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FÉLIX GRANDE
Memoria del flamenco
Título: Memoria del flamenco © Félix Grande, 1986 © De esta edición: enero 2007, Punto de Lectura, S.L. www.puntodelectura.com Torrelaguna, 60. 28043 Madrid (España) www.puntodelectura.com
ISBN: 84-663-1976-X Depósito legal: B-50.644-2006 Impreso en España – Printed in Spain Diseño de portada: Soledad Pérez-Cotapos Fotografía de portada: © Kathy Collins / Getty Images Diseño de colección: Punto de Lectura Impreso por Litografía Rosés, S.A.
Todos Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte, ni registrada en o transmitida por, un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia, o cualquier otro, sin el permiso previo por escrito de la editorial.
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Título: Memoria del flamenco © Félix Grande, 1986 © De esta edición: enero 2007, Punto de Lectura, S.L. www.puntodelectura.com Torrelaguna, 60. 28043 Madrid (España) www.puntodelectura.com
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FÉLIX GRANDE
Memoria del flamenco
A Fernando Higueras, a mis hermanos y a Paco de Lucía
Índice
PRÓLOGO, de J. M. Caballero Bonald . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 11 PRIMERA PARTE. R AÍCES Y PREHISTORIA DEL CANTE Vino profundo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Vieja plática errante . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Quejío . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . De la remota India a Alcalá de Guadaira . . . . . . . . . . . . «Todo esto fue cobdicia de robar». Enojosos aspectos del Imperio español . . . . . . . . . . . . . . .
El rapto (de furor) de Europa . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . La etapa «nobiliaria» de la gitanería . . . . . . . . . . . . . . . . ¡Obedeced, obedeced, malditos! . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . «Porque me acuerdo de lo que he vivido» . . . . . . . . . . Un candil alumbraba al cante . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Andalucía: una tertulia de raíces . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Andalucía: un remolino de tensiones . . . . . . . . . . . . . . . . Don Francisco de Bruna versus Diego Corrientes . . Andalucía, los ilustrados y la felicidad.
25 37 45 53 68 83 95 104 119 129 148 171 206
Balada amarga sobre las «Nuevas Poblaciones» . . . . . . 220
El Despotismo Ilustrado y los gitanos . . . . . . . . . . . . . . . 238 «Un caballo malherido llamaba a todas las puertas». La aparición del cante . . . . . . . . 266 «Salgan los santitos de San Juan de Dios». Chateaubriand versus siguiriya de Riego . . . . . . . . . . . . . . 288 Ellos son los inolvidables . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 307
SEGUNDA PARTE. DESDE EL CAFÉ-CANTANTE A NUESTROS DÍAS Historia y balance de la etapa de los cafés-cantantes . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 323 Sugerencias para una intrahistoria de los cantes mineros . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 350 La Andalucía del XIX: «La Sicilia de España» . . . . . . . 377 «Quincalla meridional». El antiflamenquismo como forma de la sordera . . . . . . 400 «¡Don Manuel, que nos vamos!»: Falla. Granada. 1922. El Concurso de Cante Jondo . . . . . . . . 438 La verdadera Ópera de cuatro cuartos . . . . . . . . . . . . . . . . . 484 Don Antonio Machado y Álvarez, Demófilo . . . . . . . . . 504 Lágrima testaruda . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 526 Desconsuelo andaluz . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 542 Reaparición de un Guadiana de música . . . . . . . . . . . . . 581 El músico de la Isla Verde. Paco de Lucía, «El Niño de la Portuguesa» . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 601 La compasiva furia de vivir . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 614 A PÉNDICES I. Ziryab: Pájaro Negro . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . II. El «Discurso contra los gitanos» de Juan de Quiñones . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . III. Selección de coplas flamencas . . . . . . . . . . . . . . . . . . IV. Homenaje de los poetas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Bibliografía . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Epílogo (1995) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Bibliografía básica sobre el arte flamenco (1995) . . . Índice onomástico . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
623 628 645 686 713 721 753 763
Prólogo
Como todo libro que equidista de la pasión y el conocimiento, éste de Félix Grande contiene otros muchos libros. Se trata, en cierto modo, de un texto cuyo despliegue parece obedecer a una conducta fluvial: a medida que avanza en su curso se va engrosando —diversificando— con un singular acopio de afluencias. No pocas de ellas vienen de los yacimientos de la erudición, se han nutrido de fuentes ajenas capaces de revitalizar juicios propios; otras —abundantes también— proceden de un opulento manantial de intuiciones y contribuyen a enriquecer lo que pudo haber discurrido por un deficitario cauce emocional. La paciente demora de la sabiduría se equilibra así con la dinámica inmediatez del amor. Félix Grande es, en este sentido, un ejemplar archivero de memorias que permanecían más o menos extraviadas y, a la vez, un sagaz restaurador de esas memorias con los dispositivos de la testificación personal. Por eso empecé diciendo que en este libro se canalizaron otros diversos libros: los vinculados al rigor histórico del estudioso y los que dependen de una profunda y privada experiencia en torno al tema estudiado. Conozco de sobra —y de tiempo atrás— el fervor de Félix Grande por las emblemáticas categorías humanas y artísticas del flamenco. Un poeta como él, tan veraz y tan «rico de aventura», tan desvivido por buscarle a la realidad sus más turbadoras equi valencias literarias, estaba capacitado como pocos para hacer lo que ha hecho: llegar a la raíz de ese venerable tronco donde prevalecen ciertas fascinantes savias expresivas del pueblo bajoandaluz. Le será fácil al lector compartir esa evidencia a poco que se interne por estas páginas ensimismadas y extrovertidas, 11
luminosas y patéticas, que se empecinan en tocar el fondo de un maltrecho corazón popular. En ellas se juntan los oficios del historiador y del antropólogo, del hombre y del artista, del juez y del testigo. Hay por esos vericuetos mucho acoso a la claridad y mucho merodeo nocturno. Y hay un conmovido y entrecortado movimiento pendular que va de la razón teórica a la razón autobiográfica. Pues Félix Grande no ha querido evitar la plausible tentación de que sea su propia memoria quien protagonice de continuo esa otra «memoria del flamenco» que va más allá de toda posible escritura. Una decisión de lo más estimulante. Antes que elaborar una revisión especializada del tema, Félix Grande ha ido mostrando con emocionada avidez los entresijos de una investigación, pero también los recovecos de una convivencia. Según todos los síntomas, el autor de este libro descifró previamente lo más esencial para sus fines: ciertas cla ves sociológicas del arte gitano-andaluz, precisamente las menos asequibles para quien no ha compartido hasta la catarsis esa terrible intemperie humana en que se debate el flamenco. Antes que el conocimiento, se movilizó aquí la pasión. Había que oír el grito ritual que chorrea de los escalofriantes sumideros del recuerdo; ahondar en las vísceras de una cultura en la que cristalizaron tantas inmemoriales herencias expresivas; penetrar en la caverna donde el alarido de un solo hombre puede llegar a con vertirse en la expresión de un infortunio colectivo; corroborar hasta qué punto corre por la cara del cante un atávico y majestuoso río de lágrimas. Era preciso asomarse a lo más hondo del espíritu de esa música y del espíritu de esa letra. Y Félix Grande ha sabido asimilar con creces tan arduo aprendizaje. No ya porque entendiera que también pernoctando con papeles o tocando la guitarra podía asumir una porción de ese magisterio popular, sino porque logró identificarse con la atroz peripecia humana de los grandes transmisores del arte gitano-andaluz. Memoria del flamenco supone, desde esta perspectiva, un esfuerzo decididamente extraordinario para acotar un campo artístico cuyo desorden no siempre se ha dejado someter a alguna coherente rectificación. El autor ha remontado, como primera medida, las turbulentas aguas de la historia social y cultural de 12
los gitanos en busca de indicios aprovechables. De ahí arranca, creo yo, la más notoria contribución de Félix Grande al estudio de los orígenes y primitivas andanzas del flamenco. El manejo crítico de materiales dispersos y la precisa documentación desempolvada resultan a todas luces decisivos. Félix Grande no solo actúa ahora como un severo compilador de datos históricos y sociológicos, sino como un intérprete enamorado. A través de un exhaustivo cotejo de fuentes, va perfilándose la evolutiva razón de ser y el estilo de vida de un pueblo. Pero hay algo más. Junto a una serie de básicas formulaciones en torno a esa cíclica entidad popular, también se replantean aquí, correlativamente, otra serie de conclusiones a propósito de sus sistemas artísticos de comunicación. Dos rutas que conducen en este caso a un mismo paraje. O a un mismo pozo. Supongo innecesario hacer hincapié en que los gitanos —o ciertos reflujos tribales de los gitanos— han sido quienes rehicieron en algunas insignes covachas andaluzas lo que había permanecido en estado latente durante siglos. A ellos hay que referir por tanto la forja de ese miserable y fastuoso ceremonial del flamenco. No importa que los gitanos de la Baja Andalucía no fueran en verdad los creadores del cante, ya que actuaron de hecho como insustituibles —y clandestinos— recreadores de toda una embrionaria provisión expresiva. Pero el lento y sinuoso proceso que condujo a esa minoría étnica a posibilitar una especie de síntesis del orientalismo musical andaluz, aparece escalonado de escollos y enigmas. Las pistas seguidas a este respecto por Félix Grande lo han situado ante un inusual foco de comprobaciones. De él irradian —con previsible intermitencia— toda una serie de propuestas aclaratorias. Unas mitigan sombras tenaces y otras resuelven persistentes penumbras, mas todas tienden a replantear la cuestión bajo la luz de una nueva solvencia. La seriedad del rastreo ha propiciado otras seriedades interpretativas. «De la remota India a Alcalá de Guadaira», la diáspora de la raza gitana va a ir verificándose de acuerdo con una normativa de proscripciones y ultrajes nunca abolidos del todo, cuyo recuento trasplanta Félix Grande a esa encrucijada de culturas que acabó llamándose Andalucía. Lo cual también implica 13
un inteligente y hábil programa para someter a examen las afirmaciones atrevidas y las cautelosas incertidumbres. El autor incorpora así a su texto muy abundantes y reveladoras confrontaciones para completar —o hacer más transitable— ese inhóspito telón de fondo ante el que se representa el drama de un pueblo terca y sanguinariamente acosado. Aunque se pueda no compartir plenamente algún aspecto parcial de las tesis sustentadas, parece indiscutible que Félix Grande ha trazado en este libro una admirable panorámica de los antecedentes históricos, incidencias sociales y trámites artísticos de esos gitanos andaluzados que inician la propagación del flamenco en el último tercio del siglo XVIII. El autor no elude el riesgo de una excesiva sensibilización moral del tema. Tampoco parecía justificado hacerlo en beneficio de una mayor rigidez expositiva en el enfoque analítico. Porque ¿cómo no oponer cierta airada dosis de fiebre al frío inventario de infamias que fueron arrinconando a los gitanos en sus ghettos culturales? ¿Con qué prudente mansedumbre enjuiciar una cólera desatada? La elección no admitía en absoluto ni eufemismos ni paños calientes, y más tratándose de una cuestión tan radical y virulentamente engranada al eje argumental del libro. Por supuesto que Félix Grande ha querido afrontarlo así, auscultando en lo más negro de esa sucesión de persecuciones y marginaciones, de anatemas y villanías, a que se condenó (hasta hoy mismo) a un pueblo culpado de seguir queriendo escoger su propia vida. Conocer esa crónica desdichada equivale, de algún implacable modo, a saber algo más de la desdichada crónica de los primitivos artífices del cante. Félix Grande no ignora que el tema implícito en su Memoria del flamenco es reacio por naturaleza a todo dogmatismo de ocasión y se repele con cualquier presunta tendencia a confundir lo esencial con lo accesorio, la pulpa con la costra. Todos sabemos que el escrutinio de una verdad nunca es infalible, como tampoco se aproxima nunca a un valor absoluto. Por eso el autor de este libro apenas establece conclusiones tajantes, sino que propone elegir la más defendible. O la menos temeraria. Antes que pontificar, opta por sugerir. Los usos afirmativos suelen ser 14
reemplazados por los disyuntivos. Y por todo el libro circulan reiteradamente los interrogantes: el texto se hace frecuentes preguntas desde el propio texto. A veces, la validez de las pesquisas alcanza tan meridianamente su objetivo, que hay como una renuncia a prolongar las disquisiciones. Otras veces, el descubrimiento de un rastro perdido parece replegarse como para soslayar cualquier posible matiz ostentoso. El autor prefiere por lo común seguir una táctica parecida a la del secreto a voces. ¡Qué veraces los libros como éste, que no aseguran nada sin someterlo antes al tamiz de la dialéctica! Aun contando con que Félix Grande documenta sus razonamientos con pruebas no sistematizadas hasta ahora tan persuasivamente, rara vez se permite dar por definitiva su versión de los hechos. Algo muy de agradecer, sin duda, no sólo por lo que contiene de sensatez personal, sino por lo que supone de cortesía para los otros. Quizá convenga recordar que la muy espesa bibliografía producida hasta ahora sobre el flamenco, se ha orientado ma yormente en dos direcciones: o bien en la prolija recapitulación de presuntos aciertos precedentes más o menos aceptables, o bien en el recitativo de las grandezas y miserias del arte gitanoandaluz por medio de un penoso acarreo de basuras retóricas. Claro es que también debe contabilizarse algún que otro texto aproximadamente ejemplar, cuya excepción acaso dignifique todo un banal repertorio bibliográfico. Pero hay que añadir en seguida que tan precario balance de estudios mínimamente provechosos sobre el flamenco, obedece, en no escasa medida, a la proverbial incuria en que ha subyacido esa soberana manifestación de la cultura popular. Me limito a insistir ahora en la evidencia de una desatención, cuando no de un desdén, que ha venido propagándose —digamos— de arriba abajo. Bien es verdad, desde luego, que una acumulativa sarta de confusiones y mixtificaciones, de flagrantes atentados contra la integridad humana del cante, propició un mostrenco y generalizado rechazo. Se trata, efectivamente, de una forma de menosprecio que viene de muy atrás y que no ha sido ajena del todo a la carencia de un elemental archivo de grabaciones y de un imprescindible equipo investigador nada sospechoso de manipular artificiosamente un 15
genuino hecho cultural. No pretendo aducir, ni mucho menos, con tan nostálgica queja, que nada ha sido válido y fructífero en este terreno. Contra todos los pronósticos, y a partir de la benemérita atención de Antonio Machado y Álvarez, se han venido produciendo algunos aislados trabajos que remedian en parte lo que habría sido totalmente irremediable sin esa ayuda. Por ejemplo, una iluminación interpretativa de García Lorca o de Manuel de Falla. Por ejemplo, una revisión histórico-crítica de Ricardo Molina. Por ejemplo, una teoría musical de Hipólito Rossy o García Matos. Por ejemplo, un par de antologías discográficas. Por ejemplo, algún poema de Fernando Quiñones o de Antonio Hernández… Por ejemplo, el presente libro. Alguien podrá argüir que esta extensa Memoria del flamenco (impartida, para más holgado cauce evocador, en dos partes) incurre en alguna falla interna de planificación. No niego que probablemente sea así. Pero me resisto a creer que no se trata de una táctica deliberada o, al menos, de un comportamiento inevitable. El término «memoria» también tiene aquí su correspondiente ambivalencia. Determina una previa actitud del escritor y un funcionamiento previo de la escritura. Puede referirse a una relación de sucesos particulares o al acto de proyectar la propia experiencia sobre un tema determinado. Hacer memoria es acordarse de algo y es también proceder a escribirlo. Pues bien, así lo ha hecho a buen seguro Félix Grande, aunque ateniéndose a ciertas matizaciones creadoras. Resulta evidente que ha escrito sobre lo que recordaba, pero también sobre lo que ha ido escudriñando para soldar ese recuerdo a otro nuevo flujo de constataciones. La narración obedece así a un trenzado de referencias autobiográficas y, simultáneamente, a un sistema de cuñas indagatorias que avalan científicamente lo que la literatura pone de manifiesto. No se me oculta, en todo caso, que los aparentes cambios de sentido del temario de Memoria del flamenco reflejan la natural y mudable acumulación de lo que se está vehementemente recordando o clasificando. Es como una trayectoria que se ajusta a la rememoración y participa de su accidentado curso. Y me parece muy bien que Félix Grande no haya querido enmendar ese oscilante ritmo del texto, a veces entrecortado y a 16
veces incontenible, dejándolo fluir tal como lo requería el desarrollo de la evocación o de la averiguación. Todo lo cual acrecienta incluso la invariable tensión emotiva del libro. Lo disperso es aquí, en definitiva, lo más unitario. Félix Grande ha parcelado esta Memoria del flamenco en una treintena de capítulos. Aparte de los que abordan taxativamente la historia social y cultural de los gitanos, sus trancas y barrancas y su protagonismo en la gestación del cante (que son también los más numerosos e innovadores), el autor va sorteando la selva temática del flamenco según un orden basado en cierta perspicaz carencia de orden. Como en ningún caso se trataba de pergeñar un nuevo rudimento lírico-especulativo sobre tales cuestiones, el tratamiento general del libro —el plan de trabajo— tenía que ser muy distinto. Y afortunadamente lo es. Félix Grande se fija y ahonda en una serie de fragmentaciones argumentales en torno al flamenco que, amén de enemistadas con lo que se entiende por receta cronológica, no parecen relacionarse a veces entre sí más que por un genérico hilo conductor. Lo cual es bastante previsible, como lo es el hecho de que esos temas parciales se complementan y entrelazan por medio de un recíproco intercambio de ideas afines. Y de registros imaginativos. Y de teóricos esclarecimientos. Todo el texto participa finalmente de una misma exigencia conceptual, y secunda lo que podría denominarse una nueva poética del flamenco, es decir, una nueva metodología para explorar con otros distintos recursos estéticos esa enigmática y libérrima demarcación de la cultura gitano-andaluza. Salta a la vista, pues, que Félix Grande no ha rehusado orientar su libro hacia una cierta línea polifónica antes que hacia un único desarrollo melódico. El temario que no afronta —como ya dije— las calas humanas y artísticas en la órbita racial de los gitanos, consume un tentador racimo de materias que van de la historia de los cafés-cantantes a la intrahistoria de los cantes mineros, del mundo del bandolerismo al del antiflamenquismo, del puntual recordatorio de Demófilo al de Manuel de Falla, de la sociología del cantaor a la filosofía del cante, del retrato imaginario de los intérpretes primitivos a la real significación 17
contemporánea de Paco de Lucía, del análisis de sedimentos de la música oriental andaluzada al de las difusas etapas de apogeo y decadencia del flamenco… Y entre todo ello, como sirviendo de aglutinante, la mayúscula sensibilidad, la espléndida instrumentación literaria de quien no ha querido desplazar de una obra de investigación el rango de una obra de creación. Bien. Por lo que se puede ver, Memoria del flamenco encara un profuso muestrario de cuestiones fundamentales, a más de impulsi vamente barajadas de acuerdo con una especie de ansiedad electiva. Insisto en lo mismo: a mí me parece que se trata de un astuto pacto entre la imaginación y la escritura, sobre todo por lo que respecta a la citada —y presunta— ausencia de método en el ensamblaje de las distintas piezas temáticas. Me permito asegurar incluso que ese aparente desaire al orden tampoco ha debido programarse sin el paladino prurito de soliviantar a comentaristas timoratos. O a profesionales de la ortodoxia flamenca, que no son pocos, y a quienes nunca será vano prevenir que uno de los más fértiles y constitutivos linajes del flamenco es el de su sustancial heterodoxia. Confieso, por otra parte, que este libro me ha suministrado, entre otras más disciplinadas enseñanzas, una perseverante emoción. Una emoción que no depende tanto del muy nutrido almacén de aciertos puestos ahora a disposición del curioso, como de la inteligencia con que se ha ido explicitando y ornamentando ese almacén. Me incomoda sobremanera hacer uso de superlativos para apoyar mis entusiasmos (y más en esta ocasión), pero no debo honradamente restringirlos a propósito de cierta mecánica creadora movilizada en la presente obra. En primer término, su autor ha tramitado todo un fulgurante surtido de percepciones en torno a la soterrada identidad del flamenco con una capacitación expresiva de inusitada excelencia. No me refiero ahora, desde luego, a una impresión abastecida por lo mucho que descubre culturalmente el texto, sino a la forma como se trasvasan esos descubrimientos a un brillantísimo conducto literario. Repito que mi emoción viene de ahí, y se afianza más que por mi particular devoción al tema, por mis privativos gustos estéticos. 18
Mencionaba antes esa nueva poética del flamenco que se estabiliza con manifiesta lucidez en este libro. Creo que ocurre efectivamente así y es oportuno recordarlo ahora. Félix Grande se sitúa ante el complejo y fascinante territorio del flamenco como lo haría un buscador de tesoros ocultos ante la materialización de lo soñado. El atónito júbilo no excluye el razonado deslumbramiento. Hablo de un estado de ánimo que tiene poco que ver con el que emana de un recompensado esfuerzo intelectual. Es de otro signo, probablemente más compulsivo y hermético, probablemente también más próximo a la exaltación: una especie de furia sensorial que amaga en medio de las coyundas rituales del flamenco, cuando se ha logrado una plena identificación —llamémosla así— con sus pactos más confidenciales. La experiencia puede conectar con el paroxismo o con otras enajenaciones, depende del consumidor. Un asunto, realmente, de lo más literario. Tal vez por eso su descripción en prosa no suele ser feliz y por lo común resulta opaca o grosera hasta para los más crédulos. Félix Grande ha vivido (a veces en compañía de un servidor) esa situación límite del ceremonial flamenco y ha acertado a crear un lenguaje cuyo temple alucinatorio se corresponde con el temple alucinatorio del episodio artístico transcrito. Se ha establecido así —por supuesto que sin ningún molde apriorístico— una poética o, lo que es lo mismo, un sistema de correlaciones expresivas entre la imaginería sustancial del cante y la sustancial imaginería de la literatura. Todo un decoro —un merecimiento— creador que se me antoja de una singular importancia. Aunque esta Memoria pueda ser —o lo sea— un libro transitado por una unánime y obcecada, por una piadosa e iracunda anatomía del mundo de los gitanos, es fácil apreciar también una persistente atención por lo que podría englobarse dentro de una antropología cultural del flamenco. Es como una recurrencia, como una constante reflexiva que discurre y se interpola a lo largo de cualquier otro derrotero de la exposición general. A veces es muy patente y a veces se enmascara con otras fijaciones mentales. El autor puede estar explorando los arrabales de la Andalucía decimonónica, o los legítimos ornamentos y adherencias ficticias del cante, o las hereditarias cuevas de los grandes dignatarios 19
flamencos, cuando surge de pronto el antropólogo para potenciar lo más posible el alcance del sondeo. Es cierto que esa intervención no se limita al generalizado examen de una determinada conducta social: incluye de hecho todo un cúmulo de factores condicionantes de esa conducta. Por ejemplo, y con particular relevancia, el de las definitorias prerrogativas de la música. No cito gratuitamente ese dato, entre otras cosas porque es palmaria su trascendencia a este respecto. Sería ciertamente un despropósito ahondar en el metódico abismo del cante sin ahondar a la vez en los sustratos musicales de donde afloró. En efecto: sólo a través de la música —o con su imprescindible ayuda— podrá barruntarse la genealogía social y los vínculos artísticos de los pioneros del flamenco. No hace falta decirlo: un modo de cantar define antropológicamente un modo de ser. O un sentido de la vida. Félix Grande lo sabe muy bien y clama (no sé si en el desierto) por un rescate cultural provisto de inveterados obstáculos: el del fidedigno encauzamiento de esos depósitos musicales que remiten a todo un entronque popular y que fundamentaron —hace cosa de dos siglos— la todavía incierta germinación del flamenco. El hecho de que el autor de este libro sea también —y no en términos de mero aficionado— un estimable guitarrista, acaso pueda ser esgrimido ahora como un sensible aval de sus laboriosas indagaciones musicales. Si bien el aspecto teórico no es un ingrediente esencial del libro —ni tenía por qué serlo—, sí lo es la conexión entre los atributos del aprendizaje artístico y los de la intuición, esto es, entre la cultura de la música y la «cultura de la sangre». Por ahí habrá que buscar otra de las más incitantes y fructíferas atracciones del texto. No creo equivocarme: la lección de esa perspectiva temática complementa ejemplarmente el mosaico de las otras gratificantes lecciones insertas en Memoria del flamenco . Articuladas así unas con otras, se podrá disponer de una rara y segura posibilidad de acceso a las más verídicas canteras del arte gitano-andaluz. Celebro con inusual entusiasmo poder anticiparle al lector tan gratísima evidencia. J. M. C ABALLERO BONALD 20
Primera parte R AÍCES Y PREHISTORIA DEL CANTE
¿Qué son esos cantos? ¿Qué significan? Son la música de un pueblo desgraciado, de los hijos de la decepción. W. E. B. Du Bois
El cantaor no inventa: recuerda. J. M. Caballero Bonald
Cuando canto a gusto me sabe la boca a sangre. Tía Anica la Piriñaca
Vino profundo
Escribo estas líneas al anochecer, junto a una botella de vino. He estado escuchando, a solas, en la casa vacía, una siguiriya que canta Camarón de la Isla. «A los santos del cielo / les voy a pedir…» Hace unas horas, los habitantes de mi casa, los míos, mis gentes, han ido a otros asuntos; ya no tardarán en volver. En este tiempo he visto cómo se amortiguaba, hasta morir, la luz del día; cómo la noche, cortés e inexorable, iba llenando el mundo. Tomé un primer vaso de vino y me entregué, de buena ley y maniatado, a la voracidad de mis recuerdos. A veces, uno no tiene a sus recuerdos; a veces, uno es su prisionero, su perro, su esclavo. ¿Cada uno se reúne con sus recuerdos cuando se lo merece? No lo sé. Me asomé a los últimos años de mi vida, sintiendo un cierto vértigo, un borbotón de gratitud, algún rumor de cicatriz, algo de miedo, un fogonazo de congoja, un poco de perfume humilde, unos ruidos de pasos, puertas que se abren, una gran penumbra de manos, rostros que no se apagan nunca… Feliz y triste, a las puertas de la plenitud y en la proximidad de la desdicha, inmensamente vivo, caminaba por el pasillo de mi casa moviendo la cabeza; Julio Ortega decía: «Años estos, qué años». Venían cargados de voces, de pasos, de manos delicadas y memorables (Manolo Alcántara ha encontrado en el lugar más puro y más borracho de su corazón andaluz estas palabras sobrecogedoras: «De los recuerdos, como de los náufragos, lo último que se ve son las manos»)1. Son horas en las que uno tiene ganas de cantar y llorar, y uno bebe su vino ganando lucidez en cada trago, sin perder emoción, y uno se asoma a la ventana de su casa y ve en la noche la calle conocida, pero también, en un fundido fantasmal y caliente, los aeropuertos y los andenes, al25
gunas ciudades lejanas, el latido de los años circulando en esta inmensa red de venas calendarias, en este otro sistema circulatorio al que llamamos la memoria. La memoria es también la verdad y la vida, otra manera de la sangre. A veces la memoria empeora, y la emoción se vuelve anémica. En otras ocasiones nos falla la memoria, y uno se apoya contra la pared, sin fuerzas y perplejo como un enfermo. Hay quien, un día, escapando de su memoria, huyéndole, negándola, se da cuenta de pronto de que ha muerto, de que se ha convertido en un ser macilento, superfluo, vegetal: lo que llamamos, con precisión cruel, un cadáver viviente. Es importante nuestro trato con la memoria: ella es la tomiza que maniata los haces de mies, es también la cadena que sujeta los perros de la vida, y el sarmiento que anuda a la gavilla que nos calentará las manos; ella es lo que reúne. Es muy cierto que en ocasiones no podemos del todo con nuestra vida entera; desearíamos abandonar en una plaza silenciosa alguna época particularmente perversa, perder por las calles años completos de demasiado barro, borrar sucesos testarudos con testarudo ol vido. Pero quizá la vida es como un cuerpo: y separar alguna parte es simplemente una mutilación. La memoria no es un regalo, no es una caricia del tiempo, no es invariablemente un bien: es un don y también un desafío al coraje, es un espejo de agua, es la palabra de honor que nuestra fidelidad le da a la vida. No siempre podemos cumplirla, y entonces nos sentimos iracundos, e incluso miserables. Y se nos desdibuja el rostro. Echo de nuevo vino en este vaso y bebo. Este líquido, este viejo y cálido líquido, está muy vinculado a la memoria. Está, en consecuencia, vinculado a la vida. Sigo asomado a la ventana y viendo, de algún modo, los viajes, los seres, la millonaria arena del camino, la circulación de esa otra sangre umbilical, mis años, mi fortuna. Miro el vaso de vino y recuerdo imágenes de seres a vueltas con el vino y en conflicto con su memoria; verdaderamente, la vida no siempre ayuda a que los seres nos admiremos unos a otros; he visto muchos desgraciados dando traspiés, hablando solos, voceando a la nada de las madrugadas vacías y, a veces, escupiendo a sus semejantes. Recuerdo ahora una plaza de París: un norteamericano ayudado por el alcohol quería 26
pegar a cualquiera de los viandantes; era un rubio macizo y absolutamente solitario, que interpelaba a los afortunados que paseaban por parejas, o en grupo, en un lenguaje que ellos no comprendían, lo cual consolidaba poco a poco su soledad; sus ojos no estaban furiosos, sino desesperados; imposible quizá saber de dónde le llegaba esa violencia estúpida y suicida; probablemente algún estorbo había en su vida, una desilusión, no sé, una desgracia: y una memoria contrariada, a la defensiva, una memoria a la cual estaba agrediendo con sus provocaciones y con su vino descompuesto; las gentes se apartaban de su agresi vidad vacilante, de su furia maltrecha, se apartaban con miedo o con desprecio o con misericordia; fue una noche de mayo en el 68, y en otro lugar de la ciudad muchos miles de jóvenes se amontonaban por un lado del río, improvisaban impecablemente la dirección del tráfico, se hablaban los unos a los otros, excitados, decididos, alegres; qué habrá sido de aquel hombre patético; quizá le haya pegado un tiro alguien más desesperado que él, o acaso esté en la cárcel, o haya muerto en Vietnam, o exhiba o esconda una medalla militar, o ande pegando puñetazos sobre una mesa para humillar a sus subordinados, o sea un subordinado reventando de humillación… Veo también una taberna de Gijón en donde estoy bebiendo vino con el amigo Chano; los parroquianos me prestan una desafinada guitarra, con la que de jo a esos marinos del lluvioso norte algunas mal amarradas variaciones flamencas; bebemos, invitamos, reímos; apartado, un anciano bebe de su botella, solo y desdeñoso, mirando —cuando mira— con fastidio, allí, cerca del mar; de pronto, se levanta y se va, colérico: poniéndole un disfraz a su infortunio… Bebo de mi vaso y recuerdo otro lugar de Europa: Bucarest; vi allí borrachos que solitariamente escalaban las horas de la madrugada; iban como en zigzag horadando las calles —muy rara vez hablaban solos—, sin molestar, con atroz cortesía; recuerdo a uno que habla en voz muy baja, una especie de rezo horrible… Los he visto en Madrid, en Barcelona, en La Habana, en Lisboa, en Caracas, en Bogotá, en Montevideo, en Buenos Aires y en muchas ciudades de mi país. Se hallan en cualquier sitio de la Tierra. Resentidos o zalameros, hostiles o ceremoniosos, conmovedores o 27
irritantes, unos simulando un heroísmo que con toda seguridad no tienen y que sin duda creen necesitar y otros apostrofando con un valor colérico y necio a cuanto se mueve junto a ellos, unos insultando a sus ausentes familiares, otros insultándose aplicadamente a sí mismos, unos agrediendo a quien se demora por mirarlos, otros asustándose de cualquier mirada inocente e incluso compasiva, cayendo al suelo con desinterés o incorporándose con exhausto orgullo, mostrando un iracundo puño u ocultando el rostro en las manos, vomitando pudorosamente detrás de las puertas de un coche u orinando con ostentación o con indiferencia en medio de una plaza; vociferantes, silenciosos y hasta, en ocasiones, gimiendo o cubiertos de lágrimas…, pero siempre llenos de un raro y turbio frío, acompañados o perseguidos por su exilio: solos. Muestran una derrota y a la vez una desmemoria. Beben, ciertamente, para olvidar. Ya no pueden con todo, están profundamente fatigados o desilusionados o hartos y estrangulan a sus recuerdos con la mano del vino. En realidad quieren morir, o matar, y no pueden: matan y mueren con sordina; cubren su cabeza de olvido, cubren de olvido su eszaleado corazón. Beben un vino trágico. Un vino aislante, fronterizo, caído. Un vino en el fondo del cual hay ojos vacíos y bocas silenciosas y manos apagadas y palabras petrificadas y calendarios quietos: y unos cuantos siglos dormidos. Y, todavía, una lágrima. Una lágrima que ya empieza a secarse. Hay un vino intermedio. No tiene relación con la memoria: no quiere asesinarla, no quiere acentuarla. Es un vino ruidoso, que ayuda a hablar, a reír, finalmente a dormir. Se toma en grupo, con abundancia y sin hacerle caso: no se cohabita con él, se le utiliza. Es el vino de las fiestas de fecha fija, es un vino excitante, veloz, sin imaginación. Junto a él hay sonidos de tenedores, músicas voluminosas de aparatos de radio, gritos de camareros o de anfitriones o invitados. Es un vino que comparece en las reuniones familiares, en muchas bodas y bautizos, en los sábados que lograron eludir la desgracia de las horas vacías. No tiene relación con la memoria. A este vino no se lo bebe con desesperación, ni con rencor, ni con autopiedad; tampoco se lo bebe con parsimonia y corazón, con lenta plenitud, con inteli28
gencia del mundo. Se lo bebe, quizá entre baile y baile, con avidez casual, o con una alegría que no tiene conciencia de su propio milagro, una alegría municipal, útil, muy sana, no muy conmovedora. Éste es el vino del presente. Sus consumidores no soportan, creo, demasiados sufrimientos inexplicables; tampoco, creo, sus emociones enigmáticas son demasiado duraderas. Utilitario y subalterno, es un vino eficiente, sin compromisos, sin pasión, sin heridas. Es el vino que tiene mayor número de parroquianos, ni desdichados en exceso, ni emocionados en exceso: de parroquianos sin exceso. Os juro que no hay desprecio en este boceto de una manera de beber. Yo no desprecio a nadie. Pero amo la memoria → ese cordón umbilical del tiempo → ese cordón umbilical del mundo. Amo ese instante de la memoria en que, reventando de nombres y de años y de emoción y de dolor, alcanza ese estado al que se ha hallado un nombre hermoso: los sentimientos oceánicos, las emociones oceánicas. Allí no llega este vino intermedio. Este es el vino del presente. No tiene relación con la memoria. No necesita asesinarla. No necesita acentuarla. Es autosuficiente: es pequeño. Es un vino que no busca al olvido, pero finalmente lo encuentra: en el sueño, en la fatiga, en el embotamiento, en la indiferencia de la repetición. Y ese olvido, aunque sin crispación, de algún modo también sustituye a la vida. De algún modo, la usurpa. De los días, de los hechos monótonos y repetidos, se desprende, fantasmal, la ceniza del Universo. Este vino intermedio no reaviva el incendio de vi vir. Sin vehemencia, sin hondura, modesto, el vino del presente carece incluso de lo que tiene aún el vino trágico: la lenta y solitaria lágrima que se enfría. Entonces recordé otra lágrima. Muy caliente. Digna de ser vista, descrita, memorada, envidiada. Bebo un sorbo de vino y entro con cierta vehemencia despaciosa en la memoria de una madrugada de cante. Fue la noche del 29 de agosto de 1969. En Cádiz se celebró un homenaje a Pericón. Después de aquella pública sesión flamenca, ocurrida en el Teatro de Verano del Parque Genovés, algunas gentes vamos a la calle de Vea Murguía, a la fachada de su número 22, en donde se descubre una placa de mármol: En esta casa nació el 20 de septiembre de 1901 29
Don Juan Martínez Vilches, para el arte «Pericón de Cádiz». La Tertulia Flamenca de la Sociedad Española de Radiodifusión, en su homenaje. Cádiz, agosto 1969. Recostado contra un portal, Paco
de Lucía acaricia a un infinito caballo negro de taranta, con genialidad negligente, mientras algunos poetas elogian en verso a los cantes de Pericón. Poco más tarde, tras una cierta dispersión y una pequeña caravana de coches, llegamos a la Venta de Vargas, la sonora Venta de Vargas. Allí, en San Fernando, escuché por primera vez cómo canta Camarón de la Isla, al que ya entonces precedía su fama. Recuerdo una habitación grande, gentes sentadas en espacioso semicírculo; Melchor de Marchena, oscuro, silencioso, bebiendo con delicadeza; María Vargas, radiante y sosegada, cantando una hora y otra, a palo seco; Paco de Lucía, sin guitarra (aquella noche la imprevisión sólo trajo desde Cádiz una guitarra, la de Melchor, y la hacía sonar el Niño de los Rizos en otro lugar de la Venta), escuchaba a María de una manera concentrada. En otra habitación, ese «Caruso de las cavernas» al que nombramos Manolo Caracol canta fandangos «por medio», subiendo constantemente el tono, alzando sin cesar la ce jilla en el mástil, siguiendo —y alcanzando— la voz fresca del casi un niño Camarón de la Isla. El Niño de los Rizos les acompaña a la guitarra, y con una especie de dolor feliz escuchamos Francisca Aguirre, Carmina Martín Gaite, Rancapino, Fernando Quiñones y el que ahora rememora esa gloria sanguinolenta, aquel cataclismo armonioso. Cierro los ojos y veo de manera muy nítida el gesto parsimonioso y absoluto con que Manolo Caracol toma sorbos de vino. Se le juntan las letras de fandango en la boca, las historias nefastas o brutalmente solidarias que cuentan esas letras con una escandalosa sencillez, esas letras misteriosas y reventonas como la barriga de las embarazadas. Caracol nos mira sin vernos, cabecea para recordar, toma su necesario sorbo y alarga el vaso silenciosamente para que alguien le ponga otra cinta de vino, manotea con tensa suavidad, desvariado, escuchando con bravura los fandangos de Juan de la Vara que Camarón edifica ladrillo a ladrillo, o levantando él mismo en una mezcla de Gaudí y Dostoievski edificios inverosímiles en donde la desgracia y la caridad se juntan con una voz destrozada 30
y eterna para protestar por ese dolor como jamás tal vez ningún ser quizá de la Tierra lo hizo con tanto corazón sin embargo. Tenemos el vello de los brazos de pie, bebemos muy despacio y con cierta furia fantástica, descansamos eléctricos al borde de la silla, acusamos cada bordonazo o cada pirueta del compás y contenemos la respiración mientras que dura un tercio. Nada de lo que ocurra o se diga en este instante en esa habitación será mentira; si ese limosnero embrujado dice que «Cuando a ti te apartaron / de la verita mía / a mí me daban tacitas de caldo / y no las quería» quiere decir exactamente que le daban tacitas de caldo y no las quería. Aquí no se miente. En uno de esos gritos, en uno de esos documentos con que Caracol hoza en el origen del dolor o del amor como hoza un animal sediento por entre las ausencias del barro, oigo una voz llena de tiemblo que susurra Es un dios. Miro a Quiñones: con la camisa abierta para escuchar con todo el pecho, tiene lágrimas en la cara y se tapa la boca con la mano. Con la otra mano buscaba, tanteando en la mesa, un vaso misericordioso. Han pasado unos años y veo esas lágrimas y esa noche sonando por entre mis recuerdos. Caracol no era un dios. Era uno de los más trágicos artistas que jamás haya dado el cante flamenco, y era una tensión ya casi de metal por el afán de unir la vida entera con el tiempo entero, y era nosotros participando de esa tensión que tiene cara de reloj parado e infinito, y era mucha memoria ocupada en el laborioso destino de reunir a la vida, y era un vino profundo ocupado en el laborioso destino de reunir los caballos de la memoria. Vino tentacular, lleno de clemencia tremante como la de un monstruo dormido, vino sabio que conoce la inmensa solidaridad que une a las horas más apartadas y remotas y que por eso las congrega. Vino profundo como el amor, la música, el lenguaje. Estoy solo en mi casa, esperando a los míos. Ya no pueden tardar. Estuve escuchando a la vida asomado a la ventana de mi cuarto. Suele ocurrir que uno se quede solo y le rodeen los seres y los años: y las ganas de no morir, de que no muera nadie, nada, de ningún modo, nunca. Entonces hace falta la música: se necesita ayuda, pues no somos indestructibles. Puse un disco de Camarón y Paco de Lucía. Escuché, muchas veces, una siguiriya 31
que habla de una madre enferma y de una desesperación con los ojos clavados en «los santos del cielo». Recordé muchos días, tardes, noches, muchos vasos de vino. Supe muy bien que la memoria es vida. Recordé una frase de Friedrich Nietzsche: «Sin la música, la vida sería un error». Me repetí esta frase muchas veces, hasta que por detrás de su hermosa cabeza blanca asomó otra frase no menos hermosa: sin la vida, la música sería un error: sería poco honorable. Lo que sigue puede parecer raro, o puede parecer improvisado; pero no lo es. Se trata de una verificación continuada, casi una certidumbre. Es ésta: en sus grandes momentos, los mejores de entre los artistas flamencos, en su abundante y lenta copa no beben jamás el vino trágico que busca la baldía piedad del olvido ni el vino intermedio de las fiestas triviales: beben el vino profundo que alude a la ambición de ser. «Aun el más valiente de nosotros rara vez tiene coraje para enfrentarse a lo que realmente sabe», ha dicho también Nietzsche; precisamente, esas horas de que hablo son esa «rara vez»: la facultad de desliar a la vida (desliar ese atroz pergamino que contiene a los recuerdos, a las derrotas, a las emociones delicadas o turbulentas, a los desfallecimientos inolvidables y al más furioso afán de amor, que desde luego conlleva una terminante sed de tiempo) y leerla de un trago impetuoso. En el vaso del artista flamenco —también en el de quien logra escuchar con su corazón puntual— todo el tiempo pasado y toda la avaricia de futuro, la angustia de morir y la ambición de ser y la necesidad de amar, se transfiguran en un presente espeso, incontenible, que siembra en la copla todo un lujo de onomatopeyas y quejidos —los dos gestos más expresivos del lenguaje—. En ese vaso la memoria viaja sin método y también sin cansancio, acarreando vida, síntesis, expresión: cuando se ve una fugaz angustia en el rostro del cantaor, lo más seguro es que ande persiguiendo, desde dentro mismo del cante, una forma, un grito, una historia, un soplo de verdad total, una nota terrible: entonces se suele socorrer con su vaso. «A todos nos han cantado [dijo, con una fastuosidad algo harapienta, Manuel Machado] en una noche de juerga / coplas que nos han matado»: es que esa ambición de ser, ese ayuntamiento con la memoria, jamás excluye el riesgo. 32
Cuando alguien llora escuchando flamenco no siempre es a causa de su propia abundancia: en ocasiones, lo que sucede es que abundantemente reconoce lo que le falta; pero esa fuerza para reconocerlo es también algo suyo, algo que tiene, algo por lo que acaso está brindando al levantar su vino. Cuando alguien se desgarra la camisa en el transcurso de una noche de cante, no siempre lo hace apoyado en el entusiasmo: a veces sucede que la copla que canta o acompaña o escucha es una prueba de que ya no volverá nunca aquello que (en acierto de Apollinaire) «se marchaba terriblemente». Lo que existe terriblemente, lo que se ausenta de manera terrible, lo que se recupera y se conserva con terrible memoria: esas tres formas perentorias de una igual desazón de ser, esos tres gestos de una única impaciencia, son a veces un mismo rostro que se llama la vida: un relámpago de vida transitoria y total, que nos deja en la piel una serenidad mo vediza, y que le pone nombre al mundo. Con palabras de André Breton: «He aquí una razón más de vivir, es decir, algo que nos hace a la vez impacientarnos y tener paciencia». Bebemos ese parsimonioso e impaciente vino tan conocido del artista flamenco, escuchamos su música empapada en un epilepsíaco sosiego, esa música que habla de un entrañable terremoto, de una súbita eternidad o de un rayo infinito, instantáneo; volvemos a beber, a escuchar, a recordar, volvemos sobre todo a recordar, y se nos pone el corazón como una torre solitaria donde fueran llegando desde el fondo del tiempo (¡tal vez para quedarse!) los instantes de nuestra vida, una tremenda bandada de palomas blancas y de palomas negras, volando al torreón, acudiendo a una cita que es a la vez una fiesta y un rito y un gemido, taponando el agujero de la muerte, portando un fogonazo de absoluta verdad. Allí, todo lo que no sea sincero se vuelve tumefacto, y el olvido ya no acierta a ocultar su rostro cadavérico, y la indiferencia no existe. Para provocar o para sostener esa moral, para apartar el olvido o la indiferencia —es decir, la mentira—, como se aparta con una manta el humo para poder respirar aire, el artista flamenco empuja su memoria hacia lo vivido y lo junto, empuja su vino hacia su corazón. «Porque lo vivo era lo junto»: es frase que he citado y citaré otras veces. Es frase que consigna una moral de la 33
memoria. El flamenco lo sabe. Quizá bebe por eso. Tal vez canta por eso. Acaso vive para eso. Hay una honda moral en la memoria, hay una honda moral en la música: sin la música (que también es memoria, y viceversa), vivir sería un error. Sin la vida («porque lo vivo era lo junto»), la música sería poco honorable. El músico flamenco, el cantaor flamenco, viven con la moral de la memoria. Y en esas falsetas ardidas de penumbra, en los sonidos negros, en esos quejíos tiritados e impetuosos, en ese taconeo huérfano y tremante, en esos desgarrados cantes tan hinchados de multitudinaria intimidad, sentimos las raíces de la vitalidad y el hilo flamante del tiempo y el cimiento de la memoria, y una oscura caravana de rostros que son, en suma, nuestra vida. Y todo llegó acaso en una soleá, a duras penas dicha por algún cantaor con los ojos cerrados y con las manos tensas; llegó abriéndose paso por entre el silencio tumultuoso que los oyentes trabajamos y que la guitarra no interrumpe, sino que agujerea; así tal vez llegó, y por ello y para ello acercamos el vaso, y bebemos un poco más, y al inclinarnos hasta el vino acariciamos con los labios la escama caliente de la felicidad, los húmeros del infortunio, y lo tragamos todo, impacientes, despacio, con un coraje desvalido, y después, sin soltar nuestro vaso, vol vemos a escuchar la geológica siguiriya. «Sin soltar nuestro vaso, volvemos a escuchar la geológica siguiriya»: he escrito estas palabras recordando de nuevo una madrugada cada vez más lejana, cada vez más inolvidable. Tal vez fue entonces, esa noche, cuando empecé a saber que la memoria comporta una moral: que el olvido es una derrota, e incluso un epitafio. Tal vez fue entonces, esa noche, cuando empecé a saber que hay un vino profundo —un vino que está igualmente lejos de la trivialidad y la venganza—, y camarada de la moral de la memoria. Tal vez fue entonces, esa noche, cuando empecé a saber que la gran música es la que contiene a la vida; la que contiene, y contagia, las emociones oceánicas. Tal vez fue entonces, esa noche, cuando empecé a saber que dentro de esa música fundamental está el flamenco. Muchas veces he narrado la historia que ocurrió esa noche. Alguna vez, fugazmente, la he escrito. Debo ahora repetirla. Con brevedad. Fue en Tomelloso; 34
un día, creo recordar, de invierno. El cante duraba ya desde hacía horas. Avanzada la madrugada, se instaló, majestuosamente, la ocasión de la siguiriya. Durante un largo tiempo, mientras otros dos cantaores meramente escuchaban, un tercero cantó por siguiriya, con bravura, con desolación, con terror, con violencia, con delicadeza brutal. Un viejo campesino daba de vez en cuando, siempre a compás, un tenue golpecito con una vara en la baldosa. En la otra mano, su vaso de vino, a media distancia entre sus labios y la mesa cercana: en suspenso; en tensión. El gran anciano escuchaba sin jalear, con la frente inclinada, sin gestos; muy posiblemente, sin ver. De pronto, en un quejío increíblemente horrible e increíblemente verosímil e increíblemente comunitario e íntimo, un quejío que venía a clavar ya no recuerdo qué palabra, el vaso se desgarró en pedazos entre la mano de aquel bravo señor. Vimos cómo su mano, su antebrazo, su ropa, se mojaban de sangre y vino. Nos asustamos. El cantaor se interrumpió. El viejo le pidió que siguiera, que siguiera… ¡Todo lo que hizo fue pedir que siguiera! Fue un día de invierno, en Tomelloso, y hace ya muchos años, y no lo olvidaré jamás. «A los santos del cielo / les voy a pedir…», pronuncia de nuevo, casi deletreando, la voz desesperada y tierna de Camarón de la Isla. He escuchado de nuevo esa infinita siguiriya y siento ganas de besar la pared. Noto que, muy despacio, sin convulsión, estoy llorando: un llanto que es salud. Un llanto que es profundamente mío y a la vez un regalo que me llega desde la misericordia vastísima del cante. Un llanto que me trae una multitud de hermosura que sale de las gentes que han inventado y conservado el cante. Recuerdo entonces aquel manchego anciano. Veo su sangre, la veo. No es alucinación: es la memoria: viva, cabal, ardiente. Los hechos vienen y en ocasiones tardamos mucho tiempo en aprender a interpretarlos. Veo la sangre del viejo aquel y comprendo por fin que, sin dejar de ser muy real, era también simbólica: hablaba de la sangre del cante, de la sangre de un tumulto de seres que fueron creando el cante: con verdad, con grandeza, con sangre. Dondequiera que estés, si es que estás vivo todavía, anciano de La Mancha, que de alguna manera te llegue mi agradecimiento: Te 35