roblemáticos» de su Beethoven. «Es una lástima», exclama nuestro magister con lánguidos suspiros, «que en el caso de Beethoven por culpa de tales reservas tenga uno que perder el goce y la admiración que gustosamente se le tributa». Y es que nuestro magister es, en efecto, un elegido de las Gracias; y éstas le han contado que acom pañaron a Beethoven sólo durante un trecho, y que luego él las había vuelto a per:V
Epopt: de in o n z r f, maestro de ceremonias en los sacrificios de Eleusis. " En SG 362, en la parte del Anexo titulada «De nuestros grandes músicos», dice Strauss ha blando de las veladas dedicadas a la música para cuarteto: «se comienza con Mozart o incluso con Beethoven, como si se quisiera empezar la comida con champán y confites, en lugar de comenzar con una buena sopa». ^ Nietzsche usa aquí una expresión, «über den Strang schlagen» que, si bien quiere decir «ex cederse, propasarse», tomada literalmente significa «dar coces por encima de la lanza del carro». Cfr.SG359ss. • -Desde principio del punto y aparte hasta aquí cfr. SG 358-359.
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der de vista. «Eso es un defecto», exclama él; «pero ¿se creerá,que aparece también como un mérito?» «Quien va haciendo rodar la idea musical fatigado y jadeante, parece estar moviendo la idea más pesada y ser el más fuerte» (pp. 355-356). Esto es una confesión, y ciertamente no sólo sobre Beethoven, sino una confesión del «prosista clásico» sobre sí mismo: a él, el célebre autor, las Gracias no le dejan de la mano: permanecen imperturbables a su lado, desde el juego de las bromas fáci les, o sea, de las bromas straussianas — hasta las cimas de la seriedad — o sea, de la seriedad straussiana — . Él, el artista de la escritura clásica, va empujando con facilidad su carga, como si estuviera jugando, mientras que Beethoven la hace ro dar jadeante. Él parece estar sólo jugueteando con el peso: y eso es un mérito; pero ¿se creerá que podría aparecer también como un defecto? — Mas eso a lo sumo sólo para aquellos que ven en el barroco lo genial, en lo informe lo sublime — ¿no es cierto, usted el juguetón elegido de las Gracias? Nosotros no envidiamos a nadie por los edificantes placeres que se procura en el silencio de su pequeño gabinete o en un nuevo reino de los cielos bien arreglado; pero de todos los edificantes placeres posibles, el straussiano es, sin duda, uno de los más prodigiosos: pues Strauss se procura a sí mismo esos placeres edificantes con un peque ño fuego saaificial al que tranquilamente arroja las obras más sublimes de la nación alemana para así con su humo incensar a sus ídolos. Si por un momento imaginásemos que, por un azar, hubieran ido a parar la Heroica, la Pastoral y la Novena a manos de nuestro sacerdote de las Gracias, y que hubiera dependido de él el mantener pura la imagen del maestro eliminando «productos tan problemáticos» — ¿quién duda de que él los hubiese quemado? Y así actúan efectivamente los Strauss de nuestros días: sólo quieren saber de un artista hasta qué punto es apto para su servicio de cámara, y no co nocen más que la antítesis entre incensar y quemar. En todo caso, son libres de hacerlo: lo extraño consiste sólo en esto, que la opinión pública estética sea tan débil e insegura,tan fácil de seducir que tolere sin protestar semejante exhibición del filisteísmo más mezquino, más aún, que carezca de sensibilidad para la comicidad de una escena én la que un maestrillo tan poco estético se permite juzgar a Beethoven. Y en lo que a Mozárt se refiere, aquí debería valer realmente aquello que Aristóteles dice respecto de Platón: «a los malos no les está permitido ni siquiera el alabarlo». Sólo que aquí, tanto el públi co como el magister, han perdido la vergüenza: no sólo se le permite hacerse pública-; mente cruces ante los productos más grandes y puros del genio germánico, cómo-si hubiese visto algo obsceno e impío, sino que el público se alegra también de sus déséh-í; vueltas confesiones de fe y de sus confesiones de pecados, especialmente porqué ño v confiesa pecados que él haya cometido, sino los que supone que los grandes espíritus cometieron. ¡Ah, si nuestro magister tuviera realmente siempre razón!, piensan a veces:; los lectores que le admiran, cuando se ven arrebatados por el sentimiento de duda; mas él mismo ahí está, sonriente y convencido, perorando, condenando y bendiciendo, agi tando el sombrero para sí mismo, y dispuesto a decir en cualquier momento lo que le dijo la duquesa Delaforte a Madame de StaéP^: «debo confesarle, mi querida amiga, que aparte de mí no encuentro a nadie más que tenga siempre razón».
Arine-Louise Germaine Necker (1766-1817), Baronesa de Staél-Holstein, conocida como Madame de Staél, famosa escritora suiza. Nietzsche la cita varias veces en sus escritos. Cfr.. JG B § 232 y233.
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Para un gusano un cadáver es un pensamiento agradable, y para cualquier ser vivo el gusano es un pensamiento espantoso. Los gusanos imaginan su reino de los cielos en un cuerpo gordo y seboso, y los profesores de filosofía, en el hurgar en las visceras schopenhauerianas, y mientras haya roedores, habrá también un cielo de roedores. Y con esto queda respondida nuestra primera pregunta: ¿Cómo se imagina el nuevo cre yente su cielo? El filisteo straussiano mora en las obras de nuestros grandes poetas y músicos como los gusanos, que viven destruyendo, admiran devorando, adoran digi riendo. ■Pero nuestra segunda pregunta dice asi: ¿Hasta dónde llega la valentía que la nue va religión confiere a sus fieles? Esta pregunta estaría también ya respondida, si va lentía e inmodestia fuesen una misma cosa: pues en ese caso Strauss no carecería en absoluto de la verdadera y merecida valentía de mameluco; al menos, esa debida mo destia, de la que Strauss habla en el pasaje mencionado hace poco refiriéndose a Beethoven, es sólo un giro estilístico y no moral. Strauss participa en buena medida de esé.descaro y atrevimiento a que los héroes victoriosos se creen autorizados; todas las flores han brotado sólo para él, el vencedor, y él alaba al sol por iluminar en el mo mento oportuno sus ventanas. De sus alabanzas ni siquiera se libra el viejo y venera ble universo, como si éste sólo por dichas alabanzas fuera a quedar consagrado y de ahora en adelante sólo se le permitiera dar vueltas alrededor de la mónada central, Strauss. El universo, nos ilustra Strauss, es ciertamente una máquina que tiene ruedas de hierro dentadas, martillos y pistones pesados,
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en cada ocasión golpea en el rostro a esta idea nuestra» (p. 143). Ahora bien, puesto; que ninguna idea, ni siquiera la más bella idea de Strauss acerca del Universo, tiene rostro, sino que sólo lo tiene quien tiene la idea, el procedimiento consiste en la si guiente serie de acciones individuales: Strauss golpea a Schopenhauer — más aiiá,^ hace que se abra de un golpe: a lo que Schopenhauer responde golpeando a Straiíiss en el rostro. Ahora Strauss «reacciona» de manera «religiosa», lo que quiere decir que golpea a su vez a Schopenhauer, despotrica contra él, habla de absurdos, blasfcr? mias, atrocidades, incluso llega a decir que Schopenhauer no estaba bien de la cabe-; za. Resultado de la bronca: «para con nuestro universo nosotros exigimos la misma; piedad que el hombre piadoso a la vieja usanza exigía para con su Dios» — o más brevemente: i«él me ama»! Nuestro elegido de las Gracias se pone difícil la vida,* pero es valiente como un mameluco y no teme ni al diablo ni a Schopenhauer. ¡Cuán to «lubricante» consumiría, si tales procedimientos llegaran a ser frecuentes! Por otra parte, comprendemos el reconocimiento que Strauss debe al Schopenhauer que íe cosquillea, le pincha o le golpea; por eso, tampoco nos sorprende la siguiente demostración de simpatía hacia él: «Los escritos de Arthur Schopenhauer basta con ho jearlos, aunque por lo demás se haga bien si no sólo se los hojea, sino que se los estudia, etc.» (p. 141). ¿A quién está diciendo esto el jefe de los filisteos? Él, de quien se puede probar que nunca ha estudiado a Schopenhauer, él, de quien Schopenhauer por su parte tendría que decir: «éste es un autor que no merece la pena hojear y mucho menos estudiar»^^ Es evidente que Schopenhauer se le ha atragantado: y trata de desprenderse de él esputándole encima. Strauss, no obstante, para colmar la medida de los elogios ingenuos, se permite todavía recomendamos al viejo Kant: de su Historia y teoría ge neral del cielo, del año 1755^*, dice que es «un escrito que me ha parecido siempre no menos importante que su posterior crítica de la religión. Si aquí es de admirar la pro fundidad de la mirada, allí es de admirar la amplitud de su visión: si aquí tenemos ál anciano a quien sobre todo le importa la seguridad del conocimiento que posee aunque sea limitado, allí encontramos al hombre henchido del valor del descubridor y conquis tador espiritual»®^. Este juicio de Strauss sobre Kant es un juicio que a mí me ha pare cido siempre no menos modesto que el que hace sobre Schopenhauer: si aquí tenemos al jefe a quien sobre todo le importa la seguridad a la hora de expresar un juicio, aunque sea limitado, allí encontramos al famoso prosista que, henchido del valor de la ignoran cia, derrama las esencias de sus elogios aun sobre Kant. Justo el hecho verdaderamente increíble de que Strauss no haya sabido extraer de la crítica kantiana de la razón nada que le sirva para su testamento de las id e^ modernas, de que todo lo que diga sea sólo para complacer al realismo más grosero, es ya uno de los rasgos característicos más lla mativos de este nuevo evangelio, que, por lo demás, se presenta sólo como el fhito, lo grado a base de muchas fatigas, de una continua investigación de la historia y la natu raleza, negando así hasta el elemento filosófico. Para el jefe de los filisteos y para sus «nosotros» no hay una filosofía kantiana. Strauss no barrunta nada de la antinomia fím-‘ daniental del idealismo y del sentido sumamente relativo de todas las ciencias y de la Cfr. FP 1, 27 [30]. ‘‘‘ Obra que Kant escribió en 1755 y que publicó anónimamente el mismo año. El título original completo es; Á llg e m e in e N a tu r g e s c h ic h te u n d T h e o r ie d e s H im m e ls, o d e r V ersuch vo n d e r Verfass im g u n d d e m m e c h a n isc h e n U r s p r u n g e d e s g a n z e n W e ltg eb a u d es n a c h N e w to n is c h e n G ru n d s á íze n a b g e h a n d e lt («Historia general de la naturaleza y teoría del cielo, o ensayo sobre la constitución y el
origen mecánico de todo el edificio del mundo, ti-atado según principios newtonianos»). Cfr. SG 149 y 150.
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razón. En otras palabas: es justo la razón la que debería decirle qué poco se puede dis tinguir con la razón acerca del «en sí» de las cosas. La verdad es que a las personas que tienen ya una cierta edad les resulta imposible entender a Kant, especialmente si uno en lajuventud, como es el caso de Strauss, ha entendido o cree haber entendido el «espíri tu gigantesco» de Hegel, y, más todavía, si se tuvo que ocupar con Schleiermacher, «quien poseía una agudeza casi excesiva», como dice Strauss. Le sonará extraño a Strauss el que le diga que aún hoy sigue «dependiendo por completo» de Hegel y de Schleiermacher^^ y que su teoría del universo, la manera de considerar las cosas sub specie hiennii^ y sus reverencias ante las condiciones alemanas, pero sobre todo su des vergonzado optimismo de filisteo, sólo se explican a partir de ciertas impresiones, cos tumbres y fenómenos patológicos que se dan en la juventud. Quien ha estado enfermo de hegelitis y de schleiermacheritis, nunca volverá a estar del todo sano, í En el libro de confesiones hay un pasaje en el que aquel incurable optimismo^^ va de un lado para otro dando vueltas de vals con una satisfacción verdaderamente pro pia de un día de fiesta (pp. 142-143). «Si el mundo es una cosa», dice Strauss, «que mejor sería que no existiese, ¡ajá!, entonces también el pensamiento del filósofo, que es parte de este mundo, es un pensamiento que sería mejor que no se pensase. El fi lósofo pesimista no se da cuenta de cómo, al declarar malo el mundo, está declarando malo, antes que nada, su propio pensar, que es el que declara malo el mundo; pero si un pensar que declara malo el mundo es un pensar malo, entonces el mundo es, por el contrario, bueno. Por regla general, el optimismo suele ponerse las cosas demasia do fáciles; frente a eso, las pruebas que ofrece Schopenhauer del importantísimo pa pel que el dolor y el mal tienen en el mundo están perfectamente en su lugar; pero toda verdadera filosofía es necesariamente optimista, porque de otro modo se negaría a sí misma el derecho de existir». Si esta refutación de Schopenhauer no es justo lo que en otro pasaje Strauss llama «refutación acompañada del sumo júbilo de las lo calidades superiores»^®, entonces no he comprendido en absoluto esa locución teatral dé la que él se sirve en esa ocasión para atacar a uno de sus adversarios. Aquí el opti mismo, y esta vez adrede, ha vuelto a ponerse las cosas fáciles. Pero precisamente en eso consistía la habilidad de hacer como si la refutación de Schopenhauer fuese una minucia sin importancia y seguir empujando la carga como si fuera un juego, de ma nera que las tres Gracias se alegrasen en todo momento del optimista juguetón. Eso es lo que pretende mostrarse con esta hazaña, que a un pesimista no hace falta para nada tomarle en serio: los sofismas más inconsistentes son suficientes para hacer ver que con una filosofía tan «malsana y estérib) como la de Schopenhauer no deben des perdiciarse razones, sino a lo sumo sólo palabras y bromas. En tales pasajes se com prende la declaración solemne de Schopenhauer®^ según la cual el optimismo, cuando :
« Cfr. SG 132 y 133. ^ Cfr. FP 1, 27 [30], p. 442: «Strauss no tiene nada en qué apoyarse y se arroja en brazos del Estado y del éxito; todo su pensamiento no es sub specie aeternitatiSy sino decennii vel biennii. De ese modo se convierte en un “clásico de la plebe”, como Büchner, etc.» En GT 18 denuncia ya Nietzsche ese «optimismo que se apoya ocultamente en la esencia de la lógica y que es el trasfondo de nuestra cultura». En el texto hay también una clara alusión a Kant y a Schopenhauer, «cuya victoria más difícib>, según GT, fue triunfar sobre el optimismo. Se refiere aquí a las localidades más altas de un teatro, generalmente las más económicas. Cfr. WWV, rv, § 59, donde dice: «el optimismo, cuando no es acaso el atolondrado discurso de aquellos bajo cuyas aplastadas frentes no se hospedan más que palabras, no me parece simple mente una forma de pensar absurda, sino verdaderamente perversa, ya que constituye un amargo sarcasmo sobre los indecibles sufrimientos de la humanidad».
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no es acaso el discurso atolondrado de aquellos bajo cuyas aplastadas frentes no se hospedan más que palabras, le parece un modo de pensar no solamente absurdo, sino también verdaderamente perverso, un sarcasmo amargo sobre los indecibles-sufri mientos de la humanidad. Cuando el filisteo, como Strauss, hace de esto un sistemalogra también un modo de pensar perverso, es decir, ima doctrina de la más obtusa comodonería del «yo» o del «nosotros», y provoca indignación. Quién sería, por ejemplo, capaz de leer sin indignarse la siguiente explicación psi cológica, puesto que es evidente que una explicación como ésta no puede crecer más que en el tronco de esa perversa teoría de la comodonería: «jamás, manifestó Beetho•• ven, habría sido capaz de componer un texto como Fígaro o Don Juan. La vida no le había sonreído lo suficiente como para haber podido mirarla de una manera tan serena, o como para haber tomado tan a la ligera las debilidades de los hombres)) (p. 360). Pero para citar el ejemplo más fuerte de esa perversa vulgaridad del senti miento: baste con señalar que Strauss no logra explicarse el impulso terriblemente serio de negación y la tendencia a la santificación ascética de los primeros siglos del cristianismo de otra manera que suponiendo un anterior hartazgo de goces sexuales de todo tipo y la náusea y el malestar consiguientes: • - - -. •i'. " •
«Los persas lo llaman bidamag buden, Los alemanes, modorra de borrachera»^®. Lo cita el propio Strauss, y no se avergüenza. Nosotros, por el contrario, hemos de volvemos por un momento, para superar la náusea.
Desde luego, nuestro jefe de los filisteos es valiente, más aún, es temerario en parlabras siempre que cree poder deleitar con tal valentía a sus nobles «nosotros». Por eso la ascesis y la abnegación de los antiguos eremitas y santos tienen que ser una especie de modorra, producto de una borrachera, a Jesús se le pinta como si fuera un ;; fanático que en nuestra época hubiese acabado de salir del manicomio, la historia de . la resurrección de Jesús se tacha de «idiotez de la historia universal»®^ vamos a ^ admitir todo esto, a fin de estudiar en ello la especie particular de valentía de que nuestro «filisteo clásico», Strauss, es capaz. Escuchemos por de pronto su confesión: «Es ciertamente una tarea antipática e , ingrata decir al mundo justo lo que al mundo menos le gusta oír. Al mundo le gusta administrar con largueza, como a los grandes señores, ingresar y gastar mientras ten ga algo que gastar: pero cuando uno hace la suma de las partidas y luego le presenta el balance, entonces lo considera un aguafiestas. Y justo a eso es a lo que me ha lle vado desde siempre mi forma de ser, mi manera de pensan>^°. A una forma de ser, a una manera de pensar así se puede llamar por lo menos valerosas, pero lo que no deja Cfr. Goethe, J. W., «West-ostlicher Divan» [«Diván occidental-oriental»], en Werke, op. citj IV, 119, «Saki Nameh». [El libro del copero]. Cfr. SG 248. ‘^’ Cfr.SG 72. • V Cfr. D. Strauss, Nachwort ais Vorwort zu der neuen Auflage meiner Schrift «Der alte imd der neue Glaube», Bonn, 1873, pp. 12-13. Este texto se añadió después como final del libro La viejay y la nueva fe en ediciones sucesivas. .
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de ser dudoso es si ese valor es natural y originario o si es más bien adquirido y arti ficial; quizá Strauss sólo poco a poco se haya ido acostumbrando a ser el aguafiestas profesional, hasta haber inculcado en sí ese valor profesional. Eso es perfectamente compatible con la cobardía natural que es propia del filisteo; y que se muestra, sobre todo, en la falta de consecuencias de frases como ésas, que, para pronunciarlas, exi gen itener valor; resuenan como truenos y, sin embargo, la atmósfera no se purifica. Strauss no llega a cometer actos agresivos, sólo es capaz de palabras agresivas, pero las elige tan ofensivas como puede, y todo lo que en él se ha ido acumulando de ener gía y de fuerza lo gasta en expresiones groseras y estridentes; tras haberse apagado el ruido de sus palabras, Strauss es más cobarde que aquel que nunca ha hablado. Más aún, hasta la sombra de las acciones, la ética, muestra que él es un héroe de las pala bras, y que evita toda ocasión en que sea necesario pasar de las palabras a la cruda realidad. Strauss declara con franqueza admirable'^’ que, aunque él ya no es cristiano, no;desea, sin embargo, perturbar la satisfacción de nadie, sea del tipo que sea; a él le parece que es contradictorio fundar una asociación con el fin de derribar otra asocia ción— lo que no es en absoluto tan contradictorio. Con cierta burda complacencia se envuelve en el manto velludo de nuestros genealogistas del simio y exalta a Darwin^cómó uno de los más grandes benefactores de la humanidad — no obstante, vemos avergonzados que su ética se eleva ajena por completo a la cuestión de «¿cómo con cebimos el mimdo?». Ésta era una ocasión para mostrar su valentía natural: pues aquí Strauss,habría tenido que dar la espalda a su «nosotros», y habría podido deducir au dazmente del bellum omniiim contra omnes y del derecho del más fuerte preceptos morales para la vida que, ciertamente, sólo podían tener su origen en una mente ínti mamente intrépida, como la de Hobbes, y en un amor a la verdad grandioso y com pletamente distinto de aquel que estalla siempre en violentas invectivas únicamente contra los curas, el milagro y la «idiotez de la historia universal» de la resurrección. Pues con una ética darwinista genuina llevada seriamente a cabo uno tendría frente a sí ali filisteo al que tiene a su lado cuando lanza todas estas invectivas. • i «Todo obrar moral», dice Strauss, «es un determinarse a sí mismo del individuo según la idea de la especie»^^ Traducido en términos claros y comprensibles no quie re decir más que: ¡vive como hombre y no como un mono o una foca! Por desgracia, este imperativo es por completo inoperante y estéril, porque bajo el concepto de «hombre» se ayunta lo más dispar, por ejemplo, el patagón y el magister Strauss, y porque nadie se atreverá a decir con el mismo derecho: «¡vive como un patagón!» y «lyiye como un magister Strauss!» Pero si hubiera alguien que se exigiera a sí mis:mó:-¡yive como genio!, es decir, vive en cuanto expresión ideal de la especie humana, y resultara ser por azar o un patagón o un magister Strauss, cuánto tendríamos que ■süftir entonces por las impertinencias de esos locos extravagantes adictos a la genia lidad,, de cuyo crecimiento como hongos en Alemania ya se quejaba Lichtenherg^"*, y 4ue QOn gritos salvajes nos piden que escuchemos las confesiones de su novísima fe. Strauss. ni siquiera ha conseguido aprender todavía que un concepto nunca podrá ha, :« « .C fr. SG 7. ’ Cfr. SG 75. Sobre la relevancia de Darwin en la intempestiva de D. Strauss, cfr. Dirk Roben Johnson, «Nietzsche’s early Darwinism: The “David Strauss” essay of 1873», en Niefzsche Studien, 30 (2001), pp. 62-79. . SG 236. ^ Cfr. Lichtenberg, G. Ch., Vermischte Schriften. Nene Origina] Ausgahe, 2 vols., Dieterich, Gottíngen, 1867,1, p. 277 [BN 356].
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cer que los hombres sean mejores y más morales, y que predicar una moral es táñ fácil como difícil es justificarla su tarea debería haber consistido más bien en ex plicar y en deducir con rigor, partiendo de sus premisas darwinistas, los fenómenos de la bondad humana, de la misericordia, del amor y de la abnegación, qué existen realmente: Sírauss, en cambio, dando un salto a lo imperativo, prefirió evadirse de la tarea de explicar, Pero resulta que al dar ese salto brinca también con ligereza incluso;; por encima de las tesis fundamentales de Darwin, «No olvides en ningún momento))^dice Strauss, «que eres humano y no un mero ser natural, en ningún momento olvides' que todos los demás hombres son igualmente humanos, es decir, que a pesar'de todas las diferencias individuales son iguales que tú, y tienen las mismas necesidades y exi gencias que tú — ésta es la esencia de toda moral» (p. 238). Mas ¿desde dónde resue na ese imperativo? ¿Cómo puede el hombre tenerlo en sí mismo cuando, según; Darwin, es precisamente un ser por completo natural y ha evolucionado hasta conver-: tirse en hombre según unas leyes totalmente distintas, justo por el hecho de haber ol vidado en todo momento que los demás seres semejantes tenían los mismos derechos; justo por el hecho de haberse sentido entre ellos el más fuerte y haber ido provocando poco a poco la extinción de los ejemplares de naturaleza más débil? Mientras, por un lado, Strauss tiene que admitir que nunca ha habido dos seres completamente iguales, y que toda la evolución del hombre desde el estadio animal hasta llegar a la cima del filisteo de la cultura depende de la ley de la diferencia individual, por otro lado, no le cuesta ningún esfuerzo proclamar también lo contrario: «¡compórtate como si no hu biese diferencias individuales!». ¿Dónde ha ido a pairar la teoría moral de Strauss- ' Darwin?, ¿dónde se ha quedado la valentía? ^ De inmediato se nos da una nueva prueba de cuáles son los límites más allá de los cuales dicha valentía se transforma en lo contrario. Pues Strauss prosigue: «No olvw des en ningún momento que tú y todo lo que percibes en ti y en tomo a ti no es un fragmento inconexo, un caos salvaje de átomos y de casualidades, sino que todo pro cede según leyes eternas de la única fuente originaria de toda vida, toda razón y todó bien — esto es la esencia de la religión»^®. De esa «única fuente originaria» fluye también, sin embargo, toda muerte, toda irracionalidad, todo mal, y para Strauss esa fuente tiene el nombre «del universo». Cómo ese universo, en cuyo carácter está el contradecirse y el neutralizarse a sí mismo, debería ser digno de veneración religiosa, y cómo merece ser llamado con el nombre de «Dios», nos lo dice Strauss en la p. 365: «Nuestro Dios no nos toma en brazos desde el exterion> (¡esto exige como antítesis un tomarnos en brazos desde el interior, algo, ciertamente, muy extraño!), «sino que abre fuentes de consuelo en nuestro interior. Nos muestra que, si bien es cierto que el azar sería un gobernante irracional del mundo, no obstante, la necesidad, es decir, el encadenamiento de las causas en el mundo, es la razón misma» (una ocultación ma liciosa, de la que sólo los «nosotros» no se dan cuenta, porque han sido criados en esá adoración hegeliana de lo real en cuanto racional, es decir, en la divinización del éxir to). «Nuestro Dios nos enseña a reconocer que desear que se dé una excepción en eí cumplimiento de una sola ley natural significaría desear la destrucción del todo»^^. Todo lo contrario, señor magister: un naturalista honrado cree en la absoluta regulaCff. Mono que Schopenhauer puso a Über die Gf‘undlage der Moral [«Sobre la ftindamentación de la moral»], Ethik, 103. Cfr. SG 239. ’’ Cfr. SG 365.
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ridad de las leyes naturales del mundo, pero sin prommciarse lo más mínimo acerca del valor ético o intelectual de esas mismas leyes: en afirmaciones de ese tipo sabría reconocer el comportamiento extremadamente antropomórfico de una razón que no j se mantiene dentro de los límites de lo permitido. Pero justo en el punto en que el ho' nesto naturalista se resigna, «reacciona» Strauss «religiosamente», para engalanarnos con sus plumas y procede deshonestamente con las ciencias naturales y con el sa; ber; supone, sin más, que todo lo que acontece tiene el máximo valor intelectual, es decir, que está ordenado de un modo absolutamente racional y finalista, y que, ade más* alberga en sí la revelación de la mismísima bondad eterna. Strauss necesita, por lo tanto, una cosmodicea completa y se halla así en desventaja frente a aquel que sólo tiene que hacerse con una teodicea, y que, por ejemplo, puede concebir la existencia del hombre como un acto de penitencia o como un estado de purificación. En este :punto, y en medio de esa conñisión, llega Strauss a plantear hasta una hipótesis me tafísica, la más árida y paralítica que exista, y en el fondo no más que una parodia involuntaria de una sentencia de Lessing. «Aquellas palabras de Lessing» (así se lee en lá p. 219), «según las cuales, si Dios le propusiese elegir entre su mano derecha, •en la que tiene toda la verdad, y la izquierda, en la que se halla el impulso incesante a buscar siempre la verdad, él humildemente tomaría, aunque fuera con la condición de errar una y otra vez, la izquierda de Dios y pediría para sí su contenido — estas palabras de Lessing se han contado desde siempre entre las más excelentes que nos dejó: Se ha encontrado en ellas la expresión genial de su infatigable deseo de activi dad e investigación. A mí tales palabras me han producido siempre una impresión muy especial, porque tras su significado subjetivo he oído siempre resonar en ellas otro significado objetivo de alcance infinito. Pues ¿acaso no se encuentra en ellas la mejor respuesta al tosco discurso de Schopenhauer acerca de un Dios mal aconse jado que no supo hacer nada mejor que entrar a formar parte de este miserable mun do? ¿Y si el creador hubiese tenido él también la convicción de Lessing, de preferir la lucha a la posesión tranquila?» Así pues, un Dios de verdad que se reserva el errar continuo pero aspirando a la verdad, y que quizás humildemente hasta coge la mano izquierda de Strauss para decirle: toma tú toda la verdad. Si alguna vez ha habido un Dios y un hombre mal aconsejados, son ciertamente este Dios straussiano, que tanta afición le tiene al errar y al fallar, y el hombre straussiano, que debe pagar por esta afición — ¡sin duda, se oye ahí «resonar un significado de alcance infinito», fluye ahí el lubricante universal de Strauss, se vislumbra ahí la racionalidad de todo el devenir y de todas las leyes de la naturaleza! ¿De verdad? ¿En ese caso, no seria nuestro mun do, como en una ocasión dijera Lichtenberg más bien la obra de un ser subor dinado, que todavía no entendía bien las cosas, es decir, un experimento? ¿O un en sayo en el que todavía se trabaja? El propio Strauss debería reconocer, entonces, que nuestro mundo no es precisamente el escenario de la razón, sino del error, y que toda la regularidad de las leyes no contiene ningún consuelo, puesto que todas las leyes Esta expresión la utiliza Nietzsche con una finalidad sarcástica. La expresión corriente en alemán, que sería: «adornarse con plumas de pavo», está aludiendo al apellido de Strauss, cuyo sig nificado es «avestruz». Más adelante aclara el sentido de la expresión: «para adornaros en definitiva con una genuina y preciosa pluma de avestruz». Cfr. PP II, af. 69, donde Schopenhauer, en el contexto del panteísmo, habla de un «dios mal aconsejado» al que no se le ocurrió «mejor diversión que transformarse en un mundo como el pre sente, un mundo tan hambriento» en el que sólo hay sufrimiento, miseria y muerte. Lichtenberg, op. cit., I, p. 90.
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han sido dadas por un Dios que yerra, y que yerra por gusto. Ciertamente es uri espec táculo delicioso ver a Strauss de arquitecto metafísico, construyendo en las nubes. Pero ¿para quién se representa este espectáculo? Para los nobles y cómodos «noso tros», para que no se les agrie el humor: quizá en medio de las rígidas y despiadadas ruedas de la máquina del mundo les haya entrado el miedo y, temblando, imploren ayuda a su guía. Por eso Strauss deja correr el «aceite lubricante», por eso mueve con cuerdas a un Dios que yerra por passion, por eso asume el papel absolutamente sor prendente de arquitecto metafísico. Y hace todo esto, porque ellos tienen miedo y porque él mismo tiene miedo — y precisamente aquí está el límite de su valentía, in cluso frente a su «nosotros». Y es que no se atreve a decirles honestamente: yo os he liberado de un Dios que ayuda y se compadece, el «universo» es sólo un mecanismo rígido, ¡tened cuidado de que sus ruedas no os atropellen! No se atreve: y por eso tie ne que aparecer la bruja, es decir, la metafísica. Con todo, el filisteo prefiere incluso una metafísica straussiana que la cristiana y la idea de un Dios que yerra resulta más simpática que la de un Dios que hace milagros. Pues él mismo, el filisteo, yerra, pero no ha hecho nunca un milagro todavía. Éste es precisamente el motivo de que al filisteo el genio le resulte odioso: ya qüe el genio se ha ganado en justicia la fama de hacer milagros; y por eso es sumamente: instructivo el ver cómo Strauss se erige, en un único pasaje, en descarado defensor del genio y en general de la naturaleza aristocrática del espíritu. ¿Por qué lo hace? Lo hace por miedo, por miedo a los socialdemócratas. Se remite a los Bismarck, a los Moltke, «cuya grandeza tanto menos se puede negar cuanto que se manifiesta en el campo de los hechos tangibles, externos. Aquí hasta los más obstinados y ariscos de entre aque^ líos compañeros tienen que dignarse mirar un poco hacia arriba para poderles ver a esas figuras sublimes al menos hasta la rodilla»^b ¿Quizás quiere usted, señor magister, dar instrucciones a los socialdemócratas para recibir puntapiés? La buena voluntad de im-;; partir tales instrucciones existe, de hecho, por todas partes, y usted puede ya garantizar que los que reciban los puntapiés podrán con este procedimiento ver a las figuras subli mes «hasta la rodilla». «También en el ámbito del arte y el de la ciencia», continúa Strauss, «no faltarán nunca reyes constructores que den que hacer a una masa de carreteros»®^. Bien — pero... ¿y si ahora son los carreteros los que se dedican a cons truir? Eso ocurre, señor Metafísico, y usted lo sabe — así los reyes tienen de qué reír. De hecho, esa combinación de insolencia y debilidad, de palabras temerarias y cobarde acomodamiento, esa sutil ponderación de cómo y con qué expresiones im- ; presionar al filisteo, con cuáles adular, esa falta de carácter y de fuerza que aparenta ser fuerza y carácter, esa falta de sabiduría que afecta poseer la superioridad y ía ma-; durez de la experiencia— todo eso es lo que yo odio en este libro. Cuando pienso quef; habrá jóvenes que puedan soportar, es más, que puedan apreciar un libro como éste,; desisto con tristeza de mis esperanzas para su futuro. ¿Es esta profesión de fe de un filisteísmo pobre, sin esperanzas y verdaderamente despreciable, la expresión de ésos muchos miles de «nosotros» de los que Strauss habla, y van a ser esos «nosotros» los • padres de la generación venidera? Son suposiciones horribles para todo aqüel que quiera ayudar a la generación futura a conseguir aquello que el presente no tiene— una verdadera cultura alemana. A quien tenga tal aspiración le parecerá que el suelo : está cubierto de cenizas y que todos los astros han oscurecido; todos los árboles Cfr. GS 280. « Cfr. GS 281.
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muertos, todos los campos devastados le gritan: ¡todo es estéril! ¡todo está perdido! ¡Aquí ya no volverá jamás la primavera! Habrá de tener el valor que tuvo el joven Goethe, cuando descubrió el triste crepúsculo ateo del Systéme de la natiire^'^: le pa reció tan gris, tan cimerio, tan fúnebre el libro que tuvo que esforzarse para soportar sil presencia y se estremeció ante él como si delante tuviera un fantasma.
8 • Acerca del cielo y del valor del nuevo creyente estamos ya lo bastante informados como para poder planteamos una última pregunta: ¿cómo escribe Strauss sus libros?, y ¿de qué clase son las escrituras de su religión? Para quien con rigor y sin prejuicios sepa responder a esta pregunta, el hecho de que se hayan demandado ya seis ediciones del Oráculo Manual®*^ straussiano para el filisteo alemán pasa a ser el problema más serio, especialmente cuando luego oye que también en los círculos cultivados y hasta en las universidades alemanas se lo ha re cibido como si fuera tal Oráculo Manual. Los estudiantes deben de haberlo saludado como un canon para espíritus fuertes, y los profesores no deben de haberle puesto objeción alguna: aquí y allí se ha querido encontrar realmente en este libro un libro de religión para los doctos. El propio Strauss da a entender que el libro de confesio nes no pretende únicamente ofrecer recomendaciones para el docto y para la persona culta; aun así, aquí nos atenemos al hecho de que el libro va dirigido ante todo a ellos, y principalmente a los doctos, a fin de presentarles en un espejo la vida tal y como ellos la viven. Pues éste es el truco: el magister hace como si él estuviese esbozando el ideal de una manera nueva de ver el mundo, y entonces todas las bocas le respon den con un elogio, porque cada cual puede pensar que él ya veía el mundo y la vida de esa manera y que Strauss ha podido ver cumplido ya en él lo que reivindicaba para : el futuro. Con esto se explica también en parte el éxito extraordinario de ese libro: ¡así, como se dice en el libro, vivimos nosotros, así vamos caminando felices!, le gri ta en respuesta el docto, alegrándose de que otros se alegren de ello. El que acerca de cosas concretas, como, por ejemplo, Dai*win o la pena de muerte, él opine en ocasio nes de modo distinto a como piensa el magister es algo que al docto le resulta bastan te indiferente, puesto que se siente tan seguro de estar en conjunto respirando su pro pio aire, y oyendo el eco de su voz y de sus necesidades. Por penosa que esa unanimidad pueda resultarle a todo verdadero amigo de la cultura alemana, éste no debe dejar de explicarse con rigor inexorable tal hecho, ni siquiera debería arredrarse ante la posibilidad de hacer pública dicha explicación. Todos nosotros conocemos el modo peculiar que tiene nuestra época de cultivar las ciencias, lo conocemos porque lo vivimos: y precisamente por eso casi nadie se El libro del Barón de Holbach, Paul Henri Thiry (1723-1789), filósofo francés de origen ale mán, importante exponente del ateísmo y del materialismo. La obra que cita Nietzsche, E l s is te m a de la n a tu ra le z a es de 1770. Cfr. Goethe, J. W., D ic h tu n g u n d JVahrheit, III, lib. 11. : Nietzsche se refiere aquí a la famosa obra de Baltasar Gracián (1601-1658), E l o r á c u lo m a nual, una colección de reglas sapienciales que ftie traducida al alemán por Schopenhauer. En la B i blioteca P e r s o n a l de Nietzsche se conserva esta traducción de Schopenliauer: H a n d - O r a k e l u n d Kimst d e r W eltk lu gh eit. A iis d e ss e n W erken g e zo g e n vo n D o n V icen cio Ju an d e L a s ta n o s a , u n d a u s denspan. O rig . tren u n d s o r g fa ltig ü b e r s e tz t von A r th iir S c h o p e n h a u e r 3. iin ve rá n d .A u fl, E A. Broc-
khaus, Leipzig, 1877 [BN 265].
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plantea la pregunta de cuáles puedan ser las consecuencias para la cultura derivadas; de ese modo de ocuparse de las ciencias, aun suponiendo que se dé también por do quier la mejor capacitación y la más sincera voluntad de trabajar para la cultura. De hecho, en lo que es en esencia el hombre de ciencia (dejando de lado su figura actual): se da una auténtica paradoja: se comporta como el más fatuo de los holgazanes de fortuna: como si la existencia no fuese para él una cosa atroz y peligrosa, sino una propiedad firme garantizada para toda la eternidad. Le parece lícito derrochar una; vida en cuestiones cuya solución en el fondo sólo podría ser importante para quien tuviera asegurada la eternidad. En él, heredero de unas pocas horas, clavan su mirada, rodeándole, los abismos más espantosos, y cada paso que dé le hará recordar: ¿Para qué? ¿Adónde? ¿De dónde? Mas su alma se enardece ante la tarea de contar los es tambres de una flor o de picar las piedras que hay en la cuneta del camino, y se en frasca en el trabajo poniendo en él todo el peso de su interés, gusto, fuerzas y aspira ciones. A esta paradoja, el hombre de ciencia, le ha entrado la prisa últimamente en Alemania, como si la ciencia fuese una fábrica y el perder unos minutos conlleví^e un castigo. Hoy el hombre de ciencia trabaja tan duramente como el cuarto estado, el; de los esclavos; el estudiar no es ya una ocupación, sino una necesidad; no mira ya ni a derecha ni a izquierda, y pasa por todos los asuntos, incluidos los más graves, quela vida trae en su regazo con esa atención a medias o con esa repulsiva necesidad de reposo, propia del trab^ador agotado. Ésa es también su actitud hacia la cultura. Se comporta como si para él la vida fuese solamente otium, pero sine dignitate: y ni siquiera en sueños se desprende de su yugo, como un esclavo que, estando ya libre, sigue soñando con su miseria, las prisas; y los golpes. Nuestros doctos apenas se diferencian, y, de haberla, la diferencia no les favorece, de los campesinos que, deseando acrecentar una pequeña propiedad here-; dada, se esfuerzan infatigablemente de sol á sol cultivando la tierra, guiando el arado; y gritando a los bueyes. Pues bien, Pascal®^ viene a opinar que, si los hombres se de-; dican tan diligentemente a sus asuntos y a sus ciencias, es para huir así de las pregun tas más importantes con las que la soledad y el verdadero ocio les acosarían,, las pre guntas por el porqué, el de dónde y el adónde. Extrañamente, a nuestros doctos ni siquiera se les ocurre plantearse la pregunta más inmediata: para qué sirve su trabajo, su prisa, su doloroso desvarío. ¿Es que no es para ganarse el pan o para lograr un car go? No, la verdad es que no. Y, sin embargo, os esforzáis de la misma manera que quienes viven en la miseria y no tiene ni pan, es más, arrebatáis los alimentos de la: mesa de la ciencia sin orden ni concierto y con una avidez tal que parece que fueseis a morir de hambre. Pero si vosotros, hombres de ciencia, os comportáis con la ciencia, del mismo modo que los trabajadores se comportan con las tareas que la necesidad y. la vida les imponen, ¿qué será entonces de una cultura que, a la vista de un cientifismo semejante, que corre de aquí para allá, jadeando sin aliento, excitado y hasta re voltoso, está condenada a esperar la hora de nacer y de liberarse? Y es que nadie tiene tiempo para la cultura — ¿para qué, entonces, la ciencia, si no tiene tiempo para la*§ Pascal es una de las figuras recurrentes en la obra de Nietzsche. Hasta 86 veces aparece cita do en sus escritos. Lo que sigue a continuación es una recomposición de FP I, 28 [1]. Eltem a pas-, caliano de la «diversión» es recurrente en Nietzsche. Cfr. por ejemplo de una forma explícita FW. § 56: «No saben qué hacer con su propia existencia, y por eso escriben en la pared la miseria de los demás [...] Nos construimos un monstruo exterior para así evitar miramos a nosotros mismos»; En M § 549 Nietzsche es también explícito: «La necesidad de acción, ¿no será, en el fondo, sino la.nécesidad de huir de nosotros mismos? Esto preguntaría Pascal».
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cultura? Así pues, respondednos al menos a esto: ¿de dónde, adónde, para qué la cien cia, si no nos va a llevar a la cultura? En ese caso, (quizá nos lleve a la barbarie! Y es ¿en esa dirección en la que vemos ya alarmantemente avanzada a la clase de los doc tos, si hemos de suponer que libros tan superficiales como el de Strauss responden a su actual grado de cultura. Pues en este libro encontramos justo aquella repulsiva ne cesidad de reposo y aquel arreglo eventual, hecho sin prestarle atención, con la filosófíáy la cultura, y en general con todo lo que es serio en la vida. Uno se acuerda de Jte reuniones de sociedad de las clases doctas, reuniones que, cuando el discurso es; pecializado guarda silencio, también dan testimonio sólo de cansancio, de ganas de distracción a toda costa, de una memoria fragmentada y una experiencia de vida in coherente. Cuando uno le oye hablar a Strauss de los problemas de la vida, ya sea de los problemas del matrimonio, ya de la guerra o de la pena de muerte, se queda estreí mecido ante la falta de toda experiencia real, de una mirada profunda en la naturaleza más íntima de los hombres: todos los juicios que emite son de una uniformidad li;bresca, más aún, en el fondo sólo periodística; las reminiscencias literarias ocupan el lugar de las ideas y los conocimientos reales, y pretende resarcimos de la falta de sa biduría y de madurez del pensamiento con una moderación y una precocidad afecta das en el modo de expresarse. ¡Qué bien se ajusta todo esto al espíritu de las tan cacareádas cátedras de la ciencia alemana que hay en las grandes ciudades! Con cuánta simpatía tiene que hablar este espíritu a aquel espíritu: pues es justo en esos lugares donde más se ha perdido la cultura, e incluso donde se ha hecho imposible que ger mine una nueva; así como aquí son tan midosos los preparativos de las ciencias prac ticadas, así también allí se invaden en tropel las disciplinas más populares a expensas de las más importantes. ¡Con qué candil tendríamos que buscar aquí a hombres que fuesen capaces de enfrascarse íntimamente y entregarse plenamente al genio, y que tuviesen el valor y la fuerza suficientes para evocar a demonios que han huido de nuestra época! Visto desde fuera, en dichos lugares se encuentra, desde luego, toda la pompa de la cultura, y con sus imponentes aparatos se parecen a los arsenales reple tos de enormes cañones y útiles de guerra: vemos preparativos y un ajetreo impara ble, como si hubiese que tomar el cielo por asalto y que extraer la verdad del pozo más profundo, cuando el hecho es que en la guerra son las máquinas más grandes las de más difícil manejo. Y por eso mismo la verdadera cultura, en su lucha, deja a un lado dichos lugares, presintiendo con el mejor de los instintos que allí ella no tiene nada que esperar y sí mucho que temer. Pues la única forma de cultura con la que gustan de ocuparse los ojos inflamados y los órganos de pensamiento embotados de la clase de los’trabajadores doctos es precisamente esa cultura delfilisteo cuyo evan gelio ha anunciado Strauss. S consideramos por un instante cuáles son los principales motivos de esa simpa tía que une a la clase de los trabajadores doctos con la cultura del filisteo, encontra remos también el camino que conduce al escritor Strauss, reconocido como clásico, y con ello a nuestro último tema principal. : Esa cultura filistea tiene, en primer lugar, la expresión de la satisfacción en el ros tro y pretende que nada de lo esencial cambie en el estado actual de la culturalidad alemana; ante todo está seriamente convencida de la singularidad de todas las institu ciones educativas alemanas, especialmente los institutos de enseñanza secundaria y las universidades; no cesa de recomendárselos al extranjero y ni por un momento duda de que gracias a ellas ha llegado a ser el pueblo más culto del mundo, el mejor preparado para juzgar. La cultura del filisteo cree en sí misma y por eso también en
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los métodos y medios de que dispone. Pero, en segundo lugar, pone en manos del docto el juicio supremo sobre todas las cuestiones de cultura y de gusto, considerán dose a sí misma el compendio siempre en aumento de las opiniones doctas sobre arte, literatura y filosofía; se ocupa de obligar a los doctos a expresar sus opiniones, para luego suministrárselas al pueblo alemán a modo de bebida terapéutica, tras haberlas mezclado, diluido y sistematizado. Lo que crece fuera de estos círculos o ni se escu cha ni se observa o se escucha y se observa a medias y con recelo, hasta que final mente una voz, no importa de quién, con tal que lleve en sí la marca específica del docto, se haga oír desde uno de esos lugares sagrados en los que debe de morar la tradicional infalibilidad del gusto: y de aquí en adelante tendrá la opinión pública una opinión más y repetirá con eco centuplicado la voz de aquel individuo. Sin embargo, la infalibilidad estética que se supone habría de morar en esos lugares y entre esos individuos es en realidad algo muy dudoso, tan dudoso que, hasta que no haya de mostrado lo contrario, uno puede estar seguro de la falta de gusto, de la ausencia de ideas y de la zafiedad estética de un docto. Y son sólo unos pocos quienes podrán de mostrar lo contrario. Pues, tras haber tomado parte en la agitada y acezante carrera dé la ciencia actual, ¿cuántos serán capaces de conservar, si es que en algún momento lá tuvieron, esa mirada valerosa y sosegada del hombre de cultura en la lucha, esa niirár da que juzga dicha carrera como elemento barbarizante y por eso la condena? Así pues, esos pocos tendrán que vivir en lo sucesivo en una contradicción: ¿qué podrían ellos lograr frente a la fe uniforme de los innumerables que sin excepción han hecho de la opinión pública su patrona y protectora y que en dicha fe se apoyan y entre sí se sostienen? ¿De qué vale que un solo individuo declare estar contra Strauss, cuando son multitud los que ya están a su favor y la masa por ellos guiada ya ha aprendido á pedir seis veces seguidas®^ la soporífera bebida filistea del magisterl .r^ ■ Si al decir esto asumimos sin más que el libro de confesiones straussiano.ha ven*: cido en la opinión pública y que como tal vencedor se le ha dado la bienvenida, quizá el autor llame nuestra atención sobre el hecho de que las diversas críticas de su libro aparecidas en los periódicos no tienen en absoluto carácter unánime y mucho menos necesariamente favorable, y que él mismo ha tenido que protestar en un Epílogo*? contra el tono a veces extremadamente hostil y las maneras demasiado insolentes y provocativas de algunos de esos campeones de periódico. Strauss nos amonestará di-j ciendo: ¡cómo va a haber una opinión pública en tomo a mi libro, si cualquier perio dista se permite considerarme un proscrito y maltratarme a su antojo! Esta contrádic-'; ción es fácil de resolver, basta con distinguir dos aspectos en el libro de Strauss^ uno; teológico y otro literario: sólo por este lado roza el libro la cultura alemana. Por su orientación teológica queda ftiera de nuestra cultura alemana y suscita las antipatías de los diversos bandos teológicos, y en el fondo hasta de cualquier alemán, que es por naturaleza un sectario teológico y se inventa su curiosa fe privada sólo para poder di sentir de cualquier otra fe. Pero oíd a todos esos sectarios teológicos hablar de Strauss cuando de lo que se trata es del escritor Strauss; de inmediato se extingue el ruido de las disonancias teológicas, y suena en pura armonía como si saliera de la boca de un ; conjunto perfectamente avenido: ¡pero im escritor clásico sí que es! Todos, hasta el más obstinado de los ortodoxos, le dice en la cara al escritor cosas de lo más halaga doras, aunque sólo sea una palabra acerca de su dialéctica casi lessinguiana o dé la Alusión a las seis ediciones de la obra de Strauss La vieja y la nueva fe. Strauss, D., Nachwort..., op. cit.
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finura, belleza y vigor de sus opiniones estéticas. En cuanto libro, parece ser, el pro ducto de Strauss responde sin reservas al ideal de un libro. Los adversarios teológi cos, aunque sean los que más alto han hablado, no pasan de ser en este caso más que lina parte bien pequeña del gran público: e incluso frente a ellos tendrá razón Strauss cuando dice: «Comparados con los miles que me han leído, ese par de docenas que me han criticado públicamente son una minoría ínfima, y difícilmente podrán demos trar que son los fieles intérpretes de los primeros. El que en un asunto como éste ha yan tomado la palabra por lo general los que no estaban de acuerdo mientras que los que estaban de acuerdo se hayan contentado con un consenso tácito, eso es algo que, como todos sabemos, está en la naturaleza de las cosas»®l Así pues, prescindiendo del escándalo que la profesión de fe teológica de Strauss pudo haber provocado aquí y allá, acerca del escritor Strauss impera la unanimidad, incluso entre los adversarios fanáticos para quienes su voz suena como la voz de la bestia del averno. Y por eso el tratamiento que Strauss ha recibido por parte de los asalariados literarios de los ban dos teológicos no prueba nada en contra de nuestra tesis de que en este libro la cultu ra filistea ha celebrado un triunfo. , Hay que reconocer que por lo general el filisteo culto suele ser un poco menos :fránco que Strauss, o al menos se contiene más en sus manifestaciones públicas: pero por eso mismo dicha franqueza es para él tanto más edificante cuando se da en otro; en casa y entre sus iguales aplaude incluso a rabiar, y lo único que precisamente no le glista es reconocer por escrito que todo lo que Strauss ha dicho está de acuerdo con su corazón. Pues, como ya sabemos, nuestro filisteo de la formación es algo cobarde, aun en sus simpatías más fuertes: y justo el hecho de que Strauss sea un poco menos cobarde es lo que hace de él un jefe, bien que por otra parte su valor tenga también un límite muy preciso. Si Strauss sobrepasase ese límite, como, por ejemplo, lo hace Schopenhauer casi en cada una de sus frases, entonces ya no estaría a la cabeza de los filisteos, y éstos se apartarían de él tan rápidamente como ahora corren tras él. Quien pretendiera calificar de virtud aristotélica dicha moderación, que si bien no es sabi duría, algo tiene en cualquier caso de inteligencia, dicha mediocritas de valor, estaría ciertamente cometiendo un error: pues este valor no ocupa el medio entre dos defec: tos, sino entre una virtud y un defecto — y en este medio, entre virtud y defecto, se hallan todas las cualidades del filisteo.
, «¡Pero un escritor clásico sí que es!» Ahora vamos a verlo. .Tal vez podríamos pasar a hablar ya del Strauss estilista y artista de la lengua, pero antes vamos a considerar si está capacitado para construir como escritor su casa, y si realmente entiende la arquitectura del libro. Podremos así decidir si Strauss es un ha cedor de libros ordenado, juicioso y experimentado; y en el caso de que tengamos que responder con un no, le quedaría todavía como último refugium de su fama la preten sión de ser un
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mano torpe y la mirada desconcertada del ignorante. Así pues, lo que nos pregunta- ■ mos es si Strauss tiene la fuerza artística para trazar un todo, totum ponere^^. . / Por lo general, se puede ya reconocer en el primer borrador si el autor ha tenido a : la vista un todo y si ha encontrado el desarrollo general y las medidas justas adecua das a dicho todo. Cuando esta tarea, la más importante, se resuelve, y se levahta’eí : ediñcio con las proporciones debidas, todavía queda bastante por hacer: cuántos de fectos menores hay que corregir, cuántos huecos que rellenar, hasta ahora aquí y allí: había bastado un tabique provisional o un falso techo, por todas partes hay polvo y escombros, dondequiera que se mire se perciben las huellas de las dificultades y del; trabajo; la casa en cuanto todo sigue siendo inhabitable, inhóspita: las paredes estáñ ; todas desnudas y el viento silba a través de las ventanas abiertas. Si Strauss ha reaíir zado o no este trabajo importante y difícil que todavía es necesario, es algo que nó nos interesa cuando preguntamos si el edificio lo ha trazado con buenas proporciones y componiendo por todas sus partes un todo. Lo contrario de esto, como se sabe, es. montar un libro juntando fragmentos, como suelen hacer los doctos, confiando en que los fragmentos tengan algún nexo entre ellos; confunden aquí el nexo lógico con el artístico. En cualquier caso, tampoco es lógica la relación de las cuatro preguntas principales que dan nombre a las partes del libró de Strauss: «¿Somos todavía cristia nos? ¿Tenemos aún una religión? ¿Cómo concebimos el mundo? ¿Cómo ordenamos nuestra vida?»^°, y no es lógica esta disposición, porque la tercera cuestión no tiene nada que ver con la segunda, y la cuarta, nada que ver con la tercera, y las tres, nada, que ver con la primera. Por ejemplo, el naturalista que plantea la tercera pregunta muestra su inmaculado sentido de la verdad justamente al saltarse calladamente la segunda; y que los temas de la cuarta parte: matrimonio, república y pena de muerte, no quedarían más que confundidos y oscurecidos al mezclarse con las teorías darwinistas de la tercera parte, eso es algo que el propio Strauss parece comprender, pues de hecho deja de lado dichas teorías. Pero la pregunta de si somos todavía cristianos destruye en el acto la libertad de la consideración filosófica, dándole un desagradable tinte teológico; además, al respecto se ha olvidado por completo de que la mayor parr te de la humanidad hoy en día sigue siendo budista y no cristiana. ¿Cómo se puede pensar sin más en el cristianismo con la expresión «vieja fe»? Si con esto se pone de manifiesto que Strauss nunca ha dejado de ser un teólogo cristiano, y que por eso nunca ha aprendido a ser filósofo, luego nos vuelve a sorprender al no ser capaz de distinguir entre creer y saber, y porque siempre habla indistintamente de lo que él lla ma la «nueva fe» y de la ciencia moderna. ¿O «nueva fe» pretende ser sólo una acoCfr. FP I, 27 [32]: «pero el todo está todavía lleno de innumerables defectos, aquí y allá un tabique provisional, y “un falso techo”, por todas partes hay polvo, y son visibles las señales del tra bajo, del esfuerzo. En Strauss todavía falta todo el trabajo que es necesario hacer: incluso suponien do que haya conseguido el totwn ponere», Y sigue explicando cómo se consigue el totumponere: «se consigue en la medida en que todo libro es una pintura que representa al menos un tipo de hombre, de manera que también pertenecen al cuadro las grandes inconsecuencias e insuficiencias». ^ Son las cuatro partes en las que se estructura el libro de Strauss, La vieja y la nueva fe : 1.® parte, §§ 4 a 32; 2.®, §§ 33 a 44; 3.“, §§ 45 a 70; 4.®, §§ 71 a 76, A la primera cuestión la respuesta es negativa, los hombres modernos no pueden ser ya cristianos, pues no creen en fábulas ni en dogmas contrarios a la ciencia. A la segunda, la respuesta es más comedida, pues no podemos negar nuestra dependencia del universo, sentimiento de dependencia que sigue vivo y es el fundamento de toda religión. La respuesta a la tercera cuestión: es la ciencia la que intenta conocer el mundo y, a la cuar ta cuestión, es por eso la ciencia la que puede proporcionar los principios con que ordenar nuestra vida.
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modación irónica al uso lingüístico? Eso es lo que parece cuando vemos cómo Strauss cqnfiinde ingenuamente aquí y allá las dos expresiones, esto eSj la nueva fe y la cien cia moderna, por ejemplo, en la p. 11, donde pregunta de qué lado «hay más oscuri dades e insuficiencias inevitables en las cosas humanas», si del de la vieja fe o del de la ciencia moderna. Además, según el esquema de la introducción, pretende propor cionar las pruebas en las que se sostiene la concepción moderna del mundo: pero to das éstas pruebas las toma prestadas de la ciencia y ima vez más aquí actúa siempre cómo alguien que sabe y no como alguien que cree. ‘ Así pues, en el fondo la nueva religión no es una nueva fe, sino que coincide con la ciencia moderna, y en cuanto tal, no es de ninguna manera una religión. Ahora bien, si pese a todo Strauss afirma tener una religión, las razones de esta afirmación quedarán al margen de la ciencia moderna. Sólo una mínima parte del libro de Strauss, es decir, en total algunas páginas dispersas, tratan de lo que Strauss podría llamar con razón «fe»: a saber, ese sentimiento por el todo, para el cual reclama Strauss la misma piedad que tiene el hombre piadoso a la antigua usanza para con su Dios. Al menos en estas páginas las cosas no se abordan de una manera científica; : ¡ojalá se abordasen un poco más enérgicamente, de una manera más natural y firme, y sobre todo de una manera más creyente! Precisamente lo que más llama la atención es ver con qué artificiosos procedimientos logra llegar nuestro autor al sentimiento de que todavía tiene una fe y una religión: a base de pinchazos y golpes, como hemos visto. De ahí sale esa fe pobre y enfermiza, fhito de tales estímulos: el solo pensar en ella produce escalofríos. l'Si bien en el esquema de la introducción Strauss prometía realizar una compara ción para ver si esta nueva fe presta los mismos servicios que la fe a la antigua usan za prestaba a los viejos creyentes, al final él mismo se da cuenta de que ha prometido demasiado. Pues esta última pregunta, la de si presta los mismos servicios, o si es mejor o peor, acaba despachándola Strauss en un par de páginas (pp. 366 ss.), por completo de pasada y con una prisa esquiva, valiéndose incluso del siguiente farol: «A quien aquí no sepa ayudarse a sí mismo, no se le puede prestar ayuda alguna, todavía no está maduro para nuestro punto de vista» (p. 366). ¡Con qué fiierza de con vicción creía en cambio el antiguo estoico en el todo y en la racionalidad del todo! Considerada así, ¿bajo qué luz aparece la pretensión de originalidad que Strauss reclama para su fe? Mas, como se ha dicho, el que sea nueva o vieja, original o imi tada, resultaría indiferente con tal que dicha fe fuese enérgica, sana y natural. El propio Strauss deja esa fe destilada y de emergencia en la estacada siempre que se tercia, para desagraviamos y desagraviarse él mismo con su saber y para presentar con una conciencia más tranquila a sus «nosotros» los conocimientos recientemente aprendidos de la ciencia natural. Y si cuando habla de la fe se muestra tímido, cuando cita al más grande benefactor de la más nueva humanidad, Darwin, la boca se le llena y se hincha como un pavo: entonces exige que se crea no sólo en el nuevo Mesías, sino también en él mismo, el nuevo apóstol; así cuando, por ejemplo, hablando de un tema de ciencia natural de los más enrevesados, proclama con un orgullo verdadera mente trasnochado: «se me dirá que hablo aquí de cosas que no entiendo. Bien, mas vendrán otros que las comprenderán y que me comprenderán también a mí»^^ Según esto, casi parece que los famosos «nosotros» estuvieran obligados no sólo a creer en él todo, sino también a. creer en el naturalista Strauss; en tal caso lo único que deseaCfr. SG 207.
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riamos es que para que esta última fe llegue a sentirse no sean necesarios procedi mientos tan penosos y tan crueles como lo fueron en el caso de la primera. ¿O acaso aquí bastará, para lograr en los creyentes esa «reacción religiosa» que es el signo de la «nueva fe», con que sea el objeto de la fe y no el creyente lo que se pellizque y pin che? ¡Entonces sí que nos habríamos ganado la religiosidad de esos «nosotros»! . Y es que, de lo contrario, es casi de temer que los hombres modernos seguirán adelante sin preocuparse especialmente por ese ingrediente de fe religiosa del após^ tol: como de hecho se han abierto paso hasta ahora sin presuponer la racionalidad del todo. Toda la investigación moderna acerca de la naturaleza y de la historia no tiene nada que ver con la fe en el todo de Strauss, y que el filisteo moderno no tiene nece-, sidad alguna de dicha fe, lo demuestra la descripción que Strauss hace de su vida en la sección titulada «¿cómo ordenamos nuestra vida?»®^. Así pues, tiene razón cuando duda de que el «carruaje» al que sus «valiosos lectores han debido confiarse conmigo cumpla todos los requisitos»^^ Pues ciertamente no los cumple: y el hombre moderno avanza más deprisa si no se sube al carruaje de Strauss — o mejor dicho, avanza más deprisa desde mucho antes de que existiese el carruaje de Strauss. Y si efectivamente fuese cierto que esa famosa «minoría no desdeñable» de la que Strauss habla, yen.su nombre, «da gran importancia a la coherencia»^"^, dicha minoría debería estar tan poco contenta con el Strauss constructor de carruajes como nosotros lo estamos con el lógico. Abandonemos, de todos modos, al lógico: considerado desde un punto de vista; artístico, quizá el libro entero tenga una forma bien ideada y, si no a un esquema bien elaborado de pensamiento, responda a las leyes de la belleza. Y es ahora, tras haber visto que no ha procedido como lo haría un docto científico, con orden y sistema ri gurosos, cuando podemos plantear la cuestión de si Strauss es un buen escritor. ' Quizá lo que Strauss se haya propuesto no sea tanto ahuyentar de la «vieja fe» cuanto atraer con un cuadro gracioso y colorista de una vida ya hecha a la nueva ma nera de concebir el mundo. Precisamente si pensó que sus primeros lectores iban a ser doctos y hombres cultos, tenía que saber bien por experiencia que a éstos se les puede matar con la artillería pesada de las demostraciones científicas^^ pero nunca oblig^i los a que se rindan, y que, por el contrario, sucumben rápidamente a las artes de se- ; ducción ligeras de ropa^®. No obstante, «ligero de ropa» y ciertamente «aposta» es ló; que dice Strauss de su propio libro; «ligero de ropa» es como lo encuentran y descri-; ben sus panegiristas públicos, uno de los cuales, por ejemplo, uno cualquiera, para frasea esa percepción de la manera siguiente: «El discurso avanza con equilibrio gar boso, manejando el arte de la demostración sin dificultad alguna, lo mismo cuando dirige sus críticas a lo antiguo que cuando adereza de manera tentadora la nueva que La cuarta parte del libro ¿fl vzeyci y /a wwevfl/e. « CÍT.SG367. Ibíd.,6. ” La variante, «de un libro científico», aparecía en las galeradas de imprenta antes de que Nietzsche las corrigiera. Nietzsche utiliza el término «leichtgeschürzíen»^ que literalmente significa «arremangar las faldas ligeramente» como forma de seducir. Cfr. Strauss, D., Nachwort..., op. cit., p. 4. Strauss,para aligerar el libro, no incluye el Nachwort {Epilogó) en La v ie ja y la n u e v a f e , sino que lo edita sepa radamente, aunque luego se incluiría en posteriores ediciones al final de su libro. Cfr. por ejemplo la edición de 1881, Bonn: Verlag von Emil Strauss, pp. 375-407. Strauss dice: «debe servir nó sólo como prólogo para la nueva edición, sino al mismo tiempo como epílogo para los lectores de las edir ciones anteriores».
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.nos trae, presentándola tanto a los gustos sin pretensiones como a los refinados. Está ;finamente pensada la ordenación de una materia tan variada y heterogénea, en la que había que tocar todo pero nada por extenso; especialmente las transiciones con las que se pasa de una materia a otra están dispuestas con mucho arte, si es que no se quiere, pongamos, admirar aún más la habilidad con la que los asuntos incómodos se dejan a un lado o se silencian». Como también se hace patente aquí, no es que la sen sibilidad de tales panegiristas sea precisamente muy fina respecto de lo que uno en cuanto autor es capaz de hacer, aunque sí tanto más fina para lo que uno quiere. Mas lo que Strauss quiere nos lo revela de forma clarísima la recomendación enfática y no del todo ingenua que hace de las Gracias de Voltaire, a cuyo servicio él pudo apren der precisamente esas artes «ligeras de ropa» de las que su panegirista habla — en el casó, claro está, de que la virtud se pueda enseñar y un magister pueda llegar a ser alguna vez un bailarín. : ¿Quién no tiene sus dudas al respecto, si lee, por ejemplo, el siguiente pasaje de Strauss sobre Voltaire (p. 219, Voltaire)!: «Realmente Voltaire en cuanto filósofo no es original, lo que hace fundamentalmente es elaborar las investigaciones de los in gleses: en esto, sin embargo, demuestra siempre ser im desenvuelto maestro de la ma teria, que sabe presentar con incomparable habilidad por todos los lados, iluminándo la con todas las luces posibles, y por ello, sin ser rigurosamente metódico, sabe cumplir también las exigencias de minuciosidad»^^ Todos los rasgos negativos le son aplicables: nadie afirmará que Strauss sea original como filósofo, o que sea rigu rosamente metódico, pero habría que preguntarse si podemos considerarlo también «ún desenvuelto maestro de la materia», y si le concedemos esa «incomparable habi lidad». La confesión de que el escrito está hecho «ligero de ropa aposta» deja adivi nar que al menos sus miras las había puesto en una incomparable habilidad. El sueño de nuestro arquitecto no era levantar un templo o una casa, sino un pa bellón en medio de todas las artes del jardín^^ Es más, casi parece que hasta el mis terioso sentimiento por el todo sea un recurso calculado principalmente para lograr un efecto estético, como si dijéramos la vista que se tiene sobre un elemento irracio nal, por ejemplo, el mar, desde una terraza de lo más elegante y racional. El recorrido a través de las primeras secciones, es decir, a través de las catacumbas teológicas, con su oscuridad y su ornamentación caprichosa y barroca, era asimismo otro recurso es tético para que resaltara por contraste la limpieza, la claridad y la racionalidad de la parte titulada: ¿Cómo concebimos el mundo?^^: pues nada más dejar atrás el lóbrego camino y tras haber echado esa mirada a la infinitud irracional, entramos en una am plia estancia iluminada por una claraboya; nos recibe sobria y clara, con mapas astro nómicos y figuras matemáticas en las paredes, llena de aparatos científicos, con es: ” Strauss, D. R, fb/taire. Sechs V o r tr á g e { \m \ Leipzig, 1872, S.'^ed., p. 227. Cfr. FPI, 27 [1], (donde Nietzsche señala: «Qué desfachatez la de Strauss al ofrecer al pueblo alemán su libro de La Vida de Jesús como contrarréplica al de Renán, mucho más grande que el suyo: y a Voltaire ni siquiera tendría que haberlo tocado». Cósima Wagner escribe a Nietzsche enjuiciando el libro de Strauss: «Hemos tenido el Voltaire de David Strauss entre las manos. A pesar de la intención clara y loable.de emitir un juicio honesto sobre ese gran hombre al comienzo del libro, sin embargo es de lo más desagradable por su falta de gusto, por su amaneramiento y falta de estilo, y por sus ideas ver daderamente triviales. Se podrá hacer pronto de él un segundo Drachen [“Dragón”, pseudónimo que utilizaba Wagner]» (de 4 de diciembre de 1870, KGB II/2 275). : ' ’» C fr.A §247. Tercera parte de La vieja y la nueva fe.
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queletos en los armarios, monos disecados y productos anatónúcos. Y desde aqtií, felices ya, nos adentramos en la comodidad plena de los propietarios del pabellón; lós encontramos acompañados de sus mujeres y niños, leyendo sus periódicos o discu-; tiendo, como a diario, de política, les oímos hablar largo y tendido acerca del matri--: monio y el sufragio universal, sobre la pena de muerte y las huelgas de los trabajado^. res, y nos parece imposible que se pueda recitar maquinalmente a mayor velocidad tal rosario de opiniones públicas. Por último, aún debemos quedar también convencidos del gusto clásico de los que habitan en este lugar: una breve parada en la bibliotecáy en la sala de música nos da la información esperada: en las estanterías están los me jores libros y en los atriles, las más célebres piezas musicales; hasta tocan algo para nosotros, y de ser eso música de Haydn, éste no tendría la culpa de que sonara a mú sica casera de Riehl. Entretanto el dueño de la casa ha tenido la ocasión de declarar que está completamente de acuerdo con Lessing y también con Goethe, pero sólo hasta la segunda parte del Fausto. Finalmente, el propietario de nuestro pabellón se alaba a sí mismo y dice que a quien no le guste su casa, no se le puede prestar ayuda alguna, pues no está maduro para su punto de vista; después de esto todavía nos ofre ce su carruaje, si bien con la cortés reserva de que él no pretende afirmar que el ca rruaje cumpla todos los requisitos; además, nos dice, acaban de colocarse piedras nuevas en sus caminos y nos veremos machacados por completo. Luego, nuestro dios epicúreo de los jardines se despide con la incomparable habilidad que él ha sabido elogiar en Voltaire. ¿Quién podría dudar todavía de esa incomparable habilidad? Se reconoce al desenvuelto maestro de la materia, se desenmascara al artista del jardín, ligero de ropa; y nunca dejamos de oír la voz del clásico: como escritor no quiero ser un fi listeo, ¡no quiero, no! ¡Quiero ser Voltaire, el Voltaire alemán!, y en todo caso ¡el Lessing francés! Vamos a revelar un secreto: nuestro magister no siempre sabe qué es lo que pre fiere ser, si Voltaire o Lessing, pero de ninguna manera quisiera ser un filisteo, y si ñiera posible, casi seguro que preferiría ser los dos, Lessing y Voltaire — para que se cumpla lo que está ahí escrito: «no tenía ningún carácter, sino que cuando quería te nerlo, antes tenía siempre que adquirirlo».
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Si hemos comprendido bien a Strauss el confesor, también él es un verdadero fi listeo de alma cohibida y seca, cuyas necesidades son sobrias, de docto; y, sin embar go, si se le llamase filisteo, nadie se enojaría más que David Strauss el escritor. Que se le llamase petulante, atrevido, malicioso, incluso temerario, no le parecería mal; su máxima felicidad, no obstante, seria que se le comparara con Lessing o con Voltaire, que ciertamente no fueron filisteos. En la busca de tal felicidad, Strauss suele vacilar^ y no sabe si le conviene imitar el valeroso ímpetu dialéctico de Lessing o si le iría mejor la actitud de viejo fauno y espíritu libre a la manera de Voltaire‘°°. Cuando se sienta a escribir, pone una cara que no cambia, como si estuviese posando para un Cfr. FP I, 27 [21]; «Strauss trata de poner la cara tanto de Voltaire como de Lessing». La crí tica sobre la manera como trata Strauss a Voltaire parece un adelanto de la dedicatoria que Nietzsche hace en Humano demasiado humano al mismo Voltaire.
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retrato, y muestra ora la cara lessinguiana ora la volteriana. Cuando leemos su ala banza a la exposición de Voltaire (p. 217, Voltairé), parece apelar enérgicamente a la conciencia del presente, preguntándole cómo es que ésta desde hace tiempo ha deja do de saber lo que tiene en el Voltaire moderno: «también sus atractivos», dice, «son por todas partes los mismos: sencillez y naturalidad, transparente claridad, soltura y vivacidad, afable amenidad. Calor y vigor no faltan cuando viene al caso; la aversión a lo ampuloso y lo afectado le venía a Voltaire de lo más íntimo de su naturaleza; y, por otro lado, cuando en ocasiones la petulancia y las pasiones rebajaban su expre sión hasta la vulgaridad, la culpa no era del estilista sino del hombre que había en él»!°^ Según esto, parece que Strauss sabe muy bien la importancia que tiene la sim plicidad del estilo: dicha simplicidad ha sido siempre la característica del genio, el único que tiene el privilegio de expresarse con sencillez, naturalidad e ingenuidad. El hecho, por lo tanto, de que un escritor elija una manera simple de expresarse no trai ciona la más vulgar de las ambiciones: pues aunque algunos se den cuenta de cómo quisiera dicho escritor que se le considerara, algunos, sin embargo, también serán tan complacientes de considerarlo justo como él desea. Mas el escritor genial no se reve la solamente en la simplicidad y en la rotundidad de la expresión: su fuerza excesiva le lleva a jugar con los contenidos, aunque éstos sean peligrosos y difíciles. Nadie va con paso firme por un camino desconocido que está cortado por mil precipicios: mas el genio corre ágil dando saltos atrevidos o elegantes por un sendero semejante, bur lándose de medir los pasos con precaución y con miedo^“ . • Strauss sabe también que los problemas de los que se desentiende son serios y te rribles, y como tales han sido tratados por los sabios de todas las épocas, y aun así llama a su libro ligero de ropa. De todos esos terrores, de la sombría seriedad del me ditar en que de suyo se suele caer al preguntarse uno acerca del valor de la existencia y de los deberes del hombre, ya no se barrunta nada cuando el genial magister pasa delante de-nosotros dando volteretas, «ligero de ropa y aposta», con menos ropa in cluso que su Rousseau, del que nos cuenta que iba desnudo por abajo y cubierto por arriba’°^ mientras Goethe iría cubierto por abajo y desnudo por arriba. Los genios verdaderamente ingenuos parece que no se cubren nada, y quizá la expresión «ligero de ropa»’®'^sólo sea un eufemismo de «desnudo». De la diosa Verdad dicen —^los po cos que la han visto— que estaba desnuda: y quizá a los ojos de quienes, sin haberla visto, creen a esos pocos que sí, la desnudez o la poca ropa sea ya una prueba, o al menos un indicium, de la verdad. La mera sospecha favorece ya la ambición del au tor: alguien ve ima cosa desnuda: iy si fuera la verdad!, se dice, y adopta una expre sión más solemne de lo que en él suele ser habitual. Pero con esto ha logrado ya mu cho el escritor, al obligar a sus lectores a verlo más solemne que cualquier otro escritor que vaya vestido con más ropa. Es el camino para llegar a ser algún día un «clásico»: y el propio Strauss nos cuenta «que se le ha dispensado el no buscado ho nor de considerarlo de la raza de los prosistas clásicos», es decir, que ha llegado a la meta de su camino’®^. El genio Strauss va dando vueltas por las calles, con la vestiStrauss, D., Voltaire, op. cit, p. 225. Cfn.FP I, 27 [45]. Cfr. SG 316. Nietzsche utiliza el verbo drapieren, «drapear», es decir, «colocar o plegar los paños de la vestidura, y, más especialmente, darles la caída conveniente». Es posible que Nietzsche se refiera a la indumentaria griega y romana, con túnicas y mantos chapeados. Cfr. FP I, 27 [49]. Cfr. FP I. 27 1391.
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menta de las diosas, ligero de ropa, en calidad de «clásico», y el filisteo Strauss debe a toda costa, para servimos de las originales expresiones de este genio, «acabar por decreto» o «ser expulsado para no volver jamás»‘°^. Pero ¡ay, el filisteo, a pesar de todos los decretos y todas las expulsiones, vuelve una y otra vez! ¡Ay, el rostro obligado a asumir los rasgos volterianos y lessinguianos‘°’ de vez en cuando vuelve bruscamente a su estado originario, a sus viejas for mas naturales! ¡Ay, la careta de genio se cae demasiado a menudo, y nunca ha sido la mirada del magister más mohína, nunca sus movimientos más rígidos que precisa mente cuando ha intentado remedar con sus saltos el salto del genio y mirar con la mirada de fuego con la que el genio mira! Y por el mero hecho de ir tan ligero de ropa en una zona tan fría como la nuestra se expone al peligro de resfriarse más a menudo y más gravemente que otro cualquiera; puede que sea ciertamente penoso que tam bién los demás se den cuenta luego de todo esto, pero si quiere curarse, el siguiente diagnóstico tiene que ser también público. Hubo una vez im Strauss*®®, un docto va leroso, estricto y bien vestido, que nos resultaba tan simpático como todo aquel que en Alemania sirve con seriedad y energía a la verdad y sabe ejercer dominio, dentro de sus límites; ese que hoy con el nombre de David Strauss es famoso en la opinión pública es una persona distinta: quizá los teólogos sean los responsables de que él se haya convertido en el que es ahora; basta, su jueguecito actual con la máscara del ge nio nos resulta tan odioso y ridículo como su seriedad de antes nos obligaba a.la se riedad y a la simpatía. Cuando él más recientemente nos explica: «sería también una ingratitud hacia mi genio el que no me alegrase de haber recibido, además del don de la crítica despiadadamente destructiva, asimismo el placer inocuo de la creación artística» acaso le sorprenda el hecho de que, no obstante ese testimonio sobre, sí mismo, haya quien afirma lo contrarío; por un lado, que él no ha tenido jamás el don de la creación artística, y, por otro lado, que el placer que él llama «inocuo» es todo menos inocuo, por cuanto ha ido minando poco a poco hasta destruirla del todo su naturaleza, en el fondo robusta y bien arraigada, de docto y de crítico, ¿s decir, al au téntico genio straussiano. En un arrebato de honestidad sin límites, el propio Strauss añade que él siempre «ha llevado en su interior un Merck que le gritaba: itú ya no debes hacer esas tonterías, los demás también son capaces de hacerlo!» **®. Esa era la Cfr. SG 177. En el texto de Strauss se refiere con esta expresión a la abolición de los mila gros: «Wir Philosophen und kritischen Theologen haben gut reden gehabt, wenn wir das Wunderin Abgang decretieren» («Nosotros filósofos y teólogos críticos, por mucho que dijéramos al decretar el fin del milagro...»). >0’ Cfr. FP 1,27 [21]. ‘ ; Aunque resulte paradójico, Nietzsche parece estar insinuando aquí la simpatía qué profesaba’ por la obra de Strauss en su época de estudiante. Ya en 1865 le comenta a su amigo Mushacke: «si ten go poco apetito, tomo una píldora de Strauss, L a m ita d y la to ta lid a d [D ie G a n zen u n d d ie Halben, Berlín, 1865)], por ejemplo...». (20 de septiembre de 1865, GOI 355). De Strauss compró y leyó coii detenimiento su L e s sin g s N a th a n d e r W eise («El camino del “Nathan” de Lessing», 1865) y el más fa moso de sus textos: D a s L e b e n Jesu , k ritisch b e a r b e ite t («La vida de Jesús, críticamente examináda>y, 1835), libro que finalmente compró en 1865 y que sirvió para discutir con su hermana en el verano de 1865 sobre cuestiones de fe. En A § 28 Nietzsche nos recuerda que a la edad de veinte años habíá sa boreado la obra exegética del «incomparable Strauss» sobre los Evangelios. No obstante, sigue resul tando chocante que Nietzsche, que no era creyente, hiciera el trabajo que de suyo debían de hacer los cristianos creyentes contra alguien como Strauss que atacaba las raíces del cristianismo. vr Strauss, D., ATflc/íWor/..., qp. cz7., p. 10. Ibíd, cfr. F P 1,27 [39]. Johan Heinrich Merck (1741-1791), crítico y jurista alemán, coii sü refi nado gusto fue un valioso gma para los jóvenes escritores del S tw m u n d D ran g. Fue amigo de Goethe.
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voz del auténtico genio straussiano: la misma voz que le dice también cuánto vale su novísimo testamento, inocuamente ligero de ropa, del filisteo moderno, si mucho o poco. ¡Pero esto lo pueden hacer también los demás! ¡Y muchos lo podrían hacer me jor! Y quienes, espíritus más ricos y mejor dotados que Strauss, lo hicieran lo mejor posible, no habrían hecho en ningún caso más que — tonterías. Creo que se habrá comprendido bien en qué medida estimo al escritor Strauss: lo tengo por un actor que hace el papel de genio ingenuo y de clásico. Y si bien Lichtenberg dice: «Hay que recomendar la sencillez en la escritura, ya por el sim ple hecho de que ningún hombre recto se expresa con rebuscamiento y sutileza»"', ño significa eso que el estilo sencillo sea ya una prueba de rectitud literaria. Yo quisiéra que el escritor Strauss fuese más sincero, así escribiría mejor y sería menos célebre. Y — si en cualquier caso quiere ser actor — entonces preferiría que fuese un buen actor e imitase mejor al genio ingenuo y al clásico, escribiendo como un clásico y como un genio. Pues queda por decir que Strauss es un mal actor y hasta un escritor infame.
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- El reproche de ser un escritor pésimo queda ciertamente mitigado por el hecho de qüe en Alemania es muy difícil llegar a ser un escritor sobrio y aceptable, y más que ñnprobable llegar a ser un buen escritor"^ Falta aquí un terreno natural, el aprecio, el manejo y el cultivo artísticos del lenguaje hablado. Puesto que éste, como los propios términos de «conversación de salón», «sermón», «discurso parlamentario» expresan, no ha logrado todavía un estilo nacional en todas las manifestaciones públicas, y, más aún, ni siquiera ha llegado a sentir la necesidad de que haya un estilo, y puesto que todos aquellos que hablan en Alemania no han ido más allá de algunos ingenuos ex perimentos con la lengua, el caso es que el escritor no tiene ninguna norma unitaria y sí cierto derecho a luchar por su cuenta con la lengua: y de ahí proviene, en conse cuencia, la dilapidación sin límites de la lengua alemana del «presente», que Schopenliauer describía de la manera más enérgica. «Si esto sigue así —dijo en cierta oca sión—, el año 1900 ya no se entenderá bien a los clásicos alemanes, puesto que la única lengua alemana que se conocerá será la jerga canallesca del noble “presente” — cuyo carácter fundamental es la impotencia»"^ De hecho, ya ahora se hacen oír en las revistas más actuales árbitros de la lengua y la gramática alemanas que dicen que nuestros clásicos no pueden seguir siendo modelos de nuestro estilo"'', porque emplean una gran cantidad de términos, expresiones y construcciones sintácticas que nosotros hemos perdido: por eso lo conveniente sería recopilar los logros lingüísticos en el uso de los términos y de las frases de las celebridades literarias de hoy y reco mendar que se imiten, cosa que ya se ha hecho realmente, por ejemplo, en el diccio.
Lichtenberg, op. c it, I, p. 306. Cfr. F P 1 ,27 [25]. Cfr. FP 1,27 [68], p. 450. Aquí habla Nietzsche sobre «la dificultad de ser un buen escritor». : Schopenhauer, A., Aus Arthur Schopenhaiters handschriftlichen Nachlass, Julius Frauenstádt (ed.), F. A. Brockhaus, Leipzig, 1864, p. 58. [BN 543]. ' En las notas previas al texto definitivo Nietzsche había escrito: «Realmente tampoco he leído yo en las revistas expresamente modernas una explicación al hecho de que nuestros clásicos ya no puedan ser modelos de estilo, sino que han surgido nuevas grandezas, Adolf Stahr o Strauss, etc.» Cfr.KSA XIV 63.
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nano manual, conciso y vergonzoso, de Sanders'^^ En él aparece considerado como un clásico ese repugnante monstruo del estilo que es Gutzkow^^^: y en general, a lo que parece, tendremos que habituamos a una banda sorprendente de clásicos del todo nuevos, entre los cuales el primero, o al menos uno de los primeros, es David Strauss, el mismo al que no podemos caracterizar de modo diferente a como ya lo hemos he cho: a saber, como un escritor infame. Pues bien, un rasgo de lo más característico de esa pseudocultura del filisteo de la formación es ver cómo logra para sí el concepto de clásico y de escritor ejemplar — él, que sólo se muestra fuerte a la hora de rechazar un estilo de cultura verdade ra y artísticamente riguroso, y que con esa insistencia en el rechazo logra una uni formidad en la expresión que casi parece ser unidad de estilo. ¿Cómo es posible que, permitiéndose a todo el mundo experimentar sin límites con el lenguaje, haya, sin embargo, algunos escritores que encuentran un tono que va dirigido a muchos? ¿Qué es lo que llega aquí a tantos? Es ante todo una cualidad negativa: la ausencia de cualquier cosa que sea escandalosa — pero todo lo que es verdaderamente pro ductivo es escandaloso. — Entre lo que el alemán lee hoy a diario predominan, sin duda, los periódicos, así como las revistas correspondientes: el alemán de estos pe riódicos y revistas, con su incesante goteo de expresiones iguales y palabras igua les, se va grabando en su oído, y puesto que generalmente elige para tales lecturas las horas en que su espíritu cansado no está de ningún modo dispuesto a resistir, su oído se va haciendo poco a poco a este alemán cotidiano y cuando le falta lo echa de menos con pesar. Ahora bien, son los fabricantes de dichos periódicos los quej en consonancia plena con su ocupación, están más acostumbrados a la papilla del lenguaje periodístico: los que, en sentido estricto, han perdido todo gusto, y cuya lengua siente como mucho una suerte de placer sólo en lo totalmente corrupto y arbitrario. Con esto se explica el tutti unisono^^'^ en que, a pesar de su lasitud y en fermedad, unen de inmediato sus voces en torno a todos y cada uno de los dispara tes lingüísticos recién inventados: con esa descarada corrupción se venga uno de la lengua por el increíble aburrimiento que poco a poco genera en sus asalariados. Re cuerdo haber leído un llamamiento de Berthold Auerbach**® «al pueblo alemán» en el que cada uno de sus giros lingüísticos, nada alemán, resultaba extravagante y fal so, y el conjunto parecía un mosaico de palabras sin vida con sintaxis internacional; por no decir nada del desvergonzado alemán chapucero con el que Eduard Devrient**^ celebró la memoria de Mendelssohn. Así pues, el solecismo — y esto es lo ‘ Daniel Sanders (1819-1897), prestigioso lingüista alemán, autor del W ó rterb u ch d e r d eu tsch en S p ra ch e. M it b e le g en von L iith e r b is a i i f d ie G e g en w a rt. M . E tg a n z u n g s -W ó rte r b u c h . Leipzig, 18601865,2 vols. Nietzsche hace un juego de palabras que aquí no llegamos a reproducir, pues en el origi nal «manual» y «vergonzoso» riman: H a n d - iin d S cfian d-, Karl Ferdinand Gutzkow (1811-1878), natural de Berlín, fue dramaturgo, novelista y perio dista. Autor de D ie N ih ilis te n (1853). Nietzsche dice de él: «Gutzkow, como filósofo fracasado, es el tr a n s fo n n e d d is fo n n e d , en general una caricamra de la relación schilleriana entre filosofía y poe sía». Cfr.FP I,7Í-114]. En italiano en el texto. Berthold Auerbach (1812-1882), escritor y novelista alemán que estudió filosofía en la es cuela de David Strauss y fue también el traductor de las obras de Espinoza. Nietzsche lo cita en FP I, 27 [38], 37 [4, 7]. Escribía en el periódico A u s b u r g e r A llg e m e in e Z e itu n g . Eduard Philipp Devrient (1801-1877), cantante de ópera y musicólogo. Escribió un libro en 1869 M e in e E rin n e ru n g e n a n F élix M e n d e ls s o h n -B a r th o ld y u n d s e in e B r ie fe a n mich^ Leipzig, 1869. Wagner le replicó vehementemente con su escrito E l Sr. E d u a r d D e v r ie n t y s u e s tilo , un estu-
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curioso — nuestro filisteo no lo considera algo escandaloso, sino un alivio refres cante y tentador en el desierto cotidiano del alemán, yermo de hierba y árboles. Para él, sin embargo, resulta escandaloso lo que es verdaderamente productivo. Al escritor modelo supermodemo no se le corregirán su sintaxis retorcida, exagerada o deshilachada ni sus neologismos ridículos, sino que se los valorarán como un mé rito, como un arreglo apetitoso; mas jay del estilista dotado de carácter que evita la expresión rutinaria con la misma seriedad y perseverancia con las que evita los «monstruos que los escritorzuelos del presente han incubado la última noche», como dice Schopenhauer*^®. Cuando se acepta como regla lo que es chabacano, tri llado, flojo y vulgar, y como excepción tentadora lo malo y corrupto, entonces lo que esté lleno de fuerza, lo que sea poco común y bello cae en descrédito; de ma nera que en Alemania se repite sin cesar la historia aquella del viajero bien propor cionado que llega al país de los jorobados y allí por todas partes se ve escarnecido del modo más ultrajante a causa de su supuesta deformación, al no tener joroba, hasta que finalmente un sacerdote, intercediendo por él, habla de este modo al pue blo; mejor será que os compadezcáis del pobre extranjero y elevéis una ofrenda a los dioses en agradecimiento por haberos adornado con esta imponente montaña de carne. ! Si alguien pretendiera escribir hoy una gramática que contuviera las normas po sitivas del actual estilo alemán de todo el mundo, e investigase cuáles son las reglas que, al modo de imperativos no escritos, no hablados, sin embargo, se siguen y ejer cen su dominio sobre las escribanías de todos y cada uno, tropezaría con ciertas ideas extrañas acerca del estilo y la retórica que quizás hayan salido de algunas re miniscencias de la escuela y de la obligación en ella de realizar ejercicios de estilo en latín, o quizá de la lectura de algunos escritores franceses de cuya increíble za fiedad todo francés medianamente educado tiene derecho a burlarse. Acerca de es tas ideas extrañas bajo cuyo dominio viven y escriben casi todos los alemanes pa rece ser que todavía no ha reflexionado ninguno de los alemanes concienzudos y profundos. Entre ellas encontramos la exigencia de que aparezca de vez en cuando una imagen o una metáfora, y que la metáfora sea nueva; mas para el escaso cerebro de escritor «nueva» significa lo mismo que «moderna», y así ahora se empeña en sacar sus metáforas del ferrocarril, el telégrafo, la máquina de vapor o la bolsa, y se sien te orgulloso de que estas imágenes, siendo modernas, sean por fuerza también nue vas. En el libro de confesiones de Strauss vemos que también se ha pagado como es debido el tributo a las metáforas modernas: se despide de nosotros con la ima gen, que ocupa página y media, de una moderna reparación de carreteras, y un par de páginas antes compara el mundo con una máquina, con sus ruedas, sus pistones, sus martillos y su «aceite lubricante» (p. 362): una comida que comienza con champague — (p. 324): Kant como centro de hicfroterapia de agua fría.— (p. 265): «La constitución federal suiza es a la inglesa como un molino de agua a una máquina de vapor, como un vals o una canción a una fuga o sinfonía». — (p. 258); «En todo recurso de apelación es necesario atenerse al orden de las instancias. Mas la instandio sobre los «Recuerdos de Félix Mendelssohn-Bartholdy», en R.Wagner, Gesammelte Schriften, Fritzsch, Leipzig, 1872-1873. El escrito lleva el pseudónimo de Wilhelm Drach. Cfr. Cósima Wagner, Diarios^ op. cit., de 27 de enero de 1869, donde lo describe como un «comediante sin cultura». Schopenliauer, A., AusArthur Schopenhauers..., op, cit., p. 61.
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cia intermedia entre el individuo y la humanidad es la nación». — (p. 141): «Cuan do deseamos saber si todavía hay vida en un organismo que nos parece muerto, solemos hacer la prueba con un estímulo fuerte, quizá hasta doloroso, recurriendo, por ejemplo, a un pinchazo». — (p. 138): «El territorio religioso en el alma huma na es similar al territorio de los pieles rojas en América». — (p. 137): «Virtuosos de la piedad en los conventos». — (p. 90): «Poner debajo de la cuenta, con todas las cifras, el resultado de todo lo anterior». — (p. 176): «La teoría darwinista es seme jante a una línea de ferrocarril recién trazada-----------en la que las banderitas on dean al viento alegremente». De esta manera tan supermoderna ha satisfecho Strauss la exigencia del filisteo de que de vez en cuando tenga que aparecer una nueva metáfora. Está también muy difundida una segunda exigencia retórica, y es que lo didácti co debe desplegarse en frases largas y extensas abstracciones, mientras que lo que pretende persuadir, en cambio, gusta de ffasecitas breves y de contrastes en la expre sión dando brincos unos tras otros. Una frase modélica de lo didáctico y erudito, estirada hasta la completa disipación schleiermacheriana, que lentamente se arrastra con verdadera agilidad de tortuga, se halla en Strauss en la p. 132: «El hecho de que en los estadios más primitivos de la religión aparezca en vez de un único origen va rios, en vez de un único Dios una multitud de dioses, se debe según esta deducción de la religión a que las diversas fuerzas de la naturaleza o circunstancias de la vida que suscitan en el hombre el sentimiento de dependencia absoluta actúan al princi pio en él aún en toda su diversidad, él no ha llegado aún a tener conciencia de que, en lo relativo a la dependencia absoluta, no podía haber entre ellas ninguna diferen cia, y que, por tanto, el poder que le dominaba o el ser que poseía este poder, debíaser único». Un ejemplo opuesto, de ffasecitas breves y afectada vivacidad, que ha emocionado a algunos lectores tanto que ya a Strauss sólo lo nombran junto a Lessing, se encuentra en la p. 8: «Lo que me propongo hacer en lo que sigue, de eso no me cabe la menor duda, muchos sabrían hacerlo igual de bien, y bastantes incluso mucho mejor. Algunos ya lo han dicho, ¿pero es esto razón para que yo me calle? No lo creo. Nosotros nos complementamos. Si otros saben más de muchas cosas, quizá de algunas sepa yo más; y bastantes las sé yo de otro modo, las veo de otro modo que los demás. Así que vayamos al grano, las cartas sobre la mesa, y que se vea si son buenas». Entre esta marcha rápida y alegre y aquella morosidad de sepulturero el estilo de Strauss suele ocupar, naturalmente, el centro, mas no siempre lo que se ha lla entre dos vicios es la virtud, sino que demasiado a menudo es sólo la debilidad, la incapacidad, la impotencia. De hecho, el buscar en el libro de Strauss rasgos y ex presiones que fueran más finos e inteligentes ha sido una labor por completo decep cionante, y eso tras haber reservado un apartado, para al menos poder alabar algo aquí y allá del escritor Strauss, ya que en el confesor no había encontrando nada que fuese digno de alabanza. Busqué y rebusqué, y la rúbrica quedó vacía. Se me fue llenando, en cambio, otro apartado titulado: «Solecismos, imágenes confusas, abre viaciones poco claras, observaciones de mal gusto y galimatías», hasta tal punto que lo único que ahora puedo permitirme dar a conocer es una modesta selección de mi enorme colección de muestras. Quizá consiga reunir bajo esa rúbrica lo que hace creer a los alemanes de hoy que Strauss es un gran estilista lleno de interés: son cu riosidades de expresión que en medio de ese yermo árido y polvoriento que es el li bro entero sorprenden, si no agradablemente, sí de una manera interesante aunque penosa: gracias a tales pasajes nos damos cuenta al menos, para servimos de una
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imagen straussiana, de que todavía no estamos muertos y de que aún reaccionamos a tales pinchazos. Pues todo lo demás muestra esa carencia de todo lo escandaloso, es decir, lo productivo, que ahora se valora como cualidad positiva en el prosista clá sico. La sobriedad y la aridez extremas, una sobriedad verdaderamente famélica, despiertan hoy en la masa culta una sensación antinatural, como si tales rasgos fue ran signo de salud, de tal manera que aquí vale justo lo que dice el autor del Dialogus de oratorihiis: «illam ipsam quam iactant sanitatem non Jirmitate sed iehinio consequimíiir»^^\ Por eso odian éstos con instintiva unanimidad toda Jírmitas, por que ésta da testimonio de una salud completamente distinta de la suya, y procuran que la firmitas, la concisión enérgica, la fogosa fuerza de los movimientos, la pleni tud y delicadeza del juego de los músculos resulten sospechosas. Se han puesto de acuerdo para hacer que la naturaleza y los nombres de las cosas queden invertidos, y hablar en lo sucesivo de salud cuando nosotros vemos debilidad, y de enfermedad y. de sobreexcitación cuando la verdadera salud nos sale al paso. Así es como ahora se considera un «clásico» también a David Strauss. .. Si al menos esa sobriedad fuese una sobriedad estrictamente lógica: pero es jus to la sencillez y el rigor del pensamiento lo que estos «débiles» han perdido, y en ; sus manos hasta la propia lengua se ha deshilachado en ilógica. Inténtese tan sólo traducir al latín ese estilo de Strauss: algo que hasta con Kant es factible y que en el caso de Schopenhauer es cómodo e interesante. La causa de que eso sea imposi ble de hacer con el alemán de Strauss no creo que esté en el hecho de que su alemán sea más alemán que el de aquéllos, sino en el hecho de que su alemán es confuso e ilógico, mientras que el de aquéllos está lleno de sencillez y grandeza. Quien sabe, en cambio, lo mucho que se esforzaban los antiguos para aprender a hablar y a es cribir, y lo poco que se esfuerzan los modernos, ése siente, como dijo Schopen hauer en cierta ocasión'^^, un verdadero alivio cuando logra acabar un libro alemán de ese estilo que se ha visto obligado a leer y puede volver ya a otras lenguas, sean antiguas o modernas: «ya que en éstas», dice, «tengo delante una lengua fijada se gún reglas, que posee una gramática y una ortografía perfectamente establecidas y fielmente observadas, mientras que en alemán me veo a cada instante asaltado por la impertinencia del escritor, que quiere hacer valer sus antojos gramaticales y or tográficos y sus ocurrencias chabacanas: y lo que me repugna de eso es la estupidez que se pavonea descaradamente. Realmente es un auténtico suplicio el ver cómo es maltratada por ignorantes y asnos una lengua que es hermosa y antigua y que posee escritos clásicos». Esto es lo que os grita la santa cólera de Schopenhauer, y no podréis decir que no habéis sido advertidos. Mas a quien no quiera oír ninguna advertencia ni esté en ab soluto dispuesto a que decaiga su creencia en que Strauss es un clásico, a ése le reco mendaría, como última receta, que lo imitara. Intentadlo, de todos modos, por vuestra cuenta y riesgo: tendréis que pagarlo con vuestro estilo, así como al final incluso con vuestra cabeza, de manera que se cumpla también en vosotros el dicho de la sabiduría india: «Es inútil y acorta la vida roer un cuerno de vaca: los dientes se desgastan y no se le saca ningún jugo». — «Aquella misma salud de la que se jactan, no la consiguen por el vigor, sino por el ayuno»: Cfr. Tácito, D ia lo g u s d e o m to r ib u s , 23, 3-4. Cfr. Nietzsche, E, Escritos sobre retórica, Luis Enrique de Santiago Guervós (ed.), Editorial Trotta, Madrid, 2000, p. 87. Cíf. Schopenhauer, A., op. c il, pp. 60 ss.
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Para concluir’ vamos a presentar a nuestro prosista clásico la prometida selec ción de muestras de estilo: Schopenhauer tal vez la titulara en términos muy genera les como: «Nuevos documentos de la jerga canallesca de la actualidad»; pues esp es algo que, para consuelo de David Strauss, se puede decir, suponiendo que para él eso sea un consuelo, y es que hoy todo el mundo escribe como él, y algimos todavía de un modo más miserable, y entre los ciegos el tuerto es el rey. Bien es verdad que llamán dole tuerto le estamos concediendo demasiado, pero lo hacemos porque Strauss no escribe como los más perversos de entre los corruptores del alemán, los hegelianos, y su contrahecha descendencia’^'*. Strauss al menos intenta salir de esa ciénaga, y en parte ya está fuera de ella, pero se halla aún bien lejos de pisar tierra firme; en él tOr davía se nota que en su juventud balbuceó a la hegeliana: algo debió desencajársele entonces, algún músculo se le distendió; como el oído de un muchacho que ha crecí-: do entre tambores, debió embotársele el oído entonces, para que nunca más haya sido ' capaz de percibir las leyes del sonido, artísticamente delicadas y vigorosas, bajo cuyodominio vive el escritor formado con buenos modelos y una disciplina rigurosa. Con • ello ha perdido Strauss en cuanto estilista lo mejor de sí, y está condenado a quedar preso de por vida en las estériles y peligrosas arenas movedizas del estilo periodístico — si no quiere hundirse de nuevo en el fango hegeliano. Así y todo en el presente ha logrado ser una celebridad por un par de horas, y quizá en el futuro se sepa por otro par de horas que ha sido una celebridad; pero luego caerá la noche y con ella el olvi do: y ya en este momento en que estamos escribiendo en el libro negro sus pecados de estilo comienza el ocaso de su fama. Pues quien ha pecado contra la lengua alemaé ¿ na ha profanado el mysterium de nuestra alemanidad: es ella sola la que a través’de ! toda la mezcla y las modificaciones de las nacionalidades y las costumbres, como por ensalmo metafisico, se ha salvado a sí misma y de ese modo ha salvado también el espíritu alemán. Es ella sola la que garantiza además ese espíritu para el futuro, siem-' pre que no perezca ella misma en las manos perversas del presente. «Pero \Di melíora\ ¡Fuera los paquidermos, fuera! ¡Ésta es la lengua alemana, la lengua en la que se han expresado las gentes, en la que han cantado grandes poetas y han escrito grandes pensadores! ¡Atrás esas zarpas I’^^» — Tomemos sin más una frase, por ejemplo, de la primera página del libro de Strauss’-^: «Ya en el incremento de poder----------- ha reconocido el catolicismo ro^ mano una invitación a reunir dictatorialmente todo su poder espiritual y temporal en las manos del Papa declarado infalible». Bajo ese .ropaje desaliñado se esconden fraEsta última parte, muy técnica desde el punto de vista lingüístico, supone una defensa a ul tranza del buen estilo y de la lengua alemana. Posiblemente ftiera ésta una de las motivaciones prinr cipales de Nietzsche en relación a la dura crítica que hace a Strauss por maltratar el lenguaje, ya que ese tipo de críticas sobre el uso del lenguaje era también del agrado de Wagner. Para Nietzsche, la falta de estilo y la ligereza en el manejo de una lengua pone al descubierto la ligereza frente a la rea lidad. Cfr. FP I 27 [29, 30]. Cfr. PP II, a f 283. Schopenhauer subraya en este texto «Ésta es la lengua alemana» y «gentes». Los pasajes que recoge Nietzsche aquí de la obra de Strauss, son criticados desde una pers pectiva lingüística. La mayoría de las veces la crítica se centra en la estructura de la frase en alemán. La traducción al español no recoge suficientemente los matices del texto alemán. En los casos en los que no se aprecia bien lo que quiere decir Nietzsche, incluimos en nota el texto alemán.
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ses distintas que no encajan en absoluto y que no son posibles al mismo tiempo; uno puede reconocer la invitación a reunir su poder y ponerlo en las manos de un dictador, pero lo que no puede es reunirlo dictatorialmente en las manos de otro. Si se dice que el catolicismo reúne dictatorialmente su poder, entonces se le está comparando con un dictador: pero evidentemente de lo que aquí se trata es de comparar al infalible Papa con un dictador, y si el adverbio se ha puesto en un lugar equivocado es sólo por causa de un pensamiento poco claro y la falta de sentido para la lengua. Para percibir, no obstante, lo disparatado de la segunda expresión, recomiendo que se la diga en la siguiente simplificación: el señor reúne las riendas en las manos de su cochero, — (p! 4): «En el fondo de la oposición que se da entre el antiguo régimen consistorial y los esfuerzos dirigidos a obtener una constitución sinodal hay, detrás del rasgo jerár quico por una parte y del democrático por otra, ima diferencia dogmático-religiosa». Peor no puede expresarse: primero tenemos una oposición entre un régimen y ciertos esfuerzos, después en el fondo de esta oposición hay una diferencia dogmático-reli giosa, y esta diferencia que está en el fondo se encuentra detrás de un rasgo jerárqui co por una parte y de uno democrático por la otra. Adivinanza: ¿Qué cosa está detrás dedos cosas en el fondo de una tercera? — (p. 18): «y los días, aunque enmarcados inequívocamente por el narrador entre tarde y mañana»'^^ etc. Para que se dé cuenta dél abuso tan desvergonzado que está usted con la lengua, le sugiero a usted que tra duzca esa frase al latín. ¡Días que son enmarcados! ¡Por un narrador! ¡Inequívoca mente! ¡Y enmarcados entre algo! — (p. 19): «En la Biblia no se puede hablar de noticias erróneas y contradictorias, ni de opiniones y juicios falsos». ¡Expresado con suma negligencia! Usted confunde «en la Biblia» con «a propósito de la B i b l i a » l a primera debería ir antes de
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manía] Samuel Hermann Reimarus de una manera completamente típica para ambas naciones»^^*. Un hombre sólo puede ser típico de una nación, pero no puede enfren tarse con otro de modo típico para ambas naciones. Una violencia ruin hecha a la lem gua sólo para ahorrarse o escamotear una frase. — (p. 46): «Poco después de la muer-, te de Schleiermacher, ocurrió que...»^^^ La posición de las palabras no tiene ninguna importancia para gentuza tan chapucera; que aquí las palabras «después de la muerte de Schleiermacher» vayan erróneamente colocadas, es decir, después del an, cuando deberían encontrarse antes del an, es para su oído, hecho a golpes de tambor, algo tan indiferente como decir a continuación dass, cuando se tendría que haber dicho his, — (p. 13): «y en cuanto a todos esos diversos matices con los que brilla el cristianisr mo actual, sólo puede tratarse para nosotros del que viene a ser el más extremo y el más claro, es decir, si nosotros somos capaces de profesarlo todavía». A la pregunta «¿de qué se trata?» se puede responder, en primer lugar, con un «de esto o de aque llo»; en segundo lugar, con una frase que comience «de si nosotros...», etc.; esa mez cla desordenada de ambas construcciones nos hace ver al operario chapucero. Lo que él quería decir era más bien: «sólo puede tratarse para nosotros en el caso más extre mo de si nosotros todavía lo profesamos»: aunque, por lo que se ve, las preposiciones de la lengua alemana sólo están ahí para aplicarse justo de modo y manera que sor prendan. En la p. 358, por ejemplo, para damos una sorpresa el «clásico» confunde las expresiones: «im libro trata de algo» y «se trata de algo»^^^ y así tenemos que oír una frase como ésta: «además queda indeterminado si se trata de un heroísmo externo e interno, de batallas en campo abierto o en la profundidad del pecho humano». (p. 343): «para una época sobreexcitada de los nervios como la nuestra, que especial mente en sus inclinaciones musicales está a la luz del día dicha enfermeda6>*^'*. Ver gonzosa confusión de «zu Tage liegen» [estar a la luz] y «an den Tag legen» [poner a la luz]. Estos reformadores de la lengua deberían ser castigados, como se hace con los escolares, sin hacer distinciones. — (p. 70): «vemos aquí uno de esos procesos inte lectuales por medio de los cuales fueron elevándose los discípulos hasta producir la idea de la resurrección de su maestro asesinado», iVaya imagen! iUna auténtica idea de bombero! ¡Uno se esfuerza en elevarse por medio de un proceso hasta producir! — Cuando en la p. 72 Strauss, héroe grande de boquilla, califica de «timo histórico universal» la historia de la resurrección de Jesús, aquí, desde el punto de vista^clel gramático, sólo le voy a preguntar a quién está acusando de tener sobre su conciencia ese «timo histórico universal», es decir, una estafa destinada a engañar a otros para obtener un provecho personal. ¿Quién es el que estafa, el que engaña? Pues no somos capaces de imaginar un«timo» sin un sujeto que persiga el propio provecho. Puestó que Strauss no puede damos ninguna respuesta a esta pregunta — suponiendo que no se atreva a prostituir a su Dios, es decir, al Dios que se equivoca por noble passion, tachándolo de estafador — nos conformaremos con pensar que la expresión es tan absurda como carente de gusto. — En la misma página se dice: «sus enseñanzas haSamuel Hermann Reimarus (1694-1768), fue el que inició el movimiento de la Búsqueda del Jesús histórico. El texto alemán dice: «N un s ta n d e s a b e r n u r w e n ig e J a h r e a n n a c h S c h e le ir m a c h e r s Tode,, d a s s ------- ». En alemán: « e in B u ch h a n d e lt vo n e tw a s » y « e s h a n d e it s ic h iim e tw a s » , es decir, de dos pre posiciones distintas, aunque se viertan ambas al castellano por una, y la misma, «de». El texto completo comienza: «En la música de Haydn surge una fuente de juventud para una época...»
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brían sido esparcidas y dispersadas por el viento como hojas sueltas y habrían sido destruidas, de no haberse mantenido juntas gracias a la creencia supersticiosa en que resucitaría, que actuó a modo de encuadernación sólida y robusta, y así se conserva ron»; Quien habla de hojas al v ien to d eso rien ta al lector, teniendo en cuenta que luego tomará esas hojas como hojas de papel que pueden mantenerse juntas gracias a la encuademación. No hay nada que tema más el escritor cuidadoso que el dejar al lector indeciso o desorientado por causa de una imagen: pues lo que debe hacer la imagen es aclarar; pero si la imagen misma viene expresada de modo confuso y desorientador, la cosa resulta más oscura que sin la imagen. Y, ciertamente, nuestro «clásico» no es im escritor cuidadoso: tiene la audacia de hablar de la «mano de nuestias fuentes» (p. 76), de la «falta de un asa en las fuentes» (p. 77) y de la «mano de una necesidad» (p. 215). — (p. 73): «La creencia en que resucitaria hay que cargar la a la cuenta de Jesús mismo». Quien gusta de expresarse de manera tan vulgarmen te mercantil en asuntos que son tan poco vulgares, da a entender que toda su vida ha estado leyendo libros pero que muy malos. El estilo straussiano da por doquier testi monio de malas lecturas. Quizás haya leído en demasía los escritos de sus adversarios teológicos. Pero ¿dónde se aprende a molestar al viejo Dios de los cristianos y de los judíos con imágenes tan pequeñoburguesas como las que Strauss, por ejemplo, nos regala en la p. 105, donde a ese «viejo Dios de los judíos y de los cristianos se le qui ta la silla de debajo del culo», o en la p. 105, donde «al viejo Dios personal se le ave cina, por decirlo así, la crisis de la vivienda», o en la p. 115, donde el mismo Dios aparece puesto en un «cuartucho reservado, en el que por lo demás debe estar todavía acomodado y ocupado decentemente». — (p. 111): «con el olvido de la plegaria im petratoria se ha perdido otro atributo esencial del Dios personal». Pero ¡pensad, emborfonadores, antes de emborronar! Debería enrojecerse la tinta cuando se garabatea ra con ella acerca de una plegaria que sería un «atributo» y, además, «un atributo perdido». — Mas ¿qué tenemos en la p. 134? «Varios de los atributos de deseo que el hombre de tiempos pretéritos otorgaba a sus dioses — como ejemplo aduciré sólo la facultad de atravesar rapidísimamente el espacio — a consecuencia del dominio ra cional de la naturaleza, ahora los ha asumido él mismo». ¿Quién nos deshace este ovillo? Veamos, el hombre de tiempos pretéritos otorga atributos a los dioses: ¡eso de «atributos de d e s e o» r es u l ta bastante sospechoso! Strauss quiere decir, más o menos, que el hombre ha dado por supuesto que los dioses poseen de hecho todo lo que él desea tener pero no tiene, y así un dios tiene atributos que corresponden a los de seos de los hombres, es decir, «atributos de deseo». Pero luego, nos hace saber Strauss, varios de esos «atributos de deseo» el hombre los asume — un fenómeno oscuro, tan oscuro como el descrito en la p. 135: «el deseo debe acceder a dar a esta dependencia, por la vía más corta, un giro ventajoso para el hombre». Dependencia —giro— la vía más corta, un deseo que accede ^— ¡ay de aquel que pretendiera efec tivamente ver un fenómeno como éste! Es una escena de un libro ilustrado para cie gos. Hay que tantear. — Otro ejemplo (p. 222); «La dirección ascendente de ese mo vimiento que en su ascender pasa incluso por encima de la decadencia individual»; otro aún más fuerte (p. 120): «El último giro kantiano, como hemos visto, para alcan zar la meta se ve obligado a tomar su camino un trecho más allá del campo de una vida futura». Para encontrar el camino en esa niebla hay que ser un mulo. ¡Giros que En alemán «Blátten> puede significar tanto «hojas de árbol» como «hojas de papel». En alemán: «WunschaíMbute».
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se ven obligados! ¡Direcciones que pasan por encima de la decadencia! ¡Giros que por la vía más corta son ventajosos, giros que toman su camino un trecho más allá de un campo! ¿De qué campo? ¡Del campo de la vida futura! ¡Al diablo toda la topogra fía'^^! ¡Luz! ¡Luz! ¡Dónde está el hilo de Ariadna en este laberinto! No, nadie puede permitirse escribir de esta manera, ni siquiera el más célebre de los prosistas, pero menos aún un hombre que tiene una «disposición religiosa y moral perfectamente adulta» (p. 50). Quiero decir: un hombre mayor debería saber que la lengua es una herencia recibida de los antepasados que hay que dejar a los descendientes, por l0;que hay que respetarla como algo sagrado, inestimable e inviolable. Si tenéis los oídos; taponados, entonces preguntad, consultad diccionarios, usad buenas gramáticas, pero ¡no os atreváis a seguir pecando así a la luz del día! Strauss dice, por ejemplo (p. lSó): «una ilusión, desterrarla de uno mismo y de la humanidad debería ser la pretensión de todo hombre que ha llegado a la razón». Esta construcción es errónea, y si el de generado oído del escritorzuelo no lo percibe, entonces se lo gritaré al oído: «o se quita algo a alguien» o «se libera uno de algo»; Strauss tendría que haber dicho: «una ilusión de la que liberarse a sí mismo y a la humanidad» o «quitar la ilusión a sí mis mo y a la humanidad»'^®. Mas lo que él ha escrito es jerga de canallas. Y qué habrá;de parecemos el que este paquidermo del estilo ande revolcándose, además, con pala bras recién inventadas o ya existentes pero reformadas, cuando habla del «sentido a p l a n a n t e d e la socialdemocracia» (p. 279), como si fiiese un Sebastián Frank, ó cuando imita una expresión de Hans Sachs (p. 259): «los pueblos son los queridos por Dios, es decir, las formas naturales en que la humanidad viene a la existencia, de las que ningún hombre racional puede prescindir y a las que ningún hombre honesto pue de sustraerse». — (p. 252): «El género humano se divide, según ley, en razas»; (p. 282): «entropezar [befahren] resistencia». Strauss no se percata de cómo en medio de lo raído de su expresión moderna salta a la vista ese retazo tan antiguo [befahren]. Cual quiera se da cuenta de que tales expresiones y retazos son robados. Pero aquí y allí nuestro sastre remendón se muestra también creativo y nos fabrica algún término nuevo: en la p. 221 habla de una «vida que progresa, se desarrolla y aspira hacia lo alto»; pero ausringen se dice o de la lavandera que retuerce la ropa o del héroe que ha finalizado la lucha y muere; ausringen en el sentido de «desarrollarse» [sich entwickeln] es alemán straussiano, así como en la (p. 223): «todos los grados y estadios del envolvimiento y desenvolvimiento»*''®, ¡es alemán de niño de pañales! — (p. 252): «in Anschliessung» [enlazando] por «imAnschluss» [a continuación] — (p. 137): «en el quehacer diario del cristiano de la Edad Media se hablaba del elemento religioso mucho más a menudo y mucho más ininterrumpidamente», un comparativo modéli co''", para ser Strauss un prosista ejemplar; por cierto, también usa el imposible: «más perfectamente» (pp. 223 y 214). Y el «¡venía al discurso!» ¿de dónde dia blos ha sacado esto, usted, temerario artista de la lengua? Pues ahora sí que ya no Corrección en la nueva edición electrónica eKGB: en lugar de dos puntos después de Topographie, signo de admiración. Se trata en todos los casos, en alemán, de abtiuin. En alemán: «einebnenden». En aleman Ausmcklung, de auswicklen, «desfajar a los niños». Se refiere aquí Nietzsche al comparativo alemán «unmterbrochener». En alemán «vollkommener». En alemán «kam ~ur Ansprache», literalmente «venía al discurso». Strauss había dicho eso en lugar de «sprach sich aus», «se expresaba».
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téngó ayuda alguna, no se me ocurre ninguna analogía y los hermanos Grimm pre guntados sobre esta especie de «discurso», se han quedado callados como tumbas. Y lo qué usted quiere decir es esto: «el elemento religioso se expresa con más frecuen cia», es decir, vuelve una vez más a confundir las preposiciones con una ignorancia espeluznante; confundir aussprechen con ansprechen lleva en sí el sello de la vulga ridad, aunque a usted no le gustará el discurso [ansprechen] de que yo lo exprese [ausspreche] públicamente — (p. 220): «porque detrás de su significado subjetivo oía resonar otro significado objetivo de alcance infinito». Como ya le he dicho, algo anda mal con su oído, o funciona raro: usted oye «resonar significados», y además resonar «detrás» de otros significados, y ¡tales significados oídos deben ser de «al cance infinito»! O es un absurdo o una metáfora de cañonero profesional. — (p. 183): <
ción en sentido literal como «estar de pie» y «yacer».
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« d e r k ó n n e a u ch e in e m u n feh lb a ren P a p s te , a ls vo n je n e m B e d ü r fn is s g e fo r d e r t, s e in e A n e r k e n n u n g n ic h t v e r s a g e n » .
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la corrección ¡de seis ediciones! Por cierto, en la p. 9, si se citan las palabras de Schi11er, ¡deberían citarse con un poco más de exactitud y no de una manera tan.sólo aproximada! Lo pide el respeto debido. Así pues, tendría que decir: «sin temer el des favor de nadie» — (p. 16): «pues inmediatamente se convierte en cerrojo, en muro insalvable, contra los cuales se dirigen luego con apasionada aversión el empuje en tero de la razón progresiva y los arietes todos de la crítica». Aquí hay que imaginarse algo que primero se convierta en cerrojo, luego en muro, contra los cuales finamente se dirigen «arietes con apasionada aversión». ¡Señor, habla usted como un hombre de este mundo! Los arietes los dirige alguien, no se dirigen solos, y únicamente aquel que los dirige, no el propio ariete, puede tener aversión apasionada, aunque rarameh^ te se siente contra un muro una aversión semejante a la que usted nos da a entender. — (p. 266): «por lo cual expresiones como éstas han formado también en todas las épocas Ja palestra preferida de las trivialidades democráticas». ¡Oscuro pensamieilto!. ¡Las expresiones no pueden formar una palestra! Sino sólo moverse en una. Proba blemente Strauss quería decir: «por eso puntos de vista como éstos han formado tam bién en todas las épocas la palestra preferida de las expresiones y trivialidades demo cráticas». — (p. 320): «el interior de un espíritu poético delicada y ricamenté: encordado, para el cual mmca dejó de ser una necesidad el retomo al dulce hogar de un amor noble, en medio de su actividad que vaga lejos por los campos de la poesía y de las ciencias naturales, de la sociabilidad y de los asuntos de Estado». Me esfiier-, zo en imaginar un espíritu que esté recubierto de cuerdas a modo de arpa y que ade^; más tenga una «actividad que vaga leJos»y o sea, un espíritu galopante que como, un caballo morcillo corretee hasta la lejanía para al final volver al plácido hogar. ¿No tengo razón si encuentro muy original a este espíritu-arpa que galopa y retoma al ho gar, y que también se ocupa de política, por poco original que sea «el espíritu poético delicadamente encordado», tan poco original y tan manido, es más, tan abusivo como es? Al «prosista clásico» se le reconoce en tan ingeniosos neologismos en el campo de lo vulgar y lo absurdo. — (p. 74): «si quisiésemos abrir los ojos y confesar hones tamente lo que descubrimos con ese abrir los ojos». En esta frase pomposa y solem nemente insignificante nada impresiona más que la unión del «descubrimiento» cón el término «honestamente»: quien encuentra algo y no lo dice, quien no confiesa él; «descubrimiento», es deshonesto. Strauss hace lo contrario y considera necesario elof giar y profesar esto públicamente. Pero ¿quién lo ha reprobado?, preguntaba mi es-^^ partano. — (p. 43): «sólo en un artícido de fe, artícido que también es sin duda dpunto central de la dogmática cristiana, tiró él [Schleiermacher] más fuerte dé los¿ hilos». No queda nada claro qué es lo que realmente ha hecho: ¿cuándo tira uno de^ los hilos? ¿Quizá esos hilos tendrían que ser riendas y el que tira fuertemente, un co-:J chero? Sólo con esta corrección entiendo la comparación. — (p. 226): «B^o las pe-| Ilizas se encuentra un presentimiento más justo». ¡Sin la menor duda! «El hombre, primitivo, descendiente del mono primitivo, no estaba ni mucho menos» (p. 226)M¡ seguro de saber que algún día llegaría hasta la teoría straussiana. Pero ahora lo sábé-i; mos: «hacia allí irá y deberá ir, donde los estandartes ondean alegremente al viento.^ Sí, alegremente, es decir, en el sentido de la alegría espiritual más pura y sublime» ; (p. 176). Strauss está tan puerilmente satisfecho con su teoría que hasta los «estándar- ;' El verso de Schiller dice Jurchten, «temen>; Strauss citaba scheuen, «asustarse». Juega aquí Nietzsche con un doble sentido de ausgi^eifen, «vagar» y «trotar», e incluso lo; fuerza. .:: v-
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tes» se alegran, se alegran, extrañamente, aun «en el sentido de la alegría espiritual más pura y sublime». ¡Y ahora todo será cada vez más alegre! De pronto vemos «tres maestros, cada uno de los cuales se eleva sobre los hombros del predecesor» (p. 361), un verdadero numerito de equitación que nos regalan Haydn, Mozart y Beethoven; vemos a Beethoven «saltar la cuerda» ¿3. 356) como un caballo; se nos presenta una «calle recién herrada» (p. 367) (y nosotros, que hasta ahora sólo sabíamos de caballos recién herrados); asimismo, «una exuberante cama de estiércol para el robo con ho micidio» (p. 287); a pesar de milagros tan evidentes como éstos se considera «el mi lagro acabado por decreto» (p. 176). De repente aparecen los cometas (p. 164), pero Strauss nos tranquiliza: «no se puede decir que haya habitantes en el movedizo pueblecito de cometas»: verdaderas palabras de consuelo, ya que en cualquier caso, tra tándose de un pueblecito movedizo, tampoco se podría asegurar nada respecto de sus habitantes. Entretanto, un nuevo espectáculo: el propio Strauss «trepa» por el «senti miento nacional hasta el sentimiento de la humanidad» (p. 258), mientras otro «va deslizándose desde abajo hacia una democracia cada vez más tosca» (p. 264), ¡Desde abajo! ¡Sí, no hacia abajo ordena nuestro maestro de lengua, que luego (p. 269), de manera muy enérgica, vuelve a confundirse, «forma parte a la construcción orgá nica una nobleza diligente» En una esfera superior, a una altura para nosotros in concebible, se mueven fenómenos críticos, por ejemplo, «la renuncia a hacer salir de modo espiritual a los hombres de la naturaleza» (p. 201) o (p. 210), «la refutación de la ñoñería»; un espectáculo peligroso, en la p..241, donde «la lucha por la existencia en el reino animal se deja harto suelta». — En la p. 359, de un modo hasta milagroso, «salta una voz humana en ayuda de la música instrumental», pero se abre una puerta por la cual el milagro (p. 177) «es expulsado para no volver jamás». — En la p. 123
, -.T 1^' Como es de suponer, la confusión en alemán es mucho más ligera: dice h e n m te r donde de•hiera decir h in u n ter, / Error similar al anterior, reproducido por medio de la preposición cambiada: donde dice herein debiera decir hinein. . ; r; Alusión a la obra dramática de Schiller, R, D i e V e r s c h w ó n m g d e s F ie sc o z u G em ía , E in rep u b lik a n isch es Trauerspiel^ 1783, y 12.
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Y con esto he hecho mi confesión. Es la confesión de un particular; ¿y qué podría hacer un particular solo contra todo el mundo, aun cuando se escuchase su voz por doquier? Su juicio, para adornamos por última vez con una genuina y preciosa pluma de avestruz'^"^, sería sólo «de tanta verdad subjetiva cuanto privada de toda fuerza pro batoria o b j e t i v a » — ¿no es verdad, mi buena gente? Así que ¡seguid con ánimo confiado! Al menos de momento habrá que contentarse con vuestro «de tanta — como privada de». ¡De momento! Mientras siga considerándose intempestivo lo que siempre ha sido oportuno, y hoy más que nunca es oportuno y necesario —decir^la ver dad— -•
Nietzsche vuelve a utilizar irónicamente el significado del nombre Strauss, «avestruz». Cfr. SG 125. David Strauss murió el 8 de febrero de 1874, seis meses después de la publicación de esta Intempestiva, probablemente amargado por el ataque de Nietzsche. Éste escribía el 11 de febrero a Gersdorff: «Ayer en Ludwigsburg ha sido el funeral de David Strauss. Espero de verdad no ha berle hecho imposible el último período de su vida y que haya muerto sin saber nada de mí. — Este hecho me turba un poco.— » (CO II 446). En EH, («Por qué soy tan sabio», 7), Nietzsche matiza y justifica su crítica demoledora a Strauss cuando hace un balance de este escrito: «yo nun ca ataco a personas — me sirvo de la persona sólo como de una potente lente de aumento con la que poner en evidencia una situación calamitosa, general pero latente y poco palpable. Así fue como ataqué a David Strauss, o más exactamente, el éxito de un libro caduco en la “cultura ale mana” — la sorprendí con ello en flagrante delito».
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DE LA UTILIDAD Y LOS INCONVENIENTES DE LA HISTORIA PARA LA V ID A PRÓLOGO
; «Por lo demás, detesto todo lo que no hace más que instruirme sin aumentar mi actividad o vivificarla inmediatamente»^ Con estas palabras de Goethe, como con m ' Ceterum censeó^ cordialmente exprésado, puede comenzar nuestra considera ción sobre el valor y el no-válor de la historia^ En ella se expondrá por qué, según las palabras de Goethe, hemos de detestar seriamente la enseñanza sin vivificación, el saber en el que se paraliza la actividad, la historia como lujo y preciosa super abundancia de conocimientos — por esto, porque nos falta todavía lo más necesa rio y porque lo superfluo es enemigo de lo necesario'*. Es cierto que necesitamos historia, pero la necesitamos de otra manera que el ocioso paseante en el jardín del saber, aunque con aire de superioridad mire con desdén nuestras necesidades y apremios toscos y torpes. Esto significa que la necesitamos para vivir y para actuar, ; . ' B r ie jw e c h s e l z w is c h e n S c h ille r u n d G o e th e in d e n J a h ren 1 7 9 4 b is 1805y 3.® ed., Stuttgart, Í8 7 0 ,19 de diciembre de 1798. ^ La frase completa, de Catón el Antiguo, es: C e le m ín c e n s e o C a rth a g in e m e s s e d e le n d a m (considero además que Cartago debe ser destruida), con la que Catón acababa sus discursos. : ^ Traduciremos H is to r ie por «historia» y G e s c h ic h te por «Historia». Como es sabido, la prime ra se refiere a los estudios históricos, a la historiografía, a la h is to r ia r e m m g e s ta r u m , y ía, segunda, al curso de la historia, a los acontecimientos que suceden, a las r es g e s ta e . En este sentido, es preci so no olvidar que este escrito se titula Vom N u tz e n u n d N a c h th e il d e r H i s to r ie f u r d a s L e b e n , lo que hace comprensible la advertencia de Heidegger: «La posibilidad de que el saber historiográfico {H is to r ie ) pueda ser una ventaja o un inconveniente para la vida se basa en el hecho de que la vida es histórica en las raices mismas de su ser y que, por tanto, en cuanto efectivamente existente, se ha decidido ya siempre o por la historicidad { G e sc h ic h tlic h k e it) auténtica o por la inauténtica». Heide gger, M., S e in u n d Z e it, Niemeyer, Tübingen, 1979, p, 396. ^ Como podrá verse, Goethe es el principal interlocutor de Nietzsche en este escrito, sobre todo por pedir al saber que sirva como estímulo a la acción. No basta el mero saber, sino que la .verdadera cuestión es: ¿qué hacer? Para Goethe, como para Nietzsche, lo que determina el cri terio de valor de todo conocimiento es la capacidad que ofrece para estimular la vida a superar se a sí misma. Así resume Nietzsche este argumento: «La historia — debilita la acción y ciega frente a lo e j e m p l a r ^ confundiendo mediante la m a s s e . E n e r g ía d e r r o c h a d a , aplicada a lo que es completamente p a s a d o . La e n f e r m e d a d h is tó r ic a c o m o e n e m ig a d e la c u ltu r a . La exageración es signo de la barbarie. Exageramos el impulso de saber. Sólo el anciano vive de puros recuer dos. ¡No tengáis respeto ante la historia, sino que lo que debéis tener es el coraje de h a c e r his toria!». FP I, 27 [81]. [695]
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no para apartarnos cómodamente de la vida y de la acción, ni para adornar una vida egoísta y una acción cobarde y mala. Queremos servir a la historia sólo en la medi da en que ella sirve a la vida: pero hay un grado de practicar la historia y una valo ración de la misma en que la vida se atrofia y degenera: un fenómeno cuya compro-: bación en los extraños síntomas de nuestro tiempo es ahora tan necesaria como acaso dolorosa. Me he esforzado por describir una sensación que me ha atormentado con harta frecuencia; de ella me desquito, entregándola a la luz pública. Puede que haya alguien que por mi descripción se sienta impulsado a declararme que él también conoce esta sensación, pero que yo no la he sentido con pureza y originalidad suficientes, ni me he expresado con la seguridad y la madurez de experiencia que convienen en esta ma teria. Este quizá sea un caso particular; pero la mayor parte de mis lectores me dii*á que esa sensación es absolutamente falsa, abominable, antinatural e ilícita, y que, además, al manifestarla me he mostrado indigno de la poderosa corriente histórica [historisch], tal como puede observarse, todos lo sabemos, desde hace dos generacio nes, sobre todo entre los alemanes. Ahora bien, es cierto que al arriesgarme a descri bir al natural mi sensación procuro más que dificulto la conveniencia universal, pues de esta suerte ofrezco a muchas personas la oportunidad de que alaben una corriente ' de nuestro tiempo como la susodicha. Por mi parte, sin embargo, voy ganando algo que para mí tiene más valor que la conveniencia — el estar instruido y enterado pú blicamente sobre nuestra época. Esta consideración es también intempestiva porque yo trato de entender como un daño, como una enfermedad y un defecto de nuestra época algo de lo que ésta está orgullosa con razón, su formación histórica, porque llego incluso a creer que todos sufrimos de una fiebre de consunción histórica y que por lo menos todos de beríamos reconocerlo^ Pero si Goethe ha dicho con mucha razón que, al mismo tiempo que cultivamos nuestras virtudes, cultivamos también nuestras faltas, y si, como todos sabemos, una virtud hipertrófica —y el sentido histórico de nuestra época me parece que es una tal virtud— puede acarrear la caída de un pueblo tanto como un vicio hipertrófico: entonces se me debería conceder libertad de acción, al menos para un intento. Tampoco debe callarse en mi descargo que las experiencias que en mí han provocado estas torturantes sensaciones las he sacado casi siempre de mí mismo y solamente para comparar me he servido de experiencias ajerias, y que sólo en cuanto pupilo de tiempos más antiguos, en particular de la Antigüedad griega, he llegado a tener experiencias tan intempestivas en tanto que soy hijo, de, la época actual. Este punto tengo, por lo menos, derecho a concedérmelo por mi pro fesión de filólogo clásico: pues no sé qué sentido podría tener la filología clásica en nuestra época, si no es el de — obrar de una manera intempestiva — es decir, contraria al tiempo y, por esto mismo, sobre el tiempo y en favor, así lo espero, de un tiempo futuro.
^ Desde el comienzo, Nietzsche señala la intempestividad de este escrito, consciente de que nada podría resultar más inactual que el rechazo de la historia en la época precisamente del mayor auge del historicismo. Esto significa situarse frente a una convicción muy arraigada en su tiempo y contradecir la en defensa de la vida. Califica incluso esta' convicción de enfermedad, y dedica los seis primeros parágrafos de este escrito a su diagnóstico y los otros cuatro a los medios para su eventual curación.
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1 :. Observa el rebaño que ante ti desfila apacentándose: no sabe lo que. es ayer ni lo qiie es hoy, corre de un lado a otro, come, descansa, hace la digestión, vuelve a correr, y así de la mañana a la noche, día tras día, atado a muy poca distancia con su placer y desplacer a la estaca del momento y, por ello, sin melancolía ni hastío^ Ver esto le resulta duro al ser humano porque ante el animal se jacta de su humanidad [Menschentum] y, sin embargo, mira envidioso la felicidad de éste —pues lo único que quiere es vivir de igual modo que el animal, sin hastío ni dolores, pero lo quiere en vano porque no lo quiere como el animal. Un día el ser humano le pregunta al animal: «¿Por qué no me hablas de tu felicidad y, en cambio, te limitas a mirarme?». Y el ani mal quisiera responder y decir: «Eso pasa porque siempre olvido al punto lo que que ría decir», pero ya olvidó también esa respuesta y se calló: de suerte que el ser huma no se quedó asombrado. Pero se asombró también de sí mismo por no poder aprender a olvidar y seguir dependiendo siempre del pasado: por muy lejos y muy rápido que corra, la cadena corre con él. Es un milagro: el instante, que en un suspiro viene y en un suspiro se va, surgiendo de la nada y desapareciendo en la nada, aún retoma, sin embargo, como ■fantasma y perturba el reposo de algún instante posterior. Constantemente se des prende una hoja del libro del tiempo, se cae y se va flotando — de pronto vuelve flo tando, posándose en el regazo del ser humano. Entonces éste dice: «Me acuerdo», y envidia al animal que enseguida se olvida y ve cada instante morir de veras, volver a hundirse en la niebla y la noche y extinguirse para siempre. Vive así el animal en for ma ahistórica: pues se funde en el presente como un número, sin que quede restante ninguna extraña fracción, no sabe fingir, no oculta nada y en todo momento aparece por entero como lo que es, por lo que no puede ser en modo alguno más que sincero. El ser humano, por el contrario, se resiste a la gran carga, cada vez mayor, del pasado: que lo aplasta o lo doblega ladeándolo, le dificulta el paso como un fardo invisible y oscuro que, a veces, puede negar en apariencia y lo hace con mucho gusto en el trato con sus semejantes: para despertar su envidia. Por eso se emociona, como si evocase un paraíso perdido, al ver el rebaño paciendo o, en confiada intimidad, al niño que no tiene aún nada pasado que negar y juega por entre las cercas del pasado y del futuro en. venturosa ceguera. Y, sin embargo, su juego se le ha de internimpir: demasiado pronto será sacado del olvido. Entonces aprende a comprender la palabra «érase (una vez)», ese santo y seña con el que la lucha, el sufrimiento y el hastío acometen al ser humano para recordarle lo que es, en el fondo, su existencia —un imperfectiim que ;. ^ En FP I, 30 [2], Nietzsche hace este comentario a una cita de Leopardi: «El rebaño pasta de' íante del hombre: no sabe lo que es el ayer y el hoy, salta alrededor, come, descansa, digiere, \oielve a saltar y así desde la mañana hasta la noche y de día en día, en una palabra, atado a su placer y a su dolor, o sea, a la estaca del instante, y por eso no conoce ni el hastío ni la decepción. Al hombre le resulta duro ver esto, pues él se cree por encima del animal y sin embargo envidia su felicidad, pues éí quiere vivir como el animal, ni triste ni hastiado: pero lo quiere en vano y sin ninguna esperanza. ¡Ah! ¡Qué envidia te tengo! No sólo porque libre pareces casi de todo sufrimiento, — olvidando en un instante fatiga, daño, inquietud extrema — ¡Más aún, porque nunca te atonnenta el tedio!»
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jamás llegará a la perfección. Cuando la muerte aporta al fin el anhelado olvido, con él escamotea a la vez el presente y la existencia y, así, imprime su sello sobre aquel conocimiento, que la existencia no es sino un ininterrumpido haber sido, uná cosa que vive de negarse y de destruirse a sí misma, de contradecirse a sí misma’. < Si una felicidad, un ir en pos de nueva felicidad en cualquier sentido, es lo que retiene a los vivos en la vida y los impulsa por el camino de la vida, acaso ningún fi lósofo tenga más razón que el cínico: pues la felicidad del animal, en su carácter de cínico consumado, es la prueba viviente que le da la razón al cinismo. La mínima fe licidad, si existe sin interrupción y hace feliz, es incomparablemente más felicidad que la máxima que se da tan sólo como episodio, diríase como capricho, como loca ocurrencia, en medio de desplacer, deseo y privación. Tanto en la mínima felicidad como en la máxima es siempre una sola cosa la que hace que la felicidad sea felici dad: el poder olvidar, o dicho en términos más eruditos, la facultad de sentir de forma ahistórica todo el tiempo de su duración. Quien no es capaz de tenderse, olvidando todo pasado, en el umbral del instante, quien no sabe estar ahí de pie en un punto, cual una diosa de la victoria, sin vértigo ni miedo, nunca sabrá lo que es la felicidad, y lo que es aún peor: nunca hará nada que pueda hacer felices a otros. Imaginad el casó! extremo, un ser humano que no posee ni la más mínima fuerza de olvidar y está con denado a percibir en todas partes un devenir; tal humano ya no cree en su propio ser, ya no cree en sí, lo ve todo deshacerse en puntos que se han movido y se pierde en este flujo del devenir; por último, como el discípulo consecuente de Heráclito, apenas si osará mover un dedo. En toda acción hay olvido: del mismo modo que en la vida de todo ser orgánico hay no solamente luz, sino también oscuridad. Un ser humanó' que quisiera por entero sentir solamente de forma histórica se parecería a uno que esr tuviera obligado a prescindir del sueño, o a im animal que tuviera que subsistir exclu**^ sivamente a base del siempre renovado rumiar. En consecuencia: es posible vivir, y aun vivir feliz, casi sin recordar, como lo muestra el animal; pero es totalmente impo sible vivir sin olvidar^. O .para puntualizar mi tema en términos aún más sencillos: hay un grado de insomnio, de rumiar, de sentido histórico, en que se resiente y final mente sucumbe lo vivo, ya se trate de un ser humano, de un pueblo o de una cultura: Para precisar este grado y, sobre su base, el límite donde lo pasado tiene que ser olvidado para evitar que se convierta en sepulturero de lo presente, habría que saber con exactitud el grado de fuerza plástica de un ser humano, de un pueblo, de una cul tura, quiero decir de esa ftierza de desarrollarse específicamente a partir de sí mismo,; de transformar y asimilar lo pasado y lo extraño, de cicatrizar heridas, reponer lo per dido, regenerar formas destruidas. Hay personas que poseen esta fuerza en tan bajo grado que, como consecuencia de una sola vivencia, de un solo dolor, en particular de una única sutil injusticia, se desangran irremisiblemente, como de resultas de un le vísimo rasguño; y las hay invulnerables a los más salvajes y terribles contratiempos y ’ Razonamiento análogo al utilizado por Kant al introducir la noción de devenir en la morali dad: el ser humanp se hace hombre oponiéndose a su animalidad. Pero mientras Kant considera que entonces es preciso arbitrar los medios prácticos para resistir al instinto, Nietzsche contradice la nos talgia de ese estado original de inocencia y la obsesión por el pasado en cuanto abren la perspectiva de un bien y un mal que fiiera preciso regularizar. Cfr. Kant, I., Fundamentación de la metafísica de las costumbres, trad. de J. Mardomingo, Ariel, Barcelona, 1996, Sección primera. * El olvido es, pues, para Nietzsche uno de los remedios {Gegenmittel) o venenos {Giften) en el sentido de fármacos, para hacer frente a la enfermedad histórica. Para la valoración del olvido en el Nietzsche maduro cfr. GM II, parágrafo 1.
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aun a los actos de su propia maldad, al punto que en medio de ellos, o poco después, alcanzan un pasable bienestar y una especie de conciencia tranquila. Cuanto más fiiertes son las raíces de la íntima naturaleza de un ser humano tanta mayor cantidad de pasado se apropia o apresa: y la naturaleza más poderosa y formidable se caracte rizaría por un sentido histórico que carecería de límites a partir de los cuales pudiera tener un efecto absorbente y peijudicial; atraería y asimilaría todo lo pasado, tanto propio como muy ajeno, transformándolo, por decirlo así, en sangre. Lo que una tal naturaleza no logra dominar, lo sabe olvidar; ya no existe, el horizonte está siempre cerrado e íntegro, y nada es capaz de recordar que más allá de ella hay también seres humanos, pasiones, doctrinas y fines. Y se trata de una ley universal: todo ser vivien te sólo dentro de un horizonte^ puede alcanzar salud, fuerza y fecundidad; si es in capaz de encerrarse dentro de un horizonte y, por otra parte, demasiado egoísta como para integrar la propia perspectiva en otra ajena, decae, lánguido y afiebrado, y su cumbe prematuramente. La serenidad, la conciencia tranquila, la acción alegre, la confianza en lo por venir — todo esto depende, en el individuo no menos que en el pueblo, de que exista una línea que separe lo escrutable y claro de lo inescrutable y oscuro, de que se sepa olvidar y recordar oportunamente, de que se discierna con vi goroso instinto cuándo se necesita el sentir histórico y cuándo el sentir ahistórico*®. Tal es precisamente la tesis que el lector está invitado a considerar: lo ahistórico y lo histórico son por igual necesarios para la salud de los individuos, de los pueblos y de las culturas, :: En este terreno cada cual aporta, por lo pronto, la siguiente observación: por restrin gido qiíe sea el saber y sentir histórico de un ser humano, y aunque su horizonte sea limitado como el de los pobladores de los valles alpinos y ponga en cada juicio una in justicia, en cada experiencia la creencia errónea de ser el primero — pese a toda injus ticia y toda creencia errónea, está ahí con irreductible salud y efíciencia y alegra a cual quier ojo que le mire; en tanto que otro individuo mucho más justo e instruido que aquél languidece y decae porque las líneas de su horizonte siempre se desplazan de nuevo in quietamente, porque, preso en la red mucho más sutil de sus justicias y verdades, no logra retomar al querer y al apetecer groseros. Hemos visto, en cambio, que el animal del todo ahistórico y que se desenvuelve dentro de un horizonte reducido casi a un úni co punto vive, no obstante, en cierta felicidad, por lo menos ajeno al hastío y al fingi miento; podremos, pues, considerar la facultad de sentir hasta cierto grado ahistóricamente como una facultad más importante y más originaria, por cuanto constituye el fundamento indispensable para que crezca algo justo, sano y grande, algo verdadera mente humano. Semeja lo ahistórico una atmósfera envolvente que es la premisa de la vida, extinguiéndose ésta si queda destruida aquélla. Es verdad lo siguiente: que el ser humano sólo llega a ser humano en la medida en que, pensando, meditando, comparan do, separando y uniendo, restringe ese elemento ahistórico, llega a ser humano sólo como consecuencia de producirse dentro de aquel vaho envolvente un claro y radiante ^ Horizont, aparece aquí un concepto de enorme importancia en el pensamiento posterior de Nietzsche. La delimitación que el horizonte establece es aquello mediante lo que un individuo, un pueblo o un organismo, decide lo que es útil o nocivo para su desarrollo. Es decir, todo ser vivo in terpreta lo existente a partir de lo que se le presenta en su propio horizonte. Cfr. sobre ello M, af. 117. Das Unhistorische, lo ahistórico, o también, das Uberhistorische, lo suprahistórico, es el otro remedio que Nietzsche sugiere para la enfermedad histórica, y es donde mejor se manifiesta su con frontación con la concepción histórica de la modernidad. Esta contraposición entre histórico y ahis tórico se corresponde con la contraposición historia-mito desarrollada en NT.
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destello, es decir, sólo en virtud de la ftierza de usar lo pasado para la vida y hacer nue va Historia sobre la base de lo acontecido: pero cuando se da un exceso de historia el ser humano deja de serlo, y a no ser por aquella envoltura de lo ahistórico, nunca hubie ra empezado a ser humano, ni osaría llegar a serlo. ¿Dónde están las acciones que el ser humano sería capaz de llevar a cabo sin antes haber penetrado en ese vaho de lo ahistó rico? O para dejar de lado las imágenes e ilustrar con un ejemplo: imagínese a un hom-: bre al que arrebata y arrastra una violenta pasión por una mujer o por una gran idea; ¡cómo cambia su mundo! Si mira hacia atrás, se siente ciego, si atiende a su alrededor, percibe lo ajeno como un ruido sordo, vacío de significación; lo que capta, en fin, jamás lo captó de forma tan verdadera; ahora es tan tangible, colorido, vibrante e iluminado como si lo aprehendiese con todos los sentidos a un tiempo. Todas sus valoraciones es tán cambiadas y desvalorizadas; muchas cosas ya no sabe apreciarlas, porque ya no puede apenas sentirlas: se pregunta si durante tanto tiempo se habrá dejado engañar por palabras extrañas y pareceres ajenos; se sorprende de que su memoria gire incansable mente trazando un único círculo y, sin embargo, está demasiado débil y cansado como para dar un solo salto fuera de este círculo. Es éste el estado más injusto del mundo, estrecho, desagradecido con lo pasado, ciego a los peligros, sordo a las advertencias, un pequeño torbellino viviente en un mar muerto de noche y olvido: y, sin embargo, este estado —absolutamente ahistórico, antihistórico— es la matriz, no ya de una acción injusta, sino de todas las acciones justas; y ningún artista logrará la imagen de su crea-, ción, ningún jefe militar su victoria, ningún pueblo su libertad, sin haberla antes desea do y anhelado en tal estado ahistórico. Así como el agente, según la expresión de Goethe’^ siempre carece de conciencia, carece siempre también de ciencia, olyida Ja mayor parte de las cosas para hacer una sola, es injusto con lo que queda atrás y no re conoce más que un solo derecho, el derecho de lo que en ese momento ha de ser. Así, todo agente ama su acción infinitamente más de lo que ella merece ser amada: y las mejores acciones se llevan a cabo en un arrebato de amor tal que, desde luego, no valen este amor, por incalculable que, por lo demás, sea su valor. Suponiendo que uno, en numerosos casos, fuera capaz de husmear y respirar.ínti mamente compenetrado esa atmósfera ahistórica donde se han originado todos, los grandes acontecimientos históricos [geschichtliché]y tal vez podría, como ser cognoscente, elevarse a un punto de vista suprahistórico, descrito por Niebuhr’^ como el resultado posible de observaciones históricas. «Para una cosa, cuando menos - ^ c e él—, sirve la Historia, si se logra una visión clara y completa de ella: y es para darse cuenta de que aún los espíritus más grandes y excelsos de nuestro humano linaje ig noran cuán casualmente su visión ha asumido la forma en que ellos ven y exigen por la fuerza que vea todo el mundo, por la fuerza, puesto que la intensidad de su conciem cia es excepcionalmente grande. Quien no sabe esto, quien no lo ha entendido con toda claridad y distinción en muchos casos, a éste le subyuga la aparición de un espí ritu poderoso que sitúa en una forma determinada la suprema pasión». Cabría califi car tal punto de vista de suprahistórico, porque el que lo adoptara ya no podría expe rimentar ninguna seducción para seguir viviendo y cooperar en la Historia, por habér captado la única condición de todo acontecer, esa ceguera e injusticia en el alma del " «El hombre de acción carece siempre de conciencia; sólo la posee el contemporáneo». Goethe, J. W., Máximas y reflexiones, trad. de J. del Solar, Barcelona, Edhasa, 1996, a f 241, p. 59. B. G. Niebuhr (1776-1831), historiador y político que influyó de manera importante en los grandes historiadores Mommsen y Ranke.
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agente; todavía más, desde entonces se habría curado de tomar demasiado en serio la historia: pues habría aprendido a extraer de cada ser humano, de cada vivencia, así se refiera a griegos o a turcos, de una hora del siglo i o del siglo xix, la respuesta a la pregunta de cómo y para qué se vive. El que pregunte a sus allegados si querrían vol ver a vivir los diez o veinte últimos años, fácilmente se dará cuenta de si alguno de ellos está predispuesto para aquel punto de vista suprahistórico: es de suponer que todos contestarán diciendo «¡No!», pero fundamentarán de diferente modo su res puesta negativa. Algunos, acaso, consolándose: «Los próximos veinte serán mejo res»; son aquellos de los que dice David Hume con ironía: Andfrom the dregs o f Ufe hope to receive, What the first sprightíy running could not Llamémosles los seres humanos históricos: la mirada fija en el pasado los empu ja hacia el futuro, los alienta a continuar luchando con la vida y enciende en ellos la esperanza de que lo bueno todavía vendrá, de que la felicidad está detrás de la mon taña que se aprestan a escalar. Estos seres humanos históricos creen que el sentido de la existencia se revelará cada vez más claramente en el curso de un proceso, por ello sólo miran hacia atrás para llegar a través de la consideración del proceso hasta ahora operado a la comprensión del presente y aprender a desear con más vehemencia el füturo; no saben que pese a toda su historia piensan y actúan en forma ahistórica y que su misma ocupación con la Historia no está al servicio del conocimiento puro, sino de la vida. • . Pero esa pregunta de cuya primera contestación acabamos de enteramos también puede ser contestada de otro modo. Es verdad que otra vez con un «¡no!», pero con uno fundado diferentemente; con el «¡no!» del ser humano suprahistórico que no ve su salvación en el proceso, sino que para él más bien el mundo está acabado y consu mado a cada instante. ¡Qué podrían enseñar diez nuevos años que los diez anteriores no han sido capaces de enseñar! Si el sentido de la enseñanza es la felicidad o la resignación, o la virtud, o bien la expiación, eso es una cuestión sobre la cual los seres humanos suprahistóricos nunca han estado de acuerdo; pero frente a todos los modos históricos de considerar lo pasado coinciden completamente en la siguiente tesis: lo pasado y lo presente son una y la mis ma cosa, esto es, dentro de cualquier diversidad son típicamente idénticos y como omhipresencia de tipos indelebles representan una figura fija de valor invariable y signifi cación eternamente idéntica Del mismo modo que los centenares de lenguas distintas corresponden a idénticas necesidades típicas e inmutables de los seres humanos, así que quien comprendiera estas necesidades nada nuevo podría aprender de todos los idiomas existentes: del mismo modo el pensador suprahistórico esclarece desde dentro toda la Historia de los pueblos e individuos, adivinando con clarividencia el sentido originario de los distintos jeroglíficos y eludiendo poco a poco, cansado, hasta los signos escritos «Y de las heces de la vida esperan recibir lo que la primera corriente llena de vida no pue de darles». Éste es un pasaje tomado por Nietzsche del D iá lo g o s o b r e la r e lig ió n n a tu ra l, de Hume, y es una cita del Á u ren g . Z e b e , acto IV, escena 1 vv. 41-42, de John Dryden. Cfr. también FP:I, 29 [86]. . Desde esta perspectiva, la idea del eterno retomo no obedece a la intención de negar la histo ria. Cfr. Mazzarella, E., N ie tz s c h e e la s to r ia . S to r ic itá e o n to lo g ia d e lla v ita , Cuida, Ñápeles, 1983, pp. 97-146.
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que en constante flujo se presentan ante él: pues ¡cómo, en medio de la infinita sobr^bundancia de lo que acontece, no va a desembocar en la saciedad, la sobresaturaciói^ y aun la náusea! Así que el más atrevido concluye acaso por decir para sus adentros, con Giacomo Leopardi: ' /‘V «Nada vive que sea digno de tus impulsos, y la tierra no merece suspiro alguno. Dolor y hastío es nuestra existencia, e inmundicia el mundo — nada más, Sosiégate»'^.
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Pero dejemos a los seres humanos suprahistóricos su náusea y su sabiduría: por una vez vamos a gozar hoy de todo corazón con nuestra falta de sabiduría y desenvol vemos a nuestras anchas como los activos y progresistas, como los partidarios del proceso. ¡No importa que nuestro aprecio de lo histórico sea tan sólo un prejuicio oc cidental; con tal de que dentro de este prejuicio progresemos y no nos detengamos! ¡Con tal de que aprendamos cada vez mejor a practicar la historia al servicio de los fines de la vida\ En tales condiciones, admitimos de buen grado que los suprahistóri cos poseen más sabiduría que nosotros; con tal de que debamos estar seguros de po seer más vida que ellos: pues así, de todos modos, la ignorancia nuestra tendrá más futuro que la sabiduría suya. Y para que no subsista la menor duda acerca del sentido, de esta oposición entre vida y sabiduría, voy a apelar a un recurso desde antiguo pro bado y enunciar sin circunloquios algunas tesis. Un fenómeno histórico, pura y completamente conocido y resuelto en un fenóme no cognoscitivo, es cosa muerta para el que lo ha conocido: pues ha conocido la ilu sión, la injusticia, la ciega pasión y, en general, todo el horizonte terrenamente oscu recido de ese fenómeno y al mismo tiempo, precisamente en todo esto, su poder histórico [geschichtlich\.. Este poder ahora es impotente para él en cuanto ser que sabe: tal vez aún no para él en cuanto es un ser vivo. La Historia, concebida como ciencia pura y convertida en soberana, sería para la humanidad una especie de cierre y balance de la vida. Sólo como coroleuio de una poderosa corriente nueva de vida, por ejemplo, de una cultura naciente, la formación histórica es algo saludable y una promesa de futuro, es decir, únicamente si ella mis ma no domina y guía, sino que es dominada y guiada por una fuerza superior. La historia, en tanto que está al servicio de la vida, está al servicio de im poder ahistórico y, por tanto, en este estado de subordinación nunca podrá ser, ni debe llegar a ser, una ciencia pura, como lo son las matemáticas, por ejemplo. Ahora bien, la cuestión de hasta qué punto la vida tiene necesidad del servicio de la historia es una de las más graves cuestiones y preocupaciones en lo que respecta a la salud de los individuos, los pueblos y las culturas. Pues donde hay cierto exceso de historia se desintegra y degenera la vida, y por último, a raíz de esta degeneración, a su vez, tam bién la misma historia.
Nietzsche cita la traducción alemana de R. Hamerling de Leopardi, G., Gedichíe, Hildburghausen, 1866, p. 108. Obra existente en BN. Para un estudio de la relación de Nietzsche con Leopardi, cff. Otto, W. E, «Leopardi und Nietzsche», en Fritz, K. v.-Schmalzried, E., Mythos und Welt, Klet, Stuttgart, 1963, pp. 179-202.
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í; Que la vida tiene necesidad del servicio de la historia ha de comprenderse no me nos claramente que la proposición, a demostrar más adelante — de que un exceso de historia es perjudicial para el ser vivo. La historia forma parte del ser vivo en tres as pectos: en tanto que éste es activo y aspira, en tanto preserva y venera, y en tanto su fre y necesita de liberación. A esta trinidad de relaciones corresponde una trinidad de formas de historia: cabe distinguir una forma monumental, una forma anticuaría y una forma crítica de historia. : Pertenece la Historia ante todo al individuo activo y poderoso, a aquel que sostie ne una magna lucha, necesita modelos, maestros, confortadores, y no puede encon trarlos entre sus compañeros ni en el presente. Así perteneció a Schiller: pues nuestra época es tan mala, dice Goethe, que el poeta ya no encuentra en la vida humana cir cundante ninguna naturaleza adecuada^**. Con referencia al individuo activo, Polibio, por ejemplo, define la historia política como la correcta preparación para el gobierno de un Estado y como la maestra más extraordinaria que haciéndonos recordar las ca lamidades ajenas exhorta a soportar con entereza las vicisitudes de la fortuna^’. A quien ha aprendido a percibir en esto el sentido de la historia, a éste le ha de resultar fastidioso ver a turistas curiosos o a micrólogos pedantes trepar por las pirámides de grandes pasados; allí donde halla las incitaciones a la emulación y superación desea no encontrar al ocioso que ávido de distracción o de sensaciones va de un lado para otro como por entre los tesoros artísticos guardados en las vitrinas de un museo. Para no sucumbir al desaliento y a la náusea en medio de los ociosos débiles y desesperan zados, de los compañeros aparentemente activos, pero en realidad tan sólo excitados y vociferantes, mira hacia atrás y hace alto en la marcha hacia su meta para tomar aliento. Su meta.es alguna felicidad, tal vez no la suya propia, con frecuencia la de \m pueblo o la de la humanidad toda; huye de la resignación y usa la Historia como un remedio para combatir la resignación. En general no gana ningún salario, como no sea la fama, esto es, la perspectiva de ocupar un sitio de honor en el templo de la his toria, en donde podrá, a su vez, brindar enseñanza, confortación y advertencia a la posteridad. Pues su mandamiento reza: lo que haya podido dar una mayor dimensión y una realización más hermosa al concepto de «ser humano» ha de tener una existen cia eterna, para poder seguir haciéndolo eternamente. Que los grandes momentos en la lucha de los individuos forman una cadena, que en ellos perdura a través de los mi lenios un plano estelar de humanidad, que lo supremo de tal momento, caducado hace ya mucho tiempo, continúa siendo para mí algo vivo, claro y grande: he aquí la idea subyacente a la fe en la humanidad, idea que se corresponde con la exigencia de una historia monumental^^. Pero precisamente en esta exigencia de que lo' grande deba ser eterno se desencadena la más terrible lucha. Pues todo lo que todavía vive grita: «¡No!». Lo monumental no debe producirse — tal es la contraconsigna. La sorda ru tina, lo mezquino y vil que llena todos los rincones del mundo y como pesado vaho* Eckermann, J. P., Conversaciones con Goethe, trad. de R. Sala, Acantilado, Barcelona, 2005, 21 de julio de 1827, p, 310. Cfr. Polibio, i/w /ona, I, 1,4. La historia monumental es la que revela la afínidad más directa con las ñmciones que en NT se asignan al mito, y en este sentido es lo opuesto a la historia como reine Wissenschaft. Su valor reside en la posibilidad de proporcionar ejemplos de un valor eterno. Cfr. «El pathos de la verdad», enC V
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envuelve todo lo grande, se vuelca entorpeciendo, engañando, rebajando y asfixian-. do en el camino que lo grande ha de recorrer rumbo a la inmortalidad. Pero ¡este ca mino corre por las mentes humanas!, por las mentes de animales azorados y efímeros que se asoman siempre de nuevo a los mismos apremios y a duras penas logran con jurar por breve tiempo la perdición. Porque lo que por lo pronto quieren es una sola cosa: vivir a cualquier precio. ¡Quién va a suponerles esa ardua carrera de antorchas de la historia monumental que es la única que asegura la perduración de lo grande! Sin embargo, siempre surgen de nuevo algunos que fortalecidos por la consideración de la grandeza pasada se sienten penetrados de una dicha inefable, como si la vida humana fuese una cosa divina, y como si fuese el fhito más hermoso de tan amarga planta saber que alguna vez alguien pasó por la existencia orgulloso y fuerte, otro en honda meditación, y aquél con el corazón henchido de compasión y solicitud— pero legando todos ellos la lección de que vive del modo más hermoso quien no da impor tancia a la existencia’^. Si el individuo común llena el lapso que su vida abarca de tétricas seriedades y afanes, aquéllos, encaminados a la inmortalidad y a la historia monumental, sabían llegar a la risa olímpica o cuando menos a la burla sublime; fre cuentemente bajaban a la tumba con ironía — pues, ¡qué había en ellos que sepul-; tai^°! Sólo lo que siempre los había agobiado como escoria, inmundicia, vanidad y animalidad y que ahora quedaba librado al olvido, después de haber estado entregado hacía mucho a su desprecio. En cambio, perdurará el monograma de su más íntimo ser, tal obra, tal acción, tal rara iluminación, tal creación: perdurará, porque ninguna posteridad puede pasarse sin él. En esta forma más transfigurada la fama es cierta mente algo más que el más exquisito bocado de nuestro amor propio, como la llamara Schopenhauer, es la fe en la afinidad y continuidad de lo grande de todos los tiempos, una protesta contra el cambio de las generaciones y contra la transitoriedad.: ; • ¿En qué forma le sirve, pues, al ser humano del presente la concepción monumen tal del pasado, la ocupación con lo clásico e infrecuente de tiempos pretéritos? Extrae de ella la seguridad de que lo grande alguna vez se dio, en todo caso fue posible, y, qví consecuencia, volverá a ser posible alguna vez; avanza él más animado, pues ha que dado vencida la duda que lo asaltaba en horas de debilidad, la duda de que acaso as pirara a lo imposible. Suponiendo que alguien creyera que no hacen falta más que ^ cien individuos productivos, educados en un espíritu nuevo y desenvolviéndose en él, para acabar con el prurito de formación que precisamente en nuestros días está gene ralizado en Alemania, cómo le tendría que fortalecer el comprobar que la cultura del Renacimiento se levantó sobre los hombros de tal cohorte de cien hombres. ■ Y sin embargo —^para aprender enseguida del mismo ejemplo otra nueva lee-; ción—, ¡qué fluctuante, oscilante e imprecisa sería esa comparación! ¡Cuánta dife rencia tiene que ser pasada por alto para que pueda surtir ese efecto tonificante, con qué violencia hay que meter la individualidad de lo pasado en una forma general y quebrar en aras de la concordancia todas sus agudas líneas y aristas! En el fondo, lo ’’ Lo característico de estos hombres de acción es, para Nietzssche, ejercer su voluntad al mar gen de un bien y de un mal codificados, frente a lo que enseña Kant. Es decir, este hombre activo no juzga en nombre de una máxima práctica que encuentra inmediatamente en su querer la moralidad de su acción. Su voluntad no se ejerce, por tanto, como buena o mala, sino simplemente como vo luntad. Ello explica el concepto de «fuerza plástica» antes aludido, desde el que Nietzsche piensa la acción de estos héroes en analogía con la creación artística. En el manuscrito este pasaje continúa así: «Mas los grandes filósofois han debido ser los más valientes cómplices entre los que buscan la gloría».
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que una vez fue posible sólo podría ser posible otra vez, si los pitagóricos tenían ra zón al creer que cuando se da idéntica constelación de los cuerpos celestes, por fuer za se repite también sobre la tierra lo idéntico, hasta en los menores detalles: de modo que cada vez que los astros ocupen determinada posición unos con respecto a otros, un estoico se confabulará con un epicúreo y César será asesinado y, bajo otra deter minada posición, una y otra vez Colón descubrirá América^'. Únicamente en el su puesto caso de que la tierra recomenzase cada vez su función después del quinto acto, de que fuese un hecho que a determinados intervalos vuelve la misma concatenación de motivos, el mismo deiis ex machina, la misma catástrofe, el poderoso tendría de recho a desear la historia monumental en*plena veracidad icónica, esto es, cada factiim en su singularidad y unicidad exactamente descritas: quiere esto decir que proba blemente no tendrá este derecho hasta que los astrónomos no se conviertan otra vez en.astrólogos. Hasta entonces, la historia monumental podrá no necesitar esta plena veracidad: siempre tenderá a la aproximación, la generalización y, por último, la equiparación de lo desigual, siempre atenuará la diferencia de los motivos y los mó viles, para presentar los effectiis en forma monumental, vale decir, ejemplar y digna de emulación, a expensas de las causae: de suerte que, dada su propensión a prescin dir en lo posible de las causas, sin mucha exageración se la podría llamar una colec ción de «efectos en sí», esto es, de acontecimientos que en todos los tiempos surtirían efecto. Lo que se celebra en ocasión de las fiestas populares, festividades religiosas o conmemoraciones de hechos bélicos es, en definitiva, tal «efecto en sí»: éste es el que no da tregua a los ambiciosos y es como un amuleto que los individuos empren dedores llevan sobre el corazón, y no el connexus propiamente histórico [geschichtlich] de causas y efectos, el cual, si fuera plenamente conocido, sólo demostraría que nunca más puede salir nada absolutamente idéntico en el juego de dados del futuro y el azar. : Mientras el alma de la historiografía esté en los grandes incentivos que extrae de ella un poderoso, mientras el pasado tenga que ser descrito como algo digno de emu lación, como algo susceptible de emulación y repetición, él mismo se halla desde lue go expuesto al peligro de ser desviado un poco, embellecido y así aproximado a la libré invención; hasta se dan épocas que no saben discernir entre un pasado monu mental y una ficción mítica: porque de uno y otro mundo pueden extraerse los mis mos incentivos. De modo que cuando la consideración monumental de lo pasado zwpera sobre los oti'os modos de consideración, esto es, el anticuario y el crítico, sale perjudicado el pasado mismo: grandes partes de él se olvidan, se desprecian, siendo como una ininterrumpida corriente gris donde sólo facta aislados, embellecidos, se destacan cual islotes: en las contadas personas que en general se hacen perceptibles llama la atención algo innatural y prodigioso, dijérase la cadera de oro que los discí, . «Lo más útil de todo sería que todo se repitiese (pitagóricamente): entonces se debería cono cer el pasado y la constelación, para poder reconocer exactamente la repetición. Entonces, nada se repite». F P 1 ,29 [108]; «Todo recordar es un comparar, es decir, equiparar. Nos lo dice cada concep to; se trata del fenómeno “histórico” primordial. La vida, por lo tanto, exige la equiparación del pre sente con el pasado; de tal manera que con el equiparar siempre va unido una cierta violencia y de formación. Defino este impulso como el impulso hacia lo clásico y ejemplar: el pasado sirve al presente como arquetipo. A esto se opone el impulso anticuario, que se esfuerza en captar el pasado como pasado y en no deformarlo ni idealizarlo. La necesidad de vida exige lo clásico, la necesidad de verdad lo anticuario. Lo primero trata el pasado con arte y con una fuerza artística transfiguradora». FP 1,29 [29].
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pulos de Pitágoras creyeron notarle a su maestro^^ La historia monumental engaña mediante analogías: con seductoras similitudes tienta al valiente a la temeridad y al entusiasta al fanatismo, y si se imagina esta historia hasta en las manos y mentes de los egoístas con talento y de los malhechores exaltados, se destruyen reinos,' se da muerte a príncipes, se instigan guerras y revoluciones y se aumenta aún más el núme ro de «efectos en sí» históricos [geschichtlichen], esto es, de efectos sin causas sufi cientes. Esto, para recordar los daños que la historia monumental puede ocasionar entre los poderosos y los activos, ya sean buenos o malos: j*y no digamos cuando se apoderan y se valen de ella los impotentes y los inactivos! Veamos el caso más simple y frecuente. Imaginemos a los humanos de naturaleza no artística o poco artística armados y revestidos por la historia monumental al modo; de los artistas: ¡contra quién dirigirán sus armas! Contra sus enemigos mortales, los espíritus de portentoso temperamento artístico, es decir, contra aquellos que son los únicos capaces de aprender verdaderamente de esa historia, esto es, de aprender para la vida y de traducir lo aprendido en una práctica más elevada. A éstos se les obstruye el camino; se les enrarece el aire, bailando en actitud idolátrica y con verdadera insis tencia alrededor del monumento entendido a medias de algún gran pasado, como si se quisiese decir: «Mirad, éste es el arte verdadero y real: qué os importan los que es^ tán en proceso de desarrollo y de volición!». Aparentemente, esa multitud danzante hasta posee el privilegio del «buen gusto»: pues siempre el creador ha estado en des ventaja frente a quien se complacía en el-papel de simple observador pasivo; del mis mo modo que en todos los tiempos el politicastro ha parecido más inteligente, justo y perspicaz que el estadista gobernante. Si hasta se pretende que el régimen de los ple biscitos y de las mayorías numéricas se haga extensivo al terreno del arte e incluso se quiere llevar al artista, como si dijéramos, ante el foro de los ociosos estetizantes para obligarlo a que se defienda a sí mismo, en tal caso puede apostarse cualquier cosa a que será condenado: no a pesar, sino precisamente en razón de que sus jueces han proclamado solemnemente el canon del arte monumental, esto es, de acuerdo con la explicación dada, del arte que en todos los tiempos «ha surtido efecto»: en tanto qué respecto de todo arte aún no monumental, por actual, les falta, primero, la necesidad, segundo, la inclinación pura, y, en tercer lugar, precisamente esa autoridad de la his toria. En cambio, su instinto les revela que el arte puede ser asesinado por el arte: quieren impedir a toda costa que vuelva a darse lo monumental, y para este fin sirve precisamente lo que tiene, derivada del pasado, la autoridad de lo monumental. De. este modo, pues, son conocedores del arte, porque «quisieran eliminar al arte en general, se las dan de médicos, cuando en realidad buscan el envenenamiento, así pues, refinan su paladar y su gusto, para señalar su refinamiento como causa de su repudio tenaz de cuanto elemento artístico nutritivo se les sirve. Pues no quieren que suija lo grande; su recurso es decir: «¡Mirad, lo grande ya está ahí!». En verdad lo grande que ya está ahí les importa tan poco como lo grande que surge: como lo atestigua su vida. La historia monumental es el disfraz bajo el cual su odio a los poderosos y grandes de su época pretende hacerse pasar por admiración plena de los poderosos y grandes de épocas pa sadas, disfraz en el que invierten el sentido propiamente dicho de ese modo de consi derar la historia; tengan o no clara conciencia de su proceder, lo cierto es que actúan como si su lema fuese: «Haced que los muertos entierren a los vivos»^. Cfr. Diógenes Laercio, Vidas, VIII, 11. «Dejad que los muertos entierren a los muertos», Mateo, VIH, 22.
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; i: Cada uno de los tres modos de historia existentes se justifíca precisamente en un único suelo y en xm único clima: en cualquier otro se convierte en mala hierba que todo lo invade. El ser humano que aspira a crear algo grande se apropia el pasado, si es que lo necesita, mediante la historia monumental; en cambio, quien se inclina por detenerse en lo acostumbrado y tradicional cultiva lo pasado como historiador anti cuario; y únicamente aquel al que un apremio actual oprime el pecho y que ansia sa carse de encima esta carga, cueste lo que cueste, tiene una necesidad de historia crí tica, esto es, la necesidad de una historia que juzgue y que condene. El trasplante irreflexivo es causa de muchas calamidades: el crítico sin apremio, el anticuario sin piedad y el conocedor de lo grande sin capacidad para lo grande son plantas que se han convertido en mala hierba, han sido enajenadas a su suelo materno natural y, en consecuencia, están degeneradas.
La Historia pertenece, pues, en segundo lugar, al que preserva y venera, a aquel que con lealtad y amor mira allí de donde proviene y en donde se ha formado; con esta pie dad expresa, en cierto modo, su gratitud por su existencia^^. Cuidando con mano solíci ta lo que desde antiguo existe, quiere preservar las condiciones en que él nació para los que han de nacer después de él — y así sirve a la vida. La posesión del acervo heredado de los antepasados cambia de sentido en tales almas: pues son poseídas por éF . Lo pe queño, lo limitado, lo decrépito y anticuado recibe dignidad e inviolabilidad propias en virtud de la circunstancia de que el alma preservadora y reverente del ser humano anti cuario se aloja en estas cosas y en ellas se prepara una morada íntima. La Historia de su ciudad se le convierte en la suya propia; él comprende la muralla, la puerta almenada, el concejo municipal y la fiesta mayor como una crónica ilustrada de su propia juventud y en todo esto vuelve a encontrarse a sí mismo, a encontrar su propia fuerza y diligencia y placer y juicio e insensatez y vicio. «Aquí se ha podido vivir— dice para sus aden tros—, pues aquí se puede vivir, aquí se podrá vivir, pues somos tenaces y no hay ma nera de quebramos de golpe». De esta manera, con este «nosotros», mira por encima de la efímera y curiosa vida individual y se identifica con el espíritu de su hogar, de su li naje, de su ciudad. A veces, hasta saluda por encima de largas centurias oscurecedoras y desconcertantes al alma de su pueblo como si fuese su propia alma; un intuitivo com«La enfertnedad histórica: 1. En la constelación pitagórica habría que hablar de una utilidad de la historia. Pero así la motivación de cada acción es distinta. 2. Una comparación presupone una equiparación. Concepto de memoria. Lo clásico y lo monumental, el «efecto en sí», deformación idealizante y generalización, lo «umversalmente humano» como ilusión. La ilusión de lo monumen tal exige la procreación de lo grande. 3. Lucha contra lo grande y lo raro, y contra lo monumental a través de lo anticuario. Todo lo que ha sido es interesante, racional: influjo paralizante de lo anticua rio sobre la fuerza de la acción histórica. 4. El historiador moderno como amalgama de los dos im pulsos, hermafrodita. Su mitología. Su praxis negativa. Efecto sobre el arte y la religión. Peligroso para una cultura en devenir. La vivisección. Uno no debe ser ambos, clásico y anticuario, sino una sola cosa, pero completa. Falta de eficacia del historiador moderno: su sedimento en la critica refun fuñona y la prensa americanizante. Al historiador moderno le falta el fundamento: es arbitrario en lo monumental, mortal en lo anticuario y no enraizado en una culturá». FPI, 29 [38]. Cfr. también FP 1,29 [114]. Para ima discusión de estas ideas, cfr. Salaquarda, J., «Studien zur zweiten Unzeitgemássen Betrachtung», en Nietzsche Studien, 1984 (13), pp;-18 ss. Cfr. Goethe, J. W., Fausto, I, y v. 408.
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penetrarse y vislumbrar, im husmear rastros poco menos que borrados, un instintivo leer correctamente el pasado, por más que se haya escrito encima de él, un presto enten der los palimpsestos, y aun los polipsestos^^ —^he aquí sus dones y virtudes. Con ellos se asomó Goethe al monumento a Erwin von Steinbach^^; y en la tempestad de sus sen saciones se desgarró el velo tendido históricamente entre ellos: por primera vez perci bió de nuevo la obra alemana, «influyendo a partir de fuerte y áspera alma alemana». Tal sentido y tal tendencia guió a los italianos del Renacimiento, haciendo revivir en sus poetas el antiguo genio itálico, para una «prodigiosa resonancia armónica del antiquísimo tañido», como dice Jakob Burckhardt^®. Donde ese reverente sentido histórico-anticuario tiene el más alto valor es allí donde sobre las condiciones modestas y rudas, e incluso pobres, en que vive un individuo o un pueblo propaga un sencillo y conmovedor sentimiento de placer y contento; como, por ejemplo, cuando Niebuhr admite con fran ca lealtad que, en los pantanos y brezales, entre campesinos libres que tienen una His toria, vive contento y no anhela ningún arte. Como la historia mejor puede servir a la vida es atando también a los linajes y poblaciones menos favorecidos a su tierra y a sus costumbres tradicionales, proporcionándoles arraigo y disuadiéndoles de vagar por tie rras extrañas en busca de lo mejor y disputando por su posesión. A veces, se parece a obstinación e insensatez lo que hace al individuo aferrarse a tal compañía y ambientes, ■ a tal costumbre penosa, a tal monte estéril — y sin embargo, es la insensatez más salu dable y más provechosa para el bien común; como lo sabe todo el que se haya percatado de los terribles efectos del afán aventurero de emigración, máxime en el caso de pue blos enteros, u observe de cerca la situación de un pueblo que haya perdido la fidelidad con su pasado y esté librado a un incesante afán y prurito cosmopolita de novedades y de innovación. La sensación opuesta, el bienestar del árbol que reposa en sus raíces, la' felicidad de saberse no del todo un producto del capricho y de la contingencia, sino he- , redero, flor y fruto de un pasado, y así disculpado, y aun justificado, en su existencia — he aquí lo que ahora se define de preferencia como el sentido histórico propiamente dicho No es ése, por cierto, el estado en que el ser humano está mejor capacitado para disolver el pasado en saber puro: de suerte que aquí también percibimos lo que hemos percibido a propósito de la historia monumental, es decir, que el pasa do mismo sufre mientras la historia sirva a la vida y esté dominada por impulsos vitales. Dicho con cierta libertad metafórica: el árbol siente sus raíces más dé lo que podría verlas; y este sentimiento se mide por el tamaño y la fuerza de las fa mas visibles. Si ya en esto se equivoca acaso el árbol: jjúzguese lo equivocado^ que estará respecto del bosque entero en tomo!, del que sólo sabe y siente algo eri ; Palimsepstos son pergaminos cuyo texto original ha sido borrado y sustituido por otro. Polipv sestos son pergaminos borrados y reutilizados muchas veces. Cfr. FP 1,29 [136]. .j Erwin von Steinbach (muerto en 1318) es el arquitecto al que Goethe atribuía la construcción de la Catedral de Estrasbrirgo. .y:Burckhardt, J., D ie K u ltu r d e r R e n a is s a n c e in I ta lie n , 2.® ed., Leipzig 1869. En BN se con servan dos ejemplares, los dos con anotaciones de lectura. Uno de ellos tiene una dedicatoria ;del autor a Nietzsche. ” Nietzsche alude aquí al punto de vista hegeliano. El historiador tradicionalista adquiere, en ese nosotros tras el que habla, una personalidad colectiva. Quiere descubrir la necesidad por la que es heredero del pasado, conjurando leyes históricas que le hacen indispensable. Logra así la univer salidad, no como los conquistadores o los grandes héroes, mediante la acción, sino autoconcibiéndose como lugar de paso del Espíritu. Cfr. Hegel, G. W. F., L e c c io n e s s o b r e la f il o s o f í a d e la historia u n iv e r sa l, trad. de J. Gaos, Alianza, Madrid, 1980, pp. 59 ss.
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la medida en que su desarrollo es trabado o promovido por él — pero nada más. El sentido anticuario de un ser humano, de un vecindario, de todo un pueblo, siempre se caracteriza por un campo visual limitadísimo; es muy poco lo que per cibe, y este poco lo ve demasiado cercano y demasiado aislado; no es capaz de medirlo y, por consiguiente, considera todo igualmente importante, es decir, atri buye a todo lo individual una importancia excesiva. Entonces, no hay para las cosas del pasado diferencias de valor ni proporciones que las establezcan verda deramente en su justo valor unas con respecto a otras; sino siempre tan sólo di mensiones y proporciones de las cosas con referencia al individuo o pueblo que mira hacia atrás de manera anticuaría. Aquí siempre acecha de cerca un peligro: llega el momento en que a todo lo an tiguo y pretérito que aún entra en el campo visual se lo toma como igualmente ve nerable y, en cambio, se repudia y combate a cuanto no siente veneración por lo antiguo, es decir, a lo nuevo y a lo que está en devenir^®. Así, hasta los griegos tole raban el estilo hierático de sus artes plásticas al lado del desenvuelto y grande, aún más, en tiempos posteriores no sólo toleraban las narices puntiagudas y la sonrisa glacial, sino que incluso hacían de esto un refinamiento. Cuando se anquilosa de tal modo el sentido de un pueblo, cuando la historia sirve a la vida pasada en tal forma que mina la continuidad vital y, precisamente, la vida superior, cuando el sentido histórico ya no conserva, sino momifica la vida: entonces el árbol se seca gradual mente de manera antinatural, esto es, de arriba abajo — y, por último, suele arrui narse la misma raíz. La historia anticuaría degenera ya en el instante mismo en que deja de animarla e infundirle entusiasmo la vida palpitante del presente. Entonces decae la piedad y la rutina de los eruditos subsiste sin su compañía, girando con egoísmo y suficiencia alrededor de su propio eje. Entonces se da acaso el penoso espectáculo de un ciego afán de coleccionar, de un infatigable empeño de juntar todo lo que haya existido. El ser humano se envuelve en una atmósfera de moho y podredumbre; con su manera de anticuario consigue que hasta un talerito portento so, una necesidad noble, se rebajen a insaciable curiosidad, a genuina avidez por lo antiguo y por todas las cosas; con frecuencia se degrada al punto que termina por darse por satisfecho con cualquier alimento y hasta devora con fruición el polvo de las quisquillas bibliográficas. •í; Pero aunque no sobrevenga esta degeneración, aunque la historia anticuaría no pierda el fundamento en que debe enraizarse si ha de estar al servicio de la vida: no faltan los peligros, por cuanto existe el riesgo de que adquiera excesiva preponde rancia y llegue a asfixiar los otros modos de considerar el pasado. Es que sólo es ca paz de presej'var la vida, no de generarla; por lo que siempre subestima lo que devie ne, porque para eso carece de instinto que lo detecte — a diferencia de la historia monumental, por ejemplo. Por consiguiente, pone trabas al firme impulso a lo nuevo y paraliza a quien actúa, el cual, al obrar, no puede menos que violar tales o cuales devociones. El hecho de que algo se haya convertido en antiguo produce entonces la exigencia de que tenga que ser inmortal; pues cuando uno se pone a reflexionar sobre lo que ha experimentado en el transcurso de su existencia, tal antigüedad —tal anti quísima costumbre, tal credo, tal prerrogativa política heredada— , sobre la suma de piadosos respetos y veneraciones de parte de los individuos y las generaciones: pare ce temerario, cuando no sacrilego, reemplazar la tal antigüedad por una novedad y Cfr.FP I, 29 [114].
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oponer a semejante suma de piadosos respetos y veneraciones las unidades de lo que deviene y es actual. ‘ ■ Aquí se hace patente lo necesario que es para el ser humano, con harta fre cuencia, al lado del modo monumental y el anticuario de considerar el pasado, un tercer modo, el crítico: y éste también, a su vez, al servicio de la vida: Es preciso que, para poder vivir tenga la fuerza y la emplee de tanto en tanto, de quebrar y disolver un pasado: para cuyo fin abre juicio sobre él, lo hace objeto de una estricta investigación y, por último, lo condena; pero todo pasado mere ce ser condenado — pues en las cosas humanas siempre han privado la violen cia y la debilidad humanas. No es la justicia la que aquí juzga; y menos es la clemencia la que aquí pronuncia el veredicto: es, exclusivamente, la vida, ese poder oscuro e impulsor que con insaciable afán se desea a sí mismo. Su fallo es siempre implacable, siempre injusto, porque jam ás ha fluido de la fuente pura del conocimiento; pero en la mayoría de los casos el fallo sería el mismo aunque lo pronunciase la justicia. «Pues todo lo que nace merece sucumbir. Por eso sería mejor que nada naciese»^*. Se requiere mucha fuerza para poder vivir y para olvidar hasta qué punto vivir y ser injusto es una y la misma cosa. Lutero mismo opinó en cierta ocasión que el mundo se había originado exclusiva mente por un olvido de Dios; que si Dios hubiese pensado en la «artillería pe sada», no hubiera creado el mundo. Pero a veces la misma vida que necesita del olvido pide la destrucción por un lapso de tiempo de ese olvido; precisamente entonces ha de ponerse en evidencia la injusticia inherente a la existencia de tal o cual cosa, de tal o cual prerrogativa, casta o dinastía, y hasta qué punto ésa cosa merece desaparecer. Se enfoca su pasado con criticismo y se la corta por la base, violando cruelmente todos los piadosos respetos. Es siempre un proce so peligroso, peligroso para la vida misma: y los seres humanos o las épocas que sirven a la vida juzgando y destruyendo un pasado siempre son individuos y épocas peligrosos y expuestos a peligros. Pues siendo como somos los resul tados de generaciones anteriores, somos también los resultados de sus yerros, pasiones y extravíos, y aun de sus crímenes; no es posible desligarse del todo de esta cadena. No por condenar esos extravíos y considerarnos emancipados de ellos deja de ser un hecho que provenimos de ellos. Llegamos, cuando más, a un choque entre la naturaleza ingénita y heredada y nuestro conocimiento, acaso también a la lucha de una disciplina nueva y severa contra lo desde anti guo heredado e inculcado, plantamos una costumbre nueva, un instinto nuevo, una segunda naturaleza, y de esa forma se atrofia la primera. Se trata, en cierto modo, de una tentativa de darse a posteriori un pasado del que se quisiera pro venir, en contraposición a aquel del que se proviene — tentativa siempre peli grosa, por ser muy difícil dar con un límite en la negación de lo pasado y por que las segundas naturalezas suelen ser más débiles que las primeras. Con demasiada frecuencia sucede que del conocimiento de lo bueno no se pasa a su realización, porque se conoce también lo que es mejor sin poderlo realizar. Pero aquí y allá se obtiene la victoria, y hasta hay para los luchadores, para los que hacen de la historia crítica un instrumento suyo al servicio de la vida, un con suelo singular: saber que también esa primera naturaleza fue una vez segunda y que toda segunda naturaleza triunfante se convierte en primera. — Cfr. Goethe, J. W., Fausto, I, V, w . 1339-1341.
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' Éstos son los servicios que la historia es capaz de prestar a la vida; cada individuo y cada pueblo requieren, según cuáles sean sus metas, fuerzas y necesidades, un cier to conocimiento del pasado, bien sea como historia monumental, como historia anticuaria o como historia crítica: pero no como una cohorte de pensadores puros que se limitan al papel de observadores de la vida, no como individuos ávidos de saber a quienes únicamente el saber puede satisfacer y para los cuales el aumento de conoci miento es la meta en sí misma, sino siempre tan sólo para los fines de la vida y, por lo tanto, bajo el señorío y la dirección suprema de estos fines^^. Que tal es la relación natural de cualquier época, cultura y pueblo con la historia — determinada por el hambre, regulada por el grado de necesidad y contenida por la inmanente fuerza plás tica —, que el conocimiento del pasado se desea en todos los tiempos exclusivamen te al servicio del futuro y del presente, y no para debilitar el presente, ni para arrancar las raíces de un futuro pletórico de vitalidad: todo esto es bien simple, como es simple la verdad, y convence enseguida aun a aquel que para ello no se deja guiar en primer lugar por la demostración histórica. ¡Echemos ahora una rápida ojeada a nuestra época! Nos asustamos, y retrocede mos: ¿qué ha sido de toda la claridad, de toda la naturalidad y de toda la pureza de esa relación entre vida e historia? ¡Cuán confuso, exagerado e inquieto se agita ahora este problema ante nuestros ojos! ¿Tendremos la culpa nosotros, los observadores? ¿O habrá cambiado efectivamente la constelación de vida e historia por la interpolación dé un poderoso astro hostil? Que otros demuestren que hemos visto mal: nosotros vamos a decir lo que nos parece ver. Se ha interpolado, en efecto, tal astro, un astro refulgente y lleno de esplendor, la constelación ha cambiado de veras — a raíz de la ciencia, a raíz de la exigencia de que la historia debe ser ciencia. Ahora ya no impe ra exclusivamente la vida, dominando el saber en tomo al pasado: sino que todos los mojones están volcados y todo lo que ha existido se le echa encima al ser humano. Y hacia atrás hasta donde hubo un devenir, hasta el pasado infinito, están modificadas todas las perspectivas^^ Ningima generación ha presenciado im espectáculo incon mensurable como el que ofrece ahora la ciencia del devenir universal, la historia; cla ro está que lo ofrece con la peligrosa audacia de su divisa: fía t veritas pereat vita^^. Formémonos ahora una imagen del proceso espiritual que así se origina en el alma del ser humano moderno. El saber histórico, proveniente de fuentes inagota bles, afluye y se introduce siempre de nuevo, lo extraño e inconexo se acumula, la memoria abre todas sus puertas y, sin embargo, no está abierta lo suficiente, la na turaleza hace todo lo posible por recibir, ordenar y honrar a estos huéspedes extra ños, pero éstos están trabados en lucha entre sí y parece necesario contenerlos y dominarlos a todos para no sucumbir en su combate. La habituación a tan desordeLa historia crítica es, pues, el modelo del tipo de consideración histórica que Nietzsche pro pone. Pues cada vez que la historia, en cualquiera de sus formas, sobrepase la necesidad real que le compete satisfacer, se degrada en enfermedad, cuyo efecto es que una abstracción suplanta la reali dad de una necesidad. ” Sobre la naturaleza e importancia del concepto de perspectiva en Niet2 sche, cfr. M, a f 117. Cfr. también Babich, B. E., N ie tz s c h e ’s P h ilo s o p h y o f S c ie n c e , State Univ. Press, Nueva York, 1994; Danto, A. C., N ie tz s c h e a s P h ilo s o p h e r , Columbia Univ. Press, Nueva York, 1980, pp. 68-99; Clark, M., N ie tz s c h e o n Truth a n d P h ilo s o p h y , Cambridge Univ. Press, Cambridge, 1990, pp. 127-158. ” Hágase la verdad, muera la vida.
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nada, tumultuosa y bélica vida doméstica se convierte paulatinamente en una se gunda naturaleza, aun cuando es indiscutible que esta segunda naturaleza es mucho más débil e inquieta y de todo pirnto más malsana que la primera. Concluye el ser humano moderno por arrastrar consigo una cantidad tremenda de indigestas pie dras de saber, que en ocasiones entrechocan en su panza, como refiere el cuento^^. Por este entrechocar se pone de manifiesto el rasgo más característico de este set; humano moderno: el singular contraste entre un interior al que no corresponde nin gún exterior y un exterior al que no corresponde ningún interior, contraste que los pueblos antiguos no conocieron. El saber, absorbido en demasía, sin hambre, más aún, contrariando la necesidad, ahora ya no obra como motivo transformador que tiende hacia afuera, sino que permanece oculto en cierto caótico mundo interior que el ser humano moderno señala con extraño orgullo como la «interioridad» que le es peculiar y propia. Se dice entonces que se tiene el contenido y que sólo falla la forma; pero en toda cosa viva es éste un contraste de todo punto improcedente. Nuestra formación moderna no es una cosa viva precisamente porque no se la con cibe sin este contraste, lo que equivale a decir que no es una formación de verdad, sino tan sólo una especie de saber en tomo a la formación, no se pasa en ella más allá del pensamiento de formación, más allá del sentimiento de formación, no se concreta en ella ninguna decisión de formación. Entonces, aquello que verdadera mente es motivo y que se manifiesta exteriormente como acción muchas veces no significa apenas más que un convencionalismo indiferente, una pobre imitación, cuando no una torpe mueca. En el interior reposa acaso la sensación, semejante á esa serpiente que tras haber devorado conejos enteros se tiende quieta y serena al sol, evitando todos los movimientos que no sean absolutamente necesarios. El pro ceso interior es ahora la cosa misma, la «formación» propiamente dicha. El que por allí pasa sólo desea que la tal formación no perezca de indigestión. Un griego que pasara junto a tal formación se daría cuenta de que para los seres humanos moder nos los términos «formado» e «históricamente formado», parecen ser una y la mis ma cosa y distinguirse sólo por el número de palabras. Si entonces diese expresión a su tesis de que uno puede ser una persona muy formada y, sin embargo, no tener ni pizca de formación histórica, la gente se quedaría atónita y movería la cabeza. Ese conocido pequeño pueblo de un pasado no extremadamente remoto, esto es, los griegos, en su período de máxima fuerza pictórica había conservado tenazmente un sentido ahistórico; si un ser humano de nuestro tiempo, por obra de un encanta miento, tuviese que retomar a ese mundo, es de suponer que los griegos se le anto jarían muy «incultos» (no-formados), con lo cual el meticulosamente guardado se creto de la formación moderna quedaría por cierto entregado a la mofa pública: pues los modernos no tenemos absolutamente nada propio; sólo llenándonos, con exceso, de épocas, costumbres, artes, filosofías, religiones y conocimientos ajenos llegamos a ser algo digno de atención, esto es, enciclopedias andantes, que es como nos calificaría tal vez un antiguo griego que se extraviase en nuestra época. Pues bien, en las enciclopedias todo valor se circunscribe a lo que está en sus páginas, a su contenido, no a lo que está inscrito en la portada o es tapa y envoltura; en conse cuencia, toda la formación moderna es, esencialmente, interior: por fuera el encua dernador ha puesto algo así como: «Manual de formación interior para bárbaros exteriores». Este contraste de dentro y fuera da a lo exterior un carácter aún más Nietzsche se refiere al cuento «El lobo y los siete cabritos», de los hermanos Grimm.
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bárbaro del que necesariamente tendría en el caso de un pueblo salvaje que sólo se desarrollase a sí mismo conforme a sus groseras necesidades. Pues, ¿qué medio le queda aún a la naturaleza para dominar lo que afluye en superabundancia y no deja de importunar? Sólo el de acogerlo tan fácilmente como sea posible, para eliminar lo y expulsarlo de nuevo con rapidez. De ello resulta la práctica de no tomar más en serio las cosas verdaderas, tal costumbre produce la «personalidad débil» en virtud de la cual lo efectivo, lo existente, tan sólo causa escasa impresión; uno se torna, en lo exterior, cada vez más indolente y acomodadizo, y ensancha la fatal sima entre contenido y forma hasta el extremo de volverse insensible a la barbarie, con tal de que la memoria sea excitada siempre de nuevo, con tal de que afluyan cada vez nue vas cosas dignas de saberse que uno puede guardar bien limpias y ordenadas en los cajones de esta memoria. La cultura.de un pueblo como antítesis de esa barbarie ha sido definida en cierta ocasión, tengo entendido que con cierta razón, como unidad del estilo artístico en todas las manifestaciones vitales de ese pueblo^^; esta defini ción no debe entenderse mal, como si se tratase de un contraste entre barbarie y estilo hermoso] el pueblo al que se atribuya una cultura simplemente debe, en toda realidad, ser una unidad viviente, y no disociarse de una manera tan lamentable en interior y exterior, en contenido y forma. Quien quiera anhelar y promover la cul tura de un pueblo ha de anhelar y promover esa unidad superior y cooperar en la destrucción del moderno prurito de formación [Gebildeíheií] en favor de una for mación verdadera, ha de atreverse a reflexionar sobre la manera de restaurar la sa lud de un pueblo afectada por la historia y sobre la forma de hacer que este pueblo recupere sus instintos y, así, su sinceridad. Me limitaré a hablar de los alemanes de hoy día, que en mayor grado que ningún otro pueblo estamos aquejados de esa debilidad de la personalidad y de la contradic ción entre contenido y forma. La forma se nos antoja a nosotros los alemanes, co múnmente, una cosa convencional, disfraz y fingimiento, y por lo tanto, si no la odia mos, en todo caso no la amamos; o dicho en términos más propios, tenemos un miedo descomunal a la palabra «convención» y sin duda también a la cosa convencional. Impulsado por este miedo, abandonó el alemán la escuela de los franceses: pues de seaba llegar a ser más natural, y así más alemán. Parece, sin embargo, que respecto a este «así» se ha equivocado: escapado de la escuela de lo convencional, se dejaba lle var del modo en que le daba la gana y allí donde tenía ganas, y en el fondo imitaba en forma negligente y antojadiza, medio distraído, lo que antes imitara escrupulosamen te y muchas veces con resultado positivo. Así es que, en comparación con tiempos pasados, todavía hoy vive dentro de un convencionalismo francés indolente e inco rrecto: según evidencia todo nuestro modo de movemos, desenvolvemos, entretener nos, vestimos y alojamos. Creyendo retomar a lo natural, no se hacía más que optar por la dejadez, la comodidad y el mínimo de autosuperación. Recorriendo cualquier ciudad alemana, se advierte que, en comparación con la peculiaridad nacional de las ¿iudades extranjeras, todo lo convencional se manifiesta en lo negativo, todo es gris, gastado, mal copiado, descuidado, cada cual procede a su antojo, pero no a un antojo vigoroso y reflexivo, sino de acuerdo con las leyes que prescribe de un lado, el gene ral apresuramiento y, del otro, la general propensión a la comodidad. Una prenda de vestir de fácil invención y uso sencillo, esto es, una prenda de vestir tomada de pres tado al extranjero y copiada del modo más negligente que cabe, enseguida se la tiene Cfr. más arriba DS, 1.
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entre los alemanes por una aportación al traje alemán. Repudian ellos con franca iro nía el sentido de la forma — puesto que ya tienen el sentido del contenido: en efecto, son el famoso pueblo de la interioridad [Innerlichkeit]. Ahora bien, hay también un famoso peligro inherente a esta interioridad: el peli gro de que el contenido mismo, que se supone que exteriormente ni puede ser visto, termine por evaporarse; en cuyo caso exteriormente no se notaría nada ni de su eva-poración ni de su anterior existencia. Aunque supongamos al pueblo alemán lo más alejado posible de este peligro: hasta cierto punto el extranjero siempre tendrá razón al reprochamos que nuestro interior es demasiado débil y desordenado como para manifestarse hacia afuera y darse una forma. Puede, ciertamente, exhibir una excep cional sensibilidad sutil, una seriedad, un poder, una entrañable profundidad y bon dad y tal vez hasta ser más rico que el interior de otros pueblos: pero en su conjunto sigue siendo débil porque las hermosas fibras no están enlazadas en sólido nudo, de suerte que la acción visible no es la acción total y la autorrevelación de este interior, sino tan sólo una tentativa débil o torpe de alguna fibra de tomar por una vez, en apa riencia, el lugar del todo. Por eso, el alemán no debe ser juzgado por acción alguna, y después de cualquier acción continúa siendo, como individuo, algo totalmente es condido. Hay que medirlo, como es sabido, por sus pensamientos y sentimientos, y éstos los expresa él ahora en sus libros. Sólo que de un tiempo a esta parte precisa mente estos libros despiertan más que nunca la duda de que la famosa interioridad more todavía en su inasequible templete: sería terrible tener que admitir la posibi lidad de que un día ella desaparezca y no quede más que la exterioridad, esa exte rioridad arrogante y torpe, pobre e indolente, como rasgo distintivo del alemán. Esto sería casi tan terrible como si la interioridad, sin que se pudiera notar, morase en él falsificada, coloreada, sobrepintada, hecha comediante, incluso otra cosa aún peor: como parece suponerlo por ejemplo Grillparzer, observador distante y sereno, des^ de su experiencia de autor de teatro dramático: «Sentimos a base de abstracción —dice—, ya no sabemos .apenas cómo se manifiesta la sensación en nuestros con temporáneos; les hacemos dar saltos como ya no los dan hoy en día. Shakespeare nos ha echado a perder a todos los seres humanos modernos». Éste es un caso particular, acaso generalizado con precipitación: pero, cuán terri ble sería su generalización justificada si los casos particulares se presentasen incluso con demasiada frecuencia ante el observador, cuán,desesperante seria la tesis: noso tros los alemanes sentimos a base de abstracción; todos estamos echados a perder por la historia — una tesis que arrancaría de cuajo toda esperanza en una venidera cultu ra nacional: pues toda esperanza de esta índole surge de la fe en la autenticidad e in mediatez del sentir alemán, de la fe en la interioridad intacta; ¡qué puede esperarse, qué puede creerse, todavía, si está enturbiada la fuente de la fe y la esperanza, si la interioridad ha aprendido a dar saltos, a bailar, a maquillarse, a manifestarse a base de abstracción y cálculo y, paulatinamente, a perderse a sí misma! Y cómo se quiere que el gran espíritu productivo todavía aguante en el seno de un pueblo que ya no tiene asegurada su interioridad unitaria y se escinde en individuos formados de interioridad deformada y extraviada, de un lado, y del otro, en individuos carentes de formación de interioridad inaccesible. Cómo se quiere que él aguante si se ha perdido la unidad del sentir popular, si por añadidura sabe que el sentir está falsificado y coloreado pre cisamente en aquellos círculos que se llaman el sector formado del pueblo y se arro gan el derecho a reivindicar los genios del arte nacional. Aunque aquí y allá acaso se hayan refinado y sublimado el juicio y el gusto individuales — esto no es una com
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pensación para él: le resulta en extremo penoso tener que dirigirse, como si dijéra mos, a una secta y ya no ser una necesidad en el seno de su pueblo. Tal vez prefiera ahora enterrar su tesoro, por repugnarle el ser patrocinado con pretenciosa arrogancia por una secta, en tanto su corazón está lleno de compasión por todo el mundo. El ins tinto del pueblo ya no viene a su encuentro; en vano tiende hacia él los brazos en ac titud anhelante. Qué le queda sino volver su odio exaltado contra ese contraproducen te destierro y contra las vallas levantadas en la llamada formación de su pueblo, para al menos condenar, erigido en juez, lo que para él, ente viviente y generador de vida, es aniquilamiento y degradación: así, cambia el divino goce del que crea y del que áyuda por la profimda comprensión de su destino, y termina hecho im sabedor solita rio,'iin sabio hastiado. He aquí el espectáculo más doloroso: quien es capaz de perci birlo tendrá conciencia de estar ante un santo apremio: se dirá que aquí es preciso ayudar, que de nuevo ha de restaurarse aquella unidad superior en la naturaleza y en el alma del pueblo, que aquella ruptura entre el interior y el exterior tiene que desapa recer bajo los martillazos del apremio. ¿A qué medios ha de acudir? Qué le queda, una vez más, sino su íntima comprensión: la expresa, la difunde y esparce a manos llenas, con la esperanza de plantar una necesidad: y de la necesidad fuerte surgirá un día la acción fuerte. Y para que no subsista la menor duda acerca de la proveniencia del ejemplo de ese apremio, de esa necesidad, de esa comprensión, quiero dejar aquí expresa constancia de que lo que anhelamos, más ardientemente que la restauración de la unidad política, es la unidad alemana en aquel supremo sentido, la unidad del espíritu alemán y de la vida alemana, tras la destrucción del contraste de forma y contenido, de interioridad y convención. —
En cinco respectos la sobresaturación de historia de una época me parece ser adver sa a la vida y entrañar un peligro para ella: tal exceso da lugar a ese contraste de lo in terior y lo exterior que acabamos de considerar y así determina un debilitamiento de la personalidad; mediante ese exceso una época llega a imaginarse que posee la virtud más rara, la equidad, en mayor grado que cualquier otra época; tal exceso perturba los instintos del pueblo y pone trabas a la maduración del individuo no menos que a la ma duración del todo; ese exceso da origen a la creencia, siempre peijudicial, de que la hu manidad cuenta ya con un larguísimo pasado, a la creencia de que se es descendiente tardío, epígono; como consecuencia de ese exceso al que nos estamos refiriendo, una época cae en la actitud peligrosa de la ironía sobre sí misma, y pasa de ella a la actitud aún más peligrosa del cinismo: bajo cuyo influjo evoluciona hacia una praxis calcula dora y egoísta que paraliza y finalmente destruye las fuerzas vitales. Volvamos ahora a nuestra primera tesis que reza: el ser humano moderno adolece de una débil personalidad. Así como el romano del tiempo de los Césares se convirtió en no-romano frente al orbe que estaba a su disposición; así como se disolvió en la marca de lo ajeno que irrumpía y degeneró en carnaval cosmopolita de los dioses, las costumbres y las artes, por füerza le pasa también al ser humano moderno que se hace organizar constantemente por sus artistas históricos la fiesta de una exposición mun dial; se ha convertido en espectador que goza y deambula y se encuentra ahora en una situación en que ni aun grandes guerras y revoluciones pueden apenas cambiar nada por un instante. Aún no ha terminado la guerra y ya es transpuesta centenares de mi
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les de veces a papel impreso, ya es ofrecida como el excitante más reciente al paladar cansado de los ávidos de historia. Parece casi imposible arrancar a las cuerdas un so nido potente y pleno, por más que se las pulse con fuerza: se extingue el sonido ense guida, al momento se va apagando en forma históricamente delicada y enervada. Mo ralmente hablando: ya no lográis retener lo sublime, vuestras acciones son rayos fulminantes, no truenos retumbantes. Aunque realicéis lo más grande y prodigioso:; irremisiblemente baja al orco, sin surtir efecto ni tener resonancia alguna. Pues huye el arte cuando tendéis enseguida sobre vuestras acciones el baldaquín de lo histórico; Quien pretenda entender, calcular y aprehender al punto cuando en larga conmoción debiera retener lo incomprensible como lo sublime, puede ser calificado de razona-; ble, pero sólo en el sentido en que habla Schiller del entendimiento de los razonables: no ve algunas cosas que, sin embargo, ve el niño, no oye algunas cosas que, sin em bargo, oye el niño; y resulta que estas cosas son precisamente lo más importante: por que no las entiende, su entendimiento es más infantil que el de los niños y más simple que la simpleza — pese a la multitud de arrugas en que se pliegan sus apergaminadas facciones en una expresión de astucia, y pese a la prodigiosa destreza de sus dedos en desenredar lo enredado. Y es que ha destruido y perdido su instinto, ya no puede, com fiado en el «divino animal», soltar las riendas cuando vacila su entendimiento y su camino corre a través de desiertos. Así, el individuo se vuelve tímido e inseguro y ya no puede creer en sí: se hunde en sí mismo, en lo interior, lo cual en este caso no sig nifica otra cosa que el cúmulo heterogéneo de lo aprendido que no obra hacia fuera, de lo enseñado que no se toma en vida. Considerando lo exterior, se nota que la ex pulsión de los instintos por la historia ha convertido a los seres humanos casi por en.-, tero en abstractis y sombras: nadie expone ya su persona, sino que se disfraza de hombre formado, de erudito, de poeta o de político. Cuando uno toca tales máscaras, creyendo que toman en serio lo que son y no hacen meramente un juego de poses —puesto que todas aparentan seriedad—, se queda de pronto con nada más que un montón de trapos y retazos multicolores en las manos. Por eso no hay que dejarse en gañar más, por eso se les debe gritar: «¡Quitaos vuestra chaqueta o sed lo que aparen táis!». Debe terminar eso de que todo individuo serio se convierta en un Don Quijote, pues tiene algo mejor que hacer que pelear con tales presuntas realidades. En todo: caso, debe fijarse bien, a cada máscara que le sale al paso debe gritarle su «¡Alto! ¿Quién vive?» y empujarle la careta a la nuca. ¡Cosa extraña! Deberíamos pensar qué la Historia alentará a los seres humanos, ante todo, a ser sinceros — siquiera locosi sinceros; tal ha sido siempre su efecto, ¡salvo en nuestro tiempo! La formación histó rica y el traje universal del burgués imperan de forma simultánea. Mientras con un énfasis como nunca antes se habla de la «personalidad libre», ni se ven personalida des, y menos personalidades libres, sino sin excepción individuos imiversales medro samente encubiertos. El individuo se ha replegado sobre lo interior; en el exterior ya no se descubre ni rastro de él; en lo cual, no obstante, cabe dudar de que pueda haber causas sin efectos. ¿O es que será preciso un linaje de eunucos para custodiar el gran harén histórico [geschichtlich] universal? A éstos, ciertamente, les sienta bien la ob jetividad pura. Casi parece que se tuviera la tarea de vigilar la Historia, ¡para que no salgan de ella más que Historias, pero ningún acontecer!; de impedir que por ella la personalidad llegue a ser «libre», esto es, veraz consigo misma y con los demás, de palabra y de obra. Sólo en virtud de tal veracidad saldrá a luz el apremio, la miseria interior del ser humano moderno, y al convencionalismo y a la mascarada que ocultan medrosamente podrán entonces sustituirlos, brindando verdadera ayuda, el arte y la
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religión, para implantar conjuntamente una cultura que responda a verdaderas nece sidades y no enseñe solamente, como la actual formación general, a mentirse a sí mismo respecto de esas necesidades y, así, convertirse en una mentira ambulante. ¡A qué situaciones antinaturales, artificiosas y, en todo caso, indignas en una épo ca aquejada de formación general va a parar por fuerza la más veraz de todas las cien cias, la sincera y desnuda diosa filosofía! En semejante mundo de impuesta unifor midad externa, ésta no pasa de monólogo erudito del caminante solitario, casual botín de. caza del individuo, furtivo secreto o palabrería intrascendente entre ancianos académicos y niños. Nadie debe atreverse a cumplir en su propia persona la ley de la filosofía, nadie vive filosóficamente, con esa sencilla lealtad viril que obligaba al-hombre antiguo, dondequiera que estuviera y cualquiera que fuese su actividad, a comportarse como estoico si había jurado lealtad a la Stoa. Todo filosofar moderno está limitado por el régimen político y policial, por los gobiernos, las iglesias, las aca demias, las costumbres y cobardías de los seres humanos, a la apariencia docta: todo se reduce al suspiro: «Ojalá», o al conocimiento: «Érase una vez». Dentro de la for mación histórica, la filosofía carece de títulos legítimos si pretende ser más que un saber exclusivamente interior, inhibido y sin efectos; si el ser humano moderno fuese valiente y decidido, si no fuese hasta en sus hostilidades un mero ser interior, la des terraría; siendo lo que es, se contenta con encubrir pudorosamente su desnudez. Se piensa, se escribe, se publica, se habla y se enseña filosóficamente, sí — dentro de este límite más o menos todo está permitido, sólo en el terreno de la acción, en la así llamada vida, las cosas son diferentes: allí está permitida siempre una sola cosa y todo lo demás es sencillamente imposible: así lo quiere la formación histórica. ¿Serán todavía seres humanos, se pregunta uno entonces, o quizá meras máquinas de pensar, escribir y hablar? Dice Goethe en cierta ocasión de Shakespeare: «Nadie como él ha despreciado tanto el traje material; conoce muy bien el traje humano interior, y en él todos se ase mejan. Dicen que ha representado en forma magistral a los romanos; yo no comparto ésta opinión, son únicamente ingleses de cuerpo entero, claro que humanos, seres hu manos de verdad, y a éstos también les sienta bien la toga romana»^^ Pues bien, yo pregunto si sería siquiera posible presentar a nuestros actuales literatos, tribunos, fun cionarios y políticos como romanos; no es el caso en modo alguno, porque no son seres humanos, sino tan sólo compendios de cuerpo entero y, como si dijéramos, abstracta concretos. Su carácter y peculiaridad, si es que hay en ellos tal cosa, están metidos tan dentro ellos que no pueden salir a luz: si son seres humanos, lo son úni camente para «el que ve hasta el fondo del corazón». Para cualquier otro son otra cosa, ni seres humanos, ni dioses, ni animales, sino configuraciones de formación histórica, en un todo son formación, imagen, forma sin ningún contenido verificable, por desgracia solamente forma mala y, por añadidura, uniforme. Creo que se com prenderá ahora y se sopesará mi tesis de que la historia es soportada sólo por las personalidades fuertes, a las débiles las borra por completo. Es que ella confunde el sentimiento y el sentido que no sean lo suficientemente fuertes para aplicar al pasado sü propio criterio. Quien ya no se atreve a creer en sí mismo, sino que, involuntaria mente, para sentir interroga a la Historia: «¿Cómo debo aquí sentir?», de tan medro so, poco a poco queda hecho actor y representa un papel, por lo general hasta multiGoethe, J. W., «Shakespeare und kein Ende», Sámtliche Werke, Stuttaart, 1855-1858, vol. 35. Cff.FPI,29[130].
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tud de papeles, y, en consecuencia, cada uno de ellos de manera pésima y superficial. Falta paulatinamente toda congruencia entre el hombre y su ámbito histórico; vemos a gente mezquina y petulante tratar con los romanos como si fuesen sus iguales:, y hurgar y escarbar en los restos de poetas griegos como si también estos corpora (cuerpos) estuviesen a disposición de su disector, siendo vilia (viles), como son acaso sus propios corpora (cuerpos) literarios. Suponiendo que un tal individuo se ocupara de Demócrito, siempre tengo en la punta de la lengua la pregunta: ¿y por qué no Heráclito?, ¿o Filón?, ¿o Bacon?, ¿o Descartes?, y así sucesivamente. Y por otra parte: ¿por qué un filósofo? ¿Por qué no un poeta, o un orador? Y ¿por qué ha de ser un griego? ¿Por qué no un inglés, o un turco? ¿No es el pasado lo bastante grande para encontrar en él algo donde no hagáis el ridículo de tal modo? Pero, como queda di cho, es un linaje de eunucos; en el caso del eunuco todas las mujeres son iguales, sólo son una mujer, la mujer en sí, lo eternamente inaccesible — así pues, lo mismo da que os ocupéis de esto o de lo otro con tal de que la Historia misma quede preservada «objetivamente» por aquel tipo de gente que nunca es, ella misma, capaz de hacer, historia. Y como nunca ha de atraeros hacia arriba lo eterno femenino^^ lo arrastráis hacia vosotros hacia abajo y en vuestro carácter de neutra tomáis también la historia como un neiitrwn, Pero para que nadie vaya a creer que yo comparo seriamente la Historia con lo eterno femenino, dejo aquí expresa constancia de que, muy al contra rio, la tengo por lo eterno masculino; sólo que a quienes están de pies a cabeza «his tóricamente formados» ha de ser bastante indiferente que sea lo uno o lo otro: como que ellos mismos no son ni hombre ni mujer, ni siquiera communia, sino siempre me ros neutra o, dicho en ténninos más cultos: nada más que los eternamente objetivos. Una vez que las personalidades hayan quedado reducidas de la manera descrita a eterna ausencia de sujeto o, como dicen, a la objetividad: ya nada puede obrar sobre ellas; si acontece algo bueno y correcto, sea como acción, como poesía, o bien como música, enseguida el vaciado ser humano de formación, que está hueco, mira por en cima de la obra y pregunta por la historia del autor. Si éste ya tiene en su haber algu nas obras, enseguida debe dejar que se interpreten la trayectoria que hasta entonces lleva recorrida y la presunta marcha ulterior de su evolución; al momento es situado al lado de otros para fines de comparación, según la elección de la materia y el trata miento que le ha otorgado es viviseccionado, descompuesto, recompuesto sabiamen te y, en su conjunto, amonestado y reprendido. Acontezca lo que acontezca, por pro digioso que sea, siempre está ahí la cohorte de los históricamente neutrales, prontos a examinar al autor ya desde lejos. Al instante resuena el eco: pero siempre como «crítica», a pesar de que aun poco antes el crítico ha estado lejos de soñar la posibili dad de tal acontecimiento. En parte alguna se llega a un efecto, sino siempre tan sólo a una «crítica»; y la crítica, por su parte, no produce ningún efecto, sino que, a su vez, da lugar a crítica. Se ha convenido en considerar multitud de críticas como efecto y ausencia de crítica, como fracaso. Pero en el fondo, aun en los casos en que se da tal «efecto», todo sigue igual que antes: durante un tiempo se charla de algo nuevo, lue go otra vez de algo nuevo, y a todo eso se hace lo que siempre se ha hecho. La forma ción histórica de nuestros críticos ya no permite que se concrete un efecto en sentido propio, es decir, un efecto sobre la vida y la acción: a la más negra escritura aplican enseguida su papel secante; al más encantador dibujo, sus gruesas pinceladas, que han de entenderse como correcciones, y así echan a perder lo más portentoso. Y su Goethe, J. W, Fausto II, w . 12110-12111.
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pluma crítica no se para jamás, pues han perdido el poder sobre ella y en lugar de ma nejarla, más bien son manejados por ella. Precisamente en este desenfreno de su ac tividad crítica, en esta falta de dominio sobre sí misma, en aquello que los romanos llaman impotentia, se pone en evidencia la debilidad de la personalidad moderna.
' Pero dejemos esa debilidad. Fijémonos más bien en una fuerza muy alabada del ser humano moderno, planteando ciertamente el interrogante penoso de si en virtud de su conocida «objetividad» histórica, tiene derecho a autocalificarse de fuerte, esto es, de justo, de más justo que el ser humano de otros tiempos. ¿Es cierto que esa ob jetividad se deriva de ima necesidad y de un ansia de justicia sentidas a mayor profun didad? ¿O será que, efecto de muy otras causas, sólo crea la apariencia de que la jus ticia sea la causa propiamente dicha de este efecto? ¿Será que induce a un prejuicio peijudicial, por demasiado adulador, acerca de las virtudes del ser humano moderno? --- Sócrates opinaba que era una dolencia rayana en la locura el creerse poseedor de una virtud que en realidad no se poseía: y no cabe duda de que tal creencia es más peligrosa que la ilusión opuesta de padecer un defecto o un vicio, en realidad inexis tentes. Pues a raíz de esta última ilusión es acaso posible llegar a ser una persona me jor; en cambio, aquella creencia hace que el individuo o la época sean cada día peo res, es decir — en el caso que nos ocupa, más injustos. 'Nadie, en verdad, es acreedor de nuestra veneración en mayor grado que aquel que posee el impulso a la justicia y la fuerza de realizarla. Pues en ella se aúnan y se ocultan las más elevadas y raras virtudes como en un mar inconmensurable que desde todos lados acoge y absorbe corrientes de agua. El pulso del justo autorizado para juzgar ya no tiembla al sostener la balanza; implacable consigo mismo, coloca pesa tras pesa, su vista no se turba conforme suben y bajan los platillos y su voz no suena ni dura ni quebrada cuando anuncia el veredicto. Si fuese un frío demón del conoci miento, esparciría en su derredor la atmósfera helada de una pavorosa majestad suprahumana que nos infundiría temor y no veneración: pero el ser un humano y, sin embargo, tratar de elevarse desde la leve duda hacia la estricta certeza, desde la tole rante indulgencia hacia el imperativo «tú debes», desde la rara virtud de la generosi dad hacia la rarísima de la justicia, el asemejarse ahora, habiendo sido desde el inicio nada más que un pobre ser humano, al citado demón y, sobre todo, el tener que expiar en carne propia en todo momento su humanidad y consumirse trágicamente en una virtud imposible — todo esto lo exalta a solitaria altura, como el ejemplar más vene rable del género humano; pues quiere la verdad, pero no meramente como frío cono cimiento, sin consecuencias, sino como juez que ordena y castiga, no como posesión egoísta del individuo, sino como santa justificación para desplazar todos los mojones fronterizos de las posesiones egoístas; en una palabra, quiere la verdad como tribunal del mundo, y en modo alguno la quiere, por así decirlo, como presa y deleite de ca zador individual. Sólo en tanto que el veraz tiene la voluntad absoluta de ser justo hay algo grande en el anhelo de verdad, que en todas partes es glorificado sin más ni más: sin embargo, ante una mirada menos penetrante multitud de impulsos radicalmente distintos, tales como la curiosidad, la huida del aburríniiento, la envidia, la vanidad, la pulsión del juego, impulsos, todos ellos, que nada tienen que ver con la verdad, se confunden con ese anhelo de verdad que tiene su raíz en la justicia. Éste es el modo
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por el que parece que el mundo esté lleno de. quienes «son servidores de la verdad»^^; y sin embargo, la virtud de la justicia se da rara vez, aún más rara vez es reconocida y casi siempre es perseguida con un odio mortal: en tanto que la cohorte de las virtu des aparentes ha ostentado en todos los tiempos las máximas galas y honores. Son pocos los que verdaderamente sirven a la verdad, porque son pocos los que tienen la voluntad pura de ser justos y sólo una ínfima parte de estos pocos tienen la fuerza de poder ser justos. No basta en absoluto con la sola voluntad: y las peores calamidades que les han sobrevenido a los humanos se han originado precisamente en el impulso a la justicia sin la fuerza del juicio; de lo cual se desprende que el bien común nada requiere tan urgentemente como esparcir hasta donde sea posible la semilla del juicio, para que el fanático no sea confundido con el juez, ni el ciego afán de juzgar con la fuerza consciente que da derecho a juzgar. Pero ¡dónde se encontrará un medio de implantar juicio! — de ahí que toda vez que se habla a los humanos de verdad y jus ticia, éstos adopten una actitud vacilante, preguntándose si les habla el fanático o el juez. Se les debe, pues, perdonar el que siempre hayan acogido con particular simpa tía a aquellos «servidores de la verdad» que no tenían ni la voluntad ni la fuerza de juzgar y se ponían a la tarea de buscar el conocimiento «puro, sin consecuencias» o, más claramente, la verdad sin ningún efecto. Hay multitud de verdades indiferentes; hay problemas cuyo juicio correcto no requiere siquiera im esfuerzo, ni menos abne gación. En este dominio indiferente e intrascendente bien puede imo llegar a ser un frío demón del conocimiento; y, sin embargo, aunque en épocas particularmente pror pidas cohortes enteras de eruditos e investigadores se conviertan en tales demones — existe por desgracia la posibilidad de que en tales épocas escasee la justicia estric ta y grande, en una palabra, el núcleo más noble del llamado impulso a la verdad. Consideremos ahora al actual virtuoso de la historia: ¿es el hombre más justo de su época? Es verdad que ha desarrollado en sí tal sutileza y excitabilidad del sentir que nada humano le es ajeno; las más diversas épocas y personalidades arrancan al punto sonidos afines a las cuerdas de su lira: se ha convertido en elpassivum resonan te que al emitir su sonido obra, a su vez, sobre otros passiva como él: hasta que al fin todo el ámbito de la época se llena de tales resonancias sutiles y afines que se entre cruzan. No obstante, a mí me parece que se perciben solamente, por así decirlo, los tonos concomitantes de todos los tonos principales históricos [geschichtlich] origina les: lo recio y poderoso del original ya no puede captarse en el tañido esféreo, delga? do y agudo. Aquel tono original suscitaba en general acciones, apremios y terrores, en tanto que este tañido nos arrulla y nos convierte en gozadores blandengues; es como si la Sinfonía «Heroica» hubiese sido arreglada para dos flautas y destinada al uso de fumadores de opio en pleno sueño. Esta circunstancia es suficiente ya para «Toda clase de servidores de la verdad. ¡En primer, lugar estupor optimista! ¡Cuántos inves tigadores de la verdad! ¿Es lícito que las mejores fuerzas se dispersen de este modo? Represión del impulso de conocimiento: Clásico — anticuario. — ¡Estupor pesimista! ¡Todos ésos no son de.hécho investigadores de la verdad! Elogio de la justicia en cuanto madre del verdadero impulso dé ver-; dad. Examen del sentido de la justicia de los «servidores de la verdad». Es muy justo que todos estos . sean exiliados: porque molestarían por todas las partes y ocasionarían daños. Queremos llamarles. los asalariados de la verdad, la sirven contra su voluntad y suspirando. La ciencia es para ellos un correccional, una galera. Referencia a Sócrates, que los llama a todos locos, en su casa no saben qué es el bien y qué es el mal. Hacer inocua la ciencia a través de los monasterios. Nuestra tarea: volver a reunir y a soldar lo dividido y disperso, fimdar un hogar para la actividad cultural alemana, lejós de toda cultura periodística y de la vulgarización de las ciencias». F P 1 ,29 [23]. •
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medir lo que en esos virtuosos haya de la reivindicación suprema del ser humano mo derno, la de una justicia superior y más pura; virtud ésta que no tiene nada de delica do y exquisito, no sabe de emociones excitantes, sino que es dura y. pavorosa. En comparación con ella, iqué bajo lugar ocupa en la escala de virtudes incluso la gene rosidad, que es la cualidad de algunos historiadores excepcionales! Un número mu cho mayor no logra pasar más. allá de la tolerancia, de la aquiescencia a lo que no puede negarse, del acomodo y la cohonestación mesurada y benévola, suponiendo con perspicacia que el inexperto interpretará como virtud de la justicia el referir lo pasado sin acentos ásperos y sin expresión de odio. Pero sólo la ñierza superior puede juzgar, la debilidad tiene que tolerar, si no quiere fingir fuerza y hacer de la justicia una comedianta en el sitial del juez. Y aún queda por señalar una species terrible de historiadores, caracteres laboriosos, estrictos y honestos — pero mentes estrechas; en ellos se da la buena voluntad de ser justos no menos que el pathos de juez: pero todos sus fallos son equivocados, más o menos por la misma razón por la cual los fallos de lós jurados corrientes lo son. En consecuencia, ¡cuán improbable es que abunde el talento histórico! Eso sin hablar de los egoístas y partidarios embozados que escon den su juego sucio tras un aire muy objetivo, ni de esa gente totalmente irreflexiva que, metida a historiadores, escribe ingenuamente convencida de que justamente su propia época tiene razón en todas las opiniones corrientes y populares, y que escribir conforme a la idiosincrasia de esta época significa tanto como ser justo; creencia en que vive toda religión y de la cual nada hay que añadir en lo que a las religiones res pecta. Esos historiadores ingenuos llaman «objetividad» a medir las opiniones y ac ciones del pasado por las opiniones corrientes del momento sustentadas por todo el mundo: aquí encuentran el canon de todas las verdades; su trabajo consiste en adaptar el pasado a la trivialidad de su propia época. En cambio, llaman «subjetiva» a toda historiografía que no atribuya carácter canónico a aquellas opiniones populares. ; ¿Y no comportará hasta la interpretación más elevada del término «objetividad» Una ilusión? Es decir, la objetividad entendida como un estado del historiador en que considera éste un acontecimiento en todos sus motivos y consecuencias de un modo tan puro que no tiene ningún efecto sobre él en cuanto sujeto: nos referimos a ese fe nómeno estético, a ese desligamiento del interés personal característico del pintor que en medio de la tormenta, entre rayos y truenos, o en pleno mar embravecido, contem pla la imagen que tiene en su interior, nos referimos a estar completamente sumergi dos en las cosas; pero es una superstición eso de creer que la imagen que presentan las cosas en un individuo así dispuesto reproduce la esencia empírica de las cosas. O si no, ¿es que en tales momentos las cosas, dijérase por su propia actividad, se graban, sé recortan y se retratan en un passivum puro'*®? , ’.Creer esto seria mitología, y mala mitología, por añadidura: además, sería olvidar que ese momento es precisamente el momento generador más potente y autónomo en la interioridad del artista, un momento de composición de índole suprema y cuyo resul tado será un cuadro artísticamente verdadero, no históricamente verdadero. Concebir de este modo, objetivamente, la Historia, es la callada labor del autor dramático; esto es, pensarlo todo referido a todo, entretejer lo individual con el conjunto: partiendo del su puesto de que sea menester introducir en las cosas una unidad de plan, si es que no la comportan. Así es como el ser humano tiende su red sobre el pasado y lo domina, así se niánifiesta su impulso hacia el arte — aunque no su impulso hacia la verdad, y hacia la Cfr.FP I, 29 [96].
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justicia. La objetividad nada tiene que ver con la justicia. Habría que pensar una histo riografía que no tuviera ni pizca de la verdad empírica habitual y, sin embargo, mere ciese en máximo grado el calificativo de objetiva. Grillparzer hasta se atreve a decir lo siguiente: «Qué es la Historia, sino la forma en que el espíritu del ser humano se hace cargo de los acaecimientos impenetrables para él; une cosas que Dios sabe si guardan relación entre sí; reemplaza lo incomprensible por algo comprensible; introduce sús,; conceptos de adecuación hacia fuera en un todo que sólo conoce una conveniencia ha--; ■ cia dentro; y, por otra parte, supone azar allí donde han obrado mil pequeñas causas. ■ Cada ser humano tiene al mismo tiempo su necesidad individual, de modo que millones de direcciones corren paralelas, se entrecruzan, se promueven y se traban reciprocar mente, apuntan hacia adelante y hacia atrás, en rectas y curvas, adquiriendo para las demás el carácter del azar y, de este modo, aparte de las influencias de los sucesos na turales, hacen que sea imposible demostrar una necesidad envolvente y global de lo que acontece»'**. ¡Y, sin embargo, como resultado de esa consideración «objetiva» de las cosas, precisamente, se saca a la luz tal necesidad! He aquí un presupuesto que, cuando es expresado como artículo de fe por el historiador, sólo puede tomar una figura extra vagante; Schiller, por cierto, tiene clara conciencia de lo propiamente subjetivo de este supuesto cuando dice a propósito del historiador: «Fenómeno tras fenómeno, empieza a sustraerse al ciego acaso, a la libertad sin ley, y va a integrarse en un todo armoniosó — que ciertamente existe tan sólo en su representación — como parte integrante de él»-*l Pero ¿qué pensar de la siguiente afirmación, tan confiadamente sentada y artifíciosamente fluctuante entre la tautología y el contrasentido de un célebre virtuoso de la historiografía: «Todo el ajetreo humano está sometido a la marcha queda y muchas ve ces sustraída a la percepción, pero, no obstante poderosa e incontenible de las cosas»^^? En tal proposición no se detecta ya una enigmática verdad en mayor medida que una enigmática no-verdad; tal como en la sentencia del goetheano jardinero de la corte; «A la naniraleza se la puede forzar, pero no obligai*»"*^, o en esa leyenda de barraca de feria de que habla Swift: «Aquí-está en exhibición el elefante más grande del mundo, si de él hacemos excepción». Pues, ¿cuál es la oposición entre el ajetreo humano y la marcha de las cosas? Hablando en términos generales, me llama la atención el que historiadores tales cómo aquel del que hemos transcrito una proposición dejan de aleccionar en cuanGrillparzer, F., «Aestetische Studien. Zur Literfiturgeschichte», en Sámtliche Werke, Stuttgart 1872, vol. 9, p. 129. «Grillparzer: “Todos los hombres siguen simultáneamente su necesidad indivi dual, de tal manera que millones de tendencias corren paralelamente unas junto a otras, sobre líneas curvas y rectas, se entrecruzan, se favorecen, se obstaculizan, tienden hacia delante, o hacia atrás, asumiendo así la una por la otra un carácter fortuito y haciendo imposible, excluidos los efectos de los acontecimientos naturales, demostrar la existencia de una necesidad eficaz y universal de lo que acontece”. Por lo demás, habría que estudiar solamente lo que es finito, acabado y muerto, porque son evidentes las últimas consecuencias de las que se puede aprender. — La historia como “sistema universal de los errores, de las pasiones”. Doctrina negativa: frente a la que hay que estar prevenido. Grillparzer: “hay algo de especial en el florecer y en el declinar de los pueblos. En cada uno se da una fuerza preeminente que actúa benéficamente mientras que tenga que superar los obstáculos, pero que después de esta victoria se \'uelve contra sí misma”». FP I, 29 [60]. Cfr. Schiller, F, «Was heisst und zu welchem Ende studiert man Universalgeschichte?», en Sámtliche Werke, Stuttgart, 1844, vol. 9, p. 240. Nietzsche se refiere a Leopold von Ranke. «Cuando historiadores tales como Ranke genera lizan, no instruyen: tales frases se conocían mucho antes de su trabajo: recuerdan a la forma de ex perimentar insensata de la que se queja Zóllner en las ciencias naturales». FP I, 29 [92]. Briefivechsel z^vischen Schiller und Goethe in den Jahren 1794 bis 1805, ed. cit., 27 de fe brero de 1798.
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tp generalizan y, entonces, evidencian en oscuridades el sentimiento de su debilidad. En otras ciencias las generalidades son lo más importante, en tanto que contienen las leyes: si proposiciones tales como la transcrita pretenden hacerse pasar por leyes, cabría obje tar que entonces está desperdiciado el trabajo del historiador; pues lo que en general hay de verdadero en tales proposiciones, una vez descontado ese resto oscuro e indisoluble del que hemos hablado — eso es conocido y aun trivial; como le salta a la vista a cual quiera aun en el ámbito más restringido de la experiencia. Molestar por eso a pueblos ■enteros y gastar años de ardua labor en semejante empresa equivaldría, en definitiva, a llevar a cabo en la esfera de las ciencias naturales experimento tras experimento, a pesar de que del cúmulo existente de experimentos pueda derivarse ya hace mucho tiempo la ley: exceso experimental carente de sentido, por lo demás, del que, según Zollner, están aquejadas hoy día las ciencias naturales"^^. Si el valor de un drmna estuviese exclusiva mente en la concepción final y capital, el drama mismo sería un camino lo más largo, tortuoso y arduo posible hacia la meta; así pues, espero que la Historia no haya de reco nocer su significación en las concepciones generales, como si ñiesen algo así como flor y fruto: sino que su valor resida precisamente en parafrasear ingeniosamente un tema conocido, acaso vulgar, una melodía corriente, en elevarlo, exaltarlo a la categoría de símbolo integrador y, de ese modo, hacer vislumbrar en el tema original un mundo en tero de profundidad, poder y belleza. ;; Pero esto requiere ante todo una gran potencia artística, un flotar creador por en cima de las cosas, un amoroso estar sumergido en los datos empíricos, una ulterior elaboración de tipos dados — requiere, por cierto, objetividad, pero como cualidad positiva. Con harta frecuencia, sin embargo, la objetividad no es más que una frase. A esa calma, relampagueante por dentro, inmutable e impenetrable por fuera, del ojo del artista le sustituye la afectación de la calma; del mismo modo que la falta de pathos y de fuerza moral suele presentarse como glacial frigidez de contemplación. En ciertos casos se atreve a salir a luz la banalidad del modo de pensar, la sabiduría tri vial, que sólo por lo aburrida, que es da la impresión de ser calma y serena, preten diendo hacerse pasar por aquel estado artístico en que el sujeto calla y se torna del todo imperceptible. Entonces, se echa mano de todo cuanto no excita, insistiéndose en la palabra más seca. Se llega hasta suponer que aquel al que no importa para nada un momento del pasado es el llamado a representarlo. Tal es con frecuencia la rela ción de los filólogos con los griegos: éstos no les importan para nada — y |a esto se le llama también «objetividad»'*®! Ahora bien, en todos los casos en que precisamente corresponde representar lo más elevado y raro, el deliberado y ostensible desenten derse, y el arte insistido, prosaico y superficial de la motivación resultan francamen te escandalosos — cuando la .vanidad es lo que impulsa al historiador a esta indiferencia que alardea de objetividad. Por lo demás, en el caso de tales autores el juicio debe ajustarse en particular grado al principio de que en cada cual la vanidad Friediich Zollner (1834-1882), astrónomo y físico, profesor en la Univ. de Leipzig, conocido por su obra Ü b e r d ie N a tu r d e rK o m e te n ^ Leipzig, 1872 (en BN), y por la polémica que este libro sus citó en su tiempo. Sobre ello cfr. las cartas de Nietzsche a Rohde de noviembre de 1872, y a Koselitz del 3 de octubre de 1882. Para las relaciones de Nietzsche con Zollner, cfr. Orsucci, A., «Unbewusste Schlüsse. Anticipationen, Úbertragungen. Über Nietzsche Verháltnis zu K. E Zollner und G. Gerber», enT. Borsche, y otros, C en ta u ren -G eb u rten . W issenschaft, K u n s t u n d P h ilo s o p h ie b e im ju n g e n N ie tz s c h e , Gruyter, Berlín, 1994, pp. 193-207; Salaquarda, J., «Er ist fast immer einer der Unserigen. Nietzsche und Grillparzen>, en C en ta u ren -G e b u rten , e d cit., pp. 241 ss. Cfr. FPI, 29 [24]. Cfr. FP 1,29 [96].
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es inversamente proporcional al entendimiento. jNo! ¡Sed al menos sinceros! ¡No busquéis la apariencia de fuerza artística que realmente merece el nombre de objeti vidad, no busquéis la apariencia de justicia, ya que no estáis ungidos para la terrible tarea del justo! ¡Como si también a cada época le incumbiese ser justa con todo lo pasado! Al contrario, las épocas y generaciones nunca tienen derecho a erigirse en jueces de todas las épocas y generaciones anteriores: es siempre exclusivamente a in dividuos, a los más excepcionales de entre ellos, a quienes toca tan penosa misión. ¿Quién les obliga a juzgar? Por otra parte — ¡examinad si podríais ser justos, aunque quisierais! Como jueces, tendríais que estar por encima del que ha de ser juzgado; sin embargo, sólo sois posteriores a él. A los invitados que llegan los últimos les corres ponden en justicia los últimos asientos en la mesa: ¿y pretendéis tener los prinieros? Pues, al menos, realizad lo más grande y elevado; tal vez se os cedan entonces los primeros asientos a pesar de haber llegado los últimos. Sólo desde la fuerza suprema del presente estáis legitimados para interpretar lo pasado: sólo en la máxima concentración de vuestras cualidades más nobles adivina réis lo que hay de digno de saberse y preservarse y de grande en lo pasado. ¡Lo igual se descubre por lo igual! De lo contrario, rebajáis lo pasado a vuestro propio nivel. No creáis a ninguna historiografía que no nazca de la mente de los espíritus más se lectos; os daréis cuenta de la cualidad de su espíritu siempre que tenga la necesidad de expresar una generalidad o de repetir algo que todos conocen: el genuino historia dor ha de tener la fuerza de transformar lo que todos conocen en algo inaudito y de proclamar lo general de un modo tan simple y profundo que lo simple haga pasar por alto lo profundo, y lo profundo lo simple. Nadie puede ser a un tiempo un gran histo riador, im ser humano artístico y un memo: por el contrario, no debe menospreciarsé a los trabajadores modestos que acarrean, acumulan y clasifican porque, por supues to, no puedan llegar a ser grandes historiadores; menos aún se los debe confundir con éstos, puesto que lo pertinente es comprender que son los compañeros y los auxiliares imprescindibles que están al servicio del maestro: más o menos como los franceses solían hablar, con mayor ingenuidad de la que cabe entre alemanes, de los historiens de M. Thiers. Estos trabajadores han de convertirse poco a poco en grandes eruditos, pero no por eso pueden nunca ser maestros. Un gran erudito y un gran memo está combinación se da ya más fácilmente bajo un mismo sombrero. Así pues: escribe Historia el individuo experto y superior. Quien no ha tenido ex periencia de algunas cosas en forma más grande y elevada que todos los demás támpoco sabrá extraer nada grande y elevado de la interpretación del pasado. La senten cia del pasado es siempre un oráculo: únicamente lo entenderéis como arquitectos del futuro y como sabedores del presente. Se explica ahora la influencia extraordinaria mente profunda y vasta de Delfos sobre todo por la circunstancia de que los sacérdotes délficos conocían con exactitud el pasado; corresponde ahora saber que sólo aquel que construye el futuro tiene derecho a juzgar el pasado. Al mirar hacia delante, marcaos ima meta grande, dominaréis al mismo tiempo ese desbordante impulso ana lítico que ahora os devasta el presente y hace punto menos que imposible cualquier reposo, cualquier pacífico crecimiento y maduración. Levantad en vuestro alrededor la valla de una esperanza grande y envolvente, de un esperanzado anhelo. Elaborad en vosotros una imagen a la que ha de corresponder el futuro y desechad la supersti ción de ser epígonos. Considerando esa vida futura, tenéis mucho que idear e inven tar; pero no acudáis a la Historia para que os muestre el ¿cómo? y el ¿con qué? En cambio, si os compenetráis con la Historia de grandes hombres, extraeréis de ella un
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supremo mandamiento de alcanzar la madurez y de huir del yugo paralizador de la educación actual, a la que le conviene no dejaros alcanzar la madurez, con el fin de dominaros y explotaros a vosotros, que sois inmaduros. Y cuando pedís biografías, qiie no sean de esas que dicen: «Señor fulano de tal y su época», sino biografías en cuya portada tendría que estar inscrita esta leyenda: «Uno que luchó contra su épo ca». Saciad vuestras almas leyendo a Plutarco y, creyendo en sus héroes, atreveos a creer en vosotros mismos. Con un centenar de tales seres humanos educados de for ma no-modema, esto es, convertidos en maduros y habituados a lo heroico, ha de re ducirse ahora a eterno silencio toda la ruidosa pseudoformación de esta época. —
El sentido histórico, cuando opera sin freno y saca todas sus consecuencias, desarraiga el futuro, por cuanto destruye las ilusiones y despoja las cosas existentes de su única atmósfera en la que pueden vivir. La justicia histórica, incluso cuando es practicada realmente y en pura sensatez, es una virtud terrible porque siempre socava y arruina lo vivo: su juzgar es siempre un aniquilar. Si detrás del impulso histórico''^ no obra un impulso constructivo, si no se destruye y despeja para que un futuro ya palpitando en la esperanza levante su casa en el solar rescatado, si obra exclusivamen te la justicia, el instinto creador se debilita y se desanima. Una religión, por ejemplo, que deba de estar transpuesta en saber histórico bajo la actuación de la justicia pura, una religión que deba ser comprendida de un modo estrictamente científico, al final de este camino también queda aniquilada. La razón de ello está en que en la verifica ción histórica se pone en evidencia, cada vez, tanta falsedad, tanta rudeza, tanta inhu manidad, tanto absurdo y violencia que por fuerza se disipa el clima de ilusión lleno de piedad que es vital para cuanto quiera vivir: pero el ser humano sólo crea si está enamorado, si está envuelto en la ilusión del amor, esto es, sólo crea teniendo una fe incondicional en lo perfecto y justo. A todo aquel a quien se le obligue a renunciar al amor incondicional le están cortadas las raíces de su fuerza: está condenado a secar se, esto es, a volverse insincero. En lo que atañe a estos efectos el arte se opone a la historia: y sólo si la historia tolera ser transformada en obra de arte, es decir, si tolera ^tomarse en pura obra de arte, entonces quizá pueda preservar los instintos e incluso despertarlos. Pero una historiografía semejante estaría absolutamente reñida con la tendencia analítica y no-artística de nuestra época, más aún, sería sentida por ésta como una falsificación. Ahora bien, una historia que sólo destruye, sin que la guíe un íntimo impulso constructivo, termina por librar a sus instrumentos al hastío y al arti ficio: pues tales humanos destruyen ilusiones y «a aquel que destruye la ilusión en sí mismo y en otros la naturaleza lo castiga como el más severo tirano». Es verdad que durante un tiempo bastante prolongado uno puede ocuparse de la historia de un modo del todo candoroso y desenfadado, como si fuese una ocupación como otra cualquie ra; la teología reciente, señaladamente, parece haberse metido con la Historia por puro candor, y todavía a estas horas apenas se aviene a darse cuenta de que con esto es de presumir que muy a pesar suyo esté al servicio del écrasez voltairiano. Nadie debe suponer detrás de esto nuevos y vigorosos instintos constructivos, a menos que se tenga a la así llamada Sociedad Protestante por matriz de una nueva religión y acaC fr.F PI, 29 [51].
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SO al jurista Holtzendorf (editor de la aún muy afamada Biblia protestante"^, de cuyo . prólogo es asimismo autor) por Juan a la orilla del Jordán. Durante un tiempo contri-;. huirá acaso la filosofía hegeliana, que aún tiene trastornadas no pocas mentes viejas', : a difundir ese candor, por ejemplo, distinguiendo la «idea del cristianismo» de sus: múltiples e imperfectas «formas de manifestación» y persuadiéndose a creer que será; la «afición de la idea» el revelarse en formas cada vez más puras, por último como laforma ciertamente más pura, más transparente y apenas perceptible en el cerebro d el: actual theologiis libemlis vulgaris. Pero al oír a estos cristianismos más puros expre-: sándose acerca de los antiguos cristianismos impuros, el oyente no comprometido tiene con frecuencia la impresión de que en definitiva no se trate del cristianismo, sino de — bueno, ¿en qué hemos de pensar, si encontramos que el «más grande teó logo del siglo» define al cristianismo como la religión que permite «compenetrarse con todas las religiones existentes y algunas otras tan sólo posibles», y si la «verda dera Iglesia» debe ser aquella que «se toma en fluctuante masa donde no hay contor nos, en la que cada parte se encuentra ora aquí, ora allá, y todo se entremezcla pací ficamente»? — Repetimos, ¿en qué hemos de pensar? Lo que puede aprenderse en el caso del cristianismo, a saber, que bajo el efecto de un^ tiatamiento historizante se ha tomado pálido y artificioso hasta que un tratamiento del todo histórico, esto es, justo, lo disuelve en puro saber acerca del cristianismo y, así, lo aniquila, esto puede estudiarse en todo lo que tenga vida: cesa de vivir cuando se haya; consumado su vivisección y vive de una manera dolorosa y enfermiza cuando se empie ce a hacerlo objeto de los ejercicios de vivisección histórica. Hay personas que creen en una radical y refonnadora fiierza curativa de la música alemana entre los alemanes: compmeban con indignación y consideran como una injusticia cometida con lo más vivo de nuesti a cultura, que ya sobre hombres tales como Mozart y Beethoven se vuelque todo el bagaje emdito de lo biográfico y con el sistema de tortui*as de la critica histórica se les^ arranquen respuestas a mil preguntas importunas. ¿No se mata o, cuando menos, se pa raliza prematuramente lo que aún no está agotado en sus efectos palpitantes al enfocar la curiosidad ávida de novedades hacia incontables micrologías de la vida y de las obras y al buscar problemas gnoseológicos allí donde se debiera aprender a vivir y a olvidarse de todos los problemas? Imaginaos a unos cuantos de tales biógrafos modernos en la cuna del cristianismo o de la reforma luterana; su sobria y pragmática curiosidad ávida de no-í vedades hubiera bastado justamente para imposibilitar toda mágica actio in distans: del mismo modo que el animal más miserable puede impedir el surgimiento del más porten toso roble devorando la bellota. Todo lo vivo necesita una atmósfera en tomo a sí, un aura misteriosa; si se le quita esta envoltura, si se condena tal religión, tal arte, tal genio, a gi rar como astro sin atmósfera, no es de extrañar su rápido agostamiento, su petrificación y su esterilidad. Pasa así con todas las grandes cosas,
«que nunca se logran sin cierta ilusión», se^ún canta Hans Sachs en Los maestros cantores. Deutscher Protestaníenvereifíy sociedad fundada en 1863 en Frankfiirt que intentaba conciliar los principios morales del cristianismo con las ciencias y condiciones del mundo moderno. Franz von Holtzendorf (1829-1889), jurista conocido por su defensa de una profunda reforma del sistema penitenciario y defensor de la abolición de la pena de muerte. Cff. la crítica a esta sociedad de Overbeck, K.. Über die Christlichkeit imserer heiitigen Theologie, Leipzig, 1873, p. 65. Cff. FP I, 2 [13] y 2 8 [i].
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i- Pero incluso todo pueblo, y aun todo ser humano, que aspire a madurez tiene ne cesidad de tal ilusión que lo envuelva, de tal nube protectora y encubridora; sin em bargo, hoy día se odia la misma maduración, porque se antepone la historia a la vida. Hasta se adopta una actitud triunfante porque ahora «la ciencia empieza a dominar sobre la vida»: puede que se llegue a esto; pero lo cierto es que tal vida dominada no vale gran cosa, porque es mucha menos vida y garantiza mucha menos vida para el futuro que la antigua vida dominada, no por el saber, sino por instintos y poderosas imágenes ilusorias. Y bueno, al fin y al cabo, nuestra época, como queda dicho, no ha de ser una época de personalidades acabadas, maduras y armónicas, sino de trabajo en común y lo más útil posible. Lo cual quiere decir, en definitiva, que los seres hu manos deben ser encauzados hacia los fines de la época para que lo antes posible su men sus manos al esfuerzo común; deben trabajar en la fábrica de las utilidades ge nerales antes de llegar a la madurez, más aún, para que no lleguen a la madurez, porque se tiene entendido que ésta es im lujo que sustraería mucha fuerza al «merca do de trabajo». A ciertas aves se las ciega para que su canto sea más hermoso: no creo que el canto de los seres humanos de ahora sea más hermoso que el de sus abuelos, pero una cosa sí sé, que se los ciega a temprana edad. El medio, el medio maldito que se emplea para cegarlos es luz demasiado cruda, demasiado repentina y demasiado cambiante. La persona joven es arrastrada por todos los milenios: a adolescentes que no entienden de guerra, ni de acción diplomática, ni de política comercial, se los con sidera, sin embargo, dignos de ser introducidos en la Historia política. Pero del mis mo modo que el joven corre por la Historia, así nosotros los seres humanos modernos recorremos las galerías de arte y asistimos a conciertos. Se siente, sí, que esto suena de otro modo que aquello, que esto obra de otro modo que aquello: perder en crecien te medida este sentimiento de extrañeza, y no sorprenderse en exceso de nada, dejar que todo finalmente nos resbale — a esto se le llama el sentido histórico, la forma ción histórica. Dicho sin ambages ni florituras: la masa de lo que afluye es tan grande, lo desconcertante, bárbaro y violento penetra tan irresistiblemente, «acumulado en repugnantes pedazos», en el alma juvenil, que ésta sólo sabe salvarse refugiándose en un deliberado embotamiento. Allí donde en el fondo ha habido una conciencia más sutil y poderosa sobrevive acaso también otra sensación: el asco. La persona joven se ha convertido en un apátrida y llega a dudar de todas las costumbres y conceptos. Sabe entonces que en todas las épocas las cosas han sido distintas, que no importa que uno sea de tal o de tal otro modo. Sumido en melancólica insensibilidad asiste al desfile de las opiniones y comprende las palabras y el estado de ánimo de Hólderlin ante la obra de Diógenes Laercio sobre las vidas y doctrinas de los filósofos griegos: «También aquí he vuelto a tener la misma experiencia que ya había tenido en otras ocasiones, a saber, que lo pasajero y mudable de los pensamientos y sistemas huma nos casi se me ha antojado más trágico que los destinos que comúnmente se señalan como los únicos reales» No, tal historizar arrollador, aturdidor y violento no es ne cesario, ciertamente, para la juventud, como lo muestran los antiguos, y hasta es en extremo peligroso, como lo muestran los modernos. Repárese en el estado que ac tualmente presenta el estudiante de historia, heredero de una prematura palidez, evi denciada ya casi en plena adolescencia. Es dueño del «método» para el trabajo pro pio, del enfoque justo y del aire de superioridad al modo amanerado del maestro; un En el manuscrito añade: «a oponer a la objetividad de nuestra historia de la filosofía». Cfr. FP I, 29 [106] y 29 [107].
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pequeño capítulo totalmente aislado del pasado ha caído víctima de su sagacidad y del método aprendido; ya ha producido, más aún, empleando un término más preten cioso, ha «creado», ha llegado a ser, por la acción, servidor de la verdad y señor en el ámbito universal de la historia. Si ya de muchacho estaba «maduro», ahora está süpermaduro: a poco que se lo sacuda se desprende de él una lluvia de sabiduría; pero es sabiduría enmohecida y en cada fruto se aloja un gusano. Os aseguro que si los se res humanos han de trabajar en la fábrica científica y rendir antes de estar maduros, al poco tiempo la ciencia quedará tan arruinada como los esclavos consumidos antes de tiempo en esta fábrica. Lamento que ya sea necesario emplear la terminología de los traficantes en esclavos y de los patronos para caracterizar tales comportamientos, que debieran concebirse en sí al margen de toda consideración de conveniencia, sus^traídos al apremio de la vida: pero involuntariamente afloran a los labios las palabras «fábrica», «mercado de trabajo», «oferta», «rendimiento» —y toda la serie de verbos auxiliares del egoísmo— cuando se trata de describir a la más reciente generación de eruditos. La compacta mediocridad es cada vez más mediocre, la ciencia, én sentido económico, rinde cada vez más. En propiedad, los eruditos de novísimo cuño son sa bios en un solo punto, siéndolo en él, por cierto, más que todos los humanos del pa sado, en todos los demás puntos sólo son infinitamente distintos —^para expresarme de un modo cauteloso— de todos los eruditos de viejo cuño. No obstante, reivindican para sí honores y privilegios, como si el Estado y la opinión pública tuviesen la obli gación de asignar a las nuevas monedas el mismo valor que a las antiguas. Los jorna leros han llevado a cabo entre sí un convenio de trabajo y decretado que el genio está de más, en virtud de que cada jornalero ha sido clasificado como si friese un genio: probablemente la posteridad, al examinar sus obras, notará que son el resultado del común esfuerzo, el resultado, no de constructores, sino de jornaleros. A los que lan zan incansablemente el moderno grito de guerra y de sacrificio: «¡División del traba jo! ¡Coordinación!», alguna vez se les ha de decir a las claras que si se empeñan en promover la ciencia lo más rápido posible, también la aniquilarán lo más rápido po sible, del mismo modo que sucumbe la gallina artificialmente obligada a poner hue vos con excesiva rapidez. Es verdad que en estos últimos decenios la ciencia ha sido promovida con asombrosa rapidez: mas hay que mirar también a los eruditos, las ago tadas gallinas. No son, por supuesto, naturalezas «armónicas»: sólo saben cacarear más que nunca porque ponen más huevos que nunca: claro que los huevos son cada vez más pequeños (aunque los libros son cada vez más gruesos). El resultado último y natural de todo esto es la universalmente estimada «popularización» (amén dé «fe minización» e «infantilización») de la ciencia, esto es, la dichosa práctica de adaptar el traje de la ciencia al cuerpo del «público heterogéneo»: dedicándonos aquí a utili zar también la jerga de los sastres para una actividad de sastres. Goethe consideraba esto como un abuso y pedía que las ciencias obraran únicamente a través de una praxis elevada sobre el mundo exterior^®. Las generaciones de eruditos de antaño te nían sus buenas razones para creer que tal abuso era cosa grave y molesta: los erudir «En el fondo, (las ciencias) sólo despiertan interés en un mundo muy concreto: el científico; pues el hecho de que se llame a participar en ellas al resto del mundo y se lo tenga al corriente, como ocurre en los últimos tiempos, es un abuso y acarrea más perjuicios que ventajas... Sólo mediante una aplicación de orden superior podrían incidir las ciencias en el mundo exterior; pues, a decir ver dad, son todas esotéricas y sólo pueden volverse exotéricas perfeccionando algún tipo de actividad. Cualquier otra participación no llevaría a ninguna parte». Goethe, J. W., Máximas y reflexiones, ed. cit., afs. 693 y 694, p. 167.
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tos: de hogaño, por su parte, tienen sus buenas razones para cometerlo sin mayores inconvenientes, porque ellos mismos, abstracción hecha de un minúsculo círculo del saber, son un público muy heterogéneo y llevan en ellos las necesidades.de tal públi co. En cuanto se instalan confortablemente logran abrir el reducido campo de sus es tudios a esa heterogénea y popular necesidad y curiosidad ávida de novedades. Para este confortable acto se pretende luego el nombre de «modesta condescendencia del erudito hacia su pueblo»: cuando en realidad el erudito ha descendido a sí mismo en cuanto es vulgo y no un erudito. Ahondad en el concepto de «pueblo»: nunca lo po dréis pensar lo bastante noble y elevado^'. Si tuvieseis un concepto elevado del pue blo, también seríais compasivos con él y os cuidaríais muy mucho de ofrecerle vues tra agua fuerte histórica como bebida vitalizadora y refrescante. En el fondo, lo estimáis en poco, porque no os es dado apreciar su ñituro de un modo verdadero y sólidamente fundado, y procedéis como pesimistas prácticos, es decir, como seres humanos que vislumbran un ocaso y, así, se vuelven indiferentes y llegan a desenten derse del bien ajeno y aun del suyo propio. ¡Con tal de que la tierra nos sostenga a nosoírosl Y si ya no nos sostiene, lo mismo nos da — así sienten y llevan una exis tencia irónica.
8 Puede acaso parecer desconcertante, pero no contradictorio, el que yo a la época que en forma tan vocinglera y arrogante suele entregarse a la más desenfadada exul tación por su formación histórica le atribuya, no obstante, una especie de conciencia irónica de sí misma, como un atisbo concomitante de que en el fondo no hay motivo para exultarse, un temor de que tal vez acabe pronto toda la algazara del conocimien to histórico. Un enigma parecido nos lo ha planteado Goethe con respecto a ciertas personalidades por su caracterización singular de Newton: encuentra en el fondo (o más propiamente: en las alturas) de su ser «un vago vislumbre de su error», diríase como expresión por momentos perceptible de la sentencia de una conciencia superior que ha alcanzado una cierta visión irónica de su forzoso e íntimo modo de ser. Así, precisamente en los seres humanos históricos de más grande y elevada talla se en cuentra la conciencia, que con frecuencia asume la forma atenuada de escepticismo general, de que es un despropósito y una superstición muy enormes creer que la edu cación de un pueblo ha de ser tan predominantemente histórica como hoy en día lo es; puesto que justamente los pueblos más pletóricos de fuerzas en acciones y obras han vivido de otro modo y educado a su juventud de una manera distinta^^ Pero a nosoEn el manuscrito sigue: «Nuestro gran público, en cambio, difícilmente podrá hacerse una idea menos vulgan>. «Lo histórico en la educación. El hombre joven es ftistigado a través de todos los siglos, algo que no sucedió entre los griegos y los romanos. Además, ¡la historia política para los jóvenes! ¡Ellos no pueden comprender nada de una guerra, nada de una acción de Estado, de una acción política, de cuestiones de poder, etc.! ¡Así el hombre moderno atraviesa las galerías de arte, así oye los concier tos! Él siente que esto suena de una manera distinta que aquello, y lo llama luego «juicio histórico». — La masa es tan grande, que el embotamiento debe ser la consecuencia. A esto se añade un exceso dé terror y de barbarie y, donde existe una conciencia más fina, el sentimiento debe ser uno: la náu sea. Además el hombre joven se aleja de su patria y aprende a dudar de todas las costumbres y con ceptos. En cada época ha sido distinto: «no importa cómo eres tú». Según el ■q^oc; el hombre se li berará ahora en relación al mal y al bien (es decir, en relación a lo grande). «Seguid vuestro camino
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tros que somos los menguados vástagos tardíos de linajes antaño poderosos y exúbcT: rantes nos conviene ese despropósito y esa superstición — así reza la escéptica obje ción, — a nosotros, a quienes se refiere la profecía de Hesíodo en el sentido de qüe un día los seres humanos nacerían con los cabellos inmediatamente canos y que Zeus, destruiría este linaje en cuanto se manifestara ese signo^^. La formación histórica también es, en efecto, una especie de canosidad congénita y los que desde niños llcr van este signo por supuesto llegan instintivamente a creer en la vejez dé la huntanidad: pero a la vejez le corresponde ahora una ocupación senil, a saber, mirar hacia atrás, hacer la suma, cerrar la cuenta, buscar consuelo en lo pasado por medio de los recuerdos, en una palabra, formación histórica. Pero el género humano es tenaz y de^; nodado y no quiere que sus pasos se consideren en términos de milenios, ni apenas de centenares de miles de años, hacia delante y hacia atrás, es decir, en su conjunto no quiere ser considerado en modo alguno por el punto atómico infinitamente peque ño que es el ser humano individual. ¡Qué significan unos cuantos milenios (o dicho en otros términos, el intervalo de treinta y cuatro vidas humanas consecutivas de selsenta años de duración cada una) como para hablar respecto de los principios de tailapso aún de «juventud» y con referencia a su final ya de «vejez de la humanidad»^'*! ¿No comporta esta creencia paralizadora en una humanidad ya decadente un malen tendido acerca de una representación cristiano-teológica legada por la Edad Media, la idea de que está próximo el fin del mundo, del juicio final esperado con sobrecogido terror? ¿Se disfraza acaso esa representación en virtud de la intensificada necesidad histórica de erigirse en juez, como si nuestra época, la última de las posibles, estuvier se ella misma autorizada para efectuar tal juicio final sobre todo lo pasado, juicio que el credo cristiano no espera en modo alguno del hombre, pero sí del «hijo del hom bre»? Antes, este memento morí (recuerda que has de morir) gritado a la humanidad y al individuo era una espina siempre clavada en la carne y, en cierto modo, la cúspi de del saber y la conciencia medievales. La consigna opuesta de los tiempos moder nos: memento vivere (recuerda que has de vivir), sinceramente, suena hoy por hoy bastante tímida y cohibida, dijérase con dejos de hipocresía^^ Pues la humanidad está todavía firmemente establecida en el memento morí, y lo evidencia por su necesidad libre, pero peligrosamente, sin guías». De una manera más afortunada el sentido de la juventud es la mayoría de las veces tan obtuso, que esencialmente no da resultados, a parte de un oscuro aturdi miento; falta una fuerte fantasía y, además, las masas que afluyen son demasiado poderosas, todo queda sumergido. Una tal cantidad de historia no es necesaria para nadie, como demuestran los an tiguos, más aún, es en alto grado peligrosa, tal y como lo demuestran los modernos. ¡Ahora el estu diante de historia! Él ha investigado un capitulillo totalmente aislado del pasado: ahora es él un ser vidor de la ciencia, de la verdad, ahora toda modestia ha desaparecido, ¡está preparado! La presunción erudita es un obstáculo para la educación superior. Considero a los jóvenes doctores en historia como hombres que desde el punto de vista de la cultura no saben contar hasta tres y la mayoría tam poco lo hará nunca: pues ¡son ya «productivos»! ¡Dios mío!». FP I, 29 [56]. Hesíodo, L o s tr a b a jo s y lo s d ía s , V, v. 181. «Contra el paralelismo entre la historia y la ju v e n tu d , la m a d u r e z y la v e je z : ¡tampoco se en cuentra en ella la huella de la verdad! Cinco mil o seis mil años no significan nada, y ante todo no hay unidad, porque siempre vuelven a aparecer nuevos pueblos y desaparecen los viejos en un letar go invernal. Pero en última instancia no se trata ni mucho menos de pueblos, sino de hombres, la n a c io n a lid a d es la mayoría de las veces sólo la c o n s e c u e n c ia de rígidas normativas de gobierno, es decir, de un tipo de disciplina impuesta por la violencia generalizada y la represión, además de la obligación de casarse y de hablar y de vivir juntos». FP I, 29 [48]. En el manuscrito sigue: «como si un paralítico sentado moviese su pierna para mostrar cómo puede correr rápido. Así está la humanidad asentada sobre el m e m e n to m o r i» .
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histórica universal: el saber, por más que batiera las alas poderosamente, no ha podi do ganar los ámbitos libres, ha quedado un sentimiento de profundo desaliento, de ausencia de esperanzas, asumiendo ese matiz histórico que ahora comunica a toda educación y formación superiores un melancólico tono gris. Una religión que, de to das las horas de la vida humana, tiene a la postrera por la más importante, que predi ce el fin de toda vida terrena y condena a todos los vivos a vivir en el quinto acto de lá tragedia, ciertamente estimula las fuerzas más profundas y nobles, pero es hostil a toda innovación, a toda tentativa audaz, a todo aunhelo libre, se opone a todo vuelo rumbo a lo desconocido porque allí no sabe de amor ni de esperanza: sólo contra su voluntad se deja imponer lo que deviene, para desecharlo o inmolarlo a tiempo como algo que seduce a la existencia, como algo que miente acerca del valor de la existen cia. Lo que hicieron los florentinos al organizar, bajo la impresión de las exhortacio nes a penitencia de Savonarola, aquellas famosas quemas de cuadros, manuscritos, espejos y caretas, lo quisiera hacer el cristianismo con toda cultura que incite a seguir teniendo aspiraciones y ostente como divisa ese memento vivere; y cuando no puede hacerlo derechamente, sin rodeos, esto es, por prepotencia, logra su objetivo aliándo se con la formación histórica, en general sin que ésta se dé cuenta siquiera, repudian do entonces a través de ella, despreciativamente, todo lo que deviene, y extendiendo sobre ello el sentimiento de lo excesivamente tardío y epigónico; en una palabra, el sentimiento de la canosidad congénita. La consideración áspera y profundamente se ria del sinvalor de todo acontecer, de la proximidad en que el mundo se halla del jui cio final, se ha evaporado en la conciencia escéptica de que de todos modos conviene conocer todo lo pasado porque es demasiado tarde para hacer nada mejor. De esta forma el sentido histórico vuelve pasivos y retrospectivos a sus adeptos; y, casi, tan sólo por un momentáneo olvido, en una intermitencia de ese sentido, el enfermo de fiebre histórica se vuelve activo, aplicándose enseguida, apenas ha actuado, a disecar su acción, a impedir por la consideración analítica todo efecto ulterior de la misma y dejarla, por último, reducida a «historia». En este sentido vivimos todavía en la Edad Media y la historia es todavía teología encubierta: del mismo modo que la reverencia con la que el profano ajeno a la ciencia trata a la casta científica es una reverencia lega da por el clero^^. Lo que antes se daba a la Iglesia se da ahora, aunque de manera más reducida, a la ciencia: lo que se da es, pues, un resultado que ha sido producido ante riormente por la Iglesia, pero no originariamente por el espíritu moderno, el cual, además de sus otras buenas cualidades, se caracteriza notoriamente por cierta tacañe ría y es un chapucero en cuanto a la virtud aristocrática de la generosidad. Quizá no agrade esta observación, quizá se la acoja con el mismo desagrado que aquello de derivar el exceso de historia del medieval memento morí (recuerda que has de morir) y del desesperado desahucio que el cristianismo conlleva frente a to dos los tiempos venideros de existencia terrenal. Pues bien, invito a reemplazar esta explicación, que yo mismo doy en forma dubitativa, por otras mejores; pues el ori«El estamento científico es una especie de clero y desprecia a los profanos; es la herencia del clero espiritual, sin esta veneración heredada nuestra época difícilmente cultivaría tanto las ciencias. Lo que antes se daba a la iglesia, se da hoy, aunque de una manera más escasa, a la ciencia: pero el hecho de que se dé algo se debe al poder que tenia la Iglesia en otro tiempo, cuya influencia se deja sentir todavía hoy en el clero científico. Y precisamente la dedicación a la historia se convierte cada vez más en una teología encubierta, como teoría de la acción de Dios o de la razón. Si la masa llega se a comprender que la historia no es una ciencia sino una mezcla confusa, entonces nadie se intere saría por ella». F P 1 ,29 [46].
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gen de la formación histórica —y de su intrínseca oposición radical al espíritu de una «nueva era», de una «conciencia moderna»— , este origen, a su vez, ha ¿/e ser conocido históricamente, la historia ha í/e resolver ella misma el problema de la historia, el saber ha de volver su aguijón contra sí mismo; esta triple obligación es el imperativo del espíritu de la «nueva era», si es que en ella hay realmente algo nuevo, potente, original y vitalizados ¿O será cierto que los alemanes —^para dejar de lado a los pueblos románicos— en todos los asuntos superiores de la cultura te nemos que ser siempre «epígonos», por no ser capaces de ser más que esto? Cues tión grave que Wilhelm Wackemagel ha formulado como sigue: «Los alemanes somos irremediablemente un pueblo de epígonos, con todo nuestro saber superior y aun con nuestra fe siempre somos simples sucesores del mundo antiguo; incluso aquellos que hostilmente se resisten, se nutren sin cesar del espíritu inmortal de la formación de la Antigüedad clásica además del espíritu del cristianismo y, supo niendo que uno lograra eliminar estos dos elementos de la atmósfera vital que en vuelve al ser humano interior, no quedaría mucho para la subsistencia.de una vida espiritual»^^. Pero aunque nos conformásemos con ser los epígonos de la Antigüe dad, aunque nos decidiésemos a dar a esta situación un sentido decididamente gra ve y grande y tomásemos este sentido como nuestro privilegio único y eminente — tendríamos que preguntar, no obstante, si nuestro destino ha de ser para toda la eternidad ser discípulos de la Antigüedad decadente: un día acaso nos sea permiti do fijamos una meta gradualmente más elevada y lejana, un día deberíamos poder atribuirnos el mérito de haber reproducido en nosotros el espíritu de la cultura ale jandrino-romana — también por obra de nuestra historia universal — en forma tan fecunda y grandiosa que, como premio supremo, nos fuera permitido ponernos la tarea aún más formidable de proyectamos más atrás de ese mundo alejandrino y buscar nuestros paradigmas con valerosa mirada en el mundo primordial de la An tigüedad griega, el mundo de lo grande, natural y humano. Pero allí encontraremos también la realidad de una formación esencialmente ahistórica y de una forma ción, no obstante, o, mejor dicho, por ello mismo, inefablemente rica y pletórica: Aunque los alemanes no fuéramos más que epígonos — considerando una forma ción semejante como la herencia a recoger, no podríamos ser nada más grande y portentoso que precisamente epígonos. Con lo que antecede sólo nos proponemos decir que hasta la idea, a menudo pe nosa, de ser epígonos, pensada como una idea grande, puede garantizar grandes efec tos y sostener un esperanzado anhelo de futuro tanto para el individuo como para el pueblo: ello si nos sentimos herederos y epígonos de poderes clásicos y prodigiosos y vemos en ello nuestro honor y nuestro acicate. Es decir, en la medida en que no nos sintamos menguados y anémicos vástagos tardíos de linajes más vigorosos que como anticuarios y sepultureros de dichos linajes arrastran una existencia precaria..Tales vástagos tardíos, por cierto, viven xma existencia irónica: el aniquilamiento les pisa los talones conforme recorren cojeando el camino de su vida; retroceden ante ella, horrorizados, cuando gozan con lo pasado, pues son memorias vivientes y, sin embárgo, su rememoración, en ausencia de herederos, es absurda. Así pues, los abruma la tétrica vislumbre de que su vida sea una injusticia, puesto que ninguna vida venidera podrá darle justificación. Cfr. Wackemagel, W , «Abhandlungen zur deutschen Literaturgeschichte», en Kleine Schriften, Moritz Heyne (ed.), Leipzig, 1871, vol. II. En BN.
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: Si nos imagináramos que tales anticuarios vástagos tardíos truecan de pronto esa resignación mitad irónica, mitad doliente, por la insolencia; si nos imaginamos que a yoz en cuello proclaman: «El linaje está en el cénit, pues sólo ahora se sabe a sí mis mo y se ha revelado a sí propio», — entonces tendremos un espectáculo que viene a ser una metáfora que nos descifra la significación enigmática de determinada filoso fía muy famosa para la formación alemana. Yo creo que en el siglo en curso no ha habido ninguna fluctuación o vuelco peligroso de la formación alemana cuya peli grosidad no se haya acentuado a raíz del influjo tremendo y todavía incesante de esta filosofía, la hegeliana^®. En verdad, la creencia de ser un vástago tardío de los tiempos paraliza e inhibe: pero ha de mostrarse terrible y destructivo que tal creencia llegue de pronto, en una inversión audaz, a exaltar a este vástago tardío como el verdadero sentido y fin de todo lo acontecido anteriormente y que su miseria consciente se pre sente como culminación de la Historia universal. Semejante modo de considerar las cosas ha acostumbrado a los alemanes a hablar del «proceso del universo» y a justi ficar su propia época señalándola como el resultado necesario de este proceso univer sal; semejante modo de considerar las cosas ha proclamado la soberanía exclusiva de la Historia, no la de las otras potencias espirituales, el arte y la religión, en tanto que «el concepto que se realiza a sí mismo», «la dialéctica de los espíritus de los pueblos» y el «juicio universal». ^A esa Historia entendida hegelianamente se la ha llamado, en son de burla, el desenvolvimiento de Dios sobre la tierra, un Dios, sin embargo, que por su parte tan sólo ha sido fabricado por la Historia. Este Dios se ha hecho a sí mismo transparente e inteligible dentro de las seseras hegelianas y ya lleva escalados todos los peldaños dia lécticamente posibles de su devenir, siendo el más alto esa autorrevelación: de modo que para Hegel el punto culminante y el punto final del proceso del universo coincidían en su propia existencia berlinesa^^ Mirándolo bien, Hegel hasta tendría que haber dicho que todas las cosas posteriores a él habrían de valorarse como una mera coda musical del rondó histórico universal [weltgeschichtlich], más propiamente, como una super fluidad. No decía esto; en cambio, ha inculcado en las generaciones imbuidas de su modo de pensar esa admiración por el «poder de la Historia» que, de hecho, se trueca a cada instante en admiración descarada por el éxito y lleva al fetichismo del hecho con sumado: fetichismo para el cual se ha introducido ahora por doquier esta consigna muy mitológica^® y auténticamente alemana, por añadidura, a saber, «Amoldarse a los he chos» [Thatsachen]. Pero quien ha aprendido a doblar la espalda y a agachar la cabeza ante eloder de la Historia» termina por asentir con la cabeza, en un gesto maquinalchiñesco, ante cualquier poder, ya sea un gobierno o una opinión pública, o bien una iriayoría numérica, moviendo sus miembros exactamente al compás de cualquierque tira del hilo. Si todo éxito conlleva una necesidad racional, si todo suceso sig nifica el triunfo de lo lógico o de la «idea» — entonces ¡a ponerse de rodillas y recorrer arrodillado toda la escala de los «éxitos»! ¿Ya no hay más mitologías dominantes? ¿Es tán las religiones en trance de extinguirse? ¡Pues mirad la religión del poder histórico y fijaos en los sacerdotes de la mitología de la idea y sus rodillas desolladas! ¿No se han plegado incluso todas las virtudes a este nuevo credo? ¿Acaso no es abnegación la acPara la crítica de Nietzsche a Hegel, cfr. FP I, 29 [51], 29 [53], 29 [64], y sobre todo 29 [72], 29.[73J y 29 [74]. ¡vi C ff.F P l,2 9 [5 1 ]. En el manuscrito «muy poco mitológica».
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titud del ser humano histórico de dejarse reducir a espejo objetivo? ¿Por ventura rio es' generosidad eso de renunciar a todo poder en el cielo y sobre la tierra, adorando en todo: poder el poder en sí? ¿No es justicia el sostener siempre en las manos la balanza de los poderes y fijarse bien cuál de ellos se manifiesta como el más fuerte y de más peso? ¡Y. qué escuela de la decencia es tal consideración de la Historia! Tomarlo todo objetiva mente, no indignarse por nada, no amar nada, comprenderlo todo, ¡hay que ver cómo esto vuelve suaves y dúctiles a las personas!: y cuando uno que se ha formado en está escuela llega efectivamente a encolerizarse e indignarse en público, se lo mira compla cido, pues se sabe que él lo entiende tan sólo artísticamente, que eso es ira y studiwiv, pero en un todo sine ira et stiidio (sin ira ni parcialidad)^'. ^' ¡Qué ideas tan anticuadas sostengo yo de corazón frente a tal complejo de mitología y virtud! Pero, aquí van, aunque se ría la gente. Yo diría, pues, que la Historia recalca siempre: «he aquí lo que pasó»; la moral: «no debéis» o «no debisteis». Así pues, la Historia se convierte en compendio de la inmoralidad efectiva. ¡Qué craso error come tería el que considerase la Historia, al mismo tiempo, como si ella fuese juez de está inmoralidad efectiva! Ofende, por ejemplo, a la moral el hecho de que Rafael tuviera que morir a los treinta y seis años de edad: un ser semejante no debiera morir. Si os pro ponéis venir en ayuda de la Historia como apologistas del hecho consumado, diréis: Rafael expresó todo lo que había en él; con una vida más larga hubiera podido crear lo bello tan sólo como belleza idéntica, no como una belleza nueva, etc. Sois, así, los abo gados del diablo, porque hacéis del éxito, del factiim, vuestro ídolo: siendo así que el factiim es siempre estúpido y en todos los tiempos se ha parecido, más que a un dios, a un becerro. En cuanto apologistas de la Historia os susurra, por otra parte, la ignorancia, pues sólo porque no sabéis lo que es una natura naturans como es Rafael no os impor ta mayormente que fue y ya no será nunca más. A propósito de Goethe alguien ha pre tendido últimamente aleccionamos que llegó agotado al término de sus ochenta y dos años, sin embargo, yo aceptaría complacido unos cuantos años del Goethe «agotado».a cambio de cargamentos enteros de vidas frescas y ulframodemas para tener aún parti cipación en conversaciones como las que Goethe sostuvo con Eckermaim y librarme déeste modo de todas las lecciones actuales de parte de los legionarios del momento. ¡Cuán pocos tienen derecho a vivir y seguir vivos frente a semejantes muertos! Que vive el montón y ya no viven esos pocos es simplemente una verdad brutal, esto es, una estupidez irreparable, un torpe «así es» frente a la moral del «así no debiera sen>. ¡Sí, frente a la moral! Pues sea cual fuere la virtud de que se habla, la justicia, la generosi dad, la valentía, la sabiduría y la compasión del ser humano — siempre éste es virtuoso en tanto que se subleva contra ese poder ciego de los hechos \facta], contra la tiranía de lo fáctico, y se somete a leyes que no son las que rigen esas fluctuaciones de la Historia. Siempre nada contra la corriente histórica [geschichtlich], ya sea combatiendo sus pro pias pasiones como el más inmediato hecho [Thatsáchlichkeit] estúpido de su existen cia, ya sea obligándose a ser sincero, en tanto la mentira teje a su alrededor sus relucien tes redes. Si la Historia no fuese más que «el sistema universal de pasión y eiroD>, el ser «Tomar todo “objetivamente”, no enojarse por nada, no amar nada, “comprender” todo — a eso se llama ahora “sentido histórico”. A los gobiernos les gusta tanto favorecer un tal sentido, como han favorecido la hegelienaría; pues los hace dóciles y flexibles. Pero es ante todo la prensa entera la que se ha educado en ese espíritu: sólo se enoja y se enfada uno todavía “artísticamente”, por lo demás “es indiferente” y “comprende” todo: toiit comprendre c ’est toiitpardonner: pero no se “per dona”, se justifica todo. Incluso sin estar vinculado a nada, el periodista histórico niega todos los vínculos: los acepta solamente en un sentido utilitario». FP, vol I, 29 [57].
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humano tendría que leerla tal como Goethe aconsejó leer el Werther, como si grítase: <<¡Sé un hombre y no me sigas!»“ . Por fortuna también perpetúa el recuerdo de los grándes luchadores contra la Historia, esto es, contra el poder ciego de lo efectivo y se ;expone a sí misma a la vergüenza al destacar como naturalezas históricas por excelencia precisamente a los que no se preocupan por el «Así es», sino que con un orgullo sereno siguen un «Así debe ser»^^ Lo que sin cesar los impulsa hacia adelante no es el afán de sepultar su linaje, sino el de fundar un nuevo linaje, y aunque hayan nacido tardíos, hay un modo de vivir que hace olvidar esto; — las generaciones venideras no los conocerán sino como primerizos.
: ¿Será nuestro tiempo tal primerizo? — En efecto, la vehemencia de su sentido his tórico es tan grande y se manifiesta en forma tan universal y sencillamente ilimitada que, por lo menos en este punto, los tiempos venideros ensalzarán su carácter primerizo si es que hay tiempos venideros en el sentido de la cultura. Pero precisamente en este respecto subsiste una grave duda. Junto al orgullo del ser humano moderno está su iro nía sobre sí mismo, su conciencia de que le toca vivir en un estado de ánimo historícista y, como si dijéramos, vespertino, su temor de que no pueda preservar para el futuro absolutamente nada de las esperanzas y fuerzas de su juventud. Aquí y allá se va aún más lejos llegando hasta el cmwwio, justificando la marcha de la Historia, y aun de toda la evolución del mundo para el estricto uso del ser humano moderno, de acuerdo con el canon cínico: todo tuvo que ocurrir tal como ahora suceden las cosas, el ser humano tuvo que llegar a ser tal como ahora son los humanos, nadie debe sublevarse contra esta marcha inexorable. En el bienestar de tal cinismo se refugia quien no puede aguantar en la ironía; por lo demás, este último decenio le ofrece de regalo una invención de las más hermosas, una frase redonda y plena para la formulación de ese cinismo: define su for ma de vivir actual y por completo desenfadada como «la entrega total de la personali dad al proceso del universo» ¡La personalidad y el proceso del universo! ¡El proceso del universo y la personalidad del pulgón! ¡Pero habremos de estar condenados a oír eternamente la hipérbole de todas las hipérboles: la palabra universo, universo, univer so, cuando todo el mundo, sinceramente, debiera hablar del ser humano, del ser huma no y nada más que del ser humano! ¿Herederos de los griegos y los romanos?, ¿del cristianismo? Todo esto parece no tener importancia alguna para los cínicos; pero ¡he rederos del proceso del universo!, ¡cúspide y meta del proceso del universo!, ¡sentido y clave de todos los enigmas del devenir, expresados en el ser humano moderno, el fruto más maduro del árbol de la ciencia! — a esto lo llamo yo un sentimiento pletórico de orgullo; he aquí el rasgo distintivo de los primerizos de todos los tiempos, aunque sean los últimos. Nunca antes, ni aun en sueños, voló tan lejos la consideración de la Histo ria; pues ahora resulta que la Historia de la humanidad no es sino la continuación de la Historia de los animales y las plantas; aim en las más recónditas profundidades del mar « Cfr. FW. af. 99. En el manuscrito sigue: «En este sentido, la historia es un monstruo que se contradice, que se devora y se autoelimina; es la enseñanza de cada instante, que existe sólo para matar a un instante precedente». Hartmann, E. von, Philosophie des Unbevussten, 4."* ed., Berlín, 1872, p. 748. En BN.
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encuentra el campeón de lo histórico-universal los vestigios de sí mismo, como mucílago viviente; maravillada del camino tremendo que ya lleva recorrido el ser humano, se pasma la mirada ante esa maravilla aún más prodigiosa c^ue es el ser humano moder no mismo que tiene la capacidad de abarca este camino. El se yergue orgulloso en el vértice de la pirámide del proceso del universo, y mientras coloca en la cima la última piedra de su conocimiento parece gritarle a la naturaleza que le está escuchando a su vera: «Hemos llegado a la meta, nosotros somos la meta, somos la culminación de la naturaleza». ¡Estás trastornado, soberbio europeo del siglo xix! Tu saber, lejos de consmnar la naturaleza, mata la tuya propia. Mide, aunque sólo sea por una vez, el alto nivel de tu saber por el bajo nivel de tu poder. Claro que trepando por los rayos de sol del saber subes al cielo, pero también bajas por ellos al caos. Tu modo de caminar, esto es, de trepar como sapiente, es tu fatalidad; el suelo retrocede ante ti hacia lo incierto; para tu vida ya no hay soportes, sino tan sólo telarañas que desgarra cada nuevo agarre de tu conocimiento. — Pero ni una sola palabra seria más sobre el particular, porque es posible que digamos una jocosidad. El frenético y desenfadado prurito de despedazar y descomponer todos los fun damentos, de disolverlos en un devenir siempre fluido y diluido, el infatigable, em peño de deshilachar e historizar todo lo devenido que tiene el ser humano moderno, la gran araña crucera agazapada en el nudo de la tela cósmica — que se ocupen y preocupen de esto los moralistas, los artistas, los piadosos, acaso también los esta distas; a nosotros esto nos ha de alegrar hoy, viéndolo todo reflejado en el relucien te espejo mágico de un parodista filosófico, en cuya cabeza la época ha cobrado irónica conciencia de sí misma, evidentemente «hasta la infamia» (hablando a lo Goethe). Hegel nos ha enseñado que «cuando el espíritu da un salto, los filósofos también estamos allí participando»®^: nuestra época dio un salto hacia la autoironía, y he aquí que también participó en él E. von Hartmann y escribió su famosa filoso fía de lo inconsciente — o, más exactamente— , su filosofía de la ironía inconscien te. Pocas veces hemos leído invención más graciosa y picardía más filosófica que las de Hartmann; quien por él no es ilustrado y aim interiormente iluminado sobre el devenir está en verdad a punto para el haber-sido. Principio y meta del proceso del universo, desde el primer pasmo de la conciencia hasta el ser rechazados hacia la nada, además de la tarea exactamente determinada de nuestra generación -con respecto al proceso del universo, todo ello expuesto en base a la tan ingeniosamen te inventada fuente de inspiración, lo inconsciente, y aureolada de luz apocalíptica, todo ello imitado en forma tan fiel y con una seriedad tan formal como si se tratase de una genuina filosofía seria, y no de una simple broma filosófica: conjunto semejante destaca a su creador como uno los más grandes parodistas filosóficos ú t todos los tiempos: ofrendemos, pues, en su altar, rindamos culto a este inventor:de una verdadera panacea ofrendando un rizo — para hacer nuestra la forma mediante la cual Schleiermacher expresaba su admiración. Pues, ¿qué medicina será más eficaz para combatir el exceso de formación histórica que la parodia hartmanniana de toda historia universal? Para expresar secamente lo que Hartmann nos manifiesta desde el trípode envuel to en vaho de la ironía inconsciente, habría que decir que nos declara que nuestra época debe ser justamente tal como es, si lá humanidad ha de llegar a cansarse en yerC ff.FPI, 29 [72].
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dad de esta existencia; tesis a la cual asentimos sin reservas^^. Esta pavorosa osifica ción de la época, ese inquieto tableteo de huesos —que David Strauss nos ha descrito ingenuamente como hermosísima realidad [Thátsáchlichkeit]— lo justifica Hartmann no sólo desde atrás, ex causis efficientibus (según las causas eficientes), sino incluso desde delante, ex causa Jínali (según las causas finales); desde el día del Jui cio final proyecta este picarón la luz sobre nuestra época, y entonces resulta que esta época es muy buena, a saber, para aquel que quiera sufrir en lo posible de indigestión dé la vida y no pueda ansiar con bastante celeridad el advenimiento de ese día final. Por cierto que Hartmann a la edad a la que se aproxima ahora la humanidad la llama la «edad viril»; no obstante, de su descripción se desprende que la concibe como el estado venturoso en que ya no hay más que «compacta mediocridad» y el arte es lo que «para el corredor de bolsa berlinés es acaso, a la noche, el sainete»^^, en que «el genio ya no es una necesidad de la época, porque significaría echar perlas a los cer dos, o también porque la época ha pasado de la etapa a la que le correspondían genios a otra más importante», a esa etapa de la evolución social en que todo trabajador, «con una jomada de trabajo que le deja los ocios suficientes para su completa forma ción intelectual, lleva una existencia confortable». Grandísimo picarón, expresas el anhelo de la humanidad actual: pero sabes también qué fantasma se presentará al fi nal de esta edad viril de la humanidad, como resultado de esa completa formación intelectual orientada hacia la compacta mediocridad — el asco. £1 presente es clara mente deplorable, pero el futuro será aún mucho más deplorable, «a todas luces el Anticristo cada vez gana más terreno» — pero ha de ser así, las cosas han de evolu cionar en este sentido, pues con todo esto estamos perfectamente bien encaminados — al asco de todo lo existente. «Así que ¡a progresar sin desmayos dentro del proce so del universo como trabajadores en la viña del señor, pues únicamente el proceso puede conducir a la redención! »^®. ¡La viña del señor! ¡El proceso! ¡A la redención! ¡Quién no ve y oye en esto la formación histórica que no conoce más que la palabra «devenir», deliberadamente disfrazada de monstruo paródico, y decir, a través de la máscara grotesca, las cosas más traviesas a propósito de sí misma! Pues este más reciente llamamiento picaresco dirigido a los trabajadores de la viña, ¿qué.pide, en definitiva, a estos trabajadores? ¿En qué trabajo deben progresar sin desmayos? O para plantear la cuestión en otros términos: ¿qué le queda por hacer al ser humano históricamente formado, al moderno fanático del proceso que ha nadado y se ha ahogado en la corriente del devenir, para cosechar un día ese asco, la uva deliciosa de aquella viña? — No tiene más que seguir viviendo como hasta ahora, continuar amando lo que ha venido amando y odiando lo que ha venido odiando y leyendo los diarios que hasta ahora ha venido leyendo, para él no hay más que un pecado — vivir de otro modo que hasta ahora. Y cómo ha vivi do hasta ahora nos lo dice con excesiva precisión lapidaría esa célebre página impreCfr. FP I, 29 [59]. Cfr. FP 1,29 [51]. .. «Todos hablan sin parar del espíritu del pueblo, del inconsciente, de las ideas en la historia, etc., pero no da resultado para el presente. Parece que sólo tiene valor lo que surge inconscientemen te del manantial más proftindo del espíritu del pueblo, y prácticamente se imita todo del modo más consciente posible y, desgraciadamente, del modo más torpe posible: el parlamentarismo inglés, las modas francesas y la moral de tendero inglesa, y fraseologías progresistas francesas, más aún, inten cionales, y además cuadros de todas las épocas y pueblos, y lo extraño vale ahora para el alemán moderno como el lujo más bello». FP I, 29 [66]. Cfr. 29 [59] y 29 [51].
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sa en grandes caracteres que ha sumido a toda la escoria provista de formación de la actualidad en ciego éxtasis y en extasiado delirio, porque creía leer en ella su propia justificación, su justificación bañada en luz apocalíptica. Pues a cada cual pedía el parodista inconsciente «la total entrega de la personalidad al proceso del universo; por su meta, la redención universal»; o dicho en términos aún más claros y precisos^: «la afirmación de la voluntad de vivir es proclamada por lo pronto como la única co-i rrecta: pues sólo por la entrega total a la vida y sus dolores, no por la cobarde renun cia y retirada personal, puede hacerse algo por el proceso del universo», «el anhelp de negación individual de la voluntad es no menos estúpido y vano, hasta es más esi túpido que el suicidio». «El lector que piensa comprenderá incluso sin el-apoyo de alusiones ulteriores qué aspecto tendría una filosofía práctica asentada en estos prirí- : cipios, y que tal filosofía no puede conllevar la desunión con la vida, sino únicamen te la plena conciliación con ella». ; ;; ';i El lector que piensa lo comprenderá: ¡y se podría comprender mal a Hartmann! ¡Es la mar de gracioso que se lo haya comprendido mal! ¿Deberían ser los alemanes de ahor ra muy sutiles? Cierto buen inglés echa de menos en ellos delicacy o f perception y has^ ta se atreve a decir: «in íhe Germán mind there does seem to be something splay, something bluní'edged, unhandy and infelicitous»^^. ¿Le haría objeciones a esta aseveración el gran parodista alemán? Es verdad que, según su explicación, nos aproximamos a «ese estado ideal en que el género humano hará su Historia en forma consciente»: sin embargo, al parecer estamos aún bastante lejos de aquel estado, acaso aún más ideal, en que la humanidad leerá el libro de Hartmann en forma consciente. Cuando sea alcanza do este estado nadie pronunciará con sus labios la palabra «proceso del universo» sin que esos labios sonrían; pues se recordarán los tiempos en que se escuchó, se absorbió, se discutió, se ensalzó, se difundió y se canonizó el evangelio paródico de Hartmann con todo el candor de aquel «german mind», y aun con la «torva seriedad de lechuza», que decía Goethe. Pero el mundo tiene que progresar, ese estado ideal no se puede al canzar soñando, sino que hay que luchar por él, conquistarlo, y sólo a través de la sere nidad se llega a la redención, a la redención de esa equívoca seriedad de lechuza. Serán los tiempos en que los humanos, sabiamente, se abstendrán de todas las construcciones acerca del proceso del universo e incluso de la Historia del género humano, en que con siderarán, no ya a las masas, sino de nuevo a los individuos que forman una especie de puentes tendidos sobre el pavoroso río del devenir. Estos individuos, lejos de continuar un proceso, se desenvuelven en un plano de simultaneidad intemporal en virtud de la Historia que hace posible tal cooperación y viven como la república de los seres huma nos geniales de que habla Schopenhaueri°; un gigante llama al otro a través de los de soladores intervalos de los tiempos y por encima de la petulante .algazara de los enanos que corretean a sus pies se continúa el elevado coloquio de los espíritus. La tarea de la Historia consiste en mediar entre ellos y, así, dar y prestar siempre de nuevo motivos y fuerzas para la producción de la grandeza. No, la meta de la humanidad no puede estar en el final, sino únicamente en sus ejemplares supremos^^ «En el espíritu alemán parece haber algo oblicuo y obtuso, algo siniestro y desplazado». Cita no identificada. Schopenhauer, A., A iis A. S c h o p e n h a u e rs h a n d sc h r iftlic h e m N a c h la s s. A b h a n d lu n g e n , A n m e rk iin g en , A p h o r ism e n u n d F ra g m en te, J. Frauenstádt (cd.), Leipzig, 1864, p. 360 (en BN). Cfr. PHG, 1. ” «Hartmann es importante porque, siendo consecuente, mata la idea de un proceso del mundo. Para soportar esa idea, toma como base el te Xo^ la redención consciente, la libertad de ilusiones y
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Frente a esto, por cierto, nuestro picarón, con esa admirable dialéctica que es tan auténtica como son admirables sus admiradores, dice: «Del mismo modo que no sería compatible con el concepto de evolución atribuir al proceso del universo una infinita duración en el pasado, porque entonces toda evolución imaginable ya tendría que ha ber transcurrido, cosa que, ciertamente, no es el caso (jah, picarón!), de ese mismo modo tampoco podemos asignarle al proceso una infinita duración futura; tanto lo lirio como lo otro anularía el concepto de evolución hacia una meta (¡ah, dos veces picarón!) y haría del proceso del universo algo así como el tonel sin fondo de las Danaides. La victoria consumada de lo lógico sobre lo ilógico (¡ah, grandísimo pica rón!) ha de coincidir sin embargo con el fin temporal del proceso del universo, con el día final»’^. No, espíritu claro y burlón; mientras lo ilógico impere todavía tanto como hoy en día, mientras, por ejemplo, pueda hablarse del «proceso del universo» con el asentimiento general, como tú lo haces, está lejos el día final: pues es todavía demasiado jovial la vida sobre esta tierra, florecen todavía no pocas ilusiones, por ejemplo, la ilusión de tus contemporáneos referente a ti, que no estamos aún a punto para ser rechazados hacia tu nada, pues creemos que será aún más divertido en este mundo cuando se empiece a comprenderte, oh inconsciente incomprendido. No obs tante, si sobreviniera con fuerza el asco, como se lo has profetizado a tus lectores, si debieras tener razón con tu descripción de presente y futuro —^y nadie como tú ha despreciado tanto el uno y el otro, ni con tanto asco—, estoy dispuesto a votar en la forma por ti propuesta, junto con la mayoría, en favor de que el sábado próximo, a las doce de la noche en punto, sobrevenga el ocaso de tu mundo, y no hay inconveniente en que nuestro decreto concluya: a partir de mañana cesará el tiempo y no se publi carán más diarios^^ Pero tal vez no se produzca el efecto y hayamos decretado en vano; bueno, entonces, de todos modos, no nos faltará tiempo para llevar a cabo un bonito experimento. Tomaremos una balanza y colocaremos enimo de los platillos lo inconsciente de Hartmann y, en el otro, el proceso del universo de Hartmann. Hay quienes creen que ambos serán de igual peso: por haber en cada platillo una palabra igualmente mala y un chiste igualmente bueno — Una vez que se haya comprendi do el chiste de Hartmann, ya nadie hará uso del ténnino de Hartmann, el «proceso del universo», como no sea en broma. En efecto, ya es hora de movilizar a todo el ejérci to de malicias satíricas contra los excesos del sentido histórico, contra el excesivo la elección del ocaso. Pero el fin de la humanidad puede existir en cada momento a través de una revolución geológica: y esa falta de üusión presupone un desarrollo superior de las fuerzas morales e intelectuales: lo cual es completamente improbable: más bien, si estas fuerzas envejeciesen, debe rían ser cada vez más poderosas las ilusiones y concluir la vejez con una vuelta a la niñez. De este modo, el último resultado no es en ningún caso consolador y no podría ciertamente ser considerado como un té Xoí;. En la edad viril, tal y como él la describe, disminuye además de una manera crecien te la capacidad de considerar la existencia como un problema y la necesidad de redención es cada vez menor. Queremos abstenemos de todas las construcciones de la historia de la humanidad y, en general, no queremos tener en cuenta a las masas sino a los individuos dispersos por doquier: éstos forman un puente sobre la corriente vertiginosa. Ciertamente éstos no continúan un proceso, sino que viven en común y simultáneamente, gracias a la historia, que les permite una tal acción común». FP I, 29 [52]. Hartmann, E. von, op. cit., p. 747. Juego de palabras entre Zeit (tiempo, época) y Zeitung (diario, periódico). En el manuscrito: «Apocalipsis X, 6; «Castigar, ser remitido al proceso universal de Hart mann. Ciertamente, el medio sería radical, porque tú desaparecerías también, y no habría ya, des pués de ti, proceso universal. De semejante noción, ¿quién no sacaría un partido infinito?». Cfr. FP I, 29 [66].
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placer en el proceso a expensas del ser y de la vida, contra el desplazamiento irre flexivo de todas las perspectivas; y el autor de la filosofía de lo inconsciente tiene, contraído para siempre el mérito de haber sido el primero en lograr sentir agudamen te lo ridículo de la representación del
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centurias, entonces, y sólo entonces, debe ser grande el que encontró y fundó esa con cepción. ¿Y por qué? Lo más noble y elevado no obra sobre las masas en modo algu no; el éxito histórico del cristianismo, su potencia, tenacidad y duración históricas, todo esto, por fortuna, no prueba nada respecto de la grandeza de su fundador, como que en definitiva seria una prueba en contra suya^^: pero entre él y ese éxito históri co se interpone una muy terrena y tenebrosa capa de pasión, error, avidez de poder y de gloria, de fuerzas supervivientes del imperium romaniim, una capa de la que le ha venido al cristianismo ese sabor de tierra y ese residuo terreno que le hicieron posible su supervivencia en este mundo y, en cierto modo, le dieron su durabilidad. La gran deza no ha de depender del éxito, y Demóstenes tiene grandeza, a pesar de que no tuvo éxito. Los adeptos más puros y veraces del cristianismo siempre han puesto en tela de juicio y han trabado, más que promovido, su éxito en este mundo, su llamado «poder histórico»; pues solían situarse fuera «del mundo» y no se preocupaban por el «proceso de la idea cristiana»; así es, también, que en su mayoría la historia no los conoce, ni los menciona siquiera. Dicho de manera cristiana: el demonio es el regen té del mundo y el campeón de los éxitos y del progreso es, en todos los poderes históricos, el poder propiamente dicho, y lo seguirá siendo en lo esencial — por más que suene mal en los oídos de una época habituada a endiosar el éxito y el poder his tórico. Pues ella se ha ejercitado, precisamente, en dar nuevos nombres a las cosas y en rebautizar incluso al diablo. Es la nuestra, sin duda, hora de grave peligro: los seres humanos parecen estar a punto de descubrir que en todos los tiempos el egoísmo de los individuos, de los grupos o de las masas ha sido el motor de los movimientos his tóricos [geschiclítlich]; pero no se está alarmado por este descubrimiento, sino que a la vez se decreta: «El egoísmo ha de ser nuestro dios» Con este nuevo credo los humanos se aprestan, sin dejar lugar a la menor duda acerca de su intención, a ñmdar la Historia venidera sobre el egoísmo; sólo que éste debe ser un egoísmo inteligente que se impone a sí mismo algunas limitaciones para establecerse sobre una base du radera y estudia la Historia precisamente para conocer el egoísmo no inteligente. Gracias a este estudio se ha aprendido que incumbe al Estado una misión específica én el sistema universal de egoísmos a fundarse: debe ser el patrono de todos los egoís mos inteligentes para protegerlos con su poder militar y policial contra las terribles explosiones del egoísmo no inteligente. Para el mismo fin se tiene también cuidado i; i En el manuscrito sigue; «pero aquí la realidad original parece haberse perdido y sólo queda un nombre dado a las tendencias de la masa y de muchos individuos ambiciosos y egoístas». . «Expresado cristianamente: el diablo es el soberano del mundo y además será siempre así esencialmente. Pero ahora se dice de una forma más culta: el sistema de egoísmos que luchan uno cón otro: esto evoca el bosque que crece de manera tan uniforme y regular, porque todos los árboles sólo satisfacen su egoísmo». FP I, 29 [49]. ' «¡Pero ahora fijémonos en la historia como ciendal Aquí se trata de leyes, y a las personas no se las tiene en cuenta, aquí ya no importa el valor o el entusiasmo, eso molesta demasiado. Presupo niendo que se puedan encontrar leyes, tendremos como resultado el determinismo y el agente ven dría forzado de nuevo a ser paciente, sin que un sentimiento moral le lleve a la resignación. Además, las leyes tienen poco valor: porque se deducen de las masas y de sus necesidades: por consiguiente, , como leyes del movimiento de los estratos inferiores de barro y arcilla. La estupidez y el hambre están siempre presentes, como en todo proceso criminal francés nunca falta la femme. ¡Para qué ha bría que conocer tales leyes, cuando cada uno, durante milenios, las ha obedecido ya sin conocerlas! El hombre fuerte y grande ha tenido siempre éxito contra esas leyes: verdaderamente sólo se tendría que hablar de él. A las masas sólo habría que considerarlas 1) como copias evanescentes de los gran des hombres, sobre un papel malo y con planchas usadas, 2) como resistencia frente a los grandes y 3) como instrumento de los grandes. Por lo demás ¡que se vayan al diablo!». FP I, 29 [40].
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de inocular la historia — como historia animal y humana— en las masas peligro^ sas, pues no son inteligentes, del pueblo y de las clases trabajadoras, pues se sabe ; que un granito de formación histórica es capaz de quebrar los instintos y apetitos • rudos y sordos o de encauzarlos hacia el egoísmo refinado. In summa: el ser hu mano, según expresión de E. von Hartmann, «busca ahora instalarse en la patria terrena en forma práctica y confortable, encarando el futuro con prudente caute la». El mismo autor le llama a tal época «la edad viril de la humanidad», burlándose así de lo que ahora se llama «virilidad», como si por esta palabra se entendiese tan sólo el egoísmo mezquino; del mismo modo que vaticina para después de tal edad viril una correspondiente ancianidad, término con el que evidentemente no hace más que burlarse de nuestros ancianos contemporáneos, pues habla de la óptica madura con la que «consi deran todos los sufrimientos pasados de su vida recorrida con desenfreno y desorden y comprenden la vanidad de las presuntas metas de sus afanes». No, a una edad viril de ése egoísmo astuto e históricamente formado corresponde una ancianidad que con repugnan te avidez y en forma indigna se aferra a la vida e incluso un último acto con el que «concluye la Historia singularmente variada, como segunda infancia, total olvido, sin ojos, sin dientes, sin gusto ni nada^^.»
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Ya acechen los peligros de nuestra vida y de nuestra cultura por el lado de estos repugnantes ancianos sin dientes y sin gusto o por el de esos llamados «varones» a ló Hartmann, frente a unos y otros nos aferraremos con denuedo al derecho de nuestra juventud y no nos cansaremos de defender el futuro defendiendo nuestra juventud, contra esos iconoclastas empeñados en destruir las imágenes del futuro. Pero en esta lucha nos toca hacer la comprobación particularmente grave de que se fomentan, se alientan y — se utilizan, a propósito, los excesos de sentido histórico que padece el presente. i í Pero se los utiliza contra la juventud, con objeto de adiestrarla para esa virilidad de egoísmo que en todas partes se apetece, se los utiliza para quebrar la natural repug nancia de la juventud por una iluminación transfiguradora, esto es, científico-mágica de ese egoísmo viril-no viril. Se sabe, y hasta demasiado bien, lo que la historia es capaz de lograr en virtud de cierto predominio: desarraigar los más poderosos instin tos de la juventud: el ímpetu, la resistencia, el desprendimiento y el amor, enfriar el ardor de su sentimiento de la justicia, suprimir o reprimir el ansia de madurar con lentitud por el ansia opuesta de llegar prestamente a ser una persona preparada, útil y productiva, minar por la duda la sinceridad y la audacia de las sensaciones; incluso es capaz de defraudar a la juventud en su más hermoso privilegio, su fuerza para plantar en sí, con plenitud de fe, una idea grande y hacerla brotar de sí aun más grande. Cier to predominio de historia puede dar lugar a todo esto, como hemos visto, por cuanto al modificar constantemente las perspectivas del horizonte y eliminar la atmósfera envolvente ya no le permite al ser humano sentir y obrar ahistóricamente. El ser hu; mano se retira entonces de la infinidad del horizonte, replegándose sobre sí mismo, y se encierra dentro del más reducido recinto egoísta, donde está condenado a secarse y atrofiarse: allí es probable que llegue a ser inteligente, pero nunca sabio. Es transí; gente, toma en cuenta los hechos y se adapta a ellos, no se subleva, guiña los ojos y Hartmann, E. von, op. cit., pp. 726 y 734. Cfr. FP I, 29 [51].
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sabe buscar su propia ventaja, o la de su partido, en la ventaja o desventaja del próji mo; desecha la vergüenza superflua y así llega a ser gradualmente el «varón» y el «anciano» a lo Hartmann. Y él debe llegar a serlo; tal es, precisamente, el sentido de la «plena entrega de la personalidad al proceso del universo» que ahora tan cínica mente se ha exigido — por su meta, la redención del mundo, como nos asegura el picarón de E. von Hartmann. Bueno, la voluntad y la meta de esos «varones y ancia nos» a lo Hartmann es de presumir que no sea precisamente la redención del mundo; pero lo cierto es que el mimdo se sentiría más salvado si estuviese redimido de estos varones y ancianos. Pues entonces advendría el reino de la juventud. —
10 Con la mente puesta aquí en la juventud, exclamo: ¡Tierra! ¡Tierral ¡Basta de na vegación apasionadamente afanosa y desorientada por mares tenebrosos e ignotos! Ahora, por fin, surge una costa: cualquiera que sea, en ella tenemos que desembarcar, que el peor puerto de arribada es preferible a perderse de nuevo en la infinidad desesperanzada y escéptica. Quedémonos por lo pronto en tierra firme; más tarde ya encontraremos los puertos buenos y facilitaremos el acceso a los que vienen después de nosotros. Ha sido peligrosa y estimulante esta navegación. Cuán lejos estamos ahora de la plácida calma contemplativa con la que anteriormente vimos nuestra nave hacerse a la mar. Indagando los peligros de la historia nos hemos encontrado expuestos en gra do sumo a todos estos peligros; ostentamos en carne propia las huellas de los sufri mientos que un exceso de historia ha acarreado a los seres humanos de los tiempos modernos, y precisamente esta disquisición, no me lo oculto, muestra en la desmesu ra de su crítica, en la inmadurez de su humanidad, en el frecuente paso de la ironía al cinismo, del orgullo al escepticismo, su carácter moderno, el carácter de la persona lidad débil®®. Sin embargo, confío en la potencia inspiradora que a falta del genio lleva el timón de mi nave, confío en que lajuventud me haya guiado bien al obligarme ahora a protestar contra la educación histórica de la juventud del ser humano moder no y a sostener la protesta de que el ser humano debe aprender, ante todo, a vivir y sólo ha de usar la historia al servicio de la vida aprendida. Hay que ser joven para entender esta protesta; dadas las canas precoces de nuestra actual juventud, hay que ser muy joven para poder sentir contra qué se protesta aquí, en definitiva. Recurriré a un ejemplo. En Alemania, hace poco más de un siglo, se despertó en algunos jóvenes un instinto natural para lo que se llama poesía. ¿Se cree acaso que las generaciones precedentes y subsiguientes no hablaban de ese arte, que les era íntimamente ajeno y antinatural? Se sabe que, muy al contrario, meditaban, escribían y disputaban con to das sus fuerzas sobre la «poesía», con palabras sobre palabras, un mar de palabras. Aquella innovadora vivificación de una palabra no significó enseguida la muerte de esos fabricantes de palabras, que en cierto sentido siguen viviendo; pues si, como Gibbon dice, sólo hace falta tiempo, pero mucho tiempo, para que se hunda un mun do, así también sólo hace falta tiempo, pero aún mucho más tiempo, para que en Ale mania, el «país de la paulatinidad», se hunda un concepto erróneo. Con todo: hay “ «Para el último capitulo. La época no puede dar un giro más peligroso que cuando pasa de la autoironía al cinismo». FP, vol 1,27 [80].
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ahora acaso como cien personas más que hace cien años que saben qué cosa es la poe sía; tal vez dentro de cien años habrá otras cien personas más que entretanto hayan aprendido qué cosa es la cultura y que hasta ahora los alemanes no tienen una cultura, por más que hablen y se afanen. La satisfacción general de los alemanes con su «for mación» se les antojará tan increíble y torpe como a nosotros el clasicismo que en un tiempo se le reconoció a Gottsched o el entusiasmo con el que se celebró a Ramler®^, como el Píndaro alemán. Juzgarán acaso que esa formación no fue más que una espe cie de saber en tomo a la formación, y \m saber muy equivocado y superficial, por añadidura. Equivocado y superficial porque se soportaba la contraposición de vida y saber, porque no se percibía lo característico de la formación de los pueblos de ver dadera cultura (Kultiü'vÓlker), esto es: que sólo de la vida puede brotar y desarrollar se la cultura y llegar a florecer; en tanto que entre los alemanes está meramente pren dida como una flor artificial o bañada de azúcar como un confite y, en consecuencia, será siempre falaz y estéril. Pero la educación de la juventud alemana parte precisa mente de este concepto falso y estéril de la cultura: su objetivo, concebido en forma muy pura y elevada, no es el individuo de formación libre sino el erudito, el ser hu mano científico, y ciertamente el científico que lo antes posible llega a rendir y que se sitúa al margen de la vida para adquirir el conocimiento más cabal de ella; su re sultado, considerado desde el estricto punto de vista empírico-vulgar, es el filisteo de formación histórico-estética que de una manera petulante y muy diletante charla del Estado, de la Iglesia y del arte, con los sentidos aptos para mil sensibilidades y el es tómago insaciable pero que, no obstante, no sabe de hambre de verdad ni de sed de verdad®^. Que una educación que persiga ese objetivo y determine este resultado es antinatural, eso sólo lo siente el ser humano que no ha sido modelado aún del todo por ella, sólo lo siente el instinto de la juventud, porque ésta tiene aún el instinto de la na turaleza que esa educación quiebra artificiosa y violentamente. Quien quiera a su vez quebrar esa educación tiene que hacer valer a la juventud; con la claridad de los con ceptos le debe alumbrar el camino a su oposición inconsciente y trocar ésta en una actitud consciente y categórica. ¿Cómo conseguirá alcanzar tan singular meta? — ' Sobre todo, destruyendo una superstición, la creencia en la necesidad de ese pro cedimiento educativo. Diríase que no se concibe otra posibilidad que no sea nuestra penosísima realidad presente. Quien a este respecto examina la literatura de enseñan za y educación superior correspondiente a estos últimos decenios comprueba con desalentadora sorpresa la uniformidad de criterio con el que, a pesar de la fluctuación de las proposiciones y la violencia de las controversias, se encara la finalidad de la educación en su conjunto, y la desenfadada ligereza con la que se toma el resultado: logrado hasta ahora: el «ser humano formado», tal como hoy día se lo entiende, comó el fundamento necesario y racional de toda educación ulterior. Ese canon uniforme reza más o menos así: la persona joven ha de empezar por un saber en tomo a la for mación, no por un saber basado en la vida, y menos por la vida y la vivencia mismas. Este saber en tomo a la formación es inculcado o administrado al joven como saber histórico; esto es, se le abarrota la cabeza de un sinfín de conceptos derivados del co nocimiento en extremo mediato de tiempos y pueblos pasados, no de la consideración J. C. Gottsched (1700-1766), escritor clasicista alemán muy criticado por Lessing. K. W. Ramler (1725-1798), poeta y profesor de literatura en Basilea. En el manuscrito: «la caricatura del hombre culto, sano y vivo, que ante todo es hombre, ta llado de una sola pieza, por dentro como por fuera».
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inmediata de la vida. Su deseo de experimentar algo por sí mismo, de sentir desarro llarse en sí un articulado sistema palpitante de experiencias propias — ese apremian te deseo es aturdido y, por así decirlo, es intoxicado por la ilusión exuberante de que sea posible compendiar en sí, en el ténnino de pocos años, las más elevadas y singu lares experiencias de tiempos pasados, y justamente de los tiempos más grandes. Es él mismo método absurdo y ridículo que conduce a nuestros jóvenes artistas plásticos a los museos y a las galerías, y no al taller de un maestro, sobre todo no al taller in comparable de la maestra incomparable, la naturaleza. ¡Como si deambulando con desenfado por la historia de los pasados fuera posible aprender sus recursos y artes, su rendimiento vital propiamente dicho! ¡Como si la vida misma no ñiese un oficio que hay que aprender a fondo y en forma sostenida y ejercer sin escatimar esfuerzos, si no se quiere dejar que salgan del cascarón los chapuceros y los charlatanes! — Platón consideraba que era necesario educar a la primera generación de su nueva sociedad (en el Estado perfecto) con ayuda de una poderosa mentira de emergen cia^^', que debía inculcarse en los niños la creencia de que todos ellos habían vivido ya durante un tiempo, soñando, bajo tierra, donde los plasmara y modelara el artífice de la naturaleza. ¡Imposible sublevarse contra este pasado! jImposible actuar en con tra de la obra de los dioses! Debía regir como inexorable ley natural el principio de que quien nacía filósofo tenía oro en el cuerpo, quien guardián, tan sólo plata, y quien trabajador, hierro y bronce. Explicaba Platón que del mismo modo que no era posible mezclar estos metales, no había de ser posible jamás subvertir y perturbar el orden de castas, que la creencia en la aeterna veritas de este orden era el ñindamento de la nue va educación y, por tanto, del nuevo Estado. — Así cree hoy también el alemán mo derno en la aeterna veritas de su educación, de su modalidad de cultura: y, sin embar go, se desmorona esta creencia, como se hubiera desmoronado el Estado platónico, si a esa mentira de emergencia se contrapone esta verdad de emergencia: que el alemán no tiene una cultura porque, al basarse en su educación, no puede tenerla. Quiere él la flor sin raíz y sin tallo; la quiere, pues, en vano. Tal es la simple verdad, desagrada ble y escandalosa, una justa verdad de emergencia. En esta verdad de emergencia debe ser educada nuestra primera generación; cier tamente, ésta es la que más la sufre, pues por medio de ella tiene que educarse a sí misma, ciertamente, y a sí misma contra sí misma, para un hábito nuevo y una natu raleza nueva, arrancándose un hábito y una naturaleza antiguos y primerizos; ásí que podría decir para sus adentros, en español medieval; Defienda me Dios de my, esto es, de la naturaleza que me está inculcada®^. Tiene que tragar esa verdad gota a gota, como medicina amarga y drástica, y cada individuo de esta generación tiene que su perarse a sí mismo para juzgar sobre sí mismo lo que como juicio general sobre toda una época soportaría más fácilmente: somos gente sin formación, más aún, estamos echados a perder para el vivir, para el ver y oír justo y simple, para la captación feliz de lo próximo y natural, y hoy por hoy no tenemos ni siquiera el fundamento de una cultura, porque nosotros mismos no estamos convencidos de que en nosotros tenga mos una verdadera vida. Desintegrado, descompuesto de un modo medio mecánico en un interior y un exterior, sembrado de conceptos como de dientes de dragón, pro duciendo dragones conceptuales, afectado además de la enfermedad de las palabras y desconfiado de toda sensación propia aun no acuñada en palabras, como una fábriPlatón, República III, 414b-4I5c. Cfr.FP I, 29 [182].
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ca de esta índole, fábrica de conceptos y palabras hecha un ser inerte, y sin embargo, caracterizada por una actividad siniestra, tengo tal vez todavía derecho a decir de mí: cogito, ergo sum, pero no: vivo, ergo cogito. Me está asegurado el vacío «ser», no la «vida» plena y palpitante; mi sensación originaria sólo me garantiza que soy un ser pensante, no que soy un ser viviente, que no soy un animal, sino a lo más un cogital. ¡Dadme vida y os haré de ella una cultura! — Así exclama cada individuo de esta pri mera generación, y todos estos individuos se reconocerán mutuamente por esta excla mación. ¿Quién les dará esta vida? Ningún dios, ni ser humano alguno: únicamente su propia juventud. ¡Romped sus cadenas y liberándola a ella habréis liberado la vida! Pues ésta sólo ha estado oculta y prisionera, aún no se ha secado y extinguido — ¡interrogaos a vosotros mismos! Pero esta vida liberada de sus cadenas está enferma y hay que sanarla. Padece mu chas dolencias, no sufre solamente del recuerdo de sus cadenas; — está aquejada, y esto es lo que aquí nos interesa más que nada, de la enfermedad de la historia. El ex ceso de historia ha debilitado la fuerza plástica de la vida, ésta ya no sabe servirse del pasado como de un alimento vigorizante. El mal es terrible, ¡y sin embargo, si la ju ventud no poseyese el don natural de la clarividencia, nadie sabría que es un mal y que se ha perdido un paraíso de salud! Pero la misma juventud adivina también, con el natural instinto curativo, cómo puede recuperarse este paraíso; conoce los elixires y medicamentos contra la enfermedad de la historia, contra el exceso de lo histórico: ¿cómo se llaman? Bueno, no le extrañe al lector, sus nombres son nombres de venenos: los antídotos contra lo histórico se llaman — lo ahistórico y lo suprahistórico. Estos nombres nos conducen de vuelta a los comienzos de nuestra consideración®^ y a su reposo. Con el término «lo ahistórico» designo el arte y la fuerza de poder olvidar y en cerrarse dentro de un horizonte limitado; llamo «suprahistóricas» a las potencias que desvían la mirada del devenir y la dirigen hacia aquello que confiere a la existencia el carácter de lo eterno e inalterable, hacia el arte y la religión^^. La ciencia —que es la que hablaría de venenos— ve en esa fuerza y esas potencias, fuerzas y potencias enemigas, pues sólo reputa verdadera y justa, es decir, científica la consideración de las cosas que ve en todas partes algo devenido, algo histórico, y en parte alguna un ente, un algo eterno; vive en íntima contradicción con las potencias eternizantes del arte y de la religión, del mismo modo que odia el olvido, la muerte del saber, y trata de anular todo lo que limita el horizonte y proyecta al ser humano en un mar infinita mente ilimitado, de ondas de luz del devenir conocido. ¡Si el ser humano pudiera vivir en él! Así como a raíz de los seísmos quedan des truidas y desiertas las ciudades y el ser humano levanta, temblando, su casa en forma precaria sobre suelo volcánico, la vida misma se desmorona y se vuelve débil y pre caria cuando el seísmo conceptual provocado por la ciencia despoja al ser humano del fundamento de toda su seguridad y tranquilidad, a saber, de la creencia en lo inmuta ble y eterno. ¿Debe dominar la vida al conocimiento, a la ciencia, o el conocimiento a la vida? ¿Cuál de las dos potencias es la superior y la decisiva? Nadie va a dudar: la vida es la potencia superior y dominante, pues el conocimiento que aniquilara la vida labraría, así, su propia aniquilación. El conocimiento presupone la vida, quiere esto decir que está interesado en la conservación de la vida como todo ser lo está en su Este escrito es el volumen II de una serie denominada Consideraciones intempestivas. Cfr. FP I., 29 [194].
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propia supervivencia. Así pues, la ciencia requiere una superior dirección y vigilan cia; una dietética de la vida viene a situarse al lado de la ciencia; y una tesis de esta dietética rezaría: lo ahistórico y lo suprahistórico son los antídotos naturales contra el ahogo de la vida provocado por lo histórico, contra la enfermedad de la historia. Es probable que a los que tenemos esa enfermedad nos hagan sufrir también los antído tos. Pero el sufrimiento causado por éstos no es prueba en contra del acierto de la te rapéutica elegida. Pues bien, en esto percibo la misión de esa juventud, de esa primera generación de luchadores y matadores de serpientes que preceda a una formación y a una huma nidad más felices y hermosas, sin poseer de esta futura felicidad y de esa belleza ex traordinaria más que un auspicioso atisbo. Esa juventud sufrirá tanto del mal como de los antídotos; y, sin embargo, creerá gozar de una salud más robusta y, en un plano general, de una naturaleza más natural que las generaciones precedentes, los «varo nes» y «ancianos» formados del presente. Su misión es minar los conceptos de este presente acerca de la «salud» y la «formación» y hundir en la burla y el aborrecimien to a tan híbridos monstruos conceptuales®^; y el signo y garantía de su propia salud más robusta ha de ser, precisamente, el que ningún concepto, ninguna consigna par tidaria de las monedas corrientes terminológicas y conceptuales del presente le sirva a esta juventud para definir su propia esencia, sino que en todas las horas buenas esté convencida de un poder que dentro de ella lucha, elimina y divide y de un sentimien to vital cada vez más elevado. Puede discutirse que esa juventud posea ya una forma ción — pero ¿acaso significa esto un reproche para juventud alguna? Cabe tildarla de ruda y desmedida — pero es que aún no ha avanzado en edad y sabiduría lo bastante para resignarse; y, sobre todo, no tiene por qué fingir y defender una formación com pleta y disfruta de todos los consuelos y prerrogativas propios de la juventud, en par ticular de la prerrogativa de honestidad valiente y temeraria y del arrebatador consue lo de la esperanza. Estos esperanzados sé que tomarán todas estas generalidades en forma inmediata y a través de su experiencia más propia se las traducirán a una doctrina personalmen te entendida; en cuanto a los otros, que por lo pronto no vean más que fuentes tapadas que bien pudieran estar vacías; hasta que un día comprueben, sorprendidos, que las ftientes están llenas y que en estas generalidades iban encajonados y comprimidos, ataques, exigencias, impulsos vitales y pasiones que no podían quedar tapados así durante mucho tiempo. Remito a estos dubitantes al tiempo que todo lo saca a luz y, para tenninar, me dirijo a esa sociedad de los esperanzados para contarles por medio de una metáfora la marcha y evolución de su cura, de su rescate de la enfermedad de la historia, y, así, su propia Historia, hasta el momento en que volverán a gozar de suficiente salud para practicar de nuevo el estudio de la historia y servirse del pasado bajo el imperio de la vida de aquel triple modo, a saber, monumental, anticuario o crítico. Entonces sabrán menos que los individuos «formados» del presente; pues se habrán olvidado de muchas cosas y hasta habrán perdido por completo las ganas de fijarse siquiera en lo que esos formados quieren saber ante todo; sus características, desde el punto de vista de esos formados, serán precisamente su «no-formación» y su «Aprender un oficio, el retomo necesario del que necesita formación en el círculo más peque ño que él idealiza lo más posible. Lucha contra la producción abstracta de las máquinas y de las fá bricas. Producir escarnio y odio contra aquello que ahora se considera “fomiación”: contraponiendo a esto una formación más madura», F P I, 29 [195].
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indiferencia y reserva ante muchas cosas famosas e incluso ante no pocas cosas bue-, ñas. Pero, en ese punto final de su cura, serán otra vez seres humanos y habrán dejado de ser agregados antropomórficos — [ya es algo! jHe aquí, todavía, esperanzas! ¿No se os alegra el corazón, esperanzados? (/. i ^ ¿Y cómo podremos alcanzar esta meta?, preguntaréis. El dios délfico os exhorta con su sentencia en el mismo comienzo de vuestra caminata rumbo a esta meta: «Co nócete a ti mismo». Es ésta una exhortación ardua: pues ese dios «no oculta y no pro clama, solamente indica», como decía Heráclito*^ ¿Qué es lo que os indica? ' Hubo siglos en que los griegos se hallaban expuestos a un peligro semejante al que hoy nos acecha, el de quedar barridos por la marea de lo extraño y lo pasado, por la «historia». Nunca vivieron en orgullosa inaccesibilidad: más bien su «formación» fue durante largo tiempo un caos de formas y conceptos extranjeros, semíticos, babi lónicos, lidios, egipcios, y su religión, una verdadera pugna de las divinidades de todo el Oriente: más o menos así como hoy día la religión y la «formación alemana» soii un caos de todo lo extranjero y de todo lo anterior, xm caos en el que impera la lucha;' Sin embargo, la cultura helénica no se convirtió en un agregado gracias a aquella exhortación apolínea. Aprendieron los griegos gradualmente a organizar el c d o ^ iQ^; capacitando, de acuerdo con la máxima délfica, sobre, sí mismos, esto es, sobré sus genuinas necesidades, y desechando las necesidades aparentes. Así terminaron por rescatarse a sí mismos; no fueron durante mucho tiempo los abrumados herederos y epígonos de todo el Oriente; tras ardua lucha consigo mismos, en virtud de lá Ínter-, pretación práctica de aquella sentencia, llegaron a enriquecer y acrecentar del modo más feliz el tesoro heredado, convirtiéndose en los primerizos y paradigmas de todos los pueblos civilizados (Kulturvolker) posteriores. He aquí una metáfora para cada uno de nosotros: cada cual ha de organizar el caos que lleva en sí, recapacitando sobre sus auténticas necesidades. Su honestidad, su carác ter competente y veraz tiene que rebelarse tarde o temprano contra el imitar, el copiar y el reproducir como comportamiento exclusivo; llegará entonces a comprender que la cultura puede ser otra cosa que una decoración de la vida, palabra que encubre, en de finitiva, mero fingimiento e hipocresía; pues todo adorno oculta lo adornado;Dé este’; modo se le desvelará el concepto griego de la cultura — en contraposición al latino manisch)—, a saber; que la cultura es xxnaphysis nueva y perfeccionada, sin interioi;hi^ exterior, sin fingimiento ni convencionalismo, la cultura como una luminosa armonía entre el vivir, el pensar, el aparentar y el querer. De esa forma aprenderá por propia éx^ periencia que, en virtud de la fuerza superior de la naturaleza moral, los griegos bbtiKi vieron la victoria sobre todas las demás culturas, y que todo aumento de veracidad tiene, que ser también una exigencia que promueva y prepare la verdadera formación: auiiqpe esta veracidad en ocasiones dañe seriamente el prurito a la sazón imperante de disponer ya de formación (Gebildetheit) y por sí misma sea capaz incluso de contribuir ¡alvíde-'í mimbe de toda una cultura decorativa. ‘
“ Heráclito, Fragmentos, ed. Diels-Kranz, 93. ; , : Hiíf «Tomar posesión de sí mismo, organizar lo caótico, desechar todo temor frente a la «forma-; ción» y ser honestos: exhortación al yvw^ i, oeauTÓv no en el sentido de ensimismamiento, sino paira saber realmente cuáles son nuestras verdaderas necesidades. A partir de ahí echar a un lado audáz-
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. Cuando le preguntaron a un viajero que había visto muchos países y pueblos de varios continentes cuál era la característica de los humanos que había encontrado en todos esos lugares, dijo: tienen tendencia j j a pereza. A algunos les parecerá ■que de manera más correcta y pertinente hubiera podido decir: todos ellos son miedosos. Se esconden.tras cpstui^^^ opiniones. En él fondo, cada cual sabe muy bien ^ e está una sola vez en el mundo, como u ñ m icum , y que ningún azar, por extraño que sea, reunirá por segunda vez una variedad tan maravillosamente 'diversa en esa unidad singular que él es': cada cual lo sabe, pero lo oculta como si tuviera la malvada conciencia de saberlo — ¿por qué? Por miedo al vecino, que exige convencioncs,x^^gncubre a sí mismo con ellas. Pero ¿qué es lo que obliga al individuo a temer al vecino, a pensar y actuar Selnanera gregaria, y a no estar contento de sí mismo? En algunos casos, raros y poco numerosos, quizá el pudor. En la gran mayoría, lo que lo¿ obliga es la comodidad, la inercia, en una palabra, "es^tendénclá a l a h a b l a b a aquel viajero. Y tiene razón: los seres humanos son aún más perezosos que miedosos, y á lo que más miedo tienen es, precisamente, a la^ cargas que les impondrían una sinceridad y una desnudez in^condicionalesV Eos artistas son los úriicóTqué‘bliíáñ^é"s^^^ seguir hácí'ehdb ;camino siTviendósélie'manéfas presta'dáS"y y desvelan el seJcretbna"i^ de cada cual, la tesis que dice que toda persona es un ^ilagro irfépétiblé,“éllós sf que se atreven á iiióstrarhos'el ser humano tal y como íéEñins^^ cada uno de sus movimientos musculares, más laur^gga'tféW afirmar qúé,'éri estricta consecuencia con esta singularidad suya, ¡él ser humano ^ hermoso y digno de consideración, nuevo e increíble como cada iima de las joBras de la ñátiíráleza, y que de ningún rnqdo es aburrido. Cuando el :l^aií pensador desprecia a ios humanos, está despreciando su pereza: pues a causa 3e.;esa tendencia suya los humanos parecen mercancías de fabricación eii_seríe, productos indiferentes, indignos de trato y de enseñanza.~ÉT ser humano quelíó“ Quiera formar parte de la masa sólo necesita dejar de ser cómodo consigo mismo; :qíié siga el dictado de su propia conciencia, que le está gritando: «(sé tú mismo! ; Compárese con Paul de Lagarde (1872): «Todo ser humano es único en su especie, pues es él resultado de un proceso de especie única que nunca se repetirá», Deutsche Schriften, 2 vols., Goítingen, 1878-1881,1, p. 72. [749]
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Tú no eres nada de lo que ahora haces, nada de lo que ahora opinas, nada de lo que ahora deseas^"»] Toda alnía joven oye ese grito día y noche, y se estremece al oírlo; pues, cuando piensa en su verdadera liberación, presiente la cantidad de felicidad que le ha sido asignada desde las eternidades: pero en modo alguno se la puede ayudar a que alcan ce esa felicidad mientras permanezca sometida a las cadenas de las opiniones y. del miedo. ¡Y qué 'de^TáHá y absúfciá'*pué3e'Ilegar a ser la vida siii esta liberación!IÑo' hay en la naturaleza criatura más vacía y repugnante que el ser humano que ha recha zado su genio^ y mira de reojo a derecha y a izquierda, hacia atrás y a todas partesjEn fin de cuentas, a semejante persona ya no es lícito atacarla, pues toda ella es corteza exterior sin núcleo, un ropaje tazado, teñido, hinchado, un fantasma cargado de ador nos que no puede suscitar ni siquiera miedo, ni tampoco, ciertamente, ninguna com pasión. Y si del perezoso se dice con razón que mata el tiempo, entonces de un tiem po que pone su salvación en las opiniones públicas, esto es, en las perezas privadas'^, tendremos que preocupamos seriamente, ya que a ese tiempo se lo matará realmente alguna vez: a ese tiempo, en mi opinión, se lo suprimirá de la historia de la verdadera liberación de la vida. Qué grande habrá de ser la repugnancia de las generaciones ñir turas cuando se ocupen del legado de esta época, en la cual no gobernaban los seres humanos vivos, sino seres con apariencia de humanos y entrega a la opinión pública; por esa razón, nuestro tiempo acaso pueda ser para cualquier lejana posteridad el^a-^ pítulo más oscuro y más desconocido de la historia, ya que es el más inhumano'jYb ando por las nuevas calles de nuestras ciudades y pienso que, de todas esas casas ho rribles que se ha construido la generación de los entregados a la opinión pública, eii . un siglo nada quedará ya en pie, y que entonces se habrán caído también las opinio-; nes de esos constmctores de casas.\Qué esperanzados pueden estar, por el contrariótodos los que no se sienten ciudadanos de este tien^^^, pues, si lo hieran, entonces servirían para contribuir a matarlo y para hundirse en el ocaso en compañía de ese tiempo suyo, desapareciendo con él — mientras que, de manera opuesta, lo que ellos quieren es que este tiempo despierte a la vida, para seguir viviendo ellos mismos en esta vida. Pero aun cuando el futuro no nos dejase tener esperanzas de nada, — nuestra sin gular existencia [Dasein] precisamente en este ahora nos alienta de la manera más enérgica a vivir según nuestra propia medida y nuesti*a propia ley: ese enigma inex plicable de que vivimos precisamente hoy y tuvimos, en efecto, todo el tiempo infi nito para nacer, de que no poseemos sino un hoy de corta duración y en él debemos - Compárese esta exhortación con lo que dice Nietzsche en FP I, 34 [13]: «Estoy lejos de creer que he comprendido correctamente a Schopenhauer: únicamente he aprendido a comprendémie a mí mismo un poco mejor a través de Schopenhauer; es por eso por ló que yo le debo la mayor gratitud. Pero por lo general, no me parece que es tan importante — como hoy se cree— que se investigue con exactitud a cualquier filósofo y que se saque a la luz lo que él ha enseñado propiamente, en el más riguroso sentido de la palabra, y lo que no ha enseñado: tal conocimiento no es en todo caso aprópiado para hombres que buscan una filospfíapara su vida, y no un_nueYOjab¿ para su me moria: y fíriárméñfe’ihe parece invérósímií que algo así pueda ser reáfmVnte'investigado>>.'' ^ Sobre esta idea de la ausencia del genio gravita toda la crítica a la época moderna que Nietzs che desarrolla en esta Intempestiva: la modernidad es la época de la decadencia, «el período más inhumano {iinmenschlichste) de la historia» porque es incapaz de producir y dejarse conducir por el genio. Es la misma temática que Nietzsche esboza ya en NT, en CV «El estado griego», y prosigue luego en MA. Nietzsche parafrasea aquí el subtítulo de la Fábula de las abejas de Mandeville, cfr. MA, 482.
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mostrar por qué y para qué hemos nacido precisamente ahora! Ante nosotros mismos tenemos que responder de nuestra existencia; por consiguiente, también queremos ser , sus verdaderos pilotos y no permitir que se equipare esta existencia \Existenz\ nuestra aúna casualidad desprovista de ideasjHemos de tomarla de manera un tanto atrevida y peligrosa: en especial p o rg u ^ ^ o d o s modos, en el mejor y en el peor ^ l o s ca^os, la perderemos siempre. ¿Por qué, pues7dépéndeiFde este terruño, ae eslía profesión, por qué prestar oídos a lo que dice el vecino? Es tan pequeñoburgués comprometerse con puntos de vista que a unos cientos de millas de distancia no comprometen ya en modo alguno. Oriente y Occidente son trazos de tiza que alguien pinta ante nuestros ojos para burlare de nuestra cobardía. Yo quiero hacer el intento de alcanzar la liber tad, se dice el alma joven; y esto se lo podría impedir el hecho de que casualmente dos naciones se odien y se hagan la guerra, o que haya un mar entre dos continentes, o bien que a su alrededor se enseñe una religión que, ciertamente, no existía irnos mi lenios antes. Tú misma no eres nada de eso, se dice el alma. Nadie puede construirte el puente sobre él cual tú precisamente tienes que caminar sobre el río de la vida, na die lo puede hacer, excepto tú y sólo tú. En efecto, hay innumerables senderos y puen tes y semidioses que quieren llevarte por el río; pero sólo al precio de ti misma; para que te llevaran tendrías que hipotecarte y perderte. Hay un único camino en el mundo por el que no puede ir nadie, excepto tú: ¿adónde conduce*.^ No preguntes, síguelo. ¿Quién fue el que pronunció la sentencia: «un hombre no se eleva nunca a tanta altu ra como cuando no sabe adónde puede llevarle su camino»^? Pero ¿cómo nos encontramos de nuevo a nosotros mismos? ¿Cómo puede cono cerse el ser humano? El ser humano es un asunto oscuro y velado; y si la liebre tiene siete pieles, el humano puede arrancarse la suya setenta veces siete y ni aún así podrá decir: «esto eres tú en realidad, esto ya no es envoltura.» Por lo demás, es un comien zo importuno y peligroso excavarse a sí mismo de forma semejante y descender vio lentamente por el camino más inmediato al pozo del ser de cada cual. Qué fácilmen te se lastima el ser humano al hacerlo, de manera que ningún médico lo puede curar. Y además: para qué sería eso necesario, si, en efecto, de nuestro ser, todo da testimo nio, nuestras amistades y enemistades, nuestra mirada y la forma de apretar al dar la mano, nuestra memoria y lo que olvidamos, nuestros libros y los rasgos de nuestra pjuma.jNo obstante, para llevar a cabo el más importante de los interrogatorios te ri^ mosersiguiente medio a nuestra disposición. Que el alma joven mire en retrospectiva^, su vida planteándose esta pregunta: ¿qué has amado hasta ahora con veracidad, qué ¡ ha atraído tu alma, qué la ha dominado y al mismo tiempo colmado de felicidad? Pon-; te ante ti la serie de estos objetos venerados, y quizá a través de su ser y de su respec tiva continuación te ofrezcan una ley, la ley ftmdaniental de propio swnismo ; {Selbsf), Compara estos objetos, mira coíno'HSa uno corríplefá, ampííá, sobrepuja, transfigura a los otros, cómo todos ellos forman una escalera por la que hasta ahora has ido subiendo hacia ti mismo; pues tu verdadero ser no se halla oculto en lo hondo de ti, sino inmensamente elevado por encima de ti o, cuando menos, por encima de lo que habitualmente consideras como tu yo. Tus verdaderos educadores y moldeadores • te descubren el verdadero sentido originario y la materia fundamental de tu ser, algo! que es totalmente ineducable e inmoldeable, pero que en todo caso también es difícil- i mente accesible, y que está atado y paralizado: los únicos que pueden ser tus educa- ■ ^ Oliver Cromwell en R. W. Emerson, Versuche, trad. de G. Fabricius, Hannover, 1858, p. 237, [BN]. Este pasaje lo subrayó Nietzsche varias veces.
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dores son tus libertadores. Y éste es el secreto de toda formación: la formación no presta'miembros artificiares, narices de cera, ojos con lentes correctoras, — al con trario, lo que estos dones pueden ofrecer no es más que la imagen degradada de la educación. Porque la educación es liberación, limpieza de todas las malas hierbas, de los escombros, de los gusanos que quieren atacar los tiernos gérmenes de las plantas, es irradiación de luz y calor, amoroso murmullo de lluvia nocturna, es imitación, y adoración de la naturaleza allí donde ésta da muestras de sentimiento maternal y mi sericordioso, y es consumación de la naturaleza cuando previene los ataques crueles e inmisericordes de ésta y la encauza hacia lo biueno, cuando cubre con un velo las manifestaciones de su talante de madrastra y de su triste falta de comprensión. Ciertamente, hay otros medios de encontrarse, de llegar uno a sí mismo desde.el aturdimiento en el que habitualmente nos desenvolvemos como en una turbia nube, pero no conozco ninguno mejor que hacer memoria de nuestros educadores y mol deadores. Y por eso hoy quiero recordar, así pues, a un maestro de doctrina y de dis ciplina del que he de gloriarme, Arthur Schopenhauer — para en posteriores ocasio nes recordar a otros. ^^
v'; Si quiero describir el acontecimiento que fue para mí esa primera mirada que lancé a los escritos de Schopenhauer, entonces he de estar autorizado a detenerme un poco en una representación que, en mi juventud, fue tan frecuente y tan acucian te como casi ningima otra] Cuando en épocas anteriores me entregaba a mis deseos con todo el placer de mi corazón, me imaginaba que el destino me ahorraría el ho rrible esfuerzo y la horrible obligación de educarme armí mismo, gracias a lo si guiente: a que, a su debido tiempo, encontraría de educador a un filósofo, a un ver dadero filósofo, a quién podríamos obedecer sin ulteriores vacilaciones por tener más confianza en él que en nosotros mismos. En tales circunstancias, no dejaba de preguntarme: ¿qué principios serían aquellos"ség5iriorcüalés ese fiISsofqlileduca: ría*TY r^ íe xionaSasbbre jg^^dinaTél^delas do^máxiínas de la educaci¿n que estM ■35 i^ d a ^ n nuestrojiempo. Una éiiage que el educador cleEa conocer pronto el punfó~fixerte vérdáderame propio de sus discípulos y pueda orientar, a continuaciónj todas las fuerzas y energías y toda la luz del sol precisamente hacia dicho punto, para ayudar así a esa única virtud a que alcance una madurez y una fecundidad génuinas. La otra máxiiha quiere, por el contrario, que el educador estimule todas fuerzas existentes, que las cuide y las lleve a una armónica relación entre ellas. Ahbr ra bien, a aquel que tiene una decidida tendencia a la orfebrería ¿se le debería obligar por ello ¿i que se dedicara forzosamente a la música? ¿Se debe dar la razón al padre de Benvenuto Cellini por haber obligado una y otra vez a su hijo a practicar el «dul ce cuemecillo», es decir, a la tarea a la que éste llamaba «el maldito tocar el pito>>?; A esto, en dotes tan fuertes y tan claramente manifiestas, no se le ha de dar la razón; y, por consiguiente, ¿acaso debería aplicarse esa máxima de la formación armónica
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* Hay un esquema de la temática de este capítulo, con sugerencias para los tres siguientes, en FF I, 34 [47]. ^ Cfr. B. Cellini, Fi/fl, 1,2, que Nietzsche conocía por la célebre traducción alemana de Goethe. Sobre este pasaje, cfr. FPI, 30 [9]. ;■
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solamente a las naturalezas más débiles, en las cuales hay ciertamente un nido ente ro de necesidades e inclinaciones que, sin embargo, ya sea tomadas en conjunto o por separado, no llegan a significar mucho? Pero ¿dónde encontramos en definitiva la totalidad armoniosa y el acorde polifónico en una única naturaleza, dónde consi deramos la armonía con mayor admiración que precisamente en personas como Cellini, en quienes conocer, desear, amar, odiar, todo tiende hacia un punto central, hacia tma fuerza radical, configurándose ahí mismo, gracias precisamente a la pre ponderancia coercitiva y dominante de ese centro vivo, un sistema armonioso de movimientos complementarios, tanto horizontales como verticales? Así pues, ¿y si ambas máximas no fueran en absoluto antitéticas? ¿Acaso una solamente dice que el ser humano debe tener un centro, y la otra, que debe tener también una periferia? Ese filósofo educador con el que yo soñaba no sólo sería capaz de descubrir la fuer za central, también sabría evitar que ésta actuase de forma destructiva contra las otras fuerzas: su tarea educativa consistiría más bien, a mi parecer, en transformar al ser humano entero en un sistema solar y en un sistema planetario dotados de vivos movimientos, y en conocer la ley de su mecánica superior®. V:'Entre tanto, este filósofo me faltaba y yo intentaba esto y lo de más allá; me di , cuenta de cuán miserable es el aspecto que tenemos nosotros, los seres humanos mo dernos, frente a griegos y romanos, incluso sólo en lo que respecta a la comprensión seria y rigurosa de las tareas educativas. Es posible recorrer Alemania entera con un deseo así en el corazón, en especial todas las universidades, y no encontraremos lo que buscamos; por supuesto, deseos mucho más modestos y más simples se quedarán .aquí por satisfacer. Quien quisiese, por ejemplo, formarse seriamente como orador entre los alemanes, o quien tuviera el propósito de ir a una escuela de escritores, no encontraría en ningún lugar ni maestro ni escuela; parece que aquí no se haya pensa do todavía que hablar y escribir son artes que no pueden adquirirse sin una dirección müy cuidadosa y sin años de muy esforzado aprendizaje. Pero nada muestra de ma nera más clara y vergonzante la presuntuosa complacencia consigo mismos de nues tros coetáneos como la indigencia, mitad mezquina mitad sin ideas, de las demandas que hacen a educadores y maestros. jQué no se admite, incluso entre nuestras gentes vinas distinguidas y mejor educadas, bajo el nombre de preceptor, qué mezcolanza de cabezas extravagantes e instalaciones envejecidas es designada a menudo como «ins;tituto de bachillerato» y tenida por buena, qué nos satisface a todos nosotros como establecimiento máximo de formación, como universidad, qué guías, qué institucio nes, comparados con la dificultad de la tarea de educar a un ser humano para que se Convierta en im ser humano®! Incluso la muy admirada manera con la que los doc tos*®alemanes se dedican a su ciencia muestra, ante todo, lo siguiente, que en su tesón piensan en la ciencia más que en la humanidad, y que se les enseña a sacrificarse por ella como un destacamento perdido para que atraigan una y otra vez a nuevas genera ciones a tal sacrificio. El trato con la ciencia, cuando no está dirigido y delimitado por ' * Una primera versión de estas reflexiones se encuentra en FP I, 29 [204]. i . ’ Cfr. los fragmentos póstumos y las conferencias no publicadas sobre estos temas, en especial el escrito póstumo que las recoge titulado Sobre el futuro de nuestras instituciones de formación, . Comienzan aquí las consideraciones críticas sobre los doctos o eruditos, que se hallan previa mente en abundantes fragmentos póstumos, p. ej.: FP I, 19 [261, 262, 263, 274, 275, 283, 285, 289, 290], que continuarán sobre todo en el cuaderno 29, y de manera particular cuando Nietzsche pensó dedicar toda una consideración intempestiva al tema de «el docto (o erudito)», cfr. FP 1,29 [163]. Esta cuestión le interesó siempre, como demuestra una importante sección de Más allá del bien y del mal.
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ninguna máxima superior de la educación, sino que cada vez está más desprovisto de cadenas según el exclusivo principio «cuanto más, mejor», es, ciertamente, tan noci vo para los doctos como la doctrina económica del laisserfaire para la moralidad de pueblos enteros Quién sabe aún que la educación de los doctos, cuya humanidad no se debe abandonar ni se debe dejar que se seque por completo, es un problema ex tremadamente difícil — y, en efecto, se puede ver con los ojos esta dificultad si sé presta atención a los numerosos ejemplares que mediante una irreflexiva y demasiado temprana dedicación a la ciencia han crecido torcidos y agraciados con una joroba, Pero hay un testimonio todavía más importante de la ausencia de toda educación su perior, un testimonio más importante y más peligroso y, sobre todo, mucho más ge neral. Si resulta claro de inmediato por qué no se puede educar ahora a un orador, a un escritor —^porque para ellos justamente no hay educadores— ; si resulta casi igual de claro por qué un docto tiene que convertirse ahora en retorcido y alambicado —porque la ciencia, o sea, un abstractum inhumano, es la que debe educarle— en tonces uno acaba por preguntarse: ¿dónde se hallan propiamente para todos nosotros, doctos y no doctos, nobles y humildes, nuestros modelos morales y aquellos de nues tros contemporáneos que merecen renombre, dónde está el contenido visible de toda moral creadora en este tiempo?pTdónde ha ido a parar realmente toda la reflexión sobre cuestiones morales, unas cuestiones de las que, en efecto, se han ocupado todas las sociedades nobles y desarrolladas en todos los tiempos?]Ya no hay ni personas con renombre ni reflexión alguna que sean de esa especie; de'Hecho, se vive del'capitáTdé^ móráiidad heredado, que nüestfos ahtécesóres acumúlaróñ"^^^ no sabe-_ mos aumentar, sino sólo dilapidar; en nuestra sóciedact o bien no seJiabla_^eñ to sobre tales cosas, o bien se'hace con una tóipezá y úiía inexgerigicia n atüiS ^ que han de provocar repugnancia, Se ha llegado así al punto en gue nuestras escuelas y maestros prescinden simplemente de una educación moral o se cóñfoMáh^ malidades: y en que el término <resiinaj)álabra con ja que ri discípulos pueden ya imaginarse hada, una.palabra an^ de la que burlarse — y_ malo si uno no se burla, pues entonces j;e^es^^^^ La explicación de esta lasitud y del estado demiarea baja.de tpdasJas rales es difícil y complicada;'péro nadie que tom^ en consideración la influencia del^ cristianismo victorioso sobre ía moralidad de nuestro nmndo deberá pasar^ por alto la reacción del cristianisrnQ.en.decadencia,..es,.decir,..s,u probable en nuestro tiempq. El cristianismo, mediante la altura de su ideal, sobrepujó de tal modo los sistemas morales antiguos y la naturalidad que de manera similar en todos predominaba, que ante esta naturalidad se llegó a sentir indiferencia y asco; sin embargo, posteriormente, cuando aún se conocía lo mejor y más elevado, pero ya no se era capaz de realizarlo, no se pudo volver ya, por mucho que se quiso, a lo bueno y elevado, esto es, a aquella virtud de los antiguos. El ser humano moderno vive en este vaivén entre el cristianismo y la Antigüedad, entre una cristiandad de las costum bres timorata o engañosa y una emulación de lo antiguo igualmente pusilánime y apocada, y en esta oscilante situación se encuentra mal; el miedo heredado ante lo natural y, una vez más, la renovada atracción de esta naturalidad, el deseo de encon trar un asidero en algún lugar, la impotencia de su conocimiento, que se tambalea de acá para allá entre lo bueno y lo mejor, todo ello genera en el alma moderna un desaso '' Sobre el laissez faire, laissez aller tanto en la ciencia como en la economía política, cfr. FP I, 19 [28] y 19 [262], así como FP I, 29 [22, 24, 26, 52, 222].
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siego y una confusión que la condenan a ser estéril y a no tener alegrí^N unca se nexesitó tanto a los educadores morales y nunca fue tan improbable encontrarlos; en los tiempos en q u ^ o s médicos son de extrema ñecesídadTen las" grandes epidémias, es cuando ellos corren más peligro. P orq u e^ó h d e están los médicos de la humanidad moderna que se mantienen ellos mismos sobre sus propios pies de ma nera tan firme y tan sana que aun puedan sostener a otro y guiarle de la mano ^^l\En las mejores personalidades de nuestro tiempo se encuentra un cierto oscurecnñ^nto y sofoco, un eterno disgusto por la lucha que se libra en su pecho entre simula ción y sinceridad, una inquietud en la confianza en sí mismos — y todo ello les hace enteramente incapaces de ser a la vez, en el camino a tomar y en la disciplina a seguir, guías y maestros de los otros. ;VAsí pues, no deja de ser en realidad sino una ensoñación de mis propios deseos el hecho de que me imaginase que podía encontrar como educador a un verdadero filó sofo, un filósofo que sería capaz de elevarme por encima de la insuficiencia, de esa insuficiencia específica de nuestro tiempo, y un filósofo que me enseñaría de nuevo a ser sencillo y sincero en el pensamiento y en la vida, es decir, a ser intempestivo, tomando esta palabra en su significado más hondo; pues los seres humanos se han hecho ahora tan niúltiples y complicados, que han de ser insinceros cuando quieren realmente hablar, formular sus afirmaciones y obrar en consecuencia. , En tales apuros, necesidades y deseos conocí yo a Schopenhauer^^. \ Formo parte de los lectores de Schopenhauer que, después de haber leído una pri mera página escrita por él, saben con seguridad que leerán todas las demás y que atenderán cada una de las palabras que haya podido decir. Mi confianza en él fiie in mediata y hoy sigue siendo la misma de hace nueve años^'^. Para expresarme de una manera inteligible, aunque inmodesta y necia: yo lo comprendí como si hubiera es crito expresamente para mí. De ahí proviene el que nunca haya encontrado en él una paradoja, aunque sí, aquí y allá, algún pequeño error; pues ¿qué son las paradojas sino afirmaciones que no inspiran confianza, porque el autor las hizo también sin ver dadera confianza, ya que con ellas quería brillar, seducir y, sobre todo, aparentar? Schopenhauer no quiere nunca aparentar: pues escribe para sí, y a nadie le gusta que le engañen, y muchísimo menos a un filósofo que incluso se pone como norma lo si guiente: ¡no engañes a nadie, ni tampoco a ti mismo! No engañes ni siquiera con el complaciente engaño social que conlleva casi toda conversación, y que los escritores imitan de modo un poco inconsciente; y aún menos con el engaño más consciente de la engreída tribuna de los oradores y con los medios artificiales de la retórica. Al con trario, Schopenhauer habla consigo mismo: o, si uno se empeña en imaginárselo con Como documenta F P 1 ,23 [15], Nietzsche en ocasiones pensó en una obra que se titularía «El filósofo como médico de la cultura». Nietzsche descubrió la obra capital de Schopenhauer, E l m u n do c o m o v o lu n ta d y r e p r e s e n ta c ió n , entre finales de octubre y comienzos de noviembre de 1865 en una librería de lance en Leipzig en su segundo año de estudiante universitario. Lo cuenta muy bien en un texto autobiográfico sobre sus dos primeros años en Leipzig que pertenece a sus papeles redactados entre los meses finales de 1867 y los de comienzos de 1868. Véase, sin embargo, lo que Nietzsche escribe cuatro años después: «Mi desconfianza frente al sistema d e s d e e l c o m ie n zo . Se puso de relieve la p e r s o n a , él, típ ic o como filósofo y promotor de la cultura. Sin embargo, la v e n e r a c ió n g e n e r a l se adhirió a lo que había de e fím e r o en su doctrina, a aquello que n o marcó su vida — en contraposición a mí., La producción del filósofo fiie la única in fluencia válida p a r a m í — pero a m í mismo me resultó un obstáculo la superstición del g e n io . Cerrar los ojos». FP II l.“, 30 [9]. Cfr. también la carta a Cósima de 19 de diciembre de 1876.
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un oyente, piénsese en un hijo al que su padre instruye^^ Su hablar es una forma de expresarse honesta, áspera, cordial, ante un oyente que escucha con amor. Nos hacen falta escritores así; La poderosa sensación de bienestar del hablante nos envuelve con el primer sonido de su voz; nos pasa como cuando entramos en el bosque de la mon- ^ taña, que respiramos hondo y de pronto nos volvemos a sentir bien. Hay aquí un aire vigorizante, siempre del mismo tipo, ésa es la sensación que tenemos; hay aquí una cierta candidez y una naturalidad inimitables, como la que tienen los seres humanos que son señores de sí mismos, y que en sí mismos se hallan en casa, en una casa muy rica, ciertamente: en contraposición con los escritores que son ellos mismos los pri meros en asombrarse si, por una vez, han sido ingeniosos, y su exposición se vuelve entonces algo desasosegada y antinatural. De modo que, cuando Schopenhauer había, aún nos recuerda menos al docto, el cual tiene miembros rígidos y torpes por natura leza y es estrecho de pecho y, por ello, interviene de modo, esquinado, cohibido ó afectado; mientras que,^or otra parte, el alma de Schopenhauer, ruda y semejante en alguna medida a los osós^énseñálhtr'taiito Tanoráircom o"^^ y la gfacfál:ortesáiSr3e"íó's buenos escritores franceses, pero en él nadie descubrirá el aparente afrancesamiento, imitado y, por así decirlo, sobreplateado, del que tanto alarde hacen los escritores alemanes. El modo de expresión de Schopenhauer me récuerda en ocasiones un poco a GoSh^^ pero, descoñtañdó esa excepción, en modo^ “algunó^á módelo^ I é m ane^ él sabe decir lo proftmdo^e modo sencillono^ comnóvédorsin retórica, lo "estrictamente científico sin pedantería: y ¿de qué autor alemán lo habría podido aprender? También se mantiene incontaminado de la manera sutil, excesivamente movediza y — dicho sea con permiso— bastante poco alemana de Lessing: lo cual constituye un gran mérito, ya que en cuanto a la exposición en prosa Lessing es el más seductor de los autores alemanes. Y para no callarme por más tiempo lo más elevado que puedo decir de su modo de exposición, le aplicaré su pro pia sentencia, «un filósofo tiene que ser muy honesto para no ^servirse de recursos poéticos o retóricos». En la época de las opiniones públicas afirmar que la honestidad es algo, e incluso que es una virtud, forma parte, por descontado, de las opiniones privadas, que están prohibidas; y por eso no habré alabado a Schopenhauer, sino que sólo lo habré caracterizado, si repito: él es honesto, también como escritor; y hay tan pocos escritores honestos, que se debería desconfiar propiamente de todos los seres humanos que escriben. Sólo conozco un escritor al que, en cuanto afronestidad, pqngo junto a Schopen h ^ r ^ incluso aun más alto: Queun "séfTiumano así haya escrito es algo gracias a lo cual se ha multiplicado de veras el placer de vivir en esta tierra. A mí al menos me sucede que, desde que conocí a esta alma libérrima y poderosísima, he de decir lo que él dice de Plutarco: «me bastó con : que le diera una mirada para que me creciese una pierna o un ala»‘^ Si hubiera que ^ «Era solícito como im padre: esto explica todos los rasgos desagradables de su personalidad, _ su relación con literatos como Frauestadt.» F P 1 ,19 [53]. «Schopenhauer es mdo, como Lutero. Hasta ahora es el modelo más riguroso de un prosistas alemán, ninguno ha tomado tan en serio la lengua y los deberes que ella impone.» FP I, 35 [11]. ■ Comienzan aquí las referencias a la relación de Schopenhauer con Goethe. Conviene tener presente que ya FP 1 ,19 [272] dice: «Schopenhauer — proílmdiza la visión del mundo de la cultura de Goethe y Schiller.» ¡ En un ejemplar de este escrito Nietzsche anotó al margen de este pasaje lo siguiente: «traí ducción incorrecta». El error se lo había expuesto con precisión su amiga Marie Baumgartner en lá ■ carta que le escribió el 3 de abril de 1875, carta que Niertzsche contestó y agradeció en su carta del
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asumir la tarea de encontrar en la tierra una patria y un hogar, yo con él la podría rea lizar. . Schopenhauer aún tiene en común con Montaigne una segunda característica, . además de la honestidad: una genuina serenidad que alegra. A/iis laetus, sibi sapiens [alegre para otros, sabio para sí]. Hay, en efecto, dos clases muy diferentes de sereni dad. El verdadero pensador alegra y reconforta siempre, ya sea. que exprese su serie dad o su broma, su visión humana o su indulgencia divina; sin gestos malhumorados, sin manos temblorosas, sin ojos llorosos, sino con seguridad y sencillez, con coraje y fortaleza, acaso de modo algo caballeresco y duro, pero en todo caso como un vence dor: y esto es precisamente lo que alegra de manera más honda e íntima, ver al dios vencedor junto a todos los monstruos que ha combatido. Por el contrario, la serenidad ju ej^v eces se encuentra en escritores mediocres y en pensadores de corto aliento hace qué su lectura nos empobrezca: como lo experimenté yo, por ejérripíÓ, cóñ'lá '■serenidad de David Stfauss. Francamente, uno se avergüenza de tener a tales contemporáneos’'"sefénos', p^ ellos comprometen ía época y nos comprometen a noso_trq^JqsJÍu^jm que en éllá'ym Semejantes aprendices de ' la serenidad no ven en absoluto los sufrimientos ni los monstruos que, como pensa dores, ellos pretenden descubrir y combatir; y por eso su serenidad provoca disgusto, porque engaña: pues quiere seducir de manera que se tenga la creencia de que en ese trance, luchando, se ha conseguido una victoria. En el fondo, ciertamente, sólo hay serenidad donde hay victoria; y esto vale tanto para las obras de los verdaderos pen sadores como para toda obra de arte. Aunque el contenido sea siempre tan terrible y tan serio como lo es justamente el problema de la existencia: la obra sólo tendrá un efecto agobiante y mortificante si el pensador a medias y el artista a medias han ex tendido por encima de ese problema la bruma de su insuficiencia; mientras que al ser humano nada puede tocarle en suerte que sea más alegre ni mejor que estar cerca de alguno de los que cuentan con abundantes victorias, quienes, puesto que han pensado lo más hondo, han de amar precisamente lo más vivo y, como sabios, terminan incli nándose ante lo bello. Ellos hablan realmente, no balbucean ni tampoco cotorrean imitaciones; se mueven y viven realmente, no de la manera tan siniestramente enmas carada como otras veces suelen vivir los humanos: por eso cerca de ellos nos senti mos al fin realmente bien, nos sentimos humanos y nos sentimos naturales, y, como Goethe, podríamos exclamar: «¡Qué cosa tan extraordinaria y deliciosa es un ser yivo!í¡qué adecuado es a su estado, qué verdadero es, cuánto ser tiene {wie seiend)]}% : vj f 'Yo no describo otra cosa que la primera impresión en cierto modo fisiológica que ScíiopéñlSuer^produjo en mí, esa mágica^íñisión de la fuerza íntim^^ criatura He la naturaleza sobre otra cpTe agonféC^é con elpínmerc) y el más leve de los contactos; día 7 de abril de 1875 a esa amiga, cfr. Nietzsche, R, C o r r e s p o n d e n c ia , v o l III, E n e ro 1 8 7 5 - D i Ed. dirigida por L. E. de Santiago, trad. de A. Rubio, Trotía, Madrid, 2009, pp. 59-60. En su biblioteca Nietzsche tenía dos ediciones de los E s s a is de Montaigne, E s s a is a v e c d e n o te s d e tous le s c o m m e n ta te u r s, París, 1864 y Versiiche, n e b s t d e s V erfassers L e b e n , n a c h d e r n e u e s te n A u sgabe d e s H e r m P e te r d e C o ste , in s D e u ts c h e ü b e r s., 3 vols, Leipzig, 1853-1854. V;.'*® David Strauss había calificado la filosofía de Schopenhauer de «malsana e infructuosa». Nietzsche le critica duramente en DS por su optimismo ingenuo, su desconsideración por las desgra cias del ser humano y su neohegelianismo superficial. También critica, por ello mismo, a Dühring, qué había atacado a Schopenhauer en su obra E l v a lo r d e la v id a (1865), como puede apreciarse en F P .n i.“,21 [13]. Cff. Goethe, J. W., T agebu ch d e r ita lie n isc h e n R e is e , IV, 9, octubre de 1786. ciem bre 1 8 7 9 .
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y si ahora analizo retrospectivamente esa impresión, la encuentro compuesta de tres elementos, dé la impresión de su honestidad, de la de su serenidad y de la de su cons- ' tancia^*. Schopenhauer es honesto porque se habla a sí mismo y porque escribe para sí mismo, es sereno, porque mediante el pensamiento ha vencido lo más difícil, y es constante, porque tiene la obligación de ser así. Su fuerza asciende como una llama cuando se calma el viento, recta y ligera hacia lo alto, inequívoca, sin temblor ni in quietud. Él encuentra su camino en toda ocasión, sin que ni siquiera percibamos que lo ha buscado; antes bien, como obligado por una especie de ley de la gravedad, cqrre: hacia allí de manera muy firme y veloz, manifiestamente inevitable. Y quien haya sentido en alguna ocasión lo que puede significar en nuestra híbrida humanidad; del presente el hecho de encontrar de una vez un ser natural íntegro, afinado, pendiente de sus propios goznes y con amplia movilidad, imparcial y sin trabas, comprenderá mi felicidad y mi admiración cuando e n ^ j t ó a Schopenhauer: tuve el presentimiento de que en él había encontrado a ese educador y fílósóYó jjüé yo a^ buscando durante tanto tiempo. Ciertamente, sólo en fómia de lilDro: y eso fue úh 'déíecto gran de. Tanto más me esforcé entonces por ver a través del libro y por imaginarme a la persona viva cuyo gran testamento tenía que leer, una persona que prometía hacer he rederos suyos sólo a quienes quisieran y pudieran ser más que sus meros lectores: a saber, a sus hijos y discípulos. - .......................... .....................
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Para mí un filósofo es importante en la justa medida en que esté en condiciones de dar ejemplo-^ No hay duda ninguna de que mediante el ejemplo puede arrastrar tras de sí a pueblos enteros; la historia de la India, que es prácticamente la historia dé la filosofía india, lo prueba. Pero ese ejemplo se ha de dar mediante la vida visible y no meramente con libros., es decir, tal como enseñaban los filósofos de Grecia, mé^. diante el rostro, la actitud, el vestido, la comida y las costumbres más que con la pa labra o sólo con la escritura^/Cuánto nos falta en Alemania para esta valiente visibi lidad de una vida filosófica, aún falta todo; muy lentamente se liberan aquí los cuerpos, cuando los espíritus parecen emancipados hace ya tiempo; y, con todo, es sólo una ilusión que un espíritu sea libre y autónomo, si esa conquistada ruptura de cortapisas —que, en el fondo, es autolimitación creadora— no se demuestra una y otra vez de la mañana a la noche mediante cada mirada y cada p asa K ^ t se aferró a^ la universidad, se sometió a los gobiernos, continuó en la apariencia de una fejeiigic^ s á y soportó estar entre colegas'y estudiantes: es, pues; ñátiiraf qué sú éjem^ gene rara sobre todo profesores de universidad y filosofía de p ^ Schopeníiáuer gasta pocos cumplidos con las castas de doctos, se aísla, aspira a la indépendencia del FP I, 34 [48] apunta como características del escritor estas tres: «honesto / jovial [o sereno] / humano (no senil) y no sentimental, no se lamenta.» " FP I, 34 [36] contiene un esquema para los capítulos 3-6 de esta Intempestiva, Esta tesis preocupa a Nietzsche, en especial durante la redacción de su inacabado escrito póstumo La filosofía en la época trágica de los griegos. FP I, 19 [31] dice: «Hay que designar el método con el que ha de vivir el hombre filósofo.» Durante el verano-otoño de 1873 prosiguen estas consideraciones, cfr. el FP I, 29 [205]. Persisten en la primavera-verano de 1874, cfr. FP 1, 34 [37]. Nietzsche vuelve a subrayar aquí el carácter ideal de la figura del filósofo, en ténninos pare cidos a como hiciera en BA y en PHG.
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Estado y de la sociedad — éste es su ejemplo, éste es el modelo que ofrece— comen zando aquí por lo más externo. Pero en la liberación de la vida filosófica todavía se desconocen entre los alemanes muchos grados, que no podrán seguir siempre ignora dos^. N uesfrosjrtistas^yive^^ y honestidad; y el ejemplo más poderoso que tenemos ante los ojos, el de lÜcHáM WápLefr'müestfa c o n ^ ^ tener m iedo'de^ntrar en la contradiccionlharencoñáda con lásToEm existentes, SI quíere s’acaTá'lüz'^lj^rdén y^á^verdad^u^ en'éfTPero la«verdad» de la quetantoTiáBlinli umversiffiíos^^pafece^'s^^^^ ciertamente, una entidad más modesta, delTá~que rió Káy^é~temer niñguñ désófdén ni 'g)sa extraordinaria alguna: es una criatura cómqdá y á^cífelF qué^séj^^ vez a todos los pddéfér^rsfénteTque,Ti es por ella, nacSe deBéfTfénéi^Talñiéh^^
[g^á;y^ueeilarenéfécfó; s51dér<.Á^^ j u £íaTiIósoíia^1^^ ha de olvidarse cada vez más de ser «ciencia pura»: y en H Io ^reci^ L r^ te ra¿ca el gempío de ese Pero es un ínflagro y en afesólüto una cosa menor el hecho de qué fuera ere hasta alcanzar este ejemplo humano: pues le amenazaban tanto en el exterior como en su interior los peligros más descomunales, unos peligros que hubieran aplastado o destrozado a cualquier criatura más débil. A mi parecer, había una alta probabilidad de que el ser humano Schopenhauer sucumbiera para dejar tras de sí, como residuo, en el mejor de los casos, «ciencia pura»: pero, incluso eso, sólo en el mejor de los casos; lo más probable es que no hubieran quedado restos ni de su ser humano ni de esa ciencia. "~~Ün inglés moderno describe el peligro más general que acecha a las personas ex traordinarias que viven en una sociedad atada a lo ordinario, del modo siguiente: «ta les caracteres extraños primero se doblegan, luego se toman melancólicos, después enferman, y por último se mueren. Un Shelley no hubiera podido vivir en Inglaterra y una raza de Shelleys hubiera sido imposible»^^. Nuestros Holderlin y Kleist y tantos otros se perdieron a causa de esa condición extraordinaria suya y no soportaron el clima de la llamada formación alemana; y sólo naturalezas de bronce como Beethoven, Goethe, Schopenhauer y Wagner son capaces de resistir^®. Pero incluso en ellos se muestra el efecto de la lucha extremadamente fatigosa y de la correspondiente crispación en muchos rasgos y armgas: su respirar se produce con más dificultad y su tono es con facilidad demasiado violento. Aquel diplomático experimentado que ha bía visto a Goethe y hablado con él sólo superficialmente, dijo a sus amigos: Voilá un homme, qui a eu de grfinds chagrins! — que Goethe tradujo así: «¡he aquí uno de esos que han tenido que partirse el pecho!» «Si en los rasgos de nuestro rostro no se puede borrar la huella del sufrimiento superado, de la actividad llevada a cabo,» aña Una primera y muy crítica versión de lo aquí expuesto se encuentra en FP I, 30 [18] Las relaciones entre la filosofía y la ciencia son uno de los temas centrales de la reflexión nietzscheana: «No se trata de desti-uir la ciencia, sino de d o m in a rla . En todos sus fines y en todos sus métodos depende completamente de ideas filosóficas, p e r o e lla s e o lv id a d e e s to f á c ilm e n te . L a fil o s o f í a d o m in a n te , s in em b a rg o , d e b e r e fle x io n a r ta m b ié n s o b r e e l p r o b le m a d e h a s ta q u é p u n to p u e d e c r e c e r la c ie n c ia : ¡la f il o s o f í a tie n e q u e f i j a r e l VALOR!». FP I, 19 [24].
Como demostró J. Salaquarda, ese «inglés moderno» se refiere a Walter Bagehot, y Nietzsche lo cita a partir de su obra D e r U rs p r u n g d e r N a tio n e n . B e tra c h tu n g e n ü b e r d e n E in flu ss d e r n a tü rlich en Z u c h tw a h l u n d d e r V ererbu n g a u f d ie B ild u n g p o litis c h e r G e m e in w e s e n , Leipzig, 1874, p. 167, ejemplar que tenía en su biblioteca. Salaquarda indicó que Nietzsche había hecho una cita incorrecta, ya que Bagehot dice que Shelley no hubiera podido vivir, en «Nueva Inglaterra». En una anotación manuscrita Nietzsche había escrito en primer lugar «Lutero».
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de él, «no es de extrañar que todo lo que quede de nosotros y de nuestro esfuerzo lle ve esa misma huella»^^. Y esto lo dice Goethe, a quien nuestros filisteos de la forma ción señalan como el más feliz de los alemanes, para demostrar de ese modo la tesis de que entre ellos tiene que ser posible, en efecto, llegar a ser feliz — con la segünda intención de que no haya que perdonar a nadie que entre ellos se sienta infeliz y soli tario. Por esa razón, e incluso con gran crueldad, han establecido y explicado en la práctica el principio de que en todo aislamiento hay siempre una culpa secreta^®. Pues bien, el pobre Schopenhauer también tenía en el corazón una culpa secreta semejante, concretamente la de estimar su filosofía más que a sus contemporáneos; y fue además muy infeliz al saber precisamente por Goethe que, para salvar la existencia de su fi losofía, tenía que defenderla a toda costa de la indiferencia de sus contemporáneos; pues hay una especie de censura inquisitorial en la que^ según el juicio de Goethe, los alemanes han ido lejos; se llama: silencio inquebrantable. Y con ello cuando menos ya se consiguió que la mayor parte de la primera edición de la obra principal de Scíiópenhauer tuviera que ser convertida en pasta de papeP’. El inminente peligro de’cjüe : su gran obra, simplemente por indiferencia, quedara reducida de nuevo a nada, le lle vó a una inquietud terrible y difícil de controlar; no aparecía ni un solo adepto de re levancia. Nos entristece verle a la caza de cualquier indicio de su notoriedad; y su triunfo final, sonado y clamoroso, llegado ya el momento en que efectivamente se le leía («legor et legar»), tiene algo de doloroso y conmovedor. Precisamente todos esos rasgos en que él no deja que se note la dignidad del filósofo muestran a la persona sufriente que teme por sus bienes más nobles; así, le atormentaba la preocupación de perder su modesto patrimonio y acaso no poder ya mantener su posición pura y Ver daderamente antigua respecto a la filosofía; así, se equivocó a menudo en su exigen cia de seres humanos enteramente dispuestos a confiar en él y prestos a compartir sus sufrimientos, de manera que tuvo que volver una y otra vez con una mirada melancó lica a su perro fiel. Él era por entero y por completo un eremita — no le consoló ni un solo amigo de talante verdaderamente similar — y entre uno y ninguno media aquí, como siempre entre algo y nada, una infinitud. Nadie que tenga verdaderos ami-; gos sabe qué es la verdadera soledad, aunque tenga a su alrededor el mundo entero én; su contra^^. — Ay, bien me doy cuenta de que no sabéis qué es el aislamiento..Allí donde ha habido sociedades, gobiernos, religiones, opiniones públicas, que dispusier sen de mucho poder, en una palabra, allí donde haya habido una tiranía, allí se ha odiado al filósofo solitario; pues la filosofía ofrece al ser humano un asilo en él que ninguna tiranía puede penetrar, la caverna de la interioridad, el laberinto del pecho: y eso fastidia a los tiranos. En esa cueva se ocultan los solitarios: pero también éií ese enclave acecha a los solitarios el mayor peligro. Estos seres humanos que'han refu giado su libertad en la zona interior, también tienen que vivir exteriormente, han de hacerse visibles, han de dejarse ver; ellos mantienen innumerables relaciones huma nas por nacimiento, residencia, educación, patria, azar, e importunidad ajena; asimis mo se les suponen innumerables opiniones, simplemente porque son las que predo- , minan; toda gesticulación facial que no sea una explícita negación, vale como ” Cfr. IGB, 209. Cfr. M. 499. Sobre la destrucción de la primera edición de la obra capital de Schopenhauer hay varias re ferencias en los ffa ^ e n to s póstumos, cfr. F P 1 ,19 [53,203]. «Característica de Schopenhauer; el solitario en la más alta sociedad.» FP I, 19 [8].
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aprobación; todo movimiento de la mano que no destruye, es interpretado como asen timiento. Estos solitarios y libres de espíritu saben muy bien — que de continuo y en cualquier sitio parecen diferentes de lo que piensan: mientras ellos no .quieren nada más que verdad y honestidad, a su alrededor hay una red de malentendidos; y su vehe mente deseo no puede impedir, ciertamente, que permanezca sobre sus acciones una neblina de opiniones falsas, de acomodación, de concesiones a medias, de silencio indulgente, de interpretación equivocada. Ello condensa una nube de melancolía so bre su frente: pues tales naturalezas odian más que a la muerte el hecho de que apa rentar sea una necesidad; y tal exasperación permanente por todo eso los convierte en volcánicos y amenazadores. De cuando en cuando toman venganza de la violenta ocultación de sí mismos, de su forzada cautela. Salen de su caverna con terribles ex presiones en la cara; sus palabras y sus obras son entonces explosiones, y es posible que se arruinen a sí mismos. Schopenhauer vivía de este modo tan peligroso. Preci samente tales solitarios necesitan amor, necesitan compañeros ante quienes puedan ser tan abiertos y sencillos como lo son ante sí mismos, compañeros en presencia de los cuales desaparezca la crispación de la reticencia y del fingimiento. Apartad a es tos compañeros y generaréis un peligro en aumento; Heinrich von Kleist sucumbió a esta falta de amor, y el antídoto más terrible contra las personas extraordinarias es empujarlas a que se recluyan hondamente en sí mismas de tal modo, que cada reapa rición suya se convierta en una erupción volcánica. No obstante, vuelve a haber siem pre un semidiós que soporta vivir bajo condiciones tan terribles, que soporta vivir victoriosamente; y, si queréis escuchar sus cantos solitarios, escuchad música de BeeÉste fue el primer peligro a cuya sombra creció Schopenhauer: el aislamiento. El segundo se llama: la desesperación de la verdad. Este peligro acompaña a todo pen sador que sigue su camino a partir de la filosofía kantiana, presuponiendo que sea un ser humano vigoroso y entero en el sufrir y el apetecer, y no una traqueteante máqui na de pensar y calcular. Pero ahora todos nosotros sabemos muy bien en qué vergon zosa situación se está al hacer precisamente esa presuposición; en efecto, me parece como si tan sólo en poquísimos seres humanos hubiera intervenido Kant de un modo vivo y les hubiera transformado la sangre y los humores. Es verdad que, como puede leerse por todas partes, desde la hazaña de este docto silencioso debe haber estallado una revolución en todos los campos del espíritu; pero yo no puedo creerlo. Pues no lo veo, claramente en los seres humanos que, como tales, tendrían sobre todo que haber se revolucionado ellos mismos, antes de que pudieran hacerlo campos enteros, fueran éstos los que fueran. Pero tan pronto como Kant empezara a ejercer una influencia popular, la percibiríamos en la forma de im escepticismo y un relativismo disolventes y desintegradores; y sólo en los espíritus más activos y nobles, los de quienes nunca han aguantado en la duda, entraría en el lugar de ésta esa conmoción y esa desespe ración de toda verdad, como las vivió, por ejemplo, Heinrich von Kleist por haber sufrido el efecto de la filosofía kantiana. «Hace poco, escribe él en una ocasión en su conmovedor estilo, entré en conocimiento con la filosofía kantiana — y ahora te he Ésta es una de las pocas referencias a la música en esta Intempestiva, quizá por el deseo de reservar el tema para la siguiente, dedicada a Wagner, de todos modos en fragmentos póstumos de los primeros meses de 1874 hay afirmaciones muy sugerentes, como ésta: «La música está en pleno florecimiento. ¡Beethoven es infinitamente superior a Goethe! / Su sentido fue comprendido por Schopenhauer.» FP I, 32 [83], Cfr. también los fragmentos 34 [31] y 34 [32].
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de comunicar un pensamiento de esa filosofía, en cuanto me es lícito no temer que te : vaya a conmocionar tan honda, tan dolorosamente como a mí. — Nosotros no pode mos decidir si lo que llamamos verdad es verdaderamente verdad o si sólo nos lo pa rece así. Si es lo último, entonces la verdad que aquí vamos recogiendo, después de la muerte ya no es nada, y todo el esfuerzo por adquirir una propiedad, que nos sigue incluso a la tumba, es un esfuerzo vano. — Si la punta de este pensamiento no toca tu corazón, no te sonrías de otro que por ello se siente hondamente herido en su más sa grado interior. Mi meta única, mi meta suprema se ha hundido y ya no tengo ningu na^'*.» Sí, ¿cuándo volverán a sentir los seres humanos de tal modo kleistiniano-natural, cuándo aprenderán de nuevo a medir el sentido de una filosofía en primer lugar por su «más sagrado interior»? Y, no obstante, esto es necesario ante todo para valorar lo que después de Kant puede ser para nosotros precisamente Schopenhauer — a sa ber, el guía que desde la sima del malhumor escéptico o de la renuncia crítica condu ce a la cima de la consideración trágica, con el cielo nocturno con sus estrellas, infi nito, sobre nosotros, y quien se ha guiado a sí mismo, el primero, a lo largo de este canlino^^ Ésta es su grandeza, que se confrontó a la imagen de la vida como un todo, para interpretarla como un todo^^; mientras que las cabezas más agudas no se liberan del error de que nos aproximaríamos a esta interpretación si investigásemos fatigosa mente los colores, y con ello la materia sobre la que está pintado este cuadro; acaso con el resultado de que es un lienzo tejido de manera enteramente intrincada y recu bierto de colores que son químicamente inescrutables. Hay que adivinar al pintor para comprender el cuadro, — Schopenhauer lo sabía Actualmente, sin embargo, la cofradía entera de todas las ciencias está interesada en comprender ese lienzo y esos colores, pero no el cuadro; no obstante, se puede decir que sólo aquel que haya cap tado firmemente en la mirada la pintura general de la vida y de la existencia se servi rá de las ciencias particulares sin daño propio, pues sin una regulativa imagen global de este tipo dichas ciencias son sogas que en parte alguna llevan al final y hacen aún más embrollado y laberíntico el curso de nuestra vida. En esto, como ya se ha dicho, es Schopenhauer grande, en que va tras esa imagen como Hamleftras el espíritu, sin dejarse desviar, como hacen los doctos, y sin caer en el entramado que ha tejido la escolástica conceptual, como es el destino de los dialécticos desenfrenados. El estu dio de todos los que son semifilósofos ^ medias sólo es atrayente porque sirve para conocer que ellos enseguida caen en esos lugares de la estructura de las grandes filo sofías en que están permitidos el pro y el contra eruditos, en que es lícito cavilar, du dar, contradecir, y porque sirve para reconocer que de ese modo ellos eluden la exi gencia de toda gran filosofía, la cual, en cuanto totalidad, simplemente dice esto: he aquí la imagen de toda vida, aprende de ella el sentido de tu vida. Y a la inversa: lee solamente tu vida, y comprende a partir de ella los jeroglíficos de la vida que es co mún a todos. Y de este modo es como también se debe interpretar siempre la filosofía de Schopenhauer en primer lugar: de una manera individual, efectuada por el indivi duo exclusivamente para él mismo, con el fin de lograr discernimiento en su propia miseria y necesidad, en su propia limitación, y conocer así los antídotos y consuelos: Cfr. Carta de Heinrich von Kleist a Wilhelmine y Ulrike de los días 22 y 23 de marzo de 1801. Una afirmación contenida en FPI, 19 [248] ya expone esta tesis: «Lo trágico, mejor dicho, la resignación del conocimiento después de Kant.» «[...] aquella mirada proftmda y total como la poseía Schopenhauer.» FP I, 23 [1]. «Después de Kant la filosofía ha muerto. Schopenhauer simplificador, termina con la esco lástica». FP I, 19 [321]. CÍT. también 19 [322].
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a saber, el sacrificio del yo, la sumisión a los propósitos más nobles, sobre todo a los de la justicia y la misericordia. Schopenhauer nos enseña a distinguir entre las exi gencias verdaderas y las aparentes para el fomento de la felicidad de los seres huma nos: cómo ni el hacerse rico, ni el ser respetado, ni el ser docto pueden sacar al individuo de su honda insatisfacción por la falta de valor de su existencia, y cómo el esfoizarse por estos bienes sólo cobra sentido mediante una meta de conjunto elevada y transfiguradora: adquirir poder para, mediante él, ayudar a la p ^ s is y ser un poco corrector de las locuras y torpezas de ésta. En un primer momento, ciertamente, sólo para uno mismo; pero, al final, y a través de uno mismo, para todos. Se trata, por lo demás, de una aspiración que conduce proñmda e íntimamente a la resignación: pues {son tantas y tantas las cosas que aún pueden corregir se realmente en lo individual y en lo general! •>.__ Si aplicamos precisamente estas palabras a Schopenhauer, tocamos el tercer y más peculiar peligro en que vivió, y que se hallaba oculto en la estructura entera y en el es- ^ queleto de su ser. Todo ser humano suele encontrar previamente en sí mismo una lim i-' tación, tanto de su talento como de su querer moral, que le llena de añoranza y melan colía; y así como desde el sentimiento de su pecaminosidad brota su anhelo hacia el santo, del mismo modo experimenta en sí, como ser intelectual, una honda exigencia hacia el genio.'Aquí está la raíz de toda verdadera cultura; y si por ésta yo entiendo la añoranza de los seres humanos por renacer como santos y como genios, sé igualmente que no hace falta ser budista para comprender este mito. Allí donde encontramos talen to sin esa añoranza, sea en el círculo de los doctos o incluso en los presuntamente for mados, el talento nos produce repugnancia y náuseas; pues barruntamos que tales seres humanos, con todo su espíritu, no fomentan sino que impiden una cultura en ciernes y la procreación del genio — que es la meta de toda cultura^*. Se trata de un estado de endurecimiento, igual en valor a esa virtuosidad rutinaria, fría y orgullosa de sí misma, que es también la que más lejos está, y más alejado mantiene, de la verdadera santidad. Ahora bien, la naturaleza de Schopenhauer contenía una dualidad rara y extremada mente peligrosa. Pocos pensadores han sentido en tal medida y con tan incomparable determinación:que el genio laboraba en ellos; y su genio le prometía lo supremo — que no habría surco más hondo que el que la reja de su arado abriría en el suelo de la huma nidad moderna. Así supo que una mitad de su ser estaba contenta y satisfecha, sin de seos, segura de su fuerza, y así ejerció su vocación con grandeza y dignidad como quien la culmina victoriosamente. En la otra mitad vivía una añoranza impetuosa; la com prendemos cuando oímos que se apartaba con dolorosa mirada de la imagen del gran fundador de La Trapa, Raneé, con las palabras: «esto es cosa de la gracia»^^. Pues el genio anhela con mayor hondura la santidad porque desde su atalaya ha visto más lejos y más claro que cualquier otro ser humano, hacia abajo, hacia la conciliación de cono cimiento y ser, hacia adentro, hacia el reino de la paz y de la voluntad negada, más allá, hacia la otra orilla de ía que hablan los hindúes. Pero aquí está precisamente el milagro: cuán inconcebiblemente entera e inquebrantable tenía que ser la naturaleza de Scho penhauer si ni siquiera esta añoranza pudo destruirla y, no obstante, tampoco se endu reció. Lo que esto quiere decir lo comprenderá cada cual en la medida de lo que uno Cfr. la carta a C. v. Gersdoríf de 28 de septiembre de 1869, en la que Nietzsche, algunos años antes, confesaba que Wagner «constituye la ilustración viviente de lo que Schopenhauer llama genio». Cfr. Gwinner, W., Arthiir Schopenhauer aus perspmilichen Umgange darstellU Leipzig, 1862, p. 108.
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realmente es, y del grado en que lo es: pero ninguno de nosotros 16 comprenderá por completo, en toda su gravedad. 1 > Cuanto más se reflexiona sobre los tres peligros descritos, tanto más extraño resulta que Shopenhauer se defendiera de ellos con tal energía, así como que saliera de la lucha tan sano y erguido. Ciertamente, también salió con muchas cicatrices y muchas heridas abiertas; y en un estado de ánimo que acaso se manifieste un tanto demasiado áspero,y hasta demasiado belicoso en algunos momentos. Incluso sobre el más grande de los humanos se eleva su propio ideal. A pesar de todas esas cicatrices y máculas, sigué in cólume que Schopenhauer puede ser un modelo. Se podría incluso decir esto: lo que en su ser era imperfecto y demasiado humano nos conduce precisamente, en el sentido más humano, a su inmediata proximidad, pues le vemos como sufriente y como compa ñero en el sufrimiento, y no sólo en la excluyente alteza del genio"*®. Esos tres peligros, inherentes a la propia constitución, que amenazaban a Schor penhauer, nos amenazan también a todos nosotros. Cada cual lleva en sí, como el nú cleo de su ser, una singularidad productiva; y cuando uno se hape consciente dehesa singularidad, aparece a su alrededor un extraño resplandor, el resplandor de lo ex traordinario. Esto es para la mayoría de los humanos algo insoportable: porque, como , se ha dicho, los humanos son perezosos y porque esa singularidad conlleva una cade na de fatigas y de cargas. No cabe ninguna duda de que para el individuo extraordi nario que carga con esta cadena la vida pierde casi todo lo que de ella se anhela en la juventud, a saber, serenidad, seguridad, ligereza, honor; la suerte del aislamiento és el regalo que le hacen sus congéneres; el desierto y la caverna se presentan de inmediar to, viva él donde quiera. Que cuide, pues, de no dejarse someter, de no convertirse en deprimido y melancólico. Y por eso debe rodearse de imágenes de buenos y brayos luchadores, como lo fue el propio Schopenhauer. Pero incluso el segundo peligro que amenazaba a Schopenhauer no es enteramente excepcional. Aquí y allá hay alguno, provisto por naturaleza de mirada penetrante, cuyos pensamientos transitan a gusto la doble vía dialéctica; qué fácil es, si despreocupadamente deja sueltas las riendas de su talento, que sucumba como ser humano y lleve una vida de espectro casi exclusi vamente en la «ciencia pura»: o que, acostumbrado a buscar en las cosas el pro y e l: contra, no acierte a qué atenerse en definitiva en cuanto a la verdad, y de ese modo tenga que vivir sin coraje ni confianza, negando, dudando, corroyéndose, sin conten to, con la esperanza reducida a la mitad y aguardando la decepción: «¡ni un perro querría seguir viviendo asP‘1» El tercer peligro es el endurecimiento, en lo moral o en lo intelectual; el ser humano desgarra el lazo que lo urna a su ideal; deja de sér.fecimdo y de reproducirse en este o en aquel campo, llega a hacerse débil o inútil pára el sentido de la cultura. La singularidad de su ser se ha convertido en átomo indivisi; ble e incomimicable, en roca gélida. Y de este modo uno puede deteriorarse por la singularidad al igual que puede hacerlo por el miedo a la singularidad, recogiéndose en sí mismo y abandonándose uno a sí mismo, en la añoranza y también en el endu recimiento: pues vivir significa en fin de cuentas estar en peligro. •: i Además de estos peligros inherentes a su entera constitución a los que Scho penhauer habría estado expuesto, hubiese vivido en este o en aquel siglo — hay aún En EH Nietzsche confiesa: «En Schopenhauer como educador está inscrita mi historia más íntima, mi devenir». EH, Las Intempestivas, af. 3. Cfr. la carta a C. v. Gersdorff de finales de sep; tiembre de 1869. Cfr. Goethe, J. W, Fausto /, 376. 'ü . )
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otros peligros que le llegaron de su época\ y esta distinción entre peligros constituti vos y peligros epocales es esencial para comprender la vertiente modélica y educativa en la naturaleza de Schopenhauer.rímaginemos el ojo del filósofo concentrando su mirada en la existencia {Dasein)'. él quiere determinar de nuevo su valor. Pues ése ha sido el genuino trabajo de todos los grandes pensadores, ser los legisladores de la me dida, la moneda y el peso de las cosas. ¡Cuántas dificultades ha de tener si la huma nidad que ve en primer, lugar es precisamente un fruto deficiente y carcomido por gusanos! ¡Cuánto ha de añadir al desvalor de la época actual para ser justo en defini tiva con la existencia! Si es valiosa la dedicación a la historia de pueblos antiguos o extraños, aún lo es más para el filósofo que quiera dar un juicio justo sobre el destino humano en su conjunto, no sólo, así pues, sobre el destino medio, sino también y en especial sobre el destino supremo que puede corresponder a personas individuales o a pueblos enteros. Ahora bien, todo presente es importuno, actúa sobre el ojo y lo de termina, aunque el filósofo no quiera que esto suceda; y, en el total de la cuenta, se lo tasará involuntariamente con una estimación demasiado alta. Por ello el filósofo ha de valorar bien su época en aquello que la diferencia de otras y, a la vez que supera para sí el presente, también lo ha de superar en la imagen de la vida que ofrece como . filósofo, esto es, lo ha de hacer imperceptible y, por así decirlo, le ha de añadir una : capa más de pintura. Ésta es una tarea difícil, incluso apenas realizable. El juicio de lós antiguos filósofos griegos sobre el valor de la existencia dice mucho más que un juicio moderno, porque ellos tenían ante sí y en torno a sí la vida misma en una exu berante plenitud, y porque en ellos el sentimiento del pensador no se enmarañaba, como entre nosotros, en la escisión entre el deseo de libertad, de belleza, de grandeza de la vida, y el impulso hacia la verdad, que sólo pregunta: ¿qué valor tiene en defi nitiva la existencia? Para todas las épocas sigue siendo importante saber lo que Empédocles, en medio del placer de vivir más vigoroso y superabundante de la cultura griega, dijo sobre la existencia; su juicio tiene mucho peso, sobre todo porque no lo ha refutado ningún juicio contrario de cualquier otro gran filósofo de aquella misma : época grande. Lo único que lo distingue es que habla con máxima claridad, pero en el fondo — esto es, si uno abre un poco sus oídos, todos ellos dicen lo mismo. Un pensador moderno sufrirá siempre, como hemos dicho, por un deseo insatisfecho: í exigirá que, primero, se le muestre de nuevo la vida, una vida verdadera, roja, sana, para dictar entonces sobre ella su sentencia judicial. Al menos para sí mismo considerará necesario que ha de ser un ser humano vivo antes de que le sea lícito creer que puede ser un juez justo. He aquí la razón de que los filósofos modernos formen parte : precisamente de los más poderosos promotores de la vida, de la voluntad de vivir, y ’ de que ellos, desde su propia época agotada, ansíen ardientemente una cultura, una : physis transfigurada. Pero esta nostalgia es también su peligro: en ellos el reformador de la vida lucha con el filósofo, es decir: con el juez de la vida''^ Se incline la victoria : adonde se incline, será una victoria que conllevará en ella misma una pérdida. ¿Y cómo se salvó Schopenhauer también de este peligro?
,, Sobre la tarea del juez de la vida, F P 1 ,29 [144] tiene una interesante variación a propósito de Schopenhauer: «Schopenhauer opina que quizás toda genialidad consiste en el recuerdo exacto del transcurso de su propia vida. Si la meta ñjese el conocimiento puro — ¿sería nuestra época, enton ces, la época más genial? ¿El máximo conocimiento de hombres y cosas seria signo de la grandeza? ¿La tarea de toda generación es ser juez? Pienso, al contrario, que la tarea es más bien hacer algo que los que vienen detrás puedan juzgar.»
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Si a todo ser humano grande se lo considera, incluso de manera preferente, preci samente como el hijo genuino de su época y, en todo caso, si sufre todos los defectos' de ésta de manera más intensa y más sensible que todos los humanos más pequeños, entonces la lucha de uno de los grandes de tales características contra su época no será, en apariencia, sino una lucha insensata y destructiva contra sí mismo. Pero eso es así, justamente, sólo en apariencia; pues de su época él combate aquello que le imr pide ser grande, lo cual en su caso sólo significa esto: ser libre y ser plenamente él mismo**^ De aquí se sigue que su enemistad se dirigirá en el fondo precisamente con tra lo que sin duda está en él mismo, pero no es propiamente él mismo, es decir, con- , tra la confusión y la coexistencia impuras de aquello que es reacio a las mezclas y eternamente incompatible con otras cosas, contra la falsa soldadura de lo tempestivo con lo que en él hay de intempestivo; y, al final, el presunto hijo de la época se revela solamente como hijastro de la misma. Así es como Schopenhauer se resistió, ya des- : de su temprana juventud, a esa falsa, vanidosa e indigna madre, su época, y al expul sarla, por así decirlo, fuera de él, purificó y curó su ser, y se encontró de nuevo a sí misr mo en la salud y la pureza que eran propiamente suyas. Por eso los escritos de Schopenhauer se han de utilizar como un espejo de la época; y no se debe ciertamente a un defecto de este espejo que en él todo lo tempestivo sólo sea visible como una en fermedad deformante, como flaqueza y palidez, como ojos hundidos y facciones exte nuadas, como los sufrimientos perceptibles de esa condición de hijastro. La añoranzá de una naturaleza fuerte, de una humanidad sana y sencilla, era en él una añoranza de sí mismo; y tan pronto como hubo vencido a la época en él mismo, tuvo también que percibir en sí, con ojo asombrado, al genio. Entonces se le desveló el secreto de sü ser, se malogró el propósito de ocultarle su genio que tenía esa madrastra, su época, y se descubrió el reino de la physis transfigurada. Si ahora dirigía su ojo intrépido a la cuestión: «¿cuál es en definitiva el valor de la vida?», no tenía ya que condenar a una época confusa y agotada ni a la vida falsamente turbia que era propia de ella, Bien sabía él que sobre esta tierra aún es posible encontrar y alcanzar algo más ele-r vado y más puro que una vida tempestiva semejante, y que todo aquel que sólo cono ce y valora la existencia según esa fea figura, le causa una amarga injusticia. No, ahora se llama al genio mismo para e sc u c h a rji^ te , que es el fruto supremo de la vida, pueda quizá, en definitiva, justificarla;’^el ser humano magnífico y creadoTéT quien debe responder a la pregunta: «¿afirmas tú por tanto, en lo más hondo del co razón, esta existencia? ¿Te satisface? ¿Quieres ser su intercesor, su redentor? Pues bastará un único y veraz ¡sí! de tu boca — y la vida, tan gravemente acusada, será absuelta». — ¿Qué respuesta dará? — La respuesta de Empédocles.
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Aunque esta última insinuación pueda de momento quedar incomprendida: a mí ahora me interesa algo muy comprensible, a saber, aclarar cómo gracias a Scho penhauer todos nosotros podemos educarnos contra nuestra época — ya que gra cias a él tenemos la ventaja de conocerla realmente. ¡Si es que eso es efectivamen Lucha contra la propia época (gegen die Zeit) a favor de un tiempo futuro: es el pensamiento que Nietzsche ha desarrollado en HL como lo que justamente caracteriza al genio. Un esquema de este capítulo se halla en FP I, 32 [77].
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te una ventaja! En todo caso, quizá pasados unos siglos ya no sea posible hacerlo ;; en modo alguno. Me divierto imaginándome cosas como las siguientes, que pronto los seres humanos se hartarán de una vez de leer, y de los escritores también, que un día el docto se pondrá a reflexionar, hará testamento y ordenará que su cadáver sea quemado junto con los libros de su propiedad, y con sus propios escritos sobre todo! Y si los bosques tuvieran que ir disminuyendo y escaseando, ¿no ocurriría en algún momento del tiempo que las bibliotecas se usarían como leña, como paja y broza? La mayoría de los libros han nacido ciertamente del humo y el vapor de las cabezas: que se conviertan, pues, de nuevo en humo y en vapor. Y si esos libros no tenían fuego en su interior, que el fuego los castigue por ello. Así pues, sería posible que a un siglo posterior quizá nuestra época le resultase precisamente un saeculum obscurum; porque con los productos procedentes de ella esos futuros humanos se podrían calentar las estufas con suma rapidez y durante muchísimo tiempo. Qué afortunados somos, en consecuencia, por haber podido aún conocer esta época. Porque, suponiendo que tenga algún sentido el hecho concreto de ocuparnos de ella, será de todos modos una suerte que lo hagamos tan a fondo como sea posible, de manera que no nos queden ya dudas de ningún tipo sobre ella"*^: y esto es preci samente lo que nos ofrece Schopenhauer. — ; : Por supuesto, la suerte sería cien veces mayor si de esa investigación resultase que todavía no hubiera existido nunca algo tan orgulloso y lleno de esperanza como esta época. Pero también hay ahora mismo gente ingenua en algún rincón de la tierra, tal vez en Alemania, que está dispuesta a creer algo así, incluso que habla con toda se riedad de que desde hace unos pocos años el mundo se ha corregido, y que los «he chos» han refutado a aquel que acaso pueda tener sus graves y tenebrosas considera ciones sobre la existencia. Pues así estarían las cosas: la fundación del nuevo Reich alemán sería el golpe decisivo y demoledor contra todo filosofar «pesimista», — a eso no habría nada que se le pudiera objetar. — Quien ahora quiera responder preci samente a la pregunta sobre qué ha de significar en nuestra época el filósofo como educador, no tiene más remedio que dar respuesta a esa opinión tan extendida, y muy cultivada sobre todo en las universidades, y tiene que hacerlo de este modo: es una vergüenza y una ignominia que una adulación tan repugnante, tan entregada al servi cio de los ídolos de la época, pueda ser formulada y repetida por seres humanos que se supone que piensan y que son honorables — ello es una prueba de que ya no se tiene ni remota idea de lo alejada que está la seriedad de la filosofía de la seriedad de un periódico. Tales seres humanos han perdido el último resto no sólo de lo que es un talante filosófico, sino también de un talante religioso, y en su lugar todos han adqui rido no precisamente el optimismo, sino el periodismo, el espíritu y la falta de espíri tu del día y de los diarios. Toda filosofía que crea que gracias a un acontecimiento político el problema de la existencia se ha desplazado o incluso se ha resuelto, es una filosofía de broma y una pseudofilosofía. Desde que el mundo existe se han fundado ya muchos Estados; es una vieja historia. ¿Cómo podría bastar una innovación políti ca para convertir de una vez por todas a los seres humanos en satisfechos habitantes de la tierra? No obstante, si alguien cree realmente de corazón que esto es posible, debe darse a conocer: pues de verdad merece llegar a ser catedrático de filosofía en una universidad alemana, como Harms en Berlín, Jürgen Meyer en Bonn y Carriére en Múnich. De todo este pasaje hay ya una primera redacción en FP 1,29 [225].
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Porque en esto estamos viviendo las consecuencias de esa doctrina predicada re cientemente desde todas las azoteas, a saber, la doctrina que dice cjue el Estado es la meta suprema de la humanidad, y que para un hombre no hay ningún deber más ele vado que servir al Estado: en lo cual no reconozco yo una recaída en el paganismo, sino una recaída en la estupidez^^. Pudiera ser que un hombre semejante, el hombre que ve en el servicio al Estado su deber supremo, tampoco conozca realmente debe res más elevados; pero por esa razón, ciertarhente, sigue habiendo más allá otros hombres y deberes — y imo de estos deberes que, para mí al menos, ha de ser tenido como más elevado que el servicio al Estado, exige que se destruya la estupidez bájo todas sus figuras, por tanto, que se destruya también esa estupidez. Ésta es la razón por la que me ocupo aquí de ima especie de hombres cuya teleología apunta a algo que está por encima del bienestar de un Estado, de los filósofos, e incluso me ocupo de éstos sólo en relación con im mundo que de nuevo es bastante independiente del bienestar del Estado, el mundo de la cultura. Pues de los muchos anillos que, inserta dos los unos con los otros, constituyen todos ellos la esencia humana común, unos son de oro y otros de tumbaga. ;:í ^ Así las cosas, ¿cómo considera el filósofo la cultura en nuestra época? De muy 'diverso modo, por supuesto, que esos catedráticos de filosofía que están a placer en "SU Estado'*^. En los momentos en que el filósofo piensa en la prisa general y en la creciente velocidad de caída, en la súbita ausencia de toda contemplación y de toda simplicidad, casi le parece como si estuviera notando los síntomas de un exterminio y un desarraigo completos de la cultura. Las aguas de la religión refluyen y, dejan , pantanos o estanques; las naciones se separan de nuevo con máxima hostilidad y an sian destrozarse. Las ciencias, practicadas sin ninguna mesura y con el más ciego, laissezfaire, desintegran y disuelven todo aquello en lo que se creía con firmeza; los estamentos y los Estados que gozan de formación son arrastrados por una economía monetaria grandiosamente despreciable. Nunca ha sido el mundo más mundano, nun ca ha sido más pobre en amor y bondad. Los estamentos doctos ya no son faros,o asilos en medio de todo este desasosiego de mundana secularización; pues ellos mis mos se vuelven día a día más desasosegados, más faltos de ideas y de amor. Todo sir ve a la barbarie que está viniendo, incluidos el arte y la ciencia actuales. Quien cuen ta con formación (Gebildete) ha degenerado hasta convertirse en el peor enemigó de la genuina formación (Bildung), pues quiere engañar disimulando la enfermedad ge^ neral y se convierte entonces en un obstáculo para los médicos. Estos pobres picaros exhaustos se enfurecen si se habla de su debilidad y se opone resistencia a su dañino: espíritu mendaz. Con muchísimo gusto desearían hacer creer que han obtenido el pre4 mió adelantándose a todos los siglos, pero ellos se mueven con un buen humor fingi do. Su manera de simular felicidad tiene ,a veces algo de conmovedor, porque así su felicidad es enteramente incomprensible. Ni siquiera querría uno preguntarles lo que De la primavera-otoño de 1873 son estos fragmentos postumos que Nietzsche tomó de sú maestro: «Schopenhauer: Por eso tales correctores del lenguaje deben ser castigados sin ninguna excepción, como los alumnos de una escuela. Todo el que sea bien intencionado e inteligente tome partido conmigo en favor de la lengua alemana y contra la estupidez alemana». F P 1 ,27 [27]. «Scho penhauer diría de Strauss: es un autor que no merece la pena de ser hojeado, y mucho menos de ser estudiado: excepto para aquellos que quieran medir el grado de la estupidez actual.» FP I, 27 [50].; Se puede apreciar en expresiones como ésta la influencia de la actitud antiinstitucional dél escrito de Schopenhauer Sobre la filosofía en la Universidad, y en particular su polémica contra el modelo del filósofo pagado por el Estado. Cfr. PPI.
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Tannháuser le pregunta a Biterolf: «¿de qué has disfhitado tú, miserable^®?» Pues, ay, nosotros mismos, en efecto, lo sabemos mejor y de manera diferente. Un día invernal se cierne sobre nuestro ser, y vivimos en alta montaña, de una manera peligrosa y en indigencia. Breve es toda alegría y pálido todo brillo del sol que sobre nosotros des ciende desde las blancas montañas. Suena entonces música, un anciano empuja la manivela de un organillo, los bailarines evolucionan con sus giros — al caminante esta visión lo conmueve: todo es tan salvaje, tan angosto, tan incoloro, tan falto de esperanza, ¡y de repente, en tal lugar, un sonido de alegría, de sonora e impremedita da alegría"^^! Pero lentamente avanzan ya las nieblas del temprano atardecer, se apaga el sonido, cruje el paso del caminante; hasta donde aún le alcanza la mirada, no ve sino el rostro yermo y cruel de la naturaleza^®. : Pero si debería considerarse unilateral el hecho de destacar solamente la debilidad dé las líneas y la monotonía de los colores en el cuadro de la vida moderna, el otro lado de ésta no es en todo caso más grato en nada, sino mucho más inquietante. Hay állí, ciertamente, fuerzas, fuerzas descomimales, pero salvajes, originarias y entera y absolutamente despiadadas. Uno las mira con temerosa expectativa como mira el cal dero hirviente en una cocina de brujas: en todo momento puede haber contracciones y rayos que anuncien apariciones horribles. Desde hace un siglo estamos preparados para conmociones, todas ellas fundamentales; y si recientemente se está intentando contraponer la fuerza constitutiva del llamado Estado nacional a esta profundísima tendencia moderna a provocar derrumbes y explosiones, tarnbién ese Estado, y a lo largo de muchas épocas, no vendrá a ser, en efecto, sino un aumento de la inseguridad y de la amenaza generales. El hecho de que los individuos se comporten como si nada supieran de todas estas preocupaciones no nos ha de llevar a error: su desasosiego muestra que saben muy bien qué es lo que pasa; piensan en sí mismos con un apresu ramiento y un exclusivismo como nunca antes habían afectado a los seres humanos cuándo pensaban en ellos mismos, construyen y plantan para su propio momento pre sente, y la caza de la felicidad no podrá ser nunca tan grande como cuando hay que atraparla en el breve lapso que media entre hoy y mañana: porque pasado mañana quizá haya acabado para siempre toda temporada de caza. Nosotros estamos viviendo el período del átomo, del caos atómico. En la Edad Media la Iglesia mantenía a las fuerzas hostiles más o menos controladas y, mediante la fuerte presión que ejercía, consiguió en cierta medida que entre ellas hubiera asimilación mutua. Pero cuando el vínculo se rompe y la presión disminuye, se dispara una sublevación de todos contra todos. La Reforma declaró muchas cosas como adiaphora, como ámbitos que el pen samiento religioso no debía determinar; éste fue el precio que tuvo que pagar para poder mantenerse viva legalmente ella misma: con un precio similar fue como previa mente el cristianismo pudo afirmar su existencia, obligado a pagarlo frente a la Anti güedad, que era mucho más religiosa. Desde entonces la separación se ha ido exten diendo cada vez más. Ahora casi todo lo que hay sobre la tierra está determinado exclusivamente por las fuerzas más groseras y malignas, por el egoísmo de los pro pietarios y por los déspotas militares. El Estado, en las manos de estos últimos, hace ciertamente el intento, al igual que el egoísmo de los propietarios, de organizado todo de nuevo partiendo de sí mismo, y de ser vínculo y presión para todas aquellas fiierWagner, R., Tannháuser^ segundo acto, cuarta escena. «Emocionante: una fiesta en plena montaña nevada durante la época invernal», FP I, 29 [228]. Hay una primera versión de este pasaje en FP I, 29 [214].
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zas hostiles: es decir, el Estado desea que los seres humanos quieran rendirle el-mis mo culto idolátrico que han rendido a la Iglesia. ¿Con qué resultado? Aún lo tenemos que vivir; en todo caso, incluso hoy nos encontramos todavía en la corriente glacial de la Edad Media; ésta se ha descongelado y se ha convertido en un poderoso movi miento de devastadora violencia. Los témpanos se superponen formando torres, todas las orillas están inundadas y corren peligro^^ La revolución es enteramente inevitable y es, por supuesto, la revolución atómica: pero ¿cuáles son los elementos más peque ños e indivisibles de la sociedad humana^^? No hay ninguna duda de que al aproximarse tales períodos lo humano está en pe ligro casi aún más que durante el mismo hundimiento y torbellino caótico, y que la angustiosa espera y la ávida explotación de los minutos sacan subrepticiamente todas las cobardías y pulsiones egoístas del alma: mientras que la auténtica y apremiante necesidad y, sobre todo, la universalidad de una gran calamidad suelen mejorar y lle nar de vitalidad a los seres humanos. Y ahora, ante semejantes peligros de nuestro; período, ¿quién dedicará sus servicios de centinela y de caballero a la humanidad, aS. intangible tesoro sagrado del templo que las más diversas generaciones han ida reuniendo poco a poco? ¿Quién pondrá en alto la imagen del ser humano, mientras todos sólo sienten en el interior de sí mismos el gusano egoísta y el miedo perruno, y hasta tal punto han renegado de esa imagen que se han degradado hasta lo animal o incluso hasta lo rígidamente mecánico? ^ jia y tres im ágenes.ádjer que nuestra época moderna ha presentado sucesivaméñ^‘’y de cuya visión, en emcípnó^^^ mucho tiempo' impulso haciá üiía transfiguración de su propia vida, ¿"sáhérriás'Im^á]^^ ser humahd'dé~Roüsséau, el s e r h ü m a n p d e Schopenh^ef^De ósfas, la primera imagen tione el ftiego más grán3eyigLefeet(fff iá r p ^ pÜlar, no hay duda ninguna; la segunda se hízóTólo^pSa poc^ quienes- sonmaturalez5 s;;cpftteinplativas.d estilo, y la masa la mal^^^^^ tercera exige los seres humanos m ás,activos, para que sea^ ^ la^ómeñ" propiamente en cóhsidéración: sólo ellosj a pBseS^ pueis enerva á los contemplativos y espáritá a la masa. De la primera ha surgido lina fiíéÍYá'^é“ impulsó y todavía ímpúrsá tempésm^^ pues en todos los temblores y terremotos socialistas sigue siendo el ser humano de Rousseau el que se pone en mo vimiento, como el viejo Tifón bajo el Etna. Oprimido y medio aplastado por castas arrogantes, por despiadada riqueza, corrompido por sacerdotes y por una mala edu cación, y avergonzado de sí mismo por ridiculas costumbres, el ser humano en su necesidad invoca la «sagrada naturaleza» y siente de pronto que ella está tan lejos de él como cualquier dios epicúreo. Sus plegarias no la alcanzan: tan hondo se halla el nivel en que está hundido en el caos de la innaturaleza. Con desdén arroja lejos de sí todo el ornato multicolor que hasta poco tiempo antes le parecía precisamente 16 más humano en él, sus artes y ciencias, las ventajas de su vida refinada, golpea entonces con el puño contra los muros en cuya decrepitud crepuscular él tanto ha degenerado, y clama por luz, sol, bosque y roca. Y cuando grita: «sólo la naturaleza es buena, sólo el ser humanó natural es humano», se desprecia a sí mismo y se anhela a sí mismo más allá y por encima de sí mismo: un estado de ánimo en el cual el alma está dis-
" Cfr. F P l, 31[8]. Cfr. FP I, 29 [206, 207].
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puesta a terribles resoluciones, pero en el que también extrae de sus profundidades lo más noble y lo más extraordinario. ^ í ;^1 ser humano de Goethe no es ningún poder tan amenazador, incluso es en c iS o ^ ñ tid o , en eféctoT’eTcorrectivo y aquietativo precisamente de esas peligro sas excitaciones a las que está expuesto el ser humano de Rousseau. Goethe mismo se adhirió en su juventud con todo su amoroso corazón al evangelio de la bondad de la naturaleza; su Fausto fue la reproducción más elevada y audaz del ser humano de Rousseau, al menos en la medida en que su hambre voraz de vida, su insatisfac ción y nostalgia, y su trato con los demones del corazón eran cosas que se habían de representar. Ahora bien, obsérvese qué surge de todos estos nubarrones acumu lados — ciertamente iningún rayo! Y aquí se revela precisamente la nueva imagen del ser humano, la del ser humano de Goethe. Se podría pensar que Fausto es con ducido a través de la vida, amenazada en todo lugar, como insaciable rebelde y li berador, como la fuerza que niega por bondad, como el auténtico genio^^, en cierto modo religioso y demónico, de la subversión, en contraposición con su acompañan te completamente no-demónico, aunque él no pueda deshacerse de este acompa ñante y tenga que utilizar y despreciar a la vez su escéptica maldad y su negapión como corresponde al trágico destino de todo rebelde y liberador. Pero esperar algo de esta índole es un error; el ser humano de Goethe rehúye aquí el encuentro con el ser humano de Rousseau; pues odia toda violencia, todo salto — pero eso quiere decir: que odia toda acción; y así Fausto, el liberador del mundo, en cierto modo se convierte solamente en un viajero alrededor del mundo. Todos los reinos de la vida y de la naturaleza, todos los pasados, las artes y mitologías, todas las ciencias ven correr ante sus ojos, con vuelo fugaz, al insaciable espectador, la ape tencia más honda se suscita y se calma, ni siquiera Helena lo retiene durante mucho tiempo — y entonces ha de llegar el instante que su acompañante burlón aguarda con impaciencia. En un lugar cualquiera de la tierra finaliza el vuelo, caen las alas, Mefistófeles entra en la trama. Cuando el alemán deja de ser Fausto, no hay peligro mayor que éste, a saber, que se convierta en un filisteo y se entregue al diablo — de ese destino sólo pueden salvarle poderes celestiales. El ser humano de Goethe es, como he dicho, él ser humano contemplativo de elevado estilo, que no languidece sobre la tierra gracias únicamente a que reúne para su nutrición todo lo grande y memorable que alguna vez existió y aún existe en este planeta, y así vive, aunque sólo se trate de una vida que va de deseo en deseo; él no es el ser humano activo: al contrario, si en un lugar cualquiera se adapta a los órdenes existentes de los activos, podemos estar seguros de que nada positivo saldrá de ello —como, por ejemplo, de todo el celo que Goethe mismo mostró por el teatro— y, en especial, podemos estar seguros de que no quedará subvertido ningún «orden». El ser humano goethiano es una fuerza conservadora y conciliadora — pero existe el peligro, como se ha dicho, de que puede degenerar en filisteo, del mismo modo que el ser humano de Rousseau puede convertirse fácilmente en catilinario. Un poco más de fuerza muscular y de salvajismo natural en aquél, y todas sus virtudes serían más grandes. Parece que Goethe sabía dónde se hallaban el peligro y la debilidad de su ser humano, y lo in dica con estas palabras de Jamo a Wilhelm Meister: «Usted está descontento y Nietzsche atribuye estos mismos calificativos a Schopenhauer en un fragmento de 1874: «Él (Schopenhauer) es el destructor que libera. El espíritu libre... Él se empeña como genio contra la debilidad de la época y así conoce la naturaleza en toda su fuerza». FP I, 34 [43].
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amargado, eso es bello y bueno; pero aún sería mejor si por una vez se volviera realmente malvado»^"*. Así pues, y hablando con franqueza: es necesario que alguna vez nos volvamos realmente malvados para que las cosas mejoren. Y en esto la imagen del ser humano schopenhaueriano debe estimulamos. El ser humano schopenhaueriano toma sobre sí el sufrimiento voluntario dé la veracidad^^, y este sufrimiento le sirve para morti-: ficar su voluntad propia y para preparar esa subversión y esa inversión completas de su ser, cuyo camino de realización es el auténtico sentido de la vida. Esta proclama ción de lo verdadero les parece a los otros humanos una emanación de la malignidad, pues consideran la conservación de sus insuficiencias y necedades como un deber de la humanidad, y opinan que se tiene que ser malvado para destmirles su juguete. A un individuo tal ellos tratan de gritarle lo que Fausto le dice a Mefistófeles: «Así contra pones a la fuerza eternamente activa, a la violencia saludablemente creadora, el frío puño del demonio»^®; y quien quisiera vivir schopenhauerianamente, probablemente se parecería más a un Mefistófeles que a un Fausto — al menos a los ojos modernos de vista débil, que en la negación perciben siempre el signo de lo malvado. Pero hay una manera de negar y de destmir que es precisamente el producto de esa poderosa añoranza de santificación y de salvación, como cuyo primer maestro filosófico Schopenhauer se presentó entre nosotros, seres humanos profanos, que ya estamos total mente secularizados. Toda existencia que puede ser negada, merece también ser ne gada^’; y ser veraz significa creer en una existencia que no puede ser negada en absoluto, y que es ella misma verdadera y sin mentira. Por eso el veraz percibe el sen tido de su actividad como un sentido metafísico, explicable mediante leyes de una vida diferente y más elevada, y como un sentido afirmativo, ya que así es como lo califica la más profunda intelección: por mucho que todo lo que él haga se manifies te como una destrucción y una violación de las leyes de la vida baja y falsa. Por ello ; sus actos se han de convertir én un sufrimiento permanente, aunque sabe lo que tam bién sabía el Maestro Eckhard: «el animal que con máxima rapidez os lleva a la per fección es el sufrimiento»^^ Puedo imaginarme que a quien se represente en el alma tal manera de orientar su vida, el corazón se le tendría que ensanchar y en él habría; de surgir una ardiente exigencia por ser ese ser humano schopenhaueriano: así pues, una exigencia por ser puro y de maravillosa serenidad con respecto a sí mismo y a su bienestar personal, por estar lleno de poderoso fuego devorador y muy alejado de la fría y desdeñosa neutralidad del llamado ser humano científico en lo que se refiere a su conocer, y una exigencia por encontrarse elevado muy por encima de toda consi deración atrabiliaria y contrariada, entregándose siempre a sí mismo como primera víctima de la verdad conocida, y penetrado hasta lo más hondo por la conciencia de i los sufrimientos que han de brotar de su veracidad. Ciertamente, mediante su valentía él aniquilará su felicidad terrenal, pues tiene que ser enemigo incluso de los seres hu manos que ama y de las instituciones de cuyo seno ha salido, no le será lícito tener ; consideraciones ni con personas ni con cosas, aunque haya de compartir el sufrimienGoethe, J. W., Wilhelm Meisters Lehrjahre, VIII, 5. «Volverse malvado» en el sentido también de que «se enfadara en serio», «se sintiera muy molesto». ' ” Cfr. F P I, 32 [78]. Goethe, J.W.,P¿7Hír 7, w . 1379-1381. Cfr Goethe, J. W., FaustI, w . 1339-1341. Citado en WWV En el FP I, 32 [67] se lee: «Asumir en nosotros el suJHmiento voluntario dé la veracidad, las heridas personales. El sufrimiento es el sentido de la existencia.» i'
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tp por las heridas que reciban, será ignorado y durante mucho tiempo se lo tendrá por diado de poderes que aborrece, y, a pesar de su ardiente anhelo de justicia, tendrá que ser injusto, dada la medida humana de su visión: pero podrá animarse-y consolarse con las palabras que Schopenhauer, su gran educador, profirió en cierta ocasión: «Una vida feliz es imposible: lo más elevado que el ser humano puede alcanzar es un áirso de vida heroico. Un curso vital semejante es el que toma quien de cualquier manera y en cualquier asunto lucha con enormes dificultades por lo que de algún modo conviene a todos y, al fin, vence, aunque en la victoria se le recompense mal o no se le recompense en absoluto. Así pues, al final se queda como el príncipe en el Re corvo de Gozzi, petrificado, pero en posición noble y con gesto magnánimo. Su me moria permanece y se celebra como la de un héroe; su voluntad, mortificada a lo lar go de toda una vida mediante fatigas y trabajos, pocos éxitos y la ingratitud del mun do, se disuelve en el nirvana»^^. Un curso de vida heroico semejante, junto con la mortificación que se ha consumado al llevarlo a cabo, a lo que menos se corresponde es„ desde luego, al indigente concepto de quienes más y con mayor grandilocuencia hablan al respecto, celebran fiestas a la memoria de los grandes seres humanos, y creen que el gran humano es grande precisamente, como ellos son pequeños, por un don, por así decirlo, y por puro placer, o por un mecanismo y en obediencia ciega a esa compulsión interna: de manera que quien no ha recibido el don, o no siente la compulsión, tiene el mismo derecho a ser pequeño que aquél a ser grande. Pero haber recibido un don, o sentirse coaccionado a hacer algo — eso son palabras desprecia bles mediante las cuales se quiere eludir una advertencia interior, son insultos para aquel que ha prestado oídos a esta advertencia, esto es, para el ser humano grande; precisamente éste es ante todo quien en menor medida deja que le entreguen un don o que le coaccionen — él sabe tan bien como todo ser humano pequeño cómo puede uno tomarse la vida con facilidad, y qué blanda es la cama en la que podría relajarse si se relacionara consigo mismo y con sus congéneres de manera amable y según lo que es habitual: en efecto, todos los órdenes del ser humano están dispuestos para que mediante una continuada distracción de los pensamientos no se sienta la vida. ¿Por qué quiere él con tanta fuerza lo contrario, a saber, precisamente sentir la vida, lo cual significa sufrir por la vida? Porque advierte que se le quiere engañar acerca de sí mis mo, y que existe una especie de acuerdo para sacarlo de su propia caverna. Entonces se resiste, aguza los oídos y decide así: «¡quiero seguir siendo mío!» Es una terrible decisión; sólo poco a poco irá dándose cuenta de ello. Pues ahora tiene que sumergir se en las profundidades de la existencia, con una serie de insólitas preguntas en los labios: ¿por qué vivo?, ¿qué lección debo aprender de la vida?, ¿cómo he llegado a ser tal como soy y por qué sufro por ser-así? Se atormenta: y advierte que nadie se atormenta de ese modo, sino que, por el contrario, las manos de sus >congéneres se extienden apasionadamente hacia los incidentes fantásticos que el teatro político muestra, o que ellos mismos andan muy ufanos bajo cien máscaras, como jóvenes, hombres, ancianos, padres, ciudadanos, sacerdotes, funcionarios o comerciantes, de dicados a su comedia común y sin haber pensado en modo alguno en sí mismos. A la pregunta: ¿para qué vives? todos ellos responderían de inmediato y con orgullo — «para llegar a ser un buen ciudadano, o un docto, o un hombre de Estado» — y, en efecto, ellos son algo que no puede llegar a ser nunca algo distinto, y ¿por qué son precisamente eso? Ay, ¿y nada mejor? Quien entiende su vida tan sólo como un pun PPII, af. 346.
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to en la evolución de un género, o en el desarrollo de un Estado, o de una ciencia, y, por consiguiente, quiere introducirse total y enteramente en la historia del devenir y formar parte de la historiografía, no ha comprendido la lección que le imparte la exis tencia y tendrá que aprenderla otra vez^°. Este eterno devenir es un guiñol embustero en el cual el ser humano se olvida a sí mismo, es la auténtica distracción, que disper sa al individuo en todas direcciones, el juego sin fin de la necedad que el gran niño, el tiempo, juega ante nosotros y con nosotros. Aquel heroísmo de la veracidad con siste en dejar un día de ser un juguete. En el devenir todo es vacío, engañoso, super ficial y digno de nuestro desprecio; el enigma que el ser humano debe resolver, tan sólo lo podrá resolver a partir del ser, en el ser-así y no de otro modo, en lo impere cedero^'. Ahora empieza a examinar cuán profundamente se ha implicado en el de venir, cuán profundamente en el ser — una tarea gigantesca se eleva ante su alma: destruir todo lo que deviene, sacar a luz todo lo que hay de falso en las cosas. Él tam bién quiere conocerlo todo, pero lo quiere de otro modo que el ser humano goethiano, no a causa de una noble molicie, para conservarse a sí mismo y gozar de la multipli cidad de las cosas; sino que él mismo es la primera víctima que se ofrece. El ser hu mano heroico desprecia su bienestar y su malestar, sus virtudes y sus vicios y, en de finitiva, desprecia medir las cosas según la medida por él establecida, pues de sí mismo no espera ya nada, y quiere ver en todas las cosas hasta este fondo sin espe^ ranza. Su fuerza está en su olvido-de-sí-mismo; y cuando piensa en sí, entonces mide la distancia que va de su elevada meta hasta sí mismo, y le sucede como si viera de trás y debajo de sí un insignificante montón de escorias. Los antiguos pensadores buscaban con todas sus fuerzas la felicidad y la verdad — pero nunca se encontrará lo que se está obligado a buscar, dice un malvado principio de la naturaleza. Ahora bien, a quien busca la no-verdad en todas las cosas y se une voluntariamente a la nofelicidad, acaso se le depare otro de los milagros de la decepción: algo inexpresable, de lo que la felicidad y la verdad no son sino copias para idólatras, se le acerca, la Ésta es una de las enseñanzas que el joven Nietzsche reconoce deber a Schopenhauer: «Schopenhauer nos ha recordado algo que nosotros casi habíamos olvidado y que en todo caso queríamos olvidar: que la vida del individuo no puede tener su sentido siendo histórica, desapareciendo en cual quier especie y en las configuraciones grandes y cambiantes de la nación, del Estado y de la sociedad, y en las más pequeñas formaciones de la comunidad y de la familia. Quien sólo es histórico, no ha comprendido la lección de la vida y tendrá que aprenderla de nuevo. Al hombre le gustaría mucho fa cilitarse las cosas y creer que ha hecho lo suficiente por la existencia, por el hecho de que se preocupa de los grandes barcos y permanece siempre sobre la superficie. No quiere descender a las profundida des. Pero todas estas generalidades te alejan de ti mismo, aunque se presenten bajo el nombre de Igle sias y de ciencias. En ti se plantea el enigma de la existehcia: nadie puede solucionártelo, sólo puedes hacerlo tú mismo. El hombre se sustrae de esta tarea, entregándose a las cosas. — Si él ahora mira a su alrededor, si se mira en su miseria, reconoce entonces la mentira que se da en todas estas generalidades. Ya no espera de ellas nada más: sino que todo lo que espera es que todos los hombres comprendan rec tamente la lección de la vida. Él deberá participar en el Estado, etc., pero sin una apasionada impacien cia: de fuera no le puede llegar ciertamente nada. Eso se convierte para él cada vez más en un juego. Presiente que la época más feliz es aquella en la que los pueblos son solamente por juego pueblos y Estados, en que los comerciantes y los científicos lo son sólo por juego — con una cierta superioridad sobre todo esto. Existe la música que explica esto: cómo todo no puede ser más que juego, en el fondo sólo felicidad. Por eso la música es el arte que transfigura, absolutamente metafísica». F P 1 ,34 [32]. FP 1,29[53] expone una especie de irónica variación sobre este tema: «El “proceso universal” hegeliano se disipó en un pingüe Estado prusiano con una buena policía. Todo esto es una teología encubierta, que se da también en Hartmann. Pero no somos capaces de pensar en el principio y en el final: de este modo ¡prescindimos de este “desarrollo”! ¡Es de repente ridículo! ¡El hombre y el “proceso del mundo” ! ¡El pulgón y el espíritu del mundo!».
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tierra pierde su gravedad, los acontecimientos y los poderes terrenales se convierten en algo onírico, del mismo modo que, a su alrededor, en los atardeceres del verano, se expande la transfiguración. Para el espectador es como si se estuviera comenziando a despertar y como si a su alrededor sólo jugaran todavía las nubes de un sueño que se desvanece. También éstas en algún momento se disiparán: y entonces habrá venido el día^^ —
' Pero yo he prometido presentar según mis experiencias jL,,3-chopenhauet como> e^cador y párá'élTó WbáStá^irrdelejos'Con'qü^ imperfecta expresión 'por añadidura, a aquel ser humano ideal que, en cierto modo como su idea platónica, ejerce su dominio en el interior y en el entorno de Schopenhauer. Pues aún queda por hacer lo más difícil: decir cómo, partiendo de este ideal, hemos de obtener un nuevo círculo de deberes, y cómo podemos ponemos en relación con una meta tan excesiva mediante una actividad regular, en pocas palabras, queda por demostrar que ese ideal educa. De lo contrario, se podría opinar que éste no es sino la intuición placentera e incluso embriagadora que nos ofrecen algunos instantes aislados para dejamos inme diatamente después aún más abandonados y entregamos a un desencanto todavía más hondo. Es también cierto que nosotros comenzamos así nuestro trato con este ideal, a saber, con estos súbitos intervalos de luz y oscuridad, de ebriedad y náuseas, y que aquí se repite una experiencia que es tan antigua como los ideales. Pero no debemos quedamos demasiado tiempo en la puerta y hemos de superar pronto los comienzos. Y de este modo tenemos que preguntar con seriedad y concreción: ¿es posible situar tan cerca esa meta increíblemente elevada de manera que nos eduque mientras nos hace ascender? — para que con ello no se cumpla en nosotros esta gran sentencia de Goethe: «el ser humano ha nacido para desenvolverse en una situación limitada; tiene la capacidad de discernir metas que sean sencillas, próximas, concretas, y se acos tumbra a utilizar los medios que fácilmente tiene a su disposición; pero, tan pronto como amplía el horizonte, no sabe ya ni lo que quiere ni lo que debe hacer, y no im porta que se distraiga por la multitud de los objetos, o que le pongan fuera de sí la elevación y la dignidad de los mismos. Siempre es una desgracia para él si se le mo tiva a que aspire a algo con lo que no puede vincularse mediante ima actividad regular autónoma»^^ Precisamente contra ese ser humano schopenhaueríano cabe objetar con una buena, apariencia de razón lo siguiente: su dignidad y su elevación sólo son capaces de ponernos fuera de nosotros y de sacamos así de todas las comunidades en las que nos habíamos asociado con quienes son activos; desaparece entonces la co nexión entre .los deberes, el flujo de la vida. Quizá algún individuo acabe por acos tumbrarse, desalentado, a esta separación y a vivir según doble pauta, es decir, en contradicción consigo mismo, inseguro aquí y allí y, por esa razón, cada día más débil y más estéril: mientras que otro renuncie incluso por principio a seguir participando Una primera versión de este pasaje final se encuentra en F P 1 ,34 [14]. Un esquema de la temática para este capítulo se encuentra en FP I, 32 [80]. Erzieher, Nietzsche lo subraya hasta el punto de ponerlo finalmente como el calificativo del título mismo de esta Intempestiva. Según se desprende de una carta a C. v. Getsdorff de 8 de mayo de 1874, el título inicialmente pensado para ella era «Schopenhauer entre los alemanes». Goethe, Wilhelm Meisters Lehrjahre VI, Bekenntnisse einer schónen Seele.
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en acciones y apenas perciba aún que otros sí actúan. Los peligros son siempre gran des cuando al ser humano se le hacen las cosas demasiado difíciles y ya no es capaz de cumplir ninguna de sus obligaciones; las naturalezas más fuertes pueden destruir-; se por tal incumplimiento, las más débiles y numerosas se hunden en una pereza cón¿ templativa y acaban perdiendoj por pereza, incluso la capacidad de contemplar.,.. .■! Ahora, ante tales objeciones, quiero añadir alguna puntualización, a sabeij que nuestro trabajo aquí apenas ha hecho más que empezar, y que yo, por experiencias propias, no veo ni sé con claridad sino una única cosa: que es posible que a ti y a mí; se nos imponga una cadena de obligaciones que podemos cumplir, derivadas de aque lla imagen ideal, y que algunos de nosotros ya sienten el peso de esta cadena. Pero para poder expresar sin reparos la fórmula con la que deseo resumir ese nuevo círculo, de obligaciones, necesito las siguientes consideraciones previas^^ En todas las épocas los seres humanos más profundos han tenido compasión con los animales precisamente porque éstos sufren en la vida y no poseen, ciertamente, la fuerza de volver contra ellos mismos el aguijón del sufrimiento y de comprender su existencia metafísicamente; en efecto, subleva hasta lo más hondo ver un sufrimiento carente de sentido. Por eso surgió, y no sólo en un único lugar de la tierra, la suposi ción de que las almas de los seres humanos abrumados de culpa se hallan encerradas en esos cuerpos de animales, y que ese sufrimiento sin sentido, que subleva a la pri mera mirada, se convierte ante la justicia eterna en algo lleno de sentido y de signifi cación, a saber, una vez considerado como castigo y expiación. Lo decimos con toda veracidad, es un grave castigo vivir de ese modo, como animal, sometido al hambre y los apetitos, y, no obstante, carecer en absoluto de toda reflexión sobre esa vida; y no cabe imaginar un destino de mayor gravedad que el del animal de presa, el cual está acosado por el más abrasivo tormento a través del desierto, rara vez está satisfe cho, e incluso cuando lo está, lo está sólo de manera que esa satisfacción se conviertie en una tortura, sea en la desgarradora lucha con otros animales, o por avidez y har tazgo repugnantes. Depender de la vida de manera tan ciega y tan desquiciada, sin ningún premio superior, sin ni de lejos saber que así se está sufriendo un castigo ni por qué se ha sido castigado de ese modo, sino ansiar precisamente ese castigo como si fuera una dicha, con la estupidez de un horroroso apetito — esto es lo que significa ser animal; y si la naturaleza entera tiende hacia el ser humano, de ese modo da a en tender que el ser humano es necesario para redimirla de la maldición de la vida ani- ■ mal y que, por fin, en él la existencia pone ante sí un espejo, en cuyo fondo la vida no aparece ya desprovista de sentido, sino en su significatividad metafísica. En efecto, medítese bien esta distinción: ¡dónde acaba el animal, dónde comienza el ser huma-i no! ¡Ese ser humano que es para la naturaleza lo único que importa! Mientras alguien ansíe la vida como se ansia una dicha, todavía no ha elevado la mirada por encima del horizonte del animal, tan sólo quiere con más consciencia aquello que el animal bus ca con ciego impulso. Pero así es como nos encontramos todos nosotros durante la mayor parte de nuestra vida: en general, no solemos salir de la animalidad, nosotros mismos somos los animales que parecen sufrir sin sentido. Pero hay momentos en que lo comprendemos: entonces se rasgan las nubes y ve mos que nosotros y la naturaleza entera tendemos todos hacia el ser humano, como hacia algo que está muy por encima de nosotros. En esa claridad repentina, temblan do, miramos a nuestro alrededor y hacia atrás: allí corren los refinados animales de El pasaje que viene a continuación tiene una primera versión en FP I, 35 [14].
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presa y nosotros en medio de ellos. La prodigiosa movilidad de los seres humanos sobre el gran desierto de la tierra, sus fundaciones de ciudades y de Estados, sus gue[fas, sus reservas y derroches incesantes, sus locas prisas hacia cualquier parte, sus aprendizajes mutuos, sus astucias y pisotones recíprocos, su clamor en la necesidad, su grito de placer en la victoria — todo es continuación de la animalidad: como si el sér humano tuviera que sufrir un retroceso en su formación y ser engañado a propó sito en su disposición metafísica, como si la naturaleza, en efecto, después de haber astado tanto tiempo anhelando al ser humano y trabajando en su preparación, ahora retrocediera ante él y prefiriera volver de nuevo a la inconsciencia de la pulsión. Ay, necesita conocimiento y le horroriza ese conocimiento del que tiene propiamente ne cesidad; y, de este modo, la llama oscila de acá para allá, inquieta y asustada por así decirlo ante sí misma, y agarra primero mil cosas antes de agarrar aquello por lo que la naturaleza necesita en definitiva el conocimiento. Todos nosotros sabemos en mo mentos aislados cómo tomamos las más amplias disposiciones de nuestra vida sólo para huir de nuestra genuina tarea, cómo quisiéramos esconder nuestra cabeza en cualquier sitio, como si allí no pudiera atrapamos nuestra conciencia de cien ojos, cómo entregamos con premura nuestro corazón al Estado, .al lucro, a la sociabilidad o a la ciencia, simplemente para dejar de tenerlo de una vez en nuestras manos, cómo nosotros mismos nos dedicamos al duro trabajo diario de modo más ardiente e insen sato de lo que sería necesario para vivir: porque eso nos parece más necesario aún, para así no alcanzar la sensatez. La prisa es común a todos, porque todos huimos de nosotros mismos, común a todos es también el timorato ocultamiento de esa prisa, porque queremos parecer contentos y desearíamos engañar sobre nuestra miseria a los observadores más agudos, y común a todos es la necesidad de nuevos repiques verbales sonoros, con los que adornar la vida con algo festivo y ruidoso. Todos cono cemos el singular estado de ánimo en que de pronto se entremeten recuerdos desagra dables, y entonces, mediante vehementes gestos y sonidos, tratamos de quitárnoslos de la cabeza: pero los gestos y sonidos de la vida que es común a todos permiten adi vinar que todos nosotros nos encontramos siempre en tal estado de ánimo, con miedo ante el recuerdo y la interiorización. ¿Qué es, pues, lo que con tanta frecuencia nos inquieta, qué mosquito no nos deja dormir? A nuestro alrededor suceden cosas como animadas por espíritus, cada instante de la vida quiere decimos algo, pero no quere mos escuchar esa voz de los espíritus. Cuando estamos solos y en silencio, tenemos miedo de que nos susurren algo al oído, y por eso odiamos el silencio y nos aturdimos con la sociabilidad. ^ Todo esto, como queda dicho, lo comprendemos de vez en cuando y nos asombra mos mucho de toda la angustia y de toda la prisa vertiginosas y del entero estado de ánimo, que es como un sueño, de nuestra vida, la cual parece tener miedo de desper tar y sueña tanto más intensamente y con mayor desasosiego cuanto más cerca está de ese despertar. Pero al mismo tiempo sentimos que somos demasiado débiles para so portar durante mucho tiempo esos momentos de hondísimo recogimiento, y que no somos nosotros los seres humanos hacia los que tiende la naturaleza entera para su redención: ya es mucho que siquiera una vez saquemos fuera la cabeza un poco y ad virtamos en qué corriente estamos hondamente sumergidos. E incluso eso, este emer ger y estar despiertos durante un instante fugaz, no lo conseguimos por fuerza propia, inbs han de levantar — ¿y quiénes son los que nos levantan? , Son esos seres humanos veraces, ésos que ya han dejado de ser animales, los f i lósofos, artistas y santos; cuando aparecen, y gracias a esa aparición suya, la natura
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leza, que nunca salta, da su único salto, un salto que es, ciertamente, de alegría, püés por vez primera se siente en la meta, a saber, allí donde comprende que se ha de ólvi-: dar de tener metas y que ha apostado demasiado alto jugando al juego de la vida y del devenir. Con este conocimiento la naturaleza se transñgura, y un suave cansancio ¡ vespertino, eso que los seres humanos llaman «la belleza», se posa sobre su rostro^ Lo que ahora expresa con esos rasgos transfigurados es la gran ilustración sobre la existencia; y el supremo deseo que pueden tener los mortales es participar constante mente y con el oído atento en esa ilustración. Si uno considera todo lo que en el curso de su vida tiene que haber oído, por ejemplo, Schopenhauer, bien puede entonces de cirse a sí mismo: «¡ay, tus sordos oídos, tu estúpida cabeza, tu vacilante entendimien to, tu encogido corazón, ay, todo lo que llamo mío!, ¡cómo lo desprecio! ¡No poder volar, sino sólo aletear! ¡Ver lo que hay arriba, por encima de uno mismo, y no poder ascender! ¡Conocer y casi pisar el camino que lleva a esa inconmensurable mirada libre del filósofo, y, al sentir vértigo a los pocos pasos, retroceder! Y, aunque sólo se cumpliera por un día ese grandísimo deseo, ¡con qué decisión se ofrecería a cambio el resto de la vida! ¡Subir tan alto como jamás subió pensador alguno, entrando en el aire puro de los Alpes y del hielo, allí donde no hay ya ninguna niebla ni velo alguno y donde la estructura fundamental de las cosas se expresa de modo rudo y rígido, pero con inevitable inteligibilidad! Pensando sólo en eso se vuelve el alma solitaria e infi nita; pero si se cumpliera su deseo, si por una vez la mirada cayera vertical y resplan deciente como un rayo de luz sobre las cosas, si desapareciesen la vergüenza, la an- . siedad y la apetencia — qué nombre daríamos a ese estado anímico, a esa nueva y enigmática emoción sin excitación, con la cual ella entonces, al igual que el alma de Schopenhauer, permanecería extendida sobre la gigantesca escritura jeroglífica de la existencia, sobre la petrificada doctrina del devenir, no como noche, sino como luz ardiente, teñida de rojo, que inunda el mundo. ¡Y qué destino, en cambio, el de ba rruntar lo suficiente de la determinación y la felicidad que son peculiares del filóso fo, para así sentir toda la indeterminación y toda la infelicidad del no-filósofo, de quien tiene apetencia pero carece de esperanza! ¡Saberse como fruto en el árbol que por exceso de sombra jamás podrá madurar, y ver que está alumbrando muy cerca de nosotros el rayo de sol que nos falta^"^!» Eso sería un tormento suficiente para hacer envidioso y maligno a un individuo tan escasamente dotado, si éste pudiera llegar a ser envidioso y maligno en realidad; pero es probable que, para que su alma no se consuma en vana añoranza, él acabe dándole otro rumbo, y entonces descubrirá un nuevo círculo de obligaciones. Con esto he logrado una respuesta a la pregunta de si es posible vincularse con el gran ideal del ser humano schopenhaueriano mediante una actividad regular autóno ma. Ante todo, es seguro lo siguiente: esas nuevas obligaciones no son las obligacio nes de un individuo que se ha aislado, al contrario, con ellas se entra a formar parte de una poderosa comunidad, la cual, ciertamente, no se mantiene unida mediante for mas y leyes externas, sino gracias a una idea fundamental. Se trata de la idea funda mental de la cultura, en la medida en que ésta sabe proponemos a cada uno de noso tros tan sólo una única tarea: fomentar en nosotros y fuera de nosotros la procreación Todo este párrafo, y el tono exultante de esta descripción, delatan la influencia del ensayo «Heroísmo», de Emerson, contenido en sus Ensayos. Cfr. Campioni, G., Nietzsche: La morale deU'eroe, ETS, Pisa, 2008, capítulo 1; teimbién su artículo «Leggere Nietzsche: Dalí’Agonismo inattuale alia critica della morale eroica», enAutAut, 1997 (30/4).
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delfilósofo, del artista y del santo, y de este modo trabajar en el perfeccionamiento y la consumación de la naturaleza. Pues así como la naturaleza necesita del filósofo, de igual modo tiene necesidad del artista, los necesita a ambos para un objetivo metafísico, a saber, para su propia ilustración sobre sí misma, para que al final se le con traponga de una vez como una obra pura y acabada aquello que en el desasosiego de su devenir nunca alcanza a ver con claridad — los necesita, así pues, para su propio autoconocimiento. Fue Goethe quien con una palabra soberbiamente profunda dio a entender cómo para la naturaleza todos sus intentos sólo tienen validez en cuanto al final el artista adivine su balbuceo, vaya a su encuentro a la mitad del camino, y ex prese lo que ella propiamente quiere con esos intentos. «Lo he dicho muchas veces, exclamó en una,ocasión, y lo repetiré muchas veces más, la causafinalis de los asun tos del mundo y de los seres humanos es la poesía dramática. Porque de otro modo ese material no serviría absolutamente para nada®®.» Y así, al final, la naturaleza ne cesita del santo, en quien el yo está enteramente disuelto y cuya vida sufriente no es sentida de forma individual, o casi no se la siente ya de ese modo, sino como un hon do sentimiento, de igualdad, de simpatía y de unidad con todo lo viviente: necesita del santo, en quien se produce ese milagro de la transformación que el juego del devenir no proporciona jamás, esa última y suprema humanización hacia la cual tiende y ha cia la cual avanza toda la naturaleza para redimirse de sí misma. No hay ninguna duda de que todos nosotros estamos emparentados y vinculados con él, como estamos em parentados con el filósofo y el artista; hay momentos y, por así decirlo, chispas del fuego más luminoso y más pleno de amor, a cuya luz no entendemos ya la palabra «yo»; hay algo más allá de nuestro ser que en esos momentos se convierte en un más acá, y por eso desde lo más hondo del corazón deseamos que haya puentes entre acá y allá. En nuestra constitución habitual es obvio que no podemos contribuir en nada a la procreación de ese ser humano que sea redentor, por ello nos odiamos en esta constituciórf, y lo hacemos con un odio que es la raíz de ese pesimismo que Schopenhauer tuvo primero que enseñar de nuevo a nuestra época, pero que es tan antiguo como la existencia misma de la añoranza de cultura. Es su raíz, pero no su floración, su estrato más subterráneo, por así decirlo, pero no su pináculo, el comienzo de su trayectoria, pero no su meta: pues algún día, en ese estado anímico al que estaremos elevados, en el cual también amaremos algo diferente de lo que ahora podemos amar, tendremos aún que aprender a odiar algo diferente y más común a todos, ya no nues tra propia individualidad (Individuuní) y su mísera limitación, su cambio y su desaso siego. Sólo cuando nosotros, en nuestro actual nacimiento o en uno próximo, haya mos sido admitidos en aquella orden muy sublime de los filósofos, los artistas y los santos, sólo entonces se nos habrá propuesto también una nueva meta de nuestro amor y de nuestro odio, — mientras tanto, tenemos nuestra tarea y nuestro círculo de obligaciones, nuestro odio y nuestro amor. Pues ya sabemos qué es la cultura. Para hacer su aplicación práctica en el ser humano schopenhaueriano, la cultura quiere que preparemos y fomentemos la procreación siempre nueva de ese ser humano, cono ciendo lo que es hostil a su procreación y apartándolo del camino — en pocas pala bras, la cultura quiere que combatamos infatigablemente contra todo lo que nos ha privado del supremo cumplimiento de nuestra existencia, impidiéndonos que llegára mos a convertimos nosotros mismos en tales seres humanos schopenhauerianos. — Goethe a Charlotte von Stein, 3 de marzo de 1785.. Sentencia anotada porNietzsche en FP I, 24 [8]. Reaparece en una versión previa de este pasaje contenida en FP I, 35[12].
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A veces es más difícil admitir una cosa que comprenderla; y esto es precisamente lo que le puede suceder a la mayoría de las personas cuando reflexionen sobre la pro posición: «la humanidad debe trabajar continuamente para procrear grandes seres humanos únicos — y ésta, y sólo ésta, es su tarea.» Con qué gusto se desearía aplicar a la sociedad y a sus objetivos una enseñanza que puede obtenerse de la considera ción de cada una de las especies del reino animal y vegetal, a saber, la enseñanza de que en cada especie sólo importa que se logre el ejemplar superior único, el ejemplar más extraordinario, más poderoso, más complejo, más fecundo — jcon qué gusto, si no opusiesen tenaz resistencia fantasías inculcadas en la educación sobre el objetivo de la sociedad! En realidad, es fácil de entender el hecho de que la meta de la evolu ción de una especie se encuentra allí donde esa especie alcanza su límite y su tránsito hacia una especie superior, pero no en la masa de los ejemplares y en el bienestar de éstos, ni menos aún en los ejemplares que son, cronológicamente, los últimos de esa; especie, más bien la meta se encuentra precisamente en las existencias aparentemen-; te dispersas y fortuitas que alguna vez se dan aquí y allá en condiciones favorables; 3^i en efecto, debería ser igual de fácil de entender la exigencia de queda humanidad, puesto que puede llegar a tener conciencia de su finalidad, haya de buscár y producir esas condiciones favorables en que pueden surgir esos grandes seres humanos redenV tores. Pero a ello se opone, entre unas cosas y otras, todo: en un sitio esa finalidad última se debe encontrar en la felicidad de todos o de la mayoría, en otro, en el desa rrollo de grandes comunidades; y la rapidez con la que ima persona se decide a sacri^ ficar su vida, por ejemplo, por un Estado, guarda correspondencia con la lentitud y la reflexión con la que esa misma persona se comportaría si este sacrificio lo exi^era no un Estado, sino un individuo. Parece una insensatez que el ser humano deba exis tir para otro ser humano; «jal contrario, el ser humano existe para todos los otros, o al menos para el mayor número posible!» jOh, hipócrita, como si fuera más sensato dejar qué decida el número allí donde se trata del valor y el significado! Pues la cues tión se plantea ciertamente en estos términos: ¿cómo adquiere tu vida, la vida del in-; dividuo, el valor más alto, el significado más hondo?, ¿cómo se la desperdicia me-^ nos? Es seguro que de una sola manera, a saber, que vivas en provecho de los; ejemplares más raros y valiosos, pero no en provecho de la mayoría, es decir, de los; ejemplares que, tomados individualmente, son los de menos valor. Y. justamente, de bería implantarse y cultivarse en una persona joven esta forma de pensar, que se com prendiese a sí misma en cierto modo como una obra malograda de la naturaleza, pero a la vez como un testimonio de las intenciones más grandes y admirables de esta ar tista; le ha salido mal, debe decirse esa persona joven, pero yo quiero honrar su inten ción grande poniéndome a su servicio para que alguna vez le salga mejor. Con este propósito se pone a sí misma en el círculo de la cultura^^\ pues la cultura es hija del autoconocimiento de cada individuo y de la insatisfacción en sí. Todo aquel que se declare partidario suyo, lo expresará de este modo: «veo por encima de mí algo más elevado y más humano que yo mismo, ayudadme todos a alcanzarlo como yo quiero ayudar a todo aquel que conozca lo mismo que yo conozco y que suUna primera versión de estas ideas se encuentra en F P I, 35 [12], una especie de condensado borrador del resto de este capitulo, excepto el tratamiento del egoísmo de los propietarios y la psico logía de los doctos.
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fra,por lo mismo que yo sufro: para que por fin surja de nuevo el ser humano que se sienta pleno e infinito en el conocimiento y en el amor, en la contemplación y en el poder, y que con toda su integridad se adhiera y se entregue a la naturaleza como juez y evaluador de las cosas.» Es difícil trasladar a alguien a ese estado anímico de intré pido autoconocimiento, porque es imposible enseñar el amor: pues únicamente en el !amor consigue el alma no sólo la clara, analítica y despreciadora mirada para consigo misma, sino también esa apetencia de mirar más allá de sí y de buscar con todas sus ñierzas un sí-mismo (Selbst) superior, todavía oculto en alguna parte. Por tanto, sólo aquel que haya entregado su corazón a uno cualquiera de los grandes seres humanos recibe con ello la primera consagración de la cultura; sus signos distintivos son la vergüenza de sí mismo sin sentir malhumor, el odio a la propia estrechez y a la propia mezquindad, la compasión con el genio que una y otra vez consigue levantarse, libre de esta estupidez y de esta sequedad nuestras, el presentimiento para con todos los que están en devenir y en lucha, y la íntima convicción de encontrarse casi en todas partes con la naturaleza en su apremiante necesidad, percibiendo cómo tiende ella hacia el ser humano, cómo siente dolorosamente que de nuevo se ha malogrado la obra, y cómo, no obstante, consigue por todas partes los más asombrosos proyectos, rasgos y formas: de manera que los seres humanos con los que convivimos se aseme jan a un campo de ruinas lleno de los esbozos plásticos más valiosos, donde todo nos reclama a gritos: venid, ayudadnos, acabad lo imperfecto, unid lo que debe estar uni do, que lo que nosotros anhelamos por encima de toda medida es convertimos en se res íntegros y enteros. ; ■A esta suma de estados anímicos internos la he llamado la primera consagración de la cultura; pero ahora me corresponde describir los efectos de la segunda consa gración, y sé bien que aquí mi tarea es más difícil. Pues ahora se debe hacer el trán sito del acontecer interno al juicio del acontecer extemo, la mirada debe dirigirse hacia afuera, para encontrar de nuevo en el gran mundo lleno de movimiento esa ape tencia de cultura tal como la conoce por esas primeras experiencias, el individuo debe usar su lucha y su anhelo como el alfabeto mediante el cual puede leer ahora las as piraciones de los seres humanos. Pero tampoco aquí le es lícito detenerse, de este ni vel ha de ascender a otro aún más alto, la cultura le exige no sólo esa vivencia interna, no sólo el emitir un juicio sobre el mundo exterior que lo circunda, sino, en definitiva y sobre todo, la acción, esto es, la lucha a favor de la cultura y la hostilidad contra influencias, costumbres, leyes, disposiciones, en las que él no reconozca su meta: la procreación del genio. r ;A quien tiene la capacidad de situarse ahora en el segundo nivel le llama ante todo la:atención cuán extraordinariamente reducido e infrecuente es el saber en torno a e^a meta, cuán común a todos, por el contrario, el esfuerzo por la cultura, y cuán in deciblemente grande la masa de fuerzas que se consumen en su servicio. Sorprendi do, uno se pregunta: ¿acaso es totalmente innecesario un tal saber? ¿No alcanza la naturaleza su meta aun cuando la mayoría determine erróneamente el propósito de su propio esfuerzo? Quien se haya acostumbrado a tener en gran estima la finalidad in consciente de la naturaleza quizá no tendrá ninguna dificultad en contestar: «¡Sí, así es! Dejad que los seres humanos piensen y digan lo que quieran sobre su meta última, en su oscuro impulso son muy conscientes, ciertamente, del camino correcto^®.» Para poder presentar objeciones a esta afirmación uno ha de haber tenido algunas expeCfr. Goethe, J. W., Faust I, 328-329.
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riendas; pero quien está realmente convencido de esa meta de la cultura, a saber, que ésta ha de fomentar el surgimiento de verdaderos seres humanos y nada más, y. com para entonces cómo incluso ahora, con toda la ostentación y la pompa de la cultura, el surgimiento de esos seres humanos todavía no se diferencia mucho de xm prolon gado maltrato a los animales: éste encontrará muy necesario que en lugar de ese «os curo impulso» se ponga al fin de una vez un querer consciente. Y ello sobre todo también por esta segunda razón: para que ya no sea posible utilizar ese impulso que no tiene claridad sobre su meta, el célebre oscuro impulso, para propósitos entera mente diferentes, ni conducirlo por caminos en que jamás puede alcanzarse esa meta suprema, la procreación del genio. Pues existe una especie de cultura de la que se ha abusado y que está dedicada a tareas de servicio — jbasta con mirar a nuestro alre dedor! Y precisamente los poderes que ahora fomentan la cultura de la manera más activa tienen al hacerlo segundas intenciones y no se relacionan con ella en actitud pura y desinteresada. Aquí está, en primer lugar, el egoísmo de los propietarios, que necesita del servi cio de la cultura y que, en gratitud por ese servicio, le presta a su vez el suyo, pero en esa relación querría, como es obvio, prescribir al mismo tiempo la meta y la medida. De esta parte provienen esa proposición y esa argumentación tan queridas que dicen más o menos así, éstas son nuestra meta y nuestra medida: la mayor cantidad posible de conocimiento y formación, por tanto la mayor cantidad posible de necesidades, por tanto la mayor cantidad posible de producción, por tanto la mayor cantidad posi ble de ganancia y felicidad — así es como suena esta fórmula seductora. Sus partida rios definirían la formación como esa visión con la cual, en lo que se refiere a las necesidades y a su respectiva satisfacción, uno se hace total y absolutamente tempes tivo, pero con la que, no obstante, uno dispone a la vez y de modo óptimo de todos los medios y de todas las vías para ganar dinero de la manera más fácil posible. La meta sería, así pues, formar la mayor cantidad posible de seres humanos courantes [corrientes], en el sentido en el que se llama courant [coniente] a una moneda^*; y un pueblo, según esta concepción, será tanto más feliz cuantos más seres humanos courantes [corrientes] posea, entendiendo este adjetivo en el sentido expuesto. Por eso el objetivo de las modernas instituciones de formación debe ser el siguiente, fo mentar que cada cual, en la medida en que lo permita su naturaleza, se convierta en courant [corriente], o sea, proporcionar formación a cada cual en la medida en que de su propio grado de conocimiento y de saber obtenga la mayor cantidad posible de fe licidad y de ganancia. Según este planteamiento, se exige que el individuo, mediante la ayuda de tal formación común a todos, tenga que tasarse a sí mismo con exactitud para así saber qué es lo que él ha de exigirle a la vida; y también se afirma, por últi mo, que existe un vínculo natural y necesario entre «inteligencia y propiedad», entre «riqueza y cultura», más aún, que este vínculo es una necesidad moral. Desde estas premisas se detesta toda formación que produzca soledad, que ponga metas más allá del dinero y las propiedades, que requiera mucho tiempo; a semejantes especies de formación, más serias, se las suele denigrar como «egoísmo refinado», como «epicu reismo inmoral de la formación». Por supuesto, según la moralidad que está vigente en esta visión, se aprecia justamente lo contrario, a saber, una formación rápida para «Cuanto más elevada es la cultura de un hombre, tanto más solo se encuentra: es decir, que él trata con los grandes de todos los tiempos y que esta ilustre compañía le hace algo cuidadoso. Él no es ''co u ra n t" .» FP I. 14 [16].
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convertirse cuanto antes en un ser que gane dinero, y, bien cierto, una formación tan fundamental que uno pueda convertirse en un ser que gane muchísimo dinero. Al ser humano sólo se le permite poseer la indispensable cantidad de cultura que sea de in terés para la adquisición general de propiedades y para el comercio internacional, pero también se le exige que posea esa misma cantidad. En pocas palabras: «el ser humano tiene una aspiración necesaria a la felicidad terrenal, y necesita la formación para realizar esa aspiración, pero ¡eso sí, exclusivamente para eso!» Aquí está, en segundo lugar, el egoísmo del Estado, un Estado que ansia igual mente la máxima difusión y la máxima generalización de la cultura y que tiene en las manos los instrumentos más eficaces para satisfacer sus deseos. Suponiendo que ese Estado se sepa suficientemente fuerte para poder no sólo quitar las cadenas de sus súbditos, sino también someterlos a su yugo según lo requieran las circunstancias, suponiendo que su fundamento sea suficientemente seguro y amplio para poder sos tener la bóveda entera de la formación, entonces la difusión de ésta entre sus ciuda danos redundará siempre en beneficio exclusivo del mismo Estado en su rivalidad con otros Estados. En cualquier sitio en que se hable ahora de «Estado de cultura» se verá que allí tiene asignada la tarea de desarrollar las fuerzas espirituales de una ge neración hasta el punto en que, con el desarrollo alcanzado, puedan prestar servicios y ser de utilidad a las instituciones existentes: pero, eso sí, sólo hasta ese punto; como un arroyo del bosque al que se desvía en parte mediante diques y dispositivos para que con muy poco caudal pueda mover molinos — mientras que con todo su caudal sería más bien peligroso que de utilidad para un molino. Dicho desarrollo es a la vez, e incluso en mayor medida, una especie de encadenamiento. Recuérdese simplemen te en qué ha llegado poco a poco a convertirse el cristianismo bajo el egoísmo del Estado. El cristianismo es, ciertamente, una de las revelaciones más puras de aquel impulso hacia la cultura y, más en concreto, hacia la procreación siempre renovada del santo; pero como ha sido utilizado de cien maneras distintas para mover los mo linos de los poderes estatales, ha enfermado poco a poco hasta la médula, se ha hecho hipócrita y mendaz, y ha degenerado hasta entrar en contradicción con su meta' origi naria. Incluso su último acontecimiento, la Reforma alemana, no habría sido más que una repentina llamarada al reencenderse el fuego, seguida de su súbita extinción, si no hubiera robado nuevas fuerzas y nuevas llamas a la lucha y la conflagración de los Estados. En tercer lugar, fomentan aquí la cultura todos aquellos que son conscientes de un contenido feo o aburrido y quieren disimularlo mediante la llamada «bella forma». Con lo externo, con palabra, ademán, adorno, pompa, amaneramiento, se debe forzar al espectador para que saque una conclusión falsa sobre el contenido: bajo la suposi ción de que, como es habitual, se juzgará lo interior por la parte externa. A veces me parece que los seres humanos modernos se aburren ilimitadamente los unos a los otros y que acaban por encontrar necesario hacerse interesantes recurriendo a todas las artes. Permiten entonces que sus artistas los pongan a ellos mismos sobre la mesa como manjares picantes y suculentos, ellos se sazonan a sí mismos con las especias de todo el Oriente y el Occidente, y ¡sin la menor duda! ahora huelen, por supuesto, de modo muy interesante, huelen a todo el Oriente y el Occidente. Se disponen en tonces a satisfacer todos los gustos; y a cada cual se le debe servir lo que en ese mo mento le apetezca, sea lo bienoliente o lo maloliente, lo sublime o lo tosco-grosero, lo griego o lo chino, las tragedias o las obscenidades dramatizadas. Los más famosos jefes de cocina de estos seres humanos modernos que quieren a toda costa ser intere-
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sanies y sentirse interesados se encuentran, como es sabido, entre los franceses, y los peores, entre los alemanes. Esto es para los últimos, en el fondo, más consolador que para los primeros, y no queremos tomarles a mal en lo más mínimo a los franceses que se burlen de nosotros precisamente por la falta de elementos interesantes y ele gantes, y que ante la exigencia de elegancia y de modales por parte de algunos alema nes sientan que se acuerdan de aquel indio que deseaba que le insertaran im anillo én la nariz y además gritaba para que le tatuaran. , — Y llegados a este punto nada me impedirá que haga una digresión. En Alema nia se han cambiado y modificado muchas cosas desde la última guerra con Francia, y es evidente que también nos hemos llevado a casa algunos nuevos deseos en lo que respecta a la cultura alemana. Esa guerra fue para muchos el primer viaje a la parte más elegante del mvmdo, a la otra mitad; ¡qué magnífico efecto causa la ausencia:de prejuicios del vencedor, si no rechaza aprender del vencido algo de cultura! En par ticular la artesanía artística siempre se ve remitida de nuevo a la rivalidad con elyecino que tiene más formación, la disposición de la casa alemana debe parecerse a; la de la francesa, incluso la lengua alemana debe apropiarse un «gusto sano» mediante una Academia fundada según el modelo francés, y eliminar la peligrosa influencia que Goethe ha ejercido sobre ella — como ha sentenciado hace muy poco el acadé mico berlinés Dubois-Reymond”^^. Nuestros teatros hace ya tiempo que se han orien tado con todo silencio y decoro hacia la misma meta, incluso el tipo del docto alemán elegante está ya inventado — ahora hay que esperar, en efecto, que a partir de estos, momentos se deje de lado como algo muy poco alemán todo lo que hasta el presénte no ha querido someterse de grado a esa ley de la elegancia, la música, la tragedia y la filosofía alemanas. — Pero, a decir verdad, tampoco habría que mover ni un dedo por la cultura alemana si el alemán, por la cultura que todavía le falta y hacia la que. aho ra tendría que orientarse, no entendiera otra cosa sino las artes y finos modales^coñ los que la vida resulta bonita, incluyendo toda la inventiva de los maestros de bailé y los tapiceros, y si, incluso en el lenguaje, sólo quisiera esforzarse por reglas bien es tablecidas académicamente y por un cierto amaneramiento común a todos. Pues pa- rece que la última guerra y la comparación personal con los franceses apenas han suscitado aspiraciones más elevadas, al contrario, muchas veces me asalta la, sospe cha de que el alemán quiere ahora sustraerse con violencia a esas antiguas obligacio nes que le impone su maravilloso talento, la gravedad y la hondura que son peculiares de su naturaleza. Él preferiría hacer alguna vez juegos de magia e imitar a un mbíio, preferiría aprender maneras y artes para que la vida fuera divertida. Pero en modo'ah guno se puede injuriar más al espíritu alemán que si se lo trata como si fuera de cerá, de manera que un día también la elegancia lo pudiera moldear. Y si, por desgracia, es verdad que una buena parte de los alemanes quiere gustosamente dejarse moldear,y arreglar de esta manera, entonces habrá que repetir en su contra todas las veces que sean necesarias, hasta que se oiga, lo siguiente: en vosotros ya no vive en modo algur no esa antigua especie alemana que, en efecto, es dura, áspera y muy resistente, pero es como el material más precioso en el que sólo a los escultores más grandes les es lícito trabajar, porque son los únicos dignos de él. Lo que en vosotros tenéis, por él contrario, es un material blando y pastoso; haced con él lo que queráis, formad mu ñecas elegantes e ídolos interesantes utilizándolo — también en esto seguirá en vigor la sentencia de Richard Wagner: «el alemán es esquinado y torpe cuando quiere mosr Cfr. Wagner, C., Tagebücher i, Munich, 1976, p. 843, anotación del día 6 de agosto de 1874.
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trarse amanerado; pero es sublime y superior a todos cuando se inflama^^» Y con las llamas de este fuego alemán los elegantes tienen todos los motivos para andar con ojo, no vaya a ser que un día los devore, junto con todas sus muñecas y todos sus ído los de cera. — Por supuesto, a esa tendencia predominante en Alemania hacia la «be lla forma» también se la podría derivar de una manera diferente y más profunda: pro cedería de esa prisa, de ese sofocante aferrarse al momento, de esa precipitación que arranca de la rama todas las cosas cuando aún están demasiado verdes, de esa carrera y esa cacería que ahora graban arrugas en el rostro de los seres humanos y estampan su tatuaje, por así decirlo, en todo lo que hacen. Como si actuara en ellos el efecto de un bebedizo que ya no los dejara respirar con sosiego, se lanzan precipitadamente en indecorosa preocupación, como los atormentados esclavos de las tres emes, del mo mento, las opiniones {Meinungen) y las modas: así que, como es obvio, la falta de dignidad y de decencia salta a los ojos de manera demasiado penosa, y de nuevo se hace necesaria ahora una elegancia mendaz con la que se debe enmascarar la enfer medad de la prisa desprovista de toda dignidad. Pues así es como la avidez que está de moda por la bella forma guarda relación con el feo contenido del ser humano ac tual: aquélla debe ocultar, éste debe quedar oculto. Ser una persona que tiene forma ción significa ahora: no dejar que a uno se le note lo miserable y malo que es, lo pa recido a un animal de rapiña en el afán, lo insaciable en la acumulación, lo egoísta y desvergonzado en el goce. Varias veces, cuando yo le hacía ver a alguien la ausencia de una cultura alemana, se me ha objetado: «pero si esa ausencia es enteramente na tural, pues hasta ahora los alemanes han sido demasiado pobres y modestos. Deje usted que nuestros compati'iotas se hagan ricos y conscientes de sí mismos, que en tonces ¡tendrán también una cultura!» Aunque la fe pueda otorgar bienaventuranza, esta especie de fe a mí me llena de desventura, porque siento que esa cultura alemana en cuyo futuro se tiene aquí fe —la de la riqueza, el pulimento y la simulación ama nerada— es la más hostil contraimagen de la cultura alemana en la que yo creo. Es cierto que quien ha de vivir entre alemanes sufre mucho por la tristemente célebre atmósfera gris de su vida y sus sentidos, por la falta de forma, la estupidez y la apatía, por la grosería en el trato más delicado, pero todavía sufre más por la envidia y por una cierta doblez y suciedad del carácter; a él le duele y le ofende el arraigado gusto por lo falso e inauténtico, por lo mal imitado, por la traducción de lo extranjero bueno en algo nativo malo: pero ahora, cuando a todo ello aún hay que añadirle ese febril desasosiego, esa búsqueda de éxito y de ganancia, esa sobrevaloración del momento como el peor de los sufrimientos, entonces llena por completo de indignación pensar que todas estas enfermedades y debilidades no podrán nunca curarse a fondo, sino que solamente podrán maquillarse — ¡gracias a semejante «cultura de la forma inte resante!» ¡Y esto en un pueblo que ha producido a Schopenhauer y a Wagneñ ¡Y que todavía ha de producir en muchas otras ocasiones! ¿O nos equivocamos de la manera más lamentable? ¿Acaso los dos mencionados ya no ofrecen ninguna garantía de que todavía están efectivamente presentes en el espíritu y el sentido de los alemanes fuer zas tales como las suyas? ¿Habrían de ser ellos mismos una excepción, algo así como los últimos vástagos y los últimos representantes de cualidades que en otro tiempo se tenían por alemanas? No sé cómo podría resolver este asunto y, por ello, vuelvo a la senda de mi consideración general, de la que dudas llenas de preocupaciones me Wagner, R., Üher das Dirigiren, Gesammelte Schríften undDichtungen.Lúpzig, 1871-1873,
8, p. 387.
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quieren desviar con demasiada frecuencia. Todavía no se han enumerado todos aque^ líos poderes que, ciertamente, fomentan la cultura, pero que lo hacen sin haber reco nocido la meta de ésta, la procreación del genio; ya se han expuesto tres, el egoísmo de los propietarios, el egoísmo del Estado y el egoísmo de todos aquellos que tienén motivos para fingir y ocultarse con las formas. Presento ahora, en cuarto lugar, el egoísmo de la ciencia y la esencia peculiar de sus servidores, los doctos^^. -La ciencia se relaciona con la sabiduría como la virtud con la santidad: es fría y seca, está desprovista de amor y nada sabe de ese profundo sentimiento de insatisfac ción y de añoranza. La ciencia es tan útil a sí misma como nociva para sus servidoresj puesto que les transfiere su propio carácter y, de ese modo, osifica, por así decirlo, su humanidad. Mientras por cultura se siga entendiendo de manera esencial el fomento de la ciencia, la cultura así entendida ignorará con implacable frialdad al ser humano grande que sufre, y por dos razones, porque la ciencia solamente ve por todas partes problemas del conocimiento, y porque el sufrimiento en el interior del mundo de la ciencia es propiamente algo inoportuno e incomprensible, es decir, es, a lo sumo, un problema más. Pero en cuanto el ser humano se acostumbra a traducir toda experiencia a un juego dialéctico de preguntas y respuestas y a un puro asunto de la cabeza, entonces: es sor prendente lo poco que tarda en secarse una vez dedicado a semejante actividad, y lo pronto que traquetea con sus huesos, reducido casi a un esqueleto. Esto, todo el mun do lo sabe y todo el mundo lo ve: ¿cómo es, pues, posible que, a pesar de ello, los jóvenes no retrocedan en modo alguno ante semejantes esqueletos y estén siempre entregándose de nuevo a la ciencia, y que lo hagan a ciegas, sin elección y sin medi da? Eso no puede derivarse, en efecto, del presunto «impulso hacia la verdad»: pues ¡cómo podría existir un impulso hacia el conocimiento frío, puro y sin consecuen cias! Lo que son, por el contrario, las auténticas fuerzas que impulsan a los servidores de la ciencia, eso se ofrece hasta con demasiada claridad a una mirada imparcial para que lo comprenda: y es muy aconsejable examinar y someter a vivisección por una vez también a los doctos, después de que ellos mismos se han acostumbrado a palpar y a descuartizar con desvergüenza todo lo que hay en el mundo, incluso lo más vene rable. Si he de decir lo que pienso al respecto, mi tesis es la siguiente: el docto se compone de un intrincado tejido de muy diversos impulsos y estímulos, es un metal enteramente impuro. Tómese, en primer lugar, una curiosidad fuerte y cada vez más acentuada, la búsqueda de aventuras del conocimiento, la violencia siempre incitante de lo nuevo y raro en contraposición con lo viejo y aburrido. Añádase a ello un cierto impulso dialéctico a la indagación y al juego, el placer cinegético por los picaros mo vimientos de zorro del pensamiento, de manera que no és la verdad lo que se está buscando propiamente, sino que se busca la búsqueda misma, y el principal placer consiste en merodear con astucia, cercar y dar muerte según las estrictas reglas del El texto que viene a continuación recoge un problema que preocupó hondamente a Nietzsche a lo largo de su vida, como ya dijimos, recuérdese, por ejemplo, la «Sección sexta. Nosotros los doc tos» de JGB. En las notas del verano-otoño de 1873 hay notables apuntes de lo que pensaba que podría ser una Intempestiva, titulada bien «Análisis del hombre de ciencia respecto a su sentido de la verdad». FP I, 29 [10], bien «El docto (o erudito)» 29 [13], o quizá «Toda clase de servidores de la verdad» 29 [21,23, 26], etc. Las reflexiones críticas sobre el docto se combinan en esas fechas con la crítica al historicismo, pues una de las dedicaciones predilectas del'docto es la erudición histórica. FP I, 36 [1], documenta que hasta esa fecha consideraba que el problema del docto merecía una Intempestiva distinta de la que pensaba dedicar a Schopenliauer.
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arte. A eso se le ha de agregar todavía el impulso a la contradicción, pues la persona lidad, enfrentada a la de todos los otros, quiere sentirse a sí misma y hacerse sentir; la lucha se convierte en placer y la meta es la victoria personal, mientras que la lucha por la verdad no es más que el pretexto. En el docto hay, por otra parte, una buena dosis del impulso a encontrar ciertas «verdades», concretamente por su sumisión res pecto a ciertas personas, castas, opiniones, iglesias y gobiernos que tienen poder, ya que siente que le es útil poner la «verdad» de parte de todos ellos. Menos regularmen te, pero con bastante frecuencia, destacan también en el docto las siguientes cualida des. En primer lugar, la probidad-- y el sentido para lo simple, a las que hay quU .V WXAWX en muy alta estima si son algo más que torpeza y falta de práctica a la hora de disi mular, lo cuál requiere, en efecto, un poco de ingenio. De hecho, allí donde el ingenio y la habilidad saltan mucho a la vista, se ha de estar un poco en guardia y poner en duda la rectitud del carácter. Por otra parte, esa probidad es por lo general de poco valor e incluso para la ciencia sólo raras veces es fructífera, ya que depende de lo es tablecido y suele decir la verdad en cosas simples o in adiaphoris [en cosas indiferen tes], exclusivamente; pues, en estos casos, decir la verdad está más en corresponden cia con la pereza que no decirla. Y, como todo lo nuevo requiere un cambio en el modo de aprender, la probidad venera, en lo posible, la opinión antigua y reprocha al que anuncia lo nuevo su falta de sensus recti. La probidad se opuso a la doctrina de Copémico porque tenía, ciertamente, a su favor la apariencia visual y la costumbre. El odio a la filosofía, tan frecuente en los doctos, es, ante todo, odio a los extensos razonamientos deductivos y a la ingeniosa artificiosidad de las pruebas. En efecto, toda generación de doctos tiene en el fondo una medida involuntaria para la sagaci dad permitida', lo que la supera es puesto en cuestión y utilizado casi como motivo de sospecha contra la probidad. — En segundo lugar, la agudeza visual para lo cercano, unida a una gran miopía para lo lejano y lo general. Su campo visual es habitualmen te muy pequeño, y los ojos se han de posicionar casi tocando el objeto. Si el docto quiere pasar de un punto que acaba de investigar a otro, desplaza todo el aparato vi sual hacia ese nuevo punto. Descompone una imagen en diversos trozos, como uno que para mirar el escenario utiliza los gemelos de ópera y entonces bien ve una cabe za, bien una pieza de un vestido, pero no ve nada entero y como un todo. Nunca ve unidos esos trozos aislados, sino que deduce solamente su interconexión; por eso no tiene ninguna impresión fuerte de todo lo que es general. Juzga, por ejemplo, un es crito por algunos fragmentos, o frases, o errores, ya que es incapaz de abarcarlo en su totalidad; el docto estaría tentado de afirmar que un cuadro al óleo es un cúmulo sal vaje de chafarrinones. — En tercer lugar, la insipidez y la ordinariez en las inclina ciones y aversiones. Con esta cualidad el docto tiene suerte sobre todo en la historio grafía, en tanto indaga los motivos de los seres humanos del pasado según la medida de los motivos que a él le son conocidos. En una topera es donde más a gusto se en cuentra un topo. El docto está preservado de todas las hipótesis sutilmente artísticas y extravagantes; cuando es constante, excava todos los motivos ordinarios del pasado, porque se siente de la misma especie. Obviamente, justo por eso la mayor parte de las veces es incapaz de comprender y apreciar lo raro, grande y extraordinario, esto es, Biederkeit, sustantivo formado a partir del adjetivo bieder, que etimológicamente significa «lo que responde a una necesidad» {dem Bedürfnis entsprechend). Biederkeit, por tanto, significa probidad, en el sentido de «ser como es debido», pero §in que esté ausente en la atribución de esta condición un cierto matiz irónico.
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lo importante y esencial. — En cuarto lugar, la pobreza de sentimiento y la aridez. Ello lo capacita incluso para vivisecciones. El docto no barrunta el sufiimientó qué conlleva cierto conocimiento, y por ello no tiene miedo de ámbitos en que a otros sé les estremece el corazón. Es frío, y por eso da fácilmente la apariencia de ser cruel También se lo tiene por temerario, pero no lo es, como tampoco la muía que no cono-, ce el vértigo. — En quinto lugar, la baja autoestima, e incluso la modestia. Aunque relegados a un rincón miserable, los doctos nada sienten de su sacrificio, de su des perdicio, a menudo parece que en lo más hondo de su intimidad supieran que no son fauna que vuela, sino, que se arrastra. Con esta cualidad incluso tienen la apariencia de conmovedores. — En sexto lugar, la lealtad con sus maestros y guías. A éstos quie-r ren a)oidarlos de todo corazón, y saben bien que como mejor los ayudan es con la verdad. Pues están predispuestos a la gratitud, ya que sólo gracias a ellos han conse guido acceso a los dignos recintos de la ciencia, donde nunca hubieran entrado dé haber seguido su propio camino. Quien en el presente sabe abrir como maestro un campo en el que también pueden trabajar con cierto éxito las cabezas mediocres,: en muy poco tiempo se convierte en un hombre famoso: tan grande es de inmediato la muchedumbre que acude. Por supuesto, cada uno de estos leales y agradecidos tani^ bién es al mismo tiempo una desgracia para el maestro, pues todos ellos le imitan^ y entonces precisamente sus defectos parecen desmesuradamente grandes y exagera dos, porque resaltan en individuos tan pequeños, mientras que, por el contrario, las virtudes del maestro se manifiestan en estos mismos individuos, pero reducidas en idéntica proporción. — En séptimo lugar, la ininterrumpida continuación rutinaria siguiendo la trayectoria a la que el docto ha sido lanzado, el sentido de la verdad que es consecuencia de la falta de ideas, en consonancia con el hábito que una vez se adoptó. Tales naturalezas son coleccionistas, comentaristas, confeccionadores de; ín dices, de herbarios; aprenden e investigan en tomo a un campo determinado, simple mente porque jamás han pensado que también hay otros campos. Su laboriosidad tiene algo de la descomimal estupidez de la fuerza de gravedad: por lo cual suelen rendir mucho. — En octavo lugar, la huida del aburrimiento. Mientras que el verda dero pensador nada anhela tanto como el ocio, el docto común lo evita, porque no. sabe qué hacer con él. Su consuelo son los libros: es decir, escucha cómo alguien piensa de manera diferente y, de ese modo, deja que lo entretengan el día entero.; Sor bre todo, escoge libros en que se estimule de alguna forma su participación personal en que por afección o desafección pueda sentirse un poco emocionado: esto es, libros en que entren en consideración él mismo o su estamento, su opinión en cuanto doctrina política, o estética, o incluso solamente gramatical; si el docto tiene hasta,una ciencia propia, no le faltarán nunca medios para entretenerse ni matamoscas contra el aburri miento. — En noveno lugar, el motivo de ganarse el pan, o sea, en el fondo, los famo: sos «borborigmos de un estómago sufriente». Se sirve a la verdad si ésta está en si tuación de promover directamente sueldos y puestos más elevados, o al menos de obtener el favor de quienes han de conceder el pan y los honores. En todo caso, se sirve exclusivamente a esta verdad: por eso puede trazarse una línea divisoria entre las verdades provechosas, a las que muchos sirven, y las verdades no provechosas: a estas últimas sólo se consagra una minoría, para la que no vale lo de: ingenii largitor ventar. — En décimo lugar, el aprecio a los demás doctos, el miedo a su desprecio, motivo éste más raro, pero más elevado que el anterior, aunque sigue siendo muy fre cuente. Todos los miembros del gremio se vigilan entre sí con el mayor celo para que la verdad, de la que tantas cosas dependen, el pan, el cargo, la honra, sea bautizada
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realmente con el nombre de su descubridor. Se profesa respeto estricto al otro por la verdad que ha encontrado con el fin de exigir a cambio que también lo profese si uno mismo encontrase alguna vez una verdad. La no verdad, el error, se hace estallar es truendosamente, para que no aumente demasiado el número de competidores; no obstante, aquí y allá también se hace estallar alguna vez la auténtica verdad, para que al menos por breve tiempo haya sitio para errores pertinaces y atrevidos; pues en nin gún lugar, ni tampoco aquí, faltan los «idiotismos morales», a los que de ordinario se les da el nombre de picardías. — En undécimo lugar, el docto por vanidad, una varie dad ya más rara. Éste quiere, si es posible, tener un campo exclusivamente para sí y escoge por eso curiosidades, especialmente si requieren gastos extraordinarios, via jes, excavaciones, relaciones abundantes en diferentes países. La mayor parte de las veces se da por satisfecho con el honor de ser él mismo admirado como curiosidad, y no piensa en ganarse el pan con sus doctos estudios. — En duodécimo lugar, el docto por pulsión lúdica. Su deleite consiste en buscar pequeños nudos en las ciencias y deshacerlos; cuida de no esforzarse en exceso al hacerlo, para no perder la sensación de juego. Por eso no se mete precisamente en lo profundo, sin embargo a menudo percibe algo que jamás verá con su ojo laborioso y rastrero el docto que ha de ganar se, el pan. — Si, por último, en decimotercer lugar, todavía señalo como motivo del docto el impulso hacia la justicia, se me podría objetar que este impulso noble, que hay que entenderlo ya metafísicamente, es demasiado difícil de distinguir de otros y que es, en el fondo, imperceptible e indeterminable para el ojo humano; por eso aña do este último número con el piadoso deseo de que ese impulso tenga entre los doctos una frecuencia y una eficacia superiores a la visibilidad que consigue alcanzar. Pues basta con que caiga en el alma de un docto una chispa del fuego de la justicia para abrasar y consumir su vida y su afán, purificándolos, de modo que no tenga ya ningún sosiego y se halle expulsado para siempre del estado de ánimo tibio o gélido en el que los doctos ordinarios llevan a cabo su trabajo cotidiano. v' Piénsese ahora en estos elementos, o en varios más, o sólo en algunos, pero agita dos con fuerza y bien mezclados entre sí: se tendrá entonces la génesis del servidor de la verdad. Es muy curioso cómo aquí, en beneficio de un negocio en el fondo ex trahumano y suprahumano, el del conocimiento puro y sin consecuencias, y, por tan to, también sin impulsos, consiguen fusionarse una multitud de pequeños impulsos y miniimpulsos muy humanos, para formar una combinación química, y cómo el resul tado, o sea, el docto, a la luz de ese negocio supraterrenal, elevado y totalmente puro, aparece entonces tan transfigurado que uno olvida por completo la mezcla y la mix tura que fueron necesarias para su procreación. No obstante, hay momentos en que se ha de pensar precisamente en ello y recordarlo: a saber, justamente cuando se pregun ta por la significación que tiene el docto para la cultura. Pues todo aquel que sabe observar, advierte que el docto, en esencia, es estéril — ¡una consecuencia de su gé nesis!— y que tiene im cierto odio natural al ser humano que es fértil; por eso los genios y los doctos se han peleado en todos los tiempos. Pues estos últimos quieren matar, diseccionar y entender la naturaleza, y los primeros, por su parte, la quieren acrecentar con nueva naturaleza viviente; y se da así un conflicto de mentalidades y de actividades. Épocas enteramente dichosas no necesitaron al docto y no lo conocie ron, épocas enteramente enfermas y tristes lo apreciaron como el ser humano más elevado y más digno, y le otorgaron el primer rango. Sobre el estado en que nuestra época se encuentra en lo que respecta a la salud y la enfermedad, ¡quien fuera lo bastante médico para saberlo! Es cierto que incluso
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ahora todavía se estima demasiado al docto en muchas cosas, y por eso tiene efectos nocivos, especialmente en todo lo relacionado con el genio en ciernes. Para las apre miantes necesidades de éste el docto no tiene corazón, habla por encima de él con voz cortante y fría, y con excesiva rapidez encoge los hombros como ante algo extraño y extravagante para lo que no tiene ni tiempo ni ganas. Tampoco se encuentra en el doc to ese saber en tomo a la meta de la cultura. — Pero, en definitiva: ¿qué se nos ha hecho explícito mediante todas estas conside-raciones? Que, en cualquier parte en que parece que se fomenta ahora la culturaron mayor vitalidad, nada se sabe de esa meta. Por muy alto que el Estado pregone sus méritos a favor de la cultura, la fomenta para fomentarse a sí mismo, y no concibe una meta que esté por encima de su propia existencia y de su propio bienestar. Lo que los propietarios quieren con su incesante demanda de instmcción y de formación no es en último término sino adquirir más propiedades. Cuando los necesitados de formas se atribuyen el genuino trabajo a favor de la cultura, y pretenden, por ejemplo, que todo arte les pertenece y ha de estar al servicio de sus necesidades, entonces lo único que es evidente es que se afirman a sí mismos al afirmar la cultura: o sea, que tam poco ellos, por tanto, han ido más allá de un malentendido. Del docto ya se ha habla do bastante. Así pues, todos estos cuatro poderes, que están en interacción, reflexio nan con mucho celo sobre cómo beneficiarse a sí mismos con ayuda de la cultura, pero cuando no está en juego su propio interés son muy apáticos y carecen de ideas; Y por eso en la época más reciente no se han mejorado las condiciones para el surgi miento del genio, y la animadversión contra los seres humanos originales ha aumen tado en tal grado, que Sócrates no hubiera podido vivir entre nosotros y, en todo caso, no hubiera llegado a los setenta años^^. Recuerdo ahora lo que expuse en el tercer capítulo: cómo todo nuestro mundo moderno no parece en modo alguno tan sólido y duradero como para que al concepto de su cultura se le pudiera profetizar una permanencia eterna. Incluso habría que te ner por probable que el próximo milenio consiga algunas nuevas invenciones que, de momento, erizarían el cabello a todos los que ahora vivimos. La creencia en una sig nificación metafísica de la cultura no sería en definitiva algo tan horrible: pero quizá sí lo fueran algunas consecuencias que de esa creencia podrían derivarse para la edu cación y el sistema escolar. Es obvio que hace falta una reflexión completamente desacostumbrada para apar tar de una vez la mirada de los actuales establecimientos de enseñanza y enfocarla más allá, hacia instituciones totalmente diferentes y extrañas, a las que quizá la se gunda o tercera generación considere ya necesarias. Mientras tanto, los esfuerzos de los actuales educadores de nivel superior producen o bien al docto, o al funcionario, o al propietario, o al filisteo de la formación, o bien, por último y por lo común, un producto híbrido, mezcla de todos ellos: esas instituciones todavía por inventar ten drían, por supuesto, una tarea más difícil — ciertamente, no más difícil en sí, puesto que en todo caso se trataría de la tarea más natural y, en este sentido, también de la más fácil; y ¿puede haber, por ejemplo, algo más difícil que adiestrar a un joven en contra de la naturaleza, como sucede en la actualidad, para que se convierta en un docto? Pero para los seres humanos la dificultad radica en cambiar la manera de aprender y en plantearse una nueva meta; y costará un esfuerzo indecible cambiar por una nueva idea fundamental las ideas fundamentales de nuestro actual sistema educaUna primera versión de este pasaje se halla en FP I, 34 [15].
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tivo, que tiene sus raíces en la Edad Media y que se propone como meta de la forma ción consxxmada propiamente al docto medievaE^. Ha llegado ya el tiempo de tener en cuenta estas contradicciones; pues alguna generación ha de iniciar la lucha en la que otra generación posterior conseguirá vencer. Ya en la actualidad el individuo que ha comprendido esa nueva idea fundamental de la cultura se encuentra en una encruci jada; yendo por uno de los caminos, su época le dará la bienvenida, no le faltarán co ronas ni recompensas, poderosos partidos lo apoyarán, a sus espaldas se situarán tan tos individuos animados por sus mismos sentimientos como los habrá delante de él, y cuando el que va en cabeza pronuncie la consigna, ésta resonará en todas las filas. Aquí el primer deber es: «luchar alineados y en formación», y el segundo, tratar como enemigos a todos los que no quieran ponerse en línea y en formación. El otro camino, sin embargo, le reunirá con muchos menos compañeros de viaje, ese camino es más difícil, más tortuoso, más escarpado; los que van por el primero se burlarán de él, porque avanza con mayores esfuerzos y corre peligro más a menudo, e intentarán con halagos atraerlo hacia ellos. Si en alguna ocasión se cruzan ambos caminos, los del primero lo maltratarán, lo marginarán o lo aislarán con cautelosa reserva. ¿Qué significa entonces una institución de cultura para estos viajeros tan distintos que an dan por los dos caminos? Aquella enorme multitud que se precipita hacia su meta por el primer camino entiende bajo esa institución las disposiciones y leyes gracias a las cuales ella misma consigue estar ordenada y avanzar, y con las cuales puede proscri bir a todos los rebeldes y solitarios, a todos los que proyectan metas más elevadas y lejanas. Para este otro grupo más pequeño, una institución, como es obvio, tendría que cumplir una finalidad completamente distinta; con la protectora defensa de una sólida organización, ese grupo quiere evitar que aquella multitud lo arrastre y lo dis perse, que los individuos que lo integran sucumban a un prematuro agotamiento o se les aparte en definitiva de su gran tarea. Estos individuos deben consumar su obra — ése es el sentido de su solidaridad; y todos los que participan de la institución deben esforzarse por preparar en sí mismos y a su alrededor, mediante una purificación constante y un cuidado mutuo, el nacimiento del genio y la maduración de su obra. No pocos, incluso de la fila de los talentos de segundo y de tercer nivel, están desti nados a esta colaboración, y sólo sometiéndose a tal destino llegarán a sentir que vi ven cumpliendo un deber, que viven con una meta y una significación. Pero, en la actualidad, las voces seductoras de esa «cultura» que está de moda desvían precisa mente a esos talentos de su trayectoria y los enajenan de su instinto; esta tentación se dirige a sus tendencias egoístas, a sus debilidades y vanidades, pues a ellos precisa mente les susurra el espíritu del tiempo con insinuante empeño: «jSeguidme y no va yáis hacia allí! Pues allí sólo seréis servidores, ayudantes, instrumentos, allí estaréis eclipsados por naturalezas superiores, mmca estaréis contentos de vuestra peculiari dad, os moverán con hilos, os pondrán cadenas, seréis como esclavos, más aún, como autómatas: aquí, conmigo, gozaréis, como señores, de vuestra libre personalidad, a «El estamento científico es una especie de clero y desprecia a los profanos; es la herencia del clero espiritual, sin esta veneración heredada nuestra época difícilmente cultivaría tanto las ciencias. Lo que antes se daba a la iglesia, se da hoy, aunque de una manera más escasa, a la ciencia: pero el hecho de que se dé algo se debe al poder que tema la Iglesia en otro tiempo, cuya influencia se deja sentir todavía hoy en el clero científico. Y precisamente la dedicación a la historia se convierte cada vez más en una teología encubierta, como teoría de la acción de Dios o de la razón. Si la masa llega se a comprender que la historia no es una ciencia sino una mezcla confusa, entonces nadie se intere saría por ella.» F P 1 ,29 [46].
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vuestros talentos les será lícito brillar para sí mismos, vosotros mismos estaréis en las primeras filas, un séquito enorme os rodeará con entusiasmo, y la aclamación de la opinión pública os complacerá ciertamente mucho más que un aristocrático, condes cendiente asentimiento desde la cima fría y etérea del genio.» A tales tentaciones su cumben los mejores, ciertamente: y, en el fondo, apenas decide aquí la excepcionalidad y la fuerza del talento, sino la influencia de una cierta, heroica disposición fundamental, y el grado de parentesco íntimo y de compenetración con el genio. Pues hay seres humanos que cuando ven a éste luchando penosamente y en peligro de des truirse a sí mismo, o cuando el miope egoísmo del Estado, los cortos alcances de los propietarios, la seca frugalidad de los doctos, marginan las obras del genio, ellos lo sienten como una apremiante necesidad suya: y, de este modo, espero también que haya algunos que comprendan lo que quiero decir al exponer el destino de Schopenhauer y para qué debe educar propiamente, según la representación que yo me hago de esta tarea, Schopenhauer como educador. —
Pero si dejamos de una vez a un lado todas las ideas sobre un futuro lejano y sobre una posible subversión del sistema educativo: ¿qué habría que desearle actualmente a im filósofo en ciernes y, en caso de necesidad, qué habría que proporcionarle para ; que de algún modo pudiera séguir respirando y, en el caso más favorable, consiguiera. tener la existencia, ciertamente nada fácil, pero al menos posible, de Schopenhauer? ; ¿Qué habría, además, que inventar para que fuera más probable el efecto que causara sobre sus contemporáneos? ¿Y qué obstáculos tendrían que eliminarse para que, en primer lugar, su ejemplo lograra tener plena eficacia, o sea, para que el filósofo edu case de nuevo a filósofos? Aquí nuestra consideración se encamina hacia lo práctico y lo escandaloso. La naturaleza siempre quiere ser útil a todos, pero para alcanzar ese fin no sabe; encontrar los mejores medios ni los recursos más adecuados: eso le causa un sufri miento grande, y por eso la naturaleza es melancólica^®. En su propio ímpetu necesL tado de redención la naturaleza ha querido, es cierto, que mediante la procreación del filósofo y del artista la existencia estuviera cargada de sentido y de significación para j los seres humanos; pero ¡qué incierto, qué débil y apagado es el efecto que casi siem- :, pre logra con los filósofos y los artistas! ¡Qué pocas veces consigue que éstos lleguen siquiera a tener alguna incidencia! Sobre todo en lo que respecta al filósofo, su per plejidad es grande a la hora de darle un uso de utilidad general; sus medios no parece que sean más que tanteos, ocurrencias casuales, de manera que fracasa incontables veces en su propósito y la mayoría de los filósofos no llega a ser de utilidad común. El proceder de la naturaleza parece un despilfarro; ciertamente, no es el despilfarro de una sacrilega exuberancia, sino el de la inexperiencia; es de suponer que, si ella fuese un ser hximano, de ningún modo podría superar la indignación consigo misma y con su ineptitud. La naturaleza dispara al filósofo como una flecha dirigida a los humanos, ella no apunta hacia un blanco, pero espera que la flecha quede clavada en alguna parte. No obstante, al disparar se equivoca innumerables veces y eso le disgus ta. En el ámbito de la cultura se comporta con la misma prodigalidad que en el plantar Sobre Ja falta de preocupación de Ja naturaleza por Ja cultura cfr. F P 1 ,26 [14].
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y sembrar. Cumple sus fines de una manera general y torpe: por lo cual sacrifica fuer zas de un modo excesivo'^^ El artista por un lado y, por el otro, los conocedores y g a n te s de su arte, se relacionan entre ellos como una pieza pesada de artillería y una bandada de gorriones. Es producto de la simpleza provocar un gran alud para quitar un poco de nieve, o matar a un ser humano para aplastar la mosca que se ha posado en su nariz. El artista y el filósofo son pruebas contra el finalismo®° de la naturaleza en sus medios, aun cuando proporcionen la prueba más excelente de la sabiduría de sus fines®*. Dan siempre en muy pocos blancos y deberían dar en todos — e incluso a esos pocos en que aciertan el impacto no les llega con la fuerza con la que el filó sofo y el artista disparan sus balas. Es triste tener que valorar de modos tan distintos el arte como causa y el arte como efecto; ¡qué tremendo es como causa, y qué colapsado, qué mortecino es como efecto! Según la voluntad de la naturaleza, el artista realiza su obra para el bienestar de los demás humanos, no hay la menor duda al res pecto: no obstante, él sabe que ninguno de esos otros humanos comprenderá ni ama rá jamás su obra como la comprende y la ama él mismo. Este grado elevado y único de amor y de comprensión es, por tanto, necesario, según la torpe disposición de la naturaleza, para que suija un grado inferior; lo más grande y más noble es el medio utilizado para el surgimiento de lo más pequeño e innoble. La naturaleza no adminis tra sus recursos con inteligencia, sus gastos son mucho mayores que la ganancia que obtiene; y, a pesar de toda su riqueza, algún día tendrá que arruinarse. Segiu*amente hubiera organizado las cosas de manera más razonable si la regla para administrar su patrimonio hubiese sido ésta: pocos costes y ganancia centuplicada, es decir, si, por ejemplo, hubiera muy pocos artistas y las fuerzas que éstos tuvieran fueran más dé biles, pero, en cambio, hubiera numerosos seguidores que los acogieran y entendie ran, y la receptividad de éstos fuera precisamente de una especie más fuerte y pode rosa que la de los artistas mismos: de manera que el efecto de la obra de arte en relación con su causa tendría entonces un eco cien veces más intenso. O por lo menos cabría esperar que causa y efecto tuvieran la misma fuerza; pero ¡qué lejos está la na turaleza de cumplir esta expectativa®^’ A menudo parece que un artista y, sobre todo, un filósofo estuviera casualmente en su época, como un eremita o un caminante exCff.FP 1,29 [218]. Zweckmdssigkeit, literalmente «conforme a un fin», que para Kant es el principio a priorí de : la facultad de juzgar, a la que corresponde el sentido de placer y displacer en el conjunto de las fa cultades del alma. Su campo de aplicación es, para Kant, propiamente el arte, no la naturaleza. La finalidad de la naturaleza no es el objeto de un juicio determinante, sino reflexionante. Cuando se aplica a la naturaleza el concepto de finalismo, es sólo un procedimiento heurístico, necesario a la sistematización de nuestros conocimientos, o como Kant lo llama en la Critica del juicio «una fina lidad sin fín» (af. 10), «una libre legalidad del entendimiento» (af. 22). Esto es lo que lleva a decir a Heidegger, en su Nietzsche II, que Nietzsche no asimiló correctamente esta idea kantiana. Cfr. FP I, 28 [2] en el que se leen comentarios como los siguientes: «Toda cultura floreciente tiene la aspiración de hacer como algo innecesario al filósofo (o aislarlo completamente). El aisla miento o atrofia puede explicarse de dos modos: a partir de la falta de teleología en la naturaleza (cuando es necesario) y desde la previsión finalista de la naturaleza (cuando el filósofo no es nece sario)... Los ataques contra la filosofía. Los filósofos atrofiados. Las últimas dos cosas son una consecuencia de la no finalidad de la naturaleza, la cual arruina innumerables gérmenes: pero con siguen crear dos grandes filósofos: Kant y Schopenhauer... El paso de uno a otro conduce a una cultura más libre. La teleología de Schopenhauer respecto a una cultura que viene. Su doble filosofía positiva (falta el germen vital central) — un conflicto sólo para los que ya no esperan más. Cómo la cultura que viene superará este conflicto. Los Olimpos. Misterios. Fiestas diarias.» 82 Cfr. FP I, 29 [223].
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traviado y rezagado. ¡Considérese siquiera una vez con rectitud de corazón lo grande que es Schopenhauer de principio a fin, y lo grande que es en todo — y qué pequeño, qué absurdo es su efecto! Para una persona honrada de esta época nada puede ser más humillante precisamente que darse cuenta de qué casual es la presencia que tiene en' ella Schopenhauer, y de cuáles son los poderes y fatalidades de los que hasta ahora dependía que su efecto estuviese tan atrofiado. Al principio, y durante mucho tiempo, la falta de lectores, para perenne irrisión de nuestra época literaria, le fiie hostil, lue go, cuando los lectores vinieron, le fue contraria la inadecuación de sus primeros tesf timonios públicos: pero, por supuesto, aún le fue más hostil, como me parece a mí, la abulia de todos los seres humanos modernos con respecto a los libros, dado que ya no quieren tomárselos en serio en modo alguno; incluso se ha ido añadiendo poco a poco un nuevo peligro, surgido de las múltiples tentativas de adaptar a Schopenhauer a esta época endeble, o hasta de restregarlo como condimento extraño y estimulante, algo así como una especie de pimienta metafísica. De esta manera, ciertamente, se ha ido; haciendo poco a poco conocido y famoso, y creo que en la actualidad ya conocen su nombre más personas que el de Hegel: no obstante, continúa siendo un eremita, y, á pesar de todo, ¡hasta ahora Schopenhauer no ha tenido efecto! Los adversarios litera rios propiamente tales y los que contra todo ladran son, hasta el presente, quienes menos se merecen el honor de haber impedido que lo tuviera, en primer lugar, porqué hay pocas personas que resistan leerlos, y, en segundo lugar, porque a aquel que lo. resiste lo conducen de imnediato a Schopenhauer;®^ pues ¿quién se dejaría disuadir por un propietario de asnos de montar un hermoso caballo, por mucho que aquél elo-: giara a un asno suyo a expensas del caballo? Ahora bien, quien ha reconocido la simazón en la naturaleza de esta época tendráque pensar en medios que ofrezcan un poco de utilidad en el problema que estamos^ considerando; pero su tarea consistirá en lo siguiente, hacer que conozcan a Scho penhauer los espíritus libres y los que sufren profundamente por nuestra época, reunir-; los y generar con ellos una corriente con cuya fuerza se supere la ineptitud en la utir lización del filósofo que la naturaleza muestra de manera habitual y que también hoy vuelve a manifestar. Tales seres humanos se darán cuenta de que las resistencias que obstaculizan el efecto de una gran filosofía son las mismas que impiden la procrea ción de un gran filósofo; de ahí que les sea lícito determinar la meta que propongan para que eso se consiga, a saber, la procreación de nuevo de Schopenhauer, es decir, del genio filosófico. Pero lo que desde el principio se opuso al efecto y a la propaga-: ción de su doctrina, lo que finalmente también quiere malograr por todos los medios ese renacimiento del filósofo, es, dicho en pocas palabras, la excentricidad de la na turaleza humana actual; por eso todos los seres humanos grandes que están en ciernes han de dilapidar una fuerza increíble para salvarse siquiera sea a sí mismos de toda esta excentricidad. El mundo en el que ahora entran está cubierto de mentiras; a decirverdad, no es necesario que sean mentiras sólo los dogmas religiosos, sino también conceptos mendaces tales como «progreso», «formación general», «nacional», «Es-* tado moderno», «lucha por la cultura»; incluso se puede decir que hoy día todos e3tos| términos genérales llevan ^n sí mismos un adorno artificial e innatural, y por esa ra-: zón una posteridad más lúcida le reprochará en medida extrema a nuestra época su confusión y su deformidad — por mucho que nos jactemos de nuestra «salud». Lá belleza de los recipientes antiguos, dice Schopenhauer, surge de que expresan de ma.” Cfr. FP I, 19 [203].
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ñera tan ingenua lo que están destinados a ser y aquello para lo que han de servir; y lo mismo vale también para todos los demás utensilios de los antiguos; en su presen cia se siente que si la naturaleza produjera vasos, ánforas, lámparas, mesas, sillas, yelmos, escudos, armaduras, etcétera, tales productos naturales tendrían ese mismo aspecto®"*. A la inversa: quien ahora observe cómo casi cada cual se ocupa del arte, del Estado, de la religión, de la formación — para, por buenas razones, no hablar de nuestros «recipientes» — encontrará a los seres humanos con una cierta y bárbara arbitrariedad en sus expresiones, y también con una cierta y bárbara exageración en ellas, pero lo que más se contrapone al genio en ciernes es, precisamente, el hecho de que en su época se pongan de moda conceptos tan extravagantes y necesidades tan caprichosas: tales conceptos y necesidades son la carga de plomo que tan a menudo oprime su mano de manera invisible e inexplicable cuando quiere guiar el arado — hasta tal punto que incluso sus obras supremas, puesto que se han configurado con violencia, en cierto grado han de llevar en ellas mismas la expresión de esa violencia. Si ahora trato de averiguar las condiciones con cuya ayuda, en el caso más favo rable, la expuesta excentricidad de nuestra época por lo menos no aplastará a un filósofo nato, observo entonces algo singular: que son, en parte, precisamente las condiciones bajo las cuales, al menos en general, creció el propio Schopenhauer®^ Ciertamente, no es que faltaran las condiciones adversas: así, en su madre vanidosa y amante de las bellas letras esa excentricidad de la época le asedió de una manera ho rrible. Pero el carácter orgulloso y, en su acepción republicana, libre de su padre lo salvó, por así decirlo, de su madre y le dio lo primero que un filósofo necesita, una virilidad inquebrantable y ruda. Ese padre no fue ni un funcionario ni un docto: viajó muchas veces con el joven por países extranjeros — todo ello proporciona muchas ventajas a quien debe aprender a conocer no libros, sino seres humanos, y debe apren der a venerar no a un gobierno, sino a la verdad. A tiempo se volvió Schopenhauer indiferente o demasiado sensible a las limitaciones nacionales; vivió en Inglaterra, Francia e Italia®^ del mismo modo que en su patria, y no sintió escasa simpatía por el espíritu español®^. En general, no apreció como un honor haber nacido precisamente entre alemanes; y dudo de que en las nuevas condiciones políticas hubiera cambiado de parecer. Sostenía, como es sabido, que los únicos fines del Estado son dar protec ción respecto al exterior, dar protección respecto al interior y dar protección contra los protectores, y que, si se le atribuían otros fines que los referidos a la protección, fácilmente podría ponerse en peligro el verdadero fin — : por eso legó su fortuna, con gran escándalo de todos los llamados liberales, a los descendientes de los soldados prusianos que en 1848 habían caído en la lucha a favor del orden. Es probable que, de ahora en adelante, el hecho de que alguien sepa tomar con sencillez al Estado y sus deberes se convierta cada vez más en signo de superioridad espiritual; pues quien tie ne en el cuerpo el furor philosophicus no tendrá ya tiempo alguno para el furor poli8-» PP II, af. 233. Nietzsche resume en este fragmento de 1874 las circunstancias juveniles de Schopenhauer: «Educación del filósofo: Hacerlo insensible frente a lo nacional, que viaje desde joven. Conocer a los hombres, leer poco. No una cultura casera. Aceptar simplemente el Estado y las obligaciones. O emigrar. No a la erudición. Ninguna universidad. Tampoco ninguna historia de la filosofía; el filó sofo debe buscar la verdad para sí mismo, no para escribir libros». F P I, 32 [73]. 8^ «Schopenhauer podía haber nacido muy bien entre los italianos: mirad Leopardi.» FP 1,35 [8]. 8^ «No valoro desmedidamente la suerte de haber nacido entre los alemanes, y consideraría la vida quizás con más satisfacción si fuese español.» FP I, 29 [232].
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ticus y se cuidará sabiamente de leer periódicos todos los días o, menos aún, de servir a un partido: aunque no vacilará ni un instante en ocupar su puesto si su patria estu viese en situación de verdadera y apremiante necesidad. Están mal organizados todos los Estados en que se han de ocupar de política otros individuos además de los hom bres de Estado, y merecen sucumbir por este exceso de políticos. A Schopenhauer le cayó en suerte otra gran ventaja, a saber, que desde él prin^ cipio no se le destinó ni se le educó para docto, sino que durante un tiempo, aunque de mala gana, trabajó efectivamente en un despacho dedicado al comercio y, ieii cualquier caso, durante toda su juventud, respiró el aire más libre de una gran em presa comercial. Un docto no podrá nunca convertirse en filósofo; ni siquiera Kant fue capaz de hacerlo, pties, a pesar del empuje innato de su genio, permaneció has ta el final en un estado, por así decirlo, de crisálida. Quien aquí crea que, por usar esta palabra, soy injusto con Kant, no sabe lo que es un filósofo, es decir, que esté ha de ser no sólo un gran pensador, sino también un verdadero ser humano;; y ¿cuándo un docto se ha convertido en \m verdadero ser humano? Quien permita que entre su propia persona y las cosas se interpongan conceptos, opiniones, pasados, libros, quien haya nacido, así pues, dicho esto en el sentido más amplio, para la his toriografía, no verá nunca las cosas por primera vez, ni será nunca él mismo una de esas cosas que se ven por priínera vez; pero en el filósofo lo uno y lo otro están éri recíproca correspondencia por éstas dos razones, porque ha de sacar de sí mismo la mayor parte de las enseñanzas, y porque su propio sí mismo le sirve de imagen y compendio del mundo entero. Si uno se mira a través de opiniones ajenas, ¡qué tie ne de extraño que no vea en sí mismo más que — opiniones ajenas! Y así son, así viven y así ven los doctos. Schopenhauer, por el contrario, tuvo la indescriptible; fortuna de ver al genio no sólo de cerca, en él mismo, sino también fuera de él, en Goethe: gracias a este doble reflejo se instruyó a fondo sobre todas las metas y cul turas de los doctos, y llegó a ser sabio al respecto. En virtud de esta experiencíá, supo cómo tenía que estar constituido el ser humano libre y fuerte al que aspira toda cultura artística; conseguida esta visión, ¿podían quedarle aún muchas ganas de ocuparse del llamado «arte» a la manera docta o hipócrita del ser humano m^p: demo? Pues él ya había visto incluso algo más elevado: una horrible escena suptamundana del tribunal de justicia en que se había puesto en la balanza toda vida, también la suprema y perfecta, y se la había juzgado demasiado ligera: había visto ; al santo como juez de la existencia. En modo alguno es posible determinar a qué temprana edad tuvo que haber contemplado Schopenhauer esta imagen de la .yida; y que lo hubiera hecho precisamente tal y como más tarde, en efecto, trató de repro ducirla en todos sus escritos; se puede demostrar que el joven, y quisiera creer que el niño, tuvo ya esta tremenda visión. Todo lo que más tarde se apropió de la vida y de los libros, y de todos los reinos de la ciencia, no fue para él más que color y me dio de expresión a la hora de reproducirla; incluso asumió la filosofía kantiana, ante todo, como un extraordinario instrumento retórico con el que creyó que podría expresarse todavía con mayor claridad sobre esa imagen: del mismo modo que para idéntico fin también le servía en ocasiones tanto la mitología budista como la mi tología cristiana. Para él no había sino una única tarea y cien mil medios de resol verla: un único sentido e incontables jeroglíficos para expresarlo. Forma parte de las magníficas condiciones de su existencia el que pudiera vivir realmente para semejante tarea, de acuerdo con su máxima favorita vitam impenderé
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yero [consagrar la vida a la verdad]®®, y que no le agobiara ninguna ordinariez propia de las apremiantes necesidades de la vida: — es bien conocida la grandiosa manera en que estuvo agradecido a su padre precisamente por no tener que sufrir ese agobio mientras que en Alemania el ser humano teórico la mayor parte de las veces reali za su destino científico a expensas de la pureza de su carácter, como un «picaro res petuoso», ávido de cargos y honores, cauto y flexible, adulador de personas influyen tes y superiores. Por desgracia, la mayor ofensa que Schopenhauer ha infligido a innumerables doctos ha sido el hecho de no parecerse a ellos.
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Con lo anterior se han indicado, así pues, algunas condiciones bajo las cuales al menos podría surgir en nuestra época, a pesar de las nocivas reacciones adversas, el genio filosófico: libre virilidad del carácter, temprano conocimiento de los seres hu manos, completa ausencia de educación docta, de limitación patriótica, de necesidad de ganarse el pan, de toda relación con el Estado — en una palabra, libertad y nada más que libertad: el mismo elemento maravilloso y peligroso en el que los filósofos griegos tuvieron el derecho de crecer. Quien quiera reprocharle lo que Niebuhr repro chó a Platón, a saber, que había sido un mal ciudadano, pues que lo haga y se limite a ser él mismo un buen ciudadano: así tendrá razón, y Platón también. Otro interpre tará esa gran libertad como presunción: y también tendrá razón, porque él mismo no sabría hacer nada razonable con esa libertad y, ciertamente, sería muy presuntuoso que la reclamara para su propio caso. Esa libertad es, en efecto, una culpa grave; y sólo puede expiarse mediante grandes obras. Es verdad que el común de los mortales tiene derecho a mirar con rencor a quien ha sido favorecido en semejante medida: pero que un dios les preserve de que ellos mismos se vean favorecidos así, es decir, cargados con obligaciones tan terribles. Pues enseguida sucumbirían a su libertad y a 'su soledad y se convertirían en locos, en locos malignos, por aburrimiento. — . De lo dicho hasta aquí acaso este padre o aquel otro sea capaz de aprender algo y de darle algún uso que sea de provecho para la educación privada de sus hijos; aun que, para hablar con veracidad, no es de esperar que los padres quieran tener hijos que sólo sean filósofos precisamente. Es probable que la cosa a la que los padres se hayan ópúesto con mayor fuerza en todos los tiempos haya sido al filosofar de sus hijos, como si eso fuera la mayor de las extravagancias; Sócrates fue víctima, como es sabi do, de la ira de los padres por la «seducción de la juventud», y por esos mismos mo tivos Platón consideró necesaria la implantación de un Estado enteramente nuevo, para no hacer depender el surgimiento del filósofo de la insensatez de los padres. Ahora casi parece que Platón hubiera conseguido realmente alguna cosa. Pues hoy día el Estado moderno cuenta como una de sus tareas el fomento de la filosofía, y en todo tiempo busca agraciar a un número de personas con esa «libertad» que nosotros consideramos la condición más esencial para la génesis del filósofo. Ahora bien. Pla tón ha tenido una excepcional mala suerte en la historia: tan pronto como surgía una configuración que respondía, en lo esencial, a sus propuestas, siempre era, observada con mayor exactitud, el hijo suplantado de un duende, un monstruo feo: poco más o menos lo que fue el Estado sacerdotal en la Edad Media, si lo comparamos con el go! ^ ** Motto de Parerga und Paralipomena, según Juvenal 4, 91.
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bierno de los «hijos de los dioses» soñado por Platón. El Estado moderno está ahora^ en efecto, extremadamente lejos de convertir en gobernantes precisamente a los filó sofos — ¡alabado sea Dios!, añadirá todo cristiano — : pero incluso ese fomento de la filosofía, tal como lo entiende el Estado, se tendría que examinar alguna vez para • comprobar si, ciertamente, lo entiende de un modo platónico^ quiero decir: tan seria y sinceramente como si su propósito supremo al fomentar la filosofía ñiera procrear nuevos Platones. Si el filósofo aparece en su época, por lo general, como algo casual — ¿se propone hoy realmente el Estado la tarea de traducir con plena consciencia esa casualidad en una necesidad y auxiliar también aquí a la naturaleza? Por desgracia, la experiencia nos enseña una cosa mejor— o peor: nos dice que, en : lo que respecta a los grandes filósofos por naturaleza, nada impide tanto su procreación y su propagación como los malos filósofos por intervención del Estado. Un asunto de plorable, ¿no es verdad? — como es sabido, el mismo en el que primero centró su aten ción Schopenhauer en su célebre tratado sobre la filosofía universitaria. Vuelvo a este asunto: pues hay que obligar a los humanos a tomarlo en serio, esto es, a dejarse deter^ minar por él a realizar una acción, ya que considero inútil toda palabra escrita tras la cual no se halle una tal incitación a la acción; y, en todo caso, es bueno hacer una vez más una demostración de las tesis de Schopenliauer, válidas para siempre, y hacerlo di rectamente en relación con nuestros coetáneos más cercanos, pues un ingenuo podría opinar que, desde aquellas graves acusaciones, todo en Alemania ha cambiado a mejor. Ni siquiera en este punto, tan insignificante como es, se ha llevado a cabo su obra®^; Mirada con mayor precisión, esa «libertad» con la cual el Estado agracia ahora, como he dicho, a algunas personas en favor de la filo'sofía ya no es en modo alguno libertad, sino un cargo público que alimenta a quien lo ocupa. El fomento de la filo sofía, por tanto, consiste exclusivamente en que ehEstado posibilita en la actualidad que al menos un número de personas vivan de su filosofía, ya que pueden hacer dé ella un medio de ganarse el pan: mientras que los antiguos sabios de Grecia no reci bían un sueldo por parte del Estado, sino a lo sumo alguna vez, como a Zenón, se les honraba con una corona de oro y una tumba en el Cerámico. No sé decir en general si ahora se sirve a la verdad al mostrar un camino que enseña cómo se puede vivir de ella, ya que aquí todo depende de la índole y la calidad de la persona individual a la que se le indica que recorra ese camino. Muy bien podría imaginarme un grado de orgullo y de autoestima en el cual un ser humano dice a sus prójimos: cuidad de mí porque yo tengo algo mejor que hacer, yo he de cuidar de vosotros. En Platón y Scho penhauer no resultaría extraña una tal grandiosidad en el modo de pensar y en la ex presión del pensamiento; por eso ambos podrían ser precisamente incluso filósofos universitarios, como Platón fue durante un tiempo filósofo de corte, sin degradar la dignidad de la filosofía. Pero ya Kant, como acostumbramos a ser los doctos, fue dis^ creto, sumiso y, en su actitud frente al Estado, estaba desprovisto de grandeza: de ma nera que si alguna vez se tuviera que acusar a la filosofía universitaria, él en todo caso no podría justificarla. Pero existen naturalezas que sí tienen la capacidad de justifi carla — aquellas que son justamente como las de Schopenhauer y Platón — aunque sólo temo una cosa: no tendrán nunca la oportunidad de hacerlo, porque un Estado jamás se atreverá a favorecer a tales personas y a situarlas en esas posiciones^®. ¿Y FPI, 32 [72] habla de «el incomprendido SchopenhaueD>. Un fragmento póstumo del verano-otoño de 1873 dice así: «No puedo imaginarme a Schopen hauer en una Universidad: los estudiantes lo evitarían y él mismo evitaría a los colegas.» FP 1,29 [208],
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por qué? Porque todo Estado las teme, y siempre favorecerá exclusivamente a filóso fos ante quienes no sienta temor. Pues ocurre lo siguiente, que, en general, el Estado tiene miedo de la filosofía, y, precisamente porque éste es el caso, tratará de atraerse a tantos más filósofos cuantos más le den la apariencia de que tiene de su parte a la filosofía — porque así tendrá de su parte a esas personas que llevan el nombre de fi lósofos y, sin embargo, no infunden miedo en modo alguno. Pero si se presentara un ser humano que hiciera realmente el gesto de atacar cuerpo a cuerpo con el cuchillo de la verdad todo lo existente, también al Estado, entonces éste, puesto que afirma por encima de todo su propia existencia, estaría en el derecho de excluir de sí a una persona semejante y podría tratarla como enemigo; del mismo modo que excluye y trata como enemiga a una religión que se, coloque por encima de él y quiera ser su juez. Así pues, si alguien soporta ser filósofo por intervención del Estado, también habrá de soportar que éste le considere como si hubiera renunciado a perseguir la ver dad por todos los escondrijos. Tendrá que reconocer, al menos mientras resulte favo recido y ocupe un puesto, que por encima de la verdad hay algo aún más elevado, el Estado. Y no meramente el Estado, sino al mismo tiempo todo aquello que el Estado exige para su bienestar: por ejemplo, una determinada forma de religión, de orden social, de ordenanzas militares — en todas estas cosas se halla inscrito un noli me tangere^K ¿Se habrá dado cuenta alguna vez un filósofo universitario de todo el al cance de sus obligaciones y limitaciones? No lo sé; si alguno se ha hecho cargo de ello y, no obstante, ha seguido siendo funcionario del Estado, entonces es que ha sido en todo caso un mal amigo de la verdad; y si nunca se ha hecho cargo de su situación — entonces tendré que opinar que tampoco ha sido un amigo de la verdad. Éste es el reparo más general: pero, en cuanto tal, para seres humanos como los de hoy, este reparo es, por supuesto, el más débil y el más indiferente. A la mayoría les bastará con encogerse de hombros y decir: «¡como si alguna vez se hubiera podi do encontrar y consolidar algo grande y puro sobre esta tierra sin hacer concesiones a la bajeza humana! ¿Preferís, pues, que el Estado persiga al filósofo a que le pague un sueldo y lo tome a su servicio?» Sin responder ahora a esta última pregunta, me limitaré a añadir que estas concesiones de la filosofía al Estado en la actualidad van, ciertamente, muy lejos. En primer lugar, el Estado elige a sus servidores filosóficos y, desde luego, a tantos como necesita para sus instituciones; presume, así pues, de saber distinguir entre buenos y malos filósofos, más aún, supone que siempre ha de haber bastantes de los buenos, para ocupar con ellos todas sus cátedras. El Estado es ahora la autoridad no sólo en lo que respecta a la calidad, sino también en cuanto al número necesario de buenos filósofos. En segundo lugar: obliga a aquellos que ha elegido a residir en un lugar determinado, entre determinadas personas, para una de terminada actividad; deben instruir a todo joven académico que lo desee, y deben ha cerlo diariamente, en horario establecido. Pregunta: ¿puede un filósofo en conciencia obligarse propiamente a tener todos los días algo que enseñar? ¿Y a enseñarlo a cual quiera que quiera oírlo? ¿No tendrá que aparentar que sabe más de lo que sabe? ¿No tendrá que hablar ante un público desconocido de cosas sobre las cuales sólo le sería lícito hablar sin peligro con los amigos íntimos? Y, en definitiva: ¿no se privará de su libertad por excelencia, la de seguir a su genio a la hora en que le llame y en el sitio en que le llame^^? — puesto que está obligado a pensar públicamente a determinadas Traducción latina (Vulgata) del Evangelio de Juan 20, 17. Paráfrasis del Evangelio de Juan 3, 8.
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horas sobre cuestiones previamente determinadas. ¡Y todo esto ante jóvenes! ¿No está de antemano castrado, por así decirlo, un pensamiento semejante? Y qué sucede ría si acaso un día llegase a sentir: «hoy no puedo pensar nada, no se me ocurre nada adecuado» — entonces, no obstante, ¡tendría que presentarse ante sus oyentes y apa rentar que pensaba! ' Pero, se objetará, no tiene por qué ser un pensador, sino a lo sumo alguien qué re flexione y medite con posterioridad sobre lo que otros han pensado, que sea ante todo, así pues, un docto conocedor de todos los pensadores anteriores; de los cuales siempre podrá contar algo que sus alumnos no conozcan. — Ésta es precisamente la tercera con cesión, altamente peligrosa, de la filosofía al Estado, la que hace al asumir ante éste la obligación de presentarse, en primer lugar y de manera fímdamental, como erudición. Sobre todo, como conocimiento de la historia de la filosofía; mientras para el genio que, similar al poeta, mira las cosas con pureza y amor y no puede introducirse bastan te hondamente en ellas, el escarbar en innumerables opiniones extrañas y erróneas re sulta a menudo la ocupación más opuesta e incómoda. La docta historiografía del pasa do nunca ha sido la ocupación de un verdadero filósofo, ni en la India, ni en Grecia; un catedrático de filosofía que se ocupe de un trabajo de tal índole tendrá que admitir que se diga de él, en el mejor de los casos, lo siguiente: es un competente filólogo, un anti-, cuario, un lingüista, un historiador: pero nunca: es un filósofo. Y aun eso, como se ha indicado, sólo en el mejor de los casos: pues en la mayor parte de los trabajos doctos que hacen los filósofos xiniversitarios un filólogo tiene la sensación de que están; nial hechos, sin rigor científico y casi siempre con un odioso aburrimiento. ¿Quién liberará, por ejemplo, la historia de los filósofos griegos del vaho soporífero que han extendido sobre ella los eruditos trabajos, ciertamente no demasiado científicos, pero sí por des gracia excesivamente aburridos, de Ritter, Brandis y Zeller? Por mi parte, yo prefiero leer a Diógenes Laercio que a Zeller, porque en aquél vive cuando menos el espiritu.de los filósofos antiguos, pero en éste, ni dicho espíritu ni cualquier otro. Y, por último, ¿qué demonios les importa a nuestros jóvenes la historia de la filosofía?, el confuso lío de opiniones ¿les ha de quitar el coraje de tener opiniones propias?, ¿se les ha de ense ñar a unir sus voces al júbilo general por lo maravillosamente que hemos progresado?; ¿o acaso han de aprender a odiar o a despreciar la filosofía? Casi podríamos pensar esto último si sabemos lo mucho que se tienen que martirizar los estudiantes a causa de sus exámenes de filosofía para grabarse en su pobre cerebro las ocurrencias más insensatas y ridiculas del espíritu humano, junto a las más grandes y más difíciles de entender; La única critica de una filosofía que es posible y que también prueba algo, a saber, ensayár si se puede vivir de acuerdo con ella, no se ha enseñado jamás en las universidades: sino siempre la crítica de palabras que versan sobre palabras. Y, ahora, imaginémonos una cabeza juvenil, sin mucha experiencia de la vida, en la que se hallan depositados cin cuenta sistemas en palabras y cincuenta criticas de esos mismos sistemas, todos juntos y revueltos — ¡qué devastación, qué embrutecimiento, qué burla de una educación para la filosofía! De hecho, incluso se reconoce que en absoluto se educa para ella, sino para un examen de filosofía: cuyo resultado será, como se sabe y es habitual, que el exami nado, ¡ay, demasiado examinado! — admita ante sí mismo con un hondo suspiro: «¡Gracias a Dios que no soy filósofo, sino cristiano y ciudadano de mi Estado^^!» <= En cierto modo hay ya una crítica similar, con explícitas referencias a Schopenhauer, en estas líneas del FP 1,28 [5] de primavera-otoño de 1873: «Vosotros cultiváis la filosofía con los jóvenes sin experiencia: vuestros ancianos se vuelven hacia la historia. No tenéis en absoluto una filosofía popular,
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- ¿Cómo, y si este suspiro de alivio fuese justamente el propósito del Estado, y la «educación para la filosofía» no fuera más que un distanciamiento de la filosofía? Preguntémonoslo. — De ser realmente así, entonces sólo habría que terner una cosa: que un día la juventud acabe desvelando por qué se abusa aquí propiamente de la fi losofía. ¿Será lo supremo, la procreación del genio, tan sólo un pretexto? ¿Acaso la meta será impedir precisamente esa procreación? ¿Se habrá invertido el sentido con virtiéndose en un contrasentido? Si así fuera, ¡ay de todo este complejo de la inteli gencia del Estado y de Jos catedráticos! ¿Y algo así no tendría ya que haber trascendido? No lo sé; en cualquier caso la filosofía universitaria ha caído en un descrédito general y todos la ponen en cuestión. Esto depende en parte de que ahora precisamente domina las cátedras una generación sin energía^"^; y si Schopenhauer tuviera que escribir ahora su tratado sobre la filoso fía universitaria, ya no tendría necesidad de usar una maza, para vencer le bastaría la caña de un junco. Los miembros de esa generación son los herederos y descendientes dé aquellos pseudopensadores sobre cuyas muy trastornadas cabezas él descargó sus golpes: tienen un aspecto tan infantil y tan enano que recuerda la sentencia hindú: «según las acciones que realizaron los seres humanos, nacen tontos, mudos, sordos, deformes». Esos paches merecían una tal descendencia, según las «acciones» que realizaron, como dice la sentencia. Está, por tanto, fuera de toda duda que la juventud académica muy pronto se las arreglará sin la filosofía que se enseña en sus universi dades, y que los hombres extraacadémicos se las arreglan ya ahora sin ella. Basta con que cada cual recuerde su época de estudiante; para mí, por ejemplo, los filósofos académicos eran personas por completo indiferentes, y yo los tenía por gente que se ocupaba de resumir alguna cosa a partir de los resultados de las otras ciencias, leía periódicos en sus horas libres y asistía a conciertos, y a la que, por lo demás, incluso SUS colegas académicos trataba con un menosprecio cortésmente enmascarado. Se les creía capaces de saber poco y de no quedarse nunca desconcertados a la hora de uti lizar alguna locución oscurantista para disimular esa falta de saber. De ahí su predi lección por detenerse en semejantes lugares crepusculares en los que una persona de lúcida mirada no resiste mucho tiempo. Uno objetaba a las ciencias naturales lo si guiente: ninguna puede explicarme por completo el devenir más simple, ¿qué me im portan, pues, todas ellas? Otro decía de la historia «a quien tiene ideas no le dice nada nuevo» — en resumen, siempre encontraban razones para argumentar que era más filosófico no saber nada que aprender algo. Y si se aventuraban al aprendizaje, enton ces aquí se manifestaba su secreto impulso a huir de las ciencias y a fundar un reino oscuro en cualquiera de los vacíos y de los territorios no clarificados por ellas. De modo que se adelantaban a las ciencias tan sólo en el sentido en que el animal salva je corre delante de los cazadores que lo persiguen. Últimamente se complacen en afirmar que no son en propiedad sino los guardias de fronteras y los vigilantes de las ciencias^^; para ello les sirve de modo especial la doctrina kantiana, de la cual se de dican a hacer un ocioso escepticismo del que pronto nadie se volverá a ocupar. Tan sólo aquí y allá uno de ellos se decide aún a emprender el vuelo elaborando una pe al contrario lecciones populares ignominiosamente uniformes. ¡Concursos sobre Schopenhauer pro puestos por las universidades a los estudiantes! ¡Conferencias populares sobre Schopenhauer! ¡Falta en todo la dignidad!...» Cfr. FP I, 32 [74]. ” Cfr. FP I, 30 [36].
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queña metafísica, con las consecuencias habituales, a saber, vértigo, dolores de caber za y hemorragias nasales. Después de haber fracasado tantas veces en este viaje a la niebla y a las nubes, después de que en todos los momentos cualquier rudo y obstina^ do discípulo de las verdaderas ciencias los haya cogido del moño y los haya hecho descender, su rostro toma la expresión acostumbrada de afectación y de estar castiga dos por mentir. Han perdido por completo la alegre confianza, de manera que ningur: no vive el placer de que su filosofía se amplíe ni siquiera un solo paso. En otro tiem-^ po algunos de ellos creían poder inventar nuevas religiones, o sustituir las antiguas con sus propios sistemas; ahora les ha abandonado semejante arrogancia, la mayoría son gente piadosa, tímida y oscura, jamás es valiente como Lucrecio ni se pone furio sa por la presión a que se ha sometido a los humanos. Tampoco se puede ya aprender de ellos el pensamiento lógico, pues han cancelado los ejercicios anteriormente habi tuales de disputa, dada la estima natural que tienen de sus propias fuerzas^^. No hay dudas al respecto, del lado de las ciencias particulares se es hoy día más lógico, más cuidadoso, más modesto, más inventivo, en una palabra, se actúa allí de un modo.más filosófico que entre los así llamados filósofos: de manera que todo el mundo estará de acuerdo con Bagehot, el imparcial autor inglés, cuando dice de los actuales cons tructores de sistemas: «¿Quien no está convencido casi de antemano de que sus preV misas contienen una asombrosa mezcla de verdad y error, y que por eso no merece la pena reflexionar sobre las consecuencias? La acabada conclusión de estos sistemas quizá atraiga a la juventud e impresione a los inexpertos, pero las personas con for mación no se dejan deslumbrar por ello. Están siempre dispuestas a acoger favorable mente indicaciones y suposiciones, y aceptan con gusto la más pequeña verdad pero un libro grande de filosofía deductiva despierta sospechas. Gentes sanguíneas han reunido con premura innumerables principios abstractos no demostrados y los han expuesto cuidadosamente por extenso en libros y teorías para explicar con ellos el mundo entero. Pero el mundo no se preocupa por estas abstracciones, y no es de extrañar, ya que se contradicen entre sí»^^. Si en otros tiempos el filósofo, sobre todó en Alemania, se hallaba sumido en una meditación tan profunda que corría constante peligro de golpearse la cabeza en todos los travesados, en la actualidad les acompaña,’ como cuenta Swift de los laputianos, una cuadrilla de matraqueadores, que llegado el momento les dan un suave golpe en los ojos o en cualquier otra parte. A veces esos golpes pueden ser demasiado foertes, entonces estos alejados del mundo se olvidan de su ensimismamiento y devuelven el golpe, algo que siempre redunda en su des prestigio. No ves el travesado^®, majadero, dice entonces el matraqueado!* — y real mente el filósofo mira con más frecuencia los travesados y vuelve a tranquilizarse. Estos matraqueadores son las ciencias naturales y la historiografía; poco a poco han intimidado en tal medida al caótico conjunto alemán de soñadores y pensadores qué durante tanto tiempo estuvo confundido con la filosofía, que los pensadores de ese conjunto querrían renunciar muy gustosamente a la tentativa de andar por sus propios medios; pero si de improviso caen en brazos de estos matraqueadores o si quieren atarse unos andadores para así seguir caminando ellos mismos tutelados y sin auto nomía, entonces dichos matraqueadores enseguida hacen resonar sus matracas de la Cfr. F P I,3 0 [2 1 ]. : Cfr. Bagehot, W., op. cit. Cita construida con pasajes de las pp. 216-217. Ya hay una primera referencia a Bagehot en FP I, 29 [197]. Cfr. Mateo 7, 3.
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manera más horrible — como si quisieran decir «¡lo único que faltaba, que un pensa dor de esa calaña nos contaminara las ciencias naturales o la historiografía! ¡Fuera!» Entonces tales pensadores vuelven tambaleándose a su propia inseguridad y perpleji dad: quieren tener a toda costa un poco de ciencia natural entre las manos, en cierto modo como psicología empírica, como los herbartianos, también quieren a toda cos ta un poco de historiografía, — de este modo pueden al menos hacer públicamente como si tuvieran una ocupación científica, aunque al mismo tiempo lo que desean en su fuero interno es que toda filosofía y toda ciencia se vayan al diablo. — Pero, admitiendo que esta cuadrilla de malos filósofos sea ridicula —¿y quién no lo admitirá?— ¿en qué medida no son también nocivosl Responderemos con breve dad: lo son, puesto que convierten la filosofía en una cosa ridicula. Mientras subsista el pseudopensamiento reconocido por el Estado, fracasará ese grandioso efecto de una verdadera filosofía o, cuando menos, quedará obstaculizado, y, ciertamente, esto no se deberá más que a la maldición del ridículo con el que se han cubierto los repre sentantes de esa gran causa, pero que también la afecta a ella misma. Por eso consi dero que es una exigencia de la cultura privar a la filosofía de todo reconocimiento estatal y académico, y eximir en general al Estado y a la Academia de la tarea, irreso luble para ambos, de distinguir entre filosofía verdadera y filosofía aparente. Dejad, pues, que los filósofos crezcan como la naturaleza salvaje, privadles de toda perspec tiva de colocación e integración en las profesiones burguesas, dejad de adularlos con las nóminas, y, más aún: perseguidlos, miradlos sin concesiones — ¡cosas maravillo sas os sorprenderán! Entonces esos pobres aparentes huirán en desbandada y busca rán aquí y allá un techo que los cobije; aquí se abre una parroquia, allá un puesto de maestro escolar, éste se oculta en la redacción de un periódico, aquél escribe libros de texto para escuelas superiores femeninas, el más sensato de ellos coge el arado, y el más vanidoso va a la Corte. De repente todo está vacío, y el nido, abandonado: pues es fácil librarse de los malos filósofos, basta con dejar de favorecerlos. En todo caso, esto es más recomendable que patrocinar públicamente por parte del Estado una filo sofía, sea la que sea. El Estado nunca ha estado interesado por la verdad, sino sólo por la verdad que le es útil, dicho todavía con más precisión, por todo lo que en general le es útil, sea esto verdad, o sea una semiverdad o un error. Así pues, una alianza entre el Estado y la fi losofía sólo tiene sentido si la filosofía puede prometer que será incondicionalmente útil al Estado, es decir, que pondrá la utilidad del Estado por encima de la verdad. Obviamente, para el Estado sería magnífico tener también la verdad a su servicio y por un sueldo; pero él mismo sabe muy bien que forma parte de la esencia de la ver dad no estar nunca de servicio, no aceptar nunca un sueldo. Con lo cual el Estado, en lo que posee y está en su haber, sólo tiene la falsa «verdad», una persona con una máscara: y ésta, por desgracia, tampoco puede proporcionarle lo que él tanto ansia de la genuina verdad: su propia legitimación y su propia santificación. Cuando un prín cipe medieval quería que el papa lo coronara, pero no lo podía conseguir, entonces nombraba un antipapa que le prestaba ese servicio. Eso podía ser admisible hasta cierto punto; pero no lo es que el Estado moderno nombre una antifilosofía por la que quiere ser legitimado; pues sigue teniendo a la filosofía en su contra, y ahora más que antes, sin duda. Creo con toda seriedad que le es más útil no ocuparse en absoluto de ella, no desear de ella absolutamente nada y, mientras sea posible, permitir que vaya a su aire como algo indiferente. Si la filosofía no mantiene esta indiferencia, si se vuelve peligrosa y agresiva contra el Estado, entonces que éste la persiga. — Y ya que
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en la universidad el Estado no puede tener otro interés que el de educar ciudadanos leales y útiles, debería estar con preocupaciones por el hecho de que, al exigir a los jóvenes un examen de filosofía, se pusiera en cuestión esa lealtad y esa utilidad: aun que, teniendo en cuenta las cabezas perezosas e incapaces, el medio adecuado para disuadirlas por completo del estudio de la filosofía puede ser, ciertamente, ése, que se la convierta en el fantasma del examen; pero este beneficio no es capaz de com pensar el daño que esa misma ocupación coaccionada provoca en los jóvenes atrevi dos e inquietos; éstos conocen libros prohibidos, comienzan criticando a sus profeso res y acaban cayendo en la cuenta de la finalidad de la filosofía universitaria y de esos exámenes — por no hablar de las sospechas en que pueden incurrir en ese trance los jóvenes teólogos, a consecuencia de las cuales empiezan a extinguirse en Alemania, como en el Tirol las cabras montesas. — Sé bien qué objeción podía presentar el Es tado contra toda esta consideración mientras aún crecía en todos los campos la her mosa y verde hegelianería: pero una vez que el granizo destruyó esa cosecha y no se ha cumplido ninguna de las promesas que entonces se esperaban de ella y todos los graneros han seguido estando igualmente vacíos — es preferible no objetar ya nada, y apartarse de la filosofía. Ahora se tiene el poder: entonces, en la época de Hegel, se lo quería tener— en esto hay una gran diferencia. El Estado ya no necesita la sanción de la filosofía, con lo cual ésta se le ha hecho superflua. Si ya no mantiene las cáte dras de filosofía o, como lo preveo para los próximos tiempos, si las sigue mantenien do sólo de manera aparente y descuidada, saldrá ganando — pero aún me parece más importante que también la universidad vea en ello su ventaja. Al menos debo pensar que un santuario de las ciencias verdaderas tendría que verse favorecido si se lo.libra ra de la convivencia con lo que es una semiciencia y una semiciencia a medias. Por lo demás, y en lo que se refiere a la respetabilidad de las universidades, las cosas est^ de un modo demasiado extraño como para no tener que desear por principio la elimi nación de disciplinas que los académicos mismos respetan poco. Pues los no acadé micos tienen buenas razones para un cierto menosprecio general de las universidades; les reprochan que son cobardes, que las pequeñas temen a las grandes, y las grandes a la opinión pública; que en todos los asuntos de cultura superior no toman la delan tera, sino que van cojeando a la zaga, despacio y tarde; que no se sigue ya en absolú- ¡ to la genuina dirección fundamental de las ciencias prestigiosas. Se cultivan, por ejemplo, los estudios lingüísticos con más celo que nunca, sin considerar que para uno mismo es necesaria una estricta educación en la escritura y el discurso. La AhtU güedad de la India abre sus puertas, y sus conocedores apenas tienen otra relación con las obras imperecederas de los hindúes que la de un animal con una lira: por más que Schopenhauer considerase el conocimiento de la filosofía hindú como una de las ma yores ventajas que beneficiaban a nuestro siglo respecto a otros®^. La Antigüedad clá^ sica se ha convertido en ima antigüedad cualquiera y no ejerce ya un influjo clásico ni tampoco ejemplar; como demuestran sus discípulos, que no son, ciertamente, per^ sonas ejemplares. ¿Adónde ha ido a parar el espíritu de Friedrich August Wolf del que Franz Passow pudo decir que se manifestaba como un espíritu genuinamente pa” Cfr. WWV, I, XII (Prólogo a la primera edición). Nietzsche aprecia tal espíritu de este modo: «El hecho de que Friedrich August Wolf haya afirmado la necesidad de la esclavitud para el interés de una cultura, constituye uno de los conoci mientos vigorosos de mi gran predecesor, los otros filólogos son demasiado afeminados para com^ prenderlo». FP I, 7 [79].
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triótico, genuinamente humano, y que cuando era necesario tenía la fuerza de agitar fe inflamar a un continente — dónde está ese espíritu? En cambio, el espíritu de los periodistas acomete cada vez más a la universidad, y no pocas veces bajo el nombre de filosofía; una dicción superficial y sofisticada, Fausto y Natán el Sabio en los la bios, el lenguaje y los puntos de vista de nuestros nauseabundos periódicos literarios, recientemente hasta el cotilleo sobre nuestra santa música alemana, e incluso la exi gencia de cátedras dedicadas a Schiller y Goethe — tales signos indican que el espí ritu de la universidad comienza a confimdirse con el espíritu de la época. Por eso me parece de un valor supremo que fuera de las universidades suija un tribunal superior que también vigile y juzgue a estos establecimientos en lo que respecta a la forma ción que fomentan; y tan pronto como la filosofía se separe de las universidades y se purifique así de todos los miramientos y de todos los oscurecimientos indignos, no podrá ser otra cosa que no sea ese tribunal: sin poder estatal, sin sueldo ni honores, la filosofía sabrá realizar su servicio, libre tanto del espíritu de la época como del miedo a.ese espíritu — dicho con brevedad, lo realizará del mismo modo en que vivía Schopienhauer, como el juez de la llamada cultura que lo rodeaba'®^ De esta forma el filó sofo estará también en condiciones de ser útil a la universidad si no se mezcla con ella, sino que la domina más bien con su mirada desde una cierta distancia cargada de dignidad. :/ Al fin y al cabo — ¡qué nos importa la existencia de un Estado, o el fomento de las universidades, si, en efecto, se trata ante todo de la existencia de la filosofía sobre la tierra! O —^para que no quede ninguna duda sobre lo que pienso— si es muchísimo más importante que surja un filósofo sobre la tierra que la subsistencia de un Estado o de una universidad. En la medida en que aumenten la servidumbre a la opinión pú blica y el peligro de la libertad, puede elevarse la dignidad de la filosofía; ésta tuvo su nivel más alto en el terremoto de la decadente república romana y en la época im perial, cuando su nombre y el de la historia se convirtieron en ingrata principibus nomina [palabras desagradables para los príncipes]. Bruto es una prueba más conclu yente de la dignidad de la filosofía que Platón; son los tiempos en que la ética dejó de tener lugares comunes. Si actualmente no se respeta mucho a la filosofía, deberíamos planteamos la siguiente cuestión, por qué en la actualidad ningún gran general y hombre de Estado se declara a su favor — por la sola razón de que en el tiempo en que la buscó, le salió al encuentro con el nombre de filosofía un fantasma lleno de achaques, esa sabiduría erudita y esa cautela de cátedra, en pocas palabras, porque muy pronto la filosofía se le convirtió en una cosa ridicula. Pero para él tendría que haber sido una cosa terrible; y los humanos que están llamados a buscar el poder de berían saber qué fuente de heroísmo tiene en ella su manantial. Un americano bien puede decirles lo que ha de significar un gran pensador que viene a esta tierra como un nuevo centro de fuerzas tremendas: «Estad prevenidos, dice Emerson, cuando el gran Dios permita que un pensador venga a nuestro planeta. Todo estará entonces en peligro. Será como cuando en una gran ciudad ha estallado un poderoso incendio y nadie sabe qué sigue estando verdaderamente a salvo ni hasta dónde se extenderá el fuego. No habrá entonces nada en la ciencia que no pueda sufrir mañana una inver sión total, ni prestigio literario que continúe vigente desde entonces, ni siquiera las denominadas celebridades eternas; todas las cosas que en estos momentos son queri«Origen de los filósofos y — el tribunal de los filósofos para la cultura del ftituro.» FP I, 19 [89]. Sobre este «tribunal» cíf. FP I, 19 [263, 268].
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das y valiosas para el ser humano, lo son a cuenta exclusivamente de las ideas que han ganado altura en su horizonte espiritual y que causan el orden actual de las cosas, del mismo modo que un árbol sostiene sus manzanas. Un nuevo grado de cultura haría que el sistema entero de las aspiraciones humanas sufriera instantáneamente uria ver volución^^^.» Ahora bien, si tales pensadores son peligrosos, está claro, como es ob vio, por qué no lo son nuestros pensadores académicos; pues sus pensamientos cre cen tan apaciblemente en lo tradicional como nunca un árbol sostuvo sus frutos: no asustan, no sacan de quicio; y de todos sus afanes y esfuerzos cabría decir lo que Diogenes, cuando se elogiaba a un filósofo, objetó por su parte: «¿Pero qué puede pre sentar de grande, cuando hace mucho que se dedica a la filosofía y todavía no ha en tristecido a nadie?» En efecto, el epitafio sobre la tumba de la filosofía universitaria debería decir lo siguiente: «No entristeció a nadie.» Ciertamente, esto es más el elo gio a una vieja que a una diosa de la verdad, y no es de extrañar que quienes sólo cor nocen a esa diosa como si fuera una vieja sean ellos mismos poco hombres y que, por eso, no se merezcan en modo alguno que los hombres del poder los tengan en cuenta. Pero si así están las cosas en nuestra época, entonces la dignidad de la filosofía está por los suelos: parece que ella misma se ha convertido en algo ridículo o indife rente: de manera que todos sus verdaderos amigos tienen la obligación de dar testi monio contra esa confusión y de mostrar, por lo menos, que sólo son ridículos e indi ferentes esos falsos servidores e indignos portadores de la filosofía. Mejor aún, ellos mismos demostrarán mediante la acción que el amor a la verdad es algo terrible y violento. Una cosa y otra las demostró Schopenhauer— y cada día lo demostrará más‘°L r
Cfr. Emerson, R. W., op. cit. pp. 226-227. Nietzsche entresaca los pasajes que le resultan per tinentes. Nietzsche confesará poco más adelante que el esbozo de esta imagen tan positiva que ha tra zado de Schopenhauer no es, a la vez, sino un tributo de gratitud a este ídolo de juventud y un modo de liberarse de él: «Mi forma preferida de liberación, sin embargo, ha sido la artística: es decir, he esbozado un cuadro de lo que me tenía encadenado hasta ahora: Schopenhauer, Wagner, los griegos (el genio, el santo, la metafísica, todos los ideales del pasado, la moralidad más elevada) — al mismo tiempo, un tributo de reconocimiento». FP III, 16 [10].
CONSIDERACIONES INTEMPESTIVAS IV RICHARD WAGNER EN BAYREUTH
Para que un acontecimiento tenga grandeza han de confluir en él dos factores, que tengan un sentido grande aquellos que lo lleven a cabo y que también lo posean quie nes lo estén viviendo. Ningún acontecimiento tiene grandeza en sí mismo, aunque desaparezcan constelaciones enteras, se hundan pueblos, se produzca la fundación de extensos Estados y se sostengan guerras con enormes fuerzas y pérdidas: sobre mu chas cosas de esa categoría pasa el soplo de la historia como si se tratase de copos. Incluso a veces ocurre también que una persona poderosa aseste un golpe que, al dar contra una piedra de granítica dureza, se desvanezca sin ningún efecto; una breve re sonancia estridente, y todo se acabó. De tales acontecimientos, que se podrían deno minar truncados, tampoco sabe la historia transmitir casi nada. Así, a quien ve acer carse un acontecimiento le sobrecoge la preocupación por si aquellos que lo viven tendrán la dignidad que requiere. Cuando uno actúa, sea en algo muy pequeño o en algo sumamente grande, cuenta siempre con esta correspondencia entre acción y re ceptividad, y se propone alcanzarla; y quien está dispuesto a dar alguna cosa tiene que esforzarse por encontrar a aquellos receptores que estén a la altura del sentido de su obsequio. Por eso precisamente incluso la acción individual de una persona grande también carece de toda grandeza si es una acción breve, torpe y estéril; pues en el instante en que la estuvo realizando tuvo que haberle faltado en cualquier caso el pro fundo discernimiento de que esa acción era necesaria justamente en ese preciso mo mento: no se propuso alcanzarla con suficiente agudeza, ni encontró ni escogió el momento con suficiente determinación: el azar lo dominó, siendo así que ser grande y tener sentido de la necesidad están en estricta correspondencia. Así pues, a quienes se cuestionan incluso el sentido que Wagner tiene de lo nece sario haremos bien en dejarles la tarea de preocuparse y de dudar sobre si lo que aho ra acontece en Bayreuth sucede en el instante adecuado y si es necesario. A nosotros, que tenemos mucha más confianza, ha de parecemos que él cree en la grandeza de su acción no menos que en el sentido grande que poseen los que deben vivirla. De lo cual han de estar orgullosos todos aquellos a quienes se impone esta fe, sean muchos o pocos — pues que no afecta a todos, que esa fe no se impone a toda nuestra época, ni siquiera a todo el pueblo alemán tal y como éste se manifiesta en el presente, eso él mismo nos lo ha dicho en aquel discurso solemne del 22 de mayo de 1872, y no hay Cfr. FP II l .M 1 [44]; 11 [34]; 11 [43]. [807]
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nadie entre nosotros que, intentando consolarle, tenga derecho a rectificarlo precisa mente en este punto. «Solamente Ies tenía a Ustedes, los amigos de mi arte particular, de mi crear y actuar más propios —dijo él entonces—, si quería dirigirme a quienes participan de mis proyectos; sólo de Ustedes podía solicitar su ayuda para mi obra con el fin de poder presentarla pura y sin adulteraciones ante aquellos que a mi arte le evidenciaban su sincera inclinación, aunque hasta ahora de éste tan sólo hayan po dido tener una presentación impura y adulterada»^. No hay ninguna duda de que en Bayreuth también el espectador merece que le contemplemos. Un espíritu sabio y amante de las consideraciones que pasara de un siglo a otro para comparar las incitaciones memorables de la cultura tendría allí mu chas cosas que contemplar; habría de sentir que en esa ciudad se hallaba de repente en unas aguas templadas, como quien nada en un lago y se aproxima a la corriente de un manantial: éste ha de brotar de otros fondos más profundos —diría para sí—, el agua del entorno no nos lo explica y esa misma agua es, en cualquier caso, de origen más superficial. De este modo a todos los que visitan el festival de Bayreuth se les considerará como personas intempestivas: tienen su patria en un lugar que no es el que corresponde a su tiempo y hallan en otra parte tanto lo que las explica como lo que las justifica. Cada vez se me ha hecho más claro que el individuo que está «for-* ¿nado», en la medida en que es por entero y por completo el fruto de nuestro presenté, sólo mediante la parodia puede acercarse a todo lo que Wagner hace y p i é n s a l e hecho, ya ha sido parodiado tanto el conjunto de su obra como cada uno de sus ele mentos constitutivos— y que únicamente quiere permitirse ver el acontecimiento de Bayreuth iluminado también por la luz de la linterna muy poco mágica de nuestros insulsos periodistas. ¡Y suerte si se queda en parodia! En ella se descarga un espíritu de extrañamiento y de hostilidad que todavía podría escoger medios y vías totalmen te diferentes, como tampoco ha dejado de hacer en otras ocasiones. Esa extraordina ria violencia y tensión entre polos antitéticos la percibiría igualmente aquel espíritu sabio dedicado a considerar la cultura. Que un individuo en el transcurso de una vida' humana ordinaria pueda presentar algo radicalmente nuevo, eso puede irritar, en efecto, a todos aquellos que tienen una confianza ciega en el carácter paulatino de toda evolución, como si esa parsimonia fuese una especie de ley moral: ellos mismos son lentos y exigen lentitud — y he aquí que ahora ven a alguien muy veloz, nó sé explican cómo lo consigue y acaban siendo malignos con él. De una empresa de las características de la de Bayreuth no había ningún tipo de síntomas precursores, ni hubo transiciones ni tampoco mediaciones de ninguna clase; el largo camino que conducía a la meta, así como la meta misma, no los conocía nadie, excepto Wagner. Ha sido esta empresa la primera circunnavegación en el campo del arte: en la cual,: por lo que parece, se descubrió no sólo un arte nuevo, sino el arte mismo. Todas las artes modernas que ha habido hasta ahora, bien sea en cuanto artes solitarias y atro fiadas o en cuanto artes determinadas por el lujo, con la existencia de dicha empresa han perdido la mitad de su valor; incluso los vacilantes y mal conjuntados recuerdos de un arte verdadero que nosotros los modernos teníamos en nuestra memoria gracias 2 Véase «Das Biihnenfestspielhaus zu Bayreuth» [«El teatro del Festival de Bayreuth»] (1873X en R. Wagner, Dichtungen und Schriften. Jubilau?nsausgabe in zehn Bánden, Dieter Borchmeyer (ed.), 1 . 10, Fráncfort del Meno, Insel, 1983, pp. 21-44. El pasaje citado se encuentra en la p. 28 y, a pesar del hábito nietzscheano de servirse de la memoria a la hora de citar, en esta ocasión la literali dad es exacta, excepto algún detalle ortográfico insignificante.
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a los griegos, desde este momento deben quedar en suspenso mientras no sean capa ces de brillar ahora ellos mismos a la luz de una nueva comprensión^ A muchas cosas acaba de llegarles la hora de que mueran; este arte nuevo es un vidente que no ve solamente artes apunto de hundirse en su ocaso. Su mano exhortatoria tendrá que parecerle muy siniestra a todo nuestro actual sistema de formación desde el instante en que enmudezca la risa que provocan sus parodias: ¡que tenga, pues, todavía un poco de tiempo para disfrutar y reír! í. ¡En cambio nosotros, los discípulos del arte resucitado, tendremos tiempo y vo luntad para la seriedad, para la profunda y sagrada seriedad! Las palabras y el barullo que la formación existente hasta ahora ha producido sobre el arte los hemos de sentir en estos momentos como una desvergonzada impertinencia; todo nos obliga a guar dar silencio, un silencio pitagórico de cinco años de duración. ¡Quién de nosotros no sé ha manchado las manos y el corazón en el repugnante culto a los ídolos de la for mación moderna! ¡Quién no está necesitado del agua que lo purifique, quién no oyó la voz que lo exhortase con este mensaje: ¡Guardar silencio y ser puro! ¡Guardar si lencio y ser puro!! Sólo si escuchamos esa voz seremos también partícipes de la mi rada grande con la que dirigiremos nuestros ojos hacia el acontecimiento de Bayreuth: y sólo en esta mirada se encuentra el futuro grande de ese acontecimiento. En aquel día de mayo del año 1872, cuando bajo una lluvia torrencial y un cielo encapotado se colocó la piedra fundacional en la colina de Bayreuth, Wagner regresó en coche a la ciudad con algunos de nosotros, en el trayecto guardaba silencio y diri gía sus ojos hacia sí mismo con una prolongada mirada que no habría palabras para describirla. Cumplía ese día los sesenta años de edad: todo lo precedente era la pre paración para ese momento. Se sabe que hay humanos que, en instantes de peligro excepcional o al tomar en absoluto una decisión importante para sus vidas, conden san todo lo que han vivido mediante una visión interior infinitamente acelerada y re conocen de nuevo con agudeza muy singular tanto lo más reciente como lo más leja no. ¿Qué puede haber visto Alejandro Magno en aquel instante en el que llevó a Asia y a Europa a beber de una misma copa? Sin embargo, lo que Wagner vio en su interior aquel día —cómo llegó a ser quien es, qué es él actualmente, y qué es lo que será de él— , nosotros, sus más allegados, también lo podemos volver a ver hasta cierto pun to: y sólo desde esa mirada wagneriana podremos comprender su grande acción mis ma — para, mediante esta comprensión, garantizar su fecundidad.
Sería raro que aquello que a uno más le gusta hacer y que mejor hace no se evi denciara también a su vez en la configuración entera de su vida; más aún, en personas de aptitud sobresaliente su vida llega a ser no sólo una copia de su carácter, como su cede con todo el mundo, sino también y sobre todo una fiel imagen de su intelecto y ^ Nietzsche se sirve en todos estos comentarios de ideas wagnerianas muy conocidas por los lectores de los ensayos del compositor. Sobre las artes aisladas y solitarias de la modernidad, en con traste con la requerida obra de arte integral; sobre el pernicioso influjo del lujo y sobre la decisiva importancia del arte griego clásico que todavía perdura en el recuerdo, véase, por ejemplo, Wagner, R., La obra de arte del futuro, J. B. Llinares y F. López (ed.), Publicacions de la Universitat de Valéncia, Valencia, 2000, pp. 51-125. ^ Cfr. FP II l.M 1 [42]; 11 [27]; 12 [10].
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de aquella facultad de éste que le es más propia. La vida del poeta épico llevará con sigo algo de la epopeya —como, dicho sea de paso, sucede con Goethe, en quien los alemanes, muy equivocadamente, suelen ver ante todo al lírico— , y la vida del dra maturgo transcurrirá dramáticamente. Lo dramático en el llegar a ser de Wagner^ es imposible de ignorar desde el ins-^ tante en que la pasión que en él predominaba se hace consciente de sí misma y con centra toda la naturaleza de su persona: pues entonces finaliza el tantear, el andar vagando, la proliferación de excrecencias, y en los más intrincados caminos y cam bios, en el curvo proyecto, a menudo arriesgado, de sus planes impera una única le galidad interior, una voluntad a partir de la cual todos ellos son explicables, por muy sorprendentes que muchas veces parezcan estas explicaciones. Ahora bien, hubo una fase predramática en la vida de Wagner, la de su infancia y juventud, y no es posible abordarla sin tropezar con enigmas. Él mismo parece que todavía no está anunciado en modo alguno; y aquello que ahora, mirando retrospectivamente, quizá se podría comprender como unos anuncios, sin duda se revela por lo pronto como un conjunto de propiedades que, más que producir esperanzas, han de provocar vacilaciones: un espíritu de inquietud, de excitabilidad, una precipitación nerviosa en la captación de cien cosas diferentes, un apasionado encontrarse a gusto en estados de ánimo exalta dos y casi enfermizos, una brusca inversión que va desde instantes de la más entraña ble paz anímica hasta lo violento y estridente. No le limitaba la práctica rigurosa, hereditaria y familiar, de un arte determinado: la pintura, la poesía, el teatro y la mú sica le resultaban tan próximos como la educación y el futuro de los doctos; quien lo mirase superficialmente podría opinar que había nacido para ser un diletante. El pe queño mundo en cuya órbita creció no era de tal especie que pudiéramos desearle a un artista que hubiera tenido la suerte de un hogar con semejantes características. Le acechaba el peligroso deleite de la degustación espiritual, de la misma manera que también lo hacía esa arrogancia asociada al saber plural y heterogéneo que es fre cuente en lugares habitados por doctos; su sensibilidad se excitaba con facilidad, pero no se satisfacía a fondo; por lejos que planease el ojo del muchacho, se veía circuns crito por una personalidad curiosamente sabihonda, aunque emprendedora, en rela ción con la cual el teatro multicolor contrastaba de forma ridicula y el emocionante sonido de la música se le oponía de una manera inconcebible. Así pues, al experto en hacer comparaciones le llama la atención en realidad que precisamente la persona moderna, si ha recibido el don de un elevado talento, en su infancia y juventud muy rara vez pueda tener el atributo de la ingenuidad, el atributo de la sencilla peculiari dad y mismidad, y que, si ése es el caso, lo tenga en mínima medida; más bien aque llos individuos excepcionales que, como Goethe y Wagner, consiguen llegar en fin de cuentas a la ingenuidad, siempre la poseen sobre todo en cuanto adultos más que cuando todavía están en la edad de los niños y los adolescentes. Al artista, a quien le es innata en particular medida la fuerza imitativa, le ha de atacar de manera especial, como una virulenta enfermedad infantil, la raquítica índole polifacética de la vida moderna; de muchacho y adolescente se parecerá a un viejo más que a su propio sí mismo. La imagen primordial admirablemente exacta del adolescente, a saber, Siegfried en El anillo del nibelungo, sólo pudo crearla un hombre, pero un hombre que únicamente ha encontrado su propia juventud de manera tardía. Su edad adulta. ^ Véase la carta de Nietzsche a Wagner del 24 de mayo de 1875, en la que se dice lo siguiente: «Cuando pienso en su vida, siempre tengo la sensación de que tiene un curso dramático...».
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como la juventud de Wagner, también le llegó tarde, de manera que, por lo menos en este punto, él es la antítesis de una naturaleza que se anticipa. El drama de su vida también comienza tan pronto como se inicia su virilidad es piritual y moral. ¡Y qué distinto es ahora el panorama! Su naturaleza aparece simpli ficada de manera tremenda, desgarrada en dos impulsos o esferas. En el fondo se agita en raudo torrente una impetuosa voluntad que, por así decir, por todas las sen das, grutas y gargantas quiere salir a la luz y reclama poder. Tan sólo una fuerza com pletamente pura y libre podría indicarle a esa voluntad un camino hacia lo bueno y lo benéfico; unida a un espíritu estrecho, una tal voluntad, con su ilimitada apetencia tiránica, hubiera podido resultar fatal; y, en todo caso, pronto tenía que haber una vía hacia lo libre, y a esa ruta se le añadirían el aire claro y la luz del sol. Un vehemente afán que una y otra vez tenga la oportunidad de contemplar su propio fracaso nos hace perversos; la insuficiencia puede radicar a veces en las circunstancias, en lo inexorable del destino, no en la falta de fuerzas: pero aquel que, a pesar de esta insu ficiencia, no pueda prescindir de su afán, en cierto modo se degrada, y se hace enton ces irritable e injusto. Quizá busque en los demás las causas de su frustración, inclu so es posible que acuse a todo el mundo con odio lleno de pasión; tal vez vaya también obcecado por desvíos y sendas clandestinas, o cometa actos de violencia: sucede así, en efecto, que naturalezas buenas se embrutezcan camino de lo mejor. Hasta entre quienes tratan de conseguir su propia purificación moral, entre ermitaños y monjes, se encuentran tales personas embrutecidas y totalmente presas de las enfermedades, socavadas y carcomidas por su frustración. Fue entonces cuando le habló a Wagner un espíritu amoroso, un espíritu que alentaba con bondad y dulzura extremadamente suaves, al que le son odiosas tanto las acciones violentas como la autodestrucción, y que no quiere ver a nadie encadenado. Se posó sobre él y le cubrió con sus alas, con solándole, y le señaló el camino®. Pasemos ahora a dar una mirada a la otra esfera de la naturaleza de Wagner: pero ¿qué debemos hacer para describirla? Las figuras que un artista crea no son idénticas a él mismo, pero la serie sucesiva de figuras de las que manifiestamente depende con el amor más entrañable, esa serie algo expresa, desde luego, del artista mismo. Que nuestra alma contemple ahora a Rienzi, al holandés errante y a Senta, a Tannháuser y Elisabeth, Lohengrin y Elsa, a Tristán y Marke, Hans Sachs, Wotan y Brünnhilde: a través de todos ellos pasa una corriente subterránea de ennoblecimiento y engrandecimiento moral que les une, la cual fluye cada vez más pura y acrisolada — y aquí nos hallamos, si bien con púdico recato, ante un proceso sumamente íntimo de la propia alma de Wagner. ¿En qué ar tista se puede percibir algo semejante y de grandeza semejante? Las figuras de Schi11er, desde Los Bandidos hasta Wallenstein y Tell, recorren una trayectoria de similar ennoblecimiento y expresan igualmente algo del proceso constitutivo de su creador, pero en Wagner la escala es todavía más grande, el camino es más largo. Todo, no sólo el mito, sino también la música, participa de esa purificación y la expresa; en El anillo del nihelungo encuentro la música más moral que conozco, por ejemplo, en la escena en la que Siegfried despierta a Brünnhilde; en esos momentos Wagner ascien de hasta alcanzar un estado de ánimo tan elevado y tan sagrado que hemos de pensar en la incandescencia de las cimas de hielo y nieve de los Alpes: así de pura, de soli^ La metáfora del ángel bueno, que guarda al futuro músico-poeta Wagner y lo convierte de he cho en un verdadero artista, procede del mismo compositor, véase Wagner, R., Eine Mittheilung an meine Freunde [Lífia comunicación a mis amigos], ed. cit., t. 6 , 1851, p. 236.
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tana, de difícilmente accesible, de carente de impulsos, de aureolada por el resplan^: dor del amor, así se eleva aquí la naturaleza; las nubes y tormentas, e incluso lo subli me, se hallan bajo ella. Si desde ahí miramos retrospectivamente hacia Tannhaiisery El holandés errante, sentiremos el proceso mediante el cual se ha constituido la per-; sona de Wagner: cómo empezó oscuro e inquieto, cómo de manera tempestuosa bus có satisfacción, ambicionó poder y placer embriagador, y muchas veces retrocedió lleno de asco; cómo quiso arrojar de sí la carga, y deseó olvidar, deseó negar y deseó renimciar toda la corriente se precipitó ora en este, ora en aquel valle, y penetró en lás más lóbregas gargantas: — en la noche de esta agitación semisubterránea apareció sobre él en lo alto una estrella de pálido brillo, a la que Wagner, en cuanto la hubo reconocido, la denominó: ¡Fidelidad, fidelidad desinteresadal ¿Por qué le resplande cía con más claridad y pureza que ninguna otra cosa? ¿Qué secreto encierra para todo su ser la palabra «fidelidad»? Pues en todo lo que pensó y poetizó ha estampado la imagen y el problema de la fidelidad, en sus obras hay ima serie casi completa de to dos los tipos posibles de fidelidad, entre los cuales se hallan los más espléndidos y rara vez presentidos: la fidelidad del hermano a la hermana, del amigo al amigo, del servidor al señor, de Elisabeth a Tannháuser, de Senta al holandés, de Elsa a Lohengrin, de Isolda, Kurwenal y Marke a Tristán, de Brünnhilde al más íntimo deseo de Wotan — y estos ejemplos sólo son los inicios de la serie. He aquí la experiencia pri-; mordial más propia que Wagner vive en sí mismo y que venera como un misterio re-: ligioso: él la expresa con la palabra «fidelidad», no se cansa de extrovertirla en cien figuraciones y de obsequiarla en la plenitud de su agradecimiento con lo más esplén dido que puede y tiene — esa maravillosa experiencia y ese conocimiento de que una de las dos esferas de su personalidad, la esfera creadora, inocente y más clara, ha per manecido fiel a la otra, la esfera oscura, indómita y tiránica, y le ha guardado fidelir. dad por amor, por xm amor libre y absolutamente desinteresado.
En la mutua relación de ambas fuerzas profundísimas, en la entrega de una a la otra radicaba la única necesidad grande mediante la cual pudo Wagner permanecer siendo íntegro y él mismo: a la vez, eso era lo único que no tenía en su poder, lo úni^ co que hubo de observar y aceptar mientras veía que en él acechaba siempre de nuevo la tentación de la infidelidad, con los horribles peligros que conllevaba. De aquí fluye : una fuente muy abundante de sufrimientos para quien está en proceso de formación, la incertidumbre. Cada imo de sus impulsos tendía a lo inconmensurable, todos sus talentos, gozosos de existir, querían soltarse individualmente y satisfacerse por sepa rado; cuanto más grande era su abundancia, tanto más grande era el tumulto y tanto más hostiles las relaciones entre ellos. A lo anterior se añadía que el azar y la vida acuciaban a ganar poder, brillo y placer de incandescencia extrema, pero todavía con mayor frecuencia producía tormentos el implacable apremio de, en definitiva, tener que vivir; por todas partes había cadenas y trampas. ¿Cómo es posible mantener en tales circunstancias la fidelidad y permanecer íntegro? — Esta duda le asaltaba a Wagner a menudo, y entonces se expresaba en esa forma precisamente en que un ar tista manifiesta sus dudas, a saber, en figuras artísticas: Elisabeth no puede sino suCfr, F P II l.M 1 [27]; 11 [45]; ] 1 [39]; y 11 [38].
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frir, rezar y morir por Tannhauser, ella salva al inquieto e inmoderado gracias a su fidelidad, pero no le salva para esta vida. Las cosas suceden de manera peligrosa y desesperada en el transcurso vital de todo verdadero artista que haya sido arrojado a la existencia en los tiempos modernos. Por muchos caminos puede lograr honores y poder, la tranquilidad y la satisfacción se le ofrecen en múltiples ocasiones, pero siempre lo hacen, en efecto, tan sólo en la figura en que la persona moderna las co noce, una figura bajo la cual para el artista honesto se han de convertir en humo as fixiante. En la tentación que eso provoca y, de igual modo, en el rechazo de esta ten tación, en el asco por las maneras modernas de conquistar placer y prestigio, así como en la rabia que se vuelve contra todo bienestar egoísta, típico del ser humano de la actualidad, radican sus peligros. Imagíneselo en un puesto de funcionario — tal como Wagner tuvo que desempeñar el cargo público de un «maestro de capilla»^ en los teatros de la corte y de la ciudad; percíbase cómo el más serio de los artistas quie re imponer con fuerza la seriedad allí donde los montajes modernos se han construido casi por principio con ligereza y reclaman una ligereza igual, véase cómo lo consigue en parte, pero siempre fracasa en la totalidad, cómo el asco le va ganando y quiere huir, cómo no encuentra un lugar donde poder marcharse y tiene que volver una y otra vez junto a los gitanos y parias de nuestra cultura como uno de los suyos^. Cuando se libra de una situación, rara vez logra conseguirse una mejor, en ocasiones cae en la indigencia más profunda. Así iba cambiando Wagner las ciudades, las compañías y los países, y casi no podemos concebir bajo qué tipo de pretensiones y circunstancias ha resistido siempre durante bastante tiempo. Sobre una porción considerable de la vida que hasta ahora ha tenido gravita una atmósfera pesada; parece que ya no tenía esperanzas de índole general, sino tan sólo de un día para otro, y así, ciertamente, no caía en la desesperación, pero tampoco recobraba la fe. Como anda por la noche un caminante, con pesada carga y extrema fatiga, pero excitado por el desvelo, así tuvo que sentirse a menudo; la muerte repentina no se presentaba entonces a sus ojos como un horror, sino como un insinuante fantasma lleno de atractivos'®. La carga, el cami no y la noche, ¡eliminado todo de un solo golpe! — eso sonaría con seducción. Cien veces volvió a lanzarse de nuevo a la vida con aquella esperanza de corto aliento y abandonó a sus espaldas a todos los fantasmas. Pero en la forma en que lo hacía había casi siempre ima falta de mesura, indicio de que no creía firme y profundamente en esa esperanza, sino que tan sólo se embriagaba con ella. La antítesis entre sus deseos y su habitual incapacidad o semicapacidad de satisfacerlos lo atormentaba como un aguijón, su imaginación, excitada por renuncias constantes, se extraviaba en el desen-* * Es decir, de un «director de orquesta» de titularidad más o menos compartida, pero con la es tabilidad y las obligaciones de un funcionario del Estado, responsable además de la «dirección artís tica» de unos teatros oficiales. ® Wagner reconoce que encontró consuelo «entre esos hijos perdidos de nuestra moderna socie dad burguesa», a los que ve «como gitanos» y entre quienes desea contarse, véase Wagner, R., Epilogische Bericht über die Umstdnde imd Schicksale welche die Auffuhntng des Bühnenfestspieíes «Der Ring des Nibehmgen» bis ziir Verófentlichung der Dichtung desselben begleiteten [Noticia epi loga] sobre las circunstancias y los azares que acompañaron a la realización del festival escénico «El anillo del nibelungo» hasta la publicación del poema del mismo'], ed. cit., t. 3, 1871, pp. 335351, exactamente en p. 338. Esta escalofriante referencia a la muerte procede del mismo compositor, véase Wagner, R., Eine Mittheilung an meine Freunde [Una comunicación a mis amigos], ed. cit., t. 6 , 1851, p. 281, donde así consta en el texto como la única salida que le quedaba al artista solitario si no quería per vertirse en el contexto de las modernas circunstancias vitales y artísticas.
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freno si en algún momento desaparecía de súbito la privación. La vida se ñie hacien do cada vez más complicada; pero también fueron cada vez más audaces e inventivos los medios y recursos que él, el dramaturgo, descubrió, aun cuando no eran sino ex pedientes dramáticos, motivos disuasorios que engañan un instante y sólo se inventan para un instante. Él sabe moverlos a la velocidad del rayo, pero se desgastan con la misma rapidez. La vida de Wagner, mirada muy de cerca y sin amor, tiene en sí,'para recordar una idea de Schopenhauer, mucho de comedia, de una comedia, por cierto, singulannente grotesca^*. Hasta qué punto tuvo que influir sobre el artista el sentid miento que de ello se deriva, la admisión de uña grotesca falta de dignidad durante períodos enteros de su vida, siendo así que los artistas, en mayor medida que todos; . los demás, tan sólo pueden respirar con libertad en lo sublime y en lo supra-sublíme — esto da que pensar al quien ejercita el pensamiento. En medio de tales ocupaciones, a las que solamente la más precisa de las descrip-í dones puede infundir el grado de compasión, de pavor y de asombro que merecen, se desarrolló en Wagner una aptitud para aprender que incluso entre alemanes, el gCr nuino pueblo-del-aprendizaje, es totalmente extraordinaria; y en esta aptitud volvió a crecer un nuevo peligro que todavía era más grave que el de una vida aparentemente desarraigada e inestable, enfocada hacia cualquier dirección por una ilusión sin repo so. De ser un novato en fase de pruebas Wagner pasó a convertirse bajo todos los asr. pectos en un maestro de la música y de la escena, y en un inventor y un experto usua rio en cada uno de los requisitos técnicos. Nadie le discutirá ya la fama de haber proporcionado el más elevado modelo para todo arte de ejecución grande. Pero llegó a ser aún mucho más, y para llegar a ser esto y aquello no se le ahorró nada de lo que se exige a los demás, a saber, apropiarse mediante el aprendizaje de la cultura más alta. ¡Y de qué manera lo hizo! Es un placer observar ese proceso; en todos los aspec tos fue creciendo, llevando las cosas hacia él y haciendo que se desarrollaran desde él, y cuanto más grande y más pesado era el proyecto, con tanta mayor fuerza se fue tensando el arco de un pensamiento que todo lo ordenaba y dirigía. Y, sin embargo, rara vez ha tenido alguien tantas dificultades para encontrar los accesos a las ciencias y a las artes, y con mucha frecuencia él tuvo que improvisar esos, accesos. El innova dor del drama simple, el descubridor de la posición de las artes en la verdadera socie dad humana, el poetizante intérprete de pretéritas formas de considerar la vida, el filósofo, el historiador, el esteta y crítico Wagner, el maestro del lenguaje, el mitólogo y mitopoeta que por vez primera acabó de foijar un anillo que abrazó todo un magní fico, antiquísimo, tremendo conjunto, en el cual dejó grabadas las runas de su espíri tu — ¡qué caudal de saber tuvo que reunir y abarcar Wagner para poder convertirse en todo eso! Y, sin embargo, ni esta suma de conocimientos aplastó su voluntad de acción, ni lo particular y más fascinante logró desviarlo. Para calibrar lo prodigioso de tal comportamiento, tómese, por ejemplo, la gran contrafigura de Goethe, quien, en cuanto volcado a aprender y en cuanto sapiente, aparece como un muy ramificado sistema fluvial que, a pesar de ello, no transporta al mar toda su energía, sino que pierde y dispersa por sus cauces y meandros por lo menos tanta como llevaba ya con sigo en el punto de partida. Es verdad que un ser como el de Goethe tiene y produce más gozo, en su entorno hay algo suave y de pródiga nobleza, mientras que el curso " Véase la obra capital de Schopenhauer, WWV, 1, § 58. Nietzsche ya utilizó esta idea en el capítulo 1 0 de su obra El nacimiento de la tragedia, con la siguiente alusión indirecta: «No sé quién ha aseverado que todos los individuos, como individuos, son cómicos y, por tanto, no trágicos.»
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y la potencia del caudal de Wagner quizá puedan atemorizar y ahuyentar. Pero que tenga miedo el que quiera tenerlo: los demás queremos llegar a ser incluso más va lientes, puesto que nos es lícito ver con nuestros ojos a un héroe que, hasta en lo que respecta al sistema moderno de formación, «no ha aprendido a tener miedo»^^. ■- Tampoco ha aprendido Wagner a sosegarse mediante la historia y la filosofía y a extraer en su provecho precisamente ese bálsamo mágico y esa disuasión a actuar que se hallan entre los efectos que aquéllas causan. Ni como artista creador ni como ar tista combativo lo desviaron de su órbita el aprendizaje y la formación. En cuanto le sobreviene su fuerza plástica, la historia se le convierte en arcilla que sus manos mo dulan a placer; entonces se encuentra de golpe ante ella de forma distinta a cualquier docto, más bien de manera similar a como el griego se encontraba ante su mito, a sa ber, ante algo en lo cual se crea una forma y se poetiza con amor y con una cierta y reservada devoción, sin duda alguna, pero también con los derechos de soberanía del creador, Y precisamente porque la historia es para él todavía más elástica y variable que cualquier sueño, en un único acontecimiento puede introducir poéticamente lo típico de épocas enteras y alcanzar de este modo en la representación una verdad que el historiador no alcanza jamás. ¿Dónde se ha convertido la Edad Media caballeresca con todo su cuerpo y toda su alma en un conjunto figurativo de las características del que se presenta en Lohengrinl ¿Y no hablarán de la esencia alemana a las épocas más remotas del porvenir Los maestros cantores, y, más que hablarles, no serán más bien uno de los frutos más maduros de esa esencia que siempre quiere reformar, pero no febelarse‘^ y que sobre el amplio fundamento de su bienestar no ha olvidado ni si quiera el malestar más noble, el de la acción innovadora? Y precisamente a esa especie de malestar fue empujado Wagner una y otra vez por dedicarse a la historia y a la filosofía: en ellas no sólo encontró armas y equipamien to, sino que ante todo aquí sintió el aliento entusiasta que trasciende de las tumbas de todos los grandes luchadores, de todos los grandes sufridores y pensadores. Por nada puede uno contrastar tanto con toda la época actual como por el uso que hace de la historia y la filosofía. La primera de ellas, tal como habitualmente se la entiende, pa rece tener asignada ahora la tarea de darle un respiro a la persona moderna que ja deante y fatigada corre hacia sus metas, de manera que, por así decirlo, por un instan te puedá sentirse sin los aparejos que la traban. Lo que significa el individuo Montaigne en la agitación del espíritu de la Reforma, un conseguir serenarse en uno mismo, un pacífico ser-para-sí y espirar — y, ciertamente, así lo sintió Shakespeare, su mejor lector — eso es ahora la historia para el espíritu moderno. Si desde hace un siglo los alemanes se han dedicado especialmente a los estudios históricos, ello sig nifica que en el movimiento del mundo moderno son el poder que frena, retrasa y sosiega: cosa que quizá algunos podrían convertir en una alabanza en su honor. En conjunto, sin embargo, es un síntoma peligroso que la lucha espiritual de un pueblo se concentre particularmente en el pasado, un indicio de debilitamiento, de regresión y decadencia: así que los alemanes están expuestos hoy de manera sumamente peli grosa a cualquier fiebre que se propague a su alrededor, por ejemplo, a la fiebre poAlusión inequívoca a Siegfried, el «héroe que no sabe tener miedo», según la famosa escena del Acto primero del drama musical del mismo nombre, Siegfried, Segunda jomada del festival es cénico El anillo del nibelungo. Véase la edición citada de las obras de Wagner, t. 3, p. 178. Esta tesis que opone «refonnieren» a «revolvieren» sigue directamente ima afirmación del ma duro Wagner en su Beethoven de 1870, donde se dice que el alemán no es revolucionario (revolutionár) sino reformador (refonnatorisch), véase edición citada, t. 9, pp. 38-109, concretamente en p. 65.
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lítica. Un tal estado de debilidad, en contraste con todos los movimientos de reforma y de revolución, lo representan en la historia del espíritu moderno nuestros doctos, pues no se han planteado la tarea de mayor orgullo, sino que se han asegurado una especie propia de apacible felicidad. Bien cierto, dar cualquier paso más libre y más viril ya los deja rezagados — jaimque en modo alguno se vaya entonces por delante de la historia misma! Ésta todavía contiene en su haber fuerzas completamente dife rentes, como presienten precisamente naturalezas tales como Wagner: sólo que, ante todo, se la ha de escribir por una vez en un sentido mucho más serio y estricto, a parr tir de un alma con poder y, desde ahora, de ningxma manera ya en forma optimista, como siempre ha venido siendo el caso; se la ha de escribir, por lo tanto, de un modo diferente a como lo han hecho hasta el presente los doctos alemanes. En todos .sus trabajos se halla algo atenuante, sumiso y satisfactorio, ellos están conformes con el curso de las cosas. Ya es mucho que alguno permita que se note que sólo lo acepta precisamente porque hubiera podido ser todavía peor: la mayoría de ellos creen invo luntariamente que dicho curso, tal y como ha sucedido exactamente, es muy bueno> Si la historia no continuase siendo una teodicea cristiana e n c u b ie rta s i estuviera escrita con mayor justicia y vehemente simpatía, entonces, en verdad, el servicio que menos podría prestar es el que ahora presta: el de un opiáceo contra todo lo subversir yo e innovador. Algo similar ocurre con la filosofía: de la cual la mayoría no quieren aprender sino cierta comprensión aproximada de las cosas — ¡muy incierta y poco próxima!— , para desde entonces plegarse y adaptarse a ellas. Y hasta sus represen^ tantes más nobles destacan el poder sosegante y consolador de la filosofía con tanta fuerza que aquellos que buscan tranquilidad e inercia han de opinar que persiguen lo mismo que ella busca. Por el contrario, a mí me parece que la cuestión más importan te de toda la filosofía es hasta qué punto tienen las cosas una articulación y una figu^ ra inalterables: para luego, cuando ya se haya resuelto esa cuestión, acometer con un coraje extremadamente temerario el perfeccionamiento de esa vertiente del mundo reconocida como modificable. Esto lo enseñan los verdaderos filósofos incluso per sonalmente mediante sus acciones, pues trabajaban para mejorar la muy alterable ca pacidad de reflexión de los seres humanos y no reservaban para sí mismos su sabidur ría; y también lo enseñan quienes son verdaderos discípulos de las verdaderas, filosofías, los cuales, como Wagner, de ellas saben extraer para su voluntad precisar mente una decisión y una inflexibilidad acrecentadas, pero en absoluto les absorben jugos narcotizantes. Wagner es sumamente filósofo allí donde actúa de manera más enérgica y más heroica. Y precisamente como filósofo atravesó sin tener miedo no sólo el fuego de distintos sistemas filosóficos, sino también el vaho del saber y de la erudición y permaneció fiel a su sí mismo más elevado, el cual le exigía acciones totales que integrasen su polifónica naturaleza, y, para que pudiera llevarlas a cabo, le hacía sufrir y aprender. , ;: i Interesante variación nietzscheana de la famosa sentencia de Ludwig Feuerbach que dice que «la filosofía es una teología encubierta», sentencia que Nietzsche bien pudo leer en los textos dél mismo Wagner, por ejemplo, en la Introducción a los tomos tercero y cuarto de la edición de Escri tos y poemas completos de 1871, véase edición citada, t. 6 , p. 194. Sobre las lecturas y la huella de Feuerbach en Wagner véase, nuestra «Introducción» a R. Wagner, La obra de arte delfuturo yedición citada de J. B. Llinares y F. López, Valencia, 2000, pp. 18-22 en especial, así como la «Dedicatoria a Ludwig Feuerbach», pp. 172-173. Referencia indirecta al Fausto de Goethe, al v 395 en especial, donde aparece la «densa hur mareda del saber». Véase la edición de M. J. González y M. A. Vega, Cátedra, Madrid, 1994, p. 122¿
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;.i La historia de la evolución de la cultura desde los griegos es bastante breve, si se considera el verdadero camino realmente recorrido y no se toman en cuenta los altos y retrocesos ni las vacilaciones y retrasos. La helenización del mundo y aquello que la hizo posible, la orientalización de lo helénico — la doble tarea de Alejandro Mag no— todavía sigue siendo el último gran acontecimiento; la antigua cuestión de si es posible trasladar una cultura extraña continúa siendo el problema en el que se afanan los modernos. El rítmico juego de esos dos factores contrapuestos ha determinado en particular el curso de la historia hasta el presente. El cristianismo, por ejemplo, apa rece en él como un fragmento de antigüedad oriental, pensado y llevado a cabo hasta sus últimas consecuencias por seres humanos de irrestricta radicalidad. Con la dismi nución de su influencia ha vuelto a aumentar el poder de la cultura helénica; estamos viviendo fenómenos que son tan desconcertantes que flotarían inexplicables en el aire ;si, por encima de un lapso de tiempo notablemente poderoso, no pudiéramos vincu.larlos con analogías griegas. Pues entre Kant y los eléatas, entre Schopenhauer y Empédocles, entre Esquilo y Richard Wagner hay unas afinidades y aproximaciones ta les que recibimos de manera casi palmaria una exhortación sobre la muy relativa iconsistencia de todos nuestros conceptos sobre el tiempo: por poco parece como si •ciertas cosas se pertenecieran recíprocamente y que el tiempo sólo fuera una nube :que dificultase a nuestros ojos la visión de esa mutua copertenencia. En especial la historia de las ciencias exactas produce incluso la impresión de que precisamente ahora nos halláramos sumamente cercanos al mundo griego alejandrino y que el pén dulo de la historia nuevamente retrocediera hacia el punto en que comenzó a oscilar, lanzándose a una distancia y un extravío enigmáticos. La imagen de nuestro mundo presente no es nueva en absoluto: quien conoce la historia tendrá que llegar a sentir cada vez más como si volviera a reconocer viejos rasgos familiares de un rostro. El espíritu de la cultura helénica se halla en nuestro presente en infinita dispersión: mientras se amontonan las violencias de toda especie y los frutos de las ciencias y las artes modernas se nos ofrecen como un medio de intercambio, la imagen de lo helé nico vuelve a traslucirse con pálidos rasgos, aunque todavía muy distante y espectral. La tierra, que hasta ahora ya se ha orientalizado bastante, vuelve a sentir nostalgia de la helenización; quien en ello quiera ayudarla necesitará, en efecto, presteza y pies alados para reunir los puntos del saber más diversos y alejados, los continentes del mundo del talento que se hallan más apartados los unos de los otros, con el fin de re correr y dominar todo ese ámbito tremendamente dilatado. De manera, pues, que ahora se ha hecho imprescindible una serie de Antialejandros que tengan la fuerza poderosísima de compendiar y vincular, de aproximar los hilos más distantes y pre servar el tejido para que no sea despedazado. No han de cortar el nudo gordiano de la cultura griega, como hizo Alejandro, con lo cual sus cabos revoloteaban en todas las direcciones del cosmos, sino que han de atarlo después de que haya estado deshecho — ésa es ahora la tarea. En Wagner reconozco a un tal Antialejandro: agarra y reúne lo que estaba aislado, debilitado y abandonado, tiene, si está permitida una expresión médica, una fuerza astjdngente: en este sentido pertenece a las más grandes potencias culturales. Impera sobre las artes, las religiones, las diferentes historias de los pue blos y, no obstante, es la antítesis de un polígrafo, de un espíritu que solamente reco C fr.F PII 1.®, 11 [22]; 11 [23]; 11 [26]; 11 [20]; y 11 [1].
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pila y ordena: porque es un escultor que sintetiza en una única imagen y le da vida a lo que ha unificado, con lo cual es un simplificador del mundo. No hay que dejarse desorientar por una tal representación cuando se compara esta tarea universalísima que su genio le ha propuesto con la mucho más estrecha y cercana en la que ahora suele pensarse en primer lugar cuando se oye el nombre de Wagner. De él se espera una reforma del teatro: suponiendo que consiguiera llevarla a cabo, ¿qué significaría esa reforma para aquella tarea más elevada y remota? Pues bien, si consiguiera hacerla, la persona moderna cambiaría y se reformaría: en nuestro mundo moderno una cosa depende de las otras de manera tan necesaria que basta con sacar un clavo para que el edificio se tambalee y caiga. De cualquier otra reforma efectiva tendría también que esperarse lo mismo que, bajo la apariencia de una exageración, enunciamos nosotros aquí de la reforma wagneríana. Es de todo punto imposible producir el efecto más elevado y más puro del arte teatral sin innovar por todas partes, en las costumbres y en el Estado, en la educación y en el trato social. Si el amor y la justicia consiguieran tener poder en un solo punto, como sucedería aquí en el terreno del arte, habrían de seguir extendiéndose de acuerdo con la ley de su interna necesidad y no podrían regresar a la inercia de su anterior estado de crisá lidas. Para poder captar la medida en que la posición de nuestras artes respecto a la vida es un símbolo de la degeneración de ésta, para poder comprender el grado en que nuestros teatros son un oprobio para aquellos que los construyen y visitan, para eso hemos de replantearlo todo por completo y tener la capacidad de percibir en algún momento lo habitual y cotidiano como algo muy insólito y muy complicado. Una singular ofuscación de la capacidad de juzgar; una mal disimulada manía por delei tarse y por divertirse a cualquier precio; prevenciones eruditas, presunción e histrionismo con la seriedad del arte por parte de los ejecutantes; brutal avidez de lucro por parte de los empresarios; supérficialidad y aturdimiento de una sociedad que sólo piensa en el pueblo en cuanto le es útil o le resulta peligroso, y que asiste al teatro y a ios conciertos sin acordarse jamás de sus obligaciones — todo esto en conjunto constituye la enrarecida y perniciosa atmósfera de nuestras actuales circunstancias artísticas: pero una vez que se está tan acostumbrado a la misma como lo están aque llos de nosotros que han tenido una foimación, entonces bien llega uno a figurarse que ese aire es necesario para su salud, y se encuentra mal si, por cualquier obliga ción, ha de prescindir de ella por un tiempo. En efecto, solamente se dispone de un único medio para convencerse con rapidez de lo vulgares, de lo excepcional e inex tricablemente vulgares que son nuestras instituciones teatrales: jbasta con comparar las con la antigua realidad del teatro griego! En el supuesto de que no supiéramos nada de los griegos, entonces quizá no hubiera forma de encontrarles deficiencias a nuestras circunstancias, y se tendrían por quimeras de gente que vive en la luna obje ciones tales como las que Wagner ha sido el primero en hacer en gran estilo. Quizá se diría que, tal y como ahora son los seres humanos — ¡y jamás han sido diferentes!— les basta y les conviene un arte semejante. Pero es bien cierto que los humanos sí que han sido diferentes, e incluso ahora hay personas a las que no les bastan las institu ciones actualmente existentes — y eso es precisamente lo que el hecho de Bayreuth demuestra. En Bayreuth encontraréis espectadores preparados y consagrados, la pro funda emoción de personas que se hallan en el punto álgido de su felicidad y que sienten precisamente entonces que todo su ser se ha concentrado para dejarse fortale^ cer y obtener así una voluntad más amplia y más elevada; en Bayreuth encontraréis el más abnegado sacrificio de los artistas y el espectáculo de los espectáculos, el victo
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rioso creador de una obra que es la síntesis misma de una plétora de acciones artísti cas victoriosas. ¿No parece casi como un hechizo que se pueda encontrar en el pre sente un fenómeno semejante? Aquellos a quienes les está permitido colaborar y coparticipar en Bayreuth ¿no han de estar ya transformados y renovados para que les sea posible producir también una transformación y renovación en otros ámbitos de la vida a partir de ese momento? ¿No se ha encontrado un puerto tras la desoladora vas tedad del mar? ¿No hay en este lugar una bonanza que se extiende sobre el agua? — Quien desde la proftmdidad y soledad del estado de ánimo que en Bayreuth imperan retoma a las totalmente diferentes llanuras y tierras bajas de la vida, ¿no se ha de pre guntar incesantemente, como Isolda: «Cómo lo pude soportar? ¿Cómo lo soporto todavía? Y si no resiste ocultar en él con egoísmo su dicha y su desdicha, aprove chará de ahora en adelante cada oportunidad para dar testimonio de ello en sus accio nes. Preguntará: ¿En qué lugar se hallan los que sufren por las instituciones actuales? ¿Dónde están nuestros aliados naturales en cuya compañía podamos luchar contra la pujante y represora proliferación del actual concepto de buena formación? Pues por ahora — ¡por ahora!— tan sólo tenemos un único enemigo, a saber, esas «personas formadas» para quienes la palabra «Bayreuth» significa una de sus más aplastantes derrotas — no colaboraron, se opusieron furiosamente o manifestaron esa sordera todavía más eficaz que ahora se ha convertido en el arma habitual del más premedi tado de los antagonismos. Pero precisamente por ello sabemos que con su hostilidad y su perfidia no pudieron destmir la esencia misma de Wagner ni impedir su obra, más aún: han delatado que son débiles y que la resistencia de los que hasta ahora de tentan el poder ya no soportará muchos ataques. Ha llegado el momento para quienes quieran conquistar y vencer de manera poderosa, están abiertos los imperios de ma yor grandeza, tienen ya puesto un interrogante los nombres de los propietarios donde quiera que haya propiedad. Así, por ejemplo, se ha reconocido como en ruinas el edi ficio de la educación, y por todas partes hay individuos que ya lo han abandonado sin decir ni una palabra. ¡Ojalá se pudiera llevar a quienes de hecho ya ahora están pro fundamente insatisfechos con él a que ejerzan una manifestación y sublevación abier tas! ¡Ojalá se les pudiera quitar su desalentador disgusto! Bien sé que, si se eliminase precisamente la silenciosa contribución de estas personas del producto de todo el conjunto de nuestro sistema de formación, se produciría la más notable sangría me diante la cual se lo podría debilitar. De los doctos, por ejemplo, tan sólo quedarían bajo el antiguo régimen los contagiados por la locura política y los literatos de todo tipo. El repugnante conjunto que ahora extrae sus fuerzas del contacto con las esferas de la violencia y la injusticia, de su conformidad con el Estado y la sociedad, y en cuentra su ventaja en hacer que éstos sean cada vez más perversos y desconsiderados, tal conjunto, sin ese contacto, es una posa endeble y agotada: tan sólo se necesita des preciarlo a fondo para que se desplome en ruinas. Quien lucha por la justicia y el amor entre los seres humanos es quien menos ha de tenerle miedo: pues sus verdade ros enemigos únicamente se le enfrentarán cuando haya conseguido acabar su com bate, esa lucha que por ahora sostiene contra lo que constituye la vanguardia de aqué llos, la cultura actual. Para nosotros Bayreuth significa la consagración matutina en la jornada de lu cha. No se podría ser más injusto con nosotros si se supusiera que lo único que nos importa es el arte: como si se lo hubiera de tener por un remedio y un narcótico con ’’ Véase Wagner, R., Tristán e Isolda, Acto segundo, Escena segunda, ed. cit., t. 4, p. 46.
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el cual se pudiera uno librar de todos los demás estados miserables. En la imagen de esa obra de arte trágica de Bayreuth nosotros vemos precisamente la lucha de los individuos contra todo lo que se les enfrenta como necesidad aparentemente inven cible, contra el poder, la ley, la tradición, los pactos y las completas clasificaciones de las cosas. En modo alguno pueden los individuos vivir de ima manera más her-: mosa que preparándose para la muerte e inmolándose en la lucha por la justiciá y el amor. La mirada con la que nos percibe el ojo misterioso de la tragedia no es nin gún hechizo extenuante e inhibidor. Aunque la tragedia exija reposo mientras nos; esté mirando — pues no existe el arte para la lucha misma, sino para las treguas que lo preceden y se le intercalan, para esos minutos en que, contemplando el pasado y anticipando el futuro, comprendemos lo simbólico, minutos en que, con la sensa ción de un leve cansancio, se nos acerca un sueño reparador. Irrumpe enseguida.el día y la lucha, las sombras sagradas se esfuman y el arte está otra vez lejos de no-, sotros; pero su consuelo se posa sobre el ser humano desde la hora matutina. Por. todas partes comprueba el individuo su insuficiencia personal, su medianía y-sus incapacidades: jcon qué coraje tendría que luchar si antes no hubiera sido consar grado a algo suprapersonal! Los sufrimientos más grandes que existen para el indi viduo, la falta de comunidad de todos los humanos en el saber, la inseguridad de:los últimos criterios y la desigualdad de las capacidades, todo ello lo hace necesitado de arte. No se puede ser feliz mientras a nuestro alrededor todo sufra y se produzca sufrimientos; no se puede ser ético mientras el curso de las cosas humanas esté de terminado por la violencia, el engaño y la injusticia; ni siquiera se puede ser sabio ^ mientras toda la humanidad no haya competido tenazmente por la sabiduría y haya conducido de la más sabia manera al individuo hacia la vida y el saber. Cómo po^ dría soportarse esta triple sensación de insuficiencia si en su luchar, su aspirar y hundirse en su ocaso uno no fuese ya capaz de reconocer algo sublime y lleno de sentido y no aprendiese de la tragedia a disfrutar del ritmo de la gran pasión y del sacrificio de esta misma. El arte, ciertamente, no adiestra ni educa para la acción inmediata; el artista jamás es en este sentido un educador y un consejero; los obje tos ansiados por los héroes trágicos no son automáticamente las cosas en sí más dignas de ser deseadas por ellas mismas. Como en los sueños, la valoración de las cosas se altera mientras sentimos que estamos firmemente atrapados bajo el influjo, del arte: lo que en semejante situación tenemos por tan deseable que estamos dé acuerdo con el héroe trágico cuando prefiere la muerte a renunciar a lo deseado M en la vida real rara vez es de idéntico valor y digno de idéntica energía activa: pre cisamente por ello el arte es la actividad del que descansa. Las luchas que el arte muestra son simplificaciones de las luchas reales de la vida; sus problemas son abreviaciones de la suma infinitamente intrincada de las acciones y voliciones hu manas. Pero la grandeza e indispensabilidad del arte radican precisamente en que produce la apariencia de un mundo más simple, de una solución más breve de los enigmas de la vida. Nadie que sufra por la vida puede prescindir de esta apariencia, del mismo modo que nadie puede prescindir del sueño. Cuanto más difícil llega á ser el conocimiento de las leyes de la vida, con tanto mayor afán anhelamos la apa^ rienda de esa simplificación, aunque sólo sea momentánea, y tanto mayor se torna la tensión entre el conocimiento general de las cosas y la capacidad ético-espiritual 'i del individuo. El arte existe para que no se rompa el arco. El individuo debe consagrarse a algo suprapersonal — eso es lo que la tragedia quiere; debe olvidar la terrible angustia que la muerte y el tiempo le producen: porque
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incluso en el más breve instante, en el más diminuto átomo del curso de su vida pue de sobrevenirle algo sagrado que compense con creces toda la lucha y todas las nece sidades vitales — eso significa poseer un sentido trágico. Y aunque toda la humani dad haya de morir algún día — ¡a quién le sería lícito ponerlo en duda!— , para todos los tiempos que han de venir le está fijada como tarea suprema la meta de ftmdirse de tal modo en lo uno y lo común, que como un todo se encamine hacia su próximo oca so con un talante (Gesinming) trágico^ en esta tarea suprema también radica todo ennoblecimiento de los seres humanos; de su definitivo repudio surgiría la imagen más sombría que un amigo de lo humano podría concebir en su alma. ¡Éste es mi sen tir! No hay más que una única esperanza y una única garantía para el futuro de la hu manidad: y radica en que no desparezca el talante trágico. El grito de dolor más la cerante tendría que resonar sobre la tierra si los humanos hubieran de perderla algún día por completo; y, por el contrarío, no existe un placer más reconfortante que saber lo que nosotros sabemos que el pensamiento trágico ha vuelto a nacer y a incorporar se al mundo. Porque este placer es completamente suprapersonal y universal, es el júbilo de la humanidad por la conexión y continuación auténticas y fidedignas de lo humano en absoluto. —
' Wagner conmocionó la vida presente y el pasado al someterlos al rayo de luz de un conocimiento que tenía suficiente intensidad para poder obtener con su ayuda una visión de excepcional alcance: por ello es im simplificador del mundo; pues simpli ficar el mundo consiste siempre en que la mirada del cognoscente vuelva de nuevo a dominar la enorme multiplicidad y vastedad de un caos aparente y compríma en una unidad lo que antes estaba incompatiblemente distanciado. Wagner lo hizo al encon trar una relación entre dos cosas frías y extrañas que parecían vivir como en esferas separadas: entre música y vida^ e igualmente entre música y drama. No se trata de que haya inventado o incluso creado estas relaciones, pues están ahí y se hallan propia mente a la disposición de cualquiera: como siempre suele suceder, un gran problema se parece a esa piedra preciosa por encima de la cual pasan miles hasta que, finalmen te, uno la recoge. ¿Qué significa —se pregunta Wagner’^— que en la vida de las per sonas modernas haya surgido con fuerza tan incomparable un arte de características tales como el de la música? No se necesita algo así como tener en poco esta vida para ver aquí un problema; por el contrario, cuando se ponderan todas las grandes poten cias que son propias de esa vida y ante el alma se presenta la imagen de una existencia muy pujante que lucha por lograr libertad consciente e independencia de pensamien to — tan sólo entonces aparece la música en ese mundo como un enigma, ¿No hay que decir: ¡la música no podía surgir en esta época!? ¿Qué es entonces su existencia? ¿Una casualidad? Ciertamente, también un gran artista aislado podría ser una casua lidad, pero la aparición de una serie de grandes artistas como la que presenta la histo ria moderna de la música, la cual hasta ahora tan sólo ha tenido su equivalente una única vez, a saber, en la época de los griegos, dicha serie lleva a pensar que aquí no Cít. FP II l.“, 12 [24]; 12 [25]; y 12 [28]. Véase Wagner, R., Zukimftsmusik [Música delfuturo], ed. cit., t. 8 , 1860, pp. 45-101, concre tamente un pasaje de la p. 72.
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impera el 2izar sino la necesidad. Esta necesidad es justamente el problema al qué Wagner da una respuesta^®. A él se le hizo patente ante todo la situación de urgente necesidad que se ex tiende hasta los confines de los pueblos que ahora están unidos por la civilizacióii en general: en todos y en cada uno de los lugares de este ámbito civilizado ésta enfermo el lenguaje, y la presión de esta tremenda enfermedad gravita sobre todo ; el desarrollo humano. Mientras tuvo el lenguaje que ascender incesantemente haista los últimos escalones de lo que le era alcanzable para así captar —a la mayor distancia posible de la fuerte excitación sentimental a la que originariamente tema capacidad de corresponder con toda sencillez— lo contrapuesto al sentimiento, esto es, el reino del pensamiento, a causa de estas desmesuradas tensiones su fuer za se agotó en el breve fragmento de tiempo de la civilización moderna, de mane^ ra que ahora ya no es capaz de lograr aquello que es la única razón de que exista: que aquellos que sufren se pongan de acuerdo entre ellos en lo que atañe a las más elementales y urgentes necesidades vitales. El ser humano que está afectado por una necesidad apremiante no puede ya darse a conocer por medio del lenguaje, no puede, por tanto, comunicarse verdaderamente: en ese estado oscuramente sentido el lenguaje se ha convertido por doquier en una potencia autónoma que entonces agarra a los humanos como con brazos fantasmales y los empuja hacia donde ellos en realidad no quieren; en cuanto tratan de entenderse unos con otros y de unirse en una sola obra, se apodera de ellos la locura de los conceptos generales, más aún, la de los puros sonidos verbales, y, a consecuencia de esta incapacidad de co- ' municarse, las creaciones de su sentido colectivo vuelven a llevar entonces el sig no de que no se han entendido entre ellos, puesto que tales creaciones no corres ponden a las necesidades apremiantes reales, sino tan sólo precisamente a la vacuidad de aquellas palabras y conceptos predominantes: de este modo a todos sus sufrimientos la humanidad todavía les añade el dolor de la convención, es de cir, de estar de acuerdo en las palabras y las acciones sin llegar a un acuerdo en la esfera del sentimiento. Así como en la marcha descendente de todo arte se alcanza un punto donde sus medios y formas, proliferando de manera enfermiza, logran una preponderancia tiránica sobre las jóvenes almas de los artistas y los convierten en sus esclavos, así ahora, en el declive de los lenguajes, se es el esclavo de las palabras; bajo esta coerción nadie es capaz ya de mostrarse a sí mismo ni de hablar con ingenuidad, y pocos tienen la capacidad de conservar en absoluto su indivi dualidad en la lucha contra una formación que cree demostrar su éxito no ayudan do a construir sensaciones y necesidades claras, sino de otra manera, atrapando al individuo en la red de los «conceptos claros» y enseñándole a pensar correctamen te: como si tuviera algún valor hacer de nadie un ser que piense y que deduzca co rrectamente si no se ha conseguido convertirlo previamente en un ser que sienta correctamente. Así las cosas, cuando en una humanidad con tales heridas suena la música de nuestros maestros alemanes, ¿qué es lo que en realidad llega a sonar?; Pues ni más ni menos que la sensación correcta, la enemiga de toda convención; de toda alienación e incomprensibilidad artificiales entre los seres humanos: esta música es un retorno a la naturaleza y, al mismo tiempo, es una purificación: y transformación de la naturaleza; pues en el alma de las personas más saturadas de Véase ibíd., p. 71. donde Wagner la llama incluso adié metaphysische Notwendigkeit [la ñe~ cesidad metafísica]'».
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amor ha surgido la apremiante necesidad de ese retomo y en su arte resueña la naturaleza transformada en amor^K • ; Tomemos esto como la primera respuesta de Wagner a la pregunta ¿qué significa la música en nuestro tiempo?, pues todavía tiene una segunda. La relación entre la música y la vida no es solamente la de un tipo de lenguaje con otro tipo de lenguaje, también es la relación del perfecto mundo de la audición con todo el mundo de la vi sión. No obstante, la existencia de las personas modernas, tomada como manifesta ción visual y comparada con las anteriores manifestaciones de la vida, deja patente una inexpresable pobreza y agotamiento a pesar de la igualmente indecible policro mía con la que sólo puede sentirse feliz la mirada más superficial. Limitémonos a ver con un poco más de agudeza y a analizar la impresión de este juego de colores tan rápido y agitado: ¿no es el conjunto entero como el fulgor y el destello de innumera bles piedrecitas y partículas, rescatadas del ocultamiento en que permanecían en an tiguas culturas? ¿No es todo en dicha existencia pompa innecesaria, movimiento ridi culamente imitado, usurpada exterioridad? ¿Un traje de retazos multicolores para quien está desnudo y aterido de frío? ¿Una aparente danza de la alegría, exigida al doliente? ¿Gestos de opulento orgullo, exhibidos por una persona llena de profundas heridas? Y en medio de todo esto, oculto y disimulado tan sólo por la velocidad del movimiento y del torbellino — ¡una gris impotencia, un desasosiego corrosivo, un aburrimiento extremadamente laborioso, una miseria sin honor ni veracidad! La ma nifestación (Erscheinung) de la persona moderna se ha convertido por completo en apariencia {Schein); esa misma persona, en aquello que ahora representa, no se hace visible, más bien se esconde; y el resto dé la actividad artística inventiva que todavía se ha conservado en un pueblo, como entre los franceses y los italianos, se consume en el arte de este jugar al escondite. En cualquier parte en que ahora se exija «forma», en la sociedad y en el entretenimiento, en la expresión literaria, en las relaciones in terestatales, involimtariamente se entiende por ello una apariencia simpática, esto es, la antítesis del verdadero concepto de forma como una configuración necesaria, la cual no tiene nada que ver ni con ser «simpática» ni con ser «antipática», precisamen te porque es necesaria y no arbitraria. Pero incluso en aquellos pueblos de la civiliza ción en que ahora no se exige expresamente la forma, allí tampoco se posee esa con figuración necesaria, simplemente en el esfuerzo por lograr una apariencia simpática no ?e es tan afortunado, si bien se intenta conseguirla como mínimo con igual denue do. Pues hasta qué punto aquí y allí es simpática la apariencia y por qué le ha de gus tar a todo el mundo que la persona moderna al menos se esfuerce en aparentarla, eso cada cual lo siente en la medida en que él mismo es una persona moderna. «Sólo los galeotes se conocen —dice Tasso— , pero nosotros dejamos de reconocer cortésmente a los demás tan sólo para que ellos, por su parte, no nos reconozcan a nosotros»^^. Todo este párrafo, centrado en la enfermedad que sufre el lenguaje por los convencionalismos imperantes, aprovecha tesis wagnerianas que se hallan desarrolladas en diversos escritos, sobre todo én su importante ensayo Oper iind Drama [Óperay drama], véase Wagner, R., ed. cit., t. 7,1851, pp. 191 ss. Hay traducción castellana de Angel-Femando Mayo, Junta de Andalucía y Asociación sevi llana de amigos de la Ópera, Sevilla, 1997, pp. 189 ss. 22 Véase Goethe, J. W., Tasso, w . 3338 ss. Rafael Cansinos Assens traduce este pasaje de la ci tada obra de teatro, a la que denomina Torcuata Tasso, del modo siguiente: «Gustamos de engañar nos a nosotros mismos y rendimos pleitesía a esos réprobos que nos la rinden a nosotros. No cono cen unos a unos los hombres; sólo se conocen los galeotes que hombro a hombro reman, encadenados al banco de la misma galera; allí donde ninguno tiene nada que esperar ni nada tampoco que perder
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En este mundo de las formas y del oportuno no-reconocimiento aparecen ahora las almas saturadas de música — ¿con qué finalidad? Ellas se mueven siguiendo el compás de un ritmo grande y libre, con elegante sinceridad, en una pasión que es suprapersonal, se abrasan en el fuego poderosamente sereno de la música, un ñiego que v en ellas surge a la luz desde profundidades insondables — y todo ello ¿con qué fina lidad? A través de estas almas la música reclama a su hermana de igual ritmo y armonía, la gimnasia, como su necesaria configuración en el reino de lo visible: buscándola y reclamándola se convierte en jueza de todo el mendaz mundo de ostentación y de apa riencia del presente. Ésta es la segunda respuesta de Wagner a la pregunta por la significación que la música ha de tener en este tiempo^^. ¡Ayudadme —así llama a todos los que lo pueden oír—, ayudadme a descubrir esa cultura que mi música vaticina corno el reencontrado lenguaje de la sensación correcta, tened en cuenta que el alma de la música ahora quiere configurarse un cuerpo, no olvidéis que a través de todos vosotros busca su camino hacia la visibilidad mediante movimiento, acción, institución y cos^ tumbre! Hay personas que comprenden esta llamada que les dirige, y cada día habrá más; ellas también vuelven a comprender por vez primera qué significa fundar el Es tado en la música — algo que los antiguos griegos no sólo ya habían comprendido; sino que también lo exigían de ellos mismos: mientras que esas mismas personas que . han conseguido uña plena comprensión criticarán al Estado actual de una forma tan incondicional como ya ahora la mayoría de los humanos critican a la Iglesia. El cami no hacia una meta tan nueva, la cual, ciertamente, no ha sido algo inaudito en toda época, conduce a que se reconozca en qué radica la deficiencia más bochomosá.de; nuestra educación y la auténtica causa de su incapacidad para superar la barbarie: le falta el alma movilizadora y configuradora de la música, pues sus requisitos e institu ciones, por el contrario, son el producto de una época en la que no había nacido aún esa música en la cual estamos depositando una confianza tan extraordinariamente sig nificativa. Nuestra educación es el organismo más atrasado del presente, y está así en relación precisamente con la única nueva potencia educativa disponible que, para aventajar a los siglos anteriores, las actuales personas tienen — ¡o podrían tener; si en el presente no quisieran seguir viviendo nunca más de una manera tan irreflexiva bajo la tiranía del instante! Hasta ahora no han permitido que en ellas se establezca el alma de la música, tampoco han presentido aún la gimnasia en el sentido griego y wagneriá-; no de esta palabra; y ésta es la causa de que sus artistas plásticos estén condenados a la desesperanza mientras ellas precisamente, como todavía sucede ahora, no qúiéraii aceptar que la música les guíe hacia un nuevo mundo visual: puede crecer aquí el ta lento que se quiera, viene demasiado tarde o demasiado temprano y, en cualquier caso; viene a destiempo, porque es superfluo e ineficaz, puesto que incluso lo perfecto y su^ premo de épocas anteriores — el paradigma de los artífices actuales— es superfluo y casi ineficaz y apenas continúa poniendo piedra sobre piedra. Si en su visión interior esos artífices ante ellos no perciben tipo, alguno de nuevas configuraciones, porqué siempre están viendo sólo las antiguas que quedaron a sus espaldas, de ello se deduce es donde los hombres se conocen; allí, donde cada uno tiénese por un bribón y por bribones, tam bién, tiene a sus compañeros. Nosotros, por el contrario, desconocemos cortésmente a los demás para que ellos nos paguen en la misma moneda...» Goethe, J. W., Obras Completas, t. III, Aguilar, Madrid, 1963,4.® ed., p. 1720. Véase Wagner, R., Über musikalische Kritik [Sobre critica musical] (1852), ed. cit, t. 6 , pp. 378-391, pp. 385-389 en especial. • •o
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que sirven a la historia, pero no a la vida, y que ya están muertos antes de haber-falle cido; pero quien en sí mismo sienta ahora vida verdadera y fecunda, y eso en el pre sente significa una única cosa: música, ¿podría esa persona dejarse seducir sólo un instante por algo cualquiera que se esfuerce en configuraciones, formas y estilos, y abrirse entonces hacia esperanzas que lleven más lejos? Semejante persona está más allá de todas las vanidades de esta especie; y no piensa encontrar milagros plásticos al margen de su mundo auditivo ideal, como tampoco espera que todavía surjan grandes escritores de nuestras lenguas agotadas y desteñidas. Antes que prestar oídos a cual quier tipo de vanas promesas, prefiere soportar que la mirada profundamente insatis fecha se centre sobre nuestra esencia moderna: ¡que la hiel y el odio la llenen si su corazón no es suficientemente cálido para la compasión! ¡Incluso la maldad y el escar nio son mejor opción que entregarse a un bienestar falaz y a un alcoholismo silencioso al modo de nuestros «amigos del arte»! No obstante, hasta en el caso de que tal perso na sepa hacer más cosas que negar y burlarse, aunque sepa amar, compadecer y cola borar en las tareas de construcción, a pesar de ello ha de comenzar por negar para abrirle así un nuevo camino a su alma, dispuesta a prestar ayuda. Para que algún día la música produzca en muchas personas una misma y devota reflexión y les haga partíci pes de sus más elevados propósitos, sería necesario acabar primero con todo el trato adictivamente reducido al placer con un arte tan sagrado; se tendría que eliminar el ñmdamento sobre el que descansan nuestros entretenimientos artísticos, teatros, mu seos, sociedades filarmónicas, es decir, es justamente ese «amigo del arte» el que ha bría de desaparecer; el favor estatal que se otorga a sus deseos se ha de convertir en una negativa oficial que se les oponga; el juicio público que concede un valor excepcional precisamente a la ejercitación en tal amistad para con el arte se ha de combatir y de rrotar con la fuerza de un juicio mejor. De momento, hasta el enemigo declarado del arte ha de valemos como un verdadero y útil aliado, puesto que aquello frente a lo que se declara enemigo no es precisamente más que el arte tal y como lo entiende el «ami go del arte»: ¡no conoce ofro arte! Bien puede de todos modos demostrarle documen;talmente a ese amigo del arte el absurdo derroche de dinero que cuesta la construcción de sus teatros y monumentos públicos, la contratación de sus «famosos» cantantes y actores, el mantenimiento de sus escuelas de arte y sus pinacotecas completamente estériles: sin tener que recordar en absoluto toda la energía, todo el tiempo y el dinero i que se despilfarran en cada casa, en la educación de presuntos «intereses artísticos». No hay en todo ello ni hambre ni saciedad de ningún tipo, sino siempre tan sólo un juego ,insípido con la apariencia de ambas, ideado para una exhibición enteramente vacua con miras a confundir el juicio que provoque a otros; o todavía peor: si aquí se toma el arte relativamente en serio, entonces hasta se exige de él la producción de una especie de hambre y de apetencia, y se encuentra su tarea precisamente en esta excita ción artificialmente producida. Como si se tuviese miedo de destruirse a sí mismo por asco y estupidez, se llama a todos los démones malignos para dejarse acosar como un animal salvaje por esos cazadores: se está sediento de sufrimiento, ira, odio, enardeci miento, terror repentino y tensión sin respiro, y en tal estado se llama al artista para que conjure esa cacería infemaP. El arte es ahora, en la economía psíquica de nuestras La referencia a todos esos malignos démones {Dámonen es la palabra que Nietzsche utiliza) y a la cacería infernal aparece también como pandemónium y en un contexto similar en Wagner, R., Deutsche Kunst und deutsche Politik [Arte alemán y política alemana] (1867-1868), ed. cit., t. 8 , pp. 247-352, concretamente en pp. 281-282.
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personas formadas, una necesidad totalmente fingida o una necesidad vergonzosa y degradante, o bien es una nada o es algo perverso. Un artista francamente bueno y muy excepcional está como sumido en un sueño aturdidor para no ver todo esto, y con voz insegura repite vacilante palabras de fantasmal belleza que cree escuchar de lugares muy lejanos, pero que no percibe con bastante claridad; en cambio, el artista de ralea completamente moderna aparece imbuido de absoluto desprecio contra el tanteo y dis curso de beatífico ensueño de su compañero más noble y lleva atada consigo toda la aullante jauría de pasiones y atrocidades agrupadas para soltarla contra las personas modernas cuando se lo pidan: éstas prefieren ciertamente que se las cace, se las hiera y se las desgarre antes que tener que convivir consigo mismas en sosiego. ¡Consigo mismas! — esta idea conmociona a las almas modernas, es su angustia y su miedo fantasmal. Cuando en populosas ciudades veo a millares de personas que circulan con exprésión de bochorno y de prisa, entonces me digo una y otra vez: las cosas les han de ir mal. Para todas ellas, sin embargo, el arte no existe sino para que las cosas les vayan todavía peor, les vayan de manera aún más bochornosa y absurda, o todavía más apre surada y ansiosa. Pues la sensación incorrecta las dirige y las adiestra incansable mente y no tolera de ningún modo que puedan reconocerse ante sí mismas su miseria; cuando quieren hablar, el convencionalismo les susurra algo al oído, con lo cual olvi dan lo que propiamente querían decir; cuando quieren ponerse de acuerdo unas per sonas con otras, su entendimiento se queda paralizado como por obra de fórmulas mágicas, de manera que denominan dicha a lo que es su desdicha, e incluso con pre-í meditación unas se unen con otras para su propia desgracia. Así pues, esas personas se han transformado y degradado total y absolutamente, convirtiéndose en esclavas sumisas de la sensación incorrecta.
Sólo con dos ejemplos quiero mostrar cómo la sensación ha llegado a invertirse en nuestro tiempo y cómo éste no tiene conciencia algima de esa inversión. Antigua mente se miraba con sincero desprecio aristocrático a las personas que traficaban con dinero, aun cuando se las necesitase; se admitía que toda sociedad había de tener sus intestinos. Ahora son el poder predominante en el alma de la humanidad moderna, la parte más codiciada de la misma. Antiguamente contra nada se prevenía más que con tra tomar demasiado en serio el día, el momento presente, y se recomendaba el nil admiran [no maravillarse ante nada] y el cuidado para con los objetivos eternos; aho ra tan sólo ha quedado en el alma moderna una única especie de seriedad, aplicada a las noticias que trae el periódico o el telégrafo. ¡Aprovechar el instante y, para sacar le provecho, juzgarlo con tanta rapidez como sea posible! — se podría creer que a las personas modernas también les ha quedado una única virtud, la de la presencia de es píritu. Por desgracia, esa virtud es, en verdad, más bien la omnipresencia de una sucia codicia insaciable y de una curiosidad al acecho hacia todos los puntos cardinales en cada uno de los individuos. La investigación que compruebe si ahora el espíritu está presente en absoluto — preferimos aplazarla para esos jueces futuros que algún día cribarán con su cedazo a las personas modernas. No obstante, esta época es vil, eso Cfr. FPII 1.*, 11 [33]; 12 [32]; 12 [33]; y 13 [1].
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ya se puede ver ahora, pues venera lo que despreciaron anteriores épocas nobles; aun que se haya apropiado incluso de todo lo de gran valor de la sabiduría y del arte del pasado, y se pasee con ese vestido, el más rico de todos los trajes, nuestra época ma nifiesta, sin embargo, una siniestra autoconciencia de su vileza en que no necesita ni usa ese ropaje para abrigarse, sino tan sólo para engañar sobre sí misma. La apre miante necesidad de disimular y de ocultarse le parece más urgente que la de no mo rirse de frío. De este modo los doctos y filósofos actuales no utilizan la sabiduría de la India y de Grecia para llegar a ser en sí mismos sabios y serenos: su trabajo sola mente ha de servir para proporcionarle al presente una fama ilusoria de sabiduría. Los investigadores de la historia animal se esftierzan por presentar los arrebatos animales de violencia, astucia y sed de venganza en las actuales relaciones que entre ellos en tablan los Estados y los seres humanos como leyes inmutables de la naturaleza. Los historiadores se desviven con escrupuloso celo por demostrar el principio de que cada época tiene su propio derecho y sus propias condiciones — con el objetivo de preparar ahora mismo la idea fimdamental de la defensa en el futuro procedimiento judicial con el que nuestra época será severamente sometida a prueba. La teoría del Estado, del pueblo, de la economía, del comercio, del derecho — todo tiene ahora ese carácter preparatorio apologético', más aún, parece que la parte del espíritu que toda vía tiene actividad, aimque no se la use ni siquiera en el funcionamiento del gran me canismo de la ganancia y del poder, esa parte está exclusivamente dedicada a defen der y a disculpar el presente. Y la pregunta que entonces nos hacemos con extrañeza dice así: ¿Ante qué acusa dor? Ante la propia mala conciencia. El resultado de este interrogatorio también arroja de golpe claridad sobre la tarea del arte moderno: ¡estupidez o embriaguez! ¡adormecer o aturdir! ¡Convertir la sabi duría en mera ignorancia^®, de cualquiera de las maneras! ¡Ayudar al alma moderna para que se sobreponga del sentimiento de culpa, no para que retome a la inocencia! ¡Y que lo haga al menos por momentos! ¡Defender al ser humano ante sí mismo, mientras se lo lleva a que tenga que callar, a que no pueda oír en sí mismo! — A los pocos que, al menos por una vez, hayan sentido realmente esta tarea sumamente ver gonzosa, esta horrorosa degradación del arte, el alma se les habrá llenado hasta los bordes de desolación y de lástima, y continuarán en ese estado: pero también estarán repletos de un nuevo e incontenible anhelo. Aquel que quiera liberar el arte y volver le a proporcionar su no profanado carácter sagrado, primero tendría que haberse libe rado a sí mismo del alma moderna; tan sólo en cuanto persona sin culpa estaría legi timado para encontrar la inocencia del arte, previamente habrá tenido que llevar a cabo dos enormes purificaciones y consagraciones. Si triunfase al hacerlo, si con el alma liberada hablase a los humanos con su arte liberado, entonces, y sólo entonces, se hallaría en el peligro más grande, en la lucha más tremenda; los seres humanos preferirían destruirlo y destruir su arte antes que admitir que en su presencia habrían de morir de vergüenza. Sería posible que la redención del arte, el único rayo de luz que cabe esperar en la época actual, continúe siendo un acontecimiento para unas po cas almas solitarias, mientras la mayoría una y otra vez soportan la visión del oscilan te y humeante fuego del arte que consideran suyo: pues no quieren luz, sino deslum bramiento, y, ciertamente, odian la luz — sobre sí mismos. “ Juego de palabras en el original entre «Gewissen» (lo que ya se sabe, aquello de lo que se tie ne conciencia) y «Nichtwissen» (el no-saber, la ignorancia, la inconsciencia).
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Se apartan así del nuevo portador de luz^^; pero éste, obligado por el amor que le ha engendrado, corre tras ellos y les quiere forzar. «Debéis pasar por mis misterios, les dice, necesitáis sus purificaciones y sus conmociones. Tened el valor de hacerlo por vuestra salud, y abandonad de una vez ese fragmento oscuramente iluminado de naturaleza y de vida que parece que sea lo único que conozcáis; os conduzco a un reino que también es real, vosotros mismos debéis decir —cuando desde mi caverna retoméis a vuestro día— qué vida es más verdadera y dónde está propiamente el día y dónde la caverna^®. La naturaleza es, en su interior, mucho más rica, más poderosa, más dichosa, más fecunda, pero vosotros, tal y como vivís habitualmente, no la cono céis: aprended a convertiros de nuevo vosotros mismos en naturaleza y dejaos trans formar entonces con ella y en ella por mi hechizo mágico de amor y de fuego.» Es la voz del arte de Wagner la que así les habla a los humanos. Que nosotrosj hi jos de una época miserable, hayamos sido los primeros en poder escuchar su sonido demuestra lo digna de conmiseración que ha de ser precisamente esta época, y de muestra en absoluto que la verdadera música es un fragmento de fatum [destino] y de ley primordial; pues es totalmente imposible explicar la efectividad sonora que tiene precisamente en la actualidad partiendo de un azar vacío y absurdo; un Wagner casual hubiera sido aplastado por la predominante violencia del otro elemento al que había sido arrojado. Pero en el proceso de constitución del verdadero Wagner hay una ne cesidad transfiguradora y justificante^^. Su arte, observado mientras va surgiendo, es el espectáculo más soberbio, por muy doloroso que haya podido ser ese proceso de gestación, pues por todas partes se manifiestan la razón, la ley y la finalidad. El ob servador, sumido en la dicha de ese espectáculo, incluso elogiará su dolorosa gestar ción y con placer considerará cómo a la naturaleza y al talento originalmente deter minados todas las cosas se le han de convertir en salud y en provecho por duras que sean las escuelas por las que haya de pasar, cómo cada peligro le hace más valiente, cada victoria, más sensato, cómo se alimenta de veneno y desdicha, pero consigue llegar a ser sano y fuerte. La burla y la oposición del mundo circundante son su esr tímulo y su aguijón; si se equivoca de camino, regresa a casa desde el error y el ex travío con el botín más maravilloso; cuando duerme, entonces «mientras duerme le sobrevienen nuevas fuerzas» Él mismo templa el cuerpo y lo hace más vigoroso; cuanto más vive, menos vida consume; dirige al ser humano como lo hace una pasión alada y lo deja volar precisamente cuando su pie se ha fatigado en la arena y sé ha herido en el pedregal. No puede otra cosa sino compartir, todo el mundo ha de coope rar en su obra, no es mezquino con sus dones. Rechazado, regala con riqueza supe rior; habiendo sufrido abusos por parte de la persona obsequiada, todavía entrega la joya más preciada que posee — y en ningún momento fueron los obsequiados total mente dignos del regalo ofrecido, como enseña la experiencia más antigua y la más reciente. Por todo ello, la naturaleza originariamente determinada, esa naturaleza meidiante la cual la música le habla al mundo fenoménico, es la cosa más enigmática que existe bajo el sol, es un abismo en el que se hallan íntimamente enlazadas la fuerza y la bondad, un puente entre el sí mismo y lo que no es la propia mismidad. ¿Quién es Alusión al texto del Evangelio de Juan 3,19. Clara reformulación del célebre mito platónico de la caverna, véase República, VII, 514a ss. En la primera versión de este pasaje esa necesidad se atribuía a Beethoven. Cita casi literal de un verso de Hans Sachs en Wagner, R., Los maestros cantores de Niiremberg, Acto III. Véase edición citada, t. 4, p. 179. <
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capaz de enunciar claramente la finalidad para la que aquélla existe en absoluto, si bien hasta el pleno acierto en la forma en que se gestó debería permitir adivinarla? No obstante, partiendo del presentimiento más afortunado es legítimo preguntar: ¿debe existir verdaderamente lo superior a causa de lo inferior, el talento máximo en favor del talento mínimo, lo más sagrado y la virtud suprema en consideración a lo que es débil? ¿Hubo de sonar la música verdadera por ser lo que los humanos menos merecian, pero más necesitaban? Si se profundiza, aunque sea una sola vez, en el milagro abnimador de esta posibilidad y, después de haberlo contemplado, se mira hacia atrás para ver la vida, entonces ésta brilla llena de luz, por muy oscura y nebulosa que se haya manifestado antes. — 731
i No es posible de otra forma: el observador ante cuya mirada se yergue una natu raleza de las características de la de Wagner ha de ser remitido involuntariamente de vez en cuando hacia sí mismo, hacia su pequeñez y debilidad, y se preguntará: ¿para qüé te sirve? ¿para qué, así pues, propiamente, existes tú? — Lo más probable es que entonces no tenga ninguna respuesta y se quede callado, extrañado y perplejo ante su propio ser. Que le baste entonces el haber tenido precisamente esta vivencia; que en el hecho justamente de sentirse enajenado a su ser perciba la respuesta a esas pregun tas. Pues con este sentimiento participa directamente en la más poderosa expresión vital de Wagner, en el punto central de su fuerza, en esa demónica transferibilidad y áutoexteriorización^^ de su naturaleza, que se puede comunicar a otros con la misma facilidad con la que a sí misma se comunica otras formas de ser y tiene su grandeza én ese dar y recibir. Mientras el observador sucumbe aparentemente a la exuberante y desbordante naturaleza de Wagner, participa ya de su misma fuerza y de ese modo, por así decirlo, gracias a él se ha convertido en poderoso contra él; y cualquiera que se examine con rigor sabe que incluso es constitutivo del considerar un antagonismo lleno de secretos, el de mirar de ífente^^ Si su arte nos permite vivenciar todo aquello ; 31 cfr.FPII l.“, 12^6] y 11 [57]. ■’' 32 Este uso del término «autoexteriorización» (Selbstentáussenmg) con el adjetivo «demónico» b «demoníaco» {damonisch) aparece ya en R. Wagner, Üher Schauspieler iind Sanger [Sobre actores y cantantes'] (1872), edición citada, t. 9, pp. 183-263, exactamente en la p. 249 y aparece incluso subrayado, aplicado al «impulso mímico» del verdadero actor. I. 33 En el § 1del Prólogo de 1886 a la edición de ese año del segundo volumen de Humano, de masiado humano, Nietzsche recuerda y subraya lo que ya afirmaba en esta frase, y al hacerlo explí cita con claridad el contexto de redacción de esta Cuarta Consideración Intempestiva: «Incluso mi discurso triunfal y solemne en honor de Richard Wagner, con ocasión de la celebración de su victo ria en Bayreuth en 1876 —Bayreuth significa la mayor victoria que jamás haya logrado un artista, un trabajo que ostenta la más marcada apariencia de “actualidad”, era en el fondo un homenaje y un agradecimiento hacia un trozo de mi pasado, hacia la más hermosa, también la más peligrosa, bo nanza de mi travesía.., y en realidad un desligamiento, una despedida (¿tal vez el mismo Wagner se equivocaría acerca de esto? No creo. Mientras aún ama, no pinta uno ciertamente tales cuadros; aún no “considera”, no se sitúa a distancia de la manera en que tiene que hacerlo el que considera. “Es incluso constitutivo del considerar un antagonismo lleno de secretos, el de mirar de frente”, se dice en la página 46 del citado escrito, con un giro delator y melancólico que quizá sólo era para unos pocos oídos.» Véase Nietzsche, F., Humano, demasiado humano, vol. II, traducción de A. Brotons, Akal, Madrid, 1996, p. 8,si bien hemos alterado esa cita, que se toma de la versión de Pablo Simón, por la que aparece en nuestra traducción. Convendría destacar la estricta coherencia que Nietzsche
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de lo que tiene experiencia un alma que ha andado muchos caminos, ha participado de otras almas y de sus destinos y ha aprendido a mirar el mundo con muchos ojos, entonces también nosotros, desde una enajenación y un distanciamiento tales, y des pués de haber tenido la vivencia plena de su persona, seremos capaces de verle a él mismo. Y sentiremos entonces todo eso con suma determinación: en Wagner todo lo visible del mundo quiere profundizarse e interiorizarse hasta lo audible, pues busca su alma perdida; del mismo modo, en Wagner todo lo audible del mundo quiere salir y ascender a la luz incluso como manifestación visual, quiere, por así decirlo, adqui rir corporalidad^*^. Su arte le conduce siempre por un camino doble, desde un mundo como espectáculo auditivo hacia otro mundo enigmáticamente afín como espectáculo visual, y viceversa: él está constantemente forzado —y el observador con él— a traducir el movimiento visible en su retomo al alma y a la vida originaria, y a ver nue vamente como manifestación {Erscheinung) la trama más recóndita de lo íntimo y a vestirla con un cuerpo aparente {Schein-Leib). Todo ello es la esencia del dramaturgo ditirámbico, tomado este concepto en un sentido tan integral que abarque simultánea mente al actor, al poeta y al músico: así es como este concepto se ha de inferir nece sariamente de la única manifestación perfecta del dramaturgo ditirámbico anterior a Wagner, de Esquilo y de los artistas griegos, compañeros suyos. Si se ha intentado que los desarrollos más grandiosos deriven de inhibiciones o carencias interiores, sij por ejemplo, para Goethe escribir poesía era una especie de sucedáneo de una fallida vocación de pintor, si se puede hablar de los dramas de Schiller como de una elocuen cia parlamentaria trasladada a otro lugar, si el mismo Wagner trata de explicarse el fomento de la música por parte de los alemanes entre otras cosas también porque és tos, al estar desprovistos del seductor estímulo de una voz dotada de melodía natural, tuvieron la apremiante necesidad de considerar el arte de los sonidos poco más o ménos con la misma profunda seriedad que sus hombres de la Reforma consideraron el cristianismo^^ — : si de manera parecida se quisiera relacionar la evolución de Wagner con una inhibición interna similar, entonces bien se podría suponer en él un talento teatral originario que tendría que negarse a obtener su satisfacción por la vía más co mún y más trivial, un talento que encontró su expediente y su salvación en la contri bución de todas las artes en una gran revelación teatral. Pero con los mismos derechos se tendría que estar autorizado entonces para decir que esta poderosísima naturaleza musical, en su desesperación por tener que dirigirse a personas semimusicales y nomantiene entre este comentario en tomo al «considerar» (o «contemplar» u «observan), betrachten), en el que destaca el imprescindible y misterioso antagonismo que ese verbo conlleva, y el título de la obra sobre Wagner en que aparece, una serie de cuatro libros que está basada en la ejercitación de esa acción, ya que es, en efecto, su «Cuarta Consideración {'"Observación"' o "Contemplación", Betrachtiing) Intempestiva». Nótese, además, la clarividente premonición de lo afirmado inmediata mente antes: que gracias al propio Wagner, quien lo observa o considera se va convirtiendo en un observador-antagonista cada vez más poderoso contra el mismo Wagner. La reivindicación de la complementariedad de los sentidos y de la integridad unificada del ser humano artísticamente creador y artísticamente receptivo es una constante del gran ensayo de Wag ner, R., Das Kunst\i>erk der Zukunfl [La obra de 'arte del futuro] (1849), edición citada, t. 6 , pp. 9-157, especialmente en esta sentencia subrayada que se encuentra en la p. 67: «el ser humano enter ramente artístico existe sólo allí donde la vista y el oído se aseguran recíprocamente de su manifes tación» (traducción de J. B. Llinares y F. López, ed. cit., p. 84). Esta consideración se halla desarrollada en R. Wagner, B rief an einen italienischen Freund iiber die Auffúhnmg des «Lohengrin» in Bologna [Carta a un amigo italiano sobre la representación de «Lohengrin» en Bolonia] (1871), véase edición citada, t. 2, pp. 203-207, pp. 206 en especial.
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musicales, abrió con poder el acceso a las otras artes para, de ese modo, comunicarse al fin con centuplicada claridad y obligar a que se le entendiera, a que se le compren diera de la forma más popular. Sea cual sea la representación que nos hagamos de la evolución de un dramaturgo originario, en su madurez y perfección es una figura sin ninguna inhibición y sin vacíos: es el artista propiamente libre que no puede otra cosa sino pensar en todas las artes a la vez, el mediador y conciliador entre esferas aparen temente separadas, el restaurador de la unidad y la totalidad de las capacidades artís ticas, a quien no es posible adivinar ni inferir, porque solamente puede mostrarse en sus acciones. Pero a aquél ante quien éstas se lleven a cabo de inmediato, a ese indi viduo esas acciones le subyugarán como lo hace el más siniestro y el más cautivador de los hechizos: se hallará de golpe ante un poder que supera la resistencia de la razón e incluso deja que todo lo otro en cuyo seno hasta entonces se vivía aparezca como irracional e inconcebible: situados fuera de nosotros, nadamos entonces en un enig mático elemento ígneo, dejamos de comprendemos a nosotros mismos, no reconoce mos ni lo más conocido; ya no disponemos de ninguna medida, todo lo estipulado por las leyes, todo lo fijo comienza a moverse, todas las cosas brillan con nuevos colores y nos hablan en nuevas escrituras: — aquí se ha de ser ya Platón para, en medio de esta combinación de goce y de miedo poderosos, tener la capacidad de tomar una de cisión como él la toma, y para decirle al dramaturgo: «queremos a un hombre que en virtud de su sabiduría pueda convertirse en todo lo que se proponga y pueda imitar todas las cosas; cuando venga a nuestra comunidad, lo veneraremos como algo sagra do y milagroso, derramaremos ungüentos sobre su cabeza y la abrigaremos con lana, pero trataremos de inducirlo para que se vaya a otra comunidad»^^ Tal vez pueda y tenga que obtener de sí mismo algo similar quien viva en la comunidad platónica, pero todos nosotros, que no vivimos en ésa sino en otra comunidad completamente diferente, anhelamos y exigimos en consecuencia, aunque le tengamos miedo, que el hechicero nos visite precisamente para que así nuestra comunidad, y la razón y el po der perversos que encarna, por una vez aparezca negada. Un estado de la humanidad con una comunidad, unas costumbres, una organización de la vida y una disposición general que pudieran prescindir del artista imitativo quizá no sea algo completamente imposible, pero precisamente este «quizá» forma parte, en efecto, de las dubitaciones más temerarias que existen, y su levedad pesa tanto como un obstáculo muy grave^’; solamente debería tener libertad para hablar de ello quien, anticipándolo, pudiera en gendrar y sentir el instante supremo de todo lo que ha de venir y quien entonces, igual que Fausto, enseguida habría de quedar ciego — y con todo derecho: — pues noso tros no lo tenemos ni siquiera para esa ceguera, mientras que, por ejemplo, Platón lo tuvo para estar ciego ante todo lo helénico-real, una vez conseguida aquella única vi sión de su ojo con la que captó lo helénico-ideal. Nosotros, que somos diferentes, más bien necesitamos el arte porque precisamente nos hemos hecho videntes mirando de frente a lo real: y, en consecuencia, necesitamos al dramaturgo integral para que, al menos por unas horas, nos redima justamente de la horrible tensión que la persona vidente siente ahora entre ella misma y las tareas que, como ima carga, le han sido impuestas. Con él escalamos los peldaños más elevados de la sensibilidad y sólo allí Véase Platón, República, 398 a. Juego de palabras en el original entre «vielleich» (quizá), su sustantivización «Vielleicht» (muy-ligero, literalmente, si se lee dividiendo la.palabra) y su neologismo opuesto «Vielschwer» (muy-pesado).
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nos imaginamos de nuevo en la naturaleza libre y en el reino de la libertad; como en enormes espejismos, desde allí nos vemos a nosotros y a nuestros iguales en la lucha,, en la victoria y en el ocaso como algo sublime y lleno de significación, encontramos placer en el ritmo de la pasión y en la víctima de la misma, escuchamos en cada pOr deroso paso del héroe la sorda resonancia de la muerte y comprendemos en su cerca nía el supremo encanto de la vida: — transformados de este modo en trágicos seres humanos, retomamos a la vida en un estado de ánimo de singular consuelo, con un nuevo sentimiento de seguridad, como si desde los peligros, excesos y éxtasis más grandes hubiéramos encontrado ahora el camino que nos conduce de vuelta a lo limi tado y familiar: a ese lugar donde es posible entablar relaciones de superior bondad y, en cualquier caso, de mayor distinción que antes; pues, en comparación con la trayec toria que nosotros mismos hemos recorrido, aunque sólo en sueños, todo lo que apa rece aquí como seriedad y apremiante necesidad, como el curso que se dirige hacia una meta, se asemeja únicamente a fragmentos milagrosamente aislados de aquellas vivencias totales de las que somos conscientes con terror; en efecto, hasta nos intro duciremos en lo peligroso y estaremos tentados de tomar la vida con excesiva ligerea za, precisamente porque la habremos captado en el arte con seriedad tan extraordina ria, remitiéndonos a las palabras que Wagner ha dicho de los azares de su vida^®. Pues si ya a nosotros, que no somos los creadores, sino sólo quienes tenemos experiencia de este arte de la dramaturgia ditirámbica, el sueño quiere afirmársenos como más verdadero casi que la vigilia y que la realidad: ¡de qué manera el creador tendrá que valorar por su parte esta antítesis! Ahí se halla él mismo en medio de todas las ruidoisas llamadas e importunidades del día, en el seno de la apremiante necesidad de la vida, la sociedad y el Estado — ¿cómo qué? Quizá como si friese él precisamente él único despierto, el único con sentido de lo verdadero y real entre confúsos y atormen tados durmientes, entre muchos dementes y sufrientes; a veces, ciertamente, él misr mo se siente dominado por un insomnio permanente, como si tuviese que pasar su vida clara y consciente, saturada de tantas noches en vela, en compañía de sonámbu los y de seres que actúan con seriedad de fantasmas: de manera que a él le parece si niestro justamente aquello que a los demás les resulta habitual, y se siente tentado de combatir la impresión de ese fenómeno con una burla insolente. Ahora bien, ¡de qué modo tan singular se escinde esta sensación cuando a la claridad de su escalofriante insolencia se le añade un impulso completamente diferente, la nostalgia por descénder de lo elevado y bajar hasta lo profrindo^^ el amoroso anhelo de la tierra, de encon^ trar la dicha en una comunidad — precisamente en el momento en el que recuerda todo aquello de lo que, en. cuanto creador-solitario, está privado, como si debiera de inmediato, como un dios que desciende a la tierra, «levantar con ígneos brazos hacia Véase Wagner, R., ÜberStaat und Religión [Sobre el Estado y la Religión] (1864), ed. cit., t 8; pp. 217-246, especialmente páginas 217-221, y Mein Leben [Mi vida] (1865-1880), edición de Eike Middell, vol. II, Schünemann, Bremen, pp. 123-124. Traducción castellana de Ángel-Femando Mayo, frimer, Madrid, 1989, p. 503. Aunque esa peculiarísima autobiografía todavía no había sido, ni totalmente redactada ni tampoco editada públicamente en 1876, Nietzsche la conocía en parte desde 1869-1870 e intervino en los preparativos para su edición privada en una imprenta de Basilea (a lo largo de 1870-1875 se editaron de manera extremadamente restringida los tres primeros tomos, como explica M. Gregor-Dellin en su «Epílogo a la edición alemana», véase la citada traducción, pp. 681-696). Cita textual de una expresión de R. Wagner, «die Sehnsucht aiis derH óhe in die Tiefe», que éste utiliza, subrayada, en el importante ensayo autobiográfico Eine M itteilm g an meine Freunde [Una comunicación a mis amigos] (1852), ed. cit., t. 6 , p. 271.
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el cielo»'*® todo lo débil, lo humano, lo perdido, para encontrar, al fin, amor y dejar de una vez de recibir adoración'*', y desposeerse completamente de sí mismo exteriori zándose en ese amor! Ahora bien, precisamente esa escisión que aquí hemos asumido es el milagro que efectivamente acontece en el alma del dramaturgo ditirámbico: y si en algún lugar fiiese posible captar su esencia también mediante conceptos, tendría que ser en éste. Pues los momentos en los que su arte se engendra se producen cuan do él vive en tensión por hallarse en este cruce de sensaciones escindidas, y esa si niestramente insolente extrañeza y admiración ante el mundo se abraza con el nostál gico afán de acercarse a este mismo mundo como un amante. Incluso las miradas que entonces lanza a la tierra y a la vida siempre son rayos de sol que «atraen agua», acu mulan niebla, esparcen por todas partes vahos dispuestos a provocar tormentas. Do tada simultáneamente de reflexiva claridad y de desinteresada entrega amorosa^ su mirada desciende: y todo lo que ahora se ilumina con esta doble fuerza resplande ciente de su mirar incita con pavorosa rapidez a la naturaleza a que descargue también todas sus fuerzas y revele sus más ocultos secretos: y, por pudor. Es más que una imagen metafórica decir que con ese mirar él ha sorprendido a la naturaleza y la ha visto mostrándose desnuda: porque entonces ella quiere, pudorosa, refugiarse en sus antítesis. Lo invisible, lo que hasta ese momento era interno, se salva en la es fera de lo visible y adquiere apariencia; lo que hasta ahora sólo era visible, huye al oscuro mar de lo sonoro: de este modo la naturaleza, al querer ocultarse, desvela la esencia de sus antítesis. En una danza impetuosamente rítmica y sin embargo llena de elasticidad, con gestos extáticos, el dramaturgo originario habla de lo que en esos momentos acontece en él, de lo que entonces tiene lugar en la naturaleza: el ditiram bo de sus movimientos es tanto una estremecida comprensión y una insolente y pene trante visión como un amoroso acercamiento y una auto-exteriorización llena de gozo. La palabra sigue, embriagada, el impulso de este ritmo; la melodía resuena, ín timamente abrazada con la palabra; y de nuevo continúa lanzando la melodía sus chispas hacia el reino de las imágenes y los conceptos. Una aparición onírica, que se parece y no se parece a la imagen de la naturaleza y de su pretendiente, se acerca flo tando, se condensa en figuras más humanas, se despliega siguiendo la estela de un querer total heroicamente insolente, de un hundirse en su ocaso lleno de delicias y ya no-querer-más: — así surge la tragedia, así se le ofrece a la vida el don de la sabiduría más excelente sobre ella misma, la sabiduría del pensamiento trágico, y así, final mente, crece el más grande hechicero y bienhechor entre los mortales, el dramaturgo ditirámbico'*^. —
Cita casi literal de un verso de Goethe, de su balada Der Gott imd die Bajadere [El dios y la bayadera]. Se encuentra al final del poema, cuya conclusión, en la versión castellana de R. Cansinos Assens, dice así: «Y [los dioses] con sus ígneos brazos hasta el cielo levantan a los pobres mortales en la abyección caídos.» Véase Goethe, J. W., Obras completas, 1 .1, Aguilar, Madrid, 1974, 4.® ed., 1 .®reimpresión, p. 882. Esto mismo lo dice casi literalmente R. Wagner refiriéndose a Lohengrin en Eiae Mitteilimg an meine Freunde [Una comunicación a mis amigos] (1852), ed. cit., t. 6 , pp. 271-272, En versiones anteriores de este pasaje se refiere Nietzsche expresamente a Esquilo y a Wag ner como prototipos de dramaturgos ditirámbicos, aprovechando sugerencias ya formuladas por R. Wagner en muchos textos, por ejemplo, en el notable ensayo sobre el teatro Deutsche Kimst imd deutsche Politik [Arte alemán y política alemana] (1867), ed. cit., t. 8 , pp. 247-352, sobre todo en pp. 280-281, pasaje en el que el compositor se refiere expresamente al dramaturgo griego.
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La propia vida de Wagner, es decir, la paulatina revelación del dramaturgo ditirámbico, fiie al mismo tiempo una lucha incesante consigo mismo en cuanto todavía no era exclusivamente ese dramaturgo ditirámbico: la lucha contra el mundo que le oponía resistencia tan sólo se le hizo tan enconada y siniestra porque desde su sí mis^ mo escuchaba hablar a ese mundo, a ese enemigo seductor, y porque en sí albergaba un poderoso demón que le hacía oponerse y resistir. Cuando surgió en él la idea do minante de su vida, a saber, que a partir del teatro se podría lograr un efecto incom parable, el efecto más grande de todo arte, esta idea sacudió su ser y lo llevó a la más vehemente efervescencia. Lo cual no significó que enseguida tomase una clara y lu minosa decisión sobre sus posteriores afanes y acciones; dicha idea primero apareció casi exclusivamente en una figura tentadora como expresión de ese tenebroso querer personal que insaciablemente reclama poder y lucimiento. Lograr efecto, un efecto incomparable —¿por medio de qué? ¿sobre quién?— , desde ese momento éste fue el infatigable interrogar y buscar de su mente y de su corazón. Él quería vencer y con quistar como jamás lo hizo artista alguno, y alcanzar, a ser posible de un solo golpe, esa tiránica omnipotencia hacia la que estaba impulsado de una manera tan oscura. Con celosa mirada escrutadora ponderó todo lo que tenía éxito y examinó con mayor detención todavía a aquel sobre el cual se tenía que producir efecto. Con el ojo hechi cero del dramaturgo que lee en las almas como en un texto escrito mediante los sig nos más habituales, sondeó al espectador y al oyente, y a pesar de que, mientras con seguía comprenderlos, llegó a estar intranquilo muchas veces, enseguida utilizó los medios para someterlos. Estos medios estaban a su disposición; lo que quería y tam bién lo que podía hacer es aquello que tenía un fuerte efecto sobre él; de sus modelos únicamente comprendía en cada etapa lo que él mismo estaba en condiciones de con-, figurar y modelar, jamás dudó de poder hacer aquello que le gustaba. Quizá sea al respecto una naturaleza todavía «más presuntuosa» que Goethe, quien de sí mismo decía lo siguiente: «siempre pensé que, fuese la cosa que fuese, ya la poseía yo; si se me hubiera puesto una corona, hubiera pensado que era algo perfectamente obvio»"*"^. Las capacidades de Wagner y su «gusto» así como sus objetivos — todo ello encajaba en todo momento con tanta exactitud como mia llave en su cerradura: — ese conjun to se fue haciendo grande y se fue haciendo libre — pero él, por entonces, aún no era grande ni libre. ¡Qué le importaba esa sensación débil —aunque más noble y, sin em bargo, egocéntricamente solitaria—, que, al margen de la gran masa, tenía tal o cual amigo del arte que contase con formación literaria y estética! Ahora bien, esas vio lentas tempestades de las almas que la gran masa desencadena en determinadas inten sificaciones del canto dramático, esa ebriedad que de repente se propaga en los áni mos, completamente sincera y desinteresada. — ¡He aquí el resonante eco de sus propias experiencias y sentimientos, en el cual le penetró una ardiente esperanza de máximo poder y efecto! Pues de ese modo fue como entendió la gran ópera como aquel medio que ya poseía y con el que le resultaba posible expresar su idea Cfr. FPII l.“, II [2]; 11 [25]; 11 [29]; 11 [10]; 12 [13]; 12 [14]; 12 [15]; 12 [16] y 12 [17]. Cita inspirada en parte en Goethe, Aus meinem Lehen. Fragmentarisches, Spátere Zeit [De mi vida. Fragmentos. Época tardía]. En la edición de Sámmtliche Werke in vierzig Bánden [Obras completas en cuarenta tomos], Stuttgart, 1857, el pasaje se halla en el tomo 27, p. 507, y dicho tomo formaba parte de la biblioteca de Nietzsche.
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dominante hacia esa ópera le acuciaba su apremiante deseo, y él tenía dirigidos sus ojos hacia la patria de tal ó p e r a U n prolongado período de su vida —juntamente con los más atrevidos cambios en sus planes, sus estudios, sus lugares de residencia y sus relaciones humanas— , no se explica sino por ese ardiente deseo y por las resis tencias exteriores a las que tuvo que hacer frente este artista alemán indigente, inquie to y apasionadamente ingenuo. Otro artista entendió mejor la manera de dominar en ese terreno; y ahora que se ha ido conociendo poco a poco mediante qué red de in fluencias de toda índole —^una red tejida de manera sumamente artificiosa— Meyerbeer sabía preparar y conseguir cada uno de sus grandes triunfos, y con qué escrupu losidad ponderaba la serie de «efectos» en la ópera misma, se comprenderá también el grado de avergonzada exasperación que le sobrevino a Wagner cuando se le abrie ron los ojos sobre esos «medios artísticos» prácticamente imprescindibles para arran car un éxito al público. Dudo de que haya habido en la historia un gran artista que comenzase con un error tan enorme y se comprometiera de manera tan candorosa y sincera con la más escandalosa configuración de un arte: y, sin embargo, la forma en que lo hizo tuvo grandeza y, por ello mismo, una asombrosa fecundidad. Pues a partir de la desesperación que le produjo reconocer ese error entendió el éxito moderno, comprendió al público moderno y captó toda la esencia mentirosa del arte moderno. Mientras se estaba convirtiendo en crítico del «efecto», los presentimientos de su propia purificación le llenaron de estremecimientos. Era como si desde ese instante el espíritu de la música le hablara con un hechizo psíquico completamente nuevo. Como si volviera a la luz después de una larga enfermedad, apenas se fiaba ya de sus manos y de sus ojos, proseguía su camino con una gran lentitud; y de ese modo se percató, como si se tratara de un descubrimiento maravilloso, de que todavía era mú sico y artista, más aún, que sólo entonces había empezado a serlo. Toda etapa posterior en la evolución de Wagner tiene la característica de que las dos fuerzas básicas de su ser se unen de forma cada vez más estrecha: cede la sus picacia de la una para con la otra, desde entonces el sí mismo superior ya no otorga la gracia de su servicio al violento hermano más terrenal, sino que lo ama y tiene que estar a su servicio. Lo más delicado y puro está finalmente, en la meta de la evolución, incluso contenido en lo más poderoso, el impulso vehemente sigue su curso como antes, pero por otras vías, hacia el lugar donde reside el sí mismo supe rior; y éste, por su parte, desciende a la tierra y en todo lo terrenal reconoce un sím bolo suyo. Si fuera posible hablar así de la meta última y del resultado de esa evo lución sin que se hubiera dejado de comprendemos, entonces también sería legítimo poder encontrar el giro metafórico que permitiera que caracterizáramos una larga etapa intermedia de tal evolución; pero yo dudo de lo primero y por eso no ensayo lo segundo. Esa etapa intermedia se delimita históricamente respecto a la anterior y la posterior en dos palabras: Wagner se convierte en revolucionario de la socie dad, Wagner descubre al único artista que ha habido hasta entonces, el pueblo poeUna breve exposición de lo que R. Wagner pensaba en sus referencias a la «gran ópera» pue de leerse en su ensayo autobiográfico Eine Mitteilung an meine Freunde [Una comunicación a mis amigos] (1852), ed. cit., t. 6, especialmente enpp. 230-232. ^ Alusión indirecta a París, avalada por los paralelos que pueden hallarse en diferentes textos autobiográficos de Wagner, por ejemplo, el que prosigue el pasaje que acabamos de citar en la nota anterior y el que se encuentra en su «Autobiografische Skizze» [«Esbozo autobiográfico»] (1843), en Wagner, R., Escritos y confesiones, traducción de R. Ibero, Labor, Barcelona, 1975, pp. 100-107, textos que Nietzsche tenía bien presentes en su redacción de estas páginas.
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tizante. A ambas lo condujo la idea dominante que, después de aquella gran deses peración y contrición, apareció ante él en una nueva figura y más poderosa que nunca, jEfecto, un efecto incomparable que proceda del teatro! — pero ¿sobre quién? Le entraban escaloñios al recordar sobre quién había querido producir efec to hasta entonces. Partiendo de sus vivencias comprendió toda la ignominiosa po sición en que el arte y los artistas se encuentran: en el seno de una sociedad que carece de alma o que es desalmada, que se llama buena pero que propiamente, es mala, y que entre su séquito de esclavos tiene al arte y a los artistas para la satisfac ción de sus exigencias de apariencia. Captó, por un lado, que el arte moderno es uú lujo, del mismo modo que también captó, por el otro, que su existencia depende del derecho imperante en una sociedad de lujo. Ésta, así como mediante la más despia dada y avispada utilización de su poder, a los que no lo tienen, al pueblo, lo supo hacer cada vez más servil, más bajo y más desarraigado de sentido nacional, y. a partir de él supo crear al moderno «trabajador», así también y de la misma forma dicha sociedad ha despojado al pueblo de lo más grande y más puro que éste se ha bía generado desde la más profunda y apremiante necesidad y en lo cual, como ver dadero y único artista, comunicaba su alma con bondadoso corazón, esto es, le ha arrebatado su mito, su forma de cantar, su danza y su inventiva lingüística, para destilar de todo ello un voluptuoso remedio contra el agotamiento y el tedio dé sü existencia — las artes modernas Cómo se formó esta sociedad, cómo de las es feras de poder aparentemente contrapuestas supo conseguirse nuevas fuerzas, cómo, por ejemplo, el cristianismo, pervertido en hipocresía y en banalidades, sé dejó utilizar como protección contra el pueblo, como consolidación de aquella so ciedad y de sus propiedades, y cómo la ciencia y los doctos se lanzaban a esta ser vidumbre con excesiva pusilanimidad: Wagner persiguió todos estos interrogantes a través de las diferentes épocas para, al final de sus observaciones, saturado de asco y de rabia, saltar en un estallido: por compasión con el pueblo se había con vertido en un revolucionario. Desde entonces lo amó y lo añoró, del mismo modo que también echaba en falta el arte del pueblo, pues, [ay!, sólo en él, sólo en ese pueblo que había desaparecido, que apenas se podía entrever y que se hallaba arti ficialmente escondido, veía Wagner ahora al único espectador y oyente que pudiera ser digno y estar a la altura del poder de su obra de arte tal y como él en sueños se la imaginaba. Siguiendo esos hilos su meditación se concentró en la pregunta si guiente: ¿Cómo se forma el pueblo? ¿Cómo resurge de nuevo? I Pero siempre encontró una sola respuesta: — si una multitud sufriese la misma apremiante necesidad que yo sufro, esa multitud sería el pueblo, se decía Wagner^*; Y allí donde esa misma necesidad condujese a un impulso y a un deseo idénticos, allí también tendría que buscarse la misma manera de encontrarles satisfacción, y allí tendría que hallarse una dicha idéntica en esa satisfacción. Cuando se puso a buscar qué era aquello que en su apremiante necesidad a él mismo más a fondo lo consolaba y lo alentaba, qué era lo que con máxima vitalidad satisfacía esa necesidad suya, en tonces tomó conciencia con sublime certeza de que sólo dos cosas lo conseguían, el Todo este párrafo está directamente sugerido por las tesis wagnerianas mantenidas en su en sayo Das Kmstwerk der Zukunft [La obra de arte del futuro] (1849), ed. cit., t. 6, pp. 9-157, pp. 1617 en especial; véase traducción castellana citada, pp. 36-37. '*8 Nueva referencia directamente inspirada en ese mismo ensayo, La obra de arte del futuro^ véase edición citada, p. 15; traducción castellana citada, p. 35.
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mito y la música, el mito, que él conocía como producto y lenguaje de la apremiante necesidad del pueblo, y la música, de un origen similar, aunque todavía más enigmá tico. En esos dos elementos bañaba y curaba Wagner su alma, de ellos tenía menester con muy irrepriruible celo: — todo ello le permitió inferir el íntimo parentesco de su necesidad con la que apremiaba al pueblo cuando éste se formó y concluir entonces que, si había muchos Wagner, el pueblo tendría que resurgir de nuevo. Pues bien, ¿cómo vivían el mito y la música en nuestra moderna sociedad, en la medida en que no hubieran sido víctimas de la misma? Les había tocado en suerte un destino similar, testimonio corroborativo de su secreta vinculación: el mito estaba profundamente de gradado y desvirtuado, transformado en «cuento», en posesión lúdicamente venturo sa de los niños y las mujeres del pueblo atrofiado, totalmente despojado de su mara villosa, seriamente sagrada naturaleza viril; la música se había conservado entre los pobres y humildes, y entre los solitarios, el músico alemán no había logrado integrar se con fortuna en la empresa de lujo de las artes, él mismo se había convertido en un cuento monstruoso, hermético, repleto de los más conmovedores sones y signos, en un torpe interrogador, en algo completamente hechizado y necesitado de redención. Én tales circunstancias el artista escuchaba con claridad la orden que sólo a él le con cernía — volver a crear el mito en lo viril y deshacer el hechizo que sufre la música para que pueda hablar: de golpe sentía que ya no estaba atada su fuerza para el drama, que su señorío se fundaba sobre un reino intermedio todavía por descubrir entre el mito y la música. Puso entonces ante los seres humanos su nueva obra de arte, en la que había reunido todo lo que conocía de poderoso, de efectivo y sublime, planteán doles su grave pregunta, dolorosamente decisiva: «Dónde estáis los que, como yo, sufrís y padecéis necesidades? ¿Dónde está esa multitud que yo anhelo como consti tuyendo el pueblo? Os reconoceré, porque vosotros debéis tener en común conmigo la misma dicha y el mismo consuelo: ien vuestra alegría se me revelará vuestro sufri miento!» Éste es el interrogante que formuló con Tannháuser y Lohengrin, y con esas obras miró a su alrededor en busca de sus iguales; el solitario ansiaba la multitud. Ahora bien, ¿cómo se sintió? Nadie dio una respuesta, nadie había entendido la pregunta. No es que se permaneciera en silencio, al contrario, se contestaba a mil cuestiones que en absoluto había planteado, se parloteaba sobre las nuevas obras de arte como si se las hubiera creado a fin de cuentas para que las palabras las taladra sen y demoliesen. Entre los alemanes irrumpió como una fiebre toda una entusiás tica manía estética en la escritura y en las charlas, las obras de arte y las personas de los artistas se manosearon y se examinaron con esa falta de pudor que es dema siado característica tanto de los doctos alemanes como de los periodistas alemanes. Wagner intentó que se comprendiera su pregunta mediante la publicación de escri tos: nuevo desconcierto, nuevos cuchicheos — un músico que escribía y que pen saba le resultaba entonces a todo el mundo una cosa absurda; y comenzaron a gri tar: ¡es un teórico que quiere transformar el arte mediante conceptos de rebuscada sutileza, lapidadlo! — Wagner se quedó estupefacto; no se comprendía su pregunta, no se sentía su apremiante necesidad, su obra de arte parecía una comunicación di rigida a sordos y a ciegos, y su pueblo — una fantasmagórica construcción cere bral; sintió vértigo y empezó a tambalearse. Ante su mirada se presentó la posibili dad de una subversión completa de todas las cosas, y ya no se asustó ante semejante posibilidad: quizá sea preciso levantar, más allá de la subversión y la de vastación, una nueva esperanza, quizá no — en cualquier caso, siempre será mejor
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la nada que algo que es repugnante. En breve tiempo Wagner se convirtió en refu giado político y estaba en la miseria'*^. v-t; ¡Y sólo entonces, exactamente con ese terrible giro de su destino exterior e in^ terior, comenzó en la vida de esta gran persona el período marcado por el resplan-: dor de la suprema maestría, similar al brillo del oro líquido! [Sólo entonces el genio de la dramaturgia ditirámbica se arrancó el último velo y lo lanzó lejos de su per sona! Se encontraba aislado, la época le resultaba vana^°, ya no tenía esperanzas: en tales circunstancias su mirada universal descendió de nuevo a lo profundo, pero esta vez llegó hasta el fondo: allí vio el sufrimiento en la esencia de las cosas y des de ese momento, convertido por así decirlo en más impersonal, asumió con mayor serenidad la porción de sufrimiento que le ha sido asignada^^ Las ansias de poder supremo, herencia de estados y situaciones anteriores, se volcaron ahora por com pleto a la creación artística; mediante su arte sólo hablaba consigo mismo, ya no lo hacía con tal o cual público o pueblo, y luchó por darle a ese arte la máxima clarir dad y aptitud para que estuviera en condiciones de entablar un diálogo tan extraor dinariamente poderoso. Incluso en la obra de arte del período anterior las cosas todavía habían sido diferentes: incluso en esa obra de arte había prestado atención, aunque lo hizo de manera delicada y ennoblecida, a la forma de conseguir un efec to inmediato: pues dicha obra de arte estaba concebida como pregunta que debía provocar una respuesta inmediata; e innumerables veces quiso Wagner facilitar que le comprendieran a aquellos a quienes dirigía sus preguntas — de manera que les ayudaba en su falta de experiencia ante tal tarea interrogativa y se adaptaba a for mas y medios de expresión artísticos que eran más tradicionales; allí donde no tenía más remedio que temer que con su lenguaje más propio no conseguiría convencer los ni hacerse entender, había intentado persuadir y anunciar su pregunta en una lengua medio extraña, pero más conocida por sus oyentes. Pero a partir de esas nuer vas circunstancias ya no había nada que le hubiera podido inducir a que prestase una tal atención, tan sólo deseaba entonces una única cosa: entenderse consigo mis mo, pensar en acontecimientos y filosofar en sonidos sobre la esencia del mundo; el resto de sus propósitos se orientaba hacia las concepciones últimas. Quien sea digno de saber lo que por entonces ocurrió en él, sobre qué solía dialogar consigo mismo en la más sagrada oscuridad de su alma — y no son muchos los dignos dé saberlo — : que escuche, contemple y viva Tristón e Isolda, el auténtico opus metaphysicum [obra metafísica] de todo arte, una obra en la que se halla la desfallecien te mirada de un moribundo con su insaciable y dulcísima nostalgia de los secretos de la noche y la muerte, muy lejos de la vida, la cual, como lo maligno, lo engaño so y lo separador, resplandece en una espantosa y fantasmagórica nitidez y claridad matinal: un drama, además, de muy austero rigor en la forma, arrebatador en su sencilla grandeza y sólo así adecuado precisamente al secreto de qué habla, estar muerto en un cuerpo vivo, ser uno en la dualidad. Y, sin embargo, aún hay algo más Esta sucinta versión de la participación wagneriana en los «revolucionarios» sucesos de Dresde puede ampliarse mediante la lectura de los textos autobiográficos del propio compositor, por ejemplo, Bine Mitteilung an meine Freunde y Mein Beben, que, como ya hemos dicho, Nietzsche conocía bien. Cita directa de una expresión autobiográfica wagneriana que se encuentra en Epilogischer Bericht... [Noticia epilogal...] (1871), ed. cit., t. 3, pp. 335-351; la expresión se halla en la p. 337. En una versión previa de este pasaje Nietzsche anotó: «El arte se convierte en religión; el re volucionario se resigna».
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maravilloso que esta obra: el artista mismo que después de esa obra fue capaz de crear en un breve lapso de tiempo una imagen del mundo con la coloración más di ferente, Los maestros cantores de Nuremberg, el cual, ciertamente, en estas dos obras, por así decirlo, tan sólo descansó y se repuso para coronar con mesurada prisa el cuádruple edificio gigantesco, proyectado y comenzado con anterioridad, ¡el fruto de su meditar y su poetizar a lo largo de veinte años, su obra de arte bayreuthiana. El anillo del nibelungol Quien sea capaz de sentirse extraño ante la vecindad del Tristón y Los maestros cantores^ en un punto importante no ha comprendido la vida y el ser de todos los alemanes verdaderamente grandes: nada sabe del único funda mento sobre el cual puede crecer esa serenidad propia y exclusivamente alemana de Lutero^^, Beethoven y Wagner, una serenidad que los otros pueblos no entienden en absoluto y que los actuales alemanes mismos parecen haber perdido — ese com binado de color dorado claro, fermentado con sencillez, amorosa penetración, sen tido de la observación y picardía, que Wagner ha servido como la más exquisita bebida a todos los que han sufrido profundamente en la vida y que de nuevo se di rigen hacia ella, como quien dice, con la sonrisa de los que han recobrado la salud. Y conforme él mismo miraba el mundo cada vez con una mayor reconciliación, con menor frecuencia le afectaban la rabia y el asco, renunciando al poder con aflicción y amor más que estremeciéndose de horror ante él; a medida que de una manera tan callada iba desarrollando su obra más grande y presentaba partitura tras partitura^^ sucedió algo que le hizo prestar atención: vinieron los amigos para anunciarle un movimiento subterráneo de muchos espíritus — aún faltaba mucho para que fuese el «pueblo» el que se moviese y el que se ammciase en ese movimiento, pero quizá era el germen y la primera fuente de vida de una sociedad verdaderamente humana que se consumaría en un futuro lejano; por de pronto era sólo la garantía de que su gran obra podría ponerse alguna vez en las manos y bajo la custodia de personas leales que tendrían que velar por ese legado sumamente excelente y que serían dig nos de hacerlo; por el amor de los amigos los colores del día de su vida se hicieron más brillantes y cálidos; su más noble preocupación, conseguir que su obra llegase a la meta antes de que, por así decirlo, cayera la noche, y encontrar para la misma un albergue, en adelante ya no le incumbía solamente a él. Y entonces se produjo un acontecimiento que Wagner tan sólo pudo comprender simbólicamente y que para él significó un nuevo consuelo, una afortunada señal. Una gran guerra de los alemanes, de esos mismos alemanes que sabía tan profundamente degenerados, tan distanciados del elevado sentido alemán tal como lo había investigado y reconocido con la conciencia más honda en sí mismo y en los otros grandes alemanes de la his toria, le hizo alzar la mirada — entonces vio que esos alemanes mostraban en una situación completamente horrorosa dos virtudes auténticas: simple valentía y cor dura, y con muy íntima felicidad comenzó a creer que quizá no era en modo alguno el último alemán, y que un día saldría en defensa de su obra un poder todavía con más energías que la sacrificada, pero exigua fuerza de sus pocos amigos, impres cindible para aquella etapa de larga duración en que su obra debía esperar el futuro que le había estado predestinado, en tanto es la obra de arte de ese fúturo. Es posi ble que esta creencia no pudiera protegerse constantemente de la duda, sobre todo En una versión previa figuraba también Durero entre Lutero y Beethoven. Formulación que aprovecha lo que Wagner escribió en Epilogischer Bericht... [Noticia epilog a l.] (1871), ed. cit., t. 3, pp, 335-351; el pasaje se halla en lap. 346.
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cuanto más trataba de elevarse hacia esperanzas inmediatas: fue suficiente, sin em bargo, para que Wagner recibiese un poderoso impulso que le hizo acordarse de un elevado deber todavía no cumplido. Su obra no estaría acabada, no hubiera tenido conclusión, si tan sólo la hubiera confiado a la posteridad como partitura que permanece en silencio: no tuvo más rer, medio, por tanto, que mostrar y enseñar públicamente lo más inimaginable, lo que le estaba reservado de manera más personal, a saber, el nuevo estilo de su ejecución y representación, con el fin de dar el ejemplo que nadie más podía dar, y así fundar una^ tradición de estilo que no está inscrita en signos sobre papel, sino en los efectos que produce sobre las almas humanas^'*. Eso había llegado a convertírsele en el deber más grave, tanto más cuanto que sus otras obras habían tenido entretanto, precisamente en lo que respecta al estilo de la ejecución, el destino más insoportable y más absurdo; eran famosas, admiradas y — maltratadas, y parecía que nadie se molestara^^ Pues, por extraño que este hecho pueda sonar, mientras Wagner, que ya poseía una valora ción muy clarividente de sus coetáneos, cada vez renunciaba más radicalmente a te ner éxito entre ellos y abandonaba la idea de alcanzar poder, éstos le llegaron, el «éxi to» y el «poden>; al menos eso es lo que le contaba todo el mundo. Para nada.sirvió que una y otra vez dejara en claro de la forma más tajante y decidida el carácter com pletamente equívoco, e incluso para él vergonzoso, de tales «éxitos»; se estaba tan poco acostumbrado a ver que un artista hiciera análisis estrictos respecto a la natura leza de sus efectos que ni siquiera una sola vez se aceptaron realmente sus más so-/; lemnes protestas. Después de habérsele hecho patente la correlación que existe entre,, por una parte, nuestro teatro actual y tener éxito en él y, por la otra, el carácter del ser. humano de nuestros días, su alma ya no tenía nada que hacer que fuese realmente. creativo en ese teatro; había perdido todo interés por el entusiasmo estético y por el júbilo de las masas exaltadas, más aún, tenía que irritarlo ver que su arte desaparecía; de una manera muy indiscriminada en las fauces bostezantes del aburrimiento insa ciable y del afán de distracción. Que en semejante teatro cada efecto tenía que ser meramente superficial y carente de ideas, que ese teatro trataba, en efecto, no tanto de alimentar a un hambriento, sino más bien de hartar a un insaciable, eso Wagner lo infería sobre todo a partir de un fenómeno que se repetía con regularidad: por todas, partes se tomaba su arte, incluso por aquellos que intervenían en la representación y. ejecución de sus obras, como una música escénica cualquiera, según el repugnante código del estilo de la ópera; más aún, gracias a los directores de orquesta y a su ca racterística formación, se cortaron y trocearon esas obras adaptándolas directamenté* a la ópera, del mismo modo que los cantantes creían que sólo las dominaban tras éli-/ minarles cuidadosamente su espíritu; y cuando se deseaba que las cosas se hicieran Sobre la excepcional importancia que Wagner atribuía a dar «ejemplo» directo e innovador a músicos, cantantes y actores, ya que estas tres cosas a la vez es lo que han de ser los buenos intér pretes de sus dramas musicales, aprovechando para ello la innata capacidad de imitar que todos tenemos, véase Über Schauspieler und Sánger [Sobre actores y cantantes] (1872), ed. cit., t. 9,’ pp. 183-263, sobre todo pp. 237-238 y 243. Sobre cómo deben ejecutarse sus obras, Wagner tiene muchos textos que están en directa re lación con lo aquí indicado por Nietzsche, véase, por ejemplo, Über das Dirigiren [Sobre la direc ción de orquesta] (1869), ed. cit., t. 8, pp. 129-213, en especial p. 183. Hay traducción castellana de Julio Gómez con el título El arte de dirigir la orquesta. Imprenta de L. Rubio, Madrid, s. a., 155 págs. Agradecemos al profesor Salvador Seguí que nos proporcionase informaciones y una copia integral de esta notable y rigurosa edición, seguramente de las primeras décadas del xx, aunque, por desgracia, poco conocida y citada.
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verdaderamente bien, las prescripciones de Wagner se aceptaban con torpeza y con sofocante mojigatería, más o menos como si se quisiese representar el nocturno tu multo del pueblo en las calles de Nuremberg, tal como está prescrito en el segundo Acto de Los maestros cantores, con bailarines que lo figuraran artificiosamente: — y en todo eso parecía que se actuaba de buena fe, sin segundas intenciones llenas de perversidad. Los abnegados intentos que Wagner llevó a cabo mediante su acción y su ejemplo por indióar al menos que las representaciones fuesen sencillamente co rrectas y completas y por introducir a algunos cantantes en el estilo de ejecución to talmente nuevo, el fango del aturdimiento y la rutina imperantes los hizo fracasar una y otra vez; además, siempre lo obligaron a ocuparse precisamente de ese teatro que en todos y cada uno de sus aspectos le producía náuseas. Hasta el mismo Goethe, en verdad, había perdido las ganas de asistir a las representaciones de su Ifigenia: «Sufro horriblemente», dijo al explicarlo, «cuando tengo que pelearme con esos fantasmas que no aparecen en la forma en que lo deberían hacer»^^. No obstante, día a día au mentaba el «éxito» en ese teatro que a Wagner se le había hecho insufrible; al final se llegó al punto en que precisamente los grandes teatros vivían casi en su mayor parte de las sustanciosas ganancias que les producía el arte wagneriano en su desfiguración como arte de la ópera. La desorientación en tomo a esta creciente pasión del público teatral afectaba incluso a muchos amigos de Wagner: él tuvo que soportar lo más amargo — ¡como gran mártir!— y ver a sus amigos embriagados de «éxitos» y «vic torias», precisamente allí donde su única y más elevada idea quedaba destrozada y repudiada sin resquicios. Casi parecía como si xm pueblo serio y profundo en muchos de sus aspectos no quisiera dejar que se atrofiara respecto al más serio de sus artistas una fundamental frivolidad, como si precisamente por esta razón todo lo vil, irreflexi vo, torpe y perverso de la esencia alemana tuviera que ensañarse con él. — Cuando, durante la guerra alemana, parecía apoderarse de los ánimos una tendencia más libre y grandiosa, Wagner recordó su deber de lealtad para salvar al menos su obra de ma yor grandeza de esos éxitos y ultrajes generados por los malentendidos, y para ofre cerla en su ritmo más propio, como ejemplo para todos los tiempos: así creó la idea de Bayreuth. Entre los componentes de esa tendencia de los ánimos creía presenciar también el despertar de un más acentuado sentimiento del deber en todos aquellos a quienes quería confiar el más preciado de sus bienes: — de esta duplicidad de debe res surgió el acontecimiento que, como un extraño resplandor solar, ha iluminado los últimos años e iluminará los próximos: concebido para ser la salud de un futuro leja no, de un futuro que sólo es posible, pero que no es demostrable, un futuro que para el presente y para los humanos de este único presente no es mucho más que un enig ma o un suplicio, pero para los pocos a los que les estuvo permitido prestarle su ayu da es un goce adelantado, ima vida anticipada de índole suprema mediante la cual se saben, mucho más allá del curso de su propia vida, felices, sublimes y fecundos, y para el mismo Wagner es un oscurecimiento producido por la fatiga, la preocupación, la reflexión y la pena, un renovado ataque de furia de los elementos hostiles, a pesar
Véase Goethe, Conversaciones con Eckermann, respuesta dada por el poeta en la conversa ción del 1 de abril de 1827. En la versión de R. Cansinos Assens el citado pasaje dice así: «Debo confesar que nunca he tenido la suerte de presenciar una representación perfecta de mi Ifigenia. Por eso es por lo que ayer tampoco fui a ver ésta. Pues me hace sufrir horrores el encontrarme con esos espectros que no saben afirmarse como debieran.» Obras completas, t. II, Aguilar, Madrid, 1962, p. 1333.
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de lo cual jtodo está eclipsado por la victoriosa estrella de la abnegada lealtad y, a su luz, transformado en dicha inefable! Apenas es necesario decirlo: sobre esta vida sopla el aliento de lo trágico. Y quien en su propia alma pueda adivinar algo de todo ello, aquel a quien no le resulten en absoluto extrañas ninguna de estas cosas: la coerción de un engaño trágico sobreda finalidad de la vida, la alteración y la ruptura de los propósitos, la renuncia y la puri ficación por amor, ése sentirá por fuerza, en lo que nos muestra ahora Wagner en la obra de arte, una rememoración onírica de la propia existencia heroica de esta gran persona. Desde muy lejos sentiremos como si Siegfried estuviese hablando de sus hazañas: en la más conmovedora dicha del recuerdo teje sus hilos la honda tristeza del verano agonizante, y en silencio está la naturaleza entera en la dorada luz del atarde-
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Reflexionar sobre qué es el artista Wagner y, sin dejar de hacer observaciones, pasar por delante del espectáculo de un poder y un deber que han llegado a ser verda deramente libres: he aquí lo que le será necesario para recobrar su salud y para repo ner sus fuerzas a todo aquel que haya pensado sobre cómo ha ido haciéndose la per sona de Wagner y haya sufrido al meditarlo. Si el arte no es a fin de cuentas sino la capacidad de comunicar a otros lo que sé ha vivido, si toda obra de arte que no puede darse a comprender se contradice a sí misma, entonces la grandeza del artista Wagner ha de consistir precisamente en esa demónica comunicabilidad de su naturaleza, la cual se diría que habla de sí misma en todas las lenguas y deja que se reconozca con la máxima nitidez su vivencia íntima y más propia; su aparición en la historia de las artes se parece a una erupción volcánica de la capacidad artística íntegra e indivisa de la naturaleza misma, después de que la humanidad se hubiese acostumbrado, como si fuese una regla, al panorama del aislamiento de cada una de las artes. Por lo tanto, se puede estar indeciso sobre el nombre con el que se lo debería denominar, si se lo ha de llamar poeta, o artista figurativo, o músico, tomada cada una de estas palabras en una extraordinaria ampliación de su significado, o bien si se ha de crear para él un término nuevo. Lo poético en Wagner se manifiesta en que piensa en procesos visibles y sensi bles, no en conceptos, es decir, en que piensa de manera mítica, que es como siempre ha pensado el pueblo^^. El mito no se basa en un pensamiento, como creen los hijos de una cultura excesivamente artificiosa, él mismo es, por el contrario, una actividad del pensamiento; el mito comunica una representación del mundo, pero en una se cuencia de procesos, acciones y sufrimientos. El anillo del nibelungo es un formida ble sistema de pensamiento sin la forma conceptual del pensamiento. Quizá un filó sofo podría poner a su lado algo que le correspondiera por completo, que careciera por entero de imágenes y acciones y que tan sólo nos hablara en conceptos: tendríaVéase Wagner, R., Gótterdámmerung [El ocaso de los dioses]^ Acto III, w 345 ss., ed. cit., t. 3, pp. 303-304. ^8 C íf.F P II l.^ 11 [18], 11 [40], 11 [15], 11 [8], 11 [28], 11 [42], 11 [51], 12 [32]. Véase Wagner, R., Oper und Drama [Opera y drama] (1851), ed. cit., t. 7, pp. 59 y 150 ss. en especial; traducción castellana de Ángel-Femando Mayo, Sevilla, 1997, pp. 73 y 155 ss., en donde se halla una de las más logradas exposiciones wagnerianas de su teoría del mito.
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mos entonces lo mismo, pero representado en dos esferas incompatibles: para el pue blo, por un lado, y, por el otro, para la antítesis del pueblo, para la persona teorética. A ésta, por lo tanto, no se dirige Wagner; pues la persona teorética entiende de lo pro piamente poético, del mito, tanto como un sordo entiende de música, esto es, ambos ven un movimiento que les parece absurdo. Desde ninguna de estas dos esferas in compatibles es posible mirar en el interior de la otra: mientras estamos bajo la in fluencia del poeta, pensamos juntamente con él, como si sólo fuésemos seres que sentimos, que vemos y que oímos; las conclusiones que sacamos son las conexiones de los procesos que hemos visto, es decir, causalidades fácticas, no lógicas. Ya que los héroes y dioses de dramas míticos tales como los que Wagner escribe como poeta también deben expresarse claramente en palabras, el primer peligro que entonces se presenta es que este lenguaje verbal despierte en nosotros nuestra perso nalidad teorética y con ello nos traslade a otra esfera diferente, la que no es mítica: de manera que mediante la palabra no sólo no hubiésemos comprendido con una mayor claridad lo que sucedía ante nosotros, sino que al final no hubiésemos comprendido absolutamente nada. Wagner obliga por ello al lenguaje a que retroceda a un estado originario en el que todavía casi no piensa nada en conceptos, pues en tal estado el mismo lenguaje todavía es poesía, imagen y sentimiento; la temeridad con la que Wagner se lanzó a esta tarea totalmente aterradora muestra el grado de violencia que sobre él ejercía el espíritu poético que le guiaba, como si fuera un individuo que es tuviera obligado a seguir caminando, sea cual sea la senda que escogiera su fantasma górico guía. Se debía poder cantar cada palabra de estos dramas, y los dioses y héroes debían asumirlas en su boca: ésa fue la extraordinaria exigencia que Wagner le plan teó a su imaginativa fantasía lingüística. Cualquier otro se hubiera desesperado al in tentarlo; pues nuestra lengua parece casi demasiado vieja y devastada como para que alguien tuviera el derecho de reclamarle lo que Wagner le reclamaba: y, sin embargo, el golpe que le dio a la roca hizo que de ella brotara un caudaloso manantial. Precisa mente Wagner, puesto que a esta lengua la amaba más y de ella exigía más, también ha sufrido más que cualquier otro alemán por la degeneración y la debilitación que la afectaban, esto es, por las múltiples pérdidas y mutilaciones de las formas, por la tor pe estructui*a de partículas de nuestra sintaxis, por los verbos auxiliares que no se prestan al canto: — todo esto no son sino cosas que se han introducido en la lengua mediante vicios y ruinosos descuidos. En cambio, sentía con profundo orgullo la oríginariedad e inagotabilidad que incluso ahora persisten en esta lengua, la fuerza llena de música de sus raíces, en las cuales, en contraposición a las lenguas altamente de rivadas y artificiosamente retóricas de los pueblos románicos, adivinaba una maravi llosa tendencia y preparación para la música, para la verdadera música^®. A través de la obra poética de Wagner está presente un placer por la lengua alemana, una cordia lidad y franqueza en el trato con ella que no se pueden sentir de esa manera en ningún otro escritor alemán, excepto en Goethe. Plasticidad en la expresión, atrevida conci sión, potencia y multiplicidad de recursos rítmicos, una singular riqueza de palabras significativas y fuertes, simplificación en la construcción de las frases, una inventiva casi única en el lenguaje de los sentimientos fluctuantes y en el lenguaje de los pre sentimientos, un carácter popular y sentencioso que a veces brotan en total pureza — tales serían las propiedades que consignar y, por descontado, todavía continuaría en el olvido la más poderosa y la más digna de admiración. Quien lea una a continuaVéase Wagner, R., op. cit., pp. 232 ss.; traducción castellana citada pp. T i l ss.
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ción de la otra dos obras poéticas tales como Tristán e Isolda y Los maestros cantores. percibirá en lo que respecta al lenguaje verbal una sorpresa y una duda similares a las que sentirá en lo referente a la música: a saber, cómo fue posible gobernar creativa mente dos mundos tan distintos en su forma, su colorido y su estructura, y, por des contado, en sus respectivas almas. He aquí lo más poderoso en el talento wagneriano, algo que — tan sólo logrará un gran maestro: acuñar un nuevo lenguaje para.cada obra y darle también un nuevo cuerpo y un nuevo sonido a esa nueva interioridad. Allí donde se manifieste un tal poder de tan extrema rareza, siempre seguirá siendo mera mente mezquina e infecunda la censura que se refiera a la arrogancia y extravagancia en casos aislados, o a las oscuridades de la expresión y las neblinas del pensamiento, a pesar de su mayor frecuencia. A ello hay que añadir que a los que hasta ahora han formulado las críticas más estridentes, en el fondo no les era tan chocante e inaudito el lenguaje cuanto el alma, todo ese nuevo modo de sufrir y de sentir. Si queremos esperar hasta que estos mismos críticos tengan un alma diferente, entonces ellos mis-; mos hablarán también un lenguaje diferente: y entonces, en mi opinión, la lengua alemana en su conjunto también se encontrará en una situación mejor que aquella en la que ahora está. Ante todo, sin embargo, nadie que reflexione sobre Wagner en cuanto poeta y ar tífice del lenguaje debe olvidar que ninguno de los dramas wagnerianos está destina do a ser leído y que, por lo tanto, no se tiene derecho a importunarle con las exigen cias que se plantean al drama verbal. Éste quiere actuar sobre el sentimiento únicamente mediante conceptos y palabras; con tal propósito es uno de los súbditos; del señorío de la retórica. Ahora bien, la pasión rara vez practica la elocuencia en la ; vida: en el drama verbal ha de ejercitarla para poder comunicarse, sea de la manera que sea. Pero cuando el lenguaje de un pueblo ya se halla en un estado de decadencia y de desgaste, el dramaturgo verbal tiene la tentación de repintar y transformar dé modo inusual el lenguaje y el pensamiento; quiere elevar el lenguaje para que éste permita que vuelva a exteriorizarse la resonancia del sentimiento elevado, y cae así. en el peligro de no ser comprendido en absoluto. De igual modo trata de comunicarle a la pasión un poco de altura mediante sublimes sentencias y ocurrencias, pero enton-, ces vuelve a caer en otro peligro: tiene la apariencia de ser artificial y contrarío a la verdad. Pues la auténtica pasión de la vida real no habla mediante sentencias, y la pa sión poética fácilmente despierta desconfianza respecto a su sinceridad si se diferenf cia esencialmente de esa realidad. En cambio Wagner, que es el primero en haber reconocido las deficiencias internas del drama verbal, ofreqe cada uno de los procev sos dramáticos en una triple elucidación, mediante la palabra, los gestos y la música;en efecto, la música transfiere inmediatamente las emociones fundamentales que sé dan en el interior de los personajes del drama que intervienen en la representación á las almas de los oyentes, los cuales perciben entonces en los gestos de esos mismos personajes la primera manifestación visible de aquellos procesos internos, y captan en el lenguaje verbal incluso una segunda manifestación más amortiguada de los mis mos, traducida a la volición más consciente. Todos estos efectos suceden simultánea mente, sin estorbarse en absoluto los unos a los otros, y obligan al que asiste a la re-; presentación de un drama de tales características a una comprensión y participación completamente nuevas, exactamente como si de pronto sus sentidos se hubieran he cho más espirituales y su espíritu se hiciera más sensual, y como si todo lo que desea salir del ser humano y está sediento de conocimiento se hallase ahora, libre y feliz, celebrando su júbilo por conocer. Ya que cada uno de los procesos de un drama wag-
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neriano se comunica al espectador con la máxima comprensibilidad, y, ciertamente, ilumina el entorno y está enteramente incandescente desde su interior gracias a la música, su autor tenía a su disposición la posibilidad de prescindir de todos los recur sos que necesita el poeta verbal para proporcionar a sus procesos calor e intensidad de luz. Toda la economía del drama debía ser más simple, el sentido rítmico del ar quitecto podía de nuevo tener el atrevimiento de manifestarse en las grandes propor ciones del conjunto del edificio; pues faltaba ahora todo pretexto para esa intriga de liberada y esa desconcertante multiformidad del estilo arquitectónico mediante las cuales el poeta verbal se esfuerza por lograr a favor de su obra el sentimiento de sor presa y de tenso interés, y para acrecentarlo entonces hasta que alcance el sentimien to de gozosa admiración. La impresión de lejanía y de elevación idealizantes no había que crearla tan sólo mediante artificios. El lenguaje se retiraba de la amplitud retóri ca a la compacidad y a la fuerza del discurso del sentimiento; y a pesar de que el ar tista que actúa en la representación hablaba mucho menos que antes de lo que hacía y sentía en la pieza teatral, sus procesos interiores, que el miedo de los dramaturgos verbales a lo presuntamente no dramático había mantenido hasta entonces alejados de la escena, forzaban ahora al oyente a una participación apasionada, mientras el lenguaje gestual que los acompañaba tan sólo necesitaba exteriorizarse en la modula ción más delicada. Ahora bien, la pasión cantada tiene en términos absolutos una du ración algo mayor que la hablada; la música extiende, por así decirlo, el sentimiento: de lo cual resulta, en general, que el artista que actúa en la representación y que a la vez canta ha de superar la demasiado grande excitación — que no es plástica— de tal movimiento, de la cual adolece el drama verbal representado. Dicho actor que es can tante se ve llevado hacia un ennoblecimiento de sus gestos, tanto más cuanto que la música ha sumergido su sensación en un baño de éter más puro y, de ese modo, invo luntariamente, lo ha aproximado a la belleza. Las extraordinarias tareas que Wagner ha puesto a*los actores y cantantes encen derán entre ellos durante generaciones una rivalidad por conseguir representar final mente la imagen de cada héroe wagneriano con una visibilidad y una perfección su mamente plásticas: tal y coiño esta consumada plasticidad corporal ya se halla prefigurada en la música del drama. Siguiendo a este guía, el ojo del artista plástico acabará viendo las maravillas de un nuevo mundo visual que tan sólo ha mirado antes que él por vez primera el creador de obras tales como El anillo del nibelungo: como un creador de imágenes de máxima categoría que, como Esquilo, le indica el camino a un arte incipiente. Bien cierto, la envidia no ha de suscitar que grandes talentos se manifiesten si el arte del artista plástico compara su efecto con el que logra producir una música como la wagneriana: en la que hay una felicidad solar de máxima pureza y luminosidad; de manera que quien la oye comienza a sentirse bien, como si casi toda la música anterior hubiese hablado un lenguaje enajenado, encogido y sin liber tad, como si hasta ahora con ella se hubiese querido jugar un juego ante individuos que no eran dignos de que se les tomara en serio, o como si con ella se tuviera el deber de enseñar y de demostrar algo ante gentes que ni siquiera son dignas de asistir a un juego^'. En esa música anterior irrumpe en nosotros tan sólo por breves horas la fePara entender este pasaje debe tenerse presente que la palabra alemana Spiel tiene un campo semántico mucho más amplio que su equivalente en castellano, «juego», pues, por ejemplo, y en lo que a Wagner se refiere, un Spiel es también y sobre todo una «obra de teatro»; el verbo spielen, por lo tanto, además de «participar en un juego» viene a significar el hecho de «representar o actuar en
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licidad que sentimos siempre en la música wagneriana: esos momentos que la cons tituyen parecen raros instantes de olvido que, por así decirlo, la asaltan cuando no habla más que consigo misma y dirige entonces la mirada hacia arriba, como la San ta Cecilia de Rafael, lejos de los oyentes que le reclaman esparcimiento, diversión o erudición^. Del músico Wagner cabría decir en general que ha proporcionado im lenguaje a todo aquello que en la naturaleza hasta ahora no había querido hablar: él no cree que tenga que haber nada que sea mudo. Se sumerge incluso en la aurora, en el bosque,' en la niebla, el abismo, la cima de la montaña, el aguacero nocturno, el resplandor de la luna, y en todos advierte un secreto anhelo: también quieren hablar en sonidos. Si el filósofo dice que en la naturaleza, tanto en la animada como en la inanimada, hay una única voluntad que ansia la existencia^, entonces el músico añade lo siguiente: y esa voluntad, en todos sus grados y niveles, quiere una existencia que se manifieste en sonidos. La música anterior a Wagner, tomada en su conjunto, tenía angostas fronteras; se refería a estados permanentes del ser humano, a eso que los griegos llamaban ethos y sólo con Beethoven había comenzado precisamente a encontrar el lenguaje del pa titos, del querer apasionado, de los procesos dramáticos en el interior del ser humano. Anteriormente, una disposición anímica, un estado sereno, o jovial, o devoto, o con trito, debía darse a conocer mediante sonidos; se quería proponer al oyente, mediante una cierta homogeneidad de la forma y mediante la prolongada duración de esa ho mogeneidad, que se sintiera obligado a darse una interpretación de la música y que se situase finalmente en esa misma disposición anímica. Tales cuadros de disposiciones y estados anímicos requerían formas individualizadas necesariamente; otras formas eran frecuentes en ellos por convención. Sobre la duración que debían tener decidía la precaución del músico, el cual quería llevar al oyente a una determinada disposi ción anímica, pero no aburrirlo por una excesiva duración de la misma. Se dio un paso hacia delante cuando se planificó que los cuadros de disposiciones anímicas opuestas se sucedieran los unos a los otros, y gracias a ese plan se descubrió el encan to del contraste; y se avanzó otro paso más cuando la misma pieza musical incluía una antítesis del ethos en su propio interior, por ejemplo, mediante la enfrentada tensión entre un tema masculino y otro femenino. Todo esto todavía se encuentra en niveles toscos y originariamente incipientes de la música. El miedo a la pasión dicta unas le yes, el miedo al aburrimiento, las otras; todas las proftindizaciones y los excesos del sentimiento se sentían como «no éticos». Pero después de que el arte del ethos hubie ra representado las disposiciones y estados anímicos habituales en centenares de re peticiones, cayó por fin, a pesar de la muy prodigiosa inventiva de sus maestros, en el agotamiento. Beethoven fue el primero que permitió que la música hablara un nuevo una obra de teatro»; un Spieler es un «jugador» y, a la vez, un «acton>; un Spielhaiis es, en este con texto. un «local para representar obras de teatro, esto es, el edificio que contiene un escenario, un patio de butacas, etc.»; un Festspiel es un «festival», un Bühnenfestspiel es un «festival escénico», como el que se organizó en Bayreuth para «representan) El anillo del nibelungo, etc. Por otra parte, para entender la filosofía de Nietzsche y su reconocido y profundo parentesco con Heráclito, al me nos en lo que se refiere, si hablamos con la conocida expresión de Fink, al «juego como símbolo del mundo», conviene tener siempre muy presente esta notable polisemia del término. El ejemplo lo toma Nietzsche de la conclusión del libro tercero, en sus últimas líneas, de la obra capital de Schopenhauer, WWV Inequívoca referencia a A. Schopenhauer.
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lenguaje, el hasta entonces prohibido lenguaje de la pasión: no obstante, ya que su arte tenía que desarrollarse a partir de las leyes y convenciones del arte del ethos e intentar en cierto modo justificarse ante éste, su devenir artístico conllevaba una pe culiar dificultad y confusión. Un proceso interno y dramático —^pues toda pasión tie ne una trayectoria dramática— quería imponerse hasta conseguir una nueva forma, pero el esquema tradicional de la música para las disposiciones anímicas se oponía y hablaba, asumiendo casi por completo el aspecto de la moralidad, contra la introduc ción de la inmoralidad. Parece a veces como si Beethoven se hubiera propuesto la contradictoria tarea de permitir que el pathos se expresara con los medios del ethos. Ahora bien, esta concepción no es suficiente para sus obras más grandes y tardías. Para reproducir el gran arco curvado de una pasión encontró efectivamente un nuevo medio: entresacaba puntos aislados de la trayectoria de su vuelo y los indicaba con la máxima determinación, para permitir que entonces, a partir de ellos, el oyente adivinara toda la línea. Exteriormente considerada, la nueva forma parecía como la con junción de varías piezas musicales, cada una de las cuales representaba aparentemen te un estado constante, pero en verdad representaba un instante en la trayectoria dramática de la pasión. El oyente podía creer que estaba escuchando la antigua músi ca de las disposiciones anímicas, sólo que la relación de las diferentes partes entre sí se le había hecho inaprehensible y no se dejaba interpretar ya por el canon del con traste. Incluso en músicos se introdujo una minusvaloración respecto a la exigencia de una artística estructuración del conjunto; el orden de sucesión de las partes se ha cía arbitrario en sus obras. La invención de una forma grande para la pasión llevó, a causa de im malentendido, a que se retrocediera al movimiento único con cualquier contenido, y desapareció por completo la tensión entre las distintas partes. De ahí que la sinfonía después de Beethoven sea un constructo tan extraordinariamente confuso, sobre todo cuando en los detalles balbucea todavía el lenguaje del pathos beethoveniano. Los medios no se corresponden con el propósito, y el propósito en su conjunto no logra dibujarse con claridad ante el oyente, puesto que tampoco estuvo nunca cla ro en la mente del compositor. Sin embargo, la exigencia precisamente de que se ten ga que decir algo completamente determinado, y de que ello se diga con la máxima claridad, se toma tanto más impostergable cuanto más elevado, más difícil y más es tricto sea un género^. Por eso Wagner dedicó cada uno de sus esfuerzos a encontrar todos los medios que pueden ponerse al servicio de la claridad', para ello lo primero que necesitaba era desligarse de todas las limitaciones y pretensiones de la música más antigua dedicada a los estados de ánimo y ponerle en los labios a su propia música, al proceso que ex presa el sentimiento y la pasión mediante sonidos, un discurso totalmente inequívo co. Si miramos lo que ha conseguido nos resultará como si hubiera hecho en el ámbi to de la música lo que hizo en el de la plástica el inventor del gmpo liberado del trasfondo. En comparación con la wagneriana, toda música anterior parece rígida o atemorizada, como si no fuera legítimo observarla por todas partes y tuviese vergüen za. Wagner capta cada grado y cada color del sentimiento con la mayor firmeza y ^ Sobre la búsqueda de máxima y profimda claridad en la expresión de sus objetivos y en la construcción y representación de la forma de sus obras R. Wagner hizo varios comentarios, véase, por ejemplo, el que ofrece en el importante ensayo autobiográfico que tanto marcó a Nietzsche y que tantas veces hemos citado, Eine Mittheilung an meine Freunde [Una comunicación a mis amigos] (1851), ed. cit., t. 6, p. 277.
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determinación; toma en sus manos la más delicada, la más remota y la más salvaje de las emociones, sin miedo a perderla, y la sostiene como algo que ya se ha hecho duro y firme, aunque todo el mundo deba ver en ella una mariposa inaprehensible. Su mú sica nunca es indefinida, ni pretende reflejar im estado de ánimo; todo lo que habla a través de ella, sea un ser humano o la naturaleza, tiene una pasión estrictamente indi vidualizada; la tempestad y el fuego asumen en él la apremiante violencia de una vo luntad personal. Por encima de todos los individuos que se manifiestan en sonidos y del combate de sus pasiones, por encima de todo el torbellino de contrastes, flota con suprema reflexión un entendimiento sinfónico predominante que de la guerra hace que constantemente nazca la concordia: la música de Wagner, tomada en su conjunto, es una reproducción del mundo tal como lo entendió el gran filósofo de Éfeso, como una armonía que la discordia genera desde su propio seno, como la unidad de justicia y enemistad^^ Admiro la posibilidad de calcular, a partir de una multiplicidad de pa siones que corren en diferentes direcciones, la gran línea de una pasión conjunta: que algo así es posible, yo lo veo demostrado en cada uno de los actos de un drama wagneriano, que narra en paralelo la historia particular de diferentes individuos y la his toria conjunta de todos ellos. Ya al inicio sentimos que ante nosotros tenemos corrieri^ tes individuales antagónicas, pero también una corriente más poderosa que todas ellas que persigue con violencia una única dirección: esta corriente al principió se precipita tumultuosa sobre cortantes rocas ocultas, el torrente parece a veces dividir se en brazos y querer continuar en diferentes direcciones. Poco a poco advertimos que el interno movimiento conjunto se ha hecho más violento y arrollador; la convul siva inquietud se ha transformado en la quietud de un amplio movimiento pavoroso hacia una meta todavía desconocida; y, al final, la corriente se precipita de pronto ha cia lo hondo en toda su amplitud con un demónico placer por el abismo y el embate de las olas. Wagner nunca es más Wagner que cuando las dificultades se multiplican por diez y puede actuar a verdadera gran escala con el placer del legislador. Sujetar impetuosas masas antagónicas a ritmos simples, llevar a cabo a través de una descon certante variedad de pretensiones y apetencias una única voluntad — he aquí las ta reas para las que se siente nacido y en las que se siente libre. Nunca pierde el aliento al realizarlas, nunca llega a su meta respirando con dificultad. Se ha esforzado por imponerse las leyes más graves de una manera tan constante como otros procuran ali gerar su carga; la vida y el arte lo oprimen si no puede jugar con sus problemas más difíciles. Aunque sea por una vez, considérese la relación entre la melodía cantada y la melodía del discurso no cantado — cómo Wagner trata la altura, la intensidad y el ritmo del ser humano que habla apasionadamente como modelo natural que ha de transformar en arte: — considérese entonces, por otro lado, la inserción de una pa sión, pero de estas características y que cante, en el contexto sinfónico completo de la música, para, de ese modo, llegar a conocer directamente un prodigio de dificulta des superadas; en todo esto su inventiva en lo grande y en lo pequeño, la omnipresencia de su espíritu y de su laborioso cuidado, son de tal índole, que ante una partitura wagneriana podría creerse que, antes de él, no hubiera habido en absoluto ni verdadeVéanse los Fragmentos 8,10 y 80 de Heráclito de Éfeso, en la edición de Diels-Kranz. En la edición de C. Eggers Lan y V E. Juliá tienen la numeración siguiente: 719 («Todo sucede según dis cordia»), 720 («Acoplamientos: cosas íntegras y no íntegras, convergente divergente, consonante disonante; de todas las cosas Uno y Uno de todas las cosas») y 781 («Es necesario saber que la Gue rra es común, y la justicia discordia, y que todo sucede según discordia y necesidad»). Los filósofos presocráticos /, Gredos, Madrid, 1978, pp. 381 y 389.
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ro trabajo ni auténticos esfuerzos. Parece que incluso en lo que respecta a la dificul tad del arte hubiera podido decir que la virtud propia del dramaturgo consistía en la exteriorización de su sí mismo, pero él probablemente contestaría: sólo.hay una única dificultad, la de quien todavía no se ha emancipado; la virtud y el bien son cosa fácil. Considerado en conjunto como artista, Wagner tiene en sí entonces, para recordar un tipo más conocido, algo de Demóstenes: la terrible seriedad con los diferentes asuntos y la potencia de su alcance, de manera que cada vez consigue atraparlos; lan za su mano hacia ellos y, al instante, los tiene firmemente atrapados, como si esa mano fuese de bronce. Igual que aquél, oculta su arte o hace que lo olviden mientras obliga a pensar en el asunto en cuestión; y, sin embargo, él es, como Demóstenes, la manifestación última y suprema de toda una serie de poderosos espíritus artísticos y, por consiguiente, tiene más que ocultar que los primeros de la serie; su arte actúa como naturaleza, como naturaleza que ha sido producida y reencontrada. No lleva en sí nada de epideíetico, cosa que tienen todos los músicos anteriores, los cuales, oca sionalmente, al ejercer su arte también practican un juego y en él exhiben su maestría. Desde dentro de la obra de arte wagneriana no se piensa ni en lo interesante, ni en lo delicioso, ni en Wagner mismo, ni, en general, en el arte: se siente únicamente que aquello es necesario. Nadie le podrá jamás calcular y comprobar tanto la severidad y la regularidad de la voluntad, cuanto la autosuperación del artista en la época de su evolución, factores que le fueron ineludibles para finalmente, en la madurez, hacer con gozosa libertad en cada momento de su creación aquello que es necesario: es su ficiente que sintamos en algunos casos aislados cómo su música se subordina con una cierta crueldad de decisión a la marcha del drama que es inexorable como el destino, mientras el alma ardiente de este arte suspira por deambular un día sin trabas en te rritorio libre y salvaje. 1066
Un artista que tiene esta potencia sobre sí mismo domina, incluso sin quererlo, a todos los demás artistas. Sólo a él, por otra parte, los dominados, sus amigos y adep tos, no se le convierten en un peligro, en un freno: mientras que los caracteres infe riores, al intentar apoyarse en sus amigos, suelen a causa de ellos perder su libertad. Es extraordinariamente maravilloso ver cómo Wagner ha eludido a lo largo de su vida toda formación de partidos, cómo en cada fase de su arte, sin embargo, se agenció un círculo de adeptos, para que lo mantuviera firme, aparentemente, en la respectiva fase. Él siempre pasaba por entre ellos, atravesando ese círculo, y no se dejaba atar; su camino ha sido, por lo demás, demasiado largo como para que algún individuo hu biera podido acompañarlo con toda facilidad desde el principio: y tan insólito y de desnivel tan pronunciado que en algún momento incluso el más leal tendría que des fallecer. Casi en todas las etapas de la vida de Wagner sus amigos gustosamente hu bieran querido someterlo a dogmas; e igualmente, aunque por otras razones, sus ene migos. Si la pureza de su carácter artístico hubiera sido siquiera un solo grado menos decisiva, entonces hubiera podido convertirse mucho antes en el definitivo señor de las circunstancias actuales del arte y de la música: en lo cual también ahora, final« Cfr.FPII l.“, 11 [32]; 11 [37]; 11 [4]; 11 [9]; 11 [19]; 11 [24]; 11 [35]; 11 [37]; 14 [3]; 14 [4]; y 14 [7].
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mente, se ha convertido, pero en el sentido mucho más elevado de que todo lo que acontece en cualquiera de los ámbitos del arte se ve involuntariamente situado ante el tribunal de su arte y de su carácter artístico. Ya ha conseguido subyugar a los más re calcitrantes: ya no hay ningún músico con talento que no lo escuche interiormente y que no lo considere más digno de ser escuchado que a sí mismo y a toda la música restante. Varios que a toda costa quieren significar algo combaten precisamente con tra este impulso interior que los desborda, se confinan con angustiosa diligencia en lá órbita de maestros más antiguos y prefieren apoyar su «autonomía» en Schubert ó Hándel antes que en Wagner. ¡En vano! Al luchar contra la mejor conciencia que po seen, se rebajan y empequeñecen a sí mismos como artistas; arruinan su carácter ál tener que tolerar malos aliados y amigos: y a pesar de todos estos sacrificios les ocu rre, quizá en algún sueño, que, ciertamente, su oído atiende a Wagner. Estos adversa rios son dignos de compasión: creen perder mucho si se pierden a sí mismos, y se equivocan al creerlo. En efecto,, es obvio que a Wagner no le importa mucho que los músicos compon gan desde ahora al modo wagneriano, ni tampoco le preocupa en absoluto que coinpongan o dejen de componer; más aún, hace lo posible por destruir esa funesta creen cia de que ahora se le haya de adherir una nueva escuela de compositores. En la medida en que tiene una influencia inmediata sobre los músicos, trata de instruirlos en el arte de una ejecución grande; a él le parece que en la-evolución del arte ha lle gado el momento en el que la buena voluntad de convertirse en un competente maes tro de la representación y de la disciplina es mucho más valiosa que el antojo de «crear» uno mismo al precio que sea. Pues, en el nivel que actualmente se ha alc ^ zado en al arte, esta creación tiene la fatal consecuencia de trivializar lo verdadera mente grande en sus efectos, cosa que ocurre al multiplicarlo en la máxima medida de lo posible, y al desgastar por su uso cotidiano los medios y recursos artísticos del genio. Incluso lo bueno en el arte es superficial y nocivo sí ha surgido de la imitación de lo mejor. Los fines y ios medios wagnerianos están en estricta correspondencia: para sentir esa correlación no se requiere otra cosa sino tener integridad artística, pues entresacarle los medios y utilizarlos para objetivos que son completamente dife rentes e inferiores demuestra que no se posee integridad. Por tanto, cuando Wagner no admite que perduraría en un grupúsculo de músicos que practicasen la composición al modo wagneriano, plantea de manera tanto más enérgica a todos los talentos la nueva tarea de encontrar juntamente con él las leyes del estilo para la ejecución dramática. La más profunda de las exigencias lo impulsa a fundar para su arte la tradición de un estilo mediante la cual su obra pueda perdurar sin que su figura pierda pureza de una época a otra, hasta que alcance ese futuro para el que la predestinó su creador. Wagner posee un insaciable impulso de comunicar todo lo que está en relación con esa fundación del estilo y, por ello mismo, con la perduración de su arte. Su obra, en cuanto es —^para decirlo con palabras de Schopenhauer— un sagrado depositum y el verdadero fruto de su existencia, se ha de convertir en patrimonio de la humanidad, legándola a una posteridad que juzgue mejor, he aquí lo que para él ha sido el objeti vo que prevalece sobre todos los demás objetivos, y por el cual lleva la corona de es pinas que algún día debe reverdecer transformada en una corona de laurel: a la salva guardia de su obra se concentró su afán con la misma determinación con la que un insecto, en su figura definitiva, se dedica a salvaguardar sus huevos y provisiones
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para las crías cuya existencia jamás verá: deposita los huevos allí donde está seguro que encontrarán vida y alimento, y muere consolado^’. Este objetivo final, que prevalece sobre todos los demás, lo impulsa a invenciones siempre nuevas; él las extrae del manantial de su demónica comunicabilidad con una abundancia tanto mayor, cuanto más claramente se siente combatiendo contra la épo ca más desafecta, la cual ha acarreado la peor voluntad de escuchar. Pero poco a poco incluso esta época comienza a ceder a sus incansables tentativas y a sus dúctiles aco metidas, y a prestar oídos. Donde en la distancia se insinuara una oportunidad, fuese pequeña o significativa, de explicar sus ideas con un ejemplo, Wagner estaba dispues to a aprovecharla: hacía que esas ideas suyas se adaptaran a las respectivas circuns tancias, y conseguía que hablaran hasta en la representación más indigente. En el sitio en el que se le abriera un alma medianamente receptiva, en ella sembraba su semilla. Despertaba esperanzas allí donde un frío observador se encoge de hombros; soporta equivocarse cien veces con tal de tener razón una única vez frente a ese observador. Así como el sabio no se relaciona con seres humanos vivos sino en la medida en que en el fondo sabe que gracias a ellos se acrecienta el tesoro de sus propios conocimien tos, así también parece casi como si el artista no pudiera tener con los seres humanos de su época ningún trato que no promueva la perduración de su arte: a él no se lo ama de otra forma más que amando esa perduración, del mismo modo que tan sólo perci be un único tipo de odio dirigido contra él, a saber, el odio que le quiere destruir los puentes que llevan hacia ese ftitui’o de su arte. Los discípulos que Wagner se iba for mando, los únicos músicos y actores a los que les dirigía una palabra y les hacía un gesto, las grandes y pequeñas orquestas ante cuyo atril se situaba, las ciudades que lo veían dedicado muy seriamente a su actividad, los príncipes y mujeres que tanto con temor como con amor participaban en sus planes, los distintos países europeos de los que por un tiempo formaba parte como el juez y la mala conciencia de sus artes: todo se convertía poco a poco en eco de sus ideas, de su insaciable afán de una futura fe cundidad; aunque a menudo ese eco regresara a sus oídos incluso desfigurado y con fuso, al predominio del poderoso sonido que por cien vías distintas él producía en el mundo tiene que corresponderle también, finalmente, una predominante resonancia; y pronto ya no será posible dejar de escucharlo, ni comprenderlo de forma falsa. Ya ahora es esta resonancia la que hace estremecer los centros del arte de los seres hu manos modernos; cada vez que el aliento de su espíritu soplaba sobre esos jardines, se movía todo lo que en ellos hubiera de enclenque y de reseco; y una duda que por todas partes se presenta habla de manera aún más elocuente que ese estremecimiento: nadie sabe ya decir dónde seguirá irrumpiendo de improviso el efecto de Wagner. Para él es absolutamente imposible considerar la salud del arte al margen de cualquier otra salud o calamidad: dondequiera que el espíritu moderno entrañe peligros, allí también detecta con el ojo de la desconfianza más acechante el peligro que amenaza al arte. En su representación de tal espíritu desmonta el edificio de nuestra civiliza ción y no deja que se le escape nada caduco, nada deficientemente ensamblado: cuan do en esa inspección tropieza con sólidos muros y, en definitiva, con fundamentos más persistentes, enseguida piensa entonces en el medio que le permita ganar para su arte defensas y techos protectores. Vive como un fugitivo que tratara de poner a salvo no su persona, sino un secreto; como una mujer desgraciada que no quiere salvar su
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propia vida, sino la del niño que lleva en el seno: vive como Sieglinde, «por el
amoD>®*. Porque es, ciertamente, una vida llena de múltiples penas y vergüenzas el estar en un mundo sin firmeza y sin hogar y, sin embargo, hablarle, tener que plantearle exi gencias, despreciarlo y, no obstante, no poder prescindir de lo que ha sido desprecia^, do — he aquí la apremiante necesidad del artista del futuro; el cual, a diferencia del filósofo, no puede perseguir para sí el conocimiento en un oscuro rincón: pues nece sita almas humanas como mediadoras hacia el ftituro, e instituciones públicas como salvaguardia de ese ñituro, como puentes entre el ahora y el entonces. Su arte no pue-; de embarcarse en la nave de la anotación escrita, tal y como el filósofo tiene la capa-: cidad de hacer; el arte quiere como transmisores a personas capaces, no quiere letras ni notas. Sobre trechos enteros de la vida de Wagner resuena el sonido de la angustia de no estar ya cerca de esas personas capaces y verse reducido forzosamente a la in dicación por escrito en lugar del ejemplo que tendría que darles y, en vez de ejecutar su acción en directo, mostrar un destello extremadamente pálido de esa acción a in dividuos que se dedican a leer libros, lo cual quiere decir, a fin de cuentas, lo siguien-. te: que tales individuos no son artistas. Wagner en cuanto escritor muestra la compulsión de una persona valiente a la que. le han destrozado ra mano derecha y que combate con la izquierda: cuando escribe’, siempre es una persona que sufre, porque le ha sido arrebatada por una necesidad tem poralmente insuperable la comunicación que resulta adecuada a su manera de ser, esto es, mediante la figura de un ejemplo iluminador y victorioso. Sus escritos no tienen abr solutamente nada de canónico, nada de estricto: porque el canon no está en ellos sino en las obras. Son tentativas de captar el instinto que lo impulsó hacia éstas y, por así de cirlo, de mirarse a sí mismo a los ojos; una vez que ya ha logrado transformar su instin to en conocimiento, él espera que se produzca en las almas de sus lectores el proceso inverso: con este propósito escribe. Si quizá sucediera que en toda esa peripecia se hu biera intentado algo en cierto modo imposible, Wagner, ciertamente, tan sólo compás tiría el mismo destino de todos aquellos que reflexionaron sobre el arte; y aventajaría a la mayoría de ellos en que en él había establecido su sede un instinto integral del arte de, máxima potencia. No conozco escritos de estética que aporten tanta luz como los de Wagner; de ellos se aprende vitalmente todo aquello de lo que en absoluto cabe tener experiencia sobre el nacimiento de la obra de arte. Quien en sus escritos se presenta como testigo es uno de los humanos de total grandeza, el cual, desde el fondo indeter minado del que partía, perfecciona, emancipa, aclara y realza cada vez más su testimo-; nio a través de una larga serie de años; incluso en las ocasiones en que, en cuanto cógnoscente, da un tropezón, saca chispas del golpe y enciende el ñiego. Ciertos escritos; como Beethoven, Sobre la dirección de orquesta, Sobre actores y cantantes y Estado y religión, hacen que enmudezcan todas las ganas de contradecir e imponen una silencio sa contemplación, íntima y fervorosa, como sucede cuando se abren preciados relica rios. Otros, sobre todo los de época más temprana, incluyendo Opera y drama, incitan y perturban: en ellos hay una irregularidad en el ritmo por la cual, como prosa, descon ciertan. En sus páginas la dialéctica se encuentra rota de múltiples formas, los saltos que da el sentimiento frenan la marcha más que la aceleran; una especie de disgusto del • escritor se proyecta sobre esos escritos como una sombra, exactamente como si el artisVéase Wagner, R., Die Walküre [La Walkyria], Acto III, palabras de Brünnhilde a Sieglinde, ed. cit., t. 3, p. 133.
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ta se avergonzase de hacer demostraciones mediante conceptos. Lo que tal vez más di ficultades provoca al no completamente familiarizado es una expresión de dignidad autoritaria, propia totalmente de Wagner y difícil de describir: a mí me parece como si en muchas ocasiones estuviese hablando ante enemigos — pues todos esos escritos es tán redactados en estilo oral, no en estilo escrito, y se los encontrará mucho más inteli gibles si se escuchan bien leídos — ante enemigos con quienes no desea tener ningún trato de confianza, por lo cual se muestra reservado y distante. Pero irrumpe no pocas veces por entre este ropaje deliberado la arrebatadora pasión de su sentimiento; desapa rece entonces el período artificioso, pesado e hinchado abundantemente con palabras secundarias, y se le escapan frases y páginas enteras que pertenecen a lo más hermoso que tiene la prosa alemana. No obstante, incluso aceptando que en tales partes de sus escritos hablara a amigos y no estuviera ya presente junto a su silla el fantasma de su adversario: todos los amigos y enemigos con los que Wagner entra en relación en cuan to escritor tienen algo en común que los separa radicalmente de ese pueblo para el que crea en cuanto artista. En el refinamiento y la esterilidad de su formación son por com pleto impopulares, y quien quiera que lo comprendan ha de hablarles de una manera impopular: como han hecho nuestros mejores prosistas, y como hace también Wagner. Se puede adivinar la coerción que sufre. Pero la violencia de ese impulso previsor y, en cierto modo, maternal, por el que*hace cualquier sacrificio, lo vuelve a poner a él mis mo en la atmósfera de los doctos e instruidos, un grupo del que siempre, en cuanto crea dor, se ha mantenido a distancia. Se somete entonces al lenguaje de la formación supe rior y a todas las leyes de sus modos de comunicación, aunque haya sido el primero en haber sentido la profunda insuficiencia de esta peculiar comunicación. Pues si algo hay que a su arte lo diferencia de todo el arte de estos últimos tiem pos, ese algo es lo siguiente: ya no habla el lenguaje de la formación de una casta y, en general, no conoce ya la oposición entre los que han recibido una formación y los no formados. Con lo cual su arte se sitúa en oposición a toda la cultura del Renaci miento, la cual hasta ahora nos había marcado a nosotros, los seres humanos moder nos, con su luz y su sombra. En la medida en que por unos momentos el arte de Wag ner nos transporta más allá de él, cabe en absoluto que comencemos en tales instantes a apreciar su carácter, de igual naturaleza que el de su creador: entonces Goethe y Leopardi nos aparecen como los últimos grandes epígonos de los filólogos-poetas italianos, el Fausto como la representación del enigma más impopular que se han planteado los tiempos modernos en la figura de la persona teórica sedienta de vida; incluso la canción góethiana sigue el modelo establecido previamente por la canción popular, no la ha precedido, y el poeta sabía por qué le recalcaba con tanta seriedad a un adepto suyo esta idea: «mis cosas no pueden hacerse populares; está en el error quien así lo piense y se esfuerce por lograrlo»^’. Que pudiera haber en absoluto un arte tan brillante, tan claro y tan cálido que sir viera tanto para iluminar con sus rayos a los humildes y pobres de espíritu como para derretir la soberbia de los sapientes: de eso había que tener experiencia y no cabía Véase Goethe, J. W., Conversaciones con Eckermann, diálogo del día 11 de octubre de 1828. La respuesta del poeta, en la versión de R. Cansinos Assens dice así: «Mire, hijo mío, quiero con fiarle algo que podrá serle muy útil en muchas circunstancias de la vida y reportarle grandes bene ficios. “Mis obras no pueden ser populares”. Quien otra cosa crea, y se afane por difundirlas, se equivoca de medio a medio. No son obras escritas para la masa, sino para unos cuantos hombres que propugnan algo parecido a lo que yo deseo y siguen una dirección semejante a la que yo sigo.» En Goethe, Obras completas, t. II, ed. cit., p. 1176.
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adivinarlo. Pero en el espíritu de cada una de las personas que ahora la tienen, tal ex periencia ha de subvertir todos los conceptos sobre educación y cultura; a esa persona le parecerá que se hubiera levantado el telón ante un futuro en el cual ya no habrá ni dicha ni bien supremos que no sean comunes a los corazones de todos. La ignominia que hasta ahora se hallaba adherida al adjetivo «común», a partir de entonces sede quitará. Si el presentimiento se aventura hacia semejante lejanía, el discernimiento cons ciente captará con nitidez la siniestra inseguridad social de nuestro presente y no se ocultará el peligro que amenaza a un arte que parece no tener raíces como no sea en esa lejanía y en ese futuro, y que nos presenta, antes que el fundamento del que brota,: sus ramas en flor. ¿Cómo mantendremos a salvo a este arte apátrida hasta que llegue ese futuro, cómo encauzaremos la marea de la revolución que por todas partes parece inevitable de manera que, con lo mucho que está condenado a hundirse en su ocaso y que lo merece, no desaparezca también la venturosa anticipación y garantía de un fu turo mejor, de una humanidad más libre? Quien así se pregunte y se preocupe habrá participado de la preocupación de Wagner; se sentirá impulsado junto con él a buscar esos poderes existentes que tienen la buena voluntad de ser los espíritus protectores de los bienes más nobles de la hu manidad en los tiempos de los terremotos y las subversiones. Es sólo en este sentido en el que Wagner mediante sus escritos interroga a las personas con formación si quieren custodiar su legado, el valioso anillo de su arte, allí donde guardan sus teso ros; y hasta la grandiosa confianza que ha otorgado al espíritu alemán incluso en sus objetivos políticos me parece que tiene su origen en que atribuye al pueblo de la Re forma esa fuerza, suavidad y valentía que se requieren para «contener el mar de la revolución en el cauce de la corriente que fluye nanquila de la humanidad»^®: y casi me gustaría pensar que eso fue, y no otra cosa, lo qué quiso expresar mediante el sim bolismo de su Marcha del Emperador ^^ En un plano general, sin embargo, el solícito afán del artista creador es demasiado grande, el horizonte de su amor a los humanos es demasiado amplio como para que su mirada tuviera que quedar detenida en las fronteras de la esencia nacional. Sus ideas, como las de todo alemán bueno y grande, son supraalemanas y el lenguaje de su arte no habla a los pueblos, sino a los seres humanos. Pero a los seres humanos del futuro. Ésa es la fe que le es propia, su tormento y su galardón. Ningún artista del pasado, de cualquiera de ellos, ha recibido de su genio una dote tan singular, nadie sino él ha tenido que beber esa gota de la más acerba amargura mezclada con todo el néctar que le brindara el entusiasmo. No es, como pudiera creerse, el artista incomprendido, maltratado, en cierto modo fugitivo de su época, que para su legítima defensa se hu biera ganado esa creencia: eléxito y el fracaso entre los coetáneos no se la han podi do eliminar ni fundamentar. Él no pertenece a esta generación, por mucho que ésta lo alabe o lo condene: he aquí el juicio de su instinto; y que algún día habrá alguna ge neración que le pertenezca, de esto tampoco se convencerá a quien no lo quiera creer. No obstante, incluso este incrédulo bien puede plantearse la pregunta de qué especie Cita extraída de Wagner, R., Einleitimg [Introducción] a los tomos 3 y 4 de la edición de Es critos y poemas completos de 1871, ed. cit., t. 6, p. 193. '' Composición de 1871, dedicada a Guillermo I, que tiene el número 104 en la lista de las obras musicales de Wagner (WTI'H.
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de generación tendrá que ser aquella en la que Wagner reconociera a su «pueblo», entendiéndolo como síntesis de todos lo que sienten una apremiante necesidad co mún y quieren redimirse de ella gracias a un arte común. Por cierto, Schiller tenía más fe y albergaba más esperanzas: no preguntaba cómo se presentaría un futuro siempre que le diera la razón al instinto del artista que previamente lo había vaticina do, más bien exigía de los artistas lo siguiente: ¡Elevaos con alas audaces a lo alto por encima de vuestro tiempo! ¡Ya trasluce en vuestro espejo La centuria que se va acercando desde lejos!
\V^ Que el buen entendimiento nos guarde de la creencia de que algún día la humani dad encontrará de una vez órdenes ideales definitivos y que entonces la felicidad ten drá que brillar sobre los humanos así ordenados con rayos siempre idénticos, igual que el sol de los países tropicales: Wagner no tiene nada que ver con semejante creen cia, no defiende ninguna utopía. Si no puede prescindir de la fe en el futuro, eso tan sólo quiere decir exactamente que en los actuales seres humanos percibe propiedades que no forman parte del inmutable carácter ni de la estructura ósea de la esencia hu mana, sino que son alterables, e incluso perecederas, y que precisamente a causa de estas propiedades el arte tiene que ser entre ellos un apátrida y el mismo Wagner, el mensajero anticipado de ima época diferente. Ninguna edad de oro, ningún cielo in maculado está destinado a esas generaciones venideras a las que su instinto lo remite, y cuyos rasgos aproximados se pueden adivinar a partir de la escritura secreta de su arte en la medida en que de la índole de la satisfacción es posible deducir la índole de la apremiante necesidad. Tampoco la bondad y la justicia ultrahumanas estarán exten didas como un arco iris inconmovible sobre los campos de este futuro. Quizá esa ge neración en su conjunto aparezca incluso más perversa que la actual — pues será, tanto en el mal como en el bien, más abierta, más aún, sería posible que su alma, si alguna vez se expresara en un tono pleno y libre, estremeciera y espantara a nuestras almas de manera parecida a como lo haría si se hubiera oído con fuerza la voz de al gún maligno espíritu de la naturaleza, hasta entonces oculto. Véase, pues, cómo sue nan en nuestros oídos estas frases: que la pasión es mejor que el estoicismo y la hipo cresía; que ser sincero, incluso en lo perverso, es mejor que perderse a sí mismo en la moralidad de la tradición; que el ser humano libre puede ser bueno en la misma me dida en que puede ser perverso, pero que el ser humano que no es libre es una afrenta a la naturaleza y no participa de ningún consuelo, ni celestial, ni tampoco terrenal; y, por último, que todo el que quiera llegar a ser libre tiene que conseguirlo por sí mis mo, porque a nadie le llega la libertad como si fuera un regalo milagroso. Por mucho que esto pueda sonar de forma estridente y siniestra: estas frases son sonidos proce dentes de ese mimdo futuro que tendrá verdadera exigencia del arte y también podrá esperar de él verdaderas satisfacciones; son el lenguaje de la naturaleza restaurada Versos del poema de E Schiller, Die Künstler \Los artistas], Cfr. F P II I.^ 14 [11]; 11 [56]; 14 [1] y 14 [2].
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también en lo humano, son exactamente lo que antes denominé la sensación correcta en contraposición a la sensación incorrecta ahora predominante. Pues bien, sólo para la naturaleza, pero no para la antinaturaleza y la sensación incorrecta, hay verdaderas satisfacciones y redenciones. A la antinaturaleza, una vez ha llegado a cobrar conciencia de sí misma, sólo le queda el anhelo de la nada, en cambio la naturaleza ansia transformación mediante el amor: aquélla quiere no ser, ésta quiere ser diferente. Quien haya entendido esto, que reconsidere ahora en todo el silencio del alma los motivos sencillos del arte wagneriano, para preguntarse si con ellos es la naturaleza o la antinaturaleza la que persigue sus metas, tal como acaban de señalarse. El inquieto y desesperado encuentra la redención de su tormento mediante el amor compasivo de una mujer que prefiere morir a serle infiel: el tema de El holan dés errante. — La mujer que ama, renunciando a toda su felicidad particular, se con vierte en una santa gracias a una transformación celestial de amor en caritas, y en tonces salva el alma del amado: el tema de Tannháuser. — Lo más excelso y elevado desciende anhelante a los humanos y no quiere que se le pregunte por su lugar de pro cedencia; cuando se plantea la pregimta fatal, con dolorosa coerción retoma a su vida superior: el tema áo Lohengrin. — El alma amorosa de la mujer e igualmente el pue blo acogen al nuevo genio dador de felicidad, aun cuando los tutores del legado de la tradición y las costumbres lo rechazan y difaman: el tema de Los maestros cantores. Dos amantes, que ignoran ambos que son amados, creyéndose más bien profunda mente heridos y despreciados, ansian recíprocamente que el otro les dé a beber la be bida letal, aparentemente para expiar el agravio, en verdad, sin embargo, movidos por un impulso inconsciente: quieren que la muerte los libere de toda separación y de todo fingimiento. La presunta proximidad de la muerte desata sus almas y las lleva a una breve felicidad estremecida, como si efectivamente se hubieran evadido del día, del engaño, e incluso de la vida: el motivo de Tristón e Isolda. En El anillo del nibelungo el héroe trágico es un dios, cuya mente ansia poder, el cual, mientras ensaya todas las vías para conseguirlo, se compromete con pactos, pierde su libertad y se ve implicado en la maldición que pesa sobre el poder. Vive la experiencia de su falta de libertad precisamente en que ya no tiene ningún medio dé apoderarse del anillo de oro, el compendio de todo poder terrenal y, al mismo tiempo; de los máximos peligros para él mismo mientras esté en posesión de sus enemigos: lo invade el temor del fin y el ocaso de todos los dioses, como así también la desespera ción por no poder sino ver venir este final, sin actuar para impedirlo. Necesita un ser humano libre y sin miedos, el cual, sin su consejo ni ayuda, e incluso en lucha contra el orden divino, lleve a cabo por sí mismo la acción denegada al dios: no lo ve, y pre cisamente cuando nace todavía una nueva esperanza él tiene que someterse a la coer ción que lo ata: sus manos han de aniquilar lo más querido, su apremiante necesidad ha de castigar la compasión más pura. Entonces, finalmente, siente náuseas por el poder que acarrea en su seno el mal y la esclavitud, su voluntad se rompe, él mismo ansia el fin que de lejos le amenaza. Y sólo entonces sucede lo más anhelado anterior mente: aparece el ser humano libre y sin miedos, surgido en oposición a todo lo tra dicional; sus progenitores expían el que les uniera un vínculo contra el orden de la naturaleza y la costumbre: ellos perecen, pero Siegffied vive. Ante la visión de su magnífico devenir y florecer desaparecen las náuseas del alma de Wotan, y va si guiendo la historia del héroe con ojos de amor y temor paternales: cómo se foija la espada, mata al dragón, consigue el anillo, elude el más artero de los engaños, des
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pierta a Brünnhilde, cómo la maldición que pesa sobre el anillo tampoco lo respeta, y lo persigue cada vez más cerca de él, cómo, leal en la deslealtad, hiriendo por amor a lo más amado, queda envuelto en las sombras y nieblas de la culpa,, pero, al final, límpido como el sol, emerge y se hunde en su ocaso, incendiando todo el cielo con el resplandor de su fuego y purificando el mundo de la maldición, — todo esto lo con templa el dios al que se le ha roto la lanza imperante en la lucha con el más libre y en la que ha perdido su poder, lleno de gozo por su propia derrota, sintiendo toda la ale gría y todo el sufrimiento de su vencedor: con el brillo de una dolorosa felicidad posa sus ojos en los últimos acontecimientos, ha llegado a ser libre en el amor, se ha libe rado de sí mismo. Y ahora, ¡vosotros, la generación de seres humanos que estáis vivos en la actuali dad!, haceos a vosotros mismos esta pregunta; ¿Ha sido esto compuesto para vosotrosl ¿Tenéis el valor de señalar con vuestra mano las estrellas de todo este firma mento de belleza y de bondad y luego decir: es nuestra vida la que Wagner ha trasladado a las estrellas? ¿Dónde están entre vosotros aquellos humanos que sean capaces de interpretar según su propia vida la imagen divina de Wotan y que, como él, cuanto más retroce dan, tanto más se vayan haciendo ellos mismos cada vez más grandes? ¿Quién de vosotros quiere renunciar al poder, sabiendo y teniendo la experiencia de que el poder es perverso"^"*? ¿Dónde están los que, como Brünnhilde, entregan su saber por amor y, al final, no obstante, extraen de su vida el saber supremo: «doliente amor, hondísi ma pena me abrió los ojos»?^^ ¿Y los libres, los sin miedo, los que crecen y florecen a partir de sí mismos en inocente egocentricidad, los Sigffidos de entre vosotros? Quien así pregunta, y pregunta en vano, tendrá que mirar a su entorno buscando el futuro; y si su mirada aún hubiera de descubrir en alguna lejanía precisamente a ese «pueblo» que tendrá la legitimidad de leer su propia historia en los signos del arte wagneriano, comprenderá por último incluso lo que Wagner será para este pueblo: — algo que no puede ser para todos nosotros, a quienes quizá se nos podría aparecer como el visionario de un futuro, sino que será el intérprete y el transfigurador de un pasado.
Esta tesis, que afirma la intrínseca maldad de la naturaleza del poder, también puede verse defendida expresamente por Nietzsche en El Estado griego (véase en la Tercera parte de este vo lumen). Parece ser que esa tesis, claramente afirmada en el ámbito germánico por Schlosser, le llegó a Nietzsche gracias a la importante mediación de Jakob Burckhardt, quien, hablando de Luis XIV y el Estado-poder, la defendió como una evidente lección de la historia («el poder de por sí es malo, cualquiera que lo ejerza»), concretamente en sus Weltgeschichtliche Betrachtiingen [Con sideraciones sobre lo historia universal], que el entonces catedrático de filología clásica le escu chó a su querido y respetado amigo y colega, el gran historiador de la Universidad de Basilea, a lo largo del semestre de invierno de 1870-1871 en dicha Universidad, antes de que se editaran en 1903-1905. Véase Burckhardt, J., Reflexiones sobre la historia universal, traducción de W. Roces, FCE, México, 1965, 2.* ed., p. 145. Véase R. Wagner, Gótterdámmerung [El ocaso de los dioses], final del Acto III, versos fina les de unas estrofas que, como reza una nota del propio Wagner, no suelen escucharse en las repre sentaciones de este drama musical, puesto que su sentido ya está expresado con suficiente claridad por la música. Ed. cit., t. 3, p. 314.
APENDICE LA POLÉMICA SOBRE EL NACIMIENTO D E LA TRAGEDIA^*
* Este texto, corregido y actualizado por el autor, se publicó anteriormente bajo el título, Nietzsche y la polémica sobre El nacimiento de la tragedia., introducción, tr. y notas de Luis Enrique de Santiago Guervós, Agora, Málaga, 1994.
PREFACIO Cuando a finales de diciembre de 1871 comenzaron a salir a la luz pública los primeros ejemplares de la opera prima de F. Nietzsche, El nacimiento de la tragedia desde el espíritu de la música, se hizo verdad aquella máxima que, invirtiendo un di cho de Séneca, proclamaba al final de su Homero y la filología clásica: «philosophia facía est quaephilologia fiiit» \ es decir, la constricción científica de sus energías pa sionales e intuitivas se quebraba para dejar vía libre al arte, a la poesía y a la filosofía. Su libro, esa «polifonía contrapuntística» que pretendía seducir a los oídos más du ros, venía a consagrar, como en una profesión de fe, la meta de sus esfuerzos; con él quería expresar que toda actividad filológica tiene que estar siempre impregnada de una concepción filosófica del mundo, en la que los menudos problemas de la inter pretación y la crítica son subsumidos por una visión artística cuya finalidad no es otra que la de «iluminar la propia existencia», pues, en última instancia, «la existencia del mundo sólo se puede justificar como fenómeno estético». Para que la filología clási ca sea creativa, Nietzsche piensa qu*e debe convertirse en una «filología filosófica», entendiendo por filosofía una actitud espiritual, una vivencia, y no un mero asunto del saber^. En El nacimiento de la tragedia se revela con una clara nitidez esa transfor mación que sufre la filología clásica en sus manos a partir de sus propias viven cias. Aquí el método riguroso ha sido desbordado por la intuición, por las ideas universales y, sobre todo, por la pasión. «Si el filólogo procede de un modo pu ramente científico es posible que encuentre tesoros [...], pero al precio de olvi dar esa emoción nostálgica que con el poder del instinto — el más glorioso de los guías— llevó a nuestros sentidos y a nuestra capacidad de goce del lado de los griegos»^. La creatividad del filólogo depende, por tanto, de la fuerza del instin to, capaz de hacer surgir nuevos mundos de un panorama aparentemente conoci do como el de la Antigüedad griega. Pero para eso el filólogo tiene que ser tam bién artista, es decir, ha de mirar la ciencia con el ojo del artista y el arte con la mirada de la vida. Así lo expresaba Nietzsche de una forma categórica, como si fuera a revelarnos el camino que él mismo se imponía como tarea: «La vida es digna de ser vivida, dice el arte; la vida es digna de ser estudiada, dice la ‘ Este texto se publica en el vol. II de esta edición. ^ «Gran perplejidad: la filosofía ¿es arte o ciencia? Es un arte en sus fines y en sus productos. Pero su medio de expresión, la exposición por medio de conceptos, es algo que tiene en común con la ciencia. Es una forma de la poesía. Imposible de descifrar. Será preciso inventar y caracterizar una categoría nueva». FP I, 19 [62]. ' H FC,p.251. [861]
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ciencia»'^. Si la ciencia tiende al conocimiento y el arte es expresión de vida, sólo éste es capaz de vencer las limitaciones de la ciencia y descubrir la vi da multiforme y dramática que se esconde bajo la apariencia de las formas racio nalizadas del socratismo. Por eso, reconciliar la frialdad de la razón y la lógica que cultiva la ciencia objetiva con el sentido irracionalista y poético de la vida (el espíritu dionisíaco) es la tarea titánica que se impone Nietzsche. El resultado son singulares «centauros»: «ciencia, arte y filosofía crecen tan juntos ahora en mí que algún día voy a parir centauros»^ Era un difícil equilibrio que no tardaría en romperse, primero bajo la máscara de Dioniso y luego bajo la de Zaratustra. ¿Qué razones tuvo Nietzsche para desconfiar de la filología clásica y posterior mente romper con ella? ¿Cómo llegó a gestar aquellas tesis sobre la tragedia griega que escandalizaron al mundo académico más ortodoxo? Aquella profecía premonitpr ra de su maestro Ritschl, según la cual su joven discípulo, al que elevó a la cátedra cuando apenas contaba veinticinco años, llegaría a estar entre la élite de la filología alemana, parecía disiparse en un aparente fracaso. Para poder valorar esa transformaf ción o metamorfosis en el pensamiento del joven Nietzsche es necesario aludir a los. dos grandes maestros que conmocionaron su vida: Schopenhauer y Wagner, en los que encontró fuerza y sostén en la investigación de la verdad existencial. . El descubrimiento de la filosofía de Schopenhauer en 1866® había sido para él algo parecido a una conversión y una iniciación. Tres años después, poco antes de tor mar posesión de la cátedra de filología escribía a su amigo Cari von Gersdorff: «el fervor filosófico ha echado ya en mí raíces demasiado profundas, y el gran mistagogo Schopenhauer me ha mostrado con harta claridad los verdaderos y esenciales pror blemas de la vida, para que no tenga nunca que temer una vergonzosa deserción de la “idea”. Mi deseo, mi audaz esperanza es penetrar mi especialidad con esta nueva sar via, infundir en mis alumnos ese fervor filosófico impreso en la frente del genial fi lósofo. Quisiera ser algo más que un instructor de hábiles filólogos»^. Las ideas.de Nietzsche a partir de entonces, aunque todavía reprimidas por la indiscutible autori dad del maestro Ritschl, fueron haciendo mella en su talento creativo: se sumergió en el pasado para descubrir los orígenes de la sabiduría pesimista, se lanzó a enseñar al mundo la verdad del dolor y su superación, se propuso finalmente como tarea vivir ej arte y no hacer de él un mero objeto de investigación científica. Pero la filosofía de Schopenhauer no sería suficiente para explicar los motivos de esta transformación. A ello habría que unir simbólicamente un nombre en el que cristalizaron sus ideales y esperanzas: Richard Wagner. ^ El encuentro con Wagner actuó como un encantamiento que lo aleja poco a poco de la severa disciplina filológica. Nietzsche se encontró con él por primera vez,en noviembre de 1868 en Leipzig; luego, cuando fue nombrado catedrático en Basilea, comenzó a frecuentar la casa de Wagner en Tribschen®. Allí se consumó el destino de Nietzsche al encontrarse «a un hombre que me revela como ningún otro la imagen de Ibíd. ' Carta a Rohde 15-2-70, CO II 123. ® Cfr. C. R Janz: Friedrich Nietzsche. 1. Infancia y juventud^ Alianza, Madrid, 1981, pp. 160 ss., ’ Carta a Cari von Gersdorff de 11 de abril de 1869, CO I 582. ® «Doy por poco precio el resto de mis relaciones humanas; mas por nada del mundo quisiera yo apartar de mi vida los dias de Tribschen, días de confianza, de Jovialidad... de instantes profun dos... El primer contacto con Wagner fue también el primer respiro libre de mi vida...» Nietzsche, R, Ecce Homo (1889), Alianza, Madrid, 1982, p. 45.
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lo que Schopenhauer llama “el genio”, y que se halla penetrado de aquella maravillo sa filosofía íntima. Se trata de R. Wagner [...] en él domina una idealidad tan incon dicionada, una humanidad tan profunda y emocionante, un rigor vital tan elevado, que en sus proximidades me siento como en las proximidades de lo divino»^. Esos primeros años de su actividad intelectual quedaron marcados por el romanticismo y la imagen todopoderosa de Wagner. En su entorno se generaron sus meditaciones so bre el arte trágico, sobre la música, sobre el pesimismo de los griegos. Con su ayuda consiguió rasgar el velo de Maya de la fría filología y en él vio confirmadas sus per sistentes intuiciones sobre el mundo griego y sobre las expectativas de la cultura ale mana. El resultado fue el libro fundamental de su vida: El nacimiento de la tragedia, su primera obra intempestiva, un homenaje a la amistad con Wagner, una alegoria profética de su propio destino, un poema inspirado en el arte musical elaborado por un filólogo de profesión sin aparato de notas y sin apoyos documentales, en definiti va, sin los medios propios de su ciencia.
1.
PRIMERAS REACCIONES: EL SILENCIO DE LOS FILOLOGOS Y EL ENTUSIASMO DE LOS WAGNERIANOS
Es evidente que Nietzsche tenía plena conciencia de que sus tesis sobre la tragedia griega eran una provocación para el mundo académico y para la ciencia filológica, y que con su publicación y difusión no se dejarían esperar inmediatamente las reaccio nes más diversas: desde los críticos más viscerales hasta los entusiastas más incondi cionales. Entre estos últimos se encontraba el círculo de amigos que habían seguido de cerca la evolución de su pensamiento. Parece obvio que Nietzsche esperase con gran ansiedad las primeras reacciones a tma obra tan claramente heterodoxa. Como era de esperar, Tribschen respondió en un tono de éxtasis. «Nunca —escribe Wagner a Nietzsche— he leído un libro mejor que el suyo. Es completamente magnífico»*®. Al fin y al cabo, la obra de Nietzsche suponía la legitimación, desde instancias académi cas, del drama musical wagneriano y una puerta abierta al destino de Bayreuth, algo que hasta ahora le había sido hurtado. No obstante, las anotaciones de Cósima en su Diario revelan ya la inquietud y las dudas sobre el impacto de la obra para la causa wagneriana y sobre si alcanzaría realmente a una amplia audiencia**. De momento los wagnerianos y su círculo de amigos no cesaban de elogiar la obra: Listz, Schuré, Malwida von Meysenbug, Hans von Bülow, etc. Pero en el ámbito universitario tan sólo Jakob Burckhardt*^ se declaró fascinado por la originalidad de las intuiciones de Nietzsche. Naturalmente, para Rohde el libro representaba una «gran cosmodicea» y la expresión más lúcida y exhaustiva de sus experiencias más profundas. Pero él realmente sabía que no era un libro para filólogos, aunque hubiese sido escrito por un especialista, sino que su destino eran principalmente los intelectuales de la época, los filósofos y los ® Carta a Cari von Gersdorff de 4 de agosto de 1869, CO II 77. Nietzsche, F., Kritischen Gesamtausgabe des Briefivechsels (KGB), W. de Gruyter, Berlín, 1975, II, p. 493. ‘‘ Wagner, C., Die Tagebücher, editado y comentado por Martin Gregor-Dellin y Dietrich Mack. R. Piper & Co., Múnich-Zúrich, vol. I (1869-1877); vol. II (1878-1883). Especialmente los apuntes de enero y febrero de 1872. Jacob Burckhardt (1818-1897) era profesor de historia de la cultura y del arte en la Universi dad de Basilea. Nietzsche asistió a sus cursos universitarios y mantuvo con él una gran amistad.
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artistas Por eso la estrategia de Rohde para dar a conocer el libro había evitado en un principio cualquier tipo de reseña en una revista especializada; era necesario probar antes en una publicación menos científica, para poder paliar las reacciones adversas. La primera reacción del mundo académico ante las nuevas tesis de Nietzsche sobre la tragedia fue la indiferencia y el silencio, algo que implícitamente era ya un juicio sumarísimo contra sus opiniones y un veredicto en toda regla. No cabe duda de que el mundo de la filología había rechazado ya tácitamente esta démose tración tan poco ortodoxa sobre la Antigüedad, esta inquietante apología contra el rigor científico en nombre de una interpretación visionaria y universal. Un espe cialista que cuestionaba un buen número de hechos históricos, aceptados general mente en su época, y que transgredía los métodos científicos al uso, no merecía una respuesta pública. Sin embargo, en privado los juicios eran severísimos. A las pocas semanas de la publicación del libro Nietzsche se dirigía a Rohde apesadum-'. brado: «Lo que he tenido que oír sobre mi libro es totalmente increíble... Estoy profundamente abatido por todo lo que llega a mis oídos, porque en estas voces adivino lo que el porvenir me tiene reservado. Esta vida será muy dura. En Leipzig debe reinar de nuevo la exasperación. Nadie me escribe desde allí una palabra, ni siquiera Ritschl» El silencio de su «viejo maestro» Ritschl fue particularmente doloroso para él, pues eso sí que era realmente todo un síntoma. Había sido para Nietzsche algo más que un protector; durante años llegó a ser su verdadero padre intelectual.: Ritschl, siguiendo a Wolf, había intentado llevar las ciencias filológicas mediante la aplicación del método inductivo a un grado de cientificidad similar al de las. ciencias naturales. Despreciaba cualquier tipo de explicación estética o poética de los textos. Bajo la tutela de Ritschl la filología clásica se convierte en un ban co de pruebas de las lenguas clásicas, de tal manera que lo que para las ciencias naturales era el experimento, para la filología clásica lo será la crítica del texto.: A la sombra de Ritschl es donde Nietzsche toma verdadera conciencia de filólo^ go. Es indudable que la obra de Nietzsche decepcionó a aquel filólogo, tan poco filósofo y tan pragmático en sus análisis textuales. Siempre había temido a aquel joven exaltado sobre el que había escrito a sus colegas de Basilea: «podrá todo.lo que quiera». Había apostado por él en contra de la mayoría de sus colegas y le. había abierto las puertas a la cátedra de filología en la Universidad de Basilea, a pesar de no reunir el requisito académico del doctorado. Nietzsche le había envia do el libro, no sin cierto recelo, a través de la editorial, sin ningún tipo de misiva personal. Bajo esta excusa Ritschl tomó el escrito como algo anónimo, y con ese Es bastante signiñcativo que la obra de Nietzsche no fuese publicada por una editorial acadé-: mica sino por el editor musical de Wagner, Fritzsch. Por otra parte, tampoco Nietzsche envía ejem-. piares de su obra a los miembros prominentes del estamento académico. De las veinticinco copias que puso a su disposición el editor Fritzsch tan sólo envió ejemplares a los filólogos más íntimos: F. Ritschl, E. Rohde, O. Ribbeck, W. Vischer. Ni Jacob Bemays, ni Hermann Usener, profesores de Bonn y conocidos por Nietzsche, las dos grandes autoridades en Alemania sobre la materia, recibie ron ejemplar alguno. Tampoco envió ningún ejemplar a sus maestros de Pforta, algo que era costum bre entre los antiguos alumnos. Carta a Rohde de 28 de febrero de 1872, CO I I 270. Meses más tarde (7 de julio de 1872) es cribe a Rohde en términos parecidos: «Cada cierto tiempo me llegan voces desprestigiándome filo lógicamente con toda desfachatez; parece que yo haya sido condenado a muerte por la corporación, pero dudo que ésta sea lo bastante fiierte como para matarme verdaderamente». CO I I 306.
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pretexto no le contestó. Es verosímil que ese silencio estuviese abrigado por cier to sentimiento de haber sido injuriado en aquel libro al identificarse con el «hom bre alejandrino» descrito por su discípulo como «el «crítico» sin placer ni fuerza, el ser humano alejandrino, que en el fondo es un bibliotecario y un corrector y que por el polvo de los libros y las erratas de imprenta se queda miserablemente ciego» Su primera reacción frente a la obra de Nietzsche fue, sin embargo, es cueta. En su diario escribía el 31 de diciembre de 1871: «El nacimiento de la tra gedia de Nietzsche. Ingeniosa disipación». Transcurrido casi un mes, Nietzsche rompió el silencio. El 30 de enero se decide a escribir a Ritschl: «Espero que no le ofenda mi asombro por no haber recibido ni una palabra suya sobre mi último libro, ni tampoco la sinceridad con la que le expreso este asombro. El libro, en efecto, tiene algo de manifiesto y a lo que menos invita es al silencio. Quizá se asombre, venerado maestro, si le digo cuál es la reacción que esperaba de Usted. Pensé que si Usted había de encontrarse alguna vez algo verdaderamente prome tedor en su vida, habría de ser este libro, prometedor para nuestra ciencia de la Antigüedad, lleno de esperanza para el espíritu alemán, aun cuando con él hayan de htindirse un buen número de individuos... No busco nada para mí, lo que espe ro es hacer algo para los demás. Sobre todo, lo que me importa es hacerme con la nueva generación de filólogos, y consideraría una desgracia si fracaso en este empeño. Su silencio, sin embargo, me intranquiliza» Su reacción a la carta de Nietzsche fue también escueta: «Asombrosa carta de Nietzsche. Megalomanía» Lo que había dado pie a Ritschl para esta afirmación fue el que Nietzsche se arrogase esa misión de iluminado para conducir a la nueva juventud de filólogos alemanes. Era una ambición que estaba estrechamente relacionada con su entusias mo y admiración por los ideales wagnerianos de una nueva cultura. «Tú no puedes imaginar — escribe a Rohde sobre su relación con Wagner— lo cerca que estamos ahora y cómo coinciden nuestros planes»**. La alianza con Wagner colmaba sus as piraciones y la oposición a su libro servía de estímulo para urgir la tarea, que se ha bía impuesto. Ritschl fiie el primer sorprendido por el nuevo rumbo que tomaba el pensamiento de su pupilo. De una manera breve y concisa, sin irritación y con in dulgencia, contesta el 14 de febrero a la carta de Nietzsche: «Soy demasiado viejo como para asomarme a orientaciones vitales e intelectuales totalmente nuevas... por naturaleza estoy totalmente dentro de la corriente histórica y de la considera ción histórica de los asuntos humanos... Usted no puede exigir al “alejandrino” y al erudito que condene el conocimiento y vea sólo en el arte la fuerza liberadora, sal vadora y transformadora del m u n d o » N ietzsch e tuvo que darse cuenta que entre él y la vieja generación de filólogos se había abierto un abismo insuperable. Aban donar la ciencia y el conocimiento por el arte significaba para la ciencia filológica abrir el camino al diletantismo. Por eso Ritschl no podía estar de acuerdo en que solamente el arte y la filosofía podían ser los maestros de la humanidad, soslayando la historia y, sobre todo, su rama filológica. Nietzsche, sin embargo, estaba conven cido de que todavía tendrían que pasar algunos decenios antes de que los filólogos GT,pp. 407-408. Carta a Ritschl del 30 de enero de 1872, CO II 262. Carta de Ritschl del 14 de febrero de 1872, KGB II/2, carta 285. '* Carta a Rohde del 28 de enero de 1872, CO I I 260. Carta a Nietzsche del 14 de febrero de 1872, KGB II/2, 541s.
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pudieran comprender el significado y el alcance de un libro como el suyo. No obs-tante, albergaba aún la esperanza de poder legitimar sus nuevas ideas desde la filo.-í logia y probar ante los detractores que sus tesis sobre la tragedia no significaban una lucha abierta contra la historia y la filología. «Al contrario — escribe a Ritschl— : yo, como filólogo, me defiendo: como no me quieren admitir como filólogo,' Rohde me representa a mí, al filólogo»^®. •? í La primera intervención de Rohde en favor de las ideas de Nietzsche, presenta-^ da en forma de breve reseña a la Litterarisches Centralblatt, de la que era colabo^ rador, fue rechazada por el director de la revista von Zamcke. Nietzsche no pueden ocultar su contrariedad al ver frustrado el primer intento de promoción de su obra en una publicación científica, primero porque la reseña le parecía excelente^^ se gundo porque ya desde el primer momento se le comenzaban a cerrar las puertas de los foros científicos. Fue la primera derrota. «Ésta era la última posibilidad —es cribe a von Gersdorff— de que una voz seria se pronunciase por mi libro en un ór-; gano científico; ahora no espero nada, a no ser malignidades o estupideces. Cuento,sin embargo, con un curso lento a través de los siglos [...] Ciertas cosas eternas sé hallan expresadas aquí por primera vez y ello tiene que resonar»^^. Siguiendo el hilo de la primera recensión Rohde retoma las mismas ideas, ampliándolas, y ela-^ bora otra de varias páginas que por fin fue publicada en el «Suplemento Domini-; cal» de una revista no especializada y proclive a los wagnerianos: la Norddeutsche AUgemeine Zeitung. Aquí Rohde evita el discurso propio de un filólogo y lo sustituye por una in condicional adhesión pasional a las tesis del amigo. Más que una recensión pare-ce un «himno» de iniciación o una reproducción alegórica del libro y del éxtasis wagneriano. Nietzsche esperaba otra cosa, algo que ofreciese aquello que más necesitaba, es decir, la legitimación filológica de sus ideas y su obra. No estabade acuerdo con la táctica que le había propuesto Rohde para la defensa de su li bro: «para mi es necesario evitar todo aquello que huela a metafísica y a deduc ción [...] el éxito deseado debería ser que todos aquellos que se dedican a la An tigüedad sientan sobre todo el deber de leerlo»^^ Rohde, por el contrario,: consciente del talante del libro y de su alcance, creyó más oportuno dirigirse no' a los filólogos sino a los espíritus artísticos y metafísicos y, sobre todo, a aquellos que sintonizaban con «las ideas maravillosamente harmoniosas» de Schopenhauer y Wagner. Esos dos espíritus poderosos y libres, capaces de revolucionar la cultura desde una teoría general del arte, irrumpían aquí con toda su magnificen cia. La filosofía de Schopenhauer se confirmaba plenamente a sí misma en este libro, pues ofrecía un fundamento estético a los enigmas de la vida. La música de Wagner, que brotaba desde las profundidades de una comprensión artística del mundo, anunciaba la regeneración del espíritu trágico de los griegos y presagiaba Carta a Ritschl del 12 de agosto de 1972, CO II 250. Carta a Rohde del 4 de febrero de 1872, CO II 266-267. «Tu nota, querido amigo, es una au téntica pieza maestra de reflejo acortado y reducido del original, con la que estoy absolutamente de acuerdo. Incluso estoy extrañado... de cómo has conseguido tan hermosa, original y elegantemente realizar esa difícil tarea, y no sé como agradecerte por ello, a no ser admitiendo con total sinceridad que algo como esa nota no volveré a vivido una segunda vez [...] No te enfades por Zamcke [...], ese loco piensa que lo que a ti te importa es hacerme a mi un favon>. “ Carta a Cari von Gersdorff del 4 de febrero de 1872, CO I I 265. Carta a Rohde, mitad de febrero de 1872, CO II 271-272.
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el renacimiento de una nueva cultura alemana. Rohde enmarcaba de este modo el significado profundo de la obra de Nietzsche y su destino: es una obra «que quie re invitar a todos aquellos que puedan comprender el proyecto cultural más gran de de la época». Las dos recensiones de Rohde, sobre todo la segunda, vienen a ser como pará frasis clarificadoras de El nacimiento de la tragedia. Contribuyen a proporcionar una coherencia orgánica a las tesis teóricas que presenta y revelan lo que realmente es la obra de Nietzsche: una meditación genial y poética sobre la «concepción filo sófica del arte» (la estética) y sobre su destino en el mundo dominado por la cien cia. Frente a la ciencia y la «lógica soberana» Rohde resalta sus límites, en la me dida en que no puede negar ni controlar «la profundidad insondable de ese mundo de las cosas más reales», y se declara partidario de las fuerzas y posibilidades del arte ínsitas en estratos más profundos. A aquella categoría de sabios que se limitan a concentrarse en lo insignificante y efímero, Rohde les invita a que, al menos, «crean que hay muchas cosas maravillosas» que merecen la pena y que escapan al control de la propia ciencia.
2.
WILAMOWITZ Y LA DEFENSA DE LA CIENCIA FILOLOGICA
Pocos días después de la publicación de la reseña laudatoria de Rohde sobre la obra de Nietzsche, se rompió el silencio de la filología más ortodoxa y se desató abiertamente la disputa sobre el origen de la tragedia. ¡Filología del Futuro! Res puesta a El nacimiento de la tragedia de F Nietzsche. Éste era el título del panfleto del joven filólogo Ulrich von Wilamowitz-Mollendorff publicado en Berlín el 1 de Junio de 1872. En el mismo título, ¡Filología del Futuro! (Zukunftsphilologie!), se aprecia ya la mordacidad e ironía del autor con su sarcástica alusión a la Zukunftsmusik, a la «música del futuro» de Wagner, despreciada por la cultura académica y formalista alemana. Tampoco hay que pasar por alto el énfasis que se pone en el grado académico: Wilamowitz es el Doctor en Filología, mientras que Nietzsche, que había obtenido su doctorado de una forma excepcional, se autodefine como «profesor ordinario». Pero, ¿quién era realmente ese «jovenzuelo berlinés», como le suele llamar Nietzsche, que arremete de una manera demoledora e insolente con tra el autor de El nacimiento de la tragedial ¿Qué razones y motivos empujaron a este recién doctorado de veinticuatro años a erigirse en un auténtico paladín de la filología del método histórico-crítico? ¿En qué se basan los argumentos y descali ficaciones que esgrime contra el «traidor» Nietzsche? A primera vista no hay motivos puramente científico-filológicos para explicar ese ataque tan virulento contra Nietzsche. Pero las recientes investigaciones^"^ sobre el trasfondo de la disputa, unidas al propio testimonio de Wilamowitz en sus Me-
Cfr. William Musgrave Calder III: «The Wilamowitz-Nietzsche Struggle: new documents and reappraisal», en Nietzsche-Studien, 12 (1983), pp. 214-254; Jaap Mansfeld; «The WilamowitzNietzsche Struggle: another new document and some ftirther comments», en Nietzsche Studien, 16 (1987), pp. 41-58. Son de especial interés las dos cartas de Wilamowitz, hasta ahora desconocidas, escritas en marzo y abril de 1872 y dirigidas a Cari Ludwig Peter (1808-1893) rector de Pforta, a quien había dedicado su tesis doctoral. Cfr. también. W. M*. Calder III (edt.): Wilamowitz nach 50 Jahren, Darmstadt, 1985.
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morias^^, nos permiten aclarar las motivaciones de una polémica que concitó múl tiples adhesiones y no menos deserciones. En primer lugar, es sorprendente que Wilamowitz someta a crítica todo, o casi todo, el contenido de El nacimiento de la tragedia y que no sea capaz de comprender cuánto pueden la genialidad filosófica y la mirada del arte cuando la ciencia se detiene. No quiere, o se niega a percibir aquello que ha hecho de este libro el comienzo de un movimiento inmensamente productivo y no es capaz de apreciar el sentido de pensamientos que se ocultan tal vez por una exaltada intuición. Ataca el tono del libro, su estilo —^una mezcla de estilo periodístico, predicador, y lleno de imprecisiones— , su lógica y, sobre todo, su falta de formación científica. Presenta a Nietzsche como un filólogo mediocre, ignorante y deshonesto que no conoce a Homero, interpreta mal a Eurípides porque tampoco lo conoce, e ignora a los trágicos. Con una lluvia de citas griegas e imitan do el estilo arcaico de Jakob Grímm, para demostrar su estatus y su buen hacer de filólogo, quiere probar que las tesis del «señor Nietzsche» sobre el sátiro, el sueño; la música y la historia literaria de la Antigüedad griega son la expresión de un char latán ignorante. ¿Por qué Wilamowitz arremetió en nombre de la filología académica contra aquella fuerza prodigiosa que parecía desbordar la cultura alemana no académica? Llama la atención, sobre todo, el hecho de que Wilamowitz admita en algunas de sus“cartas a sus colegas, antes de que se desatase la disputa, una cierta predisposi ción artística en el filólogo y la necesidad de ciertas dosis de intuición, si bien «lo histórico y lo intuitivo son dos procedimientos diferentes; y para justificar algo de un modo científico presupone naturalmente que uno no tenga presuposiciones. Pero lejos de mí — continúa Wilamowitz— negar que sea infructuoso un modo de proceder desde el punto de vista artístico y abstracto»^^. Si para él la intuición pue de proporcionar excelentes resultados, ¿por qué niega esa posibilidad a Nietzsche? Es cierto que desde un punto de vista puramente científico la obra de Nietzsche po día dar pie a algunos malentendidos, pero nada justifica la desproporción del ata que y su ensañamiento destructivo, a no ser que hubiese razones de otro tipo, sobre todo de carácter personal, que expliquen esa manía y desprecio hacia Nietzsche. Y ciertamente las hubo. Wilamowitz y Nietzsche habían estudiado y coincidido en la más prestigiosa escuela alemana de la época: Pforta. Es posible que llegara a sentir una cierta ani madversión hacia Nietzsche por las continuas alabanzas que hacían sus maestros sobre su capacidad. El mismo Wilamowitz nos lo recuerda en sus memorias: «Nietzsche había sido considerado como algo excepcional, incluso insólito, a quien nosotros, algo más jóvenes, mirábamos con veneración. Pero no sin cierta reserva... En aquella época no estaba en condiciones de juzgarlo; Usener lo había elogiado mucho en el seminario, al comienzo todos estábamos orgullosos de ser su compa ñero de escuela»^^. Probablemente esa admiración fue convirtiéndose en rechazo ante las preferencias y atenciones que sus maestros tenían con Nietzsche. Esto pue de explicar muchos de los argumenta ad hominem que utiliza en su panfleto. Como ejemplo, le recuerda a Nietzsche el suspenso que tuvo en matemáticas en su último
¿ ’nwwenwgew, especialmente pp. 128-130. Carta a W. Borman del 4 de diciembre de 1869. Cfr. Calder III, op. cit., p. 231. Erinneningen, p. 129.
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año de Pforta, algo que estrictamente le hubiese impedido graduarse-^ para demos trar la falta de capacidad de Nietzsche en una materia tan importante: nadie puede salir de Pforta siendo un ignorante en las ciencias matemáticas. Más tarde confesa ría: «No comprendo cómo se puede justificar este nepotismo, este inaudito favori tismo hacia un novel»^^. Nietzsche, ciertamente, tuvo en Ritschl a su gran benefactor. Le publicaba sus trabajos en la prestigiosa revista Rheinisches Miiseum, en la que Wilamowitz, tal vez por despecho, se negó siempre a publicar; él le promovió a la cátedra de Basilea cuando apenas contaba veinticinco años, sin haber escrito o publicado una tesis doctoral, como lo había hecho Wilamowitz. Además, se le dispensó del exa men final temático. Todo esto no lo podía soportar la ambición académica de al guien que llegaría a ser princeps philologorum. Tampoco hay que olvidar la fa mosa Philologenkrieg («la guerra de los filólogos») que se desató en 1864-1865 en Bonn entre Ritschl y Otto Jahn, dividiendo al mundo de la filología. Wila mowitz adoraba a Jahn. Su temperamento prusiano le impulsaba con facilidad a mantener lealtades casi heroicas, pero en aquel ambiente académico tomar parti do por uno significaba odiar al otro. Nietzsche se había puesto al lado de Ritschl y poco tiempo después se encontraría con su maestro en Leipzig^^ Para Wi lamowitz esto representaba un oportunismo inmoral y una predisposición a que se pagase su fidelidad con una cátedra y con el doctorado honoris causa por Leipzig. Si a esto unimos la alusión crítica de Nietzsche a Jahn, antiguo alumno de Pforta, en El nacimiento de la tragedia^\ podemos comprender entonces la reacción de Wilamowitz: «Nietzsche había despertado mi desdeño moral, sobre todo por su actitud descarada respecto a Otto Jahn. En particular, me parecía que hubiese insultado a todo lo que había traído conmigo desde Pforta como algo sa grado e intocable. Uno de Pforta no debía violarlo»^^ Por eso recrimina a Nie tzsche en ¡Filología del Futuro!: «¡Qué deshonor hace Usted señor Nietzsche a la madre Pforta!». Estas motivaciones de carácter personal pueden aclarar la forma y el talante de la respuesta visceral del joven Wilamowitz. Sin embargo, tampoco hay que olvidar el clima académico de enfrentamientos en el que se veía inmersa la propia ciencia filológica. Ya en 1833, el mayor exponente de la filología exegética y textual ale mana, G. Hermann (1772-1848), se había enfrentado en una sonada disputa acadé mica (la Eumenidenstreit) al joven colega G. Otfried Müller (1797-1840), que de fendía un nuevo espíritu historicista. más interesado tn el contexto de los fenómenos Cfr. C. P. Janz, op. c it, p. 6 6 ; Reiner Bohley: «Ueber die Landesschule zur Pforte: Materialen aus der Schulzeít Nietzsches», en Nietzsche Studien, 5 (1976), pp. 298-320; Sander L. Gilmann: «Pforta zur Zeit Nietzsches», en Nietzsche Studien, 8 (1979), pp. 398-426. Cfr. M, a f 195. Erínnerungen^ p. 129. Wilamowitz interpreta este hecho como una verdadera deserción, lo cual históricamente no es correcto, pues Nietzsche había decidido marchar a Leipzig antes de que lo hiciese Ritschl, ya que le atraía la vida singular de la ciudad. En sus Memorias escribe Wilamowitz: «Nietzsche había seguido a Ritschl desde Bonn a Leipzig (de aquí el ataque contra Jahn), y gracias a él obtuvo un puesto como profesor en Basilea y el título de doctor honoris causa» (Erinnerungen, p. 129). Aquí Nietzsche se refiere en realidad a un artículo sobre Mozart que Jahn había escrito contra Wagner. Este asunto lo comenta en carta a Rohde del 8 de octubre de 1868. La alusión crítica a Jahn le dolió profundamente, pues hacía poco tiempo que había muerto. Wilamowitz se había quedado profesionalmente sin su más directo benefactor. Erinnenmgen,^. 129
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religiosos y literarios de la antigua Grecia^^ Posteriormente, en 1872, de nuevo se repetía la misma escena: los principios de la escuela historicista enarbolados por las argumentaciones objetivas de Wilamowitz trataban de cerrar el paso a una nueva corriente que partiendo de presupuestos estéticos y románticos se proponía interr pretar el mundo griego antiguo desde las «ideas» y la intuición. Pero en este caso concreto, la pasión y el fanatismo de un joven filólogo como Wilamowitz, que se enorgullecía de «blandir la espada en la aventura de los mirtos»^"*, fueron instrumentalizados por otros para defender los métodos de una ciencia, el riguroso criti cismo textual y el uso responsable de las fuentes, que se veían amenazados por la intuiciones fantásticas de un diletante. Desde la serenidad de su madurez, el propio Wilamowitz confiesa que no ha bía tenido intenciones serias de escribir algo como lo que había escrito: «Fue Ru; dolf Scholl el que me indujo a una prematura aparición en público; por mí sólo no lo hubiera hecho. La aparición de El nacimiento de la tragedia de Nietzsche me puso furioso. En ese estado de ánimo me encontró Scholl, que se inclinaba más bien a la burla, y me animó a escribir una recensión para incluirla en la Góttinger Anzeigen. Me dejé convencer y escribí en Markowitz la Filología del Futuro, casi sin libros. Scholl quedó satisfecho, aunque dijo que no era muy apropiada para los Anzeigen, pero que tenía que ser publicada. Encontré rápidamente un editor y yo mismo pagué la edición, recuperando el dinero por la venta de la segunda par te a la que me indujo la Pseudofilología de Rohde». Un poco más adelante prosi gue: «Mi escrito no tenía que haber sido publicado. La absurda ortografía, a la que me había aferrado siguiendo a Jakob Grimm, tuvo que parecer algo grotes co... Era un muchacho obstinado, completamente inconsciente de su pretensiosa presentación en público» Nietzsche y Rohde tenían entonces razón al pensar que alguien debía de estar de trás de aquel joven filólogo que hacía pocos meses había hecho una visita de cortesía al propio Nietzsche en Naumburg. No podían comprender que una firma irrelevante se hubiera atrevido a lanzarse a la arena de la polémica. Por eso llegaron a hablar de una «conjura berlinesa» e incluso, exageradamente, de una conspiración «judía» Todo parece mucho más sencillo. Rudolf Scholl (1844-1893), por entonces Dozent en En su réplica a Wilamowitz E. Rohde pone de relieve las afinidades de Nietzsche con Miiller y F. Gottlieb Welcker (1784-1868), los cuales defendían tesis no racionalistas sobre la teoría de las divinidades griegas. Wilamowitz enarboló la bandera de la filología más ortodoxa de Hermann, aun que con los años se fue distanciando de éste. Sobre la historia de esta época nos remitimos a la obra de Wilamowitz, Geschichte der Philologie (Leipzig, 1959), en la que curiosamente no se nombra para nada a Nietzsche, lo que demuestra el resentimiento implacable hacia él. Éste era el lema de la Asociación de Filólogos de Bonn. En sus Memorias nos dice que él se guía su démone: «lealmente y con coraje llevaba “la espada en la aventura de los mirtos”, en defen sa de mi ciencia que veía en peligro. Debía soportar las consecuencias de todo ello» (p. 130). Erinnerungen, pp. 129-130. En carta a E. Howald (1 de julio de 1820), publicada por Jaap Mansfeld {op. cit., pp. 52-54) proporciona otros pequeños detalles, como por ejemplo que fue el mismo Scholl el que le sugirió que publicase su escrito como un panfleto. El editor no académico, Bomtraeger, conocido suyo, se lo publicó. De la misma carta se colige que el modelo se lo propor cionó el Ánti-Goeze, 11 panfletos virulentos dirigidos por Lessing en 1778 a J. M. Goeze. Esta ocurrencia irresponsable de von Gersdorff tiene poco fundamento histórico, en opinión de M. Calder III. Es posible que se viera alguna vez a Wilamowitz en los círculos literarios judíos, pero de ahí a decir que se trataba de una venganza de los judíos berlineses... Realmente no dejaba de ser un argumento desafortunado para descalificar al autor del panfleto. El mismo Nietzsche se con tagia de esa atmosfera de desprecio. Dirigiéndose a G. Krug dice: «¿Has leído el Wilamo-Wisch o
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Berlín, tenía también motivos personales para instigar a Wilamowitz contra Nietzsche. Él había sido uno de los candidatos, junto con Nietzsche, para ocupar la plaza de profe sor de filología en Basilea^^. Nietzsche ganó y él perdió. Pero lo que más le irritó fue que Ritschl, del que había sido alumno, no escribiese ni una sola palabra en su favor y se inclinase por un candidato que ni siquiera tenía el doctorado. Sin arriesgar personal mente nada, vio en el brillante y fogoso Wilamowitz un instrumento inmejorable para su peculiar venganza. Esto explica la primera reacción de Nietzsche ante el escrito de Wilamowitz. La tensión generada y las expectativas ante el silencio de sus colegas se tornan ahora en desconcierto por el origen del panfleto. Las primeras noticias sobre su publicación las recibió de su amigo Cari Freiherr von Gersdorff. Nietzsche, cons ternado al conocer quién era el autor, responde: «¡Lástima que se trate precisa mente de Wilamowitz! Sabrás que el otoño pasado me vino a ver como un amigo. Entonces pensé que si é l, dado su talento y su gran entusiasmo, hubiese estado dentro de un ambiente adecuado y bajo una buena influencia, hubiera alcanzado ese grado de altura que realmente mi libro presupone [...] ¿Por qué tenía que ser precisamente Wilamowitz?» El nerviosismo de Nietzsche ante la primera reac ción del mundo académico frente a su obra desapareció al conocer el contenido del escrito. «Ni soy tan ignorante como el autor dice, ni tan falto de amor a la ver dad; la pobre erudición de que hace gala hay que haberla asimilado algo más para poder levantar la voz en tales problemas. Con las más descaradas interpretaciones logra lo que quiere. Además, me ha leído mal, ya que no entiende ni el conjunto ni los detalles. Tiene que ser alguien muy poco maduro. Evidentemente se le ha utilizado, estimulado y aguijoneado: todo respira Berlín»^®. Nietzsche estaba convencido de que todo era una trama para destruirle, y estaba persuadido de que el «desvarío distorsionador» del panfleto y la insolencia de Wila mowitz habían sido posibles por la creencia de que él estaba completamente aislado y de que ningún verdadero filólogo sería capaz de compartir sus ideas y, menos aún, de salir en su defensa. Por eso era necesario actuar con rapidez y refutar filológica mente las objeciones esgrimidas contra su escrito, a fin de paliar el gran influjo que podría tener un escrito «lleno de mentiras y de engaños». El «mozuelo berlinés» ne cesitaba un castigo público como escarmiento a la osadía propia de un escolar incons ciente instigado por sus superiores. «No hay más remedio que sacrificarle — escribe Nietzsche a Rohde—, aun cuando es seguro que el jovenzuelo ha sido seducido [...] En recompensa recibirá una cátedra en cualquier sitio y será feliz... debes considerar al joven crítico como un tipo»^. Pero la «ejecucióm> debía de ser estrictamente «fi lológica» y para ello Nietzsche contaba con su incondicional amigo E. Rohde, un fi lólogo de reconocido prestigio, que asumirá la tarea de probar con argumentos filo(Wüam Ohne Witz) [Wisch, quiere decir «papelote», ohne Witz, «sin espíritu»], jQué chiquillo malo de presunción judaica! {Pero tendrá su lección! Carta del 24 de julio de 1872, CO II 314. Cfr. C. P. Janz: E Nietzsche. 2. Los diez años de Basilea, Alianza Universidad, Madrid, 1981, pp. 50 ss. Carta a Gersdorff del 3 de junio de 1872, CO II 296. En la carta a Rohde del 8 de junio de 1872, CO II 297, hace alusión también a la visita que le hizo Wilamowitz: «Figúrate que el otoño pasado me visitó en Naumburg, en forma respetuosa, y que yo mismo le aconsejé que tomara en se rio un trabajo mío que aparecería en breve. A su manera, no hay duda, ha seguido mi consejo». ” Carta a Rohde del 8 de junio de 1872, CO I I 297. Ibíd., p. 8 .
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lógicos «la clarividencia y la profundidad de visión» de las tesis de su amigo. Parecía la única salida.» «La cosa más inesperada, que producirá terror, es que un filólogoi conocido se atreva a ponerse de mi parte: pensar qué esto no podria ocurrir jamás ha hecho que el jovenzuelo berlinés asumiese un tono tan in s o le n te » E n tre tanto, y, mientras los dos amigos preparan su propia estrategia para responder a las críticas de. Wilamowitz, Richard Wagner, con crédito único e inconmensurable, sale en defensa de la obra de Nietzsche. Al fín y al cabo defender a Nietzsche era como defenderse a sí mismo y al mismo tiempo justificar su propio proyecto.
3.
RICHARD WAGNER CONTRA LA FILOLOGIA
La carta abierta'*^ que Richard Wagner escribió a Nietzsche, por iniciativa pro-, pia y para solidarizarse con el joven amigo, no fue más que un desafío poco inteli gente al estamento académico. Su núcleo principal trata de enfatizar que la ciencia clásica contemporánea desdeña el contacto con la vida literaria y artística del mo-, mentó. El mejor ejemplo, la elaborada parafernalia de cientificismo que epitomiza; el panfleto de Wilamowitz. Por el contrario, Nietzsche es enaltecido no tanto por sus preclaras intuiciones sobre la tragedia griega, sino «por hablamos a nosotros y no a los científicos». El punto de vista de Wagner sobre el aislamiento hermético de la filología clá sica era algo inapelable, pero uno de los efectos de su argumentación suponía inexorablemente dar la razón a Wilamowitz al tratar de distanciar a Nietzsche y a su libro de la comunidad filológica. Todo lo contrario de lo que Nietzsche había pensado para defenderse estratégicamente y para demostrar que él también era un filólogo. Realmente flaco favor le había hecho Wagner al irrumpir con su inter vención en una disputa que quería ser llevada al terreno filológico. Las argumen taciones de Wilamowitz había que refutarlas con sus propias armas y no con la sombra de Wagner, cuya posición contra la filología era algo notorio; además, el maestro de la «música del futuro» estaba ya descalificado de antemano al ser juez y parte. E. Newman, biógrafo de Wagner, ha llegado a decir que «cualquier daño que se hubiera podido hacer a Nietzsche en círculos académicos por el ataque de Wilamowitz tuvo que haber sido un picadura de pulga comparado con el perjuicio que le ocasionó la torpe defensa de Wagner» Parece excesivo, pero no obstante el propio Nietzsche era completamente consciente de que la publicación de su li bro le comprometería a él mismo ante los ojos de sus colegas. Y ahora, al salir en su defensa el propio Wagner, se ponía públicamente de manifiesto que El nacU miento de la tragedia, desde el espíritu de la música había sido la contribución más directa a los ideales de Bayreuth, una meditación y teorización sobre las emociones musicales wagnerianas desde la perspectiva del arte occidental. El '** Carta a Rohde del 18 de junio de 1872, C O I I 300-301. La carta fue publicada por Fritzsch, su fiel editor, en la misma revista en la que Rohde publi có su reseña: la Norddeutsche Allgemeine Zeitung. Está fechada en Bayreuth el 12 de junio, por lo tanto pocos días después de la publicación del panfleto de Wilamowitz. Newman, E., The Life o f Richard Wagner. IV, Cambridge, 1976, p. 369. J. P. Stem al comentar la observación de Newman señala que «él mismo [Nietzsche] anticipó el “daño” desde el principio, y el daño fue después de todo autoinfligido» (Silk, M. S., y Stem, J. R, Nietzsche on Tragedy, Cam bridge University Press, Cambridge, 1990, p. 97).
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propio Nietzsche sabía que «sus palabras tendrían un efecto distinto del que él esperaba, dada la tosquedad de nuestra pandilla de f i l ó l o g o s » S i n embargo, era tan grande la admiración y veneración que sentía por el divino Maestro en esta época que sus pensamientos e ideas eran como centellas desprendidas del astro Wagner. «Si yo considero que tengo razón en la cuestión principal, esto sólo quie re decir que Usted con su arte debe tener razón eternamente. En cada página en contrará que busco únicamente agradecerle por todo lo que me ha dado; tan sólo me queda la duda de si verdaderamente he sentido de manera justa lo que Usted me ha dado»^^. Esa entrega y fidelidad de Nietzsche al que había sido el «gran benefactor» de su vida fue aprovechada por Wagner como un instrumento provi dencial para una legitimación teórica del drama musical que, hasta entonces, le había sido negada por el mundo académico. El encuentro con Nietzsche, profesor de filología clásica, le había abierto la esperanza de fundar sólidamente su arte en el modelo de la Antigüedad griega. «Lo que esperamos de Usted — así termina la carta abierta de Wagner— sólo puede ser tarea de toda una vida, de la vida de un hombre del que tenemos extrema necesidad». La reacción de Nietzsche a la carta de Wagner es un canto de exaltación lírica. Es un día «entre los más luminosos» de su vida porque realmente tiene el profundo sentimiento «de no estar solo y de vivir con maravillosa alegría lo que la más favo rable de las suertes me ha concedido vivir: la pura, inmerecida benevolencia y la fuerte y amorosa protección del más poderoso de todos los espíritus. Usted me da el tiempo de madurar para realizar mi tarea, mejor dicho, arranca Usted mismo con mano benigna de mi camino las malas hierbas hostiles y resistentes. Frente a todo esto yo no soy otra cosa que futuro»'^^. Al margen de ese entusiasmo incondicional, propio de la colectividad wagneríana, que veía en la autoridad del propio Wagner su razón de existir, es difícil pensar que ellos mismos no se dieran cuenta de que la car ta del maestro era un cúmulo de desaciertos, fruto de la más petulante arrogancia. El propio Ritschl, que a pesar de todo seguía sintiendo una especial predilección por Nietzsche, le advierte de lo peligroso que puede ser para su ñitura carrera esta inter vención: «Siento mucho que un hombre tan importante haya opinado sobre cosas de las que él no entiende nada; y lo siento mucho más por Usted debido a que en esta batalla contra el panfleto crítico de Wilamowitz no utilice armas mejores y que con su arrogancia al escribir sobre cosas que están fuera de su competencia, más que a}aidarle probablemente le han hecho daño a Usted. Mi firme opinión es que el úni co camino es una refutación científica del panfleto de Wilamowitz»^’. Y ésa era, ciertamente, la defensa que con tanto esmero había comenzado a preparar Nie tzsche por medio de Rohde.
4.
ERWIN ROHDE CONTRA WILAMOWITZ
Para responder a la invectiva de Wilamowitz, los dos amigos prepararon intensa mente a través de una correspondencia fluida la estrategia a seguir. Es indudable que Carta Carta Carta Carta
a Rohde del 18 de junio de 1872, CO II 300-301. a Wagner del 2 de enero de 1872, CO II 253. a Wagner del 24 de junio de 1872, CO I I 303-304. a Nietzsche del 2 de julio de 1872, KGB, III/4 33, carta 335.
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Rohde, «el ángel vengador de la filología», como lo llama Nietzsche, se dejó llevar, en parte, en la elaboración de su escrito por las sugerencias del admirado amigo. Se gún Nietzsche la respuesta había de ser netamente filológica, pero sin olvidar a los amigos no filólogos; tenía que quedar clara su posición sobre la Antigüedad clásica con profundidad y rigor; el contenido debía hacer referencia a consideraciones gene rales sobre su actividad filológica; y era importante, sobre todo, que el escrito fuese dirigido en forma de misiva a Richard Wagner. ¿Por qué dirigir el escrito a alguien que concitaba las iras de los filólogos? ¿No era realmente una nueva provocación y un desaire a la respetada corporación de los filólogos? Es evidente que Nietzsche no quiere disociar, ni siquiera en su defensa, los ideales wagnerianos y sus tesis sobre la tragedia. «Podrás explicar —escribe a Rohde— más o menos al principio por qué te diriges a Wagner y no, por ejemplo, a un congreso de filólogos, es decir, porque ac tualmente no hay ninguna sede más alta que pueda dar a nuestros estudios sobre la Antigüedad una eficacia ideal. Luego podrás hablar de nuestras experiencias en Bayreuth y de nuestras esperanzas y, de esta forma, justificar nuestros estudios so bre la Antigüedad con ese “ ¡Despertaros! Se está haciendo de día”... Después de una larga introducción general dirigida a Wagner, quizá podías hacer una pausa y, pidiendo disculpas, atenerte a la ejecución [de Wilamowitz]»'^®. No parece, por tanto, que Nietzsche tuviese la intención de atenerse a lo que él había considerado como preferente, es decir, una defensa «netamente filológica», ya que recomienda insis tentemente a Rohde que no abuse del aparato filológico y de las citas, a fin de que sus amigos no filólogos puedan comprender y aprender algo de su escrito. De ante mano, estaba ya poniendo a Rohde ante una incómoda alternativa y una no menos difícil tarea: demostrar frente a los filólogos, es decir, contra sí mismo, que Nietzsche actuaba como un «verdadero» filólogo. El siguiente paso, en este caso de suma importancia, era buscar un órgano ade cuado para publicar la defensa de Rohde. Wilamowitz había utilizado como argu mento para desprestigiar, la anterior recensión de Rohde, el hecho de que se publi case en un suplemento dominical. Por eso había que tratar por todos los medios de que un trabajo filológico, escrito por un filólogo, se publicase en una revista espe cializada. Nietzsche recurre ingenuamente, y sobre todo después de la carta abierta de Wagner, a la benevolencia del viejo Ritschl, buscando una recomendación. «Tengo un favor que pedirle, honorable señor consejero privado —escribe a Ritschl—, con fiándome en ello al afecto que siente por mí. Me gustaría que el escrito de Rohde.!. fuese publicado por Teubner, a fin de que luego se lanzase al gran mercado filoló gico. Es decir, no quiero tener que recurrir de nuevo a un editor musical (como Fritzsch)»'^^ La editorial Teubner de Leipzig, la más prestigiosa en escritos filoló gicos, rechaza la publicación. Parecía algo obvio, pues por una parte un escrito de esas características estaba destinado al fracaso comercial, pero además ¿quién iba a arriesgarse a publicar algo que era ofensivo para la propia filología? El viejo Ritschl podía reconocer imparcialmente el entusiasmo de Nietzsche y sus brillantes intuiciones, pero no podía ponerse a su lado sin traicionar sus principios. Al final, Nietzsche tuvo que recurrir de nuevo a la casa editorial musical de Wagner, siendo consciente de que el alegato en favor de sus tesis perdería todo el peso científico. Lacónicamente y con cierto sentimiento de derrota escribe a Rohde: «Querido amiCarta a Rohde del 18 de junio de 1872, CO II 300-301. Carta a Ritschl del 26 de junio de 1872, CO II 305.
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go, ¿estás de acuerdo, entonces, con que contemos con Fritzsch? Créeme, jno hay tanta prisa con la carta abierta! Tómalo con calma, pero ¡trata a los filólogos con el mayor estilo!»^°. Eso significaba ya una victoria para Wilamowitz, y una nueva de rrota para Nietzsche. Por fin, después de casi cinco meses de la publicación del panfleto de Wila mowitz, aparece el 15 de octubre de 1872 (cumpleaños de Nietzsche) la respuesta de Rohde bajo el título de Pseudofilología y como «Carta abierta de un filólogo a R. Wagner». El título en alemán, Afterphilologie, fue un invento del teólogo Franz Overbeck, amigo de Nietzsche, y éste se lo sugirió a Rohde que lo aceptó a regañadientes por ser demasiado «grisáceo»^^ Al propio Wagner le pareció un título horrible. En alemán, Afterphilologie tiene un sentido equívoco fundado en el doble uso de «After»: como prefijo peyorativo lo encontramos en palabras como Afterdichter, «poe tastro» (Schopenhauer utilizó el término Afterphilosophie para ironizar sobre la filo sofía académica); como sustantivo, der After, significa, «trasero», «ano». Para Nietzsche el título tenía un aire «aristofanesco» y era adecuado tanto para calificar la «falsa» filología como para replicar al texto griego que encabeza el panfleto de Wilamowitz^^. Que Rohde no estaba satisfecho con su trabajo y que tuvo no pocos remordimien tos por la tarea que le había sido encomendada por su amigo es algo que hoy podemos apreciar más claramente^^ El mismo Wilamowitz detecta esa incomodidad: «debo reconocer que no ha tenido que ser fácil para el señor E. R. el sacrificium intellectus que le exigía la nueva religión. Se aprecia claramente que él suspira bajo la constric ción de tener que encontrar que todo en su amigo es verdadero y bello»^. ¿Sacrifica Carta a Rohde del 7 de julio de 1872, CO I I 306-307. Estas palabras derrotistas de Nietzsche pueden explicar por qué se dejaron pasar casi cinco meses hasta que Rohde publicó su escrito. Nietzsche le había ya propuesto el título en su carta del 16 de julio de 1872, CO II 308s.: «He aquí el título, querido amigo, un hallazgo de mi coinquilino profesor Overbeck que ha sido acogido con júbilo y gritos de risa: “La pseudofilología del Dr. U. v. Wilamowitz-Mollendorff. Carta abierta de un filólogo a Richard Wagner”. Tu nombre lo pondrás al final de la carta, sólo al fin a l (completo y con todos los honores). En la conclusión puedes darte el gusto de apostrofar alguna vez a Wilamowitz como “pseudofilólogo” . Para nosotros él es el representante de una “falsa” filología, y con tu escrito debes tratar de convencer de ello también a los otros filólo gos». Ante las reticencias de Rohde sobre el título, Nietzsche le tranquiliza en la carta del 2 de agosto de 1872, CO II 324: «El problema del título lo hemos discutido largamente entre Over beck, Romundt y yo, convenciéndonos de su total inocencia. Existen formas populares como “pseudoarte”, etc. Te ruego, para prevenir, que des en la primera página una breve definición y delimitación de la palabra Afterphilologie; de esta manera tranquilizaremos a las conciencias delicadas». ” Wilamowitz había escrito su tesis doctoral sobre la Comedia Antigua y para introducir su ¡Fi lología del Futuro! trae a la memoria un ñ^gmento de Aristófanes (frg. 180 Dindorf). La edición crítica de Colli-M ontinari de la correspondencia entre Nietzsche-Rohde, li bre de la censura de la hermana de Nietzsche, Elisabeth Foster-Nietzsche, nos permite hoy conocer mejor el trasfondo de la polémica. Otra fuente de gran interés es la correspondencia Rohde-Otto Ribbeck cedida por la nieta de Rohde Hedwig Dáuble-Rohde. Cfr. Hedwig, «Nie tzsche und Erwin Rohde», en Nietzsche-Studien, 5 (1976), pp. 321-353. William M. Calder III, op. cit., ha publicado tres de esas cartas en las que Rohde reconoce el error que ha co metido profesionalmente. ^ ¡Filología delfuturo!^ p. 953. Un poco más adelante, Wilamowitz vaticina que no tardarán en «tirarse de los pelos» los dos filólogos del futuro. En realidad casi toda la segunda parte de ¡Filolo gía del Futuro! trata de poner en evidencia que los argumentos filológicos de Rohde poco tienen que ver con la defensa de su amigo.
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realmente Rohde su libertad científica en aras de su amistad con Nietzsche y de su fidelidad al espíritu wagneriano? ¿No parece defender una causa que él en su fuero interno no aprobaba? Es significativo que Nietzsche tarde en recibir el escrito de Rohde y que lo reciba sin ninguna misiva especial. Es bastante sintomático que firme su es crito casi de una forma anónima con las iniciales E. R., en contra de lo que le había recomendado el propio Nietzsche. Un testimonio revelador, que nos descubre los sen timientos ocultos de Rohde ante aquel conflicto personal, es la correspondencia con Otto Ribbeck, su maestro en Kiel. En carta del 5-11-72 le comenta la reciente publi cación de su escrito: «¿Qué voy a decir sobre eso? Yo no he acometido verdaderamen te esta empresa coeur léger^\ sino que sabía y sé que el único éxito que vamos a conseguir tanto yo como Nietzsche es entrar en el libro negro donde se encuentran los nombres de los locos desesperados que se quieren dejar ilustrar por la extraordi naria “época actual”. [..;] Sin exagerar, el único predicado que se le puede atribuir a tal empresa es el de locura. Sé perfectamente que el peor obstáculo que podría poner un enemigo mío en mi carrera es el haber tomado partido por Nietzsche [...] Te ase guro que no podía hacer decididamente otra cosa»^^ Rohde sacrificaba el ñituro de su carrera profesional por amistad; no podía permanecer callado mientras su amigo, al que quería profundamente, era tratado como un «criminal»*por sus colegas. Había escrito precisamente por eso la Pseudofllología, para defender aquellas razones ínti mas por las que su amigo había escrito aquel libro, pero sabía que había ido demasia do lejos en una polémica que no podía beneficiarle ni a él ni a Nietzsche, como real mente así fue. El mismo Nietzsche también era consciente de ese «sacrificio» que le había exi gido al amigo y de que su generosa entrega le haría caer en un auténtico «nido de ví boras». Nietzsche confiesa que Rohde se había resistido hasta al final, y que es posi ble que sólo el ejemplo de Wagner le hubiese impulsado a hacer lo que hizo^^ «Lo que tú has hecho por mí no puedo expresarlo con palabras; ni yo mismo hubiera sido capaz de hacer algo semejante; pero sé bien que no hay otra persona de la que pudie ra esperar tal prueba de amistad... Cada vez me doy más cuenta aposteriori de lo re pulsivo y desagradable del ataque, pues siento lo que tú has tenido que sufrir con ello»^^. Pero esa prueba de amistad es todavía más sublime porque lo que ha hecho por él es como si lo hubiese hecho por Wagner, porque «tu escrito proporciona un giro decisivo en la posición de Wagner respecto a los ambientes académicos alema nes». A los ojos de Nietzsche su respuesta había proporcionado no sólo una demos tración de solidaridad por la causa, sino una reivindicación del argumento del libro. Pero lo que le agrada sobremanera es «el tono fundamental, profundo y clamoroso como luia poderosa cascada, que consagra a toda polémica y le da un aire de grande za, ese tono de base en el que resuenan como en xm acorde amor, confianza, valor, fuerza, dolor, victoria y esperanza»^®. Eso era todo, pues Nietzsche se resignaba ya al hecho de que la ortodoxia filológica no iba a ser movida por el escrito de Rohde ni podía «colmar este abismo desmesurado» entre dos formas distintas de mirar la AnCfr. William M. Calder III, op. cit., pp. 242 ss. Carta a Wagner, mediados de noviembre de 1872, CO II 358-360: «Cuánto tiene que haber sufrido el pobre amigo [...] Se ha resistido hasta el final, pero Su ejemplo, amado Maestro, puede haberle dado la fuerza y la valentía para hacerlo». Carta a Rohde del 25 de octubre de 1872, CO II 344-346. ^8 Ibíd. Carta a Malwida von Meysenbug del 7 de noviembre de 1872, CO II 351-353.
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tigüedad, la de la ciencia y la del arte. De hecho, uno de sus buenos amigos, Hermann Usener, un eminente especialista en religión y literatura griegas, decía a sus estudian tes que su libro «no contiene más que cosas absurdas que no sirven para nada; alguien que haya escrito cosas así ha muerto para la ciencia»
5.
EL DIA DESPUES. CONSECUENCIAS DE LA POLEMICA
El broche final en esta dura y aciaga polémica lo puso Wilamowitz. El escrito de Rohde no dejaba lugar a dudas de que Wilamowitz se encontraba frente a un es pecialista del mundo antiguo que en nombre de la ciencia filológica podía rebatir sus argumentos con una indiscutible seriedad metódica. Bajo el título ¡Filología del futuro! Segunda parte publica Wilamowitz en febrero de 1873, desde Italia, su se gundo panfleto con un lenguaje más moderado y menos estridente, a pesar de que esta vez era él mismo el que estaba en el ojo del huracán de la polémica. Aunque en esta ocasión admite tácitamente algunos errores puntuales, para él la defensa de Rohde seguía siendo un instrumento débil, por la simple razón de que no dice lo que piensa y pone por encima de la verdad la amistad incondicional hacia su amigo, constriñendo de esta forma su propia libertad científica. Por eso la fuerza de su ar gumentación va dirigida aquí a demostrar que, en el fondo, él y Rohde están de acuerdo en puntos esenciales que revelan la falta de consistencia de las tesis de Nietzsche. Con este escrito se cierra la disputa. Wilamowitz, una vez más, consagra su fide lidad a la ciencia y a la causa de la verdad, que es lo que realmente «llena su vida», y deja que los dos amigos obstinados sigan adorando la imagen divina de Richard Wagner. La reacción de Nietzsche esta vez fue lacónica y frívola: «He leído la segunda producción de Wilamowitz —escribe a Rohde— . La encuentro muy divertida y se refuta completamente por sí misma» No añade ni una palabra más, salvo algunas recomendaciones a sus amigos más íntimos para que no leyesen este segundo escrito de Wilamowitz. En realidad, ya no eran necesarias más palabras. Aquella intensa y frenética disputa había marcado para siempre a aquellos tres jóvenes y apasionados filólogos, que tuvieron que soportar a lo largo de su vida como una lacra el fanatismo juvenil de sus ideas todavía inmaduras. A Wilamowitz no se le perdonaría jamás aquella heroica e insensata actitud frente a la obra de Nietzsche, algo, por otra parte, que no le habría de proporcionar «ni gloria, ni provecho, ni satisfacción» Rohde, al que reconocía como extraor dinario filólogo, no volvió nunca más a hablarle. Tuvo que marchar a Italia para escapar de la furia que se desencadenó a sus espaldas. Él mismo reconoce en sus Memorias que ni siquiera esto sirvió para que cesase su hostigamiento y tuvo que «cargar con las consecuencias». No obstante, al final de su vida, reconocía haber Ibíd Carta a Rohde del 22 de marzo de 1973, CO II 394-397. Un ejemplo de la difamación a la que fue sometido Wilamowitz lo encontramos en la obra de Hans Blüher {U, von Wilamowitz m d der deiitsche Geist 1871-1915, Berlín, 1916, pp. 30-31), en la que se le acusa de «homosexualidad». Citado por M. Calder III, op. cit., p. 215. «No me arrepiento de haber consagrado y llevado a cabo una polémica, que verdaderamente no podría proporcionarme ni gloría, ni provecho, ni satisfacción». Cfr. ¡Filología del Futuro! Segun da parte.
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cometido un error en su apreciación sobre Nietzsche: se había enfrentado a El na cimiento de la tragedia como si se tratase de la obra de un científico, cuando en realidad era solamente la obra de un poeta, «de un profeta de una religión irreligio sa y de una filosofía no filosófica. Su propio demón lo justificaba: tenía la fuerza y el espíritu necesarios. El futuro dirá si la autodivinización y las blasfemias contra el socratismo y el cristianismo le darán la victoria» Pero a los profetas hay que creerlos, mientras que los científicos han de demostrar con pruebas aquello que di cen. Por eso, había invitado entonces a Nietzsche a que dejase consecuentemente la cátedra, pues el que renuncia a la ciencia no tiene derecho a seguir ostentando la condición de científico. Después de casi sesenta años, seguía creyendo que aquella disputa había sido un eslabón más de su defensa a ultranza de una ciencia filológi ca pura. Como testimonio quedaban los cerca de ochocientos escritos del más pres tigioso helenista de la época, que ejercieron un gran influjo entre los especialistas en filología clásica y transformaron la filología alemana. Sin embargo, a lo largo de toda su vida el pdiiceps filologorum parece que nunca pudo olvidar aquella pri mera aparición en público. Pocos días después de su muerte su hija encontró en la biblioteca paterna una pequeña caja. Contenía varias cartas de su madre, poesías escritas para él por sus hijos cuando eran pequeños y un ejemplar de su ¡Filología del futuro Rohde, por su parte,’ había sabido desde el principio que su alianza con Nietzsche y con Wagner sería un grave obstáculo para el desarrollo de su carrera como filólogo. Wilamowitz le había sentenciado públicamente ante sus colegas como un «traidor de su profesión» y esa recriminación había calado en las autoridades académicas. De hecho, entre 1873 y 1875 fue siempre pasado por alto en las listas para ocupar una cátedra de filología antigua en las universidades alemanas. Sólo en 1876, después de la conclusión de su primera gran obra, Der griechische Román iind seine Vorláufen, obtuvo un puesto en la Universidad de Jena, pequeña universidad de provincias Lo cierto es que Rohde nunca-olvidaría a Wilamowitz, sobre todo por el daño que injus tamente había causado al amigo y por haber provocado, en parte, que Nietzsche aban donase su dedicación a los estudios de la Antigüedad. Hedwig Dáuble publicó hace* unos años una carta inédita dirigida por Rohde a Elisabeth Forster-Nietzsche en 1894, cuando estaba preparando la biografía de su hermano, en la que se puede apreciar to davía un cierto resentimiento: «Le ruego encarecidamente que si me menciona en la biografía lo haga al menos de la forma más vaga posible. Soy muy sensible a cual quier tipo de publicidad que ataña a mi persona» En cuanto a sus relaciones con Nietzsche, la disputa marcó el comienzo de un paulatino distanciamiento. A partir de 1876 Rohde evitó cualquier encuentro con Nietzsche, tan sólo se volvieron a ver una vez en 1886 en Leipzig. Es posible que las causas haya que buscarlas en la creciente radicalización de las tesis de Nietzsche y en la incapacidad de Rohde de ayudarle; sin embargo, siempre pervivió latente aquella amistad exultante de su juventud. Pocos días antes de su derrumbamiento total, Nietzsche había dejado una nota incompleta dirigida a Rohde (la llamada «íVahnsinnszettel», «las notas de la locura») en la que se ^ Erínnerungen, p. 130. información obtenida por William M, Calder III de Dorthea Freifirau Hiller von Gaertringen. Cfr. op. cit., p. 253. Cfr. Dáuble, H., op. cit., p. 330. íbíd., p. 350.
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decía: «me atrevo a colocarte a ti entre los dioses y junto a ti a la diosa más querida [...] [firma] Dioniso»®®. Los efectos de la polémica no tardaron en dejarse notar en la propia actividad de Nietzsche. Al comenzar el semestre de invierno Nietzsche pudo comprobar que no tenía ni un estudiante: «¡Nuestros filólogos han desaparecido!... El hecho es fácil de explicar. De repente he llegado a tener tan mala fama entre mis colegas que nuestra pequeña universidad está sufriendo las consecuencias» Sin embargo, su dedicación a los temas filológicos y a la Antigüedad griega continuó irnos años más, conservan do todavía una cierta reputación como filólogo, a pesar de la sentencia de Wilamowitz y de la incomprensión de sus detractores. Nietzsche siguió buscando su pro pia identidad filosófica, pero el camino que conducía a la afirmación de esta identidad, pasaba necesariamente por desembarazarse de quienes habían sido sus mentores: las ideas de Schopenhauer y el ideal wagneriano. Era un camino duro y solitario, de rup turas e incomprensiones, un camino que el propio Nietzsche había asumido inexora blemente como un destino. En El nacimiento de la tragedia y en su posterior polémi ca había comenzado ya a experimentar lo que sería la alegoría profética de su propia aventura intelectual. En junio de 1879 deja la cátedra de filología, en parte por su enfermedad, y en parte por la falta de apoyo que recibió de sus colegas. Wilamowitz trató de interpretar esa renuncia como la aceptación de la invitación que le había hecho en su ¡Filología del Futuro!. De todas las maneras era el final de un proceso en el que había fracasado la posibilidad de unir la filología con la filosofía, el arte con la ciencia. Ya en 1875, un conjunto de sentencias no publicado, Nosotros los filólogos, había marcado el fin de su dedicación activa al helenismo y, al mismo tiempo, constituía su respuesta a los ataques de Wilamowitz: «la imitación [de la Antigüedad] no puede crear nada. Es so lamente como creadores como nosotros seremos capaces de asimilar algo de los grie gos». Años más tarde volvería de nuevo a enfrentarse de una forma crítica con la obra que había marcado su propio destino. A la tercera edición de El nacimiento de la tra gedia (1886) le añade un Ensayo de autocrítica, una reflexión y reinterpretación de su primera experiencia desde la perspectiva de su pensamiento maduro. «¡Qué tipo de libro imposible tenía que resultar de una tarea tan contraria a la juventud! Construido todo él con vivencias propias, prematuras y demasiado verdes, que estaban todas ro zando el umbral de lo comunicable» Era una obra cargada de romanticismo wag neriano y sin un «lenguaje propio» capaz de expresar sus intuiciones, «lo considero mal escrito, pesado, molesto, repleto de imágenes que exasperan y confunden, senti mental, acá y allá azucarado hasta lo femenino, desigual en el tempo [ritmo], sin vo luntad de limpieza lógica, muy convencido y por ello dispensándose de dar demostraciones» El que hablaba entonces era una memoria rebosante de secretos y de preguntas, «una voz extraña, el discípulo de un “dios desconocido” todavía, que por el momento se escondía bajo la capucha del docto». Y se lamenta de que lo que tenía que decir entonces no se hubiera atrevido a decirlo como poeta. «Esa “alma nue va” habría debido cantar». Esto era lo que Nietzsche rechazaba en 1886, y al recha-*
*** Ibíd., p. 340. Carta a Rohde del 4 de enero de 1889, KGB 1II/5, carta 1250. Carta a Wagner de mediados de noviembre de 1872, C O I I 358-360. ^0 GT, Ensayo de Autocrítica, sec. 2. Ibíd, sec. 3.
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zarlo, tácitamente aceptaba algunas de las críticas que Wilamowitz dirigió contra él años atrás. Tampoco se olvida Nietzsche de recordar de una forma simbólica y cáustica, por boca de su Zaratustra, la polémica sobre el origen de la tragedia. Al sarcasmo de Wi lamowitz añadió el suyo propio contra la filología y sus colegas de profesión en el capítulo «De los doctos»: «Mientras yo yacía dormido en el suelo una oveja [se refie re a Wilamowitz] vino a pacer de la corona de hiedra de mi cabeza —^pació y dijo: “Zaratustra ha dejado de ser un docto”. Así dijo, y se marchó hinchada y orgullosa»^. A continuación describe con metáforas hirientes y apasionadas la idiosincrasia pecu liar de aquellos que se opusieron a sus ideas y al aire fresco que pretendían insuflar en esa ciencia monolítica: «Son buenos relojes; ¡con tal de que se tenga cuidado de darles cuerda a tiempo!
[...] Si se les toca con las manos, levantan, sin quererlo, polvo a su alrededor, como sacos de harina... Son hábiles, tienen dedos expertos ¡qué quiere mi sencillez en medio de su compli cación!... Se miran unos a otros los dedos y no se fían del mejor... Siempre les he visto preparar veneno con cautela; y siempre, al hacerlo, se cubrían los dedos con guantes de cristal. También saben jugar con dados falsos... Somos recíprocamente extraños, y sus virtudes repugnan a mi gusto m ás aún que sus falsedades y sus dados engañosos»
Termina Nietzsche recordando por qué arremetieron contra él y cuál fue final mente su respuesta: «Y cuando yo habitaba entre ellos habitaba por encima de ellos. Por esto se enojaron conmigo. No quieren siquiera oír decir que alguien caminó por encima de sus cabezas; y por ello colocaron leños y tierra e inmundicias entre mí y sus cabezas. Así amortiguaron el sonido de mis pasos: y, hasta hoy, quienes peor me han oído han sido los más doctos de todos [...] Pues ésta es la verdad: he salido de la casa de los doctos: y además he dado un portazo a mis espaldas».
Observaciones sobre la traducción Para la traducción de los textos originales, cuya procedencia figura al comienzo de cada uno de los escritos, he tenido en cuenta la edición en alemán de Kalfried Griinder, Der Streit um Nietzsches Geburt der Tragodie, Olms, Hildesheim, 1969, así como la edición italiana de Franco Serpa, La polémica sulVarte trágica, Florencia, Sansoni, 1972. Para facilitar la lectura del texto, sobre todo en aquellos pasajes en los que se hace gala de una gran erudición, he introducido notas explicativas (N. del t.) a pie de página. Como norma, he traducido también las numerosas citas en griego que se entretejen dentro del mismo texto. En cuanto a la transcripción de los nombres griegos sigo las recomendaciones de Manuel Fernández Galiano en su obra, Transpo Za II, «De los doctos».
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sición de los nombres griegos, Sociedad de Estudios Clásicos, Madrid, 1969. Para las referencias mitológicas hemos tenido en cuenta el Diccionario de la mitología clási ca de C. Falcón Martínez, E. Fernández Galiano y R. López Meler, Alianza, Madrid, 1980. Por lo que se refiere a las citas de El nacimiento de la tragedia de Nietzsche hacen referencia a la traducción de Joan B. Llinares, que se incluye en este volu men.
L u is E n r iq u e
de
S a n t ia g o G uervós
ERWIN ROHDE RESEÑA PARA L A «LITTERARISCHE CENTRALBLATT» EDITADA POR V O N ZARNCKE Friedrich Nietzsche (profesor ordinario de Filología Clásica en la Universidad de Basilea), El nacimiento de la tragedia desde el espíritu de la música, Leipzig, 1872, E. W.Fritzsch (IV, 143 S.gi:8) K El objetivo principal de este libro viene expresado de una manera clara y determi nante en su propio título. Aquí se abre un nuevo camino para comprender el misterio estético más profundo: las maravillosas creaciones del arte trágico que, hasta hoy consideradas como formaciones preparadas en cierto modo desde fuera y permane ciendo rígidamente impenetrables en los innumerables intentos triviales y tristes de interpretación, serán aquí iluminadas para que se comprendan de dentro afuera; lle garemos a saber lo que fueron en su verdadera esencia, considerando cómo llegaron a ser lo que fueron. El método de la investigación es, por consiguiente, histórico, el de aquella auténtica historia del arte que, en vez de entretenerse como en un juego infantil de nueces vacías con las lánguidas noticias de la crónica y la poética, sabe extraer con devota profundidad de la obra de arte la última solución del enigma. Sólo este género superior de análisis histórico prueba su afinidad con el arte en la medida en que sus conocimientos proporcionan también una enseñanza generalmente válida sobre la esencia eterna del querer y el poder humanos. Y así, se podrá esperar que se capte la intención del autor, si la naturaleza de la capacidad humana de poetizar, re presentada y reconocida por él ante todo en el desarrollo histórico del genio artístico griego, se expresa en una forma generalizada del siguiente modo. El hombre, colocado en un mundo de tormentos y movido por la corriente ince sante del doloroso deseo, sería presa desvalida de padecimientos eternos, tanto más desvalida cuanto más profundamente sienta dolor y compasión en el alma humana mente débil, y cuanto más decididamente rechace honradamente con sus sofismas la condición caduca de este mundo. Pero en su interior él tiene a disposición una fuerza ' El título original alemán es: Anzeige Jur das Litterarische Centralblatt hrsg. von Zamke. La reseña de Rohde, escrita en forma de comunicación, fue rechazada por el editor von Zamke. Se pu blicó por primera vez en la edición de K. Schiechta: F Nietzsche, Historisch-Kritische Gesamtausgabe, Werke und Briefe (Beck, Múnich,1938-1942), en el vol. III de las Briefe, pp. 451-456. [883]'
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salvadora, esa fuerza maravillosa que, desde el confuso material de las sensaciones sensibles, le constriñe a producir como por encanto una serie de imágenes que están fuera de él y que se desarrollan continuamente en el espacio y en el tiempo según la ley de la causalidad. Al contemplar esas imágenes, él se siente inmediatamente dicho so, o más bien se siente arrebatado hacia aquel ámbito en el que dicha y desgracia son las estrellas guía. Estas consoladoras imágenes le acompañan por todas partes, él las reproduce en sueños, y completamente satisfecho de su magnificencia se siente esti mulado y capacitado para conjurar en la compacta evidencia del epos las imágenes de este mundo maravilloso de la apariencia. La obra de arte épica ejerce en sumo grado ese poder, capaz de liberarse de la violencia de la voluntad que todo lo mueve: noso tros vemos pasar ante nosotros en largas series de imágenes todo lo agradable y terri ble de este mundo, pero no sentimos ni alegría ni terror, ni apetencias ni temor; mira mos con ojos abiertos las figuras que se mueven noblemente, y no codiciamos nada más. Pero en el momento en que el hombre se pierde completamente en esa íntima con templación de las ricas imágenes de la vida individual, cae sobre él repentinamente, mientras contempla absorto, una fulminante iluminación de unas características inu sitadas. Si hasta ahora se sentía a sí mismo seguro en posesión de lo más real de todode ese mundo seguro de la realidad, he aquí que todo esto se desvanece como una cortina de niebla, la ilusión de la individuación le abandona y es arrojado a las tinie blas purpúreas de lo profundo, donde el Uno agita eternamente la corriente de la vida, cuya superficie resplandeciente, con el movimiento continuo creciente y decreciente de las olas, fue antes para él lo real y lo existente. Ahora, él advierte horrorizado, que todos los millones de olas son la nada, la eterna inexistencia, y un horrible espanto le conmueve a causa de este conocimiento sobrehumano. Sin embargo, penetra capri chosamente en él un ardiente entusiasmo: entonces él se siente, como el Prometeo desencadenado, libre de todos los lazos paralizadores de su limitada individualidad, y se mueve con una libertad vehemente y sin límites, impelido en la tempestad de una violencia nunca sentida de la alegría y del dolor. Y entonces, esta portentosa excita ción, que se incrementa terriblemente, abre un camino hacia el exterior; todo júbilo, toda aflicción del universo encuentra en su intimidad una voz que se derrama en me lodías de una tremenda sublimidad. Ahora la música fluctúa como una fuerza ele mental desencadenada — un mar de fuego nos envuelve ¡Y qué fuego! ¿Es amor? ¿Es odio lo que nos envuelve ardientemente alternando prodigiosamente con el dolor y la alegría? Este exceso de fuego amenaza con destruir al individuo como en una conflagra ción universal; es entonces cuando se manifiesta la suprema fuerza creadora y salva dora del arte. De la misma manera que en la música del artista se expresa comparati vamente la esencia más profunda del mundo en una prodigiosa universalidad, así también brilla ahora desde el mar agitado de la música una segunda imagen metafó rica, que en un proceso de la vida humana individual repite, como si fuese un rejuve necimiento infinito, la irresistible grandeza de la música, y la hace tolerable al enten dimiento humano. En medio del tremendo conflicto la música da a luz al mito, imagen metafórica de las fuerzas omnipotentes del mundo. Nunca se ha conseguido plasmar en conceptos abstractos la acción de aquellas energías, por medio de las cuales el po der supremo sin tiempo ni espacio luchaba por manifestarse fenoménicamente en la
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obra del artista; por primera vez llegaba a ser reconocible en la forma del tiempo, y desde la música hace que emerja su imagen metafórica en el tiempo y en el espacio. Quien fuese capaz de esto, tendría resuelto también el enigma del mundo. Pero de la existencia de esta capacidad demoníaca nos da una certeza ardiente la más alta obra de arte, cuando está ante nosotros como tragedia mítica nacida de la música. El fenómeno artístico brevemente descrito aquí, lo ha presentado el autor, como hemos dicho, no como una experiencia directa, sino que lo ha deducido históricamen te a partir de la evolución de la capacidad artística de los griegos. Los mismos griegos habían separado muy bien los dos diferentes impulsos artísticos, el de la contempla ción épica y el de la interioridad dramática, sintiéndose excitados hacia el primero por el amigo de la belleza, Febo Apolo, hacia el segundo por el dios de las fuerzas naturales más violentas, Dioniso. En el epos homérico se aprecia espléndidamente el impulso apolíneo, posteriormente un entusiasmo dionisíaco poderosamente desbor dante sacudió profúndamente a toda Grecia: en la música dionisíaca expresó artísti camente su vida ardiente, en la poesía lírica reflejó como en imágenes particulares de la situación la esencia de la música, muy por encima de cualquier pasión individual, y, finalmente, en la tragedia, mediante el mito nacido de la música, pudo presentar al entendimiento adivinador en imágenes simbólicas con figuras corpóreas el significa do más profundo de la vida y de la música: — esta reseña quisiera invitar a los lecto res a que comprueben todo lo que el autor nos presenta en una exposición clara y profunda y, al mismo tiempo, convincente. Al filólogo y al estudioso de la estética debe interesar en igual medida ver aquí resueltos, mediante la unión feliz de puntos de vista históricos y estéticos, problemas tan sorprendentes como: el nacimiento de la tragedia a partir de las danzas del coro dionisíaco; la conexión, puesta de relieve fre cuentemente, de elementos líricos y épicos en la tragedia; la insondable profundidad del significado, advertida por cualquier lector, de la acción de la tragedia que, sin em bargo, es tan clara. Si hasta hoy, por regla general, siguiendo las huellas de un llama do «pensamiento fundamental», han degradado la tragedia a una colosal fábula esó pica, aquí la inteligencia justifica, con una profundidad y fuerza bien diferentes, aquello que dio a tales intentos al menos el justo estímulo. Pero el autor, partiendo de la consideración histórica de la Antigüedad lejana, avanza a través de la distancia del tiempo hasta nuestro presente. Él describe la muerte de la tragedia griega después de un período breve de florecimiento. Su fuerza artística, que había podido hablar en imágenes míticas de los últimos se cretos del orden cósmico, se disipó ante el afán de llegar a un conocimiento cien tífico, directamente conceptual, de ese orden cósmico, en toda su extensión y profundidad; im afán que con el poder demoníaco del instinto se impuso en pri mer lugar en Sócrates, y después tuvo ocupadas a todas las fuerzas del largo oto ño e invierno de la cultura helénica. Cuando después, en la época del renacimien to de una educación más libre, Europa dirige nuevamente su mirada hacia los únicos maestros dignos, los griegos, se volvió a unir directamente al impulso socrático-alejandrino de la explicación del mundo y, por eso, desde entonces nuestros mejores esfuerzos se enraízan precisamente en un alejandrinismo enormemente po tenciado. Sin embargo, el autor nos expone ahora, cómo esta tendencia, en sí no ble, y como la única dominante, ha sofocado las más profundas capacidades de la energía humana; cómo nos constriñe ella a su alrededor con representaciones ilu sorias, como si pudiese medir todos los abismos con la cadena de la lógica; y cómo, finalmente, dominando a toda nuestra cultura, ha transformado el optimis
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mo teórico heredado de Sócrates en eudemonismo práctico, el cual, convirtién dose en una exigencia estridente, amenaza progresivamente con desencadenar contra esta cultura corrompida todo un infierno de potencias destructivas. Aquí, sin embargo, le alienta una consoladora esperanza: que nosotros, superando el alejandrismo, finalmente aprendamos todavía de los griegos lo más alto, evo quemos nuevamente el arte dionisíaco-apolíneo de la tragedia y de este modo podamos inaugurar una nueva cultura prometedora. Sin embargo, parece haber sido reservada a nuestro pueblo alemán, que se despierta ahora de un largo sueño, esta grandiosa evolución hacia una cultura que corresponda dignamente a sus más íntimas posibilidades; de hecho, aquella presunta omnipotencia del conoci miento lógico ha sido victoriosamente rechazada con el criticismo kantiano en su ámbito de poder limitado al fenómeno, y a partir de este acto supremo de autoconocimiento científico ha surgido ya una vez un florecimiento, dolorosamente bre-^ ve, de las aspiraciones más nobles hacia una cultura verdaderamente artística. Pero todavía más prometedor, aunque no se puede explicar con nuestra cultura actual, es el fenómeno de cómo irrumpen en el estruendo de esta época salvaje mente excitada, semejante a una revelación de otro mundo, los potentes sonidos de la música alemana. Pero entonces, ¿no debería tener este arte tan inherente a nosotros la fuerza de forjarnos armónicamente una cultura más propia, lo mismo que a los latinos les proporcionó una cultura a su medida su forma de desarrollo artístico? De esta profunda formación podría entonces brotar como una espléndi da floración la obra de arte más excelsa, la tragedia nacida de la música alemana. No obstante, ya puede probar los encantos supremos de ese nobilísimo arte aquel que, como el autor, con una entrega igualmente devota, es capaz de asumir las creaciones artísticas del gran maestro al que se dedica este escrito, como a un es píritu afín, Richard Wagner. El autor comparte con su amigo sus más íntimas y puras convicciones, pero sobre todo la concepción fundamental de la música como una Idea (platónica) del mundo, concepción que Richard Wagner sostiene en el escrito conmemorativo sobre Beethoven — que está bien lejos de haber en contrado la gratitud que se debe a una autorrevelación semejante del arte más misterioso por boca de una artista genial — y que se une, confirmándola, a esa interpretación extraordinariamente satisfactoria de la música que Arthur Schopenhaiier ha recabado desde lo profundo de su concepción del mundo. El autor se declara por todas partes fielmente partidario de estos dos maestros, Wagner y Schopenhauer: de este modo, se puede esperar de este libro la eficacia más genuina en aquellos lectores que, conmovidos por la austera veracidad de Scho penhauer, no pueden encontrar ni siquiera un momento de satisfacción y aliento en ninguna teoría del placer. Para aquellos que se encuentran verdaderamente an helantes, este libro les traerá un mensaje feliz que podría proporcionarles algo de ese consuelo metafísico, con el que la tragedia dionisíaca despide al oyente serio; como tal, nos deja entrever, en un entusiasmo feliz, cómo nos llena a nosotros, constreñidos en esta* mísera individualidad, la omnipotencia de la vida, cómo no sotros mismos somos lo eternamente Uno, que apremia hacia el fenómeno en el juego eterno del oleaje del mundo, y cómo compensa todos los dolores de esta ilusión universal la prodigiosa delicia de este juego, cuyo doloroso placer el arte trágico, como su reproducción transfigurada, quiere hacer sentir al espectador estético. Quisiéramos tener como lectores estéticos de este libro a todos los que verdaderamente tienen sentimientos serios. Se puede esperar que este libro resiil-
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te ofensivo para aquella categoría de sabios (por desgracia muy numerosos) que, acostumbrados a ponerse serios de un modo deplorable frente a lo que es insigni ficantemente efímero, no saben ya concentrarse ante lo que es verdaderamente noble y profundo. Ellos pueden asegurar que no han «experimentado con el libro nada» de aquello que nuestro autor ha visto y oído; sólo se les puede pedir que crean que hay muchas cosas maravillosas, que no dejan de existir porque ellos no sean capaces de palparlas y comprenderlas.
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DE MAYO D E 1872'
EL NACIMIENTO DE LA TRAGEDIA DESDE EL ESPÍRITU DE LA MÚSICA por F. N ie t z s c h e , Leipzig, 1872 Si alguno no estuviese todavía lo suficientemente informado del destino particu lar de los libros, podría sorprenderse de algún modo al ver que desde hace varios me ses este libro, que es sumamente importante, ha sido completamente ignorado por la crítica literaria competente, generalmente siempre tan atareada en su profesión. Sin querer investigar los motivos, quizás en parte instructivos respecto a este sorprenden te mutismo, el compilador de la presente recensión cree que debe admitir, en cual quier caso, en honor de los señores catedráticos, que la arrogancia de un punto de vista más alto, no era un obstáculo para que ellos dirigiesen sus miradas al libro que presentamos aquí. Pues él, al menos, que puede poner verdaderamente sólo el peso de una íntima convicción en vez de im nombre importante, siente precisamente por eso la obligación moral de dirigir la atención pública sobre este libro, porque en todo el campo de la literatura sólo muy raramente, y nunca en la literatura moderna, él ha encontrado algo que, por lo que respecta a la filosofía del arte, pueda igualarse a este libro en profundidad y en cuanto al vigor penetrante del juicio. El autor merecería verdaderamente un agradecimiento público, aunque sólo ftiese porque con este libro se enriquece la seria ciencia de la estética: pero el mérito es mucho mayor. Hubo una época en la que al teórico del arte le gustaba moverse dentro de las ge neralidades más abstractas y construirse, lejos de la realidad terrena, un paraíso espe culativo desde el cual el mundo empírico del arte parecía allí abajo como algo extra ño. Tan altos vuelos ya no están ahora de moda; en su lugar, se ha descendido sobre el terreno sólido de la historia, y la estética se ha convertido casi en una disciplina ' El título original es: Anzeige in der Norddeutschen Allgemeinen Zeitung vom 26, Mai 1872. Die Geburt der Tragódie aus dem Geist der Musik, von Friedrich Nietzsche, Leipzig, 1872. El ale gato de Rohde sobre El nacimiento de la tragedia, en el que insta a sus colegas filólogos y al público en general a que lean el libro, fiie publicado en el Suplemento Dominical, n.® 21 de dicho periódico. Esta reseña se recoge en Rohde, E., Kleine Schriften II, Mohr, Tübingen, 1901. [889]
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histórica. Pero desde la arrogancia de otros tiempos se ha caído ahora en una modes tia casi indigna: provista de algunas nociones del buen sentido experimentadas duran te siglos, deja pasar ante sí la serie infinita de los expertos del arte, da a cada uno su discurso y cree concluida su obra. Pero la estética, lo mismo que el arte que ella debe explicar, también es de estirpe divina y no le convienen las prestaciones serviles de las bajezas de lo cotidiano; debe morar en las cumbres de la contemplación, dirigien do la atenta mirada no al vacío infinito de la abstracción filosófica sino a las conste laciones eternas del arte griego que, en horas de recogimiento, invitan continuamente a elevar con fervor la mirada por encima del bárbaro torbellino de los tiempos. Como una hermana de la caridad puede hacer recordar a la filología clásica de nuevo lo que desde hace tiempo ésta ha olvidado: que se ha confiado a sus manos el bien más pre cioso que una naturaleza benigna haya dado al linaje humano para su edificación per petua; no para que ella lo añada a las antigüedades de los pueblos hotentotes y palafíticos en una gran colección de curiosidades, sino para que ella induzca a reconocer en estas purísimas obras de la capacidad artística del hombre a los bárbaros de tiem pos venideros hacia donde los llama su alto destino. Con tal vínculo de fraternidad se presentan ante el lector en este libro la ciencia de la Antigüedad griega y la concepción filosófica del arte: precisamente por eso, los resultados de su investigación histórica son también un enriquecimiento de la teoría general del arte, y los criterios obtenidos a partir de la indagación filosófico-histórica sobre la suprema capacidad artística griega se convierfen para todas las épocas en le-yes duraderas y exhortaciones recordativas. Para dar una idea del contenido del libro, trataremos de elucidar, sin seguir exac tamente la disposición de lo particular sino el nexo del todo, la textura ftmdamental de los pensamientos aquí reunidos. El árbol copiosamente florido del arte humano procede, como enseña el autor, de una doble raíz: de la doble relación del hombre con el mundo fenoménico que lo circunda. El impulso artístico primordial se enraíza en esa poderosa necesidad de ver la pluralidad de las cosas como una multiplicidad movida en el tiempo y en el espacio según el ritmo de un continuo nexo causal. Así como la profundización en la contemplación de este esplendor circundante sustrae al hombre de la tensión angustiosa de sus fines personales, así también él es capaz de encadenar la belleza del fenómeno para conservar la plácida fruición de la visión, precisamente porque ella, como tal, es obra suya, del contemplador, en la imagen y el arte escultórico, para un goce duradero. Así pues, la corpórea magnificencia de formas noblemente animadas, que se mueven ante nuestros ojos, o ante la fantasía inducida a la pro ductividad, habla aquí de la profunda belleza de la dilatada vida de la apariencia. Este impulso artístico, como se expresa en la epopeya homérica, fue para los grie gos capaz de transfigurar todo el mundo: se crearon, por encima de las apariencias cambiantes de la vida terrenal, las divinidades olímpicas que, rescatadas del fondo de la doliente indigencia, encarnan en una radiante plenitud de vida la belleza del mundo de las apariencias que permanece inalterable a través de cualquier cambio y declive. — Pero de la misma manera que junto al esplendor solar del día está la oscura noche, la apasionada que desde los oscuros valles de sombras de la peque ña tierra anima al hombre a que remonte el vuelo hacia las alturas misteriosas res plandecientes de la inmensidad que lo circunda, así también, en las horas del aban dono de la luz alentadora, se hunde el alma en la purpúrea oscuridad profunda, desde la cual el mundo fenoménico que se mueve en un oscilante resplandor sólo
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se eleva como un reflejo ilusorio. Aquello que aparecía antes magnífico, la multi tud de las formas empujándose en olas eternas, se muestra ahora como completa nimiedad de un juego de olas perpetuamente avanzando y retrocediendo. Con pro fundo horror aparece el hombre hundido en la nada, en un abismo sin fondo; pero lo reanima el sentimiento sublime de una nueva alegría mágicamente poderosa. El sol se pone; pero allá arriba se cierne el numeroso ejército de las estrellas: la ple nitud de la vida cotidiana se ha extinguido como el humo, pero el hombre siente palpitar en sí el fuego que alumbra a todas las cosas, él se siente a sí mismo como lo Uno, lo Eterno que en la vida de la tierra y en los afelios de la infinitud edifica cada día nuevos reinos de belleza,— Si ahora la vida lo despierta de este estado de profundo hundimiento, emerge desde lo profundo como los iniciados del antro de Trofonio^. Él ha dejado atrás la risa alegre, el miserable mundo del devenir feno ménico parece fijarlo con pálidos rostros espectrales. El hombre, afligido y angus tiado por el reino de los contrastes y por la infelicidad caduca, vuelve a anhelar los encantos que lo habían acogido en el seno del viejo padre de las cosas, el Caos primigenio, el cual le parece que se consume en convulsiones espasmódicas en la autodevastación continua de la pluralidad. Este impulso, convertido en ardiente nostalgia, puede llegar a gobernar toda la vida y a transformarse en una mística filosófico-religiosa. ¿Quién se atrevería a reprobar la profunda austeridad de los ascetas orientales y occidentales, que aprendieron a dominar con ese fervor sobre humano el difícil arte de morir? Sin embargo, no es menos cierto que el amargo entusiasmo de tales místicos, prorrumpiendo con toda su fuerza demoníaca, des truye mundo y vida, arte e historia; y si aquel entusiasmo se extiende a la masa, siempre inclinada ante la tierra que proporciona lo nutriente, y completamente in capaz de esta austeridad que se remonta por encima de los esfuerzos particulares, hará de ellos estúpidos hipócritas o los arrastrará a un vértigo fanático que los arroje hacia un abismo de horrores. Sin embargo, los griegos no ignoraban estas profundas excitaciones de un entu siasmo panteístico: después de la época homérica, ese entusiasmo, que provenía del oriente, se propagó en oleadas poderosas sobre la tierra helénica entre el júbilo cla moroso de los servidores de Dioniso, Pero ante ese exceso de la negación total los preservó la misma naturaleza divina innata en ellos, la cual pudo defenderlos ante el peligro no menor de envilecer su firme claridad de la comprensión de las cosas exte riores en una mera máquina al servicio de los pávidos demonios de la vida. Consi guieron exorcizar con el encantamiento del arte el impetuoso torbellino que amena zaba con arrojarlos a sus profundidades. De la misma manera que el misterioso rapto del arte épico-plástico se funda sobre el hecho de que él, adormeciendo los deseos de la voluntad en una especie de bonanza ensoñadora, excita las capacidades contempla tivas de nuestra naturaleza para acoger el sublime esplendor de la apariencia, así tam bién la capacidad artística del hombre realiza a su vez el milagro que hace que la ex citación profunda de todas las fuerzas de la voluntad, que nos unen a la única voluntad universal, se transforme de deleite pavoroso del éxtasis mítico en entusiasmo y reden ción, dando forma justamente al triunfante fuego universal y haciéndolo objetivo en la música. La poderosa voluntad universal se abre camino en la música desde el co razón del hombre como en una fluctuante ola de fuego; esa voluntad, que ha formado por sí misma todos los mundos de vida orgánica e inorgánica, encuentra su imagen Trofonio era una divinidad oracular que habitaba en Beoda en los bosques de Lebadea.
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artística y su suprema transfiguración en los sonidos rítmicamente conducidos por la más misteriosa de las artes. Nuestro autor sigue muy de cerca en este principio, que de hecho traza un camino completamente nuevo a la estética, al gran pensador de cu yas ideas se declara partidario: Arthur Schopenhauer. También es cierto que algunos pensadores griegos no se alejaron mucho de este concepto, como lo ponen de mani fiesto algunos testimonios de Aristóteles en el libro octavo de la Política y, particular mente, la opinión profunda de algunos pitagóricos según la cual el alma humana no sería otra cosa que armonía musical, y que por esto el alma podía curarse de las em fermedades con la música. — ¿Pero acaso no es cierto que cuanto más impetuosa mente se derrama este torrente universal de la música, tanto más ardientemente será empujado el corazón del oyente a dejarse llevar en un olvido extático de sí mismo ha cia la profundidad de la noche primigenia, hacia la que el torrente precipita con fra gor? Ésta fue, al menos, la impresión de los griegos frente a la música delirante de las flautas de los asiáticos; y es la misma impresión de horror frente al exceso de placer sobrehumano la que obliga al Fausto de Goethe (en el prólogo de la segunda parte) a volverse del sol mayestático del mundo hacia el «reflejo cromático» de la cascada centelleante de agua. Con los griegos no fue así. A partir de la excitación profunda causada por la música, creció en ellos la fuerza que había de liberarlos del desgarro de los tormentos monstruosos de la luz de la apariencia; y cuando sintieron resonar en la música la esencia íntima del mundo en una generalidad horrible, fueron pene trados en cierta medida por la fuerza creadora de la voluntad universal que vive en la música; de este modo consiguieron que pudiese irrumpir desde la música la imagen metafórica rejuvenecida del mito trágico. Así pues, la ftierza dionisíaca de la música, con una potencia definible en cierto sentido como cosmogónica, produce el mito y vuelve después de una lucha encarnizada a la luz amigable del mundo humano. Dioniso tiende aquí la mano a su hermano divino Apolo, al dios olímpico de la aparien cia; los horrores del abismo son conjurados, pero en el canto a dúo de Dioniso y Apo lo ya no resuena el himno resplandeciente de la belleza. Ellos cantan las fizerzas profundas del mundo que dan forma con mayestática seriedad al reino de las aparien cias cambiantes, y consiguen en la fugaz alternancia de placer y dolór, mejor dicho, en la muerte y el ocaso de lo más noble y alto, una satisfacción ¿olorosa de cuya mis teriosa esencia nos quiere dar una idea significativa la enigmática imagen de la trage dia mítica. Nunca han sido suficientes ni los conceptos ni las palabras para demostrar plenamente al entendimiento este placer, de hecho más que humano, de dolor y muer te en la contemplación de las imágenes trágicas; no obstante, lo experimenta toda na turaleza humana comprensiva ante cada tragedia auténtica. Por la vía ética —la vía que de hecho había introducido aquí Schopenhauer— no nos aproximaremos mmca a la meta de esta ardua concepción; nuestro autor, sin embargo, ha conseguido por primera vez con la antorcha de la comprensión estética iluminar lo máximo posible esos abismos. Él, siguiendo la clara (y no obstante oculta a la miopía aguda) evolu ción del arte griego, ha justificado con la más enérgica de las evidencias como ley fundamental del desarrollo de la capacidad artística humana lo que aquí se pudo bos quejar con una lúgubre parquedad. Ahora bien, si es tan difícil ilustrar con palabras, es decir, con conceptos, la sabi duría dionisíaca de la tragedia mítica experimentada profundamente por cualquier oyente estético, y si es del todo imposible penetrar en ella, la causa de todo está en que aquí se habla de los misterios más proftindos del mundo en un lenguaje que está por encima de toda razón y de su forma expresiva, el lenguaje de las palabras. Si esta
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sabiduría aspira a comprender el mundo entero de las cosas en conceptos destilados, el mito por su parte, en la medida en que trata de fijar la omnipresencia de la natura leza en sus formas poéticas, se basa sobre aquella comprensión, más amplia y más rica en contenido, de las fuerzas que forman el mundo, comprensión que, enraizándose en el origen sagrado de los pueblos, sustituyó precisamente a la concepción abs tracta de las cosas. El mito precede a la abstracción; llenó en ese rico despliegue, tal y como lo encontramos en los griegos, toda la extensión del mundo; junto a él no hay sitio para aquel impersonal caparazón de las cosas, es decir, para los conceptos abs tractos. Nosotros, que somos frutos tardíos, necesitamos concentramos seriamente para poder comprender, aunque sólo sea históricamente, cómo un universo semejante de mitos, cuya magnificencia la experimentamos intuitivamente, y cómo, sobre todo, la suprema animación de los mitos más profundos en la tragedia mítica pudieron ilu minar mucho más claramente la existencia a los antiguos que toda la sabiduría de nuestros avezados pensamientos, como si se tratase de una revelación sobre las cosas últimas y más serias, que hiciese resplandecer toda la vida. Pero también llegó para los griegos el día en que se desvaneció la comprensión mítica del mundo, en que ellos ya no comprendieron su propia juventud, y llegó precisamente cuando la edad viril se despidió de ellos. Ya se sabe, cómo a partir de los intentos de la filosofía jónica, toda vía impregnados de una interpretación mítica, se impuso progresivamente en fases alternas el pensamiento abstracto de los griegos hasta conseguir una clara victoria; se sabe cómo dicho pensamiento se impuso al mismo Sócrates y a sus intenciones y cómo se apoderó de toda la vida con un entusiasmo casi arrogante. Sin embargo, nun ca se ha expuesto con tanta firmeza y con una claridad tan perspicaz, como en nuestro autor, la idea de que la tendencia socrática hacia el pensamiento abstracto —como él la llama— destruyó la antigua concepción mítica del mundo, y con ella el arte, la vida y las costumbres de los griegos que nacieron de ella como desde un suelo materno común. No hay que lamentarse cuando la historia satisface su cruel coherencia; pero en esta coherencia es cierto que, ante la consideración abstracta del mundo, el arte debe palidecer y desvanecerse cuando considera como su tarea suprema una alegoría signiñcativa de este enigmático mundo. ¿Cómo puede una lógica soberana, que en su alegre certeza considera completamente alcanzable su meta suprema, la de esclarecer y desvelar conceptualmente todos los enigmas del mundo, cómo puede tener para el arte otro lugar que no sea el de un ilusionista gracioso para las horas de intenso can sancio del trabajo conceptual abstracto? ¿De qué sirven las imágenes metafóricas y su profundo significado, si la luz radiante de la razón pone en evidencia todo lo que es oscuro en su forma real? — Para los griegos, sin embargo, el vivo impulso hacia ima comprensión conceptual del mundo prolongó durante siglos su vida en decaden cia; sin duda sintieron, y Plutarco lo ha expresado ocasionalmente con bellas pala bras, que la vida es tolerable sólo por medio del conocimiento, y que la muerte es tan horrenda precisamente porque trae ignorancia, olvido y tinieblas. Llegó la oscuridad: y finalmente un nuevo día, en el que de nuevo los griegos, como en otros tiempos, han comenzado a educar a los bárbaros extranjeros hacia la luz de la humanidad. Te nemos mucho que aprender, y nos hemos dedicado con entusiasmo a la enseñanza clarificadora de los maestros griegos. Desde entonces la ciencia, como un gigante despertado del sueño, ha desarrollado sus poderosos miembros. Y el que ha podido participar también de modo limitado en su gigantesco trabajo de construcción puede pensar ciertamente con estupor en la cantidad de energía, moral y espiritual, con la que desde siglos muchas generaciones de hombres han dado lo mejor de sí en cons
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truir, demoler y volver a edificar. ¿Es acaso extraño que ante la conciencia de tales resultados, logrados con una inmensa energía, la diosa suprema de todas las ciencias, la lógica^ haya ido declarando poco a poco como posesión suya todo reino sobre la tierra y en la cabeza de los hombres? Ella domina como soberana absoluta no sólo en la ciencia; prescribe a la vida y a la ética las leyes supremas, y no puede renunciar a la ambición de querer satisfacer con sus medios las necesidades irrenunciables del hombre de un conocimiento metafísico, y precisamente esta explicación del mundo debe de ser, como meta suprema, el premio de sus esfuerzos. La visión artística no puede ayudarla en esto, su actividad queda circunscrita a un coqueteo jocoso, a una graciosa fantasmagoría. Pero la senda de la lógica es corta: ¿negará la profundidad insondable de aquel mundo de las cosas más reales, para el que no tienen ningún va lor las leyes de la causalidad, ni el instrumental de la lógica? De hecho, vemos ya madurar los frutos de una ética puramente lógica que nos lleva al vandalismo de los bárbaros socialistas; vemos cómo el optimismo confiado, que se encuentra en la esencia de la lógica absoluta, ha lanzado al mundo a esa caza febril por la «felicidad», logrando para sus fines demoníacos una parte enorme de la poderosa energía de esta época. Pero aquel que ha aprendido del más leal de todos los investigadores, de Kant, que precisamente la tupida trama de los nexos causales en el fenómeno oculta para siempre el verdadero ser de las cosas a la investigación científica encadenada a la de ducción lógica, no puede creer en la verdad de una promesa que asegura obtener la solución definitiva de todos los enigmas del mundo. iAsí tiene que crecer de la sabia estéril el árbol del conocimiento que nos da som bra y confort en la calima de la vida diaria! — Y, sin embargo, ¿qué individuo será tan temerario de invertir el curso de este movimiento vertiginoso e imparable? ¿Quién es el loco que quiere curar el mal de la época con los remedios de fórmulas religiosas de los siglos pasados? Verdaderamente, la comunidad, cada día más instruida, de aque llos que miran con preocupación este movimiento y su brillo ilusorio, puede parango narse a la de aquellos griegos del lejano Ponto que, según nos cuenta el maesti'o de retórica Dión Crisóstomo, aislados entre estirpes escitas hostiles y de usos y costum bres medio bárbaras, se fortalecían en los eternos versos de Homero con imágenes antiquísimas de una magnificencia poética que desapareció hace tiempo, mientras que soportaban con resignación dolorosa la culpa de haber nacido tarde. Aquí, sin embargo, el autor, acordándose con tristeza de los viejos tiempos, invita a todos los que viven en la diáspora a una esperanza nueva. Es cierto que el antiguo mun do mítico ha muerto, pero pervive todavía hoy en el arte noble la capacidad de represen tar con imágenes míticas, ante la mirada cautivada, los rasgos misteriosos de la gran diosa del mundo. También es cierto que se equivocarían aquellos (como en su tiempo Friedrich Schlegel) que, enzarzados en una interpretación falsa de los mitos, creyesen como posible una reanimación galvánica de la creencia extinguida en leyendas profun damente alegóricas, en el sentido en que se cree en acontecimientos históricos. En este sentido, tampoco los griegos creyeron nunca en sus mitos. Ellos, sin em bargo, estando mucho más alto y mucho más cerca de las verdades más ciertas que los sueños fantásticos de los poetas, exigieron una fe completamente distinta de la que exigían las tradiciones de la historia. De lo contrario, ¿cómo se comprendería que ellos tuviesen una clara conciencia de que aquellos mitos, que constituían el mejor tesoro de la fe griega, hubiesen sido inventados y formados por Homero y Hesíodo? ¿Cómo no se vio turbada su fe al ver que los mismos mitos eran representados de modo diferente por poetas inspirados, incluso por un mismo poeta en épocas distin
COMUNICACIÓN EN NORDDEUTSCHE ALLGEMEINE ZEITUNG
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tas? El recuerdo de la naturaleza metafórica de los mitos (pero todavía no liquidados en una conciencia conceptual por medio de una interpretación alegórica) debe estar unido, en la conciencia de los griegos más nobles, con la feliz convicción en la capa cidad de naturalezas geniales, para poder comprender en estas revelaciones figuradas la esencia oculta del mundo y para poderla explicar a los oyentes del modo más com pleto y profundo de lo que pudiese hacerlo cualquier reflexión conceptual. En tales revelaciones, sin embargo, también nos habla a nosotros todavía el arte, pero no ese arte frívolo que se contenta con dar una visión de la imagen fenoménica, sino el po deroso arte de la música alemana que se opone seriamente a nuestra estética actual que es tan incomprensible. El autor, en su «grandiosa carrera estelar de Bach a Beethoven, de Beethoven a Wagnen> sigue con alegre complacencia este arte alemán. Él siente en las óperas dramáticas de Richard Wagner la ftierza admirable del canto ar mónico dual de Dioniso y Apolo; ve en Wagner el comienzo de una nueva cultura alemana que surge desde las profundidades de una comprensión artística del mundo; y para sostener a Wagner y a su obra quiere invitar a todos aquellos que puedan com prender el proyecto cultural más grande de la época. Nosotros sólo podemos desearle de todo corazón el mayor de los éxitos. Creo que este extraordinario libro será muy asequible para aquellos que se han impregnado de las ideas sorprendentemente armó nicas de Schopenhauer y Wagner. Si una filosofía se puede poner a prueba, no sólo por lo que respecta a la claridad y a la profundidad de su conocimiento del mundo sino en cuanto a la posibilidad que ofrece de fundamentar estéticamente los proble mas insondables del arte —problemas que tienen una afinidad más estrecha de lo que comúnmente se cree con los enigmas últimos del mundo— , entonces hay que decir que en este libro se ha acreditado espléndidamente la filosofía de Schopenhauer. Si los seguidores del gran pensador estudiasen con seriedad este libro, comprenderían fácilmente en qué sentido yo quería atribuir a este libro, en lo que se refiere a la ex plicación y justificación del fenómeno, una significación análoga a la que tiene la obra de Schopenhauer respecto a la investigación de la esencia de las cosas que se hace sentir bajo todas las apariencias. Yo quisiera exhortar a todos aquellos que tienen sentimientos serios a que se sumerjan en este libro, para que puedan gozar profunda mente de una plena concentración de sus pensamientos, tan fácilmente dispersos por los vientos en la caza incesante de la vida actual. Espero que la obra ejerza su influencia en el pueblo alemán, y que su influjo acre ciente esa gran eficacia del nobilísimo entusiasmo artístico que, precisamente en es tos días, pone en Bayreuth los cimientos sólidos de un templo conmemorativo de la nación alemana.
ULRICH VON WILAMOWITZ-MÓLLENDORFF: ¡FILOLOGÍA DEL FUTURO! Repuesta a El nacimiento de la tragedia de Friedrich Nietzsche, profesor ordina rio de filología clásica de la Universidad de Basilea, de Ulrich von Wilamowitiz Móllendorff, Dr en Filología'^. ’ O ^ ío x á aLX9L(0Tá PoXpó(;
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Vejez, 17.
Berlín, 1872, Hermanos Bomtráger, edit. Eggers. «Pero icómo se transmuta de pronto ese desierto de nuestra cansada cultura, des crito justamente de manera tan tenebrosa, cuando lo toca la magia dionisíaca! Un viento huracanado arrebata todo lo que está muerto, todo lo podrido, roto y marchito, lo envuelve, formando un remolino, en una roja nube de polvo [¿roja?] y se lo lleva como un buitre a los aires [¿cómo es eso?]. Con desconcierto buscan nuestras mira das lo desaparecido: pues lo que ven ha ascendido como desde un foso hasta una luz áurea, tan pleno y verde, tan exuberantemente vivo, tan nostálgicamente inconmen surable. La tragedia se halla en medio de esta superabimdancia de vida, sufrimiento y placer, en sublime éxtasis, y escucha un lejano canto melancólico [¿quién canta?] — éste habla de las madres del ser, cuyos nombres son: la ilusión, la voluntad y la pena^ — Sí, amigos míos, creed conmigo en la vida dionisíaca y en el renacimiento de la tragedia. El tiempo del ser humano socrático ha pasado [Esta extraña species de* * El título original del escrito es; Zukunftsphilologie! eine erwiderung a u f Friedrich Nietzsches, Ord, Professors der Classischen Philologie zu Basel, «Geburt der Tragodie» von Ulrich von Willamowitz-Móllendorff.Dr. p h il Berlín, 1872, Gebrüder Bomtraeger, Ed. Eggers sic). ^ Fragmento de Aristófanes (130 Kock): «Vinagre, especias, cebolla, acelgas, corazón de palmi to en hojas de higo, orégano, todo esto es una porquería para un gran trozo de carne» [N. del t.j. ^ Nietzsche opone las aliteraciones Leben, Leid, Lust contraponiéndolas con Wahn, Wille, Wehe. En un fragmento anterior había escrito: «No necesitamos tener ningún temor al abismo de la inves tigación para descubrir la tragedia junto a sus madres: estas madres son: Voluntad, Ilusión y Dolor». F P I, 5 [2]. [897]
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nuestra raza se llama también hombre teorético, crítico, optimista, no-místico — todo esto es algo execrable. Pertenece a esta concepción de los músicos del futuro, todo lo que desde los tiempos de Sócrates ha participado de la civilización helénica. De hecho, con Sócrates comienza la «cultura alejandrina», la cual se puede definir de un modo riguroso (p. 413)'* como cultura del melodrama]: coronaos de hiedra, tomad en la mano el tirso y no os maravilléis si el tigre y la pantera se tienden con caricias a vuestras rodillas^ Ahora atreveos simplemente a ser seres humanos trágicos [O tam bién budistas, es la misma cosa, p. 409; el Nirvana, naturalmente, no es el de las con cepciones históricas, sino que se entiende en la forma en que aparece en la atmósfera metafísica]: pues seréis redimidos ¡Vosotros acompañaréis al cortejo dionisíaco des de India hasta Grecia! ¡Armaos para un duro combate, pero creed en los milagros de vuestro dios!^» Sirva esto como ejemplo y prueba del tono y de la tendencia del libro. Uno y otra se juzgan sin duda por sí mismos; no obstante, creo que no hago nada superfino criticándolos y, por lo que de mí depende, poniendo en guardia frente a ellos. Yo mismo, después de haberlo leído, he sentido la necesidad de expresar mi obligado, agradecimiento al autor. En realidad, el principal obstáculo del libro está en el tono y en la tendencia. El señor Nietzsche no se presenta como un investigador científi co: una sabiduría conseguida por medio de la intuición se presenta, en parte con el estilo del catedrático y en parte bajo una forma razonada, que es también demasia do afín al estilo periodístico, «esclavo del papel del día» (p. 419). El señor Nietzs che, desempeñando la función de epopto^ de su dios, anuncia milagros, cumplidos y futuros: sumamente edificantes, sin duda, para los «amigos» de fe. En el «evan gelio de la armonía de los mundos» no falta, naturalmente, el anatema de costum bre contra toda creencia que quiera sólo hacer felices (p. 341). Y ahora, después de que con R. Wagner, el «insigne precursor» a quien se dedica el libro, ha vuelto a resurgir la tragedia y el mito trágico [Eurípides los había matado; parece que Shakespeare, Goethe y Schiller, como se dice en la p. 384, habían escrito sólo poe mas épicos dramatizados; la otra literatura dramática, completamente espontánea, como la de Kalidasa o Calderón, se silencia aquí], ahora que «Dioniso habla el len guaje de Apolo, y Apolo finalmente habla el lenguaje de Dioniso», ahora, «después de las experiencias magníficas en la contemplación de la tragedia, aquellos que no se sientan por encima del proceso patológico-moral, lo único que pueden hacer es desesperar de su naturaleza estética» (p. 429). Naturalmente, Aristóteles y Lessing no comprendieron el drama, el señor Nietzsche sí. Claro, porque al señor Nietzsche ^ Esta glosa de Wilamowitz recoge las reflexiones de Nietzsche del c.l9. Las citas del texto en el original alemán remiten a la primera edición de El nacimiento de la tragedia, que, posteriormente, sufrió modificaciones en la segunda edición de 1874, sugeridas precisamente por Rohde. En 1886 aparece la tercera edición, idéntica a la segunda, a la que se añade como introducción el «Ensayo de autocrítica». Hay que señalar también que Wilamowitz cita a menudo con una cierta libertad, unas veces abreviando el texto, otras alterando sus palabras. ^ En alusiones como ésta parece advertirse la impresión que causó a Nietzsche el cuadro de B. Genelli (1798-1868), Dioniso entre las Miisas^ que Nietzsche había contemplado muchas veces en Tribschen, en la villa de los Wagner. El cuadro representa a un joven Dioniso con una pantera a sus pies y que, junto a las nueve Musas, observa a Sileno y Bros mientras bailan. Cfr. la carta de Nietzsche a Rohde del 16 de julio de 1872, en la que hace referencia explícita a este cuadro de Genelli. ^ Cfr. GTc. 21,p. 421. ’ Epopto se dice del iniciado en los misterios de Eleusis [N. del t.].
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(p. 400) se le ha «concedido una mirada tan nueva y singular para contemplar el mundo griego, que tuvo que parecerle que nuestra ciencia de la Grecia clásica, la cual adopta un aire tan orgulloso, en lo principal sólo había sabido apacentarse has ta ahora [es decir, hasta el señor Nietzsche] con juegos de sombras y con exteriori dades» (p. 400). Además, el señor Nietzsche, como nos da a entender (p. 417), es también «un hijo predilecto de la naturaleza, mimado y malcriado en el seno de lo bello» —no tengo ninguna necesidad de ensuciarme con las injurias que añade des pués contra Otto Jahn®: la basura arrojada contra el sol, naturalmente cae sobre la cabeza de quien la arroja. Pero yo sé que estoy bajo la maldición dionisíaca, y por eso quisiera ser digno del insulto de «hombre socrático», o merecer, al menos, el de «hombre sano» (p. 340). uycalveLv [xev áptoTov ávSpl &vax¿)’. Yo no tengo nada que ver con el Nietzsche apóstol y metafísico. Si él fuese sólo esto, difícil mente me habría yo presentado como un «moderno Licurgo» contra el profeta dionisíaco, porque quizás no habría conocido nunca sus revelaciones. Pero el señor Nietzsche es también profesor de filología clásica: aborda una serie de importantí simas cuestiones de la historia de la literatura griega; se vanagloria (p. 368) de que con él la orquesta del teatro griego haya dejado de ser un enigma; se cree (p. 405) que el origen de la tragedia griega le habla con una luminosa nitidez; da una inter pretación completamente nueva de Arquíloco, Eurípides y de otros descubrimien tos sensacionales. Esto es lo que yo trato de explicar, y es fácil demostrar que tam bién aquí la genialidad quimérica y la insolencia en la construcción de ciertas afirmaciones están precisamente en relación con la ignorancia y con una falta de amor a la verdad. Apoyándose en artículos de fe metafísicos, «sobre los que R. Wagner estampó su sello para confirmar su eterna verdad» (p. 400), el señor Nietzsche admite (p. 398) la singularidad de su afirmación en contra de los fenómenos del presente: sí, éste ha sido el origen «de sus magníficas experiencias». ¿Es posible admitir de un modo más ingenuo un rrpcaTov iJ;eíjSo?? Así pues, puesto que R. Wagner ha con firmado con su sello la verdad eterna de la idea de Schopenhauer sobre la posición excepcional de la música frente a las otras artes, el mismo principio tendría que en contrarse en la tragedia griega. El señor Nietzsche no puede negar que esto signifi ca la oposición directa al camino de la investigación sobre el que han caminado los héroes de nuestra ciencia y, en definitiva, de toda verdadera ciencia, los cuales no se turban por una conjetura infundada sobre el resultado final, y están dispuestos a conceder sólo a la verdad el honor de proceder de conocimiento en conocimiento, a comprender todo fenómeno ocurrido en la historia sólo a partir de las premisas de la época en que se ha desarrollado y a. ver la justificación de ello en su necesidad histórica. No puede negar que este método histórico-crítico, que se ha convertido al menos en un principio científico de uso común, sea la oposición directa a un modo de considerar las cosas, que, aferrado a los dogmas, está siempre constreñido a en contrar su confirmación. Su solución es injuriar el método histórico-crítico (p. 432), ultrajando toda opinión estética que contraste con la suya (pp. 428-429), difamando (p. 161) la época en que la filología alemana, sobre todo por mérito de Gottfried Hermann y Karl Lachmann, fue llevada a un nivel jamás presagiado, y acusándola de no comprender los estudios sobre la Antigüedad. Pero aquel que ca® Sobre Otto Jahn ver introducción [N. del t.], ’ «Estar sano es lo mejor que hay para el mortal» [N. del t.].
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mina ligero sobre las cabezas más duras, A ty) r¡ 7ravTa<; a a r a c ’^ le alcanza tam bién a él. Entre aquellos que «lucharon más encamecidamente por aprender de los griegos» en contraposición a los que «no comprenden la Antigüedad», el señor Nietzsche cuenta, además de con Goethe^* y Schiller, sólo con Winckelmann. Es indudable que escribe para aquellos que como él no han leído nunca a Winckelmarin. ^ Quien haya aprendido de Winckelmann a ver la esencia del arte helénico sólo en lo bello, se alejará con repugnancia del «símbolo universal del dolor primigenio del uno primordial», de la «alegría del aniquilamiento del individuo», de la «alegría de la disonancia». El que haya aprendido de Winckelmann a comprender histórica mente la esencia de la belleza, tal y como se revela de modo diferente en épocas diferentes, y a reconocer ante todo aquella doble belleza que explica magistralmen te Winckelmann*^, no hablaría nunca «de una sorprendente degeneración del espí ritu helénico», ni de una naturaleza antiartística en un tiempo en que Zeuxis y Ape les, Praxíteles y Lisipo crearon una belleza, diferente a la de Fidias y Polignoto; una belleza, según mi opinión [meinthalby^, sin no presentida por épocas ante riores, admirada y digna de admiración eternamente. Una contraposición análoga, aunque no tan drástica, separa el arte de Eurípides y de Menandro del de Esquilo y Aristófanes. Pero, en definitiva, ¿no es precisamente Winckelmann el que con ejemplo imperecedero ha probado que las reglas generales de la crítica científica son necesarias también para la historia del arte, incluso para la comprensión de cada obra de arte en particular, y que la valoración estética sólo es posible si proce de de las concepciones de la época, en la que se origina la obra de arte, y del espí ritu del pueblo que la ha producido? ¿Cómo se atreve el señor Nietzsche a afirmar que él conoce a Winckelmann? Él, que en cuanto toca algo arqueológico manifies ta una ignorancia verdaderamente infantil; él, que a los sátiros, a sus «hombres in genuos» (p. 373), les agracia con patas de macho cabrío; él, que no sabe distinguir entre Pan, Sileno y sátiro*"*; él, que hace agitar a Apolo la cabeza de Medusa (p. 342) en vez de la égida; él, que desde el momento en que se comporta de modo suficientemente «titánico y bárbaro», para «no dejar piedra sobre piedra de la cul tura apolínea»encuentra las divinidades olímpicas de pie sobre el techo y el fron tón y ve «sus hazañas representadas adornando bajorrelieves, frisos y paredes». En Alusión a la Iliada, XIX v. 91 y 129: «Ate, que induce a todos en el ciego error» [N. del t.]. Incluso el «optimista» más cándido, o el «extraño quid pro quo» que describe en la p. 176, podían esperar que se mencionase aquí a Lessing. Ante la ausencia de Lessing, alguien que fiiese menos indulgente sacaría peores conclusiones — si el mismo señor Nietzsche no condenase en la p. 127 al autor de Antigoeze. Para él Lessing es «el más honesto de todos los hombres teóricos», por que prefería la búsqueda de la verdad a su posesión. El señor Nietzsche, según la lógica, no debería declararse de acuerdo con esta idea: de hecho, la creencia de estar en posesión de la verdad parece excluir una auténtica búsqueda de la verdad. Yo hablaría de una «contraposición estilística» entre el estilo noble y el estilo bello, si la ex presión no tuviese aquí una impronta dionisíaca. Aquí Wilamowitz utiliza una forma arcaica del alemán, en lugar de meinethalben, que poste riormente Wagner criticará en su escrito [N. del t.]. , El predicado «sabio y entusiasmado» que atañe al sátiro (p. 85), se lo atribuye a Sileno, que fue encontrado por el rey Midas: según el señor Nietzsche, una «antigua leyenda» que podría ser del todo prehomérica. Lástima que todo el thiasos dionisíaco sea extraño a la epopeya popular, y que leyenda difícilmente se encuentre antes del siglo v. (Bacquílides. fragmento 2). Es decir, dórica; mucho ha aprendido el señor Nietzsche aquí y allá de O. Müller, cuya con cepción de la esencia dórico-apolínea se la atribuyó a sí mismo en la p. 5 9 .
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este caso se puede citar sólo al alumno del pastor de Laublingen. Pero para com prender el gusto artístico del señor Nietzsche, basta con echar una ojeada a la viñe ta'^, símbolo «del mito resucitado», que al verla R. Wagner «inmediatamente queda convencido de que el autor ha de decir algo serio y penetrante»; en ella vemos al «héroe de la tragedia pesimista», Prometeo, «en la gloria de la actividad», y a aquel pájaro a propósito del cual, si un día «ha de comparecer ante el juez infalible Dioniso», el «dios del arte» deberá exclamar: tíS t]
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«Volviendo de este tono exhortativo al estado de ánimo de quien serenamente ob serva», quiero ante todo considerar qué es lo que hay sobre «las verdades eternas de lo apolíneo y dionisíaco». Sobre estas dos «divinidades del arte» se fundamen ta la ciencia nietzscheana del «contraste estilístico en el arte griego». «Los dos impulsos artísticos (Apolo y Dioniso, a quienes corresponden el sueño y la em briaguez) están la mayoría de las veces en contraposición, se excitan recíproca mente a partos cada vez más poderosos y, finalmente, en el momento culminante de la voluntad helénica, se funden para generar la tragedia». Pero he aquí que vie ne el perverso Eurípides, instigado por el malvado Sócrates, y amenaza a la tra gedia. Dioniso «se refugió en las olas de un culto secreto», y así continuó hasta que le fue concedida al señor Nietzsche «la mirada tan nueva y singular» para po der penetrar en lo helénico. Parece obvio que, si las verdades eternas son un pro ducto de fantasmas fugaces, toda la construcción que se fundamenta sobre ellas se disuelve en el aire. También yo puedo citar al Mefistófeles, que «atrapa a las graciosas Lamias»: «para no saber nada me parecisteis bellas muchachas»'*; pero cuando él tiende la mano, el bejín se parte en dos. Ahora bien, ¿si alargamos la mano, en qué se convierte «el mundo artístico» de Apolo? En el sueño, iApolo, dios del sueño! ¿Fue una profecía del «dragón» Eurípides cantar así? Después de que Apolo fuese poseído por el oráculo délfico'^ vú^í-a erexvwaaTo cpáofJLaT’óveípwv oí nóXzGiv fjLepÓTrwv x á t e TtpwTa x á 6a’ EfjLsXXe TU^e^v u t t v o u x a x á Svocpepá<; e u v o k ; cppáí^ov... I n i S ’eascaev xofxáv ( Z e Ú í; ) Trauaev v u ^ í g u í ; oveípouí; árró Xa^oaúvav v u x x w t t ó v c^eXXev ppoxcSv x a l xLp.á(; rcáXtv &y¡x £ Ao^ía^®. ¡Se requiere una notable Wilamowitz pone como ejemplo del mal gusto artístico de Nietzsche la viñeta que aparece en la portada de su libro. Rohde criticó la falta de proporcionalidad del dibujo en carta a Nietzsche, 9 de enero de 1872, KGB II/2 502-503. La viñeta fue obra del artista Leopold Rau, según Nietzsche era «una obra de arte y dice muchas cosas serias de la manera más sencilla» (Carta a Fritzsch, el editor, 27 de noviembre de 1871, CO II 237-238) [N. del t.]. Aristófanes: Las ranas, w . 931-932: «Durante mucho tiempo vigilé una noche, buscando qué pájaro es el ágil caballo-gallo» [N. del T.] Fausto II, «Noche clásica de Walpurgis», w . 7.769 y 7.784. Nietzsche se refiere a este pasaje del Fausto en p. 149. [N. del t.] ” Wilamowitz recurre al texto griego de Eurípides, Ifigenia en Táiiride, w . 1.261-1.280: «La Tierra creó fantasmas nocturnos que en sueños decían a muchos mortales lo pasado, lo presente y lo futuro [...] Júpiter, besó su cabellera [la de Olimpo], cesaron los nocturnos sueños y libertó a los hombres de los oráculos, hijos de la noche, y devolvió a Loxia sus honores» [N. del t.]. A a^oaúva vuxxíottÓí; fue siempre para los griegos el sueño. Según el señor Nietzsche, nosotros, «conjeturando, pero con bastante seguridad, podemos presuponer para los sueños de los
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«osadía» para hacer de Apolo, mediante un juego de palabras, el «dios de la apa riencia», porque «según la raíz de su nombre significa el que brilla» (p. 339), es decir, el dios de la apariencia de la apariencia, «de la suprema verdad del sueño que contrasta con la sólo fragmentariamente inteligible realidad diurna»^M Pero es evidente que ante aquel que x a acycovx’ óvóp.ax* oíSe SaLfxóvíov^^, «Apolo está como el genio transfigurador del principium individuationis>> (p. 399)-\ Este Apolo «ha dado a luz al mundo olímpico, se puede decir que es su padre». Atvo^ PaocXeiiet. xoG Ató^ xe&VY)xóxo<;^'*. Así pues, de la gris teoría del concepto schopenhaueriano debe de haber crecido el árbol dorado del mundo de los dioses griegos. La llamada cultura apolínea, «por medio de poderosos es pejismos e ilusiones felices», es decir, con los dioses homéricos que no son más que «una deificación de todo lo que cae bajo los ojos», ha hecho del griego — que «experimentaba los horrores y los espantos de la existencia», convirtiéndose en un «pueblo dispuesto a sufrir de un modo peculiar»— «un vencedor de los abis mos espantosos abiertos por el conocimiento del mundo y de la capacidad de su frimiento llevada hasta el límite». El señor Nietzsche no puede saber que aquellos «reflejos de belleza e ilusiones» hayan sido en realidad generados medio incons cientemente y hayan sido considerados seres de verdad corpórea, surgidos, como dice ya Aristóteles^\ y de un modo más apropiado la mayoría de los modernos, de los (Jisxéíopa y de los rcepl xV)v cjup.paívovxa^^; que hayan surgido, al menos en sus primeros impulsos, en una época en que el pueblo helénico no se había todavía separado de sus hermanos, y por consiguiente en la más primigenia infancia de la raza humana; que para el griego homérico hayan tenido plena rea lidad los milagros de su dios, más plena incluso que para el filólogo del futuro griegos una causalidad lógica de las líneas y de los contornos, de los colores y de los grupos, un desarrollo de las escenas semejante a sus mejores bajorrelieves». (Sin embargo, los mejores bajo rrelieves son, inexorablemente, aquellos que tienen una sola acción, no los que tienen muchas.) Para el señor Nietzsche, Homero es un griego que sueña, el griego un Homero que sueña. Esto último es un puro y simple nonsense. De lo contrario, se podría ciertamente decir con toda legiti midad del señor Nietzsche, que es un profesor que sueña, y también sacar la conclusión inversa, es decir, que un profesor es un Nietzsche que sueña. Pero para poder sostener la otra afirmación, es necesario desembarazarse de toda «la literatura sobre los sueños». El señor Nietzsche lo. hace con la elegancia del que no ha leído nunca a Artemidoro. En él hubiese encontrado información sobre miles de sueños, que son francamente la cosa más insípida que he visto. Pero no hay ni ras tro de un «cambio de escenas», ni de un soñar «con causalidad lógica». Lo mismo se puede decir del gusto sentimental del autoengaño consciente que inspira al señor Nietzsche, cuando sueña, el siguiente verso: «Es sólo un sueño. Quiero seguir soñándolo.» Sin embargo, el mundo antiguo vio sobre todo en el sueño «los efectos morbosos y patológicos» que el señor Nietzsche refuta. Lo muestra el conocido pasaje de Lucrecio, IV, 960-1.029. Si el señor. Nietzsche quiere sostener que en los tiempos de Homero se soñaba de un modo diferente que en los tiempos de Lucrecio (y desgraciadamente en Homero se sueña a menudo, pero sin «causalidad lógica», y la mayoría de las veces según Artemidoro évÚTcvta, no ¿vscpouí;), pues bien; affinnanti incumbit probatio. Otras veces el lenguaje de Sófocles tiene una «claridad apolínea» (p. 368). ¡Loxias! Eurípides. Fragmento 781: «el que conoce los nombres ocultos de la divinida6 >[N. del t.]. Lástima que el señor Nietzsche sea tan poco avezado en la literatura griega, como para dar a conocer la derivación pitagórica de aTróXXuv. Aristófanes, Las Nubes, v. 828: «Reina la vorágine, porque ha muerto Zeus» [N. del t.]. En Sext. Emp., adv. dogm. I I I 20, Arist. Trepe (piXoaofLoeq, 12 Rose. «Los fenómenos celestes y los psicológicos» [N. del t.].
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seguidor de Dioniso; que el Apolo de la época homérica difícilmente haya tenido en sí los gérmenes de aquel poder religioso-político que poseyó desde el siglo viii en adelante: todo esto no lo puede saber el señor Nietzsche, porque no conoce a Homero, o a lo sumo lo conoce como el mendigo ciego de áyciv 'OfxiQpou x a l *HacóSou^^ Si le conociese realmente, ¿cómo habría podido atribuir un sen timentalismo pesimista, un anhelo senil de no ser, un autoengaño consciente, a aquel mundo homérico juvenil, exultante en la exuberancia de una alegría de vida placentera, restaurador de cada corazón incorrupto por su juventud y naturalidad, a la primavera del pueblo que verdaderamente ha soñado el más bello sueño de la vida? ¿Cuáles son sus pruebas sobre los sufrimientos que sin duda en aquel tiem po los griegos, los niños eternos que, inocentes y despreocupados, se alegraban de la luz bella, habrían padecido, mejor dicho, disfrutado, disfrutado con una sensualidad impotente? «Aquella moira entronizada para dominar todos los co nocimientos, aquel buitre de Prometeo, el gran amigo de los hombres, esa suerte tremenda del sabio Edipo, la maldición de los Atrídas, Gorgonas y Medusas, en una palabra, toda la filosofía del dios de los bosques, de la que han desaparecido los melancólicos etruscos». ¡Qué maraña de estupideces! Los melancólicos etruscos... ¡Léase X II.517. Gorgonas y Medusas! cxú (xáxxpav et Sé (JouXet xápSoTTov^® ¡Y la maldición de los Atridas, etc. debería ser homérica, mejor dicho pre-homérica! Señor Nietzsche, ¡qué infamia comete Usted contra la madre Pforta! Da la impresión de que Ustedes no leyeron allí la Ilíada B 101 o el pasaje correspondiente en el Laocoonte de Lessing y la introducción de Schneidewin al Edipo Rey de Sófocles, que es una asignatura que el alumno recibe en el primer semestre del último curso de Pforta. Usted se disculpará diciendo que se ha equivocado en un par de siglos, y que los números son algo meramente mate mático; y, sin embargo, desde la época de Platón, y mal que le pese a Schopenhauer, está escrito sobre las puertas de la filosofía: (jiYjSelí; áyscofjLéTpYjTOi; év&aS’ elaLTO) Me hubiera gustado que en Pforta hubiesen permanecido fieles a la sentencia, al menos en la formulación év&éS ’ é^ÍTco^^. ^ Todavía una cosa más sobre la fe griega en la época de la épica popular, que per tenece a las características de una precedente «mirada profunda a los horrores de la naturaleza»: el «reino de los Titanes» que han de abatir a los dioses que están en tor no a Zeus, o al Apolo primordial nietzscheano. Pero se puede dar como probado que la titanomaqüia, incluso las dinastías y genealogías de Hesíodo, son para la concien cia griega en parte más remotas, en parte evidentemente más recientes que las divini dades olímpicas de Homero^®; pero no hay prueba alguna de que hubiese habido al El señor Nietzsche considera como prehomérica la «filosofía del dios de los bosques», para quien la mejor cosa es no haber nacido; allí al menos la pone en boca de Homero. Cfr. Aristófanes, Las Ranas, v. 1.159: «Préstame la artesa o, si prefieres, el arca» [N. del t.]. La insolencia de Wilamowitz se refleja en esta p a rálisis griega, «nadie puede entrar aquí que sea ignorante en las ciencias matemáticas», de la que se sirve alevosamente para recordar a Nietzs che el suspenso que tuvo en matemáticas en el examen de Bachiller. Ver introducción [N. del t.]. Aristarco y Lachman, a quienes más que a cualquier otro debemos una comprensión efectiva de Homero, han reconocido que los pasajes en los que se presenta una concepción semejante de los asuntos celestes, por ejemplo el quinto y el decimotercer canto, sobre todo la teomaquia, son extra
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guna vez una época en que un heleno, al que le eran desconocidos Zeus, Atenea y Apolo, sacrificó a Urano, o a Crono o incluso a Ericapero y Panes: y, sin embargo, se admite en la p. 350 un tal «período artístico de la edad de acero». Abstracciones y alegorías de esta naturaleza tienen solamente valor para una teosofía dogmática, como la hesiodea, ferecidea y órfica. Pero el desconocimiento de Homero por parte del señor Nietzsche se pone de ma nifiesto de un modo todavía más convincente, si cabe, en sus opiniones sobre la his toria de la literatura griega arcaica: Homero es para él, «como individuo», un «soña dor ensimismado», «el artista apolíneo ingenuo»; de Arquíloco debería informamos la historia griega que él «habría introducido el canto popular en la literatura». La pri mera afirmación es ilusoria, la segunda falsa. Pues incluso el más intransigente guar dián de la unidad^ ‘ no le gustaría negar que los dos incomparables poemas tienen tras de sí una producción rapsódica sumamente productiva, florecida en el transcurso de los siglos antes y después de su autor (basta pensar en los Himnos homéricos, cuyo análisis crítico desde los tiempos de G. Hermann no ha dado —hay que admitirlo— ni un solo paso), y que Homero, «como individuo», pudo sólo surgir sobre el terreno de una producción de cantos extremadamente extensa. ¿Y quién querría cambiar, al menos que no le sean totalmente desconocidos fenómenos análogos en otros pueblos (y el señor Nietzsche cuando era alumno de secundaria ha tenido la oportunidad de leer los veinte cantos de los Nibelungos), la esencia del arte ingenuo, como Schiller lo ha explicado, con las ensoñaciones nietzscheanas y las reverberaciones de la belle-. za? ¿Cuándo un serbio o un finlandés se ha desembarazado con un «fantasmagórico juego de prestidigitador» de su nostalgia por el Nirvana, «al fyarse con mirada pene trante tanto en el impulso negador de la susodicha historia universal como en la cruel dad de la naturaleza»? Si tuviese que detallar su tesis sobre Arquíloco, uno se queda ría perplejo. Lo primero que se observa es que en el caso de que Arquíloco se entienda tal y como realmente «nos habla de él la historia griega», la concepción de la lírica del señor Nietzsche se vendría abajo. Sin embargo, ¿una concepción tan ma nifiestamente equívoca puede ser adscrita a un error con sólo un destello de verosi militud? Aiínque suene como algo increíble, el señor Nietzsche se atreve a parango nar la poesía de Arquíloco con los cantos populares (por lo demás, como se sabe, son en parte híbridos) del Des Knaben Wunderhorn^\ es decir, se atreve a comparar una poesía, por así decirlo, anónima con los poemas del hombre que poetiza siempre y sólo sobre sí mismo, sobre sus pasiones y experiencias, con una claridad y personali dad que para un Critias, poeta no despreciable y en todo caso apasionado y subjetivo, había allí algo de inquietante” . Sin embargo, esta afirmación sería necesaria, si el poeta lírico, a quien, según la opinión común, el canto le viene inspirado por la pa sión, «se ha despojado de la subjetividad en el proceso dionisíaco», y en un primer momentoroduce el reflejo sin imagen y sin concepto del dolor primordial en la ños y más recientes respecto a aquello que es verdaderamente homérico. No sé si también A 400 podría indicar que la segunda continuación del primer canto es relativamente reciente. Si alguno se preguntase acerca de cómo el señor Nietzsche ha llegado a creer en la persona lidad de Homero, observaremos que Schopenhauer «ha acuñado el sello de la eterna verdad» a la reacción frente a las teorías wolfianas. Des Knaben Wunderhorn {«La trompa maravillosa del muchacho») es una colección de can ciones populares alemanas publicada entre los años 1806 y 1808. Nietzsche cita esta colección en GT 6 [N. del t.]. 33 Aelian,V. H. X, 13.
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música» y después «un segundo reflejo como símbolo aislado o como ejemplo» que, finalmente, es el canto lírico; si esto es así, entonces Arquíloco no canta ciertamente sobre su amor y más tarde (el señor Nietzsche dice, sin sentido, «al mismo tiempo») sobre su odio contra Neobule, sino «de la única egoidad, la auténtica y perenne, que yace en lo profundo de las cosas». Para avalar la tesis de que el texto de la poesía lí rica se haya producido después de la melodía, y que la lírica sea una «fulguración imitativa de la música por imágenes y conceptos», era necesario atribuir a Arquíloco la lírica estrófica y una preponderante importancia musical, esto es, era necesario maltratar por ignorancia a Arquíloco y a la historia de la música griega. Me parece que Platón dice bien claro, que t y j v áp(xovlav x a l pu^-p.óv áxoXou^eXv Sel xco Xóyw^^. Y si tiene razón al denominar estrofas rítmicas a los versos epopéyicos inven tados por Arquíloco, sin embargo no se trata ciertamente de estrofas musicales, por que la naturaleza propia de éstas está en el retomo regular de la misma melodía sobre un texto diverso, como en la lírica coral; aquellos, por el contrario, por su misma ex tensión ya no admiten un modo similar de ejecución. También el dístico elegiaco, y quizás en el origen el mismo exámetro heroico, eran igualmente una estrofa rítmica. Pero de ningún modo se puede pensar en una verdadera ejecución cantada de los yambos de Arquíloco. Por eso, basta sólo con recordar la tradición de la TrapaxaxaLa indefinición sobre la relación cronológica entre Terpandro y Arquíloco demuestra clarísimamente que éste no depende de la primera x aráo T aat^ . Pero el señor Nietzsche ha reprimido hábilmente esa palabra, que debería tener siempre en los labios todo aquel que se ocupe de la edad antigua de la lírica griega. El hecho es que esa palabra manda al diablo de tm plumazo todas las patrañas del nacimiento de la lírica desde la música, del canto popular nietzscheano, del nietzscheano «calco del mundo en la música»: elegía. La elegía es la lírica griega más antigua; esencialmente (sea o no Arquíloco su, así llamado, inventor) es la hermana del yambo^^, incluye to dos los aspectos de aquello que hoy llamamos lírica, amor y vino, cantos militares y canciones satíricas, gnómicas o didácticas: y la elegía no era cantada. Mimnermo y Tirteo, Focílides y Teognis no eran músicos, porque, en conformidad con su origen, la elegía, tanto en el estilo y en la lengua cuanto en el modo de ejecución, se atiene al modelo de la épica popular. Además, en los maestros de la primera y.
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tras que el punto de vista nietzscheano sería inconciliable con tales noticias. Pero esto no se puede explicar en pocas palabras y, ya que ahora hemos pasado al ámbito del segundo «dios del arte» y mi función aquí no es de hecho positiva, yo puedo seguir al ^señor Nietzsche y pasar por alto, con un salto elegante por encima de diversos siglos, a todos los músicos y poetas remotos, para tratar simplemente el nacimiento y las exequias de la tragedia. Dioniso no ha inspirado una fórmula tan concisa como la de Apolo. En sentido nietzscheano, y siguiendo con abstracciones, se le podría dar el nombre de genio de la música del futuro, del evangelio del futuro. De esta manera, enseguida se podría eluci dar el «contraste estilístico» y, al mismo tiempo, la oposición a todo aquello que es ver daderamente griego y, esperamos, a todo lo que es verdaderamente alemán. «Bajo el grito místico jubiloso de Dioniso, estalla el hechizo de la individuación [por consi guiente, es superado lo apolíneo], y queda abierto el camino hacia las madres del sen> (p. 339)^^ «Lo dionisíaco, con su placer primordial percibido incluso en el dolor, es la matriz común de la música y del mito trágico» (p. 435). Ahora ya no nos extrañamos de que el señor Nietzsche no haya planteado el problema de hasta qué pimto los antiguos han compartido estas visiones de la música, que son hoy tan actuales, y si un griego en sueños o borracho ha podido llegar tan lejos como para concebir un arte como «el \eagüaie de lo absolutamente no-estético». Pues esto es lo que hace el señor Nietzsche al considerar la música como ei lenguaje de la voluntad (p. 402) y la voluntad como lo absolutamente no-estético (p. 340). ¿O es demasiado matemática la conclusión de que si dos grandezas son iguales a una tercera, etc.? El análogo del mundo artístico dioni síaco es, como ya se ha recordado muchas veces, la embriaguez, «en cuyos escalofríos se revela la potencia artística de toda la naturaleza para la suprema satisfacción del Uno primordial»^®. Parece que la religión dionisíaca llegó a Grecia procedente del Oriente; pero mientras que en Oriente, mediante ella, «el hombre retrocedía hasta el tigre y el mono, las orgías dionisíacas de los griegos asumían el significado de fiestas de reden ción universal y de días de-transfiguración». Ciertamente fue Apolo el primero que «ha agitado la cabeza de medusa contra todo lo dionisíaco que afluía», porque «al griego apolíneo lo dionisíaco le parecía titánico y bárbaro», pero finalmente los dos adversa rios se reconciliaron «con nítida delimitación de sus líneas fronterizas, a las que había que atenerse de ahora en adelante, y con envío periódico de regalos honoríficos» (p. 343), o, como se ha dicho en otro lugar (p. 352), «ellos establecieron una unión mis teriosa». ¡Apolo y Dioniso como Nerón v Pitágoras! 3 Todo el mundo sabe que la introducción de la aulética frigia encontró cierta resis tencia en los «griegos apolíneos». El hombre «sano» bienpensante se horrorizó de las orgías dionisíacas como de las de la madre de los dioses, de Sabacio, Bendis y Coci to, pues también tenían como secuela en Grecia la depravación. Estaba también en la. naturaleza de los hechos que eLser auténticamente helénico, en sus esfuerzos hacia la inuJidá én todas las cosas, resisüese con todas sus fuerzas contra aquél misticismo, eXCéhThco y orgiasticó qué iflfhngia 'fonos ios Uirntes, lo mismo_gue el sano equili:_ bllli^esplllLUal. luclia contra el íariseismo trascendental. Naturalmente, no consiguieron extirparlo. Esta mezcla de absurdo y voluptuosidad es tan repugnante, porque En la p. 339 Nietzsche habla de las «madres del ser, cuyos nombres son: la ilusión, la volun tad, y la penar» [N. del t.]. Nietzsche había tomado la expresión UrEine, lo Uno primordial, del lenguaje de Schopenhauer [N. del t.j.
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desencadena lo que hay de animal en el hombre, algo que es peligroso y que con el tiempo destruye completamente la auténtica cultura de un pueblo. Para mí, todas es tas diversas corrientes que se dan en Grecia pueden ser reconducidas a una única fuente original y, en particular, si al elemento específicamente helénico queremos lla marlo apolíneo, por mí no hay inconveniente de que se llame también a esta fuente , original lo dionisíaco. Sólo que con esto no se identificaría todo lo que reclama el nombre de dionisíaco, especialmente aquello que es auténticamente helénico en la figura del mismo Dioniso, dispensador del vino, y en el carácter originario de su en torno, Sileno, los sátiros y las ninfas^^. Y es justamente en esta fuente, en las fiestas y en los ritos basados sobre antiquísimos cultos naturalistas locales, en la vendimia, en el pisar la uva, en el goce exultante y excitado de la bebida nueva''®, en donde tiene su punto de partida la festividad dionisíaca, la tragedia y la comedia. Por otra parte, no se pueden introducir en lo dionisíaco de la primera época todas las insensateces pro pias de una mística fantasiosa y del sincretismo crudo con las que lo cargaron des pués. Yo creía que habían quedado ya atrás los tiempos en los que la exégesis arqueo lógica hacía bromas con los seres nónnicos, incluidos Aión y Eniáutos'". Pero quien crea seriamente en nuestra ciencia, ¿no encontrará «deshonroso y ridículo» que se hable todavía hoy, a la manera en que habla Creuzer de la Saint Croix, de «mitos ma ravillosos en los misterios, del desenfrenado canto de júbilo de los epoptos''^, de una visión dionisíaca del mundo que, ante los bárbaros críticos, Eurípides y Sócrates, se refugia en las místicas olas de un culto secreto y no cesa, en el curso de las más ex trañas metamorfosis y degeneraciones, de atraer hacia sí a los espíritus más serios»? (pp. 376, 386, 405). Por consiguiente, ¡ahora finalmente la filosofía de Schopenhauer, la música de Wagner y, posiblemente, la filología de Nietzsche son la sabiduría mística de los hierofantes! Además, no se debe subrayar con demasiado énfasis la contraposición entre música apolínea y dionisíaca. Ya en los tiempos de Taletas''\ in cluso antes que él, la música griega había adoptado los modos tonales de Asia menor. Desde que se computan los juegos pifíeos, resuena en ellos la invención de Olimpo, el vófjioí; TtoXuxécpaXoí;'''', hay un agón auléfíco''^, la flauta acompaña tanto al emba¡El señor Nietzsche sabe que las Musas acompañan a Dionisos! De hecho, ellas se sientan con él «en los linderos del bosque» ¿). 5 de la I. ed.). ¿Por qué motivo se sientan'^ellas allí? Lo sabemos después: para dormir, en la embriaguez de la exaltación mística, «en una elevada pradera de monta ña, al sol de mediodía, tal y como describe Eurípides el dormir en Las Bacantes» (p. 63). Ciertamen te, mi querido señor Nietzsche, éste sería el miserable poeta que Usted nos quiere hacer creer, si pusiese en versos tales estupideces. Tenga en cuenta que quien quiere dormir no se tiende bajo el sol del mediodía, sino a la sombra. Vuelva a leer Ba. 677 y 684 y admita que no ha entendido el pasaje. Nos consolamos con Mefistófeles: «no es el primero». De ella nos tendrían que «hablar con himnos todos los pueblos primitivos», y, por consiguien te, no los griegos, itálicos y germánicos. Apuesto a que el señor Nietzsche ha oído hablar alguna vez de los himnos de los pueblos de la India y de la Bactriana, que se refieren al sacrificio del soma, y quizás también de la bebida con la que se emborrachó Odino en casa de Gunnlodh, Hawamal 12 Simrock (Edd. Sám. 12 b. Cito según la Mitología de Grimm 1086). ¡Pero quién se informará tan minuciosamente! Wilamowitz alude aquí a la Dionisíaca del poeta griego del siglo v Nonnios [N. del t.]. Wilamowitz cita aquí a Creuzer (1771-1858), famoso intérprete de las mitologías de la anti güedad en su obra la Simbólica [N. del t.]. Taletas de Gortina era un músico que vivió en Esparta en el siglo vil a. C. [N. del t.]. ** Schol. Pind. Pyth. XII; [Pliit.] de mus. 7. En los primeros juegos píticos venció Sacada. Cff. Paus. X 7; Plut, loc.cit. Hesych. s.v. S a x á S lov .
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terion espartano como al peano"*^. Se llega a un punto en el que el hiporquema báqui co rechaza la flauta"^^ y llama a su danza dórica, y en el que el mismo Ditirambo, bajo el aspecto de sátiro, puede llevar la cítara'’®.Y ftente a esto, el señor Nietzsche dice que sólo la tragedia es «el fruto de la reconciliación de las dos divinidades opuestas», y que en la lírica, por el contrario, sólo gobierna Dioniso, es decir, la música; de ma nera que para el señor Nietzsche la música instrumental ejerce su influjo hasta en la lengua de la lírica dórica (p. 357). En fin, difícilmente se puede sostener que en un tiempo tan remoto (siglos vi y v) «las enfermedades colectivas de los encantamientos dionisíacos» se extendiesen más tarde a toda la población, poseída por un delirio de mente"*^. Desconozco que en esa época se dieran tales enfermedades. Pero incluso el canto coral puramente dionisíaco, el ditirambo, no está de ninguna manera en neta contraposición con las otras formas de poesía coral, dentro de lo que se designa como el período floreciente de la lírica griega. Si el elemento mímico es también particu larmente importante en el ditirambo y ha dado lugar al nacimiento del drama^°, este elemento tampoco lo excluyen de hecho las otras formas, y por lo tanto no son nin guna «intensificación del cantor solista apolíneo» (piénsese sólo en los coribantiastes, cariátides y los danzadores de la pírrica^’) y el ditirambo tampoco ha sido cantado siempre, como parece creer el señor Nietzsche, por un coro de sátiros^^. El que haya leído los fragmentos, especialmente Píndaro 53, no hablará sin ton ni son. Si después, en Filóxeno, nos aparece bajo el mismo nombre un género de poesía completamente diferente, la explicación no es tan difícil. Nos faltan precisamente todos los términos intermedios. ¡Cuántos centenares da poemas eran necesarios para los coros cílicos tan dilectos, y qué pequeña era la parte que se conservaba! A nosotros nos ha llegado sólo una millonésima parte, una brizna, y por casualidad, porque los gramáticos, y en general toda la época posterior^^ descuidaron completamente la producción poética anterior a la mélica clásica. Hay que añadir que la forma musical que permaneció constante en Grecia fue deudora, en cuanto a su origen y conservación, de los grandes poetas ditirámbicos. Y la importancia de las innovaciones se produce ya a partir de la intensidad de la polémica y de la admiración, pero sobre todo a partir del éxito en el campo musical^'’. Nosotros no estamos en condiciones de juzgar esta producción; querer hacerlo es una ligereza. ¡Cuán grande es la ligereza de denigrar un género que no se conoce! Y para el señor Nietzsche esta música es «o música excitante o música evocadora, lo que equivale a decir; o un estimulante de los nervios embotados o gas tados o pintura musical». Es indudable que su ignorancia —^y no digamos más— le permitió afirmar (p. 423) que «la tragedia ha llevado a la música a su perfección». Archiloch. 78. Pratina. 1. « Welcker A. D. I I I 125. Por ejemplo Plut. Antón. 24; Philostr. vit Apoll. Iv.2.21 ‘Dion. H al Arch. V II72. “ Sobre esto ya nos ha informado suficientemente Aristóteles, y cuando nosotros somos ins truidos a medias, como sobre las manifestaciones que preparan la comedia, se confirma su juicio. Los otros usos en el campo del espectáculo, especialmente en el del culto, se encuentran, como ya se sabe, en Lobeck, por ejemplo 174 ss., que no quiero copiar. Lapirrica es una danza guerrera, que se bailaba al son de la flauta, inventada por Pírrico, uno de los curetes de Zeus, hijos de la Tierra, confundidos a veces con los coribantes [N- del t.j. Ni siquiera originalmente. De modo claro y convincente lo dice Filocoro en Athen. XIV 628. A. Una excepción es Filodemo, que extrañamente lo cita a menudo. Todavía en el siglo ii a. C. se siguen los cantos de Timoteo y Políido. Cfr. I.G. 3053.
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cuando en realidad ningún poeta trágico ha tenido como campo principal la música, como es el caso de Frinico y Timoteo^^ ¿Cómo puede decir él (p. 392) que «la tragedia ha absorbido en sí todos los géneros artísticos precedentes», mientras que en Atenas, además del ditirambo, floreció también la elegía, y el yambo fue subsumido por la comedia^^? Si las cosas están así con los progenitores que generaron la tragedia «en una unión misteriosa», «que ha alcanzado la gloria dando al mundo una criatura que es a la vez Antígona y Casandra»^^ (p. 344), puede parecer superfluo controlar cada detail que se nos ha comunicado sobre el acto del nacimiento. Sólo quere mos echar un par de ojeadas sobre algunas particularidades, puesto que aquí está el único punto en donde se hace un intento débil de fundamentación histórica y filológica. Por eso se puede esperar que los presupuestos sean ya algo más que problemáticos. Allí se habla continuamente de un «ditirambo trágico». Tengo que confesar que yo no conozco este género literario. ¿No será un pariente de la di funta tragedia lírica? Como soporte esencial se asume el hecho de que haya exis tido alguna vez una tragedia sin autores, quizás antes de Tespis. Mejor dicho, una tragedia que trataba sólo del T rá & y ) t o u Aiovúaou, quizás antes de Tespis^^ ¿Qué tiene que ver la explicación del drama esquileo con semejantes alucinacio nes sobre la supuesta condición de un supuesto antecedente en una supuesta épo ca? Y ¿cómo concuerda la tesis de una drama sin autores con la afirmación tan fehaciente de que el coro de Esquilo estuviese compuesto únicamente «de seres bajos y serviles» (p. 367)? Sí, esto cuadra bien, pero con la «alegría de la contra dicción primordial». Se ve que el señor Nietzsche tampoco conoce la tragedia. El coro esquileo, por consiguiente, ha sido hasta hoy para nosotros un enigma, por que estaba constituido únicamente «de seres bajos y serviles». ¿Y qué son enton ces Las Euménides, Las Suplicantes, Las Danaides, Las Forquideas, en donde el coro es el protagonista? Y aún más: «es tan irrefutable el hecho de que durante mucho tiempo el único héroe presente sobre la escena fuese Dioniso, como afir mar que nunca, hasta Eurípides, dejó Dioniso de ser el héroe trágico» (p. 374). El señor Nietzsche ha anunciado como tema del seminario de este verano el comen tario de las Coéforas: ¿Acaso las ha leído alguna vez? Pues ¿quién es en Las Su-* pilcantes, en Las Euménides, en Los Persas, o en Ayax, Electra, y Filoctetes el avatara^^ trágico de Dioniso Zagreo? Éstos son los conocimientos previos y los presupuestos que han permitido al señor Nietzsche «una visión tan nueva y pro funda» de la esencia de la tragedia antigua. Por eso, naturalmente, se llega a una concepción del coro semejante, y tendríamos que extrañarnos de que no sea toda-, Se podría pensar en Frinico, que era maestro de la orquesta; cff. el epígrafe, por lo demás apó crifo, en Plut. Q u a e s t.C o n v .V lll 9. El hecho de que el cómico Hermipo haya escrito también yambos, no hace más que confirmar esta opinión de Aristóteles. Quien me explique estas últimas palabras, a las que cuadra el dicho de Mefistófeles [F a u sto , w . 2342 ss.] acerca del acertijo de las brujas, recibirá una recompensa adecuada. D a v u s su m n o O e d ip u s .
Si es más que verosímil que no se conservó ninguna tragedia de Tespis, es dudoso que los tí tulos que tenemos en Suda sean auténticos. En todo caso, habría que excluir entonces la posibilidad de saber qué contenido y qué forma tuvieron. Y por lo que respecta a la tragedia antes de Tespis, es suficiente para el que no sea filólogo del ftituro la D is s e r ta tio n u p o n th e E p is tle s o f P h a la r is [Obra de Richard Bentley (1699). N. del t.]. El a v a la ra es la transformación y personificación en la doctrina del brahamanismo [N. del t.j.
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vía más abstrusa, si en el fondo no fuese igual que la de Schlegel^°. El coro es «la visión de la masa dionisíaca, como a su vez el mundo de la escena es una visión del coro satírico». ¡Espléndido, ingenioso, original! Pero más ingenioso, original y espléndido es este parangón: «la forma del teatro griego recuerda un solitario valle de montaña; la arquitectura de la escena aparece como una resplandeciente nube que las bacantes que vagan por la montaña divisan desde la cumbre» [por lo tanto, hay una correspondencia entre ellas y los espectadores que están sentados en el teatro]. Esto debe ser también un poderoso reflejo de la contradicción pri mordial: hacer que las nubes resplandezcan en el valle. Pero el broche de oro de toda esta parte es el papel que Juega el coro satírico, al que, sigilosamente, se le equipara con el coro en general. ¿Y por qué no? Si Jeijes es Dioniso, ¿por qué el consejo de la corona no puede estar compuesto de sátiros? Una vez más el sátiro ouTiSavó<; x a l áfjLY^^^avóspyoí;^’ ha hechizado al señor Nietzsche. Primero le proporciona un par de patas de macho cabrío, ahora «ante él, ante el ser natural que vive inextinguiblemente por detrás de toda cultura, el hombre culto [¿tam bién el señor Nietzsche?] se reduce a una caricatura mentirosa» (p. 362). El sáti ro es el hombre del bosque, pero no es ningún simio^^; es el hombre primitivo, pero incapaz de cultura. El es, además, «el visionario entusiasta, el heraldo cuya sabiduría la extrae del seno profundo de la naturaleza». Cuando el coro satírico entra
(Sat);áp.evo<; axÚTivov xa&cLfjLSvov ¿pu^póv áxpou TTa^u Tolc; TuaLSLoi<; ív ’
YéX(o^,^^
he aquí que el falo no es un falo: no, «los signos florecientes y grandiosos de la natu raleza», es decir, los griegos, los niños eternos, tampoco se ríen de las obscenidades grotescas. No, «el griego está acostumbrado a considerar con un estupor reverencial la omnipotencia sexual de-la naturaleza»®^. Ohe jam satis est. Pasemos ahora a una imagen más seria, a la «muerte» de la tragedia a manos de Eurípides. El señor Nietzsche le amenaza de este modo (p. 376): «Qué querías tú, sacri lego Eurípides, cuando intentabas obligar una vez más a este moribundo a que te rindie ra servidumbre? [¡Vamos por partes! El lector llegará antes o después a la p. 408, donde El señor Nietzsche tiene la vaga sospecha de que en el fondo es lo mismo que se vea en el coro al espectador idealizado o que «no se distinga propiamente entre el público y el coro» (p. 82), aunque A. W. Schlegel haya sido censurado ásperamente en la p. 74. Pero ¿dónde está entonces «el carácter enigmático que tiene la orquesta hasta los tiempos del señor Nietzsche»? «Cobarde e incapaz» [N. del t,]. ^ ¿Quizás el señor Nietzsche quiere protestar aquí contra el darwinismo? (¿Por qué esta visión del mundo no debería hacerse pasar antes o después con igual derecho por la doctrina de los miste rios?) De otro modo no se comprende por qué motivo él tiene que notificarnos aquí que no cree en las ingenuidades evemeríticas [felices] de Pausanias. Cfr. Aristófanes, Las Nubes, v. 538: «Llevando abrochado delante una prenda de cuero curti do, rojo por la punta, grueso y a propósito para hacer reír a los niños». Aristófanes describe aquí burlescamente el falo [N. del t.]. Tengo completamente derecho, frente al señor Nietzsche, a que se me perdone cuando utilice palabras de la comedia para describir las costumbres de los sátiros. Según él (p. 379) «el semidiós y el sátiro ebrio han establecido el lenguaje de la comedia». ¡Una de las pocas veces en que él mencio na esta hermana gemela de la tragedia, con palabras verdaderamente de oro! Para descubrir la extra vagancia de la idiosincrasia nietzscheana, cualquiera podría partir de la comedía, aplicando a ella las enseñanzas proporcionadas por la tragedia.
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escuchará que Sófocles ya ha uncido al yugo el mito trágico]. Él murió entre tus manos violentas: y ahora tú necesitabas un mito imitado y simulado. [...] de igual manera se te murió el genio de la música... y puesto que tú habías abandonado a Dioniso, Apolo te abandonó a ti [...] También tus héroes, también tus héroes tienen solamente unas pasio nes imitadas y simuladas, y pronuncian solamente discursos imitados y simulados. ‘ [Pero una vez más, diez páginas después se dice que las pasiones de los mismos perso najes son reales y naturales]. Al final (p. 384), el mismo Eurípides es una máscara. Por su boca habla el nuevo dios, Sócrates. En la vieja y trivial fábula de las relaciones entre estos dos hombres el señor Nietzsche cree haber encontrado la solución para aquello que la poesía, y aun más la persona de Eurípides, ofrecen a nuestro juicio tan enigmáti camente. El verdadero motivo por el cual el señor Nietzsche vincula a los dos hombres está en el ardiente odio que le embarga contra ellos. En cuanto a los medios para desen cadenar su odio es tan poco tímido, que no encuentra un límite. Es cierto que Eurípides, el poeta más apreciado y querido para la Antigüedad después de Homero, debió perder gran parte de su fama, en parte con razón y en parte porque a los ojos de hoy sus errores son bastante más evidentes que sus méritos. Sobre él se han vertido duros juicios, espe cialmente después de A. W. Schlegel, pero ¿con qué cara puede el señor Nietzsche sos tener que Eurípides «haya sido convertido en un dragón por todos los jueces del arte»? ¿No son jueces del arte Aristóteles y Quintiliano, Lessing, Goethe y Tieck? Para el se ñor Nietzsche ése es un comportamiento todavía demasiado suave. Sus armas, sin em bargo, son deformaciones intencionales, como la que acabamos de citar; pero el éxito puede enseñar cuando hieren. ¿Acaso no es una deformación intencional, cuando se dice de Eurípides que había puesto sus esperanzas en la «mediocridad burguesa», mien tras que las palabras del poeta suenan así:
xpcwv Sé (jLOLpwv
r¡ ’v (Jiéao)
tcóXlv?^^
Si alguien quisiera auparse sobre Filemón para ver a Eurípides, el áXyj^eíataiv ol Te9vY)xÓTe^ ata&Yjacv la traducción entonces sería ar tificialmente ambigua: «si el difunto conservase todavía el ingenio». ¿He utiliza do una palabra demasiado dura? Pero volvamos a la máscara de Sócrates. Esa conexión entre los dos hombres se ha establecido sobre un par de versos de los cómicos, que no prueban absolutamente nada^^, dentro de una tradición que se sostiene sólo sobre anécdotas, que, privadas de todo valor para cualquiera a ex cepción del historiador literario de las habladurías, han recubierto completamen te el terreno de la tradición de las relaciones personales en la Antigüedad; en de finitiva, se sostiene sobre la invención pueril de un dicho oracular^® —no hay que Eurípides. S u ppL 244, [«de las tres clases, la clase media salva la ciudad»] para comparar, cfr. Era loable y natural, y por lo demás de ningún modo típicamente euripídeo, confiar en la capaz burguesía, clase media entre la democracia de plaza y la nobleza siempre dispuesta a traicionar. Además, L a s S u p lic a n te s pertenecen a un período en el que el poeta austero y sombrío se había hecho transportar por la genialidad del «joven león» — para ser amargamente engañado, como toda Grecia. La relación entre los dos, muy fructífera para Eurípides, debería ser investigada con mayor precisión. «Si los muertos tuviesen verdaderamente vida sensitiva», Filemón, Frag. 40. Aristófanes. L a s N u b e s I, T eléclid es, K a llia s , en la interpolación de D io g . L a e rc. 11.18. ¿O hay que creer que el Apolo délfico hablase en el siglo v en yambos, con un anapesto en segundo lugar y con la forma de SocpoxXYj^? Por lo demás, de momento no puedo indicar si el orá culo se encuentra en otra parte que no sea el escolio a h A p o lo g ía platónica. El señor N. es singular
P o eh n . 5 3 5 ss.
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extrañarse de que, por lo que yo sé, nadie se haya tomado la molestia de refutar expresamente esta conexión. Era algo natural unir al dramaturgo sofístico con el gran sofista^’. Para el mundo posterior era obvio poner en una relación personal a las dos figuras más populares de aquella época, o bien porque pertenecían a una misma ciudad, o incluso porque a ellos les pareció la tradición de los cómicos una prueba. Pero descubrir el error no es menos fácil. Sócrates tenía catorce años cuando Eurípides escenificó su primera obra, y los fragmentos de las Peliades muestran al menos que el estilo de Eurípides entonces era afín al de Medea, como lo es el de Medea al de los Fenicios, La importancia de Sócrates antes de la muer te de P endes es indemostrable^®; las creaciones más profundas y significativas de Eurípides, Medea e Hipólito, Bolo y Belerofonte, Ino y Telefo, son anteriores. De hecho se puede establecer que el descuido en la versificación, que se observa des de hace tiempo, se extendió a toda la construcción e incluso al planteamiento del tema. Además, en el caso de que hubiese algo en la relación entre los dos o en el oráculo, los escritores socráticos deberían estar informados de ello. Por el contra rio, tanto Platón como Jenofonte ignoran casi a Eurípides o sólo hablan de él en los términos corrientes. Tampoco podía despertar mucho interés el dócil alumno de los sofistas en su más acendrado enemigo, ni el melancólico y resignado poe ta en el Homero de la filosofía^^ Pero el punto principal de la cuestión es, si de berían encontrarse influjos socráticos en la visión euripídea de la vida, lo mismo que se han encontrado para las doctrinas de Anaxágoras y Protágoras, y cómo se pueden observar también reminiscencias de la lectura en el primer recopilador de libros^^. Pero para él no es así. El señor Nietzsche sostiene audazmente que Eurí pides se declara partidario del principio socrático: la virtud es ciencia. Se ve que el señor Nietzsche no conoce a Eurípides. Es cierto que éste, como Protágoras, propone una vez como axioma que la virtud puede ser enseñada^^ pero la canti dad de expresiones en sentido contrario y una concepción más digna del poeta trágico garantizan que él admitía .una índole natural, inmutable en su esencia, que todo hombre lleva consigo firmemente marcada en el mundo'^'*; y a partir de las colisiones de esta índole, que se puede llamar predestinación personal del carác ter, se desarrollan necesariamente las acciones trágicas. Esto explica por sí mis mo que para él las aspiraciones y equivocaciones de la humanidad, sus errores y arrepentimientos, aparecieran como algo sin esperanza y sin consuelo. Por lo que mente poco afortunado con los oráculos. Según él la «naturaleza apolínea» de Arquíloco debería convalidarla un dicho délfico, aquél contra su asesino. Si se miran los pasos que Wyttenbach ha re cogido en el comentario a Plut. de sera num. vind., p. 81, salta a la vista que la invención es reciente; además en Enomao el nombre del asesino es distinto al de los otros autores. Como hace, por ejemplo, Aristófanes en Las Nubes II 1367, sin que se establezca un conoci miento personal entre los dos. No prueba nada, el que ciertos diálogos de Platón, como el Protágoras, sean anteriores. Generalmente Platón habla de él con frialdad como de un gran trágico, por ejemplo en el Pe dro 268c. En la Rep. VIII. 568A, le concede una vez la especial orocpla exactamente como el juicio general que expresa Dioniso en Las Ranas (1413). Así, por ejemplo, Aiitólico 34, seguramente no se escribió sin el influjo de Jenófanes 2. H e lA 6 \l se refiere al dicho conocido de Epicarmo; el antiguo autor del n zp i x Xottíov también tie ne alguna cosa correcta en el libro sexto de los Stromatos de Clemente, y la lista se puede incremen tar fácilmente. [Eurípides fue uno de los primeros atenienses que tuvo una biblioteca privada.] Supl 917 Eletr. 367, en donde son interpolados lugares paralelos, Hec. 596, Hipp. 961, Poen. 807 ñag, 1050,1053.
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respecta al planteamiento socrático, Eurípides afirma exactamente lo contrario. Después de mucho cavilar, Fedra dice que la miseria de este mundo parece venir del hecho de que se conoce lo que es justo pero no se hace^^; en términos pareci dos se expresa el cristiano cuando afirma que «el espíritu está pronto pero la car ne es débil». Se podría decir también que esta armonía turbada entre el querer y el obrar fiie la que él llevó a escena en sus figuras, figuras demasiado auténticas, o bien porque quisieran traspasar todo límite cuando explotan las pasiones del amor o del odio, para reconocer finalmente la inutilidad o perecer en ella, o bien porque quisieran ellas afrontar la lucha desesperada y mortal del individuo contra la leyes fundamentales de la naturaleza y de las costumbres, especialmente en la relación mutua de los seres entre sí. El que quiera seguir adelante, podría sentirse tentado a reconocer en la falta de armonía entre querer y obrar el verdadero nú cleo, pero también el gusano dentro de él, de toda la naturaleza poética del mismo Eurípides, frente a la majestad esquilea, que está más allá de todo lo que el poeta ha querido y sabido, y frente a la amabilidad de Sófocles, siempre serena, siem pre armónica consigo mismo y con el mundo entero. — Pero no quiero hacer comprensible a Eurípides, sólo quiero mostrar que el señor Nietzsche ni lo en tiende, ni se molesta en comprenderlo. Esto es más fácil. A Penteo le llama «el adversario más inteligente» de Dioniso. Tenía que haber leído con atención p.Y)S’
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cppovelv Sóxei.
El pensamiento fundamental de Eurípides seria: «para que algo sea bello, ha de ser consciente», mientras que él, como se deduce de todo lo que se ha dicho, reco noce también bastante a menudo acciones conscientemente malas, que Sócrates, como se sabe, no admite’’. Eurípides habría dado muerte al mito, mientras que él, como ningún otro, fyó la forma del mito para la época posterior, de tal manera que toda una serie de los mitos más conocidos y llamativos ha entrado con él por primera vez en la literatura y en la conciencia general del pueblo’®. Sus esfuerzos tienen que haberse orientado hacia la justicia poética, mientras que para él el pre dominio de la injusticia es un rasgo característico de este mundo y de su flaqueza: jCon cuánto sarcasmo manifiestan esta injusticia Medea, los Heraclidas, Andrómaca, las Fenicias\ El señor Nietzsche lo confronta con el drama sofócleo, en concre to con el Edipo en Colono que se escenificó cuatro años después de su muerte. Se habla de la audacia con la que él desdeñó en Las Bacantes al público que él mismo había educado: una obra que él escribió en y para Macedonia. Al final de su vida el público se habría arrojado a sus pies y luego, sin interrupción, se dice que Sófocles hasta el final de su vida, incluso mucho después, había disfrutado del favor popular y que sobrevivió a Eurípides. ¡Ya estoy cansado de corregir el ejercicio del señor Nietzsche! T y]v p.év y áp e^avTXoupLev r¡ S‘s7r6iapéec’^ Y aunque tuviese mil lenguas y mil bocas no terminaría nunca, si quisiese seguirle a través de sus sende Hipp. 374. Chtysipp. 838 y lo que le pertenece probablemente del fragm. 912. B a ch ,3 11 [«Si tú piensas, pero tu pensamiento es dudoso, no creas que piensas algo»]. Cfr. también 324, 332, 359, 480, 1302. Una sentencia que espero que siga siendo todavía verdad. ’’ Por ejemplo M ed 274. Iph. ÁuL 924 etc. Protesilao, Estenebea, Belerofontes, Eolo, Fedra, Heracles, Mérope, Ifigenia, Auge, Antíope, etc. ’’ «Sacamos el agua por una parte, y entra por otra» [N. del t.].
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ros laberínticos, o mejor, (JLupfjii^xwv áTpa7roX<;®°. Ahí está Sócrates, el «lógico despótico», con el «gran ojo ciclópeo»; ahí está Platón «el típico joven helénico», «el inventor de la novela». ¡Los predicados hablan por sí mismos! Puesto que él odia tan ferozmente a Sócrates a causa de su antimisticismo, da a los atenienses con la máxima seriedad —y esto es demasiado ameno como para que yo no tuviese que mencionarlo— el último consejo sobre qué es lo que habrían tenido que hacer con Sócrates: «habría que haberlo arrojado más allá de las fronteras, como a algo com pletamente enigmático, inclasificable e inexplicable» (p. 390). Pero Sócrates era demasiado astuto y supo implantar tan hábilmente las cosas que ellos le condena ron a muerte. De esta manera se convirtió en «el nuevo ideal de la juventud griega». También aquí me abstengo de cualquier juicio. Según mi punto de vista, a quien le ha sido negado «mirar con satisfacción en los abismos dionisíacos», no consigue descubrir aquí «una sabiduría excesivamente desarrollada por superfetación»; es una tarea de Ocno corregir sin posibilidad de entenderse®^ Así pues, quiero dejar que el señor Nietzsche violente tranquilamente a Menandro: basta con echar una ojeada a los «trágicos prometeicos» y con eso es suficiente. La manera que tiene el señor Nietzsche de tratar a Sófocles es de lo más divertida. Es cierto que no se atreve a condenarlo, y le sirve de poco, pero tampoco esto sabe ocultarlo. Tan sólo se admite una vez, que Sófocles haya dado el primer paso hacia la aniquilación del coro (p. 393). Después, hay que servirse del ya conocido arte de ca llar®^, por ejemplo, cuando los rasgos característicos de Odiseo en Eurípides son du ramente criticados y aquellos que son mucho más reprobables, como los que apare cen en Filoctetes, son ignorados. Pero el punto culminante de la interpretación de Sófocles es la concepción de Edipo. Sófocles lo habría comprendido como el hombre noble y por encima de los sabios, que perece precisamente por un- exceso de sabidu ría. ó [jLYjSév elSíog OlSí.Tiou(;, al que Teresias reprocha aú x a l Sé8opxa(; xoú pXéneLc; tv ’ el xaxou®^! Sí, Edipo se cree sabio, pero precisamente en esto se pone de manifiesto el defecto de nuestra naturaleza: en que es justamente esta ilusión lo que le derrumba. Su conciencia le abate, y por eso predica en Colono áv t ¿) (xa&clv evecjTcv TjuXápeca t w v 7roí,ou(jiévcov®^ Puesto que él se presenta ó Ttatrc. xXetvó^; OIS lttou^ xaXoú[JLevo<;®^ cae irresistiblemente libre en una red sin voluntad: puesto que los sufrimientos, el tiempo x a l xó yevvoI ov xpÍTOv CTTépyetv StSáaxet®^, él es pobre y sumamente rico, exiliado y sumamente digno, despreciado y sumamente amado. Si el mito hablase de «sabiduría dionisíaca», si en el enigma de la esfinge él «Senderos de hormigas». Aristófanes, Tesmofort. v. 100 [N. del t.]. Figura alegórica de la mitología griega, uno de los condenados del Hades, como Sísifo, que se pasaba el tiempo trenzando una soga que su burra iba devorando. Simboliza, quizás, el esfuerzo sin éxito [N. del t.]. El mismo arte barato lo ha practicado el señor Nietzsche.con Aristóteles en el mismo pasaje, porque éste aprecia justamente el tratamiento sofócleo del coro {Poet. 1456-1457). Pero por regla general, la polémica contra Aristóteles está latente. «Los amigos» deberían sentir cierta desconfian za, si se percatasen de la oposición entre su mistagogo y el filósofo cuya Poética tenía para un Lessing la fuerza probatoria de los teoremas de Euclides. Quien siga encontrando un motivo de edifica ción y consuelo en el señor Nietzsche, le aconsejo que siga los saltos que hace con la catarsis. «Edipo, el que lo ignora todo»..., el adivino Piresias le reprocha: «¡Tu tienes ojos pero no ves a qué desgracia has llegado!». Edipo Rey, w . 307 y 413 [N. del t.]. Edipo en Colono w . 115-116: «La prudencia de la acción consiste en aprenden) [N. del t.]. Edipo rey. v. 8: «Yo, Edipo, cuyo nombre está junto al de todos los ilustres» [N. del t.]. Edipo en Colono v. 8 «y tercero, el alma noble me enseña a soportar» [N. del t.].
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hubiese deshecho «un enigma de la naturaleza», en un mito paralelo una Cer no po dría ser matada por un tal Corebo*^. A Esquilo, sin embargo, que debe adecuarse a un canon de la tragedia «que con suela metafísicamente», sobre la que el señor Nietzsche tiene un curso, lo tiene que conocer y comprender. ¡Ah, sí! A quien no le basta la prueba ya ofrecida, eche una ojeada a la «tragedia pesimista». El carácter de Prometeo habría sido descubierto por Goethe en las palabras: «yo formo hombres a mi imagen». Prometeo, sin embargo, no los forma. Él tiene que ser «el hombre exaltado hasta lo titánico». El Prometeo esquileo, sin embargo, es un dios tan bueno como Zeus (jlcov xáSe Xeúaaetí; cpaLSi[i.’ ’AxcXXeu... l-qxoTiov oó 7reXá&ei(; ere’ ápwyáv**. Y la concepción esquilea del mundo, «para la que él (Suo aoc xottco A la jy k e xoúto))®’ encuentra el fimdamento de su pensamiento metafísico en los misterios, enseñaría que «la Moira se entroni za sobre los dioses como eterna justicia».
oux £^(o Tipoaeixáaai Ttávx’ é7iLaTa&p.cú[jLevo(; TiXrjv Atoq el to [lítolv Xpr¡ (3aXecv éTr)TÓ[juo^^°.
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Prometeo, la «máscara dionisíaca», enseña que «todo lo que existe es justo e in justo, y justificado en ambos casos» TpIr xótcoc; ouro^ ¡Esto es un mundo, esto es tu mundo! El señor Nietzsche triunfante no sospecha que ésta es una pregunta hecha por Fausto con amarga ironía^: así pues, ¿ni siquiera Goethe ha sido comprendido? ¡Oh! El mundo de los sueños le parece a él rrjXauyeí; T^póaí*)7lov^^ como «toda la divina comedia de la vida con su infierno». Realmente, este testimonio que nos ofrece para comprender a Dante grita a todo lector que trata de entenderlo: lasciate ogni speranza voi ch 'entrate^^. Y no hablemos de cómo entiende al personaje Hamlet, que, entre paréntesis, tam bién es Dioniso: en la p. 362 «el conocimiento mata el obrar, porque le repugna haber conocido la sabiduría de Sileno»; ¡en la p. 404, el lenguaje de Harimet es más super ficial que su acción! Aquí, por cierto, todo parece dislocarse; gracias a Dios, que yo no vine al mundo para ponerlo en orden. — Creo que he probado los graves reproches de ignorancia y de falta de amor a la verdad. Y sin embargo, temo que he sido injusto con el señor Nietzsche. Si él me ob^ jeta que no quiere saber nada de «historia y crítica», ni de la «llamada historia univerLa Cer, Kijp en la época clásica, es un espíritu maligno, causante de toda clase de enferme dades. Fue enviada por Apolo contra los Migdonios. Posteriormente ñie matada por Corebo, hijo de Migdón [N. del t.]. Aristófanes, Las Ranas, v. 992 y 1.264-1.265. «Esto no lo vi, fulgido Aquiles [...] ¿no recurrí al doloroso socorro?» [N. del t.]. Ibíd. 1268. «¡Dos fatigas para ti, Esquilo!» [N. del t.]. Cfr. también el fragmento de las Eliades en Nauck bajo Euforion. [«Todo, no pesando nada, sé añadirlo a aquel nombre si verdaderamente quiero sacudir el peso inútil del alma». Esquilo, Aga menón. w . 163-166. N. del t.]. ’’ Aristófanes, Las Ranas, v. 1.272: «¡Tercera fatiga. Esquilo!» [N. del t.]. También es notorio el pasaje de la Oda a la alegría, aplicado infelizmente a la nota 2. Píndaro, Olímpica VI, v. 6; «Aspecto espléndido de lejos» [N. del t.]. «Abandonad toda esperanza, vosotros los que entráis» [N. del t.].
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sal», que lo que él quiere es crear «una obra de arte dionisíaco-apolínea», «un medio de consuelo metafísico», y que sus afirmaciones no tienen la realidad común del día,sino «la realidad sublime del mundo de los sueños», entonces, si esto es así, retiro todo lo que he dicho y le ofrezco mis más sentidas disculpas. Me gustaría, entonces, tolerar su evangelio, para que mis armas no lo golpeen. Ciertamente, yo no soy nin-x gún místico, no soy un hombre trágico, y aquel evangelio podrá ser para nu «nada más que un accesorio agradable, un juego de campanillas que eche en falta, con toda razón, la seriedad de la existencia», y también de la ciencia: el sueño de un borracho o la embriaguez de un soñador. Sin embargo, insisto sobre una cosa: mantenga el se ñor Nietzsche la palabra, blanda el tirso, viaje de la India a Grecia, pero que baje de la cátedra en la que él tiene que enseñar ciencia. Que reúna tigres y panteras a sus pies, pero no a los jóvenes filólogos de Alemania, los cuales en la ascesis y en la ab negación del trabajo deben aprender a buscar ante todo la verdad, a emancipar su pro pio juicio con empeño voluntarioso, a fin de que la Antigüedad clásica les permita alcanzar la única cosa imperecedera que el favor de las Musas promete, y que en esta plenitud y pureza sólo la Antigüedad clásica puede dar, el contenido en su corazón y la forma en su espíritu.
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RICHARD WAGNERi CARTA ABIERTA A F. NIETZSCHE EN
N O R D D E U T S C H E A L L G E M E IN E Z E IT U N G
DEL 23 DE JUNIO D E 1872 A Friedrich Nietzsche Profesor Ordinario de Filología Clásica en la Universidad de Basilea. Estimado amigo: Acabo de leer el panfleto del Doctor en Filología Ulrich von Wilamowitz-Móllendorf que usted me ha enviado, y he sacado de esta «respuesta» a su Nacimiento de la tragedia desde el espíritu de la música ciertas impresiones, de las que quisiera liberar me, haciéndole algunas preguntas, quizás impropias, esperando que su respuesta su ponga un esclarecimiento tan productivo como lo fue respecto a la tragedia griega. Ante todo, quisiera que usted me aclarase un aspecto del fenómeno cultural que he observado en mí mismo. No creo que haya habido un muchacho o un adolescente más entusiasta de la Antigüedad clásica de lo que fui yo durante la época en que fre cuentaba en Dresde la Kreiizschide. Estaba cautivado, sobre todo, por la mitología e historia griegas, y por eso precisamente me dedicaba al estudio del griego, evitando en la medida de lo posible, y casi con rebeldía, el latín. No sabría decir si obré correc tamente, pero puedo remitirme al especial afecto, conquistado por mi fogoso celo, que me tenía el Dr. Silling, mi maestro preferido en la Kreuzschule —espero que esté vivo todavía—, el cual me recomendaba encarecidamente que me especializase en filología. También recuerdo, cómo más tarde mis profesores en la Nikolaischule y en la Thomasschule de Leipzig consiguieron con su actitud desarraigar completamente en mí estas aptitudes e inclinaciones. Con el tiempo me pregunté perplejo si aquellas aptitudes e inclinaciones tendrían realmente proñmdas raíces, puesto que muy pronto parecieron degenerar en aversión. Sólo en el curso de mi evolución posterior, me di cuenta, al menos gracias a una constante reanudación de aquellas inclinaciones, de que bajo una disciplina mortalmente falsa había sido reprimido algo dentro de mí. ' El título original en alemán es: Offener B rief in der Nerddeutschen Allgemeinen Zeitung vom 23. Juni 1872. An Friedrich Nietzsche ordtl Professor Philologie an der Universitát Basel. Se en cuentra recogido en Wagner, R., Gesammelte Schriften, Fritzsch, Leipzig, 1872-1883. [917]
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Tras la agitada vida que me desvinculó completamente de aquellos estudios, siguió siendo para mí un beneficio liberador sumergirme en el mundo antiguo, a pesar de la dificultad que entraña el haber olvidado casi por completo las nociones lingüísticas. Por el contrario, cuando envidiaba a Mendelssohn por su preparación filológica, no tenía más remedio que extrañarme de que aquella filología suya no ftiese un obs táculo a la hora de escribir la música para los dramas sofócleos, puesto que yo, a pesar de mi falta de preparación, tenía un mayor respeto por el espíritu del mundo clásico que el que él parecía mostrar. He conocido también a otros músicos que, teniendo una buena formación sobre el mundo griego, no han sabido qué hacer con ella cuando di rigían, componían o tocaban, mientras que yo (¡de un modo muy peculiar!) elaboraba un ideal para mi concepción del arte a partir de un mundo clásico que me resultaba tan inaccesible. Sea como fuere, nació en mí el oscuro sentimiento de que el espíritu de la Antigüedad estaba muy poco arraigado en el ámbito de nuestros profesores de lengua griega, cuando se presupone, por ejemplo, que la comprensión de la historia y cultura francesas es un complemento necesario para nuestros profesores de lengua francesa. Por el contrario, el Doctor en Filología U. W. von Móllendorff sostiene aho ra, que la ciencia filológica tiene cpmo serio cometido educar a la juventud alemana, «a fin de que la Antigüedad clásica les ofrezca aquella única cosa imperecedera que el favor de las Musas promete, y que sólo la Antigüedad clásica puede ofrecer en una plenitud y pureza semejante: el contenido en su corazón y la forma en su espíritu» Todavía completamente fascinado por esas maravillosas palabras conclusivas de su panfleto, me puse a buscar en el nuevo Reich alemán los resultados indudablemente claros de la eficacia bienhechora de esta ciencia filológica que, encerrada en sí misma, inacce sible y sin ser molestada por nadie, ha sabido guiar hasta ahora a la juventud alemana a tenor de unas máximas que nadie contesta. En primer lugar, me pareció sorprendente que todos aquellos que entre nosotros se muestran dependientes del favor de las Musas, es de cir, nuestros artistas y poetas, se las arreglen sin ningún tipo de filología. En cualquier caso, parece que el espíritu-de un conocimiento fundamental del lenguaje, que debe deri var de la filología como fundamento de todos los estudios clásicos, no se haya extendido al uso de la propia lengua alemana. Debido al auge cada vez mayor de la jerga que se di vulga no sólo en nuestros periódicos sino también en los libros de nuestros historiadores de alte y de literatura, pronto estaremos en la situación de tener que reflexionar sobre si cada palabra que escribimos pertenece verdaderamente a la cultura lingüística alemana o acaso proceda de un periódico financiero de Wisconsin. — Pues bien, si esto es grave en el campo del espíritu artístico, siempre podrá decirse que la filología no tiene nada que ver con eso, en la medida en que ella sabe que se encuentra más comprometida al servicio de las Musas de las ciencias que al de las Musas del arte. En todo caso ¿tendremos que bus car entonces su efectividad en las facultades de nuestros institutos superiores? Teólogos, juristas y médicos afirman que no tienen nada que ver con la filología. Por lo tanto, ¿son únicamente los propios filólogos los que se instruyen recíproca y presumiblemente con el único objeto de adiestrar a su vez únicamente a filólogos, es decir, a profesores de ense ñanza media y de universidad, los cuales tendrán que formar luego a otros profesores de escuela media y de universidad? Lo puedo entender. Se trata de conservar la pureza de la ciencia y de que el estado la respete de tal manera que siempre sienta el deber moral de proporcionar pingües salarios a los profesores de filología, etc. ¡Pero no! El Doctor en Filología U. W. V. M. afirma expresamente que se trata de preparar con toda clase de ejer cicios «ascéticos» a la juventud alemana para «esa única cosa imperecedera» que prome te «el favor de las Musas». Por lo tanto, ¿tiene que encontrarse en la filología la tendencia
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a una educación superior, es decir, realmente productiva? ¡Creo que es algo muy proba ble! Sólo que esta tendencia parece ser víctima de una descomposición general a través de un extraño proceso, en el cual se encuentra implicada su disciplina. Es cierto que la filo logía actual no ejerce ningún influjo sobre la situación general de la educación alemana; mientras que las facultades de teología nos proporcionan párrocos y consejeros consisto riales, las de derecho jueces y abogados y las de medicina médicos, todos ellos ciudada nos útiles y prácticos, la filología no nos proporciona más que filólogos, los cuales sólo son útiles para ellos mismos. Como se puede apreciar, ni siquiera los brahmanes de la India tenían tan alto ran go; por eso, se puede esperar de ellos de vez en cuando una palabra divina. Y de ver dad que la esperamos; esperamos que alguna vez salga de este maravilloso campo un hombre que nos diga, sin un lenguaje erudito y sin horrendas citas, qué es lo que di visan los iniciados bajo el velo de sus investigaciones, tan incomprensibles a nosotros profanos, y si vale la pena mantener una casta tan valiosa. Eso tendría que ser algo justo, grande y, ademásr-formativo, y no este elegante sonido de cascabeles con el que a veces somos despachados en las gratas lecciones ante una audiencia «mixta». Pero lo grande y justo que nosotros esperamos parece, sin embargo, muy difícil de ser ex presado: aquí debe dominar, ciertamente, un temor especial, casi inquietante, como si se asustasen de tener que admitir que, una vez que viese la luz del día el contenido de todo este aparato, sin todos los misteriosos atributos de la importancia filológica, sin citas, ni notas, y sin los pertinentes cumplidos recíprocos de los grandes y pequeños colegas, tendría que ponerse al descubierto una miseria desoladora de toda la ciencia, miseria que se ha convertido en su propiedad específica. Puedo imaginarme que quien se embarque en esta empresa no le quede otra cosa que salirse significativa mente de la especialidad puramente filológica, para buscar el aliento de su contenido estéril en las fuentes del conocimiento humano, que hasta ahora esperaron en vano que fuesen fecundadas por la filología. Pero supongo que el filólogo que se decidiese a esta acción, vendría a encontrarse probablemente en la situación en la que se encuentra Usted, estimado amigo, después de haber tomado la decisión de publicar su profundo ensayo sobre el origen de la tra gedia. A la primera ojeada nos dimos cuenta de que nosotros tratábamos con un filó logo que nos hablaba a nosotros y no a los filólogos; por este motivo se nos abrió de repente nuestro corazón y recobramos el ánimo que habíamos perdido completamen te, después de la lectura de los ensayos al uso, ricos en citas y moralmente pobres de contenido, por ejemplo, sobre Homero, los trágicos, etc. Esta vez teníamos un texto, pero sin notas; volvemos los ojos desde lo alto del monte a la vasta llanura sin ser molestados por la risa de los campesinos en la cantina que está debajo de nosotros. Pero parece que, finalmente, no se nos puede regalar nada: la filología sostiene que Usted está en su terreno, que de hecho no es un emancipado, sino sólo un renegado, y que ni Usted ni nosotros nos vamos a librar de la paliza. Se ha desencadenado, efec tivamente, la granizada: un doctor en Filología ha optado por la tormenta filológica pertinente. Pero ahora vivimos en la estación en que estos temporales pasan pronto: mientras se desencadenan, la gente razonable se encuentra tranquila en casa; evita mos al toro que se ha escapado y consideramos absurdo, con Sócrates, devolver con un puntapié la coz del asno. Pero para aquellos que como yo han sido sólo espectado res de este acontecimiento, queda algo por explicar, ya que no hemos llegado a com prender todo lo que allí se dice.
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Por eso, también yo quisiera plantearle algunas preguntas. Nosotros no creemos que la vida sea tan vulgar «al servicio de las Musas» y que su «favor» produzca una incultura como la que hemos tenido que observar en alguien que posee «aquello que es únicamente imperecedero». Un enseñante de lenguas clásicas, que en la misma frase pone un «meinthalben» y luego un «meinthalb»^, nos parece casi como un ber linés holgazán de los viejos tiempos que pasaba tambaleándose de la cerveza al aguardiente: ¡esto es exactamente lo que nos brinda el Doctor en Filología U. W. v. M. en las páginas de su panfleto! Ahora bien, los que como nosotros no entienden nada de filología, evitan respetuosamente las aseveraciones de este señor, cuando se sos tienen sobre impresionantes citas sacadas del Archivo de Documentos de la Corpora ción; pero no puedo, no, abrigar serias dudas, no tanto sobre la falta de comprensión de su escrito por parte de ese erudito, sino sobre su mediocre capacidad para com prender las cosas más evidentes cuando, por ejemplo, entiende el sentido de la cita de Goethe, «¡Éste es tu mundo!, es decir, ¡un mundo!», como si Usted diese a estas pa labras un sentido optimista, y por eso se cree en el deber de explicarle a Usted (indig nándose de que ¡Usted ni siquiera sepa comprender a Goethe!) que «ésta es una pre gunta hecha por Fausto con una ironía amarga». ¿Cómo hay que llamar a esto? Una pregunta a la que quizás es difícil responder de una forma pública y literaria. Por lo que a mí respecta, yo también tuve una experiencia semejante que me dolió profimdamente. Usted sabe con qué seriedad me apasioné hace unos años en mi en sayo sobre Arte y política alemana por los estudios clásicos y cómo me creí en el de ber de prever un cambio siempre peor de nuestra educación nacional, a partir de la desidia creciente que tenían por la misma nuestros artistas y literatos. ¿De qué sirve afanarse tanto en el campo de la filología? Una vez tomé del estudio de J. Grimm la palabra «Hailavac», del alemnán antiguo, y la transformé, para hacerla más útil a mis propios intereses, en «Weiwaga» (una forma que todavía se reconoce hoy en «Weikwasser»\ pasé a las raíces afines «wogen» y «wiegen» y, finalmente, a «welle» y «waller» y formé, por analogía de la «eia popeia» de las canciones de cuna, una melodía ra dical silábica para mis ondinas. ¿Qué pasó? Pues que se rieron de mí todos aquellos granujas de periodistas, incluso el «Augsburger Allgemeine»^ y ahora un Doctor en Filología funda su desprecio por mi «así llamada poesía» en esta, para él proverbial, «wigala weia» (así lo cita). Y todo esto tiene lugar con la ortografía arcaica alema na de su panfleto; mientras que, por otra parte, ¡ninguna de las creaciones teatrales de nuestros literatos de moda son lo bastante insulsas y superficiales como para que, por ejemplo, no sean tomadas (como lo he visto recientemente) por admirables conclusiones de la antigua poesía popular por filólogos intérpretes del mito de los Nibelungos! Verdaderamente, amigo mío. Usted nos debe alguna explicación sobre eso. A los que yo llamo «nosotros», son gente atenazada por una negra preocupación por la^?'mación alemana. Y la preocupación se hace más grave debido a la óptima reputación de la que gozan estos estudios entre los extranjeros, los cuales han conocido tarde los restos del florecimiento de una época; además, esta reputación ejerce sobre nosotros tal influjo que nos narcotiza y nos impele a damos incienso recíprocamente. No cabe duda de que cada pueblo tiene en sí mismo un germen de estupidez. Vemos en los franceses cómo el ajenjo lleva ahora allí a término, lo que la Academia ha ordenado, ^ Meinthalben, es la forma arcaica del actual meinethalben («por mí...»). Wagner pone de relie ve aquí también la otra forma del lenguaje vulgar, meinthalb [N. del t.].
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es decir, se ríen como niños tontos de todo lo que no se comprende y, por esa razón, es eliminado por la Academia de la cultura nacional. Nuestra filología no ha llegado todavía, es cierto, a tener el poder que tiene la Academia, y nuestra cerveza no es del mismo modo peligrosa como el ajenjo; sin embargo, se pueden añadir otras cualida des de los alemanes que, como la envidia y la correspondiente voluntad maliciosa de difamar, unida a una falsedad tanto más dañina en cuanto que se presenta desde tiem pos antiguos bajo el aspecto de probidad, son de una naturaleza tan preocupante que podrían sustituir sin dificultad a los venenos que no tenemos. ¿En qué situación se encuentran nuestros institutos alemanes de enseñanza? Dirigimos la pregimta a Usted, que siendo tan joven ha sido preferido antes que otros por un excelente maestro de filología y ha sido llamado a ocupar una cátedra; y en ésta ha conseguido rápidamente una confianza tan importante, que Usted se ha atrevido a salir con firmeza encomiable de un contexto viciado, con el fin de señalar con mano creadora sus defectos. Le damos tiempo para que Usted responda. Que nada le apremie, y menos que nadie ese Doctor filólogo que le ha invitado a Usted a bajar de la cátedra, cosa que Usted ciertamente no haría ni siquiera por complacer a este señor, puesto que es pre visible que él no sería elegido para sucederle a Usted. Lo que esperamos de Usted sólo puede ser tarea de toda una vida, de la vida de un hombre del que tenemos extre ma necesidad: ese hombre que Usted promete ser para todos aquellos que, desde la fuente más noble del espíritu alemán, desde la profunda e íntima seriedad en todo aquello en donde él se sumerge, esperan una orientación o directiva para saber cómo debe ser la formación alemana, si queremos ayudar a que la nación se eleve hacia sus fines más nobles. Le saluda con afecto. Rjc h a r d W a g n er
Bayreuth, 12 de junio de 1872
ERWIN ROHDE PSEUDOFILOLOGÍA* Aclaraciones sobre el panfleto «¡Filología delfuturo!» publicado por el Dr, Filol Ulrich von Wilamowitz-Móllendofff. Carta de un filólogo a Richard J^gner. Leipzig, editor E. W. Fritzsch, 1872. Venerado maestro: Después de que usted mismo, en la carta abierta a F. Nietzsche, publicada en Norddeutsche Allgemeine Zeitung, del 23 de junio, tratara con el merecido desprecio la «respuesta» del Dr. filólogo Ulrich von Wilamowitz-Mollendorf, dirigida contra el libro de nuestro amigo sobre el nacimiento de la tragedia, podiía parecer casi superfluo volver de nuevo a ese panfleto. Sería, claramente, una molestia inútil tratar de probar detalladamente contra ese escrito calumnioso la clarividencia, la visión pro funda y la seriedad expresiva de nuestro amigo. Quien esté en condiciones de com prender por sí mismo su libro, se sentirá poseído en lo más íntimo de su ser, y sin la ayuda de nadie, por estas cualidades; sería tan estúpido querer demostrar al panfletis ta la genialidad del autor hostigado y agredido por él con tal vehemencia, calificándolp de «quimérico», como ponerse a demostrar a la zorra de la fábula la dulzura de las uvas inalcanzables para ella y, por eso, censuradas por el animal como agrias. Es evidente que aquí nos encontramos con un ejemplar de esa extraña clase de «críti cos», a quienes les ha caído en las manos un libro que no se ajusta en absoluto a su inteligencia y que, dado que no han comprendido ni una palabra de su contenido, y ante la falta de medios, nunca estarán en condiciones de comprender lo más mínimo; precisamente, el único motivo para erigirse en «críticos» de este libro está en esa completa falta de comprensión. A tales seres, que no están dispuestos a la crítica de sí mismos, nunca se les ocurre, naturalmente, que el autor haya podido rehusar a re‘ El título original en alemán es: Afterphilologie, Zur Beleuchtung des von dem Dr p h il Ulrich von Wilamowitz-Móllendorff herausgegeben Pamphlets: «Zukunftsphilologie». Sendschreiben eines Philologen an Richard Wagner, E. W. Fritzsch (ed.), Leipzig, 1872. Este escrito se recoge en Rohde, E., Kleine Schriften II (Afterphilologie), Mohr, Tübingen, 1901. Sobre el origen del título del escrito ver Introducción. [923]
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bajarse a su punto de vista. Con la gravedad de su propia estima, difícilmente podrían comprender tan siquiera el sentido de la pregunta que el viejo Lichtenberg dirigió a uno de su propio rango: «Cuando una cabeza y un libro chocan entre sí y suena a hue co, ¿la culpa la tiene siempre el libro?». Pues bien, estos seres intolerantes constatan con desdeño que una vez más ha sonado a hueco. Y así es también para nuestro Doc tor filólogo; pero el mismo Eurípides, tan fogosamente venerado por él, hubiese po dido señalarle la verdad aun más directamente: «Al tonto le parece falso cuando al guien habla sabiamente». No nos extrañará, por tanto, una impertinencia semejante de condenar lo que ha sido pensado con proñmdidad y sentido con pasión, en una época como la nuestra en la que vale, como verdadera legitimación para la profesión de consejero, críticamente ce loso, de la salud de la literatura, la absoluta incapacidad, cuidadosamente adiestrada, de comprender cualquier cosa que pueda alejar de la condición del más trivial deleite. A esta incapacidad, que se encuentra extraordinariamente desarrollada en él, la llama el Doctor filólogo von Wilamowitz «sana claridad de espíritu». Los griegos la habrían lla mado sin eufemismos ávat(j97)aí.a, en alemán «una miserable falta de sensibilidad». Con los primeros movimientos de una «crítica» omniscientemente ignorante, también se abrieron paso junto a ellos tipos tales, de los que Aristófanes dice que combatían a los que comprendían más a fondo sus opiniones con el único argumento de su TiporciaávataSTjaía, «como si todo aquello que les superase a ellos y a su mísera capacidad, no existiera de ninguna manera o fuese, en todo caso, reprobable». Tampoco debe ex trañamos que el señor Doctor desahogue en el panfleto su incapacidad crítica con rabia venenosa, con insultos, calumnias e insinuaciones. ¿Quién no ha constatado en nume rosos y desagradables ejemplos que la superioridad espiritual, cuando expresa con se riedad e imparcialidad orgullosa una concepción profunda, ha sido en todas las épocas rechazada por aquellos espíritus que no son capaces de reconocer por sí mismos una verdad más profúnda, ni de apreciar en los otros su conocimiento? ¡Y ha sido rechaza da, porque la han sentido como una ofensa personal, que ha provocado el acceso más furioso de su egoísmo, herido ya por la simple existencia de lo que es noble! Pues bien, nuestro amigo sintonizará, sin duda, con el dicho griego: «mejor envidiado que compa decido», y seguirá su camino con resolución. Pero desperdiciaría verdaderamente sus energías, quien tuviese la ilusión optimista de que para un critico de esta hechura sería honestamente importante un acto de comprensión, del que él mismo, por lo demás, es incapaz, y quien tratase de hacerle cambiar de opinión. Cuando la penetrante elocuen cia de nuestro amigo permanece completamente ineficaz, hay que creer realmente que estamos ante un representante de la tercera de las «generazioni di cervelli» descrita por Maquiavelo; esta tercera categoría «non intende né per sé stessa né per dimostrazione d’altri»^. En realidad, a uno le basta con leer algunas de las «objeciones» del Doctor fi lólogo a las tesis de nuestro amigo, para
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Prometeo: «aquí estoy bien, aquí formo hombres», etc., así objeta inmediatamente el Doctor: «Prometeo, sin embargo, no los forma». Ante tales exhibiciones de sana clari dad de espíritu no se puede hacer otra cosa que encogerse de hombros. O si el autor del panfleto, con el arte con el que acostumbra a alterar un poco sus palabras, hace decir a nuestro amigo que Sófocles habría comprendido a Edipo como al hombre noble y su mamente sabio que, precisamente, por un exceso de sabiduría perece, y «objetando» a eso se pronuncia de la siguiente manera: Sí, Edipo^ se cree sabio, pero precisamente en esto se pone de manifiesto la deficiencia de nuestra naturaleza, en que es esta ilusión lo que hace que él perezca», etc. De esta nueva revelación tan profunda no se puede sacar otra cosa que la tranquilidad de que este Doctor, en todo caso, perecerá por un exceso de sabiduría. Pero la prueba más significativa de su habilidad para ajustar a su propia inteligencia cosas y personas seriamente importantes por medio de una trivialización, nos la propor ciona el Doctor filólogo en las conclusiones sumamente valiosas que él nos da sobre la naturaleza artística de Eurípides. Si observamos el celo con el que se toma a este poeta, corremos el riesgo de confundimos no sólo sobre la profundidad creativa, sino también sobre la energía espiritual y sobre el deseo apasionado de conocimiento de aquel que es protegido por un abogado semejante. Pues siempre será cierto aquello que dijo Aristó teles: «a cada uno le estimula aquel placer que le es afín por naturaleza». De esta preocupación por el espíritu y el carácter del poeta nos desgarra ahora inmediatamente la ingeniosa interpretación del «conjunto de la naturaleza poética» de Eurípides que el Doctor filólogo nos da en las páginas 912 ss. como el mejor fruto de sus estudios. Allí aprendemos que «el núcleo verdadero» de esta naturaleza es «la falta de armonía entre querer y hacer». Sin duda es un bonito piropo para un artista que nos explica del modo más ameno a qué aspiraba propiamente este panfletista: a abrazar con un amor tan ver daderamente consanguíneo el fantasma que él llama Eurípides. jÉste es el «crítico» de nuestro amigo! Ahora bien, ser comprendido efectivamen te por un lector tal, podría ser sólo verdaderamente comprometido para un escritor serio»: un inconveniente que no se encuentra en ninguno de los numerosos autores citados por el autor del panfleto. Así pues, no pienso por eso justificar de ninguna manera a nuestro amigo, porque él no se parece en nada al Doctor filólogo y a sus iguales, pues en eso termina esencialmente la rabia del «crítico». Sin embargo, el Doctor filólogo podía sentirse confuso por el hecho de que debe ría ser algo bastante ridículo intentar efectivamente por su parte atacar sólo el conte nido del libro nietzscheano. En general, aquí se contenta con los insultos, y ni siquie ra se avergüenza de admitir plácidamente su incapacidad para penetrar en la seriedad de una concepción artística semejante, reconociendo con las palabras del prólogo de nuestro amigo que el arte para él será siempre «nada más que un accesorio agradable, un juego de sonajas al que justamente se renuncia por la seriedad de la existencia». Por consiguiente, igual que el filisteo goehtiano, «habrá que renunciar a la ilusión fantasiosa, a la apariencia vacía»; y así al señor Doctor le gustaría que se le diera la misma respuesta de Iris a su sana sabiduría de filisteo. ^ iEsto sí que es griego arcaico! [Se refiere Rohde a la forma en que transcribe el nombre grie go de Edipo: Oidipus], Así hace siempre nuestro erudito. De la misma manera ha constreñido su «modernísima» jerga periodística en un pedante corsé de ortografía artificiosamente antialemana [Aquí se refiere Rohde al estilo de Wilamowitz, que como aparece en el original, escribe todos los sustantivos alemanes con minúsculas. N. del t.].
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Él, sin embargo, duda de poder dañar como quisiera la fama de nuestro amigo con una honrada batalla contra el auténtico contenido espiritual del libro, y por eso dirige especialmente su ataque contra una parte del mismo, porque aquí puede esperar atri buirse, frente a lectores inocentes, una competencia aparente. Un lector culto, que no sea exactamente un filólogo del gremio y sepa, por lo demás, reconocer con claridad la total inferioridad de este «crítico», tendrá que doblegarse si éste se presenta a sí mismo, en su calidad profesional, como Doctor filólogo y trata de demostrar con una cantidad desmedida de citas griegas de aspecto culto que todas las ideas griegas del autor se fundamentan en la ignorancia; una ignorancia casi inconcebible, porque se deja desenmascarar por un cualquier Doctor filólogo, unida a una inclinación a men tir que no es superada por este Doctor filólogo. Su tarea se parece, ciertamente, a la de un pobre zapatero remendón, que no sabe más que reparar y poner suelas a un par de zapatos, pero que cree poder censurar una escultura de bronce de un artista, porque ésta también tiene zapatos. Sin embargo, por lo que se refiere a su efecto, la tarea está bien calculada. Especula con la gran mayoría de nuestros filólogos profesionales, a los cuales, por medio de un panfleto semejante, científicamente opalino, se dará a entender que en el texto tan calumniado se han introducido aberraciones preocupan tes en el campo de la Antigüedad y completamente intolerables para la «sana claridad de espíritu»; aberraciones propias de la ingenuidad de un literato diletante y con una ignorancia supina. Y ellos, los filólogos profesionales, lo sabrán sólo de oídas. Por lo demás, la lectura de la obra de Nietzsche es completamente inútil para ellos; las ideas profundas y fructíferas, que se ofrecen allí para iluminar los proble mas oscuros de nuestra ciencia, no parecen que valgan la más mínima atención. Y de esta manera se ocultaría completamente la eficacia importante que se puede esperar de un libro semejante creado desde la intimidad y seriedad de su corazón y entregado, no sin un sentimiento de altruismo, a la ína luz de nuestra opinión pública. Estamos ante un libro de uno de esos pocos filólogos que, con toda la capacidad de un alma de tono sublime, se entrega al estudio del arte antiguo y que sabe conquistar, desde la meditación concentrada de estas imágenes milagrosas, siempre claras y siempre enig máticas, una norma y una doctrina firme que valga para los inciertos y vacilantes fe nómenos de nuestra época. Nuestro panfletista quiere evitar, precisamente, un efecto semejante; y para eso ha elegido sus medios con un instinto poco envidiable y con cierto talento. Pues en realidad, si nuestro amigo hubiese edificado su obra sobre un terreno tan quebradizo como el de la ignorancia y la mentira, si él perteneciese real mente a esta maravillosa secta de los susodichos literatos, que creen poder recoger allí donde no han sembrado, su libro no sería digno de la atención de un filólogo. Por el contrario, para un filólogo que no sea un completo inexperto respecto a su ciencia, nada es más fácil de comprender que la inconsistencia total de las razones aducidas por el panfletista como prueba de sus imputaciones. Por eso tampoco hay que temer lo más mínimo que, después de un examen profundo, cualquiera de los eruditos se rios se deje embaucar por la granizada de citas recogidas en las calles intransitables de los manuales más corrientes. Con esta granizada de citas el Doctor filólogo trata de asestar el golpe mortal a la reputación científica de nuestro amigo; pero se com prenderá que sólo la propia inmadurez impidió al agresor reconocer los fundamentos de las afirmaciones que nuestro amigo, según el plan de su libro, ha querido presentar sin un soporte erudito. Sin embargo, tiene razón el panfletista cuando dice que la ma yoría no se empeñaron en un examen profundo, sino que lo máximo que hicieron fue sacar del libro un conocimiento fugaz de su escrito calumnioso. jAsí está el mundo.
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en manos de los calumniadores! Por lo tanto, la inaudita impertinencia, con la que la más agria ignorancia exhibe su género y calumnia al adversario, inducirá a muchos a creer en la execrabilidad filológica de un autor tan rabiosamente hostigado, el cual, incluso aunque ellos conociesen realmente su libro, les tendría que parecer peligroso por otras razones. A la gran mayoría de los filólogos actuales tendrá que parecerles algo completamente paradójico, que un escritor pueda hacer el intento honesto de aplicar la ciencia filológica a algo más que a un simple ejercicio de la inteligencia y de la memoria; más aún, de apelar a una capacidad superior intelectiva más allá de estas capacidades valiosas e irrenunciables, y finalmente —^para decirlo con Gorgias— de aspirar no a las esclavas sino a la noble Penélope, esto es, al premio máxi mo de los estudios sobre la Antigüedad: una comprensión de las obras de arte más nobles que pueda de nuevo conducir fructíferamente a una existencia artística. Pero ¿cuál será finalmente su ánimo, cuando lleguen a saber por el panfletista que nuestro amigo ha sacado de la doctrina de Arthur Schopenhauer sus opiniones sobre la esen cia de la música y del arte trágico? Basta sólo con pronunciar este nombre, para sus citar en la gran mayoría de los «doctos» el recuerdo de ciertas extravagancias llama tivas, que impropiamente se suelen considerar como el núcleo de la doctrina de Schopenhauer y en las que uno se fija, en parte, con una cierta aversión y, en parte, con el sentimiento agradable del fariseo satisfecho de pertenecer, dando gracias a Dios, a los «hombres mejores». El panfletista, especulando sobre estos sentimientos de la masa que conoce bien, comienza inmediatamente, desde la primera página, a insultar a Schopenhauer. Nuestro amigo exalta el arte trágico como medio de reden ción de la negación budista de la voluntad: este pensamiento, que discurre por todo su libro, lo ha enunciado en las pp. \6 6 A 6 T de modo explícito y comprensible, in cluso para una inteligencia completamente deformada. Sin embargo, el Doctor fi lólogo, con una total tergiversación de la verdad, considera correcto explicar el «hombre trágico» como el equivalente al budista, añadiendo a esta falsedad la afir mación siguiente: «El Nirvana, naturalmente, no es el de las concepciones históricas, sino que se entiende a la manera en que aparece en el ambiente metafísico». Estas palabras o son dichas al viento o van dirigidas contra la opinión de Schopenhauer (compartida por nuestro amigo), para quien el Nirvana budista no es de ningún modo una nada absoluta, sino una nada relativa, una negación de todas las cualidades del mundo fenoménico. De las dos posibilidades, la primera sería ciertamente adecuada al tipo de este crítico farsante; no obstante, la forma expresiva deja entrever que la observación está dirigida contra Schopenhauer, puesto que se hace con el tono de desprecio que cualquier necio sin ideas cree deber asumir contra este único entre los grandes filósofos. El señor Doctor debe haber encontrado en cualquier manual que el Nirvana, según la doctrina actual budista, denota, es cierto, la nada absoluta; pero rá pidamente no pierde la ocasión de acoplar a su sabiduría barata un insulto contra Schopenhauer. Si realmente «se considera de un modo histórico» el significado del Nirvana, resulta que en las palabras del mismo Gotama Buda, tal y como las asume Schopenhauer, el Nirvana denota una nada relativa^ y sólo por mor de las sutilezas de los pensadores posteriores ha evolucionado hasta convertirse en rma nada absoluta. Sobre este punto el Doctor filólogo podía haber dejado instruir su arrogante ignoran cia por Max Müller, Budha *sDhammapada, pp. xxxix-xlvii. He traído a colación este ejemplo, porque en un principio puede servirle a Usted de prueba sobre el modo en Aquí se refiere Rohde a El nacimiento de la tragedia [N. del t.].
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que en todo el panfleto se entrelazan en un conjunto ameno la ignorancia, un arte de la difamación premeditado y la especulación sobre las ciegas aversiones del gran pú blico. Ahora bien, si uno también estuviese dispuesto a conceder a nuestro amigo para uso privado la filosofía prohibida de Schopenhauer, entonces no sólo personas como el Doctor filólogo, sin ningún prejuicio, sino también los filólogos de formación seria rechazarían, como algo intolerable para la objetividad de una ciencia puramente his tórica, el uso de aquellos conceptos filosóficos en las investigaciones sobre la Anti-: güedad. Realmente, sólo la franqueza, con la que nuestro amigo se reconoce agrade cido como un discípulo y seguidor de Schopenhauer, podría aparecer insólita frente a la ingenua confusión con la que un cualquiera transfiere inconscientemente sobre la Antigüedad sus propias ideas predilectas. Por consiguiente, una objetividad semejan te, que finge incluso apoyarse exclusivamente sobre «testimonios» en la indagación de la esencia más secreta del arte antiguo, es en el fondo puramente ilusoria. Nosotros nos encontramos frente a los fragmentos de aquel mundo maravilloso de una esplen dorosa Antigüedad de la misma manera que frente al conjunto de la naturaleza de las cosas: aquí, lo mismo que allí, se nos impone una infinidad desarticulada de objetos singulares, frente a los que nosotros nos sentimos internamente impulsados a buscar una unidad; pero esta unidad no podemos conseguirla sino desde la unidad del conocimiento contemplativo que se genera en nosotros mismos. Se puede aplicar a estos fragmentos dispersos de la tradición antigua aquello que dice acertadamente Mon taigne: «II est imposible, de ranger les piéces, á qui n*a une forme du total en sa testey>\ De ahí los numerosos intentos de comprender, a partir de las diversas concep ciones del mundo, la civilización sublime de la Grecia antigua, a la que uno quisiera acercarse con toda el alma. Ahora bien, si nadie puede negar la esencia más íntima de su tipo espiritual, innata y formada por reflexión, cuando se intenta seriamente com prender este extraño mundo, menos que nadie será obligado a ocultar tras un descui do real o ficticio la fuente de sus ideas generales aquel que, ante la degeneración ac tual de las ideas y opiniones, ha conservado en sí todavía bastante energía como para poder seguir, sobre la cima solitaria de una amplísima concepción del mundo, a uno de aquellos pocos grandes espíritus a través de los cuales únicamente, según Schiller, la humanidad se reproduce. Y si se puede admitir también que, en la necesidad siem pre viva de un estudio diferenciado del mundo artístico ejemplar de la Antigüedad helénica, reside quizás el elemento auténticamente formativo de tantas generaciones de hombres, sería, sin embargo, absurdo creer que cada uno de los muchos modos posibles de entender la Antigüedad pueda pretender con el mismo derecho haberse aproximado realmente al sentido más íntimo de los griegos. Más bien, sólo puede es tar seguro de haber entendido un hálito de aquel espíritu antiguo, a través del cual la humanidad en declive espera siempre de nuevo una reanimación de sus capacidades disminuidas, aquel que en su propia concepción de los más profundos enigmas del mundo pueda encontrar motivos a partir de los cuales llegue a ser realmente com prensible para él ante todo el origen del más maravilloso modo artístico que pertene ce sólo a los griegos, y sea legitimado honradamente para su comprensión. Es eviden te que aquí hay que repudiar totalmente a aquellos que como el Doctor filólogo, con la satisfacción probada de caballero progresista de «hoy», vuelven la mirada hacia ^ «Es imposible que aquel que no tiene en su cabeza la forma del conjunto pueda colocar las piezas» [N. del t.].
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esos buenos y viejos griegos. Precisamente ellos, que quieren considerarse a sí mis mos como un espejo completamente neutral de la auténtica Antigüedad, no ven otra cosa en la Antigüedad que la tosca miseria sentimental, el caparazón vacío de su pro pio interior, la mezquina angustia de sus convicciones; y el petimetre alegre y recata do, como a ellos les gusta presentamos a los griegos de las mejores épocas, tiene en realidad menos parecido con la imagen originaria de un contemporáneo de Esquilo que el mono con Heracles, pero menos parecido tiene aun el Doctor filólogo von Wilamowitz con el tipo de «hombre socrático», aquel que nuestro amigo señala como el «más ilustre adversario» de una cultura artística y con el que, de un modo gracioso, creen identificarse el Doctor filólogo y los suyos. En realidad, el modo de proceder tan seco de este colega, al que le gustaría exaltar su ignorancia desprovista de ideas como un favor especial del cielo, no tiene nada que ver con un conocimiento verda dero y expresivo de la Antigüedad, de tal manera que nosotros, por respeto a nuestra ciencia, no deberíamos nunca decir que aquel modo de proceder es filología, ni del presente ni del ftituro, sino sólo una parodia de la auténtica filología, una caricatura odiosa de la crítica inteligente, en última instancia, una auténtica pseudofilología. Por eso, para un tipo «sereno» como éste todo puede ser «obvio»; tanto la esencia y exis tencia de este mundo insondablemente misterioso, como el origen del celebrado arte trágico, el cual despierta en el oyente poseído de un modo irresistible un placer por sufrir incomprensiblemente poderoso por medio de una alianza fraterna con todas las artes técnicas y espirituales y en imágenes vivas del más profundo dolor, del sufri miento y del ocaso de todo ser noble, de todo ser demasiado grande y puro para este mundo. A los antiguos les parecía ya oscura y misteriosa (como lo manifiesta el pla tónico Filebo) la esencia de este maravilloso placer trágico, y quien una vez poseído por él se ha preguntado en vano por la índole oculta de este arte despótico y contra dictorio en su ámbito, se reirá verdaderamente de aquel que, después de una enume ración de las áridas noticias que nos ha dado un destino miserable, considera explica do el nacimiento de este arte trágico en aquel pueblo griego que, como se sabe, era alegre e inofensivo y no hacía otra cosa que vegetar en los placeres. Él esperará una verdadera explicación sólo de aquel que haya conseguido penetrar con una sensibili dad que simpatiza con los movimientos originales intrínsecos a partir de los cuales nace por primera vez en una época bien concreta, en Grecia, para la salvación del mundo, este arte inexplicable de la alegría del sufrimiento. Mientras que uno debe confesar de una manera más honesta que la filología hasta hoy no ha hecho ningún intento serio al respecto; precisamente por eso nuestro amigo aprovecha la posibili dad que le ofrecen las profundas ideas de Schopenhauer que penetran en la esencia más íntima de la música. Nadie podrá negar que todo lo que conocemos sobre los orígenes históricos de la tragedia invita categóricamente a esclarecer la intima conexión del drama con la madre de éste, la música. Sólo la falta de comprensión exigirá que, en el intento de hacer comprensible el nacimiento de la tragedia desde la música por medio de la teoría de Schopenhauer sobre la esencia del arte, se demuestre con «pruebas» que el significado y la naturaleza de la música habían llegado a ser tan claros para los griegos como lo fueron por la mirada penetrante y genial de Schopenhauer. ¿Se ha convertido la música misma en otra cosa con la teoría de Schopenhauer? ¿Su esen cia inmutable y eterna no trasciende, por tanto, todos los cambios de su evolución histórica? Si los griegos nos dicen únicamente que su tragedia procede de la músi ca, de las efusiones líricas del culto a Dioniso, y que en todo tiempo ha estado es
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trechamente relacionada con la música, entonces pudieron vincular a ella incluso esos pensamientos profundamente sabios sobre la esencia de la música, que se nos ofrecen hoy día como explicaciones de la «belleza musical», y nos quedaría a pesar de eso el derecho de rechazar esos teoremas bellos y musicales y de alcanzar, con ayuda de las ideas de Schopenhauer, una comprensión más profunda de la música y, especialmente, de su capacidad para generar la tragedia. Así pues, de nada nos sirve aquí la demanda de pruebas, en apariencia tan «científicas», pero que sirven a propósito para rechazar una verdad incómoda. El ataque debería dirigirse contra las tesis de Schopenhauer. Sin embargo, no será tan fácil derribarlas, desde que Us ted mismo, venerado Maestro, nos ha ofrecido el mejor testimonio de su verdad permanente. Es una lástima que en este caso el señor Doctor von Wilamowitz no se haya informado; pero a pesar de su estupor de verse dejado a un lado, cuando se investigue sobre la esencia de la más misteriosa de las artes, se deberá considerar como juicioso asignar la palabra definitiva, además de al genio filosófico, al artis ta que es un grandioso creador consagrado a su arte con la más profunda compren sión amorosa. De tal manera que un común acuerdo entre los dos genios convierte el criterio encontrado de este modo en una «verdad eterna», que ni siquiera puede ser soslayada por toda una conjura de mercachifles de la belleza musical, y menos aún por un panfletista cualquiera que disienta. Lo mismo habría que decir sobre el verdadero proceso de la obra de arte dramático: aquella única y breve insinuación, puesta de relieve por nuestro amigo, sobre la disposición musical que solía prece der en Schiller a sus pensamientos poéticos^, es incomparablemente más esclarecedora que todas las frías ideas de los extraños estetas de la moral. Los mudos testi monios de los incunables del arte trágico serán testimonios elocuentes sólo para aquel que, ante todo, ha reflexionado sobre esas raras revelaciones de los genios filosóficos y de los grandes artistas sobre la eterna esencia del arte. Si frente al ataque frívolo del Doctor filólogo trato de demostrar ahora que nuestro amigo no se ha salido en absoluto de sus presupuestos filosóficos, ni ha descuidado los fundamentos históricos de sus investigaciones, lo hago esencial mente porque quisiera, al menos, quitar a los filólogos el único motivo o pretexto para zafarse de la eficacia del libro. Me he sentido legitimado y con derecho a em prender esta defensa, no sólo porque soy consciente como filólogo de los funda mentos sólidos en los que se basan las opiniones de Nietzsche, sino sobre todo por que el panfletista se ha permitido mirar con miserable sarcasmo a los amigos del autor de los que repetidamente se habla en el libro. Me siento feliz y orgulloso de contarme entre esos amigos y creo que he sido fiel al amigo, a pesar de todos los envidiosos difamadores. Verdaderamente, todos los amigos del autor deben sentirse también ofendidos por un ataque semejante, al menos que por amistad no se entien dan esos tibios sentimientos sabiamente moderados, que demasiado a menudo quieren pasar por «verdadera» amistad. Así pues, si yo dirijo a Usted, venerado Maestro, mi defensa filológica de nuestro amigo, no será necesaria ninguna justifi cación prolija conociendo su modo de sentir. Pues si él mismo era cabalmente cons ciente de que no iba a ser comprendido del mismo modo por todos y cada uno den-* * Me acuerdo de haber leído en algún lugar una confesión muy semejante del dramaturgo Otto Ludwig. Y el noble Vittorio Alfieri escribe {Vita, cap. 5): «Casi todas mis tragedias han sido ideadas por mí mientras escuchaba música o pocas horas después». Una declaración similar del gran trágico H. von Kleist la encontramos en Bülow, K s Leben iind Briefe, p. 64.
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tro de un público indiferenciado y estas ideas de su alma profunda las ha presen tado, por encima de las cabezas de los críticos que estaban al acecho, a un círculo de amigos para que las disfrutaran concordemente, estas ideas le pertenecen cabal mente a Usted antes que a todos los demás. Por lo tanto, si Usted también se siente herido por el desprecio maligno que ha sufrido el amigo, podrá encomendarse a su amigable participación una defensa que quiere proteger aquel flanco contra el que se ha dirigido el ataque. Por lo demás, puedo también contar un poco con los restos de interés filológico que le han dejado a Usted sus maestros de Leipzig y que en los años posteriores han alimentado de un modo más fuerte una nostalgia siempre vigilante en esta época de barbarie. Por eso espero una respuesta benévola, si le in vito a Usted a cabalgar conmigo por esa región antigua, árida y polvorienta de la erudición filológica. Después, volverá Usted con mucho más agrado a los pensa mientos más ricos y productivos del libro de nuestro amigo.
Al examinar ahora punto por punto lo que dice el panfletista, seguro que Usted estará de acuerdo conmigo en que dejemos a un lado las bufonadas y la ruines mez quindades que él nos ofrece en muchos lugares ore rotundo con arrogante solemni dad, como si fuesen descubrimientos importantes: por ejemplo, sobre la esencia del «método histórico-crítico», sobre la teoría estética de Winckelmann y sobre «una belleza, según mi opinión, sin ethos»'^, sobre «la fuente original, según mi opinión, dionisíaca», sobre la naturaleza de los dioses griegos, sobre la serenidad de los grie gos «inocentes y despreocupados» entre los que hay que contar también al fiel Só focles, el poeta de la alegre y tan divertida Antígona y de Edipo rey, etc. Queremos dejar intactas todas estas sabias consideraciones, prodigadas generosamente hors d ’oeuvre, para aquellos que quizá se diviertan colocándolas bien a la vista en un ga binete de trivialidades. Tampoco nos detendremos en aquello que nos dice el panfle tista sobre la naturaleza del sueño. Él niega el parentesco del sueño con la actividad espiritual del artista épico y plástico, y sobre esto tampoco queremos pleitear, pues como dice Epicarmo, ¿de qué le sirve al ciego un espejo? Sin embargo, los antiguos no deben de haber tenido la misma opinión que el señor Doctor, de lo contrario ¿cómo se les habría ocurrido convertir en poetas, mientras soñaban, a Hesíodo, Ca limaco® y Ennio? ¿Qué habrá pensado el tonto de Parrasio, cuando en un epigrama que llegó hasta nosotros decía que había pintado la figura de Heracles tal y como se le había aparecido a menudo en sueños? Ciertamente, las imágenes del sueño eran para él, lo mismo que para Eurípides y su Doctor, como «un olvido nocturno»^. Por cierto, que ésta también era la opinión de los creyentes que en Trezena‘° sacrificaban ^ La «belleza sin ethos» pertenece a Aristóteles; el Doctor crítico ha añadido de su propia cose cha el espléndido «según mi opinión». ® Cfr. Dilthey, Calimm. Cyd., p. 15. ® Este «olvido», Xa^oaúva, lo restituye nuestro perfectísimo critico histórico-filológico en sus antiguos derechos en el pasaje de Eurípides citado por él {Iphig. Taur. 1279^), puesto que aquella que es la lectura evidentemente justa (no recogida por uno de los editores modernos), [xavToauváv vuxTWTTÓv «arte profético nocturno», le parecía un calificativo demasiado blando. Trezena ftie una de las ciudades más antigua^ de Grecia, cuna de Teseo y lugar en el que se sitúa la trágica historia de Fedra [N. del t.].
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sobre un único altar a las Musas y al Sueño, «porque el sueño es el mejor amigo de las Musas» Pero si nos fijamos en las críticas puramente históricas del Doctor filólogo, nos topamos inmediatamente desde el principio con la ignorancia deshonesta de la que él se sirve como un medio de lucha. Nuestro amigo tuvo que demostrar que el alegre resplandor del mundo homérico no ha caído del cielo sobre la noche, sino que es una victoria fatigosamente conquistada sobre representaciones de épocas más antiguas, horriblemente tenebrosas y completamente diversas. También ha llamado la atención, entre otras cosas, sobre las sagas de los Titanes y de sus luchas terribles antes del go bierno de Zeus. El autor del panfleto replica: «Se puede tener como seguro que la titanomaquia, e incluso las dinastías y genealogías hesiodeas, son para la conciencia griega en parte más remotas, y en parte evidentemente más recientes que las divini dades olímpicas de Homero; por no hablar de que jamás se hubiese dado una época en la que un heleno, para quien eran desconocidos Zeus, Atenea y Apolo, sacrificó a Uranos o a Cronos, o incluso a Ericapeo y Panes». Si separamos las dinastías hesio deas, que no tienen nada que ver con nuestro problema y que han sido introducidas a sabiendas con mala fe, de los monstruos órficos Ericapeo y Panes, nos queda la sim pática afirmación de que la titanomaquia sería «evidentemente más reciente que las divinidades olímpicas de Homero». No hay nada más falso que esta afirmación; no obstante, el Doctor filólogo sabe superarse todavía a sí mismo en la observación que adjunta a la prueba de esta afirmación. Allí se dice: «Aristarco y Lachmann han re conocido que los pasajes en los que se pone de relieve una concepción semejante de los asuntos celestes, por ejemplo, el canto quinto y el decimotercero, sobre todo la teomaquia, son extraños y más recientes respecto a lo que es auténticamente homéri co». Tenemos también aquí una confusión burda de los problemas. El libro XIII de la Ilíada, como el XX (la teomaquia), es el que menos tiene que ver de todos con el pro blema de la antigüedad del mito de los Titanes, pues en ambos no se encuentra la más mínima alusión a la lucha de los Titanes. Ésta, por el contrario, se menciona de forma clara y segura en los libros V, VIII, XIV, y XV. Aristarco, sin embargo, ha reconocido que (prescindiendo de los libros VIII, XIV y XV) al menos el libro quinto «es extraño respecto a lo que es auténticamente homérico». La indeterminación fraudulenta de estas expresiones debe ocultar, ciertamente, la inefable osadía de una afirmación que es un puro invento’, incluso si tomamos la palabra «extraño» en su sentido más gené rico, no encontraremos en los escolios de Homero y en los otros restos de la erudición alejandrina el más mínimo indicio de que el gran crítico reflexivo haya exteriorizado alguna vez una opinión tan frívola y, además, tan anodina. ¿Qué opina Usted de una polémica que tiene que vivir de semejantes invenciones? Por lo demás, aquello que el panfletista da «por seguro», no debe interesamos. Las investigaciones de jueces real mente competentes y de expertos profundos y concisos de la mitología griega como Schomann, Preller y Welcker, no dejan la menor duda de que el mito de los Titanes es prehomérico. Por lo tanto, no debe extrañamos que el panfletista, con evidente falsificación, haga decir a nuestro amigo que la saga de la maldición de los Átridas es prehomérica. ¿Por qué habría de ser tratado él mejor que Aristarco? Por eso es normal que la expre sión «los melancólicos etruscos» suscitase en la ignorancia del panfletista un grito de estupor: «¡Los melancólicos etmscos! Pues bien, léase Ateneo XII, 517». Allí se nos " Paus, II 31,3, interpretado ingeniosamente por Welcker, Griech. Gótterlehre, III, 102.
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habla de Teopompo, el cual atribuye a los etruscos la más desenfrenada orgía con to dos los placeres imaginables. Nos mostraremos indulgentes con los conocimientos primarios del Doctor filólogo, si él no sabía que esta noticia había sido declarada como una calumnia por Niebuhr, Dennis y otros, precisamente porque su contenido contradice completamente aquello que sabemos sobre los etruscos por otras fuentes. Con el mismo derecho y con una ignorancia igualmente profunda se podría objetar a quien hablase del alma sublime de Demóstenes: «¡El alma sublime de Demóstenes! Pues bien, léase Ateneo XIII, 529 ss.». En los tiempos antiguos, lo mismo que hoy en día, había también espíritus viles a quienes le proporcionaba un placer especial pro pagar tales mentiras. Pero alguien como nuestro Doctor filólogo, que en su inmadu rez cultural tiene el atrevimiento de referirse repetidamente al Aglaophamus de Lobeck, que a pesar de la unilateralidad de su racionalismo inflexible tiene siempre un valor sorprendente, deberia entender lo que se dice en la página 1025 sobre la li gereza increíble con la que los Graeculi locuaces solían expresar de manera injustifi cada la sospecha de una vida disoluta e inmoral. Por lo demás, se podrá definir como «melancólico» a un pueblo que en su religión se detenía con predilección insistente sobre los aspectos tristes y amenazantes de la existencia, y.que también había plagia do únicamente de los griegos (a los que alude nuestro amigo) las imágenes más tene brosas de una fantasía nocturna cadavérica. Lo que dice el panfletista sobre el modo en que poetiza Arquíloco, sólo se puede comprender, en general, si lo consideramos como el trabajo de un principiante, al que se le priva de sus libros de consulta, y de un inexperto en el uso de las fuentes direc tas. En primer lugar, él se irrita porque nuestro amigo ha afirmado que la canción popular se introdujo en la literatura a través de Arquíloco. Naturalmente, eso no se lee sin más en los escritos antiguos; pero cualquier otro que no fuese el señor Doctor en Filología se habría dicho a sí mismo que aquélla era una frase calculada para lectores que tienen bastante sale in zueca como para comprenderla cum grano salís, y cierta mente no para un ignorante que, ante todo, se cree también ingenioso, cuando se ima gina «la poesía, por decirlo así, anónima» de los cantos populares aflorando sola, sin la actividad de un individuo humano, como la ensalada de la tierra. Frente a la solem ne poesía sacra de Terpandro y de sus secuaces, la poesía popular, comparable muy atinadamente con nuestro Lied, ha tenido por primera vez con Arquíloco una evolu ción en forma artística; todo esto es un hecho concreto que, especialmente después de las investigaciones de Welcker, no debería ser tan completamente extraño a un filólo go medio formado y que el panfletista deberia haber encontrado menos incomprensi ble, si hubiese conocido la Geschichte der alten und mittelalterlichen Musik de Rudolf Westphal, en donde con acertado criterio se atribuye precisamente a Arquíloco (en la p. 116) esta introducción del canto popular en la poesía artística. Y este perfec to conocedor del antiguo arte de las Musas se permite disentir también del Doctor filólogo, cuando acepta (p. 130) la hipótesis de una articulación estrófica de las poe sías de Arquíloco, porque fue persuadido por la tradición decisiva de una ejecución musical de estas poesías. El panfletista no sabe nada de esto; pero nuestro amigo no puede ser responsable de que un presuntuoso ignorante no haya leído los escritos de Plutarco sobre la música. En este importante documento, Arquíloco ocupa un lugar de relieve para la historia de la música griega, y no tendría nada que ver con ello si no hubiese desplegado ante todo una actividad importante en el desarrollo de la música. El Doctor filólogo podía aprender del capítulo 28, entre otras cosas, que Arquíloco fue el primero que utilizó un acompañamiento instrumental, que se desviaba de los
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tonos del canto; e incluso quizás este Doctor se dará cuenta de que una noticia seme jante no tiene sentido si las mismas poesías no fuesen destinadas a la ejecución mu sical En el capítulo 10 de la misma obra, Plutarco cuenta que Taletas, fíindador de la segunda escuela musical (katastasis) de Esparta, había imitado las composiciones^^ de Arquíloco, algo con lo que no cuadra la afirmación desmesuradamente tonta y fal sa del Doctor Filólogo: «Sólo con la segunda katastasis se introduce la música instru mental». Esta única afirmación nos introduce en un abismo de malentendidos y de errores. ¿O acaso quería el panfletista instruirnos con algo mejor frente a nuestras excelentes fuentes, las cuales nos informan que no sólo Arquíloco, sino que ya Terpandro y Clona —por no citar a los anteriores— presentaron sus cantos con acompa ñamiento musical? Sin embargo, él niega de un modo especial la ejecución musical de los yambos de Arquíloco. Ahora bien, de la misma manera que es falsa la afirma ción del Doctor filólogo de que junto a las poesías en yambos «pierden toda su im portancia» los metra de ritmos diversos en los fragmentos de la poesía de Arquíloco, de la misma manera es infundada la opinión, por lo demás muy difusa al tomarla el panfletista de los manuales corrientes, que los yambos no han sido ejecutados musi calmente. El hecho de que para Aristóteles «el yámbico es de todos los metros el más afín a la lengua hablada», prueba tan poco como nuestra sensación de que el conteni do de los fragmentos yámbicos no se adapta siempre a la ejecución musical; pero ¿acaso no es cierto que las agudas investigaciones nos han hecho aprender reciente mente que en las comedias de Plauto también fueron ejecutadas como cánticos, al menos melodramáticamente, escenas insípidas prosaicas en septenares troaicos? Sin embargo, es Píndaro el que llama «canto melódico» a aquel «pequeño himno triunfal olímpico» de Arquíloco escrito en yambos, al que se refiere también el panfletista, por lo cual la ejecución musical no puede ser «puesta en discusión». El panfletista no pudo «acordarse» de aquello que nosotros aprendemos de la llamada parakataloge, una forma especial de ejecutar los yambos encontrada por Arquíloco, puesto que él seguramente nunca lo supo; mirándolo bien, esta tradición también habla en favor de una ejecución esencialmente musical de los yambos. Plutarco {Sobre la música c.28) nos informa de que Arquíloco habría enseñado en primer lugar a distinguir en la eje cución de las composiciones yámbicas una parte hablada con acompañamiento y una parte cantada, y en esto le habrían seguido los trágicos y Krexos, el poeta ditirámbico. Con estas palabras se describe precisamente la parakataloge, y esto ha sido deducido con seguridad a partir de la combinación aguda de Westphal {Gesch. d. a l Mus. 117). Sin embargo, está clarísimo que aquí no se habla de una ejecución en forma recitativa (como creía G. Hermann) y todavía menos de una ejecución sorprendentemente arrít mica del hablante (en el que había pensado Burette), sino más bien de una alternan cia entre canto verdadero y recitación melodramática (cf. Westphal, Gesch. d. alt Mus., pp. 132 ss.; Griech,. Metrik, I, p. 18). Según Aristóteles, se trata de una alter nancia {Probl 19,6) que se utilizaba en la tragedia sólo en el culmen de la conmoción dolorosa, y entonces tenía un efecto extraordinariamente «trágico», precisamente por . esa irregularidad de la ejecución. Seguramente esto era sólo un recurso utilizado muy raramente en la tragedia, y también por Arquíloco, cuyo efecto impresionante nos lo podemos representar en vivo en el fenómeno análogo de un salto inmediato en la ejexá jjlsXy) es un término de difícil traducción, cuyo signifícado exacto, mantenido especial mente en aquella obra de Plutarco, «cantos con una completa composición musical», lo ha estable cido Ritschl en Opuse, I, 247 ss.
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cución, desde el canto al lenguaje hablado, que Usted mismo, venerado Maestro, des pués de una extraordinaria experiencia, nos ha descrito en su ensayo sobre la defini ción de la ópera. Pero hay que admitir que una alternancia semejante, con su maravillosa eficacia, es sólo pensable si la ejecución acostumbrada de esas poesías yámbicas es completamente musical, es decir, un canto con acompañamiento instru mental. Contra estos testimonios no hay ni uno sólo en favor de ima ejecución no mu sical de los yambos. Después de estas pruebas, que demuestran la gran ignorancia irreflexiva del Doctor filólogo, a uno no le queda más que reírse cuando él invita a nuestro amigo a que lea La República de Platón, III, 398 d, para encontrar en aquel pasaje, la mayoría de las veces tan mal utilizado y citado hasta la saciedad, lo que allí no está. Es cierto que Platón dice que en una composición musical el ritmo y la armonía deberían seguir al contenido del texto que se quiere armonizar y acomodarse a él. Lo mismo vuelve a decir en el 400 A y D. Sin embargo, el que deduzca de aquí un stilo rappresentativo de la música griega no debe haber entendido el griego. Esa exigencia de Platón, bien entendida, no quiere decir otra cosa que, también, el más fecxmdo compositor de textos poéticos debería sus cribir razonablemente que la música tendría que dar al texto una expresión musical co rrespondiente a su contenido, y no desinteresarse del texto, ni regalarse por propia ini ciativa a los efectos musicales puramente sensibles. Hoy podemos comprender mejor lo que significa esto, gracias a los instmctivos ejemplos de ambos géneros. Por lo demás, está claro que Platón expresa esta exigencia, únicamente porque ésta ya no se seguía generalmente en su época, en la que las artes particulares ya comenzaban a separarse de un modo egoísta. Por eso lo único que podemos esperar del Doctor filólogo en la expli cación de Platón es su reiterativa invitación a que leamos ese pasaje tan manido de La República. Él cree que Platón excluye los cantos de luto y de lamento de la ley de la sumisión de la música a las palabras. ¿Qué dice, sin embargo, Platón? El ritmo y la ar monía deben adaptarse al discurso. Los lamentos y los llantos ya los hemos excluido antes del discurso (de los vigilantes) como algo inútil. Consecuentemente, también de ben excluirse las armonías que convienen al luto y al lamento. Por lo tanto, ¿se puede creer que un hombre pueda ser tan testarudo, como para no darse cuenta de que estas tres frases constituyen los tres miembros de una deducción lógica, y que las armonías de lamentos se prohíben precisamente, porque en los discursos, que deberían dominar de manera necesaria por encima de esas armonías de lamentos*^ están prohibidos los lamentos y los llantos? ¿Tendría que haber excluido Platón precisamente sólo tales can tos de lamento de ese dominio de las palabras sobre la música? Ésta es también, proba blemente, ima prueba de la extraordinaria claridad de espíritu de este hombre «sano, que propende a tenerse por un socrático. Para terminar esta parte, el panfletista piensa que puede echar por tierra la in terpretación de Nietzsche sobre el origen de la poesía lírica con una simple men ción de la palabra ¡Elegíal, palabra que opone como una cabeza de Medusa^'^ contra Platón repudia tanto la música puramente instrumental, como una poesía privada de la ayuda de otras artes (cfr. Leyes II, p. 669 d-e). Aprovechamos la ocasión, para confiar al Doctor filólogo el secreto de que sobre la Égida se encuentra la cabeza de Medusa, y que también Apolo, cuando se sirve de la Égida para rechazar a los enemigos — como en la estatua del Belvedere a la que naturalmente alude nuestro amigo— opone a éstos la cabeza de Medusa, la cual tiene efectos petrificantes. Pero no la «agita», tal y como el libelista atribuye, incluso con comillas, a nuestro amigo, falsificando arbitrariamente sus palabras.
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nuestro pobre amigo. Sin embargo, esto no tendrá efecto alguno, porque no es otra cosa que una frívola fantasmagoría. Si nuestro amigo hubiese querido escribir un manualucho para instruir a los menores de edad científicamente, habría intentado explicar, también al Doctor filólogo, la esencia de la elegía. Y con toda seguridad no habría comenzado, como éste, diciendo erróneamente que la elegía es la lírica griega más antigua; él, por el contrario, rebajándose incluso hasta el conocimiento rudimentario de los primeros elementos, habría podido enseñar al Doctor, que nin gún género lírico se ha originado desde la música con más seguridad que la elegía; igual que la que ha nacido del canto fúnebre asiático, siempre acompañado de la flauta, llamada elegos. Y si más tarde, cuando los versos elegiacos fueron usados de distintas maneras, muchos poetas elegiacos no pensaron gran cosa en la composi ción de sus poesías, como entre nosotros muchos poetas de Lieder, he aquí que el panfletista vuelve a difundir con denodado celo la opinión de sus manuales, afir mando en pocas palabras que la elegía no se cantaba. En favor de esta opinión tan extendida, tenemos im pasaje del Ateneo en el que se puede leer que Jenófanes, So lón, Teognis, Focílides y Periandro no han puesto música a sus poesías (XIV 623 D). Como ya hemos visto, el Doctor filólogo tiene serios problemas de compren sión con el lenguaje y los nexos lógicos más sencillos; seria por eso injusto preten der de él lo que se puede esperar de todo aquel que sea un experto en la crítica histórico-literaria de las fuentes, es decir, que conozca fácilmente que ese pasaje del Ateneo pertenece a un excerptum de la obra de cualquier métrico tardío, y de poca confianza, inducido a una afirmación incorrecta por la praxis de los poetas elegiacos alejandrinos. De los cuatro poetas elegiacos, no músicos, citados por el Doctor filólogo, Mimnermo, Tirteo, Focílides, y Teognis, sólo este último, como máximo, podría considerarse realmente como tal. El peripatético Cameleón atesti gua explícitamente en el Ateneo XIV, 620c, que las poesías de Mimnermo y de Fo cílides eran composiciones musicales; y Plutarco lo confirma también de Mimner mo (de mus. 8). De las elegías de Tirteo se habla siempre como de composiciones destinadas a la ejecución musical; además en Suida se le llama «flautista», lo mis mo que a Minmermo en Estrabón. No obstante, el Doctor filólogo dice que él ¡no era músico! He aquí los doctos fundamentos sobre los que el panfletista construye sus audaces afirmaciones. Pero en definitiva, lo que a nosotros nos importa únicamente es que los expertos nunca han dudado de que el origen de la elegía está en la música. Si nuestro amigo no ha utilizado esta confirmación en su tesis, tendrá sus motivos; ahora sólo espero que la incomparable agudeza del Doctor filólogo los adivine. Nuestro amigo ha descrito brevemente cómo los impulsos artísticos, encamados míticamente en Apolo y Dioniso, se reconciliaron gradualmente y se aliaron después de las luchas iniciales, para pasar luego inmediatamente a su plena alianza en la tra gedia. El Doctor filólogo tenía aquí una ocasión espléndida para llenar esa aparente laguna con los andrajos y harapos de sus citas pordioseras; y así, en las páginas 901 ss. nos proporciona todo un rosario de citas no digeridas, ante las cuales se pregunta uno extrañado, junto a la repugnancia que suscita esta sabiduría escolástica y confu sa, para qué puede servir todo este alarde. Con la precisión expresiva que le caracte riza, el Doctor filólogo nos instmye, a fin de que «no se acentúe con demasiada fuer za» la oposición de la música apolínea y dionisíaca. Pero, desgraciadamente, la mayor parte del arsenal de noticias no prueba nada: por ejemplo, que el aulos era conocido en la auténtica Grecia, antes de que irrumpiera allí la religión dionisíaca, y que no era
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en absoluto extraño a la religión apolínea y especialmente a la peana*^; que, general mente, un cierto tipo de esta «música de viento», seguramente muy distinta de la mú sica dionisíaca, se da ya en la Grecia arcaica, es algo que podía saberlo hasta el Doc tor filólogo.^Además, él podía saber por esa útil obra de Plutarco sobre la música —de la que cita aquí un pasaje—, que para muchos Apolo era incluso el «inventor» no sólo de instrumentos de cuerda, sino también de la música para flauta (cap. 14). Pero todas esas citas triviales, respecto a la cuestión que nos atañe, no prueban nada que no afirme ya nuestro amigo, es decir, que en el transcurso del tiempo el arte apo líneo y dionisíaco se reconciliaron. El panfletista ha copiado también de algún lugar una cita de los Alte Denkmaler de Welcker. Si hubiera conocido realmente esta obra, podría haber compilado citas mucho más bellas para esta unión de Apolo y Dioniso. En el primer volumen de los Denkmaler (pp. 151 ss.), Welcker trata de los dos fron tones del templo délfico, en los que Apolo con las Musas y Dioniso con tres Bacantes estaban el uno frente al otro; y en esta ocasión aduce numerosas pruebas de la estre cha conexión entre la religión apolínea y la dionisíaca. Precisamente, cuando se con quistó para Apolo el templo délfico, se favoreció el culto de Dioniso de tal manera que, por su recomendación, fue introducido en Ática y en otros lugares. Son muchos los indicios, ya sea en la tradición escrita o en la im a g in e ría d e la alianza entre las dos divinidades del arte, una alianza cada vez más estrecha y preñada de consecuen cias, en la que encontramos también a Dioniso en unión con las Musas. De esto no le habían informado nada los manuales al Doctor filólogo, y así es como desahoga este profrindo erudito arqueólogo su piadosa indignación: «jEl señor Nietzsche sabe que las Musas acompañan a Dioniso!» Según mi modesto parecer, hay que disculpar en todo caso al «señor Nietzsche» de que esté al corriente de algunas cosas que todavía no han llegado a los oídos del panfletista; pero es necesario admitir, que no está bien de su parte que no tome en consideración el pimto de vista de un principiante mal preparado, sino que presuponga la sólida preparación de un alumno del último curso de bachillerato, que ha tenido que llegar al cuarto estásimo en las lecturas de la Antígona del «siempre alegre» Sófocles, y allí (v. 695) habrá encontrado la mención de las Musas «en compañía de Dioniso». También se mencionan allí, precisamente en aquel mito de la persecución de Dioniso por Licurgo*^ al que se había referido nues tro amigo (p. 387) en el pasaje tan escandaloso para la ignorancia del Doctor filólogo. También el genial Genelli sabía bien lo que hacía cuando representó a Dioniso en me dio de las Musas en una hermosa acuarela que yo, venerado Maestro, pude admirar en su casa’®.Esta unión tiene un significado proñmdo: Usted ve ahora, cuán justo era el presentimiento de nuestro amigo cuando creyó que debía proteger esta sublime unión de la atrevida impertinencia del buen maestro Zettel. Peán era un dios-médico que se asimila pronto a Apolo, de quien pasa a ser su simple epíteto [N. del t.]. Entre los testimonios figurativos destaca en especial un bonito vaso en el que se representa el encuentro amistoso de dos divinidades junto al obelisco sagrado de Delfos (publicado por Stephani, C o m p te s r e n d u s d e la c o m m is s . im pér. a r c h é o l d e St. P e te r sb . p o u r J 8 6 J , tav 4; cfr. el texto de la pp. 57 ss.). Lo mismo que en un bajorrelieve de sarcófago, cfr. Zoega, A b h a n d l, p.l3. Rohde hace aquí alusión a una acuarela de Bonaventura Genelli (1798-1868) que R. Wagner tenía en Tribschen, D io n is o (B a c o ) entibe la s M u sa s. Nietzsche se refiere a este cuadro en carta a Rohde del 16 de julio de 1872, C O II308-311. Martin Vogel sostiene la tesis de que este cuadro pudo ejercer un gran influjo sobre la polaridad «apolíneo-dionisíaco» que defiende Nietzsche (cfr. B e i tr a g e z u r G e sc h ic h te d e r M iisik k ritik , Bosse, Regensburg, 1965) [N. del t.].
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Nuestro amigo, que conocía sin duda muy bien estos hechos, se limita a indicar la íntima fusión de los dos impulsos artísticos en la canción popular introducida en la literatura por Arquíloco, en la que el Doctor filólogo, en contra de las claras palabras de nuestro amigo, deja que domine «propiamente» sólo Dioniso, lo que «propiamen te» no es más que una mentira. Nos acercamos al problema más importante: el desarrollo progresivo de la trage dia a partir del canto coral ditirámbico. Aquí nuestro amigo había reconocido la dife rencia esencial entre este canto dionisíaco y toda la otra lírica coral griega, en el he cho de que los cantores del ditirambo están ante nosotros como un grupo de seres encantados y transformados en siervos del dios, mientras que cualquier otra lírica co ral es sólo un prodigioso potenciamiento del cantor individual apolíneo, consciente claramente de su personalidad mortal. Contra esto objeta el erudito Doctor, que tam bién hay otras formas de poesía coral que no excluyen el elemento mímico: «piénse se sólo en los coribantes, en las cariátides y los danzadores pírricos». Parece que para este Doctor el curso de los pensamientos no transcurre regularmente; de lo contrario, se habría dado cuenta de que no existe una poesía pírrica, o incluso una poesía cariatídica, y de que no pueden llamarse correctamente «cantores corales» ni a las vírge nes que danzan en honor de la cariátide Artemis, ni a los danzadores de la pírrica, la cual se configuraba de modos diversos, ya sea representando un torneo serio de ar mas, ya sea aproximándose a la vivacidad de los movimientos de la hiporquema^^, que está presente también una vez en la tragedia^®. Se podría «pensan> también en los danzadores de la etrimelía, de la sikinis, del cordax, o del gemnos, skops, morfasmos y de tantas otras danzas mímicas registras por Pollux —al que yo quisiera remitir al señor Doctor, para que robusteza su capacidad intelectual— , en el libro cuarto del Onomástico}!, junto a las pírricas y a las cariátides. Pero no sé si será posible pensar, y al mismo tiempo confundir irreflexivamente, poesía coral y danzas mímicas segui das de una explicación de la palabra cantada. Por lo demás, al Doctor filólogo no le parecen suficientes las fuentes; él las enriquece con una especie de cantores corales o de danzadores llamada «coribantiasten» descubierta por él y desconocida hasta ahora. ¡Para que luego se diga que el método crítico-histórico no llega a ser producti vo en este Doctor! Algunas ideas oscuras sobre los Coribantes, junto a un suministro desmesurado de sana ignorancia dentro de una sola cabeza, producen naturalmente una fermentación histórico-crítica: «una espléndida obra ha sido restituida», el «coribantiast» está ante nosotros. Por consiguiente, es seguro que el ditirambo (junto al cual se puede poner como mucho la Hiporquema completamente mímica que, por lo demás, a veces era consagrada a Dioniso), frente a los otros géneros de poesía coral, himnos, peanos, prosodios, epínicos, etc., se encuentra en una posición completa mente especial, cuyo carácter no se puede señalar mejor de lo que lo ha hecho nuestro amigo. Ahora que estoy dispuesto a decir algunas palabras sobre la concepción que tiene nuestro amigo de un punto esencial de la prehistoria inmediata de la tragedia, me ale gro sobremanera de poder evitar en esto la compañía tan poco deseada del panfletista. Pues éste se ha puesto en evidencia a sí mismo con su solemne testimonio de incapa cidad. Primero, el Doctor filólogo juzga que, para esclarecer la esencia de la tragedia esquilea, no hay necesidad de conjeturas sobre los primeros pasos en la evolución de Schol. Pindar. Pyth. IV, 127. Cff. Aristot. fr. 417 R. Bockh, de metr. Pind. 270. De Frínico, según Eliano, VH. III 8 . Cff. Lobeck a Soph. Aj, 694.
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la tragedia (un juicio singularmente sagaz para un «crítico» que escribe sobre la gé nesis de la tragedia); luego, añade el siguiente envite: «Y por lo que respecta a la tra gedia antes de Tespis, es suficiente, para cualquiera que no sea filólogo del futuro, la Dissertation iipon the Epistles o f Phalaris». Pero hoy en día, el agudo ensayo de Bentley será quizás suficiente sólo para aquel cuyas investigaciones y conocimientos filológicos se encuentren todavía en mantillas, como los de este pseudofilólogo críti co-histórico; cualquier otro no se atrevería a dar su parecer sobre estas difíciles cues tiones, suites de haber estudiado a fondo^ además de otras muchas investigaciones científicas, una obra que a decir verdad no debería ser totalmente desconocida para alguien que se quiera llamar filólogo del presente y del futuro: quiero incluir aquí el título de esa obra, porque no parece que figure en los manuales de los que el panfle tista ha copiado el título del libro de Bentley. La obra lleva por título: Nachtmg zii der Schríft über dieAeschylische Trílogie, nebst einerAbhandlung über das Satyrspiel, de Friedrich Gottlieb Welcker (Fráncfort del Meno, 1826). ¡Qué ingenuidad la de reco nocer espontáneamente con un sano candor no sólo la propia ignorancia de los instru mentos esenciales para poder emitir un juicio sobre estos datos tan sumamente pro blemáticos, sino también la de presumir en los otros el mismo punto de vista de una ignorancia tan infantil! Por eso Welcker tampoco figura entre los hombres que, según la opinión del panfletista, han llevado en nuestro siglo a la filología a esas «cotas nun ca presagiadas», sobre cuya cima más radiante parece ciertamente ponerse a sí mis mo este ejemplo perfecto de método crítico. Si el Doctor filólogo no sabe nombrar entre los mecenas de nuestra ciencia más que a G. Hermann y Lachmann, no depende tanto de una parcialidad impregnada de un sectarismo tendencioso, sino de la igno rancia sin prejuicios del que realmente no sabe. Pero ¿puede creer alguien que se hon ra la memoria de estos hombres nobles y beneméritos, jactándose de ser sus seguido res mediante un panfleto en el que nada se advierte de su preclara inteligencia y menos aún de su fiel amor a la verdad? Dejemos, por tanto, al panfletista en su pupi tre y pensemos en las escasas, pero importantes noticias, que nos informan sobre la prehistoria de la tragedia; sólo así se dejará paso a una dificultad capital que, me pa rece, ha sido por primera vez comprendida y solucionada por nuestro amigo. Las fuentes antiguas nos informan unánimemente: que la tragedia en sus primeros comienzos no era más que un canto oral en honor a Dioniso; que la tragedia tuvo su origen a partir de los corifeos del canto coral ditirámbico; y que los miembros más antiguos de este coro ditirámbico representaban a los sátiros^K El argumento de ese Esto último se dice en Arist. Poet. 4,1449a, 20; cfr. también Focio y Suida, óuSev npóq tóv Acóvuctov, donde a los comienzos más antiguos de la tragedia se les llama expresamente SaTupcxá; y según la noticia digna de crédito de la Etymolog. Magn. 764,5 ss., los espectáculos en honor a Dio niso se llamaban tragedias, es decir «cantos del macho cabrío», precisamente porque «los coros es taban compuestos en su mayoría de sátiros, a los que se llamaba machos cabríos». Cfr. Welcker, Nachti: 240. Los testimonios son clarísimos. Si ya no nos extraña que el panfletista, mintiendo pura y llanamente, haga decir a nuestro amigo que el ditirambo «era siempre cantado por un coro de sá tiros» — algo que nuestro amigo no cree naturalmente y ni siquiera «parece creen)— , uno se queda estupefacto ante la tontería sin sentido de la nota adjunta. Allí se dice p. 908, nota 52: «Ni siquiera en su origen [el ditirambo era cantado por un coro de sátiros]. Lo dice Filocoro clara y convincente mente en Athen XIV 628a». Pero ¿qué dice realmente Filocoro? «Que los antiguos, cuando ofrecen libaciones, no siempre se abandonan a la alegría ditirámbica (StOupaixPoGatv), sino que al ofrecer libaciones celebran ((jiéXTCouaLV con G. Hermann; p,éX7rovTe<; el manuscrito) a Dioniso con la bebi da y la embriaguez, pero a Apolo con calma y dignidad». ¿Qué quieren decir, en general, estas pala bras sobre la formación de los coros ditirámbicos más antiguos? ¿En qué contradicen a los testimo-
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canto coral, por la misma naturaleza de las circunstancias, eran exclusivamente las vivencias de Dioniso-l Pero ahora uno se encuentra ante una seria alternativa. O se admite con Bentley {Phalar. p. 305 de la traducción alemana de Ribbeck), con Welcker y otros, que los antiguos coros ditirámbicos de sátiros tenían un carácter de alegría serena y jocosa y que, despojándose del elemento satírico, tuvieron, por primera vez conTespis (o des pués, según la opinión de Bentley), tono y contenido serio y triste. Pero entonces no se comprende cómo semejantes diversiones disolutas pudieron ser consideradas como los primeros pasos de la tragedia, desde el momento en que el primer trágico auténtico, Tespis — o ¿quién si no?— , cambió absolutamente todo: la formación del coro, los contenidos de la poesía coral, el carácter completo de los cantos; por consi guiente, él no debería haber desarrollado los primeros orígenes, sino sencillamente debería haber comenzado desde el principio. Si a través de tales consideraciones uno se siente constreñido a pensar que los primeros comienzos del espectáculo serio de la tragedia eran algo grave, triste, como un lamento sobre los sufrimientos y las calamidades del gran dios — como por ejemplo B. O. Müller, Griech. Litt. Gesch. 2,30— , entonces nos encontramos frente a otra dificultad. Es cierto que la tradición siempre habla en favor de esta concepción del «ditirambo dramático»^^ como ún canto fúnebre. La conocida na rración de Herodoto (V, 67), puesta de relieve por Müller, nos habla también con gran claridad del tirano Clístenes de Sikión, el cual devolvió a Dioniso, como algo que le pertenecía, los coros trágicos con los que los habitantes de la ciudad celebraban las penas del héroe Adrasto. Por lo tanto, existían cantos ditirámbicos que, a diferencia de los ditirambos clásicos posteriores, celebraban las penas del dios con una aflicción salvaje. La información que nos ofrece Suida^"* sobre Arión, poeta ditirámbico activo en Corinto al comienzo del siglo vi, se refiere también a un ditirambo fúnebre similar, que en adelante se desarrolló como tra gedia dramática y se ha de distinguir del género del himno ditirámbico, que es completamente distinto y sigue un camino diferente. De Arión se dice: «Arión debe haber sido también el inventor del modo trágico (T p a y L x o u Ó T T tó v o u » . Es tas palabras no se entienden por regla general con tanta precisión como deberían serlo por su importancia técnica. Los músicos antiguos distinguen tres «modos» de la composición: el nómico (utilizado en la composición de los nomoi del tipo moderno), el ditirámbico y el trágico. Según la forma en la que estos tres «mo dos» mueven el alma del oyente, les corresponden respectivamente tres tipos de ethos de la composición: el sistáltico, movimiento agitado, el hesicástico, sostenios anteriores, desconocidos naturalmente por el Doctor filólogo? Sobre el origen de una cita semejante, uno puede pensar las cosas más extrañas, pero en ningún caso podrán ser halagadoras para la inteligencia y honestidad científica del Doctor filólogo. “ Cfr. además de Suida, Focio, s.v. óuSev rrp t A Cenobio, Prov 5,40, Apotol. 15,13. “ Nuestro amigo no llama (pp. 61 y 63) a aquel canto coral, del que ha nacido la tragedia, «di tirambo trágico» —como dice el Doctor filólogo con su acostumbrada falsedad. Y nuestro amigo tiene evidentemente razón. El género del «ditirambo dramático» está estrechamente emparentado con aquel género particular de lírica dramática de Jenófanes, Simónides y Píndaro, que Bock, no sin un cierto fundamento, llamaba «tragedia lírica», sobre la que el panfletista no diría tantos disparates, si él estuviese en condiciones de comprender el comentario sumamente sensato de Welcker en Griech. Tragódien, pp. 1289-1259, que refuta el escepticismo exagerado de Hermann y Lobeck. Suida toma sus informaciones probablemente de un libro del docto Aristocles de Rodas. Cfr. Val. Rose, pseudepigr., 620.
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nido lento, y finalmente el diastáltico. Con este último se indica «un ímpetu so lemne y una elevación viril del alma; expresa las acciones heroicas y los sufri mientos y pasiones (Trá^v]) que corresponden a ellas; la tragedia se sirve principalmente de ellos y de los otros géneros poéticos que tienen un carácter afín». Euclid. Introd. HarmoNietzsche, p. 21 Meib^\ El ditirambo de la época posterior, un género poético que no es ni orgiástico ni excitante, sino más bien invita a un goce alegre, pertenece enteramente al ethos hesicástico. Cuando se nos informa expresamente de que el poeta ditirámbico Arión fue el que inventó el modo trágico, pienso que esto, bien entendido, quiere decir que el ditirambo antiguo de Arión no tenía nada en común, en cuanto al modo y al ethos de la com posición, con el ditirambo posterior hesicástico, sino que moviéndose en el ethos diastáltico representaba acciones y sufrimientos de caracteres heroicamente fuer tes y, por eso, era más bien afín con la tragedia de los tiempos posteriores en cuanto al contenido y a su naturaleza poético-musical. Por consiguiente, si ya había en los comienzos un género de ditirambo serio y lú gubre, no se puede dudar que la tragedia haya surgido justamente a partir de éste. Pero esto nos introduce en una gran perplejidad. ¿Cómo es posible que un canto fú nebre serio, que suscitaba un dolor triste, fuese cantado por un coro de esos bien co nocidos sátiros, cuya alegría scurrile [indecente] constituye algo completamente opuesto a la seriedad trágica y cuya grotesca obscenidad no sólo complacía en la An tigüedad a niños y a esclavos, sino que todavía en el año 1872 se gana el exultante aplauso de un Doctor filólogo? Pero como ya vimos, eran sátiros los que cantaban aquellos ditirambos, y Arión, el inventor del modo trágico, debe haber utilizado tam bién sátiros «que hablaban en verso». Aquí sólo se puede salvar uno de esta irremediable confusión, si nosotros, sin rechazar ni tergiversar alegremente los hechos presentados, nos dejamos guiar por nuestro amigo hacia una concepción, sin duda inusual, del significado origi nario del sátiro, es decir, hacia esa concepción del siervo barbudo de Dioniso, como la del hombre originario anterior a toda cultura que vaga de un lado para otro sin cadenas, y a la que el Doctor filólogo no sabe responder más que con burdas obscenidades^^. Nada puedo decir sobre esta concepción, exigida por los hechos mismos, que nuestro amigo no haya dicho ya (pp. 95 y 97) de forma más enérgica y determinante. Sólo quiero añadir dos cosas. Para comprender la repre sentación forzosamente irrefutable de tales seres primigenios, no deberíamos uti lizar nuestro delicado gusto como medida. Los griegos no tuvieron miedo de re presentar sensiblemente con simbolismos arcaicos la fuerza primordial de estos seres naturales de formas semianimalescas^”^. ¿A quién no le resultaría hoy desSobre los modos y el ethos de los géneros de la composición trata Westphal, Griech metrik, I, 376-383, n,315.ss. El cómico Doctor filólogo nos ha querido ofrecer también otras de esas aromáticas flores de su ingenio gentil. En la página del título, inmediatamente bajo su digno nombre, ha puesto ya como divisa una majestuosa obscenidad griega. Probablemente él cree poseer en tales excesos de desver güenza arcaica «la única cosa imperecedera que promete el favor de las Musas». ¿Acaso tendrían que estar las Musas más a gusto en compañía de Priapo que de Dioniso, cosa que les prohíbe el se vero Doctor filólogo? Muchos de los antiguos representan a los sátiros con patas de macho cabrío; por eso, si nues tro amigo habla de los sátiros con patas de macho cabrio, no confunde a Pan con los sátiros, como se imagina el Doctor filólogo, sino que por el contrario piensa en los caprípedes Satyrí de Lucrecio
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concertante la figura equina de Chirón, «la bestia sagrada», como la llama Píndaro, como encarnación de la suprema sabiduría originaria y del profundo conoci miento de la naturaleza, como figura venerable de los héroes, de Jason, Aquiles y Ascleipo? En segundo lugar, no nos podemos dejar confundir por la representa ción posterior de estos sátiros como seres alegres, impertinentes e insolentes. El culto de Dioniso tenía siempre dos rostros; se movía entre los estridentes contras tes del exceso de alegría y de dolor. Del mismo modo se celebraba también en Naxos la fiesta de Ariadna, ligada estrechamente a Dioniso, con una tan brusca alternancia de gozo exultante y quejidos tenebrosos, que los doctos de épocas posteriores pensaron en dos Ariadna completamente distintas (Plut. Thes. 20). Los sátiros también simbolizan originariamente en una única figura los dos extre mos de los sentimientos dionisíacos, puesto que se celebraba con alegría y dolor, en igual medida, al único dios, al «libertador», al «salvador», como lo llamaban los fieles que vieron en él no un igualador democrático (como se cree), sino al gran portador de salvación, bajo cuyo sortilegio toma a ser uno y único «lo que la moda insolente ha dividido». Ahora bien, como la tragedia tomó solamente uno de los aspectos de este sentimiento discordante, y consiguió hacer de la exube rancia del dolor apasionado un éxtasis artístico en lugar de un arrobamiento epi démico^®, así también la alegría de los sátiros encontró su desarrollo artístico en el ingenioso espectáculo del drama satírico. Cuando la tragedia renunció luego al coro de los sátiros, transcendiendo el círculo de los mitos dionisíacos, éste pervi vió en los griegos posteriores únicamente en la alegría frenética de las caricaturas demoníacas que se veían en los espectáculos satíricos; y con este tipo de sátiro, el arte posterior desplegó en los múltiples espectáculos fantásticos un desvarío inagotable. Pero como en el personaje del sátiro debe de haberse dado desde siempre esta euforia disoluta y salvaje junto al austero simbolismo — en una mez colanza difícilmente comprendida por nosotros— , así, recíprocamente, el arte posterior pudo desarrollar,, además de figuras grotescas, figuras nobles y juveni lmente bellas de sátiros, de las que ya Winckelmann trata ampliamente en el quinto libro de la Historia del arte, aun cuando no se había mantenido viva una conciencia de la doble naturaleza del ser sátiro procedente de la más antigua tra dición. Lo mismo habría que decir de Sileno, cuyas representaciones van desde las caricaturas más ridiculas hasta esa elegancia poderosamente noble del sabio bebedor, que nosotros admiramos hoy en la espléndida figura de Sileno con el pequeño Bacco en Múnich. Pero ¿no habla en favor de una concepción de Sileno, totalmente distinta a la usual, la antigua leyenda^^ del coloquio entre Midas y el Sileno prisionero, puesta de relieve por nuestro amigo como algo sumamente im portante? La sabiduría profunda y la melancolía de este Sileno nos permite comy Horacio (c. íl, 19, 4) y en la odyLKÓSr]^ S árupo^ (cfr. Jacobs, Anthol Graec. IV, pp. 205 y 412), etc. Cfr.' Voss. M ithoi Briefe II, 293 ss. El panfletista no tiene informes policíacos de la época en que se introdujo el culto dionisíaco. Y tampoco los tengo yo, pero sé comprender lo que nos quieren contar, a su manera, los mitos de Penteo, Licurgo, ícaro, etc. El panfletista no cree que la leyenda sea antigua, aunque Aristóteles diga explícitamente (ff. 37) que la sentencia de Sileno se repetía «desde los tiempos antiguos». Se encuentra por primera vez en forma métrica en Teognis, el cual aunque no haya imitado los versos del combate homérico á p)^v jjLÉv (JLY) (pOvac, ha repetido en todo caso una máxima antigua y popular. Cfr. Leuísch, en «Philologits», XXX, 202-206.
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prender mejor la figura de sus acompañantes, los sátiros. Sólo un perfecto igno rante como el Doctor filólogo no se ha dado cuenta, desde su «insospechada altura», de que Sileno y los sátiros están estrechamente ligados, y que precisa mente al Sileno de la leyenda de Midas se le llama sátiro en Jenofonte y otros (como oportunamente lo hace nuestro amigo). Esta imagen del sátiro, rectamente comprendida en su esencia, constituye un mo mento verdaderamente esencial en la visión general de nuestro amigo sobre la natu raleza y función de la música como arte dionisíaco, pero abordar este tema ahora su pera en gran medida mi presente cometido. Ya he demostrado que su concepción, aparentemente tan fantasiosa, tiene una fimdamentación filológica perfectamente re conocible que el Doctor filólogo no pudo barruntar ni de lejos, debido a la calidad de sus cualidades filológicas. Menos aún se podrá esperar de sus otras capacidades, y por lo tanto no es nada extraño que la comparación establecida por nuestro amigo, entre la forma del teatro griego y un valle solitario entre los montes, aparezca como algo extravagante para su fantasía mediocre. Pero da la casualidad que Dione Crisóstomo, en su gracioso idilio «el cazadoD>, pone en boca de un aldeano, que vive aislado en Eubea, la misma comparación, cuando éste, conducido por primera vez a la ciudad, observa con el estupor infantil de un hombre primitivo la maravillosa acti vidad de la humanidad civilizada en el teatro^®. No añado nada más para caracterizar ■la genial cultura clásica del señor Doctor. No es necesario que continuemos hablando de cómo surgió progresivamente el drama a partir del coro ditirámbico. Solamente haremos unas breves observaciones sobre el desarrollo de la música en el drama. Mientras que antes del desarrollo com pleto de la tragedia fueron sobre todo los poetas ditirámbicos los que potenciaron la música al máxhno y más que ningún otro fue Laso de Herminone (un maestro de Píndaro) quien se granjeó el mérito de haber desarrollado las posibilidades infinitas de este arte^^; posteriormente, la sublime obra de arte total de la tragedia ática adoptó también la fimción de conducir a tal perfección el arte musical que Aristóxeno, el ma yor entendido de música antigua, considera repetidamente a los trágicos Frínico y Esquilo como ejemplos del supremo desarrollo de la música noble. Nuestro amigo tuvo razón al afirmar que en Grecia «la tragedia ha llevado la música a la perfeccióm>; esto se demuestra en el hecho de que la música dramática, incluso en su pro gresiva decadencia, dominó la práctica musical artística tan cabalmente que, según las palabras del mismo Aristóxeno, «todos aquellos que se ocupaban en general de la música, se dedicaban a la Musa del teatro» (en Plutarco, Sobre las Musas, p. 27). Pero el declive del arte musical, tan vivamente deplorado por Ferécrates, Aristófanes, Pla tón y Aristóxeno, se puso de manifiesto cuando la música se fue desligando cada vez más de la poesía, y en virtud de esta separación el drama acabó finalmente descom poniéndose en un conglomerado heterogéneo de discursos fríamente racionales y de arias festivas, cuyo efecto puede haber sido únicamente sensual. No obstante, es muy significativo que sobre este deterioro de la música dramática, tal y como fue reproba do por Eurípides, ejerciese un influjo determinante el género artístico de los cantos Orat. VII, 24, p. 229 R. «El teatro — así narra el ingenuo a su huésped erudito— es como un valle entre los montes, excavado profundamente a ambos lados pero no demasiado ancho, sino que más bien se redondea en semicírculo, no de modo natural sino construido artificialmente con pie dras.» Plut. mus. 29, y además, Westphal, Metr., II, 292.
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corales ditirámbicos, que había continuado desarrollándose autónomamente junto al drama. Este género se había transformado desde Melanípides, en las manos de Cineas, Frínico, Timoteo y otros, en una exhibición artística puramente musical, en la que la poesía, que antes había «jugado el papel principal» (según Plutarco, en Sobre las Musas, p. 30) en el ditirambo, no ftie más que un pretexto para una desenfrenada orgía tonal. De esto nos hablan las numerosas protestas de los amigos del arte anti guo. Entre éstos, es Aristófanes, sobre todo, el que no deja ninguna duda sobre el ca rácter de esta práctica musical degenerada, que ha sido felizmente definida por nues tro amigo como «música excitante». Además, nuestro amigo señala adecuadamente una segunda propiedad característica de esta música: música descriptiva, cuya esen cia, según expresión de Schopenhauer, consiste en una imitación intencional y me diata de los conceptos, de imágenes fenoménicas y particulares. Y es exactamente esto lo que Aristóteles {Problem. 19, 15) quiere expresar, cuando define como «mimética» la música del nuevo ditirambo ático; y es éste el género antimusical, la mú sica descriptiva, del que se mofa Aristófanes en Pinto, cuando él, parodiando un diti rambo de Filóxeno, deja que su coro berree y bale como las cabras y las ovejas del Cíclope; y cuando Timoteo reproduce musicalmente en el Nauplio una tempestad^^, seguro que no se habrá quedado a la zaga en la capacidad imitativa de su predecesori^ Esto como respuesta a las habladurías confusas del Doctor filólogo en las páginas ?? su escrito calumnioso, que nos dan testimonio al mismo tiempo de su admirable ig norancia y de su indecible falta de’ideas, que se ponen de manifiesto claramente, so bre todo, cuando dice que «la música no ha sido nunca el campo principal del poeta trágico». Después de las cabriolas satirescas de la página 910, el Doctor filólogo se dedica a Eurípides, al que es especialmente fiel como presunto modelo de la incapacidad arrogante. No queremos perder el tiempo con sus intentos chapuceros de crítica sobre las noticias de ima verdadera relación entre Eurípides y Sócrates. Como es sabido, Lessing creyó en esta «historieta», el mismo Lessing al que el panfletista cree, de una manera un tanto cómica, que tiene que defenderlo contra nuestro amigo. Bemhardy, que debe haber tenido también una cierta práctica en crítica histórico-literaria, cree también en ello en la tercera edición recientemente aparecida de su Griechische Literaturgeschichte. Ambos sabían tan bien como el Doctor filólogo que las declaracio nes de los cómicos de la misma época no deben de ser comprendidas como testimo nios históricos. Sin embargo, la inteligencia más corta debería aceptar consideraciones como éstas: que un hecho concreto, aunque esté débilmente testimoniado, puede ser verdadero, y que, además, en la cuestión presente se debe tener mucho menos en cuenta la certeza histórica que los motivos internos, a partir de los cuales Sócrates y Eurípides son presentados en numerosos pasajes como amigos y correligionarios^'’. 32 Athen. VIII, 338 a. 33 Después de todo esto, es muy esclarecedor para mí la hipótesis de K. O. Müller, Griech. Litteraturg. 2,289, de que Platón, cuando habla de la imitación de los caballos que relinchan, de los toros que mugen, de los torrentes que rugen, del mar que brama, del trueno, etc. (Rep., III, 396b-397 a, cfr. también Leyes, II, 669 d), tome como punto de mira las artes m usieres del ditirambo moderno. 3^ Lo mismo vale para la sentencia délfica: oocpóí;; S o9 oxXyj( ; ,'oocpcÍTepog 8 ’Eupt,7 rí 8 7 )(;, etc. El Doctor filólogo es tan ingenuo que cree que nadie antes que él se ha escandalizado de la for ma de este oráculo. Y también cree que el mismo sólo se encuentra en los comentarios tardíos de Platón. Apol, 21a. Pero si es tan ignorante, ¿con qué derecho habla del argumento? El oráculo es ciItado muy a menudo; el elenco más completo de pasajes se encuentra recogido en G. Wolff, De Por-
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Éstas son consideraciones que deben de estar al alcance de la inteligencia más modesta; pero incluso la falta de esa capacidad de juicio más común parece ser justa mente el requisito indispensable para el «crítico» de un libro, del que no ha compren dido absolutamente nada. De un «crítico» semejante, no se puede exigir que com prenda cómo nuestro amigo ha reconocido la profunda comunidad de aspiraciones entre Sócrates y Eurípides. Sin embargo, después de las numerosas pruebas, en las que tergiversa la verdad sin el más mínimo escrúpulo, no se puede evitar un acceso pasajero de estupor, cuando se le oye decir al panfletista, bajo toda una serie de insí pidas futilidades, lo siguiente: «El señor Nietzsche afirma, descaradamente, que Eurípides es fiel al principio socrático de que la virtud es ciencia»; y contra esta pre sunta opinión de nuestro amigo descarga todo su saco de verdades a medias. He tra tado de buscar en vano dónde ha dicho nuestro amigo esto o algo semejante. ¿Quizás creyó el panfletista, que ninguno de sus lectores se habría dado cuenta de la falsedad de su afirmación? ¿O quizás contó con la especial complicidad de ellos en aquellos medios que a él mismo le parecían útiles para sus intenciones? Si a pesar de todo una tal miopía maliciosamente astuta tuviese que trascender la capacidad humana y si en el fondo de esta insinuación completamente falsa tuviese que darse un monstruoso malentendido, no quedaría más remedio que pensar en un malentendido y en una dis torsión de la frase que nuestro amigo repite dos veces (en las pp. 385 y 387): que para Eurípides, la ley suprema de su poesía, el principio de que toda cosa, para ser bella, tiene que ser consciente, se integra como sentencia paralela respecto a la socrática de que solamente el sabio es virtuoso. Ante esta frase, el Doctor filólogo, sin ninguna coherencia lógica, hace después (p. 913) la siguiente observación: Eurípides, por el contrario, «reconoce también bastante a menudo acciones conscientemente malas». Pero aquel que pudo escribir en sueños algo así, no puede estar en condiciones de com prender que ima «repuesta» semejante no tiene nada que ver con la afirmación de nues tro amigo, puesto que éste no habla de una virtud consciente, sino más bien de una be lleza consciente; es aquí donde hay que buscar realmente el porqué de esa falsa imputación a nuestro amigo^^ Al ver esta trama tan confusa, de una superficialidad im perdonable y de una absoluta incomprensión de las frases más obvias, no puedo hacer otra cosa que exclamar: ¡Éste es el «crítico» capaz de creer que no sólo comprende el profundo libro de nuestro amigo, sino también que hace caso omiso de él! phyhi ex orac. philos., pp. 76-77. Un escolio en Aristófanes, Las Nubes, p. 144, informa de que Apolonio Molón se oponía a la autenticidad del dicho, que debía ya existir, con la anuencia del Doc tor filólogo, en aquella época, es decir, en siglo i a. C. ¿Habrá que pensar que en aquella época no sabían hacer un trimetro griego? Por lo demás, un principiante en estudios de métrica sabe también que un anapesto como So
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Todavía dos observaciones más y terminamos con el panfletista. Sus enseñanzas sobre Sófocles (en las pp. 914 ss.) serán transferidas intactas a la asombrada posteri dad; hay, sin embargo, una estratagema muy particular que él la utiliza como algo indispensable, y que yo no quiero que pase desapercibida. El panfletista acusa a nues tro amigo (p. 393) de recurrir con premeditación al «arte del silencio», porque él, que no escribe para muchachos de escuela, da por sabidas cosas que son de sobra conoci das. Y en una nota añade: «el mismo arte barato lo practica el señor Nietzsche con Ai*istóteles en el mismo lugar [en la p. 393, página que ha citado antes, y que hay que pensar que el panfletista la ha leído]. Aristóteles {Poet. 1456 a 27) aprecia precisa mente el tratamiento que hace Sófocles [criticado por nuestro amigo] del coro». Debe ser un defecto especial de mi naturaleza, el que yo no consiga acostumbrarme a la serena imparcialidad de una polémica que continuamente está dando al lector gato por liebre. De hecho, «en el mismo lugan> de la página 393 nuestro amigo dice expre samente que Sófocles ha aniquilado la esencia del coro, «aunque Aristóteles esté con forme con esa concepción del coro», aludiendo con esto a aquel texto del capítulo 18 de la Poética, que el panfletista indica que él lo ha silenciado. Este arte de echar en cara con énfasis al adversario la omisión de algo que éste, por el contrario, ha presen tado con absoluta claridad, este arte malvado al que se recurre contando seguramente con lectores superficiales, no es algo nuevo; pero quien se mancha con medios seme jantes, cargará siempre con la culpa de utilizar trucos siniestros e inmorales. Si, por lo demás, nuestro amigo ha preferido en sus reflexiones estéticas no afe rrarse siempre con miedo a Aristóteles, como un niño a las faldas de su madre, el Doctor filólogo no es el hombre que pueda tener derecho a levantar la voz contra ello. Pues dejando aparte el hecho de que la Poética del pensador inmortal, por su forma fragmentaria, requiere no pocas veces una interpretación siempre problemática, como ocurre con las obras de arte que conservamos, se nos permite también dudar de la au toridad incondicionada de este claro y proftmdo teórico del arte, cuando, por ejem plo, se ve que él considera que se alcanza la plena eficacia de una tragedia, aunque sea sin manifestarse claramente ante todos nuestros sentidos, sin espectáculo ni acto res, es decir, en la mera lectura^^ Se puede decir, sin una especial presunción, que de esta forma se ignora lo esencial del arte dramático, es decir, su fuerza de transmitirse de una manera plena y determinante a toda la capacidad sensitiva del oyente; mientras que el arte épico sólo se limita a estimular simplemente la fantasía autónoma y pro ductiva. Cuando se ignora esto, se pone de manifiesto una seria laguna en la concep ción de la eficacia de una obra de arte griega. ¿Puedo contar con su beneplácito, ve nerado Maestro, si considero como la suprema prerrogativa del poeta dramático la capacidad de hacer partícipes a los espectadores, en la inevitable claridad de figuras corpóreas y realmente móviles, de aquello que él ha contemplado y ha oído, y de po ner ante sus ojos extasiados las formas de su alma de artista, «conforme a las ideas divinas, en la forma, en la medida, en el sonido y en la vibración»? Pero si la prueba más importante de los supremos artistas ha de consistir en esta encamación completa de la idea poética, el efecto de la obra de arte dramático, que no se puede comparar con nada en el mundo, se basa, por otra parte, en que el oyente es admitido por medio de ese fenómeno en el mundo de felicidad del artista. Únicamente desconociendo gravemente la verdadera naturaleza de aquella energía, se puede creer que, mediante una lectura silenciosa, se consigue todo esto. Poet. VI 1450 b 16ss; XXVI 1462 a 10-12.
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Por consiguiente, si nuestro amigo no ha aceptado la debatida «catarsis» como un momento determinante de su especulación, tendrá seguramente sus propias razones. Permítaseme, al menos, ilustrar con dos palabras cómo, incluso a partir de este único testimonio tan importante del efecto de la antigua tragedia, se puede obtener un apo yo esencial para las teorías de nuestro amigo, A pesar de tocias las objeciones, me parece que la interpretación mantenida por Bemays de ese difícil pasaje del capítulo sexto de la Poética es la más correcta: según Aristóteles, «la tragedia, incitando a la compasión y al terror, provoca la liberación mitigadora de esas pasiones del alma (la com pasión y el temor)». Por lo demás, aunque las opiniones de los intérpretes sobre estas difíciles palabras sean diferentes, sin embargo todas convergen en un punto: que se puede alcanzar una cierta comprensión de esa «liberación» o catarsis a partir de un pasaje del libro octavo de la Política de Aristóteles. Allí, entre los diversos efectos de la música, se enumera también aquel que a partir de los «cantos sagrados», es decir del enthousiasmos de la flauta del Olimpo, se comunica a los que mediante la audi ción de tal música quedan absortos en un éxtasis delirante. Embriagados por tales canciones, pasaban luego a un estado de tranquilidad, «como si hubiesen experimen tado una cura médica y una catarsis». Por lo tanto, me parece algo muy importante que Aristóteles asigne a la tragedia el mismo efecto «catársico» que él mismo (igual que lo hicieron antes que él, sobre todo, los Pitagóricos) describe como originándose a partir de ciertos géneros de música, y que él, volviendo a aplicar a la tragedia aque lla expresión transferida desde un fenómeno patológico a la música, exija a sus lecto res a que compartan estos sentimientos musicales procedentes de una verdadera dis posición interior trágica, ¿Acaso en este proceso no se aprecia la convicción de que estos dos tipos de sentimientos son afínes en su más íntima naturaleza? Y quisiera saber de qué otra manera se podría enseñar a comprender más a fondo esta afinidad testimoniada por Aristóteles que no sea desde el libro de nuestro amigo. Finalmente, lo que nos presenta el panfletista sobre Esquilo es tan trivial que no merece ninguna objeción. Para caracterizar una vez más su modo de entender, pon gamos un ejemplo. Hablando del Prometeo esquileo, nuestro amigo afirma que la Moira, que truena como eterna justicia por encima de los dioses y de los hombres, constituye el punto central de la concepción esquilea del mundo; pero el Doctor fi lólogo le contrapone un pasaje del Agamenón, en el que se dice de un modo pruden temente condicionado que nada se puede parangonar con Zeus, sino él mismo. El buen hombre no se da cuenta, evidentemente, de que tropieza con un pie inexperto en el muy controvertido^^ y grave problema de la fe de Esquilo. Podría aducir, sobre todo desde Las Suplicantes^ pruebas aún más enérgicas en favor del dominio supre mo de Zeus. Pero con esto no conseguiría quitarse de en medio el siguiente diálogo entre el coro de las Oceánidas y Prometeo (w . 517 ss.): «Coro: ¿Quién tiene en sus manos el timón del destino? Prom.\ Las Moiras y las Erines que se acuerdan de todo. Coro: ¿Y el mismo Zeus es impotente frente a su poder? Prom,: Nunca puede escapar del destino preestablecido». La estructura de la trilogía de Prometeo sólo se puede entender, en general, partiendo de la idea de que sobre la cabeza de Zeus también se cierne un destino independiente de su arbitrio. Si en los restantes dra mas aparece Zeus en concordia con la Moira, nunca se le coloca por encima de ella, ya que él ha aceptado en su voluntad los decretos de ella; es la Moira la que siempre determina el enredado destino del mundo. — Es posible que el panfletista, que no Cfr. por ejemplo von Dronke en el tomo cuarto del Suplemento del Jahr. f. Philol.
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tiene ni idea de todo esto, no haya leído a Esquilo. No me atrevo a afirmarlo. De hecho, Esquilo no sería el excelso poeta que es si a alguien se le ocurriese compren derlo, incluso leyéndolo xma y otra vez, sólo en un sentido literal muy restringido, sin tratar de penetrar en su gran espíritu. Creo que con esto ya tenemos más que suficiente sobre la desagradable refuta ción del panfletista. Para justificar a nuestro amigo, he tenido que aclarar que las pretensiones arrogantes del Doctor filólogo de una ciencia mejor no son realmente más que eso: falta de ideas, ignorancia y mala fe, algo que no es propio de un filó logo metódico y competente, sino una perfecta caricatura del método crítico, una auténtica pseudofilología. Si apenas he podido tratar la mitad de los malentendidos, de las alteraciones intencionales y de las insinuaciones deformantes, que él mismo ha esparcido en oleadas sucesivas a través de su escrito calumnioso, junto a las «respuestas» objetivas, reducidas por mí a la nada, tampoco quiero, finalmente, de tenerme mucho tiempo en preguntarme con estupefacción, qué es lo que pudo mo ver a este Doctor filólogo a organizar sin ninguna necesidad una exposición espon tánea de su propia mezquindad e ignorancia. A la ingenua altanería de una firme ignorancia, parece unirse también un incentivo especial que se nos desvela por fin, cuando invita a nuestro amigo a que baje por favor de la cátedra confiada a él, des de el momento en que ha desmerecido el aplauso del Doctor filólogo von Wilamowitz. Dejo que cada cual califique moralmente una frescura tan amistosa; noso tros, los amigos, seguramente no podi’emos hacer otra cosa que reírnos de la ingenuidad con la que el celo denunciador del solícito Doctor filólogo descubre sus verdaderos motivos. Sin embargo, nos vamos a permitir, en todo caso, darle a él mismo un buen consejo para corresponder a su regalo. Da la impresión de que su trabajo ha sido elaborado con el consejo y el estímulo de ciertos buenos amigos. En el caso de que tenga que verse otra vez provocado a salvar la «ciencia verdadera» mediante una exposición de su ignorancia histórico-crítica, habría que aconsejarle que, antes de la publicación de semejante «salvamento», se dejase informar por cualquiera de esos amigos, que al menos ya no están en mantillas respecto a los co nocimientos filológicos. No queda más remedio que recomendarle antes que cual quier otra, en un momento de inspiración, aquel consejo del sabio Heráclito, que le viene como anillo al dedo: «es mejor ocultar la propia ignorancia, que ponerla de manifiesto ostentosamente».
¿Puedo disculparme al terminar este escrito, venerado Maestro, por haberle entre tenido demasiado tiempo con las piezas de trabajo con las que nuestro amigo ha eri gido su sólido e imponente edificio? Espero que no, pues por sus altas propiedades artísticas este edificio habla claramente por sí mismo, y por eso, según mi opinión, había que hablar extensamente de los presupuestos históricos del libro sólo para aquellos que no hayan sentido en sí mismos de una manera profunda y pura el espíri tu y el alma de este libro. Nuestro amigo, corriendo el peligro de ofrecer un pretexto favorable a las perversas difamaciones, ha podido dejar a un lado estos presupuestos filológicos, porque se había fyado ima tarea completamente distinta, con la cual, sin embargo, no debió creer que había salido del círculo de las más altas intenciones de la ciencia filológica.
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Ante las otras ciencias, la nuestra posee un gran privilegio; nunca puede renegar de su innata nobleza hasta el punto de que consiga presentarse a sí misma con una cierta apariencia de verdad como un objeto «utilizable de modo práctico», es decir, para servir a la precipitación y avidez de miras puramente materiales. Así pues, la fi lología, en medio del vértigo de un mundo que, ávido de prosperidad, confunde por doquier los medios para una «existencia digna del hombre» con los fines últimos, persigue su obra pacífica de mantener claro y despierto para la humanidad que enve jece el recuerdo de la edad más floreciente de su feliz juventud. Nuestra ciencia cum ple con eso un trabajo noble, pues ¿de qué serviría este afanoso empeño por los restos grandes y pequeños de una época que desapareció hace tiempo, si no estuviese fun damentado por la fe en la humanidad única e inmortal, en cuya vida ningún día, o mejor dicho, ningún sueño matinal y bienaventurado de la juventud aparecerá insig nificante o disperso en la nada, después de una breve existencia, a aquel que en esta unidad venera la suprema representación de una energía potente proyectada hacia la más rica actividad? A cuántos espíritus delicados ha elevado nuestra ciencia desde la opresión y los golpes de los bulliciosos «intereses diarios» a la pura esfera de la con templación universal, como desde turbios vapores fluctuantes a un transparente éter inmóvil. Esto es indudablemente un inconmensurable beneficio, pero ¿con eso ha cumplido la filología clásica su más alto destino? Hubo un tiempo en que no sin ra zón parecía llevar el nombre de «clásica», un tiempo en que creía reconocer en la na turaleza maravillosa y en los hechos del pueblo griego una humanidad pura, inaltera ble en todo cambio y transformación históricamente importante, y nutría la fe valiente de que a partir de allí también podíamos conseguir para nosotros las líneas maestras para una humanidad más libre y más noble. Era la época, en la que ella tenía conciencia del porqué se le había confiado precisamente a ella, no sólo instruir en las escuelas a la más alta juventud en todo tipo de conocimiento práctico, sino también formarla; fue en esta época de nuestra máxima altura espiritual, cuando E A. Wolf, en su famosa Darstellung der Alterthumswissenschaft, contraponía a la magnífica «civi lización», como un bien muy superior, una «cultura» que está sumamente preparada por el progreso civil. Creo que nosotros, instruidos por el peligro creciente, compren demos actualmente de un modo más profundo el grave significado de esta contrapo sición. La civilización se mantiene a sí misma y conduce su existencia incomprensi blemente artificial, aislándose de una manera cada vez más perfecta de toda energía del espíritu y del alma; de su refinada barbarie sólo nos puede salvar una cultura, que comprenda en su vida la colaboración armónica de todas las más altas capacidades humanas en la obra de arte, no como un lujo frívolo de una saciedad inerte, sino como la última consagración de una existencia enteramente noble. Schiller, tan la mentablemente incomprendido hoy día, en sus cartas sobre la educación estética es peraba también con afán, que una cultura de estas características generase un rico impulso en el estudio de la humanidad griega. Pero los sabios de nuestro tiempo se ríen de tales quimeras, porque toda la energía de la humanidad parece estar ocupada en afanes mucho más concretos, que no es que sean reprobables en sí mismos; y así se comprende que en las palabras de nuestros especialistas más sensibles y profun dos, no aturdidos por el ruido diario, resuene a menudo una cierta resignación. Pues verdaderamente, incluso frente al pasado más maravilloso, el presente tiene siempre el derecho más seguro de afirmar su propia naturaleza particular. No puede hacer otra cosa. ¿Qué debemos hacer entonces? ¿Debemos aplaudir también a esa civilización insolente, dentro de la cual lo más que puede encontrar nuestra ciencia, como un lujo
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inocente, es un lugar? No, seguramente no, mientras que en la tierra alemana, ante el fracaso del mercado y de los cantos de sirena de las artes de lujo más exuberantes, resuenen poderosamente las notas emotivas de una íntima aspiración hacia una cultu ra más noble que libere a nuestro pueblo de esta civilización problemática. Si nuestro amigo se entrega alegremente a los ideales, hoy vivos y alemanes de todo corazón, de un gran artista incomprendido, él debió creer que con esto no había renunciado, ni mucho menos, a su ciencia de la historia y de la Antigüedad griega, sino que había acogido en sí su vida más profunda. Hay que tener valor y confianza en una causa para exponerse conscientemente con la publicación de un libro de estas característi cas a juicios intencional e involuntariamente injustos por parte de los especialistas más próximos. Nuestro amigo obtuvo esta confianza ante todo, venerado Maestro, gracias a la esperanza generosa y constante que Usted tiene y a su actividad que está guiada por una confianza llena de esa esperanza, que trasciende toda «oposición del mundo obtuso» y se dirige a una maravillosa consumación. En esta confianza de que a partir de los afanes más nobles del presente el futuro puede deparamos una vida próspera, él, riéndose, trastocará en un presagio feliz la maldad del calumniador, que ha creído ofenderle con el lema «¡Filología del futuro!». ¿Quién sabe lo que nos de parará el futuro? No obstante, podemos esperar y desear sin presunción que nuestro amigo, siguiendo imperturbado como un auténtico filólogo, pueda ser realmente «un ciudadano de aquellos que vendrán». Y con esto, venerado Maestro, me despido de Usted por esta vez con un afectuoso y cordial saludo.
ULRICH VON WILAMOWITZ-MÓLLENDORFF: ¡FILOLOGIA DEL FUTURO! SEGUNDA PARTE» Una respuesta de Ulrich von Wilamowitz-Móllendorff, Dr. Filol, al intento de sal var El nacimiento de la tragedia de E Nietzsche, Qui est ce done que Von trompe ici? B ea u m a rch ais
Berlín, 1873, Hermanos Bomtráger, Ed. Eggers. Hoy no hablaré de la llamadafeliz y atractiva del pájaro dionisíaco\ que nos mues tra el camino en la patria hace tiempo perdida; cabalgaremos por la región árida y polvorienta de la erudición filológica. Sin embargo, no creo que vaya a tener como pú blico pájaros dionisíacos, sino filólogos que están sin duda acostumbrados a beber en la fuente de la eterna juventud, pero que saben muy bien que no se consigue llegar allí con el vuelo de ícaro, sino después de un penoso camino, y no sin «la ascesis y la abnega ción del trabajo». Si prometo ahora evitar cualquier obstáculo inútil, mantendré la pro mesa; los filólogos del futuro se preparan ya para una diversión refrescante; no soy un orador, como Bruto, pero no por eso someto mis palabras a cualquier autoridad infalible para que certifique su verdad eterna: por consiguiente, puedo comenzar la narrado de un modo simple y honesto. Hace tres lunas que se anunció al mundo el evangelio y nadie prestó atención. Me dio pena. Entonces, un amigo —firmaba con las siglas E. R.— entonó con potente voz las alabanzas del amigo. El órgano dionisíaco es el suplemento dominical de Norddeutsche Allgemeine Zeitung; por eso, la llamada no parecía que se dirigiese a los filólogos. Pero ellos han sido allí vituperados por no haber prestado atención a las revelaciones. Entre tanto, la situación ha cambiado.*
* El título original es: Z u k u n ftp h ilo lo g ie ! z w e ite s S tü ck, e in e e r w id r u n g a i i f d ie r e ttu n g s v e r su c h e J ü r F r. N ie tz s c h e s « g e b u r t d e r tr a g ó d ie » vo n U lr ic h vo n W ila m o w itz-M ó lle n d o rff, D r. p h i l (sic). ^ Las cursivas en el texto original alemán, que se han conservado también en la traducción, ha cen referencia a los textos anteriores de Wagner y Rohde [N. del t.]. " [951]
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Es cierto, que no ha sido un profesor ordinario o extraordinario, sino un filólogo sin nombre en el campo de la ciencia el que se ha tomado la libertad de demostrar al mundo, que el edificio tan sólido e imponente se levanta sobre cimientos tan poco consistentes, que un doctor en filología cualquiera puede derribarlo: que «genialidad quimérica e insolencia en la construcción de ciertas afirmaciones están precisamente en relación con la ignorancia y con la falta de amor por la verdad». No sé qué es lo que hemos dicho los filólogos de esta demostración; supongo, que no era necesaria, Pero si los filólogos del futuro temen con razón que yo quiera inducir a muchos a que crean en la bajeza filológica de la ciencia-sueño-embriaguez nietzscheana (sería ra zonablemente controvertido encontrar un medio para ello), esto sería más de lo que yo esperaba. Sin embargo, la cólera casi estridente de la que han sido presa estos se ñores, la furiosa agresión, y todo este juego excitante, no temible pero que da pena, de la recíproca idolatría y de la calumnia contra los disidentes, me producen la satis facción de que mis golpes han dado en el clavo. De ante mano, contaban con pocos medios. De hecho, cuando el himno de E. R. fue elegantemente estampado y ñae enviado anónimamente a todos los amigos desde un pueblo de montaña bávaro, o mejor dicho, a todos aquellos que les hubiese gusta do tener por amigos, un medio semejante podría valer como prueba para aquellos que no tienen nada que ver con la nueva doctrina, o no querían tener nada que ver con ella, pero como prueba de la necesidad imperiosa de un patrocinio tan provisional. Y cuan do el anatema que había augurado para mí fue efectivamente lanzado, uno debe saber que el arma tiene doble filo, y que su eficacia es mayor según la autoridad de quien lo lanza, y que, en definitiva, toda expresión de arrogante impotencia hace reír. Por lo demás, R. Wagner y yo estamos de acuerdo en una cosa: en las consecuencias que tienen los descubrimientos nietzscheanos para el mismo descubridor. Pues si yo le aconsejo que en vez de representar el papel de docente en filología eche mano al bor dón dionisíaco, ¿en qué se diferencia esto de la alabanza que le hace su maestro, por haberse atrevido con resolución audaz a salir de Un contexto viciado y a señalar con mano creadora sus defectos? Si él, no obstante, me agrede a mí por eso, y si el señor E. Rohde trata de imputarme motivos bajos, entonces se explica suficientemente la lógica del futuro y la moral del futuro. Por lo demás, esperemos. ¿Quién sabe lo que deparará el futuro? Sin embargo, me veo en la obligación de dar las gracias al señor R. Wagner —^yno sólo yo— , a pesar de su estilo taurino, que es algo inusual en él y tan inaudito dentro de una sociedad educada. Raramente se nos ha permitido mirar en el taller del genio; la mayoría de las veces un poeta oculta a la mirada profana la mis teriosa alianza entre Apolo y Dioniso: aquí el maestro, como es tan generoso, abre el escriño de su pecho, en el que se encuentra la joya, wigala weia. ¿De qué vale afa narse, se queja, en el campo de la filología? Una vez tomé del estudio de J Grimm la palabra «Hailavac», del antiguo alemán, y la transformé, para hacerla más útil á rñis intereses, en «Weiwaga» (una forma que todavía se reconoce hoy en «Weihwasser»), pasé a las raíces afines «wogen» y «wiegen» y, finalmente, a «wellen» y «wallen» y formé, por la analogía de la «eia popeia» de las canciones de cuna, una melodía ra dical silábica para mis ondinas. Paciencia, venerado Maestro, el cultivador de len guas clásicas, el holgazán berlinés no dice ni una palabra más: está claro que no pue de reírse delante de Usted. Sin embargo, éstas eran las defensas de emergencia que se levantaron a toda prisa contra el asalto de este crítico bárbaro. Ahora, después de cuatro meses, se ha termi nado la gran obra que no solamente tapará todas las brechas sino que también anula
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rá completamente a los atacantes: incluso servirá para apuntalar las partes débiles del sólido edificio^. Pseiidofilología, Carta de un filólogo a R. Wagner: es bastante sinto mático que se llame así a esta salvación. Se confiesa como autor Erwin Rohde, pro fesor extraordinario de filología clásica, que ha llenado tres pliegos completos para demostrar la inmensidad de mi idiotez y falsedad. Ésta es la carta de cuya lectura he sacado ciertas impresiones de las que quisiera deshacerme, haciéndole algunas pre guntas, quizás impropias, qui est ce done que Von trompe ici. Pues es ciertamente increíble que alguien trate tan delicadamente de preocuparse por hacerme lo blanco negro. Pero el gran público rechaza contenido y forma, los filólogos ese método que cultiva la dulce ilusión de «que con la posición social se puede clavar un pensamien to en la tabla de la realidad». No, aquí uno quiere huir de sí mismo, quiere ahogar en sí mismo el sentimiento incómodo de vergüenza, no simplemente incensándose reci procamente bajo los efectos de algún narcótico, sino sobre todo con las histéricas invectivas contra aquel al que se le echaría muy a gusto la culpa del gran fracaso ob tenido. Yo, ciertamente, he contribuido poco al fracaso rotundo de las revelaciones' nietzscheanas; pero había que elegir una víctima contra la cual se pudiese desfogar el rencor, a fin de poder encubrir algo que era evidente. Por eso, me tienen que matar a cualquier precio; por eso, arremeten contra mí con todas las armas, desde la pulla de las habladurías hasta el garrote del anatema. ¡Sea! La ciencia no se preocupa por la persona; la nueva teoría no se aproximaría ni un pelo a la verdad, incluso si mi perso na tuviese que caer en la batalla. Pero hasta ahora yo me encuentro estupendamente, y mi sana áv ata^erL a, como dicen los señores, resistirá a la ira febril con la que me atacan. En primer lugar, debo reconocer que no ha tenido que ser fácil para el señor E. R."* el sacrificium intellectus que le exigía la nueva religión. Se aprecia claramente! que él suspira bajo la constricción de tener que encontrar que todo en su amigo es verdadero y bello, pero en mí todo es falso y malo. Desgraciadamente quiere con servar una apariencia de libertad científica, y el compromiso que de antemano condiciona su juicio le conduce más de una vez a sacrificar, para parecer libre, algo más alto que el simple juicio. Un ejemplo: Él considera una completa tergi versación de la verdad que yo repruebe a Nietzsche la equiparación de lo trágico con lo budista. Pero no se fija en el pasaje que yo cito. Allí está escrito {El naci miento de la tragedia, p. 409): tendremos una cultura preferentemente socrática, o artística, o trágica: o, si se admiten ejemplificaciones históricas: hay, o bien una cultura alejandrina, o bien una cultura helénica, o bien una cultura budista. Supongamos que el lugar al que el señor R. remite, expresa un punto de vista dis tinto. ¿No debería él constatar honradamente la contradicción de su amigo consi go mismo? Pero el hecho es que aquel texto, que lo comprende hasta un pensa miento paralitico, está plagado de contradicciones: para salir del orgiasmo río hay, para un pueblo, más que un único camino, el camino que lleva al budismo. Éste concuerda con el de arriba. Más adelante parece como si los griegos hubie sen encontrado otra cosa; sin embargo no es algo distinto, porque ¿qué diferencia ^ Según me han contado, ha fracasado un cuarto golpe, una nueva propaganda para El Naci miento de la tragedia en el «Philologischer Anzeiger», al rechazarlo la redacción para su publica ción. ^ Hablo siempre y sólo del prof. extraordinario Erwin Rohde, del himnólogo E. R. no puedo te ner más noticias, porque no poseo el himno.
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hay entre la parafernalia metafísica, con la que los helenos se olvidan en medio de la embriaguez de anhelar el nirvana, y las condiciones extáticas budistas, que elevan por encima del espacio, del tiempo y de la individualidad! Puedo discul parlo. Después de la embriaguez de los tonos exhortatorios de la página 421 (es el texto con el que se inicia la primera parte de la «Filología del futuro»), debía naturalmente introducir el estado que los persas llaman bidamag buden, y que se venga de los sabios del sueño-embriaguez, porque en su metafísica no se ha deja do ni un lugar para este complemento indispensable de la embriaguez. Me gusta ría prometer al señor R. la visita de este demonio que, después del más embriaga dor día de la redención universal, despierta de una manera espeluznante el anhelo por el nirvana — siempre que todo salga bien en esta expedición contra los infieles— . Pero su échauffement es demasiado forzado; pacta con Nietzsche como Fausto con Mefistófeles: «Y tú tienes razón, sobre todo, porque yo estoy obligado». En el fondo del corazón, ciertamente, compartía mi opinión de que es indescriptiblemente tonto parangonar a los espectadores sentados en el teatro con las bacantes que andan errantes, la arquitectura de la escena con una ima gen luminosa de nubes en el valle. Pero él, al ver que su amigo había sido tan ton to, prefiere que yo encuentre extravagante el parangón del teatro con un valle entre montes, para poderme echar en cara —no que la mayoría de los teatros grie gos son en realidad valles, a tanto no llega la genial cultura clásica del señor prof. extraordinario, pero «cuando faltan los conceptos, se pone oportunamente una cita»— que Dione de Prusia se sirvió una vez de este parangón. Si uno quie re que todos vean en el espantapájaros un verdadero enemigo, no es ciertamente un buen método arremeter contra él con una espada de madera. Al señor R. le pa rece absurda, lo mismo que a mí, la afirmación de que los griegos soñaban de una manera distinta a nosotros, es decir con causalidad lógica y con una sucesión de escenas semejantes a sus bajorrelieves. No se hace ninguna observación sobre esto, sino que prefiere polemizar conmigo, porque yo —he negado el parentesco del sueño con la actividad del artista épico y plástico. ¿Con qué polemizar? Que Calimaco en los Aitia ([también un artista épicol) se traslada en sueños al Helikon y Ennio lo ha imitado; que Nicómaco^ al alabar a Heracles de Parrasios ([también un artista plásticol)^ dijo que lo había pintado como si lo hubiese visto en sueños — y ¿por qué, entonces, no decir que a Rafael se le apareció en sueños la madonna, y que Heine ha llorado en sueños, ha visto a su mujer andar por el altar y sabe Dios todo lo que ha hecho? ¿O que Hesíodo recibió su consagración como poeta en sueños, y que los habitantes de Trezena consideraban el Sueño como el amigo de las Musas? — Y entonces, ¿por qué no decir también que Píndaro recitó en sueños una oda a una vieja, y que «la noche es la mitad de bella que el día»? Una polémica como ésta puede, realmente, hacer lamentar que no se ha afirmado aquello contra lo que ella se dirige. . El señor R. está todavía bastante lejos, no sólo en las cosas pequeñas sino también en los puntos cardinales, del vértigo dionisíaco de su amigo, de tal manera que se puede esperar con impaciencia cuánto tardarán los dos filólogos del futuro en tirarse de los pelos. Es bastante sintomático que el señor R. no trate de interesarse por el entusiasmo mistérico, por Apolo-sueño, por el padre del mundo de los dioses homéricos. Por eso, ^ Tácitamente corrijo al señor prof. extraordinario según O. Jahn, «Ber.d.sachs.Ges.», 1854, p. 284.
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tengo que dejarle pasar el que yo, con una falsedad consciente, haga decir a Nietzsche que la maldición de los átridas es prehomérica y que con mala fe y a sabiendas he in troducido las dinastías hesiodeas en su mundo preolímpico. Cualquiera puede ver cómo están las cosas, tan pronto como consulte los lugares citados por mí. Allí Nietzsche es tablece como épocas de la historia griega del arte, en primer lugar, una edad de bronce con sus guerras de Titanes y su dura filosofía popular. Eso es precisamente la maldi ción de los átridas, la sentencia de Sileno® y otros disparates que he ilustrado suficien temente. En segundo lugar, el mundo homérico desarrollado a partir del instinto apo líneo de la belleza, etc. Hasta aquí puedes tener razón, me dirá ahora vm lector de la Pseudofilología, pero ¿no has dicho luego que las luchas de los Titanes, que son sin duda de la misma raíz que las de Indra contra los Marut, las de Tor contra Hrimthursen, son posthoméricas y, por tanto, tienen un carácter completamente griego? ¿No es pre cisamente esto lo que dice el señor R.? Sí, respondo, pero el señor R. llega a eso por medio de una argumentación simbolizada en la fórmula x + a = be, luego x = b. Yo nie go un reino de Titanes, una época en la que gobernaron las oscuras potencias naturales antes de la aparición de sus vencedores, las fiieizas naturales amigas del hombre; niego que haya existido alguna vez una época que satisficiese su necesidad religiosa sólo en aquellas fiierzas, y menos aún una revolución de la fe por la cual hayan sido simboliza das en la misma fe las divinidades proscritas y su caída por medio de un cambio celeste de soberano: esto es lo que enseña el sano entendimiento humano, y esto es lo que tam bién enseña, naturalmente, la investigación sobre los mitos, por ejemplo la ya conocida de Welcker, que —posteri negabitis— un filólogo del ñituro cree que tiene que elevar contra mí. Pero cuando Nietzsche, con la mirada puesta en las especulaciones teogónicas, hace derivar la jerarquía olímpica de la alegría de la originaria jerarquía titánica del terror por medio del instinto apolíneo de la belleza, plantea una hipótesis comple tamente falsa, en la que no tenía ninguna necesidad de distinguir entre reino de los Ti tanes y luchas de los Titanes. Por el contrario, el señor R., que reconoce lo absurdo de esa conjetura de la edad de bronce, hace esa distinción, pero no abiertamente, para ha cer recaer sobre mí el golpe dirigido contra su amigo. Cuando más adelante puse de relieve la heterogeneidad y modernidad de las partes respectivas de la ¡liada, al referir me a las diversas noticias de sus escolios (por ejemplo sobre Estentor, sobre el catálogo de los amores de Zeus, sobre Océano, sobre la relación entre Ares y Afrodita) y a la per plejidad que causaron recientemente, admito que hice mal en atribuir también a los dos grandes precursores de la critica homérica estas observaciones — lo que me sedujo fue el hecho de que estas observaciones fuesen tan justas en su espíritu; que el señor R. re flexione un momento, hasta qué punto está en condiciones de comprender aquel espíri tu, cuando vea que citar los Titanes en S y O es exactamente la misma cosa que citarlos ® Es algo puramente arbitrario conectar estrechamente la sentencia: «la cosa mejor es no haber nacido, etc.» con la leyenda de Sileno y de Midas, de tal manera que una presuponga la otra. La le yenda existió por primera vez, como ya lo dije, en Baquílides. Por lo demás, Celene está en Frigia; y el método de deducir la naturaleza del sátiro griego de un dios extranjero, al que los griegos iden tificaron con Sileno o Sátiro o Marsia, es tan lógico como querer explicar a Atenea a partir de Neith, y a Mercurio a partir de Wuotan. Por el contrario, admito la conexión de Dioniso con las Musas por lo que respecta al drama, porque de allí derivan todas las tradiciones antiguas referentes a ello, que Creuzer, Symb. VII, p. 171, ha recogido y Welcker, naturalmente, las ha juzgado como correctas. No es necesario probar que estas naturalezas apolíneas en su origen no tenían nada que ver con Dioniso. Y que la adoración de Dioniso junto a Apolo en Delfos* tenga que ver con nuestro problema - nic scios nic scire laboro [el autor prefiere la grafía arcaica en vez de nec scio nec scire labom. N. del t.]; su fuerza probatoria es tal vez inferior a un cuadro de Genelli.
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en el canto decimotercero, como lo hago yo^: por consiguiente, ¡no sabe distinguir en la Ilíada un libro de un canto! Y tiene la cara de reprocharme que yo haya hecho afirma ciones completamente gratuitas. ¿No se le cae ahora la cara de vergüenza? __ _ Sin embargo, el punto esencial de la diferencia entre los dos filólogos del futuro es más profundo: el concepto sobre la naturaleza de la lírica. Nietzsche, como se sabe, se jacta de haber conseguido comprender el origen y el significado de la lírica superando incluso a Schopenhauer. Para él la lírica es una fulguración imitativa de la música en imágenes y conceptos, y depende tanto del espíritu de la música como la mú sica misma, que en su carácter completamente ilimitado no necesita de imágenes ni conceptos, sino que sólo los tolera junto así. Por el contrario, cuando las palabras del texto dominan el contrapunto, como el señor domina sobre el siervo, estamos ante un estado tosco y profano antimusical. Yo objeté contra esto que los griegos no habían tenido ni idea de esta relación, y que Platón, por el contrario, declara que entre ellos armonía y ritmo han seguido al texto. El señor R. polemiza contra esto, porque tiene que hacerlo, pero le parece completamente razonable la exigencia de Platón, es decir, que la música tiene que dar al texto una expresión musical correspondiente a su con tenido, y que no debe desinteresarse del texto para abandonarse por su propia inicia tiva a una orgía de efectos puramente sensuales. — En lo demás, que se las arreglen los dos señores como puedan. Nietzsche dice: la música antes que el texto; R.: el tex to antes que la música; Nietzsche: el texto es una fulguración imitativa de la música; R.: la composición es expresión musical del texto. ¡Pobre Nietzsche, ni siquiera el otro filólogo del futuro cree en el gran descubrimiento que ha superado a Schopen hauer! ¡Pobre R., ha quedado atrapado en el carácter tosco y profano antimusicaü Y con ello echa por tierra toda la magnificencia del canto popular estrófico de Arquíloco, de los distintos nacimientos a los que se incitan Apolo y Dioniso: en otras pala bras, se echa por tierra todo El nacimiento de la tragedia desde el espíritu de la mú sica. Sin embargo, no puedo dejar a un lado el pasaje de Platón sin reconocer que el señor R. me ha demostrado un error burdo e imperdonable en la concepción de las palabras de Platón sobre los ^pr¡voi y los óSup(JLoL. Acepto por eso agradecido la dura reprimenda —^incluso del señor R., a quien le ha pasado lo mismo. Inducido por el Sel, establece que la frase de Platón, «las palabras del textos deben dominar en la música», tiene el valor de una exigencia. Pero fijémonos. Después de que se han fi jado las normas para la pLÍiJurjau; en palabras, Sócrates piensa que ellas se someten por sí mismas a la música; y puesto que Glaucón no comprende, trata de demostrarlo. De las tres partes del fjiéXoí;, la ápfxovía y el pu9[jLo<; deben seguir al Xóyoi;, por lo cual aquí no valen normas diferentes de las de arriba. Sin embargo, es cierto (áXXa [Xe v t o l ) que anteriormente los óSupp.oL, etc., han sido excluidos de los discursos, y por lo tanto (ouxouv) deben ser también abolidos en la ápfxovía. Un simple silogis mo, en el que la frase en cuestión es la propositio maior. Como tal, por consiguiente, nada puede ser objetivamente establecido como verdadero por aquel que habla sólo subjetivamente. Pienso que esto es lo que enseña la lógica. ^ También el séptimo canto (H 253-488, para que el señor R. sepa de qué estoy hablando), en el que se menciona expresamente el mito de los Titanes, es relativamente reciente. Lo demuestra el re cuerdo de im á^Xov de Heracles; que «sea extraño respecto a lo que es verdaderamente homérico», se deduce del hecho de que allí se presupone una forma de la leyenda en que Aquiles vuelve a la ba talla el día en que los troyanos combatieron jimto a las naves después de la muerte de Patroclo. Aris tarco se dio cuenta de ello, ya que él expurgó los w . 475-476; también se dio cuenta Lachmann, que los conservó después de considerar atentamente la naturaleza del canto popular.
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Ya he señalado que, con la diferencia de opiniones sobre la lírica entre los dos filólo gos del futuro, el señor R. ha emitido también su juicio sobre el Arquíloco Nietzscheano, el que duerme al sol del mediodía y es despertado por un toque del laurel apolíneo. De este modo, él circunscribe esencialmente sus respuestas contra mí, amén de algu nas impertinencias obligadas, a la ejecución de los yambos, la cual está estrechamen te relacionada con la cuestión de la ejecución de la elegía. Para el señor R. esta cues tión ha quedado en la sombra, precisamente porque el señor Nietzsche la ha pasado por alto. Cree que Nietzsche tuvo motivos especiales para ello. Cierto que los ha te nido, ¡ya se ve dónde ha ido a parar su música primigenia! Ahora el señor R. la recu pera. El sigue fiel a la antigua opinión de los gramáticos, que nos llega por primera vez a través de Horacio, de que la eXeyela proviene del Pero para toda la Antigüedad, las dos palabras semejantes han significado dos cosas completamente distintas (durante mucho tiempo a la elegía se la llama simplemente ínr¡), siendo Cé sar el que lo puso de relieve. Incluso admitiendo que en tiempos remotos, en una po blación no griega, el éXeyelov se haya convertido con el uso en cXeyoí; y después en éXeyeía, ¿con qué derecho podemos transferir a la éXeyeía la naturaleza específica del éXeyo^? Que cada uno piense lo que quiera: o bien que el género más significa tivo, la mayoría de las veces épico, de la lírica helénica, el que encontramos sobre el tronco que ha desarrollado el epos, sea una rama más joven de aquel tronco, o haya salido de la misma raíz, o bien se derive de las melodías orgiásticas de la flauta de un pueblo bárbaro vecino de los jónicos: aquí se trata sólo de la ejecución de la elegía histórica, de las poesías de Calino, Arquíloco y de sus sucesores. Si no estaban vincu ladas a la música, hemos sacado de ellas lo dionisíaco, y con ello las hipótesis de Nietzsche se evaporan en el aire. Para el canto se apoya el señor R. en tres pruebas, y desecha un testimonio contrario como tardío y de poca confianza. A Tirteo se le llama flautista, pero incluso con la «filología del futuro» el señor R. habría podido saber que en los ejipa'rqpLa sonaba la flauta y á y ex ’ w SriápTac; debería conocerla bien. Plutarco confirma en de mus. 8, que las elegías de Mimnermo estaban compuestas musicalmente. Pero ¿qué se dice allí? Que había una melodía antigua, el xpaSLa<; vóp.O(;, que Mimnermo había tocado con la flauta (aóXvjaat o lo que quiere decir aquí, ejecutada con la flauta) ev áp^T) yáp éXeyeTa (jL£fjLeXo7cot.Y](xéva oí aúXcoSol -^Sov®. También Sacada había compuesto, además de cantos, tales «elegías con música». ¿Para qué diablos ha añadido esta frase Heráclides Póntico (a quien parece atribuirse esta parte del escrito sobre la música), si estaba seguro de la naturaleza de la música, si sabía que todas las elegías de Mimnermo estaban destinadas al canto? ¿No será mejor ver en este pasaje una refutación directa de la opinión del señor R.? Sin embargo, es cierto que él tiene razón en una cosa. Me equivoqué cuando dije sim plemente de Mimnermo que no era un músico. Sabemos que también era flautista como su Nanno. Pero vayamos al tercer testimonio, la prueba clave. Camaleonte (en Athen. XIV 620 c) habría testimoniado explícitamente que las poesías de Mimnermo y Focílides estaban compuestas musicalmente. Escuchemos: Ateneo dice que los homeristas de su tiempo (tal y como los describe Aquileo Tacio) habían prosperado pri mero bajo Demetrio Palero, Xa(jLatXécov Sé xal (jLeXípSvjO^vaL 9Y]crt.v ou [j l ó v o v r á '0(x>]poi> áXXá xal xa 'HcrtóSou x a l ’Ap;(tXóp^^ou, h:i Sé Mipvépfxoü*
* Plutarco, Sobre la música, VIII (2,150a): «Al principio los cantores cantaban con flauta las elegías, que eran composiciones musicales» [N. del t.].
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x al O íoxuXlSou^. El texto continúa con una serie de excerpta en los que se atestigua que en el teatro poesías de distinta clase, por ejemplo, también los yambos, o bien eran recitadas (pacpcdSeiv), o bien ejecutadas mímicamente (ÓTroxpívea&at). Es di fícil entender que el señor R. haya podido utilizar este testimonio a su favor y que se haya atrevido a traducirlo así: a las poesías se les ponía música. Se les puso música, dice allí, y por lo tanto antes la tenían. El tipo de ejecución de la elegía y del yambo se equipara con el del epos. ¿Quizás también le puso música al eposl Camaleonte, que estaba siempre bien informado, y todos los testimonios prealejandrinos están de acuerdo en que la elegía no era cantada. Todo esto lo daba yo por supuesto, cuando cuestioné la ejecución musical de los yambos, y el señor R., que la sostiene, lo prime ro que hizo fue hacer tabula rasa de los testimonios de Camaleonte, Clearco y Lisania, que figuran juntos en aquel lugar del Ateneo. Pero también me he referido al he cho de que los epodos de Aiquíloco no eran estróficos. Aquí el señor R. me quiere amedrentar y grita que Westphal los tiene por estróficos. Sus argumentos no tienen que ser muy fuertes, cuando prefiere luchar apoyándose en autoridades. Pero cierta mente, si los argumentos fuesen también tan comunes como la zarzamora, no nos impedirían por ahora el derecho a afirmar la composición simplemente dística de los epodos arquiloqueos, como es cierta la de los epodos horacianos‘°. Luego traje a la memoria la 7iapa)(^aTaXoyTQ de los yambos que la tragedia derivó de ellos. El señor R. sostiene con Westphal una intromisión inmediata de la palabra (melodramática) en el canto. Por el contrario, yo creo, también con Westphal (Proleg. zuAeschyL, p. 200), que había una ejecución musical dentro de la parte hablada*^ Por consiguiente, es mejor ante todo dejarlo a un lado. Pero ¿cómo se le habría ocurrido a Aristóxeno atri buir a Arquíloco la invención de la pv&iiOKoda, twv lap.peícov, si Arquíloco había inventado también su i^eXonodoc? (Ps. Plut., l.c. 28). Esto debería resolver razona blemente el punto controvertido; por consiguiente, contra mi hipótesis no habla nin guna instancia, al menos ninguna de aquellas a las que ha apelado el señor R.*^. Bas ta con echar una simple mirada a los fragmentos para comprobar que frente a las elegías, los yambos y los epodos pierden importancia los otros metros; pero ¿cuándo . he negado yo que Arquíloco se haya dedicado a la música? Lo que he negado es que él haya introducido el canto popular en la literatura, primero porque Homero lo había hecho ya hacía tiempo, segundo porque canción popular y lírica subjetiva son justa mente lo opuesto. Al filólogo del futuro esto le parece demasiado trivial, le produce risa eso de «poesía por decirlo así anónima»; pero no le parece trivial al señor R. po ner canto en vez de canro popular y entender con ello la lírica moderna, es decir, sub ” «Camaleonte dice que también se puso música no sólo a los versos de Homero, sino también a los de Hesiodo, Arquíloco y, además, a loS de Mimnermo y Focílides» [N. del t.]. Es también digno de atención que Horacio en los epodos no habla nunca del canto de sus poe sías, como en las odas. Epod. IX, 5 no se interesa por la poesía misma. " De cualquier manera, no con el objeto de rendir tributo al lío pitagórico de números, llamado responso dialógico, sino con los ojos puestos en aquellos lugares en que los otros metros se mezclan con los yambos, como Trach., 1080, Phii 781, o aquello que está evidentemente dentro de las partes cantadas como Hipp. 818, Sería imposible averiguar algo más. El señor prof. extraordinario hubiera hecho mejor en dejar a un lado el pequeño canto triunfal olímpico, porque está escrito en metro yámbico, que aducirlo como documento para la ejecución de los yambos. Nadie creerá que él no conozca la diferencia de los géneros. Por el contrario, tendría que haberme reprochado que yo lo hubiese utilizado primero. L. von Sybel hace tiempo que había pro bado ya que eso no tiene nada que ver con Arquíloco y que el canto tonal en Píndaro se refiere a un himno arquiloqueo.
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jetiva, de manera que se produzca un sentido completamente diverso. Sin embargo, la historia griega nos informa de queArquüoco habría introducido el canto popular en la literatura; es decir, la historia griega no nos informa propiamente de nada, y esto lo admite el señor R.; si esta afirmación es correcta, yo soy demasiado tonto para comprenderla. Gracias a Dios, no tengo la sabiduría que puede comprender cómo una historia relata aquello que no está en sus relatos. Si el señor R. hubiese tenido la som bre de una prueba, seguramente que no lo habría callado. ¡El señor R. tiene el don de comprender las palabras de un hombre! ecce signum: Contra la hipótesis nietzscheana de la preexistencia de la música respecto al texto cantado yo he objetado que el texto todavía predomina en la primera xaTáoTaoc^ (los músicos son al mismo tiem po poetas), «y sólo con la segunda comienza a usarse la música instrumental». El se ñor R. ha conseguido entender aquí acompañamiento musical, no sólo para enfrentar la historia griega contra una semejante locura de manicomio, sino para mirar en un completo abismo de ignorancia. Los dos señores miran con satisfacción a los abis mos, pero no sólo a aquellos dionisíacos, donde todo es plano y simple; se enfurecen y hocican tanto en las palabras del adversario, hasta que no queda más que el abismo. Para mí, todo esto es demasiado peligroso. Junto a los abismos se produce fácilmen te el vértigo: y la consecuencia del vértigo es la caída a lo más profundo. Frente a la monotonía y a la esterilidad de mi polémica podría codiciar quizás otro rasgo dionisíaco: el de la alegría de la contradicción originaria. Ésta introduce toda vía una variedad: no simplemente que cada afirmación tiene siempre en sí una cola de cometa, la cual parecía señalar hacia lo incierto, y que toda la teoría tiene en sí algo que me gustaría llamarlo heracliteo auváSovxa StáSovTa aufxcpepófxeva Sta(pepófxeva*^; también la polémica gana así una graciosa variación. Si yo sostengo una opinión generalmente aceptada frente a los descubrimientos maravillosos, repito ma quinalmente mis manuales; pero si por una vez me atrevo a presentar una opinión propia (lo que no sucede con frecuencia, porque, gracias a Dios, no soy tan tonto como para pensar que puedo proporcionar novedades en todos los campos que se to can aquí), me liquidan al momento contraponiéndome manuales en los que el filólo go del futuro, de repente, tiene una gran confianza. Bemhardy cree «que no se puede dudar sobre la estrecha relación entre Eurípides y Sócrates». El señor R. me aconseja que yo tenía, por tanto, que haberle seguido, puesto que él debería haber tenido una cierta práctica en la crítica histórico-literaria. Sin embargo, el señor R. tira por la borda un testimonio, en el que se dice que la elegía no ha sido una composición mu sical, porque todo aquel que haya ejercido en cierta medida la crítica histórico-lite raria de las fuentes, debería reconocerlo como tardío y de poca confianza. Bemhardy no lo ha reconocido. Pero si los filólogos del futuro se hubiesen fijado con más aten ción en Bemhardy, al menos en lo que respecta a la relación entre los dos asesinos de la tragedia, hubiesen aprendido que no existe un influjo de Sócrates sobre Eurípides, ni siquiera podría existir por razones cronológicas. Pero el señor Nietzsche convierte a Eurípides en la máscara de Sócrates, deja que él encuentre en el estadio, donde no puede comprender la tragedia de sus predecesores, al otro espectador que le suceda lo mismo que a él; y, entonces, deja que Eurípides emprenda la batalla contra el dra ma tradicional, escribiendo él también tragedias de las que sólo habla el nuevo demón de Sócrates (El Nac. de la Trag, p. 382), —lo cual sucedió en Atenas antes del 455, cuando el nuevo demón como (JLSLpáxLov, en el mejor de los casos, tallaba piedras Heráclito, 10 Diels: «Consonancias disonancias, acordes discordes» [N. del t.]
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junto a su padre— . Ahora sabemos ya lo que sucede a partir de la tragedia: Pues aho ra el héroe virtuoso tiene que ser un dialéctico, ahora tiene que haber una unión ne cesaria y visible entre la virtud y el saber, entre la fe y la moral, ahora la solución trascendental de la justicia de Esquilo queda degradada al principio superficial e insolente de la «Justicia poética», con su habitual deus ex machina. (El Nac. de la Trag., pp. 392-393). El señor R. nos quiere hacer creer que esto no se refiere a Eurí pides; pero, ¿quién lo cree? Ni siquiera él mismo. Ahora bien, ¿de dónde viene este cambio en el drama? Son, dice Nietzsche, las consecuencias de las tesis socráticas: «la virtud es el saber; se peca sólo por ignorancia; el virtuoso es el ser feliz». Por consiguiente, si Eurípides construye su tragedia sobre estas tesis, si el principio de que toda cosa, para ser bella, debe ser consciente, principio paralelo al socrático de que toda cosa, para ser buena, debe ser consciente^^, es una consecuencia de la doctrina socrática, y si Eurípides es la máscara de Sócrates, con todo esto se afirma que Eurí pides aprueba los principios socráticos sobre los que basa su estética. Por otra parte, tan pronto como se prueba que Eurípides está en contradicción con las tesis socráti- ^ cas, se echa por tierra no sólo el influjo socrático, sino también la estética euripídea formulada de este modo. Esto lo comprende quizás también el señor R. y se aver güenza de haber utilizado contra mí palabras que yo mismo prefiero no repetir. La explicación que da Nietzsche de la poesía euripídea la he atacado en su misma raíz: ninguna persona inteligente se volverá a acordar de ella. Pero, ¿por qué no me dirigí primero contra el principio que Eurípides, según Nietzsche, ha establecido directa mente: toda cosa, para ser bella, debe ser consciente? Porque partiendo de las mis-'-' mas expresiones del poeta, este principio no se puede ni rechazar ni probar: es una pura invención. Eurípides, por lo que sabemos, ha guardado silencio sobre las normas que él ha seguido en sus poesías’^ Por consiguiente, no existe ninguna seguridad sobre la relación personal de los dos bárbaros críticos‘^ ni se puede deducir ésta de un acuerdo de sus teorías. El señor Esto es ya una deformación de la doctrina socrática, pero evito intencionadamente provocar otro nuevo punto de diferencia. El señor R. puede pasar por alto esta observación y la siguiente, ya que ellas no le conciernen. De hecho, es sorprendente que Eurípides en más de un lugar se fije en Esquilo y en Sófocles, y, sin embargo, no toca casi nunca sus propios principios estéticos (mientras que sabemos bien, y no sólo por los cómicos, lo vivo que era el debate sobre problemas estéticos, y Sófocles, por ejemplo, se ha expresado de distintas maneras también sobre sus tendencias artísticas y las de los dramaturgos con temporáneos), sino que a menudo Eurípides plantea también cuestiones de física, retórica y política. En un contexto determinado, habla una vez de la disputa que las Musas provocan entre los dos poe tas (Androm. 476) y desahoga su desprecio contra los ataques de la comedia (Melanippe prisionera 476) — quizás porque la sabia Melanippe había tenido una crítica menos favorable— ; fuera de eso, no conozco nada más. Sólo veo una cosa: el poeta de Medea se lamenta gravemente de la incom prensión de la que es víctima el sabio y admite abiertamente que sin fama la poesía no proporciona ninguna satisfacción (w. 215, 275, 542). Diez años después, cuando había emprendido otro camino y había tenido evidentemente más suerte con sus dramas político-patrióticos, la poesía le mantuvo en pie en la vejez (Heracles, 675); quizás entonces expresó la profunda palabra que sólo produce la poesía que ha surgido en el alma serena y gozosa del poeta (si los versos ciertamente euripídeos de Las Suplic. 180 pertenecen al drama, el texto no ha sido todavía saneado). Pero diez años después, poco antes de que él abandonase la patria amargado, Anfione pronunció su apología y, finalmente, cuando declara en Macedonia que es feliz el hombre que ha alcanzado el puerto, concluye con el terrible dicho, de que nada es más maravilloso que ver caer a los enemigos, con las palabras 6t i y.aXóv cpíXov áe¿ (Bacch. 900). En estos pocos versos se condensa una buena parte de su historia. Weil ha expresado, de paso, que le parece que Eurípides sigue a Sócrates en la visión del amor. No lo creo. Pues la visión que tenía Sócrates del eros no se deduce con mayor facilidad del
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R. también admite que la tradición, que el complaciente Nietzsche repite mecánica mente {El Nac. de la Trag., p. 386), no puede pretender demostrar nada. Es cierto que él hace un intento de atribuir a la P ida trímetros yámbicos, en los cuales ella, presu miblemente por courtoisie hacia los trágicos públicamente alabados, se pennite dos libertades en la versificación y en la lengua: una se encuentra aisladamente en Sófo cles, la otra no aparece por ningún lado (SocpoxXy) entraría también en el verso como báquico). Pero finalmente, él, cediendo, reconoce — ¡Oh, el método!— que al menos el primer verso del oráculo es poco elegante. Se contenta con el otro‘^ Sin embargo, ¿no debería convencemos la afinidad profundamente sentida entre los dos sabiosl ¡Oh, sí! — si Pablo y Séneca también eran amigos. Por el contrarío, si la leyenda hu biera sido distinta, aquellos que deberían haber estado bien informados de ella guar dan silencio: contra este hecho, como contra todo lo que digo sobre Eurípides, el se ñor R. no ha aportado ninguna prueba; quizá porque no había citas de chismes y como siempre las llama cuando documento mis convicciones. Se encuentra también una vez una cita de bromas\ como veremos enseguida, la han transformado en eso. El señor R. piensa que Nietzsche debe tener razón al afirmar que el ditirambo era distinto de cualquier otro tipo de lírica coral, porque sus cantores serían un coro de transformados por encantamiento en siervos de su dios. Estos sier\>os de dios ten drían que ser los sátiros, de lo contrarío no sería necesario ningún encantamiento, sino que todo cantor de una canción en honor de cualquier dios sería transformado del mismo modo. Esto es absurdo, y el señor R., que se da cuenta de ello, dice a con tinuación que Nietzsche no cree en ningún lugar que el ditirambo fuera cantado por un coro de sátiros. Quizá en el ínterin ha ido a mirar los fragmentos de Píndaro, en Simposion de Jenofonte que del Simposion platónico y, por consiguiente, se pueden establecer dos sen tidos: en primer lugar, que el eros socrático tenía como objeto sólo a los jóvenes, sin embargo su ver dadero origen estaba en el goce físico de la forma bella; en segundo lugar, el significado de esta rela ción y el celo que tenían los socráticos son vistos en el elemento de la paideia; no sólo porque la juventud se educa con tal medio, sino también porque'[Epcúc; SiSáaxei y.áv á{jLouoo<; ^ tó nplv. [«Eros enseña al enamorado que en otro tiempo era rudo». N. del t.] (cfr., por ejemplo, Eschines en Aristid. XLV 23 Dind.). Pero en Eurípides, si bien aparece una vez el doble eros de Jenofonte y Pausanias {Diktys 342, por consiguiente ya en el año 431), encontramos una teoría completamente dife rente: que nada es más bello que el amor, mientras éste no actúe como una pasión indomable. Porque entonces el amor sería la destrucción de la vida {Iph. Aul. 544, Med. 627, Hipp. 525). En otro lugar, también acompaña «al amor el sufrimiento y la alegría», como en Saffo y Cátulo, a los que el hom bre no puede de ningún modo resistir {Hipp. 347, Aiol. 26). Pero aquí se trata siempre del amor sexual. Eurípides rechazaba el amor de los adolescentes, como lo demuestra el Crisipo, desgracia damente casi imposible de reconstruir: allí Laio se justificaba por la violencia de su disposición na tural. Por consiguiente, esto distingue absolutamente a Eurípides de Sócrates. Sólo queda un notable fragmento, el 889, en el que se amonesta a la juventud a que se dedique al amor, pues el que no haya sido consagrado en los dolores del amor es un bárbaro. Concluye de un modo sumamente significa tivo: S *óp^c5<; ÓTav pues eroj (esto es lo que dicen las palabras mutiladas del principio) debe ser un pupilo de la sabiduría, por lo tanto es el dios más dulce en el trato (aleja a los aYptou<; xpoTiout;) y nos conduce a la esperansKi (nosotros diremos: nos protege de la desespera ción), porque nos trae un placer del dolor: qui dulcem curis miscet amaritiem. Con xaL Trapa XuTréSv xépcpLv xiv* é^wv IXtclS* áyeL, creo que he mejorado mucho xaLyap áXuTrov. Pues quien goza de un placer sin dolor, ya no camina hacia la esperanza: éste posee completamente la fe licidad. — Pero todo esto, me parece, es muy bello y poético, pero no socrático. El señor R. llega a argumentar que ya en la antigüedad este oráculo había sido condenado por el tipo de versificación. Lo cual no le impide ignorar la dificultad; también le gusta deducir de mis palabras, «por el momento no puedo indicar si el oráculo se encuentra en otras partes, además de en el escolio a \? l Apología platónica», que yo he querido decir que eso se encuentra allí.
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los cuales el poeta, igual que en los himnos triunfales, habla personalmente a través del coro. Entre tanto, al señor R. le parece bien ignorar todo esto, y —apuesto que qui zá lo han golpeado los sagrados coribantes— se ríe de mí porque cito danzas en las que los cantores al servicio de otras divinidades también se transforman por encan tamiento, es decir, representan mímicamente a los míticos servidores del dios^®. Pero el verdadero xopuPavTLaa(jLÓ<; viene a la luz con una cita de bromas. Para demostrar que el ditirambo no presupone de ninguna manera el elemento mímico, mencioné un pasaje persuasivo en el que Filocoro, hablando naturalmente del ditirambo de su tiempo, dice de él que los antiguos lo cantaban en la ofrenda (en el simposionf^. Esto era un punto decisivo contra el señor R., por eso él traduce el árca^ el7r7)[jLévov SL^ufxajjLpetv por abandonarse a la alegría ditirámbica, lo cual no sólo es una inter pretación gratuita del señor R., sino también un solemne disparate, puesto que el mis mo Filocoro habla de la celebración de los dioses en el canto; también habla de esto todo el pasaje del Ateneo, y sigue también —como se ve precisamente a partir de Fi locoro— un texto de Arquíloco en el que éste habla del ditirambo que él sabe entonar para el dios, cuando es fulminado por el vino. Por lo tanto, una verdadera cita de bro mas, ¿no?, que hace pedazos la tela de araña onírica de los señores y, por eso, no sólo engaña, sino que también es engañado por ella. Pero señor R., usted puede citar incluso hasta las cosas más banales, puede aducir con un enfático se puede leer un par de pasajes citados hasta la saciedad, en donde se habla del origen de la tragedia; esto no es una sabiduría de estudiante, esto es un ma terial completamente nuevo —aunque sea la Poética de Aristóteles. Bromas aparte, esto es inaudito, ya que para él la tragedia surge de una representación seria, dirigida a suscitar un dolor quejumbroso, y afirma además que no rechaza ni tergiversa nin guno de los datos que él aduce. Entre ellos se encuentra también el lugar clásico de la Poética, en el que Aristóteles trata del desarrollo de la tragedia, el lugar que consEs bastante significativo que los trágicos más antiguos hayan introducido en el drama tanto las cariátides como la pírrica; y es significativo que se relacione a las danzas de las cariátides con el dórico, por no hablar de los deikelistai y de los otros disfraces que han llevado a la comedia. Es cierto que he pensado, sin tener razón, en las danzas de los coribantes, que no tienen nada que ver aquí; allí danzan y hacen ruido los consagrados. El señor R. se escandaliza de coribantiast, palabra formada a partir de xopuPavTtaafxó^; de acuerdo, pero que me de a cambio las danzas de la trage dia y del drama satírico, a las que él me remite, para robustecer mi capacidad intelectual, o incluso el yápavot; que no tiene nada que ver con el servicio de ningún dios. Hubiera sido mejor que me reprochase el error de haber llamado báquico al hiporquema apolíneo: ésta si que era una cosa que había que censurar con perfecto derecho y razón. Lo que dice sobre el nuevo ditirambo no afecta a mi explicación de que es tonto juzgar un género que no se conoce. ¿O quizá el señor R. lo conoce, él que hace de Filóxeno un precursor de Timoteo y que, cuando Aristóxeno se duele de que en su tiempo «la música es ^eaTptxiQ», refiere esto a, la tragedia, la cual desde hacía tiempo había sidc privada completamente , o casi, del coro y, además, estaba casi moribunda? /4//ie«. XIV, 629a: ol naXacol ctttévSovtcí; oúx áel SL^pafi-Poijaiv, áXX’ oxav aTíévSüitjL, TÓv (jtiv Acóvuaov sv olvoj x al t Óv S’ ’ATróXXwva (xeÓ-’ yjctu^ coo; x al xá^eíi)^. 'Ap^^XoXO? 9 Y)aLv x t e . El manuscrito es así insostenible; pero el cambio de Hermann (jiéXTtouai, que no es simple para el Marciano, no toca el punto de la corruptela, ni el concepto: ellos no cantar siempre en la ofrenda el ditirambo, sino... — y aquí no sigue ninguna definición limitadora. Seg como hiere, es evidente que (J7i ¿vSovt£<; y orav dTrévSoiai no pueden subsistir uno junto al otro Si se elimina el primero como una glosa, entonces se obtiene la única contraposición satisfactoria no siempre, sino que hubo una época en la que en el Simposion cantaban el ditirambo, porque a Dioniso lo celebraban en la embriaguez y a Apolo en la sobriedad. Meineke ha visto que esta últimí alusión se refiere a algo que falta ahora. Él creía que eran versos estrafalarios de Arquíloco. ¿Nc basta con suponer que Ateneo haya omitido una parte de la argumentación de Filocoro?
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tituye desde siempre la piedra angular en este campo de investigación: t z i Sé tó [JLLXpwv [jLii&(ov xal
yeXoLaí; Stá tó cx craTupixou
IxexapaXeXv ó4>e árceae[jLvuvOr)^° Pero, ¿acaso no quieren los albañiles de las obras oníricas arrojar fuera esta piedra angular? Confío en que esa piedra sea para ellos la piedra de escándalo contra la que se precipiten- Yo, al menos, me siento liberado de la fatiga de tener que malgastar todavía una sola palabra sobre una hipótesis que Aris tóteles contradice tan claramente, como si lo hiciese casi a propósito. Sólo quiero abordar ahora la solución de esa dificultad que ellos mismos se han creado, la doble naturaleza de los sátiros, porque demuestra lo que saben de arte figurativo tanto el señor R. como su amigo. Si el drama satírico, en cuanto evolución natural de la natu raleza del sátiro, no tiene valor, los otros pasos literarios de la Antigüedad sobre estos miembros del thiasos dionisíaco son tan escasos que uno puede olvidarse de ellos^*. Sin enibargo, son miles los testimonios del arte figurativo, sobre todo los de la cerá mica. Éstos nos demuestran cómo se figuraban en aquel tiempo a los sátiros; demues tran que, si en el arte más reciente nos encontramos junto al tipo rudo también figuras bellas y nobles, de rasgos humanos, del thiasos dionisíaco, esta aparición no tiene su fundamento en la conciencia que se remonta a una tradición antiquísima de la pri mera imagen del ser humano anterior a toda civilización y entusiásticamente desen cadenado, sino más bien en aquella tendencia artística que creó, a partir de las carca jadas del monstruo, el ideal meduseo, ante el cual nosotros «sentimos duplicada nuestra humanidad», y que transformó al Argos bicéfalo con cien ojos en el joven vi goroso y al «niño de Isis con el dedo en la boca» en Harpócrates; y que convirtió al repugnante monstruo domado por Heracles, representado en el friso de Assos y en muchos vasos antiguos, en el tritón de la Galería de las estatuas^^. Esta tendencia ar tística es una pura emanación del espíritu helénico, el cual creó para sí seres éticos en lugar de las potencias naturales informes que él llevó consigo desde su patria aria, es decir, creó seres como dioses con sentimientos humanos; y en lugar de fetiches semi tas y de monstra de la India y de Egipto, confirió la divinidad a las imágenes de los seres sobrenaturales sólo con la humanidad elevada a eterna belleza: a la que también nosotros podemos acercarnos sólo mediante la adoración. Pero la historia nos infor ma quién es el que ha transformado el thiasos dionisíaco: Praxíteles. Aunque el des tino no nos ha permitido ver ni siquiera una sola de sus obras, debemos situar a este poderoso hombre entre los más grandes de su pueblo, cuyo espíritu ha generado las ideas que, aunque débiles y aplanadas, vivifican todavía en una eterna juventud sarcó fagos y urnas. Dejemos que los filólogos del futuro sigan disfrutando de sus hombres Aristóteles: Poética, 1449 a: «Sólo en un momento relativamente alejado de sus orígenes, es decir, cuando se distanció de las fábulas breves y del estilo jocoso medíante el abandono de todo elemento satírico, consiguió su propia extensión y seriedad» [N. del t.]. Para mí sigue siendo actual únicamente un testimonio que es tan evidente como el de Aristó teles. Dioscórides mantiene sobre la tumba de Sófocles la máscara de una xoúpcjxo? de SxcpTO^ ó
TruppcyeixeLOí;. “ La belleza indescriptible de esta obra resplandece más que la réplica de la Gallería lapidaria, a la que le falta desgraciadamente la cabeza. Ésta demuestra del modo más convincente, así como «lo pictórico» en el modo de tratar la carne, que aquí tenemos la obra de un arte que presupone los descubrimientos de Lisipo. Como Escopas esculpió un tritón, nos muestra un torso en Berlín esplén didamente concebido. Un ser de estas características es distinto a las figuras del friso de Munich, las cuales se parecen más a las xtqty). Éstas, como las figuras de Rafael, son modelos de un género; aquí está representado el tritón, el mar obstinadamente ondulante, que entre las olas que se levantan con tra la tempestad ofrece al enemigo su monstruoso peto. — ¡Me estoy perdiendo!
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originarios con patas de macho cabrío y sigan teniendo la osadía de aducir para sus fines un par de testimonios de poetas tardíos. — ¿Qué les importa el arte figurativo? ¿Qué importancia tiene que Gerhard, en su obra juvenil Del dio Fauno, haya liquidado pre cisamente estos pasajes? Dejemos que ellos entreguen a Apolo la cabeza de Medusa, y luego tengan la osadía de comprender con esto la égida sobre la cual ha sido fijada una cabeza de Medusa, como algo que tiene un efecto petrificante. — ¿Qué les im porta Homero, aquel espléndido canto en que Apolo sacude a la égida y entonces los Aqueos delante de ella se olvidan de la impetuosa defensa, aquel canto del que el ar tista toma el motivo del Apolo que sacude la égida? Dejémosles que se interesen por la honestidad de los etruscos y que tengan la insolencia de afirmar que los etruscos han tomado de los griegos sólo las imágenes más sombrías de una fantasía nocturna funeraria. — ¿Qué les importan los esgrafiados de los espejos etruscos? Estoy harto de esta disputa mezquina. Por doquier el arte invita a que se disfrute de una forma edificante, por todas partes las lápidas conmemorativas de hace milenios me incitan a una meditación consciente. — ¿Tendré entonces que perder el tiempo y las energías con las tonterías y estupideces de un par de cerebros corrompidos? Me da asco. Pues, ¿toda disputa sobre opiniones particulares, aunque se trate de pimtos fundamentales, no se queda sólo en la superficie de las diferencias entre los filólogos del futuro y yo? ¿Quizás he emprendido la batalla contra ellos, porque tenía que reprobar concepcio nes distorsionadas, errores burdos y, en general, pecados filológicos? ¿O fueron la tendencia, la visión del arte en general, el método de la ciencia, los que me impulsa ron internamente a contrastar tales esfuerzos? No, aquí se abre un abismo que no se puede colmar. Para mí la idea suprema es el desarrollo del mundo según las leyes de la vida y de la razón: me vuelvo agradecido a los grandes espíritus que han arrancado al mundo, avanzando paso a paso, sus secretos; trato de acercarme, admirado, a la luz de la eterna belleza que irradia el arte en cualquiera de sus manifestaciones. Me con sagro voluntariamente a la ciencia, que llena mi vida, esforzándome en seguir sus huellas, al tiempo que libera mi juicio. Aquí he visto que se negaba el desarrollo de milenios; aquí se suprimen las revelaciones de la filosofía y de la religión, para que un pesimismo confuso y descolorido exhiba en la desolación su gesto agridulce. Aquí han aniquilado las imágenes divinas, con las que poesía y arte pueblan nuestro cielo, para adorar en su polvo la imagen divina de Richard Wagner. Aquí se ha derribado el edificio del genio brillante y del celo infinito, para que un soñador ebrio pudiese echar una mirada sorprendentemente profunda en los abismos dionisíacos: no sopor to todo esto, pues —habla por mí uno más grande— «afrentas semejantes actúan so bre nuestro entendimiento como cosas absurdas, pero como blasfemias sobre nuestro sentimiento. Nos parece temerario e inicuo por parte de un ser humano particular en frentarse con tanta desfachatez a aquello de donde él procede y gracias a lo cual tam bién tiene la exigua razón de la que abusa». Mi «sentimiento herido ha reaccionado^ de un modo religioso»; y también se podrá perdonar, si en mi polémica he sobre-1 pasado aquí y allá los límites de lo permitido. Todo aquel que juzgue de un modo desapasionado, reconocerá que he polemizado honradamente y que para mí se trata de la causa de la verdad. Ésta puede triunfar ciertamente también sin mí, y pronto la rá pida corriente del tiempo arrastrará estas hojas lo mismo que las de mis adversarios; sin embargo, no me arrepiento de haber comenzado y llevado a cabo una polémica, que verdaderamente no podía proporcionarme ni gloria, ni provecho, ni satisfacción, a la cual no me han movido ni la necesidad, ni las exhortaciones ajenas. Fue la voz del deber que me decía que había que tener alta la bandera bajo la cual se combate.
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He escrito esto para que se sepa que no sólo me importa defenderme de los ata ques que se han perpetrado contra mí. No hubiera sido necesario, pues —habla de nuevo alguien más grande— «el exponer de una forma altanera cosas inventadas de una forma irreflexiva, el distorsionar deshonestamente y el refutar cínicamente cual quier objeción y, sobre todo, la intención clara de crearse una competencia exclusiva, todo ello son artes mediante las cuales son deslumbrados y aterrorizados, pero sólo por poco tiempo, los ingenuos, los ignorantes y los cobardes; los demás, sin embargo, apartan con repugnancia la mirada cuando aparece una forma de pensar que ha re nunciado a su propia estima». Roma, 22 de diciembre de 1872
FRIEDRICH NIETZSCHE
OBRAS COMPLETAS Edición dirigida por Diego Sánchez Meca
Traducciones, introducciones y notas de Jaime Aspiunza (Univ. del País Vasco), Manuel Barrios Casares (Univ. de Sevilla), Joan B. Llinares (Univ. de Valencia), Mar co Parmeggiani (Univ. de Málaga), Diego Sánchez Meca (UNED), Luis E. de Santia go Guervós (Univ. de Málaga) y Juan Luis Vermal (Univ. de las Islas Baleares).
PLAN DE ESTA EDICIÓN Volumen I. Escritos de juventud. Introducciones, traducción y notas de Joan B. Llina res, Diego Sánchez Meca y Luis E. de Santiago Guervós, Tecnos, Madrid, 2011. Esbozos autobiográficos y apuntes filosóficos de juventud (1858-1869); El naci miento de la tmgedia\ Escritos preparatorios {El drama musical griego, Sócrates y la tragedia. La visión dionisíaca del mundo)'. Sobre el futuro de nuestras instituciones educativas'. Cinco prólogos a cinco libros no escritos', Una palabra de año nuevo al re dactor del semanario En el nuevo Reich; La filosofía en la época trágica de los grie gos', Verdad y mentira en sentido extramoral'. Exhortación a los alemanes; Considera ciones intempestivas I, II, IIIy IV; La polémica sobre El nacimiento de la tragedia (con los textos de Erwin Rohde, Ulrich von Wilamowitz-Móllendorf y Richard Wagner). Volumen II. Escritos filológicos. En preparación. Teognis de Megara; Sobre las fuentes de Diógenes Laercio; Conferencias en la Sociedad filológica de Leipzig; Homero y la filología clásica; Enciclopedia de la f i lología clásica; Introducción a la ti'agedia de Sófocles, Historia de la literatura gidega I, II y III; Los filósofos preplatónicos; Introducción al estudio de los Diálogos de Platón; Escritos varios sobre lenguaje y retórica; El culto griego a los dioses. Volumen III. Obras de madurez L En preparación. Humano, demasiado humano l y II; Aurora; Idilios de Mesina; La gaya ciencia. [967]
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Volumen IV. Obras de madurez IL En preparación. Así habló Zaratustra\ Más allá del bien y del mal\ Crepúsculo de los ídolos; La genealogía de la moral; El caso Wagner; Nietzsche contra Wagner; El Anticristo; Ecce homo.
FRIEDRICH NIETZSCHE
FRAGMENTOS POSTUMOS Versión íntegra en castellano (1869-1889) Edición dirigida por Diego Sánchez Meca
PLAN COMPLETO DE ESTA EDICIÓN Volumen I. Fragmentos Póstumos 1869-1874. Traducción, introducción y notas de Luis E. de Santiago (Universidad de Málaga), Tecnos, Madrid, 2007 (2.^ ed., co rregida y aumentada, 2010). Este volumen incluye la «Introducción general» redactada por Diego Sánchez Meca y abarca los apuntes y fragmentos preparatorios de El nacimiento de la ti-agedia, las Consideraciones Intempestivas y los trabajos de la primera época de Nietzsche como profesor en la Universidad de Basilea. Son los años de su amistad con Ri chard Wagner con quien comparte una concepción propiamente romántica de la música y una declarada veneración por Schopenhauer. Volumen H. Fragmentos Póstumos 1875-1882. Traducción, introducción y notas de Manuel Barrios (Universidad de Sevilla) y Jaime Aspiunza (Universidad del País Vasco), Tecnos, Madrid, 2008. A partir de 1875 Nietzsche empieza el que se conoce como su período «ilustra do». Es decir, cuando tiene lugar su distanciamiento de las ideas románticas y la con figuración de su peculiar método genealógico con el que lleva a cabo una inusual forma de crítica al conjunto de la cultura occidental. Es la época de Humano, dema siado humano, de Aurora y de La gaya ciencia. Volumen III. Fragmentos Póstumos 1882-1885. Traducción, introducción y notas de Diego Sánchez Meca (UNED) y Jesús Conill (Universidad de Valencia), Tec nos, Madrid, 2010. En este volumen se recogen todos los apuntes, esbozos y materiales tanto concep tuales como poéticos que Nietzsche elaboró paralelamente a la composición de los [969]
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cuatro libros de que consta su Así habló Zamtustra. Parece que su intención fuera es cribir una especie de «antievangelio» que, utilizando la figura del filósofo persa Zaratustra, sirviese como resorte a esa transvaloración de los valores cristianos que constituye el centro de su mensaje filosófico. Está ya en plena época de filósofo errante, viajando sin cesar por el centro y el sur de Europa. Volumen IV. Fragmentos Postumos 1885-1889, Traducción, introducción y notas de Joan B. Llinares (Universidad de Valencia) y Juan L. Vermal (Universidad de las Islas Baleares), Tecnos, Madrid, 2006 (2.® ed., 2008). Este cuarto volumen recoge los fragmentos de la época más productiva del filóso fo, cuando escribe sus obras más polémicas {Más allá del bien y del mal, Crepúsculo de los ídolos, La genealogía de la moral, El Anticristo, Ecce homo) y cuando ya han tomado forma y articulación las principales ideas y temas de su pensamiento maduro. Contiene todos los materiales y fragmentos preparatorios para la gran obra La volun tad de p o d e r que nunca llegó a redactar.