John Lewis Gaddis
LA GUERRA FRÍA Traducción de Catalina Martínez Muñoz
Título original: The Coid War © John Lewis Gaddis, 2-005 © traducción, Catalina Martínez Muñoz, 2008 © de esta edición: 2008, RBA Libros, S.A. Pérez Galdós, 36 - 0 8 0 12 Barcelona
[email protected] / www.rbalibros.com Primera edición: marzo 2008 Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada o transmitida por ningún medio sin permiso del editor. Reí.:
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978 - 84 - 9867 - 1 1 3 - 1 Depósito legal: B - 1 2 . 190-2008 Composición: David Anglés Impreso por Novagráfik (Barcelona) IS B N :
INDICE
M apas Prefacio
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PR Ó LO G O : LA VISIÓN D E L FU TU R O
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EL REGRESO D EL M IE D O
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I.
II.
LANCHAS SALVAVIDAS Y BARCOS DE LA MUERTE
III. AUTORIDAD FRENTE A ESPONTANEIDAD
6
3
97
IV. EL SURGIMIENTO DE LA AUTONOMÍA
131
V. EL RESTABLECIMIENTO DE LA EQUIDAD
16 7
V I.
V II.
ACTORES
205
EL TR IU N FO D E LA ESPERA NZA
247
EPÍLO G O : UNA MIRADA RETROSPECTIVA
269
Notas Bibliografía Créditos fotográficos Procedencia de los mapas índice
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331 3 3 3 3 3 5
MAPAS
CAMBIOS TERRITORIALES EN EUROPA ( 1 9 3 9 - 1 9 4 7 )
2,7
ALEMANIA D IVID IDA Y AUSTRIA
38
LA GUERRA DE COREA ( 1 9 5 O - 1 9 5 3 )
58
ESTADOS UNIDOS Y LA URSS: ALIANZAS Y BASES A COMIENZOS DE LA DÉCADA DE 1 9 7 0 ORIENTE MEDIO ( 1 9 6 7 , 1 9 7 9 ) CONVULSIÓN EN ORIENTE PRÓXIMO ( 1 9 8 0 )
no
2,15 219
229 PERSPECTIVA SOVIÉTICA DE LA DÉCADA DE I 9 8 °
2 Ó? EUROPA TRAS LA GUERRA FRÍA
PREFACIO
Las tardes de los lunes y los miércoles del semestre de otoño doy clases sobre la Guerra Fría a varios cientos de estudiantes de Yale. En esos momentos me obligo a recordar que apenas ninguno de ellos tiene memoria de los acontecimientos que describo. Cuando hablo de Stalin y de Truman, incluso de Reagan o Gorbachov, es como si hablara de Napoleón, César o Alejandro M agno. La mayoría de los alumnos del curso de 2005 sólo tenían cinco años cuando cayó el muro de Berlín. Saben que la Guerra Fría modeló sus vidas de distintas maneras, por que les han contado cómo afectó a sus familias. Algunos, muy pocos, comprenden que en el caso de haberse tomado otras decisiones en de terminados momentos críticos a lo largo de aquel conflicto tal vez ni siquiera habrían nacido. Lo cierto es que mis alumnos se matriculan en esta asignatura sin apenas conocimientos de cómo empezó la Gue rra Fría, de lo que fue o de por qué concluyó como lo hizo. Para ellos es tan sólo historia, y en ese sentido no es distinta de las Guerras del Peloponeso. Sin embargo, a medida que descubren la gran rivalidad que dominó la última mitad del siglo x x , casi todos se sienten fascinados, muchos horrorizados y algunos — normalmente después de la clase sobre la crisis de los misiles cubanos— salen del aula temblando. «¡Caram ba!», exclaman (suavizo un poco su expresión). «¡N o teníamos ni idea de ha ber estado tan cerca!» Y a continuación añaden invariablemente: «¡Im presionante!». Porque sucede que la Guerra Fría es, para la generación posterior a este período, algo lejano y peligroso al mismo tiempo. Se preguntan si alguien tenía razón para temer a un Estado que resultó ser tan débil, tan incompetente y tan «efímero» como la Unión Soviética;
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pero también se preguntan y me preguntan: «¿Cómo logramos salir con vida de la Guerra Fría?». La intención de dar respuesta a estas preguntas me llevó a escribir este libro, tanto como la de explicar — en un plano mucho menos cós mico— otras de las cuestiones que suelen plantearme mis alumnos. N o escapa a su atención que ya he escrito varios libros sobre este asunto; de hecho, suelo asignarles uno que abarca trescientas páginas y sólo llega hasta 196%. A veces me preguntan cortésmente si no podía haber cubierto un período mayor con menos palabras. Su pregunta es razo nable, y aún más me lo pareció cuando mi persuasivo agente literario, Andrew Wylie, quiso convencerme de la necesidad de escribir un libro breve, general y accesible sobre la Guerra Fría, lo cual no era sino un modo diplomático de insinuar que los anteriores no lo habían sido. Y como escuchar a mis alumnos y a mi agente es para mí casi tan impor tante como escuchar a mi mujer — a quien también agradó la idea— , pensé que valía la pena abordar el proyecto. Este libro va destinado principalmente a una nueva generación de lectores para quienes el período de la Guerra Fría nunca fue «un acon tecimiento actual». Confío en que resulte igualmente útil a quienes vivieron esa época, pues como dijo en cierta ocasión M arx (Groucho, no Karl): «Un libro es el mejor amigo del hombre, fuera de un perro. Dentro de un perro está demasiado oscuro para leer». Era difícil sa ber lo que pasaba mientras se producía la Guerra Fría. Ahora que ha concluido — y que han empezado a abrirse los archivos de la Unión Soviética, China y los países Europa oriental— , sabemos mucho más; tanto, en realidad, que es fácil sentirse abrumado. Y he aquí otra razón para escribir un libro breve. M e he visto obligado a aplicar a todo este nuevo caudal de información la sencilla prueba de la importancia que popularizara mi colega de Yale, Robín Links: « ¿Y qué?». Es oportuno señalar, por otro lado, todo lo que este libro no preten de ser. N o es una investigación académica original. Los historiadores de la Guerra Fría encontrarán familiar mucho de lo que aquí se dice; en parte porque me he nutrido ampliamente de su trabajo y en parte también porque repito algunas cosas que ya he contado en otros libros. Tampoco es mi intención buscar las raíces de fenómenos posteriores a la Guerra Fría tales como la globalización, la limpieza étnica, el ex tremismo religioso, el terrorismo o la revolución de la información.
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N o aporto nada nuevo a la teoría de las relaciones internacionales, un campo que ya ha ocupado a suficientes expertos como para que yo me sume a ellos. M e complacería, sin embargo, que esta nueva visión del conflicto como un todo arroje nueva luz sobre sus partes. En este sentido me ha llamado especialmente la atención el optimismo, una cualidad que por lo general no se asocia con este período. Estoy seguro de que el mundo es un lugar mejor desde que este enfrentamiento se combatió como se hizo y fue ganado por el bando que lo ganó. A nadie le preocupa hoy la perspectiva de una nueva guerra global, o de un triunfo total de los dictadores, o el posible final de nuestra civilización. N o era éste el caso cuando comenzó la Guerra Fría que, pese a sus muchos peligros, atroci dades, costes, tácticas de distracción y compromisos morales — al igual que la Guerra Civil estadounidense— fue una respuesta necesaria para resolver de una vez por todas ciertas cuestiones fundamentales. N o hay razón para que la olvidemos pero, a la vista de las alternativas, tampoco hay razón para lamentar que ocurriera. La Guerra Fría se libró a distintos niveles y de distintas maneras en numerosos lugares durante varias décadas. Todo intento de reducir su historia al papel de grandes fuerzas militares, grandes potencias o gran des líderes sería faltar a la justicia. Cualquier esfuerzo por apresarla en un simple relato cronológico la convertiría en mero pastiche. En lugar de eso he optado por abordar un asunto relevante en cada capítulo, de tal modo que todas las cuestiones se solapan en el tiempo y se mueven en el espacio. M e he tomado la libertad de desplazar alternativamente el foco de atención de lo general a lo particular y viceversa, y no he vacilado en escribir desde una perspectiva que en ningún momento pierde de vista cuál fue el desenlace del conflicto. N o sé hacerlo de otra manera. Para terminar querría dar las gracias a todas las personas que han inspirado y facilitado este libro, y que lo han esperado con paciencia. Entre ellas incluyo naturalmente a mis alumnos, cuyo continuo interés por esta materia sostiene también el mío. Le estoy muy agradecido a Andrew Wylie, como lo estarán mis futuros alumnos, por haber suge rido este enfoque más amplio con una exposición más breve, así como por haber ayudado desde entonces a algunos de mis antiguos alumnos a publicar sus propios libros. Scott Moyers, Stuart Proffitt, Janie Fleming,
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Victoria Klose, Maureen Clark, Bruce Giffords, Samantha Jonson y otros colegas de Penguin han sido extraordinariamente comprensivos con mis retrasos sobre los plazos previstos y han abordado su-trabajo con notable eficacia una vez el libro estuvo terminado. Difícilmente lo habría escrito sin la ayuda de Christian Ostermann y sus colegas del Proyecto Internacional sobre la Historia de la Guerra Fría, cuya energía y rigor en la recopilación de documentos en todo el Inundo — mientras escribo estas líneas acaba de llegar la última remesa de los archivos albaneses— dejan en deuda con ellos a todos los historiadores de este período histórico. Por último, pero no menos importante, doy las gracias a Toni Dorfman por ser la mejor editora/lectora, además de la mujer más adorable del mundo. La dedicatoria conmemora a una de las principales figuras de la Guerra Fría — y amigo de hace muchos años— , cuya biografía no me compete a mí escribir. J. L. G. N ew Haven
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PRÓLOGO LA VISIÓ N DEL FUTURO
En el año 19 4 6 , un inglés de cuarenta y tres años llamado Eric Blair alquiló una casa en un rincón del mundo, un lugar en el que esperaba morir. Se encontraba en el extremo septentrional de la isla escocesa de Jura, al final de una carretera sin asfaltar, inaccesible en automóvil, sin teléfono ni electricidad. La tienda más cercana, la única de la isla, se hallaba unos cuarenta kilómetros al sur. Blair tenía razones para desear aislamiento. Estaba destrozado por la reciente muerte de su mujer; tenía tuberculosis y pronto empezaría a toser sangre. Su país se recuperaba de los costes de una victoria militar que no le había brindado ni seguridad, ni prosperidad, ni tampoco la certeza de que la libertad sobreviviera finalmente. Europa se dividía en dos bandos hostiles y el mundo parecía irle a la zaga. La disponibilidad de bombas atómicas convertía en apo calíptica la perspectiva de una nueva guerra. Y Blair tenía una novela que terminar. Su título sería 1984, una inversión del año en que la concluyó, y se publicó en Gran Bretaña y Estados Unidos bajo el pseudónimo de George Orwell. Las críticas, señalaba The New York Times, fueron «abrumadoramente de admiración — aunque— entre los aplausos se oían también gritos de terror».1 N o había en ello nada sorprendente, toda vez que 1984 evocaba una época, a tan sólo tres décadas y media de distancia, en la que el totalitarismo había triunfado por doquier. La individualidad quedaba aniquilada, junto con la ley, la ética, la creativi dad, la claridad lingüística, la fidelidad a la historia e incluso el amor... salvo, claro está, ese amor que todos estaban obligados a sentir por el dictador, muy parecido a Stalin, y sus correligionarios, que gobernaban un mundo en guerra permanente. Mientras es sometido a otra implaca-
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ble sesión de tortura, al héroe de Orwell, Winstón Smith, le dicen: «Si quieres una imagen del futuro, piensa en una bota aplastando un rostro humano [...] para siempre».1 Orwell falleció en los primeros meses de 1 9 5 0 — en un hospital londinense, no en su isla— , sabiendo sólo que su libro había impresionado y aterrado a sus primeros lectores. Quienes lo leyeron con posterioridad respondieron de un modo similar: en el mundo surgido de la Segunda Guerra Mundial, 1984 se convirtió en la visión más convincente de lo que acaso se avecinaba. Así, cuando nos acercábamos realmente a ese año, las comparaciones con la fecha imaginada por Orwell fueron ine vitables. N o todo el mundo había caído bajo el totalitarismo, pero buena parte de él estaba en manos de dictadores. El peligro de una guerra entre Estados Unidos y la Unión Soviética — dos superpotencias en lugar de las tres anticipadas por Orwell— parecía mayor de lo que lo había si do en muchos años. Y ese conflicto sin final aparente conocido como Guerra Fría, que se iniciara cuando Orwell aún estaba vivo, no tenía visos de concluir. Sucedió entonces que, en la noche del 1 6 de enero de 19 8 4 , un ac tor al que Orwell habría reconocido de sus tiempos de crítico de cine compareció en televisión en su flamante papel de presidente de Estados Unidos. La reputación de Ronald Reagan había sido hasta ese momen to la de un ardiente adalid de la Guerra Fría. Esa noche, sin embargo, concibió un futuro distinto: Imaginen conmigo por un momento que un hombre llamado Iván y una mujer llamada Anya se encuentran, por ejemplo, en una sala de espera o
cobijándose de la lluvia o de una tormenta con un hombre llamado Jim y una mujer llamada Rally, y que no existen barreras lingüísticas que les impidan comunicarse. ¿Discutirían sobre las diferencias entre sus respec tivos gobiernos? ¿O hablarían de sus hijos y de cómo se ganaba la vida cada uno? Puede que incluso decidieran reunirse a cenar en una noche próxima. Demostrarían, por encima de todo, que los pueblos no hacen las guerras.3 Fue ésta una invitación inesperadamente grata a que los seres humanos prevalecieran sobre las botas, los dictadores y los mecanismos de la guerra, y así, en el año orwelliano de 19 8 4 , se desencadenó la secuen
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cia de acontecimientos que haría posible alcanzar este objetivo. Justo un año después de que Reagan pronunciara este discurso, un enemigo acérrimo del totalitarismo llegó al poder en la Unión Soviética. En un plazo de seis años el control de este país sobre la mitad de Europa se ha bía desmoronado y, en un plazo de ocho años, la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (Unión Soviética o URSS), el país que en primera instancia había provocado la siniestra profecía de Orwell, había dejado de existir. Estos hechos no sucedieron sólo porque Reagan pronunciara un dis curso o porque Orwell escribiese una novela: lo que resta de este libro complica la cadena de causas. Sin embargo, no está mal partir de una visión, pues las visiones generan esperanzas y temores. Es la historia quien más tarde se ocupa de determinar lo que prevalece.
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CAPÍTULO I EL REGRESO D EL MIEDO
Esperamos a que desembarcaran. .Les veíamos las caras. Parecían gente corriente. Los imaginábamos distintos. Bueno, ¡eran estado unidenses! LIUBOVA KOZINCHENKA,
Ejército Rojo, 58a División de Guardias Supongo que no sabíamos qué esperar de los rusos, pero si uno los miraba y los observaba no notaba la diferencia [...] ¡Vestidos con nuestro uniforme podrían haber pasado por estadounidenses! AL ARONSON,
Ejército de Estados Unidos, 69a División de Infantería1
Así se suponía que debía concluir la guerra: con vítores, apretones de manos, bailes, copas y esperanza. El Z5 de abril de 1 9 4 5 , los dos ejér citos se encontraron por primera vez en la ciudad alemana oriental de Torgau sobre el Elba; convergían desde extremos contrarios del mundo tras dividir en dos la Alemania nazi. Cinco años más tarde Adolf Hitler se volaba la tapa de los sesos bajo los escombros de Berlín y, aproxi madamente una semana después, los alemanes se rendían de forma incondicional. Los líderes de la victoriosa Gran Alianza, Franklin D. Roosevelt, "Winston Churchill y Josef Stalin ya habían intercambiado apretones de manos, brindis y deseos de un mundo mejor en dos cum bres celebradas durante la guerra: la de Teherán, en noviembre de 19 4 3 , y la de Yalta, en febrero de 19 4 5 . Sin embargo, estos gestos habrían servido de poco si las tropas bajo su mando no hubieran sido capaces
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de escenificar su propia y mucho más bulliciosa celebración donde ver daderamente importaba: en el frente de un campo de batalla del que el enemigo empezaba a retirarse. ¿Por qué, entonces, los ejércitos de Torgau se encontraron con tanto recelo, como si esperasen la llegada de visitantes interplanetarios? ¿Por qué las semejanzas que percibieron les sorprendieron... y tranquilizaron tanto? ¿Por qué, a pesar de ello, sus mandos insistieron en celebrar por separado las ceremonias de rendición, una para el frente occidental en la ciudad francesa de Reims, el 7 de mayo, y otra para el frente oriental en Berlín, el 8 de mayo? ¿Por qué intentaron las autoridades soviéticas sofocar las manifestaciones espontáneas pro-estadounidenses que se produjeron en Moscú tras el anuncio oficial de la capitulación del ejér cito alemán? ¿Por qué las autoridades de Estados Unidos suspendieron bruscamente, una semana más tarde, el imprescindible envío de ayudas y préstamos para la Unión Soviética, que más tarde reanudaron? ¿Por qué la mano derecha de Roosevelt, Harry Hopkins, que había desem peñado un papel decisivo en el diseño de la Gran Alianza de 1 9 4 1 , tuvo que viajar precipitadamente a Moscú seis semanas después de la muerte de su presidente, en un intento de salvar el pacto? ¿Y por qué, en este mismo sentido, Churchill titularía posteriormente sus memorias de estos hechos como Triunfo y tragedia? La respuesta a todas estas preguntas es en buena medida la mis ma: porque la guerra fue ganada por una coalición cuyos principales miembros ya estaban en guerra, ideológica y geopolíticamente, si no militarmente. Cualesquiera que fueran los triunfos de la Gran Alianza en la primavera de 19 4 5 , su éxito dependió en todo momento de la per secución de objetivos compatibles por parte de sistemas incompatibles. La tragedia era ésta: la victoria exigía a los triunfadores, o bien dejar de ser quienes eran, o bien renunciar a buena parte de lo que esperaban obtener tras esta guerra.I
I En el caso de que un visitante alienígena hubiera estado presente en las orillas del Elba ese día de abril de 1 9 4 5 , éste, ya fuera masculino o femenino, ciertamente habría detectado semejanzas superficiales entre
los ejércitos soviético y estadounidense allí reunidos, así como en sus sociedades de origen. Tanto Estados Unidos como la Unión Soviética habían nacido de una revolución. Ambos países profesaban ideologías con aspiraciones globales que, 3 juicio de sus líderes, si funcionaban en casa deberían funcionar igualmente en el resto del mundo. Ambos, siendo Estados de dimensiones continentales, habían cruzado numero sas fronteras; ocupaban respectivamente el primero y el tercer puesto mundial, por su extensión geográfica. Y ambos habían entrado en la guerra como resultado de un ataque por sorpresa: la invasión alemana de la Unión Soviética, que comenzó el z z de junio de 1 9 4 1 , y el ataque japonés contra Pearl H arbor el 7 de diciembre de 1 9 4 1 , que Hitler utilizó como excusa para declarar la guerra a Estados Unidos cuatro días más tarde. Hasta ahí habrían llegado las semejanzas. Las diferen cias, como se apresuraría a señalar cualquier terráqueo, eran mucho mayores. La revolución estadounidense, acaecida cerca de un siglo y medio antes, reflejaba una profunda desconfianza hacia la concentración de autoridad. La libertad y la justicia, según insistieron los Padres Fun dadores, sólo se alcanzaban limitando el poder político. Merced a una ingeniosa constitución, a su aislamiento geográfico de posibles rivales y a una magnífica dotación de recursos naturales, Estados Unidos ha bía logrado convertirse en un país extraordinariamente poderoso, tal como se puso de manifiesto durante la Segunda Guerra Mundial. Para lograrlo fue preciso limitar severamente el control gubernamental sobre la vida cotidiana, ya fuera mediante la propagación de las ideas, la orga nización de la economía o el manejo de la política. Pese al legado de la esclavitud, el exterminio casi total de los pueblos indígenas americanos y la persistente discriminación racial, sexual y social, los ciudadanos de Estados Unidos acaso tenían razones para proclamar, en 19 4 5 , que vivían en la sociedad más libre sobre la faz de la tierra. La revolución bolchevique, ocurrida tan sólo un cuarto de siglo an tes, entrañaba por el contrario la concentración de la autoridad como medio para derrotar a los enemigos de clase y consolidar las bases a partir de las cuales la revolución proletaria se extendería por todo el mundo. En el Manifiesto Comunista de 18 4 8 Karl M arx sostenía que la industrialización puesta en marcha por los capitalistas había generado la explotación de la clase obrera, que tarde o temprano terminaría por
liberarse. N o contento con esperar a que esto sucediera, Vladimir Illich Lenin se propuso acelerar la historia en 19 x 7 , haciéndose con el control de Rusia e imponiendo el marxismo en su país, aun cuando éste no en cajara en las predicciones de M arx, según las cuales la revolución sólo podía darse en una sociedad industrial desarrollada. Stalin consolidó a continuación el problema, diseñando una nueva Rusia acorde con la ideología marxista-leninista y forzando a una nación esencialmente agrícola y con una escasa tradición de libertad a convertirse en un país industrializado sin ninguna libertad en absoluto. Como consecuencia de ello, la URSS era, al término de la Segunda Guerra Mundial, la sociedad más autoritaria del planeta. Si los países vencedores difícilmente hubieran podido ser más distin tos, lo mismo cabe decir de las guerras que libraron entre 1 9 4 1 y 19 4 5 . Estados Unidos abordó dos contiendas simultáneas — contra Japón en el Pacífico y contra Alemania en Europa— con un escaso número de bajas; menos de trescientos mil estadounidenses murieron en combate en los distintos escenarios de la batalla. Su país, geográficamente ale jado del conflicto bélico, no sufrió ataques significativos al margen del inicial en Pearl Harbor. En alianza con Gran Bretaña (cuyo número de víctimas de guerra se situó en torno a 3 57.000), Estados Unidos podía elegir, dónde, cuándo y cómo combatir, lo cual reducía significativamen te los costes y los riesgos de la batalla. Sin embargo, a diferencia de los británicos, los estadounidenses terminaron la guerra con una economía boyante: el gasto bélico casi había duplicado su producto interior bruto en menos de cuatro años. Si hubiera algo parecido a una guerra «bue na», sin duda que ésta lo fue para Estados Unidos. La Unión Soviética no corrió la misma suerte. Peleó en un solo fren te, pero éste fue indiscutiblemente el más terrible que la historia había conocido hasta la fecha. Con sus ciudades, pueblos y campos arrasados, sus industrias arruinadas o precipitadamente trasladadas al otro lado de los Urales, la única opción aparte de la rendición era una resistencia desesperada, sobre un terreno y en unas circunstancias elegidos por el enemigo. Las estimaciones de muertos, entre civiles y militares son notablemente inexactas, pero es probable que cerca de 2,7 millones de ciudadanos soviéticos murieran como consecuencia directa de la guerra, lo que supone un número casi noventa veces superior al de víctimas es tadounidenses. La victoria difícilmente pudo ser más costosa; en 19 4 5 ,
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la URSS era un país destrozado y afortunado por haber sobrevivido. La guerra fue, según señaló un observador contemporáneo, «el recuerdo más atroz, pero también el mayor motivo de orgullo para el pueblo ruso».2. Llegado el momento de establecer los acuerdos posbélicos, los ven cedores mostraron sin embargo más semejanzas de lo que estas asime trías pudieran presagiar. Estados Unidos no intentó revocar su larga tradición de alejamiento de los asuntos europeos; de hecho, Roosevelt le aseguró a Stalin en Teherán que las tropas estadounidenses regresarían a casa dos años después de que terminase la guerra.3 Tampoco, tras la depresión de la década de 19 3 0 , había ninguna certeza de que el boom económico de .los años de la guerra pudiera prolongarse o de que la democracia volviera a arraigar en los países — relativamente pocos— en los que aún existía. El hecho innegable de que los estadounidenses y los británicos no habrían podido derrotar a Hitler sin la ayuda de Stalin contribuyó a significar que la Segunda Guerra Mundial fue una victoria únicamente sobre el fascismo, no sobre el totalitarismo y sus perspectivas para el futuro. Entre tanto la Unión Soviética contaba con importantes bazas, pese a las inmensas pérdidas sufridas. Sus fuerzas militares no se retirarían de Europa, por ser parte del continente. Su economía había demostrado ser capaz de mantener el pleno empleo, mientras que las democracias capitalistas fracasaron en este sentido durante los años anteriores a la contienda. Su ideología gozaba de un amplio respeto en Europa, puesto que los comunistas lideraron ampliamente la resistencia contra los nazis. Por último, la desproporcionada carga soportada por el Ejército Rojo en la derrota de Hitler otorgaba a la Unión Soviética mayor legitimidad moral para ejercer una influencia sustancial, incluso preponderante, en el diseño de los acuerdos posbélicos. En 19 4 5 creer que el comunismo totalitario sería la tendencia del futuro era tan fácil como creer que lo sería el capitalismo democrático. La Unión Soviética contaba además con una ventaja adicional, la de ser el único país entre los vencedores que emergió de la guerra con un liderazgo sólido. La muerte de Roosevelt, el 1 2 de abril de 1 9 4 5 , catapultó a la Casa Blanca al inexperto y mal informado vicepresidente Harry S. Traman. Tres meses más tarde, la inesperada derrota de Churchill en las elecciones generales británicas convirtió en primer ministro
2-5
al mucho menos formidable líder del Partido Laborista, Clement Attlee. La Unión Soviética, por el contrario, contaba con Stalinj un gobernante incontestado desde 19Z9, el hombre que transformó su país y lo llevó a la victoria en la Segunda Guerra Mundial. Diestro, imponente y en apariencia perseverante y sereno, el dictador del Kremlin sabía lo que quería para la posguerra. Traman, Attlee y las naciones por ellos lide radas parecían mucho menos seguras.
II
¿Qué quería Stalin? Tiene sentido empezar por él, pues era el único de los tres líderes que tuvo tiempo para considerar y establecer sus priori dades sin perder la autoridad. Con sesenta y cinco años al término de la guerra, el hombre que dirigía la Unión Soviética estaba físicamente exhausto, rodeado de sicofantes y personalmente solo, si bien conser vaba un férreo, incluso aterrador, control del país. El ridículo bigote, los dientes descoloridos, la cara picada de viruela y los ojos amarillos, según recuerda un diplomático estadounidense, «le conferían el aspecto de un tigre marcado por viejas cicatrices de guerra [...]. Y un visitante incauto jamás podría adivinar los abismos de cálculo, ambición, amor al poder, envidia, crueldad y astuta venganza que acechaban tras aquella fachada tan poco pretenciosa».4 Stalin había eliminado a todos sus riva les mediante una serie de purgas practicadas en la década de 19 3 0 . Sus subordinados sabían que la elevación de una ceja o el movimiento de un dedo podía suponer la diferencia entre la vida y la muerte. Notablemen te corto de estatura — no pasaba del metro sesenta— este hombrecillo viejo y barrigón era pese a todo un coloso montado a horcajadas sobre un Estado colosal. Los objetivos de Stalin para la posguerra eran su propia seguridad, la de su régimen, la de su país y la de su ideología, exactamente en este orden. Intentaba garantizar que ninguna acción interna amenazara de nuevo su régimen personal y que ninguna acción externa amenazara de nuevo a su país. Los intereses de los comunistas en otros lugares del mundo, por admirables que fueran, jamás se antepondrían a las priori dades del Estado soviético tal como él las había establecido. En Stalin se daban cita el narcisismo, la paranoia y el poder absoluto: 5 era enor-
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memente temido, pero también venerado, tanto en la Unión Soviética como entre el movimiento comunista internacional. El coste humano y financiero de la guerra, pensaba Stalin, debía determinar en gran medida cuánto recibía cada cual una vez conclui da ésta: por tanto, fue mucho lo que recibió la Unión Soviética.6 N o sólo recuperó los territorios ocupados por Alemania en el curso de la contienda, sino que conservó además los que había conquistado como resultado del oportunista aunque corto de miras «pacto de no agre sión» que Stalin firmó con Hitler en agosto de 19 3 9 , que incluía zonas de Finlandia, Polonia y Rumania, además de los Estados bálticos. Esto suponía que todos los países situados fuera de estas fronteras amplia das debían permanecer en la órbita de influencia de Moscú. Reclama ba asimismo concesiones territoriales a expensas de Irán y de Turquía (incluido el control de los Estrechos turcos), así como las bases navales del Mediterráneo. Y castigaba por último con la ocupación militar y la expropiación de bienes a una Alemania derrotada y devastada, exi giendo indemnizaciones económicas y abordando la transformación ideológica del país. Todo ello situaba, sin embargo, a Stalin frente a un doloroso dilema. Las pérdidas desproporcionadas sufridas por la Unión Soviética durante la guerra podían transformarse en ganancias desproporcionadas, si no fuera porque el país había perdido el poder necesario para garantizar unilateralmente estos beneficios. La U RSS necesitaba paz, ayuda eco nómica y la aquiescencia diplomática de sus antiguos aliados. Por el momento no tenía otra opción que la de seguir contando con la coope ración de estadounidenses y británicos; y así como ellos habían depen dido de Stalin para derrotar a Hitler, Stalin dependía ahora de la buena voluntad de Estados Unidos para alcanzar sus objetivos posbélicos a un precio razonable. N o quería, por tanto, ni una guerra caliente ni una guerra fría.? Cuestión distinta es si contaba con la habilidad necesaria para evitar cualquiera de estas opciones. Lo cierto es que la percepción que Stalin tenía tanto de sus aliados bélicos como de los objetivos de éstos para la posguerra respondía más a las fantasías que a una evaluación precisa de las prioridades de Washing ton y Londres. Fue en este punto donde la ideología marxista-leninista más influyó en Stalin, al ser sus ilusiones fruto de ésta. La principal fantasía de Stalin era la creencia, arraigada en la ideología leninista, en
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que los capitalistas no serían capaces de cooperar entre sí por mucho tiempo. Su codicia inherente — la urgencia irresistible de anteponer los beneficios a la política— prevalecería tarde o temprano, de ahí que los comunistas sólo necesitaran paciencia mientras aguardaban la autodestrucción del adversario. «La alianza de nuestro país con la facción democrática de los capitalistas funciona porque éstos tenían mucho interés en evitar el dominio de Hitler — comentó Stalin cuando la guerra se acercaba a su fin— . En el futuro nos enfrentaremos también a esta facción de los capitalistas.»8 Esta idea de crisis del capitalismo tenía cierto fundamento. La Pri mera Guerra Mundial había sido, a fin de cuentas, una guerra entre ca pitalistas, lo que propició la oportunidad para que emergiera el primer Estado comunista del mundo. La Gran Depresión dejó al resto de los países capitalistas sumidos en una lucha por la propia supervivencia, en lugar de fomentar la cooperación para salvar la economía global o mantener los acuerdos posbélicos. El resultado fue el surgimiento de la Alemania nazi. Concluida la Segunda Guerra Mundial, Stalin creyó que la crisis económica volvería a repetirse, en cuyo caso los capitalistas necesitarían a la Unión Soviética, y no a la inversa. Por eso tenía plena confianza en que Estados Unidos «prestaría» a la Unión Soviética varios miles de millones de dólares para su reconstrucción, pues los estadou nidenses no encontrarían otros mercados para sus productos cuando sobreviniera la siguiente crisis a escala global.? Suponía además que la otra superpotencia capitalista, Gran Bretaña — cuya debilidad subestimaba sistemáticamente— terminaría por rom per con su aliado estadounidense por cuestiones de rivalidad económi ca: «Sigue vigente la inevitable perspectiva de guerras entre los países capitalistas», insistía todavía en 1 9 5 2 .10 Así, desde la óptica de Stalin, las fuerzas de la historia compensarían a largo plazo la catástrofe que la Segunda Guerra Mundial había supuesto para la Unión Soviética. Ésta no necesitaría enfrentarse directamente a ninguna de las dos potencias para alcanzar sus objetivos; le bastaría con espçrar a que los capitalis tas empezaran a pelear entre sí y a que el malestar de los europeos se tradujera en la adopción del comunismo como alternativa. El objetivo de Stalin no era por tanto restablecer el equilibrio de poder en Europa sino dominar el continente por completo, tal como pretendía Hitler. En un nostálgico aunque revelador comentario, pro-
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nunciado en 1:947, reconocía que «si Churchill hubiese aplazado un año más la apertura del Segundo frente en el Norte de Francia, el Ejército Rojo habría ocupado el país [...]. Jugábam os con la ideá de llegar a París».11 Sin embargo, a diferencia de Hitler, Stalin no seguía un calen dario fijo. Recibió con agrado el desembarco del Día D, aun cuando ello impidiera al Ejército Rojo su entrada en Europa occidental, pues la prioridad era en ese momento la derrota de Alemania. Y tampoco renunció a la diplomacia para asegurar su objetivo, puesto que espe raba que, al menos por algún tiempo, Estados Unidos le ayudaría a conseguirlo. ¿No había señalado Roosevelt que su país se abstendría de establecer una esfera de influencia en Europa? Stalin tenía una gran visión: el dominio de Europa por medios pacíficos como resultado de la lógica histórica. Pero su visión era igualmente errada, al no consi derar la evolución de los objetivos estadounidenses una vez terminada la guerra.
III
¿Qué quería Pistados Unidos después de la guerra? Sin duda seguridad, aunque a diferencia de Stalin no sabía cómo conseguirla. La razón es tribaba en el dilema planteado por la Segunda Guerra Mundial: Estados Unidos no podía seguir siendo un modelo para el resto del mundo en tanto se m antuviera al margen del resto del mundo. Pero ésa había sido la postura adoptada por Estados Unidos durante la mayor parte de su historia como país. La seguridad no suscitaba una preocupación especial, puesto que dos océanos separaban el país de sus enemigos po tenciales. Su independencia de Gran Bretaña fue, según predijo Thomas Paine en 17 7 6 , resultado de la imposibilidad de que «un continente estuviera perpetuamente gobernado por una isla».12-A pesar de su supe rioridad naval, los británicos nunca lograron proyectar la fuerza militar suficiente a tres mil millas náuticas de distancia para conservar Estados Unidos en el seno del imperio, ni para evitar que el joven país dominara el N orte de América. La perspectiva de que otros europeos pudieran hacerlo era aún más remota, pues los sucesivos gobiernos de Londres acordaban con Estados Unidos el fin de la colonización en Occidente. En este contexto, Estados Unidos pudo permitirse el lujo de conservar
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una amplia esfera ele influencia sin amenazar por ello los intereses de ninguna otra potencia. Su búsqueda de influencia se produjo en el plano de las ideas: a fin de cuentas, la Declaración de Independencia establecía un derecho radical e inalienable: que «todos» los hombres fueron creados iguales. Sin embargo, en el curso de sus catorce primeras décadas como nación independiente Estados Unidos no se esforzó en hacer efectivo este dere cho. El país se convertiría en un ejemplo y el resto del mundo tendría que decidir cómo y en qué circunstancias adoptaba esta ideología. «Desea mos la libertad y la independencia para todos — proclamó el secretario de Estado John Quincy Adams en 18 2.1— , pero sólo la defendemos y reivindicamos para nosotros mismos.»T* Así, pese a tener una visión de alcance internacional, se optó por una estrategia aislacionista: el país aún no había llegado a la conclusión de que su seguridad exigía la implanta ción de estos principios más allá de sus fronteras. Su política exterior y militar era mucho menos ambiciosa de lo que cabría esperar de un país de semejante tamaño y poder. Esta pauta no se quebró hasta la Primera Guerra Mundial. Preocu pado porque la Alemania imperial pudiese derrotar a Gran Bretaña y Francia, W oodrow Wilson convenció a sus compatriotas de que el ejército estadounidense debía contribuir al restablecimiento del equi librio de fuerzas en Europa, pero incluso él justificaba este objetivo geopolítico en términos ideológicos. Insistía en que el mundo debía ser «seguro para la dem ocracia».^ Wilson propuso después, como base para un acuerdo de paz, la creación de una Liga de Naciones que impu siera a los Estados — al menos a los ilustrados— algo parecido a la ley que cada Estado impone sobre sus individuos. Confiaba en que la idea de que el derecho emanaba sólo del poder terminara por desaparecer finalmente. Sin embargo, tanto esta visión como el restablecimiento del equili brio resultaron prematuros. La victoria en la Primera Guerra Mundial no transformó la Unión Soviética en una potencia mundial, sino que confirmó para la mayoría de los estadounidenses los peligros de un exceso de obligaciones. La creación de un organismo colectivo como el previsto por Wilson para garantizar la seguridad a raíz de la guerra iba más allá de lo que los ciudadanos estadounidenses estaban dispuestos a llegar. Entretanto, la decepción con los aliados tras la guerra — sumada
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a la tibia intervención militar contra los bolcheviques en Siberia y en el norte de Rusia en 1 9 1 8 - 1 9 2 0 , mal concebida por Wilson— , agrió los frutos de la victoria. Las condiciones internacionales alentaban la vuelta al aislacionismo: las notorias desigualdades del Tratado de Paz de Versalles, la llegada de una depresión mundial y el posterior auge de Estados agresores en Europa y Asia oriental convencieron a los es tadounidenses de que era preferible evitar por completo cualquier tipo de compromiso internacional. Fue ésta una extraña «dejación» de sus responsabilidades internacionales por parte de un país tan poderoso. Tras su llegada a la Casa Blanca en 1 9 3 3 , Franklin. D . Roosevelt trabajó con ahínco — aunque de manera interrumpida— porque su país tuviera una presencia más activa en la política mundial. N o fue tarea fácil: «Tenía la sensación de buscar a tientas una puerta en un muro sin fisuras» .15 Incluso después de que Japón entrara en guerra con China en 1 9 3 7 y de que la Segunda Guerra Mundial estallara en Europa en 19 3 9 , Roosevelt sólo había progresado mínimamente en el intento de. convencer a su país de que Wilson estaba en lo cierto: su seguridad po día verse amenazada por lo que ocurría en el otro extremo del planeta. Hubo que esperar a que se produjeran hechos tremendos (la caída de Francia, la Batalla de Gran Bretaña y por último el ataque japonés so bre Pearl Harbor) para que el país se comprometiera de nuevo con la tarea de restablecer el equilibrio de poder más allá de Occidente. «He mos aprendido de nuestros errores pasados — prometió el presidente en 19 4 2 — . Esta vez sabremos hacer pleno uso de la victoria.»16 Roosevelt tenía cuatro grandes prioridades para la guerra. La prime ra era apoyar a sus aliados — principalmente a Gran Bretaña y la Unión Soviética, y con menor éxito a la China nacionalista— , pues no había otro modo de alcanzar la victoria: Estados Unidos no podía luchar en solitario contra Alemania y Japón. La segunda era garantizar la coope ración aliada para establecer un acuerdo posbélico, sin el cual las pers pectivas de paz duradera serían escasas. La tercera tenía que ver con la naturaleza de este acuerdo. Roosevelt confiaba en presentar a sus aliados un pacto que eliminara las principales causas de guerras futu ras. Ello requería una nueva organización para la seguridad con poder para impedir y, en caso necesario, castigar las agresiones, así como un sistema económico mundial equipado para evitar una nueva depresión internacional. Por último, la cuarta implicaba que el acuerdo debía ser
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«vendible» al pueblo estadounidense: Roosevelt no estaba dispuesto a cometer el mismo error que Wilson, en el sentido de llevar a su país más' allá de donde estuviera dispuesto a llegar. Así, una vez concluida la Se gunda Guerra Mundial, no hubo vuelta al aislacionismo. Sin embargo, ni Estados Unidos ni la Unión Soviética estaban preparados para aceptar un tratado parecido al que se firmó antes de la guerra. Unas palabras, para terminar, acerca de los objetivos británicos. Eran, según los definió Churchill, mucho más sencillos: sobrevivir a toda costa, aun cuando ello entrañara renunciar al liderazgo de la coalición anglo-americana para dejarlo en manos de Washington; aun cuando ello supusiera el debilitamiento del Imperio británico; y aun cuando impli cara también colaborar con la Unión Soviética, régimen que el joven Churchill confiaba en aplastar tras el triunfo de la Revolución Bolche vique.1? Los británicos se proponían influir en los estadounidenses lo máximo posible — aspiraban a interpretar el papel de los griegos como tutores de los nuevos romanos— , pero bajo ningún concepto llegarían a enfrentarse a Estados Unidos. Las expectativas de Stalin de una Gran Bretaña independiente, capaz de resistir a Estados Unidos y con posi bilidad de entrar en guerra con este país habrían causado extrañeza incluso para quienes diseñaron la gran estrategia británica durante la guerra y una vez concluida ésta.IV
IV Con estas prioridades, ¿qué perspectivas quedaban para alcanzar un acuerdo que preservara la Gran Alianza? Roosevelt, Churchill y Stalin sin duda esperaban el mismo resultado: nadie quería nuevos enemigos cuando acababa de librarse de los antiguos. Sin embargo, su coalición había sido, desde el principio, tanto un medio para cooperar en la derro ta del Eje como un instrumento merced al cual cada uno de los vencedo res buscaba asegurarse una posición de máxima influencia en el mundo posterior a la contienda. Difícilmente podía ser de otro modo y, aunque los Tres Grandes afirmaban públicamente que la política quedaba en suspenso mientras la guerra continuara, ninguno creía en este principio ni tenía intenciones de aplicarlo. Lo que intentaron — mediante encuen tros y conferencias generalmente a salvo de la mirada pública— fue con-
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ciliar sus objetivos políticos divergentes al tiémpo que desempeñaban una empresa militar común. Estos intentos fracasaron en su mayoría, y es en ese fracaso donde se encuentran las raíces de la Guerra Fría. Las principales cuestiones fueron las siguientes:
E l segundo frente y una paz dividida. A l margen de la derrota, el ma yor temor anglo-estadounidense era que la Unión Soviética* volviera a establecer un pacto con la Alemania nazi, como ya hiciera en 19 3 9 , que habría dejado grandes zonas de Europa en manos de regímenes totalitarios, de ahí lo importante que era para Roosevelt y Churchill la participación de la Unión Soviética en la guerra. Esto significaba proporcionarle toda la ayuda posible en forma de alimentos, ropa y armamento, aunque fuera por medios desesperados y tuviera un elevado coste — pues llevar los convoyes hasta Murmansk y Arcángel y eludir al mismo tiempo a los submarinos alemanes no era empresa fácil— ; y significaba también no oponerse a las exigencias de Stalin de recuperar los territorios perdidos, a pesar de la incómoda circunstancia de que algunos de ellos — las repúblicas bálticas, Polonia oriental y algunas zo nas de Finlandia y Rumania— habían llegado a manos soviéticas como resultado del pacto entre Stalin y Hitler. Anticiparse a una paz dividida exigía por último la apertura de un segundo frente europeo tan pronto como fuera militarmente viable, pese a que Londres y Washington sa bían que para ello debían esperar hasta que el éxito se perfilara posible a un precio aceptable. En consecuencia, este segundo frente — que en realidad fueron va rios— se materializó despacio, provocando las iras de una Rusia acu ciada que no podía permitirse el lujo de reducir sus bajas. El primero de estos frentes se abrió en el norte de África, ocupado por el gobierno de Vichy, donde las tropas británicas y estadounidenses desembarcaron en noviembre de 19 4 2 ; a esto le siguieron las invasiones de Sicilia y el sur de Italia en el verano de 19 4 3 . Pero hasta junio de 19 4 4 , cuando se pro dujo el desembarco en Normandía, las operaciones conjuntas anglo-estadounidenses no aliviaron significativamente la presión sobre el Ejército Rojo, que llevaba largo tiempo conteniendo en solitario la batalla en el frente oriental y se concentraba entonces en expulsar a los alemanes de la Unión Soviética. Stalin felicitó a sus aliados por el éxito del Día D , si bien no abandonó las sospechas de que el retraso había sido deliberado,
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con intención de que sobre la U RSS recayera desproporcionadamente el pesó del combate.18 El plan de Estados Unidos, en palabras posterioresde un analista soviético, había sido el de participar «sólo en el último momento, cuando su intervención tuviera un efecto fácil en el resultado de la guerra, garantizando así plenamente sus intereses». 19 La importancia política de los segundos frentes fue como mínimo tan grande como la militar, pues significaba que estadounidenses y bri tánicos participarían, junto con la Unión Soviética, en la rendición y ocupación de Alemania y sus satélites. Por razones más de convenien cia que de otra índole, el mando anglo-estadounidense excluyó a los rusos de este proceso cuando Italia capituló en septiembre de 1 9 4 3 . Esta circunstancia proporcionó a Stalin una excusa para hacer algo que probablemente habría hecho de todos modos: negar a británicos y estadounidenses un papel significativo en la ocupación de Rumania, Bulgaria y Hungría cuando el Ejército Rojo entró en estos territorios entre 19 4 4 y 19 4 5 . Stalin y Churchill acordaron sin dificultad en octubre de 19 4 4 que la Unión Soviética tendría una influencia predominante en estos países, a cambio de que se reconociera la preponderancia británica en Grecia. Bajo la superficie, sin embargo, las preocupaciones persistían. Roosevelt protestó por no haber sido consultado sobre este pacto Stalin-Churchill y, cuando británicos y estadounidenses comenzaron las negociaciones para la rendición de los ejércitos alemanes en el norte de Italia, en la primavera de 19 4 5 , la reacción de Stalin se acercó bastante al pánico: podría alcanzarse un acuerdo, previno a sus mandos militares, en virtud del cual los alemanes dejaran de combatir en Occidente al tiempo que prolongaban su resistencia en el frente oriental.20 Con ello revelaba la profundidad de sus temores en cuanto a una paz dividida. El hecho de que considerara a sus aliados capaces de hacer algo así en fecha tan tardía ponía de manifiesto la escasa seguridad que los segundos frentes le habían proporcionado, tanto como la escasa confianza que estaba dispuesto a ofrecer.
Esferas de influencia. Una Europa dividida en esferas de influencia — se gún iba implícito en el acuerdo Churchill-Stalin— dejaría a los euro peos muy poco espacio para decidir su futuro; de ahí la preocupación de Roosevelt. Por más que hubiera podido justificar la guerra ante sí
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mismo en términos de equilibrio de fuerzas, ante su pueblo la habría explicado tal como hubiera hecho Wilson, como una lucha por la au todeterminación. Churchill aceptó este extremo en 1 9 4 1 al adherirse a la Carta Atlántica, una reformulación de los principios wilsonianos concebida por Roosevelt. Así, uno de los principales objetivos angloestadounidenses era reconciliar estos ideales con las demandas territo riales de Stalin tanto como con su insistencia en una esfera de influencia que garantizara la presencia de naciones «amigas» a lo largo de las fronteras soviéticas posteriores al enfrentamiento bélico. Roosevelt y Churchill presionaron repetidamente a Stalin para que permitiera la ce lebración de elecciones libres en las repúblicas bálticas, Polonia y otros países de Europa oriental. Stalin aceptó en la Conferencia de Yalta, sin la menor intención de hacer honor a su compromiso. «N o te preocupes — le aseguró a su ministro de Exteriores Vyacheslav Molotov— . Ya lo haremos a nuestra manera más adelante. El meollo de la cuestión es la correlación de fuerzas.»2-1 Fue así como Stalin obtuvo los territorios y la esfera de influencia que deseaba: las fronteras de la Unión Soviética se ampliaron casi mil kilómetros hacia Occidente, mientras el Ejército Rojo instauraba regí menes serviles en el resto de Europa oriental. N o todos ellos eran por entonces comunistas — el líder del Kremlin se mostró por el momento flexible en este punto— , pero ninguno desafiaría la proyección de la influencia soviética en el centro de Europa. Británicos y estadounidenses esperaban un desenlace distinto, en el que Europa oriental, especialmen te Polonia (principal víctima de Alemania en la Segunda Guerra M un dial), decidiera su propio gobierno. Ambas posturas podrían haberse conciliado si los países de Europa oriental hubieran estado dispuestos a elegir líderes acordes con las exigencias de Moscú, como de hecho hicieron Finlandia y Checoslovaquia. Pero Polonia difícilmente podía seguir este camino, pues las propias acciones de Stalin habían eliminado tiempo atrás cualquier posibilidad de que un Gobierno polaco depen diente de la Unión Soviética contara con algún respaldo popular. Entre las ofensas figuraba el pacto nazi-soviético, que extinguió la independencia de Polonia, así como el descubrimiento posterior de que los rusos habían masacrado a cerca de cuatro mil oficiales polacos en el bosque de Katyn en 19 4 0 , y otros once mil se hallaban desapareci dos. Fue ésta la razón por la cual en 19 4 3 Stalin rompió sus relaciones
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con el Gobierno polaco en el exilio, afincado en Londres, y ofreció su apoyo a un grupo de comunistas polacos establecidos en Lublin. Y no hizo nada cuando en 19 4 4 los nazis derrocaron brutalmente al gobier no de Varsovia durante el levantamiento organizado por los polacos londinenses, pese a que el Ejército Rojo se encontraba a las puertas de la capital polaca. La insistencia de Stalin en apropiarse de un tercio del territorio polaco después de la guerra despertó aún más la oposición del país, y su promesa de compensación a expensas de Alemania no sirvió para reparar el daño. Como los polacos jamás elegirían un gobierno prosoviético, Stalin lo impuso, a pesar de que el coste fuera una Polonia permanentemen te resentida, así como una creciente sensación entre sus aliados esta dounidenses y británicos de que no podían prolongar su confianza en él. En palabras de un desilusionado Roosevelt dos semanas antes de morir: «[Stalin] ha roto todas y cada una de las promesas que hizo en Yalta».zz
Enemigos derrotados. En contraste con el control unilateral soviético de Europa oriental, nunca hubo la menor duda — al menos con poste rioridad al Día D— de que la ocupación de Alemania sería conjunta. El modo en que se produjo, dejó sin embargo a los rusos con la sensación de haber sido engañados. Estados Unidos, Gran Bretaña y Francia (por cortesía anglo-estadounidense) terminaron controlando dos tercios de Alemania no como resultado de la sangre derramada durante la guerra, sino por proximidad geográfica con el avance de sus ejércitos y también porque Stalin había concedido a los polacos una porción significativa de Alemania oriental. Si bien la zona de ocupación soviética cercaba la capital, Berlín, este territorio no contenía más que un tercio de la población de Alemania y un porcentaje aún menor de sus instalaciones industriales. ¿Por qué aceptó Stalin este acuerdo? Probablemente porque creía que el gobierno marxista-leninista que se proponía establecer en A le mania oriental actuaría como un imán para los alemanes de las zonas ocupadas en Occidente y los movería a elegir líderes que con el tiempo unificarían la totalidad del país bajo control soviético. La largamente aplazada revolución proletaria que M arx había previsto para Alemania se produciría finalmente. «Toda Alemania debe ser nuestra, es decir,
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soviética, comunista», dijo Stalin en 1946.z3 Esta estrategia planteaba no obstante dos problemas sustanciales. El prim ero se relacionaba con la brutal ocupación de Alem ania oriental por parte del Ejército Rojo. Las tropas soviéticas no se limita ron a expropiar bienes y exigir reparaciones a escala indiscriminada, sino que violaron a cerca de dos millones de mujeres alemanas entre 1 9 4 5 7 19 4 7 .24 Esto provocó el rechazo casi total de los alemanes y generó una asimetría que persistió durante la Guerra Fría: el régimen de Stalin instalado en el Este carecía de la legitimidad que su homólogo en el Oeste no tardaría en conquistar. El segundo problema guardaba relación con los aliados. El trata miento unilateral que los soviéticos otorgaron a sus asuntos en Alem a nia y Europa oriental provocó el hartazgo de británicos y estadouni denses en cuanto a la cooperación con M oscú para ocupar el resto de Alemania. En consecuencia, aprovecharon todas las oportunidades a su alcance para consolidar sus propias zonas, junto con las francesas, asumiendo la división del país. El objetivo era preservar la mayor parte posible de Alemania bajo control occidental, antes que exponerse al peligro de que el país entero cayera en manos del dominio soviético. La mayoría de los alemanes, conscientes de lo que significaría un gobier no estalinista, apoyaron a regañadientes esta política anglo-estadounidense. Lo ocurrido en Alemania y Europa oriental dejó a Estados Unidos pocos incentivos para incluir a la Unión Soviética en la ocupación de Japón. La URSS no había declarado la guerra a este país tras el ataque a Pearl Harbor, ni sus aliados esperaban que lo hiciera en un momento en que el ejército alemán se encontraba a las puertas de Moscú. Sin em bargo, Stalin había prometido entrar en la guerra del Pacífico tres meses después de la rendición de Alemania, a cambio de lo cual Roosevelt y Churchill consintieron en transferir a la Unión Soviética el control de las islas Kuriles, pertenecientes a Japón, así como a devolverle la mitad de la isla de Sajalín y otorgarle derechos territoriales y bases navales en Manchuria, territorios perdidos por Rusia como resultado de su derrota en la guerra ruso-japonesa en 1 904 19 0 5. En Washington y Londres prevalecía la visión de que la ayuda del Ejército Rojo — especialmente en la invasión de Manchuria, bajo ocu pación japonesa— sería decisiva para acelerar la victoria. Esto era antes
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dé que Estados Unidos probara con éxito su primera bomba atómica en julio de 1945. Una vez se supo que los estadounidenses poseían se mejante arma de destrucción, la necesidad de ayuda soviética se esfumó por completo .25 Con los precedentes de decisiones unilaterales por parte de los soviéticos aún recientes, la Administración Traman no tenía nin gún deseo de que algo similar pudiera repetirse en el noreste asiático, y Estados Unidos aceptó entonces la ecuación del propio“Stalin, con sistente en influencia a cambio de sangre. Habían librado el grueso de la batalla en la guerra del Pacífico, y por tanto ellos solos ocuparían el país que desencadenó la contienda.
La bomba atómica. Entretanto, el lanzamiento de la bomba atómicá intensificaba la desconfianza entre la Unión Soviética y Estados Unidos. Británicos y estadounidenses habían desarrollado la bomba en secreto para utilizarla contra Alemania, pero los nazis se rindieron antes de que el artefacto estuviera a punto. El Proyecto Manhattan no fue, sin embargo, lo suficientemente secreto para impedir que la inteligencia so viética descubriera buena parte de sus detalles mediante sus labores de espionaje; al menos en tres ocasiones los soviéticos lograron con éxito burlar la seguridad de Los Álamos, donde se fabricaba la bomba.16 El hecho de que Stalin pusiera en marcha una operación de espionaje a gran escala para espiar a sus aliados en mitad de una guerra que estaban librando juntos es otro claro indicio de su desconfianza, si bien hay que reconocer que sus aliados no pensaban decir nada sobre la bomba hasta que hubieran realizado con éxito su primera prueba en el desierto de Nuevo México. El líder soviético no se mostró por tanto muy sorprendido cuando Truman le comunicó la noticia en la Conferencia de Potsdam, pues sabía de la existencia de la bomba mucho antes que el nuevo presiden te estadounidense. N o obstante, Stalin reaccionó con firmeza cuando Estados Unidos siguió adelante con su carrera nuclear y lanzó la bomba contra Japón tres semanas más tarde. Una prueba en el desierto era algo muy distinto de un ataque real. «La guerra es cruel, pero utilizar una bomba atómica es una crueldad extrema», proclamó Stalin tras tener conocimiento de la destrucción de Hiroshima. Este importante paso de Estados Unidos supuso un nuevo desafío para la insistencia de Stalin en que la influencia política debía ser proporcional a la sangre derramada,
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cuando Estados Unidos alcanzó de pronto un poderío militar ajeno al despliegue de los ejércitos sobre un campo de batalla. El cerebro huma no, y la tecnología militar que éste era capaz de desarrollar, cobraban de pronto la misma importancia que la fuerza convencional. «Hiroshi ma ha estremecido al mundo entero — dijo Stalin a sus científicos para lanzar un programa soviético de choque que les permitiera ponerse a la altura de la situación— . El equilibrio se ha destruido [...]. N o podemos tolerarlo.»17 Además de comprobar que la bomba acortaba la guerra, impidiendo por tanto a los rusos desempeñar un papel significativo en la derrota y la ocupación de Japón, Stalin comprendió que la bomba permitiría a Estados Unidos exigir concesiones a la Unión Soviética una vez ter minada la guerra: «La política estadounidense consiste en el chantaje mediante la bomba atómica».18 Tenía parte de razón. Truman había utilizado la bomba principalmente para poner fin a la guerra, aunque también con la esperanza de inducir una actitud más conciliadora en la Unión Soviética. Truman no diseñó sin embargo ninguna estrategia para producir este resultado, mientras que Stalin se apresuraba a hacerlo con intención de impedirlo. Así, endureció aún más los objetivos soviéticos, siquiera para demostrar que no se dejaba intimidar. «Es evidente — dijo a sus principales consejeros a finales de 1 9 4 5 — que [...] no llegaremos a ninguna parte si empezamos a ceder a la intimidación o damos muestras de inseguridad.»19 El origen de la Guerra Fría en la Segunda Guerra Mundial contri buye a explicar por qué este conflicto afloró inmediatamente después del armisticio. Las rivalidades entre las grandes potencias eran pese a todo un patrón histórico tan normal en el comportamiento de las na ciones como el de estáblecer grandes alianzas de poder. De ahí que un observador extraterrestre consciente de esta circunstancia hubiera de ducido de inmediato lo que estaba a punto de ocurrir. Para un analista de las relaciones internacionales la situación no encerraba secretos. Lo interesante es por qué los propios líderes de la guerra se mostraron tan sorprendidos, incluso alarmados, cuando se produjo la ruptura de la Gran Alianza. Esperaban de veras un desenlace distinto; de lo contrario difícilmente se habrían esforzado tanto en alcanzar un acuerdo para la paz mientras aún continuaban los combates. Sus esperanzas eran para lelas, pero no sus puntos de vista.
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El objetivo de Roosevelt y Churchill, en términos elementóles, era un acuerdo que permitiera el equilibrio de poder sobre la base de unos prin cipios, con idea de impedir una nueva guerra, evitando lc¡s errores que habían conducido a la Segunda Guerra Mundial. Para ello garantizarían la cooperación entre las grandes potencias, revivirían la Liga de Wilson transformada en una nueva organización de Naciones Unidas para la seguridad y fomentarían en lo posible la autodeterminación política y la integración económica, de manera que las causas de la guerra tal como ellos las entendían desparecieran con el paso del tiempo. La visión de Stalin era muy distinta. Buscaba un acuerdo que garantizase su propia seguridad y la de su país, fomentando simultáneamente las rivalidades entre los capitalistas, que en su opinión desembocarían en un nuevo enfrentamiento bélico. El capitalismo fratricida, a su vez, garantizaría el dominio soviético sobre Europa. La primera era una visión multila teral que contemplaba la posibilidad de intereses compatibles aun entre sistemas incompatibles; la segunda no contemplaba nada por el estilo.
V A los politólogos les gusta hablar de «dilemas de seguridad», situacio nes en las que un Estado actúa para garantizar su propia seguridad y, al hacerlo, disminuye la seguridad de otros Estados, que a su vez intentan reparar el daño adoptando medidas que reducen la seguridad del pri mero. El resultado es un creciente círculo vicioso de desconfianza del que incluso los líderes con mayor visión y mejores intenciones tienen dificultades para escapar, porque sus sospechas se retroalimentan. 3° Co moquiera que las relaciones de Estados Unidos y Gran Bretaña con la Unión Soviética ya habían entrado en esta dinámica mucho antes de que terminara la Segunda Guerra Mundial, no es fácil precisar en qué mo mento empezó la Guerra Fría. N o hubo ataques por sorpresa, ni decla raciones de guerra, ni siquiera ruptura de relaciones diplomáticas, pese a lo cual la sensación de inseguridad en las altas esferas de Washington, Londres y Moscú, generada por los esfuerzos de los aliados durante la guerra para garantizar su propia seguridad una vez concluida ésta, iba en aumento. Derrotado el enemigo y llegado el momento de pensar en sí mismos, los aliados carecían de incentivos para mantener su ansiedad
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bajo control. Cada nueva crisis alimentaba la siguiente, hasta que la perspectiva de una Europa dividida se convirtió en realidad.
Irán, Turquía, el Mediterráneo... y la contención. Una vez obtenidas las concesiones territoriales que Stalin quería en Europa oriental y el noreste asiático, su principal prioridad en la posguerra consistió en agitar la situación en el sur, una región que consideraba vulnerable. Una crónica de la época describe cómo expresaba su satisfacción ante un mapa que mostraba las nuevas fronteras de la Unión Soviética, pero al mismo tiempo señalaba al Cáucaso y se lamentaba: « ¡N o me gusta que nuestra frontera termine ahí!».?1 Tres fueron las iniciativas de Stalin en este sentido: aplazó la retirada de las tropas soviéticas del norte de Irán, donde se encontraban estacionadas desde 1942. como parte de un acuerdo con Gran Bretaña para impedir el acceso de Alemania a los suministros de petróleo; exigió concesiones territoriales a Turquía, además de las bases que le garantizarían el control efectivo de los estre chos turcos; y solicitó intervenir en la administración de las antiguas colonias de Italia en el norte de África para conseguir alguna que otra base naval en el Mediterráneo oriental. Resultó de inmediato evidente que Stalin había llegado demasiado lejos. «No lo tolerarán», le advirtió su normalmente complaciente mi nistro de Exteriores en relación con los estrechos. «¡Presiónalos para compartir la posesión! — replicó airadamente su jefe— . ¡Exígelo!»?2 Molotov así lo hizo, sin resultado alguno. Truman y Attlee rechazaron de plano la exigencia de ajustes territoriales a expensas de Turquía, así como la de establecer bases navales soviéticas en este país y en otras zonas del Mediterráneo. Sorprendieron a Stalin trasladando la cuestión de la ocupación soviética en el norte de Irán al Consejo de Seguridad de Naciones Unidas a comienzos de 19 4 6 , lo que supuso la primera inter vención decisiva del nuevo organismo mundial en la gestión de una crisis internacional. Agotado su ejército y expuestas a la luz sus ambiciones, Stalin ordenó una tranquila retirada de Irán meses más tarde, aunque para entonces Truman había reforzado su propia posición desplegando la Sexta Flota en el Mediterráneo oriental por tiempo indefinido. Esto era un indicio inequívoco de que Stalin había llegado al límite de lo que podía conseguir invocando la tradición de cooperación que presidió el período bélico.??
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La nueva firmeza de Washington coincidió con la búsqueda de expli caciones a la conducta soviética: ¿por qué se había roto la Gran Alian za? ¿Qué más quería Stalin? La respuesta llegó de George F. Kennan, un respetado aunque todavía joven funcionario de Exteriores que prestaba servicio en la Embajada de Estados Unidos en Moscú. En lo que más tarde calificaría de «impresionante escalada telegráfica», Kennan res pondió a la última de una larga serie de peticiones del Departamento de Estado con un cable de ocho mil palabras apresuradamente redactado, que se despachó el 2Z de febrero de 19 4 6 . Decir que esto tuvo un gran impacto en Washington es quedarse muy corto; el largo telegrama de Kennan se convirtió en la base de la estrategia estadounidense con res pecto a la Unión Soviética para el resto de la Guerra Fría.34 La intransigencia de M oscú, subrayaba Kennan, no respondía a ninguna acción que pudiera emprender Occidente; residía únicamente en las necesidades internas del régimen estalinista, y nada de lo que Occidente hiciera en el futuro próximo alteraría esta circunstancia. Los líderes soviéticos necesitaban tratar al mundo exterior como una fuerza hostil, pues era su única excusa para mantener «la dictadura, sin la cual no sabían gobernar y las crueldades que no se atrevían a infligir y los sacrificios que se veían obligados a exigir». Esperar que las concesiones fueran recíprocas era un ingenuidad; no habría cambio alguno en la estrategia soviética en tanto el país no cosechara una sucesión de fra casos y algún futuro líder del Kremlin — Kennan no albergaba grandes esperanzas de que Stalin llegase a verlo— se convenciese de que esta ac titud no le permitía avanzar en la consecución de sus intereses. N o sería necesaria una guerra para producir tal resultado. Lo necesario, según sostenía Kennan en una versión de esta línea argumental publicada un año más tarde, era «la contención a largo plazo, paciente pero firme y vigilante, de las tendencias expansionistas rusas».35 Kennan no sospechaba que uno de sus más atentos lectores sería el propio Stalin. La inteligencia soviética no tardó en tener acceso al lar go telegrama, una tarea relativamente sencilla dado que el documento circuló por todas partes pese a estar clasificado.36 Para no ser menos, Stalin ordenó a su embajador en Washington, Nikolái Novikov, que preparara su propio telegrama, recibido en M oscú el 2 7 de septiem bre de 19 4 6 . «La política exterior de Estados Unidos — afirmaba N o vikov— refleja las tendencias imperialistas del capitalismo monopolista
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estadounidense [y] su característica es [...] la lucha por la supremacía mundial.» En consecuencia, Estados Unidos incrementaba sus efectivos militares con un gasto «colosal», establecía bases fuera de sus fronte ras y había llegado a un acuerdo con Gran Bretaña para repartirse el mundo en esferas de influencia. Sin embargo, la cooperación anglo-estadounidense estaba «plagada de importantes contradicciones internas y no puede durar [...]. Es muy posible que Oriente Próximo se convierta en un foco de contradicciones para ambos países que haga explotar los acuerdos entre Inglaterra y Estados Unidos».37 Las afirmaciones de N ovikov — que reflejaban el pensamiento de Stalin y fueron urdidas en la sombra por Molotov— 38 tal vez expliquen el clima de desconfianza con que el Kremlin recibió al recién designa do Secretario de Estado de Truman, George C. M arshall, cuando los ministros de Exteriores de Estados Unidos, Gran Bretaña* Francia y la Unión Soviética se reunieron en M oscú en abril de 1 9 4 7 . Stalin tenía la antigua costumbre de juguetear con cabezas de lobos colocadas a modo de tótem sobre un lápiz rojo cuando recibía a algún visitante de relieve, y esto es lo que hizo mientras le aseguraba a Marshall que el fracaso para establecer el futuro para la Europa de posguerra no constituía un gran problema; no había ninguna urgencia. El callado, lacónico y astuto ex general Marshall, principal estratega de la campa ña estadounidense durante la Segunda Guerra Mundial, no se quedó tranquilo. «Se pasó todo el camino de vuelta a Washington — recordaba más tarde uno de sus colaboradores— , hablando de la importancia de desarrollar alguna iniciativa que evitara el hundimiento completo de Europa occidental. »3?
La doctrina Truman y el Plan Marshall. Si Stalin hubiera prestado a los informes de inteligencia sobre la conferencia de ministros de Exte riores la misma atención que prestó a la bomba atómica y al telegrama de Kennan, tal vez habría podido anticiparse a lo que estaba a punto de ocurrir. Marshall pasó muchas horas en Moscú con sus homólogos británico y francés — al margen de las infructuosas negociaciones con Molotov— discutiendo sobre la necesidad de cooperar en la reconstruc ción de Europa. Sin duda que en las habitaciones donde se reunieron había micrófonos ocultos, pese a lo cual la ideología pudo más para Stalin que el contenido de las escuchas. ¿N o había demostrado Lenin
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que la cooperación entre capitalistas nunca era duradera? ¿N o había confirmado este extremo el telegrama de Novikov? El jefe del Kremlin tenía razones para mostrarse confiado. Sin embargo, sus razones no eran buenas. Truman ya había anun ciado, el 1 2 de marzo de 1 9 4 7 , un programa de ayuda económica y militar para Grecia y Turquía, después de que Gran Bretaña manifestara inesperadamente que no podía seguir afrontando en solitario la ayuda a estos países. El anuncio se formuló en términos sorprendentemente am plios, insistiendo en que en lo sucesivo «la política de Estados Unidos debía centrarse en apoyar a los pueblos libres que soportan presiones externas o intentos de dominación por parte de minorías armadas [...]. Debemos ayudar a los pueblos libres a forjar sus propios destinos a su manera».40 Stalin prestó muy poca atención al discurso de Truman, aunque esa primavera no dejó de insistir en la necesidad de reescribir una historia de la filosofía recientemente publicada con el fin de mini mizar la complacencia con que en ésta se trataba a Occidente.41 Mientras Stalin abordaba esta tarea, Marshall — tomando el testigo de Truman— urdía una gran estrategia para la Guerra Fría. El tele grama de Kennan había identificado el problema: la hostilidad hacia el mundo exterior alimentada por la Unión Soviética, pero no ofrecía una solución. Marshall pidió entonces a Kennan que la aportase, con la única directriz de «no caer en trivialidades».41 La instrucción, justo es decirlo, fue cumplida. El Programa de Recuperación Europeo, anuncia do por Marshall en junio de 19 4 7 , comprometía a Estados Unidos nada menos que en la reconstrucción de Europa. El Plan Marshall, como se le bautizó de inmediato, no distinguía en ese punto entre las zonas del continente controladas por la Unión Soviética y las que no lo estaban, aunque su concepción subyacente sí lo hacía. Las premisas del Plan Marshall fueron varias: que la amenaza más grave para los intereses occidentales en Europa no era la perspectiva de una intervención militar soviética, sino la de que el hambre, la pobreza y la desesperación llevara a los europeos a votar a los partidos comu nistas, quienes se plegarían obedientemente a los dictados de Moscú; que la ayuda económica estadounidense tendría un beneficio psicológico inmediato, además de otras ventajas materiales capaces de invertir esta tendencia; que la Unión Soviética no aceptaría esta ayuda ni permitiría que lo hicieran sus países satélites, con lo que las relaciones entre éstos
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se resentirían; y que entonces Estados Unidos podría tomar tanto la iniciativa geopolítica como la iniciativa moral en la Guerra Fría. Stalin cayó en la trampa que el Plan Marshall le tendía; la de ayu darlo a construir el muro que dividiría a Europa. Desprevenido ante la propuesta de M arshall, envió una amplia delegación a París para discutir la participación soviética; retiró luego a su delegación, si bien permitió la permanencia de los países de Europa oriental y prohibió finalmente a estos países — con especial dramatismo a Checoslovaquia, cuyos líderes volaron a M oscú para recibir el anuncio— la recepción de esta a y u d a . 4 3 Fue ésta una actuación errática por parte del dictador del Kremlin, normalmente firme y seguro, que reveló hasta qué grado la estrategia de la contención, con el Plan Marshall en su núcleo, em pezaba a alterar sus prioridades. Las revisiones de los textos filosóficos habrían de esperar.
Checoslovaquia, Yugoslavia y el bloqueo de Berlín. Stalin respondió al Plan Marshall tal como Kennan había predicho: atenazando su do minio allá donde pudiera. En septiembre de 1 9 4 7 anunció la creación del Kominform, una versión de última hora del antiguo Komintem anterior a la guerra, cuya tarea consistía en imponer la ortodoxia en el seno del movimiento comunista internacional. «N o desaprovechéis vuestra posición — respondió Andréi Zhdanov, el portavoz de Stalin en la nueva organización, a las protestas polacas— . En M oscú sabemos mejor cómo aplicar el marxismo-leninismo.»44 El significado de estas palabras quedó bien claro en febrero de 19 4 8 , cuando Stalin aprobó un plan diseñado por los comunistas checoslovacos para hacerse con el poder en el único país de Europa oriental que había conservado un Gobierno democrático. Poco después del golpe de Estado, el cuerpo destrozado del ministro de Exteriores Jan M asaryk (hijo de Thomas Masaryk, fundador de la nación tras la Primera Guerra Mundial) fue hallado en un patio de Praga; nunca llegó a saberse si saltó o lo defenestraron.45 Poco importaba en todo caso, puesto que cualquier perspectiva de independencia bajo la esfera de influencia ae Stalin había muerto, al parecer, con Masaryk. No todos los comunistas se hallaban sin embargo en esta esfera. Yu goslavia había sido uno de los más fieles aliados de la Unión Soviética desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, pero su líder, Josip Broz
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Tito, llegó al poder por sus propios medios. Fueron sus partisanos y él, no el Ejército Rojo, quienes expulsaron a los nazis y, a diferencia del resto de sus homólogos de Europa oriental, Tito no dependía del apoyo de Stalin para continuar en el poder. Los esfuerzos por someterlo a la ortodoxia del Kominform causaron la irritación de Tito, quien a finales de junio de 19 4 8 rompió abiertamente con Moscú. Stalin no dio mues tras de inquietud. «Moveré el dedo meñique y no habrá más Tito.»*6 Mucho más que un dedo fue lo que se movió en la Unión Soviética y en el seno del movimiento comunista internacional tras este primer acto de desafío al Kremlin por parte de un comunista, pese a lo cual Tito sobrevivió y no tardó en recibir la ayuda económica de Estados Unidos. «Puede que el dictador yugoslavo sea un hijo de perra — admitió cáus ticamente el nuevo secretario de Estado estadounidense, Dean Acheson en 19 4 9 — , pero se convirtió en nuestro hijo de perra.»*7 Entretanto Stalin había emprendido una aventura aún menos pro metedora: el bloqueo de Berlín. Hoy sus razones siguen sin estar claras. Acaso confiara en forzar a estadounidenses, británicos y franceses a abandonar sus respectivos sectores de la ciudad dividida, sirviéndose para ello de la dependencia que todos tenían de las líneas de suministros que pasaban por la zona de ocupación soviética. O tal vez pretendiera dificultar sus esfuerzos para fortalecerse en sus sectores, pues parecían capaces de producir un poderoso Estado en Alemania occidental sobre el que Moscú no tendría ningún control. Cualesquiera que fueran sus intenciones, el bloqueo de Stalin resultó un fracaso tan estrepitoso como su intento de disciplinar a Tito. Los aliados occidentales improvisaron un corredor aéreo para la capital asediada, con lo que se ganaron la sincera gratitud de los berlineses y el respeto de la mayoría de los ale manes, cosechando así una victoria global frente a la cual Stalin quedó retratado como incompetente y cruel. «Canallas — fue su respuesta defensiva ante el despacho diplomático que le daba cuenta de lo ocu rrido— . Son todo mentiras [...]. N o se trata de un bloqueo sino de una medida defensiva.»*8 Tal vez fuera una estrategia defensiva, pero el carácter ofensivo de ésta y otras medidas adoptadas por Stalin en respuesta al Plan Marshall no hicieron sino aumentar, en lugar de disminuir, los problemas de seguridad de la Unión Soviética. El golpe de Estado en Checoslovaquia convenció al Congreso estadounidense — que aún no había aprobado el
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plan de Truman para la recuperación de Europa— de que debía actuar con celeridad. Los acontecimientos en Praga, sumados al bloqueo de Berlín, convencieron a los beneficiarios de la ayuda económica esta dounidense de la necesidad de recibir asimismo protección militar, y esto los llevó a solicitar la creación de una Organización del Tratado del Atlántico Norte, en la que Estados Unidos se comprometía por pri mera vez en la defensa de Europa occidental en tiempo de paz. Cuando Stalin levantó a regañadientes el cerco sobre Berlín en mayo de 19 4 9 , el Tratado del Atlántico Norte se había firmado en Washington, y la Re pública Federal de Alemania se había proclamado en Bonn, otro resul tado que Stalin no deseaba. La herejía de Tito seguía sin ser castigada, lo que demostraba que los comunistas podían alcanzar cierto grado de independencia con respecto a M oscú. Por otro lado, no había indicio alguno de desacuerdo entre los capitalistas — o de guerra entre Estados Unidos y Gran Bretaña— , tal como Stalin había llegado a creer, movido por sus ilusiones ideológicas. Su estrategia para controlar la Europa de posguerra se desmoronaba, y él era el principal responsable.
VI Eso es lo que parece desde la distancia, si bien en su momento no se pensaba igual. Los años 19 4 9 y 19 5 0 fueron de aparentes contratiem pos para Occidente, aunque ninguno revistió la importancia suficiente para revocar el proceso mediante el cual Estados Unidos y sus aliados habían tomado la iniciativa en Europa, donde en realidad importaba. Sin embargo, quienes vivieron estos acontecimientos tenían la impresión de que las victorias occidentales quedaron eclipsadas por la inesperada expansión de la Guerra Fría de manera casi simultánea hacia diversos frentes, de los cuales ninguno ofrecía perspectivas favorables. El primero de estos frentes fue el de la tecnología militar. Estados Unidos esperaba que su monopolio sobre la bomba atómica durase entre seis y ocho años, de ahí que la extraordinaria fuerza convencional del Ejército Rojo y su ventaja en Europa no fuera motivo de preocu pación. «Mientras seamos capaces de superar al mundo, controlar el mar y atacar por tierra con la bomba atómica — señaló el secretario de Defensa James Forrestal a finales de 1 9 4 7 — , podemos asumir ciertos
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riesgos de otro modo inaceptables.»^ La premisa fundamental del Plan M arshall era que Estados Unidos se concentrara tranquilamente en la reconstrucción económica de Europa, aplazando cualquier esfuerzo por alcanzar la capacidad militar del contingente soviético. La bomba disuadiría a los rusos mientras Estados Unidos reanimaba a Europa y le devolvía su confianza. Pero el 29 de agosto de 19 4 9 , la Unión Soviética fabricó su pro pia bomba atómica. Stalin no autorizó la divulgación de sus pruebas nucleares, realizadas con éxito en el desierto de Kazajstán, aunque en cuestión de días los pilotos estadounidenses detectaron en sus vuelos de reconocimiento unos niveles de radioactividad que revelaban inequí vocamente la explosión de una bomba atómica en territorio soviético. Sorprendido por la prontitud de la respuesta soviética, pero temeroso de las posibles filtraciones si intentaba ocultar la evidencia, el propio Truman reveló la existencia de la primera arma nuclear soviética el 23 de septiembre, y el Kremlin confirmó los hechos. Las consecuencias para Estados Unidos fueron desalentadoras. Pri vada del monopolio atómico, la Administración Truman debía ampliar su capacidad militar convencional e incluso emplazar algunos efectivos en Europa de manera permanente, contingencia ésta que no se había previsto en el Tratado del Atlántico Norte. Y debía fabricar nuevas bombas atómicas para conservar su liderazgo cuantitativo y cualitativo sobre la URSS. Sopesó además una tercera y peligrosa opción, cuya exis tencia no había sido revelada por los científicos estadounidenses hasta ese momento: el intento de construir lo que entonces se dio en llamar una «superbomba»: una bomba termonuclear o bomba de hidrógeno, en la terminología actual, que sería como mínimo mil veces más potente que las que devastaron Hiroshima y Nagasaki. Truman aprobó finalmente las tres opciones. Autorizó en secreto la producción acelerada de bombas atómicas, puesto que en el momento de realizarse las pruebas nucleares soviéticas su país contaba con un arsenal inferior a las doscientas bombas, insuficiente, según un estudio del Pentágono, para garantizar la derrota de la URSS en caso de guerra real.5° Además, el 3 1 de enero de 19 5 0 el presidente de Estados Unidos anunció el proyecto de fabricar una superbomba. La alternativa a la que Truman se resistió por más tiempo fue la de incrementar sus efectivos convencionales, principalmente por razones presupuestarias. La pro
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ducción de bombas atómicas, aun de bombas de hidrógeno, resultaba más barata que la opción de devolver al Ejército de tierra, la Arm ada y la fuerza aérea una capacidad militar semejante a la que tuvieron du rante la Segunda Guerra Mundial. Truman, que esperaba obtener de la paz unos dividendos con los que equilibrar el presupuesto federal tras varios años de déficit, asumía un gran riesgo con el Plan Marshall, que entrañaba para Estados Unidos el compromiso de invertir en la recons trucción de Europa casi el diez por ciento anual de los presupuestos del Estado. Era obvio que debía renunciar a algo (liquidez fiscal, desarrollo militar o reconstrucción de Europa), pues resultaba imposible dar res puesta a todas estas prioridades y hacer frente al mismo tiempo a las nuevas inseguridades generadas por la carrera atómica soviética. Una semana después de que Truman anunciara la fabricación de la bomba atómica por parte de la Unión Soviética, se produjo en Asia oriental otra expansión simultánea de la Guerra Fría. El i de octubre de 19 4 9 M ao Zedong proclamaba la constitución de la República Po pular China. Las celebraciones que tuvieron lugar en la pequinesa plaza de Tiannamen marcaron el fin de una guerra civil entre nacionalistas y comunistas que había durado casi un cuarto de siglo. El triunfo de Mao sorprendió tanto a Truman como a Stalin, quienes suponían que los nacionalistas, liderados por Chiang Kai Chek, continuarían gober nando China tras la Segunda Guerra Mundial. Tampoco previeron la posibilidad de que, a sólo cuatro años de la rendición japonesa, los na cionalistas huyeran a la isla de Taiwan y los comunistas se dispusieran a gobernar el país más poblado del mundo. ¿Significaba esto que China iba a convertirse en un satélite de la Unión Soviética? Impresionados por lo ocurrido en Yugoslavia, Truman y sus consejeros pensaron que no. «Moscú se enfrenta a una tarea for midable si pretende hacerse con el control absoluto de China — concluía un análisis del Departamento de Estado realizado en 19 4 8 — , y ello por la sencilla razón de que M ao lleva afianzado en el poder casi diez veces más tiempo que Tito.»51 Ambos lideraban desde antiguo sus respectivos partidos comunistas, ambos habían triunfado en las guerras civiles que se libraron paralelamente a la Segunda Guerra Mundial y ambos habían cosechado su victoria sin ayuda de la Unión Soviética. Conscientes de las inesperadas ventajas que les proporcionaba la ruptura de Tito con Stalin, los funcionarios estadounidenses se consolaron con el argumento
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de que la «pérdida» de China a manos del comunismo no se traduciría en «ganancia» para la Unión Soviética. Pensaron que M ao bien podía convertirse en el «Tito asiático», de ahí que la Administración Truman no se comprometiera en la defensa de Taiwan, pese a que el poderoso «lobby chino» en el Congreso de Estados Unidos, favorable a Chiang Kai Chek así lo exigiera. En palabras del secretario de Estado Acheson, Estados Unidos se limitaría sencillamente a «esperar basta que las aguas se calmaran».5* Este comentario fue un error, toda vez que M ao no tenía intención de seguir el ejemplo de Tito. Aun cuando había construido su propio movimiento con escasa ayuda de M oscú, el nuevo líder chino era un marxista-leninista convencido y estaba más que dispuesto a delegar en Stalin el liderazgo del movimiento comunista internacional. La nueva China, anunció en junio de 19 4 9 , debe aliarse «con la Unión Soviética [...] así como con el proletariado y las masas populares de todos los de más países para constituir un frente internacional unido [...]. Debemos inclinarnos hacia un lado».53 Las motivaciones de M ao eran ante todo ideológicas; el marxis mo-leninismo le permitía vincular su revolución con aquella que, a su juicio, había sido la de mayor éxito en toda la historia: la Revolución Bolchevique de 19 x 7. La dictadura de Stalin proporcionaba a M ao otro precedente útil, pues se proponía seguir sus pasos en China. Además, se sentía traicionado por Estados Unidos, con quien mantuvo contactos durante la guerra para ver cómo la potencia capitalista se decantaba luego por Chiang Kai Chek y le prorrogaba su ayuda económica y mi litar. M ao no entendía que la Administración estadounidense actuara bajo la presión del lobby chino cuando para entonces éste ya se había convencido de que Chiang no podía vencer. El nuevo mandatario chino concluyó que Truman preparaba una invasión del continente para de volver el poder a los nacionalistas. Nada más lejos de las intenciones de Estados Unidos, preocupado por la reconstrucción europea y acuciado por su debilidad militar en términos convencionales. Pero los temores de M ao, junto con su determinación de demostrar sus credenciales re volucionarias y de emular la dictadura de Stalin, eran suficientes para que se posicionara firmemente del lado soviético.54 Este anuncio alimentó en Estados Unidos los temores de que — pese a la actitud de Tito— el movimiento comunista internacional fuera
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realmente una fuerza monolítica dirigida desde Moscú. Tal vez Stalin planeara la victoria del comunismo en China como su «segundo frente» en la Guerra Fría, ante el posible fracaso de su estrategia en Europa. «El gobierno chino es en realidad un instrumento del imperialismo ruso», señaló escuetamente Acheson cuando M ao tomó el poder.55 N o hay pruebas de que Stalin tuviera en mente una gran estrategia a largo plazo para Asia, si bien no tardó en detectar las oportunidades que el éxito de M ao le brindaba y en buscar la manera de explotarlas. Su primera reacción, curiosamente, fue la de disculparse ante sus ca maradas chinos por haber subestimado su capacidad: «Nuestras opinio nes no son siempre correctas», proclamó ante una delegación de Pekín en julio de 1949. Y acto seguido pasó a proponer el temido «segundo frente» previsto por Estados Unidos.
Conviene que nos distribuyamos el trabajo [...]. La Unión Soviética no puede [...] ejercer [en Asia] la misma influencia que China [...]. Análoga mente, China no puede tener en Europa la misma influencia que la Unión Soviética. Así, en interés de la revolución internacional [...], vosotros po déis asumir una mayor responsabilidad en Oriente [...] y nosotros asumi remos una mayor responsabilidad en Occidente [...]. Dicho de otro modo, tenemos la obligación insoslayable de hacerlo.*6 Mao se mostró dócil. Y en diciembre de 19 4 9 emprendió el largo viaje a Moscú — era la primera vez que salía de China— para reunirse con el líder del movimiento comunista internacional y diseñar una estrategia conjunta. La visita duró dos meses y concluyó con un Tratado ChinoSoviético — ligeramente análogo al Tratado del Atlántico Norte firma do un año antes— , en el que ambos países comunistas se obligaban a prestarse ayuda mutua en caso de agresión. Fue exactamente entonces — mientras M ao se encontraba en M o s cú y Truman tomaba la decisión de fabricar una bomba de hidróge no— cuando salieron a la luz dos importantes casos de espionaje, uno en Estados Unidos y otro en Gran Bretaña. Un antiguo miembro del Departamento de Estado estadounidense, Alger Hiss, fue condenado por perjurio el 2.1 de enero, tras negar bajo juramento que hubiera sido un agente soviético entre finales de los años treinta y principios de los cuarenta. Tres días más tarde, el gobierno británico revelaba que un
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científico alemán exiliado, Klaus Fuchs, confesó haber espiado para los rusos mientras trabajaba en el Proyecto Manhattan durante la guerra. Las preocupaciones por la labor de espionaje no eran una novedad; ya durante la guerra habían aflorado acusaciones de espionaje sovié tico, y en 19 4 7 Truman puso en marcha un programa de controles de «lealtad» en el seno de su Administración. Sin embargo, la confirma ción de espionaje no se produjo hasta los anuncios casi simultáneos de la condena de Hiss y la confesión de Fuchs. N o era necesario un gran salto para concluir — con bastante exactitud según se reveló— que fue ron los espías quienes permitieron a la Unión Soviética desarrollar tan rápidamente su propia bomba atómica.^ ¿Habrían facilitado también la victoria de M ao en China? El curso de los acontecimientos parecía demasiado desastroso para ser una simple coincidencia. Una inquietante cantidad de puntos empezaban a relacionarse en las mentes más críticas con la Administración. El principal conector de puntos fue el senador Joseph M cCarthy, hasta entonces un desconocido republicano de Wisconsin que, en fe brero de 19 5 0 , empezó a plantear la cuestión de cómo la Unión So viética pudo obtener la bomba atómica con tanta celeridad como los comunistas se hacían con el control de China. La respuesta que lanzó ante el difícil foro del Club de Mujeres Republicanas de Wheeling, en Virginia del Oeste, era «no que el enemigo hubiera enviado hombres a invadir nuestras costas, sino la traición de quienes [...] habían gozado de todos los beneficios que el país más rico del mundo podía ofrecer: los mejores hogares, la mejor educación universitaria y los mejores puestos en el Gobierno. »*8 L a Administración Truman pasó los meses siguientes combatiendo las acusaciones de McCarthy, que empezaban a cosechar credibilidad ante los desesperados esfuerzos del senador por mantenerlas. Por mal que estuvieran las cosas, una supuesta traición en las altas esferas parecía imposible hasta que el 2.5 de junio de 19 5 0 Corea del Norte invadió Corea del Sur.V I
VII Corea, como Alemania, fue ocupada por una fuerza conjunta soviética y estadounidense al término de la Segunda Guerra Mundial. El país
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formaba parte del imperio nipón desde 1 9 1 0 y, cuando la resistencia japonesa se derrumbó bruscamente en el verano de 1 9 4 5 , el Ejérci to Rojo, que planeaba invadir Manchuria, vio el camino abierto para entrar también en Corea del Norte. Esta situación dejaba abiertas las puertas de Corea del Sur para algunas de las tropas estadounidenses inicialmente destacadas en la región para invadir las islas japonesas. Así, la ocupación ele la península se produjo más por accidente que por decisión, lo que tal vez explique el hecho de que Moscú y Washington fueran capaces de acordar sin dificultad que el paralelo 38, que dividía por la mitad la península coreana, serviría como línea de demarcación hasta el establecimiento de un único Gobierno coreano y la posterior retirada de las fuerzas de ocupación. Esta retirada tuvo lugar entre 19 4 8 y 1:949, pese a que no hubo acuerdo sobre quién gobernaría el país. Corea permaneció dividida y Estados Unidos respaldó a la República de Corea en su control del sur mediante unas elecciones sancionadas por Naciones Unidas, mientras que la Unión Soviética apoyaba a la República Democrática de Corea en el Norte, donde no se celebraron elecciones. Lo único que unifica ba el país por aquel entonces era la guerra civil, en la que cada bando proclamaba ostentar el Gobierno legítimo y amenazaba con invadir al contrario. Ninguno podía hacerlo, no obstante, sin ayuda de una superpotencia. Estados Unidos negó este apoyo a sus aliados surcoreanos, prin cipalmente porque la Administración Truman había decidido liquidar todas sus posiciones en el continente asiático y concentrarse en la de fensa de las principales islas, como Japón, Okinawa y Filipinas, pero no en Taiwan. El presidente surcoreano, Syngman Rhee, empeñado en la liberación del norte, solicitó repetidamente la ayuda de Washing ton y la del general Douglas M acArthur, comandante de las tropas de ocupación estadounidenses en Japón, pero no llegó a conseguirla. Lo cierto es que una de las razones por las que Estados Unidos retiró sus efectivos de Corea del Sur fue el miedo a que el impredecible Rhee pudiera «invadir el N orte», arrastrándolos así a una guerra en la que no querían intervenir^ Su homólogo norcoreano, Kim Il-sung, tenía parecidas ambiciones sobre el Sur y también, por algún tiempo, su experiencia con la superpotencia defensora había sido similar. Una y otra vez buscó el apoyo
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de Moscú para lanzar una campaña militár con el propósito de unifi car Corea, y en todas las ocasiones le había sido negado; hasta que en enero de 19 5 0 su nueva petición de ayuda mereció una respuesta más alentadora. La diferencia, al parecer, estribaba en que Stálin se había convencido de la viabilidad de abrir un «segundo frente» en Asia orien tal, que al ser creado por sus apoderados sobre el terreno minimizaría el riesgo para la URSS, puesto que Estados Unidos no podría responder. A fin de cuentas no habían hecho nada por salvar a los nacionalistas chinos, y el 12, de enero de 19 5 0 el secretario de Estado Acheson incluso anunció públicamente que el «perímetro defensivo» estadounidense no se ampliaría hasta Corea del Sur. Stalin leyó atentamente este discurso — así como (por cortesía de espías británicos) el estudio de máximo secreto elaborado por el Consejo de Seguridad Nacional en el que se basaba— y autorizó a Molotov, su ministro de Exteriores, a discutir la cuestión con M ao Zedong. El líder soviético informó posteriormente a Kim Il-sung de que «según información procedente de Estados Unidos [...] el estado de ánimo predominante es el de no interferir». El coreano, por su parte, aseguró a StaÜn que «el ataque sería rápido y la guerra se ganaría en tres días».60 La autorización de Stalin a Kim U-sung se enmarcaba en una estra tegia más amplia para Asia oriental, previamente discutida con China: poco después de respaldar la invasión de Corea del Sur, Stalin animó a Ho Chi Minh a intensificar la ofensiva del Viet M inh en Indochina contra los franceses. Las victorias en ambos escenarios preservarían el impulso generado por el triunfo de M ao el año anterior. Con ello compensarían las dificultades que la Unión Soviética había encontrado en Europa y contrarrestarían los crecientes esfuerzos de Estados Uni dos por atraer a Japón a su sistema de alianzas militares tras el fin de la guerra. Esta estrategia tenía la ventaja principal de que no exigía la participación directa de la Unión Soviética: los norcoreanos y el Viet Minh podían tomar la iniciativa, actuando so pretexto de unificar sus respectivos países. Los chinos, todavía ávidos por legitimar su revolu ción con la aprobación de Stalin, se mostraron más que dispuestos a proporcionar su apoyo en caso necesario.61 Estos fueron en resumidas cuentas los acontecimientos que condu jeron a la invasión norcoreana de Corea del Sur. Lo que Stalin no había previsto era el efecto que la acción tendría sobre Estados Unidos: el
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inesperado ataque causó casi tanto impacto en el país como el de Pearl Harbor nueve años atrás, y sus consecuencias en la estrategia de Was hington fueron igual de profundas. Corea del Sur carecía en sí misma de importancia para el equilibrio de fuerzas internacional, pero el hecho de haber sido invadida con tanto descaro — cruzando el paralelo 3 8, que era una frontera respaldada por Naciones Unidas— se percibió como una amenaza estructural para la seguridad colectiva. Un hecho pareci do había producido el colapso del orden internacional en la década de 19 3 0 y el posterior estallido de la Segunda Guerra Mundial. Traman apenas necesitó pensar su respuesta: «No podemos fallar a las Naciones Unidas», repetía sin cesar a sus consejeros.61 Su administración no tar dó sino unas horas en decidir que Estados Unidos acudiría en defensa de Corea del Sur y que lo haría no sólo bajo su propia autoridad sino también bajo el mandato de Naciones Unidas. Dos fueron las razones que le permitieron reaccionar con tanta ra pidez. La primera es que ya disponía de un ejército convenientemente desplegado en la zona, ocupando Japón, circunstancia que Stalin al parecer había pasado por alto. L a segunda — otro error de cálculo por parte de Stalin— fue que en ese momento no había ningún representante soviético en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas que pudiera vetar la resolución, pues la U RSS se había retirado meses antes de la organización cuando ésta impidió la incorporación de China. Una vez recibida la aprobación de Naciones Unidas, la comunidad internacional se movilizó en dos días para hacer frente a esta nueva amenaza para la seguridad mundial, respuesta que Moscú tampoco había contemplado. La acción militar resultó casi un fracaso. Las tropas estadounidenses y surcoreanas tuvieron que replegarse hasta el extremo suroriental de la península coreana y su retirada habría sido casi definitiva de no haberse interpuesto una brillante maniobra militar del general MacArthur, que sorprendió a los norcoreanos con un audaz desembarco anfibio en Inchon, cerca de Seúl, a mediados del mes de septiembre. En poco tiempo MacArthur había atrapado al ejército norcoreano por debajo del para lelo 3 8 y avanzaba con sus tropas hacia el norte sin encontrar apenas resistencia. Alarmado por la evolución de los acontecimientos, Stalin a punto de aceptar la derrota militar y rendirse ante la perspectiva de que Estados Unidos pudiera ocupar Corea del Norte, un país con frontera directa tanto con China como con la Unión Soviética. « ¿Y qué? — fue
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su evasiva respuesta— . Que así sea. Dejemos que los estadounidenses sean nuestros vecinos.»6? Queda por despejar la incógnita de cuál iba a ser la reacción de China. M ao había apoyado la invasión de Corea del Sur, e incluso antes del desembarco en Inchon — al cual se anticipó y del cual previno a Kim Il-sung para que estuviera preparado— ya había empezado a desplazar tropas desde la costa china, frente a Taiwan, hacia la frontera norcoreana. «No debemos abandonar a los coreanos — dijo a sus consejeros a principios del mes de agosto— . Debemos tenderles una mano, enviando a nuestros soldados voluntarios.»64 En Washington preocupaba la posi bilidad de una intervención china, por lo que Truiiian ordenó a M acArthur que no avanzara hasta la marca de la frontera chino-coreana, en el río Yalu. Entretanto, diversos intermediarios del Departamento de Estado intentaban disuadir la acción china señalando la perspectiva de un terrible número de bajas. A M ao no le fue fácil convencer a sus con sejeros de la necesidad de intervenir, provocando que, a primeros de octubre, Stalin aconsejara a Kim Il-sung una retirada completa de Corea del Norte. Poco después M ao logró imponer su voluntad y comunicar a rusos y norcoreanos que China no tardaría en acudir al rescate.6? Así que, a finales de noviembre de 19 5 0 , dos ejércitos volvieron a enfrentarse desde orillas opuestas de un río, con un recelo que en esta ocasión no se diluyó en vítores, apretones de manos, copas, baile y esperanza. Un oficial del ejército estadounidense recordaba: «Pensaba que ganaríamos la guerra. Cuando llegó el día de Acción de Gracias teníamos de todo para comer [...] como si estuviéramos en casa [...]. Nos acercábamos al río Yalu y eso significaba volver a casa».66 Sin em bargo, el ejército apostado al otro lado del río tenía esta vez ideas dis tintas. «Nuestro objetivo — explicó M ao Zedong a Stalin— es resolver el conflicto [coreano], es decir, eliminar a las tropas estadounidenses en Corea o expulsarlas hacia otros países junto con el resto de las fuerzas agresoras.»67 El 2.6 de noviembre cerca de 300.000 militares chinos cumplieron esta promesa entre toques de clarines, oleadas de hombres al ataque y todas las ventajas del factor sorpresa. Dos días más tarde MacArthur informaba al mando conjunto: «Nos enfrentamos a una guerra completamente nueva».68
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vil La victoria en la Segunda Guerra Mundial no acarreó ninguna sensa ción de seguridad para los vencedores. N i Estados Unidos, ni Gran Bre taña ni la Unión Soviética estaban en condiciones de aportar las vidas o los recursos económicos que sirvieron para derrotar a Alemania y a Japón en aras de su propia seguridad: los miembros de la Gran Alianza eran ahora enemigos en la Guerra Fría. Los intereses habían resultado incompatibles, las ideologías seguían tan polarizadas como antes de la guerra y los temores a un ataque por sorpresa persistían en Washington, Londres y Moscú. La competición por el destino de Europa tras la gue rra se extendía ahora a Asia. La dictadura de Stalin seguía siendo tan firme — y tan dependiente de las pingas— como antes, aun cuando la aparición del «macarthismo» en Estados Unidos y las irrefutables prue bas de espionaje a ambos lados del Atlántico no dejaban del todo claro que las democracias occidentales conservaran la libertad de opinión y el respeto a las libertades civiles que las distinguían de las dictaduras, ya fueran fascistas o comunistas. «La cuestión es que todos y cada uno de nosotros, aunque sea muy dentro, llevamos oculto a un totalitario — dijo Kennan a sus alumnos en el National War College en 19 4 7 — . Lo único que mantiene oculto a este genio maligno es la alegre luz de la confianza y la seguridad [...]. Si la confianza y la seguridad desaparecieran, no creáis que éste desaprove charía la oportunidad de ocupar su lugar.»6? Esta advertencia por parte del fundador de la contención — que el enemigo por contener podía hallarse tan fácilmente entre los beneficiarios de la libertad como entre sus enemigos— mostraba lo persuasivo que se había vuelto el miedo en el nuevo orden internacional surgido de la guerra, en el que tantas esperanzas se habían depositado. Esto explica el inmediato triunfo li terario de 1984 de Orwell tras su publicación en 1949.7° Sin embargo, la visión orwelliana aún contemplaba un futuro, por lúgubre que éste fuera, mientras que a principios de la década de 1950 Kennan empezaba a pensar que tal vez no hubiese ningún futuro. En un memorando de alto secreto preparado — aunque ignorado— por la Administración Truman, Kennan señalaba que el uso de la fuerza había sido históricamente «un medio para la consecución de un fin distinto de la guerra [...], un medio que al menos no negaba el principio de la
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vida en sí misma». Pero las bombas atómicas y de hidrógeno no tenían esta cualidad: Llegan mucho más allá de las fronteras de la civilización occidental, hasta una concepción de la guerra familiar para las hordas asiáticas. En reali dad no pueden conciliarse con un propósito político dirigido a modelar, en lugar de destruir las vidas del adversario. No tienen en cuenta la res ponsabilidad humana de los unos para con los otros, incluso para con los errores y las equivocaciones de los otros. Implican el reconocimiento de que el hombre no sólo puede llegar a ser, sino que de hecho es, su peor y más terrible enemigo. Kennan insistía en que se trataba de una lección shakesperiana: Poder en voluntad, voluntad en apetito, y el apetito, un lobo universal, de voluntad y poder doblemente investido, por fuerza busca presa universal y a la postre se devora a sí mismo.?1
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CAPÍTULO 2 LANCHAS SALVAVIDAS Y BARCOS DE LA MUERTE
p r e s i d e n t e t r u m a n : Daremos todos los pasos necesarios para afrontar la situación militar, como siempre hemos hecho. p e r i o d i s t a : ¿Incluirá eso la bomba atómica? p r e s i d e n t e t r u m a n : Eso incluye todas las armas disponibles El mando militar se hará cargo del uso de las armas, como hasta la fecha. Rueda de prensa presidencial, 30 de noviembre de 19 5o 1
El Ejército Voluntario Popular Chino — según su denominación oficial aunque inexacta— había empezado a cruzar subrepticiamente el río Yalu a mediados del mes de octubre. A finales de noviembre había tomado posiciones y, al tiempo que las tropas de Naciones Unidas (in tegradas principalmente por Estados Unidos y Corea del Sur) se acer caban a la frontera norcoreana, los chinos atacaban por sorpresa con resultados devastadores. El día en que Truman ofreció su rueda de prensa, los ejércitos del General MacArthur se retiraban para evitar una carnicería, mientras en Washington se debatían medidas desesperadas para salvar la situación. El 2 de diciembre, haciendo uso de la autoridad,que Truman le había concedido, MacArthur ordenó a la Fuerza Aérea de Naciones Unidas el lanzamiento de cinco bombas atómicas del tamaño de las lanzadas sobre Hiroshima contra las columnas chinas que avanzaban por la península coreana. Aunque no tan efectivas como lo fueron contra las ciudades japonesas al final de la Segunda Guerra Mundial, las explosiones y el
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fuego resultante sirvieron para contener la ofensiva. Cerca de 150 .0 0 0 soldados chinos perdieron la vida en el ataque, junto a un número des conocido de prisioneros de guerra estadounidenses y surcoreanos. Los aliados de la O T A N se apresuraron a condenar la acción de MacArthur, pues no había consultado con ellos, y sólo el veto de Estados Unidos impidió que el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas revocara de inmediato la decisión, tomada seis meses antes, de autorizar una ac ción militar en defensa de Corea del Sur. La Unión Soviética, sometida a intensas presiones por parte de su aliado chino para responder con sus propias armas atómicas, lanzó a Estados Unidos un ultimátum de cuarenta y ocho horas para poner fin a todas las operaciones militares en la península de Corea o afrontar «las más severas consecuencias». Expirado este plazo, el 2 de diciembre dos bombarderos soviéticos despegaron de Vladivostok equipados cada uno con una bomba atómi ca primitiva pero en perfectas condiciones operativas. Sus objetivos eran las ciudades surcoreanas de Pusan e Inchon, ambos enclaves críticos para el suministro de las tropas de Naciones Unidas. Apenas quedó nada tras el lanzamiento de las bombas. Ante un número de bajas que duplicaba el producido por sus ataques contra el ejército chino, y con su cadena logística casi completamente destruida, MacArthur ordenó a los bombarderos estadounidenses estacionados en Japón un ataque atómico sobre Vladivostok y las ciudades chinas de Shenyang y Harbin. La noticia provocó disturbios contra Estados Unidos en todo Japón — que también se hallaba en el radio de alcance de los bombarderos so viéticos— , en tanto que Gran Bretaña, Francia y los países del Benelux anunciaban su retirada de la Alianza Atlántica. Esperarían para ello a que se detectaran nubes en forma de hongo sobre las ciudades alemanas de Frankfurt y Hamburgo, tal como, parafraseando a Kurt Vonnegut, podría haber ocurrido.2Pero nada de esto llegó a ocurrir. Sólo el intercambio que tuvo lugar durante la rueda de prensa y los acontecimientos descritos en el primer párrafo sucedieron realmente. Lo siguiente es pura ficción. De hecho, la Administración Truman se apresuró a tranquilizar a la prensa, al país, a sus aliados e incluso a sus enemigos, asegurando que el presidente no había elegido bien sus palabras, pues no había ningún plan de utilizar bombas atómicas en Corea ni estaba previsto que los mandos militares pudieran revocar unilateralmente esta decisión. Pese al impacto que
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tuvo en Estados Unidos esta humillante derrota militar, la peor desde la Guerra Civil, la Administración decidió limitar la guerra en Corea, aun cuando ello implicara un impasse por tiempo indefinido. Cuando en abril de 1 9 5 1 quedó claro que M acA rthur no coincidía con esta política, Truman se apresuró a relevarlo del mando. Los combates se prolongaron dos años más, en condiciones similares a las de la lucha de trincheras de la Primera Guerra Mundial. Para cuan do chinos, estadounidenses y sus respectivos aliados coreanos acordaron finalmente un armisticio, en julio de 19 5 3 , la guerra había devastado la península sin que ninguno de los dos bandos se alzara claramente con la victoria: la frontera entre las dos Coreas apenas había cambiado con respecto a 19 50 . Según datos oficiales, 36.568 estadounidenses murieron en combate. Resulta imposible calcular las bajas restantes con la misma precisión, si bien es probable que cerca de 600.000 combatientes chinos y casi dos millones de coreanos, entre civiles y militares, perecieran en los tres años de guerra.? El único resultado decisivo del enfrentamiento fue el precedente que estableció: aunque llegara a producirse un conflic to sangriento y prolongado entre países provistos de armas nucleares, éstos no se decidirían a utilizarlas.I
I El totalitarismo no era ni mucho menos el único motivo de temor para el mundo cuando terminó la Segunda Guerra Mundial en 19 4 5 . Las armas que provocaron la rendición japonesa (las bombas atómicas lan zadas sobre Hiroshima y Nagasaki) causaron tanta preocupación como asombro pues, si una sola bomba era capaz de destruir una ciudad entera, ¿qué cabía esperar para las guerras futuras? N o abundaban en el pasado los ejemplos de que las armas se desarrollaran para no ser utilizadas a continuación; el único precedente significativo era el del gas en la Segunda Guerra Mundial, como consecuencia de su uso extenso e incontrolado durante la Primera. En el resto de los casos, desde los arcos y las flechas, pasando por la pólvora y la artillería, hasta los sub marinos y los bombarderos, siempre se hallaron ocasiones para hacer uso de ellas. La bomba atómica, sin embargo, no se parecía a ninguna otra arma
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anterior. Era, según señaló el estratega estadounidense Bernard Brodie en 19 4 6 , «varios millones de veces más potente,1en equivalencia kilo a kilo, que cualquiera de los explosivos conocidos hasta la fecha».4 Su uso generalizado podía cambiar literalmente la naturaleza de la guerra, pues ponía en peligro no sólo las líneas del frente, sino también las líneas de suministros y los complejos urbanos e industriales que las sustentaban. Los combates debían circunscribirse al campo de batálláT. Las guerras habían existido a lo largo de toda la historia. Acompa ñaron a las primeras tribus en sus asentamientos y persistieron mientras surgían las ciudades, las naciones, los imperios y los Estados modernos. Sólo variaban en cuanto a los medios disponibles, pues a medida que avanzaba la tecnología aumentaba la capacidad letal del armamento, con el resultado de que los gastos de la guerra eran proporcionales a su tamaño. La primera guerra de cuyos detalles tenemos conocimiento (la Guerra del Peloponeso entre Atenas y Esparta en el siglo v a. de C.) causó la muerte de unas 250.000 personas. Este número bien pudo multiplicarse por 3 00 en el caso de las dos guerras mundiales del siglo xx. La propensión a la violencia que impulsó estos conflictos y todos los que mediaron entre ellos no experimentó grandes variaciones, tal como predijo Tucídides, «siendo como es la naturaleza humana».* La diferencia llegó con las «mejoras» armamentísticas, que incrementaban el número de muertos. Esta siniestra tendencia llevó al gran estratega prusiano Cari von Clausewitz en el período posterior a las guerras napoleónicas a lanzar la advertencia de que los Estados que recurrían a una violencia ilimi tada podían terminar consumidos por ella. Si el fin de la guerra era la seguridad del Estado — ¿cómo no iba a serlo?— , las guerras debían ser limitadas. A esto se refería Clausewitz cuando insistía en que la guerra es «una prolongación de la política por medios distintos... La finalidad de la política es el objetivo, la guerra es el medio para alcanzarlo, y el medio no puede considerarse nunca separado de sus fines».6 Los pro pios Estados podían convertirse en víctimas de la guerra si las armas llegaban en algún momento a ser tan destructivas como para poner en riesgo los fines que se perseguían con la batalla. En tales circunstancias el recurso a la fuerza podía destruir lo que debía defender. Algo parecido ocurrió durante la primera mitad del siglo xx. Los imperios alemán, ruso, austro-húngaro y otomano desaparecieron como
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consecuencia de la derrota en la Primera Guerra Mundial. Otros dos imperios, el británico y el francés, salieron victoriosos, aunque seve ramente debilitados. La Segunda Guerra Mundial tuvo consecuencias aún más catastróficas: no sólo la desaparición política de países ente ros, sino también su aniquilación física y, en el caso de los judíos, casi su exterminio absoluto. M ucho antes de que Estados Unidos lanzara las bombas atómicas sobre Hiroshima y N agasaki, las advertencias de Clausewitz sobre los peligros de una guerra total habían quedado ampliamente confirmadas. Ñ o obstante su carácter revolucionario, estas bombas se fabrica ron de acuerdo con un supuesto antiguo y familiar: si funcionaban se emplearían. M uy pocas de las miles de personas que participaron en el Proyecto Manhattan pensaban que su trabajo fuera distinto del diseño y la producción de armamento convencional. Las bombas atómicas fueron concebidas para ser lanzadas, en cuanto estuvieran listas, sobre cualquier objetivo enemigo.7 Es posible que la tecnología hubiera cam biado, no así el hábito humano de entrar en un proceso de escalada de violencia. Así, a los artífices de las bombas les habría sorprendido saber que su utilización con fines militares el 6 y el 9 de agosto de 19 4 5 sería la primera y la última en el siglo xx. A medida que los medios para librar nuevas guerras producían un crecimiento exponencial de su capacidad destructiva, la posibilidad de nuevos enfrentamientos disminuía hasta desaparecer en última instancia. La naturaleza humana sí cambiaba, en contra de la lección extraída por Tucídides de la mayor guerra de su época, y fue el impacto que produjo lo ocurrido en Hiroshima y Nagasaki lo que inició este proceso de cambio.I
II El cambio exigía liderazgo, y los pasos más importantes en este sentido llegaron del único individuo que hasta la fecha había ordenado el uso de armas nucleares para matar. Harry S. Traman sostuvo el resto de su vida que aquella decisión nunca le había quitado el sueño, si bien su comportamiento sugiere lo contrario. El día que se realizó la primera prueba nuclear en el desierto de Nuevo México, el presidente escribió
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una nota personal en la que especulaba que «las máquinas se anticipan en varios siglos a la moral, y es posible que para cuando la moral las alcance no exista ya ninguna necesidad de armas». Un año más tarde enmarcaba sus preocupaciones en un contexto más amplio: «El animal humano y sus emociones no cambian demasiado de una época a otra. Ahora debemos cambiar si no queremos enfrentarnos a una destruc ción absoluta y total y ver cómo los insectos se apoderan de la tierra o ésta se transforma en un planeta sin atmósfera».8 «Es terrible — dijo a un grupo de consejeros en 19 4 8 — , ordenar el uso de algo [...] tan horrorosamente destructivo [...], mucho más destructivo que cualquier cosa conocida [...]. Por eso debemos dar a estas armas un tratamiento distinto al que damos a los rifles, los cañones o a cualquier otro arma mento convencional.»9 Sus palabras eran prosaicas — Truman era un hombre práctico— , pero tenían implicaciones revolucionarias. Los líderes políticos casi siempre habían delegado en sus mandos militares la elección de las armas en caso de guerra, sin reparar en la destrucción que pudieran provocar. Las advertencias de Clausewitz apenas alteraron esta tenden cia en el curso de los años. Lincoln dio luz verde a sus generales para que hicieran lo que fuese con tal de derrotar a la Confederación: cerca de 600.000 estadounidenses murieron en la Guerra Civil. Fueron muy pocas las limitaciones que los poderes civiles impusieron a los militares en la Primera Guerra Mundial, de ahí que sus consecuencias resultaran devastadoras: un número cercano a 2 1.0 0 0 soldados británicos per dieron la vida en un solo día — la mayoría en tan sólo una hora— en la Batalla del Somme. Durante la Segunda Guerra Mundial, decenas de civiles morían en plena noche a consecuencia de los bombardeos estratégicos anglo-estadounidenses, sin que nadie despertara a Churchill o a Roosevelt cada vez que esto ocurría. El propio Truman permitió que la Fuerza Aérea determinara cuándo y cómo lanzar las primeras bombas atómicas: los nombres de «Hiroshima» y «Nagasaki» eran tan desconocidos para él como para el resto del mundo antes de los bom bardeos.10 A raíz de este momento, Truman exigió sin embargo un cambio radical con respecto a las prácticas anteriores. Insistió en que fuera un organismo civil, no los militares, quien controlara el acceso a las bom bas atómicas y la fabricación de nuevo armamento. En 19 4 6 propuso
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asimismo que todo el arsenal atómico, así como los medios para su pro ducción, quedaran en manos de Naciones Unidas, si bien en virtud del Plan Baruch (así llamado por su ideólogo, el estadista Bernard Baruch) Estados Unidos no renunciaría a su monopolio en tanto se habilitara un sistema de inspecciones internacionales con todas las garantías. En el intervalo, y pese a las reiteradas peticiones de sus estrategas militares cuya frustración iba en aumento, Truman se negó a desvelar en qué cir cunstancias serían autorizados a utilizar bombas atómicas en cualquier guerra futura. La decisión seguiría siendo prerrogativa presidencial; no quería Truman que «algún apuesto teniente coronel decidiera el momento oportuno para lanzar una bomba».11 La posición del presidente no estaba exenta de contradicciones. Im pedía la integración de las armas nucleares en las fuerzas armadas, no explicaba el uso que Estados Unidos pudiera hacer de su monopolio nuclear para inducir una actitud de mayor cooperación política en la Unión Soviética e impedía cualquier intento de disuasión: la Adminis tración confiaba en que, a la vista de la amenaza, Stalin se abstendría de aprovechar la superioridad convencional del Ejército Rojo en Euro pa, aunque no se entendía cómo, pues el Pentágono quedaba excluido incluso de la información relativa a la cantidad y capacidad de su ar senal. Es muy probable que durante los primeros años de la posguerra la inteligencia soviética tuviera más información acerca de las bombas atómicas estadounidenses que el propio Estado M ayor del país. Los espías de M o scú :— que ya se habían infiltrado en las altas esferas de la inteligencia británica— eran muy eficaces, mientras la determinación de Truman de mantener la supremacía civil sobre su propio estamento militar era ciertamente sólida.12. Estos errores resultaron a la larga menos graves que los anteriores en los que Truman había incurrido. Al negar a los militares el control de las bombas atómicas reforzaba la autoridad civil sobre los combates y, sin haber leído a Clausewitz — al menos que sepamos— , el presidente recuperó para su época el principio fundamental de este estratega: que la guerra debe ser un instrumento de la política y no a la inversa. N o había en la trayectoria de Truman nada que permitiese augurar esta actitud. Su experiencia militar era la de un capitán de artillería en la Primera Guerra Mundial. Había fracasado en los negocios y había triunfado en la política, sin ser un político brillante. Nunca habría llegado a la pre-
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sidencia si Roosevelt no lo hubiera sacado del Senado para nombrarlo vicepresidente en 19 4 4 y hubiera muerto poco después. Tram an contaba sin embargo con una ventaja excepcional para imponer la estrategia de Clausewitz: tras el lanzamiento de la bomba atómica en agosto de 19 4 5 , una sola orden suya bastaba para provocar mayor muerte y destrucción de las generadas por ningún individuo en toda la historia. Fue la cruda realidad objetiva lo que permitió a un hombre ordinario hacer algo extraordinario: invertir una antiquísima pauta de conducta humana, cuyos orígenes se pierden en la bruma del tiempo, como era que las armas se fabrican para ser utilizadas.
III Que la situación durase no dependía exclusivamente de Traman. Alar mados por la cantidad de tropas que el Ejército Rojo tenía en Europa, frente al escaso número de efectivos de Estados Unidos y sus abados, los estrategas del Pentágono no tuvieron más opción que la de confiar en que su comandante en jefe autorizara el uso de armas atómicas en el caso de que la Unión Soviética intentase ocupar el resto del continente. Es probable que esta actitud fuera correcta: el propio Traman reconoció en 19 4 9 que, de no haber sido por la bomba «los rusos habrían tomado Europa hace mucho tiempo».1? Dicho de otro modo, la respuesta de Stalin era decisiva para determinar cómo sería una guerra futura. Truman y sus asesores confiaban en que Stalin se percatara del po der de la bomba atómica y en consecuencia moderase sus ambiciones. Animaron a los oficiales soviéticos a dar un paseo por las ruinas de Hiroshima y les permitieron presenciar las primeras pruebas nucleares realizadas en el Pacífico después de la guerra, en el verano de 19 4 6 . El propio presidente estaba convencido de que «si logramos que Stalin y sus muchachos lo vean, no habrá otra guerra».14 La fe de Truman en el poder de una demostración visual subestimaba al viejo dictador, a quien la experiencia había enseñado desde antiguo a no mostrar sus temores, por más que los tuviera. La existencia de estos temores resulta hoy evidente: la bomba ató mica era «un arma poderosa [...], ¡muy poderosa!», admitió Stalin en privado.1? Su preocupación lo llevó a poner en marcha un plan a gran
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escala para fabricar una bomba soviética, lo que representaba para la arruinada economía de su país una carga considerablemente superior a la que el Proyecto Manhattan había supuesto para Estados Unidos, si bien los trabajos forzados, así como el desprecio absoluto de los peligros para la salud y el medio ambiente eran rutina en la Unión So viética. Stalin rechazó el Plan Baruch — merced al cual Truman ofrecía someter su arsenal atómico al control de Naciones Unidas— para evitar inspecciones en territorio soviético. Le preocupaba la posibilidad de un ataque preventivo sobre las instalaciones donde los soviéticos fabrica ban su bomba antes de que ésta estuviera a punto, una preocupación injustificada a la vista de la escasa confianza de Washington en ganar la guerra que podría haberse producido, aun cuando contara con el monopolio atómico.16 Puede que los temores de Stalin lo llevaran asimismo a permitir la apertura de un corredor aéreo durante el bloqueo de Berlín para actuar sin obstáculos. Tal vez supiera, por sus espías, que los B-2.9 enviados por Truman a Europa cuando se produjo esta crisis no estaban equipados para el transporte de bombas atómicas; pero también sabía que derribar un avión estadounidense podía provocar una respuesta con auténticos bombarderos atómicos, y veía con pesimismo las consecuencias de un ataque de estas características. Estados Unidos había arrasado Dresde en 19 4 5 sin necesidad de bombas atómicas. ¿Qué podía hacer Moscú, ahora que las tenía P1? Poco antes de que la Unión Soviética realizara su primera prueba nuclear, Stalin dijo a una delegación china: «Si los líderes permitimos una tercera guerra mundial, el pueblo ruso no lo comprenderá. Incluso podría sublevarse. Por subestimar su esfuerzo y su sufrimiento durante la guerra y después de ésta. Por tomarlo a la ligera».18 Stalin debía ocultar sus temores, no fuera que sus enemigos ter minasen por descubrir su angustia. «Las bombas atómicas son para asustar a los que tienen los nervios débiles», afirmó con desdén en una entrevista ofrecida en 19 4 6 , a sabiendas de que Truman y sus asesores la leerían.19 En el curso de los años siguientes la intransigencia preva leció sobre la cooperación en la diplomacia soviética: la palabra más eficaz en la mayoría de las negociaciones era, al parecer, ¡nyet! N o se aprecia claramente que Estados Unidos obtuviera ninguna ventaja po lítica de su monopolio nuclear, al margen del caso aislado del bloqueo
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de Berlín. «Intentan asustarnos con la bomba atómica, pero no nos dan miedo», aseguró Stalin a la misma delegación chiná a la que previno de los peligros de una nueva guerra.10 Puede que su afirmación no fuera cierta, pero su estrategia tenía sentido: había calculado sagazmente que la bomba atómica era un arma casi inútil, salvo que de verdad estallara una guerra. Pese a todo, esta conclusión no bastó para mitigar sus temores cuando en agosto de 1 9 4 9 los científicos soviéticos le proporcionaron su propia bomba. «Si nos hubiéramos retrasado con [la prueba de] la bomba atómica un año o año y medio, tal vez habríamos terminado viendo cómo “ se probaba” contra nosotros.» Por esa misma época Sta lin formuló una observación más intrigante: «Si estallara una guerra, el uso de las bombas atómicas dependería de los Truman y los Hitler en el poder. El pueblo no permitirá que gente como ellos ostente el poder. Difícilmente puede usarse una bomba atómica sin desencadenar el fin del mundo».11 Es comprensible que Truman no lo entendiera: el presidente se guar dó sus dudas sobre la bomba atómica con tanto celo como Satlin guar daba sus temores. Sorprende en todo caso esta expresión de fe en el pueblo estadounidense por parte del dictador soviético, si bien coincide con esa otra posible «sublevación» del pueblo soviético caso de verse expuesto a una nueva guerra. M ás extraordinaria todavía es la visión de Stalin de que la bomba atómica podría suponer el fin del mundo, pues de haberlo sabido Truman, sin duda habría coincidido plenamente. Los «muchachos» de Moscú al parecer pensaban lo mismo. Es posible que la posesión de una bomba atómica transforme a quienes la poseen, sean quienes sean, en seguidores de Clausewitz. La guerra debe ser un instrumento de la política, al margen de las diferen cias culturales, ideológicas, nacionales o morales, puesto que con armas tan poderosas la alternativa puede ser la aniquilación total.IV
IV La preocupación de la Administración Truman en el deprimente invier no de 1 9 5 0 a 1 9 5 1 no era tanto la perspectiva de aniquilación nacio nal o global como la posibilidad de que las tropas estadounidenses y
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surcoreanas fueran barridas por los cientos de miles de militares chinos que lás perseguían — no hay otro modo de expresarlo— , obligándolas a replegase en la península coreana. A finales de 1 9 5 0 Estados Unidos contaba con 369 bombas atómicas operativas, todas ellas fácilmente transportables desde las bases en Japón y Okinawa hasta los campos de batalla coreanos o las líneas de suministro chinas. La Unión Sovié tica acaso no contara con más de cinco bombas por aquel entonces, y sin duda no serían tan eficaces como las estadounidenses.22 ¿Por qué entonces, con esta ventaja de 7 4 a 1 , Estados Unidos no empleó su su premacía nuclear para evitar la peor derrota militar sufrida en casi cien años? La convicción de Truman de que las bombas atómicas eran distin tas de todas las armas convencionales establecía un rechazo inicial a su uso, aunque también podría haberse impuesto la necesidad militar: si hubiera llegado a producirse una invasión soviética de Europa, el desenlace habría sido casi sin duda inevitable. N o obstante, había difi cultades prácticas que desalentaban el uso de las bombas nucleares en Corea. Una de ellas era sencillamente el problema de adonde dirigirla. La bomba atómica se diseñó para ser utilizada contra ciudades, com plejos industriales, instalaciones o redes de transporte. Apenas había nada de esto en la península coreana, donde las fuerzas de Naciones Unidas se enfrentaban a un ejército que avanzaba esencialmente a pie, portando sus propios suministros por primitivas carreteras e improvi sados caminos de montaña. «¿Dónde caería?», quiso saber un general estadounidense. La respuesta no estaba clara, como tampoco parecía evidente que lanzar una, varias o muchas bombas en tales circunstan cias pudiera ser decisivo.2? Cabía la posibilidad de bombardear ciudades, industrias e instala ciones militares chinas al norte del río Yalu, y la Administración Tru man abordó un plan para poner en marcha esta operación, llegando a transferir armas atómicas sin montar a sus bases del Pacífico occidental en la primavera de 1 9 5 1 . El precio político habría sido sin embargo demasiado alto. En palabras de un historiador: «Los aliados europeos de Washington estaban aterrados ante la posibilidad de que la guerra pudiera extenderse».^ Un ataque atómico contra China podía provocar la intervención de la Unión Soviética — puesto que existía un tratado chino-soviético de mutua defensa— , en cuyo caso Estados Unidos nece-
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sitaría emplear sus bases en Europa occidental para alcanzar objetivos soviéticos, y esto dejaría a los países de la O T A N expuestos a repre salias aéreas o incluso a una invasión a gran escala por vía terrestre. : Habida cuenta de que la capacidad militar de la alianza era mínima por aquel entonces, el uso de la bomba en Corea podía significar en última instancia su repliegue forzoso como mínimo hasta el Canal de la Mancha o aun más allá. Otra de las razones para que no llegara a lanzarse la bomba atómica en Corea guarda relación con la situación militar del país. En la prima vera de 1 9 5 1 las tropas chinas se quedaron sin suministros, y las fuerzas de Naciones Unidas — esta vez bajo el mando del general Matthew B. Ridgway— pasaron a tomar la ofensiva. N o lograron recuperar mucho terreno, pero sí estabilizar el frente de batalla ligeramente por encima del paralelo 38. Este hecho allanó el camino para una diplomacia dis creta a través de canales soviéticos, lo que permitió que en el mes de julio se iniciaran las conversaciones para el armisticio. Sin embargo, las negociaciones no fructificaron, y la guerra se prolongó otros dos años, con gran coste para todos los combatientes y el pueblo coreano, aunque sirvieron al menos para establecer el principio de que la guerra no se extendería ni se utilizarían bombas atómicas. El papel de Stalin en toda esta situación resulta ambiguo. Había sido él quien inició la guerra coreana, autorizando la invasión de Corea del Norte. La rápida respuesta de Estados Unidos lo pilló desprevenido y, cuando todo parecía indicar que las tropas de M acArthur estaban a punto de llegar al río Yalu, Stalin presionó a China para que intervinie ra en la confrontación, pues en caso contrario habría tenido que aban donar a Corea del Norte.25 El líder soviético aceptó la posibilidad de que el enfrentamiento quedara en tablas al aprobar las conversaciones para el fin de la guerra, aunque también veía las ventajas de mantener a Estados Unidos ocupado militarmente en Asia oriental; por eso las negociaciones se desarrollaron despacio. «La prolongación de los com bates — le explicó a M ao— ofrece a las tropas chinas la posibilidad de estudiar las técnicas de la guerra contemporánea en el cambo de batalla, además de desestabilizar el régimen de Truman en Estados Unidos y dañar el prestigio militar de la alianza anglo-estadounidense.»26 En el otoño de 1 9 5 2 chinos y norcoreanos estaban agotados por la guerra y realmente dispuestos a ponerle fin, pero Stalin insistió en continuarla.
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Sólo tras la muerte del líder sus sucesores aprobaron un alto el fuego, que tuvo lugar en jubo de 1 9 5 3 . N o hubo por tanto un enfrentamiento militar directo entre Estados Unidos y la Unión Soviética en Corea, o al menos eso pareció durante años. Pruebas recientes han obligado a revisar esta conclusión, pues otra de las maniobras de Stalin consistió en autorizar el uso de aviones de combate soviéticos, pilotados por mÜitares soviéticos, sobre la península coreana, donde coincidieron con aviones de combate pilotados por es tadounidenses. De ahí que, a la postre, la Guerra de Corea sí fuera una guerra entre Estados Unidos y la Unión Soviética; sólo en esta ocasión las dos superpotencias se enfrentaron durante lá Guerra Fría. Ambos bandos mantuvieron silencio. La Unión Soviética jamás publicitó su intervención en estos combates aéreos, y Estados Unidos, plenamente consciente de la situación, optó por hacer lo mismo.2? Juzgaban nece sario, aunque también peligroso, enfrentarse en combate, de ahí que acordaran tácitamente encubrir el enfrentamiento.
V La insólita idea de fabricar armas para no utilizarlas no puso freno a la creencia general en la necesidad de explorar nuevas tecnologías con fines militares. Fue esto lo que llevó a un grupo de científicos atómicos estadounidenses, tras la prueba nuclear soviética en agosto de 19 4 9 , a informar a Truman sobre un hecho del que éste no tenía conocimiento: la posibilidad de construir una bomba termonuclear o superbomba. El funcionamiento del artefacto no residiría en la división del átomo —como hacía la bomba atómica— sino en su fusión. La explosión esti mada sería de tal magnitud que nadie fue capaz de decirle al presidente qué usos podría tener un arma de semejantes características en caso de guerra. Esto suscitó la oposición de Kennan, así como la de J. Robert Oppenheimer, director del Proyecto Manhattan, y otros asesores de alto nivel, que no entendían cómo un arma potencialmente apocalíptica encajaba en los postulados de Clausewitz, en el sentido de que las ope raciones militares no debían destruir lo que se proponían defender.2-8 Los partidarios de la superbomba no defendieron sin embargo su posición en términos bélicos. Argumentaron que las armas termonu-
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deares podían ser necesarias no militarmente sino psicológicamente. N o contar con ellas podía producir el pánico de Occidente en el caso de que la Unión Soviética llegara a desarrollarlas. Tenerlas proporcionaría seguridad y disuasión: las ventajas que Stalin pudiera haber obtenido de su bomba atómica quedarían anuladas, y Estados Unidos siempre iría por delante en la carrera armamentista nuclear. Pero, ¿y si ambos bandos desarrollaban estas superbombas? Traman concluyó que esta posibilidad sería preferible a que la Unión Soviética ostentara el mono polio de la bomba termonuclear. El presidente decidió al fin que, si Estados Unidos podía fabricar lo que empezaba a conocerse como bomba de «hidrógeno» debía hacerlo. Quedarse atrás en cualquier modalidad de armamento, o dar la impre sión de que eso ocurría, podía resultar desastroso. El problema estriba ba ahora no tanto en cómo derrotar al adversario como en convencerlo de no entrar en guerra. Paradójicamente esto parecía exigir el desarrollo de armas tan poderosas que nadie en el bando estadounidense alcanza ba a definir sus usos militares, y persuadir simultáneamente al bando soviético de que si la guerra llegaba a producirse este tipo de armas se emplearían sin lugar a dudas. La sinrazón, de acuerdo con esta lógica, era el único modo de atenerse a la razón: un arma de destrucción total tal vez permitiera que la guerra continuara siendo un instrumento de la política. Traman lo formuló en términos más sencillos a principios de 19 5 0 : «Teníamos que hacerlo [fabricar la bomba], aunque nadie quiera utilizarla. La necesitábamos aunque sólo fuera para negociar con los rusos».2-9 Resultó que los científicos soviéticos trabajaban en el desarrollo de su propia superbomba desde 19 4 6 . En ningún momento se centraron, al extremo de los estadounidenses, en la diferencia entre armas de fisión y armas de fusión. Tampoco en el hecho de que las bombas de hidrógeno fueran infinitamente más poderosas que las atómicas vieron nada que las hiciera menos justificables desde el punto de vista moral. Puesto que los soviéticos se habían adelantado, la carrera en el desarrollo de arma mento termonuclear fue mucho más reñida que la anterior. Esta vez los rusos no confiaron tanto en el espionaje como en su propia experiencia. La primera prueba realizada con una bomba de hidrógeno borró del mapa una isla del Pacífico el 1 de noviembre de 1 9 5 3 . Las explosiones cegaron y carbonizaron los pájaros en el cielo, circunstancia que, pese
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a las consecuencias para las aves, ofrecía un pequeño aunque significa tivo atisbo de esperanza para la raza humana. Observadores soviéticos y estadounidenses, impresionados por el fenómeno, lo recordaban en términos casi idénticos: puesto que las superbombas no podían utilizarse sobre personas, tal como se había hecho con la bomba atómica, correspondía a las aves indicar cuáles podían ser sus efectos para los seres humanos. Eran canarios en el pozo minero más peligroso que hubiera existido jamás. Los testigos confir maron igualmente lo que los creadores de las armas termonucleares ya sospechaban con anterioridad: que el uso de armas de semejante magnitud en caso de guerra era del todo irracional y estaba fuera de lugar. «Fue como si el horizonte se borrara por completo», recuerda un físico estadounidense. Un científico soviético afirmó que la explosión «traspasaba cierto tipo de barrera psicológica»^0 Daba la impresión de que ambos habían presenciado el mismo acontecimiento en lugar de dos pruebas realizadas a 14.000 kilómetros de distancia y con un intervalo de nueve meses; como si no existiera la rivalidad geopolítica que ya estaba polarizando el mundo. Las leyes de la física eran las mismas, al margen de las diferencias que dividían el planeta.V I
VI Todo lo anterior hizo comprender a los científicos soviéticos y esta dounidenses lo que Truman y Stalin ya habían empezado a percibir, aunque ninguno era consciente de las preocupaciones del otro: que las nuevas armas nucleares podían hacer realidad la visión de Clausewitz de una guerra total y por tanto inútil. Pero Truman abandonó la presi dencia de su país en enero de 1 9 5 3 y Stalin este mundo dos meses más tarde. El poder en Washington y M oscú quedó en manos de nuevos líderes que no se habían enfrentado todavía a las pesadillas que provoca la responsabiÜdad nuclear ni a la necesidad de evitar ese abismo contra el que Clausewitz nos había prevenido. A diferencia de su predecesor en la Casa Blanca, Dwight D. Eisenhower había leído a Clausewitz cuando era un joven oficial. N o tenía la menor duda de que los medios militares debían subordinarse a los fines políticos, si bien le parecía posible incluir entre esos medios las
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armas nucleares. Accedió a la presidencia sin la convicción de que la naturaleza de la guerra había cambiado radicalmente, y presionó a sus asesores militares en repetidas ocasiones durante los últimos meses de la Guerra de Corea para que hallaran el modo de que Estados Unidos pudiera utilizar tanto sus armas nucleares estratégicas como las otras armas «tácticas» recientemente desarrolladas, acabando así con el con flicto. Permitió además que su nuevo secretario de Estados John Foster Dulles, lanzara la insinuación de que estos planes ya estaban en marcha. Eisenhower esperaba objeciones de, sus aliados, como es natural, pero «había que destruir de un modo u otro el tabú que rodea el uso de las armas atómicas».31 Las razones del presidente eran muy sencillas: Estados Unidos no podía permitirse nuevas guerras limitadas como la de Corea. De ese modo la iniciativa quedaba en manos de sus adversarios, quienes po drían decidir el momento, el lugar y los métodos de confrontación militar más ventajosos. En tal caso el despliegue de los recursos esta dounidenses se vería condicionado por el adversario, lo que mermaría la fuerza económica de Estados Unidos además de causar la desmoraliza ción de sus ciudadanos. La solución era invertir la estrategia: dejar bien claro que Estados Unidos, en lo sucesivo, respondería a las agresiones cuándo, dónde y cómo decidiera. Y su respuesta bien podía implicar el uso de armas nucleares. Según afirmó Eisenhower en 1 9 5 5 : «Cuando estas armas puedan utilizarse en cualquier combate sobre objetivos es trictamente militares y con fines estrictamente militares, no veo ninguna razón para que no se utilicen, exactamente igual que usaríamos una bala o cualquier otro tipo de arma».32 Sin embargo, cuando Eisenhower formuló esta declaración, la física de la explosión termonuclear ya había hecho añicos su lógica. El acon tecimiento crítico, conocido como BRAVO , fue una prueba estadouni dense realizada en el Pacífico el 1 de marzo de 19 5 4 . El experimento se descontroló y el resultado fue una explosión de 1 5 megatones: el triple de los cinco esperados o 7 5 0 veces la potencia de la bomba atómica lanzada sobre Hiroshima. La nube radiactiva se extendió en un radio de más de mil kilómetros, contaminó a un pesquero japonés y mató a un miembro de su tripulación. Los detectores de radiación localizaron residuos menos peligrosos en todo el mundo. El enfrentamiento nuclear suscitaba una duda muy seria: si una sola carga termonuclear podía
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tener consecuencias ecológicas a escala global, ¿cuáles serían los efectos empleando decenas, centenares o miles de armas nucleares? La primera respuesta llegó, curiosamente, de Georgi Malenkov, un apparatcbik con intereses petrolíferos y odiosos antecedentes que se vio catapultado, más por fortuna que por capacidad, al triunvirato que sucedió a Stalin. Doce días después de la prueba B R A V O , Malenkov sorprendió a sus propios colegas tanto como a los observadores occiden tales al advertir públicamente que una nueva guerra mundial con «ar mas modernas» significaría «el fin de la civilización». Los científicos soviéticos confirmaron de inmediato — en un informe de alto secreto elaborado para el Kremlin— que la detonación de tan sólo cien bombas de hidrógeno podía «generar en todo el planeta condiciones imposibles para la vida».?3 Una conclusión similar empezaba a perfilarse simultáneamente en la mente de un estadista notablemente más distinguido, cuyas tendencias pacifistas eran desconocidas hasta la fecha. El primer ministro británi co, Winston Churchill, ya mayor, había alentado años antes a Estados Unidos a provocar una confrontación militar con la Unión Soviética en tanto el primer país ostentara el monopolio de la bomba atómi ca.34 Tras conocerse los resultados de BR AVO , Churchill cambió radi calmente de opinión, señalando a su aliado Eisenhower que bastarían apenas unas cuantas explosiones en suelo británico para transformar su país en un lugar inhabitable. Las noticias no eran necesariamente malas. «El nuevo terror — afirmó el antiguo defensor de la guerra en la Cámara de los Comunes— introduce cierta equidad en la aniquilación. Por extraño que parezca, es precisamente esta capacidad de destrucción universal lo que nos permite albergar esperanzas, incluso mostrarnos confiados. »35 Era sin duda chocante que líderes tan disímiles como M alenkov y Churchill formularan la misma advertencia casi aí mismo tiempo. Sin embargo, las consecuencias de esta «equidad en la aniquilación» eran claras para ambos: puesto que el uso de armas nucleares en un enfrentamiento bélico podía destruir aquello que se proponía defender, semejante confrontación jamás debía llegar a producirse. El sentido común a la vista del peligro nuclear se impuso una vez más sobre las diferencias culturales, nacionales, ideológicas y morales, así como sobre el carácter en este caso. Ninguno de estos líderes se hallaba sin embargo
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en posición de diseñar la estrategia para la Guerra Fría: los colegas de Malenkov en el Kremlin no tardaron en relegarlo por su derrotismo, mientras que Churchill se vio impelido por la edad y la impaciencia de sus subordinados a abandonar el cargo de primer ministro a comien zos de 19 5 5 . Equilibrar las esperanzas y los temores que la revolución termonuclear suscitaba quedaba en manos de Eisenhower y del hombre que destituyó a Malenkov, Nikita Jruschov.
VII Eisenhower cumplió con esta exigencia de un modo exquisito, aunque aterrador, pues era el estratega más sutil, al tiempo que el más brutal, de la era atómica. Las consecuencias físicas de las explosiones termo nucleares le horrorizaban tanto como a Malenkov y a Churchill: «Una guerra atómica destruirá la civilización — insistió varios meses después de la prueba BRAVO — . Provocará millones de muertos [...]. Si el Kre mlin y Washington llegan a enzarzarse en una guerra, los resultados serán a tro c e s» .C u a n d o en 19 5 6 se le comunicó que un ataque sovié tico contra Estados Unidos acabaría con el Gobierno y mataría al 65 por ciento de la población estadounidense, Eisenhower reconoció que «sería literalmente como resurgir de las cenizas para volver a empezar». Poco después, el presidente le recordaba a un amigo que «la guerra exige combate». Pero ¿de qué clase de combate hablamos cuando «el resultado se acerca tanto a la destrucción del enemigo como al propio suicidio»? En 19 5 9 afirmó en tono sombrío que si llegaba a producirse una guerra «ya podemos salir a matar a todo el que se cruce con noso tros y pegarnos un tiro a continuación».3? Estos comentarios parecían completamente impropios de un hom bre que hasta entonces había defendido el uso de las armas nucleares en caso de guerra, «exactamente igual que una bala o cualquier otro tipo de arma». Con esta clase de observaciones parecía insinuar que, si de verdad había alguien tan estúpido para disparar una «bala» nu clear contra el enemigo, la misma bala lo alcanzaría a él. La posición de Eisenhower se asemeja a la de Malenkov y Churchill excepto en un punto: su insistencia en que Estados Unidos debía prepararse al mismo tiempo para una guerra nuclear total.
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Esta visión alarmaba incluso a sus colaboradores más próximos. Todos coincidían en que una guerra nuclear sería catastrófica, pero tam- bién les preocupaba que Estados Unidos y sus aliados no fueran capaces de igualar la potencia militar de la Unión Soviética, China y sus aliados comunistas en número de efectivos humanos. Descartar por completo el uso de las armas nucleares Suponía una invitación a un enfrentamiento convencional del que Occidente nunca saldría victorioso. La solución, a juicio de la mayoría, era la guerra nuclear «limitada». Diseñar es trategias que permitieran a Estados Unidos imponer su superioridad tecnológica sobre el contingente militar del mundo comunista, de tal modo que los adversarios se convencieran de la dureza de la respuesta cualquiera que fuese el plano de enfrentamiento elegido, y evitar así el suicido. En 1 9 5 7 , cuando Eisenhower iniciaba su segundo mandato presi dencial, este consenso se amplió al secretario de Estado Dulles, la mayo ría de la Junta de Jefes del Estado M ayor y la emergente comunidad de estudios estratégicos, al tiempo que el joven Henry Kissinger presentaba lo que se dio en llamar «respuesta flexible» en un influyente libro titu lado Armas nucleares y política internacional. El postulado crítico de esta corriente de pensamiento radicaba en que, a pesar de su potencial destructivo, las armas nucleares podían seguir siendo un instrumento racional tanto para la diplomacia como para la guerra. Todavía era posible acomodarlas al principio de Clausewitz, según el cual el uso de la fuerza — incluso las amenazas de recurrir a la fuerza— debía plegarse a los objetivos políticos en lugar de aniquilarlos. Por eso resultó de lo más sorprendente que Eisenhower rechazara con tanta intensidad este concepto de guerra nuclear limitada. Incluso en el caso de «una guerra bonita y dulce como la Segunda Guerra M un dial — espetó en cierta ocasión— sería a b s u r d o » .S i la guerra llegaba a producirse, bajo cualquiera de sus formas posibles, Estados Unidos pelearía con todo su arsenal disponible, porque la Unión Soviética se guramente haría lo mismo. El presidente se aferró a este argumento, aunque reconocía el precio moral de ser el primero en lanzar un ataque con armas nucleares, así como el daño ecológico y la imposibilidad de evitar una represalia devastadora. Eisenhower parecía instalado en el rechazo, como si hubiera caído en una especie de autismo nuclear, ne gándose a escuchar el consejo de las mentes más dotadas.
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Un análisis con perspectiva sugiere que tal vez fuese Eisenhower la mente más dotada* pues comprendía mejor que sus colaboradores la verdadera realidad de la guerra. A fin de cuentas, ninguno de ellos ha bía organizado con éxito la primera invasión al otro lado del Canal de la Mancha desde 16 8 8 , ni liderado los ejércitos que liberaron Europa occidental. Tampoco ninguno de ellos había leído a Clausewitz con tanta atención como él. Este gran estratega sin duda había insistido en que la guerra debía ser un instrumento racional de la política, pero sólo porque sabía de la facilidad con que factores irracionales como la emoción, las tensiones y el miedo pueden provocar en las guerras una escalada de violencia sin sentido. De ahí que invocara la abstracción de una guerra total para intimidar a los hombres de Estado y obligarles a limitar las guerras, de manera que sus países pudieran sobrevivir. Eisenhower tenía el mismo propósito que Clausewitz, pero a dife rencia de éste vivía en una época en la que las armas nucleares habían transformado la guerra total de una simple abstracción en posibilidad harto real. Y como nadie podía tener la certeza de que las emociones, las fricciones y el miedo no provocaran una escalada de violencia sin fin aun en las guerras limitadas, era imprescindible obstaculizar esta clase de guerras: es decir, «no» prepararse para ellas. He ahí la razón por la que Eisenhower, el último seguidor de Clausewitz, insistiera en prepararse «sólo» para la guerra total. Su intención era impedir cual quier tipo de guerra.39V I
V III Había fundadas razones para preocuparse por la influencia de la emo ción, la fricción y el miedo en la estrategia de la Guerra Fría. La Unión Soviética había realizado su primera prueba con una bomba termonu clear, lanzada desde el aire, en noviembre de 1 9 5 5 , y para entonces ya contaba con bombarderos de largo alcance capaces de impactar sobre objetivos estadounidenses. En agosto de 1 9 5 7 lanzó con éxito el primer misil balístico intercontinental, y el 4 de octubre del mismo año hizo uso de otro de estos misiles para poner en órbita el Sputnik, el primer satélite artificial terrestre. N o hacía falta ser un experto en cohetes para predecir cuál sería el paso siguiente: dotar a este tipo de misiles de
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caberas nucleares capaces de alcanzar cualquier objetivo en territorio estadounidense en tan sólo media hora. Cuestión distinta era predecir el comportamiento del nuevo líder del Kremlin. Nikita Jruschov era un campesino con escasa formación, minero del carbón y obrero en una fábrica, que llegó a convertirse en el protegido de Stalin y más tarde en su sucesor, tras deponer a M alenkov y otros rivales. Cuando llegó al poder apenas sabía nada de las armas nuclea res que se hallaban bajo su control, pero aprendió muy deprisa. La perspectiva de su uso militar le horrorizaba tanto como a Eisenhower, pues también él había visto demasiada carnicería en la Segunda Guerra Mundial y sabía de la fragilidad de la razón en el campo de batalla.40 No estaba más preparado que el propio Eisenhower para declararse pacifista, pero sí convencido como su homólogo estadounidense de que este arsenal nuclear, pese a su inutilidad para la guerra, podía compen sar la debilidad nacional en situaciones de confrontación inminente. Ahí terminaban las semejanzas entre ambos. Eisenhower tenía una gran seguridad en sí mismo y controlaba en todo momento sus im pulsos, a su Administración y sin duda a su ejército. Jruschov, por el contrario, era la personificación del exceso: podía ser grotesco y tempes tuoso, beligerante y empalagoso o inseguro y violento. Jamás conoció la dignidad, y la política volátil del régimen posterior a Stalin nunca le permitió estar seguro de su propia autoridad. Había además otra diferencia entre ambos líderes. La debilidad que Eisenhower intentaba compensar con fuerza nuclear era la inferioridad militar de Estados Unidos y de sus aliados de la O T A N en número de efectivos humanos. La debilidad que Jruschov confiaba corregir con su capacidad nuclear era su propia incapacidad nuclear. La Unión Soviética, en posesión de armas nucleares razonablemente eficaces, contaba por el contrario con un escaso número de bombar deros de largo alcance, que además eran primitivos y sólo capaces de alcanzar la mayor parte de los objetivos estadounidenses en misiones de sentido único. Y aunque Jruschov se jactaba de producir misiles «como salchichas», en realidad tenía muchos menos de lo que intentaba aparentar y éstos carecían de la precisión necesaria para dotarlos de cabezas nucleares. «Sonaba bien decir en público que nuestros misiles eran capaces de alcanzar a una mosca a cualquier distancia — reconoció posteriormente Jruschov— . M e gustaba exagerar un poco.» Su hijo
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Serguéi, ingeniero de misiles, lo dijo sin pelos en la lengua: «Amenazá bamos con misiles que no teníamos».41 Jruschov utilizó este truco por primera vez en noviembre de 19 5 6 . Las tropas soviéticas sofocaban una rebelión en Hungría, mientras bri tánicos, franceses e israelíes — sin informar a Estados Unidos— se hicie ron con el control del Canal de Suez en un intento fallido por derrocar al líder anticolonialista egipcio, Cam al Abdel Nasser. En él calor del momento, y con el propósito de desviar las miradas del baño de sangre en Budapest, Jruschov amenazó a Gran Bretaña y a Francia con sus «misiles» si no retiraban inmediatamente sus ejércitos del Canal. Fu rioso por no haber sido consultado, Eisenhower ordenó a sus aliados la retirada de Suez so pena de severas sanciones económicas. Sin embargo, puesto que las amenazas de Eisenhower no fueron públicas, el nuevo líder del Kremlin concluyó que la causa de la retirada eran sus soflamas y que podía convertir esta práctica en estrategia.42Entre 1 9 5 7 y 1 9 6 1 Jruschov lanzó repetidas y espeluznantes ame nazas de aniquilación nuclear sobre Occidente. Insistía en que la capa cidad de los misiles soviéticos era muy superior a la de Estados Unidos y en que podía borrar del mapa cualquier ciudad de Europa o América. Incluso detalló el número de misiles y de cabezas nucleares necesarias para alcanzar cada objetivo. Pero el líder soviético también intentaba ser amable: en cierta ocasión, mientras intimidaba a su visitante esta dounidense, Hubert Humphrey, se detuvo para preguntar de dónde era su invitado. Cuando éste señaló Minneapolis en el mapa, Jruschov trazó un círculo con un gran lápiz azul y dijo: «N o olvidaré ordenar que los misiles dejen a salvo esa ciudad».4? Este comentario era lógico, al menos en la mente de Jruschov, pues la amabilidad formaba parte de su estrategia. A diferencia de Stalin, no creía en que la guerra fuera inevitable; su objetivo era la «coexistencia pacífica». Se tomaba muy en serio las observaciones de sus científicos en cuanto a los peligros medioambientales que entrañaban las pruebas nucleares. En mayo de 19 5 8 incluso anunció una moratoria unilateral de estas pruebas, cierto que con astuta sincronía, pues Estados Unidos se preparaba para realizar una nueva ronda de ensayos nucleares.44 En el mes de noviembre retomó su actitud beligerante, lanzando un ultimátum a Estados Unidos, Gran Bretaña y Francia para que en el plazo de seis meses retiraran sus tropas de los sectores que aún ocupa-
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ban en Berlín occidental; en caso contrario transferiría el control de los derechos de acceso occidentales — una cuestión siempre delicada tras el bloqueo de Stalin en 19 4 8 — a los alemanes del Este. Esperaba resolver de este modo el problema cada vez más incómodo de contar con un enclave capitalista en el centro de la Alemania comunista, y estaba con vencido de que los misiles soviéticos le permitirían conseguirlo. «Ahora que contamos con los misiles intercontinentales — le había explicado anteriormente a M ao— podremos agarrar por el cogote a Estados Uni dos. Hasta hoy se han creído intocables, pero no es verdad.» Y aseguró a sus consejeros que «Berlín era el talón de Aquiles de Occidente». Era «el pie americano sobre Europa, gravemente herido». M ás tarde recu rrió a una metáfora anatómica más sorprendente: «Berlín constituye los testículos de Occidente. Cuando quiera oír cómo grita Occidente, apretaré en Berlín».45 Pero sólo apretó hasta cierto punto, porque también deseaba una relación más estable entre las superpotencias, además de respeto para su país y su persona... y la oportunidad de visitar Estados Unidos. Cuando Eisenhower se negó a ceder sobre Berlín, aunque extendió de mala gana la invitación largamente esperada, Jruschov cazó al vuelo la ocasión de recorrer el país que amenazaba con calcinar. «Esto es increíble — le dijo a su hijo Serguéi— . Ahora tendrán que tomarnos en cuenta. Es nuestra fuerza lo que ha conducido a esta situación [...], están obligados a re conocer nuestra existencia y nuestro poder. ¿Quién se iba imaginar que los capitalistas me invitarían a mí, a un trabajador?»46 La visita de Jruschov a Estados Unidos en septiembre de 19 5 9 fue una extravagancia surrealista. Preocupado por comportarse correcta mente, aunque también por recibir un buen trato, decidió no dejarse impresionar por nada de lo que viera, pero de convencer asimismo a sus anfitriones de que la Unión Soviética no tardaría en ponerse a su altura. Insistió en volar a Washington en un avión nuevo que aún no había sido probado, con intención de intimidar con el tamaño de la aeronave. Durante el brindis en la Casa Blanca reconoció la riqueza de Estados Unidos, pero predijo: «Mañana nosotros seremos igual de ricos. ¿Y pasado mañana? ¡Todavía más ricos!» Compareció ante los líderes capitalistas sentado bajo un Picasso en unas dependencias municipales de Nueva York, visitó — y se fingió impresionado por lo que allí había visto— un plato en Hollywood, hizo mohines cuando por razones de
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seguridad se le negó la ocasión de conocer Disneylandia, participó en una competición de tiro con el alcalde de Los Ángeles, inspeccionó el maíz en una granja de Iowa y discutió sobre la guerra y la paz con Eisenhower en Camp David... tras asegurarse de que una invitación a su dacha era un honor en lugar de un insulto para su homólogo.47 N o surgió ningún acuerdo sustancial de estos encuentros, pero el viaje sirvió para confirmar que la Unión Soviética tenía un nuevo líder muy distinto de Stalin. Aún estaba por ver si por esta razón era más o menos peligroso.
IX Los recintos acorazados funcionan mientras nadie se asome a mirar más allá de su coraza. La única posibilidad para Estados Unidos y sus alia dos de asomarse a la Unión Soviética en la época de Stalin eran sus vue los de reconocimiento fronterizos, los globos provistos de cámaras que sobrevolaban el país o los espías que lograban infiltrarse en él. Ninguna de estas medidas había dado resultado: los aviones eran interceptados y, en ocasiones, derribados; el viento arrastraba los globos en dirección contraria; y los espías eran detenidos, encarcelados y a menudo eje cutados, pues un agente soviético, Kim Philby, resultó ser el oficial de enlace británico con la Agencia Central de Inteligencia estadounidense (CIA).48 La URSS de Stalin seguía siendo una sociedad cerrada y opaca para cualquiera que intentase mirarla desde el exterior. La estrategia de Jruschov, consistente en amenazar con misiles que no poseía, exigía mantener esta situación. De ahí que en su primera cumbre de Ginebra en 1 9 5 5 , Jruschov rechazara la propuesta de Eisenhower de permitir mutuas misiones de reconocimiento aéreo en sus respectivos territorios. Habría sido, protestó, «como dejarles ver lo que pasa en nuestros dormitorios».49 Jruschov no sospechaba, sin embar go, que Eisenhower contaba con una baza secreta para respaldar esta política de «cielos abiertos» que no tardaría en permitirle alcanzar sus objetivos. El 4 de julio de 19 5 6 un nuevo avión espía estadounidense, el U-z, realizó su primer vuelo sobre Moscú y Leningrado (San Petersburgo), tomando excelentes fotografías desde una altura muy superior al alcan
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ce de los bombarderos y los misiles antiaéreos soviéticos. Ese mismo día Jruschov asistía a la recepción anual del Día de la Independencia en los jardines de Spaso House, la residencia del Embajador de Estados Uni dos en Moscú. Nunca llegó a saberse si en las fotos se veía a Jruschov.50 Estos vuelos continuaron con regularidad en el curso de los cuatro años siguientes. Los soviéticos, que detectaban los aviones en sus radares pero no podían derribarlos, se limitaron a protestar someramente, pues no deseaban airear su incapacidad para controlar su espacio aéreo. Los estadounidenses, conscientes de que estos vuelos violaban la legislación internacional, no decían ni media palabra al tiempo que recuperaban la bonanza para sus servicios de inteligencia. Las fotografías del U -2 confirmaron rápidamente la inferioridad de los bombarderos soviéticos de largo alcance. Determinar la capacidad de los misiles precisó más tiempo, puesto que estos misiles — en las can tidades anunciadas por Jruschov— sencillamente no existían. A finales de 19 59 sus ingenieros sólo contaban con seis plataformas operativas para el lanzamiento de misiles de largo alcance. Teniendo en cuenta que cada misil tardaba casi veinte horas en llenarse de combustible, y entre tanto era vulnerable a un ataque de los bombarderos estadounidenses, el número total de proyectiles en poder de Jruschov era exactamente de seis.51 Lo que sí tenía por entonces la Unión Soviética era un misil antiaé reo mejorado. «Vamos a darles una buena lección a esos sabelotodos — le dijo Jruschov a su hijo— . Eso se hace con el puño [...]. Dejemos que vuelvan a meter las narices por aquí.»5* Los estadounidenses así lo hicieron, el 1 de mayo de 19 6 0 , y los soviéticos derribaron lo que bien pudo haber sido el último vuelo de un U -z autorizado por Eisenhower; capturaron al piloto, Francis Gary Powers, y amenazaron con procesarlo por espionaje. Eisenhower había llegado a la conclusión de que los misiles de Jruschov eran un fraude, pero también empezaba a preocuparle la vulnerabilidad del U -z. Estados Unidos estaba a punto de poner en órbita su primer satélite de reconocimiento, y Eisenhower confiaba con buen criterio en que este nuevo artefacto dejara obsoleto al U-z. De ahí que cuando el avión espía fue derribado, el U -z tenía sus días contados, pero Jruschov transformó el incidente en una crisis. La siguiente cumbre presidencial de las dos superpotencias debía celebrarse en París dos semanas más tarde. Jruschov asistió con el único
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propósito de reventarla. Justo antes de salir de M oscú decidió que el episodio del U -z impedía mantener la cooperación con una Administra ción sin futuro como la de Eisenhower. «Estaba cada vez más conven cido de que nuestro orgullo y nuestra dignidad se verían amenazados si celebrábamos la conferencia como si nada hubiese ocurrido.»53 Decidió esperar el relevo de Eisenhower. La decisión, aunque impulsiva, refleja ba una incómoda realidad; tras comprobar la calidad de lasTotografías realizadas por el avión derribado, Jruschov comprendió que su estrate gia «acorazada» estaba en peligro. John E Kennedy supo aprovecharse de esta situación. Centró su campaña presidencial, en 19 6 0 , en denunciar el supuesto «desfase» en cuanto al número de misiles que Eisenhower había permitido crear. Reconocer que tal inferioridad no existía nada más tomar posesión del cargo resultaba embarazoso. Hubo además otra serie de contratiempos que volvieron muy incómodos los primeros meses de Kennedy en la Casa Blanca: el fallido desembarco en la Bahía de Cochinos contra Fidel Castro en Cuba, en abril de 1 9 6 1 ; el éxito cosechado ese mismo mes por la Unión Soviética, con el lanzamiento del primer satélite tripulado alrededor de la Tierra; una mal llevada cumbre en Viena, en el mes de junio, en la que Jruschov volvió a lanzar su ultimátum sobre Berlín; y la construcción sin objeciones del muro de Berlín en el mes de agosto. Cuando Jruschov anunció poco después que la Unión Soviética pronto reanudaría sus pruebas nucleares con una explosión de 10 0 megatones — casi siete veces superior a la de BRAVO — , Kennedy no pudo resistir por más tiempo. Denunció la mentira de Jruschov sobre la base de nuevas y copiosas pruebas obtenidas por los satélites de reconocimiento. Hizo saber, a través de un portavoz, que la capacidad nuclear de la Unión Soviética y su arsenal de misiles nunca había estado cerca de superar la de Estados Unidos: «Contamos con una capacidad de respuesta como mínimo tan amplia como la que ellos pueden provocar atacando primero. Tenemos por tatito la confianza de que los soviéticos no desencadenarán un gran conflicto nuclear. »54 Jruschov respondió con la continuación de sus pruebas nucleares y aunque mostró cierta responsabilidad ecológica al reducir la carga de megatones a la mitad, esto no pasaba de ser mera pose. «Puesto que Jruschov suponía que incluso su supuesta superiori dad estratégica podía ser decisiva — según ha señalado su biógrafo— la
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ventaja real de Estados Unidos era doblemente nociva: Jruschov no sólo perdía el instrumento de presión que había estado utilizando durante cuatro años, sino que éste se hallaba ahora en manos de los estadouni denses. »55
X Los historiadores creyeron durante años que fue esta circunstancia (el descubrimiento de lo que se escondía bajo la poderosa fachada de la URSS) lo que en 1 9 6 2 llevó a Jruschov a un desesperado intento de recuperación, con el envío a Cuba de misiles de medio alcance, de los que disponía en abundancia. «¿Por qué no meterle un erizo al Tío Sam en los calzones?», dijo en el mes de abril, señalando que la Unión So viética tardaría una década en igualar la capacidad de los misiles de largo alcance estadounidenses.*6 H oy se sabe, sin embargo, que ésta no fue la razón principal por la que el líder soviético tomó tal decisión, lo cual revela la facilidad con que los historiadores se apresuran a sacar conclusiones. La crisis de los misiles cubanos es además un ejemplo significativo de cómo las grandes potencias pueden errar en sus cálculos cuando existen tensiones importantes y son muchos los intereses en jue go. Las consecuencias, como ocurrió en esta ocasión, pueden sorprender a todo el mundo. Lo que Jruschov pretendía esencialmente con este despliegue de mi siles, por increíble que parezca, era extender la revolución a todos los países de Latinoamérica. Al Kremlin le sorprendió, aunque también le estimuló y finalmente le llenó de júbilo, que la insurgencia marxista-leninista se hiciera con el poder en Cuba por sus propios medios, sin ne cesidad de tantas presiones como habían necesitado los soviéticos para establecer regímenes comunistas en Europa oriental. Poco importaba que M arx no hubiera previsto esta circunstancia — pues había pocos proletarios en Cuba— o que Fidel Castro y sus indisciplinados segui dores difícilmente encajaran en el modelo leninista de «vanguardia» revolucionaria organizada. Bastaba con que Cuba hubiese adoptado el comunismo «espontáneamente», sin ayuda de Moscú, lo que parecía confirmar la teoría de M arx en cuanto al rumbo de la historia. Tras re unirse con Fidel Castro, el viejo bolchevique Anastas Mikoyan exclamó:
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«Sí, es un auténtico revolucionario. Exactamente igual que nosotros. ¡Tuve la sensación de volver a la infancia!» .57 Pero la revolución castrista estaba en peligro. Antes de abandonar la presidencia, Eisenhower había roto relaciones diplomáticas con Cuba, impuesto sanciones económicas al país y comenzado a tramar el derro camiento de Castro. Kennedy continuó estos planes con el fallido de sembarco de anticastritas cubanos en el exilio en la Bahía de Cochinos, una acción que no podía agradar a Jruschov. El líder soviético percibió la maniobra como un intento de invasión que reflejaba la determinación contrarrevolucionaria de Washington, y estaba seguro de que volverían a intentarlo, con mucha más fuerza la próxima vez. «Me preocupaban el destino de Cuba y el prestigio soviético en la región — recordaba Jruschov— . Necesitábamos idear el modo de enfrentarnos a Estados Unidos con algo más que palabras. Debíamos impedir de forma tangible y eficaz la interferencia de Estados Unidos en el Caribe. Pero ¿cómo exactamente?» Los misiles fueron la respuesta lógica.58 Estados Unidos no podía protestar, puesto que a finales de los cin cuenta la Administración Eisenhower — antes de concluir que no existía ningún «desfase»— había desplegado misiles de medio alcance en Gran Bretaña, Italia y Turquía, todos ellos dirigidos a la Unión Soviética. Jruschov aseguró «que ahora aprenderían lo que significa vivir amena zado por misiles; no haremos nada más que darles un poco de su propia medicina ».59 Kennedy y sus asesores desconocían el razonamiento de Jruschov, y quienes sobrevivieron un cuarto de siglo más se llevaron una gran sorpresa cuando las intenciones de Jruschov salieron a la luz al abrirse los archivos soviéticos.60 Comprendieron entonces que el despliegue de los misiles en Cuba — del que no tuvieron noticia hasta mediado el mes octubre de 19 6 2 , a raíz de la nueva misión de los U -2 en vuelo de reconocimiento sobre la isla— había sido la más peligrosa en toda la cadena de provocaciones que comenzó seis años antes, con las amena zas de los líderes del Kremlin contra Gran Bretaña y Francia durante la crisis del Canal de Suez. Y esta nueva provocación, a diferencia de las anteriores, como mínimo duplicaba el número de misiles capaces de alcanzar territorio estadounidense. «Los misiles ofensivos en Cuba tienen un efecto político y psicológico muy distinto de los que puedan dirigir hacia nosotros desde la Unión Soviética — advirtió Kennedy— .
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El comunismo y el castrismo se extenderán [...] a medida que los go biernos asuntados por esta nueva demostración de poder [caigan] [...]. Esta provocación altera el delicado statu quo que ambos países han mantenido hasta la fecha.»61 Hoy sigue sin estar claro lo que Jruschov se proponía con los misiles en Cuba, pues era característico de él no pensar las cosas a fondo.62 N o podía esperar que Estados Unidos se abstuviera de responder, puesto que la URSS había enviado los misiles en secreto y mentido a Kennedy con respecto a sus intenciones. Tal vez pretendiera utilizar los misiles de medio alcance como arma disuasoria, pero también envió misiles de corto alcance provistos de cabezas nucleares, que sólo podían usarse para repeler un desembarco de tropas estadounidenses, ajenas a lo que allí les esperaba. Por otro lado, Jruschov no tenía un control estricto de sus armas nucleares en la isla caribeña, cuyos líderes locales podían utilizar en respuesta a una invasión.6? La mejor explicación es que el líder soviético permitió que su roman ticismo ideológico anulara su análisis estratégico, si es que tenía alguna capacidad en este sentido. Tan intenso era su compromiso emocional con la revolución castrista que puso en peligro su propia revolución, a su país y acaso al mundo entero. «Nikita adoraba Cuba — reconoció más tarde el propio Castro— . Sentía verdadera debilidad por Cuba [...] porque era un hombre de convicciones políticas.»64 También Lenin y Stalin fueron hombres de convicciones políticas y rara vez permitieron que sus emociones determinaran sus prioridades revolucionarias. Jrus chov amenazaba con una capacidad de destrucción muy superior a la de sus predecesores, pero se comportaba con mucha menos responsabi lidad. Era como un niño caprichoso jugando con un arma cargada. Y como sucede con los niños, a veces terminaba consiguiendo lo que quería. Pese a la abrumadora ventaja en cabezas nucleares y sistemas de lanzamiento — según de qué manera se calcule Estados Unidos contaba con entre ocho y diecisiete veces más armas nucleares que la Unión So viética— ,6j la perspectiva de que un par de misiles soviéticos apuntaran directamente a objetivos estadounidenses bastó para que Kennedy se comprometiera públicamente — a cambio de que Jruschov retirase sus misiles de Cuba— a no realizar ningún otro intento de invadir la isla. Además, Kennedy prometió en secreto desmantelar los misiles de alcan ce intermedio en Turquía, algo que Jrushov confiaba en presentar como
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parte visible del acuerdo. Y mucho después de que Kennedy, Jruschov y la propia Unión Soviética hubieran desaparecido de la escena, Fidel Castro, a quien los misiles le fueron enviados para protegerse, seguía vivo y conservaba el poder en La Habana. Sin embargo, la crisis de los misiles cubanos tuvo en un sentido más amplio la misma función que los pájaros cegados y carbonizados para los observadores soviéticos y estadounidenses de las primefás pruebas termonucleares una década antes. Convenció a todas las partes impli cadas — con la posible excepción de Castro, que años más tarde afir mó que estaba dispuesto a morir en un enfrentamiento nuclear— 66 de que las armas desarrolladas por los dos bandos durante la Guerra Fría constituían una amenaza para ambos mayor de lo que cada uno pudiera hacerle al otro por separado. Esta improbable secuencia de aconteci mientos, hoy universalmente considerada el momento más próximo á una tercera guerra mundial en toda la segunda mitad del siglo x x , per mitió entrever un futuro que nadie deseaba: el de un conflicto más allá de la contención, la razón y la probabilidad de supervivencia.
XI La Administración Kennedy no había previsto en absoluto este de senlace; de hecho el nuevo presidente ocupó el cargo en 1 9 6 1 con la determinación de racionalizar la guerra nuclear. Alarmado al descubrir que el único plan de guerra dejado por su antecesor Eisenhower reque ría el uso simultáneo de más de 3.000 armas nucleares contra «todos» los países comunistas, Kennedy ordenó a sus estrategas que ampliaran las opciones. La tarea recayó sobre el secretario de Defensa, Robert S. M cN am ara, quien insistía en que no sólo debía ser posible idear un espectro de posibilidades para librar una guerra nuclear sino también acordar las reglas con los rusos en caso de combate. La idea básica, propuso en 19 6 2 , era «combatir en la guerra nuclear de un modo muy similar a como en el pasado se desarrollaban las operaciones militares convencionales». El objetivo sería «la destrucción de la capacidad militar del enemigo, no de su población civil».67 N o obstante, esta estrategia planteaba algunos problemas. Para empezar, hacía tiempo que las guerras habían borrado la diferencia
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entre combatientes y no combatientes. En la Segunda Guerra Mundial murieron tantos civiles como militares, y en caso de guerra nuclear la situación sería mucho peor. M cNam ara y sus estrategas estimaban que io millones de estadounidenses podían morir en un conflicto semejan te, aun cuando los ataques se concentraran en objetivos militares.68 En segundo lugar, no había garantías de alcanzar el objetivo con tanta precisión. La mayoría de las bombas lanzadas en la Segunda Guerra Mundial habían errado el blanco, y los sistemas de dirección de misiles — especialmente en la Unión Soviética— eran todavía primitivos. Ade más, la mayor parte de las instalaciones militares en Estados Unidos, así como en la Unión Soviética y en Europa, se encontraban dentro de las ciudades o en los alrededores de éstas. A la postre, la doctrina de McNamara, consistente en eludir las ciudades, sólo podía funcionar si los rusos se atenían a las «reglas», absteniéndose de lanzar ataques urbanos. Esto exigía que Jruschov pensara igual que M cNam ara, una posibilidad altamente improbable. La crisis de los misiles cubanos confirmó lo difícil que resultaría la tarea, al sacar a la luz la distinta percepción de soviéticos y estadouni denses en este sentido. Lo que para Moscú parecía un comportamiento «racional» se veía en Washington como peligrosamente «irracional» y viceversa. Si tan difícil resultaba compartir un criterio de racionalidad en tiempo de paz, ¿cuáles serían las perspectivas ante el caos de una gue rra nuclear? El propio M cNam ara recuerda que, mientras contemplaba la puesta de sol el día más crítico de la crisis, se preguntó si sobreviviría para presenciar alguna vez la misma escena.6? Él sí sobrevivió, mas no así su convicción de que la guerra nuclear podía ser limitada, controlada y «racional». Fue el pánico irracional en ambos bandos lo que impidió un esta llido de la guerra en el otoño de 1962.. Esto es lo que Churchill había previsto cuando depositó sus esperanzas en «la igualdad de la fuerza destructora». Y también lo que comprendió Eisenhower cuando ordenó la limitación de la guerra nuclear; su estrategia no dejaba otra opción que una garantía de aniquilación total, por lo que era preferible evitar cualquier estallido bélico antes que planificar los posibles niveles de destrucción una vez que el conflicto se hubiera iniciado. McNamara transformó en racional esta dependencia irracional tras la crisis de los misiles cubanos. M ás tarde desechó la idea de atacar
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sólo instalaciones militares y pasó a postular que cada bando debía apuntar a las ciudades contrarias con intención de causar el mayor número posible de bajas.70 La nueva estrategia terminó por conocer se como «Mutua Destrucción Garantizada», cuyo acrónimo inglés se convierte perversamente en la palabra «LO C O ». La idea de fondo era que si nadie podía estar seguro de sobrevivir a una guerra nuclear, ésta no llegaría a producirse. Esto suponía una simple reformulación de la lógica de Eisenhower: que tras la creación de las armas termonucleares la guerra no podía seguir siendo un instrumento de la política; antes bien, la supervivencia de los Estados dependía de que no hubiese nin guna guerra. Hubo alarmas — incluso alertas— nucleares con posterioridad a 1 9 6 Z , si bien no se parecieron a las crisis nucleares que habían presi dido las relaciones entre las superpotencias desde finales de la década de 19 4 0 . Se perfilaron por el contrario una serie de acuerdos soviéticoestadounidenses, primero tácitos y más tarde explícitos, en los que se reconocía el peligro que entrañaban las armas nucleares para el mundo capitalista y comunista por igual. Éstos incluían el pacto no escrito de que ambos bandos tolerarían el reconocimiento por satélite, lo que su puso el triunfo de otra de las visiones de Eisenhower, convencido de que una política de transparencia y «cielos abiertos» podía minimizar las posibilidades de un ataque por sorpresa para ambos países.71 Se comprendió además que había llegado el momento, si no de es tablecer un control internacional sobre las armas nucleares, sí al menos de acordar el modo de gestionarlas. El primer acuerdo se produjo en 1 9 6 3 con la firma del Tratado de Prohibición de Pruebas Limitadas, que abolía los ensayos nucleares. A éste le siguieron el Tratado de N o Pro liferación Nuclear, en 1 9 6 8 , en virtud del cual las naciones que poseían armas nucleares se obligaban a no ayudar a otros países a adquirirlas. El Acuerdo Provisional para la Limitación de Armas Estratégicas, ra tificado en 1 9 7 Z , limitaba el número de misiles balísticos terrestres y marítimos que podía tener cada país, al tiempo que establecía su veri ficación mediante el reconocimiento por satélite. Lo intrigante, sin embargo, es que en 1 9 7 z Estados Unidos y la Unión Soviética firmaron también un Tratado de Misiles Antibalísticos que prohibía «defenderse» contra los misiles de largo alcance. Fue éste el primer reconocimiento formal por ambas partes de que Churchill
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y Eisenhower estaban en lo cierto, al suponer que la vulnerabilidad consustancial a la perspectiva de una aniquilación instantánea podía convertirse en la base de un acuerdo estable y duradero entre las dos superpotencias. El acuerdo reflejó además que Moscú reconocía final mente los peligros de la Mutua Destrucción Garantizada, tras nume rosos intentos fallidos de convencer a los rusos de que defenderse era una «mala» idea, intentos que transformaron las negociaciones en un desafío de primer orden. El éxito del esfuerzo — que los mandatarios estadounidenses pudieran educar a sus homólogos soviéticos en materia de seguridad nacional— sugiere hasta qué punto llegaba el terror de am bos desde que comenzaran a desarrollarse las primeras armas nucleares, en los primeros años de la Guerra Fría. He aquí lo que, parafraseando a Kurt Vonnegut, podría haber ocurrido. La Guerra Fría podría haber derivado en un enfrentamiento feroz, que acaso hubiera acabado con la vida humana en el planeta. Ahora bien, puesto que el temor a esa guerra resultó ser mayor que to das las diferencias que separaban a Estados Unidos, la Unión Soviética y sus respectivos aliados, había razones para confiar en que ésta jamás tendría lugar.
XII Cuatro décadas después de la crisis de los misiles cubanos, otro nove lista, Yann Martel, publicaba Vida de Pi, la improbable historia de una lancha salvavidas que pudo convertirse en un barco de la muerte.72 Los personajes principales eran un niño y un tigre de Bengala, víctimas de un naufragio y obligados a navegar a la deriva en una pequeña em barcación por el Océano Pacífico. Al carecer de un lenguaje común no podían mantener una discusión racional. Sus intereses eran sin embargo compatibles: el del tigre consistía en que el niño pescara peces para alimentarlo, y el del niño en que el tigre no lo devorara. Ambos lo com prendieron y, gracias a ello, lograron sobrevivir. ¿Una fábula sobre la Guerra Fría? Poco importa que ésa fuera la intención de Martel, pues lo que distingue a una buena novela es que permite a sus lectores ver en ella incluso aquello que trasciende la visión del propio autor. Las armas atómicas hicieron ver a los Esta
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dos — aun en ausencia de un lenguaje, una ideología o un conjunto de intereses comunes— que compartían la apuesta por su respectiva supervivencia, porque habían creado un tigre y ahora debían aprender a convivir con él.
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CAPÍTULO 3 AUTORIDAD FRENTE A ESPONTANEIDAD
Dos países que no mantienen ninguna relación entre sí ni se pro fesan simpatía, que desconocen mutuamente sus costumbres, pen samientos y sentimientos, como si vivieran en zonas distintas o habitaran distintos planetas, que provienen de una raza distinta, se alimentan de manera distinta, se organizan de acuerdo con costumbres distintas y no se rigen por las mismas leyes. BENJAMIN DISRAELI
I8451 En lugar de unidad entre las grandes potencias —tanto en lo polí tico como en lo económico— , lo que tenemos después de la guerra es una absoluta desunión entre la Unión Soviética y sus países satélite, por un lado, y el resto del mundo por otro. Es decir, dos mundos en lugar de uno. CHARLES E BOHLEN,
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Un mismo planeta compartido por superpotencias que antes también compartían la manera de destruirse la una a la otra y ahora empiezan a compartir el mismo interés por su supervivencia. Hasta aquí todo bien. Pero ¿qué clase de supervivencia? ¿Cómo sería la vida bajo cada uno de estos sistemas? ¿Cuál sería el espacio para el bienestar económico? ¿Para la justicia social? ¿Para la libertad de elegir la manera de vivir la propia vida? La Guerra Fría no fue sólo una rivalidad geopolítica o una carrera armamentista nuclear, sino una competición para dar res-
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puesta a las preguntas anteriores. Lo que estaba en juego era casi tan importante como la supervivencia humana: el mejor modo de organizar j la sociedad humana. «Les guste o no, la historia está de nuestro lado — alardeó en cierta ocasión Nikita Jruschov ante un grupo de diplomáticos occidentales—. Los enterraremos.» Pasó el resto de su vida explicando estas palabras. Afirmó que no se refería a la guerra nuclear sino a la victoria del co munismo sobre el capitalismo, determinada por la historia. En 1961 reconoció que la Unión Soviética iba por detrás de Occidente, pero en el plazo de una década habría superado su escasez, dispondría de bienes de consumo en abundancia y su población gozaría de «bienestar mate rial». En dos décadas, la Unión Soviética «habrá alcanzado una altura extraordinaria y estará muy por delante de los principales países capi talistas».? Sencillamente, el comunismo era la tendencia del futuro. Pero las cosas no se orientaron en esa dirección. En 1 9 7 1 la eco nomía soviética y la de sus países satélite se había estancado. En 1981 el nivel de vida de la URSS se había deteriorado al extremo de que la esperanza de vida descendía, lo cual constituía un fenómeno insólito en una sociedad industrial avanzada. A finales de 1 9 9 1 , la Unión Soviética, el modelo para el comunismo en todo el mundo, había dejado de existir. Hoy es evidente que las predicciones de Jruschov eran puras ilusio nes y no el resultado de un análisis riguroso. Lo sorprendente es que muchos las tomaron muy en serio, y no todos eran comunistas. John F. Kennedy, por ejemplo, se sintió muy intimidado por la confianza ideológica del líder soviético cuando se reunieron en 1 9 6 1 en la cum bre de Viena: «Me ha machacado por completo», reconoció el nuevo presidente. Kennedy «parecía bastante aturdido», señaló poco después el primer ministro británico Harold Macmillan, «como si se encontrara por primera vez ante Napoleón en la cumbre de su poder».4 J. F. K. no era el único; el comunismo llevaba todo el siglo intimidando a estadistas y Estados. La razón debe buscarse en que el marxismo-leninismo había inspirado — y despertado— a muchos ciudadanos de otros países, que veían en esta ideología la promesa de una vida mejor. La intimidación y la inspiración alcanzaron cotas máximas en los comienzos de la Guerra Fría, que concluyó con muy pocas esperanzas para el comunismo y por tanto nada que temer.
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I El mejor punto de partida para comprender el respeto que exigía el co munismo y los temores que suscitaba es otra novela. Se publicó en 18 4 5 , con el título de Sybil, antes de que su autor, Benjamín Disraeli, ocupara el cargo de primer ministro británico. La novela llevaba el subtítulo de Dos naciones, en referencia a los ricos y a los pobres, que coexistían incómodamente en una sociedad donde la Revolución Industrial — el gran hito británico del siglo precedente— ahondaba cada vez más la brecha entre ambas. «El capitalismo prospera», se lamentaba uno de sus personajes: Acumula una riqueza inmensa, al tiempo que nosotros nos hundimos más y más, nos convertimos en menos que bestias de carga, porque hasta las bestias están mejor alimentadas y mejor cuidadas que nosotros. Y es justo que así sea, porque son muy valiosas para el sistema. Sin embargo, nos dicen que los intereses del Capital y del Trabajo son idénticos.5
Sybil lanzaba una advertencia: que un Estado cuyo progreso económico se basa en la explotación de una parte de sus ciudadanos para que otros se beneficien está abocado a tener problemas. Karl M arx, quien por aquel entonces vivía en Inglaterra, presenció el mismo fenómeno y también alertó sobre sus peligros, pero lo hizo formulando una teoría, no a través de una novela. M arx afirmó que el capitalismo produce a sus propios verdugos, porque distribuye la rique za de un modo desigual. La alienación social generada por las desigual dades económicas sólo puede tener como consecuencia una revolución: «La burguesía no sólo ha forjado las armas para su propia destrucción sino que ha dado vida a los hombres que empuñarán esas armas: a la moderna clase trabajadora, al proletariado». Quienes cavaban la tum ba del capitalismo no tardarían en sustituirlo por el comunismo, un sistema de organización social más justa, en el que la propiedad de los medios de producción sería colectiva, en el que no existirían la pobreza y la riqueza extremas y, por tanto, tampoco existiría el resentimiento, y el género humano alcanzaría la felicidad. El colaborador de M arx, Friedrich Engels, afirmaba que el comunismo supondría «el ascenso del ser humano del reino de la necesidad al reino de la libertad».6
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Esto no era para M arx y Engels simple profesión de fe sino verdade ra ciencia. La relación que M arx establecía entre progreso tecnológico, conciencia social y consecuencias revolucionarias revelaba, a juicio de estos ideólogos, cuál era el motor que impulsaba la historia. El motor era la lucha de clases y, puesto que la industrialización y la aliena ción que ésta generaba eran irreversibles, este motor carecía de marcha atrás. El marxismo llevó esperanza a los pobres y miedo a los ricos, y situó a los Gobiernos en algún punto intermedio. Gobernar únicamente en beneficio de la burguesía parecía una garantía de revolución, lo cual confirmaba la profecía de M arx; pero gobernar únicamente para el proletariado significaba que la revolución augurada por M arx ya había llegado. De ahí que la mayoría de los políticos no se definiera; ya fuera en la Gran Bretaña de Disraeli, en la Alemania de Bismarck o en el país donde el proceso de industrialización se desarrollaba con mayor rapi dez, Estados Unidos, los Gobiernos decidieron preservar el capitalismo pero mitigar su dureza. El resultado fue el bienestar social, una estruc tura ya afianzada en la mayor parte del mundo industrializado cuando sus principales exponentes entraron en guerra en agosto de 1 9 1 4 . A pesar de los progresos realizados por el capitalismo para paliar la brutalidad de la industrialización, la Primera Guerra Mundial puso de manifiesto que el mundo capitalista aún no había aprendido a preservar la paz. Las grandes potencias europeas — entre las que figuraban los Gobiernos más progresistas del mundo en el plano social— cometieron: el error de enzarzarse en la peor guerra que la humanidad había cono cido hasta la fecha, a pesar de la mutua dependencia que existía entre ellas como consecuencia de un desarrollo económico sin precedentes. La ingente cantidad de armamento que se producía en sus fábricas permitió que la guerra se prolongara mucho más de lo que nadie espe raba. Fue entonces cuando pareció que la burguesía estaba cavando su propia tumba. Éste fue el argumento esgrimido por Lenin, primero desde el exilio y luego desde la propia Rusia, tras derrocar al zar Nicolás II en 1917. La diferencia entre Lenin y M arx y Engels residía en que aquél estaba resuelto a pasar de la teoría a la acción: su golpe de Estado — pues eso es lo que fue— en el mes de noviembre sigue siendo el ejemplo más extraordinario de cómo un solo individuo puede cambiar el curso de la
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historia. O, como habría dicho el propio Lenin, inspirándose en M arx, de cómo «la vanguardia del proletariado consciente» puede acelerar la historia hacia su conclusión científicamente predeterminada. La «re volución» bolchevique significó que un Estado iba más allá de salvar al capitalismo, declarando la guerra contra el capitalismo mientras los capitalistas peleaban entre sí. Y si las expectativas de Lenin y de sus seguidores eran correctas, los ciudadanos de los demás Estados — amar gados por el capitalismo y golpeados por la guerra— no tardarían en tomar el poder y hacer lo mismo que ellos. Así lo garantizaba el motor irreversible de la historia. Nadie percibió la importancia del momento con mayor claridad que el presidente de Estados Unidos, W oodrow Wilson. Wilson compren dió, como Lenin, que las ideas podían mover naciones, pues ¿no había llevado él mismo a su país a la guerra en abril de 1 9 1 7 , exigiendo «un mundo más seguro para la democracia»? Sin embargo, este mundo, tal como Wilson lo concebía, no sería seguro para la revolución proletaria y lo mismo sucedería a la inversa. Pronto se vio envuelto en dos guerras, una militar contra la Alemania imperial y sus aliados, y otra verbal con tra los bolcheviques. El discurso de los Catorce Puntos pronunciado por Wilson en enero de 1 9 1 8 , la declaración más influyente de un ideólogo estadounidense en todo el siglo xx , fue una respuesta directa al desafío ideológico lanzado por Lenin. Comenzó así una guerra de ideas — un enfrentamiento entre visiones distintas— que se prolongaría durante la Primera Guerra Mundial, el período de entreguerras, la Segunda Guerra Mundial y la mayor parte de la Guerra Fría.7 Estaba en juego la cues tión que había dividido a las dos naciones de Disraeli: cómo gobernar las sociedades industrializadas para que «todos» los que vivían en ellas pudieran beneficiarse.I
II Lenin amplió los postulados de M arx: puesto que el capitalismo pro vocaba desigualdad y guerra, ni la justicia ni la paz podrían prevalecer hasta que el capitalismo fuera derrocado. M a rx no llegó a concretar cómo se produciría esta situación, pero Lenin proporcionó el ejemplo. El partido comunista lideraría el proceso, y un único individuo, tal como
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él había hecho en Rusia, lideraría el partido. La «dictadura» del prole tariado «liberaría» al proletariado. Y como los enemigos de la revolu ción jamás entregaban el poder voluntariamente, la dictadura emplearía; todos los medios disponibles para conseguir sus objetivos: propaganda, subversión, vigilancia, informadores, acción encubierta, operaciones militares convencionales y no convencionales e incluso el terror. El fin justificaría los medios. Sería por tanto una revolución «autoritaria» la que liberaría a los de abajo, dirigiéndolos desde arriba. El objetivo de Wilson, como el de Disraeli, era la reforma del capi talismo, no su destrucción. Wilson creía que para ello debía fomentar la espontaneidad: el problema del capitalismo era que había dejado a la gente muy poca libertad para dirigir sus propias vidas. Había cola borado con imperios que negaban a sus habitantes el derecho a elegir a sus líderes. Había limitado la eficacia de los mercados con medidas pro teccionistas y precios fijos, y había producido sucesivos ciclos de auge y decadencia. Además — Wilson coincidía con Lenin en este punto— , el capitalismo no había logrado impedir la guerra, que es la negación defi nitiva de la libertad. Los planes de Wilson para la posguerra consistían en promover la autodeterminación política, la liberalización económica y la creación de una organización internacional para la seguridad con facultades para garantizar que las rivalidades entre las naciones — que nunca desaparecerían por completo— se abordaran en lo sucesivo pa cíficamente. Sería ésta una revolución «democrática» que abriría las puertas para que los de abajo pudieran liberarse. Para Lenin, al igual que para M arx, los intereses de clase eran in compatibles: puesto que los ricos siempre explotarían a los pobres, éstos no tenían otra opción que suplantar a los ricos. Wilson, como Adam Smith, pensaba lo contrario: que la persecución de los intereses indivi duales favorecía los intereses colectivos, erosionaba las diferencias de clase y beneficiaba tanto a los ricos como a los pobres. He aquí dos so luciones radicalmente distintas para el problema de alcanzar la justicia social en las sociedades industriales modernas. En los comienzos de la Guerra Fría no estaba del todo claro cuál de las dos prevalecería. Para comprender el porqué es preciso remontarnos a los legados de Lenin y de Wilson, ambos fallecidos en 19 2 4 , en el curso de las dos décadas siguientes. A l término de la Segunda Guerra Mundial Wilson habría pasado
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por un idealista fracasado. Fueron tantas las cesiones que hubo de hacer en la negociación del Tratado de Versalles de 1 9 1 9 (la aceptación de un áspero tratamiento por parte de Alemania, el reconocimiento de las exigencias territoriales de los aliados vencedores y su voluntad mal dis frazada de perpetuar el colonialismo) que el acuerdo difícilmente podría refrendar la autodeterminación política y la liberalización económica.8 Sus propios compatriotas rechazaron incorporarse a la Liga de N acio nes — un logro que era para Wilson el mayor motivo de orgullo— , de bilitando severamente con su negativa la capacidad de esta institución. El capitalismo resurgió precariamente una vez terminada la guerra, para desmoronarse en 192.9, desencadenando la mayor depresión económica que el mundo ha conocido. Entretanto, el autoritarismo iba en ascenso, primero en Italia, bajo el mando de Benito Mussolini, después en el Japón imperial y finalmente en Alemania donde, tras acceder al poder por la vía constitucional en 1 9 3 3 , Adolf Hitler abolió de inmediato la constitución que le puso al mando del país. Estados Unidos y otros países democráticos no se esforzaron dema siado en impedir la invasión japonesa de Manchuria en 1 9 3 1 , la toma de Etiopía por Italia en 1 9 3 5 ni rápido rearme de lo que entonces era la Alemania nazi, de tal modo que al final de la década este país se había convertido en la potencia dominante en Europa continental. Y cuando, previsiblemente, estalló la Segunda Guerra Mundial, británicos y estadounidenses necesitaron de Stalin — que había colaborado con Hitler entre 1 9 3 9 y 1 9 4 1 — para derrotar a Alemania. La victoria fue un hecho cierto en 1 9 4 5 , no así la situación mundial durante la posguerra. Habida cuenta del curso de los acontecimientos, recuperar la visión de Wilson habría sido en el mejor de los casos una ingenuidad. En pala bras de uno de los principales teóricos de las relaciones internacionales en los comienzos de la guerra: «Las democracias liberales diseminadas por el mundo tras el acuerdo de paz de 1 9 1 9 eran producto de una teoría abstracta, que no había llegado a echar raíces y se marchitaba rápidamente».9 Del mismo modo, al término de la Segunda Guerra Mundial Lenin habría pasado por un realista de éxito. Su sucesor, Stalin, desarrolló una revolución en la Unión Soviética desde arriba, empezando por colecti vizar la agricultura, poniendo luego en marcha un programa de rápida industrialización y recurriendo finalmente a una práctica de crueles
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purgas para deshacerse de sus rivales, ya fuesen reales o imaginarios. La revolución internacional proletaria esperada por Lenin no se había producido, pero la U RSS era no obstante, a finales de la década de 1 9 3 0 , el Estado proletario más poderoso del mundo. A diferencia de los países capitalistas, la Unión Soviética mantuvo su productividad a pleno rendimiento y por tanto el pleno empleo durante la Gran Depre sión. Cierto que el ascenso de la Alemania nazi suponía ufia amenaza grave, pero el pacto de Stalin con Hitler ofreció al líder soviético tiempo y territorios, de manera que al producirse la invasión nazi, en 1 9 4 1 , la Unión Soviética no sólo había sobrevivido sino que se hallaba en con diciones de combatir. Cuando la guerra tocaba a su fin, la URSS estaba física y políticamente preparada para dominar la mitad de Europa. Su influencia ideológica — a la luz de lo que un sistema autoritario había demostrado ser capaz de conseguir— acaso podría extenderse mucho más allá. El marxismo-leninismo contaba por aquel entonces con millones de partidarios en Europa. Fueron los comunistas españoles, franceses, italianos y alemanes quienes lideraron la resistencia contra el fascismo. La idea de revolución social — que los de abajo pudieran terminar arri ba— tenía un enorme atractivo incluso en un país como Polonia, pese a su larga historia de antagonismo con Rusia.10 Además, a la vista de la devastación provocada por la guerra, junto con la depresión que la había provocado, no estaba del todo claro que el capitalismo democrá tico se hallara en situación de abordar el esfuerzo de la reconstrucción durante la posguerra, puesto que la mayor democracia capitalista, Es tados Unidos, había demostrado en el pasado poca voluntad de respon sabilizarse de lo que ocurría más allá de sus fronteras. Los propios estadounidenses albergaban muchas dudas. El New Deal de Roosevelt había paliado, pero no curado, los problemas eco nómicos del país; esto fue posible gracias a los gastos bélicos, aunque a medida que los presupuestos federales recuperaban la normalidad no había garantías de que la depresión no volviera a producirse. El poder del Gobierno había crecido extraordinariamente bajo el mandato de Roosevelt, mientras que el futuro de los mercados, la espontaneidad e incluso la libertad — para muchos críticos— no se perfilaban de un modo claro. Un observador escribía en 1 9 4 3 : «Tenemos en conjunto más libertad y menos igualdad que en Rusia. Rusia tiene menos liber
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tad y más igualdad. Es fuente de debate interminable si la democracia debe definirse principalmente en términos de libertad o en términos de igualdad».11 Este comentario bien pudo haberlo realizado el bien intencionado aunque cándido vicepresidente Henry A. Wallace, que siempre vacilaba ante este tipo de cuestiones. Su autor fue en realidad el duro teólogo Reinhold Niebuhr, recordado por su férrea resistencia al comunismo durante la Guerra Fría. El hecho de que Niebuhr se preguntara, duran te la Segunda Guerra Mundial, si la democracia debía definirse antes por la libertad o por la igualdad es una buena ilustración de las escasas perspectivas que alentaba, por aquel entonces, la visión de Wilson.
m La Guerra Fría lo transformó todo, con el resultado de que a Wilson se le recuerda hoy como un realista profético mientras las estatuas de Lenin se cubren de moho en los vertederos del antiguo mundo comunista. Al igual que la guerra nuclear que nunca llegó a producirse, el renacimiento y el triunfo del capitalismo democrático fue un acontecimiento sor prendente, que muy pocos, en ninguno de los bandos ideológicamente divididos de 19 4 5 , habrían podido prever. Las circunstancias vividas en la primera mitad del siglo x x proporcionaron fuerza física y autoridad política a las dictaduras. ¿Por qué habría de ser distinta la segunda mitad del siglo? Las razones no fueron un cambio fundamental en los medios de producción, tal como argumentaría un historiador marxista, sino un sorprendente cambio de actitud por parte de Estados Unidos hacia la comunidad internacional. Aun cuando habían construido la economía más fuerte y diversificada del mundo, los estadounidenses mostraron muy poco interés antes de 1 9 4 1 por cómo se gobernaba en el resto del planeta. Era lamentable que en algunos lugares se hubieran impuesto regímenes represivos, pero éstos difícilmente podrían afectarles a ellos. Ni siquiera su intervención en la Primera Guerra Mundial modificó esta actitud nacional, según descubrió Wilson con vergüenza y pesar. El cambio, inmediato e irrevocable, se produjo con el ataque japo nés sobre Pearl Harbor. Este acontecimiento hizo saltar por los aires la
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ilusión de que la distancia garantizaba la seguridad de Estados Unidos, que no importaba quién gobernase al otro lado del océano. La seguri dad de la nación se vio de pronto amenazada y, puesto qué era posible que otros agresores pudieran seguir en el futuro el ejemplo japonés, cotí fuerzas aéreas y navales, no cabía eludir el problema. Así, no había ape nas otra opción para Estados Unidos que la de asumir responsabilidades a escala mundial. Esto pasaba por ganar la guerra contra Alemania y Japón — Hitler declaró la guerra a Estados Unidos cuatro días después del ataque a Pearl Harbor— , pero también por planificar un modeló para la posguerra que garantizara la democracia y el capitalismo en el mundo. Wilson cobraba relevancia una vez más, pues había mucho que aprender de los errores cometidos tras la Primera Guerra Mundial. Su aspiración de convertir el mundo en un lugar seguro para la democra cia afirmaba de un modo implícito que las democracias no inician las guerras. El período de entreguerras parecía confirmar esta afirmación; pero ¿qué llevaba a los países a abandonar la democracia? Alemania, Italia y Japón habían tenido en el pasado Gobiernos parlamentarios que perdieron su prestigio con las crisis económicas de los años veinte y treinta. Éstos y otros muchos países adoptaron entonces soluciones autoritarias que más tarde desembocaron en una agresión militar. El capitalismo no sólo había generado desigualdad social, como M arx ha bía predicho, sino que, de acuerdo con esta línea argumental, también había desencadenado dos guerras mundiales. ¿Cómo evitar una tercera? La respuesta parecía obvia para la Ad ministración Roosevelt: construir un orden internacional en el cual el capitalismo pudiera estar a salvo de sus tendencias autodestructivas, y los ciudadanos a salvo de las desigualdades y por tanto de las tenta ciones de sublevarse y huir de la libertad; un orden que protegiera las naciones de la agresión hacia la cual parecía tender el autoritarismo. El secretario de Estado Cordell Hull advirtió en 19 4 4 : «Un mundo en caos económico siempre será el caldo de cultivo para los conflictos y la guerra».12- Roosevelt y sus asesores no lo admitirían fácilmente, aunque atendieron tanto a la crítica marxista-leninista del capitalismo como a la formulada por el propio Wilson. Pero ¿en qué situación dejaba esto a Stalin? El pragmático Roosevelt aceptó de buen grado la alianza con la
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Unión Soviética durante la guerra: «N o puedo aceptar el comunismo; lo mismo que tú — le dijo a un amigo— , pero con tal de cruzar este puente soy capaz de aliarme con el d ia b lo » .S a b ía tan bien como cualquie ra que la colaboración con M oscú podía concluir una vez alcanzada la victoria, pero quería que la responsabilidad residiera en Moscú, no en Washington. Para ello ofreció a la URSS que se incorporara a tres nuevos organismos internacionales a los que Roosevelt se proponía pro porcionar todo el respaldo de Estados Unidos: El Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial y las Naciones Unidas. Estas instituciones se crearon con el fin de alejar la posibilidad de futuras depresiones mediante una rebaja de las tarifas arancelarias, la estabilidad de las monedas y la coordinación gubernamental en el fun cionamiento de los mercados, al tiempo que la comunidad internacio nal se dotaba de los medios necesarios para contener y derrotar a sus futuros agresores, llegado el caso. Se aunaban así dos de los pilares del programa de Wilson: la liberalización económica y la seguridad colecti va. El tercero, la autodeterminación política, tendría que esperar a juicio de Roosevelt, al menos para las naciones y los pueblos que habían caído o podían caer bajo el poder soviético. Lo esencial era ganar la guerra, asegurar la paz y garantizar la recuperación. Confiaba en que más tarde habría espacio para la democracia. Stalin celebró el ingreso de la Unión Soviética en Naciones Unidas en calidad de miembro fundador: el derecho a veto en el seno del Consejo de Seguridad dejaba a esta organización en manos de los vencedores de la guerra. El Fondo y el Banco eran otra cuestión. Una vez Stalin com prendió que el objetivo de Naciones Unidas era salvar el capitalismo, y no proporcionar una estructura que permitiera a la Unión Soviética obtener ayudas de Estados Unidos para su reconstrucción,14 como cre yera inicialmente, el líder soviético no quiso incorporarse. Esta decisión, sumada a su creciente y notoria determinación de imponer regímenes autoritarios en Europa oriental, significaba que el esfuerzo de Roose velt por tender un puente entre Wilson y Lenin había fracasado. Pero al menos fue posible recuperar la visión de Wilson: el enfrentamiento ideológico entre sus postulados y los de Lenin durante la Primera Guerra Mundial se prolongaría también a lo largo de la Guerra Fría. Así se puso de manifiesto en tres importantes discursos que se pronunciaron en un intervalo de trece meses, entre 19 4 6 y 19 4 7 .
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Stalin ofreció el primero en Moscú, el 9 de febrero de 19 4 6 . Volvía en él a los aspectos esenciales: resucitaba a M arx en la condena del ca pitalismo por su reparto desigual de la riqueza; reiteraba la afirmación de Lenin de que esta situación desencadenaría guerras entre los capi talistas; concluía a partir de aquí que la paz sólo sería posible cuando el comunismo hubiera triunfado en todo el mundo; subrayaba que el proceso de industrialización en la Unión Soviética antes de la Segunda Guerra Mundial había permitido a su país imponerse en el conflicto, aunque no mencionaba la ayuda recibida de Estados Unidos y Gran Bretaña; y terminaba con un llamamiento al pueblo soviético, a quien pedía arduos sacrificios para recuperarse de los daños causados por la última guerra al tiempo que se preparaba para esa otra guerra futu ra que las contradicciones del capitalismo seguramente terminaría por desencadenar15 Winston Churchill ofreció el segundo discurso poco después de con cluir su mandato, en el pintoresco escenario de Fulton, Missouri, el 5 de marzo de 19 4 6 , con el presidente Truman sentado a su lado. Con su ca racterística y portentosa cadencia, el antiguo primer ministro advirtió:
Un telón de acero ha caído sobre el continente europeo, desde Stettin, en el Báltico, a Trieste, en el Adriático. Al otro lado de esa línea se encuentran todas las capitales de los antiguos Estados de Europa central y oriental [...]. Estas famosas ciudades y todas las poblaciones circundantes [...] están sometidas de uno u otro modo no sólo a la influencia soviética sino a un altísimo y creciente control por parte de Moscú. Churchill reconocía que los rusos no deseaban la guerra, pero sí «los frutos de la guerra y la expansión indefinida de su poder y su doctri na». Sólo la fuerza podía detenerlos: «Si las democracias occidentales se unen [...] nadie podrá molestarlas. Si por el contrario se dividen o se muestran vacilantes, si dejamos que estos años decisivos se nos escapen, la catástrofe nos aplastará a todos».16 Fue el propio Truman quien pronunció el tercer discurso un año más tarde, el i z de marzo de 19 4 7 , solicitando al Congreso ayuda para Grecia y Turquía y presentando la doctrina de compromiso estadouni dense con las víctimas de agresiones o intimidación en cualquier lugar del mundo. Su justificación ideológica para adoptar estas medidas era
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wilsoniana: el mundo se hallaba dividido en «dos estilos de vida», no el del comunismo frente al capitalismo, sino el de la democracia frente a la dictadura, distinción que le permitía vincular esta nueva pauta de participación en los asuntos europeos con sus intervenciones anteriores en 1 9 1 7 y 1 9 4 1 . Su decisión era deliberada; uno de los hombres que redactaron el discurso de Truman recordaría más tarde que era preciso demostrar al mundo «que podíamos ofrecer algo positivo y atractivo, más allá del anticomunismo» .J7 Este fue el pilar del Plan Marshall y de las decisiones simultáneas de iniciar la reconstrucción de la Alemania y el Japón ocupados. Se trataba de un esfuerzo en la línea propuesta por Disraeli, que habría merecido el aplauso tanto de Wilson como de Roosevelt, pues iba dirigido a salva guardar el capitalismo y garantizar la democracia, impidiendo que, en circunstancias tan poco prometedoras como las que se estaban viviendo, las alternativas autoritarias pudieran hacerse con el poder, pese a sus evidentes peligros para la libertad humana. «La idea no era tildar de comunista a todo el que empleara el lenguaje de M arx o de Lenin — dijo Charles E. Bohlen, asesor presidencial— , pues hay en el marxismo mu chos aspectos [...] que en modo alguno reflejan una creencia en la teoría comunista o un compromiso con la organización del comunismo moder no.»18 El objetivo era crear una alternativa al comunismo, en el marco de la democracia y el capitalismo, que acabara con la desesperación económica y social que empuja a los pueblos hacia el comunismo en primera instancia. Ello fue posible gracias a que Estados Unidos asumió responsabilidades tras la Segunda Guerra Mundial más allá de su propio hemisferio. La amenaza de Stalin contribuyó a conseguirlo. «La brecha es insuperable — afirmaba uno de los personajes de Dis raeli en Sybil— , absolutamente insuperable.»19 Un siglo más tarde la fractura entre ricos y pobres, entre los que disponían de los medios necesarios para vivir bien y los que no, había cobrado una importancia geopolítica a escala global, y dos visiones antagónicas competían para cerrarla. Según afirmó Bohlen en el verano de 19 4 7 : «Hay dos mundos en lugar de uno».20
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IV Las dos ideologías que definían respectivamente a estos dos mundos se proponían infundir esperanza, pues la esperanza es en primera instan cia la razón por la que uno se adhiere a una ideología. La diferencia radicaba en que una de ellas necesitaba del miedo para funcionar. Esta era la diferencia ideológica esencial de la Guerra Fría. Nunca ha estado claro hasta qué punto se proponía Lenin ampliar la dictadura del proletariado. Estaba convencido de que los fines de la revolución justificaban sus medios, incluido el uso del terror.11 Pero ¿ha-' bría sido partidario de que toda la autoridad se concentrase en manos de un solo individuo con capacidad para encarcelar, exiliar o ejecutar a cualquiera que cuestionara — o que a su juicio «pudiera» cuestio nar— este proceso? Lo que Lenin pudo haber hecho lo hizo más tarde Stalin. A finales de la década de 19 3 0 sus agentes habían detenido o asesi nado a unos 63.000 opositores al proceso de colectivización. En 1932, había deportado a cerca de 1 ,2 millones de kulaks — término con el que Stalin se refería a los campesinos «ricos»— a remotas regiones de la U R SS. En 1 9 3 4 cinco millones de ucranianos habían muerto a consecuencia de la hambruna resultante. M ás tarde Stalin inició las purgas en el Gobierno y entre los mandos del partido, encarcelando a otros 3,6 millones de individuos y ejecutando a casi 700.000 sólo entre 1 9 3 7 y 19 3 8 . Figuraban entre ellos muchos de los antiguos seguidores de Lenin, con la excepción destacada de León Trotsky, a quien Stalin persiguió y asesinó finalmente en México, en 19 4 0 . De acuerdo con las estimaciones de un historiador, para entonces Stalin había destrozado o terminado con las vidas de entre 10 y 1 1 millones de ciudadanos soviéticos, todo ello con el fin de mantenerse en el poder.11 Era imposible conocer la magnitud de esta tragedia cuando terminó la guerra, puesto que Stalin censuró su propio censo de población en 1:937, cuando detuvo a sus principales funcionarios y ejecutó a muchos de ellos.1 ? Se sabía sin embargo lo suficiente para instilar tanto temor como esperanza en los europeos que aguardaban la liberación del yugo nazi por parte de un Estado cuyo historial no parecía tan negativo. El comportamiento del Ejército Rojo en Alemania acrecentó estos temores; los ejércitos rara vez se conducen con amabilidad cuando ocupan el
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territorio de un enemigo derrotado, pero los rusos se mostraron par ticularmente violentos en sus saqueos, agresiones físicas y violaciones en masa.z4 La cultura de la brutalidad de la Unión Soviética se había extendido, al parecer, más allá de sus fronteras. La actuación del Ejército Rojo fue comprensible en cierto senti do, pues los alemanes se habían mostrado aún más brutales cuando ocuparon la URSS durante la guerra. Pero el objetivo de Stalin no era una justa retribución. Confiaba en difundir el marxismo-leninismo por toda Europa, aunque sabía que no podría lograrlo únicamente con el uso de la fuerza y la propagación del miedo, los métodos que con tanta crueldad había empleado en su propio país. Los comunistas polacos, checos, húngaros, rumanos y búlgaros, así como los alemanes a partir de 19 4 9 , gobernarían Estados ostensiblemente independientes. Stalin estaba seguro de poder controlarlos porque, pese a la oposición de Tito y los yugoslavos, la mayoría de los comunistas seguía fielmente los dic tados de Moscú por aquel entonces. N o debía sin embargo excederse en su dureza, pues ello podría provocar una revolución que exigiría ser reprimida. Así, era muy importante que los comunistas cosecharan el apoyo popular. «Con una buena agitación y la actitud adecuada puedes obtener un número de votos co n sid e ra b le » ,le dijo Stalin en 19 4 5 al líder comunista polaco W ladyslaw Gomulka. Si esto era lo que el jefe del Kremlin esperaba precisamente de los polacos, no sería a su juicio poco razonable confiar en que los alemanes y otros europeos que vivían bajo su esfera de influencia militar y política apoyasen también a los comunistas locales, otorgándoles directamente el Gobierno o al menos su participación en coaliciones gubernamentales. Eso sería preferible a una confrontación directa con estadounidenses y británicos; además, la doctrina leninista sugería que los capitalistas no tardarían en enfrentarse.2-6 La dictadura del proletariádo no podría extenderse por esas regiones con los medios empleados por Stalin en la Unión Soviética y Europa oriental. La «mayoría» de los europeos oc cidentales tendría que «elegirla». La estrategia de Stalin no carecía de lógica, salvo en un aspecto. Exigía que él dejara de ser quien era: un tirano que había ocupado el poder mediante el terror y se mantenía en él por los mismos medios. En cuanto observó los más leves indicios de independencia en los países de Europa oriental — como cuando los checos solicitaron permiso para
participar en el Plan Marshall— , Stalin actuó con los responsables como hiciera antes de la guerra con sus rivales, reales e imaginarios, en su pro pio país: apartándolos del poder, sometiéndolos a juicio, encarcelándo los y, en algunos casos, ejecutándolos. A buen seguro que habría hecho lo mismo con Tito si Yugoslavia no se hubiera alejado de su alcance. Se estima que un millón de comunistas de los países de Europa oriental fueron sometidos a algún sistema de purga entre 19 4 9 y í 9 5 3 .27 Lo mismo sucedía entretanto en la propia Unión Soviética, pues durante los últimos años de Stalin se generalizaron las detenciones, los juicios, las ejecuciones y, cuando no resultaba fácil justificar estas últimas, los «accidentes». A la muerte del dictador las prisiones soviéticas estaban más llenas que nunca.28 «Que tiemblen las clases dirigentes ante la revolución comunista — proclamó M arx en 18 4 8 — . Los proletarios nada tienen que perder, salvo sus cadenas.»29 Sin embargo, un siglo más tarde los proletarios que aún no habían caído bajo la dictadura de Stalin tenían sobradas ra zones para temblar ante las cadenas con que éste había atado a quienes ya habían sufrido la misma desgracia con anterioridad. N o es accidental que el Gran Hermano de Orwell luciera un bigote como el de Stalin.V
V Si eran precisas las cadenas para controlar a los proletarios de Stalin, cuesta entender que esta ideología pudiera recibir algún apoyo en cual quier lugar del mundo. Pero la privación conduce a la desesperación y, cuando la alternativa es la muerte por hambre o la represión, la elección no siempre resulta fácil. Si deseaba convertirse en alternativa, la ideo logía estadounidense no podía limitarse a demostrar que el comunismo suprimía la libertad; debía demostrar además que el capitalismo era capaz de conservarla. Nunca hubo en Washington un plan preconcebido en este sentido Lo que había, por el contrario, eran objetivos contradictorios al fina de la Segunda Guerra Mundial: castigar a los enemigos derrotados cooperar con la Unión Soviética; reanimar la democracia y el capitalis mo y fortalecer las Naciones Unidas. Y no todos ellos eran posibles sir antes realizar ciertos reajustes y establecer el orden de las prioridades
El momento llegó a finales de 19 4 7 : el nuevo objetivo, magníficamente articulado por Kennan (convertido para entonces en el principal estra tega político de Marshall) sería evitar que las instalaciones industriales y militares de los antiguos adversarios (principalmente las de Alemania y Japón) cayeran en manos del actual y futuro adversario, la Unión Soviética. 3° Pudo haberse destruido lo que quedaba de estas instalaciones, pero eso habría supuesto la hambruna para Alemania y Japón e impedido la recuperación económica de los aliados estadounidenses. También pudo haberse restaurado el autoritarismo alemán y japonés para establecer una colaboración posterior con estos regímenes, pero ello habría pues to en peligro los objetivos por los que se había librado la guerra. Así, Estados Unidos encontró una tercera vía, Revitalizaría las economías alemana y japonesa, asegurando con ello el futuro del capitalismo en estos países y en las regiones circundantes, pero además transformaría a los alemanes y a los japoneses en ciudadanos demócratas. La estrategia era ambiciosa, incluso audaz, tanto que, si alguien la hubiera anunciado públicamente, junto con la Doctrina Truman y el Plan Marshall, se habría percibido como altamente improbable. Aunque Alemania y Japón tuvieron sistemas parlamentarios antes de sucumbir a las dictaduras en la década de 19 3 0 , la cultura de la democracia nunca llegó a arraigar en ninguno de estos países, de ahí su fácil tránsito a la dictadura. Sin embargo, estas dictaduras habían quedado desacredita das tras su derrota en la guerra, lo que proporcionaba a Estados Unidos una impecable hoja de servicio y mano libre a través de la ocupación militar. La respuesta de Estados Unidos fue idéntica a la de Stalin: con fiar en que lo que había funcionado en casa funcionaría también fuera. Pero las instituciones estadounidenses no podían ser más distintas de las soviéticas, como distintos eran los objetivos de Estados Unidos para proceder a la ocupación. La función del Gobierno era, a juicio de Estados Unidos, facilitar la libertad. Ello tal vez pudiera exigir ciertas regulaciones económi cas, pero nunca al extremo de la Unión Soviética, cuya intervención sobre la economía era total. La gente podría conservar la propiedad, los mercados podrían distribuir sus recursos y el resultado sería una mejora de la economía para todos: los líderes sólo ejercerían el poder con el consentimiento de los ciudadanos; las leyes, administradas con
imparcialidad, garantizarían la justicia; y una prensa libre aportaría transparencia y por tanto credibilidad. El Gobierno se sustentaría sobre la esperanza, no sobre el terror. Ninguna de estas condiciones existía en la Unión Soviética, sus países satélites o los territorios ocupados bajo su Administración. Sin embargo, de poco habría servido todo esto sin pasar a la acción. Es aquí donde entra en escena el Plan Marshall, con la idea de impulsar las economías europeas — y al mismo tiempo la de Japón— mediante ayudas económicas sustanciales, siempre que los beneficiarios aceptaran desde el principio las condiciones sobre el uso de esta ayuda. El único requisito era la cooperación: la superación de los viejos antagonismos a la vista de los nuevos peligros. El objetivo era restablecer la confian za, la prosperidad y la paz social por medios democráticos: demostrar que, si bien existían dos mundos ideológicamente separados, no tenían por qué existir dentro del mundo capitalista las naciones separadas de los ricos y los pobres que habían propiciado el auge del marxismo. Y tampoco había necesidad de guerras entre los capitalistas, tal como Lenin había insistido. Sólo Estados Unidos tenía los recursos económicos — y tal vez la ingenuidad— para abordar esta tarea. La Unión Soviética no se hallaba en situación de competir, de ahí que Stalin respondiera con medidas enérgicas en las zonas de Europa bajo su control. Los estadounidenses contaban sin embargo con una ventaja adicional sobre los soviéticos que nada tenía que ver con su capacidad material: su pragmatismo y su confianza en la espontaneidad. Jam ás aceptaron que la sabiduría o incluso el sentido común sólo se encontrasen arriba, ya fuera en el escenario de la economía de mercado, de la política democrática o de la cultura nacional. Les impacientaba la jerarquía, se sentían cómodos con la flexibilidad y desconfiaban profundamente de la idea según la cual la teoría debía determinar la práctica y no a la inversa. Por eso no molestó a Truman y a sus consejeros que los mandos militares estadounidenses en Alemania y Japón diseñaran sus propias estrategias para la ocupación de estos países, acomodándolas a la rea lidad con la que se enfrentaban. N o hizo falta explicar las deficiencias del modelo de «una misma talla para todos». Tampoco los políticos de Washington, por más que fueran capitalistas acérrimos, se negaron a trabajar con los socialistas europeos para contener el comunismo en
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Europa. Los resultados eran más importantes que la coherencia ideológicá y, cuando algunos países beneficiarios del Plan Marshall señalaron que difícilmente podían fortalecer su confianza sin protección militar, Estados Unidos accedió a proporcionar también este tipo de ayuda mediante la Organización del Tratado del Atlántico Norte, la primera alianza militar que el país establecía en tiempo de paz desde que en 1800 concluyera la que mantuvo con Francia, que le permitió alcanzar su independencia. En marcado contraste con esta posición, Stalin suprimía la esponta neidad en la Unión Soviética allí donde ésta aparecía, por miedo a que minara los cimientos de su régimen. Pero esto implicaba la aceptación de que el propio Stalin era la fuente de toda sabiduría y sentido común, tal como sus acólitos señalaban con frecuencia en los últimos años de su vida. Con independencia de que Stalin los creyera o no, «el mayor genio de la humanidad» era sin duda un hombre solo, engañado y temeroso, adicto a pontificar sobre cuestiones de genética, economía, filosofía y lingüística, sin conocimientos suficientes, dado a dilatadas cenas con sus aterrados subordinados, donde se consumían ingentes cantidades de alcohol, y curiosamente aficionado a la películas estadounidenses. «Estoy acabado — reconoció en un momento de candor poco antes de su muerte— . Ya ni siquiera confío en mí mismo.»?1 A esto quedaron reducidas las aspiraciones de M arx y las ambicio nes de Lenin: a un sistema que pervertía la razón, aniquilaba la con fianza y funcionaba mediante el terror, pero que ahora competía con la esperanza que ofrecía el capitalismo.V I
VI ¿Y si el problema residiera en el propio Stalin, y el comunismo se hubie ra salvado con un líder distinto? Los hombres que aspiraban a suceder al dictador creían que el diagnóstico era exacto y el remedio adecuado. Todos estaban dispuestos a liberar el marxismo-leninismo del legado estalinista. Descubrieron sin embargo que ambos estaban inextricable mente unidos; intentar separarlos entrañaba el peligro de matarlos a ambos. El primer líder postestalinista que lo intentó fue asesinado. Lavren-
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tii Beria, jefe de la policía secreta de Stalin desde 19 3 8 , fue uno de los hombres que asumieron el poder a la muerte del dictador, incorporán dose al triunvirato con Molotov y Malenkov. Beria, un asesino múlti ple y un depredador sexual, era también un magnífico administrador y merecía más que nadie el mérito de la bomba atómica soviética. Se mostraba asombrosamente crítico con el sistema que le había otorgado semejante poder. Apenas podía ocultar su satisfacción por la muerte de Stalin — ciertos historiadores incluso insinúan que él mismo la dispu so— 32 y de inmediato intentó acabar con algunos de los peores aspectos del régimen estalinista. Beria suspendió la última ronda de purgas absurdamente ordenada por Stalin contra sus propios médicos. De acuerdo con sus colegas, ordenó a continuación a chinos y norcoreanos poner fin a las negocia ciones de paz, estancadas desde hacía mucho tiempo, y acabar con la Guerra de Corea. Publicó un artículo en Pravda en el que expresaba sus esperanzas de establecer una mejor relación con Estados Unidos y no contó con sus comandatarios para lanzar la propuesta de garanti zar a las nacionalidades no rusas en el seno de la Unión Soviética un grado de autonomía muy superior al que Stalin había estado dispuesto a concederles.33 Su acción más controvertida fue el intento de resolver el dilema sobre el futuro de Alemania. La formación de la República Federal de Alemania (Alemania occi dental) en mayo de 19 4 9 frustró cualquier esperanza de que el comu nismo pudiera extenderse a ese país por sus propios medios, tal como pensaba Stalin. El nuevo Gobierno federal de Konrad Adenauer no buscaba tanto la reunificación como la independencia de la Unión So viética, para lo cual intensificó sus lazos con Estados Unidos. A la vista de la situación, Stalin no tuvo más opción que autorizar la formación de la República Democrática Alemana (RDA o Alemania oriental) en el mes de octubre, aunque lo. hizo con escaso entusiasmo. Seguía dispuesto a sacrificar el régimen, encabezado por el veterano comunista alemán Walter Ulbricht, con tal de impedir el ingreso de Alemania occidental en la Alianza Atlántica. En marzo de 1952., con este objetivo en mente, Stalin ofreció la reunificación a cambio de neutralización.^ La propuesta no prosperó; las motivaciones de Stalin eran demasia do transparentes, y Alemania oriental inició su proceso de transforma ción en Estado proletario, una tarea nada fácil puesto que se trataba
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de una región principalmente agrícola y los rusos habían eliminado las escasas industrias que existían. Ulbricht, un buen estalinista, insistía eñ que los alemanes del Este resolverían el problema trabajando con mayor ahínco, y estableció un programa de rápida industrialización similar al que Stalin había emprendido en la Unión Soviética. Sin embargo, pronto se puso de manifiesto que esto ahondaba la crisis económica, provocando malestar y empujando a miles de alemanes orientales a emigrar a Alemania occidental, lo cual todavía era posible a través de la frontera que separaba los dos sectores de Berlín. Los nuevos líderes del Kremlin ordenaron al reacio Ulbricht que ralentizara este programa — cosa que hizo sólo parcialmente— , y en mayo de 19 5 3 Beria lanzó una propuesta completamente radical: que la Unión Soviética aceptase una Alemania reunificada «capitalista» a cambio de neutralización. Beria se proponía abandonar a Ulbricht y los comunistas de Alemania oriental. Pero antes dé que este plan pudiera llegar a ninguna parte estallaron disturbios en Berlín oriental y el resto de la Alemania comunista.?? Quienes protestaban eran principalmente «proletarios», es decir, gente a quien la dictadura, al menos en teoría, debía haber proporcionado libertad. En la práctica se la habían negado, lo cual planteaba un dilema a los sucesores de Stalin, pues al menos un régimen comunista se asentaba sobre un polvorín de resentimiento, alimentado por el fracaso del marxismo-leninismo para cumplir sus promesas. ¿Y si otros seguían el ejemplo? Los colegas de Beria resolvieron el problema de inmediato, utili zando a las tropas soviéticas para aplastar los disturbios en Alemania oriental, aun cuando esto significara un incómodo reconocimiento de fracaso, tanto para ellos como para Ulbricht. Acto seguido detuvieron al propio Beria, lo acusaron de ser un agente del imperialismo angloestadounidense, lo juzgaron, lo condenaron y lo ejecutaron. Jruschov, que había orquestado los acontecimientos, se alineó entonces estre chamente con el régimen represivo de Ulbricht, algo que Stalin nunca había hecho.?6 N o fue un comienzo auspicioso para quienes pretendían liberar el comunismo de las garras del estalinismo, pese a lo cual no sería el último intento.
V II
Fue el propio Jruschov quien realizó el siguiente. Tras deponer y ejecutar a Beria, se deshizo de Malenkov y M olotov en los dos años siguientes — aunque no los mató— , de tal modo que a mediados de 19 5 5 era el principal líder del Estado soviético posterior a Stalin. M uy distinto de Stalin en lo personal, Jruschov era además sincero — y esencialmente humano— en su determinación de recuperar el objetivo original del marxismo: una vida mejor que la ofrecida por el capitalismo. Una vez consolidada su autoridad en el Kremlin, se ocupó del legado de Stalin. El 2 5 de febrero de 1 9 5 6 sorprendió a los delegados que asistían al X X Congreso del Partido Comunista Soviético enumerando cándida mente primero los crímenes de Stalin para denunciarlos a continuación. Al hacerlo derribó la fachada — producto del terror y la negación— que hasta entonces había ocultado la verdadera naturaleza del régimen éstalinista tanto para el pueblo soviético como para los comunistas del mundo entero. Su intención era preservar el comunismo y pensaba que la reforma sólo podía emprenderse si se reconocía el error. «Me vi obligado a contar la verdad sobre el pasado, pese al riesgo que pudiera entrañar para m í», recordaría más tarde.3? Pero el sistema que Jrus chov se proponía preservar se asentaba, desde los tiempos de M arx y Engels, sobre el supuesto de que estaba exento de errores. Eso era lo que significaba haber descubierto el motor que impulsaba la historia hacia delante. Un movimiento basado en la ciencia ofrecía poco espacio para la confesión, la contrición y la posibilidad de redención. Así, los problemas que Jruschov generó para sí y para el movimiento comunista internacional comenzaron casi en el mismo momento en que terminó aquel discurso. Una de sus consecuencias fue sencillamente el impacto que produjo. Los comunistas no estaban acostumbrados a que en las altas esferas se reconociese error alguno, y mucho menos a semejante escala. La expo sición de Jruschov fue, en palabras del secretario de Estado Dulles, «la mayor condena del despotismo jamás realizada por un déspota».38 El líder del partido polaco, Boleslaw Bierut, sufrió un ataque al corazón mientras leía el discurso de Jruschov y murió poco después. El efecto que tuvo para otros comunistas fue casi igual de devastador, pues el nuevo líder soviético parecía estar diciéndoles que ya no bastaba con
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afirmar, como proposición teórica, que la historia estaba de su parte. Erá igualmente necesario contar con el apoyo del pueblo. «Estoy ple namente seguro — anunció Jruschov en el funeral de Bierut— de que lograremos un cierre de filas sin precedentes tanto en nuestro propio partido como entre la gente cercana a nuestro partido. »39 El Partido Comunista Polaco aprendió la lección al dedillo y, tras la muerte de Bierut, empezó a liberar a los prisioneros políticos y a destituir a los estalinistas de las posiciones de autoridad, lo que produjo disturbios como los ocurridos en Alemania oriental en circunstancias similares. En el caso polaco, sin embargo, los partidarios de la línea dura no recuperaron el poder. Los polacos volvieron a Gomulka, que había caído víctima de las purgas de Stalin, y le ofrecieron el liderazgo del partido sin la aprobación de Jruschov. Enfurecido ante esta des obediencia, el líder soviético se presentó en Varsovia sin ser invitado, montó una pataleta y amenazó con enviar a las tropas soviéticas, si bien terminó por aceptar el nuevo Gobierno polaco, pues a fin de cuentas sólo prometía lo que él mismo afirmaba desear. Dar «un rostro humano al socialismo». El problema de los polvorines, incluso de los que no estallan, es que suelen estar cerca de otros. Con la esperanza de evitar nuevos distur bios, Jrushov dispuso en julio de 19 5 6 apartar del poder al líder estalinista húngaro Matyas Rákosi. Le dijo a Rákosi que estaba «enfermo» y necesitaba «tratamiento» en M oscú.40 Esto no hizo sino provocar nuevas demandas de concesiones, y a finales de octubre — inspirados por los acontecimientos en Polonia— los húngaros organizaban una rebelión a gran escala, no sólo contra sus propios comunistas, sino con tra la propia Unión Soviética. Las tropas del Ejército Rojo se retiraron tras protagonizar sangrientos combates en las calles de Budapest, y por espacio de unos días se pensó que Hungría recibiría la autorización para retirarse del Pacto de Varsovia, la alianza militar creada por los rusos el año anterior en respuesta a la O TA N . Jruschov dio muchas vueltas a cómo actuar, pero finalmente, presionado por M ao, ordenó que el ejército regresara a Hungría para sofocar la rebelión. La intervención fue un éxito, pero costó la vida a 1.5 0 0 soldados soviéticos y a 20.000 húngaros. El primer ministro Imre N agy, que de mala gana asumió el liderazgo del régimen rebelde, fue detenido y posteriormente ejecutado. Cientos de miles de supervivientes húnga-
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ros intentaron desesperadamente escapar a Occidente, y los que no lo lograron hubieron de soportar el retorno de la represión, al parecer — según enseñaba la lección en Hungría— el único modo de gobernar que conocía el marxismo-leninismo. Ser comunista era «inseparable de ser estalinista», proclamó Jruschov ante una delegación china a prin cipios de 19 5 7 . «Dios quiera que cada comunista sea capaz de luchar por los intereses de la clase obrera como luchó Stalin.»41 "No sabemos lo que pensaba Dios al respecto, pero el fantasma del viejo dictador no resultaba fácil de exorcizar.
VIII Era lógico que los chinos tuvieran un papel tan importante en la deci sión de Jruschov para acabar con la rebelión en Hungría, pues también M ao Zedong era un líder post-estalinista con ideas para salvar el comu nismo. Aunque su solución, en conjunto, consistió en emular a Stalin. M ao no fue consultado previamente sobre el discurso de «desestalinización» pronunciado por Jruschov en febrero de 19 5 6 , como tampo co lo fue ningún otro líder comunista extranjero. El mandatario chino respetaba y valoraba a Stalin, si bien nunca le resultó fácil tratar con él. Stalin tardó en apoyar la revolución comunista china y se mostró muy sorprendido de su éxito. Fue poco generoso en los términos del Tratado Chino-Soviético de 19 5 0 y parco en su apoyo militar a China durante la Guerra de Corea. Insistió en que la guerra debía continuar cuando M ao y Kim Il-sung estaban dispuestos a concluirla. Y cuando en cierta ocasión se preguntó al intérprete chino, Shi Zhe, si el presidente Mao se entristeció al enterarse de la muerte de Stalin, la respuesta fue: «No creo que el presidente se entristeciera».42Pese a todo, Stalin era útil para M ao en otro aspecto: como modelo para la consolidación de la revolución comunista. M ao tuvo que inter pretar en China el papel de Lenin y de Stalin simultáneamente. Había seguido el ejemplo de Lenin, dando el salto de la teoría marxista a la acción revolucionaria, pero invirtió la secuencia de acontecimientos, de tal modo que la guerra civil precedió en China a la toma del poder, en lugar de sucedería. A diferencia de Lenin, M ao era fuerte y gozaba de buena salud, lo que le permitió afrontar una tarea que el líder bol-
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chevique no tuvo necesidad de encarar: cómo lograr que la revolución arraigara en un país donde según la teoría marxista tal cosa no era posible. Stalin lo hizo en Rusia, mediante el proceso de proletarización. Construyó una gigantesca estructura industrial e incluso intentó trans formar la agricultura en industria al colectivizarla. Para cuando hubiese terminado sus reformas no deberían quedar campesinos en Rusia, y lo cierto es que estuvo cerca de alcanzar el objetivo. M ao siguió una vía distinta. Su principal innovación teórica con sistió en afirmar que los campesinos eran proletarios, por tanto no necesitaban ser transformados. Poseían una conciencia revolucionaria que sólo necesitaba despertar. Su enfoque era muy distinto del de Stalin, y acaso explique algunas de las fricciones que existieron entre ambos líderes, si bien el soviético, frustrado porque los obreros no se hubieran sublevado en Europa, hallaba cierto consuelo en la perspectiva de que los campesinos pudieran hacerlo fuera de Europa.43 M ao sí se ciñó al modelo soviético en la cuestión de qué hacer con la revolución tras haber tomado el control de un país. Pensaba que la revolución china fracasaría si no reproducía, con precisión mecánica, los pasos dados por Lenin y muy especialmente por Stalin para consolidar la revolución bolchevique. Retomando la Nueva Política Económica de Lenin, el líder chino permitió un breve período de experimentación con el capitalismo de mercado en los primeros años de la década de 19 5 0 , que abandonó luego en favor de un Plan Quinquenal de industrialización de choque y un proceso de colectivización de la agricultura fiel a la línea de Stalin. A la muerte del líder soviético y ante la escasa impresión que le causaron sus sucesores en Moscú, M ao inició un proceso de «culto a la persona lidad» centrado en su figura no sólo como líder del Partido Comunista Chino, sino como el dirigente más veterano y respetado del movimiento comunista internacional. Fue por tanto una desagradable sorpresa para M ao que Jruschov, sin previo aviso, denunciara el «culto a la personalidad» de,Stalin en 19 56 e insistiese en que los comunistas debían alejarse de esto en todas partes. «Sólo está empuñando la espada para otros, ayudando a los tigres a hacernos daño. Si ellos no quieren la espada, nosotros sí la que remos [...]. La Unión Soviética puede atacar a Stalin, pero nosotros no lo haremos», fue la respuesta de M ao.44 Se atuvo así al plan de seguir
el ejemplo de Stalin, aunque, tal vez inspirado en las ambiciones de Jruschov de superar a Occidente tanto en misiles como en bienes ma teriales, decidió comprimir y acelerar el proceso. La Unión Soviética, argumentaba, estaba perdiendo su filo revolucionario. China, el país auténticamente revolucionario, no cometería el mismo error. En consecuencia, junto con las campañas de industrialización y co lectivización M ao emprendió las purgas de posibles disidentes. «Que florezcan un centenar de flores y se enfrenten un centenar de escuelas de pensamiento», proclamó; pero acto seguido detuvo por «derechistas» a los incautos críticos que confiaron en su palabra. Era una estrategia diseñada para «hacer salir a las serpientes de sus madrigueras [...], de jar que crezcan primero las hierbas venenosas y destruirlas luego una a una. Que se conviertan en fertilizante».45 Luego tomó una decisión todavía más drástica: fundir las campañas de industrialización y colec tivización, transformando finalmente a los campesinos en proletarios por medios mucho más radicales de lo que Stalin siquiera habría con siderado. Ordenó a todos los campesinos de China que abandonaran sus cosechas, construyesen hornos en sus patios, utilizaran sus propios muebles como combustible y fundieran en ellos sus herramientas agrí colas para producir acero. El resultado del «Gran Salto Adelante» de M ao fue la mayor ca lamidad humana del siglo xx . El plan de colectivización emprendido por Stalin causó la muerte de entre cinco y siete millones de personas en los primeros años de la década de 19 3 0 . M ao sextuplicó esta cifra, provocando una hambruna que entre 19 5 8 y 1 9 6 1 se cobró la vida de casi treinta millones de chinos, sin duda la peor de la historia.46 Al menos en este sentido M ao superó tanto a la Unión Soviética como al resto del mundo, pero ningún ideólogo del marxismo, el leninismo, el estalinismo o el maoísmo podía sentirse orgulloso de esta hazaña.IX
IX Entretanto el resto del mundo apenas tenía conocimiento de lo que su cedía en China. La China de M ao era tan opaca para el mundo exterior como la U R SS de Stalin, y las autoridades censuraban sus censos de población con el mismo celo que el líder soviético. Hubieron de pasar
muchos años para que el coste del marxismo-leninismo en su versión maoista pudiera apreciarse. Por entonces, las deficiencias de esta ideo logía se percibían mejor en el espacio transparente donde competían el comunismo y el capitalismo: la ciudad dividida de Berlín. Sólo las peculiaridades de la Guerra Fría — el modo en que conge ló los posibles acuerdos temporales al término de la Segunda Guerra Mundial— pudieron dividir una ciudad en sectores estadounidense, británico, francés y soviético, convirtiendo una mitad en el Estado de Alemania oriental creado por Stalin en 19 4 9 y cercado por varios cien tos de miles de tropas soviéticas. Gracias a la ayuda del Plan Marshall, así como a los generosos subsidios del gobierno de Alemania occidental y su respaldo a las universidades, las librerías, los centros culturales y las emisoras de radio y televisión estadounidenses — algunas de las cua les se financiaban én secreto a través de la C IA — , las zonas berlinesas de ocupación occidental se convertían en un permanente escaparate de las virtudes del capitalismo y la democracia en el seno de la Alemania comunista. La existencia era sin embargo precaria en Berlín occidental, pues nada impedía a los rusos — ni a los alemanes orientales si recibían la oportuna autorización— cortar el acceso por tierra a la ciudad, tal como hiciera Stalin una década antes. Esta vez estaba claro que un co rredor aéreo no serviría de nada; era imposible abastecer por vía aérea a una ciudad notablemente más poblada y próspera de lo que era Berlín en 1948. La causa de la vulnerabilidad de Berlín occidental residía en su propio éxito. La ciudad sólo sobrevivió gracias al apoyo de Moscú. También Berlín oriental, ocupada por los soviéticos, presentaba puntos vulnerables, tal como reflejaron los disturbios de 1 9 5 3 . El des contento se produjo en buena parte porque los berlineses podían tran sitar libremente por la zona oriental y occidental de la ciudad. «Era un sistema de locos. Bastaba con coger el metro o el tren [...] y estabas en otro mundo [...]. Podías pasar del socialismo al capitalismo en dos minutos»,47 recordaba un ciudadano de Berlín oriental. Además, era fácil emigrar a Alemania occidental desde Berlín oriental. La evidente disparidad en el nivel de vida provocó «una gran insatisfacción» en la zona soviética, según reconoció el líder del Kremlin Georgi Malenkov inmediatamente después de los disturbios, «lo cual resulta especial mente obvio ahora que la población ha empezado a huir de Alemania oriental a Alemania occidental»A8
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La cifra de exiliados aportada por Malenkov fue de 500.000 en los dos años anteriores, si bien las estadísticas soviéticas mostraban a finales de 19 5 6 que eran cerca de un millón de alemanes más los que habían huido del Este. N o tardó en comprobarse además que los refu giados eran aquellos con la mejor educación y cualificación profesional, y que sus motivos para abandonar el comunismo tenían tanto que ver con la ausencia de libertades políticas como con la escasez económica. Eligiendo con cuidado sus palabras, el embajador soviético en Alemania oriental, Mijaíl Pervujin, resumió así la situación en 19 5 9 : «La presen cia en Berlín de una frontera abierta y esencialmente no controlada entre el mundo socialista y el mundo comunista lleva erróneamente a la población a establecer comparaciones entre las dos partes de la ciudad, y lamentablemente éstas no siempre resultan favorables para el Berlín democrático [oriental] ».49 Jruschov había intentado resolver este problema con el ultimátum de 19 5 8 , cuando amenazó con poner fin a la ocupación cuadripartita de la ciudad o con transferir el control de los derechos de acceso a los alemanes del Este, que presumiblemente entonces podrían «estrujar» — según sugerían vivamente sus diversas metáforas anatómicas— con impunidad a estadounidenses, británicos y franceses. Pero esta iniciativa fracasó tanto por la firmeza de la Administración Eisenhower como por el deseo insaciable de Jruschov de visitar Estados Unidos. A su regreso de este viaje, el líder soviético prometió a un decepcionado Ulbricht que para 1 9 6 1 «la República Democrática Alemana [Alemania oriental] comenzaría a superar el nivel de vida de la República Federal de Alemania [Alemania occidental]. Esto será una bomba para ellos. Por eso necesitamos ganar tiempo».50 Pero en lugar de ganar tiempo lo perdieron: en 1 9 6 1 cerca de 2,7 millones de alemanes del Este habían huido por la frontera abierta a Berlín occidental y de ahí a Alemania occidental. La población de la República Democrática Alemana había pasado de 19 a 1 7 millones de habitantes desde 19 4 9 .51 Ello supuso una importante crisis para el propio comunismo, tal como advirtió el viceprimer ministro soviético Anastas Mikoyan a los alemanes orientales en julio de 1 9 6 1 : «Nuestra teoría marxista-leninista debe verificarse en la RD A. Debemos demostrar que lo que dicen los ca pitalistas y los renegados es falso». A fin de cuentas «el marxismo nació en Alemania [...]. Si el socialismo no triunfa en la RD A, si el comunis-
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mo no demuestra aquí que es superior y vital, entonces no habremos ganado. Es esencial para nosotros».5z Esto lo decía el mismo Mikoyañ que con tanta emoción recibiera un año antes la revolución castrista en Cuba, sorprendente pero determinada por la historia. Sin embargo, la revolución peligraba ahora en la Alemania de M arx. AI parecer las fuerzas de la historia no avanzaban en la dirección correcta, como se había previsto. Ulbricht tenía planes desde al menos 1 9 5 2 para detener el flujo de emigrantes, construyendo un muro que separase Berlín occidental de Berlín oriental y el resto de la Alemania comunista. Sin embargo, tanto los soviéticos como los líderes de Europa del Este se habían resistido a esta idea. En 19 5 3 M olotov advirtió que esto «generaría amargura y descontento entre los berlineses hacia el gobierno de la R D A y las tropas soviéticas en Alemania». Jruschov insistía en que el mejor modo de combatir la amenaza de Alemania occidental era «intentar ganarse el favor del pueblo mediante una cultura y unas políticas que creasen mejores condiciones de vida». El líder húngaro János Kádár — quien tras la revuelta de 19 5 6 había tenido que disciplinar a su descontenta población— predijo ya en 1 9 6 1 que la construcción de un muro en Berlín produciría «graves daños para la reputación del movimiento comunista en su conjunto». El muro era «una cosa odiosa», admitía Jruschov, pero «¿qué otra opción tenía? M ás de 30.000 personas, las más cualificadas de la R D A , abandonaron el país en el mes de julio [...]. La economía de Alemania oriental se habría desplomado si no hubiéramos hecho nada para impedir esta huida en masa [...]. El muro era la única alternativa».53 La construcción se inició en la noche del 12. al 1 3 de agosto de 1 9 6 1 , primero como una alambrada de espino y más tarde como un muro de hormigón de unos tres metros de altura y más de 1 5 0 kilómetros de longitud, protegido por torres de vigilancia, campos de minas, perros policías y órdenes de disparar a matar a cualquiera que intentase cru zarlo. La decisión de Jruschov estabilizó la situación en Berlín al menos en cuanto a las relaciones de la superpotencia durante la Guerra Fría. Con Berlín occidental aislada de Berlín oriental y el resto de la R D A , Jruschov ya no tenía que preocuparse por expulsar de la ciudad a las potencias occidentales, con los riesgos de enfrentamiento nuclear que ello habría entrañado. Podía respirar con mayor facilidad, y lo mismo,
a decir verdad, sintieron los líderes occidentales. «No es una solución agradable — reconoció Kennedy— , pero un muro es mil veces mejor que una guerra.»54 Sin embargo, cuando el presidente visitó el muro de Berlín en junio de 1 9 6 3 , no pudo resistirse a señalar: «Nosotros nunca hemos tenido que construir un muro para evitar que el pueblo nos abandonara». La fea estructura levantada por Jruschov era «la de mostración más nítida y obvia para el mundo entero de los fracasos del sistema comunista».55
X Al otro lado del muro el capitalismo triunfaba. N o hay una sola fecha, estadística o acontecimiento que señale en qué momento se percibió con claridad lo siguiente: lo significativo era lo que «no» había ocurrido desde el final de la Segunda Guerra Mundial. Resultó que pese a los te mores de los capitalistas, basados en la historia, y las esperanzas de los comunistas, basadas en la teoría, la Gran Depresión no había regresado. Era absurdo pensar que los capitalistas pudieran entrar en guerra unos con otros, tal como Stalin, inspirándose en Lenin, había anunciado. Fue Eric Hobsbawm, uno de los últimos grandes historiadores marxistas, quien bautizó los primeros años de la posguerra como la «Edad de Oro». Con esto quería decir que «todos los problemas que obsesio naban al capitalismo [...] parecieron diluirse y desaparecer». La pro ducción mundial se cuadriplicó entre comienzos de los cincuenta y los sesenta. El comercio de productos manufacturados se multiplicó por diez, la producción de alimentos crecía más deprisa que la población, y ciertos bienes de consumo hasta entonces considerados artículos de lujo (automóviles, frigoríficos, teléfonos, radios, televisores y lavadoras) pasaron a ser comunes. El desempleo casi desapareció en Europa occi dental. «La mayor parte de la humanidad seguía viviendo en la pobreza — señalaba Hobsbawm — , pero ¿qué significado podían tener en los antiguos centros de la actividad industrial las palabras de la Interna cional [comunista] “ en pie famélica legión” para unos trabajadores que ahora esperaban comprar su propio coche y pasar su mes de vacaciones pagadas en las playas de España?» 56 Para Hobsbawm era más fácil señalar este fenómeno que explicarlo:
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«En realidad no hay ninguna explicación satisfactoria para la magnitud del “ Gran Salto Adelante” de la economía capitalista, y tampoco sus consecuencias sociales sin precedentes». Hobsbawm pensó que podía tratarse de una fase de crecimiento inmersa en los largos ciclos de auge y colapso económico que se sucedían desde hacía varios siglos, pero esto no explicaba «las extraordinarias dimensiones del boom», tan distinto del «período anterior marcado por crisis y depresiones». Tal vez fuera fruto de los avances tecnológicos, si bien éstos fueron más importantes en los setenta y ochenta, con la aparición de los ordenadores, que en los años inmediatamente posteriores a la Segunda Guerra Mundial. Final mente decidió que la clave estaba en que «el capitalismo fue deliberada mente reformado durante los últimos años de la guerra por los hombres que estaban en posición de hacerlo en Estados Unidos y Gran Bretaña. Es un error suponer que la gente no aprende de la historia ».57 Si Hobsbawm estaba en lo cierto, ¿qué quedaba entonces de M arx y su insistencia en que el capitalismo produce a sus propios verdugos en el proletariado furioso y resentido? ¿O de Lenin, quien sostenía que la codicia capitalista engendraría finalmente la guerra? ¿O de Stalin, Jruschov y M ao, que prometieron a su pueblo una vida mejor bajo el comunismo? La premisa fundamental era para todos ellos que los ca pitalistas no aprendían de la historia. Sólo los comunistas, que habían descubierto en la lucha de clases el motor del cambio histórico, eran capaces de hacerlo. Sólo la teoría, que se abría camino entre la compleji dad al tiempo que abolía la ambigüedad podía apuntar en esa dirección. Y sólo los dictadores, que ejercían la disciplina necesaria, podían garan tizar la llegada a ese destino deseado. Pero era mucho lo que dependía de entender correctamente la historia, la teoría y a los dictadores. Si cualquiera de ellos se equivocaba, la apuesta se venía abajo. Y es aquí donde los capitalistas ganaron la partida: aprendieron más de la historia que los comunistas, porque nunca se habían basado en una única, sacrosanta y por tanto irrefutable teoría de la historia. Así, en el curso del siglo que separó las dos naciones de Disraeli de los dos mun dos de Bohlen, se mostraron pragmáticos, adaptables y empeñados en buscar la verdad en los resultados producidos antes que en los dogmas propuestos. Cometieron errores, pero los rectificaron. «Las perspectivas del socialismo como mundo alternativo dependían de su capacidad para competir con la economía del mundo capitalista reformado tras la Gran
Depresión y la Segunda Guerra Mundial — concluyó Hobsbawm— . A partir de 19 6 0 era evidente que el socialismo quedaba cada vez más atrás. Había dejado de ser co m p etitivo ^8 Esta explicación es demasiado reducida, pues ni el marxismo ni sus sucesores (el leninismo, el estalinismo y el maoísmo) pueden juz garse únicamente por su actuación económica. El coste humano fue infinitamente más atroz. La aplicación práctica de estas ideologías a lo largo del siglo x x supuso la muerte prematura de casi 10 0 millones de personas. 59 Es imposible calcular cuántos sobrevivieron pero vieron su existencia lastrada por esta ideología y la represión que justificaba. Hay muy pocos ejemplos en la historia de mayor desgracia como consecuen cia de las mejores intenciones. El cartel que se exhibió en la fachada de una fábrica de Alemania oriental justo después de la caída del muro de Berlín era sin duda muy acertado, aunque llegaba demasiado tarde: «Proletarios del mundo: lo siento». N o hacía falta firma alguna.
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CAPÍTULO
4
EL SURGIM IENTO DE LA AUTONOMÍA
El poder militar desplegado en las altas esferas del sistema chocó con [...] el poder todavía mayor basado en la voluntad popular. Como sucede en el partido de croquet de A l i c i a e n e l P a í s d e l a s M a r a v i l l a s , donde los mazos eran flamencos y las pelotas eran erizos, los peones en esta partida [la Guerra Fría], erróneamente tomados [por las superpotencias] por objetos inanimados, cobra ron vida y emprendieron una imparable carrera a escala mundial en persecución de sus propios planes y ambiciones. JONATHAN SCHELL1
¿Alguien se habría atrevido siquiera a soñar con decirle a Stalin que tal vez debiera retirarse, porque había dejado de convenir nos? No habría quedado ni rastro de quien lo hubiera hecho. Ahora todo es distinto. El miedo ha desaparecido y hoy podemos hablar como iguales. Esa es mi aportación. NIKITA JRUSCHOV
13 de octubre de 1964
Jruschov se aferraba desesperadamente a una esperanza cuando hizo este comentario, el día en que sus colegas del Kremlin anunciaron su in tención de sustituirlo. «M e alegra que el partido haya llegado al punto de poder controlar incluso a su secretario general — añadió— . Vosotros me cubrís de mierda y yo os digo: “ Estáis en vuestro derecho” .» Las acusaciones vertidas contra Jruschov sin duda merecían esta descripción por parte del líder soviético. Se le atribuía crueldad, distrae-
ción, arrogancia, incompetencia, nepotismo, megalomanía * depresión, carácter imprevisible y vejez. Había estimulado el culto a su persona y ya no escuchaba a sus colaboradores. Había arruinado la agricultura soviética y había llevado al mundo al borde de una guerra nuclear. Había autorizado la construcción del muro de Berlín, una humillación para el marxismo-leninismo. Se había convertido desde hacía mucho tiempo en un obstáculo tanto para el país que intentaba "dirigir como para el movimiento comunista internacional al que se proponía ins pirar. Y, según creyó necesario añadir su sucesor, Leónidas Brezhniev, Jruschov había calificado a los miembros del comité central de «perros que mean en las aceras».2 Fue una manera indigna y cruel de liquidar al líder de la segunda potencia mundial, pero no hubo derramamiento de sangre, ni encarce lamientos ni exilio para nadie. Se permitió a Jruschov una retirada pací fica, aunque dolorosamente oscura. Siempre optimista, el líder depuesto llegó a ver su mayor logro en el hecho de no haber podido conservar su puesto, precisamente por las restricciones al ejercicio del poder que él mismo impuso durante los años de su presidencia. Ya no era posible que un solo hombre exigiera obediencia incondicional, ni tampoco que esperase recibirla. El destino de Jruschov era un reflejo microcósmico del destino de las dos superpotencias entre finales de los años cincuenta y principios de los sesenta. En el curso de este tiempo el sistema internacional «pare cía» funcionar de acuerdo con una bipolaridad en la que todo el poder gravitaba en torno a Washington y Moscú, atraído como el hierro por el imán. Sin embargo, tanto Estados Unidos como la Unión Soviética topaban con crecientes dificultades para manejar a otras potencias me nores, ya hubieran sido aliadas o neutrales en la Guerra Fría, al tiempo que perdían en casa una autoridad que siempre habían dado por senta da. Los débiles empezaban a descubrir oportunidades para enfrentarse a los fuertes. La naturaleza del poder se transformaba a medida que disminuía el tradicional miedo al poder. Los mazos empezaban a con vertirse en flamencos y las pelotas en erizos.
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Los primeros indicios de cambio llegaron con el declive y la posterior desaparición del colonialismo europeo, un proceso que ya había co menzado antes de la Guerra Fría y que discurrió inicialmente paralelo a ésta, aunque más tarde influyó en su evolución. El dominio europeo del mundo se remontaba al siglo xv, cuando España y Portugal perfec cionaron los medios para el transporte de hombres, armamento y -—sin saberlo— gérmenes a través de los mares que hasta entonces habían mantenido separadas a las sociedades humanas.? A finales del siglo x ix apenas quedaban territorios que no estuvieran controlados por euro peos o descendientes de europeos. Pero en 19 0 5 , Japón, una potencia no europea emergente, ganó la guerra que había iniciado contra Rusia, uno de los imperios más débiles de Europa. Esta victoria hizo saltar por los aires la ilusión de que los europeos siempre saldrían vencedores ante cualquier desafío. La propia Europa acabó con otro espejismo —-el de su propia uni dad— al estallar la guerra en 19 x 4 . La Primera Guerra Mundial pro dujo a su vez dos justificaciones irrefutables para poner fin al dominio colonial. Una de ellas surgió de la revolución bolchevique, cuando Lenin exigió el fin del «imperialismo» en cualquiera de sus formas. La otra llegó de Estados Unidos cuando W oodrow Wilson incluyó entre sus Catorce Puntos el principio de autodeterminación, cuya intención era atajar el atractivo de los bolcheviques, pero sus palabras excitaron a los enemigos del imperialismo en toda Asia, África y Oriente Medio. Figuraban entre estos líderes regionales Mohandas Gandhi (Mahatma) en la India británica, Ho Chi Minh en la Indochina francesa y Syngman Rhee en la Corea ocupada por Japón, además de un joven y descono cido bibliotecario chino llamado M ao Zedong.4 Hubo que esperar hasta el fin de la Segunda Guerra Mundial para que el colonialismo se extinguiera de una vez por todas; la guerra puso en marcha los procesos que en el curso de las dos décadas siguientes acabaron con los imperios europeos que habían sobrevivido por espacio de cinco siglos. El colapso del colonialismo coincidió por tanto con el comienzo de la Guerra Fría, si bien no fue ésta su causa. Ya en 1 7 7 6 Thomas Paine había señalado el absurdo de que una isla gobernara indefinidamente un continente,? y era harto improbable, en 19 4 5 , que
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un continente devastado por la guerra continuara gobernando de formad indefinida la mayor parte del mundo. El cambio habría sido inevitable' aun cuando la ruptura de la Gran Alianza nunca hubiera llegado a producirse. La descolonización no fue una de las cuestiones significativas en los comienzos de la Guerra Fría. La Unión Soviética seguía siendo an tiimperialista — ¿cómo no iba a serlo?— y llevar la revolución a lo que pronto empezaría a llamarse el «Tercer Mundo» no era para Stalin en la posguerra inmediata tan importante como recuperarse de la contienda y ampliar su influencia en Europa. Estados Unidos, por su parte, tampoco estaba dispuesto a defender el colonialismo europeo. Su historia como país empezó con su rebelión contra un imperio y, aunque había tomado algunas colonias a finales del siglo x ix — Filipinas fue la principal—, prefería ejercer su influencia en el extranjero por medios económicos y culturales. Así, ni Moscú ni Washington lamentaron el declive de los imperios europeos ni el vacío de poder que empezaba a crearse fuera de Europa suscitó en un principio sus preocupaciones. Semejante situación difícilmente podía durar. A finales de 1949 la pugna soviético-estadounidcnse por Europa había llegado a un callejón sin salida, lo que despertaba tentaciones de aprovechar otras oportuni dades. Stalin sucumbió a éstas al autorizar a Kim Il-sung el ataque sobre Corea del Sur, al tiempo que incitaba a Ho Chi Minh para que entrase en guerra con Francia en Indochina. Pero el viejo dictador sabía muy poco sobre el Tercer Mundo y no realizó un esfuerzo sostenido para ampliar la influencia soviética en estas zonas. Jruschov se mostró más enérgico. A diferencia de Stalin, le encantaba viajar al extranjero y rara vez perdía la ocasión de hacerlo. Figuraban entre sus destinos predilec tos los países surgidos del imperio colonial europeo, que disfrutaban de su recién adquirida independencia. «No soy un aventurero, pero es nuestra obligación ayudar a los movimientos de liberación nacional», decía Jruschov.6 Esto era precisamente lo que temía Estados Unidos. Sus dirigentes pensaban que el colonialismo era una institución anticuada, que sólo servía para desacreditar a Occidente en los lugares en los que había existido, al tiempo que debilitaba en Europa a los países que lo habían practicado, y era precisamente allí donde más fuertes necesitaban ser. Pero Estados Unidos no podía desligarse de sus aliados británicos, fran
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ceses, holandeses y portugueses por la razón de que éstos aún conser varan algunas posesiones coloniales, pues la prioridad era restablecer la seguridad y la prosperidad en Europa. En esta situación, el riesgo de que los «nacionalistas» del Tercer Mundo asociaran Estados Unidos con el imperialismo era muy elevado. Tampoco había garantías de que los resentimientos generados por la ocupación colonial a lo largo de tantos siglos no transformaran el comunismo en una alternativa atract iva. Es posible que M arx hubiera exagerado las contradicciones del ca pitalismo, pero a la vista estaba que el colonialismo había propiciado su propia destrucción. Era poco favorable para Estados Unidos — incluso peligroso— que el colonialismo concluyera cuando la Guerra Fría crecía en intensidad, pues los pecados cometidos por sus aliados en el pasado podían hacerlos fácilmente vulnerables en el futuro. Aquí radicaban sin duda las esperanzas de Jruschov. Todo ello significaba que los nuevos Estados independientes po dían alterar el equilibrio de poder durante la Guerra Fría. Uno de los aspectos más sorprendentes de la Guerra de Corea para Estados Unidos fue la rapidez con que un interés periférico pasó a convertirse en vital. Permitir que incluso un país subdesarrollado y sin capacidad industrial o militar cayera bajo el control del comunismo podía causar inquietud en el resto del mundo no comunista con respecto a su propia seguridad. Esto es lo que Eisenhower tenía en mente cuando, en 1 9 5 4 , invocó la más famosa de las metáforas sobre la Guerra Fría: «Es como una hilera de fichas de dominó colocadas en vertical, tiras la primera y [...] la últi ma no tarda en caer. El resultado [...] es una desintegración que puede tener consecuencias muy profundas.»7 Las fichas de dominó podían caer como consecuencia de una agre sión externa, como en Corea, o de una subversión interna, como esta ba ocurriendo en Indochina; pero también podían caer si los Estados surgidos del colonialismo decidían inclinarse hacia la Unión Soviética o China. Semejante posibilidad situaba la descolonización en un con texto inédito: la emergencia del nacionalismo, desde la perspectiva de Washington, podía causar tantos problemas como la persistencia del co lonialismo. La Guerra Fría empezaba a alcanzar una magnitud global, si bien provocaba la paradójica consecuencia de fortalecer al pueblo —que hasta entonces carecía de cualquier poder— en nombre del cual se lucharía en lo sucesivo. El procedimiento fue la «no alineación».
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II La estrategia de «no alineación» ofreció a los líderes de los países del Tercer Mundo la posibilidad de inclinarse sin peligro de caer; la ideá era no comprometerse con ninguno de los bandos enfrentados en lá Guerra Fría, pero dejando abierta la posibilidad de hacerlo. De este mo do, si la presión por parte de una superpotencia resultaba excesiva, la potencia menor siempre podría defenderse amenazando con alinearse con la otra. Fue Yugoslavia — que no era un Estado del Tercer M undo— , el país que encabezó este proceso. Tito no buscaba la condena de Staíin en 19 4 8 ; era, y continuó siendo, un comunista convencido, pero no estaba dispuesto a sacrificar su soberanía por solidaridad ideológica y, a diferencia de la mayoría de los líderes de Europa del Este, no tuvo necesidad de hacerlo. A la vista de cómo Estados Unidos se apresuraba a ofrecerle ayuda económica tras su ruptura con Stalin, Tito detectó lá oportunidad de desarrollar una estrategia. ¿Se atreverían los rusos a emplear la fuerza contra los yugoslavos si esto podía desencadenar una guerra con Estados Unidos? La presencia de la Sexta Flota en las costas yugoslavas daba a Stalin buenas razones para pensárselo dos veces antes de intentar una invasión, y hay pruebas de que así lo hizo, conformán dose a cambio con urdir asesinatos, sin éxito alguno.8 Tito comprendió al mismo tiempo que no debía depender dema siado de Estados Unidos. ¿Podía tener la certeza de que la O TA N lo defendería? ¿O de que Estados Unidos no exigiría la restauración dél capitalismo a cambio de su ayuda? Juzgó así sensato dejar una puerta abierta a la reconciliación con la Unión Soviética y, tras la muerte de Stalin, Jruschov visitó Belgrado para disculparse por el comportamiento de su predecesor y fue recibido con respeto por el líder Yugoslavo, pero también como un igual. A partir de ese momento Jruschov se sintió obligado a consultar con Tito; el ejemplo más notorio se produjo con la crisis húngara, en 19 5 6 , cuando Jruschov y Malenkov emprendieron un vuelo espeluznante a bordo de un pequeño avión en mitad de una tormenta, y luego un tortuoso viaje en barco por mares embravecidos para asegurarse de que Tito aprobaba la decisión soviética de sofocar la sublevación. Tito estaba de «vacaciones» en su isla del Adriático y no podía molestarse en viajar hasta Belgrado o Moscú. «Jruschov y Mal-
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enkov parecían exhaustos — recordaba uno de los asesores de Tito— . Especialmente Malenkov, que apenas se sostenía en pie.»9 He aquí una nítida demostración de la capacidad de presión que proporcionaba la «no alineación». El interés de Tito en esta estrategia iba sin embargo más allá de Eu ropa del Este. Consciente de la pujanza del nacionalismo en Asia, Tito ya se había asociado para entonces con dos líderes regionales, Jawaharlal Nehru, en India, y Zhou Enlai, en China, quienes tenían sus propias razones para resistirse a la hegemonía de las superpotencias. Las razones de Nehru guardaban relación con Estados Unidos y Pakistán. Gran Bretaña había concedido la independencia a India y Pakistán en 19 4 7 , y Nehru aspiraba a mantener el subcontinente com partido por ambos países lejos de la Guerra Fría. Pero los paquistaníes, preocupados por las ambiciones de India, buscaron el apoyo de Estados Unidos, proclamándose abiertamente anticomunistas y en posesión de un ejército entrenado por los británicos, capaz de ofrecer bases a lo largo de la sensible frontera meridional de la URSS. El contraste con Nehru, de formación británica, pero socialista, pacifista y decidido a no alinearse en la Guerra Fría, no podía ser mayor. A finales de 19 5 4 Pakis tán se había integrado en la Organización del Tratado Central (CEN TO ) así como en la Organización del Tratado del Sureste Asiático (SEATO), ambas diseñadas por el secretario de Estado Dulles para establecer un cerco de alianzas militares patrocinadas por Estados Unidos en torno a la Unión Soviética. La posición de India entre los países «no alineados» era para Nehru la manera de reprender tanto a Pakistán como a Estados Unidos, al tiempo que señalaba al resto del Tercer Mundo la existencia de otras alternativas.10 Las razones de Zhou Enlai para apoyar la estrategia de «no alinea ción» — que eran naturalmente las de M ao Zedong:—, se fundaban igualmente en el temor a la hegemonía que, a juicio de China, podían ejercer tanto Estados Unidos como la Unión Soviética. Washington ha bía seguido apoyando a Chiang Kai Chek y a los nacionalistas chinos tras su huida a Taiwan en 19 4 9 ; la amenaza de reconquista del con tinente por parte de los nacionalistas respaldados por Estados Unidos no podía desestimarse en Pekín. Sin embargo, M ao no estaba dispuesto a confiar únicamente en la alianza chino-soviética para hacer frente a este peligro. Era conveniente que China estableciera alianzas con los
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nacionalistas en los antiguos países coloniales: «Su victoria — le señaló Zhou a M ao— beneficiará al socialismo y [...] minimizará cualquier intento de los imperialistas occidentales por completar su cerco sobre Oriente».11 Fue esta convergencia de intereses, si no de objetivos finales, lo que llevó a Tito, Nehru y Zhou a celebrar la primera conferencia de países «no alineados» en Bandung, Indonesia, en abril de 19 5 5 , con el objetivo de ampliar la autonomía estimulando la neutralidad en los tiempos de la Guerra Fría. Entre los invitados figuraba el coronel egipcio Gamal Abdel Nasser, quien pronto se revelaría como el más hábil estratega de la «no alineación». Egipto no había sido formalmente una colonia, aun cuando los británicos ejercían su control sobre el país desde 18 8 0 . El Canal de Suez, enteramente situado en territorio egipcio, era un paso clave entre Oriente Medio, India y el sureste asiático. Una revolución nacionalista concluyó en 1 9 5 2 con el derrocamiento del complaciente rey Faruk, y dos años más tarde los británicos accedieron a desmantelar las bases militares que aún conservaban en Egipto, reservándose el derecho de desplegar sus ejércitos para proteger el canal si en algún momento éste se veía en peligro. Para entonces Nasser ostentaba el poder en El Cairo y aspiraba a convertirse en el principal líder nacionalista del mundo árabe. Egipto no podía por tanto aliarse con Estados Unidos, pues, si bien había contado con el apoyo de la Administración estadounidense, los vínculos de ésta con Europa eran demasiado evidentes y por tanto susceptibles de, en palabras de Nasser, «molestar a alguna potencia colonial».12- Fiel al espíritu de Bandung, Nasser resolvió permanecer neutral, aunque explotó las esperanzas de Washington y Moscú, donde no se descartaba la posibilidad de acercarlo a sus respectivas esferas de influencia. Nasser convenció a Estados Unidos para que financiara la construcción de la Gran Presa de Asuán en el Nilo, un proyecto crucial para el desarrollo económico de Egipto; pero también decidió comprar armas a Checoslovaquia. Estas dos decisiones desencadenaron la pri mera gran crisis en Oriente Medio durante la Guerra Fría. El secretario de Estado Dulles, a quien ya había inquietado la pre sencia de Nasser en Bandung, se mostró preocupado por que los checos pudieran convertir a Nasser en una «herramienta de los rusos», en cuyo
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caso «nos veríamos obligados a revisar toda nuestra política». M ás tarde Egipto reconoció la existencia de la República Popular China. Y Dulles se enfureció: Nasser ha «hecho un pacto con el Diablo [...] con la esperanza de crear un imperio que se extienda desde el Golfo Pérsico hasta el Océano Atlántico». Poco después Estados Unidos canceló la financiación de la Gran Presa de Asuán. Pero Nasser ya había logrado para entonces que la Unión Soviética asumiera los costes del proyec to, lo que le dejaba las manos libres para vengarse de Estados Unidos nacionalizando el Canal de Suez.13 Esto alarmó a su vez a británicos y franceses, quienes, sin consultar con Washington, urdieron un complot con Israel para que este país atacase el canal, dando así a Londres y a París el derecho de «protegerlo», aunque el propósito real era la caída de Nasser. Así lo expresó el primer ministro británico, Anthony Edén: «Nunca tendremos un pretexto mejor para intervenir contra él» .*4 La invasión anglo-franco-israelí tuvo lugar a finales de octubre de 19 5 6, justo cuando la crisis en Polonia y Hungría alcanzaba cotas máximas. Mal concebida, mal sincronizada y mal dirigida, la invasión casi supone la ruptura de la O TA N . Eisenhower se enfureció al comprender que se había dejado distraer por lo que pasaba en Europa del Este y entretanto el colonialismo europeo resurgía. «¿Cómo vamos a apoyar a Gran Bretaña y a Francia si con ello perdemos la totalidad del mundo árabe?», preguntó.1? El mandatario estadounidense exigió el repliegue de las tropas británicas y francesas del canal, así como la retirada de Israel del Sinaí, so pena de severas sanciones económicas.16 Jruschov ya había amenazado anteriormente con atacar a los invasores con mi siles nucleares si no cesaban de inmediato las operaciones militares. El verdadero ganador fue, sin embargo, Nasser, quien conservó el canal, humilló a los colonialistas y equilibró la fuerza de las superpotencias en la Guerra Fría, al tiempo que consolidaba su posición como líder incuestionable del nacionalismo árabe. La incompetencia estadounidense confirió a Nasser un poder to davía mayor. En enero de 1 9 5 7 Eisenhower anunció que Estados Uni dos trabajaría con los países de la región para ahuyentar la amenaza del comunismo. Sin embargo, habida cuenta de su falta de confianza en el poder del nacionalismo, la «doctrina Eisenhower» cosechó pocos apoyos. Según señaló la C IA meses más tarde, «es muy posible que la mayoría de los árabes lo percibiera como un indicio de que la preocupa
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ción de Estados Unidos por el comunismo' impedía a su Administración atender los problemas más acuciantes de la región.»1? Estados Unidos realizó un último intento de contener el nacionalismo árabe con un precipitado desembarco de marines en el Líbano, en julio de 1958* tras el inesperado derrocamiento de un gobierno pro-occidental en Irak. Tampoco esta maniobra dio frutos, y Eisenhower sacaba poco después la conclusión correcta: «Puesto que estamos a punto de'ser expulsados [de Oriente Medio], más vale que empecemos a creer en el nacionalismo árabe».18 Lo que Nasser logró demostrar — junto con Tito, Nehru y Zhou Enlai— es que ser una superpotencia en la Guerra Fría no siempre ga rantizaba que uno lograra salirse con la suya. Las exigencias de Moscú o de Washington hacia otras potencias menores tenían sus límites, dado que éstas siempre podían pasarse al otro bando o al menos amenazar con hacerlo. Fue la compulsión con que Estados Unidos y la Unión Soviética se lanzaron sobre estos países para incluirlos en su órbita lo que les proporcionó el modo de escapar. La autonomía comenzaba a ser posible en circunstancias aparentemente poco propicias. Las colas iniciaban el movimiento de los perros, en lugar de lo contrario.I
III La estrategia de «no alineación» no fue la única arma con que contaron las pequeñas potencias a la hora de ampliar su autonomía a la sombra de las superpotencias; su otra baza fue la posibilidad de hundimiénto. Era imposible que anticomunistas acérrimos como Syngman Rhee en Corea del Sur, Chiang Kai Chek en Taiwan o N go Dinh Diem en Vietnam del Sur amenazaran con pasarse al bando contrario — por más que Diem, desesperado por conservar el poder tras ser abandonado por Estados Unidos en 19 6 3 , intentara la improbable empresa de abrir ne gociaciones con Vietnam del Norte— T? Era igualmente imposible que anticapitalistas profesos como Kim Il-sung en Corea del Norte o Ho Chi Minh en Vietnam del Norte anunciaran con alguna credibilidad la intención de alinearse con Estados Unidos. Pero sí podían, en ambos casos, alimentar el temor de que sus regímenes cayeran si no recibían el debido apoyo de sus respectivas superpotencias aliadas. Las fichas de
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¿dominó descubrieron que resultaba útil mostrar de vez en cuando su propensión a caer. Claro ejemplo de ello es la historia de Corea a raíz de la guerra. Rhee se había opuesto rotundamente al armisticio de 1 9 5 3 que dejaba su país dividido y, en un intento por sabotearlo, liberó a miles de pri sioneros de guerra norcoréanos para que no pudieran ser enviados a su país en contra de su voluntad. Washington reaccionó con la misma indignación que Pyongyang, puesto que Rhee actuaba por su cuenta y riesgo. Rhee no logró desmontar el armisticio pero sí demostrar a la Administración Eisenhower que el hecho de ser un aliado dependiente no necesariamente lo convertía en un aliado obediente.2-0 Su argumento más eficaz fue que Estados Unidos debía tragarse sus escrúpulos para apoyarlo — a él y al régimen represivo que estaba imponiendo en Corea del Sur— , de lo contrario su régimen caería y la posición de la superpotencia en la península coreana se vería debilitada. El argumento era persuasivo, puesto que no había una alternativa cierta para Rhee. Estados Unidos podía «hacer algo para dar la impre sión [...] de que preparábamos la retirada de Corea, pero lo cierto es que no podíamos marcharnos»,11 señaló Eisenhower con pesimismo. Fue así como Rhee obtuvo un tratado de seguridad bilateral, además del compromiso de Washington de que las tropas estadounidenses per manecerían en Corea del Sur todo el tiempo necesario para garantizar la seguridad del país. Esto significaba la defensa por parte de Estados Unidos de un régimen autoritario, puesto que Rhee tenía muy poca paciencia o interés por los procedimientos democráticos. Corea del Sur sería lo que él quisiera, no lo que quisieran los estadounidenses, para lo cual Rhee diseñó una atractiva modalidad de chantaje: si me presionas demasiado, mi Gobierno caerá y tendrás que lamentarlo. Hoy se sabe que la Unión Soviética tuvo una experiencia similar con Kim Il-sung en Corea del Norte. Permitió al mandatario norcoreano construir un Estado estalinista basado en el culto a la personalidad justo cuando Jruschov condenaba estas perversiones del marxismo-leninismo en otros lugares. En consecuencia, Corea del Norte se convirtió en un régimen autoritario, crecientemente aislado y dependiente al mismo tiempo del apoyo económico y militar del resto del mundo comunista. Poco este resultado se parecía al que habrían diseñado Jruschov o sus sucesores de haber tenido la oportunidad. N o la tuvieron, porque Kim
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respondía a cada sugerencia de reforma con la advertencia de que estos cambios desestabilizarían su Gobierno y otorgarían la victoria a Corea del Sur y Estados Unidos. Un funcionario soviético explicó en 19 7 3 : «En aras de nuestros intereses comunes a veces nos vemos obligados a pasar por alto sus estupideces».zz Así, Washington y Moscú terminaron apoyando a sus respectivos aliados coreanos, por más que supusiera una vergüenza para ellos. Fue ésta otra de las curiosas consecuencias de la Guerra de Corea y un nuevo recordatorio de hasta qué punto los débiles lograban imponerse sobre los fuertes durante el período de la Guerra Fría. Tampoco fue mayor el éxito de rusos y estadounidenses en el con trol de sus aliados chinos. Chiang Kai Chele había insistido en conservar algunas islas frente a la costa china cuando se retiró del continente en 19 4 9 . Aseguró que servirían como escala en una eventual operación para reconquistar la totalidad de la China continental. La Adminis tración Truman se mostró escéptica y no se comprometió siquiera a defender Taiwan. Pero cuando M ao empezó a bombardear las islas en septiembre de 1 9 5 4 , aparentemente como una demostración de fuerza a raíz de las concesiones realizadas por China y Vietnam del Norte so bre Indochina en la Conferencia de Ginebra, Chiang insistió en que la pérdida de las islas podía tener un efecto psicológico tan severo como para provocar la caída de su régimen en Taiwan. Eisenhower y Dulles respondieron como ya lo habían hecho en Corea del Sur: Chiang con siguió su tratado de mutua defensa, en virtud del cual Estados Unidos se comprometía a defender Taiwan. Quedaba abierta sin embargo la cuestión de la defensa de las islas. M ao aprovechó la oportunidad, ocupando una de las islas y re forzando sus efectivos militares frente a las restantes. Convencidos de que su propia credibilidad tanto como la de Chiang se hallaba en en tredicho, Eissenhower y Dulles anunciaron a comienzos de 1 9 5 5 que estaban dispuestos a defender las principales islas, Quemoy y Matsu, incluso con armas nucleares en caso necesario. M ao decidió entonces rebajar la tensión, no sin antes haber establecido dos puntos significati vos. Primero, otro aliado volvía a obtener una vez más un compromiso de protección por parte de Estados Unidos tras airear públicamente su debilidad. En segundo lugar, Washington retrocedía ante la iniciativa de M ao, pues, tal como el líder chino explicó más adelante, al asomar
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la cabeza en Quemoy y Matsu, los estadounidenses le habían puesto la soga que ahora podía aflojar — o tensar— a su antojo.2^ Y M ao decidió tensarla de nuevo en agosto de 19 5 8 , con el pro pósito evidente de desviar la atención de sus problemas económicos y, curiosamente, de protestar contra el desembarco estadounidense en el Líbano el mes anterior. *4 Cuando M ao inició los bombardeos sobre las islas, Chiang reforzó su presencia militar, y Estados Unidos volvió a amenazar con el uso de armas nucleares para defender, en palabras previas de un irritado Dulles, «un puñado de rocas».25 Esta crisis no fue sólo alarmante para Estados Unidos. M ao actuó sin consultar con los rusos, quienes se pusieron muy nerviosos cuando insinuó casualmente que una guerra con Estados Unidos tal vez no fuera tan mala idea. Los chinos podían atraer a las tropas estadounidenses hacia su territorio para que Moscú las aplastara «con todo su arsenal». M ao se jactó más tarde de que las islas eran «dos batutas al son de las cuales bailaban Eisenhower y Jruschov, corriendo de acá para allá. ¿Es que no veis que
son maravillosas ?».ZÉ Jruschov respondió finalmente a las amenazas nucleares de Estados Unidos sobre Quemoy y Matsu lanzando sus propias amenazas, no sin antes haberse asegurado de que la crisis estaba a punto de resolverse. Los enfrentamientos por estas islas entre los años 1 9 5 4 - 1 9 5 5 y 1 9 5 8 enseñaron a rusos y estadounidenses otra lección sobre los límites de la autoridad de las superpotencias. Nadie, ni en Washington ni en M os cú, había instigado aquellos hechos; los responsables fueron Chiang y Mao. Ningún líder soviético o estadounidense pensaba que las islas merecieran desencadenar una guerra con armas nucleares, pero fueron incapaces de contener sus mutuas amenazas porque no podían controlar a sus propios «aliados». Una vez más eran las colas las que iniciaban el movimiento de perros en Taiwan, como ya había ocurrido en Corea. Algo muy similar, aunque con consecuencias mucho más devastado ras, sucedió en otro país del sureste asiático dividido por la Guerra Fría: Vietnam. Tras la victoria de H o Chi Minh sobre los franceses en 1 9 5 4 , éstos, junto con estadounidenses, británicos, rusos y comunistas chinos acordaron en Ginebra la partición del país por el paralelo 1 7 . Ho Chi Minh estableció entonces un Estado comunista en el Norte, mientras Estados Unidos emprendía la búsqueda de un régimen alternativo en el Sur del país. El elegido resultó ser N go Dinh Diem, un exiliado limpio
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de cooperacionismo con Francia y en quien Estados Unidos veía a; üti aliado fiable, por ser de religión católica. Pero Diem era tan autoritario como Rhee, y a principios de los años sesenta su Gobierno se había con vertido en un estorbo para la Administración estadounidense, además de en objetivo para la insurgencia que renacía en Vietnam del Norte. Consciente de que la credibilidad de Washington volvía a estar en la cuerda floja, Diem, inspirado por Rhee y por Chiang, advirtió de que su régimen podía caer si Estados Unidos no incrementaba su apoyo. En 1 9 6 1 el asesor de Kennedy, Walt Rostow, señaló: «Aún no hemos encontrado la manera de emplear nuestro gran poder negociador para que nuestros socios hagan en sus países aquello que deben hacer pero no desean».2-8 Las amenazas de hundimiento del régimen en Vietnam del Sur eran muy limitadas. El Gobierno de Diem se había vuelto tan brutal — y tán ineficaz al mismo tiempo— que la Administración Kennedy decidió destituirlo finalmente. Cooperó para ello con un grupo de coroneles survietnamitas que derrocaron al presidente, pero luego lo mataron, en noviembre de 19 6 3 . Este desenlace inesperado, seguido por el ase sinato del propio Kennedy tres semanas más tarde, tuvo un impacto notable en las autoridades estadounidenses, que no sabían qué rumbo tomar. Se encontraban con una situación muy deteriorada en Vietnam del Sur, que su propia retórica había elevado a la categoría de conflicto de trascendencia global, y sin estrategia para resolverla. La Administración liderada por Lyndon B. Johnson desarrolló gra dualmente esta estrategia en el curso del año siguiente: obtuvo la auto rización del Congreso para adoptar todas las medidas necesarias con tal de salvar Vietnam del Sur, y poco después, tras la arrolladora victoria de Johnson sobre Barry Goldwater en las elecciones de 19 6 4 , inició la escalada militar. La primera acción fue el bombardeo de los puertos y las líneas de suministros norvietnamitas, seguida del despliegue de tropas terrestres en Vietnam del Sur, en el verano de 19 6 5 . A finales de ese año 18 4.0 0 0 efectivos estadounidenses se encontraban sobre el terreno y muchos más estaban en c a m in o .« S i nos expulsan de Viet nam, ninguna nación podrá volver a tener la misma confianza en [...] la protección de Estados Unidos», proclamó Johnson. 3° La debilidad de un aliado había llevado a Estados Unidos — con reservas y aun profundas aprensiones por parte del presidente— a un
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compromiso supremo en su defensa. Lady Bird, la esposa del presiden te, explicó que en julio de 1 9 6 5 su marido hablaba en sueños: «N o quiero meterme en una guerra y no veo el modo de salir de ella. Tengo que llamar a filas a 600.000 muchachos y obligarles a abandonar sus hogares y a sus familias». Johnson era consciente de las consecuencias. Días más tarde, aseguró: «Si esto sale mal, si nos vemos envueltos en una guerra terrestre en Asia, todos mirarán en una sola dirección [...]. La mía».3J Curiosamente, tampoco los líderes soviéticos estaban contentos con la situación. Jruschov había intentado mejorar las relaciones con Estados Unidos tras la crisis de los misiles cubanos — que sirvió para quitarle el miedo al hundimiento— , y sus sucesores, Leónidas Brezhniev y Alexéi Kosigin, esperaban continuar el proceso. Sin embargo, al proclamarse la guerra se sintieron obligados a apoyar a Vietnam del Norte, en parte por razones ideológicas, pero también porque sabían que, de no hacerlo, los comunistas chinos, enzarzados para entonces en abierta polémica con los soviéticos, sabrían aprovechar la situación. Según Tito, que estudió atentamente el escenario: «La Unión Soviética no puede fallar a Hanoi, de lo contrario se vería expuesta al peligro de quedar aislada en el sureste asiático y [aislada] de los partidos comu nistas de otros países ».3z Fue así como fracasaron los primeros intentos por rebajar la tensión en la Guerra Fría, por más que Washington y M oscú lo desearan, pues las acciones de pequeños países atrapaban a las superpotencias en una confrontación de la cual no tenían ni los medios ni la resolución para escapar. «La situación era absurda — reconoció más tarde el embaja dor soviético en Estados Unidos, Anatoly Dobrynin— . La conducta de nuestros aliados [...] bloqueaba sistemáticamente cualquier discusión racional de otros problemas que eran de importancia clave para cual quiera de nosotros .»33V I
IV Esta reflexión era muy cierta, pero las frustraciones de las superpoten cias no se limitaban en modo alguno a sus relaciones con sus aliados en Asia o Latinoamérica. Estados Unidos y la Unión Soviética poseían un
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poder desproporcionado, tanto en lo económico como en lo militar, en el seno de la O T A N y del Pacto de Varsovia, pese a lo cual no les resul taba fácil controlar estas alianzas. Los problemas de ambos países con sus respectivos socios alemanes ilustran magníficamente esta cuestión. La Alemania de posguerra presentaba fortalezas y debilidades a un tiempo. Había sido el país más fuerte de Europa hasta 1 9 4 5 , de ahí que ninguna de las dos superpotencias se mostrara dispuesta a correr el riesgo de que una Alemania unificada se aliara con su principal ad versario. En este sentido, la división del país se impuso desde fuera y resultó inevitable una vez comenzada la Guerra Fría. Sin embargo, una vez dividido el país, la debilidad de los alemanes se convirtió en forta leza. Puesto que el país se encontraba realmente al borde del colapso — y con el paso del tiempo aprendió a «aparentarlo»— , los alemanes tanto del Este como del Oeste podían convocar en cualquier momento el espectro de un enemigo pasado al caer bajo el control de un enemigo futuro.34 Según la perspectiva de Washington el peligro en Alemania occi dental residía en la posible derrota electoral del Gobierno cristianodemócrata del canciller Konrad Adenauer. Desde que tomó posesión del cargo en 19 4 9 , Adenauer había dejado muy claro que prefería una Alemania dividida, puesto que al parecer no había manera de que la reunificación pudiera realizarse sin que la mitad occidental del país se retirase de la O T A N y perdiera por tanto la protección de Estados Unidos. Sostenía que era preferible contar con una mitad de Alemania democrática y próspera, estrechamente vinculada a Estados Unidos y a otras democracias de Europa occidental, a encarar los inciertos peli gros que a buen seguro entrañaría cualquier intento de unificar el país. Adenauer no rechazaba las negociaciones con la Unión Soviética con miras a la reunificación — si lo hacía podía perder el apoyo dentro de su propio país— , pero se aseguraba de que éstas no prosperasen. En palabras de uno de sus colaboradores: «Fingía flexibilidad para tener la libertad de alinearse con Occidente». El principal rival de Adenauer, el líder socialdemócrata Kart Schumacher, era un firme defensor de estas conversaciones, aun cuando el precio del éxito fuera la retirada de la O T A N y la neutralidad en la Guerra Fría. Tanto alarmaba a Estados Unidos esta perspectiva, que Adenauer pudo emplearla en beneficio propio: hacia 1 9 5 5 ya había
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obtenido la facultad de vetar virtualmente cualquier propuesta de nego ciación que Estados Unidos y el resto de sus aliados en la O T A N pudie ran presentar con respecto a la cuestión de Alemania en general y la de Berlín en particular. Tras la visita de Jruschov a Estados Unidos en 19 59 , Eisenhower anunció que tal vez pudiera «alcanzar un acuerdo» con el líder soviético «pero nuestros aliados no aceptarían una [nuestra] acción unilateral [...]. N o podemos siquiera considerarlo, por mucho que nos tiente, pues supondría la muerte para Adenauer».3é Un modelo similar se desarrolló en Alemania oriental, aunque en este caso lo que amenazaba con hundirse no era un partido político —pues de hecho sólo existía uno— sino el sistema en su conjunto. La intervención soviética salvó a Ulbricht en junio de 1 9 5 3 , aunque fue esta demostración de debilidad lo que paradójicamente le proporcionó su fortaleza; tal fue la alarma en el Moscú posterior a Stalin (y a Beria) que los líderes del Kremlin no tuvieron otra opción que apuntalarlo. El dirigente alemán pudo así, en lo sucesivo, chantajear a sus valedores soviéticos cuando le vino en gana. Ulbricht ya había jugado esta baza en 19 5 6 . Aprovechando el cre ciente malestar en Polonia y Hungría, advirtió a Jruschov de que una ayuda económica insuficiente de la Unión Soviética «podía tener con secuencias muy graves para nosotros» y «facilitar la labor al enemigo». Las materias primas y los bienes de consumo solicitados por Ulbricht, que la URSS a duras penas podía proporcionarle, no tardaron en po nerse en camino.37 En el otoño de 1 9 5 8 presionó a Jruschov para que resolviera la cuestión de la huida de alemanes orientales a través de Berlín occidental, llegando al punto de elogiar los recientes bombardeos de Mao Zedong en las islas cercanas a las costas de China:
Quemoy y Berlín occidental no sólo están siendo utilizados como centros de provocación por parte de los ejércitos que hoy ejercen su fuerza sobre ellas, sino que están convirtiéndose además en zonas [...] injustificable mente separadas de sus territorios. Ambas posiciones geográficas no sólo comparten los mismos objetivos, sino también la misma debilidad. Ambas son islas obligadas a sufrir las consecuencias de su aislamiento.38 A Jruschov, que ya tenía dificultades para controlar a M ao, esta analo gía no le pareció tranquilizadora. Pese a todo, en el mes de noviembre
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de 19 5 8 lanzó su ultimátum sobre Berlín, principalmente en respuesta a las exigencias de Ulbricht y acaso también porque su fracaso al tensar: la «soga» en torno a Berlín pudiera suscitar el desprecio de los chinos, que se mostraban cada vez más críticos. ¿De qué servían los misiles de Jruschov, empezaba a preguntarse M ao, si los rusos no eran capaces de exigir concesiones a Occidente en ninguna parte?39 El mismo pensamiento había asaltado a Ulbricht, exasperado por las renuencias de Jruschov a imponer a los occidentales un acuerdo sobre Berlín. En noviembre de 19 6 0 le espetó al líder del Kremlin: «Tú sólo hablas de un tratado de paz, pero no haces nada por alcanzarlo »d° A esas alturas Ulbricht ya había empezado a actuar por su cuenta: pro testó contra las políticas de Estados Unidos, Gran Bretaña y Francia en Berlín occidental sin consultar con Moscú; modificó unilateralmente los procedimientos para el tránsito a Berlín oriental y, en enero de 19 61, envió una delegación oficial a China, de la cual los rusos no tuvieron noticia hasta que los alemanes hicieron escala en el aeropuerto de Mos cú. Con deliberación o sin ella, intentó además «incrementar» el flujo de refugiados en el mes de junio cuando por primera vez reconoció pú blicamente la posibilidad de construir un muro, aunque insistió en que nadie tenía intención de hacerlo. «Nuestros amigos [...] a veces se mues tran impacientes y algo parciales en sus enfoques — señaló el embajador soviético en Berlín oriental poco después de que esto ocurriera— y no siempre estudian los intereses del mundo socialista en su totalidad o de la situación internacional en cada momento preciso.»41 Jruschov concluyó en consecuencia que debía lanzar a Kennedy un nuevo ultimátum sobre Berlín en la cumbre de Viena. Y cuando Kennedy dejó bien claro que, como Eisenhower, estaba dispuesto a de fender Berlín occidental aun a riesgo de una guerra nuclear, Jruschov se convenció de que su única alternativa era permitir a Ulbricht aquello que había prometido no hacer: separar Alemania oriental del enclave capitalista que se hallaba en su centro. Su intención era aislar Berlín occidental de Alemania oriental, no Alemania oriental de Berlín occi dental. Sin embargo, ya no quedaba ninguna opción y el muro señaló dramáticamente hasta qué punto la Unión Soviética se había encadena do a un aliado débil pero capaz de utilizar su debilidad para imponer su voluntad. Lo que convirtió en fortaleza la debilidad alemana fue, natural
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mente, ia preocupación en Washington y M oscú por su credibilidad internacional. Habían instalado en el poder a sus respectivos socios y ligado su reputación a la de éstos, y no era fácil desvincularse cuando los protegidos empezaban a perseguir sus propias prioridades. Estados Unidos y la Unión Soviética adoptaron así la costumbre de permitir que sus aliados alemanes determinaran los intereses alemanes y por tanto las políticas alemanas.
V Adenauer y Ulbricht no eran pese a todo los aliados más difíciles; esta distinción corresponde a Charles de Gaulle y a M ao Zedong. Francia y China se habían beneficiado ampliamente de sus relaciones con las superpotencias. Estados Unidos financió la reconstrucción de Francia en la posguerra, garantizó su seguridad a través de la O T A N y apoyó en secreto el desarrollo de la capacidad nuclear francesa.42- La Unión Soviética proporcionó la inspiración ideológica para la revolución Chi na y, tras la muerte de Stalin, la respaldó con generosas dotaciones económicas y militares, además de ayuda técnica para el desarrollo de una bomba nuclear, cuya fabricación China inició en 1955.43 Aun así, a finales de los cincuenta y principios de los sesenta De Gaulle y M ao se disponían a desmantelar las alianzas que habían nutrido a sus Estados y protegido sus regímenes. Se proponían nada menos que romper el equilibrio bipolar de la Guerra Fría. La Cuarta República Francesa, proclamada tras la derrota de Fran cia y su ocupación por Alemania en la Segunda Guerra Mundial, ha bía sido un éxito económico, pero un fracaso en el plano político. Los Gobiernos integrados por coaliciones inestables se sucedieron con tan desalentadora rapidez que la reforma constitucional resultó inevitable: únicamente De Gaulle, el líder de la Francia libre durante la guerra, tenía la autoridad y el prestigio necesario para abordarla. La Quinta República, proclamada en 19 5 8 , confirió el poder necesario al presiden te y obtuvo además la bendición de Estados Unidos, que de este modo confiaba en contar con un liderazgo más firme y previsible en París. «Francia arrastra una situación de deterioro moral, político y militar de casi doce años ininterrumpidos», señaló en esta ocasión el presidente
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Eisenhower. Las circunstancias «exigían la presencia de un “ hombre fuerte” [...] como De Gaule».44
El nuevo presidente francés sin duda aportó firmeza, pero no segu ridad. Washington apenas mostró objeciones cuando De Gaulle puso fin hábilmente al largo pero inútil esfuerzo de conservar la última gran colonia francesa: Argelia. A juicio de Estados Unidos, la guerra en este país estaba agotando los recursos de Francia y alimentando el naciona lismo árabe, y era imposible ganarla. Sin embargo, esto fue lo único que Washington pudo aprobar, porque De Gaulle no tardó en demostrar que su siguiente objetivo era disminuir la influencia política estadouni dense en Europa. El hecho de que entretanto esperase seguir contando con la protección de la O T A N no hizo sino exasperar a Estados Uni dos; y era precisamente eso, exasperar, lo que De Gaulle al parecer se proponía. Estaba determinado a demostrar a Estados Unidos que, en una época de fuertes superpotencias, había espacio no sólo para que Francia afirmara su autonomía sino también para que alardeara de ello. A mediados de 19 59 Eisenhower ya no soportaba el «mesianismo» del presidente De Gaulle, a quien definió como un cruce entre «Napoleón y Juana de A rco».4* La lista de las ofensas de De Gaulle fue extensa. Se negó a coordinar la estrategia nuclear de Francia — que realizó su primer ensayo atómico en 1960 — con la de Estados Unidos y Gran Bretaña; lo que hizo, por el contrario, fue preparar su pequeña forcé de frappe para «defenderse en todas las direcciones», con el aparente objetivo de inquietar tanto a los adversarios como a los aliados.46 Vetó el ingreso de Gran Bretaña en la Comunidad Económica Europea, humillando así a un estrecho aliado estadounidense y retrasando al menos en una década el pro ceso de integración de este país en el continente. Intentó persuadir al envejecido Adenauer para que Alemania occidental aflojara sus lazos con la O T A N , arguyendo que no podía confiarse en Estados Unidos para resistir la presión soviética en Berlín. Proclamó luego una visión de Europa que se extendería «desde el Atlántico hasta los Urales», lo que planteaba la incómoda incógnita de dónde dejaba esto a Estados Unidos y de paso a Alemania occidental. En 19 6 4 dio un impulso a su diplomacia con el reconocimiento de la China de M ao, al tiempo que protestaba airadamente contra la escalada militar estadounidense en Vietnam. En 19 6 6 retiró por completo la cooperación militar de
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Francia con la Alianza Atlántica, obligando a trasladar la sede de la ■ O TAN de París a Bruselas y expulsando a las tropas estadounidenses que contribuyeron a liberar Francia en la Segunda Guerra Mundial. El presidente Johnson ordenó a su secretario de Estado, Dean Rusk, que le preguntara a De Gaulle: «¿Quieres que traslademos también los cementerios estadounidenses de Francia?».47 La respuesta de Washington a estas provocaciones fue de todo punto ineficaz. De Gaulle despreció los continuos esfuerzos de reconciliación y se mantuvo impermeable a las presiones. Había calculado sagazmente que Francia podía retirarse de la O T A N , mientras que Estados Unidos y el resto de sus aliados no podían desvincularse del compromiso de defenderla. De Gaulle fue el último «francotirador», un líder «profun damente egocéntrico, incluso con rasgos de megalomanía», en palabras de un diplomático estadounidense, que celebró la confrontación con Estados Unidos a fin de recuperar la identidad de Francia como gran potencia.*8 Johnson concluyó que debía aguantar a De Gaulle, por más que le disgustara. «N o tenemos control sobre su política exterior», se ñaló el senador Richard Russell al presidente en 19 64. Y Johnson hubo de reconocer: «Eso es cierto; absolutamente ninguno».*9 Las dificultades de Estados Unidos con De Gaulle palidecen sin embargo ante las que debió afrontar Jruschov para controlar a M ao Zedong. Las tensiones entre Rusia y China contaban con una larga historia de hostilidad mutua, sólo parcialmente superada por la afini dad ideológica; por muy comunistas que ambos fueran, tanto Jruschov como Mao tenían todos los instintos y todos los prejuicios propios de los nacionalistas. El legado de Stalin también suscitaba problemas. M ao defendió al dictador muerto cuando Jruschov lanzó su ataque contra él en 19 56, pero el líder chino también cultivaba — y exhibía con frecuen cia— el recuerdo de cada desliz, afrenta o insulto de Stalin. Era como si para M ao, Stalin se hubiera convertido en una herramienta que podía utilizar a su antojo cuando le convenía reforzar su autoridad, pero que despreciaba cuando necesitaba invocar los peligros de la hegemonía soviética. Al mismo tiempo, M ao trataba a Jruschov como a un adve nedizo insignificante y no desaprovechaba la ocasión de desconcertarlo con pequeñas humillaciones, pronunciamientos crípticos y amenazas veladas. Según Jruschov: «Nunca estaba seguro de lo que M ao se pro ponía [...]. Yo confiaba en él mientras que él jugaba conmigo».5°
Esto era cierto, al menos en parte, pues los enfrentamientos fuera del país — tanto con adversarios como con aliados— permitían mantener la unidad dentro de casa, y ésta era la principal prioridad de M ao cuando puso en marcha el Gran Salto Adelante.51 He aquí una de las razones que desencadenó la segunda crisis de las islas, que ya pusiera a China al borde de una guerra con Estados Unidos en el verano de 19 5 8 . Pero en esta segunda ocasión M ao ya había iniciado su particular pelea con la Unión Soviética. Los rusos cometieron el error de proponer la cons trucción de una estación de radio de largo alcance en la costa de China, junto con el despliegue de una flotilla de submarinos chino-soviética. M ao le respondió enfurecido al embajador soviético: «¡Nunca confiáis en los chinos!». Com o si M oscú le exigiera compartir la propiedad «de nuestro ejército, nuestra marina y nuestra fuerza aérea, de nuestra industria, agricultura, cultura y educación [...]. Os creéis que podéis controlarnos porque disponéis de unas cuantas bombas atómicas».51 Cuando Jruschov se apresuró a viajar a Pekín con la intención de suavizar la situación, M ao lo acusó de haber perdido su espíritu revolu cionario. «Es evidente que tenemos la ventaja sobre nuestros enemigos — dijo M ao, que al recibir a Jruschov, un nadador torpe, en una piscina, quiso señalarle al soviético su posición de desventaja— . Lo único que tienes que hacer es provocar una acción militar de Estados Unidos, y yo te daré todas las divisiones que necesites para aplastarlos.» Mientras luchaba por mantenerse a flote, Jruschov intentó explicarle que «bas tarían uno o dos misiles para reducir a polvo todas las divisiones de China». Pero M ao no se dio por vencido. «Era evidente que ni siquiera escuchaba mis argumentos y que me consideraba un cobarde.»55 M ao desafió la lógica del equilibrio del poder en la esfera inter nacional porque buscaba un equilibrio distinto; creía que un mundo dominado por el peligro, ya fuera el de Estados Unidos, el de la Unión Soviética o el de ambos a la par, minimizaría el riesgo que suponía para su régimen el desafío de sus rivales dentro de China.5* La estrategia tuvo un éxito rotundo. N o obstante su mala gestión — si este eufemis mo puede definir las políticas que provocaron la muerte de hambre de tantos de sus compatriotas durante el Gran Salto Adelante— Mao sobrevivió como «gran timonel» de China. Lo que no sobrevivió fue la alianza chino-soviética, que para el líder chino había perdido su utili dad. Temeroso de las consecuencias, Jruschov intentó desesperadamente
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reconstruir esta alianza hasta que fue destituido en 19 6 4 , pese a los reiterados insultos, desaires e incluso ejemplos de sabotaje deliberado por parte de M ao. 55 Finalmente tuvo que admitir — con mucha elo cuencia— que «cada vez resultaba más difícil ver a China a través de la inocente y ávida mirada de un niño».56 ¿Cómo fue posible que De Gaulle y M ao, líderes de medianas po tencias, pudieran tratar de este modo a las dos grandes? ¿Por qué las formas de poder tradicionales (la fuerza militar, la capacidad económica o la magnitud geográfica) resultaron tan inútiles en esta situación? Parte de la explicación reside en la nueva correlación de fuerzas que empe zaba a perfilarse; la estrategia de De Gaulle — «defenderse en todas las direcciones»— no difería tanto de la de M ao, que consistía en ofender en todas las direcciones. Ambos veían en el desafío a la autoridad ex terior la manera de reforzar su legitimidad interna. Ambos aspiraban a reconstruir la autoestima nacional, lo que a su juicio exigía despreciar e incluso morder la mano que les había proporcionado comida y otras formas de sustento. La otra parte de la explicación debe buscarse en la desaparición del miedo. En la década de 1960, Francia y China habían adquirido en el seno de sus respectivas alianzas la fortaleza necesaria para desprenderse de los temores que los llevaron a buscar esas mismas alianzas. Tanto con el Tratado del Atlántico Norte de 19 4 9 como con el Tratado ChinoSoviético de 19 5 0 las superpotencias pretendían ofrecer tranquilidad a los países menos fuertes, lo que al menos en este sentido demuestra que las alianzas habían cumplido sus objetivos a la luz de la conducta de De Gaulle y M ao. Igualmente intervinieron en la cuestión factores de personalidad, pues no todos los líderes habrían utilizado la seguridad que se les proporcionaba para comportarse con la arrogancia que ellos lo hicieron. Tanto De Gaulle como M ao entendían de un modo muy similar la utilidad del cbutzpa, una palabra que carecía de un equiva lente preciso en sus respectivas lenguas y que podría definirse como el arte de practicar la acrobacia sin red. Ello requería — De Gaulle y M ao fueron auténticos maestros— no mirar hacia abajo.57
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VI Llegó sin embargo el momento en que ambos miraron hacia abajo, y lo que vieron los dejó atónitos. En julio de 19 6 7 , el cuartel general de M ao en la capital china, conocido como Zhongnanhai, fue asediado por miles de miembros de la Joven Guardia Roja. Algunos de los más estre chos colaboradores presidenciales fueron humillados públicamente, in cluso agredidos, y el propio M ao tuvo que huir de la ciudad de Wuhan, donde se encontraba con el propósito de aplacar el creciente malestar. «N o me escuchan — se quejó, sin dar crédito— . M e han ignorado.»*8 De Gaulle vivió una experiencia similar en mayo de 19 6 8 , cuando ante el temor de que las revueltas estudiantiles pudieran provocar la caída del Gobierno se trasladó apresuradamente de París a una base militar francesa en Alemania occidental. Reconoció que Francia sufría «una parálisis total». Había «perdido el control por completo».59 Tanto M ao como De Gaulle recuperaron la autoridad tras estos in cidentes, pero nunca la excelencia acrobática. Tampoco eran los únicos que atravesaban momentos difíciles. Ese mismo verano de 19 68 , Brezhniev y sus colaboradores preparaban la invasión de un Estado socialista hermano, Checoslovaquia, con la intención de frenar las reformas que ellos mismos habían estimulado; como ya ocurriera en Alemania orien tal en 1 9 5 3 , al igual que en Polonia y Hungría en 19 5 6 , las reformas fueron más allá de lo previsto por Moscú y amenazaban con desesta bilizar Europa del Este, incluso la propia URSS. El líder del partido en Ucrania, Petr Shelest, lanzó la siguiente advertencia: «Estamos hablando tanto del destino del socialismo en un país socialista como del destino del socialismo en todo el mundo socialista». Ulbricht, todo un experto en esgrimir la amenaza de hundimiento, se mostró aún más enfático: «Si Checoslovaquia continúa en esta línea, todos los aquí reunidos corremos un gran peligro de hundirnos».60 Los líderes de Alemania occidental no pudieron alegrarse de la incó moda situación de Ulbricht, porque también ellos se veían acosados. Sus universidades llevaban todo un año de protestas, y los principales dis turbios, motivados por la intervención de Estados Unidos en Vietnam, se producían en la ciudad defendida por el ejército estadounidense: Berlín occidental. La Universidad Libre de Berlín, fundada con ayuda de Washington en pleno bloqueo de la ciudad, en 19 4 8 , se convirtió en
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un hervidero de actividad revolucionaria, mientras que la Casa de Amé rica, creada con el fin de fomentar el intercambio cultural con Estados Unidos, era el blanco habitual de las manifestaciones y fue atacada en varias ocasiones. Estados Unidos y sus aliados de Europa occidental se habían convertido en «imperialistas», anunció el líder estudiantil Rudi Dutschke. Los estudiantes alemanes debían unirse a los campesinos de Vietnam — según el espíritu de M ao Zedong y Fidel Castro— «para sublevar a las masas».61 La oposición a la Guerra de Vietnam se intensificó en Estados Uni dos a lo largo de ese verano hasta el punto de desafiar todas las fuentes de la autoridad: gubernamentales, militares, empresariales y educativas. Por aquel entonces cerca de 550.000 militares estadounidenses comba tían en Vietnam. Muchos de los estudiantes se encontraban en período de prórroga y pronto serían llamados a filas. Los jóvenes estadouni denses tenían razones tanto ideológicas como personales para protes tar contra una guerra que muchos consideraban injusta e imposible de ganar, pese a lo cual serían reclutados. Las prórrogas por estudios les ofrecían cierta protección, pero a costa de ver cómo otros jóvenes me nos afortunados ocupaban sus vacantes. A l mismo tiempo estallaban disturbios por temas raciales en todo el país, y dos líderes especialmente admirados por la juventud, Martin Luther King y Robert F. Kennedy eran asesinados. El presidente Johnson, que había decidido no presentarse a la ree lección, estaba prácticamente prisionero en la Casa Blanca, cercado de día y de noche por el ruido de los manifestantes, y sólo comparecía públicamente desde bases militares celosamente protegidas. El congreso del Partido Demócrata en el mes de agosto se convirtió en una batalla campal, y la policía de Chicago apaleó a miles de jóvenes enfurecidos, desilusionados y — para entonces— profundamente cínicos, a quienes el desafortunado eslogan de la campaña de Hubert Humphrey («la política de la alegría»),6z el candidato designado a dedo por Johnson, no logró conmover en absoluto. Richard M . Nixon derrotó a Humphrey en las urnas ese mismo oto ño, heredando un mundo en el que los instrumentos tradicionales del poder estatal parecían extinguirse. Fue como si Estados Unidos hubiera llegado a un punto — recordaría más tarde Henry Kissinger, el asesor de Nixon en materia de seguridad nacional— «en el que las posibilida
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des aparentemente ilimitadas de la juventud sé hubieran estrechado de pronto, y no quedaba más remedio que asumir la realidad de que no todas las opciones continuaban abiertas».65 El presidente lo formuló en términos más contundentes: «Vivimos en una época de anarquía», afirmó en su discurso a la nación el 30 de abril de 19 7 0 :
Estamos presenciando ataques indiscriminados contra todas las grandes instituciones que las civilizaciones libres han creado a lo largo de quinien tos años. Incluso aquí, en Estados Unidos, las grandes universidades están siendo destrozadas [...]. Si llegada la hora de la verdad Estados Unidos se comporta como un gigante indefenso y lastimero, las fuerzas del totali tarismo y la anarquía amenazarán a todos los países libres y a todas las instituciones libres del planeta.64 Nixon se sirvió de este discurso para anunciar la invasión conjunta de Camboya por parte de Estados Unidos y de Vietnam del Sur, entre las. medidas adoptadas para salir del atolladero militar en Vietnam. Esta ex tensión de la guerra suscitó nuevas oleadas de protestas que por primera vez se saldaron con la pérdida de vidas humanas. El día 4 de mayo, la Guardia Nacional de Ohio tiroteó a cuatro estudiantes de la Kent State University. El país entero, junto con sus universidades, parecía a punto de desmoronarse. Cinco noches más tarde, el presidente de la nación, acompañado tan sólo por su ayudante personal y un chófer, salió a hurtadillas de la Casa Blanca para intentar razonar con los estudiantes que celebraban una vigilia frente al Monumento a Lincoln. Tan nervioso estaba Nixon que rozó la incoherencia, divagando sobre Churchill, la pacificación, el surf, el fútbol, sus políticas medioambientales y las ventajas de viajar en la época juvenil. Aunque sorprendidos por esta inesperada aparición nocturna, los estudiantes se mostraron por su parte educados, seguros y muy centrados: «Espero que comprenda usted — le dijo uno de ellos al hombre más “ poderoso” del mundo— que estamos dispuestos a morir por nuestras creencias».65 ¿Qué estaba pasando? ¿Cómo podía ser que los «chicos» trataran a los líderes de las principales potencias de la Guerra Fría como si fueran sus «padres», es decir, obligándolos a farfullar de impotencia, a desatar su furia sin resultado alguno, a sentir pánico y a comprender con enor-
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nie malestar que su autoridad había dejado de ser lo que era? ¿Cómo podía ser que los jóvenes — tan poco coordinados entre sí— cobraran tanta fuerza ante sus mayores? Una explicación sencilla es que la población juvenil era mayor que nunca. El baby boom posterior a la Segunda Guerra Mundial fue un fenómeno internacional, no exclusivo de Estados Unidos. Los índices de natalidad se dispararon al tiempo que los de mortalidad descendían, en parte por la paz recuperada, pero también por los avances sanitarios.66 A finales de los sesenta y principios de los setenta la generación de la posguerra rondaba los veinte años arriba o abajo, es decir, tenía edad suficiente para crear problemas si se lo proponía. Paradójicamente, fueron los Gobiernos quienes proporcionaron a estos jóvenes tanto los medios como los motivos. Los Estados consi deraban desde antiguo la educación como un valor en sí mismo, pero la Guerra Fría hizo especial hincapié en la educación «superior»; era imprescindible seguir siendo competitivos en un contexto geopolítico cada vez más dependiente de la ciencia y la tecnología. Las matriculaciones en las universidades de Estados Unidos se triplicaron entre 19 5 5 y 1970, financiadas en buena parte por el Gobierno Federal. El número de universitarios en la Unión Soviética se multiplicó por 2 ,5 , mientras en Francia se cuadriplicaba e incluso en China se duplicaba en 19 6 5 , antes de experimentar una caída en picado al rebufo de la Revolución Cultural maoísta, que arruinó la educación a lo largo de toda una dé cada.67 Los Gobiernos no habían previsto que el aumento de una población joven y dotada de mejor educación en un contexto de estancamiento internacional pudiera desencadenar la insurrección. El aprendizaje no puede parcelarse fácilmente: ¿cómo se prepara a los estudiantes para que sean capaces de pensar de acuerdo con los fines aprobados por el Estado — o por sus progenitores— , sin dotarlos al mismo tiempo de la capacidad de pensar por sí mismos? A lo largo de la historia ha sido frecuente que los hijos cuestionaran los valores de los padres, pero en ese momento preciso la educación universitaria ponía en sus manos la capacidad de hacerlo. El resultado fue el descontento con el mundo tal como era, ya se hablara de armas nucleares, de injusticia racial, social y económica, de la Guerra de Vietnam, de la represión en Europa del Este o incluso de las propias universidades, convertidas para los jóve-
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nes en herramientas de un orden obsoleto que era preciso derrocar. Se trataba de un fenómeno nunca visto, de una revolución que trascendía lo nacional para atacar directamente al poder, cualquiera que fuese su ideología. Sólo en China este proceso se produjo por decreto. En el verano de 19 6 6 M ao puso en marcha la Revolución Cultural, otra de sus manio bras periódicas para eliminar a sus posibles rivales. «M e encantan las grandes revoluciones», dijo entre risas en esta ocasión.68 En su caso se trataba de una revolución nacional, no internacional, y una vez inicia da M ao tuvo grandes dificultades para frenarla. Con este estímulo, la Joven Guardia Roja atacó las instituciones gubernamentales y educati vas, pero también las del partido, todas ellas construidas por Mao. El propósito, aseguró M ao, era evitar la burocratización y la consiguien te pérdida de ardor revolucionario, pero entre 400.000 y 1.000.000 de personas murieron como consecuencia de la violencia desatada, al tiempo que el Gobierno casi se paralizaba y China transmitía al mundo exterior la imagen de un Estado que se había vuelto completamente loco.69 Fue como si, en un intento por aliviar la esclerosis del sistema, M ao prescribiera la quimioterapia más agresiva, y el remedio resultó peor que la enfermedad. Un año m is tarde el líder chino intentaba recuperar el control del movimiento que él mismo había iniciado y en 19 6 8 , insistió en que el país debía «superar con resolución la falta de disciplina, que en algunos lugares rayaba en la anarquía». A finales de 19 69 había restablecido el orden en la mayor parte del país, pero sólo mediante la drástica medida de desterrar a varios millones de antiguos Guardias Rojos (la elite edu cada de China) a las zonas rurales del país. Es «absolutamente necesario — explicaba el Diario del Pueblo— , que los jóvenes sean [...] reeducados por obreros, campesinos y soldados en la línea correcta, y transformen por completo su viejo modo de pensar».70 Resulta así mucho más curioso que la juventud radical de Europa occidental y Estados Unidos — bajo la cual no pesaba la condena de ser reeducada por obreros, campesinos y soldados-— vieran a M ao como a un héroe, distinción que el líder chino compartía con Fidel Castro y su compañero de revolución, el Che Guevara, quien fracasó en el intento de emprender una revolución a semejanza de la cubana en África cen tral y fue más tarde capturado y asesinado en Bolivia por la CIA, en
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1967.71 N o era la competencia la cualidad que en este caso se admiraba; era el romanticismo revolucionario, y tanto M ao como Fidel o el Che constituían símbolos muy poderosos. Ello ayuda a comprender por qué los revolucionarios de 19 6 7 y 1968 tuvieron tan poco éxito. Cierto que sacudieron el poder en todas partes, pero al final no lograron derrocarlo; lo que hicieron fue conven cer a quienes ejercían el poder de la necesidad de cooperar para evitar amenazas similares en el futuro. Entre los convencidos figuraban los gobiernos de Estados Unidos, la Unión Soviética, Alemania occidental y Alemania oriental, además del siempre flexible M ao Zedong.
VII En marzo de 19 6 9 se produjeron choques entre tropas de la Unión So viética y China a lo largo del río Ussuri, la frontera que ambos países compartían en el noreste asiático. Los combates pronto se extendieron al río Amur y a la frontera de Xianjiang-Kazajstán. En el mes de agosto corrían rumores de guerra total, posiblemente con armas nucleares, en tre los dos Estados comunistas más poderosos del mundo. M ao ordenó que se cavaran túneles y se almacenaran alimentos en previsión de un ataque soviético, hecho lo cual llamó a su médico personal, Li Zhisui, y le planteó un dilema. «Piensa en esto [...]. Tenemos a la Unión Soviética al Norte y al Oeste, a India al Sur y a Japón al Este. ¿Qué crees que deberíamos hacer si todos nuestros enemigos se aliaran para atacarnos desde el Norte, el Sur, el Este y el Oeste?» Li confesó que no tenía respuesta. «Piénsalo otra vez — le dijo M ao— . Detrás de Japón está Estados Unidos. ¿N o aconsejaban nuestros antepasados que negociáramos con países lejanos y peleáramos con los que tenemos cerca?» Li se sorprendió mucho, al recordar la larga historia de hostilidad entre China y Estados Unidos, y preguntó: «¿Cómo vamos a negociar con Estados Unidos?». A lo que Mao respondió:
Estados Unidos y la Unión Soviética son diferentes [...]. El nuevo presidente estadounidense, Richard Nixon, es un hombre de derechas, el líder de los anticomunistas de allí. A mí me gusta tratar con los derechistas. Dicen lo
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que piensan de verdad [...] no como los izquierdistas, que dicen una cosa y piensan lo contrario.72 Cabe preguntarse qué habrían opinado de esta conversación los jóvenes admiradores de M ao en Europa y Estados Unidos. Pero éste no fue el único intercambio sorprendente que tuvo lugar durante el verano de 1 969. Hubo otro en Washington, donde un funcionario soviético de rango medio planteó en el transcurso de un almuerzo la siguiente cuestión a su homólogo en el Departamento de Estado: «¿Cómo respondería Estados Unidos si la URSS atacara instalaciones nucleares chinas?». La insólita pregunta sólo podía formularse por orden directa de Moscú, y su des tinatario, al no tener respuesta, hubo de transmitirla a sus superiores, quienes a su vez la trasladaron a la Casa Blanca, donde ya había sido respondida. Días antes el presidente Nixon sorprendió a su gabinete con el anuncio de que Estados Unidos no podía permitir que China fuera «aplastada» en una eventual guerra chino-soviética. Kissinger comentó más tarde: «Fue todo un hito en la política exterior estadounidense que un presidente manifestara un interés estratégico en la supervivencia de un gran país comunista, además de antiguo enemigo, con el que no teníamos ningún contacto».7? Es improbable que M ao contara con espías en las altas esferas de Washington ese verano, así como que Nixon los tuviera en Pekín, pues apenas existía comunicación entre ellos. Ambos tenían, sin embargo, intereses convergentes. Uno era la Unión Soviética, a la que percibían como una amenaza creciente. La invasión de Checoslovaquia en 1968 fue un éxito clamoroso, impresión que se vio reforzada en el mes de noviembre cuando Brezhniev proclamó su derecho a violar la soberanía de cualquier país con el objetivo de sustituir el capitalismo por el mar xismo-leninismo. «Esto ya no es un problema únicamente para la gente de ese país, sino un problema común que concierne a todos los países socialistas. »74 Entretanto la U RSS había alcanzado al fin la paridad estratégica con Estados Unidos; si había algún «desfase» en cuanto al número de misiles, la inferioridad sería probablemente para los estado unidenses. Y estaban además las amenazas de Moscú contra China, que acaso traslucían una posibilidad real de aplicar la «doctrina Brezhniev» y utilizar la capacidad nuclear soviética.
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Otro de los intereses compartidos por China y Estados Unidos era Vietnám. N ixon quería retirarse de allí, pero en términos que no su pusieran una humillación para su país; a esto se refería cuando en la primavera siguiente habló del «gigante indefenso y lastimero». N o po día esperar ninguna ayuda de Vietnam del Norte, pero China — que hasta el momento había sido el principal valedor económico y militar de Hanoi— tenía una perspectiva diferente. N o deseaba que los com bates se extendieran por su frontera meridional en un momento en que se auguraba un conflicto más profundo y peligroso con la Unión Soviética. A comienzos de 19 7 0 Kissinger le recordó abiertamente a Le Duc Tho, el principal negociador de Hanoi, que Vietnam del Norte no podía seguir contando con «el respaldo unánime de los países que lo apoyaban».75 Los chinos ya habían señalado que la guerra les entusias maba cada vez menos, y los mensajes se hicieron más directos con el paso del tiempo. «Nuestra escoba es demasiado corta para barrer a los estadounidenses de Taiwan — dijo M ao a sus aliados norvietnamitas a finales de 1 9 7 1 — , pero la vuestra también lo es para hacer lo mismo en Vietnam del Sur.»76 Nixon y M ao compartían asimismo el objetivo de restablecer el orden económico en sus respectivos países. El ministro de Exteriores chino, Zhou Enlai, así lo apuntó cuando Kissinger realizó su prime ra — y secretísima— visita a Pekín en julio de 1 9 7 1 . Zhou se esforzó en garantizar a Kissinger que la Revolución Cultural había concluido. Prometió además que China intentaría ayudar a Nixon a mejorar su posición en casa; ningún otro líder occidental, y naturalmente ningún otro líder estadounidense, sería recibido en Pekín antes que el presiden te de Estados Unidos.77 N ixon viajó a China en febrero de 1972., y de inmediato congenió no sólo con Zhou, sino también con M ao. «Yo voté por ti — bromeó M ao— cuando tu país se encontraba en un buen lío, en la última campaña electoral [...]. En cierto modo me alegra que la derecha llegue al poder.» «La derecha — reconoció N i xon— hace aquello de lo que la izquierda sólo habla.» Cuando Kissin ger insinuó que la izquierda podía oponerse a la visita de Nixon, M ao se mostró de acuerdo. «Exacto [...]. En nuestro país también hay un grupo de reaccionarios que se oponen a los contactos con vosotros.» Y a continuación tuvo lugar el siguiente intercambio:
MAO: Yo creo que, en general, la gente como yo suena como grandes caño nes. Decimos cosas como «el mundo entero debe unirse para derrotar al imperialismo y al revisionismo, y a todos los reaccionarios...». nixon : Igual que yo... MAO: Pero es posible que tú, como individuo, no figures entre aquellos a los que nos proponemos derrocar [...]. [Kissinger] tampoco figura entre aquellos a los que nos proponemos derrocar. Si fuerais derrotados nos quedaríamos sin amigos. «La historia nos ha unido — dijo N ixon al despedirse de M ao— . La cuestión es si nosotros, con diferentes filosofías pero con los pies en la tierra, y como hombres que proceden del pueblo, seremos capaces de hacer algo significativo no sólo para China y Estados Unidos sino para el mundo entero en los años venideros.» Y M ao respondió, aludiendo al libro de Nixon, Seis crisis, escrito antes de su llegada a la presidencia: «Tu libro no es un mal libro».?8
VIII Fue un momento excepcional, pero... ¿qué habrían pensado de esto en Moscú? Nixon y M ao sin duda se proponían desestabilizar a los rusos. Poco sabían de la inquietud que ya se vivía entre los líderes del Kremlin, quienes a pesar de las apariencias estaban profundamente preocupados por conservar su autoridad en un mundo donde las formas de poder tradicionales ya no parecían tener el mismo peso. Lo que en el resto del mundo se percibió como un brutal indicio de seguridad y confianza, fue su experiencia más traumática: Checoslovaquia. Brezhniev ordenó la in vasión por su sensación de vulnerabilidad — el temor a que las reformas de la «primavera de Praga» pudieran extenderse a otros países— , y sin embargo el mundo exterior tuvo la impresión de que con eso se había resuelto el problema. En caso contrario, ¿por qué iba a transformarla Brezhniev en doctrina de aplicación general en otros lugares? Pero la invasión no salió bien. Los mandos del Ejército Rojo casi perdieron el control de sus tropas cuando éstas fueron abucheadas, en lugar de bienvenidas — tal como se les había dicho— en las calles de Praga. Resultó más difícil de lo esperado encontrar a un puñado de che-
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eos dispuestos a asumir el poder bajo la ocupación soviética. La acción militar desató protestas en Yugoslavia, Rumania y China, así como en los partidos comunistas y otros partidos de la izquierda de Europa occi dental, que normalmente aceptaban las decisiones de Moscú. Hubo una pequeña manifestación frente al mausoleo de Lenin, en la Plaza Roja, un acontecimiento inédito que confirmaba las sospechas de los líderes del Kremlin en el sentido de que el descontento, bajo la superficie, era todavía mayor en la propia Unión Soviética.79 La doctrina Brezhniev ofrecía la fachada perfecta en esta situación, aun cuando los líderes soviéticos fueran muy conscientes del coste que podía tener si en algún momento se veían obligados a aplicarla. Su principal prioridad en los años setenta fue asegurarse de que tal cosa no ocurriera, y ello exigía mejorar las relaciones con Estados Unidos y sus aliados en la O T A N . El marxismo-leninismo había fracasado en sus expectativas; países como Polonia, Hungría y Alemania oriental veían cómo su nivel de vida no sólo se estancaba sino que disminuía, y la situación resultaba aún más deprimente en contraste con la prosperi dad del resto de Europa y Alemania occidental. La intervención militar jamás resolvería este problema; de hecho era probable que lo agravara, puesto que podía provocar sanciones económicas por parte de Occiden te. Era conveniente buscar la distensión con Estados Unidos, pues sólo esto podía garantizar la estabilidad en el área de influencia soviética. Alemania occidental ya había allanado el camino al insinuar que, si la reunificación no era posible, tal vez Alemania oriental, los países de Europa del Este e incluso la Unión Soviética cambiarían con el paso del tiempo. Un flujo controlado de personas, bienes e ideas entre ambos mundos podía rebajar las tensiones, ampliar las relaciones y moderar a largo plazo el carácter autoritario de los regímenes comunistas. El principal objetivo era la estabilidad geopolítica, y también la Ostpolitik, tal como se dio en llamar a esta estrategia, que proporcionara acaso cierta estabilidad social, al reducir el grado de frustración que a buen seguro surgiría en las dos Alemanias cuando se confirmara definitivamente que seguirían divididas. El principal arquitecto de la Ostpolitik, Willy Brandt, se convirtió en canciller de Alemania occidental en 19 6 9 , momento en el que ya existía una nueva razón para seguir este esquema: la de fre nar las protestas no sólo en su país sino en el resto de Europa, pues los manifestantes habían llegado a convencerse de que la congelación
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resultante de la Guerra Fría era el «poder» más opresivo de todos a cuantos se enfrentaban.80 Nixon y Kissinger respondieron inicialmente con recelo a la Ostpolitik, quizá porque la idea no se les había ocurrido a ellos. Sin embargo, , pronto comprendieron que este plan podía enmarcarse en una estrate gia más amplia; que la necesidad económica podía combinarse con la apertura hacia China, lo cual forzaría a la Unión Soviética a negociar con Estados Unidos una serie de cuestiones (la limitación de las armas estratégicas, un acuerdo para el fin de la Guerra de Vietnam o el fortale cimiento del comercio Este-Oeste), al tiempo que aplacaría a los críticos internos, que habían estado a punto de paralizar la política exterior estadounidense en los últimos años de la presidencia de Johnson y los primeros de Nixon. Las condiciones eran por tanto adecuadas para una nueva estrategia de contención. Sin embargo, ésta debería ser impulsada conjuntamente por los dos países rivales. Como ya hicieran antes con el peligro de guerra nuclear, destinarían esta estrategia a combatir en sus respectivas sociedades la amenaza de las revueltas juveniles que les habían llevado a encontrarse en el mismo barco. El presidente Nixon tomó posesión del cargo en enero de 1969, re suelto a sacar a Estados Unidos de Vietnam, a recuperar la iniciativa en la Guerra Fría y a restablecer la autoridad del Gobierno en casa. Cuando estaba a punto de cerrarse la siguiente campaña electoral, en noviembre de 19 7 Z , N ixon se hallaba en condiciones de afirmar de manera creíble que había cumplido los dos primeros objetivos y estaba en vías de alcanzar también el tercero. Kissinger anunció que el acuerdo de paz con Vietnam del Norte estaba «cerca». La lenta pero progresiva retirada de las tropas estadounidenses de Vietnam del Sur, junto con la eliminación del servicio militar obligatorio en Estados Unidos, restó fuelle a las protestas internas contra la guerra, mientras que la «aper tura» de Nixon hacia China colocaba al país en la envidiable situación de enfrentar a sus adversarios entre sí. Ese mismo año Nixon se había convertido en el primer presidente de Estados Unidos que visitaba Pe kín y Moscú. Tenía capacidad para presionar — y eso siempre era algobueno en política internacional— , inclinándose alternativamente hacia la Unión Soviética o hacia China como mejor le conviniera, pues la hostilidad entre los dos países comunistas había crecido a tal punto que ambos competían por el favor de Washington. Fue una actuación
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digna de Metternich, Castlereagh y Bismarck, los grandes estrategas a los que Kissinger tanto admiraba en su faceta de historiador y sobre quienes había escrito. La confirmación había llegado el día de las elecciones, el 7 de no viembre de 1968, cuando Nixon aniquiló al candidato demócrata George M cGovern, obteniendo un 6 1 por ciento del sufragio frente al 3 7 por ciento de su adversario. La diferencia en votos reales fue aún más impresionante, de 5 2 0 -1 7 , puesto que M cGovern sólo ganó en Massachusetts y en el distrito de Columbia. Dos años y medio antes, cuando un atribulado N ixon advertía sobre la indefensión de su país, nadie habría podido augurar semejante resultado. Kissinger felicitó por escrito a su jefe, alabándolo no sin razón por el logro que suponía haber asu mido el mando de «una nación dividida, empantanada en una guerra, privada de confianza y atormentada por intelectuales sin convicciones, para proporcionarle un nuevo proyecto».81 Todo parecíá indicar que el poder se consolidaba. Pero el país no tardaría en ver a su presidente nuevamente acuciado, esta vez de manera irreversible, no por los insurgentes vietnamitas ni por los estudiantes radicales, sino por las consecuencias «legales» de un delito menor que lo desalojaría de la Casa Blanca. La ley, al menos en Estados Unidos, pesa más que los logros cosechados por una gran estrategia. El caso Watergate fue tan sólo la punta de un iceberg a la deriva, pues el rumbo de la Guerra Fría se vería marcado a lo largo de las dos décadas siguientes por una fuerza superior al poder estatal: la recuperación de un sentimiento «común» de equidad en el seno de un sistema internacional que durante mucho tiempo había dado la impre sión de ser hostil a ello. La moral empezaba a convertirse en el mazo en la partida de croquet de la Guerra Fría.
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CAPÍTULO 5 EL RESTABLECIMIENTO DE LA EQUIDAD
Pues un hombre que desee obrar con bien en todos los sentidos ha de verse destruido por tantos que no son igualmente buenos. De ahí que sea necesario para un príncipe con vocación de per manencia aprender a no ser bueno y servirse de este conocimiento y no emplearlo según la necesidad. NICOLÁS MAQUIAVELO1
Un colapso tan repentino fue para los líderes soviéticos [...] una desagradable sorpresa [...]. Hubo perplejidad en los hombres del Kremlim, incapaces de comprender la mecánica que obligaba a dimitir a un presidente poderoso como consecuencia de la pre sión pública y lo sometía a un complicado procedimiento judicial basado en la Constitución [...], y todo por algo que ellos perci bían como un pequeño desliz. No había en la historia soviética paralelismo alguno. ANATOLY DOBRYNIN1
El caso Watergate sorprendió al propio Nixon tanto como al embajador soviético y a los líderes del Kremlin. ¿Cómo podía caer el hombre más poderoso del mundo por algo que su propio portavoz describió como un «hurto insignificante», sólo detectado porque los torpes ladrones habían precintado una puerta en sentido horizontal en lugar de verti cal, despertando con ello las sospechas del guardia de seguridad que cubría el turno de noche? El descubrimiento de un robo a la una de la madrugada del 1 7 de junio de 1972., en el edificio Watergate de Was
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hington, sede del Comité Democrático Nacional, desencadenó una serie de acontecimientos que por primera vez en la historia obligaría a dimitir a un presidente de Estados Unidos. La desproporción entre el delito y sus consecuencias dejó a Nixon atónito. Poco después de abandonar el cargo se compadecía de sí mismo en estos términos: «Todos los golpes que hemos recibido no son nada en comparación con lo que hemos conseguido y lo que podemos conseguir en el futuro no sólo en aras de la paz mundial sino, indirectamente, también en aras del bienestar de las personas en todo el mundo».? Tal vez, pero el caso Watergate también puso de manifiesto que para los ciudadanos de Estados Unidos el imperio de la ley estaba por encima del ejercicio del poder, por muy elogiables que fueran sus intenciones. Los fines no siempre justificaban los medios. Aun menos los hacían legítimos. «Bueno, el hecho de que el presidente lo haga significa que no es ilegal», argumentó N ixon poco después, en un pobre intento por jus tificar las escuchas telefónicas y los robos que había autorizado con el fin de detectar posibles filtraciones en el seno de su Administración con respecto a la gestión de la Guerra de Vietnam. «Si el presidente toma una decisión por [...] razones de seguridad nacional o, como en este caso, porque existe una amenaza de considerable magnitud para la paz y el orden internos, entonces la decisión presidencial faculta a quienes la llevan a cabo [a actuar] sin violar la ley.»4 Semejante argumento no era nuevo. Todos los jefes del ejecutivo, desde Franklin D. Roosevelt ha bían refrendado acciones de dudosa legalidad en interés de la seguridad nacional, y hasta el propio Abraham Lincoln lo hizo de la manera más flagrante para preservar la unidad nacional. Pero Nixon cometió varios errores enteramente propios. El primero fue exagerar el problema al que se enfrentaba: la filtración de los Papeles del Pentágono al diario The New York Times no constituía una amenaza comparable a la secesión en 1 8 6 1 , ni tampoco a la perspectiva de subversión durante la Segunda Guerra Mundial y los comienzos de la Guerra Fría. El segundo error de Nixon fue servirse de unos agentes tan ineptos como para ser descubier tos. Y el tercero, el que puso fin a su mandato presidencial, fue mentir, en un fútil intento de ocultar los hechos, una vez que se supo todo.5 El caso Watergate pudo haberse quedado en un incidente menor en la historia nacional de no ser por un importante detalle: las diferencias entre lo posible y lo correcto empezaban a influir en la conducta de las
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superpotencias de la Guerra Fría. Los últimos años de la Administra ción Nixon señalaron por primera vez que ambos países se enfrentaban a limitaciones derivadas no sólo del grave problema nuclear, del fracaso de las ideologías a la hora de cumplir con sus promesas o de los desafíos .que lanzaban los engañosamente «débiles» a los aparentemente «fuer tes», sino que procedían también de la creciente insistencia en que las acciones de los Estados y de los individuos que ejercían la autoridad debían someterse al imperio de la ley o cuando menos a unos principios básicos de decencia humana.
I Existía desde antiguo la esperanza de que las relaciones entre los países rio estuvieran siempre presididas por el uso de la fuerza. «El principal problema de la especie humana -—señalaba el filósofo Immanuel Kant ya en 17 8 4 — es el de construir una sociedad civil capaz de administrar la justicia a escala universal.»6 W oodrow Wilson pretendía que la Liga de Naciones impusiera a los Estados miembros algunas de las restric ciones legales — al menos las más progresistas— que éstos imponían a sus propios ciudadanos. Los fundadores de las Naciones Unidas inten taron corregir en este organismo las numerosas deficiencias que había mostrado la Liga, al tiempo que preservaban sus fines originales. La Carta de la nueva organización proclamaba «la igualdad de derechos de hombres, mujeres y pueblos, grandes y pequeños por igual» y el es tablecimiento de unas condiciones «que permitan preservar la justicia y el respeto a las obligaciones impuestas por los tratados y otras fuentes del derecho internacional» .7 El orden surgido del equilibrio del poder en el seno del sistema internacional dejaba de ser un fin en sí mismo; la prioridad, en lo sucesivo, sería garantizar los acuerdos entre los Estados que integraban dicho sistema, sobre la base de un principio de justicia externo. Hoy resulta difícil imaginar el optimismo que existía en el momento de su fundación con respecto a la capacidad de las Naciones Unidas para realizar esta tarea, a la luz del descrédito en que ha caído la or ganización para muchas mentes críticas. Sin embargo, en 19 4 6 la A d ministración Truman tenía la suficiente confianza en Naciones Unidas
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para transferir el control del armamento atómico, así como de los me dios para producirlo — bajo determinadas condiciones— , a este nuevo organismo internacional. Cuatro años más tarde, Estados Unidos se apresuraba a trasladar al Consejo de Naciones Unidas la invasión de Corea del Sur por parte de Corea del Norte para librar esta guerra en los tres años posteriores bajo la bandera del organismo internacional. El propio Truman tenía un hondo y emotivo compromiso con este modelo de gobierno mundial; siempre llevaba en su cartera ese fragmento del poema de Alfred Tennyson titulado Locksley Hall en el que se anhela «el Parlamento del Hombre, la Federación M undial».8 La cruda realidad de la Guerra Fría no tardó en demostrar que el sueño de Tennyson — como el de Truman— era tan sólo un sueño. Aun cuando Estados Unidos y la Unión Soviética fueran miembros funda dores de Naciones Unidas, ambos se reservaban el derecho al veto en el seno del Consejo de Seguridad encargado de la aplicación de sus reso luciones. Gran Bretaña, Francia y China — que aún seguía gobernada por los nacionalistas de Chiang Kai Chek— recibieron el mismo privi legio. Esto significaba que Naciones Unidas sólo podía actuar cuando sus miembros más poderosos se ponían de acuerdo, procedimiento que oscurecía la diferencia entre lo posible y lo correcto. Era bastante im probable que los miembros del Consejo con derecho a veto alcanzaran tales acuerdos a la vista de sus profundas diferencias a la hora de definir el concepto de «justicia». Para los estadounidenses, justicia significaba democracia política, capitalismo de mercado y — en principio, aunque no siempre en la práctica— respeto a los derechos individuales. Para británicos y franceses, que aún lideraban imperios coloniales, justicia significaba algo menos. Para los nacionalistas chinos, enfrentados a la perspectiva de que los comunistas los expulsaran del poder, significaba menos todavía. Y para la Unión Soviética de Stalin, justicia significaba la aceptación sin cuestionamiento de una política totalitaria, una econo mía intervenida y el derecho del proletariado a avanzar hacia una socie dad «sin clases» de ámbito mundial mediante cualesquiera que fueran los medios que la dictadura que lo guiaba decidiese emplear. Así, difícilmente puede sorprendernos que Naciones Unidas fun cionara más como una sociedad de debate que como una organización capaz de establecer unos principios de obligado cumplimiento para los Estados. En los primeros meses del año 19 4 8 George Kennan se quejaba
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de que las decisiones que allí se adoptaban parecían «una competición de tableaux morts: primero se sigue un largo período de preparación en un contexto relativamente oscuro; a continuación se levanta el telón; se encienden un momento las luces; la posición del grupo queda registrada para la posteridad mediante una fotografía tomada en el momento de la votación; y aquel que ocupe el puesto más visible y favorecedor es el que ha ganado». Si las grandes potencias se pusieran de acuerdo para confiar en la organización, añadía Kennan, este «combate de boxeo par lamentario en la sombra podría convertirse ciertamente en un magnífico y refinado procedimiento para resolver las diferencias internacionales.»9 Pero esto no iba a ser así. Prevalecía en Washington — en coincidencia con Kennan y según lo expresó la Junta de Jefes del Estado M ayor Mili tar— la visión de que «la confianza en Naciones Unidas para garantizar la seguridad de Estados Unidos tanto en el presente como en el futuro, tal como este organismo está constituido, no es más que una muestra de que los confiados han perdido de vista el interés vital del país en cuanto a su seguridad».10 La Asamblea General de Naciones Unidas logró aprobar en di ciembre de 1 94 8 una «Declaración Universal de Derechos Humanos», bien que sin el apoyo de la Unión Soviética y de sus aliados, además de Suráfrica y Arabia Saudí, que se abstuvieron en la votación, y sin pro veerla de los mecanismos necesarios para forzar su aplicación.11 Mucho más peso en la Carta de la organización así como en su funcionamiento práctico tenía el principio de no intervención en los asuntos internos de los Estados soberanos, aun cuando el más poderoso de ellos violara estos principios. Así, no hubo condena de Naciones Unidas cuando la Unión Soviética hizo uso de la fuerza militar para sofocar la disidencia en Alemania oriental en 1 9 5 3 , en Hungría en 1 9 5 6 y en Checoslova quia en 1 9 5 8 ; ni tampoco cuando Estados Unidos participó en secreto en el derrocamiento de los Gobiernos de Irán en 1 9 5 3 y de Guatemala en 1 95 4 , o cuando intentó hacer lo mismo en Cuba en 1 9 6 1 y en Chi le una década más tarde. Tampoco denunció la organización el coste humano de las purgas realizadas por Stalin en la Unión Soviética y en Europa del Este a raíz de la guerra, ni el hecho de que Estados Unidos se alineara con regímenes totalitarios para evitar el acceso al poder de los comunistas en el «Tercer M undo», ni la muerte de tantos millones de chinos cuando M ao decidió dar su Gran Salto Adelante.
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Todo esto tiene un significado muy sencillo, y es que, si en algún momento llegaban a surgir limitaciones al poder en aras de la justicia; éstas no llegarían de Naciones Unidas sino de los propios Estados en frentados en la Guerra Fría. Semejante escenario parecía improbable a finales de los cuarenta y principios de los cincuenta. ¿Por qué razón iba a limitar su poder una superpotencia? A mediados de los setenta, sin embargo, lo improbable resultó irreversible. Este proceso fue más visible en Estados Unidos, donde la Guerra Fría había ampliado ini cialmente, para reducir a continuación, la brecha existente entre el ejercicio del poder en los asuntos mundiales y los principios de justicia universal.
II Los políticos estadounidenses se mostraron en un principio razonable mente confiados en poder contener a la Unión Soviética y el comunis mo internacional sin renunciar a unos principios de conducta basados en su propia experiencia interna.IZ Creían firmemente que la agresión estaba vinculada a la autocracia y que un orden internacional estable sólo podía construirse sobre los principios de libertad de expresión, libertad de opinión, libertad de empresa y libertad de opción política. «La cuestión de la relación entre Estados Unidos y la Unión Soviética es esencialmente una prueba del valor global de Estados Uniones como nación entre las naciones — escribió Kennan en el verano de 19 4 7 — . Para evitar la destrucción basta con que Estados Unidos actúe de acuer do con sus mejores tradiciones y se demuestre a sí mismo que merece defenderse como una gran nación. A buen seguro, nunca ha habido una prueba mejor [...] que ésta.»13 Es posible que se tratara de una buena prueba, pero superarla no sería fácil; casi de inmediato se iniciaron las presiones para permitir acciones en el exterior que en casa habrían sido inaceptables. El propio Plan Marshall — que a primera vista parece una exitosa proyección de los valores nacionales estadounidenses al mundo de la Guerra Fría— ofreció una buena ilustración del asunto. El objetivo de esta acción era garantizar la libertad política mediante la reconstrucción económica de los Estados no comunistas de Europa; sólo el hambre y una población
desmoralizada, suponían los artífices del plan, permitirían el ascenso al poder de los comunistas a través de las urnas. El problema era par ticularmente grave en Italia, donde un gran partido comunista genero samente financiado por Moscú parecía tener posibilidades de ganar las elecciones en abril de 19 4 8 . En caso de haber sido así, los resultados — a la luz del golpe de febrero en Checoslovaquia— habrían sido devastado res. «Si Italia se vuelve roja — advirtió un asesor del Departamento de Estado— será imposible detener el comunismo en Europa.»14 Y puesto que la ayuda estadounidense apenas empezaba a fluir, el Plan Marshall no ofrecía por el momento más que promesas. La agencia recientemente creada, la CIA, tampoco tenía por aquel entonces ni capacidad ni autoridad para desarrollar acciones secretas; se vivía una época de relativa inocencia. Sin embargo, el Departamento de Estado decidió dar un impulso a la organización. Rápidamente organizó en secreto la financiación de los demócrata-cristianos y otros partidos no comunistas en Italia, al tiempo que ponía en marcha una campaña de cartas dirigidas por ítalo-estadounidenses a sus familias y amigos en el país. Estas medidas improvisadas dieron su fruto: los comunistas italia nos sufrieron una abrumadora derrota en las urnas entre el 18 y el 19 de abril. Kennan concluyó, según recordaría más tarde, que «a la vista de las extraordinarias circunstancias [...], tal vez fuera necesario que el Gobierno de Estados Unidos emprendiera ocasionalmente acciones secretas de las que no podría hacerse oficialmente responsable».1? Poco después, el Consejo de la Seguridad Nacional ampliaba las funciones de la CIA a: propaganda, guerra económica, acción directa preventiva mediante sa botaje, antisabotaje, destrucción y evacuación, subversión contra países hostiles, incluido el apoyo a los movimientos de resistencia, guerrillas y grupos de liberación refugiados, así como el respaldo de los elementos anticomunistas en los países amenazados del mundo libre. Todas estas actividades debían dirigirse de tal modo que «en caso de ser descubiertas, el Gobierno de Estados Unidos pudiera declararse libre de cualquier responsabilidad de un modo convincente».16 Dicho de otro modo, los políticos estadounidenses en el ejercicio del poder debían aprender a mentir.
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¿Cómo se conjuga esto con la anterior afirmación de Kennan, en el sentido de que Estados Unidos sólo necesitaba «actuar de acuerdo con sus mejores tradiciones» para «demostrarse a sí mismo que merece seguir siendo una gran nación»? Kennan insistió en que las actividades de la C IA fueran controladas por el Departamento de Estado con el fin de garantizar que el «eventual desmentido oficial» no significara el levantamiento de todas las restricciones; en lo personal esperaba recibir «conocimiento detallado de los objetivos de todas las operaciones, así como de los procedimientos y métodos empleados donde [éstas] exi gieran decisiones políticas». Admitía que este tipo de iniciativas debían gozar de «la mayor flexibilidad y libertad frente a las regulaciones y los principios administrativos por los que se rigen las operaciones de Go bierno ordinarias».1? Sin embargo, tenían que ser excepcionales; esta opción sólo se aplicaría «cuando la ocasión pudiera requerirlo», si bien «habrá años en los que no necesitemos actuar de esta manera». Más tar de Kennan reconoció: «Las cosas no funcionaron en absoluto tal como yo las había concebido».18 El número de agentes de la C IA implicados en operaciones secretas pasó de 302, en 19 4 9 a z .8 12 en 19 5 2 , además de los 3 .1 4 2 que integra ban el personal «contratado» fuera del país. Se encontraban repartidos en cuarenta y siete lugares del mundo — de los siete que ocupaban en 19 4 9 — y el presupuesto anual para operaciones secretas había pasado de 4 ,7 a 82 millones de dólares.^ Las acciones no eran infrecuentes. Cuando Eisenhower pasó a ocupar la presidencia del país, la CIA ya intentaba infiltrar a sus espías, saboteadores y líderes de la resistencia en la Unión Soviética, Europa del Este y China. Financiaba emisoras de radio ostensiblemente independientes que emitían para estos países, ade más de sindicatos, conferencias académicas, publicaciones intelectuales y organizaciones de estudiantes, en algunos casos dentro de Estados Unidos. Cooperaba con las Fuerzas Aéreas en vuelos de reconocimiento que violaban sistemáticamente el espacio aéreo soviético y el de otros países comunistas. Experimentaba con toxinas y drogas para el control de la mente. Organizaba operaciones contra la insurgencia en Filipinas. Y contaba con grupos de apoyo sobre el terreno y en el exilio que le permitieron derrocar con éxito al Gobierno de tendencias izquierdistas de Mohammed Mossadegh en Irán en 19 5 3 y al de Jacobo Arbenz Guzmán en Guatemala en 19 5 4 , que en ambos casos habían nacionalizado
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propiedades privadas extranjeras en sus respectivos países, levantando las sospechas de comunismo en Washington.2,0 L a creciente escalada en audacia y magnitud de las operaciones secretas llevó a Kennan a reco nocer, años más tarde, que recomendarlas había sido «el mayor error de mi vida».2,1 M uy pocos funcionarios de las Administraciones Truman y Eisenhower compartían esta visión. Para ellos se trataba de una cuestión muy sencilla: la Unión Soviética había practicado el espionaje, financiado organizaciones «subversivas» y derrocado a Gobiernos extranjeros, y aspiraba a controlar las mentes desde los primeros días de la revolución bolchevique. N o respetaba ningún límite moral o legal. Según señalaba el N SC -68, un informe de alto secreto sobre la estrategia para la segu ridad nacional elaborado en 19 5 0 , «el Kremlin es capaz de elegir los medios que se le antojen para alcanzar su objetivo fundamental». El principal autor de este documento fue Paul Nitze, el sucesor de Kennan como director de la Planificación de la Política del Departamento de Estado. A la vista de los peligros, insistía Nitze, las sociedades libres debían dejar sus valores en suspenso con el fin de defenderse: La integridad de nuestro sistema 110 se verá amenazada por ninguna me dida, abierta o encubierta, violenta o no violenta, que sirva al propósito de frustrar las intenciones del Kremlin, como tampoco la necesidad de conducirnos de la manera que nos permita afirmar nuestros valores con acciones al tiempo que prohibimos semejantes procedimientos de palabra, siempre y cuando estas acciones se hayan calculado debidamente al servicio de un fin determinado y no resulten excesivas o mal dirigidas, lo que nos convertiría en enemigos a los ojos del pueblo, en lugar de los hombres malvados que los han esclavizado.2,2. El objetivo principal del informe N S C -6 8 era defender la «respuesta flexible», la estrategia de responder a cualquier agresión allí donde ésta tuviera lugar sin extender el conflicto ni eludirlo. Eisenhower echó por la borda esta estrategia, consciente de sus costes, y optó por la amenaza de represalia nuclear. z? Pero tanto él como el resto de sus sucesores, incluido Nixon, mantuvieron la visión, clarísimamente articulada en el informe N SC -68, de que las restricciones legales y morales al ejercicio del Gobierno en casa no tenían por qué regir en el resto del mundo;
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en ese escenario más amplio, Estados Unidos gozaba de libertad para actuar igual que sus adversarios. «Nos enfrentamos a un enemigo implacable, cuyo objetivo recono cido es el dominio mundial — concluía en 1 9 5 4 el Informe Doolittle, una evaluación de las operaciones de máximo secreto realizadas por la C IA — . Este juego carece de reglas. Las normas de conducta humana aceptables hasta la fecha no son de aplicación en este caso:»*4 Eisenhower se mostró de acuerdo. «He llegado a la conclusión de que algu nas de nuestras ideas tradicionales sobre la deportividad en la esfera internacional son de difícil aplicación en la ciénaga en la que el mundo se hunde en estos momentos — escribió en privado en 1 9 5 5 — . La ver dad, la justicia, el honor y la consideración hacia los demás, la libertad para todos: lo que ahora importa es cómo conservarlos [...] cuando nos enfrentamos a personas que desprecian tan profundamente [...] estos valores. Creo que podemos hacerlo — y a continuación subrayaba las siguientes palabras— . Pero no debemos confundir estos valores con simples procedimientos, aun cuando estos últimos hayan llegado a os tentar en algún momento la posición de conceptos morales. »*5 Fue así como la Guerra Fría transformó en «maquiavelos» a los líderes estadounidenses. Enfrentados a «tantos que no eran buenos», resolvieron «aprender a no ser buenos», y emplear o no emplear esta habilidad, según la expresó el gran cínico — y patriota— italiano, «en función de la necesidad».I
III Tal vez fuera necesario, sugería el Informe Doolittle, que el pueblo esta dounidense «se familiarizara, comprendiera y respaldara esta filosofía esencialmente repugnante».26 Pero ninguna Administración, de Eisenhower a Nixon, intentó justificar públicamente la necesidad de aprender a «no ser buenos». Las razones eran obvias; difícilmente sería posible seguir desarrollando acciones encubiertas si éstas se discutían abierta mente, ni tampoco explicar las desviaciones de «las normas de conducta humana aceptables hasta la fecha» a una sociedad aún decididamente comprometida con el imperio de la ley. El silencio resultante aplazó, pero no resolvió, la cuestión de cómo conciliar las prácticas maquiavé-
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licas con el principio de responsabilidad recogido en la Constitución, ya fuera ante el Congreso, los medios de comunicación o la opinión pública en general. En consecuencia, los ciudadanos estadounidenses se familiarizaron gradualmente con la «repugnante filosofía» que sus líderes juzgaban necesaria para combatir en la Guerra Fría, aunque rara vez hubieran pretendido emplear estos procedimientos. A medida que aumentaba el alcance y la frecuencia de las opera ciones secretas resultaba más difícil seguir desmintiendo la realidad de manera plausible.2-? Los rumores de que Estados Unidos estaba implica do en los golpes de Estado de Irán y Guatemala circularon de inmediato y, aunque durante años jamás se confirmaron oficialmente,2-8 ya entonces resultaron lo bastante persuasivos para dar a la C IA una publicidad que la organización no deseaba. A finales de la década de 19 5 0 , la agencia contaba con una reputación casi mítica en todo el ámbito de Latinoamé rica y Oriente Medio como instrumento de Estados Unidos para derro car cuando se le antojara a los Gobiernos que no fuesen de su agrado. Las consecuencias en ambas regiones resultaron muy costosas. El derrocamiento de Arbenz en el Caribe sirvió para «alentar» el comu nismo; indignados por lo ocurrido en Guatemala, Fidel Castro, el Che Guevara y sus correligionarios decidieron liberar a Cuba de la esfera de influencia de Washington y convertirla en un Estado marxista-leninista. Cuando, tras la toma del poder por parte de los revolucionarios en 19 5 9 , la C IA intentó «desalojarlos», su fracaso fue estrepitoso. El desastroso desembarco en la Bahía de Cochinos en el mes de abril de 19 61 sacó a la luz la operación secreta más ambiciosa emprendida por la organización hasta la fecha, humilló a la recién estrenada Adminis tración Kennedy, fortaleció las relaciones entre La Habana y Moscú y desencadenó los acontecimientos que, en el plazo de un año y medio, llevarían al mundo al borde de la guerra nuclear.^ Entretanto, el sha de Irán, nuevamente instalado en el poder por Estados Unidos en 1 9 5 3 , consolidaba un régimen represivo en el que Washington no podía negar su participación. Una vez más, un perro movía la cola, vinculando a Estados Unidos con un líder totalitario cuyos únicos méritos eran preservar el orden, mantener los flujos del petróleo, comprar armamento estadounidense y ser notoriamente anti comunista. En 19 7 9 la población iraní estaba lo suficientemente harta para derrocar al sha, denunciar a Estados Unidos por haberlo apoyado
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e instalar en el poder al ayatolá Ruhollah Jomeini, que lideró el primer Gobierno islamista radical en el mundo.?0 N o todas las operaciones de la C IA terminaron así de mal. En abril de 19 5 6 la agencia cosechó uno de sus mayores éxitos cuando los rusos invitaron a los periodistas a visitar el túnel construido por la agencia desde Berlín occidental hasta pocos cientos de metros de Berlín orien tal, desde el cual interceptaron las comunicaciones por teléfono y por cable entre soviéticos y alemanes del Este durante más de un año. Sin embargo, este primer caso de escuchas suscitó en Estados Unidos más elogios que críticas; la reacción general fue que eso era exactamente lo que el espionaje estadounidense debía hacer.31 Dos meses más tarde la CIA publicó algunos fragmentos del discurso secreto en el que Jruschov denunciaba a Stalin en el X X Congreso del Partido. Este documento robado, obtenido a través de fuentes polacas e israelíes, tampoco suscitó demasiadas protestas, aun cuando alimentara el malestar al punto de provocar algo muy cercano a una revolución en Polonia y una auténtica revolución en Hungría a finales de ese año. Lo que sí suscitó protestas fueron las mal supervisadas emisiones de Radio Europa Libre, finan ciadas por la C IA , de cuyos contenidos los húngaros dedujeron que podían contar con la defensa de Estados Unidos frente a las represalias soviéticas. La agencia admitió en privado que se había excedido en este caso, si bien públicamente apenas mostró su malestar.?1 El primer debate abierto sobre la ética del espionaje se produjo en el mes de mayo de 19 60 , cuando los rusos derribaron el U -2 pilotado por Francis Gary Powers cerca de Sverdlovsk. Preocupaba a Eisenhower desde hacía algún tiempo cómo justificar aquellos vuelos si llegaban a hacerse públicos; cualquier violación «soviética» del espacio aéreo «estadounidense», reconoció en cierta ocasión, lo llevaría a solicitar inmediatamente al Congreso una declaración de guerra. La táctica de la «negación plausible» le proporcionaba cierta tranquilidad a la hora de mantener este doble rasero. Habida cuenta de la altitud a la que ope raba el U -2, se le explicó a Eisenhower, ni el avión ni el piloto podían resultar ilesos si algo salía mal. Informado del derribo del aparato, el presidente autorizó una mentira oficial: un portavoz del Departamento de Estado anunció que el avión había perdido su trayectoria a causa del mal tiempo. Jruschov se complació en exhibir los restos del U-2, las fo tografías tomadas desde el avión y a su piloto, vivito y coleando, lo que
obligó a un enfurecido Eisenhower a reconocer la mentira. «N o sabía lo mucho que iba a costamos esa mentira — admitió posteriormente— . Si tuviera que volver a hacerlo mantendría la boca cerrada.»33 La idea de que sus líderes pudieran mentir era algo nuevo para la ciudadanía estadounidense, pese a lo cual Eisenhower no sufrió las consecuencias; no tardaría en concluir su mandato y la mayoría de los ciudadanos admiraba la habilidad de la C IA para construir el U-x y prolongar sus vuelos por tanto tiempo, aun cuando, al igual que su presidente, jamás hubiera tolerado vuelos soviéticos en su propio espa cio aéreo. Poco después de su incorporación a la presidencia del país, el presidente Kennedy hubo de admitir que también él había mentido cuando, en una rueda de prensa celebrada inmediatamente antes del desembarco en la Bahía de Cochinos, negó que el ejército estadouniden se estuviera realizando ningún intento de derrocar a Castro. Kennedy constató con asombro que su popularidad ascendía en los sondeos; librarse de un régimen marxista en el Caribe gozaba del respaldo ciu dadano, y el recién elegido presidente estaba autorizado a intentarlo aun cuando hubiera fracasado. «Cuantas peores cosas haces, más te valoran», fue la conclusión presidencial.3* Pero ¿qué pasaría si un presidente mentía — y además lo hacía rei teradamente— cuando la causa no era tan «popular»? Lyndon Johnson era consciente de las implicaciones de ampliar la guerra en Vietnam. «No creo que la gente [...] sepa mucho sobre Vietnam y creo que aún les importa mucho menos», comentó en privado en mayo de 19 64. Pero «no hemos tenido otra opción [...], estamos obligados por un tratado [...]. Estamos allí y ¡si el Gobierno de Vietnam del Sur cayera] el efecto dominó no tardará en derribar a otros muchos [...]. Debemos prepa rarnos para lo peor».35 Con este propósito en mente, Johnson negó a lo largo de su campaña presidencial la intención de iniciar una escalada bélica, dejando deliberadamente en manos de su adversario, Barry Goldwater, el respaldo de esta opción. Tras obtener una victoria arrolladora, Johnson autorizó la escalada bélica que había prometido no emprender, aparentemente convencido de que podía ganar la guerra mucho antes de que la opinión pública se volviera en contra. «Es para mí un asunto de la mayor importancia — instruyó a sus colaboradores en el mes de diciembre— que la esencia de esta posición no se haga pública a menos que yo lo ordene explícitamente.»36
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Pero la guerra no terminó en poco tiempo; antes bien, la escalada parecía no tener fin. Johnson sabía que las perspectivas eran malas] pero no podía explicarlo abiertamente. Sus razones iban más allá de la suerte política que pudiera correr en lo personal. A mediados de 1965 emprendió la mayor avalancha de reformas legislativas que el país había conocido desde el N ew Deal, y aún quedaba mucho por hacer. «Estaba determinado a que la guerra no hiciera añicos aquel sueño, kfcual sig nificaba que mi única opción era mantener aquella política exterior [...]. Conocía al Congreso tan bien com8 conocía a lady Bird y sabía que el día en que estallara un gran debate sobre la guerra sería el principio del fin de la Gran Sociedad.»37 Se trataba por tanto de un cruel dilema. Los intereses de Estados Unidos en la Guerra Fría, en opinión de Johnson, exigían la perma nencia del país en Vietnam hasta su victoria. Pero el presidente tenía asimismo la convicción de que no debía revelar que para alcanzar la victoria debía sacrificar la Gran Sociedad; el país no aprobaría impor tantes gastos en «cañones» y «mantequilla» al mismo tiempo. Fue así como sacrificó la confianza de la ciudadanía. La «falta de credibilidad» presidencial fue el resultado de los esfuerzos sostenidos para ocultar el precio — así como el pesimismo tanto de la C IA como de otras agencias de inteligencia, además de los propios estrategas de la guerra en cuanto a las perspectivas de victoria— de la mayor operación militar empren dida por el país desde la Guerra de Corea.38 Es difícil entender que Johnson se creyera capaz de manejar la situa ción. La explicación tal vez radique en el sencillo hecho de que, cuando todas las alternativas son dolorosas, la menos dolorosa de todas es abstenerse de elegir; lo cierto es que el presidente aplazó cuanto pudo la decisión de escoger entre la Gran Sociedad y la Guerra de Vietnam. Puede que también pesara en esta decisión presidencial la convicción de que la sociedad más rica del mundo podía permitirse gastar lo que hiciera falta para garantizar la seguridad exterior y la igualdad interior, al margen de la opinión que pudiera tener el Congreso.39 El argumento económico no tenía en cuenta si los ciudadanos respaldarían este có digo moral cuando el coste humano de la guerra empezó a dispararse al tiempo que se esfumaban las perspectivas de victoria. A comienzos de 19 6 8 varios cientos de soldados morían en combate cada semana, y entre finales de enero y primeros de febrero la Ofensiva Tet puso de
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manifiesto que no había un sólo lugar seguro en Vietnam del Sur, ni siquiera la embajada estadounidense en Saigón. Tet resultó una gran derrota militar, puesto que el esperado levantamiento de la población en Vietnam del Norte no llegó a producirse. Pero lo peor en ese momento fue la derrota psicológica que supuso para la Administración Johnson. El presidente lo reconoció a finales de marzo cuando se negó a incre mentar el número de efectivos, al tiempo que anunciaba la decisión de no presentarse a las elecciones.40 Parece probable que la política de Johnson en Vietnam se viera influida por otro legado de los primeros años de la Guerra Fría, como era la libertad de los mandatarios estadounidenses para actuar en el resto del mundo sin rendir cuentas en su propio país. ¿No había auto rizado Eisenhower las escuchas, las violaciones del espacio aéreo y, en dos casos concretos, el derrocamiento de Gobiernos extranjeros? ¿No había intentado lo mismo Kennedy y había sido alabado por intentarlo? Cuando Johnson llegó a la Casa Blanca, en 19 6 3 , en un clima de dolor por el asesinato de Kennedy y de buena voluntad hacia su sucesor, era fácil concluir que el presidente era todopoderoso: podía seguir emplean do, según afirmaba el informe N SC -68, «cualquier medida abierta o en cubierta, violenta o no violenta» para avanzar en la causa de la Guerra Fría sin poner en peligro «la integridad de nuestro sistema». M as para cuando Johnson abandonó la presidencia en 19 6 9 , semejante posibi lidad parecía mucho menos plausible, pues su manera de conducir la Guerra de Vietnam había causado graves problemas a su país, tanto en casa como fuera. Los artífices del N SC -6 8 concebían posible la existen cia de dos códigos de conducta independientes para cada una de estas esferas: aprender a «no ser buenos» para librar la Guerra Fría y seguir siendo «buenos» en el ámbito interno de su sociedad democrática. Ya había costado mucho preservar esta división durante los mandatos de Eisenhower y Kennedy; ambos presidentes hubieron de admitir que sus «desmentidos» en cuanto a los vuelos del U-2. y el desembarco en la Bahía de Cochinos no eran «plausibles». La Guerra de Vietnam borró por completo la línea que dividía lo permitido dentro y fuera de casa. Fue imposible para la Administración Johnson planificar o continuar los combates sin ocultar sistemáticamente sus intenciones al pueblo estadounidense, aun cuando sus decisiones afectaran profundamente a la ciudadanía. Lejos de estar a la altura de «sus mejores tradiciones»
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en los años de la Guerra Fría, tal como esperaba Kennan, Estados Uni dos sacrificó en Vietnam sus mejores tradiciones constitucionales y de responsabilidad moral.
Iv Richard Nixon heredó esta situación para empeorarla sustancialmente. Además de figurar entre los principales adeptos a la geopolítica de los tiempos modernos, resultó ser el presidente menos inclinado — en todo la historia del país— a respetar los límites de su propia autoridad. A pesar de lo ocurrido durante el mandato de su predecesor, Nixon seguía convencido de que la seguridad nacional, tal como él la concebía, se hallaba por encima de cualquier obligación de responsabilidad y aun de legalidad, exigidas por la presidencia. Sus acciones superaron con creces la idea de que podían existir dos códigos de conducta independientes, dentro y fuera de casa, al punto de convertir su propio país en campo de batalla. Esta actitud se toparía sin embargo con un adversario más poderoso que la Unión Soviética o el movimiento comunista interna cional: la Constitución de los Estados Unidos de América. «Puedo afirmar inequívocamente — escribió N ixon tras presentar su dimisión— que sin operaciones secretas no habría habido ni aper tura hacia China, ni acuerdo SALT con la Unión Soviética ni consenso para poner fin a la guerra en Vietnam.»*1 Esta afirmación difícilmente podía refutarse. Haber consultado a los Departamentos de Estado y de Defensa, a la CIA , a los comités del Congreso competentes y a todos los aliados cuyos intereses podían verse afectados «antes» del viaje de Kissinger a Pekín en 1 9 7 1 sólo habría servido para que éste no se hu biera producido. Haber intentado las negociaciones con Moscú sobre el control armamentista en ausencia de una «vía paralela» que permitiera verificar las posiciones antes de adoptar ninguna medida habría con ducido probablemente al fracaso. Y el único modo que Nixon veía de desbloquear las conversaciones de paz para Vietnam — salvo aceptar las exigencias de Hanoi de retirada inmediata de las tropas estadounidenses y el derrocamiento del Gobierno en Vietnam del Sur— era incrementar la presión diplomática y militar sobre Vietnam del Norte y rebajar si multáneamente las presiones del Congreso, del movimiento pacifista y
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de los antiguos miembros de la Administración Johnson, aceptando los términos de Hanoi. Esto también exigía un doble rasero. El error de Nixon no fue el de conducir en secreto su política exte rior, puesto que la diplomacia así lo ha exigido siempre, sino el de no distinguir entre aquellos actos que podía justificar si llegaban a conocerse y los que eran injustificables. Los ciudadanos estadounidenses excusaron las mentiras de Eisenhower y de Kennedy porque las operaciones que intentaron enmascarar resultaron defendibles. Lo mismo sucedió con los métodos de los que se valió Nixon para lograr la apertura hacia China, el acuerdo SA LT y el alto el fuego en Vietnam; los resultados en todos estos casos justificaban razonablemente el secreto y hasta el engaño. Pero, ¿qué puede decirse de los bombardeos secretos contra un Esta do soberano? ¿O del intento de derrocar a un Gobierno elegido demo cráticamente? ¿O de las escuchas ilegales a sus propios conciudadanos? ¿O de la organización de una conspiración en el seno de la Casa Blanca para ocultar lo ocurrido? Nixon consintió todo esto durante su primer mandato, y su adhesión al secreto cobró un carácter tan compulsivo que la táctica pasó a aplicarse en situaciones para las que jamás habría una justificación plausible. Así, cuando la negación plausible dejó de ser posible, en gran medida porque con su sistema de micrófonos ocultos en el Despacho Oval el presidente se delataba también a sí mismo, la crisis constitucional resultó inevitable. El proceso se inició en la primavera de 19 6 9 , cuando N ixon orde nó el bombardeo de Camboya con intención de destruir las rutas que cruzaban el país y conducían hasta Hanoi, de las cuales los norvietnamitas se habían servido durante años para enviar tropas y suministros a Vietnam del Sur. La decisión era justificable en términos militares, pero Nixon ni siquiera intentó hacerla pública. En lugar de ello autorizó la falsificación de informes de la Fuerza Aérea para encubrir los bombar deos e insistió durante meses después de haberlo hecho en que Estados Unidos estaba respetando la neutralidad de Camboya. Los bombardeos no fueron secretos, como es natural, para los propios camboyanos, para los norvietnamitas o para sus aliados chinos y soviéticos. Sólo el pue blo estadounidense fue ajeno a lo que estaba ocurriendo, por la razón, según reconoció más tarde el presidente, de evitar protestas contra la guerra. «Mi Administración sólo tenía dos meses de antigüedad, y que ría evitar al mínimo cualquier protesta pública desde el principio.»4Z
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Había sido esto lo que llevó a Johnson a perder su credibilidad, y a Nixon no tardaría en sucederle lo mismo. Con el respaldo de fuentes acreditadas, el diario The New York Times publicó rápidamente la noti cia de los bombardeos en Camboya, así como los planes de la Adminis tración para iniciar una retirada gradual de las tropas estadounidenses en Vietnam. La enfurecida respuesta de Nixon consistió en ordenar la instalación de micrófonos ocultos en los teléfonos de varioS colabora dores de Kissinger, de quienes el Departamento de Justicia y el FBI sos pechaban que podía proceder la filtración. Los micrófonos continuaron empleándose, con la aprobación de Kissinger, incluso después de que algunos de estos colaboradores hubieran abandonado el Gobierno, y las escuchas no tardaron en ampliarse a periodistas que en modo alguno podían haber estado implicados en las filtraciones originales,^ La línea entre lo defendible y lo indefendible, que ya se había tornado borrosa en los tiempos de Johnson, se desdibujó más todavía. En octubre de 19 7 0 el Gobierno marxista de Salvador Allende ganó las elecciones en Chile. Nixon declaró públicamente a este respecto que: «Una intervención de Estados Unidos [...] en unas elecciones libres [...] habría tenido repercusiones en todo el ámbito latinoamericano mucho peores de lo ocurrido en Chile».44 Pero lo cierto es que la Administra ción Nixon «sí» había intervenido en Chile y continuaba haciéndolo mientras el presidente formulaba esta declaración a principios de 1971. Siguiendo un precedente establecido por Johnson, la CIA emprendió una serie de operaciones secretas para favorecer a los opositores de Allende en el curso de la campaña electoral. Cuando la victoria de Allende se produjo de todos modos, N ixon autorizó a la agencia a «evitar que Allende llegara a ocupar el poder o a desalojarlo de éste».4* Fue así como la C IA puso en marcha un golpe de Estado militar que no logró impedir la investidura de Allende, pero tuvo como resultado el secues tro y asesinato del general René Schneider, comandante en jefe de las Fuerzas Armadas chilenas. Los esfuerzos de la C IA por desestabilizar el régimen de Allende persistieron en los tres años siguientes. Por fortuna para la Administración N ixon, esto no se supo en su momento y el presidente ganó credibilidad por su aparente contención en Chile. Pero la brecha entre lo que sucedía «aparentemente» y lo que ocurría «en realidad» se abría de manera progresiva, al tiempo que las perspectivas para defender esta disparidad — caso de hacerse públi-
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ca— disminuían en la misma proporción. Negarle a Allende el cargo que había ganado, señaló uno de los colaboradores de Kissinger, suponía «una patente violación de nuestros principios [...]. Si estos principios tienen algún significado, normalmente sólo nos alejamos de ellos para hacer frente a una amenaza grave [...] para nuestra supervivencia. ¿Su pone Allende una amenaza mortal para Estados Unidos? Creo que es difícil sostener semejante argumento » J 6 Al mismo tiempo N ixon cometía actos aún menos defendibles en su propia casa. En junio de 1 9 7 1 , Daniel Ellsberg, un ex funcionario del Departamento de Defensa, entregó a The N ew York Times lo que se dio en llamar los Papeles del Pentágono, un registro secreto de los orígenes y la escalada en la Guerra de Vietnam ordenado por el secre tario de Defensa de Johnson, Robert M cN am ara. N o había en estos documentos nada que comprometiera la seguridad nacional o criticara el manejo de la guerra por parte de Nixon, pero el presidente consideró la filtración como un peligroso precedente y una afrenta personal. Des confiando de la capacidad del FBI o de los tribunales de justicia para abordar éste y otros casos similares, N ixon exigió la creación de un equipo en el seno de la Casa Blanca destinado a impedir la publicación no autorizada de material sensible. «N os enfrentamos a un enemigo, a una conspiración — insistió— . Emplearemos todos los medios. ¿Ha quedado claro?»47 El personal de Nixon se apresuró a reunir a una improbable cua drilla de detectives retirados de la policía y ex agentes de la C IA y el FBI, a los que pronto se conoció como «los Fontaneros», puesto que su misión era la de reparar las filtraciones. En el curso de los años siguien tes, este grupo emprendió una serie de robos, operaciones de vigilancia y escuchas telefónicas que debían permanecer en secreto porque eran ilegales aun cuando contaran con la autorización de la Casa Blanca. «No creo que debamos tener esta conversación en el despacho del fiscal general», comentó muy nervioso un colaborador de Nixon después de que los Fontaneros hubieran puesto al corriente de sus operaciones al fiscal, John Mitchell.48 El propio Mitchell se puso nervioso cuando, la mañana del 1 7 de junio de 1972., varios «fontaneros» fueron detenidos en la sede del Comité Democrático Nacional del edificio Watergate, un lugar donde, según las mismas leyes que Mitchell tenía la obligación de ¡ aplicar, no debían estar bajo ningún concepto.49
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Las consecuencias de esta acción fallida no se desvelaron hasta fi nales de agosto, cuando Nixon presentó su dimisión. Sin embargo, la mañana en que se produjeron las detenciones, se puso en marcha una reafirmación de los principios morales, legales y constitucionales sobre la autoridad presidencial. Se procedió para ello a juzgar y condenar a los ineptos ladrones, así como a los funcionarios de la Administración que supervisaron y financiáronlas operaciones de los Fontaneros, lo que provocó una secuencia de revelaciones en los medios de comuni cación cada vez más sorprendentes, restó progresivamente credibilidad a los desmentidos de Nixon y se tradujo en la designación de un fiscal especial, una investigación en el Senado con las máximas garantías de transparencia, el descubrimiento de las escuchas telefónicas en el Des pacho Oval, las amenazas legales para obtener las cintas, la acusación formal contra Nixon ante la Cámara de Representantes con vistas a su destitución y una sentencia definitiva del Tribunal Supremo por la que se obligaba al presidente a entregar «el arma homicida», la única cinta que demostraba su complicidad en las operaciones. Llegado este punto, ante la perspectiva de ser condenado y desti tuido del cargo, Nixon presentó su dimisión. Con ello reconocía que el presidente de Estados Unidos «no» gozaba de libertad para emplear los medios que juzgara necesarios en aras de la seguridad nacional. Incluso en una cuestión tan delicada como ésta, existía un código de conducta que no le correspondía a él determinar. En contra de lo que Nixon su ponía, el presidente no estaba por encima de la ley.V
V Tampoco la ley se mostró estática. La conducta presidencial llevó al Congreso a reclamar sus competencias en la mayoría de las cuestiones relativas a la seguridad nacional, de las cuales había abdicado en los comienzos de la Guerra Fría. Esto se manifestó por primera vez al res pecto de Vietnam, cuando a finales de enero de 19 7 3 Nixon y Kissinger forzaron a Hanoi a aceptar un alto el fuego en términos que sólo Esta dos Unidos podía aceptar e imponer a su reticente aliado survietnamita. Para entonces casi todas las tropas estadounidenses se habían retirado de la región, pues era necesario desactivar las protestas contra la guerra
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en casa, al tiempo que se eludían las presiones del Capitolio para legis lar el fin de la participación de Estados Unidos en el conflicto bélico. Nixon no albergaba la ilusión de que los norvietnamitas aceptaran de buen grado el alto el fuego, pero sí confiaba en exigir su cumpli miento amenazando a Hanoi con el bombardeo — y con la decisión de repetirlo en caso necesario— que ya había llevado al Gobierno de Vietnam del Norte a aceptar el alto el fuego en primera instancia. Es tados Unidos se reservaba el derecho de actuar de manera similar a como lo hizo en Corea para forzar un alto el fuego que duraba ya dos décadas. La situación en Vietnam del Norte era, sin embargo, menos prometedora, pese a lo cual se mantenía la esperanza, según recuerda Kissinger «de que la implacable fama de N ixon sirviera para disuadir de violaciones graves».5° Pero el Watergate había debilitado considerablemente al presidente. Frustrado por una guerra larga y costosa, y profundamente desconfiado de las intenciones de Nixon, el Congreso, viendo cómo su autoridad se desmoronaba, votó en el verano de 1 9 7 3 la propuesta de poner fin a todas las operaciones de combate en Indochina. Acto seguido aprobó la Ley de Poderes Bélicos, que establecía un límite de sesenta días para las futuras operaciones de despliegue militar realizadas sin autorización del Congreso. Quedaba así anulado el derecho al veto de Nixon y las limi taciones adquirían carta de naturaleza legal. Fue el sucesor de Nixon en la Casa Blanca, Gerald Ford, quien habría de sufrir las consecuencias. Cuando Vietnam del Norte invadió y conquistó Vietnam del Sur en la primavera de 19 7 5 , el presidente no pudo hacer nada para impedirlo. «Nuestro drama nacional — comentó Kissinger más adelante— , prime ro nos paralizó y luego nos aplastó.»sT Casi lo mismo sucedió con las operaciones de la inteligencia. La CIA había operado hasta la fecha bajo una mínima supervisión del Congreso, en el entendido de que los representantes de la nación ni necesitaban ni deseaban saber a qué se dedicaba la agencia. Esta actitud sobrevivió a los incidentes del U-2. y de Bahía de Cochinos, al comien zo de la escalada de la guerra en Vietnam e incluso a la revelación, en 1967, de que la organización llevaba años financiando en secreto con gresos, publicaciones e investigaciones académicas, además de sufragar la Asociación Nacional de Estudiantes.*1 Sin embargo, no sobrevivió al Watergate.
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La evidencia de que ex agentes de la C IA habían participado en la unidad de Fontaneros — y de que Nixon había solicitado la colaboración de la agencia para enmascarar todas las actividades— produjo presiones desde dentro de la organización para revisar las operaciones potencialmente ilegales, así como una investigación desde el exterior para desenmascararlas. En diciembre de 1 9 7 4 The New York Times revelaba que la C IA había puesto en marcha su propio programa de vigilancia nacional contra los manifestantes pacifistas durante los man datos de Johnson y de Nixon, recurriendo para ello a las escuchas te lefónicas y a la violación de la correspondencia. El director de la CIA, William Colby, se apresuró a confirmar la noticia, reconociendo que la organización había violado sus propios estatutos — que prohibían su actividad dentro del país-— y que con ello había quebrantado la ley,53 A este hecho le sucedió la rápida constitución de tres comisiones, una presidencial y dos respectivamente en el Congreso y en el Senado, para investigar los abusos de la C IA . Con la cooperación de Colby, el «esqueleto» de la organización (conspiraciones para el asesinato, operaciones de vigilancia, subvenciones encubiertas, conexiones con el Watergate y el intento de evitar la toma del poder del Gobierno democráticamente elegido en Chile) quedó expuesto a la luz pública. Como ya sucediera en los últimos años del mandato de Nixon, el país se enfrentaba de nuevo a la cuestión de si Estados Unidos debía, o si podía, actuar con un doble rasero, combatiendo en la Guerra Fría según criterios que el país no estaba dispuesto a tolerar en casa. Los acontecimientos en Chile no hicieron sino exponer el dilema de un modo más evidente. El golpe de Estado militar triunfó finalmente en Santiago en septiembre de 1 9 7 3 . El resultado fue la muerte de Allende — probablemente por suicidio— y la consolidación en el poder de un Gobierno decididamente anticomunista liderado por el general Augusto Pinochet. La complicidad directa de la C IA nunca llegó a establecerse, si bien Nixon y Kissinger celebraron públicamente el desenlace y buscaron la cooperación del nuevo presidente chileno. Para cuando se pusieron en marcha las investigaciones de la CIA , en 1 9 7 5 , el Gobierno de Pi nochet había encarcelado, torturado y asesinado a miles de seguidores de Allende, algunos de los cuales eran ciudadanos estadounidenses. La antigua democracia chilena se había convertido en una de las dictaduras más feroces que se habían conocido en Latinoamérica. 54
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i Lo que Estados Unidos hizo en Chile apenas se diferencia de lo que ya hiciera, dos décadas antes, en Irán y en Guatemala. Pero los años Setenta poco tenían que ver con los cincuenta; una vez se supo que la Administración Nixon había intentado evitar la toma de posesión de Allende y derrocarlo cuando ésta ya se había producido, la táctica de la «negación plausible» dejó de ser posible. Las preguntas resultaron inevitables. ¿Habría podido Allende mantenerse en el poder si Estados Unidos no hubiera puesto en marcha una campaña contra el presidente electo? ¿Habría gobernado democráticamente caso de no haber sido derrocado? ¿Debía abstenerse Estados Unidos, en el grado en que lo hizo, de condenar los abusos de Pinochet? ¿Debería haber realizado un esfuerzo mayor para detenerlos? H oy sigue sin haber respuestas claras a estas preguntas. El papel de Washington en los horrores de Chile continúa siendo una cuestión ardientemente contestada tanto por los historiadores de estos hechos como por quienes participaron en ellos. 55 Lo que sí estaba claro por aquel entonces es que la licencia de la C IA para operar sin ningún tipo de restricciones había producido en Chile actos que, pese a haber sido reconocidos, no soportaban la exposición a «la luz del día». Era imposible justificarlos ante la opinión pública. El Congreso respondió prohibiendo las actividades que, en el futuro, pudieran conducir a resultados similares. Decidió empezar por el caso de Angola, una antigua colonia portuguesa donde en 1 9 7 5 tres bandos se enfrentaban en una guerra por el poder, buscando cada cual apoyo exterior en Estados Unidos, la Unión Soviética o China. N o había posi bilidad, tras las secuelas de Vietnam, de una intervención militar directa por parte de Estados Unidos; la financiación secreta del Frente Nacional para la Liberación de Angola, de tendencia pro-americana, parecía la única opción viable. Pero en un momento en el que las operaciones de la CIA estaban siendo rigurosamente investigadas, tal cosa era imposi ble sin el consentimiento de los líderes del Congreso y, en cuanto se les presentó esta opción, todo el plan salió a la luz y topó con una fuerte oposición. A raíz de los abusos cometidos en Chile y en otros lugares del mundo, el Senado votó en diciembre de 1 9 7 5 la prohibición de emplear «ninguna clase» de fondos secretos en Angola, aun cuando ello probablemente significara dejar el país a merced de la influencia de Moscú. Esta decisión fue, en palabras de Ford, una «dejación de responsabilidades» que tendría «gravísimas consecuencias para la po
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sición de Estados Unidos a largo plazo y para el orden internacional en su conj unto ».56 Las palabras del presidente resultaron exageradas. La Unión Sovié tica se vio arrastrada de mala gana a Angola por su aliado cubano, y no aprendió mucho de la experiencia.*7 Lo que sucedió en Washington, por el contrario, fue significativo: la desconfianza entre el ejecutivo y el le gislativo se había vuelto tan profunda para entonces que el Congreso no hacía más que aprobar leyes — siempre instrumentos imperfectos— para limitar el uso de las capacidad náfitares y las operaciones de la inteligen cia. Era como si el país se hubiera convertido en su peor enemigo.
VI Si la Casa Blanca, el Pentágono y la C IA no se hallaban por encima de la ley — si, como estaba ocurriendo, las leyes eran capaces de garan tizar este extremo— , ¿podía responder la conducta global de Estados Unidos en su política exterior a algún conjunto semejante de principios morales? ¿Significaba el hecho de aprender «a no ser bueno... según la necesidad» el abandono de toda noción de lo que representaba ser «bueno» para operar en el escenario internacional de la Guerra Fría? ¿Dónde encajaba la distensión en este contexto? La división artificial de países enteros, como Alemania, Corea y Vietnam, era difícilmente justificable de acuerdo con ninguno de los principios morales tradicionales, pese a lo cual Estados Unidos y sus aliados habían invertido miles de vidas y miles de millones de dólares en mantener tales divisiones. Si bien la aceptación de las dictaduras de derechas en buena parte del Tercer Mundo como medio para evitar la emergencia de dictaduras de izquierdas deterioró los valores demo cráticos, a ello se dedicaron todas las sucesivas Administraciones es tadounidenses desde los tiempos de Truman. Por otro lado, la Mutua Destrucción Garantizada sólo podía defenderse considerando la toma de rehenes a gran escala — exponiendo deliberadamente a la población civil al peligro de aniquilación nuclear— como un acto humano. Esto es precisamente lo que hicieron los estrategas estadounidenses, pues no veían mejor modo de impedir un mal sustancialmente mayor: la posibilidad de una guerra nuclear que lo destruiría todo. A medida
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que la Guerra Fría se prolongaba, este tipo de compromisos pasó de considerarse inicialmente lamentable a verse necesario más adelante, después normal y finalmente incluso deseable.58 Esto desembocó en una especie de anestesia moral, y la estabilidad de las relaciones entre las dos superpotencias pasó a valer más que la justicia, porque la alternativa resultaba demasiado aterradora. Una vez se comprendió con claridad que todos se encontraban en la misma lancha salvavidas, casi nadie quería balancear la barca. Esta «ambivalencia» moral no era «equivalencia» moral. Estados Unidos nunca había juzgado necesario violar los derechos humanos a la escála en que lo hacían la Unión Soviética, sus aliados en Europa del Este y la China de M ao. Pero los funcionarios de Washington se habían convencido desde hacía tiempo de que la única manera de evitar estas violaciones era la guerra, una perspectiva que sólo serviría para empeorar mucho más la situación. La acción militar estadounidense, tal como advirtió públicamente John Foster Dulles con motivo de la sublevación en Hungría en 1 95 6 , «desencadenaría una guerra mundial con el probable resultado de eliminar a todo el mundo».59 Cuando se produjo la invasión soviética de Checoslovaquia, en 19 6 8 , la Adminis tración Johnson no vio que pudiera hacer mucho más que protestar ante esta ofensa y prevenir sobre las consecuencias de que algo similar se produjera en otra parte del mundo, además de cancelar la cumbre en la que el presidente saliente de Estados Unidos y el nuevo líder sovié tico, Leónidas Brezhniev se disponían a iniciar las negociaciones para la limitación de armas estratégicas. Lo que sucedió en Europa del Este, según explicaría más tarde el secretario de Estado, Dean Rusk, «nunca fue una cuestión de guerra o paz entre nosotros y la Unión Soviética, por innoble que esto parezca».60 La distensión rebajaba el riesgo de guerra nuclear y favorecía una relación más previsible entre los rivales en la Guerra Fría, al tiempo que les ayudaba a recuperarse de los desórdenes que hubieron de afrontar en sus respectivos países en los sesenta. N o tenía el objetivo inmediato de garantizar la justicia, cosa que sólo podía producirse, a decir de sus defensores, mediante un equilibrio de poder que ambas superpotencias consideraran legítimo. Kissinger era el más riguroso partidario de esta posición. La legitimidad, escribió en 1 9 5 7 en alusión al acuerdo euro peo posterior a 1 8 1 5 , «no debe confundirse con la justicia».
Ello implica la aceptación del orden internacional por parte de todas las grandes potencias o cuando menos la garantía de que ningún Estado al cance un grado de descontento... que se manifieste en una política exterior revolucionaria. Un orden legítimo no impide los conflictos pero sí limita su magnitud.61 Kissinger seguía insistiendo en este punto en octubre de 1 9 7 3 , tras ser nombrado por N ixo n secretario de Estado: «El intento de imponer una justicia absoluta desde un lado será percibido como una injusticia absoluta por todos los demás [...]. La estabilidad depende de la satis facción relativa y, por tanto, también de la insatisfacción relativa de los distintos Estados ». Kissinger se cuidó de advertir en contra de «la obsesión por la esta bilidad». Una «política pragmática en exceso no sólo carece de sentido; sino también de raíces y de corazón». Ello no ofrecería «a otros países criterios para evaluar nuestra actuación, ni tampoco unos principios qué el pueblo estadounidense esté dispuesto a aceptar». Pero un enfoque «en exceso moral» de la Guerra Fría resultaría «quijotesco y peligroso» y conduciría a «acciones ineficaces o a cruzadas aventureras». Así, el político responsable debía «comprometerse con los demás, lo cual exige cierto grado de compromiso consigo mismo».6i La moral inherente a la distensión reside en evitar la guerra y la revolución, lo que representa un logro no menor en una época nuclear. Sin embargo, el objetivo kantiano de justicia universal sólo podía surgir de una aceptación universal, en el futuro previsible, del statu quo de la Guerra Fría. Este argumento dejaba no obstante una cuestión sin resolver: si lá distensión disminuía ciertamente el peligro de guerra nuclear, ¿por qué seguía siendo tan peligroso regirse por principios morales en el manejo de la Guerra Fría? Si el conflicto empezaba a ser la condición normal en las relaciones internacionales, ¿por qué debía aceptar Estados Unidos una posición permanentemente amoral en su política exterior? ¿Cómo casaba esto con el reconocimiento de Kissinger de que «Estados Unidos no podía ser fiel a sí mismo en ausencia de un fin moral?».6^ He aquí él dilema que hubo de afrontar el nuevo secretario de Estado al asumir la dirección de la política exterior de una Administración crecientemente asediada: garantizar el statu quo fuera de casa vulneraba el apoyo que éste pudiera recibir dentro.
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: Las tropas soviéticas y estadounidenses se encuentran en Torgau, Alemania, en abril de 1945; d e b a j o : Winston Churchill, Harry S. Truman y José Stalin en Potsdam, julio de 1945.
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B
Si
Nixon abandona la Casa Blanca tras su dimisión, en compañía de su sucesor, Gerald Ford, agosto de 1974.l
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El Papa Juan Pablo II en Czestochowa, Polonia, junio de 1979.
Lech Walesa en los astilleros de Gdansk, agosto de 1980.
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1970.
d erec h a
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Margaret Thatcher hacia 1979.
Mijaíl Gorbachov y Ronald Reagan en Ginebra, noviembre de 1985.
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Deng Xiaoping, en la década
de
La diosa de la democracia en la Plaza de Tiananmen, Pekín, 30 de mayo de 1989.
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Húngaros desmantelando la alambrada de espino en la frontera austríaca, mayo de 1989.
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Mijaíl Gorbachov (centro) y Erich Honecker (derecha) durante el desfile de celebración del XIV aniversario de la República Democrática Alemana, Berlín oriental, octubre de 1989.
El presidente checoslova co Václav Havel con los Rolling Stones, Praga, 1990.
a r r ib a :
i<1 »\: \iov
m b \|0: l llamos días de la Unión Sowética: !’la/a Roja de Moscú, diciembre de 1 9 9 1 .
Las fragilidades de esta posición se pusieron claramente de mani fiesto en el terreno de los derechos humanos. Poco antes de la cumbre de Moscú de 1 9 7 2 , los líderes del Kremlin exigieron un impuesto de salida a los ciudadanos que abandonaran la URSS, supuestamente para recuperar los gastos que el Estado había invertido en su educación. Esta medida parecía una falta menor en comparación con las muchas bru talidades que la habían precedido, pero se produjo en un momento en que crecía la preocupación en Estados Unidos por el trato que recibían los disidentes y los judíos soviéticos. El impuesto de salida provocó una violenta reacción en la Cám ara de Representantes, donde el senador Henry M . Jackson y el congresista Charles Vanik propusieron una en mienda para la rutinaria Ley de Reforma del Comercio que negaría el tratamiento de «nación más favorecida» así como los créditos del Banco de Exportación-Importación a «todo lo que no fuera una economía de mercado», lo cual limitaba o gravaba el derecho a emigrar. Estados Unidos, argumentaba Jackson — sin duda animado por sus aspiraciones presidenciales— debía emplear su fortaleza económica no para recom pensar a la Unión Soviética por su comportamiento exterior sino para modificar su conducta «interna»: «Cuando tenemos una convicción fuer te [...] debemos poner sobre la mesa esa cuestión de principios, sabiendo que los rusos no van a aceptarla».64 Kissinger protestó por esta postura con el argumento de que las disposiciones de la Ley de Reforma del Comercio figuraban entre las mejores aplicaciones de la técnica del palo y la zanahoria para persuadir a la Unión Soviética de aceptar al menos la limitación sobre armas es tratégicas. Añadir nuevas exigencias una vez se había firmado el acuer do — especialmente aquellas que obligaban a los rusos a modificar su política interior en respuesta a presiones exteriores— sólo «marcaría una ruta imposible de seguir, que minaría nuestra credibilidad exterior i- sin proporcionarnos los instrumentos para afrontar las consecuencias de las tensiones resultantes». La diplomacia discreta haría más por los ; judíos, disidentes y otros posibles emigrados soviéticos que cualquier ( toma de posición pública; y si no existía una relación cordial entre las i: superpotencias, difícilmente podría hacerse nada por estas personas.65 Las objeciones de Moscú a la enmienda Jackson-Vanik tenían una base aún más profunda. M ás adelante, el embajador Dobrynin reconocería í que «el Kremlin temía que se abriera la trampilla para la emigración
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general - - a l margen de la nacionalidad o de la religión— de'la feliz tierra del socialismo, lo cual podía interpretarse como un proceso de liberalización que desestabilizaría la situación interna del país».66 Esto significaba, sin embargo, que en su búsqueda de estabilidad geopolítica la Administración N ixon había empezado a respaldar la estabilidad interna de la URSS. Buscaba gestionar el orden internacio nal de la Guerra Fría de un modo muy similar a como Metternich y Castlereagh manejaron la Europa posterior a Napoleón, «equilibran do» sus antagonismos internos. Pero esta estrategia del siglo x ix acep taba la personalidad de los Estados a los que se proponía equilibrar; las propuestas de reformas en esa época sobre la que Kissinger había escrito en su condición de historiador resultaban fácilmente desestima das. Menos fácil era obrar del mismo modo en la época democrática, de mayor transparencia, en la que él intentaba dirigir el curso de los acontecimientos. Kissinger jamás pretendió que la distensión garantizara el futuro del totalitarismo soviético. «El juego de Brezhniev — le decía a Nixon en una carta escrita en el verano de 1 9 7 3 — consiste en evitar que estas políticas cobren fuerza y permanencia sin que lleguen a minar el sistema que confiere a Brezhniev su poder y su legitimidad. Nuestro objetivo, por otro lado, es alcanzar precisamente los mismos efectos a largo pla zo.»67 Pero la enmienda Jackson-Vanik transformaba el largo plazo en presente: la propuesta cosechó el apoyo de los extremos opuestos del espectro ideológico. Los liberales, convencidos de que la política exte rior debía perseguir la justicia en todo momento, condenaron el cinis mo de Kissinger que buscaba primero estabilidad. Los conservadores, seguros de que no se podía confiar en la Unión Soviética, denunciaron la ingenuidad de Kissinger al mostrarse dispuesto a hacer tal cosa. Y como Nixon se acercaba al final de su mandato, poco podía hacer para resistir ante estas presiones. La enmienda Jackson-Vanik contó con el refrendo de las dos cá maras de representantes a principios de 1 9 7 5 , unos meses después de que Nixon abandonara el cargo. La Unión Soviética respondió con la cancelación del acuerdo comercial en su totalidad. La emigración, el comercio y la propia distensión se vieron afectadas; cualquier «deshie lo» que hubiera podido producirse en la Guerra Fría parecía a punto de detenerse. Estos acontecimientos permitieron sin embargo avanzar
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en una causa distinta. Mediante un tortuoso proceso de equilibrios y controles constitucionales, de aspiraciones a la presidencia por parte de un ambicioso senador y de pérdida de poder de un presidente cuya ética se hallaba en entredicho, Estados Unidos resolvió adoptar una posición coherente con la Declaración Universal de Derechos Humanos de 19 4 8 : que ninguna soberanía nacional ni las exigencias de la diplo macia permitía a los Estados amenazar a sus propios ciudadanos como se les antojara. A fin de cuentas debía prevalecer, si no un principio de justicia universal, sí al menos un principio básico de decencia humana, incluso sobre los esfuerzos por estabilizar la Guerra Fría.*
V II Este reajuste de la estrategia estadounidense con los principios lega les y morales no habría tenido demasiadas consecuencias en la Guerra Fría de no haber llegado sus ecos al otro lado. Inicialmente no fue fácil detectarlo. Los líderes soviéticos parecían en los últimos años de la era Jruschov menos tolerantes con los disidentes tanto en la URSS como en los países de Europa del Este. La invasión de Checoslovaquia y su justificación posterior mediante la doctrina Brezhniev prepararon el terreno para el fortalecimiento de la disciplina ideológica, el rechazo de la experimentación en el mundo de las artes y la dureza con que se reprimían aun las más leves protestas políticas.68 Por más que la distensión hubiera mejorado sus relaciones con Occidente, Brezhniev y sus colegas parecían determinados a controlarlo todo — incluso las ideas— dentro de su esfera de influencia. Justificaban esta postura no con un llamamiento a la ley o a la moral, sino a la ideología: habían descubierto en el marxismo-leninismo los mecanismos que accionaban la historia y, con ello, el modo de mejorar la vida de la gente. Pero ya se había demostrado tiempo atrás que la historia no funcio naba de esta manera. Jruschov reveló que Lenin y Stalin esclavizaron a ; más gente de la que liberaron, y cuando al fin sobrevino el hundimiento i de la Unión Soviética y sus países satélites, éstos se hallaban muy por detrás de la mayoría de los países capitalistas en todos los indicadores ; económicos por los que se medía la prosperidad. Incluso fue necesario í recurrir a la fuerza en 19 6 8 para mantener el comunismo en el poder en
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Checoslovaquia, una acción que hizo añicos las pocas ilusiones que aún quedaban de que alguien se adhiriera a esta ideología voluntariamente. «Nuestros tanques en Praga [...] “ dispararon” contra las ideas — había escrito un joven periodista soviético— . Asestando un puñetazo en la mandíbula de la sociedad del pensamiento creyeron haber derribado [...] sus procesos mentales [...]. [Cuando en realidad] despertaron las conciencias dormidas en la intelligentsia del partido, que repetirían el intento [en Praga] con mayor éxito .»6? N o de manera inmediata, desde luego. Fue necesario algún tiempo para cosechar al menos la certeza de que los tanques no se emplearían nunca más. La represión de la «primavera de Praga» tuvo pese a todo un poderoso efecto psicológico: condujo a un creciente número de per sonas, tanto en la Unión Soviética como en Europa del Este, a respetar en público la doctrina marxista-leninista mientras en privado dejaban de creer en ella. Empezó así lo que el historiador Timothy Garton Ash ha denominado una «doble vida»: «El abismo entre la vida pública y la conciencia personal, entre el lenguaje oficial y no oficial, entre el conformismo externo y el disenso interno [...]. Aplaudo una conducta del Estado que jamás respaldaría en mi vida privada».70 La situación era justamente la contraria de Estados Unidos, donde a mediados de la década de 19 7 0 la brecha entre lo que la gente creía y sus líderes hacían se había cerrado significativamente. La falta de credibilidad se desplazaba de Washington a M oscú. Y Brezhniev estaba aún menos preparado que N ixon para hacerle frente. Su problema era que el Partido Comunista de la Unión Soviética, como el resto de los partidos comunistas en el poder, basaba su autori dad en la afirmación del determinismo histórico, y resultó vencido cuan do los acontecimientos no siguieron este guión. Una vez fue evidente lo que estaba ocurriendo, había poco espacio — más allá de un uso de la fuerza moral y legalmente indefendible, como sucedió en Checos lovaquia— para justificar la existencia del partido. Su legitimidad se asentaba sobre una ideología crecientemente inadmisible. A pesar de los excesos cometidos durante los años de Vietnam y el Watergate, los líderes estadounidenses nunca tuvieron que hacer frente a un problema semejante. Brezhniev podía rebajar la vulnerabilidad del partido invocando su derecho al monopolio del conocimiento, pero esto amenazaría su mono
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polio sobre el poder, cosa que no estaba dispuesto a consentir. «Eso es peligroso», señaló el jefe del KGB, Yuri Andropov, en una reunión del Politburó en 19 7 4 , cuando se discutían las críticas del más distinguido escritor soviético, Alexander Solzenitsin y del más sobresaliente de sus científicos, Andréi Sajarov. «Solzenitsin encontrará el apoyo de cientos de miles de personas [...]. Y si no hacemos nada con Sajarov, ¿cómo se comportarán [otros] intelectuales [...] en el futuro?»71 Las únicas fuer zas desplegadas por estos disidentes fueron sus plumas, sus voces y sus principios. Pero los principios eran contagiosos y el sistema soviético, sólo protegido por el escudo de la ideología, no gozaba de inmunidad suficiente frente a ellos. Ante la opción de la reforma interna, excesivamente arriesgada, el liderazgo del Kremlin se decantó por la diplomacia; si el mundo reconocía la legitimidad de su Gobierno, un puñado de descontentos, por famosos que fueran, no lograrían poner a nadie de áu parte. He aquí una de las razones por las que Brezhniev veía con buenos ojos la distensión, sobre la premisa fundamental de que Occidente no se atre vería a alterar el carácter interno de los regímenes marxistas-leninistas. El objetivo sería por tanto fomentar una conducta responsable en el escenario internacional, sin que ello implicara la renuncia a la lucha de clases; Brezhniev insistía en que el proceso continuaría allá donde fuera posible, especialmente en el Tercer Mundo.72- Pese a todo, estaba preparado para aceptar la permanencia de la O T A N en Europa, con lo que otorgaba un papel de continuidad a Estados Unidos en el conti nente. A cambio esperaba que la superpotencia occidental y sus aliados de la O T A N ratificaran formalmente las fronteras de Europa oriental surgidas de la guerra. La idea no era nueva. Ya a principios de 19 5 4 Molotov había pro puesto una conferencia en la cual los países de Europa — sin la presencia de Estados Unidos— se reunirían para confirmar las fronteras existen tes. El plan no llegó a ninguna parte, pero según señaló Kissinger en cierta ocasión la diplomacia de M oscú «compensa con perseverancia su falta de imaginación».7? El Ministerio de Exteriores soviético revivió periódicamente la propuesta de M olotov en el curso de los quince años siguientes, modificándola para incluir a Estados Unidos. Entretanto, la O TAN acordaba con el Pacto de Varsovia una mutua reducción de fuerzas en Europa, al tiempo que la Ostpolitik de Willy Brandt se plas
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maba en un tratado entre la URSS y Alemania occidental, con el que se saldaba la larga disputa por la frontera polaca desde el fin de la guerra; además de alcanzar un acuerdo entre las cuatro potencias que ocupa ban Berlín para preservar el statu quo en la ciudad. Entonces resultó evidente que nadie tenía interés en cambiar el mapa político europeo, de manera que, cuando los soviéticos reanudaron sus presiones para la celebración de una «Conferencia para la Seguridad y la Cooperación en Europa», Estados Unidos las percibió como un fenómeno relativamente inocuo y algunos de sus socios de la O T A N incluso las veían como un avance positivo.74 Esta conferencia significaba mucho más para Brezhniev. Exigía de Estados Unidos y de sus aliados la declaración pública y escrita de que aceptaban la división de Europa a raíz de la guerra. El líder del Kremlin se condujo casi como un capitalista en lo que hacía a la importancia que para él tenía esta obligación contractual que, a su juicio, podía de salentar futuras «primaveras de Praga», fortalecer la doctrina Brezhniev, desactivar la disidencia en el seno de la URSS y consolidar su reputación de hombre de paz.75 Estaba dispuesto para ello a hacer extraordina rias concesiones entre las que figuraban la promesa de comunicar por adelantado sus maniobras militares, permitir una modificación pacífica de las fronteras internacionales, reconocer a los Estados firmantes el derecho a incorporarse o a abandonar las alianzas y, lo más asombroso de todo, reconocer «la importancia universal de los derechos humanos y las libertades fundamentales [...] conforme a los fines y los principios de la Carta de Naciones Unidas y la Declaración Universal de Derechos Humanos».76 Los rusos reconocían su preocupación al respecto de este punto, si bien al proceder la condición de canadienses y europeos occidentales les resultaba difícil oponerse a ello.77 Por otro lado, las libertades que allí se establecían ya figuraban en la constitución soviética, aun cuando no se cumplieran, y no veían el modo de rechazarlas. Tampoco, por las mismas razones, habría sido fácil retirarse de una conferencia que llevaban tanto tiempo reclamando. Así, el Politburó hubo de aceptar; con muchos recelos, la inclusión de las disposiciones sobre derechos humanos en el «Acta final» de la conferencia. «En nuestra casa somos los amos», le aseguró a Brezhniev su ministro de Exteriores, Andréi Gromyko. Sólo el Gobierno soviético podía decidir el significado real
del reconocimiento de «los derechos humanos y las libertades funda: mentales».78 La Conferencia para la Seguridad y la Cooperación en Europa se inauguró en Helsinki el 30 de julio de 19 7 5 . Brezhniev se limitó a dor mitar mientras se sucedían las numerosas intervenciones de los partici pantes y, dos días más tarde, firmó junto con Ford y los líderes de otros treinta y tres Estados el largo y complicado documento que los había reunido. Las consecuencias fueron inesperadas para todos. Según lo expresó más tarde Kissinger: «Rara vez un proceso diplomático había iluminado tanto lo limitado de las previsiones humanas».79
VIII Conservadores y liberales por igual denunciaron en Estados Unidos a Kissinger y a Ford por «abandonar» la causa de los derechos humanos. Sostenían que las razones de Brezhniev para desear el Acuerdo de Hel sinki eran demasiado transparentes; de poco valía buscar la distensión si con ello se perpetuaba la injusticia al reconocer el control soviético de Europa del Este. Una serie de involuntarios tropiezos de la Administra ción fortaleció este argumento. Inmediatamente antes de la conferencia de Helsinki, Kissinger le había aconsejado a Ford que no recibiera a Solzenitsin — para entonces exiliado de la URSS en contra de su volun tad y enconado opositor de la distensión— en la Casa Blanca, lo que en Moscú se interpretó como una deferencia excesiva. M ás tarde, en diciembre de 19 7 5 , un colaborador de Kissinger, Helmut Sonnenfeldt, manifestó en lo que él consideraba una reunión oficiosa con diplomá ticos estadounidenses que la Administración confiaba en poner fin a la «relación inorgánica y antinatural» entre la Unión Soviética y los países de Europa del Este. Al filtrarse este comentario, se interpretó como un reconocimiento de que los rusos permanecerían allí.80 Estos incidentes convirtieron la conferencia de Helsinki en un hándicap para Ford durante la campaña presidencial en 19 7 6 , cuando tanto Ronald Reagan, su adversario en el Partido Republicano, como Jimmy Cárter, el candidato elegido por el Partido Demócrata, condenaban el acuerdo. Ford juzgó necesario prohibir a sus subordinados siquiera pronunciar la palabra «distensión», al tiempo que se distanciaba de
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Kissinger a medida que se acercaba la cita electoral. El día 6 de octu bre, cuando participaba en un debate con Cárter, el presidente cometió un error definitivo y fatal; instruido para que negara la existencia de la «Doctrina Sonnenfeldt», lo que hizo fue negar el dominio soviético sobre Europa del Este.81 Con ello garantizó la elección de Cárter, y así, a partir del 20 de enero de 1 9 7 7 , ni Ford ni Kissinger conservaron el control de la política exterior estadounidense. La conferencia de Hel sinki fue una de las razones. Igualmente inesperados, incluso más significativos, fueron los resul tados de este acuerdo en la Unión Soviética y Europa del Este. Brezhniev confiaba, según recuerda Dobrynin, «en ganar popularidad [...] cuando la opinión pública soviética supiera del acuerdo final sobre las fronteras en Europa, por las que tantos sacrificios habían realizado». En cuanto a las cuestiones humanitarias, en casa sólo podían mencionarse vagamente, sin demasiada publicidad. Brezhniev pensaba que esto no le causaría demasiados problemas en nuestro país, pero se equivocaba. Cierto es que la situación de los disidentes soviéticos no cambió de la noche a la mañana, pero el histórico acuerdo supuso para ellos un impulso definitivo. El mero hecho de que se publicara en Pravda le confería carácter de docu mento oficial, y con el tiempo se convirtió en manifiesto del movimiento disidente y liberal, un acontecimiento que los líderes soviéticos ni siquiera habían imaginado.82Helsinki fue, en suma, una trampa legal y moral.8? Tras obtener el re conocimiento por escrito de Estados Unidos y sus aliados sobre las fron teras en Europa del Este, Brezhniev difícilmente podía repudiar lo que él había aceptado en el mismo documento — también por escrito— con respecto a los derechos humanos. Ajeno a las consecuencias, había pro porcionado a sus detractores un modelo basado en los principios de justicia universal, enraizado en el derecho internacional e independiente de la ideología marxista-leninista, del que los disidentes podían servirse para comparar la situación de estos principios en el seno de los regíme nes comunistas. Esto significaba que quienes vivían bajo estos regímenes — al menos los más valientes— podían exigir el derecho a decir lo que pensaban; tal vez ya no fuera necesario seguir llevando una «doble vida» en el
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futuro. La pesadilla que Andropov había tenido en 19 7 4 se hizo reali dad cuando miles de individuos que no gozaban de la importancia de Solzenitsin y Sajarov se sumaron a la causa de denunciar los abusos de los derechos humanos en la URSS y sus países satélite. En el verano de 1976 funcionaba en Moscú, con el aval de Sajarov, un Grupo de Obser vadores Oficiales para la Promoción del Cumphmiento de los Acuerdos de Helsinki, y otros similares empezaban a surgir en Europa del Este.8* El proceso de Helsinki, iniciado por el Kremlin con el propósito de legitimar el control soviético de esta región europea, se transformó inesperadamente en la base para legitimar la «oposición» al dominio soviético. Las consecuencias, dicho suavemente, fueron impredeeibles. Resultó insólito, por ejemplo, que los envejecidos líderes de Moscú siguieran las peripecias de un grupo de rock checoslovaco, desaliñado y contrario al sistema, llamado Plástic People of the Universe, formado poco después de la invasión soviética en 19 6 8 . Sus actuaciones en secreto, burlando el control policial, concluyeron cuando la banda perdió su racha de suerte y fue detenida en 19 7 6 . El juicio al que fueron sometidos llevó a varios centenares de intelectuales a firmar, el 1 de enero de 1 9 7 7 , el
manifiesto conocido como la Carta 7 7 , que con corrección pero sin tapujos exigía al Gobierno checo el respeto de la libertad de expresión según lo dispuesto en el Acta Final de Helsinki firmada por Brezhniev. El resultado fue la detención de algunos de los firmantes del manifiesto. Uno de ellos, el dramaturgo y amante del rock Václav Havel, pasó cua tro años en prisión y muchos más sometido a estrecha vigilancia tras su puesta en libertad.85 Esto dio a Havel tiempo y motivo para convertirse, a través de sus artículos y obras de teatro, en el más influyente cronista de la desilusión generacional con el comunismo. De él se dijo que era «lennonista en lugar de leninista».86 Havel no hacía un llamamiento a la resistencia declarada, pues de poco habría servido a la vista del poder poficial. De fendía por el contrario una posición más sutil, consistente en desarrollar un código de Conducta individual independiente del impuesto por el Estado. «Quienes no actúan de esta manera — sostenía Havel— con firman el sistema, satisfacen al sistema, construyen el sistema, “ son” el sistema.» Las personas fieles a sus propias creencias — aun en cuestiones tan nimias como la de destilar una cerveza de mejor calidad de lo que
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exigía la normativa oficial— podían subvertir el sistema en última ins tancia. «Cuando una sola persona grita “ ¡El Emperador está desnudo!” — cuando una sola persona rompe las reglas del juego para exponer a la luz la verdad sobre ese juego— , todo se percibe de pronto de un modo distinto y la corteza parece entonces estar hecha de un tejido que está a punto de rasgarse, de desintegrarse inevitablemente.»87 Havel dio voz — tal como Brezhniev había dado legitimidad sin caer en la cuenta— a las presiones que empezaban a extenderse por toda la Unión Soviética y su esfera de influencia para acabar con la doble vida que el marxismo-leninismo parecía exigir. Se iluminó de repente la visión de una sociedad en la que la moral universal, la moral del Estado y la moral individual pudieran unirse. Llegado este momento, Dios, o cuando menos Sus agentes, intervinieron para transformar esta visión en una realidad tan inesperada como profundamente alarmante para el Kremlin. Carol Wojtyla, un consumado actor, poeta, dramaturgo y atleta, se había ordenado sacerdote en 1946 y, en 19 6 4 , fue nombrado arzobis po de Cracovia con el beneplácito del Partido Comunista polaco, que vetó a otros siete candidatos. Difícilmente cabría encontrar un ejemplo más claro de falibilidad histórica, puesto que el Papa Pablo VI nombró cardenal a Wojtyla en 19 7 6 y, dos años más tarde, el 16 de octubre de 19 7 8 , sus compañeros cardenales lo eligieron Papa a la edad de cin cuenta y ocho años, con lo que se convertía en el pontífice más joven de los últimos 1 3 2 años, además del primer Papa eslavo en la historia de la Iglesia y el único no italiano en 4 5 5 años. «¿Cómo se puede permitir que un ciudadano de un país socialista sea elegido Papa?», le preguntó Andropov a su desventurado jefe del K G B en Varsovia. N o hubo una buena respuesta para ello, pues ni siquiera la inteligencia soviética po día controlar los cónclaves papales. Pronto se vería con claridad que tampoco controlaba la vida inte lectual del pueblo polaco. «El Papa es nuestro enemigo», advirtió un desesperado dirigente del partido poco después de que Juan Pablo II realizara su primera visita como sumo pontífice a su país natal: Es un hombre peligroso, porque convertirá a san Estanislao [santo patrón de Polonia] [...] en un defensor de los derechos humanos [...]. Nuestras actividades para fomentar el ateísmo de la juventud no sólo no pueden
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disminuir sino que deben intensificarse... En este sentido, todos los medios están permitidos y no podemos tolerar ninguna clase de sentimientos. «Sigue mi consejo — le dijo Brezhniev a Edward Gierek, líder del parti do polaco— , no le ofrezcas ninguna recepción. Eso sólo causaría pro blemas.» Cuando Gierek protestó, afirmando que no podía despreciar al primer Papa polaco, Brezhniev terminó por transigir. «Bien, haz lo que quieras. Pero procura no lamentarlo.»88 Por una vez Brezhniev se había anticipado con precisión a los acon tecimientos, aunque era demasiado tarde para evitarlos puesto que Ca~ rol Wojtyla llevaba años trabajando en silencio — como sacerdote, como arzobispo y como cardenal— para preservar, fortalecer y ampliar los lazos entre la moral individual de los polacos y la moral universal de la Iglesia Católica. Había llegado el momento de cosechar-como Papa el éxito de su labor. Cuando Juan Pablo II besó el suelo del aeropuerto de Varsovia, el z de junio de 19 7 9 , inició el proceso que pondría fin al comunismo en Polonia y en el resto de Europa. Cientos de miles de sus compatriotas celebraron la llegada del pontífice a la ciudad al grito de «Queremos a Dios, queremos a Dios». Al día siguiente, un millón de personas lo esperaba en Gniezno. Y al otro día, en Czestochowa, la multitud era aún más numerosa; en esta ciudad el Papa recordó astutamente a las autoridades que las enseñanzas de la Iglesia sobre la libertad religiosa «coincidían directamente con los principios promulgados en los princi pales documentos nacionales e internacionales, incluida la Constitución de la República Popular de Polonia». Cuando el pontífice llegó a su ciudad natal de Cracovia, entre dos y tres millones de personas lo aguardaban allí para darle la bienvenida, entre ellos muchos jóvenes a los que el partido confiaba en «ateizar». «¿Quién hace tanto ruido?», bromeó el Papa. «¡Quédate cón nosotros! —salmodió la multitud— . ¡Quédate con nosotros!» En el momento de abandonar la ciudad donde «cada piedra y cada ladrillo merecían su ca riño», Juan Pablo II repitió el gran lema de su papado: «N o temáis».
Debéis fortaleceros, queridos hermanos y hermanas [...] con la fuerza de la fe. Debéis fortaleceros con la fuerza de la esperanza [...]. Debéis for taleceros con «amor», que es más fuerte que la muerte [...]. Cuando nos
fortalecemos en el Espíritu de Dios, se fortalece también nuestra fe en el ser humano [...]. Y por tanto no hay nada que temer.8» Al parecer a Stalin le gustaba preguntar con cierta frecuencia. «¡El Papa! ¿Cuántas visiones ha tenido?»»0Juan Pablo II ofreció la respuesta a lo largo de esos nueve días que pasó en Polonia en 19 7 9 . También esto fue un acontecimiento que, como hubiera dicho Dobrynin, «los líderes soviéticos ni siquiera podían imaginar».
204
CAPÍTULO
6
ACTORES
¡No temáis! JUAN PABLO II1
Buscad la verdad en los hechos. DENG XIAOPING*
No podemos seguir viviendo así. MIJAÍL GORBACHOV?
El Papa había sido actor antes de ordenarse sacerdote, y su triunfal regreso a Polonia en 19 7 9 reveló que no había perdido ni un ápice de sus habilidades dramáticas. Pocos líderes contemporáneos lo igualaban en capacidad para llegar con sus palabras, gestos, exhortaciones, repri mendas e incluso bromas a los corazones y las mentes de los millones de personas que lo veían y escuchaban. De la noche a la mañana un solo individuo, valiéndose de su talento, cambiaba el curso de la historia. Su actitud fue muy oportuna, en el sentido de que la Guerra Fría era una especie de teatro donde las diferencias entre lo real y lo ilusorio no siempre resultaban evidentes. Ofrecía a los grandes actores grandes oportunidades para interpretar grandes papeles. Estas oportunidades no se apreciaron por completo hasta los pri meros años de la década de 19 8 0 , cuando las formas «materiales» de poder a las que Estados Unidos, la Unión Soviética y sus aliados habían prodigado tanta atención a lo largo de tantos años (las armas nuclea res y los misiles, las fuerzas militares convencionales, los servicios de
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inteligencia, los complejos militares-industriales y la maquinaria para la propaganda) comenzaron a perder su fuerza. El verdadero poder quedaba en manos de líderes como Juan Pablo II, cuyo dominio de los «intangibles» (de cualidades como el coraje, la elocuencia, la imagina ción, la determinación y la fe) permitía exponer las disparidades entre las creencias del pueblo y los sistemas bajo los cuales éste se había visto obligado a vivir durante las décadas de la Guerra Fría. Las discrepan cias eran especialmente llamativas en el mundo marxista-leninista; tanto es así que, cuando al fin se manifestaron plenamente, no hubo manera de resolverlas sino desmantelando el propio sistema, lo que a su vez puso fin a la Guerra Fría. La tarea precisaba buenos actores. Sólo sus interpretaciones podían lograr que cayeran las vendas mentales que habían conducido a tanta gente a concluir que el enfrentamiento se prolongaría indefinidamente. Toda una generación había crecido contemplando el absurdo de una superpotencia — un Berlín dividido en mitad de una Alemania dividida en el centro de una Europa dividida, por ejemplo— como el orden natural de las cosas. Los estrategas de la disuasión habían llegado a convencerse de que el mejor modo de defender sus países era no contar con otras defensas que decenas de miles de misiles preparados para al canzar su objetivo en cualquier momento. Los teóricos de las relaciones internacionales insistían en que los sistemas bipolares eran más estables que los sistemas multipolares y en que la bipolaridad entre Estados Unidos y la Unión Soviética se extendería al futuro visible.* Los histo riadores sostenían que la Guerra Fría había generado un «largo período de paz» y estabilidad, comparable a los que presidieron Metternich y Bismarck en el siglo xix.5 Hacían falta visionarios — saboteadores del statu quo— para ampliar el alcance de las posibilidades históricas. Juan Pablo II estableció el modelo alterando a las autoridades de Polonia, el resto de Europa del Este y la propia Unión Soviética. Otros no tardaron en seguir el ejemplo. Estaba Lech Walesa, el joven electri cista polaco que un día de agosto de 19 8 0 se apostó frente a las puertas cerradas del astillero Lenin en Gdansk, junto a una fotografía del Papa, para anunciar la formación de Solidarnosc, el primer sindicato inde pendiente en un país marxista-leninista. Estaba Margaret Thatcher, la primera mujer que ocupó el cargo de primer ministro en Gran Bretaña, que se jactaba de ser más dura que cualquier hombre y restauró la
reputación del capitalismo en Europa occidental. Estaba Deng Xiaoping, el hombre diminuto y sometido a frecuentes purgas, el pragmático implacable que sucedió a M ao Zedong y acabó con las prohibiciones comunistas sobre la libre iniciativa individual, animando al pueblo chi no a «enriquecerse». Y estaba Ronald Reagan, el primer actor profesional que alcanzó la presidencia de Estados Unidos y se sirvió de sus dotes dramáticas para reconstruir la confianza en su país, aterrorizar a los envejecidos líderes del Kremlin y ganarse la confianza del enérgico joven que pasó a sustituirlos, asegurándose su colaboración en la tarea de transformar la Unión Soviética. El nuevo líder de M oscú era, claro está, Mijaíl Gorbachov, que a diferencia de sus predecesores también supo utilizar el arte de la interpretación, acabando con la insistencia del comunismo en la lucha de clases, su hincapié en lo inevitable de la revolución proletaria a escala mundial y su afirmación del determinismo histórico. Se vivía por tanto una época de líderes que, a través de sus desafíos al estado de las cosas y su capacidad para inspirar a los demás a seguir su ejemplo — mediante sus éxitos en el «teatro» de la Guerra Fría— , se enfrentaron, neutralizaron y derrotaron a las fuerzas que habían perpe tuado el conflicto. Y como todos los buenos actores, llevaron la acción dramática hasta su resolución definitiva.I
I Esto sólo fue posible gracias al hundimiento de la distensión. La estra tegia se percibió como un avance cuando se aplicó por primera vez en Washington, Moscú y otras capitales de la Guerra Fría. N o libró al mun do de las crisis, pero el nuevo espíritu de cooperación parecía limitar la frecuencia y la gravedad de éstas: las relaciones entre Estados Unidos y la URSS fueron mucho menos volátiles a finales de los sesenta y princi pios de los setenta de lo que lo habían sido durante las dos décadas ante riores, cuando los conflictos eran casi permanentes. Se trataba sin duda de un gran logro, pues ahora que las dos superpotencias ostentaban más o menos la misma capacidad para destruirse mutuamente, los riesgos de enfrentamiento bélico eran mayores que nunca. La distensión dejaba de ser una situación peligrosa para convertirse en un «sistema» previsible,
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con miras a garantizar la supervivencia de los acuerdos geopolíticos tras la Segunda Guerra Mundial, así como la seguridad de la humanidad en su conjunto. La humanidad, sin embargo, no parecía especialmente agradecida. Tal como la Guerra Fría había congelado los resultados de la Segunda Guerra Mundial para perpetuarlos, la distensión pretendía congelar y perpetuar la Guerra Fría. Su objetivo no era acabar con el conflicto — las diferencias que dividían a las potencias eran demasiado profun das para lograrlo— , sino establecer las reglas para el enfrentamiento. Figuraban entre ellas evitar los choques militares directos, respetar las esferas de influencia existentes, tolerar anomalías físicas como el muro de Berlín y anomalías mentales como la doctrina de Mutua Destrucción Garantizada, abstenerse de desacreditar o desautorizar a los líderes del bando contrario e incluso mostrar la voluntad recíproca de permitir el espionaje — mediante las nuevas tecnologías de reconocimiento por satélite— siempre y cuando éste se realizara a cientos de kilómetros por encima de la Tierra.6 Los artífices de la distensión buscaban la posibi lidad, según lo expresó Kissinger en 19 7 6 , de «transformar el conflicto ideológico en participación constructiva para crear un mundo mejor»7 Pero como el cambio seguía pareciendo peligroso, resolvieron aceptar el mundo tal como era en el futuro previsible. Esto significaba que ciertos países seguirían viviendo bajo regímenes totalitarios mientras que otros podrían quitar y poner a sus Gobiernos mediante procedimientos constitucionales. Determinadas economías continuarían beneficiándose de las ventajas de los mercados abiertos, mientras que otras se estancarían bajo la planificación estatal. Deter minadas sociedades seguirían gozando del derecho a la libertad de ex presión, mientras que la seguridad de otras sólo podía garantizarla el silencio. Y todos afrontarían la posibilidad de incineración nuclear si los delicados mecanismos de la disuasión fallaban en algún momento. La distensión negaba la igualdad de oportunidades, salvo en el plano de la aniquilación. La situación podría haberse prolongado si las elites hubieran se guido dirigiendo el mundo, pero el respeto a la autoridad había dejado de ser lo que fue. El mundo contaba con más Gobiernos libremente elegidos que nunca, lo que significaba que la posibilidad de deponer a los líderes también era mayor que nunca.8 La democracia aún se per-
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cibía lejana en los países marxistas-leninistas, pero, incluso en ellos, la educación superior respaldada por las autoridades hacía cada vez más difícil impedir que la gente pensara por sí misma, aun cuando no pudiera manifestar sus ideas.9 Y allí donde la democracia y la educa ción no habían llegado todavía, como era el caso en la mayor parte del Tercer Mundo, otra tendencia global (el surgimiento de los medios de comunicación de masas) empezaba a hacer posibles movimientos que los líderes no siempre preveían y no siempre podían controlar.10 De ahí que, cuando empezó a parecer claro que el peligro nuclear disminuía, que la credibilidad de las economías centralizadas se debili taba y que aún existían unos principios universales de justicia, resultó más difícil defender la idea de que unos pocos líderes poderosos, por elogiables que fueran sus intenciones, siguieran teniendo derecho a de cidir sobre las vidas de los demás. N o obstante sus orígénes elitistas, la distensión había requerido el respaldo popular y éste no fue fácil de cosechar. Era como levantar un edificio sobre arenas movedizas; los cimientos comenzaban a resquebrajarse antes de que los constructores hubieran terminado la fachada.I
II La pieza central de la distensión fue el esfuerzo de soviéticos y esta dounidenses por poner freno a la carrera nuclear. Las Conversaciones para la Limitación de las Armas Estratégicas, a finales de 19 6 9 , dieron como resultado en 19 7 Z un tratado entre las dos superpotencias que reducía el número de misiles balísticos, tanto intercontinentales como submarinos, que cada cual podía desplegar, así como un acuerdo que prohibía todo lo que no fuera el manejo de estos misiles como defensas simbólicas. Los acuerdos SA L T I, firmados por N ixon y Brezhniev en la cumbre de Moscú, fueron significativos por varias razones. Refleja ban el reconocimiento por parte de ambas superpotencias de que pro longar la carrera armamentista sólo vulneraba la seguridad de todos. Representaban la comprensión por parte de Estados Unidos de que la Unión Soviética igualaba su capacidad nuclear, incluso se encontraba por delante en otras modalidades de armamento. Legitimaban la lógica de la Mutua Destrucción Garantizada, según la cual el hecho de no
defenderse de un ataque nuclear era el mejor modo de prevenirlo. Y aceptaban el reconocimiento por satélite para verificar el cumplimiento de estos acuerdos.11 Pero el proceso SALT, al igual que la propia estrategia de la dis tensión, también eludía cuestiones importantes. Una de ellas era la reducción de armas nucleares; los acuerdos de Moscú congelaban el despliegue de los IC BM y SLBM existentes, pero no hacían nada para atajarlos, ni siquiera para reducir el número de cabezas nucleares que podía llevar cada misil. Los desequilibrios planteaban otro problema: los acuerdos SALT I situaban a la Unión Soviética muy por delante de Estados Unidos en cuanto al número de IC B M y algo menos, aunque también, con respecto a los SLBM . La Administración Nixon justificó esta asimetría sobre la base de que los misiles estadounidenses eran más precisos que los soviéticos y, en su mayoría, iban equipados con múltiples cabezas nucleares. Se señaló asimismo que los acuerdos SALT I no establecían restricciones sobre los misiles de largo alcance, un terreno en el que Estados Unidos gozaba de una amplia superioridad, ni tampoco sobre los de alcance intermedio y aquellos que la potencia capitalista había instalado en sus aviones y desplegado entre sus aliados de la O T A N , al igual que no limitaba la capacidad nuclear de Gran Bretaña y Francia.12 Sin embargo, el argumento era, por su complejidad, difícilmente vendible al Congreso estadounidense, donde costó entender por qué había que admitir la superioridad soviética en cualquier modalidad de armamento estratégico. Esta situación abrió la puerta para que el se nador Henry Jackson — cuya enmienda Jackson-Vanik no tardaría en tensar las relaciones entre Estados Unidos y la URSS de un modo dis tinto— lograra la aprobación de una resolución que exigía la igualdad numérica sobre cualquier modalidad de armas en todos los acuerdos sucesivos para el control del armamento. La resolución Jackson com plicó la siguiente ronda de negociaciones (SA LT II), puesto que los planificadores militares de las dos superpotencias habían optado de liberadamente por no duplicar sus respectivos arsenales estratégicos. Los negociadores debían encontrar no obstante el modo de imponer unas limitaciones equivalentes sobre sistemas no equivalentes. «Cómo lograr este objetivo — recordaba Kissinger— , fue generosamente fiado a mi discreción.»
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Fueron necesarios dos años y medio antes de firmar los acuerdos ■ SALTI en 19 7 2 , que toleraban estas asimetrías. Las negociaciones SALT II, que no podían permitirlas, aún continuaban cuando Ford dejó la presidencia cinco años más tarde. El Congreso — y crecientemente el Departamento de Defensa, tanto como la comunidad de estudios estra tégicos— no estaba dispuesto a prolongar su confianza en Kissinger para que éste continuara la clase de intercambios sobre sistemas de armamen to que habían desembocado en los SA L T I; argumentaban los críticos que sus métodos fueron demasiado secretos, demasiado proclives al error de cálculo y demasiado confiados en que los rusos mantendrían sus promesas. Las conversaciones SA LT II fueron así un proceso más abierto, pero precisamente por ello menos exitoso.14 Jimmy Cárter confiaba en controlar las negociaciones con mano fir me. Había prometido a lo largo de su campaña, en 19 7 6 , no limitarse a congelar los arsenales estratégicos sino reducirlos de manera sustancial; incluso se comprometió, en su discurso inaugural, a avanzar hacia la eliminación definitiva de las armas nucleares. Pero también había adop tado una postura aún más enérgica en materia de derechos humanos; tras criticar a Ford y a Kissinger por no haber presionado a los rusos lo suficiente en este sentido, difícilmente podía actuar como ellos. De ahí que intentara las dos cosas al mismo tiempo. Sorprendió a los líderes del Kremlin exigiendo una reducción de armas estratégicas significa tivamente mayor que la propuesta por la Administración Ford, pero también despertó la irritación de éstos al iniciar una correspondencia directa con Sajarov y recibir a los disidentes soviéticos en la Casa Blan ca. El propio Cárter se sorprendió a su vez cuando Brezhniev rechazó rotundamente los «profundos recortes» propuestos. Las negociaciones SALT II volvían a estancarse.15 Si las decisiones de Cárter fueron cortas de miras, Brezhniev lo su peró con creces en este sentido. Cuando la nueva Administración esta dounidense asumió el Gobierno del país, el líder soviético tenía graves problemas de salud, debidos en parte al abuso de fármacos.16 N o era fácil para él en semejante situación centrarse en las complejidades del control de armamento, que incluso otros líderes perfectamente sanos te nían dificultades para manejar. De modo que Brezhniev delegó amplia mente su responsabilidad sobre estas cuestiones en militares soviéticos, que emprendieron una serie de iniciativas aparentemente destinadas a
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ampliar el espíritu de los acuerdos S A L T I. Incluían ambiciosos progra mas para la modernización de los misiles y la defensa civil, así coma una insistencia permanente en las operaciones ofensivas de acuerdo con la doctrina estratégica.*7 Ello permitió a los detractores del control de armamento en Estados Unidos fundamentar su escepticismo con res pecto a los SA LT II. M ás tarde, en 19 7 7 , Ia Unión Soviética empezó a desplegar una nueva modalidad de misil intermedio de alta precisión (el SS-20) con tra objetivos en Europa occidental. Ambos bandos habían instalado misiles como éstos en el pasado, pero el SS-20 suponía una mejora sustancial y su despliegue se efectuó sin previo aviso a Estados Uni dos y sus aliados de la O T A N . Lo extraordinario es que tampoco el ministro de Exteriores soviético estaba al corriente de esta medida; el Politburó aprobó el despliegue por razones exclusivamente militares. El máximo especialista sobre Estados Unidos en el Kremlin, Georgi Arbatov, reconoció posteriormente: «La mayoría de nuestros expertos y diplomáticos se enteró por la prensa occidental». Fue, en palabras de Anatoly Dobrynin, una decisión «particularmente desastrosa», pues provocó las exigencias de la O T A N — completamente inesperadas en Moscú— de que Estados Unidos respondiera con la misma moneda.18 En 1979 la Administración Cárter ya tenía preparada su propuesta de instalación de los Pershing II, además de misiles de crucero, en deter minados puntos de Europa occidental. Los Pershing tenían fama de ser quince veces más precisos que los SS-20. No necesitaban más de diez minutos para llegar a Moscú.1? Pese a estas dificultades, las negociaciones para la firma de los SALT II desembocaron finalmente en un complejo tratado que Cárter y un Brezhniev visiblemente desmejorado firmaron en Viena en junio de 1979. Para entonces el proceso de control del armamento había encen dido las críticas de demócratas y de republicanos por igual, puesto que a su entender no se había avanzado lo más mínimo en la reducción del peligro nuclear sino que se había puesto en riesgo la seguridad de Occi dente al permitir las mejoras del arsenal soviético, que por lo demás era imposible verificar. N o obstante, Cárter sometió el acuerdo a la apro bación del Senado, pero en un esfuerzo mal calculado por demostrar su firmeza desafió a Moscú por el reciente despliegue de una «brigada de combate» soviética en Cuba. Las investigaciones posteriores desvelaron
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el embarazoso hecho de que la unidad se encontraba allí desde 196Z y ¡m presencia era parte del acuerdo alcanzado por Kennedy y Jruschov para resolver la crisis de los misiles cubanos. La controversia provocó la dilación del Senado con respecto a los acuerdos SA L T II, que aún seguían pendientes de la aprobación de la cámara cuando en diciembre de 19 7 9 la O T A N aceptó el despliegue de los Pershing II y los misiles de crucero, a lo que la Unión Soviética respondió con la invasión de Afganistán.*0
III La secuencia de acontecimientos que desembocó en esta situación tiene su origen en otro acuerdo — aún más problemático que el SA L T I— , alcanzado en la cumbre de M oscú de 1972.. En una declaración con junta de «Principios Básicos», Nixon y Brezhniev prometieron que sus países evitarían «los esfuerzos dirigidos a obtener ventajas unilaterales a expensas del otro».*1 En sentido literal esto parecía implicar que la estabilidad que había llegado a caracterizar las relaciones entre las superpotencias en Europa y el noreste asiático se extendería también en lo sucesivo al resto de Asia, Oriente Medio, África y Latinoamérica: Washington y Moscú rechazaban cualquier oportunidad de modificar el statu quo en estas zonas del mundo. Pero pronto se evidenció que los «Principios Básicos» no se entendían en sentido literal. Al igual que los acuerdos SALT, sólo servían para cubrir las grietas. Los rusos saludaron los «Principios Básicos» como un nuevo reco nocimiento de paridad por parte de Estados Unidos. Brezhniev se cuidó mucho en insistir, sin embargo, en que la lucha de clases continuaría: «Es de esperar que así sea, a la vista de la situación mundial y de los objetivos de clase irreconciliables entre capitalistas y socialistas».** Para Estados Unidos los «Principios Básicos» eran una manera de contener a los rusos. «Naturalmente no eran un contrato legal — explicó Kissinger— . Establecían unas normas de conducta a la luz de las cuales juzgar los progresos reales [...]. A los esfuerzos por reducir el peligro de guerra nuclear [...] debía sumarse el fin de las permanentes presiones soviéticas en contra del equilibrio de poder global.» *3 Así, pese a las apariencias, no hubo acuerdo en Moscú en cuanto al modo de manejar las esferas
de influencia en el «Tercer Mundo». Si acaso, eh los años posteriores se intensificaron los esfuerzos por obtener ventajas unilaterales eneste escenario. La primera oportunidad se le presentó a Estados Unidos. La cumbre de Moscú había causado un gran impacto en Anuar el Sadat, sucesor de Nasser como presidente de Egipto. La Unión Soviética no había hecho nada por impedir que Israel ocupara la península del Sinaí y la franja de Gaza durante la Guerra de los Seis Días, en 19 6 7 , y Brezhniev pare cía descartar futuras intenciones de ayudar a Egipto a recuperar estos territorios.24 Sadat decidió, en consecuencia, concluir la larga relación de su país con la URSS y establecer nuevos lazos con Estados Unidos, que al contar con Israel como país aliado se hallaba en mejor posición de exigir concesiones a los israelíes. Cuando Nixon y Kissinger lo igno raron, aun después de que Sadat hubiera expulsado a 15.000 asesores militares soviéticos de Egipto, el presidente egipcio encontró el modo de llamar su atención, lanzando un ataque por sorpresa al otro lado del Canal de Suez en octubre de 19 7 3 . Sadat esperaba perder la guerra, pero la emprendía por un objetivo político que sí contaba astutamente con ganar. ¿Consentiría Estados Unidos que Israel humillara al líder que había disminuido la influencia soviética en Oriente medio? Desde luego que no. Después de que los israelíes repelieran el ata que egipcio con ayuda de los masivos envíos de armas estadounidenses, Kissinger rechazó la petición de Brezhniev de imponer un alto el fuego conjunto, incluso dio orden de lanzar una breve alerta nuclear para des tacar su rechazo. A continuación negoció personalmente el fin de las hostilidades, granjeándose con ello la gratitud tanto de El Cairo como de Tel Aviv, mientras los rusos se quedaban con las manos vacías. Cin co años más tarde, tras un proceso de negociaciones con Israel con la mediación del presidente Cárter, Sadat recuperó la península del Sinaí y compartió además el Premio Nobel de la Paz con el primer ministro israelí, Menachem Begin. El líder egipcio, concluyó Kissinger, era «un hombre sobresaliente». Parecía «libre de esa obsesión por el detalle que lleva a los líderes mediocres a creer que manejan los acontecimientos cuando éstos los están sepultando» .25 Puede que esta afirmación de Kissinger fuera una autocrítica su til, pues fue Sadat quien aprovechó magistralmente la oportunidad de expulsar a la Unión Soviética de Oriente Medio, mientras que Nixon
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y Kissinger picaron el cebo. La distensión, señalaría más tarde Kissinger, sirvió para «tranquilizar parcialmente a Moscú mientras nosotros intentábamos estrechar las relaciones con Oriente Medio a expensas de los soviéticos».2-6 Pero esto huele a justificación retrospectiva: hay pocas pruebas de que Kissinger o N ixon tuvieran en mente este ob jetivo antes de que Sadat moviera ficha. Lo que este incidente reveló, por el contrario, fue la fragilidad de la distensión: si una potencia re gional era capaz de manipular a una superpotencia en busca de ventaja unilateral a expensas de la otra — violando con ello un compromiso explícitamente contraído— , entonces, tal como señaló Dobrynin, la distensión «era muy delicada y muy frágil». La guerra de 19 7 3 y sus consecuencias «dañaron definitivamente la confianza entre los líderes de ambos países w.2-? Los superiores de Dobrynin tampoco supieron resistir las tentacio nes cuando éstas se presentaron. En los años posteriores, el compromiso de la Unión Soviética con la lucha de clases llegó a rincones del mundo que en modo alguno podían considerarse vitales de acuerdo con ningún cálculo de intereses realista. Al menos Oriente Medio, del que Kissinger intentaba excluir a los rusos, era una región de importancia estratégi ca para Estados Unidos. Pero ¿qué importancia tenían para la Unión Soviética países como Vietnam, Angola, Somalia y Etiopía, a los que Moscú extendió su influencia a mediados de los setenta? La única relación entre estos compromisos, explicaba Dobrynin, era «una sencilla y primitiva idea de la solidaridad internacional, que nos obligaba a cumplir con nuestra obligación en la lucha antiimpe rialista». Este modelo apareció por vez primera en Vietnam, donde los llamamientos de Hanoi a la «solidaridad fraternal» desviaban perió dicamente las presiones soviéticas para poner fin, conjuntamente con Estados Unidos, a una guerra que los líderes del Kremlin nunca vieron con entusiasmo. Pero la victoria de Vietnam del Norte en 19 7 5 — junto con la prohibición del Congreso para intervenir en Angola— alteró los cálculos; si Estados Unidos podía ser derrotado en el sureste asiático y disuadido de intervenir en el sur de África, ¿cuál sería su credibilidad en otros lugares? Tal vez la lucha de clases empezara a arraigar en el Tercer Mundo. Éstas eran, en opinión de Dobrynin, las posiciones más fuer tes en el Departamento Internacional del Partido Comunista Soviético: «Convencidos de que todas las luchas en el Tercer Mundo tenían una
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base ideológica», los líderes del partido, «lograron implicar al Politburó en multitud de aventuras en estos países». El estamento militar añadía: «Algunos de nuestros mejores generales [...] se mostraban muy com placidos por el desafío implícito a Estados Unidos de mostrar nuestra bandera en lugares remotos».2-8 Fue sin embargo una estrategia poco prudente, pues condujo al Politburó a renunciar al control sobre dónde, cuándo y cómo desple gar sus recursos, viéndose en la obligación de responder allí donde los marxistas que peleaban por el poder se lo solicitaran. Esta política superó con creces el apoyo a «los movimientos de liberación nacional genuinos», señaló Dobrynin; lo que hizo en realidad fue «interferir por razones ideológicas en los asuntos internos de países en los que dos fac ciones se enfrentaban por el poder». Fue una especie de «sometimiento ideológico».2-9 Además, pronto se convirtió en víctima dé las victorias cosechadas en Vietnam y en Angola. «Como suele ocurrir en política —subrayó Arbatov— , cuando te metes en algo y parece que has tenido éxito estás casi condenado a repetir el procedimiento. Vuelves a hacer lo mismo hasta que metes la pata bien a fondo.»?0 Las meteduras de pata comenzaron en 1 9 7 7 , cuando Somalia, un cliente soviético, atacó el régimen marxista recién instalado en su vecina Etiopía. Bajo presiones de los militantes cubanos, como en el caso de Angola, los rusos cambiaron de bando, dejando que la Administración Cárter se alineara con los somalíes y obteniendo de paso unas útiles bases navales en el M ar Rojo. N o estaba del todo claro qué ganaba Moscú apoyando a los etíopes, aparte del agradecimiento de una dic tadura brutal en un país empobrecido y la solidaridad de Fidel Castro. La situación no hizo sino envenenar aún más las relaciones con Estados Unidos. Tal como reconocería Dobrynin: Cometimos un grave error al participar en el conflicto entre Somalia y Etiopía y en la guerra de Angola. Nuestros envíos de suministros militares a esas zonas, junto con las actividades que allí desarrollaban las tropas cubanas y, especialmente, nuestra ayuda aérea para su transporte, conven cieron a Estados Unidos de que Moscú había emprendido una ofensiva a gran escala por el control de África. Y aunque éste no fuera el caso, los acontecimientos dañaron profundamente la política de distensión.
N o alteraron tanto el curso de la Guerra Fría. Los esfuerzos realizados en África por las dos superpotencias en la década de 19 7 0 , concluyó Dobynin veinte años más tarde, «fueron casi enteramente inútiles dos décadas después nadie (salvo los historiadores) se acordaba siquiera de ellos».31 N o pudo decirse lo mismo de lo que sucedió a continuación. En abril de 19 7 8 , con gran sorpresa de Moscú, un golpe de E§tado marxista en Afganistán derrocó al gobierno pro-americano de este país. La tentación de aprovechar la oportunidad era demasiado grande para poder resistirse, de ahí que la Unión Soviética enviara su ayuda al nue vo régimen de Kabul que emprendió un ambicioso programa de refor mas agrarias, derechos de la mujer y educación laica. Esto ocurría al tiempo que la revolución — un gran varapalo para Estados Unidos— se gestaba en el país vecino, Irán, donde en enero de 19 7 9 se forzaba al exilio al antiguo aliado estadounidense, el sha Reza Khan Pahlavi, y se instauraba el régimen del ayatolá Jomeini. La situación pilló igualmente desprevenidos a los rusos y a sus nuevos clientes afganos, de tal manera que a mediados del mes de marzo estalló una violenta revuelta en Herat, muy cerca de la frontera iraní, que se saldó con la muerte de unas 5.000 personas, entre las que figuraban cincuenta asesores soviéticos y sus familias. Los afganos culparon a Jomeini, pero desde la perspectiva de Moscú la impopularidad del régimen de Kabul era también responsable de lo ocurrido.32«¿Cuentas con el apoyo de los trabajadores, de los habitantes de las ciudades y de la pequeña burguesía? — preguntó el primer ministro soviético, Alexéi Kosiguin a su homólogo afgano, N ur Mohammed Taraki, en una conversación telefónica de alto secreto— . ¿Conservas todavía algún apoyo?» La respuesta de Taraki fue escalofriante: «No contamos con el apoyo activo de la población. Están completamente influidos por la propaganda chií: “ N o sigáis a los infieles, seguidnos a nosotros” ».3? Fue un momento crucial en la historia del marxismo-le ninismo: una ideología que afirmaba conocer el camino para la revolu ción proletaria mundial se veía de pronto enfrentada a una revolución religiosa regional para la cual sus herramientas de análisis resultaban absolutamente inservibles. Los líderes soviéticos consideraron una intervención militar, pero la desestimaron de inmediato. En puertas de la cumbre Carter-Brezh-
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niev en Viena, con el tratado SALT II todavía por firmar y la decisión de la O T A N sobre los Pershing II y los misiles de crucero aún pen diente, además de los preparativos para la celebración de los Juegos Olímpicos en M oscú y la distensión vigente por el momento, parecía muy inoportuno invadir un país famoso por su habilidad para repeler al invasor desde los tiempos de Alejandro M agno. «El despliegue de nuestras tropas en territorio afgano despertaría el rechazo inmediato de la comunidad internacional — le explicó Kosiguin a Taraki— . Nuestras tropas tendrían que enfrentarse no sólo a los agresores extranjeros, sino también a algunos de tus ciudadanos. Y el pueblo no perdona ese tipo de acciones.»34 Nueve meses más tarde el Politburó cambió de postura, lanzando sobre Afganistán una gran ofensiva cuyas consecuencias confirmaron sobradamente la profecía de Kosiguin. Los hechos demostraron que el «sometimiento ideológico» conducía al desastre. Habiendo perdido el apoyo de la mayoría del pueblo afgano, los líderes de Kabul se hallaban al borde de la guerra civil en el verano de 19 7 9 . En el mes de septiembre, recién llegado de Moscú, Taraki intentó sin éxito asesinar a su principal rival, Hafizullah Amin, que a continuación derrocó y ejecutó a Taraki. Esta acción no sólo irritó a Brezhniev, que había prometido personal mente su apoyo a Taraki, sino que alarmó a la inteligencia soviética, puesto que Amin había estudiado en Estados Unidos y emprendido contactos secretos con Washington. La preocupación, en palabras de un agente del K G B, era que Amin pudiera «convertirse en un Sadat», que si permanecía en el poder echara a los rusos de una patada y permitiera la entrada de los estadounidenses, invitándolos a instalar «controles y centros de la inteligencia cerca de nuestras fronteras más sensibles».33 N o parecía haber alternativa para sustituir al nuevo líder afgano, si bien el ministro de Defensa soviético insistía en que el único modo de conseguirlo era el envío de unos 7 5.0 0 0 soldados para aplastar a la resistencia interna o sofocar una eventual intervención extranjera. ¿Cuál fue la reacción internacional ante esta maniobra? La cumbre de Viena ya se había celebrado para entonces, los acuerdos SALT II seguían paralizados en el Senado de Estados Unidos y, a primeros de diciembre, los aliados de la O T A N habían aprobado el despliegue de los Pershing II y los misiles de crucero. A la vista de las circunstancias, los máximos líderes del Politburó — limitando al mínimo sus consultas,
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corno ya hicieran al autorizar el despliegue de los SS-zo— ordenaron la invasión dé Afganistán a gran escala. Con muy poco tacto, se fijó el día de Navidad para iniciar las operaciones. A nadie en la embajada soviéti ca se le preguntó cuál podía ser la reacción de Estados Unidos; sea la que fuere, aseguró el ministro de Exteriores, Gromyko, a Dobrynin, no es necesario tenerla en cuenta. El propio Brezhniev prometió que el asunto habría quedado zanjado «en el plazo de tres o cuatro semanas».3é
IV La distensión no había logrado por tanto detener la carrera armamen tista, ni poner fin a las rivalidades de las superpotencias en el Tercer Mundo, ni siquiera impedir que la Unión Soviética recurriera al uso de la fuerza militar para salvar el «socialismo», como ya hiciera en Che coslovaquia doce años antes. Todo esto quedó bien claro en enero de 1980, un mes en el cual el presidente Cárter retiró el tratado SA L T II del Senado, impuso embargos de cereales y tecnología a la U RSS, soli citó un aumento significativo del gasto de defensa, anunció que su país boicotearía los Juegos Olímpicos de M oscú y denunció la invasión de Afganistán como «la amenaza más grave para la paz desde la Segunda Guerra Mundial». Fue un cambio notable en un presidente que, al to mar posesión del cargo tres años atrás, confiaba en concluir la Guerra Fría. Incluso Gromyko hubo de admitir que «la situación internacional [...] había cambiado a peor».37 Lo que no estaba tan claro por aquel entonces era de qué manera podía incidir todo esto en el equilibrio de poder a escala global. La ma yoría de los expertos habría coincidido probablemente en que a lo largo de la década de 19 7 0 la balanza se había inclinado casi siempre en favor de Moscú. Estados Unidos había reconocido la paridad estratégica con la URSS al firmar los acuerdos SA L T I, al tiempo que el país soviético invocaba la doctrina Brezhniev para reclamar su derecho a resistir todas las amenazas al marxismo-leninismo allá donde pudieran producirse. No obstante el éxito de Kissinger al excluir a los rusos de las negociacio nes de paz entre Egipto e Israel, la guerra de 19 7 3 provocó un embargo del petróleo árabe, lo que disparó los precios del crudo y estancó las economías occidentales para el resto de la década. Entretanto la URSS,
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uno de los principales exportadores de. petróleo, cosechaba enormes beneficios. Esto le permitió sostener el gasto militar durante diez años, quizás incluso aumentarlo, mientras Estados Unidos, por razones tanto económicas como políticas, se veía obligado a reducir su presupuesto de defensa casi a la mitad.38 Estados Unidos parecía varado en un interminable debate interno, primero sobre la Guerra de Vietnam, después sobre el Watergate y luego, durante el mandato de Cárter, sobre la incapacidad del presidente para proteger a importantes aliados del país, como el sha de Irán o Anastasio Somoza en Nicaragua, el dictador cuyo Gobierno cayó en manos del sandinismo marxista en el verano de 19 7 9 . El momento más crítico se produjo en noviembre de ese mismo año, cuando los iraníes invadieron la embajada de Estados Unidos en Teherán, tomando como rehenes a varias docenas de diplomáticos y policías militares. Esta humillación, seguida de la invasión de Afganistán por parte de la URSS semanas más tarde, hizo parecer que Washington se hallaba a la defensiva en todas partes, mientras que Moscú estaba de buena racha. Kissinger se hizo eco del pesimismo dominante al reconocer en el primer volumen de sus memorias, publicado ese mismo año que, «nuestra posición era de decli ve relativo, al tiempo que la URSS se recuperaba de la Segunda Guerra Mundial. N o habíamos vuelto a ocupar una posición tan favorable en lo diplomático y lo militar como la que disfrutamos en los comienzos de la política de la contención, a finales de los años cuarenta».39 En este caso, sin embargo, Kissinger perdió su sagacidad como his toriador. Era manifiesto desde hacía tiempo — y aún debería haberse percibido en ese momento con mayor claridad— que la Unión Soviética y sus aliados en el Pacto de Varsovia se encontraban en la senda del declive y sólo la distensión ocultaba sus dificultades. Ya en marzo de 19 7 0 se recibió una prueba de ello cuando, de acuerdo con el espíritu de la Ostpolitik, las autoridades de Alemania oriental invitaron al can ciller Willy Brandt a visitar Erfurt, incurriendo en la torpeza de alojarlo en una habitación de hotel que miraba a una plaza pública. Cientos de alemanes orientales se concentraron allí para aclamar al visitante, con intensa incomodidad de sus líderes: «La preparación de la reunión de Erfurt — reconocieron dirigentes del partido— no se percibió como una pieza clave en la lucha de clases entre el socialismo y el imperia lismo». 4°
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Indicios de un descontento más grave se observaron en Polonia el mes de diciembre siguiente, cuando las protestas por el precio de los alimentos fueron sofocadas a tiros por el ejército y docenas de traba jadores en huelga murieron bajo las balas en Gdansk y en Gdynia. Lo significativo fue que Moscú no invocara la doctrina Brezhniev con motivo de esta crisis; por el contrario, los líderes soviéticos ordenaron un incremento de la producción de los bienes de consumo y aprobaron importaciones de alimentos y tecnología de Europa occidental y Estados Unidos. De este modo, la estabilidad en la región pasó de residir en la fuerza militar a depender de la buena voluntad de los capitalistas para facilitar un crédito, lo que situaba a los regímenes marxistas-leninistas en una posición de extraordinaria vulnerabilidad.^1 Tampoco las ganancias del petróleo quedaron libres de problemas. La Unión Soviética optó por gravar sus exportaciones a Europa del Este, duplicando los precios en el plazo de un año. Si bien el incremen to no era tan dramático como el que había de afrontar Occidente, los gastos imprevistos provocaron un descenso del nivel de vida, en lugar de mejorarlo como Moscú deseaba.4Z Por otro lado, los ingentes ingre sos del crudo restaban incentivos a los planificadores de la economía soviética a la hora de mejorar su productividad. N o favorecía a la URSS mantener un presupuesto de defensa que fácilmente triplicaba el de Es tados Unidos a finales de los setenta, cuando su producto interior bruto sólo equivalía a la sexta parte del de sus rivales capitalistas.43 «Nos ar mábamos como adictos — recordaba Arbatov-—, sin ninguna necesidad política aparente. »44 Y el petróleo estimulaba esta adicción. Desde esta perspectiva, el apoyo de la URSS a los revolucionarios marxistas en África, así como el despliegue de los SS-20 y su invasión de Afganistán, parecen no tanto una estrategia coordinada para mo dificar el equilibrio de fuerzas a escala global como una ausencia total de estrategia. ¿Qué clase de lógica respalda la perspectiva de seguir recibiendo unas ganancias «caídas del cielo»? ¿Qué clase de régimen provoca a aquellos de quienes depende económicamente? ¿Qué clase de liderazgo se compromete a defender los derechos humanos — como en Helsinki en 1 9 7 5 — para sorprenderse luego cuando sus ciudadanos rei vindican estos derechos? La Unión Soviética, bajo el titubeante mandato de Brezhniev, se había vuelto incapaz de abordar la tarea más esencial de cualquier estrategia eficaz: un buen uso de los medios disponibles
para alcanzar los objetivos elegidos. Esto abonó el terreno para que los líderes de otros países sí fueran capaces de hacerlo.
V Surgieron, como Juan Pablo II, en lugares inesperados. Acaso fuera esto lo que los llevó a cuestionar la visión convencional de los años setenta — incluso de la totalidad del período de la Guerra Fría— desde puntos de vista inéditos. Supieron aprovechar que la distensión, pese a las es peranzas suscitadas, apenas había cambiado las cosas. Se sirvieron al máximo de sus cualidades como individuos: su carácter, su perseveran cia ante la adversidad, su arrojo y su franqueza, pero, sobre todo, de sus dotes dramáticas no sólo para transmitir estas cualidades a millones de personas, sino para invitarlas a imitarlos. Hicieron que la década de 19 8 0 fuera asombrosamente distinta de la anterior. Y pusieron en marcha el proceso que marcó el fin de la Guerra Fría. Era difícil imaginar, por ejemplo, que un antiguo seguidor de Mao Zedong — a quien con su 1 ,5 2 metros de estatura apenas se veía detrás del líder chino— se sirviera de la fuerza del partido para dotar a su país de una economía de mercado: «Da igual que el gato sea blanco o negro, con tal de que cace ratones», le gustaba decir a Deng Xiaoping. La visión que Deng tenía de los gatos — con los que se refería a las ideolo gías— le causó problemas con M ao durante la Revolución Cultural, de ahí que cuando N ixon visitara Pekín en 1 9 7 2 Deng estuviera exiliado con su familia, cultivando verduras, cortando madera y trabajando en una planta de reparación de tractores, además de cuidando de su hijo, paralítico desde que la Guardia Roja lo tiró desde el tejado de un edificio. M ao llamó a Deng de vuelta a Pekín un año más tarde, recono ciendo que «sus obras habían sido buenas en el setenta por ciento de las veces y malas en el treinta por ciento», pero volvió a purgarlo en 1976. Deng, siempre resistente, huyó al Sur de China, se escondió y esperó pacientemente el momento de ser rehabilitado. Éste llegó poco después de la muerte de M ao, en septiembre de ese mismo año, y a finales de 19 7 8 Deng había logrado derrotar a todos sus rivales para convertirse en el líder «primordial» de China.45 Para entonces ya había logrado volverle las tornas a su predecesor,
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asegurando que M ao había acertado el setenta por ciento de las veces y se había equivocado el treinta por ciento, y convirtió este pronuncia miento en doctrina del partido.46 Entre los «aciertos» de M ao figuraban ¡revivir a China como gran potencia, preservar el monopolio político del Partido Comunista y abrir las relaciones hacia Estados Unidos para contrarrestar el peso de la URSS. Entre los «errores» destacaba su de sastrosa gestión de la economía centralizada. La fórmula del porcentaje permitió a Deng seguir un camino muy distinto. Experimentó con los mercados, a escala local y regional, y declaró a continuación que todo lo realizado era coherente con los principios marxistas-leninistas. Mediante este enfoque de abajo arriba demostró que un partido comunista podía mejorar significativamente las vidas de las personas, incluso radicalmente, pero sólo adoptando la economía capitalista. La renta per cápita se triplicó en China entre 19 7 8 y 19 9 4. El producto interior bruto se multiplicó por cuatro. Las exportaciones crecieron por diez. Y cuando Deng murió, en 19 9 7 , la economía china se había convertido en una de las más fuertes del mundo.47 El contras te con la agonizante economía soviética, que a pesar de los elevados precios del petróleo se estancó en los setenta y redujo su crecimiento a principios de los ochenta, constituyó una acusación de la que sus líderes nunca se recuperaron. «Al menos — comentó con pesar el recientemente depuesto Mijaíl Gorbachov en 1 9 9 3 — China es hoy capaz de alimentar a una población que supera los mil millones de habitantes.»48 Tampoco cabía esperar que la primera mujer que accedió a la jefa tura del Gobierno británico desafiara el estado del bienestar en Europa occidental. El camino al poder no había sido fácil para Margaret Thatcher, como tampoco lo fue para Deng. Sin dinero ni posición social, en desventaja frente a un establishment político dominado por hombres, llegó a lo más alto trabajando con ahínco, sin disimular sus ambiciones y dispuesta a no tener pelos en la lengua. Sus principales blancos fueron la elevada carga fiscal, las industrias nacionalizadas, el trato de favor a los sindicatos y el intervencionismo gubernamental. «Ninguna teoría del Gobierno mereció jamás un trato más justo [...] que el socialismo i democrático en Gran Bretaña — argumentó más tarde— . Y pese a todo fue un rotundo fracaso en todos los sentidos.» Los resultados de Thatcher tras once años en el poder no fueron tan impresionantes como los de Deng, pero sí demostró que la privatización, la desregulación y
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el estímulo a los emprendedores — incluso a la codicia, según sus opo sitores— podían recibir un amplio respaldo populár.49 Esto también;; supuso un revés para el marxismo pues, si el capitalismo en verdad explotaba «a las masas», ¿por qué eran tantos los que vitoreaban a la «dama de hierro»? Thatcher tampoco se anduvo con remilgos al respecto de la dis tensión. «Podemos discutir las intenciones soviéticas — señaló ante un auditorio estadounidense poco después de tomar posesión del cargo—, pero lo cierto es que los rusos tienen las armas y las están aprovechan do. Occidente debe responder, por simple prudencia.» La invasión de Afganistán no la cogió por sorpresa: «Hace mucho tiempo que llegué a la conclusión de que los soviéticos se servían de la distensión sin nin gún escrúpulo para explotar la debilidad y la desunión occidentales. Yo conocía al monstruo».5° Ningún líder británico había empleado este lenguaje desde Churchill; de pronto se recurría a las «palabras» en lugar de «eufemismos» para decir la «verdad» en vez de lugares comunes. . Un antiguo actor de cine convertido en político y en locutor de radio entrevistó a la primera ministra desde California. «N o puedo estar más feliz — aseguró Ronald Reagan a su audiencia radiofónica— . La he defendido desde la primera vez que la vi. Si alguien puede recordar a Inglaterra la grandeza que conoció en el pasado [...] cuando solo y sin temerle a nada su pueblo libró la Batalla de Gran Bretaña, ese alguien es la primera ministra a quien la prensa inglesa ya ha empezado a llamar “ M aggie” .»*1 Reagan, que no tardaría en presentarse candidato a la presidencia de Estados Unidos, ya había dejado claro qué pensaba de la distensión: «¿No es lo que hace un granjero con su pavo [...] hasta el Día de Acción de Gracias?».5* Su ascenso al poder, como los de Deng, Thatcher y Juan Pablo II, tampoco resultó previsible, pero sus dotes dramáticas eran en este caso profesionales. Su fama como estrella del cine era anterior a la Guerra Fría, incluso a la Segunda Guerra Mundial, y supuso un buen impulso a la hora de entrar en política. Esto hizo que sus opositores — incluso sus amigos, a veces— cometieran el grave error de subesti marlo, porque Reagan era uno de los políticos más hábiles que el país había conocido en muchos años y uno de los más agudos estrategas de su historia.s3 Su fortaleza residía en su capacidad para ver lo sencillo más allá de lo complejo. Y lo que vio fue sencillamente lo siguiente:
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puesto que la distensión perpetuaba — y había sido concebida para perpetuar— la Guerra Fría, sólo la muerte de la distensión podía acabar con la Guerra Fría. Reagan alcanzó su posición con fe, temor y confianza en sí mismo. ; Fe en que la democracia y el capitalismo triunfarían sobre el comunismo, «una aberración temporal que algún día — predijo en 1 9 7 5 — des aparecerá de la Tierra porque es contraria a la naturaleza humana».54 Temor a que antes de que esto ocurriera el ser humano hubiera desapa recido como consecuencia de una guerra nuclear. «Vivimos en un mun do — advirtió en 1 9 7 6 — en el que las grandes potencias han dirigido la una a la otra terribles misiles de destrucción [...] capaces de alcanzar ¿ el otro país en cuestión de minutos y de destruir el mundo civilizado ¿que conocemos.»55 De ello se seguía que ni el comunismo ni las armas nucleares debían seguir existiendo, y, sin embargo, la distensión garanti zaba la supervivencia de ambos. «No sé ustedes — dijo a sus radioyentes en 19 7 7 — , pero yo no me tiro de los pelos ni sufro un ataque de pánico ante la posibilidad de perder la distensión.» 56 Fue esta confianza desen fadada (su capacidad para desafiar la distensión sin sentirse amenazado) lo que catapultó a Reagan a una abrumadora victoria sobre Cárter en noviembre de 19 8 0 y lo situó en el poder junto a los grandes coetáneos y grandes actores de su tiempo. T¿¡ Faltaba uno más — que resultó ser otro polaco— , cuyo nombre muy pocos habían oído apenas meses antes. Era un hombre bajito y ¿corpulento, con un gran bigote y un modo de moverse que recordaba a Charlie Chaplin, que presenció las matanzas en el astillero de Gdansk en 19 70 y perdió su trabajo allí por intentar organizar a los trabajadores. El 14 de agosto de 19 8 0 , cuando las protestas conocían una nueva escalada en Polonia, el director de los astilleros intentaba tranquilizar a una airada multitud. Lech Walesa se subió a una excavadora detrás de él, le tocó en el hombro y le dijo: «¿Te acuerdas de mí?». Dos semanas más tarde — tras numerosas dificultades para dirigirse a sus seguidores encaramado a excavadoras y camiones o ante las puertas de los astilleros— Walesa anunció la formación del primer sindicato independiente y autogestionado del mundo marxista-leninista. La pluma con la que firmó los estatutos de Solidarnosc [Solidaridad] llevaba la imagen de Juan Pablo II. Y desde Roma el pontífice le hizo saber, discreta pero inequívocamente, que aprobaba su actuación.5?
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Fue un momento en el que convergieron varias tendencias en él país: la supervivencia de una identidad polaca distintiva, pese a los esfuerzos seculares de sus poderosos vecinos por aplastarla; el éxito dé la Iglesia en su empeño por preservar su autonomía durante décadas de guerra, revolución y ocupación; y la incompetencia estatal para dirigir la eco nomía tras la Segunda Guerra Mundial, que a su vez desacreditó la ideología del partido dominante. Pero las tendencias rara vez convergen automáticamente. Precisan de líderes que las empujen en esta dirección, y en este caso el actor-sacerdote de Cracovia y el actor-electricista de Gdansk se superaron mutuamente en su interpretación, tanto es así que empezaron a hacerse planes para sacarlos del escenario. El agente fue Mehmet Ali Agca, un joven turco que pudo haber conspirado para asesinar a Walesa en el curso de una visita a Roma, en enero de 1 9 8 1 , y que estuvo a punto de matar al Papa de un disparo en la plaza de San Pedro, el 1 3 de mayo de 1 9 8 1 . De inmediato salieron a la luz los lazos de Agca con la inteligencia búlgara. La complicidad soviética resultó más difícil de establecer, si bien cuesta creer que los búlgaros abordaran una operación de esta categoría sin la aprobación de Moscú. El informe del fiscal del Estado italiano apuntaba enérgica mente en esta dirección: «En algún lugar secreto, donde cada secreto se envuelve con otro secreto, alguna figura política con mucho poder [...] consciente de las necesidades del bloque oriental, decidió que era necesario matar al papa Wojtyla». El biógrafo papal lo decía con mayor rotundidad: «La respuesta más sencilla y más convincente [...] [es que] la Unión Soviética no fue inocente en este asunto».*8 Juan Pablo II se restableció tras el atentado, y su supervivencia se atribuyó a la intervención divina. Pero Solidarnosc veía peligrar crecien temente su continuidad, puesto que los líderes del Kremlin, alarmados por el hecho de que un partido comunista compartiera su poder con cualquier otra fuerza social, presionaron a las autoridades polacas para eliminar el sindicato. «Nuestros amigos nos escuchan y se muestran de acuerdo con nuestras recomendaciones, pero no hacen nada — protestó airadamente Brezhniev— , y la contrarrevolución avanza en todos los frentes». Incluso podía arraigar en la propia U R SS; lo que ocurría en Polonia «está influyendo [...] en los distritos occidentales de nuestro país — advirtió el jefe del KGB, Yuri Andropov— . Además [...] en algu nas zonas de Georgia se han producido manifestaciones espontáneas, en
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las que grupos de personas gritan eslóganes antisoviéticos... Debemos tomar medidas también aquí».59 Además de prevenir a los polacos y actuar enérgicamente contra süs propios disidentes, no está claro que la Unión Soviética pudiera hacer nada para combatir el desafío de Solidarnosc. La elección de Reagan garantizaba que cualquier intervención en Polonia produciría una res puesta aún más dura que la de Cárter a la invasión de Afganistán; en tretanto, el Ejército Rojo se encontraba empantanado en el país asiático, mientras los costes de la guerra y el número de bajas crecían sin tregua, y el mando militar carecía de estrategia para salir de allí. La economía soviética a duras penas podía soportar el esfuerzo de sostener Euro pa del Este, cosa que habría de hacer si, como parecía seguro, llegaba a producirse una intervención militar en Polonia, a lo que Occidente respondería intensificando todavía más sus sanciones sobre la región. Por otro lado, la situación polaca no se parecía a la de Checoslovaquia en 19 6 8 . El general Anatoly Gribkov recuerda haber advertido a sus superiores:
Los acontecimientos en Checoslovaquia partieron de las altas esferas del poder. En Polonia, por el contrario, es el pueblo el que se levanta, porque ha dejado de creer en el Gobierno de su país y en el liderazgo del Parti do de los Trabajadores Polacos Unidos [...] Las fuerzas armadas polacas son patriotas y están preparadas para la batalla. No dispararán contra su pueblo.60 En diciembre de 1 9 8 1 el Politburó había tomado la decisión de «no» intervenir: «Aun cuando Polonia cayera bajo control de Solidarnosc, así serán las cosas — comunicó Andropov a sus colegas— . Si los países ca pitalistas se lanzan sobre la Unión Soviética [...] será muy gravoso para nosotros. Debemos preocupamos ante todo por nuestro propio país». El máximo ideólogo del Kremlin, Mijaíl Suslov, se mostró de acuerdo: «Si enviamos tropas será una catástrofe. Creo que hemos llegado a un consenso unánime sobre esta cuestión, y la opción de intervenir mili tarmente está fuera de lugar.»61 La decisión fue notable en dos sentidos. En primer lugar significa ba el fin de la doctrina Brezhniev, y con ello de la voluntad soviética — constante desde la crisis en Hungría en 19 5 6 y la de Alemania oriental
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en 19 5 3 — de recurrir a la fuerza para preservar su esfera de influencia en Europa del Este. Pero reconocía además que el Estado marxista-leninista más poderoso del mundo ya no representaba al proletariado más allá de sus fronteras, pues al menos en Polonia los propios trabajadores rechazaban esta ideología. De haberse dado a conocer en aquel momen to estas conclusiones, el desmantelamiento de la autoridad soviética que tuvo lugar en 19 8 9 bien pudo haberse producido ocho años antes. Pero no se supieron. En un raro ejemplo de solvente interpretación dramática, el Politburó convenció al nuevo líder polaco, el general Wojciech Jaruzelski, de que la URSS estaba «a punto» de intervenir. Deses perado por evitar semejante desenlace, Jaruzelski impuso de mala gana la ley marcial en la mañana del 1 3 de diciembre de 1 9 8 1, encarceló a los fundadores de Solidarnosc y acabó violentamente con el experimento de ofrecer autonomía a los trabajadores en el seno de un Estado pro letario. También el actor Lech Walesa tenía preparada su frase para la ocasión. «Éste es el momento de vuestra derrota — les dijo a los hom bres que fueron a detenerlo— . Éstos son los últimos clavos en el ataúd del comunismo.»62.V I
VI El 30 de marzo de 1 9 8 1 , seis semanas antes del atentado contra el Pa pa, otro aspirante a asesino estuvo a punto de acabar con la vida de Reagan. La Unión Soviética no tuvo nada que ver en esta ocasión; todo fue obra de un perturbado, John W. Hinckley, que quería impresionar a su ídolo cinematográfico, la actriz Jodie Foster. La improbable moti vación de este acto casi fatal señala la importancia y la vulnerabilidad de los individuos en la historia, pues en el caso de que el vicepresidente, George H. W. Bush, hubiera pasado a liderar el país en ese momento, la presidencia de Reagan no habría sido más que una breve nota al pie de la historia, y el desafío al statu quo de la Guerra Fría por parte de Estados Unidos probablemente no habría llegado a producirse. Como para la mayoría de los expertos en política exterior de su generación, el conflicto era para Bush un rasgo permanente del paisaje internacional. Reagan, como Walesa, Thatcher, Deng y Juan Pablo II, lo veía de un modo definitivamente distinto.63
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Compartía con sus homólogos internacionales la creencia en el po der de la palabra, en la fuerza de las ideas y en la eficacia del arte dra mático para romper los moldes de las creencias convencionales. Creía que la Guerra Fría se había convertido en una convención: dehnasiadas mentes en demasiados lugares se habían resignado a que el conflicto se perpetuara. Intentó salir de esta vía muerta — que a su juicio era prin cipalmente psicológica— aprovechando la debilidad soviética y afirman do los puntos fuertes de Occidente. Su arma predilecta fue la oratoria. Ofreció un primer ejemplo de sus convicciones en la Universidad de Nótre Dame, el 1 7 de mayo de 1 9 8 1 , apenas mes y medio después de su encuentro con la muerte. Cinco días antes se había producido el atentado contra el Papa, por lo que la ocasión se prestaba a adentrarse en sombrías reflexiones sobre la precariedad de la existencia humana. Por el contrario, y con el mismo ánimo que Juan Pablo II cuando pro nunció su «no temáis», el presidente notablemente restablecido aseguró a su audiencia «que los años por delante son grandes para este país, para la causa de la libertad y para el desarrollo de la civilización». Y a continuación lanzó una osada predicción, tanto más sorprendente por la naturalidad con que la formuló:
Occidente no contendrá el comunismo, sino que trascenderá al comu nismo. No se molestará en [...] denunciarlo; lo relegará en la historia de la humanidad a la condición de un estrafalario capítulo cuyas páginas se están escribiendo ya en este momento. Era éste un tono rotundamente distinto, tras años de pronunciamientos solemnes sobre la necesidad de aprender a convivir con la URSS como superpotencia competitiva. Reagan se centraba, por el contrario, en el carácter transitorio del poder soviético y en la certeza con la que Occi dente podía confiar en su desaparición.6^ Desarrolló este concepto en un escenario más espectacular, el 8 de junio de 1 9 8 Z . Reagan se dirigía al Parlamento Británico, en Westminster, en presencia de Margaret Thatcher. Empezó hablando de Polonia, un país que «había contribuido enormemente a la civilización [europea]» y continuaba haciéndolo al «enfrentarse magníficamente a la opresión». Recogió luego el eco de Churchill en su discurso sobre el «telón de ace ro» de 1 9 4 6 , recordando a quienes lo escuchaban:
Desde Stettin, en el Báltico, hasta Varna, en el mar Negro, los regímenes implantados por el totalitarismo han gozado de más de treinta años para establecer su legitimidad. Pero ninguno — ni uno solo de ellos— se ha atrevido a convocar elecciones libres. Los regímenes instalados por las bayonetas carecen de raíces. Reagan reconocía que Karl M arx estaba en lo cierto: «Estamos presen ciando una gran crisis revolucionaria [...] en la que las exigencias del orden económico entran en conflicto directo con las del orden políti co». La crisis se estaba produciendo, sin embargo, no en el Occidente capitalista sino en la Unión Soviética, un país «que camina en contra de la corriente histórica al negar la libertad y la dignidad humanas», al tiempo que «se muestra incapaz de defender a su propio pueblo». La capacidad nuclear de M oscú no servía como escudo frente a estos hechos: «Todo sistema que carezca de medios pacíficos para legitimar a sus líderes es por naturaleza inestable». Sucedería, concluyó Reagan —parafraseando significativamente a León Trotsky— , «que el avance de la libertad y la democracia arrojarán al marxismo-leninismo al montón de las cenizas de la historia».65 El discurso no pudo haberse calculado mejor para alimentar la an siedad que ya se había instalado entre los líderes soviéticos. La ley mar cial había echado el cerrojo a las reformas en Polonia, pero también ha bía avivado el resentimiento en el país y en el resto de Europa del Este. Afganistán se había convertido en una ciénaga sangrienta. Los precios del petróleo se habían desplomado, sumiendo en el caos a la economía soviética. Y los hombres que dirigían la URSS parecían ejemplificar literalmente esta misma condición: Brezhniev sucumbió a sus muchas dolencias en noviembre de 19 8 2 , pero su sucesor, Andropov, ya tenía para entonces la enfermedad renal que acabó con su vida año y medio ; más tarde. El contraste con el vigoroso Reagan, cinco años más joven í que Brezhniev pero tres años mayor que Andropov, era demasiado no torio para pasar inadvertido. H Reagan recurrió entonces a la religión. «H ay pecado y maldad en ■:¡el mundo — recordó ante la Asociación Nacional de Evangélicos el 8 de marzo de 19 8 3 ; y con palabras que podría haber empleado el Papa continuó diciendo— , y estamos llamados por las Escrituras y por Nues tro Señor Jesucristo a combatirlo con todas nuestras fuerzas. [En tanto
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los comunistas] prediquen la supremacía del Estado, declaren su om nipotencia sobre el individuo y predigan su futura dominación sobre todos los pueblos de la Tierra, ellos son el foco del mal en el mundo moderno.» Por tanto:
Os insto a pronunciaros en contra de aquellos que desean colocar a Esta dos Unidos en una posición de inferioridad militar y moral [...]. Os insto a resistir la tentación del orgullo la tentación de proclamaros alegre mente por encima de todo, imputando la culpa a ambos lados por igual, [ignorando] los hechos históricos y los impulsos agresivos del imperio del mal. Reagan reconoció más tarde que había elegido esta última expresión «con deliberada malicia [...] pues me pareció que funcionaba ».66 El discurso sobre «el imperio del mal» completó una retórica agresiva diseñada para exponer lo que en opinión del presidente era el error cen tral de la distensión: la idea de que la Unión Soviética había cosechado legitimidad geopolítica, ideológica, económica y moral hasta equipa rarse con Estados Unidos y el resto de las democracias occidentales en el sistema internacional surgido de la Segunda Guerra Mundial. El ataque, en todo caso, no se limitó a las palabras. Reagan dio un nuevo impulso a los gastos de defensa, ya aumentados por Cárter; en 19 8 5 el presupuesto del Pentágono pasó casi a duplicarse con respecto a 19 8 o .67 N o se molestó en revivir el tratado SA L T II, sino que propuso unas Conversaciones para la Reducción de Armas Estratégicas (START) que suscitaron las burlas tanto de sus críticos en casa como de los rusos, al percibirse como un intento de arruinar todo el proceso de control armamentista. La reacción fue similar cuando propuso no desplegar los Pershing II y los misiles de crucero si la Unión Soviética desmante laba «todos» sus SS-2.0. Al rechazar Moscú con desprecio esta «opción cero», la instalación de los nuevos misiles de la O T A N siguió su curso, pese al amplio movimiento en favor de la congelación nuclear que se extendía por Estados Unidos y las ruidosas protestas antinucleares en Europa occidental. Pero la hazaña más significativa de Reagan tuvo lugar el 23 de mar zo de 19 8 3 , cuando sorprendió al Kremlin, a la mayoría de los expertos
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estadounidenses en control de armamento y a muchos de sus propios asesores al repudiar el concepto de M utua Destrucción Garantizada. Nunca le pareció que tuviera sentido: era como dos pistoleros del Viejo Oeste que «apostados en un saloon apuntaban permanentemente el uno a la cabeza del otro». Le impresionó saber que su país carecía de defensas frente a un eventual ataque con misiles y que, de acuerdo con la curiosa lógica de la disuasión, este vacío se consideraba bueno.68 Así, en un discurso televisado, el presidente preguntó a la nación: « ¿Y si pu diéramos interceptar y destruir los misiles balísticos estratégicos antes de que alcancen nuestro territorio o el de nuestros aliados?». Era una pregunta, como la de «El traje nuevo del Emperador», que nadie que ocupara un puesto de responsabilidad en Washington se había atrevido a formular en las dos últimas décadas. La razón estaba en que la estabilidad de las relaciones entre Estados Unidos y la Unión Soviética debía valorarse por encima de cualquier otra cuestión. Intentar defenderse de las armas ofensivas, según este argumento, podía alterar el delicado equilibrio del que supuestamente dependía la disuasión. Ello tenía sentido en términos estáticos, si uno daba por sentado que el equilibrio nuclear definía la Guerra Fría y así seguiría haciéndolo indefinidamente. Reagan, sin embargo, pensaba en términos dinámicos. Veía que la Unión Soviética había perdido su atractivo ideológico, que estaba perdiendo el poder económico que tuvo en el pasado y que su pervivencia como gran potencia mundial ya no podía darse por sentado. Todo esto convertía la estabilidad, a su juicio, en una prioridad no sólo obsoleta sino incluso inmoral. Si la URSS se estaba desmoronando, ¿cómo se justificaba que Europa del Este siguiera siendo rehén de la doctrina Brezhniev o que, en esa misma línea, Estados Unidos continuara atrapado en el concepto igualmente odioso de la Mutua Destrucción Garantizada? ¿Por qué no acelerar la desintegración? Ése era el objetivo de la Iniciativa para la Defensa Estratégica (cuyas siglas en inglés son SDI). Desafiaba el argumento de que la vulnerabili dad podía proporcionar seguridad. Cuestionaba el Tratado de Misiles Antibalísticos de 1972,, una de las piezas centrales de los acuerdos SALT I. Explotaba además la torpeza de la URSS en el ámbito de la tecnolo gía informática, un terreno en el que los rusos sabían que no podían competir. Y frenaba el movimiento pacifista al enmarcar la totalidad
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del proyecto en la reducción del peligro de guerra nuclear. El objetivo final de la SDI, insistía Reagan, no era congelar las armas nucleares sino hacer que resultaran «inútiles y obsoletas» .é9 Este último punto desvelaba algo sobre Reagan que en su momen to casi nadie supo ver; era el único presidente de Estados Unidos que perseguía la abolición de las armas nucleares. Reagan no ocultaba sus intenciones, pero la posibilidad de que un presidente republicano del ala derecha del partido, anticomunista y pro-militar pudiera ser al mismo tiempo un activista antinuclear era algo tan contrario a tantos este reotipos que apenas nadie reparó en sus reiteradas promesas, según lo expresó en su discurso sobre «el imperio del mal», de «preservar la fortaleza y la libertad de Estados Unidos, mientras negociamos una reducción verificable y real del arsenal nuclear mundial, y un día, con la ayuda de Dios, su eliminación definitiva».7° El compromiso de Reagan con la SDI era profundo; no se trataba de una baza para usar en las negociaciones y luego abandonar en el futuro. Sin embargo, esto no impedía que se interpretara como un farol: Esta dos Unidos llevaba años, incluso décadas, sin desarrollar su capacidad de defensa frente a los misiles, pero el discurso de Reagan convenció a los crecientemente alarmados líderes soviéticos de que esto estaba a punto de ocurrir. Tenían la certeza, recordaba Dobrynin, «de que el gran potencial tecnológico estadounidense volvía a apuntarse un tanto y tomaron la declaración de Reagan como una amenaza real».71 Tras asfixiar la economía del país en la carrera por equiparar sus misiles ofensivos, los líderes soviéticos se enfrentaban a una nueva competición para la que se requerían habilidades que no confiaban en dominar. Y para colmo, sus rivales ni siquiera habían empezado a sudar. La reacción en el Kremlin fue casi de pánico. Cuando aún osten taba la jefatura del K GB, Andropov había llegado a la conclusión de que la nueva Administración de Washington podía estar planeando un ataque por sorpresa contra la Unión Soviética. «Reagan es impredeci ble — advirtió— . Puede esperarse cualquier cosa de él.»72 Los servicios de inteligencia permanecieron dos años en alerta, mientras los agentes recibían orden de buscar en todo el mundo pruebas de que el ataque se estaba preparando.7^ La tensión alcanzó tales extremos que, cuando un avión surcoreano entró por error en el espacio aéreo soviético, sobrevo
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lando Sajalín el i de septiembre de 19 8 3 , las autoridades militares de Moscú supusieron lo peor y ordenaron su derribo, causando la muerte de 269 civiles, 63 de los cuales eran estadounidenses. Andropov, que se negaba a reconocer el error, sostuvo que el incidente había sido «una sofisticada provocación organizada por los servicios especiales de Es tados Unidos ».74 Poco después sucedió algo espeluznante que no recibió ninguna atención pública. Estados Unidos y sus aliados de la O T A N llevaban años realizando maniobras militares, pero las que tuvieron lugar en el mes de noviembre (bautizadas como «Able Archer 83») alcanzaron un grado de liderazgo superior a lo habitual. Las agencias de inteligencia soviéticas vigilaron de cerca las operaciones, y sus informes llevaron a Andropov y a sus principales colaboradores a concluir — de inme diato— que el ataque nuclear era inminente. Éste fue probablemente el momento más peligroso desde la crisis de los misiles cubanos y, sin embargo, nadie lo supo en Washington hasta que un espía bien situa do en el cuartel general del KG B en Londres alertó a los servicios de inteligencia británicos, que a su vez trasladaron la información a los estadounidenses. 75 La noticia mereció al fin el interés de Reagan. Preocupado desde antiguo por el peligro de guerra nuclear, el presidente ya había inicia do algunos contactos discretos — en su mayoría infructuosos— con oficiales soviéticos para desactivar las tensiones. La crisis Able Archer lo convenció de que había presionado demasiado a los rusos y era el momento de pronunciar otro discurso. Éste llegó a principios del profético año de Orwell, el x6 de enero de 19 8 4 , aunque no había ni rastro del Gran Hermano. En un tono que sólo él habría podido emplear, Reagan propuso dejar las relaciones entre Estados Unidos y la URSS en las tranquilizadoras manos de Jim , Sally, Ivan y Anya. Un funcionario de la Casa Blanca, desconcertado ante la adenda manuscrita al texto preparado, exclamó en voz demasiado alta: «¿Quién ha escrito esta mierda?».76 Una vez más la sincronía del antiguo actor resultó de lo más opor tuna. Andropov murió al mes siguiente, y fue sustituido por Konstantin Chernienko, un anciano tan debilitado y zombi que ni siquiera se mo lestaba en evaluar los informes de los servicios de inteligencia, fueran o no alarmantes. N o habiendo logrado impedir los despliegues de misiles
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de la O TA N , el ministro de Exteriores, Gromyko, pronto aceptó de mala gana reanudar las negociaciones para el control del armamento. Entre tanto Reagan competía en la carrera presidencial como halcón y como paloma: en noviembre derrotó de forma aplastante a su rival demócrata, Walter Móndale. Y cuando Chernienko murió, a los setenta y cuatro años, en marzo de 1 9 8 5 , su fallecimiento pareció una confirmación casi literal de las predicciones de Reagan sobre «las ultimas-páginas» y «las cenizas» de la historia. Con los mismos setenta y cuatro años, el presidente ya tenía preparada otra de sus frases estelares: «¿Cómo voy a llegar a ninguna parte con los rusos si todos se me mueren?».77
VII «No podemos seguir viviendo así», recuerda Mijaíl Gorbachov que le dijo a su mujer, Raisa, la noche antes de ser designado por el Politburó, a la edad de cincuenta y cuatro años, para suceder a Chernienko como secretario general del Partido Comunista de la URSS.78 Esto era eviden te no sólo para Gorbachov sino incluso para los ancianos supervivientes que lo habían designado: el Kremlin no podía seguir siendo dirigido como una residencia geriátrica. Ningún hombre tan joven había alcan zado desde Stalin el máximo escalón en la jerarquía soviética. Tampoco desde Lenin había tenido el país un líder con formación universitaria. Y nadie se había mostrado jamás tan sincero en cuanto a las deficien cias del país, o tan cándido al reconocer los fracasos de la ideología marxista-leninista. Gorbachov había estudiado derecho; no era actor, pero comprendía la importancia de la personalidad tan bien como Reagan. El vicepre sidente Bush, que representó a Estados Unidos en el funeral de Cher nienko, declaró a su regreso que Gorbachov tenía «una sonrisa que desarma, una mirada cálida y una asombrosa habilidad para plantear un asunto desagradable y pasar al instante a reanudar una comunicación real con sus interlocutores». El secretario de Estado George Shultz, que también estuvo allí, lo describió como «totalmente distinto de cualquier líder soviético a los que he conocido». El propio Reagan, al conocerlo en la cumbre de Ginebra, el mes de noviembre de 19 8 5 , encontró «ca lidez en su rostro y en su estilo, nada de esa frialdad rayana en el odio
que hasta entonces había visto en la mayoría de los veteranos líderes soviéticos».79 Por primera vez desde que comenzara la Guerra Fría la Unión Sovié tica contaba con un líder que no parecía siniestro, zafio, irresponsable, senil [...] o peligroso. Gorbachov era «inteligente, educado, dinámico, honesto, con ideas y con imaginación», reflejaba en su diario personal Anatoly Cherniaev, uno de sus más cercanos colaboradores. «Los mitos y los tabúes (incluidos los ideológicos) no significan nada para él. Puede acabar con todos ellos.» Cuando un ciudadano soviético lo felicitó a principios de 1 9 8 7 por haber sustituido el régimen de «esfinges con rostros de piedra», Gorbachov publicó con orgullo esta carta.80 No estaba sin embargo tan claro cómo reemplazar los mitos, los ta búes y a las esfinges de piedra. Gorbachov sabía que su país no podía se guir por ese camino, pero a diferencia de Juan Pablo II, Deng, Thatcher, Reagan y Walesa, no sabía qué camino tomar. Era enérgico y decisivo, pero estaba desorientado; invirtió una enorme cantidad de energía en romper el statu quo, aunque sin concretar la manera de volver a encajar las piezas. Y con ello permitió que las circunstancias — y a menudo las posiciones más firmes de otros con mayor visión del futuro— determi naran sus prioridades. Se parecía en este sentido al héroe epónimo de Zeíig (la película de Woody Alíen), que lograba estar presente en todos los grandes acontecimientos de su tiempo, pero sólo adoptando la ac titud, incluso el aspecto físico, de las personalidades más fuertes que lo rodeaban.81 La ductilidad de Gorbachov se evidenció de manera especial en sus contactos con Reagan, quien llevaba tiempo insistiendo en que era capaz de comunicarse con un líder soviético si alguna vez se encontraba con uno cara a cara. Esto no había sido posible con Brezhniev, Andropov o Chernienko, de ahí que Reagan lo intentara con más entusiasmo cuando surgió Gorbachov. El nuevo jefe del Kremlin llegó a Ginebra plagado de desconfianza, y afirmó que Reagan intentaba «emplear la carrera armamentista [...] para debilitar a la Unión Soviética [...]. Pero nosotros podemos afrontar cualquier reto, aunque no lo creáis». A lo que Reagan respondió: «Nosotros preferiríamos sentarnos y acabar con las armas nucleares, y así, con la amenaza de guerra». La SDI lo haría posible: Estados Unidos estaba incluso dispuesto a compartir su tecnología con la URSS. Gorbachov protestó, aseguró que Reagan se estaba ponien
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do emocional y que la SDI no era más que «él sueño de un hombre». Reagan le preguntó por qué «le horrorizaba tanto buscar el modo de defenderse de aquella espantosa amenaza».82. La cumbre concluyó sin acuerdo. Dos meses más tarde, Gorbachov propuso públicamente que Esta dos Unidos y la Unión Soviética se comprometieran a librar al mundo de las armas nucleares para el año 2000. Los más cínicos percibieron la propuesta como un intento de poner a prueba la sinceridad de Reagan, pero Cherniaev detectó en ella una razón más profunda. Gorbachov, concluyó, «ha decidido realmente poner fin a la carrera armamentista, fuera como fuere. Está asumiendo este “ riesgo” porque, según lo entien de él, no existe ningún riesgo, porque nadie nos atacaría si el desarme fuera total» .83 Sólo dos años antes Andropov había creído a Reagan capaz de lanzar un ataque por sorpresa. Ahora Gorbachov tenía la confianza de que Estados Unidos jamás haría tal cosa. La posición de Reagan no había variado; su petición a los líderes soviéticos había sido • siempre la misma: «Confiad en mí».84 Y Gorbachov empezó a hacerlo desde que lo conoció. Sobrevino entonces un desastre nuclear, no por causa de una guerra sino por la explosión de una planta nuclear en Chernóbil, el 2 6 de abril de 19 8 6 . El suceso también hizo cambiar al líder soviético. Reveló «la enfermedad de nuestro sistema [...], el ocultamiento o el silenciamiento de accidentes y otras malas acciones, su irresponsabilidad y su descuido, la chapuza en el trabajo y el alcoholismo al por mayor». Y reprendió al Politburó con estas palabras: «Científicos, especialistas y ministros llevan décadas asegurándonos que no hay peligro [...]. Creéis que todos os miramos como a dioses. Y mirad qué desastre se ha producido». En lo sucesivo habría glasnost [transparencia] y perestroika [reforma] en el seno de la URSS. «Chernóbil — reconoció Gorbachov— nos hizo re plantearnos muchas cosas, a mis colegas y a mí.» 85 La siguiente cumbre Reagan-Gorbachov se celebró el mes de octubre siguiente en Reikiavik y puso de manifiesto hasta qué punto se habían replanteado las cosas. Gorbachov abandonó las anteriores objeciones soviéticas y aceptó la «opción cero» de Reagan, que eliminaría todos los misiles nucleares de alcance intermedio en Europa. Propuso además un recorte del cincuenta por ciento de las armas estratégicas soviéticas y estadounidenses, a cambio de lo cual Estados Unidos aceptó honrar
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elTratado sobre Misiles Antibalísticos por espacio de una década y circunscribir la SDI al terreno de la experimentación en el laboratorio. Reagan, para no ser menos, propuso la retirada progresiva de todos los misiles balísticos intercontinentales en el mismo período y reiteró su oferta de compartir la SDI. Gorbachov se mostró escéptico y sorprendió a Reagan al preguntarle cómo podía oponerse alguien a «defenderse contra unas armas inexistentes». El presidente propuso entonces un nuevo encuentro en Reikiavik para 19 9 6: Acudirían los dos a Islandia y cada cual traería consigo el último misil nu clear de sus respectivos países. Ofrecerían entonces una gran fiesta al mun do entero [...]. El presidente [...] sería muy viejo para entonces, y Gorba chov no lo reconocería. El presidente le diría: «Hola, Mijaíl». Y Gorbachov respondería: «¿Eres tú, Ron?». Y entonces destruirían el último misil. Fue ésta una de las mejores interpretaciones de Reagan, pero Gorbachov no se dejó conmover por el momento: Estados Unidos debía renunciar al derecho a desplegar la SDI. La exigencia era inaceptable para Reagan que, muy enfadado, dio la cumbre por concluida.86 Ambos no tardarían en reconocer, sin embargo, la importancia de aquel encuentro: para asombro de sus colaboradores y aliados, los lí deres de las dos superpotencias habían descubierto que compartían un interés común, si no el de la tecnología SDI sí al menos el de la aboli ción nuclear. La lógica era de Reagan, pero Gorbachov había llegado a aceptarla. Reikiavik, declaró en una rueda de prensa, no había sido un fracaso: «Supone un avance decisivo que nos permitirá mirar por primera vez al horizonte».8? Gorbachov y Reagan no llegarían a formalizar el compromiso de abolir las armas nucleares, y tampoco avanzaron en el terreno de los misiles con fines defensivos durante los años de su mandato. Pero en su tercera cumbre, en Washington, el mes de diciembre de 19 8 7 , firmaron un tratado para el desmantelamiento de todos los misiles nucleares de alcance intermedio en Europa. «Dovorey no provorey — insistió Rea gan en la ceremonia de la firma, llevando al límite sus conocimientos de la lengua rusa— . Confiar, pero verificar.» «Lo has repetido en todos nuestros encuentros», rió Gorbachov. «Me gusta», reconoció Reagan.88 Los observadores soviéticos y estadounidenses pronto presenciaron la
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destrucción real de los SS-20, los Pershing II y los misiles de crucero qué sólo unos años antes habían reavivado las tensiones en la Guerra Fría, y se llevaron fragmentos como recuerdo.89 Aunque en modo alguno «inútiles», sí era cierto que determinadas modalidades de armamento nuclear habían quedado «obsoletas». Fue Reagan, más que nadie, quien lo hizo posible. La tendencia de Gorbachov a dejarse influenciar se manifestó tam bién en el terreno de la economía. En sus viajes por el mundo como líder de la Unión Soviética se había fijado en que «la gente [...] vivía me jor que en nuestro país». Todo parecía indicar que «nuestros ancianos líderes no se mostraban especialmente preocupados por nuestro nivel de vida evidentemente inferior y tampoco por nuestra insatisfacción o nuestro retraso en el campo de las tecnologías de vanguardia».90 Pero no tenía claro cómo resolver la situación. Fue así como el secretario de Estado Shultz, ex profesor de economía en Stanford, abordó la tarea de educar al nuevo líder soviético. Shultz empezó por enseñar a Gorbachov, ya en 19 8 5 , que una socie dad cerrada jamás podría ser una sociedad próspera: «El pueblo debe tener libertad para expresarse, moverse, emigrar y viajar si lo desea [...]. De lo contrario no podrá aprovechar las oportunidades disponibles. La economía soviética deberá transformarse radicalmente para adaptarse a los nuevos tiempos». «Deberías hacerte cargo de nuestra oficina de planificación en Moscú — bromeó Gorbachov— porque tienes muchas más ideas que ellos.» Y esto es lo que hizo Shultz en cierto sentido. A lo largo de los años siguientes, aprovechó sus viajes a la capital sovié tica para instruir a Gorbachov y a sus asesores, incluso llevó al Kremlin gráficos de tarta para ilustrar el argumento de que, mientras la Unión Soviética conservara una economía centralizada, quedaría cada vez más atrás con respecto al mundo desarrollado.91 Gorbachov se mostraba asombrosamente receptivo. En su libro Perestroika, de 1 9 8 7 , se hacía eco de algunas de las ideas de Shultz: «¿Cómo puede avanzar la economía si ofrece unas condiciones prefe rentes a las empresas atrasadas y penaliza a las más innovadoras?».92 Cuando Reagan visitó la Unión Soviética, en mayo de 19 8 8 , Gorbachov lo invitó a dar una conferencia en la Universidad de M oscú sobre las virtudes del capitalismo de mercado. Junto a un enorme busto de Lenin, el presidente estadounidense habló de chips informáticos, estrellas del
rock, películas y el «poder irresistible de la verdad sin armas». Los es tudiantes lo ovacionaron, puestos en pie.9? Gorbachov pronto empezó a repetir lo que había aprendido de Reagan a su sucesor, George H. W. Bush: «Nos guste o no, tendremos que vérnoslas con una economía europea unida e integrada [...]. Querámoslo o no, Japón es uno de los centros de la política mundial [...]. China es [otra] gigantesca realidad [...]. Todos éstos son, insisto, acontecimientos de gran magnitud que señalan una reagrupación de fuerzas en el mundo».94 Sus declaraciones eran principalmente retóricas. Gorbachov nun ca estuvo dispuesto a dar el salto a la economía de mercado como lo había hecho Deng Xiaoping. A finales de 19 8 8 le recordó al Politburó que Franklin D. Roosevelt había salvado el capitalismo estadouniden se «tomando prestadas algunas ideas socialistas sobre planificación, regulación estatal [y] el principio de mayor justicia social». En ello iba implícito que Gorbachov podía salvar el socialismo tomando algunas ideas del capitalismo, aunque seguía sin saber cómo exactamente. «Estos pronunciamientos reiterados sobre “ los valores socialistas” y las “ ideas purificadas de octubre” — observaría Cherniaev meses más tarde— pro vocaron una respuesta irónica en los oyentes más instruidos [...], [quie nes tenían] la sensación de que no había nada detrás de ellos.»95Tras el hundimiento de la Unión Soviética, Gorbachov reconoció su fracaso. «El talón de Aquiles del socialismo estaba en su incapacidad para ar monizar el objetivo socialista con las medidas destinadas a incentivar la productividad en el trabajo y fomentar las iniciativas individuales. La realidad puso de manifiesto que el mercado es lo que mejor proporciona estos incentivos.»96 Hubo sin embargo otra lección que Reagan y sus asesores inten taron enseñar a Gorbachov y éste no logró aprender: la dificultad de mantener un imperio impopular, sobredimensionado y anticuado. Desde el último año del mandato de Cárter, Estados Unidos había proporcio nado su apoyo — encubierto o declarado— a las fuerzas contrarias a la influencia soviética en Europa del Este, Afganistán, Centroamérica y otros lugares. Hacia 19 8 5 se hablaba en Washington de una «doctrina Reagan», una campaña diseñada para volver las fuerzas del nacionalis mo en contra de la URSS con el argumento de que la doctrina Brezhniev había consolidado la mayor potencia imperialista mundial. La aparición de Gorbachov brindaba la oportunidad de convencer a un líder del
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Kremlin de que «el imperio del mal» era una cáusa perdida, y esto es lo que intentaría Reagan en los años siguientes. Sus métodos fueron la persuasión discreta, la prolongación de la ayuda a los movimientos de resistencia antisoviéticos y, como siempre, sus espectaculares discursos, el más sensacional de los cuales tuvo lugar en la Puerta de Brandemburgo de Berlín occidental el 1 2 de junio de 19 8 7 , cuando, en contra de las recomendaciones del Departamento de Estado, Reagan proclamó: «¡Señor Gorbachov, derribe este muro!».9? Por una vez la actuación de Reagan no produjo demasiados cam bios; la reacción en Moscú fue de inesperada contención. A pesar de este desafío contra el símbolo más visible de la autoridad soviética en Eu ropa, se siguió adelante con los preparativos para el Tratado de Armas Nucleares de Alcance Intermedio y la cumbre de Washington a finales de año. La razón, ahora se entiende perfectamente, es que la doctrina Brezhniev había muerto seis años antes, cuando el Politburó se abstuvo de invadir Polonia. A partir de ese momento los líderes del Kremlin de pendían de las amenazas para recurrir al uso de la fuerza con el fin de mantener su control sobre Europa del Este, pero también sabían que no podían hacerlo. Gorbachov era consciente de ello e incluso intentó señalar a sus aliados del Pacto de Varsovia en 19 8 5 que debían arre glárselas por sus propios medios. «Me pareció que no se lo tomaban en serio.»98 En lo sucesivo, decidió expresarlo sin rodeos. Escribió en su libro Perestroika que uno siempre podía «reprimir, obligar, sobornar, quebrantar o atacar, pero sólo temporalmente. A lar go plazo, la política no permite subordinar a los demás [...]. Que cada cual elija a su gusto y respetemos todos esta elección»." Se sucedieron rápidamente las decisiones para comenzar la retirada de tropas de Afga nistán y reducir el apoyo a los regímenes marxistas en el Tercer Mundo. La cuestión de Europa del Este era distinta, pues la visión predominante tanto en Washington como en las capitales europeas de uno y otro ban do era que la URSS jamás renunciaría voluntariamente a su esfera de influencia regional. «Cualquier concesión soviética en la región — señala ba un analista occidental en 19 8 7 — no sólo minaría las reivindicaciones ideológicas del comunismo [...] y degradaría las credenciales de la URSS como potencia global fiable sino que además pondría en grave peligro el consenso esencial en el seno de la U RSS y erosionaría la seguridad interior del propio sistema.»100
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Para Gorbachov, sin embargo, cualquier intento por mantener el control sobre otros pueblos mediante el uso de la fuerza degradaría el sistema soviético, poniendo a prueba sus recursos y desacreditando su ideología en el intento de combatir las fuerzas imparables de la de mocratización que, por razones tanto morales como prácticas, barrían el mundo entero. Fue entonces cuando recurrió a un truco de Reagan y pronunció su propio discurso dramático: el 7 de diciembre de 1988 anunció ante la Asamblea General de Naciones Unidas que la Unión Soviética estaba dispuesta a reducir unilateralmente en medio millón de hombres sus tropas desplegadas en los países pertenecientes al Pacto de Varsovia. «Es evidente que la fuerza y la amenaza de la fuerza no pueden ni deben ser un instrumento de la política exterior [...]. La li bertad de elección es [...] un principio universal que no debe conocer excepciones.»101 El discurso «causó una enorme sensación — alardeó Gorbachov ante el Politburó de regreso en M oscú— [y] transformó por completo la percepción tanto de nuestras políticas como de la Unión Soviética en su conjunto».102 En eso tenía razón. Justo cuando Reagan se disponía a abandonar el cargo se comprendió de pronto que su doctrina había estado empujando contra una puerta abierta. Pero fue Gorbachov quien dejó bien claro, a los pueblos y a los Gobiernos de Europa del Este, que la puerta ya estaba abierta.
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CAPÍTULO 7
EL TRIUNFO DE LA ESPERANZA
La Revolución Francesa fue un intento utópico de destruir el orden tradicional (con sus muchas imperfecciones) en nombre de unas ideas abstractas formuladas por intelectuales vanos que incurrieron, no por azar sino por debilidad y maldad, en purgas, asesinatos en masa y guerra. En muchos sentidos anticipó la aún más terrible revolución bolchevique de 1917. MARGARET THATCHER1
Es posible que el factor decisivo [...] sea esa característica de las situaciones revolucionarias que Alexis de Tocqueville describía hace más de un siglo: la pérdida de confianza de la clase dirigente en su propio derecho a gobernar. Un puñado de chavales sale a las calles y lanza unas cuantas piedras. La policía los apalea. Los chavales dicen: «¡No tenéis derecho a apalearnos!». Y los gobernantes, esos tan poderosos y altivos, responden: «Cierto, no tenemos derecho a apalearos. No tenemos derecho a conservar el Gobierno por la fuerza». El fin ya no justifica los medios. TIMOTHY GARTON ASH1
En el año 19 8 9 se celebraba el bicentenario de la gran Revolución Fran cesa que derrocó al anden régime y con él la vieja creencia en que los Gobiernos podían basar su autoridad en la invocación de una legiti midad heredada. Mientras se conmemoraba este hecho histórico otra revolución liquidaba en Europa del Este una idea más reciente: la de íque los Gobiernos podían basar su legitimidad en una ideología que
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afirmaba conocer el curso de la historia. Hubo en esto algo de justicia pospuesta, pues lo que sucedió en 19 8 9 era lo que supuestamente de bía de haber ocurrido en Rusia en 1 9 1 7 : una sublevación espontánea de trabajadores e intelectuales como la que habían profetizado Marx y Lenin construiría en todo el mundo una sociedad sin clases. Pero la revolución bolchevique no fue espontánea y, a lo largo de las casi siete décadas posteriores, la ideología que la instaló en el poder no produjo sino dictaduras que se hacían llamar a sí mismas democracias popula res. Parecía por tanto correcto que las revoluciones de 19 8 9 rechazaran el marxismo-leninismo aun con mayor rotundidad de la que empleó la Revolución Francesa para poner fin al derecho divino de los reyes. Las sublevaciones de 19 8 9 , como las de 1 7 8 9 , cogieron al mundo por sorpresa. Los historiadores podían mirar atrás, una vez los hechos ya se habían producido, para determinar sus causas: la frustración de que las divisiones temporales de la Segunda Guerra Mundial se hubie ran convertido en divisiones permanentes; el miedo a las armas nuclea res que había llevado al mundo a aquel punto muerto; el resentimiento hacia las economías centralizadas, por su incapacidad para mejorar el nivel de vida; un lento desplazamiento del poder de los supuestamente poderosos a los aparentemente indefensos; y la inesperada aparición de unos principios independientes a la hora de realizar juicios morales. Sensibles a estas tendencias, los grandes líderes-actores de la década de 19 8 0 supieron dramatizarlas para señalar que la necesidad de la Gue rra Fría no sería permanente. Sin embargo, ni siquiera ellos pudieron pronosticar su inminente y decisivo final. A principios de 19 8 9 nadie comprendía que la Unión Soviética, su imperio y su ideología — y por tanto la propia Guerra Fría— era un montón de arena a punto de desmoronarse. Bastaron para que esto ocurriera apenas unos granos de arena más.3 Quienes los lanzaron no dirigían las superpotencias ni lideraban ningún movimiento religioso; eran personas corrientes con prioridades sencillas que veían, aprovecha ban y a veces se topaban con la oportunidad. Y al hacerlo produjeron un colapso que nadie pudo evitar. Sus «líderes» no tenían más alterna tiva que seguirlos. Destacó entre ellos un líder en particular. Se aseguró de que la gran revolución de 19 8 9 fuera la primera sin apenas derramamiento de san gre. N o hubo guillotinas, ni cabezas en picas ni asesinatos en masa
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decretados por la autoridad. Cierto es que se contabilizaron algunas muertes, pero muy pocas para la magnitud y la importancia de lo que estaba ocurriendo. Esta revolución se convirtió así, tanto por sus me dios como por sus fines, en un triunfo de la esperanza. Y ello fue prin cipalmente posible porque M ijaíl Gorbachov optó por dejar hacer en lugar de intervenir.
I El año comenzó tranquilamente con la investidura, el 20 de enero, de George H. W. Bush como presidente de Estados Unidos. Durante sus años como vicepresidente de Reagan, Bush había presenciado la emer gencia de Gorbachov y los acontecimientos posteriores, pero no com partía con su predecesor la convicción de que lo que estaba sucediendo era una auténtica revolución: «¿Éramos conscientes de lo que se aveci naba cuando asumimos el mando? N o lo éramos, ni pudimos haberlo planeado».4 El nuevo líder estadounidense quiso hacer una pausa para evaluar la situación y ordenó una revisión de las relaciones entre Estados Unidos y la URSS que tardó meses en completarse. Brent Scowcroft, el asesor de Bush en cuestiones de seguridad nacional, se mostraba más que dudoso: Recelaba de las intenciones de Gorbachov y era escéptico en cuanto a sus objetivos [...]. Me parecía que intentaba matarnos con amabilidad [...]. Mi temor era que nos convenciera para que nos desarmáramos sin que la Unión Soviética realizara cambios fundamentales en su propia estructura militar, de manera que en el plazo de una década nos encontráramos ante una amenaza mayor que nunca.5 Gorbachov, por su parte, se mostraba cauteloso con la Administración Bush. «Esta gente se ha formado en los años de la Guerra Fría y to davía no dispone de una política exterior alternativa — declaró ante el Politburó poco antes de que Bush tomara posesión del cargo— . Creo que aún les preocupa estar en el bando de los perdedores. N o podemos esperar grandes avances.»6 El hecho de que ni Bush ni Gorbachov se anticiparan a los aconteci-
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mientos señala el escaso control que tenían sobre lo que estaba a punto de ocurrir. Los calculados desafíos al statu quo lanzados por Juan Pablo II, Deng, Thatcher, Reagan y el propio Gorbachov habían debilitado tanto la situación que el orden imperante era ahora vulnerable a ataques mucho menos previsibles por parte de líderes desconocidos, incluso por individuos desconocidos. Los científicos denominan «punto crítico» a esta situación, cuando una perturbación mínima en una parte del sis tema puede modificar — incluso destruir— el sistema en su totalidad.7 Y saben también que es imposible anticipar cuándo, dónde y cómo se producirán este tipo de alteraciones o cuáles serán sus consecuencias. Gorbachov no era científico, pero llegó a percibirlo. «La vida seguía su propia dinámica — comentó en el mes de noviembre— . Los aconte cimientos se desarrollaban muy deprisa [...] y uno no podía quedarse atrás. Un partido dirigente no podía actuar de otro modo.»8 Este apresuramiento de los partidos dirigentes para no quedar atrás se manifestó por primera vez en Hungría, donde desde que Jruschov sofocara la rebelión de 19 5 6 el régimen de János Kádár había ido alcan zando cierto grado de autonomía dentro del bloque soviético, despacio, pero sin pausa y con discreción. Cuando Gorbachov llegó al poder en 19 8 5 , Hungría contaba con la economía más avanzada de Europa del Este y empezaba a aplicar algunas libertades políticas. Los jóvenes refor mistas forzaron la retirada de Kádár en 19 8 8 , y a principios de 1989 el nuevo primer ministro húngaro, Miklós Németh, visitó a Gorbachov en Moscú: «Cada uno de los países socialistas está desarrollando su propio modelo particular — le recordó Németh a su anfitrión— , y sus líderes son responsables ante su pueblo por encima de todo». Gorbachov no discrepó. Admitía que las protestas de 19 5 6 habían empezado «con la insatisfacción del pueblo», para luego dar paso a «la contrarrevolución y el derramamiento de sangre. Esto no podía pasarse por alto».9 Los húngaros en modo alguno pasaron por alto las declaraciones de Gorbachov. Para entonces ya habían creado una comisión oficial destinada a evaluar los acontecimientos de 19 5 6 . Su conclusión fue que la rebelión había sido «un levantamiento popular en contra de una' oligarquía que había humillado a la nación». Una vez quedó bien claro que Gorbachov no se oponía a este pronunciamiento, las autoridades de Budapest decidieron señalarlo con una ceremonia oficial: repitieron los funerales de Imre Nagy, el primer ministro húngaro que había liderado
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la rebelión y a quien Jruschov ordenó ejecutar. Doscientos mil húnga ros asistieron al funeral de Estado el x6 de junio de 19 8 9 , en un clima de gran emoción. Entretanto, Németh se había servido de su autoridad ■ para dar un paso más significativo. Se negó a aprobar una partida eco nómica para el mantenimiento de la alambrada que separaba la frontera húngara de Austria, por donde intentaron huir los refugiados de 19 5 6 . A continuación, proclamando que la barrera era obsoleta además de peligrosa para la salud, ordenó su desmantelamiento. Los líderes de Alemania del Este se alarmaron y protestaron ante Moscú, pero la sor prendente respuesta fue: «N o podemos hacer nada por evitarlo».10 Acontecimientos igualmente inesperados estaban teniendo lugar en Polonia, donde Jaruzelski ya había liberado a Walesa y levantado la ley marcial tiempo atrás. A finales de los ochenta el Gobierno había ejecutado una delicada danza con Solidarnosc — todavía oficialmente ilegal— en la que cada parte buscaba su legitimidad al tiempo que des cubría su mutua dependencia. En la primavera de 19 8 9 la economía volvía a estar en crisis. Jaruzelski intentó resolver el problema legali zando Solidarnosc y permitiendo a sus representantes competir en unas elecciones «sin confrontación» para una nueva legislatura bicameral. Walesa aceptó de mala gana, pues se temía que las elecciones estuvieran amañadas. Mas para asombro de todo el mundo, los candidatos de So lidarnosc ocuparon todos los escaños que se disputaban en la cámara baja y todos menos uno en la cámara alta. Los resultados del 4 de junio fueron «un éxito inesperado y desco munal», señaló un organizador de Solidarnosc, y Walesa tuvo que apre surarse una vez más, esta vez para ayudar a Jaruzelski a salvar la cara. «Me veo de pronto con demasiado grano y sin espacio en el granero», bromeó el líder del sindicato. La reacción de Moscú en esta ocasión fue la misma que cuando se produjo el ascenso de Solidarnosc, diez años antes. «Esta cuestión compete exclusivamente a los polacos», señaló uno de los principales colaboradores de Gorbachov. Y así, el Z4 de agosto de 19 8 9 , se constituía el primer Gobierno no comunista en Europa del Este desde los comienzos de la Guerra Fría. El nuevo primer ministro, Tadeusz Mazowiecki, estaba tan conmocionado por los acontecimientos que se desmayó en la ceremonia de investidura.11 Para entonces Gorbachov ya había decidido convocar elecciones en la URSS y constituir un nuevo Congreso de los Representantes del
Pueblo. N o pensó «ni por un momento en obstaculizar los cambios», según le manifestó a Jaruzelski.11 El congreso se constituyó en Moscú el 25 de mayo, y durante varios días la televisión ofreció a todo el país las gozosas e insólitas imágenes de una vociferante oposición arengando al gobierno. «Todo el mundo estaba tan harto de cantar las alabanzas de Brezhniev que era casi obligatorio censurarlo — recordaba Gorba chov-— . M is colegas del Politburó, siendo personas disciplinadas, no manifestaron su malestar. Pese a todo, yo percibía su disgusto. ¿Cómo podía gustarles cuando todo el mundo veía con claridad que los días de la dictadura del partido habían terminado?».1? Por más que esto fuera cierto en Hungría, Polonia y la Unión So viética, no podía decirse lo mismo de China. Las reformas económicas de Deng Xiaoping habían suscitado presiones de cambio político, algo que no entraba en los planes de Deng. Cuando a mediados de abril se produjo la muerte repentina de Hu Yaobang, el anterior secretario ge neral a quien Deng había depuesto por defender la apertura en China, las protestas estudiantiles abarrotaron la plaza de Tiananmen, en el centro de Pekín. Las manifestaciones coincidieron con la primera visita de Gorbachov a China. «Nuestros anfitriones estaban muy preocupa dos por la situación», señaló Gorbachov. N o les faltaba razón, puesto que los disidentes vitorearon al líder del Kremlin. Una de las pancartas decía: «En la Unión Soviética tienen a Gorbachov. ¿A quién tenemos en China?». Poco después de que el líder soviético abandonara el país, los estudiantes descubrieron una estatua de la «Diosa de la Democracia», una réplica de la Estatua de la Libertad, justo enfrente del retrato de M ao que presidía la entrada a la Ciudad Prohibida y también frente a su mausoleo.I4 N o sabemos qué habría pensado M ao de esta acción, pero Deng la encontró intolerable y, la noche del 3 al 4 de junio de 19 8 9 , ordenó una represión brutal. Se desconoce con exactitud cuántas personas perdie ron la vida cuando el ejército tomó la plaza y las calles aledañas, pero el número de muertos sin duda superó en varias veces el de las víctimas de la represión en Europa durante todo un año de revueltas populares.15 Sigue sin haber consenso sobre cómo el Partido Comunista Chino con servó el poder mientras los comunistas lo perdían en Europa; tal vez fuera por el uso de la fuerza, por el miedo a que el caos se apoderara del país si el partido llegaba a caer o por el hecho de que la versión del
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comunismo disfrazado de capitalismo de Deng había mejorado realemente la vida de los chinos, pese a negarles la libertad de expresión. De lo que no había duda era de que el ejemplo de Gorbachov había sacudido la autoridad de Deng. Aún estaba por ver si ocurría también el fenómeno inverso. Un comunista europeo que confiaba en que el ejemplo de Deng influyera en Gorbachov era Erich Honecker, el severo presidente de Alemania oriental. En mayo de 19 8 9 había vuelto a ser elegido con un imposible 98,95 por ciento del sufragio. Tras la matanza de Tiananmen, el jefe de la policía secreta de Honecker, Erich Mielke, calificó la acción china ante sus subordinados como «medidas contundentes para supri mir... las protestas contrarrevolucionarias». La televisión de Alemania oriental emitía una y otra vez un documental producido por Pekín que ensalzaba «la heroica respuesta del ejército y de la policía chinos ante la perfidia de los manifestantes estudiantiles».16 Todo lo cual parecía indicar que Honecker tenía bajo control a la RD A, hasta que el régimen empezó a constatar que cada vez eran más los ciudadanos que pasaban sus vacaciones de verano en Hungría. Cuando las autoridades húngaras desmantelaron la alambrada de la frontera austríaca, su única intención era facilitar el tránsito a sus propios ciudadanos. Pero la noticia se propagó rápidamente y miles de alemanes orientales empezaron a atravesar Checoslovaquia y Hungría en sus diminutos y contaminantes Trabants para cruzar la frontera a pie, abandonando en ella sus vehículos. Otros invadían la Embajada de Ale mania occidental en Budapest solicitando asilo. En el mes de septiembre . había más de 130 .0 0 0 alemanes orientales en Hungría, y el Gobierno anunció que por razones «humanitarias» no impediría su emigración a Occidente. Honecker y sus socios respondieron con furia: «Hungría está traicionando al socialismo», proclamó un encolerizado Mielke. «No debemos desanimarnos — señaló otro funcionario del Partido— , aunque los acontecimientos en la URSS, Polonia y Hungría [...] lleven a pregun tarse a cada vez más gente cómo va a sobrevivir el socialismo.»17 La observación era excelente, pues cerca de 3.000 solicitantes de asilo alemanes habían saltado la verja de la Embajada de Alemania occidental en Praga y se habían encerrado en su interior, con plena cobertura televisiva. El Gobierno checo, disgustado por la publicidad pero reacio a abrir sus fronteras, presionó a Honecker para que re
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solviera la situación. En vísperas del X L Aniversario de la RDA, cuya celebración estaba prevista para el mes siguiente, el propio Honecker se mostró ansioso por poner fin a tan bochornosos acontecimientos¡ Terminó por aceptar que los alemanes orientales refugiados en Praga pudieran viajar a Alemania occidental, pero sólo en trenes sellados y a través de territorio de la R D A para poder decir al mundo que habían sido expulsados. Los trenes fueron aclamados a su paso por'el país y otros alemanes intentaron subirse a ellos. Cuando la policía les pidió por última vez sus carnets de identidad, algunos pasajeros se los tiraron a los pies. Uno de ellos recordaba que la sensación que se vivía era: «Ahí tienes tu carnet [...] ya no puedes amenazarme más. Y era de lo más gratificante».18 Entretanto, los invitados — incluido Gorbachov— empezaban a lle gar a Berlín oriental para las conmemoraciones oficiales, los días 7 y 8 de octubre de 19 8 9 . Para horror de sus anfitriones, el líder soviético resultó ser aún más popular que en Pekín. Los que desfilaban por la avenida Unter den Linden abandonaron los eslóganes oficiales y esta llaron en gritos de «¡Gorby, ayúdanos! ¡Gorby, quédate con nosotros!». Instalado en la tribuna junto a un Honecker que se había puesto lívido, Gorbachov comprobó que: Era sobre todo gente joven, fuerte y bien parecida [...] [Jaruzelski, el líder polaco se acercó a nosotros para preguntarme: «¿Entiendes el alemán?». Yo dije: «Un poco». «¿Y estás oyendo?» «Estoy oyendo.» Y entonces añadió: «Esto es el fin». Y era el fin: el régimen estaba condenado. Gorbachov intentó advertir a los alemanes sobre la necesidad de adoptar medidas drásticas: «La vida castiga a los que no actúan a tiempo». Pero como recordaría más tarde: «El camarada Erich Honecker se conside raba obviamente el número uno del socialismo, si no del mundo entero. Había dejado de percibir lo que de verdad estaba pasando». Intentar comunicarse con él era como «derribar un muro con tirachinas».19 Las protestas antigubernamentales llevaban semanas gestándose en Leipzig y se reanudaron el 9 de octubre, el día siguiente a que Gorba chov regresara a Moscú. Una vez el invitado soviético hubo salido del país, la posibilidad de una solución como la elegida por Deng Xiaoping seguía estando al alcance de la mano, y es posible que Honecker incluso
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ya la hubiera autorizado. Pero intervino entonces un actor inespera do (Kurt Masur, el respetado director de la Orquesta Gewandhaus) para negociar el fin de la confrontación y la retirada de las fuerzas de seguridad. N o hubo una masacre como la de Tiananmen, si bien esto supuso el fin de la autoridad de Honecker, que el 1 8 de octubre se vio obligado a presentar su dimisión. Su sucesor, Egon Krenz, había asistido semanas antes a la celebración del X L Aniversario de la Revolución Maoísta en Pekín, si bien no era partidario de sofocar a tiros las pro testas en Alemania oriental. El x de noviembre le aseguró a Gorbachov que no sucedería tal cosa, aun cuando el malestar se extendiera hasta Berlín oriental. Incluso aunque intentaran «derribar el muro — añadió Krenz— , cosa que tampoco me parecía probable». 20 Lo que Krenz no esperaba era que derribase el muro uno de sus pro pios subordinados al meter la pata en una rueda de prensa. Tras su viaje a Moscú Krenz consultó con sus colegas y, el 9 de noviembre decidieron aliviar la creciente escalada de tensión en Alemania oriental, relajando —pero no eliminando— las restrictivas normas para viajar a Occidente. El decreto apresuradamente redactado le fue entregado a Günter Schabowski, un miembro del Poltiburó que no había estado presente en la reunión y debía comunicar la noticia a la prensa. Schabowski leyó el decreto con la misma precipitación con que se había redactado y, acto seguido, anunció a los ciudadanos de la R D A que eran libres para salir «por cualquiera de los puestos fronterizos». Los sorprendidos perio distas preguntaron cuándo entraba en vigor la nueva normativa. Tras ojear sus papeles, Schabowski replicó: «Según mi información desde este mismo momento». ¿Valía lo mismo para viajar a Berlín occiden tal? Schabowski frunció el ceño, se encogió de hombros, revolvió una vez entre sus papeles y al fin respondió: «La salida permanente puede realizarse a través de todos los puestos fronterizos de la R D A a Berlín occidental [y Alemania occidental]». La siguiente pregunta fue: «¿Y qué va a pasar con el muro de Berlín?». Schabowski farfulló una respuesta incoherente y dio por concluida la rueda de prensa.21 En cuestión de minutos había circulado la noticia de que el muro estaba abierto. N o era así, pero la multitud empezó a concentrarse en los puestos de control y los guardias carecían de instrucciones. Krenz, atrapado en una reunión del Comité Central, no tenía ni idea de lo que estaba ocurriendo y, cuando lo supo, la muchedumbre era ya dema-
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siado numerosa para controlarla. Los guardias del puesto de control de Bornhomer Strasse se decidieron finalmente a abrir las puertas y los extasiados berlineses orientales inundaron Berlín occidental. En poco tiempo alemanes de uno y otro lado se subían al muro, se sentaban en él y hasta bailaban; muchos llevaban martillos y cinceles para empezar a derribarlo. Gorbachov dormía en Moscú mientras tenían lugar estos acontecimientos, sin enterarse de nada hasta la mañana siguiente. Se limitó a comunicar a las autoridades de Alemania oriental: «Habéis to mado la decisión correcta».11 Una vez abierto el muro todo era posible. El io de noviembre, Todor Zhivkov, gobernante de Bulgaria desde 19 5 4 , anunciaba su dimisión. Poco después el Partido Comunista Búlgaro negociaba con la oposición y prometía la celebración de elecciones libres. El 1 7 de noviembre se produjeron manifestaciones en Praga que se extendieron rápidamente por toda Checoslovaquia. En cuestión de semanas, una coalición gu bernamental había derrocado a los comunistas y, a fúñales de ese mismo . año, Alexander Dubcek, quien presidiera el país durante la «primavera de Praga», fue nombrado presidente de la Asamblea Nacional, bajo las órdenes del nuevo presidente de Checoslovaquia: Václav Havel. El 1 7 de diciembre el dictador rumano Nicolái Ceaucescu, desespe rado por salvar su régimen, ordenó al ejército que siguiera el ejemplo chino y disparara contra los manifestantes en Timisoara. Noventa y siete personas resultaron muertas, lo cual no hizo más que avivar el malestar. Ceaucescu convocó un mitin de masas para el 2 1 de diciem bre en Bucarest, convencido de que allí se encontraría con sus leales seguidores. Sucedió lo contrario; la multitud lo recibió con abucheos y, antes de que pudiera interrumpirse la conexión en directo por televisión, las cámaras captaron su cara de ciervo aturdido por los faros mientras intentaba en vano aplacar a la muchedumbre. Ceaucescu y su mujer, Elena, huyeron de la ciudad en helicóptero, pero fueron rápidamente detenidos, juzgados y ejecutados ante un pelotón de fusilamiento el día de Navidad.1? Veintiún días antes Ceaucescu se había reunido con Gorbachov en el Kremlin. Los recientes acontecimientos en Europa del Este, advirtió a su anfitrión, habían puesto «en grave peligro no sólo el socialismo en sus respectivos países sino también la propia existencia de los partidos comunistas en toda la región». A lo que Gorbachov, en tono más de te-
rapeuta que de líder del Kremlin, le respondió: «Parece que eso te preo cupa. Dirne, ¿qué podemos hacer?». Y Ceaucescu propuso vagamente: «Podríamos reunirnos para discutir posibles soluciones». Gorbachov replicó que no bastaría con eso; era necesario realizar cambios, de lo contrario uno terminaba resolviendo los problemas «bajo el paso de las botas». Pero la reunión de primeros ministros de Europa del Este iba a celebrarse el 9 de enero, y Gorbachov cometió la torpeza de tranquilizar | a su nervioso invitado asegurándole: «El 9 de enero seguirás vivo».2-* Había sido un buen año para los aniversarios, pero un mal año para las predicciones. A principios de 19 8 9 la esfera de influencia soviética en Europa del Este parecía tan sólida como en las cuatro últimas décadas 9 y media. Sin embargo, en el mes de mayo, Cherniaev anotaba lúgubremente en su diario: «El socialismo está desapareciendo en Europa del Este [...]. En todas partes las cosas están resultando distintas de lo ima ginado y lo propuesto.» Llegado el mes de octubre, Gennadi Gerasimov, ministro portavoz del Gobierno soviético, incluso se permitió bromear al respecto: «¿Conoce usted esa canción de Frank Sinatra, “ M y W ay” ? ; —respondió a la pregunta de qué quedaba de la doctrina Brezhniev— . Hungría y Polonia actúan a su manera. Ahora tenemos la doctrina Sina tra».15 A finales de año no quedaba nada y lo que el Ejército Rojo había ganado en la Segunda Guerra Mundial, lo que Stalin había consolidado, lo que Jruschov, Brezhniev, Andropov y hasta Chernienko habían inten tado preservar, todo se había perdido. Gorbachov se mostró resuelto a sacar el mejor partido de la situación. «De ningún modo debe considerarse lo ocurrido bajo una luz ne gativa», manifestó Bush en su primera cumbre, celebrada en Malta el mes de diciembre de 19 8 9 :
Durante 45 años hemos logrado evitar una guerra a gran escala [...]. Tam poco la confrontación resultante de las convicciones ideológicas ha de mostrado estar justificada. La dependencia del intercambio desigual entre países desarrollados y subdesarrollados ha resultado igualmente un fracaso [...]. Los métodos de la Guerra Fría [...] han sido derrotados en términos estratégicos. Nosotros mismos lo hemos reconocido. Y es posible que la gente corriente lo haya comprendido mejor todavía.
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El liderazgo soviético, informó Gorbachov al presidente .Bush «lleva mucho tiempo reflexionando sobre todo esto y ha llegado a la conclu sión de que Estados Unidos y la URSS están sencillamente “ abocados” al diálogo, la coordinación y la cooperación. N o existe alternativa».26
II Bush reconoció ante Gorbachov en la cumbre de M alta que su país estaba «impresionado por la rapidez de los cambios» en Europa del Este. Él mismo había dado un giro «de 18 0 grados a su posición». In tentaba «no hacer nada que pueda debilitar vuestra posición». Puede que tuviera a Reagan en mente cuando prometió «no subirse al muro de Berlín para lanzar un discurso desde allí. — Pero continuó diciendo—: Espero que comprendas que no podemos desaprobar la reunificación de Alemania». Y Gorbachov puntualizó: «Tanto la URSS como Estados Unidos están integrados en los problemas europeos en distintos grados. Comprendemos muy bien vuestra implicación en Eluropa. Ver de otro modo vuestro papel en el Viejo Mundo es poco realista, equivocado y en definitiva nada constructivo».27 Era mucho lo que iba implícito en estos cambios. Bush confirmaba que su administración — como el resto del mundo— no estaba prepa rada para lo sucedido. Reconocía además la importancia de Gorbachov en los acontecimientos, al manifestar que Estados Unidos no deseaba debilitar su posición. Pero también señalaba que iba a presionar junto con los alemanes occidentales para lograr la reunificación de Alemania, algo que apenas semanas antes habría parecido sencillamente imposible. La respuesta de Gorbachov fue igualmente significativa, tanto por lo que dijo como por lo que calló. Daba la bienvenida a Estados Unidos como potencia europea, cosa que ningún líder soviético había manifes tado jamás. Y su silencio sobre Alemania denotaba ambivalencia, lo que tampoco tenía precedentes en un régimen sólo dispuesto a consentir la reunificación tras la Segunda Guerra Mundial si toda Alemania fuera marxista, y una vez se demostró que esto era imposible se concentró en la división permanente del país. Ya se habían apreciado indicios de que Gorbachov podía modificar esta posición. En 19 8 7 le manifestó al presidente de Alemania occiden-
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tal, Richard von Weizsácker que, si bien los dos Estados alemanes eran una realidad insoslayable, «de aquí a cien años sólo la historia podrá decidir». Cuando viajó a Bonn en el mes de julio de 19 8 9 , se sintió ha lagado al ser recibido por una multitud que gritaba: «¡Gorby! Haz el amor, no hagas muros».2,8 En el curso de las celebraciones en Alemania oriental, en el mes de octubre, sorprendió a todos al recitar un poema que nadie esperaba escuchar ante la tumba del «libertador» desconocido del Ejército Rojo: El oráculo de nuestro tiempo ha proclamado la unidad, que sólo a hierro y a sangre puede forjarse, pero es nuestro propósito forjarla con amor y entonces se verá cuál es más duradera.15 Poco antes de la caída del muro de Berlín le había asegurado a Krenz que «nadie podía ignorar [...] los muchos contratos humanos que exis tían entre los dos Estados alemanes». Y en la mañana que siguió a la noche en que se abrieron las puertas de Berlín, recuerda que preguntó: «¿Cómo vais a disparar contra alemanes que cruzan a pie la frontera para reunirse con los alemanes del otro lado? Y así la política tuvo que cambiar». 3° Pero la reunificación de Alemania era, pese a todo, una perspec tiva inquietante no sólo para la Unión Soviética sino para todos los europeos que recordaban la crónica de la última Alemania unificada. La preocupación iba más allá de las divisiones de la Guerra Fría: Gorbachov la compartió con Jaruzelski, con el presidente francés François Mitterrand e incluso con M argaret Thatcher, quien previno a Bush: «Si no tenemos cuidado, los alemanes conseguirán con la paz lo que Hitler no logró con la guerra» A 1 El único de los líderes europeos que no compartía esta visión fue el canciller de Alemania occidental Helmut Kohl, quien sorprendió a todos pronunciándose en favor de la reunificación pocos días antes de la cumbre de Malta. Bush pensaba que lo hacía para «asegurarse de que Gorbachov y yo no llegábamos a un acuerdo por nuestra cuenta sobre el futuro de Alemania, como hicieron Stalin y Roosevelt en los últimos meses de la Segunda Guerra Mundial».32 Kohl lideraría el proceso, pero casi exclusivamente porque los pro-
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pios alemanes orientales — tras derribar el muro— se apresuraron a explicitar que no aceptarían nada que no fuera la reunificación. Hans Modrow, sucesor de Krenz como primer ministro, informó a Gorbachov a finales de enero de 19 9 0 de que «la mayoría de los ciudadanos de la R D A ya no respalda que existan dos Estados alemanes». El jefe del K G B, Vladimir Kryuchkov confirmó que el Gobierno y el propio partido se desmoronaban. Al ser informado de este extremo Gorbachov no vio ninguna otra opción: «Debemos aceptar la reunificación de Ale mania como algo inevitable».33 La cuestión decisiva era en qué términos. Alemania oriental seguía siendo miembro del Pacto de Varsovia, y cerca de 300.000 militares soviéticos se hallaban desplegados en el país. La otra mitad de Alemania formaba parte de la O T A N y contaba con unos 250.000 efectivos esta dounidenses sobre el terreno.34 El Gobierno soviético insistía en que no consentiría una Alemania unificada en el seno de la Alianza Atlántica y propuso como alternativa la neutralización. Estados Unidos y Alemania occidental insistían con la misma firmeza en que Alemania debía perma necer en la O T A N . Se lanzaron entonces todo tipo de propuestas para resolver el desacuerdo, incluso — muy brevemente— la de que la futura Alemania unida pudiera tener una doble filiación: tanto a la OTAN como al Pacto de Varsovia. Thatcher, que no veía la reunificación con buenos ojos, calificó la propuesta de «la idea más estúpida que he oído en la vida». Gorbachov recordaba con añoranza: «Nosotros fuimos los únicos que defendimos esta propuesta».35 Finalmente Bush y Kohl convencieron a Gorbachov de que no tenía más alternativa que aceptar una Alemania reunificada en el marco de la O T A N . El líder soviético difícilmente podía respetar la decisión de los alemanes orientales de desmantelar su propio Estado sin respetar al mismo tiempo las exigencias de los alemanes occidentales de seguir integrados en la O T A N , como tampoco podía negar que una Alema nia unida vinculada a la O T A N era menos temible que una Alemania independiente. Estados Unidos sólo hizo una concesión a Gorbachov: el secretario de Estado James Baker prometió que «la jurisdicción de la O T A N no se ampliaría ni un centímetro hacia el Este», un compromiso que más tarde fue rechazado por la Administración Clinton, aunque para entonces la URSS ya había dejado de existir.36 Gorbachov, por su parte, creía que Estados Unidos defendía la permanencia de Alemania
en la O T A N por miedo a que sus tropas fueran expulsadas del país una vez se produjera la reunificación: «En varias ocasiones intenté conven cer al presidente de que la Unión Soviética no estaba interesada en la retirada de sus tropas de Europa».37 Ello significaba por tanto que Estados Unidos y Europa convergían en defensa de un acuerdo que apenas meses antes se habría considerado impensable: la reunificación de Alemania, su permanencia en la O TA N y el emplazamiento de tropas soviéticas en territorio alemán en tanto se produjera la retirada de las fuerzas estadounidenses desplegadas en el país. El acuerdo decisivo se produjo en un encuentro entre Gorbachov y Kohl en julio de 19 9 9 : «No podemos olvidar el pasado — le dijo el líder soviético a su homólogo alemán— . Todas las familias de nuestro país sufrieron mucho durante esos años. Pero debemos mirar hacia Europa y emprender el camino de la cooperación con la gran nación alemana. Ésta es nuestra contribución al fortalecimiento de la estabilidad en Euro pa y en el mundo».38 Y fue así como el 3 de octubre de 19 9 0 , menos de un año después de que los policías del puesto fronterizo de Bornholmer Strasse decidieran abrir las puertas sin consultar con nadie, la división de Alemania desde su derrota en la Segunda Guerra Mundial concluyó definitivamente.I
III Para entonces Gorbachov ya había sido aclamado en Berlín oriental, en Bonn y en Pekín, algo que jamás le había ocurrido a ningún dirigente del Kremlin. Pero también había sido merecedor de una distinción me nos halagüeña: el 1 de mayo de 19 9 0 fue el primer líder soviético abu cheado mientras presidía el desfile anual del ejército desde el mausoleo de Lenin en la Plaza Roja. Las pancartas proclamaban: «¡Abajo Gorba chov!», «¡Abajo el socialismo y el Imperio Rojo fascista!», «¡Abajo el partido de Lenin!»... Y todo se vio en la televisión nacional. Gorbachov calificó de «vándalos» a los alborotadores y ordenó una investigación. «Hemos puesto en marcha este país — se quejó más tarde ante sus co laboradores— . Y ahora gritan: “ ¡Caos! ¡Las despensas están vacías! ¡El partido se rompe! ¡N o hay orden!” » Era «colosal» haber cosechado tanto sin «derramamiento de sangre». Pero «me insultan, me maldicen
[...]. N o lo lamento. N o tengo miedo. Y no pienso arrepentirme ni pedir disculpas por nada».3? En cierta ocasión se le preguntó a Maquiavelo si era mejor para un príncipe ser amado o temido.*0 A diferencia de sus predecesores, Gorbachov eligió el amor y lo recibió ampliamente, pero sólo fuera de su país. Dentro no suscitaba ni amor ni temor, sino desprecio. Las.razones eran múltiples: la libertad política empezaba a asemejarse a la anarquía; la economía seguía tan estancada como en tiempos de Brezhniev; y la fuerza del país más allá de sus fronteras parecía pisoteada. Y de pronto otra amenaza asomaba en el horizonte: ¿podría sobrevivir la Unión Soviética? Lenin organizó la Unión Soviética como una federación liderada por la República Rusa, que se extendía desde el golfo de Finlandia y el mar Negro hasta el océano Pacífico. Integraban el resto del Estado soviético Ucrania, Bielorrusia, Moldavia, las repúblicas transcaucásicas de Azerbaiyán, Armenia y Georgia y las repúblicas centroasiáticas de Kazajstán, Uzbekistán, Turkmenistán, Kirguizia y Tadyikistán. Se suma ron a la lista en 19 4 0 los Estados bálticos de Estonia, Letonia y Lituania, tras ser absorbidos por la Federación. Cuando Gorbachov llegó al poder, había en la URSS tantas repúblicas rusas como no rusas, y estas últimas gozaban de una amplia autonomía lingüística y cultural, incluso de cierta capacidad para eludir el control de M oscú.*1 Pese a todo, ni rusos ni no rusos veían la ruptura del país como una posibilidad real. Sucede sin embargo que es difícil compartimentar las reformas. Gor bachov no podía reclamar perestroika y glasnost para la Unión Soviética, ni dejar que los europeos del Este y los alemanes actuaran «a su manera» sin animar a las nacionalidades no rusas, que nunca habían aceptado plenamente su incorporación a la URSS. Figuraban principalmente en tre éstas las repúblicas bálticas y transcaucásicas, donde las presiones de mayor autonomía y aun de independencia no tardarían en surgir. Un profesor lituano le exponía a Gorbachov la lógica de la situación a principios de 1990:
El resurgimiento nacional [es] fruto de la p e r e s t r o i k a . Ambas cosas van unidas [...]. Cuando [el Partido Comunista de la Unión Soviética] decidió fundamentar nuestra vida política en la democracia, en la República se consideró principalmente como una proclamación del derecho a la auto-
determinación [...]. Estamos convencidos de que usted es sincero en sus deseos de bienestar y entendimiento para todos, y también cuando afirma que el pueblo no puede ser feliz en contra de su voluntad. Gorbachov calificó este argumento de «irrefutable», pero aunque «en principio admitía la posibilidad de secesión, confiaba en que los avances en el terreno de la economía y de las reformas políticas terminaran por desbancar el p r o c e s o » . También en este caso la predicción no resultó acertada. Lo cierto es que la apertura política no iba acompañada de una mayor prosperidad y Lituania no veía qué beneficios le reportaba su per tenencia a la Unión Soviética. Los lituanos no olvidaban cómo habían pasado a formar parte de la Federación, cuando Hitler y Stalin acor daron su anexión en el Pacto Nazi-Soviético de 19 3 9 . Y seguían muy de cerca los acontecimientos en Alemania y Europa del Este. Las pocas dudas que aún albergaban se disiparon en enero de 1 9 9 1 , cuando las tropas soviéticas en Vilnius abrieron fuego contra los manifestantes, y el 19 de febrero los lituanos se pronunciaron decisivamente en favor de la independencia. Una secuencia de acontecimientos similar se producía en Letonia y Estonia, mientras Gorbachov, que aún esperaba amor, no parecía inclinado a oponerse.4^ Pero si las repúblicas bálticas obtenían su independencia, ¿por qué no podían hacer lo mismo las transcaucásicas? ¿O los moldavos? ¿O incluso los ucranianos? He aquí las preguntas que Gorbachov hubo de afrontar en la primavera de 1 9 9 1 , y no tenía respuesta para ellas. «Aun que estuviéramos matando al monstruo del totalitarismo — recordaba Cherniaev— , no había consenso en cuanto a cómo sustituirlo; de ahí que cuando la perestroika fue perdiendo su orientación, las fuerzas que ella misma había liberado escaparon a todo control.»44 La mayor de todas las repúblicas, Rusia, eligió a su propio presidente en el mes de junio. Se trataba de Borís Yeltsin, un antiguo jefe del partido en Moscú convertido en el principal rival de Gorbachov. El contraste no podía pa sar inadvertido, pues pese a sus reiterados pronunciamientos en defensa de la democracia Gorbachov nunca se sometió a un sufragio popular. Otra diferencia, menos evidente por aquel entonces, no tardó en aflorar a la superficie: a diferencia de Gorbachov, Yeltsin tenía un gran objetivo estratégico. Se proponía abolir el Partido Comunista, desmantelar la
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Unión Soviética y hacer de Rusia un Estado democrático independiente y capitalista. Yeltsin no era un personaje popular en Washington. Tenía fama de beber en exceso, buscar la notoriedad y lanzar ataques gratuitos contra Gorbachov en un momento en el que Bush intentaba respaldar su liderazgo. Incluso había tenido una pelea en la entrada de la Casa Blanca por cuestiones de protocolo con Condoleezza Rice, la joven pero formidable asesora presidencial en asuntos soviéticos, de la que Yeltsin salió perdedor.45 Sin embargo, llegado el año 1 9 9 1 no podía negarse la importancia de Yeltsin. Al «reafirmar el control político y económico ruso sobre los asuntos de la República — recordaba Scowcroft— , estaba atacando las propias bases del Estado soviético». Para la Administración Bush, una cosa era ver cómo se desintegraba la influencia soviética en Europa del Este y presionar luego en favor de la reunificación alemana. Otra muy distinta era contemplar el colapso total del país. «Soy de la opinión de que toca bailar con quien está en la pista — señalaba Bush en su diario personal— . Ante todo [...] no se debe [propiciar] la deses tabilización [...]. M e pregunto adonde vamos y cómo llegaremos.»46 Bush llegó a M oscú el 30 de julio para firmar el tratado START.I sobre control del armamento, ya casi eclipsado por el curso de los acon tecimientos. Pasó un día de descanso con Gorbachov en la dacha del líder soviético. «Tuve la impresión — recordaba posteriormente Cherniaev— de estar presenciando la culminación de un gran esfuerzo reali zado según las líneas de un pensamiento nuevo [...]. En ningún momento percibí “ la tensión de la guerra” , como en el pasado.» Bush compartía esta sensación, pero al concluir la cumbre también notó que «Gorba chov había perdido su efervescencia».4? De vuelta a casa, el presidente se detuvo en Kiev para dirigirse al Parlamento ucraniano. Quiso ayudar a Gorbachov, elogiándolo y recordando luego a su auditorio:
La libertad no es lo mismo que la independencia. Estados Unidos no respal dará a quienes persigan la independencia para sustituir una tiranía lejana por despotismo local. No apoyará a quienes promuevan un nacionalismo suicida basado en el odio étnico. Estas palabras no fueron bien recibidas. «Bush ha venido aquí como mensajero de Gorbachov — protestó un ucraniano— . Parecía incluso
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menos radical que nuestros comunistas. Ellos al menos tienen que com petir por el poder [...] él no.» El golpe final lo asestó el columnista del diario The New York Times William Safire, denunciando «el cobarde discurso de Bush en Kiev». Tal vez fuera además un golpe bajo, pero reflejaba la ambivalencia de la Administración estadounidense frente a la posibilidad de existir fuera de la U RSS.48 «¡Ah, Tolya, qué mezquino, vulgar y provinciano se ha vuelto todo! —se lamentaba Gorbachov ante Cherniaev el 4 de agosto, justo antes de salir de vacaciones a Crimea— . Lo pienso y me dan ganas de mandarlo todo al diablo. Pero ¿en manos de quién lo dejaría? Estoy muy cansa do. »49 Ésta fue la primera observación profética de Gorbachov, pues el día x 8 de agosto todos los canales de comunicación del presidente sovié tico quedaron cortados y una delegación de supuestos sucesores acudió a comunicarle que se encontraba bajo arresto domiciliario. Sus propios colegas, convencidos de que sus políticas sólo podían desembocar en la desintegración de la Unión Soviética, habían decidido sustituirlo. Siguieron tres días de caos, al término de los cuales tres cuestiones salieron a la luz: primera, que Estados Unidos y la mayoría del mundo consideraba el golpe ilegítimo y se negaba a tratar con los conspira dores; segunda, que los propios conspiradores no se habían asegurado de contar con el respaldo del ejército y de la policía; y tercera, que Borís Yeltsin, al subirse a un tanque en las puertas del Parlamento ruso y anunciar que el golpe había fracasado, garantizó su fracaso. De poco consuelo fue esto para Gorbachov, puesto que Yeltsin ya lo había sus tituido como principal líder en M oscú.5° Yeltsin abolió de inmediato el Partido Comunista de la Unión Sovié tica y confiscó todas sus propiedades. Disolvió además el Congreso de los Representantes del Pueblo, el órgano legislativo creado por Gorba chov, e instaló en su lugar un consejo integrado por representantes de las demás repúblicas soviéticas, que reconoció la independencia de los Esta dos bálticos, lo cual llevó a Ucrania, Armenia y Kazajstán a proclamar también su independencia. La autoridad de Gorbachov se evaporaba mientras Yeltsin lo humillaba reiteradamente en la televisión nacional. El 8 de diciembre, Yeltsin firmaba un acuerdo con los líderes de Ucrania y Bielorrusia para constituir una «Comunidad de Estados Independien tes». Acto seguido llamó a Bush: «Hoy ha sucedido un acontecimiento muy importante en nuestro país [...]. Gorbachov no está al corriente.»
El presidente lo comprendió al punto: «Yeltsin acababa de comunicar me que [...] había decidido disolver la Unión Soviética».51 «¡Lo que has hecho a mis espaldas es una desgracia», protestó Gorbachov, pero ya nada podía hacer; se había quedado sin país. Así, el 25 de diciembre de 1 9 9 1 , dos años y dos días después de la ejecución de Ceaucescu, doce años después de la invasión de Afganistán y casi setenta y cuatro años después de la revolución bolchevique, el último lí der de la Unión Soviética llamaba al presidente de Estados Unidos para desearle una feliz Navidad, transfería a Yeltsin los códigos necesarios para lanzar una ataque nuclear y sacaba la pluma con la que firmaría el decreto por el que oficialmente la URSS dejaba de existir. La pluma no tenía tinta y tuvo que usar la de uno de los periodistas de Cable News NetWork que cubrían el acontecí miento. 5z Determinado pese a todo a poner la mejor cara posible ante lo sucedido, anunció con cansancio en su discurso de despedida: «Hemos puesto fin a la Guerra Fría, a la carrera armamentista y a la disparatada militarización de nuestro país, que ha arruinado nuestra economía, distorsionado nuestra manera de pensar y minado nuestra moral. La amenaza de guerra mundial ha desaparecido ».5 3 Gorbachov nunca fue un líder como Václav Havel, Juan Pablo II, Deng Xiaoping, Margaret Thatcher, Ronald Reagan, Lech Walesa o, incluso, Borís Yeltsin. Todos ellos tenían en mente un «destino» y dis ponían de un mapa para alcanzarlo. Gorbachov vacilaba ante las con tradicciones sin resolverlas. La principal fue la siguiente: quería salvar el socialismo, pero no estaba dispuesto a recurrir a la fuerza para ello. Su desgracia fue que estos objetivos resultaran incompatibles: no podía alcanzar el uno sin abandonar el otro. Y así, a la postre, renunció a una ideología, un imperio y a su propio país, con tal de no emplear la fuerza. Eligió el amor por encima del miedo, violando con ello el consejo que Maquiavelo daba a sus príncipes, y dejó de serlo por tanto. Su actitud carecía de sentido en términos geopolíticos, pero le hizo merecer —y recibir— más que a nadie el Premio Nobel de la Paz.
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E P ÍL O G O
UNA MIRADA RETROSPECTIVA
Y así concluyó la Guerra Fría, mucho más repentinamente de lo que había empezado. Tal como Gorbachov le dijo a Bush en Malta, fue la «gente corriente» quien lo hizo posible: los húngaros que desmantela ron su alambrada y asistieron luego en masa al funeral por un hombre que había muerto hacía treinta y un años; los polacos que pusieron a Solidarnosc al frente del Gobierno con su voto masivo; y los alemanes orientales que pasaban las vacaciones en Hungría, saltaban las verjas de una embajada en Praga, humillaban a Honecker en su propio desfile, lograban que la policía no interviniera en Leipzig y abrían finalmente las puertas para derribar un muro y reunificar un país. Los líderes — ató nitos, horrorizados, felices, envalentonados, mudos, sin rumbo— lu chaban por recuperar la iniciativa, pero descubrieron que esto sólo era posible reconociendo que lo que antes parecía increíble era de pronto inevitable. Eso los que no fueron depuestos, como Honecker, o vilipen diados, como Deng, o ejecutados como los Ceaucescu. Y Gorbachov, repudiado en casa pero venerado en el exterior, se consoló creando un gabinete estratégico.1 Una de las cuestiones con las que lidió la Fundación Gorbachov sin llegar a resolver nunca fue: ¿qué significó todo? La imposibilidad de responder a esta pregunta no puede sorprendernos, puesto que quie nes participan en los grandes acontecimientos rara vez son los mejores jueces para evaluar su significado. Pensemos en Cristóbal Colón, que a buen seguro imaginó en algún momento de su vida el día en que se celebraría el V Centenario de sus grandes viajes, y lo evocó como una celebración de sus logros, de sus hombres, de los barcos que pilotaban y de los monarcas que hicieron posible su travesía. Colón difícilmente
imaginó que cuando este aniversario se celebrara finalmente en 1992, lo que los historiadores decidirían destacar fue el genocidio desencadenado por el navegante al liberar las fuerzas del imperialismo, el capitalismo, la tecnología, la religión y, sobre todo, la enfermedad en unas civiliza ciones que carecían de recursos para defenderse. Por otro lado, su fama no habría llegado hasta nosotros si no fuera porque el emperador Hongxi tomó la decisión en 14 2 4 de suspender su costoso y ambicioso programa de exploración de los mares, dejando así los grandes descubrimientos a los europeos.2 Puede parecer ésta una extraña decisión hasta que se recuerda el costoso y ambicioso esfuerzo realizado por Estados Unidos para superar a la Unión Soviética envian do al hombre a la Luna, que culminó con éxito el 20 de julio de 1969. El presidente N ixon alardeó con desmesura de que ésta había sido «la semana más grande en la historia del mundo desde la Creación».* Luego, tras otros cinco alunizajes en el curso de los tres años y medio siguientes, Nixon suspendió la carrera espacial y pospuso definitiva mente futuros descubrimientos. ¿Cuál de las dos decisiones de estos dos emperadores parecerá más extraña transcurridos quinientos años? Es difícil saberlo. Se impone por tanto la humildad a la hora de evaluar la importan cia de la Guerra Fría; el pasado reciente será necesariamente distinto cuando se mire a través del telescopio del futuro lejano. Lo que para los contemporáneos pueden parecer cuestiones trascendentales acaso lleguen a considerarse tan triviales e incomprensibles como son para los turistas que viajan a la Antártida las peleas entre pingüinos, indistingui bles unos de otros sobre bloques de hielo a la deriva. Pero las corrientes que impulsan la historia transportarán un significado concreto, mode lando en cierto modo lo que está por venir. Lo mismo harán quienes izan sus velas, toman el timón y buscan la manera de llegar desde donde se encuentran hasta donde esperan encontrarse algún día. Karl M arx no sabía mucho sobre pingüinos, pero sí reconoció en términos sexistas, en 18 5 2 , que «los hombres hacen su propia historia». Siempre fiel al determinismo, se apresuró a matizar esta afirmación añadiendo que «no a la medida de sus deseos, no eligiendo ellos mismos las circunstancias, sino de acuerdo con las circunstancias encontradas, dadas y transmitidas desde el pasado».4 Sólo hasta ahí estaba dispuesto el mayor de los teóricos de lo inevitable a permitir algún desvío de la
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historia; lo cierto es que no puede decirse que a M arx le agradara la espontaneidad. Su manera de razonar propone sin embargo un método para distinguir entre lo que tal vez se recuerde de la Guerra Fría y lo que las futuras generaciones acaso rechacen, por incomprensible dis puta entre Estados, ideologías e individuos apenas distinguibles unos de otros. Y ello porque los acontecimientos abren vías de escape — izan velas, aparejan navios y fijan rumbos desconocidos hasta la fecha— que se desvían de lo «normal» y que por ello seguirán recordándose en el futuro, pasados cinco siglos. El principal desvío de la Guerra Fría fue sin duda su alejamiento de las guerras calientes. Antes de 19 4 5 las grandes potencias libraban enfrentamientos armados que parecían un rasgo permanente del paisaje internacional; Lenin incluso confiaba en que estas luchas proporciona rían el mecanismo mediante el cual el capitalismo llegaría a destruirse a sí mismo. A partir de 19 4 5 , las guerras se limitaron a aquellas entre las superpotencias y potencias menores, como ocurrió en Corea, Vietnam y Afganistán, o a guerras entre potencias menores, como las cuatro que estallaron entre Israel y sus vecinos árabes entre 19 4 8 y 1 9 7 3 , las tres guerras entre India y Pakistán de 1 9 4 7 a .19 4 8 ,19 6 5 y 1 9 7 1 o el largo, sangriento e inconcluso combate que devastó Irán e Irak durante la década de 19 8 0 . Lo que nunca llegó a ocurrir, pese al temor extendido por todo el mundo, fue una gran guerra en la que se vieran implicados Estados Unidos, la Unión Soviética y sus respectivos aliados. Los líderes de estos países tal vez no eran menos beligerantes que quienes recurrían a la guerra en el pasado, pero su belicosidad carecía de optimismo porque, por primera vez en la historia, «nadie» podía estar seguro de ganar, ni siquiera de sobrevivir a una guerra de semejante magnitud. Como la alambrada en la frontera húngara, l a g u e r r a — a l m e n o s l a s g ra n d es g u e rra s u n
r ie s g o
p a ra
la
e n tre g ra n d e s E s ta d o s s a lu d
—
y, p o r ta n to , e n
h a b ía
u n
p a s a d o
a
c o n v e r t ir s e e n
a n a c r o n is m o J
N o es difícil distinguir las corrientes históricas que llevaron al mun do hasta ese punto. Se componían de recuerdos de las muertes y los costes de la Segunda Guerra Mundial, pero tampoco esto habría des cartado la posibilidad de guerras futuras, puesto que recuerdos similares de la Primera Guerra Mundial no bastaron para impedir la Segunda. J. Robert Oppenheimer apuntaba una explicación mejor al predecir en 1946 que «si llegara a producirse una gran guerra, se emplearía armas
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atómicas».6 La lógica del hombre que dirigió el programa para la cons trucción de la bomba era correcta, pero la Guerra Fría logró invertirla y, al comprenderse que una gran guerra implicaría el uso de armas ató micas, sucedió que esta guerra no llegó a producirse.7 A mediados de la década de 19 5 0 estos mecanismos letales, junto con los medios para utilizarlos de manera casi instantánea en cualquier lugar del mundo, po nían en peligro a los Estados. Así, una de las principales razones por las que en el pasado habían estallado las guerras (la protección del propio territorio) dejaba de tener sentido. También la competencia territorial, otra de las causas tradicionales de guerra, empezaba a ser menos pro vechosa que en el pasado. ¿De qué servía en un momento de máxima vulnerabilidad adquirir esferas de influencia, fortificar las líneas de de fensa y buscar puntos de estrangulamiento estratégico? Dice mucho al respecto de cómo perdían valor este tipo de posturas el hecho de que la Unión Soviética renunciara pacíficamente a muchos enfrentamientos antes de desmoronarse. Los sistemas de reconocimiento por satélite y otros avances de los servicios de inteligencia contribuyeron asimismo a convertir las grandes guerras en recurso obsoleto, al disminuir las ocasiones de atacar por sorpresa y eliminar las posibilidades de ocultar las agresiones. Aún podía producirse algún suceso inesperado, como la invasión de Kuwait por parte de Irak en agosto de 19 9 0 , pero no fue por falta de datos sino porque fallaron las interpretaciones de los servicios de inteligen cia. Cuando comenzó la liberación del país, a principios de 1 9 9 1 , el despliegue militar de Sadam Husein resultó tan visible, y sus tropas quedaron tan expuestas a cualquier ataque, que no tuvo más remedio que retirarlas. La transparencia — derivada de la carrera de armas estra tégicas que tuvo lugar durante la Guerra Fría— generó una situación completamente nueva, que recompensaba a quienes intentaban evitar las guerras y desalentaba a quienes intentaban iniciarlas. Es muy posible que este período se recuerde como el punto en el que la fuerza militar, una característica distintiva del «poder» en el curso de los cinco siglos precedentes, dejó de ser lo que fue.8 La Unión Sovié tica se desmoronó finalmente con toda su capacidad militar y nuclear intacta. Los avances tecnológicos, sumados a una cultura de prudencia más allá de las ideologías, provocaron un cambio en la propia esencia del poder entre 1 9 4 5 y 1 9 9 1 . Cuando llegó el final de la Guerra Fría,
2.7Z
la capacidad de emprender guerras ya no garantizaba la influencia de los Estados, ni siquiera su pervivencia en el conjunto del sistema inter nacional. El descrédito de las dictaduras señala otro desvío del determinismo histórico. Los tiranos existían desde hacía milenios, pero el gran temor de George Orwell en el año 19 4 8 , cuando escribía su novela 1984 en la solitaria isla de Jura, era que los progresos realizados en los siglos xvm y xix para contener las guerras se hubieran invertido. Pese a las derrotas sufridas por la Alemania nazi y el Japón imperial, no sería fácil explicar la primera mitad del siglo x x sin concluir que las corrientes de la histo ria habían llegado a favorecer las políticas totalitarias y las economías centralizadas. Orwell, como los monjes irlandeses en los confines del mundo medieval, intentaba desde otro lugar remoto preservar lo poco que quedaba de la civilización demostrando qué consecuencias tendría una victoria de los bárbaros.9 Grandes Hermanos controlaban la Unión Soviética, China y la mitad de Europa en el momento en que se publicó 1984. Habría sido utópico esperar que las cosas se detendrían en ese punto. Y sin embargo así fue; la corriente de la historia giró de manera de cisiva contra el comunismo en la segunda mitad del siglo xx. El propio Orwell tuvo algo que ver en ello. Su angustioso relato, junto con los posteriores de Solzenitsin, Sajarov, Havel y el futuro Papa Karol Wojtyla, lanzaron una crítica moral y espiritual al marxismo-leninismo para la cual éste carecía de respuesta. Tardaron sus velas en coger el viento, pero a finales de los setenta la travesía ya estaba en marcha. Fueron Juan Pablo II y el resto de los líderes-actores quienes a continuación fijarían el rumbo. Las alternativas más inspiradas que la Unión Soviéti ca había logrado ofrecer fueron Leónidas Brezhniev, Yuri Andropov y Konstantin Chernienko, claro indicio de que los dictadores ya no eran lo que fueron. El comunismo había prometido una vida mejor, pero no logró pro porcionarla. M arx insistía en que los cambios en los medios de pro ducción aumentarían las desigualdades, provocarían el odio y con ello encenderían la conciencia revolucionara de la «clase obrera». N o fue capaz de prever, sin embargo, el tipo de cambios que habrían de produ cirse cuando en el proceso de evolución de las economías post-industriales se produjera una recompensa lateral de las formas de organización
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jerárquicas. La complejidad volvía la planificación «menos» factible que en épocas de industrialización anteriores y más sencillas; sólo unos mercados descentralizados y ampliamente espontáneos podían tomar los millones de decisiones necesarias todos los días en una economía moderna para satisfacer la demanda de bienes y servicios. En conse cuencia, el malestar ante el capitalismo no llegó a alcanzar el punto en que «los proletarios de todos los países» juzgaran necesario unirse para romper sus «cadenas». Todo esto se evidenció durante la Guerra Fría, en buena parte por que los líderes occidentales demostraron que la acusación de Marx, cuando decía que el capitalismo elevaba la codicia por encima de todo, era falsa. Si comparamos esto con las perversiones del marxismo que Lenin y Stalin aplicaron en la Unión Soviética y M ao en China — de jando el control de lo que supuestamente debería haber sido un proceso automático en manos de un partido dirigente y un Estado totalitario—, el resultado es el descrédito del comunismo no sólo en el plano econó mico sino también en el de la justicia política y social. Y así como la nueva guerra mundial no llegaba a producirse, tampoco se produjo la anticipada revolución mundial. La Guerra Fría había generado otro anacronismo histórico. Fíubo una tercera innovación: la globalización de la democracia. Según ciertas estimaciones, el número de democracias se multiplicó por cinco en la segunda mitad del siglo x x .10 Las circunstancias que lo pro piciaron siguen sin entenderse con claridad por el momento. De alguna manera influyó en ello la ausencia de grandes depresiones y grandes guerras; la década de 19 3 0 y los primexos años de la de 19 4 0 pusieron de manifiesto la fragilidad de las democracias. Contribuyeron también algunas decisiones políticas, como la promoción de la democracia por parte de Estados Unidos y sus aliados europeos para distinguirse de sus rivales marxistas-leninistas. Y la educación tuvo un papel igualmente significativo: los índices de alfabetización y de escolarización aumenta ron casi en todas partes durante los años de la Guerra Fría y, aunque las sociedades educadas no siempre son sociedades democráticas —tal como demostró la Alemania de Hitler— , sí parece evidente que cuando las personas cuentan con un mejor conocimiento de sí mismas y del mundo que las rodea son también menos proclives a dejar que otros dirijan sus vidas.
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La revolución de la información fortaleció la difusión de la demo cracia al producir una sociedad mejor informada y capaz de reaccionar al aprendizaje con mayor rapidez que en el pasado. Por tanto, en la segunda mitad del siglo x x fue más difícil ocultar la información sobre lo que ocurría tanto en el resto del mundo como en el propio país. Este tipo de «transparencia» proporcionó nuevos instrumentos de presión contra los regímenes totalitarios, según ilustró con elocuencia el proce so de Helsinki. Aportó además la confianza de que las dictaduras no regresarían allí donde habían sido derrocadas. Pero las democracias también arraigaron porque en términos ge nerales superaron a las autocracias a la hora de elevar el nivel de vida. Los mercados no siempre necesitan de la democracia para funcionar eficazmente: Corea del Sur, Taiwan, Singapur y China desarrollaron economías de gran éxito en condiciones menos que democráticas. La experiencia de la Guerra Fría demostró, sin embargo, que no es fácil mantener los mercados abiertos y contener las ideas al mismo tiempo; y, puesto que los mercados se revelaron más eficientes que las economías dirigidas para asignar recursos y aumentar la productividad, la mejora resultante en las vidas de la gente fortaleció a su vez las democracias. Por todas estas razones durante el período de la Guerra Fría el mun; do estuvo más cerca que nunca de alcanzar un consenso en torno a la idea de que sólo la democracia confiere legitimidad, lo cual también señala una ruptura con el determinismo de los imperios, las ideologías impuestas y el uso arbitrario de la fuerza para sostener un régimen to talitario. Hubo seguramente en esos años mucho que lamentar: el riesgo que corrió el futuro del mundo; los recursos destinados a la fabricación de armamento inútil; las consecuencias para la salud y el medio ambiente de los grandes complejos de la industria militar; y la represión que oscureció las vidas de generaciones enteras y las vidas humanas que a menudo se cobraba. Ningún tirano del mundo había llegado jamás a eje cutar a la «quinta» parte de su población y, sin embargo, esto es lo que hicieron los Jemeres Rojos bajo el Gobierno de Pol Pot justo después de la Guerra de Vietnam. Seguramente el futuro seguirá recordando esta atrocidad cuando ya haya olvidado muchos aspectos de la Guerra Fría, aun cuando en su momento apenas nadie fuera de Camboya supiera lo que ocurría. Pol Pot no fue juzgado por crímenes contra la humanidad;
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murió en una casucha de la frontera tailandesa en 19 9 8 y fue incinerado sin ceremonia sobre un montón de basura y neumáticos.11 Al menos no construyeron un mausoleo para él. Sin embargo, por todo esto y por muchas otras razones, la Guerra Fría pudo haber sido peor, mucho peor. Comenzó con el regreso del miedo y concluyó con el triunfo de la esperanza, una trayectoria insólita en los grandes momentos de tumulto histórico. También pudo haber sido distinta, puesto que el mundo pasó la segunda mitad del siglo xx profundamente angustiado por algo que no llegó a confirmarse. El teles copio que mire desde el futuro lejano confirmará este extremo, pues de haber tomado las cosas un rumbo diferente acaso no quedaría ya nadie para mirar desde el futuro. Esto sin duda es algo. Como dijo el Abbé Sieyés cuando le preguntaron qué hizo durante la Revolución Francesa, la mayoría de nosotros sobrevivimos.
NOTAS
p r ó l o g o : la v is ió n d e l f u t u r o
1. Michael Shelden, O r w e l l : T h e A u t h o r i z e d B i o g r a p h y , Harper-Collins, Nue va York, 19 9 1, p. 430. Mi relato de los últimos años de Orwell procede de los capítulos finales de este libro. 2. George Orwell, 1984, Harcourt Brace, Nueva York, 1949, P- z^7 3. Discurso radiotelevisado, 16 de enero, 1984, P u b l i c P a p e r s o f t h e P r e s i d e n t s o f t h e U n i t e d S t a t e s : R o n a l d R e a g a n , 1 9 8 4 , Government Printing Office, Washington, 1985, p. 45.
CAPÍTULO UNO: EL REGRESO DEL MIEDO
1. Entrevistas, CNN, C o i d W a r , Episodio 1, «Comrades, 1917-1945». 2. Alexander Werth, R u s s i a a t W a r : 1 9 4 1 - 1 9 4 J , E. P. Dutton, Nueva York, 1964, p. 1.045. Las cifras de bajas británicas y estadounidenses se han extraído de B r i t a n n i c a O n l i n e . Las cifras soviéticas son las proporciona das por Vladimir O. Pechatnov y C. Earl Edmondson en «The Russian Perspective», Ralph B. Levering, Vladimir O. Pechatnov, Verena Botzenhart-Viehe y C. Earl Edmondson, D e b a t i n g t h e O r i g i n s o f t b e C o i d W a r : A m e r i c a n a n d R u s s i a n P e r s p e c t i v e s , Rowman & Littlefield, Nueva York, Z0 0 2 , p. 8 6 . 3. Warren F. Kimball, T h e J u g g l e r : F r a n k l i n R o o s e v e l t a s W a r t i m e S t a t e s m a n ,
Princeton University Press, Princeton, 1991, pp. 97-99. 4. George F. Kennan, 1967, p. 279.
M e m o ir s :
1925-19 50, Atlantic-Little, Brown, Boston
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