1 FICHA – “El imperialismo, nuestra época” – Rubén Laufer
El imperialismo, nuestra época Rubén Laufer Esta ficha está basada en las clases Teóricas Nº 7 y 8 de la materia Historia Social General (Fac. de Filosofía y Letras, UBA), dictadas el 23 y 30 de mayo de 2009.
1.-
¿Qué es el imperialismo, en sus rasgos más generales? ¿Cómo fue el mundo que se constituyó a partir de la transformación del capitalismo “de libre concurrencia” —el capitalismo liberal—, desde fines del siglo XIX-principios del XX? Las contradicciones propias de esa nueva fase del capitalismo determinaron que fuera un mundo de guerra, pero también de revoluciones. Durante el siglo XIX se consolidó, especialmente en algunas regiones del mundo, el modo de producción capitalista. Fue la era de las revoluciones burguesas , que se consumaron en sociedades capitalistas al compás del proceso de industrialización, primero en Europa y algo después en Estados Unidos y en Japón, y a través de las cuales la burguesía derrocó a las viejas aristocracias feudales y erigió y consolidó el nuevo aparato estatal, que ahora tenía a la clase burguesa o capitalista como nueva clase dominante. El modo de producción capitalista se expandió a escala mundial, al tiempo que los países capitalistas —todavía en la etapa liberal— se lanzaban a y competían en la carrera por la obtención de colonias, aunque todavía no con el fin de obtener campos de inversión y “esferas de influencia” sino con el objetivo central de abrir mercados para la colocación de sus excedentes de productos industriales. En América Latina, el siglo XIX vio también el nacimiento y consolidación de
los nuevos estados independientes bajo la hegemonía de oligarquías terratenientes y de grandes mercaderes, como muestran, por ejemplo, José Carlos Mariátegui en el caso del Perú y León Pomer para la Argentina bajo la presidencia de Mitre durante la guerra contra el Paraguay. Paraguay. Las revoluciones latinoamericanas del siglo XIX fueron, entonces, revoluciones de independencia nacional y, aunque fueron revoluciones sociales en el sentido de que dejaron de ser sociedades coloniales y que las viejas clases dominantes —las de las potencias colonialistas— habían sido derrocadas y sustituidas por las nuevas oligarquías locales, no lo fueron en el sentido de que no transformaron radicalmente las relaciones de clase internas. Esos grandes terratenientes feudales y mercaderes —clases que ya eran explotadoras en la época colonial pero que no eran todavía las clases dominantes , y que lo fueron recién con el triunfo de la revolución y con la imposición de su hegemonía—, convertidos ya en clases dominantes no dirigieron un desarrollo autónomo, ni eliminaron tampoco los lastres precapitalistas que esas sociedades conllevaban prácticamente en toda América latina: el latifundio, el caudillismo, las relaciones de dependencia personal. Es decir: en América Latina esas clases dirigentes no democratizaron ni la sociedad, ni la economía ni, por supuesto, la política. Los Estados latinoamericanos terminarían, así, desembocando no en
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Estados democráticos sino en Estados oligárquicos, aristocráticos, excluyentes y, desde el punto de vista político, fraudulentos y represivos. Esas clases, en función de sus intereses con el control del Estado, fueron subordinándose comercialmente a las burguesías industriales de las potencias capitalistas en ascenso —principalmente Inglaterra pero también a otras potencias europeas—, hasta terminar, en un proceso, convirtiéndose en apéndices locales de las burguesías industriales europeas. Clases incapaces de constituir verdaderas naciones independientes y, por el contrario, muy capaces de convertirse —como lo hicieron— en gendarmes regionales al servicio de los intereses industriales, comerciales y financieros de las potencias, a los que se asociaban. Ejemplo de ese espíritu de gendarme al servicio de intereses que recién empezaban a ser imperialistas fue la guerra del Paraguay en 1865, una verdadera guerra de exterminio en la que Mitre y los gobiernos de Brasil y Uruguay se unieron a instancias de los mercaderes y financistas ingleses, no sólo para derrocar a Solano López, sino para destruir al Paraguay y su intento de un desarrollo autónomo basado en la protección de la industria nacional y en la producción para el mercado interno. Una guerra brutal que llevó prácticamente a la destrucción física y económica del Paraguay, a un verdadero genocidio de su población y al arrasamiento de esos esbozos de desarrollo industrial que se habían gestado; y terminaron imponiéndole, como al resto de los países de América latina y en particular a la Argentina, el latifundismo y una política de puertas abiertas frente al capital extranjero. extranjero. Estos procesos se producían ya en los umbrales del ingreso del capitalismo inglés y de otras potencias en una nueva etapa: la etapa del capitalismo monopolista e imperialista de fines del siglo XIX y principios del siglo XX. XX.
La primera cuestión es aproximar una definición, precisar la esencia y el marco histórico de esa nueva nueva etapa. etapa. ¿Qué es el imperialismo? Es una época , la época actual. Empezó entonces, y aún está vigente. Estamos viviendo la época del imperialismo, una fase particular del desarrollo del capitalismo. Y es particular porque el capitalismo adquiere características específicas, que le confieren una nueva estructura y nuevas contradicciones. Y cuya penetración en los países de América latina en alianza con las clases dominantes locales constituye nuevas formaciones económico-sociales. económico-sociales. Basamos nuestra explicación en la clásica obra marxista sobre el imperialismo, impe rialismo, fase que es la de la Lenin: El imperialismo, superior del capitalismo. Una obra que debe estar entre nuestros libros de consulta permanente, ya que arroja una luz muy intensa sobre fenómenos aún vigentes, que nos servirán para iluminar aspectos esenciales de la realidad mundial, regional y nacional en todos los períodos siguientes hasta la actualidad; y que también nos sirve, por eso mismo, para tomar posición e incidir en nuestro mundo actual. Lenin resume allí, en el capítulo 7, su caracterización de la época del imperialismo en cinco rasgos: 1.- El surgimiento de los monopolios. 2.- El surgimiento del capital financiero, como fusión del capital industrial y el capital bancario. 3.- El decisivo predominio de la exportación de capitales (es decir, las inversiones de los monopolios imperialistas en el extranjero) sobre la exportación de mercancías. 4.- El reparto económico (y disputa) de los mercados nacionales y mundiales entre los monopolios. 5.- El reparto territorial (y disputa) entre las potencias imperialistas. El monopolio
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Apoyándose en investigadores y estudiosos de la economía internacional de su época —algunos de origen liberal burgués, como Hobson, otros de origen marxista, como Hilferding—, Lenin describió que, en esas últimas décadas del siglo XIX, en los países europeos, en Estados Unidos, en el Japón, la competencia capitalista —es decir, la competencia interempresarial que había caracterizado a las economías capitalistas hasta mediados del siglo XIX, el capitalismo propiamente liberal—, estaba transformándose en su contrario, en la negación de la competencia, como consecuencia del proceso de concentración que devenía en la constitución de monopolios. Se concentra el capital; se concentran las materias primas, la energía, la fuerza de trabajo; se concentra la producción y la inversión, en empresas cada vez más grandes. Algunas con muchas plantas (a fines del siglo XIX-principios del siglo XX son pocas las que concentran centenares y algunas miles de trabajadores); algunas con su propio circuito de comercialización; muchas con sus propios grupos de investigación y de innovación técnica, como los que allá por 1890 gestaron, encabezados por el ingeniero Frederick Taylor, los conocidos estudios en los que se investigaba cada movimiento que hacía un obrero en el proceso de producción, para evitar que se perdiera ni un segundo en movimientos innecesarios, y así extremar la explotación al máximo, y maximizar la extracción de plusvalía del trabajo del obrero. La concentración generó, entonces, el nacimiento de algunos enormes grupos empresariales, con plantas industriales en varias ciudades de sus países y con miles de obreros. Con ello generó un salto en la proletarización masiva de los trabajadores y, como consecuencia, una aceleración en la búsqueda, por parte de éstos, de
organización para la defensa de sus intereses de clase. Proliferan entonces las mutuales y sindicatos, se fundan o crecen los partidos obreros, se multiplica la organización de huelgas (por salarios, por condiciones de trabajo), la lucha por leyes sociales y de protección de los trabajadores, muchas veces obtenidas a precio de sangre, como fue el caso de la jornada laboral de 8 horas, el descanso semanal, el seguro por accidente, la jubilación. La respuesta de las burguesías monopolistas fue frecuentemente sangrienta. A veces a través de la represión directa, y a veces a través de lo que hoy llamaríamos la criminalización y judicialización de esas luchas, como en el reclamo de las 8 horas en Estados Unidos que terminaría con el asesinato de los mártires de Chicago, y que en otros casos motivó persecuciones políticas a los socialistas como en la Alemania de Bismarck. Nacieron entonces los grandes monopolios, que en Estados Unidos se llamaron trusts y en Alemania cartels, y que pasaron a dominar ramas enteras de la producción, principalmente las estratégicas, como la minería, el petróleo, los frigoríficos, el acero, la química, la electricidad, el automóvil, el caucho, el transporte ferroviario, la comercialización cerealera... Y los bancos, que no eran específicamente industriales pero que irán entramándose cada vez más con las empresas industriales; bancos poderosos, que resuenan con ecos actuales como los estadounidenses de las familias Morgan y Rockefeller, el Deutsche en Alemania, etc. El principal desarrollo de esas ramas industriales y financieras se centró en países como Estados Unidos y Alemania. No en Inglaterra, que estaba especializada en las ramas industriales de la primera generación de la revolución industrial. Por eso emergerán nuevas potencias con gran poderío industrial, comercial, militar, que
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pasarán a disputarle a Gran Bretaña la hegemonía mundial. La finalidad última de la concentración es eliminar la competencia. A veces se produce a través de acuerdos empresariales, por ejemplo acuerdos sobre los precios (para no competir y no tener que bajarlos); acuerdos sobre cantidades a producir (para no saturar los mercados agudizando la competencia); acuerdos sobre condiciones de pago; acuerdos de reparto de mercados (como por ejemplo, en el terreno de la electricidad, entre la General Electric norteamericana y la AEG alemana, o en el petróleo entre la angloholandesa Shell y la Standard Oil norteamericana). Y en otros casos se concentra a través de fusiones, de compras, de alianzas (lo que se llama la centralización monopolista) a partir de las cuales se conformarán grupos gigantescos como la Standard Oil de Rockefeller, la United States Steel (la siderúrgica de Morgan), la Siemens en la electricidad en Alemania o la Krupp en la siderurgia alemana. Todos, procesos fuertemente respaldados y apoyados desde el Estado. Los estados imperialistas se convierten cada vez más en la representación política de los intereses de los grandes monopolios industriales y financieros. Estos poderosos monopolios, valiéndose de sus posiciones dentro del Estado, obtienen toda clase de privilegios: mercados cautivos (es decir concesiones exclusivas), tarifas proteccionistas (para evitar la competencia de producciones extranjeras en el mercado interno), obras públicas directamente financiadas por el Estado en beneficio de tal o cual grupo industrial, créditos de la banca. Concentración; y por lo tanto erosión, tendencia a la eliminación de la competencia. Ahora bien, la competencia, propia del capitalismo, ínsita, vertebral al capitalismo, no desaparece, sino que se transforma en otra cosa. Se transforma en
competencia monopolista, es decir, una competencia reducida a apenas un puñado de grandes corporaciones mundiales, que para competir por un lado acuerdan entre ellas, y por el otro se apoyan en el poderío y en la fuerza de su Estado nacional para abrir nuevos mercados de colocación o de inversión, o para imponer condiciones u obtener garantías del Estado receptor de sus inversiones, etc. Hay competencia, pero ya no hay nada que se parezca al “libre mercado”. Aunque las teorías ultraliberales todavía proclamen la defensa del “libre mercado”, en realidad la economía mundial ha pasado desde entonces a estar totalmente dominada por los grandes monopolios. Que en realidad no es que “dominen” los mercados: son los mercados. Porque los monopolios son los grandes compradores —de materias primas, de equipos y maquinarias, de fuerza de trabajo...—, son los grandes productores y vendedores —de bienes de capital, de productos industriales, de alimentos...—; y son los que, en consecuencia, dominan las condiciones de venta y de pago, los precios, todo lo que rige el mercado. Son capaces de imponer esas condiciones a sus proveedores, a sus compradores, y a países enteros. “La competencia se convierte en monopolio. De aquí resulta un gigantesco progreso de la socialización de la producción... Esto no tiene ya nada que ver con la antigua libre concurrencia de patronos dispersos, que no se conocían entre sí y que producían para un mercado ignorado. La concentración ha llegado hasta tal punto que se puede hacer un cálculo aproximado de todas las fuentes de materias primas (por ejemplo, yacimientos de minerales de hierro) en un país y aún, como veremos, en varios países, en todo el mundo. No sólo se realiza este cálculo, sino que asociaciones monopolistas gigantescas se apoderan de dichas fuentes. Se efectúa el
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cálculo aproximado del mercado, el cual, según el acuerdo estipulado, las asociaciones mencionadas se ‘reparten’ entre sí. Se monopoliza la mano de obra calificada, se toman los mejores ingenieros, y las vías y los medios de comunicación —las líneas férreas en América, las compañías navieras en Europa y América— van a parar a manos de esos monopolios” (Lenin: El imperialismo..., cap. 1).
Ustedes seguramente oyeron hablar de esa primera gran crisis sistémica del capitalismo mundial, que empezó en 1873 y que duró muchos años, prácticamente 25 años. Esa crisis fue la primera que expresó esa contradicción ínsita al capitalismo. Crisis de nuevo tipo , que ya no son — como en épocas anteriores— crisis por escasez; ahora son de superproducción. De superproducción relativa: porque no es que se produzca más que lo que la humanidad necesita; al contrario, junto a la superproducción y el exceso de riquezas sociales producidas, existen centenares de millones de personas que no pueden acceder a ellas y otros muchos que no tienen lo básico para sobrevivir. Crisis de superproducción que revelan la inmensa, ilimitada capacidad que el capitalismo desarrolló para aumentar la producción, y al mismo tiempo su impotencia para desarrollar paralelamente los mercados capaces de comprarla. Aquella crisis inicial de 1873 aceleró, fue un salto en el proceso de la concentración monopolista. Y la respuesta por parte de las grandes empresas, dirigida a compensar la caída de la tasa de ganancia, fue dar también un salto en el desarrollo de ramas industriales, algunas provenientes de la primera revolución industrial como los ferrocarriles; pero otras enteramente nuevas, como acero, electricidad, teléfonos, telégrafos, el frigorífico (que permite conservar alimentos y, anexado a la
navegación, llevarlos a grandes distancias), el petróleo, el automóvil. Se multiplica la concentración, y se produce un proceso de mundialización. No sólo se mundializan los mercados: se mundializa la propia producción, el proceso productivo se socializa cada vez más. Pensemos —sólo a título de ejemplo— en la cantidad de rubros productivos que convergen en ese producto final que es el automóvil: son procesos industriales complejos que requieren la coordinación precisa de tiempos, de insumos, de cantidades, de precios, y que requieren del trabajo de miles de personas a veces en diversos lugares del mundo (porque el acero para los automóviles se producía en las potencias centrales pero el caucho se traía de Borneo, o de la selva amazónica). La producción entonces se socializa cada vez más, es cada vez más social ; pero la apropiación de sus beneficios sigue siendo privada, cada vez más privada. Más privada como consecuencia precisamente del proceso de concentración. En verdad, la mundialización sólo agudiza esa contradicción inherente, especifica, de la producción capitalista — producción social, apropiación privada — que ya estaba vigente antes. Lo que hay en la fase imperialista del capitalismo es una profundización de esa contradicción. “La producción pasa a ser social, pero la apropiación continúa siendo privada. Los medios sociales de producción siguen siendo propiedad privada de un número reducido de individuos. El marco general de la libre concurrencia formalmente reconocida persiste, y el yugo de un grupo poco numeroso de monopolistas sobre el resto de la población se hace cien veces más duro, más sensible, más insoportable” (Lenin: El imperialismo..., cap. 1). “Cuando una gran empresa se convierte en gigantesca y organiza sistemáticamente, sobre la base de un
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cálculo exacto de múltiples datos, el abastecimiento en la proporción de 2/3 o 3/4 de la materia prima de todo lo necesario para una población de varias decenas de millones; cuando se organiza sistemáticamente el transporte de esas materias primas a los puntos de producción más cómodos, que se hallan a veces a una distancia de centenares y de miles de kilómetros uno de otro; cuando desde un centro se dirige la elaboración del material en todas sus diversas fases hasta la obtención de una serie de productos diversos terminados; cuando la distribución de dichos productos se efectúa según un plan único entre decenas y centenares de millones de consumidores... aparece entonces con evidencia que nos hallamos ante una socialización de la producción y no ante un simple ‘entrelazamiento’; que las relaciones de economía y propiedad privadas constituyen una envoltura que no corresponde ya al contenido, [y que por eso] será inevitablemente suprimida” (Lenin: El imperialismo..., cap. 10). El capital financiero
Se constituyen empresas gigantescas. Se crean nuevas ramas industriales: el acero, el petróleo. Ya no son las industriales artesanales, casi caseras, propias de la primera revolución industrial de fines del siglo XVIII, donde un pequeño artesano o comerciante ponía a su familia, tal vez a algún vecino, en la pieza del fondo a fabricar paños o pequeños productos de hierro. Se trata ahora de ramas de la producción que requieren de inicio, para instalarse, enormes concentraciones de capital. Masas de capital que ya no están al alcance de los empresarios industriales; éstos necesitan ahora apelar a los bancos. Y es aquí donde surge lo que Lenin, basándose en investigadores anteriores, detecta como el nuevo papel de los bancos . Ya no se reducen al rol tradicional
de meros prestadores, cuya finalidad última era cobrar intereses; ahora aprovechan la necesidad de las grandes empresas de grandes volúmenes de capital para introducirse en las empresas. Así es como el capital bancario se fusiona, se entrama con el capital industrial, y el capital industrial se fusiona con el capital bancario. A veces porque los bancos se introducen en los directorios de las empresas; otras porque las mismas empresas monopólicas generan sus propios bancos, como la Standard Oil de Rockefeller que estableció el Chase, uno de los principales bancos norteamericanos. Fusión, entonces, entre el capital bancario y las grandes industrias, que da origen al capital financiero. ¿Por qué “nuevo” papel de los bancos? Porque ya no son meros bancos comerciales; ahora son lo que estamos tan acostumbrados a ver en la época actual, esos que están quebrando en los Estados Unidos: los bancos de inversión . Concentran depósitos, pero ahora lo hacen directamente en manos de los grandes monopolios industriales que forman parte de los grupos financieros que atraen a los depositantes, que pueden ser particulares u otras empresas, o el propio Estado. Los bancos de inversión pasan a ser la forma característica que asume el capital financiero en nuestra época. Son también el desemboque de poderosos procesos de concentración financiera. Michel Béaud 1, que habla de la concentración bancaria en EEUU y en Gran Bretaña, dice por ejemplo que en Alemania después de la crisis de 1901 apenas quedaron 5 o 6 grandes bancos, y señala: “cada banco es el alma financiera de un conjunto de empresas”. Esto es lo que nos interesa resaltar. No se trata, cuando hablamos de capital financiero, de lo que 1
Michel Béaud: Historia del capitalismo, de 1500 a nuestros días. Ed. Ariel, Barcelona, 1984.
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vulgarmente asimilamos con la mera especulación o la mera actividad bancaria (en el sentido de los préstamos); todo eso tiene base en la producción industrial, en la “economía real”. El poderío que adquiere esa fusión del capital bancario con el industrial, es decir el capital financiero, es tan enorme que se constituye una verdadera oligarquía financiera, que no solo fusiona la producción y las finanzas sino que también va entramándose y “fusionándose” con el propio Estado; porque esos grupos financieros son tan poderosos que no sólo compran edificios, máquinas, materias primas, fuerza de trabajo, sino que también “compran” gobiernos: “compran” presidentes, ministros, diputados, militares, jueces, candidatos, a veces incorporándolos a la dirección de las empresas, a veces con el consabido “sobre por debajo de la mesa”. Es decir, están dentro del aparato estatal, cosa que todos por demás conocemos. En todos los países imperialistas sucede así; incluso en los más liberales, como EEUU. Todos sabemos que allí monopolios y Estado son eslabones de una misma cadena. En el gobierno anterior de EEUU —muchos de cuyos personajes aún persisten como funcionarios del actual gobierno de Obama, aunque haya cambiado el signo político de republicano a demócrata—, el presidente George W. Bush, la secretaria de Estado Condolezza Rice, etc. eran integrantes de poderosos grupos petroleros; Richard Cheney, ex vicepresidente de EEUU, integraba el directorio de uno de los más poderosos consorcios armamentistas de EEUU, etc. Una misma cadena. Esa cadena que constituyen los grandes holdings, otro término que viene de aquella época. Son enormes redes empresariales, a veces muy difíciles de rastrear, constituidas —como señala Lenin, retomando en este caso a Hilferding— por toda una serie de empresas “madres” de las que dependen múltiples
empresas “hijas”, de las que a su vez dependen otras empresas “nietas” y así, en una red muy compleja que permite controlar gigantescas sub-ramas —no solamente de una rama sino de diversas ramas de la producción—, con relativamente poco capital. ¿Cómo es posible eso? Porque el núcleo original propietario del capital quizá es propietario de apenas un 20% de las acciones, pero el 80% restante de las acciones está en manos de miles de accionistas distribuidos en todo el país o incluso en países extranjeros, que jamás se reunirán en ninguna asamblea de accionistas y que por lo tanto no tendrán la menor posibilidad de incidencia en las decisiones del grupo empresarial. Este sistema, que Lenin llama “sistema de participación” y que todavía está sobradamente vigente, les permite por un lado controlar enormes grupos empresariales con relativamente poco capital, y por otro lado les permite ocultar los orígenes últimos de esos capitales. A veces saber quién es el grupo empresarial originario de una de estas redes lleva años de investigación, y hasta se pierde “en la noche de los tiempos”, y solamente puede determinarse quién es el grupo propietario de última instancia, y qué origen nacional tiene, por su conducta política, es decir, investigando a quién benefician y por quiénes son beneficiados esos grupos, y no en base a un análisis de sus libros o del origen de sus capitales. Un rasgo esencial del capitalismo en esta fase monopolista que Lenin destaca, y que tiene que ver con sus características financieras, es su carácter parasitario. Para impedir que se sature de inversiones el mercado interno, y que en consecuencia la inversión —como cualquier otra mercancía— baje de valor y disminuya la tasa de ganancia, una salida es la exportación de capital, la inversión productiva en el exterior. Pero otra salida es el vuelco al sistema financiero. Cuando la
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producción ya no reporta la tasa de ganancia que el capital considera conveniente o “suficiente”, ¿qué hacer con esos grandes volúmenes de capitales provenientes de los grupos industriales? ¿Dónde “invertir”? En la Bolsa, por ejemplo: comprando y vendiendo acciones; o en el mercado de cambios: comprando y vendiendo moneda (entonces oro; hoy dólares, euros, yuanes). Se constituyen así enormes mercados de valores. Las ganancias de los grandes grupos del capital financiero consisten cada vez más en operaciones con acciones y con moneda, y por lo tanto pasan a vivir cada vez menos de la producción directa, y cada vez más de la exportación de capitales a otros países, es decir, de la extracción de plusvalía de obreros extranjeros. Cada vez más se vuelcan a realizar préstamos a otras empresas, o a su propio Estado, o a Estados extranjeros, es decir, a vivir del cobro de intereses, o del cobro de regalías por invenciones tecnológicas. Esto es lo que lo que Lenin llama “vivir del recorte del cupón”, es decir, la acentuación cualitativa del rasgo especulativo y parasitario del capitalismo de esta época. Parasitario, insisto, porque cada vez vive o recibe sus ganancias menos de la esfera de la producción propia, y cada vez más de la explotación indirecta de producciones realizadas por otros. Sin embargo hay que enfatizar la contracara de este fenómeno, especialmente por lo mucho que suele hablarse de “financiarización” de la economía. No es mera especulación . No se trata sólo de papeles o de dinero que en forma mágica se reproduce a sí mismo porque lo pongamos en un banco como si lo pusiéramos en una alcancía. Las ganancias que después giran y se reproducen a través del sistema financiero siempre tienen base en la producción. El capital financiero, el capital monopolista, se aleja de la producción directa y vive cada vez más
parasitariamente de la producción desarrollada por otros: sus ganancias provienen de la producción, surgen de la esfera de la producción, de la base económica de la sociedad, del trabajo asalariado, es decir, de la plusvalía generada por obreros. Si no es acá, es allá; si no es en la sociedad nacional, es en el extranjero. Eso es lo que se acentúa; en eso consiste el rasgo parasitario del capital monopolista financiero de esta época. Y este capital financiero, mirado ya históricamente, evidencia su naturaleza dual, contradictoria, dialéctica; porque por un lado el capital financiero motivó un salto productivo, un crecimiento evidente de la economía a través de sus inversiones en la producción, en ciencia, en tecnología; pero al mismo tiempo también aceleró las grandes crisis propias del capitalismo (las crisis de superproducción relativa) con toda su enorme secuela de destrucción de fuerzas productivas, de desocupación (esto casi no hace falta describirlo porque lo estamos padeciendo en nuestros días), e incluso de guerras, para garantizar la conservación de sus zonas de influencia y la continuidad de los flujos de ganancias que obtienen a través de la explotación del trabajo de otras regiones. Este es el único modo de crecer que tiene el capitalismo en su fase imperialista: crece destruyendo. Crece y al mismo tiempo destruye fuerzas productivas, y sólo puede crecer así. De ahí el carácter insoluble de esa contradicción ínsita en el capitalismo; y esto es lo que hace que el imperialismo sea efectivamente la etapa superior y última del modo de producción capitalista , como lo definió
Lenin y como se llama su obra. Porque como estamos viendo, el imperialismo lleva al extremo esa contradicción profunda y característica entre una producción cada vez más social y una apropiación de sus beneficios que sigue siendo privada, cada
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vez más privada, en una economía que, a pesar de la monopolización, sigue estando esencialmente librada a las fuerzas del mercado y sigue siendo esencialmente anárquica. Contradicciones que existen objetivamente en la sociedad capitalista en su etapa imperialista, y que no sólo crean la necesidad de cambios estructurales para resolver estas contradicciones, sino que también crean la posibilidad de efectivizar esos cambios estructurales, como veremos luego. La exportación de capital
Hablemos entonces del tercer rasgo, tan decisivo, de la época del imperialismo según la caracterización de Lenin. Como vimos, se concentra el capital, se concentra la producción, la fuerza de trabajo, la energía, las materias primas, las ganancias. Y así como una parte de ese excedente intenta recuperar o maximizar la tasa de ganancia en la esfera de la especulación, otra parte intenta encontrar nuevos campos de inversión: lo que ya no tiene posibilidad de reinversión dentro de la sociedad nacional empieza a buscar “oportunidades” de inversión, de ganancias, fuera de la sociedad nacional. Entonces empieza la exportación ya no sólo de mercancías sino de capitales, lo que vulgarmente se llama la inversión extranjera, o más precisamente, la inversión en el extranjero . Necesitan invertir en el extranjero. A veces porque allí obtienen mano de obra barata, por ejemplo en los países atrasados; a veces invierten en otros países desarrollados, por ejemplo los monopolios norteamericanos en las potencias europeas, porque allí es más alta la productividad del trabajo por el mayor nivel tecnológico o la mayor capacitación de los trabajadores. A veces simplemente invierten en el extranjero en forma de préstamos, para cobrar intereses. Es decir
distintas formas, dentro de esas formas parasitarias que hemos descrito. Uno podría hacerse algunas preguntas. ¿Por qué esos enormes excedentes de ganancias, esos excedentes de capitales que para evitar la pérdida de su valor empiezan a emigrar, no se invierten en el mejoramiento de la calidad y el nivel de vida de las masas trabajadoras en las propias potencias centrales? Ya que no es que no hay miseria y pobreza en las potencias imperialistas, no sólo a principios del siglo XX sino incluso en el presente. ¿No hay acaso un verdadero “tercer mundo” de pobreza y miseria dentro de los EEUU? ¿Y no hay pobreza en Alemania o Italia? Entonces, ¿cómo es eso de que sobran capitales pero no se invierten en la mejora de las condiciones de vida y de trabajo, sino que van a la inversión en el extranjero? Bueno, esa finalidad de mejorar las condiciones de vida, de disminuir por ejemplo las horas de trabajo de las masas trabajadoras, es la finalidad en el socialismo. Pero estamos en el capitalismo; y en el capitalismo la finalidad de la producción no es resolver las necesidades de las mayorías. Ese no es el objeto ni del proceso productivo, ni del producto, ni de las inversiones, ni de las innovaciones científico-tecnológicas. El motor de la producción capitalista es la ganancia, y reproducir al capital en forma cada vez más ampliada. Por lo tanto, en vez de volcar sus excedentes de capital hacia esos fines que no reportarían ganancias en el plano interno, los exportan, a través de la instalación de empresas o a través de préstamos, al extranjero. La exportación de capitales cambia las relaciones internacionales, particularmente en el plano económico. Impone una nueva división internacional del trabajo. Ya no es la vieja división internacional del trabajo donde un pequeño puñado de países desarrollados industrialmente eran exportadores de
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manufacturas, mientras que otros estaban condenados de hecho a la producción de productos primarios (alimentos, minerales, materias primas). Entonces había una asimetría, una desigualdad comercial de la que se beneficiaban los países avanzados. Pero ahora ya no es una diferencia puramente comercial. ¿Qué cambió? Aunque en el viejo capitalismo liberal había algunas inversiones en el extranjero —por ejemplo el empréstito de la inglesa Baring en 1825 a la Argentina— no era eso lo que predominaba en el escenario internacional; predominaba la exportación de mercancías, y a eso tendía la expansión de las potencias capitalistas liberales hacia mediados del siglo XIX. En cambio, en la época del capital monopolista, del capital financiero, pasa a predominar notoriamente la exportación de capitales, es decir, las inversiones en el extranjero. Ya no es desigualdad o asimetría comercial: ahora los monopolios de las grandes potencias imperialistas están dentro de la economía de los países receptores del capital, dentro de los países “importadores” de empresas o “importadores” de préstamos. Están dentro de la economía de nuestros países y están dentro del Estado de los países dependientes: que por eso lo son. Esta es la esencia de la dependencia. No es que desaparezca la exportación de mercancías, el comercio internacional. Al contrario: la exportación de capital —es decir las inversiones de grandes empresas en el extranjero— multiplica la exportación de mercancías, porque las empresas radicadas en el extranjero necesitan materias primas y las importan de otros países; necesitan bienes de capital, y los importan de sus países de origen; necesitan combustibles, y también los importan. Pero, como señala Ciafardini en “La Argentina en el mercado mundial contemporáneo”, el comercio internacional
en esta época cambia su naturaleza, cambia
sus características. Antes las inversiones en el extranjero eran esporádicas, circunstanciales y estaban subordinadas a la expansión comercial. Ahora se invierte esa relación. Ahora el comercio internacional empieza a estar subordinado y se transforma prácticamente en una función de la exportación del capital. Porque las compañías de las potencias centrales radicadas en el extranjero empiezan a ser el motor principal de las importaciones, por ejemplo de materias primas o de bienes de capital (maquinarias y equipos); y también responsables de una parte creciente de las propias exportaciones de los países donde se radican. Como los frigoríficos ingleses radicados en la Argentina hacia 1880-1890 y los norteamericanos un poco más tarde. Como sucede hoy con las exportaciones petroleras o mineras argentinas, que no son producidas por empresas nacionales sino por monopolios extranjeros radicados en la Argentina. Como las empresas petroleras chinas y las mineras chinas e inglesas radicadas en la Argentina. Se trata de grandes grupos monopolistas extranjeros, que pasan a tener un peso dominante también en las relaciones comerciales del país con el extranjero. No desaparece la exportación de mercancías; al contrario, se intensifica. Y sin embargo lo que las grandes potencias buscan ya no es principalmente mercados para vender, sino zonas y territorios donde puedan obtener y monopolizar materias primas baratas, fuerza de trabajo barata, campos de inversión donde realizar ganancias extraordinarias precisamente por esa fuerza de trabajo barata o porque tienen mercados cautivos. Por eso la exportación de capital genera una nueva división internacional del trabajo. Eso es lo que muestra la larga descripción, tan minuciosa y tan iluminadora, que hace Eduardo Galeano en el capítulo de Las venas abiertas de
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América latina llamado “El Rey Azúcar”,
que enfoca desde la época anterior a la fase imperialista hasta la actual, donde devela el trasfondo de los grandes intereses de EEUU —aunque no sólo de EEUU, como a veces unilateraliza Galeano, sino de todas las potencias imperialistas, de entonces y de hoy— en el petróleo de América, en el cobre, en el aluminio, en el níquel, en el azúcar, en el café, en el cacao. Y desde luego no solo de América: también de África y de Asia. Tal vez lo más importante de lo que cambia, lo más decisivo —no sólo en aquella época sino aquí y ahora, por su vigencia—, es que con la exportación de capitales en la etapa imperialista, monopólica del capitalismo, en la etapa imperialista, las relaciones económicas internacionales en su conjunto cambian de naturaleza: en relación con los países atrasados no son ya sólo relaciones de “asimetría” o de desigualdad comercial, sino relaciones de dominación , de opresión nacional . El imperialismo opera como factor externo y al mismo tiempo como factor interno a las sociedades nacionales de los países receptores del capital extranjero. Es factor externo porque las grandes potencias imperialistas controlan muchos elementos esenciales de la economía mundial, como los mercados; son los grandes compradores, los grandes vendedores, y por tanto son los grandes “formadores de precios”: son los grandes controladores de la oferta y la demanda, y así imponen precios a los países a quienes les venden y a quienes les compran. Son también los dueños de la tecnología, especialmente de las tecnologías de punta, y consiguientemente imponen condiciones: a quién se las dan y a quién no; cobran patentes, imponen exclusividades. A veces, incluso, ocultan esos inventos para mantener el monopolio de las grandes potencias.
Tienen, además, ese “gran garrote” que esgrimen desde hace más de un siglo que es el del endeudamiento, la famosa deuda externa, los préstamos; no sólo por lo que la deuda tiene como volumen de dinero que hay que devolver, sino fundamentalmente por lo que tienen de instrumento por el cual las grandes potencias, a través de las eternas renegociaciones y reprogramaciones (en la actualidad muchas veces a través de los organismos financieros internacionales) imponen políticas a los países deudores. Por ejemplo políticas de “ajuste”: políticas fiscales, políticas de “apertura” al capital extranjero, “recortes” de salarios y jubilaciones, todo en función de compensar los déficits fiscales, tapar esos “agujeros” y volver a tener superávit fiscal. ¿Para qué? ¿Para resolver las necesidades de salud, educación y trabajo que tienen esos países? No. Para garantizarse que paguen la deuda. Un gran garrote. Y desde luego, otro factor con el que operan externamente en base a su poderío internacional —y en algunos casos regional como el de EEUU en América latina—, es ese “argumento de última instancia” que toda potencia imperialista tiene: sus fuerzas armadas. Recordarán ustedes cuando en 1902, las cañoneras de varias potencias imperialistas bombardearon el puerto de Caracas para asegurarse que Venezuela pagara su deuda externa. Después, a partir de ese hecho, vendrían intensos debates acerca del derecho de las naciones a la autodeterminación, la no intervención, etc. Pero dentro de estas nuevas relaciones, que se tornan de dominación y de opresión nacional, tal vez aún más importante es cómo opera el imperialismo como factor interno en los países donde se radica el capital extranjero, en forma de empresas industriales, o comerciales, o bancarias. Ahora los monopolios imperialistas están dentro de las economías receptoras
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del capital. Lo están directamente, a través de las empresas extranjeras que se instalan, e indirectamente , a través de la asociación con representantes de las clases dominantes locales. Sectores de terratenientes y de gran burguesía comercial o industrial se asocian en forma subordinada a intereses imperialistas, por intereses recíprocamente complementarios, y gestan una situación de complementariedad subordinada con el capital imperialista, transformándose en apéndices internos de la penetración del capital extranjero en nuestras sociedades nacionales. Se transforman en intermediarios locales del capital imperialista. Se trata de una categoría específica de burguesía, de empresariado en nuestros países: la burguesía intermediaria . Son sectores de grandes empresarios, de banqueros, de comerciantes que se asocian subordinadamente a intereses imperialistas a través de vínculos industriales, o bancarios, o de mercado. Así, los monopolios extranjeros no solamente pasan a tener una presencia decisiva en ramas estratégicas de la economía nacional sino que, a través de esa vía, a través de “amigos”, de socios, o de testaferros —es decir, de representantes directos del capital extranjero—, el capital imperialista tiene un papel determinante dentro de la economía y dentro del aparato estatal de los países dependientes. Y por eso mismo es que son dependientes. Pasan a tener un papel decisivo en la toma de decisiones económicas, en la toma de decisiones de política exterior, por ejemplo en las relaciones con la potencia a la cual están asociados, y con los enemigos de esa potencia; en la relación con otros países latinoamericanos, muchas veces de espaldas a ellos (como fue el caso de la guerra contra el Paraguay), en función de los intereses a los cuales esas clases dirigentes están asociadas. A veces esos intereses constituyen “un Estado dentro del
Estado”, porque si son poderosos en los estados imperialistas, ¡qué no serán dentro de los estados de los países dependientes, cuyas clases dominantes dependen de sus capitales, de sus mercados y de sus finanzas! Así, esos intereses pueden poner presidentes, ministros, gobernadores... En la Argentina hemos tenido presidentes y ministros que eran abogados, simples empleados, de las compañías ferroviarias inglesas, como Roberto Ortiz, presidente en 1938; como Pinedo, varias veces ministro de economía. Y ¿no tenemos hoy mismo gobernadores en nuestro país que son puestos por las compañías petroleras, mineras, pesqueras, etc.? Por eso ahora el capital extranjero, los monopolios imperialistas, el capital financiero, es parte de las clases dominantes locales en los países dependientes como el nuestro. Lo es junto con la clase de los terratenientes y junto con esa gran burguesía que se ha tornado intermediaria del capital extranjero. Y a partir de esa asociación, de esa alianza, dominan ramas estratégicas. Porque ¿dónde se insertan? No se insertan sólo en la fabricación de camisas o televisores (aunque algunos también en eso), sino fundamentalmente en el petróleo, en la minería, en la química, en el comercio exterior, en los frigoríficos. Vacían a nuestros países de sus recursos (petróleo, gas, cobre, hierro, quebracho) y deforman nuestras economías; porque como es lógico, como vienen por ganancias, invierten en aquellas ramas productivas que les interesan, y no sólo no invierten en otras que no les interesan sino que, utilizando sus posiciones políticas dentro del estado, obstaculizan el desarrollo de ramas industriales que les pueden resultar competidoras o perjudiciales para sus intereses. Estamos hablando de cambios económicos que son decisivos porque
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implican la pérdida de soberanía política. De soberanía específicamente económica, pero también en todos los demás planos: en la política fiscal, en la política exterior, etc. A esto es a lo que llamamos dependencia. No se trata ya de una subordinación meramente comercial. Reparto de mercados y de “esferas de influencia”
Hablemos por último, y lo voy a hacer en forma conjunta, de los dos últimos rasgos de la etapa imperialista del desarrollo del capitalismo mundial. Estamos hablando: 4) del reparto económico del mundo entre los monopolios, y 5) el reparto del mundo en políticos, estratégicos, términos territoriales, entre las grandes potencias. Los monopolios, y los estados que los representan a nivel estatal y sostienen sus intereses en todo el mundo, necesitan exclusividad para la obtención de esas condiciones monopólicas. Disputan, y se reparten, los mercados. Lo hacen pacíficamente mientras pueden; pero, por más pacíficas que sean esas negociaciones de reparto, siempre conllevan una nota de fuerza porque, como dice Lenin, se los reparten “según el capital, según la fuerza”: vos tenés tanto, yo tengo tanto, por lo tanto tal proporción de tal mercado; o tal país de tal región para vos, tal otro país para mí. Eso es lo que hicieron las empresas eléctricas en la Argentina y prácticamente en toda América latina en los primeros años del siglo XX; también las compañías petroleras. Y no hace falta ir tan lejos en el tiempo porque ¿qué es lo que hicieron las telefónicas con la Argentina en la década de 1990? Tomaron el mapa de la Argentina, le pegaron un hachazo al medio y dijeron: de acá para arriba es de Telecom y de acá para abajo de Telefónica. ¿Y qué hicieron las empresas eléctricas? Lo mismo: otro hachazo, para arriba Edenor, para abajo
Edesur. Estamos hablando del pasado pero también del presente, de la vigencia de los rasgos esenciales de nuestra época. Se reparten económicamente el mundo, se reparten los mercados y, paralelamente, las potencias imperialistas —en procura de generar condiciones favorables para la expansión internacional de sus monopolios internacionales—, disputan y acuerdan. Disputan y se reparten el mundo, pero ya en términos territoriales, en términos geográficos, sobre un mapa. Cualquiera de ustedes que haya visto esa ironía sobre la II Guerra Mundial que hizo Chaplin en “El gran dictador”, recordará esa escena donde el “gran dictador”, es decir Hitler, juega con el globo terráqueo. Era una ironía, pero representaba la realidad del mundo como venía siendo en todo el siglo XX, repartido ya desde los orígenes del imperialismo. En 1885 se llevó a cabo una Conferencia de grandes potencias en Berlín, y allí, lo que antes les ejemplifiqué para la actualidad en la Argentina lo hicieron con el África central, con el Congo: lo cortaron con cuchillo y tenedor y se lo comieron como si fuera de ellos. Desde ya, se reparten territorios y todo lo que está arriba, donde suele haber gente... “...En el período que precede a la Primera Guerra Mundial, los antiguos capitalismos —inglés y francés— son alcanzados y luego aventajados por los nuevos capitalismos —alemán y norteamericano—. Esto se lleva a cabo, en parte, a través de las crisis que señalan el fin del siglo XIX” (Béaud, cap. 4, p. 175).
Ahora bien, las grandes potencias se desarrollan, en la medida en que van concentrando sus capitales. Pero como enfatiza Béaud, se desarrollan a ritmos diferentes, dispares: ese tipo de desarrollo que Lenin llama el desarrollo desigual . Alemania llegó con retraso al festín del reparto mundial, en un momento en que
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crecían sus empresas siderúrgicas, por ejemplo; empezaban a gravitar en la producción europea desde mediados del siglo XIX. Y fue generando una economía que necesitaba cada vez más de materias primas extranjeras, de combustibles extranjeros, de campos de inversión en el extranjero; pero en un mundo que ya estaba enteramente repartido entre las grandes potencias, en algunos casos en forma colonial, en otros como “esferas de influencia”, en otros como países dependientes. Y entonces se ven necesitados de forzar nuevos repartos, eso que en los años ´30 Hitler llamaría el “espacio vital” para Alemania, es decir para sus monopolios: para la Krupp, para la Tyssen (las grandes siderúrgicas alemanas); para el Deutsche Bank, etc. Todas las potencias imperialistas ya necesitaban su “espacio vital” desde fines del siglo XIX. Y se lanzaron a la expansión territorial, a la conquista de nuevos territorios, al colonialismo. Sin embargo, éste ya no era el viejo colonialismo de las potencias feudales —como España, como Portugal, como Holanda, como Inglaterra— , que buscaban nuevos territorios por el oro, por tierra, por esclavos; ahora es el expansionismo del capitalismo más avanzado, más desarrollado. Ya no es el expansionismo de las viejas potencias monárquicas feudales, sino el expansionismo de potencias muy liberales desde el punto de vista político, y capitalistas e industriales, que ya no buscan principalmente oro —aunque si lo encuentran tampoco le van a hacer asco...— , o esclavos; ahora buscan fuerza de trabajo barata, materias primas, mercados para vender sus excedentes industriales; buscan campos de inversión favorables donde puedan obtener privilegios asociando a sectores de las clases dominantes locales. un nuevo Aparece entonces colonialismo, que es hijo del viejo
colonialismo pero que ahora se expande no sólo para obtener territorios económicos propios, sino porque la acumulación monopolista requiere exclusividad, y la exclusividad no sólo quiere decir “agarrarme tal zona o tal producto o producción para mí” (por ejemplo el petróleo de Medio Oriente), sino además ocupar posiciones estratégicas : en primer lugar para impedir que lo ocupe y se lo apropie mi rival; y en segundo lugar, porque esa rivalidad, cada vez más en un mundo que ya está enteramente repartido, marcha inexorablemente hacia la guerra, y las posiciones estratégicas tienen directa relación con eso. La estrategia, lo militar, es parte integrante, intrínseca, de la economía imperialista. Ustedes recordarán que la 1ª Guerra Mundial que estalló en 1914 estuvo precedida de una larga serie de chispazos que terminarían incendiando el mundo, como la disputa por Marruecos en 1908, y la rivalidad por los Balcanes ya en los umbrales de la guerra en 1913. A su vez ese expansionismo colonialista ya no sólo se verifica en la búsqueda de colonias —es decir países ocupados por una fuerza militar extranjera y con un gobierno compuesto por extranjeros y que hablan un idioma extranjero—. A veces se da efectivamente en esa forma; pero otras se da en forma de “esferas de influencia”, como los “protectorados” y los “mandatos” que las grandes potencias imperialistas se atribuían alegando la incapacidad de los pueblos “primitivos” de autogobernarse; y a veces en forma de países dependientes , incluidos en la esfera de influencia de las grandes potencias a partir, precisamente, de su condición de dependencia. Aquéllos de ustedes que hayan leído con cierta atención El imperialismo, fase superior del capitalismo, escrito en 1915, recordarán que Lenin —en el capítulo 6— pone como ejemplo de país dependiente a la
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Argentina. Un país formalmente independiente (se cumplen todas las formalidades: un gobierno propio, los que aquí gobiernan se llaman González, Gómez, etc.; no se llaman Smith o Rockefeller). Y sin embargo están íntimamente ligados, subordinados por condiciones financieras, de mercado, de asociación con capitales, de influencia del capital extranjero dentro de la economía. Es por el control de esos capitales sobre áreas estratégicas de la economía, y por su incidencia política dentro del estado, que se convierten en países dependientes. Las formas coloniales de dominio y opresión nacional en la época imperialista son las que predominaron en toda la primera mitad del siglo XX, desde fines del siglo XIX hasta después de la II Guerra Mundial. Porque recién con el proceso de descolonización —pero también de neocolonización posterior a la 2ª Guerra Mundial—, recién allí la forma específica de la dependencia se convirtió en la forma predominante de dominio y de opresión nacional por parte de las potencias imperialistas sobre lo que más tarde se llamaría el “Tercer Mundo”. Todas estas razones son las que hicieron que Lenin polemizara con Karl Kautsky, un dirigente socialdemócrata de esos años, revisionista del marxismo, que sostenía que el interés de las grandes potencias imperialistas tendía a ir forjando acuerdos entre ellas, y que todo eso iba a ir generando una especie de “superimperialismo”, es decir, un acuerdo generalizado de las potencias imperialistas para explotar conjunta y pacíficamente a los países atrasados. A eso lo llamó Kaustky “ultraimperialismo”. Y Lenin, que tenía lengua filosa, decía que eso era un “ultradisparate”. Que la tendencia propia del imperialismo conllevaba la disputa, la rivalidad por mercados, por materias primas, por campos de inversión, por fuerza de trabajo barata, etc. Y obviamente, cada
una de esas dos caracterizaciones conlleva derivaciones en direcciones completamente opuestas. Porque el “ultraimperialismo” iba en dirección a una supuesta paz universal, mientras que la rivalidad iba en dirección a la guerra, que es a donde la realidad histórica fue efectivamente. Lo que sostuvo Lenin es que el expansionismo, la preparación para la rivalidad —y por lo tanto para la guerra— no es “una opción” del imperialismo: es una política necesaria, inevitable. Como diría en los umbrales de la 1ª Guerra Mundial un dirigente socialista de entonces, Jean Jaurés: “El imperialismo lleva en sí la guerra como la nube lleva la lluvia”: es decir, está en su naturaleza. Es inevitable por la propia base económica: los monopolios y el capital financiero necesitan esa expansión. Todas las potencias económicas necesitan expandirse; especialmente las nuevas, las que no tienen todavía su lugar hegemónico en el mundo, como lo tenía Inglaterra. Llegan a un mundo ya repartido, y necesitan forzar nuevos repartos. Por eso dice Béaud, citando lo que Hobson escribió en 1902: “El nuevo imperialismo se distingue del antiguo, primero, en que sustituye las tendencias de un solo imperio en expansión por la teoría y la práctica de imperios rivales conducidos todos por idénticas aspiraciones a la expansión política y al beneficio comercial; segundo, en que marca la preponderancia de los intereses financieros o relativos a la inversión de capitales sobre los intereses comerciales” (Béaud, cap. 4, p. 197).
Esto es muy importante mirado desde la Argentina. Porque nuestro país —cuando se conformó como la Argentina moderna, con algunos rasgos en común con otros países latinoamericanos— se conformó, desde sus inicios en 1880, como un país disputado por varias potencias imperialistas. La Argentina nunca fue
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“patio trasero” de una sola gran potencia (como sí lo fueron los países centroamericanos, a quienes los yanquis consideraban despectivamente su “patio trasero”, aludiendo a un lugar donde uno entra y sale cuando quiere y hace lo que se le da la gana). La Argentina nunca fue eso. Siempre distintos sectores de sus clases dirigentes estuvieron asociados a distintos capitales o distintos mercados compradores o proveedores de distintas potencias imperialistas; distintos sectores de sus clases dirigentes rivalizaron, pugnaron y signaron de permanente inestabilidad política la situación de nuestro país. Eso es una característica estructural, de la estructura con que se conformó la Argentina moderna, y sigue siéndolo hoy. La disputa entre varias potencias imperialistas asociadas con distintos sectores de terratenientes y de burguesía intermediaria que se subordinan a ellas sigue siendo en nuestro país una característica estructural, aún hoy vigente. Todas las potencias, entonces, necesitan expandirse: ocupan países, imponen gobiernos títeres, promueven dictaduras sanguinarias, para garantizarse la prevalencia de sus intereses. El imperialismo es un fenómeno no solo económico, es un fenómeno político, militar y social . Es, como dice Lenin, “la reacción en toda la línea”. El imperialismo es la encarnación de los intereses más reaccionarios vinculados directamente a las formas específicamente modernas de opresión y de dominación nacional. Tan reaccionario que, como sabemos, ha buscado legitimación ideológica en las formas más repugnantes de racismo para legitimar su opresión: desde la “misión del hombre blanco” que sustentaba el escritor inglés Rudyard Kipling para oprimir a los pueblos asiáticos y africanos, hasta los
campos de concentración hitlerianos de la 2ª Guerra y la persecución a los judíos, los gitanos y otras minorías nacionales. Desde luego encontramos esto, con su aggionarmiento correspondiente y modernización, también en los argumentos que se utilizan hoy para legitimar la agresión imperialista, afirmando que se está “civilizando” a países hoy invadidos y agredidos, como Haití, Irak y Afganistán. Rivalizan y disputan. Disputan por la hegemonía —ese fue el caso de Alemania—, pero lo hacen en un mundo ya enteramente repartido en forma de colonias, semicolonias o países dependientes: en “esferas de influencia”, como se decía en tiempos de la 1ª Guerra Mundial. Por consiguiente las ambiciones, las necesidades de los nuevos imperialismos, necesariamente tenían que generar, y generaron, fricciones, alianzas, bloques y, finalmente, la guerra. Pero la guerra, a su vez, debilitó en su conjunto a las propias potencias imperialistas que la gestaron, y de esa manera abrió la brecha por la que pudo, por primera vez en la historia, irrumpir revolución . triunfante la Oleadas revolucionarias impregnaban la situación mundial ya antes de la guerra; pero sólo verían la luz al final del túnel —es decir, solo verían la posibilidad de triunfar— en esa fractura que la cadena imperialista experimentó con el estallido de la 1ª Guerra. Irrumpieron a partir de allí nuevas oleadas revolucionarias, pero ya en una nueva etapa histórica, con nuevas contradicciones que, a diferencia de cómo fue en el siglo XIX, ahora harán posible el triunfo del proletariado acaudillando a todas las clases populares, como sucedió en Rusia.
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2.-
Hemos analizado, a partir del conocido texto de Lenin El imperialismo, fase superior del capitalismo, los rasgos esenciales de la nueva época que se constituye a partir del desarrollo del capitalismo liberal y su ingreso en la fase monopolista, la del capital financiero, la fase imperialista del capitalismo. Ahora vamos a describir qué tipo de mundo se constituyó a partir del imperialismo capitalista, desde fines del siglo XIX y las dos primeras décadas del siglo XX. Una época de imperialismo, de guerra y de revoluciones. Como vimos, hacia 1890-1900 culminó el reparto del mundo entre las grandes potencias imperialistas. Fuera de los países imperialistas, prácticamente no había lugar en el mundo que no fuera colonia, o semicolonia, o país dependiente de alguna de esas potencias —de una u otra, o de varias al mismo tiempo—, o que no perteneciera a la esfera de influencia de alguna de ellas. En 1896 termina el período de crisis capitalista iniciado más de veinte años antes, en 1873, la primera gran crisis sistémica del capitalismo. A pesar del proclamado retorno al liberalismo económico, después de una etapa de proteccionismo y de disputa y concentración monopólica, ese retorno al liberalismo tuvo lugar en un escenario mundial ya dominado plenamente por los grandes monopolios imperialistas y por el expansionismo colonial de las grandes potencias; pero también por las aspiraciones de independencia y de liberación nacional de los países oprimidos por esas grandes potencias. Tres grandes contradicciones
Con el imperialismo, las relaciones internacionales cambiaron de naturaleza y
fueron signadas por nuevas contradicciones y nuevas tendencias. Esencialmente tres grandes contradicciones , que caracterizan el mundo contemporáneo, el mundo de nuestra época que se inicia en aquellos años, hace alrededor de un siglo, este mundo de imperialismo. Este será nuestro primer tema. Tres grandes contradicciones actuaron y actúan simultáneamente. Interactúan, se influyen recíprocamente. A veces se tensa una, a veces otra, y según cuál sea la tendencia o la contradicción predominante en cada período, el mundo se tiñe de tendencias de guerra, o de oleadas de revolución o de luchas antiimperialistas. Hoy sigue siendo así. Por lo tanto, nuestro análisis es necesario y debe ser útil para develar en cada período histórico cuál de las contradicciones fundamentales del mundo es la que se tensa principalmente. Y para eso vamos a hacer un breve análisis de esas contradicciones. En primer lugar existe la contradicción entre la burguesía y la clase obrera, las clases fundamentales del sistema capitalista, que a principios del siglo XX ya se ha tornado dominante en el mundo. Es ya dominante, en primer lugar, porque la expansión imperialista instaló las relaciones capitalistas de producción no sólo en las potencias avanzadas sino incluso en países atrasados y con herencias feudales o semifeudales, como China o la mayoría de los países latinoamericanos. Y en segundo lugar porque esa misma instalación conllevó la acelerada concentración y crecimiento numérico de la clase obrera en las ramas que los monopolios necesitaban para las industrias que luego se desarrollaron en ese período de crisis y pos crisis: en los ferrocarriles, en los puertos, en los frigoríficos, en las industrias de la alimentación, en la minería, en el petróleo. Es decir en todas esas ramas que producían materias primas o que las acercaban a los puertos, para las industrias en crecimiento
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en Europa, en EEUU, en las distintas potencias imperialistas. Esta contradicción entre la burguesía mundial y el proletariado mundial había experimentado ya un salto cualitativo con la Comuna de París de 1871. Primer experiencia histórica de poder proletario. Fue efímera: duró muy poco, apenas dos meses y días. Sin embargo mostró “la forma, al fin descubierta”, como escribiría Marx, en que la clase obrera podía no sólo conquistar el poder sino sostenerlo. Esa forma es la que Marx llamó la dictadura del proletariado. Un Estado de nuevo tipo, basado en la práctica y en la actividad revolucionaria de las masas; basado en la democracia directa y por lo tanto en la más amplia democracia para las mayorías trabajadoras, y en la dictadura sobre las minorías explotadoras para impedir que retornaran al control de los resortes del poder y pudieran restaurar la explotación de las mayorías por las minorías. Basada en el pueblo armado, es decir en la fuerza, pero una fuerza ahora ejercida ya no por las minorías sobre las mayorías sino a la inversa, por las mayorías trabajadoras sobre las minorías antes explotadoras. Y con funcionarios no sólo electos por sufragio universal sino revocables en cualquier momento, y con salarios iguales a los de los obreros de fábrica (¡comparemos con la actualidad!). Primera experiencia histórica, entonces, de revolución obrera triunfante, aunque no se pudo sostener más que por un breve tiempo. A pesar de la derrota sangrienta que sufrió la Comuna de París de 1871, impulsó el crecimiento en conciencia y en organización de la clase obrera a escala mundial. Se desarrolló la organización sindical y se amplió la Asociación Internacional de Trabajadores —la primera “Internacional”— que había encabezado Marx y, después de su muerte en 1883, Engels.
Pero en ese período también se dividió el movimiento político socialista, en correspondencia con la división que experimentó la clase obrera en los países imperialistas. Como explica Béaud retomando a Lenin, esa división de la clase obrera fue producto de una política activa de las burguesías monopolistas, que tendieron a generar una especie de “aristocracia obrera”, una capa superior, privilegiada, de la clase obrera. No individuos aislados, no dirigentes aislados cooptados por la burguesía, sino toda una capa superior de la clase obrera, “comprada” —diríamos actualmente—, sobornada en base a altos salarios y mejores niveles de vida respecto a los del conjunto, que esas burguesías monopolistas podían sostener justamente gracias a los ingresos provenientes de la explotación colonial. Esa sería la base material, objetiva, de las corrientes oportunistas del movimiento obrero. Es decir, de las corrientes conciliadoras e incluso cómplices de las políticas imperialistas de la burguesía. Todo esto abonado en el plano teórico desde el revisionismo antimarxista, y en el plano político por la traición de sectores de la entonces llamada socialdemocracia, que en sucesivos congresos de la “Segunda Internacional” —la Internacional Socialista— pasaron a defender el colonialismo “bueno”, “civilizador”, el colonialismo “que llevaba el progreso y el desarrollo” a los países atrasados. Sector que, frente a la Primera Guerra Mundial, terminó subordinado e integrando las corrientes chauvinistas, ultranacionalistas, de sus imperialismos nacionales, de sus burguesías imperialistas, e incluso integrando sus gobiernos. Esas corrientes oportunistas serían uno de los motivos centrales de la gran debilidad del movimiento obrero revolucionario en algunos países imperialistas, especialmente en EEUU; a lo que se sumaría el aplastamiento salvaje de
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las luchas obreras, con la utilización sistemática de los “carneros”, rompehuelgas y matones a sueldo de las patronales; y la utilización sistemática de la Justicia: los “asesinatos legales”, como a los mártires de Chicago en la lucha por la jornada de 8 horas en 1888. Una contradicción, entonces, entre la burguesía y el proletariado mundial en el mundo, que impregna toda la situación mundial. segunda contradicción La característica de esta época es la que opone a las potencias imperialistas entre sí, la rivalidad interimperialista. Cuando hablamos de rivalidad, también hablamos de alianzas, de bloques; alianzas algunas circunstanciales y otras de largo plazo, que tienen que ver con los preparativos de guerra en momentos en que esta contradicción se agudiza y presagia la guerra. Como trasfondo siempre está la rivalidad inter-monopolista, y las alianzas entre distintos grupos monopólicos; distintos grupos monopolistas están detrás de las alianzas políticas que establecen los gobiernos de las potencias imperialistas. Esa rivalidad dio lugar al surgimiento de verdaderas “zonas calientes”, en los últimos años del siglo XIX, y entrando en los primeros años del XX. En Cuba, por ejemplo, los EEUU se montaron sobre la lucha independentista, la segunda guerra de independencia del pueblo cubano, a partir de 1898. Lucha de independencia porque Cuba era la última de las colonias españolas en América Latina; y los EEUU metieron la mano, derrotaron a España, avanzaron sobre las pretensiones imperialistas de los ingleses y alemanes en América Central. Y lo hicieron sometiendo a Cuba a una condición semicolonial, con la ocupación de una base militar, Guantánamo (que todavía usurpan), con la intervención directa de su aduana, de su comercio exterior y sus cuentas nacionales. Y con la infame Enmienda Platt, donde los propios
norteamericanos, con la complicidad de los gobiernos que ellos mismos instauraron en Cuba, se autoasignaron el derecho de intervención en la isla cuando consideraran amenazados sus intereses. Otra de esas zonas calientes de principios del siglo XX, fue consecuencia del estallido de la llamada Guerra de los Bóers en Sudáfrica, donde los cazadores de oro ingleses avanzaron sobre los territorios de los colonos agricultores holandeses radicados allí, y con el respaldo de sus respectivos estados imperialistas fueron a la guerra. Esa guerra terminó con el triunfo de los ingleses y la afirmación del dominio colonial inglés en África del Sur. Muy lejos de ahí, en el Extremo Oriente, rusos y japoneses se disputaban el dominio colonial de China y de Corea. Y fueron a la guerra en 1904. Geográficamente el Japón cabe veinte o treinta veces en lo que era el Imperio ruso; y sin embargo la Rusia de los zares, imperialismo secundario, semifeudal, muy atrasado en relación al Japón ya imperialista, industrialmente avanzado, fue derrotada por el Japón. Japón se anexó Corea y avanzó en su dominio colonialista del Extremo Oriente. Otra zona caliente fue Marruecos, en el norte de África, una zona estratégica que controla la “puerta” del estrecho de Gibraltar y por lo tanto el tránsito marítimo por el Mediterráneo. Y allí los intereses alemanes chocaron con los anglofranceses, aliados entre sí desde la conformación a fines del siglo XIX de la Entente Cordiale, es decir, algo así como “alianza amistosa”... Amistosa solamente entre ellos, porque era para la guerra. Y finalmente también se gestó la gran “zona caliente” de los Balcanes, donde intervinieron los imperialistas ingleses y franceses y trataron de montarse en la lucha nacional de los pueblos balcánicos — fundamentalmente de los serbios, los griegos y los búlgaros— contra la opresión
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del estado turco. Y avanzaron en sus posiciones en los años 1912-1913, es decir ya en los umbrales del estallido de la 1ª Guerra Mundial, lo que tendría enorme valor estratégico ya en el contexto de esa guerra, que terminaría estallando al cabo de este conflicto. La tercera gran contradicción , que caracteriza el mundo contemporáneo a partir de esos años, es la que opone a los dos grandes tipos de países en que el imperialismo dividió al mundo. Por un lado un puñado de grandes potencias imperialistas, dominantes, opresoras, y por el otro los pueblos, países y naciones oprimidos —la inmensa mayoría de la población mundial—, dominados económica y políticamente por las potencias imperialistas. En los tiempos actuales, en que se habla tanto de “centro y periferia”, de “desarrollados y subdesarrollados”, de “industrializados y no industrializados” — categorías que emergen una y otra vez, especialmente cuando se hacen reuniones como la del llamado “Grupo de los 20” (G20) y cada vez que se plantea la naturaleza de la relación entre las potencias imperialistas y los países oprimidos—, es necesario reafirmar una cuestión de índole conceptual, científica: reafirmar la validez de las categorías de países imperialistas y países oprimidos . Porque esas clasificaciones de “centro/periferia”, “desarrollados/subdesarrollados”, “industrializados/no industrializados”, en primer lugar unilateralizan el grado de desarrollo de las fuerzas productivas (distinguiendo a los países entre “avanzados” y “atrasados”), y en segundo lugar separan a los países “periféricos”, “subdesarrollados”, “no industrializados”, de su condición de países oprimidos por el imperialismo. El imperialismo se convirtió en un sistema verdaderamente mundial de dominación y de opresión. Pero con un
rasgo particular respecto de períodos históricos anteriores. Porque ahora la opresión nacional, la dominación de los países oprimidos, ya no proviene de los viejos imperios absolutistas feudales, sino de las potencias capitalistas más avanzadas del mundo. La opresión nacional ya no es consecuencia de las relaciones feudales. Ahora es consecuencia de las relaciones de producción capitalistas. Y las luchas nacionales que tratan de liberarse y golpean a las grandes potencias dominadoras, ya no afectan a viejas potencias feudales, sino a las grandes potencias capitalistas más avanzadas.
Volveremos luego sobre esto. La dominación imperialista sobre los países oprimidos —estamos hablando de esta tercera gran contradicción que caracteriza al mundo contemporáneo— tomó históricamente tres formas fundamentales, según el grado y la forma de dominación que han ejercido las grandes potencias sobre esos países. Algunos —una gran mayoría en aquellas épocas— fueron países coloniales, es decir países con gobiernos extranjeros, ocupados por fuerzas armadas extranjeras, a veces con tropas coloniales cipayas, como en la India colonial, donde tropas hindúes eran utilizadas por la potencia imperialista —Inglaterra— para reprimir a su propio pueblo. La situación colonial fue también el caso de la inmensa mayoría de los países africanos y asiáticos de entonces. Esta forma, la colonial, fue la forma ampliamente predominante de la opresión imperialista hasta la Segunda Guerra Mundial. También hubo países semicoloniales. Países con gobierno propio pero donde zonas enteras, ciudades, puertos, estaban ocupadas por potencias extranjeras. A veces por una, a veces por varias. Y siempre en alianza, en complicidad con ese gobierno “propio”, que de hecho era socio en la opresión de su pueblo, en esa condición
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semicolonial. Este fue el caso de Cuba, con gobierno propio pero con la enmienda Platt y con la base de Guantánamo, con esferas enteras de su soberanía dominadas por una potencia extranjera, los EEUU. Y fue el caso también de China, de la China semicolonial y semifeudal hasta el triunfo revolucionario de 1949. Prácticamente todas las ciudades costeras sobre el mar de la China pertenecían a una u otra potencia imperialista. Había ciudades que eran, una, posesión colonial de los ingleses, otra de los franceses, otra de los alemanes, otra de la Rusia zarista. Los ingleses tenían ocupada la isla de Hong Kong desde la infame Guerra del Opio, que Gran Bretaña provocó en 1840 para abrir los puertos chinos a la introducción del opio, una droga extremadamente destructiva que era el negocio de los comerciantes ingleses en China. Los portugueses tenían la isla de Macao, etc. Es más, en esas ciudades reinaba también una discriminación racial y nacional infame contra el propio pueblo chino. Zonas enteras, barrios, bares, donde el ocupante ponía carteles: “Prohibida la entrada a perros y a chinos”. Es decir, legitimación del dominio colonial en esos países, con una apariencia de gobierno propio. Y una tercera forma de dominio fue la de los países dependientes . Esta se convertiría en la forma dominante —como en su momento veremos— después de la Segunda Guerra Mundial, por el debilitamiento de las potencias coloniales y el avance de los movimientos nacionalistas e independentistas. En América Latina, hacia 1900, salvo algunos enclaves de orden secundario como las Guayanas o las Malvinas, prácticamente no había colonias. En su gran mayoría eran ya países dependientes, es decir países con gobierno propio, ejercido por las clases dominantes locales, por esas oligarquías terratenientes y mercantiles que habían hegemonizado la lucha por la independencia pero que fueron
“incapaces de adueñarse de su economía y de su Estado”, como señala Mariátegui en el caso del Perú. En los países dependientes, precisamente por no ser colonias, la dominación imperialista sólo puede ejercerse a través de una alianza. Una alianza de las clases dominantes locales con el capital extranjero, con una o a veces varias potencias, monopolios o intereses provenientes de distintas potencias imperialistas. Es decir, una alianza subordinada de las clases dominantes locales con el capital imperialista. Las clases dominantes locales se transforman en intermediarias de los intereses imperialistas, en apéndices internos de la dominación. Una alianza sustentada también en intereses internos, porque con el desarrollo capitalista y específicamente industrial en el mundo, el latifundio terrateniente — ampliamente dominante en los países latinoamericanos, y que en América tenía origen colonial y feudal—, sólo podía subsistir, desarrollarse y mantenerse en el control del poder sobre la base de esa alianza con el imperialismo, y de la concesión, desde el poder, de múltiples privilegios y prebendas a los imperialistas; privilegios y concesiones no sólo económicos sino políticos, diplomáticos, militares, estratégicos. Como los que se les otorgaron a las compañías salitreras y ferroviarias inglesas en el Perú a fines del siglo XIX. O como las enormes concesiones que les hicieron los gobiernos oligárquicos aquí en la Argentina a las compañías ferroviarias y a los frigoríficos ingleses, a principios del siglo XX. En los países dependientes como los nuestros, precisamente por no ser países coloniales, también las potencias imperialistas necesitan de esa alianza para ejercer su dominio, su influencia, su control sobre esferas estratégicas de la
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economía y del aparato estatal de los países dependientes. Que por eso lo son.
Esa alianza impulsó, instaló las relaciones capitalistas de producción en los países donde se radicaron las empresas imperialistas. Algunos ven ese desarrollo como un elemento de “progreso”. Pero en esencia su efecto fue retrógrado, reaccionario; porque ese capitalismo no se desarrolló sobre la base de un impulso endógeno y de la eliminación del latifundio, sino sobre la base de la alianza subordinada del latifundio y de grandes capitalistas locales, y la perpetuación, en consecuencia, de la estructura latifundista, primarioexportadora y dependiente de nuestros países. Tres grandes contradicciones, entonces, características del escenario mundial de nuestra época. La primera oleada antiimperialista y revolucionaria de la época imperialista
Todo ese período de quince o veinte años que va desde fines del siglo XIX hasta 1914, estuvo recorrido y signado por el desarrollo y la agudización simultánea de las tres contradicciones. Durante todo ese período, y mientras la situación mundial se iba recalentando y definiendo en sus tendencias fundamentales, no estaba todavía definido cuál de las tres contradicciones se tornaría dominante, y por lo tanto cuál sería el color que teñiría la situación internacional. Es más: al principio, durante esa primera década del siglo XX, en realidad el mundo se fue tiñendo de “rojo”. Porque se produjo, desde los primeros años del siglo XX, una gran oleada de luchas revolucionarias obreras y campesinas y de luchas contra la dominación imperialista y terrateniente: la primera oleada de movimientos revolucionarios y nacionales específicamente de nuestra época, la época del imperialismo.
El primer gran estallido fue el de la Rusia de 1905 . El trasfondo fue la miseria y el hambre generados por la guerra ruso japonesa de 1904. La situación de gran descontento y necesidades populares en la ciudad de Petrogrado desembocó en una gran manifestación de decenas de miles de personas. No era una manifestación revolucionaria; sólo se trataba de presentar un petitorio al “padrecito Zar”, como se decía entonces en Rusia. Tampoco era encabezada por ningún revolucionario, sino por un cura, el cura Gapón. Y sin embargo la represión zarista fue bestial, provocando el llamado “Domingo sangriento”. Reconstruyendo esos hechos, en su famoso Informe escrito en 1917 sobre la revolución de 1905, Lenin dice que allí fueron asesinados alrededor de mil manifestantes y detenidos por lo menos dos mil. Pero la represión, lejos de acallar la inquietud y las necesidades populares, encendió la chispa de una revolución que ya estaba incubando en el pueblo ruso. Y allí se inició y difundió como un reguero de pólvora por toda Rusia una gran sublevación popular, en la que participaron millones de campesinos y obreros, y también soldados, como los marineros de la flota rusa del Mar Negro. Muchos de ustedes habrán visto la película de Sergéi Eisenstein sobre la rebelión en El acorazado Potemkin, que pertenecía a esa flota. Fue un gran movimiento revolucionario, pero no logró derrocar la autocracia zarista, que era la representación política de los grandes terratenientes subordinados al capital financiero anglofrancés. No logró voltear al zarismo. Sin embargo, en 1905 en Rusia nacieron los soviets. Soviets de fábrica, es decir cuerpos de delegados basados en la democracia directa, constituidos fábrica por fábrica, luego coordinados a nivel de ciudad y especialmente en las ciudades de gran concentración del proletariado industrial: en Petrogrado, en Varsovia —en la Polonia
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entonces rusa—, en Riga —en la Letonia entonces rusa—. Hay dos textos —de Trotski y de Lenin respectivamente—, que analizan la naturaleza, el origen, el carácter histórico de este tipo de organización de origen espontáneo, gestada por el pueblo ruso en su lucha contra el zarismo. No son sólo textos historiográficos sino también fuentes históricas, porque están escritos por protagonistas de aquellos hechos. La burguesía rusa se asustó. Luchaba contra el zarismo, pero terminó negociando con el zarismo. Sus partidos políticos, fundamentalmente el partido de los Socialistas Revolucionarios (SR, “eseristas”) y el partido llamado de los “kadetes” (KDT, Partido Demócrata Constitucional), lograron algunas conquistas. Lograron que se instalara un parlamento o “duma”, pero reducido a un carácter meramente consultivo. En el marco de la autocracia zarista lograron algunas libertades democráticas, pronto convertidas también en letra muerta. Para los partidos burgueses ese fue el principal balance del levantamiento popular de 1905; pero para Lenin el balance fue muy otro. Para empezar, el levantamiento popular de 1905 había mostrado al propio pueblo ruso el gran peso de la clase obrera industrial, del proletariado ruso: minoritario desde el punto de vista cuantitativo, pero muy concentrado en los centros industriales, muy politizado y muy organizado. Y además mostró el papel histórico que cumplieron —y que volverían a cumplir, después del período de reflujo que siguió a la derrota de 1905— los soviets, a través de los cuales la clase obrera no sólo era capaz de protagonizar una revolución, sino de encabezar y hegemonizar a un amplio espectro de fuerzas populares contra la autocracia zarista. Se evidenció que los soviets podían ser —y luego serían— instrumentos de la clase obrera para la toma y el ejercicio del
poder en una coyuntura revolucionaria. La historia mostró que los soviets eran ese instrumento —“la forma, al fin descubierta”, como dijo Marx respecto de la Comuna—, con que la clase obrera podía efectivamente ejercer el poder y sostenerse en él. Otro caso de esta primera gran oleada —que, mirando retrospectivamente, llamamos de preguerra—, fue la Revolución Mexicana. Se inició en 1910. No empezó como después siguió. Empezó como una revolución democrática de la burguesía mexicana contra el “porfiriato”, es decir contra la dictadura conservadora, reaccionaria y proimperialista de Porfirio Díaz, que se sostenía en el poder desde hacía treinta años y en la que convergían intereses imperialistas ingleses, franceses, alemanes, y del imperialismo entonces ascendente en el mundo y también en México, los EEUU. Empezó como un movimiento democrático de la burguesía pero —en forma similar a lo que, en otro contexto histórico, había ocurrido en la Revolución Francesa de 1789—, irrumpió el campesinado mexicano, que se alzó en armas contra el latifundio y por la reforma agraria. Y radicalizó la revolución. Entonces en México, sobre el trasfondo de la rivalidad entre viejos y nuevos imperialismos, y con las pretensiones del imperialismo yanqui en ascenso, ese movimiento que en su origen tenía apenas un perfil constitucionalista y democrático, se transformó en una vasta rebelión agraria y antiimperialista de alcance nacional. Una revolución popular y campesina que gestó a grandes líderes campesinos, como Emiliano Zapata en el sur y Pancho Villa en el norte. Pero un movimiento campesino que no logró dirigir la revolución. Menos aún podía dirigirla la clase obrera, que en México estaba todavía en pañales. La dirigió la burguesía. La dirigieron personajes como Francisco
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Madero, Victoriano Huerta y Venustiano Carranza. Y en definitiva, la revolución agraria y antiimperialista, a pesar de que en su transcurso, en esa década del ’10 al ’20, obtuvo grandes avances sociales como el inicio de una reforma agraria, terminó siendo derrotada. Emiliano Zapata fue asesinado en el ’19. Pancho Villa fue asesinado en el ’23. Hegemonizó la burguesía, y México no se liberó de la opresión ni del dominio imperialista. Casi simultáneamente, en las antípodas del mundo, en China, estalló la primera revolución nacional y antiimperialista de ese país, la Revolución de 1911. Sucedió en una China semicolonial y semifeudal, con una inmensa mayoría campesina, en condiciones de hambre y de opresión feudal similares a las que habían imperado en el mundo occidental en los siglos XIII y XIV. Con un capitalismo sólo desarrollado en enclaves aislados en medio de un campo feudal (por eso hablamos de “semi-feudalismo”) y en base al capital extranjero. Estalló una revolución dirigida por un grupo nacionalista, el Kuomintang, encabezado por Sun Yatsen. Pugnaban por el fin del dominio extranjero, y trataban de coronar esa lucha por la independencia nacional con el derrocamiento de la dinastía imperial de los Manchúes, la dinastía Ching, que era la encarnación local de los intereses imperialistas que sometían a China. La revolución logró destronar al emperador: voltearon a la dinastía, instalaron la república, y Sun Yatsen fue presidente. Pero en esa China semifeudal, plagada de caudillejos militares y feudales, Sun Yatsen fue siendo acorralado. Parte de esos caudillos militares y feudales se coaligaron para destituirlo; lo hicieron e instalaron una dictadura con apariencia republicana. Se logró el fin de la dinastía, pero China no alcanzó su liberación nacional. Aquella primera gran oleada internacional anterior al estallido de la
Primera Guerra Mundial también recorrió nuestros países latinoamericanos. En Chile, en 1907 los obreros salitreros del norte protagonizaron una gran lucha en la ciudad portuaria de Iquique contra los monopolios salitreros ingleses (ver Viola, E.: Organización obrera e insurrección en Chile. CEAL, Buenos Aires, 1983). También en la Argentina esa primera década del siglo XX fue un período de intensas luchas obreras, sobre la base de una larga, lenta y dificultosa organización; dificultosa, entre otras cosas, por el origen inmigratorio de gran parte del movimiento obrero, que hacía que en los actos políticos hubiera discursos en seis o siete idiomas — como en el acto del 1º de Mayo de 1890—; y por lo tanto con grandes dificultades de integración, no sólo idiomáticas sino políticas, porque muchos de esos obreros pensaban más en la política de sus países de origen que en la política argentina y en cómo resolver la situación social en el país. En esas condiciones se gestaron las primeras grandes huelgas generales en la Argentina, en 1902, en 1904, en un período de ascenso y de auge de la lucha obrera, que desembocaría en la brutal represión de la Semana Sangrienta de mayo de 1909 por el régimen oligárquico presidido por Figueroa Alcorta (ver Bilsky, E. La Semana Trágica. CEAL, Buenos Aires, 1983). En ese período, en la Argentina, el auge de la lucha del proletariado despertó al aliado social que el proletariado necesita ganar: el movimiento campesino —tarea pendiente aún hoy—. La opresión terrateniente desencadenó grandes luchas campesinas. Primero en 1910, en la ciudad pampeana de Macachín y después en el Grito de Alcorta de 1912: a partir del sur de Santa Fe se irradió una gran huelga de los arrendatarios agrarios en toda la Pampa húmeda —sur de Santa Fe, sur de Córdoba, norte y noreste de la provincia de Buenos Aires—, en reclamo de una disminución de
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los arrendamientos que tenían que pagarle a los terratenientes para poder trabajar la tierra, y en reclamo de contratos escritos, porque hasta el momento eran básicamente contratos orales y por lo tanto totalmente arbitrarios. Guerra y revolución
Gran oleada, entonces, de luchas antiterratenientes y antiimperialistas antes de la 1ª Guerra Mundial. Sin embargo, no fue esta contradicción entre los pueblos oprimidos y las potencias opresoras la que terminaría predominando. Porque paralelamente, como hemos visto, se agudizaba la contradicción entre las grandes potencias imperialistas por mercados para colocar sus excedentes industriales, por mercados de mano de obra barata, por mercados de materias primas para sus industrias, por áreas para la inversión de sus excedentes de capitales, por puntos estratégicos para esa rivalidad. Predominó la rivalidad interimperialista, que terminaría desencadenando esa gran tragedia de la humanidad que fue la Guerra Mundial (y sólo sería la Primera). En las condiciones del imperialismo —con los rasgos que anteriormente describimos—, se había tornado imposible el desarrollo pacífico del capitalismo. A mediados del siglo XIX el desarrollo pacífico aún era posible; pero la concentración monopolista, la necesidad de lo que más tarde Hitler llamaría el “espacio vital” —en su caso, el “espacio vital” de Alemania, pero era una necesidad de todas las grandes potencias imperialistas—, la necesidad de mercados de venta y de compra de materias primas, la necesidad de áreas de inversión, tornó imposible el desarrollo pacífico. El desarrollo desigual de las grandes potencias y las pretensiones mundiales de las potencias imperialistas en ascenso acentuaron las contradicciones
interimperialistas. Y cuando esa contradicción terminó predominando sobre las otras, todo el mundo se tiñó de guerra. En el siglo XX, así como se mundializaron los mercados, así como la expansión imperialista mundializó los flujos de capitales —especialmente a través de las exportaciones de capitales que describimos anteriormente—, y así como se mundializó la rivalidad por esos mercados, también terminaría mundializándose la forma de dirimir esas rivalidades interimperialistas. Y aparecieron las guerras mundiales . Un fenómeno inédito hasta entonces. Estalló, en 1914, la Guerra Mundial, que se desarrolló durante cinco largos años. Una guerra de rapiña colonial. Una guerra en que las grandes potencias, a través de bloques o alianzas, pretendían rapiñarle y apropiarse de posesiones coloniales y de “esferas de influencia” de las otras. En la que ingleses y franceses se aliaron contra el ascendente imperialismo alemán que buscaba, a partir de la fuerza creciente que iban adquiriendo sus monopolios industriales desde las últimas décadas del siglo anterior, forzar un nuevo reparto de zonas de influencia mundiales, y que para eso se alió con otros dos grandes imperios, el Austrohúngaro y el Turco. Se formaron bloques. Más tarde, a partir de 1917, intervendría en la guerra también el imperialismo norteamericano. Y todas y cada una de las grandes potencias arrastrarían a esa carnicería infame a miles y miles de hombres de sus posesiones coloniales, usados como carne de cañón para causas que les eran totalmente ajenas, al servicio de los intereses de las grandes potencias que tenían sometidos a sus países. Bombardeos aéreos de la aviación militar, tanques, gases químicos: la más refinada y avanzada tecnología capitalista puesta al servicio de la matanza masiva y de la expansión imperialista, signaron la naturaleza del nuevo militarismo que —
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como mencionamos antes invocando la famosa frase de Jean Jaurés “el imperialismo lleva en sí la guerra como la nube lleva la lluvia” — es inherente a la
propia naturaleza del capital monopolista. Expansión imperialista que torna inevitable — periódicamente inevitable mientras exista el imperialismo— ese tipo de desemboque. Hay que decir además que en pleno curso de aquella primera etapa de “globalización” capitalista —como podríamos llamarla, un poco anacrónicamente y usando categorías actualmente en boga—, volvía a mostrarse la apoteosis de lo más reaccionario de la naturaleza del Estado imperialista, desmintiendo cualquier pretendida universalización o mundialización de las relaciones económicas. Y desmintiendo, como también señalamos, cualquier posibilidad de “superimperialismo” como el que teorizaba Kautsky, polemizando con Lenin. Alemania fue derrotada. El bloque Alemania-AustriaHungría-Turquía fue derrotado. En la paz que se concluyó entonces, en el tratado de Versalles (enero de 1919), las potencias vencedoras incluyeron una llamada “cláusula de culpabilidad”. Le atribuyeron a Alemania toda la culpa de la guerra; pese a que era una guerra por pretensiones coloniales que tenían unos y otros, le atribuyeron toda la responsabilidad a la potencia derrotada, a Alemania. Y le impusieron pesadísimos, terribles castigos económicos y políticos. Keynes advirtió en esos años sobre las inevitables consecuencias de la paz (así se llamó su libro: Las consecuencias económicas de la paz, no de la guerra); de esa paz firmada en Versalles que, en esas condiciones, llevaría al crecimiento del revanchismo y del militarismo de los grandes monopolios alemanes. Y bien sabemos, a partir de la crisis del ’30, y de la
nueva guerra mundial que estallaría a partir de 1939, cuánta razón tenía Keynes en eso. Fueron desmembrados los dos grandes imperios derrotados, el Austrohúngaro y el Turco. Se crearon nuevos países en Europa central; se crearon, claro, como los “crean” los imperialistas: sobre un mapa, “con cuchillo y tenedor” 2. Se repartieron “esferas de influencia”, trazaron nuevas fronteras, y así generaron o agravaron nuevas contradicciones nacionales, nuevas contradicciones étnicas, nuevos odios, algunos de los cuales todavía hoy perduran: entre checos y eslovacos, metidos entonces adentro de un mismo país (Checoslovaquia); entre serbios, bosnios, croatas, montenegrinos, kosovares, juntados en la nueva Yugoslavia en la península balcánica, etc. Inglaterra y Francia siguieron siendo potencias imperialistas, pero salieron de la guerra muy debilitadas. La única potencia que salió verdaderamente vencedora de esa guerra fue Estados Unidos. Que había entrado a esa guerra en forma tardía; que no había sido escenario principal de las batallas y por lo tanto no padeció la destrucción que sí padecieron las potencias europeas. Que había entrado a la guerra siendo un país deudor, y en el curso de la guerra se convirtió en una gran potencia prestamista y acreedora por préstamos de guerra y de posguerra, acreedora de las grandes potencias semidestruidas por la misma guerra. Wall Street desplazó a la bolsa de Londres como principal centro financiero 2
Con igual cinismo en la década de 1990, durante los años posteriores a la desintegración de la URSS como superpotencia y cuando el imperialismo norteamericano bajo la conducción de George Bush (padre) desplegaba políticas expansionistas y agresivas en su aspiración de hegemonía mundial incontestada en disputa con las potencias europeas interviniendo militarmente en Panamá, en Somalía, en Haití y en el “estallido” y la desintegración de Yugoslavia, los teóricos del imperialismo yanqui hablaban descaradamente de “nation-making”, algo así como “fabricación de naciones”.
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del mundo. Se consagró entonces la trayectoria ascendente del imperialismo norteamericano como una potencia con perspectivas de hegemonía mundial, con grandes inversiones en todos los países latinoamericanos; también en la Argentina. Y durante los años ’20, como consecuencia del cambio de la relación de fuerzas entre las potencias imperialistas a consecuencia de la guerra, aquél eje principal de la rivalidad interimperialista que hasta la guerra era la rivalidad entre ingleses y alemanes, ahora se desplazó a la lucha hegemónica entre ingleses y norteamericanos. Gran Bretaña vs. EEUU fue, desde entonces, la principal rivalidad mundial. Es cierto que también como consecuencia de la guerra y especialmente del Tratado de Versalles, se creó la Liga o Sociedad de las Naciones, antecedente histórico de lo que hoy es la ONU. Pero nació impotente. Nació, en primer lugar, como una organización prácticamente reducida a Europa; y ni siquiera plenamente europea. Los EEUU se mantuvieron fuera de la Sociedad de las Naciones. Alemania y Rusia fueron excluidas: Alemania por derrotada y por esa “cláusula de culpabilidad”, y Rusia por revolucionaria. El Tratado de Versalles se firmó en enero de 1919: algo más de un año antes había triunfado en Rusia la Revolución de Octubre, a la que nos referiremos enseguida. Nueva oleada en la posguerra
La guerra y sus consecuencias nos introducen en un tercer gran tema. La guerra mundial resquebrajó y debilitó al sistema imperialista en su conjunto. Se debilitaron entonces los factores que habían hecho prevalecer esa contradicción —la rivalidad interimperialista— que había signado al mundo con factores de guerra. Y eso facilitó la emergencia de las otras
contradicciones características del mundo contemporáneo. La revolución no logró impedir la guerra, pero la guerra trajo la revolución. Y efectivamente, a la guerra siguió una nueva y vasta oleada de luchas antiimperialistas y agrarias en todo el mundo. En algunos casos se trató de movimientos de tipo reformista; en otros casos de índole revolucionaria; pero todos, en su heterogeneidad, con un sello antiimperialista. Desde el reformismo del radicalismo yrigoyenista en la Argentina, que triunfó electoralmente en el propio curso de la guerra, en 1916, y que conllevaba tibios tintes antiimperialistas y antilatifundistas; pasando por el reformismo y la “resistencia pasiva” del movimiento encabezado por Mahatma Gandhi en la India contra el imperialismo británico en los años ’20; hasta el movimiento revolucionario nacionalista encabezado por Kemal Ataturk en Turquía y que, llegado al poder a través de un golpe militar, puso en práctica amplias reformas de índole republicana y nacionalista (y también anticomunista, como es propio de la mayor parte de las burguesías nacionales, temerosas de la clase obrera, en los países oprimidos). Y nuevamente en China, en la China semicolonial y semifeudal, un gran movimiento popular estalló el 4 de mayo de 1919. Se lo conoce históricamente por esa fecha: Movimiento del 4 de Mayo de 1919. A diferencia de la revolución de 1911, y apenas ocho años más tarde, tuvo ahora otro protagonista: el proletariado chino, con peso ínfimo desde el punto de vista numérico, pero enormemente gravitante desde el punto de vista social. El Movimiento del 4 de Mayo impidió que China fuera objeto de un nuevo reparto imperialista entre las potencias vencedoras en la Conferencia de Versalles. Y al mismo tiempo, sobre la base de la actividad y la elevación organizativa y en
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conciencia de la clase obrera, abrió las puertas a la difusión del marxismo en China, que desembocaría en la fundación del Partido Comunista de China en 1921. Ese sería, a su vez, el paso necesario para que se abriera el proceso que casi tres décadas después culminaría en la victoria de la Revolución China en octubre de 1949 y en la definitiva liberación de China del imperialismo. Toda Europa, la Europa central capitalista, se vio conmocionada por grandes oleadas de luchas proletarias. Hungría en 1918. Alemania con el movimiento de los espartaquistas en 1918 / principios de 1919, con la conformación de consejos de fábrica similares a los soviets, en una revolución que terminó ahogada en sangre y con el asesinato de sus grandes líderes revolucionarios, Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht. El norte industrial de Italia, en Milán y en Turín, donde se constituyeron también consejos obreros, verdaderos soviets de fábrica al estilo de Rusia, organizaciones de democracia directa de la clase obrera que tanto estudió y sobre las que reflexionó Antonio Gramsci, fundador del Partido Comunista de Italia. Nuevamente, también la Argentina y otros países latinoamericanos fueron sacudidos por el vendaval de esa segunda gran oleada de movimientos antioligárquicos y antiimperialistas de posguerra. En 1919 se produjo la gran lucha de los metalúrgicos de Vasena, gran pueblada porteña que la oligarquía —que la aplastó en forma sangrienta— designó como “Semana Trágica”, pero que habría que llamar Semana Heroica; donde la clase obrera industrial de Buenos Aires se hizo dueña de barrios enteros, especialmente de los barrios obreros de la ciudad, abriendo nuevos rumbos a la lucha obrera y a la lucha popular y revolucionaria en la Argentina.
Fueron también los años del movimiento de los obreros de los quebrachales de la compañía inglesa La Forestal —en 1921—, tan bien reflejada en la película Quebracho. Y en ese mismo año, la gran lucha de los obreros rurales de la Patagonia, inmortalizada en otra película de los años ’70, justamente llamada La Patagonia rebelde. Pero desde luego, el hecho señero de esta segunda oleada revolucionaria fue la Revolución Rusa , en la Rusia de entonces, imperialismo secundario, cárcel de pueblos, donde la nacionalidad “gran rusa” oprimía a decenas de nacionalidades más débiles (las del Asia central, las del Cáucaso, las bálticas). La autocracia zarista era una dictadura policíaca, representante de los grandes terratenientes feudales asociados al capital anglofrancés. Rusia era un eslabón débil de la cadena imperialista, por la gran crisis social y política que había emergido a raíz de su participación en la 1ª Guerra Mundial, inducida por las clases dominantes rusas asociadas a Inglaterra y a Francia. En medio de un clima de hambre y represión como el que ya había existido tras la guerra ruso-japonesa, que había motivado la revolución de 1905, ahora también nuevamente la guerra, el hambre, los desastres bélicos de los ejércitos rusos, motivaron una enorme efervescencia obrera y campesina contra esas condiciones de vida. Millones de campesinos eran oprimidos por el régimen feudal, como se puede ver en la película Octubre de S. Eisenstein. La clase obrera, como señalamos anteriormente, se hallaba superconcentrada en las grandes ciudades industriales: Petrogrado, Moscú, Varsovia. Con la 1ª Guerra Mundial, todas esas contradicciones sociales y políticas estallaron. El año 1917 hubo dos revoluciones en Rusia. En febrero estalló una revolución dirigida por los partidos burgueses : los demócratas constitucionalistas, los socialistas
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revolucionarios y los mencheviques (provenientes éstos de una de las dos ramas —la rama oportunista, reformista— en que se había dividido el Partido Obrero Socialdemócrata en 1902). Fue una revolución democrática, contra la autocracia zarista, dirigida por la burguesía. Logró lo que no había logrado la revolución de 1905: logró derrocar a la autocracia zarista, instaurar la república y establecer un gobierno provisorio, comprometido con los intereses del imperialismo anglofrancés (este había sido uno de los afluentes de su aspiración a desembarazarse del zarismo, vinculado relativamente al imperialismo alemán). Una revolución democrática dirigida por la burguesía , pero con los soviets resurgidos y difundiéndose a lo largo y a lo ancho de Rusia, después del período de reflujo iniciado tras la derrota de 1905. Con los obreros y campesinos armados. Con miles de soldados de origen campesino desertando del frente y retornando con sus armas a sus pueblos. Con un partido bolchevique aguerrido, centralizado y con un profundo trabajo organizativo y político en la clase obrera, en el campesinado, en otras capas populares y en las fuerzas armadas. Lenin, retornado del exilio en abril del ’17, sintetizó la situación en sus conocidas Tesis de abril, donde concluyó: “Triunfó esta revolución (la de febrero). Es momento entonces de realizar las aspiraciones de las masas populares rusas”: paz, pan y tierra , las grandes necesidades de las masas trabajadoras. Pero el Gobierno Provisional de la burguesía, encabezado por Kerensky, profundamente imbricado con los intereses del capital financiero anglofrancés, mantuvo a Rusia en la guerra, continuando los compromisos asumidos con los imperialismos francés y británico y sin tocar el monopolio de la tierra en manos de la nobleza terrateniente. De modo que, en lugar de sacar a Rusia de la guerra, decidió
“seguir la guerra hasta el fin”. En esas condiciones, mal podía el Gobierno Provisional resolver el hambre del pueblo ni las aspiraciones de tierra de millones de campesinos. ¿Cómo era entonces la situación en Rusia, en abril del ’17? Se había hecho una revolución democrática y burguesa, pero el pueblo ruso seguía sin paz, sin pan y sin tierra. Se había gestado de hecho una situación de “doble poder” : por un lado el Gobierno Provisional emitía sus decretos y emitía leyes y órdenes; pero por el otro el Congreso de los Soviets de toda Rusia también empezó a dar sus propias órdenes y a regir como gobierno en las principales ciudades de concentración industrial y proletaria, en particular en Petrogrado. Esa situación de doble poder no podía ser duradera, se tornaría insostenible. Y eso se condensó en la nueva consigna que lanzaron Lenin y los bolcheviques, los comunistas de Rusia: “ Todo el poder a los soviets”. Es decir: ya no la mitad; sacar de en medio a ese Gobierno Provisional que no tenía la menor voluntad de resolver los problemas acuciantes de las masas obreras y campesinas de Rusia. Todo el poder a los soviets obreros, de campesinos y de soldados.
Fue entonces cuando un militar reaccionario del zarismo, Kornílov, produjo un intento golpista: “Si acá dejamos que avancen los soviets y los comunistas — razonó—, nos pasan por encima”; e intentó un golpe militar para ahogar en sangre el movimiento revolucionario y a los soviets y encarcelar o desaparecer a los bolcheviques. Pero frente a ese intento golpista —fines de setiembre, principios de octubre de 1917—, los bolcheviques encabezaron la organización y el armamento de los soviets para combatir y derrotar al intento golpista reaccionario de Kornílov. Y lo derrotaron, en combate. A partir de allí se expandió por toda Rusia, como un reguero de pólvora, la
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renovación de la conducción obrera en los soviets de fábrica. Y los soviets, que hasta entonces seguían siendo encabezados por las fuerzas reformistas y oportunistas — particularmente por los socialrevolucionarios (SR) y los mencheviques—, pasaron a ser mayoritariamente dirigidos por los bolcheviques. Y entonces cambiaron las condiciones, y vendría la insurrección del 25 de octubre (del calendario ortodoxo: el 7 de noviembre en nuestro calendario). Una insurrección obrera y popular que ahora, a diferencia de la de febrero, fue hegemonizada por la clase obrera , con los soviets obreros dirigidos ya por los bolcheviques y en alianza con los soviets rurales. Fue sobre la base de la alianza obrero-campesina que pudo triunfar la revolución en noviembre. ¿Qué medidas inmediatas adoptó el nuevo gobierno soviético? El 7 de noviembre se instauró el Comisariado del Pueblo, un estado de nuevo tipo . Ese mismo día el nuevo gobierno se reunió y emitió dos decretos: el Decreto de la paz y el Decreto de la tierra. Por el Decreto de la paz Rusia se retiró unilateralmente de la guerra (lo que no había querido hacer el Gobierno Provisional de la burguesía) mediante el tratado de Brest-Litovsk, un tratado bilateral con Alemania. Rusia salió así de esa guerra de rapiña, de esa guerra colonialista e imperialista. El Decreto de la tierra confiscó las tierras de los grandes terratenientes feudales, de la iglesia, del zarismo... “Confiscó” es una manera de decir: no fue ni podía ser una medida adoptada “desde arriba”; mientras el gobierno proclamaba la expropiación de los latifundios y destinaba una parte de esas tierras —por ahora minoritaria— a iniciar el camino de la colectivización agraria con la creación de koljoses y sovjoses, los campesinos armados, organizados en los soviets agrarios, ocupaban los latifundios y los
distribuían en forma democrática a través de los soviets campesinos. Lo otro que hizo de inmediato el Comisariado del pueblo encabezado por Lenin fue expropiar y estatizar los grandes monopolios industriales, comerciales y bancarios ingleses, alemanes y franceses, e imponer el control obrero de la producción en las demás empresas (las no estatales). Todo esto no lo hizo un ejército profesional. No lo hizo un estado representativo de sectores minoritarios. No lo hicieron organizaciones armadas “especiales”, es decir especializadas en la lucha armada. Lo hicieron las masas populares, las masas obreras y campesinas en armas. Esto es lo que expresa la nueva naturaleza del Estado fundado sobre la base de los soviets. Lo que se constituyó allí fue un estado de nuevo tipo . Una dictadura democrática basada en las mayorías populares, en la alianza obrero-campesina, y basada ya no en la “democracia representativa” indirecta expresada en el Parlamento sino en un nuevo tipo de organización estatal, los soviets, órganos de democracia directa y de representación directa, con representantes que podían ser destituidos en cualquier momento y que tenían salarios iguales a los de un obrero. Fue la primera vez en la historia que el aparato coercitivo del Estado no estaba en manos de minorías para oprimir a las mayorías, sino que pasó a ser ejercido en forma directa por las mayorías para impedir que las minorías explotadoras retornaran al poder. Esa, precisamente, fue la razón por la que no se produjo el caos que vaticinaban los teóricos de las potencias imperialistas (y que vaticinan cuando se habla de la necesidad de destruir ese aparato de dominio interno que constituyen los ejércitos en los países capitalistas, tanto en los centrales como en los oprimidos).
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La Revolución Rusa y la Primera Guerra Mundial abrieron un nuevo período histórico. La guerra mundial
mostró que el imperialismo lleva inevitablemente a la rivalidad y a la guerra. Y a la vez, el triunfo de la revolución obrera y campesina en Rusia mostró que la rivalidad y la guerra imperialistas debilitan al imperialismo en su conjunto, y con eso abren paso a la gestación de movimientos antiimperialistas y revoluciones y hacen posible el triunfo de la revolución obrera y campesina. Esta es la razón por la que Lenin definió a nuestra época histórica no sólo como la época del imperialismo —de lo que hemos hablado en el punto anterior— sino como “ la época del imperialismo y la revolución proletaria ”. ¿Qué quiere decir “época de la revolución proletaria”? En el caso de los países oprimidos por la dominación imperialista, estos dos hechos históricos — la guerra y el triunfo de la Revolución Rusa—, cambiaron la naturaleza de la llamada “cuestión nacional”. La cuestión nacional cambió de carácter.
Como explica Pierre Vilar, el contenido de la cuestión nacional tiene que ver con tres factores: clase, época histórica y tipo de país. El contenido de la cuestión nacional depende de qué clase la plantee, en qué época histórica (porque no es lo mismo la reivindicación nacional de la burguesía ascendente en 1848, por ejemplo en los países balcánicos que luchaban contra la opresión colonial inglesa, que la reivindicación de los países del Medio Oriente luchando en 1915 contra la dominación imperialista de Inglaterra y Francia u hoy contra el imperialismo norteamericano), y qué tipo de país : una cosa era —y es— el patriotismo ultranacionalista y expansionista de las burguesías monopolistas, que usaban el patriotismo para legitimar su dominación sobre los pueblos oprimidos, y muy otro era —y es— el patriotismo de los países y los
sectores populares y también de sectores burgueses nacionales en países oprimidos, que enarbolaron el patriotismo para lograr su emancipación nacional. Este es un tema clave para entender la naturaleza de los períodos históricos que siguen, y especialmente para el estudio de todas las revoluciones nacionales y sociales de nuestra época en los países oprimidos por el imperialismo. El imperialismo generó —y también por eso abrió un nuevo período histórico— cambios en la estructura de clases de los países coloniales y dependientes. La penetración imperialista, la del capital financiero, desarrolló relaciones capitalistas, y consiguientemente se desarrolló la clase obrera, especialmente en los centros industriales. Otro efecto del dominio imperialista fue que las burguesías de los países dependientes se dividieron. Una minoría de grandes empresarios eligió el camino de la asociación subordinación —la subordinada al capital imperialista, como la denomina Ciafardini— y se transformó en intermediaria de los intereses industriales, comerciales y financieros de los monopolios de las potencias imperialistas. Eso es lo que Mao Tsetung, en su texto “Sobre la nueva democracia”, llama “burguesía compradora”, porque esa era la naturaleza que tenía la burguesía asociada al imperialismo en China. En el caso de la Argentina y de los países latinoamericanos en general es más burguesía adecuado hablar de intermediaria, porque no sólo está asociada a la exportación-importación de bienes extranjeros sino también asocia su capital al capital imperialista. Otra parte, mayoritaria, de los sectores empresariales de los países dependientes sufre la opresión imperialista. Se ven limitados, obstaculizados en distinto grado en su posibilidad de desarrollarse, de convertirse en burguesías poderosas e
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independientes como las de las potencias imperialistas —como la de Francia, Italia, EEUU—, como consecuencia de la vigencia del latifundio y de la alianza entre el imperialismo y los terratenientes; por la estrechez del mercado interno; porque el crédito está controlado por los bancos extranjeros; porque el transporte está controlado por compañías extranjeras; porque las finanzas están en manos de bancos extranjeros. Y así esos sectores empresariales se ven impedidos de crecer y de transformarse en burguesías dueñas de sus economías y de su Estado. Y por eso surgieron histórica y cíclicamente, en nuestros países dependientes, sectores burgueses con tendencias reformistas, autonomistas, industrialistas, distribucionistas, mercadointernistas : la llamada burguesía nacional . A veces con
un sesgo revolucionario —pocos ya, casi nulos, después del triunfo de la clase obrera en Rusia; pero que lo tuvo, como con Sun Yatsen en la China de los años ’20—; pero las más de las veces con un sesgo reformista. Porque la burguesía, a partir de que el proletariado mostró en Rusia lo que era capaz de hacer, perdió los impulsos revolucionarios que había tenido contra el feudalismo, no sólo en la Revolución Francesa de 1789 sino todavía en la nueva revolución burguesa de Francia en 1848, donde la burguesía se atrevió a cerrar las fábricas y armar a los obreros para la lucha conjunta contra la monarquía, para eliminar los resabios feudales. Pero eso cambió, y mucho. Entramos en una nueva época: frente a la burguesía ya no se alzaban los viejos poderes feudales, sino la revolución proletaria. Y, concientes o no, estas burguesías nacionales de los países dependientes pasaron a tener un carácter dual. Porque por un lado, por ser una burguesía débil (débil precisamente por los límites que la dependencia impone a su desarrollo), necesitaba —y necesita hoy—
apoyarse en la clase obrera, movilizar a la clase obrera. Pero sólo hasta un punto. Los movimientos burgueses reformistas —en todo el mundo, no sólo en América Latina; y mucho de eso lo hemos conocido en la Argentina, por ejemplo con el peronismo—, se apoyan en la masa obrera como base electoral y como movimiento político. Sin embargo, cuando la clase obrera necesita, aspira y requiere ir más lejos que lo que la burguesía nacional está dispuesta, entonces esta clase es capaz de desatar represiones brutales, como la de la Semana Trágica de 1919 bajo el gobierno de Yrigoyen. Una conducta dual: por un lado ese empresariado, que está en contradicción con la estructura dependiente y atrasada y con las clases que dirigen el Estado, necesita medidas protectivas, crédito, crecimiento del mercado interno, políticas exteriores autónomas, y en consecuencia impregna su programa —con más o menos tibieza, con más o menos profundidad— de tintes antiimperialistas y a veces antiterratenientes. Pero al mismo tiempo trata de evitar la organización independiente de la clase obrera, trata de limitar los alcances del movimiento obrero. Sin embargo, contradictoriamente, en los países oprimidos esta clase, con su carácter dual, y sobre la base de su propia necesidad histórica de limitar y contrarrestar la penetración imperialista, de hacerse dueña de su propio Estado, desarrolló y encabezó movimientos populares por la independencia económica y por la soberanía política. Como lo hizo en Irán, en Turquía, más tarde en Irak, en muchos países latinoamericanos en las décadas de 1930 y 1940, etc. Esos movimientos y gobiernos reformistas encabezados por las burguesías nacionales, como señalamos antes, ya no chocan con las viejas potencias absolutistas feudales. Ahora esos gobiernos, a veces dirigidos por la burguesía nacional pero en algunos casos dirigidos hasta por sectores
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de terratenientes feudales, como el Emirato de Afganistán que en 1920 luchaba por sacudirse el yugo del imperialismo inglés, ahora chocaban —y chocan— con las potencias imperialistas más avanzadas.
Por esa razón, históricamente hablando, la lucha social de la clase obrera por un lado, y la lucha nacional de los países oprimidos por su independencia, aún con distintos componentes sociales, con distintas ideologías, e incluso independientemente de que fueran o no concientes de ello, convergen en un mismo cauce, porque golpean al mismo enemigo: al capitalismo mundial, y a su expresión más
avanzada, que son las potencias imperialistas. Y golpean también, necesariamente, a las clases dominantes locales asociadas a las potencias imperialistas. Por eso es que la Primera Guerra Mundial y la Revolución Rusa abrieron una nueva época histórica, un nuevo ciclo de las revoluciones populares. El movimiento nacional y antiimperialista de los pueblos oprimidos, más allá de la clase que ejerciera su dirección, pasó a formar parte ya no de la revolución burguesa, de la revolución democrática dirigida por la burguesía contra el feudalismo, como en los siglos XVIII y XIX, sino del ciclo o de la época histórica de la revolución socialista mundial. De la época histórica
en que las revoluciones dirigidas por el proletariado no sólo son inevitables, sino que pueden triunfar. No son, en esos casos, revoluciones socialistas; pero objetivamente, porque embaten contra las potencias imperialistas más avanzadas, forman parte del nuevo ciclo histórico de las revoluciones socialistas, contribuyen a ellas, y ambas se entrelazan y se apoyan recíprocamente . Más allá de la conciencia de sus dirigentes, y más allá de sus intenciones, de hecho se entraman con la revolución socialista de la clase obrera a escala mundial.
Del mismo modo que las de independencia revoluciones latinoamericanas en el siglo XIX no fueron revoluciones burguesas —porque las clases que las dirigieron no fueron burguesías sino las viejas oligarquías terratenientes y mercantiles—, pero se entrelazaron con la revolución burguesa de Europa y con el ciclo de las revoluciones burguesas y contribuyeron a las revoluciones burguesas a escala mundial; nacionales las revoluciones antiimperialistas del siglo XX, aún cuando en muchos casos fueron dirigidas por sectores burgueses o aún feudales con posiciones políticamente anticomunistas, por sectores reaccionarios desde el punto de vista ideológico, de hecho se entrelazaron y contribuyeron —fueran o no concientes de ello— y se apoyaron recíprocamente con las revoluciones sociales dirigidas por el proletariado. Esto empezó a suceder ya antes de la Guerra mundial y de la Revolución Rusa, en el curso de la lucha contra el dominio imperialista. Porque por un lado la Revolución Rusa de 1905 fue un basamento, un trasfondo que impulsó los alzamientos revolucionarios y populares de México en 1910, de China en 1911, de Turquía en 1915, estos últimos movimientos a su vez revirtieron y alentaron el alzamiento revolucionario de 1917 en Rusia. Y la Revolución Rusa a su vez alentaría movimientos nacionales como el del 4 de Mayo de 1919 en China, los de la India y Persia, etc. Por eso es que forman parte de un mismo torrente. Se alimentan, se apoyan recíprocamente. Lenin analizó esta nueva situación mundial en 1920: “...Los partidos comunistas, intérpretes conscientes de la lucha del proletariado por el derrocamiento del yugo de la burguesía, deben, en lo referente al problema nacional... dividir netamente las naciones en: naciones oprimidas,
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dependientes, sin igualdad de derechos; y naciones opresoras, explotadoras, soberanas, por oposición a la mentira democrático-burguesa, que encubre la esclavización colonial y financiera — cosa inherente a la época del capital financiero y del imperialismo— de la enorme mayoría de la población de la tierra por una insignificante minoría de países capitalistas riquísimos y avanzados...”.
Y formulaba así, consiguientemente, la posición y tareas de la clase obrera y del nuevo Estado soviético: “Por lo tanto, en la actualidad no hay que limitarse a reconocer o proclamar simplemente el acercamiento entre los trabajadores de las distintas naciones, sino que es preciso desarrollar una política que lleve a cabo la unión más estrecha entre los movimientos de liberación nacional y colonial con la Rusia soviética, haciendo que las formas de esta unión estén en consonancia con los grados de desarrollo del movimiento comunista en el seno del proletariado de cada país o del movimiento democrático burgués de liberación de los obreros y campesinos en los países atrasados o entre las nacionalidades atrasadas”. (Lenin V. I.: “Primer esbozo de las Tesis sobre los problemas nacional y colonial”, 1920). Se unen y convergen, entonces, el internacionalismo de la clase obrera —el llamado internacionalismo proletario—, y el nacionalismo progresista, es decir el nacionalismo popular, antiimperialista, el patriotismo antiimperialista de los pueblos que luchan por su independencia nacional y que en su lucha por la independencia nacional combaten a las potencias imperialistas y contribuyen a debilitar el frente imperialista y capitalista mundial. Por eso, subrayamos,
ambos movimientos forman parte de un
mismo torrente, de un mismo ciclo histórico, y se apoyan mutuamente. Esto no quiere decir que esos movimientos vayan inexorablemente al socialismo, ni que las burguesías nacionales tengan ese objetivo; ni siquiera que esos sectores empresariales y sus dirigentes sean capaces de realizar a fondo las tareas democráticas y de independencia nacional que esos mismos sectores necesitarían para poder desarrollarse plenamente. Porque después de que el proletariado encabezó la Revolución Rusa y comenzó a construir la nueva sociedad, las burguesías nacionales sólo estuvieron dispuestas a movilizar a la clase obrera como apoyatura electoral, o como respaldo de movimientos militares nacionalistas que desde el gobierno implementaran ciertas reformas autonomistas y democráticas. Pero hacía rato ya que esas burguesías nacionales habían perdido su filo revolucionario: ya no estaban dispuestas a movilizar revolucionariamente a los obreros para destruir el Estado oligárquico-imperialista. Temían desatar fuerzas que luego no pudieran subordinar. En aquellos países donde la lucha antiimperialista fue dirigida por la burguesía nacional, esa lucha resultó en derrota y en una nueva dominación imperialista bajo las formas del llamado “neocolonialismo”. Por eso, después de la Revolución Rusa, las banderas de la liberación nacional y de la democratización económica y social de los países oprimidos ya no están en manos de la burguesía sino que están en manos de la clase obrera. Sólo la clase obrera puede y se atreve a encabezar a todos los sectores populares y a promover un amplio movimiento revolucionario para lograr un desarrollo independiente y democratizar política y económicamente nuestras sociedades: lo que significa, en el caso de los países dependientes, eliminar el “doble monopolio” del que habla Ciafardini, es decir el monopolio del capital