Serie Perú Problema Antropología y antropólogos en el Perú: la comunidad académica de ciencias sociales bajo la modernización neoliberal. Carlos Iván Degregori y Pablo Sandoval (Coed. CLACSO- IEP), 2009.
en una posición privilegiada para realizar una lectura de su itinerario intelectual en tanto cercana acompañante de los acelerados procesos de cambio que transformaron el rostro del Perú rural y urbano del siglo XX. En ese camino, sus principales protagonistas han contribuido –con sus investigaciones, registros etnográficos e intervenciones públicas– a la construcción de poderosos mapas intelectuales, y en ocasiones han llegado a enfrascarse en álgidas polémicas que buscaban ensanchar las bases y ampliar los rostros culturales de la nación peruana.
El Estado, viejo desconocido. Martín Tanaka, 2010.
¿Pero cómo reconstruir esta historia? ¿De qué modo explicar sus aportes y al mismo tiempo señalar sus limitaciones? Este compendio busca ofrecer a sus lectores la narración de los contextos intelectuales en que se formularon y desarrollaron los debates y las investigaciones antropológicas en Perú. Sus artículos proponen situar estas discusiones en el marco de una perspectiva etnográfica y etnológica comparada. Busca advertir e incentivar, a quienes desean incursionar o profundizar en la investigación antropológica, que se tome en consideración la experiencia de más de medio siglo de conocimientos etnográficos y etnológicos sobre los Andes peruanos; y así poder reevaluar la disciplina en el nuevo paisaje global del auge de las políticas de la identidad y las interconexiones globales.
Los movimientos sociales y la política de la pobreza en el Perú. Anthony Bebbington, Martin Scurrah y Claudia Bielich (Coed. CEPES- IEP), 2011.
FRANK SALOMON • PABLO SANDOVAL • ENRIQUE MAYER • DEBORAH POOLE JÜRGEN GOLTE • RAÚL R. ROMERO • GISELA CÁNEPA • PABLO F. SENDÓN JEAN-PIERRE CHAUMEIL
Cuentos feos sobre la reforma agraria peruana. Enrique Mayer (Coed. CEPES- IEP), 2009. Clases, Estado y Nación en el Perú. Julio Cotler. Tercera edición, segunda reimpresión, 2009.
Visite “Homenaje a CID”
Carlos Iván Degregori, Pablo Sendón & Pablo Sandoval Editores
La antropología en el Perú tiene una larga historia de casi seis décadas. Esta condición la sitúa
Carlos Iván Degregori, Pablo F. Sendón & Pablo Sandoval Editores
Carlos Iván Degregori Caso (Lima, 1945-2011), fue antropólogo, e investigador del Instituto de Estudios Peruanos (IEP), del que fuera director. Fue Comisionado de la Comisión de la Verdad y Reconciliación que dirigió Salomón Lerner Febres. Pablo Sandoval (1976) es Investigador del IEP y profesor de Antropología de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos (UNMSM). Actualmente desarrolla una investigación sobre las relaciones entre antropología, indigenismo y política en el Perú en el contexto de la guerra fría (1950-1980). Pablo F. Sendón (1971) es investigador del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET-Argentina). Desde hace más de una década investiga las formas de organización social de las poblaciones campesino-indígenas del sur peruano desde una perspectiva etnográfica, etnohistórica y comparativa.
Portada: Domingo en el parque (1989), de Carlos Enrique Polanco.
NO HAY PAÍS MÁS DIVERSO
Compendio de Antropología peruana II
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Frank Salomon Pablo Sandoval Enrique Mayer Deborah Poole Jürgen Golte Raúl R. Romero Gisela Cánepa Pablo F. Sendón Jean-Pierre Chaumeil
IEP Instituto de Estudios Peruanos
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Serie Perú Problema, 37 © ©
Hecho el depósito legal en la Biblioteca Nacional del Perú: 2012-05263
Registro del proyecto editorial en la Biblioteca Nacional: 11501131200330
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Primera edición: 1000 ejemplares
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© IEP Instituto de Estudios Peruanos Horacio Urteaga 694, Lima 11 Telf.: (51-1) 332-6194/424-4856 www.iep.org.pe ISBN: ISSN: 0079-1075 Impreso en Perú
Corrección de textos: Diagramación: Silvana Lizarbe Composición de carátula: Gino Becerra Cuidado de edición: Odín del Pozo Prohibida la reproducción total o parcial de las características gráficas de este libro por cualquier medio sin permiso de los editores.
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A la memoria de Carlos Iván Degregori
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CONTENIDO
Capítulo 1 Frank Salomon Etnología en un terreno desigual: encuentros andinos, 1532-1985 1. Introducción 2. El testimonio de los invasores y la “gente llamada indios”, 1532-1590 3. “Yndios”: etnografía y dominación en las fuentes de mediados de la Colonia, 1590-1660 4. La génesis de los estudios andinos en la Colonia tardía y en las repúblicas tempranas, 1660-1900 5. Reexploración, redescubrimiento e indigenismo, 1900-1930 6. La internacionalización de la investigación andina, 1930-1945 7. La antropología y el modernismo utilitario de la post-guerra, 1945-1969 8. Interpretando y defendiendo “lo andino” en las décadas de 1960 y 1970 9. ¿Etnología de quién, para quién? Capítulo 2 Pablo Sandoval Antropología y antropólogos en el Perú: discursos y prácticas en la representación del indio, 1940-1990 1. Introducción 2. Preámbulo: la antropología peruana en el marco de América Latina 3. Formación de la antropología en el Perú y la construcción del “andinismo” antropológico, 1945-1970 4. El indio y el poder en el Perú: dominación y conflicto en la sociedad rural en las décadas de 1960 y 1970 5. Antropología, maoísmo y Sendero Luminoso, 1969-1980 6. Crisis estructural y cultura nacional: lo andino como eje nodal, 1980-1990 7. Conclusiones: puntos pendientes
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Capítulo 3 Enrique Mayer Uchuraccay y el Perú profundo de Mario Vargas Llosa
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1. Prólogo 2. Introducción 3. ¿Encubrimiento o simplificación? a. Hechos b. ¿Ley consuetudinaria, vigilantismo o guerra? c. Omisiones d. Incredulidad 4. La autoridad antropológica a. Los dos Perú b. Perú superficial 5. Deconstruyendo el caleidoscopio 6. Farsa judicial y crítica popular 7. Voces ausentes 8. La pregunta de Zavala 9. Ropa, cámaras y relojes
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Capítulo 4 Deborah Poole La ley y la posibilidad de la diferencia: la antropología jurídica peruana entre la justicia y la ley
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1. Introducción 2. Indigenismo y el Estado tutelar 3. La guerra fría incaica 4. Historias e intervenciones 5. Hacia el pluralismo legal 6. Ley, localidad y vida en el neoliberalismo: nuevos retos para la antropología jurídica 7. Consideraciones finales a. Las rondas y el problema de los “derechos especiales” b. El reto de los derechos indígenas Capítulo 5 Jürgen Golte Migraciones o movilidad social desterritorializada 1. Introducción 2. La territorialización forzada en el desarrollo cultural peruano: fronteras territoriales y fronteras culturales
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3. La desterritorialización cultural y territorial de las poblaciones peruanas 4. La reorganización de los principios organizativos del lugar de origen en función de las jerarquías en los lugares de llegada 5. El pragmatismo en la reorganización cultural lingüística y de conocimientos 6. Traspaso de fronteras locales, regionales y nacionales 7. La discusión sobre los factores de expulsión y de atracción 8. El ocaso de los paradigmas de la migración “campo-ciudad” 9. La migración internacional como nueva temática en los estudios de migración Capítulo 6 Raúl R. Romero Hacia una antropología de la música: la etnomusicología en el Perú 1. 2. 3. 4. 5. 6. 7.
La etnomusicología como disciplina afín a la antropología Los estudios pioneros sobre la música andina Cuzco, la pentatonía indigenista y los primeros estudios del siglo XX La introducción de los estudios de caso en la etnomusicología andina Los inventarios culturales: una etnomusicología de urgencia Analizando el contenido de los textos musicales El nuevo enfoque etnográfico: texto y contexto a. La música como texto b. La música como contexto 8. Etnografía e historia: reconstruyendo herencias culturales 9. La música y los nuevos movimientos sociales urbanos 10. La futura etnomusicología
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Capítulo 7 Gisela Cánepa Imagen y visualidad en la antropología peruana 1. Preliminares acerca de la antropología visual 2. Hacía una antropología visual en el Perú a. Revisando la dicotomía entre literacidad y oralidad para entender el mundo andino b. El mundo indígena y sus expresiones visuales c. Representación visual e identidad: la condición colonial y la imaginación del Otro d. Nuevas tecnologías: de la representación a la acción 3. La agenda pendiente
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Capítulo 8 Pablo F. Sendón Estudios de parentesco y organización social en los andes 1. Introducción 2. Teorías antropológicas sobre el parentesco entre los incas a. Heinrich Cunow: El sistema de parentesco de los incas y sus comunidades gentilicias b. Floyd Lounsbury: Aproximación al sistema de parentesco inca desde la perspectiva de los sistemas terminológicos de tipo crow-omaha c. R. Tom Zuidema: Un nuevo punto de vista teórico sobre el sistema de parentesco inca 3. Estudios etnohistóricos y etnográficos sobre poblaciones indígenas y campesinas pretéritas y contemporáneas a. Del modelo tribal y unilineal al modelo segmentario y de control vertical b. El consenso en torno de la bilateralidad y la irrupción de la perspectiva estructuralista c. Persistencia de grupos de descendencia unilineal: el caso de las sociedades pastoriles 4. Hacia el presente
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Capítulo 9 Jean-Pierre Chaumeil Una manera de vivir y de actuar en el mundo: estudios de chamanismo en la Amazonía
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1. Introducción 2. El chamanismo amazónico bajo la mirada de Occidente 3. El chamanismo en cuestión 4. Un espacio abierto 5. La cuestión de los alucinógenos 6. Chamanismo, discurso político y reivindicación cultural 7. Palabras finales
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Autores 433
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PRESENTACIÓN Pablo Sandoval y Pablo F. Sendón
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a idea de este libro nació apenas fue publicado No hay país más diverso. Compendio de antropología peruana en el año 2000. Para sorpresa del editor y sus autores, el libro ha tenido hasta 2011 cuatro reimpresiones, y se ha convertido en un texto referencial en la enseñanza de la antropología y las ciencias sociales en el Perú. Entre otras razones, quizá se deba a que es de los pocos esfuerzos editoriales que se han preocupado por presentar un panorama del desarrollo de seis décadas de antropología peruana y peruanista. No hay país más diverso fue escrito en su mayoría por alumnos y profesores de antropología de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos (UNMSM), y se centró en estados de la cuestión y revisiones bibliográficas que buscaban reconstruir la relevancia de la antropología peruana en el estudio de la diversidad cultural de las poblaciones andinas e incluso también amazónicas. Sin embargo, aquel volumen no logró incorporar todos los temas y perspectivas vinculadas a la comprensión antropológica de los Andes. Consciente de ello, Carlos Iván Degregori tomó nota como editor de estas ausencias y dejó para más adelante retomar el proyecto de un segundo tomo que incorporara esta vez los temas pendientes. Pero pronto lo pendiente derivó en necesidad, cuando en las clases de “Antropología Peruana” que él impartía en la UNMSM se necesitaban nuevos materiales de enseñanza que organizaran las variadas temáticas de la realidad social peruana estudiadas por la antropología. Así fue que en 2005, con el apoyo de Carlos Contreras, entonces Director de Publicaciones del Instituto de Estudios Peruanos, Degregori inicia la tarea de convocar a un conjunto de antropólogos —todos ellos reconocidos investigadores peruanos,
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PABLO SANDOVAL Y PABLO F. SENDÓN
peruanistas y andinistas de amplia trayectoria académica— para que escriban sus respectivos balances de temáticas no abordadas en el primer volumen. La idea consistía en que estos artículos no solo faciliten a los lectores nuevos recorridos bibliográficos pertinentes y ordenados, sino que además explicaran las constantes miradas y lecturas que antropólogos “peruanos” y “extranjeros” han desarrollado sobre los Andes. Por distintas razones, el proyecto se aplazó hasta el 2008. Entonces Pablo Sandoval se sumó a la tarea de organizar el volumen priorizando tanto la actualización de temas como la ampliación histórica y comparada sobre la disciplina. Lamentablemente, dado el diagnóstico médico de Degregori, el proyecto entró nuevamente en receso. Finalmente en 2010, se incorporó Pablo F. Sendón como tercer editor en el esfuerzo por finalizar el proyecto editorial cuyos resultados ahora el lector tiene en sus manos. Durante el tiempo de diseño y elaboración de este compendio nos vimos frente a un hecho peculiar. Esto es, que entre la edición de No hay país más diverso en el año 2000 y la publicación de este segundo volumen en 2012, se han incrementando positivamente los esfuerzos por construir un campo de comprensión intelectual de la antropología peruana y “andina”, cuya historia ha sido decisiva en la construcción de imágenes del país, y que en lo fundamental, ha acompañado también a los principales cambios producidos en el Perú rural del siglo XX. Sin pretender registrar todas las contribuciones, nos referiremos simplemente a algunos ejemplos: el reciente compendio sobre el desarrollo de los estudios amazónicos (Chaumeil et al. 2011), el análisis de las trayectorias del indigenismo peruano y latinoamericano (Giraudo y Martín-Sanchéz 2011), la revisión crítica de la experiencia de antropología aplicada en el famoso Proyecto Vicos (Bolton et al. 2010), los balances y reflexiones sobre el desarrollo de la antropología en las universidades peruanas (Diez 2008, Montoya 2005). Asimismo, se han publicado dos compendios sobre el desarrollo de la antropología en Perú y América Latina (Poole 2008, Degregori y Sandoval 2008), un estudio sobre la fragmentación de la comunidad académica de antropólogos (Degregori y Sandoval 2009), así como un conjunto de reflexiones sobre las posibilidades de crear “otras” antropologías (Ribeiro y Escobar 2008). Sumándose a esta oleada de trabajos, este volumen tiene por objetivo ofrecer a sus lectores, en particular a los estudiantes de antropología, la narración de los contextos intelectuales en que se formularon y desarrollaron los debates y las investigaciones antropológicas en Perú. En especial, los artículos prestan atención a las formas en que se han articulado las construcciones teóricas con las evidencias empíricas, y desde esa óptica proponen situar comparativamente las prácticas andinas contemporáneas en una perspectiva etnográfica y etnológica global. Dicho de otro modo, se busca contribuir con estos artículos a que surjan nuevas preguntas y agendas de investigación antropológica, sin pagar el costo de desechar o desconocer los avances y hallazgos de los
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PRESENTACIÓN
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ciclos previos. Consideramos por tanto que el esfuerzo por reconstruir el itinerario de la antropología peruana debería tomar en cuenta tres elementos. En primer lugar, y visto en conjunto, podemos afirmar que el interés antropológico sobre los Andes estuvo relacionado con dos coyunturas definidas. La primera de estas coyunturas antropológicas, se hizo vigorosa particularmente entre las décadas de 1950 y 1980, y logró acumular un significativo corpus etnográfico alrededor del estudio de lo “andino” y las poblaciones campesinas que la destacó como referencia obligada en la discusión latinoamericana y extra-continental preocupada por la situación de tránsito de sociedades agrarias a sociedades urbanas. En la segunda coyuntura, desde la década de 1990 hasta la actualidad, si bien se ha incrementado la producción y número de trabajos dedicados a los Andes, se ha perdido también cierta unidad temática correspondiente a la primera coyuntura, y se manifiesta así una agenda más plural y variada. Esto ha sido así, básicamente porque el objeto de estudio (“lo andino”) se ha diluido en múltiples referencias, se ha desplazado espacialmente de lo rural a lo urbano y ha generado nuevas e inéditas prácticas identitarias. Quizá otro rasgo que defina la diferencia entre un momento y otro es la casi disolución de escuelas antropológicas “clásicas”. Es decir, difícilmente hoy algún antropólogo se identificaría plenamente en alguna tradición antropológica (sea francesa, norteamericana o británica). Más bien prevalece un uso híbrido de enfoques y metodologías de investigación que ha terminado por desdibujar las certezas teóricas previas. En segundo lugar, No hay país más diverso estuvo organizado a partir de los siguientes interrogantes: “¿Qué pasa cuando el Otro no está en una isla lejana, una selva impenetrable o algún desierto calcinante, sino dentro del propio país?”, “¿Qué pasa cuando los Otros, antes objetos de estudio, se convierten ellos mismos en científicos sociales?”. Estas preguntas, que para el lector desprevenido podrían pasar como un mero juego de palabras —y que en estricto rigor remiten a dos cuestiones distintas— contenían en realidad las premisas a partir de las cuales sería posible resolver un problema constitutivo a la antropología en general y a la antropología peruana en particular: el problema del estatus y la relevancia de esta disciplina para la descripción, análisis y comprensión de la alteridad cultural en un mundo contemporáneo crecientemente desigual y heterogéneo. Lo dicho entonces tiene hoy mayor relevancia pues las transformaciones de la última década han afectado, o deberían afectar, hondamente la reflexión y la práctica antropológica. Ante una sociedad urbana más globalizada, y un paisaje rural plenamente reconfigurado por su nueva inserción desigual al mercado, los artículos de este volumen proporcionan nuevos elementos de juicio para repensar el trabajo de campo, la escritura etnográfica y la elaboración teórica acerca de las prácticas y representaciones de las poblaciones andinas. Esta reflexión es aún más necesaria cuando en ciertos
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lugares —como en la amazonía— las élites de las organizaciones políticas “nativas” manifiestan que no necesitan más de los antropólogos para construir sus propios repertorios culturales e intelectuales. En tercer lugar, finalmente, como editores nos formulamos las siguientes preguntas: ¿Puede reconstruirse el itinerario de la antropología peruana solo por su desarrollo endógeno? ¿Se trata meramente de hilvanar cronológicamente la evolución de teorías y programas de investigación? La respuesta implícita en las contribuciones de este volumen es que el quehacer antropológico adquiere sentido si se lo interpreta desde el punto de vista de la sociedad que lo produce. Será posible apreciar este conocimiento en la medida que se le conciba como resultado de la interacción entre experiencias (etnografía), ideas (teorías) y sociedad (contexto). Queda claro entonces que una adecuada historización de la práctica antropológica en el Perú no podrá explicarse únicamente por la dinámica interna de sus propias experiencias, teorías y paradigmas. Deberán considerarse también las influencias ideológicas y las constantes tensiones que Estado y sociedad introdujeron en la producción de sus distintas “verdades” etnográficas. En suma, mediante el conocimiento estricto del canon académico antropológico que lleva ya más de sesenta años de historia en el Perú, será posible construir un entorno pertinente de debate intelectual donde se propongan nuevas pautas de investigación que nos permitan acceder a renovados campos de indagación etnográfica y etnológica. En cualquiera de los casos, la preocupación final de este compendio es hacer comprensible la utilidad pasada y presente de la antropología peruana en el nuevo escenario del auge de las políticas de la identidad y las interconexiones globales. Deseamos que este libro permita discutir el estatus y la relevancia de esta disciplina en este nuevo paisaje global, ya que al menos tendencialmente, mientras más globales se vuelven los mecanismos de producción y exclusión, más se fortalecen e intensifican las identidades locales. No quisiéramos terminar esta breve presentación sin aludir a la intención central que Carlos Iván Degregori le imprimió a este proyecto; esto es, que la transición del “estudio del Otro al de un Nosotros diverso” permita a nuestra comunidad académica pensar críticamente en los aportes que puede brindar la antropología en la clarificación de los dilemas interculturales del mundo contemporáneo. Esperamos que este compendio contribuya a ese cometido. Barcelona-Buenos Aires, febrero de 2012.
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Bibliografía Bolton, Ralph, Tom Greaves y Florencia Zapata (eds.) 2010 50 años de antropología aplicada en el Perú. Vicos y otras experiencias. Lima: Instituto de Estudios Peruanos (IEP). Chaumeil, Jean-Pierre, Óscar Espinosa de Rivero y Manuel Cornejo Chaparro (eds.) 2011 Por donde hay soplo. Estudios amazónicos en los países andinos. Lima: Instituto Francés de Estudios Andinos (IFEA)-Pontificia Universidad Católica del Perú (PUCP)-Centro Amazónico de Antropología y Aplicación Práctica (CAAAP); Centre EREA du Laboratoire d’ethnologie et de sociologie comparative (LESC). Degregori, Carlos Iván y Pablo Sandoval 2009 Antropología y antropólogos en el Perú. La comunidad académica de ciencias sociales bajo la modernización neoliberal. Lima: Instituto de Estudios Peruanos (IEP). Degregori, Carlos Iván y Pablo Sandoval (eds.) 2008 Saberes periféricos. Ensayos sobre la antropología en América Latina. Lima: Instituto de Estudios Peruanos (IEP). Diez, Alejandro (ed.) 2008 La antropología ante el Perú de hoy. Balances regionales y antropologías latinoamericanas. Lima: Pontificia Universidad Católica del Perú (PUCP)-Centro de Investigaciones Sociológicas, Económicas, Políticas y Antropológicas (CISEPA). Giraudo, Laura y Juan Martín-Sánchez (eds.) 2011 La ambivalente historia del indigenismo: campo interamericano y trayectorias nacionales, 1940-1970. Lima: Instituto de Estudios Peruanos (IEP). Montoya, Rodrigo 2005 Elogio de la antropología. Lima: Universidad Nacional Mayor de San Marcos (UNMSM)-Instituto Nacional de Cultura (Dirección Regional de Cultura de Cusco). Poole, Deborah (ed.) 2008 A Companion to Latin American Anthropology Malden: Blackwell. Ribeiro, Gustavo Lins y Arturo Escobar (eds.) 2008 Antropologías del mundo. Transformaciones disciplinarias dentro de sistemas de poder. Popayán: Wenner-Gren Foundation for Anthropological Research (WGF)-Envión Editores-Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social (CIESAS).
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Capítulo 1 ETNOLOGÍA EN UN TERRENO DESIGUAL: encuentros andinos, 1532-1985 Frank Salomon
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1. Introducción
lgunas veces los antropólogos se preguntan si la antropología en sí misma podría ser una actividad universal. Seguramente las sociedades encuentran por doquier pueblos con los que no están familiarizados y reflexionan acerca de su extrañeza. Pero ello en sí mismo no equivale a la labor antropológica. ¿Cuándo y cómo el mero encuentro se transforma en un encuentro etnográfico, es decir, en un encuentro decidido en entender la diferencia? ¿Cuándo y de qué manera la mera reflexión se transforma en teoría etnológica, es decir, en un esfuerzo coherente de encontrar sentido en la diferencia de los extraños? Las páginas que siguen a continuación postulan que, por razones diversas e incluso accidentales, viajeros y pensadores de varios siglos han realizado prolongados estudios de campo entre sociedades quechua y aymara hablantes, y pensaron acerca de ellas desde una perspectiva que merece el nombre de etnología: término algo anticuado pero aún meritorio al momento de sugerir inquietudes más allá de la inmediata descripción etnográfica. El problema, sin embargo, no consiste en postular un único proyecto etnológico duradero, sino, por el contrario, en enfatizar el hecho de que muchos proyectos intelectuales disímiles han surgido de los esfuerzos europeos y norteamericanos por gobernar poblaciones originarias de América. Los encuentros etnológicos fueron por lo general esporádicos e inconexos. ¿Por qué la etnología andina es esporádica? Desde cierto punto de vista, el largo proceso colonial y postcolonial de la América andina generó un orden en el que los
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sistemas de conocimiento se interpenetraban de manera desigual. Metafóricamente uno piensa en una membrana selectivamente permeable, que permite el pasaje de ciertas moléculas y bloquea otras. Desde los comienzos del siglo XVII poderosos elementos burocráticos tanto eclesiásticos como virreinales buscaron perfeccionar un sistema en el que el imperio no necesitaría conocer etnológicamente, sino preferentemente absorber “moléculas” andinas administrativa y rutinariamente procesadas. Durante largos intervalos aquellos que conocieron mejor la América indígena tuvieron pocos incentivos para escribir acerca de ella. Desde otro punto de vista, debido a que la sociedad quechua-hablante fue empujada hacia las periferias de la autoridad, la sociedad rural respondió a ello reformulando algunos de sus propios sistemas de conocimiento y adaptándolos a las murallas del apartheid cognitivo colonial. “La gente llamada indios” aprendió mucho de la minoría gobernante, en parte a través del adoctrinamiento forzado, y en parte también a través de un aprendizaje político práctico. Cuando la “gente llamada indios” se dirigía a los segmentos más encumbrados de la sociedad, lo hacía hablando en un registro lingüístico limitado y obligatorio (en pleitos judiciales, mayoritariamente), que eliminaba particularmente su propio conocimiento. A lo largo de los siglos, tales murallas institucionales probaron tener un alto precio. Lo que la historia de la etnografía deja al descubierto es el malestar periódico de las élites ante la opacidad autoconstruida de América. Pero debe existir alguna razón subyacente que explique por qué la etnología andina no forma una tradición continua. Como nos lo ha recordado James C. Scott recientemente (2009), las poblaciones que habitan regiones de montaña son, por lo general, disidentes problemáticos ante los grandes proyectos sociales que se reivindican como la corriente dominante de la historia. Los casos himalayo y andino destacan al respecto, pero aquellos relativos al sudeste asiático, los kurdos, los afganos, los etíopes, los habitantes de los Apalaches y muchos otros también han llamado la atención de los investigadores con orientación geográfica. Durante largo tiempo, quizás desde el Neolítico, las montañas tienden a ser lugares donde tecnologías mayores de agricultura, comunicaciones e industria se desarrollan pobremente o demandan gastos extremos. La relativamente escasa conexión de los asentamientos de montaña con las redes metropolitanas fomenta creaciones culturales distintivas. Las montañas imponen dificultades especiales en lo que respecta a cuestiones tales como el control del agua, la conservación del suelo, la adquisición de energía y la vivienda, pero asimismo confieren ventajas especiales en lo que respecta al acceso a determinados recursos. Los medios de subsistencia se encuentran especializados en términos altitudinales. Las actividades derivadas de las relaciones ecológicas son generalmente idiosincrásicas: desde la dieta al vestido y a la metafísica. En lo que respecta a la religión, los habitantes de elevadas regiones altitudinales por lo general conservan cultos locales
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FRANK SALOMON
o enfocados en los ancestros que son ignorados por las “religiones mayores”, sacerdotales, teológicas y centralizadas. En resumen, las montañas son sitios en los que las sociedades humanas crean adaptaciones inusuales y poderosos compromisos locales. Las poblaciones de montaña tienden a ser problemáticas: resisten todo tipo de campaña que procure ejercer sobre ellas una carga de tipo impositivo, policial y adoctrinador. Asimismo, estas poblaciones tratan de mantener vínculos situacionales ventajosos con las poblaciones de las tierras bajas, pero de igual forma conservan sus propios reductos. Ellas son notablemente difíciles de controlar militarmente. Los estados ven a las poblaciones de montañas no solo como un “otro” cultural, sino también como un “otro” recalcitrante, atrasado y conflictivo. Para los antropólogos, las poblaciones de montaña tienen un atractivo especial: ellas son ejemplos elocuentes de la amplitud y la fuerza de la diversidad humana. Muchas veces y en muchos lugares, los logros de la cultura de montaña se asemejan a “caminos no seguidos” por las civilizaciones de los valles, las planicies y las costas. El presente trabajo es una versión revisada y reelaborada de un artículo publicado en 1985 y nunca traducido al castellano (Salomon 1985). El objetivo consiste en realizar un abordaje de la historia de la etnología andina hasta esa fecha, y solo en Ecuador, Perú y Bolivia. Ello deja de lado las tendencias más dramáticas experimentadas por la etnología desde la década de 1980 hasta la actualidad. Entre ellas destaca el impresionante y reciente crecimiento de estudios en lo que hasta no hace mucho tiempo se consideraba las márgenes del “mundo andino”: Colombia, Argentina y Chile. Otra, por supuesto, está relacionada con las consecuencias intelectuales inspiradas por los levantamientos políticos “neo-indígenas” en los Andes. Una tercera, igualmente importante y aún ponderada insuficientemente, es la maduración y la extensión de la lingüística andina —incluso de la sociolingüística— en la vida académica de múltiples continentes. Al retomar este viejo artículo bajo la sugerencia de Pablo Sendón y Pablo Sandoval, consideré la posibilidad de ampliar la temática hasta tales realidades (2011), pero de inmediato caí en la cuenta de que ello hubiera demandado cientos de páginas. Otros capítulos del presente volumen seguramente cumplirán mejor este propósito. En lo que a mi respecta, me limitaré a extender mi bosquejo original de la historia de la etnología de manera conceptual, reformulándolo desde una perspectiva crítica más contemporánea, citando ediciones recientes (entre las que se incluyen traducciones al castellano de publicaciones en otras lenguas) y tomando en cuenta la crítica post-1985 de los trabajos etnológicos previos a esa fecha.1 1
Donde se cita textualmente obras publicadas exclusivamente en inglés, la versión en castellano es del editor y del autor.
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Para el lector que necesite profundizar en las materias referidas, existen dos obras de envergadura publicadas después del año 2000. La primera de ellas es un compendio en tres volúmenes titulado Guide to Documentary Sources for Andean Studies, 1530-1900 (2008) preparado bajo la dirección de Joanne Pillsbury (con contribuciones editoriales de Kenneth J. Andrien, Eric Deeds y la recientemente fallecida Catherine Julien). El trabajo involucrado en la identificación de las fuentes andinas más importantes, y sus respectivas ediciones, hacen de este compendio una guía de gran ayuda para entender dónde y de qué manera las fuentes antiguas contienen información etnográfica. Actualmente se está preparando una edición en castellano del compendio en cuestión. La segunda obra que tengo en mente fue publicada en español por razones más imperiosas. A Companion to Latin American Anthropology, editado por Deborah Poole (2008), reorienta a los investigadores fuera de Iberoamérica hacia un milieu antropológico cuyos centros de gravedad se sitúan más y más en países “latinos”. La profunda cobertura bibliográfica del Companion, así como su perspectiva sintética, constituye un material de gran ayuda para el lector de cualquier sitio —especialmente aquellos que esperan brindarle a la tradicionalmente intensa consciencia regional de los países andinos una perspectiva continental más abarcadora. Una orientación bibliográfica más completa se encuentra disponible en las entradas anotadas del acequible, y por añadidura gratis, Handbook of Latin American Studies Online (http://lcweb2.loc.gov/hlas/mdbquery.html). 2. El testimonio de los invasores y la “gente llamada indios”, 1532-1590 En aquellas partes del presente ensayo relativas a la etnología predisciplinar se distingue entre “precursores de etnología” y “análogos de etnología”. El término “precursor” denota los intentos de describir sociedades o culturas como totalidades sistemáticas llevados a cabo antes de la elaboración de las teorías y métodos mediante los cuales la etnología académica lo hace actualmente (las fechas relevantes, por supuesto, varían de país en país). El término “análogo” alude a aquellos trabajos de investigación inspirados en otros propósitos que los involucrados en la descripción sistemática. Estos trabajos, sin embargo, ofrecen resultados suficientemente similares a los alcanzados en la empresa etnológica y por lo tanto han sido exitosamente analizados mediante métodos etnológicos. Eventualmente, un mejor entendimiento de las circunstancias del surgimiento de los precursores, los análogos y los etnólogos pioneros podría contribuir a la interpretación de las peculiares relaciones existentes entre las poblaciones de altura y las ciencias desarrolladas por culturas dominantes en diversos continentes. El dominio español no solo legó una rica bibliografía de crónicas escritas por los vencedores —diseñadas para satisfacer el hambre europeo de noticias sobre nuevos
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reinos— sino también una inmensa acumulación de registros burocráticos derivados de las tareas cotidianas involucradas en la administración y el establecimiento de misiones. En cierto sentido, estos registros burocráticos resultan más valiosos para la etnología que las crónicas más conocidas ya que se incrustan en ellos miles de páginas de testimonios enunciados por las propias poblaciones andinas —no solo testimonios de la élite incaica, cuyas tradiciones fueron registradas por los cronistas, sino también testimonios de los señores de menor jerarquía, quienes representaban a los grupos étnicos conquistados por los incas, e incluso expresiones de la gente del común, que nunca abandonaba sus poblados en las montañas pero que era visitada por funcionarios a caballo. La cantidad de testimonios resulta abrumadora. De hecho, el volumen del registro, y no la falta de él, constituyó el motivo principal para desacelerar el progreso de la reconstrucción etnológica del pasado andino. Pero si la leyenda negra que retrata la conquista como etnográficamente ciega resulta falsa, no es menos cierto que la conquista y sus efectos condicionaron profundamente todo lo que fue visto y escrito. La conquista española siguió a la expansión inca solo en unas pocas décadas, y la conquista inca a su vez fue la sucesora de al menos dos olas más tempranas de expansión imperial. Las ocasiones en las que se recogían los testimonios eran por lo general momentos de conflicto y controversia derivados de las múltiples capas de conflicto político, pasado y presente. Algunas veces la discusión involucraba el conflicto entre diferentes regímenes —los reclamos de los señores étnicos en contra de los incas, o los de los mismos incas y kurakas en contra de los señores españoles. En otras ocasiones la discusión se daba al interior de un sector social determinado cuando, por ejemplo, grupos opuestos de españoles recogían testimonios indígenas con miras a sustentar sus respectivos reclamos en un pleito judicial o en una disputa política. En todos los casos, el análisis político de los testimonios resulta inextricable de su crítica e interpretación. Existe una literatura heurística considerable. Las primeras guías a las fuentes primarias, publicadas entre comienzos y mediados del siglo XX, tendieron a clasificar a los autores de acuerdo con criterios simples, tales como si ellos fueran políticamente pro-incas o devotos del absolutismo español (Means 1928). Aunque sus autores carecían de muchas fuentes recientemente descubiertas, y por lo general eran presa de prejuicios en contra de los testigos indígenas, algunos trabajos pioneros siguen siendo útiles porque contienen ricos conocimientos sobre los contextos políticos y eclesiásticos imperantes en España así como en América (Porras 1962, Vargas Ugarte 1959). Hacia finales del siglo XX una crítica de fuente más sofisticada vio a las “crónicas” no como un material en crudo a ser clasificado y evaluado cualitativamente, sino más bien como voces al interior de una conversación social más amplia. Comenzamos a ver las “crónicas” como partes de un discurso renacentista y barroco en el contexto
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de la América indígena (Araníbar 1963, Pease 1988, Rowe 1965, Bravo Guerreira y González Pujana 1992). Inclusive, los esfuerzos de los propios cronistas por explicar la religión, la política y la economía incaica han devenido en sí mismos temáticas fértiles para los historiadores (Thurner 2011, MacCormack 1991, Villarías Robles 1998a). Hacia mediados del siglo XVI, a medida en que los señores de la guerra españoles reconocían, y después invadían, el imperio incaico, una forma preferida de documentación fue la crónica “soldadesca”; es decir, una narrativa de la guerra repleta de novedades y con fuertes tintes ideológicos escrita por testigos presenciales. En las manos de un escritor talentoso, el género “soldadesco” podía superar con mucho la mera narrativa de maravillas y glorias. Las noticias más tempranas que leyeron los europeos acerca de los Andes fueron, para bien o para mal, de tipo “soldadesco”. El ataque de los hermanos Pizarro en 1532 al rey divino Atahuallpa, junto con sus consecuencias caóticas, dio lugar a una conversación que se extendió tanto como las vidas de los “Hombres de Cajamarca” (Lockhart 1986 [1972]). Su tema es Perú como una épica de armas. Los invasores tendieron a ver a los incas a través de la simetría ilusoria de la animadversión, o a través de los estereotipos de la “reconquista”. Pero al verlos, lo hicieron de cerca, y en verdaderas situaciones de contacto primigenio. En un primer momento los gestos de violencia constituyeron un drama de comunicación a medias. Las percepciones eran incipientes, con atisbos de sorpresa etnográfica. Los esfuerzos ex post facto por reinterpretar e ideologizar estas primeras incursiones españolas como epopeya providencial, o por justificarlas ante la crítica pro-indigenista lascasiana —la cual comenzaba justo antes de la invasión de Pizarro— tiñen la mayoría de los relatos “soldadescos”. En algunas ocasiones los viejos combatientes organizaron sus memorias con propósitos de refutar acusaciones de atrocidad o deslealtad a la corona. Otros buscaron pensiones y títulos. Incluso aunque tales argumentaciones retrospectivas taparon rápidamente sus percepciones iniciales, los mismos soldados que irrumpieron en el Tawantinsuyu con la ayuda de sus alabardas, en algunas ocasiones escribieron testimonios de una frescura asombrosa. Antes de que los españoles hubieran puesto un pie en el Tawantinsuyu, el piloto Bartolomé Ruiz interceptó una balsa a vela en plena navegación de altamar. El memorándum resultante proveyó una descripción fundacional para los estudios del comercio prehispánico (Relación Sámano 1985 [1527-28]). Pedro Pizarro había apenas desembarcado en la playa de Tumbes cuando se percató de la presencia de oficiales incas que empleaban los registros de cuerda anudados para documentar los bienes saqueados por los misteriosos asaltantes de ultramar. Pasaron casi cuarenta turbulentos años antes de que Pizarro escribiera su narración (1986 [1571]), pero sus recuerdos de ese momento permanecieron frescos. Asimismo muchos otros viejos soldados aún nos hablan elocuentemente del incario en sus momentos finales. Entre ellos, por ejemplo,
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destacan Cristóbal de Mena quien, en 1534, dio a Europa su primer e influyente informe publicado (1987), y Miguel de Estete, un oficial y viajero incansable quien vio el saqueo español al gran santuario y ciudadela pre-inca e inca de Pachacámac (1987 [1533]). Por casualidad sorprendente, el registro judicial conserva el testimonio de un viejo combatiente presente en la fatídica emboscada de Cajamarca como soldado del Inca. Él era Yaku Wilka, más tarde bautizado Sebastián, y fue entrevistado en calidad de testigo en un juicio que involucraba a otros veteranos de 1532 (Guillén Guillén 1976). Según Yaku Wilka, los soldados incas dudaban que seres de cuerpo tan hirsuto pudieran realmente constituir una amenaza. Existe otro libro escrito por un conquistador que capta con sorprendente fidelidad la auto-imagen de los incas en un momento temprano. En 1544 Juan Díez de Betanzos desposó a Cuxirimay Ocllo, hermana de Atahuallpa, en una unión diseñada para consolidar las demandas de Pizarro sobre la soberanía real inca. Siendo quechuista adepto, Díez de Betanzos produjo la Suma y narración de los Incas traduciendo y editando la versión dinástica enunciada por miembros del linaje al cual perteneció su esposa. María del Carmen Martín Rubio redescubrió extensos capítulos perdidos de esta valiosísima obra, hoy disponibles en dos ediciones recientes (1987 [1551-57], 2004 [1551-57]). Si el libro de Betanzos-Cuxirimay es de difícil lectura, lo es en una manera buena: la prosa resulta peculiar debido a que su autor trató, como dijo, de “guardar la manera y orden de hablar de los naturales”, forzando el español hacia la sintaxis y la retórica del quechua (Mannheim 2008: 187). Entre los viejos soldados hay uno que se encumbra sobre el resto. Pedro Cieza de León vino a América siendo un adolescente en armas y luchó en lo que ahora es Venezuela y Colombia. Su servicio principal se realizó en la expedición “pacificadora” enviada por la Corona en 1546 con fin de sojuzgar a los caudillos pizarristas rebeldes. La ruta del ejército real avanzaba desde de la periferia ecuatoriana del Tawantinsuyu hacia su centro en el sur andino, atravesando espacios de numerosos grupos étnicos. El joven y perspicaz soldado entrevistó a los señores nativos y cuidadosamente observó escenas de la vida “indígena”. Llenó sus alforjas con las notas que había escrito mientras los otros soldados dormían. En 1553, con solo 34 años de edad, publicó la primera parte de su incomparable Crónica del Perú (1984). Etnográficamente astuto, el relato de Cieza tiene el mérito singular de incorporar la perspectiva desde la periferia. Cieza había visitado de primera mano muchas de las poblaciones remotas del Tawantinsuyu antes de que sus ojos reposaran en la capital sagrada. Estas experiencias le permitieron relativizar la narrativa inca como parte de una historia andina más abarcadora. Aparte de Cieza, raras veces se encuentran descripciones sistemáticas de las sociedades andinas en crónicas “soldadescas”. Dado el ethos de la España del siglo XVI, determinadas facetas prestigiosas de la sociedad —mando, guerra, culto,
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ley— se estimaban jerárquicamente por encima de la procreación, la producción y el intercambio. Consecuentemente en la mayoría de los casos el intento consciente de describir la sociedad amerindia casi automáticamente dejaba de lado los hechos que más interesan a los etnólogos. Si es que en las fuentes más tempranas destellan chispazos etnográficos, esto se debe a que todo aquello que los escritores observaban resultaba problemático y curioso. A medida que avanzaban las décadas de la Colonia, un sistema de “malos entendidos útiles” interculturales rápidamente se superpuso a las conversaciones iniciales y vitales del contacto.2 Este proceso típicamente imperial oscurece cada vez más el panorama etnohistórico a medida que se pasa del estudio del virreinato toledano al postoledano. En los primeros años del virreinato los mejores informes acerca de las sociedades andinas al nivel de la base fueron registrados no por los precursores de la etnología, sino por funcionarios cuyos informes administrativos, en su conjunto, forman un registro análogo a la etnografía. Lo son en lo que respecta al grado de detalle (descripciones casa por casa) y su enfoque parejo tanto en el análisis de las prácticas a nivel de la cúspide social como en los ámbitos doméstico y familiar. Los mejores registros de este tipo son las visitas, o estudios de campo administrativos, hechos por jueces subrogantes. Las visitas se llevaron a cabo frecuentemente desde 1549 en adelante con el propósito de averiguar qué recursos productivos y humanos existían bajo el control de los señores andinos, así como para poder fijar tasas tributarias que no resultasen en la destrucción de la base económica. Los jueces viajaron a innumerables comunidades acompañados de secretarios y traductores. Allí ellos entrevistaron a nobles y comuneros andinos, transcribieron información demográfica desde los khipu —o registros nativos de cuerdas anudadas— y establecieron registros de cada unidad doméstica. En sus cuadernos se detallaba desde el último huérfano hasta la viuda discapacitada, personas cuya existencia no habríamos conocido de otra forma. También documentaron padrones de residencia, entidades sociales como los ayllus, deberes económicos y estatus políticos. En las visitas más tempranas, la mayor parte de esta información fue compilada utilizando aproximadamente las mismas categorías empleadas por los gobernantes nativos. Entre las más reveladoras se encuentran aquellas dedicadas al área de Quito en las márgenes septentrionales del imperio (Salomon 2011 [1980], Mosquera y San Martín 1990 [1559]), los “reinos lacustres” del lago Titicaca (Díez de San Miguel 1964 [1567]), el área de Huánuco en el Perú central (Ortiz de Zúñiga 1967-72 [1562]), Collaguas cerca de Arequipa en el sur peruano (Pease G.Y. 1977 [1591]) y Cajamarca (Rostworowski y Remy 1992 [1571-72]). 2
Por “malos entendidos útiles” quiero decir simplificaciones inauténticas, resemantizaciones y glosas etnocéntricas útiles para establecer engranajes entre las estructuras de poder impuestas y las endógenas.
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Algunas de estas mismas ventajas también se encuentran presentes en los registros de pleitos legales de los que eran parte individuos o comunidades andinas. En una época cuando parecía impracticable estudiar los estados yunkas o costeños debido a su temprana destrucción durante el proceso imperial, María Rostworowski logró un progreso notable al descubrir litigios sobre sus tierras (Rostworowski 1977). Se aprendió una lección: es fácil sobreestimar el impacto inmediato de la invasión española. Es cierto, la invasión europea trajo consigo una serie de epidemias que disminuyó drásticamente la población nativa. Pero en varios aspectos, durante las primeras cuatro décadas de la era colonial los Andes estaban lejos de ser hispanizados. Los españoles constituyeron una diminuta minoría étnica y lingüística, incapaz de administrar directamente a las masas andinas. En gran medida dependían del gobierno indirecto, que empleaba funcionarios incas y señores étnicos para implementar un gobierno híbrido colonial-andino. Los señores étnicos que se habían aliado con España en contra de los gobernantes incas en la década de 1530, y aquellos sobre quienes España continuaba dependiendo debido a su pericia y competencia, no eran tímidos al momento de presentar sus demandas de recompensa en la corte. Espinoza Soriano (1972), Spalding (1974), Stern (1982), y Powers (1994) ofrecen ejemplos elocuentes de una vasta bibliografía elaborada a partir de sus testimonios. Los abogados de los kurakas brindaron a los jueces información invalorable, no solo acerca del punto de vista andino de los eventos históricos, sino también de detalles tales como el almacenamiento de suministros estratégicos y las categorías empleadas en su registro durante el período inca (Murra1975: 243-254). Desde la década de 1980 se viene acumulando una literatura muy esclarecedora sobre el mundo de los señores naturales (e.g., Caillavet 2000, Platt et al. 2006, Medinaceli e Inch 2010). La resistencia armada inca no estaba aún completamente derrotada en la década de 1560. Los agentes del Estado español, así como los clérigos, temían un renacimiento de cultos nativos adversos al cristianismo y a la corona. Estos temores justificaron investigaciones cuyos resultados proveerían claves de gran valor acerca de las primeras etapas del conflicto e hibridismo religioso andino-cristiano. Cuán extenso y efectivo fue realmente el movimiento pan-nativista Taki Unquy de la década de 1560 es un problema que probablemente nunca deje de ser objeto de debate (Cavero Carrasco 2001, Guibovich 1991, Millones 1967, 1990, Mumford 1998). Lo que queda en claro es su importancia como inicio de un pánico cultural sobre el cripto-paganismo entre los conversos andinos, que brotaría en episodios durante más de un siglo. El temor sobre la continuada adhesión a “huacas” precristianas nacía de dos fuentes: la amenaza de presuntos sacerdocios indígenas que rivalizaran con el clero en su pugna por ingresos y poder, y las ansias sobre creencias heterodoxas que potencialmente contaminaran el cristianismo tridentino.
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Solo después de 1569, con la llegada del virrey Francisco de Toledo y de los jesuitas, comenzó la decisiva transformación colonial de los Andes. Profundamente antiinca, el régimen toledano emprendió no solo la ofensiva militar final contra lo que quedaba de los bastiones de resistencia andina, sino también una ofensiva legal dirigida a desacreditar la legitimidad de los incas en calidad de “señores naturales”. El proyecto jurídico antiinca se destinaba a desarmar una facción española que favorecía el mantenimiento parcial del autogobierno indígena. El montaje de la ofensiva legal involucró gran cantidad de investigación. Los informes originales, durante mucho tiempo dispersos en múltiples libros agotados, serán prontamente publicados en forma unificada (Julien y Spalding 2012). En el curso de la investigación la Corona empleó a varios expertos importantes en la cultura inca. Algunos de estos especialistas en asuntos nativos fueron abogados de notable perspicacia etnográfica y notable falta de escrúpulo en su aplicación. Juan Polo de Ondegardo investigó las instituciones incaicas con la sutileza de un detective, llegando a descubrir la estructura de líneas radiales (ceques) que, desde el centro del Cuzco, gobernaban la jerarquía y los deberes rituales. Pudo localizar las momias reales incas y así eliminar un foco potencial de actividad política subversiva. Polo se esforzó por conservar la eficacia productiva de los señoríos andinos al mismo tiempo que demolía los sustentos simbólicos del gobierno inca —no fuera a ser que los linajes incas menos prominentes se convirtieran en rivales del poder virreinal (Polo 1990 [1571]). Se producían debates: ¿hasta qué punto el Estado debía inmiscuirse en las instituciones incas o étnicas? Los pares de Polo, magistrados tales como Francisco Falcón (1946 [1567]) y Juan de Matienzo (1967 [1567]), produjeron un valioso corpus acerca de los aspectos prácticos de la política económica indígena en contexto colonial. Al igual que Polo, el visitador diocesano de Toledo, Cristóbal de Molina “el cuzqueño”, ya se había familiarizado íntimamente con los rituales incas. Había conocido en profundidad tanto las tradiciones de los linajes nobles, como las prácticas incas que guardaban vigencia entre los segmentos plebeyos de la sociedad, cuando los aliados del Virrey Toledo le encomendaron escribir su Relación de las fábulas i ritos de los Ingas (1989 [c. 1576]). La obra contiene información de una riqueza única sobre la liturgia y el calendario inca, y asimismo demuestra una familiaridad con la ritualidad “indígena” vernácula de mediados del siglo XVI, basada en su excelente conocimiento del quechua. No obstante la influencia toledana, Molina nos deja sentir su simpatía hacia los ritos incas en la medida en que pensaba ver paralelismos con la fe verdadera. Tales especulaciones ya se generalizaban y han seguido influenciando al catolicismo andino popular y erudito hasta el presente. Lejos del Cuzco, en el remoto obispado septentrional de Quito, el clérigo diocesano Lope de Atienza escribía en base de su amplia experiencia en parroquias “indígenas” un libro curioso, hoy agotado y
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merecedor de nueva edición. Atienza alterna entre lamentos piadosos sobre el paganismo de los feligreses y viñetas simpáticas que describen la vida cotidiana en aldeas toscas, incluso prácticas que reflejan influencias incas sobre culturas norandinas (1931 [1572-75], Schmelz 1996). El virrey Toledo permitió a los jesuitas peruanos consolidar un creciente poder sobre los indios. Las investigaciones de los jesuitas sobre la lengua y la cultura andinas tuvieron una influencia profunda en los ámbitos académicos peruanos, notablemente a través del trabajo del padre José de Acosta. Él y sus aliados, con apoyo político, condenó de diabólicos a los cultos nativos, pero al mismo tiempo abogó por un compromiso intelectual con la élite andina. Cuando el arzobispado convocó el Tercer Concilio Limense para definir la política hacia las poblaciones nativas (1581-1583), Acosta ya había escrito (más no publicado) su tratado De procuranda indorum salutem. La suya era la mano oculta que redactaba los borradores de los textos para la catequesis en el quechua oficial, así como también la que determinaba los regímenes impositivos y de adoctrinamiento para los nativos reubicados en reasentamientos coloniales. En 1590 Acosta culminó su Historia natural y moral de las Indias (1987). La obra manifiesta una lúcida mirada etnológica sobre la sociedad andina en general, integrada con los más avanzados razonamientos naturales y filosóficos de su tiempo. Precisamente por participar de los razonamientos renascentistas sobre la antigüedad greco-romana, su obra manifiesta comparaciones engañosas con “paganos” de otros tiempos y lugares. Su contemporáneo —y posible conocido— Miguel Cabello de Valboa, de manera similar escribió su gran historia “antártica” con el objetivo de ubicar a las poblaciones andinas dentro del marco de la historia y de la geografía universal (1951 [1586]). En la actualidad el universalismo de Cabello importa menos que su detallado conocimiento de las poblaciones asentadas en las márgenes septentrionales del Tawantinsuyu: los llamados yumbos y otros pobladores de las selvas que cubrían la vertiente occidental de los Andes en el actual Ecuador. 3. “Yndios”: etnografía y dominación en las fuentes de mediados de la Colonia, 1590-1660 Con la consolidación del gobierno virreinal el Estado adquirió mayor capacidad para coaccionar, e incluso disolver, las instituciones nativas americanas. Esta tendencia hizo disminuir la demanda por investigaciones detalladas sobre el funcionamiento interno de los “cacicazgos”. La palabra yndio, que alguna vez fue simplemente un término etnográficamente vacío para designar a las poblaciones que Europa desconocía, se había convertido hacia comienzos del siglo XVII en el nombre de un rol social definido y
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uniforme. El estatus de yndio definió eficazmente al sujeto colonial como campesino vasallo. Aunque la diversidad étnica normal en la América prehispánica era todavía importante para “la gente llamada indios”, ella no parecía importar a la burocracia oficial. Palabras tales como “Andajes”, “Cañaris” o “Collas” pasaron ahora a designar paquetes demográficos de tributarios, y no a poblaciones concebidas como diversas en lo que respecta a sus fueros o costumbres. Después de 1600, el “malentendido útil”, estandarizado y coercitivo, echó un velo aún más grueso sobre la visión etnográfica. Pero en tres aspectos la nueva situación sí generó escritos etnológicamente útiles. El primero fue el área de los estudios de lenguas. Alrededor de 1600 un ejército de curas catequistas y misioneros germinaba en los seminarios. Los eclesiásticos —especialmente los jesuitas— vieron la necesidad de mejorar los textos empleados en los requeridos cursos de quechua. Ya en 1560, el gran activista dominico y “lobbista” proandino, Domingo de Santo Thomas, había escrito un diccionario quechua (2006) y una gramática (1995 [1560]) que describía la muy difundida variedad de quechua llamada lengua general. La facción del padre Acosta empujó la lexicografía jesuítica hacia otros canales, fomentando un dialecto más erudito y aristocrático, afín al cuzqueño, supuestamente mejor adecuado a los temas sagrados (Durston 2007, González Holguín 1952 [1608]). Los trabajos de González Holguín (diccionario y gramática), así como las obras paralelas elaboradas para la lengua aymara por Ludovico Bertonio (1993 [1612]), se ajustaron a la agenda jesuítica, pero lograron mucho más que eso. Avanzaron más allá de las necesidades del catecismo para explorar un opulento léxico de palabras y frases que denominaban relaciones abstractas (tales como los conceptos de simetría y jerarquía), valores centrales, normas estéticas, cualidades de la personalidad, parentesco y reglas de organización social relevantes a la cultura andina. A veces uno casi oye al lexicógrafo riéndose junto con su informante nativo mientras ambos rivalizan en captar la cascada vertiginosa de derivativos nacidos de un simple verbo. La filología jesuítica demuestra esfuerzos innovadores al ingeniar explicaciones para rasgos lingüísticos nunca vistos dentro del clásico paradigma greco-romano. Junto con obras similares consagradas a las lenguas del Paraguay, México, Chile, etc., los diccionarios y gramáticas jesuíticas del Perú ocupan los anaqueles más elevados de la erudición humanística en su época. La segunda manera en la que la Colonia media generó una literatura análoga a la etnología fue a través de la persecución religiosa. Este legado a la vez triste y censurable también es en gran parte jesuítico. En 1697 el cura diocesano Francisco de Avila, furioso ante la resistencia de sus feligreses indígenas frente a sus exacciones, contraatacó haciendo pública su adhesión clandestina a muchos santuarios de culto y sacerdocios no-cristianos. Avila iba a publicar más tarde algunos de sus descubrimientos en un tratado dedicado a los “errores, falsos dioses y supersticiones” de sus feligreses
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(1966 [1608]). Pero el producto más importante de la crisis local por él provocada es el manuscrito, anónimo y sin fecha, conocido por sus primeras palabras en quechua “Runa Yndio Niscap” (“de la gente llamada indios”), o como el Manuscrito de Huarochirí. Su autor, un yndio cristiano (probablemente un tal Cristóbal Choque Casa), se propuso combatir a los viejos dioses escribiendo acerca de ellos. A pesar de su ferviente cristianismo, su vida mental se desarrolla en un mundo poblado de huacas ancestrales, de las que nunca dejó de creer acerca de su realidad y poder diabólico. Su propósito es, dice, escribir el libro que “los ancestros de la gente llamada indios” hubieran escrito de haber ellos, como los españoles, conocido la escritura. La traducción de José María Arguedas de este asombroso trabajo lo hizo famoso bajo el título de Dioses y hombres de Huarochirí (1966). La edición de Gerald Taylor (1987, republicada y revisada en versiones abreviadas en varias oportunidades) brinda soluciones a problemas dialectológicos que Arguedas no pudo solucionar. Las noticias de que seis décadas de proselitismo masivo habían fallado en su empresa de desplazar a la religión andina escandalizaron a las élites coloniales de Lima. Ciertos sectores de la Iglesia aprovecharon el clima de preocupación para crear aparatos especializados de persecución, semejantes a los de la Inquisición pero independientes de ella, para atacar el culto clandestino en los Andes. Las campañas llamadas extirpación de idolatrías fueron autorizadas en 1610 (Gareis 2004). Se ejecutaron con rigor en las décadas de 1620, 1640, y 1660-1670, continuando con menor energía incluso hasta 1710. Brigadas móviles de jueces eclesiásticos especialmente comisionados, secretarios y traductores ejecutaron una serie de campañas para la “extirpación de idolatrías” a lo largo y ancho del Arzobispado de Lima y esporádicamente en otros obispados. El procedimiento a seguir en cada pueblo comenzaba con un interrogatorio a los informantes, continuaba con una confesión coercitiva de los recalcitrantes y culminaba con la profanación y quema masiva de las estatuas, momias, y otros objetos sagrados. Estas campañas dejaron un acervo de testimonios escritos, conservados en el Archivo Arzobispal en Lima. El más destacado y original historiador de la “extirpación” (Duviols 1973) ha publicado un inmenso corpus de juicios (2003) al que ahora le sigue un número importante de fuentes adicionales (Larco 2008, Sánchez 1991, Polia Meconi 1999, García Cabrera 1994, Gushiken 1993). El cuerpo exegético sobre la extirpación se ha hecho demasiado grande como para enumerarlo (pero véase, por ejemplo, Gose 2008, Huertas 1978, Mills 1997). Muchos hombres y mujeres que nacieron cuando la religión solar inca era solo un recuerdo, recibieron, sin embargo, la vocación y entrenamiento sacerdotal para servir a las huacas tutelares de sus grupos étnicos y grupos de parentesco localizados. Sus testimonios sobre la experiencia visionaria, la riqueza expendida en el culto y la reciprocidad humana-natural-divina, nos llegan a través de una etnografía maligna que supo transcribir hasta los gemidos de los yndios torturados.
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De hecho la malignidad es un leitmotiv frecuente a mediados de la Colonia. En el recién recuperado Memorial (1588) de Bartolomé Alvarez uno puede apreciar la amargura político-religiosa de un hombre inmerso en la mentalidad toledana pero privado de los privilegios concedidos a los jesuitas. Álvarez catequizó largamente entre las poblaciones de lengua uru y aymara del Alto Perú y luchó en vano en contra de su “idolatría”. Etnográficamente está bien informado pero mantiene una ideología de casta proto-racial hostil a los yndios: “bestias, bellacos, sucios, torpes”, “un pueblo articulado y ajeno” (Villarías 1998b). El enojo de Alvarez con respecto a la persistencia de la “idolatría” indígena respondía a un período cuando, según Saignes (1999), los kuraka coloniales estaban construyendo nuevas e inextricables estructuras de legitimidad dentro de los pueblos yndios, precisamente debido a que el ensanchamiento de las distancias de casta abría un nuevo espacio para maniobrar. La tercera vía por la que la Colonia media propició una literatura cuasi-etnológica fue a través de textos escritos por andinos alfabetizados. La primera generación de nobles andinos nacidos después de la invasión europea fue escolarizada para servir como agentes de lo que los constructores del imperio británico llamarían más tarde “gobierno indirecto”. Pero con los años algunos de ellos emplearon su conocimiento para otros propósitos, incluida la reivindicación de las demandas étnicas. El litigio era el procedimiento usual. Algunos pocos eligieron como herramienta de polémica la prosa. Garcilaso Inca de la Vega, hijo de un conquistador y de la princesa inca Isabel Suárez Chimpu Ocllo, emigró a España a los veinte años de edad. Publicó los Comentarios reales de los Incas cuarenta y ocho años después. La mirada es retrospectiva, y el propósito refutar la literatura antiinca toledana (1991 [1609]). Favorito entre los lectores del siglo XVIII, Garcilaso inculcó ampliamente en el imaginario europeo una imagen utópica (o totalitaria, otros dirían en el siglo XX) del gobierno inca. Inspirado en parte por los Diálogos de amor de León Hebreo (Judah Leon Abravanel, 1465?-1523), Garcilaso fomentó la noción neoplatónica de la religión inca como una percepción del Dios verdadero a través de la razón natural. Otra parte de su inspiración se puede atribuir al jesuita Blas Valera, también medio inca por el lado materno. Su perdida Historia Occidentalis sobrevive solo en las largas citas que Garcilaso insertó en sus Comentarios reales. Los estudiosos se preguntan si existen obras comparables provenientes de otras partes del Tawantinsuyu. A mediados del siglo XVII Fernando de Montesinos incrustó en el segundo tomo de su crónica (por otro lado mediocre) un texto curioso que él dijo haber comprado. Le atribuye un origen quiteño, y en efecto algunos capítulos muestran conocimientos excepcionales sobre los confines norteños del Tawantinsuyu. Ha sido republicado con el título Manuscrito de Quito. Varios estudiosos (Barraza Lescano 2003, Hyland 2007, Salazar 2008) sostienen que se trata de la obra de un quiteño “indígena”, escrita en el siglo XVI, siendo posiblemente su autor el clérigo mestizo Diego Lobato de Sosa.
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Los escritos de nobles andinos de menor jerarquía resultan de mayor valía etnográfica para los etnólogos. Estos escritores practicaron una “autoetnografía” vista por algunas como precursora de la autoetnografía políticamente revisionista de nuestros tiempos. Podría incluso vérselos como ejemplares de un fenómeno de escala mundial. Su peculiar nicho en la vida intelectual —el del neófito étnicamente leal, pero a la vez escolarizado por el imperio— ha propiciado independientemente la producción de “etnografías nativas” a lo largo de varios siglos y en diferentes continentes. Tales libros tienen muchas características en común: cada uno de ellos, dentro de su propia cultura, conjuga la memoria etnográfica con una especie de historia bíblica en sentido genérico. Las narrativas comienzan con la cosmogonía mítica, integran leyendas propias a linajes o regiones, abarcan memorias de las invasiones europeas, expresan críticas de la conquista y proponen una futura reforma y revitalización cultural. Unos ejemplos notablemente interesantes entre muchos son Godfried Kolly, el chambri de Nueva Guinea creador de una “Biblia Chambri” (Gewertz y Errington 1991), y el siberiano chukchi Yuri Rytkheu educado como funcionario de la URSS pero pensador étnico en su vejez postsoviética (2011). A este tipo de libros puede denominárselos “biblias genéricas”, no tanto por contener sincretismos cristianos (aunque frecuentemente los contienen), sino debido a que su perfil totalizador y su lógica interna resultan similares a la Biblia canonizada por el cristianismo. El Manuscrito de Huarochirí (1608?) también posee marcados rasgos de biblia genérica. La tendencia biblificadora está presente hasta cierto punto en los escritos de Joan de Santa Cruz Pachacuti Yamqui Salcamaygua (1993 [Después de 1600]). Su expresión máxima se encuentra en la obra de Felipe Guaman Poma de Ayala (1980 [1615]). Guaman Poma nació probablemente en el tiempo de la invasión europea. Hijo de un señor étnico de provincia, aprendió a escribir con la ayuda de su medio hermano mestizo y tuvo una larga carrera como asistente bilingüe de varios clérigos. Con el tiempo fue testigo de plagas, del colapso demográfico y de la desmoralización cultural. Resentido por el fracaso de su propio juicio, hizo de ello un caso propio con miras a proveer una nueva visión andina. Guaman Poma imaginó que su obra, si solo pudiera llegar al Virrey y a la corona, iba a inspirar grandes reformas destinadas a redimir el destrozado Nuevo Mundo. Su vasto trabajo (1100 páginas) tiene un valor triple para el estudioso. Contiene una etnografía retrospectiva del orden social incaico, único por sus muchas ilustraciones así como también por su perspectiva provinciana. También describe el escenario colonial de manera mordaz, al tiempo que desarrolla una visión milenarista de las transformaciones venideras (Adorno 1978). Este último aspecto fascinó a los andinistas de la década de 1970 (Ossio 1973, Wachtel 1973, López Baralt 1979), ya que revela de qué manera un intelecto andino y bicultural utilizó ideas prehispánicas para explicar y apropiar la insospechada existencia
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de otro “mundo”: Europa. Guaman Poma no iba a ver su obra leída ni comprendida. En su propio tiempo fue considerado un excéntrico. Empobrecido y anciano, llevó su libro a Lima, pero ningún oficial español lo quiso refrendar. La olvidada Nueva corónica y buen gobierno acumuló polvo hasta 1908, cuando un estudioso alemán la encontró en la Biblioteca Real de Copenhague. Ahora elevado a un estatus canónico, Guaman Poma recibe atenciones exegéticas de todo tipo (Adorno 2001) y también una casi excesiva atención mediática y online. Sin embargo el libro abunda en incógnitas. Por ejemplo numerosas líneas escritas en quechua aún resisten la traducción. Precisamente debido a que Guaman Poma desafió los “malentendidos útiles” de la colonia, y en lugar de ellos tensó los límites de la inteligibilidad intercultural, las mismas idiosincrasias que dificultaban la lectura de su obra en su propio tiempo aumentan su valor en nuestros días. Los etnohistoriadores de la Colonia media han trabajado para apartar el velo de la rutina colonial y crear imágenes etnográficas a partir de fuentes que en sí mismas no se propusieron ser etnografía. Los resultados de la “etnografía analógica” son especialmente vívidos al tratar del gran sector minero indígena congregado en Huancavelica y Potosí (Carnero Albarrán 1981). Potosí en su auge fue una ciudad real como ninguna otra antes ni después. Su economía estalló en una opulencia enfermiza hacia fines del siglo XVI, fundamentalmente gracias a los mitayos de los señores surandinos llevados al “cerro rico”. Durante el siglo XVIII Potosí fue conocida como el epítome del esplendor y la corrupción colonial. En 1611, Potosí fue la ciudad más grande del Nuevo Mundo, con 160.000 habitantes de los cuales alrededor de 76.000 eran “indios”. Carmen Salazar-Soler, etnógrafa consumada de las minas modernas, ha estudiado el carácter híbrido de la minería colonial analizando su léxico especial (2001, 2003, véase también Llanos 1983 [1609], Crespo 1997, Accarette 1998 [1657]). Arzans de Orsúa (1965 [1705-36]) y “Concolorcorvo”, seudónimo del viajero satírico Alonso Carrió de la Vandera (1980 [c. 1775]), ambos testigos del siglo XVIII, vieron Potosí como una caricatura del Perú en su totalidad: una novia española podría aportar una dote de 2,3 millones de pesos mientras su padre, dueño de una mina, apenas podía respirar mientras dormía en un hogar sin ventilación. 4. La génesis de los estudios andinos en la Colonia tardía y en las Repúblicas tempranas, 1660-1900 El siglo XVIII sintió los primeros intentos hacia una “ciencia” etnológica. Hasta un grado mayor de lo que generalmente nos percatamos, sentó las bases de los estudios andinos como tales, o sea, el intento de entender conjuntamente la humanidad andina y su ambiente natural. Fue en este siglo que los estudiosos, los artistas y los autores
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comenzaron a pensar acerca de la región como un lugar donde la relación entre la naturaleza y la humanidad era extraordinaria o extrema, desconocida y, debido precisamente a ello, iluminadora. Mencionaremos dos raíces de los estudios andinos: la historia natural de la Ilustración, con sus enredos criollos en la autoestima “nacional”, y el reformismo borbónico, que reformuló el problema de la pobreza india en términos de modernización y desarrollo económico. Las aspiraciones hacia una historia natural comprehensiva, que trazara épocas sucesivas de la humanidad —como había sido propuesto de diversas maneras por teóricos escoceses y franceses de mediados del siglo XVIII— conducían a un programa intelectual antes anticuario que etnográfico. La vasta History of America de William Robertson (1840 [1777]) dedica dos volúmenes a la América hispánica, poniendo un énfasis considerable en el Tawantinsuyu. Para este autor el caso de los incas demostraba que los estadios más elevados de civilización se alcanzaban exclusivamente a través de la sociedad política. Los indígenas contemporáneos carecían de interés por la razón opuesta, es decir, por su supuesta nulidad política. Muchos, o la mayoría, de los viajeros del siglo XVIII aceptaron sin cuestionar la idea de que los indígenas contemporáneos eran degenerados, afeminados y racialmente exhaustos. Opiniones similares eran vertidas sobre los sectores mestizos e incluso los criollos urbanos. Las aspiraciones de la Ilustración para una “historia natural” tuvieron un acento decididamente geográfico-determinista, así como otro especulativamente evolucionista. Los patrocinadores de los exploradores extranjeros autorizados a explorar las Indias españolas tuvieron motivos bastante concretos: esperaban informarse de infraestructuras tales como rutas comerciales, puertos de navegación y fortificaciones navales (Frézier 1982 [1714]). Los expedicionarios sin embargo mostraron interés por asuntos científicos tales como la por entonces controversial naturaleza de los volcanes. Casi todos se ocuparon con la supuesta relación entre climas y “temperamento” raciales. El más influyente de los “viajes filosóficos” fue la famosa investigación geodésica de la expedición de Charles de la Condamine a través de la Audiencia de Quito (1941 [1778]). La expedición produjo “etnografía incidental” en la medida en que la conducta de los “indígenas” arrojaba luz sobre los problemas de la historia natural. Por ejemplo, en 1735 la Condamine documentó la técnica de pesca indígena mediante el uso del curare (barbasco). Pero sus breves vistazos etnográficos, ligeros y pocos sistemáticos, eran seguidos por grandes saltos de razonamiento especulativo (“filosófico”), tendencia que sugiere poco interés en el conocimiento directo de los indígenas americanos. Fue el entusiasmo del siglo XVIII por la historia natural el factor que dio lugar al esfuerzo más temprano para caracterizar a la civilización andina en términos de humanidad y de altura. Aparentemente la primera persona que propuso comparaciones entre los andinos y los himalayos fue Warren Hastings, gobernador británico de la India.
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Lector de las publicaciones de la expedición geodésica a América del Sur de 1735 (Condamine 1991 [1748]), Hastings anotó en su memorando sobre el Tíbet de 1774 que esta “es probablemente la tierra más alta en el viejo continente, y esta circunstancia, junto con la dificultad de acceder a ella, presenta una asombrosa analogía con el valle de Quito, en América del Sur, que es la tierra más alta en el nuevo continente, y cuyo clima y situación M. de la Condamine ha expuesto desde un punto de vista sumamente interesante” (Markham 1876: 12). El destinatario de estas sugerencias, George Bogle, no las tomó en cuenta, pero veremos más adelante una continuidad importante en el siglo XIX. En 1713 la Casa Borbón consolidó su gobierno sobre el imperio español. El gobierno borbón fomentó una simpatía intermitente por la Ilustración francesa en las ciudades virreinales. El nuevo régimen alentó propuestas relativas a la reorganización de las colonias con miras a incrementar los ingresos impositivos, la explotación de nuevos recursos, el mejoramiento en la navegación y la manipulación de la economía a través de monopolios reales y ventas forzadas. En 1735, cuando Felipe V autorizó la expedición geodésica de la Condamine a la Audiencia de Quito, también comisionó a dos jóvenes intelectuales españoles acreditados como tenientes de navío, Jorge Juan y Antonio de Ulloa. Aunque oficialmente fueron acreditados como responsables de los servicios técnicos de la expedición, a ambos también se les encomendó que reportasen confidencialmente acerca de las costumbres y la economía de la colonia ecuatorial. El informe resultante alcanza en varios aspectos una perspectiva etnológica. Contiene, por ejemplo, una descripción creíble del “proceso matrimonial” quechua, al cual los etnólogos modernos solían denominar “matrimonio de prueba” (Juan y Ulloa 1990 [1748]). Aparte del informe general, Juan y Ulloa también prepararon un libro secreto de “reflexiones políticas” (1991 [1747]) para los ojos de los gobernantes, quienes estaban bien al tanto del deterioro de sus reinos sudamericanos. Documenta con exactitud escalofriante la naturaleza y los resultados de la opresión colonial. El informe secreto continúa siendo una fuente importante en materias tales como el abuso del trabajo forzado indígena en la industria textil. Una copia clandestina se filtró a Londres. Su traducción se vendió bien entre los enemigos cada vez más victoriosos de los españoles. Para los períodos de eclipse etnográfico, es decir aquellos en los que se encuentran pocos trabajos análogos o precursores, es posible componer imágenes holistas de la sociedad mediante la recopilación de diversos testimonios contenidos en los pleitos legales. Ward Stavig los sintetizó en un mosaico complejo de la era borbónica titulado The World of Túpac Amaru (1999), y Scarlett O’Phelan (1982) se acerca a lo etnológico al ponderar el factor étnico en las rebeliones de la década 1780. Alcira Dueñas ha abierto un nuevo e interesante debate preguntando si el virreinato tardío tuvo una clase de “intelectuales indígenas” comparable a los “cronistas nativos” del
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siglo XVII. Su monografía Indians and Mestizos in the “Lettered City” (2010) retrata a siete hombres educados cuyos hogares se extendían desde Chuquisaca hasta Lambayeque. Según ella, continuaron la tradición del argumento nativo disidente “de una manera distinta”. El punto de vista indígena se expresa mediante géneros legalistas. Dueñas advierte que no es apropiado aplicar a estos autores las mismas expectativas etnográficas que guían la lectura de Guaman Poma, ya que uno de los propósitos de estos últimos intelectuales era la deconstrucción de la misma categoría de “yndio”. La Colonia tardía produjo un magnum opus que, al igual que la Nueva Corónica, ensayó una aproximación visual a la diversidad humana del Perú. Entre los años 1781 y 1789, el arzobispo de Trujillo, Baltasar Jaime Martínez Compañón (1978-94, 1997 [1781-89]), con mentalidad iluminista, compuso un opus colosal ilustrado: Trujillo del Perú, una colección de nueve volúmenes de acuarelas que ascienden a 1.411 imágenes (López Serrano 1976). Pocos ilustradores han igualado a lo que hizo Martínez Compañón al crear una semejanza visual total de su mundo: seis volúmenes con información sobre flora, medicina y fauna, temas que fascinaron a los lectores de su generación, un volumen de protoarqueología y uno de mapas y dibujos que ilustran los tipos de edificios y ciudades. El volumen 2 es el más etnográfico. Contiene imágenes de la gente: bailes y representaciones de disfraces, gente en el trabajo, herramientas y técnicas, jerarquía (incluido el clero) e imágenes de la diversidad social demasiado humanas y únicas como para ser agrupadas bajo el mero epígrafe de “tipos” raciales. Aunque Martínez Compañón no complementó las imágenes con un texto extenso, sus tablas estadísticas y fragmentos de información lingüística en sí mismos suman una fuente sustancial. Un facsimilar completo fue publicado en 1978-1994, y una edición académica abreviada en 1997. Las masivas revueltas andinas de la década de 1780, en gran medida reacciones a las políticas borbónicas, estuvieron también relacionadas con la erosionada legitimidad de las aristocracias étnicas coloniales. Nuevos estudios sobre este tema clásico son importantes para la etnología en la medida en que arrojan luz acerca de los orígenes de la formación social más tarde llamada comunidad. Serulnikov (2006 [2003]) sostiene que las insurrecciones más nativistas, en Chayanta, expresaban el deseo de retornar a formas sociales menos híbridas y más étnicas. El libro de Sinclair Thomson We Alone Will Rule (2002) propone que el desmantelamiento de los señoríos andinos largamente establecidos en secuela de las rebeliones tuvo como efecto secundario el abrir oportunidades para que las comunidades desarrollasen nuevas formas de autarquía. Thomson detecta en estos procesos incipientes ideales de autogobierno que posteriormente se hicieron centrales entre el campesinado moderno. Durante el cuarto de siglo que precedió a la Independencia de los territorios andinos, y también durante las décadas que la siguieron, los criollos ilustrados prefirieron
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contemplar problemas de gobierno y de ley centrales, atribuyendo poca importancia al estudio empírico de las poblaciones rurales. El siglo XIX temprano es por consecuente el período más etnográficamente opaco de toda la historia andina. Como nos lo recuerda Méndez (2004), probablemente existen datos etnográficos en informes relativos al ejército en sus contactos con campesinos. Durante las guerras de Independencia y las subsecuentes luchas entre caudillos, el quechua figura como lengua política interétnica. Debe haber habido combatientes capaces de interactuar con los indígenas. Pero Walker (1999: 168-171) considera que la hostilidad republicana contra la monarquía, junto con el temor ante los campesinos levantados, tapó el legado incaico como un tema para la Independencia. Por el momento, tenemos que depender de los informes de extranjeros que visitaron las áreas andinas. Afortunadamente, como señala Jorge Cañizares (2008) en su indispensable guía para navegar “el mar de los informes de viajeros”, el libro de Estuardo Núñez Viajes y viajeros extranjeros por el Perú (1989) amplía significativamente el acceso a la etnografía del siglo XIX. La “literatura de viajes” es un gran costal en el que caen libros muy diversos: memorias de balleneros, comerciantes, misioneros, naturalistas y burócratas. El relato de Flora Tristán de 1838 traducido del francés como Peregrinaciones de una paria (2003) podría ponderarse en este contexto. Empleando una noción actualizada de la etnografía, o sea una etnografía que abarca a lo “nuestro” como a lo “otro”, la obra de Tristán se aprecia como vista etnográfica de la Arequipa y la Lima criollas. Los viajeros educados en la tradición enciclopédica francesa, y consecuentemente interesados en las “costumbres” humanas como parte de la “historia natural”, ofrecen información fragmentaria sobre las culturas analizando la interacción geográfico-humana. En el momento “poscolonial” crítico, los escritos de Alexander von Humboldt (1816), basados en sus viajes por Sudamérica entre 1799 y 1804, sufrieron cierta degradación. La fusión entre metodologías científicas e intuiciones románticas tipifica su obra, y le dio fama de ser un observador con amplias simpatías humanas. Pero según Mary Louise Pratt su prosa más bien ejemplifica la representación ajena de América, vista por “ojos imperiales” como una civilización incompleta (Pratt 2008 [1992]: 109-140). Dieciséis años más tarde Cañizares (2008: 303-305), aunque simpatizante con Pratt, sin embargo le atribuye a Humboldt el crédito de separar el estudio de los incas de las engañosas comparaciones con la antigüedad greco-romana. Alcides d’Orbigny, estudiante de Cuvier y admirador de Humboldt, compartió con la mayoría de los “viajeros filosóficos” una orientación prioritaria hacia la naturaleza y la antigüedad. Su narrativa en nueve volúmenes ilustrados describe, entre otros sitios, el altiplano boliviano (2002 [183547]), y ofrece preciosas observaciones e imágenes etnográficas. En 2002 el Instituto Francés de Estudios Andinos publicó en un volumen bajo la edición de René Arze Aguirre donde se reúnen las apreciaciones de varios bolivianistas sobre d’Orbigny.
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El interés británico en la hegemonía comercial de los dominios andinos rebeldes, y prontamente independientes, llevó a varios oficiales de marina ingleses hacia el Perú. Uno de ellos, William Bennett Stevenson, peleó en la guerra chilena de Independencia, y vivió durante veinte años en varios sitios de América del Sur occidental. Su Historical and Descriptive Narrative ([1825], traducida en 1994) resulta una joya etnográfica, especialmente para los ecuatorianistas, tanto por sus ingeniosas ilustraciones como por la manera inteligente y amistosa en la que Stevenson examinó a las sociedades indígenas y criollas. Sir Clements Markham, geógrafo británico, también visitó el Perú en calidad de oficial de marina. Aunque le atraía más la antigüedad que la etnología, su libro de 1856 sobre el Cuzco descansa en buena parte sobre su conocimiento de la cultura andina contemporánea. Uno de sus contemporáneos interesantes fue el austriaco Friedrich Hassaurek, refugiado después de la derrota de las revoluciones de 1848. Hassaurek fue nombrado por Abraham Lincoln como embajador de los Estados Unidos en el Ecuador. A pesar de estar teñida por los estereotipos raciales de si tiempo, su memoria registra con sensibilidad el estado de la sociedad rural de los Andes del norte (1993 [1867] —la edición en español es una versión abreviada). Muchos de los libros de viajes del siglo XIX tienen ilustraciones grabadas. Como sostiene Deborah Poole en su influyente Visión, raza y modernidad (2000 [1997]), la proliferación de géneros ilustrados creó un canon de diferencias humanas que conectó la “ciencia racial” con iconografías europeas de clase, sexualidad, estética y nación. “Paul Marcoy” (un seudónimo) dominó tempranamente el género de viajes ilustrados, viajando por el Perú en varias oportunidades desde 1840 (2001 [1862-67]). Poole (2008) considera de gran valor su testimonio etnográfico porque viajó pueblo por pueblo a través del campo cuzqueño y arequipeño en un período cuando la etnografía era escasa. Pero Poole también observa que los grabados “son de mayor interés en cuanto revelan los imaginarios raciales” (2008: 378), que en lo que respecta a la etnografía visual. El grabador de Marcoy, Riou, tomó al pie de la letra el supuesto carácter “mongol” de los amerindios, transformando no solo las caras andinas en las de chinos, sino también sus casas, ropas y trastes. Marcoy es solo uno entre tantos otros creadores de literatura de viajes que satisfacía el romanticismo de las audiencias del norte. Estos trabajos varían desde la etnografía marginal (Orton 1870, Whymper 1993 [1892]) hasta el racismo rotundo y la fantasía. En la segunda mitad del siglo XIX algunos adeptos de la naciente “ciencia del hombre” llegaron a los Andes, todavía con orientación prioritaria a la antigüedad pero con algunos atisbos de etnología. William Bollaert (1860: 2) atribuyó sus intereses etnográficos a la “publicación un ‘Manual de Investigación Etnológica’ por la Asociación Británica en 1852” y afirma que lo ayudó a organizar la información andina.
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El autor victoriano que más influyó en las ideas británicas acerca los Andes fue el marinero-geógrafo sir Clements Markham. Comenzando con el servicio naval que lo trajo al Perú entre 1848 y 1849, la carrera de seis décadas de Markham en calidad de explorador, geógrafo, historiador diletante y organizador de expediciones científicas británicas se centró en el Perú. Sin embargo, poco después de su viaje al Cuzco entre 1852 y 1853, Markham entró al servicio civil y “se le encargó la recolección de jóvenes árboles y semillas de quina en los bosques de los Andes orientales y su respectiva aclimatación en la India” (Smith 1927: 367-368). Markham concluyó que las colinas Nilgiri cerca de Madrás, no los Himalayas, ofrecían el medioambiente análogo más cercano a la quina original del hábitat de los Andes orientales. Su libro Travels in Peru and India (Viajes en Perú e India) (1862) ofrece apenas información de oídas acerca de Sikkim y los Himalayas. Al editar los escritos de sir George Bogle, Markham tuvo la idea de reanimar el tema iniciado por Warren Hastings acerca de la civilización de montaña: La analogía entre el territorio de los incas y la altiplanicie del Tíbet puede seguir ampliándose (más allá de la comparación de carácter geomorfológico). En ambos sitios el producto principal es la lana, proporcionada por llamas, alpacas y vicuñas en Perú y por ovejas y cabras en el Tíbet. En ambas regiones las bestias de carga son las llamas u ovejas que necesitan una extensa área de pasturas, y consecuentemente numerosos pasos de montaña para sus viajes, con miras a generar un comercio rentable con las poblaciones de tierras bajas. En ambos lugares abundan metales preciosos. En ambos sitios la gente cultiva cereales resistentes, y especies de chenopodium, llamada quina en Perú y battu en el Tíbet. La gente, también, tiene muchas creencias y costumbres en común, incluida aquella que consisten en amontonar grandes pilas de piedras en las crestas de los pasos de montaña; y el tibetano comparte el mismo sentimiento cuando murmura su Om mani padmi hum con el peruano que, al pasar cerca de la pila de piedras, hace una reverencia y exclama Apachicta muchhani! La analogía apuntada por Warren Hastings, acerca de la cual me aventuré a ir un poco más lejos, indica de manera sorprendente la importancia de adoptar una perspectiva comprehensiva acerca de problemas tales como aquellos que involucran la estructura física de las grandes cadenas de montañas, o el de los medios más adecuados para establecer relaciones comerciales entre los habitantes de una altiplanicie elevada de difícil acceso y aquellos de los valles tropicales separados por picos nevados. Si los aterradores desfiladeros de los Andes no impidieron a los incas intercambiar productos de la sierra por la coca de las montañas, no hay nada que una sabia política no pueda superar que impida que los lamas del Tíbet y los gobernantes de la India establezcan intercambios amistosos de productos provenientes de las altiplanicies elevadas de los primeros y de los fértiles valles tropicales de los segundos. (Markham 1876: xli-xlii)
Aquí, nuevamente, el proyecto de una comparación directa entre los Andes y los Himalayas llegó a su fin por un tiempo. Si las investigaciones culturales pioneras en las
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dos regiones se influenciaron mutuamente, lo fue probablemente de manera indirecta y desapercibida. Es posible, por ejemplo, que la tendencia de los exploradores jesuitas del Tíbet de los siglos XVII y XVIII a ver en el clero lama una parodia o un caso similar al de la iglesia católica, estuviera condicionada por ideas similares a las expresadas en informes más tempranos sobre el Perú. Sería interesante saber si, por ejemplo, el padre Antonio Andrade había tenido acceso a una literatura andina tal como la Historia natural y moral de las Indias del padre José de Acosta (1987 [1590]), antes de sus viajes al Tíbet en 1625. Podría existir un paralelo con el siglo XX, en sentido inverso. Los intelectuales cuzqueños de 1900 fueron estimulados por la investigación índica de Max Müller donde Müller compara la religión inca con las religiones sacerdotales del Viejo Mundo (Valcárcel 1981: 151). Desde la década de 1840, investigadores venidos de países germano-hablantes hicieron contribuciones sustanciales a la investigación andina. El naturalista suizo Johan Jakob von Tschudi (estudiante de Agassiz) pasó seis años en el Perú principalmente dedicados a investigaciones biológicas y arqueológicas, pero al mismo tiempo su narrativa ilustrada (2003 [1846]) contiene buena cantidad de “etnografía incidental” de las regiones centrales del país. Tschudi también fue un quechuista importante: publicó una gramática meritoria (1853), y hasta incursionó en lo que más tarde se llamaría la antropología lingüística reconstruyendo las categorías de conocimiento incaicas a través de la lexicografía quechua (1891). Unos años después, el médico alemán Ernst Middendorf, como Tschudi, se apartó de su original vocación de ciencia para aplicar la poderosa filología académica alemana del siglo XIX a temas americanos. Middendorf se embarcó al Perú como un médico de barco. Residió en el Perú durante un cuarto de siglo. El resultado de sus extensos viajes fue un informe de tres volúmenes. Sus observaciones arqueológicas, precisas para su época, van acompañadas por más de trescientas ilustraciones (1973-74 [1893-95]). Al igual que Tschudi, Middendorf se apasionó por el quechua. Su gramática (1970 [1890-92]) aún es bien considerada por los lingüistas. Middendorf también fue una de las pocas personas lingüísticamente eruditas que escuchó y describió el muchic como lengua viva. Bischof (2008: 419) observa que estos logros resultan aún más impresionantes cuando uno toma en cuenta el hecho de que Middendorf solo recibió entrenamiento lingüístico en el colegio. Liberal y disidente ante el giro germano hacia la monarquía autoritaria, Middendorf produjo “el primer reconocimiento integral del Perú con un énfasis en el pasado reciente en los eventos contemporáneos” (Bischof 2008: 419 —citando a Estuardo Núñez). En los Estados Unidos el linaje científico de los estudios andinos comienza a tomar forma con la obra de Ephraim George Squier. Squier en su juventud se fascinó con las tribus aborígenes de América del Norte (específicamente, los montículos prehistóricos cerca de su residencia en Ohio). Mediante los escritos del historiador William
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Hickling Prescott y la temprana arqueología maya, los lectores estadounidenses en aquellos años por primera vez iban conociendo las “altas civilizaciones” de la América nativa. Fue bajo el encanto de Prescott que Squier comenzó sus investigaciones sobre las antigüedades de América central. En 1860 una comisión diplomática le permitió viajar al Perú. Su libro Un viaje por tierras incaicas: Crónica de una expedición arqueológica (1974 [1877]) pertenece a la prehistoria de la etnología. Conceptualmente es menos etnológico que muchos trabajos del siglo XVI. Esencialmente, Squier se propuso escribir un libro similar a otras narrativas de viajes, pero aspiraba a mejorar las técnicas en el mapeo y la descripción de antigüedades. Mould de Pease (2008: 653) sugiere que las difamaciones antihispánicas de Squier lo postergaron entre sus contemporáneos peruanos, y su libro permaneció durante mucho tiempo sin traducir. Pero para muchos lectores norteamericanos su libro dio un paso decisivo: por primera vez ellos comenzaron a reconocer a los Andes como parte de los estudios, más que hispánicos, americanos. 5. Reexploración, redescubrimiento e indigenismo, 1900-1930 El comienzo del siglo XX constituyó un período oscuro tanto para las poblaciones andinas como para los estudios andinos. Cuando en 1898 George Dorsey publicó una bibliografía de 150 páginas sobre la antropología en el Perú, la mayoría de los trabajos precursores y análogos conocidos en la actualidad le eran ya familiares. A pesar de la disponibilidad de tantas evidencias, sin embargo, el campo de visión de los etnólogos extranjeros aún no abarcaba las poblaciones andinas recientes ni modernas. La antropología andina cerca de 1900 significaba, mayoritariamente, el estudio de las “antigüedades” y de las “razas”. La mayoría de los observadores locales y extranjeros compartían el punto de vista criollo dominante al ver las poblaciones de alturas como epígonos deteriorados, incapaces de contribuir al entendimiento de la grandeza inca. En la región cuzqueña, según Tamayo Herrera (1980: 164-165), “…el indio era visto como un elemento más del paisaje, sin ninguna dignidad ni importancia propia. Era considerado como el residuo de una raza que había degenerado y para la cual no se veía ninguna esperanza de redención o mejoramiento. La explotación del indio era considerado como necesaria, natural e inevitable” (véase también Francke Ballvé 1978). Las obras generales destinadas a informar al público internacional sobre las repúblicas andinas fueron influídas por la “ciencia racial” floreciente en los países noratlánticos, así como por la opinión pública de sectores educados en la América latina. El mensaje transmitido al público lector era sencillo: la población serrana no importa mucho (véase, García Calderón 1907, Enock 1916, 1981 [1914], Adams 1915).
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Sin embargo, el nuevo siglo fue testigo de dos desarrollos simultáneos que parecen, retrospectivamente, signos de un cambio en la marea antiandina. El primero fue el reconocimiento de los Andes por investigadores comprometidos en la formación de la etnología como disciplina académica que, dicho sea de paso, se institucionalizaba en las primeras décadas del siglo XX bajo el nombre de Social Anthropology en Inglaterra, Cultural Anthropology en los EE. UU. y Canadá, Ethnologie en Francia, y Völkerkunde en Alemania —términos de por sí asociados con tendencias teóricas divergentes. El segundo desarrollo consistió en un movimiento regional de autodescubrimiento por la intelligentsia del Cuzco, y rápidamente después, por otras ciudades de provincia. Los etnólogos pioneros, ya desde la década de 1900, encarnaban estilos de investigación de influencia duradera en las antropologías de sus respectivos países. Adolph Francis Alphonse Bandelier (1850-1913), nacido en Suiza, fue discípulo de Lewis Henry Morgan y absorbió de él el evolucionismo unilineal de la incipiente etnología norteamericana a veces llamada “preboasiana”. Bandelier fue también un académico representativo de Norteamérica en la medida en que su investigación andina radicó en previos estudios de la América nativa en norte y mesoamérica. Sus primeros trabajos de campo se realizaron en la América central (1877) y Nuevo México (1880-1889). Bandelier al comienzo se ciñó al esquema unilineal de Morgan. Esta mentalidad no dejó de condicionar las interpretaciones que iba formulando durante su década (18921903) andina. Aunque Bandelier compartió la inclinación de Morgan por clasificar las sociedades no-occidentales como ejemplares sobrevivientes de supuestos tipos “antiguos”, su trayectoria pan-americana lo convirtió en un verdadero conocedor de las culturas americanas modernas y con frecuencia supo captar matices no previstos por el unilinealismo. En The Islands of Titicaca and Koati (1910), Bandelier presentó un cuerpo coherente de información acerca de lo que él por vez primera denominó “chamanismo” andino. Fue uno de los primeros intentos desde la “extirpación de idolatrías” por interpretar a las creencias andinas como un sistema de ideas y no como mera mezcolanza de supersticiones. Evitó comparaciones burdas con el Viejo Mundo y aspiró a definir los fundamentos culturales distintivos del Nuevo Mundo (Hodge1914). Entre los vecinos de Bandelier durante su estancia en La Paz, Bolivia, se encontraba el pionero arqueólogo alemán Max Uhle. El enorme aporte de Uhle pertenece a la arqueología y ha sido bien apreciado por varios estudiosos en una compilación bajo la edición de Peter Kaulicke (1998). Posiblemente debido a su trabajo como asistente del etnólogo Adolph Bastian, director del Museo de Etnología en Berlín y coleccionista omnívoro de objetos que sustentasen sus teorías sobre la cultura material (Zimmerman 2001), Uhle adoptó un criterio amplio que permitió cotejar la arqueología con el estudio de la cultura material moderna. Ejemplo de ello es su todavía famoso su artículo sobre el khipu —o mensaje anudado— existente aún en la modernidad (Uhle 1940).
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Los etnólogos escandinavos de esa época compartieron el interés de Uhle en la cultura material. El barón Erland von Nordenskiöld (1877-1932) fue americanista de toda la vida, y en muchas oportunidades colaborador de destacados investigadores de campo (incluidos Kroeber, en Berkeley en 1926 y, más tarde, Alfred Métraux). Fue el más académicamente cosmopolita de los “sud-americanistas” tempranos; trabajó con colegas franceses, alemanes, suizos, norteamericanos, panameños y peruanos. No menor fue el alcance de su labor etnográfica, que incluye, investigaciones extensivas entre las poblaciones del Gran Chaco, el norte de Bolivia y los kuna de Panamá. Nordenskiöld amplió el enfoque en la cultura material ensanchándolo con una sensibilidad abierta a la mitología y cosmología “folk” (Lowie 1933). Estos temas están presentes en sus informes tempranos (1906) sobre la cuenca del lago Titicaca y resuenan en trabajos posteriores como, por ejemplo, los tableros de juego y los dispositivos de apuestas de los rituales funerarios (Nordenskiöld 1918, 1930). A fines del siglo XIX y comienzos del XX ya nacían propuestas para una “ciencia de la sociedad” independiente de las premisas de raza y de evolución unilineal. Tal disciplina fue proyectada por Émile Durkheim o, en otro sentido, por Max Weber e, incluso en otro sentido más, por Franz Boas. Pero aún el estudio in situ de las sociedades llamadas “primitivas” no se había separado por completo de las teorías raciales. En París de los 1860 adelante los académicos autoidentificados como anthropologistes fueron estudiosos de la raza y de la “fisionomía” de Lombroso. En 1861, la Sociedad de Antropología de París, liderada por Paul Broca, envió un cuestionario parcialmente etnológico a sus correspondientes peruanos, pero los resultados, si hubo alguno, no han salido a la luz (Comas 1961). Los discípulos de Broca tendieron a fusionar la antropología física con lo que sería la ciencia de la antropometría criminológica y a prescindir del estudio etnográfico. Arthur Chervin envió a Bolivia una expedición científica para aplicar tal ciencia a la población americana. Su producto principal, Anthropologie Bolivienne (Chervin 1908) tipificó la tendencia de “explicar… la estratificación social en términos raciales” (Zamorano 2011:451). Sujetos bolivianos quechuas, aymaras y mestizos figuraron como “especimenes” de “tribus” cuyas cráneos darían los índices mensurables de sus destinos como mineros, salvajes, peones o criminales insurrectos. Tendencias similares eran fuertes en América del Norte durante el auge de la “ciencia de la raza,” coincidente con la nueva legislación destinada a aislar y marginar a la población recién liberada de la esclavitud. A pesar de la orientación racial de Chervin y sus colegas, fue en Francia que los estudios andinos con base en el extranjero adoptaron por primera vez una postura etnográfica en el sentido actual de la palabra. Esto se debió enteramente al trabajo de Paul Rivet (1876-1958). Desde su arribo al Ecuador como médico de una misión científica francesa en 1901, hasta la publicación de su titánica Bibliographie des Langues
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Aymara et Kichua (1951-56, coeditada con el mismo Georges Créqui-Montfort quien se había embarcado en la mencionada expedición francesa a Bolivia en 1903), Rivet edificó de manera firme y constante no solo un conocimiento único acerca de la lengua andina, sino también una estructura institucional de alcance internacional para la apoyar investigación sobre los Andes. El trabajo de Rivet se centró en el Musée de l´Homme —en la actualidad incorporado al Musée du Quai Branly— el cual dirigió, y en la Sociedad de Americanistas de París, la cual presidió largamente. La monografía de Rivet (1903) sobre los hablantes quechua de Riobamba marca el debut de la etnología formal en Ecuador, donde trabajó casi solo durante varias décadas (Rivet 1905, 1926). Rivet estuvo entre los primeros en oponerse a la denigración racista de las poblaciones andinas. Rivet fue asimismo enemigo del nacionalismo académico. Se hizo de muchos enemigos entre los patriotas franceses al mantener sus vínculos académicos con Theodor Koch-Grünberg, etnógrafo alemán especialista en Venezuela, durante la I Guerra Mundial (Kraus 2010). Pagando el precio de sus convicciones se vio obligado a refugiarse en Colombia durante la II Guerra Mundial y la ocupación alemana de Francia (Harcourt 1958: 9). Durante su exilio Rivet trabajó de manera cercana con Gregorio Hernández de Alba, Gerardo Reichel-Dolmatoff y otros fundadores de la antropología colombiana. También se amistó con antropólogos en Norteamérica, entre ellos Franz Boas, y con compatriotas exiliados tales como Claude Lévi-Strauss, entonces alojado en la New School for Social Research de Nueva York (Laurière 2010). A través de los museos que dirigieron —o enriquecieron— estos andinistas internacionales alentaron a sus compatriotas hacia los estudios andinos. Pero pocos buscaron, o encontraron, discípulos en los países andinos. La decisión de estudiar etnográficamente las culturas aborígenes fue tomada por ciertos miembros de las élites nacionales y provinciales hispano-hablantes por razones distintas. Las raíces locales de la etnografía, raíces crecidas en el contexto de los debates acerca del “problema del indio”, se convirtieron en un tema central de la historia intelectual, por ejemplo en la exploración de Roel Mendizábal (2000) acerca del folclore o los muchos trabajos meritorios sobre el indigenismo tales como los de Tamayo Herrera (1980), Deustua y Rénique (1984) y Carlos Iván Degregori y Pablo Sandoval (2008). Marisol de la Cadena (2004 [2000]) traza con lujo de detalle los orígenes del indigenismo cuzqueño en la política cultural de las élites provinciales. Una literatura igualmente interesante, aunque menos voluminosa, existe para Bolivia (e.g., Salmón 1997) y Ecuador (e.g., Ibarra 1999). Las páginas que siguen no harán más que mencionar algunos temas desarrollados más detenidamente en las obras mencionadas. Alrededor de 1900 augurios de crisis en la región empobrecida y negada del Cuzco motivaron a unos pocos periodistas e intelectuales provincianos a exigir un nuevo examen de la realidad quechua y a realizar un escrutinio más tajante que el que había
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hecho la literatura anticuaria o romántica heredada del siglo anterior. La sospecha de una crisis inminente surgió en parte de ciertas consecuencias que el boom del caucho en la Amazonía tuvo sobre la sierra. En 1903 un grupo de caucheros extranjeros presionó a algunos trabajadores andinos a transportar por tierra una embarcación de aluminio hacia el oriente cordillerano. Algunos murieron en dicha empresa. El incidente del “barco asesino” se convirtió en un punto de unión. Pero los intelectuales cuzqueños también reconocieron el carácter amenazante de los conflictos agrarios, especialmente el uso de tropas armadas para fortalecer la mano de los terratenientes en su cada vez más agresiva campaña de expropiación de las tierras comunales indígenas. Ideas positivistas y “spencerianas” que llegaban al Cuzco a través de libros académicos provocaron una toma de conciencia de hechos sociales —en contraposición a hechos “raciales”— y la nueva perspectiva sociológica animó a los críticos del antiguo orden agrario. Los productos más tempranos de la agitación local fueron estudios de campo peculiares y provinciales, pero decididamente etnológicos. En 1900 Fortunato L. Herrera presentó a la Universidad San Antonio Abad del Cuzco una tesis titulada “Ensayo Etnográfico de una rama de la Raza Quechua” dedicada a la comunidad de Chinchero. Precediendo los trabajos (más no la investigación) de varios reexploradores extranjeros, podría decirse que la tesis de Herrera es el primer trabajo de etnología andina moderna (Tamayo Herrera 1980: 165-74, Valcárcel 1981: 132). Otros estudios siguieron la senda inaugurada por él. La elevación de estos esfuerzos a un nivel científicamente contemporáneo, sin embargo, fue un fenómeno internacional y no local, en el sentido de haber sido estimulado mediante el contacto con colegas extranjeros. En 1910 el presidente Augusto Leguía, amigo de conceptos modernistas importados, autorizó a una delegación de los Estados Unidos (la misión Bard) para asesorar a su ministro de educación. Uno de los asesores, Albert Giesecke, fue nombrado rector de la Universidad San Antonio Abad del Cuzco a pesar de tener menos de treinta años de edad (Gade 2006). Ayudó a redirigir en 1909 la revuelta estudiantil en contra de los sátrapas académicos hacia una reforma intelectual más sustancial. Giesecke, educado en la Universidad de Pennsylvania, Berlín y París, estaba familiarizado con la ciencia social de Pareto así como con temáticas geográficas y comerciales fundamentales para su carrera básicamente gerencial y directiva. Intensamente sensible hacia los asuntos locales, Giesecke enseñó a los estudiantes cuzqueños el empleo de la observación directa y el uso de estadísticas en el campo. “Nos hizo voltear los ojos hacia nuestra realidad”, recuerda Valcárcel, uno de los estudiantes de Giesecke y más tarde la figura más influyente en la institucionalización de la antropología peruana (Valcárcel 1981: 140). Los jóvenes intelectuales cuzqueños aplicaron el empirismo científico que aprendieron de Giesecke a una agenda política regionalista: la reivindicación de los
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intereses de la sierra (por supuesto encarnados en oligarquías provinciales) en contra de tendencias costeñas y centralistas. En las revistas cuzqueñas la etnología jugó un papel especial desde el comienzo (e.g., Delgado Zamalloa 1912, Ordóñez 1919-20). Las pruebas de que la raza despreciada de las alturas era la misma raza noble de los incas promovieron un cambio en la conciencia regional. Estos jóvenes también realizaron investigaciones destinadas a documentar y críticar los abusos agrarios. Así llegaron a ser precursores de la antropología aplicada que iba a dominar la investigación peruana medio siglo más tarde (Francke Ballvé 1978). La moda “neo-inca” en el Cuzco alcanzó su apogeo tras las expediciones de Yale (1913 y 1915) que publicitaron Machu Picchu y que, a través de los escritos de sus líderes, impusieron —para bien o para mal— el tono de los estudios andinos en los Estados Unidos durante los años subsiguientes (Bingham 1930 en arqueología, Means 1925, 1928 en historia, Bowman 1916 en geografía). Mould de Pease (2000) rastrea la participación de Giesecke. La expedición dejó secuelas complejas. Por un lado, los cuzqueños estaban satisfechos por el brillante debut de la región en el ámbito académico internacional pero, por el otro, estaban preocupados con la sospecha de que la investigación foránea involucrase robos u otro tipo de abusos en lo que respecta al sitial que los cuzqueños “cultos” ocupaban en calidad de guardianes del legado andino. Una extraordinaria evocación del encuentro que las poblaciones quechuas y aymaras vivieron con los intelectuales religiosos, reformistas y revolucionarios a comienzos del siglo XX permanece, desafortunadamente, inédita. Se trata de la tesis doctoral de Daniel C. Hazen The Awakening of Puno (1974). Hazen reconoce el fuerte impacto de la campaña de alfabetización realizada por conversos adventistas, contemporánea con el avance del indigenismo de izquierda (anarquista y comunista). En otros países andinos, el indigenismo provinciano creció más tardíamente y de forma menos vigorosa. De origen austro-boliviano, Arturo Posnansky (1925, 1937) había estado visitando a las poblaciones uru-hablantes, entonces poco conocidas, del lago Titicaca y Carangas desde 1902. Posnansky fue el primero en promover la noción de un corredor lacustre boliviano como zona etnográfica en sí misma. Exceptuando alguna que otra investigación de tipo histórico-cultural llevadas a cabo por un círculo de amateurs ilustrados (e.g., Buchwald 1924), al comienzo Ecuador vio poca actividad etnográficoindigenista. Pero en el Ecuador se produjeron imágenes fotográficas de la condición indígena a comienzos del siglo XX que aún asombran (Chiriboga y Caparrini 1994). Blanca Muratorio (1994) explora el significado de la iconografía indigenista a ojos de los sectores urbanos —su trabajo merece compararse con la floreciente literatura sobre Martín Chambi y otros fotógrafos surandinos. Mientras tanto, en la ciudad capital de Lima, lejos del fermento en los poblados quechuas asediados y lejos también de las desatendidas universidades provinciales de la
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sierra, se estaba gestando un “indigenismo” distinto (Tord 1978, Marzal 1981: 439-504). Por entonces Lima dominaba la vida intelectual del Perú. Para muchos de los miembros de la “clase política” que buscaban remedios para las flaquezas que habían producido tantos desastres durante la guerra con Chile, los millones de indígenas representaban una carga para la modernización del país así como un defecto en lo que respecta a su coherencia política. Antes de la I Guerra Mundial se atribuía rutinariamente la situación desfavorable de los indos a su inferioridad racial. Un círculo de pensadores liderado por Manuel González Prada (1844-1918) propugnó la por entonces nueva idea de que las miserias de los quechuas eran el resultado de la explotación y de la discriminación. El título de su manifiesto Nuestros indios (1905) llamó a los peruanos a reconocer a los aborígenes como una parte de la nación peruana en lugar de un lastre perteneciente a una nación anterior. Su programa exigía la escolarización rural masiva como medio para elevar a las poblaciones andinas al mismo nivel “moral y cultural” de los blancos. La agenda de una asimilación benigna, pero esencialmente forzosa, se iba a convertir en un motivo constante en el indigenismo limeño. La “Asociación pro-indígena” liderada por Dora Mayer, por ejemplo, tuvo por metas la investigación de los abusos y la defensa legal de los victimados. Invocó la ciudadanía del indio, legalmente constituida pero careciente de representación eficaz, para desarraigar abusos tales como el encarcelamiento por deudas (1907). También inculcó el ideal de la ciudadanía como modelo de corrección cívica incompatible con la tradición andina. El costeño (nacido piurano) de mayor vocación etnológica, Hildebrando Castro Pozo (1979 [1924], 1960 [1936]), fue el primero en proponer un programa basado en el estudio concreto de las colectividades andinas y su funcionamiento contemporáneo. Postuló que las instituciones andinas de cooperación al nivel de los poblados constituían prototipos vivientes para una reforma rural. Idealizó a los indios como “esta raza predestinada a enseñar a la Humanidad cómo debe vivirse hermanablemente en el trabajo” (Marzal 1981: 450). La imagen del campesino andino como socialista por herencia patrimonial iba a influenciar duraderamente el indigenismo limeño, no tanto a través de la etnografía sino mediante las inspiraciones ideológicas de José Carlos Mariátegui. El “asimilacionismo” y la retórica utopista algunas veces resultaron irritantes para los escritores cuzqueños más cercanos a las tradiciones rurales e interesados en movilizar a sus poblaciones— tanto mestizas como indígenas. Los escritos polémicos tempranos de Uriel García, y especialmente los del joven Luis Eduardo Varcárcel, estaban con frecuencia dirigidos directamente a los pensadores especulativos limeños. El influyente panfleto de Valcárcel Tempestad en los Andes (1927) desafía a los lectores a idealizar menos la población andina para mejor encontrarse con ella y con su realidad conflictiva. La década de 1920 vio algunos levantamientos campesinos
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andinos y movimientos de políticas revolucionarias a nivel nacional. El indigenismo cuzqueño se escindió enconadamente ante las propuestas de adoptar o no una postura revolucionaria. Los debates que lo agrietaron tuvieron efectos de mayor alcance. Uno de ellos fue el inducir a la intelligentsia a pensar en los “indios” como miembros de una categoría de pueblos oprimidos a escala mundial, y no solamente un problema meramente regional. Mariátegui, durante su estancia formativa en Italia, estuvo entre los primeros en reconocer la semejanza entre la constelación social andina y las condiciones de las poblaciones más recientemente colonizadas de África y Asia. Este período vio el comienzo de un debate que aún hoy continúa entre clase versus “indianidad” (entonces llamada de manera casi intercambiable “raza”) como paradigmas para definir la realidad andina. 6. La internacionalización de la investigación andina, 1930-1945 El primer gran constructor institucional en el ámbito de la arqueología, así como en la formación de museos peruanos, fue Julio C. Tello (1890-1947), un joven de Huarochirí en las sierras de Lima. El intelectual precoz ganó una beca de investigación en Harvard y desde allí inició su camino hacia la primera carrera completamente internacional en la antropología peruana. Su trabajo errático pero frecuentemente brillante arrojó hipótesis que aún generan controversias productivas tocantes, por ejemplo, a la unidad subyacente de las culturas amazónicas y andinas (Rowe 1947, Lothrop1948, Carrión Cachot 1948). Tello no fue etnólogo. Pero su convicción enraizada sobre la unidad de la tradición cultural andina a lo largo del tiempo y del espacio lo llevó a organizar una publicación de corta vida, Inca (1923), con miras a unir distintas subdisciplinas pertenecientes a la antropología. Tello fue fuerte defensor del siempre controversial método de la “analogía etnográfica”, es decir, el empleo de información etnográfica para encontrar o interpretar el registro arqueológico. En un notable y extenso artículo sobre la deidad centro-andina Wallallo, Tello y Próspero Miranda (1923) conjugan la arqueología, la mitología y la etnohistoria de la irrigación en San Pedro de Casta, mezclando confusamente observaciones de eras diferentes pero ensamblando una totalidad que aún arroja luz sobre el complejo cultural en torno al riego. Aunque su nueva biografía lo anuncia como “el primer arqueólogo indígena de América” (Burger 2009), la investigación biográfica (Daggett 2009) no esclarece si él realmente sabía el quechua como lo han supuesto sus admiradores. Tello se apoyó mucho en el talentoso provinciano quechuahablante Toribio Mejía Xesspe (1923, 1931), cuyos escritos demuestran familiaridad con el ambiente rural.
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En 1930 Luis E. Valcárcel reemplazó a Tello como director de museo. Desde el momento en que supo conciliar el “indigenismo radical” y las simpatías por la sierra con los recursos académicos de la capital, produjo un cambio trascendental. La enorme autobiografía de Valcárcel (1981, ahora disponible en formato digital a través del Instituto de Estudios Peruanos) constituye el testimonio ocular más rico sobre el crecimiento institucional de la antropología peruana. Pero un vistazo a los primeros números de la Revista del Museo Nacional, que Valcárcel dirigió, revela quizás con mayor inmediatez de qué manera la etnología adquirió prominencia en lo que había comenzado como un milieu predominantemente arqueológico. El cambio hacia el estudio de campo de poblaciones andinas modernas comienza de manera bastante abrupta en 1938. Por primera vez, la crónica del editor sobre la investigación vigente ubica a la etnología en primera plana: “La… cruzada indianista ha conquistado: ya nadie duda que el indio de hace mil años creó pujantes y seguidas civilizaciones en la vasta área cultural de los Andes. Y son muy pocos los recalcitrantes que hablan todavía de la‘degeneración’ de la raza indígena” (Valcárcel 1938: 7). Valcárcel (1981: 319) iba a proponer más tarde otras justificaciones para la investigación etnológica, pero la primera y dominante era demostrar que la cultura andina, lejos de perecer en 1532, era aún parte del presente y de futuro del Perú. El vigor con el que Valcárcel se pronunció sobre este tema en 1938 tiene que ver con la llegada al Perú de una serie de etnólogos extranjeros excepcionales (Valcárcel 1947a). Valcárcel había retornado recientemente del primero de sus tours a universidades norteamericanas. Había sido gratamente impresionado por el vigor institucional de la etnología derivada de las tradiciones boasianas, smithsonianas y de la propia Universidad de Harvard. En su viaje también conoció al etnólogo suizo Alfred Métraux. Aunque Métraux (1935) no fue principalmente andinista, promovió la orientación lingüístico-antropológica de Rivet tanto en Francia como en los Estados Unidos, y alentó a una serie de académicos franceses (Vellard 1949-50, Wachtel 1978) que contribuyeron al duradero enfoque francés sobre los asentamientos lacustres del altiplano boliviano (Salazar-Soler 2008). El trabajo de mayor influencia internacional en el que Valcárcel jugó el papel de anfitrión fue el famoso volumen andino del Handbook of South American Indians (Steward 1946, vol. 2). Durante la II Guerra Mundial el combate y la represión política impusieron un hiato en la actividad académica europea. Julian Steward, etnólogo evolucionista cultural norteamericano hostil a la herencia boasiana, alojó el Handbook en el Instituto Smithsoniano y así pudo situarse al timón del proyecto cuyos diseñadores originales fueron los europeos Métraux y Nordenskiöld. El personal del volumen andino refleja la ambición de Steward por la construcción de sistemas evolucionistas. En etnología, la misión “stewardiana” cayó sobre los hombros de Harry Tschopik (1946), Bernard Mishkin (1946) y Weston La Barre (1946) para el análisis de, res-
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pectivamente, la etnografía aymara, quechua y uru-chipaya. Tschopik (1915-1956) emprendió su trabajo de campo en el lago Titicaca en 1940 bajo la dirección de Clyde Kluckhohn siendo por entonces un estudiante graduado. La versión más completa de su publicación (1951) muestra la influencia de Kluckhohn en lo que respecta a la magia como factor revelador “de la congruencia entre la personalidad y el patrón cultural” (Rowe, 1958: 134). Pero el interés más profundo de Tschopik no era la escuela de “cultura y personalidad”, y su huella más duradera en la primera generación de etnógrafos profesionales peruanos consistió en los rigurosos métodos de campo que enseñó. Bernard Mishkin, estudiante de Boas y Ruth Benedict en Columbia, llegó al pueblo de Kauri, Perú, en 1937 (Mishkin 1940). Su corta bibliografía difícilmente registra el impacto total de su trabajo: siendo hábil administrador (y más tarde en su vida un hombre de negocios), Mishkin “tuvo una influencia peculiarmente efectiva en el desarrollo de la etnología en las universidades y museos peruanos” (Wagley 1955: 1033). Weston La Barre ya había preparado su famoso trabajo sobre el culto norteamericano del peyote (1938) cuando viajó al país aymara en 1937 en calidad de Stirling Fellow de Yale. Su etnografía sobre los aymaras (1948) fue originalmente supervisada por el africanista George Peter Murdock, y también refleja la influencia del antropólogo-lingüista Edward Sapir. La etnología internacional en Ecuador comenzó con Rivet, pero se hizo presente en la academia de habla inglesa gracias a la personalidad singular de Elsie Clews Parsons (1875-1941). Su larga trayectoria se extendió desde la primera hasta las últimas fases de la antropología boasiana (Spier 1943, Kroeber 1943). Mujer acaudalada que nunca quiso ni necesitó de una carrera académica, Parsons trabajó larga y prolíficamente sobre las tribus “pueblos” del sudoeste norteamericano bajo la tutela de Franz Boas. Gran parte de su trabajo maduro concierne a los indígenas mexicanos. La campaña ecuatoriana fue su última investigación. Una súbita enfermedad culminó con ella abruptamente y no pudo ver su trabajo publicado. Su contribución ecuatorianista (Parsons 1940, 1945) no ha sido lo suficientemente apreciada como expresión pionera de la perspectiva femenina sobre la organización social. Uno podría caracterizar a su etnografía Peguche como obra de autoría dual femenina, ya que en su mayoría contiene lo que Parsons aprendió de su talentosa asesora quichua Mama Rosa Lema. A través de su conexión con el presidente latifundista ecuatoriano Galo Plaza Lasso, Lema se convirtió más tarde en la primera representante de un pueblo andino ante la recientemente formada Naciones Unidas. En su vejez ganó cierta fama como matriarca étnica renombrada hasta la era del post-Quinto Centenario. Mientras que la red de Valcárcel predominó durante la creación de la antropología peruana de posguerra, los indigenismos de Quito, Lima y el Cuzco se desarrollaron con cierto margen de independencia, y cada uno participó a su propio modo en la
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internacionalización académica. El indigenismo de Lima —un movimiento concentrado en los “problemas sociales” del campo indígena más que en su cultura— encajó rápidamente con la agenda de reforma indigenista mexicana predicada por Manuel Gamio y Gonzalo Aguirre Beltrán. Moisés Sáenz, socio cercano de Gamio y, en la década de 1930 embajador de México en el Perú y Ecuador, ofició una conexión entre los indigenismos. Sus dos monografías de 1933 sobre los indígenas peruanos y ecuatorianos y su “integración en el orden nacional”, abogaban por un esfuerzo misionero secular dirigido a la eventual disolución de formaciones sociales “cerradas”. Durante la década de 1930, el Ecuador generó un indigenismo asimilacionista que se superponía con el de Lima (Jaramillo Alvarado 1936, Rubio Orbe 1946, Santiana 1948). Las dos ciudades (Quito y Lima) participaban de la influencia mexicana. El ejemplo mexicano influyó en la etnografía ecuatoriana hasta bien entrado el período de posguerra (Burgos 1970, Villavicencio 1973). La etnografía ecuatoriana encontró asilo casi exclusivamente en instituciones formadas bajo el molde mexicano, especialmente la Casa de la Cultura de Quito. La novela de estilo socialista Huasipungo de Jorge Icaza sobre la servidumbre indígena ganó fama inmediata tras su publicación en 1934, reforzando en inmediato la alianza inestable entre los comunistas y los indigenistas personificada en la Federación Ecuatoriana de Indios (Becker 2008). Desde 2001 algunos partidarios del presidente Correa han reclamado el nombre de este grupo, quizás por la fuerza de su impacto. Algunos etnógrafos quiteños desarrollaron un estilo nacionalista, reivindicatorio y reformista que poco debe a la antropología metropolitana. Algunos de ellos, como Pío Jaramillo Alvarado y Luis Monsalve Pozo, son recordados hoy principalmente como pensadores programáticos. Otros practicaron el trabajo de campo. Entre los de inclinación mexicana los ecuatorianos recuerdan a Gonzalo Rubio Orbe (1956). Los etnógrafos nacionalistas Piedad Peñaherrera y Alfredo Costales Samaniego (Costales y Costales 2002) continúan activos en 2011. Su idiosincrásica serie monográfica Llacta incluye información histórica y etnográfica acerca de muchas etnias nativas. En 1961 los esposos Costales comenzaron a documentar etnográficamente la población chagra o mestizo rural, población apenas tomada en cuenta por la antropología metropolitana en aquel momento. Su revista Llacta, el mayor reservorio testimonial de etnografía sobre los Andes septentrionales, es un caso ejemplar de aquellas “antropologías periféricas” mantenidas a raya por los académicos metropolitanos (Romero 2008). Otro etnógrafo influído por la ciencia mexicana, Aníbal Buitrón (1964), trabajó con antropólogos radicados en los EE. UU. desde 1941, siendo uno de ellos el entonces muy joven John V. Murra. Posteriormente colaboró con la “Misión Andina” auspiciada por los gobiernos de EE. UU. y el Ecuador. En un momento en el que los países del Atlántico Norte conocían a las poblaciones andinas solo como miserables campesinos
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y mineros oprimidos, Buitrón colaboró con el fotógrafo Collier para retratar a Otavalo como una cultura indígena exitosa (1949). Poco a poco, se comenzó a cuestionar si “el problema indígena” era realmente un problema. El indigenismo del Cuzco en la misma época se comprometió con el mundo académico norteamericano a través de los esfuerzos de John Howland Rowe, un especialista en los incas que enseñó los primeros cursos modernos de etnología en la Universidad del Cuzco a comienzos de la década de 1940 y dio forma a los contenidos del Handbook relativos a los incas (Rowe 1946). Con el apoyo de la Wenner Gren Foundation autodidactas e intelectuales cuzqueños recibieron entrenamiento por parte de de varios antropólogos extranjeros y peruanos. El resultado a corto plazo fue la transformación de la investigación de estilo folclórico (e.g, Cornejo Bouroncle 1945), y las ya entonces desarrolladas vetas locales de estudios médico-tradicionales y “quechuológicos” (Lastres 1943, Lira, 1946, 1949), en una comunidad de investigación más comprehensiva (Núñez del Prado 1948). Jorge Flores Ochoa obtuvo sus grados universitarios en el Cuzco. Hacia 1977 Flores Ochoa era reconocido como distinguido etnógrafo del pastoreo de camélidos altoandino. Fue beneficiario de una beca Guggenheim e invitado en calidad de profesor a la facultad de antropología en Berkeley, California. A largo plazo, el indigenismo cuzqueño procuró el desarrollo de especialistas y maestros con fuertes compromisos locales y un número de “tendencias” diversas con vínculos internacionales y preferencias teóricas también diversos (Tamayo Herrera 1980: 309-317). Los resultados no se corresponden del todo a los “ismos” auspiciados por las escuelas de teoría etnológica francesa, norteamericana, británica y soviética, sino más bien eran productos de discusiones bajo la luz de diferentes agendas locales: ecológicas, crítico-sociales, eclesiásticas y demás. El sentido historicista de la intelectualidad serrana influyó. Desde la década de 1960 y a lo largo de la década de 1980 los etnohistoriadores —John V. Murra, R. Tom Zuidema y John H. Rowe— inspiraron la gran mayoría de las hipótesis productivas para el estudio de sociedades contemporáneas. La continuidad de las culturas incas y modernas propuesta por Valcárcel había adquirido una mística propia: el gran público en muchos países comenzaba a ver al Cuzco como un portal único hacia la autenticidad del Nuevo Mundo. 7. La antropología y el modernismo utilitario de la posguerra, 1945-1969 El final de la II Guerra Mundial trajo un extraordinariamente renovado interés en la investigación social andina, surgido de movimientos convergentes dentro y más allá de los países andinos. En América del Sur, tanto los movimientos de derecha como
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de izquierda convencieron a sus respectivas audiencias de que el “subdesarrollo” de América Latina iba a dar lugar una fase decisiva de “modernización.” Se suponía que la “modernización” necesariamente implicaría presión asimilativa sobre las comunidades andinas e impulsaría su “integración” en las instituciones nacionales. La etnología se convirtió en un estudio orientado al futuro. Incluso Valcárcel, originalmente inmerso en continuidades inca-moderno, por la década de 1950 reorientó su polémica para enfatizar el valor de la antropología al interpretar la asimilación, “elevando el estándar de vida de los grupos menos favorecidos”, y ajustando la agenda del desarrollo a las realidades peruanas (Valcárcel 1950, 1981: 319). Mientras tanto en los EE. UU la guerra mundial había impulsado las aspiraciones a una antropología desarrollista también mundial. Surgieron alianzas entre el establishment antropológico de Lima e instituciones norteamericanas tales como el Instituto Smithsoniano y la Viking Fund (precursora de la Fundación Wenner-Gren). En 1945 Gabriel Escobar publicó en Lima un manifiesto de dos páginas que pronosticó con exactitud el tono de la etnología de la década de 1950. Allí propuso un alejamiento de la historia cultural hacia “el estudio de las condiciones actuales en sí mismas”. En lugar de tratar a las comunidades andinas como partes o ejemplos de una cultura andina duradera, los especialistas debían considerarlas sincrónicamente, como totalidades completas y coherentes que descansan sobre bases funcionales que se visibilizarían a través de la participación observante prolongada. Una serie de subsidios externos hizo posible a los etnólogos extranjeros y peruanos expandir la modesta estrategia de muestreo de comunidades originalmente prevista hacia una estrategia de grandes estudios regionales. Estas empresas estuvieron asociadas al surgimiento de institutos de investigación etnológica en el Museo Nacional de Lima y en la universidad insigne peruana, San Marcos. Los creadores del Handbook y los investigadores afiliados al Instituto Francés de Estudios Andinos (fundado en 1948) tomaron como compañeros a un buen número de estudiantes peruanos. La tesis sanmarquina de Gabriel Escobar sobre Sicaya (1973 [1947]), una comunidad cerca de Huánuco, fue la primera etnografía producto de este tipo de colaboración. Entre aquellos que ejercieron influencia sobre la nueva generación estaban Tschopik del American Museum of Natural History y Jorge C. Muelle (1945, 1948, 1949-50), un estudiante peruano del primer Ph. D. de Boas, Alfred Kroeber. El proyecto regional del valle de Virú, organizado a través del Instituto de Investigación Etnológica de San Marcos, y generalmente recordado como la cuna de los estudios andinos de posguerra (Greaves 1977: 1), fue notable no solo por la convergencia de talentos de las más importantes universidades de los Estados Unidos, sino también por la confluencia largamente postergada de la tradición indigenista del Cuzco, encarnada en la persona de Óscar Núñez del Prado, con grupo de Lima (Valcárcel 1981: 366-367). Hacia 1949, José
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Matos Mar, más tarde devenido empresario de la investigación social peruana cuando fundó y dirigió el Instituto de Estudios Peruanos, se encontraba estudiando con Jehan Vellard (del IFEA) en un proyecto de equipo en la comunidad kauki-hablante de Tupe (Matos Mar 1949, Avalos de Matos 1952). Otros proyectos de equipo, cada vez más bajo la dirección peruana, se iban a multiplicar en los años subsiguientes (Matos Mar et al. 1959). Durante veinte años una ideología modernizante, anodina e insensiblemente centrada en el Estado formó las bases —sin examinar— de la “ciencia social”. Greaves (1977) ha señalado algunos de los énfasis característicos de la etnografía durante la década de 1950, entre ellos la preponderancia de los estudios de comunidad con un ojo puesto en la “marginación” o la “integración” indígena vis-à-vis las instituciones nacionales. El estudio de Richard Adams sobre Muquiyauyo, aunque publicado mucho más tarde (1959), descansa en un trabajo de campo realizado entre 1949 y 1959. Originalmente Adams intentó investigar el “progresivismo”, es decir, la orientación mercantil de la comunidad. La “modernización”, el cambio cultural y la aculturación o la asimilación son los temas dominantes en la mayoría de las etnografías en inglés de la era. Desde 1950 en adelante, las demandas de las agencias financieras en busca de conocimientos que apoyen el progreso, sin apoyar la revolución, transformaba la antropología latinoamericana de etnografía indigenista a etnología del campesinado como tal. La noción de “comunidad”, revivida de modelos mexicanos, resultó axiomática para observadores extranjeros con sus agendas desarrollistas tales como Doughty (1968) o Dobyns (1964), pero también para el influyente equipo peruano organizado por José Matos Mar, de inclinación más mexicana, para ejecutar trabajos de campo intensivos en Huarochirí (1969). Estas temáticas disfrutaron de una larga carrera en las editoriales académicas norteamericanas (Stein 1961, Beals 1966, Doughty 1968). En los Estados Unidos diputados del Congreso “internacionalistas” (tanto republicanos como demócratas) aprobaron bajo las presidencias de Truman y Eisenhower el estipendio de fondos estatales para la realización de trabajos de campo, con la esperanza de que las ciencias sociales produjeran un modelo del desarrollo rural que resistiese el avance del comunismo. La manipulación táctica de las ciencias sociales fue menos transcendental que el utilitarismo insípido típico del “boom del sputnik” después de 1957. Contrariamente a lo que se acostumbra pensar, la antropología fue solo un objetivo tangencial en el intento de la CIA durante la década de 1960 de infiltrarse en el trabajo de campo en Sudamérica. Las ciencias políticas y la sociología fueron los objetivos principales. La antropología del desarrollo no era un bloque monolítico. Los lentes teóricos a través de los cuales los extranjeros percibían la “modernización” en los Andes diferían considerablemente. El estudio de los “valores”, observa Greaves, alcanzó algún
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refinamiento en los estudios de Ozzie Simmons sobre la “perspectiva criolla” (1955, Muelle 1949-50), o el de John Gillin (1947) sobre una comunidad hispano-hablante con intrigantes antecedentes incaicos. La tipología étnica recibió atención entusiasta y usualmente simplista por parte de los visitantes (e.g., Goins 1967). Las décadas de 1950 y 1960 experimentaron un cambio gradual desde las interpretaciones meramente “pluralísticas” de la diversidad cultural (i.e., el tratamiento del “indio”, el “cholo” y el “mestizo” como castas desiguales y discretas) hacia el análisis de las divisiones étnicas como expresiones de la estratificación por clases económicas. El estudio de las dependencias y vínculos entre patrón y cliente introducido por Adams (1953), independientemente del clasimo marxista, definió un terreno donde el investigador pudo contemplar las desigualdades sin quedar contaminado por las asociaciones izquierdistas (Vázquez 1957). En los trabajos de William Stein (1977), así como en el de algunos antropólogos marxistas peruanos (Ugarte 1978), se ha argumentado que el análisis de clase desenmascara y finalmente invalida el estudio de la cultura andina como tal. La mayoría del trabajo internacional en estas tradiciones descansaba en poco o ningún conocimiento de las lenguas quechua y aymara. De manera global, la literatura de posguerra resultó sociológicamente enriquecida, más etnográficamente empobrecida, en comparación con la de los etnólogos pioneros. Fue solo en el ámbito de la antropología aplicada que “la literatura andina influenció lo que pasaría en el campo de manera generalizada” durante las décadas de 1950 y 1960 —o al menos ese fue el parecer de Tom Greaves en 1977. Poco después de la II Guerra, Allan R. Holmberg, colaborador del proyecto del Valle Virú, movilizó científicos sociales de Cornell y del Perú para iniciar el “Proyecto Vicos” (Holmberg y Vásquez 1950, Dobyns y Holmberg 1962, Doughty y Lasswell, 1971 [1966]). Un proyecto con base en Cornell pero de menor envergadura se intentó llevar a cabo en la sierra ecuatoriana (Maynard 1965). Vicos juntó etnólogos peruanos y norteamericanos interesados en efectuar un “cambio dirigido” (Holmberg 1960) en lo que había sido una comunidad campesina sujeta a la servidumbre en Huaraz. La bibliografía sobre Vicos es enorme. Algunos piensan que supo influenciar a los planificadores de la ley de reforma agraria peruana de 1969, mientras otros ven la aparente semblanza como mero relejo del espíritu de la época. Los antropólogos se interesaron vivamente en los trastornos rurales relativos a la tenencia de la tierra y las relaciones de poder (Guillet 1979). Pero como observa Enrique Mayer (comunicación personal en 2010), el poderoso aparato que se llevó para respaldar a Vicos resultó ser no más innovador que los cambios endógenos generados por cientos de comunidades andinas en la década de 1960 al tomar tierras antes sujetas al sistema de hacienda. Desde una perspectiva reciente, en 2010 Ralph Bolton, asesorado de Holmberg durante el último año de la
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vida de éste, se unió a Greaves y a la joven antropóloga peruana Florencia Zapata para reexaminar el legado de Vicos, consultando a los antropólogos y recopilando los recuerdos de los propios vicosinos. Cuarenta años después, los autores concluyen que “el papel de Vicos como modelo de la antropología aplicada no pasó más allá de la década de 1960” (2010: 345). Mayer (2009), testigo cercano tanto del proyecto Vicos como de la reforma agraria de Velasco, considera uno y otra como lecciones sobre la primacía de las consecuencias no deseadas. La antropología aplicada tuvo antecedentes peruanos así como norteamericanos. Ya desde mediados de la década de 1940, el viajero médico Maxime Kuczynski-Godard (1944, 1948) ofreció recetas para la intervención de orientación antropológica. En 1947 Valcárcel publicó una severa crítica sobre la mala adaptación de las instituciones educativas a su milieu quechua-hablante, argumentando que “el etnólogo precede al maestro” (Valcárcel 1947b: vi). Hacia 1957 los herederos del indigenismo cuzqueño, liderados por Óscar Núñez del Prado, se embarcaron en un proyecto aplicado independiente diseñado para liberar a las poblaciones de Q’ero y Kuyo Chico de su servidumbre (Núñez del Prado 1973). Los investigadores graduados de la posguerra temprana buscaron influenciar a las instituciones estatales mediante la publicación de antologías sobre sociedades andinas para el uso de maestros practicantes, así como a través de la institucionalización de la investigación etnográfica en ciertos ministerios, notablemente el de trabajo (e.g., Galdo y Montalvo 1964, Galdo y Samaniego, 1967). La antropología, si bien es cierto de manera un tanto burocrática, formó una parte institucionalizada del “Plan Nacional de Integración de la Población Aborigen” (Perú 1961 et seq.). Tales proyectos tuvieron una atracción intrínseca para los adeptos a los viejos indigenismos de estilo mexicano y limeño. Una convergencia hacia la “aplicación” es notable en Ecuador (Buitrón y Salisbury-Buitrón1947), donde las bases institucionales para una etnología “pura” permanecieron débiles. En Bolivia, una oleada de agitación agraria a comienzos de la década de 1950, y una drástica reforma agraria en 1952, puso el problema del cambio rural fuera de las manos de los experimentadores en pequeña escala y forzó a la etnografía a concentrarse en las rápidamente cambiantes comunidades rurales (Carter 1964, Buechler y Buechler 1971). La literatura resultante a lo largo de la década de 1960 pertenece mayoritariamente a los estudios campesinos y a la antropología política. El gran enemigo de este tipo de antropología utilitaria fue, por supuesto, José María Arguedas. El genio literario bilingüe brindó a los Andes un importante opus etnográfico sobre las poblaciones de altura (Arguedas 1956, 1957). Si habría que escoger una obra para representar los Andes en una antología de clásicos mundiales de la etnografía, ese podría ser su exquisito artículo sobre el culto y el trabajo del agua en su pueblo natal de Puquio (1956). Escondidos bajo un título banal que hace reverencia a las ciencias sociales (“Una cultura en proceso de cambio”), se encuentran joyas etnopoéticas
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de enorme valía para acercar al lector al legado sagrado andino. Con el apoyo de la UNESCO, Arguedas se convirtió en el único especialista en los Andes que investigó mediante métodos de campo los antecedentes ibéricos de las comunidades de la sierra (1963). Los cambios culturales en la era post-Sendero Luminoso han puesto a Arguedas en el pedestal de santo patrón del pluralismo “intercultural,” circunstancia que dificulta entender su casi-exclusión del milieu de las ciencias sociales en la década de 1960. Los indigenistas de corte modernista nunca lo entendieron: el embajador mexicano Moisés Sáenz fue quién le aconsejó a Arguedas abandonar la idea de escribir novelas en quechua (Murra 1978: x). A modo de recordatorio, Rochabrún (2000) re-publicó el brutal castigo crítico que Arguedas recibió de mano de ciertos científicos sociales al momento de la publicación de Todas las sangres. El último libro de su amigo John V. Murra (Murra y López Baralt 1996) esclarece los procesos mediante los cuales los reduccionismos, tanto desarrollistas como clasistas, así como racistas, finalmente dejaron al hombre que sería “un quechua moderno” sin donde ubicarse. 8. Interpretando y defendiendo “lo andino” en las décadas de 1960 y 1970 Si el “desarrollo” confirió a los estudios andinos de posguerra cierta unidad temática, ella se desmoronó hacia fines de la década de 1960. Las razones son diversas, pero entre ellas se incluye el fracaso de las políticas dirigidas a corregir el “subdesarrollo” mediante reformas internas a la órbita nacional. Entre 1963 y 1969, el diagnóstico de José Matos Mar sobre las causas de la miseria andina cambió de la debilidad estructural interna del Perú (“dualismo” de economía, etc.) hacia la “dominación interna y externa” (Matos Mar 1969: 30). La dominación económica y la dependencia internacional iban a convertirse en temas del pensamiento socioeconómico del Perú drásticamente reformista del régimen de Velasco Alvarado (1969-1975), y no menos en las considerables contribuciones que hicieron antropólogos peruanos a su programa de reforma agraria. Immanuel Wallerstein y Eric Wolf proponían ciencias sociales de alcance global. Por doquier el cambio en la escala “macro”, y no local, devino primordial. Resultó oportuno pensar las temáticas andinas como ejemplar de las problemáticas de cualquier campesinado en un sistema mundial. Hacia fines de la década de 1960, las preocupaciones políticas absorbieron mucha de la energía que antes había nutrido a la antropología de orientación desarrollista. Los campesinos sindicalistas, proletarios, migrantes y mineros acapararon el foco de atención. La mayoría de las investigaciones consagrada a ellos fue realizada por sociólogos y politólogos. Pero en aquellos momentos adversos a la antropología desarrollista los estudios andinos adquirieron una vitalidad sin precedentes desde otras tendencias. La expansión
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fue explosiva. Solo la bibliografía de etnología andina durante la década de 1970 iguala aproximadamente la mole de todos los trabajos anteriores combinados. Los resultados han sido resumidos en otro artículo (Salomon 1982). En este período la investigación andina buscaba alternativas a los utilitarismos, sean éstos de izquierda o de derecha. Durante las décadas de 1970 y 1980 floreció aquello que iba a llamarse “lo andino”. Este término hace referencia a un complejo tipo-ideal de ideas e instituciones cuyas permutaciones, se sentía, dominaban la historia cultural andina. “Lo andino” adquirió implicancias negativas del tipo “orientalismo” ex post facto, en una polémica nacida de desacuerdos internos a la vida académica norteamericana (Starn 1991). Al tomar a Edward Said como su punto de referencia inicial, Starn perdió de vista el origen histórico de “lo andino”. En su origen, “lo andino” tuvo un significado cercano a lo que buscó Octavio Paz cuando acuñó la expresión lo mexicano allá por 1938 en la pionera revista Sur: no un término para designar al “otro” exóticamente distante y lascivo, sino más bien para redescubrir y reconceptualizar la herencia “propia” con la que el observador quiere reconciliar su modernidad (Krauze 2011: 172). Como lo observó Hale (2008) en México, los etnógrafos extranjeros durante la década de 1970 pudieron haber simpatizado con los compromisos utópicos o antiimperialistas de sus contemporáneos urbanos latinoamericanos, y sin embargo pensar al mismo tiempo que una antropología construida sobre plataformas universalistas, sin fundamentarse en creaciones culturales de pueblos particulares, sería el exacto opuesto de la etnología. Esta misma era la actitud de Murra cuando se dirigió a sus estudiantes de un curso en 1971 con las siguientes palabras: ¿Nos llaman los sociólogos “diletantes”, “anticuarios? No importa. Nos disgusta el carácter despersonalizado del método sociológico más de lo que valoramos sus virtudes metodológicas. La [Antropología] es hija del humanismo estético en unión con las ciencias naturales. Comenzó con un encendido sentimiento de descubrimiento en el estudio de la cultura. Con razón se la ha caracterizado como romanticismo intelectual. Pero nunca se la llamó estéril ni monótona. (Citado en Salomon 2009: 98)
En ese momento, el humanismo etnográfico supo florecer más entre los historiadores que entre los antropólogos. Consecuentemente, no resulta un hecho accidental que generaciones de estudiantes entrenadas por etnohistoriadores como John V. Murra, John H. Rowe, Hermann Trimborn, Udo Oberem, y R. Tom Zuidema fueran, o regresaran, a los países andinos con realzada conciencia de la tradición cultural andina en el mismo momento en que tanto los marxistas como los desarrollistas empezaban a olvidarla. Entre los estudiantes de Zuidema, fue Gary Urton quien empleó de manera más creativa las enseñanzas del estructuralismo holandés. Para Urton, “cultura andina” no significa ni ideología ni organización social, sino hábitos de razonamiento construidos sobre
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esquemas y categorías no occidentales. Sus ricas etnografías tratan de la lógica como labor cultural encarnada en la astronomía vernácula, la historia popular, y el arte de los khipus (2004 [1990], 2006 [1982]). Otras variantes del estructuralismo también generaron etnografía andina (e.g., Martínez 1976). Como veremos abajo, hasta el estructuralismo menos historicista, el de Lévi-Strauss, adquirió una faceta historicista al aplicarse a los Andes. Otro factor influyente en la reformulación de “lo andino” fue el estudio histórico de los sistemas económicos andinos liderado por John V. Murra. Ya en 1973 Leslie Brownrigg (1973: 106) había notado que la unificación de las perspectivas ecológicas derivadas de Murra con las aproximaciones estructuralistas derivadas de Zuidema se había convertido en una meta común. Las dos etnografías más influyentes sobre los Andes en las aulas de habla inglesa durante la década de 1980 fueron los trabajos de doctorandas de Zuidema que no aceptaban el estructuralismo en su totalidad, sino que buscaron fusionarlo con una perspectiva ecológica. La etnografía de Billie Jean Isbell sobre Chuschi (Ayacucho), se concentró en un área en la que Zuidema y sus estudiantes habían realizado investigaciones para la Universidad Nacional San Cristóbal de Huamanga en su apogeo presenderista como laboratorio de desarrollo rural (2005 [1978]). Cuando Catherine Allen (2008 [1988]) estudiaba uno de los pueblos del área del Cuzco — zona que Núñez del Prado ya había elevado al estatus de “cultura canónica” del sur-andino— ella extrapoló la etnografía simbólico-literaria de Victor Turner a un famoso escenario “vertical”. Antoinette Fioravanti-Molinié también elaboró su etnografía sobre el “valle sagrado” de Yucay (1982) aplicando la noción de escalonamientos superpuestos. La visión “ecológica” (en rigor “geográfico-cultural”) conformó en todos lados una nueva “línea de saque”. El neozelandés Steven Webster (1981) desarrolló una interpretación socioorganizacional y “vertical” del mismo lugar descrito por Allen en La Coca Sabe. Las etnografías de Olivia Harris sobre el Norte de Potosí combinaron una perspectiva cercana al marxista-malinowskiano Max Gluckman con dos ingredientes más: por un lado, las ideas ecológicas de su amigo Murra y, por el otro, las ideas estructuralistas desarrolladas en diálogo con sus interlocutores franceses, en particular con los etnohistoriadores Thérèse Bouysse-Casagne y Thierry Saignes. Harris ganó por sus artículos sobre Bolivia (2000) la cátedra establecida por Malinowski, un alto trono en la antropología social británica. Repetidas veces el intento de lograr una síntesis “ecológica” que sea a la vez “culturalista” adoptó la forma de una gran homología: una estructura formal abstraída mediante métodos estructurales es aplicada a varios dominios de la acción y del pensamiento, algunos de los cuales son de orden ecológico (como el escalonamiento vertical de zonas productivas), y otros de orden ritual o simbólico (tales como los sitios
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ceremoniales). La misma congruencia estructural de varios dominios (Earls 1973) fue tomada en sí misma como una demostración del orden, consciente o subconsciente, subyacente a la organización andina. Las estructuras aducidas adoptaron muchas formas: antropomórficas (Albó 1973), dualistas (Platt 1980 [1978]), radiales o concéntrica (Vallée 1972, Rasnake 1989 [1988], Martínez 1976). El estructuralismo dejó su impronta. Pero desde que los estudios andinos obtuvieron sus lecciones en estructura de investigadores con largos recuerdos sobre los incas, el estructuralismo andino adquirió un tinte diacrónico particular. La empresa más original y comprehensiva del estructuralismo como historiografía fue la Tesis de Estado de Nathan Wachtel (1990, y traducida en 2001) Le Rétour des ancêtres, un monumental estudio de campo y de “historia regresiva” sobre las poblaciones uru-chipaya basado en décadas de investigación. El viejo tema de Warren Hastings sobre la comparación de las poblaciones de alta montaña volvió a la vida con gran vigor desde la década de 1980 en adelante. La revista Mountain Research and Development ha brindado intermitentemente comparaciones que cubren los Alpes, los Himalayas, Etiopía y otras regiones de interés para los andinistas. En 1985 un número especial de orientación ecológica (Orlove y Guillet 1985) incluyó la versión original del presente artículo. “Religión and Sacredness in Mountains” (“Religión y sacralidad en las montañas”) fue el título de otro número especial (Bernbaum 2006). Las comparaciones entre zonas montañosas se hicieron importantes en los estudios de cuencas hidrológicas (Schreier 2001), y más tarde incluirían problemáticas sobre la des-glaciación y los debates sobre sustentabilidad y conservación. La adaptación corporal a los ambientes de altura, un tema clásico que fascina porque junta la genética con la cultura, sigue arrojando nuevas sorpresas a comienzos del siglo XXI: las adaptaciones andinas y etíopes resultaron ser muy diferentes (Beall 2006). Alrededor de 1970 los estudios sobre campesinado parecían omnipresentes e indispensables. Análisis post-chayanovianos (Mayer 2004 [2002]), revisiones de Wittfogel (Mitchell 1976) y estudios sobre comunidad de orientación ecológica (e.g., Brush 1977, Lausent 1983) proveyeron a investigadores de inclinación culturalista de puentes hacia las ciencias económicas o hacia la biología aplicada. Como observa Linda Seligmann en su estupenda historia de “campesinismo” antropológico (2009: 331), la década que comenzó en 1964 vio la fundación del Centro Internacional de la Papa, el Centro de Estudios y Promoción del Desarrollo (DESCO, la primera organización no gubernamental en concebir los estudios rurales como una problemática “indígena”), Mosca Azul Editores, el Centro Bartolomé de las Casas en el Cuzco y el Instituto de Estudios Peruanos en Lima —todos ellos colaboradores importantes en los estudios sobre campesinado. Los intentos marxistas por repensar esa “clase” campesina que Marx había desestimado tan desastrosamente pusieron a los izquierdistas latinoamericanos en el centro
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de debates internacionales sobre la población rural mundial. En ese mismo momento el marxismo campesinista alcanzó el centro de la escena política. 1969, el año en que Eric Wolf publicó Luchas campesinas del siglo XX (1987), fue también el año en el que las noticias sobre la masacre de My Lai Vietnam desacreditaron a segmentos campesinistas de la academia conectados con la política norteamericana. Para una generación de antropólogos con base en los Andes, el colapso del viejo orden agrario (Guerrero 1983), junto con la participación en los conflictos y las reformas agrarias, resultó en una experiencia formativa que produjo alguna literatura de valor duradero. Ejemplos de una larga lista son los trabajos bolivianos de Jorge Dandler (Calderón y Dandler 1986) y los estudios peruanos de César Fonseca Martel y Enrique Mayer (1976). Cuando el gobierno peruano promulgó una revolución agraria desde arriba, algunos antropólogos encontraron puestos de trabajo en los ministerios. La etnografía nunca había estado tan cerca del poder: el antropólogo Mario Vázquez dirigió la reforma agraria peruana desde 1974 hasta 1976. A fin de cuentas el “campesinismo” no era para todo el mundo. El encuentro etnográfico enfocado en comunidades, y la teoría etnológica que pretendió definir la condición campesina como tal, dejaron mucho fuera de lado. Por ejemplo, el “campesinismo” materialista y utilitario perdió la huella de ciertos logros centrales a la supervivencia andina. Uno de ellos es el rol del ritual como mecanismo rector —y no solo expresión superestructural— en los sistemas vitales de irrigación (Gelles 1984). Los estudios de campesinado fueron por lo general historicistas en un sentido wolfiano, y aportaron bien a la historia socioeconómica. Pero el historicismo campesinista dejó de lado la óptica etnográfica. Rara vez captó el punto de vista local sobre el significado del pasado y la naturaleza del cambio, temas que resultaron fascinantes cuando fueron estudiados con otros métodos (Ortiz Rescaniere 1973, Yánez del Pozo 1986). También fallaron al minimizar el cambio innovador o utópico entre los serranos (Skar 1997 [1982]), a menos que el cambio formara parte de explícitos movimientos campesinos. Con raras excepciones (Oré 1983, Rivera Cusicanqui 1986) sus teorías dejaron poco lugar para la agencia individual. Y la teoría clasista trajo aparejada una insistente ideología antietnográfica (Varese 1978, Ansión 1986). Todos los estados andinos en la década de 1970 buscaron imponer la categoría de clase “campesino” en reemplazo de términos raciales como “indio” o la categoría étnica “indígena”. Los científicos sociales simpatizantes del marxismo, al ver la persistencia de la auto-identificación andina como una cultura de la clase despojada de poder, usualmente apoyaron propuestas homogeneizadoras de una nación “mestiza”. Unos pocos etnólogos discreparon con ello. Ya en 1970 Fernando Fuenzalida congregó a una serie de antropólogos que insistían en mantener la “indianidad” sobre la agenda —el volumen de 2009 que recopila sus propios ensayos etnológicos
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lleva como título un epitafio para lo que sería el Estado-nación. La homogeneización sufrió el ataque de antropólogos extranjeros quienes objetaron la desestimación de las prácticas quechuas y aymaras como antiprogresistas (Webster 1981). Stutzman (1981) tildó a la plataforma de identidad “blanco mestiza” del presidente ecuatoriano Rodríguez Lara de “ideología inclusiva de la exclusión”. El programa homogeneizador también encontró sus enemigos entre ciertos disidentes al interior la izquierda andina, tales como los altamente originales ecuatorianos Ileana Almeida (1981) y Galo Ramón Valarezo (1988). Rodrigo Montoya, perspicaz etnógrafo peruano, quechua-hablante entrenado en Francia e izquierdista, al comienzo miró con cierto estoicismo el esperado borrón de las identidades quechuas a favor de una identidad de clase (1987), pero más tarde realizó una espléndida investigación colectiva sobre etnomusicología quechua (Montoya et al. 1987) y en la actualidad estrecha manos con una joven intelligentsia quechua enfáticamente “culturalista” (2006). Más importante aún, nuevos apoyos a la investigación andina venían desde un ámbito imprevisto: la Iglesia. El mandato del Vaticano II para re-evaluar las relaciones entre el catolicismo y otras religiones, junto con las demandas de la izquierda católica, motivó la formación de centros de investigación apoyados por la Iglesia en las ciudades del Cuzco y La Paz. En 1972 la revista Allpanchis comenzó a publicarse y en 1971 surgió la serie monográfica boliviana del Centro de Investigación y Promoción del Campesinado (CIPCA). Ambos medios diseminaron trabajos de campo de primer orden e hicieron públicas corrientes teóricas —notablemente estructuralistas— que brindaron tanto a académicos como a curas los medios para entender información mitológica y ritual custodiada durante mucho tiempo por los folcloristas. La investigación alineada con la Iglesia generó un cuadro de honor demasiado extenso como para reseñar aquí. Xavier Albó fue uno de los 152 jesuitas catalanes que a partir de 1950 viajaron a Bolivia por orden del Papa (Salcedo 2009), entre los cuales algunos contribuyeron a las ciencias humanas. Albó hizo su disertación doctoral sobre el Quechua cochabambino (1979) en la Universidad de Cornell, y posteriormente prestó su apoyo a reivindicaciones indígenas tales como el restablecimiento de los ayllus territoriales en el período de Evo Morales. Hacia 1979, el dominico Domingo Llanque Chana, una enciclopedia viviente de la cultura aymara, tradujo y publicó muchos folletos sobre religión indígena popular. Su trabajo puede ser visto como un ejemplo de la “inculturación” —teoría intercultural sobre el rol del clero que cobró vigencia después del papado de Juan XXIII (Orta 2004). En Ecuador, el padre salesiano Juan Botasso amplió la misión de su orden largamente dedicada a las poblaciones shuar, con miras a la conversión cultural de los quiteños. La editorial y librería salesiana, Abya Yala, reivindicó que hasta 2011, 320 de sus autores publicados se autoidentificaban como indígenas. La innovación católica surgió, en parte, como
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reacción ante las dinámicas sectas competidoras —es decir, las misiones evangélicas, pentecostales y mormonas— pero, hasta 1985, solo unos pocos investigadores vieron a estas religiones como suficientemente importantes como para ser etnográficamente consideradas (Muratorio 1982). Seligmann atribuye la merma de la antropología “campesinista” después de 1985 en gran medida al agrupamiento irreflexivo de formas de vida andinas que resultaron ser mucho más diversas y cambiantes de lo previsto. Entre las áreas insuficientemente apreciadas bajo la rúbrica “campesino” se incluyen los grupos de pastores de altura (Orlove 1977, Flores Ochoa 1968, Palacios Ríos 1977, Medinaceli 2010: 25-54), los mineros (Nash 2008 [1979], Godoy 1990 [1983]) y los sectores urbanos andinos (Buechler 1980). Otras áreas de investigación que resultaron ser más importantes de lo que previó el “campesinismo” fueron el parentesco y el matrimonio (Mayer y Bolton 1980 [1977]), los roles de género (Bourque y Warren 1981), la política a nivel local (McEwan 1975), las instituciones económicas que interactúan con el mercado nacional o el Estado (Mayer y Alberti, 1974) y los flujos de recursos en sistemas productivos de altura (Baker y Little 1976). Los antropólogos de la década de 1970 participaron en algunos debates políticos como testigos expertos en defensa de los intereses cultuales andinos. Los temas incluían la crítica a los programas que descuidaban las tecnologías andinas (Forman 1978) o buscaban reemplazar los cultivos locales por variedades importadas mal adaptadas, la defensa de las tradiciones andinas en el cultivo y consumo de la hoja de coca (Carter y Mamani 1978, América Indígena 1978), la oficialización de los idiomas quechua y aymara (Albó 1979) y la modificación de las prácticas de la Iglesia ante las demandas de los feligreses andinos (Marzal 1973). Una aplicación de la antropología admirable fue (y lo sigue siendo) el esfuerzo de Verónica Cereceda al aliar a los tejedores del área de Sucre con un museo y una tienda cooperativa, con el propósito de hacer remunerativos los tejidos andinos de gran calidad. Antes de 1985 muchos etnógrafos entendieron que la migración urbana y la creación de barriadas andinas en ciudades criollas estaban creando una órbita andina que excedía el universo agrícola (e.g., Matos Mar 1977 [1957], Golte y Adams 1987, Lobo 1984, Oliart 1984). Menos estudiado, y probablemente gratificante para la investigación futura, es el ingreso de investigadores de países que anteriormente no habían mostrado gran interés en América Latina. La participación del Japón al comienzo se concentró en el estudio arqueológico, pero hacia 1985 el grupo de Shozo Masuda incluyó antropólogos socioculturales uno de los cuales, Hiroyasu Tomoeda, continuaría produciendo varios volúmenes editados en asociación con Luis Millones (1992). El Seminar für Völkerkunde, en la ciudad alemana de Bonn, heredó de Max Uhle y Hermann Trimborn un fuerte sesgo hacia la antropología histórica, pero entre sus miembros, Roswith Hartmann
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buscó abrirse un camino hacia la etnografía (1971-72). Desde la década de 1960 hasta 1990 Yurii Zubritski parece haber disfrutado una franquicia monopólica de los estudios de campo andinos publicados en la URSS. Produjo unas pocas obras en otras lenguas que no fueran el ruso (1964). Una pequeña misión polaca, con participación mixta de arqueólogos y sociólogos, y con escasos antecedentes en antropología metropolitana, en 1978 llegó hasta el río Huaura. Produjo una obra meritoria (Posern-Zielinski 1982) que anunció la hoy impresionante presencia de Polonia en la antropología andina. 9. ¿Etnología de quién, para quién? Retomando la pregunta inicial acerca de cuándo y cómo el encuentro andino-europeo adoptó conscientemente una forma intelectual, el estudio etnológico de las poblaciones andinas despliega solamente un débil desarrollo linear continuo. En su mayor parte, el trabajo intelectual a lo largo de la divisoria imperial tuvo lugar durante cortas oleadas de investigación intensiva que tendían a ser olvidadas antes de comenzar la siguiente oleada. ¿Qué tiene que ver esto con la situación de montaña como tal? Durante largos períodos las poblaciones tanto de los Andes como de los Himalayas desarrollaron instituciones de montaña notablemente endógamas. El Tíbet experimentó algunos períodos de gobierno externo, que comenzaron más temprano que en los Andes: una intervención China (c. 750-821 d.C.), un gobierno mongol semiautónomo (1270-1350 d.C.) y el dominio de la dinastía china Qing (1724-1910 d.C.). Pero durante la mayor parte de estos períodos, el Tíbet (o al menos la región de Amdo) parece haber mantenido un espacio de marcada autonomía cultural con instituciones sacerdotales y aristocráticas diferentes de los estados vecinos. Solo desde 1951 el gobierno chino ha fomentado una invasión demográfica masiva, juntamente con una ingerencia política que afectó el gobierno local e intentó extirpar la religión. En contraste, en los Andes virreinales la intervención militar comenzó más tarde pero la dominación territorial y cultural comenzó más temprano. En los Andes la dominación externa no tomó la forma de hegemonía ejercida por un Estado precapitalista o feudal, como pasó en Tíbet a partir del siglo VIII. La intervención en los Andes fue ejercida desde el comienzo por un Estado incipientemente capitalista y típico de la “modernidad temprana” de los siglos XVI y XVII, con sus respectivas facetas reformistas, contrarreformistas, absolutistas e imperiales. Irene Silverblatt (2004) sostiene que los virreinatos americanos se convirtieron en la fragua que dio forma a los aspectos burocráticos y raciales de la modernidad. Como campesinos, “la gente llamada indios” fue rápidamente integrada a la economía mercantilista transatlántica. Sin embargo, culturalmente, “la gente llamada Indios” durante largos períodos se convirtió en una población aparte —distanciada no
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por límites territoriales, como en Tíbet, sino por mecanismos típicos de la modernidad temprana para fijar límites sociales. El cambio colonial erosionó selectivamente la “gran tradición” andina de élites estatales y sacerdotales. La sociedad colonial y la república temprana erigieron fronteras invisibles. El proyecto legal de la “República de Indios”, aunque solo parcialmente concretado, pretendía separar a la población andina de la sociedad mercantil que ella misma sostenía económicamente. Los andinos eran especialmente apartados en la sierra. Ellos fueron socialmente segregados mediante estigmas contra el matrimonio entre castas y la “sangre” contaminada por mezclas interétnicas. La separación estaba económicamente reforzada mediante deudas tributarias, servidumbre y otras cadenas que impendían la mobilidad social horizontal o vertical. En tiempos recientes, una frontera invisible perteneciente al reino del lenguaje se hizo importante. El monopolio del castellano sobre el discurso autoritativo desplazó el quechua de la categoría de “lengua general” a lengua regional, y en algunas partes a lengua de un campesinado étnicamente diferenciado. Los hábitos culturales andinos que sobrevivieron lo hicieron a través de la descentralización y la incorporación de fuertes mecanismos sociales de control de los recursos locales. Otros mecanismos incluyeron disyuntivas simbólicas entre gente confiable y q´alas foráneos, y, a veces, la clandestinidad o “privacidad cultural”. Así como la etnología de sociedades espacialmente aisladas floreció en épocas en las que los extranjeros sentían una necesidad de extraer conocimiento más allá de las fronteras geográficas (por cualquier razón, de expoliación o desinteresada), la etnología andina y sus análogas florecieron en épocas en las que los extranjeros sentían una necesidad de conocimiento sobre el reino del “Otro”, a través de fronteras sociales o, cada vez más, por debajo de ellas. Ello no fue siempre así. Los encuentros tempranos entre los conquistadores españoles y los nobles incas dan por momento la sensación de una confrontación entre sociedades soberanas separadas. Pero desde 1550 hasta mediados de la Colonia, la empresa de erigir y mantener una disyuntiva entre los andinos y las sociedades transatlánticas fue en sí misma la fuerza motriz de la investigación administrativa. La presencia de la frontera generó tensiones y problemas que, a su vez, requirieron de mayores expediciones hacia la sociedad indígena. Por ejemplo, el muro creó un refugio para la preservación de religiones imperialmente proscritas, cuya persistencia requirió de una investigación “extirpativa”. Las fallas del imperio mercantil español al nivel de las bases andinas —despoblación, fugas, empobrecimiento, rebeliones— periódicamente justificaban la búsqueda de mayor información. Pero una vez que la frontera social colonial estuvo definida (desde los tiempos de Toledo hasta mediados del siglo XVIII), la característica más sorprendente de la situación fue el ligero grado en que el conocimiento cultural la cruzó en forma ascendente, en comparación con el inmenso flujo de riquezas succionado a través de ella.
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Posteriormente, a lo largo de la era borbónica, las debilidades económicas y los estallidos políticos nacidos de esta constelación, junto con la búsqueda de soluciones técnicas, motivaron los permisos para investigar concedidos a individuos no-americanos y a peritos españoles. Entre los muchos a quienes se les asignó la tarea de investigar los recursos explotables de América, Juan y Ulloa fueron los más dispuestos a defender los “recursos humanos” del imperio. Otros observadores extranjeros y peninsulares se inclinaron, por el contrario, a ver a la población serrana del virreinato tardío como lo opuesto a un recurso. Para los ojos extranjeros la gloria de los Andes, a diferencia de la de los Himalayas, era remota en el tiempo así como en el espacio. A fines de la Colonia y durante el siglo XIX las pioneras investigaciones francesas, alemanas, inglesas y norteamericanas sobre las poblaciones andinas resultaron predominantemente anticuarias. La relevancia de la “degenerada raza indígena” a los esplendores arcaicos se consideró marginal. El surgimiento de una perspectiva etnológica moderna en las décadas posteriores se debió, en parte, al descontento de las élites provinciales hacia el hipercentralismo. Los intelectuales del Cuzco alrededor de 1900 se irritaban ante los límites tácitos que acordonaban a la sociedad andina fuera de la respetabilidad intelectual, ya que la devaluación del Perú nativo formaba parte de un paquete de ideas que también impedía la reivindicación de sus urgentes y legítimas demandas regionalistas. La antropología capitalina tiene otra raíz. Durante el período de la II Guerra Mundial, Valcárcel buscaba conectar las preocupaciones indigenistas provinciales con políticas reformistas limeñas a través de varios nexos, entre los que se incluyen el nuevo Instituto de Etnología de la Universidad de San Marcos. Ante audiencias cercanas al centro del poder, festividades “incas”, museos, revistas y espectáculos folclóricos proyectaron la “indianidad” como una parte nuclear de la “peruanidad”. Décadas más tarde, cuando el gobierno revolucionario y nacionalista de Juan de Velasco imponía un modernismo “clasista” poco simpatizante con el pluralismo, el estudio de la narrativa “folk” adquirió una nueva connotación de contracultura. El éxito meteórico de Gregorio Condori Mamani (traducido por Ricardo Valderrama y Carmen Escalante Gutiérrez, 1977) ejemplifica el momento. Esta elocuente autobiografía oral doble cuenta en quechua la vida de un pobre cargador y su esposa en el Cuzco prereforma agraria. El libro tuvo absortos a los lectores urbanos justo en el momento en que el Perú estaba digiriendo la experiencia de su reforma agraria radical. Además de las reediciones en castellano, las traducciones a otros idiomas han sido utilizadas ampliamente en cursos de universidades extranjeras. Al convertirse en clásico andino, Gregorio Condori Mamani produjo un efecto paradójico: infundió en las percepciones foráneas de los quechuahablantes el patetismo de la conmiseración, justo en el mismo momento en el que los quechuahablantes deseaban ser considerados de otra manera.
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La etnografía andina del siglo XX también debe mucho a un segundo factor: los intentos en países noratlánticos de exportar las ciencias sociales. El encuentro —¿deberíamos decir desencuentro?— entre, por un lado, la antropología, politología, sociología y económica en sus expresiones norteñas y, por el otro, los indigenismos latinoamericanos, tuvo como propósito expreso la mejor “integración” de poblaciones rurales en los estados y mercados nacionales de cada país. Hacia mediados del siglo XX, las aspiraciones de los gobiernos andinos al desarrollo económico mediante la modernización y la “integración” de las comunidades rurales (y no mediante la revolución, ya realidad en Bolivia), crearon un terreno común entre burocracia y ciencias sociales. El relativo fracaso del capitalismo y del Estado entre poblaciones de altura se hizo penosamente evidente en (por ejemplo) los anuarios estadísticos de la OEA y la Organización Panamericana de Salud. Por primera vez, desde la era borbónica, la modernidad en el arte de gobierno pareció demandar una etnología ministerialmente organizada y capaz de informar sobre los pueblos excluidos. De una guerra mundial nacía una antropología mundial. En el período de posguerra, la antropología noratlántica expandía su alcance desde el estudio de las sociedades “primitivas” y tribales al estudio de los campesinados y los proletarios nativos. Mientras que los etnógrafos británicos ahora juzgaban como etnológicamente interesantes a las minas sudafricanas —así como sus pares holandeses a las plantaciones coloniales en Indonesia— los estudiantes graduados norteamericanos recibían entrenamiento para estudiar la “sociedad compleja” en Puerto Rico o México. Fue un cambio fundamental: las antropologías de Malinowski, Boas, y Lévi-Strauss habían contemplado a las poblaciones minoritarias y aisladas, pero Julian Steward, Eric Wolf, y Max Gluckman propusieron una etnología de las poblaciones mayoritarias. Fueron los veteranos de la Guerra Civil Española y de la II Guerra Mundial quienes hicieron a la antropología tomar consciencia de los campesinos de las Américas como hacedores de historia, y no simplemente como indígenas “asimilados”. A medida que instituciones gigantes como la Fundación Ford o el Departamento de Estado de los Estados Unidos abrazaron el desarrollismo, los estudios latinoamericanos supieron obtener importantes fuentes de financiamiento, notablemente después de 1957, cuando el pánico del Sputnik abrió las compuertas del erario federal. Las universidades de Berkeley, Columbia, Cornell, Illinois, Pittsburgh, Wisconsin y muchas más organizaron centros de estudios latinoamericanos por los que pasaría la mayoría de los andinistas estadounidenses. Algunos de sus profesores, como Holmberg, abrazaron el meliorismo “panamericano” y otros, como Wolf y Nash, dudaron por olfatear una atmósfera de Guerra Fría. Este trasfondo político ha sido discutido hasta el agotamiento en las asociaciones antropológicas durante sus épocas de cilicio y ceniza, aproximadamente desde 1990 hasta mediados de la década de 2000.
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La etnología es teoría de la diversidad o es nada. Pero la diversidad apenas cabía en los modelos de desarrollo de los años 1945-1990. Lo mismo se puede decir acerca de las teorías de revolución. Por lo tanto el contacto entre la etnología y la política resultaba a veces poco mejor que un diálogo de sordos. Durante las décadas de 1970 y 1980, los etnógrafos que llegaban del extranjero y aquellos con sede en los Andes parecían encaminados a diferentes rumbos. Aquellos antropólogos extranjeros que habían sido educados en la antropología aplicada, funcionalista y desarrollista, se encontraron en compañía de una generación de colegas andinos igualmente economicista, pero dirigida por certezas marxistas-nacionalistas. Aquellos que pretendían infundir en la etnografía andina la coherencia cerebral del análisis estructuralista, o a brindar la rica pátina cultural de la etnografía boasiana, se encontraron sentados con teóricos de la dependencia y marxistas quienes cuestionaban cada vez más la importancia e incluso la realidad de una cultura andina. Como joven etnohistoriador en el Ecuador durante la década de 1970, este autor sintió que los diálogos teóricos de oídos sordos, la polarización internacional y la afiliación política partidística hacían improductiva la discusión teórica. La generación de mis compañeros ecuatorianos pensaba que yo estaba haciendo trabajo de campo por malas razones. Yo pensaba que ellos tenían malas razones para no hacerlo. A fines de la misma década, la crisis de los pueblos amazónicos ante la “colonización” hacía a otros etnólogos sentir la urgente necesidad de oponerse públicamente al desarrollismo utilitario. En varios países el desengaño con proyectos dirigistas motivó una antropología que pronto iba a autodenominarse “comprometida”. IWGIA, sigla del International Working Group on Indigenous Affairs con sede en Dinamarca, fue fundado en 1968 como respuesta a esta crisis. En Inglaterra, a partir de 1969 Survival International respondió a los informes sobre atrocidades en Brasil, utilizando libremente el vocablo genocide para despertar la consciencia de quienes recordaban el nazismo. En 1972 el antropólogo amazonista David Maybury-Lewis organizó Cultural Survival International, entre cuyo personal figuraron ex voluntarios del Cuerpo de Paz. En 1974 nueve obispos con diversas sedes en la Amazonía auspiciaron en el Perú el Centro Amazónico de Antropología y Aplicación Práctica (CAAAP). Todas estas entidades publicaron meritorios estudios de casos que en su conjunto comenzaban a verse como la etnología de un “cuarto mundo.” Durante los años subsiguientes —años cuya intrincada historia de “antropología comprometida” no cabe en estas páginas— el paradigma asociado con tales entidades alcanzó gran influencia incluso en las provincias altoandinas. Cundió en sectores del cristianismo protestante como en los sectores católicos, en las asociaciones profesionales antropológicas, en innumerables ONG y en la ONU. El trabajo de campo etnográfico se definía cada vez más como un contrato bilateral entre el investigador
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y la comunidad: contrato cuyos términos se volvían controversiales en la medida en que divergían de la clásica postura académica. El discurso de los derechos de los grupos aborígenes se convirtió en un foro a nivel global. Entidades civiles con bases en los países andinos comenzaron a perfilarse internacionalmente sin que la “clase política” tradicional las mediatizaran. La agitación sociopolítica de la época movió las mismas fronteras sociales que habían formado las líneas de referencia para todas las etnografías. Y aquí es donde ocurrió algo verdaderamente nuevo. Quizás por vez primera en el Nuevo Mundo, una tradición cultural de montaña se convirtió en cosmopolita. Como parte de este fenómeno, y para gran sorpresa de los mismos etnólogos, las variadas prácticas y retóricas etnográficas esbozadas en las líneas anteriores resultaron tener poderosos efectos en sí mismos: efectos imprevistos, que trascendieron sus propósitos académicos. A mediados de la década de 1980 una generación de campesinos e hijos de campesinos (principalmente en Colombia, Ecuador y Bolivia) se familiarizaba con la antropología. Pronto la juventud conectada con turismo, ONG, cristianismo progresista, etc., adquirió la perspectiva y el lenguaje de la antropología de corte “comprometida” (Rappaport 2005). Durante el levantamiento indígena ecuatoriano de 1990 y en las protestas antiquintocentenario en 1992, los líderes de la CONAIE (Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador) demandaban “cultura” con la misma vehemencia con la que los sindicatos campesinos y los partidos de izquierda reclamaban “revolución”. El colapso de la izquierda de orientación soviética y del maoísmo peruano dejó pocos rivales en pie. Después de la segunda mitad de la década de 1980 la etnografía adquirió otro centro de gravedad. Personas nacidas en los Andes absorbieron la discusión etnológica como idioma aceptable para articular su “otredad” antes definida por la raza, la nación y la clase social. ¿Cuáles personas? Aparentemente, la actitud autoetnográfica cundió entre gente cuya relación con el legado andino divergía del habitus rural. Se trata de personas cuyo arraigo andino se había complicado: se había vuelto diaspórico, multilingüe o relativizado. Para la generación que se adueñaba del concepto etnológico de la cultura, resultó posible tratar “lo andino” como un legado a interiorizar opcionalmente. Uno piensa en la observación de Clifford Geertz en Islam Observed, pequeño libro acerca de la variable inserción del Islam en Marruecos y en Indonesia (1971: 17): hay gran diferencia entre el sujetar una cultura y el estar sujeto a ella. En algunas universidades provincianas la subcultura académica expresa fuertemente una suerte de antropología y arqueología populares que sujeta “lo andino”. Para los ex campesinos y sus hijos que acceden a la educación superior, la “interculturalidad”, ya oficialmente proclamada por los ministerios de varios estados, genera un marco conceptual más útil de lo que lo fueron los conceptos de la nación, la clase y la raza: marco más orientado hacia el agente, más libre, menos jerárquico y
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más cosmopolita. Resulta ser una plataforma maravillosa para practicar la etnografía. Pero la “indianidad” en calidad de opción personal o movimiento social necesita una dimensión imaginativa, una proyección hacia el futuro, tal vez una utopía. ¿Puede la etnografía constituir el género adecuado para satisfacer este apetito? Como señala Alcida Ramos (2008), los jóvenes que pintan murales y escriben páginas de Internet “neoindianistas’ en instituciones que ya no son más racialmente exclusivas, lo hacen sin mayores consideraciones de los cánones académicos típicos de la antropología. El futuro papel del antropólogo en una compañía tal aún no se define: ¿seremos guías críticos? ¿Proveedores de conocimiento cosmopolita? ¿Intérpretes? Resulta un enigma. Pero un enigma es mejor que un alejamiento. Al menos estamos en condiciones de reconocer a los nuevos colaboradores no como casos especiales de etiquetas tales como “intelectual nativo” o “intelectual orgánico”, sino simplemente como intelectuales. Bibliografía Accarette, du Biscay 1998 Viaje al cerro rico de Potosí, 1657-1660. La Paz: Editorial Los Amigos del Libro. [1657] Acosta, José de 1987 Historia natural y moral de las Indias. J. Alcina Franch (ed.). Madrid: Historia 16. [1590] Adams, Alexander A. 1915 The Plateau Peoples of South America: An Essay in Ethnic Psychology. Nueva York: E. P. Dutton & Co. Adams, Richard N. 1953 “A Change from Caste to Class in a Peruvian Sierra Town”. Social Forces 31: 238-244. 1959 A Community in the Andes: Problems and Progress in Muquiyauyo. Seattle: University of Washington. Adorno, Rolena 1978 “Felipe Guaman Poma de Ayala: An Andean view of the Peruvian viceroyalty, 1565-1615”. Journal de la Société des Américanistes 65 (1): 121-143. 2001 Guaman Poma and His Illustrated Chronicle from Colonial Peru: From a Century of Scholarship to a New Era of Reading = Guaman Poma y su crónica ilustrada del Perú colonial: un siglo de investigaciones hacia una nueva era de lectura. Copenhagen: Museum Tusculanum Press-University of CopenhagenThe Royal Library.
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Capítulo 2 ANTROPOLOGÍA Y ANTROPÓLOGOS EN EL PERÚ: discursos y prácticas en la representación del indio, 1940-1990 Pablo Sandoval
H
a entrado el Perú en una nueva etapa de su política indigenista. Concurren a la iniciación de este período [...] el Estado, los servicios y agencias de ayuda técnica-internacional y los institutos especializados, con el consciente apoyo de los directamente beneficiados, los pueblos campesinos [...] La presencia del conocedor de hombres y de pueblos [el antropólogo] ha resultado muy eficaz no sólo para orientar los proyectos sino para establecer un trato conveniente con los campesinos, la mayoría de los cuales poseen una cultura que no es la nacional u oficial [...]. (Luis E. Valcárcel 1958) Valcárcel representa la corriente pesimista acerca del mestizo. Pero toda persona que haya vivido en muchas ciudades y aldeas de la sierra, sabe por propia experiencia que el mestizo no representa solo “un borroso elemento de la clase media”, sino la mayoría y, en algunos casos, como en los pueblos del valle alto del Mantaro, la totalidad de la población de estas ciudades y aldeas [...] El estudio del mestizo es uno de los más importantes de los que la antropología está obligada a emprender en el Perú. Hasta el presente solo se han escrito ensayos que tienen reflexiones sobre el problema; no se ha cumplido aún un verdadero plan de investigación en contacto con el hombre mismo. (José María Arguedas 1952) El campesino que migra [a la ciudad] rápidamente accede a situaciones culturales nuevas y a ocupaciones no agrarias. Por sus contactos continuos y cada vez más frecuentes con el mundo urbano aprende castellano, se alfabetiza, vence etapas y supera a los intermediarios de la dominación interna regional. Esta movilidad afecta las relaciones con su estrato, pues lo hace pasar de un sistema familiar o de linajes a uno de clases, a través de lo urbano [...] y lo hace participar en la sociedad nacional en diversos grados y formas. (José Matos Mar 1970)
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Dejemos que investiguen lo que quieran, aquellos que disponen de una inmensa cantidad de recursos que se hallan lejos de nuestro alcance [...] Nosotros tenemos la obligación de señalar que es lo que más nos interesa. Debemos dar prioridad a los problemas y señalar los más urgentes e inmediatos. Ya no es tiempo que dediquemos esfuerzos a observar las variedades o variaciones lingüísticas, o la forma cómo se come una cebolla, antes que explicar el problema fundamental del campo: el problema de la tierra, nuestra situación actual económico-social y el sistema opresivo que mantiene en la miseria a todo el pueblo. (Osmán Morote Barrionuevo 1969)
1. Introducción Me ha parecido pertinente proponer, para empezar este ensayo,1 la lectura atenta de cuatro citas que condensan los ejes necesarios para contextualizar el itinerario de la antropología peruana. Las tres primeras se refieren a la construcción del objeto, específicamente a cómo el “indio” se fue introduciendo, definiendo y recreando como tema de análisis antropológico. La cuarta, tiene que ver con las dimensiones explícitamente políticas de este proceso. Como desarrollaré a continuación, estos ejes se han superpuesto a lo largo del desarrollo de la antropología peruana. Precisamente es en esta interacción (entre el desarrollo de la indagación antropológica y sus circunstancias políticas, sociales y discursivas) donde deseo situar la compresión de una disciplina que se trazó desde sus orígenes la tarea de reconocer la diversidad cultural de las poblaciones indígenas en el Perú en el contexto de un país fragmentado y desarticulado. De manera específica, lo que intento es plantear cuatro puntos de reflexión —entre otros posibles— sobre el tipo de representaciones que la antropología peruana ha construido acerca del indio, sea en su pasado (vía la etnohistoria) como en su presente (mediante la etnografía).2 Es decir, comprender los vínculos que se establecieron entre el indigenismo y la antropología, en un arco temporal que se inicia en 1946 (con la 1
Las siguientes páginas buscan plantear algunas notas de discusión para futuras investigaciones. No se trata —de momento— de una investigación sustentada en archivos, ni entrevistas, y he evitado recurrir, en la medida de lo posible, a referencias bibliográficas exhaustivas. No tomo en consideración la antropología amazónica pues ha seguido un itinerario distinto. Me baso principalmente en mis anotaciones del curso “Antropología Peruana” que dicté el 2009 en la Escuela de Antropología de la Universidad de San Marcos. Este breve ensayo fue escrito entre 2009 y 2010.
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Para dicho fin, esta propuesta toma como horizonte una nueva corriente historiográfica de crítica antropológica donde se articulan el exhaustivo trabajo de archivo con la recopilación intensiva de entrevistas y testimonios orales. Esta corriente fue iniciada por Hallowell (1974) y continuada después por Stocking Jr. (1987, 1995), Vincent (1990), Kuklick (1992), Stolcke (1993), Schumaker (2001) y Goody (1995), quienes han renovado nuestra comprensión histórica de la disciplina.
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fundación del departamento de antropología, en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos) y culmina en la década de 1980 con el intenso debate político e intelectual que antropólogos e historiadores desarrollaron acerca de la modernidad de la “cultura andina”, en un contexto de profunda crisis social, debacle económica y violencia política. Lo que busco es poner a discusión un conjunto de temas que permita reflexionar cómo sus practicantes definieron entre las décadas de 1940 y 1980 lo que se denominó el “problema indígena y/o campesino”; y lo más importante, ubicándose ellos mismos —en el transcurso de cambios teóricos y vaivenes políticos— como los intérpretes científicos —y por momentos morales— de sus procesos y tendencias. Me interesa resaltar la insistencia de estos/as intelectuales por convertirse en los portavoces científicos de la “cultura andina”, y problematizar los distintos diagnósticos que levantaron sobre la diversidad cultural en los Andes, cuyo fin último era influir en el ámbito de la cultura y la política nacional. Adelantando una conclusión, podría decirse que en la década de 1940 buena parte de la antropología peruana delineó su primera agenda de docencia e investigación bajo la trama política y moral del indigenismo, patrocinada por su principal organizador estatal y exponente intelectual, Luis. E. Valcárcel. Se vinculó una década después a las vertientes culturales de las teorías desarrollistas y de modernización (en menor medida a la corriente lévi-straussiana del estructuralismo), se sumó luego a las críticas que dependentistas y marxistas hicieran a la interpretación dualista (tradición vs. modernidad) de la estructura social latinoamericana, y en las dos últimas décadas, ha participado de las discusiones sobre las posibilidades de un proyecto de desarrollo intercultural (Cadena 2008). Sin embargo, este proceso intelectual no ha seguido un camino lineal ni evolutivo. Por el contrario, pese a las diferencias teóricas e ideológicas de sus practicantes, la disciplina ha perseguido en el tiempo una agenda común en la reiteración de su tema de estudio: esto es, el estudio de la “cultura andina”, logrando acumular en pocos años un amplísimo corpus etnográfico sobre su principal forma de organización social: la comunidad campesina (Pajuelo 2000, Urrutia 1992, Mossbrucker 1991, Peña 2001). Usualmente esta simbiosis entre indigenismo y antropología ha sido tomada como obvia y natural; sin embargo, es necesario situarla en el contexto de las inquietudes políticas del indigenismo en América Latina, y reflexionar hasta qué punto este proyecto logró moldear sus interrogantes, impregnar sus debates e incentivar sus agendas de investigación. Pese a especificidades y diferencias nacionales, lo cierto es que la naciente antropología en América Latina (Serje 2008) profundizó luego de la II Guerra Mundial un nuevo ciclo en la antigua disputa —esta vez en clave etnográfica— por la representación simbólica del “indio”; como ocurría simultáneamente en África y Asia, donde la antropología de postguerra discutía críticamente sobre las nociones de
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“sociedad tribal” y “sociedad de castas”, diseñadas anteriormente por la antropología británica y francesa (Asad 1993, Mafeje 1971, 1976, Feierman 1993, Appadurai 1986, Said 1989, Lienhardt 1976, Cooper 2004). 2. Preámbulo: la antropología peruana en el marco de América Latina Quizá un buen punto de partida sea asumir que la historia de la antropología en Perú y América Latina debe ser comprendida como el desarrollo de un “saber periférico”, si bien bajo ciertas particularidades. No fue una disciplina que dependió exclusivamente de los vaivenes teóricos de las corrientes euroamericanas; aunque tampoco elaboró “autónomamente” sus propias teorías y paradigmas (Krotz 1993, 1996, Cardoso de Oliveira 1996, 2000). Una perspectiva historiográfica más detallada precisaría más bien que fue una antropología “heterogénea”; vale decir, una comunidad académica que estuvo siempre conectada a las diversas redes de intercambio intelectual euroamericano, aunque tensionada constantemente tanto a sus necesidades políticas como a sus propias tradiciones intelectuales, en particular con el indigenismo. Fue bajo la influencia de ésta corriente ideológica que la antropología se conectó pronto con los dilemas nacionalistas de construcción e integración estatal, que enmarcaron las políticas modernizadoras y populistas de buena parte del siglo XX latinoamericano (Jimeno 2005). Lo cierto es que el indigenismo latinoamericano diseñó e institucionalizó la ideología racial del mestizaje, permitiendo que las élites usaran ese lenguaje para justificar su presencia hegemónica identificándose como “mestizas” y definiendo al “Otro”, al indio, como objeto de su intervención. Visto así, la tarea del indigenismo fue integrar, sacando de su aislamiento y sus formas premodernas, a la población indígena. La antropología vino a ocupar entonces un lugar destacado en la ejecución de políticas públicas y en la elaboración de un nuevo discurso moral de construcción nacional, pues se le asignó la tarea de promover y facilitar la necesaria integración cultural y política del indio, históricamente postergado de la nación (Baud 2003, Davies 1974). Para ello se propuso implementar una nueva forma de conocimiento científico aplicado. La oportunidad política se presentó con las necesidades estatales del México post-revolucionario (Dawson 1988), pero desbordó pronto ese territorio y en muchas partes de América Latina se articuló a otras propuestas estatales de “revolución cultural” que buscaban modernizar la mentalidad, los hábitos y el modo de vida de la población indígena. En lo esencial, esta “revolución cultural” aspiraba a formar un “hombre nuevo”, racialmente mestizo, culturalmente nacionalista y políticamente ciudadano. En cualquiera de los casos, la antropología indigenista representó en América Latina una formulación no-india del “problema indígena”, una visión urbana sobre lo rural,
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en tanto fue un esfuerzo intelectual citadino por imaginar la modernidad desde sus márgenes nacionales y desde la ubicación periférica de los pueblos indígenas (Knight 1990, Kristal, 1991, Coronado 2009). Sin embargo, como señala Stavenhagen (2010), entre las décadas de 1950 y 1980, esta incipiente antropología indigenista fue modificando sus planteamientos y también sus vínculos con el Estado. Su enseñanza se institucionalizó y profesionalizó en las universidades latinoamericanas,3 y se fue abriendo paso en las ciencias sociales de la región otros enfoques alternativos y críticos al indigenismo, como la teoría de la dependencia, el marxismo y el estructuralismo de la CEPAL, transformando la comprensión de las relaciones de poder existentes entre el Estado y las poblaciones indígenas. Aunque la recepción de estos nuevos enfoques tuvo dimensión latinoamericana, ello no quiere decir que no hayan asumido ritmos y particularidades nacionales como en México, Perú y Brasil. Por ejemplo, vía la tesis del “colonialismo interno” cuyo impacto fue importante en México (Lomnitz 2007, Hewitt de Alcántara 1984), o la propuesta de las “fricciones inter-étnicas” que consolidó una escuela etnográfica significativa en Brasil (Correa 1987, Melatti 1982, Viveiros de Castro 1999, Pacheco de Oliveira 2005, Peirano 1991), como también por una antropología histórica de orientación marxista que se interesó por las interconexiones históricas de los campesinos con el capitalismo y el sistema mundial (Kearney 1996, Wolf 1955, 1966, 1987, Mintz 1985, Roseberry 1989, 1995a, 1995b, y para el Perú, Smith 1989). Pero simultáneamente a la emergencia de estas propuestas, el propio modelo populista de integración nacional que sostuvo al indigenismo ingresa a una profunda crisis, minando la legitimidad de la antropología aplicada que en su versión de la “aculturación” era promovida por antropólogos internacionalmente influyentes como los mexicanos Manuel Gamio y Gonzalo Aguirre Beltrán, cuyas propuestas se irradiaron por toda América Latina a través del trabajo de difusión del Instituto Indigenista Interamericano (Giraudo 2006). Esta coyuntura facilitó el declive de la hegemonía que hasta entonces poseía la tradición culturalista en la formación de los departamentos de antropología de la mayoría de universidades de América Latina,4 y que tanto había influenciado en lecturas, planes de estudio, proyectos de investigación, intercambios culturales y libros de texto.5
Especialmente en México, Brasil y Perú Sobre la formación universitaria puede consultarse, Trajano Filho y Lins Ribeiro (2004), Rodríguez Pastor (1985).
Salvo excepcionalmente Brasil donde los intercambios fueron más variados, especialmente con la tradición francesa (Correa 1987).
El antropólogo Humberto Rodríguez Pastor recordaría así sus lecturas formativas de la década de 1960 como estudiante de antropología en San Marcos: “Nuestras lecturas se centraban en algunos de los clásicos de la antropología de esos años: Melville Herskovitz y su libro El hombre y sus
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Al tiempo que se renovaban los estilos de enseñanza e investigación antropológica en América Latina6, se inicia también en la región el distanciamiento entre la agenda del indigenismo antropológico y la agenda (ya no tan oculta ni incipiente) de los propios actores indígenas. Aun cuando este proceso se inicia muy temprano en la década de 1960, solo logra consolidarse veinte años después, instaurándose una situación que Bruce Albert (1997) ha denominado acertadamente como “post-malinowskiniana”. Esto es, un escenario donde los antropólogos al perder el monopolio en la representación etnográfica de los pueblos indígenas, logran reubicarse luego como testigos, acompañantes o activistas aliados —en una suerte de antropología colaborativa— que defienden los derechos de las poblaciones y organizaciones indígenas (Turner 2004, 2006). Éstas, por su parte, luego de un lento camino de aprendizaje lograron reinventar sus propios discursos históricos e imágenes etnográficas, elaboradas esta vez por sus propias élites intelectuales (algunos de ellos antropólogos), levantando así nuevas demandas étnicas y estableciendo inéditas alianzas políticas (Martínez Novo 2009, Warren y Jackson 2002, Yashar 2005, Rappaport 2007). Sin duda, este cambio radical ha acompañado la emergencia de movimientos étnicos en países como México, Bolivia, Brasil, Ecuador o Guatemala y ha coincidido con un contexto de profundas transformaciones globales que ha posibilitado la producción de nuevas maneras de representar la alteridad del “Otro” indígena (Trouillot 1991, Rita Ramos 1998, Cadena y Starn 2010 [2007], Comaroff y Comaroff 2009). Pero volvamos a nuestro cauce inicial. Pongo entonces en consideración cuatro nudos problemáticos que nos permitan sugerir posibles pistas de investigación y encuadrar una narrativa posible de la antropología peruana.
obras, Ralph Linton y su Estudio del Hombre, Clyde Kluckhohn y su Antropología, y por supuesto Margaret Mead y Ruth Benedict. Teníamos además una obra de cabecera que ayudaba mucho: La Guía Murdock que nos facilitaba la clasificación de la información etnográfica de campo. Y en esos años hizo su aparición Oscar Lewis con su Antropología de la pobreza y varios libros suyos que biografiaban a personajes representativos mexicanos” (2004: 269). Un relato igualmente contextual puede encontrarse en las memorias de Luis E. Valcárcel (1980).
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Simultáneamente en Estados Unidos se daba un proceso de renovación crítica y radical de la disciplina ejemplificada en la publicación de un libro con el título emblemático de Reinventing Anthropology editado por Dell H. Hymes (1972). Un balance contextualizado respecto a esta renovación de la antropología norteamericana puede verse en Roseberry (1996), Darnell (1998) y Vincent (1990).
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3. Formación de la antropología en el Perú y la construcción del “andinismo” antropológico, 1945-1970 Desde su fundación universitaria en 1946, la antropología peruana nació inevitablemente ligada al indigenismo y contribuyó a la construcción de la noción de lo “andino”. Para ello escogió a las pasadas y presentes “culturas indígenas” como su objeto de estudio y representación etnográfica. Planteaba que las prácticas de lo “indígena” podían ser rastreadas en la documentación etnohistórica, y desde allí, mediante una operación de rescate etnográfico que enfatizara las continuidades ecológicas y rituales, era posible comprobar su persistencia casi inmutable en las actuales comunidades campesinas, pese al impacto de cuatro siglos de dominación colonial y experiencia republicana, como a los procesos de cambio locales y nacionales (Núñez del Prado 1953, Ossio 1973). Gracias a esta visión, el conocimiento indígena devino en “pensamiento andino”, y desde ese punto de partida los etnógrafos se lanzaron al campo buscando construir formulaciones teóricas sobre lo “andino” y la comunidad indígena como un sistema social coherente y estable de complementariedad ecológica, reciprocidad y redistribución de “larga duración”. La apreciación de este sistema como básicamente igualitario estaba implícita en la conceptualización misma de la reciprocidad andina (Flores Ochoa 1973, Ossio 1981). Es posible que esta antropología haya intentado seguir las pistas del trabajo pionero de John Murra (1972, 1978), pero omitiendo las advertencias metodológicas y comparativas que éste planteó al formular su propuesta de “control vertical de un máximo de pisos ecológicos” (Wachtel 1973). Pese a que ha sido criticado en los Estados Unidos y el Perú por ser una representación “exotista” de la cultura andina, desprovista de historicidad, influenciada sobremanera por el estructuralismo francés, el funcionalismo británico y la etnohistoria estadounidense (Poole 1992, Cadena 2008), lo que importa aquí es destacar su innegable influencia para marcar el horizonte y los ánimos de investigación de las décadas siguientes (Guerrero y Platt 2000). En efecto, vinculada en sus inicios a los conceptos de “área cultural” y “aculturación” propuesta por la antropología norteamericana7, esta corriente asumió rápidamente una postura teórica que coincidía en sus presupuestos básicos con la del Handbook of South American Indians. En esta, el concepto de “área cultural” relacionaba las
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Principalmente por Alfred Kroeber, Melville Herskovits, Robert Redfield, Ralph Linton y Julian Steward. En el marco de esta perspectiva entre 1946 y 1959 se publica el Handbook of South American Indians (Steward 1946-59), cuyos 7 volúmenes presentan una visión panorámica de las áreas culturales indígenas sudamericanas. Para el área andina, destacan entre otras contribuciones las de Miskhin, Kubler, LaBarre y Tschopik. Para un buen resumen sobre las nociones “aculturación” y “área cultural” véanse Redfield et al. (1936) y Steward (1943 a y b). Para una visión crítica de la noción de “área cultural” véase Wallerstein (1997).
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nociones de territorio y cultura como ámbitos equivalentes: una cultura se apropia de un territorio y se reproduce en su interior. Así, los límites culturales coincidían con sus fronteras territoriales y la interacción entre grupos (o áreas) solo podía realizarse entre bloques homogéneos: el área cultural andina con la mesoamericana, por ejemplo (Valcárcel 1947). Este “andinismo” se conectó pronto con redes y financiamientos de investigación de alcance regional (Nugent 2010). Patrocinada por el Estado peruano, sus primeras instituciones fueron el Museo de Cultura Peruana (1945), la revista Perú Indígena (1948),8 el Instituto de Etnología y Arqueología de la Universidad de San Marcos (1946) y la sección peruana del Instituto Indigenista Interamericano (1946).9 En las siguientes dos décadas esta generación de antropólogos/as logró convertirse en una comunidad establecida, conectada a redes de peruanistas —principalmente de EE. UU.—10 y conocedora en el terreno de un “área cultural”, rivalizando incluso con la antropología mexicana y opacando en sus inicios el desarrollo de la disciplina en los países vecinos —Bolivia, Ecuador, Chile y Colombia— (Cadena 2008). Por su importancia crucial en la conformación moderna de las ciencias sociales en el Perú, una mirada atenta a este periodo fundacional debiera tomar en consideración el conjunto de la obra antropológica de personajes claves como el indigenista Luis E. Valcárcel, e influyentes antropólogos como José Matos Mar, Efraín Morote Best, Allam Holmberg, Mario Vázquez,11 Héctor Martínez, John Murra y José María Arguedas,12 cuyas obras etnográficas e intervenciones públicas y literarias —en el caso del último de los mencionados— marcaron fuertemente la agenda de investigación 8
Igualmente queda pendiente la revisión y análisis de las revistas América Indígena, Revista del Museo Nacional y Folklore Americano, donde escribieron los principales protagonistas del indigenismo antropológico peruano y latinoamericano.
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Luego del congreso indigenista de Patzcuaro realizado en México (1940), se crea en 1946 el Instituto Indigenista Peruano (IIP), que implementa poco después el Plan Nacional de Integración de la Población Aborigen. Sobre las investigación antropológicas de este Instituto véase, Martínez (1970) y Martínez y Samaniego (1977).
Por esos años es importante la presencia de fondos de investigaciones e intercambio cultural financiados por instituciones norteamericanas como la Fundación Ford, el Social Science Research Council, la fundación Wenner Gren y el Instituto Smithsoniano.
En particular su tesis doctoral (1952) que resume bien el tránsito del indigenismo antropológico a las propuestas de modernización, y que le sirven de base para su posterior participación en el diseño e implementación de la Reforma Agraria velasquista.
En el caso de Arguedas es necesario un mayor análisis para comprender los cambios en sus orientaciones etnográficas comparadas teniendo en cuenta primero sus monografías “nacionales” (Huamanga, Puquio, Valle del Mantaro, Chimbote) y el trabajo simultáneo sobre las comunidades de España.
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de la antropología andina entre las décadas de 1940 y 1970. Si hacemos un repaso de los tópicos académicos que se asumió en esta primera etapa, nos encontramos con un conjunto de temas que permanecerán vigentes décadas después, aunque bajo lecturas teóricas y etnográficas distintas: el rescate del folclore andino, las posibilidades del mestizaje cultural, las ambivalencias culturales entre tradición y modernidad, la migración del campo a la ciudad, la ecología andina y la etnohistoria como una manera de reescribir el pasado histórico prehispánico. Una comprensión más precisa de esta etapa, debe prestar atención a la influencia que tuvo el indigenismo mexicano y el culturalismo antropológico norteamericano en la formación de las primeras promociones de antropólogos en la Universidad de San Marcos (Martínez 1990). Este influjo se dejó sentir en los proyectos que desarrolló el Instituto de Etnología de San Marcos en el valle de Virú (1948-1951), en la cuenca de Cañete (1948-1950), pero especialmente en el proyecto que realizó entre 1952 y 1955 en las comunidades de Huarochiri (Matos Mar 1958); también en el denominado “Plan Nacional de Integración de la Población Aborigen” llevado a cabo por el Instituto Indigenista Peruano;13 pero en especial en las investigaciones etnográficas realizadas en el mundialmente famoso “Proyecto Vicos de antropología aplicada” (1952-1966). Este proyecto fue una ambiciosa propuesta de modernización y “cambio cultural” de las poblaciones indígenas dirigida por la Universidad de Cornell y el Instituto Indigenista Peruano y que se implementó en el marco de las preocupaciones norteamericanas en el delineamiento de la guerra fría en América Latina y el tercer mundo (Bolton et al. 2010). De todas las experiencias iniciales, fue ésta la que más impacto tuvo en la confluencia de un selecto grupo de antropólogos norteamericanos y el entrenamiento de un significativo número de estudiantes de antropología de la Universidad de San Marcos.14 Sin duda, fue en su momento el intento más ambicioso por superar las lecturas indigenistas de las poblaciones indígenas y ofrecer por el contrario una “teoría científica” sobre el cambio cultural de los indígenas de la serranía peruana.
La literatura es abundante. Un listado se encuentra en Plan nacional de Integración de la Población Aborigen (1963).
Algunos profesores norteamericanos impartieron clases en la Universidad de San Marcos, con el apoyo financiero de la Comisión Fulbright. Igualmente fueron importantes otros profesores visitantes como Juan Comas (España), Jean Vellard (Francia), François Bourricaud (Francia), este último de mayor influencia teórica en la renovación de las miradas del medio rural. Véase en especial, Cambios en Puno. Estudios de sociología andina (1967).
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4. El indio y el poder en el Perú: dominación y conflicto en la sociedad rural en las décadas de 1960 y 197015 Aun reconociendo los intentos de la naciente antropología peruana por elaborar una comprensión más objetiva de las poblaciones andinas, pronto se verá desbordada por un conjunto de procesos sociales y políticos que cambiará sustancialmente el paisaje del poder rural en la década de 1960. La acelerada modernización de la sociedad rural puso en tela de juicio las lecturas previas, y los antropólogos descubrían que los propios campesinos buscaban vías alternativas de articulación a lo que entonces se denominaba “sociedad nacional”. En pocos años, una serie de acontecimientos fueron delineando el rumbo del cambio, en particular, la ampliación del mercado interno y la vertiginosa urbanización e industrialización de las ciudades, abriendo de este modo nuevas opciones económicas en la serranía peruana. Esta situación provocó que en Perú, como en otros países de América Latina (Mallon 1992, Peña 1997, Palacios 2008), aconteciera una transformación cultural de mayor densidad: la expansión del bilingüismo, la escolarización campesina, la difusión de medios de comunicación masiva, el crecimiento demográfico y la migración a las ciudades. Situados en un contexto de expansión del capitalismo rural y de una mayor presencia del Estado, los campesinos se constituyen en actores políticos, logran establecer una alianza estratégica con incipientes agrupaciones de izquierda, cuyo resultado fue la formación de un inédito movimiento social que enfrentó directamente el poder de los hacendados (Handelman 1974). En pocos años y mediante sucesivas tomas de tierras consiguen desequilibrar el viejo sistema oligárquico de intermediación política, estratificación social y jerarquización étnica que hasta entonces habían monopolizado gamonales, terratenientes y hacendados. Mostraban de este modo que era posible derribar el viejo “triángulo sin base”, arrinconar al gamonalismo y minar las bases de dominio de los mistis. Tomados en conjunto estos hechos socavaron la legitimidad de la estructura de dominación tradicional entonces vigente e incitaron, bien o mal, a que gobiernos civiles (Belaúnde 1963-1968) y militares (Velasco Alvarado 1968-1975) declararan, por temor o convicción, la necesidad de llevar adelante una profunda reforma agraria que redujera la posibilidad de una insurrección campesina en los andes (Remy 1990, 1995).16
Hago explícita alusión al libro El indio y el poder en el Perú que publicara el Instituto de Estudios Peruanos (Fuenzalida et al. 1970) con textos fundamentales de Fernando Fuenzalida y Enrique Mayer.
Un puñado de antropólogos trabajaron directamente en la elaboración de la reforma agraria velasquista como Mario Vásquez, Carlos Delgado, Stefano Varese, Alberto Chirif, entre otros. Véase, Mayer (2009).
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Para los jóvenes antropólogos que iniciaban sus actividades de formación académica, estos eventos coincidieron con la extraordinaria coyuntura histórica de los años sesenta. Recordemos que un conjunto de acontecimientos nacionales y mundiales inquietaron sus ánimos políticos: las imágenes triunfantes de la Revolución cubana, los discursos utópicos del movimiento estudiantil europeo y latinoamericano, los retratos juveniles de la Revolución cultural china, la resistencia vietnamita a los EE. UU.; y en el Perú, el trágico final del intento guerrillero del Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR) y el Ejército de Liberación Nacional (ELN) a mediados de los 60s. En este contexto, lo mejor de la antropología y las ciencias sociales se dejó impactar por estos cambios, reorientando muchas de sus premisas, y esforzándose por sintonizar con una realidad rural en la cual se advertía la transformación de los antiguos patrones de adscripción étnica. Un buen número de trabajos antropológicos tendió entonces a ubicar al “indio” en la historia y a considerar las identidades étnicas como dinámicas y flexibles, superando en parte la esencialización indigenista de años anteriores (Degregori 1995). Consolidan una agenda de investigación sobre “la nueva sociedad rural”, que en el caso de Cotler (1968) logró ofrecer una nueva forma de entender las relaciones políticas entre “indios”, “mestizos” y el Estado-nacional, delineando tendencias de cambio social a mediano plazo, señalando procesos culturales claves como la cholificación y la emergencia de nuevos actores como los movimientos campesinos.17 Situada entonces en una coyuntura de transición histórica, esta antropología se preocupó centralmente por definir el destino cultural del indígena en su incorporación al mundo moderno: o su asimilación total vía el mestizaje cultural o su incorporación heterogénea en lo que entonces se denominó como el proceso de cholificación (Quijano 1980 [1964], Bourricaud 1967, Rochabrún 2000). En cualquiera de los casos, una mirada más atenta a este periodo debería centrarse en el análisis detallado del “Proyecto de estudio de cambios en pueblos peruanos (o más conocido como “Proyecto de estudio de cambios en la sociedad rural-Valle de Chancay” auspiciado por la Universidad de Cornell y dirigido por William F. Whyte y José Matos Mar desde el Instituto de Etnología de la Universidad de San Marcos y el Instituto de Estudios Peruanos. Aunque inicialmente el proyecto se cobijó bajo el paraguas de la teoría de la modernización (Matos Mar y Whyte 1966), pronto los jóvenes investigadores influenciados por otras corrientes teóricas (en particular, la teoría de la dependencia y en menor medida el marxismo), dieron un giro a la investigación privilegiando el estudio de la modernización rural desde el punto de vista de los nuevos
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Un buen indicador de estas visiones se encuentra en la serie Perú Problema publicado por el Instituto de Estudios Peruanos entre las décadas de 1960 y 1970.
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patrones de movilidad social, la diferenciación interna de las comunidades campesinas y la emergencia de nuevas de estructuras de poder, dominación y dependencia. Se convirtió en central el estudio de las comunidades como parte de una sociedad rural que interactuaba con una acelerada dinámica nacional de cambio.18 Pero con este proyecto no solo se afinaron los lentes con que se interpretó la sociedad rural. Se consolidó además una nueva etapa en la formación y la investigación antropológica en el Perú, ya que se internacionaliza académicamente, muchos realizan sus doctorados en universidades inglesas, norteamericanas y francesas, y logran conectarse a una amplia red de financiamientos (es el inicio del boom de ONG en el Perú) y discusiones antropológicas en América Latina y EE. UU., por ejemplo, vía las redes intelectuales del indigenismo o la teoría de la dependencia. 5. Antropología, maoísmo y Sendero Luminoso, 1969-1980 Se ha dicho con razón que la historia de Sendero Luminoso (SL) está ligada a la historia de la Universidad Nacional San Cristóbal de Huamanga (UNSCH). Se ha afirmado además que SL fue producto del encuentro entre una élite universitaria, provinciana y mestiza, y una base social juvenil —también provinciana y mestiza— descontenta ante el rumbo que tomaba un proceso de modernización regional que no traía consigo la ansiada movilidad social. Esto se deba quizá a un sello distintivo de Ayacucho: que su principal movimiento social en la década de 1960 no haya sido un movimiento campesino por tomas de tierras, como ocurría en otras zonas de los Andes, sino un movimiento de estudiantes secundarios que luchaban por la gratuidad de la enseñanza y que logró sacudir las provincias de Ayacucho y Huanta en 1969 (Degregori 1990a). Lo cierto es que reabierta en 1959 —en medio de enormes expectativas de modernización de la educación universitaria— la UNSCH fue el principal centro de gravitación de las aspiraciones ayacuchanas y vista como un polo y experimento de desarrollo regional. Tuvo como misión central la de contribuir al estudio y la solución de los problemas de su denominada “área de influencia” (Ayacucho, Apurímac y Huancavelica), hasta ese momento excluida de cualquier plan de desarrollo.19 Cuando en
Las monografías elaboradas en el marco del proyecto son numerosas, y un listado sistemático se encuentra en Rivera Andía (2006). De entre ellas, destacan las de Olinda Celestino, Carlos Iván Degregori, Jürgen Golte, Fernando Fuenzalida, Jaime Urrutia, Rodrigo Montoya, César Fonseca, José Portugal, Humberto Rodríguez Pastor, Heraclio Bonilla, entre otros. Por esos mismos años, Norman Long y Bryan Roberts (1984) coordinaron un profundo trabajo de campo en la sierra central donde captan igualmente las dinámicas de cambio ya mencionadas.
Para un panorama ideológico y político de la región ayacuchana antes de la insurrección senderista puede revisarse Urrutia y Glave (2000), Millones (2005) y Heilman (2010).
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1962 el reconocido antropólogo Efraín Morote Best llegara al rectorado, la universidad consiguió reclutar a un interesante grupo de jóvenes académicos extranjeros y nacionales que le dio a esta casa de estudios un dinamismo intelectual inédito en la región. Por sus aulas transitarían personas, ideas y corrientes de pensamientos muy variados20 y sería el propio Morote Best quien se encargara de fortalecer institucionalmente las carreras de antropología, historia y arqueología, plasmando un antiguo proyecto de estudio de las poblaciones indígenas. Bajo su tutela se llegó a producir un importante corpus de conocimiento etnográfico e histórico del entorno regional, como muestran los trabajos coordinados por Luis Lumbreras, Lorenzo Huertas y especialmente R. Tom Zuidema en la zona del río Pampas.21 Pese a estos esfuerzos, desde muy temprano la UNSCH se vio tensionada entre la apertura y el enclaustramiento. Aun cuando queda mucho por investigar, el hecho es que hacia fines de la década de 1960 un sector de profesores y estudiantes de la UNSCH, ligados a la “fracción roja” del Partido Comunista, se radicaliza rápidamente e intentan dar el salto político al querer controlar sin éxito la dirección de la Confederación Campesina del Perú (CCP). Pero logran poco después dirigir con relativa facilidad los gremios de docentes y estudiantes, así como las instancias administrativas decisivas de la universidad. Como se sabe, el líder de la “fracción roja” del Partido Comunista ayacuchano fue el profesor de filosofía Abimael Guzmán, quien consiguió reclutar a un selecto grupo de jóvenes de la élite intelectual ayacuchana, en su mayoría estudiantes y egresados de carreras de ciencias sociales, educación, trabajo social y agronomía. A estos les propuso una lectura inédita de la realidad ayacuchana en cuyas conclusiones destacaba la necesidad de construir una rígida organización partidaria capaz de destruir el viejo orden agrario semifeudal.22 Que esta salida asumiera una perspectiva armada
En distintos momentos de la década de 1960 tuvo entre sus profesores al propio Efraín Morote Best, así como R. Tom Zuidema, Gabriel Escobar, Luis Millones, Fernando Silva Santisteban, Luis Lumbreras, David Scott Palmer, Julio Ramon Ribeyro, Oswaldo Reynoso, entre otros. A inicios de la década de 1970 se suma un conjunto de antropólogos como Juan Ansión y otros de San Marcos con experiencia previa en el proyecto del “Valle de Chancay”: Jaime Urrutia, Carlos Iván Degregori, Lucía Cano, Modesto Gálvez. El propio John Earls, egresado de la UNSCH, fue profesor entre 1977 y 1983.
R. Tom Zuidema dirigió un importante proyecto en la zona del río Pampas entre 1964 y 1970. Con financiamiento de la Fundación Wenner Gren y en convenio con la UNSCH, promueve las investigaciones de un conjunto de estudiantes de antropología de esta universidad y la de Illinois donde era profesor permanente. El resultado fue la producción de un conjunto de monografías sobre estas comunidades tales como las de Choque Huarcaya y Huancasancos (Quispe Mejía 1969), Sarhua (Palomino Flores 1970), Tomanga (Pinto Ramos 1970), Chuschi (Isbell 2005 [1978]), así como de problemáticas relativas a las categorías estructurales de la cultura andina (Earls 1968). El propio Zuidema escribe algunas referencias generales para la zona (Zuidema 1966, 1967, 1968).
Principalmente en el Círculo de Trabajo Intelectual José Carlos Mariátegui (CTIM 1973) donde entre 1970 y 1972, con Guzmán a la cabeza, se sumergen en el estudio exegético de los clásicos del
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no era casual. Por el contrario, señalaba con meridiana claridad que solo a través de una alianza entre campesinos y obreros —bajo la guía del Partido Comunista por él dirigido— podía establecerse una verdadera política de emancipación social del campo a la ciudad (Stern 1999). Muchos de estos jóvenes serían años después protagonistas centrales en el desarrollo de la “guerra popular” senderista. Lo cierto es que los científicos sociales marxistas que trabajaban desde/sobre los Andes y que recurrieron en muchos casos a los modelos leninistas de diferenciación campesina, incluyeron pocas veces temas “culturales” o “étnicos” en sus acalorados debates sobre el campesinado clasista. Lo sorprendente, sin embargo, es la poca atención que hasta el momento se le ha dado al desarrollo de la antropología y las ciencias sociales marxistas producida en esta universidad entre las décadas de 1960 y 1970.23 Su comprensión es de crucial importancia ya que nos puede ilustrar, por un lado, de las fatales grietas que se abrirían años después entre el dogma maoísta y las poblaciones campesinas, y por otro lado, nos permitiría observar de manera precisa cómo se fue produciendo un estilo radical de practicar las ciencias sociales, que en los casos más extremos, se dejó seducir por el dogmatismo del campesinismo maoísta de Sendero Luminoso. Por cierto que esta relación no fue casual ni mecánica. Muy por el contrario, respondió a un conjunto de circunstancias locales de la política e intelectualidad universitaria huamanguina que ameritan ser exploradas con mayor detalle (Cavero 2005, Gamarra 2010). No olvidemos que hacia fines de la década de 1970 Sendero Luminoso era básicamente una organización política anclada en la región de Ayacucho, que por decisión propia se aisló de los movimientos sociales nacionales, y que al momento de iniciar sus acciones armadas, su núcleo político-intelectual estaba constituido en su mayoría por profesores, estudiantes universitarios y maestros rurales egresados de la UNSCH. No menos importante es el hecho de que el número dos en la jerarquía partidaria de SL fuera el antropólogo ayacuchano Osmán Morote Barrionuevo,24 que numerosos militantes senderistas encarcelados durante la década de 1980 hayan sido egresados o estudiantes de antropología, y que en los años más aciagos del conflicto armado,
marxismo-leninismo, especialmente de las obras de José Carlos Mariátegui y sus interpretaciones sobre la realidad peruana. Allí forjan la línea política de Sendero Luminoso.
Véase el artículo de Degregori et al. (1971) —entonces profesores de antropología de la UNSCH— para un esbozo de estos desarrollos.
Luego de un corto periodo como profesor en la UNSCH, Morote fue contratado como profesor auxiliar de antropología entre 1977 y 1978 en la Universidad del Centro de la ciudad de Huancayo, donde dictó cursos como “Introducción a las Ciencias Sociales”, “Historia de la Ideas Políticas” y “Antropología General”. (Comisión de la Verdad y Reconciliación 2003a).
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antropólogos e historiadores de la UNSCH fueran percibidos por las fuerzas de seguridad como sospechosos cuando no ideólogos de la subversión. No obstante que un buen número de las ciencias sociales marxistas que se producían en Lima y en provincias manejaban un puñado de preocupaciones comunes —como la diferenciación interna de las comunidades o la reproducción del modo producción feudal— en Ayacucho esta agenda adquirió una tonalidad propia y se tradujo en un corpus de investigaciones que tomó como referente principal su propia realidad regional. Por ejemplo, entre 1968 y 1969, Efraín Morote Best coordinó desde el Departamento de Ciencias Histórico-Sociales un intenso trabajo de campo interdisciplinario con un grupo de jóvenes profesores y estudiantes. Estos recorrerían las zonas de Pampas, Tambo, Socos y Huanta, registrando en sus monografías y tesis (35 en total) un sinnúmero de tensiones y conflictos latentes entre campesinos y terratenientes en plena apertura de la reforma agraria velasquista. Poco después, en 1970, se inicia otra etapa de investigaciones antropológicas que en sus rasgos generales coincidía con buena parte de la agenda de la izquierda y las preocupaciones de los ideólogos de la reforma agraria. El objetivo era muy preciso: advertir los rasgos con que el capitalismo se incrustaba en el paisaje rural ayacuchano. Específicamente se estudiaron los latifundios, las consecuencias de la aplicación de la reforma agraria en las provincias de Huanta, Huamanga y Cangallo, las nuevas dinámicas abiertas por el comercio y las ferias, así como las redes de intercambio y migración entre el campo y la ciudad (Huertas et al. 1971; Degregori et al. 1971; Díaz Martínez et al. 1971; Degregori et al. 1973).25 Pese a estos esfuerzos, las discusiones intelectuales en la universidad se tiñeron pronto de una fuerte carga de ortodoxia ideológica. Los núcleos maoístas cercanos a Sendero Luminoso llegaron a caracterizar a la sociedad rural como estrictamente semifeudal, y los conflictos culturales entre los otrora señores, mistis e indios (Arguedas 1958) se transformaron pronto en irresolubles antagonismos de clase entre campesinos y terratenientes (Paredes 1969).26 Carlos Iván Degregori, por entonces profesor de antropología en Huamanga y militante de uno de los partidos de izquierda maoísta que actuaba en la universidad, recordaría así este viraje: Mientras los núcleos no-senderistas abandonábamos la caracterización del Perú como semifeudal, por entonces tema de encendidas polémicas, SL se empeñaba en que la realidad encajara dentro de su modelo estático y sacaba de bajo la manga la categoría “capitalismo
Un listado del conjunto de tesis en ciencias sociales entre 1964 y 1981 de la UNSCH se encuentra en el Boletín Ideología (1982). Una tesis que recoge estas discusiones es, Gálvez y Cano (1974).
Aunque en una vertiente política distinta al maoísmo de Saturnino Paredes, puede revisarse las tipologías marxistas-antropológicas de Vizcardo (1970).
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burocrático” para poder afirmar que los cambios en la región y el país eran aparentes o, más precisamente, “profundizaban la semifeudalidad”. De esta forma, SL procedía a otro tipo de esencialización del campesinado andino como “fuerza principal de la revolución”. (Degregori 1992: 10)
Quizá los textos referenciales para comprender las coordenadas de este viraje ortodoxo sean las tesis de bachiller (1969) y licenciatura (1971) en antropología del propio Osmán Morote. En 1968, el joven Morote fue destacado por el Comité Regional del Partido Comunista (Bandera Roja) a las comunidades de altura de Huanta para realizar un diagnóstico de las comunidades de Santillana y Chaca, prototipos desde el paradigma clasista del régimen servil de explotación feudal. Recorrió la zona y esbozó toda una tipificación de aquellas comunidades donde se mantenían de forma más nítida las raigambres feudales de la estructura agraria (Coronel 1996). Cito solo a manera de ejemplo tres párrafos de su tesis de bachiller pues resume de cierto modo su lectura del escenario rural ayacuchano: El Perú es un país semifeudal y semicolonial. ¿Qué representa para la inmensa masa de campesinos la situación de semifeudalidad y semicolonialidad?: opresión y servidumbre. El carácter de semifeudadlidad explica las transformaciones lentas que se producen en las zonas rurales [...] El expuesto es el marco que nos permite comprender la situación de las zonas rurales, tanto en su proceso de desarrollo y el de los fenómenos que se provocan. (Morote 1969: 88 —subrayado del autor) En relación a las condiciones nacionales, el departamento de Ayacucho, junto a los de Cusco, Puno y Apurímac, constituye una zona de la más fuerte raigambre feudal. Sus cinco provincias, Huamanga, Huanta, La Mar, Cangallo y Víctor Fajardo —nuestra zona de estudio— tienen en el latifundio la institución económico-social que domina su actividad productiva, que las mantiene en el atraso, en la miseria. El latifundio feudal y semifeudal sostiene en la agricultura formas primitivas de trabajo, sin tecnificación, ni mecanización y bajísimos rendimientos (Morote 1969: 90). [...] partiendo de la comprensión de las tareas de los científicos sociales ante la sociedad la orientación inevitable del análisis debe centrarse en el modo de producción, relaciones de producción y fuerzas productivas, en la lucha de clases que se da entre las clases sociales de la zona. Desarrollar este análisis significa observar la situación de predominio del latifundio y la servidumbre, en el campo, del proceso de introducción del capitalismo en la agricultura, del estado de las clases y el carácter de sus contradicciones […] (Morote 1969: 6)
Bajo esta perspectiva se fue construyendo de manera progresiva una agenda político-antropológica que necesitaba levantar un nuevo sujeto de análisis. Para ello
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debían distanciarse de la imagen del “indígena pasivo” descrito en decenas de monografías indigenistas27 y construir por el contrario a un nuevo actor que recogiera las tendencias de la lucha de clases. Ocurrió entonces una transformación semántica en el universo discursivo de estos antropólogos: el “indio” devino en campesino clasista, las tradicionales comunidades indígenas se transformaron en núcleos de opresión semifeudal, y el “andinismo” derivó en teoría maoísta de la revolución. Sin embargo, aunque el lenguaje clasista de Sendero Luminoso rechazara de manera virulenta cualquier elemento étnico o indigenista en su discurso político, y que silenciara las categorías y el análisis racial explícito —aun cuando se refería a ellos alusivamente— los sentimientos raciales seguían siendo importantes y estaban presentes en sus escritos (Cadena 1999). La estrategia para eludir cualquier evocación indigenista fue muy directa: decían poseer un conocimiento científico prestigioso (la teoría marxista-leninista) y una educación superior (los estudios universitarios), que los convertían en los verdaderos portavoces de la disidencia y en los únicos capaces para plantear salidas objetivas al entrampamiento semifeudal de la estructura agraria peruana. Esta contundencia prolongaba, en parte, una antigua “tradición radical” de oposición de intelectuales provincianos contra el histórico centralismo limeño (Rénique 2007). Pero más allá de cualquier valoración teórica, lo cierto es que esta interpretación ofrecía un inédito relato antropológico de corte maoísta acerca del conflictivo proceso de modernización que ocurría en la sociedad rural de aquellas décadas. En ella, las poblaciones campesinas fueron reducidas a sus ataduras semifeudales y su “cultura” fue catalogada como atrasada y supersticiosa. Recurro nuevamente a un par de citas que pueden ilustrar esta situación. La primera es una referencia aprobatoria que hace Osmán Morote a un documento de la Primera Convención Regional de Campesinos de Ayacucho (1969) organizada y dirigida por la “fracción roja” de Guzmán: Recayendo sobre esta pobre producción la voracidad del latifundista, las inmensas masas [campesinas] de nuestra patria son desnutridas, miserablemente alimentadas y fácil pasto de las enfermedades, masas carentes de vestidos necesarios, sin viviendas adecuadas, visten harapos y habitan chozas, faltos de los más elementales servicios de sanidad y hundidos en profunda ignorancia; el analfabetismo y las supersticiones más burdas adormecen sus cerebros, aumentando la opresión (Morote 1969: 9)
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Incluso autores como Hobsbawm (1968 [1959]) y Quijano (1965), que se reivindicaban como marxistas, asumían que la conciencia del campesinado organizado era prepolítica. Un balance sobre estas discusiones puede verse en Remy (1990).
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La segunda, es un extracto de una editorial que el vocero oficioso de SL, El Diario, realiza en 1987, donde alude sarcásticamente al “nacionalismo mágico quejumbroso” de José María Arguedas, reproduciendo el reduccionismo clasista que desdeña la dimensión étnica y desestimando cualquier revaloración cultural andina calificándola como simple “folclore” o manipulación burguesa: El internacionalismo [proletario] debe luchar contra el nacionalismo mágico-quejumbroso, cuyos troncos folklorizados los hemos tenido y los tenemos en el nacionalismo chauvinista, cuyo promotor era nada menos que aquel escritor quien se regocijaba al declararse “apolítico puro” pero que en plena época de la Segunda Guerra Mundial se ufanaba de su bigotito hitleriano. Su nombre: José María Arguedas, aplicado discípulo y animador en el Perú de la antropología norteamericana. El contenido de los argumentos arguedianos nos da a entender que el “indio” (sic) es el único ser dispuesto a todas las virtudes, pero incapaz de falta alguna; y que, por lo tanto, deberíamos aislarlo y cuidarlo para evitar su contaminación. He aquí la indofilia zorra inequívoca. (Subrayado en el original)28
Años después, se comprobaría que por su carácter vertical, su desdén por las organizaciones campesinas y su diagnóstico ideologizado de la sociedad rural, SL optaría por desarrollarse en aquellas zonas donde se combinaban rezagos gamonalistas y débiles estructuras organizativas campesinas (Comisión de la Verdad y Reconciliación 2003b). La lectura senderista era inequívoca: las zonas campesinas más “atrasadas” y “feudalizadas” favorecen la expansión de las “bases de apoyo”, benefician al desarrollo de la “guerra popular” y permiten sentar los núcleos de poder de lo que denominaban la República de Nueva Democracia. Lo más resaltante es que sobre estas mismas zonas “feudalizadas” de Ayacucho, y casi por los mismos años setenta donde se implementaba una profunda reforma agraria, tanto antropólogos cercanos a Sendero Luminoso como una vertiente de la antropología “andinista”, desarrollaron su trabajo de campo etnográfico y redactaron un buen número de monografías.29 A estas alturas no resulta casual comprobar que aquellas comunidades campesinas de las provincias de Cangallo, Vilcashuaman y Víctor Fajardo estudiadas, por ejemplo, por Osmán Morote en los años setenta, se convertirían años después en el teatro principal de las operaciones armadas de SL en Ayacucho (Coronel 1996). 28
Artículo firmado ‘J.C.F.’. El Diario, 9 de junio de 1988: 12. Citado en Degregori (1990a: 206).
Al respecto se generó una polémica en las revista Allpanchis a propósito de un artículo de Orin Starn (1992). Salvo una mención de Juan Ansión, Starn y sus críticos (Deborah Poole, Gerardo Rénique, Linda Seligmann, Mark Thurner, Frank Salomon) no hacen referencia a la producción antropológica de la UNSCH.
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Se podría sostener entonces que buena parte de la antropología peruana transitó entre las décadas de 1950 y 1970 del indigenismo al campesinismo, y del culturalismo al clasismo revolucionario. Sin embargo, más allá del marco teórico o político en que se narraron estas interpretaciones (sea el “problema indígena” o “campesino”), lo cierto es que en todos los casos se compartió un mismo paradigma homogenizador: los indígenas debían ser primero modernizados o liberados, y solo después, reubicados en un nuevo y autentico proyecto de refundación nacional, sea este capitalista o proletario.30 6. Crisis estructural y cultura nacional: lo andino como eje nodal, 1980-199031 La redefinición de las prioridades de investigación antropológica peruana en la década de 1980 tuvo su raíz en tres situaciones históricas. La primera fue consecuencia de las políticas autoritarias de modernización rural y reforma agraria que llevó a cabo el régimen militar (1968-1975) que buscó acabar con la persistencia de la pobreza rural e instaurar un nuevo proyecto nacional de integración campesina. La segunda fue la consolidación de las grandes migraciones del campo a las ciudades costeñas que terminaron transformando el rostro demográfico y cultural del país. La tercera ocurrió a nivel político, con la transición democrática luego de doce años de gobierno militar, la llegada al poder en 1985 de un histórico partido populista (APRA), la emergencia un vigoroso movimiento de izquierda nacional (Izquierda Unida), y la irrupción armada en 1980 de Sendero Luminoso. Visto en conjunto, estos acontecimientos terminaron por redefinir la forma en que las ciencias sociales peruanas interpretaron las rutas culturales que tomaron las poblaciones andinas en un proceso de modernización, que, por cierto, fue tomando rumbos inesperados. En esta etapa se replantea el antiguo “problema indígena”, se vuelven cada vez más porosas las fronteras interétnicas entre indios, mistis y criollos, y en particular, se fue desdibujando lo que hasta ese momento se interpretaba desde cierta mirada antropológica como la oposición cultural entre “Andes” y “Occidente” (Degregori 1995). En perspectiva, en este nuevo escenario se modificó el rol que se le asignó a la antropología como una disciplina encargada de investigar las dimensiones “tradicionales” de la “cultura andina” y se pasó revista a los lentes interpretativos sobre los pueblos indígenas.
El historiador Frederick Cooper (2004) menciona igual proceso para el África posindependiente.
Hago alusión explícita al provocador artículo de Roberto Miró Quesada (1988).
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Quizá el mayor avance en la compresión de los Andes provino de la historia social andina escrita esencialmente por investigadores anglosajones.32 Tras la pregunta ¿cuál es el significado específico de la cultura y tradición andina? estos historiadores buscaron distanciarse de la práctica etnohistórica y etnográfica anterior pues al carecer de una adecuada dimensión diacrónica, con frecuencia alentaban imágenes de “continuidad andina” como opuestas a las dinámicas abiertas por el mercado y la política global. En la búsqueda de una perspectiva temporal pertinente, esta nueva historia social propuso una radical reconceptualización de las poblaciones andinas, situando sus experiencias en la intersección de la historia, la economía política y la cultura, recurriendo muchas veces a conceptos y métodos antropológicos (Stern 1988, Thurner 1998). El objetivo era cerrar las brechas entre etnohistoria y etnografía andinas reinsertando a los Andes en una dinámica histórica que tomara esta vez en cuenta las agencias, prácticas e ideologías campesinas. Al intentar un mayor realismo histórico, esta nueva historia social fue superando el estereotipo de “lo andino” como un núcleo cultural excluyente y estáticamente durable en medio de tumultuosos cambios políticos y económicos. La agenda era más o menos clara: extender su historia más allá de 1532, otorgándole a las colectividades andinas papeles activos que fluctuaran entre la cooperación y la intransigente rebelión (Salomon 1991). Esta renovación ocurrió tanto en Bolivia (Brooke Larson, Thomas Abercrombie, Tristan Platt, Olivia Harris) como en Perú (Karen Spalding, Steven Stern, Florencia Mallon) y puede encontrarse, en resumidas cuentas, en tres publicaciones decisivas que marcaron el derrotero de los estudios andinistas de aquella década (Stern 1990, Moreno y Salomon 1991, Harris et al. 1987). En el Perú, sin embargo, estos cambios asumieron una tonalidad nacional algo distinta al de sus colegas extranjeros. Historiadores y arqueólogos marxistas peruanos que trabajaban en el “remoto pasado prehispánico y colonial”, se vieron atraídos a participar en los debates políticos contemporáneos buscando encontrar la vigencia del racismo y la opresión postcolonial en las prácticas cotidianas de la década de 1980. Pese a las diferencias de perspectivas, todos compartían una agenda común: la reflexión sobre la identidad y el redescubrimiento del mundo andino (Flores-Galindo 1988, 1989).33 Esta discusión tomó dos caminos. La primera, con el “debate Uchuraccay”, protagonizado a propósito del Informe elaborado por una comisión investigadora
En dialogo con historiadores peruanos como Nelson Manrique, Cristine Hunefeldt, María Isabel Remy, Luis Miguel Glave, preocupados por la historia rural del siglo XIX.
Sin querer agotar nombres y propuestas, los más destacados son: Pablo Macera, Luis Lumbreras, Alfredo Torero, Manuel Burga, Nelson Manrique, Alberto Flores-Galindo y Wilfredo Kapsoli. Como muestra de las sensibilidades historiográficas de ese momento es necesario revisar las importantes entrevistas de Carlos Arroyo (1989).
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presidida por el escritor Mario Vargas Llosa. Esta comisión, nombrada en 1983 por el presidente Fernando Belaúnde (1980-1985), tuvo como misión investigar la matanza de ocho periodistas en la comunidad indígena de Uchuraccay en las zonas altas de Huanta (Ayacucho). En dicho informe, donde participan como asesores destacados antropólogos,34 se recae sin reparos en las esencializaciones más flagrantes al construir la imagen de los comuneros quechuas de Uchuraccay desde la alteridad radical, como culturalmente “Otros”. El Informe causó una fuerte polémica ya que encontraba responsabilidad directa en los campesinos como autores de la masacre. El asunto crucial fue el argumento antropológico que sustentaba sus conclusiones: los campesinos cometieron estos actos debido a su postergación y subordinación cultural, al estar atrapados en las enormes distancias materiales y emocionales que los separan del “Perú oficial”. Con estas premisas, el Informe ponía en evidencia los límites del “paradigma andinista” para comprender las prácticas políticas y culturales de las poblaciones andinas, pues no solo estaban insertas desde hacía mucho en circuitos económicos de intercambio mercantil, sino además involucradas trágicamente en un cruento conflicto armado que ya entonces conmocionaba a la serranía peruana (Vargas Llosa et al. 1983, Comisión de la Verdad y Reconciliación 2003c, Mayer en este volumen).35 El segundo camino se dio en un carril paralelo al esencialismo culturalista del Informe Uchuracay. Esta vez historiadores y antropólogos discutieron las posibles rutas que tomarían las poblaciones andinas al enfrentarse, de un lado, a un proceso de conflictiva modernización de la sociedad rural, y de otro, a la profunda transformación cultural que se producía en el país por la decisión de millones de campesinos de migrar a las ciudades a lo largo del siglo XX. Esta discusión asumió dos vectores. La primera se centró en el estudio de las mentalidades y en la “utopía andina”, cuyo argumento central ponía énfasis en la relación de resistencia y oposición entre los Andes (la cultura andina) y Occidente (modernidad capitalista), entendiendo ambos polos como grandes bloques homogéneos y contrapuestos. Su principal expositor fue sin duda el destacado historiador marxista, Alberto Flores-Galindo, quien junto a un selecto colectivo de investigadores e intelectuales de izquierda, logró levantar la poderosa imagen histórica del Perú de
Estos son Juan Ossio, Fernando Fuenzalida, Luis Millones y Ricardo Valderrama.
De este debate académico y político participaron el propio Vargas Llosa así como los asesores antropólogos de la Comisión, Fernando Fuenzalida y Juan Ossio. También otros antropólogos, Rodrigo Montoya, Jaime Urrutia, Juan Ansión, Carlos Iván Degregori, plantearon discusiones desde publicaciones de izquierda como El diario de Marka y El Caballo Rojo. Una compilación de dichas intervenciones se encuentra en Juan Cristóbal (2003).
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los años ochenta, como una sociedad que vivía un enfrentamiento inevitable entre el mundo andino y el mundo occidental. Esta imagen se plasmó en especial en los últimos capítulos de su influyente libro Buscando un Inca36 y en el espléndido ensayo póstumo “La Tradición Autoritaria” (2001 [1986]). En sus páginas, Flores-Galindo desarrolla la noción de “utopía andina”, entendida como un elemento fundante en la identidad nacional, cuya representación de continuidad histórica puede aún observarse en el presente.37 La propuesta tomó como base la revaloración de la “cultura andina” concebida a manera de modelo de desarrollo alternativo y desde la cual era posible encontrar un camino inédito en el Perú: una invitación a pensar lo “andino” desde nuestro propio entorno. Pero este rescate de la “tradición”, como sostendría en un polémico prólogo (Flores-Galindo 1989), no descansaba en alguna intención romántica, pasadista o neo-indigenista, tampoco procuraba refugiarse en las cárceles de “larga duración” y mucho menos buscaba huir del presente. Por el contrario, en sus páginas nos ofrece una lectura muy particular del propio siglo XX. Sostiene que al finalizar aquel siglo, el edificio rígido y excluyente de la sociedad oligárquica sufre una grieta irreparable, cuyo desplome permite la constitución de una tupida red de actores y organizaciones sociales que logra modificar la conciencia social de los sectores populares: El movimiento campesino primero, los movimientos obrero, estudiantil, de pobladores de barriadas, después, resquebrajan el edificio aparentemente tan sólido de la dominación oligárquica. La actual República trata de utilizar lo que queda de sus cimientos y paredes pero es ya una edificación tan antigua e inoperante, como el vetusto Palacio Legislativo de la Plaza Bolívar. (Flores-Galindo 2001 [1986]: 194) Lo andino [...] ha dejado de ser sinónimo exclusivo de términos como indígena, sierra, medios rurales. Las migraciones han generado el fenómeno sin precedentes del descenso masivo de los hombres andinos a la costa. Ha terminado ocurriendo el vaticinio de Luis Valcárcel pero sin sus rasgos apocalípticos. Estos hombres reclaman respuestas nuevas” (Flores-Galindo 1987a: 365-366)
Este libro ha tenido varias ediciones. Usaremos aquí la editada en 1987 por el Instituto de Apoyo Agrario.
Esta propuesta fue parte de un proyecto conjunto llevado a cabo con Manuel Burga y que buscaba reconstruir el desarrollo histórico de utopía(s) en los Andes. De Burga puede verse, Nacimiento de una utopía (1988) y su propia narración sobre la gestación de este proyecto en el contexto de una profunda renovación historiográfica (Burga 2005). Asimismo, Saignes (1990), Urbano (1991) y Manrique (1991) para lecturas críticas de la utopía andina como propuesta historiográfica.
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Sin embargo, esta democratización que derivó, por ejemplo, en la democracia del sindicato, las asambleas comunales o de clubes de provincianos, no logró encontrar un correlato efectivo en la vida política nacional. A este proceso de ampliación democrática le faltaban vasos comunicantes que articularan Estado y sociedad. Incluso esta carencia de puentes más sólidos podría tornarse en una nueva experiencia corporativa pues: A pesar de que [las capas populares] formaron nuevas instituciones, como los llamados “comedores populares”, en su fragmentación y disgregación pueden ser la masa de maniobra que requiere una nueva propuesta caudillista. (Flores-Galindo 2001 [1986]: 191)
Pero la conclusión es aún más contundente: La ruptura entre Estado y sociedad es en realidad, la expresión política de un país donde las solidaridades son escasas, no existe una imagen común, ni se comparten proyectos colectivos. Ser peruano es una abstracción que se diluye en cualquier calle entre rostros contrapuestos y personas que caminan “abriéndose paso”. (Flores-Galindo 2001 [1986]:189 —subrayado del autor)
No era esta, por cierto, la interpretación solitaria de un historiador marxista recluido en la cátedra universitaria. Al contrario, fue un sentido común compartido esos años por un amplio sector de intelectuales de izquierda que encontró en Flores-Galindo a su más destacado representante (Aguirre 2007). Sin embargo, lo que aquí importa destacar es el modo en que Flores-Galindo sitúa en este escenario a las poblaciones andinas. Desde su propuesta —la de cuestionar la historia desde el derrotero que se le impuso en siglo XVI— la “cultura andina” se encuentra amenazada por el avance arrollador de la modernización capitalista, que le impone límites para encontrar su propio modelo de desarrollo cultural, y le impide al Perú convertirse definitivamente en “nación”.38 La disyuntiva histórica es clara: o resisten o quedan relegadas a la supervivencia frente al avance irrefrenable de la modernidad capitalista: El Perú de fines de los años ochenta vive en medio de un nuevo enfrentamiento entre el mundo andino y occidente que, en este caso, equivale a modernidad, capitalismo, progreso [...] Este desencuentro se produce en [...] un momento en el que la cultura andina aparece ubicada finalmente a la defensiva, en una situación precaria [...] por la tendencia
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Entre otros investigadores que siguen las líneas de esta discusión, aunque con matices y diferencias, se encuentran Manuel Burga, Rodrigo Montoya, Nelson Manrique, Pablo Macera. Sobre el contexto intelectual del libro Buscando un Inca y sus propuestas véase, Rénique (1988).
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a la “uniformización” que el mercado interno y el capitalismo buscan siempre imponer. (Flores-Galindo 1987a: 365)
No obstante, para comprender las coordenadas de estas lecturas hay que considerar un hecho crucial de las ciencias sociales de las décadas de 1970 y 1980: una vez cancelada la hacienda y el gamonalismo como formas de poder rural, las comunidades campesinas vienen a ocupar un mayor protagonismo en sus intereses de investigación. Buena parte de las ciencias sociales destinan entonces sus reflexiones a resaltar sus rasgos potenciales de solidaridad y cooperación para enfrentar creativamente un conjunto de situaciones económicas y ecológicas adversas (Plaza y Francke 1981, Torre y Burga 1986, Grillo et al.1988, Ansión 1994). Pasaron a constituirse en aquello que definía lo rural como distinto del resto, la base de alternativas políticas más adecuadas a las necesidades y potencialidades de los campesinos (Monge 1994). Destaco este punto porque me parece especialmente importante la referencia de Flores-Galindo a las comunidades campesinas, tema de reflexiones antropológicas por décadas: Después de una historia clandestina a lo largo del siglo XIX [las comunidades campesinas] volvieron a emerger en la vida política del país cuando en 1924 Leguía les devolvió el reconocimiento que se les había negado antes por la República [...] Hoy se calcula que es la institución más importante en la sociedad civil peruana. Ha logrado persistir no obstante el desarrollo del capitalismo y las migraciones. (Flores-Galindo 2001 [1986]: 182 —subrayado del autor)
Notablemente reaparece en el debate de la década de 1980 temas que ya los antropólogos, como el propio José María Arguedas, habían superado, al menos en parte, dos décadas atrás: esto es, los límites de oponer tradición a modernidad, comunidad campesina a modernización, cultura andina a occidente. Pese a las advertencias del propio Flores-Galindo de que su propuesta no busca enfrentar lo “andino” a la modernidad, reconoce que su discusión intelectual y política puede facilitar el redescubrimiento en nuestra propia historia de un nuevo tipo de modernidad, de rostro andino, que sería la que corresponde al Perú de los ochenta. En un país como el Perú se puede hacer algo más trascendente que abrir puertas y ventanas a la modernidad: someterla a una crítica, desde un espacio atrasado y marginal [los Andes], que ha debido soportar los costos de la modernización y que tiene tras de sí otras tradiciones culturales. (Flores- Galindo 1989: 11)
Sin duda, la interpretación de Flores-Galindo es variada y compleja. En su prosa se entremezclan la historia con el dato etnográfico, la literatura y las imágenes plásticas,
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la sociología con el psiconoanálisis. En ocasiones sus afirmaciones resultan contradictorias, aunque revestidas en una poderosa trama metafórica y un robusto trasfondo argumental. Pero en la mayoría de los casos, en especial cuando se sumerge en la segunda mitad del siglo XX, sus conclusiones adquieren un tono pesimista cuando no preñadas de fatalismo. Este ánimo desesperanzado es aún más relevante, si consideramos que en aquella década se vivía una coyuntura de acelerados cambios políticos y —al menos desde la perspectiva de dos sociólogos de izquierda involucrados en estas discusiones (Ames 1985, López 1990)— emergían nuevos actores populares y movimientos sociales que pujaban por ensanchar los espacios de democratización estatal. Rescato un ejemplo entre otros posibles: [En el Perú] el margen para el consenso resulta estrecho. Para comprobarlo se puede recurrir, por ejemplo, a observar la distribución del espacio en Lima [...] No hay plaza pública, paseo o parque en los que confluyan personas de cualquier extracción social y de diverso origen étnico. En Lima predominan las exclusiones. Los burgueses buscan edificar otros centros de la ciudad porque los pobres han invadido la “vieja Lima” [...] Lima ha sido, desde Pizarro, la sede de la dominación: lo occidental y moderno imponiéndose sobre el mundo andino. (Flores-Galindo 2001 [1986]: 189 —subrayado del autor)
Quizá la solución, desde su lectura, sea repensar la problemática de la modernidad y la democracia desde otra óptica: la de su encuentro con una revolución social de orientación socialista y raíces andinas, como sugiere en dos de sus ensayos: Se corre el riesgo de que, al elogiar la modernidad, estemos haciendo una velada defensa del capitalismo. Por eso resulta imprescindible introducir en la discusión la perspectiva socialista. ¿El socialismo es la prolongación de la modernidad o, por el contrario, su abolición? (Flores-Galindo 1989: 10) [...] otro desenlace podría avizorarse si a la mística milenarista [andina] se añade el socialismo moderno con su capacidad de organizar, producir programas estratégicos y moverse en el corto plazo de la coyuntura política. En otras palabras, si la pasión se amalgama con el marxismo y su capacidad de razonamiento”. (Flores-Galindo 1987a: 368)
En esta perspectiva, es comprensible la insistencia de esta corriente de historiadores y antropólogos (como Rodrigo Montoya en La cultura quechua hoy —1987)39 por encontrar las rutas que posibiliten el encuentro entre la tradición socialista occidental y
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Véase también sus intervenciones en Problema nacional, cultura y clases sociales (DESCO 1981) y su posterior De la utopía andina al socialismo mágico (Montoya 2005).
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la tradición cultural andina. Por cierto que eran conscientes que este empeño intelectual no significaba una completa novedad a la luz de los reiterados esfuerzos indigenistas de representar al “indio” a lo largo del siglo XX. Pero sí es interesante constatar que se sintieran herederos de una tradición intelectual y de pensar el país desde la perspectiva del campesinado indígena (Rénique 1988) que los conectaba ideológicamente con el proyecto del socialismo indígena de José Carlos Mariátegui, con la etapa del utopismo radical de Luis E. Valcárcel, como con las propuestas literarias —más que las etnográficas— de José María Arguedas.40 La segunda tendencia tomó otro rumbo. En ella se sostiene, para decirlo de algún modo, una visión más “optimista” de las posibilidades democráticas y culturales que se abrían a propósito del proceso migratorio del campo a la ciudad. Más que un cataclismo apocalíptico, la modernización rural y el crecimiento de las ciudades hacen posible desenvolver opciones hasta ese momento inexistentes para los sectores populares. Permiten reconfigurar antiguas relaciones interétnicas asimétricas y constituyen un camino hacia un nuevo orden social más democrático, nacional y popular. Expuesta en su mayoría, aunque no únicamente, por antropólogos ligados al Instituto de Estudios Peruanos (IEP),41 esta perspectiva se centró en las poblaciones campesinas en su nueva condición de actores migrantes, quienes en su tránsito a la ciudad se ven obligados a redefinir sus identidades previas y desarrollar un encuentro conflictivo con la modernidad urbana capitalista.42 Si en la perspectiva anterior, FloresGalindo fue el principal representante intelectual, en esta otra, será el antropólogo Carlos Iván Degregori quien sostendrá de forma más directa esta posición. No por casualidad, ambos se enfrascarían en un debate político e intelectual —lamentablemente inconcluso tras la prematura muerte de Flores-Galindo— que trazaba en líneas
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De hecho el mismo Flores-Galindo escribió un punzante ensayo sobre los faros ideológicos de su propia generación político-intelectual (1987b), además de una influyente biografía de José Carlos Mariátegui (1980), y dejó inconclusa una biografía de José María Arguedas (1992), de la cual solo conocemos dos breves ensayos.
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Los cuales desarrollaron trabajos etnográficos en el marco del proyecto Urbanización y clases populares en Lima Metropolitana, auspiciado por la Fundación Ford. Los principales resultados antropológicos fueron, Carlos Iván Degregori et al. (1986) y Jürgen Golte y Norma Adams (1987 —véase también Golte en este volumen). Igualmente acompañan a estas perspectivas, José Matos Mar (1984), Marisol de la Cadena (1988), y desde otras disciplinas y ubicaciones institucionales, Carlos Franco (1985, 1991), Guillermo Nugent (1992), Alberto Adrianzén (1990), Roberto Miró Quesada (1988, 1989), entre otros.
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Tema ya tratado en 1956 por José María Arguedas en su trabajo titulado Estudio etnográfico de la feria de Huancayo (1957 [1956]), y en su novela El zorro de arriba y el zorro de abajo (1971).
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generales la politización de las ciencias sociales influenciada por sus compromisos de izquierda (Gonzales 1999).43 A diferencia de las afirmaciones de Flores-Galindo, para Degregori la “cultura andina” ya no se reproduce primordialmente en las zonas más rurales e indígenas, más bien se desplaza a Lima y las grandes ciudades donde viene ocurriendo un acelerado proceso de “cholificación” y “mestizaje cultural”.44 Pero este tránsito cultural tiene un costo a asumir. Degregori minimiza las consecuencias más negativas de esta transformación cultural, y elige resaltar las posibilidades reales de integración: Es indudable que la escuela, las migraciones y el proceso de modernización en general, han tenido efectos etnocidas brutales especialmente en el nuevo mundo urbano: la lengua y las vestimentas tradicionales, los dos principales signos exteriores por los cuales los indios resultaban fácilmente reconocibles y además despreciados [...] Ese parece ser el costo de la modernización. En palabras de Franco: la transformación de su identidad cultural fue el precio que debieron pagar las masas culturalmente indígenas para ocupar las ciudades. (Degregori 1986: 52 —subrayado del autor). A pesar de los aspectos etnocidas [de la migración], es posible afirmar que los efectos de ese tránsito han sido principal y profundamente democratizadores e integradores en la sociedad peruana. La lucha por la tierra [...] golpeó de muerte el poder político de los gamonales, resquebrajó las barreras estamentales subsistentes en el campo y conquistó la ampliación de la ciudadanía. Pero quisiéramos regresar a las grandes migraciones y la lucha de las poblaciones andinas por conquistar un espacio geográfico y social en las ciudades. (Degregori 1986: 53 —subrayado del autor)45
Por contraste, en la propuesta de Degregori se diluye el dilema Andes/Occidente y se rompe la dicotomía tradición/modernidad.46 Al contrario, se resalta la fermentación de un “protagonismo popular” capaz de construir nuevas identidades sociales que logren articular a los campesinos desde sus limitadas experiencias comunales hacia sentimientos más amplios de pertenencia nacional. El argumento era simple aunque
Estas posiciones académicas y políticas pueden también encontrarse en revistas, diarios y suplementos culturales más políticos como: El Caballo Rojo, Diario de Marka, Revista Marka, 30 Días, Unicornio, Sociedad y Política, El Zorro de Abajo, Márgenes, Tarea, Quehacer; y más académicos como: Revista Andina, Allpanchis, Páginas, Socialismo y Participación, entre otros.
Ante este desplazamiento, Flores-Galindo replicaría; “[para] muchos científicos sociales —en particular del gremio de antropólogos—, lo andino ha dejado de interesarles. No quieren salir al campo. Prefieren la ciudad” (1989: 13).
Sobre educación, cultura andina y modernidad, véase también Degregori (1989, 1990b).
Este tema había sido discutido anteriormente por Golte (1980, 1981).
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irrefutable: las sucesivas oleadas migratorias fueron delineando un nuevo protagonista, aquel que transita de campesino a ciudadano. En efecto, en el periplo del migrante andino es posible atestiguar la formación de una nueva identidad moderna: El nuevo sentido de pertenencia comienza por el hecho literal de volverse propietarios [...] de un terreno y una vivienda; continúa por la pertenencia a un barrio, una comunidad en la cual sé es o se puede “ser alguien”. Por otro lado, pertenencia de sí mismos, se afianzan como personas: de waqchas solitarios o independientes pasan a tener familia, lote e hijos que los trasciendan; ya antes habían conseguido trabajo. Finalmente, pertenencia de alguna manera también, a la capital. Ese reconocimiento como parte de un colectivo que se define en lucha contra un medio adverso, pero fundamentalmente en contra posición al Estado, es el que permite el surgimiento de una nueva identidad con múltiples vectores: vecinos, pobladores, trabajadores, ciudadanos, peruanos. (Degregori et al. 1986: 111).
Así, en sintonía con las propuestas de cambio de la izquierda marxista, la organización popular vendría generando prácticas políticas ajenas al clientelismo y desarrollando caminos más autónomos en su relación con el Estado. En el marco de esas luchas sociales se estaría articulando en el tejido social cotidiano una nueva identidad política, que diluiría las identidades étnicas y locales para dar paso a una nueva identidad nacional-popular en pos de construir su hegemonía, entendida en términos gramscianos. En otras palabras, para la solución del problema nacional no basta alcanzar una identidad cultural “chola”. Es necesario, además, el desarrollo de un bloque nacional-popular que transforme revolucionariamente el Estado, de modo que la sociedad se reconozca plenamente en él. (Degregori 1986: 55)
Más allá de adolecer un claro tinte lineal y evolucionista para comprender la construcción de las identidades sociales,47 la idea que reitera en diversos artículos, libros, polémicas e intervenciones públicas, es que las poblaciones campesinas cuando deciden migrar a las ciudades, rompen con el pasado estamental y abren un nuevo horizonte histórico cuyos resultados puede avizorarse en un nuevo orden político
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El propio Flores-Galindo criticaría así: “Lo andino, de ayer y hoy, está en debate. Curiosamente la formulación más sugerente en contra de este punto: lo andino proviene de un intelectual de izquierda. Carlos Iván Degregori ha planteado que en la cultura popular peruana, a partir de los años 50, se habría producido una especie de revolución mental: el mundo tradicional sustituido por el nacimiento de una modernidad popular. Se refiere así a que ‘el viejo mito de Inkarri va siendo reemplazado de manera creciente por otro: el mito del progreso’” (Flores-Galindo 1989: 13).
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más democrático. Elabora una propuesta en la cual las migraciones han permitido el tránsito de una identidad étnica a una identidad nacional, y las ciudades, en especial Lima, se convierten en un complejo crisol de democratización social. La construcción de las barriadas, constituyen entonces “el momento más ‘rousseauniano’ de nuestra historia” (Degregori et al. 1986: 293), pues se establece un nuevo “contrato social” a partir del cual se constituye una voluntad democrática general. En este contexto lo “andino” —como sostendría en un texto aún inédito—48 adquiere otro sentido: Si el fortalecimiento de lo andino pasa generalmente por la modernización es porque ésta no es sólo sinónimo de uniformización sino, vista desde el punto de vista de las poblaciones andinas, también es democratización. El capitalismo resquebraja los muros de los guetos culturales en los cuales se había arrinconado a la cultura andina en el período feudal-colonial. Por supuesto que lo hace para imponer nuevas formas de dominación. Pero ante ellas la cultura andina no permanece inmóvil como estatua de sal. Responde… La modernidad no convierte a los portadores de la cultura andina en individuos atomizados e inermes. Por el contrario, tanto la familia extensa como la comunidad se modifican para hacer frente a los nuevos retos. Y a ellas se suman nuevas organizaciones gremiales, políticas, culturales, religiosas, regionalistas. (Degregori 1988: 30 — subrayado del autor)
Si bien es cierto que lo “andino” pierde las inocentes esencializaciones de décadas pasadas, no dejaba de ser la matriz básica (nacional-popular) bajo la cual se define el rostro de la ciudad, incluso del país. Dicho de otra manera: la sociedad peruana de la década de 1980 asiste al alumbramiento de una “modernidad endógena popular” (Franco 1985, Ansión 1988), que nace de su historia reciente y se conecta a nuevos procesos de articulación nacional e internacional. Subsiste entre líneas un antiguo dilema intelectual, aquel que iniciaron los indigenistas a inicios del siglo XX y que se extendió después en las prescripciones de los científicos sociales: ¿desdé qué bases y protagonistas es posible imaginar la refundación de la nación peruana: desde el campo indígena o desde la ciudad chola y mestiza? Si desde el punto de vista “andino”, la historia del siglo XX fue sobre todo la del esfuerzo incesante de dejar de ser indios, ¿significaba entonces que habían dejado atrás todo rastro de indigeneidad y quedados engullidos en el crisol cultural de la cholificación? En el fondo lo que estaba en disputa (desde los dilemas políticos de la década de 1980) era la interpretación del flujo
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Se trata del ensayo Del mito mariateguista a la utopía andina (1988) escrito entre 1987 y 1988, poco después de la aparición del libro de Flores-Galindo, Buscando un Inca. El objetivo era continuar la polémica que ambos venían sosteniendo en distintas publicaciones, pero tras la enfermedad de Flores-Galindo, la polémica quedó trunca y el texto quedó inconcluso. Hasta el momento solo ha circulado entre estudiantes de Antropología de la Universidad de San Marcos.
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de relaciones interétnicas que se fue forjando a lo largo del siglo XX (Cadena 1990) y de ensayar respuestas a una pregunta crucial: ¿cómo conciliar cultura andina con modernización capitalista?49 Pese a que ambas posiciones fueron expuestas por antropólogos e historiadores ligados a universidades e instituciones de investigación en ciencias sociales, lo cierto es que su influencia se dejó sentir también en el debate público de izquierda de aquellos años. Ello se debió a que la mayoría de sus protagonistas fueron intelectuales cercanos al ala radical o socialdemócrata de Izquierda Unida (IU) (Gonzales 1999). Sin embargo, pese a las diferencias políticas y las ácidas polémicas en que se enfrascaron, ambas vertientes vieron limitados su impacto intelectual y político en el mediano plazo pues sus intervenciones terminaron envueltas en la derrota cuando la propia Izquierda Unida entra en una lenta agonía que la lleva a su autodisolución en 1989. Pero también porque a fines de esa década las ciencias sociales ingresan en una profunda crisis de paradigmas, pierden la fuerza interpretativa de décadas anteriores y se debilita hasta casi extinguirse su influencia en la construcción de discursos e imágenes del país. Desde entonces —escribiría años después Degregori (1995)— esta intelectualidad agota sus posibilidades de intervención pública, pierde referentes sociales y políticos y queda atrapada en medio de la debacle económica de fines de la década de 1980. Desde entonces toda discusión sobre lo “andino” desaparece de la esfera pública, pierde peso político y se repliega al ámbito estrictamente académico. 7. Conclusiones: puntos pendientes [...] algunos antropólogos se han vuelto más y más conscientes del carácter histórico de su disciplina. No solo los problemas y los datos de la antropología vuelven a ser vistos como esencialmente históricos, después de medio siglo de puntos de vista básicamente sincrónicos, sino que la antropología misma se ve, cada vez más, como un fenómeno histórico. Para entender la importancia actual de los planteamientos [antropológicos] y también para encontrar puntos legítimos que le permitan salir de ellos, un número creciente de antropólogos se ha vuelto a la historia de la antropología. (Stocking Jr. 1983)
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La historiadora Cecilia Méndez (1993: 116), polemizando en el marco de esta discusión, anotaría: “No deja de llamar la atención que un grupo de intelectuales se haya propuesto diferenciar lo andino (¿de lo ‘occidental’? ¿del resto de la sociedad? ¿de sí mismos?) en el preciso momento en que lo que muestra la realidad es un incontenible proceso de fusión cultural, en el que la migración y las comunicaciones juegan un rol preponderante; y en el que ‘los andinos’, entendidos como los pobladores de la sierra (otrora indios o campesinos), son cada vez, y por propia voluntad, menos diferenciables de los ‘limeños’, o de quienquiera preciarse de su background occidental”.
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La antropología peruana, como en otros países de América Latina, se inició como disciplina en función de las necesidades de la política indigenista, la misma que le imprimió sus orientaciones teóricas, le impuso sus problemáticas y le asignó su identidad. Definió desde sus primeros años que su principal preocupación sea la reconstrucción histórica y etnográfica de las poblaciones andinas. Sin embargo, queda mucho por comprender del peso del indigenismo en la construcción de estas agendas de investigación. Necesitamos situar las rupturas y continuidades de esta herencia y repasar los distintos rumbos que tomó en la segunda mitad del siglo XX. Nos preguntábamos en un trabajo anterior, qué tenían en común antropólogos “estructuralistas” limeños con antropólogos “marxistas-leninistas” provincianos (Degregori et al. 2001). O para plantearlo en palabras de la historiadora Brooke Larson (1998): cómo fue posible que en la misma comunidad académica conviviera una corriente que descifraba las prácticas andinas de parentesco y los verdaderos parámetros conceptuales del ayllu, con otros antropólogos marxistas que debatían sobre los modos de producción y el lugar que ocupaba el campesinado en la transición al capitalismo. ¿Por qué y cómo se abrió esta brecha? ¿Cuáles fueron las consecuencias en la comprensión del “mundo andino”? Para buscar respuestas a dichas paradojas quizá sea necesaria una agenda de investigación que vaya más allá de un ordenamiento cronológico o genealógico de la antropología. No se trata de redescubrir autores negados o hacer rivalizar teorías y escuelas etnográficas, ni decretar precursores fundacionales. Tampoco de ensalzar héroes culturales o personajes canónicos. Se trata más bien de elaborar una historia de la antropología que explore las narrativas, las prácticas intelectuales e institucionales, desde un enfoque reflexivo y contextualizado como reclamaba Enrique Mayer (1983) ya hace más de 20 años. Se requiere volver a conectar las ideas (antropológicas) con su tiempo. Lo que he querido sugerir en estas notas para la investigación, es que hacia fines de la década de 1980 se cierra un ciclo histórico abierto a mediados del siglo XX, cuando la antropología de inspiración indigenista —en su afán por edificar una nueva representación intelectual de las poblaciones indígenas— buscaba levantar en la arena pública un nuevo sentido común y nueva imagen del Perú donde los pueblos andinos sean esta vez los verdaderos protagonistas de la historia. En ese camino, las movilizaciones campesinas y las migraciones a la ciudad —para mencionar solo dos procesos entre otros— le proporcionaron al antropólogo el contexto y la agenda capaz de transmitir su palabra “científica” en el espacio público. Tenían lectores y oyentes, escribían libros y daban conferencias, elaboraban diagnósticos y diseñaban propuestas de modernización. Ofrecían sus saberes al Estado o participaban en su contra desde sus afiliaciones partidarias, la mayoría de las veces
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de izquierda. Era una sociedad pre y posoligárquica movilizada en la que reinaba la palabra impresa que les aseguraba una audiencia más amplia. Con este soporte social, las ciencias sociales pudieron transmitir —bien o mal— una hoja de ruta a una sociedad en constante transición. Pero todo ello entró en crisis en la convulsa década de 1980. Al diluirse los puentes sociales para seguir llegando a un gran público, las interconexiones entre antropología, política y “nación” perdieron sus referentes. Desaparece entonces la figura del intelectual (antropólogo) público que hablaba desde y para lo “andino”. Leído desde el presente, este itinerario nos muestra el ocaso de una época: aquella donde los intelectuales formados en las ciencias sociales se ocupaban de encontrar los vínculos entre política y cultura. Más allá de diferencias teóricas o ideológicas, toda esta antropología nos ofreció una nueva perspectiva de los Andes como aquel espacio que transitaba del “colonialismo interno” a una “modernidad andina”. Todos compartieron la certidumbre que desde las huellas de la “andino” podía construirse un proyecto que buscara democratizar la sociedad peruana e hilvanar un discurso alternativo de nación. Si algún aporte ofrece este ejercicio de reconstrucción histórica, es que nos permite pensar en estos antropólogos —con sus diagnósticos y proclamas— como aquellos intelectuales que nos empujaron a tomar conciencia de la fragmentación social y diversidad cultural de la sociedad peruana. Este quehacer convirtió a los antropólogos en aquellos personajes capaces de “inventar tradiciones” de la nación, si tenemos en mente a quienes quizá encarnan mejor esta circunstancia: Luis E. Valcárcel y José María Arguedas. En definitiva, es posible que con la comprensión académica de sus utopías, biografías y prácticas intelectuales podamos acercarnos a los esfuerzos más persistentes que se hicieron en el siglo XX por instituir una antropología que intentara devolver a los “andes” y al “hombre andino” un lugar preponderante en la conciencia histórica colonial y republicana. Bibliografía Adrianzén, Alberto 1990 “Estado y sociedad: señores, masas y ciudadanos”. En: Alberto Adrianzén (ed.), Estado y sociedad. Relaciones peligrosas. Lima: Centro de Estudios y Promoción del Desarrollo (DESCO), pp. 13-42. Aguirre, Carlos 2007 “Cultura política de izquierda y cultura impresa en el Perú contemporáneo (1968-1990): Alberto Flores-Galindo y la formación de un intelectual público”. Histórica 31 (1): 171-204. Albert, Bruce 1997 “Ethnographic Situations and Ethnic Movements: Notes on Post-Malinowskian Fieldwork”. Critique of Anthropology 17: 53-65.
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Capítulo 3 UCHURACCAY Y EL PERÚ PROFUNDO DE MARIO VARGAS LLOSA1 Enrique Mayer
E
1. Prólogo
sta es una historia verídica que nadie se la creyó cuando se hizo pública. Lo que pasó allí —y lo que se dijo sobre lo que pasó allí— constituye un evento emblemático para la nación peruana en los años 80, en que se vivía una transición hacia la violencia política. Es un análisis de cómo se habla durante tiempos difíciles en los que reinan la confusión y la incomprensión. Se crean mitos, se difunden medias tintas, propaganda y apasionadas posiciones intransigentes. Son tiempos en los que se acaloran las comunicaciones. Mi contribución sigue las enseñanzas de la escuela de crítica cultural en la antropología de los años 90. Hago una desconstrucción de los discursos de quién dice qué y porqué lo dice y cómo es mal entendido. Es un ensayo sobre las pasiones que nos mueven, que cuando éstas se apoderan de uno, causan la ceguera, el desconcierto y la furia.
1
Agradezco a la Facultad del Departamento de Antropología de la Universidad de Yale por la oportunidad que me brindó para escribir durante el tiempo que estuve allí como profesor visitante en el semestre de primavera de 1991. Comentarios muy útiles fueron dados por Richard Burger, William Kelly, Patricia Mathews, Irene Silverblatt, Billie Jean Isbell, Deborah Poole, Clodoaldo Soto, Janet Dixon Keller, Juan Ossio y Helaine Silverman. Peter Johnson, César Rodriguez y Nelly Gonzáles (los bibliotecarios latinoamericanistas de las bibliotecas universitarias de Princeton, Yale e Illinois) me ayudaron con material bibliográfico. La versión castellana contó con la gran ayuda de Carlos Iván Degregori, Iván Rivas Plata, Pablo Sendón y Pablo Sandoval.
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Todo esto porque un 26 de enero de 1983 ocho periodistas fueron cruelmente matados por una turba de comuneros quechua hablantes en las alturas de Huanta, en el departamento de Ayacucho, porque los periodistas fueron confundidos por miembros del Partido Comunista Peruano (Sendero Luminoso) contra quienes los comuneros habían comenzado una guerra sin cuartel. El nombre de la comunidad, Uchuraccay, quedó grabado en la conciencia de la nación. A quien le tocó contar la historia del porqué y cómo había ocurrido esa matanza fue al escritor Mario Vargas Llosa —a pedido de un aturdido presidente Fernando Belaúnde Terry— quien le encargó encabezar una comisión para investigar los hechos ocurridos. Cuando publiqué este trabajo en inglés (Mayer 1991 y 1992) me sentía como un corresponsal de guerra haciendo para mis colegas en Estados Unidos un reportaje de como mi país estaba en un proceso de deterioro. Usé el título Peru in Deep Trouble (“Perú en profundos problemas”) y salió en Cultural Antropology, la nueva revista que los antropólogos postmodernos habían fundado bajo la dirección de George Marcus. Ese artículo fue una réplica a otro escrito por Orin Starn2 (1991, 1992a,) que se preguntaba cómo era posible que los antropólogos que trabajan en los Andes del Perú no habían sido capaces de darse cuenta del fenómeno senderista y del descontento que alimentaba esa subversión. Mi contribución fue matizar el contexto en el que nosotros trabajamos especificando los temas y puntos que nos motivaban, discrepando con la posición de Starn. Usé el caso de Uchuraccay para ilustrar mis puntos de divergencia con él. Por muchas razones yo mismo retiré varias veces mi texto traducido al español listo para ser publicado por el Instituto de Estudios Peruanos durante las últimas dos décadas. Sin embargo mis amigos del IEP no han cesado de pedirme que lo publique, 2
El artículo “Missing the Revolution: Anthropologists and the War in Peru” afirma que el romanticismo esencializante hacia los Indios de los Andes que afectaba la antropología norteamericana de esos años es similar al “Orientalismo” de Edward Said (1979). Ese romanticismo habría impedido a los antropólogos detectar la incursión guerrillera en el campo. Para hacer tal apreciación, Starn se restringió a un grupo muy selecto de antropólogos dejando de lado un gran abanico de colegas de otras disciplinas afines y de otros países. Otras airadas réplicas a Starn, que incluye la traducción del articulo, se encuentran en la revista peruana Alpanchis (Starn 1992b). En 1994 Current Anthropology dio una segunda oportunidad a Starn de reiterar sus divergencias e incluye otra ronda de comentarios por colegas (Starn 1994). William Roseberry (1995) puso en contexto histórico el desarrollo de la disciplina con más largo aliento en reacción a la comprimida visión de que la línea divisoria es entre la vieja y la nueva generación post Guerra de Viet Nam que Starn quería revindicar. Starn publicó su monografía sobre las rondas campesinas en Cajamarca en 1999 donde vuelve a tocar el tema aseverando que había exagerado en algunas afirmaciones, mas en el fondo, su argumento mantenía un grado de validez, con lo cual también concuerdo parcialmente (Starn 1999). Orin Starn y su compañera Robin Kirk contribuyeron mucho al esclarecimiento de los trasfondos que alimentaban las corrientes de la violencia política en América Latina, pero actualmente ambos se dedican a otros temas.
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y ahora, después de una revisada autocrítica, acepté. Con el tiempo que ha pasado, aparece aquí ya mas distanciado del debate con Starn. Aun así, esta no es una historia de lo que ocurrió en Uchuraccay porque los historiadores Ponciano del Pino (2003a, 2003b, 2012) y Cecilia Méndez (2002, 2005) se han dedicado a ello. Tampoco es un análisis sobre Sendero Luminoso o sus causas y efectos. El texto no ha sido actualizado, pero si en algunos casos se agregaron nuevas referencias bibliográficas de citas en inglés que posteriormente se tradujeron, o artículos que se republicaron para facilitar su consulta. Es más bien un ajuste de cuentas de nuestro quehacer antropológico en tiempos difíciles, y cómo a cada uno de los intelectuales de mi generación nos tocó la tarea de encarar el tema de la violencia, tema para el cual estábamos mal preparados. Al releer el artículo me doy cuenta que éste no ha perdido vigencia ni vigor. Por eso he decidido mantener el tiempo presente en el que fue originalmente escrito. La manera de escribir antropología en el “presente etnográfico” es una táctica que sirve para referirse a los eventos observados y relacionados a otras observaciones del mismo momento aún cuando a la hora de ser publicadas ya pertenezcan al pasado. Lo dejo así para ilustrar la importancia del contexto en el que practiqué mi antropología. También ha de servir para comprender que los análisis de la cultura de una sociedad solo existen en momentos históricamente constituidos —un aspecto que es importante para los post modernos. Mi tratamiento de los elementos de la discusión son pues un retrato de varios debates candentes y furiosos en torno a esa matanza malhadada que fue como un presagio de lo que iba a venir después. Carlos Iván Degregori (2000: 47) piensa que tanto para la antropología marxista como para la esencializada antropología estructuralista andina, este evento marcó un momento de crisis cuando no pudo enfrentar la violencia política de la década de los 80. Invito al lector comprobar esta idea. Este ensayo es también un encuentro comprometido con los escritos literarios y políticos de nuestro insigne Premio Nobel de Literatura, Mario Vargas Llosa, y el papel que a él le tocó jugar. Me parecía en esos tiempos, y me sigue pareciendo hoy, que el escritor de novelas Mario Vargas Llosa representa las angustias de la sociedad peruana mejor en sus ficciones que en sus escritos políticos, sus columnas periodísticas, discursos o campañas electorales. Y esto es especialmente cierto de su Informe de la Comisión Investigadora de los Sucesos de Uchuraccay (Vargas Llosa et al. 1983). Debo decir que admiré y sigo admirando la obra literaria de Vargas Llosa, que es fruto de un extraordinario talento y de su sentir desde las entrañas nuestra cultura y sociedad; pero que he discrepado con él en cuanto a posiciones políticas y los análisis que él hace. Comento que la relación de Vargas Llosa con los antropólogos peruanos es fructífera y de larga duración, y ella también ha influido sobre los temas que el escritor toca y la manera en que los aborda. Puede también leerse este ensayo como un intento de relacionar la práctica antropológica con la literatura, y tratar de
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responder a la inquietud de si una obra literaria es una mejor representación cultural que un trabajo etnográfico o un informe escrito para un gobierno de turno. No tengo conocimiento sobre qué opinión Mario Vargas Llosa tenga sobre mi artículo, pero sí sé que ha dicho, con toda razón, a la hora de publicarse los resultados de la Comisión de la Verdad y Reconciliación en 2004, que se confirmó todo lo que él había afirmado en 1983. ¿Por qué entonces ese Informe fue tan mal recibido? 2. Introducción […] Instructivo, fascinante. Condensada en unas cuantas imágenes y objetos efectistas, hay en él un ingrediente esencial, invariable, de la historia de este país, desde sus tiempos más remotos: la violencia. La moral y la física, la nacida del fanatismo y la intransigencia, de la ideología, de la corrupción y de la estupidez que han acompañado siempre al poder entre nosotros, y esa violencia sucia, menuda, canalla, vengativa, interesada, parásita de la otra. (Vargas Llosa: 1984: 123-124)
En enero de 1983 ocurrieron una serie de sucesos que conmovieron al mundo, en una remota comunidad andina de la sierra del Perú. Una versión apareció en la sección de revistas de la edición dominical del New York Times bajo el titulo “Inquest in the Andes” (“Investigación en los Andes”) —en español “Historia de una matanza” (Vargas Llosa 1983, 1990c). En ella, el prominente escritor peruano Mario Vargas Llosa, describió cómo ocho periodistas, seis de Lima y dos de Ayacucho,3 viajaron a las punas para investigar informaciones que señalaban cómo los comuneros de una pequeña comunidad llamada Huaychao habían matado a siete “terroristas”, miembros del Partido Comunista Peruano, comúnmente conocido como Sendero Luminoso —nombre tomado de una frase del ensayista peruano José Carlos Mariátegui, según la cual, solo el marxismo-leninismo proveería el sendero luminoso de la revolución.4 La
Los periodistas asesinados fueron: Jorge Sedano del diario “La República”, Eduardo de la Piniella y Pedro Sánchez del “Diario de Marka”, Willy Reto y Jorge Luis Mendívil del diario “El Observador”, Amador García de la revista “Oiga”; todos de medios de comunicación capitalinos, además de los periodistas ayacuchanos Félix Galván y Octavio Infante.
Uso “terroristas”, “senderistas” y “Sendero Luminoso” como términos para referirme al partido político Partido Comunista Peruano-Sendero Luminoso (PCP-SL). Sin embargo rehúso usar la denominación PCP-SL, como ellos quisieran ser designados. En un artículo crítico de los estudiosos de los Estados Unidos del fenómeno senderista, Deborah Poole y Gerardo Rénique protestan contra el uso de términos tales como “terroristas”, porque forman parte del distorsionante aparato intelectual con el cual los “senderólogos” americanos han impedido nuestro entendimiento de éste y de otros fenómenos políticos del Tercer Mundo. Tildar esos movimientos de “locos, terroristas, caudillos, barones de
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noticia de las acciones de los comuneros había sido recibida con júbilo en Ayacucho, la capital del departamento, donde la insurgencia senderista estaba ya en su tercer año; especialmente contento estaba el general Roberto Clemente Noel Moral jefe militar de la zona de insurgencia5 y el Presidente del Perú, Fernando Belaúnde Terry, quién en la televisión había felicitado a los comuneros e instó a otros a tomar acciones similares para limpiar al país de los criminales terroristas. Sin embargo, las cosas salieron mal. Tal como lo narra Vargas Llosa, los ocho periodistas llegaron a Uchuraccay, una de las comunidades del grupo étnico de los Iquicha en camino a Huaychao. Allí tuvieron un diálogo con la gente local, pero luego fueron cruelmente masacrados con piedras, palos y hachas. Los cuerpos de los periodistas fueron horriblemente mutilados y luego enterrados boca a bajo, dos en cada fosa, en excavaciones superficiales ubicadas en una pampa lejos del cementerio del pueblo. El testimonio de los expertos antropólogos describió estas mutilaciones y forma de enterrar a los muertos como prácticas típicas de los lugareños para con sus enemigos. A la patrulla policial que llegó dos días más tarde en búsqueda de los periodistas, los comuneros declararon que habían matado a ocho senderistas. La reacción a este giro de los acontecimientos en Ayacucho y Lima fue rápida pero dividida. En los círculos conservadores de Lima, estos eventos confirmaron los más profundos prejuicios que tenían contra los indios: en verdad éstos eran unos salvajes. La oposición izquierdista no creía en la historia y sospechaba algún tipo de encubrimiento por parte de las fuerzas militares. El sacudido presidente Belaúnde nombró una Comisión Investigadora y pidió al novelista Mario Vargas Llosa que la encabezase. El jurista Abraham Guzmán Figueroa
la droga, líderes carismáticos o movimientos fundamentalistas” (Poole y Rénique 1991: 29) oscurece más que clarifica. Los autores continúan: “El PCP-SL es un partido político y debe ser tratado como tal. No es un ‘movimiento’ ni un misterio, más bien es una organización con una racionalidad política y militar específica” (1991: 43). Reconozco las objeciones de Poole y Rénique. No se debe satanizar ni mistificar a los senderistas. Pero, al mismo tiempo, hay criterios mínimos que deben ser cumplidos para ser reconocidos como partido político que el PCP-SL elige no aceptar. No están registrados como partido político y rehúsan participar con las más mínimas reglas de la política electoral. La situación de partidos revolucionarios (en el sentido de Lenin) cuando entran a la clandestinidad es, por supuesto, problemática cuando la legitimidad les es negada por los poderes oficiales y sus miembros son perseguidos por razones ideológicas; y también por crímenes cometidos contra las normas legales y constitucionales que los miembros del partido niegan y recusan. En el caso del PCP-SL, son ellos los que eligieron la clandestinidad y son ellos los que declararon la “lucha armada”. Hasta que el PCP-SL decida emerger de la clandestinidad y busque alguna forma de reconciliación con la sociedad civil, continuaré llamándoles “terroristas”, pues esa es el arma de su elección. 5
En todos los artículos de periódicos se le nombra como general Clemente Noel Moral. En su libro, él firma como Roberto C. Noel Moral (Noel Moral 1989).
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y el periodista Mario Castro Arenas también conformaron la Comisión. Vargas Llosa pidió ayuda a un grupo prominente de expertos antropólogos, abogados, psicólogos, lingüistas y fotógrafos. La Comisión Vargas Llosa viajó a Ayacucho a investigar las matanzas. El Informe de la Comisión Investigadora de los sucesos de Uchuraccay (Vargas Losa et al. 1983), estableció una jerarquía de causas que explicaron el trágico evento. La Comisión sostuvo que tenía absoluta seguridad de lo siguiente: 1. Que las comunidades de la región habían decidido en asambleas comunales, matar a “terroristas de Sendero Luminoso”, ya que estaban exasperados por los abusos, exacciones y robos; así mismo del asesinato de dos pastores de ovejas por los senderistas. 2. Que al haber tomado tal decisión, los comuneros se sentían autorizados a hacerlo por las autoridades, representadas por los sinchis (el temido pero altamente entrenado batallón antisubversivo de la policía) quienes les habían dicho —según el testimonio de la gente de Uchuraccay— que “... si venían terroristas a Uchuraccay debían defenderse y matarlos...” (Vargas Llosa et al. 1983:20). 3. Que los comuneros confundieron a los periodistas con una patrulla de senderistas. Ellos creían que los senderistas iban a venir a buscarlos para castigarlos, porque habían linchado a dos subversivos en la misma comunidad hacía unos cuantos días. 4. Que esta masacre tuvo lugar sin la participación de las fuerzas policiales. Como telón de fondo que influenció estos sucesos, la Comisión anotó que Sendero Luminoso tenía seguidores o algún grado de control entre las comunidades de agricultores de los valles, pero no entre los pastores de la puna iquichana. Allí las guerrillas no habían tenido mucho éxito en infiltrarlos o controlarlos, porque los agentes de Sendero Luminoso que se aparecían en las alturas, eran identificados con la gente del valle, sus tradicionales explotadores y rivales.6 Los iquichanos también acusaron a los senderistas de robarles su ganado y de haber matado a dos personas. También se oponían a la prohibición que había sido impuesta por los senderistas de participar en las ferias y mercados regionales. Esta prohibición era parte de la campaña senderista de sitiar a las ciudades por hambre. 6
Algunos estudios han confirmado la manera como los pastores de las alturas han luchado para ganarse la independencia de la dominación de las comunidades de los valles, y por ello los iquichanos tenían poca paciencia frente a los intentos de los senderistas (asociados a la gente de los valles) de reestablecer el control sobre ellos. Véase Favre (1984).
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El Informe continuó diciendo que los iquichanos son gente brava, orgullosos de su independencia y por ello, despreciados por los agricultores del valle. Los iquichanos siempre habían apoyado a los bandos equivocados: a los españoles durante las rebeliones indígenas, a los realistas durante la Independencia.7 En 1896 habían tomado la capital de la provincia de Huanta y habían linchado al subprefecto, y más recientemente, habían expulsado a los agentes de la Reforma Agraria. Una vez que los iquichanos habían declarado la guerra a los senderistas, estaban en un estado de exaltación psicológica, pues temían un inminente ataque de revancha por los guerrilleros: “Creen por su tradición, por su cultura, por las condiciones en que viven, por las prácticas cotidianas de su existencia, que en esta lucha por la supervivencia todo vale y que se trata de matar primero o de morir” (Vargas Llosa et al.1983: 33). Vargas Llosa también propuso una serie de preguntas retóricas. ¿Es posible, se preguntó, que los comuneros puedan hacer los distingos morales, constitucionales, jurídicos, entre el bien y el mal que implica el linchamiento o el proceso legal establecido? Es decir, ¿sabían ellos que estaban haciendo mal? Una de las respuestas fue dada por el experto en jurisprudencia, miembro de la Comisión, Dr. Fernando de Trazegnies. Su explicación alude a un tema favorito en la antropología: la existencia de la ley consuetudinaria, diferente a las de la nación “.... la existencia junto al sistema jurídico occidentalizado y oficial, que en teoría regula la vida de la nación, de otro sistema jurídico, tradicional, arcaico, soterrado y a menudo en conflicto con aquél al cual ajustan su vida y costumbres los peruanos de las alturas andinas como Huaychao y Uchuraccay” (Vargas Llosa et al.1983:32) —supuestamente esta ley de la costumbre prevé la pena de muerte por linchamiento contra abigeos, después de juicios públicos. La segunda respuesta a la pregunta retórica que Vargas Llosa se hace, también se apropia de temas antropológicos favoritos. Reza así: los Iquichanos son un grupo social especial por estar aislados. Pertenecen a una cultura separada, que ha sido objeto de abusos y explotación por siglos. Sus miembros no entienden los asuntos y las complejidades del sector moderno de nuestra sociedad. Así lo dice Vargas Llosa: “Son parte de esa ‘nación cercada’, como la llamó José María Arguedas, compuesta por cientos de miles —acaso millones— de compatriotas, que hablan otra lengua, tienen otras costumbres, y que, en condiciones a veces tan hostiles y solitarias... han conseguido preservar una cultura —acaso arcaica, pero rica y profunda y que entronca
7
Originalmente reportado en Jorge Basadre, donde se establece el estereotipo de los iquichanos como “...bárbaros residentes entre Huanta y La Mar, descendientes de los pokras, tribus de raza chanca...” (Basadre 1947: 226). La historiadora Cecilia Méndez (2002) indica que el grupo étnico iquichano es un invento de los intelectuales del siglo XIX.
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con todo nuestro pasado prehispánico— que el Perú oficial ha desdeñado” (Vargas Llosa et al. 1983: 36). En suma, la Comisión concluyó que las matanzas eran resultado de un error que surge de malentendidos culturales, de la tensión psicológica en el calor de una guerra declarada contra su sociedad por los guerrilleros de Sendero Luminoso y provocada por la anuencia de la Policía. 3. ¿Encubrimiento o simplificación? Debe haber sido fascinante para un escritor asignar la causa de tan horrenda tragedia a un malentendido. Si el contexto no fuese tan morboso, encontraríamos en el lenguaje de Vargas Llosa explicaciones aceptables que contextualizan las circunstancias y a los actores. Sin embargo, muchos críticos y escépticos dijeron que el escritor había logrado una vez más narrar una excelente historia. Para otros, e inclusive para mí, las obras de ficción de Vargas Llosa reflejan mejor la realidad que este informe. Aquí los puntos por los cuales fue criticado el Informe. a. Hechos Después de las investigaciones de la Comisión, y por un lapso de más o menos tres años, la prensa peruana se abocó al juego detectivesco de buscar nuevos hechos que desvirtuaran los argumentos del Informe Vargas Llosa. Periodistas y comentaristas de televisión ávidamente propugnaban explicaciones alternativas y buscaban contradicciones con los hechos conocidos, para apoyar otras teorías con igual sensacionalismo y morbo tales como las que en los Estados Unidos los medios de comunicación y la Comisión Warren, trataron de explicar los hechos del asesinato del presidente John F. Kennedy y Lee Harvey Oswald. A pesar de que a la Comisión de Vargas Llosa solo se le proporcionaron algunas de las fotografías del periodista Willi Reto, otras “aparecieron” después, y estas últimas alteraron algunas de las aseveraciones iniciales de la Comisión. Sin embargo, hasta hoy no han aparecido nuevos hechos que significativamente puedan alterar la lógica de la historia contada por Vargas Llosa y su Comisión. Ha habido, sin embargo, numerosas muertes y desapariciones de testigos, lo que lleva a sospechar que evidencia potencialmente incriminadora pudo haber sido eliminada. Cualquier testigo que se hubiese atrevido a declarar, corría el riesgo de muerte segura. Tampoco ha habido conversaciones honestas con los policías y militares directamente involucrados, lo que nos deja aún hoy con sospechas de que habría más por saber de lo que la policía y los militares decidieron hacer público.
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b. ¿Ley consuetudinaria, vigilantismo o guerra? Si a los comuneros se les da el privilegio de ejercer sus leyes consuetudinarias, ¿qué debemos hacer cuando los senderistas exigen el mismo derecho revolucionario? Cuando los senderistas “liberan” comunidades campesinas, ellos llevan a cabo ejecuciones públicas en nombre de la “justicia popular”. A veces ajustician abigeos a quienes ni la acción de los comuneros ni la corrupta justicia oficial han sido capaces de capturar. Todo esto es, sin embargo, más complejo. Tenemos que distinguir, en primer lugar, las prácticas de la ley consuetudinaria del vigilantismo: es decir, cuando los comuneros se defienden colectivamente de ataques externos. Desde su creación en épocas coloniales, a las comunidades indígenas se les ha otorgado cierta autonomía para manejar sus asuntos administrativos y judiciales. Hay en cada comunidad una jerarquía de autoridades elegidas y nombradas; algunas oficialmente reconocidas y otras no, como los varayoq, presidentes, comisionados, agentes municipales, tenientes gobernadores, etc., que regulan muchos aspectos de la vida judicial en las comunidades.8 Pero la ley peruana es muy estricta en su insistencia de que las autoridades comunales solo traten casos menores, y los comuneros conocen esta restricción a su autonomía.9 Los casos de homicidio deben ser referidos a las autoridades superiores. Sabemos que los comuneros conversaron con los periodistas en Uchuraccay, pero no fueron sometidos a ningún proceso de acusación, ni encontrados culpables. Más bien las fotos muestran que fueron víctimas de un ataque sorpresivo. De modo que la apelación que hace la Comisión Vargas Llosa a la ley consuetudinaria carece de validez. Los comuneros de Uchuraccay dicen haber hecho juicios populares contra personas a quienes ellos acusaron de ser terroristas, antes y después de los sucesos de los periodistas; y los acusados han tenido oportunidad de defenderse de los cargos que les hicieran. En cambio, a los periodistas se les trató de manera diferente. Sin embargo, el argumento de autodefensa (“... que en esta lucha por la supervivencia todo vale...”) ya mencionado tiene mayor validez. Las comunidades indígenas se defienden colectivamente de ataques externos. Hay casos de batallas entre comunidades rivales motivadas por disputas sobre la demarcación de linderos y a veces corre sangre.10 Estas acciones de violencia se basan en la toma de decisiones colectivas, la 8
Véase Pásara (1983, 1984), cuyo estudio de los Jueces de Paz no letrados y su relación con las Cortes Superiores así como la aplicación de los códigos legales es importante.
9
Como lo anotan Ossio y Fuenzalida (1983: 73) en su contribución al Informe de la Comisión.
10
En algunas áreas de los Andes, estos encuentros forman parte de la vida ritual. Los tinkuys se consideran exitosos si hay heridos y corre sangre (Platt 1980, Poole 1984). Véase también Remy (1991), quien critica el excesivo sensacionalismo y la “esencialización” antropológica al describir estas costumbres.
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completa participación de todos los miembros de la comunidad y los esfuerzos muchas veces inútiles de evitar que las autoridades ejerzan represalias judiciales sobre individuos expresamente seleccionados. Este tipo de acciones colectivas han sido utilizadas eficazmente por los comuneros en ocupaciones de tierras y levantamientos contra autoridades y hacendados abusivos. Tanto los comuneros como la nación saben que estas acciones son ilegales, pero ciertos círculos de intelectuales, ocasionalmente les dan la razón moral y la justificación histórica como el último recurso contra la explotación y el abuso. La historia peruana está repleta de rebeliones indígenas que fueron salvajemente reprimidas (Kapsoli 1987, O’Phelan 1988, Stern 1987). Estas rebeliones son estudiadas con esmero por los historiadores, celebradas por los escritores y glorificadas en la cultura popular. El derecho “moral” de defenderse es una de las tantas armas que los débiles (Scott 1986) esgrimen y manipulan, y lo conocemos con el término popular de “hacerse justicia”. Hacerse justicia o defenderse es, sin embargo, una acción moral o política. No tiene que ver con algún aspecto jurídico de la fuerza de la ley nacional ni de la ley consuetudinaria. Entre estos dos extremos, el tratamiento que los comuneros dicen dar a los abigeos es ambiguo y remite a aspectos de ambos. Primordialmente porque el abigeato tiende a ocurrir más allá de las fronteras de una comunidad y porque es más difícil de controlar. Los comuneros a veces tratan muy severamente a los ladrones de ganado que logran atrapar. Y colectivamente han defendido el derecho de hacerlo cuando todos los otros intentos de colocar a los abigeos bajo el fuero judicial han fallado, como en el famoso caso de Huayanay.11 Además, como lo demuestran Poole (1988) y Orlove (1990 [1980]), este “derecho” ha sido frecuentemente manipulado por grupos armados, promovido por terratenientes, gangsters y caciques rurales para fines propios y para apuntalar sus bases de poder de amedrentamiento. Los comuneros han justificado sus “rondas” en base a la lucha contra el abigeato y también se han aprovechado del abigeato sistemático para debilitar a los hacendados, a sus enemigos y a comunidades rivales. La organización
11
Un caso notorio durante el régimen de Velasco. Como apareció publicado en los periódicos, los comuneros de Huayanay (en el departamento de Huancavelica) habían matado colectivamente a un abusivo ex mayordomo. Luego firmaron un documento que señalaba que habían tomado la justicia por sus propias manos y entregaron el cuerpo a las autoridades. El drama de una historia en que honestos comuneros terminan quitándole la vida a un abusivo mayordomo, quien dos veces había comprado su libertad de la cárcel, convenció a la opinión pública y al Juez en absolver a los comuneros de su acto de justicia informal. Sin embargo, las investigaciones del Dr. de Trazegnies (1977, 1978) revelaron que la matanza tuvo lugar como parte de una larga pelea entre dos familias extensas. Los que victimaron al mayordomo habían presionado a aquellos comuneros no comprometidos con la matanza a firmar un acta que afirmaba que colectivamente la comunidad lo había matado por abusos cometidos.
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colectiva contra el abigeato poco a poco se ha transformado en la base de grupos de defensa antisenderista. Comenzaron en el departamento de Cajamarca y poco a poco se han difundido por toda la sierra (Taylor1983, Brandt 1987, Starn 1999). Existe la posibilidad de que los comuneros de Uchuraccay o la misma Comisión Vargas Llosa buscaron equiparar el ataque contra los afuerinos con el supuesto tratamiento contra abigeos por parte de los comuneros. Así, el Informe dice “..., en la reunión de cabildo abierto con la Comisión, designaron siempre con el apelativo de ‘terrorista sua’ (terrorista ladrón)” (Vargas Llosa et al. 1983: 34). Esta explicación parece ser demasiado tramada. Por otro lado, el Informe afirma que los iquichanos decidieron colectivamente dar batalla a los senderistas, y procedieron a emboscar, golpear, linchar y ejecutar a personas que identificaron como miembros de Sendero Luminoso. Por cuenta del mismo Vargas Llosa, los iquichanos afirman haber dado muerte a 25 personas antes del incidente con los periodistas. Esta es la posición de los comuneros, y la Comisión Vargas Llosa apoya esta visión. El jurista Dr. Fernando de Trazegnies, tan enamorado del lenguaje antropológico, dice: “Los comuneros de Uchuraccay manifestaron a la Comisión ser partidarios de Belaúnde y del Gobierno... Eran más bien declaraciones de una tribu o nación que decide ratificar su alianza con otra nación o tribu que se encuentra envuelta en una guerra. De ahí que ellos espontáneamente sientan que tienen la obligación para con su aliado ‘Señor Gobierno’ de capturar a los enemigos de éste y de neutralizarlos, por los métodos y usando las estratagemas tribales” (Trazegnies 1983: 145). En el informe de la Comisión se usan las tres argumentaciones. Cada una de ellas excluye a la otra, y cada una tiene diferentes consecuencias legales o morales sobre la culpabilidad o la inocencia de los comuneros. c. Omisiones Una relectura del Informe y las críticas que provocó, deja claro que hay una serie de cabos sueltos. Por ejemplo, hasta donde yo sé, nunca se investigaron las 25 muertes de “terroristas” que los comuneros de Uchuraccay y las demás comunidades iquichanas supuestamente perpetraron. ¿Quiénes fueron las víctimas? ¿De dónde eran? ¿Cómo y con el apoyo de quién fueron capturados? ¿Cómo fueron sentenciados y ejecutados? ¿Por qué se hizo tanto esfuerzo para esclarecer las circunstancias de la muerte de ocho periodistas y no preguntarse lo mismo sobre la muerte de otras veinticinco personas, supuestamente asesinadas en circunstancias similares, por la misma gente y en un contexto semejante? Para muchos del espectro izquierdista, hay fallas en el informe de Vargas Llosa, por no investigar más a fondo las posibilidades de una participación más comprometida
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e incriminadora de las fuerzas policiales y militares, o de operaciones secretas de las mismas. Para ellos, la coincidencia de un incremento de violencia comunera contra los “terroristas” y el hecho que se haya establecido un nuevo comando militar en Ayacucho con poderes especiales, era altamente indicativo de un cambio de tácticas militares. A pesar de que la Comisión encuentra culpa en la Policía y sus métodos, el lenguaje con el que lo hace tiende a suavizarla. Se citan factores mitigantes, como por ejemplo, la falta de experiencia del cuerpo policial en ese campo de acción, su ineficiencia y el desconocimiento de las costumbres de la gente. Otro ángulo nunca fue explorado. Si hubiese habido mayor presencia policial en Uchuraccay el día que llegaron los periodistas, su muerte podría quizá haber sido evitada. Hay una paradoja en cómo la izquierda —a menudo víctima de persecución policial— está más dispuesta a asignar a las fuerzas policiales capacidades increíbles. Es más probable que las fuerzas policiales eran en esa época, y continúan hoy siéndolo, más “subdesarrolladas” que lo que sus críticos están dispuestos a creer. Por ejemplo, Gorriti (1990: 80-93) cuenta que las fuerzas policiales de la Seguridad Nacional habían informado correctamente a las autoridades de Lima sobre las actividades de Sendero Luminoso, pero nadie les dio importancia. Peor aún, los archivos desparecieron cuando el gobierno de Fernando Belaúnde asumió el poder. Las percepciones de la ineficiencia inicial del cuerpo policial habían llevado al gobierno de Belaúnde a confiar en las fuerzas militares, para que ellas se hicieran cargo de las actividades contrainsurgentes, y éstas recién se estaban estableciendo en Ayacucho. Calificar a las tácticas antisubversivas de “subdesarrolladas” implica sin embargo describir también dentro de este cuadro de “subdesarrollo” la preferencia que estos cuerpos organizados tienen por el abuso, la tortura y el maltrato agresivo contra la población civil, a la que debe supuestamente proteger.12 Las tácticas antiterroristas de los militares incluyen enseñanzas de campañas de contrainsurgencia propiciadas por los Estados Unidos y aplicadas en otros lugares de América Latina, que masivamente victiman y aterrorizan a la población civil no comprometida. La persecución arbitraria es persecución arbitraria, sea ésta llevada a cabo en Perú, Guatemala, Salvador, Chile o Argentina.
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Véase Flores-Galindo (1988), en donde hay una denuncia espeluznante sobre las prácticas cotidianas de la policía peruana, aún antes de que el terrorismo provocara el contraterrorismo.
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d. Incredulidad Pero la mayor crítica al Informe se centró en la parte antropológica. Los críticos exclamaron atónitos “¡Pero los comuneros no son así!”. En la imagen nacional de algunos intelectuales, los comuneros no podían ser ni tan violentos, ni tan ignorantes, ni tan ingenuos como los pinta el informe. Muy emblemático de este debate fue la frase suelta del general Noel, que muy probablemente los comuneros de Uchuraccay habían confundido las cámaras fotográficas de los periodistas con armas de fuego. Esta declaración enfureció a los críticos y Vargas Llosa intentó responderla en su Informe. Se pregunta el autor: “¿Están en condiciones los comuneros de Uchuraccay de identificar una cámara fotográfica y saber para qué sirve? Algunos de ellos, por lo menos sin ninguna duda...No es éste el primer caso de una sociedad en la que el primitivismo y el arcaísmo culturales pueden coexistir con el uso de ciertos productos manufacturados modernos” (Vargas Llosa et al. 1983: 23). Meses después de la publicación del Informe, los hechos demostraban claramente que los periodistas hablaron con los comuneros. Dos de ellos hablaban quechua y eran conocidos en la región. Ciertamente ellos podrían haber explicado su misión a los comuneros. Más acertadamente, en una entrevista posterior, Vargas Llosa especuló si las teorías de Mao o las de Mariátegui eran comprensibles a los comuneros de Uchuraccay, y concluye que las exacciones de los senderistas serían vistas como actos de “pura intromisión y prepotencia” (Vargas Llosa 1991a: 136). Millones (1983: 97) apuntaba que nosotros no conocíamos el discurso senderista dirigido a los campesinos, ni cómo es que apelaban a sus simpatías. Suponer ignorancia campesina en cuanto a los debates ideológicos es también simplista. Pastores evangélicos predicaban su visión del mundo y su oposición contra doctrinas católicas y comunistas. Había también reclutamiento activo por parte de federaciones campesinas y trabajo político de los partidos en todo el departamento de Ayacucho.13 Tampoco podían aceptar los críticos que los comuneros por sí solos fuesen capaces de realizar tan execrables mutilaciones, a pesar de las explicaciones antropológicas que los expertos adjuntaron al Informe de la Comisión. Pero sí sabemos que los comuneros han actuado cruelmente contra extraños. Por ejemplo, a los antropólogos canadiense y peruano Lionel Vallée y Salvador Palomino (1973: 12-13), los comuneros de Manchiri en la región de Ayacucho en los años 1960 los amarraron y los tuvieron presos en una
13
El testimonio de la maestra de Uchuraccay demuestra que últimamente la comunidad había estado sujeta a intensos esfuerzos de prédica evangelista (Ossio y Fuenzalida 1983: 63). Otra descripción de un encuentro con predicadores evangelistas entre los Iquicha se halla en Salcedo (1984: 145). Degregori (1990), Skar (1997 [1982]), Berg (1987), y Quintanilla (1982) describen actividades de proselitismo político en las zonas rurales de Ayacucho y Apurímac.
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habitación toda la noche. Ellos se salvaron ya que Palomino, quien hablaba quechua, escuchó los debates entre los comuneros de cómo es que los iban a matar, y al entender qué es lo que se decía, gritó a sus captores que él entendía todo. Esto hizo vacilar a los comuneros, dándoles a los antropólogos la oportunidad de escapar. Vallée y Palomino fueron percibidos como pishtacos por los comuneros, figuras muy temidas, quienes en la creencia local son gente blanca que capturan a los indígenas y los decapitan para obtener grasa humana para la fundición de buenas campanas, para la venta en el extranjero donde se la necesita para hacer funcionar maquinaria muy compleja (naves espaciales, por ejemplo), o para pagar la deuda externa (Ansión y Sifuentes 1989: 61-105). Tan difundida es esta creencia que ha motivado crímenes verdaderos. En 1969, dos jóvenes fueron capturados por la policía cuando trataban de vender botellas de grasa humana a un comerciante yugoeslavo de Tarma. Los jóvenes confesaron y mostraron a la policía los cuerpos desmembrados de varias pastoras a quienes habían asaltado en la puna, motivados por la creencia que esta actividad criminal era una actividad lucrativa. El miedo a los pishtacos se ha incrementado desde que reina la violencia política en la sierra. En 1987 en un pueblo joven de Ayacucho, formado por refugiados de la guerra, un pobre comerciante huancaíno fue muerto a pedradas por una turba de vecinos enfurecidos que estaban convencidos que él era un pishtaco (Degregori 1989: 109-114). En el imaginario popular los pishtacos son la quintaesencia del afuerino. Poseen tecnología avanzada con la cual pueden perpetrar sus crímenes, cuyo propósito es convertir la grasa de los indios en ganancias monetarias. Son pues una expresión mitologizada muy coherente de percepciones de violencia perpetrada contra ellos, y contra la cual la única defensa es la furia colectiva para extirparlos (Weismantel 2001). Quizás para los comuneros de Uchuraccay los periodistas podrían no solo haber sido representantes de la Policía, del Ejército, o de los guerrilleros, sino también pishtacos. Esta explicación alternativa, conocida por los antropólogos de la Comisión (Ossio y Fuenzalida 1983: 70) fue tan solo vagamente aludida en el Informe. El problema era que si se privilegiaba esta explicación, los críticos la hubiesen ridiculizado, y para quienes los comuneros de Uchuraccay ya aparecían como salvajes, tal explicación los hubiese condenado aún más. Los autores del Informe, y sobre todo sus críticos, son ingenuos cuando califican con virtudes morales y de “humildad” solo a un segmento de la sociedad peruana, o peor aún, maniqueos, si acusan a solo un segmento de la sociedad peruana, dividida como ésta por abismos étnicos, de ser los únicos capaces de cometer actos de violencia racional o irracional.14 14
El revés de este debate también es maniqueo: presume que solo las fuerzas armadas cometen actos de masacre irracional al sofocar insurgencias. Durante toda la década de la violencia se creía que
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Por cierto, aún antes de los sucesos de Uchuraccay, la violencia colectiva ha sido utilizada por los comuneros en la sierra en circunstancias en las que eran o se percibían amenazados desde afuera, y a veces, esta violencia rebasó aquella estrictamente necesaria para lograr los objetivos propuestos; ya que también ha incluido en algunos casos atrocidades cometidas contra extraños. Hay en estas argumentaciones las dimensiones escondidas de una doble falacia. Un lado ignora actos irracionales de violencia aún cuando el contexto y las circunstancias las explican, aunque no las condenen. La otra cara de esta falacia consiste en mostrar mediante evidencia histórica, actos de crueldad, sanguinarismo y rituales violentos, utilizando la iconografía prehispánica, textos históricos, mitos, cuentos y relatos que aseguran ser verídicos, como demostración de la “naturaleza violenta” del indio ya sea como rasgo psicológico o como herencia racial. El grupo étnico que no tenga historias de violencia que tire la primera piedra. La única posición correcta es encarar los hechos de cada caso en su contexto y cuidarse de no ser llevados por la repugnancia etnocéntrica o peor aún ser atraídos morbosamente por ellos. Tampoco es tan simple contraponer en términos morales la violencia física cometida por campesinos o marginados y la “violencia estructural” cometida por “el sistema” contra ellos como justificación de actos de violencia campesina o terrorista. En el Perú, “violencia estructural” se le ha venido a llamar a la pobreza, al abuso despiadado, a la indiferencia, a los actos de discriminación, al racismo, a la arbitrariedad y/o a la indiferencia del Estado que impide las acciones potenciales que un individuo pudiese querer tomar. En debates cotidianos, en la televisión, o en casa, la reacción común frente a la indignación contra los actos terroristas ha sido contraponerla con ejemplos de violencia estructural para explicarla. Discusiones de esta naturaleza son estériles pues no llevan a soluciones. Confunden causas con justificaciones morales, y confunden casos de culpabilidad individual con culpa colectiva. La única salida es considerar la violencia estructural como causa de la violencia política, y luego decidir hacer algo para corregir la primera. Ambos tipos de violencia existen —indudablemente— y quizás la una pueda explicar la otra, pero la una no justifica la otra. Desde Uchuraccay poco, muy poco, puede decirse qué se ha hecho para corregir la incidencia de la violencia estructural y con ello haber disminuido las posibilidades de violencia política. La sociedad civil ha dejado, en gran medida, que las fuerzas armadas se
el número de víctimas causadas por las fuerzas armadas era mayor que las perpetradas por Sendero Luminoso (Amnesty International 1985,1989). El Informe de la Comisión de la Verdad y Reconciliación (Perú: Comisión de la Verdad y Reconciliación 2004 Anexo 2: 17) desmintió eso mostrando que cuando Sendero entró en repliegue, los senderistas fueron muy crueles con la población y el número de muertos muy alto.
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encarguen del problema, a pesar de las críticas que sus métodos han provocado repetidamente. El Estado también ha debatido la incidencia de la violencia innumerables veces, pero poco es lo que se puede contar como significativo en cuanto a legislación, actos de reforma, o inclusive en el campo de la política, que responda racionalmente a este tipo de levantamiento armado.15 Aún mayor incredulidad produjo entre los críticos del Informe, la unanimidad con la que los comuneros admitieron los hechos. Que los comuneros nunca variaran y que todos se ajustaran a la única versión era, para muchos, demostración de que a ellos los habían intimidado con amenazas. De allí, se razonó, que los comuneros debían estar encubriendo a otros, quienes habían cometido los crímenes. Lo que la oposición al gobierno de Belaúnde quería con más fervor, era una confesión de que había sido la policía o el ejército quienes habían perpetrado las matanzas. Los comuneros han tenido muchas oportunidades para recontar su versión, y tal rectificación hubiese sido recibida con júbilo en muchos sectores de la sociedad. Pero nunca lo hicieron. Otra posibilidad —que fueron los terroristas de Sendero Luminoso los que obligaron a los comuneros a matar a los periodistas, o que ellos estaban materialmente comprometidos— no ha sido explorada con cuidado. Esta posibilidad no es considerada feaciente. Sendero Luminoso quería toda la publicidad posible para sus actos y matar a aquellos que mejor se la proveerían parece ridículo. Más aún, entre los periodistas estaban representados periódicos que, por lo menos a los comienzos, tenían opiniones menos negativas contra Sendero Luminoso. En retrospectiva, una acción como esa, ya no parece ser tan inverosímil, dado lo que ahora sabemos de ellos, como es que utilizan los asesinatos, las bombas y matanzas para producir shocks psicológicos. Si eso era lo que buscaban, ciertamente lograron sus objetivos.16
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En 1989 la Comisión Especial del Senado sobre las causas de la Violencia y Alternativas de Pacificación en el Perú, dedicó tres capítulos al estudio de la “violencia estructural” en la sociedad Peruana (Comisión Especial del Senado 1989). La Comisión tipifica la violencia estructural como histórica, acumulativa: “... el mismo orden, la legalidad y la organización del poder se convierte en expresiones de una violencia estructural que se acumula, se reproduce y tiende a perpetuarse, impulsando bajo circunstancias concretas a comportamientos de violencia activa en sus diversas manifestaciones” (Comisión Especial del Senado 1990: 34). Dos tendencias generales se dan como causas de violencia estructural. Una es su acumulación gradual dada por discontinuidades históricas, el desplazamiento de la gente, la desintegración, la marginalización, la incomunicación, el autoritarismo, el centralismo y la ausencia de un proyecto nacional. La segunda se encuentra en los patrones generalizados de relaciones sociales entre personas e incluye estatus asimétrico, dominación, racismo y dominación de género (Comisión Especial del Senado 1989: 120-130).
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Véase Gorriti (1990 —en particular el capítulo 9) para una consideración acerca de cómo el liderazgo senderista enseña y adoctrina a sus militantes en sacarle el provecho máximo a los asesinatos.
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Muchos senderólogos también encuentran que la narración de los eventos en Uchuraccay es poco creíble. Siguiendo las enseñanzas de Mao, a los senderistas se les ha enseñado a no antagonizar con el campesinado. Gustavo Gorriti, el más respetado, describe cómo Sendero es muy selectivo y estratégico en sus asesinatos. Ellos tienen que aprender a matar en forma sistemática y despersonalizada, al mismo tiempo que tienen que estar preparados a sacrificar sus propias vidas. Las matanzas deben ser cuidadosamente calibradas para provocar la furia ciega del Estado. Cuánto mayor el exceso de la reacción, más fácil es transferir la culpa al Estado. Por eso sus principales objetivos han sido las obras y los representantes del Estado y sus autoridades (torres de electricidad, puentes, la policía, empleados de gobierno, proyectos de desarrollo, autoridades locales, comerciantes y transportistas, etc.). Se ganan la aceptación inicial de los pueblos con juicios sumarios (populares) de malos comerciantes, maridos adúlteros, explotadores abusivos, a quienes ajustician en las plazas. También intimidan a la población con amenazas de matar a soplones y a colaboradores. Además las tres reglas de Mao y las ocho amonestaciones de cómo debe actuar un revolucionario entre los campesinos eran claramente indoctrinadas a los cuadros.17 El patrón de matanzas y de robos que aparecen en el Informe de Vargas Llosa diverge de otras acciones que se sabe habían sido instigadas por Sendero en Ayacucho. Sin embargo, hay que hacer el distingo entre lo que se les enseña a los senderistas y lo que ellos hacen. Ya hay suficiente evidencia acumulada que los eventos en Uchuraccay coincidieron con una verdadera guerra desencadenada entre los comuneros de las partes altas de la zona y los senderistas, y que en esos días los senderistas y los comuneros estaban cometiendo atrocidades, y este patrón se ha repetido en otras regiones del país (Perú: Comisión de la Verdad y Reconciliación 2003: 130-31). De modo que el desacato de las reglas de comportamiento de cómo los senderistas debían imponer su autoridad en las comunidades puede muy bien darle razón a los comuneros de Uchuraccay, quienes
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“Las ‘Tres Reglas’ son las siguientes en la traducción senderista: • Obedecer las órdenes en todas las acciones. • No tomar de las masas ni una sola aguja, ni una sola hebra de hilo. • Entregar todas las cosas capturadas. Las ‘Ocho Advertencias’ son: • Hablar con cortesía. • Pagar con honradez lo que se compre. • Devolver todas las cosas solicitadas en préstamo. • Indemnizar por todo objeto dañado. • No pegar ni injuriar a la gente. • No estropear los cultivos. • No tomarse libertades con las mujeres. • No maltratar a los prisioneros” (Gorriti 1990: 174).
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afirmaron que los terroristas efectivamente estaban matando y robando y haciéndose odiados por los comuneros. Pintar a los senderistas como matones que cometen actos de pillaje también es una parte conveniente de la agitprop del gobierno. 4. La autoridad antropológica En su novela El Hablador (1987) el autor/personaje ficcionalizado de Mario Vargas Llosa traza carreras divergentes entre él y Saúl Zuratas, su amigo desde los días de universitarios en San Marcos. Zuratas escoge la carrera de antropólogo y quizás termina uniéndose a los Machiguengas en la selva peruana. Vargas Llosa llega a ser el escritor, observador y comentarista político que conocemos. En el transcurso de la novela, Vargas Llosa (el personaje) y Zuratas sostienen un debate sobre el papel que la antropología debe ejercer en la sociedad. En la novela, Zuratas es el idealista que argumenta que a la sociedad Machiguenga se le debe dejar sola, y pierde el debate contra Vargas Llosa, pero es éste último quien siente la inmensa tristeza de la pérdida de la identidad cultural de los Machiguenga y observa con agudeza el producto de pacotilla que la integración a la vida nacional implica para ellos. Un resumen de la posición de Vargas Llosa se halla también en un artículo publicado en inglés en la revista Harpers (1990a) y en Oiga en el Perú (1990b). Y ésta no es la única vez en la que aparecen antropólogos en las novelas de Vargas Llosa. Construida de forma similar, en la Historia de Mayta (1984) el autor/personaje reconstruye la vida de su compañero de colegio Alejandro Mayta, quien se volvió revolucionario. En la novela, uno de los contactos tempranos de Mayta en esos fogosos días de la actividad política semiclandestina era un científico social, Moisés Barbi Leyva, a quien Vargas Llosa entrevista años más tarde en las oficinas de una prestigiosa institución de investigación social para (re)construir la historia de Mayta. Pero los antropólogos peruanos no son del todo como el ficcionalizado Saúl Zuratas. Desde los años 30, la antropología como nueva disciplina con respetables credenciales científicas había legitimado autoridad al movimiento intelectual indigenista que veía en la regeneración de los indios explotados un futuro para el país. Prominentes indigenistas habían sido antropólogos, tales como Julio C. Tello y Luis E. Valcárcel, quien había sido ministro de educación; el etnólogo, folclorista y novelista José María Arguedas, director del Instituto Nacional de Cultura; y el antropólogo Mario Vázquez, uno de los arquitectos de la Reforma Agraria de 1969. Los colegas pueden identificar instantáneamente a Moisés Barbi Leyva como un prominente científico social de la década de los 60 y 70 con una agenda integracionista. Estos profesionales estaban en contra de la “preservación” de las culturas nativas. Trabajaban arduamente para lograr nuevas maneras de integrar a los índígenas a la
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sociedad nacional y a revitalizar los patrones culturales andinos para hacerlos compatibles con un estado-nación moderno. Todos se consideraban progresistas y consideraban que el Estado era el mejor agente para lograrlo. La profesión está también identificada como la más experta en asuntos indígenas. Con el crecimiento de la izquierda en el Perú, para aquellos más identificados con esas corrientes, el discurso antropológico tendería a adquirir orientaciones más marxistas, mientras que las corrientes culturalistas y funcional-estructuralistas se comenzaron a asociar con posiciones políticas de corte más conservador. Estos elementos son parte importante del trasfondo intelectual del Perú y son necesarios para entender el Informe de la Comisión, porque no es excepcional que en un informe como el de Uchuraccay intervengan un prominente escritor y antropólogos, y que se hayan utilizado tantos temas propios de la antropología. El resultado fue un texto antropológico más que un informe que dé cuenta de los hechos. El historiador Pablo Macera (1983) observó que como producto de una Comisión Investigdora, el Informe tenía serias deficiencias: daba pocos nombres de las personas entrevistadas, tampoco consignaba fechas, ni metodología de la investigación que pudieran ayudar a comprender cuáles de los hechos o afirmaciones se podían comprobar o descartar, etc. La contribución antropológica le dio a la Comisión un aire de legitimidad en cuanto a los asuntos indígenas. Y fue también a los expertos antropólogos a los que se acudió para criticar el Informe. Así el antropólogo Rodrigo Montoya comentó amargamente que era “... un respaldo a las tesis del gobierno”, señalando igualmente: “Para eso se sirve de la antropología como elemento de análisis y decoración” (Montoya 1983: 7 y 1, respectivamente). Montoya criticó el informe porque el trabajo antropológico no era serio. Luis Lumbreras, ayacuchano, dijo que “Los comuneros de Uchuraccay no confunden a los senderistas con demonios ni tienen miedo de que éstos les quiten un mito de la cabeza. La gente tiene problemas de comida y de linderos... De modo que ha sido un grave error desde el punto de vista científico el haber estudiado su pensamiento y no la realidad social en que viven” (Lumbreras 1983). Hasta los senderistas tienen sus antropólogos. El segundo en la jerarquía de Sendero, Osman Morote (ahora en la cárcel), era profesor de antropología en la Universidad de Huamanga, y numerosos senderistas encarcelados en los primeros días, eran estudiantes de antropología. Lo que me interesa aquí es el discurso antropológico de este texto, ya que, después de todo, no siempre a la antropología se le concede tanta atención y es más raro aún que tenga el apoyo de tan prominente escritor. ¿Por qué es que este discurso fue rechazado por tantos, y considerado de mal gusto por muchos otros?
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a. Los dos Perú Es al nivel emotivo, que es tan problemático, al que Vargas Llosa apela mediante el discurso antropológico cuando alude a la naturaleza fraccionada de la nación peruana. Cuando el lenguaje antropológico se filtra en un discurso político pernicioso, hay que tener cuidado. Como se citó antes, Vargas Llosa apela al argumento de los “dos Perú” citando como fuente impecable y respetada de la intelectualidad peruana al historiador Jorge Basadre, quién en 1943 fue el primero que utilizó la frase “Perú profundo”.18 Veremos que el uso que Vargas Llosa le da al concepto de Basadre es muy diferente a la formulación original del historiador. Preocupado con los problemas de la identidad nacional y la noción de peruanidad entre sus gentes, Basadre distingue entre el Perú legal y el Perú profundo. Para él, la distinción entre los dos Perú es entre el Estado (país legal) y la nación compuesta por su gente (país profundo).19 Basadre insiste que la historia del Perú no es solo la historia del Estado sino también la de la nación. Continúa diciendo que las naciones existen aún cuando no exhiben unidad de raza, territorio, lenguaje e intereses económicos entre sus habitantes. El proceso histórico de forjar una nación es relativamente reciente en el caso del Perú, pero aún así, está presente. Este proceso puede ser caracterizado, fechado y analizado no solo con las ideas de sus mejores intelectuales sino también en los movimientos populares que surgieron con inmensas esperanzas de lograr transformaciones nacionales. Basadre demuele la creencia popular que esta nación está compuesta por una mayoría de indios. Cita los resultados del censo de 1940 que muestra una constante disminución de indios en comparación con el censo anterior, y niega que hay un abismo cultural que separe a los indios de los mestizos, o a los serranos de los costeños. Resalta el mestizaje como el proceso cultural más importante y da una lista de peruanos ilustres de ancestro indio, mestizo, europeo y asiático que han contribuido activamente al proceso de forjar nación. La posición de Basadre respecto a esta cuestión ha sido cuestionada (véase por ejemplo Bourricaud 1989 [1967], Mörner 1985, Szeminski 1987). Pero es importante recordar que estas ideas fueron formuladas durante la segunda Guerra Mundial, y que formaban parte de su proyecto personal de proveer a través de sus estudios históricos los instrumentos para forjar la nación, tal como él lo expresó fervientemente en uno de 18
Vargas Llosa et al. (1983: 32), Vargas Llosa (1991a: 134). A pesar de ser popular, la frase de Basadre “Perú profundo” es difícil ubicarla en sus voluminosos escritos. La referencia más temprana aparece en un ensayo titulado “1945” (reimpreso en Basadre 1978a: 489). Una discusión muy breve aparece en el colofón de nueve páginas con el título Colofón sobre el país profundo en la edición de 1947 de su La multitud, la ciudad y el campo en la historia del Perú (1947).
Basadre (1978a: 489) sigue al historiador y filósofo francés Charles Pegúy al hacer esta distinción.
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sus seminales trabajos tempranos, Perú problema y posibilidad (1978b). Consciente de su propia habilidad de crear frases aptas que resumen ideas, Basadre remarcó maliciosamente que ese celebrado ensayo suyo era mejor conocido por su título que por su contenido, hasta convertirse en verdadero mito (Basadre 1978b). Este mito atrapó a Vargas Llosa, pues con el correr del tiempo, la frase Perú profundo se ha vuelto muy popular en el mundo académico (siempre con atribución a Basadre) y poco a poco ha llegado a significar las raíces históricas de lo indígena como componente del sentido de nación peruana. En México, Guillermo Bonfil Batalla (1987) adoptó esta frase como título de su último libro que realza la identidad indígena de su país. Solo cuando Vargas Llosa se refiere al Estado que conforma parte del “Perú oficial” y solo cuando hace referencias a la distancia entre el Estado y el pueblo es congruente en el uso con la formulación original de Jorge Basadre. Para Basadre, los aspectos profundos del sentido de nación se encuentran en todas sus gentes y sectores de la población. En ninguna parte de sus escritos reserva el término “profundo” para referirse exclusivamente a los aspectos de la cultura indígena, su identidad, o el sentido propio de nación indígena. De hecho, en el colofón agregado años después, lo niega rotundamente: “Por otra parte, ¿dónde está la conciencia nacional indígena? ¿Quién será capaz de acoplar a las ‘nacionalidades’ quechuas y aymaras, a los chancas, huancas y demás razas y subrazas que existen al mismo tiempo, sin contar a las tribus del Oriente?” (Basadre 1947: 273). En cambio, para Vargas Llosa la sociedad civil de habla hispana y sus oficiales son miembros del “Perú oficial”, mientras que para Basadre todos en la nación encarnan el aspecto profundo de la nacionalidad. Pero para Vargas Llosa sí hay dos Perú, uno oficial y el otro profundo, separados por una enorme brecha que tiene sus orígenes en la brutal conquista de las poblaciones indígenas y que mediante mecanismos de dominación se las continua manteniendo separadas del resto de la nación. Los dos Perú están separados en el tiempo y el espacio.20 Vargas Llosa dijo en una entrevista: “El que haya un país real completamente separado del país oficial es, por supuesto, el gran problema peruano. Que al mismo tiempo vivan en el país hombres que participan del siglo XX y hombres como los comuneros de Uchuraccay y de todas las comunidades iquichanas que viven en el siglo XIX, para no decir en el siglo XVIII. Esa enorme distancia que hay entre los dos Perú está detrás de la tragedia que acabamos de investigar” (Vargas Llosa 1991a: 146).
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Esta insistencia continúa a pesar de las repetidas negaciones del supuesto aislamiento que hacen los miembros de la Comisión. Por ejemplo: “... Los campesinos de las alturas de Iquicha tuvieron, hasta 1896 una intensa y consciente participación en la vida política regional y nacional. Su estancamiento, retraimiento y aislamiento no proceden del siglo XVI, sino que comienzan en el siglo XIX y parecen asociados a la decadencia general de la vida económica y social andinas que acompañó a la centralización republicana...” (Ossio y Fuenzalida 1983: 49-50).
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Establecer polaridades y oposiciones duales se presta, sin embargo, a que existan ambigüedades, múltiples significados y apropiaciones disputables de conceptos. La metáfora de lo “profundo” resulta atractiva a los intelectuales, como por ejemplo en psicoanálisis, en donde se recurre a las profundas corrientes del inconciente colectivo; o en la antropología cultural, cuando Geertz (1973) se sirve de conceptos tales como “juego profundo”. En la literatura parece existir un consenso relativo al hecho de que un entendimiento profundo de las corrientes que subyacen a las condiciones personales o sociales es precondición para la buena literatura. Incluso más, existen apelaciones más populares del tipo de las realizadas por Alex Haley (1978) cuando deriva la metáfora hacia la botánica y cambia “profundo” por “raíces”, hecho que se ha generalizado en America Latina (existe un grupo musical folclórico en Los Angeles, Estados Unidos, cuyo nombre es Raíces Peruanas & Inca Peruvian Ensemble, que capta perfectamente toda esta ambigüedad). Este juego es, sin embargo, peligroso. Conceptualizaciones dualísticas amontonan sin matices las valorizaciones y llevan a la creación de estereotipos. El lenguaje metafórico permite la expresión de prejuicios. Cuando Vargas Llosa usa la metáfora “Perú profundo” se refiere a un Perú indígena. Para Vargas Llosa el Perú profundo es “arcaico”, “primitivo”, económicamente atrasado, con pocos recursos. Las comunidades de las alturas de Huanta “...representa acaso el conglomerado humano más miserable y desvalido” (Vargas Llosa et al. 1983: 36). Perú profundo se define por negativos y por necesidades: “Sin agua” (es decir caños), “sin luz” (es decir, las que se pueden prender y apagar mediante fluido eléctrico), “sin atención médica, sin carreteras que los unen al resto del país...” (Vargas Llosa et al. 1983: 36). Las gentes que viven en el Perú profundo están aisladas, mal nutridas (“condenados a sobrevivir con una dieta exigua de habas y papas”), y no pueden leer, ni escribir (en castellano, una lengua que ellos no hablan). “...La lucha por la existencia ha sido tradicionalmente algo muy duro, un cotidiano desafío en el que la muerte por hambre, enfermedad, inanición o catástrofe natural acechaba a cada paso […] solo las expresiones más odiosas: La explotación del gamonal, las exacciones y engaños del recaudador del tributo o los ramalazos de los motines y las guerras civiles” (Vargas Llosa et al. 1983: 36). El Perú profundo no conoce el progreso: “La noción misma de superación o progreso debe ser difícil de concebir o adoptar un contenido patético para comunidades que, desde que sus miembros tienen memoria, no han experimentado mejora alguna en sus condiciones de vida sino, más bien, un prolongado estancamiento con periódicos retrocesos” (Vargas Llosa et al. 1983: 36). Aún así el Informe de la Comisión hace notar que Uchuraccay —otrora parte de una hacienda— ha recibido tierras de la Reforma Agraria (Ossio y Fuenzalida 1983: 64). El contraste es claro. Modernidad, educación, civilización y la existencia de otras leyes y costumbres caracterizan al “otro” Perú, el “oficial” hispanizado y occidentalizado.
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Todas las valoraciones positivas llenan el compartimiento del Perú oficial; las negativas son las propiedades que se reservan al otro compartimiento. El Perú profundo provoca compasión, compasión que los miembros del Perú oficial deben tener hacia los que están en el Perú profundo. Compasión que es necesaria para neutralizar otro sentimiento negativo que los miembros del Perú profundo —quizás justificadamente— tengan contra los del Perú oficial: el resentimiento. Cuando Vargas Llosa fue preguntado por Alberto Bonilla en una entrevista, sí mencionó aspectos positivos para las culturas indias. Pero estos son sus adjetivos: “hay allí una cultura que ha sido preservada, que puede ser arcaica, pero que ha permitido a esos compatriotas nuestros —primitivos y elementales— sobrevivir en condiciones de una dureza extraordinaria” (Vargas Llosa 1990e: 154). Esta visión es compartida por algunas facciones de la extrema izquierda y notablemente por Sendero Luminoso. El lenguaje es diferente, pero en su esencia es lo mismo. Condiciones semifeudales de los campesinos, tienen en el lenguaje marxista las mismas connotaciones de distanciamiento en el tiempo y en el espacio, y ambos lenguajes enfatizan la necesidad de evolucionar y progresar para llegar a mejores formas de vida mediante la adopción de formas occidentales y/o socialistas; al mismo tiempo que borran los últimos vestigios de un pasado explotador. En esta visión marxista también todo lo que es tradicional, arcaico, no-capitalista, son aspectos de la cultura andina, más que cualquier otro rasgo que tenga algún contenido o valoración positiva.21 El sentimiento de compasión debe provocar la responsabilidad de buscar cerrar la brecha entre los dos Perú. Esto se logra —en estas visiones— a través de la integración, la modernización y la occidentalización. Aquellos que viven en el Perú profundo de Vargas Llosa están condenados en última instancia a desaparecer en nombre del progreso, quiéranlo o no: “El precio que deben pagar por esta integración es alto —renunciar a su cultura, su lenguaje, sus creencias, sus tradiciones, sus costumbres y adoptar la cultura de sus antiguos amos” (Vargas Llosa 1990b: 45). Y tanto la derecha como la izquierda están de acuerdo que es necesario aplicar cierto grado de presión o coerción para imponer el cambio a esta gente. Tanto Vargas Llosa como el general Huamán22 piensan que la brecha se puede cerrar con el proceso de modernización,
Sobre “semifeudalidad” véase Mariátegui (1971), Díaz Martínez (1969), J.C.F. (1988). Sobre las relaciones predominantemente capitalistas véase Montoya (1974, 1980), Claverías et al. (s.f.) y Caballero (1980).
El general Adrián Huamán Centeno sustituyó al general Noel Moral en la jefatura del ejército en Ayacucho a la cabeza del Comando Político Militar. Hacia el final de su período, el general Centeno se convirtió en una especie de héroe de los grupos progresistas porque había declarado que la única solución al problema de Sendero era el trabajo de desarrollo. Por sus críticas abiertas al gobierno fue relevado del cargo. Pocos, sin embargo, mencionan que fue bajo el comando de este general que se cometieron los más serios abusos contra los derechos humanos.
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aplicando proyectos de desarrollo. La convicción de Sendero Luminoso es la misma, pero primero es necesaria la revolución violenta. Otra lectura de los mismos puntos de vista nos da otra visión. En un artículo aparecido en una revista de los Estados Unidos, el antropólogo norteamericano Orin Starn (1991) acusa a sus colegas en su país de estar tan enamorados en el estudio de “lo andino” que la guerra de Sendero les pasó frente a sus narices sin que se dieran cuenta. Starn asocia la fascinación que los antropólogos norteamericanos tienen por “lo andino” a la misma falacia que Said (1979) ha llamado “Orientalismo”. Andeanism (para no decir “Andinismo” que es un deporte) es una representación que retrata a los campesinos contemporáneos de la sierra, como si estuvieran fuera del flujo de la historia (Starn 1991: 64). Mirado fuera de contexto, Starn parece acusar a sus colegas norteamericanos de aceptar la dicotomía de Vargas Llosa del Perú profundo (indígena) versus el Perú oficial (hispánico), pero invirtiendo los signos. Es decir, que ellos aceptan la dicotomía pero valoran lo andino positivamente, y lo hispano negativamente.23 La misma crítica que se aplica a Vargas Llosa es aplicable a esta visión “romántica” de la sociedad andina, y Starn la hace muy bien. Estoy de acuerdo. La sociedad y cultura andina no es ni estática, ni aislada, ni tampoco restringida a áreas “remotas”; más bien es un componente “profundamente” entretejido del ropaje nacional. Pero el intento de Starn de demostrar que los antropólogos norteamericanos pecaron de “romanticismo” es fallido. No es aceptable la lectura sumamente ligera y superficial que Starn hace acerca del papel de la antropología norteamericana sobre los Andes y el Perú.24 También hay que objetar la manera como Starn selecciona arbitrariamente citas y cómo presenta a los autores, a quienes acusa de cometer los errores de caer bajo la influencia de la representación “andinista”. Por ejemplo, Starn al analizar los trabajos de Billie Jean Isbell (2005 [1978]) omite mencionar todo un capítulo de su libro que trata de las
En el mundo anglosajón, ésta es una tendencia muy antigua, bien reflejada en los escritos históricos de William Prescott (1955[1893]). Desde las guerras entre la Reina Isabel I y Felipe II, las personas de habla inglesa han sido muy prejuiciosas contra las cuestiones hispanas. ¿Qué mejor manera de desacreditar a los españoles hay al describir la brutal conquista y la explotación de los indios durante la colonia? Qué fácil es ver las continuidades de estas prácticas en el Perú contemporáneo. Qué gratificante debe ser poder documentar la supervivencia de las culturas indígenas casi intocadas por lo Ibérico.
Una guía útil que le puede haber encaminado es Osterling y Martínez “Notes for a History of Peruvian Social Anthropology” publicada en Current Anthropology (1983). Contiene además comentarios ilustrativos por antropólogos norteamericanos que han trabajado en el Perú. También en el Perú, el autoanálisis ha comenzado. Los volúmenes editados por Rodríguez Pastor (1985) y Luis Soberón (1986) son nada más que la punta del iceberg, ni hablar del ahora absolutamente necesario No hay país mas diverso (Degregori 2000).
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experiencias de los migrantes del pueblo de Chuschi a Lima. También omite mencionar el subtítulo (“Dualismo y Reforma Agraria entre los indios Quechua de la Sierra del Perú”) y varios capítulos que tratan sobre las invasiones de tierra, y los conflictos políticos con Vanguardia Revolucionaria del libro del Antropólogo noruego Harald Skar (1997 [1982]). Starn solo cita a Skar cuando este último dice que escogió ese pueblo para estudiar porque era “donde la cultura tradicional Quechua parecía estar más intacta todavía” (Starn: 1991: 69). Como estos ejemplos, el trabajo de Starn está lleno de citas fuera de contexto y tiene la tendencia a distorsionar a los autores a quienes cita, incluido al que escribe estas líneas.25 Starn también acusa a los antropólogos norteamericanos de retratar y representar a la cultura Andina como estática. Aquí coincide con la crítica que líneas arriba se hizo contra la posición de Vargas Llosa sobre el arcaísmo. Pero en la vida real, y en las culturas de verdad, las cosas sí cambian, algunas rápidamente, otras más lentamente, y algunas muy lentamente, tal como lo ha propuesto Braudel. Starn critica a Zuidema y Quispe (1989 [1967]) porque estos autores hallan semejanzas entre los sueños de una mujer quechua contemporánea y ciertos aspectos de la mitología Inca. Para mí, esto es tan aceptable como lo es observar en las costumbres contemporáneas de los norteamericanos decorar árboles de pino en la navidad y huevos en las pascuas: viejas costumbres paganas pegadas a tradiciones antiguas judeo-cristianas que han venido cambiando poco a poco, pero que mantienen su vigencia contemporánea. Aquellos “gringos” que decoran sus árboles de navidad están relacionándose con las mentalités y hasta mythologiques de sus raíces culturales profundas; al mismo tiempo que también pueden invertir en Wall Street sin problemas. Igual es con la cultura Andina. Estoy de acuerdo con Starn que el mundo de los Andes está hecho de grandes quiebres y discontinuidades, pero estoy en desacuerdo con él cuando afirma que no es válido tratar de buscar junto con estas brechas, las continuidades y persistencias. Todo análisis unilateral es sesgado. Y como lo demuestra el caso de Uchuraccay, no es tan fácil dejar de lado el análisis de los patrones culturales andinos sin caer en error. También es necesario contextualizar esta posición “romántica” de la que Starn acusa a sus colegas con las condiciones políticas de los tiempos contemporáneos. Dados los prejuicios antiandinos del argumento de los “dos Perú” (del cual la versión de Vargas Llosa no es más que una, en una larga secuencia entre las élites peruanas), nos parecía a nosotros, los que hacíamos trabajo de campo en los años 60 y 70, que
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Aunque la crítica que se me hace es poco importante, quisiera indicar que todas las prácticas descritas en el libro de Alberti y Mayer (1974) se llevan a cabo actualmente, que son explicadas en términos funcionales y en el contexto de situaciones contemporáneas, y que estos intercambios recíprocos son importantes y muy extendidos.
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era políticamente correcto y válido investigar y representar en nuestros escritos, ejemplos de una cultura andina viviente y que no se trataba “rezagos” de un pasado ya muerto. Billie Jean Isbell analizó el simbolismo de las fiestas de Chuschi, algo que Starn ridiculiza. En su lugar, nos dice, deberíamos haber centrado nuestra atención en el hambre, la explotación y la lucha de los pobres por mejorar sus condiciones. Sin menospreciar esos puntos, debemos anotar que las fiestas continuaron en Chuschi aún cuando el pueblo estaba ocupado por Sendero Luminoso. De hecho este pueblo es simbólicamente importante porque fue allí donde se inició la insurgencia Senderista con la quema de las ánforas en las elecciones presidenciales el 17 de mayo de 1980. Los chuschinos incluso obligaron a los senderistas a bailar con ellos y con eso sentían que habían ganado una gran victoria moral sobre los terroristas (Isbell 1991). Quizás es cierto que los antropólogos “Andinos” hasta cierto punto sobreenfatizaron lo que querían decir y trazaron las líneas demarcatorias demasiado fuerte. Pero me parece que la experiencia fue valiosa como contrapeso a la ideología nacional peruana prevaleciente. Pero lo que es más interesante, y esto no es tocado por Starn, es el hecho de que los jóvenes senderistas, quienes participan de la vida tradicional andina y de la experiencia migratoria modernizante, y —quienes pueden entrar y volver a salir del status de indio, mestizo, cholo, limaco con facilidad— rechacen tan profundamente sus propias raíces andinas. ¿Por qué el “Occidentalismo”, el “Evangelismo”, o el “Maoísmo” (para un creciente número de fervientes seguidores del Presidente Gonzalo) son tanto más atractivos para la mayoría de jóvenes hombres y mujeres peruanos que la idealización de la cultura andina? Esto tiene que ser explicado. En Ecuador, Guatemala, Bolivia, México, Irán, Palestina, Europa del Este, en los Estados Unidos y en muchos lugares más, jóvenes revolucionarios han asumido con fanático entusiasmo la defensa de sus identidades étnicas y a través de esos movimientos de revitalización han logrado modificar los términos del discurso hegemónico.26 No ocurre así con Sendero Luminoso. Los senderistas vehementemente rechazan la cultura andina. Se refieren a ella como el “nacionalismo mágico quejumbroso”.27 José María Arguedas, el indigenista peruano más coherente es atacado en el periódico de Sendero en los siguientes términos:
Entre los estudios sobre el emergente movimiento político indianista en América Latina véase Bonfil Batalla (1981), en Ecuador Whitten (1981, 2003), en Bolivia Albó (1987, 1991), en Guatemala Arias (1990) y Smith (1990). En el Perú el movimiento Indio ha tenido poco éxito. Durante los años de la guerra sucia, Salvador Palomino fue elegido su presidente y protestó porque los indios estaban como “sándwich” entre los senderistas y el ejército. Por decir eso, el general Noel lo acusó de ser uno de los que ayudan a la subversión (Noel 1989: 137).
Publicado inicialmente en el periódico senderista El Diario (J.C.F. 1988).
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[…] el internacionalismo debe luchar contra el nacionalismo mágico-quejumbroso, cuyos troncos folclorizados los hemos tenido y los tenemos en el nacionalismo chauvinista, cuyo promotor era nada menos que aquel escritor quien se regocijaba al declararse “apolítico puro” pero que en plena época de la 2da. Guerra Mundial se ufanaba de su bigotito hitleriano. Su nombre: José María Arguedas, aplicado discípulo y animador en el Perú de la antropología norteamericana. El contenido de los argumentos arguedianos nos dan a entender que, el “indio” (sic) es el único ser dispuesto a todas las virtudes, pero incapaz de falta alguna; y que, por lo tanto, deberíamos aislarlo y cuidarlo para evitar su contaminación. He aquí la indofilia zorra, inequívoca […] (J.C.F. El Diario: 6 de septiembre. Citado en Degregori [1990: 206])
¡Otra vez la imagen de Zuratas! No creo que a los antropólogos interesados en lo andino se les haya pasado la guerra por delante de las narices. En esos años la guerra ideológica se libraba también en las universidades, y jóvenes marxistas nos atacaban por nuestro romanticismo idealizador cuando presentábamos nuestras ponencias. Se imponían el análisis clasista y los modos de producción con vehemencia. La atmósfera era desafiante y agresiva.28 Pero el por qué nuestra posición no encontró eco entre los jóvenes activistas de esos tiempos sí da mucho que pensar. Y el último giro en el debate nos lleva al punto de partida. ¿Es que en última instancia el fenómeno senderista es una rebelión indígena más en la historia de nuestra patria? Así lo creen algunos analistas extranjeros. Por ejemplo: “Los objetivos de Sendero en el establecimiento de su ‘Nueva Democracia’ puede sucintamente decirse que consiste en la expulsión del país del hombre blanco y sus aliados mestizos y todo lo que representan, para imponer la sociedad primitiva autárquica y paternalista basada en la agricultura que existía en los tiempos incaicos” (Anderson 1987: 60). Esta es la comparación con Camboya y Pol Pot. Por otro lado, algunos se preguntan si el fenómeno de Sendero constituye la violenta reimposición del poder local por una pequeña minoría de mestizos venidos a menos, quienes buscan restablecer su poder local a punta de fusil. Por ejemplo: “El liderazgo de Sendero siempre ha sido conformado por mistis de pueblo arraigado en el sistema señorial andino...” (Degregori 1991: 12, 2011). Creo que un análisis de esta naturaleza tuvo validez en los primeros días de Sendero en Huamanga. Hoy, cuando ya sabemos más sobre el liderazgo PCP-SL nos
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Krueger (1980), Lynch et al. (1990), y Degregori (1990). La Historia de Mayta (Vargas Llosa 1984) y Conversación en la Catedral (Vargas Llosa 1969) también cubren el mismo terreno. La ironía con la que el autor caracteriza a los políticos de izquierda es una de las fuentes de diversión o rechazo entre los lectores de Vargas Llosa. Cuando la Universidad de Piura fue capturada por el Opus Dei, se prohibió todo debate político. Vargas Llosa aplaudió esta reorganización.
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enteramos que prominentes limeños de clase media también están comprometidos, incluso Sybila Arredondo, la viuda de José María Arguedas; y que Sendero cuenta con grupos de apoyo entre maoistas europeos y estadounidenses, a quienes también se les califica de ser románticos. Un video recientemente capturado muestra a la cúpula de Sendero en confortables ambientes de la clase media alta en Lima. La obsesión de ser guerrillero es típica de la clase media alta y baja urbana, y es prominente en el Movimiento Revolucionario Tupac Amaru y en los escuadrones de la muerte del Movimiento “Rodrigo Franco”, como lo fue también en los movimientos guerrilleros de 1965 inspirados por la experiencia guevarista (Béjar 1973). José Luis Rénique (1991, 2003) describe lo que hasta hace poco fue muy traumático para peruanos de clase media urbana: una visita a las prisiones para conversar con los presos senderistas. El contraste entre los pabellones caóticos, sucios y corruptos de los presos comunes y de los narcotraficantes, con los limpios, ordenados y autodisciplinados pabellones de los senderistas era impresionante. Rénique cita lo que cuenta uno de ellos, “Paco”: “Nosotros no hemos perdido nuestra condición de soldados en el ejército popular. Aprendemos a discutir, como explicar la línea del partido sin hacer concesiones, como ser claro pero firme, practicamos la beligerancia oral y física” (2003: 20). “Paco”, el amigo de Rénique que dijo esto, había sido izquierdista en los años 70, marihuanero en la época de Woodstock, activista político en los 80, empresario de conciertos de rock, y hasta 1990 fue prisionero en Canto Grande, cantando en unísono con sus compañeros “Todo menos el poder es ilusión”. Rénique también conoció al camarada “Perez... rayando por los treinta años, quien hablaba con fuerte dejo quechua, pero estaba muy al tanto de la línea política del partido y sobre los eventos mundiales. No sabía leer, y para participar en los debates pedía a alguien que lea una y otra vez los documentos para retener cada detalle en su mente” (2003: 19). Una comparación del perfil sociológico de los sentenciados por crímenes comunes y los sentenciados por delitos de terrorismo en el Juzgado de Lima nos da una idea de quiénes son los soldados de la revolución en el Perú. Chávez de Paz (1989) encuentra que el 76% de los sentenciados por terrorismo provienen de las zonas rurales, y de ellos, el 60%, de las zonas más empobrecidas de la sierra del Perú. Son todos mayormente jóvenes (43% entre las edades de 21 a 25 años), solteros, y con mejores niveles de educación que los criminales comunes. Mientras que los criminales comunes mayormente no han terminado su secundaria (46%), el 30% de los sentenciados por terrorismo han seguido estudios universitarios (24% indican como profesión ser estudiantes). Solo 2% de los sentenciados comunes tienen algún grado de educación superior, y el 6% resulta ser estudiante. De manera abrumadora los sentenciados por terrorismo declaran ocupaciones que contradicen tajantemente sus logros educativos. El 11% se dedica a la agricultura, el 22% se desempeña como obreros, el 10% se
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dedica al comercio informal y el 15% está constituido por profesionales técnicos o burocráticos. La mitad de ellos se ganan la vida en categorías de ocupación que generan ingresos bajos y en condiciones de precariedad. En términos económicos hay similitud con los sentenciados comunes. El 44% de estos últimos tiene ocupaciones proletarias, el 11% trabajos informales y el 23% tiene ocupaciones técnicas o son empleados. Los terroristas son en su mayoría jóvenes, altamente móviles tanto geográfica como socialmente, con mejores niveles de educación, provincianos de origen y trabajan en oficios que les proporcionan menos ingresos y más precarios de lo que sus niveles educativos les habían llevado a vislumbrar. Es este segmento social el que mayores tasas de desempleo sufre, y es también el que mayor recorte de ingresos ha vivido en las sucesivas crisis económicas por las que atraviesa el país. Un alto porcentaje de los sentenciados por terrorismo son mujeres (16%), y de ellas el 50% han pasado por la universidad, en comparación con solo el 28% de los hombres. Las mujeres tienen papeles prominentes en las organizaciones guerrilleras: dirigen grupos de comando y han planificado asaltos audaces. Se cuenta que María Parado dirigió el asalto a la cárcel de Ayacucho el 7 de marzo de 1982 que liberó a cientos de prisioneros (Andreas 1990: 21). Edith Lagos era comandante senderista cuando fue asesinada por los militares y se ha convertido en heroína popular. En un libro publicado en los Estados Unidos, Carol Andreas (1985) muestra simpatía por lo que los senderistas dicen hacer por las mujeres. En zonas liberadas, los comandos senderistas deponen a las autoridades y las sustituyen por “Comités Populares”. Andreas dice que “en estos comités las mujeres juegan un papel prominente. En efecto, esto ha significado el derrocamiento de gobiernos dominados por hombres y el establecimiento de estructuras dominadas por mujeres, lo que ha permitido que las mujeres ‘arreglen cuentas’ a su propia manera con los hombres y que organicen la vida en las maneras que ellas juzguen como más equitativas” (Andreas 1990: 21). A Andreas también le parece bien el sistema de justicia de Sendero Luminoso: “Los cuadros locales parecen tener bastante latitud contra quienes llevan a cabo sus ajusticiamientos, a veces con pena de muerte, contra aquellos que son considerados enemigos, espías o traidores del movimiento, incluyendo a hombres acusados de violación. A muchas mujeres, que quizás tienen cuentas que arreglar contra los hombres, no les parece mal este procedimiento” (Andreas 1990: 27). Aparte de reflejar una agenda muy particular de la autora, será necesario ver si esta propaganda senderista también se lleva a la práctica. Arreglar cuentas, imponer autoritariamente y proponer soluciones extremas son actitudes que abundan en el pensar de los jóvenes peruanos. Gonzalo Portocarrero y Patricia Oliart (1989) estudiaron las actitudes políticas de jóvenes educandos en secundaria, y encontraron que ellos admiran la mano dura para restablecer el orden
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en una nación caótica. En una entrevista con un colegial de 17 años en Puno, éste manifiesta su desacuerdo con los senderistas, pero sin embargo, cree en la necesidad de una revolución “completa” tanto en su colegio como en el país. Se siente frustrado por las huelgas, los días sin clases, el ausentismo de los profesores, el desorden en el salón. Su solución: “Una cosa muy formal y ya no como ahora. Ya no puede permitirse, por ejemplo, a un alumno que ande por las calles en horas de clase. Un guardia debe venir: ‘¿Usted por qué está aquí?’, y si el alumno no tiene una razón, dos días a la comisaría” (Portocarrero y Oliart 1989: 169). Él también ha intentado liderar una huelga para lograr una revolución “completa” en su colegio, con el fin de rehabilitar el laboratorio de química, para así poder estudiar mejor: Por ejemplo, una completa revolución en el Perú, como el gobierno de Cuba para la superación...Yo digo que no tienen que haber estos ladrones, delincuentes... todos estos vicios que hay... la droga... y al haber una completa revolución, no debe haber terrorismo nada.... Todas las fuerzas armadas deben estar en control... Por ejemplo en el departamento de Puno diríamos que va haber una revolución: que vengan los guardias, toditos a controlar casa por casa, no debe quedar ni uno. No tiene que andar nadie en la calle sin su licencia de estar aptos para seguir estudiando y todos los que estén aptos para irse a la selva.... entre ricos y pobres no haiga esa diferencia y que todo sea igual: a los ricos ya se sabe que se les van a quitar sus cosas, para que compartan todo. Y los ricos no tienen por qué estar escogiendo comidas. Todos deben comer igual... haciendo su colita, para recibir un mismo plato. Y toditos una misma ropa... (Portocarrero y Oliart 1989: 181-182)
b. Perú superficial Supongamos que volvemos a sacudir los elementos que se colocan en estas dicotomías para ver qué es lo que el caleidoscopio de metáforas nos puede mostrar para obtener una diferente lectura de la imagen de los dos Perú. Esta vez mezclemos lo andino y lo occidental y olvidemos por un momento las valoraciones positivas o negativas. Utilizando metáforas otra vez, supongamos que las cualidades que entran en lo que se denomina “profundo” tienen más persistencia, mayor permanencia en el tiempo, y de esta manera más “peso”. Lo opuesto de profundo sería pues “superficial”, los elementos que se colocarían en esta categoría, siendo más leves, “flotarían” hacia la superficie.29
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Hasta el mismo Basadre se dio cuenta de las posibles permutaciones de su formulación original. En Mentira y factibilidad del Perú hizo un llamado a que se creasen Asambleas Regionales a fin de elaborar un Plan Nacional que represente al Perú “profundo” y no al Perú “superficial” (Basadre 1978c: 563).
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En este collage el Perú profundo sería tanto indio como mestizo. Incluiría resistencia indígena y represión mestiza; y necesariamente habría que agregar los sentimientos de resentimiento y de odio. Tal conceptualización tendría que describir los muchos ciclos de rebelión y represión de la historia peruana como arcaicos, brutales y salvajes. Tanto la modernidad como el subdesarrrollo también están profundamente enraizados en el Perú profundo. La brutalidad de la policía y del ejército, las matanzas indiscriminadas, las fosas comunes con las caras y los dedos tan mutilados que es imposible identificar los cuerpos, también pertenecen a la etnografía de la muerte en nuestro país profundo. La capacidad de actuar salvajemente no se limita a matanzas perpetradas por campesinos, sino también debe incluir asesinatos masivos perpetrados contra campesinos por el ejército, la marina, la policía y las huestes senderistas. Reaccionar violentamente hasta ablandar a personas, de tal forma que se vuelvan tan sumisas que pierdan toda semblanza de su propia personalidad. Ello también es parte del Perú profundo, como lo es el imponer la voluntad en comunidades campesinas y pueblos jóvenes, fábricas y colegios, mediante el terror calculado, el sabotaje, el dinamitazo, o el asesinato selectivo. El Perú profundo incluye un sistema judicial kafkiano y a eso lo llama “administración de justicia”, que sistemáticamente empapela y embrolla a monolingües quechua-hablantes en procedimientos surrealistas. El Perú profundo ha creado juntamente con otras naciones de América Latina un nuevo verbo transitivo, desaparecer (a alguien), para poder obviar su propio sistema judicial inoperante. Esto es el Perú profundo porque estos comportamientos están hondamente “enraizados” en la cultura de esta nación. Es profundo porque, aparentemente, estas costumbres son difíciles de “erradicar”. El Perú superficial incluiría entonces los aspectos más débiles en esta sociedad, tales como el pleno ejercicio de la ley, pero no su manipulación. En esta quimérica situación nos podemos imaginar, por ejemplo, un Estado que asegure a todos los ciudadanos el respeto que se merecen, sin distingos de raza, religión o convicción política. Una sociedad civil que asegure que no existan relaciones económicas expoliadoras y que dé oportunidades de restitución legal para aquellos que han sido damnificados; y el castigo para aquellos que han quebrado la ley. La lista es larga: el derecho de organizarse en defensa de sus propios intereses sin correr el riesgo de ser reprimidos ni destruidos por acciones terroristas; el acceso igualitario a los pocos beneficios que la sociedad puede ofrecer sin discriminaciones ni privilegios; la vigorosa adhesión a los métodos “civilizados” de llegar a consensos e implementarlos y a transar cuando hay desacuerdos sin socavar al otro; la conducción de campañas políticas “limpias” para los que están en el gobierno como también para los que se encuentran en la oposición; la incorporación de aquellos elementos de la cultura hispánica y la cultura andina que alientan a una sociedad civil con una Cultura peruana con “C” mayúscula. Estos son
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los elementos del Perú superficial. Como orquídeas que tienen raíces aéreas, es fácil extirparlos y sustituirlos por pasiones más profundas y por intereses económicos y políticos de corta duración. Quimérica como sería esta formulación, por lo menos tiene la ventaja de concordar con lo que Basadre propuso al distinguir las diferencias entre el Perú profundo y el Perú legal. No es necesario ir muy lejos para encontrar los límites entre el Perú superficial y el legal. El Perú profundo se encuentra en todos los lugares, no solo en áreas remotas como Uchuraccay. Está presente en Lima, como lo demuestra Hernando de Soto en El otro sendero (1986, 1988), su estudio acerca de la manera como el sector informal constantemente reta al Perú oficial/superficial, y que el autor haya escogido ese título también es evidencia del clima que se vivía en el país. Y si no fuese así, los senderistas no podrían ni esconderse con tanta facilidad del país oficial, ni tampoco ponerlo en jaque. 5. Deconstruyendo el caleidoscopio Como instrumento óptico que es opaco en uno de sus extremos, el caleidoscopio es una metáfora singularmente inepta para convencer cuando uno quiere ver las cosas con claridad. Contiene chucherías de vidrio, pedazos de papel coloreado, botones, etc., que se reflejan múltiples veces en los espejos intersectantes y que están montados a lo largo del tubo creando así imágenes que se transforman infinitas veces en patrones simétricos cuando se los mira por el otro extremo. La metáfora del caleidoscopio impone una estática recombinación de imágenes en la que los mismos elementos se reflejan una y otra vez, y en la que el dualismo se reproduce dependiendo del número de espejos y el ángulo en el que se cortan. Para tomar la metáfora en serio, es necesario prestar más atención a la posición de los espejos que a las diáfanas imágenes. Su eficacia como metáfora radica en el hecho de que los pocos elementos que se colocan en la pantalla producen muchas imágenes. Como tal, el caleidoscopio ha sido utilizado como metáfora apta por Billie Jean Isbell para enfatizar que, no importa desde que ángulo se observen las formas de organización social en el pueblo de Chuschi, los modelos tienden a revelar un patrón invariable de simetría y de asimetría que ordenan las formas de pensamiento social y cosmológico: “Utilizo la metáfora de la ‘mirada a través de un caleidoscopio andino’ debido a los procesos de mis propias reflexiones, a medida que construía una presentación ordenada de mis datos” (Isbell 2005 [1978]: 47). Los temas que Isbell resalta son: simetría, asimetría y polarización entre los que dominan externamente y la resistencia de los miembros de la comunidad (Isbell 2005 [1978]: 48). Isbell no solo
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presta atención a las vueltas que se le pueden dar al caleidoscopio, sino también a sus transformaciones: “Las experiencias de los [de Chuschi] han sido tales que no ven el mundo como algo externo y amenazante, y han redefinido el término en conformidad con sus experiencias… Su noción de espacio social sigue siendo concéntrica y dual, pero la organización ha sido redispuesta” (Isbell 2005 [1978]: 224). En este artículo también he utilizado la metáfora del caleidoscopio a fin de mostrar cuántas vueltas se puede dar sobre el mismo asunto, para llegar a la conclusión de que el argumento sobre los dos Perú es estéril. Como se demostró líneas arriba, prestar atención al argumento de los dos Perú crea tantas permutaciones posibles que las categorías duales terminan sin validez. Aunque las metáforas sirven para escribir bien, para dar un buen discurso o para crear excelentes ficciones, en las ciencias sociales son nocivas. Si en algo sirve, se puede sugerir que otros fenómenos ópticos ayudan a analizar el carácter emblemático de los sucesos que parten de Uchuraccay: la polarización y la condensación. Los eventos significativos se comprimen de tal forma que al final por un proceso mental se crean versiones polarizadas y diametralmente opuestas. Y esto implica que las personas pierdan la perspectiva. El Informe Vargas Llosa contribuyó a que se interpreten los eventos en formas distorsionadas. Los que estaban de acuerdo con el Informe enfatizaban la valentía de los comuneros aunque lamentablemente mal dirigidos, contrastándola con el salvajismo de los senderistas. La visión de la oposición buscó enfocar la atención en el salvajismo de las fuerzas armadas y policiales contra los civiles, y por implicancia dejó un resquicio para tildar las acciones de Sendero como valentía (aunque también errada). El grado de influencia mágica que ejerce esta condensación puede verse cuando, incluso el presidente del país, Alan García Pérez, en mayo de 1988, arenga en Ayacucho a la juventud aprista al referirse a los Senderistas en los siguientes términos: “mística y entrega.... Esta es gente que merece nuestro respeto y mi personal admiración porque son, quiérase o no, militantes. ‘Fanáticos’ les dicen. Yo creo que tienen mística y es parte de nuestra autocrítica, compañeros, saber reconocer que quien, subordinado o no, se entrega a la muerte, entrega la vida, tiene mística”. (Caretas 1988, 1013: 19 y 72). No había lugar para posiciones intermedias. Por ejemplo, el general Noel veía subversivos comunistas por todos lados, una subversión que necesariamente implicaba perseguir un número no especificado entre los 10.000 egresados de la Universidad San Cristóbal de Humanga. Para él “...un gran número está identificado con los postulados de la doctrina comunista y que son ellos los elementos que al encontrarse atomizados a nivel nacional, regional, departamental y distrital en el territorio peruano, conforman las cúpulas dirigenciales de la subversión...” (Noel 1989: 81). El general ve las acciones de la prensa de oposición como subversión. Para él, ellos son “...los autores intelectuales y materiales del
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envenenamiento progresivo y la destrucción del país...” (Noel 1989: 21). “Fantasía y odio” es lo que motiva a los periodistas cuando proponen hipótesis alternas sobre Uchuraccay, un odio motivado “...por los complejos que exhiben sus gestores contra hombres e instituciones que solo aportan sacrificio, dignidad y deseo ferviente por la estabilidad social, económica y política del país”. (Noel 1989: 101). Y es un odio que él hace recíproco con gran facilidad. José María Salcedo, director de El Diario también recuerda que: “...se había trazado una línea divisoria: el gobierno y la oposición. Manejar la hipótesis de la exclusiva responsabilidad de los campesinos era una forma de exculpar al régimen. Cuestionarla, una manera de incriminarlo” (Salcedo 1984: 178). Hechos objetivos y testigos desaparecieron, la persona de Vargas Llosa, el informe de la Comisión, las vidas de los comuneros de Uchuraccay, el dolor de las madres y de los parientes de periodistas, de policías y de soldados muertos, todo esto y mucho más, se utilizó como piezas en un sórdido juego por el poder. Años después de los eventos de Uchuraccay el análisis sobre Sendero Luminoso continúa plagado de problemas de polarización. Poole y Rénique critican severamente los puntos de vista de los senderólogos en los Estados Unidos. Dicen los autores que el uso de “ese modelo mecánico y universalizante omite cualquier ‘área gris’ entre los polos esencializados de violencia y democracia.... Democracia/legitimidad y violencia/ ilegitimidad, terminan igualados absolutamente con las oposiciones de centro-periferia, español-indio, urbano-rural. Según esta álgebra, mientras que el Perú continúe dividido entre ‘indios’ y ‘españoles’, entre lo ‘tradicional’ y lo ‘moderno’, la nación nunca llegará a conformarse en un ‘Estado legítimo’” (1991: 28. Traducción del autor). A pesar de que los espejos del caleidoscopio se salpiquen con sangre ¿por qué insistimos en continuar usándolo para seguir mirando? 6. Farsa judicial y crítica popular Después del furor que engendró el Informe de la Comisión Vargas Llosa, comenzaron los procesos judiciales en Ayacucho para señalar a los culpables y dictaminar la sentencia de aquellos responsables de la muerte de los ocho periodistas. Las investigaciones preliminares fueron encomendadas al fiscal Juan Flores. Estas demoraron más de un año, durante el cual reinó el sensacionalismo. Se organizaron manifestaciones masivas en Lima demandando mayor celeridad en los procesos y había acusaciones de que se estaban demorando las cosas a propósito. Se continuó debatiendo el caso más en los periódicos que en las cortes. Altos jefes militares, periodistas y testigos ignoraban las órdenes del Fiscal de comparecer y declarar. Al fiscal Flores se le negaron facilidades para viajar a Uchuraccay para hacer indagaciones. Y el ejército, altas autoridades
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judiciales y la prensa “soltaban” trozos de información (como las fotos “recientemente descubiertas” del reportero gráfico Willy Reto) de acuerdo con conveniencias políticas más que en respuesta a órdenes judiciales. Hacia finales de 1984 se inició el juicio formal contra tres comuneros de Uchuraccay —Dionisio Morales (presidente de la comunidad), Simeón Aucatoma y Mario Ccasani— bajo la presidencia del juez Hermenegildo Ventura Huayhua. El juicio se demoraba muchos meses sin que se produzcan revelaciones significativas. El general Noel rehusó presentarse, y los testigos de los eventos de Uchuraccay habían sido asesinados o desaparecieron del mapa. Nunca se supo quienes habían perpetrado estos asesinatos. La opinión pública está dividida entre quienes asignan responsabilidad de estas muertes a los militares para encubrir hechos que hubiesen preferido mantener en secreto, o si estas muertes fueron perpetradas por represalia senderista. Ninguna de estas muertes fue seriamente investigada. Aquellos que creen que fueron los militares que estaban comprometidos con los sucesos de los periodistas, también creen que fueron los militares los responsables de la desaparición y muerte de los testigos. La violencia terrorista y antiterrorista en el departamento de Ayacucho había llegado a niveles sin precedentes, enterrando el caso de los periodistas muertos en una montaña de occisos. Pero para preservar las formas democráticas el proceso judicial tenía que seguir. Los únicos buenos ciudadanos que aceptaron comparecer ante la corte del juez Ventura fueron los miembros de la Comisión, Mario Vargas Llosa y Mario Castro Arenas. La confrontación entre Mario Vargas Llosa y el juez Hermenegildo Ventura Huayhua tuvo lugar en noviembre de 1984. Vargas Llosa se presentó elegantemente vestido en un traje beige. Frente a un enorme crucifijo, Vargas Llosa estuvo parado durante todas las horas de su inquisitorio frente al juez. Allí se le sometió a un severo, duro y muy agresivo interrogatorio por parte del juez y los vocales. Durante la noche se le mantuvo incomunicado; un soldado armado fue apostado en la puerta de su habitación del Hotel de Turistas. Muchas de las preguntas y afirmaciones del juez fueron ofensivas e insultantes a la persona de Vargas Llosa (Caretas 1984a, 1985). Abundaron las alusiones no muy sutiles de que el autor había lucrado con su versión de los eventos publicada en la sección dominical del New York Times, de que había usado sus dones de escritor para servir a las necesidades del gobierno de Belaúnde de encubrir los hechos, y que las acciones de la Comisión habían subvertido las capacidades del Poder Judicial de llevar adelante un juicio imparcial. Uno de los fiscales le preguntó a Vargas Llosa “Cuando Usted se refiere a la verdad absoluta, ¿se refiere al Perú occidental o al Perú oriental?”. Después de escuchar la respuesta de Vargas Llosa le increpa: “Usted avala al Perú occidental...” (Caretas 1984b: 21-23). La reacción de la prensa ante el tratamiento ofensivo de Vargas Llosa fue inmediata. La revista Caretas (1984b) sacó una durísima condena al juez Ventura Huayhua
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y su Corte. El pueblo, en cambio, celebró la manera cómo el juez Ventura Huayhua le había bajado las ínfulas al aristocrático Vargas Llosa. En cantinas, en taxis, en los centros de trabajo y por todos lados la gente gozaba de cómo el juez se había apuntado unos cuantos goles y desinflado la compostura del elegante escritor. La popularidad de Hermenegildo Ventura Huayhua era inmensa. Los serranos en especial gozaron la incomodidad que uno de sus paisanos había provocado en tan distinguido limeño.30 La prensa limeña, sin embargo, se abocó a una campaña igualmente sucia de dañar el prestigio del juez Ventura Huayhua. Escarbaron en sus humildes antecedentes provincianos, fueron despechosos de su afiliación con los niveles bajos del partido Aprista, cruelmente ridiculizaron sus ambiciones literarias y subrayaron todos los errores gramaticales que encontraban al transcribir partes especialmente escogidas del testimonio oral. Nada de eso, sin embargo, disminuyó la popularidad del juez. Alegremente concedía entrevistas a periodistas izquierdistas e internacionales, revelando su veredicto antes de que concluyeran los procedimientos. Decía que sus propias investigaciones muy pronto revelarían evidencia importante que modificaría las posiciones de la Comisión. Nada de eso ocurrió. Más bien, algunos meses más tarde se anuló el proceso, y el juez Ventura Huayhua fue destituido del caso, y volvió a sumergirse en la oscuridad de la vida provinciana de la que con tanto esfuerzo había tratado de sobreponerse. En mayo de 1987 entrevisté al juez Ventura en el Hostal Santa Rosa de la ciudad de Ayacucho. El Hostal Santa Rosa es un hotel de segunda clase donde también se habían alojado los periodistas asesinados, así como también representantes de las fuerzas de seguridad, funcionarios del Estado, antropólogos, agentes viajeros y, se dice también, senderistas. Es una casona vieja convertida en hotel con patios interiores y cuartos adyacentes. El juez me recibió en sala principal del hostal. Esta habitación, con sus mamparas de vidrio, sus paredes de yeso pintadas en color crema, pisos de madera remojadas con kerosene, y con los sofás cubiertos de plástico, era la misma en la cual los periodistas habían planificado su viaje a Huaychao. Nacido en 1930 en Acobamba, Huancavelica, el Dr. Hermenegildo Ventura Huayhua es soltero y sufre de dolores de huesos, los que trata con dietas muy estrictas y remedios caseros recomendadas por curanderas y curiosas locales.
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El juez Ventura Huayhua había expuesto una debilidad de Vargas Llosa que sería explotada durante la campaña política del autor en 1990. Esta debilidad le costó la presidencia (véase Degregori y Grompone 1991). Durante la campaña electoral, las viudas y madres de los periodistas estuvieron sentadas en primera fila, invitados por el candidato Alberto Fujimori durante el debate televisado entre los dos candidatos. Una de ellas, sin embargo, se declaró a favor de Vargas Llosa, lo que provocó que un periódico la acusara de ser “traidora de su clase” (Vargas Llosa 1993a: 580-1).
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Me interesaba saber por qué el juez había escogido el camino de popularidad instantánea al mofarse mordazmente de una personalidad famosa en vez de cubrirse de gloria perdurable si hubiese conducido un juicio ejemplar. El juez lo tenía todo. Podía haber intentado falsificar los resultados de la Comisión de Vargas Llosa, y si eso resultaba imposible, si investigaba más a fondo la complicidad policial o militar en los eventos su popularidad nacional hubiese sido incomparable. Había tantos aspectos que quedaron oscuros y que él hubiese podido esclarecer. Aún si su fallo hubiese encontrado circunstancias atenuantes que exoneraban a los tres acusados de Uchuraccay, su actuación hubiese sido apreciada. En vez de esto, el juez decidió irse a pique y antes de ahogarse vivir un breve momento de gloria popular. ¿Por qué? La revista Caretas (1984b, 1985) interpretó en estos actos oscuras maniobras del partido Aprista que buscaba avergonzar al gobierno. En defensa del juez Ventura Huayhua, la revista Quehacer insinuó que había dificultades y obstruccionismo oficial en el proceso, e incluso hizo una referencia velada a que el poder judicial en Ayacucho tendría que cuidarse de las posibles reacciones de Sendero Luminoso (Rubio Correa 1984). En nuestra conversación el juez comparaba los pocos recursos con los que él contaba, con los helicópteros, facilidades y expertos puestos a disposición de la Comisión Vargas Llosa en su investigación. ¿Había obstruccionismo como el juez me lo quería hacer creer, o simplemente incompetencia? Expertos legales en el bando de Vargas Llosa se deleitaban en indicar una serie de defectos de procedimientos en la conducción del juicio. Pero también es necesario recordar que testigos clave, tales como el general Noel y el Capitán de la Policía que llegó primero a Uchuraccay, nunca se presentaron en la Corte del juez Ventura Huayhua. El juez Ventura es un intelectual de provincia muy excéntrico. El cuento que me narró, era por cierto muy extraño y demoró más de tres horas en contármelo. Es que, igual que Mark Lane (el abogado que todavía cree en la inocencia de Lee Oswald), todo el argumento tenía que ser armado con una serie de supuestos circunstanciales. En esencia lo que dijo era que los periodistas habían sido tentados de salir de Ayacucho por miembros de Sendero Luminoso (algunos de los cuales se alojaban en el mismo Hostal Santa Rosa) bajo el pretexto de que les iban a enseñar algo muy importante. Para poder salir de Ayacucho sin despertar sospecha, los periodistas dijeron que iban a Huaychao para investigar las matanzas de los senderistas31. Una vez que salieron de la ciudad, los periodistas se encontraron con los senderistas quienes les mostraron “ese algo” que era tan tremendo, tan espantoso y tan dañino para el gobierno, que el ejército que se dio cuenta, y no tuvo más opción que matar a los periodistas y luego achacar los cuerpos y la culpa sobre los comuneros de Uchuraccay. Si “ese algo” se hubiese
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El general Noel también cree en esta historia (Noel 1989: 56, 62 y 92).
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llegado a conocer públicamente, caía el gobierno de Belaúnde. El juez Ventura Huayhua no podía por supuesto saber qué es lo que los periodistas vieron, pero él supuso que seguramente eran unas instalaciones supertecnificadas puestas allí bajo auspicios de los Estados Unidos. ¡La nave de Darth Vader había aterrizado en las punas de Ayacucho! El juez Ventura Huayhua ha relatado varias versiones de esta historia a corresponsales extranjeros. En ellas el inmencionable secreto resulta ser: “...‘Centros de tortura de la Infantería de Marina’, ‘Centros de Comunicaciones’ (sic) o ‘Testimonios sobre el adoctrinamiento a que estaban siendo sometidos los campesinos para que eliminaran a todo sospechoso de colaborar con los guerrilleros’” (Vargas Llosa 1990d: 221). Lo que también era aparente durante la entrevista era el profundo resentimiento que el juez tenía contra la persona de Vargas Llosa, el escritor. Quizás, en última instancia, era la frustración del intelectual de provincia, impotente de convertir sus ficciones en historias creíbles, que envidiaba al otro cuentista sus éxitos. Isbell (1991) observa, que entre los campesinos, los eventos de esta guerra son instantáneamente convertidos en una “mitohistoria” que tiene sentido en el contexto local, y esto también puede ser verdad para las versiones del juez y todas las otras versiones del incidente de Uchuraccay. Hubo un tercer juicio de los comuneros de Uchuraccay. Fue conducido muy calladamente en Lima en 1986. Los mismos tres acusados fueron encontrados culpables por el mero hecho de ser miembros de la comunidad. Durante todos los procedimientos ellos esencialmente se mantuvieron silenciosos. Igual que en la Corte de Ventura Huayhua (Trazegnies 1984), los acusados contestaban las preguntas pero frecuentemente se contradecían y ajustaban sus testimonios a lo que ellos pensaban que sus inquisidores quisieran que dijesen. Los tres comuneros fueron sentenciados con diez, ocho y seis años de prisión en marzo de 1987. Al general Noel se le obligó a comparecer. Llegó a Lima expresamente desde Washington donde desempeñaba el cargo de Agregado Militar en la Embajada peruana. Su testimonio tampoco agregó nada nuevo. El fallo judicial que sentenciaba a los tres comuneros también obligó a la fiscalía de Huanta a abrir instrucción contra el general Noel y siete oficiales militares, acusándolos de ser los autores intelectuales de los asesinatos y de obstruir los procesos judiciales. En Julio de 1989, dos comuneros de Uchuraccay fueron amnistiados por el presidente Alan García como parte del programa de amnistía presidencial que se acostumbra en fiestas patrias. El comunero más anciano, Simeón Aucatoma había muerto de tuberculosis en la cárcel.32
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Juan Ossio, integrante de la Comisión Varga Llosa, circuló un petitorio que fue publicado como comunicado pagado en un periódico limeño en el que se indicaba que era injusto juzgar a individuos por actos colectivos. También se hizo mención que muchos terroristas habían sido puestos en
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7. Voces ausentes Con todo el furor, el debate, la publicidad, las opiniones y las réplicas, la voz propia de los comuneros de Uchuraccay no se ha escuchado una sola vez. Sus puntos de vista siempre fueron mediatizados por traductores, intérpretes y expertos. A pesar de que el testimonio que los comuneros dieron en Uchuraccay a los miembros de la Comisión ha sido cuidadosamente grabado, trascrito y traducido, ni una sola oración completa de este testimonio ha sido reproducida en el informe final. Hay solo tres palabras de los comuneros que Vargas Llosa cita directamente: “terrorista sua” (terrorista ladrón), “señor gobierno” e “ignorante” y en la única cita de una oración incompleta, no se atribuye quién dijo qué (Vargas Llosa et al. 1983: 10). La autenticidad del testimonio es garantizada por Vargas Llosa. Él dice que los comuneros admitieron las matanzas: “Lo hicieron con naturalidad, sin arrepentimiento, entre intrigados y sorprendidos de que viniera gente desde tan lejos y hubiera tanto alboroto por una cosa así” (Vargas Llosa et al. 1983: 10). No hay manera de evaluar si es que habían voces que disentían, no se citan variaciones que dicen lo mismo de diferentes maneras, y no hay oportunidad para buscar más allá del mensaje mediatizado que se publicó en el informe de la Comisión. La gente de Uchuraccay solo existe en tercera persona y lo que dice aparece en lenguaje indirecto. Lo peligroso de imputar identidades colectivas a todos los comuneros es demasiado obvio si se considera que la policía y el ejército persistentemente han actuado bajo el supuesto de que si hay una sola pinta anónima pro Sendero en una pared, entonces todos los pobladores son senderistas. Las circunstancias del careo entre los miembros de la Comisión y los comuneros también fueron extraordinarias. Los miembros de la Comisión llegaron en helicóptero y ordenaron a los comuneros reunirse. Vargas Llosa (asesorado por los antropólogos) distribuyó coca, y así comenzó el interrogatorio. Un grupo de extraños con cámaras, grabadoras y equipo moderno se acuclillaron en semicírculo a un lado del corral, los hombres de la comunidad en asamblea al otro. Las mujeres sentadas a la distancia. La policía y el ejército por doquier. Se dice que algunos de ellos habían llegado la noche anterior para asegurar que todo estuviera en orden para los miembros de la Comisión.
libertad por el sistema judicial, y aquellos que habían sido sentenciados habían sido condenados a períodos más cortos de prisión que los comuneros de Uchuraccay (Ossio 1983a). Cuando murió Simeón Aucatoma, Ossio publicó una nota periodística con el título “¿Es delito ser Indio en el Perú?” Entre otras cosas dice: “En el contexto nacional la condición de indio de Simeón Aucatoma lo ha llevado, junto con sus compañeros, a convertirse en el chivo expiatorio de una sociedad que por no querer asumir su realidad ha querido lavar su conciencia sancionando al más débil” (Ossio 1983b).
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Aparte de los expertos en lingüística, ninguno de los miembros de la Comisión hablaba quechua. Todo tenía que ser traducido en ambas direcciones. La unanimidad del testimonio es preocupante y encuentra un precedente histórico literario en la obra de Lope de Vega (1982) “Fuenteovejuna”.33 Esta misma unanimidad impresionó a más de un participante, no solo por su semejanza con la trama de la pieza de Lope de Vega, sino también por la teatralidad de la actuación. Como lo anota Millones: “...El encuentro que tuvimos alcanzó las características de pieza dramática en la que las autoridades hacían de apuntadores de un libreto, que aunque fuera algunas veces rebasado por las declaraciones, se constituyó en un marco que explicitara claramente la solidaridad frente al delito cometido y el acuerdo previo de repetir una versión reconocida como conveniente para todos” (Millones 1983: 88). El testimonio antropológico generalmente se basa en períodos largos de trabajo para permitir ampliar las oportunidades de interacción en diversos contextos con la gente. En este caso, el trabajo de campo duró solo medio día. Hay más información sobre Uchuraccay proveniente de la maestra de escuela Alejandrina de la Cruz, que de los comuneros. Las transcripciones de la grabación con los comuneros no fueron puestas a disposición del juez Ventura Huayhua hasta después de la comparecencia de Mario Vargas Llosa, y cuando éstas le fueron entregadas, él las descartó (Caretas 1984c) .34 Durante los dos juicios la actuación de los abogados defensores fue tan inepta y poco interesante que ni la prensa ni yo pudimos encontrar un solo testimonio, que de alguna manera, pueda ser representativo de la voz de los comuneros de Uchuraccay. Durante los juicios la traducción era unidireccional, del quechua al español, y solo cuando algún oficial monolingüe en español quería preguntar algo, se traducía a los monolingües quechuahablantes. Los comuneros acusados ni siquiera entendieron los procesos judiciales llevados contra ellos. Aquí, nuevamente, se manifiestan aspectos del “Perú profundo”. A pesar de ser ciudadanos del país, los comuneros rara vez tienen una voz propia y menos aún
La obra de teatro de Lope de Vega se basa en un incidente histórico. En 1476, la gente de Fuenteovejuna, en España, mató al odiado Fernán Gómez de Guzmán, Comendador de la orden caballeresca de Calatrava, su amo y señor. Fue asesinado por los villanos, según se alega, por el trato brutal que él imponía en la comunidad. Cuando las autoridades reales se presentaron a investigar el incidente, todos los villanos, aún bajo tortura, no dijeron nada más que “Fuenteovejuna lo hizo”. Como resultado ya que no se pudo identificar al individuo culpable, nadie fue sometido a juicio (Hall 1985:11). En el Perú se enseña Fuenteovejuna en los colegios.
Yo tuve la oportunidad de ver una copia de esa trascripción que está en manos del periodista Phillip Bennet del Boston Globe. Para que los lectores puedan entenderla mejor, los autores de la Comisión de la Verdad y Reconciliación citaron las partes en quechua de lo que dijeron los comuneros en diálogo con Vargas Llosa. La verdad es que se trata de un documento muy hermético que no se deja analizar ni citar con facilidad.
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personalidad. Ya es tiempo de proveerles con los medios de ejercer su derecho de libre expresión en sus propios términos, no importe cuan antropológicamente legitimados o líricos puedan ser sus intérpretes o mediadores. En cuanto a Sendero Luminoso, la única referencia a los eventos de Uchuraccay que pude rastrear, fue una nota en un periódico que dijo que el 3 de junio de 1983, miembros de Sendero Luminoso capturaron la estación de radio de Huanta y transmitieron un mensaje. En él, rechazaban el Informe de Vargas Llosa y apoyaban la tesis de que los responsables eran fuerzas paramilitares. El mensaje continuó asegurando que Sendero Luminoso se vengará de todos aquellos que habían perpetrado la muerte de varios de sus militantes en Uchuraccay. “Las muertes de los mártires del periodismo no quedarán impunes, sino que los culpables caerán bajo la justicia popular” (DESCO Resumen Semanal 1983: 7). El 3 de abril de 1983, huestes senderistas atacaron al pueblo de Lucanamarca y asesinaron a 80 personas en la plaza del pueblo. El 18 de Julio de 1983, Sendero Luminoso mató a ocho personas en Uchuraccay. Aunque no dijo nada sobre Uchuraccay, Abimael Guzmán, el líder del Partido Comunista Peruano SL, se expresó sobre los eventos de Lucanamarca en los siguientes términos: Frente al uso de mesnadas y la acción militar reaccionaria le respondimos contundentemente con una acción: Lucanamarca, ni ellos ni nosotros la olvidamos, claro porque ahí vieron una respuesta que no se imaginaron, ahí fueron aniquilados más de 80, eso es lo real, y lo decimos, ahí hubo exceso... en algunas ocasiones, como en esa, fue la propia Dirección Central la que planificó la acción y dispuso las cosas, así ha sido. Ahí lo principal es que les dimos un golpe contundente y los sofrenamos y entendieron que estaban con otro tipo de combatientes del pueblo, que no éramos los que ellos antes habían combatido, eso es lo que entendieron […] (Guzmán 1988. El Diario: 24 de julio)
8. La pregunta de Zavala
Santiago Zavala es el personaje principal de la novela de Vargas Llosa Conversación en La Catedral (1969). En las primeras páginas de la novela, Zavala se pregunta a sí mismo “¿En qué momento se jodió el Perú?”, pregunta que se convierte en leitmotiv de la novela en la cual se describe la vida en Lima, las actividades de oficiales corruptos del gobierno junto con la desilusión de Zavala de los asfixiantes años 50. La pregunta de Zavala se ha convertido en una frase popular. En 1990 Carlos Milla Batres editó un libro titulado con la pregunta ¿En qué momento se jodió el Perú? en el cual distinguidos intelectuales escribieron ensayos que intentaban contestarla (Milla Batres
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1990). La mayoría de las respuestas ofrecidas se remontan hasta Francisco Pizarro y el periodo colonial. Los autores mencionan arraigadas actitudes racistas que perduran por siglos y fijan la culpa en el comportamiento irresponsable de las élites como causas principales. ¿Es esta salida una manifestación de un escapismo depresivo hacia el pasado, en momentos en los que el país pasa por la peor crisis económica, política y social de su historia? ¿Es que el echarle la culpa a eventos que ocurrieron en el remoto pasado sería indicativo de la incapacidad de encarar los problemas del país de ahora? Personalmente, no creo que sea necesario remontarnos siglos para atrás para saber cuándo es que el Perú se jodió. Lo que pasó en Uchuraccay y toda la secuela fácilmente puede demostrar que se trató de uno de esos momentos. La incapacidad de la sociedad peruana de entender el fenómeno senderista y su inhabilidad de confrontarlo en términos realistas se hallan en la médula de los sucesos emblemáticos que ocurrieron después del incidente de Uchuraccay. El gobierno de Fernando Belaúnde no tomó en serio el levantamiento senderista probablemente porque a nadie en la Lima sofisticada le importa lo que realmente pasa en las remotas provincias serranas. Algunos sectores de la intelectualidad izquierdizante también tienen la culpa por no definir claramente su posición frente a las desviaciones de los senderistas, por no llamar la atención sobre el peligro que ello significaba, y por tratar de aprovecharse políticamente de las ventajas que el caos senderista implicaba. La anticuada y terrible estrategia antisubversiva de los militares es otro factor. Mediante sus métodos de persecución, tortura y desapariciones, ellos crearon situaciones en las que el miedo y el terror de la represión militar sobrepasaban las amenazas de los senderistas sobre la población civil. Que los militares rehusaron cualquier colaboración con la sociedad civil en contener el levantamiento y de ajustarse a las mínimas reglas de apertura con la prensa (presumiblemente porque sí tenían cosas que esconder) son los principales motivos que dan cuenta de un deterioro en las relaciones entre ellos y la sociedad civil. Un sistema judicial que no es más que una farsa, ha cerrado las posibilidades de resolver conflictos a través de mecanismos legalmente establecidos, y ha llevado a todos los sectores sociales a buscar maneras de traspasarlos. El gobierno de Belaúnde investigando los sucesos de Uchuraccay prefirió una “Comisión Investigadora” antes que el sistema judicial, los militares mostraban puro desdén ante las Cortes, la oligarquía descargó su despreció sobre abogadillos provinciales, los jueces se volvieron actores de circo, la prensa condujo los juicios en sus propias páginas, y los comuneros nunca se defendieron ante la justicia. A la prensa nacionalista y voyeurista y a los portavoces impresos de la izquierda les interesó más excitar los morbosos instintos de sus lectores y apuntarse porotos para poner en dificultades al gobierno de turno que en establecer la verdad o entender las causas de los sucesos. La prensa derechista tildó cualquier crítica antigobierno como
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falta de patriotismo o de reflejar actitudes pro senderistas. Los intelectuales, incapaces de sobreponerse a los viejos y gastados clichés a los que se habían acostumbrado, construyeron explicaciones implausibles, las que llevaron al escepticismo y cinismo en lugar de entendimientos. La tendencia generalizada de buscar “expertos” que hablen en nombre de otros, en vez de dejar que la gente se exprese, produjo un torrente de conceptos medio cocidos y frases que ofuscan en lugar de clarificar las causas y carácter de esta insurgencia armada. Informes muy bien escritos pero pobremente investigados, produjeron críticas literarias en lugar de una confrontación seria con los hechos. Un golpe militar de carácter progresista había dirigido un proyecto muy amplio de reformas solo 12 años antes que Sendero declare la guerra al sistema. Estas reformas habían creado oportunidades a muchos jóvenes hombres y mujeres cuyas aspiraciones y esperanzas se vieron frustradas drásticamente cuando la economía del país prácticamente llegó a naufragar. Los gobiernos posvelasquistas cerraron sus ojos ante las crecientes aspiraciones de estos nuevos sectores sociales. Las élites los marginaron a medida que la prosperidad declinaba. El Perú se jodió porque una temprana acción de combatir eficazmente a Sendero Luminoso en cooperación con los comuneros de las áreas rurales no se llegó a efectivizar sino muy tarde. En vez de eso, los comuneros fueron reprimidos por un sistema autoritario que les negó rotundamente cualquier validez a sus esfuerzos. La sociedad peruana no podía reconocer la importante contribución que estos aliados, empobrecidos, analfabetos y que se expresan de otra forma ofrecían al gobierno en medio de un levantamiento violento y feroz. La sociedad civil no desarrolló medios eficaces para neutralizar a los revolucionarios. Quizás sea ya muy tarde. 9. Ropa, cámaras y relojes En la versión original de este trabajo, terminé con un epílogo muy deprimente, en el que detallaba que Uchuraccay había sido abandonado y su población andaba refugiada y dispersa. Describía escenarios escabrosos de los años 80 y 90 como los coches-bomba en Lima, el bombardeo aéreo del Frontón para sofocar un levantamiento de presos políticos. Hablaba sobre la influencia del narcotráfico en financiar la subversión, la corrupción e impunidad de las fuerzas del orden. Haciendo un resumen de lo que se suponía en esos años podrían haber sido el número de víctimas en 20.000, terminé con la terrible cita de Nelson Manrique que muchos peruanos pensaban en 1990 que era mejor “matarlos a todos para que podamos vivir en paz” (Manrique 1990: 37, 2002: 126). Podría también haber agregado en ese epílogo que ese pesimismo influyó a Mario Vargas Llosa, el novelista, a terminar su novela Historia de Mayta (1984) con
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la descripción, en un futuro imaginado pero no muy lejano, del Perú invadido por expediciones militares financiadas por los Estados Unidos desde Ecuador y Bolivia para derrocar a los insurgentes. También en esos años, después de perder las elecciones para la presidencia frente Alberto Fuijimori, Vargas Llosa publicó la novela Lituma en los Andes (1993b) en la que la corrupción policial se mezcla con descripciones de salvajes matanzas llevadas a cabo por los senderistas mientras que los comuneros andinos realizan rituales de sacrificio humano y canibalismo ritual evocando otro Perú más profundo, más salvaje y más primitivo aún que sus interpretaciones sobre lo sucedido en Uchuraccay. Así era el ánimo de esos tiempos. Las cosas cambiaron, Abimael Guzmán fue capturado vivo en 1992 en una operación detectivesca en vez de un mortal asalto militar evitando que se vuelva un mártir. Sendero Luminoso se desinfló y el conflicto armado rápidamente amainó. Hubo un proceso muy turbio de “normalización” que duró hasta la caída del régimen de Fujimori. Alberto Fujimori, Vladimiro Montesinos y Abimael Guzmán ahora están en la cárcel. Se estableció la Comisión de la Verdad y Reconciliación sobre la violencia política de esa década durante el gobierno interino de Valentín Paniagua que cuando publicitó los resultados en 2003 contó con los aplausos de una amplia gama de la sociedad. Pero desde allí hasta ahora, 2011, las posiciones se han endurecido. Nuevamente a Mario Vargas Llosa le tocó jugar un papel clave de mediador al ser nombrado como director de un futuro Museo de la Memoria que un segmento de la sociedad peruana rechaza. En 2009 en un contexto diferente el público peruano tuvo que volver a analizar sus ideas respecto al primitivismo del Perú profundo cuando grupos de indígenas amazónicos protagonizaron pacíficos paros y manifestaciones políticas respecto a sus derechos territoriales, que lamentablemente irrumpieron en actos de violencia en la ciudad de Bagua. Se repite la historia: se nombran comisiones de investigación que a la hora de entregar sus resultados no llegan a consenso, pelea que va acompañada de un furor mediático, esta vez amplificado por la internet, los celulares y el twitter. En las discusiones vuelven a aflorar las distinciones entre lo que es civilizado y lo que es salvaje, qué cosa es la modernidad y qué es el atraso. Apenas pasó el temporal se aproximan las nuevas elecciones de 2011, y los candidatos presidenciales, cada uno alegremente vestido con cushma y coronitas de plumas, posan ante las cámaras de la televisión para aparecer inclusivos. Recuerdo como en 1994 fui invitado por Ponciano del Pino a Ayacucho para asistir a una reunión en la cual líderes de Uchuraccay planificaban el apoyo que se les podría brindar para facilitar el retorno de los comuneros al lugar de donde habían huido. Allí Elías Ccente nos mostró una antigua foto de su padre tomada por un fotógrafo callejero en la plaza Manco Cápac de Lima cuando éste viajó para reclamar ante el presidente Manuel Prado que ordene a que se clarifiquen los límites entre la comunidad
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y la hacienda de Uchuraccay. En la foto el delegado de Uchuraccay vestía con todo orgullo el atuendo de bayeta típico de un comunero de la puna de Huanta, porque iba al palacio a reclamar sus legítimos derechos como indígena que era. En cambio, el delegado a la reunión de Ayacucho venía vestido como cualquier humilde en las calles de nuestras ciudades: ropa comprada barata, gastada y remendada, casaca con cierre y gorra tipo militar. Le pregunté porqué no se vestía con la ropa tradicional tal como su ancestro en la foto. Me respondió que esa es buena para la puna donde hace frío, y aquí en la ciudad hay que vestirse como la ciudad manda. Y que si volvieran al pueblo, seguramente volverán a usar la bayeta, a condición de que obtengan buenos carneros para la lana y que las personas no se hayan olvidado las técnicas de hilar y tejer. Pensé que esa foto era la respuesta mas clara a la frase suelta del general Noel que los comuneros habían confundido la cámara por el fusil. Al releer la sección sobre Uchuraccay en el informe de la Comisión de la Verdad y Reconciliación, se mencionan aparte de las cámaras fotográficas, también relojes, botas, y ropa extraña al atuendo típico que aparecen en las fotografías. Esta vez se trata de las fotos de Willy Reto. Resulta que los comuneros habían ocultado los efectos personales del reportero gráfico que fueron encontrados durante la inspección del fiscal Juan Flores (Comisión de la Verdad y Reconciliación 2004: 150 nota 120, 164). Las fotos que Reto tomó hasta que lo mataron, revelaron que los periodistas habían hablado con los comuneros; y como eran tomas de muy cerca, esas imágenes sirvieron a aquellos que querían achacar la matanza de los periodistas a elementos del ejército infiltrados entre los comuneros para afirmar que su camuflaje era deficiente. Decían los opositores a la versión Vargas Llosa, que esas fotos revelaban relojes, aspectos de ropa occidental y botas, que los indígenas de Uchuraccay no podrían haber estado usando. ¿Pueden —parafraseando a Vargas Llosa— los comuneros de Uchuraccay ser falsos comuneros si usan relojes? Los comuneros con sus relojes han vuelto a la comunidad. Hoy todos los de Uchuraccay son evangélicos y leen la Biblia. El gobierno de Fujimori les proporcionó unas casitas bonitas pintadas de blanco que los comuneros encuentran no muy útiles para el tipo de vida que llevan en las frígidas alturas, aunque tengan agua con caños que se pueden abrir y cerrar. Tienen una carretera y hasta computadoras regaladas por el dadivoso presidente. También hay un monumento en homenaje a los ocho periodistas caídos hacia el cual los deudos de los mártires del periodismo hacen un peregrinaje en una romería anual. Allí los comuneros de Uchuraccay son tratados con cierto desdén, porque no se les ha perdonado totalmente. En la ocasión en que Kimberely Theidon y Enver Quinteros (2003) observaron el evento en 2003, reportan que el presidente de la comunidad interrumpió la ceremonia para insistir que también se reciten los nombres de los 135 comuneros de Uchuraccay que habían sido muertos a causa de la violencia.
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Capítulo 4 LA LEY Y LA POSIBILIDAD DE LA DIFERENCIA: la antropología jurídica peruana entre la justicia y la ley Deborah Poole
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1. Introducción
esde su formación como disciplina a principios del siglo XIX, la antropología ha definido su proyecto intelectual y metodológico en términos de la necesidad de describir y explicar la variedad física y cultural que daba forma a “la raza humana”. Así, la antropología del siglo XIX se caracterizó por sus acalorados debates acerca de la clasificación mediante los que se intentaba explicar las relaciones genealógicas entre las sociedades humanas. Dentro de estos debates evolucionistas, la ley ocupaba un sitio privilegiado en la explicación de la diversidad humana. Antropólogos como Lewis Henry Morgan (1877), Henry Maine (1861), y unas décadas después Émile Durkheim (1993 [1893]) empezaron a articular una alternativa al determinismo biológico de la antropología racial. Aunque estos teóricos del siglo XIX buscaban los orígenes de la ley en las formaciones sociales mas “simples” que precedían la formación del Estado, argüían que la emergencia de la ley como una autoridad universal y coercitiva solo ocurrió en compañía de los otros dos atributos definitivos de la “civilización”: la escritura y la propiedad privada. Como veremos, son estos mismos dos atributos a los que la antropología peruana sigue recurriendo para establecer las diferencias entre el derecho “moderno” y el consuetudinario. Hacia principios del siglo XX, antropólogos estadounidenses y europeos empezaron a alejarse de las teorías evolucionistas en las que “la ley” se restringía a las sociedades con escritura y propiedad privada. En su lugar aparecieron el funcionalismo, el particularismo histórico y el concepto de la cultura. Dentro de estos nuevos
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paradigmas dominados por el sincronismo y el “holismo,” se debatía si era posible extender el concepto de “ley” hacia las sociedades que no contaban con un Estado. Para algunos antropólogos como Malinowski (1926), Gluckman (1965) y Hoebel (1954), las tradiciones y normas culturales que hacían posible la supervivencia de una sociedad, eran equivalentes a “la ley” porque ejercían una fuerza coercitiva —y por lo tanto, “legal”— sobre los deseos y comportamientos de las personas. Para otros teóricos, sin embargo, la designación de “legal” solo se podía extender a las sociedades donde las autoridades gozaban del poder discrecional para interpretar y resolver los conflictos. Para diferenciar este tipo de poder coercitivo —y para reforzar la jerarquía colonial en la que el poder de las autoridades locales o nativas siempre quedaba subordinado a la ley “universal” del Estado colonial— se utilizaba el concepto de “derecho consuetudinario”. Mientras este término tenía el mérito de reconocer el carácter legal o jurídico en que se fundan las sociedades no-estatales, también servía para revalidar la idea de que las autoridades, prácticas y conceptos jurídicos que los antropólogos observaban en las sociedades “primitivas” no tuvieran ninguna relación con los sistemas legales de los estados coloniales y europeos en los que vivían los “primitivos”. A partir de las décadas de 1970 y 1980, los antropólogos empezaron a desconfiar de estas teorías culturalistas y funcionalistas que pintaban a los grupos locales como entidades que existían fuera de la historia. Bajo la influencia de los movimientos anticoloniales y marxistas, los temas de articulación, dependencia, identidad, discurso y práctica reemplazaron a los de funcionalidad, cultura, sentido simbólico y tradición; y en las ciencias sociales en general se empezó a celebrar la diversidad misma ya no como la supervivencia de una época anterior, sino como producto y característica distintiva de las formaciones sociales modernas. La antropología peruana no ha sido la excepción al interior de esta tendencia general. De hecho, tal como el título de este libro sugiere, los antropólogos peruanos han argumentado consecuentemente en favor no solo del hecho, sino también de las ventajas de la diversidad en tanto aspecto central, y hasta decisivo, de la modernidad peruana. La ley y las cuestiones jurídicas, sin embargo, ocupan un reducido espacio en la nueva antropología de la diversidad. En su reseña de la antropología jurídica peruana, por ejemplo, Guevara Gil lamenta la pobreza de los trabajos y su resistencia a tomar como tema propiamente antropológico el papel de la ley en “la constitución de la trama social” (Guevara Gil 1998: 349). De hecho, la mayoría de los trabajos sobre cuestiones jurídicas han sido realizados por abogados o por académicos con formación en derecho, y no por antropólogos (Guevara Gil 1998: 333, Yrigoyen et al. 1994). Como consecuencia de esta división disciplinaria, el estudio del derecho en el Perú parte de una posición fuertemente normativa en la medida en que la meta de los abogados y profesionales en derecho es facilitar y mejorar la administración de justicia. Sin negar
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la importancia de tal proyecto, es también importante preguntarse: ¿Cuál es la imagen de la justicia que anima ese proyecto normativo y qué tan compatible es con los valores del relativismo y pluralidad que distinguen al proyecto antropológico? Es precisamente en la distancia que separa el proyecto jurídico del proyecto antropológico e histórico en donde podemos encontrar la clave para entender por qué la antropología, cuando no ha guardado un silencio total respeto a la cuestión de la ley, sigue apreciándola en los mismos términos con que Maine, Morgan y Durkheim distinguieron la justicia de los “civilizados” de las practicas consuetudinarias en las sociedades “primitivas.” En este trabajo sugiero que el desafío para los antropólogos del presente es el de reevaluar la presencia hegemónica de la ley del Estado dentro de las sociedades y culturas campesinas y nativas, y su papel en la conformación de las múltiples formas de subordinación, explotación, discriminación y resistencia que atraviesa la tan mentada “diversidad” cultural en el Perú. Para lograr este fin, hay que reconocer la doble cara de la ley como concepto filosófico sobre el que se funda, por un lado, la soberanía como principio excluyente, violento y coercitivo y, por el otro, el contrato social con sus presunciones de igualdad, armonía e inclusión. Es a partir de esta tensión tan bien captada en los textos de filósofos como los de Hobbes (2009 [1651]), Locke (1960 [1690]), Rousseau (2005 [1672]) y Kant (1965 [1797]), que “la ley” se experimenta en (y se hace parte de) la vida cotidiana estudiada por la antropología. Sin embargo, en el caso de la antropología peruana, nuestra capacidad de reconocer esta tensión como característica inherente a la ley, ha sido obstaculizada por las dicotomías analíticas a través de las cuales distinguimos el derecho “formal” de los dominios “informales” de lo consuetudinario, lo tradicional y lo local. Así, mientras el derecho del Estado encarna las propiedades de la coerción, la inscripción (la escritura) y la parcialidad propias a la soberanía, el derecho comunal o indígena suele ser caracterizado como consensual, oral, y reconciliador. Uno de los objetivos de este trabajo es el de comprender el papel que el concepto antropológico de cultura ha jugado en la creación de esta imagen de las dos esferas de la ley. Empiezo con una breve revisión del trabajo de los indigenistas de principios del siglo XX. Sugiero que el legado del indigenismo a la antropología jurídica consiste en una visión, por un lado, del derecho como medio simbólico y, por el otro, del indígena como sujeto tutelar de la ley. Para los indigenistas y los antropólogos que les siguieron, los procedimientos administrativos que daban forma a la ley estatal en la vida local quedaban excluidos de este modelo simbólico y consensual de la justicia comunal. Como consecuencia, el Estado y la comunidad indígena parecen ocupar esferas culturales separadas y hasta opuestas. Un segundo objetivo es entender en qué manera el compromiso de los antropólogos con el relativismo cultural les ha impedido tomar como objeto de estudio la lucha
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política que se libra cotidianamente en el Perú para definir las formas en que la ley construye (e impone) una visión particular del bien moral. Con este fin en la segunda parte del artículo discuto el impacto del Marxismo y la Reforma Agraria en la antropología jurídica, y la emergencia del pluralismo legal. Termino con un resumen de los debates actuales y pendientes sobre las reformas neoliberales en materia de justicia informal, titulación, y derechos indígenas. 2. Indigenismo y el Estado tutelar Luego de retornar al Perú desde su exilio en Alemania, el intelectual y activista piurano, Hidelbrando Castro Pozo, publicó el que es quizás su trabajo más conocido. En su libro Nuestra comunidad indígena (1924), Castro Pozo describe el vasto ensamblaje de oficinas comunales, trabajo reciproco, formas familiares y prácticas religiosas que observara mientras se desempeñó como jefe de la “Sección de Asuntos Indígenas” durante el gobierno de Augusto B. Leguía, y como organizador de los Congresos Indígenas Tahuantinsuyo. Como si se tratara del ensayo de la presentación de los principales temas de una etnografía andina que aun no había nacido, Castro Pozo describe en Nuestra Comunidad Indígena un mundo en los márgenes territoriales y civilizatorios del Estado-nación moderno. En estas comunidades donde rigen la superstición y la vida familiar, la ley figura como un vínculo importante, aunque profundamente defectuoso, entre los indios y el Estado-nación. De hecho, Castro Pozo describe la experiencia indígena con la ley como un círculo vicioso de dependencia en el que el indígena se corrompe en el mismo acto de ejercer sus derechos de ciudadano: La falta de títulos en que estén precisados los linderos… y la suspicacia y hasta mala fe de una especie de zángano social que denominan tinterillo en muchas comarcas, ha impulsado a unas comunidades contra otras por la posesión de unas tierras de pastos, cercos o chacaritas que no valen ni la tercera parte de lo que se lleva gastado en un juicio que dura muchos años y, sobre todo, las desgracias personales que estos pleitos han ocasionado. Entonces es de ver a la comunidad vencida, aún cuando sea la promotora [de la pelea] trasladarse en masa —varones y mujeres— a la capital de la provincia en demanda de garantías. El tinterillo o el señor doctor los preside y conduce donde el Sub-prefecto a quien expone los acontecimientos por los informes que le han dado aquellos, da todos los pasos, corren todos los trámites, presentan los memoriales y querellas ante la autoridad competente y, sobre todo, es seguido tenazmente a donde va, por este abigarrado grupo que no se separa de él hasta que no queda convencido de que ha salido la gendarmería hacia el lugar de los acontecimientos y que es preciso ir a su pueblo para recibir dignamente al gobernador o Sub-prefecto e informarlo de los lugares en que pueden estar escondidos los cabecillas… del bando opuesto.
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Se apresa a los que se creían solo promotores, se traslada y recoge a los heridos y muertos en la refriega, se llora y entierra a estos, se sigue otro juicio criminal y, por último, como el Poder Judicial no ha resuelto nada respecto a la propiedad de los pastos, aguas o tierras en disputa, los ayllus se aprestan nuevamente para la lucha, a fin de no dejarse arrebatar lo que consideran de su exclusivo patrimonio […] Así han degenerado entre los indios, los conceptos de lo legal y justo, y muchas parcialidades aconsejadas por estos succionadores de la vitalidad comunal han llegado hasta el sacrificio de vender sus propiedades para sostener un juicio que, a la larga, han salido perdiendo. (Castro Pozo 1924: 36-39)
Escrito durante una época en que los hacendados de Puno, Cusco y otras regiones serranas recurrían a maniobras legales (e ilegales) para arrebatar tierras a los indígenas, el libro de Castro Pozo llama la atención por la imagen que nos pinta de la ley como fuente de conflictos en el ayllu andino. Esta imagen se sostiene en una dicotomía casi absoluta entre “comunidad” y “ley.” De forma muy clara, en la visión de Castro Pozo la “ley” pertenece a la esfera no-comunal del Estado, con sus autoridades, funcionarios e intermediarios inescrupulosos (abogados y tinterillos), mientras que la comunidad, o parcialidad, es localizada a una distancia tanto cultural como física de dicho mundo legal. De hecho, en las páginas que siguen, Castro Pozo contrasta el mundo conflictivo de la ley con los valores pacíficos de la reciprocidad y la cooperación que, según él, caracterizan a la comunidad indígena: “Hay, sin embargo, otros muy hermosos actos de compañerismo y mancomunidad... cuya naturaleza es el del contrato múltiple de trabajo” (Castro Pozo 1924: 39). Para Castro Pozo, las mingas y el ayni constituían la médula de lo que era “nuestra comunidad indígena”, y entre este mundo del colectivismo y la cooperación, y el de la ley, se estableció una distancia, y hasta una brecha, que difícilmente podría ser cerrada. Si “el indio, en general y la parcialidad por su parte llevan en sí el espíritu del leguleyo de mala fe” (Castro Pozo 1924: 39), no era por su inclinación “natural”, sino por su “degeneración” proveniente de su contacto con la ciudad, los mestizos y la ley. Como texto fundacional tanto para la antropología andina como para la política del socialismo en el Perú, Nuestra Comunidad Indígena abre algunas pistas importantes para el estudio de la antropología jurídica. En primer lugar, y como ya hemos visto, Castro Pozo ubica la figura de “la ley” como un elemento completamente foráneo al mundo de la comunidad y la cultura indígenas. Según él, el pecado original que da origen a las disputas al interior de la comunidad consistía en el hecho de haber recurrido a abogados y tinterillos para resolver sus conflictos. De no ser por esta intrusa presencia del Estado, estos conflictos comunales se habrían arreglado por medio de las difusas normas y prácticas que constituían la reciprocidad. En segundo lugar, en el texto de Castro Pozo “la ley” figura no como algo que regulara o garantizara la
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normatividad o el marco institucional de lo que era la comunidad o sus autoridades, sino como una “fuerza mayor” que solo se hacía visible o patente cuando ocurrían disputas entre comuneros o conflictos violentos entre comunidades. Otros indigenistas de la época —en particular cusqueños como Luis E. Valcárcel (1973 [1945], 1972 [1927]), Uriel García (1973 [1930]), Atilio Sivirichi (1946) y Francisco Ponce de Léon (1946, 1953)— nos hablan de esta misma dicotomía entre “derecho” y “costumbre” (o la comunidad) en defensa de sus argumentos de que la idea de justicia se encontraba encarnada en los valores naturales de la comunidad andina. Así, por ejemplo, en su ensayo “Ensañamiento”, Valcárcel escribió sobre un caso ocurrido en el Cusco, en el que un grupo de indígenas dio muerte a un gamonal abusivo (Valcárcel 1972 [1927]: 65-67). En el relato, Valcárcel intenta demostrar cómo la ley peruana era inútil para los indios no solo por el hecho de que ésta les impedía obtener justicia, sino también porque al final, y pese a que la propia hija del gamonal reconoció que su padre merecía ese destino horroroso, toda la comunidad fue encarcelada por un juez que “incapaz de sentir noblemente, mandó prender a la población íntegra del ayllu del que había salido [sic] los vengadores. Hombres, mujeres, niños fueron encerrados por largos meses en las cárceles” (Valcárcel 1972 [1927]: 67). En este relato, el indio se encuentra doblemente excluido de la ley: no solo por el hecho de que la ley es incapaz de reconocer la existencia del indio en su condición de víctima de los crímenes recurrentes del gamonal, sino también por el hecho de no reconocer al indio como individuo, prefiriendo en cambio imponer el castigo sobre una colectividad indiferenciada.1 Al igual que Castro Pozo, los indigenistas cusqueños —muchos de los cuales eran abogados— también consideraban a la ley como fuente de degeneración del indio y de su forma “natural” de vida. Al mismo tiempo, sin embargo, consideraban que la ley misma podía ser mejorada a través de reformas —conducidas por legisladores y abogados indigenistas— que tuvieran en consideración las características “especiales” de lo indio en tanto sujeto social y cultural (Bunt 2006, 2008, Poole 1990). De esta manera, el proyecto legalista de los indigenistas no solo permitiría la protección del indígena, sino también el perfeccionamiento de la ley, y por tanto, el de su propia sociedad “moderna” y liberal. Durante los gobiernos de Augusto B. Leguía (1919-1930) y Luis M. Sánchez Cerro (1930-1936), los indigenistas lograron poner en marcha varios de sus proyectos legislativos (Davies 1974, Varallanos 1947). El Código Penal de 1924, por ejemplo, reconoció la cultura indígena como factor atenuante para las sanciones penales (Ballón 1
Esa misma perspectiva sobre la ley y su incapacidad de traer justicia al indio es un tema que también caracteriza la literatura peruana (Pásara 1988a: 19-30).
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1980, Francia 1993, Poole 1990, Trazegnies 1993b: 20-21). Para establecer si un indígena merecía tratamiento especial o no, el juez debía de tomar en cuenta el grado de su afiliación con la cultura “no-occidental”. En casos que involucraran “indígenas salvajes” (o sea, los de la Amazonía), el código penal establecía un tratamiento especial. Si la pena era de penitenciaría y prisión, esta se sustituía con “la colocación [del sentenciado] en una colonia penal agrícola hasta un máximo de veinte años” (República del Perú 1927 [1924]: Art. 44). El propósito de este tratamiento especial se esclarece en la segunda cláusula del mismo artículo 44, donde se especifica que se podía conceder la libertad condicional al individuo “si su asimilación a la vida civilizada y su moralidad lo hacen apto para conducirse” (República del Perú 1927 [1924]: Art. 44). El caso de los indígenas serranos era distinto. Por haber tenido más contacto con la “civilización” (y menos “excusas” por ignorarla), eran clasificados como “semicivilizados o degradados por la servidumbre y el alcoholismo” (República del Perú 1927 [1924]: Art. 45). En tanto tales, el Código Penal los consideraba suficientemente “civilizados” como para ser enviados a cárceles “modernas,” aunque sus sentencias fueran reducidas. Lejos de reconocer “el pluralismo legal” —y con ello la posibilidad de imaginar una sociedad distinta— la criminología indigenista terminó por defender una visión netamente liberal del derecho como un proyecto normativo y moralizante, en el que las diferencias culturales (y raciales) aparecen bajo la figura jurídica de discapacidad y/o minoría de edad. Consecuentemente, el indígena aparece como un ciudadano de segunda clase. Al igual que el código penal, la legislación civil impulsada por los indigenistas también reivindicaba los derechos de los indígenas a través de un estatuto jurídico especial. Desde su primera Constitución la República peruana desconocía a la comunidad indígena como persona jurídica con capacidad de ejercer el derecho de propiedad (considerado como un derecho fundamental para lograr la personalidad jurídica y la ciudadanía). Este acto original abrió el paso a una serie de problemas. A medida que la nueva república se fue endeudando, las élites se dieron cuenta de la importancia de los tributos. Pero ¿cómo cobrar tributos si la institución social que formaba la base tradicional para la tributación (tanto en la colonia como en la época prehispánica) no gozaba de personalidad jurídica? La historia del derecho fiscal y agrario del siglo XIX nos revela cómo este dilema ideológico operó como telón de fondo en la elaboración de dispositivos legales y constitucionales posteriores en los que se redefinía a los indígenas como “contribuyentes” (1827), “clase de propietarios” (1828), “raza emancipada” (1854), y raza “explotada” (decreto dictatorial, 22/5/1880) (Basadre Grohmann 1985 [1937], Robles Mendoza 2002: 29-58). Por supuesto, ninguno de tales dispositivos, decretos, o constituciones se atrevió a definir al indígena como un simple ciudadano —o a la comunidad como propietario colectivo. Más bien, el indígena y su comunidad
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quedaron suspendidos entre la condición de ser el objeto del tutelaje estatal, la de ser un propietario (y ciudadano) en formación, y la de pertenecer a una cultura jurídica que ni siquiera era reconocida por el Estado peruano. Sin cuestionar el modelo del Estado tutelar, los indigenistas lograron que el término “comunidad,” originalmente utilizado para describir formas de propiedad colectiva, fuera extendido legalmente para abarcar con él la idea —y el ideal— de la “comunidad indígena” en tanto institución social y política colectiva (Jacobsen 1993: 260). El mismo término, sin embargo, contenía en sí una zona de indistinción (Agamben 1998) desde la cual el indígena aparecía como un sujeto que existía simultáneamente dentro y fuera de la nación y su sistema jurídico.2 Para los indigenistas —así como para los antropólogos que les sucedieron— la principal característica a partir de la cual se podía diferenciar el ayllu andino de la sociedad moderna del Perú, eran las relaciones de reciprocidad y cooperación “tradicionales” y no-capitalistas (i.e., no remuneradas). Fue sobre la base de esta visión del ayllu andino como una cultura distinta que la Constitución de 1920 otorga el primer reconocimiento oficial de la “comunidad indígena”. Junto con el reconocimiento de la comunidad, la nueva legislación indigenista también establecía el registro como el procedimiento administrativo a través del cual los indígenas podían realizar su nuevo estatus jurídico como comunidades indígenas. En tanto instrumento legal, el registro les ofreció a los indígenas la posibilidad de obtener el reconocimiento jurídico bajo la figura algo irónica de una corporación colectivista compuesta de propietarios particulares (Castillo Delgado 1966). Lo que es más, en tanto instrumento político, el mismo registro también ataba las comunidades a las subprefecturas. Sin lugar a dudas, el registro, organizado a través de esta y de subsiguiente legislación (en particular los artículos 208 y 209 de la Constitución de 1933 y del Estatuto de la Comunidad Indígena de 1936), fue el escenario principal para la intervención jurídica en la vida social indígena. Esta intervención, sin embargo, tuvo lugar sin consideración de las tradiciones o costumbres de las comunidades. Lejos de “reconocer” a la comunidad como una forma particular de organización social o de posesión de la propiedad, la resolución que detallaba los procedimientos para la inscripción demandaba que los indígenas presentaran por escrito información de su “población con especificación de su sexo; principales industrias; número de escuelas fiscales y particulares… y extensión superficial de los terrenos que explota” (citado en Robles Mendoza 2002: 64). En breve, no se pidió a los indígenas que produjeran evidencia 2
Aquí resulta sugerente el ensayo “What is a People?” de Agamben (2000) sobre el doble sentido de “pueblo” como, por un lado, la población que constituye la nación y, por el otro, las masas que la ponen en peligro y quedan, por esta razón, excluidas de ella.
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de su derecho histórico (o cultural) a mantener una cierta forma de vida, tal como se proyectaba el argumento culturalista de los indigenistas. En vez de ello, se les pidió que produjeran evidencia que pudiera ajustarse a los criterios propios de la resolución respecto de lo que era considerado como una “comunidad” jurídicamente reconocida. No es de sorprender que la mayoría de las comunidades afectadas no solo no tuvieran los títulos legales necesarios para entrar al registro legal, sino, lo que es más, muchas de las autoridades comunales carecían de las calificaciones necesarias para formar el registro. Para resolver este dilema, el código de procedimientos civiles (Art. 72) creó la institución de la “tutela legal”, por medio del cual las comunidades podían elegir “delegados letrados” no-originarios (o sea que no tuvieran relación orgánica con la comunidad) para ser representadas ante la ley del Estado (Núñez Palomino 1996: 44-47). De esta manera, y motivados siempre por su deseo de defender al indígena, los indigenistas terminaron fomentando la presencia de los mismos “leguleyos y tinterillos” denunciados por Castro Pozo en la década de 1920 (Castro Pozo 1924, Pásara 1988a: 22, Rénique 1991: 91, Robles Mendoza 2002: 64). Curiosamente, al elaborar los criterios para el reconocimiento de una comunidad indígena, los legisladores indigenistas le dieron poco valor a la idea de tradición. Para entender esta laguna entre la teoría literaria y filosófica indigenista, donde la tradición sí valía mucho, y la jurisprudencia indigenista, donde dominaba el procedimiento, nos servirá hacer una comparación entre los distintos sentidos del “reconocimiento” en las tradiciones jurídicas del derecho codificado y del derecho consuetudinario o anglosajón (common law). En sociedades poscoloniales (como Australia, Canadá, y partes de Africa) donde dominaba el sistema legal anglosajón (common law), el reconocimiento de las comunidades nativas se funda en su condición de ser los habitantes originales (los ab orígenes —McHugh 2004). De manera semejante, en el derecho colonial peruano o español, las comunidades y autoridades indígenas ejercían sus derechos como sujetos jurídicos a raíz de documentos (generalmente títulos) que manifestaban su existencia como tales “desde tiempos inmemoriales”. En estos sistemas jurídicos, la fuente de legitimidad de la ley radica no tanto en el texto o la codificación de la legislación, sino en el pasado que da sustento a las tradiciones a las que apelan los jueces que interpretan la ley. Estas tradiciones, por su parte, consisten, por un lado, en los precedentes jurídicos (otros casos jurídicos) y, por el otro, en las tradiciones y costumbres locales que dan sustento al pasado. Entonces, por ejemplo, para justificar un cambio de política tributaria bajo el régimen de la ley común, el Estado colonial no tenía que re-formular la ley como texto y procedimiento (como en el caso peruano), sino reinterpretar el pasado (o la tradición) que le daba validez a la ley. Mientras en el sistema legal anglosajón (common law) la autenticidad cultural desempeña un papel central en las luchas actuales por conseguir el reconocimiento
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jurídico de los derechos culturales y políticos (McHugh 2004, Povinelli 2002), en sociedades republicanas como la peruana, donde el derecho codificado prevalece, la posibilidad de reimaginar a la comunidad como fuente de identidad cultural se complica precisamente por el hecho de que su estatus jurídico no requiere el reconocimiento de su pasado. Por lo tanto, las formas de organización social y de propiedad propias del pasado no constituyen una fuente de legitimidad para los reclamos legales. Este es el paisaje jurídico en el que se formaron las comunidades indígenas y campesinas del Perú. Lo curioso desde el punto de vista de esta historia de la antropología jurídica peruana, es la manera en que el estudio antropológico de la ley haya negado los orígenes jurídicos de la comunidad andina a favor de un modelo —heredado de los indigenistas— de la cultura andina como una realidad que precede y existe independientemente de la ley y el Estado peruano. 3. La guerra fría incaica Mientras los peruanos se preocupaban por escribir estatutos y debatir el estatus jurídico de la comunidad andina, los antropólogos extranjeros de los años 1920-1950 se dedicaban a la producción de una etnografía en que los esfuerzos de los legisladores y abogados indigenistas apenas se dejaban notar. Por ejemplo, en el influyente Handbook of South American Indians (Steward 1946), los capítulos sobre las culturas indígenas en el Perú republicano hacían caso omiso al problema de la ley (e.g., Kubler 1946), siendo el tema de derecho reservado para las épocas incaica (Rowe 1946: 271-272) y colonial (Castro Pozo 1946). En su capítulo sobre los quechuas, el etnólogo norteamericano Bernard Mishkin coincide con Castro Pozo y los indigenistas al considerar que la ley es ajena a las prácticas y los valores de la comunidad indígena. Así, en su única referencia a la ley del Estado, Mishkin lamenta que la imposición de las autoridades estatales haya contribuido a la desintegración del sistema tradicional de los cargos. Rechazando la posibilidad de reconocer los fundamentos jurídicos de la comunidad actual (y su jerarquía de cargos), Mishkin opina que existe “una máquina política subrosa” compuesta por “los ancianos, la mayoría de ellos siendo brujos, que representan el liderazgo mas auténtico de la comunidad” (Mishkin 1946: 447). Para Mishkin, la existencia de estas autoridades prestaba “una cierta vitalidad” a las comunidades que “funcionan sin que el Estado o la iglesia interfiera con ellas” (Mishkin 1946: 448). En el capítulo de Tschopik sobre los aymara, las leyes del Estado figuran en la vida de los indígenas aymaras en relación con la herencia y la propiedad. Al igual que los otros autores del Handbook, Tschopik ve la ley como una fuerza ajena al mundo indígena. Atribuye tanto la “descomposición de la familia extensa y el ayllu” como
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“la introducción de la parentela bilateral”, a la influencia de las leyes republicanas que reconocen la propiedad privada y los derechos de propiedad de las mujeres (Tschopik 1946: 546). Para sostener sus argumentos sobre la ley como elemento foráneo a la comunidad y la cultura andina, los antropólogos se apoyaron en estudios etnohistóricos que presentaban al imperio inca como el perfecto ejemplo de lo que sería una sociedad estatal sin propiedad privada, derechos individuales, o un sistema judicial independiente. La antropóloga Sally Falk Moore, por ejemplo, concluye que es “casi imposible hablar de un sistema jurídico independiente en el Estado Inca” (Moore 1958: 116-117), mientras el historiador John Rowe pintaba el Estado incaico como “un despotismo absoluto” por el hecho de no respetar la separación de los poderes judiciales y ejecutivos (Rowe 1946: 271-273).3 Otros historiadores denunciaban los beneficios que la élite inca cosechaba de sus ordenanzas y lo bárbaro de las penas que imponían para los delitos comunes.4 Detrás de estas representaciones del Estado incaico se esconde el fantasma del totalitarismo europeo, la hostilidad al marxismo y la comparación siempre implícita con las democracias liberales (donde se suponía que existiera una clara separación entre los poderes políticos y jurídicos). De los historiadores y arqueólogos que participaban en este debate, el más influyente fue el abogado y economista Louis Baudin, cuyo libro El imperio socialista de los incas (Baudin 1928) fue traducido y publicado en 1960 por la célula de economistas neoclásicos atrincherados en ese momento en la Universidad de Chicago (Denord 2009). Para estos fundadores de la ideología neoliberal, el libro de Baudin ofrecía la prueba contundente de que el socialismo nunca lograría cumplir con sus promesas de libertad y redistribución equitativa de la riqueza.5 Por el contrario, para ellos el caso de los Incas mostraba:
3
MacCormack ubica el origen de este actitud acerca de la ley incaica en el período colonial tardío cuando, “ante el desmoronamiento incrementado de todo orden… que siguió a la invasión española y a las guerras de conquista, la existencia misma de la ley inca vino a ser cuestionada” (MacCormack 1997: 291). Para una defensa del derecho inca como sistema jurídico, véase Figallo (1988b).
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El tema de los castigos corporales o bárbaros atraviesa la literatura europea sobre las sociedades coloniales, en particular las asiáticas y musulmanas (Said 1978).
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Baudin fue uno de los miembros fundadores de la Sociedad Mont Pèlerin junto con Raymond Aron, Friedrich August von Hayek, Ludwig von Mises, Michael Polanyi y Alexander Rüstow. Dicha sociedad fue la primera que se autoidentificó como una organización de economistas neoliberales. El libro de Baudin, que fue uno de los pocos que von Hayek seleccionó para su publicación por la Fundación William Volver, proporciona un prototipo para las tendencias autoritarias y antidemocráticas que caracterizarían la posterior doctrina neoliberal. Por ejemplo, una de las tesis centrales del libro es la idea de un “abismo que separaba a la élite de las masas en el Perú. Sin una clase alta
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Los contornos imprecisos de la vida bajo un régimen colectivista, el espectro de un animal humano privado de su calidad esencialmente humana: el poder de elegir y de actuar. Estos pupilos del Inca eran seres humanos solamente en un sentido zoológico. En realidad, se los tenía como ganado en un cerco… “Un ménagerie d’homme heureux…” [“Una cáfila de hombres felices…”] es el título del capítulo en el que el profesor Baudin analiza las condiciones de este mundo bizarro de uniformidad y rigidez. (Mises 1960: xi)
Lo peligroso de esta ridícula caricatura de la realidad social de los incas, fue su fácil acomodamiento al razonamiento de la Guerra Fría según el cual el fracaso del socialismo (medido en términos capitalistas) constituía una prueba de que su “opuesto”, el capitalismo, sí ofrecía la mejor (y única) alternativa. Como concluyó otro socio del grupo neoliberal: “Lo que nos muestra la historia Inca es la mejora sin precedentes de los estándares promedios de vida bajo un sistema económico basado en la propiedad privada de los medios de producción, así como también en la empresa y la iniciativa privada” (Mises 1960: viii). Estas representaciones altamente ideologizadas del autoritarismo incaico chocaban con la idealización de los incas y su ética de la justicia en los trabajos de los indigenistas peruanos (e.g., Valcárcel 1972 [1927]). Dando la razón a los indigenistas, cronistas como Martín de Morúa, Juan de Betanzos, Felipe Guaman Poma de Ayala, Hernando de Santillán y (tiempo después) el Inca Garcilaso de la Vega, describieron las numerosas ordenanzas de carácter “civil” con que los incas regulaban el matrimonio, el tributo, el uso del vestido suntuario, el mantenimiento de carreteras y puentes, y la distribución de bienes y comida, entre otras cosas (Vargas 1993). Para estos observadores, las ordenanzas constituían prueba fehaciente de que “el imperio inca era una sociedad estrictamente regulada, ordenada y opulenta” (MacCormack 1997: 293). Algunos historiadores como el alemán Trimborn (1937) —quien escribió antes de la Segunda Guerra Mundial— reconocían estas ordenanzas como evidencia de la presencia del concepto de la ley en la sociedad inca. En el contexto político e ideológico de la guerra fría, sin embargo, lo que mas importaba era la defensa del derecho liberal y, por lo tanto, la negativa a reconocer la presencia del derecho y la justicia
fuerte y poderosamente constituida, ninguna civilización habría nacido en el Perú” (Baudin 1928: 72). De acuerdo con sus creencias sobre las “masas inertes”, Baudin, al igual que otros neoliberales, rechazaba las teorías reformistas populares o positivistas de la ley y favorecía un “imperio de la ley” basado sobre el poder y mandato del soberano. “Nadie puede mandar si no es instruido; pero ¿cuál es el propósito de instruir a quiénes solo están para obedecer?” (Baudin 1928: 45). Unas décadas antes, otro americanista francés, Charles Wiener (1874), describió el imperio Inca como una forma de socialismo, aunque para Wiener el término socialismo no llevó el sentido puramente negativo que adquirió en el libro de Baudin.
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en otras sociedades. Así pues, aún cuando reconocían lo avanzado de las ordenanzas incas, siempre lamentaban el “nivel cultural del barbarismo indicado sobre todo por el salvajismo [primitivismo] de las prisiones y los numerosos estatutos respecto de la pena de muerte” (Karsten 1969 [1949]: 131). Lo que dominaba en estos debates fueron, por cierto, los intereses políticos e ideológicos de la posguerra. Para nuestro estudio de la antropología jurídica, sin embargo, lo que tal vez tenga mas importancia es la suposición, sostenida en igual medida por indigenistas de izquierda como por historiadores de derecha, de que la sociedad andina (o inca) siempre se estudia al margen de lo que se entiende por justicia y ley en las sociedades modernas. 4. Historias e intervenciones A partir de la década de 1950, e inspirado en las políticas de reforma (y revolución) propias de América Latina, algunos antropólogos empezaron a cuestionar la utilidad de este esquema para el estudio de las sociedades contemporáneas andinas. Al inyectar una dosis de historia en el estudio antropológico de las sociedades andinas (y años después, amazónicas), estos autores abrieron otras pistas para la antropología jurídica y crearon las condiciones que mas tarde harían posible imaginar un “pluralismo legal”. La primera y tal vez más importante figura en esta nueva tendencia histórica antropológica fue José Maria Arguedas, cuyo importante trabajo Las comunidades de España y el Perú (1968) rompió con el esquema etnohistórico tradicional, al preguntarse cuáles eran las raíces españolas y, por lo tanto, coloniales de la comunidad indígena peruana. Aunque no enfocado en la administración de justicia como tal, el estudio de Arguedas resalta la importancia de las categorías jurídicas españolas y coloniales de la vecindad y la comuna como formas distintas de reconocer el derecho y la pertenencia a una agrupación local. En las comunidades rurales españolas estudiadas por Arguedas, “la vecindad y propiedad territorial son conceptos idénticos” (1968: 34). Al casarse, un vecino obtenía también el derecho de explotar “los campos comunales [que] están destinados al reparto entre los miembros de la comunidad que hayan adquirido el derecho a la vecindad” (Arguedas 1968: 34). Es a partir de esta categoría jurídica española y su transformación en el contexto colonial, que Arguedas explica el carácter de la comunidad andina actual: “Los invasores [españoles] organizaron y redujeron a la población nativa en comunidades cuyas normas fueron tomadas de los modelos hispánicos en una proporción mucho mayor de los que hasta el presente se había comprobado o supuesto” (Arguedas 1968: 194). El cambio fundamental ocurre cuando los españoles, en su nueva condición de colonizadores, dejan de reconocer los estatus de vecindad y comuna como derechos complementarios, dándoles una atribución étnica o racial. Así, mientras los españoles gozaban del
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estatus jurídico de la vecindad y sus derechos correspondientes (incluyendo acceso a tierras y la propiedad privada), en el caso de los “comuneros” indígenas se hacia una distinción entre el derecho al reparto usufructuario de las tierras comunales y los otros derechos propios al “vecino”. “Las palabras Común y Comunero y los conceptos que expresan”, observa Arguedas, “se incorporan bien pronto al lenguaje general de indios y vecinos. Comunero se convirtió en sinónimo de indio, Común en sinónimo de ayllu y comunidad” (1968: 330). A partir de esta simple observación, Arguedas revolucionó el estudio de la sociedad indígena al sugerir que su integridad no parte de un patrón cultural indígena o una mera supervivencia, sino de la interacción dinámica entre las formas de organización social propias de los Andes y el derecho consuetudinario español. En las décadas de 1960 y 1970, los historiadores siguieron la pista abierta por Arguedas acerca de los fundamentos jurídicos de la cultura y la sociedad andinas. Partiendo de una preocupación por entender las estrategias y modalidades de la resistencia indígena a la colonización española, los trabajos de historiadores (e.g., Hunefeldt 1982, Spalding 1974, Stern 1982a, 1982b) documentaron la confluencia entre las prácticas políticas y fiscales de los españoles y las instituciones y tradiciones heredadas de los incas. Mientras Arguedas se limitaba a remarcar las similitudes entre las comunidades campesinas en España y el Perú, los historiadores revelaron cómo las instituciones incaicas cedieron lugar a la nueva acomodación institucional y cultural que constituyó la sociedad colonial. Las comunidades, las autoridades y las mismas formas de reciprocidad y religiosidad antes consideradas por los etnólogos como los restos de una cultura precolombina en desintegración, resultaban tener sus raíces en este encuentro a la vez violento y creativo de la conquista y la colonización. Dentro de este nuevo retrato de la sociedad indígena colonial, la ley jugaba un papel importante (Drzewieniecki 1996, Figallo 1993, Urquieta 1993). Como fundación de la nueva sociedad colonial, las ordenanzas indianas promulgadas por los españoles reconocieron las prácticas y derechos consuetudinarios de las comunidades locales (Aldea Vaquero 1993, Basadre Grohmann 1985 [1937], Solar Rojas 1993). Mientras el derecho indiano apuntaba hacía la separación de las repúblicas de indios y de españoles, las ordenanzas municipales en las ciudades donde convivían españoles, indígenas y negros reconocían al soberano español como la única fuente legítima de la ley y trataban al indígena bajo la categoría jurídica de “persona miserable” (Valiente Ots 1998). Así que, encima de la diversidad de prácticas y costumbres locales que constituyeron a la sociedad inca, las tradiciones jurídicas españolas también replicaban las contradicciones y tensiones propias a la sociedad feudal española, donde los poderes locales gozaban de jurisdicciones independientes. Los indígenas aprendieron rápidamente cómo aprovechar los nuevos derechos y oportunidades que les presentó el legalismo español para reducir o incluso evadir la
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mita y el tributo. Mientras estas estrategias de resistencia tributaria servían para reducir los traumas inmediatos de la tributación y el trabajo forzado, en el más largo plazo reforzaron el discurso jurídico con que se justificaba la dominación española. De este modo, la nueva historiografía abrió por lo menos dos caminos para la antropología jurídica: el estudio de los usos (y abusos) de la ley para el despojo y la explotación del indígena en los tribunales coloniales (Guevara Gil 1993, Spalding 1998) y el estudio de las raíces jurídicas de la cultura reivindicativa propia a las comunidades y organizaciones indígenas (Méndez 2005, Stavig 1990, Stern 1982b, Walker 1991). Para acercarse a esta perspectiva histórica sobre la cultura jurídica popular, la antropología tuvo que distanciarse de la imaginación indigenista, y sobre todo tomar distancia de la brecha que ella estableció entre la cultura indígena y la nación moderna. Tomando como ejemplo la misma comunidad estudiada en la década de 1920 por Castro Pozo, e inspirado en las nuevas teorías sobre comunidad avanzadas por el etnógrafo norteamericano Robert Redfield (1989), el etnógrafo estadounidense Richard K. Adams describe las fundaciones jurídicas de la comunidad andina como “una historia progresiva” en que la historia local avanza gracias a los repetidos esfuerzos de los comuneros por resolver sus propios problemas (Adams 1959: 14). El retrato que Adams pinta de Muquiyauyo nos habla de una comunidad muy distinta al ayllu aislado y ensimismado descrito por Castro Pozo en 1920. Así, haciendo eco al argumento de Arguedas sobre las raíces españolas de la comunidad andina, Adams refuta la suposición bastante enraizada entre los antropólogos de la época de que el origen de los terrenos comunales fuera necesariamente indígena o andino. “El gobierno colonial español,” sugiere Adams, “parece haber fomentado ese concepto en el indio por el hecho de que no le permitía poseer un terreno como propiedad privada” (Adams 1959: 18). Demuestra además cómo los comuneros paulatinamente transforman los terrenos comunales en parcelas durante las décadas anteriores a la visita de Castro Pozo. Lejos de presenciar una reliquia cultural, Adams ve en Muquiyauyo evidencia de que la comunidad indígena de los Andes se constituye y se defiende jurídicamente a través de un largo dialogo con la ley del Estado colonial y peruano: “El logro realmente increíble de Muquiyauyo es que, durante el proceso de tratar de resolver sus problemas más inmediatos, y sin ningún préstamo de [las tradiciones descentralizadas y federalistas de] las áreas anglo-americanas, el pueblo [de Muquiyauyo] desarrolló una forma de gobierno en estricta oposición a las tradiciones centralistas heredadas de su propio país, y supo establecer un tipo de gobierno y autonomía local que es, sin qua non, democrático” (Adams 1959: 49). Así, aunque termina defendiendo una visión de una comunidad (o pueblo) indígena que mantiene distancia del Estado-nacional (Adams 1959: 102), Adams ve en esta misma distancia la prueba de la vitalidad y modernidad de la comunidad como el artefacto de un proceso histórico en el que el
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derecho tanto colonial como republicano provee la filosofía y el mismo vocabulario jurídico a partir de los cuales se forman las comunidades indígenas. Otros antropólogos de la posguerra (1949-1960) se acercan a la problemática jurídica o legal a partir de su interés en convertir a la antropología en “ciencia aplicada”. Estos antropólogos dejaron de lado las preocupaciones etnológicas acerca de la supervivencia incaica y los complejos culturales, para preguntarse cómo podrían contribuir, desde la antropología, a “la modernización” de las condiciones sociales y materiales de los indígenas peruanos. Como forma de promover su propio proyecto (liberal e idealizado) para “mejorar” la sociedad rural, hicieron importantes avances en el reconocimiento del papel estratégico de la ley en la formación de las comunidades y culturas indígenas en el Perú. Sin duda, el proyecto mas importante dentro de la antropología aplicada peruana fue el estudio del valle de Virú y sus cercanías iniciado por la Universidad de Cornell, y después organizado como convenio bilateral con el Instituto Indigenista Peruano (Ávila 2000, Bolton et al. 2010, Stein 2003). Los estudios iniciales se enfocaron en los conflictos sociales y políticos, la integración social, la etnicidad, la producción económica, la salud y las relaciones que los indígenas mantenían con instituciones estatales, incluyendo sus instancias jurídicas (Vázquez 1952, Dobyns 1964, Doughty 1968, Stein 1961). Los antropólogos de Cornell entendieron los conflictos comunales como producto de la pobreza y la ignorancia, y vieron en la manera en que la comunidad resolvía sus conflictos la medida de su cohesión social. En su etnografía de la comunidad de Hualcan, por ejemplo, William Stein, quien en ese entonces trabajaba con el Proyecto Perú-Cornell, ofrece detalles interesantes sobre la manera en que los campesinos resolvían entre ellos casos de robo. Lejos de ser visto como un delito que afectaba el bienestar colectivo, el robo de cultivos o de ganado menor, dice Stein, involucraba exclusivamente a los dos partidos en el conflicto: “La relación entre el ladrón [de maíz u otros cultivos] y el dueño de la chacra,” escribe Stein, “es privada en el sentido de que el resto de la comunidad no se considera afectada” (Stein 1961: 214). Sugiere que el dueño de un bien robado es “un agente de la ley” porque “la sociedad lo autoriza para el uso legitimo de la coerción física” (Stein 1961: 215). El resultado es un ambiente social bastante fraccionado en el que cada cual goza del derecho (y hasta cierto punto, de la obligación) de usar la violencia para resolver sus propias disputas; los conflictos se extienden a través de varias generaciones, los interesados frecuentemente recurren a la brujería (Stein 1961: 48-49), y lo que Stein denomina como “la ley mestiza” goza de muy poca capacidad de intervenir en los conflictos locales. Stein sustentó su interpretación de la justicia privada en Hualcan en la teoría de Hoebel (1954) según la cual “un sistema legal” se identifica como tal si los miembros de una sociedad reconocen como legítimo el derecho de las personas a aplicar la coerción
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o la violencia en la resolución de sus conflictos personales. Si a los antropólogos del Proyecto Perú-Cornell les interesaba intervenir en la comunidad para lograr una mayor integración con las instituciones modernas del Estado, esta visión hobbesiana de la justicia privada en Hualcan y las otras comunidades que estudiaban, les confirmó dos cosas: la importancia de involucrar a los mismos campesinos en cualquier reforma del sistema social, y la poca capacidad (y voluntad) de intervención de que gozaban las instituciones estatales. Estas hipótesis sirvieron de motivación para la compra, en el año de 1951, de la hacienda Vicos y su establecimiento como una especie de laboratorio de cambio social. En esta se dio asesoramiento legal a los campesinos para lograr su reconocimiento jurídico como comunidad indígena, así como también se llevaron a cabo una serie de experimentos antropológicos de reorganización de la autoridad comunal y de la formas de tenencia de la tierra. Como antecedentes de la reforma agraria de 1969 (en la que participaron varios de los antropólogos del proyecto Vicos), el Proyecto Perú-Cornell partía del reconocimiento de la importancia del derecho como el fundamento necesario para lograr la modernización e integración del indígena al Estado-nación (Holmberg 1960). Para otros antropólogos era la tradición local misma en la que debía buscarse “la fuerza de la ley.” Para ellos, el estudio de los conflictos partía de la famosa formulación del Bronislaw Malinowski (1926) acerca de la “fuerza coercitiva de la tradición”. En este acercamiento al estudio de las sociedades “tradicionales” (o sea, no-europeas), para gozar de la atribución de ser “legal”, una práctica no tenía que contar con los atributos de una institución como en la teoría de Henry Maine, ni siquiera del uso de la coerción física como en la de Hoebel (y Hobbes). En lugar de ello, para Malinowski, relaciones sociales como la reciprocidad, el intercambio y la parentela compartían con “la ley” su carácter coercitivo en la medida que las consecuencias de romper con las expectativas y obligaciones generadas por estas relaciones incluían la estigmatización social, la expulsión y hasta el castigo físico. En este sentido, para Malinowski es la fuerza coercitiva de la tradición la que cumple la función de la ley en las sociedades no estatales. Es esta visión de Malinowski sobre la tradición coercitiva la que anima mucha de la teoría antropológica sobre la reciprocidad en la sociedad indígena y campesina andina. El complejo de costumbres y obligaciones que constituyen el ayni o la mink’a traen consigo una serie de responsabilidades y expectativas que funcionan como obligaciones e incentivos. Como muchos antropólogos han documentado, la persona que no cumple con las deudas y obligaciones del ayni difícilmente puede sobrevivir en la comunidad. En las etnografías de Allen (2008 [1988]), Isbell (2005 [1978]), Mayer y Alberti (1974), Mitchell (1991), y otros sobre las comunidades andinas, se resalta el carácter obligatorio y coercitivo de las normas de reciprocidad, intercambio y apoyo
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mutuo que asegura la reproducción social y económica del grupo local. Por su carácter obligatorio y normativo este complejo de actitudes, prácticas y expectativas respeto a la vida comunal o colectiva, presentan todos los atributos fundamentales del derecho consuetudinario como una esfera distinta a la de la justicia estatal (Ambia 1989, Tamayo Flores 1992). Sin negar la importancia de la reciprocidad en la cultura andina, su atribución como la costumbre sobre la que se funda el orden social ha impedido hasta cierto punto que los etnógrafos tomen en cuenta el importante papel del derecho nacional y la ley en la fundación del orden social indígena y campesino. Así, la mayoría de los trabajos etnográficos producidos bajo influencia del estructuralismo, parecen seguir con la tradición indigenista al presentar un retrato de comunidades y agrupaciones locales aisladas de las instituciones y procedimientos jurídicos del Estado. Incluso cuando discuten temas tan aparentemente “legales” como la tenencia y herencia de la tierra (Mitchell 1991: 51-61), el sistema de autoridades locales (Allen 2008 [1988]) y la institución de la comunidad campesina y la Reforma Agraria (Isbell 2005 [1978]: 71-78), el marco jurídico que da forma a los mismos conceptos de comunidad, propiedad y herencia aparece como un “contexto social”, pero no como parte íntegra de los complejos culturales bajo estudio. En su etnografía reciente sobre la comunidad de Huarochirí, Frank Salomon expresa muy bien esta perspectiva sobre la relación Estado-comunidad al describir “la constitución Jano bifronte” de comunidades cuya “antigüedad se mantiene a pesar de que su actual recipiente legal sea reciente” (Salomon 2004: 56). 5. Hacia el pluralismo legal Mientras los antropólogos elaboraron nuevas teorías para explicar la coexistencia de dos sistemas jurídicos, uno considerado como “cultural” e indígena y el otro como “moderno” y mestizo, en las cortes y códigos peruanos ni el pluralismo legal ni el derecho consuetudinario se contemplaron como posibilidades (Ballón 1990, Honores 1994, Hurtado Pozo 1979, Urquieta 1993: 29-35, Yrigoyen et al. 1994). El marco positivista que los abogados y políticos liberales manejaban no les ofrecía otra opción: “la ley” (siguiendo a Hobbes) era universal, positivista y monopolio del Estado soberano. De hecho, la mera contemplación de la posibilidad de que otro orden legal existiera dentro del territorio nacional, les presentaba el fantasma, nada agradable, de una soberanía paralela a la del Estado-nación (Yrigoyen 1992a, 1992b). Hasta no hace mucho, como en otros partes del mundo, ha sido esta misma lógica la que también guiaba la antropología jurídica en el Perú: si “la ley” era monopolio del Estado,
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entonces las formas de reconciliación y arbitraje con que las disputas se resuelven en las sociedades no-estatales eran relegadas a la categoría de la “costumbre”. Lo importante de este esquema para la formación de una antropología jurídica del pluralismo es que “la costumbre” siempre se imagina como una forma de control social propia de las culturas tradicionales y “orales” que no solo existen fuera del Estado —con sus cortes, códigos y legisladores— sino en oposición a él (Diamond 1973). La reforma agraria y judicial del gobierno de Velasco Alvarado puso en crisis este esquema analítico al introducir la necesidad de contemplar la pluralidad como característica del propio orden jurídico estatal. Al reconocer a las comunidades campesinas (1969) y nativas (1974) como personas jurídicas, y por lo tanto como instancias del Estado, los militares subrayaban su visión de la ley como “el eslabón entre el Estado y las comunidades campesinas” (Núñez Palomino 1996: 13). Por un lado, los militares reformistas se apropiaron del orden legal para responder a las demandas de redistribución de tierras levantadas por las guerrillas y los movimientos campesinos de la década de 1960; por otro lado, la ley también les ofrecía un arma eficaz en su proyecto de reorganizar el Estado peruano según las nuevas doctrinas hemisféricas de seguridad nacional y orden interno (Mercado Jarrín 1974). En el proceso, las fuerzas armadas iniciaron una revolución “no solo del orden legal sino de los principios procesales y formas institucionales que lo hacían operar” (Pásara 1978: 38). Si la ley funcionaba como la expresión del orden normativo en el Estado liberal, en el Estado militar se reconstituía en un arma para la reformulación de las relaciones de propiedad (Pásara 1978) y la organización social local (Ludescher 1999). Desde el punto de vista de la antropología jurídica, tal vez la innovación más importante de la reforma agraria fue la creación del fuero agrario como una instancia jurídica dedicada a la resolución de conflictos agrarios y titulación. El notable aumento en el número de casos de conflictos presentados y resueltos por el fuero agrario comparado con los casos tramitados en las décadas anteriores (Pásara 1978: 59, Cuadro I) y la astucia con que los campesinos se aprovecharon de la nueva instancia (Seligmann 1993, Urquieta 1993), pusieron en crisis el viejo modelo indigenista y antropológico según el cual los conflictos se resolvían a través de costumbres y normas “indígenas” o locales. Más bien, para una nueva generación de antropólogos peruanos, “lo indígena” y “la cultura indígena” eran desplazadas por un nuevo enfoque que privilegiaba las relaciones de clase, la articulación de modos de producción, la dependencia, el concepto analítico del campesinado y el análisis ideológico de la ley como la instancia del Estado que servía para justificar la dominación clasista. Si, por un lado, al acercarse a la ley como una ideología, los antropólogos lograron una apreciación más profunda de la manera en que los organismos jurídicos y las leyes del Estado dieron forma a instituciones como la comunidad campesina o los gremios rurales —y la manera en
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que el discurso participativo del Estado militar servía para ocultar y justificar al autoritarismo—, por otro lado, lo que el concepto de ideología ocultaba era la distancia que separaba las normas de la ley de su apropiación e interpretación en las mismas comunidades. Si el nuevo derecho militar apuntaba como ideología hacia la subordinación y pacificación de las comunidades campesinas (Ludescher 1999), en la práctica los nuevos procedimientos legales y el mismo abandono del principio de la “justicia ciega” que constituía la base del derecho liberal (Figallo 1985, 1988b, Pásara 1978: 62, Trazegnies 1978) ofrecían aberturas a través de las cuales los campesinos e indígenas podían introducir sus propias interpretaciones de la ley como norma y procedimiento.6 Muchos de los trabajos sobre la cultura legal popular han enfatizado el carácter litigioso del campesinado andino (Guevara Gil 1998: 350, Pásara 1988b). En el fuero agrario creado por Velasco, los antropólogos tuvieron la oportunidad de observar cómo los campesinos se aprovechaban de las nuevas instancias jurídicas no como “pleiteros,” sino como ciudadanos con plena conciencia de sus derechos legales (Urquieta 1993: 65). Para algunas comunidades, las estrategias de la legalización demostraban un carácter netamente político. Así, Núñez Palomino observa que para los campesinos cusqueños, la titulación se entendía durante la década de 1970” como la mejor manera de “mantener su autonomía” frente “al modelo cooperativo del gobierno de Velasco” y, durante la década de 1980 como la mejor opción para obtener crédito de la administración aprista (Núñez Palomino 1996: 11). Muy lejos de ser una “litigiosidad” natural o congénita, el incremento en las demandas para la legalización y la resolución de conflictos de terrenos nos habla de las tácticas de resistencia y acomodación que han formado parte de la sociedad campesina desde la época colonial (Mallon 1983, Stavig 2000, Stern 1982b). Al acercarse al estudio del derecho como estrategia —y ya no como mera ideología— los etnógrafos empiezan a ver a la cultura jurídica local como “una versión local o regional del derecho estatal [que] difiere a los mandatos de los legisladores” (Núñez Palomino 1996: 12). Para otros investigadores, la problemática de la distinción cultural se desplaza por la de clase en el análisis del pluralismo jurídico. En su estudio de los juzgados de tierras en el Cusco, por ejemplo, Deborah Urquieta —quien escribe desde la disciplina del derecho— hace hincapié en los orígenes históricos de los derechos comunales y la contradicción entre estos derechos y la realidad socioeconómica del campesinado en
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A diferencia de los tribunales del Estado republicano o liberal, en el fuero agrario los jueces actuaban con el entendimiento de que estaban creando un nuevo orden normativo y legal. La ley, en pocas palabras, no se interpretaba como la expresión de una normatividad que habría que defender a través del mito de la “imparcialidad” sino como un instrumento político del Estado en cuanto defensor de los campesinos y rectificador de las injusticias del pasado.
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el Perú. Sugiere que la “conflictividad” inherente a la comunidad resulta ser producto de “la definición tutelar o liberal de sus contenidos jurídicos…y del conflicto social que este sector de la población representa en la estructura y composición del Estado y la sociedad” (Urquieta 1993: 53). Otra contradicción surge de la distancia que separa el contenido jurídico de los derechos comunales como una promesa de ciudadanía, de un contexto social caracterizado por la extrema pobreza. Este “vacío económico social del entorno normativo” hace que los derechos comunales se experimenten en la práctica como “no ejecutables o parcialmente aplicables” (Urquieta 1993: 53). Si bien, como también decía Max Weber (1954), los sujetos y ciudadanos en el Estado liberal “no se definen por el ejercicio real de sus derechos sino por su sola proclamación” (Urquieta 1993: 22), en el campo peruano esta brecha se agrava no por las diferencias culturales (o como sugería Vargas Llosa et al. 1983) en su informe sobre las matanzas en Uchuraccay, la ignorancia indígena), sino por la forma en que el proyecto nacional ha excluido a los pobres del país. El incumplimiento de la ley, sin embargo, no implica que deje de funcionar como el vínculo más importante entre las comunidades y el Estado. Mas bien, lo que las etnografías de Urquieta, Núñez Palomino y otros hacen patente es la naturaleza siempre incompleta de la ley en cuanto una promesa de justicia e igualdad. Para algunos abogados y jueces, sin embargo, los fueros agrarios y el corporativismo del proyecto militar introdujeron el fantasma de los “derechos especiales”. Esta problemática estalló en 1975 cuando unos jueces revindicaron un homicidio cometido, al parecer, por un grupo de comuneros en la sierra central. Conocido como el “caso Huayanay,” por la comunidad en que ocurrieron los hechos, este caso y el debate que desenlazó abrieron la caja de Pandora del pluralismo jurídico (Cao Leiva 2005). Aunque se descubrió después que el homicidio fue producto de una riña de varias generaciones entre dos familias (Trazegnies 1978), al comienzo tanto la prensa nacional como los mismos jueces involucrados vieron en el caso la prueba contundente de la manera en que la interpretación de culpabilidad y justicia debe de variar de acuerdo con el contexto social. Así, en su primera sentencia dictada en diciembre de 1975, los jueces que viajaron a la comunidad “a lomo de mula” resolvieron que el homicidio “no fue el resultado de la voluntad e intención homicida de los acusados, cuanto que ella fue consecuencia de la provocación de la propia víctima, causada por la masa comunal que sumando voluntades como en Fuente Ovejuna, le dieron incruenta muerte” (citado en Trazegnies 1978: 53). La resolución fue declarada nula seis meses después y el caso remitido a un juicio oral en el que se nombraron culpables a individuos (y ya no a “la masa comunal”, como ocurrió en el caso tratado por Valcárcel discutido al comienzo de este trabajo). La amplia cobertura periodística e incluso cinematográfica (el filme de García Huratado del año 1981) del caso, así como los debates académicos (Trazegnies 1977,
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1978), resaltaron la necesidad de elaborar nuevas perspectivas sobre la diferencia cultural en el derecho nacional. El Código Penal en que los jueces en el caso Huayanay apoyaron sus sentencias contemplaba al indígena como “semicivilizado”, o más bien “salvaje”, cuya condición cultural constituía un atenuante en la sentencia penitenciara. Como hemos visto, esa legislación —aprobada en 1919— apuntaba hacia la necesidad de “civilizar” y proteger a los indígenas en su supuesta condición de inferiores. La eventual resolución del caso de Huayanay, y la revelación de la brutalidad del homicidio y de la manipulación de los demás comuneros por los responsables, sugería a algunos especialistas la necesidad de reevaluar el idealismo en la base de esta visión indigenista del mundo andino (Trazegnies 1978: 63). Al mismo tiempo, resaltó la importancia de elaborar un proyecto alternativo en el que se pudieran reconocer las diferencias culturales, aunque siempre “dentro de los marcos y limitaciones que ahí se señalan para evitar una desarticulación de la unidad política-jurídica que constituye el Perú” (Trazegnies 1978: 64). Esta visión de un “pluralismo jurídico” limitado no contemplaba la posibilidad de reconocer el derecho consuetudinario como un fuero jurídico paralelo al del Estado-nacional, sino que se limitaba más bien al reconocimiento de las diferencias culturales siempre y cuando no entrasen en contradicción con los valores morales de la “sociedad mayoritaria y nacional” (Trazegnies 1992, 1993a, 1993b). Detrás de esta visión del pluralismo limitado se esconde un imaginario liberal en el que la ley se imagina como un reflejo de la voluntad colectiva y consensual de la sociedad (Valverde 2003). Como la expresión de la conciencia y voluntad nacional, la constitución no se interpreta simplemente como el producto de un proceso político en que se disputa (y se impone) una cierta visión del bien moral, sino como el árbitro de una verdad o normatividad moral, o sea de la manera en que los miembros de una sociedad deben tratarse entre sí (Foucault 2000a, Nietzsche 1996 [1887]). Las prácticas que no se contemplan dentro de este imaginario de lo posible se relegan a las categorías de lo inhumano, lo bárbaro o lo repugnante. En las democracias pluriculturales modernas, es este principio de la repugnancia el que determina que una práctica cultural sea o no aceptable dentro del sistema jurídico (y por lo tanto moral) de la sociedad dominante (McHugh 2004, Merry 1988, Povinelli 2002). Mientras los casos internacionales mas conocidos que apelan al principio de la repugnancia involucran prácticas sexuales y religiosas, en la esfera jurídica peruana son los castigos físicos “tradicionales” tales como flagelaciones, trabajo forzado o el encarcelamiento los que han sido cuestionados como prácticas que violan la moralidad dominante y la constitucionalidad (Brandt 1987, Trazegnies1993a, 1993b, Peña Jumpa 2001). Es este mismo imaginario de una brecha cultural y moral el que explica la facilidad con que el gobierno y la prensa peruana tragaron el argumento propuesto por la Comisión de Investigación de los Sucesos en Uchuraccay según el cual la violencia indígena o
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campesina era el producto natural o inevitable de culturas premodernas cuyo sentido de justicia era ajeno a una moralidad “moderna” o liberal (Vargas Llosa et al. 1983, Trazegnies 1983 —para una crítica y resumen del debate véase Mayer 1992 y el capítulo de Mayer en este volumen). El reto que la “repugnancia” implica para la imaginación e implementación del pluralismo legal ha sido interpretado de manera distinta por los antropólogos y los abogados (o los académicos con formación en el derecho). Trazegnies, por ejemplo, cita el ejemplo de la ordalía, en la que los incas supuestamente echaban al acusado en un hueco profundo “cuyo fondo estaba erizado de puntas de lanzas y cañas inclinadas” y donde además se encontraba “cualquier cantidad de víboras, culebras, alacranes y todo tipo de alimañas” (Trazegnies 1993b: 33). Ese ejemplo, sugiere Trazegnies, nos urge preguntarnos si “¿podríamos aceptar nosotros que alguien a nombre de la diversidad cultural o a nombre del pluralismo jurídico aplique torturas?” (Trazegnies 1993b: 33). Por su parte, el autor declara no estar “dispuesto a abandonar hasta ese punto mis valores occidentales y admitir esas barbaridades en nombre del pluralismo jurídico; me parece que es demasiado chocante”. (Trazegnies 1993b: 33). Para los antropólogos, sin embargo, la respuesta muchas veces no es tan obvia por el hecho de que los valores occidentales no se asumen automáticamente como superiores a los de otras sociedades y culturas. Así, por ejemplo, en su réplica al mismo articulo de Trazegnies, Patricia Urteaga, citando como ejemplo el caso de la venganza entre los aguarunas, argumenta que “esa racionalidad [de la venganza] es importante ya que da origen al contenido que tiene cada uno de esos valores en que están sustentadas las normas… Para los aguarunas es básico porque eso [la venganza] indica un equilibrio. La venganza para ellos connota un equilibrio social” (en Trazegnies 1993b: 49). Mientras el etnocentrismo de Trazegnies brilla en su defensa de la superioridad moral de los valores “occidentales,” Urteaga apela al relativismo cultural para defender la racionalidad de los aguarunas. Lo que comparten esas dos posiciones aparentemente opuestas es la idea de que existen, de hecho, “dos sistemas morales,” o más bien, “dos racionalidades,” una al lado de la otra. La perspectiva de que el pluralismo necesariamente invoca la existencia de culturas y racionalidades separadas y distintas sirve como sustento a casi todo el trabajo sobre el pluralismo legal en el Perú (Ambia 1989, Ardito 1997, Brandt 1987, Yrigoyen 2000a, Yrigoyen et al. 1994, Peña Jumpa 1998, Tamayo Flores 1992). En la medida en que esta visión de las diferencias culturales se apoya en la idea de que la ley (o el derecho) constituye en sí un orden cultural exclusivo, se va cerrando la posibilidad de imaginar un pluralismo jurídico que quepa dentro de la constitución y, por lo tanto, la nación. Wilfredo Ardito (1997), por ejemplo, sostiene la incompatibilidad entre los órdenes normativos y morales de la sociedad dominante (que escribe las leyes) y “los sectores
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mas pobres de la sociedad” donde “la conciencia del individuo no está suficientemente desarrollada, y las personas se consideran nada más que miembros de la unidad social” (Ardito 1997: 3). Aquí las diferencias “culturales” se moldean según la distinción durkheimiana entre la solidaridad mecánica y la solidaridad orgánica (Durkheim 1993 [1893]). Hans-Jürgen Brandt (1987) sostiene la existencia de una brecha parecida a la que Ardito propone entre la cultura legal de las clases populares y la de las élites. En su modelo del pluralismo jurídico, el derecho consuetudinario aparece como “un sistema judicial que compite con el sistema judicial nacional y que es, por lo tanto, inconstitucional en cuanto la Constitución peruana prohíbe la existencia de poderes legales locales o privados”. Esta situación, según Brandt, “se debe a la débil integración de los sectores rurales y nativos en la nación y a su “deficiente formación cívica” (Brandt 1987: 128). A pesar de esta “deficiencia”, Brandt recomienda “modificar la constitución con el objeto que se incluya… la facultad de las comunidades nativas para administrar justicia” (Brandt 1987: 43). Ballón, en su prefacio al libro de Brandt, sugiere una interpretación alternativa en la que se haga una distinción entre “ley” y “derecho consuetudinario”. Mientras esta última forma de “control social” funciona a través de la prohibición de conductas y la prescripción de comportamientos, también apunta hacia la recompensación de la vida comunal. Esto la distingue del derecho estatal que tiene como meta la retribución. El derecho, sugiere Ballón, solo existe en las sociedades —como “la nuestra”— en la que existe “una división entre ley y moral” (Ballón 1987: 20). Las implicancias para el orden constitucional y el pluralismo jurídico son también distintas a las de Brandt porque, como sostiene Ballón, las sociedades nativas y campesinas constituyen ejemplos de “derecho consuetudinario” pero no del ejercicio de una ley que amenaza la constitucionalidad y soberanía del Estado-nación. 6. Ley, localidad y vida en el neoliberalismo: nuevos retos para la antropología jurídica
La guerra de la década de 1980 y las reformas neoliberales que coincidieron con la guerra y posguerra, han abierto nuevas perspectivas sobre las cuestiones del pluralismo y la soberanía de la ley. Durante la guerra, el Partido Comunista Peruano Sendero Luminoso (PCP-SL) se apropió del lenguaje y de los mecanismos de la justicia comunal para imponer una especie de justicia partidaria y autoritaria. Aunque nadie confunde los “juicios populares” de Sendero con el derecho consuetudinario o comunal, tanto la propia guerra, como los juicios populares, castigos y ejecuciones extrajudiciales de Sendero redujeron drásticamente las posibilidades para el reconocimiento de un
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pluralismo jurídico constitucional. En el corto plazo, esto se debió al hecho de que el PCP-SL representó una amenaza real a la soberanía del Estado peruano, y en el más largo plazo a la manera en que la brutalidad senderista (y la represión levantada contra ella) desalentaban la crítica intelectual al Estado y sus leyes. Si bien es cierto que la guerra hizo patente los problemas de la discriminación cultural y racial, el “pluralismo” se presentó no en la forma de nuevas propuestas políticas para el pluralismo jurídico y cultural, sino a través de propuestas para el reconocimiento del sufrimiento de las víctimas y del peso del racismo en la guerra y la contrainsurgencia (Comisión de la Verdad y Reconciliación 2003). La defensa de las víctimas, sin embargo, tomó el camino de los derechos humanos —pensados como derechos universales— y no el del relativismo antropológico y cultural. Dentro del contexto altamente represivo y antidemocrático del Estado contrainsurgente creado por los regímenes de Fernando Belaúnde, Alan García y Alberto Fujimori, el discurso de los derechos humanos (y las instituciones internacionales que los defendían) ofrecían la mejor opción para cuestionar los abusos y matanzas perpetrados por el Estado. Es por eso, tal vez, que si hay un tema dominante en la antropología jurídica de la posguerra, es el de la promesa de los derechos (Muñoz 1998, Rojas Pérez 2008). Si los estudios de la reforma agraria enfatizaron la importancia de estudiar el procedimiento legal y los orígenes clasistas del derecho estatal, el nuevo enfoque en los derechos como discurso o promesa rompe con el dinamismo inherente a esta metodología para aproximarse al derecho como un discurso normativo y consensuado, y ya no como un procedimiento jurídico que produce y reproduce las diferencias “culturales”. La perspectiva normativa del derecho se fortaleció con las reformas neoliberales implementadas por el Estado peruano (Becker 1996, Correa Sutil y Jiménez 1995, Poole 2004, 2005, Belaúnde Ruiz 1999). Estas reformas —que abarcan casi todos los aspectos de la vida política y social del país— responden a la visión neoliberal del derecho como instrumento gubernamental y normativo (Ewald 1990, Foucault 2000b [1978], Rose 1996, Rose y Valverde 1998). En la ideología neoliberal (aunque no siempre en su practica), el Estado juega un papel secundario en la regulación del capitalismo. Lo que es más, esta no habla de la economía como un campo para la intervención estatal y la planificación, sino del mercado como una formación social cuya vitalidad se relaciona con las disposiciones culturales, actitudes, y el carácter “emprendedor” de los sujetos sociales. Como tal, para los neoliberales las leyes que apuntan hacia el fortalecimiento del capitalismo no se conciben como reglas que se imponen desde afuera, sino como marcos normativos que adquieren fuerza en sinergia con las normas, prácticas y subjetividades sociales que están latentes en la sociedad (Dávalos 2008). Esta posición ideológica respeto a la ley se relaciona de manera muy
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estrecha con la doctrina que ve el capitalismo como una formación a la vez cultural y natural que nace desde el interior de la sociedad humana. Respaldado por esta ideología, el derecho neoliberal adquiere su fuerza normativa ya no como un discurso ideológico de inclusión, sanción y reconocimiento (como en el liberalismo clásico), sino como un instrumento de gobierno cuya legitimidad apela a las mismas normas sociales que los neoliberales ven como la base cultural e histórica del mercado capitalista. Tal vez el área en que esta lógica se expresa más claramente es en las políticas relacionadas con la propiedad y la titulación (Mitchell 2009, World Bank 2004). La propiedad siempre ha ocupado un lugar importante en la articulación de políticas estatales respeto a las comunidades y las personas. Como tal, el proceso del reconocimiento, registro y legislación de diferentes formas de propiedad, y los conflictos generados por la propiedad, han sido temas preferidos de la antropología jurídica (Chirif y García 2007, Diez 2003, Mayer 2001, Monge 1998). El Estado neoliberal, sin embargo, otorga títulos de propiedad a los pobres, no como reconocimiento de sus derechos políticos, sino para crear las condiciones para que sus ciudadanos realicen su potencial “natural” como participantes en los mercados capitalistas de tierras, finanzas, y crédito (Becker 1996, Soto Polar 1986). Estudios etnográficos de los procesos de titulación, sin embargo, demuestran la distancia que separa este proyecto ideológico de una realidad social en que existen no solamente distintas pautas culturales respeto a lo que es la propiedad, la producción y el territorio, sino un sin numero de dinámicas y procesos locales en que las mismas categorías de “propiedad” y “cultura” se complican y, a veces, se desvanecen (Chirif y García 2007, Castillo 2003, Diez 2003, Killik 2008, Monge y Urrutia 2000). Otras reformas apuntaban hacia la rectificación de problemas reales como la corrupción y la falta de acceso a la justicia, con la privatización de los servicios sociales, incluyendo porciones del sistema judicial. En el caso de la justicia peruana, la privatización se ha concentrado en el ramo de la “justicia informal” (para casos comparativos, véase Sousa Santos 1998, Fitzpatrick 1983, Harrington 1985, Nader 2004). Dentro de este rubro, se incluyen tanto los centros de reconciliación como el derecho consuetudinario (Poole 2006, Sieder 2007). En este sistema, los casos civiles y familiares, así como los delitos menores, se clasifican según el valor monetario de la demanda. Los que involucran cantidades menores se canalizan primero por los procesos de reconciliación, la justicia de paz y las nuevas instancias judiciales creadas para tratar el derecho familiar. Aunque bien pueda ser que este nuevo énfasis en la reconciliación contribuya a crear una cultura de “autorregulación” y civismo (Ardito 1997), también es importante evaluar los motivos de los organismos gubernamentales e internacionales. Para ellos, el derecho informal sirve para hacer la justicia del Estado más eficiente en cuanto a
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los procedimientos que tocan a las empresas capitalistas y al capital financiero. Decir a los pobres que es su responsabilidad crear una nueva cultura de la reconciliación —mientras las élites se reservan el derecho de acceder a la justicia del Estado— involucra correr el riesgo de crear “enclaves legales para ciudadanos de segunda clase” (Theidon 2004: 263, véase también Poole 2004). Lo que emerge como problema sin embargo es la línea poca clara entre el “derecho informal” y la “justicia privada”. Vista desde este perspectiva, podemos dar otro sentido a la epidemia de linchamientos de la que ha sido víctima no solamente el Perú sino también (y en mayor cantidad) otros países latinoamericanos (Godoy 2006, Goldstein 2003). Si bien se puede argüir que éstos son producto de la incapacidad institucional del Estado, también debemos preguntarnos en qué se diferencian estas respuestas violentas de la criminalidad cotidiana y el abuso de poder (Pajuelo 2009), de las formas de “auto-regulación,” del derecho local y de la seguridad ciudadana promocionadas por las reformas neoliberales. La justicia de paz ofrece un sitio ideal para el estudio antropológico de estas iniciativas estatales e internacionales para integrar el derecho informal o consuetudinario (Lovatón y Ardito 2002). Desde principios de la república, el juez de paz ha sido reconocido como una autoridad constitucional que funda sus decisiones jurídicas no en los códigos, sino en “su leal saber” y el derecho consuetudinario propio a su localidad (Brandt 1990, Lovatón et al. 1991, Pásara 1988c [1979]). En este sentido podemos caracterizar al juez de paz como una autoridad que ocupa una especie de zona gris entre la ley del Estado y un fuero consuetudinario que no es reconocido por la constitución (Poole 2005). Vista desde la perspectiva disciplinaria del derecho, esta “zona gris” suele presentarse como evidencia del carácter parcial o fracasado de la justicia en el Perú, así como de la modernidad imperfecta o “tradicionalista” (Trazegnies 1993a) que se supone caracteriza al país (Yrigoyen et al. 1994: 335-6). Desde el punto de vista de la antropología jurídica, sin embargo, la imagen de la ley que brota de este discurso sobre la modernidad incompleta resulta, creo, inaceptable. Primeramente, el famoso abismo que separa “el Perú legal del Perú real” no es exclusivo del Perú. Más bien, el hecho de que la ley sea respetada en su incumplimiento es un principio universal —incluso en las sociedades más “modernas”— como también lo es la ficción de que la ley se adjudica a partir de la equidad o imparcialidad (Hobbes 2009 [1651]: cap. XIII). Es precisamente esta brecha la que demuestra el doble carácter de la ley: por un lado, la ley encarna la excepción que constituye la soberanía (Agamben 1998, Benjamin 1986 [1955]) pero, por el otro, también incluye la promesa que constituye la justicia (Cornell 1992, Deleuze 1994 [1968], Derrida 1990). Entonces, si el incumplimiento y la falta de equidad son características que definen la ley, valga preguntarnos ¿por qué nadie se lamenta que la modernidad jurídica de, por ejemplo, los Estados Unidos o Inglaterra sea producto de una “modernidad tradicionalista”? Si queremos recuperar el poder de
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la crítica social (y política) inherente a la etnografía, la antropología jurídica debe de situarse de lleno al interior de esta brecha desde donde las separaciones conceptuales entre culturas, legalidades y jurisdicciones empiezan a atenuarse. 7. Consideraciones finales Para la antropología peruana, estos interrogantes sobre ley y localidad tomaron fuerza a partir de los dos temas que marcaron el debate sobre derecho consuetudinario en el nuevo siglo: las rondas campesinas y los derechos indígenas. a. Las rondas y el problema de los “derechos especiales” Siguiendo el ejemplo de otros países latinoamericanos (Cott 2000), en la nueva Constitución de 1993 el gobierno de Alberto Fujimori declaró una nación pluricultural en la que “Toda persona tiene derecho a su identidad étnica y cultural [y en la que] el Estado reconoce y protege la pluralidad étnica y cultural de la nación” (República del Perú 1993: Art. 2. inc. 19). Por encima de la identidad como un derecho personal, la constitución también aludía a las comunidades como sujetos jurídicos en cuanto a sus identidades culturales (República del Perú 1993: Articulo 89) y las “funciones jurisdiccionales” del derecho consuetudinario (República del Perú 1993: articulo 149). Como único referente en la constitución al pluralismo jurídico, el artículo 149 introdujo una serie de complicaciones al atar la figura del derecho consuetudinario a comunidades que contaban “con el apoyo” de “rondas campesinas”: Las autoridades de las comunidades campesinas y nativas con el apoyo de las Rondas Campesinas, pueden ejercer las funciones jurisdiccionales dentro de su ámbito territorial de conformidad con el derecho consuetudinario siempre que no violen los derechos fundamentales de la persona. La ley establece las formas de coordinación de dicha jurisdicción especial con los Juzgados de Paz y con las demás instancias del Poder Judicial. (República del Perú 1993: Art. 149)
Como un primer paso hacia el reconocimiento del derecho consuetudinario, el artículo 149 presentó una serie de interrogatorios para la antropología jurídica. En primer lugar, dejó sin precisar la relación entre comunidades, rondas, y el Estado peruano. Mientras las comunidades campesinas y nativas ya gozaban de personalidad jurídica, a las rondas campesinas no les otorgaban estatus jurídico hasta la aprobación, diez anos después, del decreto ley 27908 (Ley de Rondas Campesinas). Esta imprecisión presentó una serie de dificultades para el sistema judicial en la resolución e interpretación de los
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conflictos que se presentaron con respecto al derecho consuetudinario (Bazán Cerdán 2005). Finalmente, el artículo 149 también dejaba sin resolver los mecanismos a través de los cuales las comunidades y/o las rondas deben de “coordinar” sus funciones jurisdiccionales con las diversas instancias del poder judicial (Aranda 2002, Bonilla 1995, Farfán Martínez 2002, Revilla y Price 1992, Yrigoyen Fajardo 2002). La nueva figura del “fuero especial” revela la vigencia de dos temas prioritarios para la antropología jurídica peruana: la relación precaria entre las fronteras culturales y jurídicas de las comunidades campesinas y nativas, y la persistencia de sistemas de justicia local. La constitución establece que el fuero especial otorgado a las Rondas y sus comunidades afiliadas tiene como límites “los derechos fundamentales de la persona” o los derechos humanos. En la medida en que estos derechos no están claramente establecidos en la constitución (así como también por el mismo hecho de que los “derechos humanos” siempre están sujetos a interpretación y discusión), lo que se crea con el Artículo 149 es un fuero bastante ambiguo en el que la ley puede (o no) sancionar a los ronderos por el ejercicio de lo que se supone debe ser su derecho constitucional a la administración de justicia. Así, en la década que siguió a la reforma constitucional, “los jueces seguían procesando a autoridades campesinas, nativas y ronderas por administrar justicia según su propio sistema legal o derecho, bajo la figura de delitos contra la libertad individual, la administración de justicia y la usurpación de funciones” (Yrigoyen Fajardo 2000b: 18). Estos límites se hacen patentes especialmente en los casos que incluyen castigos físicos, encarcelamiento y trabajo forzado. Mientras castigos tradicionales tales como la flagelación o la expulsión chocan con la cláusula de la repugnancia moral (Farfán Martínez 2002: 89, Peña Jumpa 2001), el encarcelamiento se puede interpretar como una violación del derecho constitucional a la libertad individual (Yrigoyen Fajardo 2000b: 27). Lo que entra en juego en los casos judiciales en que se aplican tales castigos es la interpretación —nada obvia— de cómo trazar los límites territoriales de la jurisdicción especial. Para la mayoría de los antropólogos y abogados que defienden el derecho consuetudinario, este se define por su contenido cultural. Como lo expresa un especialista en el tema: “La justicia comunal solo puede ejercerse en el territorio de las comunidades que comparten los mismos usos, costumbres y tradiciones y sobre personas que viven en esos territorios” (Farfán Martínez 2002: 89). Para Yrigoyen también las rondas constituyen “una fuerza moralizadora” (Irigoyen Fajardo 1992b: 102) que nace de manera orgánica o natural del “mundo cultural” de las mismas comunidades. A menudo, esta relación se refiere al hecho de que los ronderos comparten el mismo espacio cultural en el que ocurren los delitos. “Entre las condiciones para que la justicia campesina sea posible,” escribe Yrigoyen, “está la cercanía a los problemas” (Yrigoyen Fajardo 1992b: 100).
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Al extender el reconocimiento cultural a ronderos que administran castigos y sanciones que se podrían considerar en competencia con la soberanía estatal (como ocurre por ejemplo con los castigos físicos o, con mayor nitidez aún, la pena de muerte), se introduce —o mas bien se respalda— la idea conservadora de que “los derechos especiales” amenazan a la soberanía estatal y, por lo tanto, a la identidad nacional. Lo que se deja de lado en este debate es el hecho de que la formación de las rondas como organizaciones políticas ocurre como una respuesta al vacío jurídico en los espacios sociales donde el Estado no puede (o más bien, no quiere) ejercer su soberanía por motivos políticos o militares (Bonilla 1995, Degregori et al. 1996, Starn 1999, Yrigoyen Fajardo 2002). Es entonces la ambigüedad del vínculo que une a la ronda campesina (y su territorio) con la ley del Estado soberano la que da origen y sentido a su identidad como organización político-cultural, y no su relación con una “cultura” territorialmente limitada u homogénea que la precede. Esta relación se complica aún más si consideramos que en muchas zonas donde las rondas tenían mayor presencia, los campesinos simplemente ignoraban acerca de los nuevos derechos que la ley les otorgaba en calidad de ronderos. En estas zonas los comuneros simplemente dieron por hecho que tomar parte de la organización de defensa —sea para patrullar regularmente o simplemente cocinar para los ronderos activos— era una manera de participar en la vida comunal. Cualquiera que se abstuviera de contribuir con cualquier cosa a la organización, estaría en efecto evitando la sociedad comunitaria y rechazando compartir los sacrificios como todos los demás. En ese caso la persona sería considerada como foránea y por lo tanto excluida de los beneficios colectivos incluyendo la defensa mutua (Fumerton 2002: 195). Estos casos se complican aún más si consideramos la discrepancia entre las sanciones “tradicionales” (exclusión, multas menores) por no participar en las rondas, y las sanciones tanto legales como extrajudiciales que las políticas estatales de contrainsurgencia y los actores armados imponían a las rondas cuyas acciones iban mas allá de las competencias legales otorgadas a los comités de autodefensa. Lejos de crear una situación de reconocimiento cultural de sus derechos consuetudinarios, el concepto de fuero especial en estos casos introducía una peligrosa ambigüedad que jugaba a favor del Estado contrainsurgente. Los estudios de zonas e historias de conflicto nos ofrecen amplia evidencia acerca de la manera en que comunidades y “culturas” se modificaron y cambiaron en el nuevo contexto de la contrainsurgencia (Comisión de la Verdad y Reconciliación 2003, Pino 1998, Fumerton 2002, Theidon 2000). Uno de los temas más apremiantes es el de la violencia y su lugar en lo que imaginamos como la cultura campesina y comunal (Degregori 2011, Degregori y Lopez Ricci 1990). Nuevas etnografías de la zona de conflicto en el campo Ayacuchano ofrecen retratos de la vida comunal en
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que la violencia figura como componente de la vida cotidiana. En la comunidad de Sarhua estudiada por González (2011), una matanza de Senderistas resulta tener sus orígenes en pleitos y discusiones entre los comuneros que empezaron en la época de la reforma agraria. En su etnografía e historia oral de la guerra en Ayacucho, Kimberley Theidon también documenta la larga tradición de justicia comunal que abarcaba hasta casos en los que las autoridades comunales aplicaron la pena de muerte (esto ocurrió especialmente en casos de abigeato) (Theidon 2004: 161). Lejos de idealizar la justicia comunal —tal como hicieron los indigenistas y los etnógrafos de antaño— los estudios de González y Theidon nos hacen recordar que “las prácticas de la justicia comunal traen como resultado la convivencia, pero no necesariamente la democracia” (Theidon 2004: 264). Estas dos etnografías rompen también con la idea del derecho privado postulado por Stein y otros en la década de 1960, al incluir casos en los que el uso de la violencia fue ampliamente discutido y aprobado en asambleas comunales. Al trazar estos y otros casos, González y Theidon nos hacen ver cómo los conceptos jurídicos de culpabilidad, inocencia y complicidad cambian según las circunstancias. En estos estudios etnográficos se resalta la manera en la que lo jurídico, lo moral y lo religioso se entretejen para producir el lenguaje “cultural” en que los comuneros juzgan a sus vecinos y construyen (o niegan) sus memorias de la violencia (Coxhall 2005, Fumerton 2000, Pino 1996, Gamarra 2000, Rojas Pérez 2010, Theidon 2003). Lo que queda claro en los nuevos estudios sobre la memoria, la justicia comunal y las rondas es que el derecho consuetudinario, si bien tiene raíces históricas, se convierte de hecho en un problema especial en el contexto de la posguerra. Como los estudios etnográficos nos hacen recordar, en el contexto conflictivo del “posconflicto” (Rojas Pérez 2008) las relaciones entre la justicia “local,” las comunidades, y la justicia del Estado están todavía por debatirse. Aunque en muchos casos todo parece indicar que repetirán las relaciones anteriores —es decir, la marginalización, el “olvido” y la explotación— también es cierto que el mismo proceso de pacificación y reconciliación se ha constituido en un tema jurídico cuyo contenido rebasa lo filosófico para abarcar lo que diferentes comunidades y culturas entienden por la justicia y su relación con el pasado. b. El reto de los derechos indígenas El mismo año (1993) en el que el régimen fujimorista dio los primeros pasos hacia el reconocimiento constitucional del derecho consuetudinario, el Estado peruano ratificó el Convenio 169 de la Organización Internacional de Trabajo (OIT 1989). Mientras el pluriculturalismo de la constitución quedó como una promesa política, el Convenio OIT 169 constituyó el primer avance concreto hacia la reformulación de los viejos modelos culturalistas del derecho consuetudinario. El artículo 149 dio validez al derecho con-
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suetudinario como un complejo de prácticas locales cuya legitimidad jurídica estaba a la vez limitada y era dependiente de su previo reconocimiento por el Estado. Con el Convenio 169 el derecho consuetudinario adquiere legitimidad en relación con la nueva figura jurídica de pueblos indígenas, entendidos como formaciones sociales y políticas que anteceden la formación del Estado peruano. En la sierra peruana, donde el reconocimiento jurídico de las comunidades campesinas no apela a la identidad étnica, los movimientos y comunidades que han apelado a la figura de pueblo indígena han sido cuestionados tanto por el gobierno como por algunos antropólogos e intelectuales (Pajuelo 2007). En la selva, la figura de pueblos indígenas o ancestrales ha tenido mas apego, en gran parte porque la figura jurídica de comunidad nativa ya incluía un componente étnico e histórico (Chirif y García 2007, Ludescher 1986, 2001). En todo caso, sin embargo, el gobierno peruano ha negado —a veces con violencia— los derechos de consulta, territorio y autonomía asociados al reconocimiento político de los pueblos indígenas (Montoya Rojas 2009). El Convenio 169 —y otros convenios firmados por el Estado peruano— complica la idea hasta entonces dominante de que la ley sea monopolio del Estado-nacional. Al apelar a sus derechos como pueblos indígenas, las comunidades nativas y campesinas del Perú resaltan, por un lado, la legitimidad de sus derechos como pueblos originarios que anteceden a la formación del Estado peruano y, por el otro, la vigencia del derecho internacional para la resolución de conflictos sobre, por ejemplo, los territorios, los recursos naturales, el agua y el medio ambiente. Al invocar fuentes de derecho que rebasan a la soberanía nacional, el Convenio 169 (y los otros muchos tratados y organizaciones que defienden los derechos indígenas) ofrece un nuevo lenguaje jurídico a las comunidades campesinas y nativas del Perú —así como un nuevo reto a la antropología jurídica. Si antes políticos y abogados vieron en la justicia indígena un rezago del pasado —un síntoma de la modernidad incompleta del país— los antropólogos muchas veces nos hemos plegado al coro al trazar una línea demasiado firme entre la justicia moderna (o “universal”) y la justicia local (o indígena). Detrás de esta línea ilusoria se esconde un modelo de la identidad cultural como singular y trascendente, como un complejo cultural que viene del pasado. Con el Convenio 169 tanto la identidad como la justicia indígenas ahora vienen a constituir el fundamento de la articulación política y cultural entre las comunidades andinas y amazónicas y el Estado peruano (Drzewieniecki 1996, Pajuelo 2007). La articulación, sin embargo, no implica la homogeneización o acomodamiento de las distintas pautas culturales y políticas que subyacen, por un lado, al Estado neoliberal y, por el otro, a las comunidades indígenas y campesinas. Como podemos ver en los conflictos sobre la minería, el medio ambiente y los derechos agrícolas y alimenticios (Bebbington 2007, de Echave et al. 2009), la justicia indígena y popular articula su
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sentido de derecho a partir de una gramática distinta a la que da sentido a los derechos jurídicos en el Estado (neo-)liberal. Mientras el Estado juega con una noción de derecho como un bien que él mismo otorga o reconoce, los movimientos indígenas y populares movilizan un modelo ético de la justicia en virtud del cual no solo demandan el mero reconocimiento de derechos legales, sino también el derecho a vivir una vida digna (Montoya Rojas 2009). Más allá de un juego semántico, estas dos valorizaciones del concepto (o de la “gramática”) de la justicia apelan a muy diferentes apreciaciones de lo que debe ser “la pluralidad”. En el discurso (neo-)liberal “pluralidad” implica el reconocimiento y tolerancia de diferencias culturales y sociales basadas en identidades heredadas (o biológicas). Con respecto al tema de la justicia, sin embargo, este modelo siempre esconde una jerarquía de poder en cuanto que es el Estado el que mantiene el poder de reconocer (y subordinar) otros sistemas de justicia, acomodándolos a sus prioridades. En el caso peruano, este proceso de reconocimiento se ha fundamentado hasta el momento en un reconocimiento desigual a formas de vida y comunalidad que implican una valorización distinta del agua, de la tierra y de los recursos naturales. El reto que enfrenta la antropología jurídica es el de reconstruir y ampliar nuestros modelos de cultura y pluralidad en conversación con los movimientos indígenas y populares que ven el reconocimiento cultural y el derecho consuetudinario no como simples derechos concedidos a grupos “minoritarios,” sino también como derechos naturales que les dan voz y parte en las decisiones políticas y económicas que afectan al país y sus “recursos” naturales. Bibliografía Adams, Richard 1959 A Community in the Andes: Problems and Progress in Muquiyauyo. Seattle: University of Washington Press. Agamben, Giorgio 1998 Homo Sacer: Sovereign Power and Bare Life. Stanford: Stanford University Press. “What is a People?”. En: G. Agamben, Means Without End: Notes on Politics. Minneapolis: University of Minnesota Press, pp. 28-34. Aldea Vaquero, Quintín 1993 El indio peruano y la defensa de sus derechos (1596-1630). Lima: Pontificia Universidad Católica del Perú (PUCP).
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Capítulo 5 MIGRACIONES O MOVILIDAD SOCIAL DESTERRITORIALIZADA Jürgen Golte
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1. Introducción
uando se habla de “migración” hay que tener en mente, fundamentalmente, que este concepto es formulado desde una sociedad que se entiende a sí misma como “sedentaria”. Vamos a regresar más adelante a la idea de sedentarismo subyacente en el enfoque de las ciencias sociales, especialmente en la antropología de los países andinos que empieza a tomar cuerpo en la década de 1950 y en la que “migración” se vuelve un concepto central en las décadas de 1970 y 1980. Ante todo hay que ser consciente de que la población de los Andes tiene una larga tradición de movimientos migratorios estacionales entre ambientes ecológicos diversos que se remonta a los cazadores recolectores del Arcaico. Las formas trashumantes de aprovechar la diversidad ecológica de las vertientes andinas, tan pronunciada a diferencia de otras sociedades agrarias, ni siquiera dejaron de existir entre los campesinos andinos (todo lo contrario) y menos aún en la mayoría de las sociedades pastoriles de los Andes centrales. Las únicas sociedades tempranas que podrían haber tenido una tendencia marcada hacia el sedentarismo en la fase del desarrollo agrícola tuvieron un desarrollo concomitante de un grupo numeroso de artesanos que trabajaron con insumos importados. Asimismo, las sociedades jerarquizadas en los valles irrigados de la costa no abandonaron sus hábitos de consumo que obligaron a que por lo menos una parte de sus miembros recorriesen amplios espacios entre la costa, la sierra y la selva; entre las fuentes de strombus (pututu) y spondylus (mullu) en la costa ecuatoriana, las
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riquezas metalúrgicas y el hábitat de los grandes rebaños de camélidos en el sur, para proveerse de las materias primas para sus artesanos y especialistas en curandería. En este sentido, a partir de sus orígenes, el espacio andino se ha desarrollado en función de una migración constante (Murra 1975, Golte 1980, Núnez y Dillehay 1995). No es este el lugar para seguir desarrollando esta idea pormenorizadamente a lo largo de la historia, pero cabe señalar que la llegada de los españoles no cambió esta situación ni para los invasores “migrantes” de ultramar, ni para la población aborigen que prontamente se vio involucrada en una economía forzosa, basada en una migración permanente de las regiones agrícolas a los centros mineros de Potosí, Caylloma, Huancavelica u otros; e incluso también hacia los centros urbanos para cumplir lo que se llamaba la “mita de plaza” —es decir la migración estacional del campo a la ciudad para laborar allí en la edificación urbana (Assadourian 1982). Esto era solo la parte del movimiento migratorio forzado por las mismas instituciones coloniales. Había otros fenómenos migratorios como la arriería, los caravaneros llameros del sur e incluso también el trabajo en los cocales en la vertiente oriental de los Andes. Todo este panorama permite afirmar que la “migración” seguía siendo, tanto en las economías familiares como también en la misma construcción del movimiento de la fuerza de trabajo que creaba el plusproducto —adueñado por los habitantes de ciudades o los amos de ultramar a lo largo de toda la Colonia y la primera centuria después de la Independencia— la médula del funcionamiento económico del espacio andino (Núñez del Prado 1958, Adams 1959, Montoya 1980, Orlove 1977, Morlon 1996). 2. La territorialización forzada en el desarrollo cultural peruano: fronteras territoriales y fronteras culturales
Sentadas estas premisas, resulta imperioso comprender que el fenómeno que se observa especialmente en la segunda mitad del siglo XX es parte de una movilidad general en la larga duración. Sin embargo, y esto es lo que realmente empieza a preocupar a los grupos sociales —a los cuales también pertenecen los antropólogos— la segunda mitad del siglo XX es el escenario de un movimiento que se caracterizaría más por el hecho de que las migraciones franquean límites culturales y sociales que por el mero desplazamiento espacial de la población. La construcción de la sociedad colonial había separado cultural e ideológicamente el campo y la ciudad, una separación que se mantuvo hasta bien entrado el siglo XX. Las ciudades formaban el reducto de los descendientes de “migrantes”, sean del área mediterránea o del África, quienes se organizaban bajo patrones en gran parte derivados del patrón cultural mediterráneo. En ellas se hablaba castellano, en ellas se asentaban los
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grupos de poder y era entre ellas por donde mayoritariamente circulaban sus habitantes. Estos últimos se relacionaban selectivamente con otras sociedades, especialmente la española, pero por intermedio de la élite administrativa. De esta forma había para los pobladores urbanos una circulación entre los diversos espacios coloniales así como también con otras sociedades de ultramar (Águila Peralta 1997). Quizás la característica más sobresaliente de esta circulación era su carácter selectivo en cuanto a la adquisición y la incorporación de nuevos conocimientos. Estos no incluían los conocimientos de producción manufacturera e industrial que se desarrollaban especialmente a lo largo los siglos XVI al XIX. Esto cambió recién en el siglo XIX, ya que las ciudades andinas recibieron en aquel entonces importantes contingentes de “migrantes europeos”, portadores de los conocimientos de su época, que fueron incorporados sin problema mayor y coadyuvaron a desarrollar una incipiente industrialización. La población no-urbana, mayoritariamente de origen precolombino, igualmente circulaba, como ya vimos, pero siempre en espeacios referidos a sus zonas de origen —o al menos asentadas en ellas en calidad de “forasteros”— (Flannery et al. 1989, Flores Ochoa 1968, 1972, 1975, 1977, Flores Ochoa y Fries 1989, Fonseca 1966, 1972a, 1972b, 1973, Fonseca Martel y Mayer 1988, Fujii y Tomoeda 1981, Custred 1974, 1977, 1981, Golte 1980, Harris 1978, Sallnow 1987, Inamura 1981, Briggs et al. 1986, Figueroa 1981, Camino 1982). A diferencia de sus pares urbanos, las poblaciones no-urbanas no migraban hacia el exterior y tenían poco contacto con el conocimiento desarrollado en el resto del mundo. En este sentido, si bien sus habitantes eran básicamente productores, estaban también separados de los conocimientos sobre el mundo productivo, manufacturero e industrial quedando, a diferencia de otras sociedades, desligadas del desarrollo de conocimientos que trasformaban las formas de producción especialmente en Europa. Es decir, los patrones de movilidad espacial seguían vigentes hasta el siglo XX y éstos no se percibían como problemáticos, ya que los desplazamientos no cuestionaban básicamente la división cultural de la población y la subordinación surgida con el orden colonial. A nivel ideológico hubo una continuidad en la percepción cultural de los estratos y grupos de la sociedad republicana, si bien había una diferencia importante en comparación con el régimen colonial. La división de la sociedad y las relaciones de poder reguladas mediante ella no tenían un sustento legal. A falta de un sustento legal de la subordinación se tenían que profundizar los elementos ideológicos necesarios para la exclusión. Formalmente todos los habitantes de la república eran ciudadanos. No es casual entonces que durante el siglo XIX y principios del XX se fijara una imagen cultural de lo que significaba ser “indio” y lo que significaba ser “urbano” (Méndez 1993). La imagen de lo “indio” quedaba especialmente estereotipada en la población quechua-hablante de la sierra central y sur, así como en sus atuendos y sus respectivas
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maneras de comportarse. Otros grupos que en la Colonia formaban legalmente parte del mismo grupo —especialmente la población campesina de la costa y sobre todo la costa norte— no cabía dentro de la nueva definición y de hecho estas regiones se “desindianizaban”. De esta forma, ya en el siglo XX los grupos en cuestión no eran percibidos como tales. A falta de una definición legal de las diferencias sociales, se ahondaban los elementos de un racismo latente en la categorización de los estratos de la sociedad. La categoría de “mestizo”, que en la colonia no tenía mayor importancia en la regulación de las relaciones de poder, apareció con fuerza para diferenciar a las familias gobernantes de la población urbana de aquelllas otras de pocos recursos. Quizás de ahí resultó la acogida entusiasmada de los migrantes europeos del siglo XIX, que además se veía acompañada de discursos racistas. Ellos no tenían demasiados pruritos en relacionarse parentalmente con los antiguos grupos de poder de la sociedad, ya que la interrelación con ellos renovaba la imagen de una distancia “fisiológica” entre los grupos de poder y la población urbana subalterna —y más aún con la población campesina. La división espacial de las poblaciones de culturas diversas, entre gobernantes y subalternos, así como el manejo del poder en términos de culturalidades jerarquizadas, es lo que se empieza a desdibujar masivamente durante la segunda mitad del siglo XX (Matos Mar 1977). Este es básicamente el problema que se aborda en la literatura pertinente sobre el tema de la “migración” a partir de la segunda mitad del siglo XX. Y esta literatura significativamente lo primero que tematizó fue la migración de la población campesina a las ciudades (Mangin y Cohen 1965, Dobyns y Vázquez 1963, Jongkind 1974, Martínez 1961, 1980, 1984, Brougère 1986, 1992). No es casual entonces que todavía en los años sesenta se quisiera percibir a la nueva población limeña como “cinturones de miseria”, “barriadas” y “personas que en realidad no deberían estar en la ciudad porque afeaban los parques y jardines” de la Ciudad de los Reyes. Se trata de una época en la cual, bajo el presidente Fernando Belaúnde Terry, se quería construir un muro a lo largo de la pista que unía el nuevo aeropuerto “Jorge Chávez” con los barrios de la gente “decente” para que el grupo social que viajaba en aviones no tuviera que ver el espectáculo de los migrantes advenedizos que habían conquistado los terrenos en las inmediaciones de la ruta. La antropología misma prefería estudiar a los habitantes andinos en sus habitats campesinos. Si bien en estos estudios aparecía la migración y su impacto sobre las aldeas, por lo general ellos estaban concentrados en el territorio aldeano (Blum 1995, Brush 1973, Celestino 1972, Degregori y Golte 1973, Fuenzalida et al. 1982, Salm 1981a, 1981b, Grondin 1978, Cotlear 1984). Es recién a partir de la Reforma Agraria de Juan Velasco Alvarado y los cambios que ella trajo aparejados para el grupo cultural que se creía dueño nato del poder en el país que los “nuevos limeños”, con características culturales diversas,
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fueron percibidos ya no como una población subalterna fácilmente excluible y supeditable, sino como una amenaza al orden acostumbrado (Husson 1993). Es recién entonces cuando la percepción de los problemas del país ya no se planteaba en términos de una oposición entre campo “indígena”, “atrasado” y “tradicional” versus ciudad “moderna”. Significativamente el gobierno del general Velasco Alvarado cambió el nombre de las “comunidades indígenas” por el de “comunidades campesinas” (Matos Mar y Mejía 1980, Caballero 1980, 1983). Ya a principios de la década de 1980 la visión había cambiado. El equipo del Instituto de Estudios Peruanos, bajo la dirección de José Matos Mar, produjo una expresión de este sentimiento. El volumen Desborde popular y crisis del Estado. El nuevo rostro del Perú en la década de 1980 (Matos Mar 1984) se convirtió en un best seller y en uno de los pocos libros de las ciencias sociales que alcanzaron un público más amplio. La sociedad letrada de Lima buscaba una interpretación y un discurso de su sentimiento generalizado de verse cercada por los subalternos de antaño, quienes ya no encontraba en ella a los “señores naturales” del pasado (Alber 1999 [1990], Osterling 1980, 1983, Cotlear et al. 1987). En este contexto resulta significativo el informe de la Comisión de la Verdad y Reconciliación. Una de sus conclusiones fue que ambos bandos beligerantes, el Estado por medio de su ejército y el Partido Comunista Peruano Sendero Luminoso, parecían tener una agenda oculta. Las víctimas de la guerra de los años ochenta eran ante todo los “indios”, es decir la población analfabeta quechua-hablante o asháninka. Su sobrerepresentación entre las víctimas genera la impresión de que entre los beligerantes, mas allá de sus enunciados y propósitos declarados, existía una percepción inconsciente y común de que estas poblaciones constituían la verdadera amenaza. De este modo la guerra resultaba ser un remedo del siglo XVI al convertir a los campesinos con orígenes precolombinos en la amenaza oculta para ambos bandos (Degregori 2011). Por cierto que esta percepción y los cambios reales en las conciencias tanto de la gemte urbana (étnicamente criolla) como de la no urbana (migrante e hijos de migrantes) han cambiado profundamente el ámbito político del país. Si bien el cambio de la República Aristocrática de los primeros decenios del siglo XX a la situación política de hoy ha sido un proceso de erosión paulatina —en el que los gobernantes de facto o los aspirantes a ser gobernantes democráticamente elegidos han tenido que recurrir cada vez más a lo que se ha llamado “populismo” para estabilizar el sistema del ejercicio de poder o para poder captar el voto popular— los años noventa han significado un vuelco importante en la larga historia política del país (Cotler 1968 , 1978, 1994, 1995, Balbi 1991, 1997, Blondet 1995, Cameron 1991, Grompone 1990, 1991a, 1991b, 1991c, Durand 1994, Degregori et al. 1986, Degregori 1990, 1993, 1994, 1996, Dietz 1998, Franco 1990, 1991a, , 1991b, Fuenzalida Vollmar 1991, Parodi 1986, 1993, Pásara 1988, Villarán 1992, 1998). Ya la elección del candidato Alberto
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Fujimori frente al escritor urbano criollo Mario Vargas Llosa, tenía, por un lado, tintes étnicos y, por el otro, también el agregado de que Fujimori ganó con un discurso que apelaba a los valores de los nuevos grupos urbanos, se aliaba con iglesias protestantes y por lo menos en su primer equipo de gobierno había una clara preponderancia de “empresarios informales” (Golte 1990, 1993). De hecho su elección tuvo como efecto una marginación de la clase política habitual de origen criollo. Si bien la elección posterior de Alejandro Toledo ha significado un regreso parcial de los antiguos grupos de poder, éstos tenían que valerse del ardid de presentarse detrás de un candidato de origen andino. Esto deja claro que en el comportamiento electoral de los diversos grupos de la sociedad se manifestaba un componente étnico-cultural —como se apreció de manera explícita en el calificativo empleado por el padre de la principal opositora, quien se refirió a Toledo como “auquénido de Harvard”, contribuyendo de este modo al debacle de la popularidad de Lourdes Flores. El desencanto masivo posterior de las poblaciones andinas y migrantes, que habían sido los electores principales de Toledo, se ha debido especialmente al hecho de que la población “migrante” lo consideró suyo por sus rasgos físicos, su historia y sus promesas, y se sintió burlada al darse cuenta de que su política de hecho no les favorecía. A ello contribuyó el hecho de que en las culturas orales campesinas, y las derivadas de ellas, la promesa verbal tiene un valor casi contractual, y Alejandro Toledo defraudó a sus electores especialmente en éste aspecto. Tanto en Bolivia como en el Ecuador se dieron paralelamente virajes parecidos: hubo una irrupción clara de gente que en estos casos incluso se organizó en agrupaciones políticas de afiliación étnica, y los últimos decenios han sido marcados por acontecimientos políticos en los cuales confrontaciones étnicas y reclamos de los nuevos grupos urbanos han tenido una presencia muy visible (Burgwal 1995). No es casual tampoco que en los años noventa —cuando con Fujimori se había elegido a un presidente hijo de “migrantes asiáticos” que amenazaba a las clases medias burocráticas de origen urbano en sus propios fueros— que el fenómeno de la inmigración de origen chino y japonés se volviera una segunda temática en el campo de las investigaciones sobre “migración”. También en este caso el motivo para que las ciencias sociales hubieran fijado su mirada en este sector de la población resulta menos el resultado de un efectivo desplazamiento espacial que el de una movilidad social en ascenso que amenazaba posiciones de poder a las cuales se habían habituado los grupos de poder criollos en la sociedad urbana (Morimoto 1991, 1999, Lausent 1991, Yanaguida y Rodríguez de Alisal 1992, Fukumoto Sato 1997, Roca Torres 1997, Sakuda 1999, Thorndike 1996, Watanabe et al. 1999, Derpich 1999).
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3. La desterritorialización cultural y territorial de las poblaciones peruanas La tendencia a relacionar a cada grupo cultural con su zona de origen, así como la proclividad de verlo como desigual o subalterno, favorecía el no cuestionamiento del orden jerárquico a nivel de la percepción (Webster 1971, 1973, Urrutia 1992, Tomoeda y Flores Ochoa 1992, Stein 1975, Starn 1992, Patch 1973). Los desplazamientos del siglo XX de facto desbordaban la capacidad de absorción de las ciudades administrativas criollas con su incipiente industrialización. El hecho de que la gente siguiera desplazándose a las ciudades y continuara estableciéndose en ellas con intenciones de permanencia —así como también el desarrollo de una vida independiente del “Estado” y su conrrespondiente “informalidad” en términos de éste (Breman 1985, Tokman 1978 , 1991, Toledo 1991)— había llegado a convencer a la antigua población urbana que las condiciones habían cambiado (Wallace 1984). Con el antecedente de que la Reforma Agraria había negado a los antiguos dueños de latifundios su condición de ser los que por derecho recibían rentas de sus “pongos” o siervos, la posibilidad de un cambio radical del orden habitual parecía verosímil. De repente los habitantes antiguos se veían cercados por los inmigrantes del campo que se dedicaban a negocios diversos y que invadían el centro mismo de la ciudad (Seligmann 1998). La clase media asentada, de acuerdo con su capacidad adquisitiva, huía de estas zonas hacia los barrios del sur —Lince, San Isidro, Miraflores— y cuando estos a su vez se veían cercados por el sur por otros barrios advenedizos, la fuga interna de las clases medias se orientaba hacia el este y los nuevos barrios de San Borja, Surco y La Molina. A esto contribuían la violencia interna y la bancarrota del Estado peruano durante la segunda mitad de la década de 1980. Es este ambiente de cambio de las percepciones de la sociedad urbana en general el que creaba las condiciones para que las ciencias sociales viraran su interés, que hasta entonces se había centrado en amplia medida en el campo y sus habitantes, hacia la “migración” que parecía estar en la raíz de la nueva situación percibida. Y si bien existía igualmente una migración masiva hacia la vertiente oriental de los Andes, ésta no suscitó el mismo interés que alcanzaba la conversión de las ciudades por los “migrantes” (Preston 1969, Skar 1994, Brush 1980, Pino Díaz 1972, Fioravanti 1974). Algo inadvertido para las ciencias sociales de entonces —que habían empezado a estudiar a la “migración”, los “nuevos limeños” y las formas de organización de su economía y sociedad— fue el hecho de que los “limeños antiguos” también masivamente empezaban a emigrar hacia los EE. UU., el Canadá, Australia, Europa y algunos a países como Chile o Argentina, en los cuales parecía haber más estabilidad para el modo de vida que acostumbraban tener. Este desplazamiento mayormente de las clases medias urbanas hacia el exterior tuvo tal magnitud que hoy se estima que el 10% de
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la población peruana vive fuera del territorio del país. Quizás no sea casual que Teófilo Altamirano, él mismo oriundo del sur andino —y uno de los primeros en fijar su mirada en la migración hacia la ciudad de Lima, con su tesis doctoral presentada en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos y en otros trabajos (Altamirano 1983, 1984, 1985, 1988a)— haya sido también uno de los primeros que volteó su mirada a los se fueron hacia tierras norteñas (Altamirano 1988b, 1990, 1996). Vemos entonces que el Perú de la segunda mitad del siglo XX es una sociedad altamente móvil no solo en el sentido espacial, sino sobre todo en relación con la movilidad en la jerarquía de poder —que se había creado en la Colonia y que se había reformulado en la primera centuria de la República— y sus respectivas percepciones a nivel ideológico (Golte y Adams 1987, Golte 1995, 1999, 2000). Los movimientos migratorios de todos los grupos tenían una serie de elementos en común, no solo entre sí, sino también con otros grupos de la misma región y otras partes del mundo. Es común a todos los grupos movilizados que se reubiquen según criterios de optimización desarrollados por ellos en su lugar de origen, así como también según criterios basados en redes personales y de parentesco que unen entre sí a los mismos reubicados y a estos con aquellos que han permanecido en los respectivos lugares de origen (donde fuere, en la montaña, en la ciudad, en Europa o en Estados Unidos). Es igualmente común entre quienes dejan sus lugares de origen que las motivaciones para el desplazamiento sean heterogéneas. Si bien en muchos casos hay problemas económicos percibidos en los lugares de procedencia y un deseo de mejorar las condiciones económicas, los factores culturales son de una importancia capital tanto para entender los movimientos como para interpretar las estrategias adoptadas en los lugares de llegada. Junto con estos movimientos que surgían a partir de decisiones individuales y colectivas tomadas en condiciones relativamente pacíficas, en la década de 1980 se aprecian otros tipos de traslados, esta vez forzados, causados por los avatares de la guerra interna en el Perú que se llegaron a conocer como “desplazamientos”. Es probable que los desplazados de la confrontación entre el movimiento de Sendero Luminoso y las Fuerzas Armadas en muchos casos tuvieran semejanzas con aquellos pertenecientes a la “migración pacífica”, pero recibieron otro tipo de tratamiento por parte de la percepción de las ciencias sociales así como también por las instituciones que trataron de apoyarlos en sus lugares de llegada —al igual que por el hostigamiento de las poblaciones de acogida que en muchos casos equiparaba a los refugiados con los beligerantes (Coral Cordero 1995, Huamantinco Cisneros 1990, Kirk 1991). Es común que la amplia mayoría de la gente que migra evalúe su performance en los lugares de llegada en función de algunos de los valores culturales establecidos en los lugares de origen —mientras que deja de lado otros valores que considera
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secundarios. Esto vale no solo para los campesinos y habitantes de aldeas y pequeñas ciudades provenientes de los Andes (que por lo general extrañan el medio ambiente y el clima de sus lugares de origen), sino también para los peruanos de clase media que se desplazan hacia el exterior. De esta forma es posible ver a peruanos de clase media de origen urbano, que se han desplazado a los Estados Unidos de manera legal o ilegal, trabajar en oficios que nunca hubieran ejercido en sus lugares de procedencia. El hecho mismo de que estos oficios les permitan adquirir signos de riqueza exterior —que para su parentela limeña son signos de éxito y afluencia— les permite dejar de lado los criterios selectivos que habrían utilizado en su hábitat original. Es un signo claro que también en el caso de los migrantes, quienes en la sociedad norteamericana por lo general se integran a una población subalterna y despreciada, muchas veces ejerciendo profesiones que los norteamericanos asentados rechazan, perciban su migración como ascenso porque es un aspecto importante de los términos culturales de los grupos sociales de los cuales provienen. Es que en cada caso, tanto entre los migrantes que provienen de las aldeas andinas como entre aquellos oriundos de las clases medias criollas, se mantiene una vinculación familiar y grupal estrecha entre los migrantes del mismo origen en el lugar de llegada y se establecen vínculos importantes con aquellos que se quedaron en los lugares de procedencia (Lomnitz 1977, 1994, Long 1980). Estas redes sociales locales y supraregionales no son solo un signo de añoranza y confraternidad, sino que por lo general cumplen una función importante para la autoestima y la elaboración de identidades, junto con las funciones que cumplen en la organización de la economía y de la reproducción de las unidades domésticas pertenecientes a ellas. Es comprensible entonces que las redes mantengan las características de las relaciones sociales en los lugares de origen, traten de emular los ciclos festivos de éstos y veneren a santos de los pueblos de procedencia. Claro que todo ello no consiste simplemente en una repetición ciega de pautas adquiridas, sino en una reinterpretación que incluye parámetros adquiridos en el nuevo ambiente. Pero incluso estas reinterpretaciones son reelaboradas grupalmente, y muchas veces, especialmente cuando hay cierta afluencia económica, los nuevos hábitos y las adquisiciones culturales son retrasladadas al lugar de origen (Altamirano et al. 1997, Mossbrucker 1991, Chávez 1995). En el norte de Tailandia encontramos aldeas de las cuales han emigrado fuertes contingentes de mujeres hacia Europa, especialmente a Suiza, y donde se han casado con suizos. Hoy en estas aldeas, gracias a las remesas y visitas periódicas de las migrantes y sus cónyuges, las casas tailandesas de la región adquieren un aspecto de las casas típicas de los Alpes. De la misma forma encontramos en la aldea de Sacsa, al norte de Jauja, cuyos habitantes han migrado tanto a la montaña como a Lima, un buen número de casas construidas al estilo de las mansiones de las clases medias limeñas
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sin que esta arquitectura sea particularmente funcional en ese sitio. En este ejemplo resulta visible que el intercambio de conocimientos, de deseos, de utopías, y por ende el cambio de cultura es una obra colectiva. Y son las redes de personas de orígenes comunes las que —y a través de las cuales— permiten a los individuos redefinir y reelaborar sus identidades. Por lo general las redes de parientes, u otras, de ésta índole son muy estrechas, porque tienen no solo una función en la definición individual de cada migrante, sino porque constituyen la base principal de interacción en los lugares de llegada, así como también el canal hacia el cual los remanentes están orientando sus vidas y la de sus hijos, de los cuales se asume que van a seguir a los migrantes pioneros (Chávez 1995). Ahora bien, los ejemplos de Tailandia y de Sacsa también muestran que la reelaboración de cultura no es un proceso que ocurre solo al interior del grupo, sino que los lugares en los cuales están presentes, y en los cuales interactúan con gente de orígenes y orientaciones culturales diversas frente a situaciones y necesidades novedosas, tienen una importancia significativa. Pero a pesar de esto, frente a la infinidad de ofertas culturales del espacio extragrupal, existe un proceso selectivo. La selección está guiada en un gran número de casos por el azar (las mujeres tailandesas se casaron con suizos y no con norteamericanos) pero, por otro lado, también por la intencionalidad y los valores inherentes al ámbito cultural de socialización de los migrantes. Esto no deja de ser un punto de vital importancia, ya que en muchos casos los migrantes se tienen que enfrentar con situaciones y exigencias nuevas que deben solucionar. Especialmente en el caso de los migrantes que provienen de aldeas campesinas, con una división de trabajo casi inexistente, el desarrollo en las ciudades, con su división de trabajo necesariamente muy avanzada y también las ofertas culturales altamente diferenciadas, la población migrante no reacciona con una adaptación simple al ambiente, sino con una inserción de acuerdo con la selectividad que se va desarrollando en el grupo de referencia de origen común. Las estrategias materiales e intelectuales de inserción en los lugares de reubicación son por lo tanto personales así como también socializadas al interior del grupo de referencia, gracias a la coherencia y la confianza mutua, que en casi todos los casos es mayor que la confianza frente a otros grupos con rasgos culturales diferentes y frente a otras personas. Casi siempre este tipo de grupos crea espacios de comunicación intensa e igualmente formas de comunicación a distancia. Estos espacios pueden ser clubes y asociaciones, muchas veces con locales propios, así como también fiestas, procesiones u otras (Giorgis 1998). En muchos casos no son eventos, sino actividades que congregan a la gente. En Lima parece ser el fútbol un elemento que permite congregar a personas en campeonatos entre equipos aldeanos; y, por otro lado, el ejercicio de la música tanto en sus variantes regionales originales como en las derivadas de ellas —tal
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es el caso de la música chicha, que congregan especialmente a los jóvenes migrantes (Llorens 1983, Borras 1998, Turino 1991, 1993, Hurtado Suárez 1995, Núñez Rebaza 1990, Timaná 1993). En Berlín, por ejemplo, los migrantes de origen vietnamita se reúnen todos los domingos en un mismo parque público, donde se encuentran miles de personas, muchas veces con sus cónyuges alemanes, haciendo piqueniques, charlando, formando subgrupos, riéndose y sin duda alguna intercambiando información. En el caso ya mencionado de las tailandesas casadas con suizos se ve que el camino “exitoso” emprendido —por razones desconocidas— por las primeras hizo escuela. Se trata de aldeas, en las cuales el matrimonio con foráneos ya se especializó hacia una de las tantas naciones europeas. Esta comunicación intensa al interior de redes de parientes, que permiten la comunicación muy amplia y también íntima y pormenorizada, además de propiciar los escenarios para la incorporación de nuevos migrantes, imprime a estos procesos una velocidad de adaptación y creación cultural así como la formación de una coherencia grupal que no se daría si la migración constituyese exclusivamente una experiencia individual (Yamada Fukusaki 1993, Golte y Adams 1987, Roberts 1995). Sin embargo, tal como se crea una cohesión muy grande y una interacción intensa en las redes sociales gracias a la cultura de origen compartida, esta misma es también causa de posibles de rupturas. Primeramente, en cualquier grupo social cuyos miembros migran, existen rupturas, hábitos de exclusión y subordinación ya previamente en funcionamiento que se trasladan con el bagaje cultural al nuevo hábitat (Mendoza García 1995, Alberti y Sánchez 1974). De esta forma existen conflictos de larga data que pueden seguir ejerciendo su influencia en los lugares de llegada, pero igualmente estos conflictos pueden amainarse frente a la necesidad de cohesionarse como grupo frente al nuevo escenario. Más frecuentes quizás sean aquellos conflictos que se manifiestan debido a que en ciudades con millones de habitantes (como Lima) los frenos que pueden operar en una aldea para el desarrollo de conflictos interfamiliares pierden operabilidad. Un caso patético es el surgimiento de un gran grupo de jóvenes solteras con hijos de relaciones que en una aldea por lo general hubieran terminado en una componenda entre las familias involucradas. En la sociedad urbana el tipo de presión familiar es fácilmente eludible con los resultados mencionados. Pero más frecuente aún son aquellos conflictos que se suscitan debido a que los grupos familiares en la ciudad pueden correr suertes diversas, los unos logran cierto grado de bienestar y de acumulación, los otros se van pauperizando. Si bien por lo normal ricos y pobres siguen interactuando en las agrupaciones, los mismos incentivos para la acumulación, y la necesidad de ella en el nuevo contexto económico, crean distancias y conflictos; y los menos afortunados abogan selectivamente por una aplicación de una economía de redistribución, a la cual
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se cierran los que logran acumular riqueza. Es interesante observar, especialmente en el caso de migrantes provenientes de la sierra central y sur, que los conflictos latentes entre ricos y pobres al interior de una misma red de migrantes, en la mayoría de los casos estén cubiertos por el manto de un costumbrismo realzado; o por la esperanza, en muchos casos cumplida, de que la fuerza de trabajo subremunerado de los “sobrinos” del dueño de un taller reciba el apoyo de éste una vez que se quiera independizar. Parecería que el surgimiento de una infinidad de comunidades religiosas “evangelistas” (es decir aquellas se establecen en el campo, pero especialmente en las ciudades) está relacionado con las rupturas que se originan en el proceso de migración. Si bien la adhesión a una red de migrantes que se origina en el mismo sitio de origen es ventajosa en la mayoría de los casos, en otros esta agrupación no satisface las necesidades específicas que surgen de las aspiraciones de un migrante y de su familia. En estos casos, el hacerse miembro de una comunidad religiosa que comparte con las sociedades aldeanas la densidad de las relaciones sociales y el control mutuo de preceptos morales claramente definidos —al mismo tiempo que se desliga en aspectos importantes de la herencia cultural y el entorno social de origen— parece ser un canal para satisfacer las necesidades de identificación y de participación en grupos de “hermanos” (StröbeleGregor 1992 , 1993, Marzal 1988, Paerregaard 1994, 1997, Skar 1987). 4. La reorganización de los principios organizativos del lugar de origen en función de las jerarquías en los lugares de llegada
Uno de los puntos más subrayados en la mayoría de los estudios sobre migrantes andinos durante la década de 1980 es el éxito de su traslado a las ciudades. Ello tenía una serie de condicionamientos históricos: la política del Estado peruano ahuyentaba el capital transnacional a partir del gobierno de Velasco Alvarado; el financiamiento del Estado por la emisión constante de dinero creaba un ambiente inflacionario también constante; la guerra civil que se desarrollaba en el país en la década del ochenta y la falta de divisas, creaban una situación de una demanda no atendida desde el mercado mundial. En la brecha abierta se podía desarrollar una serie de actividades productivas dirigidas al mercado no atendido, que tenían un éxito asegurado. En este sentido, la política del Estado abrió un espacio para que los migrantes que iban adquiriendo capacidades de producción, maquinaria simple y los conocimientos necesarios se convirtieran en empresarios incipientes, los que en muchos casos ingresaban a los ámbitos de la producción y el comercio. En muchas oportunidades se creaba un lazo productivo con el lugar de origen en función de la economía urbana, una reorganización de la utilización de los recursos locales a partir de la experiencia de los migrantes en la ciudad (Matos Mar 1986).
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Pero el éxito más estable, a la larga, estaba vinculado con la creación de barrios en la ciudad que lejos de ser “cinturones de miseria”, como vaticinaban los observadores externos, se convertían en barrios bien construidos, con casas espaciosas de material noble, que muchas veces también albergaban un pequeño taller. La lentitud de su proceso de crecimiento, que frecuentemente abarcaba de una a dos generaciones, causó que no fuera percibido como algo espectacular, y tampoco hubiera sido investigado apropiadamente, con excepción de algunos estudios —precisamente porque la investigación antropológica se dirigía más a procesos de una duración más corta. Pero cualquiera que haya visto el inicio de lo que actualmente se llaman los “conos”, y pueda apreciar su actividad acelerada, se acordará cómo la gente invadía cada vez más terrenos en los alrededores de la ciudad, levantaba unas casuchas de esteras y empezaba a luchar por el derecho de ocupar el sitio, por la titulación, por los servicios de agua y electricidad, la construcción de pistas, etc. En fin, todos estos procesos iniciales de construcción de barrios han sido documentados en una serie de estudios, pero falta aún una investigación de lo que hoy constituye más del 70% de la ciudad a base de formas de la construcción paulatina, el añadido de cien ladrillos al mes y la labor constante de los habitantes que de esta forma creaban una base adecuada para el crecimiento de sus familias y su bienestar, basándose por lo general en la ayuda mutua entre individuos que pertenecían a las redes de parientes y paisanos de los dueños de la construcción (Lobo 1984). Lo que vale para la vivienda de los migrantes provenientes de los Andes Centrales merece ser mencionado también para la educación. Es cierto que mucha gente migraba desde el campo a la ciudad, o desde la pequeña ciudad a las grandes, buscando oportunidades para educarse. En este proceso existía como trasfondo una reacción a las ideologías impartidas desde los niveles superiores hacia los inferiores que postulaban que las diferencias sociales se basaban en una diferencia de conocimientos. De acuerdo con esto, en amplias zonas del campo había una avidez muy grande de superar el estado de postración y dependencia por medio de la adquisición de conocimientos en escuelas, colegios, academias y universidades. La proliferación de academias y universidades en la ciudad de Lima (pero también en otras ciudades mayores) en las últimas tres décadas ha sido extraordinaria. En muchos casos se pueden observar saltos entre una condición de analfabetismo y el acceso a la educación superior y universitaria de una generación a otra. Estos cambios permiten por lo menos que la gente se desenvuelva con mas conocimiento en el mundo urbano y mas allá de él. Sin embargo, la selectividad en la adquisición de conocimientos nuevamente muestra la fuerte influencia de las culturas de origen. Mientras los descendientes de campesinos se dirigen claramente a la adquisición de conocimientos relacionados con el mundo productivo (ingeniería, informática, etc.), los descendientes de la pequeña burguesía de
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las ciudades provincianas se dirigen mayormente al estudio del derecho y profesiones liberales afines. El hecho de que la mayoría de las universidades, especialmente las academias y las instituciones de aprendizaje de idiomas, enseñen en turnos de día y en turnos de noche es un vivo testimonio de la preocupación muy profunda de la gente migrante y de sus hijos para con su educación. Es cierto que la antropología ha estado en buena medida ausente en el estudio de este fenómeno, y los conocimientos sobre la dinámica cultural a partir de esta masiva participación en centros de educación son prácticamente nulos. Esto es una limitación seria para el conocimiento de la dinámica de las generaciones de hijos y nietos de migrantes. No solo porque los centros de educación son formalmente instituciones de traspaso de conocimientos —y por ende uno de los vehículos principales en el cambio cultural intergeneracional de las poblaciones migrantes— sino también porque la ruptura generacional necesaria entre las generaciones de migrantes pioneros, con una socialización preponderantemente influenciada por los hábitos y los conocimientos propios del mundo rural, parece canalizarse especialmente por medio de culturas juveniles desarrolladas en ámbitos educativos. No existen aún estudios que permitirían entender cabalmente la dinámica que surge a partir de estos ámbitos que están claramente diferenciados de los familiares y de las redes de parentesco y de paisanaje. Gracias a estos ambientes marcadamente diferentes al ámbito familiar, ellos resultan verdaderos espacios de redefiniciones intergeneracionales mayores. Ahora bien, es cierto que el universo educativo del Perú y especialmente el de Lima se encuentra altamente diferenciado. Las colonias de inmigrantes provenientes de una serie de países como Francia, Suiza, Alemania, Italia, Gran Bretaña, la China, pero también la población judía, los cristianos de diversas iglesias tanto evangélicas como católicas, mantienen colegios “étnicos” y en algunos casos incluso universidades “étnicas”. Hay un sinnúmero de instituciones de educación privada con criterios diversos de énfasis en la educación y sabemos muy poco sobre la influencia sobre el devenir de los jóvenes que se educan en ellas (Merino 1999). Por cierto, a partir de estas instituciones también se forman redes interpersonales que en muchos casos marcan la posibilidad de acceder al mercado laboral en vista de la ausencia de un mercado de trabajo plenamente constituido. 5. El pragmatismo en la reorganización cultural lingüística y de conocimientos Es especialmente en la selectividad frente a las instituciones de educación donde resulta muy visible que las nuevas generaciones de hijos de migrantes provenientes del campo abandonan con gran rapidez el bagaje cultural que les permitiría regresar
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a ocupaciones propiamente campesinas. Incluso el aprendizaje de la lengua de los padres o de los abuelos, es decir las diferentes variantes del quechua y el aymara, es abandonado en aras del aprendizaje del castellano y muchas veces del inglés (Myers 1973, Steckbauer 1997). En dos decenios, por ejemplo, el Instituto Cultural Peruano Norteamericano, que se dedica a la enseñanza del inglés norteamericano, como otras tantas academias, se ha convertido en un centro en el cual diariamente miles de jóvenes tratan de adquirir esta lengua. En esto hay una predilección marcada por el inglés entre los migrantes de origen centroandino, mientras la institución similar en la cual se aprende francés atrae más a los descendientes de la población urbana antigua. En la proliferación de institutos que enseñan idiomas queda visible que la reorientación cultural de los migrantes de origen campesino está dirigida hacia una inserción en una sociedad global. No se orienta, por ejemplo, a emular la cultura urbana criolla, sino que construye con una decisión muy marcada una cultura urbana propia que, en lo que a conocimientos respecta, trata de buscar muy pragmáticamente posibilidades de ejercicio profesional en una cultura urbana de rasgos transnacionales, por un lado, y de culturas propias de las redes interpersonales creadas a partir de los orígenes campesinos, por el otro. Si bien les corresponde a las instituciones de educación un lugar prominente, hay otros ámbitos, especialmente laborales, que igualmente influencian el desarrollo de nuevos hábitos y conocimientos de los advenedizos y sus hijos. Tampoco la influencia de estos ámbitos —por ejemplo las instituciones armadas, la policía, pero también el trabajo en las grandes cadenas de supermercados, que imponen visiblemente pautas de conducta diferenciadas a quienes trabajan en ellos— ha sido estudiada. Esto vale no solamente para las instituciones o los negocios grandes formalmente constituidos, sino que también es visible en los mercadillos que abundan, especialmente aquellos en los cuales se venden artefactos eléctricos, ropa, zapatos y una amplia gama de cintas de video, discos de programas de computación y películas DVD. El trabajo en estos sitios resulta en una uniformización de los estilos del personal vendedor, que difiere marcadamente de los que se pueden observar, por ejemplo, en un mercado de productos alimenticios. Es decir, también allí se están construyendo nuevos hábitos de cultura urbana, y no queda todavía muy claro el peso de la reorientación de quienes laboran en estos sitios en la cultura urbana que se va desarrollando. En buena cuenta, si bien la “migración” ha sido el punto de partida del desarrollo de una antropología urbana en el Perú, ésta se ha quedado en una serie de temas —particularmente los de la relación cultural entre campo y ciudad— y no ha sabido encarar los fenómenos de transculturación que se producen a partir de los primeros pasos y de las primeras generaciones de migrantes para comprender cabalmente el desarrollo contemporáneo de las culturas urbanas.
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6. Traspaso de fronteras locales, regionales y nacionales Ahora bien, el traslado de personas en el interior de los países y mas allá de sus fronteras en los últimos decenios no es un fenómeno aislado, sino que forma parte de una reorganización de las sociedades mundiales que se inició a más tardar con la revolución industrial. Con ella hubo un cambio fundamental en el crecimiento de la población mundial, a la par que aumentos de la productividad tanto en el ámbito urbano como también rural. Como consecuencia de estos cambios se produjo una primera ola de migración en el interior mismo de los países que se industrializaban del campo a las ciudades; y al mismo tiempo una migración masiva de poblaciones que no podían ser absorbidas por los mercados de trabajo de los países que se venían industrializando hacia los EE. UU., el Canadá, Australia, Nueva Zelanda, África del Sur, Chile, Argentina, Uruguay y el Brasil. También llegaron contingentes menores al Perú, Ecuador y Bolivia. Lo interesante en esta migración es que los migrantes llegaron a sus regiones de destino con el espíritu emprendedor y los conocimientos de sus países de origen para construir sociedades similares a las de sus respectivos lugares de procedencia. En algunos casos marginaron o eliminaron las poblaciones previamente existentes para este fin; en otros, como en África del Sur, supieron supeditarse a las poblaciones aborígenes. En el caso de los países andinos, especialmente, se aliaron con los descendientes de los invasores mediterráneos del siglo XVI, y se ubicaron en el esquema de la supeditación de las poblaciones aborígenes que se había formado en el período colonial. Si bien la migración de los países industrializados hacia estos destinos nunca terminó, en las últimas décadas ha descendido a cifras mínimas. En una serie de casos hubo una migración secundaria a partir del establecimiento de nuevas formas de producción en el contexto de un mundo que se veía supeditado progresivamente a los países industrializados. En este proceso migratorio se ubica, por ejemplo, el traslado de habitantes chinos al Perú y a otras naciones (Rodríguez Pastor 1989a, 1989b, Lausent 1983) que, así como posteriormente sus pares japoneses, fueron enganchados por los dueños de empresas (Roca Torres 1997) para que sirvieran de mano de obra barata en una producción destinada al mercado mundial —especialmente en las plantaciones de azúcar y algodón, la explotación del guano y del salitre, o la construcción de los ferrocarriles en el caso peruano. También esta migración, al principio por enganche, continúa hasta hoy como lo demuestra, por ejemplo, el caso de la migración de chinos por medio de redes de paisanos y familares. Recién en la segunda mitad del siglo XX es cuando se produce masivamente el fenómeno de migración inversa: de los países subordinados a los industrializados y definitivamente más ricos. Hemos visto esto en el caso de las clases medias empobrecidas
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peruanas. Y son cada vez más no solo ellos, sino también los grupos provenientes de los ámbitos rurales peruanos —que anteriormente se dirigían más a la montaña y a las ciudades costeñas— los que van engrosando las filas de los que se van para buscar una inserción en sociedades de mayor afluencia económica. En este sentido, hay con ritmo creciente, no solo al interior de los estados sino también entre ellos, una especie de desterritorialización de los grupos que comparten sus orígenes, sus raíces culturales, sus lenguas y sus costumbres. Se distribuyen por los diversos continentes de acuerdo con sus deseos y utopías, pero también de acuerdo con las posibilidades que se les ofrece en el mercado de trabajo. Por cierto que esta desterritorialización ha sido coadyuvada enormemente por el avance en los medios de transporte y en las comunicaciones. Y si bien los países de mayores ingresos tratan de frenar el ingreso de personas de los países más pobres, parecería que estas barreras no pueden ser efectivas, ya que los migrantes sureños encuentran aliados entre las poblaciones que los acogen y que gustosamente reciben mano de obra barata. Esto resulta cierto más aún cuando esta mano de obra es calificada y en los países de destino se aprecia una falta de este tipo de calificación. El movimiento de personas mas allá de los confines de los espacios originales de sus grupos culturales, y la consecuente desterritorialización no solo de aldeas campesinas sino de estados, es parte de una reorganización liberal de las relaciones entre los países que, después de la desaparición de la URSS, se ha tildado de “globalización” o “mundialización” (Beck 1998). Esta interrelación intensiva no solo se referiría al movimiento de mercancías y de personas, sino a todos los ámbitos de la existencia humana. En este sentido, la culturalidad de grupos que anteriormente estaban localizados en una región —con formas de producción que habían elaborado a lo largo de los siglos y sus conocimientos concomitantes, su religiosidad, su lengua y sus formas de relaciones sociales y de poder— ha sido abierta y se ha inaugurado una fase de reorganización cultural en todos los aspectos, incluso el político. Especialmente los sistemas de poder que no se condicen con el nuevo orden económico, cultural y político se ven amenazados en formas múltiples. Ello se debe, por un lado, al hecho de que los países en los cuales hay más recursos económicos imponen condiciones a los de menores recursos, y los logran imponer por presiones financieras y directamente políticas; por el otro lado, países como el Perú, que mantenían tradicionalmente una desigualdad social basada en una jerarquización cultural, se desestabilizan debido a que la desterritorialización y la imposibilidad creciente de imponer una subalternidad cultural a las mayorías no se condicen con las formas políticas y económicas que se tratan de generalizar en el ámbito mundial. Hace varias décadas Henri Favre, en un estudio sobre las haciendas de Huancavelica, observó que eran los hacendados quienes abogaban más por la continuidad cultural
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de las poblaciones serviles, y eran ellos mismo quienes no querían que se aprendiese el castellano y que se establecieran escuelas y colegios para sus dependientes (Favre et al. 1967, Favre 1977, 1988, 1991). Esta observación vale como punto de referencia para lo que está pasando en las repúblicas andinas, en sus grandes ciudades y cada vez más también en las provincias (Macassi 1998, 1999). La desterritorialización de las culturas, entendida en el sentido amplio aquí expuesto, tal fue expresada ya en Desborde popular, socava el sistema político que tenía como su mayor recurso la jerarquización y la subordinación aceptadas en los sistemas culturales que convivían en el espacio de los estados. Esta situación era comparable a lo que Bourdieu (1988) escribe sobre la “distinción” como base de la jerarquización social: si bien es cierto que a diferencia de lo que ocurre en la cultura francesa, la situación en los países andinos era más compleja y se basaba más bien en culturas diversas, en las que los unos se habían habituado a su “superioridad” y los otros a su “subalternidad”. 7. La discusión sobre los factores de expulsión y de atracción Al comienzo de las investigaciones sobre la “migración” hubo una discusión amplia sobre los factores causantes de que las personas dejaran un lugar para afincarse en otro. Esta discusión estaba en cierto modo ligada a la idea de que la movilidad espacial, y por ende la movilidad social —como lo hemos esbozado— no era tan deseable y era mejor que cada uno se quede en su sitio. Por lo tanto hubo sendos estudios sobre las causas de expulsión (push) de los lugares de origen y de atracción de los lugares de llegada (pull) (Altamirano1985). Con la generalización del ideario neoliberal, sin embargo, la movilidad espacial y la reubicación en otras zonas parecerían ser una consecuencia más del avance de relaciones mercantiles dentro y más allá de las fronteras del Estado. No obstante, habría que insistir frente a modelos economicistas simples, que los factores mencionados siempre se vinculan con maneras de comprender el mundo y de optimizar su situación en términos de la culturalidad propia de las personas en movimiento. Ahora, esta aseveración hace más difícil hablar en líneas generales sobre estos factores y habría que investigar en cada caso cuáles serían los factores que impulsan o frenan la movilidad (Paerregaard 1998). No hay que olvidarse, pues, de que existen grandes contingentes de personas que no se reubican en el espacio, se quedan en sus pueblos y sus regiones y, asimismo, hay otros que migran, pero regresan posteriormente a los sitios de los cuales salieron. En los pueblos andinos, pero también en las ciudades, la movilidad de la población crea una serie de problemas no previstos. En los pueblos campesinos, por ejemplo, el éxodo de grupos etarios completos ha creado serios problemas en la organización
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de la producción y en la organización social. Faltan de repente los jóvenes adultos masculinos para el trabajo con la chaquitaclla. La división de trabajo habitual que existía entre hombres y mujeres se resquebraja, debido a que en muchos casos hay una migración más fuerte de los hombres que dejan a las mujeres a cargo de labores que usualmente eran prerrogativa de ellos (Radcliffe 1985, 1992, 1993, Skar 1993, Valle 1992). Lo mismo vale para la organización social de las aldeas con su sistema complejo de cargos, ya que sencillamente no existe la cantidad de jóvenes necesarios para mantener un sistema de cargos (Collins 1985, 1988). En las ciudades, especialmente en el campo académico, y en el de profesiones que requieren una calificación elevada, resulta que los más capacitados han abandonado sus sociedades de origen para afincarse allí donde puedan recibir una mayor remuneración por sus servicios. Esta problemática se presenta especialmente en la migración transnacional y tiene una solución difícil mientras los niveles de bienestar entre las diversas partes del mundo, y también entre los países, presenten diferencias tan marcadas. Con esto se plantea el interrogante acerca de la relación entre movilidad espacial y desarrollo. En términos generales, hay que suponer que la migración contribuye a un aumento general de la productividad social, ya que la gente deja regiones en las cuales su trabajo tiene una productividad relativamente baja para trasladarse a otras regiones en las cuales la productividad es mas alta, y por lo tanto la migración contribuiría a una elevación del bienestar general. Pero el interrogante mayor surge de la propia culturalidad de la gente que migra. Una definición de “cultura”, entre otras, contempla los conocimientos acumulados que se han estructurado sistemáticamente y que han permitido la reproducción de una población en un hábitat dado. Estos conocimientos son diversos, así como las culturas mismas. La migración ha creado nuevas posibilidades de interacción entre indviduos con una culturalidad específica y con conocimientos nuevos provenientes de otros ámbitos de desarrollos culturales. Esto es particularmente cierto para los procesos de urbanización que se generan en buena parte de los procesos migratorios. No se trata simplemente del traslado de personas de un sitio a otro, sino del traslado de personas con cierto tipo de conocimientos y hábitos a otros lugares en los cuales según sus propios criterios ellas puedan contribuir a un bienestar avanzado. En el caso concreto de los campesinos andinos que se han trasladado a las ciudades y han creado las bases de su existencia en ellas, se ha combinado de una manera particular una ética muy exacerbada del trabajo y de la planificación con conocimientos sobre la organización social en la solución de los problemas económicos y existenciales, así como también —ponderando el caso limeño— con conocimientos desarrollados en otras latitudes sobre técnicas de producción y de intermediación (Adams y Valdivia 1991, Valdivia 1993). Hay una serie de ejemplos que muestran que esta combinación ha resultado en
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el desarrollo de nuevas ramas y formas de producción y de intermediación (Grompone 1985, 1990, 1991a, 1991b, 1991c, Steinhauf 1991a, 1991b, 1992, Huber 1997, 2002, Huber y Steinhauf 1995, Villarán 1992, 1998, Valdeavellano 1991, Visser 1996, Tavara 1994, Ponce Monteza 1994). Entre estos estudios destacan aqeullos dedicados al caso de la industria de calzado en Trujillo (Rosner 1995, Méndez 1988, Ponce et al. 1990, Ponce y Coronel-Zegarra 1993, Tavara 1993, Equipo de Investigación Sectorial 1994, Contreras 1986). Los casos del Valle del Mantaro y Huancayo tienen otros matices por la importancia fundamental y directa de la minería a gran escala (Long y Roberts 2001, Cadena 1988). Aun más diferente resulta la evolución del Cusco que, a pesar de tener una inmigración importante y de su crecimiento económico alrededor del turismo, quedó socialmente más estacionario (Calvo Calvo 1991, 1995, Fernández Baca y Nieto Degregori 1997). Lo mismo vale para el traslado de poblaciones europeas y asiáticas al Perú, y también a otros estados sudamericanos. Es decir, la presencia de personas y grupos de orígenes culturales diversos ha abierto caminos de desarrollo que en los esquemas de reproducción instalados en un sitio dado no estaban previstos (Bonfiglio 1986, 1993, Böhm 1988, Trachtenberg-Siederer 1987, Ortiz Sotelo 1998, Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología 1986, Portocarrero Maisch 1993). Sin duda alguna la movilidad espacial de grupos de orígenes culturales diversos abre espacios productivos, y permite una combinación más efectiva entre los conocimientos de orígenes diversos y por ende la posibilidad de la creación de nuevas culturas, especialmente urbanas (Whitehead 1989, Hannerz 1996). La antropología en los países andinos ha asumido el reto de comprender estos procesos de manera muy incipiente. Es que su desarrollo como una ciencia que se preocupaba casi exclusivamente de poblaciones aldeanas de campesinos agricultores y pastores limitó a los miembros de la comunidad científica en la creación de instrumentos que les posibilitarían la comprensión de los procesos culturales en las grandes aglomeraciones urbanas y en las interrelaciones transnacionales. Vemos por otro lado que sociedades multiculturales, como por ejemplo las de Singapur, Nueva York, Londres etc., en las que en buena medida se concentran migrantes provenientes de ambientes muy diversos, son capaces de enfrentar los retos del presente y del futuro. Así que estos ejemplos, que los hay no solamente en el presente sino también en la antigüedad, son muestras de que la movilidad espacial y la interrelación entre esquemas culturales diversos pueden contribuir significativamente al bienestar no solo de sus respectivas poblaciones sino de espacios sociales más amplios.
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8. El ocaso de los paradigmas de la migración “campo-ciudad” La década de 1990 trajo aparejada cambios abruptos para la sociedad peruana. Estos tuvieron causales múltiples y no se dejan reducir a los cambios introducidos por Alberto Fujimori. Para las ciencias sociales el fin de la percepción bipolar del mundo y su futuro “capitalismo vs. socialismo” y un avance importante de lo que se ha llamado “neoliberalismo” ha sido un viraje importante, ya que el discurso neoliberal en amplia medida las desautoriza en lo que respecta a su calidad instrumental. Este decenio significó para los estudios de “migración campo-ciudad” una reducción importante que culminó, durante el primer decenio del siglo XXI, en su virtual desaparición. Habría que preguntarse porqué el tema de las migraciones perdió el interés que había suscitado anteriormente. Si bien en la primera década del siglo XXI se elaboraron una serie de estudios sobre “migración”, por lo general quedaron como tésis inéditas o cómo tratados particulares, especialmente desde una perspectiva psicológica y sociológica. Una explicación hipotética podría ser que con la desaparición del “socialismo” como una opción política bajo la influencia del discurso neoliberal, los migrantes se convirtieron en clientes de un mercado controlado por los sectores sociales que están vinculados con aquellos que sintieron una amenaza potencial a su supremacía a partir de las reformas de Velasco Alvarado. En este sentido la percepción de los advenedizos —y su presencia— habría cambiado de una condición de amenaza cultural y política a la de un grupo que constituía una clientela diversifiada en el mercado. Su exclusión generalizada en este contexto ya no hubiera tenido sentido. Es interesante que, bajo estas circunstancias, los discursos de exclusión de la población de orígen andino no desparecieron. Es sorprendente cómo en el momento de las elecciones presidenciales del año 2011, especialmente en el contexto de la segunda vuelta, los discursos de exclusión cultural, étnica y política reaparecieron con bastante nitidez tanto en las páginas de redes sociales como también en las cartas de los lectores de periódicos. En este caso, sin embargo, no alcanzaron el ámbito académico, ya que hubieran implicado una identificación con la candidatura de Keiko Fujimori que hubiera resultado “políticamente incorrecta” debido a la identificación de su candidatura con el gobierno de su padre (Alberto Fujimori) —asociado con una serie de violaciones de los derechos humanos y a actos de compra de voluntades políticas y mediáticas por Vladimiro Montesinos. La exclusión política en su caso impedía que los intelectuales pudieran propalar discursos que sí aparecían de manera bastante nítida en las redes sociales y en las cartas de lectores en los periódicos. El voto a favor de ella deja percibir que en este caso el mundo académico resultaba parcializado con un candidato que en el discurso, al igual que Keiko Fujimori, se declaraba promotor de una política de inclusión y de distribución más equitativa de los recursos. A diferencia de ella, sin
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embargo, se declaraba en su programa como vinculado a discursos de izquierda. Lo último, no obstante, no impidió que personajes vinculados anteriormente a discursos neo-liberales y actitudes de exclusión étnica participaran activamente en política a favor de este candidato. “Migración” según el enfoque que caracterizaba a los estudios de los años ochenta del siglo XX pasó a ser un tema que se trataba todavía en algunos trabajos, por lo general con un enfoque particularizado y específico, pero de hecho dejó de ser una temática tratada centralmente en la antropología (Alagón Mora 2005, Arellano y Burgos 2010, Barker 2005, Condoria Apaza 2008, Diez Hurtado 2003, Herschkovicz Lampl 2008, La Cruz Bonilla 2010, Lozano Fernández 2006, Matos Mar 2004, Odegaard 2006, Yamada Fukusaki 2010). En este sentido los estudios de memoria y de violencia desplazaron la temática anterior. Sin embargo, bajo la influencia de los cambios políticos y probablemente también por una oferta de trabajo de gran magnitud para llevar a cabo estudios de los años de la violencia interna y memoria —especialmente después del inicio de la Comisión de la Verdad y Reconciliación— tanto los estudios que se originaban directamente en la información recogida por la Comisión como también por ONG que trabajaban en el área de las zonas afectadas por la guerra interna ocuparon a la amplia mayoría de los antropólogos y condujeron a publicaciones que trataban de reconstruir y explicar este fenómeno. El libro Qué difícil es ser Dios (Degregori 2011) no solo es el resultado más logrado de esta tendencia por la experiencia del autor acerca de los personajes que desarrollaron el conflicto, sino también por su participación central en la Comisión. Más allá de este estudio hubo otros que, por lo general, no tuvieron la misma amplitud de expectro (Bracamonte et al. 2003, Cavero Carrasco y Cavero Carrasco 2007, Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR) 2004, Hamann 2003, Youngers 2003). 9. La migración internacional como nueva temática en los estudios de migración La apertura del Perú al mercado mundial y la inserción de migrantes peruanos en América del Norte, Japón y Europa sustituyó en cierto grado la concentración en los estudios dedicados a la migración del campo a la ciudad en el primer decenio del siglo XXI. Nuevamente inaugurado por los estudios de Teófilo Altamirano, el carácter de las investigaciones se dirigió, por un lado, hacia la situación de los migrantes en los países diversos en los que habitan (Altamirano 2000, 2007) y, por el otro, hacia a las remesas y su impacto para la economía peruana y en especial para las familias que se quedaron en el país (Altamirano 2006, 2007, 2009). El número de peruanos en el exterior alcanza alrededor del 10 % de la población peruana, y la mitad de los migrantes
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viven en los países de llegada de forma ilegal. Sus ingresos son comparables a los ingresos de la totalidad de peruanos que permanecen en el país. Si bien la investigación en la Universidad Católica ha sido la más cuantiosa, también los investigadores de otras universidades y de instituciones del Estado produjeron un caudal de estudios importante. En esto probablemente importaba la magnitud del fenómeno en cuanto al número de migrantes (Organización Internacional Para las Migraciones 2008, 2009) y en cuanto a la importancia de las remesas (Terry y Wilson 2005) para las cuentas nacionales y la distribución de riqueza en el país. Es que la población migrante se originaba al interior de todos los grupos sociales, entre el campesinado como entre los pastores (Berg y Paerregaard 2005, Gilvonio Pérez 2009), y también entre las poblaciones urbanas de los estratos medios y medios-alto —de forma que Altamirano incluso habla de una “fuga de cerebros” (Altamirano 2006). Por lo general, sin embargo, se puede asumir que la mayoría de los migrantes a Italia, España y también a Chile se originan entre poblaciones urbanas (Castro Collins 2007, Chicoma Bazán 2010, Germaná et al. 2005, Godard y Sandoval 2006, Panfichi 2007, Solimano 2008, Torres Zorilla 2006, Yépez de Castillo y Herrera 2007). “Migración”, consecuentemente, no ha dejado de ser un tema de la antropología peruana, pero los motivos por los cuales los antropólogos se dedican a la temática y el enfoque que le imprimen han sufrido cambios fundamentales en las últimas tres décadas. Bibliografía Adams, Richard N. 1959 A Community in the Andes: Problems and Progress in Muquiyauyo. Seattle: Washington University Press. Adams, Norma y Néstor Valdivia 1991 Los otros empresarios. Ética de migrantes y formación de empresas en Lima. Lima: Instituto de Estudios Peruanos (IEP). Águila Peralta, Alicia del 1997 Callejones y mansiones. Espacios de opinión pública y redes sociales y políticas en la Lima del 900. Lima: Pontificia Universidad Católica del Perú (PUCP). Alagón Mora, Cony 2005 La comunidad campesina como fuente de recursos para la inserción urbana: el caso de los migrantes de la comunidad campesina de Qollana Wasaq en la Ciudad del Cusco. Tesis de Maestría. Lima: Pontificia Universidad Católica del Perú (PUCP).
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Capítulo 6 HACIA UNA ANTROPOLOGÍA DE LA MÚSICA: la etnomusicología en el Perú Raúl R. Romero
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1. La etnomusicología como disciplina afín a la antropología
uchos científicos sociales se suelen preguntar por qué existe una especialidad como la etnomusicología, cuando su objeto de estudio (la música como fenómeno cultural) podría haber sido tomado bajo el manto de las ya existentes disciplinas de la antropología o de la musicología. Con respecto a la primera posibilidad algunos especialistas suelen expresar irónicamente, que la etnomusicología existe porque la antropología llegó a ignorar tanto a la música como objeto de estudio, que se tuvo que crear una disciplina exclusivamente para ella. Esto en parte es cierto, pero solo a partir de cierto momento en la historia de la antropología, que podríamos ubicar a mediados del siglo XX, ya que Franz Boas, el padre de la antropología norteamericana, sí consideró a la música como una parte importante de la cultura que debía estudiarse. En su clásico libro The Central Eskimo (1964 [1888]), en que expuso sus investigaciones con los inuit, llegó a incluir un anexo con transcripciones musicales, y además grabó sus canciones y filmó sus danzas, pues las consideraba el eje central de su cultura.1 Asimismo, alentó a muchos de sus alumnos a que siguieran esta línea. George Herzog, por ejemplo, que llegó a ser profesor de antropología en la Universidad de Columbia en la década de 1930, fundó el Archivo de Música Folclórica y Primitiva
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Asimismo, en Primitive Art (1927) dedicó todo un capítulo a la música, la danza y la literatura.
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en esta universidad en la década siguiente.2 Herzog tuvo en la etnomusicología uno de sus principales campos de estudio.3 Alfred Kroeber, otro alumno de Boas, también impulsó a sus alumnos en esta dirección, especialmente a Helen Roberts de la universidad de Yale, quien en la década de 1930 aportó significativos estudios sobre las áreas musicales de los indios americanos.4 Fueron intentos importantes, pero no suficientes, ya que nunca se llegó a extender el campo de la música como objeto de estudio antropológico, y por ende, no se llegó a hablar nunca de una antropología de la música. La etnomusicología, cuyo término se establece como tal en la pasada década de 1950, llena este vacío estableciendo cierta autonomía con relación al establishment de la disciplina antropológica. De manera que aunque en las primeras décadas del siglo XX la música sí fue considerada como una parte integral de la cultura de los pueblos en aquél tiempo llamados “primitivos”, poco después fue llamando menos la atención de la antropología norteamericana. Y en las grandes etnografías de los exponentes de la antropología británica, por ejemplo, la música no ocupó mucho espacio en sus descripciones etnográficas. Durante el auge del estructuralismo francés, con Claude Lévi-Strauss como figura emblemática, aparte de citar a la música en varias oportunidades como fuente de inspiración teórica (su libro Lo crudo y lo cocido fue dedicado a “la música” y sus contenidos organizados en forma de una sinfonía), solo reparó en las estructuras de los mitos, no de la música, cuyas estructuras eran tanto o más visibles aun (Lévi-Strauss 1968 [1964]). Uno de los más conspicuos etnomusicólogos norteamericanos, Bruno Nettl, reconoció en su clásico libro Theory and Method in Ethnomusicology (1964) que el antropólogo generalmente no encontraba mayor estímulo en estudiar el aspecto musical de las culturas que investigaba porque sentía que no estaba técnicamente preparado para hacerlo (1964: 21). En otras palabras, se veía a la música como un lenguaje muy especializado, el cual había que abordar solo si se le conocía muy bien. Solo tiempo después se comprobaría que no hacía falta saber escribir o leer música para hablar o reflexionar sobre ella. 2
La importancia de los archivos sonoros, los medios de grabación y reproducción de audio en el desarrollo de la etnomusicología han sido fundamentales. Sin la ayuda de estos medios tecnológicos los investigadores no hubieran podido recoger y conservar los datos necesarios para analizar el fenómeno sonoro, o recordar las letras de las canciones “primitivas”. Se cree que el primero en registrar música no-occidental en los cilindros Edison fue el antropólogo Walter Fewkes, quien grabó a los indios americanos de las tribus Zuni y Passamaquoddy en 1889 (véase Nettl 1964: 16).
3
Véase por ejemplo su artículo “Musical styles of North America” que presentó en el XXIII Congreso Anual de Americanistas (1930 [1928]), o Research in Primitive and Folk Music in the United States, a Survey (1936).
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Por ejemplo su publicación Musical Areas of Aboriginal North American Indians (1936).
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Por otro lado, la musicología, una disciplina ya institucionalizada desde fines del siglo XIX en Alemania, también pasaba por alto el estudio de la música tradicional pues se dedicaba casi exclusivamente al estudio de la música académica occidental. Su estudio lo abordaba desde un punto de vista puramente formal o enfatizando el aspecto histórico y las grandes obras biográficas. Los pocos musicólogos que sí se habían interesado en la música de los pueblos primitivos y habían llamado a este ejercicio “musicología comparada” fueron muy pocos.5 Sus análisis, además, eran únicamente estructurales, es decir, se ocupaban solamente de los sonidos y de su organización interna, dejando de lado cualquier otro elemento extramusical o contextual (o morfológico en el caso de los instrumentos musicales). De manera que no deja de tener algo de verdad la aseveración de que la etnomusicología existe debido a cierta falta de atención, no solo por parte de la antropología, sino también de la, así llamada, musicología sistemática. En ese contexto se entiende por qué cuando el holandés Jaap Kunst propone el nombre “etnomusicología” en la década de 1950 llega a imponerlo a tal punto que dicho término se institucionaliza y cobra una gran popularidad mundial a partir de esa mención.6 La etnomusicología como campo de estudio, y con ese nombre, toma entonces un rápido auge a partir de la década de 1960 en los Estados Unidos, que es el país en donde más se ha desarrollado, aparte de Francia, existiendo actualmente como un programa académico en sus principales universidades, generalmente adscrito administrativamente a las facultades o departamentos de música. A pesar de ello, muchos de los más influyentes autores de los libros clásicos del área han sido antropólogos. Por ejemplo, la publicación del libro The Anthropology of Music del antropólogo Alan Merriam (1964) constituye un hito en este desarrollo.7 El libro se ubica en el contexto de una orientación funcionalista, y ejerció una gran influencia en el campo de la etnomusicología durante muchos años, y aun hoy en día se le considera un clásico. En las siguientes décadas surgirían otras publicaciones de antropólogos que irían a convertirse en lectura obligada para los etnomusicólogos y que surgen como reflejo
Por ejemplo el estudio del alemán Carl Stumpf sobre las canciones de los indios americanos (1886). Según Bruno Nettl muchos consideran éste como el primer estudio etnomusicológico (1964:14).
Véase su libro Ethnomusicology (1959).
Nótese que en el mismo año se publica el ya citado libro de Nettl que es otro clásico de la etnomusicología, pero que no se ubica en el campo de la antropología. Los otros dos libros que son considerados paradigmáticos en este campo son Folk Song Style and Culture (1968) de Alan Lomax, en que se realiza un inventario a nivel mundial y se vinculan rasgos musicales con culturales, y The Ethnomusicologist (1971) de Mantle Hood, en que se intenta definir el perfil profesional del etnomusicólogo, especialmente la idea que para entender la música de los “otros” es necesario aprenderla y llegar a sentirla, experiencia que el autor llamaba “bi-musicalidad”.
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de nuevas tendencias, mostrando el importante rol de la antropología en el desarrollo de la etnomusicología. En este contexto se ubica el ensayo del antropólogo irlandés John Blacking How Musical is Man? (1973), una reflexión general sobre la relevancia de la música como expresión humana, con fuerte influencia estructuralista, y posteriormente de los antropólogos norteamericanos Steven Feld Sound and Sentiments: Birds, Weeping, Poetics and Songs in Kaluli Expression (1882) y Anthony Seeger en Why Suyá Sing: A Musical Anthropology of an Amazonian People (1987). En estas dos últimas obras los autores ubican a la música de las colectividades bajo estudio como una expresión indesligable de la vida cotidiana y se apoyan en sólidos estudios etnográficos. A pesar de la fuerte influencia de la antropología, sin embargo, la etnomusicología también ha recibido un fuerte impacto de la musicología, dando a lugar a dos tendencias en la actualidad. Una, inclinada más hacia el estudio de la música en su contexto cultural y con una óptica interpretativa (la perspectiva antropológica); y otra que estudia la música enfatizando su forma y la estructura de sus sonidos, con un enfoque más descriptivo (la tendencia musicológica). En todo caso, la etnomusicología como área de estudios nacida en Europa y desarrollada con mayor ímpetu en los Estados Unidos, se caracterizó en un principio por la práctica de estudiar las expresiones musicales no-occidentales, tanto clásicas (como en el caso de la India) como las tradicionales y “primitivas”. La musicología, luego de atravesar la etapa denominada “musicología comparada”, se reservó la práctica de estudiar la música europea de los grandes maestros. Tan solo a partir del libro de Merriam la etnomusicología se define como el estudio de la música en su contexto cultural, cualquiera sea su origen y lugar geográfico. Una mirada a la literatura etnomusicológica de cualquier parte del mundo siempre mostrará dos tendencias fundamentales: una antropológica, con una mayor atención al contexto sociocultural en que se desenvuelve la música, y una orientación más musicológica, con mayor interés en la descripción formal y estructural del fenómeno sonoro. Pocos autores como los mencionados líneas arriba (Blacking, Feld y Seeger), llegan a combinan ambas tendencias en una sola, logrando un balance adecuado entre la interpretación cultural de la música, y el análisis apropiado del discurso musical mismo.8 En el Perú, como en muchos otros países de América Latina, la música tradicional y popular ha sido investigada desde fines del siglo XX desde varias ópticas y disciplinas, y existe una amplia bibliografía al respecto. Ya entrado el siglo XX, ha sido
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Para los que quieran profundizar en la historia de la etnomusicología como disciplina, o área de estudios, véase además del libro de Bruno Nettl (1964), los de Enrique Cámara de Landa (2003) y Carlos Reynoso (2006).
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6 / HACIA UNA ANTROPOLOGÍA DE LA MÚSICA
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generalmente el folclorista, el antropólogo, el sociólogo, el lingüista, o el especialista de alguna otra disciplina quien se ha interesado en ella. Recién en 1956 Josafat Roel Pineda dirigió una sección de “etnomusicología” en el Conservatorio Nacional de Música, pero éste fue desactivado pocos años después (Roel Pineda 1959), y el nombre en sí dejó de ser utilizado. Habrían de pasar casi treinta años para que recién en 1985 la Pontificia Universidad Católica del Perú fundara el Instituto de Etnomusicología, dedicado principalmente a la investigación y a la preservación, más no a la formación de profesionales en este campo. De manera que para fines de este balance tomaremos en cuenta todos los estudios realizados sobre la música tradicional y popular, aunque sus autores provengan de diversas disciplinas, o sean en muchos casos autodidactas. El lector debe tener en cuenta, sin embargo, que desde el campo del folclore la música tradicional y popular también ha sido vista frecuentemente. En el caso de las danzas, por ejemplo, hay una bibliografía muy extensa que está muy relacionada a la etnomusicología, pero que ya ha sido cubierta en otro artículo (Roel Mendizábal 2000). 2. Los estudios pioneros sobre la música andina Así como los cronistas y viajeros son considerados pioneros de la antropología (Degregori 2000: 63), también lo son de la etnomusicología. Las observaciones que sobre la música incluyeron en sus relatos y descripciones son escasas, pero al ser las únicas fuentes que tenemos sobre la música en el Perú antes del siglo XX, las hacen imprescindibles.9 Los cronistas escribieron sobre cómo la diversidad étnica y regional se manifestaba en la música y la danza, reconociendo que cada “nación” tenía un estilo propio y distintivo. También dejaron en claro que las diferencias de poder y jerarquía social se manifestaba en algunas expresiones musicales, como en aquéllas expresiones reservadas exclusivamente a la nobleza inca (por ejemplo, Cobo 1956 [1653]). Bernabé Cobo fue uno de los cronistas que dejó constancia de las diferencias culturales antes de la llegada de los españoles en el campo de la música y la danza: “…Cada provincia de las de todo el imperio de los Incas tenía su manera de bailar, los cuales bailes nunca trocaban; aunque ahora cualquier nación, en las fiestas de la iglesia, imita y contrahace los bailes de las otras provincias” (1956 [1653]: 270). Guaman Poma de Ayala mencionó el rol del factor étnico en esta diversidad: “De este modo, las cuatro partes del Tauantinsuyo tenían sus respectivos versos y sus Taquíes. 9
Véase a Stevenson (1960), Romero (1986) y Gruszenska-Ziótkowska (1995) para un resumen comentado, cada uno desde su propio ángulo, de los pasajes que los cronistas dedican a la música y a la danza.
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Los Quichuas, Aymarays, Collas, Soras, y algunos pueblos de los Condes, tenían sus versos especiales” (1956 [1615]: 242). Probablemente la única descripción detallada de una forma de ejecución musical prehispánica fue la que dejó Garcilaso de la Vega, al escribir sobre cómo se ejecutaban las zampoñas cuando eran tocadas en grandes grupos, como se hace actualmente en el altiplano: “No supieron echar glosa con puntos disminuidos; todos eran enteros de un compás. Cuando un indio tocaba un cañuto, respondía el otro en consonancia de quinta o de otra cualquiera, y luego el otro en otra consonancia y el otro en otra, unas veces subiendo a los puntos altos y otras bajando a los bajos, siempre en compás” (1959 [1609]: 201). Los cronistas dejaron inclusive descripciones sobre los diferentes géneros musicales y la considerable actividad festiva de las “naciones de indios”, como cuando Cobo reconoce haber visto cerca de cuarenta danzas en la fiesta del Corpus Christi en la provincia del Collao (Cobo 1956 [1653]: 74). Otro tipo de obras como los diccionarios Vocabulario de la Lengua General de Todo el Perú llamada Lengua Qquichua de Diego González Holguín (1952 [1608]), y el Vocabulario de la Lengua Aymara de Ludovico Bertonio (1984 [1612]), son también fuentes precursoras de la etnomusicología en el Perú, por incluir una gran cantidad de términos relacionados a la música y a la danza.10 En el período colonial también encontramos fuentes pioneras. El obispo Baltazar Martínez y Compañón incluyó veinte páginas de música en su obra de nueve volúmenes acerca de la vida y naturaleza de Trujillo, la ciudad en la que él desempeñó su cargo. Su trabajo, escrito en la segunda mitad del siglo XVIII, pretendía ser una etnografía general de la región, describiendo varios aspectos de la vida provincial de Trujillo, tales como las costumbres y comportamiento (vol. 1), la flora y la fauna (vol. III al VIII), y la historia (vol. IX). La música, ocupó las páginas 176-194 del volumen II, y consistía en 17 canciones y 3 danzas instrumentales recopiladas cerca de Trujillo (Vega 1978: 12). Y por otro lado, Gregorio de Zuola presentó 17 piezas de música de origen anónimo, como parte de su enciclopedia de cerca de 500 páginas escritas en los últimos años del siglo XVII. En su Relation du voyage de la Mer du Sud (1716), Amédée Francois Frézier incluyó un zapateo, forma criolla popular, y un himno a la Virgen (Stevenson 1960: 156).
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Se conoce como arqueomusicología aquél campo en el que confluyen los estudios sobre la música en la era prehispánica, y que están basados principalmente en fuentes arqueológicas. Véanse por ejemplo las publicaciones al respecto de Sas (1936, 1938), Roel (1961), Fortún (1970), Rowe (1979), Haeberli (1979), Bolaños (1985, 1988, 2007) y Olsen (1992).
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3. Cuzco, la pentatonía indigenista y los primeros estudios del siglo XX Es partir de fines del siglo XIX, sin embargo, que la música en el Perú empieza a ser objeto de investigación sistemática, y con una relación más inmediata con la antropología del siglo XX, en la medida que se expresa dentro del movimiento indigenista de la época. Esta etapa, que se prolonga hasta la década de 1940 aproximadamente, se caracteriza principalmente por dos factores: la comparación que se hacía entre la población indígena contemporánea con la sociedad incaica (por influencia del pensamiento evolucionista), y por la insistencia en el estudio de la escala pentatónica (de cinco sonidos) como la estructura primordial de las melodías andinas. Es en el Cuzco en donde aparece el primer estudio sobre la música andina dentro de estos parámetros, escrito por el pianista José Castro, titulado “El sistema pentafónico en la música indígena Pre-Colonial del Perú” (1938 [1898]). El estudio de Castro reflejaba una aproximación bastante empírica y poco académica, apreciable a partir de su propia confesión acerca de la forma en que se percató de la estructura pentatónica de la música andina. Siguiendo la costumbre de la época de asociar a las culturas andinas presentes con su pasado precolombino, Castro decidió analizar 24 canciones andinas contemporáneas para comparar las escalas musicales “incaicas” con patrones occidentales, y según confesión propia se encontró con que unas canciones se podían tocar íntegramente en las teclas negras del piano —cuyos intervalos coinciden con los de una serie pentatónica. Concluyó entonces que la música de los incas se había basado en una serie de cinco sonidos, es decir, en la pentatonía. Pero la influencia de los prejuicios evolucionistas era demasiado palpable en la obra de Castro, así como en otros autores de la época. Al mismo tiempo que consideraba el arte indígena digno de su tiempo y dedicación, lo calificó de rudimentario, primitivo y hasta de “grotesco”. Pero Castro fue un activo militante del indigenismo cuzqueño de la época, y como compositor por derecho propio, compuso kashwas, yaravíes y otros géneros andinos para piano, respetando las escalas pentatónicas aunque en el contexto de una estética occidental. Esta aparente contradicción no es muy diferente a la que experimentaban los antropólogos evolucionistas europeos, quienes dedicaban su vida entera al estudio de los pueblos primitivos, pero los clasificaban en un estadio inferior de la evolución humana, y con términos que hoy nos suenan peyorativos, como “primitivos” o “bárbaros.” Algunos años más tarde, un estudiante de la Universidad San Antonio Abad del Cuzco, Leandro Alviña, y que era además compositor, presentó una tesis en la Facultad de Letras que tituló La música incaica (1929 [1908]), trabajo que fue probablemente el primer estudio académico en tomar a la música como tema en el Perú. En esta tesis, Alviña también se centró en la pentatonía como una de las estructuras básicas que
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definían el carácter de la música inca, pero también intentó reconstruir la historia de la “música Inca” a través del tiempo, reconociendo una música del periodo precolombino, una de la etapa de la conquista, otra de la independencia, y finalmente una música del período republicano. La efervescencia de los estudios andinos en los primeros treinta años del siglo XX, encontró, en el ámbito de la música, su apogeo en la monumental y clásica obra de los esposos Raoul y Marguerite d’Harcourt La Musique des Incas et ses Survivances (1990 [1925]), que durante muchos años marcó la pauta de los estudios sobre música tradicional en el país, a pesar de que su investigación incluyó también a Ecuador y Bolivia. En esta obra, los d’Harcourt presentaron una recopilación de 168 melodías andinas recogidas in situ por ellos mismos durante los años 1921-1924. En este sentido, fueron los primeros investigadores en realizar trabajo de campo y publicar sus resultados.11 Las melodías fueron transcritas en notación occidental y analizadas principalmente con relación a lo que vendría a ser el tema más recurrente en la investigación de la música andina, es decir, a las escalas pentatónicas utilizadas. Los autores encontraron cinco tipos distintos de pentatonía en su muestra y las identificaron con las letras A, B, C, D y E. En realidad la estructura de la escala era la misma, pero lo que variaba era el orden en que comenzaba la serie y por ende, la posición de su grado fundamental. Por ejemplo, el modo B (Sol, Mi, Re, Do, La) estaba presente en 116 melodías, mientras que el modo A (La, Sol, Mi, Re, Do) lo estaba en un número muy inferior. Este tipo de análisis estructural, exclusivamente descriptivo y con propósitos clasificatorios, fue característico de esta época y de los muchos estudios en base a la pentatonía como tema. El razonamiento se centraba únicamente en los elementos estructurales pero no en el estilo del estructuralismo antropológico que hoy conocemos, pues no se llevaba a cabo en un análisis más allá de lo descriptivo, ni se hacía un esfuerzo por enlazar las estructuras musicales con el pensamiento humano, con significados o simbolismos. El intento se quedaba en la descripción y dentro del mundo de los sonidos, y los autores se satisfacían con establecer una clasificación de géneros y especies, en este caso, musicales.
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El peruano Daniel Alomía Robles había realizado, desde fines del siglo XIX, numerosos viajes de campo recopilando canciones andinas e información sobre su contexto de ejecución, pero no vio su obra publicada sino hasta 1990 (Robles Godoy 1990). Hasta entonces, su obra no solo permaneció inédita, sino inaccesible a los investigadores.
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La obsesión por el tema de la pentatonía en la música andina se prolongó durante varias décadas, pero en la forma de estudios orientados a revelar qué otros tipos de escalas musicales fueron también utilizadas, aparte de la pentatónica. Ese fue el caso del argentino Carlos Vega (1934 [1932] a y b), del peruano Teodoro Valcárcel (1932), del belga Andrés Sas (1938), del alemán Rodolfo Holzmann (1968) y de la argentinavenezolana Isabel Aretz (1952). Estos últimos publican sus trabajos tardíamente, cuando ya la obsesión por la pentatonía no era tan generalizada, pero aun así sus trabajos son considerados aportes a este debate. Carlos Vega es un caso emblemático porque es uno de los pioneros de la etnomusicología en América Latina y dejó muchos seguidores en la Argentina. En el primero de sus artículos que presentó en el XXV Congreso Internacional de Americanistas en La Plata en 1932, Vega demuestra la larga influencia que las primeras escuelas antropológicas tuvieron en la musicología de esta parte del continente, al dedicar la mayor parte de su estudio a demostrar el origen polinesio de la flauta de pan andina, citando como fundamento los planteamientos de la escuela alemana de los círculos culturales (Vega 1934 [1932a]).12 Pero en su segunda entrega en este mismo evento intentó demostrar que la pentatonía no era la única escala usada por la música andina y que otras escalas eran también utilizadas por los antiguos peruanos (Vega 1934 [1932b]).13 Andrés Sas siguió el mismo razonamiento y se basó, al igual que Vega, en el análisis de las antaras arqueológicas, en este caso de la cultura Nazca, en su muy comentado artículo “Ensayo sobre la música Nazca” (1938). Valcárcel, por el contrario, afirmando asimismo la existencia de otras escalas musicales, lo hizo con base a la consideración de ejemplos etnográficos del sur andino contemporáneo. La importancia, quizás excesiva, del tema de las escalas musicales como tema central en la investigación musical llega hasta fines de la década del sesenta, cuando Rodolfo Holzmann publica su propio estudio sobre ellas. Sin embargo, se diferencia de las demás en que se basa en el análisis de melodías indígenas y mestizas del presente. Analizando 21 melodías en su mayoría andinas y algunas amazónicas, Holzmann encuentra escalas desde la “trifonía a la heptafonía” (desde 3 hasta 7 sonidos), concluyendo que la pentatonía no era ni por asomo la escala primordial de las melodías andinas.
La influencia de las primeras escuelas antropológicas en los estudios musicales de América Latina fue tan evidente como tardía. Andrés Sas dedicó casi todo un artículo en 1936 (“Ensayo sobre la música Inca”) para demostrar que la música de los “sudamericanos primitivos” era de origen asiático basándose en la similitud de sus estilos musicales. El conocido musicólogo ecuatoriano, Segundo Luis Moreno, por su lado, llegó más lejos al endosar la hipótesis que el origen de la música andina era la cultural egipcia, siguiendo las propuestas de la escuela heliocéntrica de los británicos Smith y Perry (Moreno 1939).
Hay que recordar que aun en la década de 1930 cuando se hablaba de los “antiguos peruanos” se asumía que los campesinos contemporáneos eran sus herederos directos. Se hacía una analogía, por lo tanto, entre los “antiguos” y los “presentes”.
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4. La introducción de los estudios de caso en la etnomusicología andina Recién a partir de fines de la década 1950 es que un nuevo estilo de trabajo empieza a surgir en los investigadores del área. La tendencia a especular sobre la evolución de la música andina se deja de lado, y la fascinación con la pentatonía como un tema que por sí solo iba a descubrir la “esencia” de la música andina decrece, en favor de una mayor atención al contexto cultural de la expresión musical bajo estudio, y al análisis de las formas musicales, no solo en cuanto a la escala, sino en cuanto a su estructura integral. Se seguía poniendo énfasis en la historia, pero basándose en datos concretos. Pero si una temática en particular caracteriza a esta época es el estudio de los géneros musicales. La figura emblemática de esta tendencia es Josafat Roel Pineda (19211987), antropólogo graduado en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Roel Pineda estableció un seminario de investigación musical en el Conservatorio Nacional de Música, que produjo varias publicaciones que son aun ahora de lectura obligada. Tuvo como alumnos a Félix Villareal Vara, quien produjo monografías sobre el caso concreto del huayno de la localidad de Jesús (1957), el carnaval y la marcación del ganado (1959) y la guitarra en Jesús (1958), Huanuco. Y también a Consuelo Pagaza Galdo (1961), quien escribió una monografía sobre el yaraví en la ciudad del Cuzco. Los escritos de ambos autores se situaban en lugares concretos, y se limitaban a presentar los datos recogidos por ellos mismos. Tanto Villareal Vara (1959) como Pagaza Galdo (1961) publican sus artículos en la revista Folklore Americano, entonces dirigida por Luis E. Valcárcel y una de las más importantes tribunas de la antropología en su relación con el folclore. Pero si hubo una monografía que mejor ilustra el estilo de trabajo del seminario de Josafat Roel Pineda es su propio escrito “El huayno del Cuzco”, publicado también en Folklore Americano (1959). Sorprendentemente, después de esta monografía sobre el huayno, el género musical, coreográfico y poético de más arraigo en el Perú, no se publicó ninguna otra, por lo que ésta sigue manteniendo su vigencia. En este trabajo Roel habla del huayno etnográficamente, es decir, apoyado en sus observaciones personales sobre el objeto de investigación, pero se apoya constantemente en datos históricos de cronistas coloniales, en lo que vendría a ser una constante en estos años. Roel observó, por ejemplo, que en el Cuzco existía un huayno de las clases medias, un huayno de la “plebe” y otro de los indios. También describió y diagramó la coreografía del huayno en el Cuzco, y analizó su estructura musical. Pero una de sus principales hipótesis era acerca de cómo la popularidad de un género musical está determinado por su lugar y su contexto sociocultural. Así, Roel comparó el huayno, un género que se podía bailar en espacios muy reducidos, y en parejas, con la kashwa, un género de baile colectivo que requería de grandes áreas para desplegarse, y concluyó que la consolidación de
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los centros urbanos en la Colonia había favorecido obviamente al desarrollo y arraigo del huayno en el Perú moderno. A ese factor agregó que el huayno no estaba ligado al ritual, como si lo estaba la kashwa, permitiéndole una ejecución sostenida durante el ciclo anual y por lo tanto disfrutar de una aceptación social y cultural con base a condiciones que ningún otro género lograba. 5. Los inventarios culturales: una etnomusicología de urgencia La perspectiva etnográfica que trató de impulsar Roel, fiel a su formación de antropólogo, no llegó a influenciar en todos los sectores, en lo que se refiere a su perspectiva etnográfica. Alrededor de estos años surgió una corriente consistente en realizar inventarios de repertorios de canciones y de instrumentos musicales, pero sin el afán de emitir generalizaciones con base a estas recopilaciones. La publicación de ediciones con transcripciones musicales, como las de Holzmann (1966), y Pagaza Galdo (1967), tenían una doble misión: la de presentar al público erudito en lectura musical melodías de “otros” peruanos, y al mismo tiempo efectuar una misión de rescate cultural. Por otro lado, también apareció la necesidad de inventariar los instrumentos musicales que existían en el Perú, con énfasis en su dispersión geográfica, sea en forma de ensayo, como el clásico estudio sobre los instrumentos musicales peruanos del arqueólogo Arturo Jiménez Borja (1951), o de un mapa, como el muy leído Mapa de los Instrumentos de Uso Popular en el Perú, impulsado desde el Instituto Nacional de Cultura por el investigador César Bolaños (1978).14 La realización de ambos tipos de reportes, el ensayo (en el excelente estilo literario de Jiménez Borja) o el mapeo (en la prosa tipo diccionario de la obra editada por Bolaños, y en el intensivo uso de mapas de dispersión espacial de los instrumentos) tenían un fin similar al de una antropología de urgencia, es decir, encontrar y dar cuenta de los instrumentos musicales tradicionales antes de que desaparecieran o que su dispersión original se redujera considerablemente. La utilidad de dichos trabajos fue, indudablemente, de suma importancia, porque documentaron el estado de un patrimonio en el tiempo. Sin embargo, a pesar de los años transcurridos, no se cumplieron las predicciones de esta “etnomusicología de urgencia” y no llegaron a desaparecer
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Bajo la coordinación de Bolaños, también participaron en este proyecto institucional (el Instituto Nacional de Cultura) Josafat Roel Pineda como el principal asesor del mismo, el compositor chileno Fernando García y la investigadora peruana Alida Salazar. A pesar de la controversia sobre su autoría, siguiendo la obra el formato de un Diccionario, queda claro que el trabajo fue un esfuerzo de equipo, con aportes de todos sus integrantes según sus propias capacidades.
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la mayoría de los instrumentos musicales mencionados, sino que persistieron en el tiempo, y eso explica en parte la actual vigencia de ambos tratados. Especialmente el Mapa de los instrumentos de uso popular en el Perú sigue siendo el libro de consulta por excelencia de cualquier investigador interesado en conocer la dispersión geográfica de los instrumentos musicales en el Perú, así como de su descripción formal.15 Por otro lado, el interés por distinguir áreas culturales, ya sea con fines de estudiar cómo se difunden las culturas, los hechos y los objetos, o simplemente como una guía de investigación, no ha sido ajeno a la etnomusicología en el Perú. Sin embargo, mucho más es lo que se ha transmitido por vía oral acerca de este tema, que lo que se ha escrito. En este sentido, José María Arguedas comenzó una propuesta en un artículo en el periódico El Comercio de 1962, pero que dejó inconclusa por la brevedad que exigía un artículo periodístico. En él sin embargo, Arguedas reconoció que había trabajado el tema con Josafat Roel Pineda, quien siempre fue un cercano colaborador, y afirmó que las áreas musicales del Perú estaban determinadas por las antiguas áreas culturales preincaicas. Decía Arguedas: “basta oír los primeros compases de una melodía para señalar si pertenecen al área de Áncash-Huánuco, el de Pasco, que es un estilo característico moderno, republicano, pero de raíz Huánuco-Huanca, o del área chanca, con sus variantes Huamanga, Lucanas, Parinacochas, etc.” (Arguedas 1962).16 Un tiempo después Rodrigo, Luis y Edwin Montoya en La sangre de los cerros (1987) distinguieron ocho áreas regionales de la “canción quechua en el Perú”. Éstas fueron: (1) el Qorilazo, abarcando parte de Cuzco, Apurímac y Arequipa; (2) las provincias bajas del Cuzco; (3) Puno; (4) el área Huamanguina, incluyendo parte de los territorios de Huancavelica, Ayacucho, y Abancay; (5) Junín; (6) Áncash-Huaylas; (7) Áncash-Conchucos; y por último (8) la selva (véase cuadro en Montoya et al. 1987: 21). En todas estas áreas geográficas los hermanos Montoya distinguían un estilo musical indio y uno señorial. Esta observación, es decir, que la música expresaba las diferencias en el origen étnico de sus productores, la compartían con José María Arguedas. Pero también compartían el reconocimiento que muchas de las áreas coincidían con el pasado precolombino. Por ejemplo, los Montoya afirmaron que el área Qorilazo coincidía con el antiguo corregimiento de Chumbivilcas, tanto como el área Huamanguina con el corregimiento de Huamanga.
Nótese inclusive que un etnomusicólogo estadounidense como Dale Olsen de la Universidad de Florida (Tallahassee) reconoció esta corriente al proponer un atlas musical del Perú (Olsen 1986).
Ya son conocidos sus otros estudios en donde enfatiza la fuerte identidad del área wanka, en sus estudios del valle del Mantaro, o del área que denominaba chanka, cuando trató de Ayacucho y sus áreas vecinas. Para mayor información véase Arguedas (1975).
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Una variante del afán por la recopilación de urgencia es la clasificación en especies y géneros musicales, ya que si bien no implica una actitud interpretativa, sí es un procesamiento inicial de los datos recogidos. El furor clasificatorio ha estado presente de alguna manera en casi toda la investigación en etnomusicología que implique algún descubrimiento o revelación. Aparte de la pentatonía, los géneros musicales fueron las siguientes expresiones musicales que fueron clasificadas y catalogadas. Lo interesante es que los parámetros de clasificación fueron étnicos: cuáles eran indígenas y cuáles mestizos. Sin embargo, para establecer esta distinción se tomaban en cuenta solo elementos musicales, descontextualizando a éstos de la vida misma de los sujetos. Los d’Harcourt (1990 [1925]) por ejemplo, con base a su muestra de 168 melodías andinas, distinguieron las “melodías indígenas puras” de las “melodías mestizas”. A las primeras las juzgaron así porque usaban la escala pentatónica, no hacían uso de la armonía de tipo europeo (lo que popularmente se conoce como el uso de acordes), por lo tanto no procedían a la modulación (cambiar de tonalidad durante una interpretación), y porque hacían un uso intensivo de sonoridades que la música occidental consideraba “ornamentos”, pero que en la música indígena se trataban como una necesidad estilística. A la “música mestiza” la caracterizaron por la combinación de la pentatonía con una “gama mestiza”, es decir, la que consistía en una escala de 6 sonidos en lugar de solo 5. Asimismo, por el uso del canto o la interpretación en distancia de terceras paralelas (lo que se llama en términos coloquiales como una segunda voz), cuyo origen es probablemente europeo. Pero estos pioneros esposos franceses distinguían también una tercera categoría, la que llamaban “el mestizaje de mestizajes”, cuyas melodías utilizaban la escala occidental de 7 sonidos, más los cromatismos (aquellas notas adicionales que completan la serie de 12 sonidos, pero que se usan solo de paso). Las melodías de esta última categoría eran las más alejadas de lo indígena y de lo mestizo, y por lo tanto más cercana al modelo europeo. Pero la clasificación de melodías no era la única dimensión en que se operaba. Los géneros musicales también eran motivo de inventario y catálogo. Una vez más los d’Harcourt organizaron los géneros en las siguientes categorías: (1) los cantos religiosos; (2) las lamentaciones funerarias; (3) los cantos de amor, principalmente harawis o yaravíes; (4) la canción; (5) las danzas, como la kashwa o el huayno; (6) los cantos de adiós o kacharparis; y (7) las melodías pastorales, de crianza del ganado o al cultivo de la tierra. La clasificación no es algo que fascine hoy en día a los antropólogos, pero la etnomusicología, al tratar con vastos repertorios susceptibles, o quizás a veces hasta necesarios, de ser divididos en géneros y especies, solo para poder estudiarlos en orden y con mayor visibilidad, siguió con esa tentación hasta no hace mucho. Siguiendo esta línea, otra clasificación de géneros andinos fue propuesta por Josafat Roel en
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su conocido artículo sobre el huayno en el Cuzco (1959: 177), pero combinando una clasificación formal con el probable origen histórico de cada género. Roel presentó un esquema de evolución de los géneros andinos el cual incluía tres niveles: (1) las grandes formas precolombinas, como el wayno, el harawi, la wanka, el haylli y la wallina; (2) las influencias musicales del coloniaje, que se limitaban a transformar lo ya existente, y (3) las formas contemporáneas, como la muliza, el pasacalle, el mismo wayno, el carnaval, el yaraví, y todas las demás. Para mayor información, Roel vinculó a cada género con el tipo de escala que más usaba. El más reciente intento clasificatorio de géneros andinos contemporáneos ha sido propuesto por otro antropólogo, Rodrigo Montoya, y sus hermanos Luis y Edwin, en el libro La sangre de los cerros (1987). En él se distinguen siete grandes géneros andinos bajo la denominación de “modalidades musicales” (1987:13). Dichas modalidades se refieren exclusivamente al sector quechua andino y comprenden: (1) el huayno, en sus variantes señorial, cholo, e indio; (2) el pukllay carnaval; (3) la música ligada a la producción (ganado, agricultura y agua); (4) el ciclo vital (matrimonio, casa nueva, música funeraria); (5) el ritual ceremonial (los himnos religiosos); (6) la danza colectiva, como la kashwa y el waylarsh; y (7) el yaraví. Los hermanos Montoya también reconocieron, pero de una manera diferente a los d’Harcourt, que cada género era señorial o mestizo, o ambos según la ocasión.17 Sea cual fuere el caso, la necesidad por clasificar géneros e instrumentos musicales nace por la enorme diversidad geográfica y cultural de la música tradicional en el Perú. La clasificación pareció ser el paso previo necesario para estudiar, recién entonces, otros aspectos. Pero también era un signo de la necesidad de visibilizar el panorama completo de la realidad musical del país, de ver las expresiones musicales como una unidad a pesar de la diversidad, reconociendo un tronco histórico común y una realidad nacional que mientras más se integrase, acortaría las distancias culturales cada vez más. La ligera tendencia a intentar distinguir áreas culturales musicales era también un resultado de esta necesidad. 6. Analizando el contenido de los textos musicales Los textos de las canciones andinas siempre han llamado la atención de los literatos y folcloristas pero también de los antropólogos. Las canciones andinas tienen contenidos
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Una expresión contemporánea de los inventarios culturales, a manera de realizar balances y establecer estados de la cuestión, lo constituyen los amplios panoramas de la música tradicional y popular peruana escritos por Pinilla (1980), Romero (1985, 1998, 1999, 2002) y Turino (1998, 2007).
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cuyo lado poético ha sido visto por los críticos literarios pero su capacidad de imaginar una identidad andina ha sido de interés para varios estudios antropológicos. La primera publicación de Arguedas fue una recopilación de textos de canciones andinas (Canto Kechua, 1938), precedido de una clásica introducción en donde mezclaba una narrativa literaria con información etnográfica relacionada principalmente con las relaciones entre señores, indios y mestizos en los andes. La música, estaba al centro de este debate. En su recopilación Arguedas presentó 21 canciones en quechua con su traducción al español, y resaltó el valor de la poesía inserta en el canto quechua: “tenía dos razones poderosas para realizar ese proyecto: demostrar que el indio sabe expresar sus sentimientos en lenguaje poético y hacer ver que lo que el pueblo crea para su propia expresión, es arte esencial” (1989 [1938]: 21). Posteriormente Arguedas también incluiría recopilaciones de poesías de canciones andinas en “Folclore del valle del Mantaro” (1953). En la década de 1950 aparecieron los estudios y las recopilaciones del padre Jorge Lira, como Canto de Amor (1956) e Himnos Sagrados de los Andes (1959), que dieron cuenta de un repertorio importante del sur andino. El padre Lira no era un antropólogo, y más bien se le podría definir como un recopilador del folclore andino. En su primer libro, con dedicatoria de José María Arguedas, el padre Lira presentó las letras de 100 canciones quechuas sobre el tema del amor, con solo una introducción de 5 páginas, en las que escribió: “en cada pueblo, en cada ayllu, paso a paso he seguido y observado a los indios cantores del amor. Casi siempre encontré en esta labor a jóvenes solteros y a hombres en la plenitud entregados con ardor a arrancar a su instrumento la nota mas bella y a su garganta en rica melodía la estrofa mas jocunda” (1956: 10). No incluyó ningún análisis ni interpretación alguna sobre los textos. Tampoco información sobre el origen geográfico o el contexto cultural de cada canción. La letra de cada una era presentada como una creación, anónima y espontánea, en sí misma. El mismo tipo de formato siguió en su segunda recopilación de canciones, esta vez sobre las canciones católicas cantada en quechua por los campesinos. Eran canciones entonadas por los campesinos en presencia del cura, en una iglesia de algún pueblo o capilla de algún caserío, cantos que el denominada “himnos”, a Jesús (primer tomo), y a la virgen (segundo tomo). La obra del abogado y folclorista Sergio Quijada Jara, Canciones del ganado y pastores (1957), en cambio, presentó 200 textos de canciones de un solo contexto cultural, el ritual de la marca del ganado, llamado santiago en el valle del Mantaro. Quijada Jara prologó la colección con un ensayo introductorio breve pero que contextualizaba el contenido, situándolo en un lugar y un tiempo determinado. A diferencia de la recopilación del padre Lira, de la cual no sabemos mayores detalles acerca de cómo fueron coleccionadas las canciones, en dónde, ni en qué fecha, la recopilación de
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Quijada Jara nos informaba del lugar, de un ritual específico celebrado alrededor del 25 de julio de cada año, además de una somera descripción en el prologo mencionado. A pesar de ser abogado, el matiz antropológico de dicho trabajo era evidente (sobre Quijada Jara véase Roel Mendizábal 2000). El análisis de textos ha sido una constante a través del tiempo. El antropólogo Gabriel Escobar y su esposa Gloria publicaron en 1981 la antología Huaynos del Cuzco (1981). A pesar de su formación antropológica, Gabriel Escobar no siguió el patrón clásico de dedicar un período de trabajo de campo específico para esta recopilación. En su lugar, reunió 232 huaynos en quechua y 111 huaynos es español de una diversidad de fuentes secundarias: transmisiones radiales, discos, de cancioneros y revistas. Obviamente, también de su experiencia personal atendiendo numerosas fiestas tradicionales. A diferencia de las recopilaciones anteriores, el tema aquí era el amor, que los autores consideraban el tema más recurrente en el huayno del Cuzco. Si bien, ellos decían, “hay otros temas más que se cantan en el huayno, tales como la nostalgia del pueblo de uno, la injusticia social o jurídica, la presunción de un abigeo o el valor de un guerrillero, un colegio, o un equipo representativos. Pero en general los temas del amor y la separación son siempre los predominantes, y casi todos los otros temas son secundarios” (1981: iv). La última gran recopilación de canciones la realizaron también los antropólogos Rodrigo Montoya y Luis Montoya, con el artista Edwin Montoya, en la ya mencionada Sangre de los Cerros (1981). En este libro, los hermanos Montoya organizaron 333 canciones en quechua agrupadas en catorce temas (producción, ciclo vital, amor, naturaleza, juegos de toros, familia-orfandad, emigración, desarraigo, religión, instrumentos musicales, abigeato y prisión, humor, lo comunal, y política), y siete modalidades: (1) Wayno; (2) Pukllay-Carnaval; (3) Música y danza ligada a la producción; (4) Ciclo vital; (5) Ritual ceremonial; (6) Danza colectiva y (7) Yaraví. Tal como la recopilación de los Escobar, la de los Montoya tampoco había sido producto de un trabajo de campo específicamente destinado a este fin, y la búsqueda de textos había mezclado tanto la experiencia personal como diversos medios como las entrevistas, las publicaciones, los discos, y otros. Sin embargo, los autores cuidaron que cada canción tuviera indicado su lugar de origen, fecha y contexto cultural, lo cual otorgaba al trabajo un matiz más etnográfico que los demás, dado que permitía al lector al menos la posibilidad de corroborar la veracidad de estos datos. El libro de los hermanos Montoya constituyó no solo la más completa recopilación de canciones andinas hasta el momento (dado que los libros anteriores se habían circunscrito a regiones específicas), sino que se realizó desde la antropología. Los autores querían añadir la dimensión estética y afectiva a una visión de las ciencias sociales que la mayoría de las veces privilegiaba solo los aspectos materiales de la cultura:
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No nos parece aceptable la práctica común y corriente de reducir a los hombres a simples cifras de cuadros estadísticos dentro del terrible economicismo de las ciencias sociales de los últimos veinte años en el Perú. ¿Y de sus sentimientos, sus emociones, su alegría, su tristeza, qué? ¿En qué esquema estructural aparecen? Una ciencia social sin hombre y mujeres viviendo pero con muchas cifras sirve para muy poco. Por el contrario, rescatar la vida nos parece una necesidad fundamental para salir de los impases producidos por los muchos esquemas estructurales y modelos conceptuales abstractos. Todo hecho social es económico, político, cultural e ideológico, afectivo y estético, al mismo tiempo. Todos esos aspectos se reúnen al mismo tiempo y es esa unidad como totalidad en movimiento que las ciencias sociales deben pensar como objeto. (1981: 5)
Una propuesta distinta a los anteriores trabajos sobre canciones andinas fue la propuesta por Jürgen Golte, Carlos Iván Degregori y Ellen Oetling en el artículo “Canciones como expresión del pensamiento campesino andino” (1979). En él, los autores no presentaron una recopilación de letras de canciones, sino que más bien aplicaron un análisis de contenido a una muestra de mil canciones obtenidas de cancioneros folclóricos adquiridos en Ayacucho en los años 1971 y 1972. El objetivo de los autores no fue el presentar las letras de las canciones a los lectores para que ellos sacaran sus propias conclusiones, para rescatar el sentido poético de ellos, o presentar una expresión poco valorada de la cultura andina, sino que las utilizaron para “aclarar las formas de pensamiento que han contribuido a su confección y que al mismo tiempo son propagadas por medio de las canciones” (1979: 256). Utilizando una aproximación estadística, pero también interpretativa, los autores contabilizaron la frecuencia con que aparecían ciertos conceptos en las canciones bajo estudio. Sus conclusiones les permitieron concluir que las canciones analizadas se componían de tres elementos básicos: la presentación de una situación original o ideal (amor, regionalismos, madre, felicidad, bailar, cantar), la destrucción de dicha situación (pobreza, destino, engaño, abandono, sufrimiento, llanto), y la aparición de una nueva situación (embriagarse, olvido, muerte, esperanza). Una tendencia similar en cuanto al análisis de canciones, pero basándose en el repertorio criollo, fue seguida por el historiador Steve Stein en un artículo breve pero único, por cuanto es uno de los pocos análisis de textos de canciones del repertorio criollo que buscan vincular música, cultura y sociedad. En “El vals criollo y los valores de la clase trabajadora en la Lima de comienzos del siglo XX” (1982), Stein afirmó que “como expresión de la cosmovisión de sus compositores proletarios, las letras de estas canciones [el vals criollo] suministran una excepcional corroboración de la primacía de la resignación, del fatalismo, del respecto a las jerarquías y de la dependencia personal en el sistema de valores de las masas urbanas” (1982: 89). El autor utilizó para su análisis una muestra de los valses más populares entre 1910 y 1940 reunidas por medio de entrevistas y de las revistas de Lima y La lira limeña.
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7. El nuevo enfoque etnográfico: texto y contexto La década de 1980 trajo una nueva etapa en los estudios sobre música tradicional y popular en el país. Si bien el antecedente inmediato de Josafat Roel hacia fines de la década de 1950 había introducido ya un nuevo sentido de objetividad y trabajo sistemático en al análisis de la música, aparte de los intentos de Pagaza Galdo y Villareal Vara, no se logró una continuidad. La vieja división de la etnomusicología entre una visión más antropológica, caracterizada por una mayor atención hacia el contexto cultural y sus significados extramusicales, y otra más cercana a lo puramente descriptivo y al análisis de la música como texto y estructura sonora (y temas secundarios como el estudio de los instrumentos musicales, por ejemplo), se hizo presente también en el Perú. Sin embargo, ni unos ni otros ignoraron por completo el contenido sonoro, por un lado, o el contexto sociocultural, por el otro, siendo más bien una cuestión de énfasis el distinguir la diferencia. a. La música como texto Las publicaciones de Américo Valencia sobre los sikuri aymaras de la década de 1980 (1980, 1981, 1983, 1989 a y b), fueron un ejemplo de un tipo de estudio sistemático y descriptivo sobre un instrumento (la zampoña) y el grupo musical que se constituye alrededor de aquél en un contexto determinado, pero sin ahondar demasiado en los datos sobre el contexto cultural en que éste se desenvolvía, ni en las subjetividades del propio intérprete como tal. Su libro de 1989, ganador del Premio de Musicología Casa de las Américas, es un tratado que cubre, retomando trabajos previos, tanto la clasificación y la descripción detalladas de la morfología del instrumento, como sus antecedentes arqueológicos. En los restantes capítulos trata sobre las diferentes agrupaciones conformadas por la zampoña como los sikuri de la isla de Taquile, los chiriguanos de Huancané, los ayarachi de Paratía, y los pusamorenos. Por su amplia perspectiva, y por su narrativa sistemática y objetiva, parecería ser el estudio conclusivo desde el punto de vista de la musicología sobre las flautas de pan del altiplano peruano.18 La antropóloga holandesa Elisabeth den Otter (1985) hizo lo propio con los instrumentos y géneros musicales del Callejón de Huaylas, en Áncash, aunque sin incluir el ámbito de los migrantes en Lima. El libro de den Otter es una etnografía musical del valle en cuestión que incluye precisas descripciones sobre la morfología de los
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Hay una larga tradición de estudios sobre los siku y los sikuris en el Perú. Para mayor información sobre ellos véase la antología de artículos al respecto publicada en la revista del Centro Universitario de Folclore de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos (Acevedo 2007).
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instrumentos musicales, y detalladas reseñas sobre cómo se representan las numerosas danzas y coreografías tradicionales del mencionado valle, aunque sin ahondar en lo más mínimo sobre las actitudes o pensamientos de las personas involucradas en su práctica social. Como inventario cultural, sin embargo, constituye un registro completo sobre la cultura material musical y el calendario festivo de la región, el único existente hasta hoy. El interés por los géneros musicales andinos también produjo la aparición de varios estudios importantes. Varios de ellos alrededor de uno de los géneros de mayor raigambre indígena como el harawi precolombino y, asimismo, del yaraví mestizo arequipeño. En el mismo año que den Otter publicó su libro sobre el Callejón de Huaylas, Jesús Cavero (1985) publicó una muy informada monografía sobre el harawi, que persiste hasta hoy en las localidades rurales del sur andino. Antes de ello Carpio Muñoz escribió sobre el yaraví arequipeño (1976 [1974]) para continuar con una monografía sobre todos los géneros musicales populares de Arequipa (1984). Poco tiempo después José Varallanos publicó El harahui y el Yaraví: dos canciones populares peruanas (1989), comparando dos géneros muy mentados pero poco atendidos. Si recordamos que Josafat Roel había escrito un estupendo artículo sobre el huayno cuzqueño en 1959, podríamos concluir que el huayno y el harawi/yaraví son los géneros musicales andinos que han recibido mayor atención parte de la etnomusicología en el Perú, sin que eso signifique que este campo haya sido cubierto en su integridad. Otros géneros recibieron también la atención de antropólogos peruanos como el waylarsh de los Andes centrales, que fue documentado en un libro por José Carlos Vilcapoma (1995), constituyendo la principal fuente de información sobre el mismo hasta hoy. El antropólogo Román Robles Mendoza fijó su atención en uno de los grupos instrumentales más difundidos en los Andes peruanos, “la banda”, formado por instrumentos de viento y de percusión, centrando su atención en sus manifestaciones en el sur de Áncash (2000). En cuanto a los instrumentos musicales, Arturo Pinto reportó en 1987 sobre los diferentes estilos de afinar la guitarra ayacuchana, en un intento por documentar una diferencia fundamental entre el uso de la guitarra andina y la guitarra occidental. En los años 1986-87 el etnomusicólogo estadounidense Dale Olsen, de la Universidad de Florida (Tallahassee) publicó una serie de artículos sobre las características musicales del arpa en el Perú, diferenciando y describiendo los distintos estilos de tocar este instrumento en el Callejón de Huaylas y Huánuco; en los Andes del norte, en los Andes centrales y en el valle del Mantaro; en Ayacucho, en los Andes del sur; en el área de UrubambaAbancay, en Chancay en la costa central; y en la ciudad de Lima (Olsen 1986-87: 4850). Este es un magnífico ejemplo de cómo se utilizan las técnicas de trabajo de campo antropológico para obtener información etnográfica sobre un artefacto cultural, en este caso un instrumento musical. No para establecer un diseño de dispersión geográfica
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cultural, o para establecer sus orígenes, ni para analizarlo simbólicamente de acuerdo con una supuesta cosmovisión de sus agentes, sino para establecer simplemente las formas y los estilos musicales que lo caracterizaban. La concentración en los aspectos sonoros del utensilio cultural daba por sentado que el estudio de su entorno sociocultural sería labor de otros investigadores, y que la investigación del aspecto musical era en sí mismo un aporte al estudio de la cultura, de la misma forma que el estudio de los mitos y de los rituales. Esa era, en efecto, la justificación de los etnomusicólogos que enfatizaban más el texto que el contexto. Una manera alternativa de tratar de combinar el estudio sistemático de la música sin perder de vista el contexto cultural se ve en publicaciones como Chayraq! Carnaval Ayacuchano (Lima, 1988) de Chalena Vásquez y Abilio Vergara, en la cual la mitad del libro consiste en una descripción etnográfica del carnaval ayacuchano y la otra en un análisis detallado sobre los instrumentos y las canciones del mencionado carnaval. Sin descartar la utilidad de este tipo de procedimiento expositivo, persiste sin embargo una división tajante entre música y contexto que no es superada por el hecho de aparecer juntas en un mismo libro. Muchos otros antropólogos como por ejemplo los hermanos Montoya (1987) intentaron una compensación similar en sus trabajos. En su caso, agregaron un apéndice con la transcripción musical de las 333 canciones de su recopilación (1981). Las historias de vida no han sido ajenas a esta literatura. Aunque no son muchas, las vidas de los músicos Máximo Damián (Gushiken 1979), Jaime Guardia (Instituto Nacional de Cultura 1988) y Ranulfo Fuentes (Vásquez 1990) han sido transmitidas a través de sus respectivos autores con bastante riqueza narrativa. Siguiendo el mismo objetivo, pero sin optar por elegir músicos de renombre nacional, los autores Juan Javier Rivera Andía y Adriana Dávila Francke presentaron los testimonios de dos músicos del valle de Chancay, obtenidos a través de un sesudo trabajo antropológico (2005). b. La música como contexto Si hay que nombrar al primer antropólogo peruano que vio en la música algo más que estructuras sonoras, situándola en su debido contexto cultural, debemos nombrar sin ninguna duda a José María Arguedas. La distinción entre lo indio y lo mestizo, que para Arguedas era fundamental para entender el mundo andino, tenía en la música una de sus representaciones fundamentales. En Canto Kechwa (1989 [1938]) Arguedas hace preceder una antología de textos de canciones de un “ensayo sobre la creación artística del pueblo indio y mestizo”, en donde la música aparece como no solo el principal vehículo de expresión estética de ambos grupos andinos, sino como un indicador étnico. En este ensayo, Arguedas define al huayno indígena como “épico y sencillo”, y luego añade que “este mismo wayno, el mestizo lo hace más melódico y suave” (1989
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[1938]: 14). La música andina entonces, se convierte en parte del entorno cultural de los indígenas por un lado, y de los mestizos por el otro. Y más aún, Arguedas añade un tercer grupo consistente en los “señores” de los pueblos andinos, también llamados “señoritos”, que se distinguen por “bailar tangos, paso-dobles, one-steps, rumbas y otros bailes extranjeros” (1989 [1938]: 16). La unión de “lo andino” alrededor de la fiesta y el ritual es reconocida por Arguedas cuando describe cómo todos estos grupos sociales (indios, mestizos y señores) se unen en la celebración: “¡Y ahí están, mistis, mestizos y cholos, cantando con la misma voz y alegría! Pero al día siguiente el señor, la niña y el niño, mirarán, despreciando, al indio que pasa por la calle. Capaz en su conciencia se pesarán de haber cantado y bailado con tanto regocijo el carnaval del pueblo” (1989 [1938]: 16). Este tipo de distinciones se observa a lo largo no solo de toda la obra antropológica de Arguedas, sino de su producción literaria. Lo especial de la visión de Arguedas con respecto a la música andina está en que no es posible aislarla de otros aspectos socioculturales. La música está totalmente entrelazada con los otros aspectos de la sociedad andina formando un conjunto sólido y compacto en donde no es posible entender un hecho separado del otro. La visión en conjunto también se manifiesta en un concepto que en su tiempo resultaría precursor y muy reiterado en la literatura antropológica, que consistía en lo que él llamaba “de lo mágico a lo popular, del vínculo local al nacional”, que fuera el título de un artículo suyo en El Comercio (Arguedas 1968). A través de esta figura, Arguedas se refería a cómo la música (y la danza) de los rituales andinos iban independizándose de su contexto religioso, para ser socializados en un ambiente más secular y cotidiano, al mismo tiempo que trascendían sus lugares originarios para migrar junto con sus protagonistas hacia las grandes ciudades, para desde allí difundirse hacia toda la nación. Eso quiere decir Arguedas cuando afirma, como ejemplo, que “el huaylas, y el huayno, mucho más que esos objetos decorativos [se refiere a las artesanías andinas], están en camino de convertirse en patrimonio cultural, en vínculo nacionalizante de los peruanos”. Era otra manera de decir “de campesino a ciudadanos”, pero definitivamente fue indicativo de un proceso sociomusical que solo lo retomarían los antropólogos (junto con algunos sociólogos) a partir de la década de 1980 con el auge de la música chicha. La difusión de la música andina a nivel nacional, gracias al auge del disco comercial a fines de la década de 1970, motivó a Arguedas a realizar trabajo de campo para estudiar cuántos discos se distribuían en el distrito de Chosica, y qué géneros eran los preferidos por una primera generación de consumidores migrantes, para los cuales la música era un producto fundamental para reforzar sus lazos comunitarios (Arguedas 1969). Una de las primeras publicaciones en abordar el tema de la música a través de una investigación de campo de largo aliento en una comunidad específica fue Moving Away
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from Silence (1993b) de Thomas Turino, etnomusicólogo de la Universidad de Illinois, Urbana, y nunca traducida al castellano. Turino cumplió con un periodo convencional de trabajo de campo en la comunidad aymara de Conima, Puno, a mediados de la década de 1980, para estudiar la dinámica social y cultural que se generaba alrededor de los conjuntos de sikuris. Turino se insertó como intérprete de un grupo de sikuri de la comunidad y participó de sus ensayos, aprendiendo los sistemas de composición musical colectiva, y siendo parte de las fiestas y los rituales. Su investigación la realizó tanto entre los comuneros de Conima como entre sus pares migrantes en Lima, siguiéndolos de regreso a su propia comunidad de origen durante los tiempos festivos. Turino se situó en una perspectiva antropológica, analizando temas clásicos de la disciplina como la etnicidad y la migración rural-urbana, combinándola con una atención especial a la música como una expresión en donde la organización social y las proyecciones políticas de la comunidad iban tomando forma. En este sentido, el libro de Turino, así como todos los artículos que se desprendieron de su trabajo de campo en este periodo (1983; 1984; 1992; 1993a), es un ejemplo de cómo la etnomusicología se constituye en una antropología de la música cuando se analiza a ésta dentro de su contexto cultural, y no como un entretenimiento que no afecta otros dominios (el social, el político, el económico), sino que en determinados momentos y circunstancias puede cumplir un rol activo e inclusive llegar a influenciar su propio entorno. En el mismo año se publica en el Perú el libro Música, danzas y máscaras en los Andes (Romero 1993), una antología de varios artículos de investigación sobre diversos estudios de casos en los Andes, basados en un trabajo de campo sistemático desde la antropología, que buscaban demostrar la relación entre los procesos sociales y culturales con la música y sus contextos fundamentales (fiesta-ritual-danza). En él aparecieron artículos del mismo Thomas Turino vinculando el estilo social con la creación musical entre los aymara, de Zoila Mendoza sobre cómo el poder, prestigio y masculinidad se manifestaban en una danza cuzqueña, de Gisela Cánepa Koch acerca de la memoria colectiva de la muerte del Inca en dos danzas de Cajamarca, y de Manuel Ráez Retamozo sobre la percepción del tiempo festivo y la música en el valle del Colca, Arequipa, entre varios otros más. Los artículos recopilados en este libro fueron más allá de la mera descripción para ubicar el fenómeno musical dentro de su propio lugar y contexto cultural apreciando los contenidos simbólicos que iban más allá del mundo de los sonidos y del movimiento. La serie de publicaciones editadas por el Instituto de Etnomusicología de la Pontificia Universidad Católica del Perú, fundado en 1985, también avanzaron por esta línea y contribuyeron a aumentar el conocimiento etnográfico sobre las músicas regionales. En Identidades representadas (Cánepa 2001) se compilaron una serie de artículos sobre música y danzas tradicionales vistas desde la antropología contemporánea y teniendo
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como concepto el impacto de las representaciones culturales central a las identidad locales y regionales. Antropólogos peruanos como Zoila Mendoza (sobre las danzas y etnicidad en Cusco), Marisol de la Cadena (autenticidad y desindianización en Cusco), Manuel Ráez (géneros y representaciones), Alex Huerta-Mercado (el humor en las representaciones andinas), Alex Diez (cambios periféricos y estructurales en las fiestas de Piura), María Eugenia Ulfe (sobre el carnaval en tres regiones andinas), y Gerardo Castillo (el rol que cumple el alcohol en las fiestas andinas), colaboraron en este libro que reforzó la visión del estudio de la música, de las danzas y las fiestas, como objetos válidos de investigación antropológica, y campos de análisis únicos en donde era posible observar otros fenómenos socioculturales. En los años siguientes el Instituto auspició y publicó las publicaciones de varios antropólogos y etnomusicólogos que vieron en estos temas similares posibilidades, o la oportunidad de escribir etnografías en donde la música se presentaba dentro de su entorno sociocultural, como las de Ráez Retamozo sobre el valle del Colca (2002), las provincias bajas del Cuzco (2003), y la sierra de Lima (2005); y la de María Eugenia Ulfe sobre Ayacucho (2003). A esta serie se le suman los libros de Manuel Arce sobre las danzas de las tijeras (2006), la música de Taquile en Puno por Xavier Bellenger (2006), y la navidad en San Francisco de Querco en Huancavelica de Claude Ferrier (2008). Los estudios sobre la fiesta andina, siempre sin perder la música como parte central de ésta, que desde diferentes y novedosos ángulos (memoria, género, tiempo y espacio, juventudes y el trabajo colectivo) realizaron varios antropólogos investigadores vinculados al Instituto en el libro Fiesta en los Andes: ritos, música y danzas del Perú (Romero 2008), cierra una etapa en este sentido. Luego el Instituto exploraría el fenómeno de la música urbana en obras como Fusión: Banda sonora del Perú (2007) de Efraín Rozas, y la raíz andina en estilos citadinos como en Andinos y tropicales (2007) de Raúl R. Romero, las identidades afroperuanas en Ritmos negros del Perú, de Heidi Feldman (2009), y la música migrante en El huayno con arpa (2010) del etnomusicólogo suizo Claude Ferrier. Entrando al siglo XXI Raúl R. Romero publica Identidades múltiples: memoria, modernidad y cultura popular en el valle del Mantaro (2004 [2001]), en donde se analiza cómo la música juega un papel central en la construcción de una identidad regional en el valle del Mantaro, Junín. Romero analiza su desarrollo a lo largo del siglo XX, utilizando los conceptos de memoria social, la dinámica entre tradición y modernidad y la categoría de autenticidad, como puntos de análisis que convergen al explicar el peculiar caso de mestizaje cultural que se aprecia en esta región andina. A través del reconocimiento de distintos tipos de “pasado” tal como es entendido entre los pobladores del valle, Romero distingue un pasado indisputado constituido por el ritual, un pasado agrícola o precapitalista como es ilustrado por la coreografía de
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waylarsh, y un “pasado moderno”, que solo se remonta a inicios del siglo XX, que considera la orquesta típica del valle formada por saxofones y clarinetes como la representación de la real y “auténtica” cultura wanka. El autor incluye en su análisis las prácticas culturales de los migrantes del valle en la ciudad de Lima, y sus territorios conquistados en la capital, para finalmente de-esencializar al mestizo del valle y definirlo como un ser cosmopolita que no teme experimentar con diversas herencias culturales además de la suya. Alrededor de los mismos años, el etnomusicólogo estadounidense Jonathan Ritter, de la Universidad de California, Riverside, publicó un avance de su tesis doctoral sobre las canciones de carnaval ayacuchanas en el contexto del clima de violencia política que se vivió en esa zona en la década de 1980, en “Siren Songs: Ritual and Revolution in the Peruvian Andes” (2002 —sin traducción al español). En el artículo, Ritter, basándose en un largo periodo de investigación de campo en la provincia de Víctor Fajardo, investiga cómo se realizaban los tradicionales concursos de canciones de carnaval durante la época del auge de Sendero Luminoso en la zona. El autor estudia las canciones de carnaval, denominadas pumpin, en este contexto, ya que de esta dinámica provienen sus concepciones de modernización y desarrollo. A diferencia de algunas visiones en donde se veían a estas canciones como propaganda de Sendero Luminoso, o como expresiones del natural inconformismo del campesino ayacuchano, Ritter trata a este fenómeno como un espacio en donde se pueden analizar las visiones políticas e ideológicas del campesinado. La etnicidad, la migración, la autenticidad, la violencia política, la memoria, la identidad y los procesos de revitalización cultural, entre otros temas (incluyendo el clásico relato etnográfico basado en un sólido trabajo de campo), han sido vistos a través del estudio de la música por los investigadores que han privilegiado el enfoque antropológico. Este enfoque consiste en ver a la música como un área en donde los distintos procesos sociales y culturales son negociados, debatidos y puestos en práctica. Han visto a la música como un fenómeno que consiste no solo en su producto final (los sonidos estructurados) sino que es construido socialmente convocando a personas y grupos humanos. No existe una expresión musical sin una audiencia que la reciba y lea en ella códigos y mensajes con las que se identifica y que muchas veces la utiliza para la acción social. En muchas de las comunidades andinas de nuestro país, a falta de intelectuales orgánicos, y de obras que expresen ideología a través de un lenguaje escrito, la principal, y a veces la única manera de expresión de las aspiraciones de una comunidad, un pueblo, o un sector social, es la música y sus contextos fundamentales como el ritual, la fiesta, y la danza. Los músicos y los danzantes se convierten en aquéllos intelectuales orgánicos que en otras condiciones sí llegan a jugar un papel más visible, escribiendo libros, artículos, novelas, o liderando movimientos sociales
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reivindicativos.19 La música exige un triple esfuerzo de traducción por parte del investigador. Por un lado, está su aspecto sonoro, y por el otro el aspecto sociocultural que deviene de su proceso de producción, que constituye un hecho social que afecta a las personas. El contexto en que se desenvuelve es la otra dimensión que completa el universo en que la música debe ser vista desde el enfoque de la etnomusicología. 8. Etnografía e historia: reconstruyendo herencias culturales Uno de los retos más difíciles en cuanto al estudio de las tradiciones musicales que llegaron a desaparecer de la práctica popular para luego experimentar un proceso de revitalización cultural, es justamente cómo combinar el estudio de lo contemporáneo con el del pasado. El caso de las tradiciones musicales que nos refieren al ámbito de la cultura popular criolla es particularmente ilustrativo. Las primeras expresiones de la música criolla aparecieron desde fines del siglo XIX, cuando no existía la disciplina de la antropología, ni de la etnomusicología como tales. No es casualidad que la principal fuente sobre el desarrollo de la música criolla en el siglo XX sea la del historiador Jorge Basadre (1968), y más recientemente un testimonio escrito del intérprete César Santa Cruz (1977). Dado que aun existen sobrevivientes de aquéllas épocas, los testimonios orales y las entrevistas son también fuentes para estudiar lo criollo tal como se manifiesta en la música popular. Un ejemplo de cómo es posible desde el campo de las ciencias sociales abordar el estudio del repertorio criollo de principios de siglo XX lo establece Steve Stein (1982) al analizar los textos de varios valses criollos y a través de ellos tratar de entender los valores de la clase trabajadora de inicios del siglo. La conclusión de Stein es que los sectores obreros expresaban a través del vals una actitud de conformismo y resignación que revelaba una aceptación del statu quo de la época. La música entonces, servía para manifestar las aspiraciones, o en este caso, las frustraciones, de un sector social concreto. El primer enfoque antropológico de la historia de la música criolla lo elabora José Antonio Lloréns a través de una publicación editada por el Instituto de Estudios Peruanos en 1983. En ella el autor, más que proporcionar datos originales, recoge las informaciones dispersas en publicaciones de muy variado formato para sintetizarlas en
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Si bien este artículo se centra solo en títulos en etnomusicología, no podemos dejar de recalcar la importancia de los recientes estudios antropológicos sobre danzas y coreografías andinas que rozan el aspecto musical en más de un aspecto, y es un campo en el que también se puede apreciar el liderazgo social de sus protagonistas. Véase Roel (2000) para mayor información.
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un texto que desde la antropología los reinterpretaba contemporáneamente. También el hecho que el libro Música popular en Lima: criollos y andinos fuera publicado por una institución dedicada especialmente a las ciencias sociales constituyó un reconocimiento al tema de la música como un objeto de investigación importante para las ciencias sociales, a pesar de que se tratara de una expresión cultural cuyos hitos de mayor impacto social estuvieran más en la historia que en la cultura viva contemporánea. La llamada música afroperuana también comparte con la criolla el hecho de haber desaparecido de la práctica popular antes de mediados del siglo pasado, para resurgir como parte de un conciente proceso de reconstrucción cultural a partir de la década de 1950. Dicho proceso es presentado por Raúl R. Romero, en “Black Music and Identity in Peru: Reconstruction and Revival of Afro-Peruvian Musical Traditions” (1994 —sin traducción al español), en un artículo que buscaba demostrar que la música afro-peruana era producto de un proceso de revitalización cultural llevado a cabo principalmente por José Durand, y los hermanos Nicomedes y Victoria Santa Cruz. Éstos lo hicieron más que en sentido literario, llevando al escenario nuevas versiones de danzas con una coreografía reconstruida y una música restaurada según versiones tomadas de los pocos viejos intérpretes de los estilos afroperuanos, y de los ensayos de autores pioneros como Fernando Romero (1939a, 1939b, 1940). Es muy importante reconocer que la tesis doctoral que escribió el etnomusicólogo William D. Tompkins en 1982, y que fue traducida al castellano en 2011, constituye la primera investigación de largo alcance sobre el tema. En este estudio el autor elabora un trabajo histórico y descriptivo partiendo de la situación del negro en el Perú en el siglo XVI, hasta la descripción de cómo se manifestaban hasta la década de 1980 géneros considerados para entonces afroperuanos como el festejo, el landó, el toromata, el hatajo de negritos, y otras formas de menor difusión. Los datos recogidos y organizados por Tompkins fueron muy valiosos, y es una pena que por ser de difícil acceso su tesis original haya sido conocida por muy pocos en el Perú hasta que fue finalmente traducida casi 30 años después de su presentación. En la misma línea que los anteriores trabajos la etnomusicóloga estadounidense Heidi Feldman desarrolló una investigación de mayores dimensiones y con una óptica más contemporánea, cuyos resultados fueron publicados en su libro Ritmos negros del Perú (2009 [2006]). En él la autora, en base a una exhaustiva investigación de campo, y de documentación histórica, narra con detalle la iniciativa de José Durand de independizar el repertorio afroperuano del criollo a través de representaciones y puestas en escena teatrales, los posteriores esfuerzos de Victoria Santa Cruz por teorizar sobre la esencialidad de los ritmos étnicos y sus históricas reconstrucciones coreográficas, y las investigaciones y recopilaciones de campo que Nicomedes Santa Cruz difundió intensamente por los medios de comunicación en el Perú principalmente durante las
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décadas de 1960 y 1970. Básicamente el libro de Heidi Feldman trata sobre lo que ella misma llama “la desaparición, el renacimiento y la globalización de la música afroperuana”, y por lo tanto finaliza con sendos capítulos sobre cómo el conjunto Perú Negro aplica al mercado de los medios los avances del rescate cultural de los hermanos Santa Cruz y la manera en que Susana Baca se incorpora a través de lo afroperuano al mercado del World Music. Un estudio de caso más concreto ha sido abordado por Rosa Elena Vásquez (1982) al estudiar el baile de Los Negritos en el distrito de El Carmen, en la provincia de Chincha, en la costa peruana. A través de un periodo de trabajo de campo en dicho distrito Vásquez documentó una de las pocas tradiciones de afroperuanos que persistían como una actividad comunitaria en un contexto rural. Uno de los personajes más conspicuos de la danza, Amador Ballumbrosio, el violinista del conjunto musical de la celebración y uno de los principales líderes y organizadores, pasaría luego a ser considerado como uno de los más importantes herederos y promotores de esta tradición. Asimismo, Rafael Santa Cruz, músico e investigador del folclore afroperuano, plasmó en El cajón afroperuano (2004) una visión histórica y una narración descriptiva de cómo se manifiesta la musicalidad y personalidad de el cajón en el Perú contemporáneo. Lamentablemente no han aparecido otros estudios de caso en este campo, siendo las minorías étnicas, y la identidad, dos de los temas preferidos por la antropología. Si bien en el campo político las comunidades afroperuanas están logrando reconocimiento al mismo nivel que los pueblos andinos y amazónicos, podemos notar que los antropólogos no han prestado la debida atención a la música como una de las principales expresiones culturales de las poblaciones afroperuanas, siendo que todos los títulos aquí mencionados han sido de autoría de músicos investigadores y etnomusicólogos. 9. La música y los nuevos movimientos sociales urbanos La migración rural urbana impactó la ciudad de Lima a partir de la mitad del siglo XX, y con ella la música andina se convirtió en el principal medio de búsqueda de cohesión social para los nuevos limeños en el ambiente hostil de la gran capital. El único antropólogo que observó este fenómeno con ojos de investigador fue José María Arguedas quien dedicó varios de sus clásicos artículos, en La Prensa de Buenos Aires en la década de 1940 y en El Comercio en la década de 1960, a los coliseos (el local en donde se juntaban los migrantes a celebrar su música y su cultura los fines de semana) y a varios de los artistas andinos que, convertidos en estrellas urbanas con un público masivo de seguidores, se convertían en íconos de la cultura migrante en Lima (reproducidos en Arguedas 1975, 1977).
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Recién en el año 1981 los antropólogos Lucy Núñez y José Antonio Lloréns rescataron para la disciplina el tema de la música de los migrantes como principal expresión cultural en la gran urbe, en el artículo “La música tradicional andina en Lima metropolitana”, publicado en la revista de alcance hemisférico América Indígena. Los autores hicieron una combinación bien lograda entre un recuento histórico sobre la música migrante en el siglo XX, y la investigación basada en la observación participante de la música migrante tal como se la podía observar en la década de 1980. El artículo presentó una visión integradora y muy completa del fenómeno y es hasta hoy día el título de mejor lectura sobre el tema. Años después el etnomusicólogo estadounidense Thomas Turino se basó en este artículo y en sus propias experiencias en el Perú para escribir una versión en inglés sobre este fenómeno en el artículo “The Music of Andean Migrants in Lima, Peru: Demographics, Social Power and Style” (1988 —sin traducción al español), añadiéndole en el título conceptos científico sociales contemporáneos para captar la atención de los antropólogos anglosajones. La pieza resultó bastante parecida al artículo de Núñez y Lloréns en cuanto a la visión panorámica, y la mezcla entre resumen histórico y observación etnográfica. Este artículo, sin embargo, es el que leen los lectores de habla inglesa cuando se trata de introducirse al tema de la música migrante en el Perú, dado que el de Núñez y Lloréns nunca se tradujo al inglés. Quizás una de las fuentes menos reconocidas pero más importantes sobre la música migrante en Lima haya sido la tesis que presentó el músico Alejandro Vivanco para graduarse de antropólogo en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos (1973). En ella Vivanco describió con un gran detalle la época de los coliseos, de las primeras radios dedicadas a la música andina en Lima, los primeros discos y sus intérpretes, entre muchos otros temas. En cuestión de datos primarios, dicha tesis es aun insuperable por la cantidad de información que brinda sobre aquellos años. Tenemos al frente un trabajo realizado por un músico provinciano que laboraba como tal en la gran ciudad, y que al mismo tiempo era estudiante de antropología en una de las principales universidades del país. A pesar del éxito de estos trabajos, el tema de la música de los coliseos, y de los clubes y asociaciones provincianas en Lima no tuvieron mayor seguimiento entre los antropólogos, en cuanto a estudios sistemáticos y académicos, aunque sí fue un motivo para numerosos artículos periodísticos. El tratamiento que se le deparó al tema fue, entonces, más anecdótico que exhaustivo. Los antropólogos siguieron viendo a la música andina urbana con cierto exotismo, perdiendo de vista la enorme importancia cultural que tenía y que sí fue vista por Arguedas desde la década de 1940. La música tradicional andina sigue jugando un rol central en Lima metropolitana tanto en sus versiones urbanas comerciales (disco, radio, conciertos masivos) como
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a través de la reproducción de rituales y fiestas tradicionales del calendario anual andino en Lima, y por lo tanto merecería seguir siendo objeto de investigación por la antropología. Sin embargo, el auge de géneros como la música chicha (o cumbia peruana) en la década de 1980 despertó un inusitado interés por parte de los antropólogos peruanos quienes dejaron atrás todo interés pasado por el tema. Artículos como los de Carlos Iván Degregori en revistas de lectoría académica como La Revista (1981) y Cultura Popular (1984), el de Jaime Rázuri en Debate (1983), y pocos años después en Anthropologica por Raúl R. Romero (1989), pusieron el tema sobre el tapete, pero fue seguido solamente por otros artículos de corto aliento y en lenguaje periodístico o de reportaje.20 Recién en 1990 el etnomusicólogo Thomas Turino, con datos que recogió durante su estadía en el Perú a mediados de la década de 1990, escribió “Somos el Peru: Cumbia Andina and the Children of Andean Migrants in Lima, Peru” (1990 —sin traducción al español), en el que describía con lenguaje académico y sistemático el fenómeno de la cumbia peruanizada. Doce años después Raúl R. Romero actualizó el tratamiento del tema en un artículo escrito en inglés para una publicación norteamericana, publicada en español recién en el 2007 bajo el título de Andinos y tropicales: la cumbia peruana en la ciudad global. No podía pasar mucho tiempo antes de que apareciera finalmente un libro en el Perú sobre este género, Chicha peruana: música de los nuevos migrantes, escrito por el antropólogo Wilfredo Hurtado (1995), que diera cuenta de su historia y de su repertorio. Una vez más, el autor tuvo que remontarse a los precursores de la “música chicha” en la década de 1960, a su auge durante la de 1980, hasta llegar a los nuevos protagonistas de este movimiento popular en la década siguiente. Existen muchos artículos en revistas y boletines sobre el tema, pero la mayoría reproducen el mismo patrón que sus antecesores, sin desarrollar hipótesis que vayan más allá de la descripción del fenómeno. Otras tendencias musicales como el rock y el jazz en el Perú han merecido muy poca atención desde la antropología, pero constituyen fenómenos igualmente sociales tanto como los demás, y de hecho son temas clásicos de la etnomusicología universal. Si bien los antropólogos profesionales no le han prestado mayor atención al rock peruano, la cantidad de tesis universitarias sobre el tema es muy respetable, tanto como las dedicadas a la “música chicha”. Es interesante notar esta brecha entre
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A través de los años han seguido publicándose artículos cortos de divulgación sobre el fenómeno social la música chicha por parte de científicos sociales, confirmando una literatura muy dispersa pero poco articulada. Véase por ejemplo a Montoya (1996), Quispe (2000-01), y Bailón (2004), entre muchos otros.
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el antropólogo (y el sociólogo también) ya asentado en su silla de profesor, con las ansias de los estudiantes por escudriñar nuevos temas, muchos de ellos que caen en la esfera de la etnomusicología. Cualquier iniciativa para estudiar el rock en el Perú desde una perspectiva antropológica no podrá dejar de lado los libros de Pedro Cornejo (2002) y de Carlos Torres Rotondo (2009), los cuales presentan una visión histórico social del rock en el Perú, con datos e informaciones recogidas en entrevistas y archivos públicos, que en su conjunto nos revelan un movimiento musical orgánico que nace desde la década de 1960 y que continua hasta hoy día con una audiencia que ya consiste en varias generaciones. La nacionalización del rock en diversos países de América Latina, es un tema sobre el cual se ha publicado muchísimo desde la esfera tanto de las ciencias sociales como de la etnomusicología. A los libros anteriores hay que añadir el relato casi autobiográfico, muy bien escrito, del artista Daniel F. (2007), sobre el llamado rock subterráneo. El autor, activo en la escena del rock desde 1983, nos ofrece a través de una clara narrativa un testimonio de cómo ve él el desarrollo del rock en los últimos 25 años en el Perú. Otros tipos de música urbana de importancia aunque con públicos minoritarios como el jazz peruano, por ejemplo, también tienen una larga historia medida al menos en décadas. El jazz, si bien se manifiesta en el Perú desde principios del siglo XX, es a partir de la década de 1970, que empieza un periodo contemporáneo y que culmina en los últimos años con un resurgimiento que convoca a jóvenes y público de todas las edades. A pesar de tener una audiencia limitada, el jazz como influencia musical en otros géneros peruanos como los criollos y los afroperuanos, ha tenido una gran importancia. Al igual que el rock, el jazz se tiende a fusionar con ritmos peruanos, lo que lleva a la práctica de estos géneros, de orígenes foráneos, a ser parte de movimientos sociales que van en búsqueda de una identidad nacional dentro de un contexto de globalización y modernización. En esta línea se desarrolla el ensayo de Jorge Olazo sobre el jazz peruano (2002), y el del antropólogo Efraín Rozas sobre los géneros que, en general, fusionan ritmos peruanos, sean andinos o afroperuanos, con géneros como el rock y el jazz (2007). 10. La futura etnomusicología A pesar de que la bibliografía actualmente existente sobre la música tradicional y popular en el Perú es muy respetable en cantidad y en contenido, el campo de la etnomusicología ha sido uno de los menos trajinados por los científicos sociales. Algunas razones para ello son históricas, obedeciendo a grandes corrientes mundiales que
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determinaron que en algún momento los antropólogos dejaran de interesarse en la música (y en las demás artes en realidad) como parte de los fenómenos sociales que estudiaban, permitiendo que otras disciplinas más especializadas se ocuparan de ella. En el Perú, la exclusión de la música como parte importante del análisis sociocultural que el antropólogo debía realizar en su trabajo profesional, se dio desde muy temprano. La única excepción fue la del antropólogo José María Arguedas, cuyo interés por la música y las demás artes populares ya hemos comentado y es más que evidente en su producción académica y literaria. Pero luego, los antropólogos que siguieron la tendencia de Arguedas constituyeron más la excepción que la regla. En el caso peruano, la antropología dejó el estudio de las expresiones tradicionales como la música, la danza, las fiestas y las artesanías al campo del Folclore, y el resultado es una copiosa producción bibliográfica que constituye sin duda alguna un imprescindible inventario cultural y una documentación etnográfica de numerosas tradiciones musicales, así como de las artes populares complementarias a ella. Sin embargo, el folclorista en el Perú ha sido fundamentalmente un aficionado ilustrado, generalmente formado en otra disciplina académica (abogados, arqueólogos, historiadores), que presentaba sus obras de una manera únicamente descriptiva, más a la manera de un ordenado coleccionista que a la de un etnógrafo ubicado en la disciplina antropológica. La tendencia que se observa hacia el futuro, es que la etnomusicología en el Perú se desarrollará más por el lado de la antropología de la música, que por la musicología sistemática. En otras palabras, que la investigación musical tenderá más hacia el estudio de la música en su propio contexto sociocultural, que hacia el análisis estructural de sus parámetros (melódicos, armónicos y rítmicos), sin sugerir que una tendencia sea más importante que la otra. Sin embargo, el análisis estructural es generalmente más inteligible para el músico que para los académicos en general, y todo parece indicar que este tipo de análisis quedará como un requisito interno de la investigación, y no como un tipo de exposición hacia una audiencia abierta. El estudio de la música en su propio contexto, por otro lado, está tomando mayor fuerza por el mayor crecimiento de la disciplina de la etnomusicología en el mundo, y en las investigaciones que se promueven desde esta perspectiva. La música ya no se considera un lenguaje independiente y desligado de su entorno, sino como un campo en donde se mueven intereses de liderazgo, poder, prestigio social, y en donde se debaten proyectos, a veces contrastantes, de identidades colectivas.
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Capítulo 7 IMAGEN Y VISUALIDAD EN LA ANTROPOLOGÍA PERUANA Gisela Cánepa
L
1. Preliminares acerca de la antropología visual
a antropología visual como subcampo de la antropología es relativamente joven en el mundo. Todavía en 1973 Margaret Mead, quién junto con Gregory Bateson exploraron de forma pionera las posibilidades del registro fotográfico y fílmico para la investigación de la conducta humana, se preguntaba con asombro e indignación acerca de las razones que podrían explicar lo que ella consideraba una “criminal negligencia” de la antropología de su época. A decir, la falta de interés o voluntad de aventurarse en las posibilidades que podían brindar los medios audiovisuales para la investigación etnográfica, así como para crear una memoria visual sobre la diversidad humana, cuyas múltiples manifestaciones estarían en un franco proceso de expansión. En su artículo “Visual Anthropology in a Discipline of Words” (1995 [1975]) ensaya una serie de explicaciones que abarcan (i) consideraciones de orden tecnológico, técnico y logístico —por ejemplo, el alto costo y las dificultades de trasladar equipos pesados al campo, la poca o inexistente energía eléctrica en la mayoría de lugares visitados y la imposibilidad de lograr sincronía entre imagen y sonido; (ii) cuestiones teórico metodológicas, entre las que destacan el hecho de que los antropólogos carecieran de entrenamiento en el uso de la cámara y de los lenguajes audiovisuales, así como que las sociedades estudiadas por los antropólogos estaban expuestas a importantes transformaciones de manera tal que muchos de sus repertorios culturales ya solo podían ser registrados como testimonios orales de lo que alguna
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vez existió; (iii) problemáticas éticas y jurídicas que tenían que ver con la protección de derechos en relación con los usos y la difusión del material audiovisual y de sus contenidos frente a la circulación masiva y comercial. La importancia e influencia de los enfoques funcionalistas y estructuralistas, así como de las propuestas interpretativas, centrados en los aspectos intangibles de la cultura como las estructuras sociales, la conciencia colectiva, la función social, los significados sociales y los valores culturales, todos aspectos ciertamente difíciles de ser captados por una cámara, constituyen otras razones que pueden explicar el poco interés de la antropología por la manifestaciones tangibles como la cultura material, el cuerpo o el espacio habitado, y consecuentemente el registro audiovisual (MacDougall 2006). Sin embargo, una serie de iniciativas han contribuido a la consolidación e institucionalización del campo de la antropología visual. Para ello han jugado un rol importante la exploración de usos alternativos de la cámara y de nuevas formas narrativas, basados en teorías de corte interpretativo y performativo, el renovado interés por los museos, la difusión a través de publicaciones especializadas, la realización de congresos y festivales, la creación de archivos audiovisuales etnográficos, la formación de programas académicos y la elaboración de producciones documentales (Brigard 1995 [1975]). Por otro lado, y a la par de los debates al interior de la propia antropología, la antropología visual se ha enriquecido y complejizado en su propuesta, incorporando asuntos importantes como la necesidad de problematizar la hegemonía de la que goza el sentido de la vista con relación a otros sentidos (Stoller 1989, Pink 2009), la importancia de retornar al museo como lugar antropológico, el requerimiento de introducir enfoques reflexivos y participativos en los proyectos de documental etnográfico (Ardèvol 1997) y la relevancia de introducir el estudio de la recepción (Martínez 1992). En este desarrollo han jugado un papel importante los procesos históricos acaecidos después de la segunda guerra mundial, que entre otras cosas han implicado cambios en las relaciones entre individuos y comunidades investigadas, por un lado, e investigadores y comunidades académicas, por el otro. Tomando en cuenta la migración, la transformación y popularización de las tecnologías audiovisuales, así como la constitución de la diferencia en argumento de reclamo político a la vez que de estrategia económica, se puede polemizar con Mead argumentando que la relevancia del registro visual está menos vinculada a la tarea del rescate para crear una memoria visual de la diversidad humana, que a la posibilidades que éstos brindan a grupos indígenas, otras minorías y grupos subalternos para la revitalización, visibilización y autoafirmación cultural y política. En ese sentido, se podría afirmar que la consolidación de la antropología visual responde menos a una voluntad expresa de querer responder al llamado que hiciera Mead, que a procesos
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sociales en curso que exigen la permanente puesta al día de las teorías y métodos de la investigación social. En relación con el caso peruano, es posible identificar un conjunto de trabajos de antropólogos locales y extranjeros que permiten hacer un balance del interés e importancia que ha tenido lo visual en la investigación y enseñanza académica en y sobre el Perú.1 A continuación presentaré un rápido recuento de estos textos. No se trata de un recuento exhaustivo, aunque nos permitirá identificar los temas y enfoques que han predominado hasta la fecha, así como la agenda que tenemos pendiente. 2. Hacía una antropología visual en el Perú a. Revisando la dicotomía entre literacidad y oralidad para entender el mundo andino Según el relato que narra el encuentro entre Atahualpa y Pizarro en Cajamarca, el padre Valverde le habría entregado la Biblia al Inca, quién la acercó al oído y luego arrojó al suelo al no poder oír nada. El hecho desencadenaría la ira de los españoles quienes sentenciaron a muerte al Inca. Este relato ha funcionado como el mito fundacional del orden colonial y ha contribuido a imaginar las relaciones entre indios y españoles, así como las especificidades de cada uno de ellos, en términos de la oposición irreconciliable entre una sociedad letrada y otra oral. De este modo, se han pasado por alto dos asuntos fundamentales que han impedido comprender en toda su complejidad la sociedad andina, así como las problemáticas, a veces paradójicas, pero intensas relaciones entre indios y españoles. Por un lado, se ha invisibilizado una importante tradición visual indígena presente en la cerámica, los murales, los textiles, los q’ero y los quipu, que constituyen un conjunto de manifestaciones de la cultura material que sigue produciéndose y teniendo vigencia hasta la actualidad. Esta tradición definitivamente reta la definición de la sociedad andina como esencialmente oral. La relevancia de esta producción visual se encontraba a su vez sustentada en una compleja concepción acerca de los sentidos, en la cual la visión tuvo una valoración distintiva frente a otros sentidos como los del tacto y el gusto, aunque complementaria con la del oído (Classen 1993).
1
Sin embargo, solo recientemente se ha dado inicio al proceso de institucionalización de una antropología visual en el ámbito nacional. El esfuerzo más significativo en este sentido ha sido la creación del Programa de Maestría en Antropología Visual de la Pontificia Universidad Católica del Perú en el año 2009.
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Una parte importante de las expresiones de cultura material y visual de origen prehispánico se han venido desarrollando hasta el presente y constituye un componente fundamental de la producción cultural e incluso económica de los grupos andinos, de modo que los científicos sociales tienen un campo amplio por explorar. La investigaciones de algunos antropólogos peruanos y extranjeros como Luis Millones y Mary Louise Pratt (1989), María Eugenia Ulfe (2011), Elayne Zorn (2004) y Frank Salomon (2006 [2004]) sobre las tablas de Sarhua, los retablos ayacuchanos, los textiles de Taquile y los quipus de Tupicocha, respectivamente, son apenas el comienzo de una importante agenda de investigación en la que se puede responder a preguntas acerca de la representación cultural, la formación de identidades y memoria, así como sobre la oralidad y la literacidad en la sociedad andina. Tal agenda requiere tanto de un esfuerzo de investigación de campo, como de creación de fuentes documentales que registren tal producción visual y la pongan a disposición de investigadores y público en general, ya sea a través de publicaciones, exhibiciones museográficas o colecciones. Esta es ciertamente una tarea que apenas se ha empezado a llevar a cabo. Por otro lado, la concepción dicotómica entre sociedad letrada y sociedad oral, como muchas otras dicotomías que han marcado los estudios andinos, han favorecido una concepción exotizada de la sociedad andina, al mismo tiempo que ha impedido prestar atención a aquellas prácticas y manifestaciones de la cultura material que en el contexto colonial y poscolonial han constituido espacios de intersección entre grupos sociales diversos. No solo los indígenas, sino también los españoles contaban con una importante tradición visual, que por lo demás, fue puesta al servicio de la empresa colonizadora y evangelizadora. En tal sentido, lo que Deborah Poole (2000a [1997]) denomina el mundo de imágenes andino se constituyó rápidamente en una importante arena de argumentación cultural, en la cual se ha venido negociando y definiendo cuestiones tales como las identidades étnicas, raciales y de género, la autoridad política, códigos morales y derechos de distinto orden. Trabajos como los de Thomas Cummins (2004) sobre los q’ero, de Juan Ossio (2004, 2008) sobre las acuarelas de Murúa y de Guamán Poma,2
2
El proyecto de investigación de los manuscritos de Murúa fue auspiciado por el Instituto Getty en sus áreas de Investigación, Conservación y Museo entre los años 2006 y 2008. La investigación, liderada por los investigadores Juan Ossio, Thomas Cummins y Barbara Anderson, contó con la colaboracón de Rolena Adorno e Ivan Boserup. El proyecto se ocupó del estudio de los dos manuscritos de Murúa, el Getty Murúa y el Galván Murúa, y su objetivo consistió en la realización de comparaciones entre ambos textos y el análisis de aspectos vinculados a sus respectivas realizaciones considerando aspectos tales como su estructura, sus elementos artísticos y técnicos, sus respectivas ediciones y los componentes de censura a ellas vincualdas. El proyecto culminó en el año 2008 con la exposición The Marvel and Measure of Peru: Three Centuries of Artists’ Histories,
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y los de la misma Poole sobre fotografía marcan importantes derroteros para la comprensión de complejos procesos interculturales en contextos de dominación colonial, y que aun requieren ser más explorados. Las manifestaciones visuales contemporáneas como la estética chicha, los diseños en objetos artesanales, los trajes regionales o de las estrellas del canto popular andino, la difusión de fiestas tradicionales andinas a través del DVD o de YouTube, la producción informal de programas en DVD de los cómicos ambulantes, el cine regional, entre otras, dan cuenta de la vitalidad del mundo de imágenes como arena de argumentación en el Perú actual. Trabajos como los de Oscar Espinosa (1998) y Norma Correa (2006) sobre la apropiación y el uso político y para la promoción turística de la TV y del Internet por parte de grupos amazónicos, nos permiten problematizar el poder performativo que los lenguajes visuales adquieren en el contexto de la popularización de las tecnologías visuales y de un orden dominado por el principio de la efectividad, así como también, ampliar nuestra mirada hacía aquellos grupos aun invisibilizados que conforman la diversidad cultural en el Perú. Por otro lado, el surgimiento de un mercado de moda étnica, así como la campaña “Cómprale al Perú” y la promoción de la marca “Perú”, han generado una importante producción de objetos de consumo y de relatos publicitarios en los que se observa un amplio uso de los repertorios visuales tradicionales. De tal modo que una variedad de formas, colores, diseños y texturas están siendo apropiadas y estilizadas esta vez en el marco de un consumo global. Resulta pues fundamental desarrollar una agenda de investigación y acción desde las ciencias sociales que tome en cuenta los procesos implicados en el mundo contemporáneo de imágenes. Es además importante hacerlo desde una mirada antropológica, es decir, desde una perspectiva intercultural sustentada en una tradición de investigación de campo que privilegie un enfoque del sujeto y su quehacer, y que incorpore la reflexividad del investigador. Esta reflexividad pasa por problematizar la propia hegemonía que la visión ha ejercido en el modo en que el hombre se ha relacionado con el mundo en la modernidad, para abrir la antropología visual a la consideración de los otros sentidos. Mientras que otras disciplinas como la publicidad y el marketing hacen amplio uso de lo sonoro, lo táctil y lo olfativo para generar preferencias, lealtades y sentidos de pertenencia e identidad, las ciencias sociales aun no han dado la debida importancia a los sentidos y a los modos en que estos operan para entender cómo se organizan la experiencia y las relaciones sociales.
1550-1880, la realización de un simposio internacional y la publicación de un facsímil acompañado de un volumen editado por Thomas Cummins y Barbara Anderson (2008).
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b. El mundo indígena y sus expresiones visuales Existe un cuerpo importante aunque pequeño de investigaciones que se han ocupado de estudiar expresiones visuales indígenas como manifestaciones culturalmente específicas, que funcionan como mecanismos que sirven a la organización del mundo social, o como textos que encierran los principios fundacionales y los valores fundamentales de una colectividad. Estos trabajos, que cubren expresiones visuales desde tiempos prehispánicos hasta el presente, se han enfocado ya sea en la iconografía mochica o en los textiles, cerámica u otros artefactos de la cultura material andina y amazónica sobre los que se han impreso imágenes. En lo que respecta al estudio de las manifestaciones visuales en el mundo prehispánico Anne Marie Hocquenghem (1989) y Luis Jaime Castillo (1989) han hecho contribuciones desde la arqueología, realizando un trabajo importante de interpretación iconográfica de las imágenes que aparecen en la cerámica y los murales mochica. También el antropólogo Jürgen Golte (1994b, 2009) se ha ocupado de la iconografía mochica, ensayando propuestas creativas en cuanto a traducción etnográfica y a propuesta metodológica. En la década de los noventa publica en dos volúmenes Los Dioses de Sipan (1993 y 1994a). Se trata de una obra cuyo objetivo es sobre todo didáctico y de difusión del arte mochica, de modo que el autor prioriza su argumento interpretativo por sobre la exactitud de los detalles documentales. Basada en una rigurosa investigación académica, Golte nos presenta un ensayo visual compuesto de una historia escrita y una secuencia de imágenes, cuyos personajes, acciones y unidades iconográficas provienen de los repertorios mochica, pero que son organizados por el autor con el fin de hacer inteligible al lector contemporáneo un mundo cultural e históricamente distante. En otras palabras, la iconografía mochica no es incluida en el texto a modo de documentación, sino como recurso expresivo para lograr una traducción cultural. Con respecto al estudio de la iconografía mochica, en su más reciente publicación sobre el tema, Golte (2009) hace una importante reflexión metodológica tanto para la arqueología como para la antropología visual. Nos explica que la transferencia de las imágenes de las piezas de cerámica a dibujos sobre láminas realizadas por dibujantes con fines de sistematización o exposición, y que se realizan con la lógica de ser leídos de izquierda a derecha, introducen un sesgo analítico que es de orden etnocéntrico. En ese sentido, Golte afirma que aproximarse a un objeto tridimensional “como si fuera una narrativa bidimensional” (2009: 20) impide observar una de las cualidades centrales del mismo que son su naturaleza material y tridimensional. El ejercicio de tomar una pieza mochica en la mano y leer la imagen en el mismo soporte sobre el cual fue plasmada, resulta altamente enriquecedor en un sentido etnográfico. Al apreciarla visual y táctilmente se abre una serie de posibilidades para acercarnos a los modos de
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experimentar e interpretar la pieza que pudieron haber tenido los propios mochicas. Adicionalmente, Golte opta por realizar él mismo copias de las imágenes mochicas sobre papel, lo cual le permitió captar mejor la complejidad de los detalles de las imágenes a la vez que pensar a éstos en relación con otras composiciones vistas o copiadas por él. Este recurso metodológico que Golte llama el “ejercicio como copista” (2009: 422) se asemeja a las estrategias de investigadores que se han ocupado del estudio de la producción textil de las poblaciones indígenas campesinas de los Andes contemporáneos. Al respecto, Gail Silverman (1998) discute los límites de la entrevista como herramienta metodológica cuando trata de obtener información sobre el significado de los diseños realizados por las tejedoras de la comunidad de Q’ero en el Cuzco. Es a través del aprendizaje y de la práctica de tejer con ellas que la investigadora logra acceder a un conjunto de saberes que no se encuentran elaborados discursivamente, sino que emergen y son transmitidos a través de la praxis, específicamente en el proceso de realización de la pieza. Por otro lado, los khipus como formas de inscripción y trasmisión de contenidos han sido rastreados desde tiempos prehispánicos hasta el presente.3 Con ese fin se han trabajado las colecciones de Chachapoyas y Puruchuco, piezas dispersas en distintos museos, crónicas y documentos coloniales, y se ha realizado trabajo etnográfico en comunidades andinas. En su libro Signos del khipu inka: código binario (2005 [2003]), Gary Urton desarrolla el argumento de que los khipu constituyen un sistema de codificación binario con el que se construyen secuencias que codifican información numérica así como lingüística. Esto constituye un aporte interesante en vista de que la sociedad andina ha sido clasificada principalmente como una sociedad oral. En este sentido Urton hace una contribución importante que permite problematizar las nociones de literacidad y las teorías sobre la naturaleza de los símbolos, hasta ahora 3
Al respecto se pueden mencionar dos proyectos de investigación muy importantes que además nos muestran la importancia de constituir fuentes documentales de cultura material. El proyecto Khipu Database Project fue fundado en el 2002 por la Universidad de Harvard y el National Science Foundation y es liderado por Gary Urton,. Tiene como objetivo continuar con el inventariado de las piezas y centralizar la información referida a los khipu, así como registrar la información relevante en un formato digital, cuya base de datos imita la estructura física del khipu y crea una red de correspondencias entra las partes de un khipu. El proyecto Investigación y Conservación encabezado por Frank Salomon se inició en 2004 y cuenta con el auspicio de las siguientes instituciones: Instituto Nacional de Cultura (desde 2010 Ministerio de Cultura), National Science Foundation, The Wenner-Gren Foundation, Fundacion Telefónica, Fulbright Hayes y el Museo Laymebamba. El proyecto se sustenta en un acuerdo entre la comunidad de Rapaz, en la provincia de Oyón, y la universidad de Wisconsin. Los khipu y otros objetos que comprenden la colección han sido puestos a disposición de los investigadores a cambio de la realización de trabajos de conservación (Salomon et al. 2006).
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vigentes. La posibilidad de que los kipus constituyan una forma de escritura permite atribuirles funciones más allá de las puramente administrativas. Este mismo argumento es desarrollado por Frank Salomon en su investigación sobre los khipu patrimoniales del pueblo de Tupicocha. Estos son guardados celosamente por la población y exhibidos en la fiesta de la Huayrona en la que las nuevas autoridades los llevan como atuendos. En Los Quipocamayos (2006 [2004]), Salomon brinda evidencias sobre los contextos etnográficos de los khipu que pueden echar luces sobre sus usos y funciones en tiempos prehispánicos. La vigencia de formas de “escritura” distintas en los Andes, entre las cuales se pueden incluir también los textiles (Silverman 1998) y las tablas de Sarhua (Araujo 1998), es un tema que requiere más atención. Silverman, por ejemplo, analiza los diseños denominados Ñawpa Inca, Ñawpa Ch’unchu, Ch’unchu Simicha y Ch’unchu Inti Pupu, que se encuentran en textiles Q’ero contemporáneos y argumenta que vistos en conjunto, analizando la terminología con la que se nombra los diseños y sus elementos y considerando que cada uno de ellos solo puede ser elaborado por un grupo generacional determinado, se puede concluir que cada uno de estos representa una etapa del relato visual del mito de Inkarri. Por otro lado, con respecto a las tablas de Sarhua, Hilda Araujo (1998) destaca que estas son una forma de registro riguroso de las unidades domésticas y de la sucesión de tierras, cumpliendo un función “que rebasa ampliamente la legitimidad que otorga el papel escrito en la transmisión y sucesión de los bienes” (1997: 461). Tom Zuidema (1991, 1983) ha prestado especial interés al estudio de textiles y trajes incas, así como a las máscaras, destacando la función clasificatoria de estos objetos. De acuerdo con los diseños y marcas particulares de los trajes y las máscaras utilizadas en contextos rituales se podían identificar los distintos grupos locales y regionales. Por otro lado, Zuidema ha argumentado que la oposición entre mascara y pintura facial correspondía a la lógica de opuestos complementarios que él mismo ha definido como un principio rector de la cosmovisión andina. La traducción de tal cosmovisión a un código de representación visual ha sido también comentado con respecto a otros soportes como los q’ero, las acuarelas de Guamán Poma, los retablos, o las tablas de Sarhua. Durante la Colonia y la República, la producción de una serie de expresiones visuales de origen prehispánico siguió vigente, en algunos casos preservando su originalidad y en otros acomodándose a nuevos usos, demandas, tecnologías y contextos de enunciación. Pero también se incorporaron y transformaron una serie de expresiones visuales de origen europeo que jugaron un rol activo en el proceso de colonización y evangelización y que fueron apropiadas por las poblaciones indígenas en sus propios términos. Entre tales expresiones se encuentran objetos de uso cotidiano o piezas
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artesanales como textiles y trajes, mates burilados, tablas de Sarhua, retablos e imaginería religiosa y costumbrista. El objetivo predominante en estos trabajos ha consistido en identificar las particularidades culturales de las sociedad andina, que estarían contenidas en —y se expresarían a través de— sus representaciones visuales. En tal sentido, sería posible definir una especificidad así como develar sus eventuales continuidades a lo largo de la historia desde la ocupación colonial. Pero el aporte más interesante de esta línea de investigación, y que constituye un área de trabajo que apenas se ha iniciado, ha sido tal vez el problematizar la caracterización de la sociedad andina como una sociedad esencialmente oral. Siguiendo las prioridades que ha tenido la tradición antropológica peruana en general y siendo la Amazonía una región explorada en menor medida, también en lo que se refiere al estudio de sus manifestaciones visuales se observan vacíos importantes. Trabajos como los de Bruno Illius (1991-1992) dedicado a la cerámica shipibo-conibo, Lucía Watson Jiménez (2006) concentrado en la pintura corporal, Angélica GebhartSayer (1986) consagrado al arte shipibo y Frederica Barclay et al. (2006) concentrado en las técnicas y los diseños de tejidos arawak, constituyen algunos aportes en esta línea que muestran el tipo de expresiones visuales que son de interés para futuros estudios. Por otro lado, también habría que anotar el aun incipiente tratamiento antropológico de las manifestaciones visuales amazónicas en el Perú deja además un vacío en relación con los aspectos visuales comprometidos en las visiones en sueños o en las prácticas shamánicas. En este sentido, la pintura figurativa realizada recientemente por indígenas amazónicos constituye una fuente invalorable para el análisis e interpretación de las visiones,4 además de constituirse en una expresión visual con cierta demanda en el mercado. Exhibiciones museográficas y la publicación de libros de mesa son una muestra del creciente interés en el arte y la artesanía amazónica. En esta misma línea resultan interesantes, por un lado, propuestas como las de Gredna Landolt (2005), en cuyas publicaciones encontramos una serie de mitos de tradición amazónica ilustrados con dibujos de los propios indígenas y, por el otro, investigaciones como la de Giulana Borea (2010) quien, concentrándose en el caso de la pintura de Rember Yahuarcani, estudia las paradojas de la inserción del arte amazónico contemporáneo en el sistema artístico y sus circuitos comerciales. Finalmente, vale la pena destacar el trabajo sobre los kené de Luisa Elvira Belaúnde (2009) que sirvió como sustento para la declaración del Kené como Patrimonio
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Comunicación personal del Dr. Oscar Espinosa. Según Espinosa, un caso interesante es el de KochGrünberg quien visitó la Amazonía a principios del siglo XX y pedía a sus informantes que dibujen. Sin embargo, el hecho de no haber ingerido ayahuasca lo habría limitado en la interpretación de los dibujos.
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Inmaterial de la Nación en el año 2008. Por gestión del Ministerio de Cultura, en aquel entonces el INC, el Kené pasó de conformar parte de la lista del Patrimonio Mundial de la UNESCO. El Kené es un sistema de diseño no figurativo elaborado principalmente por las mujeres shipibo-konibo, con el que se decora una amplia gama de objetos materiales como cerámica, tejidos, adornos, armas y el propio cuerpo humano, ya sea bordando, pintando o tallando patrones geométricos. Belaúnde no solo destaca la complejidad simbólica del Kené que da cuenta de la cosmovisión del pueblo shipibo-konibo, sino que incide en la complejidad del proceso creativo de los diseños, en el cual las visiones shamánicas juegan un papel fundamental. Estas líneas a su vez pueden ser leídas por las mujeres que las han creado, en forma de cantos que aluden a los trazos del paisaje y de los ríos y a los caminos de las fuerzas sanadoras representados en los diseños. Otros esfuerzos interesantes por recuperar el mundo de imágenes de la amazonía consisten en la recuperación e interpretación del material fotográfico producido por viajeros y exploradores del siglo XIX. Al respecto se pueden mencionar los textos de Jean-Pierre Chaumeil (2009), Rosario Flores (2008), Valeria Biffi (2009) y el proyecto en curso de Chaumeil y Juan Carlos La Serna que reúne y analiza material fotográfico de viajeros, expediciones científicas, misiones de exploración, misioneros, instituciones estatales, colecciones regionales y publicaciones diversas. En estos trabajos el análisis fotográfico gira en torno de temas como al construcción de la amazonía como lugar etnográfico al mismo tiempo que frontera de expansión del Estado y la nación peruana en sus afanes de modernización. Por otro lado, el proyecto en curso de rastreo y recopilación de Chaumeil y La Serna ha dado como resultado la creación de la colección más grande de fotografía de la amazonía peruana. Una selección importante será publicada próximamente. c. Representación visual e identidad: la condición colonial y la imaginación del Otro Desde una perspectiva distinta a aquella interesada en descifrar la especificidad de las manifestaciones visuales indígenas e identificar sus continuidades en el tiempo, se ha prestado más bien atención al modo en que estas se producen, circulan y consumen en lo que Mary Louise Pratt (1991) denomina zonas de contacto, es decir, espacios sociales en los que se da un intenso intercambio, el cual sucede en contextos de dominación. Estas zonas de contacto, por lo tanto, constituyen arenas de debate y negociación en las cuales se han configurado las nociones de diferencia y se han establecido los términos de las relaciones interculturales en el contexto colonial. Las expresiones visuales comprometidas en tal proceso han sido enfocadas principalmente desde una perspectiva representacional respondiendo al problema de la configuración
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de la imaginación visual sobre el Otro. De tal modo que se han formulado preguntas respecto a los términos en los cuales se define la representación de grupos específicos, así como sobre qué actores mantienen control sobre estas representaciones. Un enfoque de este tipo ha hecho posible revisar una serie de manifestaciones de cultura visual a la luz de las relaciones de poder dentro de las cuales operan en tanto formas de representación. Por ejemplo, más allá de la discusión sobre la autoría de las acuarelas de Guamán Poma y de Murúa, o de su naturaleza andina o española, ha sido posible problematizar el carácter ideológico y político de estos textos, en la medida en que aparecen en el marco de una tradición visual vinculada estrechamente a lo que Mercedes López-Baralt (1979) denomina la política de comunicación visual de la Contrareforma, en la medida en que los textos visuales se constituyen en uno de los medios más importantes para la enseñanza y conversión religiosa. Siguiendo el argumento de la autora, tal política marcará la cultura colonial de los siglos XVI y XVII, desarrollándose una retórica visual que dominaría el discurso público. Por otro lado, se observa el esfuerzo por ir más allá de la mera apreciación dicotómica de las relaciones de poder implicadas en la configuración de la imaginación visual del otro indígena, destacando más bien los múltiples significados, interpretaciones y agencias que emergen de forma contextualizada. En ese sentido, el interés principal desde una perspectiva antropológica ha sido tratar de entender la complejidad de las relaciones de dominación colonial y postcolonial en el ámbito de las representaciones, destacando las complejidades y paradojas a través de las que se construye la diferencia a la vez que el conocimiento mutuo (Degregori 2000). Thomas Cummins (2004) ha investigado la producción, circulación y consumo de los q’ero entre los siglos XVI-XVIII, así como los retratos de los curacas en el siglo XVI y en ambos casos ha problematizado su emergencia en contextos de dominación, de contacto intercultural, así como de yuxtaposición de códigos visuales y criterios de objetividad distintos, destacando su función como discursos públicos de representación y auto-representación en los cuales se disputaron la definición, autenticidad y legitimidad de identidades individuales y colectivas, a la vez que se construyeron campos semánticos que hicieron posible hacerse mutuamente inteligibles. En esta misma lógica resulta interesante mencionar el estudio de Millones y Pratt (1989) sobre las tablas de Sarhua referidas a temáticas vinculadas al amor. Además de destacar el hecho que como expresiones del arte popular estas fueron “descubiertas” e introducidas en el mercado artesanal por intelectuales y artistas limeños en la década de los setenta, los autores argumentan en torno al carácter autoetnográfico de las tablas, así como sobre la superposición de códigos y gramáticas visuales culturalmente específicas que se encuentran inscritos en ellas. Los autores destacan la presencia reiterada de la figura de un testigo ocular en las escenas en que se representan encuentros amorosos entre un hombre y una mujer.
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Es esta figura la que encarnaría la perspectiva autoetnográfica expresada en las tablas y que contempla una doble dimensión: autoidentificación, por un lado, y autoobjetivación, por el otro. A través de la primera, se codifica la cultura de modo que pueda ser transmitida hacia los miembros del propio grupo social con fines reguladores y socializadores, garantizando la reproducción cultural. Por su parte, la auto-objetivación es comprendida como una representación desde el “punto de vista normalizador del grupo dominante”, es decir, como una forma de autoexotización. Al respecto hay que anotar que fue a partir de la inserción de las tablas de Sarhua en el circuito del mercado que estas se convirtieron en arte de temática costumbrista, el cual constituye la forma representacional a través de la cual los sectores dominantes objetivaron la cultura tradicional. Sin embargo, los autores consideran que tal representación autoetnográfica guarda una complejidad en el sentido de que si bien las tablas implican una objetivación en términos impuestos por el punto de vista normalizador hegemónico, estas posibilitan una política de creación y afirmación, así como de apropiación de lenguajes, saberes y tecnologías. La discusión en torno al aspecto “autoetnográfico” de las tablas se vincula a la problemática antropológica más amplia que se ocupa de la relación entre representación y poder. En tal sentido, un enfoque como este que presta atención a las tensiones y paradojas que envuelven las relaciones de dominación, permite observar la complejidad de interacciones, argumentaciones y negociaciones que están en juego en cada representación. Es precisamente en esta dimensión que los autores identifican puntos de encuentro entre los dibujos de Guamán Poma y las tablas de Sarhua. El otro ámbito en el cual se ha jugado la dinámica de encuentros culturales en contextos de dominación es en el de los códigos visuales o gramática visual. Con respecto a las tablas de Sarhua Millones y Pratt consideran que solo tomando en cuenta el modo en que interactúan el texto, en español o en quechua, colocado en un recuadro en la parte superior, así como la escena representada y, dentro de esta, la presencia de un testigo ocular que observa desde fuera, es posible interpretar una tabla. Los autores interpretan la presencia del testigo ocular como una versión visual de la gramática quechua “según la cual quienes hablan deben distinguir entre la información que han visto por sí mismos y aquella de la que se han enterado indirectamente. Posiblemente la figura iconográfica del testigo ocular marque con un código visual la veracidad de las tablas” (1989: 47-48). Asuntos como la yuxtaposición de códigos visuales y criterios de objetividad distintos, así como los principios que operan en la dinámica entre texto e imagen, son críticos para entender la generación de representaciones visuales en “zonas de contacto”, al igual que en contextos sociales e históricamente específicos. Cummins (2004), por ejemplo, explica como en el diseño de los q’ero se observa la adopción
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de la epistemología visual europea de la época, en la que prima la función referencial de la imagen y en donde destaca la importancia de lo figurativo y la interacción narrativa en la pintura y el dibujo, al mismo tiempo que se mantiene la obligatoriedad de producirlos en pares, aspecto vinculado al uso ritual de los mismos y que añade significado performativo a las representaciones. Salas (1987) llama la atención sobre la particularidad en la forma de lectura de los mates burilados, cuyas secuencias de dibujos grabados se leen de derecha a izquierda, rompiendo con la práctica de lectura que es de izquierda a derecha. En el análisis que realizan Millones y Pratt del testigo ocular se puede destacar otro aspecto interesante del análisis de las representaciones visuales. La presencia de este en la escena representada exige que el lector tome una posición frente a lo que observa. Se trataría pues de un código visual alternativo al código visual moderno, que implica la distancia entre el sujeto observador y el objeto observado, y el énfasis en el aspecto representacional de la imagen. La toma de posición que el código visual de las tablas exige al lector es reforzada por el texto escrito en quechua, de acuerdo con el cual las personas representadas “son a la vez nosotros y ellos”, mientras que la ausencia de pronombres rompe la distinción entre el autor del texto y su audiencia. Al tomar en cuenta los varios códigos —visuales y lingüísticos— implicados en las tablas es posible reconocer que estas hacen referencia a una situación de conflicto más que a un estado de las cosas. De este modo es posible explorar las tablas más allá de su función puramente representacional —¿qué es lo que la imagen muestra?— para descubrir su sentido moralizador e ideológico: ¿cuál es el orden que configuran?, ¿cuáles son los conflictos y dilemas de la vida cotidiana a los que aluden? Si bien la imaginación visual sobre lo indígena en el Perú ha sido construida a través de una diversidad de expresiones visuales, es la fotografía la que mayor interés ha despertado entre los antropólogos. Como argumenta Poole (2000a [1997]) la fotografía fue rápidamente instrumentalizada en favor del proyecto moderno en la medida en que satisfacía las pretensiones de objetividad de la ciencia, al mismo tiempo que, en calidad de una tecnología de poder, resultaba eficaz en la construcción del sujeto colonial al ser representado como un “otro”, específicamente en la forma de “tipos”. Se produjeron series fotográficas que ilustraban tipos raciales, costumbres y monumentos arqueológicos e históricos, que contribuyeron a imaginar al indio y a ciertos lugares y expresiones culturales como referentes antropológicos, históricos, geográficos y estéticos de un origen común (Poole 2000a [1997], López Lenci 2004). En la medida en que los fotógrafos cusqueños y peruanos en general “aprendieron su oficio de fotógrafos europeos llegados al país como parte de expediciones científicas, comerciales o de evangelización protestante” (López Lenci 2004: 340), se difundió rápidamente un lenguaje fotográfico que aportó en la configuración del indígena como objeto de escrutinio etnográfico. El predominio de las convenciones de la mirada
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etnográfica se encuentra también en las fotografías de fotógrafos extranjeros que viajaban y realizaban registros fotográficos con fines comerciales (Flores 2011, Biffi 2011). En su estudio sobre raza y fotografía, Poole (2000a [1997]) aborda la fotografía en toda su complejidad, contextualizándola en el marco de los discursos e instituciones que la definen y otorgan valor, así como de los desarrollos tecnológicos y la economía política que la determinan. A través del concepto de “economía visual”, la autora propone prestar atención a “la naturaleza simultáneamente material y social de la visión y la representación” (2000a: 15), así como a las dimensiones sensoriales y estéticas de su apreciación y experimentación. En ese sentido, uno de los argumentos centrales de Poole es que la fotografía como objeto tangible otorga materialidad y evidencia empírica a la representación visual de la realidad. En un contexto en el cual la “diferencia”, y en particular la raza, se empieza a concebir cada vez más como un problema visual y por lo tanto susceptible de ser registrada y representada a través de recursos y lenguajes visuales, la fotografía ayudó en la elaboración de “los lenguajes de raza y tipo” (2000a: 76). Por otro lado, los desarrollos tecnológicos y comerciales vinculados a la fotografía, facilitaron su reproducción en serie, así como un conjunto de usos sociales entre los cuales se encontraba el intercambio de cartes de viste y el álbum fotográfico y que comprometían las actividades de archivo y clasificación que operaban en la misma lógica que los principios de equivalencia y comparación propias de las tecnologías estadísticas y biomédicas. La problematización de las representaciones visuales en términos de su totalidad como objetos también está presente en trabajos como el de Cummins (2004) sobre los q’ero y el de Zorn (2004) sobre los textiles de la isla de Taquile. En tal sentido se presta atención a su producción y consumo, a los circuitos comerciales por los que circulan y los modos en que adquieren valor, a los soportes en los cuales las imágenes están inscritas y las tecnologías que las hacen posibles. Las expresiones de representación visual están pues sujetas a particularidades históricas y como campos de argumentación cultural responden a economías, agendas y mandatos específicos. Los cambios tecnológicos, las migraciones, la “espectacularización” del mundo y el régimen instrumental que se viene imponiendo conforman el marco en el cual viejas y nuevas formas de representación visual operan en la actualidad. d. Nuevas tecnologías: de la representación a la acción Nuevas formas de representación visual y usos han enriquecido y complejizado el campo de estudio de la antropología visual. Junto a aquellas sobre las que hemos estado comentando aparecen el cine, la TV, el video, la fotografía digital, el Internet. Si bien algunas de estas últimas están ya largamente arraigadas en los procesos sociales, solo
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hace poco tiempo la antropología en el Perú ha empezado a prestarles atención. Como ha sucedido con la antropología urbana en el Perú que surge cuando las poblaciones andinas se desplazan a las ciudades, los medios audiovisuales son descubiertos como un campo de reflexión antropológica cuando los sujetos etnográficos se empiezan a relacionar con ellos. Ha habido cierta dificultad en identificar las problemáticas de índole antropológica implicadas en los medios, más allá de la identidad de los usuarios. Un esfuerzo por introducir el tema en el debate antropológico fue el trabajo de Bernardo Cáceres Perú: Comunicación o violencia (1989), en que se ofrece una discusión teórica y pragmática sobre los medios de comunicación en el contexto peruano. En un reciente artículo (Cáceres 2011) el autor retoma esta misma discusión a la luz de los procesos acontecidos en los últimos 20 años. Por otro lado, en 1999 Alexander Huerta Mercado hace una incursión etnográfica en el programa televisivo Trampolín a la fama. Más bien interesado en la problemática de cultura popular e identidad, Huerta hace una descripción detallada de los acontecimientos que se suceden antes, durante y después de la grabación de los programas, así como un análisis interesante acerca del discurso étnico y racial implicados tanto en la relación entre los conductores del programa y el público como en el tipo de humor que lo caracterizaba. Con un interés específico en el medio televisivo, la etnografía de Rocío Trinidad ¿Qué aprenden los niños del campo con la televisión? (2002) constituye un primer gran aporte en el estudio de la televisión desde una perspectiva antropológica. Tomando en cuenta el carácter mediador de las tecnologías de comunicación y desde un enfoque etnográfico, la investigación de Trinidad da cuenta de procesos tales como la interacción entre la producción y el consumo, la mediación de relaciones sociales y la configuración de lugares de enunciación y de recepción. Es así que la autora argumenta que el poder de la escuela como institución normalizadora se ve amenazado de manera importante por las posibilidades de respuesta y acción que ofrecen los medios de comunicación. Las películas de bajo presupuesto, realizadas en las provincias por directores y recursos económicos y humanos locales, muchas de ellas sobre temáticas regionales, constituyen un fenómeno de producción y consumo de cine peruano que ha llamado el interés de antropólogos quienes se han ocupado, por ejemplo, de enfatizar el hecho de que existe un conjunto de tradiciones orales que están siendo llevadas a las pantallas, enmarcadas en lo que se puede denominar un cine de terror (Castro 2007).5 Otra
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Otra temática abordada a propósito del cine regional es la manera en que en este se tematiza la violencia política durante el conflicto armado. Al respecto Rocío Trinidad presentó la ponencia (inédita) “Postwar Ayacuchano Cinema: Producing and Recovering the ‘Horror Memory’ of the War” en la conferencia anual The Politics of Culture in Latin America & the Caribbean, organizada por el Consorcio de Estudios Latinoamericanos y Caribeños de las Universidades de North Carolina at Chapel Hill y Duke en Durham, 9 de febrero, 2008.
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problemática, trabajada por Quinteros (2010, 2011), se vincula a la denominación de este cine como cine andino, término que coloca a sus realizadores en un dilema, ya que, por un lado, contribuye a señalar su particularidad, pero, por el otro, los coloca en una situación de marginalidad frente al cine nacional, que aunque incipiente, tiene un mejor estándar de producción. Este emergente cine andino, aunque se ocupa de temáticas locales y trabaja con repertorios culturales andinos, difiera del cine indigenista, en la medida en que el problema central no radica en representar al indio desde una perspectiva documentalista y de denuncia, sino en llevar el mundo rural y urbano de una región a la pantalla con el fin de conocerlo a través de su ficcionalización, pero sobre todo de entretener y de generar una demanda de mercado. La preocupación ya no parece estar colocada exclusivamente en la representación cultural, ni en la autenticidad cultural. En el marco de la inserción del Perú al modelo neoliberal, el cine se ha constituido ciertamente en un modo de participar en los procesos económicos y culturales en curso, así como ya lo hizo la música andina y sus distintas variantes contemporáneas. Lentamente el Internet también se ha convertido en objeto de interés antropológico. Rocío Trinidad (2005) nos ofrece una reflexión sobre los objetivos e implementación del Plan Huascarán. Ocupándose nuevamente, aunque desde otra entrada, del binomio tecnologías de comunicación y escuela, ella argumenta que parte de los problemas que este plan trae consigo proviene del hecho que el Internet se piensa como un asunto tecnológico y no social y político. Por su parte, Ludwig Huber (2002) discute los distintos usos de Internet entre los jóvenes en la ciudad de Huamanga, así como las nuevas condiciones que establece en cuanto a la generación de subjetividades y colectividades que trascienden referentes locales y de identidad étnica. Con las nuevas tecnologías aparecen también nuevos actores que se convierten en grupos de interés para los antropólogos, como son los niños con los que trabaja Trinidad (2002) o los jóvenes que parecen ser los usuarios de Internet por excelencia. Rodrigo Chocano (2008), por ejemplo, explora los modos de consumo de pornografía por Internet entre jóvenes universitarios de clase media limeña, introduciendo un enfoque comparativo al organizar la descripción y el análisis teniendo como eje el cambio generacional (de niños a jóvenes universitarios) y tecnológico (de la era analógica a la era digital) por el que pasan los jóvenes entrevistados y a los que éstos se acomodan. Chocano argumenta que la subjetividad que emerge de este consumo no se constituye tanto en términos de los contenidos del material pornográfico consumido, sino más bien en términos de las transformaciones tecnológicas que definen la naturaleza textual y performativa del mismo y, por lo tanto, las dinámicas de su consumo. Por otro lado, Norma Correa (2006) explora el caso de la Comunidad Indígena Marankiari Bajo en relación con la apropiación y usos que esta hace de las tecnologías
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de la información y de la comunicación. El énfasis está puesto en las complejidades y paradojas implicadas en tal proceso, que afectan tanto a las relaciones de poder interno, como a la capacidad de agencia en escenarios nacionales y globales. Correa denomina performance virtual a la instrumentalización que los asháninka hacen del Internet para constituirse a sí mismos en agentes para intervenir en su propio desarrollo, contestando su condición de simple beneficiario y receptor. Esta línea de trabajo está precedida por el texto de Óscar Espinosa (1998) quién explora los usos políticos de la radio, televisión e Internet por parte de los shipibo, los asháninka y los aguaruna respectivamente. Tomando en cuentas las particularidades de cada grupo, del medio y de la coyuntura política, Espinosa analiza las representaciones culturales que los pueblos indígenas hacen de sí mismos, enfatizando dos aspectos que las atraviesan. Primero, que estas representaciones mediáticas son parte del aprendizaje, apropiación y dominio de un lenguaje político y cultural, ya que están dirigidas de manera explícita al Estado, así como a un público que sí cuenta con reconocimiento como ciudadano peruano. Segundo, que estas representaciones no se limitan a la generación de referentes de identidad étnica, sino que son usadas para articular la acción política en relación con el Estado, otras organizaciones indígenas y la opinión pública con miras a legitimarse como ciudadanos peruanos a la vez que culturalmente específicos. Es de este modo que ha sido posible para ellos negociar y conquistar derechos políticos, sociales y culturales. El tipo de enfoque presente en los trabajos reseñados enfatiza más bien la función performativa y, por tanto, la eficacia de las tecnologías de representación visual y audiovisual, para responder a la pregunta acerca de qué es lo que la representación hace. De ese modo se problematizan estas representaciones más allá de los enfoques que reducen la discusión sobre los términos de la representación visual a la pregunta de quién representa a quién, o si la representación es “etnográficamente auténtica”. En esta misma línea de análisis se encuentran los trabajos de Gisela Cánepa (2002) y Ulla Berg (2011) sobre los distintos usos del video en contexto de migración, en los cuales los registros no solo documentan repertorios culturales o narrativas de migración, sino que funcionan como argumentos a través de los cuales se debate en torno a sentidos de identidad y lugar, se disputa prestigio y poder, y se configuran relaciones sociales transnacionales. Entre la producción de imágenes como formas de acción pública se pueden mencionar el grafiti. Mercedes Figueroa (2008) explora esta forma de expresión visual como una manifestación de arte netamente urbano. Su etnografía es una incursión detallada en el mundo de los grafiteros y en las características performativas de esta forma de expresión que consiste principalmente en actuar sobre el espacio urbano. Al mismo tiempo sus exponentes se encuentran inmersos en la tensión entre el reto de la inmediatez, la fluidez y la adrenalina que ofrece la calle, y la seguridad de la continuidad, el arraigo y el éxtasis que brindan las galerías.
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Aunque con una agenda totalmente distinta, regida por intereses comerciales y promovida por agentes poderosos como empresas y agencias de publicidad, una de las formas de intervención visual más eficaz en espacios públicos es la publicidad. La publicidad en los carteles publicitarios en la calle, en los periódicos, en la TV y en la folletería que se reparte, constituye una manifestación de cultura visual todavía descuidada por la antropología. En la actualidad la publicidad, por ejemplo, está jugando un papel central en la configuración de la manera en que se está imaginando la geográfica, sus poblaciones y la propia nación peruana (Ulfe 2011b, Cánepa 2012, s.f.). En un contexto regido por lo que Lyotard (1987) denomina el principio de performatividad, en el cual los enunciados y actos dejan de legitimarse en términos de verdad para ser evaluados por su eficacia y eficiencia, emerge la necesidad de interrogar las formas de representación visual y audiovisual como medios para actuar en el mundo, más allá de su función puramente referencial. En ese sentido, es posible afirmar que lo que resulta relevante en la actualidad no es el uso político de la imagen en un sentido representacional —con el objetivo de autorrepresentarse o hacerse visible— sino su instrumentalización en un sentido performativo. Esto implica la posibilidad de que la imagen sea utilizada como un medio a través del cual se participa en la producción de eventos, y no únicamente de textos. En esta misma línea se puede argumentar sobre la importancia que ha adquirido el uso de los medios audiovisuales, junto con otras formas expresivas, como mecanismos de intervención y participación. En el Perú de los últimos 20 años, la fotografía, los retablos y las tablas de Sarhua, las artes visuales, el cine y el Internet se han constituido en medios importantes para la lucha por los derechos humanos. Del mismo modo, el tema de la memoria a través expresiones visuales, ya sea como testimonio, evidencia, recordación pública, reflexión o sanación se está trabajando ampliamente a través de las expresiones visuales (Jiménez 2005, Ulfe 2011a). Es en este contexto que el museo toma la condición de objeto de interés antropológico, aunque la investigación y publicación sobre el tema por parte de antropólogos aun es incipiente. En ese sentido las discusiones de Borea (2003, 2004, 2006) y Poole y Rojas Pérez (2011) constituyen una invitación interesante a pensar el museo como un lugar público de debate y de constitución de discursos políticos y culturales donde las propias nociones de verdad, memoria, identidad e interculturalidad son puestas en discusión. 3. La agenda pendiente El panorama que he presentado aquí ha puesto el énfasis en aquella línea de la antropología visual que se ocupa de estudiar las manifestaciones de cultura visual. Si tomamos en cuenta la manera en que lo visual y las tecnologías audiovisuales se han
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instalado en nuestras vidas, nos daremos cuenta que se han activado una serie de procesos a los que la antropológica peruana aun no ha prestado suficiente atención. No me refiero solo a los temas mencionados arriba y que han sido aun poco estudiados, sino a un conjunto de prácticas y grupos que todavía no han sido interrogados antropológicamente, aunque su estudio podría revelarnos asuntos claves sobre la cultura en el Perú. Por ejemplo, videos producidos con fines comerciales y que incluyen la documentación de eventos públicos como las fiestas patronales, o de otro tipo —que son incluso editados siguiendo convenciones particulares— como bautizos, cumpleaños, quinceañeros y matrimonios. También está la piratería, así como el cine hindú y la influencia que este consumo está tendiendo en el aprendizaje de danzas de la India y la conformación de agrupaciones juveniles. Por otro lado, no he mencionado un asunto clave que debe ser abordado si es que queremos entender los modos en que operan las tecnologías visuales con relación al poder y a la generación de subjetividades contemporáneas: la vigilancia. Siguiendo a Michel Foucault (1990) el ejercicio de la vigilancia se encuentra en la intersección entre visibilidad y poder social. El ejercicio del poder no se limita a construir una representación del Otro sino de influir y ejercer control sobre la conducta de otros y sobre la propia. En ese sentido, el estudio de la imagen requiere tomar en cuenta el poder disciplinario de esta, es decir, el papel que la visión y las tecnologías visuales tienen como dispositivos de vigilancia. En la medida en que el sujeto visual de la modernidad se sabe vigilado, la colocación de cámaras en lugares públicos funciona como dispositivo que actúa sobre la conducta. Pensemos en cámaras de vigilancia colocadas en lugares estratégicos para controlar el exceso de velocidad, en centros comerciales, ascensores, y otros lugares públicos. En muchos casos generan en nosotros seguridad, pero qué sucede cuando un individuo se sabe “fuera de lugar” y sus marcas de identidad son indicadores registrables visualmente como la ropa o el color de piel. En este caso, las cámaras de vigilancia actúan sobre la autopercepción —saberse negro, indio, árabe, latino, mujer u homosexual— así como sobre la conducta. Frente a una cámara no basta con saberse inocente, sino que se hace imperativo parecer inocente. La cámara de video, así como otros medios de vigilancia como el carnet de identidad, el pasaporte, la huella digital entre otros, son dispositivos a través de los cuales se regula la conducta y se establecen fronteras espaciales logrando incluso la autoexclusión de lugares que no le son otorgados a uno como propios. Aceptamos la colocación de cámaras de videos en todas partes, o nosotros mismos colocamos nuestras imágenes en Internet olvidando que son objeto de vigilancia por parte de empresas privadas que pagan por la información que Google tiene ya de nosotros, de nuestros gustos, de nuestros itinerarios, de nuestras redes. Mientras que
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las cámaras en las calles nos vigilan en tanto sujetos de gobierno, Google nos vigila en tano sujetos de consumo. La nueva tecnología ya no simplemente nos rastrea como cuerpos que llevan marcas raciales, de género o de etnicidad, sino como cuerpos que llevan señales digitales convirtiéndonos en puntos en una red o en puntos en un itinerario, y descifrando nuestras preferencias y aspiraciones. La contraparte de la vigilancia ejercida por las instituciones de gobierno es la que ejerce el transeúnte que con su teléfono celular puede registrar un incidente o la del activista que planifica su acción incluyendo la cámara como un actor. En el primer caso se generan registros que pueden ser utilizados como evidencia en casos de abuso de autoridad o violencia contra minorías. En el segundo, la presencia de la cámara interviene en el evento ya que lo hace público, induciendo a las partes a actuar para ella ya sea en una u otra dirección. La relación entre tecnologías audiovisuales y vigilancia opera pues en el marco de las paradojas del poder, se puede ser sujeto y objeto, según el contexto. A nivel local, los vladivideos son tal vez uno de los ejemplos más emblemáticos de esta paradoja por la cual el estado vigilante se convierte en ente vigilado (Poole 2000b; Cánepa 2005). Debo señalar que me he enfocado en reseñar lo que se ha venido trabajando en el Perú y desde la antropología con respecto a los repertorios de cultura visual. Por lo tanto, me he ocupado de lo visual como tema, dejando de lado otras dos vertientes de trabajo en el campo de la antropología visual que son el uso de los medios audiovisuales como herramientas metodológicas y la producción de documentales etnográficos. Aunque las metodologías participativas sí han sido usadas por los antropólogos y otros científicos sociales en el marco de proyectos de desarrollo (capacitación, consulta, participación, etc.), solo recientemente la antropología las está tomando en serio como un recurso para la investigación académica. TAFOS (Taller de Fotografía Social) o el Concurso Nacional de Dibujo y Pintura Campesina que se realizó entre los años 1984-1996 son ejemplos emblemáticos del potencial que tienen los medios visuales como forma de intervención social para dar voz a sujetos y grupos sociales en situación de marginalidad. Por otro lado, como herramienta de investigación de campo los medios audiovisuales comprometen el uso de las herramientas audiovisuales en otro sentido, ya sea para generar interacción y dialogo intercultural, o facilitar la reflexividad tanto del investigador como de los sujetos investigados. En ambos casos se trata de un uso metodológico que contribuye a la creación de un conocimiento etnográfico. Esto quiere decir, un conocimiento posicionado. En términos metodológicos los medios audiovisuales deben ser usados como herramientas para facilitar el cruce de miradas y el reconocimiento mutuo. Una iniciativa en esta línea de trabajo es la tesis de Valeria Biffi (2005), quien capturó la imagen que los nativos de la comunidad Ese Eja
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tienen de sí mismos a través de las fotografías que ellos mismos tomaron a pedido de la investigadora. Vinculado al tema de las metodologías audiovisuales se encuentra el campo de las colecciones y archivos audiovisuales. Iniciativa como el Archivo de música y danzas del Instituto de Etnomusicología de la Pontificia Universidad Católica del Perú, que guarda material de campo de interés académico, o el proyecto Museo Virtual de Arte y Memoria (http://www.museoarteporlasmemorias.pe/category/autor/karen-bernedo-0), que tiene una clara agenda política, no son suficientes. Aunque es posible encontrar producciones de antropólogos que han realizado producciones audiovisuales para instituciones en el marco de proyectos sociales y de desarrollo, y existen algunas otras producciones que abordan temas de interés antropológico, no existe en el Perú realmente una tradición de video etnográfico, en el sentido de producciones documentales que tengan el problema de la representación y de la diferencia en el centro del tratamiento temático, la reflexión teórica, y la propuesta de producción. Tampoco, y a diferencia de las experiencias en los países vecinos, contamos con una tradición de cine indígena. Se trata de vacíos que ciertamente requieren de una investigación aparte para entender los factores históricos, políticos y disciplinarios que han influido en ello. Está pendiente también una revisión crítica de las iniciativas realizadas hasta ahora, así como la promoción de producciones de naturaleza etnográfica que estén informadas de —y participen— en los debates en el campo de la antropología visual. Bibliografía Ardèvol, Elisenda 1997 “Representación y cine etnográfico”. Quadernos de l’ICA Institut Català d`antropologia 10: 125-170 Araujo, Hilda 1998 “Parentesco y representación iconográfica: las ‘tablas pintadas’ de Sarhua, Ayacucho, Perú”. En: D. Arnold (comp.), Gente de carne y hueso. Las tramas del parentesco en los Andes. La Paz: Centre for Indigenous American Studies Exchange (CIASE)-Instituto de Lengua y Cultura Aymara (ILCA), pp. 461-524. Barclay Rey de Castro, Frederica et al. 2006 Tejidos enigmáticos de la Amazonía peruana: asháninka, matsiguenka, yánesha, yine. Lima: Cotton Knit S.A.C. Belaúnde, Luisa Elvira 2009 Kené: arte, ciencia y tradición en diseño. Lima: Instituto Nacional de Cultura (INC).
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Capítulo 8 ESTUDIOS DE PARENTESCO Y ORGANIZACIÓN SOCIAL EN LOS ANDES Pablo F. Sendón
L
1. Introducción
os estudios de parentesco sobre las sociedades de las tierras altas de los Andes Centrales son tan antiguos como la etnología misma. Sin que ello constituyera, de antemano, su destino manifiesto, su atención ha convergido sobre una forma de organizarse propia de las sociedades que habitaron y habitan porciones importantes de los territorios en Perú y Bolivia, y que la etnohistoria y la etnografía cristalizaron bajo la denominación de ayllu. El conjunto de temas y problemas del parentesco y la organización social creció y estimuló profundas líneas de investigación en los “estudios andinos” aun antes de la institucionalización de la antropología como disciplina científica en la región. Una primera aproximación posible a este conjunto de estudios es obligadamente histórica. Pero si se expusieran de manera cronológica los resultados centenarios de este acercamiento, dos problemas surgirían de inmediato. Pocas veces los criterios para estipular desde qué momento determinados estudios sobre los Andes constituyen ya auténticos estudios sobre parentesco y organización social resultan del todo nítidos.1 A esto hay que añadir que el ordenamiento cronológico abarca una serie de temáticas cuya correlación casi nunca se impone de por sí. Una segunda estrategia de exposición sería
1
Así, por ejemplo, Denise Arnold (1998) omite a Heinrich Cunow en su introducción a la compilación de ensayos que resultó de la “Conferencia sobre Parentesco y Género en los Andes” celebrada en la Universidad de St. Andrews en 1993.
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entonces de impostación propiamente temática. Los estudios dedicados a dilucidar los principios del orden social entre los incas podrían diferenciarse de los estudios sobre parentesco y organización social realizados entre poblaciones rurales contemporáneas. Los dos bloques temáticos merecen ser explorados por separado. Pero aquí surgen dos nuevos problemas. Los estudios sobre parentesco en los Andes no se construyeron ad hoc: su desarrollo resulta del diálogo con los los estudios de parentesco en el resto del mundo y suponen una serie de conceptos y teorías por lo general nunca explicitados.2 Además, las construcciones teóricas más imbricadas pertenecen a las investigaciones que se ocupan de la sociedad incaica; en gran medida son ellas las que han influido sobre los desarrollos teóricos nacidos a la luz de la casuística contemporánea. Quien esté poco familiarizado con las teorías de parentesco sobre la sociedad incaica, y con los supuestos teóricos sobre los que éstas descansan, se verá limitado a la hora de apreciar los estudios de las formas de organización social en poblaciones rurales contemporáneas, y aun el funcionamiento de estas mismas poblaciones (Sendón 2002). Sin pretender sortear aquí las dificultades señaladas, parece saludable buscar un término medio para abordar el desarrollo de los estudios de parentesco en los Andes. En este sentido, ordenamos nuestra exposición en tres partes. La primera está dedicada a exponer las tres teorías más reputadas sobre el parentesco incaico en relación con las teorías más generales sobre parentesco supuestas en ellas. La segunda expone los estudios etnohistóricos y etnográficos de sociedades rurales pretéritas y contemporáneas ordenados a partir del influjo que sobre ellos ejercieron las teorías mencionadas. La tercera, por último, introduce algunas de las nuevas perspectivas con nexos más o menos directos con el conjunto de temáticas aquí tratadas. 2. Teorías antropológicas sobre el parentesco entre los incas a. Heinrich Cunow: El sistema de parentesco de los incas y sus comunidades gentilicias El primer esfuerzo mayor de interpretación del sistema de parentesco de la sociedad incaica es el ensayo pionero de Heinrich Cunow El sistema de parentesco peruano y
2
Tres décadas atrás Juan Ossio Acuña expuso con un criterio temático los desarrollos de los estudios acerca de lo que denominó “la estructura social de las comunidades andinas”. Advirtió a un eventual lector no especializado que encontraría un tanto “farragosa y difícil” la parte dedicada a exponer los desarrollos sobre los estudios de parentesco andino y le aconsejó “dejarla de lado y pasar a nuestra interpretación sobre la estructural social de las comunidades andinas contemporáneas que es más ágil” (Ossio Acuña 1981: 207).
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las comunidades gentilicias de los incas, publicado originariamente en 1891 (Cunow 1929a).3 El autor alemán hizo explícito el objetivo de esta obra: El importante significado de los ayllus peruanos o comunidades gentilicias, como base sobre la cual se levanta todo el edificio social del Imperio de los Incas, nos lleva a estudiar el origen de estas comunidades y la relación de parentesco que existió entre sus miembros. Lewis H. Morgan, que ha hecho un detenido estudio sobre las diferentes formas de parentesco primitivo, ya nos ha ofrecido una magnífica descripción del origen de las comunidades gentilicias en su obra principal, Ancient Society. Sin embargo, viene quizás a propósito, para el que esté bastante familiarizado con la obra de Morgan, una investigación especial de las comunidades gentilicias de la tribu de los incas y la forma de familia que tuvieron. (Cunow 1929a [1891]: 11)
Veinte años antes de la aparición del ensayo de Cunow, Lewis H. Morgan había publicado su monumental Sistemas de consanguinidad y afinidad de la familia humana (Morgan 1997 [1871]),4 donde estableció una serie de distinciones que sentaron las bases para los estudios de parentesco posteriores. Las relaciones en el interior de toda familia humana pueden ordenarse según consanguinidad (sangre) y afinidad (alianza, matrimonio). El primero de estos conjuntos, o la relación que une a los descendientes de un mismo ancestro, es de dos tipos: lineal (conexión de personas que descienden unas de otras) y colateral (conexión de personas que descienden de un ancestro en común, pero no entre sí). Tras ordenar una información ingente sobre distintas terminologías de parentesco de diferentes familias lingüísticas del mundo, Morgan advirtió, no sin asombro, que según la forma en que fueran clasificados los parientes era posible ordenar las relaciones de consanguinidad de la familia humana en dos conjuntos: sistemas descriptivos y sistemas clasificatorios. En los sistemas descriptivos existe un número de términos específicos, y de combinaciones entre ellos, para referirse a cada uno de los parientes (“padre”, “tío”, “hermano del padre”, etc.). En los sistemas clasificatorios, un mismo término refiere a dos o más tipos de parientes, que se ven así incluidos en una misma categoría (“padre” se emplea para designar al propio padre, al hermano de éste, al hijo del hermano del padre del padre de Ego, etc.). Morgan se propuso una tarea doble: por un lado, describir y analizar las reglas internas a los sistemas de relaciones y a las familias de sistemas, sobre la base de la información etnológica conocida en su tiempo; por el otro, hallar congruencias y conexiones entre esos sistemas.5 3
Cunow dedicó otras tres obras al tema; de dos de ellas existen traducciones castellanas (Cunow 1929b [1890], 1938 [1896]).
4
El libro que refiere Cunow en el párrafo citado es Morgan (1980 [1877]).
5
Es importante mencionar en este contexto las familias lingüísticas que Morgan analizó en su estudio. No solo volverán a aparecer en las páginas que siguen, sino que también muchas de sus
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El propósito de Cunow es congruente con el de Morgan. Estudió la terminología de parentesco quechua, disponible en un corpus abundante de vocabularios, gramáticas, crónicas y otros registros escritos; la comparó con la serie terminológica ordenada por Morgan en su obra de 1871; y, por último, buscó los vínculos entre los términos de parentesco y la sociedad inca anterior a la Conquista. El influjo de Morgan sobre Cunow parece tan notable que invita a pensar que el segundo completa, en el sector restricto de los estudios andinos que eligió como su tema, el programa del primero. La terminología de parentesco quechua se corresponde con un sistema clasificatorio. Presenta las particularidades de distinguir los antepasados por la línea paterna y materna, y de obligar a una serie de distinciones léxicas a partir del sexo del hablante. Estas características, sumadas a otros pormenores terminológicos que Cunow analiza, hacen que coloque en paralelo al sistema quechua con el sistema dravidiano, tal y como Morgan lo describió en su serie evolutiva. Una de las leyes o regularidades que plantea Morgan (acaso menos teleológica que analógica, por estar fundada sobre evidencia de la filología y de la historia lingüística) es la del pasaje paulatino, a lo largo de la evolución histórica, de los sistemas clasificatorios a los descriptivos. La invariante de las variables, y de su mutación temporal, es que la clasificación de los parientes en uno u otro tipo de sistema se corresponde con diversos estadios de configuración social. Pareja postulación hace Cunow sobre los quechuas peruanos. Los dos sistemas, el clasificatorio y el descriptivo, resultan inconmensurables entre sí. En cada uno de ellos, las formas de organización social son heterogéneas: es por ello que la clasificación de los parientes en uno y otro sistema nos informa sobre la respectiva configuración social de los pueblos agrupados en cada uno de ellos. Morgan infirió los sistemas del ordenamiento de relaciones familiares específicas. La forma actual de la familia en Occidente, la familia “urbana”, presupone una familia “comunal”, una familia “bárbara”, y una familia “patriarcal”. Cada una de estas formas es el resultado de la coagulación de “usos, costumbres y creencias” en instituciones estables. La familia punalúa y la organización tribal fueron de máxima consecuencia para el surgimiento y la reproducción del sistema clasificatorio. En la familia punalúa,6 varios hermanos viven en poliginia y sus esposas en poliandria, o bien, visto desde el otro extremo, varias hermanas viven en poliandria y sus esposos en poliginia. Más acá de que los evolucionistas encuentren en esta institución lo que buscan —el atavismo de variantes han adquirido status independiente en los análisis antropológicos posteriores. El tipo descriptivo lo constituyen las familias aria (una de sus variantes es el latín), semita y uro-altaica. El tipo clasificatorio lo constituyen las familias amerindias (con sus variantes iroquesa y crow-omaha), turania (con su variante dravidiana del sur de la India) y malaya (con su variante hawaiana). 6
El término en cuestión es polinesio y está asociado con la variante hawaiana de la familia malaya.
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un supuesto estadio anterior de relaciones sexuales “promiscuas”— lo fundamental es que impide el matrimonio entre hermanos y hermanas. La organización tribal es caracterizada como un grupo de consanguíneos cuya ascendencia común puede limitarse a la línea masculina o a la línea femenina. En el primer caso, la tribu consistiría en un ancestro masculino supuesto y su descendencia, continuando en los descendientes de sus hijos varones por línea masculina. En los casos en que la ascendencia está limitada a la línea femenina la situación es simétrica, pero inversa. Esta definición concuerda con la de “estirpe” o “linaje” en los pueblos indoeuropeos; en Roma, las líneas de descendencia agnaticias (o masculinas) constituían las gentes —y cada una, una gens. Entre los incas, las líneas de descendencia (masculinas o femeninas, según la perspectiva que se adopte) formaban los ayllus. Cunow emplea los términos “ayllu” y “comunidad gentilicia” como sinónimos.7 La organización tribal posibilita el pasaje de una sociedad en que la unión de sus componentes se debe a la sola consanguinidad (el estadio de la familia punalúa), a otra donde la unión es de índole agnaticia. La terminología del sistema de parentesco inca refleja, justamente, ambos estadios de la sociedad inca al momento de la invasión española. Resulta comprensible que Cunow concluya que la tribu de los incas sea un agregado de comunidades gentilicias, de ayllus. Para explicar la reproducción en el tiempo de este tipo de organización, Cunow supuso una fórmula de enlace matrimonial vigente en la sociedad inca anterior a la llegada de los españoles: el intercambio simétrico de hermanas entre los miembros de, al menos, dos linajes matrilineales (figura 1). Mencionamos anteriormente que el análisis de Cunow está inspirado en la necesidad de ubicar el sistema de parentesco inca en la serie evolutiva de Morgan. Si el pasaje de formas clasificatorias a formas descriptivas es una regla que permite anticipar el punto de llegada, o el sentido y la dirección de una sucesión, entonces los datos son ordenados a partir de esta ley rectora de la evolución de la familia humana. Es por ello, entre otras razones, que el modelo de Cunow es concebido dentro del marco de una sociedad dividida en linajes matrilineales. Las últimas páginas de su ensayo están dedicadas a fundamentar la anterioridad del derecho materno con respecto al derecho paterno y a describir cómo pudo haberse producido este pasaje en la sociedad incaica.8
Para un tratamiento del problema de la agnación en la ciudad y la ley antiguas, véase Fustel de Coulanges (1984 [1864]) y Maine (1986 [1861]). Estos dos autores, contemporáneos de Morgan y cuyas obras mayores fueron publicadas en el rango del decenio de Sistemas… han ejercido, como se verá más abajo, una influencia rectora sobre los primeros estudiosos, peruanos y bolivianos, de comienzos del siglo XX (Grieco y Bavio 2002).
Como se puede apreciar en la figura 1, el hecho de que la ascendencia se vea limitada a la línea materna resulta solo de una petición de principio ya que, en rigor, la misma figura puede leerse a partir del punto de vista contrario. En buena medida, Cunow funda la atribución de un carácter matrilineal a la sociedad incaica en el análisis del significado de los nombres de los ayllus incaicos.
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A
machu
B
paya
caca
mama
Ego
pana
concha
concha
machu
paya
yaya
ypa
huarmi
churi
ususi
Figura 1
El tránsito de la sociedad matrilineal a la sociedad patrilineal permite la constitución de las comunidades gentilicias (ayllus) con la consecuente institucionalización del derecho paterno. La comunidad gentilicia, base de la organización social de los incas, no es la única instancia que permite agrupar a los individuos que la integran. Existen otros niveles más inclusivos que abarcan a estas comunidades y que permiten pensar a la sociedad incaica en términos de organización tribal de acuerdo con la definición de Morgan: Cuando la gens sale del grupo Punalúa es condición necesaria de que siempre una tribu, al principio de su organización debe consistir por lo menos de dos comunidades gentilicias; esto debería haber ocurrido con los incas. Más tarde estas dos comunidades se han bifurcado, a su vez, en otras dos, y éstas han vuelto a subdividirse. Así, los ayllus se bifurcaban y se reunían en comunidades, más o menos grandes, dentro de la tribu, denominándose fratrías, cuya constitución era análoga a las comunidades gentilicias de los indios de Norte América, con sus madres gentes. De este modo los incas se dividieron en dos grupos principales, cada uno de los cuales se componía de otros grupos más pequeños que consistían de tres, cuatro, cinco ayllus. Esta organización corresponde a la división en linajes o tribus de Hanan y Hurin Cuzco, mencionada por los cronistas españoles y a las
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cuatro así llamadas parcialidades o ayllus principales, los cuales se componían de varios ayllus. (Cunow 1929a [1891]: 66)9
b. Floyd Lounsbury: Aproximación al sistema de parentesco inca desde la perspectiva de los sistemas terminológicos de tipo crow-omaha El ensayo “Algunos aspectos del sistema de parentesco inca” fue presentado por el antropólogo norteamericano Floyd Lounsbury en el XXXVI Congreso de Americanistas celebrado en Barcelona en 1964.10 La interpretación de Lounsbury, de inspiración lingüística, se basa sobre la evaluación y análisis de los datos de parentesco incaico consignados en vocabularios y gramáticas del quechua. Su análisis se aparta del que realizó Heinrich Cunow. Tiene como objetivo desbrozar los principios formales que parecen regir el sistema, construyéndolos a partir del estudio de la terminología. De acuerdo con Lounsbury, la terminología de parentesco inca se corresponde con los sistemas terminológicos de tipo crow-omaha. A grandes rasgos, existen dos tradiciones teóricas mayores en los estudios de parentesco. Una de ellas, iniciada con el mismo Morgan, ejerció su gravitación sobre los desarrollos teóricos de la antropología social británica, y de la antropología francesa, y sobre la antropología norteamericana una vez que esta tradición fue presentada en la Universidad de Chicago por Alfred R. Radcliffe-Brown en la década de 1930. La segunda tradición, que desde sus comienzos buscó relativizar toda asociación inmediata entre parentesco y organización social, floreció en Estados Unidos. Nace de la polémica que Alfred L. Kroeber, alumno del alemán Franz Boas, mantuvo a principios del XX con W. H. R. Rivers y luego, a mediados de la década de 1930, con Radcliffe-Brown.11 En su ensayo de 1909 sobre los sistemas clasificatorios de relación,
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Un esfuerzo etnológico del de las características del desplegado antes por Cunow puede apreciarse en la comunicación leída en 1926 por José Imbelloni ante el del XXII Congreso Internacional de Americanistas celebrado en Roma. Allí el autor contrasta los términos de parentesco quechuas y aymaras desde la perspectiva que ofrecen los sistemas clasificatorios de Oceanía (Imbelloni 1928).
Este ensayo fue publicado por primera vez en un número monográfico de la revista Annales dedicado al estudio de las sociedades andinas. Una segunda publicación puede encontrarse en la versión inglesa del mismo volumen. La biblioteca de la Facultad de Ciencias Sociales de la Pontificia Universidad Católica del Perú conserva una copia mecanografiada de este ensayo, con anotaciones manuscritas tanto del autor como de R. Tom Zuidema, quien dejó asentadas de inmediato sus reservas frente a las tesis contenidas en él. Véase, respectivamente, Lounsbury (1978, 1986 y 1964b).
Para un análisis y descripción de los sinuosos caminos que llevaron a Morgan a Europa y, más tarde, de regreso a su tierra natal, así como también de las polémicas correspondientes, véase Fortes (1970) y Viazzo (2003).
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Kroeber impugnó la distinción morganiana entre sistemas descriptivos y clasificatorios y prefirió postular y exponer los principios que subyacen a todo sistema terminológico de relación. Del análisis de Kroeber surgen una conclusión positiva y otra negativa. Los sistemas de términos de relación pueden compararse a través del examen de las categorías de relación que ellos involucran y a través de los grados de relación a los cuales esas categorías dan expresión. No es menos importante el recaudo metodológico: los sistemas terminológicos están determinados en primer lugar por la lengua y solo con sumo cuidado pueden emplearse con fines sociológicos. Esta perspectiva de análisis fue continuada y refinada por George P. Murdock (1949) y alcanzó uno de sus más altos grados de sofisticación teórica con los aportes de Ward H. Goodenough (1970) y el “análisis componencial” o “formal” de los sistemas de parentesco. Uno de los más extraordinarios esfuerzos por hacer fructificar las implicancias técnicas de este tipo de análisis es la explicación formal que ofreció Lounsbury (1964a) de los sistemas de tipo crow-omaha, publicada el mismo año en que fue presentada la ponencia dedicada a investigar los principios estructurales del parentesco inca. En este sentido, el ensayo sudamericano puede ser leído como una continuación —o suplemento— del norteamericano. Los sistemas de clasificación crow-omaha se definen en función de la serie de ecuaciones que se efectúan entre los primos cruzados y ciertos parientes lineales ascendentes o descendentes. La característica fundamental de estas terminologías es que una es la imagen invertida de la otra. Por lo tanto, observar una de ellas es observar a la otra como si fuera su reflejo especular. A su vez, en estos sistemas opera el principio de equivalencia sexual entre hermanos y hermanas. El rasgo peculiar, sin embargo, concierne al hermano de la madre y a la hermana del padre y a sus descendientes; es decir, que parientes ubicados en diferentes generaciones son clasificados juntos. Las ecuaciones crow construyen la continuidad matrilineal entre determinados tipos de parientes de distintas generaciones. El principio nuclear que rige el sistema es la ecuación que clasifica conjuntamente al hermano y al hijo de una misma mujer y, en especial, a sus descendientes. Las ecuaciones del sistema omaha, por su parte, construyen la continuidad patrilineal entre determinados tipos de parientes de distintas generaciones. El principio nuclear que rige el sistema es la ecuación que clasifica de manera conjunta a la hermana y a la hija de un mismo hombre y, en particular, a sus descendientes. La primera característica (el primer “principio estructural”) del sistema de parentesco inca consiste en ser un sistema de fusión bifurcado. Los términos empleados para clasificar a los parientes cercanos son sistemáticamente extendidos para incluir a los parientes colaterales paralelos más distantes del mismo sexo y de distinta generación. Por ejemplo, bajo el término yaya se agrupa una serie de parientes tales como el padre
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y el hermano del padre de Ego; bajo el término mama se clasifican tanto a la madre de Ego como a la hermana de la madre; etc. Mientras que el principio de bifurcación segrega a los parientes paralelos de los cruzados en un número de casos significativos, el principio de fusión agrupa bajo un mismo término a los parientes colaterales paralelos de mayor distancia con los parientes más cercanos. En segundo lugar, a partir de la extensión de determinados términos, el sistema presenta cierto carácter omaha. El término kaka designa al hermano de la madre, al hijo de aquél, al padre de la esposa (= tío materno de Ego) y al hermano de la esposa de Ego. Como en el sistema omaha, aquí el status de parentesco se trasmite por vía patrilineal. En tercer lugar, del tipo de ecuación mencionado puede inferirse una prescripción del matrimonio con la prima cruzada matrilateral. A partir de que el término kaka designe tanto al hermano de la madre como al padre de la esposa, se vuelve posible postular la existencia de una convención que estipula que Ego debe casarse con la hija de su tío materno; o, lo que es lo mismo, con la prima cruzada matrilateral (real o clasificatoria). Este principio se encuentra confirmado, según Lounsbury, por la igualación que funde en un mismo término, ipa, a la hermana del padre y a la madre del esposo. En cuarto lugar, la prescripción matrimonial es de carácter asimétrico: queda restricta al matrimonio matrilateral con la prima cruzada. Este carácter asimétrico se constata tanto en la terminología como en el intercambio matrimonial.12 En el nivel terminológico, el esposo de la hermana del padre de Ego no es clasificado con el hermano de la madre ni con el padre de la esposa (ambos designados con el término kaka). Tampoco se clasifica a la esposa del hermano de la madre con la hermana del padre ni con la madre del esposo (ambas designadas con el término ipa). En ambos casos, tanto el esposo de la hermana del padre como la esposa del hermano de la madre reciben, respectivamente, los términos especiales de qatay y khachun.
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Las “estructuras elementales de parentesco”, a diferencia de las “estructuras complejas”, son aquellas en las que está estipulado con quién debe contraer matrimonio un individuo. En el interior de este tipo de estructura se pueden abstraer dos tipos de intercambio matrimonial que han recibido las denominaciones de “intercambio restringido” e “intercambio generalizado”. El tipo de intercambio restringido es aquel que involucra a dos grupos (o a más de dos grupos arreglados en mitades) en el intercambio continuo de mujeres (la figura 1 constituye un ejemplo de este tipo). En el intercambio generalizado están involucrados tres o más grupos cada uno de los cuales es, a la vez, receptor y dador de mujeres. Finalmente, de acuerdo con si la práctica matrimonial vigente en un sistema estipula el matrimonio con la hija del hermano de la madre o con la hija de la hermana de padre, ese sistema recibe la denominación de “matrilateral” o “patrilateral” (Lévi-Strauss 1981[1949]). En la figura 2 puede apreciarse que las líneas de descendencia involucradas están vinculadas por el mismo tipo de relación (matrimonio matrilateral) que se repite en cada instancia del intercambio y en cada generación (todas las transacciones se realizan en la misma dirección).
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En quinto lugar, y por las razones expuestas, el sistema de parentesco inca es un tipo de “estructura elemental”. En sexto lugar, el sistema también manifiesta un carácter crow. Esto se aprecia en la transmisión matrilineal del estatus de ipa. Este término agrupa a la hermana del padre de Ego (femenino) y a la hermana de su esposo en una misma categoría. Por último, en séptimo lugar, resulta notable la manera en que se conjugan los principios de clasificación crow y omaha. Aquí se le plantea a Lounsbury un problema: ¿cómo es posible que los dos principios obren simultáneamente en un único y mismo sistema? La solución que propone es decididamente ingeniosa. Lounsbury atiende a dos rasgos importantes. La simultaneidad de las formas patrilineal y matrilineal de reconocimiento del estatus parental se une al reconocimiento entre los incas de dos líneas de descendencia, la uterina y al agnaticia (“descendencia paralela”). Es, sin embargo, la postulación de una tercera característica la que permite resolver el problema: la existencia del matrimonio prescriptivo matrilateral, estructurado en ciclos de intercambio de tres generaciones (figura 2a). Siempre que el matrimonio con la prima cruzada matrilateral une en un circuito único de intercambios un número definido de linajes,13 se sigue que el primo cruzado matrilateral de cualquier individuo es también en algún grado un pariente patrilateral. Si se lee de modo circular la figura 2a (es decir, siguiendo el circuito de las alianzas en la dirección que indican las flechas), la formulación se entiende de inmediato. La esposa de Ego es la hija del hermano de su madre y, al mismo tiempo, la hija de la hija de la hija del padre del padre de su propio padre o, lo que es igual, la hija de la hija de la hermana del padre de su padre. Por lo tanto, la prescripción matrimonial que regula el sistema puede concebirse como un matrimonio cruzado matrilateral o como una variedad del matrimonio de tipo patrilateral. Para el caso de tres grupos involucrados en un circuito de intercambio asimétrico, el matrimonio con la hija del hermano de la madre puede también entenderse como un matrimonio en función del cual Ego se casa con la hija de la hija de la hermana del padre del padre. El problema de la relación de las tres principales características estructurales es resuelto del siguiente modo: (1) Los ciclos de tres generaciones implican el “tres” como el número de grupos unilineales típicamente unidos por el matrimonio cruzado matrilateral en cualquier circuito
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Lounsbury mismo emplea este término en su ensayo. No debería ser materia de preocupación que el autor no mencione siquiera una vez la palabra ayllu, ya que ello obedece al propósito mismo de su análisis: explicar los principios estructurales, formales, subyacentes al sistema. De este modo, la institucionalización particular de tal o cual principio escapa a los propósitos del estudio. No creemos desacertado afirmar, sin embargo, que Lounsbury aceptaría la identificación entre los términos (i.e., ayllu y linaje).
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Ego
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=
=
Ho
Ha. Hna. Pa. Pa Pa
Ha
Ha. Ha. Hna. Pa. Pa
Hna. Pa. Pa
Pa. Pa
Ego
Ma. Pa. Pa
Pa. Pa. Pa
Figura 2 a (izquierda) y b (derecha)
=
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de intercambio. Los “grupos”, cualquiera sea su naturaleza, pueden tener cualquier tipo de linealidad. (2) Este es el caso de la fórmula de arriba en la que [existen tres linajes involucrados]. La convención del matrimonio cruzado matrilateral puede igualmente concebirse como la unión entre un hombre y la hija de la hija de la hermana del padre de su padre. Proponemos que los quechuas del Cusco y sus alrededores, durante el período inca, concebían esta convención del modo señalado. (3) Esto implica, entonces, una base para pensar en términos de descendencia paralela ya que, como mínimo, esta manera de reconocer el pariente apropiado para contraer matrimonio requiere el esquema de posiciones genealógicas dado en la figura [2b]. […] Y esto proporciona las condiciones para la relevancia social de la regla formal de complementación de los principios crow y omaha. (Lounsbury 1964b: 16-17)14
c. R. Tom Zuidema: Un nuevo punto de vista teórico sobre el sistema de parentesco inca En 1972 el antropólogo holandés Reiner Tom Zuidema presentó una ponencia al simposio reunido en Toronto sobre parentesco y matrimonio en los Andes. “El sistema de parentesco inca: un nuevo punto de vista teórico” propone discutir punto por punto la interpretación de Lounsbury, pero también reevaluar la propia interpretación de Zuidema del sistema incaico formulada en su libro El sistema de ceques del Cuzco.15 A diferencia de Lounsbury y de Cunow, Zuidema estudia el sistema inca a partir del análisis de las fuentes documentales pero también atiende a los datos relevados tanto en la investigación de las sociedades campesinas del Perú contemporáneo como en la de otras sociedades que parecen compartir formas similares de organización social. Entre estas últimas, Zuidema (1995: 94) menciona específicamente la organización aldeana de los Bororo del Mato Grosso y la de varias tribus Gê del este de Brasil tal y como fueron analizadas por Lévi-Strauss (1968 [1958] —en particular los tres ensayos del apartado “Organización social”), a propósito, su discusión acerca de
Las citas en castellano de trabajos en inglés corresponden a la traducción del autor. La figura 2b es una abstracción del dibujo de la descendencia de un alcalde indio consignado en el Ritual Formulario e Institución de Cura para Administrar a los Naturales de este Reyno escrito por Juan Pérez Bocanegra y publicado en Lima en 1631. Este dibujo, en palabras de Lounsbury, antes que inspirar su modelo lo confirmó.
El primer ensayo, que conoció repetidas versiones y reimpresiones, fue publicado por primera vez en 1977 (Zuidema 1977, 1980, 1989a). La segunda obra, publicada en inglés en 1964, fue reeditada tres décadas después con un nuevo y revelador ensayo introductorio (Zuidema 1995). Para un análisis de la aproximación de Zuidema al estudio de las sociedades andinas, véase Urton (1996). Para una introducción al libro sobre el sistema de ceques, véase Wachtel (1973 [1966]).
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la relación entre estructuras duales y tripartitas.16 La articulación de estos tres tipos de fuentes constituye un “campo de estudio etnológico”, construcción característica del estructuralismo holandés y de su mayor animador, J. P. B. Josselin de Jong (Urton 1996). Esta afiliación intelectual, como las conclusiones a las que arriba en su ensayo, vinculan al autor con las perspectivas aliancistas del análisis del parentesco (Dumont 1975 [1971]). Sea como fuere, la crítica fundamental a Lounsbury se centra en su interpretación (que también había sido la de Zuidema en su libro sobre los ceques del Cusco) de los términos caca e ipa y en la consiguiente postulación de un ciclo de intercambio matrimonial entre tres linajes. El problema central de la terminología de parentesco quechua consiste en que no se trata solo de una terminología ego-centrada. La clasificación de los parientes puede estar centrada en el propio Ego pero también en el ancestro de un grupo social con el cual se identifica Ego al momento de emplear un término. Aun cuando un término es empleado de manera ego-centrada, no significa necesariamente que dicho término esté especificando una relación genealógica entre Ego y su Alter; lo que es seguro, es que está fijando sus posiciones en el contexto social en el que interactúan: Del uso de los términos no es posible definir el contexto. Dado el sexo de Ego y Alter y el contexto social apropiado, dos personas pueden usar términos diferentes entre sí. En estas circunstancias no podemos sólo estudiar las listas de denotaciones para los diferentes términos y sacar conclusiones sobre el tipo de sistema de parentesco y sistema social con los que estamos tratando. Los datos de la estructura social son esenciales para cualquier interpretación de los términos de parentesco. (Zuidema 1977: 240)17
Zuidema investiga cómo se estructura la terminología; solo después procura determinar su funcionamiento y validación en los diferentes contextos sociales de su uso. Aquí solo expondremos cómo llega Zuidema a alcanzar el primero de los objetivos que se propone, un camino en el que quedarán puestos de relieve sus puntos de ruptura con Lounsbury. La terminología de parentesco quechua presenta, además, un problema adicional. Es determinar qué significan los términos caca e ipa, asociados, según hemos visto,
De acuerdo con mi colega Alfredo Grieco y Bavio, comunicación personal, aquí Lévi-Strauss está discutiendo, sin desarrollar la discusión, con Georges Dumézil y su teoría trifuncional de las instituciones indoeuropeas y, más por detrás, con Marcel Granet y su teoría del dualismo de la sociedad china; Zuidema, que cita a los dos sociólogos y lingüistas franceses en el programa de sus tesis holandesa de Leyden, es consciente de ello.
Críticas semejantes a los análisis formales o componenciales pueden encontrarse en Fortes (1970:58), en Needham (1971) y en Parkin (1997:156).
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con el hermano de la madre, con el hermano de la esposa y con el padre de la esposa, pero también con la hermana del padre y con la hermana del esposo. Zuidema afirma enfáticamente que en el sur peruano nunca encontró evidencia empírica alguna que permitiera corroborar la existencia del matrimonio con la hija del hermano de la madre y que, a pesar de la ecuación terminológica mencionada, este tipo de práctica matrimonial se encuentra explícitamente prohibido. Más aún, falta en el quechua cualquier otra ecuación terminológica que permita corroborar el matrimonio con la hija del hermano de la madre, con la única excepción del término ipa (hermana del padre y hermana del esposo), cuyo significado Lounsbury extendió hasta incluir a la madre del esposo. Sin embargo, ipa no significa madre del esposo. El análisis semántico de los términos caca e ipa es, precisamente, la base sobre la cual Zuidema reexamina la interpretación de Lounsbury, así como también el problema de la práctica del matrimonio asimétrico con la prima cruzada matrilateral. El análisis propiamente dicho comienza con los términos empleados para designar a los padres, los hijos y los hermanos. En quechua, el padre, yaya, designa a su hijo y a su hija con los términos churi y ususi; la madre, por su parte, emplea un solo término para designar a sus hijos e hijas, huahua. En segundo lugar, existen cuatro términos para designar la relación de hermandad: huauque (hermano de hombre), ñaña (hermana de mujer), tura (hermano de mujer) y pana (hermana de hombre); mientras que los dos primeros términos son mutuamente recíprocos, los dos últimos no lo son. Ahora bien, es posible elegir alternativamente entre estos términos para designar una misma relación genealógica: Concluimos entonces que los padres y los hijos pueden utilizar cuatro términos de hermandad entre sí, pero las mujeres pueden decir huahua a cualquier hombre. Inversamente, los hombres pueden decirle mama a cualquier mujer. Esto significa que no cualquier pariente femenino puede decirle yaya a cualquier pariente masculino y que debemos encontrar la regla que define esta posibilidad. Los hermanos y hermanas pueden usar entre sí los términos de padre y madre, pero la posibilidad está sujeta a un contexto específico que debemos estudiar aquí. (Zuidema 1977: 247)
De acuerdo con Zuidema, todas las fuentes señalan que los términos para los padres, hijos y hermanos pueden ser aplicados a los parientes en primer, segundo, tercer y cuarto grado. Ello trae aparejado una serie de problemas pragmáticos: (a) Los términos de padres, hijos y hermanos, aplicados a otros ascendientes y descendientes lineales, son términos alternativos para posiciones de parentesco que también tienen sus propios términos de parentesco específico. No hay ningún término específico para los parientes más allá del cuarto grado. Los parientes colaterales o colineales pueden
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ser indicados alternativamente mediante los términos que denotan hermandad, mediante los términos para los ascendientes o descendientes lineales y mediante los términos para los parientes cruzados. (b) El grupo padre-hijo-hija, con la ayuda del concepto de cuatro grados de relación, sirve como un modelo para la descripción de cualquier grupo, concebido por la mente andina como un grupo social o político. Por otra parte, mientras que la conexión mama-huahua puede ser usada para propósitos genealógicos, no existe ninguna restricción para denominar mama a las mujeres. Esta conexión puede relacionar, por lo tanto, un grupo político o social con otro grupo específico o con la totalidad exterior. (c) Más allá de la asimetría de la relación padre-hijo-hija con respecto a la relación madre-hijos, existe también una asimetría en el interior del primer grupo, ya que entre sus miembros hay dos hombres y una mujer. Esta situación afecta el significado de los términos caca e ipa en sus posiciones de afines. Reconocemos aquí la importancia del grupo padre-hijo-hija para la estructura de la terminología de parentesco quechua. (Zuidema 1977: 247)
Con respecto a la ecuación de los términos de padres, hijos y hermanos con parientes hasta el cuarto grado, Zuidema apela a dos fuentes. En la primera, dice Zuidema, los términos para hermanos (huauque, ñaña, tura y pana) designan también, en el uso, a los parientes colaterales en los primeros cuatro grados, ya que falta el término que designe de por sí la relación de primo o prima. La segunda fuente corrobora y amplía a la primera. Pérez Bocanegra, en el mismo documento del que se valió Lounsbury para su análisis, desarrolla el concepto de cuatro grados de relación y explicita sus usos. El término caruruna macij designa al pariente distante en el cuarto grado; collana a aquél que no es un pariente tan distante; payan al pariente cercano; cayaurunamacij al último de los parientes, mucho más cercano que los otros dos.18 Al vincular esta información con los términos consignados en la fuente anterior, Zuidema encuentra así que los términos panantin (el hermano y su hermana) y turantin (la hermana y su hermano), pueden aplicarse a cualquiera de los parientes de Ego hasta el cuarto grado de relación y del sexo correspondiente (figura 3b).19 El hecho de que los términos para padres, hijos y hermanos sean extendidos en la línea de su propio sexo fortalece la
El punto de partida de Zuidema en su estudio sobre la organización social del Cusco es el sistema de ceques. En el Cusco y sus alrededores existía un número significativo de lugares sagrados divididos en una serie de grupos, cada uno de los cuales se concebía como ubicado y extendido sobre una línea imaginaria que recibía el nombre de ceque; todas las líneas convergían en el centro de la ciudad. El Cusco, a su vez, se concebía como dividido en cuatro barrios. Idealmente, cada uno de los cuartos se ordenaba en un grupo de nueve ceques dividido, a su vez, en tres grupos de líneas cada uno. Cada uno de estos grupos recibían los nombres de collana, payan y cayau (Zuidema 1995).
La figura 3b es una abstracción de los datos consignados en el dibujo de Pérez Bocanegra, pero también una reproducción más fiel del esquema del cronista que la efectuada por Lounsbury (figura 2b).
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noción de una línea recta de consanguinidad: el reconocimiento de una línea masculina de hombres y una línea femenina de mujeres. A los términos que designan a los parientes cruzados se aplican las mismas reglas que hemos resumido. El segundo de los problemas mencionados se afinca en la relación entre el grupo padre-hijo-hija y el grupo madre-hijos. En el dibujo de Pérez Bocanegra (figura 3b) solo se ve a un progenitor masculino. El cronista denomina a todo el grupo de personas involucradas en él ayllu o panaca; los dos términos refieren exclusivamente al “grupo con un progenitor masculino común”. Aunque se trate del mismo grupo de individuos, el significado de estos términos se diferencia en función del punto de vista del miembro del grupo que se tome en consideración: Panaca es una palabra similar a panantin, la cual yo traduciría como “el grupo o unidad de hermanos con sus hermanas, descendientes de un mismo ancestro masculino en una línea de hombres y una línea femenina de mujeres por cuatro generaciones”. Las crónicas sobre la historia inca mencionan a la panaca como el grupo de descendientes de un rey inca, con la excepción del sucesor al trono quien fundaría su propia panaca. […] Panaca, por tanto, está limitada al grupo hermano-hermana considerado sólo desde el punto de vista del hombre. Podríamos denominar a la panaca como una “parentela de orientación”, como una descripción análoga a la de “familia de orientación”. La palabra ayllu está probablemente relacionada con ullu, “pene” en quechua. Con una aplicación más amplia, ayllu también significa en el sur peruano bolas o boleadoras de tres bolas. El elemento común en ambos significados se basa en el hecho de que una división tripartita del ayllu como grupo social se considera fundamental en el pensamiento andino; división que ya reconocemos en el grupo padre-hijo-hija. Ya que en la actualidad la palabra ayllu se utiliza para indicar cualquier pariente consanguíneo de una persona, podemos dar una primea interpretación del término tal cual como es usado por Pérez Bocanegra. En esta interpretación ayllu se refiere al mismo grupo de personas al que hace referencia la palabra panaca, pero ahora desde el punto de vista del ancestro masculino. El ayllu se refiere aquí a una “parentela de procreación” que incluye su progenitor. (Zuidema 1977: 256)
A esta altura de su argumentación, el autor se formula dos preguntas. Por un lado, por qué solo hasta el cuarto grado están incluidos los parientes en la panaca o en el ayllu; por el otro, por qué la palabra ayllu también es empleada para designar cualquier grupo social o político con fronteras que lo separen de un exterior. Ambas preguntas están íntimamente vinculadas y las respuestas están en la prohibición del incesto en la sociedad incaica. Una de las fuentes que cita Zuidema registra con claridad que hijos, nietos y bisnietos de un antepasado común no podían contraer matrimonio entre sí: recién podían casarse los tataranietos. El matrimonio prescriptivo matrilateral, en ciclos de tres generaciones, postulado por Lounsbury, resultaría entonces imposible. De acuerdo con la información alegada por Zuidema, la norma prescriptiva alegada
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por Lounsbury chocaría con una norma prohibitiva, más abarcativa: la interdicción del incesto, y, por consiguiente, de una práctica matrimonial de aquellas características. Dicho de otro modo, según Zuidema importa poco si era o no prescriptiva aquella práctica —en el nivel normativo— o si se registra o no —en el nivel de la crasa empiria. Lo que importa a Zuidema es que el matrimonio prescriptivo matrilateral, en ciclo de tres generaciones, está expresamente prohibido. La respuesta a la segunda pregunta implica a todo lo dicho o, desde otro punto de vista, lo explica: el ayllu es un grupo endógamo. Zuidema trae a colación datos que, en términos positivos, confirmarían las reglas matrimoniales que concuerdan con el modelo del ayllu así propuesto y arrojarían, a la vez, nueva luz sobre la ecuación hermano de la madre-padre de la esposa. Entre ellos destacan la práctica de intercambio de hermanas o hijas y la equivalencia de uso que registra un diccionario quechua, según el cual el término caca, además de tío, aplicaría al “abuelo de la esposa”: [El autor] en su diccionario dice que cacay (“mi caca”) significa “el abuelo de mi esposa”. Aunque él también menciona caca como “tío”, en ningún momento dice que el término signifique “padre de la esposa”. En el modelo de la panaca, donde la “esposa” es igualada con la hija de la hija de la hija de la hermana del padre del padre del padre, y dónde el intercambio de hermanas es preferido, la esposa también es igualada con la hija del hijo del hijo del hermano de la madre de la madre de la madre, con la hija de la hija del hermano de la madre de la madre y con la hija del hijo del hermano de la madre del padre. Debemos asumir que [el autor] se está refiriendo a esta costumbre: el hermano de la madre de la madre o el hermano de la madre del padre del esposo, en calidad de caca, es, respectivamente, el padre de la madre o el padre del padre de su esposa. Advertimos que la alianza matrimonial puede ser renovada por dos líneas paternas o dos líneas maternas en cada segunda generación. Esta discusión ha sido importante para nuestro análisis de la terminología de parentesco quechua porque demuestra que una ecuación de parentesco asimétrica como hermano de la madre-padre de la esposa puede muy bien coexistir con una regla de matrimonio simétrico de intercambio de hermanas o hijas [ver figura 3a]. (Zuidema 1977: 259).20
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La figura 3a representa cuatro linajes patrilineales vinculados entre sí por medio de intercambio simétrico de hermanas o hijas. Se trata del modelo que en la literatura antropológica se conoce como sistema aranda (o arunta), una de las tribus de Australia analizadas por, entre otros, RadcliffeBrown (1930-1931) en el primer cuarto del siglo XX. Esta es la manera más elemental de representar, a su vez, la regla postulada por Zuidema según la cual la alianza matrimonial es renovada por dos líneas (paternas o maternas) cada dos generaciones. En la segunda parte de su ensayo, dedicada a relacionar los datos de la terminología de parentesco con diversos aspectos de la organización social incaica, Zuidema explicita este modelo en un pasaje que quizás permita al lector apreciar
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1
2 =
=
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=
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= caca
1
caca 2
2 2
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= 3
3 3
=
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=
=
Ego
4
4 4
=
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=
=
Figura 3 a (izquierda) y b (derecha)
Resta solo examinar un tercer problema derivado: el de las posiciones respectivas de caca (hermano de la esposa y padre de la esposa) e ipa (hermana del esposo) como afines. Desde el punto de vista del modelo de intercambio matrimonial propuesto, la asimetría de la ecuación planteada por el término caca se explica a partir de la siguiente posibilidad: En el caso de caca, la ecuación hermano de la esposa = padre de la esposa se vuelve inteligible si los dos Alter son “hermanos” entre sí. La ecuación hermano de la esposa = desde otro ángulo su fundamentación: “La distinción básica en el parentesco y matrimonio andino es que el matrimonio puede ser llevado a cabo con una mujer que pertenezca al grupo local o con una mujer exterior a dicho grupo. En el primer caso, ella es igualada con un pariente del cuarto grado. Si todos los matrimonios de los nobles son considerados como si fueran entre parientes del cuarto grado, entonces esto puede dar origen a la noción de la unidad política, consistente en cuatro subdivisiones que en sus relaciones internas son simbolizadas por cuatro líneas, patrilineales o matrilineales, de acuerdo con el sexo de la persona que habla o al contexto de la situación.” (Zuidema, 1977: 271).
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hermano de la madre resulta del hecho de que los Ego de ambas designaciones [es decir, Ego y su padre en la figura 3a] pueden ser igualados como “hermanos” entre sí siendo en realidad padre e hijo. La ecuación, por tanto, no tiene nada que ver con una conjetura sobre un tipo de forma matrimonial en función de la cual el hermano de la madre de un hombre se convierte en el padre de su esposa a través del matrimonio con la hija del hermano de su madre. (Zuidema 1977: 260)21
En resumen, la articulación de la forma de intercambio matrimonial con las ecuaciones terminológicas contenidas en la expresión caca se explica si se entiende que un padre y su hijo, e incluso más generaciones de una misma línea paterna, pueden llamarse “hermanos” entre sí, y emplear la ecuación caca para referirse a los miembros de otra línea paterna que, en calidad de afines, se vinculan con ellos. Este razonamiento no puede aplicarse al término ipa por el carácter asimétrico de la relación padre-hijohija; es decir, por la estructura misma del modelo del ayllu. En otros términos, un Ego femenino puede identificarse con su hija y considerar a la hermana de su marido como un pariente consanguíneo y no como un afín.22
21
En trabajos posteriores Zuidema vuelve a pronunciarse sobre el significado del término caca. En uno de ellos llega a la siguiente conclusión: “El sistema político incaico podía asignar en circunstancias específicas el papel de padre de la esposa a un hermano de la madre real o clasificatorio pero, al mismo tiempo, el sistema político en sí mismo no reflejaba de ninguna manera un patrón de alianza asimétrica” (Zuidema 1989b: 135). En otro de sus trabajos encontramos una afirmación aún más contundente: “El término que un hombre emplea para designar al hermano de su esposa podía ser heredado por su hijo para dirigirse al mismo pariente masculino. Lo que era un cuñado (hermano de la esposa), un afín, para uno, era un tío (hermano de la madre) para el otro.” (Zuidema, 1996: 649). El primer estudioso que llamó la atención sobre el vínculo entre el análisis de Zuidema y la perspectiva aliancista desarrollada por Louis Dumont (1953) para su análisis de los sistemas de parentesco del sur de la India (en particular el dravidiano) fue Juan Ossio Acuña (1981: 238) en el artículo citado. Finalmente, cabría agregar que Zuidema reconsideró el modelo en cuestión desde una perspectiva que, si bien no invalida su escrito de 1977, lo precisa y amplía a partir del análisis de la información relativa a las consecuencias específicas de las reglas matrimoniales; véase Zuidema (1990, 2005) y Arnold (1998).
22
Un extenso análisis, lastimosamente desordenado, del sistema de parentesco inca a partir de la conjugación de algunas de las fórmulas de los tres autores aquí comentados se encuentra en Rodicio García (1980). Más recientemente, David Jenkins (2001) ha colocado el problema del ayllu incaico bajo la luz del modelo del “clan cónico” propuesto por Paul Kirchhoff (1955) a mediados de la década de 1930. El clan cónico consiste en un grupo de descendencia internamente estratificado cuyos miembros son distinguidos por rangos de parentesco de acuerdo con la distancia que los separa de un ancestro mítico. El tipo de sociedad resultante adopta una fisonomía cónica, y cada uno de los bloques en que se divide tiende a reproducir, en menor escala, la forma completa.
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3. Estudios etnohistóricos y etnográficos sobre poblaciones indígenas y campesinas pretéritas y contemporáneas
a. Del modelo tribal y unilineal al modelo segmentario y de control vertical En la introducción a su tesis doctoral de 1955, defendida en la Universidad de Chicago, John V. Murra dedica el siguiente pasaje a Cunow: En 1890, Heinrich Cunow fue el primero que trató de ubicar los datos incaicos dentro de un contexto etnográfico. Se vio perjudicado por el limitado conocimiento etnográfico de que se disponía en la época; faltaba lo que podría haberle sido más útil: el conocimiento detallado, funcional, de las sociedades de clase del Pacífico y África. Una segunda debilidad, igualmente propia de la época, fue que, partiendo del rechazo de las interpretaciones utópicas de la vida inca, Cunow aceptó en 1890 el análisis de Lewis H. Morgan, según el cual las sociedades mesoamericanas y andinas carecían de verdaderas estructuras estatales. Su mérito, no obstante, fue grande: fue el primero en dirigir nuestra atención hacia la comunidad étnica andina, el llamado ayllu, que había sido ignorada por los estudiosos anteriores. Sus consideraciones al respecto son desde entonces básicas para toda investigación. (Murra 1978: 19)23
En la mayoría de los escritos etnológicos y etnohistóricos de la primera mitad del siglo XX dedicados a las formas de organización social de las poblaciones rurales del sur andino, coexisten una perspicacia sociológica notable y una ausencia de categorías analíticas expresas. Las teorías que guiaron a los primeros estudiosos de la vida social de los incas, muchos de ellos abogados o juristas, ni se apartan ni buscan un perfil distintivo con respecto a las innovaciones de las ciencias del hombre que en otros lugares del mundo se habían empezado a desarrollar a fines del siglo XIX y principios del XX. Muchas de las conclusiones a las que arribaron acerca de la organización social de los incas no fueron siempre distinguidas con cuidado de las alcanzadas con respecto a sociedades rurales contemporáneas. El influjo de Cunow y el de la sociología decimonónica, resultan así difíciles de soslayar. Autores como Adolph Bandelier, Max Uhle, Louis Baudin, Bautista Saavedra, Félix Cosio y gran parte de la primera generación de andinistas cusqueños que publicaba en la Revista Universitaria tienen en común el entender el ayllu como una comunidad gentilicia. Sorprende poco, entonces, que todos ellos coincidan en citar a Lewis H. Morgan, a Fustel de Coulanges, a Henry S. Maine, a Gabriel Tarde y al mismo
23
Alusiones a Cunow pueden encontrarse también en Murra (1975a: 25, 2002: 67).
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Heinrich Cunow. El ayllu consiste en un grupo de consanguíneos vinculados entre sí agnaticiamente, que forma parte de un grupo social más abarcativo (la tribu) y que puede (aunque esto abra ya un frente de debate) ocupar una sección determinada del territorio que se encuentra bajo la jurisdicción política del grupo mayor. El boliviano Bautista Saavedra, en su influyente ensayo de 1913, escribe: La gens, la familia consanguínea con un antepasado común, es el núcleo típico originario de donde proceden las demás formas de desdoblamiento humano. La célula social, si puede emplearse este paradigma, es la gens, no el individuo o la horda. A las investigaciones sociológicas que demostraron que la familia era el nudo del arranque del tejido social, puede agregarse el descubrimiento del ayllu. El ayllu no es sino la gens primitiva de las poblaciones del centro de continente americano […] Lo que hay es que en la civilización aimara la voz ayllu sirve, y es la única conocida, para designar tanto la asociación familiar, gens, cuanto la asociación territorial y agrícola, tribu. (Saavedra 1975 [1913]: 473-474 y 517)
Apenas tres años después, el cusqueño Félix Cosio publicó un trabajo no menos influyente. Define de este modo el ayllu prehistórico: La constitución del ayllu, en su origen, ha debido ser mui parecida a la de la gens romana, que, como está suficientemente averiguado, no ha comprendido en su origen más que a la familia i a todas las ramas de ésta. El ayllu, pues, corresponde ya a un grado de organización social en que los grupos alcanzaron una relativa diferenciación en sus componentes. Pero si él no es tan primitivo que representa la más sencilla i rudimentaria fase de asociación, puesto que no es posible confundirlo con la horda, resulta, en cambio, ser la unidad irreductible de una organización más coherente. Es decir, el ayllu no fue al principio conjunto social, sino fracción diferenciada de una tribu. Ha sido, antes que todo, congregación familiar en el que el lazo genético bien marcado mantenía la unidad del grupo. (Cosio 1916: 14-15)
En estos autores hay un acuerdo nunca discutido: todos consideran al ayllu como el punto de partida de agregaciones sociales posteriores. En este sentido de “comunidad gentilicia”, el ayllu se territorializa luego como “comunidad de aldea” o marka; para después, bajo el dominio incaico, integrarse en la “tribu”, unidad política mayor. Este acuerdo caracterizó a las tres líneas de investigación dominantes en el período. En primer lugar, una línea de corte más bien etnohistórico, que atendió a reconstruir una sucesión temporo-causal en el desarrollo de la agregación referida. Si el derecho materno fue un estadio anterior al paterno, si la primigenia constitución del ayllu quedaba exenta de cualquier tipo de asociación territorial, si el ayllu preincaico fue meramente absorbido por el proyecto político de la sociedad incaica, son cuestiones
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que cruzan de principio a fin una copiosa bibliografía. En segundo lugar, una línea más politizada o involucrada, desde las urgencias del presente, en desarrollar políticas para enfrentar aquello que en la época se llamó “la cuestión indígena”, entendió la realidad social contemporánea de las poblaciones rurales en clave de “supervivencias” de un pasado precolombino arcaico —con la consecuencia de encontrar en la realidad social contemporánea, con demasiada frecuencia, aquello que se predicaba de formas sociales pretéritas. Una tercera línea de análisis, de carácter más propiamente etnográfico, emprendió las que fueron primeras incursiones al campo, con el fin de describir, si allí quedaban, las huellas de antiguas formas de organización social. Los textos que resultaron, de un alto valor para la etnografía, parecieran despreocuparse, en lo inmediato, de las discusiones teóricas de la época.24 El modelo del ayllu en términos de comunidad gentilicia y unilineal fue generalizado tanto para el análisis de la sociedad incaica, como para el de las poblaciones rurales de la primera mitad del siglo XX. No ha de extrañar, entonces, que las expresiones “ayllu”, “comunidad” y “parcialidad” hayan sido empleadas indistintamente. La influencia recíproca de las líneas de análisis mencionadas contribuyó a la busqueda de conceptos más precisos, pero también a la alarma ante la proliferación de extrapolaciones débilmente fundamentadas de un período al otro. En un pasaje que condensa gran parte de las tensiones de la época, Félix Cosio apunta que: I así fue: las comunidades subsistieron, a pesar de su abolición legal, porque aún “responden a un estado social” […] A esta fecha, el número de comunidades ha estado disminuyendo gradualmente por la evolución natural de los hechos. Del ayllu del tipo incaico genuino sería absurdo el buscarlo. Fuertemente pesó la Colonia en el país e imprimió un nuevo concepto de dominio absoluto sobre los conquistados i de plena explotación de las riquezas del suelo. Quedó solo en la propiedad del régimen incaico —como en todas las transformaciones de instituciones sociales— la forma, que siempre persiste a través de algunas etapas de evolución. La comunidad, ya no tenía el espíritu de la institución de los ayllus. (Cosio, 1916:31)
24
Véase Belaúnde (1908), Bandelier (1910), Uhle (1969 [1911]), Pastor Ordónez (1919-1920), Yábar Palacio (1922), Castro Pozo (1924, 1946), Aguilar (1925), Coelo (1925), Baudin (1953 [1928]), Cornejo Bouroncle (1935), Palacios R. (1941), Breña (1942), Moscoso (1950), Núñez del Prado (1953), Núñez Anavitarte (1965). Cabe mencionar una excepción notable. A fines de la década de 1920, Ricardo E. Latcham (1927-28) publicó un importante ensayo acerca de la organización social y religiosa de los incas cuyo principal propósito era demostrar que resultaba inconsistente postular una gens patriarcal ya que, consideraba, en aquella sociedad era relevante desde muchos ángulos el derecho materno —encarnado en lo que denominó “clan matrilineal”. No es posible aquí ir más lejos que el llamado de atención para el lector sobre la originalidad de este trabajo.
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Treinta años más tarde, en un volumen del Handbook of South American Indians dedicado en gran parte a las poblaciones rurales de los Andes Centrales, John Rowe criticó la noción de ayllu que construyeron sus antecesores en el ensayo referido a la cultura inca en el tiempo de la invasión europea: El supuesto original de que el ayllu era clan regular se retrotrae a los seguidores inmediatos de Lewis Morgan, quienes estaban ansiosos por encontrar clanes en la historia de todas las sociedades humanas como parte de sus hipótesis acerca de la evolución social y quienes estaban obligados a confiar en descripciones sumamente fragmentarias sobre el área andina. En primer lugar, ni siquera se consideraba necesario probar este punto mediante la referencia a los cronistas, ya que era una creencia universal, ante la falta de estudios de campo, que el ayllu moderno era un clan, y que la sociedad indígena andina no había cambiado mucho desde la conquista española. La falacia respecto del ayllu moderno está ampliamente demostrada en los artículos sobre los quechuas y aimaras modernos y no escapó a la atención de Bandelier, quien realizó estudios sobre los aimaras en la década de 1890 que no llegó a profundizar. Sin embargo, en lugar de cuestionar en su conjunto la teoría del clan, Bandelier concluyó que el ayllu moderno había meramente perdido el carácter de clan que lo informaba un estadio más temprano de su historia. (Rowe 1946: 253)
Los estudios contemporáneos a los que Rowe alude en este pasaje resultaron de las primeras incursiones etnográficas en poblaciones quechuas y aymaras de Perú y de Bolivia. En relación con las primeras, Bernard Mishkin escribió en el mismo volumen del Handbook: Al hablar de la unidad básica de la sociedad quechua, el término comunidad es preferible al uso de ese concepto misterioso y casi indefinible de ayllu. Desde la conquista, los peruanistas han dado al término ayllu un significado que es por lo menos contradictorio y confuso. Inclusive, es más bien probable que el término, en su uso quechua original, fuera aplicado en sentido lato a agrupamientos de sangre de varios tipos así como también a unidades territoriales. En la actualidad, el término es generalmente utilizado como sinónimo de comunidad y aplicado a la típica aldea comunal. Entre los quechuas modernos, el ayllu, tal y como lo describió Saavedra, con las clásicas características de parentesco de descendencia desde un ancestro común, unilateralidad, exogamia y totemismo, no se lo encuentra en ningún lado. Castro Pozo ha señalado la existencia de comunidades en Junín, Huancavelica, Apurímac y Cuzco en las que todos los habitantes llevan el mismo apellido. Esto, sin embargo, no significa en lo absoluto la presencia de una organización de parentesco. En la mayor parte del Perú la comunidad está compuesta de al menos varios grupos de familias extendidas, cada una de las cuales afirma su origen independiente a pesar del hecho de que ellas hayan vivido en una asociación cercana durante largos períodos. (Mishkin 1946: 441)25
25
También publicado en español en Mishkin (1959).
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Sin embargo, llegado el instante fatal de definir el ayllu, Rowe no se aparta demasiado de las definiciones que se venían utilizando hasta entonces: En resumen, el ayllu inca era un grupo teóricamente endogámico, con descendencia por la línea paterna y sin totemismo. No se trataba, por lo tanto, de un clan en el sentido clásico. No existe evidencia histórica o etnológica que apoye la teoría de que el grupo social del cual el ayllu se desarrolló era, en alguna era prehistórica, un verdadero clan. (Rowe 1946: 255)26
Sería errado limitarse a caracterizar la definición de Rowe como ambigua. Se trata, más bien, de una acuñación propia de la transición que vivían los estudios andinos sobre parentesco y organización social. En el mismo volumen al que nos estamos remitiendo, Harry Tschopik escribió lo siguiente sobre los aymaras: El ayllu es una unidad social y geográfica y usualmente lleva un nombre descriptivo de lugar. Un individuo adopta el ayllu de nacimiento, pero si se muda de forma permanente a otra localidad, puede cambiarlo, o si una mujer se casa fuera de su ayllu por lo común se une al de su esposo. Aunque ocasionalmente un ayllu cuente con un mito que alega un lugar de origen común para sus habitantes, los individuos no reivindican su descendencia de un ancestro común. Los primeros escritores, sin embargo, no son del todo claros con respecto a si estas leyendas de origen se aplican a los ayllus en su integridad o solo a linajes dentro de ellos. El ayllu se compone de varias familias extensas no relacionadas entre sí, cada una de las cuales traza su descendencia de un tunu separado, el ancestro más remoto en la línea masculina cuyo nombre es recordado. La afiliación al ayllu no gobierna formalmente el matrimonio, pero los ayllus tienden a ser endogámicos. (Tschopik 1946: 539)
Paul Kirchhoff diferenció las formas de organización social de las poblaciones andinas precolombinas del resto de las poblaciones indígenas de América del Sur por el hecho de que conjugan formas institucionales basadas en el parentesco con otras que no lo están. Ahora bien, al tratar aquellas formas basadas en el parentesco, afirma: La sociedad andina, al igual que la sociedad mesoamericana, se encuentra en un estadio transitorio en el que las instituciones que no son de parentesco (la estratificación social y un gobierno organizado para ejercer el dominio de un pueblo sobre el otro) descansan, histórica y funcionalmente, sobre los cimientos de una institución basada en el parentesco, el ayllu, al que llamaremos clan, ya que entendemos por este último “un grupo permanente
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Evidentemente, la diferencia entre el ayllu y el clan estribaba —para el autor— en la ausencia del elemento totémico.
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basado en la descendencia común, real o supuesta, de sus miembros”; una definición lo suficientemente amplia como para incluir clanes unilineales, exogámicos, y clanes no exogámicos y, por lo tanto, clanes no estrictamente unilineales (entre estos últimos, el “clan” escocés, la “gens” romana, el “calpulli” mexicano y el “ayllu” andino) […] En toda el área andina las características fundamentales de las instituciones sociales que están basadas en el parentesco son notoriamente uniformes y simples. En marcado contraste con los pueblos organizados en clanes exogámicos, donde la tribu y el clan tienen una estructura diferente, los clanes andinos son no exogámicos y la tribu no es en realidad sino un súper clan o, más bien, el clan es simplemente una sub-tribu. (Kirchhoff 1949: 293-294)
Retrospectivamente parece posible señalar como el rasgo más significativo de este primer período de estudios andinos la preeminencia del modelo de la comunidad gentilicia, tanto para el análisis de la sociedad incaica como de las poblaciones rurales contemporáneas. Al mismo tiempo, el propio desarrollo de los estudios etnográficos hizo nacer las primeras dudas, reservas y distanciamientos con respecto al modelo original, aun en los estudios sobre la sociedad inca, como en los casos de Rowe y Kirchhoff. Las ambivalencias entre la persistencia de un modelo que acentuaba la descendencia unilineal agnaticia, y el distanciamiento con respecto a él, son notables en dos de los trabajos etnográficos más importantes de este período. Al inaugurar en la Universidad San Antonio Abad el año académico 1957, Óscar Núñez del Prado expuso en su discurso parte de los resultados obtenidos por su expedición al pueblo de Q’ero. Al referirse a la constitución de la familia, el matrimonio y el parentesco entre sus habitantes, y al compararla con la información contenida en registros parroquiales coloniales, concluyó: Hemos anotado que la familia q’ero es de base conyugal, y residencia patrilocal cercana. En cuanto al parentesco, la filiación que sigue actualmente es patrilineal. Sin embargo, parece que antiguamente la ascendencia regía en un sistema diferente […] De un vistazo a la relación que antecede, puede apreciarse el hecho de que las mujeres llevan solamente el apellido materno y los hombres solo apellido paterno, en un porcentaje elevado. Así mismo el porcentaje más alto corresponde a apellidos tomados, tal vez de modo arbitrario. Ambos hechos, están en relación con las costumbres actuales, de tomar en ciertos casos, nombres que agradan a quienes los toman, bajo la denominación de “munay suti”, y la tendencia de contar la ascendencia femenina por la rama materna y la masculina por la del padre. Los hechos anotados, parecen indicar que antiguamente, existió un sistema de filiación ambilineal, y que el sistema actual patrilineal, es una innovación muy reciente. (Núñez del Prado 1958: 21)
Con la de Kirchhoff, este pasaje constituye una de las referencias más tempranas sobre un sistema de descendencia bilineal en los Andes. Habrá que esperar todavía
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unos años para que esta hipótesis cobre cuerpo. En la década de 1960 empiezan a publicarse los primeros resultados nacidos de aquel laboratorio experimental que a lo largo de toda la década anterior constituyó la hacienda Vicos (Ancash). En este conjunto, el trabajo más relevante es el análisis de Mario Vázquez y Allan Holmberg sobre las “castas” vicosinas: En Vicos la palabra casta es equivalente a parentesco “de sangre” o agnaticio. El término no está limitado a la familia nuclear, sino que incluye a todas las personas que tienen un ancestro paterno común, un patrimonio de origen común y un apellido común. […] Cada individuo en Vicos, o vicosino, es identificado con una casta, que en el uso común es sinónimo de “sangre” heredada en la línea paterna. Este vínculo consanguíneo es uno de los elementos culturales básicos que regula la transmisión de propiedad de tierras y animales en una sociedad andina que opera bajo el sistema de hacienda y peonaje. (Vázquez y Holmberg 1966: 284-285)27
En muchos aspectos, este breve artículo constituye una aproximación decididamente moderna al estudio de la organización social de un grupo rural andino. Su insistencia en la descendencia unilineal es el único aspecto que permite remitirlo al modelo que se ha expuesto hasta aquí.28 La creciente disconformidad con respecto a la idea de descendencia unilineal irrestricta (mayormente agnaticia y relacionada con un modelo de organización tribal) logró cristalizarse en una crítica con fundamentos teóricos recién a fines de la década de 1960. En la introducción de 1977 a la edición española del ensayo al que nos referimos al comienzo de esta sección, John V. Murra comenta sus propios avances en la comprensión del Tawantinsuyu en términos que en más de un aspecto retrotrae a sus años de formación en la Universidad de Chicago:
La misma caracterización se encuentra en el ensayo etnohistórico y etnográfico sobre la institución del “matrimonio de prueba” entre los incas y entre la población rural vicosina que había publicado apenas un año antes uno de los integrantes del equipo de Vicos (Price 1965).
Algo parecido podría afirmarse del ensayo de Fernando Fuenzalida dedicado a revelar las características de la “estructura de la comunidad indígena tradicional”. Se trata de un estudio de carácter etnológico, cuyas generalizaciones hallan su sustento en informes etnográficos producidos entre 1910 y 1966. La insistencia en la agnación como elemento constitutivo del ayllu es todavía explícita, pero al contrastar la descendencia bilineal (con fuerte énfasis sobre la línea paterna) en muchas poblaciones rurales contemporáneas, el autor señala como problema este tipo de descendencia en los Andes anteriores a la República. Este trabajo constituye una bisagra entre las dos orientaciones teóricas que más han sobredeterminado los estudios sobre parentesco andino. Véase Fuenzalida (1970: 75-77).
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Lo que había pasado entre tanto fue que había empezado a estudiar otros reinos preindustriales, investigados en el terreno por antropólogos y no por historiadores en los archivos. Tanto en el Pacífico como en África hubo sinnúmero de reinos y estados que no fueron invadidos por los europeos sino en el siglo XIX o XX. Su organización económica y política no tenía uno que reconstruirla a partir de fragmentos inconexos recopilados por observadores foráneos: bastaba con entrevistarse con los pobladores o con sus hijos que recién habían ejercido el poder, hecho la paz o la guerra, asumido responsabilidades en el manejo del riego, dirigido a miles de pastores o agricultores. Las monografías de etnólogos como Max Gluckman, Hilda Kuper, Evans-Pritchard, Audrey Richards o Siegfried Nadel, de formación británica, me ayudaron a hacer la transición de la etnología campesina al estudio de estados precapitalistas. Las economías y estructuras de poder ashanti, rwanda, hawaianas, dahomey, azande, baroste o yoruba me hicieron ver lo andino en una perspectiva nueva. (Murra 1978: 12-13)29
Dos nociones originadas en los estudios sobre África de la antropología social británica ejercieron un influjo duradero en Murra: la noción de tipos de organización social diferenciados y la noción de Estado correspondiente, sobre la que no nos detendremos aquí. En 1940 E. E. Evans-Pritchard y Meyer Fortes publicaron Sistemas Políticos Africanos. La lectura y comparación de los estudios de caso reunidos en el volumen llevó a que los compiladores respondieran, en su introducción, a una pregunta que surgía, sin formularse, al clasificar dos modelos inferidos de organización social. A diferencia de las poblaciones estudiadas en el terreno por los primeros antropólogos, un número importante de sociedades africanas presentaban instituciones peculiares. Decenas de miles de individuos vivían vinculados entre sí en el marco de sociedades en las que parecían ausentes las estructuras básicas del Estado. Los antropólogos plantearon dos categorías que ordenaban, y separaban, a los sistemas políticos africanos y a sus sociedades. Existían sociedades que contaban con una autoridad centralizada, una maquinaria administrativa y una distribución de privilegio y estatus correlativa a la de poder y autoridad; también existían sociedades donde faltaban todos los atributos anteriores y que, por tanto, podían caracterizarse como sociedades sin Estado. Entre uno y otro tipo de sociedad, la diferencia fundamental se veía determinada por el papel que el sistema de linajes desempeñaba en la estructura política: Debemos distinguir aquí entre un conjunto de relaciones que vinculan a un individuo con otras personas y a unidades sociales particulares a través de la familia bilateral pasajera,
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Sobre la influencia que ejercieron en Murra los estudios africanistas, sus años en Chicago (como alumno y profesor) y, en particular, las doctrinas sobre el parentesco australiano de A. R. RadcliffeBrown (quien enseñó en la Universidad de Chicago entre 1931 y 1937), véase Castro et al. (2000: 49, 67, 75, 93, 96, 99-100).
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al que llamaremos sistema de parentesco, y el sistema segmentario de grupos de descendencia unilateral permanente, al que llamaremos sistema de linaje. Solo el segundo establece unidades corporativas con funciones políticas. En ambos grupos sociales los vínculos parentales y domésticos tienen un rol importante en la vida de los individuos, pero su relación con el sistema político es de orden secundario. En las sociedades del Grupo A es la organización administrativa la que regula principalmente las relaciones políticas entre segmentos territoriales mientras que en las sociedades del Grupo B es el sistema de linajes. (Fortes y Evans-Pritchard 1940: 6)
El sistema de linajes propiamente dicho está íntimamente asociado con el principio de segmentación social, en virtud del cual la pertenencia de un individuo a un grupo social cualquiera está determinada por el lugar que ocupa ese grupo en la estructura de linajes. En este sentido, un Ego cualquiera puede identificarse en un momento determinado con un segmento social más inclusivo (un linaje mayor) del que forman parte otros grupos de características similares al suyo (un linaje menor); sin embargo, el surgimiento de un conflicto cualquiera entre segmentos sociales menores produce un realineamiento de las alianzas con la consecuente separación de Ego de los grupos similares al suyo en los que se encontraba incluido anteriormente. A diferencia del modelo de comunidad gentilicia, el principio de segmentación busca poner de relieve el carácter operacional del parentesco en contextos etnográficos precisos; para el caso que nos ocupa aquí, en el ayllu andino. Murra combinó los dos tipos de organización social en un modelo sumamente coherente: la maquinaria administrativa del Estado inca no puede comprenderse sin tener en cuenta el funcionamiento de la colectividad local basada en el parentesco. Este modelo, junto con el del control vertical de un máximo de pisos ecológicos (Murra 1975b), ejercieron considerable influencia sobre los estudios etnográficos de la época. En las Actas del XLII Congreso Internacional de Americanistas celebrado en París en 1976, dos ensayos están dedicados a sociedades bolivianas contemporáneas. Los análisis de Kata y Laymi permiten apreciar de qué manera las relaciones de parentesco están vinculadas íntimamente con el acceso a los recursos naturales distribuidos en diferentes niveles ecológicos altitudinales (Bastien 1978, Harris 1978). Esta misma línea de investigación fue también la del equipo de antropólogos japoneses que trabajaron en el sur peruano durante la década de 1970 y comienzos de la siguiente (Inamura 1981, Sato 1981, Tomoeda 1985, Tomoeda y Tatsuhiko 1985). Haciendo abstracción de las particularidades propias de cada caso etnográfico, el conjunto de estos estudios presenta rasgos comunes. Los grupos rurales andinos no se encuentran circunscriptos a una porción territorial definitiva, sino tienden a ocupar territorios extensos de gran variabilidad ecológica; por lo general, también muestran un alto grado de endogamia en el nivel de organización social más inclusivo y un grado no menor de exogamia
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en los niveles menos inclusivos. Los grados de exogamia son entendidos como el resultado de una estrategia de grupos ubicados en pisos altitudinales diferentes para acceder mediante el intercambio de mujeres a aquellos recursos para los que no tienen acceso de modo directo. En su estudio sobre el matrimonio andino como práctica que simboliza este tipo de intercambio, Joseph Bastien se expresa sobre el particular: Como “puntos de vista”, la exogamia y la endogamia guían a los kaata en el intercambio de personas de otros niveles de tierra y de otros grupos sociales. La pregunta es la siguiente: ¿desde qué punto de vista son endogámicos los kataa? Las estadísticas muestran, por un lado, que la endogamia se incrementa desde el poblado a la comunidad y al ayllu y, por el otro, dentro de cada una de estas unidades geográficas y sociales también existe la exogamia. El matrimonio ritual manifiesta el punto de vista kataa sobre la endogamia y la exogamia al enfatizar el intercambio de personas en matrimonios que siempre coinciden con personas que provienen, real o simbólicamente, de dos niveles de tierra diferentes. (Bastien 1978: 152)
Esta perspectiva de análisis, que procura atender a determinaciones de naturaleza ecológica, no fue ignorada por los estudios siguientes. A diferencia de las primeras teorías, esta tercera generación de andinistas buscó articular el modelo con otros que se habían desarrollado (paralelamente) hasta entonces antes de hacer de él un empleo unilateral. El ensayo del antropólogo británico Tristan Platt sobre la organización social de los macha, población rural boliviana ubicada en el norte del departamento de Potosí, es uno de los primeros intentos de esta conciliación obligatoria,30 tal y como se explicita desde las primeras páginas: Uno de los objetivos del presente artículo […] es el demostrar hasta qué punto el modelo cuatripartito es expresión de la organización “vertical” del espacio andino, en adecuación a una región en la que el control directo de distintas zonas ecológicas todavía no ha sido del todo destruido por las relaciones mercantiles o el trueque. Dentro de estos límites, ofrece una unificación de las dos vías de investigación que han sido abiertas por Murra y Zuidema. (Platt 1980: 139-140)
Los modelos de organización social en términos de categorías duales, tripartitas y cuatripartitas, tantas veces predicados de las poblaciones andinas, deben mucho a los puntos de vista aportados por Tom Zuidema. Estas categorías actúan en las divisiones y subdivisiones de la organización social de los macha, descritas en términos de ayllu. Pero aquí queremos subrayar que la combinación de las teorías de Zuidema 30
El trabajo en cuestión fue publicado por primera vez en 1978 —en el mismo volumen en el que también se dio a conocer el ensayo de Lounsbury que hemos comentado (Murra et al. 1978, 1986)— pero la elaboración de sus ideas se remonta a principios de la década de 1970 (Platt 1980: 139).
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y Murra no se restringe a la articulación de las categorías mencionadas con el modelo de control vertical, sino, más bien, con el modelo de organización social segmentario de las sociedades africanas revisitado por Murra para el caso de los Andes. El siguiente pasaje resulta elocuente, y plantea un problema que por esas fechas empezaba a atraer la atención de los especialistas: Al presentar los reglamentos que rigen las elecciones matrimoniales, en un principio debemos notar la fuerte regla de endogamia de la mitad. Esto se explica mediante la referencia a la norma adicional de la hostilidad entre las mitades. En las luchas rituales celebradas durante determinadas fiestas, y en enfrentamientos serios por la tierra, los grupos dominados por cada nudo en la jerarquía de los ayllus se unirán en caso de que cualquiera de sus miembros haya sido atacado por los miembros de otro grupo dominado por un nudo diferente al mismo nivel. La fusión de los grupos que en otros contextos están separados, recuerda la situación de los Nuer; pero se realiza entre grupos territoriales corporativos en lugar de linajes. Dentro del territorio macha, el proceso culmina con el enfrentamiento de las mitades, en su representación local, en cada fiesta o enfrentamiento. En relación con la endogamia de la mitad, entonces, muchas veces se presenta el argumento: “¿Cómo vamos a permitir a nuestras hijas ir con ellos, si luego sus hijos vendrán a pegarnos?”. (Platt 1980: 151)
Este párrafo constituye una de las más nítidas descripciones sobre el modo en que opera (u operaba) el principio segmentario de organización en un contexto etnográfico específico. Un tanto paradójicamente, al tiempo que describe y analiza este tipo de organización, Platt niega una de sus características definitorias: no estamos aquí —dice— en presencia de linajes, sino de grupos sociales “corporados” en términos territoriales. Por “linaje” el autor pareciera entender “descendencia unilineal”, y es este tipo de caracterización de la forma en que funciona el parentesco en la sociedad andina la que, precisamente, se hallaba cuestionada. ¿Qué es lo que estaba ocurriendo en los estudios de parentesco en los Andes? b. El consenso en torno de la bilateralidad y la irrupción de la perspectiva estructuralista Un número cada vez mayor de antropólogos profesionales se dedicó a estudiar en el terreno gran parte de los problemas de parentesco planteados por sus antecesores. Trabajos de campo prolongados y sistemáticos en poblaciones rurales de Perú, Bolivia y Ecuador acumularon un número de datos cada vez más amplio relativos a sus formas de parentesco y organización social y, como consecuencia de ello, posibilitaron una verdadera perspectiva comparativa de análisis. De esta situación da testimonio la
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publicación en 1977 de un volumen que congrega ensayos dedicados al “parentesco y matrimonio andinos” (Bolton y Mayer 1977).31 A diferencia del acuerdo común que hemos podido observar hasta aquí en relación con el pretendido carácter unilineal de las sociedades andinas (y la consecuente noción de “linaje”), esta nueva generación de investigadores llega a un nuevo consenso, que la distancia de sus predecesores. El primer capítulo del libro lleva el título decididamente provocador de “Bilateralidad en los Andes”. El autor parte de la familia nuclear y del ciclo de desarrollo del grupo doméstico para interpretar los aspectos bilaterales del parentesco andino:32 La descendencia bilateral relaciona a un individuo con todos los descendientes de sus ancestros reconocidos dentro de un cierto número de generaciones, sin considerar si una conexión genealógica particular es trazada a través de los varones o de las mujeres. El conjunto de todas las personas con quienes uno cree compartir un ancestro común relevante constituye la parentela. […] La razón por la cual la parentela no puede considerarse como un grupo corporado es que sólo los hermanos y hermanas reales (y ni siquiera ellos si los esposos y sus parientes están incluidos en la parentela) pueden tener exactamente los mismos parientes, de modo que los miembros de todas las parentelas de una comunidad se superponen. De ahí que las relaciones bilaterales puedan ser activadas de tiempo en tiempo, especialmente cuando el propositus es el foco de atención. Una boda o un funeral, por ejemplo, congregan a muchos miembros de la parentela de la novia, del novio o del difunto. Se pueden reunir conjuntos de acción compuestos de parientes consanguíneos y afines para propósitos específicos, los cuales pueden variar desde la construcción de una casa hasta el pago de una vendetta. Cuanto más remota es la relación, menor es la posibilidad de que sea activada, y más exigua la expectativa acerca de las contribuciones o los servicios. En algunas regiones donde el parentesco es trazado bilateralmente, incluyendo los Andes, se considera para muchos propósitos que una parentela se constituye de conjuntos que descienden de un par de abuelos o bisabuelos. Un conjunto puede servir como
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Andean Kinship and Marriage es el resultado de un simposio de 1972 celebrado en Toronto. La versión en español del volumen cuenta con algunos ensayos no incluidos en la edición original en inglés (Mayer y Bolton 1980). Los artículos que incluyen ambos volúmenes consisten en estudios etnográficos de caso. Las dos únicas excepciones son los ensayos de Tom Zuidema (1980), dedicado a la sociedad incaica, y Freda Y. Wolf (1980), sobre parentesco aymara en el siglo XVI, incluidos en la primera sección. El carácter innovador y los puntos de acuerdo que presentan ambos ensayos con el resto de los trabajos explican con creces su inclusión.
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La familia nuclear como unidad de análisis empezó a atraer la atención de los estudiosos precisamente hacia esas fechas. Particularmente representativos son los trabajos de Albó (1972) y Bolton y Bolton (1975). Análisis, y consiguientes debates, acerca de las prácticas matrimoniales (“servinakuy”, “matrimonio de prueba”, etc.) desde una perspectiva fundada en estudios etnográficos de caso, corresponden también a esta época; véase Marzal (1977) y Carter (1977).
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marco para el grupo de descendencia cognático, especialmente cuando se lo identifica con un lugar o residencia particular. En tales casos, algunas de las personas que descienden de un par de ancestros, a través de varones o mujeres, utilizan colectivamente las tierras o ganados heredados y pueden estar representados por un vocero en sus relaciones con los foráneos. Otros descendientes que también son reconocidos como parientes, son excluidos de la propiedad. En tanto que la herencia sea bilateral, sin embargo, un grupo de descendencia particular raramente persiste más de dos o tres generaciones. Una vez transcurrido este período, ancestros más recientes serán elegidos como los foci de nuevos grupos, y los límites del grupo cambiarán de modo correspondiente. (Lambert 1977: 2)
El pasaje resume gran parte de las conclusiones de los estudios de caso reunidos en el libro. El énfasis en la corporación unilineal de los grupos de descendencia sufre un repliegue ante una masa creciente de información que pareciera confirmar la existencia de un principio de descendencia bilateral, por lo demás generalizable a gran parte de las poblaciones rurales andinas; de todos modos, y como veremos más adelante, no deja de existir la tendencia hacia la unilinealidad, aun en contextos bilaterales.33 Un segundo denominador común a esta generación de autores es el análisis estructural. Una caracterización somera del estructuralismo debe atender a dos factores: la insistencia en descubrir formas de organización sociales, productivas y simbólicas reducibles a oposiciones paradigmáticas como la dualidad, la tripartición la cuatripartición, etc.; y la postulación de que estos sistemas de oposiciones constituyen operaciones mentales generalizables a todos los seres humanos. En el análisis de Tom Zuidema sobre las representaciones de la forma de organización social de la capital de los incas, la organización en mitades (Hanan y Hurin Cusco), y los principios de tripartición (el sistema de ceques y su arreglo a partir de los grupos collana, payan y cayao) y de cuatripartición (las cuatro partes que constituían el Tawantinsuyu) resultan, en ultima como en primera instancia, de la lógica interna de aquello que con el tiempo iría adoptando el rótulo de “mentalidad andina” o “pensamiento andino”.34
Debemos apuntar que ha ocurrido un repliegue antes que una negación. Juvenal Casaverde (1979), dos años después de la publicación del volumen sobre parentesco y matrimonio en los Andes, acuñó el término de “descendencia omnilineal” para describir un grupo discreto que se articula en función de relaciones genealógicas lineales por ambos lados. El caso que analiza es el de la comunidad de Vichaycocha en el Valle de Chancay (Lima).
Sería reduccionista describir el conjunto de la obra de una autor tan prolífico como Zuidema bajo la etiqueta de “estructuralista”. A diferencia de autores como Lounsbury, gran parte de sus observaciones sobre el sistema de parentesco de la sociedad incaica están inspiradas en investigaciones entre poblaciones rurales contemporáneas del sur peruano (Zuidema, 1977: 281). En Ayacucho, Zuidema dirigió un proyecto de relevamiento de información etnográfica en varias de las poblaciones campesinas ubicadas a lo largo del río Pampas en el que participaron muchos de los autores
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No trataremos aquí de identificar las ideas desarrolladas por Zuidema en los análisis de autores posteriores. Ellas resultaron —y aún resultan— de conocimiento obligado para todos aquellos interesados en los problemas aquí reseñados, muchos de los cuales también incorporaron el modelo de control vertical de Murra. El punto de común interés resulta ser el desciframiento del ayllu, conceptualizado ahora no solo de acuerdo con las premisas mencionadas hasta el momento sino, y sobre todo, a partir de las características singulares de cada caso de estudio. Para ello convendrá detenerse en algunos ejemplos. El su ensayo “La estructura de las modernas categorías sociales andinas” (1971), el antropólogo australiano John Earls examina el material etnográfico de dos poblaciones rurales quechua hablantes, y deriva un modelo de organización social cuyo rasgo significativo consiste en la intersección de líneas de descendencia patrilineales y matrilineales. Este modelo, a su vez, exhibe las propiedades de un sistema cerrado. La misma intersección de las dos líneas de descendencia ocurre en un orden determinado, y este ordenamiento recibe una expresión formal en la cultura de la sociedad considerada. Una de las poblaciones analizadas es Sarhua, ubicada en el área de estudio del Río Pampas y que fue objeto de trabajo etnográfico de Salvador Palomino (1971, 1984); la otra vuelve a ser Vicos, a la que nos referirnos anteriormente. El modelo es un sistema de intercambio matrimonial de tipo aranda (o arunta). Esto último no debería ser objeto de sorpresa, ya que se trata de un modelo similar a aquel inferido por Zuidema en su análisis de la sociedad inca: En la segunda sección usé algunos datos de Sarhua para derivar un modelo aruntoide que es consistente con los datos de la organización social y la religión. En el caso de Sarhua, la derivación resultó desafortunadamente algo trillada, y se basó bastante en una manipulación lógica. En la segunda comunidad a ser analizada, Vicos, la derivación del modelo arunta se verá en un contexto que se relaciona directamente con muchas categorías religiosas de esa región. Regresaré entonces a Sarhua para sugerir que sus conceptos religiosos equivalentes comparten una relación similar con el modelo, y por tanto con la organización social como la que se muestra que tiene en Vicos. Finalmente, se mostrará que el modelo
que se comentan a continuación. Como ya hemos observado, una segunda fuente de inspiración para Zuidema proviene de los estudios etnográficos de los grupos del Brasil. La comparación de estos grupos y las sociedades de tierras altas a partir de la lógica dualista y jerárquica que, respectivamente, parecieran caracterizar a cada una, fue continuada a lo largo de los años. Véase, por ejemplo, Kimura (1985), Hornborg (1988) y Turner (1996). Para un análisis relativamente reciente de la estructura política del Tawantinsuyu que contempla las teorías más importantes que hemos reseñado hasta aquí, véase Pärssinen (2003 [1992]).
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es consistente con un modelo indígena más antiguo descubierto en la literatura colonial por Lounsbury y Zuidema. (Earls 1971: 82)35
Por aquel entonces, el historiador francés Nathan Wachtel se encontraba realizando trabajo de campo en el altiplano boliviano, entre los chipayas de Carangas. Allí también el universo social parecía dejarse describir en términos de “juego de espejos” reducibles, en última instancia, a una suerte de lógica dual. En lo que a las relaciones de parentesco respecta, el modelo vuelve a ser el mismo: A partir de las descripciones precedentes podemos llegar a la conclusión de que el casamiento entre los chipayas está prácticamente autorizado a partir de la quinta generación que sigue al antepasado común […] Esta observación confirma, en el terreno, las conclusiones a las que llegan Tom Zuidema y John Earls en sus trabajos sobre parentesco andino. Entre los incas, el casamiento en la quinta generación a partir del antepasado común no era sólo autorizado, sino prescrito: ego se casaba con la hija (clasificatoria) de la hija de la hija de la hermana del padre del padre del padre. Es verdad que para los chipayas esta prescripción no es explícita. Pero los datos empíricos que hemos señalado permiten suponer […] un implícito sistema semicomplejo de alianza, cuyo modelo queda definido por la regla del acordonamiento consanguíneo a la quinta generación. Sin embargo, ésta se evalúa sin considerar el sexo de los ascendientes intermediarios ni su orden de sucesión. (Wachtel 2001 [1990]: 106-107)
Billie Jean Isbell también había integrado el equipo que dirigió Zuidema en el Río Pampas. Su ensayo sobre el parentesco en el pueblo de Chuschi fue uno de los primeros esfuerzos por “descorporativizar” lo que hasta no hacía mucho tiempo era considerado como una organización corporada: el ayllu andino.36 La autora lleva a cabo el análisis de las redes de parentesco en un contexto ritual, el yarqa aspiy (o ritual de limpieza de los canales de riego), y es precisamente allí donde encuentra que
Si bien la referencia común a Lounsbury y Zuidema puede llamar la atención, téngase en cuenta que el ensayo de Earls es anterior en su publicación a los que han sido objeto de reseña en la primera parte de este trabajo. Sea como fuere, el autor vuelve a manifestarse acerca de la consistencia del modelo aranda, pero esta vez a partir del desciframiento de las reglas implicadas en la construcción de las alianzas en un caso concreto: nuevamente Sarhua (Earls y Silverblatt 1977).
Este ensayo, que integra el simposio sobre parentesco de 1977, había sido publicado con anterioridad en español en otro compendio sobre sociedades andinas; posteriormente fue integrado como un capítulo en la tesis doctoral que la autora dedicó al pueblo de Chuschi (Isbell 1974, 1977 y 2005 [1978]). Aquí citamos la publicación de 1977. Por “corporado” se entiende aquí “descendencia unilineal”. Tristan Platt da al término otro sentido como queda claro en el párrafo oportunamente citado.
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esta actividad expresa el orden tanto ecológico como social sobre el que descansa la sociedad chuschina: El éxito del ritual depende de los miembros individuales de la jerarquía de prestigio, quienes a su vez dependen de “aquellos que los aman”, sus kuyaq, para obtener la ayuda requerida en orden de cumplir con sus obligaciones rituales. Sin esta red de ayuda recíproca basada en el parentesco el sistema de prestigio no funcionaría; y, a su vez, si el sistema de prestigio no funciona, la reafirmación anual del orden ecológico y social no podría ser reactualizada. (Isbell 1977: 83)
Ahora, ¿quiénes son “aquellos que nos aman”? Son aquellos “convidados” por las autoridades locales una vez finalizado el ritual en el que, justamente, han demostrado su “amor” contribuyendo con los “cargos” requeridos para llevarlo a cabo. Uno de los informantes de Isbell precisa que la obligación recae sobre los hombros de los miembros del ayllu, ante lo que la autora, a su vez, precisa: El alcalde usó el término ayllu como un sinónimo de la palabra española familia. Se trata de un término general que denota “pariente”. Un término complementario es empleado para diferenciar entre pariente cercano (ayllu) y pariente lejano (karu ayllu). Sin embargo, la palabra ayllu es un término general que puede hacer referencia a muchos tipos de grupos. Un informante me dijo que ayllu hace referencia a “cualquier grupo con cabeza”. Él explicó que un ayllu puede ser un barrio, una villa entera, la familia de uno o incluso el distrito, el departamento o la nación. (Isbell 1977: 91)
La posibilidad de entender el ayllu como un grupo no “corporado” no recae solo en esta caracterización que, en definitiva, no se diferencia mucho de lo que en términos generales puede entenderse como un tipo de sistema segmentario. La autora es consciente de esta dificultad: Otra característica de la parentela de Chuschi es que los hombres tienen un reconocimiento lineal más amplio de las generaciones ascendentes que las mujeres. […] Estructuralmente esto resulta en diferentes “formas” de parentela para los hombres y para las mujeres. […] Tales organizaciones lineales podrían tentarnos a postular la presencia de grupos de descendencia unilineales. Sin embargo, esta organización no es un grupo de descendencia sino más bien una parentela ego-centrada en la que muchos derechos y deberes son investidos en los miembros masculinos y pasan a través de ellos. […] Incluso más, no podemos asumir que la organización descrita más arriba sea un vestigio de un sistema patrilineal pretérito en virtud del cual un ancestro focal provee el criterio para la inclusión en el grupo. Resulta más bien que algún tipo de estructura bilateral precedió a la estructura de parentesco actual. La descendencia paralela de nombres, tierras y posesiones apoya más bien a la segunda que a la primera. (Isbell 1977: 94)
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Entre todos los autores que se han tratado hasta aquí, el discernimiento de las formas de organización social de las poblaciones rurales está íntimamente asociado con el análisis del parentesco y éste, a su vez, con la forma del ayllu. De todos modos, ello no tiene por qué ser necesariamente así, ni, sobre todo, ha sido así.37 El relajamiento de la base parental en muchas de las sociedades andinas redunda en que la ecuación entre organización-parentesco-ayllu no se manifiesta de forma inmediata y, aun, que el ayllu sea la “forma” (en el sentido de Cosio) de una pauta de organización más o menos antigua.38 Ya en 1981, el antropólogo Juan Ossio Acuña (quien también trabajó en Ayacucho) advirtió este problema: Además de estas distintas connotaciones que adquiere el término ayllu en diferentes comunidades, también podemos notar que una misma comunidad lo puede usar para designar distintas unidades sociales. En la comunidad de Cabana […] el término ayllu se usa para designar a la comunidad como totalidad, a la familia extendida bilateral y a unas unidades sociales que no tienen base territorial ni consanguínea, que se expresan en contextos laborales y rituales y cuyos límites y nombres y organización numérica tienen un carácter simbólico y jerárquico que hunde sus raíces en el pasado prehispánico. […] Los ayllus no localizados que actualmente se reconocen en la comunidad de Cabana son cuatro. Algunos informantes mencionan un quinto, que parece ya no seguir en vigencia. Cada uno de estos ayllus cuenta con su nombre propio, que, en conjunto, recuerdan a aquellos que aparecen asociados con el sistema de ceques del Cusco o con la de los collaguas, el antiguo pueblo de Puquiura, o con la organización actual de la comunidad de Puquio […] Dentro de estos cuatro ayllus se organizan todos los miembros de la comunidad para cumplir con actividades comunales tales como reparar las cuatro paredes del cementerio, contribuir con dinero y trabajo para erigir algún edificio público como una iglesia, una plaza, etc., o para desempeñar los distintos roles que están asociados con la fiesta de la Limpia Acequia o Yarja Aspi. (Ossio Acuña 1981: 268-269)
Nótese que según Ossio no faltan al término ayllu relaciones con algún tipo de base parental; lo que este autor afirma es que el significado del término no se restringe exclusivamente a ello. Vuelve a insistir acerca de la misma idea en uno de los análisis
Existe toda un área de investigación en la “antropología andina” relativamente contemporánea a la línea de análisis aquí examinada —y de la que varios de los autores referidos en este trabajo formaron parte— consagrada a los así llamados “estudios de comunidad”. Para un balance sobre la materia véase Pajuelo (2000).
El desarrollo en los estudios antropológicos sobre el ayllu andino ejerció su influjo sobre los etnohistoriadores que, por entonces, debatían acerca de esta forma de organización en el pasado prehispánico. Particularmente ilustrativo es un volumen dedicado al tema nacido de las Segundas Jornadas del Museo Nacional de Historia llevadas a cabo en Lima en 1979 (Castelli et al., 1981).
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más ambiciosos sobre una población andina contemporánea a propósito del nexo entre parentesco y el resto de los “valores” culturales: En Andamarca, como en el resto de las comunidades quechua-hablantes y en el pasado prehispánico, ayllu es un concepto que designa a todo grupo social, ya sea que se sustente en el parentesco, en la localidad, en criterios ceremoniales, etc. Hoy, un grupo del primer tipo es básicamente una familia extensa bilateral; del segundo, una comunidad campesina y del tercero, un tipo de agrupación bastante extendida que puede estar localizada o no localizada y forma parte de un conjunto estructurado que conlleva una configuración numérica simbólica y un ordenamiento jerárquico. (Ossio Acuña 1992: 194)
Consideraciones de esta naturaleza llevaron a Raúl León Caparó (1994) a redimensionar la organización social del grupo campesino de Collana-Wasaq (Paucartambo, Cusco) y sus doce anexos, y también a revelar la pertinencia del ayllu como patrón de ocupación territorial a lo largo de lo que denomina “micro región”. Todas las características de la organización parental en las diversas áreas estudiadas por sus contemporáneos (el volumen en cuestión es resultado de un trabajo de campo realizado a principios de la década de 1970) reaparecen en esta obra.39 En sus diversificadas significaciones de “comunidad gentilicia”, “grupo de descendencia unilineal”, “casta”, “linaje”, “principio segmentario de organización”, “parentela bilateral”, etc., el ayllu ha sido foco de atención permanente en los estudios de organización social y parentesco de las poblaciones andinas a lo largo de casi cien años. A fines de la década de 1970, los estudiosos de la materia evitan las definiciones unívocas del término. Unos más conscientes que otros, muchos de los investigadores se percataron de un problema que comenzaba a ser advertido: la “importación” irrestricta de un término andino (quizás el más importante de todos) a contextos etnográficos que desafiaban ese tipo de definiciones. Roger Rasnake, por ejemplo, en su libro sobre los kuraqkuna de Yura, hace del ayllu el problema central de su obra. Al exponer el problema del ejercicio de la autoridad en este grupo del noroeste boliviano, afirma que en muchas partes de lo que hoy es Bolivia el ayllu andino continúa existiendo como un principio de ordenamiento social y, más aún, que es la base que provee la identidad social de estos mismos grupos. Rasnake llega a la siguiente conclusión: En resumen, la palabra ayllu parece encerrar, para los pueblos andinos, unos significados tan comprensivos como la que connota en castellano la palabra “grupo”. La tarea que
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Un estudio más temprano dedicado a la misma área y al mismo problema puede encontrarse en Italo Bonino (1973).
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tenemos pues ante nosotros no es la de suponer la existencia de una raíz o de un sentido aborigen de la palabra, sino la de investigar a qué hace referencia específicamente la palabra en cada caso particular. (Rasnake 1989: 53)40
La crítica a una suerte de petición de principio o modelo axiomático a partir del cual revelar las características fundamentales del “mundo andino” es visible en el pasaje citado. Veamos en qué consistiría un modelo de ese tipo: El dualismo para los andamarquinos, como para el resto del mundo andino, es la expresión por antonomasia de la vida social. La simetría es el ideal que lo caracteriza. Sin embargo, nunca aparece en estado puro, pues a las partes que están en juego se le antepone un principio jerárquico que se advierte en la presencia de un tercer elemento que actúa de mediador. El reconocimiento de este tercer factor, aunado a un ideal por expandir la sociedad, transforma la configuración diamétrica en una concéntrica, de modo que la simetría tiene que ceder paso a la asimetría y esta, a la jerarquía. (Ossio Acuña 1992: 31).41
A fines de la década de 1970, el antropólogo noruego Harald Skar realizaba trabajo de campo en Matapuquio (Apurímac). El dualismo y la organización parental ocupan un lugar central en esta etnografía. A diferencia de muchos de sus contemporáneos, Skar desconfía del empleo irrestricto de fórmulas cerradas. La voluntad de constatar si, efectivamente, el ayllu consiste en “aquellos que nos aman” lleva al autor a formular una pregunta simple cercana al sentido común, y que, por ello, implica una crítica profunda a gran parte de los modelos expuestos en estas páginas: ¿quiénes son, exactamente, aquellos que nos aman?: Zuidema insistía sobre un esquema dual para la organización social andina, mientras que Isbell mantenía que el ayllu consistiría de “aquellos que nos aman”. En parte, llegué a compartir tanto la interpretación de Zuidema como la de Isbell, pero descubrí que ni el dualismo ni el “ethos” podían por sí solos proveernos con una comprensión de la composición de los grupos de ayllus. (Skar 1997 [1988]: 19)
Inspirado por las ideas sobre el proceso de constitución y diferenciación étnica desplegadas por el mejor conocido de los antropólogos noruegos (Barth 1976 [1969]),
A diferencia del conjunto de autores antes citados, Rasnake no vincula en su libro el ayllu con el parentesco, sino con los mecanismos que posibilitan el acceso y explotación del territorio. En este único sentido, sus planteos pueden ser comparados con los expuestos por Caparó en su propia etnografía.
Para un desarrollo de este modelo véase Ossio Acuña (1996).
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en su libro Skar se coloca en una “perspectiva de reclutamiento de los grupos humanos” para enfrentar el problema: Así, en el campo comencé a preguntar quiénes podían ser reclutados para el ayllu de uno y bajo qué condiciones de tiempo y espacio. Las respuestas parecían señalar hacia la dirección de una composición interna que cambiaba de acuerdo a un patrón establecido […] He sostenido que en el caso del ayllu nosotros podemos considerar el sistema como segmentario […] Sin embargo, en vez de un sistema segmentario basado íntegramente en el parentesco y la residencia, se considera una base variada de reclutamiento en operación. En consecuencia, no quiero conectar mi argumento al debate funcional-estructural sobre la segmentación, pero he puesto énfasis sobre los factores organizacionales que pueden ser usados en una forma de faccionalismo. Con estos quiero significar factores que funcionan como fundamentos para el reclutamiento de grupos políticos. (Skar 1997 [1988]: 20 —subrayado en el original)
El patrón de reclutamiento que configura las diversas composiciones de los grupos se ve íntimamente asociado con un axioma filosófico acerca de la racionalidad de la acción de los actores involucrados en relaciones sociales precisas. Aquellas relaciones sociales pueden ser de parentesco, afinidad, compadrazgo42 o residencia. Los realineamientos que se pueden observar en un mismo grupo social están ligados a las diversas esferas de la acción social en virtud de las cuales “aquellos a quienes amo” son también “aquellos en quienes confío” para poder alcanzar un objetivo propuesto. La conclusión general a la que arriba Skar es por lo demás contundente: Una institución como el ayllu incaico y el ayllu indígena contemporáneo, aunque son fenómenos con el mismo nombre, pueden realizar en sí un fenómeno totalmente diferente de organización social. (Skar 1997 [1988]: 121)
El libro de Skar constituye uno de los últimos esfuerzos mayores por comprender las dinámicas del parentesco y organización social (antes y después de ese hito histórico que fue la Reforma Agraria de 1969) en los Andes peruanos en vísperas de la irrupción en la sierra de Sendero Luminoso. Las páginas dedicadas por el autor al impacto de este movimiento en Matapuquio resultan aleccionadoras desde las perspectivas de la historia intelectual y la historia de las ideas: el silencio en el que cayeron los estudios sobre parentesco y organización social en el Perú durante la década siguiente no parece fortuito.
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Aunque hemos evitado aquí este tema, el parentesco simbólico o compadrazgo ocupa un lugar fundamental en la mayor parte de las etnografías mencionadas en estas páginas. El mejor balance al respecto sigue siendo el de Ossio Acuña (1981).
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c. Persistencia de grupos de descendencia unilineal: el caso de las sociedades pastoriles En su introducción al volumen colectivo de 1977, Bernd Lambert reparó en la existencia de grupos de descendencia unilineal en los Andes, pero al hacerlo subrayó ciertas características ecológicas generales propias de las áreas que habitan: […] Grupos de hermanos persistentes pueden a su vez dar lugar a los grupos de descendencia cognaticios mencionados anteriormente. Desde el momento en que por lo general se supone que los adultos dividen sus lealtades entre sus esposos y sus hermanos, ningún conjunto de vínculos predomina en la mayoría de las sociedades bilaterales […] Pero es solo en unas pocas comunidades —aquellas que mayoritariamente dependen del pastoreo— en las que los vínculos de hermanos se convierten en las bases para la formación de grupos solidarios […] Una vez que los hermanos han comenzado a formar sus propias familias [households], la autoridad del hermano mayor tiende a desaparecer (las excepciones son las comunidades pastoriles donde los hermanos continúan manteniendo la propiedad en común) […] Grupos de familias organizados bajo una autoridad centralizada también son más eficientes que las familias [households] aisladas en administrar las actividades pastoriles y, especialmente, la compleja división del trabajo requerida para llevar adelante la integración de los ciclos agrícola-pastoriles. Todas estas condiciones se cumplen en las comunidades pastoriles ubicadas en las elevaciones más altas de los Andes centrales y del sur, allí donde en realidad se encuentra tales grupos localizados de descendencia. (Lambert 1977: 3, 11 y 13)
Entre los análisis concentrados en el problema de la formación de grupos de descendencia de carácter unilineal con cierta perdurabilidad en el tiempo en contextos bilaterales, tienen mayor relieve aquellos relacionados con sociedades pastoriles. Uno de ellos es el ensayo de Félix Palacios Ríos sobre la comunidad aymara de Chichillapi (distrito de Santa Rosa de Juli, Chucuito, Puno) y otro el de de Glynn Custred sobre la comunidad chumbivilcana de Allcavitoria (Cusco). Félix Palacios logra determinar una pauta de organización social de carácter unilineal a partir de la descripción puntual de un aspecto de la organización de la actividad económica del pueblo estudiado: el acceso a los bofedales, tierras irrigadas para alimentar al ganado: La característica social más importante asociada a los bofedales la constituye el hecho de que el acceso al bofedal está limitado a los parientes consanguíneos patrilineales. Esta característica, asociada a un patrón de residencia patrilocal produce la localización de grupos agnáticos cuyos terrenos están identificados con una familia o grupo familiar conocido. (Palacios Ríos 1988: 187)43
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Véase también Palacios Ríos (1977).
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Por su parte, Custred también vincula la formación de líneas de descendencia agnaticias con el acceso a extensiones territoriales definidas. Es por lo demás sugerente que esto ocurra en un contexto específico: De los más o menos doce grupos de casas en la comunidad sólo dos están constituidos por familias nucleares que pertenecen a dos o más líneas diferentes. Todos los otros consisten en familias nucleares relacionadas agnáticamente. Esta es otra expresión del patrón general de predominio masculino indicado aquí mediante el principio de la virilocalidad […] Nos referimos a estos grupos como “cuasi-linajes” no solo por esta preferencia masculina sino también (1) por la propiedad conjunta [de parte de la tierra] y (2) por la afirmación de que la tierra es controlada en virtud de la descendencia y por lo tanto heredada de un ancestro común. Incluso más, hemos encontrado que estos grupos corporados están formados de hasta tres generaciones, con los hermanos y primos de Ego y con su padre y tíos paternos como miembros activos de él y, posiblemente, también su abuelo como miembro retirado […] A diferencia de los linajes, sin embargo, tales grupos ocurren cuando existe escasez de tierra; de otro modo, la tierra es dividida entre las familias [households] que los constituyen. (Custred 1977: 130-131)
Los estudios de parentesco y organización social entre poblaciones pastoriles ocupan una proporción relativamente menor en la literatura con respecto a los estudios realizados entre poblaciones agrícolas o agrícolas-pastoriles. La presencia de una organización parental de tipo unilineal, generalizable en la gran mayoría de estudios dedicados a sociedades pastoriles de otros lugares del mundo (Khazanov 1994 [1983]), acaso también pueda serlo en el caso de los grupos de pastores de los Andes.44 El fenómeno de la agnación en los Andes no parece restringirse a poblaciones dedicadas exclusivamente a la actividad pastoril. La antropóloga británica Olivia Harris, en relación con el ayllu Laymi del norte de Potosí (que combina agricultura y pastoreo), se pronuncia de modo elocuente al respecto: Mientras que la linealidad no es enfatizada entre los laymis, la ‘bilateralidad’ de sus reglas de parentesco se ve en realidad sesgada hacia formas de descendencia y prácticas de residencia masculinas. La tierra es controlada en grandes unidades por unas pocas personas que asignan parcelas a sus agnados. La mayoría de los laymis tiene acceso a la tierra a través de vínculos agnaticios y consecuentemente forma un grupo corporado agnaticio en ciertos contextos. Como resultado el matrimonio es usualmente virilocal, a
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Hemos encontrado un tipo de agrupamiento social de estas características en nuestra investigación sobre la población de pastores de Phinaya (distrito de Pitumarca, provincia de Canchis, Cusco) (Sendón 2005). Véase también Sendón (2008).
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menos que una mujer heredase [tierras] en ausencia de herederos masculinos. Por lo tanto, mientras que en términos formales las relaciones de parentesco están basadas en principios cognáticos, en la práctica los principios agnáticos son de mayor importancia en el nivel local. En cualquier caserío es muy probable que exista un núcleo de hombres relacionados agnáticamente cuyas mujeres, foráneas, estén relacionadas entre sí principalmente a través de la mediación de sus maridos. (Harris 2000 [1978]: 170)
4. Hacia el presente La última obra dedicada a descifrar las tramas del parentesco en las poblaciones rurales andinas es del año 1998 y constituye uno de los dos volúmenes que, en conjunto, llevan por título “Parentesco y género en los Andes” —ambos resultado de la conferencia sobre el tema llevada a cabo en la Universidad de St. Andrews (Escocia) en 1993. Podría decirse que esta obra es a los estudios contemporáneos lo que hace tres décadas fue el libro sobre parentesco y matrimonio al que nos hemos estado refiriendo una y otra vez en estas páginas. El título mismo de la conferencia informa acerca de cierto redireccionamiento hacia otras áreas de investigación que durante décadas no fueron contempladas. Si a esto se agrega el hecho de que el volumen dedicado a los estudios de género fue publicado un año antes que su homólogo (Arnold (comp.) 1997, 1998), lo sugerido deviene explícito. La autora de uno de los ensayos que conforman el segundo volumen, al criticar el artículo de Lambert y el correspondiente consenso en torno de la bilateralidad que caracterizó casi dos décadas de estudios andinos, se pronuncia de manera contundente: […] Más bien, actualmente se reconoce la bilateralidad como una dimensión clave en la comprensión del parentesco como algo multifacético y esencialmente ilimitado [Nota al pie] La posición feminista crítica sobre el género es para mí una contribución importante para este desarrollo. Por supuesto, es notable que el simposio en el que se basa este libro haya sido titulado Parentesco y Género en Los Andes, a diferencia del título anterior, Parentesco y Matrimonio, que seguramente aludía a nuestra preocupación de entonces por la teoría de la alianza. (Skar 1998: 100)
No es éste el lugar para aventurar una apreciación de los supuestos contenidos en este pasaje. Nos interesa señalar la apertura del campo de los estudios de parentesco hacia otros ámbitos de investigación que a lo largo de los años fueron ganando un protagonismo insoslayable. Si de fechas se trata, tal vez 1987 pueda ser una referencia adecuada. En dicho año se publicaron dos obras en las que el parentesco sirvió de herramienta para analizar temáticas no contempladas anteriormente tales como el género
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y las redes sociales en el contexto de la migración del campo a la ciudad. Mientras que Irene Silverblatt (1987) publicó un libro dedicado a examinar la relación entre jerarquía política y la ideología del género en la sociedad incaica y colonial, Jürgen Golte y Norma Adams (1987) dieron a conocer los resultados de sus investigaciones acerca de la comprensión de la incidencia del pasado rural en el proceso de urbanización de la Gran Lima. Ambas líneas de investigación inauguraron una serie de debates que continúan en la actualidad y que han sido objeto de los balances correspondientes, por lo que aquí nos limitamos a mencionarlas (véase Arnold 1997, Oliart 2000, Golte 2000 y 2001). Las nuevas direcciones que fueron tomando los estudios de parentesco andino —en consonancia con otras latitudes— plasmadas en más de una oportunidad en el volumen en cuestión, parecen considerar que el hecho de existir es prueba suficiente de la caducidad de un paradigma anterior: En general, había un descontento general con las teorías antropológicas de la descendencia, a favor de las teorías de la alianza, aunque éstas también ya recibieron sus críticas […] Otra tendencia general fue el rechazo de los modelos teóricos formales y estáticos de la realidad (por ejemplo, los modelos “estructuralistas” y “funcionalistas”), en favor de modelos más dinámicos, basados en los procesos y en las prácticas socioculturales. Otro aspecto de la nueva tendencia fue la inclusión de la cultura material en el conjunto de procesos y prácticas socioculturales. Otro fue la ampliación de los conceptos de familia nuclear y de hogar, para incluir sus múltiples elementos y los procesos de cambio a través del tiempo en el llamado “ciclo doméstico”. De igual modo se comenzaron a repensar las nociones de la persona para incluir los múltiples elementos de la personalidad, y ver cómo éstos cambian a través del ciclo de la vida (y de la muerte). Otro aspecto de esta misma tendencia fue el cuestionamiento de los modelos “éticos” de los antropólogos, a favor de los modelos “émicos” de la gente del lugar, para entender con más precisión estos mismos procesos y prácticas. Además, no fue posible criticar los modelos teóricos desarrollados por los antropólogos sin criticar a fondo las mismas categorías de estudio que ellos han enfocado, ya sea el “parentesco” o el “género”. (Arnold 1997: 13-14)45
En muchos casos (no en todos) pareciera que el lenguaje desarrollado por la “antropología del parentesco” (si se nos permite la expresión) a lo largo de los años resultó a autoras como Denise Arnold demasiado restrictivo y aun mutilante para descubrir la
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Un ejemplo elocuente de este tipo de cuestionamiento, esta vez pormenorizado y fundamentado en un detallado estudio de caso, es la tesis doctoral de la misma autora —ni publicada ni traducida al castellano— dedicada a las prácticas matrilineales en un escenario patrilineal tal y como se manifiestan en el ayllu Qaqachaka del norte de Potosí (Arnold 1988).
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dimensión parental de la vida social en toda la riqueza de sus posibilidades. Por ello, recurrieron abultadamente a otras disciplinas (tales como la psicología, los estudios de género, la teoría y crítica literarias, la lingüística, el análisis del discurso e incluso los “estudios culturales”), donde recabaron herramientas que les permitieran penetrar en aquella dimensión sin ningún tipo de prejuicio (“ideológico” o “científico”): Las implicaciones más amplias de estos nuevos estudios han sido las de poner en duda las anteriores categorías y marbetes de los estudios clásicos del parentesco. (Arnold 1998: 19)
Tampoco es éste el lugar para realizar un juicio acerca de este tipo de consideraciones, propias de la crítica epistemológica de una actividad científica que es, como también lo es la crítica, pasible de ser contextualizada históricamente. A modo de conclusión importa mencionar tres cosas. En primer lugar, muchas de las innovaciones que se señalan como prerrogativas de los últimos años de investigación pueden hallarse, con anterioridad, en muchos de los trabajos que hemos mencionado en estas páginas.46 En segundo lugar, todos los estudios de parentesco y organización social en los Andes remiten al desarrollo teórico de los estudios de parentesco en antropología en general. Si se desconoce a estos, poco se apreciará de aquellos (y poco se entenderá a las críticas contemporáneas, tampoco ellas exentas de un firme “punto de vista”). Mucho menos se abrirá la posibilidad de desarrollar una perspectiva de análisis “autóctona”, vía de escape de muchos de los atolladeros a los que llevan los debates teóricos. De todos modos, y en tercer lugar, los cien años de estudio casi constante del parentesco en los Andes resultan de por sí un signo positivo en esta dirección. Más allá de algún que otro olvido momentáneo,47 de los consecuentes debates y de las afiliaciones intelectuales, la calidad del corpus acumulado a lo largo del tiempo (del que aquí apenas pudimos reseñar una breve parte) convierte en superflua una distinción tal como la de estudios “clásicos” y “no-clásicos”.
Baste mencionar, y solo a modo de ejemplo, que el concepto de “ciclo de desarrollo doméstico” fue empleado por Albó en 1972 para interpretar el funcionamiento de la familia aymara y que, asimismo, la etnografía de Skar en la que se subraya la dimensión de las prácticas sociales como eje de análisis no aboga por un rechazo de las perspectivas “funcionalistas” o “estructuralistas”. Sería difícil encontrar trabajos, desde los pioneros de Cunow, que debamos juzgar deficientes en la atención que prestan a lo que Arnold llama “cultura material”.
Hacia 1942, Jorge Gabino Breña deploraba que las obras de autores como Cosio, y de otros autores cusqueños de su generación, durmieran el sueño de los anaqueles (Breña 1942: 89).
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Capítulo 9 UNA MANERA DE VIVIR Y DE ACTUAR EN EL MUNDO: estudios de chamanismo en la Amazonía Jean-Pierre Chaumeil
O
1. Introducción
frecemos en este ensayo un bosquejo general de las investigaciones antropológicas actuales sobre el chamanismo de las tierras bajas de América del Sur, con especial énfasis sobre la Amazonia peruana. No se tratará sin embargo de explorar las diferentes formas del chamanismo indígena y menos todavía de lo que se ha llamado los “neo-chamanismos” que florecen un poco por todas partes en América Latina y en el mundo. Estos temas, no cabe duda, son de mucho interés y actualidad, pero su examen nos llevaría mucho más allá del propósito que nos hemos impuesto. Levantar un panorama crítico de las investigaciones en curso sobre el chamanismo en una región —por bien circunsrita e identificada que sea— no es desde luego una tarea fácil. En efecto, si el fenómeno goza en Sudamérica de una gran vitalidad, de una larga difusión y de una relativa homogeneidad (lo que no significa uniformidad), varios motivos vuelven la empresa compleja. El primer motivo se refiere a la persistencia de la imprecisión sobre la definición misma del chamanismo, sobre la cual los especialistas están todavía lejos de llegar a un común acuerdo. Esta situación ha favorecido un uso poco controlado del concepto aplicado hoy en día a un gran número de prácticas y en contextos muy variados. El chamanismo (o lo que se entiende generalmente bajo este término) conoce en efecto no solamente un rebrote de interés entre los especialistas (etnólogos y historiadores de las religiones), sino que su popularidad entre el gran público no deja de crecer, generando una amplia literatura. Esta tendencia actual de aplicar sin mucho discernimiento el concepto de chamanismo a cualquier tipo de prácticas
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religiosas o terapeúticas un tanto tradicional ha alterado desde luego su significado y ocasionó una cierta confusión en su uso. Tal actuación afectó tambien al mundo académico. Es así que varios arqueólogos y etnólogos americanistas han intentando interpretar o leer el arte indígena (precolombino y contemporáneo) en términos de “transformaciones chamánicas”. Varias críticas se levantaron en contra de esta tesis del “todo chamánico”. Klein et al. (2002) en particular hablan incluso de “shamanitis” para calificar lo que sería, según estos autores, la “nueva enfermedad” de los historiadores y arqueólogos en la interpretación del arte precolombino. Si la crítica es pertinente, la idea más general según la cual existiría un chamanismo “puro” o “verdadero” se revela en cambio mucho más problemática. Thomas y Humphrey (1994) habían ya subrayado la necesidad de emplear el término en forma plural (“chamanismos”, en lugar de “chamanismo”). Este rebrote del interés en el tema no es sin embargo el mero privilegio de los investigadores y del gran público. El fenómeno experimenta también desde algunas décadas una renovación en las propias sociedades indígenas. Estas últimas lo reivindican cada vez más abiertamente como un elemento central de su identidad cultural y de su porvenir como sociedad amerindia, situación que se encuentra entre muchos otros pueblos indígenas en el mundo. A estas consideraciones generales se agregan otros motivos más directamente ligados a las nuevas orientaciones de la antropología amazónica de estos últimos veinte cinco años. Tales orientaciones han modificado notablemente la manera de enfocar el fenómeno. La necesidad en particular de renunciar a una visión demasiado substancialista del chamanismo como institución social con contornos claramente establecidos se ha impuesto para la Amazonía. Del mismo modo se ha vuelto necesario superar el enfoque estrictamente dualista del chamanismo como simple mediación entre dos órdenes de realidad, para situarlo mucho más en la encrucijada de las cosas, como una instancia transformadora (más que mediadora) y un modo de acción sobre el mundo, subrayando su papel clave en las nuevas configuraciones y dinámicas sociopolíticas y religiosas amerindias; otros tantos cambios de óptica de los cuales procuraremos dar cuenta en las paginas que siguen. Señalaremos en primer lugar la ausencia de síntesis recientes sobre el tema en lo que se refiere a las tierras bajas amazónicas. Los primeros intentos, que datan de los años 1950 (en particular Métraux 1949), se empeñaron en mostrar la gran uniformidad de las prácticas chamánicas más allá de la diversidad lingüística y cultural de los pueblos que integran este vasto territorio. Las tentativas posteriores de Furst (1987) y de Sullivan (1988) retomaron en sus grandes líneas las tesis de Mircea Eliade (1987) privilegiando un cierto punto de vista místico del chamanismo, definido como una técnica extática. Este último enfoque, poco apto para dar cuenta de la complejidad
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del fenómeno, ha sufrido serias críticas y no resulta de mucha utilidad en los trabajos antropológicos actuales —amazónicos en particular—, aún cuando tuvo en su tiempo una cierta resonancia y contribuyó mucho a la popularidad que conoce hoy en día el fenómeno. Habrá que esperar hasta fines de los años 1980 para que se desarrollasen estudios de otro género y que nuestra comprensión del chamanismo registre algún avance. En este campo, el aporte de las investigaciones amazonistas —en particular peruanas— ha sido significativo.1 Con motivo de contextualizar mejor los cambios de percepción y de enfoque del chamanismo en la Amazonía, nos pareció oportuno hacer un breve historial de las principales representaciones que suscitó en el imaginario occidental, desde la conquista hasta nuestros días. Desarrollar investigaciones sobre el chamanismo amerindio contemporáneo implica en efecto interesarse en las ideas y representaciones que marcaron la historia de este campo de estudio. Este acercamiento requiere en particular un examen crítico de las fuentes y de la mirada llevada por la sociedad occidental sobre el mundo indígena y su entorno. 2. El chamanismo amazónico bajo la mirada de Occidente Desde los primeros tiempos del descubrimiento del Nuevo Mundo, en el siglo XVI, las prácticas chamánicas perturbaron y fascinaron, todo a la vez, a los recién llegados. Se sabe en efecto hasta que punto estas figuras de lo extraño que encarnaban los 1
Entre los trabajos de los últimos 25 años se pueden citar, para la Amazonia peruana, los de Alexiades (2000), Arévalo Valera (1986), Baer (1994), Bianchi (2005), Brabec (2003), Brown (1990), Cárdenas (1989), Chaumeil (1994b, 1998), Colpron (2006), Crépeau (2007), Déléage (2009a, 2009b), Dobkin de Rios (1988), Gebhart-Sayer (1986), Goulard (2000), Gow (1994), Gray (2002 [1997]), Guallart (1989), Illius (1987), Leclerc (2002), Luna (1986), Morin (2007), Renard-Casevitz (1984), Surrallés (2009), Tournon (2002), Townsley (1993). Con referencia a la Amazonía en general, destacan los estudios, entre otros, de Albert y Kopenawa (2010), Århem (2001), Bidou y Perrin (1988), Carneiro da Cunha (1998), Cayón (2002), Chaumeil (1994a, 1999, 2003), Chaumeil et al. (2005), Fausto (2001), Gow (1994), Hugh-Jones (1994), Lagrou (1996), Langdon (1996), Langdon y Baer (1992), Luna (1986), Pérez Gil (2004), Reichel-Dolmatoff (1997), Robinson (1996), Shepard (2004), Sztutman (2002), Taussig (1987), Vilaça (1999), Virtanen (2009), Viveiros de Castro (2004), Whitehead (2002), Whitehead y Wright (2004). Esta última referencia concierne a las prácticas de hechicería que han sido generalmente enfocadas en la literatura etnológica como el aspecto “negativo” del chamanismo, por oposición a su componente terapeútico (o “positivo”). Ahora bien, varias sociedades amazónicas disocian estos dos aspectos, percibidos no tanto como dos facetas de un mismo proceso (como puede ser también a menudo el caso), sino como dos prácticas distintas, con sus lógicas y sus modos de acción propios, y que se trata entonces de analizar en su contexto respectivo.
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chamanes influenciaron a los primeros observadores europeos en sus apreciaciones de las religiones amerindias. Por lo tanto no es de extrañar que, durante las primeras fases del contacto, los chamanes fueron sometidos más que cualquier otro grupo a la mirada de Occidente, y particularmente de los evangelizadores para quienes estos misteriosos personajes representaban una amenaza permanente (rivalidad en el campo religioso). El prestigio del que gozaban los chamanes en sus propias culturas era de una naturaleza tal como para impresionar a los observadores extranjeros. Entre los antiguos tupi-guaraní, por ejemplo, los chamanes tenían a menudo el cargo de líder y su autoridad se extendía sobre varias aldeas, arrogándose incluso a veces la calidad de “dios” o de mesías. Existía en esas sociedades, al lado de los chamanes pajé, una categoría de grandes chamanes llamados “caraïbes” (karai, caraiva según las versiones) cuyas actuaciones y envergadura política han fascinado y preocupado a la vez a cronistas y misioneros. ¿Cómo captar estos personajes sin equivalente en el mundo occidental de aquel entonces? Ante la ausencia de culto constituido, de ídolo o de templo —por lo menos así se suponía— se decretó que dichos pueblos no tenían ninguna idea de “verdadera religión”, y que por lo tanto había que combatir sin tregua a sus chamanes. Las primeras ilustraciones sobre la religión de los Taíno de las Grandes Antillas (primera sociedad amerindia encontrada por Cristobal Colón) son a este respecto instructivas y se encuentran en la mayoría de las representaciones iconográficas de la época. Muestran las divinidades taíno zemis bajo el aspecto de ídolos representados en la pura tradición cristiana de la imaginería zoo-antropomórfica del diablo y del dragón del Apocalipsis, figuración destinada desde luego a demostrar la falsedad de sus creencias. Al mismo tiempo, el atractivo por las curiosidades terapeúticas indígenas empezó a manifestarse, en particular con el uso del tabaco en las sesiones de cura chamánica. Este interés por el tabaco es significativo precisamente a la hora en que esta planta hizo su introducción en el viejo mundo (sobre todo al principio para aliviar los dolores de cabeza). Habrá sin embargo que esperar los progresos de la medicina en el siglo XVIII para que se manifestara un real interés hacia el estudio de los remedios exóticos. Las miradas se focalizaron entonces sobre el arsenal terapéutico de los chamanes, interés que se acentuó a lo largo del siglo XIX con las grandes expediciones científicas y comerciales en la Amazonía. Esto ocurrió no por causa de la desaparición de los chamanes, sino porque los espíritus científicos de la época empezaron a mirar hacia el estudio de lo concreto, desdeñando supersticiones e idolatrías. Se despertó entonces el interés para investigar la preparación de pociones curativas o del famoso curare, así como el empleo de alucinógenos para inducir visiones o de cortezas febrífugas para aliviar, otros tantos elementos generalmente asociados a los chamanes. Estos últimos se vieron calificados entonces de curanderos o de hombres-medicina, interesando mucho más ahora al fisiologista y al farmacólogo que al filósofo o al teólogo.
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Esta imagen del chamán como terapeuta aficionado se diluyó paulatinamente en la primera mitad del siglo XX. Las grandes monografías científicas, que inauguran el período de establecimiento de la etnología como disciplina académica, empezaron a enfocar el chamanismo amazónico como una actividad social, reconociendo incluso al fenómeno un carácter de religión, y a los chamanes como especialistas con saberes terapéuticos eficaces. Este cambio de imagen se amplificó durante las décadas siguientes, en particular a lo largo de los últimos treinta años cuando el discurso sobre el chamanismo toma un nuevo viraje como modelo de la relación del hombre con la naturaleza. Numerosos estudios tratan del tema y por primera vez unos chamanes indígenas relatan y publican sus propias experiencias (véase por ejemplo Payaguaje 1994). Los trabajos de Schultes y Raffauf (1992) y de Reichel-Dolmatoff (1997), en particular, contribuyeron mucho para dar a conocer y popularizar los saberes naturalistas y terapéuticos de los chamanes amazónicos. Como se desprende de este breve recorrido, los cinco siglos transcurridos no condujeron a la desaparición del chamanismo; pero sí, en cambio, modificaron profundamente su imagen. Lo que ha cambiado no es tanto el chamanismo (sometido por definición a continuas transformaciones) sino la manera de enfocarlo. Lejos de ser confinado como en el pasado en las márgenes oscuras de la sociedad, se le percibe ahora como un símbolo de conocimiento y de identidad, incluso como una “religión de la naturaleza”, pero expurgada esta vez de sus componentes juzgados no deseables (como el empleo del tabaco o las prácticas de agresión). Si el fenómeno ganó en popularidad, perdió en cambio en especificidad ya que se encuentra asociado a una multitud de actuaciones que muy a menudo no tienen mucho que ver con las prácticas indígenas, ni tampoco con lo que los etnólogos entienden generalmente por chamanismo. 3. El chamanismo en cuestión El estudio del chamanismo ha sido utilizado, como bien se sabe, como el operador por excelencia para contrastar las religiones y las culturas en el mundo. Con referencia a América del Sur —y a Perú en particular— sirvió principalmente para oponer las tradiciones andinas y amazónicas: religión dominada por la figura poderosa del Inca hijo del sol de un lado, religión de los “salvajes” sin dios del otro. Dicha dicotomía tuvo mucho arraigo en la historia de los estudios americanistas que mantuvieron separadas las tradiciones intelectuales y las problemáticas pertenecientes a ambas regiones (Andes y Amazonía). Sobre esta primera distinción vino luego agregarse una segunda de corte más epistemológico y evolucionista, entre sociedades sin Estado y sociedades con Estado. Sin embargo, a partir de los años 1970, se empezó a cuestionar
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dicho modelo. Los trabajos de Lévi-Strauss y el método estructuralista jugaron por cierto un papel clave en este proceso con la revelación de un nuevo tipo de estudio comparativo insistiendo sobre las similitudes entre ambas regiones, como bien lo mostraron las investigaciones en el Perú de R. Tom Zuidema y de Donald Lathrap sobre la probabilidad de una herencia común entre las tierras altas de los Andes y las tierras bajas amazónicas (Poole 1987). En este contexto, la cuestión de saber si el chamanismo en la Amazonía es un asunto de especialización religiosa —con un estatuto y funciones bien definidas— o al contrario un proceso difuso de adquisición de conocimientos y de cualidades presentes de manera latente en cada individuo, ha sido largamente debatido. Si nos referimos a los términos indígenas que designan a los chamanes en esta región, se observa que muy pocos denotan un estatuto o una función precisa, sino más bien una calidad, un estado de ser o un modo de conocimiento y de acción. Una rápida revisión de la terminología permite precisar algunos temas. En primer lugar, el dominio del saber: el chamán es ante todo “el-que-sabe”. Esta referencia al saber se encuentra en la mayoría de los términos designando al chamán amazónico (por ejemplo sándatia, “el que sabe”, en Yagua), pero abarca también otras figuras, tales como a los dueños de los cantos rituales, y hoy en día a personajes como el maestro de escuela o el pastor indígena. El chamán es también designado mediante la expresión “el-que-tiene-poder”, “el-quesopla” o “el-que-sabe-soplar” (por ejemplo tsapori yasaro en Candoshi), o incluso como “el-que-ve”, con una referencia explicita en este caso al dominio vegetal (por ejemplo meraya, “el que ve o encuentra”, en Shipibo-Conibo). Es frecuente además anotar expresiones tales como “el-que-toma-tabaco” (por ejemplo seripigari en Matsiguenga, de seri, “tabaco”), “el-que-conoce-el-vegetal”, el “dueño-de-los-vegetales”. Recordamos que en numerosas tradiciones amazónicas las nociones de ver, saber y poder son conceptualmente muy cercanas (Chaumeil 1998). En el dominio animal, la relación privilegiada se establece con el jaguar. Dicha asociación viene de la capacidad atribuida al chamán de transformarse en jaguar para adquirir ciertas de sus cualidades (sobre el complejo amazónico del chamán-jaguar, véase Reichel-Dolmatoff 1975). Otros términos se refieren explicitamente a las relaciones con los espíritus o indican una forma de identificación con ellos, con expresiones de tipo “el-quien-es-parientede-los-espíritus”. Entre los Yanomami de la Amazonia brasilera, por ejemplo, los chamanes incorporan, o mejor dicho “corporizan” los espíritus imitando sus cantos y sus coreografías. Se les designa así por la expresión que significa “las gentes espíritus”, y la sesión chamánica por “actuar, comportarse en espíritu” (Albert y Kopenawa 2010). Como se ve, queda poco espacio en la terminología para indicadores de estatuto o incluso para referirse a la dimensión terapéutica del chamán, la cual sin embargo ha sido siempre privilegiada para definir su función. Algunos investigadores piensan
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incluso que la inflexión terapéutica que se observa hoy en día en muchos lugares podría ser un fenómeno relativamente reciente. Varios autores han subrayado por otro lado el carácter difuso y no especializado de los saberes y prácticas chamánicas en numerosas sociedades amazónicas, donde se supone que cada individuo detenta un cierto grado de conocimiento chamánico. En ciertos casos, como entre los Yaminawa (Pérez Gil 2004), la mayoría de los hombres adultos suelen dedicarse a la actividad chamánica. Se sabe también que en varias regiones de la Amazonia la adquisición de un saber chamánico mínimo acompañaba las iniciaciones masculinas. Constituía de cierto modo la condición general de la mayoría de los individuos como parte integrante del proceso de fabricación de la persona y del paso a la edad adulta (véase Déléage 2009a y 2009b, a propósito del chamanismo Sharanahua). Se observa sin embargo disparidades importantes en los modos de aprendizaje y de acceso a la función. Mientras que ciertas sociedades amazónicas reducen la iniciación chamánica a su mínima expresión (un sueño o el descubrimiento de un objeto bastan a veces), otras al contrario introducen con cierto fasto a sus chamanes después de un aprendizaje especializado de varios años (caso por ejemplo de los Yagua). La etnología amazónica poco se detuvo sobre el estudio detallado de las distintas etapas del aprendizaje de este saber ritual y de sus transformaciones. Pérez Gil (2004), por ejemplo, desarrolla la hipótesis según la cual la especialización chamánica entre los Yaminawa y Yawarawa sería un fenómeno reciente ligado a la multiplicación de los contactos con la sociedad nacional, es decir como el resultado de un proceso histórico. De mismo modo, Alexiades (2000) estudia las transformaciones del chamanismo Ese Ejá en un “chamanismo ayahuasquero” como consecuencia de la introducción en este pueblo, a principio del siglo XX, de la liana ayahuasca (Banisteriopsis caapi) debido a los crecientes contactos con los mestizos. Sea lo que fuere, la tendencia actual suele considerar el chamanismo como un proceso o una condición existencial no limitada a ciertos expertos nombrados. El problema queda sin embargo abierto si se considera la presencia, en varios pueblos amazónicos del Perú, de al menos dos tipos de chamanes que revelan distintos niveles de práctica: el primero orientado hacia lo local, el tratamiento de las enfermedades y de la guerra; el segundo hacia un nivel más global, de mayor prestigio y centrado sobre el manejo de las relaciones con la naturaleza y los ritos colectivos con dimensión regional (como por ejemplo entre los Yanésha). El primer tipo constituiría más bien una calidad difusa, poca institucionalizada; el segundo tipo (asociado a veces en la literatura a la figura del chamán-sacerdote) detentaría un papel netamente político. Esta distinción subsiste todavía en ciertas regiones. Sobre estos dos tipos ideales de chamanismo, uno puede referirse a la distinción propuesta por Stephen Hugh-Jones
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(1994) entre “chamanismo vertical” (movilizando un aprendizaje especializado) y “chamanismo horizontal” (basado en un contacto directo con los espíritus). En un texto más reciente, Eduardo Viveiros de Castro (2005 [2002]) reconsidera esta distinción desde una óptica diferente, haciendo observar que no se conocen sociedades amazónicas donde existieran solamente “chamanes verticales”. Cuando existe un solo tipo reconocido de chamán, este acumula las funciones de ambos (horizontal y vertical). El autor sugiere de esta manera que la separación a establecer sería menos entre dos tipos de chamanes que entre dos transformaciones posibles de la función chamánica. Un cambio de esta naturaleza hacia un sistema más centralizado (vertical) estaba probablemente ocurriendo entre los antiguos tupi en el siglo XVI con la transformación de los chamanes karai en líderes políticos supralocales. Esta discusión sobre el chamanismo amazónico entre exo y endopraxis ofrece una buena transición para introducir las investigaciones en curso. 4. Un espacio abierto Partiendo la mayoría de las veces de un enfoque esencialista, las investigaciones han dado a menudo del chamanismo la imagen de una institución cerrada sobre si misma y fosilizada en las estratos más profundos y arcaicos del mundo indígena. La tendencia actual de la antropología amazónica es de considerarlo, al contrario, como un espacio abierto. Siguiendo esta tendencia, se puede resaltar algunas grandes orientaciones en las investigaciones actuales. Un primer acercamiento consiste en privilegiar la dimensión socio-política del chamanismo en la construcción o en la fragmentación del espacio social. Según esta corriente, el chamanismo fue interpretado de dos maneras distintas: sea como una instancia centrípeta asociada a la producción de una interioridad social frente a un exterior peligroso; sea al contrario como una fuerza centrífuga ligada a la guerra y favoreciendo la movilidad socio-espacial (Sztutman 2002). Otra orientación es la que tiende a definir el chamanismo como una instancia mediadora y de comunicación entre los humanos y las entidades del cosmos (incluyendo a los animales y los vegetales) así como entre los vivos y los muertos. Sin embargo tal interpretación “dualista” del chamanismo como mediación entre dos mundos se revela problemática en el sentido que presupone la existencia de una oposición tajante entre naturaleza y sociedad, cuando precisamente las cosmologías amazónicas no establecen ninguna distinción formal entre los dos dominios (Descola 2004 [1997]). La noción de “animismo” desarrollada por Descola, según la cual los seres “naturales” no son ontológicamente separados de los humanos (compartiendo con ellos los mismos atributos), puede ser vista como un sistema de categorización de los tipos de relaciones
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que los humanos mantienen con los no-humanos, y en el cual el chamanismo juega desde luego un papel de primer plano. Las lógicas de las interacciones sobresalen así sobre las lógicas simbólicas que habían dominado los estudios del chamanismo durante las fases anteriores. Paralelamente a este acercamiento insertando el chamanismo en un sistema de relaciones de dimensión sociocosmológica, se han desarrollado estudios del chamanismo situándolo en el marco de las relaciones interétnicas y del contacto con la sociedad nacional. Representativos de esta corriente son los trabajos de Taussig (1987) y de Gow (1994). Ambos autores han buscado mostrar que el chamanismo —en la Amazonía como en otras partes— sería ante todo un medio a través del cual las relaciones de poder y de dominación (colonial y neocolonial) son incorporadas y reproducidas al interior de las culturas indígenas. Sus estudios invitan a reinterpretar de manera más histórica lo que había aparecido encerrado en la esfera más tradicional del mundo indígena. Gow en particular defiende —a propósito de los Yine— la idea del chamanismo oeste-amazónico en el Perú actual como un fenómeno que se habría desarrollado en una economía simbólica de categorías raciales. El autor interpreta así el chamanismo de ayahuasca (término de origen quechua que designa una bebida alucinógena muy difundida en la Amazonía occidental) no como si fuese una tradición autóctona recientemente introducida en el universo urbano sino al revés, como una práctica exportada desde las ciudades amazónicas (siguiendo la cadena de la habilitación y de las deudas típica del sistema de enganche muy difundido todavía como modelo económico de relación social en la Amazonia peruana) hacia grupos aislados para llegar a ser la forma dominante de chamanismo en la región. El chamanismo es entonces analizado aquí como un medio privilegiado de incorporación del cambio histórico y de las relaciones de poder (Carneiro da Cunha 1998). Más recientemente, aparecieron nuevas teorías de vocación generalizadora, conocidas bajo el nombre de animismo (reformulado por Descola 2004 [1997]) y de perspectivismo, promovido por Viveiros de Castro (20004 [1996]). El perspectivismo, también llamado “multinaturalismo”, deriva directamente de las discusiones sobre el cuerpo y la corporalidad como instrumento conceptual clave para entender las cosmologías amerindias. Ambos aportes han contribuido a renovar los estudios amazónicos. Nuevos campos fueron explorados —como por ejemplo las teorías indígenas de la persona, las nociones de sujeto y de genero (véase, sobre este último tema, Colpron 2006 a propósito de la frecuencia de mujeres chamanes entre los Shipibo-Conibo, véase también Morin 2007), las teorías locales de la percepción y sus conexiones con la morfología social, las modalidades de acción y de control (agentividad) o la relación humano-no humano—, al mismo tiempo que se discutió sobre la pertinencia de nociones como las de “sociedad”, “cultura”, “naturaleza”, “afinidad”, “consanguinidad”, etc. La
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emergencia de estos nuevos modelos de interpretación de las cosmologías amazónicas vino entonces a ocupar el centro del debate amazonista de estas dos últimas décadas, como bien lo atestiguan la bibliografía consignada al final del presente articulo, la mayoría con referencia al Perú.2 En este contexto de renovación teórica, Viveiros de Castro (2004 [1996]) propuso un enfoque del chamanismo algo diferente de las definiciones anteriores. En vez de disolver la distinción naturaleza/cultura, el autor sugiere más bien verlas, en el contexto amazónico, como dos configuraciones o puntos de vista relacionales. Esta teoría “perspectivista” postula que el mundo está habitado por diferentes tipos de personas o sujetos —humanos o no humanos— quienes lo aprehenden según puntos de vista distintos en función de su cuerpo. Mientras que las cosmologías occidentales focalizan sobre las diferencias culturales opuestas a una naturaleza homogénea y supuestamente compartida por todos, las cosmologías amazónicas postularían lo contrario, oponiendo una variedad de naturalezas a una cultura uniforme. Las entidades dotadas de una posición de sujeto comparten, desde el punto de vista indígena, los mismos atributos “culturales”, pero difieren por sus habitus de especie (su cuerpo) que las conducen a aprehender lo real cada una de manera distinta. Siguiendo esta línea, Viveiros de Castro propone de definir el chamanismo […] como la habilidad que tienen ciertos individuos de cruzar deliberadamente las barreras corporales y adoptar la perspectiva de subjectividades alo-específicas, con miras a dirigir las relaciones entre éstas y los humanos. Viendo a los seres no-humanos como éstos se ven (como humanos), los chamanes son capaces de asumir el papel de interlocutores activos en el diálogo trans-específico; además, son capaces de volver para contar la historia, algo que los legos difícilmente pueden hacer. (Viveiros de Castro 2004 [1996]: 43)
Esta capacidad interespecífica del chamán amazónico le permitiría así adoptar el punto de vista del otro sin perder el suyo (ver el mundo desde los dos puntos de vista, los humanos como no-humanos y los no-humanos como humanos). Viveiros de Castro sugiere a este respecto conservar la noción de “sobrenaturalaza” —que fue tan discutida en los estudios antropológicos sobre la religión— para especificar este contexto relacional particular en el cual el chamán se mueve.
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En 2007, la revista Amazonía Peruana (vol. 30) consagró un número especial, coordinado por Luisa Elvira Belaunde, sobre el “perspectivismo”, incluyendo artículos como el de Santos Granero (2007 [2006]) que propone una revisión crítica de la teoría del perspectivismo amerindio. La misma revista publicó en 1979 un número especial dedicado al chamanismo (San Román 1979).
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Dicho acercamiento tuvo repercusiones sobre la manera de enfocar ciertos dominios o cuestiones relacionados al chamanismo. Vilaça por ejemplo analiza la manera en la que los Wari (sociedad indígena de la Amazonía brasilera) piensan el proceso del contacto con los Blancos a través del prisma del chamanismo. De la misma manera que los chamanes acumulan simultáneamente varios puntos de vista (humanos y animales), los Wari, cuando adoptan el vestido y ciertos comportamientos de los Blancos, adquieren una doble identidad: Wari y Blanca. No contraen matrimonio con los Blancos —lo que significaría “tornarse” Blanco— sino que intercambian con ellos, guardando así una doble identidad, al igual que los chamanes frente a los no-humanos (Vilaça 1999, 2002). Se trataría menos de imitar en este proceso a los Blancos para asimilarse a ellos que de “asimilar” su punto de vista (conservar una bi-corporalidad, a la manera de los chamanes). 5. La cuestión de los alucinógenos La cuestión del papel y uso ritual de los alucinógenos en el chamanismo amazónico ha sido otro de los temas tratados por los especialistas con especial referencia al Perú en el marco del llamado “turismo espiritual o chamánico” (The New Age Tourism Market). Este interés suscitó una literatura considerable acerca de la cual conviene decir dos palabras. La década de los años 1970 estuvo marcada, es preciso recordarlo, por una serie de estudios sudamericanistas sobre las relaciones entre alucinógenos, chamanismo y cultura. Se trataba, entre otras cosas, de entender cómo se construyen, se memorizan y se transmiten los saberes en esas culturas, y el rol que hubiera podido jugar en este proceso la experiencia alucinógena. Reichel-Dolmatoff (1975) y Furst (1987), en particular, fueron unos de los primeros en subrayar la importancia cultural de las sustancias alucinógenas en distintas sociedades de las tierras bajas con referencia a las prestaciones rituales y las realizaciones artísticas. Si este enfoque simbólico culturalista de los alucinógenos perdió intensidad durante estos últimos años, es importante recordar que contribuyó notablemente al éxito actual de los movimientos llamados neo-chamánicos y a la proliferación de obras populares sobre el tema. Vale recordar en primer lugar que muchas sociedades amazónicas —pero no todas— recurren o han recurrido a la toma de sustancias alucinógenas de origen vegetal para inducir visiones. Que sean individuales o colectivas, las tomas están muy a menudo asociadas a la actividad chamánica. El término mismo de “visión” por el cual se califica este tipo de experiencia es algo reductor ya que no se limita solo al campo visual, sino que implica muchas veces la interacción del oído y del olfato, así como la referencia a colores. En el oeste amazónico, la decocción más conocida a base de ayahuasca (“soga del muerto” o “soga amarga” en lengua quechua) goza en la
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actualidad de una amplia difusión. Sabemos sin embargo que su introducción ha sido reciente en varias sociedades amazónicas (Alexiades 2000). Sea lo que fuere, el uso del ayahuasca y su expansión en las sociedades occidentales motivaron una infinidad de estudios (entre los cuales vale anotar los de Dobkin de Rios 1984 [1972], 1988 y 1992 referente al curanderismo urbano en Iquitos y Pucallpa; Labate 2004, Labate y Sena Araujo 2002 sobre la internacionalización del ayahuasca; Labate et al. 2008 para un balance bibliográfico sobre el tema ; Luna 1986, un clásico en la materia; Luna y Amaringo 1991, Luna y White 2000, el Ayahuasca Reader; Schultes y Raffauf 1992). Viveiros de Castro (2007) habla por su parte de “prótesis visual” al referirse a las plantas alucinógenas en el contexto del chamanismo amazónico. Los chamanes indígenas utilizan a menudo este brebaje durante su aprendizaje para comunicarse con las entidades invisibles que suelen entregarles poderes y conocimientos. Como lo hemos dicho, algunas sociedades amazónicas desconocen el empleo de tales sustancias o las han abandonado y piensan, por ejemplo, que los cantos chamánicos pueden perfectamente, bajo ciertas condiciones, producir los mismos efectos. El dominio de un vasto repertorio de cantos es de hecho en sí una prueba de poder chamánico. En otras partes, la experiencia onírica parece poder jugar un papel idéntico. Varios estudios se dedicaron entonces al estudio de los lazos entre experiencia alucinógena y expresión artística (véase Barcelos Neto 2002, Illius 1994, Keifenheim 1999, Lagrou 1996, Reichel-Dolmatoff 1987). El argumento según el cual el arte indígena provendría en gran parte de las prácticas visionarias ha sido muy a menudo adelantado, argumento que no contradice las palabras de los propios artistas indígenas cuando se expresan sobre el origen de su arte. Este último no constituiría entonces un campo de expresión autónomo en las tradiciones amazónicas. Se sabe por ejemplo que un motivo decorativo (dibujo, pintura corporal, etc.) mal ejecutado, es decir estéticamente imperfecto según los criterios indígenas, puede tener consecuencias graves sobre la salud de la persona que lo ha realizado. Entre los Shipibo-Conibo de la Amazonía peruana, por ejemplo, cuando una persona se enferma, el chamán debe para sanarla reconstruir espiritualmente su dibujo (cada individuo nace con un dibujo interior que le es propio) en una suerte de “terapia estética”, rectificando las líneas malogradas (Gebhart-Sayer 1986). Entre ciertos grupos, el chamán debe incluso ser capaz de dibujar sus propias visiones. Varios autores han mostrado a propósito de los Cashinahua cómo el arte gráfico ejecutado por las mujeres y las visiones chamánicas son indisociables y complementarias (Lagrou 1996, Keifenheim 1999). Los motivos gráficos femeninos formarían así una escritura visual ligada a la identidad del grupo, mientras que las visiones chamánicas serían imágenes recibidas del exterior (de los espíritus). Se ve cómo un examen más riguroso de las concepciones chamánicas puede abrir nuevas pistas para la interpretación del “arte” amazónico.
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Más recientemente, Deshayes (2002) volvió sobre la cuestión de los alucinógenos, dedicándose en particular al estudio de los efectos del ayahuasca entre los grupos indígenas de la Amazonía occidental. A partir de un enfoque etnofarmacológico, el autor sugiere que la búsqueda de visiones no sería el objetivo principal de los utilizadores de este brebaje, sino más bien la búsqueda y el control de estados emocionales, en particular del espanto. Apoyándose sobre datos de los Cashinahua, Deshayes muestra que el dominio del miedo y del espanto a través del consumo repetido del ayahuasca hace parte del aprendizaje de todo joven cashinahua. Sabemos en efecto que los principales motivos de las “visiones” son los de animales depredadores: serpientes, jaguares, buitres, etc., así como también de entidades híbridas con aspectos terroríficos. El aprendizaje del espanto y del peligro tendría el efecto de mantener alertas los sentidos, de suscitar un estado de atención y de vigilancia permanente necesario frente a los peligros de la selva en donde pululan las figuras depredadoras de los nohumanos. El chamanismo de ayahuasca sería, según el autor, una terapéutica de las emociones y del espanto antes de ser una terapéutica de las visiones. Si sustancias como el ayahuasca son empleadas por los chamanes para producir emociones más que visiones, ello supondría una revisión notable de lo que calificamos comúnmente como “alucinógeno”. La pista abierta por el autor necesita ser reforzada, pero tiene el interés de introducir el campo de las emociones en la esfera del chamanismo, campo dominado hasta aquí por el mundo de las visiones. Paralelamente a dichos estudios, se puso también énfasis sobre el análisis minucioso de la música y de los cantos chamánicos, abriendo varias pistas para entender mejor los procesos de curación o las posibles vinculaciones de los cantos con acontecimientos del pasado y con la actividad de la memoria (Brabec 2003, Déléage 2009a y b, Shepard 2004, Stocks 1979, Townsley 1993). Este campo de la investigación amazónica, que asocia antropología y análisis lingüístico, está en pleno desarrollo, así como el estudio del discurso y de los modos de transmisión de los saberes (Leclerc 2002). Se desarrollaron igualmente nuevas reflexiones sobre las prácticas de los “neo-chamanes” indígenas así como sobre las nuevas formas de chamanismo entre los jóvenes indígenas (Virtanen 2009). 6. Chamanismo, discurso político y reivindicación cultural A lo largo de los siglos transcurridos, y más intensamente todavía durante estas últimas décadas, el chamanismo se ha visto solicitar sobre numerosos frentes y en contextos culturales y políticos cada vez más diversificados. De mejor manera sin duda que otras instituciones, se mostró muy creativo frente a estos cambios. Numerosas prácticas
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chamánicas contemporáneas lo atestiguan: acompañan a menudo los movimientos de reafirmación cultural en la Amazonía (tanto del lado de las sociedades indígenas como de las mestizas), movimientos en los cuales los chamanes juegan hoy en día un papel político cada vez mayor. Varios trabajos se dedicaron al estudio de las manifestaciones y expresiones políticas actuales del chamanismo en esta región. De una visión de los chamanes como actores espirituales, no se duda ahora en considerarles como sujetos políticos plenos. Tal es el relato de vida, por ejemplo, del chamán yanomami Davi Kopenawa (Albert y Kopenawa 2010). Antiguo alumno de las escuelas evangélicas, luego funcionario de la FUNAI (Fundacion Nacional del Indio en el Brazil) antes de ser iniciado al chamanismo, Davi Kopenawa beneficia hoy en día de una estatura política sobre el escenario nacional e internacional. Analizando el discurso político de este personaje con trayectoria singular (pero no única en la Amazonía), Albert muestra bien el doble trabajo de traducción de Davi, por un lado la reformulación de las referencias cosmológicas de su propia tradición, y por el otro la revisión discursiva que imponen las ideologías indigenistas del momento (Albert y Kopenawa 2010). No se trata en este caso de una mera reproducción mimética de la retórica indigenista del Estado —así como un examen rápido podría hacerlo pensar— sino de una reelaboración de los conceptos chamánicos tradicionales para producir referencias identitarias y posibilidades de acción, como por ejemplo el hecho de construir y legitimar reivindicaciones territoriales. Tratando del mismo tema, pero en una óptica algo diferente, Conklin (2002) se pregunta por su parte sobre la llamada “politización de la imagen del chamán” así como sobre la redefinición (o reinvención) del chamanismo que implica a sus ojos la emergencia sobre el escenario público de estos nuevos líderes. Despejado de sus connotaciones negativas que lo estigmatizaron durante mucho tiempo, el chamanismo se convertiría en el nuevo eje o icono de una identidad indígena “ciudadana” y responsable, a la vez como guardián de los saberes sobre la selva y como crítico de las políticas nacionales en materia de medio ambiente, sobre todo. La autora ve en esta “chamanización” de las políticas indígenas un caso de estudio sobre la manera con la cual las identidades indígenas han sido reformuladas en respuesta a la necesidad de negociar su posición dentro del Estado (como ciudadano en una sociedad democrática) a partir de una imagen positiva del chamán. Las metáforas de la curación, del saber y de la salvaguardia de la selva serían así herramientas simbólicas poderosas para permitir a los indígenas proseguir sus metas políticas. Habría sin duda que añadir a los argumentos de Conklin la influencia creciente en la Amazonía de las “nuevas religiones”, en particular de las iglesias evangelistas y pentecostales que juegan un papel cada vez más notable en las transformaciones contemporáneas del chamanismo. Quizás el análisis de Conklin no da plenamente cuenta de las capacidades de reflexión y de creatividad de los actores
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indígenas (sean chamanes o no) en la construcción de las nuevas formas de expresión política.3 Estas nuevas formas no son necesariamente réplicas rudimentarias del discurso dominante ni tampoco simples imitaciones —aunque lo son también— de los múltiples estereotipos vehiculados por la sociedad nacional e internacional. En una óptica diferente para no decir opuesta, Whitehead & Wright (2004) se han interesado en el rol de la violencia ritual en la reproducción simbólica de las identidades indígenas al reunir varios estudios antropológicos sobre distintos complejos chamánicos de las tierras bajas amazónicas. Se podría quizás ver también en este estudio una tentativa de reaccionar contra la visión demasiado idealizada, hasta romántica, del chamanismo, divulgada por el movimiento New Age como religión de la naturaleza. Sea lo que fuere, la idea era mostrar cómo el chamanismo agresivo o dark shamanism (uno puede sin embargo preguntarse sobre la oportunidad de tal expresión) ilustra la manera con la cual la violencia puede ser utilizada para construir un campo de poder social y cultural que participe a la organización de la sociedad. Invita así a reconceptualizar la violencia ritualizada, no como disfuncional o patológica, sino al contrario como una expresión sociocultural compleja y estructurante. A este propósito, es interesante observar —como ocurre de manera creciente en varios regiones de la Amazonía (entre los Awajún por ejemplo)— lo que se podría llamar un rebrote de chamanismo agresivo (casos de brujería) al parecer ligado a la llegada de nuevos actores o de nuevas competencias para el poder local con el establecimiento creciente de ONG, Iglesias o grupos políticos en tierras indígenas. Un nuevo campo de análisis sobre las transformaciones del chamanismo se abre indudablemente de este lado para los años que vienen. 7. Palabras finales A modo de conclusión vemos pues cómo a lo largo de esta larga historia de contactos y enfrentamientos las sociedades amazónicas han sabido mantener viva su tradición chamánica elaborando formas originales que no son ni la réplica de su lejano pasado, 3
Véase por ejemplo el caso de Alberto Pizango Chota en el Perú. De origen Shawi —pueblo indígena de lengua Cahuapana conocido también como Chayahuita— A. Pizango es el actual presidente de AIDESEP (Asociación Interétnica de Desarrollo de la Selva Peruana), la principal organización indígena representativa de la Amazonía a nivel nacional. Participó activamente a los trágicos sucesos de Bagua del 5 de junio de 2009 que le obligaron a pedir durante un año el asilo político en Nicaragua. En el transcurso de su actividad como presidente de AIDESEP —se le dice también aficionado al chamanismo— supo construir un discurso y una imagen mediática que le ha dado una cierta visibilidad política en el país.
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ni tampoco la copia de los modelos impuestos, y mucho más que la compilación de elementos tomados de las distintas tradiciones que han acudido sobre su territorio. Estos ejemplos muestran la fuerza y la permanencia de un fenómeno varias veces milenario que el paso del tiempo y las conquistas no lograron vencer. Todo ocurre al contrario como si el chamanismo se alimentara de esta relación con el Otro, tomando nuevos rostros cada vez que cambia la relación. Asistimos incluso a una expansión o, si se quiere, a una internacionalización del chamanismo (o de lo que hemos convenido llamar así) con su versión New Age. Este fenómeno interesa mucho a la antropología ya que constituye uno de los pocos elementos pertenecientes al mundo indígena que tiene gran éxito e impacto en el mundo occidental, sea como medicina alternativa (nuevo tipo de relación terapéutica), o sea como una suerte de religión en armonía con la naturaleza, como se suele definir hoy en día el chamanismo en los circuitos modernos. Al mismo tiempo asistimos a un proceso de “politización” de la imagen del chamán o, si se quiere, a un proceso de “chamanización” de las políticas indígenas, como si el chamanismo se hubiera convertido en el nuevo icono de una identidad indígena ciudadana dentro del Estado. No cabe duda en efecto que los pueblos amazónicos, en particular, reivindicarán cada vez más abiertamente el chamanismo como un elemento central de su porvenir como sociedad indígena en el mundo contemporáneo. Bibliografía Albert, Bruce y Davi Kopenawa 2010 La chute du ciel. Paroles d’un chaman Yanomami. París: Plon-“Terre humaine”. Alexiades, Miguel N. 2000 “El eyámikekwa y el ayahuasquero : las dinámicas socioecológicas del chamanismo Ese Eja”. Amazonía Peruana 27: 193-212. Arévalo Valera, Guillermo 1986 “El ayahuasca y el curandero Shipibo-Conibo del Ucayali (Peru)”. América Indígena 46 (1): 147-161. Århem, Kaj 2001 “Ecocosmologia y chamanismo en el Amazonas: variaciones sobre un tema”. Revista Colombiana de Antropología 37: 268-288. Baer, Gerhard 1994 Cosmologia y shamanismo de los Matsiguenga. Quito: Abya Yala. Barcelos Neto, Aristóteles 2002 A arte dos sonhos. Uma iconografía amerindia. Lisboa: Museu Nacional de Etnologia-Assirio & Alvim.
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AUTORES
Gisela Cánepa Koch: Coordinadora de la Maestría en Antropología Visual (Escuela de Postgrado) y profesora principal de la Pontificia Universidad Católica del Perú, Facultad de Ciencias Sociales, área de Antropología. Obtuvo su Licenciatura en Antropología en esta misma institución y el Doctorado en Antropología en la Universidad de Chicago, Illinois (Estados Unidos).
[email protected] Jean-Pierre Chaumeil: Antropólogo, director de investigaciones en el Centre National de la Rechreche Scientifique (CNRS) de Francia y del Centro EREA del Laboratoire d’Ethnologie et de Sociologie Comparative (LESC) del CNRS y de la Universidad de París Ouest Nanterre La Défense. Se encuentra actualmente afiliado al Instituto Francés de Estudios Andinos (IFEA) de Lima y es profesor invitado de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos.
[email protected] Jürgen Golte: Estudió Antropología, Etnohistoria y Arqueología en la Universidad Libre de Berlín y en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos en Lima. Ha sido catedrático de Antropología Social en la Universidad Libre de Berlín, de “Antropología, Etnohistoria y Arqueología de las Américas” en el Instituto Latinoamericano de Berlín y profesor visitante en diversas universidades de Europa y América Latina. Actualmente es Profesor Principal de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos e Investigador Principal en el Instituto de Estudios Peruanos.
[email protected] Enrique Mayer: Estudió Economía y Antropología en Inglaterra y en la Universidad de Cornell. Fue profesor del Departamento de Ciencias Sociales de la Pontificia
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AUTORES
Universidad Católica del Perú. Posteriormente en el Instituto Indigenista Interamericano en México fue editor de la revista América Indígena. Enseñó Antropología en la Universidad de Illinois en Urbana-Champaign, y en la Universidad de Yale, ambas en Estados Unidos. Jubilado en 2012, reside en Río de Janeiro, Brasil.
[email protected] Deborah Poole: Obtuvo su Ph. D. en Antropología en la Universidad de Illinois (Urbana-Champaign). Actualmente es profesora de Antropología en Johns Hopkins University (Estados Unidos).
[email protected] Raúl R. Romero: Director del Instituto de Etnomusicología de la Pontificia Universidad Católica del Perú. Obtuvo una Licenciatura en Sociología por la misma institución y un Doctorado en Etnomusicología por la Universidad de Harvard. Es autor de varios libros y artículos académicos sobre música, identidad y cultura en el Perú. Ha sido profesor visitante en la Universidad de California (Los Angeles), y en la Universidad Colgate (Nueva York). En el 2005 recibió una beca de la fundación J. S. Guggenheim para realizar una investigación sobre música y nación.
[email protected] Frank Salomon: Profesor “John V. Murra” emeritus de antropología en la Universidad de Wisconsin y Profesor afiliado de Antropología en la Universidad de Iowa (Estados Unidos).
[email protected] Pablo Sandoval López: Licenciado en Antropología de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos y Magíster en Historia por el Colegio de México. Actualmente es Investigador Asociado del Instituto de Estudios Peruanos, profesor de Antropología de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos y, desde 2011, becario de The Wenner-Gren Foundation for Anthropological Research.
[email protected] Pablo F. Sendón: Magíster en Antropología por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos (Lima) y Doctor en Antropología por la Universidad de Buenos Aires (Argentina). Actualmente se desempeña como Investigador Adjunto del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET, Argentina).
[email protected]
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Serie Perú Problema Antropología y antropólogos en el Perú: la comunidad académica de ciencias sociales bajo la modernización neoliberal. Carlos Iván Degregori y Pablo Sandoval (Coed. CLACSO- IEP), 2009.
en una posición privilegiada para realizar una lectura de su itinerario intelectual en tanto cercana acompañante de los acelerados procesos de cambio que transformaron el rostro del Perú rural y urbano del siglo XX. En ese camino, sus principales protagonistas han contribuido –con sus investigaciones, registros etnográficos e intervenciones públicas– a la construcción de poderosos mapas intelectuales, y en ocasiones han llegado a enfrascarse en álgidas polémicas que buscaban ensanchar las bases y ampliar los rostros culturales de la nación peruana.
El Estado, viejo desconocido. Martín Tanaka, 2010.
¿Pero cómo reconstruir esta historia? ¿De qué modo explicar sus aportes y al mismo tiempo señalar sus limitaciones? Este compendio busca ofrecer a sus lectores la narración de los contextos intelectuales en que se formularon y desarrollaron los debates y las investigaciones antropológicas en Perú. Sus artículos proponen situar estas discusiones en el marco de una perspectiva etnográfica y etnológica comparada. Busca advertir e incentivar, a quienes desean incursionar o profundizar en la investigación antropológica, que se tome en consideración la experiencia de más de medio siglo de conocimientos etnográficos y etnológicos sobre los Andes peruanos; y así poder reevaluar la disciplina en el nuevo paisaje global del auge de las políticas de la identidad y las interconexiones globales.
Los movimientos sociales y la política de la pobreza en el Perú. Anthony Bebbington, Martin Scurrah y Claudia Bielich (Coed. CEPES- IEP), 2011.
FRANK SALOMON • PABLO SANDOVAL • ENRIQUE MAYER • DEBORAH POOLE JÜRGEN GOLTE • RAÚL R. ROMERO • GISELA CÁNEPA • PABLO F. SENDÓN JEAN-PIERRE CHAUMEIL
Cuentos feos sobre la reforma agraria peruana. Enrique Mayer (Coed. CEPES- IEP), 2009. Clases, Estado y Nación en el Perú. Julio Cotler. Tercera edición, segunda reimpresión, 2009.
Visite “Homenaje a CID”
Carlos Iván Degregori, Pablo Sendón & Pablo Sandoval Editores
La antropología en el Perú tiene una larga historia de casi seis décadas. Esta condición la sitúa
Carlos Iván Degregori, Pablo F. Sendón & Pablo Sandoval Editores
Carlos Iván Degregori Caso (Lima, 1945-2011), fue antropólogo, e investigador del Instituto de Estudios Peruanos (IEP), del que fuera director. Fue Comisionado de la Comisión de la Verdad y Reconciliación que dirigió Salomón Lerner Febres. Pablo Sandoval (1976) es Investigador del IEP y profesor de Antropología de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos (UNMSM). Actualmente desarrolla una investigación sobre las relaciones entre antropología, indigenismo y política en el Perú en el contexto de la guerra fría (1950-1980). Pablo F. Sendón (1971) es investigador del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET-Argentina). Desde hace más de una década investiga las formas de organización social de las poblaciones campesino-indígenas del sur peruano desde una perspectiva etnográfica, etnohistórica y comparativa.
Portada: Domingo en el parque (1989), de Carlos Enrique Polanco.