la dem ocracia que se reunían pública m ente en clubes oligárquicos, las «heterías», y que no vacilaban en manifes tar su antipatía por el presente régimen dem ocrático. La viva preocupación de Pericles era ir apaciguando poco a poco estos movimientos y sosegar a la oposición por medio de la fuerza convincente de los hechos y de su contenido ideal. E ra una tarea difícil bien digna de la in tervención de un hom bre extraordinario. Incluso el «espíritu de la época», con el que Pericles tenía el más íntimo contacto personal, no era necesaria mente favorable para tal em presa. Los sofistas sondeaban los m ás diversos aspectos político-morales del m undo y estaban dispuestos, como Protágoras, a confirmar que los atenienses se encontraban en arm onía con la «natura leza», cuando reconocían a cada ciudadano los fundam entos de la sensibili-
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dad moral y, consiguientem ente, la capacidad de decisión política; pero sus ideas podían moverse tam bién en otra dirección. Y por último, toda la con cepción democrática — si se considera su origen y su larga historia— no era una cuestión com pletam ente «m oderna», cuando en el fondo sólo podía re clamar para sí con muchas limitaciones el «espíritu» del futuro. A pesar de ello, Pericles encarnaba, a través de él mismo y de la A tenas a la que había ayudado a desarrollarse definitivam ente, una idea que no era ni m oderna ni anticuada, y que, sin em bargo, a pesar de todo, encerraba en sí la realidad de la vida. No conocemos las palabras con que Pericles la expresaba, pero la suerte de las circunstancias ha perm itido que llegara hasta nosotros la voz de un contem poráneo suyo que nos inform a sobre su concepción fundam ental. El historiador Tucídides, no sospechoso de doctrinarismo dem ocrático, en el famoso discurso pronunciado por Pericles ante los prim eros caídos de la gue rra del Peloponeso — que, con seguridad, no es auténtico— ha hecho saber a la posteridad los ideales para los que vivió Pericles, y la esencia de lo que, gracias a sus manos, m aduró hasta convertirse en aquel fruto clásico a través del cual reconocemos aún la esencia im perecedera de Atenas. Este Pericles que nos describe Tucídides celebra precisam ente la libertad basada en la igualdad, libertad que atañe a todo ámbito vital, tanto público como privado. Él piensa en el desarrollo de una hum anidad que aferra toda la existencia desde el interior, sin presión, y para la que la disciplina estatal no es más que una acción form ativa y creadora. Los dos aspectos se m antie nen en equilibrio, no se trata de una renuncia unilateral; y, precisam ente, este paralelismo, en el que un aspecto no es sacrificado en beneficio del otro, es lo que constituye la grandeza de A tenas: «Libre es nuestro proceder en el Estado, libres somos en nuestras relaciones cotidianas». El ateniense no ne cesita el corsé de una presión externa; su libre fuerza de ánimo y su energía le permiten alcanzar los mismos resultados que en otro lugar son producto de un ejercicio artificial y de una ley rígida. Se trata de una referencia a Esparta y a los espartanos que, al mismo tiem po, expresa el núcleo fundam ental de este m odo de pensar. Pericles no trata sólo de resumir en una fórm ula toda la capacidad creativa que se encuentra reunida en Atenas. Sus palabras tie nen un destinatario, al que quieren convencer e impresionar. Se trata de de m ostrar la validez de la unidad de ordenam iento y de criterio hum ano ex puesta por Pericles, y de enfrentarla a la forma de vida espartana. H asta aquel m om ento, el m undo griego sólo conocía una formación social, surgida de una concepción ideal, la espartana, y la opinión pública griega, incluyendo la de A tenas, tendía a aceptar como natural este m onopolio. Con Pericles se llegó por fin a enfrentarse a esta pretensión. La propia conciencia ateniense, como concretam ente se m anifiesta en la rica personalidad de Pericles, rom pió el encantam iento e introdujo en el ám bito de la historia griega una nueva fi gura ideal, mucho más compleja que la de Esparta, que en su riqueza inte rior remitía a la plenitud de vida que la H élade había ya revelado hacía tiempo.
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E l imperio ático El esplendor de la A tenas de Pericles es tam bién el del imperio ático. Se trata de dos fenómenos interdependientes, y todo aquel que adm ira sin limi taciones el prim ero, querría ver bajo una luz radiante tam bién el segundo. Pero si para A tenas la exaltación unilateral está fuera de lugar, con más ra zón puede decirse lo mismo para el im perio. La hegem onía de A tenas en el Atica proporciona al juicio histórico algún problem a, y por tal motivo, las opiniones, a lo largo del tiem po, no han sido siempre las mismas. En el si glo XIX, se tendía más bien a ver en él una creación política grandiosa. E n las dos últimas generaciones los historiadores han insistido más en los lados oscuros. No es fácil encontrar el camino correcto. Quizá podríam os confiarnos, sin particulares escrúpulos, a la impresión ingenua si el imperio de A tenas hubiera sido, desde el principio, la creación de una clara voluntad dom inadora y si, por consiguiente, Atenas hubiese p o dido reconocer, en dicho imperio, el producto «merecido» de sus esfuerzos. Pero no era así, como habrá podido com probar el lector. En prim er lugar, a los atenienses les fue regalado, por así decirlo, el im perio, bajo la forma de la Liga naval. E n la guerra por m ar contra Persia, la iniciativa había partido de Atenas. Los aliados se presentaron espontáneam ente en su gran mayoría frente a los persas en su estado de letargo; no fue necesario un gran desplie gue de fuerzas. En tanto que los aliados voluntariam ente sirvieron a A tenas, ésta no tuvo necesidad de hacer sentir su poder. En este sentido, la historio grafía m oderna se ha acostum brado a no hablar en absoluto de «imperio», prefiriendo el térm ino de «Liga naval», que excluye todo elem ento de hege monía. Solam ente cuando en lugar de la adhesión voluntaria surgió la o b e diencia a A tenas, a cuya intervención nadie podía sustraerse, sólo entonces fue cuando apareció el «imperio». No discutiremos si este análisis resiste a cualquier duda. Pero si se acepta —y hay buenas razones para hacerlo sin d e masiada dificultad— está claro que el «imperio» tenía que manifestarse cada vez que la voluntad de A tenas y la de alguno de sus aliados fueran por ca minos diferentes. En ciertos casos esto ocurrió ya en una época bastante tem prana, en la década de los sesenta. Y por otra parte, se debería hablar de «liga» en lugar de «imperio», cuando no surgía un enfrentam iento así. Esto es lo normal al comienzo de esta política, pero sería equivocado no contar con que posteriorm ente faltase el acuerdo del todo. En este sentido la «liga» no dejó de existir ni siquiera más tarde, en el período generalm ente definido como «imperio», y la misma term inología oficial no renunció nunca a hablar de «liga». No obstante, es evidente que cuanto más se debilitaba el objetivo primario de la Liga naval, simplemente porque el program a de liberación perseguido en los prim eros años se alejaba en el tiem po, tanto más claros se hacían los contornos del poder hegemónico. Al final fueron éstos los que p re valecieron, m ientras el bosquejo primitivo se diluía cada vez más. Este p ro ceso no pudo detenerse ya, como puede com prenderse, después de la paz de Calías (448), que puso fin al estado de guerra con Persia. Sería falso culpar de esto sim plemente a los atenienses. ¿H abrían debido retornar las condiciones de treinta años antes? D esde luego, ésta era una opi nión extendida entre los aliados, que cesaron de pagar el tributo, pero no fue manifestada abiertam ente, ni siquiera por la oposición interna en contra de
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Pericles. Considerada la imposibilidad de hacer girar al revés la rueda de la historia, habría sido más justo atribuir las dificultades del m om ento al fin de la solidaridad panhelénica, que evidentem ente no podía ya ser restablecida. Tan sólo podía determ inar una reacción inm ediata con un ataque persa, y esto sólo en el m ejor de los casos, como lo dem ostraría el futuro; y ni si quiera bastaba para consolidar, con un esfuerzo común, la paz conseguida. No sabemos en qué m edida intentó Pericles, prescindiendo del fracasado con greso panhelénico de A tenas, obtener en esta dirección un consenso para la política federal, pero, ciertam ente, la situación era poco favorable desde este punto de vista, y, por consiguiente, la política ática no era ayudada por las circunstancias. Las rupturas que inevitablem ente se abrían en la Liga naval sólo podían subsanarse recurriendo a las fuerzas atenienses. Los criterios según los cuales se desarrollaba esta situación no eran esque máticos, pero se seguía, dentro de ciertos límites, una línea típica, que reve laba los fundam entos en los que se apoyaba el «imperio». Las cosas m archa ban aproxim adam ente así: una ciudad (É ritras, en Jonia) entraba en la liga después de haber sido liberada de una tiranía filopersa. La fuerza dirigente estaba constituida por dem ócratas, pero ellos solos eran demasiado débiles para estabilizar la situación. A tenas debía m andar una guarnición con un co m andante. Venía tam bién una (segunda) comisión de «inspectores» (epískopoi), que se ocupaba de instalar el régimen democrático. El consejo insti tuido tenía que prestar un explícito juram ento de fidelidad a A tenas y a los aliados. Esto sucedía a m enudo, y era inevitable. Si las fuerzas políticas re chazaban la Liga naval, no quedaba otra solución que disolverlas. Los dem ó cratas eran considerados como garantía de la política federal, y, por tanto, eran favorecidos por A tenas. Por el contrario, con los aristócratas A tenas tuvo a m enudo malas experiencias. D e esta m anera, la democracia se convir tió en el medio de cohesión del imperialismo ático, lo que no significa que se procediera a «democratizar» de m anera doctrinaria. No existía motivo para intervenir contra las oligarquías leales. Las defecciones y las sublevaciones indican la línea que el imperialismo ateniense seguía y debía seguir. Las consecuencias podían resultar graves para los afectados. Lo peor era la obligación de ceder parte del territorio. Atenas enviaba entonces colonos, según un procedim iento que, en sí, natu ralm ente no era nuevo. A tenas apenas había participado en medida limitada en la gran colonización; ahora recuperó las ocasiones perdidas y consiguió, al mismo tiem po, la ventaja de que sus colonos no se perdieran para su poten cial político. Esto se m ostraba, sobre todo, evidente cuando los colonos con tinuaban formando parte del cuerpo ciudadano y obtenían la condición de «clerucos». Este sistema había sido ya seguido en alguna ocasión (a finales del siglo vi, cuando en Eubea los aristócratas fueron desposeídos de sus pro piedades), pero ahora se convirtió en un medio excelente de unificar los ob jetivos de la política social con los de la consolidación hegemónica. Los cle rucos áticos se asentaban en el exterior como guarniciones potenciales, y los enemigos de A tenas que cedían sus territorios —probablem ente la mayor parte de las veces se trataba de grandes propietarios con tendencias oligár quicas— se debilitaban. En conjunto, en la época de Pericles, fueron en viados fuera de A tenas de ocho mil a diez mil ciudadanos (no todos clerucos, porque existía tam bién el verdadero status de colono): era una cifra sorpren-
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dentem ente elevada, ya que representaba cerca de una quinta parte del cuerpo ciudadano; no obstante, estaban llamados a significar una ganancia duradera. Pero pocos territorios fueron ligados establem ente y para siempre a A tenas: las tres islas de Lem nos, Im bros y Esciros. No faltaban buenas ra zones para hacerlo. Las tres islas eran antiguos territorios coloniales y ya en el pasado habían sido arrebatadas por los atenienses a los nativos bárbaros. Pero cuando ocupaban territorios donde ya se habían asentado otros griegos, se hacían objeto de odio declarado. La situación era, no obstante, menos ás pera cuando los antiguos habitantes y los colonos se unían contra un enemigo común, como en el Quersoneso tracio (Gallipoli), donde aquéllos tenían n e cesidad de protección contra las tribus tracias limítrofes. E ra aún m ejor cuando surgía una nueva colonia directam ente en un país bárbaro, como A m fípolis, en la desem bocadura del río Estrim ón (437 a.C .); esta ciudad se com ponía de auténticos colonos (no sólo áticos), con un derecho propio de ciu dadanía, pero, a pesar de todo, no correspondió a las esperanzas puestas en ella. Es indudable que esto com portaba rupturas esenciales de la autonom ía política de los aliados. Aquel que se había dem ostrado infiel o no tenía la ca pacidad de m antener con sus propias fuerzas relaciones leales con A tenas, te nía que perm itir que se lim itara su autonom ía interna. Esto ocurría, sobre todo, en el campo del sistema judicial, en prim er térm ino, en el derecho p e nal. R ealm ente, la ciudad afectada no perdía la com petencia en estos campos, pero estaba prevista la posibilidad de devolver un proceso a A tenas en los casos que com portaban penas graves como el destierro o la m uerte. Los motivos eran claros. A hora, tam bién fuera de A tenas, la jurisdicción era ejercida por el pueblo. Si las relaciones no se hallaban equilibradas, de al guna m anera podían surgir, en el ám bito de estos tribunales populares, p a siones (por ejem plo, contra partidarios leales a A tenas), a las que Atenas no podía dar rienda suelta. Por consiguiente, era justo que el proceso se sustra jese a un am biente así. No sabemos en qué m edida ocurrió, pero las posibili dades prácticas no perm itían ciertam ente ir dem asiado lejos. Los adversarios de la dem ocracia ática lo utilizaban, a su m anera, como argum ento polémico, y afirmaban que esos procesos m erecían la pena para los atenienses, porque las partes litigantes dejaban en A tenas mucho dinero no sólo para las costas del juicio, sino tam bién para costear su sustento lejos de la patria. A dem ás, estas visitas, perm itían a los atenienses observar las circunstancias de los ex tranjeros y les ahorraban algunas inspecciones de control. Estos argumentos eran irónicos e ingeniosos, pero no proporcionaban testimonios dignos de crédito sobre la situación real. E n la época de Pericles, en la que tuvo lugar la transform ación de la Liga naval y las consiguientes crisis, sin em bargo, los enfrentam ientos graves y de largo alcance fueron relativam ente raros; realm ente, sólo dos. El prim ero de ellos se explicaba incluso dem asiado bien. La isla de E ubea, con los centros principales de Calcis y E retria, se hallaba hacía tiem po, desde finales del si glo VI, bajo la influencia ateniense. Las bases de esta relación de dependen cia no habían sido creadas por la Liga naval que, por tanto, no tuvo necesi dad de consolidarla. La hegemonía sobre Eubea, como sobre Egina, era una necesidad vital e inevitable para la gran potencia ateniense. Por el contrario, en E ubea, después de décadas de com portam iento leal, se esperaba ver ate-
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nuada la presión que la isla había tenido que soportar aun durante la guerra contra los persas. Pero la paz de Calías no trajo consigo este alivio, y en los años siguientes —la guerra continental no se había term inado aún— se p ro dujo una grave revuelta. A tenas la reprim ió utilizando todas sus fuerzas. La capitulación llevó al severo derecho de vigilancia por parte de A tenas, con la ayuda de los privilegios judiciales que hem os visto. Ya anteriorm ente se ha bía fundado en la isla una colonia ática. Más peligrosa aún fue la defección de Samos en el 440. Samos no sólo era el Estado más grande de la liga — no pagaba tributo, pero proporcionaba una considerable flota de cincuenta trirrem es— ; además, aparecía tam bién bien consolidada en el interior. D e Samos había partido en el 479 la liberación de Jonia y de ahí que, con buenas razones, se m antuviera todavía en el poder la antigua aristocracia. Pero esta ciudad entró en conflicto con la democrática Mileto, a causa de la hegem onía sobre Priene. El hecho en sí no represen taba todavía ninguna contravención a las norm as y sí m ostraba cuán elástica podía ser la «liga» en determ inadas circunstancias. La situación se agravó sólo cuando Mileto fue vencida y su democracia se encontró en peligro. E n tonces intervino A tenas y eliminó el presupuesto de esta complicación po niendo a los dem ócratas al frente del gobierno de Samos. N aturalm ente, éstos dependían de A tenas, contentos de que A tenas los apoyase con una guarnición y de que se impusiese al partido derrotado la entrega de rehenes. Pero con esto la situación se agravó aún más. U na contrarrevolución aristo crática victoriosa provocó una revuelta de consecuencias extrem adam ente pe ligrosas. La aristocracia se alió con Persia y entregó la guarnición ateniense al sátrapa de Lidia. Tam bién se sublevó Bizancio, y con ello entró en ebullición toda el área nororiental de la liga. Un conflicto internacional parecía inmi nente cuando, además de Persia, tam bién Esparta, con la Liga del Pelopo neso, dem ostró interés por la lucha de Samos. Por fortuna, el Estado rebelde no logró reactivar la guerra continental, finalizada seis años antes. C orinto no quiso poner en juego lo conseguido en el 446. La represión m ilitar de la re vuelta, conducida personalm ente por Pericles a la cabeza de los diez estra tegas, no fue fácil, pero no podía fracasar dada la desproporción de fuerzas. Samos fue obligada a derribar sus murallas, a entregar la flota y pagar una enorm e indemnización de guerra. Las tendencias disgregadoras en las zonas marginales del noreste fueron afrontadas por Pericles, que poco después apa reció en el m ar de M árm ara con una gran flota, penetrando incluso en el mar Negro. En diferentes lugares, incluso en el estrecho de Kerch, se ofreció la ocasión de ligar sólidam ente a A tenas las ciudades coloniales griegas. Atenas ejercía su hegemonía no tanto im poniendo a la liga una organiza ción rígida o reduciendo a la im potencia política a los aliados infieles, como dejando de lado los débiles principios federativos. La asamblea federal de D élos, si se prescinde de la fase inicial, nunca fue una institución muy eficaz. La diferencia de poder entre A tenas y la m ayoría de los aliados era dem a siado grande como para que estos últimos pudieran contraponer una fuerza adecuada. E n tanto que la adm inistración financiera permaneció en Délos, por lo menos la tarea de disponer (form alm ente) del tesoro federal constituía una especie de com petencia de la asamblea. Cuando la administración pasó a A tenas (454), ya no quedó casi nada de ella. No es de extrañar, pues, que la asamblea federal desapareciera y que A tenas monopolizara com pletam ente el
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control financiero. Los tesoreros de la liga, cuyo nom bre de helenotamíai re cordaba la época de la lucha común helénica, ahora en la práctica, eran fun cionarios atenienses, y sólo A tenas podía disponer de las contribuciones que se ingresaban. Estas aportaciones estaban destinadas, naturalm ente, a la gue rra, y hasta los acuerdos de paz del 448 y del 446 fueron utilizadas para este objetivo; tanto más que el concepto objetivo de guerra era muy elástico y com prendía la construcción del puerto militar ático, con sus arsenales y diques. E n el período de paz, una sesentava parte de los ingresos federales fue destinada como ofrenda a los dioses estatales áticos, en especial a «la diosa», la A tenea Parthenos; ciertam ente era una desviación en favor de A tenas, pero que se m antuvo aún dentro de ciertos límites. La confusión con los au ténticos ingresos estatales, síntoma evidente del unilateral carácter hegemónico de la liga, se alcanzó por otro camino m enos llamativo. El tesoro de la diosa y los de otras divinidades, alim entados con las ofrendas sacrales (dones votivos) y con otras aportaciones, incluso en A tenas como en otros lugares, constituían una especie de banco estatal. Si el Estado tenía que hacer frente a gastos que no podían ser sufragados con el presupuesto corriente, tom aba un préstam o del tesoro de la diosa. Esto había sucedido varias veces durante la guerra. Para los reembolsos se utilizaban preferentem ente, con cierto fun dam ento, los fondos federales, para que el «banco» tuviera de nuevo liqui dez. E sta liquidez permitía luego al tesoro del tem plo financiar en su m ayor parte los grandes edificios para el culto, especialm ente el Partenón y, más tarde, los Propileos. Como estas contribuciones para la guerra ya pasada eran cargadas exclusivamente al tesoro federal, los ingresos atenienses quedaban disponibles para otros gastos, principalm ente para la actividad constructora, y la misma «diosa» podía contribuir a ellos, gracias al tesoro que se recom po nía una y otra vez. Por lo dem ás, no se daba excesivo peso al concepto de reembolso. Al final, se fijó sim plemente una contribución de tres mil ta lentos, ciertam ente muy elevada, diciendo escuetam ente que debía «ser lle vada a la Acrópolis» (donde se hallaba el tesoro del tem plo), y om itiendo in cluso la etiqueta de «reembolso». Así pues, tenía cierta justificación que se le reprochara a A tenas utilizar fondos de la liga en beneficio propio; pero, por otra parte, había cierta exageración cuando se afirm aba que A tenas se estaba embelleciendo a costa de todos. Cuando en los últimos años de la paz, term i nado el program a de construcciones, los excedentes de los tributos eran p a gados a la «diosa», se trataba de una simple m edida de tesaurización, en p re visión de futuros pagos del tem plo para objetivos bélicos. El historiador tiene óptimos motivos para disculpar, en contra de su ap a riencia, los m étodos hegemónicos atenienses. Si A tenas sacaba provecho de su guerra, éste no consistía en realidad en una explotación parasitaria de sus súbditos, sino en la elevación del nivel económico en general tal y como d e bía producirse por sí mismo con su posición de gran potencia. Atenas era ahora el mayor puerto del M editerráneo, con un tráfico de enorm e cantidad, y un im portante centro industrial. A dem ás, en el plano político, como cora zón del imperio ático, tenía todo el derecho a ingresar los tributos de sus súbditos. Como capital, Atenas tenía que poseer incluso adecuadas posibili dades «técnicas». La construcción y el am urallamiento de El Pireo, que se re m ontaba a los tiempos de Temístocles, y la instalación de un centro portuario
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en el mismo lugar (proyectado sobre planta rectangular por el célebre arqui tecto Hipódam o de M ileto) eran requisitos indispensables. Pero esto no era suficiente: A tenas no era propiam ente una ciudad m arítim a, pero tenía que llegar a serlo si quería consolidar su posición como cabeza de la organización naval; por consiguiente, debía crearse artificialmente una posición de centro costero. E n ello había puesto su em peño Pericles ya durante la guerra. Y así surgió uno de los más im ponentes sistemas de fortificaciones de la A ntigüe dad. La A tenas interior fue unida a su ciudad portuaria, distante unos siete kilómetros, con dos m urallas, los M uros Largos, de tal m anera que una con ducía a El Pireo y la otra al puerto vecino de Falero, más al E ste, con lo que se im pedía que un ejército de tierra pudiese cortar las comunicaciones entre A tenas y el mar. Después de la guerra, Pericles m andó construir una segunda muralla interm edia entre A tenas y El Pireo junto a la prim era, para tener así un recinto más fácil de controlar y de defender. Con esto, A tenas, conforme a su doble rostro, se había convertido en una potente fortaleza terrestre y m arítima. Si a algunos aliados esta ciudad les parecía una ciudadela, esto no depen día verdaderam ente del com portam iento práctico de A tenas. H asta la guerra del Peloponeso, el total de los tributos se mantuvo más o m enos fijo en la m oderada suma de 460 talentos, ya establecida por «el justo» Aristides cuando nació la Liga naval. En alguna ocasión descendió por debajo de esta cantidad y además su valor había disminuido como consecuencia de la gene ral devaluación m onetaria. Por lo dem ás, la liga no aum entaba tam poco se gún un proceso uniform e. En las zonas externas ocurría continuam ente que alguna ciudad se separase sin que A tenas tom ase siempre medidas en contra. Para la m ayor parte de las ciudades aliadas, en su conjunto, la pertenencia al imperio ático representaba una serie de ventajas. Por lo general, eran pe queñas comunidades — el total de los federados oscilaba entre cien y dos cientos— y casi todas estaban sentenciadas a caer en la dependencia de un vecino más fuerte. Algunas de ellas habían sido incluso liberadas de este do minio por A tenas. Se trataba, en general, de gentes m arineras que «normal mente» eran víctimas de la ley del más fuerte, vigente en el mar. La liga na val ática creó durante varias décadas una situación de paz en los mares muy poco corriente en la A ntigüedad (hasta los tiempos del Im perio rom ano). El comercio se benefició tam bién de otra m edida que hizo posible sólo la domi nación ática: la unificación de m onedas y medidas en el ámbito de la liga, de acuerdo con una ley m onetaria, prom ulgada por A tenas, una disposición que, en el fondo, sólo podía disgustar a los agentes de cambio. Y, sin em bargo, no fueron los únicos porque — y con ello aflora el problem a cardinal del im perialismo ático— todos se quejaban del ordenam iento existente: eran muy raras las voces de consenso. El imperio ático sufría no tanto de excesos imperialistas como de falta de consenso por parte de sus súbditos. Esperarlo habría sido quizá una preten sión excesiva; en otras épocas, en un estadio anterior de la historia griega, cuando los estados estaban menos organizados en el interior y las actitudes políticas eran aún dúctiles, quizá se podía lograr, al menos, un tácito con senso. A hora era todo más difícil. Con la guerra contra Persia, muchos es tados habían despertado de una existencia selvática, y poco contaba que esto hubiese ocurrido no por m éritos propios, sino gracias a la gran iniciativa de
Los Propileos. R estos d e f portal de acceso a la A crópolis de A ten as, 437-433 a.C.
R estos de los tres Muros Largos entre A ten as y su puerto de El Píreo, 460-445 a.C .
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Esparta y A tenas. A hora, después de los grandes años 480-479 y de la gran lucha com batida sobre una parte considerable del espacio helénico, en Grecia existía algo así como una opinión pública. Esta no se detenía en las fronteras del imperio y ofrecía tam bién para el débil un apoyo moral. El proceso de adaptación a nuevas relaciones de poder exigía un tiem po relativamente largo y luego, más que nada, el convencimiento de que la situación existente era inmutable. No obstante, la política de A tenas, después de las experiencias de la guerra pasada, no era como para infundir esta convicción. E n suma, la h e gemonía ateniense no podía consolidarse con facilidad; y concretam ente por motivos político-sociológicos. El problem a radicaba menos en el poder ex terno que en la tarea de lograr el reconocim iento interno. Para ello era nece sario mucho tacto y cautela, pero precisam ente en esta cuestión los presu puestos no eran los m ejores. La sociedad democrática pequeñoburguesa de A tenas no era un socio superior, ni podía serlo, dada su estructura social. In cluso los aristócratas atenienses habrían debido aprender mucho a este p ro pósito, pero ni siquiera habían conseguido aún una relación equilibrada con su propio E stado y se hallaban así muy lejos de poder contribuir útilm ente a la solución del problem a. Sin em bargo, era sobre todo el «espíritu de los tiempos» lo que resultaba desfavorable para quien quería transfigurar o disimular relaciones de hege monía. La sofística, que im pregnaba el pensam iento de los intelectuales desde m ediados de siglo, surgida de un pensam iento teórico, buscaba decidi dam ente la verdad y estaba decidida no a justificar la autoridad, sino a de senmascararla como desnuda realidad. No obstante, ésta no era el paliativo necesario para quien tenía que sufrir dicha autoridad. A pesar de todo, las m ejores inteligencias de A tenas, quizá tam bién Pericles — desde luego, el Perieles que nos m uestra Tucídides— , se dedicaron a esta búsqueda de la ver dad, olvidando la voz de la razón política, o m ejor, del instinto político. No se esforzaron por disimular la hegem onía, sino que se complacieron en m os trarla abiertam ente, como «una idea», que, en esta form a acentuada, no co rrespondía en el fondo con la realidad. Sin em bargo, esta actitud concordaba con el interés, e incluso con la postura, de los rivales de A tenas, a quienes sólo podía ayudar el hecho de que los súbditos de A tenas fuesen iluminados no sólo por ellos mismos sino tam bién por sus dueños. D e esta m anera acabó por producirse la circunstancia paradójica de que incluso los aliados conven cidos tenían que oír en A tenas que la antigua relación de alianza era una vieja creencia del pasado y que la realidad sólo conocía amos de un lado y siervos del otro; y no era necesario explicar en qué lado se encontraban ellos. Oficialmente, el «imperio» continuó denom inándose «los atenienses y sus aliados», pero A tenas no vacilaba en hablar de «súbditos» y de «territorios dominados» en el lenguaje oficial; y quien se enfrentaba a los hechos con la más absoluta franqueza podía incluso escuchar que no sólo no había nada de malo, sino que era perfectam ente justo definir la hegemonía ateniense como tiranía. Si esto se oía decir en A tenas, con m ayor razón debía creerse fuera de los límites del imperio. Los atenienses, que por aquella época eran m ejores teóricos que prác ticos, ya en ocasión de la paz del 446 con E sparta y los peloponesios, no ti tubearon en tom ar por bueno un concepto que podía ser precisamente des tructivo para su imperio. Era el de «autonom ía», una palabra nueva, todavía
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desconocida en la época anterior (ya para el mismo H eródoto), evidente m ente inventada para definir de m odo indirecto como anóm ala, es decir, en ' contradicción con la exigencia casi natural de libertad del derecho internacio nal, la posición jurídica de ciertos aliados de A tenas que, como consecuencia de una definición o por otro tipo de dificultades, eran sometidos a una tutela especial. E n la paz de treinta años, firm ada en el 446, se acordó que Egina, a pesar de su incorporación forzosa a la Liga naval ática, obtuviese el status que le hubiese correspondido si se hubiese adherido voluntariam ente. Por consiguiente, A tenas acogió en su propio derecho internacional el principio de que en el imperio existían estados tanto «autónomos», es decir, libres, como no autónom os, esto es, anexionados por la fuerza; fue un paso graví simo, ya que con él se adm itía que su dominación, al menos en parte, violaba norm as generales. Más adelante, A tenas cometió incluso la ingenuidad de utilizar esta distinción en el lenguaje oficial, esto es, de declarar abiertam ente que no pensaba conceder im portancia alguna a una reivindicación de princi pio, y apenas form ulada, de la integridad estatal. Con esto, A tenas abría el camino al adversario. A hora debía dar sólo el paso decisivo y declarar, en líneas generales, que el imperio, sin ninguna diferenciación, era la negación de la autonom ía. De este m odo, A tenas, tenía por así decirlo, la publicidad asegurada, ya que a nadie le desagrada verse confirm ar que tiene razón y que el otro es un peca dor, sobre todo si el que lo ha admitido es este último; y los aliados se vieron explicar su situación de m anera francam ente grotesca: no sólo habían sido es clavizados ante el m undo griego, sino que todavía se lo confirmó la misma A tenas, que habría tenido sobrados motivos para abrirles los ojos. Esta cari catura de todo indispensable pragmatism o habría tenido necesidad de circuns tancias extraordinariam ente favorables para no provocar lo peor. A A tenas no le fue acordada esta gracia, pero tam poco hizo nada por obtenerla, como lo dem ostraría la historia posterior.
Atenas y el espíritu griego En ninguna parte se aprecian más claram ente los límites im puestos a la presente exposición como ante este tem a, que, aun encontrando fácil inser ción en un trabajo dedicado al desarrollo político (del que es, incluso, un.ele m ento esencial), depende, sin em bargo, de presupuestos sobre los que no po- , demos profundizar aquí. Rogam os por ello al lector que sea indulgente y se conforme con unas cuantas alusiones. El movimiento filosófico del espíritu griego, surgido en sus territorios pe riféricos orientales y extendido luego al ám bito colonial de Occidente, en un principio no tocó la patria griega. Incluso A tenas quedó excluida. En la pri m era m itad del siglo V ni un solo destello ateniense alcanzó aquel luminoso firm am ento del pensam iento; tam poco ningún m eteoro de este firm am ento cayó sobre tierra ática. A pesar de su progresismo político y aunque estuviese en vanguardia en la creación del ordenam iento dem ocrático, A tenas conti nuaba mereciendo su fama de ciudad devota. En este aspecto no había ten dencia alguna hacia una visión especulativa del mundo. En las artes, la situa-
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ción se desarrollaba de modo distinto: existía una antigua tradición artesana y, por tal motivo, entre los m aestros famosos de la época se encuentran de inm ediato dos atenienses, M irón y Fidias, dignos rivales de la gran escuela peloponesíaca que se había revelado a finales del prim er tercio de siglo en las famosas esculturas de Olimpia. Por el contrario, en los grandes aconteci mientos de la filosofía, en un principio, A tenas no tom ó parte. E n tre las m u chas respuestas que el espíritu griego dio al desafío de la ontología de Parm énides faltaba una voz ática. Ciudades pequeñas como, por ejem plo, la colonia tracia de A bdera, que se hizo conocer pronto con dos figuras em inentes, Protágoras y D em ócrito, eran mucho más activas. La insignificante E lea (en el sur de Italia), donde se encontraba la sede de la escuela eleática de Parm énides, ocupa aún hoy un puesto de relieve en la historia de la cultura. A m ediados de siglo, este cua dro cambió, desde que A tenas comenzó a ofrecer hospitalidad a la filosofía. Esta circunstancia no sorprende si se considera la opulencia y la grandeza de A tenas, pero es lícito preguntarse si había sido así sin Pericles. T anto Anaxágoras como Protágoras m antuvieron una estrecha amistad con Pericles, y la relación no creció sólo por simpatía, sino tam bién por un interés objetivo. Los dos eran espíritus muy distintos. A naxágoras, que procedía de Clazomene, en Asia M enor, era un «físico» y anticipador del atomismo de D em ó crito. Produjo una gran impresión con su teoría de que el Sol era una m asa incandescente. Cuando, por culpa de sus relaciones con Pericles, tuvo que huir de A tenas (hacia el 430 a.C .), esta tesis le había costado una acusación de «ateísmo». U na vez vino en ayuda de su amigo Pericles, cuando la apari ción de un carnero con un solo cuerno provocó especulaciones políticas y Anaxágoras explicó anatóm icam ente la anomalía por m edio de la disección del animal. Tam bién Protágoras se m antuvo al lado de Pericles y aceptó cum plir el papel de legislador en la colonia panhelénica de Turios. Anaxágoras tuvo un discípulo en el ateniense A rquelao; pero no por esto la filosofía de la naturaleza echó raíces en A tenas. Por el contrario, la sofís tica representada por Protágoras se afirmó en la A tenas de la segunda m itad de siglo. Esto no dependía sólo de A tenas. Los «filósofos de la naturaleza» eran, por su tendencia, esotéricos y sus conocimientos no estaban destinados a todos; por el contrario, los sofistas buscaban la publicidad. A unque ellos tam bién tenían teorías complicadas, accesibles sólo con un esfuerzo m ental, no obstante eran de la opinión que, como mínimo, sus conclusiones podían adquirir una significación más general, y en cierto sentido tenían razón. Ellos querían, en prim er térm ino, explicar el hom bre, y por tanto esta aclaración les interesaba a los propios hom bres. R ealm ente sus descubrimientos eran es timulantes. M ientras que los «físicos» habían descifrado el m undo fenom é nico como «naturaleza» (physis), a sus ojos, el ordenam iento hum ano se ex tendía sobre dos planos. De un lado, se presentaba esencialm ente como el reino de la convención (thésis); del otro, revelaba una realidad existente por naturaleza (physei). Este desenm ascaram iento de la sociedad podía llevar a resultados sorprendentes. Se decía, por ejem plo, que los hom bres siguen un instinto continuo de poder y que su ordenam iento social no es otra cosa que el producto de su elección arbitraria. E ra fácil llegar a la consecuencia n o r mativa de que tam bién debe ser así y de que el más fuerte, si se im pone, tiene siempre el derecho de su parte. Según las circunstancias, un mensaje así
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sonaba muy agradable en los oídos de determ inados políticos, pero esto ex clusivamente no hubiera garantizado a la sofística su popularidad. La sofística proporcionaba muchos instrum entos más útiles a la vida. A ello se dedicaba sobre todo el sofista Gorgias, procedente de la siciliana Leontinos, a quien los atenienses se enfrentaron por prim era vez el año 427, cuando vino con una em bajada. Los sofistas querían enseñar tam bién un arte práctico, concretam ente, la capacidad de vencer al adversario con la técnica del discurso (téchne significa «arte»), o bien, como ya había dicho Protágoras, «hacer más fuerte la causa más débil». En sí, esta afirmación no dice que la causa más débil sea siem pre la causa peor, pero esta interpretación era posible cuando la noción de justo e injusto se había convertido en problem á tica. E ntre los m edios que perm itían conseguir la victoria no estaba sólo la fuerza de persuasión lógica o psicológica, basada en determ inadas argum enta ciones, sino tam bién la belleza del discurso, es decir, un atractivo estético. Precisamente en este cam po, Gorgias se convirtió en un m aestro famoso, después de que en Sicilia ya se hubieran echado las bases de este «bien ha blar» (por obra de Córax y Tisias). U na concepción casi trivialm ente pragm á tica —en este sentido— desde el punto de vista sofístico, debía tener fácil curso en la democracia por excelencia, que ahora existía en A tenas; la con ducción de los negocios políticos y forenses tenían necesidad de la palabra eficaz. Versátil como era, la sofística contenía diferentes posibilidades de atraer el público. El naturalism o sin reservas de la filosofía del Estado aparecía evi dente, sobre todo, a los grupos antidem ocráticos en A tenas, para quienes la democracia, prescindiendo del conflicto de intereses, les parecía una cosa superada y vieja. Le faltaba el atractivo de lo m oderno. Por otro lado, esta situación tenía tam bién causas sociales. Los intelectuales ahora no eran amigos de la democracia o dejaron de serlo con Pericles, y en consecuencia, no tenían motivos para inspirar el m odo de pensar m oderno en sentido de mocrático; las nuevas tendencias tenían sus puntos de apoyo en los clubes an tidemocráticos (heterías) y se revelaron al exterior, en el terreno político, a través de los autores de los golpes de Estado del 411 y del 404. Sin em bargo, estos efectos ocasionales pasan a segundo térm ino frente al hecho significativo de que, a diferencia de la filosofía de la naturaleza, la re flexión sobre el hom bre cultivada por la sofística se aproxim aba al pensa miento ático y, en consecuencia, se difundió en amplios estratos. Ya el pro grama de una oratoria y de un correspondiente m odo de escribir fue acogido en Atenas con la mayor complacencia. Las causas de este fenóm eno eran ca racterísticas. Una prosa de estilo sencilla era ya conocida desde hacía mucho tiempo fuera de A tenas (por ejem plo, en la filosofía milesia del siglo vi); pero en Atenas, donde aún no era corriente, se defendía todavía el primitivo punto de vista de que un libro tenía que ser una obra de arte, como la poe sía. El estilo prosístico, como form a artística, tenía que llegar a ser, por tal motivo, el medio elegido por la plum a del escritor ático; y de hecho sólo sur gió una prosa ática cuando pudo ser som etida a determ inados principios for males. Esta postura no constituía en sí un capricho de A tenas, al ser conside rada legítima en toda Grecia. Pero benefició a A tenas, porque así pasó a la vanguardia del desarrollo estilístico; y así, dos generaciones más tarde, des pués de que A tenas hubiera adquirido confianza con estas posibilidades, el
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ático pudo arrebatarle la prim acía al jónico como lengua de la literatura en prosa. Así pues, desde el punto de vista form al, hay una línea recta de la sofís tica a la gran literatura ática. Sobre todo, los oradores no serían concebibles sin ella. La im ponente serie comienza ya hacia la m itad del siglo V con A ntifón (de R am unte) y continúa en la generación siguiente con Andócides y Li sias; Lisias desarrolló una actividad literaria extraordinariam ente fructífera y fue considerado un «clásico» por los oradores posteriores por la belleza a r m oniosa de su lenguaje y por su especial capacidad para encontrar el tono adecuado. E n la filosofía, las relaciones no son tan claras. E n principio A tenas no produjo grandes sofistas, que pudiesen com petir con los m aestros extranjeros, que viajaban de acá para allá y enseñaban a cambio de buenos honorarios. El único nom bre de cierto valor es el de otro A ntifón (el «so fista»), que se explayaba sobre tem as tan típicam ente sofistas com o la «ver dad», la «concordia» y la «política»; pero no parece que fuese un personaje de gran altura. Todo lo que A tenas pudo dar, bajo la influencia de la nueva «filosofía de la vida», fue ensom brecido por la figura de Sócrates. Nacido en el 469 a.C ., debió de com enzar a enseñar en la década de los treinta. Su m étodo era muy peculiar. Sócrates no im partía lecciones, ni se presentaba con gran pom pa, ni, menos aún, aceptaba honorarios. El enseñaba conversando librem ente, en un diálogo de preguntas y respuestas. A provechaba la ocasión allí donde se encontraba, pero prefería los lugares de reunión más frecuentados, como el gimnasio. Allí donde se presentaba, era siem pre rodeado de mucha gente, jó venes en su m ayor parte. La fascinación que ejercía era inmensa. N o sólo era conocido en toda la ciudad, sino que había quien viajaba a A tenas sólo por verle y algunos establecieron allí su residencia para estar cerca de él. Se hizo de uso común el térm ino «socratizar» (socratízein), es decir, tratar a los hom bres como lo hacía Sócrates. Pero eran pocos los que podían decir con preci sión qué se hacía en su círculo y en qué consistían sus enseñanzas. E l hom bre de la calle, con su norm al conciencia cotidiana, lo tenía p o r un intelectual ex travagante, y lo consideraba o un filósofo de la naturaleza o un sofista. Si se consideraba bien, esto no sorprende: en la vida común no se hace la historia de la filosofía. A quel que hubiera observado con más detenim iento, habría visto natural m ente que Sócrates se hallaba vinculado a la sofística y no a las especula ciones sobre la naturaleza. Sus diálogos tenían siem pre por objeto conceptos y fenóm enos éticos. Si la sofística se ocupaba principalm ente del hom bre, e n tonces Sócrates era el más sofista de los sofistas. Pero, por otra parte, Só crates polem izaba en contra de ellos. Con preferencia fiiaba su atención en su presunción y autocom placencia, en su pretensión de erigirse en autori dades en cuestiones éticas y no era indulgente ni siguiera consigo mismo, fiel al postulado de Delfos «conócete a ti mismo». E n concreto, adm itía abierta m ente saber sólo una cosa: el no saber nada. Pero tam poco el agnosticismo era desconocido por la sofística en ciertos aspectos. Evidentem ente, Sócrates lo afirmaba de m odo particularm ente sincero y radical y nunca le fallaba su dialéctica, con el continuo alternarse de razonam ientos, que cercaban ince santem ente al interlocutor. La experiencia de su superiodidad intelectual tuvo que haber sido fascinante. Su amigo Q uerefonte estaban tan im presionado
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por ella que interrogó al dios de Delfos para pedir una información, y parece que recibió la confirmación buscada. A la pregunta de quién era el hom bre más sabio, recibió la respuesta de que Sócrates era el más sabio de todos los hombres. Como Sócrates no escribió una sola línea, y m ientras vivió no se registró nada auténtico de sus enseñanzas, no estamos en condiciones de reproducir lo que, en realidad, dijo y enseñó. Lo único cierto es que se convirtió en un punto crucial para la historia de la filosofía griega. Hay poco en el pensa miento posterior que haya quedado inmune de su influencia. La genealogía de la m ayor parte de los filósofos posteriores se rem onta a él. Cuánto hay de él en el pensam iento de Platón, su discípulo más significativo y m ejor cono cido, es un problem a muy discutido, pero desgraciadamente insoluble. En A tenas, el camino que llevaba al conocimiento del ser hum ano no pa saba sólo por la filosofía; si tuvo tanta parte fue quizá porque este tipo de pensam iento filosófico encontraba elem entos de afinidad en la sociedad anti gua. Ya mucho tiem po atrás, antes de que surgiera la sofística, todavía en los días que Tales, a comienzos del siglo VI, descubría la naturaleza como pro blem a, el ateniense Solón había m editado largam ente sobre la esencia del proceder hum ano. Sin em bargo, el gran acontecim iento que unió en un nexo perm anente sus sueños y aspiraciones con los problem as de la existencia hu m ana fue la tragedia. Esta creación pertenece casi por completo a A tenas. In cluso desde comienzos de la época clásica, A tenas ocupó así, en el ámbito del espíritu griego, un puesto que ya no debía perder y que de un sólo im pulso la ponía en el centro de la cultura griega. La prehistoria de este extraordinario proceso, como suele ocurrir, es bas tante oscura. Sus particulares continúan hasta hoy hurtándose a los incansa bles esfuerzos de la investigación. Sólo sabemos con certeza que los prim eros comienzos del teatro no hay que buscarlos en suelo ático. La sim iente fue plantada en Corinto, hacia el cambio del siglo vil al VI, bajo la tiranía de Pe riandro. Por orden suya, el poeta A rión fundió dos elem entos, el canto coral y el disfraz. El prim ero pertenecía a la esfera del arte más elevado; el se gundo, a la esfera de la m ascarada popular hasta entonces no efectada por la cultura literaria. Por una necesidad hum ana prim ordial, se usaban disfraces y máscaras apropiados para transform arse en seres de la naturaleza m itad hu manos y m itad animales; análogos espectáculos se encuentran en cualquier parte del m undo, y entre los griegos estaban estrecham ente ligados a la fiesta del dios Dioniso. El canto, muy rudo, entonado en estas cerem onias, que norm alm ente asumían el carácter de danzas — el ditirambo— estaba tam bién dedicado a Dioniso. A rión dio una im pronta noble y artística al rito, com po niendo para los toscos intérpretes formas más refinadas de canto coral. N atu ralm ente, se puede pensar tam bién el proceso del modo contrario: A rión in trodujo el elem ento dionisiaco en el canto coral y convirtió a los cantores en actores mímicos. Como los seres representados en Corinto y tam bién en otras partes del istmo — en Sición puede observarse algo parecido— , tenían patas de macho cabrío (por desgracia, se nos espaça el m otivo), y el vocablo griego correspondiente era tragikós; el coro dionisiaco re fo rja d o asumió allí el nom bre de «coro trágico». En A tenas la tiranía siguió los mismos pasos dos generaciones más tarde, anclándose ciertam ente al m odelo peloponesíaco. D e esta m anera se adoptó
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tam bién la denom inación de «coro trágico» aunque las figuras áticas, los sá tiros y los silenos, no tuviesen nada que ver con la figura del m acho cabrío. Esto no es tan raro como parece; en realidad, ya la propia form a artística del ditiram bo significaba un alejam iento de la originaria representación burlesca, y con el paso del tiem po, la nueva form a suplantó cada vez más al ditiram bo, e incluso el canto coral «trágico» perdió su contenido dem oniaco y tomó por objeto cualquier m ito, o m ejor dicho, los m itos conocidos a través de la épica, es decir, principalm ente las narraciones heroicas. No obstante, A tenas procedió más allá de esta base y, al parecer, de form a com pletam ente aislada. A tenas no hizo otra cosa que descubrir el m undo de la ilusión trágica del teatro. M ientras el coro narrara historias que le eran extrañas, sólo se disfrazaba, pero no representaba nada. P ara ello, te nía que incluirse dentro de una acción, y esto, a su vez, sólo era posible si había un actor oponente. Este actor — que en origen podía contraponerse a los hechos imaginados como entonador o como espectador— es una inven ción ateniense introducida probablem ente por Tespies en tiem pos de Pisis trato. Cuando el tirano, con la institución de las fiestas dionisiacas ciuda danas, creó un marco más grande, se ofreció así la posibilidad de reconocer oficialmente la im portante innovación (534). P ero éstos eran sólo los co mienzos. Tespies, que, como todos los autores trágicos posteriores a él, a la vez dirigía y ensayaba el coro, asumió el papel de este actor: quizá tam bién organizaba el coro por propia iniciativa, como era costum bre en el siglo VI, y lo ponía a disposición de Pisistrato, a cambio de una rem uneración. Estos im pulsos debían recibir un apoyo vigoroso con el favor del público y, sobre todo, desarrollarse con altas capacidades artísticas. El apoyo le fue dado por la democracia ática, por la A tenas a la que Clístenes liberó de la tiranía; del desarrollo artístico cuidaron autores insospechadam ente num erosos y el genio de tres grandes trágicos. La novedad institucional, por definirla de una m anera un poco simplista, consistía en que la representación de la tragedia fue elevada al rango de fun ción de servicio público y, por consiguiente, se independizó de los im pre vistos de una iniciativa personal. Los ciudadanos que form aban los coros debían ser conscientes de responder a un llam am iento de la comunidad. Su organización la garantizaba el Estado convirtiéndola en una liturgia, es decir, en una carga fiscal para los estratos acom odados, como sucedía para otras funciones estatales, por ejem plo, el m antenim iento de barcos de guerra. El director del coro (choregós) sostenía así los considerables costes de la re p re sentación de los ensayos. El prim er arconte lo asignaba con su coro a un poeta que hubiese presentado su candidatura. El poeta debía presentar cua tro dram as, y el corego debía ponerlos en escena con un sólo coro, reci biendo a cambio una gratificación. Las representaciones duraban tres días sucesivos; cada poeta y, por consiguiente, cada coro disponían de un día completo. Al final los jueces (kritaí) designados por sorteo decidían el vence dor entre los tres concurrentes. Esta serie de espectáculos era p o r tanto un concurso (agón) y, como tal, se encontraba en el centro de la fiesta dedicada a Dioniso en el mes de elafebolion (m arzo-abril), juntam ente con las com pe ticiones deportivas. Sería equivocado decir (como se hace norm alm ente) que las representaciones eran un servicio divino, desde el m om ento que los dramas — y se trata de un hecho significativo— no trataban, por regla gene
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ral, del dios a quien estaba dedicada la fiesta. En este sentido, eran un arte no ligado a ningún -fin especial; sin esta prem isa, difícilmente hubiera sido posi ble entender el desarrollo libre y extraordinariam ente rápido de la tragedia. Como puede calcularse fácilm ente, se necesitaba un núm ero muy elevado de piezas teatrales (que eran, al mismo tiem po, representaciones musicales). Cada año hacían falta doce sólo para las fiestas dionisiacas, y cuatro para las menos solemnes leneas del mes de gamellón (finales de enero). E staba luego la comedia, vástago más reciente del mismo tronco, que no sólo había con servado el carácter burlesco y fantástico, sino que gracias a él podía reflejar en un grotesco espejo deform ante la realidad de la vida contem poránea. En el curso del siglo V , la com edia estuvo finalm ente representada con cinco piezas en cada una de ambas fiestas. P or lo general, los autores de los dos géneros eran atenienses, aunque no eran excluidos los com petidores extran jeros. Es difícil concebir cómo podía llegarse a una producción tan abudante, como resulta de un simple cálculo. El carácter de com petición implicaba que sólo muy pocas veces podía repetirse una obra (como en el caso de Esquilo, a quien se le reconoció expresam ente el privilegio de representar de nuevo obras anteriores). Según un cálculo aproxim ado, entre los años 500 y 400 a.C. fueron representados cerca de mil quinientos dramas (sin incluir las come dias), una cifra que sigue siendo sorprendente, incluso teniendo en cuenta que, entre las cuatro obras puestas en escena en una jornada de las dionisias, había siempre un «drama satírico», es decir, una obra de contenido alegre. No menos sorprendente es el hecho de que una quinta parte de esta masa enorme de dramas esté constituido por las obras de tres grandes poetas: Esquilo escri bió setenta obras; Sófocles, ciento veintitres; Eurípides, noventa y dos. E n las tragedias se representaba exclusivamente «historias», esto es, acon tecim ientos, y no libres «invenciones» de la fantasía poética'. No obstante, como el pasado seguía, desarrollándose en el m undo de los héroes, éste era casi el único que proporcionaba «asuntos» a la tragedia. La inclusión de he chos propiam ente históricos (según los entendem os nosotros) era siem pre ex cepcional. Dos ejem plos son La toma de Mileto, de Frínico, y Los persas, de Esquilo. El mito era el objeto peculiar de la épica e incluso la lírica coral se servía en gran parte de él. Sin em bargo, la épica, como género literario vivo, había prácticam ente desaparecido, m ientras la lírica coral transform ó su ca rácter, cediendo paulatinam ente la parte dom inante a la música. En Atenas el Estado organizaba cantos corales, pero aparecían en segundo plano, detrás de la tragedia. En una ocasión (probablem ente al final de la década de los setenta), Píndaro escribió para ellos un ditiram bo (no conservado), en el que caracterizaba a A tenas como el sostén de Grecia. El poeta recibió por él mil dracmas. Pero por lo general buscaba y encontraba sus clientes fuera de la democracia; prefería los aristócratas y tiranos, que tenían un estilo de vida aristocrático. El arte que Píndaro representaba desaparecía junto con sus pre supuestos sociales. De este lado no podía recibir el mito nuevas energías. Por el contrario, en la tragedia ática, el mito experim entó una insospechada reno vación. Esta forma de arte m oderno le colocó de nuevo en el centro de la gran literatura y de una reflexión intensa. Todavía seguimos notándolo hoy día, ya que cuanto sobrevive de la leyenda griega ha sido transm itido, pres cindiendo de Flomero, por la tragedia griega.
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No obstante, esto es sólo un punto de vista y, desde luego, no el más im portante. No podem os excluir que Tespies pensase exclusivamente en una historia en imágenes, es decir, en uná especie de teatro épico, com o los mis terios medievales. E n la generación siguiente, a la que pertenecía Esquilo —que todavía estaba a la som bra de Frínico y otros hasta su prim era victoria en el año 484— , las cosas habían cambiado; y quizá el mérito fue precisa m ente de Esquilo. Pero se debía aún llegar al descubrim iento decisivo: reco nocer que no toda narración mitológica era adecuada para el teatro y que era necesario condensar la acción en torno a un conflicto. D e este m odo, natural m ente no sólo se había abierto el camino a nuevos efectos teatrales; mucho más im portante era el descubrimiento de un esencial elem ento estructural de la existencia hum ana. Tan sólo a través del conflicto era posible acercarse al hom bre, en las aporías de su existencia. Los grandes trágicos dedicaron a esta tarea el profundo vigor de su fan ta sía y de su pensam iento. Y en esta búsqueda vieron que en la vida hum ana hay situaciones que no pueden ser dom inadas por la voluntad del hom bre. En esta «situación trágica», la existencia del hom bre se despedaza. Fue Sófo cles, principalm ente, quien, con un rigor despiadado, sacó las conclusiones de ello, en sus años de madurez: precisam ente él, el favorito del público a te niense, altam ente estim ado en el Estado y en la sociedad, amigo de Pericles, nom brado en dos ocasiones estratega y distinguido más veces que ningún otro trágico con el prim er premio. Tam bién el público asistente debía estar dotado de espíritu abierto si quería apreciar la visión despiadada del fracaso hum ano. Esta amplia conciencia explica por qué en adelante podían encon trarse reunidos en un cuerpo social así los más insignes representantes de la cultura griega. Sófocles tam bién llevó el arte teatral a su punto culm inante, tanto en la técnica escénica como, sobre todo, en el dinamismo del diálogo. Él fue el prim ero que hizo uso regular del tercer actor. El segundo había sido introdu cido por Esquilo, una generación antes. Los tres poetas no consideraban del mismo m odo el problem a central de la tragedia, sacado a la luz en toda su pureza por Sófocles. Los tres lo conocían, pero Esquilo trataba de absorberlo en una interpretación «teológica» del m undo extraordinariam ente personal, en la que la justicia del dios suprem o, Zeus, perm itía equilibrar la deficiencia de las condiciones hum anas m ediante la instauración de un ordenam iento m ejor. Eurípides, que había aprendido de los sofistas la inmanencia cfe"4a sustancia hum ana, fundam entaba la tragedia del sufrimiento hum ano en las condiciones concretas de las circunstancias psicológicas o incluso socio-psico lógicas. E ra un crítico agudo y un ingenio independiente, en constante con troversia con su contem poráneo Sófocles y su predecesor Esquilo. Pero no convenció del todo a sus contem poráneos. Tan sólo se le concedió el premio cuatro veces, y m urió lejos de su patria, en M acedonia. Sin em bargo, en lu gar del presente, conquistó el futuro. Sus obras constituían más tarde el re pertorio principal de la actividad teatral, e incluso al comercio de libros preo cupaba más la difusión de sus dramas que la de los otros trágicos. Incluso las obras que se han conservado de Eurípides son relativam ente numerosas. O tra gran manifestación del espíritu griego en suelo ático es la iniciación de la historiografía griega, en contraste con la tragedia. La una y la otra tie nen por objeto el acontecer hum ano y, de hecho, con H eródoto y Tucídides
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la historiografía alcanza una tal altura que puede perm itirse la comparación. Lo curioso es precisam ente que la historiografía no sólo fue creada de la nada por H eródoto y Tucídides, sino que, casi al prim er intento, alcanzó un nivel intelectual al que, salvo excepciones, no logra acercarse la posteridad a pesar de la abundancia de sus obras. H eródoto, como historiador, representa un comienzo sin precursores. En su época —nació hacia el 485 y murió probablem ente en el 429— , los griegos no tenían ni siquiera recopilaciones de noticias en las diferentes ciudades, a excepción quizá de las listas de magistrados. El germen de la historiografía griega no fue, como en otros países, la crónica local. Este hecho peculiar es difícil de explicar (y aquí nos limitamos a dejar constancia de él), pero con siente una observación: ni siquiera una suma de crónicas locales hubiera po dido proporcionar la base m aterial para una historiografía que com prendiese toda la H élade. Y H eródoto, por el contrario, se propuso precisam ente esta tarea. Su tem a bien circunscrito era la lucha entre la H élade y Persia, y este asunto excluía la posibilidad de anclarse a una tradición existente: el fenó meno histórico era dem asiado extraordinario y había afectado de improviso al m undo griego. H eródoto era com pletam ente consciente de su especial posición. Si en este sentido no podía rem ontarse al pasado, sin em bargo, seguía existiendo otra tradición panhelénica, concretam ente, los mitos heroicos. Para los griegos, éstos no sólo eran historia, sino una historia que tenía por objeto toda la H élade con una red densa de relaciones interlocales. Los muchos datos que ofrecía y que eran patrim onio de todos los helenos podían ser em pleados para unir el pasado heroico con el presente. Tan sólo se necesitaba enlazar la genealogía heroica con las descendencias de estirpes famosas. En este campo, un contem poráneo de H eródoto, un tal Ferícides de A tenas, ha bía tenido un considerable éxito. Tam bién se había especulado sobre el con traste entre O riente y Occidente, aunque de un m odo basado en esta lógica mitográfica, por ejem plo, calculando en qué período de la época mítica había comenzado esta hostilidad. H eródoto se liberó expresam ente tam bién de este tipo de especulación. Al comienzo de su obra, nos inform a sobre estas discusiones y las refuta a continuación con un gesto de soberana superioridad. Para él, el contraste co menzó con una figura histórica auténtica y concreta. Creso, el rey de Lidia. Pero con ello daba a entender que no pensaba limitarse a las pocas décadas del conflicto abierto entre persas y griegos, sino que quería ampliar grandio sam ente la perspectiva histórica hasta la época anterior a esta guerra. D e esta m anera, su historia se convirtió tam bién en una exposición de los aconteci mientos de la Grecia arcaica. Se puede imaginar qué fascinación tenían para H eródoto los antiguos acontecim ientos de la H élade si se piensa que en este caso se aventuraba en una tierra inexplorada. Incluso aquí seguía H eródoto su principio m etódico de no aceptar por norm a la tradición mitográfico-genealógica, sino de dirigir su atención a las cosas que aquélla no contem plaba, es decir, hacia acontecim ientos que los griegos habían vivido en su pasado más reciente. H eródoto era un «investigador» empírico y declaraba, no sin reflexionar, que su obra era el resultado de «investigación»: este es precisam ente el signi ficado de historia, el térm ino usado por él y que, desde entonces, es sinó-
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nimo de historiografía. «Historia», en el sentido de investigación e indaga ción, había sido practicada ya, dos generaciones antes, en Jonia, en particular por H ecateo de M ileto; H ecateo es, por tanto, un precursor de H eródoto, que tam bién procedía como él de A sia M enor (Halicarnaso). Sin em bargo, H ecateo se había ocupado de m itografía y genealogía, depurando racional m ente la tradición. Pero H eródoto no pensaba en este investigador, que p ro cedía por construcciones a priori. Para él era im portante el H ecateo que visi taba gentes y países, que m iraba en derredor suyo y se hacía contar por las gentes nativas lo que por sí mismo no podía averiguar. El interés de H ecateo era ante todo geográfico-cultural; por tal m otivo, sus intereses se encam ina ban más hacia los territorios extranjeros que hacia los helénicos. H eródoto quiso aplicar este m étodo a la historia, tanto helénica como extranjera. Así fundó la historia, sin apoyarse en necesidades o instintos sociales, con una conciencia individual; en otros térm inos, la creó como algo que se aprende en su esfera específica. Él fue verdaderam ente el padre de la historia (pater historiae) y quizás en un sentido más profundo de lo que pensaba Cicerón, cuando le dio este apelativo. No obstante, es difícil que H eródoto, al am pliar el program a de H ecateo, pensase contraponerse a él. Más bien se conside raba como su sucesor, porque recogía m ateriales de la misma m anera, via jaba a países lejanos, hasta Egipto y R usia m eridional (por la parte situada en el ám bito colonial griego), y después redactaba sus relaciones. No se ex cluye la posibilidad de que hubiese hecho todo esto en un prim er período, cuando todavía no había concebido el plan de su obra histórica; pero cuando por fin empezó a escribirla, encontró buenos motivos p ara utilizar los resul tados de aquellos viajes. H eródoto poseía, de todas formas, un talento natural para el relato histó rico. E ra consciente de que las situaciones y los hechos hum anos no sólo son transitorios, sino que, cuando han pasado, quedan relegados al olvido. En este sentido, se sentía sem ejante al antiguo cantor épico y al poeta, en gene ral: en efecto, para los griegos era opinión com ún, aun en tiem pos de H eró doto, que la fama de los hom bres era confiada a la palabra de personas do tadas de la virtud de transm itirla. H eródoto tenía toda la razón para atri buirse esta misión, ya que nadie había registrado lo que él narraba. No sor prende que las lecciones sobre sus investigaciones, que pronunció en varias ciudades griegas y, naturalm ente, tam bién en A tenas, lograran atraer a un gran público; y sus éxitos se correspondían con su tem a universal, que, en definitiva, interesaba a todo griego con conciencia de su propia época. Es lógico que el m ayor éxito le fuera tributado en A tenas, la verdadera vencedora en los años 480-479. H eródoto se convirtió en un ateniense de elección (como muy tarde, a comienzos de la década de los cuarenta), m an tuvo relaciones amistosas con Pericles y Sófocles, y perm itió incluso que P eri cles le enviara a Turios. Según una opinión indem ostrada, pero muy exten dida, su concepción nació precisam ente de estos contactos. Sin duda alguna, en su obra se respira la atm ósfera de la A tenas de Pericles y no sólo por las pocas observaciones que ya en la A ntigüedad eran interpretadas como una decidida tom a de posición, sino porque su m irada se extiende más allá de los hechos, a la zona marginal del destino hum ano, donde la voluntad personal, y precisam ente la más fuerte, se convierte en el juguete de una superior dis posición divina y donde las decisiones aparentem ente más sencillas caen en la
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zona peligrosa de los errores funestos. E sta división profunda de la condición hum ana, tanto la del enemigo como la propia, es una característica esencial del siglo V, sobre todo en A tenas, y, consiguientem ente, en H eródoto, y pre servó a los vencedores del 480-479 y a su historiador de la acusación de pre sunción chovinista. Tras una obra como la de H eródoto, otras épocas habrían quedado ago tadas para, al m enos, una o dos generaciones. Pero apenas había salido a luz el libro de H eródoto cuando un historiador unos veinticinco años más joven que él ya quiso em ularlo: el ateniense Tucídides (hijo de O loro, a diferencia del político Tucídides, hijo de Melesias). Tucídides veía varios defectos en la obra de H eródoto: ante todo, en el m étodo heurístico. Hacerse contar con todo detalle bellas historias de tiem pos rem otos no era ciertam ente una ga rantía de verdad. R ealm ente se podía prestar fe sólo a las declaraciones de testigos oculares. Con ello, Tucídides tocaba ya el segundo punto: si se tom a en serio la crítica, sólo queda la historia contem poránea. D e hecho, Tucí dides lo pensaba así, y por esta razón, trató la guerra del Peloponeso, que había vivido desde el prim er día hasta el último. Sin em bargo, esta preferen cia, además del motivo m etodológico, era debida tam bién a razones obje tivas. Para él, esta guerra había tenido dimensiones más grandiosas que cual quier otra, incluso más que la guerra contra los persas. H asta aquí, Tucídides no estaba privado de razón, aunque tanto un argumento como otro conllevan tam bién sus limitaciones. La tercera objeción contra H eródoto se refería a su cronología o a la imposibilidad de establecerla, desde el m om ento que los griegos no tenían un cóm puto exacto del tiempo. No obstante, en relación a este último punto, Tucídides no se encontraba en una posición m ejor que la de H eródoto. Quiso, por tanto, crearse un es quem a cronológico, con la diferenciación exacta de verano e invierno; natu ralm ente, podía hacerlo porque el espacio tem poral que él trataba podía se guirse de form a mucho más fácil que la red de coordenadas de H eródoto, ne cesariam ente vaga, pero en sí lo más coherente posible. Para Tucídides, además la exposición de H eródoto era, en general, demasiado superficial, y le hacía sospechar que estaba destinada sólo a entretener al público. Con toda certeza, esta crítica es injustificada, pero es comprensible si se considera lo que quería hacer Tucídides mismo. E ra algo increíble: por una parte, una descripción com pletam ente exacta de l.os fenómenos históricos y además, es trecham ente unida a ella, un análisis despiadado que, por así decirlo, pene trara hasta el esqueleto de un cuerpo inform e y sacase a la luz su estructura hasta el último detalle. N aturalm ente, Tucídides conocía ya de antem ano su esquema. Se había dejado convencer por la sofística de que el hom bre, sobre todo en política, sigue su propio egoísmo, incluso aunque no se dé cuenta de ello; y tenía cierta justificación para decir "que una ley así, de ser válida, lo sería en prim er lugar en política exterior. No razonaba como un doctrinario; más bien tenía sus razones al reconocer un doctrinarismo en las interpreta ciones cómodas e interesadas de la política de entonces, tal y como se habían multiplicado durante la guerra del Peloponeso, sobre todo desde que en Atenas el poder había pasado a un grupo de ideólogos sin principios. Sin duda alguna, esta actitud de Tucídides no está exenta de unilateralidad — el instinto de poder, incluso cuando predom ina, no excluye eventual m ente otros móviles— , pero esto no impide que su obra (que, por cierto, no
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fue com pletada), con su exposición concisa pero clara, que al mismo tiem po es un continuo análisis, no haya sido nunca igualada en toda la historiografía de la A ntigüedad e incluso más allá de ésta. La im presión que suscita es aún más profunda si se tiene en cuenta que Tucídides llevaba a cabo esta investi gación despiadada, por así decirlo, sobre su propio cuerpo, sobre el cuerpo de A tenas durante su caída, conservando, no obstante, una distancia sufi ciente como para limitar su examen sólo a las «cosas». Tucídides representa uno de los triunfos más asombroso de la razón, que no sólo resiste a la p re potencia de los hum ores, de las pasiones y de los resentim ientos, sino que los disuelve precisam ente con su soberana libertad. Y todo esto lo hizo un hom bre que durante cierto tiem po había participado personalm ente en la guerra, ocupando un cargo elevado y que no debía estar privado de pasiones. El es píritu griego, como fuerza vital autónom a, encontró en la figura de Tucídides una de sus confirmaciones más sugestivas.
CRISIS Y CATÁSTROFE: LA G U ER R A DEL PELOPONESO
La prueba de Atenas, Exactam ente en la m itad de los treinta años, que los contratantes de la paz del 446 habían previsto como época de la paz, la G recia de la A tenas de Pericles se vio envuelta en una grave conm oción política. Esta conmoción fi gura en la historia como la «guerra del Peloponeso», aunque ni se trata de una sola guerra ni realm ente puede hablarse de operaciones militares conti nuadas. A pesar de ello, los casi treinta años de su duración (431-404) consti tuyen una unidad, como ya puso de relieve su historiador clásico, Tucídides; nosotros aceptam os este juicio tanto más fácilmente cuanto que podem os concebirla como una fase histórica com pleta, que com prende en sí los dife rentes cursos de la guerra. Ésta, naturalm ente, no fue una guerra total, que absorbiese la vida civil: como consecuencia de ello, tam poco hizo perder a A tenas nada de la vitalidad espiritual de los años precedentes. Al contrario, los fenómenos que docum entan esta vivacidad pertenecen en gran parte a este período: en ella encontram os al Sófocles de la m adurez con cuatro de las siete tragedias conservadas hasta hoy, y casi toda la producción literaria de Eurípides. Aristófanes, nacido en el 446, se incluye en él por las circunstan cias exteriorm ente biográficas, y la m ayor parte de sus obras son, por tanto, un reflejo de este tiem po. La enseñanza de Sócrates coincide, casi por com pleto, con la guerra del Peloponeso. Estos años com prenden tam bién la his toria de la gran arquitectura ática: el Erecteón, el singular y polimorfo san tuario de la Acrópolis, se edificó, con interrupciones, entre el 421 y el 407. Sólo la historia posterior reveló cuál fue, en definitiva, la puesta en juego durante este conflicto que duró casi una generación. Se sucedieron m ultitud de acontecim ientos; nunca, ni antes ni después, la historia de la H élade es tuvo tan llena de acciones políticas y de una descarga tal de energías; pero los hombres que participaron en ella no lograron com prender nunca su ver-
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dadero significado. Sólo a distancia de siglos y milenios se puede quizá cono cerlo, como ocurre a veces en la historia del m undo, cuando sólo la visión de un amplio espacio de tiem po perm ite descifrarla. Los directam ente afectados se apasionaban por otro problem a: se preguntaban sobre todo cómo podía haberse llegado al grave conflicto, en contra de sus intenciones, estipulados no hacía mucho tiem po de una form a solemne. D e aquí surgió una de las más famosas discusiones sobre las causas de la guerra, que, todavía hoy, ocupa la atención de los historiadores. Es natural sospechar que el acuerdo de paz del 446 no fue firm ado con sinceridad, sobre todo por parte de A tenas, que tuvo que renunciar a mucho. En este caso habría sido lo más natural que, a la prim era ocasión, se buscase una revancha, recom enzando la guerra, interrum pida por necesidad. En ambos m om entos el poder de A tenas estaba en las manos de Pericles, por lo que la sospecha recae sobre todo en él. Pero esta solución es dem asiado sim ple y tam poco concuerda con,, las ideas políticas diferenciadas del Pericles de aquellos años. Tam poco la política espartana m erece el reproche de haber em pujado a la guerra. En ella el deseo de respetar lealm ente la paz era más fuerte, después de que este punto de vista se había afirmado ya en el 410, con motivo de la insurrección de Samos. Como ocurre a m enudo, situaciones objetivas, no provocadas por las partes en litigio, determ inaron el curso de los acontecim ientos y crearon un estado de necesidad al que ni los unos ni los otros pudieron sustraerse. En el año 446 los antagonistas habían acordado respetarse m utuam ente las correspondientes esferas de dom inio, y esto parecía posible, dado que en tre una potencia terrestre y otra naval no era difícil evitar colisiones, con un poco de buena voluntad. Tam bién la libertad de opción de la «tercera G re cia» concordaba evidentem ente con este principio, pudiéndose prever que las potencias neutrales, cuando quisiesen renunciar a la neutralidad, se alinearían con quien pudiera protegerlas, es decir, las ciudades marítimas con A tenas y las continentales con Esparta. A pesar de ello, esta construcción tan cuidadosa encerraba un error de cálculo. Corinto, aliada de los peloponesios, era una potencia naval y consi deraba vitales para sus intereses ciertas cuestiones de política marítim a. P re cisamente de aquí vinieron las complicaciones que provocaron la guerra. Desde el 436, C orinto m antenía unas relaciones extraordinariam ente tensas con la isla occidental de Corcira. Corcira había dependido anterior m ente de Corinto, pero desde hacía tiem po se había independizado. Corinto no quería cambiar este estado de cosas, pero, no obstante, tem ía vivamente que Corcira, que, por su potencial, podía considerarse igual de fuerte, mi nara su posición en el círculo de los aliados dependientes de ella, que ya no eran muy numerosos. Sin em bargo, este peligro se presentó en el contexto de un proceso bien determ inado. En el fondo, era una cuestión de prestigio si Epidam no buscaba el apoyo de Corcira o de Corinto, en una crisis política interna — ambas ciudades eran consideradas como sus m etrópolis— , pero precisam ente de esta cuestión dependía para Corinto la posibilidad de contar todavía con el respeto de los estados dependientes de ella. Cuando Corcira le arrebató a C orinto el éxito casi asegurado y Epidam no cayó en manos de los aristócratas leales a Corcira, como consecuencia de una intervención militar, estalló la guerra entre C orinto y Corcira. Corinto quiso llevar el conflicto
Joven ático a caballo. Pintura vascular en la parte interior del vaso de E ufronio, circa 510 a.C . M unich, A ntikesam m lungen.
S'jrcos de arrastre para el transporte de los barcos a través del istm o de Corinto.
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hasta sus extremos. Corcira se sintió muy inferior y pidió ayuda a Atenas. A tenas aceptó la petición, con todo el derecho de hacerlo; pero para evitar . un abierto enfrentam iento con Corinto, m antuvo su intervención dentro de estrechos límites. Sin em bargo, esta decisión fue suficiente para asegurar a Corcira la superioridad política y, con ello, inducir a C orinto a renunciar a la guerra. H abía sucedido exactam ente lo que C orinto quería evitar: un q u e branto de su posición entre sus aliados. Por tal razón, C orinto ardía en d e seos de vengarse de A tenas a la prim era ocasión, que no se hizo esperar. A tenas no tenía, en realidad, ninguna culpa — no podía denegar la petición de Corcira sin com prom eterse, por su parte, con los aliados de la Liga n a val— , pero, para una C orinto irritada desde varios años atrás, esta circuns tancia no tenía ningún valor. El siguiente acto — la venganza de Corinto— fue una pura provocación que iba encam inada tan sólo a arrastrar a la guerra a la Liga del Peloponeso. D e este modo la sucesión de los acontecimientos ya estaba prácticam ente d e cidida. Pericles era consciente de ello desde el principio. E n una de sus céle bres frases con las que repetía a los atenienses la desagradable verdad, m ani festó que veía venir la guerra del Peloponeso. C om prendía que la dinámica política estaba en contra de Corinto, y que a C orinto no le quedaba otro re curso que responder con la acción directa. La ocasión se presentó en el 433, cuando la ciudad de Potidea, en la Calcídica, aliada de A tenas, que era una colonia corintia y que aún se hacía enviar desde la m etrópoli los supremos magistrados, los epidemiurgos, se separó de A tenas y buscó ayuda no sólo en Corinto, sino incluso en Esparta. La obtuvo: C orinto envió un cuerpo expe dicionario y E sparta prom etió invadir el Ática (verano del 432). E n este estadio del conflicto, Pericles se convenció de que la guerra era inevitable. En el fondo ya había estallado, y lo único que, a su juicio, podía aún conseguirse era tolerar el estado de guerra latente en el que atenienses y peloponesios habrían cruzado sus armas a las puertas de Potidea; es decir, sufrir una agresión indirecta que sólo podía perjudicar el prestigio político de Atenas. En realidad, no contaba en absoluto con que en el campo contrario las fuerzas de la paz pudieran aún prevalecer. Q uería poner en claro las cosas y, por tanto, asestar al adversario un golpe directo que le obligase a quitarse la máscara. A tenas em anó un decreto que excluía del m ercado ático a la vecina M égara, miem bro de la Liga del Peloponeso, con lo que la existencia económica de esta pequeña ciudad resultó afectada en su raíz. Este «psephisma megarense» dio a C orinto la ocasión de descubrir las cartas y de inducir a Esparta a convocar la asamblea de los aliados peloponenses. Pericles deseaba, al p a recer, precisam ente esto, para m ostrar las m aniobras subterráneas que C o rinto había tram ado con el tácito apoyo de los peloponesios. La táctica no era fácil de adivinar y no fue bien com prendida por algunos contem poráneos de Pericles. E ra opinión muy extendida que Pericles había prendido volunta riam ente la chispa para encender el fuego de la guerra en el m undo griego, y como su posición apareció gravemente conm ocionada en el segundo año de la misma, se concluyó irreflexivamente que con esta huida hacia la política exterior había querido protegerse frente sus enemigos políticos internos. Por fortuna, Tucídides acabó ya con estas insinuaciones de tal modo que la polí tica de Pericles aparece bastante clara.
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La asamblea de la Liga del Peloponeso, en E sparta, a la que asistieron in cluso delegados atenienses, perm itió a Pericles hacer cargar con la responsa bilidad al adversario. No era difícil com prender lo que pretendía. Corinto presionaba sobre E sparta con la am enaza de abandonarla si no obtenía un apoyo y aliarse con Argos, la tradicional enemiga de E sparta en el Pelopo neso, m ientras Egina, aliada de A tenas, avivaba secretam ente el fuego. Peri cles propuso lealm ente som eter las diferencias a un arbitraje conform e a la paz establecida en el 445. Sin em bargo, la propuesta sólo fue aceptada por el rey espartano A rquídam o, que se encontró con ello com pletam ente aislado. Su propio gobierno, los éforos, lo desautorizaron. La apella decidió sobre su solicitud que A tenas no tenía razón. C orinto consiguió que los aliados regre saran a sus lugares e hicieran votar a sus respectivos países. Todos regresaron con la declaración de guerra (otoño del 432). Desde el punto de vista jurídico, Pericles había resultado vencedor. La decisión formal de la guerra había sido tom ada por el adversario; A tenas ha bía propuesto una solución pacífica del problem a y, en cambio, había sido atacada. Sin em bargo, estas circunstancias favorables no fueron entonces con sideradas. La opinión general estaba demasiado consolidada. Los enemigos de A tenas, y no sólo ellos, estaban convencidos de querer una guerra justa y necesaria desde hacía tiem po para proteger a Grecia de la esclavitud y para liberar a cuantos estaban ya esclavizados. A los ojos de todos, E sparta era la que obraba con desinterés y prestarle ayuda era una cuestión de honor. Como la m ala estación del año no perm itía iniciar de inm ediato las opera ciones, el período invernal aum entó al máximo la excitación, exasperando los ánimos, con lo que poco a poco se creó un estado psicológico de m asa, en el que encontraron crédito predicciones supersticiosas y presagios funestos. Es parta utilizó la espera para desarrollar una propaganda desenfrenada, diri giendo a A tenas las exigencias más inaceptables. En la tercera em bajada se atrevió a exigir, en general, la libertad de los aliados áticos, es decir, la diso lución de la Liga naval. Pericles no ignoraba este estado de ánim o, que ya es taba latente desde hacía años y que ahora se descargó bajo la impresión de los acontecimientos políticos. Sabía lo grave que era para la posición de A tenas y consideraba en una guerra abierta, la posibilidad de llevarlo hasta lo absurdo para obligar a la opinión pública griega a contar con la hegemonía ática como una realidad, que no era peor que la dominación de Esparta so bre Laconia. Tam bién la concepción estratégica de Pericles estaba guiada por este punto de vista. E n principio, la guerra no debía dar lugar a una nueva expan sión de A tenas, como había ocurrido hacía treinta años, sino consolidar la si tuación existente. La fuerza dinámica em pujaba a los adversarios a la acción y era m enester rom perla. Todo esto era justo, ya que el poder es un fenó meno de relaciones, y la A tenas de la que había partido el ataque era distinta de la que se pedía, en el 432, que abdicara como gran potencia. Por tal m o tivo, el plan bélico tenía un carácter puram ente defensivo. No debía em pren derse ninguna acción en tierra firme; incluso en el m ar, debían llevarse a cabo sólo dem ostraciones de fuerza con el objeto de evidenciar claram ente la supremacía naval ateniense y de convencer al enemigo de su impotencia: no debía sentirse seguro en ninguna parte de G recia, ni siquiera en el lejano Oc cidente, donde hubiera costas bañadas por el mar. La lección debía servir en
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particular para Corinto. Esta estrategia era objetivam ente muy convincente, pero conllevaba una grave hipoteca psicológica. No sólo se renunciaba a las energías que fácilmente surgen en quien ataca, y a la fascinación de tangibles éxitos, sino que im ponía a la población del A tica el grave sacrificio de dejar que el enemigo arrasara sus tierras sin com batir. Esta misma población fue puesta a seguro en el amplio espacio com prendido entre los grandes am urallamientos, pero la evacuación de la ciudad tenía lugar precisam ente durante los meses de verano, cuando los campesinos, en lugar de recolectar las cose chas, tenían que asistir al horrible espectáculo de ver cóm o el enemigo arrui naba las mieses e incendiaba sus casas. U na visión así-tenía p o r fuerza que deprim ir los ánimos. Pericles se sentía lo suficientem ente fuerte como p ara superar estas difi cultades. A ello le daba derecho la autoridad indiscutible de la que había go zado a lo largo de quince años. Sabía que estaba som etido a una considerable presión que, significativamente, no provenía de quienes le habían obstaculi zado en su ascensión y le habían atacado después de los acuerdos de paz. La oposición conservadora se había desm oronado bajo la im presión de la paz, y aunque la guerra podría ayudarla a renacer, no obstante, la conducta m ode rada querida por Pericles no habría suscitado una oposición conservadora exasperada. E ra éste el efecto de la fuerza de convicción, que, entre tanto, los hechos nuevos y la personalidad de Pericles habían ejercido sobre el ene migo de siempre: precisam ente en la resolución del problem a de cómo con ducir la guerra, Pericles se aproximó a sus viejos enemigos. La resistencia n a cía en otro lugar. Pericles era atacado por los activistas dem ocráticos, es d e cir, por el grupo cuyo exponente había sido en origen el mismo Pericles y al que había llevado a la victoria. Esta inversión de relaciones, sorprendente a prim era vista, tenía razones psicológicas fácilmente comprensibles. Después del 461, bajo la égida de Pericles, los dem ócratas habían defen dido una política exterior enérgica y ahora no entendían que en el fondo la m oderación de hoy correspondía perfectam ente al ím petu de ayer; y esto lo com prendían tanto menos cuanto que en las circunstancias del m om ento te nían de su parte los sentim ientos generales. Incluso con la m ejor voluntad, el hom bre de la calle no podía entender que el E stado ateniense, pletórico de energías, encajara sin reaccionar los golpes del enemigo y que, además, sin defenderse, tuviera que soportar los más duros sacrificios m ateriales. La crí tica se m anifestaba de form a abiertam ente en versos satíricos en los que P eri cles era apostrofado como el rey de los sátiros, es decir, como jefe de una banda de bufones que, tal vez, pronunciaba grandes palabras sobre la guerra, pero que no se atrevía a em puñar la lanza y que, únicam ente, cuando era in citado por el fogoso Cleón, dejaba oír el rechinar de los cuchillos de cocina. El descontento se había creado ya un portavoz en la figura de este Cleón: el hom bre que, algunos años más tarde, ejercería una fuerte influencia sobre la política ática, ya entonces dem ostraba a Pericles que no había entendido su política. E ra una preocupante advertencia para el futuro, ya que Pericles, con sus casi setenta años, em pezaba a declinar. Así y todo, podía esperar, según la hum ana previsión, conducir personalm ente el conflicto hasta su feliz con clusión y, por tanto, asegurar la estabilidad a los principios que no estaban en la base. O bró con la máxima prudencia frente a la irritación popular, evi tando, en lo posible, convocar asambleas. Pero en aquellos m omentos sobre
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vino una desgracia que hizo vanas todas sus precauciones y ya en el segundo año de la guerra (430) expuso su política a los más graves riesgos. E n El Pireo se difundió una epidem ia procedente de Egipto. N orm al m ente se habla de peste, aunque, con toda seguridad, no se trató de la peste bubónica que conocemos de la E dad Media. D esde luego, no habría sido tan peligroso si el contagio no hubiera estado favorecido por el hacinam iento de la población rural entre El Pireo y la ciudad y por las deficientes condiciones higiénicas que com portaba. Las consecuencias fueron catastróficas: la gente moría a m ontones. E ntre una tercera y una cuarta parte de la totalidad de la población ática, es decir, ochenta mil a cien mil personas se calcula que fue ron víctimas de la epidem ia. Los médicos no conocían ningún rem edio y ellos mismos acababan por sucumbir a la enferm edad. A penas podía enterrarse a los m uertos, que eran quem ados en grandes hogueras comunes. Tucídides, que tam bién fue afectado por la enferm edad, pero que logró superarla, nos ha dejado un célebre relato, que contiené todas las características típicas que encontram os en sucesivos estallidos de peste. Tam bién en A tenas se dieron fenómenos de histeria colectiva. Se afirmaba que los peloponesios habían en venenado las cisternas, o se referían oráculos que habían predicho hacía tiem po la desgracia en relación con la «guerra doria». Sentenciaban que la culpa radicaba, sobre todo, en aquella guerra funesta, en la que A polo había intervenido a favor de los enemigos y que les había avisado con antelación del curso de los acontecim ientos. E ra fácil concluir que debía haberse evitado la guerra y que, en el fondo, todo había sido provocado por Pericles, el jefe político responsable. En contra de su voluntad, se envió a E sparta una dele gación que debía iniciar las negociaciones de paz; éstas no tuvieron éxito, ya que las exorbitantes exigencias im pidieron a A tenás, por muy desmoralizada que se hallase, seguir por el camino del pacto. En esta atm ósfera, probable m ente, fue desencadenado tam bién el ataque contra Anaxágoras, el amigo de Pericles. Sus especulaciones en el campo de la filosofía natural eran el m ejor blanco para la masa supersticiosa y excitada. Sólo la huida perm itió a A naxá goras, que vivía desde hacía décadas en A tenas, sustraerse a un proceso cri minal. Pero la rabia de la desesperación no se paró ni siquiera ante Pericles, y frente a la furia desencadenada fracasó, por prim era vez, su arte superior de gobierno. No pudo evitar ser destituido de su cargo y llevado a juicio (bajo el pretexto de apropiación indebida de fondos públicos). Para él, el asunto era cuestión de vida o m uerte. Tan sólo un cambio de procedim iento le salvó de lo peor en el último m inuto, escapando con una sanción económica de cincuenta talentos. Políticam ente Pericles era un hom bre m uerto, o así debía parecerlo, por lo menos, ya que pronto se dem ostró que no podían salir ade lante sin él. El episodio fue rápidam ente superado y ya las siguientes elec ciones de estrategas, en la prim avera del 429, lo colocaron de nuevo a la ca beza del Estado. Sin em bargo, la naturaleza consiguió entonces lo que sus enemigos no habían podido: tres meses después de su reelección murió Peri cles, víctima de la peste. La repentina desaparición del prim er hom bre de A tenas suscitó diversos problem as, y el tiem po que siguió había de ofrecer más de una ocasión para volver a pensar en Pericles y en su final repentino. El problem a más acu ciante era saber si, con el 429, se rom perían bruscam ente los hilos que Peri-
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d e s había tejido. Por fortuna, este tem or no se confirmó. A finales del 429 se había calm ado la peste, con lo que cedió tam bién la peor opresión. La p o lítica de Pericles fue continuada, y los hom bres que habían intentado hacerlo caer un año antes, no lograron hacerse con la situación. Según una valora ción retrospectiva, su caída aparece com o un episodio pasajero, quizá por un m ovimiento de psicología colectiva. Fueron más fuertes la tradición por él iniciada y la posición de los am bientes conservadores en el Estado. No renunciaron a la actitud responsable a que les había acostum brado la era de Pericles, y estaban decididos a no abandonar el tim ón que la m uerte de Pericles les había puesto en sus manos. Se m antuvieron leales a la democracia ática, aunque, en principio, no fueran amigos de su form a actual, y sobre todo se identificaron sinceram ente con la guerra tal y como Pericles la había concebido. Es cierto que no contaban con un hom bre que por su talla hubiera podido colm ar el vacío dejado por P eri cles; pero esto no quiere decir necesariam ente que la circunstancia fuese fa tal. Ningún E stado puede existir a la larga si hace depender exclusivamente su prosperidad de personalidades fuera de lo común. D espués de Pericles in teresaba más que su política se confiase a varias personas o m ejor a una de nivel medio. E n este sentido, el m om ento histórico encontró su represen tante: Nicias, noble y rico, era una figura que carecía de brillantez y que es taba lejos de poder com pararse con Pericles. Le faltaba su íntim a m ajestad, le eran extrañas la falta de prejuicios y la libertad de pensam iento que habían caracterizado a Pericles. Pero Nicias era un hom bre sensato, con el instinto de un sano juicio hum ano, extrem adam ente escrupuloso en sus actividades y un m ilitar capaz. Servía con fidelidad a la dem ocracia, aunque no le gustaban los m anejos de los sicofantes y no se som etía sin oposición a las obligaciones que le im ponían sus riquezas, las liturgias. En sí era un hom bre capaz de afir m arse por sus dotes individuales, y si a pesar de todo lograba ejercer una in fluencia constante, esto sucedía porque en su persona se reunían muchas otras o porque le apoyaban las fuerzas de la m esura y del sentido común. M ientras se m antuvo este equilibrio y no fue derribado p o r otras fuerzas, N i cias fue un im portante factor de estabilidad. El Estado ático tenía urgente necesidad de un elem ento como él y, realm ente, Nicias estuvo a la altura de la misión. Lo dem ostró claram ente en la confrontación con su adversario político Cleón. Éste ya se había encontrado en prim era línea en la fronda dem ocrá tica en contra de Pericles y ahora se convirtió en una figura central del m undo político ateniense. Sin em bargo, no se podía decir que, por esto, h u biera obtenido el control del poder. H ubo instantes en que casi pareció haber conseguido su objetivo, pero el éxito se le escapó siem pre de las manos. Cleón era estim ado por la masa y no pudo decirse que tan sólo estim ulara sus peores instintos. E ra notable su pasión patriótica por las grandes tareas que arrastraban al individuo, y personalm ente era un carácter sencillo que no conocía la vileza y no vacilaba en exponerse. P ero era un hom bre muy rudo, sin cultura personal ni en el campo intelectual y artístico ni en el estilo de vida. Es cierto que, como propietario de una fábrica de cuero, pertenecía a los círculos acom odados, pero su conducta era la de un hom bre vulgar, y esto pesaba mucho más que el no proceder de una familia aristocrática. En una Atenas que se encontraba en condiciones bastante sanas, gente como él no
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tenía posibilidad de éxito, aunque su energía resultaba simpática y su llam a miento al resentim iento de la pequeña burguesía encontraba un eco favora ble. Cleón dom inaba, sobre todo, la psicología de los jurados (los «heliastas») y con ello hacía vibrar una de las cuerdas más delicadas de la dem o cracia ática. Inculcaba a estas gentes de mediocre extracción la idea de que la dem o cracia tenía su base en ellos, y ponderaba su probidad algo provinciana de viejo cuño como el fundam ento del Estado frente a las actitudes m ostradas por la juventud elegante, que se concentraba sobre todo en el cuerpo de los caballeros. Intentaba aterrorizar a los funcionarios m ediante el control proce sal de la administración. «Los palpaba para ver si estaban m aduros», decía Aristófanes, y esta política no quería ser sólo estímulo para gobernar correc tam ente, sino tam bién una fuente de ingresos para el Estado en form a de sanciones económicas. Cleón se interesaba principalm ente porque la adminis tración financiera y el erario público estuvieran en situación de hacer frente a los gastos de la guerra. Vigilaba despiadadam ente los im puestos extraordina rios sobre los patrim onios (las eisphoraí), y en el año 424 asumió la ingrata tarea de aum entar los tributos en un ciento por ciento. Cleón, con su fanatism o, indudablem ente subsanó ciertos vicios invete rados, pero el clima político creado por su celo no era sano. Alim entando una democracia que llevaba sobre su frente el sello de una sórdida m ezquin dad,, reavivó a destiem po contrastes que se habían equilibrado poco a poco. Seguramente tam bién por parte del otro bando había una estupidez sem e jante, y el fatuo com portam iento de la jeunesse dorée aristocxática, que se pa voneaba a la m oda espartana con bastones de nudos, cabellos largos, bigote y capas cortas, no parecía de buen gusto durante la guerra. No obstante, hacía demasiado honor a estos snobs laconizantes tom ándolos como expreso objeto de atención y se esparcía a m anos llenas la sospecha de que éste o aquél «odiaban al pueblo» y querían la tiranía, con lo que, por motivos psicológicos evidentes, se abusaba tranquilam ente de este térm ino para dirigir contra el adversario los sentim ientos que com portaba. En estas condiciones no era ex traño que los grupos aristocráticos intensificaran la actividad de sus asocia ciones y trataran de defenderse contra tales vejaciones por medio de organi zaciones que debían garantizar su influencia en las elecciones y en los tribu nales. A pesar de todo, Cleón estaba lejos de ejercer una influencia decisiva con sus provocaciones. Tam bién a él se le ridiculizaba: el joven Aristófanes consiguió fama y aplauso parodiando a Cleón en varias de sus obras. Pero el hecho principal era que el camino hacia el poder seguía estando cerrado para él; las extravagancias políticas que pasaban por la m ente de Cleón y de sus seguidores eran m antenidas bajo control. Si se disparataba sobre la futura «hegemonía mundial» de A tenas, y los partidarios de Cleón fantaseaban so bre una expedición destinada a conquistar Cartago, eran éstos aún sueños in genuos que no había por qué tom ar en serio. Por tanto, la guerra no se orientó hacia nuevos objetivos y se desarrolló exclusivamente según las líneas iniciales. Tucídides observa, entre otras cosas, que la guerra del Peloponeso superó a todas las anteriores en extensión geográfica. La observación es im portante. E n realidad, esta guerra no se com batía sólo entre A tenas y E sparta, sino que complicaba a todos los griegos. A rrastró a todo el m undo griego, como
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es fácil de advertir. En prim er lugar, las potencias espartana y ateniense r e presentaban en conjunto la m ayor parte de los estados griegos; además fu e ron muy pocos (probablem ente ninguno, si se examina bien y se considera toda la guerra) los que pudieron perm anecer a la larga neutrales. Ciudades y tribus que hasta entonces habían vivido en el aislam iento se vieron arras tradas por ella. Esto vale en particular para la parte occidental de la penín sula y para la Grecia central. Nadie quedó de algún modo excluido: los anales de las operaciones de guerra hablan de las luchas de los etolios, de los acarnanios y de muchos otros. La contienda había sido preparada por la ex periencia de que la neutralidad, como lo había testim oniado el ejem plo de Corcira, no podía ser ya posible. La experiencia debía repetirse casi fatal m ente en el transcurso de la guerra misma. Esparta, gracias a la Liga del Peloponeso y al desinterés de A tenas, tenía libertad de movimientos en la Grecia continental y algunas veces se aprove chó de ello tam bién, aunque conservando en conjunto una actitud de pruden cia. Por motivos de política interior, rehuía operaciones dilatadas, que hubie ran puesto dem asiado poder en manos de un solo com andante. E n Atenas las cosas eran distintas. Ejercía una hegem onía naval casi ilimitada y podía m a niobrar en el m ar más rápidam ente de lo que hubiera sido posible en tierra. D e esta m anera, entró con sus barcos desde Occidente en el golfo de C o rinto, estableciendo contacto con estos lejanos parajes occidentales difícil m ente accesibles para un ejército de tierra. Por m ar se podía llegar tam bién a Sicilia, como sabían los griegos sicilianos, que en sus rencillas internas se preocupaban por obtener el apoyo ateniense. Y a en el 433 había sido con cluida una alianza entre Leontinos y A tenas, que se puso en acción cuando en el 427 Leontinos entró en guerra con Siracusa. La obligación vino a recor dársela a A tenas una delegación de Leontinos, con el filósofo Gorgias a la cabeza. El resultado fue una guerra siciliana de coalición. En cada bando se hallaban alineados varios estados. A tenas no contribuyó mucho a ella, a causa de sus otros compromisos, y ya en el 424 se concluyó inesperadam ente la paz. Pero los teatros de guerra continuaban siendo numerosos: ya casi desde el principio, el enemigo se hallaba en la Calcídica, como consecuencia de la defección de Potidea, m ientras que los espartanos irrum pían en el Atica. A partir de entonces las invasiones se repitieron regularm ente hasta el 425 (con la excepción del 429, el año de la peste, y del 426, cuando E s parta fue sacudida por un terrem oto). En la Calcídica la situación siguió siendo confusa incluso después de la reconquista de Potidea (430), porque el rey macedonio m antenía una actitud oscilante y, de cuando en cuando, p er turbaba el imperio ático en los confines de su territorio. La guerra del Peloponeso era una contienda civil en estado latente y en los mom entos críticos se convirtió abiertam ente en tal. El hecho no es tan ex traño como parece a prim era vista. Cuanto más com prom etidos se veían los estados griegos en las consecuencias del antagonismo entre atenienses y es partanos, tanto menos se hallaban en situación de desarrollar su política exte rior de acuerdo con sus particulares intereses. Prevalecían por necesidad otros puntos de vista, dictados por la política interior. Como no quedaba otro remedio que unirse a alguno de los dos grupos internacionales, la elección, cuando era posible, venía inspirada sólo por las simpatías de los grupos político-sociales. Las reglas de este modo de pensar hacía tiem po que se habían
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establecido. Los grupos oligárquicos tendían a la alianza espartana; los dem o cráticos, a la ateniense. C uando cam biaba la orientación de la política exte rior, se producía un cambio paralelo en las relaciones internas; y viceversa, cuando estallaba un conflicto interno, su resultado determ inaba casi siem pre la política exterior. La correlación obraba m ecánicam ente, y su triste resul tado era siem pre que el peso del partido vencedor sobre el vencido resultaba doblem ente gravoso. D onde triunfaba la dem ocracia, los oligarcas tenían que soportar no sólo a los dem ócratas, sino sufrir todavía el dom inio de A tenas: allí donde A tenas ejercía su hegem onía, se m antenía un dominio local dem o crático sobre las oligarquías, que odiaban tanto a A tenas como al gobierno local. Lo contrario ocurría donde triunfaban la oligarquía y la hegem onía es partanas. D e este m odo, al antagonism o entre A tenas y E sparta, dentro del círculo de los diversos estados independientes, se transponía tam bién al campo de las tensiones internas. E sta relación, en general, no era nueva. La Liga ática h a bía seguido esta lógica en m om entos críticos, y la alianza con E sparta había significado siem pre una orientación oligárquica en el interior. Sin em bargo, ahora, cuando la guerra hizo pasar el contraste externo a una fase aguda, la tensión interior tuvo que agravarse en m edida correspondiente. La anim ad versión que dividía a los dos grupos contrapuestos podía ahora transform arse en odio enconado, ya que la inestabilidad externa reforzaba la resistencia de los vencidos contra los gobernantes. D urante la guerra, las ocasiones de ha cer estallar abiertam ente el conflicto interno estaban al alcance de la m ano, ofrecidas en diversas ocasiones por la situación exterior; y cuando se llegaba a este punto, aum entaba la posibilidad de desem bocar en los peores excesos, sin contar con que un largo período bélico deteriora de por sí el patrim onio de los sentim ientos hum anos y em brutece todo el estilo de vida. La guerra del Peloponeso estaba destinada a convertirse en una revolu ción perm anente, y tanto más conform e pasaba el tiem po, como fue certera m ente observado por Tucídides, que reconoció además que los aconteci mientos no sólo provocaban infinitas violencias sino que pervertían tam bién la conciencia. La suspensión del estado de paz norm al inutilizaba sus con ceptos éticos, que fueron deform ados según las necesidades polémicas. Si norm alm ente una ciega precipitación es considerada como tem eridad insen sata, ahora se decía que era valentía, que se arriesga por los amigos; por el contrario, una prudencia previsora se convertía en cobardía camuflada, y lo que era una sabia m oderación se consideraba debilidad disimulada. Así se iba perdiendo el sentido de las norm as absolutam ente vinculantes; era decisivo tan sólo el criterio de la utilidad con respeto a una determ inada situación de lucha. Por ejem plo, las leyes del parentesco ya no tenían vigencia ante los imperativos de la solidaridad política. Se m antenía un juram ento en tanto no se tuviera el poder de rom perlo. Estos fenómenos no son desconocidos a un m undo que ha visto disgre garse tam bién sus axiomas ético-políticos, y nadie irá ahora a asom brarse de un pragmatism o así de los conceptos morales. No es casualidad que seamos capaces de imaginar en concreto qué significó este proceso; por consiguiente, podem os reconocer la actualidad del análisis despiadado, llevado a cabo por Tucídides, y observar la especial relevancia que en él tiene el contexto histó rico de donde provenían aquellas experiencias. Podrían hacerse todavía al-
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gunas observaciones sobre este punto y proponer, por ejem plo, la cuestión de cuál es la relación entre la inestabilidad de los conceptos ético-políticos, ahora constatada por prim era vez, y el esfuerzo por adaptarlos a fines ocasio nales frente al fenóm eno de la elaboración de las ideologías m odernas e in cluso con la despreocupada práctica de utilizarlos después de vaciarlos de toda realidad concreta. E n la prim era fase de la guerra del Peloponeso, este estado de cosas se manifestó en dos célebres acontecim ientos. Uno de ellos es el intento de d e fección de un E stado de la Liga naval, M itilene, de Lesbos (428-427). M itilene estaba entre los más antiguos com ponentes del im perio ateniense y era uno de los pocos que habían conservado no sólo el derecho de contribuir con barcos, en lugar de pagar tributos, sino tam bién la constitución oligárquica. Mitilene parecía dar una certidum bre de integridad política y de estabilidad interna superiores a cualquier otro Estado. Pero la guerra hizo vacilar la se guridad de este rum bo. Los oligarcas continuaron con sus simpatías hacia E s parta, debidas a motivos puram ente sociales, y decidieron renunciar a su se gura posición en el ám bito de la liga a cambio de una «libertad» que, de h e cho, sólo podía significar apoyarse en Esparta. N o pararon mientes en que, con ello, acabarían por despertar la desconfianza de los círculos dem ocráticos de Lesbos, ofreciéndoles una fácil ocasión de sustituir, con la ayuda de A tenas, a la oligarquía rebelde por una dem ocracia leal, prescindiendo de que el intento, considerando la inferioridad m arítim a del Peloponeso, era ab solutam ente insensato. Esto lo dem ostraría el transcurso de los acontecim ientos. A m bos factores decidieron la catástrofe. Esparta no envió ninguna ayuda efectiva y durante la lucha con A tenas, en el m om ento decisivo, los oligarcas fueron desar mados por los dem ócratas sublevados. Sólo restaba la capitulación incondi cional. E n A tenas, como era de esperar, se exacerbaron los ánimos por esta peligrosa defección. A instancia de instigadores radicales como Cleón, se tomó la determ inación de pasar por las armas a toda la población masculina de edad militar y de vender como esclavos a m ujeres y niños: en un p a roxismo de locura se reservaba el mismo tratam iento a culpables e inocentes, a los enemigos y a los amigos de A tenas. El barco que llevaba la orden de m atanza, cuya tripulación era consciente del horror de su misión y no se daba dem asiada prisa por llevarla a efecto, fue alcanzado, justo al llegar a su destino, por una escuadra que llevaba un decreto modificado y atenuado, que, en el último m inuto, impidió lo peor. Incluso así, el castigo siguió siendo implacable: todos los «culpables», es decir, principalm ente los aristó cratas, fueron ajusticiados — eran más de mil hom bres— ; las m urallas, dem o lidas; la flota, entregada, y la totalidad del suelo confiscado en favor de tres mil clerucos áticos, que, no obstante, no se hicieron cargo del cultivo, sino que hicieron trab ajar para ellos a los campesinos y arrendatarios ya estable cidos en aquellas tierras; y así, de la noche a la m añana se vieron convertidos en beneficiarios de sustanciosas rentas. El otro ejem plo precoz de desintegración política a causa de la guerra lo ofreció Corcira. E n cierto sentido, se trata de un caso aún más instructivo, ya que, hasta la guerra del Peloponeso, Corcira había logrado m antener un rum bo independiente y neutral entre los dos grandes bloques políticos y desa rrollar un program a propio. Pero algunos años antes del estallido de la gue-
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rra, como sabemos, una particular situación de política exterior impuso la alianza con A tenas llevada a cabo por el mismo gobierno oligárquico que hasta ahora había desarrollado una política independiente. Cuando estalló la guerra, a cuya preparación había contribuido este acontecim iento, los oli garcas quisieron anular la decisión ya tom ada, de acuerdo con los principios de una política exterior racional. En su fuero interno se sentían del lado equivocado como aliados de la dem ocrática A tenas y ya no querían ser ene migos de los peloponesios. Pero se engañaba y pensaban poder restaurar sim plem ente la primitiva posición de Corcira entre los dos bloques políticos, per m aneciendo como aliados de A tenas, de acuerdo con lo pactado y, al mismo tiem po, amigos de los peloponenses. Si creían realm ente en este disparate —hay ciertas razones para pensar que se trataba de pura hipocresía— que rían sólo engañarse a sí mismos: se engañaban sobre la posibilidad de deser tar de las filas atenienses, y no veían que, en su situación, sólo quedaba la elección entre uno y otro de los partidos que conducían la lucha, y que esta decisión ya había sido tom ada. Q uerer cambiar las cosas sólo significaba se guir los intereses de la política interna, con sus inevitables consecuencias. Por consiguiente, se abrió el camino a una fuerte oposición dem ocrática, que no sólo era favorable a A tenas, sino que en un cierto sentido tenía de su parte el derecho internacional. Ya la discusión sobre la renuncia a la alianza con A tenas term inó en un derram am iento de sangre. El paso siguiente provocó la revolución abierta y una lucha a brazo partido entre ambos bandos. La victo ria se inclinó del lado dem ócrata y el resultado fueron siete días de asesinato de oligarcas o de aquellos que, por motivos personales, eran considerados como tales. «Algunos encontraron la m uerte por odios privados; otros, por que se les debía dinero, a m anos de sus deudores. Se dio todo tipo de m uerte; ocurrió todo lo que suele suceder en tales casos, y aún más. El padre m ataba al hijo, las víctimas eran arrancadas de los altares sagrados y asesi nadas junto a ellos. O tros fueron em paredados en el tem plo de Dioniso y m urieron así» (Tucídides). T oda la guerra civil se desarrollaba entre las inter venciones alternadas de E sparta y A tenas. Esparta perm anecía inactiva, como en el caso de M itilene, preparando la ruina a sus amigos que se habían arriesgado a cambiar de frente. Se puede prescindir de seguir de cerca los distintos hechos de armas de la prim era fase de la guerra del Peloponeso, de diez años de duración, a la que los historiadores — con una dudosa justificación— se han acostum brado a lla m ar la guerra «arquidámica» (431-421 a.C .), según el nom bre del rey espar tano Arquídam o. Fue un período denso de acontecimientos, pero no era po sible que uno de los dos bandos se asegurase la victoria con un éxito deci sivo. El conflicto, tal y como lo había querido y previsto Pericles, era una guerra de resistencia. Cada uno trataba de perjudicar lo más posible al otro contendiente. Esparta asesinaba a todo com erciante ático que se dejaba sor prender en el Peloponeso, y con sus escasas fuerzas navales efectuaba una guerra de corso — si se excluyen las invasiones regulares del Ática— tan ineficaz como privada de escrúpulos, que tampoco respetaba a los neutrales (confirmaba que verdaderam ente en esta guerra ya no quedaban estados neu trales); los atenienses, por su parte, se vengaban em prendiendo desde el mar golpes de mano sobre toda la costa del Peloponeso y ajusticiando a todo es partano que lograban apresar. El objetivo principal de su guerra naval era la
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destrucción del poder de Corinto y la dominación m arítim a de la Grecia con tinental. E n este cuadro destacan por ello los pocos acontecim ientos que revelaban una especial capacidad de iniciativa y que en lo esencial alcanzaban su propó sito. Corinto, apoyada por E sparta y por los otros peloponesios, tuvo que sufrir considerables pérdidas y aceptar, por consiguiente —com o por lo demás estaba claro desde el principio— , que teniendo en cuenta la gran superio ridad ática, su potencia m arítim a tenía los días contados y que el éxito del 446, a la larga, debía aparecer tem poral e inconsistente. Sin em bargo, tan pron to como A tenas trató de superar los límites de este program a, falló el golpe. El estratega D em óstenes, al que se le habían confiado estas operaciones en los años 426 y 425, concibió la idea ilusoria de que podría ocupar fácilmente desde occidente toda la Grecia central y som eterla a A tenas sin com prom eter dem asiado las fuerzas atenienses sirviéndose sólo de la colaboración volunta ria o forzada de los pueblos m ontañeses occidentales, principalm ente de los etolios y acarnanios; pero la em presa fracasó por completo. Los previstos aliados, los etolios, le despidieron con cajas destem pladas. Después de este ridículo, Dem óstenes no osó regresar y pudo darse por contento del claro éxito conseguido más tarde contra A m bracia, aliada de Corinto; la victoria procuró un gran botín de guerra y aum entó las dificultades de Corinto. En esta guerra más o menos estancada, una casualidad provocó un movi m iento, toda una reacción en cadena que estuvo a punto de cambiar el carác ter del conflicto. A comienzos del verano del 425, una flota ateniense navegaba a lo largo de la costa occidental del Peloponeso, rum bo a Sicilia. D urante el viaje, D e móstenes, el estratega designado en el estío para el cambio de año (en reco nocimiento por su éxito en A m bracia), improvisó un desembarco en la costa mesenia con una pequeña parte de sus fuerzas m ientras el grueso seguía su ruta. En la pequeña península de Pilos creía haber encontrado una buena base para m olestar a los espartanos sublevando a los mesenios. Los espar tanos contestaron a esta provocación audaz, pero quizá no dem asiado prom e tedora en sus perspectivas prácticas, con una expedición que debía ahuyentar de nuevo a los atenienses. No obstante, el proyecto fracasó por completo. El ejército espartano había ocupado la pequeña isla de Esfactería, cercana a Pilos, para evitar que los atenienses la ocupasen y cerraron con dos naves la pequeña ensenada de Pilos. Su propia flotilla estaba anclada segura ante cualquier ataque, según creían, en la bahía de Navarino. Sin em bargo, en contra de lo esperado, las naves atenienses, cuyo núm ero había aum entado por la llegada de refuerzos, rom pieron el bloqueo, sorprendieron a los barcos de los desprevenidos espartanos y los destruyeron. Con esto, los espartanos que se hallaban en Esfactería quedaron incomunicados y, de atacantes que querían tener en jaque a los atenienses, se convirtieron en sitiados. Se tra taba sólo de cuatrocientos hoplitas, pero ciento cincuenta de ellos eran espartiatas, es decir, ciudadanos espartanos con plenos derechos. El peligro de perderlos produjo un miedo tal en Esparta que para conjurarlo estaba dis puesta a firm ar inm ediatam ente la paz. Así pues, com pletam ente por sor presa, había llegado el m om ento que Pericles había indicado como el o b jetivo de la guerra: el enemigo se doblegaba y A tenas era, por tanto, la vencedora.
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Pero no sucedió así. Cleón, el adversario de la política de Pericles, se opuso con violencia contra toda acomodación a condiciones m oderadas y tuvo éxito. Se dejó escapar la ocasión para una paz, y la guerra tuvo que continuar. Pero ¿cómo? E staba el peligro de que la locura de Cleón pusiera en juego incluso el éxito m ilitar de Esfactería. El bloqueo de los espartanos no era completo; además estaban bien abastecidos, y si el invierno llegaba, probablem ente serían liberados porque en la mala estación del año era im po sible m antener el asedio. Por consiguiente, Cleón se vio en un gran apuro y propuso, por su parte, atacar a los espartanos de Esfactería. Consideraba ri dicula la idea de que esto no era m ilitarm ente posible. Entonces Nicias, el es tratega com petente, le invitó en la asamblea popular a que lo intentara él mismo. Suponiendo que se tratab a de una pésima brom a, Cleón hizo como si no le im portara que se pusiera a prueba su afirmación. Entonces, Nicias le tomó la palabra y le cedió el m ando entre los aplausos del pueblo. Cleón se había com prom etido por su propia estupidez. Para cualquier persona inteli gente estaba claro que este aprendiz de militar, que había sido tan fanfarrón como para declarar que volvería en veinte días a A tenas con los espartanos, regresaría de Esfactería cubierto de vergüenza. Pero el resultado fue una nueva sorpresa: en breve tiempo Cleón regresó a Atenas, y los prisioneros con él. El ataque había sido un éxito; aunque desde el punto de vista técnico el m érito fue quizá de Dem óstenes, que ya antes de que llegara Cleón había preparado el ataque y que había sido asociado al m ando como especialista militar; sin em bargo, Cleón había vencido la partida y además había resultado vencedor incluso personalm ente. Las especula ciones de sus enemigos habían fracasa lo del todo y ahora parecía inevitable que se apoderase de todo el poder. U na casualidad afortunada ahorró a A tenas esta aventura. Se ofreció en la misma persona de Cleón, que no tenía las dotes suficientes para elevar a la categoría de tragedia el dram a satírico que estaba representando. Cleón impi dió nuevam ente la paz y rechazó una oferta espartana, pero no lograba orientar la guerra en el sentido que deseaba. Su consigna era: ¡basta de la guerra de posiciones; ataquem os al enemigo allí donde se encuentren sus fuerzas! Esto significaba que los atenienses debían tom ar la iniciativa tam bién en tierra firme. El prim er adversario era, por consiguiente, Beocia, que se encontraba en guerra con A tenas desde el principio, sin que hasta aquellos m o mentos se hubiera intentado ninguna acción decisiva. Pero en agosto del 424 sucedió una catástrofe militar. Junto a Delio, fue destruido un ejército ate niense y su com andante m uerto. Pero no se trataba de Cleón, que, no obs tante los recientes laureles, prefería guerrear en la plaza del m ercado y dejar a los expertos el m ando de las operaciones. Después de este fracaso, su influencia había disminuido, pero no había quedado anulada. Lo peor era que, de repente, el viento soplaba a favor de los adversarios; parecía que el plan de Cleón, de batir al enemigo, lo hubie sen de lograr, por el contrario, los espartanos. En la figura de Brásidas en contraron un hom bre realm ente rico en ideas. Brásidas apuntó directam ente a las posiciones claves de A tenas, por lo general inaccesibles para Esparta, dado que sólo se podían alcanzar por m ar. No obstante, existía un territorio del imperio ático que se podía alcanzar por tierra. A pesar de todo, exigía habilidad y coraje llegar hasta las posesiones atenienses de Tracia, y en pri-
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m er lugar, la Calcídica y Anfípolis. Pero Brásidas se sintió a la altura de la tarea y alcanzó la m eta después de una m archa a través de toda'G recia. No era solam ente militar, sino tam bién político y, por tal motivo, abandonó los torpes m étodos de destrucción, que durante la guerra se habían convertido en costum bre por parte de ambos contendientes. Intentaba obtener la adhe sión voluntaria de las ciudades que pertenecían a la liga ática. A llí donde lo lograba, m ediante el inevitable cambio de partido y de gobierno, tendía su m ano protectora sobre el enemigo derrotado. No ordenaba m asacres, y cuando, por el contrario, los atenienses lograron reconquistar una de estas ciudades, todo el m undo pudo apreciar hasta qué punto difería el nuevo m é todo del antiguo. Cleón había hecho aprobar, a su estilo, un decreto popular que condenaba a los ciudadanos de Escione — así se llam aba la ciudad de Calcídica— a ser ajusticiados. Por tal m otivo, se podía prestar fe a la «libera ción de la Hélade» prom etida por Brásidas; y precisam ente esto es lo que hizo Anfípolis, una colonia ateniense. A unque no en todas partes consiguió su o b jetivo, sus éxitos eran asombrosos. El historiador Tucídides hubo de sentirlo en su propia persona cuando no pudo im pedir la caída de Anfípolis, al llegar demasiado tarde desde Tasos, donde se encontraba con su escuadra. Esto sig nificó el fin de su carrera política; para sustraerse a la condena, ya no regresó más a A tenas. La tarea de poner remedio a las colosales pérdidas de A tenas en Tracia era digna de la presunción de Cleón. A cabó aceptándola y sufrió todas las consecuencias de su incapacidad militar. A nte las m urallas de Anfipólis, en el intento de reconquistarla, A tenas sufrió una derrota catastrófica. Cleón es taba entre los caídos. Pero tam bién el general espartano Brásidas había en contrado la m uerte en la lucha. Las «dos mazas», como se les denom inaba, ya no existían y el camino hacia la paz tenía por fin vía libre. Esparta no pensaba en continuar la línea de Brásidas, que nunca había aprobado del todo. ¿Q ué otras ideas podían nacer en una m ente tan original? No eran cosas para Esparta, tan recelosa contra cualquier posibilidad de que surgieran cuerpos constitucionales extraños. Y la preocupación principal continuaba siendo la de salvar a los prisioneros espartiatas. E n A tenas, los amigos de Cleón tuvieron que enm udecer: habían sido claram ente derrotados. Y la voz del m editado buen sentido, a pesar de las últimas aventuras, era aún suficien tem ente fuerte como para im ponerse a la estúpida vocinglería de H ipérbolo, amigo de Cleón. Vino así la paz, hacia la que Pericles había apuntado desde el principio; la paz que ya se le había ofrecido a A tenas hacía tres años; ahora, en cierta m anera, le era regalada por segunda vez y fue m antenida al com prender la realidad de la situación. El «héroe» de la paz era Nicias, a quien afluyeron las simpatías de am plios círculos, ya que la m ayoría estaba harta de esta guerra que duraba ya diez años; sobre todo, la gente sencilla del cam po, que habían tenido que sufrir en m ayor medida. Ya entonces la definición de «paz de Nicias» entró en el uso corriente. Las negociaciones se sucedieron a lo largo de todo el in vierno del 422-421, ya que no faltó cierta desilusión cuando se vio que años antes, después de Esfactería, quizá habría podido conseguirse más. El acuerdo se firmó por cincuenta años, esto es, un período mayor que la paz de los treinta años del 446; en consecuencia, las cláusulas del acuerdo tenían que ser m ejor definidas. El acuerdo sancionaba el statu quo del 431, con una
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im portante excepción: no preveía la restitución de las posesiones perdidas por Corinto. Este punto tan delicado fue sencillamente om itido en las estipu laciones, bajo la tácita prem isa de que los cambios políticos que surgieran con la aprobación formal de los interesados no se pondrían ya más a discu sión; un principio que sólo se derogó en un caso (Anfípolis). D ado que en la esfera de influencia de C orinto sólo había tenido lugar un cambio autónom o de frente, este punto podía tranquilam ente pasarse por alto. Allí donde con cernía a los intereses atenienses en relación con los éxitos políticos de Brásidas, bajo una aparente salvaguardia del principio, se eligieron fórmulas complicadas para satisfacer las pretensiones atenienses. Las posesiones ba sadas en una simple ocupación militar debían ser abandonadas por ambas partes. La im portancia política de la «paz de Nicias» se apoyaba más en el conte nido de las distintas cláusulas del acuerdo que en el hecho de que con ella E sparta renunciaba en toda la línea a sus objetivos bélicos del 431. A hora ya no se ponía a discusión la existencia de un imperio ático. El conflicto había finalizado inequívocamente a favor de A tenas, y Esparta tuvo que confor marse con reconocer de form a indirecta, en la resolución de paz, la posición hegemónica de Atenas. El tratado fue entendido en este sentido tam bién por los aliados pelopo-· nesios de Esparta, en prim er lugar por ; Corinto. Los intereses de Corinto, que habían tenido un peso decisivo en el estallido de la guerra, ahora fueron ignorados por completo: era signo de que el bando peloponesio había sido derrotado. Las repercusiones se hicieron sentir más pronto de lo previsto. La conclusión de la paz fue seguida inm ediatam ente por la disolución de la Liga del Peloponeso. Corinto, Élide y M égara no aceptaron el acuerdo. E sparta se hallaba aislada en medio de sus amigos, y ante esta am enaza, trató de cu brirse las espaldas volviéndose hacia A tenas. Entre las dos ciudades se esta bleció una alianza, que sancionó la desintegración de la Liga del Peloponeso. El movimiento separatista fue acom pañado de otra iniciativa antiespartana. Después de transcurridos los treinta años de la paz de Calías, Argos salió de su aislamiento asociándose con C orinto, la Elide y M antinea en una liga se parada contra Esparta. D e golpe, todo el sistema había sido vuelto del revés: la antigua dom inadora del Peloponeso dependía ahora de A tenas; el poder de Esparta, y no el de A tenas, estaba desintegrado; había comenzado un mo vimiento sin una orientación fija, y un espléndido triunfo había coronado la política de Pericles. A tenas veía abrirse la puerta de la dominación sobre el continente veinticinco años después de que Pericles hubiese intentado, en vano, obtenerla por la fuerza. Parecía anunciarse un nuevo desarrollo lleno de prom esas para Atenas.
La aventura del poder Si la historia le ofrecía a A tenas, de forma casi milagrosa, circunstancias tan favorables, era absolutam ente necesario que las aprovechase. No era fá cil, ya que en la nueva situación se mezclaban realidad y posibilidad: además de aceptarla sin vacilaciones, era necesario transform arla con cautela. A tenas no dem ostró esta prudencia: la política ática careció de la capacidad necesa-
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ría para aferrar la inesperada situación y adaptarse a ella. D e este m odo, todo volvió a perderse al cabo de tres años. La alianza antiespartana se disol vió, m ientras se restablecía la contraposición que parecía superada: de un lado, E sparta con los peloponesios; del otro, A tenas con la Liga naval ática. Y A tenas no sólo no había em prendido nada en contra de esta evolución, sino que incluso la favoreció decididam ente con su propia intervención. A unque los particulares sean bastante complicados, la realidad se m uestra con relativa claridad. La fatalidad radicó en la ausencia de una inteligencia superior capaz de com prender que A tenas había de vérselas con una E sparta debilitada y que precisam ente de esta debilidad podía obtener ventaja. Sin em bargo, en la aplicación del tratado, A tenas se com portó como si E sparta siguiera todavía en plena posesión de su poder y autoridad, exigiendo la res tauración absolutam ente com pleta de un estado de cosas que E sparta ya no podía controlar. U na ciudad de Beocia debía ser entregada a los atenienses, pero los beocios se habían separado de E sparta, que, p o r consiguiente, no podía satisfacer la exigencia. En Anfípolis, los espartanos fueron engañados por uno de sus oficiales que, en lugar de entregar la ciudad a A tenas, se li mitó a abandonarla. Los atenienses habrían tenido que hacerse justicia por sí mismos; en lugar de esto, se m antuvieron firmes a la letra del acuerdo y con ello perdieron para siempre esta base. Por el contrario, recurrieron a las re presalias y se negaron a ceder a E sparta los lugares marginales del Pelopo neso, como Pilos y Citera, a cuya entrega se habían com prom etido. En poco tiem po la atm ósfera se oscureció y en E sparta em puñaron el tim ón aquellos que habían aceptado la conclusión de la paz tan sólo a disgusto. El prim er contragolpe no se hizo esperar mucho. Beocia, aislada, y por tanto expuesta a cualquier ataque ateniense, firmó una alianza con E sparta, en contra de lo pactado entre espartanos y atenienses; es, significativo que los beocios logra ran obtenerla precisam ente cuando E sparta les invitaba a entregar Panacton a A tenas. D e esta form a, fue A tenas misma quien, en el fondo, desaprove chó la oportunidad de tener mano libre en la G recia central. El segundo error fue todavía más grave y carecía de lógica política. A tenas apoyó la liga separada antiespartana cuando esta liga, guiada por Argos, pasó a la ofensiva. E ra una aplicación del principio anticuado de que los enemigos tradicionales de Esparta eran amigos de A tenas y de que la ac tividad de Argos ofrecía siempre una ocasión para hacerle desprecios a E s parta. El «éxito» tampoco se hizo esperar en este caso: Corinto le volvió de inmediato la espalda a la alianza y se acercó de nuevo a Esparta (420). La confirmación definitiva de tal disparate fue la victoria m ilitar de Esparta so bre la liga en M antinea, en la que, para m ayor desgracia, encontraron la m uerte los com andantes de las tropas auxiliares áticas (418). La consecuencia fue que la liga separatista se disolviera y que Argos acabara firmando tam bién la paz con Esparta. Si durante estos años el reagrupam iento de las fuerzas políticas en A tenas hubiera correspondido a la paz de Nicias, sería natural buscar en él las causas del fracaso y poner en su cuenta tanto la escasa perspicacia como la falta de coherencia. Pero la dirección de la política ateniense no era unitaria. Nicias se hallaba bajo la presión de los extremistas dem ócratas que, com o Hipérbolo, no com prendían en absoluto el problem a, y que, en general, no adm i tían un acercam iento a Esparta. Éstos aprem iaban para que se volviera a la
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vieja línea antiespartana. En estas circunstancias la cuestión esencial era ver hasta qué punto era capaz Nicias de conservar el poder. Posiblem ente habría tenido más éxito si frente a él no se hubiese levantado una figura que no ad mitía comparación. E n el 420 apareció en el escenario político Alcibiades, que apenas había cumplido treinta años, la edad exigida para ocupar altos cargos públicos. E n los cinco años siguientes, Alcibiades se reveló, como dirigente de la política ática, una desgracia para A tenas; más tarde, cambiando continua m ente de posiciones y moviéndose casi librem ente en el espacio de la política internacional helénica, Alcibiades representó una fuerza con un peso mayor que flotas y ejércitos enteros; y cuando, finalm ente, desapareció justo con el final de la guerra del Peloponeso (404), dejó tras de sí un m ontón de ruinas que podían considerarse casi obra suya. La historia griega no ha conocido a nadie, fu era de A lejan d ro M agno, que pudiera equiparársele en vigor y energía personal. Fue un fenóm eno verdaderam ente asom broso, tal como para hacer aparecer la historia como un juguete en las manos de uno solo. P ara A tenas, Alcibiades se convirtió en el contraste de Pericles. Si éste había sido el espíritu bueno, que equilibraba los defectos e imperfecciones de sus conciudadanos y obtenía lo m ejor de ellos, Alcibiades era sem ejante a un dem onio, que elevaba a proporciones gigantescas las peligrosas tendencias de los atenienses y espoleaba sus pasiones, haciendo que se evaporase el último resto de sentido común político. Los atenienses le consideraban de modo contradictorio: lo am aban y lo odiaban, y nunca pudieron rechazarle por completo. Sentían que pertenecía a ellos como la som bra a la realidad, y, sin em bargo, en alguna ocasión hubieran querido desem barazarse al mismo tiempo de la som bra y de la realidad. Alcibiades era una figura espléndida ya por su origen, que lo ligaba a la más ilustre aristocracia ática. A través de su m adre, perteneciente a la familia de los alcmeónidas, estaba em parentado con Pericles y creció incluso en su casa bajo su tutela. A ntes de entrar en la vida política, ya era tan conocido que Aristóteles podía aludir a él en sus prim eras obras. Se conocían sus grandes orgías y sus desenfrenadas aventuras juveniles. Se com prendió en se guida que para Alcibiades nada tenía valor fuera de sí mismo. No le im portó en absoluto raptar a una m ujer que había buscado refugio al lado del arconte, ni golpear a un rival en la coregia (dotación de un coro teatral). A pe sar de todo, A tenas le concedió el premio. Frecuentó la com pañía de Só crates; incluso fue su com pañero de tienda en dos campañas militares y era considerado su discípulo. No obstante, sil carácter tenía poco de la sensatez del m aestro; habría sido más fácil ver en él un alumno aventajado de los so fistas. El principio de que el fuerte crea para sí mismo las norm as, no era para Alcibiades una convicción teórica, sino filosofía práctica. En política, consideraba justa cualquier tendencia, según la ocasión. Ya antes del 420 es tuvo una vez del lado de Cleón, otra del de Nicias. En el fondo, los despre ciaba a los dos. Tam poco A tenas era para él una instancia que significase todo. N aturalm ente, buscaba la aprobación y el aplauso para tener una plata form a de lanzam iento, pero se esforzó igualm ente desde el principio por con seguir el eco de toda la opinión pública griega, e hizo correr en Olimpia los tiros de caballos más costosos. E n el exterior m antenía, al estilo de la antigua aristocracia, estrechas relaciones personales, y se procuró así una clientela
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mucho más allá de los límites de A tenas. D onde le fallaba popularidad, le ayudaban sus inmensas riquezas. En A tenas sacó provecho de las liturgias, a las que proveía generosam ente. D e uno u otro m odo, quería dom inar sobre A tenas, pero, naturalm ente, tam bién sobre el im perio y, a ser posible, aún más allá del mismo. Los seres hum anos eran para él una m ateria m aleable, como cera en sus m anos, y por tal motivo debían ser puestos en condiciones de dejarse plasm ar, ante todo, los atenienses. U na política de m oderación y de reflexión no podía servirle; necesitaba movimiento y, cuando lo tenía, no dudaba en intensificarlo hasta la exaltación. Para él era una suerte que las se millas de un expansionismo ilimitado existieran ya sembradas en los sueños de los dem ócratas radicales; se apresuró a utilizarlos y prestó su poderbso aliento a unas aspiraciones que así y todo estaban llenas de fuerza explosiva. Fue feliz al ver caer la concepción política representada por la paz de Nicias, y contribuyó en buena parte a destruirla. Frente a él, H ipérbolo era un vul gar agitador y en seguida pasó a la som bra, tanto, que Alcibiades era consi derado con justicia el verdadero antagonista de Nicias. La tensión iba haciéndose insoportable y exigía una solución. Fue precisa m ente H ipérbolo quien la quería, desde luego, no por motivos desintere sados. Si el ostracismo, el medio previsto para este fin, decidía en contra de Alcibiades y, por consiguiente, tam bién en contra de la facción del propio Hipérbolo, él quedaba como jefe indiscutible del grupo derrotado. Si sucum bía Nicias y vencía Alcibiades, a H ipérbolo le quedaba la satisfacción de ver prevalecer la política que él defendía. Sin em bargo, el juego se desarrolló contra todas las reglas. Nicias y Alcibiades se aliaron y el pueblo, que m ar chaba sin dirección, fue víctima de la brom a grotesca: votó en contra de H i pérbolo, cuyo nom bre no entraba ni siquiera a discusión. Este artificio iba en contra del propósito de la institución y los contem poráneos tuvieron concien cia de ello, criticando abiertam ente la m aniobra. Este abuso del ostracismo además le proporcionó tal descrédito que desde entonces no volvió a ser utili zado. Pero, naturalm ente, no se puso remedio al daño inm ediato, daño que era aún peor de lo que podía pensarse en aquel instante. Así pues, Atenas estaba entregada a la dirección de dos guías divergentes. E n el m ejor de los casos, quedaría paralizada. Pero los que conocían a Alcibiades sabían bien que a la larga conseguiría prevalecer, aunque el ostracismo de Hipérbolo, d e fensor de una política de guerra, parecía dar la razón a Nicias. Ya el si guiente año (416) reveló quién era el espíritu dom inante en Atenas. En plena paz, A tenas atacó la pequeña isla de Melos, que ya había inten tado inútilm ente conquistar durante la guerra arquidám ica, y cuando la co m unidad no quiso plegarse a un ultim átum ateniense, aniquiló a toda la p o blación. En realidad fue un simple episodio en el cuadro político general, pero Tucídides lo considera un síntoma revelador de las condiciones políticomorales de A tenas, tanto es así, que ilustró en el «diálogo de los melios» este acontecimiento con una de sus reflexiones político-m orales más profundas, inspiradas en las experiencias del final de la guerra. El auge de Alcibiades tuvo su m om ento decisivo al año siguiente (415), cuando regresaba de Sicilia. En la Grecia continental no había vuelto a co menzar la guerra, a pesar de la ruptura de la alianza ateniense-espartana y aunque en el Peloponeso seguía habiendo confrontaciones, por ejem plo, e n tre Argos y Esparta. Ésta se esforzaba por evitar un nuevo comienzo de la
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contienda, m ientras A tenas consideraba inoportuno pasar al ataque, dado que la superioridad de E sparta en tierra estaba fuera de toda duda. Sin em bargo, cuando llegaron unos enviados de la ciudad siciliana de Segesta para solicitar la ayuda ateniense contra Selinunte y, por consiguiente, tam bién contra Siracusa, aliada de Selinunte, pareció que A tenas había encontrado fi nalm ente un campo en el que podía dar un curso libre a sus energías. La si tuación no era del todo nueva: ya se había presentado durante la guerra arquidámica, pero entonces no se había sacado provecho de ella, porque no se tenía libertad de acción. Ya en este período ciertos dem ócratas soñadores es taban convencidos de que el futuro de A tenas estaba en el m ar: una vez con quistada Sicilia, bastaba un paso para derrotar a Cartago. El M editerráneo occidental estaría som etido entonces a A tenas y el oriental podía ya conside rarse como dominio propio. Así, E sparta y el Peloponeso se convertían en bases insignificantes de resistencia, que podían eliminarse sin gran esfuerzo. E l cálculo estaba plagado de errores, pero era un sueño y prom etía un resul tado fascinante: parecían resolverse de un golpe todos los problem as que ha bían tenido ocupada inútilm ente a A tenas durante casi medio siglo. Este pensam iento suscitó una exaltación increíble. Los atenienses estaban obsesionados; un mal del que A tenas se había librado siem pre, una idea fija, que hasta aquellos m om entos había estado circunscrita a la resistencia mecá nica de los oponentes, ahora de repente se convirtió en algo absoluto y arras tró a la m ayoría de los hom bres a un verdadero delirio. Pocos eran los que continuaban oponiéndose a ella. Nicias mismo se vio abandonado por sus partidarios, y Alcibiades, que tiraba de la cuerda, se convirtió de la noche a la m añana en el centro de un movimiento popular que derribaba todas las barreras como una fuerza de la naturaleza. Ya nadie, ni siquiera los que con servaban la cabeza fría, se atrevían a exteriorizar en voz alta su opinión. De no ser así, hubieran sido sospechosos de «atentar contra el Estado»; y como los que se oponían eran por los general personas acaudaladas, no hubieran escapado a la acusación difam atoria de querer sustraerse a las cargas deri vadas de la voluntad de la nación ateniense de alcanzar nuevas y más altas metas. Nicias se sentía im potente para enfrentarse a la corriente. Logró que se enviase una delegación a Segesta, que debía inform arse sobre el terreno de las posibilidades reales esperando que el informe fuese desalentador. Los en viados regresaron con sesenta talentos e inform aron que sobraban los medios para una guerra en Sicilia. No había por qué seguir pensando que una em presa así, fueran cuales fueran sus posibilidades prácticas inm ediatas, era pura locura, teniendo en cuenta la situación general de A tenas en la Grecia continental; ni tam poco era necesario pensar que la dominación de la isla provocaría problem as insolubles incluso si la conquista m ilitar de Sicilia se concluía de modo favorable. Alcibiades pudo pensar haber llevado a los ate nienses al punto deseado tanto tiem po, en un delirio estático, m ientras él mismo podía disponer de ellos a voluntad. Y si comenzaba la guerra con sus grandes exigencias, con la activación de un inmenso potencial, que la victoria multiplicaría hasta el infinito; si en el movimiento general incluso el ordena miento político tenía que adaptarse obligatoriam ente a situaciones com pleta m ente nuevas, se le adjudicaría a él, el único a la altura de las circunstancias, una posición estable en el ám bito del organismo imperialista.
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De esta m anera se tom ó la resolución de aceptar la solicitud de ayuda h e cha por Segesta y de em prender la guerra en Sicilia. Sin em bargo, Alcibiades com probó en seguida que los atenienses, a pesar de toda su obnubilación, no querían dejarse tratar como comparsas. N aturalm ente, asignaron el mando a Alcibiades, pero sin renunciar a la práctica de elegir varios estrategas. Así pues, Alcibiades no se convirtió en com andante único, sino que se le añadie ron otros dos, uno de ellos Nicias. Este hom bre desapasionado y contrario a toda la em presa debía ser el contrapeso de Alcibiades, espíritu lleno de fan tasía y, a fin de cuentas, imprevisible. El proyecto era del m ejor cuño rep u blicano, pero poco adecuado para el propósito: desde el punto de vista téc nico, representaba una medida a medias o aún peor. Si se intentaba la aven tura, era insensato lanzarse a volar con las alas cortadas. Para Alcibiades debía aún suceder lo peor. Es cierto que superó con ele gancia un último intento obstruccionista por parte de Nicias: éste declaró no hallarse preparado para llevar a cabo la misión con las sesenta naves que le habían sido asignadas y exigió un suplem ento exorbitante con la esperanza de hacer entrar al pueblo en razón. Pero el golpe se volvió contra él. Nicias o b tuvo las cien trirrem es y los cinco mil hoplitas solicitados, pero, desde su punto de vista, con unas fuerzas tan aum entadas, la tentativa se presentaba todavía más arriesgada. Pero tam bién Alcibiades fue golpeado por la espalda, y precisam ente por hom bres que aprobaban la expedición, pero que no obs tante intuían sus planes secretos y querían provocar su caída. A pesar del en tusiasmo general, en Atenas reinaba una atm ósfera densa. Acabadas las dis cusiones, ahora que se podía reflexionar con la m ente fría, muchos no acep taban la idea de que hubiera de confiarse la responsabilidad de la expedición a Alcibiades. En medio de esta tensión, poco antes de partir la flota, estalló un escándalo público, que inflamó, en una ola violenta de pasiones, oscuros y turbios sentimientos. U na m añana se comprobó que las sagradas piedras erigidas a las puertas de las casas, los «hermes», habían sido demolidas durante la noche: evidente mente se trataba de una travesura que, no obstante, tenía un contenido sacri lego y, por consiguiente, podía interpretarse como un acto político. Como se sabía que Alcibiades no vacilaba en llevar a cabo actos de este género, ni se habían olvidado sus intem perancias, la sospecha recayó en él. En este caso la acción sacrilega era ciertam ente injustificada — ¿por qué iba a cometer un suicidio político en aquel preciso m om ento?— , pero sus enemigos aprovecha ron la ocasión para desencadenar una verdadera ofensiva contra Alcibiades. Procediendo de muy mala fe, indujeron a la asamblea a prom eter altísimas recompensas a cambio de falsas denuncias y, como no se obtuvo nada, se lle garon a ofrecer premios para quien revelase cualquier sacrilegio que no tu viese nada que ver con los hermes (la «cuestión de los hermecópidas»). Al fi nal, se presentaron como culpables dos individuos. Alcibiades exigió una in vestigación inm ediata que, sin em bargo, fue aplazada hasta su regreso. P ero ya no podía ser contenida la histeria colectiva que se había apoderado de la población ateniense. Llovían las denuncias, hubo detenciones en masa, esta lló un verdadero pánico, se temían todo tipo de conjuras contra la dem ocra cia —en Argos acababa de descubrirse una— y ciertos movimientos militares de los espartanos hacían tem er un ataque por sorpresa. Finalm ente hubo un respiro de alivio cuando un hom bre em inente, Tésalo, hijo de Cimón, acusó
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a Alcibiades, que aún estaba inm une de cualquier im putación, de haber pro fanado los misterios en una casa privada entre los amigos de su círculo. Alci biades se hallaba desde hacía tiem po camino de Sicilia. Fue enviada a alcan zarlo la «Salamina», la nave estatal ateniense, con la orden de com parecer delante del tribunal. Alcibiades reaccionó con sorprendente indecisión y no se negó a seguir la orden (probablem ente habría tenido el poder de hacerlo); pero después no se atrevió a afrontar el proceso en A tenas. D urante el viaje de Sicilia a A tenas huyó, exponiéndose así a una condena a m uerte por con tumacia. A pesar de todo el frenesí m oral y físico que había apadrinado la expedi ción siciliana, quedó viva la conciencia de que la em presa tenía un carácter monstruoso y ambiguo. Los atenienses no habrían sido ellos mismos si no hu bieran sabido escrutar con claridad sus impulsos oscuros; no en vano era un sector en el que el proceder hum ano era objeto de intuiciones y de presenti mientos superiores. Pero antes de que partiera la flota, se representaron en es cena Las troyanas, de Eurípides. Fue el último dram a que vieron los hom bres del cuerpo expedicionario, un viático espiritual para este viaje hacia la m uerte, que tanto más pesaba sobre el ánimo cuanto más se acercaba a su fin. E n el destino de las m ujeres troyanas, después de la conquista de Ilion, Eurípides m uestra lo que es el destino hum ano, y sobre todo, el de las m u jeres, cuando el E stado es destruido. El poeta ilumina las profundidades más hondas del sufrimiento que invade al hom bre cuando pierde la com unidad en la que vive y es hecho esclavo del enemigo. Las troyanas son llevadas por los griegos hasta los últimos límites de la desesperación: la barbarie está en la H élade, no entre los asiáticos. Cuando este cúmulo de sufrimientos pene traba en el fondo del alma del espectador, ya no se hallaban tan sólo en el reino de la fantasía. Muy a m enudo, e incluso el año antes, en Melos, los atenienses no se habían com portado m ejor que los aqueos de la tragedia; ahora estaban a punto de esclavizar Siracusa, la ciudad griega más im por tante y populosa después de A tenas, y de abandonarse a la locura de la gue rra con todo su entusiasmo. Eurípides, que había aceptado sin reservas la lu cha bajo Pericles, con los pocos que no se habían dejado arrastrar por el es píritu de conquista, rechazaba el militarismo radicalm ente y m ediante el mito del dram a podía decir en público que la sola violencia bélica pervierte todos los sentidos y que el vencedor se engaña a sí mismo si cree que ha alcanzado algo. E sta patética tragedia no fue rechazada y ciertam ente no faltó quien, por un instante, sintiera helársele la sangre pensando que podían cambiarse los papeles. La comedia contem plaba la situación interna de A tenas desde otro punto de vista. Cuando la em presa siciliana alcanzó su punto culm inante, A ristó fanes puso en escena Las aves (414). Esta obra se representaba en un puro m undo de fantasía, com puesto de elem entos de la fábula; es la comedia más «irreal» que se pueda imaginar, y no contiene una sola palabra sobre Sicilia. Pero en «Nubicuculia», el Estado de las aves, y en sus dos fundadores ate nienses, A ristófanes caricaturiza la manía de los proyectos incontrolados e in consistentes que había provocado el exceso siciliano. En la obra se reúnen las aves, siguiendo el consejo de los dos atenienses, para fundar un dominio realm ente universal sobre los hom bres y los dioses, quitándoles a estos úl timos el poder m ediante un obstáculo que les impida beneficiarse de los sa-
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crificios y dom inando a los prim eros gracias a sus aptitudes auténticam ente «sobrenaturales». Todavía estaba perm itido reír y descubrir las propias ac ciones en el espejo deform ante de la ironía, pero pronto esto ya no será posi ble. P or una casualidad afortunada A tenas ha sabido dem ostrar a la posteri dad cómo pudo elevarse por encima de sí misma cuando ponía en juego, con tanta ligereza, todo su pasado político y su futuro. La misma expedición fue un drama: en la larga fase de la guerra fue el único período de historia m ilitar que culminó en una gran crisis decisiva. H a bría podido inspirar a un poeta, pero no lo encontró. Sin em bargo, en la obra histórica de Tucídides representa el punto culm inante de la narración pragmática. N aturalm ente, el historiador reconoció la posición especial del acontecim iento en el contexto general, aunque su agudo análisis no penetró hasta los problem as de fondo y aunque no diese razón enteram ente del plan en sí (m ientras la ejecución tiene un tratam iento adecuado). Los preparativos atenienses fueron grandiosos: a comienzos del verano del 415 se puso en movimiento una arm ada de trescientos navios. De ellos, sólo ciento treinta y cuatro eran barcos de guerra (trirrem es). La dotación te nía más de 20.000 hom bres; el ejército, entre 6.000 y 7.000 soldados, p o r lo general hoplitas, con arm adura pesada. El plan de la expedición no se había decidido aún cuando se inició la partida: se adaptaría a las condiciones polí ticas que se encontraran sobre el terreno. E staba claro que la em presa, no obstante el gran despliegue ateniense, dependía de la colaboración de las fuerzas locales griegas de Sicilia y de Italia m eridional; form alm ente, sólo se trataba de una acción en apoyo de Segesta. P ero las esperanzas de A tenas sufrieron un desengaño. Independientem ente de los num erosos motivos de conflicto entre Siracusa y muchos griegos occidentales, nadie estaba ansioso por contribuir activam ente a la ruina de todas las relaciones de fuerzas exis tentes. En el fondo, se sabía exactam ente lo que significaba caer en las redes de la política ática. La flota, por necesidades de navegación, no se dirigió directam ente a Sici lia, sino que siguió, como de costum bre, la ruta de la Italia meridional. Ya las ciudades itálicas no querían saber nada de A tenas y negaron a las naves el acceso a sus puertos. E n la misma Sicilia, los atenienses encontraron una si tuación mucho más desfavorable que diez años antes. Por aquel entonces existía allí una amplia coalición antiespartana, cosa que ahora era im pensa ble; los tres com andantes no estaban de acuerdo; Nicias quería limitarse a una dem ostración en ayuda de Segesta y, por lo dem ás, dejar todo como se encontraba. Lámaco era de parecer diam etralm ente opuesto y quería atacar por sorpresa a Siracusa. Alcibiades, que todavía form aba parte del m ando, se impuso con la propuesta de llevar a cabo cautos preparativos políticos y m ili tares en Sicilia y, apoyados en ellos, atacar a Siracusa. Como consecuencia de la orden conm inatoria de regresar, no pudo esperar a la ejecución del plan. El verano del 415 transcurrió sin que se efectuara ningún ataque en ér gico. El cam pam ento de invierno se estableció en C atana, al norte de Si racusa. Siracusa no estaba en absoluto preparada y pudo tom ar medidas defen sivas sólo en el último m om ento, cuando los atenienses ya habían arribado. Esto era culpa de los contrastes internos. Según la democracia dom inante, el tem or de una invasión ateniense era debido a un exceso de pesimismo de los
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grupos oligárquicos, que habrían querido una concentración preventiva de las fuerzas sólo para servir a sus intereses de política interna. Cuando los dem ó cratas fueron desm entidos por los hechos, tuvieron que ceder el poder al par tido contrario, representado por H erm ócrates, un hom bre capaz y valiente. Pero H erm ócrates no pudo evitar que las operaciones del 414 com enzaran con un grave descalabro para Siracusa. Los atenienses consiguieron afian zarse en la altiplanicie de Epipolas, situada al norte de Siracusa. Y fracasó el intento de sus habitantes de impedirles llevar a cabo su acción. D e por sí la cosa no habría sido demasiado grave. Las fuerzas de tierra siracusanas eran naturalm ente muy superiores a las del adversario y en condiciones de im pedir el plan ateniense de bloquear Siracusa por medio de un cinturón fortificado de unos cinco kilómetros de largo, levantado a lo largo de la llanura de Epi polas. Consideradas las condiciones de la técnica de asedio de entonces, el plan de som eter Siracusa a un bloqueo en toda regla tenía muy pocas posibi lidades de éxito. Sin em bargo, los siracusanos estaban terriblem ente desm o ralizados y H erm ócrates no consiguió evitar el colapso moral. Dos intentos de im pedir el cerco de la ciudad fracasaron. La consecuencia fiie la destitu ción de H erm ócrates y el com pleto letargo de los siracusanos, que se retira ron detrás de sus murallas y ya no se atrevieron a intentar ninguna salida. A hora los atenienses podían continuar construyendo sin ser molestados. El cerco hermético de la ciudad parecía sólo una cuestión de tiempo: de un golpe, las perspectivas de victoria alcanzaron una concreción inesperada. Los griegos de Sicilia y de la Italia m eridional salieron de su reserva, com enzaron a acercarse, como suele suceder, al más fuerte y a firm ar acuerdos con Atenas. Fue entonces cuando tuvo lugar la «peripecia», el acontecimiento im pre visto, aún más, sorprendente y capaz de estim ular el interés humano-artístico por este período de la historia; y al mismo tiempo, se tuvo también la prueba de que todos los pasados éxitos de A tenas se habían debido a la com pleta in capacidad de los adversarios. P or fin, los espartanos acabaron com prendiendo que tam bién en Siracusa estaba en juego su destino. C iertam ente los siracusanos habían solicitado ha cía tiem po su ayuda, ya en el invierno de 415-414, pero Esparta estaba can sada de com batir y quería evitar a toda costa una nueva guerra con A tenas, aunque las esperanzas puestas en la paz del 421 no se hubiesen cumplido en absoluto. Con el paso del tiem po no fue posible engañarse más. C orinto ha bía sido siempre de otra opinión y además Siracusa era una colonia suya. El impulso decisivo lo proporcionó Alcibiades, que había establecido su residen cia en Esparta como refugiado ateniense. Él abrió los ojos a los espartanos y les explicó las miras de la política ateniense, que debía conocer a fondo. Y aunque existían aún algunas dudas, la insensatez política de los dem ócratas áticos contribuyó a disiparlas. D esde hacía varios años A tenas se había acer cado a Argos, que hacía tiem po había anulado la paz del 418 con Esparta, sin que con ello se hubieran resentido las relaciones espartano-atenienses, dada la indolencia de los espartanos. Pero en el año 414, cuando a causa de la em presa siciliana habría sido más necesario que nunca m antener libres las espaldas, Atenas cometió la locura de lanzar ataques contra la costa de Laco nia para aliviar a Argos, violando así abiertam ente la paz del 421. No obstante, ¿cómo podía E sparta ayudar a Siracusa? No estaba en situa-
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ción de preparar, como A tenas, una gran expedición. P or fortuna, los espar tanos com prendieron que no se trataba de esto. Siracusa disponía de suficientes medios m ateriales (en el más amplio sentido del térm ino); sólo se requería movilizarlos y para ello se necesitaba en prim er lugar superar la postración m oral que reinaba en Siracusa. Los siracusanos necesitaban saber que no se hallaban solos y que no tenían ningún motivo p ara el desánim o, incluso con siderando sus propias fuerzas. U n m andatario espartano con plenos poderes, Gilipo, debía infundirles esta convicción y, al mismo tiem po, com o experto militar, encargarse de la organización de la resistencia. Gilipo penetró en Si racusa; como el tiem po aprem iaba, tuvo que dejar atrás un m odesto contin gente naval de socorro, pero esta circunstancia no era m uy im portantes. Los resultados que obtuvo en breve tiem po gracias a la fascinación suscitada por su personalidad, por su perspicacia y por su espíritu de iniciativa, tienen algo de milagroso. Gilipo solo provocó el cambio que debía precipitar la derrota de Atenas. Las diferentes fases se sucedieron según la lógica. A nte todo, Gilipo im pi dió el bloqueo de Siracusa. Consiguió detener el obstáculo ateniense eri giendo una fortificación transversal, con lo que aquél no pudo ser term inado y, por consiguiente, resultó totalm ente inútil. Los siracusanos ya habían te nido esta idea, pero no había logrado nunca llevarla a la práctica. G aranti zada así la comunicación con el m undo exterior, Gilipo empezó a buscar aliados en Sicilia y los encontró una vez que se abrió la perspectiva justifi cada de escapar de la dominación ateniense. Pero no hubo un levantam iento general contra A tenas, y Siracusa tuvo que seguir soportante casi sola el peso de la guerra. E n este punto, Nicias hubiera preferido renunciar del todo a la em presa y pidió a A tenas poder dar esta orden o preparar otra expedición sustancialm ente no inferior ni en hom bres ni en medios a la prim era. A la luz de una valoración técnica, la única solución acertada era la retirada. El error de cálculo ya había resultado ser evidente, pero el confesarlo habría significado una grave derrota política, con consecuencias desagradables para la hegemonía a te niense. De esta m anera no se tom ó la gran decisión; A tenas envió una nueva flota y un nuevo ejército de la magnitud exigida. Nicias, que desde la marcha de Alcibiades y la m uerte de Lámaco (caído en batalla) era el único respon sable y además sufría de litiasis, recibió dos nuevos estrategas, D em óstenes y Eurim edonte, los m ejores expertos militares de que disponía entonces A tenas. Este colosal despliegue de fuerzas, que rozaba los límites de lo posi: ble, revelaba una imagen insospechada de las reservas atenienses, pero signi ficaba tam bién que se jugaba todo a una carta. E n seguida se com probó que no era la carta vencedora. A ntes de que la flota ática llegara, Nicias sufrió una nueva derrota: había sido expulsado de una posición favorable en el sur de Siracusa, que le aseguraba el acceso al mar y que él había provisto de fortificaciones; y, como consecuencia de ello, se había obligado a trasladar el cam pam ento naval a una ensenada más estre cha, en las cercanías de Siracusa. Aquí los atenienses se hallaban mucho más expuestos a los ataques siracusanos y además se encontraba disminuida su ca pacidad de m aniobra, como constataron en una batalla desfavorable que h a bía debido llevar a una decisión antes de que llegaran los refuerzos, pero sin alcanzarse, no obstante, este objetivo. Nada más llegar, Dem óstenes se dio cuenta de que el tiem po trabajaba para el enemigo y que no se obtendría
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nada con operaciones lentas como hasta entonces: o se conseguía tom ar al asalto Siracusa o la cam paña estaba perdida, y tendría que ser interrum pida lo más pronto posible. El ataque que lanzó a finales de julio del 413, al favor de la noche, concluyó no sólo con un fracaso, sino con una grave derrota. La suerte estaba echada. A hora se trataba sólo de salvar lo que se pudiera y de volver a la patria la m ayor parte posible del ejército y de la flota. H abía comenzado el último acto y, con él, se pasó de la desgracia a la ca tástrofe. Nicias, que se había opuesto siem pre a la expedición siciliana, de improviso se negó a actuar, según su vieja postura y conforme exigía la situa ción. Probablem ente se había inhibido, sobre todo, ante la perspectiva casi segura de un epílogo judicial en A tenas, y se abandonó a un optim ism o in justificado. Cuando, después de algunas semanas, toda esperanza se había perdido y finalm ente se decidió la partida, en la fecha señalada se produjo un eclipse lunar (27 de agosto del 413). Su espíritu supersticioso vio en ello una advertencia divina y la señal de que había que esperar hasta la siguiente luna. Este com portam iento deplorable dio ánimos a los siracusanos. U na vez que hubieron vencido, quisieron tam bién aniquilar al enemigo que había dado tales m uestras de debilidad interior: cerraron la ensenada con naves ancladas y destruyeron dentro de ella a la flota enemiga. A los atenienses no les quedó otro remedio que abandonar a los heridos y todo el bagaje y huir a pie hacia el territorio amigo de los sículos, en el interior de la isla. Pero tam poco en esta ocasión actuó Nicias con suficiente rapidez, y los siracusanos tu vieron tiem po de cortarles la retirada. El ejército ateniense, que, natural m ente, no podía ya oponer eficaz resistencia, fue aniquilado sin piedad. Sólo siete mil supervivientes cayeron prisioneros. Fueron recluidos en las célebres canteras de mármol (latom ias), que hoy atraen a los turistas, pero que en tonces eran un lugar desolado. Los no atenienses, esto es, los aliados, fueron vendidos, de acuerdo con la costum bre, como esclavos. Los atenienses pasa ron el invierno en la horrible prisión. Nicias y Dem óstenes fueron ajusti ciados (Eurim edonte había caído ya antes). El trato cruel eran una señal del odio y del em brutecim iento del derecho de guerra, debido a la larga con tienda. G ran parte de la culpa recaía sobre los atenienses.
La ruina de la potencia ateniense La expedición siciliana y el espíritu de la política que la había determ i nado fueron la verdadera causa de la derrota de A tenas, que se produciría al final de la guerra del Peloponeso. Todavía habían de pasar aún diez años; pero los múltiples acontecim ientos de este espacio de tiem po, que no se pue den captar con una sola m irada, están sustancialm ente conexionados con este punto de partida. El estudioso atento tiene mayor motivo para adm irarse de tanta dilación que poner en duda el nexo entre el 413 y el 404. En todo caso, ambos puntos de vista le proporcionan la clave para el análisis de los hechos, bastante complicados en los particulares. De este modo resulta ya trazado el itinerario para el breve bosquejo que sigue, al que no le está perm itido ser demasiado extenso. La expedición siciliana había puesto a dura prueba la capacidad financiera de A tenas. Las reservas estaban agotadas, salvo el fondo de em ergencia de
Interior de una latom ia de Siracusa, una de las «prisiones» de los griegos tras la derrota del 413 a.C.
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El Erecteón en la A crópolis de A ten as, 421-405 a.C . Vista desde el Suroeste.
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mil talentos, que Pericles había acumulado para un caso de urgente necesi dad, al que tam bién se tuvo que recurrir. En realidad, los gastos para el re clutamiento del cuerpo expedicionario habían superado desde el principio las posibilidades existentes; A tenas no había podido aún recuperarse de la gue rra árquidámica: y la situación se asem ejaba a una juego de azar, donde se pretendía cubrir la apuesta con la baza esperada. Y todos estos enorm es m e dios se habían perdido hasta el último céntimo. Las pérdidas hum anas no eran m enores. El grueso de los cerca de 50.000 hom bres provenía de los aliados, pero, en propoción, A tenas era la que, naturalm ente, más había con tribuido; la población ateniense había sido gravem ente afectada ya durante los años de guerra precedentes, sobre todo por la peste. Si los vacíos así abiertos no se hacían sentir era por la estrategia necesariam ente reducida a que hubo de adaptarse A tenas, que no perm itía en absoluto volver a em pren der más operaciones en tierra. Se debía poner rem edio a la miseria financiera con nuevos artificios. D e A tenas se sacó todo lo imaginable, como es natural, por medio de los im puestos patrim oniales. F rente a los aliados no se podía aum entar aún más la presión directa, apretando la tuerca de los tributos. A esto ya había provisto Cleón (424), y no se podía ir más allá. Por tanto, en el 413 se comenzó a transform ar todo el sistema de las finanzas federales. En lugar del tributo (phóros) impuesto a cada uno de los estados en base a una proporción que, inevitablem ente, no estaba nunca en relación directa con las correspondientes capacidades financieras, se introdujo en todos los puertos del imperio y canalizado hacia A tenas un im puesto del cinco por ciento sobre las im portaciones y las exportaciones; era una forma de tributación indirecta que no garantizaba una equidad absoluta, pero sí relativa. No obstante, no se podía conseguir nada con el ahorro. Al contrario, los gastos del Estado crecían, tanto dentro como fuera del presupuesto de gue rra. Con el año 413 comenzó para la población rural del Ática una prueba frente a la cual las devastaciones anuales de la guerra arquidám ica se presen taban como una bagatela. Cuando Esparta volvió a intervenir activamente en la contienda, llevó a cabo, por así decirlo, una ocupación perm anente del Ática, al convertir en fortaleza la posición central de Decelia, bien com uni cada con las bases de partida, y m antener allí una guarnición que sustrajo de hecho el territorio al dominio de A tenas, obligó a la población rural a perm a necer hacinada sin interrupciones entre los M uros Largos atenienses e im pi dió la explotación de las minas de plata de Laurión. A tenas no se hallaba en situación de responder con acciones eficaces, y además estaba obligada a m antener bajo las armas a mucha gente para defender la ciudad. Esta cir cunstancia no sólo impedía su libertad de movimientos hacia el exterior, sino que hacía necesario proveer al m antenim iento de este cuerpo de vigilancia. Los gastos de equipam iento eran sostenidos cada vez menos por los ciuda danos — ahora incluso los zeugitas recibían ayudas para su armamento— , si es que no recaían com pletam ente sobre el Estado. Unos años después ya no pudo evitarse asignar a la población sin trabajo, en particular a los cam pe sinos, un subsidio diario de dos óbolos. La construcción del Erecteón adqui rió el carácter de un trabajo de emergencia. Si los hom bres tenían que ser m antenidos, en consecuencia podían trabajar tam bién. El salario de los jueces y el resto de las dietas se convirtieron en una especie de subsidio so cial. La idea infernal de ocupar Decelia para cercenar las bases de las fi-
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nanzas de A tenas y de su capacidad de supervivencia vino de Alcibiades, que puso aún remedio a la falta de fantasía de los espartanos y les ayudó a con ducir la guerra a buen térm ino (de aquí que los historiadores se hayan acos tum brado a llamar guerra de Decelia a esta fase del conflicto, atribuyendo excesiva im portancia a la ocupación de la ciudad, ya que no decidió en abso luto el resultado final ni impidió siquiera a los atenienses continuar la guerra en Sicilia). El fin de la em presa siciliana fue un grave golpe, sobre todo para la de mocracia radical, a la que se atribuyó con justicia la responsabilidad del de sastre. Sus portavoces más ruidosos habían perdido toda su influencia y ahora, en la nueva situación, no fue difícil conseguir una pequeña modifica ción constitucional, colocando por encima del Consejo, el órgano que se ha bía revelado más ineficaz, un nuevo colegio de «diez próbulos» (encargados de las deliberaciones prelim inares), que tenían la misión de dirigir y vigilar la asamblea. Los próbulos no eran nom brados por sorteo, sino elegidos entre los notables, uno por cada file. La modificación, tras los prim eros resultados, podía ser muy útil y se adaptaba a las condiciones existentes y a la tradición constitucional ática. Incluso fue aceptada por convencidos demócratas. Por el contrario, era preocupante el creciente influjo de los círculos pura m ente oligárquicos. A hora em pezaban a m ostrarse orgullosos y se sentían respaldados por la opinión pública. Incluso una reacción así no habríá sido demasiado peligrosa si en estos círculos no hubiese disminuido de m odo alar m ante el sentido de la responsabilidad. La política equivocada y el debilita miento del Estado y del imperio habían com prom etido gravem ente la autori dad de la democracia y, con ello, el proceso de integración de los conserva dores en la democracia ática, objetivo de Pericles en su último período, había sufrido una involución. M ientras, el poder de aquellas gentes iba aum entando a diario, hasta tal punto que dem ocráticos reconocidos cambiaban de bandera y se m ostraban como oligarcas fanáticos. Si estos oportunistas y, en general, los extrem istas conservadores conquistaban el poder, había que esperar de todo. No era ciertam ente lo m ejor que a las derrotas exteriores se uniese esta inestabilidad en el interior. Sin em bargo, el peligro mayor lo representaba la pérdida de poder de A tenas, que se m anifestaba en los sectores más diversos. La hegemonía ate niense se resquebrajaba en todas sus junturas, como consecuencia de su pér dida de prestigio. Uno detrás de otro fueron haciendo defección los aliados: ya en el 412, la im portante isla de Quíos, que tenía que aportar treinta barcos; luego, la vecina Asia M enor jonia, con Mileto a la cabeza. En el año siguiente se perdieron las ciudades más im portantes de la Propóntide (m ar de M árm ara), con lo que A tenas se arriesgaba a perder, entre otras cosas, el abastecimiento de grano (procedente del sur de Rusia). M ientras se desarro llaba este proceso de disgregación,· Esparta redoblaba sus esfuerzos. Había cesado de m arcar el paso: ahora Esparta se movía librem ente por toda la Grecia continental y ponía bajo su tutela incluso a los estados de la Grecia central, dado que Atenas estaba condenada a mantenerse estrictam ente a la defensiva. Lo peor era que desde el 413 el mar ya no era del dominio exclu sivo de Atenas. La fama de su superioridad marítim a se había hundido con sus barcos en Sicilia. A hora E sparta podía dedicarse, sin gran peligro, a cons truir barcos y a arm ar y equipar una flota. Fácilmente obtuvo el concurso de
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Siracusa, del resto de Sicilia y de la Italia meridional. La actividad de Gilipo había dado sus frutos. En definitiva, cada com unidad que se separaba de Atenas reforzaba la flota espartano-peloponesia, la cual, a la inversa, cuanto más fuerte era más facilitaba la defección de los aliados áticos. La pérdida del m onopolio marítimo ateniense no habría sido definitiva si, a todas las dificultades, no se hubiera añadido un factor que debía ser deci sivo: la entrada de Persia en la contienda. Un observador atento de la guerra del Peloponeso tiene motivos justificados para preguntarse por qué no ocu rrió esto mucho antes. En ello, la política griega no tenía ningún mérito. Es taban lejos los días en que, bajo la impresión de las guerras persas se consi deraba con horror una eventual colaboración con el enemigo m ortal persa (como durante la prim era guerra entre atenienses y peloponesios) ; ya un año después de estallar la guerra arquidám ica, E sparta y C orinto trataron de esta blecer contactos con Susa. Pero no obtuvieron nada: el G ran Rey, ante ofertas muy vagas — en una significativa carta de respuesta aseguró que no sabía lo que querían y que cada enviado expresaba ideas distintas— , no es taba interesado en perturbar la paz con A tenas, sobre todo porque tam bién A tenas entabló contactos con él y envió sus emisarios. Ni siquiera un cambio de gobierno, en el 424, indujo a los persas a una actitud diferente. El nuevo rey, Darío II, renovó la paz de Calías. Solam ente la situación creada por la expedición siciliana hizo cambiar la línea política de los persas. La convicción de que era inm inente una conmoción en el sistema de po tencias de la H élade, movió al G ran Rey a salir de la reserva m antenida hasta entonces y tom ar parte en el juego que, evidentem ente, iba a com en zar. El pretexto lo ofreció A tenas misma con su notoria falta de perspicacia. En el 414, dem asiado confiada en la victoria, A tenas se había dejado inducir a apoyar contra el G ran Rey al dinasta rebelde Am orges de Caria, con la es peranza de poder anexionar a la Liga naval las ciudades griegas de la costa caria. No obstante, el gobierno persa no tenía la intención de com prom eterse como había ocurrido con Darío y Jerjes; desde entonces, los persas se habían acostum brado a considerar a los griegos como un problem a marginal y, en general, no les gustaba realizar esfuerzos superfluos. Bastaba poner en la ba lanza el peso persa y aplicar la regla trivial de que cuando dos discuten, es el tercero quien se aprovecha. Por consiguiente, las vicisitudes griegas no de bían seguirse desde Susa, sino ser observadas sobre el terreno. A esta tarea atendían dos sátrapas, el de la zona de la Propóntide (Farnabazo) y el sá trapa de Lidia (Tisafernes). Am bos se m ostraron muy activos y no desintere sadam ente, ya que habrían obtenido su parte de ganancia si las ciudades cos teras de Asia M enor caían de nuevo en manos del imperio persa. Al principio quien tomó las riendas fue, sobre todo, Tisafernes. A él le correspondía luchar contra Amorges y establecer contactos con el bando es partano. E ncontró apoyo en Alcibiades, que había llegado a Asia M enor con una escuadra espartana. En su base, la ciudad de M ileto, que había abando nado a A tenas, se llevaron a cabo las primeras negociaciones (412). O bjeto de discusión fue ante todo el reconocimiento del derecho persa sobre el Asia M enor griega. Con escuetas palabras se redactó la renuncia griega o espar tano-peloponesia. Se puede considerar como un éxito diplomático que no se hablara, en general, de todo lo que alguna vez había pertenecido al imperio persa (incluidas las islas y las posesiones europeas) como estaba en principio
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previsto. Tisafernes prom etió la colaboración de una flota persa, que fue construida en Fenicia, pero que no llegó nunca a entrar en acción. Los espar tanos querían subsidios económicos, ya que tenían que reclutar y pagar en su m ayor parte los equipos de rem eros que necesitaban. Tam bién el m anteni m iento de la flota era una cuestión costosa. Sin duda, Tisafernes estaba convencido, desde el principio, que una deci sión rápida del conflicto, y sobre todo la destrucción de los adversarios de E sparta, eran contrarios a los intereses de Persia. D e no haberse dado cuenta, se lo habría aclarado Alcibiades. Sólo un estado de equilibrio entre dos partes debilitadas podía ser un objetivo razonable para Persia, si al final no quería enfrentarse a la vieja situación con una etiqueta distinta. Alci biades era el hom bre adecuado para tram ar las estratagem as necesarias, y se convirtió en la persona de confianza de Tisafernes; Alcibiades tenía urgente necesidad de este apoyo, porque desde hacía algún tiem po su estrella estaba declinando en Esparta. Bien es verdad que era aún el spiritus rector de las prim eras operaciones navales espartanas y que imponía su influencia personal entre los grupos dirigentes de los estados de la Liga ática para activar su sublevación; pero el rey espartano Agis lo odiaba, porque Alcibiades había seducido a su esposa; al final, incluso se dictó una orden de m uerte contra Alcibiades por parte de Esparta. La política de equilibrio perseguida por Tisafernes y Alcibiades tuvo un efecto retardador en la últim a fase de la guerra, aplazando una y otra vez la derrota definitiva de A tenas. El resultado final estaba fuera de discusión, ya que, tras la pérdida de num erosos aliados y con la intervención persa, era im pensable que A tenas pudiera salvar la integridad de su imperio con tantas di ficultades. E n cierto m odo, aún quedaba por decidir, además de la fecha de la derrota, el alcance de la misma. E n los ocho años que siguieron al 412, sólo estos dos puntos estaban en juego. D urante este tiem po sucedieron hechos realm ente extraños. A nte todo, la política de Alcibiades hacia A tenas en el 412-411 y la reacción ateniense. N a turalm ente Alcibiades sabía que su estrella sólo brillaría de nuevo si volvía A tenas; y que, para eso, debía aprovecharse de la actitud persa en relación con la cuestión griega. Si se aproxim aba a A tenas como interm ediario y de jaba entrever la esperanza de un entendim iento persa-ateniense, podía lograr que se le abriesen las puertas del regreso a la ciudad. D esgraciadam ente, en la persecución de su plan no supo prescindir de la pasión y declaró clara y ro tundam ente que no quería nada con los m iserables que le habían expulsado de A tenas. A sí pues, sin rodeos, exigía un cambio constitucional en la ciu dad. N aturalm ente sabía que muchos estaban dispuestos a efectuarlo, como podía com probar observando el cuerpo de oficiales de la flota ática, que se hallaba a poca distancia, anclada frente a Samos. A través de los atenienses de Samos, tendió sus hilos hacia A tenas. Se delineó así la perspectiva de pro vocar un cambio decisivo de la guerra, elim inando a la desacreditada dem o cracia, y reforzando la causa oligárquica de tal modo que el pueblo se dejara atem orizar sin resistir. A hora que había entrado en juego tam bién el oportu nismo en m ateria de política exterior y que poco a poco prevalecía la buena costum bre de protegerse ante probables cambios, hasta tal punto que nadie se fiaba de los dem ás, en A tenas ya no había m anera de distinguir lo bueno de lo malo.
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El pueblo estaba com pletam ente desalentado e intimidado: en esta situa ción estuvo dispuesto a renunciar a la dem ocracia y a sí mismo, delegando los poderes en una comisión encargada de instaurar una constitución oligár quica o, según una expresión eufemística, a form ular propuestas sobre el modo de «gobernar el Estado lo m ejor posible». E stas propuestas fueron aprobadas con un procedim iento grotesco: se trasladó la asamblea popular fuera de la ciudad, sobre la colina de Colono. E l pueblo fue conducido hasta allí como un rebaño de ovejas, rodeado de gente arm ada —para protegerlo del enemigo, que dom inaba la llanura, como decían hipócritam ente los direc tores de escena— , y aceptó, sin resistencia, la abolición de la democracia, después de que ésta, con un decreto especial, había sido privada de todos los instrum entos constitucionales. La caída de la dem ocracia era un hecho consu m ado; coincidía con un estado de depresión político-m oral que no podía ser superado. La prim era potencia dem ocrática de Grecia había ido desintegrán dose paulatinam ente de tal form a que la sociedad de la que estaba compuesta fue quien firm ó su propia sentencia de m uerte. No fue difícil encontrar fór mulas justificativas, como, por ejem plo, el térm ino gastado de «constitución de los padres», que debía restaurarse: sin tener en cuenta cualquier otro tipo de deshonestidad, no se com prendía a qué estadio de la constitución ate niense se quería aludir con esta expresión. Este singular «salto mortal» llevó en breve a la ruina. Comenzó a tam ba learse ya durante la preparación de este golpe de Estado legal, cuando se vio que Alcibiades había prom etido más de lo que podía cumplir y que Persia no pensaba, en absoluto, alinearse abiertam ente con A tenas; toda la m aniobra no tenía razón de ser. Pero ya no se podía frenar el curso por la pendiente. Tam bién había personas sensatas que sólo querían acabar con los abusos de mocráticos; pero, naturalm ente, tendrían que haber pensado que, hasta en tonces, los conservadores atenienses aún no habían dado prueba de sanos instintos políticos, y que era más difícil esp erar esta prueba cuanto más tiem po transcurría. Los más influyentes eran casi todos intelectuales enseña dos por los sofistas y sabían, desde luego, disertar ingeniosam ente sobre la política pero no tenían ni conciencia ni habilidad para afrontar con éxito la realidad. Tal y como suele ocurrir en tales circunstancias, se im pusieron en seguida los elem entos radicales, a quienes no les im portaba anular prácticam ente su propio program a y hacer lo que quisieran. Estaban llenos de ilusiones y se imaginaron que una A tenas oligárquica era más atrayente, tanto para los aliados como para el enemigo espartano: los atenienses conquistarían la fide lidad de los prim eros y estipularían la paz con Esparta. La experiencia tenía que desengañarlos. Pero algunos, de principio, estaban dispuestos no a entrar en razón, sino a sacrificar abiertam ente a A tenas. Su imperio se disolvería y A tenas debía apoyarse en Esparta, como tantos y tantos estados en miniatura que desde hacía dos generaciones tenían realidad política en cuanto que re flejaban la luz aristocrática de Esparta o la dem ocrática de Atenas. En A tenas se tenía la impresión, probablem ente no injustificada, de que esta gente quería entregar la ciudad a la flota espartana. Los preparativos para ello fueron descubiertos en el último m om ento, y así la flota peloponesia apareció en aguas de A tenas y provocó la rebelión de Eubea; fue un rudo golpe, que evidenció toda la debilidad de A tenas y suscitó un terror mayor
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que la catástrofe siciliana. A tenas parecía expuesta al último ataque, y no fue m érito suyo que los espartanos no se arriesgaran a efectuarlo. D espués de este clamoroso fracaso, se abandonó el rum bo oligárquico a través de un intervalo m oderado. E n el curso de un año volvió al poder la vieja democracia. El cambio no se produjo sin la intervención de Alcibiades, que era consciente de haber apostado por la carta falsa e intuía que con los oligarcas habría sido realm ente un general sin ejército. Las dotaciones de la flota de Samos no colaboraron en la revolución ateniense y se distanciaron de Alcibiades. Pero ellos representaban la fuerza militar de A tenas. Entonces, Alcibiades se declaró enemigo de los oligarcas atenienses, de los «Cuatro cientos» (así llamados por el nuevo Consejo, que tenía el mismo núm ero de m iembros que el de la época anterior a Clístenes), y fue proclam ado estra tega por los dem ócratas de la flota y confirmado oficialmente en su puesto después de la supresión de los Cuatrocientos. Finalm ente, A tenas podía contar con un general de excepción. En un es pacio muy corto de tiem po, cambió el panoram a: Alcibiades se aplicó a la ta rea de restaurar la hegem onía ateniense en el H elesponto y la Propóntide; y lo consiguió con una brillante victoria en Cízico (410). E sparta, creyendo que la guerra había llegado a un cambio radical, para prevenir otras pérdidas, quiso concluir una paz inm ediata que sancionase las posesiones del m om ento, esto es, reconociendo la independencia de los num erosos aliados de A tenas que habían recuperado la libertad. El cálculo era erróneo, ya que daba de m asiada im portancia a la provisional pasividad de Persia. En A tenas los más perspicaces lo sabían y exigían que se aceptase la sorprendente oferta de paz. Pero, desgraciadam ente, sobre ellos pesaba aún la som bra del derrotism o traidor de los oligarcas radicales, y A tenas se encontraba todavía en una fase político-constitucional provisional. Así la m area de las pasiones democráticas se alzó y arrastró todo cálculo racional. Cleofonte, un fabricante de instru m entos musicales, honesto como Cleón, pero privado, como él, de capacidad de juicio, estaba al frente de esta corriente con energía infatigable. Cleofonte obtuvo la restauración de la dem ocracia en su antigua form a, como, por lo demás, era inevitable, pero rechazó la oferta espartana y desperdició la posi bilidad que se ofrecía a A tenas contra toda esperanza e incluso contra la ló gica de los hechos. El verdadero trasfondo del asunto no se manifestó de inm ediato. Al prin cipio pareció que Cleofonte había tenido razón. La situación se estabilizó a favor de A tenas y, a continuación, Alcibiades pudo celebrar su regreso a la patria con una entrada triunfal en A tenas (408-407). Para él habría sido ahora muy fácil hacerse con el poder, y en realidad A tenas lo esperaba; cada uno se lo imaginaba según su tem peram ento y actitud. Pero no acaeció nada parecido, Podía pensarse que Alcibiades tenía más fantasía que capacidad de m aniobra y que, por tanto, tem ía em prender un acto definitivo e irrevocable. Τ Ί vez pensaba tam bién que en política exterior la situación no estaba lo s ficientem ente m adura. En este caso, no se habría equivocado: precisa mente en aquellos días el mecanismo de la política internacional se volvía contra él y contra A tenas. Alcibiades había alim entado la esperanza de poder llegar a un acuerdo con Persia, pero la partida se concluyó con la victoria del enemigo. En la corte persa se dio claro viraje a favor de Esparta. Tisafernes, defen
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sor de aquella prudente política de equilibrio que concordaba, desde luego, con los intereses persas, pero que tan sólo podía obtener éxito a largo plazo, fue depuesto; la política griega fue confiada al príncipe Ciro, que al mismo tiempo fue dotado de plenos poderes, superiores a los de las diferentes satra pías. Ciro no sólo estaba animado de sentim ientos decididam ente filoespartanos, sino que tam bién contaba con Esparta con vistas a secretos planes di násticos. D e esta form a, todo el peso de Persia jugó en exclusiva a favor de Esparta, que recibió abundantes contribuciones en dinero. Y como si la historia hubiera querido confirmar esta decisión, se impuso en Esparta un hom bre que sabía hacer sacar provecho al capital persa: Lisan dro, la gran figura de los últimos años de la guerra. Tenía las mismas dotes de Brásidas y Gilipo, pero además, un rasgo de genialidad lo hacía sem ejante a Alcibiades. Lisandro no sólo sobresalía en las artes m ilitares, como almirante y gene ral; era tam bién un político lleno de ideas y, sin em bargo, coherente en sus concepciones. Lisandro asumió la conducción política de la guerra, estre chando más las relaciones con los amigos de Esparta; cultivaba relaciones personales en las ciudades y ayudaba a sus amigos a obtener el poder. Estos form aban comités de diez miembros (las «decarquías») con plenos poderes especiales, casi dictatoriales. Con el príncipe Ciro, naturalm ente se com por taba de otro modo: daba un tono personal a sus relaciones, se m ostraba am a ble y trataba de infundir calor en la atm ósfera de la diplomacia. Bajo estas circunstancias, A tenas podía considerarse excepcionalmente afortunada teniendo en Alcibiades un hom bre de igual categoría que Lisan dro. Pero o se dio cuenta tarde o no tuvo tiem po de hacerlo: antes incluso de com prender lo que Lisandro significaba, A tenas había destituido a Alci biades. U na batalla naval, perdida por culpa de uno de sus oficiales (en N o tion), proporcionó el pretexto para ello. N aturalm ente, los motivos eran mu cho más profundos. No se tenía confianza en Alcibiades, del que se espera ban milagros suyos, precisam ente en lo que concernía a Persia; y después, como de costum bre, se actuó desconsideradam ente. Pero para la política ática no se podía hallar rem edio alguno. Ya en el 407-406, contra todas las previsiones, Lisandro fue relegado a un segundo plano, como consecuencia de ciertas tensiones con su gobierno. Un almirante incapaz (Calicrátidas) m andaba la flota espartana, que había alcanzado pro porciones im portantes (120 naves) con ayuda del dinero persa. Atenas recu rrió a las últimas fuerzas para reunir una escuadra más grande aún (150 naves). Junto a las islas Arginusas (cerca de Lesbos) se combatió la m ayor batalla naval jam ás librada entre griegos, y la suerte bélica fue lo suficiente mente justa como para confirmar la fama m arinera de Atenas. Fue una es pléndida victoria; más de la mitad de los barcos enemigos fueron hundidos. Por el m om ento, la superioridad de A tenas sobre el m ar sé había restable cido (406). Bajo el peso de la derrota, E sparta se manifestó nuevam ente dis puesta a concluir la paz sobre la base del statu quo. U na vez m ás, Cleofonte rechazó la oferta. Las consecuencias de esta victoria dem ostraron, además, que A tenas no se hallaba a la altura de la situación. Los generales victoriosos fueron llevados ante un tribunal y ajusticiados, porque en la tem pestad que siguió a la victoria se había ahogado la mitad de la dotación ateniense. La irritación del pueblo era com prensible, pero el juicio no tenía justificación
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objetiva. Sócrates, que en aquel m om ento era prítano, tuvo el coraje de opo nerse con decisión a la histeria general. La venganza no se hizo esperar mucho tiempo. Al año siguiente (405) volvió a obtener el mando Lisandro y construyó nuevos barcos con dinero persa. Recurriendo al artificio sencillo, pero genial, de evitar la batalla, cansó al enemigo y le obligó a com eter el despropósito de abandonar los barcos; de este m odo logró sorprender a la flota ateniense. Este encuentro, librado en Egospótamos (literalm ente, «río de la cabra») no fue en realidad una batalla sino un golpe de m ano, que le costó a A tenas todo el m aterial bélico de que disponía. A hora la capital del A tica estaba arruinada y podía ser bloqueada incluso por mar. Lisandro no perdió tiem po. El asedio se prolongó durante todo el invierno y se concluyó con la rendición sin condiciones. La guerra ha bía acabado y la derrota de A tenas, que desde hacía tiem po se había conver tido en algo inevitable, fue tan completa que superó incluso las previsiones más pesimistas. La política, en un callejón sin salida
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Analizar el curso y el resultado de la guerra del Peloponeso a partir de sus factores causales y determ inar su im portancia para el conjunto de la his toria griega son dos problem as diferentes. La historia no nos ayuda, haciendo converger los dos puntos de vista o uniéndolos de m odo que el uno surja fá cilmente del otro. El contem poráneo que vio el térm ino de la guerra a la luz de las esperanzas que estaban vivas por doquier fuera de A tenas, en el 431, podía ciertam ente creer que, con la destrucción de la odiada hegemonía ática, se había resuelto espléndidam ente el problem a principal de la política griega; y, de hecho, esta convicción tuvo entusiastas partidarios. Lisandro, el vencedor de Egospótamos, se convirtió en el héroe del m omento. En himnos solemnes era ensalzado como el «capitán de la sacrosanta H élade, venido de los vastos campos de Esparta». Parecía un milagro. El desenlace se había producido, finalm ente, de la m anera que habían deseado y esperado desde el principio los enemigos de A tenas, si bien durante la larga guerra pudo pare cer simple quimera. Todo el que profundizara algo más, no podría estar tan tranquilo. ¿Era posible que la historia continuara su rum bo como si no hubieran transcurrido los pasados setenta u ochenta años desde Salamina y Platea, y que se vol viera al idilio en el que había vivido la generación de M aratón? Es decir, ¿acaso la historia desde entonces no había sido realm ente otra cosa que una gran equivocación, que había que borrar lo más pronto posible, a excepción del período en el que se habían desarrollado las m ejores energías de la vida griega, incluso dentro de la política, cuando la Hélade se había convertido en una potencia que infundía respeto al imperio persa y dictaba condiciones in cluso a la ambiciosa Cartago? No; era una m era ilusión pensar que con el fin de la hegemonía ateniense todo volvía a ser normal y que cada cual podía de dicarse de nuevo a su actividad cotidiana. Tam bién lo pensaba así Esparta, que habría cosechado los laureles de una victoria desinteresada. En este as pecto, la experiencia de los hechos no se hizo esperar mucho. N aturalm ente, Esparta no podía adm itir ficciones y considerar como un
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vacío el espacio griego antes dom inado por A tenas. Los espartanos habrían dem ostrado ser com pletam ente inexpertos en m ateria política si hubieran creído que podían apropiarse sin más de los países en otro tiempo sometidos a A tenas. Se encontraban —como tantas otras potencias antes y después de ellos— frente a la eterna dialéctica de que los hechos nuevos desarrollan leyes propias e im ponen su propia voluntad incluso al que los ha producido. Quien esperase que en el futuro reinaría una inercia contem plativa era un n e cio y, además, no había com prendido que el espíritu de expansión manifes tado por A tenas no estaba ligado al suelo ático y que, como mínimo, se n e cesitaba un ordenam iento eficaz para m antenerlo dentro de ciertos límites. L a responsabilidad atañía al vencedor, y, por eso, la cuestión esencial era sa ber si Esparta poseía capacidad suficiente para dirigir la historia helénica tras la cesura de la catástrofe ateniense. H oy es fácil observar que no era así, pero esto no es sólo un juicio ex eventu. Todo aquel que conociera la historia espartana hasta el 404 tenía que estar necesariam ente convencido de que la tarea era demasiado grande para Esparta. U n Estado que había perm anecido al m argen de todo el desarrollo de la vida griega en el curso de los últimos siglos, que, por el contrario, h a bía querido cerrarse herm éticam ente a todo lo que ocurría fuera de sus fron teras y que, como consecuencia de ello, no era otra cosa que un m onum ental fósil, un Estado así no podía convertirse de golpe en el órgano de expresión de las multiformes instancias de renovación que rebosaban por todos lados. Cierto que la elite espartana estaba form ada por un grupo de hábiles polí ticos y expertos militares, superiores a los demás griegos, y el ethos discipli nado del E stado espartano, aun en las situaciones más difíciles, estaba siem pre dispuesto a la voz de llamada; pero así no podía conquistarse el futuro, ni con la m ejor voluntad del mundo. Para ello se necesitaban reservas de fuerzas, en el sentido más general de la palabra, sociales, económicas e inte lectuales, y E sparta sabía m ejor que nadie que no disponía de ellas. Muy lejos de sobrestim ar su potencia, se había esforzado consecuentem ente, en el último siglo, en m antener las posiciones adquiridas y en evitar única y exclu sivamente caer en una relación demasiado desfavorable con un m undo que se transform aba contra su voluntad. Era una actitud m eram ente defensiva, y E s parta sabía que no podía conservarla sin compromisos y concesiones. De esta m anera, había tenido que aceptar el dualismo griego impuesto por Atenas y había entrado en la guerra aparentem ente para elim inarlo, pero, en realidad, porque tem ía por su propia supervivencia. D urante la guerra, más de una vez se había m ostrado dispuesta a restringir sus objetivos; incluso en la última fase, cuando su superioridad era una cosa segura, hubiera buscado gustosa mente una vía de salida al enemigo acorralado, le habría dejado al menos la base de su antiguo poder, con tal de salir de un conflicto que en el fondo no había deseado. Y si se piensa que poco a poco el núm ero de ciudadanos es partanos con plenos derechos se había reducido a quince mil hom bres, es d e cir, a la mitad del mínimo indispensable, y que un incidente ocasional, como la captura de unos cientos de espartiatas en Esfactería, podía convertirse en una herida casi m ortal, esta actitud resulta comprensible e incluso se ve p a tente el enorm e desequilibrio entre una actitud así y las tareas con las que se enfrentaba ahora, al final de la guerra. No se puede decir de otra forma: la historia se había perm itido, en cierto
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sentido, jugar una mala pasada con ella misma; su curso había sido todo lo contrario de «racional» y, en el fondo, de acuerdo con el juicio hegeliano, habría tenido que adm itir no ser «real». C iertam ente es fácil decirlo, y al guno podría objetar que con este juicio el historiador se m uestra demasiado pretencioso. Pero se puede procedet con un poco más de ingenuidad y aban donarse a la impresión inm ediata del período histórico siguiente. El lector va a tener a continuación, más veces de lo que quisiera, ocasiones de percibir las profundas conmociones ocurridas en el curso de la historia griega después del 404, y reconocer cúan graves fueron las consecuencias de que se disol viera la concentración de fuerza política en A tenas, obra y m érito de casi tres generaciones, y cuánto daño produjo la represión del impulso que, desde el seno del pueblo helénico y de la civilización griega, habrían determ inado inevitablem ente, con el paso del tiem po, la típica configuración de la política internacional griega. Nunca un Estado fue tan responsable de su derrota como el ateniense de la guerra del Peloponeso. A la cuestión de si «mereció» esta suerte y de si fue oportuna para la H élade como conjunto, sólo puede responder afirm ativam ente quien considere que los resultados y los hechos se justifican siempre en virtud de su m era existencia. Quien no piense que la historia universal se halla tan felizmente construida como para «progresar» siempre y en cualquier caso, no podrá reprim ir una buena dosis de escep ticismo. Con la guerra del Peloponeso la H élade no resultó afectada ni disminuida de alguna m anera su fuerza vital. Las pérdidas hum anas que la contienda h a bía provocado y que sufrió principalm ente A tenas — en particular por la peste— no detuvieron el crecim iento de la población griega. La H élade fue, desde un punto de vista biológico, un país floreciente, incluso a lo largo de todo el siglo IV. Su civilización experim entó un salto hacia delante, la indus tria y el comercio se desarrollaron, tanto en sus dimensiones externas como en su diferenciación interna. Se producía más que antes, aunque no lo sufi ciente para adaptarse a las exigencias del enorme aum ento de la circulación del dinero, con lo que, por doquier, se produjo un aum ento considerable de los precios, de acuerdo con la tendencia que ya había dom inado durante el siglo V. Por térm ino medio, la gente .se hacía "más rica y se permitía lujos mayores que antes. En las viviendas privadas, antes muy simples, se hacían grandes gastos para obtener cierto esplendor. El talento plástico de los griegos encuentra todavía las condiciones económicas indispensables para ma nifestarse. Escopas, Praxiteles y Lisipo, cada cual con su escuela, crearon nu merosas obras, haciendo surgir junto con otros artistas contem poráneos las formas artísticas que han determ inado durante siglos la imagen m oderna del arte griego. La pintura experim entó su gran desarrollo tan sólo ahora, cuando se comenzaron a decorar las habitaciones con frescos. Al siglo IV per tenecen las famosas anécdotas de Zeuxis, que atraía a los pájaros con los ra cimos de uvas que pintaba, y de Parrasio, que había dibujado una tela con tanto realismo que Zeuxis le rogó retirarla para poder contem plar el cuadro. No obstante, las energías creadoras y los hom bres de este siglo fecundo no encontraron todos una sede política y social que los acogiese y los colo case en su justo lugar. No existía ya ningún orden político estable. En las dos generaciones entre el 404 y el 338 (victoria de Filipo en Q ueronea) hubo en la H élade cuarenta años de guerra, sin contar los limitados conflictos locales.
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Esto significaba am enaza, desolación y destrucción de cosechas preciosas y el desperdicio de los productos del trabajo hum ano para los altos costes de la guerra. E n el m ar, tras la caída del gran imperio ático, el comercio estaba ex puesto de nuevo a los ataques de los piratas. D esventuras aún mayores so portaban las víctimas de las constantes revoluciones. Siempre y por todas partes había personas expulsadas de sus casas, que esperaban regresar por la fuerza a la patria y recuperar sus bienes confiscados. Los cambios constitucio nales internos form an parte de las manifestaciones más típicas de la vida polí tica griega, y no sorprende que ocupen una posición central en la teoría griega del Estado. E n una organización reprim ida de una m anera tan vio lenta, era imposible garantizar a todos medios de vida para seguir una exis tencia pacífica. Miles y miles de griegos se ganaban la vida como m ercenarios de la guerra, de la guerra en G recia, pero tam bién de las guerras del G ran Rey persa y del faraón egipcio (en el siglo IV habían retornado los faraones). E ra fácil reclutar soldados griegos y la propia técnica m ilitar griega se apro vechaba de estas posibilidades para descargar un poco a los ciudadanos del peso del servicio m ilitar en la guerra. El fenóm eno en sí no era nuevo. Ya se encuentra en los tiranos del siglo VI, y tam poco era desconocido en el siglo V (en particular durante la guerra del Peloponeso). Sin em bargo, es sólo en el siglo IV cuando el soldado de profesión se convierte en un tipo social perm a nente que, con sus fanfarronerías, hizo incluso su ingreso en la literatura en la figura del miles gloriosus. La incapacidad de Esparta en afrontar la misión de ocupar el vacío d e jado por A tenas no se hizo patente de inm ediato. Al principio todo transcu rría de un modo sorprendentem ente favorable, o al m enos así lo parecía. La Grecia continental no representaba un problem a. Ya durante la guerra de Decelia, E sparta había obrado a su arbitrio y A tenas no estaba en situación de cortarle el camino del centro ni tam poco del norte de Grecia. No era, pues, extraño que ahora Esparta interviniese en los conflictos internos de T e salia (una revolución de los siervos de la gleba, los «penestas», contra la aris tocracia ciudadana) y que, naturalm ente, pusiese un cierto orden, según sus propias ideas, en el Peloponeso. La Élide, que durante todos los diferentes reflujos de la supremacía espartana se había extendido y fundado un dominio bastante rígido sobre los pequeños centros de la región, se vio obligada a re nunciar a todos estos progresos hacia la consolidación estatal. No obstante, los mayores problem as no provenían de la Grecia continen tal, donde E sparta disponía de una antigua tradición de hegem onía y donde Atenas no había conseguido grandes resultados; las pocas cuestiones aún abiertas, como la del asentam iento de los refugiados mesenios en Naupacto, en el golfo de C orinto y en la isla de Cefalonia, podían ser resueltos fácil mente. Sin em bargo, ¿qué ocurría en las lejanas regiones del desaparecido imperio m arítimo ático? Fue mérito de Lisandro el que Esparta se librara de esta preocupación. A fin de cuentas, era Lisandro el que había acabado com pletam ente con la hegemonía ática: y ya antes del 404 había intuido no sólo el m étodo más oportuno, sino tam bién la posibilidad de conseguir resultados duraderos. D ejando de lado excesivos escrúpulos, se atenía al criterio de ins talar guarniciones con com andantes espartanos (harmostas) y de organizar rí gidamente las minorías oligárquicas en form a de comités ejecutivos (decarquías), que actuaban de forma dictatorial. Lisandro gozaba de todas las sim
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patías como el definitivo libertador de la dominación ateniense, pero estaba bien decidido a sustituirla por una dominación espartana no m enos rígida. Si A tenas se había complacido en hacer discursos superfluos sobre su poder hegemónico, era m ejor no aplicar este maquiavelismo a las bayonetas, que, precisam ente, por ser pocas, tenía m ayor razón para actuar sin contem pla ciones. Hacia el cambio de siglo, los antiguos aliados áticos habían sido subordinados a un aparato hegemónico de tan perfecto funcionam iento que a lo largo de la costa sur del m ar Negro una masa considerable de m ercenarios griegos se hallaba por com pleto a m erced de E sparta, que ahora ejercía un dominio absoluto sobre las vías marítimas. *> Pero este sistema estaba indisolublem ente unido a la persona que lo había creado, y precisam ente esta circunstancia hizo de Lisandro un hom bre peli groso para su patria. Los estados que habían formado parte de la liga le de m ostraron su extraordinaria devoción en formas religiosas com pletam ente in sólitas. Le eran ofrecidos sacrificios y se le cantaban peanes como si se tra tara de un dios. Samos cambió el nom bre de la fiesta de H era en fiesta en honor de Lisandro, y Éfeso erigió una estatua suya en el famoso tem plo de Artemisa. Entonces no se sabía que cien años más tarde actos religiosos de este género ya no resultarían excepcionales. Pero si bien entonces estos he chos no se consideraban tan sorprendentes como nos parecen a nosotros — la inmanencia terrena de la divinidad y su facultad de unirse a los hom bres es algo que pertenece al patrim onio originario de la religión griega— era, no obstante, desconcertante que el precursor de esta evolución fuese precisa m ente un espartano, un hom bre que era además un cínico y que afirmaba que se debía engañar a los niños con los dados y a los hom bres con ju ra mentos. Lisandro no sólo propugnaba esta teoría, sino que la practicaba con éxito, dejando en distintas ciudades las señales de su perfidia. E sparta habría aceptado a la larga esta ley de la espada im puesta por Li sandro, pero no sus repercusiones sobre la misma Esparta. Un hom bre tan poderoso, que pronto habría hecho palidecer el recuerdo de las gestas de Cleómenes y Pausanias, naturalm ente, se salía del marco de la constitución espartana. Lisandro lo sabía y obraba en consecuencia. La m onarquía heredi taria espartana debía convertirse en electiva. No era difícil com prender a dónde conducía este program a. N aturalm ente, Esparta no pensaba, ni mucho menos, en destronarse a sí misma y poco a poco fue arrinconando a Lisan dro. Cuando, en el 395, cayó en el campo de batalla, hacía tiem po que había perdido su influencia, pero al mismo tiem po, Esparta perdía con él la única fuerza que habría podido m antener intacta su autoridad. Y así Esparta re nunciaba com pletam ente a ella. A hora se hacía evidente que la posición es partana no era tan sólida como había parecido.
E l milagro ático La capitulación de A tenas tuvo lugar en la prim avera del 404, después de que la ciudad hubiera tenido que sufrir durante todo el invierno el bloqueo de la flota de Lisandro y de que la población, em pujada por el ham bre hasta el borde de la desesperación, renunciara a resistir. Era así víctima indefensa del enemigo, sin ninguna posibilidad de hacer sentir su propio peso sobre la
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balanza. D esde el otoño se sabía lo que iba a deparar el porvenir, cuando llegó la noticia de Egospótam os. Así refiere Jenofonte, en un célebre pasaje, la situación: «Un grito de dolor corrió de boca en boca desde El Pireo a lo largo de los M uros Largos hasta la ciudad. A quella noche nadie durm ió, no tanto por el luto de las víctimas caídas en la batalla como por el pensam iento angustioso del propio destino, pues cada cual se im aginaba tener que padecer la misma suerte que A tenas había hecho correr a Melos, H istiea, Éscione, Torone, Egina y a tantos otros griegos». Los presentam ientos se hicieron realidad. El terror y la angustia que du rante décadas había sido la pesadilla de los súbditos de A tenas se transform a ron, en la hora de la victoria total, en el ansia de hacer pagar el propio sufri m iento al despiadado opresor. E n las negociaciones de paz, este estado de ánimo fue expresado por Corinto, Tebas y tantos otros griegos que exigieron no concluir tratados, sino destruir A tenas a ras del suelo, «borrar del mapa» la ciudad. En este m om ento crítico, E sparta intervino en favor de A tenas y salvó la ciudad. N aturalm ente, se trataba sólo de un cálculo político. La des trucción de A tenas sólo podía ser útil a la vecina Tebas, que E sparta no tenía interés en reforzar hasta tal punto. Pero este no era el único motivo. Hubiera sido demasiado m onstruoso —y así lo hicieron n otar expresam ente los espar tanos— esclavizar a una ciudad que en el m om ento de m ayor peligro para la H élade se había ganado el máximo m érito, símbolo de aquella solidaridad panhelénica de la que la última generación había perdido el sentimiento. En un banquete ofrecido a Lisandro, un fócense habría cantado un pasaje de la Electra de Eurípides, y todos los presentes habrían tom ado conciencia de lo terrible que hubiera sido destruir una ciudad tan famosa, de la que habían surgido tales hom bres. El hecho puede ser legendario, pero expresa la real conciencia histórica de la posición de A tenas en el espíritu griego. Grecia se habría deshonrado a sí misma si hubiera seguido los dictados de la yenganza, y a E sparta le queda la gloria eterna de no haber errado en esta circunstancia y de haber traducido en acción concreta un sentim iento más o m enos claro. El observador reflexivo contiene aún la respiración ante la idea de lo que estuvo en juego entonces y de lo que hubiera podido fácilmente suceder. No es difícil imaginar las graves pérdidas que habría sufrido la hum anidad si A tenas hubiese sido destruida: es una hipótesis que no pierde su valor, aun que no podam os saber lo que hubiera ocurrido; desde luego, no todo lo que está vinculado, de alguna m anera, con la existencia de A tenas en el futuro. Bien es verdad que con la guerra del Peloponeso llegó a su fin la época trá gica de los griegos, la época de la gran tragedia ática. Ni Sófocles ni E urí pides, m uertos ambos dos años antes (406-405), vieron el final de la guerra. Es cierto que después aún hubo num erosos actores trágicos —que apenas co nocemos— , pero, evidentem ente, no supieron añadir nada a la historia de la tragedia. Para todo el resto de la Antigüedad, en los innum erables escenarios teatrales del m undo cultural griego, y más tarde grecorrom ano, la tragedia vi vió sólo la form a clásica representada por los tres grandes poetas y, en pri mer térm ino, por Eurípides. La historia del teatro continuó en la comedia, pero no en prosecución de la clásica de Aristófanes, sino en el marco de un estilo propio, la comedia social, que aprendió m ucho de Eurípides en su psi cología, en la descripción de caracteres y figuras hum anas. Alguien podría decir que, en definitiva, no interesan dem asiado M enandro y su influencia.
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Pero ¿cómo es posible im aginar el espíritu europeo sin tener en cuenta los elem entos que a partir del siglo IV se expresaban en la lengua de la prosa ática? El canon fundam ental para la literatura antigua, de que incluso el dis curso en prosa debía som eterse a ciertos principios artísticos, no fue inven tado, desde luego, en A tenas, sino llevado allí por los sofistas, y, en particu lar, por Gorgias, pero se desarrolló en A tenas y gracias a ello pudo afir marse. Si la posterior historia cultural nos rem ite siem pre de algún m odo a A tenas, es debido en parte al vigor estilístico creativo del espíritu ático, tal y como se form ó definitivam ente sólo en el siglo IV. No fue siem pre m érito de los ingenios más notables; un círculo muy num erosos de cerebros dotados de un notable talento para la form a fue quien consiguió que la lengua ática, con sus reglas estilísticas, proporcionara la base para los m odos expresivos de todo el m undo griego posterior. D urante el siglo V, A tenas había ido creciendo en este papel, simple m ente por el hecho de que su im portancia política y social le habían perm i tido convertirse en un centro panhelénico. Sin A tenas habría sido inconcebi ble el m odo de pensar reactivo de Sócrates, orientado sobre el inm ediato presente del espíritu m oderno; y no fue casualidad que Sócrates se convir tiera para los griegos en un acontecim iento ecuménico. Sin em bargo, ¿son concebibles las repercusiones mundiales de su pensam iento sin la A tenas del siglo IV? C iertam ente hubo tam bién discípulos extranjeros de Sócrates que pudieron fundar una «escuela socrática» (en nuestro sentido de filiación histórico-filosófica) incluso en otro lugar que no fuera A tenas. P ero ¿puede pensarse en un Platón fuera de las m urallas de A tenas? D esde luego, el gran filósofo tenía considerables reservas sobre su ciudad, pero, no obstante sus amplias relaciones externas, se m antuvo fiel a ella y nadie puede arriesgarse a imaginar qué habría sido de Platón sin los pensam ientos sociales de su exis tencia, que se encontraban en A tenas. Quizá la A cadem ia, la «escuela» de Platón, es una caricatura ateniense sólo por el capricho del destino que hizo de Platón un ateniense con sus propiedades en el Ática; pero en todo caso es hija de A tenas y no puede im aginarse en ningún otro lugar. P or últim o, tam poco Aristóteles, ateniense de elección, debe ser juzgado de m odo superficial a la luz de estos hechos. En su ingenio, A tenas no tuvo ningún m érito, y, sin A tenas y quizá incluso sin la Academ ia, tam poco hubiera dejado de desarro llar sus grandes dotes; pero lo que A ristóteles llegó a ser no hubiera sido concebible sin la A tenas del siglo IV. La fantasía del historiador se encuentra ante un abismo al imaginar que en el 404 el arado hubiera podido trazar surcos en el m ercado de A tenas y que el área de la ciudad hubiera sido trans form ada en terreno de pasto para los rebaños, como querían los tebanos. Sin duda, A tenas habría resurgido de alguna m anera, como M ileto tras la des trucción persa; pero ¿qué provinciana hubiera sido esta nueva ciudad? D esde luego, nunca habría podido servir de sede para las grandiosas funciones histó ricas que el destino reservó a la verdadera Atenas. Esta A tenas viva, real, que fue posible gracias al veto de E sparta, siguió siendo, a pesar de no tener poder político, la prim era ciudad de Grecia. Adem ás era la más populosa y no tenía rival: su gran pasado había determ i nado de una vez por todas sus dimensiones. Algo parecido se había visto en otros tiempos, incluso en nuestros días, que se hallan caracterizados por cam bios espectaculares. Como siem pre, la m ayor parte de los barcos de todos los
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puertos griegos seguían anclados en El Píreo, y la capacidad productiva de las m anufacturas atenienses continuaba siendo insuperable. Las disponibili dades financieras de A tenas, que ya no podía apoyarse en el im perio ático, eran a pesar de todo asombrosas. Todo el aparato intelectual, civilizador y económico dem ostraba que A tenas, no obstante el desastroso hundim iento político, conservaba sustancialm ente intactas sus íntimas y más preciosas re servas. Con todo, la derrota era todavía una dura realidad que no podía tacharse sin más. La guerra del Peloponeso había debilitado de tal m anera a A tenas en el plano político que la pérdida ya no podía ser reparada, y no sólo p o r que no se podían ya renovar las circunstancias extraordinarias que en un tiempo habían perm itido la formación de la Liga naval ática. En este aspecto, quizá, los atenienses podían consolarse pensando que ahora hubiera reque rido un gran esfuerzo tratar de obtener lo que antes había aparecido como un regalo de excepcionales circunstancias políticas; y realm ente así lo pensaban. Mucho más serio era el hecho de que la historia de Grecia continuara sin ser ya influenciada por el peso determ inante de A tenas; se presentaban así con diciones que im pedían por completo que A tenas desplegara sus fuerzas. E n suma, para el tiem po perdido, como para el kairós, no había remedio. Ya fue un milagro la relativa rapidez con la que A tenas se alzó del abismo en que había caído. La capitulación del 404 debía reducirla, en las in tenciones del vencedor, más o m enos, a la posición que había ocupado en la época de M aratón (490). La Liga naval fue disuelta, de tal m anera que no quedó ni huella de la misma. La guerra la había ya prácticam ente suprimido; sólo Samos había estado hasta el fin al lado de A tenas, y por razones com prensibles, ya que en el 412 se había instaurado una dem ocracia particular mente radical Samos no ignoraba que no podía esperar nada del futuro y sólo cedió a la fuerza de las armas que Lisandro dirigió contra ella, después de la rendición de Atenas. D esde el plano del derecho político, Samos podía ser considerada parte integrante de A tenas, puesto que, después de Egospótam os, en uno de sus últimos gestos desesperados, había concedido a los samios el derecho de ciudadanía ático, renunciado dem asiado tarde al m ezquino egoísmo cívico, que precisam ente había caracterizado la dem ocracia extrem ada. Pero A tenas también había perdido las «colonias de clerucos» (Im bros, Lem nos, Esciros), esto es, aquellas islas donde no había griegos (no áticos) que libertar, dado que el poder ateniense sólo se había im puesto a expensas de los indígenas no griegos. Así pues, la hegemonía m arítim a de A tenas fue destruida del m odo más radical. Los M uros Largos y las fortificaciones de El Píreo debían ser destruidos. La flota de guerra ática fue limitada a la ridicula cantidad de doce barcos. Con esto, era inevitable que A tenas, relegada violentam ente al conti nente, tuviera que reconocer la hegem onía de Esparta. Cuando Lisandro entró solem nem ente en la hum illada ciudad, lo seguían los prófugos áticos, es decir, sobre todo, aquellas gentes que se habían com prom etido en el 411 de una forma tan vergonzosa. Ellos se cuidarían de que la derrota de A tenas fuese oportunam ente subrayada incluso por parte ate niense: entre acordes de flauta, pusieron manos a la obra con gran entu siasmo, e iniciaron la destrucción de las murallas. Su lema era que aquel día comenzaba la libertad de la H élade. Esto significaba al mismo tiem po que la
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nueva A tenas sería oligárquica, como, por lo dem ás, querían las circunstan cias. La catástrofe exterior había conm ocionado la dem ocracia hasta sus fun dam entos. Ya antes de la capitulación, Cleofonte había sido ajusticiado; por tavoz de la ciudad ante Lisandro y E sparta era ahora T erám enes, un cono cido político del 411, en aquel tiem po representante del ala m oderada. Tam bién en esta ocasión la revolución oligárquica se llevó a cabo «legalmente», a través de la asamblea. Lisandro y sus tropas de ocupación aseguraron su pro tección al gobierno oligárquico. El resultado fue un com ité de acción de treinta hom bres que debían preparar la nueva constitución. E n realidad, el comité ejercía una dictadura, como hacían en otros lugares las decarquías de Lisandro, y pidió el apoyo de una guarnición espartana. Todos los otros ór ganos, el Consejo y una ciudadanía lim itada a tres mil hom bres, no tenían nada que decir. Im peraba un régim en de terror, que llevaba ciegam ente a la m uerte a sus oponentes. Los m agistrados que se ocupaban de las penas capi tales, los Once, tenían un trabajo inacabable. En un tiem po relativam ente breve el núm ero de las víctimas se elevó a mil quinientas. Por puro instinto de rapiña, no por motivos políticos, se llevaban a cabo confiscaciones en masa que enriquecían a la camarilla en el poder. Las personas am enazadas huían fuera de la ciudad, al campo o al extranjero. E sta evacuación parecía obedecer a un plan. Se quería debilitar al elem ento ciudadano y había que acentuar el carácter agrario de A tenas. Los cascos de los barcos fueron ven didos para su desguace. A tenas, destinada a convertirse en un Estado agrí cola, debía adaptarse a las condiciones de su suerte externa. El alma de esta política suicida era Critias, la cabeza de los «Treinta Ti ranos». H om bre de condición — estaba em parentado con Solón y y Platón— , era, con sus casi sesenta años, un magnífico representante de la cultura inte lectual m oderna, difundida entre los sofistas, y frecuentaba el trato de G or gias y de Sócrates. La A ntigüedad conocía muchos de sus escritos, entre ellos la exposición de diferentes constituciones, como la de los espartanos y la de los tesalios. Tam bién escribió poesía y tenía, al parecer, un desarrollado gusto por la forma. Tenía en común con sus com pañeros de clase, y en gene ral con los intelectuales progresistas, el odio por la democracia. Este odio era más fuerte que la lógica de su pensam iento. En la política práctica, Critias perseguía una tendencia tan reaccionaria, que no le im portaba renegar de los principios de sus convicciones ideológicas si se reconocía un elem ento del o r den democrático. La A tenas dem ocrática conocía, desde Solón, la diferencia entre los aspectos exteriores del derecho penal y los sentim ientos, las inten ciones interiores: era una distinción que quien menos justificada estaba para rechazarla con su subjetismo era la sofística. Pero para Critias y sus amigos esta distinción no era más que un expediente para abrir la puerta al arbitrio democrático y perm itir a los oradores la interpretación de las leyes a discre ción. Con ello, la propia retórica, que incluso Critias había adoptado a fondo, se hacía sospechosa de ser un instrum ento al servicio de la dem ocra cia. U na ley inspirada por él prohibió su enseñanza. Así pues, esta elite oli gárquica no se dem ostraba vinculada por una sólida postura intelectual: apli caba sin escrúpulos la técnica del poder, cuidándose poco de los sentim ientos y de las convicciones ajenas. Y a lo había dem ostrado anteriorm ente Critias, cuando, como aristócrata, apoyó la revuelta de los penestas en contra de la aristocracia tesalia. A esta gente no le preocupaba mucho adecuar la práctica
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al pensam iento; esta duplicidad de conciencia, lo mismo que los excesos d e senfrenados, revelaban de qué naturaleza era el régim en opuesto a la dem o cracia, del que ciertam ente no se podía esperar una renovación interior del Estado ático. El deterioro de una sana m entalidad política fue favorecido — y era com prensible— por la convicción de que los espartanos tenían necesidad de hom bres de confianza que se identificasen com pletam ente con sus fines y pudie sen, por tal m otivo, permitírselo todo. A sí, no se vacilaba en dirigir la espada contra los propios correligionarios cuando no seguían apoyando las tenden cias radicales: es un fenóm eno característico de todo movimiento que tenga que sufrir el control de los extremistas. La felonía más indignante fue el ase sinato legal de Terám enes, que hacía muy poco había jugado un papel dom i nante en la supresión del régim en dem ocrático, perm itiendo así a los oli garcas apoderarse del poder con seguridad y sin peligros. Un ejem plo no menos significativo de perfidia fue la eliminación de Alcibiades, independien tem ente de la antigua amistad que lo unía a Critias. Este se aprovechó de sus estrechas relaciones con Lisandro para inducirle a que pronunciara la senten cia de m uerte, y Lisandro presionó sobre el sátrapa Farnabazo, ante quien Alcibiades había buscado protección, hasta que acabó entregándolo. Si algo así era posible, los T reinta tenían realm ente m uchos motivos para sentirse se guros. Pero los cálculos resultaron fallidos. E n la misma E sparta, grupos in fluyentes no ocultaban considerables reservas contra el m aquiavelismo de Li sandro; el prim ero de todos, el rey Agis, que se oponía a él por motivos p er sonales. El resultado fue la decisión de no continuar apuntalando la situación insostenible de A tenas y hacer valer sólo las relaciones reales de fuerza. Los atenienses ya se habían dado cuenta de cuál era realm ente la situa ción. Los oligarcas, al expulsar a los dem ócratas, habían provocado su con centración fuera de A tenas. Los dem ócratas se agruparon en los campos del Ática, encontraron un natural punto de reunión en la vecina B eocia, y bas taba un paso para organizar la resistencia. Tal y como había sucedido innu merables veces en la historia griega, se trataba de ocupar una sólida posición y de fortalecerla m ilitarmente. File, en el norte del Ática, no lejos de la fron tera con Beocia, era el lugar adecuado para ello; y en la persona de Trasíbulo, un experto estratega de la guerra del Peloponeso, se encontró tam bién el hom bre adecuado para dirigir la organización. En seguida se vio que el régim en oligárquico no disponía de medios de defensa. Frente a los partidarios que Trasíbulo encontró, Critias se hallaba indefenso. No pudo evitar que los dem ócratas ocuparan El Pireo y se atrin cherasen en el puerto fortificado de M uniquia. E n el intento de expulsarlos de allí, Critias fue derrotado y encontró la m uerte. A cto seguido, se disolvió el régimen de los treinta extremistas. Los supervivientes huyeron a Eleusis y la convirtieron en un bastión, después de rom per la resistencia de los habi tantes. En la ciudad el poder fue asumido por una oligarquía m oderada que, sin em bargo, no consiguió entenderse con Trasíbulo, el cual exigía la reins tauración de la antigua dem ocracia (eran los comienzos de marzo del 403). La decisión se confió a las armas. No había ninguna duda de que la oligar quía sería vencida. No obstante, antes de que se cruzasen las espadas, apare ció el rey espartano Pausanias con un ejército y separó a ambos bandos, to mando posiciones entre A tenas y El Pireo. No tenía intención de sostener a
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los oligarcas, siguiendo la línea trazada por Lisandro: consideraba inevitable la reinstauración de la dem ocracia y sólo deseaba que no com portase reac ciones extremas. Este punto de vista era totalm ente aceptado por Trasíbulo y su gente, que acabaron renunciando a todo tipo de venganza. En seguida se hizo patente lo extraordinario de este proceder y se le atribuyó un valor pa radigmático. Fue usado el térm ino de «amnistía» y se originó así este im por tante concepto de derecho público. De hecho, la política de los dem ócratas atenienses era sorprendente, y quien recordara con qué insensatez, pocos años antes, habían decidido las mismas personas cuestiones vitales para el Estado y cómo, incluso después de Egospótam os, se había rechazado una oferta de paz hecha por Lisandro, que, al menos, habría dejado a los atenienses las islas de los clerucos, tenía que admirarse de la dosis de realismo utilizada ante la especial oportunidad ofre cida por la m ediación espartana y, sobre todo, de la justa valoración de la necesidad política, que se expresaba en la renuncia a todo tipo de venganza. El recurso a la racionalidad objetiva, no obstante todos los impulsos pasio nales, fue un gesto que no sucedió muy a m enudo en la historia ateniense; fue esta esencialmente la razón por la cuafl en el siglo IV la historia de A tenas experim entó notables progresos. Y así, habiendo transcurrido poco más de un año, en el otoño del 403, el fantasm a oligárquico parecía desvanecido por completo. Eleusis, el lugar donde habían encontrado refugio los oligarcas, después de poco tiem po, fue fácilmente recuperado. Ya en el 401 se encontró la solución y Eleusis, con el consentim iento de Esparta, volvió a ser incluida en el Estado ático. N aturalm ente no se podía evitar que aún durante algún tiempo los ánimos estuvieran turbados con el recuerdo del período de violen cia: en ciertos casos, «los de El Píreo», esto es, los dem ócratas, levantaban acusaciones contra «los de la ciudad», partidarios de los oligarcas, y en oca siones los rencores se desfogaron en casos judiciales, de los que sabemos, por casualidad, gracias a las obras de Lisias. El asesinato legal de Sócrates, en el 399, fue la som bra más oscura de la recién restaurada democracia. En la m adurez, durante la guerra arquidám ica, Sócrates había participado en la guerra del Peloponeso. En el proceso de las Arginusas se había levantado en contra de la condena de los generales, pero no se trató de una tom a de posición antidem ocrática. Como toda persona de recto sentir, Sócrates odiaba las prácticas de los Treinta, y se había sustraído prudentem ente a una misión que quería hacer de él un esbirro contra una de sus víctimas. Así pues, no era sospechoso de ser partidario de los oligarcas radicales. La acusación derivaba de otros motivos y puede ser explicada sólo partiendo de la situación psicológica de estos años, como una reacción a la imposibilidad de castigar a los verdaderos responsables. Dicha acusación fue dictada por la necesidad de rom per de forma ostensible con la actitud espiri tual que había provocado tantas desgracias. Si se vio en Sócrates a uno de sus representantes, la cosa no era tan incomprensible como hoy nos parece, sobre la base de las noticias de Platón. Hacía tiempo que Sócrates se había convertido, para sus conciudadanos, en la encarnación de un m odo de pensam iento que no se contentaba con las concepciones tradicionales y que, en lugar de ello, se entregaba a razona mientos originales. Según el juicio com ún, pertenecía a los m odernos innova dores, y la opinión pública se preocupaba muy poco de su punto de vista per-
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sonal. «Socratizar» había llegado a ser una expresión corriente en A tenas, y con justa razón, pues él era, en definitiva, ateniense y no un extranjero como Protágoras y Anaxágoras. Desde hacía treinta años, Sócrates era una figura muy conocida; rodeado de un enjam bre de personas notables, razonaba so bre el bien, la justicia y muchos otros tem as, trasponiendo a una esfera p ro blemática lo que parecía cierto y constatable incluso al hom bre común. E ntre sus discípulos se habían contado Alcibiades y Critias; las circunstancias p are cían justificar, incluso por motivos exteriores, la sospecha de que Sócrates había sido el padre espiritual de su política. Desde luego, unas suposiciones tan vagas no podían servir para un p ro ceso judicial. En este aspecto, debían utilizarse argum entos más específicos de los que se habían ofrecido siem pre, frente a un espíritu independiente; no obstante, debemos decir, en honor de los griegos, que fueron utilizados muy raram ente: en realidad, la historia griega no conoce, al menos como fenó m eno cotidiano, la persecución de las opiniones. Como fórm ula procesal sir vió en aquella ocasión la acusación de «impiedad» (asébeia), con lo que se designaba tan sólo la escasa veneración y la indiferencia con respecto a los dioses de la ciudad, ya que la religión no conocía dogmas de fe en el sentido que nosotros le damos. Como en el caso de Sócrates esta acusación, proba blem ente, era poco plausible, se añadió que el filósofo había querido introdu cir otras divinidades (daimónia), aludiendo a su costum bre de decir que había que preguntar a su daimónion. Obviam ente, esta acusación era tan poco con vincente como la anterior, aunque pudiera apoyarse por lo menos en un de term inado concepto jurídico. E n cambio, la otra im putación, que afirmaba que Sócrates corrom pía a la juventud, probablem ente fue inventada a propó sito, en base a máximas ético-sociales generales, y podía parecer más creíble, dado que todos conocían las relaciones de Sócrates con los jóvenes. En la justicia ateniense interesaba menos determ inar los claros indicios incriminatorios que la constatación de un delito concreto, y ésta se confiaba al libre ju i cio y podía obedecer a motivos enteram ente ocultos. En favor de la sinceri dad de la acusación habla la circunstancia de que no provino en absoluto del lado democrático radical. Los días de Cleón y Cleofonte habían pasado. A nito, el verdadero inspi rador del proceso, era un conocido exponente del curso m oderado e incluso, durante algún tiem po, había considerado posible la existencia de una consti tución oligárquica m oderada, a la m anera de Terám enes, hasta que se dejó convencer por la sensata política dem ocrática de Trasíbulo, apoyando así la generosa conciliación con los antiguos oponentes oligárquicos. Conociendo a Sócrates personalm ente, Anito tendría que haber sabido que el filósofo no tenía nada que ver ni con las inculpaciones manifiestas ni con las implícitas. A nito tal vez impulsó el proceso con la intención de herir directam ente al p a sado, a expensas de una víctima inocente, sin correr riesgos y sin acarrear daños directos al compromiso conseguido en política interna. Con toda p ro babilidad le hubiera bastado una simple acción dem ostrativa: la condena a muerte no era algo que estuviese seguro desde el principio y quizá tampoco se habría pronunciado sin la conocida actitud provocadora de Sócrates, que en lugar del castigo, exigió el alto honor de ser m antenido a expensas p ú blicas en el Pritaneo. Incluso después de la condena, le hubiera sido fácil a Sócrates sustraerse a la ejecución y encontrar refugio en el exterior, como
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habían hecho Anaxágoras y Protágoras. La negativa a escoger este camino contribuyó a la grandiosa transfiguración platónica de su m uerte; pero du damos de que en el relato de Platón estén contenidos los motivos reales de su decisión. Su m uerte no significó un verdadero m artirio, pues el filósofo no experim entó con ello ningún fortalecim iento. Sin em bargo, al aceptar volun tariam ente la sentencia, Sócrates aum entó infinitam ente la influencia de su personalidad. Inm ediatam ente después de su m uerte se suscitó una enérgica discusión y, más tarde, A tenas habría incluso condenado a los acusadores para liberarse form alm ente de la responsabilidad de la sentencia. Esparta, en conflicto con los presupuestos de su victoria E sparta había conseguido una victoria total sobre A tenas y, con ello, pa recía que había conquistado el dominio sobre toda la Hélade. Pero, no obs tante la clara victoria militar, esta situación era sólo aparente. La realidad es taba disimulada en cuanto que en la conclusión de la paz no había aparecido Persia, que, en cambio, había intervenido de modo decisivo, proporcionando ayuda m aterial a Esparta. D e otro m odo, Esparta no habría podido superar la pérdida de su flota tras la batalla de las Arginusas ni obtener la clamorosa victoria de Egospótam os. Pero cuando se firmó la paz con A tenas, el Gran Rey no estaba presente. El motivo era simple: en aquel m om ento Persia es taba com pletam ente paralizada debido a una crisis de sucesión. En Persia, situaciones de este género se repetían regularm ente, pero en esta ocasión las dificultades parecían insalvables. D arío II, m uerto en el 404 a.C ., no había sido, ni mucho m enos, un soberano enérgico, pero su sucesor, A rtajerjes II, le superaba aún en incapacidad. E ra un débil sultán, que, a los ojos de los griegos, representaba el típico héroe de serrallo oriental. No es, pues, sorprendente que, como tantas otras veces, Egipto viera la ocasión de inde pendizarse. A rtajerjes, durante todo su reinado, se dem ostró incapaz de so focar esta rebelión, y de este m odo Egipto fue libre durante dos genera ciones. Todavía peores eran las tensiones dentro de la familia real. Como A r tajerjes era com pletam ente inepto, parecía obvio que el gobierno pasase a su hermano m enor, Ciro, dotado de m ayor capacidad. La reina m adre, Parisátide, sostenía estas aspiraciones. Ya a la subida al trono de A rtajerjes, Ciro intentó eliminarlo. El golpe fracasó, pero es significativo que Ciro, en lugar de sufrir el último suplicio, fuese enviado a Asia M enor. E ra una invitación, más o menos disimulada, a intentar otra vez la usurpación. Y Ciro no era un hom bre que se dejara arredrar por el prim er fracaso, por lo que empezó a preparar el más grave acto de felonía, una expedición militar contra el rey. Un historiador de Grecia no tendría razón de hablar de estos aconteci mientos si no se entrelazaran con la historia griega y si, además de ello, no hubieran sido descritos en una famosa exposición literaria, el Anábasis, de Jenofonte. Los innum erables alumnos que han sido y son introducidos a la li teratura clásica de los griegos de la m ano de esta obra se encuentran así, de form a paradójica, con un acontecim iento com pletam ente marginal en la his toria del mundo. Los hechos se desarrollaron del siguiente modo: Ciro preparó la expedi ción de acuerdo con E sparta, a la que había sostenido lealm ente durante la
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guerra del Peloponeso. Sus soldados eran, en su mayoría, griegos, por lo ge neral, hom bres que habían aprendido a am ar el oficio de las armas y que aceptaban fácilmente las ricas recom pensas ofrecidas por Ciro. Se encargaban del reclutam iento varios jefes de m ercenarios, a la cabeza de los cuales es taba un espartano, Clearco, que, en su patria, había caído en desgracia y p o día darse por contento de tener así una nueva base para vivir. N aturalm ente, Ciro ocultó a los soldados sus verdaderas intenciones. Ellos creían ser em pleados en el marco de las em presas, más o m enos legítimas, de Ciro en Asia M enor. El ejército así reunido tenía proporciones notables: 9.600 hoplitas, 2.100 peltastas (soldados de infantería ligera) y, además, contingentes indí genas. La m archa del 401 se desarrolló con relativa rapidez. Se consiguió sor prender por com pleto incluso al gobierno de Susa. Cuando los m ercenarios intuyeron las verdaderas intenciones de Ciro, ya era demasiado tarde para re troceder. En Cunaxa, al norte de Babilonia, junto al Eufrates, se enfrentó Ciro con el ejército de su herm ano. No obstante los errores estratégicos co metidos por Clearco, la victoria fue de Ciro: pero a pesar de ello no tuvo consecuencias decisivas porque Ciro cayó en la batalla y para los griegos la expedición se convirtió en una aventura sin objetivo y sin esperanza. Cuando incluso perdieron a sus jefes, que como consecuencia de una pérfida m anio bra fueron capturados por el enemigo, la c a tá str o fe pareció inevitable. Pero en este punto ocurrió el milagro. Bajo un nuevo m ando, en el que partici paba con funciones esenciales el ateniense Jenofonte, que hasta entonces h a bía sido un m ero espectador privado, el ejército se abrió camino a través de todo el imperio persa hasta llegar a la costa m eridional del mar Negro, ocu pada por ciudades griegas. Este episodio de la historia persa tuvo varias repercusiones tam bién en Grecia. La «retirada de los diez mil», a través de los vastos territorios del in menso imperio persa, fue una aventura que ya por su esplendor romántico reclamó la atención de los griegos e indujo a los escritores a describirla. Así sucedió, aunque probablem ente a una cierta distancia de tiem po, pero el in terés por aquella espléndida em presa se m antuvo vivo y, una generación des pués, la narración de la gesta de los diez mil encontró numerosos lectores. El prim er autor fue un jefe de los m ercenarios, un tal Sofeneto; después fue p u blicado el libro de Jenofonte. Las narraciones ricas en detalles no sólo satis facían la necesidad de entretenim iento y el deseo de información histórica, sino que tam bién estimulaban la fantasía política. El im perio persa, que p are cía inconmovible y eterno, tras la casi increíble salvación del cuerpo expedi cionario griego ya no aparecía como una realidad inm utable; se podía pensar que un general audaz y afortunado pudiera destruirlo de un golpe con la fuerza de las armas; bastaba seguir el ejem plo de Ciro, que había estado a punto de concluir victoriosamente su em presa. D e ahora en adelante pareció que la experiencia hubiese confirmado una visión que trascendía los datos reales y que las ágiles y libres creaciones del pensam iento pudieran traducirse en hechos. En las concepciones políticas del siglo IV penetró así un singular elem ento utópico, directam ente referido a la realidad externa. Tam bién la política griega comenzó a sentir las repercusiones de la fraca sada em presa de Ciro, tan rápidam ente y de un modo tan intenso, que el h e cho pareció asumir una im portancia m ayor de la que tenía. Pero la muerte de
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A LEJA N D R D ---------------
DATO S B IO G R Á FIC O S
Ciro reveló cuál era la situación real, no sólo en la época presente, sino desde los días en los que E sparta se había aliado con Persia contra A tenas. D e un golpe, las ciudades griegas de A sia M enor se percataron de que la vic toria de Esparta sobre A tenas significaba su sumisión al dominio persa, y que esta verdad había sido ocultada de común acuerdo entre E sparta y Ciro. Tisafernes, enemigo personal de Ciro y subordinado·a él por lo que respecta a las relaciones con los griegos de Asia M enor, tras la desaparición del príncipe persa volvió a Susa con la manifiesta intención de aclarar la situación en pro vecho de Persia y de ejercer de hecho su autoridad. En consecuencia, las ciu dades griegas pidieron ayuda a E sparta en térm inos significativos, recordando su «dirección de toda la H élade», como si fuesen aún los tiempos de la insu rrección de Jonia. Todavía más curioso fue el hecho de que E sparta, cuyos cálculos prudentes se adaptaban norm alm ente a las circunstancias, a diferen cia de lo que había ocurrido cien años atrás, respondió a la petición y asumió la tarea de defender y liberar a los griegos de Asia M enor. Así, a partir del 399, los espartanos y los persas se encontraron frente a frente en Asia. La conducción de la guerra era contem porizadora por ambas partes, y a m enudo era interrum pida por largas negociaciones. A pesar de ello, pronto pudo verse claro que Persia no era tan indolente como cuando había aceptado que se constituyese la Liga naval ática, y que no pensaba de jarse arrebatar de una m anera tan fútil las ventajas conseguidas con su polí tica durante la guerra del Peloponeso. Por parte persa, el más activo de todos era Farnabazo, viejo rival de Tisafernes. Las operaciones espartanas tom aron un nuevo impulso en el 396, cuando el rey Agesilao se hizo cargo del m ando y cambió la situación^ aplicando una estrategia flexible, que, sobre todo, en virtud de un sistemático «aprovisionamiento» sobre el terreno, le evitó tener que estar pendiente del avituallam iento procedente de Esparta. Sus éxitos militares, que le perm itieron penetrar profundam ente en el interior de Asia M enor, eran considerables, y en un observador superficial podían suscitar la esperanza en una victoria aplastante.
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Sin em bargo, todo fue, en realidad, inútil; con el em peoram iento de la si tuación el gobierno persa volvió al viejo y experim entado recurso de com ba tir a los griegos con otros griegos. No era necesario siquiera crear en el con dénente griego un frente antiespartano: ya hacía tiem po que existía e incluso estaba listo para pasar a la acción. Tebas fue la prim era en hacerlo y se unió a la A tenas dem ocrática, que, naturalm ente, veía con agrado toda posibilidad de liberarse de la dominación espartana. Cuando los persas llegaron, se con cluyeron rápidam ente acuerdos, especialm ente en A tenas, donde además se había dado una coyuntura particular. Ya después de la batalla de Egospó tam os, el alm irante ateniense Conón se había establecido en C hipre, con un buen núm ero de atenienses, y posteriorm ente, durante la guerra entre E s parta y Persia, había establecido en seguida contactos con los persas, a través del príncipe greco-chipriota Evágoras (de Salamina). Esta m aniobra le intere saba a Persia, que reconocía la necesidad de enfrentarse con una flota a los espartanos, dueños del Egeo después de la eliminación de A tenas. Así pues, fue muy oportuno para los persas que Conón se ocupara, como plenipoten ciario, de la organización y el m ando de la flota. La confirmación no se hizo esperar: con una espléndida victoria en Cnido, en el 394, Conón destruyó la hegemonía m arítim a de los espartanos. E n Grecia, a lo largo del tiem po, cada vez era más difícil reducir la supe rioridad m ilitar de E sparta, que, no obstante, perdió mucho terreno desde un punto de vista político: Argos y C orinto se pasaron a las filas de Atenas y Tebas (después de una derrota espartana en H aliarto). Agesilao tuvo que abandonar Asia M enor (394) y restauró la gloria militar de E sparta, pero no su hegemonía. A tenas reconstruyó las fortificaciones de El Pireo (con dinero persa) y los M uros Largos; además obtuvo la restitución de las islas de Lemnos, Im bros y Esciros. La relación se había invertido. E sparta se halló ante una guerra en dos frentes y en el mismo dilem a que antes A tenas des pués del acuerdo espartano-persa.
La verdad de los hechos Al contrario que la A tenas de la guerra del Peloponeso, E sparta se dio cuenta en seguida de que había llegado el m om ento y abandonó el plan de defender contra Persia la libertad de los griegos de Asia M enor. No parece que la decisión le costase a los espartanos un grave sacrificio; no se opuso ni siquiera Agesilao, que había representado con tanto em peño la figura del h é roe helénico. Su representante principal, que con notable habilidad diplomá tica se encargó además de llevar a cabo las difíciles negociaciones, era A ntálcidas. Ya en el invierno del 393-392 a.C . le expuso al sátrapa Tiribazo — el cual sustituía a Tisafernes, que había sido eliminado y que como él (a dife rencia de Farnabazo) m antenía una postura de reserva con respecto a Atenas— el nuevo punto de vista de Esparta: las ciudades griegas de A sia M enor no debían, en lo sucesivo, constituir un motivo de recíprocos con flictos; bastaba con que todas las ciudades griegas, tanto en las islas como en la Grecia continental, fueran autónom as. Bajo estas condiciones, ni Esparta ni A tenas podrían llevar a cabo una guerra contra Persia, con lo que el G ran
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Rey habría obtenido con el mínimo gasto de energías lo que ansiaba desde hacía tanto tiempo. Con esta clara oferta, A ntálcidas no sólo confirmaba los presupuestos de la antigua colaboración espartano-persa, sino que pretendía hacer aceptar al G ran Rey incluso los objetivos bélicos del 432-431. A prim era vista habría podido pensarse que E sparta había desautorizado su propio imperialismo en Grecia; pero no estaba lejos de ser tan desinteresada. La apelación a la auto nomía griega fue hecha por E sparta precisam ente para excluir de entrada una interpretación así. D esde luego, se quería la autonom ía, pero ésta debía ser entendida como negación de la posición antiespartana. La violación de la au tonom ía, según el modo de pensar espartano, estaba no en la dominación o en la hegemonía de E sparta, sino en ciertos cambios políticos que habían ocurrido en Grecia después de finalizar la guerra del Peloponeso. Según Es parta, había que pensar mucho más en el dominio de Tebas sobre las ciu dades beocias, en el restaurado dominio ateniense sobre las cleruquías, en la fusión de Argos y Corinto, realizada bajo el signo de la dem ocracia, que ha bía suprimido la independencia de ambas ciudades en favor de una unidad superior. Esparta sabía bien, como cualquier griego que juzgara con im par cialidad, que se trataba de un espejismo; pero, precisam ente por esto, se preocupaba de im poner a Persia una interpretación así del concepto de auto nomía y de prevenir cualquier interpretación opuesta. Los espartanos tenían, pues, sus buenas razones para unir la cesión del Asia M enor griega con la sis tematización interna del continente. Esta concepción astuta era dem asiado insólita para que se pudiese llevar a efecto de la noche a la m añana. Hicieron falta seis años largos para traducirla a la realidad, y en este tiem po, el panoram a político general se transform ó tantas veces que, en ocasiones, las ideas de Esparta parecían haber perdido toda su actualidad. Pero, en realidad, la situación se desarrollaba en favor de Esparta, por la sencilla razón de que sus enemigos no estaban en situación de enfrentar una fórm ula propia al program a espartano. No eran lo suficiente m ente maquiavélicos como para proporcionar por su parte una explicación adecuada sobre el sacrificio de los griegos de Asia M enor y dejar mal a Es parta ante el rey de Persia. Tam poco estaban en condiciones de volver contra Esparta el concepto de la autonom ía, sino que se limitaban a la pura defen siva, negando simplemente el program a autonóm ico del enemigo. D e esta de bilidad derivaba la ventaja de Esparta: no tenía concurrentes en reivindicar un ideal que en la conciencia de la opinión pública conservaba una cierta va lidez. Si Esparta, a pesar de todo, no logró más rápidam ente su objetivo, fue por la actitud adoptada por Persia, que, después de las tristes experiencias de los años anteriores, tenía que acostum brarse de nuevo, poco a poco, a la co laboración con E sparta y, por lealtad hacia ella, cortar los hilos que la unían con sus amigos griegos, es decir, con Tebas, A tenas y Argos. Con ello, la guerra se prolongó y Persia adoptó una postura curiosa: si bien form alm ente continuaba m ostrándose enem iga de E sparta y aliada de los estados anties partanos, m antenía, cuando era necesario, relaciones amistosas y al mismo tiem po hostiles con ambos bandos; esta situación paradójica era favorecida por la multiplicidad de las instancias que trataban con los griegos. E n defini tiva, Persia se vino a encontrar en una posición de equidistancia que ofrecía
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la posibilidad de la mediación. Para poder recoger los frutos, bastaba que todos los interesados com prendiesen que el prolongado juego de equilibrio no determ inaba nada decisivo. Si entonces tam bién Persia tom aba una cierta iniciativa, se debía llegar necesariam ente al m om ento de la paz. Este m o m ento llegó en el 387. Cuando A tenas, en el 389-388, logró reconstituir la Liga naval —el in tento está ligado al nom bre de Trasíbulo, que m urió antes de que se consi guieran resultados decisivos y que ya precedentem ente había sido obstaculi zado en su propósito por una crisis en sus relaciones con los políticos más in fluyentes de A tenas— , Persia consideró que había llegado el m om ento de in tervenir de una vez para siempre. El proyecto de Antálcidas, ahora defen dido por él personalm ente en Susa, sirvió de solución. El G ran R ey hizo suya la formulación y la envió a Asia M enor y a G recia para que sirviese de fun dam ento de la paz. La «Paz del Rey» (o «Paz de Antálcidas») se basaba en la suposición de que los griegos no sólo se plegarían a las imposiciones del rey, sino que en gran parte las aceptarían voluntariam ente y hallarían un eco positivo en la opinión pública. El G ran Rey pudo arriesgarse a m anifestar que si alguno se oponía a la paz, le obligaría a aceptarla con la ayuda de los griegos volunta rios, es decir, de acuerdo con la parte m ejor de la H élade política. La idea no había sido concebida por casualidad. Se relacionaba con precisas convic ciones que se habían form ado entre los griegos en el transcurso de las dos úl timas décadas. De los largos desórdenes provocados por la guerra, que no habían respe tado a uno solo de los estados de Grecia, había surgido un deseo de paz que no la consideraba como un estado de cosas natural ni la identificaba con el fin de las hostilidades. A hora se sentía la necesidad de aceptarla expresa mente en el ám bito de la voluntad hum ana y de crearla con una acción deli berada. La paz no debía agotarse más en una relación bilateral, análoga a un anterior estado de guerra. La paz debía ser un bien com ún, esto es, indivisi ble, y todo Estado tenía el deber de llevarla a cabo. Esta idea era tanto más razonable en cuanto que los múltiples entendim ientos de los estados griegos se basaban en su libertad e independencia y, si reinaba la autonom ía, nin guno debía instaurar la paz valiéndose de una fuerza preponderante. Un con cepto de derecho internacional correspondiente a este principio había sido sostenido con energía durante algún tiem po, pero nunca encontró la ocasión de imponerse. Solamente fue la paz del Rey quien lo introdujo en el m undo griego, gracias a las circunstancias particulares, y lo enlazó a un aspecto bien comprensible de la conciencia griega. Al concepto de una paz así entendida como misión se hallaba unida indi solublem ente la obligación de defenderla y garantizarla. La estipulación de los acuerdos adecuados necesitó tiem po y mucha inventiva, pero la idea exis tía ya desde el principio, y fue expresada de inm ediato en la apelación al G ran Rey. La «paz común» (Koiné eirene) como fue definido este com pro miso de paz, se convirtió desde entonces en térm ino corriente del derecho in ternacional griego del siglo IV , y no cesó de ser válido como norm a, si bien en casos particulares la realidad no era precisam ente «pacífica». O ponerse a esta norm a era internam ente imposible. La «paz» y la «libertad», desde que la paz del Rey las sancionó, se convirtieron en dim ensiones inviolables con
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las que la nom enclatura política debía contar. Q uien quería conquistar el fu turo, no sólo las respetaba, sino que intentaba servirse de ellas como medios políticos.· E n los años siguientes la «paz común» fue renovada varias veces. Sin em bargo, no se debe sobrestim ar la fuerza de la «idea», pues, desde un principio, se hallaba com prom etida. La paz del R ey como «paz universal» tocaba desde luego un nervio de la conciencia pública, pero no abarcaba toda la realidad y esta realidad no se encontraba en absoluto de acuerdo con dicha conciencia. La contradicción se m anifestaba claram ente en dos puntos: las ciudades griegas de Asia M enor, como sujetos de derecho internacional, fue ron dejadas de lado. No siendo autónom as, ni aliadas de nadie, tan sólo se trataba de objetos de la dominación persa. N aturalm ente, esto se correspon día con la realidad externa desde la últim a fase de la guerra del Peloponeso, pero era una violación radical del concepto absoluto de una libertad indivisi ble. El segundo punto en contradicción con la idea — la com patibilidad de la autonom ía con la dominación espartana— no aparecía explícito en el tratado, pero esta circunstancia era inm anente a la situación concreta. Los grupos de poder que se habían form ado fuera de E sparta tuvieron que disolverse en h o m enaje a la autonom ía. Sólo las islas de los clerucos fueron explícitamente dejadas a Atenas. Cuando Tebas quiso prestar juram ento por las ciudades beocias, tuvo que plegarse a las oposiciones espartanas. Pero nadie pensaba en im poner a Esparta el mismo principio. Con todo, la paz del Rey era una expresión auténtica de la realidad polí tica de la H élade, lo mismo que, una vez, la paz del año 446 había reflejado el ordenam iento político de la H élade en la época del dualismo: representaba el fin real de la guerra del Peloponeso, la victoria de E sparta, tal y como h a bía sido posible sólo con la colaboración de Persia y con la pérdida de las ciudades griegas de Asia M enor. Sancionaba la autonom ía de Grecia, que ha bía sido el program a de los enemigos de A tenas, pero la ligaba a la suprem a cía espartana. Esta doble tendencia había sido desde el principio el contenido del conflicto histórico pasado. Incluso en este aspecto, la paz del R ey confir maba la realidad política.
A la búsqueda del más poderoso En los cincuenta años que transcurren desde la paz del Rey (387 a.C .) hasta la batalla de Q ueronea, es decir, hasta la instauración de la supremacía m acedónica sobre Grecia (338), la historia de la política griega fue extraordi nariam ente variada y cam biante; una abundancia desconcertante de aconteci mientos pone en cierto apuro a quien se esfuerza por obtener una visión ge neral. Así pues, parece oportuno advertir desde un principio, al lector, para evitar m alentendidos, que el resumen relativam ente breve de nuestra exposi ción no perm ite tratar, con toda fidelidad, los innum erables acontecimientos externos. Sólo nos posibilita indicar brevem ente los hechos más im portantes y los factores que los motivaron. Pero es necesario añadir otra precisión: hasta ahora la historiografía no ha logrado fijar en un esquema convincente este medio siglo de historia griega. E n la prim era mitad del siglo XIX se tendía a incluir el período en el tem a central de la decadencia, es decir, de la decadencia respecto al apogeo «clá-
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sico» del siglo V, y en general, a hacer concluir la historia griega con la p é r dida de la libertad política tras el som etim iento a M acedonia. La postura opuesta se m anifestó en un cambio radical de perspectiva: los años que p re ceden a Q ueronea y a A lejandro representarían no la decadencia, sino la v er dadera realización de la historia griega, porque precisam ente en este período se creó la unidad política del m undo griego. E n el siglo XX, naturalm ente, los estudiosos desconfían de la aceptación de teorías que propugnan la im pronta político-nacional de la teleología histórica, pero se ha conservado la teleolo gía y se ha atribuido a la historia tam bién un sentido racional. Según una ló gica histórica consciente, aunque tam bién no confesada, éste sólo podía radi car en la prefiguración del futuro, por lo que todo debía ir encam inado al surgimiento del helenismo. El autor de estas líneas confiesa abiertam ente que no le satisface en abso luto esta últim a interpretación. No cree que el futuro tenga siem pre «razón» y es de la opinión de que el helenismo no posee tam poco un carácter tan un i tario como p ara hacer converger sobre sí mismo la historia precedente. P ero no existe otra alternativa: tenem os que aceptar el período interm edio del si glo IV tal y como aparece, como una m araña, en m ovimiento incesante, de aspiraciones insatisfechas y sin posibilidad de aclaración. Las energías que surgían de todo ello no eran insignificantes, pero, por lo general, se contra ponían y, p o r consiguiente, se neutralizaban; p o r otro lado es tam bién cierto que la existencia de energías tan considerables constituía la característica m ás notable de este período, tras el que se advierte el siglo V, con su enorm e au m ento del nivel de las fuerzas políticas. Estas fuerzas carecían solam ente de cauces firmes en los que poder derram arse. Por doquier se trataba de aum en tar poder y prestigio político, pero todo intento fallaba antes de llegar al es tadio decisivo en el que una polis pudiese dem ostrarse superior a las demás. Entendido así, el siglo IV fue una época em inentem ente imperialista. Así y todo, lo curioso de la cuestión es que la conciencia pública no áfe dio cuenta de esta realidad. El cansancio de la guerra del Peloponeso había producido hastío y rencor contra todo im perialism o, y en la paz de A n tál cidas este odio había encontrado expresión concreta en un estatuto de paz panhelénico. Así, en cierta m anera, el concepto opuesto a la realidad política se convirtió en el contenido del derecho internacional griego: una polaridad que quizá parezca m enos extraña al que tiene experiencia de la historia que al doctrinario, el cual espera que en la historia las cuentas salgan siem pre justas. El antagonism o de estos dos puntos traía consigo, no obstante, que la verdad política se ocultara en este o en aquel plano y que pudiera revelarse sólo en el juego dialéctico de ambas orientaciones. En el 387, la hegemonía espartana pareció establecida para siempre. A poyada en el exterior por Persia, anim ada por la «buena conciencia» de d e fender la «autonom ía» de los griegos, y sin un fuerte rival en el m undo griego, E sparta podía lanzarse, por así decirlo, con todo su peso a la con quista de Grecia. Los acontecimientos externos confirman esta impresión. E s parta podía perm itirse hacer girar al revés la rueda de la historia. A rcadia, miembro siem pre inseguro de la Liga del Peloponeso, poseía en M antinea, desde el siglo v, un im portante núcleo urbano, que adem ás era una creación democrática. D esde hacía m ucho, E sparta no podía soportar esta situación. Finalmente se presentaba la ocasión de cam biarla. M antinea fue eliminada
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como entidad ciudadana y sus habitantes enviados de nuevo a las cinco al deas, de las que en un tiem po habían venido sus antepasados. Los oligarcas tom aron de inm ediato el poder. Fue la reacción más pura. U n oficial espar tano en las aldeas dem ostraba que los nuevos dirigentes no tenían ninguna im portancia por virtud propia y que por consiguiente debían recurrir a la ayuda extranjera. Algo parecido ocurrió en los límites de Grecia, en la Calcídica, donde E sparta yuguló un fuerte desarrollo urbano centrado; el vecino rey de M acedonia tenía motivos para alegrarse viendo de qué m odo se m uti laban los griegos. N aturalm ente, todo esto sucedía en nom bre de la «autono mía», pero esta consigna no podía justificar el improvisado golpe de fuerza contra Tebas. Y a a la conclusión de la paz de Antálcidas, Tebas se había te nido que plegar a E sparta cuando se le ordenó renunciar a su supremacía so bre las ciudades beocias. A hora lo tocó el turno a la propia Tebas. U na mi noría filoespartana entregó la ciudad a un ejército de Esparta. El grupo con trario se desmoralizó con la «condena» de su líder (Ismenias). Precisamente Esparta, que debía su poder a los persas, con la más desvergonzada hipocre sía le acusó de confraternizar con Persia (381). Tebas tuvo que aceptar una guarnición espartana en la Cadmea. No obstante, esta política abierta de violencia contra Tebas tuvo graves consecuencias para Esparta. En el fondo, no se correspondía en absoluto con la realidad espartana, esto es, no tenía en cuenta que las fuerzas de Esparta no eran ilimitadas, m ientras A tenas, después de plegarse a la paz del Rey y de haber renunciado a todas sus aspiraciones exteriores, fue dejada en paz. Pero en A tenas no sólo existía un ordenam iento dem ocrático, sino que in cluso había una abierta sim patía por los exiliados tebanos, en su m ayoría.de tendencias dem ocráticas, víctimas de la agresión espartana. De esta m anera la reacción pudo prepararse en suelo ático. Esparta había olvidado evidente m ente que si una dominación se construye sobre la violencia, ésta debe ser total. La conjuración que se estaba forjando en A tenas contra el régimen espar tano en Tebas es uno de los episodios más apasionantes de la historia de la criminalidad política que haya conocido la A ntigüedad; y es de lam entar que en el marco de esta Historia Universal falte el espacio para describirlo. Basta recordar que la m aniobra tuvo éxito y Tebas fue liberada; naturalm ente hubo un cambio radical de gobierno: la camarilla oligárquica tuvo que ceder el puesto a una democracia (379). Su figura más representativa del nuevo curso político fue, con el tiem po, Epam inondas, figura relevante por sus dotes polí ticas y militares. Epam inondas no había jugado un papel determ inante en la revolución, que en su cautela consideraba demasiado arriesgada. M enores es crúpulos había manifestado en esta ocasión su amigo Pelópidas, cuyo nom bre debía brillar en los años siguientes. Como Esparta no estaba en situación de reinstaurar el orden de un tiem po, Tebas alcanzó su viejo objetivo, la hege monía sobre Beocia, e incluso de una form a más sólida que en el período an terior al 387. Con la liberación de Tebas comenzó el ocaso de E sparta y el derrum ba m iento de su hegemonía sobre Grecia. No obstante, no encontró ningún he redero que pudiera ocupar su lugar. Sucesivamente cumplieron num erosos in tentos dirigidos a la concentración de las fuerzas políticas y, por consiguiente, a la prosecución de una política de expansión.
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C iertam ente, en Esparta se había com prendido que la verdadera causa de la derrota de Tebas había que buscarla en A tenas. Pero el reconocim iento de este hecho no condujo a ninguna acción positiva. Un improvisado golpe de mano del general espartano Esfodrias sobre El Pireo, en plena paz, fracasó e hizo la posición de E sparta todavía más insostenible. La misma liberación de Tebas había encontrado un amplio eco en la opinión pública griega. A hora la pérdida de prestigio moral obligó a E sparta a incoar incluso un proceso con tra Esfodrias y, cuando el acusado fue absuelto por la intervención de A gesi lao, todavía el político más influyente en E sparta, una ola de indignación se extendió por toda Grecia. Todas estas circunstancias eran tan favorables para A tenas, que no podía hacer otra cosa que aprovecharse de ellas en beneficio propio. La vía de su ambición estaba, desde hacía tiem po, tendida. Ya en la década de los no venta, A tenas había intentado reconstruir la Liga naval disuelta en el 404. La paz de Antálcidas después había frustrado sus planes. Pero la idea no había desaparecido del todo ni siquiera entre los antiguos aliados. En ello se mos traba que la Liga no había sido sólo un instrum ento del imperialismo; tam bién correspondía a una necesidad de colaboración y al sentim iento de que el vacío político abierto en el 404 había determ inado un proceso de desintegra ción. Es significativo que precisam ente los estados más grandes se convirtie sen en los más convencidos partidarios de la Liga. Por parte de Persia, que precisam ente entonces se encontraba en dificultades, no había nada que te mer. La unificación, de por sí, era considerada útil. No obstante, la paz del Rey prohibía a A tenas reconstruir directam ente las antiguas relaciones polí ticas. A tenas no podía hacer otra cosa que concluir acuerdos por separado, declarando expresam ente que no violaban los artículos de la paz del Rey so bre la paz y la autonom ía. En los años ochenta, los atenienses habían ya es tablecido relaciones con Quíos, Lesbos, Bizancio y R odas, pero había llegado el m om ento de consolidar un estado de cosas provisional. La violación de los acuerdos, representada por el ataque de Esfodrias, proporcionó la legitimación. Esta em presa hostil no sólo devolvía la libertad de acción, sino que tam bién procuraba la posibilidad de resanar y restaurar la m altrecha paz del Rey con un solo acto, la reconstitución de la Liga naval; fue una jugada genial que honraba a los dirigentes de la política ática. Pero esto no era todo. De forma enfática, fueron excluidas, por así decirlo, deste rradas, todas las cargas que en la prim era Liga naval habían despertado el re sentimiento de los aliados: en las ciudades federales los atenienses no volve rían a adquirir posesiones; las viejas reivindicaciones se cancelarían por com pleto; no habría guarniciones ni emisarios atenienses, y los pagos, por lo demás limitados, no seguirían llevando la misma denominación. Uno de los principales estadistas atenienses de entonces, C alístrato, inventó el nuevo té r mino syntaxis (contribución) en lugar del precedente phóros que, por lo ge neral, pero de forma equivocada, se traduce por «tributo». Y por último, se organizaría una asamblea federal (sinédrion) que tam poco había faltado origi nariam ente en la vieja Liga, pero que pronto había perdido todas sus fun ciones. La llam ada segunda Liga naval ática adquirió rápidam ente dimensiones considerables. Incluso en principio pertenecieron a ella Beocia y Tebas, y, en Occidente, Corcira. N aturalm ente no tenía la extensión de la prim era, ya que
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A tenas evitaba, con buenas razones, tocar el Asia M enor continental, som e tida al rey de Persia. Por consiguiente, com prendía más bien islas y algunas ciudades griegas de la costa europea del m ar Egeo y del m ar de M árm ara. No obstante, la política ática recibió con la Liga nüevos y poderosos im pulsos, así como la voluntad de movilizar tam bién las fuerzas internas. Grandes beneficios obtuvo sobre todo la administración financiera, que fue instaurada sobre nuevas bases con la institución de unidades de autoadm inis tración (simmorías), que tenían que responder del efectivo de los impuestos extraordinarios sobre el patrim onio (eisphorá). E sparta, com prensiblem ente, no aceptó sin protestar esta conmoción polí tica; pero el intento de contenerla no dio resultado. La m aniobra espartana no tuvo éxito ni con Tebas ni con A tenas. E n el prim er caso no ayudó su an tigua superioridad militar, en el segundo no pudo conservar la hegem onía so bre el Egeo, que detentaba desde el 404. Muy pronto los espartanos se die ron cuenta de que la lucha en dos frentes no podía traer consigo nada bueno y, por consiguiente, trataron de liberarse al menos de uno de los adversarios, esto es, de A tenas, dado que a E sparta le interesaba poco com prom eterse en el mar y su posición política se apoyaba en el continente. Si se ponía de acuerdo con A tenas, podía resolver fácilmente el problem a suscitado por Tebas. Ciertam ente, ya no se podía pensar en una nueva ocupación m ilitar de Beocia; por otra parte, ni siquiera era necesario. Bastaría con obligar a Tebas a renunciar a su fuerte posición en Beocia, mal vista por muchas ciu dades de la región, o por lo m enos, se debía im pedir que la reforzase. U na política así podía concordar óptim am ente con la paz de Antálcidas y perm itía incluso reactivarla, así como poner al servicio de la causa espartana la idéa de una pacífica com unidad panhelénica. El rey de Persia se habría asociado a este proyecto, aunque no porque le interesara inmiscuirse en el ám bito in terno de la política griega; su interés era mucho más elemental: necesitaba m ercenarios griegos, que sólo podía conseguir si en Grecia había paz. Este rumbo fue seguido por todos los interesados con una coherencia sor prendente. Si bien con un prim er tratado en el 374 no se logró al objetivo deseado (a causa de las disensiones entre A tenas y E sparta), en el 371 fue concluida en E sparta una «paz general». Con ella A tenas logró la ventaja de un reconocimiento (indirecto) de su Liga, incluso por parte del G ran Rey, y Esparta, la perspectiva de apoyar su acción contra Tebas en el consenso de toda Grecia. Parecía repetirse la situación del 387-386, cuando Tebas fue obligada, apelando a la paz del Rey, a liberar las ciudades beocias. Los dele gados tebanos abandonaron el congreso de la paz de Esparta y el nom bre de Tebas fue borrado del docum ento. Pero todo sucedió de m odo muy distinto: la Tebas de Epam inondas, en lugar de plegarse, se dispuso a contraatacar. En Leuctra, en Beocia, los es partanos fueron derrotados (371) y tuvieron que rogar al enemigo que les en tregara los m uertos, lo que significaba reconocer abiertam ente su derrota. La fama de la im batibilidad militar de E sparta había acabado (derrotas ante riores habían neutralizado sólo fuerzas limitadas). Peor fue que de la victoria moral Epam inondas consiguió obtener ventajas políticas. La Liga del Pelopo neso se disolvió. En A rcadia, el movimiento de independencia llevó a fundar una liga, que com prendía todas las ciudades de la región. Pero tam poco esto era el mal más grave. El fundam ento del poder espartano era la posesión de
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M esenia, el país de los ilotas, y nunca había sido com prom etido desde el ex terior. Y fue esto precisam ente lo que ocurrió: Epam inondas, al adentrarse en el Peloponeso para ayudar a los arcadlos, independizó M esenia. Esparta se derrum bó: ya nunca pudo recuperarse de este golpe. Fue el fin de la Esparta clásica, que había cortado siempre con las fuerzas de la época arcaica primitiva y que había extraído sus energías de un exceso atávico de vitalidad. Lo que Atenas no había conseguido en el curso de una larga rivalidad, lo lograron los campesinos beocios y el genio táctico y estra tégico de Epam inondas. Epam inondas fue el prim er griego que hizo de la lu cha militar un arte y lo confió a los recursos de la libre invención. El «orden oblicuo» del ejército en batalla, con un ala reforzada (para Epam inondas, la izquierda), transform ó el com bate, hasta entonces fluctuante de una parte a otra, en un movimiento calculado, en el que la presión lateral aum entada obligaba al flanco enemigo a replegarse y perm itía incluso encerrar en la te naza al adversario. La superioridad m ilitar dem ostrada por Tebas en Leuctra repercutió com prensiblem ente en las regiones más próximas de Beocia, en la Grecia central. La Fócide y la Lócride tuvieron que reconocer, por medio de pactos, la pre ponderancia tebana. Por algún tiem po el influjo de Tebas se extendió hasta Tesalia y M acedonia, que en esta ocasión tuvo que entregar como rehén al joven príncipe Filipo (368). Pero estos éxitos no aseguraban a Tebas la pri macía indiscutida sobre Grecia. Sus fuerzas no bastaban para frenar en cada caso las combinaciones políticas que habían llegado a ser posibles como con secuencia de la destrucción de la hegem onía espartana, y para enfrentarse a ellas a fondo. E ntre otras cosas, Tebas, después de su repentino e inesperado fortalecim iento, se encontró con que A tenas, que hasta entonces había sido amiga y aliada en la lucha antiespartana, se hallaba entre sus enemigos. Atenas había recibido la noticia de Leuctra con una notoria insatisfacción. E n aquellos m om entos, A tenas perseguía un plan significativo. Quería arrebatar a Tebas, por así decirlo, los frutos políticos de la victoria y sacar provecho con ello de la derrota espartana. E n nom bre de la paz del R ey y para reafirm arla fue convocado en A tenas un congreso general. Su contenido sería «paz y libertad para todos los griegos». B ajo este lema se contem plaba también la libertad del Peloponeso frente a E sparta, que por tanto habría te nido pocos motivos para aceptarla. Pero el program a iba dirigido tam bién contra Tebas y debía ahogar ya en su raíz cualquier otro aum ento de su po der. El extrem o fraccionamiento político de Grecia, prim era consecuencia de Leuctra, debía ser controlado m ediante una com unidad de paz panhelénica dirigida por A tenas, que, por consiguiente, se convertiría en la representante legítima de la paz del Rey, asumiendo una función que hasta entonces siem pre había desem peñado Esparta. Sin em bargo, la idea era sutil para poder producir resultados prácticos. Esta iniciativa, no sostenida por la fuerza, dejó indiferente a Tebas, que prosiguió sin estorbos su política de hegemonía. M u cho más im portante fue el hecho de que desde entonces A tenas se unió real m ente a E sparta para servir de contrapeso a las aspiraciones tebanas. E n di ferentes escenarios de guerra se enfrentó a Tebas y contribuyó a que no se produjeran nunca relaciones claras en los num erosos movimientos militares. Para oponerse más eficazmente a A tenas, Tebas intentó incluso construir una flota (364); naturalm ente, al faltar todos los presupuestos, la em presa resultó
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un fracaso. La im portancia del Estado relativam ente más fuerte apareció to davía más claram ente cuando Tebas quiso a su vez consolidar su posición m e diante la renovación de la paz del Rey; es decir, hacerse garante de una paz, que había siempre usado contra Tebas. Pero la m aniobra («paz de Pelopidas», del 367-366) fracasó. Y al final, si bien se m ira, toda la «hegemonía tebana» — por usar el térm ino con el que los historiadores designan el fenó meno— no condujo a nada, porque en el fondo vivía gracias al aliento de Epam inondas, y éste cayó en el 362 en la batalla de M antinea, m ientras tra taba de restaurar las posiciones tebanas en el Peloponeso. Sería excesivo sostener que co n 'é l se perdió una auténtica oportunidad para la historia griega, que Epam inondas logró dom inar por un m om ento. Tras su m uerte, la historia política de Grecia se fragm entó otra vez en pro cesos aislados afines entre sí, pero privados de im portancia si se consideran en particular. E n ellos se continuaba sobre una línea ya trazada con anteriori dad. La década entre el 380 y el 370, esto es, el período anterior a Leuc tra (371), vio aparecer concretam ente en el norte de Grecia una figura pecu liar: el tirano Jasón de Feras (en Tesalia). Jasón consiguió en Tesalia un prestigio considerable que le perm itió hacer sentir su influencia incluso en el exterior. El personaje no m erecería ser m en cionado en nuestra exposición si no hubiéram os sabido por casualidad, a través de la narración de un contem poráneo suyo, de sus intenciones, que tendían nada menos que a conquistar la primacía en Grecia, tanto frente a E sparta como frente a A tenas; y además — y esto es lo asombroso— a expul sar de Asia M enor el rey persa. Tenem os tam bién que señalar que fue quizá una célebre obra literaria, el Panegírico, de Isócrates, la que se le subió a la cabeza a Jasón, y por consiguiente no es necesario tom ar demasiado en serio sus propósitos. Pero la desm esurada presunción y la falta de todo sentido de la realidad son indicios de un modo de pensar político, que, en su subjeti vismo, se abandonaba a las fantasías más ambiciosas y se concentraba en la conquista del poder supremo en Grecia (e incluso fuera de Grecia). El ansia de ejercer un poder a toda costa se revelaba tam bién en m anifestaciones más extrañas. Por ejem plo, en la Fócide, una región selvática que carecía de toda tradi ción política, un cierto Onomarco tuvo la idea abstrusa de querer hacer una política de gran potencia. Pero como los pocos montañeses de la Fócide no podían ofrecerle un apoyo adecuado, reclutó m ercenarios y se procuró el di nero necesario echando mano de los ricos tesoros sagrados de Delfos. A un que se hablaba de un préstam o, se trató de un puro robo: en el fondo, O no marco no era más que un capitán de ladrones. Y, sin em bargo, consiguió du rante algún tiem po dar la impresión de disponer de auténtico poder. E xten dió su dominio más allá de la Fócide, pasó a la D óride y a la Lócride, ocu pando el camino que conducía a Tesalia y la consiguiente posibilidad de in tervenir en los asuntos de aquella región. La misma Beocia no se hallaba ségura ante sus ataques. La pesadilla duró dos o tres años (355-353) y acabó cuando O nom arco cayó m uerto en una batalla: pero la Fócide quedaba como una herida abierta en el cuerpo político de Grecia. El saqueo de Delfos por parte de los focenses era generalm ente considerado por los griegos como un sacrilegio y una violación del derecho internacional. La guerra contra ellos se convirtió, por tanto, en una «guerra sagrada», que no term inó hasta que los
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focenses hubieran expiado su delito, con la renuncia su independencia y la di solución com pleta de su aparato militar, incluida la destrucción de sus ciu dades fortificadas (346). Pero para entonces su historia ya hacía tiempo que había entrado en un contexto mayor. Después de la caída de Esparta, el futuro de Grecia parecía depender de la cuestión de quién acabaría imponiéndose como potencia hegemónica: si Tebas o Atenas. Por tal motivo, las relaciones entre las dos poleis eran muy tensas; pero no se llegó a una decisión definitiva. Perdido Epam inondas, Tebas no pudo ya perseguir una gran política y, después de M antinea, aceptó una paz «general» en cuya conclusión no había tenido ni siquiera una parte determ inante. A tenas estuvo durante seis años, desde el 372 en adelante, bajo la influencia decidida de Calístrato, que siguiendo los dictados de su cálculo racional, estaba lo suficientemente libre de prejuicios como para dejar a un lado el resentim iento contra Esparta, para utilizarla como contrapeso contra Tebas. En el campo de tensión provocado por Tebas, A tenas era muy activa, tanto en el plano político como en el militar; lo que se podía esperar por parte de Tebas apareció demasiado claro inm ediatam ente después de Leuctra (371), cuando la im portante isla de Eubea, junto con A carnania, abandonó la Liga ática y se pasó a Tebas. Desgraciadam ente, esta política, sensata en sí, no era «rentable» en cuanto que no conducía a éxitos concretos y mucho menos aún a una deci sión —las dos fuerzas opuestas se neutralizaban m utuam ente— , m ientras por el contrario producía enorm es costes. A tenas, que por entonces m antenía sus guerras fundam entalm ente con m ercenarios y que adem ás tenía que soportar los grandes gastos de la flota, term inó al borde de la bancarrota. La sensa ción de que así se corría el riesgo de quedar desangrados, llevó en el 366 a un cambio de rum bo político. Calístrato quedó relegado a un segundo plano, después de haber superado con éxito un proceso político; y Tim oteo, que en su época había sido derrocado por Calístrato (373) y que, como hijo de Conón, encarnaba la tradición de una enérgica política naval, invitó a los ate nienses a restaurar su antiguo imperio. La ocasión parecía ofrecerla el pro ceso de disolución del poder persa. Se trataba de un proceso ya en m archa desde el 404, cuando Egipto conquistó la independencia, que m antuvo du rante sesenta años, hasta el 343, no obstante los repetidos esfuerzos persas. Sin em bargo, en el 366, Asia M enor se situó al lado de Egipto y varios sá trapas negaron su obediencia al G ran Rey (la «revuelta de los sátrapas»). Pa recía como si toda la costa de Asia M enor fuera a reconquistar la libertad, haciendo caer autom áticam ente los derechos del G ran Rey, sancionados por la paz de Antálcidas, de tal modo que ya nada habría impedido la restaura ción de la antigua hegemonía marítim a ática. Un comienzo favorable pareció ofrecerse en la oportunidad de arrebatarle al Gran Rey la isla de Samos, en la que se encontraba una guarnición persa. Este acto no era una violación formal de la paz del R ey (que contem plaba explícitamente sólo el espacio continental) y además complacía a uno de los sátrapas, a quien le resultaban incómodas las tropas reales. Los atenienses, al mando de Tim oteo, conquistaron, pues, Samos (365) y, a continuación, qui sieron transform arla nuevam ente en un bastión de su hegem onía, como ya lo había sido en el siglo V . No obstante, para ello se debía eliminar a los oli garcas allí establecidos por Lisandro después del 404 y sustituirlos por co-
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lonos áticos (elerucos) en núm ero de dos mil, para, de esta m anera, hacer com prender al demos ateniense, después de tanto tiem po, que la política era un negocio rentable. D esde el punto de vista propagandístico, la decisión era, sin em bargo, discutible, ya que A tenas, en el 377, al organizar la segunda Liga ática, había repudiado expresam ente los principios de la prim era; y por tal motivo, un orador, Cidias, advirtió a sus com patriotas que la opinión pública griega seguiría atenta a estas m edidas y sacaría de ello sus consecuencias. No le faltaba razón: al año siguiente (364), cuando Epam inondas dio inicio a la acción naval tebana, un núm ero de im portantes aliados (como Bizancio, Cízico, Calcedón, Cos y Naxos), bajo la impresión del nuevo rumbo ateniense, hicieron defección. En su m ayor parte, luego volvieron a entrar en la Liga, pero la m ala im presión perm aneció y, sobre todo, A tenas no vio cumplidas las esperanzas que había puesto en la desolución del dominio persa en Asia M enor. Sucedió lo contrario. Con la subida al trono del rey A rtajerjes III Oco (359), un hom bre sin escrúpulos, pero muy enérgico, comenzó a soplar un viento com pletam ente nuevo en la política persa; pero ya antes de que se sin tieran sus efectos, un dinasta de Asia M enor, Mausolo de Caria (que residía en la ciudad griega de Halicarnaso y que se hizo célebre por su sepulcro, el M ausoleo), había «minado» los planes atenienses. No sólo no resurgió la an tigua Liga naval en su primitiva extensión, sino que se disolvió en gran parte la segunda. Mausolo atrajo a su lado a los miembros más im portantes, cons pirando con los círculos aristocráticos: abandonaron la Liga R odas, Quíos, Cos (vecinas de Halicarnaso) e incluso la lejana Bizancio. La lucha que A tenas sostuvo contra este movimiento centrífugo, «la guerra de los aliados» (357-355), fue un rotundo fracaso. El golpe decisivo, en sentido negativo, lo produjo fi nalm ente el miedo suscitado por los grandiosos preparativos bélicos de A rtejerjes, de los que se ignoraba su objetivo. A tenas cayó por último en una profunda resignación. El curso político comenzado hacía veinte años (377), tan lleno de esperanzas, en lugar de devolver a A tenas a la posición central de otro tiem po, se había interrum pido bruscam ente y, en el fondo, sin haber dado un paso hacia delante. Cuando la estrella ateniense palideció en la guerra de los aliados, en el norte de Grecia se reveló una nueva potencia, que, a su vez, intentó entrar en el núm ero de los aspirantes a la hegemonía sobre la Hélade: Macedonia. Y no fue rechazada, como todas las dem ás, sino que tuvo éxito en la peli grosa aventura. Ya A tenas había comenzado a darse cuenta de que un pode roso adversario le obstaculizaba el camino, y la guerra de los aliados fue de sastrosa, entre otras cosas, porque impidió a los atenienses defender sus pro pios intereses en el frente septentrional con la energía necesaria. Macedonia era un país arcaico y estructuralm ente inm aduro. Originaria-, m ente, los macedonios habían sido una pequeña tribu griega del Noroeste, de la Tesalia septentrional; sólo a comienzos del milenio, con otras tribus afines, se habían desplazado más hacia el N orte, al territorio traco-ilirio, y habían absorbido a sus habitantes.» Ocupada la gran llanura hasta el Aixio, los macedonios fundaron más tarde su más antigua capital, Egas, y su sucesora Pela. No obstante, en Egas perm aneció siempre la necrópolis, e incluso más tarde, la M acedonia inferior fue la región principal. Por el contrario, la alta Macedonia era fruto de una conquista política, hecha posible en virtud
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de la autoridad que los reyes macedonios ejercían sobre los príncipes de dife rentes comarcas. Estas eran en su m ayor parte zonas colonizadas por las tribus que habían emigrado con los m acedonios. Más hacia el E ste, en el alto valle del V ardar (Axio) y entre el Axio y el Estrim ón, se extendía el área de expansión político-colonial, que al principio era ocupada sólo en parte por asentam ientos m acedonios y griegos. La historia política de un Estado como éste no era antigua y no se rem on taba más allá del siglo VII, cuando el rey Perdicas I conquistó la baja M ace donia desde Egas. E n la segunda m itad del siglo VI los macedonios lograron extenderse más allá del Axio, con lo que el interior de la Calcídica se convir tió en M acedonia. H asta este m om ento, toda la zona había sido territorio bárbaro, abierta a la colonización griega, que se había difundido densamente en la Calcídica, com prendido su tronco principal: era un hecho con el que M acedonia tenía que contar. Por el contrario, la progresiva constitución del Estado m acedonio puso límites bien definidos a la expansión de la civiliza ción griega. A unque los macedonios eran griegos desde el punto de vista ét nico y hablaban un dialecto griego (noroccidental), eran muy distintos en su m odo de vida y su estructura político-social de los griegos que representaban el tipo fundam ental, el de los habitantes de la polis. Pero precisam ente fue con hom bre como éstos con los que se encontraron los macedonios en la co lonia calcídica. U na m utua com penetración era imposible. Los reyes m acedonios evitaban cuidadosam ente acoger en su país el sistema urbano griego, tan disgregador; el precio por ello tuvo que pagarlo M acedonia, que perm aneció en un grado de civilización menos desarrollado, y, por tanto, a juicio de los griegos, no formaba parte de la Hélade. Es comprensible que esta exclusión fuera sobre todo sentida por la casa real de M acedonia, m ientras le preocupaba muy poco a la población campesina en general. Los reyes, que no estaban en si tuación de hacer cualquier cosa para lograr la inclusión de M acedonia en la nación griega, se dieron por contentos de poder superar las distancias al menos en lo que se refería a ellos. En la época de las guerras contra los persas, el rey A lejandro I fue admitido a los juegos olímpicos, y reconocido así oficialmente como griego ante la opinión pública helénica. A lejandro era un vasallo persa, aunque por obligación, y durante la campaña de Jerjes, de mostró más de una vez ser útil a los griegos. Cuando tuvo las manos libres, debido a la derrota persa, se pasó al bando griego y con el botín de guerra erigió en Olimpia una estatua de oro. Pero su admisión en Olimpia, que quizá se rem ontaba a una fecha anterior, la debía esencialm ente a otro he cho: supo dem ostrar que la familia real sólo en apariencia era macedonia, pero en la realidad, griega. Logró esto gracias a un «descubrimiento» genea lógico, según el cual su familia no procedía de la Argos macedonia, sino de la otra, más famosa, del Peloponeso. A quí había reinado una vez el bisnieto de Heracles, Tém eno, uno de los heráclidas que habían regresado del N orte; y de él descendería la casa reinante m acedonia, que desde entonces se deno minó tem énida o incluso heráclida. A lejandro, que más tarde recibió el sobrenom bre de «filheleno», no fue el único rey m acedonio que se esforzó intensam ente por asimilar la form a de vida griega. E n este sentido hizo todavía más el rey A rquelao (413-499), que llamó al famoso Zeuxis para que pintara su palacio, e invitó a su corte a Éu-
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rípides. Allí compuso el poeta trágico Las bacantes. U na generación después, Perdicas III (365-359) estableció contactos con Platón y llamó a su corte a su discípulo Eufreo. La filosofía y la geom etría se convirtieron durante algún tiem po en una m oda cortesana, como en Siracusa. Q uien no se desenvolvía con soltura en estos campos estaba excluido de los círculos íntimos del rey. Si posteriorm ente A ristóteles llegó a ser preceptor del príncipe de M acedonia, fue porque el deseo de contactos directos con el espíritu griego tenía una larga tradición. A pesar de todo, como es natural, no puede sobre valorarse la im portancia de tales manifestaciones. M acedonia continuó siendo un país rudo, sin un es tilo de vida elevado e incluso incapaz de elevar la lengua a rango literario. Cuando, más tarde, el Estado tuvo necesidad de contar con archivos, utilizó el idioma ático im portado. Y tam poco la postura helenizante de los reyes macedonios pudo im pedir que, precisam ente a A rquelao, se le form ulara por parte de un literato griego (Trasím aco), en nom bre de la ciudad tesalia de Larisa, la siguiente cuestión: «¿D ebem os como helenos ser los siervos de A r quelao, un bárbaro?». Y no estaba equivocado porque, en sentido espiritual, M acedonia era tan poco «helénica» como los acarnanios o los etolios (aunque nadie ponía en duda su pertenencia a Grecia). Y si se considera esta o aque lla tribu, igualm ente privada de civilización urbana, surge com prensiblemente la pregunta de por qué su constitución prim itiva no los elevó a un nivel nota ble, m ientras en cambio M acedonia logró encontrarse en el centro de la his toria griega. E l motivo hay que buscarlo en la m onarquía m acedonia, que no había de caído o desaparecido, como en el resto de Grecia e incluso entre las tribus griegas del N oroeste, privadas de asentam ientos urbanos, sino que, por el contrario, se había hecho muy fuerte. La causa no es difícil de com prender: el Estado m acedonio, surgido de la colonización y de la conquista, era obra de sus reyes; y como M acedonia era un Estado en vías de formación y expan sión todavía en el siglo IV, no existía ningún motivo para que esta m onarquía fuese eliminada. Con ello no se quiere decir que la m onarquía fuera muy fuerte en el plano institucional, por lo que respecta, por ejem plo, a los po deres ilimitados de gobierno: el rey no se elevaba muy por encima del pue blo, y no se preocupaba de distinguirse de un m odo especial de los súbditos libres, ni siquiera en el modo de vestir. La jurisdicción criminal era confiada a una asamblea de los hom bres aptos para las armas y no al rey, y la misma sucesión al trono hereditaria no estaba aún regulada por una ley rígida. D esde luego, era reconocido el derecho de sangre de la familia real, e incluso la sucesión al trono del prim ogénito en un cierto sentido se había convertido en natural por costum bre; pero el acto vinculante era la elección o aclama ción por el pueblo, que, como soberano, podía no tener en cuenta el derecho de la prim ogenitura. Así pues, la m onarquía macedonia no era más que una soberanía popular o militar, adecuada a las circunstancias externas, poco sa tisfactorias en su conjunto y, por consiguiente, abiertas a capacidades y ener gías extraordinarias, que contribuían a impulsar hacia adelante las estructuras políticas. Elem ento fundam ental del sistema m acedonio era la constitución militar. En principio, había sólo una milicia popular que quizá únicam ente podía ser movilizada por decreto del pueblo. Para el rey, por tanto, era un instrum ento
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de poca confianza y tenía que recurrir a mercenarios para poder disponer más librem ente de los medios militares. Pero, a causa de la debilidad finan ciera del país, no era fácil desarrollar de este modo una fuerza consistente. Se necesitaba, por tanto, recurrir enérgicam ente a los recursos militares de la vigorosa población. La m onarquía lo hizo, desde finales del siglo V, y con éxito: fue ésta una de las causas más im portantes del auge m acedonio. El resto de Grecia no estaba ya en situación de lograrlo. Se había habituado de masiado a los soldados profesionales como para echar m ano sin m iram ientos a las reservas militares disponibles en el cuerpo ciudadano. El atraso de M a cedonia creó una posibilidad que los dem ás habían perdido. Parece que, en principio, el rey m acedonio se aseguró solem nem ente la devoción de los aris tócratas, ligándolos a su persona con el título honorífico de «compañeros» (hetaíroi) y obligándolos, a cambio de esta «distinción», a form ar una caballe ría con arm adura pesada. Esto era un elem ento de superioridad frente a los demás griegos, en cuyos ejércitos la caballería representaba siem pre el punto débil. El siguiente paso fue la consecuente militarización de los campesinos m acedonios, tam bién vinculados por el honor social, en cuanto que sus uni dades de infantería recibieron el título de «com pañeros de a pie» (pezétairoi), en una analogía evidente con los hetaíroi nobles, aunque el paralelismo es taba en parte privado de sentido: el rey podía m antener una relación perso nal con los m iem bros de la aristocracia y con su caballería, pero no, natural m ente, con la masa de los campesinos. La falange m acedonia, com puesta de soldados de infantería con arm adura pesada, cada uno con una lanza de cinco m etros y m edio de longitud, la «sarissa», se convirtió en una terrible m áquina de guerra y, con el tiem po, adquirió fam a de invencibilidad, com o en el p a sado el ejército espartano. A pesar de sus tendencias expansionistas, la situación política externa de M acedonia sólo le proporcionaba una limitada libertad de movimientos. A u n que, al oriente, los vecinos tracio-ilirios, habían perdido parte de su territo rio, tras la expansión del Estado m acedonio, prim ero hasta el Axio, y poste riorm ente hasta el Estrim ón, seguían siendo enemigos peligrosos, que m ante nían ocupados y provocaban a las fuerzas macedonias. Sin em bargo, el obstá culo más preocupante eran las num erosas ciudades y colonias griegas de la Calcídica, que im pedían a M acedonia el acceso al m ar y no le perm itían, por consiguiente, em prender una política de miras más amplias. M ás tarde, esta situación aún se agravó cuando la prim era Liga naval ática se extendió en la Calcídica, que así contó con el apoyo de una gran potencia. Tensiones com prensibles surgieron entre M acedonia y A tenas ya en tiempos de A lejandro Filheleno, independientem ente del hecho de que éste antes hubiera sido muy estimado en A tenas y declarado su «amigo» y «benefactor». En el 437, Atenas llevó a cabo una acción de grandes proporciones para consolidar su posición frente a M acedonia. No era el prim er intento: treinta años antes ya había fracasado otro. Pero esta vez se consiguió fundar la ciudad de Anfípolis, a orillas del Estrim ón. Probablem ente esta colonia ática habría cum plido magníficamente su misión si hubiera perm anecido leal a Atenas. Sin em bargo, como la población estaba com puesta sólo en una pequeña parte por atenienses y el resto de los habitantes procedía de todos los lugares de Grecia, Anfípolis, como Turios en el sur de Italia, se convirtió en una aliada desleal que debía dar pocas satisfacciones a la m etrópoli.
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No obstante, M acedonia no obtuvo, en principio, ventajas inm ediatas. E ra dem asiado débil para insertarse como factor determ inante en la guerra del Peloponeso, aunque las circunstancias le ofrecieran la ocasión. Su política era insegura y alternaba una. hostilidad, abierta o velada, con tem porales acercam ientos a A tenas. Ni siquiera el colapso de la dom inación ática sobre la Calcídica, como consecuencia de la cam paña de Brásidas, pudo ser utili zada para una acción decisiva. Anfípolis se perdió para A tenas, y de form a definitiva, como lo dem ostró el futuro, pero la soberanía macedonia no dio ningún paso adelante en aquella región. El mismo final catastrófico de la guerra no cambió nada. A l contrario: los griegos de la Calcídica se fortalecie ron con sus propios medios, y es significativo que el impulso viniera precisa m ente del rey m acedonio, poco antes del estallido de la guerra del Pelo poneso. Cuando invitó a los griegos de la Calcídica a separarse de A tenas, el rey de M acedonia animó a algunos centros a que se unieran en una ciudad más grande, Olinto, y a crear así una base fortificada para todo futuro movi miento secesionista ateniense. Así pues, Olinto y no M acedonia fue el encar gado de liquidar los restos de la potencia ateniense, anexionándose la m ayor parte de las ciudades calcídicas liberadas y convirtiéndose de un golpe en una potencia respetable, que podía enfrentarse a M acedonia mucho m ejor que las pequeñas ciudades griegas. El rey de M acedonia trató de ligar Olinto a su persona, pero la alianza no duró mucho y, en su im potencia, no pudo hacer otra cosa que azuzar contra Olinto a los espartanos, los cuales obligaron a la ciudad a reconocer su hegem onía (381). Pero esta hegem onía tenía sus días contados y se trató sólo de un episodio. Basta dar una ojeada a la historia de M acedonia en las prim eras décadas del siglo IV para com prender de inm ediato por qué las circunstancias fueron así. D espués del asesinato del rey A rquelao en el 399 a.C ., M acedonia cayó en una crisis perm anente que duró cuarenta años. El poder m onárquico pare ció incluso disolverse. E ntre el 399 y el 392 se sucedieron seis soberanos, nin guno de los cuales m urió de m uerte natural. Cuando con A m intas III, perte neciente a una línea colateral (392-369), el régimen recobró su estabilidad, se produjeron una serie de catástrofes políticas en el exterior. El rey tuvo que abandonar por un cierto tiem po el país ante la presión de los ilirios (384). No sorprende que no pudiese hacerse el dueño de la situación en la cuestión de Olinto. Después de su m uerte hubo de nuevo, en el corto espacio de diez años, tres o cuatro soberanos. Parecía que el Estado macedonio se dirigía rá pidam ente hacia el abismo y era evidente que no podía contar con que se le reconociera im portancia alguna y que estaba excluido, más que cualquier otro, da la competición por la supremacía en Grecia. Filipo II, el padre de A lejandro M agno, dem ostró que se trataba de una apariencia engañosa. En realidad, uno está tentado de ver en su grandeza personal el elem ento decisivo de la historia macedonia. Cuando, en el 359, s’.bió al trono a la edad de veintitrés años —lo mismo que su hijo, más V rde— , parecía que la suerte le hubiese negado cualquier favor. Todo se ha bía conjurado en contra suya. No era ni siquiera rey, sino únicam ente el tu tor de su sobrino de tres años, el hijo de Perdicas III, caído en batalla. O b tuvo este honor por ser el último herm ano con plenos derechos del desapare cido rey; pero no era un honor envidiable: en tres herm anastros encontró
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otros tantos pretendientes peligrosos al trono. Y además la situación en polí tica exterior era desesperada. Su predecesor había caída con cuatro mil macedonios en el campo de batalla, en una invasión iliria. La alta M acedonia se encontraba en manos de los tracios, y los peonios intentaban la invasión. Todo hacía creer que Filipo, como tantos otros soberanos antes de él, estaba condenado a hundirse en esta vorágine. Pero Filipo dem ostró de inm ediato poseer la asom brosa elasticidad que en el futuro debía asegurarle los mayores éxitos. A nte todo, para poder subsistir, hizo concesiones por todas partes. Se deshizo de los tracios y peonios, entregándoles dinero y haciéndoles p ro mesas. Y de la misma forma actuó frente a los griegos, que se le oponían en dos frentes: en Olinto y en A tenas. P or fortuna, entre ellos reinaba la en e mistad; Olinto estaba irritada por los éxitos de la «política de la Liga naval» en la Calcídica, que años antes había puesto, entre otras cosas, a Potidea en m anos'de A tenas, así como por los intentos atenienses de reconquistar la ciu dad de Anfípolis. Los pretendientes macedonios habían encontrado apoyo tanto en Olinto como en A tenas y resultaban así doblem ente peligrosos. F i lipo vio claram ente que no podía luchar al mismo tiem po contra los dos en e migos, puesto que en este caso habrían term inado por unirse. P or tal motivo, llegó a un acuerdo con A tenas y, con generosidad, retiró de Anfípolis la guarnición militar m acedonia, que su predecesor Perdicas había instalado allí para defender la ciudad. Y esto no fue todo. A tenas tenía ahora plenos p o deres para conquistar Anfípolis, pero quería ahorrarse el esfuerzo. Filipo d e bería tom arla y entregársela a A tenas; ésta a su vez liberaría Pidna, que, des pués de su separación de M acedonia, había concluido una alianza con A tenas. Fue una gran estupidez —se vio inm ediatam ente— a la que, como suele suceder a m enudo, los atenienses añadieron aún otra: cuando, algo más tarde, Filipo atacó Anfípolis y ésta solicitó la ayuda de A tenas, no atendieron el ruego, confiando en el acuerdo que asignaba a Filipo el cuidado de los in tereses atenienses. D e esta form a, Filipo conquistó Anfípolis, pero no la e n tregó a A tenas, con el cómodo pretexto de que los atenienses no le entrega ban Pidna (357). A esta política superior, que reflejaba toda la m agnitud del personaje, se atuvo Filipo siem pre en lo sucesivo. Se com prendió de inm ediato que no era fácil m antenerse a la altura de cálculos políticos tan formidables. Con la con quista de Anfípolis había abierto una amplia brecha en el cerco griego de su país. Anfípolis era no sólo un eslabón im portante de la cadena que cerraba a M acedonia el acceso al Egeo, sino que, gracias a su posición, obstaculizaba tam bién la expansión de M acedonia más allá del Estrim ón. E ntre tanto, Filipo dem ostraba tam bién al m undo las dotes militares que habían en él y en sus hom bres, sobre todo en Parm enión, quince años m ayor que el rey. Rechazados los peonios, fueron derrotados los ilirios, que todavía seguían ocupando la alta Macedonia (358) en una gran batalla. Después de haber alcanzado la victoria diplomática sobre A tenas y despejado el camino hacia el Este, su superioridad militar volvió a m ostrarse frente a los tracios, al este del Estrim ón. En tres años de gobierno este hom bre había dado un giro audaz a la política m acedonia, y por tal motivo pudo hacerse coronar rey ignorando los derechos de su pupilo (356). No había obrado en absoluto con precipitación. A frontaba los inconvenientes de un estado de guerra latente
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con A tenas, pero colm aba de favores a Olinto, y le traspasó la reconquista de la perdida Potidea: en esta ocasión fue tan generoso como para dejar a los clerucos áticos regresar a su patria. E n muy poco tiem po, M acedonia se había hecho tan poderosa como nunca. Hizo sentir su fuerza incluso en el Sur, frente a sus vecinos tesalios, que sufrían la presión de la imprevista política expansionista del fócense Onom arco y no sin parte de culpa, ya que Tesalia estaba dividida, y uno de los bandos buscaba el apoyo de los focenses. Filipo eligió el otro bando y en el 353 derrotó a O nom arco, que cayó en la batalla: como recom pensa fue es pléndidam ente confirmado como protector de Tesalia, en donde aceptó la dignidad de prim er m agistrado (árchon), creada expresam ente para él. No podem os seguir aquí en todos sus movimientos la política de Filipo, rápida y llena de inventiva, que tuvo éxito tanto en occidente (Epiro) como en oriente (prim ero en Tracia y después en las ciudades griegas del m ar de M árm ara, sobre todo Perinto y Bizancio). Atraídas a la órbita de M acedonia estas dos ciudades, Filipo habría podido sin más quitarle a A tenas la penín sula de Gallipoli. Sin em bargo, no Id hizo por consideración al propósito, m antenido desde el principio, de no deteriorar más de lo necesario las rela ciones con los atenienses. El inevitable enfrentam iento llegaría bastante pronto, y efectivam ente llegó cuando, después de diez años de gobierno, se impuso la gran cuestión vital del Estado macedonio: la del acceso al Egeo. La em presa significaba la destrucción de O linto, dueña de la Calcídica: Olinto, que hasta entonces había m antenido relaciones amistosas con Filipo, era, por consiguiente, aislada de A tenas. E ntre tanto, el contraste se había atenuado y, sobre todo, en A tenas se com prendió que la anexión de Olinto por parte de Filipo com portaría para el m undo griego una grave conmoción. Filipo no se inm utó, y sabiendo bien que las opiniones no son aún actos prác ticos, avanzó contra Olinto. La ciudad fue conquistada a traición (348) y tra tada con la máxima dureza con el fin de aniquilarla por completo. Sencilla m ente, fue borrada del m apa; los habitantes que habían sobrevivido a la ca tástrofe fueron deportados a M acedonia o vendidos como esclavos. La Calcí dica, un territorio de cuatro mil kilóm etros cuadrados, fértil y densam ente poblado, fue unida a M acedonia. El cerco griego en torno a M acedonia es taba roto; el acceso al m ar, abierto: en Grecia la relación de fuerzas se había desplazado decisivamente. Los éxitos de Filipo, que tenían que parecer increíbles, teniendo en cuenta la historia anterior, dieron a M acedonia una im portancia sin prece dentes. La m onarquía, la fuerza que hasta ahora la había sostenido, se con virtió en un elem ento vital, que estim ulaba su grandioso crecimiento. De esta forma, Filipo, apoyado en su recién ganada autoridad, pudo encuadrar a los macedonios en un rígido aparato militar. Las premisas para ello ya habían sido creadas por sus predecesores, pero para utilizarlas a fondo se necesitaba el ím petu de un gran rey coronado por el éxito. En este aspecto, Filipo fue sin duda el verdadero creador del ejército macedonio, porque hizo realidad el principio de que la fuerza de com bate debía estar repartida por igual entre la fuerza de choque de la infantería y el ím petu de la caballería. E hizo aún más: dio movilidad a este cuerpo m ilitar, asegurándole una dirección unitaria en el plano táctico y estratégico. Las innovaciones introducidas por Epam i nondas en el arte m ilitar de su época incluso llegaron a ser con Filipo patri-
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monio del ejército macedonio. No en vano había pasado Filipo en Tebas parte de su juventud; allí había conocido a los dos grandes tebanos, E pam i nondas y Pelópidas: podía por ello introducir en M acedonia la más m oderna técnica militar. Pero Filipo sabía tam bién que no menos im portantes eran los presu puestos políticos de la constitución m ilitar, y que la vieja m onarquía popular y militar era para el soberano un instrum ento muy débil. Se necesitaba un poder más ágil, vinculado más a la persona del rey que la institución m onár quica, para que el soberano pudiese liberarse de las barreras de la tradición enraizada en el pueblo. Sin em bargo, la estructura puram ente agraria del país no dejaba espacio para la formación de un aparato burocrático. Tampoco Fi lipo pensaba transform ar dicha estructura por el camino de una urbanización llevada a cabo de form a consecuente. Más bien hizo lo contrario, al frenar el desarrollo de las ciudades ya existentes: la suerte de Olinto hablaba con un elocuente lenguaje. E n tales circunstancias, el poder real podía fortalecerse sólo por medio del sistema feudal, reforzando la tradicional obligación de obedecer con una obligación más específica, creada a propósito. Filipo em prendió enérgicam ente este camino apenas dispuso de los m e dios para ello, es decir, de tierra conquistada. Ya el avance inicial más allá del Estrim ón (359-356), la prim era gran conquista llevó hasta el río Nestos. O tro paso im portante fue la conquista de la Calcídica; algunos años más tarde lograría som eter un territorio todavía mucho mayor: Tracia en toda su extensión; es decir, la actual Bulgaria y la parte europea de Turquía (342). A unque Filipo no vaciló en fundar en el vasto territorio bárbaro algunas co lonias —por ejem plo, una ciudad griega como Filipos en este lado del Nestos (la Filippi de los rom anos y del apóstol Pablo), y en el otro lado, Filipópolis, todavía existentes— quedaba intacta la masa de la tierra de conquista para asignar a sus vasallos. En prim er lugar, el rey debía tener en cuenta a los aristócratas macedonios, cuya denom inación de «compañeros» (hetaíroi) sólo ahora adquiría un significado concreto; pero después sus brazos se abrían a todo griego que quisiera hacer fortuna. El enjam bre de sus compañeros de lucha, pletóricos de energías y de espíritu aventurero, se multiplicó con ello considerablem ente. Se trataba de una sociedad heterogénea y no siempre re finada, tanto que un contem poráneo, el historiador Teopom po, al que cierta m ente no puede acusársele de parcialidad a favor de Filipo, la definió como una canalla cuanto más equívoca. Sin em bargo, estaba claro que la afluencia de nuevos elem entos reforzaba de m anera decisiva el potencial de energías de M acedonia, de modo que al desarrollo externo correspondía un aum ento de su capacidad militar.
La respuesta del pensamiento La historia griega del siglo IV se refleja en la historia del espíritu griego y de una m anera peculiar sin precedentes. No se trata de la más o menos obvia correspondencia, por lo demás ya existente, entre creación espiritual y vida práctica. Tam poco querem os decir con ello que — como es natural— los h e chos políticos y sociales estén influidos por el espíritu, y que éste los ayude a veces a cumplirse: tam bién esta relación es conocida por la historia griega
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desde los días de H om ero, como el lector atento habrá observado. A hora la novedad radica en la autonom ía del espíritu frente a la realidad política. Algo parecido sólo era posible cuando se reflexionó sobre las circunstancias hum anas, en un sentido amplio, con la ayuda de los propios conceptos y por' impulso de una capacidad espontánea. E ste paso im portante fue dado por la sofística. En la sofística surge al mismo tiem po un nuevo fenóm eno social: se forma una clase de intelectuales que no sólo tom an parte en el nuevo curso intelec tual, sino que, incluso en cierta m edida, lo determ inan y le dan valor en la sociedad hum ana. La antigua filosofía de la naturaleza era estructuralm ente demasiado «exclusiva» para producir un efecto de tal calibre; sus. círculos eran demasiado reducidos, y el objeto de su interés, dem asiado esotérico. Como m ucho, entre los pitagóricos, por su particular modo de vida, podían formarse comunidades distintas del resto de la sociedad hum ana, pero su consecuente tendencia al sectarismo traía consigo tam bién límites, sin contar con que, al principio, los pitagóricos representaban un fenóm eno regional, propio de los griegos de Occidente. Los sofistas eran todo lo contrario de lo anterior. E n seguida se les pudo encontrar por todas partes. Y sobre todo, no estuvieron nunca satisfechos de sí mismos. Lo que tenían que decir era ya bastante estim ulante para todo aquel que pensase y, además, querían ayudar a los hom bres e instruirlos. En la segunda mitad del siglo V la sofística se presentó con teorías inau ditas. El querer religar el ordenam iento m oral histórico a cualquier voluntad subjetiva era algo increíble, y más increíbles eran todavía las consecuencias que se podían extraer de ello, sobre todo si se piensa que para los sofistas no sólo nuestras instituciones morales serían por naturaleza bastante arbitrarias sino incluso que el más fuerte, es decir, aquel que es capaz de im ponerse, tendría el derecho de im poner su voluntad a los demás como ley. A pesar de todo, aquí la sofística interesa sólo como punto de referencia. La agresividad de sus sostenedores no era tan irresistible como hacían pensar las apariencias. Sobre todo, los sofistas no eran unánim es en sus deducciones y sabían adap tarse a las circunstancias. No todos eran maquiavélicos. El famoso Protágoras encontró una "serie de formulaciones que legitimaban la dem ocracia en base al derecho natural. Es cierto que, por el contrario, tiranos y extrem istas sub versivos podían apoyarse en la sofística. Pero, a pesar de todo lo que habían hecho en A tenas, el futuro no les pertenecía. Y además, en los círculos so fistas no necesitaban pensarla de una form a tan radical. E ran posibles tam bién razonam ientos com pletam ente inofensivos o rotundas negaciones de la teoría revolucionaria del superhom bre, un ser que «por naturaleza» no habría podido sostenerse y habría sido superado por otros hom bres. En el fondo, se predicaba un Estado som etido a la ley y a la justicia. Este modo de pensar «inofensivo» se impuso en el siglo IV; y curiosa m ente, en este sentido se produjo la ruptura entre pensam iento y realidad que caracteriza todo el siglo. No obstante, en tal m odo de pensar term inó por desembocar una corriente intelectual que originariam ente le era extraña y que había nacido precisam ente de una reacción a las ideas radicales de la sofística. Su inspirador fue Sócrates, pero los que la prom ovieron fueron sus discípulos, y entre ellos, en prim er térm ino, Platón. Platón fundó su filosofía en la lucha contra los sofistas, contra su naturalism o y subjetivismo, que no
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sólo am enazaban con disolver el m undo m oral, sino que hacían aparecer bajo una luz muy equívoca la capacidad hum ana del conocimiento. Pues ambas cosas, el justo obrar y el conocimiento conceptual, eran inseparables incluso para los sofistas. Sin em bargo, p ara Platón, la batalla sólo se ganaría si se lle gaba a un conocimiento que se distinguiera por el carácter absoluto de su o b jeto. Experim entos lógicos le proporcionaron la solución, al descubrir la exis tencia objetiva de las ideas, entre ella, como la más elevada, la idea de la justicia, que se aprende en un acto de la inteligencia y, por tanto, no adm ite junto a ella nigún tipo de autoridad, ni siquiera la de las leyes. Lo que es justo sólo puede ser reconocido, de caso en caso, por quien considere la idea y tenga la capacidad de hacerlo, esto es, por el filósofo. L a ley positiva es un expediente im puesto por la necesidad. Pero la verdadera justicia se m uestra abiertam ente sólo con referencia a la idea y no necesita de ninguna m edia ción. El justo en el sentido más alto, esto es, el que tiene el conocimiento, es él mismo la ley y por consiguiente superior a la rígida letra. Él puede com prender, en definitiva, el ladb más individual en las situaciones, en las condi ciones personales y deja tras de sí todas las generalizaciones, de las que no puede prescindir ninguna ley. U n filósofo así está en posesión de la justicia verdadera, o lo que es lo mismo, de la justicia concreta y se halla, consi guientem ente, libre de toda determ inación formal. Él sabe, por ejem plo, que una misma pena infligida a diferentes individuos no es igual, y por ello, llega a reconocer que un ordenam iento político que apunta hacia u n a absoluta igualdad formal y que pretende ser por esto el más justo es en realidad el más injusto. No hay duda de que esta tesis está sólo aparentem ente al final de la re flexión; en el fondo se trata de uno de los elem entos fundam entales de la fi losofía política griega. Sin el odio m ortal contra la dem ocracia, en especial la ática, sería difícil asignarle un puesto. D e ahí el cambio del concepto de justi cia y la radical anulación de cualquier legitimación dem ocrática. E n el fondo, como ocurre en estas cuestiones, era poco lo que se prejuzgaba desde el punto de vista «lógico». Partiendo de las mismas prem isas, habría podido lle garse tam bién a una solución «democrática»; y a ella se llegó al menos en parte, ya que A ristóteles afirma en un pasaje que la democracia puede justi ficarse en cuanto el gran núm ero de ciudadanos garantiza la posibilidad de acumular una suma de intuiciones. Pero de esta posibilidad no derivó ningún fruto: la dem ocracia no atrajo fuerzas intelectuales, que quedaron del lado de sus críticos. Es lícito preguntarse si se hubiera dado una actitud tan decididam ente hostil en el caso de que la guerra del Peloponeso no hubiese provocado la derrota de A tenas, desenm ascarando la dem ocracia y quitándole además toda posibilidad de desarrollo. La vida política ateniense, oprim ida en las estre chas limitaciones de una política exterior e incluso económica sin perspec tivas, carecía de hecho de todo impulso y en ocasiones era ahogada por los rencores y los sentim ientos mezquinos. Bien es verdad que en otros lugares la situación no era m ejor, y, por esto, desde el final del siglo V los intelec tuales filosofantes gustaban de coquetear con un pronunciado apoliticismo y ostentar, de form a esnobista, su desinterés por las rencillas políticas. Platón encontró un modo de hacerlo más elegante, asegurando a sus contem porá neos que no era culpa suya haberse alejado de la política: él había estado in-
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d iñ a d o a d ed icarse a ella, p e ro no h ab ían q u erid o sa b e r n a d a de él, y además todas las ocasiones se habían esfumado irrem ediablem ente. Que el pensam iento filosófico se distanciase de la dem ocracia dom inante tam poco significaba que su contrario, la oligarquía pura y simple, se tom ara como norm a. No se trataba de una alternativa tan trivial. L a libertad que el pensam iento había conseguido, al renunciar a toda unión con la realidad polí tica empírica, fue utilizada en todo caso por Platón de un m odo que anulaba la realidad psicológica en el conjunto del Todo. La intuición fundam ental de que una regulación exterior tiene un contenido puram ente abstracto precisa m ente cuando en sus norm as form ales persigue con coherencia la justicia como distribución absolutam ente igual de las oportunidades, m ientras, por el contrario, la justicia concreta, en principio, debe ignorar los im pedim entos institucionales, fue am pliada por Platón en su República. El filósofo deli neaba una construcción ideal que iba mucho más allá de los límites de una fi losofía política y que no sólo incluía el problem a general del conocim iento, sino que incluso lo convertía en el fundam ento de todo el sistema. U na vez adm itida la posibilidad de un conocim iento absolutam ente verdadero e indi cado el camino para llegar a él, caen por sí mismos todos los problem as del ordenam iento político y de la autoridad exterior. La verdad conduce natural m ente la voluntad por m edio de la fuerza existente en su interior, pues nadie actúa en contra de la propia buena fe:les una prem isa elem ental de la filoso fía platónica, que no puede ponerse a discusión sin conm over todo el sis tem a. Por consiguiente, sólo es necesario que se excluya el error. P ara Platón el problem a se resuelve asignando a las diversas partes de la sociedad dis tintas tareas prácticas y, sobre todo, com prom etiendo con diversas exigencias las correspondientes capacidades intelectuales, sin que de nadie se pretenda demasiado. A la objeción evidente de que con ello se sostiene un ordenam iento más o menos arbitrario, la audaz teoría responde que la idea de la justicia, hacia cuyo conocimiento apunta esencialm ente la existencia hum ana, exige precisa m ente esta diferenciación, con lo que ésta se convierte no sólo en el fin supremo del conocim iento sino incluso en su prem isa real. El pensam iento puro, por así decirlo, se crea su propio cuerpo, preservándolo de peligros. Li m itado al círculo de los filósofos, a una comisión de «custodios» (entre los que se encuentran los campesinos y los artesanos), el pensam iento puro se garantiza a sí mismo su integridad asegurando a aquellos regentes o reyes-fi lósofos un máximo de concentración ascética (renuncia a la familia, comuni dad de m ujeres y de hijos) y una educación especialm ente esm erada. La República es la obra en la que Platón ha desarrollado más am plia m ente su filosofía, y cronológicam ente corresponde al m om ento culm inante de su vida, al que hay que subordinarla. Cuando la escribió podía tener unos cincuenta años y con esta obra llegó a ser el filósofo más conocido de Grecia. El elaborado m odelo de form as de la existencia hum ana — centrado no sólo en las funciones intelectuales del hom bre, sino tam bién en la estructura de la realidad— no era una receta para la vida práctica, ni su autor lo habría consi derado como tal. Prescindiendo de su com plejidad, que ya de por sí habría impedido su aplicación, la obra contenía demasiados elem entos imaginarios (por ejem plo, la com unidad de m ujeres). A pesar de las reservas de la inves tigación m oderna, hay que incluir La República dentro de las utopías, es de-
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cir, de aquellos libros cuyo contenido de verdad se esconde tras el escenario de las descripciones y que, en todo caso, no deben ser tom ados al pie de la letra. P or otra parte, esto no habría podido im pedir que La República se con virtiera en expresión de una ideología. H abría bastado que la obra se hubiera adecuado a la realidad para regularla, tarea que Platón no hubiera podido de hecho asumir. Pero nunca se llegó a tanto; pensar que Platón nutriese este propósito durante su estancia junto a Dionisio I, significaría desacreditar su capacidad de juicio político. H abría que preguntarse más bien qué tipo de Estado habría podido inspirarse en la república platónica: se habría derivado una segunda E sparta (la prim era no necesitaba de ninguna aureola); pero do tada de la riqueza espiritual que le faltaba a la prim era. Sólo E sparta habría encontrado los custodios platónicos en la clase de los espartiatas y habría p o dido vestir a sus ilotas y periecos con el vestido de los campesinos y de los artesanos platónicos. Teniendo en cuenta la predilección que los conserva dores griegos tenían por Esparta, puede suponerse que tam bién Platón se ins piraría en parte en el Estado lacedem onio. Pero, por el contrario, si pen samos que Platón, para dar eficacia política a su República, se hubiera an clado a una formación como la espartana, que notoriam ente era la más ana crónica, y que ya aparecía como un fósil arrinconado por la historia precisa m ente en los años en los que Platón escribió y publicó su obra, se verá en tonces lo grotesco de esta hipótesis. La República de Platón es, ciertam ente, una grandiosa creación intelec tual, pero su aportación al desarrollo político-histórico es inconsistente. Tan sólo es evidente la negación de lo que existe, pero no el impulso para modifi carlo. Tampoco cambió nada, bajo este aspecto, con el libro postum o de Las Leyes que, además de ser poco sistemático, es quizá más oscuro. U na gene ración después de la publicación de La República, ni siquiera la concepción del Estado ideal de Aristóteles (que, por lo demás no era muy distante de la de su m aestro Platón), pudo cambiar nada en este aspecto. Por lo demás, tampoco tenía por qué hacerlo. Tam bién aquí, precisam ente donde se trataba del hom bre, la filosofía griega era, en prim er térm ino, theoría; los griegos no tendían ni se veían obligados por debilidad interna a buscar un apoyo para la vida. No eran amigos de ideologías y se cuidaban, en general, de alterar la verdad con la acción que la comprometía. Desde el punto de vista de los griegos habría estado justificada más bien la cuestión de si la subordinación del pensam iento político a la idealidad de la norm a, y su consiguiente ordenam iento en la ontología, se revelarían fe cundas teóricam ente. E n este aspecto surgen ciertas dudas. Las distinciones de valor entre las diferentes formas de Estado, como, por ejem plo, la «buena» aristocracia o la «mala» oligarquía, ya m encionadas por Platón, y desarrolladas p or A ristóteles, servían de muy poco para una comprensión ob jetiva de los fenóm enos (a los que debían referirse) y obstaculizaban la solu ción de otro problem a, al que la teoría griega había dedicado una gran aten ción, simplemente porque la escasa estabilidad de las constituciones estatales griegas no perm itía ignorarlo: el del mecanismo que regulaba el cambio de las formas políticas. Aristóteles tenía interés por estos problem as, y en su Política se encuen tran alguno sugestivos análisis empíricos, pero no son demasiado frecuentes.
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Cuando, en el 355 a.C ., el estagirita fundó en A tenas su famosa institución de investigación, el Liceo, consiguió reunir, entre otras grandes em presas de investigación, noticias de historia y de derecho constitucional de num erosos estados (158, al parecer). Gracias al casual hallazgo de un papiro (1890) co nocemos el ensayo que, dadas las circunstancias, tendría que haber sido el m ejor: la Constitución de los atenienses. Sin em bargo, se trata de un trabajo com pletam ente inadecuado, que sólo dem uestra que todavía faltaban todas las premisas m etódicas y conceptuales para una em presa así. N aturalm ente, no era más que un comienzo. Teofrasto, Dicearco y D em etrio de Falero, todos discípulos de A ristóteles de la prim era generación, llevaron a cabo in vestigaciones empíricas en un vasto campo que com prendía tam bién las cons tituciones y el derecho. No obstante, nos ha llegado poco de sus escritos, de tal m odo que no puede decirse si representaron un progreso sustancial; y m enos aún podem os ju z |a r lo que se hizo más tarde en este sentido, dentro y fuera de la doctrina peripatética. La dificultad de integrar el Estado de los filósofos en la conciencia polí tica y de despojarlo, por consiguiente, de su carácter utópico derivaba tanto del idealismo de esta construcción como de la ficción de una hum anidad hiperintelectualizada. Am bas cosas im pedían que estos esquemas se convirtie sen en patrim onio del pensam iento práctico: la una, porque exigía una adap tación milagrosa a las circunstancias exteriores; la otra, por la imposibilidad de ennoblecer de esta m anera tan sublime un colectivo como la sociedad o si quiera una parte de ella. Sobre esto Platón había llevado a cabo amplias dis cusiones pedagógicas, e incluso dado indicaciones detalladas, pero natural m ente, como ocurre p or lo general en los sistemas pedagógicos cerrados, ni siquiera así logró acercarse a la realidad; el optimismo pedagógico delataba, precisam ente, mucho más las ilusiones de su sistema. Sin em bargo, en un caso especial, era posible no tener en cuenta estas re servas. Si la luz transfiguradora del poder político se concentraba sobre un individuo, era posible creer en una capacidad fuera de lo común y pensar que las cualidades hum anas pudiesen sum arse hasta form ar un tipo ideal. En con secuencia, un concepto acuñado por los filósofos — el de «rey» en contraposi ción al de «tirano»— tuvo menos problem as para pasar al mundo de las ideas comunes. Desde la época hom érica, el poder m onárquico se había presen tado a los griegos, por regla general, en la figura del tirano, que si al princi pio no fue detestado, term inó por convertirse en objeto de fácil condena cuando la tiranía dejó de ser un fenóm eno positivo. Desde entonces, el tira nicidio representó un acto de legítima defensa, y el intento de instaurar una nueva tiranía se castigaba con la m uerte, por lo menos en A tenas. Bien es verdad que el mito m antenía despierto el recuerdo de otros soberanos y Pin daro, que tuvo que com poner himnos de victoria para tiranos, tom aba prés tamos de Hom ero cuando no le eran suficientes las cualidades personales del personaje celebrado. Pero incluso así no se pudo impedir que poco a poco el m onarca fuera envuelto con el tirano en una atm ósfera de ilegitimidad. El rey de Persia, que sólo conocía «esclavos» a su alrededor, pero que, no obs tante, para los griegos del siglo V , era la figura más sugestiva de soberano, no podía disipar tam poco esta som bra, y aún contribuía a hacer más intolera ble la concepción de la m onarquía. Sin em bargo, los filósofos distinguían «reyes» sustancialm ente buenos y
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«tiranos» aborrecibles, y se pensó que esta distinción podía ser considerada válida. Sucedió así que la idea de una especie de restitución m onárquica se abrió camino en la opinión pública, aunque las circunstancias políticas no la fom entaran en absoluto. N aturalm ente, el cambio no vino por casualidad, sino en conexión con las profundas conmociones de la guerra del Peloponeso y con la caída de A tenas, el Estado republicano p o r excelencia. E n la dem o cracia —y, en general, en el desarrollo político de la que había salido— , el racionalismo que objetivaba el poder político había rechazado todo atributo sacral y mágico del soberano: no por casualidad volvió a creerse en estas cua lidades entre el siglo V y el IV. Los hom bres veían en la personalidad fuera de lo corriente una m anifesta ción de la fuerza divina, y no vacilaban en tributarle una real veneración. El prim er ejem plo com probado es el de Lisandro, el vencedor del 404; otro tanto le ocurrió a D ión de Siracusa cincuenta años después. A hora incluso sucedía que un individuo estuviese convencido de poseer cualidades divinas, como fue el caso de un Parrasio, pintor en A tenas (a finales del siglo v), que salía a la calle envuelto en las vestiduras de un dios, o el tirano Clearco de H eraclea, en su juventud discípulo de Platón, que hacia la m itad del siglo IV se decía hijo de Zeus. Evidentem ente tam bién una cierta tendencia psicoló gica abría el camino a la nueva actitud hacia la m onarquía. Si Platón formu laba el concepto de un hom bre de Estado, que llevaba en sí la ley gracias a su superior intuición, este concepto se hacía com prensible incluso para una m ente no filosófica si se personificaba en un soberano. Partiendo de premisas de este género, Aristóteles pudo más tarde hablar de la «ley viva»; pero, ya mucho antes, Jenofonte conocía la ecuación entre un soberano sabio y la «ley vidente». El historiador se refería a Ciro, el fundador del im perio persa, so bre el que escribió un libro novelado; y no fue el único. A ntístenes, el funda dor de la filosofía cínica, un discípulo de Sócrates, le había precedido con va rias obras. Así pues, existía el soberano ideal y, extrañam ente, no im portaba que se tratase de enemigo m ortal de los griegos. Jenofonte no era un filósofo, y en su Educación de Ciro se dirigía a un amplio público: era una señal de que las ideas iluminadas sobre la m onarquía estaban muy difundidas. Lo atestigua un hom bre que se encuentra entre las figuras más conocidas de la vida espiritual del siglo IV, el ateniense Iso crates. Isócrates era un famoso pedagogo y el heredero más fiel del ideal so fístico de la educación en una época en que ya la sofística, desde co mienzos del siglo IV, había tenido que ceder el campo a la escuela filosófica socrática. Como llegó a la increíble edad de noventa y ocho años y murió en el 338, poco después de la batalla de Q ueronea, se convirtió casi en una som bra constante de la segunda fase de la época clásica y ya por ello ejerció un notabilísimo influjo sobre su tiempo y tam bién sobre la posteridad. Como su m aestro Gorgias, él entendía la edu cación como «filosofía», con la sola diferencia de que Gorgias se ocupaba realm ente tam bién de filosofía, m ientras que la «sabiduría» de Isócrates con sistía en alcanzar el grado más elevado posible en el arte de la oratoria, en la estilística y en enseñar a sus alumnos los elem entos de una cultura general y fácilmente accesible. Los alumnos debían estar preparados para la vida, más que los de la Academ ia, la escuela que Platón había fúndado después de su gran viaje (388-387).
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E ntre Isocrates y Platon y entre sus discípulos existía una relación muy tensa, por no decir hostil. Platón despreciaba la retórica, m ientras que Iso crates la consideró como el fundam ento de toda actividad intelectual. Su éxito como m aestro era inm enso y el núm ero de sus discípulos, venidos de cerca y de lejos, era extraordinario. A parte de los num erosos discursos que había escrito de joven para el tribunal, Isócrates rio ejerció nunca la oratoria. Lo que tenía que decir, lo com unicaba por escrito, en opúsculos, en los que se cuidaba la form a artística con infinita paciencia, considerándolas como joyas que distribuía con gran parsim onia; tanto es asï que, en com paración con su larguísima vida, su legado literario no es muy voluminoso. Isócrates no era una m ente original y, mucho m enos, un pensador agudo. Se atenía a ideas preconcebidas y se aferraba a ellas sin reservas, sin preocu parse dem asiado de las contradicciones que surgían en sus consideraciones. Precisam ente p or esto, Isócrates es todavía más interesante como portavoz de las ideas que estaban en el aire. Hacia el 370 dirigió varios escritos a uno de sus discípulos, Nicocles, un reyezuelo, más bien un tirano, de Chipre, cuyo padre, Evágoras, había jugado por breve tiempo un papel en la gran política de la prim era década del siglo IV. Estos escritos se asem ejan a lo que más tarde se denom inaría «espejo de príncipes» y contienen una elocuente exposi ción de las virtudes hum anas que precisam ente un soberano estaba obligado a practicar: am ar a los hom bres y a sus ciudadanos, ser inamovible en sus sentimientos, pero, sobre todo, ser justo y capaz de convencer a los súbditos de su superioridad intelectual, porque un rey no reina con la fuerza, sino con el poder de la m ente. Se trata de una exaltación del poder m onárquico, jus tam ente entendido, escrita con letras de oro en la escala de valores políticos, y un soberano que posee estas virtudes tiene la posibilidad de legitimar su dominio si en la práctica actúa con una cierta habilidad. D esde luego, no era así en el siglo IV (antes de A lejandro); pero cuando el helenismo restauró en un amplio radio la m onarquía en. el m undo griego estaban ya dispuestas las categorías según las cuales había que concebirla. La conciencia pública del siglo IV podía, pues, estar rebosante de ideas políticas privadas de cualquier actualidad práctica. Esta situación peculiar se manifiesta en un fenómeno especialm ente curioso, que de nuevo está repre sentado sobre todo por Isócrates. Se trata de un aspecto com parable a la ac titud político-filosófica, es decir, de un reflejo crítico de la situación panhelénica, tal y como la había determ inado la guerra del Peloponeso. En otros tér minos: la lucha que los griegos com batían ferozm ente entre ellos estaba en antítesis con la unidad cultural de los helenos y, aunque ésta no implicase la unidad política, ni siquiera como objetivo ideal, no era difícil descubrir una contraposición. En realidad, la conducción de la guerra, alim entada por un odio apasionado, había casi borrado en la conciencia griega el sentido del de recho internacional; era un fenóm eno preocupante del que precisam ente Atenas era la m ayor responsable. Los griegos no habrían sido griegos si no hubieran advertido este hecho vergonzoso. Tam poco sorprende que en sus formulaciones fuesen más allá de los límites indispensables. Ya en el 420, el sofista Gorgias declaraba que, en el caso de una victoria sobre griegos, era más apropiado entonar un canto fúnebre (thrénos) que un himno; y más tarde, Platón, reflejando con exactitud el juicio general, hizo la famosa o b servación de que en las guerras entre griegos no deberían hacerse esclavos.
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Igual que en una guerra civil (stásis), en las guerras exteriores debería p en sarse siempre en la paz y no llegar hasta la destrucción total del enemigo. Con estas premisas ya no era difícil proclam ar para el m undo griego el ideal de la «concordia» (homónoia) entre las poleis, un concepto que no sólo se acom pañaba de un comprensible anhelo de paz, sino que incluso reflejaba observaciones evidentes en muchas discusiones sobre las ventajas de la paz. Esta tem ática no sólo se podía explicar desde un punto de vista psicológico, sino que además podía vincularse fácilmente a una tradición m ás antigua. Pero ahora surgió en este complejo de ideas algo vago, un elem ento más concreto: la transfiguración rom ántica del pasado o, m ejor dicho, de un d e term inado pasado. En el fondo yacía una nueva sensibilidad histórica —aún desconocida para H eródoto y para Tucídides— que atribuía a la historia un valor normativo: la historia era elevada a un nivel más alto. D e esta favora ble circunstancia se sirvieron los griegos en los años en que Esparta y Atenas habían estado unidas frente a Persia, es decir, la generación de M aratón y de Salamina, y Cimón había representado a continuación esta política. E ste «programa panhelénico» (por usar una definición un poco equívoca de la m oderna historiografía) fue sostenido por prim era vez por Gorgias en el 408, esto es, todavía durante la guerra del Peloponeso. E n un solemne dis curso pronunciado en los juegos olímpicos, en presencia de griegos de todas partes, Gorgias dijo que era m ejor com batir contra los persas que entre sí: era un concepto brillante, que expresaba la riqueza de pensam iento del gran sofista junto con el m érito formal de su arte, pero tam bién ignoraba las pers pectivas de la realidad política. Las cosas no cambiaron ni siquiera cuando este orden de ideas encontró acogida en el repertorio de los oradores. Así, por ejem plo, el orador forense Lisias de A tenas debutó en Olimpia con un discurso así. Pero fue Isócrates quien tuvo la ambición de igualar a su m aes tro Gorgias e incluso de superarlo: durante muchos años (se habla de diez o incluso quince) trabajó en su discurso para Olimpia, el Panegírico, que apa reció por fin en el 380 (Isócrates no pudo pronunciarlo, al ser incapaz de h a blar en público). Para la publicación no podía elegir un m om ento más inade cuado que el año en el que los espartanos estaban en la cumbre de su poder, en tanto que el orador les exhortaba a renunciar a ella. A pesar de ello, Isócrates consideró siempre esta obra como su creación más im portante, y todavía una generación después continuaba citándola. Nada caracteriza m ejor este modo utópico de pensar, que debe ser conside rado así por más que Isócrates no fuera el único en adm irar su discurso, al que no le faltaron aplausos y consensos. Pero la exaltación del pasado como norm a absoluta es siempre utopía en tanto que el presente no le haga la cortesía de m odelarse sobre los aconteci mientos transcurridos. Pero los políticos contem poráneos de Isócrates no le prestaron en absoluto este favor y habrían sido tam bién unos visionarios si lo hubieran intentado. Para conjurar de antem ano el peligro de enfrentarse con ellos, el mismo Isócrates proclam aba no tener nada que ver con la política y no desear ser confundido con los que la practicaban: lo que él representaba era precisam ente un saber superior, aun cuando se lo sugiriera a otros. E sta escisión entre actitud exterior e interior, típica falta de sinceridad de este pensam iento, tam poco desapareció en lo sucesivo, cuando Isócrates dirigía la exhortación a em prender una campaña antipersa a otros destinatarios. E ntre
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ellos estaban los personajes más curiosos, como el siciliano Dionisio el Viejo, el príncipe tesalio A lejandro de Feras o, después de Leuctra, el débil rey es partano A rquídam ó (366). Por último le llegó el turno a Filipo, pero, sin duda, su caso era distinto. No obstante, lo que en realidad sucedió no se parecía en nadaba la quim era de una paz general entre los griegos y, ante la noticia de Q ueronea, Isócrates se retiró espontáneam ente de la escena. En el m om ento en que la idea predi cada por él durante décadas adquiría la posibilidad de entrar a form ar parte de un contexto político real, Isócrates no llegó ya a com prenderla, sobre todo porque había surgido en un ámbito «espiritual» extraño a la realidad. Este carácter apolítico que se expresaba en consideraciones pragmáticas sólo en apariencias y que, sin em bargo, no estaba sostenido por una voluntad efec tiva — en el autor y en sus interlocutores— es uno de los fenóm enos más cu riosos de la historia griega y no puede apenas concillarse con nuestro con cepto de publicismo político. Nacía de un pensam iento que ciertam ente se servía del engranaje de una lógica política cerrada en sí misma, pero se sepa raba de la condición fundam ental del pensam iento político: el punto de vista concreto en el m undo de la acción. En Grecia no faltaba un pensam iento que tuviese por centro la realidad política, pero aparecía muy diferente a la inconsistente especulación que en carnaba el «panhelenismo» de Isócrates. En Dem óstenes se convirtió en un tem a histórico general, pero sus adversarios no perm anecieron callados. M u chos sim patizaban en secreto o abiertam ente con Filipo. El enemigo de D e m óstenes, Esquines, estaba entre ellos — quizá sólo hasta cierto punto— y no era su representante principal. Sin em bargo, existe una carta del sobrinonieto de Platón, Espeusipo, que después de la m uerte del filósofo estuvo du rante algunos años al frente de la Academ ia. Este docum ento revela qué só lidos eran los argumentos a favor de Filipo y cómo, en cambio, una auténtica tom a de posición no despertaba ningún entusiasmo. A quí se declara abierta m ente que Filipo, con su política expansionista a costa de A tenas, había te nido perfecta razón y para justificarlo se aducen una serie de pretendidos ar gumentos jurídicos. Este modo de proceder es en sí detestable y vulgar; sin em bargo, hay que adm itir, desgraciadam ente que, en su trivial claridad, re fleja más fielmente el real modo de pensar, y que las bajezas del instinto po lítico cotidiano, como aquí se m anifiestan, eran no sólo más características, sino tam bién más vinculantes con la idea «pura», que, si derivaba de un ver dadero sentir de la época, no tenía en cambio la capacidad de transform arse en fuerza activa. Luces y sombras del occidente griego El occidente griego nunca se fundió orgánicam ente con la Grecia conti nental y por tal motivo debe ser siem pre considerado aparte. No obstante, nuestra Historia Universal no puede seguir por separado los acontecimientos de las diferentes regiones griegas. Podem os hacer referencia, sólo de pasada, a estos ámbitos particulares, deteniendo por algún tiem po el curso lineal de nuestra exposición. El motivo para ello nos lo ofrece el siglo IV con una serie de circunstancias que m erecen ser tenidas en consideración. En el siglo V, los acontecimientos históricos tendieron, por así decirlo, un puente entre la Gre-
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cia continental y el Occidente, en ocasión de las guerras médicas y de la ex pedición a Sicilia. No puede decirse otro tanto del siglo IV: por eso es necesa ria la siguiente digresión, pero, dado lo exiguo del espacio disponible, se tra tará sólo de un simple sumario. E l hecho principal, que obliga al historiador a esta desviación, es la figura de Dionisio el Viejo, tirano de Siracusa, que dominó la historia de los griegos occidentales durante cuarenta años, casi m edio siglo (406-367 a.C .). ¿Cómo se puede definir a este personaje? La respuesta no es dem asiado difí cil, en tanto que no se deje uno engañar por las apariencias externas: el «gran» Dionisio no fue en absoluto una figura dom inante que hubiera im pul sado en un trecho im portante la historia griega. A l contrario: podríam os h a cer desaparecer a Dionisio de la historia griega y ésta no sufriría cambios re levantes. A veces la historiografía m oderna se complace en exaltarlo como el salvador de los griegos contra Cartago; pero es bastante dudoso que este ju i cio responda a la verdad. Sin em bargo, Dionisio no es concebible sin el a ta que cartaginés. Por tanto, de aquí hay que hacer partir la descripción. Los presupuestos del ataque son muy interesantes, en cuanto que están li gados a las consecuencias funestas de la aventura siciliana, que significativa m ente no se hicieron sentir en el continente griego. Después de la batalla de H im era (480), C artago perm aneció tranquila, y por buenas razones: toda p o lítica ofensiva hubiera podido provocar la pérdida de sus posiciones en el oc cidente siciliano. E n principio, esta am enaza se presentó con G elón y su sucesor H ierón. Al final de la tiranía de los dinom énidas, el poder de Sira cusa, ahora dem ocrática, decayó rápidam ente. P ero, entretanto, A tenas era tan fuerte sobre el m ar que para Cartago era prudente no ofrecerle la oca sión de intervenir. Por tal motivo, los cartagineses se atuvieron a una estricta neutralidad. Los griegos de Sicilia, contrarios a la hegem onía de Siracusa, tu vieron que ir en busca de apoyo a otra parte, al no encontrarlo en Cartago. E sta situación peculiar, y bajo ciertos aspectos favorable para el mundo griego occidental, abrió las puertas a la política ateniense. A tenas asumió, por así decirlo, la función que le correspondía a C artago, y que ésta conside raba oportuno rechazar por el m om ento. D esgraciadam ente, A tenas no fue tan sabia y se enfrentó a Siracusa en una lucha a vida o m uerte. L a puesta en juego era inmensa: si A tenas hubiese vencido, probablem ente la provincia cartaginesa en Sicilia hubiera tenido los días contados; y viceversa, si A tenas hubiera perdido la guerra, la situación de C artago habría cambiado radical mente: habría desaparecido todo motivo de seguir m anteniendo la obligada neutralidad y C artago habría podido volver a la acción. Condición previa era, únicam ente, que la victoria no aum entara la libertad de m ovimientos de los siracusanos. E n seguida se vio claro que no existía tal peligro. H erm ócrates, el alma de la resistencia contra A tenas, ejerció por poco tiem po una influen cia determ inante (hasta el año 410), pero posteriorm ente fue arrinconado y Siracusa pudo volver a gozar los beneficios de una constitución dem ocrática radical. Los signos de su debilidad no se hicieron esperar. Casi al mismo tiem po, Segesta, la primitiva cliente de A tenas, se dirigió a Cartago en busca de ayuda. Tenía que resistir un ataque de Selinunte, ciudad que, confiando en el apoyo de Siracusa, quería aniquilar a Segesta. C artago tenía que preve nir este desplazam iento del equilibrio siciliano. Por tanto, se dispuso al contraataque, después de que se despreciara con
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ligereza un arbitraje de Siracusa. En seguida se vio que detrás del ataque car taginés se escondía algo más que un simple cálculo político. El jefe de las operaciones era A níbal, nieto de Am ílcar, caído en el 480 en H im era, e hijo del desaparecido Giscón, exiliado a causa de la derrota. A níbal tenía que sal d a r l a cuenta abierta desde hacía dos generaciones y tom arse venganza no sólo por la derrota cartaginesa, sino tam bién por la deshonra ocasionada a su familia. La defensa contra Selinunte fue sólo el comienzo de una lucha deci siva por la hegem onía sobre Sicilia, que duró hasta el año 241 a.C. y que, en última instancia, fue librada entre R om a y Cartago. Los innum erables acuerdos de paz concluidos en este período no fueron, en el fondo, nada más que treguas que con el paso del tiem po anularon toda esperanza de conseguir una restauración de la antigua coexistencia pacífica. El curso de los acontecim ientos se perfiló terrible desde el principio: Seli nunte no fue sólo vencida, sino aniquilada (409): aún hoy, el lugar donde surgió la ciudad se presenta desolado. Las ruinas de sus templos, con los enormes cilindros de sus columnas, dan la idea de las dimensiones de la ciu dad. El mismo destino le cupo en suerte, a continuación, a la ciudad griega de H im era, testigo de la antigua derrota cartaginesa. La m anera de proceder de los cartagineses fue despiadada: muchos millares de griegos fueron asesi nados. U na catástrofe así — la destrucción de dos ciudades al mismo tiempo— no la había experim entado aún la historia griega. Con ello, Cartago había expulsado a los griegos por com pleto del tercio occidental de Sicilia y podía considerar este territorio, por tanto, dominio cerrado (epikráteia). El fracaso de Siracusa había sido com pleto, pero las desventuras no ha bían term inado. E n el 406 los cartagineses atacaron nuevamente para conquis tar la segunda ciudad de Sicilia después de Siracusa, Agrigento, y después G ela. Tampoco Agrigento logró resistir, pero al menos sus habitantes pudie ron salvar la vida: la ciudad fue saqueada, pero no destruida, y serviría desde entonces como baluarte cartaginés en tierra enemiga. Si los acontecim ientos hubieran seguido desarrollándose así, en un tiem po relativam ente corto, los griegos de Sicilia habrían perdido la libertad. En Siracusa, el tem or ante el futuro y la crítica del presente crearon un estado de ánimo favorable a la ins tauración de la tiranía. El futuro tirano sólo necesitaba dem ostrar saber hacer frente con las armas al peligro mortal y colmar las lagunas de los anteriores dominadores. H erm ócrates, vuelto del exilio, esperaba prevalecer y, a la ca beza de un pequeño ejército privado, había dem ostrado su superioridad téc nica, pero en el intento de apoderarse de Siracusa perdió la vida. Sus parti darios procedieron entonces con m ayor cautela: la dictadura no debía ser ins taurada con la violencia; se previo ponerla en manos de un hom bre casi des conocido y aún joven, que, sin em bargo, era un valiente oficial y quizá po dría superar la crisis militar, obteniendo de este m odo un título legítimo para sus poderes extraordinarios. La elección había sido justa, pero no precisa m ente en el sentido que se pensaba. De hecho, Dionisio comenzó con un clamoroso fracaso en la lucha contra Cartago: no sólo no fue recuperada Agrigento, sino que incluso se perdieron Gela y Cam arina. Y todavía más tarde, Dionisio no se reveló como un genio militar. Por el contrario, era un estratega muy hábil en las m aniobras de polí tica interna. D esgraciadam ente, nuestra exposición no puede seguir paso a paso la actividad política de Dionisio y detenerse en el interesante espectáculo de los
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m étodos revolucionarios que se utilizaban en una antigua sociedad dem ocrática para arrebatarles a los ciudadanos su libertad, en gran m edida con su propia aprobación. D e su «arte» ya es suficiente m uestra el hecho de que fuera derro cado después del fracaso militar. C ontra toda probabilidad, el golpe de E s tado triunfó precisam ente por efecto de la derrota; no obstante fue la casuali dad la que los salvó: una epidem ia declarada en el ejército cartaginés impidió al enemigo dar el golpe de gracia a Siracusa. Dionisio se aferró sin escrú pulos a esta oportunidad y concluyó la más deshonrosa paz que nunca h u biera aceptado Siracusa: los siracusanos renunciaban a la soberanía sobre Leontinos, Naxos, C atana, Mesina y los sículos. E l poder de Siracusa era re ducido a los límites que había alcanzado antes de su expansión durante el rei nado de Gelón. Por otro lado, se reconoció la soberanía cartaginesa hasta Gela y Cám arina, y encontró por consiguiente confirmación la aniquilación política de Agrigento. Los cartagineses declararon que reconocerían a D ioni sio como «señor de Siracusa», pero esta concesión tenía el tono de una amarga ironía (405). N aturalm ente, las cosas no podían term inar así. Si cualquier gobierno h u biera aceptado sólo con reticencias estas condiciones, con mayor razón tenía que hacerlo un soberano que había sido llevado al poder por la esperanza de la victoria. Por tal motivo, Dionisio dedicó todas sus energías a la prepara ción de la revancha y pudo valerse del consenso popular. Tbda la población trabajaba febrilm ente para transform ar Siracusa en una fortaleza inexpugna ble. La llanura de Epipolas, que ya una vez había servido de puesto de van guardia al enemigo durante el asedio ateniense, fue rodeada de una m uralla; en el punto en el que form aba un saliente fue erigido el fuerte Eurialo. La ciudad parecía una fábrica de arm as, y todos sus habitantes fueron obligados a trabajar en su producción. Se construyeron doscientos nuevos barcos de guerra. Y todo esto fue posible sólo porque los ciudadanos colaboraban in tensam ente. Dionisio estaba presente en los trabajos y no vacilaba echar una mano; no tenía nada que tem er y podía mezclarse desarm ado entre la gente. El entusiasmo de los siracusanos tenía su soporte en la conciencia de obrar como helenos en lucha contra los bárbaros y de contribuir a la liberación de las ciudades griegas. E n aquellos m om entos en que los hom bres se batían a vida o m uerte, tam bién la conciencia nacional griega podía convertirse en energía práctica. Cartago, aun estando naturalm ente inform ada, por fortuna no logró im pe dir que en Siracusa se forjasen espadas contra el vencedor del 405, y, en p ar ticular, que Dionisio cometiese una flagrante violación de los pactos restau rando la autoridad siracusana sobre las ciudades de los alrededores. Una epi demia en África bloqueó la iniciativa cartaginesa. La guerra, iniciada de im proviso por Dionisio en el 397, garantizó, por tanto, a Siracusa unos asom brosos éxitos iniciales: la fortaleza cartaginesa de Motya cayó, y por un ins tante pareció que el dominio de Cartago en Sicilia llegaba a su fin. Sin em bargo, el año siguiente la situación era diam etralm ente opuesta: después de una gran victoria naval, el alm irante cartaginés entró en el puerto de Sira cusa, m ientras el ejército de tierra se acercaba a la ciudad. La soberanía de Dionisio estaba a punto de caer. La salvación vino de nuevo por una casualidad providencial. Tam bién en esta ocasión el ejército cartaginés fue paralizado por una terrible epidemia.
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Dionisio aprovechó la ocasión favorable para asestar el golpe de gracia con tra el peligroso enem igo, que ya se había recuperado y preparaba la ofensiva final. E n los años siguientes (396-393), Cartago estuvo ocupada en sofocar una insurrección de la población indígena africana. D e esta form a la paz del 392 fue un triunfo para Dionisio. Cartago misma propuso que se volviese a la situación política anterior a su prim er gran ataque y entregó de nuevo las ciu dades de Selinunte e H im era; pero esta ventaja, conseguida más bien como un regalo que como una verdadera conquista, volvió a perderse. D espués de una tercera guerra contra C artago, de la que tenem os muy poca información, los límites de las posesiones cartaginesas fueron definitivam ente fijados en el río Hálico, y con ello se perdió para siem pre Selinunte, así como el territorio de Agrigento situado a la derecha del río. El destino de H im era tam bién es taba ya decidido. La derrota de Dionisio quedaba fuera de toda duda, y el ti rano tuvo que reconocerlo (378) con una enorm e contribución de guerra de mil talentos. Ni siquiera una cuarta guerra, diez años más tarde, proporcionó a Dionisio la esperada revancha: el tirano murió sin perspectivas de victoria (367). Pocos años antes los siracusanos habían sufrido una dura derrota naval ante la base cartaginesa de D repana (Trápani). Difícilmente puede decirse que la tiranía de Dionisio estuviese justificada por su política exterior; en décadas de gobierno, el tirano no logró ni siquiera alcanzar el objetivo que se había propuesto al com enzar su carrera: Selinunte e H im era no fueron reconquistadas y Cartago había extendido su dominio a costa del territorio griego. Estos son los límites de la figura de Dionisio, que habría conquistado una verdadera im portancia histórica sólo si hubiese lo grado expulsar a los cartagineses de Sicilia. O tro tanto puede decirse de los laureles que Dionisio consiguió con la po lítica imperialista dirigida contra los griegos de la Italia m eridional en los años posteriores a la victoria aparente sobre Cartago del 392. Dionisio som e tió la parte de Italia situada más cerca de Sicilia, la actual Calabria. Regio (Reggio di Calabria), situada en el estrecho de M esina, podía disputarle el paso y, p or ello, fue destruida. En comparación con las otras ciudades griegas, Dionisio fue favorecido por la situación histórica general, que, sin em bargo, no podía ser arbitrariam ente dom inada por una política griega. Dionisio fue únicam ente el beneficiario de un cambio histórico funesto para los griegos occidentales. D esde el final del siglo V, considerables fuerzas políticas se concentraron en la Italia meridional. Con ello venía a faltarles a los griegos allí establecidos uno de los presupuestos principales para su exis tencia: de hecho, su asentam iento había sido posible sólo porque el hinter land era un espacio políticam ente vacío. Tribus oseas avanzaron desde las m ontañas hasta el m ar, ejerciendo una presión constante sobre las ciudades griegas de la costa. El resultado fue, en parte, doloroso: Cumas, la más antigua colonia griega, fue víctima de la invasión (421 ó 412). La población masculina que pudo escapar a la m uerte fue deportada; las m ujeres, entregadas a los inmi grantes oscos. La ciudad griega de Kyme se convirtió en la osea (y más tarde latina) Cum ae; tan sólo algunos residuos culturales recordaban el pasado griego. El mismo destino tuvo (hacia el 400) Posidonia, situada algo más al Sur, tam bién víctima de los invasores oscos, atraídos por la fértil Cam pania. Posidonia se convirtió igualm ente en una ciudad osea y asumió el nom bre de Paestum . El viajero que adm ira los más espléndidos templos griegos aún ac-
Ruinas del fuerte Eurialo, cerca de Siracusa, circa 400 a.C .
La base cartaginesa de M otya, en el extrem o occidental de Sicilia. E l puerto artificial con el canal que vierte en el m ar, siglo v i a.C .
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cesibles no sólo se halla ante una avanzadilla de la civilización griega, sino que no puede separar de estas adm irables construcciones una nota de m elan colía. No mucho después de ser construidos, los templos se encontraron en medio de un am biente bárbaro, en el que ya no se oía ni una voz griega. So lam ente una m inoría griega insignificante podía celebrar aún una fiesta anual, que la religaba al m undo helénico, y en cada ocasión sus participantes, al re cordar el pasado griego, se abandonaban a sonoros lam entos. La misma suerte de Posidonia les tocó a otras ciudades, como Laos y Pixunte; se salva ron, en cambio, Nápoles y Elea. Los griegos organizaron la defensa en la región de los bosques de Sila: constituyeron la Liga itálica contra la tribu osea de los lucanos y proclam aron una especie de estado de emergencia. Si de repente surgía el enemigo de cualquier parte y arrasaba los campos — la lucha era continua y agotadora— , eran alertadas todas las milicias ciudadanas; una falta de intervención com portaba la pena de m uerte para los com andantes responsables. El éxito de la política imperialista de Dionisio se basaba fundam ental m ente en su falta de escrúpulos a la hora de unirse a los lucanos contra los griegos. Al principio, sus gentes no com prendieron este brutal racionalismo político y querían ayudar a los griegos contra los lucanos, hasta que su sobe rano les abrió los ojos. Así pues, Dionisio debe su dudosa fama a la ayuda que prestó a los bárbaros en lucha m ortal contra los griegos, no mucho des pués de que en la segunda guerra contra los cartagineses se hubiera presen tado como «libertador» del yugo de los bárbaros. La política exterior de D io nisio se caracterizó en general por utilizar conscientem ente las ocasiones que se le ofrecían. Lo dem ostraron los éxitos conseguidos contra los etruscos (la expedición contra Córcega y la ocupación de H atria y A ncona), en aquel tiempo duram ente afectados por la invasión de los galos en la Italia septen trional. El ocaso de los griegos de la Italia m eridional, al que Dionisio contribuyó con tanta eficacia, no podía detenerse ya. Cuando después de su m uerte vol vió a disolverse en la Italia meridional el dominio de Siracusa, los antiguos territorios súbditos de Dionisio se hallaban tan debilitados, que algunos de ellos (como H iponio) cayeron en manos de los lucanos o de uno de sus grupos, el de los brutios, y fueron asimilados a los oscos. Sólo Tarento sacó provecho de este desastre. Tarento —y no Siracusa, a pesar de las extrava gancias de Dionisio— se benefició de la caída de los griegos occidentales re sistiendo en cierto modo a la m area y convirtiéndose así de m anera indiscuti ble en la prim era ciudad de Italia. Pero la misma T arento no quiso confiarse exclusivamente a sus propias fuerzas: aprendió de la historia de Siracusa, que más de una vez había sido salvada por un general extranjero, como ya había ocurrido durante la expedición siciliana con la intervención del espartano Gilipo. En el 342 los tarentinos se dirigieron a la m etrópoli, Esparta, que envió como experto militar al rey A rquídam o. El último de la serie de estos ex pertos, como es sabido, fue Pirro, pero la misión que se le había confiado no podía ya resolverse de este modo. La conquista rom ana era inevitable. La figura de Dionisio, como creador de política exterior, es un discutible descubrimiento de la historiografía m oderna, sobre todo alemana. Dionisio impresionó a la A ntigüedad por el mecanismo de poder que él había instau rado: bajo este punto de vista, el caudillo siracusano dem ostró verdadera
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m ente la fertilidad de su ingenuo; nadie antes de él había ejercitado durante tanto tiem po una tiranía. A sí, tuvo el tiem po y la ocasión de convertir su p o der usurpado en un sistema de gobierno que se basaba en el uso de la fuerza. D e este modo consiguió el discutible honor de ser señalado por los pensa dores políticos griegos como el prototipo del tirano. P or otra parte, se le co nocía mucho m ejor que a los tiranos más antiguos, que se perdían en las nie blas del pasado. Sin Dionisio, A ristóteles difícilmente hubiera podido escribir el célebre capítulo dedicado a la tiranía en su Política, que precisam ente en nuestros días resulta tan fascinante. Dionisio había com prendido que para un tirano, cuyo gobierno no se fun daba en una sólida base jurídica, no bastaba el m ando del ejército, y ni si quiera las m edidas para su seguridad personal, sino que era más im portante m antener a los súbditos en un estado de ánimo que excluyera toda posibili dad de revuelta. Por tal m otivo, Dionisio era un m aestro en el arte de des moralizar: con todos los m edios disponibles, procuró que nadie confiara en nadie y que cada uno viera en el otro un espía. Deshizo toda cohesión for m ada entre sus súbditos obligándolos a transferirse de una ciudad a otra, donde encontraban asentam iento estable poblaciones de ciudades enteras, sin excluir Siracusa, de acuerdo con un m étodo que ya había sido puesto en práctica por anteriores tiranos. El secreto del poder tiránico consiste en la desintegración de los grupos hum anos: evidentem ente, nadie ha com prendido tan bien como Dionisio esta verdad, válida hoy como siempre. Y, sin em bargo, no tenía la índole de un sultán, que se em briaga de poder, ni era un sádico que distruta con la opresión de los demás. No se abandonaba a m or bosas complacencias, sino que basaba su sistema político en el puro cálculo. E ra un técnico de la represión y tuvo tanto éxito que su hijo pudo sucederle. No obstante, Dionisio (II) el Joven no logró conservar la herencia: ya en la segunda generación, la obra de Dionisio el Viejo desapareció com o si hu biese sido un efím ero interm edio. El desm oronam iento de su soberanía tuvo lugar durante el reinado de su hijo en una sucesión de acontecim ientos extre m adam ente dramáticos, que se desarrollaron en un escenario variado y signi ficativo y superaron los límites de la isla, alcanzando incluso a la G recia con tinental. E sta es una característica de la historia griega occidental desde la expedición ateniense en Sicilia: el Occidente no cesó de ser un centro de ac ción independiente, con sus problem as, exactam ente como antes, pero el tipo de interferencia que se m anifestó en el envío del espartano Gilipo a Siracusa y que significaba sobre todo un compromiso moral (sin el empleo de medios m ateriales), se convirtió desde entonces en una forma típica de las relaciones políticas de Occidente con la Grecia propia. Ya Dionisio el Viejo, en el pri m er período de su carrera, recibió un apoyo así de E sparta; la tradición de la guerra del Peloponeso se m antuvo incluso cuando sus presupuestos habían desaparecido. No obstante, en los siguientes años, estos contactos personales se convirtieron en una pesada hipoteca para la tiranía. Debem os delinear en breves trazos esta situación y lam entam os no poder dedicar m ayor espacio al tratam iento de estos episodios, que no tienen una im portancia histórica d e cisiva. Dionisio II era un hom bre débil y, en consecuencia, se encontró muy pronto en el fuego cruzado de los varios grupos de la corte. E ntre los dife rentes personajes que trataban de destacarse por encima de los dem ás, hacía
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tiem po que Dionisio había elegido una persona de confianza en su cuñado Dión, un hom bre dotado de cultura filosófica y muy rigorista en el m odo de pensar, sim patizante de Platón desde la prim era visita del filósofo a Siracusa en el 388, es decir, cuando aún vivía Dionisio el V iejo. E n época de la subida al trono de Dionisio el Joven, Platón era el filósofo más célebre de Grecia y fue, p o r tanto, debido a un cálculo político por lo que D ión indujo al joven tirano a invitar a Platón a su corte y reforzar así su partido. Al p rin cipio, Platón atrajo sobre sí la atención de toda la corte: de repente la filoso fía, la astronom ía y las matem áticas se convirtieron en el tem a principal de las discusiones; se trataba realm ente, como se ve, de una nueva moda. P ero después de cuatro meses todo esto era sólo un recuerdo. Dión cayó en des gracia, fue expulsado y se dirigió a G recia, en donde fue celebrado como víc tim a de la tiranía, aunque hubiese sido tratado con generosidad p o r su anti guo amigo el tirano y pudiese disponer aún de una considerable fortuna, que le perm itía vivir en tierra extranjera como un gran señor. Platón no fue obli gado a seguirlo de inm ediato, para no hacer aún mayor el escándalo, pero naturalm ente regresó en seguida a A tenas. Por lo dem ás, en Siracusa fue sus tituido por otros intelectuales: Dionisio no renunciaba a sus pretensiones cul turales. Diez años más tarde aconteció algo com pletam ente increíble: D ión reclutó en el Peloponeso una pequeña fuerza m ilitar, no m ayor que la que podía intro ducir en cinco barcos, y volvió a Sicilia para derrocar a Dionisio (357 a.C .). La arriesgada em presa fue un éxito. Como un edificio ruinoso, la tiranía de D ioni sio se vino abajo. E n aquel m om ento el tirano se encontraba fuera de Siracusa, guerreando en Italia. D ión fue elegido estratega con poderes ilimitados (stra tegos autokrátor), es decir, obtuvo la misma autoridad que había sido confe rida a Dionisio el Viejo cuando dio el prim er paso hacia la tiranía. Probable mente D ión no había tendido a este objetivo; pero antes de poder esclarecer su concepción política (parece que quería una especie de aristocracia, pero no ciertam ente inspirada en La República de Platón), fue víctima de un aten tado m ortal (354). Tam bién el asesino era discípulo de Platón. La m uerte de Dión provocó la anarquía en Siracusa y en el territorio do minado por ella. E n el 347, Dionisio II logró por un cierto tiempo volver a la ciudad, pero era demasiado insignificante para restablecer el equilibrio polí tico. Para ello se necesitaba un hom bre de prestigio, como lo había sido el desaparecido Dión. E l hom bre adecuado se halló en la persona del corintio Timoleón (344) que, a instancias de un grupo republicano, fue encargado por su ciudad natal para restablecer el orden en Siracusa con una tropa muy p e queña. Tam bién tuvo éxito esta em presa extraordinaria, para asom bro de la opinión pública griega, y se desarrolló en varias fases, entre ellas, una guerra con Cartago. Timoleón se afianzó sólidamente sólo después de la conclusión del conflicto (339). A diferencia de Dión, Timoleón logró disipar toda duda sobre sus sentimientos republicanos. Dio a Siracusa una constitución aristocrático-dem ocrática, con una significativa garantía contra la tiranía: en caso de guerra con C artago, el com andante debía ser llamado desde Corinto; luego se retiró de la vida pública (337). Cuando m urió (no conocemos la fe cha), todo el pueblo participó en las exequias. Su tum ba se levantaba en m e dio de la plaza del m ercado. Pero la acción política de Tim oleón tampoco significó un cambio para la historia siciliana: el ordenam iento que él había
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creado no le sobrevivió. Veinte años después, Siracusa estaba regida p o r una nueva tiranía en la persona de Agatocles.
E l gran juego p o r la Hélade La fulgurante ascensión durante el reinado de Filipo no convirtió cierta m ente a M acedonia en parte integrante de Grecia. El trabajo de genera ciones no puede ser sustituido p o r el ím petu de una o dos décadas. A dem ás, Filipo no tenía ningún interés en hacer más refinadas las costum bres de vida de su pueblo: en este aspecto era más bien conservador que «progresista». M acedonia debía ser fuerte no en virtud de una m odernización im puesta desde arriba, sino en base a las posibilidades insertas en su real estructura no griega. Y si se considera la precaria situación de G recia, precisam ente esta íntim a fuerza le confería una superioridad que suscitaba espanto en un obser vador atento. U n a m áquina de guerra que no tenía parangón en toda G recia y una genial dirección militar y política, que disponía a sü arbitrio de un po ten cial así, creaban un estado de cosas como jam ás había conocido la historia griega. La única elección posible parecía ser la de rendir las armas. Por otra parte, no se podía negar que todo esto se debía a un solo hom bre y que esta excepcional concentración de fuerza era fruto no tanto de capacidad de orga nización como de im provisación; en consecuencia, este hipertrófico orga nismo de poder no era inm une a considerables tensiones internas. No obstante, estas valoraciones de orden superior no eran obvias en la Grecia de entonces, incluso porque carecían de los presupuestos necesarios. La vida política había decaído; E sparta, en un tiem po representante de la p o lítica exterior griega, estaba postrada; Tebas, su rival, no iba más allá de una respetable m ediocridad; y los num erosos estados m enores, libres p o r efecto de la disolución de la hegem onía espartana, ¿qué podían aportar a la tradi ción política? No fue difícil para Filipo abrir brecha en su círculo e im ponerse desde el punto de vista psicológico, sin ahorrar dinero en sobornos y valién dose de su fascinación personal. El partido m acedónico que, finalm ente, se había formado casi por todas partes (a excepción de E sparta) tenía con él un fácil juego. Si en la palestra política de Grecia podía descubrirse una sólida roca, ésta era sólo A tenas. Pero apenas podríam os afirmarlo si esta posibili dad no se hubiera encarnado en la figura im presionante de Demóstenes, el único serio adversario que Filipo encontró en el m undo griego. La concepción de D em óstenes revelaba su grandeza ya en su transparente sencillez: el constante aum ento de poder de Filipo provocó inevitablem ente la hegem onía m acedonia sobre Grecia, y la consiguiente pérdida de la inde pendencia de A tenas. El propio instinto de conservación im ponía una política no sólo de resistencia, sino tam bién de ataque. Si esta política tuviera éxito y Filipo se viera obligado a ceder, el E stado que lograra im ponerse se pondría naturalm ente a la cabeza de la H élade. D em óstenes se había dado cuenta de que en la situación política del m om ento al estancam iento se acom pañaban perspectivas muy prom etedoras para el futuro. Si no se dejaban distraer por los resultados conseguidos, se debía reconocer honestam ente que esta valora ción era exacta. En la historia, entendida en sentido global, la garantía más segura de un gran futuro está representada por una victoria obtenida perseve-
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rando. Precisamente A tenas había vivido esta experiencia. Las batallas de Sa lamina y Platea habían conform ado la Liga ática. Entonces había tenido qué com partir el triunfo y el éxito con Esparta; ahora, en caso de éxito, no había que tem er ningún dualismo. Es cierto que Dem óstenes no vivía en la época de Pericles y de Tucídides, y no podía, por consiguiente, comunicar a la opinión pública con desenvol tura estas reflexiones. Para dar a una política así la necesaria fuerza de suges tión se necesitaba una atm ósfera en cierta m edida idéal; y no faltaban, a fin de cuentas, los presupuestos para ello. Los literatos, sobre todo Isócrates, ha bían evocado hasta la saciedad el recuerdo de la lucha helénica por la liber tad contra los persas. Dem óstenes sólo necesitaba sustituir al antiguo adver sario bárbaro p or el rey de M acedonia —tan «bárbaro» como el prim ero— para que su política asumiese un superior significado vinculante para todos, suscitado el páthos necesario para superar la apatía de los ánimos. La «ver dad» de la idea no tenía por qué sufrir con esto, ya que el «panhelenismo» en su forma originaria de vínculo práctico estaba privado de toda eficacia, por el simple motivo de que el rey persa no sólo ya no era un adversario pe ligroso, sino porque había que preguntarse si verdaderam ente podía aún ser considerado como un adversario. P or el contrario, en la persona de Filipo surgía un enemigo que am enazaba realm ente Grecia, y cuya peligrosidad no estaba atestiguada por reminiscencias literarias, sino que resultaba evi d en te..., naturalm ente, en el supuesto de que alguien la revelase. D em ós tenes se dedicó con pasión a esta tarea y fue un notable logro literario que contribuyó además a elevar a Dem óstenes entre los grandes de la literatura. No obstante, para la A ntigüedad no fue el contenido el que hizo de la obra de Dem óstenes un fenómeno literario de prim er orden. Hacem os bien en recordarlo, porque la alta consideración de la que Dem óstenes gozaba en la crítica retórica ya en el siglo m — estima que aum entó cada vez más hasta los comienzos del Im perio rom ano, asegurándole el prim er puesto entre los oradores griegos— se basaba en prim er lugar en sus cualidades formales. Y por lo demás, estaba justificada también desde este punto de vista: D e móstenes alcanzó junto a Isócrates no sólo un estilo original y persuasivo, sino que tam bién supo expresar válidam ente la intensidad de su ser en la ora toria. Dem óstenes no confía el discurso simplemente a las palabras y al vigor de los pensam ientos, como Isócrates y, posteriorm ente Cicerón, sino que se somete al ím petu de una voluntad concreta de convicción, que siempre tiene oponente real, contra el que lucha apelando al intelecto activo. He aquí por lo que el estilo de Demóstenes la mayor parte de las veces es extrem ada m ente concentrado. Su m eta es la form a de expresión más breve y concreta posible: una sucesión de frases densas, sin vacíos; quiere suscitar en el oyente una adecuada tensión; y hay que decir en alabanza de ambos que por este ca mino, no precisam ente cómodo, se creaba un estrecho contacto, como se des prende de los resultados históricos de su actividad. Dem óstenes no había nacido con la capacidad de dar esta form a sugestiva a sus intenciones y a sus pensamientos. Tuvo una juventud difícil, sobre todo por las circunstancias externas. Nacido en el 384, perdió a su padre cuando tenía siete años y fue puesto bajo la tutela de tres parientes, que malversaron su considerable patrim onio. Su padre había sido un rico fabricante de armas, que producía espadas. Cuando alcanzó la m ayoría de edad (366), Demos-
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tenes utilizó sus prim eros estudios de retórica (realizados con el orador Iseo) en el proceso incoado contra los deshonestos tutores y consiguió privarles de la parte principal de sus malversaciones. Como aum entó aún más sus bienes con su actividad de abogado, volvió a ser un hom bre rico, y pudo usar su di nero tam bién para fines políticos. Los progresos en los estudios le exigieron una gran autodisciplina y ener gía, ya que su talento estaba obstaculizado por varios defectos físicos: su res piración era dem asiado breve, su voz dem asiado débil, y sus movimientos torpes. Tan sólo una práctica casi ascética de ejercicios le perm itió supe rarlos; luego fue superior a todos los demás. Se controlaba de tal m anera, que incluso sus m anifestaciones involuntarias obedecían a una orden cons ciente, como el com portam iento, los gestos y los distintos tonos de voz. Cuando D em óstenes, a los treinta años, alcanzó la edad exigida para la actividad pública, la situación no era en absoluto favorable para seguir la lí nea política que tenía en la m ente. Puede decirse que las circunstancias im pe dían su carrera política, y en cierto sentido, sucedió así por bastante tiem po. Dem óstenes tuvo que asumir una actitud de oposición y la m ayor parte de las veces sus éxitos eran fruto de un esfuerzo personal. El resultado de la guerra de los aliados, desencadenada por la creencia optimista de que podía restaurarse el antiguo imperio ático y term inada con la pérdida de tantos aliados im portantes, hasta el punto de que podía consi derarse inexistente la segunda Liga naval ática, había extendido por A tenas una profunda resignación (355-354). Se comenzó a tener falta de confianza en las propias fuerzas, a condenar la política expansionista de los últimos años, e incluso a dudar de la dem ocracia ática tradicional. Isócrates, que un tiempo había ponderado y defendido la A tenas dem ocrática de Pericles, se deshizo en propuestas que habrían llevado a una m era restauración, bajo el signo de una nueva im plantación de los antiguos poderes del A reópago. En aquellos mom entos nada era menos deseado que una política expansionista y costosa. A hora se quería obtener la paz a cualquier precio y gozar de ella. El repre sentante de esta tendencia era Eubulo, que ocupaba significativamente el cargo de adm inistrador con plenos poderes de las finanzas, y en este queha cer profesional era un funcionario intachable y lleno de ideas. Eubulo, como es comprensible, pensaba en cam biar la dem ocracia tradicional, pero, dentro de su estructura, trataba de hacer prevalecer a las clases acomodadas. Desde luego, para ello era necesario indem nizar generosam ente a los más pobres. Para esta finalidad fueron aprobadas considerables cargas sociales en forma de abundantes concesiones de m edios estatales para asistir a los espectáculos en ocasión de las grandes fiestas. Los fondos destinados a ello, el theorikón, se convirtieron en el núcleo de la administración financiera ática, y en los años siguientes estos fondos, con su destino, llegaron a ser, por así decirlo, una especie de tabú; se prohibió que fueran aplicados a otros fines, bajo la am enaza de pena de m uerte. A Dem óstenes ciertam ente no le gustaba este modo de pensar, pero una oposición habría significado el suicidio político. D e este m odo se adaptó a él y presentó incluso propuestas sobre cómo podía hacerse más efectiva la recaudación de tributos entre los ricos (en el Discurso sobre las simmorías del 354). De hecho, la política financiera de Eubulo no se limitaba sólo a estériles prohibiciones. Tam bién aum entaban los arsenales e igualm ente el núm ero de
Ruinas de la ciudad de O lin to, destruida por Filipo II en e l 348 a.C.
D em ósten es. Copia romana de una estatua en bronce del A gora de A tenas. M useos Vaticanos.
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barcos de guerra. Dem óstenes hubiera preferido el espíritu de abnegación de la democracia radical del siglo V , e hizo todo lo posible para despertarlo de nuevo, por efecto de una situación análoga de la política, exterior; sin em bargo, se daba cuenta de las ventajas de la política financiera de Eubulo, de forma que, a pesar de los contrastes de fondo, los dos hom bres actuaron juntos durante mucho tiem po sin obstaculizarse recíprocam ente, aun cuando fue claro que la situación política se desarrolló a favor de D em óstenes. N o obstante, hasta entonces aún tuvo que pasar mucho tiem po. P robable m ente D em óstenes se había dado cuenta bastante pronto de la peligrosidad de Filipo. Ya en el 351 había expresado la opinión de que, después de todo, el rey de los persas había sido menos temible que Filipo. Pero para que se tom aran en serio tales consideraciones, se necesitaba que sucedieran aconte cimientos dramáticos que, dado el ritm o vertiginoso de la acción de Filipo, en realidad, no se hicieron esperar dem asiado. Cinco años después de que Dem óstenes apareciera en la escena política y de haber form ulado otro prin cipio con la doctrina de que Tebas debía ser considerada antes que E sparta como aliada de A tenas, Filipo inició sus ataques contra Olinto. A unque A tenas en el pasado se hubiese indignado en varias ocasiones con Olinto, muchos se convencieron de que estaban en juego intereses vitales. Así, D e móstenes, en sus famosas «olintiacas», tuvo la suerte de tener tras de sí a la opinión pública. M enos afortunado fue cuando, después de la sorprendente conquista de la ciudad (348), la cuestión m ilitar se convirtió en política. Se gún D em óstenes, había que anular, al m enos sobre el plano político, las peli grosas consecuencias de la pérdida de Olinto y obstaculizar a Filipo el acceso a Grecia. Tam poco en esta ocasión se encontraba solo. El plan de crear en Grecia una coalición contra Filipo era com partido por otros, e incluso por su futuro enemigo, Esquines. Pero el proyecto fracasó. Filipo hizo sondeos para llegar a la paz, y no pareció absurda la idea de p o der encam inar a Filipo por esta dirección y conseguir por vía diplomática lo que había sido imposible con los medios político-militares. Las negociaciones, conducidas alternativam ente en M acedonia y en A tenas, se prolongaron por dos años. Dem óstenes participó personalm ente en ellas, pero no estuvo espe cialmente afortunado. Por el contrario, Filipo, precisam ente m ientras los otros trataban de atarle las m anos, dio prueba de su superioridad y consiguió hacerse amigos en A tenas, que a partir de entonces debían sostener un línea filomacedonia. Su cabecilla era el orador Esquines, que se convirtió en en e migo m ortal de Demóstenes. El astuto intento de establecer un acuerdo de paz sobre la base de un pacto de coalición pacífica (una «paz general»), para que de este m odo toda Grecia estuviese em peñada en im pedir cualquier fu tura expansión de M acedonia, fue puesto al descubierto con elegancia por F i lipo, que naturalm ente había com prendido el sentido. La táctica inteligente de Filipo de colocar al adversario continuam ente ante hechos consumados durante las negociaciones convirtió el acuerdo de paz del 346 (la «paz de Filócrates», así llam ada por el nom bre de un ateniense filom acedonio) en una derrota muy dolorosa para Atenas. Los atenienses no pudieron im pedir que los focenses, sus amigos, fuesen aniquilados. A ún peor fueron las consecuen cias: Filipo fue adm itido con derecho de voto en la anfictionía délfica, en el puesto de los focenses, con lo que consiguió una posición legítima en la G re cia central. Se le había abierto el camino hacia Grecia. A tenas no pudo im
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pedirlo. Oficialmente, esto es, según el texto del acuerdo, Filipo era «amigo y aliado de los atenienses». No faltó mucho para que A tenas hubiese de to m ar parte en la expedición contra los focenses. D em óstenes tuvo que neutra lizar incluso un movimiento de revuelta pasional contra esta humillación, que se manifestó en la colérica negativa a intervenir en las fiestas píticas. Pronun ció un discurso sobre la paz, confirmando así en su persona su incapacidad para preservar a la política ática de esta crisis. Desde entonces, los esfuerzos de Dem óstenes estuvieron encam inados a im pedir que A tenas fuera arrollada por el adversario. D ebía cesar el infruc tuoso m étodo de reaccionar débilm ente a las situaciones creadas por Filipo; se debía im poner al enemigo la ley de la acción. No obstante, tam bién en este caso el camino por recorrer era más largo de lo que D em óstenes pensaba. La prim era tarea era p reparar en A tenas un terreno favorable: Esquines y sus amigos filomacedonios tenían que retirarse. El prim er intento fracasó (346-354): D em óstenes perdió la batalla jurídica y sufrió un desaire. Tres años después continuó la cuestión— el objeto era una acusación, de la que Esquines se habría hecho culpable durante las negociaciones posteriores al 348— y esta vez D em ós tenes pudo considerarse el vencedor: Esquines fue absuelto por una escasa mayoría, y este fue su fin político. Su amigo Filócrates, que tam bién había sido acusado, no se resignó a esperar y se sustrajo con la fuga a una posible condena. La victoria política interna no se vio acom pañada de ningún éxito en polí tica exterior. A principios del 343, Filipo em prendió una ofensiva diplom á tica, cuyo objetivo era el establecim iento de unas m ejores relaciones con Atenas. No consiguió su propósito, pero tampoco D em óstenes, que quería aprovecharse de la condescendencia de Filipo para instarle a aceptar la ga rantía panhelénica de paz. A cambio de esta ventaja, Dem óstenes quería in cluso rechazar una em bajada persa que Filipo no podía soportar. D e hecho, los persas se m archaron sin lograr su propósito, pero el delegado ático, Hegçsipo, regresó de M acedonia con las m anos vacías. A proxim adam ente hacia la misma fecha, Dem óstenes exhortó a sus conciudadanos, en la segunda Filí pica, a no sacrificar lo que era derecho de todos los griegos y no renunciar sin contrapartidas a sus buenas intenciones con relación a todos los helenos. Tales palabras iban siendo cada vez m ás claras y revelan que D em óstenes buscaba en la opinión pública griega un eco para su política contra Filipo. El rey macedonio, inform ado por sus confidentes hasta el más mínimo detalle de lo que sucedía en Grecia, se dio cuenta de que la voluntad de A tenas se fortalecía y habría querido, gustosam ente, llegar a un acuerdo, sobre todo después de la derrota de Esquines. B astante ocupado en la frontera oriental de su territorio (contra los tracios), no le interesaba en absoluto que se hicie ran más tensas las relaciones con Grecia. Pero ahora Dem óstenes, que con trolaba la situación, ya no estaba dispuesto a llegar a un compromiso. D es pués de la victoria sobre Esquines, el gran orador tendía a una ruptura defi nitiva con Filipo y obtuvo que los atenienses rechazaran los más generosos ofrecimientos de Filipo. R ecurriendo sólo a sofismas, Dem óstenes rechazó lo qup A tenas habría deseado tanto un año antes: la extensión de la paz de Fi lócrates en una liga de paz, y la restitución de la pequeña isla de H aloneso, en el Egeo septentrional. Se aprovechó de una violación del derecho interna cional hecha por un estratega ateniense (Diopites) para asegurarle la solidari-
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dad de A tenas. La época de las delicadas jugadas diplomáticas había pasado. A hora, a partir del ,342, Dem óstenes no quería ya posiciones vagas, sino frentes bien definidos. La tercera Filípica (341) proporcionó el instrum ento ideológico adecuado. Iba dirigida a todos los helenos, aunque fuese pronun ciada en A tenas, y contenía el llam amiento a la unión p ara la lucha. Acusa ción e incitación se funden en un alto grito: «Nadie se enoja contra Filipo y sus actuales m aquinaciones, aunque no sea ni heleno ni afín a los helenos, sino un bárbaro de la más infame ralea, un despreciable macedonio». Dem óstenes mismo se puso en camino para ligar las ciudades griegas a A tenas. D esde el norte del Peloponeso hasta A carnania y las islas en el Occi dente, fue así establecida la base para levantar un dique contra la creciente m area m acedonia (342). E ubea, esqueje de la dom inación m acedonia, fue re cuperada de nuevo. Bizancio y Abidós, ligadas a la Tracia som etida por F i lipo, cerraron una alianza con A tenas. Lo mismo sucedió con las grandes islas de Quíos y Rodas. Las nuevas condiciones de alianza fueron organizadas en gran parte como una sólida unión con una asam blea federal (synhédrion) y aportaciones económicas. Q uien no se sum aba a ella, como E sparta, Argos, M esenía y la Élide, observaba una benévola neutralidad. El perfeccio nam iento de este sistema de alianzas, la adhesión de Tebas, había sido prepa rado desde hacía mucho tiempo. En años anteriores, Filipo había intentado una y otra vez poner a Tebas en contra de A tenas, utilizando su antiguo antagonism o. Originariam ente a causa de la común hostilidad contra los focenses, el rey m acedonio m antenía buenas relaciones con Tebas, que, sin em bargo, em peoraron después de la destrucción de aquéllos. Filipo quiso entonces instaurar relaciones amistosas con A tenas. Pero Dem óstenes impidió que A tenas cayera en la tram pa. N o obstante, los frutos de su previsión em pezaron a recogerse sólo cuando la si tuación política había llegado a su fase crítica. Por prim era vez desde hacía tres generaciones, la política griega estaba de nuevo anim ada por un incontenible entusiasmo: en los juegos olímpicos, F i lipo fue abucheado. E n A tenas, el contem porizador espíritu burgués que, por lo general, había dom inado la historia del siglo IV, cedió a un fanatismo de mocrático que recordaba ciertos m om entos de la guerra del Peloponeso. El fustigador era D em óstenes, que no vacilaba en aterrorizar a la recalcitrante burguesía acomodada. Todos los recursos del E stado ático, que seguía siendo el más im portante de Grecia, fueron em pleados sin m iram ientos p ara que no se le escapase a A tenas la ocasión de alcanzar de nuevo el rango de gran p o tencia y de superar de un solo golpe la decadencia presente desde el térm ino de la guerra del Peloponeso. Sin em bargo, el desenlace fue otro. Y eso que la contienda, desencade nada en el 340, no tom ó un curso desfavorable para A tenas. Comenzó cuando Filipo trató de reconquistar la parte oriental de Tracia, donde Atenas había penetrado gracias a su alianza con Bizancio (y tam bién, por tanto, con su amiga Perinto). Para ello llevó a cabo una operación de gran envergadura por tierra y m ar (desde hacía poco, M acedonia poseía una flota). A pesar de todo, resultó ser una clara derrota y el más serio contragolpe sufrido por Fi lipo. Los atenienses rechazaron la flota de Filipo desde el m ar de M árm ara hasta el Ponto (el m ar Negro), y el asedio de las dos ciudades, conducido por Filipo con la máxima energía, tuvo que ser interrum pido. No estaba en dis-
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posición de superar una resistencia obstinada: su situación en Tracia llegó a ser tan precaria, como consecuencia de esta pérdida de prestigio, que, por el m om ento, Filipo se vio obligado a interrum pir la lucha contra A tenas, que, en el curso de estos acontecim ientos, le había declarado la guerra form al m ente, y en contra de su costum bre concedió al adversario el tiem po para consolidarse. Filipo avanzó hacia el N orte hasta la D obrudja, para hacer en trar en razón a un rey escita, A teas, y así quitarles a los tracios los deseos de alzarse contra él. A su regreso — A teas había perdido el reino y la vida— , Fi lipo afrontó un peligroso encuentro con los tracios, en el que fue herido gra vem ente. D e lejos podía sacarse la im presión de que Filipo era por el m o m ento incapaz de actuar y, por tanto, no había nada que tem er de él. E n seguida los atenienses reconocieron el error, pero no fue esta la verda dera causa del desastre. Todos com prendieron —y de m anera bastante dolorosa— que A tenas, no obstante sus preparativos políticos, no lograba contro lar la situación en la Grecia central. Y así se dieron las más extrañas compli caciones, que en el ámbito de esta exposición no podem os describir al lector. Al final estalló una «guerra sagrada» contra los locrios de Anfisa, que se h a bían apoderado del territorio de Crisa, perteneciente a Delfos. En sí, el caso no tenía ninguna im portancia. Más im portante fue que A tenas — por lo demás con buenas razones— defendió a Anfisa y que los estados de la anfictionía de Delfos encargaron a Filipo el patrocinar su causa. Con ello había recibido de una instancia panhelénica la invitación formal para entrar en G re cia, por lo que ni siquiera necesitaba hacer uso de la fuerza para llevar la guerra contra A tenas, que, por su parte, no pudo im pedir este cambio aven turado, debido a la inflexión de sus políticos y, aunque fuera de form a indi recta, al influjo de los grupos filomacedonios. Con todo, consiguió la ventaja de un acercam iento a Tebas, tam bién favorable a Anfisa. P or lo dem ás, en A tenas (y ciertam ente tam bién en otros lugares) no se concedió una inme diata im portancia práctica al llam am iento dirigido a Filipo, ya que el año es taba bastante avanzado y el m acedonio parecía impedido por su enferm edad. Por tanto, en A tenas cayó como un rayo la noticia de que Filipo se encon traba con su ejército en la fortaleza fócense de E latea, no lejos de la frontera de Beocia y, evidentem ente, se preparaba a caer sobre Atenas. El terror y la expectativa de ver de un día para otro al enemigo ante las propias murallas fueron descritos más tarde en una narración famosa de D em óstenes, que ase guraba haber sido el único que no perdió la cabeza entonces. Dem óstenes hizo aún más: levantó a A tenas de su profundo abatim iento m oral, condu ciéndola hacia su m ayor triunfo diplomático. Esto es, Filipo había em pren dido su ataque sin haber obtenido el apoyo de Tebas y ahora intentaba atraerse sus simpatías. Pero lo mismo hizo D em óstenes, que, como enviado de A tenas, se enfrentó en Tebas a los parlam entarios de Filipo. Y ganó la partida: Tebas se unió a A tenas y así las dos potencias más fuertes de Grecia se alinearon codo con codo contra el enemigo, que nunca se había encon trado con una coalición tan sólida. Las soluciones políticas estaban ahora ex cluidas: solam ente quedaba la decisión militar. El desenlace fue en el campo de batalla de Q ueronea, en Beocia, el día 1 de septiem bre del 338 a.C. Algunos graves errores estratégicos de los aliados habían abierto a Filipo las puertas de Grecia. La enorm e superioridad de los macedonios se reveló en Q ueronea, donde brilló el genio estratégico de Fi-
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lipo. E l m odelo procedía de Epam inondas. El rey contuvo su propio flanco e incluso hizo que retrocediera ante el enemigo. Fue precisam ente en este sec tor donde com batió personalm ente contra los atenienses. El ala izquierda, re forzada, fue lanzada sobre el ala derecha del enem igo, que estaba form ada por los valientes tebanos e incluía el «batallón sagrado» de elite. El ataque fue dirigido por el príncipe heredero, A lejandro, de dieciocho años, que es tuvo a la altura de las grandes esperanzas puestas en él. D espués de un duro com bate, desbarató las filas enemigas y a continuación cogió por la espalda a los atenienses, victoriosos en su sector. La batalla fue ganada. N o estaba aún decidido que Filipo hubiese ganado tam bién la guerra. El rey m acedonio fue lo suficientem ente inteligente para com prenderlo y, como siem pre, subordinó las operaciones militares a la razón política. Seguir lu chando significaba el asedio de Tebas y de A tenas y habría sido muy proble m ático. Perinto y Bizancio le habían dado una dura lección. Los atenienses se prepararon con decisión para esta eventualidad, en principio esperada, y estaban dispuestos a movilizar las fuerzas extrem as de la desesperación. Como Filipo no podía am enazar a A tenas por m ar, aquí precisam ente esta ban las perspectivas de una posible salvación. La batalla de Q ueronea en tonces habría sido en vano. Por tanto, las exigencias de Filipo fueron inespe radam ente m oderadas. E n el fondo, A tenas sólo tenía que renunciar a las as piraciones que la habían conducido a la guerra. Conservaría, en general, sus posesiones. N o le convenía, por tanto, exponerse a los más graves peligros; ni siquiera D em óstenes lo pretendía. Probablem ente en aquel m om ento los atenienses y los dem ás griegos actuaban conform e a consideraciones objetivas y reales, adm itiendo que habrían cedido a un vacío academicismo si hubiesen elevado la lucha contra Filipo al rango de un conflicto por la existencia de la nación y de la civilización helénicas. No obstante, no cesaron de deleitarse en el pasado y de trenzarle coronas. En un epigram a por los caídos de Q uero nea se afirm aba que se había derram ado sangre por los helenos, para que éstos no sufrieran la vergüenza de la esclavitud, doblegándose ante el yugo de la opresión; y en otro se proclam aba que los caídos habían querido defen der la tierra helénica. Ocho años más tarde, cuando todo el m undo había ad quirido otro aspecto y la guerra del 338 ya pertenecía al pasado, al menos se gún nuestro m odo de ver, D em óstenes y su adversario, Esquines, se entusias m aban recordando la política que había llevado a Q ueronea, y el prim ero de ellos veía esta lucha circundada de una especie de aureola «nacional». Filipo poseía un claro y significativo concepto del modo de organizar su dominio. No le interesaba hacer sentir en todo su peso el puño del vencedor, aun disponiendo de un poder que la historia de Grecia no había visto jamás: le era indiferente que E sparta se negara a reconocer su supremacía y, por tanto, renunció a destruir la ciudad. Mucho más que la vana corona de la vic toria, le im portaba saber cómo conseguiría ligar de una forma duradera a los vencidos. Tam bién en este caso, Filipo dem ostró un talento político superior, que destaca en el m undo griego del siglo IV . Se inspiró en el modelo de la liga por la paz (la «paz general»), que desde los tiem pos de la paz del Rey había servido una y otra vez como esquem a de organización internacional y que, en último lugar, A tenas había em pleado contra él: había com prendido que ese pacto, cuyas norm as condenaban toda hegem onía, podía ser utilizado por cualquiera que contase con una hegem onía efectiva.
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E n C orinto, p o r ejem plo, donde se reunió esta asociación — conocida en la historiografía m oderna como «Liga de Corinto»— , se oyeron muchas her mosas palabras sobre la «libertad» y la «autonom ía», pero cada cual sabía que estos principios encontrarían la aplicación que más le conviniera al todo poderoso señor: no otra cosa había sucedido hacía m edio siglo, cuando los espartanos consolidaron su dom inación sobre Grecia bajo la etiqueta de la paz del Rey. Tam bién entonces el mecanismo organizador de la «liga» estaba construido de tal m anera que no figuraba abiertam ente ninguna influencia hegemónica externa. E n la asamblea, el sinedrion, no estaban representados los macedonios sino sólo los helenos; curiosam ente, los delegados no repre sentaban a sus propias com unidades, sino a los distintos distritos contri buyentes, formados por varias ciudades o incluso tribus, los cuales tenían que aportar un núm ero determ inado de tropas: según este criterio, estaba calcu lado el núm ero de los delegados. E n esta interesante idea — que tenía ciertos precedentes en la vieja consti tución federal de Beocia, y en parte tam bién en la práctica política de Es parta después del 387— se vislumbraban las premisas para superar el acen tuado pluralismo político griego (no obstante, posteriorm ente no se hicieron otros progresos), pero en esta construcción se había tenido tam bién gran cui dado de no formalizar la superioridad de Filipo en el ámbito del sinedrion, aunque, obviam ente, todos supiesen que esta peculiar asociación de casi todos los helenos del continente sólo se debía a la voluntad política de Filipo. El rey m acedonio se reservó sólo las funciones de órgano m ilitar ejecutivo, de estratega con plenos poderes (strategos autocrator), o m ejor dicho, creó esta instancia para caso de guerra, calculando que solam ente él podía ser ele gido. Al mismo tiem po, Filipo sabía que esta «unidad» de Grecia tan sólo podía integrarse en una acción bélica. E n este aspecto, se encontraba en una situación extraordinariam ente afortunada. Hacía tiem po que quería em pren der una expedición contra Persia, quizá con objetivos limitados. El m om ento propicio se presentó tras la sorprendente solución del problem a griego. Sólo faltaban argumentos plausibles ante la opinión pública griega, pero Filipo supo encontrarlos en la idea isocrática de la campaña panhelénica contra Per sia. Filipo había com prendido bien el carácter libresco del llam am iento de Isócrates del 380 y, por tanto, pudo tener la astuta idea de desarrollarlo toda vía más en el mismo estilo. A su parecer, los griegos debían vengar la des trucción de los templos griegos llevada a cabo por Jerjes: es decir, ¡vengarse de un suceso que había acaecido hacía casi medio siglo! Así pues, la única función que denotaba la supremacía de Filipo se convertía en depositaría de una «misión» panhelénica, muy apropiada para transfigurar de form a ideal la realidad y para subordinar a objetivos propios, bajo una consigna vinculante, las fuerzas de la Grecia sometida. El posterior desarrollo de la historia perm itió que se viese qué posibili dades se contenían en esta combinación de poder y adaptación aduladora a un aspecto determ inado de la conciencia objetiva. Con A lejandro M agno, que sucedió a Filipo dos años más tarde, cambiaron todas las norm as y, en muy poco tiem po, se derrum bó para los griegos el orden político existente. La repentina transform ación del m undo por obra de A lejandro fue tan sorprendente que los griegos pudieron registrarla, pero no asimilarla en sus conciencias. En el fondo, la historia se les fue de las manos a los hom bres, y
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ellos mismos siguieron siendo lo que eran. Es significativo que ni Filipo ni A lejandro hicieron conquistas morales entre los griegos. La actitud dom i nante era conservadora y parecía verosímil que todo continuara como antes y que no se delinearan horizontes ilimitados. C uando el im perio persa se des m oronó y A lejandro se convirtió en el hom bre más poderoso de Occidente, los espartanos hicieron la guerra al lugarteniente de A lejandro, A ntipatro, y faltó poco para que tam bién colaborasen los atenienses. Aproxim adam ente hacia la misma época, se desarrolló en A tenas una extraña batalla jurídica: Dem óstenes y Esquines se enfrentaban (en base a motivos formales que no viene al caso referir) para decidir públicam ente quién de los dos había lle vado a cabo la política más adecuada antes de Q ueronea. ¡Y resultó vence dor el derrotado del 338! E n ocho años, el sentim iento general se había m o dificado bien poco. E n estas circunstancias no puede extrañar que, en el 323, la m uerte de A lejandro despertara en Grecia, y sobre todo en A tenas, la convicción de que el horror comenzado en Q ueronea ya había term inado y que el antiguo orden (o desorden) se restablecería autom áticam ente. T am bién D em óstenes, que en los últimos quince años había sido muy prudente, fue víctima de esta ilusión, que le costó la vida. Cuando las armas macedonias vencieron, su única salida fue el suicidio (322 a.C .). ¿Es éste, el fin de la época «clásica» griega? La pregunta es em barazosa para el historiador, porque lo enfrenta con problem as que desbordan su o b jeto. ¿Q ué es, en definitiva, una época, y qué la define? ¿La victoria de M a cedonia, que realm ente fue sólo la victoria de Filipo y de A lejandro, re p re sentó únicam ente la continuación de la historia griega bajo la égida m acedó nica? ¿Se convirtió la historia griega en historia macedónica o quizá fue al contrario, como pensaba la teoría política nacionalista del siglo xix? ¿Tiene el vencedor siempre razón y, con ello, está de su lado la «razón» histórica? El cronista de la época clásica sólo puede form ular estas cuestiones (y aún otras), pero la respuesta únicam ente puede deducirse de la visión del con junto. C iertam ente, la función de M acedonia fue decisiva para la historia griega, pero hay que identificarla no sólo con la acción de Filipo, sino tam bién con la de A lejandro, y es instructivo ver qué es lo máximo qúe puede hacer el individuo en la historia y tam bién lo que, en definitiva, no puede h a cer. El examen de la época clásica no exaspera estas reflexiones; tan sólo puede m ostrar cómo surgieron las premisas de esta problem ática y cómo fue posible que el centro de gravedad de la política griega se desplazase hacia el Norte.