Dietrich Bonhoeffer
Colección
El Pozo de Siquem Dietrich Bonhoeffer, teólogo, pastor y mártir, y uno de Io n más significativos testigos cristianos del siglo XX, non invita constanteme nte en sus obras a descubrir la presencia presencia de Dios en el mundo y en la historia. Su valeroso resistencia contra Hitler, su prisión y ejecución ilustran do manera concreta cuál es «el precio del seguimiento». Un estremecedor relato de la azarosa trayectoria existencial del teólogo alemán, escrito por la experta mano de Robert Coles, sirve de introducción a esta selección de sus escritos y nos proporciona un espléndido acceso al corazón mismo del mensaje de Bonhoeffer. es profesor de Ética social en la Universidad de Harvard y autor de más de cincuenta libros, libros, entre ellos The Spiritual Life of Children y estudios sobre Dorothy Day, Simone Weil y Walker Percy. Algunas de sus obras han sido traducidas al castellano. Entre los numerosos galardones que ha obtenido, podemos citar el Premio Pulitzer y la «Medal of Freedom» Ro
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C
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r e f f e o h n o B h c i r t e i D
s e l a i c n e s E s o t i r c s E
9788429313888 Diseño de cubierta: ISBN 84-293-1388-5
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Intro In trodu ducci cción ón^ ^ edición Robe Ro bert rt Coles
Colección «EL POZO DE SIQUEM »
Dietrich Bonhoeffer
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Escritos esenciales Introducción y edición de Robert Coles
Editorial SAL TERRAE Santander
Colección «EL POZO DE SIQUEM »
Dietrich Bonhoeffer
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Escritos esenciales Introducción y edición de Robert Coles
Editorial SAL TERRAE Santander
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Indice
Prólogo 7 11 Fuentes Mo me nto s en la vida de Die trich tri ch Bo nh oeffe oe ffe r . 14 Intr odu cció n: Cóm o se hizo un disc ípul o . . 17 .........................................................
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Título del original inglés: Di etr ich Bo nh oef fer Wr itin gs Se lec ted with an Introduction Introduction hy Robert Coles
© 1998 hy Orbis Books, Maryknoll, New York
Traducción de los textos originales no publicados previamente en castellano: Ram ón Al fon so D iez Ara gó n
© 2001 by Editorial Sal Terrae Polígono de Raos, Parcela 14 1 39600 Maliaño (Cantabria) Fax: 942 369 201 http://www.salterrae.es E-mail:
[email protected]
Con las debidas licencias Im pre so en Es pañ a. Pr in te d in Sp ain
ISBN: 84-293-1388-5 Depósito Legal: BI-71-01 Fotocomposición: Sal Terrae - Santander Impresión y encuadernación: Grafo, S.A. - Bilbao
1. Jesucristo y la esencia del del cristianismo. cristianismo. . . . 2. ¿Quién ¿Quién es y quién fue Je su c ris to ? 3. El precio precio de la gracia gracia:: el seguimien seguimiento to . . . . La gra cia c a r a : El seguimi seguimiento ento y la c r u z 4. Vida en com unid ad La comu co mu nida ni dadd c r is ti a n a La fra te rn id ad c r i s t i a n a La g r a ti tu d La esp iri tua lid ad de la c om unida un ida d c ristia ris tiana na La comu co mu nid ad for m a p ar te de la Iglesia cristiana La uni ón con Je su cris cr isto to 5. Pastor de la Iglesia co nf es an te A los jóve jó ve ne s herma her ma nos de la Iglesia en Pomerania Los teso ros del de l s uf ri m ie n to Christus Víctor Carta de Adviento a los pastores de la Iglesia confesante . . . .
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6.
Ética El a m o r El afortunad o La c o n c ie n c ia La con fesión fes ión de las c u lp a s 7. Desp ués de 10 años. Balance en el tránsito al año1943 año1943 .................... .................... Sin suel sueloo bajo los los p i e s ¿Quién ¿Quién se mantie mantiene ne fi r m e ? De l é x i t o Al guno gu no s art ícu los de fe sobre la actuación de Dios en lahistoria lahistoria . . . Pres Presen ente te y fu tu ro ". . Peligro y muerte ¿Aún somos útiles? La p ersp er spect ect iva des de a b a j o 8. Cartas y apuntes apuntes desde el ca u ti v er io .....................................................................
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Prólogo
Estos escritos -que van desde los brillantes ensayos del pr ofes of esor or un iver iv ersi sitar tar io ha sta st a los últim úl tim os pens pe ns am ient ie ntos os , pr of ecía ec íass y es pe cu lac io ne s del m ár ti r- qu ieren ie ren tra ns m i tir un sentido de la travesía de un peregrino cristiano de mediados del siglo xx. Como sucede con cada uno de nosotros, hubo varios Bonhoeffers y, por tanto, la obra de su vida puede ser leída de diferentes maneras por varios lectores. El objetivo de esta selección es indicar un cierto tema o dirección espiritual que informa todos sus libros, su correspondencia y sus conferencias, un aspecto de su ser que, en una mirada retrospectiva, sabe mos que fue totalmente crucial para él -y revelador para todos los demás- y del que fue tomando cada vez más conciencia con el paso de los años. Ya en sus primeros años como filósofo religioso, y como joven y prometedor teólogo, D ietrich ietrich Bonhoeffer se atreve a afrontar de la manera más audaz cuestiones de espiritualidad y de fe. En 1930, 1930, a la edad de 24 años, mira al futuro, pero no al del éxito en el mundo. El A ct o y se r es «futuro» que él contempla en Act es el del abra zo de Cristo, una expectativa que en su caso no se debe identificar con la contemplación o la reflexión que tan bien bi en ha bía bí a ap rend re nd id o en su form fo rm ació ac ió n un ivers iv ers itaria ita ria . Ya mucho antes de que se enfrentara a los «principados y po de res » de su nació na ció n terri te rri blem bl em en te caída caí da,, esta es taba ba pr e pa rad o pa ra ha bérs bé rsel elas as con co n un a form fo rm a espe es pe cial ci alm m en te seductora de egoísmo: el astuto yo totalmente concen
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ESCRITOS ESENCIALES
PRÓLOGO
trado en el análisis de lo que ha sucedido y de lo que está sucediendo. Como alternativa, él nos apremia a todos nosotros a dar un salto en los brazos de Cristo, como si El fuera un padre y nosotros sus hijos, en otro tiempo errantes pero ahora esperanzados y confiados. Este énfasis en el futuro y su posible promesa es, por supuesto, dolorosamente irónico, habida cuenta de lo que esperaba al autor de A ct o y se r al cabo de muy po cos años. En 1933, un año tan fatídico para Alemania y para todo el mundo, mientras Hitler consolidaba su poder co mo canciller de Alemania, Bonhoeffer, el profesor uni versitario, impartía en la Universidad de Berlín (de mayo a julio) un curso que sería publicado bajo el títu lo Cristología. En este curso apelaba a Jesús de una forma más personal y escrutadora, como si ya supiera lo que estaba a punto de suceder: la religión institucionali zada de una n ación (la Iglesia luterana) se convertiría en prop ieda d de un a p an dilla de asesinos. El am plio hu ma nismo de Bonhoeffer, su destreza literaria, su voluntad de conectar la fe con la vida vivida y su insistencia en que no se debe confundir lo espiritual con lo intelectual (o lo material, lo convencional, lo popular, lo social mente aceptable) constituyen otra ironía, a la vista de lo que le esperaba a la vuelta de la esquina en su joven vida: el poder secular que reclamaba una aprobación sin límites (y la obtenía de muchos pastores y sacerdotes). Hacia 1937, cuando Bonhoeffer escribió El precio de la gracia: el seguimiento, Alemania había sido em ba ucada, en gañada, sedu cida y secu estrad a po r el Dia blo . El rég im en nazi estaba po r e nc im a de todo cuestio namiento efectivo y la humillación se hacía presente por todas partes: la humillación de los judío s, la humillación
de los que aún seguían siendo fieles a los valores demo cráticos y también la humillación de los profesores, doctores, abogados y hombres de Iglesia (llamados cris tianos) que se reunían en tropel en torno a la cruz gamada, la lucían descaradamente y defendían sus proclamas y propósitos. Bajo tales circunstancias, dignas de com parac ión con las ho ras más tene bros as en la vida de Jesús, nació un nuevo Dietrich Bonhoeffer. En este momento el teólogo (que había escrito de manera profética, aun cuando intelectual, del «futuro», de «acto» y «ser», del ejemplo vivido de Cristo como el corazón de las cosas y, en definitiva, como el todo para todos los que pretendemos ser fieles al cristianismo) se convierte en el «Caballero de la fe» de Kierkegaard, probado no po r sus logros en las conferencias acad ém ica s, ni po r la respuesta de los críticos a sus artículos y libros, ni por el juicio de sus colegas teólogos, sino por su voluntad de rechazar los halagos del régimen nazi, de enfrentarse a un poder sin precedentes, de soportarlo todo por Aquel que pronunció los dichos galileos cuando otros corrían a gritar «Heil» en Nürenberg, de estar solo, en la cárcel y, finalmente, de estar frente a los fusiles de los repre sentantes homicidas de un imperio romano moderno en el momento en que perpetraban uno de sus últimos actos de venganza. Bonhoeffer, el devoto y erudito luterano, se esta ba co nv irtien do en algo diferente de un estudios o pr ac ticante, de un escritor y profesor universitario. Bonhoeffer buscó la compañía de Cristo, un «segui miento» por el que, en efecto, tuvo que pagar un alto «precio». La «vida en comunidad» que Bonhoeffer tra taba de encontrar con la mayor seriedad había pasado a ser una vida en una «comunidad» en cabezada por Jesús
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y no por esta o aquella autoridad secular. La «ética» de la que había escrito se había convertido en un desafío directo a todo lo que defendían las autoridades de su pa ís y sus secuaces exces iva y ev identemen te sumisos, decenas de millones que corrían en tropel (y gritando) hacia un suicidio moral colectivo. En la cárcel, en su condición de hombre condenado, está completamente de acuerdo con su «futuro», encuentra una «cristología» de la carne sufriente, aprende el excesivo «precio» per sonal de una fidelidad cristiana practicada diariamente, descubre una «vida en comunidad» con su Señor en la soledad de su celda y busca en medio de densas tinie blas un a é tic a d el «amo r» y del «éxito» que haga frente , sin regatear esfuerzos y sin reservas, al poder de un régi men diabólico. En la cárcel Bonhoeffer escribe poemas; en la cárcel canta un cristianismo liberado de la bota militar de un Anticristo contemporáneo y de una espiritualidad que nace de una teología opresora y de dogmas eclesiásticos arrogantes. En la cárcel se dirige a su amado Salvador con un «acto» (resistencia al poder nazi) que se con vierte en «ser» de un creyente firme, con un abrazo constante a Cristo como el «centro» de su vida, con un «seguimien to» vivido y por el que cada vez paga un pre cio más alto, con una «vida en comunidad» con Él, con una «ética» de amor y éxito de naturaleza totalmente contraria si se la compara con lo que prevalece en torno a él y, finalmente, con cartas y apuntes que hablan de la más ejemplar, apasionada y digna subida hacia Dios de un humilde peregrino -en la celda de una prisión, en un calabozo o en un campo de concentración tras otro-: en medio del infierno ve el cielo y a Jesús, el camarada e le gido, el agradable compañero.
Fuentes
Las fuentes de las selecciones que componen la presen te obra son las siguientes: 1. Original alemán: «Jesús Christus und vom Wessen des Christentums», en D B W [D iet rich Bo nh oe ffe r Wer ke ] 10, pp. 302-322, © Chr. Kaiser Verlag / Gütersloher Verlagshaus, München / Gütersloh 1991.
Capítulo
C a p í t u l o 2. ¿Quién es y quién fue Jesucristo?, ©Ariel,
Barcelona 1971 (traducción: Sergio Vences y Úrsula Kilfitt); origin al alemán: Christologie. Vorlesung, en Gesammelte Schriften III, pp. 167, 172-175, © Chr. Kaiser Verlag, München 1960. C a p í t u l o 3. El precio de la gracia: el seguimiento, © Sígueme, Salamanca 1968 (traducción: José L.
Sicre); original alemán: Na chfolge, © Chr. Kaiser Verlag, München 1937. 4. Vida en comunidad, © Sígueme, Sala manca 1982; original alemán: Gemeinsames Leben, © Chr. Kaiser Verlag, München 1979.
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5. Originales en alemán: «An die Jünger Brüder in Pommern», en Gesammelte Schriften II, pp. 29 7-306, © Chr. Kais er Verlag , Mün chen 1959. «Predigt über Ró mer 5. Márz 1938», en Gesammelte Schriften IV, pp. 434-441, © Chr. Kaiser Verlag, München 1961. «Ansprache zum Abendmahl an Totensonntag im Sammelvikariat Wendisch-Tychow (Sigurdshof). 26. November 1939», en Gesammelte Schriften IV, pp. 453-455, © Chr. Kaiser Verlag, München 1961. «[29. November 1942] 1. Advent 1942», en Gesammelte Schriften II, pp. 596-598, © Chr. Kaiser Verlag, München 1959.
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6. Ética, © Estela, Barcelona 1968 (traduc ción: Víctor Bazterrica); original alemán: Ethik, © Chr. Kaiser Verlag, München 1962.
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7. R es is te nci a y su misió n, © Sígueme, Salamanca 1983 (traducción: José J. Alemany); ori ginal alemán: Widerstand und Ergebung, © Chr. Kaiser Verlag, München 1970.
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Res is te nc ia y su m isió n, © Sígueme, Salamanca 1983 (traducción: José J. Alemany); ori ginal alemán: Widerstand und Ergebung, © Chr. Kaiser Verlag, München 1970. Cartas de amor desde la prisión: © Trotta, Madrid 1998 (traducción: Dionisio Mínguez Fernández); original alemán: Br au tbriefe Ze lle 92. Dietri ch Bon ho ef fer - M añ a von Wedemeyer (1943-1945), © C.H. Beck’sche Verlagsbuchhandlung (Oscar Beck), 1992.
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FUENTES
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La Editorial Sal Terrae manifiesta su agradecimiento a Ediciones Sígueme (Salamanca) por su autorización para reprod uc ir las seleccione s de El precio de la gra cia, © 1968, Vida en comunidad, © 1982, y Re sis tenc ia y sumisió n, © 1983 (incluidas en los capítulos 3, 4, 7 y 8); a Editorial Ariel (Barcelona) por su autorización para rep rodu cir las selec cio nes de ¿ Quién es y quién fu e Jes uc ris to?, © 1971 (incluidas en el capítulo 2); y a Editorial Trotta (Madrid) por su autorización para reproducir la Carta a su prometida, tomada de Car tas de amor desde la prisión, © 1998 (incluida en el capítulo 8).
MOMENTOS EN LA VIDA DE DIETRICH BONHOEFFER
Momentos en la vida de Dietrich Bonhoeffer
1906 Nace en Breslau (Alemania), el 4 de febrero. Hijo de Karl Bonhoeffer, un distinguido neuropsiquiatra, y Paula (Von Hase) Bonhoeffer, de una desta cada familia. 1912 La familia de Bonh oeffer se traslada a Berlín. 1923 Com ienza los estudios religiosos y teológicos en la Universidad de Tübingen. 1924 Continúa los estudios teológicos en la Univer sidad de Berlín. 1927 Completa los estudios necesarios para la obten ción del doctorado. Su tesis se titula «La comu nión de los santos». 1928 Desempeña el cargo de vicario en la comunidad evangélica alemana en Barcelona. 1930 Concluye Acto y ser. En septiembre viaja al Union Theological Seminary de Nueva York en calidad de Sloan Fellow.
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1931 Profeso r de teolog ía en la Univ ersidad de Berlín. Es ordenado ministro de la Iglesia luterana. 1933 El 1 de febrero, dos días después del nom bra miento de Hitler como canciller, interrumpen una emisión radiofónica en directo en el momento en que él hace una crítica contra el totalitarismo. En septiembre, junto al pastor Martin Niemóller, se dirige a los ministros evangélicos alemanes para explicarles los peligros morales del régimen nazi. 1934 Ayuda a organizar la Iglesia confesante, una res pu esta crítica a Hitl er y también a la Iglesia lute rana que, en general, muy pronto se ha sometido a los nazis y después se ha adherido a ellos. 1935 Enseña en el seminario de la Iglesia confesante en Finkenwalde (cerca de Stettin). En diciembre los nazis empiezan a poner freno a las actividades en el seminario. 1936 Se prohíbe a Bonhoeffer enseñar en la Univer sidad de Berlín. 1937 La Gestapo cierra el seminario de Finkenwalde. Se publica El precio de la gracia: el seguimiento. 1938 Establece contactos con adversarios políticos de Hitler. Se le prohíbe el trabajo pastoral y docente en Berlín. Trabaja en la redacción de Vida en comunidad.
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1939 Viaja a Inglaterra. Comparte sus temores por su país natal con pastores y teólog os en Lo ndres . Visita nuevamente los Estados Unidos, pero des pu és de un as sema nas regresa a Alem ania, pa ra gran consternación de sus amigos norteamerica nos. 1940 Se le prohíbe hablar en público. Es vigilado de cerca por la policía. Escribe parte de la Etica. Visita un monasterio benedictino cercano a Munich. 1941 Visita Suiza, pero regresa a Aleman ia, donde está ba jo so sp echa por parte de las autorid ades nazis. 1942 Viaja de nuevo al extranjero, a Noruega, Suecia y Suiza. Se encuentra con amigos de Inglaterra y de otros países. 1943 Se compromete formalmente con María von Wedemeyer; tres meses más tarde es arrestado y encarcelado en la prisión berlinesa de Tegel. 1944 Trasladado de la prisión de Tegel a la cárcel de la Gestapo en Berlín. Su hermano Klaus y su cuña do Rüdiger Schleicher son arrestados. (Son asesi nados en 1945.) 1945 Trasladado al campo de concentración de Buchenwald, después al de Regensburg, al de Schónberg y, finalmente, al de Flossenbürg, donde, tras un juicio sumarísimo, es ejecutado el 9 de abril.
Introducción Cómo se hizo un discípulo
El corazón del cristianismo, huelga decirlo, es la volun tad de Dios de convertirse en un hombre, de vivir en un lugar y un tiempo concretos, de entrar en la historia, experimentar sus posibilidades y limitaciones, y probar sus límites: Jesús el niño jud ío nacido en Belén, un a ciu dad que pertenecía al imperio romano, y después Jesús el carpintero, el maestro, el sanador, el predicador itine rante y, finalmente, el insistente reformador que suscita la desconfianza del poder hasta tal punto que es arresta do, condenado y asesinado. Jesús vivió sólo 33 años; sus amigos íntimos eran gente humilde, pescadores y campesinos, hombres y mujeres que habían experimenlado el sufrimiento, habían transgredido las leyes, habí an llevado una vida vulnerable, no previsora o impúdi ca. Jesús no fue reconocido por la multitud inmediata mente después de su muerte angustiosa y humillante como el Mesías largo tiempo esperado por los judíos. Hasta sus camaradas más cercanos lo abandonaron en vida y sólo un puñado de ellos estuvieron preparados para reun irs e en torno a él, en un princip io, en el momento de su muerte. También en esto tuvo que adap tarse a la historia. Sus ideas y pronunciamientos, y su recuerdo vivo en otras personas, se convirtieron en su conjunto en un factor de trascendencia política, religio
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sa, social y cultural: la evolución de las luchas de una era con respecto a qué se cree, quién lo cree y con qué consecuencias. La historia del posterior triunfo del cris tianismo dentro de los confines del imperio romano, y después más allá de ellos, es también la historia de muchos m ártires que consintieron en sufrir la persecu ción, en ser torturados y asesinados, todo ello en nom bre de un a fe profesada. Má s aún ; aquel dram a q ue tuv o a Dios como protagonista histórico (y en el que Cristo fue seguido por unos y perseguido por otros, o contó con la adhesión incondicional de algunos a sus manda tos y fue rechazado y ridiculizado por otros) se sigue representando todavía. El Jesús del siglo i se ha conver tido en el Cristo que ha estado presente en todas las cen turias posteriores, incluida la que puso fin al segundo milenio: en efecto, dos milenios de creyentes, escépti cos y mártires -todos ellos configurados, de diferentes maneras, por las circunstancias históricas que condicio naron sus vidas. El cristianismo es también una religión de sorpresas: la mayor es su entrada en la historia, pero ha habido otras muchas a lo largo del camino. El niño Jesús sor prendió a los an cianos en el Temp lo po r su prec ocid ad y, cuando era un joven carpintero, su sabiduría asombró y deslumbró a otros, algunos de ellos prominentes y otros gentes sencillas que siempre habían tenido sobra das razones para desconfiar de los que habían nacido con estrella. Es posible que la Roma imperial tuviera sus descontentos, pero es seguro que la difusión del cristianismo a lo largo y ancho del imperio fue un resul tado sumamente inesperado, un caso sorprendente de un grupo desconocido de gente humilde que vivía en un lugar remoto de un imperio muy poderoso y produjo
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una fe que en unas pocas generaciones se convirtió en una presencia institucional de enorme autoridad y po der. Tales sorpresas han estado siempre presentes en la historia del cristianismo: desde el fracaso del papado de Celestino v -e l m onje benedictino que en su ancianidad fue llevado al trono de Pedro, pero sólo para tropezar gravemente, pues sus virtudes y su ejemplar piedad no sirvieron para responder a las demandas de la política institucional- hasta el papado de Juan xxin en nuestro liempo; y desde la aparición de Juan Calvino y Martín I.útero en Europa al descubrimiento y la colonización ile América, que en buena medida fueron una conse cuencia de las pasiones cristianas que hallaron su expre sión y resolución en los viajes transatlánticos, en la ex plo ración y el establecim iento en un nu evo continente. Esto fue también lo que sucedió con la vida de Dietrich Bonhoeffer: ¿quién, que lo hubiera conocido en su infancia, en su juventud, y hasta como un joven pastor y teólog o luter ano, pudo pr ed ec ir el cu rso de su vida, su terrible giro? Murió (el 9 de abril de 1945) en una cárcel alemana, asesinado como convicto de trai ción a su patria. Tenía sólo 39 años. Y seguramente cuando nació (el 4 de febrero de 1906), o durante su infancia y juventud, este desenlace no pudo preverlo ni la imaginación más desbordante. Algunos hombres y mujeres muestran pronto signos de talento y también de intereses y cualidades temperamentales que, en una mirada retrospectiva, han señalado la dirección, si no la crítica, de sus vidas -especialmente si se contemplan también sus orígenes familiares-, Pero Bonhoeffer, como otros muchos, llegó a ser la persona que ahora conocernos y admiramos sólo como respuesta a una evolución de la historia difícil de predecir. Después de
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todo, en cierto sentido su altura moral y su destino espi ritual, que tanto lo distinguieron de otros muchos, in cluidos miles de ministros cristianos alemanes, estuvie ron directamente relacionados con el triunfo de Adolf Hitler y sus gorilas nazis. Y, como nos ha mostrado recientemente Henry Ashby Turner, Jr., historiador de Yale, su victoria política, a finales de enero de 1933, no tuvo nada de inevitable; más bien, fue el trágico resulta do de traiciones, mentiras, engaños y componendas que desconcertaron y asombraron a un gran número de vo tantes alemanes (la mayoría de los cuales habían recha zado al chillón traficante de odios, de origen austríaco). Entonces, ¿cómo podemos entender la vida de Dietrich Bonhoeffer, y especialmente la forma en que terminó? Del mismo modo que el ascenso de Hitler al po de r no fue inevita ble, el arrest o, el encarcelam iento y la muerte de Bonhoeffer no fueron la ineludible conclu sión de un drama religioso (o ideológico, psicológico, social y cultural). No pudieron ser previstos h acia 1933, po r ejem plo, con la su bida de Hitl er al po der, ni siqu ie ra en 1940, cuando sus victorias militares eran eviden tes y su autoridad en Alemania era una pesadilla real pa ra mucho s -q ue, no ob sta nte, enco ntraron formas de evitar todo contacto con la Gestapo, sobrevivir a la gue rra y hablar con dignidad y credibilidad a sus compa triotas alemanes, como hizo Konrad Adenauer-. En efecto, en ciertos aspectos Bonhoeffer era un candidato po co prob ab le pa ra el papel qu e po steriorm en te asum ió, el de un hombre de principios que luchó hasta la muer te contra el Estado alemán. Al fin y al cabo, era un lute rano para el cual el gobierno de una nación merece un enorme respeto, por una cuestión doctrinal. No deja de ser una ironía que la aparición de Lutero esté directa
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mente relacionada con esa cuestión: lo que él predicó a este respecto sirvió a los intereses de los jefes seculares emergentes, ansiosos por verse libres de los derechos sobre ellos que Roma reclamaba. Por otro lado, Bonhoeffer no creció en un hogar políticamente radical o culturalmente cosmopolita. Su madre provenía de una renombrada y acomodada familia, entre cuyos miem bros se inclu ían un mi nistro qu e p ertene ció a la corte del emperador y un militar de alta graduación, así como abogados y hombres de negocios con títulos de nobleza. Igualmente, su padre era uno de los principales neuropsiquiatras alemanes, y entre sus parientes se incluían |in istas e individuos de la alta burguesía. Dietrich nació en Breslau, pero cuando tenía 6 años su padre asumió un cargo importante en Berlín, aunque también aquí los Bonhoeffer se mantuvieron apartados de todo el fer mento intelectual de la capital, especialmente durante los años de la Rep ública de Weimar: u na familia sólida, estable y acomodada, protegida por sus valores secula res, así como por sus fidelidades luteranas, del escepti cismo moral y político que florecía en varios círculos y salones de Berlín. Dietrich Bonhoeffer tuvo siete hermanos. Su herma no mayor, Karl-Friedrich, ejerció la medicina. Walter, otro de los hermanos mayores que él, fue asesinado en el ejército alemán d urante la primera guerra mundial. Su hermano Klaus, tres años mayor, ejerció la abogacía -y se enfrentó a los nazis, que lo encarcelaron y lo asesi naron-, Sus hermanas mayores, Ursula y Christine, se casaron con abogados (Rüdiger Schleicher y Hans von Dohnanyi) que se opusieron enérgicamente contra los secuaces de Hitler y también fueron arrestados y asesi nados justo antes de que la guerra terminara. Sabine, la
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hermana gemela de Bonhoeffer, contrajo matrimonio con un abogado y politólogo, Gerhard Leibholz, de ori gen judío, aunque cristiano por su bautismo, y su her mana menor se casó con un teólogo llamado Walter Press. Fue una familia que perdió cuatro miembros a manos de los nazis, lo cual pone de manifiesto una resistencia moral de un orden elevado. La familia «per dió» también una hija y un yerno en el exilio en 1935, cuando la amenaza nazi se cernía implacable y cruel mente sobre cualquier persona que tuviera orígenes judí os . Sin em bargo, no era una fami lia cuyos intereses y convicciones, antes del ascenso de Hitler, hicieran pe nsar qu e se co nv ertiría en un a ad versari a inco nd icio nal de éste, dispuesta a luchar (como se suele decir, y como sucedería realmente) «hasta la muerte». En realidad, a Hitler no le faltaron adversarios pro cedentes de la clase alta, conservadores en muchos aspectos, nacionalistas y (tristemente) también antise mitas a su manera, más reservada y elegante. Los nazis eran en general gentuza; y al principio atrajeron la aten ción de gentes que, a pesar de su vulnerabilidad social y económica, desdeñaban y temían a la izquierda -la sóli da presencia socialista y comunista de la República de Weimar-. Hitler proclamó el nacional «socialismo», un «populismo» demagógico que ofrecía las viejas conso laciones y satisfacciones del odio: el judío como chivo expiatorio que explicaba la situación. Para algunos ale manes de clase alta, vinculados al poder legal, econó mico y militar, la ordinariez de Hitler (y las vulgarida des de sus subordinados nazis) eran obviamente repug nantes. Una analogía americana aproximativa sería el desprecio que sentían algunos norteamericanos pudien tes e instruidos de los Estados del sur hacia el Klan.
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aunque por otra parte no tenían ningún interés en que los negros obtuvieran la misma igualdad política (y mucho menos la social o la económica). Huelga decir que tras la subida de Hitler al poder no liieron sólo los judíos los que tuvieron que aceptar lo que él representaba, lo que paso a paso quería hacer y lo que, de una manera muy enérgica, insistía en hacer. En realidad, muchos judíos pensaban que el poder iba a amansar a Hitler, a dominar su fanfarronería histérica y a refrenar la actividad de sus seguidores proclives a la violencia. Por lo que respecta a la población «aria» ale mana, incluidos sus miembros abiertamente cristianos, lauto católicos como protestantes, pronto se vio someti ca de una manera suficientemente efectiva por un régi men totalitario que no permitía oposición y hacía lo que quería, respondiendo a las dudas o los recelos de cual quiera con toda la violencia del poder político y con lodo lo que tal control puede hacer para imponer su voluntad. De hecho, la rápida acomodación de las Igle sias protestantes alemanas a Hitler dice mucho sobre el papel de la religión en la vida secu lar de una nació n industrial del siglo xx. Igualmente importante fue el papel de las un ivers idades, pues tamb ién ellas se pu sie ron muy pronto y amistosamente de parte de Hitler. En muy poco tiempo las facultades fueron depuradas, hubo libros condenados y quemados, y una multitud de des lavados intelectuales y sus seguidores se conv irtieron en cómplices o defensores públicos de la ideología nazi. O bien, de un a man era más silencio sa, se adap tar on a la sil nación y reprim ieron toda inclinación a expresar d e sacuerdo o escrúpulos. Muchos abogados, periodistas, médicos, maestros y ministros cristianos se convirtieron en instrumentos voluntariosos de los diferentes funcio
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narios de Hitler. Cientos de ministros, en algunas oca siones, se pusieron la camisa parda nazi como signo de adhesión a la autoridad del Führer. En contraste con ello, unos días desp ués del ascenso de Hitler al cargo de canciller, Bonhoeffer alzó su voz, se enfrentó al nazis mo tachándolo de idólatra, habló en defensa de los ju díos y advirtió vigorosamente contra la dirección en la que su nación se encaminaba -y mientras lo hacía, su intervención radiofónica fue interrumpida bruscamente.
pare cer no les pl an teaba prob lemas semejan te situaci ón iitcista. No o bstan te, en otros aspecto s era a todas luces (po r supuesto, en el Union Theological Seminary) un jo ven visitante extranjero casi curiosamente conservador. Mientras el evangelio social dominaba el discurso en el seminario -por entonces la gran Depresión estaba en lodo su apogeo-, este joven luterano de orígenes obvia mente elegantes estaba más interesado (al menos inte lectualmente) en Dios que en el hombre. Como Karl llarth, a quien admiraba, Bonhoeffer trató de compren der lo que él reconocía que era, finalmente, incompren sible: las razones y los caminos de Dios. Es propio de nuestra naturaleza hacer precisamente esto, tratar de averiguar todo lo que podamos de lo Divino -y tal vez lodo lo que podamos hacer no sea más que describir nuestro anhelo de realizarlo, la futilidad de nuestra bús queda y, quizás, especular sobre Su voluntad y hasta sobre Sus intereses o deseos-. La austeridad (si no el capricho) de semejante postura debió seguramente im pre sio nar a alg un os en el Un ion Se mina ry (bien entra do el siglo xx, después de Darwin, Marx, Freud y Einstein, por no men cion ar el apare nte co lap so mu nd ial del cap ilalismo) como cosa notable, y no sin implicaciones sociales, culturales y psicológicas: la huida hacia el insondable Dios de Juan Calvino como alternativa al abrazo a las criaturas de Dios, aquí al alcance de la mano, en todo su sufrimiento demasiado obvio y pro fun do. Con todo, Bonhoeffer no era indiferente al mundo del aquí y ahora. Más bien fue un hombre inmensamen te agradable y serio, y su energía moral y su naturaleza evidentemente compasiva le permitieron entenderse
¿Cómo explicar semejante resistencia, expresada pú blicam en te desde los prim ero s años del nazism o? En 1933 Dietrich Bonhoeffer tenía 27 años y era un pastor y teólogo que residía en Berlín y estaba vinculado a la vida universitaria como profesor y ministro. Por enton ces se había convertido ya en un teólogo prometedor: había viajado a España para desempeñar el cargo de vicario en la comunidad evangélica alemana en Barce lona y había pasado un año en el Union Theological Seminary de Nueva York. Es indudable que ya entonces había dado pruebas importantes de su naturaleza com pasiva. En Barcelona su corazón lo llevó a entrar en contacto con los trabajadores, los desempleados en una nación que en aquellos años se enfrentaba a los conflic tos que harían posible la aparición de Francisco Franco, uno de los principales aliados de Hitler. En América, Bonhoeffer se percató inmediatamente de nuestro racis mo instituciona l (en 1930, antes de que Hitler llegara al po der). Y mo stró un a intensa y du rade ra preocu pación po r u na nación qu e segregaba a m illon es de ciud adanos , manteniéndolos apartados y en un nivel inferior: una afrenta -él lo vio claramente- al cristianismo al que se adherían fácilmente aquellos a quienes, no obstante, al
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pe rfe ctam en te con sus anfitrio nes no rtea mer ican os . Co mo devoto luterano, se inclinaba ante el poder distante e inquebrantable de Dios; era un ser humano honrado y accesible de buenos instintos y fina sensibilidad, que se preocupaba por quienes estaban a su lado, cualquie ra que fuera su credo o color. En el Union Seminary, Bonhoeffer entabló una profunda amistad con Paul Lehman, pero también con otros; los llevaba en su mente y su alma. Mantuvo correspondencia con ellos en la oscura década de 1930 y volvió a verlos brevemente, al final de esa década, justo antes del comienzo de la segunda guerra m undial. Tras regresar a Alemania, Bonhoeffer se despidió pron to de la vida del jove n y p rometed or te ólo go , el p as tor, profesor e investigador vinculado a la universidad, el berlinés de origen social impecable que tocaba el piano con brillan tez, qu e tamb ién ha bía ap rend id o a ju gar mu y bien al tenis, y cu ya familia , en me dio del caos económico de la década de 1920, no había conoci do nunca el peligro, las dudas y las angustias que opri mieron a la clase media, y mucho más a los pobres. Millones de ellos se habían declarado partidarios de los comunistas o de los nazis, que no sólo eran adversarios electorales sino que se habían enzarzado en una batalla feroz e incesante por las calles de una nación orgullosa, muy instruida e industrial (y también industriosa) al bo rde del co lap so po lítico y econ óm ico. El 30 de enero de 1933, como consecuencia de las interminables nego ciaciones y m anipulaciones a puerta cerrada, sucedió lo peo r, lo im pe nsab le. Aqu el día Hitler se co nv irtió en canciller de Alemania y la suerte de millones de perso nas de todo el mundo quedó echada: por una u otra razón serían asesinadas en los doce años siguientes, y
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mire ellas se encontraba Bonhoeffer, que entonces tenía / años y muy pronto hizo pública su oposición a los nazis. Ni Bo nh oeffe r ni ning un a ot ra pe rson a co no cía n hasta dónde, en la dirección del mal abso luto, iban a lle var los nazis a Alemania y a toda Europa. Pero supieron Captar mejor que otros, y al instante, las verdaderas in aniciones de aquellos asesinos y homicidas. Como he mos señalado antes, interrumpieron bruscamente el profiama de radio en el que él intervenía, unos días des pués de que Hitler tomara po sesión de su car go, por advertir contra la idolatría que acompañaría al constan te estrépito del «Führer». Día tras día, mes tras mes, los nazis urdieron su control totalitario sobre la nación y ron él el flagrante racismo del antisemitismo -un terri ble eco, tri stem en te, que se h ab ía hech o sentir a lo largo de los siglos y que p udo escuchar, entre o tros, el propio I,útero-. Pero con Hitler aquellas lejanas denuncias y, más recientemente, los ataques wagnerianos contra una pre sunción qu e se ad qu irí a a co sta de otros se habían convertido en algo completamente distinto: el odio fo mentado por el Estado con un objetivo homicida. Mien tras que sus compañeros en el ministerio se apiñaban en torno al Führer, Bonhoeffer y un puñado de pastores se agruparon en la «Iglesia confesante»: de rodillas ped ían perd ón a Dios po r lo qu e se estaba diciendo y ha cie nd o en su tierra natal, al mismo tiempo que sabían que esta ban po niendo en pelig ro su situació n, y su prop ia vid a, por sus acciones. Fue un tie mpo de un a gran pru eba, un tiempo en el que algunos huyeron, otros se sometieron y otros empe zaron lo qu e se convertiría en la marcha de muchos millones a los campos de concentración, las factorías del asesinato que sólo una tecnología «avanza
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da» en una nación como Alemania podía posibilitar y sostener. A finales de 1933 Bonhoeffer volvió a salir de Alemania para dirigirse a Inglaterra. Su oposición a los nazis era clara y conocida públicamente, pero tal vez necesitaba tiempo para precisar cómo iba a realizarla. Mientras tanto, los nazis aceleraban su control cultural (y naturalmente político) sobre Alemania, de manera que cuando Bonhoeffer regresó, en 1935, el tipo de tra bajo que iba a d esem pe ñar - la form ación de pastores en una tradición de oposición orante a los valores propues tos diariamente por los nazis y con los que bombardea ban las me ntes del pu eb lo ale mán bajo la hábil guía de Joseph Goebbels- se había convertido en algo extre madamente peligroso. Pese a todo, en 1935 se había abierto un Seminario de pastores, situado primero en Zingshof, junto al mar Báltico, y después en Finkenwalde, cerca de Stettin. Allí, durante los últimos años de la «vil y deshonesta década» de Auden, en la que el mismo infierno empezó a convocar al pueblo ale mán, Bonhoeffer y otros pocos se reunieron, oraron, estudiaron y se prepararon para algo que, como segura mente debieron sentir, iban a encontrarse a la vuelta de la esquina. Mientras que la gran mayoría de los pastores luteranos dieron su consentimiento al régimen de Hitler, e incluso le dieron la bienvenida y en algunas ocasiones lucieron la esvástica, Bonhoeffer y sus compañeros se opusieron a semejante acomodación, que en algunos casos fue una adhesión, y fundaron una «Iglesia confe sante» opuesta a la jerarquía cristiana establecida. Du rante aquellos pocos años Bonhoeffer escribió El precio de la gracia: el seguimiento (1937) y Vida en comuni dad (1939). En cierto modo se estaba apartando del
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legado luterano de una Iglesia ligada al Estad o y se esta ba adhirie nd o radicalm en te a Jesús, qu e pa ra él era en aquel momento un guía plenamente vivo, tanto ética como espiritualmente. Del mismo modo que los cléri gos alemanes se habían convertido en los autodegradados «discípulos» del Führer, Bonhoeffer exhortaba a sus amigos, sus compañeros morales en Finkenwalde, a mantenerse firmemente adheridos a Jesucristo, a todo lo que Él sostuvo y transmitió a otros, Sus discípulos. El «precio» sería un terrible aislamiento, un creciente ostracismo. Pero todos en aquella comunidad, todos los que compartían aquella «vida en comunidad» se habían percatad o ya no sólo de la intención de los nazis, sino de su absoluta determinación de cumplir sus expectati vas a toda costa. De ahí el «precio» que Bonhoeffer tenía en mente para sí mismo y para otros como él: la muerte, si era necesario, en la búsqueda de una vida cristiana comprometida. Hacia 1939 resultaba claro que no había manera de parar a H itler en Al em ania, ni tampo co en el extranje ro, si no era con otra guerra mundial. Inglaterra y Francia habían visto el fracaso de su renuncia desesperada a Checoslovaquia en Munich. La bestia nazi gruñía feroz mente en Polonia, y estos dos países se preparaban febrilmente para la inevitable confrontación. En aquel momento Bonhoeffer hizo su segunda visita a los Esta dos Unidos. En el Union Seminary era otra persona: ya había pasado la prueba moral y personal de una manera experimentada por pocos en el seminario -y por ningu no de nosotros en nuestra vid a- No se había enfrentado a Hitler con artículos y peticiones por escrito firmadas en países distantes, o con sermones pronunciados lejos del alcance de la (ya entonces) notoria Gestapo, sino
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que había manifestado de m anera transparente sus prin cipios a poca distancia de la Gestapo. Más aún; poco después de llegar a los Estados Unidos y encontrarse allí a salvo en junio de 1939, tomó la decisión de regresar, y lo hizo en julio. Pocas semanas después estallaría la segunda guerra mundial y sus amigos norteamericanos, preocu pa do s, se pregun tab an: ¿p or qué aquel retorno apresurado, dada la resistencia que él iba a oponer y la consiguiente respuesta vengativa? En relación con esto, recuerdo perfectamente una conversación mantenida en el verano de 1963 con Reinhold y Ursula Niebuhr, y su cortés pero sincero de seo de transmitir no sólo la preocupación que muchos en el Union Seminary sentían por Bonhoeffer, sino tam bié n un a interesante y suma me nte instructiva variante de esa preocupación. ¿Por qué quiso regresar con tanta urgencia a Alemania? ¿Qué significaba «realmente» la nostalgia [homesickness] de la que con tanta frecuencia hablaba? ¿No sería que estaba «deprimido»? ¿No le ha brían ay ud ado algu nas «c on versaciones» con un «p rofe sional»? ¿No habría sido «más prudente» para él que darse en los Estados Unidos y contribuir a que una nación significativamente aislacionista tomara concien cia de lo que estaba en juego en Europa? Ya entonces Paul Tillich y Karl Barth se habían exiliado. ¿Acaso no había luchado ya Bonhoeffer contra los nazis con más fuerza que cualquier otra persona en las universidades alemanas o en el ámbito de la cristiandad ? Se había atre vido (pero no con gestos sutiles o indirectos) a decir un «no» rotundo a su Estado arbitrario, opresor y sin escrú pulos. An tes de su segu nd a visita a A mérica sus amigos en el extranjero habían visto ya que sería encarcelado , si no le sucedía algo peor, y se alegraron cuando, final
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mente, cruzó el Atlántico en una visita que, según espe raban, se convertiría necesariamente en una estancia pro longada. Pero él no dio nu nc a un a ex plica ción ex plí cita de las razones por las que regresó a Alemania en el verano de 1939. Habló de «nostalgia», pero de una manera más precisa comunicó a Reinhold Niebuhr que, para po de r tene r algu na futura cred ibili da d y valor moral ante sus conciudadanos después de la derrota de Hitler, era preciso que participara en la lucha con la que se consiguiera esa victoria: «Tengo que vivir este perio do difícil de nuestra historia nacional con el pueblo cris tiano de Alemania. No tendré derecho a participar en la reconstrucción de la vida cristiana en Alemania después de la guerra si no comparto las pruebas de este tiempo con mi pueblo». Estas palabras manifiestan el senti miento de alguien que mira al futuro con esperanza, el sentimiento de alguien que ciertamente quería vivir, pagar lib re y totalm en te «el precio del segu imien to», pero tamb ién tener un a op ortunida d de pa rticipa r en un momento futuro de redención. Después de regresar a Alemania, no pudo dejar de ver un significado implícito de la «nostalgia» [home sickness] que sufrió en Nueva York: su «casa» [homeJ estaba fatalmente «enferma» [sick]. Una vez que Ale mania entró en guerra se derribaron todos los obstácu los levantados contra la bestialidad nazi. El monstruo asesino nazi atravesaba una frontera tras otra con la determinación de p roseguir el exterminio en masa de los ju dí os y de otros cons idera do s «inferi ores» o «ene mi gos» por un régimen que se revelaba, de manera imper turbable, como un mal tan monstruoso que no tenía paral elo en la histo ria . Bonhoeffer, que ha bí a man teni do una resistencia sin fisuras, se lanzó hacia adelante,
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mientras el Anticristo lo rodeaba por todas partes. Gra cias a los contactos de algunos miembros de su familia se integró en la Abwehr, la Agencia de contraespionaje militar, que por un tiempo estuvo libre de la vigilancia de la Gestapo. Allí no tenía que luchar en las legiones de Hitler, y de hecho se convirtió en un doble agente, que ostensiblemente trabajaba para Alemania mientras esta ba tra man do lo mejor que po día la de rro ta de Hitler. En cierto sentido aquí nos adentramos en un territorio que Graham Greene o quizás Joseph Conrad han descrito mejor que nadie: la pasión moral personal de alguien que cuestionó la moralidad convencional en su ex pr es ió n política es table ci da. Lo s co m pañ er os de Bonhoeffer en la subversión fueron su hermano Klaus, sus dos cuñados y varios oficiales militares, diplomáti cos y aristócratas -cada uno de ellos con sus razones pe rson ales pa ra da r un paso tan radical y ex tre mad a mente peligroso-. Es indudable que algunos de ellos no estaban exentos de mancha: nobles de la vieja escuela, militares de los ejércitos de tierra y mar que qu erían una Alemania poderosa, pero no regida por un loco lleno de odio que amenazaba con derribar todo y a todos los que no estuvieran de acuerdo con sus ideas y las de la gen tuza asociada con él. Una gran nación se había conver tido en una nación de gángsters. En el caso de Bonhoeffer estaba presente esta enor me ironía religiosa: era luterano, pero ya no estaba enfrentado al Estado con una oposición nominal, sino que trataba de derribarlo con todas sus fuerzas -y, con el tiempo, sería arrestado, encarcelado y asesinado sólo unos días antes de que Hitler se suicidara- Aunque la artillería y los aviones aliados habían conseguido sacu dir los cimientos donde se encontraba su prisión, él
siguió orando y sirviendo a otros, y fue al encuentro de la muerte con un estoicismo inolvidable para aquellos que fueron testigos. Seguramente para él éste era el «precio del seguimiento» no estudiado en escritos, ni analizado en argumentos o formulado en una posición po lém ica, sin o asum ido en el cu rso de un a vida intens a mente espiritual. Estaba a punto de cumplir cuarenta años y era el prometido de María von Wedemeyer. El y otros prisioneros fueron asesinados por los nazis cuan do éstos estaban en las últimas; al cabo de un mes Alemania (que estaba en una situación desesperada) se rindió incondicionalmente ante las fuerzas aliadas. Es difícil imaginar lo que pudieron sentir, en medio de las ruinas de Berlín, los padres de Bonhoeffer y su prome tida (que había perdido en la guerra a su padre y dos hermanos) al enterarse de que él, su hermano y sus dos cuñados habían sido ejecutados en los últimos momen tos de la guerra. El Diablo llegó a Alemania (gracias a una política diabólica) en 1933, y no se presentó precisamente con guantes de seda, como se suele decir, sino más bien en una versión acabada, sin disfraz, descarada, moderna, secular y estatal: los asesinatos en masa se convirtieron en una rutina a lo largo y ancho del continente más «civilizado», en la cuna del cristianismo histórico -el entonces llamado «eje Roma-Berlín»-. La espirituali dad característica de Bonhoeffer, que consistía en la rea lización diaria de las verdades morales formuladas por Jesús y encarnadas en Su vida, es nuestro legado (¡terri ble ironía!) graci as a aquel ho rro r extre madam en te devastador. Adolf Hitler nos dio el Dietrich Bonhoeffer al que admiramos y veneramos hoy, más de medio siglo después de su muerte a manos de un verdugo nazi.
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«Prisionero Bonhoeffer, prepárese y venga con noso tros», le dijeron los que inmediatamente después se encargarían de asesinarlo. Y con aquel hecho él «vino» a todos «nosotros». Un testimonio prolongado, una ri gurosa prueba libremente escogida terminaba al fin, pe ro pa ra tener una nueva existencia , no sólo la celestia l a la que él aspiraba cuando pronunció las últimas pala bras de las qu e tenemos no tic ia («És te es el fin, y para mí el comienzo de la vida»), sino la terrena de la que han participado varias generaciones después de él. Bonhoeffer fue un hombre de fe -ahora ensalzado-; su voluntad moral fue tan férrea que desafió las docenas de evasiones, racionalizaciones y autojustificaciones en las que todos los demás nos refugiamos de una manera demasiado fácil y frecuente. Es indudable, repitámoslo otra vez, que este hombre cuya mem oria seguimos hon rando pudo actuar de otra manera. Podría seguir vivo entre nosotros, como un respetado y sabio teólogo y profesor, en otro tie mp o activ ista co ntra el na zis mo y ahora con más de 90 años, como una persona conocida po r su prestigio intelec tual y su altura mo ral. La inolvidable despedida de George Eliot al final de Middl em ar ch (dirigida a los individuos cuya compleji dad de mente y corazón ella había presentando de una manera tan sutil) reza así: «¿Quién puede abandonar unas jóvenes vidas después de hab er permanecido tanto tiempo en su compañía y no desear saber qué les acon teció en sus años posteriores? Pues el fragmento de una vida, no importa cuán característico haya sido, no es la muestra de una simple tela de araña; las promesas pue den no cumplirse, y un ardiente principio puede ir seguido de un declive; los valores en potencia pueden encontrar su largamente esperada oportunidad; un error
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pasado pu ede im pu lsar un gran re sa rcim ie nt o» 1. EnconIramos aquí una sagaz y amplia explicación psicológica de una dialéctica secular en todas sus posibilidades. No obstante, en Bo nh oe ffe r vemo s po co del zigzag evocado de una manera tan idónea por una observado ra magistral de la psicología humana. En la vida de llonhoeffer la marcha de sus pies, paso a paso, señala, implacablemente, de una manera sumamente predeci ble, un a insis tente, persisten te y so no ra antífona de disi dencia frente a las legiones de odio que desfilaban a tra vés de Alemania y después en otros países: el asesinato en constante movimiento (mientras todo el mundo mira) infligido por las heces de nuestra especie dotadas de po der militar. Frente a un A nticris to tan terrible, un ca n didato a «discípulo» de Jesús comprobó por sí mismo lo que significaba el seguimiento - y por ello, una vez más, luvo lugar otra crucifixión-. En aquel momento Hitler estaba ya en su bunker, en su camino -esto es lo que se pu ede esp er ar - ha cia un fut uro que ni siq uiera el ma yo r examinador de nuestro pasado y nuestro futuro, Dante, pud o nu nc a imaginar. Cuando contaba poco más de veinte años, parecía que Bonhoeffer se encaminaba hacia una prestigiosa carrera como profesor y pastor luterano que también estaba llamado a meditar y escribir sobre cuestiones teológicas. Entonces era eminentemente leal a la noción de autoridad y jerarquía, a la idea de fe como algo trans mitido de una manera muy misteriosa desde arriba (más que encontrado y explorado dentro de uno mismo). Para 1.
George E l i o t (seudónimo literario d e Mary Ann Evans), M idd lem ar ch . Un es tu di o de la vid a pr ov in cia na , Editora Nacional, Madrid 1984, p. 1.097.
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los luteranos el Estado es, realmente, un aspecto de la divinidad de Dios que se nos concede desde lo alto; el cristianismo es un cuerpo de creencias y convicciones que es integrado en la vida diaria como ciudadano, como miembro de una comunidad establecida. El pala cio de justicia no es una iglesia, pero comparten un espacio común en el centro de la ciudad, y se supone que cada uno de ellos debe influir en la vida diaria del otro. La declaración de Cristo sobre el césar y Dios es visto como un mandamiento doble o mixto más que como un repudio o rechazo de una autoridad civil intru sa -una petición dirigida a los creyentes para que man tengan una distancia de seguridad entre sus responsabi lidades políticas y la práctica de su vida religiosa. Ahora bien, los luteranos no están necesariamente obligados a la sumisión institucional. No es necesario recordar que su fe es una fe protestante. Su fundador se enfrentó al catolicismo de Roma, insistiendo en su dere cho y, por implicación, en el derecho de ca da uno a bus car a Dios en las formas privadas de oración, pero tam bién en la reflexión , el debate y la argu me ntación. El luteranismo postula el compromiso civil como una expresión de la vida religiosa, pero libera al individuo que da culto del papel intercesor de los papas y los car denales. De forma que cada uno de nosotros tiene liber tad de acción en el ámbito de la fe, aunque también per tenecemos a una familia, un vecindario y una nación. Si bien Lu tero tra ns fir ió parte del po der papal a los pa sto res y parte a los «principados» a los que esos pastores pe rte necía n, dejó al felig rés individu al un cierto terri to rio privado en el que se puede encontrar (imaginar, con siderar y suplicar) a Dios sin que nadie tenga que mirar necesariamente por encima del hombro. De ahí la orto
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doxia, por así decirlo, de la noción bonhoefferiana de un Dios mucho más privado e inescrutable de lo que muchos cristianos, de cualquier confesión, estarían dis puestos a adm itir. Mientras el joven Bonhoeffer de la década de 1920 se recordaba a sí mismo y recordaba a sus lectores que la fe exige sumisión a lo significativamente incognosci ble, y hasta inaccesible, senc ill am ente daba por sen tad o el sistema político que prevalecía entonces en su país natal -un estado mental (o espiritual) luterano conven cional-. Esto quiere decir que no se vio envuelto en las considerables tensiones de la Alemania de Weimar. Vi vió una vida intelectual sin riesgos y no rompió con ella en su país, sino en el extranjero, en España. Después viajó a los Estados Unidos, donde (nuevamente) las Iglesias estaban mu y imp licadas en las luchas sociales y económicas de un capitalismo vacilante. Es indudable que desde la distancia facilitada por estos dos viajes lomó conciencia de nuevas posibilidades pastorales: el ministro como crítico político y social y, si es necesario, como activista. Pero antes de que Paul Hindenberg diera a Hitler el cargo que había estado b uscando durante una década, Bonhoeffer no había dado muestras de ningún interés especial en el destin o social y político de su país extremadamente perturbado. Sin lugar a dudas se le podía ap lic ar con toda ju sticia, como a Karl Barth, el titulo de la novela de Zora Neale Hurston, Sus ojos mi raban a Dios. No obstante, como hemos indicado, exac tamente dos días después de que Hitler tomara pose sión de su cargo, Bonhoeffer cuestionó la noción de «I ’iihrer» en una intervención radiofónica que, podemos decir, constituyó el principio de una nueva vida para él, una vida políticamente comprometida que tendría con
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secuencias obvias para él, no sólo como alemán sino también com o cristiano y teólogo. No era normal que un luterano de una familia prominente cuestionase la auto ridad del Estado, y menos que lo hiciese públicamente. La petición que dirigió a sus hermanos en el ministerio pa ra que «c on fes aran», para qu e de he cho hiciera n de semejante postura de contrición la característica con temporánea de su fe, para que fueran miembros de una fe confesante más que luteranos alemanes, fue una intervención radical y lo apartó mucho de la gran mayo ría de sus colegas, que se declararon partidarios de Hitler y hasta vistieron la camisa parda nazi en algunos encuentros. Así pues, Bonhoeffer rompió en dos aspectos con los intereses y la manera de pensar que lo habían caracteri zado hasta entonces. Cada vez estaba más interesado en el aquí y ahora y estaba públicamente enfrentado a su gobierno y la relación de su Iglesia con él. Además, en aquel momento se convirtió en un «pacifista» convenci do. Empezó a ver la guerra como una realidad no sólo inhumana y destructiva sino también, en el sentido reli gioso de la palabra, profana: un acto blasfemo por parte de los jefes de la nación y sus cohortes. Incluso quiso ir a visitar a Gandhi, vivir durante un tiempo en su ashram y aprender de él -una ruptura más con la herencia con servadora, luterana y alemana que en un primer momen to operaba de manera decisiva en su mente. A finales de la década de 1930 había nacido una per sona nueva, la que conocemos la mayoría de nosotros y, como es comprensible, a la que consideramos como una pres encia teológ ica y espirit ua l de prim er orden, un regalo del siglo xx al pensamiento cristiano. Pero este hombre al que acogemos tan gustosos no vio la luz tal y
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como lo conocemos ahora. Tampoco llegó a ser quien lúe por una evolución esencialmente filosófica o teoló gica: el «hombre pensante» de Emerson que elige este o aquel camino durante un viaje continuo del yo, empuja do por su capacidad de interioridad independiente. Bonhoeffer fue un hombre en otro tiempo privilegiado, admirado y afortunado que llegó a esta r sitiado y solo y, en un breve espacio de tiempo, vio cómo su carrera y su misma vida estaban en peligro. No podía enseñar en la universidad ni ejercer el ministerio de pastor en una iglesia. Era objeto de una investigación constante. Sólo la elevada posición de su familia y sus muchos contac tos lo libraron (provisionalmente) del arresto y de algo peor. Ya antes del estalli do de la gu erra sus amigo s del extranjero estaban preocupados por él y querían salvar lo. Y los amigos que tenía en Alemania, sus com pañeros realmente íntimos, se estaban agrupando en una oposi ción que pasó muy pronto a la clandestinidad. Hay que repetir una vez más que ninguno de estos giros de los acontecimientos era necesario: todo lo que Bonhoeffer tenía que hacer era guardarse para sí y sus colaborado res más cercano s sus enérgicas reservas contra los nazis. En cambio, se convirtió en un adversario público de los jefes de su nació n, de su Iglesia -c uan do ésta se plega ba a las exigencias de esos je fes- y de la política que su gobierno perseguía: rearme y anexión de países por medio de la amenaza de la guerra. En estas circunstan cias Bon hoeffer no se volvió a un Dios distante y abstracto, ni a su pasado luterano (con la esperanza de redimirlo), ni a la tradición intelectual de la Ilustración, ni tampoco al pensamiento de moda que había ocupado un puesto tan destacado en el Berlín de la década de 1920. Se volvió más bien a Jesucristo, a
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Sus experiencias concretas, Sus discursos, Sus parábo las, Sus exhortaciones, sugerencias e interpretaciones, a Sus ideas declaradas tal y como surgieron en el curso de Su enseñanza y Sus curaciones y, no en último lugar, a Su vida tal como eligió vivirla. Un teólogo prometedor se convirtió en un marginado en peligro. Fue como si hubiera dado un salto de diecinueve siglos, tratando de situarse entre los compañeros de Jesús y los camaradas peregrinos que Él esco gió, un grup o de hu mild es segu i dores que corrieron riesgos por decidirse a estar con Él. Semejante salto implicaba abandonar (y hasta enfren tarse a) la Iglesia y el Estado; y semejante salto empu ja ba a una vida moral y espiritual caracterí stica. Lo importante en ese momento no era defender o urgir reformas, y ni siquiera repudiar la fidelidad al Estado y la Iglesia, sino dar el paso más radical, derribar un orden de cosas establecido, un gobierno excesivamente con trolador, con una Iglesia que profesaba en exceso ser su aliada. La espiritualidad de Bonhoeffer no fue la de un cris tiano contemporáneo que luchaba por encontrar sus correctas relaciones con la Iglesia -como , po r ejemplo, Thomas Merton o Flannery O’Connor-, Tampoco era un ex agnóstico que había recibido el milagro de la fe -como, por ejemplo, Simone Weil o Edith Stein-. Si, como dice el proverbio, «la historia hace al hombre», o al menos a ciertas personas, que muestran una disposi ción a verse profundamente afectadas por un momento histórico particular, entonces fueron «los tiempos» los que cambiaron al joven Bonhoeffer -el devoto luterano, el inteligente estudiante de teología y el erudito que vio la distancia que nos separa de Dios como una barrera difícil e inevitable y, no en último término, el alemán
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po liticame nte disid ente o indiferente qu e tenía cosas más importantes (podríamos decir, por ejemplo, en 1930) en qué pensar- en alguien «despreciado y desdeñado», un fuera de la ley en una nación a la que amaba pro fundam ente. El cristia nism o de Bon ho effer se co n virtió en el de los primeros años de la religión, antes de su ¡nstitucionalización; de hecho, su fe durante la ú ltima y decisiva década de su v ida es comparab le a la fe de un apóstol en el Jesús terreno aún vivo, en medio de una existencia en el límite, si no en constante peligro de muerte. Bonhoeffer habla con modestia de «seguimienlo», pero piensa en los apóstoles antes de la llamada gente muy sencilla radicalmente seducida por Jesús, hombre de una condición moral irresistible que parecía extrañamente a la deriva y se estaba convirtiendo en una considerable espina cada vez más clavada en el costado de toda autoridad religiosa y política establecida. Es innegable que hubo otros intelectuales de la misma talla que Bonhoeffer o con un nivel superior (el ps ico analist a C ari Jung, el filósofo Mart in He idegg er, el crítico literario Paul de Man, el poeta Ezra Pound) a quienes la historia introdujo directamente por las puer tas del nazismo, o del fascismo, que les dieron la bien venida. Al final de su vida Heidegger seguía siendo un nazi impenitente: precisamente él, el campeón del «existencialismo» que nos habló con arrogancia de la «autenticidad» y se dejó engañar como un imbécil por Hitler y sus matones mentirosos y asesinos. Jung no dio una respuesta clara y se limitó a explicar una y otra vez (con la esperanza de justificarse) su coquetería con una oscuridad sin precedentes. Paul de Man trató de ocultar su afiliación nazi, que fue descubierta sólo después de su muerte. Pound encontró en la «locura» una escapato-
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ría de la traición: su sucia boca es una lección para aquellos de nosotros que predicamos «las humanida des» y la «poesía» como una respuesta a la crueldad y la brutalidad de mente y corazón. Mientras tanto, un jo ve n pa stor tomó a Jesú s su fic ien temente en serio co mo para tratar de imitarlo y el destino le dio una opor tunidad de hacerlo de una manera más intensa de lo que nadie se habría atrevido a creer posible. Indudablemente había signos de que Bon hoeffer ten dría que mantenerse erguido frente a las presiones con formistas de la socie dad más totalitaria de la historia. En el verano de 1931 fue a Bonn para escuchar a Karl Barth, siguió sus lecciones durante tres semanas y se cuenta que citó a Lutero en una clase -en la que obser vó que «a veces las maldiciones de los impíos le suenan a Dios mejor que los aleluyas de los piadosos»-. Barth y Bonhoeffer podían estar de acuerdo en que a h í podría encontrarse un elemento del pensamiento del Señor que ellos podían detectar y presentar como específicamente Suyo. ¿A quién de los «impíos» escucharía Dios con agrado? ¿Tal vez a Freud? En su obra inflexiblemente escéptica El porvenir de una ilusión Freud expuso cla ramente su convencimiento de que usamos la noción de Dios para hablar de nuestras necesidades, deseos y temores: la fe como alargamiento del yo. Naturalmente, esta observación nos dice mucho de Freud -el psicoa nalista como una persona asaltada por una duda conti nua, dentro y fuera de su despacho-. De la misma m ane ra que Barth y Bo nhoeffer no tenían intención de ocul tar su originalidad y, con el tiempo, su deseo común de retar a los piadosos que se consideraban orgullosamente -sí- ministros cristianos sancionados por los nazis, ninguno de los dos se habría sorprendido si el Dios cuya
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hambre y sed, cuya propia manera de buscar la vida ellos habían presentado, encontraba un cierto placer en el lenguaje áspero y polémico del «impío» Freud que (en la clasificación que tuvo lugar en la década de 1930 en Alemania y en Austria) terminó exiliándose, mientras que sus hermanas fueron enviadas a campos de concen tración y asesinadas. Aunque los nazis quemaron los libros de Freud, él mereció por un momento la atención agradecida del Señor, a quien Barth y Bonhoeffer invo caban ardientemente desde su condición humana. En efecto, al final de su vida Bonhoeffer albergaba serios recelos hacia las Iglesias y su propósito de ser supuestos instrumentos del mensaje de Dios. En un «Esbozo de un trabajo», escrito en el verano de 1944, insiste en que «la Iglesia sólo es Iglesia cuando existe para los demá s». A continua ción , pa ra que semejan te observación no sea considerada excesivamente vaporo sa, añade: «Para empezar, debe d ar a los indigentes todo cuanto posee» 2. Con ello nos encontramos en el mundo patas arriba de Alguien que hace mucho tiempo confundió a los «principados y poderes» de este mundo, como se refle ja en el dicho: «E os últim os serán prim ero s, y los pr i meros últimos». Nos encontramos realmente en un tiempo pre-eclesial, y estamos seriamente conectados con una manera anti-institucional de ver las cosas. Fueron necesarios varios siglos para poner bajo control la vida de Cristo y Sus palabras, para privarlo de su desafío radical a los que son propietarios, jefes o perso najes destacados de cualquier clase. Las cartas y otros 2.
Dietrich B o n h o e f f e r . Re sis te nc ia y sum isi ón , Sígueme, Salamanca 1983, p. 267.
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escritos de Bonhoeffer, en ese momento (ni siquiera le queda un año de vida), lo sitúan en comp añía de Tolstoi, en la contemplación que expresa en Mem or ias, o de Silone, en cuya obra Vino y pan el amable y honrado profesor, Do n Benedetto, se preg un ta qu é es lo que nos pa sa a med ida qu e envejecemos. Di rig iénd os e a sus ex alumnos, que ya han cumplido más de treinta años -com o Bonhoeffer cuando escribe sus apuntes en la cár cel-, Benedetto recuerda «algo vital y personal» en los niños a los que conoció, que sólo unos años despu és «ya pa rec en ho mbres cín ico s y aburr idos». Su co razó n sufre al percatarse de ello; anhela otro desenlace, y no sólo po r el bien de los ex alu mn os, sin o po r el bien de tod os nosotros: un idealismo de acción como nuestra única po sibilid ad de afi rmar valores que, de lo contrario , se convierten en las devociones más secas, mero reflejo de nosotros mismos. Pero estos hombres «crecidos», con el lenguaje frío, directo y prosaico de su «madurez», le dicen: «En la escuela se sueña, pero en la vida uno tiene que adaptarse. Esta es la realidad. Uno nunca se con vierte en lo que habría querido convertirse». No es extra ño que Bo nh oeffe r en la cárcel alb erg ara serias dudas sobre la psicología moderna y sobre las Iglesias contemporáneas -sobre todas ellas-, «Reali dad», «adaptación»: éstas son las palabras de moda de la vida burguesa de nuestro tiempo; él lo sabía bien, y po r de nu nciarlo lúcid am ente fue arres tado . A est e re s pecto , recu erd o perfe ctam en te có mo Da vid Ro berts , un prof es or del Union Theolog ica l Se minary, ha blab a retrospectivamente de Bonhoeffer a mediados de la dé cada de 1950. Yo era a la sazón un estudiante de medi cina que asistía como oyente a un seminario impartido po r él. Un día nos preguntó qué ha bríamos ac on se jado a
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Bonhoeffer que «hiciera» en 1938, cuando se planteaba la gran pregunta: permanecer en los Estados Unidos o cruzar el Atlántico a fin de resistir al mal -y hacerlo cuando ese mal se estaba convirtiendo en el más grande y más implacablemente destructor (y, según parecía, el más poderoso) de toda la historia-. Naturalmente, para no sotro s fue fác il da r un vigo roso espa ldarazo a Bonhoeffer, aplaudir de corazón su actitud y cantar sus virtudes morales. Y sin embargo, como nos recordó el pro fes or Ro berts , Dietric h se en caminab a ha cia una muerte horrible, ignom iniosa y rápida. ¿Qué iba a lograr «realmente»? ¿Por qué se exponía a un peligro tan gran de? En aquel momento yo no sabía lo que los Niebuhr me contarían más tarde: que muchos en el Union Semi nary y en otros lugares se estaban haciendo esas pre guntas y planteándose el tema de esa manera. Lamentablemente, no son cuestiones retóricas o un irónico recordatorio de la manera en que la dignidad y utilidad de la psiquiatría psicoanalítica puede convertir se, y de hecho se ha convertido, en algo muy d istinto, en un medio para que muchos de nosotros pensemos en nosotros m ismos concienzudamente. Y una vez que nos encaminamos en esta dirección, las exigencias de Dios tienen que desvanecerse en el paisaje secular dominan te. Los escrúpulos morales, la realidad espiritual de las exhortaciones y advertencias de Cristo, ceden el paso a otra clase de realidad, la de la única posibilidad de nues tro cuerpo en este planeta, la del deseo de la mente de perm anecer en un a inactiv idad eterna. De ahí la ne cesi dad de ser «realistas». «El inconsciente es intemporal», observó en una ocasión Anna Freud, y ésta era su mane ra de señalar nuestra repu lsa de plano a reconoce r que la muerte es nuestro destino. Y así, vivimos a toda costa y
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po r ello nu estro s valores y principios se ven co ns tante mente en peligro: la adhesión a ellos, ¿amenazará la clase de ser que más apreciamos? Como dijo Rilke, «la supervivencia lo es todo». Bonhoeffer supo captar la medida de este modo se cular de pensamiento (al que hoy muchos se adhieren en nombre de la religión) de la forma más célebre, en los últimos días de su cautiverio, cuando despreció el cre ciente énfasis en la psicología y la filosofía existencial de sus compañeros clérigos y sus feligreses. Pero ya en 1933, en sus conferencias, estaba turbado por las tenta ciones presentes en el camino de la fe: la conciencia que tenemos, gracias a la ciencia y a las ciencias sociales, y cómo semejante conciencia moderna puede convertir en un hazmerreír la religión, los pasajes bíblicos, la tradi ción recibida, la práctica del convencimiento. Es cierto que Barth dijo: «¡Basta ya!» y que pidió a sus estudian tes y lectores que fijaran su atención en Dios; ridiculizó los frenéticos esfuerzos de las Iglesias (incluso la Igle sia católica) por alcanzar, por así decirlo, a la mente moderna, como «psicología pastoral», «Jesús histórico» o «evangelio social». Bonhoeffer no denunció esos es fuerzos p er se, sino que vio las aguas de la idolatría en las que semejantes barcos querían navegar para terminar fracasando. Entonces, ¿cómo ser hoy un cristiano creyente, es decir, sin mantenerse en sus trece, retomando a una ortodoxia que airadamente da la espalda a todo lo que ha conseguido la mente secular? Kierkegaard hizo una sugerencia y Bonhoeffer la estudió detenidamente: la «resignación» de Abrahán se hace nuestra; uno cree, no importa cuáles sean sus dudas. Pero, ¿cómo se convier te esta creencia en algo más que un proclamado y sagaz
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truco de la mente? Kierkegaard se esforzó, en Temor y temblor, por ilustrar esa clase de creencia en su versión de la disponibilidad de Abrahán para sacrificar a su hijo Isaac como respuesta a la prueba que el Señor ponía a su fe. En ese fascinante drama espiritual se encuentra el más amplio y grave reto a la sensibilidad del siglo xx: un padre va a entregar a su hijo al Señor. El que hoy lo lee se estremece y sacude la cabeza porque le resulta imposible creérselo. En realidad, semejante relato es un desafío casi absurdo a nuestro pensamiento psicológico o sociológico, según el cual habría que llevar al padre a un médico, ayudar a familias como ésta a salir de su ignorancia supersticiosa o sonreír ante el teólogo que, finalmente, tiene que ser asesinado (siendo nosotros bu fon es y terro ristas má s sagaces que él). Abordo aquí el tema que acabo de plantear porque creo que el corazón mismo del «sacrificio» de Bonhoeffer (de sí mismo, no de su hijo -aunque hay que pe nsar en el am or qu e le profesaban su prom etid a y sus amigos, a los que deja por el imperativo espiritual que siente) debe ser visto no sólo como una valiente disi dencia civil (aunque también lo es), sino como disiden cia cristiana: «Cristo es el centro» y, en este caso, el centro de la disponibilidad voluntaria de una persona a resistir contra un Estado totalitario y omnipotente, sin que importen las consecuencias. Huelga decir que tal po stura no era la ún ica po sible. Otros , con igua l tena ci dad y honor, fueron al encuentro con la muerte en su resistencia contra Hitler por diferentes razones de mente y corazón, y tal vez entre ellos se hallen Klaus, el her mano de Bonhoeffer, y sus dos cuñados. Pero Dietrich Bonhoeffer esclareció su propia argumentación espiri tual, una forma de ver las cosas que exigía, a largo
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plazo, un testim on io que de bía i r m ás allá de la ora ción , en la Iglesia o mediante otras «salidas» como la escritu ra o la enseñanza. ¡Qué ironía, entonces, que en 1952, siete años des pu és de la muerte de Bo nhoeffer, tras la pu blicación de sus cartas y apuntes desde el cautiverio, Karl Barth lo describiera como un «pensador visionario impulsivo». Durante años Bonhoeffer había esperado y se había pre guntado qué hacer, cómo comportarse; incluso se retiró de la escena (Alemania), y es indudable que lo hizo con el «temor y temblor» en el que Kierkegaard supo poner el acento. Hoy algunos de nosotros podríamos con de masiada rapidez, en nuestra imaginación, donde nunca se ponen a prueba los desafíos morales, subimos al tren, hacer nuestras (santas) promesas. También yo lo habría hecho: enfrentarme cara a cara a Satán. Pero la distan cia entre semejante declaración y los hechos es enorme -aterradora para contemplarla como una posibilidad real e inminente, y no digamos para recorrerla-. De ahí la expresión de Kierkegaard: «la suspensión teleológica de lo ético». ¿Qué persona cuerda (¡según nuestro punto de vista!) estaría dispuesta a renunciar a su hijo como lo estuvo Abrahán (si bien, repitámoslo, reacio y temero so)? Cuando Bonhoeffer, el pacifista declarado, el sin cero luterano, decidió tomar parte en un intento de ase sinar a Hitler y se determinó a participar en un desafío directo al Estado alemán, no estaba sentado en un sillón ni en un escritorio o en un aula tomando una opción que merecería el aplauso inmediato de otras personas de ideas parecidas. Se encontraba, como Abrahán, in medias res. Y lejos de ser «impulsivo», se había prepa rado interiormente durante m ucho tiempo para un reto y una responsabilidad tan imponentes: un momento de
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prueba cri stiana dign o de Kierkeg aard y de la mi sm a Biblia. No es extra ño qu e en su últim o año o en los do s últi mos años como prisionero, Bonhoeffer volviera a escri bir p oemas y lit eratura de ficció n. Trabajó en una no ve la; escribió cartas; com puso relatos breves y una obra de teatro. Y nos dejó poemas que cantan triste y alegre mente, con su lenguaje conciso y denso, su esfuerzo por decir muchas cosas en el lenguaje penetrante de la poe sía. Semejante escritura indica que se había percatado de que había cruzado un puente y había pasado más allá de los paradigmas eruditos y conflictivos y de las expo siciones y controversias teológicas. Su teología era entonces la del individuo como testigo de Cristo, la de un cristianismo «sin religión», la de Jesús como un maestro espiritual constante, inmensamente alentador pe ro terri bl em en te ag otad or y exigente, y no la de un Dios lejano adorado los domingos en la Iglesia o reco nocido piadosamente en las oraciones. Estaba en la cár cel, y a medida que los días se convertían en meses y él iba de una prisión a otra, de una manera cada vez más ominosa, se percató claramente de que podía seguir es peran do , pero que, en realidad, sólo po dí a espe rar co n tra toda esperanza. De esta manera se explican los rela tos, la interioridad lírica compartida, los breves mensa je s y las largas incu rsiones en tramas, pe rso najes, esce nas dramáticas y diálogos: un mundo de palabras pen sado para narrar hechos concretos sucedidos, aconteci mientos ocurridos. Naturalmente, era un novicio. Le faltab a el «arte» para dejarnos un a «gran » ob ra de fic ció n o p oesía . Pero nos estaba revelando un giro de mente, de corazón. Y sus cartas se hallan en la tradición de las de Pablo o de
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las que escribió alguien más próximo a nosotros: el Martin Luther King en una cárcel de Birmingham (Ala bama ). El ob jet ivo era co ntar historias, po ne rse a la escucha de sus experiencias pasadas, expresar narrativa mente su complejidad de forma que él (como su propio lector) y otros pudieran comprender, de manera indirec ta, lo que había sucedido mientras realizaba este terri ble tra ba jo -u n a teolog ía ba sada en los Salmos del An tiguo Testamento y las parábolas de Jesús el hombre, el caminante. Para muchos de nosotros Bonhoeffer pertenece al grupo de los mártires, hombres y mujeres que han de fendido, hasta la muerte, sus elevados principios mora les y espirituales. A diferencia de otros (tenemos que seguir recordándolo) que fueron acorralados a la fuerza y enviados a los campos de concentración, él tuvo muchas oportunidades de evitar este final. Pudo hacer lo. Pudo vivir una vida segura, cómoda, y ser tenido en alta estima como uno de los primeros alemanes que advirtieron quién era Hitler realmente, lo denunciaron pú blicam en te y perd ieron sus pu estos pa storales y pro fesionales -y sólo entonces, por ejemplo, exiliarse, como hicieron Barth y Tillich y miles de alemanes dis tinguidos-. Por el contrario, él rechazó una tras otra las oportunidades de ir al extranjero y permanecer allí por que quería cumplir lo que apasionadamente creía que era su llamada como alemán y cristiano, cuya familia había sido muy bien tratada a lo largo de las generacio nes por una nación que ahora a cambio exigía de sus líderes morales -esto era lo que él creía- todo lo que tenían que dar. Él lo dio todo, como su Señor y Maestro lo había hecho hacía más de mil novecientos años.
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La psicología del mártir es la psicología de la volun tad, por la que se toma una decisión y se sufren las con secuencias. En esta era de determinismos emocionales, sociales, históricos y económicos hay poco espacio para la voluntad en el vocabulario que empleamos cuando tratamos de entender los asuntos humanos. A veces pasam os po r alto las cosas en un pr im er mom en to de bi do a nuestras prisas por abordar lo menos obvio. Erik Erikson observó en una ocasión a propósito del psicoa nálisis y su estudio sobre Lutero: «A menudo se piensa que la voluntariedad es un rasgo secundario. Yo creo que algunas personas han aprendido a ser voluntariosas en sus creencias: su voluntariedad es una parte muy importante de ellas y recurren a ella en la prosecución de cualquier cosa que quieran defender. Quizás sea ésta la esencia del “liderazgo”: un líder sería una persona que no admite un no por respuesta, que cree algo y hace todo lo posible para que los demás entiendan lo que cree y por qué lo cree. ¿Que hay otras personas que tienen la misma perspectiva? Bueno, no están tan comprometidas con sus ideales o no saben cómo mantenerlos y cumplir su palabra, “bien lo sabe Dios”, como se suele decir». La voluntad de Bonhoeffer no era diferente de la de otros peregrinos de su tiempo: Edith Stein, que nació en Breslau como él y pasó en esta ciudad los seis primeros años de vida cuando también Bonhoeffer vivía en ella; y Simone Weil, que también murió antes de cumplir cuarenta años y que, como él, estaba dispuesta a darse po r en tero - com o luch ad ora en la R esistenc ia f ra nce sa -, aunque después moriría, enferma de tuberculosis, dos años antes que él. Menciono a estas dos intelectuales judí as po rque cre o que sus actitud es, en alg un os as pe c tos, nos ayudan a entender lo que Bonhoeffer estaba tra
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tando de realizar. Stein llegó a ser una filósofa eminen te; colaboró estrechamente con Edmund H usserl y con tribuyó a extender el ámbito de la filosofía y la psicolo gía fenomenológicas -qu e ponían el acento en el indivi duo en toda su complejidad, particularidad y ambigüe dad-. Bonhoeffer anhelaba que cada persona viviera plen am ente sus sentim ien tos característicos y trató de hacer justicia a esta visión en el leguaje universitario -una tarea nada despreciable-, especialmente en un tiempo en que las ciencias sociales, con sus tajantes caracterizaciones y generalizaciones, amenazaban con «meternos a todos en el mismo saco» bajo formulacio nes de todo punto inadecuadas -el este o aquel de nues tros teóricos, que tienen su manera de hacer caso omiso de las variedades de la experiencia humana-. Con el tiempo, la mente extraordinariamente dotada de Stein bu scó un a expresividad interio r p ropi a y en contró en el cristianismo de la Iglesia católica un hogar a la vez inte lectual y personal. Su conversión y su decisión de hacer se monja fueron pasos de afirmación para ella. No obs tante, fueron pasos dolorosos, habida cuenta del antise mitismo endémico en Europa en aquel momento, un odio al que no quiso rendirse aborreciéndose a sí mis ma, mediante lo que se podía interpretar como una esca patoria. Man tuvo su cabe za bie n alta e intacto su am or al pueblo judío, pero recorrió un camino de abajamien to que, según su determinada decisión, era el correcto pa ra ella -u n a in sisten cia idio sinc rásica e inflexible, pa rec ida a la de B onh oe ffer-, Mientras que otros se eva dieron, Bonhoeffer y Edith Stein dijeron «sí» al único destino que pudieron y quisieron elegir para sí mismos. Ambos murieron a manos de los nazis, en 1942 y 1945, respectivamente: ella en medio de la indescriptible de
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gradación de un campo de concentración, lugar de ase sinatos en masa; él en las condiciones relativamente más confortables (había una gran extensión de campos) ofrecidas a ciertos prisioneros cuyos privilegios, ¡qué ironía!, se habían convertido en un signo de la perpleji dad que como individuos inspiraban en sus lastimosa mente envilecidos guardianes: ¿qué impresión nos pro duce Bonhoeffer, tan sumamente distinguido y, sin embargo, dispuesto a situarse a una distancia tan radical y crítica de los que detentaban el poder en su nación? Por lo que respecta a Simone Weil, dedicó todo el tiempo de su breve vida (murió a la edad de 34 años) a estudiar el «poder» tal y como configura la vida de hombres, mujeres y naciones y se encarna en los valo res de ciertos escritores o culturas. También ella adqui rió una sensibilidad cada vez más despierta para lo reli gioso y como consecuencia experimentó un creciente aislamiento comparable a la incomprensión que otros sintieron con respecto a sus intereses, preferencias y opiniones. Como Bonhoeffer, buscó a Cristo en las igle sias de Harlem, no movida por una complacencia o un aire de superioridad caprichosos, sino como un aspecto de su conciencia moral y espiritual. Es aquí donde la Iradición profética de Isaías, Jeremías, Amos, Miqueas y Jesús de Nazaret nos exhorta a situarnos: en solidari dad con los extraños y, mas aún, como (aquellos que quieren ser) extraños, cada uno de nosotros en nuestros distintos y particulares caminos. Weil fue considerada «loca» por abandonar una vida universitaria, literaria o po lítica pa ra ab razar la de em pleada en un a fáb rica, tra bajad ora en un a gra nja, orante en un a iglesia de Harlem y -ella lo esperó en vano-luchadora en la Resistencia contra los nazis en su Francia natal. También ella esco
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gió abandonar la seguridad de Manhattan -sus padres no vivían lejos del Union Theological Seminary- para regresar a Europa. Bonhoeffer se mantuvo siempre des pierto mien tra s abando naba no sólo vo luntariam ente sino debido a la desesperación moral que sentía toda suerte de opciones, prerrogativas e inmunidades para abrazar su posición de extraño, la de un «criminal», tal como lo definió una nación soberana que trataba de con vertirse en el centro de otro imperio romano. Permanecer fuera de las puertas del dinero, el poder, el rango, el éxito y el aplauso, ser considerado como irregular, raro, «enfermo» o traidor -que es el exilio fi nal-: este resultado, en esta era, conlleva sus propias cargas y exigencias especiales: la desaprobación, si no las burlas, de colegas y vecinos, o del mundo más am plio de los co mentaris tas que meticulosam ente vienen a estar de acuerdo con la autoridad reinante; pero quizás lo más destructor de todo sea el sentido de sí mismo que queda en la m ente de uno al final del día. ¿Qué estoy tra tando de hacer? Y, después de todo, ¿no es éste un dato no sólo fútil, sino la prueba de que de algun a manera me he extraviado? En este aspecto, aquellos de nosotros a quienes de alguna manera se nos ha concedido el dere cho a decidir lo que es «normal» o «anormal», debería mos ponernos nerviosos por los gustos que Weil o Bonhoeffer tenían -si mi sospecha es correcta- ya en 1939, cuando la manera psiquiátrica de pensar ejercía menos influencia que ahora. Se puede decir que toda la teología cristiana es un esfuerzo por comprender el significado de un individuo suma y provocativamente excéntrico, condenado a muerte nada menos que como criminal de todo punto reprensible. Los teólogos tenían ya bastante entre
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manos: dar sentido a alguien cuyas palabras y acciones, discursos e ideas proclamadas, relatos y forma de ser equivalían (ajuicio de casi todas las personas importanles e instruidas) a la locura social y religiosa. Ahora, en nuestro tiempo, a esos mismos estudiosos se les pide que estudien a un individuo que tuvo todo el mundo (convencional) en sus manos y, al parecer, se sintió empujado a renunciar a él para encaminarse hacia un cautiverio y una muerte cada vez más seguros. «Su de ci sión de regresar a Alemania dio que pensar a mucha gente», nos dijo el profesor David Roberts en el Union Theological Seminary, y ahí precisamente está un aspecto importante del legado de Dietrich Bonhoeffer, que se convirtió en un mártir moderno precisamente porqu e se atrevió a co rre r el rie sg o del os tra cism o, la repulsa y la condena, las presuntuosas miradas por enci ma del hombro en las facultades, el ceño serio en los seminarios psiquiátricos, quizás para él más difícil de soportar que las acciones de la policía y los jueces nazis, lacayos del totalitarismo. De ahí la forma en que arre mete en sus últimas cartas contra los de su misma (supuesta) escuela, los «psicoterapeutas» y los «filósolos existencialistas». El corazón del legado espiritual que Bonhoeffer nos dejó no se encuentra en sus palabras y sus libros, sino en la forma en que empleó su tiempo en la tierra, en su decisión de vivir como si el Señor fuera un vecino y amigo, una constante fuente de coraje e inspiración, una pre sen cia tan to en los afa nes co mo en las alegrías , un recordatorio de las obligaciones y afirmaciones del amor y también del significado decisivo de la muerte (pues la manera en que morimos manifiesta cómo liemos vivido y quiénes somos). Bonhoeffer abandonó
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la destreza en el lenguaje, la brillantez en la formulación abstracta; renunció a los juramentos, las promesas, declaraciones y argumentaciones en favor de su confe sión religiosa. Al final llegó hasta todos nosotros que ansiamos, ha mbrientos y sedientos, la gracia de Dios. Y -eso es lo que yo creo-, sin darse cuenta (¿cómo podía ser de otra manera?), inconscientemen te, se convirtió en su testigo y receptor. El don espiritual que nos hizo es, especialmente, su vida. Los principios que estudió y debatió en sus escritos gozan de autoridad por la mane ra en que vivió su vida. Al cumplirse los dos mil años de cristianismo , el tes timonio de Dietrich Bonhoeffer, con todo su dramatis mo casi novelesco, nos recuerda que si el mal puede ser, como observó Hannah Arendt, «banal» en su realiza ción diaria, el bien puede ser sorprendente en su ejecu ción, tenaz en su vitalidad, sin que importe el poder de las fuerzas abrumadoras que luchan contra su supervi vencia. Al final, Hitler nos mostró un «corazón de tinie bla s», que latía con una ho rrible rapidez, no en un a ju n gla distante sino directamente en medio de nosotros, en nuestros cuartos de estar y nuestras aulas y, lamentable mente, también en nuestras iglesias y seminarios. Es ju st am en te es ta ve rdad in med iata la qu e Dietri ch Bonhoeffer captó al vuelo, mientras otros cerraban sus ojos o calculaban con cobardía sus expectativas inme diatas. Pero él dio un paso más; recordó a Jesús no de una manera intelectual, teológica o histórica, sino como nuestro maestro íntimo, que es lo que El quiso ser, Aquel que nos marca con un sello moral y espiritual y que no nos abandona, «si» estamos preparados de ver dad, dispuestos a correr cualquier riesgo, para permane cer vinculados a Él, para seguir Sus huellas. Éste es el
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mayor «si» posible, un «si» cuyas consecuencias inclu yen al menos que los otros sacudan la cabeza, por no mencionar el rechazo, la destitución y cosas peores. «No he venido a traer paz, sino espada», dijo el Visitante de visitantes, dando a entender la radical rup tura que una fe seria, arraigada en la vida, puede provo car en alguien que ha suscrito, por así decirlo, esa Llegada: nada menos que el Señor aquí, en nuestro tiempo, único y exclusivamente mortal, dispuesto a tomar nuestra mano y -sin que importe el trastorno, la herida e incluso la pena de muerte- nos conduce a su ahí.
JESUCRISTO Y LA ESENCIA DEL CRISTIANISMO
JL
Jesucristo y la esencia del cristianismo
En 1928, después de obtener el doctorado, Bonhoeffer aceptó el cargo de vicario en la comunidad evangélica alemana de Barcelona. Al lí pronunció esta confere ncia el 11 de diciembre de 1928.
La cuestión que hoy abordamos es si Cristo en nuestro tiempo puede ocupar todavía un lugar donde tomamos las decisiones sobre los asuntos más profundos que conocemos, sobre nuestra vida y la vida de nuestro pue blo. El tema sobre el que qu ere mo s ha bl ar es si el Esp í ritu de Cristo tiene algo final, definitivo y decisivo que decirnos. Todos sabemos que Cristo, en efecto, ha sido eliminado de nuestras vidas. Naturalmente, le construi mos un templo, pero vivimos en nuestras casas. Cristo se ha convertido en cosa de la Iglesia o de la eclesialidad de un grupo de personas, pero no en un asunto vital. La religión desempeña para la psique de los siglos xix y xx el papel de un acogedor cuarto de estar, adonde uno se retira de buen grado un par de horas, pero sólo para volver inmediatamente después al cuarto donde trabaja. Sin embargo, hay una cosa clara: sólo entendemos a Cristo si nos decidimos por él en un tajante «esto o lo otro». El no fue crucificado para adornar y embellecer nuestra vida. Si queremos tener/o, entonces él reclama el derecho a decir algo decisivo sobre toda nuestra vida.
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No lo co mpren demos si sólo disp on em os pa ra él un pequeño co mpa rtim en to de nu estra vi da espirit ual. Únicamente lo entendemos si la orientamos sólo hacia él o si le decimos un rotundo «No». No obstante, hay quienes ni siquiera se toman en serio la exigencia que él nos plantea cuando nos pregunta: ¿Estás conmigo o estás contra mí? Más les valdría no mezclar su propia causa con la cristiana. Esto haría un bien inestimable a la causa cristiana, puesto que tales personas n o tienen ya nada que ver con Cristo. La religión de Cristo no es un bo cad o ex qu isito de spué s del pan , sin o que es el pan o no es nada. Habría que comprender y admitir al menos esto, si uno quiere seguir llamándose cristiano. Se han realizado muchos intentos por eliminar a Cristo de la actual vida del espíritu; de hecho, lo más seductor de estos intentos es que parece como si Cristo fuese colocado por ellos en el lugar correcto, en el lugar digno de él. Se define a Cristo según categorías estéti cas como genio religioso, se dice que es el más grande ele los maestros éticos, se admira su camino hacia la muerte como un heroico sacrificio por sus ideas. Sólo hay una cosa que no se hace: no se le toma en serio, es decir, uno no pone el centro de su vida en relación con la pretensión de Cristo de decir y ser la revelación de Dios; se mantiene una distancia entre uno mismo y las palab ras de Cristo y no se permite que teng a lu ga r ni n gún encuentro serio. Naturalmente, yo puedo vivir con Jesús o sin él, si lo considero como genio religioso, como maestro ético, como señor -de la misma manera que, después de todo, también puedo vivir sin Platón o sin Kant-, todo esto sólo tiene un significado relativo. Sin embargo, si en Cristo hubiera algo que pretendiera tomar mi vida por entero con toda la seriedad de que es
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Dios en persona el que aquí habla, y que sólo en Cristo se hizo presente una vez la palabra de Dios, entonces Cristo no tiene un significado relativo sino absoluto y urgente. Es cierto que aún soy libre para decir «sí» o «no», pero esta opción ya no me es indiferente. Enten der a Cristo significa comprender esta pretensión; tomar en serio a Cristo significa tomar en serio su absoluta prete nsión de exigir la de cis ión del homb re. Ahora importa que clarifiquemos la seriedad de este asunto y saquemos a Cristo del proceso de seculariza ción en que se ha visto envuelto desde la Ilustración y, finalmente, que mostremos que también en nuestros días la cuestión a la que Cristo da una respuesta es tan completamente decisiva que es aquí donde el Espíritu de Cristo justamente plantea su pretensión. Así se formula nuestra primera y principal cuestión sobre la esencia del mensaje cristiano, la esencia del cristianismo. [...] Con ello se expresa una crítica fundamen tal contra el más grandioso de todos los intentos humanos de pene trar en lo divino, contra la Iglesia. El cristianismo con tiene una semilla de animosidad contra la Iglesia debi do a que queremos fundamentar nuestro derecho frente a Dios sólo en nuestra condición de cristianos y miem bro s de la Igles ia; de esta ma nera de sfiguram os y no comprendemos en modo alguno la idea cristiana. Y, sin embargo, el cristianismo necesita la Iglesia. Ésta es la parado ja [...] y aq uí res ide la enorme resp on sa bilida d de la Iglesia. Ética, religión e Iglesia se hallan en la dirección del hombre hacia Dios. Sin embargo, Jesús habló única y exclusivamente de la dirección de Dios al hombre, no del camino humano hacia Dios, sino del camino de Dios
al hombre. Por ello es tan radicalmente absurdo buscar una nueva moral en el cristianismo. De hecho. Cristo apenas formuló preceptos éticos que no se encontraran ya en los rabinos judíos contemporáneos o en la litera tura pagana. La esencia del cristianismo se halla en el anuncio del Dios soberano, el único que merece la glo ria sobre todo el mundo, el eternam ente O tro, el que está po r e ncim a del mu ndo, pe ro que desde lo más profundo de su ser y por amor tiene misericordia del hombre que sólo a Él glorifica, el que recorre el camino hasta los hombres para buscar vasijas de su gloria donde la per sona ya no es nada, donde enmudece y sólo da cabida a Dios. Aqu í resplandece la luz de la eternidad sobre los que siempre son ignorados, insignificantes, débiles, indig nos, desconocidos, inferiores, oprimidos, despreciados. Aquí brilla sobre las casas de las prostitutas y los publí canos [...]. Aquí se irradia la luz de la eternidad sobre las masas trabajadoras, luchadoras y pecadoras. La palabra de la gracia se difunde a través del calor sofocante de las grandes ciudades, pero se detiene ante las casas de los satisfechos, los sabios y los que «tienen» en sentido espiritual. Y lanza su mensaje eterno sobre la muerte de las personas y de los pueblos: os amo desde la eterni dad, permaneced conmigo y viviréis. El cristianismo pred ica el valor i nagotable de los que ap are ntem en te no tienen valor, y la infinita inutilidad de los que aparente mente son tan valiosos. Dios hará que los débiles sean fuertes y que los muertos vivan. [...] ¿Acaso el cristianismo aportó sólo otra religión, una nueva idea de cultura? ¿Mostró sólo un camino del hombre a Dios que nadie había recorrido todavía? No, la idea cristiana es el camino de Dios al hombre, y la
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señal que la hace concreta es la cruz. Aquí está el punto en el que solemos damos media vuelta sacudiendo la cabeza sob re la causa cristiana. Pablo fue el primero que pu so la cru z en el pu nto cen tral del men saje cristian o; Jesús no dijo nada a este respecto. Con todo, la correc ta interpretación de la cruz de Cristo no es otra co sa que el desarrollo más radical de la idea de Dios que tenía Jesús. Es, por así decirlo, la forma histórica visible que ha tomado esa idea de Dios. Dios viene al hombre que no tiene nada más que un lugar para Él -y este hueco, este vacío en el hombre, se llama fe en el lenguaje cris tiano-, Esto quiere decir que en Jesús de Nazaret, su Revelador, Dios se inclina hacia el pecador; Jesús busca la compañía de los pecadores, va tras ellos con un amor sin límites. Quiere estar donde la persona humana ya no es nada: el sentido de la vida de Jesús es la prueba de esta voluntad de Dios para con los pecado res, los que no valen nada. Donde está Jesús, allí está el amor de Dios. Ahora bien, esa prueba se completa cuando Jesús o el amor de Dios no sólo está donde el hombre se halla en el pecado y la miseria, sino cuando Jesús toma sobre sí el destino que se cierne sobre toda vida, a saber, la muerte; es decir, cuando Jesús, que es el amor de Dios, muere de verdad. Sólo entonces puede el hombre estar seguro de que el amor de Dios lo acompaña y conduce a través de la muerte. Con todo, la muerte de Jesús en la cruz de los criminales muestra que el amor divino encuentra el camino hasta la muerte de los criminales, y cuando Jesús muere en la cruz con el grito: «Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» [Mt 27,46 par.; Me 15,34; véase Sal 22,2], esto significa que la eterna voluntad de amor de Dios no abandona al hombre ni siquiera en la experiencia de desesperación por el aban
dono de Dios. Jesús muere de verdad desesperado de su obra, de Dios, pero precisamente esto significa el coro namiento de su mensaje, el anuncio de que Dios ama tanto al hombre que toma la muerte sobre sí, por él, como prueba de su voluntad de amor. Y sólo porque en la humillación de la cruz Jesús demuestra su amor y el amor de Dios al mundo , la muerte va seguida de la resu rrección. La muerte no puede retener al amor. «El amor es más fuerte que la muerte» (Ct 8,6). Éste es el sentido del Viernes santo y del do mingo de Pascua: el camino de Dios al hombre conduce de nuevo a Dios. Así se une el concepto de Dios propio de Jesús con la interpretación paulina de la cruz; de esta manera la cruz se convierte en centro y símbolo paradójico del mensaje cristiano. Un rey q ue va a la cruz tiene que ser el rey de un reino sorprendente. Sólo quien comprende la profunda paradoja de la idea de la cruz puede enten der todo el significado del dicho de Jesús: «Mi reino no es de este mundo» [Jn 18,36]. Jesús tenía que rechazar la corona real que le ofrecían, tenía que negar la idea del Im pe riu m Ro ma nu m, que habría sido para él una tenta ción en todo momento, si quería permanecer fiel a su idea de Dios, que lo llevó a la cruz. Ahora bien, de esta interpretación de la cruz de Cristo se sigue la respuesta a otra cuestión apremiante: ¿qué tenemos que pensar de las demás religiones? ¿Son nada en comparación con el cristianismo? Nuestra res pu esta es que la religión cristian a com o religión no es de Dios, sino que es más bien sólo un camino humano hacia Dios, como el budista y otros, aunque, por supues to, de naturaleza diferente. Cristo no es el portador de una nueva religión, sino el que nos trajo a Dios. Po r ello la religión cristiana es tá
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ju nto a las otras relig ione s como el camin o impo sible del hombre a Dios. El cristiano no puede enorgullecer se nunca de su cristianismo, porque éste sigue siendo humano, demasiado humano. Pero vive de la gracia de Dios, que viene a todos y cada uno de los seres huma nos que se abren a ella y aprenden a comprenderla en la cruz de Cristo. Po r eso el don de Cristo no es la religión cristiana, sino la gracia y el amor de Dios, que culmina en la cruz. - D BW 10, pp. 302-304, 316-317, 319-321
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¿Quien es y quién fue Jesucristo?
En la primaver a de 1933 Ad olf Hitler se convirtió en canciller de Alemania con poderes dictatoriales. El verano de aquel año, en la Universidad de Berlín, Bonho effe r impartió un curso sobr e cris tolog ía, po ste riormente publicado bajo el título Christologie [y tra ducido al castellano como ¿Quién es y quién fue Jesucristo?/. La sigu iente selecc ión proced e de la introducción de esa obra.
La doctrina sobre Cristo comienza en el silencio. «Calla, que eso es lo absoluto» (Kierkegaard). Pero este silencio nada tiene que ver con el silencio mistagógico que, en su mutismo, no es otra cosa que sigilosa charla tanería del alma consigo misma. El s ilencio de la Iglesia es el silencio ante el Verbo. Cuando la Iglesia anuncia el Verbo, está arrodillada en verdadero silencio ante lo ine fable: GlC07lfj 7ipoCK'DV£ÍO0O) TÓ appjjTOV (Cirilo de Alejandría). Este TÓ ápptjTOV (lo inefable) es el Verbo hablado. Tiene que ser hablado: es nuestro grito de guerra (Lutero). Aun gritado en el mundo por la Iglesia, sigue siend o inefable. Hab lar de Cristo significa callar, callar acerca de Cristo significa hablar. Cuand o la Iglesia habla rectamente, inspirada en el verdadero silencio, está anunciando a Cristo.
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Lo que aquí pretendemos es cultivar la ciencia de esta proclamación . El objeto de tal ciencia sólo se mues tra, a su vez, en la proclamación misma. Por consi guiente, hablar aquí de Cristo ha de ser necesariamente hablar de Él en el silencioso ámbito de la Iglesia. Nue str o cultivo de la cristología lo ejercemos aq uí en el humilde silencio de la comunidad sacramental y adora dora. Orar es tanto callar com o gritar ante Dios y a la faz de su Verbo. En comunidad nos hemos congregado aquí en torno a este objeto de su Verbo, Cristo. Pero n o en un templo sino en un aula, porque nuestra labor ha de ser científica. [...] Volvamos ahora al punto de partida. ¿Hasta qué pu nto la cu estió n cristológica es central pa ra la cie ncia? Lo es ciertamente por cuanto en ella, y sólo en ella, el tema de la trascendencia se plantea en su forma existencial, y asimismo por cuanto la cuestión ontológica se plan tea aquí como la cu estión que inqu iere po r el ser de una persona, la de Jesucristo. El antiguo logos es juzga do por la trascendencia de la persona de Cristo y así aprende su nuevo derecho relativo, sus límites y su necesidad. Sólo en cuanto logología, la cristología cons tituye la posibilitación genérica de la ciencia. Pero, con esto, únicamente nos referimos a su aspecto formal. Más importante es el aspecto del contenido. La pre gunta por el «quién» reduce la razón hum ana a sus debi dos límites. Pero, ¿qué ocurre cuando el Antilogos for mula su pretensión? Pues que el hombre aniquila el «quién» que se le enfrenta. «¿Tú, quién eres?», pregun ta Pilato. Jesús calla. El hombre no puede aguardar la pe lig rosa res pu esta. El logos no so po rta al An tilogos. Sabe muy bien que uno de los do s tiene que morir. Y por eso mata al que acaba de interrogar. Como el logos
humano no quiere morir, por eso ha de morir el que sería su muerte, es decir, el Logos de Dios, para que así sobreviva el logos humano con su incontestada pregun ta acerca de la existencia y la trascendencia. El Logos de Dios hecho Hombre tiene que subir a la cruz por obra del logos humano. Se m ata a quien impuso la peligrosa pregun ta y, c on Él, se ma ta asim ism o su pregun ta. Pero, ¿qué ocurre cuando este anti-verbo se yergue, vivo y victorioso, de entre los muertos, como supremo Verbo de Dios, cuando se levanta contra su asesino, cuando el Crucificado aparece como Resucitado? Aquí culmina en toda su incisiva agudeza la pregunta: «¿Tú, quién eres?». Aquí se yergue, eternamente viva, tanto en su calidad de pregunta como de respuesta, esta pregun ta sobre el hombre, a causa del hombre y en el hombre. El hombre podría luchar contra el Verbo hecho hombre, pero es im po tente ante el Resucit ado. Ah ora es el ho m bre mismo qu ien es ju zg ad o y ajustic iad o. La preg un ta se invierte y recae sobre el logos humano. Pues, ¿quién eres tú, ya que así interrogas? ¿Estás realmente en la verdad, tú, que así preguntas? ¿Q uién eres, pues, tú, que sólo puedes interrogarme si te capacito para ello, si te justifico y te doy la gracia? Sólo a partir del instante en que se sobrentiende esta pregun ta inve rtida qu ed a defin itivamente form ulada la interrogación cristológica por el «quién». El hecho de que el hombre, por su parte, sea interrogado en esta forma, pone ya de manifiesto quién es el que aquí inte rroga. Sólo Dios puede interrogar así. Un hombre no pu ede in terrog ar de este mod o a otro ho mb re. Po r co n siguiente, aquí, la única contra-pregunta posible es: «¿Quién eres tú?». Las preguntas por el «qué» y por el «cómo» han quedado eliminadas.
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¿Qué puede significar en concreto todo esto? También hoy el Desconocido sale al encuentro de los hombres de tal modo que sólo cabe preguntarle: «¿Tú, quién eres?» -aunque a menudo los hombres rehuyan formularle esta pregun ta-. Pero no pueden desentender se de Él. Como no pueden desentenderse de Goethe y Sócrates, puesto que de ello depende su formación y su ethos. Pero de la posición que adoptan frente a Cristo dependen su vida y su muerte, su salvación y su conde nación. Desde fuera, esto resulta incomprensible. Pero en la Iglesia existen unas palabras sobre las cuales todo se fundamenta: «En ningún otro está la salvación» (Hch 4,12). Nuestro encuentro con Jesús tiene una motiva ción distinta de la que determina nuestro encuentro con Sócrates y Goethe. No es posible pasar de largo ante la pe rson a de Jesús, po rque Cristo vive. Po de mos pa sa r d e largo, si es preciso, ante la persona de Goethe, porque Goethe está muerto. Y, sin embargo, infinitas veces han intentado los hombres tanto resistir como eludir su encuentro con Jesús. Parece como si, para el mundo del proletariado, Cristo estuviese ya finiquitado junto con la Iglesia y la sociedad burguesa. No existe, pues, ningún motivo para situar en un lugar privilegiado el encuentro con Jesús. La Iglesia ha llegado a ser una organización em bruteci da que sanciona al sistema capitalista. Pero precisamen te en esta circunstancia yace la posibilidad de que el mundo proletario separe netamente a Jesús de su Iglesia, puesto que Jesús no es culpable de lo que la Iglesia ha llegado a ser. Jesús sí, Iglesia no. Aquí Jesús pu ed e ser idealis ta, socia lis ta. ¿Q ué sign ifica el que el proletari o, en su mun do de de scon fia nza, dig a: «Jesú s fue un buen hombre»? Pues significa que el hombre no
debe desconfiar forzosamente de Él. El proletario no dice: «Jesús es Dios». Pero, al afirmar que Jesús fue un buen ho mb re, es tá dicien do má s qu e cu an do el burgu és afirma: «Jesús es Dios». Para el burgués Dios es algo que pertenece a la Iglesia. Pero en las naves de una fábrica Jesús puede estar presente como socialista, y en las tareas políticas, como idealista, y en la existencia proleta ria, co mo un bu en ho mb re. Jesú s luch a en las filas proletarias contra el enemigo, contra el capitalis mo. «¿Tú, quién eres? ¿Eres hermano y señor?». ¿Acaso esta pregunta es aquí meramente esquivada o bien es form ulada, a su mo do, con toda serie dad? Dostoievski, en la luminosidad de su formación rusa, nos presenta la figura de Cristo como la de un idio ta. El idiota no se distancia nunca de los hombres, sino que tropieza torpemente en todas partes. No se relacio na con los adultos, sino con los niños. Es o bjeto de burla y de cariño. Es el loco y el sabio. Todo lo soporta y todo lo perdona. Es revolucionario y se conforma a ello. Sin que se lo propong a, con su mera existenc ia suscita sobre sí la atención general: «¿Tú, quién eres? ¿Eres un idio ta o eres Cristo?». Piénsese en la novela de Gerhard Hauptmann, El loco en Cristo Manuel Quinto, o en las representacio nes, es decir, en las desfiguraciones que de Cristo nos ofrecen Wilhelm Gross y George Grosz, tras las cuales acecha la pregunta: «En realidad, ¿quién eres tú?». Cristo anda a través de los tiempos siempre interroga do y siempre incomprendido, siempre nuevamente ajusticiado. El teólogo realiza las mismas tentativas de encontrar o de rehuir a Cristo. Hay teólogos que le traicionan y simulan compadecerle. Cristo sigue siendo siempre trai
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cionado con un beso. Querer desentenderse de Cristo significa arrodillarse, también siempre, con los que se bu rla n de Él, pero le dic en: «¡Salve, Rabí!». En el fondo, sólo existen dos contingencias en el encuentro del hombre con Jesús: el hombre o bien ha de morir, o bien ha de matar a Jesús. La pregunta «¿Tú, quién eres?», sigue siendo equí voca. Puede ser la interrogación de quien se sabe ya afectado al formularla y que entonces escucha la contra pregun ta: «¿Y qu ién eres tú?». Pero pu ede ser asimism o la pregunta de quien al formularla piensa: «¿Cómo aca baré contigo? » -y as í su preg un ta se conv ierte velad amente en la interrogación por el «cómo»-. La pregunta po r el «q uién» sólo pu ede form ularse a Jesús si se es cu cha al mismo tiempo la contra-pregunta de Jesús. Entonces no es el hombre quien acaba con Jesús, sino Jesús quien acaba con el hombre. O sea, que la pregun ta por el «quién» sólo puede darse en aquella fe que ya contiene la contra-pregunta y la respuesta. Mientras la cuestión cristológica sea la interrogación del logos humano, quedará sujeta a la ambigüedad de la pregunta po r el «cóm o». Pero cu ando la preg un ta resu en a en el acto de fe, entonces tiene, como ciencia, la posibilidad de plantear la interrogación por el «quién». En la estructura de las autoridades se dan dos tipos opuestos: la autoridad según el cargo y la autoridad de la persona. La pregunta dirigida a la autoridad según el cargo reza así: «¿Qué eres tú?», en la cual el «qué» se refiere al cargo. Pero la pregunta dirigida a la autoridad de la persona dice: «¿De dónde te viene, a ti, esta auto ridad?». Y la respuesta es: «De ti, ya que tú reconoces mi autoridad sobre ti». Ambas preguntas pueden redu cirse y clasificarse dentro de la pregunta por el «cómo».
En el fondo, todos son como yo. Se presupone que el interrogado, en su ser, es idéntico a mí. Las autoridades sólo son portadores de la autoridad de una comunidad, de un cargo, de una palabra; no son ni el cargo ni la palab ra mi sm os. Tamb ién los profetas, en lo que son, son tan sólo portadores de una palabra. Pero, ¿qué ocu rre cuando uno se alza con la pretensión de que no sólo (iene sino que es autoridad, de que no sólo tiene sino que es un cargo, de que no sólo tiene sino que es la pala bra? Pues que en tonces irrum pe un nuevo ser en nu estro ser. Entonces toca a su fin la mayor autoridad del mundo, el profeta. Entonces ya no nos hallamos ante un santo, un reformador, un profeta, sino ante el Hijo. Y ya no preguntamos: «¿Qué o de dónde eres tú?». Puesto que ha surgido ya la cuestión que inquiere por la reve lación misma. - ¿Quién es y quién fu e Jesucristo?, pp. 13, 18-22
EL PRECIO DE LA GRACIA: EL SEGUIMIENTO
El precio de la gracia: el seguimiento
En el conjunto de las obras de Bonhoeffer, Nachfolge [traducida al castellano con el título El precio de la gra cia: el seguimiento?, pub lic ada en 1937, fu e la más radical de las que vieron la luz en vida de su autor. Su pre ocu pac ión en ella no era sólo la n atu ral eza ido látr i ca del Estado nazi, sino los compromisos mortales de los supuestos cristianos alemanes que sustituyeron la obediencia a la cruz por la lealtad al Reich.
La gracia cara La gracia barata es el enemigo mortal de nu estra Iglesia. Hoy combatimos en favor de la gracia cara. La gracia barata es la gracia considerada como una mercancía que hay que liquidar, es el perdón malbarata do, el consuelo malbaratado, el sacramento malbarata do, es la gracia como almacén inagotable de la Iglesia, de donde la cogen unas manos inconsideradas para dis tribuirla sin vacilación ni límites; es la grac ia sin precio, que no cuesta nada. Porque se dice que, según la natu raleza misma de la gracia, la factura ha sido pagada de antemano para todos los tiempos. Gracias a que esta factura ya ha sido pagada podemos tenerlo todo gratis. Los gastos cubiertos son infinitamente grandes y, por
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consiguiente, las posibilidades de utilización y de dila pida pi da ción ci ón son tam bi én infin in fin ita m en te gran gr an de s. Po r otra ot ra par te, ¿qué ¿q ué sería se ría un a gr acia ac ia qu e no fues fu esee gr acia ac ia ba rat a? La gracia barata es la gracia como doctrina, como pr inci in cipi pio, o, co mo sis tema te ma , es el pe rd ón de los pe cado ca do s considerado como una verdad universal, es el amor de Dios interpretado como «idea» cristiana de Dios. Quien la afirma posee ya el perdón de sus pecados. La Iglesia de esta doctrina de la gracia participa ya de esta gracia po r su m ism is m a do ctr ina. in a. En esta es ta Igle Ig lesi sia, a, el mu nd o en cuentra un velo barato para cubrir sus pecados, de los que no se arrepiente y de los que no desea liberarse. Por esto, la gracia barata es la negación de la palabra viva de Dios, es la negación de la encarnació n del Verbo de Dios. La gracia barata es la justificación justificación del pecado y no del pecador. Puesto que la gracia lo hace todo por sí sola, las cosas deben quedar como antes. [...] El cristiano tiene que [...] [...] negarse a sí mismo, no dis tinguirse del mundo en su modo de vida. Debe dejar que la gracia sea realmente gracia, a fin de no destruir la fe que tiene el mundo en esta gracia barata. Pero en su mundanidad, en esta renuncia necesaria que debe acep tar por amor al al mundo - o mejor, mejor, por amor a la gracia-, el cristiano debe estar tranquilo y seguro (securus ) en la po sesi se sión ón de es ta gr ac ia qu e lo ha ce todo to do po r sí sol a. El cristiano no tiene que seguir a Jesucristo; le basta con consolarse en esta gracia. Ésta es la gracia barata como ju stif st ific icac ac ió n de l pe cado ca do , pe ro no de l pe ca d or arre ar re pe nt i do, del pecador que abandona su pecado y se convierte; no es el perdón de los pecados el que nos separa del pec ado . La gr acia ac ia ba rata ra ta es la grac gr acia ia qu e tene te ne m os po r nosotros mismos.
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La gracia barata es la predicación del perdón sin arrepentimiento, el bautismo sin disciplina eclesiástica, la eucaristía sin confesión de los pecados, la absolución sin confesión personal. La gracia barata es la gracia sin s eguimiento de Cristo, la gracia sin cruz, la gracia sin Jesucristo vivo y encarnado. La gracia cara es el tesoro oculto en el campo por el que el hombre vende todo lo que tiene; es la perla pre ciosa por la que el mercade r entrega todos sus bienes; es el reino de Cristo por el que el hombre se arranca el ojo que le escandaliza; es la llamada de Jesucristo que hace que el discípulo abandone sus redes y le siga. La gracia cara es el evangelio que siempre hemos de buscar, son los dones que hemos de pe d ir , es la puerta a la que se ha de llamar. Es cara porque llama al seguimiento, es gracia por is to;; es cara porque que llama al seguimiento de Je su cr isto le cuesta al homb re la vida, es gracia porq ue le regala la vida; es cara porque condena el pecado, es gracia por que justifica al pecador. Sobre todo, la gracia es cara po rq ue le ha co stad st ad o ca ra a Dios Di os,, po rq ue le ha cost co stad adoo la vida de su Hijo -«habéis sido adquiridos a gran pre cio»- y porque lo que ha costado caro a Dios no puede resultarnos barato a nosotros. Es gracia, sobre todo, po rq ue Dios Di os no ha co ns id erad er ad o a su H ijo de m asiad as iad o caro con tal de devolvernos la vida, entregándolo por nosotros. La gracia cara es la encarnación de Dios. La gracia cara es la gracia como santuario de Dios que hay que proteger del mundo, que no puede ser entregado a los perros; por tanto, es la gracia como pala bra br a v iva, iva , pa labr la br a de Dios Di os qu e él m ism o pr on un cia ci a cu an do le agrada. Esta palabra llega a nosotros en la forma de una llamada misericordiosa a seguir a Jesús, se pre
senta al espíritu angustiado y al corazón abatido como una palabra de perdón. La gracia es cara porque obliga al hombre a someterse al yugo del seguimiento de Jesucristo, pero es una gracia el que Jesús diga: «Mi yugo es suave y mi carga ligera». [...] No es po si ble bl e in terp te rp reta re tarr de fo rm a má s fune fu ne sta st a la acción de Lutero que pensando que, al descubrir el evangelio de la pura gracia, dispensó de la obediencia a los mandamientos de Jesús en este mundo, y que el des cubrimiento de la Reforma ha sido la canonización, la just ju stifi ifi caci ca ción ón del mu nd o po r me dio di o de la gr acia ac ia qu e perdo per dona. na. Para Lutero, la vocación secular del cristiano sólo se jus tifi ca po r el he ch o de qu e en ella el la se m an ifi esta es ta de la íorma más aguda la protesta contra el mundo . Sólo en la medida en que la vocación secular del cristiano se ejer ce en el seguimiento de Jesús recibe, a partir del evan gelio, gelio, una justificación nueva. No fue la justifica ción del peca do, sin o la del pe cad or, or , la que qu e co nd ujo uj o a Lu tero te ro a s íi Iir del convento. La g racia cara fue la que se concedió a I .utero. .utero. Era gracia, p orque era como agua so bre una Iierra árida, porque consolaba en la angustia, porque liberaba liberaba de la esclavitud a los caminos que el hombre se había elegido, porque era el perdón de todos los peca dos. dos. Era gracia cara porque no d ispensab a del trabajo; al contrario, hacía mucho más obligatoria la llamada a seguir a Jesús. Pero, precisamente porque era cara era gracia, y precisamente porque era gracia era cara. Éste lue el el secreto del evan gelio de la Reforma, el secreto de la justificación del pecador. Sin embargo, en la historia de la Reforma, quien obtuvo la victoria no fue la idea luterana de la gracia pura, co sto sa, sa , sin o el in stin st into to relig re lig io so del ho mb re,
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siempre despierto para descubrir el lugar donde puede adquirirse la gracia al precio más barato. Sólo hacía falta un leve desplazamiento del acento, apenas percep tible, para que el trabajo más peligroso y pernicioso se hubiese realizado. Lutero había enseñado que el hom bre , incl in clus us o en sus ob ras y cami ca mi no s má s piad pi ad os os , no po dr ía su bs isti is tirr de lan te de Dios Di os po rq ue , en el fond fo nd o, se bu sca sc a sie m pre pr e a sí mi sm o. Y, en m ed io de esta es ta pr eo cu pa ció n, ha bía bí a capt ca ptad ad o en la fe la gr acia ac ia de l pe rd ón libre lib re e incondicional de todos los pecados.
Pero ¿sabemos también que esta gracia barata se ha mostrado tremendamente inmisericorde con nosotros? El precio que hemos de pagar hoy día, con el hundi miento de las Iglesias organizadas, ¿significa otra cosa que la inevitable consecuencia de la gracia conseguida a bajo ba jo pr ecio ec io ? Se ha pr ed icad ic ad o, se ha n ad m in istra is tra do los sacramentos a bajo precio, se ha bautizado, confirmado, absuelto a todo un pueblo, sin hacer preguntas ni poner condiciones; condiciones; por caridad hum ana se han dado las cosas cosas santas a los que se burlaban y a los incrédulos, se han derramado sin fin torrentes de gracia, pero la llamada al seguimiento se escuchó cada vez menos. ¿Qué se ha hecho de las ideas de la Iglesia primitiva, que durante el catecumenado para el bautismo vigilaba tan atentamente la frontera entre la Iglesia y el mundo y se preocupaba tanto por la gracia cara? ¿Qué se ha hecho de las advertencias de Lutero concernientes a una pr ed icac ic ació ió n del de l ev ange an ge lio qu e aseg as eg uras ur asee a los lo s ho mb res re s en su vida sin Dios? ¿Dónde ha sido cristianizado el mundo de manera más horrible y menos salvífica que aquí? ¿Qué significan los tres mil sajones asesinados po r Ca rlom rl om ag no al lad o de los m illon ill on es de alm as m ata at a das hoy? En nosotros se ha verificado que el pecado de los padres se castiga en los hijos hasta la tercera y la cuarta generación. La gracia barata no ha tenido com pa sió n con co n nu estr es traa Igle Ig lesi siaa evan ev an gélic gé lica. a. [••• [•••]] Dichosos los que, habiendo reconocido esta gracia, pu ed en vivi vi virr en el m un do sin pe rder rd erse se en él; aq ue llo s que, en el seguimiento de Jesucristo, están tan seguros de la patria celeste que se sienten realmente libres para vivir en el mundo. Dichosos aquellos para los que seguir a Jesucristo no es más que vivir de la gracia, y para los que la gracia no consiste más que en el seguimiento.
Lutero sabía que esta gracia le había costado toda una vida y que seguía exigiendo su precio diariamente. Porque, por la gracia, no se sentía dispensado del segui miento, sino que, al contrario, se veía obligado a él ahora más que nunca. Cuando Lutero hablaba de la gra cia pensaba siempre, al mismo tiempo, en su propia vida que, sólo por la gracia, había sido sometida a la obediencia total a Cristo. No podía hablar de la gracia más que de esta forma. Lutero había dicho que la gracia actúa sola; sus discípulos lo repitieron literalmente, con la única diferencia de que se olvidaron pronto de pensar y decir lo que Lutero siempre había considerado como algo natural: el seguimiento, del que no necesitaba hablar porque se expresaba como un hombre al que la gracia había conducido al seguimiento más estricto de Jesús. La doctrina de los discípulos dependía, pues, de la doctrina de Lutero y, sin sin embargo, esta doctrina fue el fin, el aniquilamiento de la Reforma en cuanto revela ción de la gracia cara de Dios sobre la tierra. La justifi cación del pecador en el mundo se transformó transformó en justi ficación del pecado y del mundo. La gracia cara se vol vió gracia barata, sin seg uimiento. [... [...]]
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Dichosos los que se han hecho cristianos en este senti do, los que han experimentado la misericordia de la pa labr la br a de la gra cia. cia . - El precio de la gracia, selección de las pp. 17-35
Pedro, piedra de la Iglesia, quien resulte culpable inme diatamente después de su confesión de Jesucristo y de ser investido por él, prueba que, desde el principio, la Iglesia se ha escandalizado del Cristo sufriente. No quiere a tal Señor y, como Iglesia de Cristo, no quiere que su Señor le imponga la ley del sufrimiento. La pro testa de Pedro muestra su poco deseo de sumergirse en el dolor. Con esto, Satanás penetra en la Iglesia. Quiere apartarla de la cruz de su Señor.
El seguimiento y la cruz «Y comenzó a enseñarles que el Hijo del hombre debía sufrir mucho y ser reprobado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, ser condenado a muer te y resucitar a los tres días» [...] (Me 8,31).
La llamada al seguimiento se encuentra aquí en relación con el anuncio de la pasión de Jesús. Jesucristo debe sufrir y ser rechazado. rechazado. Es el imperativo de la pro mesa de Dios, para que se cump la la Escritura. Sufrir y ser recha zado no es lo mismo. Jesús podía ser el Cristo glorifica do en el sufrimiento. El dolor podría provocar toda la pied pi ed ad y to da la ad m ira ción ci ón del mu nd o. Su cará ca rá cter ct er trá tr á gico podría conservar su propio valor, su propia honra, su propia dignidad. Pero Jesús es el Cristo rechazado en el dolor. El hecho de ser rechazado quita al sufrimiento toda digni dad y todo honor. Debe ser un sufrimiento sin honor. Sufrir y ser rechazado constituyen la expresión que sin tetiza la cruz de Jesús. La m uerte de cruz sig nifica sufrir y morir rechazado, despreciado. Jesús debe sufrir y ser rechazado por necesidad divina. Todo intento de obsta culizar esta necesidad es satánico. Incluso , y sobre todo, si proviene de los discípulos; porque esto quiere decir que no se deja a Cristo ser el Cristo. El hech o de que sea
Jesús se ve obligado a poner en contacto a sus discí pulos pu los , de fo rm a clar cl araa e ineq in eq uívo uí vo ca, ca , co n el impe im pe rat ivo iv o del sufrimiento. Igual que Cristo no es el Cristo más que sufriendo y siendo rechazado, del mismo modo el discí pulo pu lo no es disc di scíp íp ulo ul o má s qu e su frien fri en do , sien si endo do rech re ch aza az a do y crucificado con él. El seguimiento, en cuanto vin culación a la persona de Cristo, sitúa al seguidor bajo la ley de Cristo, es decir, bajo la cruz. Sin embargo, la comunicación a los discípulos de esta verdad inalienable comienza, de forma curiosa, con el hecho de que Jesús vuelve a dejar a sus discípulos en plen pl enaa lib ertad ert ad.. «S i alguno quiere seguirme», dice Jesús. No se tra ta de alg o na tura tu ral,l, ni siqu si qu iera ie ra en tre los di scíp sc íp u los. los. No se puede forzar a nadie, no se puede esp erar esto de nadie. Por eso dice: «si alguno» quiere seguirme, despreciando todas las otras propuestas que se le hagan. Una vez más, todo depende de la decisión; en medio del seguimiento en que viven los discípulos todo vuelve a quedar en blanco, en vilo, como al principio; nada se espera, nada se impo ne. Tan radical es lo que ahora va a decirse. Así, una vez más, antes de que sea anu nciada la ley del seguimiento, los discípulos deben sentirse com ple tam ent e lib res .
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«Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo». Lo que Pedro dijo al negar a Cristo -«no co nozco a ese hom bre» - es lo que debe decir de sí mismo el que le sigue. La negación de sí mismo no consiste en una multitud, por grande que sea, de actos aislados de mortificación o de ejercicios ascéticos; tampoco signifi ca el suicidio, porque también en él puede imponerse la prop ia vo luntad del ho mb re. Ne garse a sí mism o es conocer sólo a Cristo, no a uno mismo; significa fijar nos sólo en aquel que nos precede, no en el camino que nos resulta tan difícil. De nuevo la negación de sí mismo se expresa con las palabras: él va delante, mantente fir memente unido a él. «...tome su cruz». Jesús, por su gracia, ha preparado a los discípulos a escuchar estas palabras hablándoles prim ero de la negación de sí mism o. Si no s he mo s olvi dado realmente de nosotros mismos, si no nos conoce mos ya, podemos estar dispuestos a llevar la cruz por amor a él. Si sólo le conocemos a él, no conocemos ya los dolores de nuestra cruz, sólo le vemos a él. Si Jesús no nos hubiese preparado con tanta amabilidad para escuchar esta palabra, no podríamos soportarla. Pero nos ha puesto en situación de percibir como una gracia incluso estas duras palabras, que llegan a nosotros en la alegría del seguimiento y nos consolidan en él. La cruz no es el mal y el destino penoso, sino el sufrimiento que resulta para nosotros únicamente del hecho de estar vinculados a Jesús. La cruz no es un sufrimiento fortuito, sino necesario. La cruz es un sufri miento vinculado, no a la existencia natural, sino al hecho de ser cristianos. La cruz no es sólo y esencial mente sufrimiento, sino sufrir y ser rechazado; y, estric tamente, se trata de ser rechazado po r amor a Jesucristo,
y no a causa de cualquier otra conducta o de cualquier otra confesión de fe. Un cristianismo que no tomaba en serio el seguimiento, qu e había hecho del ev angelio sólo un consuelo barato de la fe, y para el que la existencia natural y la cristiana se entremezclaban indistintamente, debía entender la cruz como un mal cotidiano, como la miseria y el miedo de nuestra vida natural. Olvidaba que la cruz siempre significa, simultánea mente, ser rechazado, que el oprobio del sufrimiento forma parte de la cruz. Ser rechazado, despreciado, abandonado por los hombres en el sufrimiento, como dice la queja incesante del salmista, es un signo esencial del sufrimiento de la cruz, imposible de comprender para un cristia nism o que n o sabe d istin gu ir e ntre la ex is tencia civil y la existen cia cristiana. La cruz es con sufrir con Cristo, es el sufrimiento de Cristo. Sólo la vincula ción a Cristo, tal como se da en el seguimiento, se en cuentra seriamente bajo la cruz. «...tome su cruz»; está preparada desde el principio, sólo falta llevarla. Pero nadie piense que debe buscarse una cruz cualquiera, que debe buscar voluntariamente un sufrimiento, dice Jesús; cada uno tiene preparada su cruz, que Dios le destina y prepara a su medida. Debe llevar la parte de sufrimiento y de repulsa que le ha sido pre scrita. La me dida es dif ere nte pa ra cada un o. Dios honra a éste con un gran sufrimiento, le concede la gra cia del martirio, a otro no le permite que sea tentado p or encima de sus fuerzas. Sin embargo, es la misma cruz. Es impuesta a todo cristiano. El primer sufrimiento de Cristo que todos debemos experimentar es la llama da que nos invita a liberarnos de las ataduras de este mundo. Es la muerte del hombre viejo en su encuentro con Jesucristo. Quien entra en el camino del seguimien
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to se sitúa en la muerte de Jesús, transforma su vida en muerte; así sucede desde el principio. La cruz no es la meta terrible de una vida piadosa y feliz, sino que se encuentra al comienzo de la comunión con Jesús. Toda llamada de Cristo conduce a la muerte. Bien debamos, con los primeros discípulos, dejar nuestra casa y nuestra profesión para seguirle, bien debamos, como Lutero, abandonar el claustro para volver al mun do, en ambos casos nos espera la misma muerte, la muerte en Jesucristo, la muerte de nuestro hombre viejo a la llamada de Jesucristo. Puesto que la llamada que Jesús dirige al joven rico le trae la muerte, pue sto que no le es posible seguir más que en la medida en que ha muerto a su propia voluntad, puesto que todo manda miento de Jesús nos ordena m orir a todos nuestros dese os y apetitos, y puesto que no podemos querer nuestra prop ia mu erte, es preciso que Jesú s, en su palabra, sea nuestra vida y nuestra muerte. La llamada al seguimiento de Jesús, el bautismo en nombre de Jesucristo, son muerte y vida. La llamada de Cristo, el bautismo, sitúan al cristiano en el combate diario contra el pecado y el demonio. Cada día, con sus tentaciones de la carne y del mundo, vuelca sobre el cristiano nuevos sufrimientos de Jesucristo. Las heridas que nos son infligid as en esta lucha, las cicatrices que el cristiano conserva de ella, son signos vivos de la comu nidad con Cristo en la cruz. Pero hay otro sufrimiento, otra deshonra, que no es ahorrada a ningún cristiano. Es verdad que sólo el sufrimiento de Cristo es un sufri miento reconciliador; pero como Cristo ha sufrido por causa del pecado del mundo, como todo el peso de la culpa ha caído sobre él, y como Jesús ha imputado el fruto de su sufrimiento a los que le siguen, la tentación
y el pecado recaen también sobre el discípulo, le recu bren de op robio y le expu lsa n, igual qu e al macho ca brío expiatorio, fuera de las pu ert as de la ciu dad. De este modo, el cristiano se convierte en portador del pecado y de la culpa en favor de otros hombres. Quedaría aplastado bajo este peso si él mismo no fuese sostenido por el que ha llevado todos los pecados. Pero en la fuerza del sufrimien to de Cristo le es posible triun far de los pecados que recaen sobre él, en la medida en que los perdona. El cristiano se transforma en portador de cargas: «Llevad los unos las cargas de los otros y así cumpliréis la ley de Cristo» (Gal 6, 2). Igual que Cristo lleva nuestra carga, nosotros debe mos llevar las de nuestros hermanos; la ley de Cristo que debemos cumplir consiste en llevar la cruz. El peso de mi hermano, que debo llevar, no es solamente su suerte externa, su forma de ser y sus cualidade s, sino, en el más estricto sentido, su pecado. Y no puedo cargar con él más que perdonándole en la fuerza de la cruz de Cristo, de la que he sido hecho partícipe. De este modo, la llamada de Jesú s a llevar la cruz sitúa a todo el que le sigue en la comunión del perdón de los pecados. El per dón de los pecados es el sufrimiento de Cristo ordenado a los discípulos. Es impuesto a todos los cristianos. Pero, ¿cómo sabrá el discípulo cuál es su cruz? La recibirá cuando siga a su Señor sufriente, reconocerá su cruz en la comunión con Jesús. El sufrimiento se convierte así en signo distintivo de los seguidores de Cristo. El discípulo no es mayor que su maestro. El seguimiento es una pa ss io pa ss iva , una obligación de sufrir. Por eso pudo Lutero contar el su frimiento entre los signos de la verdadera Iglesia. Tam bién po r eso, un tra bajo prelim inar a la Co nfesión de
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Augsburgo definió a la Iglesia como la comunidad de los que «son perseguidos y martirizados a causa del evangelio». Quien no quiere cargar su cruz, quien no quiere entregar su vida al dolor y al desprecio de los hombres, pierde la comunión con Cristo, no le sigue. Pero quien pierde su vida en el seguimiento, llevando la cruz, la volverá a encontrar en este mismo seguimiento, en la comunión de la cruz con Cristo. Lo contrario del seguimiento es avergonzarse de Cristo, avergonzarse de la cruz, escandalizarse de ella. Seguir a Jesús es estar vinculado al Cristo sufriente. Por eso el sufrimiento de los cristianos no tiene nada de desconcertante. Es, más bien, gracia y alegría. Las actas de los primeros mártires dan testimonio de que Cristo transfigura, para los suyos, el instante de mayor sufri miento con la certeza indescriptible de su proximidad y de su comunión. De suerte que, en medio de los más atroces tormentos soportados por su Señor, participan de la alegría suprema y de la felicidad de la comunión con él. Llevar la cruz se les revelaba como la única manera de triun far del sufrimiento. Y esto es válido para todos los que siguen a Cristo, puesto que fue válido para Cristo mismo.
sabe que el sufrimiento pasará en la medida en que lo sufra. Sólo cargando con él vencerá al sufrimiento, triunfará de él. Su cruz es su triunfo. El sufrimiento es lejanía de Dios. Por eso, quien se encuentra en comunión con Dios no puede sufrir. Jesús ha afirmado esta frase del Antiguo Testamento. Precisamente por esto toma sobre sí el sufrimiento del mundo enteró y, al hacerlo, triunfa de él. Carga con toda la lejanía de Dios. El cáliz pasa porque él lo bebe. Jesús quiere vencer al sufrimiento del mundo; para ello nece sita saborearlo por completo. Así, ciertamente, el sufri miento sigue siendo lejanía de Dios, pero en la comu nión del sufrimiento de Jesucristo el sufrimiento triunfa del sufrimiento y se otorga la comunión con Dios preci samente en el dolor. Es preciso llevar el sufrimiento p ara que éste pase. O es el mundo quien lo lleva, y se hunde, o recae sobre Cristo, y es vencido por él. Así, pues, Cristo sufre en representación del mundo. Sólo su sufrimiento es un sufrimiento redentor. Pero también la Iglesia sabe ahora que el sufrimiento del mundo busca a alguno que lo lleve. De forma que, en el seguimiento de Cristo, el sufrimiento recae sobre la Iglesia y ella lo lleva, siendo llevada al mismo tiempo por Cristo. La Iglesia de Jesucristo representa al mundo ante Dios en la medida en que sigue a su Señor cargando con la cruz. Dios es un Dios que lleva. El Hijo de Dios llevó nuestra carne, llevó la cruz, llevó todos nuestros peca dos y, con esto, nos trajo la reconciliación. El que sigue es llamado igu almente a llevar. Ser cristiano consiste en llevar. Lo mismo que Cristo, al llevar la cruz, conservó su comunió n con el Padre, para el que le sigue, cargar la cruz significa la comunión con Cristo.
«Y adelantándose un poco, cayó rostro en tierra, y suplica ba así: “Padr e mío, si es posible, que pase de mí este cáliz, pero no sea c omo yo quiero , sino como q uieras tú...” . Y ale ján dose de nuevo, por segu nda vez oró así: “Pad re mío, si esto no puede pasar sin que yo lo beba, hágase tu volun tad”» (Mt 26, 39.42).
Jesús pide al Padre que pase de él este cáliz, y el Padre escucha la oración del Hijo. El cáliz del sufri miento pasa rá de él, pero únicamente bebiéndolo. Cuan do Jesús se arrodilla por segunda vez en Getsemaní,
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El hombre puede desembarazarse de esta carga que le es impuesta. Pero co n esto no se libera de toda carga; al contrario, lleva un peso mucho más pesado e inso po rta ble. Lleva el yu go de su prop io yo, qu e se ha es co gido libremente. A los que están agobiados con toda clase de penas y fatigas, Jesús los ha llamado a desem ba raz ars e del prop io yu go pa ra co ge r el suyo, que es suave, para coger su peso, que es ligero. Su yugo y su pe so es la cru z. Ir bajo ella no sign ifica miseria ni d eses perac ión, sino recreo y paz de las alm as, es la alegría suprema. No marchamos ya bajo las leyes y las cargas que nos habíamos fabricado a nosotros mismos, sino bajo el yugo de aquel que nos cono ce y co mparte ese mismo yugo con nosotros. Bajo su yugo tenemos la cer teza de su proximid ad y de su comunión. A él es a quien encuentra el seguidor cuando carga con su cruz. «Las cosas no deben suceder según tu razón, sino por enci ma de tu razón; sumérgete en la sinrazón y yo te daré mi razón. La sinrazón es la razón verdadera; no saber dónde vas es, realmente, saber dónde vas. Mi razón te volverá per fectamente irrazonable. Así fue como abandonó Abrahán su patria, sin saber dónde iba. Se entre gó a mi saber, aban do nando su propio saber, siguió el verdadero camino para lle gar al fin verdadero. Mira, éste es el camino de la cruz; tú no puedes encontrarlo, es preciso que yo te guíe como a un ciego; por eso, no eres tú, ni un hombre, ni una criatura, quien te enseñará el camino que debes seguir; seré yo, yo mismo, con mi Espíritu y mi palabra. Este camino no es el de las obras que te has escogido, ni el sufrimiento que te has imaginado; es el sufrimiento que yo te indico contra tu elec ción, contra tus pensamientos y deseos. Marcha por él, yo te llamo. Sé discípulo, porque ha llegado el tiempo y tu maestro se acerca» (Lutero).
- El precio de la gra cia , pp. 77-87
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El trasfondo de Gemeinsames Leben [traducida al cas tellano cono el título Vida en comunidad/ lo constituye la experiencia de vida comunitaria de Bonhoeffer, de 1935 a 1937, en Finkenwalde, un seminario establecido con el objetivo defo rm ar pastores para la Iglesia con fes ante. Bon hoe ffer hizo espec ial hin capié en que la form ac ión de los sem inarist as no deb ía est ar centrad a sólo en el estudio académico, sino también en la ora ción, la reflexión sobre la Escritura y la form ación espi ritual. Finkenwalde fue clausurado por la Gestapo en 1937. Vida en comunidad, de donde se toma este capí tulo titulado «La comunidad», se publicó en 1939.
«¡Qué dulce y agradable es para los hermanos vivir jun tos y en armonía!» (Sal 133,1). Vamos a examinar a continuación algunas enseñan zas y reglas de la Escritura sobre nuestra vida en común bajo la pa lab ra de Dios. Contrariamente a lo que podría parecer a primera vista, no se deduce que el cristiano tenga que vivir nece sariamente entre otros cristianos. El mismo Jesucristo vivió en medio de sus enemigos y, al final, fue abando nado por todos sus discípulos. Se encontró en la cruz solo, rodeado de malhechores y blasfemos. Había veni do para traer la paz a los enemigos de Dios. Por esta
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razón, el lugar de la vida del cristiano no es la soledad del claustro sino el campamento mismo del enemigo. Ahí está su misión y su tarea. «El reino de Jesucristo debe ser edificado en medio de tus enemigos. Quien rechaza esto renuncia a formar parte de este reino, y prefiere vivir rode ado de amigo s, entre ros as y lirios lejos de los malvados, en un círculo de gente piadosa. ¿No veis que así blasfemáis y traicionáis a Cristo? Si Jesús hubiera actuado como vosotros, ¿quién habría po dido salvars e?» (Lu tero ). «Los disp ersaré entre los pueblos, pero, aun lejos, se acordarán de mí» (Zac 10,9). Es voluntad de Dios que la cristiandad sea un pueblo disperso, esparcido como la semilla «entre todos los reinos de la tierra» (Dt 4,27). Esta es su promesa y su condena. El pueblo de Dios deberá v ivir lejos, entre infieles, pero será la semilla del reino esparcida en el mundo entero. «Los reuniré porque los he rescatado... y volverán» (Zac 10,8-9) ¿Cuándo sucederá esto? Ha sucedido ya en Jesucristo, que murió «para reunir en uno a todos los hijos de Dios dispersos» (Jn 11,52), y se hará visible al final de los tiempos, cuando los ángeles de Dios «reú nan a los elegidos de los cuatro vientos, desde un extre mo al otro de los cielos» (Mt 24,31). Hasta enton ces, el pu eb lo de Dio s pe rm an ec erá disperso . So lamen te Jesucristo impedirá su disgregación; lejos, entre los infieles, les mantendrá unidos el recuerdo de su Señor. El hecho de que, en el tiempo comprendido entre la muerte de Jesucristo y el último día, los cristianos pue dan vivir con otros cristianos en una comunidad visible ya sobre la tierra no es sino una anticipación misericor diosa del reino que ha de venir. Es Dios, en su gracia, quien permite la existencia en el mundo de semejante
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comunidad, reunida alrededor de la palabra y el sacra mento. Pero esta gracia no es accesible a todos los cre yentes. Los prisioneros, los enfermos, los aislados en la dispersión, los misioneros, están solos. Ellos saben que la existencia de la comunidad visible es una gracia. Por eso su plegaria es la del salmista: «Recuerdo con emo ción cuando marchaba al frente de la multitud hacia la casa de Dios entre gritos de alegría y alabanza de un pueblo en fiesta » (Sal 42 ,5). Sin em bargo, perm an ecen solos como la semilla que Dios ha querido esparcir. No obstante, captan intensamente por la fe cuanto les es negado como experiencia sensible. Así es como el após tol Juan, desterrado en la soledad de la isla de Patmos, celebra el culto celestial «en espíritu, el día del Señor» (Ap 1,10), con todas las Iglesias. Los siete candelabros que ve son las Iglesias, las siete estrellas, sus ángeles; en el centro, dominándolo todo, Jesucristo, el Hijo del hombre, en la gloria de su resurrección. Juan es fortale cido y consolado por su palabra. Ésta es la comunidad celestial que, en el día del Señor, puebla la soledad del apóstol desterrado. Pese a todo, la presencia sensible de los hermanos es para el cristia no fuente incomparable de alegría y co n suelo. Prisionero y al final de sus días, el apóstol Pablo no puede por menos de llamar a Timoteo, «su amado hijo en la fe», para volver a verlo y tenerlo a su lado. No ha olvidado las lágrimas de Timoteo en la última despe dida (2 Tim 1,4). En otra ocasión, pensan do en la Iglesia de Tesalónica, Pablo ora a Dios «noche y día con gran ;msia para volver a veros» (1 Tes 3,10); y el apóstol luán, ya anciano, sabe que su gozo no será completo hasta que no esté junto a los suyos y pueda hablarlos de viva voz, en vez de con papel y tinta (2 Jn 12). El ere-
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yente no se avergüenza ni se considera demasiado car nal por desear ver el rostro de otros creyentes. El hom bre fue cre ado con un cuerp o, en un cuerpo ap areció por nosotros el Hijo de D ios sobre la tierra, en un cuerpo fue resucitado; en el cuerpo el creyente recibe a Cristo en el sacramento, y la resurrección de los muertos dará lugar a la plena comunidad de los hijos de Dios, formados de cuerpo y espíritu. A través de la presencia del hermano en la fe, el cre yente puede alabar al Creador, al Salvador y al Reden tor, Dios Padre, Hijo y Espíritu santo. El prisionero, el enfermo, el cristiano aislado reconocen en el hermano que les visita un signo visible y misericordioso de la presen cia d e Dios trin o. Es la pres encia real d e Cristo lo que ellos experim entan cuand o se ven, y su encuen tro es un encuentro gozoso. La bendición que mutuamente se dan es la del mismo Jesucristo. Ahora bien, si el mero encuentro entre dos creyentes produce tanto gozo, ¡qué inefable felicidad no sentirán aquellos a los que Dios pe rm ite vivir co ntinua men te en co mun idad con otros creyentes! Sin embargo, esta gracia de la comunidad que el aislado considera como un privilegio inaudito, con frecuencia es desdeñada y pisoteada por aquellos que la reciben diariamente. Olvidamos fácilmente que la vida entre cristianos es un don del reino de Dios que nos puede ser arrebatado en cualquier momento y que, en un instante también, podemos ser abandonados a la más completa soledad. Por eso, a quien le haya sido concedido experimentar esta gracia extraordinaria de la vida comunitaria, ¡que alabe a Dios con todo su cora zón; que, arrodillado, le dé gracias y con fiese que es una gracia, sólo gracia! [...]
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La comunidad cristiana Comunidad cristiana significa comunión en Jesucristo y por Jesucrist o. Ningu na co mun id ad cri stiana po drá ser más ni menos que eso. Y esto es válido para todas las formas de comunidad que puedan formar los creyentes, desde la que nace de un breve encuentro hasta la que resulta de una larga convivencia diaria. Si podemos ser hermanos, es únicamente por Jesucristo y en Jesucristo. Esto significa, en primer lugar, que Jesucristo es el que fundamenta la necesidad que los creyentes tienen unos de otros; en segundo lugar, que sólo Jesucristo hace posible su comunión y, fina lm en te , que Jesucristo nos ha elegido desde toda la eternidad para que nos aco jam os du ran te nu estra vida y nos man teng am os unidos siempre. Comunidad de creyentes. El cristiano es el hombre que ya no busca su salvación, su libertad y su justic ia en sí mismo, sino únicamente en Jesucristo. Sabe que la palabra de Dios en Jesu cristo lo de clara cu lpable au n que él no tenga conciencia de su culpabilidad, y que esta misma palabra lo absuelve y justifica aun cuando no tenga concien cia de su propia justicia. El c ristiano ya no vive por sí mismo, de su autoacusación y su autojustificación, sino de la acusación y justificación que provie nen de Dios. Vive totalmente sometido a la palabra que Dios pronuncia sobre él, declarándole culpable o justo. El sentido de su vida y de su muerte ya no lo busca en el propio corazón sino en la palabra que le llega desde fuera, de parte de Dios. Éste es el sentido de aquella afirmación de los reformadores: nuestra justicia es una «justicia extranjera» que viene de fuera {extra nos). Con esto nos remiten a la palabra que Dios mismo nos diri
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ge, y que nos interpela desde fuera. El cristiano vive íntegramente de la verdad de la palabra de Dios en Je sucristo. Cuando se le pregunta «¿dónde está tu salva ción, tu bienaventuranza, tu justicia?», nunca podrá se ñalarse a sí mismo, sino que señalará a la palabra de Dios en Jesucristo. Esta palabra le obliga a volverse continuamente hacia el exterior, de donde únicamente pu ed e ve nirle esa grac ia ju stifican te que espe ra cada día como com ida y bebida. En sí mismo no encuentra sino po breza y mu erte, y si hay so corro pa ra él, sólo po drá venirle de fuera. Pues bien, ésta es la buena noticia: el socorro ha venido y se nos ofrece cada día en la palabra de Dios que, en Jesucristo, nos trae liberación, justicia, inocencia y felicidad. Esta palabra ha sido puesta por D ios en boca de los hombres para que sea comunicada a los hombres y transmitida entre ellos. Quien es alcanzado por ella no pu ede po r menos de tran sm iti rla a otros . Dios ha qu eri do que busquemos y hallemos su palabra en el testimo nio del hermano, en la palabra humana. El cristiano, por tanto, tiene absoluta necesidad de otros cristianos [...]. Cristo mediador. Este encuentro, esta comunidad, solamente es posible por mediación de Jesucristo. Los hombres están divididos por la discordia. Pero «Jesu cristo es nuestra paz» (Ef 2,14). En él la comunidad dividida encuentra su unidad. Sin él hay discordia entre los hombres y entre éstos y Dios. Cristo es el mediador entre Dios y los hombres. Sin él, no podríamos conocer a Dios, ni invocarle, ni llegarnos a él; tampoco podría mos reconocer a los hombres como hermanos y acer camos a ellos. El camino está bloqueado por el propio «yo». Cristo, sin embargo, ha franqueado el camino obstruido de forma que, en adelante, los suyos puedan
vivir en paz no solamente con Dios, sino también entre ellos. Ahora los cristianos pueden amarse y ayudarse mutuamente; pueden llegar a ser un solo cuerpo. Pero sólo es posible por medio de Jesucristo. Solamente él hace posible nuestra unión y crea el vínculo que nos mantiene unidos. Él es para siempre el único mediador que nos acerca a Dios y a los hermanos. La co m un id ad de Jesu cri sto . En Jesucristo hemos sido elegidos para siempre. La encarnación significa que, por pura gracia y voluntad de Dios trino, el Hijo de Dios se hizo carne y aceptó real y corporalmente nues tra naturaleza, nuestro ser. Desde entonces, nosotros estamos en él. Lleva nuestra carne, nos lleva consigo. Nos tomó con él en su encarnación, en la cru z y en su resurrección. Formamos parte de él porque estamos en él. Por esta razón la Escritura nos llama el cuerpo de Cristo. Ahora bien, si, antes de poder saberlo y querer lo, hemos sido elegidos y adoptados en Jesucristo con toda la Iglesia, esta elección y esta adopción significan que le pertenecemos eternamente, y que un día la comu nidad que formarnos sobre la tierra será una comunidad eterna junto a él. En presencia de un hermano debemos saber que nuestro destino es estar unidos con él en Jesucristo por toda la eternidad. Repitámoslo: comuni dad cristiana significa comunidad en y por Jesucristo. Sobre este principio descansan todas las enseñanzas y reglas de la Escritura, referidas a la vida comunitaria de los cristianos. [...] Por tanto, lo decisivo aquí, lo que verdaderamente fundamenta nuestra comunidad, no es lo que nosotros po damo s ser en no so tro s mism os, con nu estra vida inte rior y nuestra piedad, sino aquello que somos por el po de r de Cristo. Nue stra comun idad cristian a se co ns
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truye únicamente por el acto redentor del que somos objeto, y esto no solamente es verdadero para sus co mienzos, de tal manera que pudiera añadirse algún otro elemento con el paso del tiempo, sino que sigue siendo así en todo tiempo y para toda la eternidad. Solamente Jesucristo fundamenta la comun idad que nace, o nacerá un día, entre dos creyentes. Cuanto más auténtica y pro funda llegue a ser, tanto más retrocederán nuestras dife rencias personales, y con tanta mayor claridad se hará paten te pa ra no so tro s la ún ica y sola reali dad: Jesu cristo y lo que él ha hecho por nosotros. Únicamente por él nos pertenecemos unos a otros real y totalmente, ahora y por toda la eternidad.
desde el principio de que, en primer lugar, la fraterni dad cristiana no es un ideal humano, sino una realidad dada por Dios, y, en segundo lugar, que esa realidad es de orden espiritual y no de orden psíquico.
La fraternidad cristiana En adelante, debemos renunciar al turbio anhelo que, en este ámbito, nos empuja siempre a desear algo más. Desear algo más que lo que Cristo ha fundado entre nosotros no es desear la fraternidad cristiana, sino ir en bu sca de qu ién sab e qué ex perie ncias extra ordina ria s que piensa va a encontrar en la comunidad cristiana y que no ha encontrado en otra parte, introduciendo así en la comunidad el turbador fermento de los propios dese os. Es precisamente en este aspecto donde la fraternidad cristiana se ve amenazada -casi siempre y ya desde sus com ienzos- po r el más grave de los peligros: la intoxi cación interna provocada por la confusión entre frater nidad cristiana y un sueño de comunidad piadosa; por la mezcla de una nostalgia comunitaria, propia de todo hombre religioso, y la realidad espiritual de la herman dad cristiana. Por eso es importante adquirir conciencia
Muchas han sido las comunidades cristianas que han fracasado por haber vivido con una imagen quimérica de comunidad. Es lógico que el cristiano, cuando entra en la comunidad, lleve consigo un ideal de lo que ésta debe ser, y que trate de realizarlo. Sin embargo, la gra cia de Dios destruye constantemente esta clase de sue ños. Decepcionados por los demás y por nosotros mis inos, Dios nos va llevando al conocimiento de la autén tica comunidad cristiana. En su gracia, no permite que vivamos, ni siquiera unas semanas, en la comunidad de nuestros sueños, en esa atmósfera de experiencias embriagadoras y de exaltación piadosa que nos enerva. Porque Dios no es un dios de emociones sentimentales, sino el Dios de la realidad. Por eso, sólo la comunidad que, consciente de sus tareas, no sucumbe a la gran decepción, comienza a ser lo que Dios quiere, y alcan za por la fe la promesa que le fue hecha. Cuanto antes llegue esta hora de desilusión para la comunidad y para el mismo creyente, tanto mejor para ambos. Querer evi tarlo a cualquier precio y pretender aferrarse a una ima gen quimérica de comunidad, destinada de todos m odos a desinflarse, es construir sobre arena y condenarse más tarde o más temprano a la ruina. Debemos persuadirnos de que nuestros sueños de comunión humana, introducidos en la comunidad, son un auténtico peligro y deben ser destruidos so pena de muerte para la comunidad. Quien prefiere el propio sueño a la realidad se convierte en un destructor de la
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comunidad, por más honestas, serias y sinceras que sean sus intenciones personales. Dios aborrece los ensueños piadosos porque nos hacen duros y pretenciosos. Nos hacen exigir lo imposi ble a D ios, a lo s de má s y a n osotros mism os. No s erigen en jueces de los hermanos y de Dios mismo. Nuestra pres en cia es pa ra los demá s un reproc he viv o y co ns tante. Nos conducimos como si nos correspondiera, a nosotros, crear una sociedad cristiana que antes no exis tía, adaptada a la imagen ideal que cada uno tiene. Y cuando las cosas no salen como a nosotros nos gustaría, hablamos de falta de colaboración, convencidos de que la comunidad se hunde cuando vemos que nuestro sueño se derrumba. De este modo, comenzamos por acusar a los hermanos, después a Dios y, finalmente, desesperados, dirigimos nu estra amargura contra noso tros mismos. Todo lo contrario sucede cuando estamos convenci dos de que Dios m ismo ha puesto el fundamento único sobre el que edificar nuestra comunidad y que, antes de cualquier iniciativa por nuestra parte, nos ha unido en un solo cuerpo por Jesucristo; pues entonces no entra mos en la vida en común con exigencias, sino agradeci dos de corazón y aceptando recibir. Damos gracias a Dios por lo que él ha obrado en nosotros. Le agradece mos que nos haya dado hermanos que viven, ellos tam bién , bajo su lla ma da, bajo su perdón , ba jo su prom esa. No nos qu ejam os po r lo que no nos da, sin o que le damos gracias por lo que nos concede cada día. Nos da hermanos llamados a compartir nuestra vida pecadora ba jo la be nd ici ón de su gra cia . ¿N o es sufic iente? ¿No nos concede cada día, incluso en los más difíciles y amenazadores, esta presencia incomparable? Cuando la
vida en comunidad está gravemente amenazada, por el pecado y la incompren sión , el he rm an o, aunq ue pe ca dor, sigue siendo mi hermano. Estoy con él bajo la pala bra de Cristo, y su pe cado pu ede ser p ara mí un a nu eva ocasión de dar gracias a Dios por permitirnos vivir bajo su gracia. La hora de la gran decepción por causa de los hermanos puede ser para todos nosotros una hora ver daderamente saludable, pues nos hace comprender que no podemos vivir de nuestras propias palabras y de nuestras obras, sino únicamente de la palabra y de la obra que realmente nos une a unos con otros, esto es, el perdón de nu estro s pe cado s po r J esuc ris to. Por tan to, la verdadera comunidad cristiana nace cuando, dejándo nos de ensueños, nos abrimos a la realidad que nos ha sido dada.
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La gratitud Con la comunidad cristiana ocurre lo mismo que con la santificación de nuestra vida personal. Es un don de Dios al que no tenemos derecho. Sólo Dios sabe cuál es la situación de cada uno. Lo que a nosotros nos parece insignificante puede ser muy importante a los ojos de Dios. Así como el cristiano no debe estar preguntándo se constantemente por el estado de su vida espiritual, así tampoco nos ha dado Dios la comunidad p ara que este mos constantemente midiendo su temperatura. Cuanto mayor sea nuestro agradecimiento por lo recibido en ella cada día, tanto mayor será su crecimiento, para agrado de Dios.
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La espiritualidad de la comunidad cristiana La fraternidad cristiana no es un ideal a realizar, sino una realidad creada por Dios en Cristo, de la que él nos perm ite particip ar. En la medida en que ap ren damos a reconocer que Jesucristo es verdaderamente el funda mento, el motor y la promesa de nuestra comunidad, en esa misma medida aprenderemos a pensar en ella, a orar y esperar por ella, con serenidad. En dos aspectos -en realidad no son más que uñó se manifiesta la diferencia entre amor espiritual y amor psíquico: el am or psíquico no so po rta que, en no mb re de la verdadera comunidad, se destruya la falsa comu nidad que él ha imaginado; y es incapaz de amar a su enemigo, es decir, a quien se le oponga seria y obstina damente. Ambas reacciones surgen de la misma fuente: el amor psíquico es esencialmente deseo, y lo que desea es una comunidad a su medida. Mientras encuentre medios para satisfacer este deseo, no lo abandonará ni por la mism a verda d o la ve rdadera carid ad. Cu an do no pu eda satis fac erlo, ha brá lle gado al final de sus po sibi lidades y se encontrará en un ambiente hostil. Entonces se trocará fácilmente en odio, desprecio y calumnia. Aquí es precisamente donde entra en escena el amor de orden espiritual, en el que lo propio es servir y no desear. Ante su presencia, el amor puramente psíquico se convierte en odio. Porque lo propio del amor psíqui co es buscarse a sí mismo y convertirse en ídolo que exige adoración y sumisión total. Es incapaz de consa grar su atención y su interés a algo que no sea él mismo. El amor espiritual, en camb io, cuya raíz es Jesucristo, le sirve sólo a él y sabe que no hay otro acceso directo al prójimo. Cristo está entre el prójim o y yo. Yo no sé de
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antemano, basándome en un concepto general de amor y en una nostalgia interior, lo que es el amor al prójimo -para Cristo tal sentimiento podría no ser sino odio o la forma más refinada de egoísmo-, sino que es única mente Cristo quien me lo dice en su palabra. En contra de mis ideas y convicciones personales, él me dice cómo puedo amar verdaderamente a mi hermano. Por eso el amor espiritual no acepta otra atadura que la pala bra d e su Señor. Crist o p uede exigirm e, en no mbre de su caridad y su verdad, que mantenga o rompa el lazo que me une a otros. En ambos casos debo obedecer a pesar de todas las protestas de mi corazón. El amor espiritual se extiende también a los enemigos, porque quiere ser vir y no ser servido. No nace este amor del hombre, ya sea amigo o enemigo, sino de Cristo y su palabra. Procede del cielo, por eso el amor meramente terrestre es incapaz de comprend erle, para él es algo extraño, una novedad incomprensible. Entre mi prójimo y yo está Cristo. Por eso no me está permitido desear una comunidad directa con mi prójimo. Unicamente Cristo pu ede ayudarl e, co mo ún i camente Cristo ha podido ayudarme a mí. Esto signifi ca que debo renunciar a mis intentos apasionados de manipular, forzar o dominar a mi prójimo. Mi prójimo quiere ser amado tal y como es, independientemente de mí, es decir, como aquel por quien Cristo se hizo hom bre, mu rió y res ucitó ; a qu ien Cristo perdon ó y desti nó a la vida eterna. En vista de que, antes de toda interven ción por mi parte, Cristo ha actuado decisivamente en él, debo dejar libre a mi prójimo para el Señor, a quien pertenece, y cu ya vo luntad es que yo lo recono zca así. Esto es lo que queremos decir cuando afirmam os que no po demos en co nt rar al pró jim o sin o a trav és de Cristo .
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El am or psíquico crea su propia imagen del prójimo, de lo que es y de lo que debe ser; quiere m anipular su vida. El amor espiritual, en cambio, parte de Cristo para conocer la verdadera imagen del hombre; la imagen que Cristo ha acuñado y quiere acuñar con su sello.
La com unidad forma parte de la Iglesia cristiana Es de vital importancia para toda comunidad cristiana lograr distinguir a tiempo entre ideal humano y realidad de Dios, entre comunidad de orden psíquico y comuni dad de orden espiritual. Por eso es cuestión de vida o muerte alcanzar cuanto antes una visión lúcida a este respecto. En otras palabras, la vida de una comunidad bajo la autorid ad de la pa labr a sólo se man tend rá vigo rosa en la medida en que renuncie a querer ser un movi miento, una sociedad, una agrupación religiosa, un collegium pietatis, y acepte ser parte de la Iglesia cris tiana, una, santa y universal, participando activa o pa cientemente en las angustias, las luchas y la promesa de toda la Iglesia. Por eso toda tend encia sepa ratista que no esté objetivamente justificada por circunstancias loca les, una tarea común o alguna otra razón parecida, cons tituye un gravísimo peligro para la vida de la comunidad a la que priva de eficacia espiritual, empujándola hacia el sectarismo. Excluir de la comunidad al hermano frá gil e insignificante, con el pretexto de que no se puede hacer nada con él, puede suponer, nada menos, la exclu sión del mismo Cristo, que llama a nuestra puerta bajo el aspecto de ese hermano miserable. Esto nos debe inducir a proceder con sumo cuidado.
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La unión con Jesucristo Probablemente no exista ningún cristiano a quien Dios no conceda, al menos una vez en la vida, la gracia de experimentar la felicidad que proporciona una verdade ra comunidad cristiana. Sin embargo, tal experiencia constituye un acontecimiento excepcional añadido gra tuitamente al pan diario de la vida cristiana en común. No tenemos de rech o a ex ig ir tales ex pe rie ncias, ni co n vivimos con otros cristianos gracias a ellas. Más que la experiencia de la fraternidad cristiana, lo que mantiene unidos es la fe firme y segura que tenemos en esa fra ternidad. El hecho de que Dios haya actuado y siga que riendo obrar en todos nosotros es lo que aceptamos por la fe como su mayor regalo; lo que nos llena de alegría y gozo; lo que nos permite poder renunciar a todas las experiencias a las que él quiere que renunciemos. «¡Qué dulce y agradable es para los hermanos vivir ju nt os y en armo nía!» . Así celebra la sagrada Es critu ra la gracia de poder vivir unidos bajo la autoridad de la palab ra. Interpretand o má s ex actamente la expre sión «en armonía», podemos decir ahora: es dulce para los hermanos vivir juntos p o r Cristo , porque únicamente Jesucristo es el vínculo que nos une. «Él es nuestra paz». Sólo po r él ten em os acceso los un os a los otros y nos regocijamos unidos en el gozo de la comunidad reencontrada. - Vida en comunidad, selección de las pp. 9-27
PASTOR DE LA IGLESIA CONFESANTE
5 Pastor de la Iglesia confesante ___________
Los escritos seleccionad os en este cap ítulo reflejan el pa pe l de Bon hoe ffer com o pa sto r de la Igle sia con fe sante. Con el cierre del seminario de Finkenwalde en 1937, la Iglesia confesante dejó de existir como institu ción. En general. Bonhoeffer sentía que la Iglesia con fesa nte hab ía cap itulado dem asia do pro nto y no había sabido oponer una resistencia efectiva a la creciente atmósfera de opresión. No obstante, con su predicación y sus car tas circ ulares seguía tratando de ani ma r a los hermanos dispersos para que mantuvieran el coraje, la fe y la espe ranza.
A los jóvenes herm anos de la Iglesia en Pom erania (Finales de enero de 1938)
¡Queridos hermanos! En las últimas semanas he recibido cartas y comen tarios personales que muestran claramente que nuestra Iglesia, y en Pomerania especialmente nuestro grupo de jó ve ne s teólog os, está pa sand o po r un mom en to de di fí cil tribulación. Habida cuenta de que no se trata de la aflicción de un individuo, sino que son muchos los que experimentan la misma tentación, confío en que me per mitáis, queridos hermanos, que trate de dar una res pu esta comú n. No ob stante, la carta es tá pe ns ad a para
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cada uno de vosotros personalmente. Trataré de abordar en ella todos y cada uno de los temas sobre los que me habéis escrito o hablado. Tenemos que empezar desde muy lejos. Estaremos de acuerdo en que, cuando abrazamos la causa de la Iglesia confesante, dimos el paso con una fe suprema que era, por esa misma razón, una audacia por encima del entendimiento humano. Nos invadían la alegría, la seguridad del triunfo y la disposición a sacrificamos: toda nuestra vida personal y nuestro ministerio experi mentaron un nuevo giro. Naturalmente, no quiero decir que no estuviera presente toda clase de motivaciones secundarias puramente humanas -¿qu ién conoce su pro pio co ra zó n? -, pero ha bía un a co sa que nos hacía sen tirnos tan alegres, tan dispuestos para luchar y también para sufrir: sabíam os qu e m erecía la p en a jugá rselo tod o po r un a vida con Jesu cri sto y su Igl esia. Cr eía mos que en la Iglesia confesante no sólo habíamos encontrado la Iglesia de Jesucristo, sino que también habíamos tenido experiencia de ella gracias a la gran bondad de Dios. Para los individuos, para los pastores y para las comu nidades había empezado una nueva vida en la alegría de la Palabra de Dios. Mientras la Palabra de Dios estuvie ra con nosotros, no queríamos preocupamos e inquie tamos por el futuro. Con esta palabra estábamos dis pu estos a luchar, a sufrir, a ex pe rim entar la pobreza, el pecado y la mue rte pa ra en tra r finalmente en el reino de Dios. Jóvenes y padres de familia numerosa colabora ron aquí codo con codo. ¿Qué fue lo que nos unió y nos prod ujo un a ale gría tan grande? Fu e el recono cim iento, antiquísimo y que el mismo Dios nos regaló, de que Jesucristo quiere construir su Iglesia entre nosotros, una Iglesia que vive sólo de la predicación del puro y autén
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tico Evangelio, y de la gracia de sus sacramentos, una Iglesia que obedece sólo a Jesús en todo lo que hace. El mismo Cristo quiere quedarse en una Iglesia como ésta; quiere protegerla y guiarla. Sólo una Iglesia como ésta pu ed e verse lib re de todo temor. Esto, y no otra cosa, es lo que reconocieron los sínodos de la Iglesia confesante en Barmen y Dahlem. ¿Fue una ilusión? ¿Se expresaron los sínodos bajo la presión de circunstancias externas, que parecían favorables a la «realización» de esta fe? No , fue una fe su prem a, fue la verdad bíblica misma lo que se reconoció abiertamente ante todo el mundo. El testimonio de Cristo conquistó nuestro corazón, nos dio la alegría y nos llamó a actuar obedientemente. Queri dos hermanos, ¿estamos al menos de acuerdo en que esto fue lo que sucedió? ¿O queremos hoy ultrajar la gracia que tan generosamente Dios nos ha con cedido? Fue entonces cuando se entabló la lucha por la ver dadera Iglesia de Cristo. ¿O acaso pensáis que el diablo se tomó tanta molestia para aniquilar a un puñado de obstinados idealistas? No, Cristo se encontraba en la ba rca y p or ello se calm ó la tem pesta d. De sde el pr in ci pio la lucha e xigió sacrific ios. Quizás no todo s se hayan pe rcatad o sie mpre de cu án ta renu nc ia se ex igió a las pe rson as y las co mun id ad es pa ra qu e los miembros de los Consejos de Hermanos pudieran cumplir su misión pa ra con la Igles ia. Pero fue un a renu nc ia he ch a con gozo por la causa de Jesucristo. ¿Quién podía echarse atrás mientras se siguiera escuchando la llamada de Jesús a ser la Iglesia, la Iglesia que sólo le sirve a él? ¿Quién podía exonerarse si nadie lo relevaba de su res po ns abilidad de an un ciar el evangelio sin falsi fic aciones y de edificar comunidades de acuerdo con la Escritura y las confesiones de nuestra Iglesia?
Si todavía en esto estamos de acuerdo, entonces pre guntémonos con toda franqueza qué ha sucedido entre aquellos comienzos y nuestra situación actual o, mejor, hagámonos la pregunta apropiada: ¿cuál es la diferencia entre la Iglesia en aquellas provincias en las que todavía hoy se vive, se trabaja y se lucha como se hacía al prin cipio y la Iglesia en nuestra provincia? ¿Por qué no han cesado en Pomerania desde hace varios meses los la mentos de que nuestra Iglesia está paralizada, en entre dicho, de que una estrechez y tozudez interior nos impi de hacer un trabajo fructífero? ¿Cómo ha sido posible que algunos hermanos, que se encontraban en la Iglesia confesante con toda seguridad, digan hoy que han per dido la alegría, que ya no saben por qué no pueden hacer su trabajo bajo el Consistorio de la Iglesia nacional lo mismo que bajo el Consejo de hermanos? ¿Y acaso se pu ede ne gar que el testim on io de nu estra Ig lesia en Po merania se debilita cada vez más últimamente, que la pa lab ra de la Ig lesia co nfesante ha pe rd ido en gran medida su poder de despertar la fe y, con ello, de llamar a una decisión? ¿Quién puede negar que las auténticas decisiones teológicas de la Iglesia se ven cada vez más oscurecidas bajo consideraciones de oportunidad? ¿Acaso no ha tenido todo esto su efecto también en nuestra predicación? Nos preguntamos por qué ha suce dido todo esto. Yo creo que la respuesta no es tan difícil como la gente piensa. La supuesta parálisis en la Iglesia confesante, la falta de alegría y la debilidad del testimo nio proceden de nuestra desobediencia. No queremos ahora pensar en otras personas, sino en nosotros mismos y nuestro trabajo. ¿Qué hemos hecho en nuestras comu nidades con las primeras y claras decisiones de la Iglesia confesante? [...]
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Permitidme que trate de expresarlo de otra manera: hay una lucha de la Iglesia como ley y otra como evan gelio. Por el momento la lucha de la Iglesia se ha con vertido, por lo que a nosotros respecta, sobre todo en ley, una ley co ntra la cual nos rebelam os, po r ser una ley amenazadora y colérica que nos golpea. Nadie puede soportar y dirigir la lucha de la Iglesia como ley sin sucumbir a ella y fracasar completamente. La lucha de la Iglesia como ley carece de alegría, de certeza, de au toridad y de promesa. ¿Cómo se produce esta situación? De la misma manera que en nuestra vida personal. La palabr a de la grac ia de Dios, de la que nos apartam os por desobe dien cia , se conv ierte pa ra no sotros en du ra ley. Lo que es un yugo suave y llevadero cuando se hace po r o bediencia, se convierte en una carg a ins op ortable si no hay obediencia. Cuanto más nos endurecemos en la desobediencia contra la palabra de gracia, más difícil resulta la conversión, más obstinadamente nos rebela mos contra las exigencias de Dios. Pero, de la misma manera que en nuestra vida personal sólo hay un cam i no, el de la conversión, el de la penitencia bajo la pala bra de Dios, en la que Dios nos regala de nuevo la comunión perdida, así sucede también en la lucha de la Iglesia. Sin penitencia, es decir, si la lucha de la Iglesia no se convierte en nuestra penitencia, no recibiremos de nuevo el regalo que hemos perdido, el de la lucha de la Iglesia como evangelio. Aun cuando la obediencia a la pe nitenc ia sea ah ora más difícil que antes , de bido a que perm anecem os en la culpa, es la ún ica man era po r la que Dios quiere ay udarnos a volver al camin o recto. [...] En las últimas semanas hemos permanecido unidos gracias a nuestro texto de meditación, tomado de Ageo 1: «Así dice Yahvé Sebaot: “Este p ueblo dice: ¡Todavía
no ha llegado el momento de reedificar el Templo de Yahvé!”. (Dirigió entonces Yahvé la palabra, por medio del profeta Ageo, en estos términos:) ¿Os ha llegado acaso el momento de habitar en casas artesonadas, mientras esta Casa está en ruinas?» (Ag 1,2-4). No es mi misión «enderezaros», por así decirlo. Pero, natural mente, todo depende de que volvamos a despertar en vosotros, con la Palabra de Dios, el coraje, la alegría, la fe en Jesucristo que está y permanecerá con la Iglesia confesante, querá moslo o no. Tenéis que saber que la fe, que amenaza con apagarse en vosotros, sigue todavía viva como al principio en muchas comunidades y casas pa rro qu ial es, que alg un os herm an os qu e viven en sole dad en Pomerania y fuera de ella, en lugares perdidos, dan testimonio de esta fe con la mayor alegría. La Iglesia de Jesucristo, que vive sólo de su P alabra y quie re permanecer obediente sólo a él en todas las cosas, sigue aún viva, y vivirá, y os llama a salir de la tentación y la tribulación. Os llama a la penitencia y os previene contra la infidelidad, que termina necesariamente en la desesperación. Ora por vosotros, para que vuestra fe no vacile. [...] Ya no esperáis el éxito de la Iglesia confesante; ya no veis ninguna salida. Pero, ¿quién de nosotros pue de ver una salida? Sólo Dios la ve y la mostrará a aquellos que esperen humildemente. Quizás en otro tiempo espe ramos que la Iglesia confesante alcanzaría un reconoci miento público en Alemania. Pero, ¿era esa esperanza prom etedora? Cierta mente no. Aho ra hemos aprend ido a creer en una Iglesia que sigue a su Seño r bajo la cruz. Esto es más prometedor. Finalmente decís que estaréis preparados pa ra to da cla se de sac rifici os person ale s y en vuestro ministerio, a condición de saber por qué son
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necesarios. ¿Por qué?, queridos hermanos. Por ninguna razón que los hombres puedan ver: no por una Iglesia floreciente ni por una dirección eclesial convincente, sino sencillamente porque el camino de la Iglesia con fesante tiene que ser seguido también por extensiones desoladas de desiertos y eriales, y porque vosotros no queréis quedaros en el desierto. Y también por la Iglesia po bre -q ue na turalm en te aun sin vo sotro s segu irá ad e lante bajo la guía de su Señor-, por vuestra fe y vuestra certeza deberíais permanecer en la Iglesia confesante.
ción, estamos en paz con Dios». Dios ha tenido razón. En el canto que acabamos de cantar hemos dicho: «Tú eres justo, hágase tu voluntad». Dios es justo, tanto si comprendemos sus caminos como si no; Dios es justo, tanto si nos corrige y nos castiga como si nos concede su gracia. Dios es justo, nosotros somos los transgresores. Nosotros no lo vemos, pero nuestra fe tiene que reconocer que Dios es el único justo. Quien reconoce po r la fe que Dios lo ju zg a con ju st ic ia ha lle gado a adoptar la actitud correcta ante Dios; está preparado pa ra man tenerse en presen cia de Dios; ha sid o justifica do por la fe en la justicia de Dios, ha encontrado paz con Dios. «Estamos en paz con Dios, por nuestro Señor Jesucristo». Así pues, también la lucha de Dios contra nosotros ha concluido. Dios odiaba aquella voluntad que se negaba a someterse a él. En innumerables oca siones llamó, advirtió, rogó y amenazó hasta que se agotó la paciencia de su cólera sobre nosotros. Entonces se dispuso a descargar su golpe contra nosotros; lo des cargó y dio en el blanco. Golpeó al único inocente sobre la tierra. Era su Hijo querido, nuestro Señor Jesucristo. Jesucristo murió por nosotros en la cruz, golpeado por la cólera de Dios. Dios mismo lo había enviado para esto. La cólera de Dios se apaciguó cuando su Hijo se sometió a su voluntad y su justicia hasta la muerte. Admirable misterio: Dios ha hecho la paz con nosotros po r Jesu cri sto . «Estamos en paz con Dios». Bajo la cruz está la paz. Aquí está el sometimiento a la voluntad de Dios, aquí está el fin de nuestra propia voluntad, aquí está el des canso y la quietud en Dios, aquí está la paz de la con ciencia en el perdón de todos nuestros pecados. Aquí,
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- Gesammelte Schriften II, selección de las pp. 297-306 Los tesoros del sufrimiento. Sermón sobre Rom 5 (marzo de 1938)
«Habiendo, pues, recibido de la fe la justificación, estamos en paz con Dios, por nuestro Señor Jesucristo, por quien hemos obtenido también, mediante la fe, el acceso a esta gracia en la cual nos hallamos, y nos gloriamos en la espe ranza de la gloria de Dios. Más aún, nos gloriamos hasta en las tribulaciones, sabiendo que la tribulación engendra la paciencia ; la pacienc ia, virtud prob ada; la virtud prob ada, esperanza; y la esperanza no falla, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rom 5,1-5).
«Estamos en paz con Dios». Así pues, nuestra lucha con Dios ya ha concluido. Nuestro obstinado corazón se ha sometido a la voluntad de Dios. Nuestros deseos se han aquietado. La victoria es de Dios, y nuestra carne y san gre, que odia a Dios, ha sido quebrantada y tiene que callar. «Habiendo, pues, recibido de la fe la justifica
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bajo la cru z, está el «acce so a est a gracia en la cual nos hallamos», está el acceso cotidiano a la paz con Dios. Aquí está el camino que se nos ofrece en el mundo para encontrar la paz con Dios. En Jesucristo la cólera de Dios se apacigua y nosotros somos vencidos en la voluntad de Dios. Por ello la cruz de Jesucristo es para su comunidad fundamento eterno de la alegría y la espe ranza de la futura gloria de Dios. «Nos gloriamos en la esperanza de la gloria futura». Aquí, en la cruz, han irrumpido en la tierra la justicia y la victoria de Dios. Aquí se revelará él a todo el mundo. La paz que noso tros recibimos aquí se convertirá en una paz eterna y gloriosa en el reino de Dios. Pero aun cuando nosotros desearíamos por encima de todo detenemos aquí, llenos de la mayor felicidad que los seres humanos pueden experimentar sobre la tie rra, es decir, llenos del conocimiento de Dios en Je sucristo, de la paz de Dios en la cruz, la Escritura no nos lo permite. «Más aún», leemos a continuación. Por con siguiente, todavía no se ha dicho todo. Pero, ¿qué queda po r decir, desp ués qu e se ha ha blad o de la cru z de Jesucristo, de la paz de Dios en Jesucristo? Sí, querida comunidad, aún queda una palabra por decir, a saber, una palabra sobre ti, una palabra sobre tu vida bajo la cruz, una palabra acerca de cómo Dios quiere poner a pr ue ba tu vida en la paz de Dios, pa ra qu e la paz no sea sólo una palabra sino una realidad. Aún queda por decir una palabra: que todavía vivirás durante un tiempo sobre esta tierra y cómo conservarás la paz. Por eso dice: «Más aún; nos gloriamos hasta en las tribulaciones». La prueba de que realmente hemos encontrado la paz de Dios estará en la manera en que afrontemos las tribulaciones que nos sobrevienen. Hay
muchos cristianos que se arrodillan ante la cruz de Jesucristo, pero que hacen todo lo posible por resistirse y luchar contra cualquier tribulación en su propia vida. Creen que aman la cruz de Cristo, pero la odian en su prop ia vid a. En rea lid ad, de esta form a o dian tam bién la cruz de Jesucristo, en realidad son detractores de la cruz, de la que tratan de huir con todos los medios a su alcance. Quien sabe que ve el sufrimiento y la tribula ción en su vida sólo como algo hostil y malo, puede por ello reconocer que aún no ha encontrado la paz con Dios. En realidad, sólo ha buscado la paz con el mundo y tal vez haya pensado que podía arreglárselas con la cruz enfrentándose a sí mismo y todas sus preguntas, es decir, encontrando la paz interior del alma. Ha necesita do la cruz, pero no la ha amado. Ha buscado la paz sólo en provecho propio. Sin embargo, cuando llega el sufri miento, esta paz desaparece rápidamente. No era una paz con Dios, po rque él od iaba la tri bu lación que Dios envía. Así pues, el que sólo siente odio hacia la tribulación, la renuncia, la pobreza, la calumnia y el cautiverio en su vida -aunque hable de la cruz con palabras muy elo cuentes- odia la cruz de Jesús y no tiene paz con Dios. Pero el que ama la cruz de Cristo, el que ha encontrado la paz en él, empieza a amar incluso la tribulación en su vida y finalmente podrá decir con la Escritura: «Nos gloriamos hasta en las tribulaciones». Nuestr a Iglesia ha sufrido muc has tribu lacion es en los últimos años: destrucción de su orden, irrupción de una falsa predicación, mucha hostilidad, perversas pala bra s y calumnias, cautiveri o y necesidade s de todas las clases hasta el momento presente. Y nadie sabe qué tri bu lacio nes espe ran toda vía a la Iglesia c on fesante. Pero,
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¿nos hemos percatado también de que Dios quería, y quiere, ponernos a prueba, que en todo ello sólo había una pregunta importante, a saber, si nosotros tenemos paz con Dios o si ha sta ah ora hemo s vivido en un a paz totalmente mundana? ¡Cuánta murmuración y resisten cia, cuánta oposición y odio contra la tribulación se han pu esto de ma nifie sto entre no sotro s! ¡Cuántas tra icio nes, cuántas huidas y cuánto miedo cuando la cruz de Jesús empezó a proyectar un poco de sombra sobre nuestra vida personal! ¡Con cuánta frecuencia hemos pensado qu e po díam os man tene r nu estra paz con Dios, per o evita nd o el sufri mi ento, el sacrific io, el od io y las amenazas de nuestra existencia! ¿Y no es lo peor de todo que hayamos tenido que oír a los hermanos cristia nos una y otra vez que desprecian el sufrimiento de otros hermanos, sólo porque no les permite tener la con ciencia tranquila? Pero Dios no introducirá en su reino a nadie cuya fe no haya probado como auténtica en la tribulación. «Tenemos que pasar por muchas tribulaciones para entrar en el reino de Dios». Por ello debemos aprender a amar nuestros sufrimientos antes de que sea demasia do tarde; sí, tenemos que aprender a alegrarnos y glo riarnos en ellos. ¿Cómo sucederá esto? «Sabemos que la tribulación engendra la paciencia; la paciencia, virtud probada; la virtud probada, esperanza, y la esperanza no falla». De esta manera la palabra de Dios nos enseña a ver y com pren de r po r vez pr im era co rre ctam en te la tribulac ión. Los sufrimientos, que en nuestra vida nos parecen tan duros e insoportables, están en realidad llenos de los mayores tesoros que un cristiano puede encontrar. Son como la concha dentro de la cual se encuentra la perla.
Son como una mina profunda, en la que, cuanto más se ahonda, más se encuentra: primero tierra, después plata y finalmente oro. La tribulación produce primero pacie nc ia, despué s virtu d prob ad a y más tarde espe ran za. Quien evita la tribulación, rechaza con ella el mayor regalo de Dios para los suyos. «La tribulación engendra la paciencia». Paciencia, traducida literalmente, significa: mantenerse debajo, no arrojar la carga, sino llevarla. Hoy en la Igles ia sabemos demasiado poco sobre la singular bendición que com po rta lle var la carga. Llevarl a, no sacu dírsela ; llevarla, pero no derru mba rse; lle varla co mo Cristo llevó la cru z; mantenerse debajo y ahí, debajo, encontrar a Cristo. Si Dios impone una carga, entonces el paciente agacha la cabeza y cree que es bueno para él ser humillado, man tenerse debajo. ¡Atención: mantenerse debajo! Es decir, mantenerse firmes y fuertes; no se trata de doblegarse o rendirse por debilidad, ni de ser masoquistas, sino de fortalecerse bajo la carga como gracia de Dios, de con servar imperturbablemente la paz de Dios. La paz de Dios habita en los pacientes. «La paciencia engendra virtud probada». La vida cristiana no consiste en palabras, sino en virtud proba da. Nadie es cristiano sin esta experiencia. El Apóstol no habla aquí de la experiencia de la vida, sino de la experiencia de Dios. No obstante, tampoco se refiere a varias experiencias de Dios, sino a la virtud probada que reside en la verificación de la fe y la paz de Dios, a la virtud probada de la cruz de Jesucristo. Sólo las perso nas pacientes tienen esta virtud probada. Quienes no tie nen paciencia no tienen virtud probada. Cuando Dios quiere regalar esta experiencia -a una persona o a una Iglesia-, envía mucha tentación, desasosiego y angustia,
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de manera que es preciso cada día y cada hora pedir a gritos la paz de Dios. La virtud probada, de la que aquí se trata, nos conduce a las profundidades del infierno, a las fauces de la muerte, al abismo de la culpa y a la noche de la increencia. Pero en todo ello Dios no quie re quitarnos su paz. En todo ello experimentamos día tras día y cada vez más la fuerza y la victoria de Dios, la conclusión de la paz en la cruz de Cristo. Por ello «la virtud probada engendra esperanza». Porque cada tentación vencida es ya el preludio del últi mo triunfo, cada ola superada nos acerca más a la tierra vivamente deseada. Por ello con la virtud probada crece la esperanza y en la experiencia del sufrimiento se pu ed e sentir ya el ref lejo de la eterna glo ria. «La esperanza no falla». Donde aún queda esperan za, no hay ninguna derrota; puede haber toda clase de debilidad, muchos gritos y quejas, muchas llamadas an gustiosas y, sin embargo, allí se experimenta ya la vic toria. Éste es el misterio del sufrimiento en la Iglesia y en la vida cristiana, a saber, que precisamente la puerta en la que está escrito «¡Abandona toda esperanza!», la pu erta del su fri mi ento, de la pé rd ida y de la muerte se convertirá para nosotros en la puerta de la gran esperan za en Dios, en la puerta del esplendor y la gloria. «La esperanza no falla». ¿Tenemos todavía nosotros en la Iglesia y para nuestra Iglesia esta gran esperanza en Dios? Entonces todo se ha ganado. ¿Acaso ya no la tenemos? Entonces todo se ha perdido. «La tribulación engendra la paciencia; la paciencia, virtud probada; la virtud probada, esperanza, y la esperanza no falla»; pero esto sólo vale para quienes han encontrado la paz de Dios en Jesucristo y la conservan, y de quienes se dice a continuación: «Porque el amor de Dios ha sido derra
mado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado». Únicamente puede hablar así quien es amado por Dios y por ello ama a Dios sólo y por encima de todas las cosas. La serie de pasos desde la tribulación a la esperanza no es ninguna evidencia para el conocimiento terreno. Lutero afirmó que se podía expresar de una manera muy diferente, a saber: la tribu lación produce impaciencia; la impaciencia, obstina ción; la obstinación, desesperación; y la desesperación conduce al fracaso. Y así debe ser: cuando perdemos la paz de Dios, cu an do am am os má s la pa z terrena con el mundo que la paz con Dios, cuando amamos más las seguridades de nuestra vida que a Dios, entonces la tri bu lación tiene qu e caus ar nu estra ruina . Pero el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones. Aquel a quien Dios le concede, por medio del Espíritu Santo, que lo incomprensible tenga lugar dentro de él, es decir, que empiece a amar a Dios por el hecho de ser Dios, no por los bienes y dones terrenos, ni tampoco por causa de la paz, sino únicamente porque es Dios; quien ha experimentado el amor de Dios en la cruz de Jesucristo, de forma que empieza a amar a Dios po r J esucris to; qu ien es co nd uc ido po r el Es pírit u Santo a no desear nada más que compartir el amor de Dios en la eternidad -eso y sólo eso-, esa persona dice desde este amor de Dios y con ella toda la comunidad de Jesucristo: «Estamos en paz con Dios». Nos gloriamos en la tribulación. El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones. Amén.
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Christus Víctor. Pal abra s en la Cena de l S eño r de l dí a de los difu ntos en el vicariato de Wendisch-Tychow (Sigurdshof) (26 de noviembre de 1939)
«La muerte ha sido devorada por la victoria. ¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón? ¿Dónde está, oh infierno, tu victo ria?» (1 Co 15,54-55). «Un admirable combate tuvo lugar / cuando la vida y la muerte entablaron batalla. / La vida obtuvo la victoria / y derrotó a la muerte».
Habéis sido invitados a la celebración de una victoria, a la celebración de la mayor victoria obtenida en el mundo, la victoria de Jesucristo sobre la muerte. El pan y el vino, el cuerpo y la sangre de nuestro Señor Jesu cristo, son los signos de la victoria; porque en ellos está presen te y vivo ho y Jesús, el mismo que fue cru cificado y sepultado hace casi dos mil años. Jesús se levantó de entre los muertos, hizo estallar la piedra del sepulcro y perm an ece co mo vencedor. Pero es hoy cu ando vo so tros vais a recibir los signos de su victoria. Y cuando más adelante recibáis el pan y la copa bendecidos, tenéis que saber: tan cierto como que yo como este pan y bebo esta copa es que Jesucristo permanece como vencedor sobre la muerte, y que él es el Señor vivo que nos reúne. En nuestra vida no hablamos con gusto de victorias. Es una palabra demasiado grande para nosotros. Hemos sufrido muchas derrotas en nuestras vidas; la victoria se ha visto arruinada una y otra vez por demasiadas horas débiles, por demasiados pecados viles. Pero, ¿no es cierto que el Espíritu en nosotros anhela esta palabra, la victoria definitiva sobre el pecado y sobre la angustia
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del miedo a la muerte en nu estra vida? Ahora bien, Dios no nos dice nada sobre nuestra victoria, no nos promete que desde ahora nosotros venceremos sobre el pecado y la muerte; pero nos garantiza con todo su poder que ha habido uno que ha obtenido esta victoria y que si lo tenemos como Señor, obtendrá esa victoria también para nosotro s. No somo s no so tro s qu iene s vencem os, sino Jesús. Esto es lo que hoy proclamamos y creemos a pesar de todo lo que vemos a nuestro alrededor, a pesar de los sepulcros de nuestra vida, a pesar de la naturaleza mor tal exterior, a pesar de la mu erte que la gue rra hace reca er sobre nosotros. Vemos el señorío de la muerte, pero proclam am os y creemos en la victoria de Jesu cristo sobre la muerte. La muerte ha sido devorada por la vic toria. Jesús es vencedor, es la resurrección de los muer tos y la vida eterna. Lo que la Sagrada Escritura canta aquí es como una canción satírica y triunfal sobre la muerte y el pecado: «¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón? ¿Dónde está, oh infierno, tu victoria?». La muerte y el pecado se en gríen, infunden terror en el corazón humano, como si fueran los señores del mundo. Pero sólo es apariencia. Hace mucho tiempo que perdieron su poder. Jesús se lo arrebató. Por ello nadie que esté con Jesús tiene ya por qué temer a estos señores de las tinieblas. El aguijón con el que la mu erte nos hería, es decir, el pecado, ya no tiene ningún poder. El infierno no puede hacer nada contra nosotros, porque estamos con Jesús. Han perdido todo su poder; están furiosos, como un perro rabioso atado a una cadena, pero no pueden hacernos ningún daño, porque Jesús los tiene bien sujetos. Él sigue sien do el vencedor.
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Aho ra bien, nos preguntamos, si esto es así, ¿por qué todo parece tan diferente en nuestra vida, por qué vemos tan poco de esta victoria? ¿Por qué el pecado y la muer te nos dominan de una manera tan terrible? De hecho, esta pregunta es la mism a que Dios os dirige: ¡he hecho todo esto por vosotros y vivís como si nada hubiera pasado! ¡Os so me téi s al pecado y al temor a la mu erte como si aún pudieran esclavizaros! ¿Por qué hay tan po ca victoria en vu estra vida? Po rque no qu eré is creer que Jesús ha vencido sobre la muerte y el pecado, sobre vuestra vida. Es vuestra increencia lo que os acarrea vuestras derrotas. Pero ahora se os proclama una vez más la victoria de Jesús en la santa Cena del Señor, la victoria sobre el pecado y la muerte también para ti, quienquiera que seas. Acógelo en la fe: Jesús te perdo nará hoy una vez más todos tus graves y numerosos pecado s, te hará completam en te pu ro e inocente, de forma que a partir de ahora ya no tienes que pecar, el pe cad o ya no tiene que do minar sobre ti. Jesú s reinará sobre ti, y él es más fuerte que cualquier tentación. En la hora de la tentación y en el momento del miedo a la muerte Jesús vencerá sobre ti y tú confesarás: Jesús ha resultado victorioso sobre mis pecados, sobre mi muer te. Siempre que renieg ues de esta fe, te hundirás y serás derrotado, pecarás y morirás; siem pre que confieses esta fe, Jesús mantendrá la victoria. En el día de los difuntos se nos pregunta junto a las tumbas de nuestros seres queridos: ¿de qué manera morirás un día? ¿Creemos en el poder de la muerte y del pe cado o creemos en el po de r de Je su cristo? Sólo es po sible una de las do s cosas. En el siglo xix hu bo un hombre de Dios que durante su vida había predicado muchas veces sobre la victoria de Jesucristo y había
hecho cosas admirables. Cuando estaba en el lecho de muerte, en medio de un gran tormento y angustia, su hijo se inclinó y gritó al oído del moribundo: «Padre, la victoria ya está conseguida». C uando llegan horas oscu ras y cuando nos llegue la hora más oscura, escuchemos la voz de Jesucristo, que nos dice al oído: «La victoria ya está conseguida». La muerte ha sido devorada por la victoria. Consolaos. Y Dios nos conceda que entonces po damo s decir: «C reo en el perdón de los p ecad os , en la resurrección de la carne y en la vida eterna». En esta fe queremos vivir y morir. Para ello tomamos la santa comunión. Amén. - Gesammelte Schriften IV, pp. 45 3-455
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Carta de Adviento a los pastores de la Iglesia confesante (29 de noviembre de 1942)
Queridos hermanos: Al comienzo de una carta cuya intención es exhorta ros a la alegría en una hora difícil tienen que estar los nombres de los hermanos que han muerto desde la últi ma vez que os escribí [...]. «Habrá alegría eterna sobre sus cabezas» (Isaías 35,10). En cierto modo esto nos da dentera; más aún, ¿no deberíamos decir que en el silencio algunas veces les envidiamos? Desde la antigüedad la acedía -la tris teza del corazón, la «resignación»- es para la Iglesia cristiana uno de los pecados mortales. «Servid al Señor con alegría» (Salmo 100,2), nos exhorta la Escritura. Para esto se nos ha dado la vida y para esto se nos ha conservado hasta este momento. La alegría pertenece no
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sólo a los que han sido llamados a la mansión eterna, sino también a los que vivimos, y nadie debería arreba tárnosla. Somos uno con ellos en esta alegría, pero nunca en la pena. ¿Cómo vamos a poder ayudar a los tristes y desanimados si nosotros mismos no estamos llenos de alegría y ánimo? No estoy pensando en algo fabricado o forzado, sino en algo regalado y gratuito. La alegría habita con Dios, de él desciende y se adueña del espíritu, el alma y el cuerpo; y cuando esta alegría pren de en una persona, se propaga, va cundiendo y derriba pu ert as cerradas. Ha y un a alegría qu e no cono ce la pena, la necesidad y la an gu stia del corazón; no tiene duración y sólo puede aturdir a la persona momen táne amente. La alegría de Dios pasó por la pobreza del pese bre y la an gu stia de la cru z; po r ello es insu pe rable e irrefutable. No niega la angustia allí donde ésta se encuentra, pero encuentra a Dios en medio de ella, pre cisamente en ella; no pone en tela de juicio el pecado más grave, pero encuentra el perdón precisamente de esta manera; mira a la cara a la muerte, pero encuentra ju stam en te en ella la vid a. Es ta alegría, qu e ha vencido, es la que nos importa. Sólo ella es creíble, sólo ella ayuda y sana. La alegría de nuestros seres queridos que han sido llamados ya a la mansión eterna es también la alegría de los vencedores -e l Resucitado lleva las mar cas de la cruz en su cuerpo-; no sotros tenemos que con seguir la victoria todos los días, pero ellos vencieron para siemp re. Sólo Dios sab e cu án lejos o cu án cerca estamos de la última victoria, en la que nuestra propia muerte podrá convertirse en alegría. «Con paz y alegría me dirijo hacia allí...» Algunos de nosotros sufrimos m ucho por una cierta insensibilidad interior frente a los numerosos padeci
mientos producidos por estos años de guerra. Hace poco tiempo alguien me dijo: «Pido todos los días que no me vuelva insensible». Ciertamente ésta es u na buena ora ción. Con todo, hemos de tener cuidado para no con fundirnos con Cristo. Porque Cristo padeció todos los sufrimientos y toda la culpa de los hombres hasta el extremo; en efecto, fue Cristo porque todo lo sufrió él y sólo él. Pero Cristo pudo sufrir con los demás porque al mismo tiempo podía salvar del sufrimiento. Su fuerza para su fri r co n los demá s p roce dí a d e su am or y su fuer za para salvar a los hombres. Nosotros no somos llama dos a cargar con el peso de los sufrimientos de todo el mundo; en el fondo no podemo s sufrir en modo alguno po r los demás co n nu estra s fuerzas po rque no po demos salvar. El deseo reprimido de sufrir con los demás que procede de las prop ias fuerzas tiene que conv ertirs e en resignación. Sólo somos llamados a mirar con toda la alegría a aquel que realmente padeció con los demás y se convirtió en el Salvador. Tenemos que creer con toda la alegría que existió y existe un hombre al que ningún sufrimiento humano y ningún pecado h umano le resulta ajeno y que con el amor más profundo consiguió nues tra redención. Sólo en esta alegría en Cristo, el Salva dor, nos veremos libres de la insensibilidad cuando nos encontremos con el sufrimiento humano, o nos librare mos de resignamos ante la experiencia del sufrimiento. Creemos en Cristo sólo en la medida en que... en Cristo... [carta incompleta]. - Gesammelte Schriften II, pp. 596-59 8
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Bonho effer trabajó dura nte varios años en su Ethik [traducida al castellano bajo el título Ética/, una de sus obras principales, que se encontraba dividida en frag mentos en el momento en que fue arrestado. Más tarde su amigo Eberhard Bethge se encargó de la edición de esta obra clave, publicada de manera postum a en 1949.
El amor «Y si yo pudiera profetizar y supiera todos los misterios y todo conocimiento y tuviera toda la fe de manera que pu diera traslada r mon tañas, y no tu viera amor, yo sería nada. Y si diera todos mis bienes a los pobres y dejara que mi cuerpo fuera pasto de las llamas y no tuviera amor, todo eso nada me aprovecharía» (1 Cor 13,2-3). Aquí se pronuncia la palabra decisiva con la que el hom bre de la d isensión se distingu e del h om bre en el ori gen: el amor. Hay un conocimiento de Cristo, hay una fe po de rosa en Cristo, hay un sentim iento y u na entre ga de amor hasta la muerte -sin amor-. Esto es así. Sin este «amor» todo se descompone y todo es recusable, en este amor todo está unido y todo es agradable a Dios. ¿Qué es este amor?
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De acuerdo con todo lo que hem os dicho hasta ahora prescind im os aq uí de todas las de fin icione s que tratan de entender la esencia del amor como una conducta humana, como una convicción, como entrega, como sa crificio, como voluntad de comunidad, como sentimien to, como fraternidad, como servicio, como acción. Todo esto, sin excepción -así acabamos de escucharlo- se pu ede da r sin «amo r». Todo lo qu e estamos ha bituad os a llamar amor, lo que vive en los abismos del alma y en la acción visible, incluso lo que procede del corazón pi ad oso en el servicio frate rnal, pu ede ser sin «amo r», y esto no porque en toda conducta humana siempre hay presente un «resto» de am or prop io, qu e ob scurece completamente el amor, sino porque el amor es algo completamente diferente de lo que se entiende por estas cosas. Amor tampoco es la relación inmediata de perso nas, el penetrar en lo personal, en lo individual en opo sición a la ley de lo objetivo, del orden impersonal. Prescindiendo de que aquí «personal» y «objetivo» se han disociado de una manera totalmente ajena a la Biblia y abstracta, el amor se convierte aquí en un pro ceder humano aun cuando sea parcial. En este caso el «amor» es un ethos más elevado de orden personal para lelo al ethos inferior de lo puramente objetivo y correc to que accede como perfeccionamiento y complemento. Cuando po r ejemplo el amor y la verdad entran en con flicto entre sí, corresponde a esta situación el que el amor como algo personal se subordine a la verdad como a algo impersonal, con lo que se incurre en directa con tradicción con la frase de Pablo en el sentido de que el amor se alegra de la verdad (1 Cor 13,6). El amor no conoce el conflicto por el que querría definirla, pertene ce más bien a su esencia el estar más allá de la disen
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sión. Un amor que atenta contra la verdad o la neutrali za, lo llama Lutero un «maldito amor», aun cuando se presente con la má s piad osa apariencia. Un am or que sólo abarca el ámbito de las relaciones humanas perso nales, pero que capitula ante lo objetivo, nunca es el amor del Nuevo Testamento. Por consiguiente, si no hay una conducta humana imaginable, que como tal pueda llamarse unívocamente «amor», si el amor está más allá de toda disensión en la que vive el hombre, y si todo lo que el hombre puede entender y practicar como amo r sólo puede imaginarse como proceder humano dentro de la disensión dada, entonces subsiste aquí el enigma, la cuestión abierta acerca de qué puede ser el «amor» para la Biblia. La Biblia no nos niega la respuesta. Incluso nos es sufi cientemente conocida, sólo que muchas veces la inter pretam os mal. El la dice: Dios es am or (1 Jn 4,1 6). Por razón de claridad tenemos que leer primeramente esta frase acentuando la palabra Dios, mientras que nos hemos acostumbrado a acentuar la palabra amor. Di os es amor, es decir, no es comportamiento humano, un sentimiento, una acción, sino que Dios mismo es amor. Sólo quien conoce a Dios sabe lo que es amor, pero no al revés, no se sabe primeramente lo que es amor y, además, por la naturaleza y por ello lo que es Dios. Na die cono ce a D ios a m enos que Dios se le rev ele. A sí nadie sabe lo que es amor, a menos que se le manifieste en la auto-revelación de Dios. Así pues, el am or es tam bién rev elaci ón de Dios. Pero revelación de Di os es Jesucristo. «En esto se ha revelado el amor de Dios hacia nosotros: que Dios ha enviado al mundo a su Hijo unigénito, para que tengam os vida po r él» (1 Jn 4,9). La revelación de Dios en Jesucristo, la revelación divina de
su amor precede a nuestro amor a él. No en nosotros, sino en Dios tiene su origen el amor, el amor no es un comportamiento de los hombres sino un comportamien to de Dios. «En esto consiste el amor: no en que noso tros hemos amado a Dios, sino que él nos ha amado y ha enviado a su hijo para el perdón de nuestros peca dos» (1 Jn 4,10). Lo que es el amor sólo lo conocemos en Jesucristo y, además, en su acción por nosotros. «En esto hemos conocido el amor, en que él ha dado su vida po r n osotros» (1 Jn 3,1 6). Tamp oco aq uí se da un a de fi nición general del amor por ejemplo en el sentido de que es la entrega de la vida por los demás. Aquí no se llama amor a esto tan general, sino a lo total y absoluta mente único de la entrega de la vida de Jesucristo por nosotros. El amor está indisolublemente ligado al nom bre de Jesu cristo como revelació n de Dios. A la preg un ta de qué es amor, el Nuevo Testam ento respond e de una manera completamente clara, al referirse exclusivamen te a Jesucristo. Él es la única definición del amor. Pero una vez más confundiríamos todo si de la mirada a Jesucristo y a su acción y pasión fuéramos a sacar una definición general de amor. No lo que él hace y pa dece, sino lo que él hace y padece es amor. Amor es siempre él mismo. El amor es siempre Dios mismo. El amor es siempre revelación de Dios en Jesucristo. Precisamente la más estricta concentración de todas las ideas y frases sobre el amor en el nombre de Jesu cristo no puede degradar este nombre reduciéndolo a un concepto abstracto, sino que siempre tiene que enten derse en la concreta plenitud de la realidad histórica de un hombre vivo. Reteniendo todo lo anteriormente di cho, sólo la acción y pasión concreta de este hombre Jesucristo hará inteligible lo que es amor. El nombre de
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Jesucristo, en el que Dios se revela, se explica a sí mismo en la vida y en las palabras de Jesucristo. Final mente el Nuevo Testamento no consiste en la repetición indefinida del nombre de Jesucristo, sino que lo que ese nombre encierra, se explica en acontecimientos, con ceptos y frases que nos son inteligibles. Así también la fuerza del concepto «amor» no es sencillamente arbitra ria; pero en la medida en que este concepto recibe una determinación completamente nueva gracias al mensaje neotestamentario así no carece de relación con lo que todos entendemos al decir «amor»; pero la cosa no es como si el concepto bíblico del amor fuera una forma de lo que entendemos ya en general con ese concepto de amor, sino que se presenta éste frente al concepto bíbli co del amor como precisamente lo invertido, es decir, que sólo el amor es la base, la verdad y la realidad del amor y además de tal manera que todo pensamiento natural sobre el amor tiene verdad y realidad en tanto pa rti cipa de este origen suyo, es decir, del am or que Dios mismo es en Jesucristo. Así pues, a la pregunta de en qué consiste el amor, seguimos respondiendo con la Escritura: en la reconci liación del hombre con Dios en Jesucristo. La disensión del hombre respecto de Dios, respecto de los demás hombres, del mundo y de sí mismo llega a su fin. Nue vamente se le restituye el origen. Por consiguiente, el amor designa la acción de Dios sobre el hombre po r la que ha sido superada la disensión en la que vive el hombre. Esta acción equivale a Jesu cristo, se llama reconciliación. Por tanto, el amor es al go que acontece en el hombre, algo pasivo, algo de lo que no dispone por sí mismo, porque se encuentra sen cillamente más allá de su existencia en la disensión.
Amor significa el padecer la transformación de toda la existencia llevada a cabo por Dios, la integración en el mundo, tal como sólo puede vivir ante Dios y en Dios. Por consiguiente, amor no es elección del hombre, sino selección del hombre hecha por Dios. Pero ¿en qué sentido puede hablarse todavía del amor como de una acción de los hombres, del amor de los hombres a Dios y al prójimo, tal como lo hace bien claramente el Nuevo Testamento? ¿Qué significa frente al hecho de que Dios es el amor, el que también el hom bre pu ede y deb e am ar? «N osotros le am am os, pu es él nos ha amado primero» (1 Jn 4,19). Esto significa que nuestro amor hacia Dios descansa exclusivamente en el ser amados por Dios, que en otras palabras nuestro amor no puede ser otra cosa que el abandonarse al amor de Dios en Jesucristo. «Así ama a Dios el que es conocido po r él» (1 Cor 8,3). Co no cido en el leng uaje bíblico sig nifica «escogido, producido». Amar a Dios significa abandonarse a su elección, a su creación en Cristo. Por consiguiente, la relación entre el amor divino y humano no hay que entenderla de manera que el amor divino preceda al hu mano, lo que es cierto , pero con la fin ali dad de poner en movimiento el amor ¡humano como una acción independiente, libre y propia de los hombres frente al amor divino. Más bien respecto de todo lo que hay que decir del amor humano vale esto, que Dios es el amor. Es el amor de Dios y no otro -porque frente a él no hay un amor libre autónomo- con el que el hombre ama a Dios y al prójimo. Por consiguiente, en esto el amor del hombre permanece en pura pasividad. Amar a Dios es la otra cara del ser amado de D ios. El ser amado de Dios incluye el amar a Dios, pero el amar a Dios no es algo paralelo a ser amado por Dios.
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Para que esto resulte comprensible, el concepto de pa siv idad en este co ntexto necesita de un a p alab ra acla ratoria. Aquí se trata -com o siempre que en la teología se habla de pasividad de los hombres- no de un con cepto psicológico, sino de un concepto teológico que afecta a la existencia del hombre ante Dios. Pasividad respecto del amor de Dios no significa ese descansar en el amor de Dios que excluye pensamientos, palabras y acciones, amor que me pertenece solamente en seme ja nte «h ora silen cio sa». El am or de Dios no es tan sól o un puerto de refugio, en el que me escondo durante la tempestad del mar. El ser amado por Dios no prohíbe al hombre en modo alguno pensamientos robustos y accio nes jubilosas. Nosotros somos amados de Dios en Cristo como hombres completos, que piensan y que actúan, así hemos sido reconciliados con Dios. Amamos a Dios y a los hermanos como hombres completos, hombres que pien san y actúan. - Ética, pp. 31-35
él a todos los hombres. Sólo en cuanto es juzgado por Dios puede vivir el hombre ante Dios, sólo el hombre crucificado está en paz con Dios. En la figura del Cru cificado el hombre se conoce y se encuentra a sí mismo. Acogido por Dios, juzgado en la cruz y reconciliado, ésa es la realidad de la humanidad. Para este mundo el éxito es la medida y la justifica ción de todas las cosas; pues bien, la figura del juzgado y crucificado sigue siendo extraña y en el mejor de los casos digna de compasión para el mundo. El mundo quiere y debe ser vencido por el éxito. No son las ideas o los sentimientos, sino las acciones las que deciden. Sólo el éxito justifica la injusticia realizada. La culpa cicatriza en el éxito. Es insensato censurar al afortuna do sus vicios. Con esto nos quedamos en el pasado y mientras tanto el afortunado avanza de hecho en hecho, alcanza el futuro y convierte el pasado en irrevocable. El afortunado crea un estado de cosas que ya no puede vol ver atrás, lo que él destruye ya no puede repararse, lo que él edifica tiene el derecho de subsistir por sí al menos en la siguiente generación. Ninguna acusación pu ede repa rar la culpa qu e cometió el afo rtu nado . La acusación pierde vigor con el transcurso del tiempo, el éxito permanece y determina la historia. Los jueces de la historia desempeñan un triste papel junto a sus figu ras. La historia avanza por encima de ellos. Ningún po de r de la tierra os ará atrib uirse con tant a libe rta d y autonomía el principio de que el fin justifica los medios como lo hace la historia. En lo que llevamos dicho se trata de hechos, no hablamos todavía de valoraciones. Existen tres actitudes diferentes de los hombres y de los tiempos respecto de estos hechos.
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El afortunado Ecce homo!, ¡ved al hombre ju zg ado p o r D io s\ La figu ra de la aflicción y del dolor. Ese es el aspecto que tiene el reconciliador del mundo. La culpa de la humanidad ha caído sobre él, lo arroja a la ignominia y muerte bajo el juicio de Dios. Tan caro ha costado a Dios la reconci liación con el mundo. Sólo al llevar a cabo el juicio Dios en sí mismo, puede hacerse la paz entre él y el mundo y entre los hombres entre sí. Pero el misterio de este jui cio, de esta pasión y muerte es el amor de Dios al mundo, al hombre. Lo que sucedió a Cristo, sucede en
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Allí donde la figura de un afortunado se hace espe cialmente visible, la mayoría comete el pecado de divi nizar el éxito. Se convierte en ciega ante el de recho y la injusticia, verdad y mentira, decencia e infamia. La ma yoría sólo ve la acción, el éxito. La capacidad de juicio ético e intelectual se mella ante el brillo del afortunado y ante el deseo de participar de algún modo de este éxito. Hasta se llega a ignorar que la culpa cicatriza con el éxito, precisamente porque ya no se conoce la culpa. El éxito es el bien sin más. Esta actitud es excusable y auténtica sólo en el estado de embriaguez. Después que se ha impuesto la lucidez se la puede adquirir solamen te en el caso de una profunda mendacidad interna, de un consciente autoengaño. Entonces se llega a una corrup ción interna de la que es muy difícil lograr la curación. A la afirmación de que el éxito es el bien, se opone aquella otra que considera las condiciones de un éxito pe rm an en te, es decir, la afi rm ación de qu e sólo el bien tiene éxito. Aquí la facultad de juicio queda a salvo ante el éxito, aquí el derecho sigue siendo el derecho, y la injusticia injusticia. Aquí no se cierran los ojos en el momento decisivo, para volver a abrirlos después que ha tenido lugar el hecho. También aquí se conoce de manera consciente o inconsciente una ley del mundo, de acuerdo con la cual el derecho, la verdad, el orden son más estables a la larga que la fuerza, la mentira y la arbi trariedad. Sin embargo, esta tesis optimista conduce a ciertos errores: o hay que falsear los hechos históricos pa ra de mos tra r el infortu nio del mal y con ell o se vu el ve enseguida una vez más a la afirmación contraria de que el éxito es el bien, o con su optimismo se fracasa ante los hechos y se concluye con una condenación de todos los éxitos históricos.
El eterno lamento de los acusadores de la historia es que todo éxito procede del mal. Con una crítica estéril y farisaica de lo acontecido no se llega jamás al presente, a la acción, al éxito, y en esto se ve una vez más la con firmación de la maldad del afortunado. Pero sin preten derlo, también aquí se convierte el éxito en criterio -aun cuando sea negativo- de todas las cosas, y no existe diferencia esencial en q ue el éxito sea criterio positivo o negativo de todas las cosas. La figura del Crucificado desvirtúa totalmente todo pe nsam iento orientad o en el sentido del éxito ; pu es es una negación del juicio. Ni el triunfo del afortunado ni el odio amargo del fracasado contra el afortunado po drán hacerse con el mundo. Jesús no es ciertamente abo gado de los afortunados en la historia, pero tampoco dirige la insurrección de los desafortunados contra los que tuvieron éxito. En él no se trata de éxito o infortu nio, sino de la aceptación complaciente del juicio de Dios. Sólo en el juicio se da la reconciliación con Dios y entre los hombres. A todo pensamiento en torno al éxito y fracaso Cristo opone al hombre juzgado por Dios, tanto afortunado como fracasado. Dios juzga al hombre porque por puro amor quiere que el hombre siga existiendo ante él. Se trata de un juicio de gracia, que Dios trae a los hombres en Cristo. Frente al afortunado Dios muestra en la cruz de Cristo la santificación del dolor, de la bajeza, del fracaso, de la pobreza, de la sole dad, de la desesperación. No como si todo esto tuviera valor en sí mismo. Pero todo ello recibe su santificación po r el am or de Dios qu e t om a sobre sí todo esto a m od o de juicio. El sí de Dios a la cruz es el juicio sobre el afortunado. Pero el fracasado debe saber que no es su fracaso, que no es su posición de paria como tal, sino
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solamente la aceptación del juicio del amor divino lo que hace que pueda subsistir delante de Dios. El que precisam en te en tonces la cruz de Cristo, es decir, su fra caso en el mundo, conduzca nuevamente al éxito histó rico, es un misterio del gobierno divino del mundo, del que no puede establecerse regla alguna, pero que se re pite una y otra vez en los su fri mi entos de su comu nidad. Sólo en la cruz de Cristo, y esto significa en cuanto ju zg ad a, llega la hu man idad a su ve rdad era figura.
La actuación contra la conciencia se encuentra en la dirección de una conducta suicida contra la propia vida, y no es casualidad que ambas conductas vayan ligadas entre sí con bastante frecuencia. Una actuación respon sable, que en este sentido formal quisiera hacer fuerza a la conciencia, sería reprobable en realidad. Pero con esto no hemos agotado la cuestión en modo alguno. Si es cierto que la voz de la conciencia viene de haberse puesto en peligro la unidad del hombre consigo mismo, también hay que interrogar por el contenido de esta unidad. Este contenido es primeramente el propio yo en su pretensión de querer ser «como Dios» -sicut d e u s - en el conocimiento del bien y del mal. La voz de la conciencia en el hom bre natural es la tentativa del yo, de justificarse en su saber del bien y del mal ante Dios, ante los hombres y ante sí mismo y poder subsistir en esta autojustificación. El yo que no encu entra asidero en su individualidad contingente, se remonta a una ley general del bien y en la coincid encia con él busca la uni dad consigo mismo. De este modo la voz de la concien cia tiene su origen y su objetivo en la autonomía del pro pio yo. Secu nd an do esta voz, es preciso realizar nu eva mente cada vez esta autonomía, que tiene su origen más allá de la propia voluntad y conocimiento «en Adán». De esta manera el hombre permanece ligado en su con ciencia a una ley que ha encontrado por sí mismo, que en concreto puede presentarse en forma diferente, pero que en la pérdida del propio yo sigue siendo una ley ine ludible. La gran transformación tiene lugar en el momento en el que la unidad de la existencia humana ya no con siste en su autonomía, sino que -gracias al milagro de la fe- la encontramos más allá del propio yo y de su ley,
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La conciencia Es exacto que nunca se puede aconsejar que se obre contra la conciencia. En esto toda la ética cristiana está de acuerdo. Pero ¿qué significa esto? La conciencia es la voz que viniendo de una profundidad que está más allá de la propia voluntad y de la propia razón, se hace oír para que la existencia humana, cuya voz es, llegue a la unidad consigo misma. Se manifiesta como acusación contra la unidad perdida y como advertencia frente al hecho de perderse a sí mismo. Se dirige primariamente no a una determinada acción, sino a un determinado ser. Protesta contra una acción, que pone en peligro este ser en la unidad consigo mismo. En esta determinación formal la conciencia sigue siendo una instancia, y actuar contra ella se desaconse ja de la manera m ás im perio sa; el de sp rec io de la voz de la conciencia debe tener como consecuencia la destruc ción -no una oblación llena de sentido-, por ejemplo, del propio ser, una destrucción de la existencia humana.
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en Jesucristo. Desde el punto de vista formal esta trans formación del punto de la unidad tiene su analogía en el terreno secular. Cuando el nacionalsocialista dice: «mi conciencia es Adolfo Hitler», con esto se pretende fun damentar la unidad del yo más allá de sí mismo. Esto tiene como consecuencia la pérdida de la autonomía a favor de una heteronomía absoluta, lo que a su vez es sólo posible si el otro hombre en el que busco la unidad de mi vida desempeña la función de redentor mío. Existiría aquí el paralelo secular más estricto y a la vez la contradicción más estricta con la verdad cristiana. Cuando Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre, viene a ser el punto de unidad de mi existencia, la con ciencia -desd e el punto de vista form al- sigue siendo la voz que procediendo de mi ser auténtico impulsa a la unidad conmigo mismo, pero esta unidad ya no puede realizarse retornando a la autonomía que vive de la ley, sino en comunión con Jesucristo. La conciencia natural -incluso la más rigurosa- se manifiesta ahora con la jus tificación propia más impía, y es vencida por la con ciencia liberada en Jesucristo, que llama a la unidad conmigo mismo en Jesucristo. Jesucristo ha llegado a ser mi conciencia. Esto significa que yo sólo puedo encontrar la unidad conmigo mismo en la entrega de mi yo a Dios y a los hombres. No una ley, sino el Dios viviente y el hombre viviente, es el origen y la meta de mi conciencia. El hombre que sale a mi encuentro en Jesucristo. Por Dios y por amor a los hombres Jesús se convirtió en quebran tador de la ley: quebran tó la ley del sábado, para santificarlo en el amor a Dios y a los hom bre s; abando nó a sus pa dres, para estar en la casa de su Padre y de este modo purificar la obediencia hacia los padre s; comió con pecado res y depravados , po r am or a
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los hombres llegó al abandono por parte de Dios en su última hora. Como amante inocente se convirtió en cul pable, qu iso estar e n la co mu nida d de la cu lpa huma na; rechazó la tentación del demonio que quiso apartarlo de este camino. De este modo Jesucristo es el liberador de la conciencia para el servicio de Dios y del prójimo, el liberador de la conciencia incluso y precisamente allí donde el hombre entró en la comunión de la culpa humana. La conciencia liberada de la ley no retrocede rá ante la participación de la culpa ajena por amor a los demás, más bien y precisam ente así se manifestará en su pu rez a. La co nc iencia lib erada no es teme rosa, como la que está ligada a la ley, sino que está am pliamente abier ta para el prójimo y su necesidad concreta. De este modo se une a la responsabilidad fundada en Cristo, pa ra car gar con la cu lpa p or am or al p rójim o. Au n cu an do la conducta del hombre -a diferencia de la esencial inocencia de Jesucristo- nunca sea inocente, sino emponzoñada por el pecado original, esencial al hom bre, pa rticipa, sin em bargo, en cu anto actuación res po n sable de una manera indirecta -en oposición a toda con ducta de principio orientada hacia la autojustificaciónde la actuación de Jesucristo. Por consiguiente, para la conducta responsable hay una especie de inocencia rela tiva, que se manifiesta precisamente en la aceptación responsable de la culpa ajena. Kant saca una consecuencia grotesca del principio de la veracidad. D ice él que a un asesino que en tra en mi casa con intención de matar a un amigo mío y me pre gunta si está escondido allí mi amigo, yo debo respon derle afirmativamente con toda honradez. En este caso, la justicia propia erigida en criminal soberbia sale al pa so de la co nd uc ta res ponsable. Si la resp on sabilidad
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es la respuesta total, acomodada a la realidad, por parte del hombre, a la exigencia de Dios y del prójimo, aquí queda fuertemente subrayado el carácter parcial de la respuesta de una conciencia vinculada a los principios. La negativa a hacerme culpable respecto del principio de la veracidad y esto por amor a mi amigo, la negativa a mentir fuertemente por amor a mi amigo -pues toda tentativa a transformar de otra man era esta naturaleza de la mentira procede a su vez de la conciencia legal de autojustificación-, por consiguiente, la negativa a cargar con la culpa por amor al prójimo, me pone en contra dicción con mi responsabilidad fundada en la realidad. Precisamente al tomar responsablemente sobre sí la culpa y la inocencia de una conciencia ligada exclusiva mente a Cristo, se manifiesta esto de la manera más perfe cta. [...] Por mucho que la conciencia liberada en Cristo y la responsabilidad quisieran unirse, sin embargo p ermane cen enfrentadas en una tensión ineludible. El cargar con la culpa ajena que en la actuación responsable llega a ser necesario en cada caso, sufre una limitación por la conciencia en un doble aspecto. Primeramente, incluso la conciencia liberada por Cristo, por su naturaleza, es la llamada a la unidad con sigo mismo. El asumir una responsabilidad no puede aniquilar esta unidad. No se puede confundir jamás la entrega del yo en servicio desinteresado con la destruc ción y aniquilación de este yo, con lo que además ya no sería capaz de asum ir responsabilidad alguna. La medi da de participación en la culpa que va ligada a la actua ción responsable, tiene su límite concreto en cada caso en la unidad del hombre consigo mismo, en su capaci dad de soporte. Hay responsabilidades que yo no puedo
soportar, sin sufrir con ello una destrucción, ya se trate de una declaración de guerra, de la ruptura de un pacto po lítico , de un a rev olución o simplem ente del despido de un solo padre de familia, que por ello se queda sin trabajo, o ya se trate finalmente de un consejo en una decisión vital de la persona. Es cierto que debe ir cre ciendo la fuerza para cargar con las decisiones respon sables, y también es cierto que toda negativa ante una responsabilidad equivale a una decisión responsable; sin embargo, en el caso concre to la voz de la conciencia que llama a la unidad consigo mismo en Jesucristo sigue siendo insuperable, y partiendo de esto se explica la infinita multiplicidad de decisiones responsables. En segundo lugar, también la conciencia liberada en Jesucristo sitúa la acción responsable por encima de la ley, por cuyo seguimiento el hombre permanece en la unidad consigo mismo fundada en Jesucristo, y de cuyo desprecio sólo puede proceder la falta de responsabili dad. Se trata de la ley del amor a Dios y al prójimo, tal como se explica en el decálogo, en el sermó n de la mon taña y en la parénesis apostólica. La observación exacta de que la conciencia natural muestra en el contenido de su ley una coincidencia sorprendente con el contenido de la conciencia libera da en Cristo, se funda en el hecho de que en el caso de la conciencia se trata precisamente de la existencia de la misma vida y que por eso contie ne rasgos fundamentales de la ley de la vida, aun cuan do sufra desfiguraciones en los detalles y esté perverti da en lo fundamental. La conciencia, incluso en su cali dad de liberada, sigue siendo lo que era en su estado natural, la que previene contra la transgresión de la ley de la vida. Pero como la ley ya no es lo último, sino Jesucristo, por eso en la disputa entre la conciencia y la
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responsabilidad concreta debe imponerse la libre deci sión por Cristo. Esto no significa un conflicto eterno, sino la adquisición de la última unidad; Pues el funda mento, la esencia y meta de la responsabilidad concreta es el mismo Jesucristo, que es el señor de la conciencia. De este modo, la responsabilidad está ligada por la con ciencia, pero la conciencia es libre gracias a la respon sabilidad. Ahora aparece que es lo mismo decir «el res po ns able se conv ierte en inocente culpable» o «sólo el hom bre de concien cia libre puede cargar con la res po ns abilidad» . Quien con responsabilidad toma sobre sí la culpa -y ningún responsable puede sustraerse a esto-, ése se atri bu ye a sí mi sm o es ta cu lpa y no a otro y la representa, se siente responsable de ella. No lo hace con la insolen te soberbia de su poder, sino con el conocim iento de que se ve forzado a esta libertad y que en ella depende de la gracia. Ante los demás hombres la necesidad justifica al hombre de la libre responsabilidad, su conciencia lo absuelve ante sí mismo, pero ante Dios él solamente espera en la gracia.
toma sobre sí. La Iglesia es la comunidad en la que Jesús realiza su figura en medio del mundo. Por esta razón sólo la Iglesia puede ser el lugar del renacimien to y de la renovación personal y comunitaria. [...] La Iglesia confiesa que su predicación acerca de un solo Dios, que se ha revelado en Jesucristo para todos los tiempos y que no tolera otros dioses junto a sí, no ha sido orientada abiertamente y con suficiente claridad. Confiesa su temor, su defección, sus peligrosas conce siones. Muchas veces ha renegado de su oficio de vigi lancia y consolación. Con ello ha negado muchas veces a los desterrados y a los despreciados la misericordia que les debía. Fue muda cuando debió haber gritado, po rque la sangre de los inocentes clam a al cie lo. No ha encontrado las palabras justas dichas de manera justa en el tiempo justo. No se ha opuesto a la defección de la fe hasta derramar su sangre y es culpable de la impiedad de las masas. La Iglesia confiesa haber abusado del nombre de Jesucristo, al haberse avergonzado de sí misma ante el mundo y al no haber impedido el abuso de este nombre con suficiente fuerza; ella ha visto que bajo el pretexto del nombre de Cristo se han cometido injusticias y acciones violentas. Pero asimismo ha permitido sin opo nerse el escarnio manifiesto del nombre más sagrado y con ello ha ay udado a ese escarnio. [...] La Iglesia confiesa haber visto el empleo arbitrario de la fuerza bruta, el dolor corporal y anímico de innu merables ino centes, la opresión, el odio y el crimen, sin haber elevado la voz en favor de ellos, sin haber encon trado el camino para correr en su ayuda. Se ha hecho culpable de la muerte de los más débiles e indefensos hermanos de Jesucristo. [...]
- Ética , selección de las pp. 168-173 La confesión de las culpas Precisamente la Iglesia es la comunidad de hombres que po r la gracia de Cristo es gu iada al co no cimient o de la culpa en Cristo. [...] La Iglesia es hoy la comunidad de hombres que, aprehendida por el poder de la gracia de Cristo, conoce su propio pecado personal como el aleja miento del mundo occidental respecto de Jesucristo como culpa para con Jesucristo, la reconoce así y la
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La Iglesia confiesa haber asistido silenciosamente a la expoliación y explotación de los pobres, al enriqueci miento y corrupción de los fuertes. La Iglesia confiesa haberse hecho culpable para con los innumerables cuya vida ha sido aniquilada por la calumnia, la denuncia y el deshonor. No ha persuadido al calumniador de su injusticia y de este modo ha aban donado al calumniado a su suerte. La Iglesia confiesa haber deseado seguridad, des canso, paz, posesión, honor a los que no tenía derecho, y de este modo no haber frenado las concupiscencias de los hombres, sino haberlas fomentado. La Iglesia se confiesa culpable en los diez manda mientos, con ello se confiesa de su defección respecto de Cristo. ¡No ha dado testimonio de la verdad de Dios de tal modo que toda investigación de la verdad, toda ciencia conozca su origen en esta verdad; no ha predi cado la justicia de Dios de tal manera que todo derecho real debiera ver en ella la fuente de propio ser; no se ha esforzado en hacer digna de crédito la providencia de Dios, de manera que todo gobierno humano haya reci bido de ella su misió n. Po r su prop io sil encio la Igles ia se ha hecho reo de la pérdida de una acción respo nsable, de la pérdida del coraje y disposición de sufrir por lo que se conoce como justo. Se ha hecho culpable de la defección de la autoridad respecto de Cristo. ¿Hemos dicho demasiado? ¿Se levantarán quizás aquí algunos justos y tratarán de demostrar que no es la Iglesia, sino los demás a los que afecta la culpa? ¿Querrían algunos hombres de Iglesia apartar de sí todo esto como burdo ultraje y con la presunción de haber sido llamados a ser jueces del mundo, a pesar y repartir aquí y allí la medida de la culpa? ¿No es cierto que la
Iglesia se vio rodeada por todas partes de dificultades y ataduras? ¿No se enfrentó contra ella todo el poder tem po ral ? ¿P od ía la Igles ia ha be r p ue sto en pe ligro su ideal definitivo, su culto divino, su vida comunitaria, al acep tar la lucha con los poderes anticristianos? Así habla la infidelidad, que en la confesión de la culpa no ve la recuperación de la figura de Jesucristo, que llevó sobre sí el pecado del mundo, sino solamente una peligrosa degradación moral. La libre confesión de la culpa no es algo que se podría hacer o dejar de hacer, sino que es la irrupción de la figura de Jesucristo en la Iglesia, que la Iglesia permite que acontezca en ella o deja de ser Iglesia de Cristo. El que apaga o corrompe la confesión de culpa de la Iglesia, se hace reo ante Cristo de mane ra que no ofrece esperanza. Al recono cer la Iglesia su culpa, no libera a los hom bres de la prop ia confesión de culpa, sin o que los lla ma a entrar en la comunidad de la confesión de culpa. La humanidad corrompida sólo puede subsistir ante Cristo como humanidad juzgada por Cristo. Bajo este juicio llama la Iglesia a todos los que alcanza.
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7 Después de 10 años. Balance en el tránsito al año 1943
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es ciertamente una gracia, así la memoria, la repeti ción de enseñanzas recibidas, pertenece a toda vida responsable. [...] Sin suelo bajo los pies
Bonho effer esc rib ió esta s reflexiones para un reducido grupo de amigos conspiradores y algunos miembros de su fam ilia involucrados en el complot contra Hitler. Un ejemplar fue conservado bajo las tejas de la casa de los padres de Bon hoe ffer e n Char lotten burg. Se incluyó en la obra postuma Widerstand und Ergebung /Resistencia y sumisión/.
En la vida de una persona, diez años son mucho tiempo. Puesto que el tiempo, por ser lo menos recuperable, es el bien más valioso de que disponemos, en toda ojeada retrospectiva nos inquieta la posibilidad de hab er perdi do el tiempo. Sería tiempo perdido to do aquel en que no hubiéramos vivido como hombres, en que no hubiéra mos acumulado experiencias, aprendido, creado, disfru tado y sufrido. El tiempo perdido es un tiempo no col mado, vacío. No ha sido ésta ciertamente la característi ca de los últimos años. Hemos perdido mucho, bienes inconmensurables, pero no hemos perdido el tiempo. Cierto que los conocimientos y las experiencias adqui ridos, de los que únicamente después tenemos concien cia, sólo constituyen abstracciones de lo auténtico, de la vida propiamente vivida. Pero así como el poder olvidar
¿Ha habido alguna vez en la historia personas que en el presente tuviesen tan po co suelo ba jo los pies, y para quienes todas las alternativas posibles del presente apa recieran igualmente insoportables, contrarias a la vida y carentes de sentido? ¿Personas que, más allá de todas las alternativas presentes, buscasen la fuente de su ene r gía tan completam ente en lo pasado y en lo futuro y que, sin ser soñadores, pudieran esperar sin embargo el logro de su causa en forma tan tranquila y confiada como nosotros? O mejor dicho: ¿habrán tenido alguna vez los pensadores resp on sables de un a gene rac ión, situados ante un gran cambio histórico, unas sensaciones dife rentes a las nuestras de hoy, precisamente porque estaba surgiendo algo realmente nuevo, que no se agotaba en las alternativas del presente? ¿Quién se mantiene firme? La gran mascarada del mal ha trastornado todos los con ceptos éticos. Para quien proviene de nuestro tradicional mundo de conceptos éticos, el hecho de que el mal apa rezca bajo el aspecto de la luz, de la acción benéfica, de la necesidad histórica, de la justicia social, es sencilla mente perturbador. Para el cristiano que vive de la Bi blia, este he cho co ns tit uy e la co nfirm ación de la ab is mática maldad del mal.
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Queda patente el fracaso de los hombres sensatos, quienes con las mejores intenciones del mundo y con un ingenuo desconocimiento de la realidad, creen poder componer de nuevo, con ayuda de la razón, el armazón completamente desvencijado. Con su deficiente visión, quieren hacer justicia a todos. Debido a ello son aniqui lados por las fuerzas que chocan entre sí, sin haber solu cionado lo más mínimo. Desengañados de la insensatez del mundo, se ven conde nados a la esterilidad: se retiran con resignación o caen incondicionalmente en manos del más fuerte. Pero aún resulta más sobrecogedor el fracaso de todo fa nati sm o ético. El fanático cree poder enfrentarse al poder del mal con la pureza de sus principios . Pero al igual que el toro, se lanza contra la muleta roja en lugar de hacerlo contra el torero. De esta forma se cansa y sucumbe. Se enreda en lo accesorio y cae en la trampa que le tiende el más sagaz. El hombre de conciencia lucha en solitario contra la superioridad de unas situaciones coactivas que le exigen una decisión. Pero la envergadu ra de los conflictos entre los que tiene que escoger -si n el consejo ni el soporte de nadie, excepto el de su propia conciencia- le destroza. Los innumerables disfraces, honorables y seductores, con los que se le acerca el mal, provocan el miedo y la inseguridad de su conciencia, hasta que por último se contenta con tener una conciencia tranquila en lugar de una conciencia buena, hasta que, por tanto, engaña a su prop ia co nc ienc ia para no deses perar. Porque el qu e una conciencia mala pueda ser más saludable y fuerte que una conciencia engañada, es algo que no logrará com prende r jamás el ho mbre cuyo ún ico ap oy o es la co n ciencia.
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El camino seguro del deber parece ser el indicado pa ra evadirse de es a de scon certa nte profus ión de de ci siones posibles. Aquí se toma lo ordenado como lo más seguro; la responsabilidad de la orden concierne a quien ordena, no a quien ejecuta el mandato. Pero, limitándo se a cumplir con el deber, no se llega nunca al riesgo de la acción realizada en nombre de la responsabilidad más personal, la ún ica qu e es capa z de ac ertar al mal en su centro y de vencerlo. El hombre del deber tendrá final mente que cumplir su deber incluso ante el mismo diablo. Sin embargo, quien se dispone a mantenerse firme en el mundo con ayuda de su propia libertad, quien da más valor al acto necesario que a la pureza de su con ciencia y de su reputación, quien está dispuesto a sacri ficar un principio estéril al fructífero compromiso, o incluso una estéril sabiduría de la mediocridad a un ra dicalismo productivo, tenga cuidado de que esta libertad no le tienda una trampa. Ac eptará lo malo para evitar lo peor. Y al hacerlo , ya no será capaz de reco no cer que precisam en te lo pe or que él quiere evita r po dr ía ser lo mejor. Aquí se halla la materia prima de las tragedias. Huyendo de todo debate público, hay quien alcanza el refugio de una virtud individual. Pero tiene que cerrar ojos y labios ante la injusticia que se comete a su alre dedor. Sólo a costa de engañarse a sí mismo p uede m an tenerse limpio de toda mancha debida a una acción res po nsable. Todo cu an to ha ga no le t ranq uiliz ará jam ás de todo lo que ha dejado de hacer. Esta intranquilidad le aniquilará, o bien le conv ertirá en el más hip ócrita de los fariseos. ¿Quién se mantiene firme? Sólo aquel para quien la norma suprema no es su razón, sus principios, su con
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ciencia, su libertad o su virtud, sino que es capaz de sacrificarlo todo, cuando se siente llamado en la fe y en la sola Unión con Dios a la acción obediente y respon sable; el responsable, cuya vida no desea ser sino una respuesta a la pregunta y a la llamada de Dios. ¿Dónde están estos responsables? [...]
algo en el terreno de los principios que en el de la res po ns ab ilidad co ncreta. La jo ve n ge ne ración intuirá siempre con la mayor seguridad si se ha actuado sólo po r principios o a pa rtir de un a resp on sabi lid ad viva; pu es lo que e stá en ju eg o en ello es su prop io futuro. [...]
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Del éxito Ciertamente no es verdad que el éxito justifique un acto malo y unos medios reprochables, pero tampoco es po sible co ns iderar el éxito co mo alg o co mpletam ente neutral desde un punto de vista ético. La realidad es que el éxito histórico crea el único suelo sobre el cual la vida pu ede co ntinuar; po r ello sig ue siendo du do so si ética mente resulta más responsable emprender una campaña a la manera de don Quijote contra una nueva época o bien, co nfesan do la prop ia derro ta y en defin itiva co n sintiendo libremente en ella, ponerse al servicio de los nuevos tiempos. Al fin y al cabo el éxito hace la histo ria, y por encima de la cabeza de quienes deciden los acontecimientos, el conductor de la historia convierte siempre de nuevo el mal en bien. [...] Hablar de un ocaso heroico ante una derrota inevita ble constituy e en el fond o un acto mu y po co heroico, ya que no se atreve a mirar al futuro. La última cuestión responsable no es cómo puedo yo evadirme heroica mente del asunto, sino cómo debe continuar viviendo una generación venidera. Sólo a partir de esta cuestión históricamente responsable pueden surgir soluciones fructuosas, aunque de momento sean muy humillantes. En pocas palabras: es mucho más fácil perseverar en
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Algunos artículos de fe sobre la actuación de Dios en la historia Creo que Dios puede y quiere hacer surgir el bien de todo, incluso de lo más malo. Para ello necesita hom bre s para qu ienes todas las cosas co ncurran al bien. Creo que Dios nos concederá en cada situación difícil tanta capacidad de resistencia como precisemos. Mas no nos la concede por adelantado, a fin de que no confie mos en nosotros mismos, sino únicamente en él. En una fe así tendríamos que superar todo miedo ante el futuro. Creo que tampoco nuestras faltas y errores son en vano, y que para Dios no resulta más difícil entenderse con ellos que con nuestras presuntas buenas acciones. Creo que Dios no es un hado intemporal, sino que espera y responde a nuestras oraciones sinceras y a nuestras acciones responsables. [...] Presente y futuro Hasta ahora nos parecía que uno de los derechos más inalienables de la vida h umana era el de trazarse un plan pa ra su vid a pe rso nal y profesional. Es to ya ha pasado. Debido a la fuerza de las circunstancias, nos encontra mos en una situación en la que nos vemos obligados a
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renunciar a «afanarnos por el día de mañana» (Mt 6,34). Pero hay una diferencia esencial si esto ocurre por una actitud libre de la fe, como lo quiere el sermón de la montaña, o por una involuntaria servidumbre de cada instante. Para la mayoría de las personas, esta forzada renuncia a todo plan para el futuro significa entregar se al momento presente de forma irresponsable, irrefle xiva o resignada; algunos pocos sueñan aún con nostal gia en un futuro más hermoso e intentan olvidar así el presente. Para nosotros, ambas actitudes resultan igualmente imposibles. Únicamente nos queda el estrecho y en oca siones apenas visible camino de aceptar cada día como si fuese el último, pero viv ir con tal fe y responsab ilidad como si aún existiese un gran futuro. «Aún se compra rán en esta tierra casas, heredades y viñas» (Jer 32,15) tuvo que anunciar Jeremías -en paradójica contradic ción a sus predicciones de desgracia- inmediatamente antes de la destrucción de la ciudad santa, como signo y pren da divina de un nuevo y gra n futuro ant e aquella ausencia total de futuro. Pensar y actuar con vistas a la generación futura y al mismo tiempo estar preparado cada día a partir sin temores ni preocup aciones: tal es la actitud a la que prácticamente nos vemos obligados y en la que no resulta fácil, pero es necesario, perseverar valerosamente. [...]
de nuestros coetáneos. Ya no podemos odiar tanto a la muerte; en sus rasgos hemos descubierto cierta bondad y casi nos hemos reconciliado con ella. En el fondo pre sentimos que ya le pertenecemos, y que cada nuevo día es un milagro. Seguramente no sería justo decir que morimos a gusto -a pesar de que nadie desconoce aquel cansancio que, con todo, en ningún caso debemos per mitir que aflore-, pues somos demasiado curiosos, o, dicho de forma más seria, aún queremos ver algo del sentido que cobra nuestra vida desbaratada. Tampoco revestimos a la muerte de rasgos heroicos, pues para ello la vida nos es demasiado cara y grande. Y con más razón aún nos negamos a ver en el peligro el sentido de nuestra existencia, pues para ello no estamos lo sufi cientemente desesperados y sabemos demasiado de los bien es de la vid a. Y tamb ién co no cemos de masiado el miedo a la muerte y todos los demás efectos destructi vos de una constante amenaza para la vida. Aún estima mos la vida, pero creo que la muerte ya no nos puede sorprender demasiado. Desde las experiencias de la guerra, apenas nos atrevemos a confesar nuestro deseo de que la muerte no nos sorprenda por casualidad, súbi tamente, apartados de lo esencial, sino en la plenitud de la vida y en la totalidad de la acción. No serán las cir cunstancias externas, sino nosotros mismos quienes convertimos nuestra muerte en lo que puede ser: una muerte libremente consentida.
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Peligro y muerte
¿Aún som os útiles?
La idea de la muerte se nos ha hecho cada vez más fami liar en estos últimos años. Incluso nos extrañamos de la impasibilidad con que recibimos la noticia de la muerte
Hemos sido mudos testigos de actos malos, estamos de vuelta de todo, hemos aprendido el arte del disimulo y de la palabra equívoca, la experiencia nos ha enseñado
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a desconfiar de los hombres. A menudo hemos privado a nuestro prójimo de la verdad o de una palabra libre que le debíamos. Insoportables conflictos nos han reblandecido o nos han hecho quizás cínicos; ¿somos aún útiles? Lo que necesitaremos no serán genios, ni menospreciadores de hombres ni sagaces tácticos, sino hombres sencillos, humildes y rectos. ¿Será bastante fuerte nuestra capacidad de resistencia interior contra lo que nos ha sido impuesto y suficientemente despiadada nuestra sinceridad frente a nosotros mismos como para po de r reen co ntrar el cami no de la senc illez y de la rectitud? - Re sisten cia y sumi sió n, selección de las pp. 13-22
principio má s fecu nd o que la bu ena suerte pe rson al para explorar el mundo con el pensamiento y la acción. Esta perspe ctiva desd e ab ajo no debe co nvert irse en la toma de partido de los que están eternamente insatisfechos, sino que más bien debemos hacer justicia a la vida en todas sus dimensiones desde una satisfacción superior, cuyo fundamento está más allá de cualquier visión «desde abajo» o «desde arriba». Ésta es la manera en que lo afirmamos.
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La perspectiva desde abajo Queda una experiencia de incomparable valor: hemos aprendido a ver los grandes acontecimientos de la histo ria del mundo desde abajo, desde la perspectiva de los marginados, los sospechosos, los maltratados, los sin po der, los op rim idos, los insu ltado s, en suma , de sde la pe rspecti va de los qu e sufren. Lo má s im po rta nte es que ni la amargura ni la envidia deberían haber roído el corazón durante este tiempo, que deberíamos haber lle gado a mirar con ojos nuevos lo grande y lo pequeño, la felicidad y la infelicidad, la fuerza y la debilidad, que nuestra percepción de la generosidad, la humanidad, la ju st icia y la misericordia de be ría ha be rse vuelto más clara, más libre, menos corruptible. Tenemos que apren der que el sufrimiento person al es una clave más útil, un
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- Gesammelte Schriften II, p. 441
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Cartas y apuntes desde el cautiverio
A Eberhard Bethge [Tegel] 27 de noviembre de 1943 La intensidad con que nos vemos obligados a vivir los aspectos más crueles de la guerra nos ofrecerá más tarde, si es que sobrevivimos a ella, la base de experien cia necesaria para constatar que una reconstrucción de la vida de los pueblos en sus aspectos interiores y exte riores sólo es posible a partir del cristianismo. Por eso hemos de conservar realmente en nosotros, elaborar y hacer fructificar todo cuanto vivimos, en lugar de sacu dírnoslo de encima. Nunca hasta ahora habíamos perci bido de form a tan palpab le la có lera de Di os, y esto es una gracia. «Hoy, si oís su voz, no endurezcáis vuestros corazones». La tarea que nos aguarda es inmensa; para ella debemos ser ahora preparados y madurados. - Re si sten cia y su mi sió n, p. 110 A Eberhard Bethge [Tegel] segundo domingo de adviento [5 de diciembre de 1943] Querido Eberhard: Por cierto, caigo en la cuenta cada vez más de hasta qué punto pienso y siento según el Antiguo Testa
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mentó; a lo largo de estos últimos meses lo he leído con mucha mayor frecuencia que el Nuevo. Sólo cuando se conoce la inefabilidad del nombre de Dios, puede pro nunciarse alguna vez el nombre de Jesucristo; sólo cuando se ama tanto la vida y la tierra que con ella todo aparece acabado y perdido, nos está permitido creer en la resurrección de los muertos y en un nuevo mundo; sólo cuando nos sometemos a la ley de Dios, podemos hablar alguna vez de la gracia; y sólo cuando la cólera y la venganza de Dios contra sus enemigos subsisten como realidades válidas, puede sentir nuestro corazón algo de perdón y amor por nuestros enemigos. Quien quiere ser y sentir con dem asiada rapidez y directamen te según el Nuevo Testamento, no es, a mi juicio, un cristiano. A menudo hemos hablado de esta cuestión, pero cada día qu e pas a me co nfirm a que as í es efe cti va mente. No podemos ni debemos pronunciar la última pa labra antes de la pe nú ltima . Vivim os en lo penú ltim o y creemos en lo último, ¿no es así? [...] - Re sist en cia y su mi sió n, p. 116 A su prometida [Tegel] 13 de diciembre de 1943 Mi qu eridísima María: Sin perder aún la esperanza de que mi situación pu ed a m ejorar a tiem po , q uiero escri birte ah ora m i c arta de Navidad. Hazme el inestimable favor de ser valiente po r mí, mi ad orad a María, aunq ue en las Navidades no tengas más señal de mi amor que esta carta. Sé que a ambos nos va a costar algunas horas de sufrimiento, ¿por qué vamos a ocultárnoslo mu tuamen
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te? Y sé que nos va a costar entender lo incomprensible de nuestro destino, mientras nos oprime la acuciante preg un ta de po r qué, adem ás de la tre men da os curid ad que se abate sobre los seres humanos, nos ha caído enci ma el tormento de esta angustiosa separación que no po demos comp ren der. ¡Qu é difícil es acep tar interna mente lo que escapa a toda capacidad de comprensión! ¡Cuánto peligro hay de sentirse inexorablemente a mer ced de un destino ciego! ¡Qué inqu ietante es la facilidad con que en tiempos como éstos se cuelan en nuestro corazón la desconfianza y la amargura! Y ¡qué fácil mente se apodera de nosotros una mentalidad errónea, como si toda nuestra vida, nuestros caminos y los acon tecimientos que nos envuelven estuvieran en manos de los hombres! Pues bien, precisamente cuando eso se abre paso en nuestro interior, sin apenas posibilidad de defendernos, llega la Navidad en el momento justo y con un mensaje que nos revela con claridad meridiana que nuestros pensamientos son erróneos, porque aque llo que nos parece oscuro y depravado es, en realidad, luminoso y benéfico, porque viene de Dios. Nuestros ojos no ven más que contrasentidos: Dios en un pesebre, la infinita riqueza en la absoluta pobreza, la luz en la noche más cerrada, la potencia en el abandono. Pero no po drá sucede mos nada malo. Por mu cho qu e se em pe ñen los hombres, no son más que instrumentos al servi cio del plan de Dios, que se revela en lo escondido com o fuente de amor y que gobierna el mundo y lleva en su mano nuestras vidas. Bueno sería que aprendiéramos a decir con el apóstol Pablo: «Pued o vivir con estrechez y pu ed o na dar en la abun dancia; pu ed o es tar harto y pu edo pa sa r hamb re; pu ed o tene r de sobra y pu ed o su frir necesidad. En fin, me siento con fuerzas para todo,
gracias a Cristo, que es el que me da esa fuerza» (Flp 4,13). El es el único que podrá ayudarnos a vencer las dificultades, especialmente en la próxima Navidad. No se trata aquí precisamente de la imperturbabilidad del estoico ante cualquier acontecimiento externo, sino de sufrimientos reales y auténticas alegrías, porque sabe mos muy bien que es Cristo el que está con nosotros.
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Queridísima Maria, vamos a celebrar así estas Navi dades. Participa con los demás en esa alegría que sólo pu ede ex perim entarse en una fiesta co mo la Na vid ad. No te im agines cosas terribles sobre mi situación en la celda. Piensa, más bien, que Cristo también pasa por las cárceles, y que cuando llegue hasta mí no va a pasar de largo. Por lo demás, espero encontrar un buen libro para entretenerme leyéndolo con calma durante las fiestas. Y eso es también lo que te deseo de todo corazón. Olvidarse un poco de todo lo que nos rodea es perfecta mente legítimo. Primero hay que haber superado honra damente una preocupación, después habrá que aprender a relativizarla y, finalmente, ya se puede echar en el olvido. Pero ¡en ese orden! Porque, si se invierte el pro ceso, aparte de correr el peligro de equivocarse, no se sacaría nada en limpio. Pero, mi querida Maria, ¿por qué seguir hablando de nuestros mutuos sentimientos? Sabemos que cada pala bra no ha rá más que en co na r la herida. An te tod o, de be mos guardarnos de compadecernos a nosotros m ismos, po rque eso sería un a au téntica blasfemia co nt ra Dios, que sólo pretende nuestro bien. En todas nuestras prue bas ¿no ten dríamo s que rep etir, incluso en est as fiestas de Navidad, aquellas palabras de Isaías: «No lo eches a perde r, que es un a be nd ición» ?
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Ahora mismo acaban de llegar dos cartas tuyas, una del 27 del mes pasado y otra del 1 de los corrientes, más una de tu abuela. Cuando tú me escribes con esa alegría tan tuya, tocas dentro de mí una fibra que no parará de resonar por largo tiempo. Me parece muy bien, aunque altamente irrespetuoso, tildar de «tontería» el comenta rio positivo de tu abuela sobre tu «madurez» personal. Desde luego, debo decirte que yo no soy muy amigo de esa clase de constataciones. Pero creo que una abuela está en su perfecto derecho a expresar así sus senti mientos. A propósito, dale las gracias de mi p arte por su amable y preciosa carta. Estoy seguro de que, con el tiempo, tú también llegarás a escribir cartas tan bonitas como las de tu abuela, porque de toda la familia eres la que más se le parece. Entre tanto, me alegro de que escribas como escribes. En tus cartas te muestras como realmente eres; y eso es, precisamente, lo que yo quie ro: a ti, tal como eres. Lo que me hace feliz no es esta cualidad tuya o la otra, sino tú, tú misma, con tu propia perso nalid ad. Y, po r favo r, ahórram e ha blar de mí mismo. Sé que no te puedo ofrecer nada que dé un nuevo contenido a tu vida, sino sólo mi deseo y mi peti ción de que permanezcas junto a mí, que vengas conmi go, que seas mi adorada esposa y mi auténtica «ayuda», como yo te prometo ser tu marido, que te quiere. Ahora, hazme el favor de estar alegre y contenta en estos días, y déjame participar en vuestra felicidad. Saludos a tu madre, con mi mejor agradecimiento; y lo mismo a tus hermanos, de parte de este su hermano mayor. Un saludo muy especial a tu abuela, por la que siento un afecto de la mayor fidelidad. Saludos a los de Kieckow, con los que me unen imborrables recuerdos tanto de alegría como de tristeza. Pienso muchas veces
en Konstantin [von KleistRetzow]. Y no te olvides de saludar de mi parte a los de Lasbeck. Y para ti, mi queridísima, mi adorada Maria, el salu do más cariñoso, un abrazo y un beso de tu Dietrich - Cartas de amo r desde la prisión, pp. 108-110
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A Eberhard Bethge [TegelJ 11 de abril de 1944 Ayer oí a alguien decir que para él todos estos últimos años habían sido años perdidos. Me satisface mucho no haber experimentado esta sensación por mi parte ni un solo instante. Tampoco me he arrepentido nunca de la decisión que ado pté en el verano de 1939, y por extraño que pueda parecer tengo la impresión de que mi vida se ha desarrollado en forma rectilínea sin el menor quie bro , po r lo me nos en lo que se refiere a la form a ex ter na de llevarla. Ha sido un ininterrumpido enriqueci miento de experiencias, por el que sólo puedo estar agradecido. Si mi actual situación fuese la etapa final de mi vida, esto tendría un sentido que yo creería com prender; pero tamb ién po dría ser todo un a co nc ienzud a preparación pa ra un nuevo co mien zo que es taría carac terizado por el matrimo nio, la paz y por una nueva tarea. - Re si sten cia y sumi sió n, p. 192 A Eberhard Bethge [Tegel] 30 de abril de 1944 A lo sumo, te extrañarían, o quizás incluso te preocupa rían, mis pensamientos teológicos con sus consecuen cias, y es aquí donde tú me haces verdadera falta, pues
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no sabría con quién poder hablar, sino contigo, sobre tales problema s, a fin de aclararme. Lo que incesantemente me preocupa es la cuestión de qué es el cristianismo, o quién es Cristo realmente hoy para nosotros. Ha pasado ya el tiempo en que a los hombres se les podía explicar esto por medio de pala bras, sea n teológ icas o piadosas; ha pasado asim ismo el tiempo de la interioridad y de la conciencia; es decir, ju stam en te el tie mp o de la religión en general. Nos encaminamos hacia una época totalmente arreligiosa. Simplemente, los hombres, tal como de hecho son, ya no pueden segu ir siendo religiosos. Incluso aquellos que sinceramente se califican de «religiosos», no ponen esto en práctica en modo alguno; sin duda con la palabra «religioso» se refieren a algo muy distinto. Pero toda nuestra predicación y teología cristianas, con sus mil novecientos años, descansan sobre el «a pri ori rel igioso» de los homb res . El «c ris tia nism o» ha sido siempre una forma (quizás la forma verdadera) de la «religión». Ahora bien, si un d ía resulta claro que este «a priori» no existe, sino que ha sido una forma de expresión del hombre históricamente condicionada y transitoria, si, pues, los hombres llegan a ser arreligiosos de una manera verdaderamente radical -y creo que, más o menos, esto es ya lo que sucede actualmente (¿a qué se debe, por ejemplo, que esta guerra, a diferencia de todas las anteriores, no provoque ninguna reacción «religiosa»?)-, ¿qué significa entonces esto para el «cristianismo»? Todo el «cristianismo» precedente queda privado de su fundamento, y ya no podemos pisar tierra firme desde un punto de vista «religioso» sino en algunos «últimos caballeros» o en unos pocos hombres intelec
tualmente deshonestos. ¿Tendrán que constituir éstos quizá el escaso número de los elegidos? ¿Debemos pre cipitarnos nosotros llenos de celo, amor propio o indig nación precisamente sobre este dudoso grupo de hom bre s para colocarle s nu estra me rca ncía? ¿Tenemos que abalanzamos sobre unos pocos desdichados en sus momentos de debilidad y, por decirlo así, violarlos religiosamente? Si no queremos nada de todo esto, y si, en definitiva, hemos de juzgar la forma occidental del cristianismo como mera etapa previa de una completa arreligiosidad, ¿qué situación surge entonces para nosotros, para la Iglesia? ¿Cómo puede convertirse Cristo en Señor, incluso de los no religiosos? ¿Existen cristianos arreligiosos? Si la religión sólo es un ropaje del cristianismo -y dicho ropaje ha ofrecido un aspecto muy diferente en las distintas épocas-, ¿qué es entonces un cristianismo arreligioso? Barth, el único en comenzar a pensar en esta direc ción, no ha desarrollado estos pensamientos hasta sus últimas consecuencias, sino que ha desembocado en un po sitiv ism o de la rev elació n, que a fin de cuentas no deja de ser esencialmente una restauración. Para el tra ba jado r o para el hombre arreligioso en gener al no se ha ganado aquí nada que sea decisivo. Porque los proble mas a solucion ar serían: ¿qué significan una Iglesia, una parro qu ia, un a predicación, una litu rgi a, un a vida cris tiana en un mundo sin religión? ¿Cómo hablar de Dios sin religión, esto es, sin las premisas temporalmente condicionadas de la metafísica, de la interioridad, etcé tera, etcétera? ¿Cómo hablar (pero acaso ya ni siquiera se puede «hablar» de ello como hasta ahora) «munda namente» de «Dios»? ¿Cómo somos cristianos «arreli-
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giososmundanos»? ¿Cómo somos éKKA,Tjüí(X [ekklesí a ], «los que son llamados», sin considerarnos unos pri vileg iado s en el pla n relig ioso, sin o más bien como pe rte necien do plenam ente al mu ndo? Entonces, Cristo ya no es objeto de la religión, sino algo completamente diferente: realmente el Señor del mundo. Pero ¿qué significa esto? ¿Qué significan el culto y la plegaria en una ausencia de religión? ¿Adquiere aquí nueva importancia la disciplina del arcano, o sea la diferenciación (que ya conoces en mí) entre lo último y lo penúltimo? [...] La cuestión paulina sobre si la 7l8piTO|lfj [peritomé] es condición de la justificación, quiere decir hoy a mi juicio , si la relig ión es cond ici ón de la salvació n. La libertad ante la 7iepiXO(J.f| [peritomé ] es también la li be rta d ante la rel igión. A me nu do me preg un to po r qué un «instinto cristiano» me atrae en ocasiones más hacia los no religiosos. Y esto sin la menor intención misio nera, sino que casi me atrevería a decir «fraternalmen te». Ante los religiosos, me avergüenzo con frecuencia de nombrar a Dios, porque en ese contexto su nombre me parece que adquiere un sonido casi ficticio y yo tengo la impresión d e ser algo insincero (esto llega a ser especialmente grave cuando los demás comienzan a hablar con terminologías religiosas; entonces e nmudez co casi por completo y el ambiente me resulta pegajoso y molesto). En cambio ante los no religiosos puedo, cuando hay ocasión, nombrar a Dios con toda tranquili dad y como algo obvio. Los hombres religiosos hablan de Dios cuando el conocimiento humano (a veces por simple pereza men tal) no da más de sí o cuando fracasan las fuerzas hum a nas. En realidad, se trata siempre de un deus ex machi
na al que ponen en movimiento, bien para la aparente solución de problemas insolubles, bien como fuerza ante los fallos humanos; en definitiva, siempre sacando partido de la debilid ad hu mana, o en las lim itacione s de los hombres.
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Semejante actitud sólo tiene posibilidades de perdu rar, por su propia lógica, hasta el momento en que los hombres, por sus propias fuerzas, desplazan algo más allá los límites, y Dios, como deux ex machina, resulta superfluo. Por otra parte, hablar de los límites humanos se me ha convertido en algo cuestionable (la misma muerte, puesto que los hom bres ya apenas la temen, y el pecado, que apenas comprende n, ¿so n todavía un os ve r daderos límites?). Siempre tengo la impresión de que con ello sólo tratamos de reservar medrosamente un espacio para Dios. Pero yo no quiero hablar de Dios en los límites, sino en el centro; no en las debilidades, sino en la fuerza; esto es, no a la hora de la muerte y de la culpa, sino en la vida y en lo bueno del hombre. En los límites, me parece mejor guardar silencio y dejar sin solución lo insoluble. La fe en la resurrección no es la «solución» al pro blem a de la muerte. El «más allá» de Di os no es el más allá de nuestra capacidad de conocimiento. La trascen dencia desde el punto de vista de la teoría del conoci miento no tiene nada que ver con la trascendencia de Dios. Dios está más allá en el centro de nuestra vida. La Iglesia no se halla allí donde fracasa la capacidad hum a na, en los límites, sino en medio de la aldea. Así es según el Antiguo Testamento y, en este sentido, leemos demasiado poco el Nuevo Testamento a partir del Antiguo.
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Estoy reflexionando mucho acerca de los rasgos de este cristianismo arreligioso y sobre la forma que adop ta; pronto te escribiré más a este respecto. Quizá recai ga sobre nosotros, situados entre Occidente y Oriente, una importante misión precisamente en este contexto. - Re si st en ci a y sumi sió n, pp. 197-199 ¿Quién soy? ¿Quién soy? Me dicen a menudo que salgo de mi celda sereno, risueño y firme, como un noble de su palacio.
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agitado por la espera de grandes cosas, impotente y temeroso por los amigos en la infinita lejanía, cansado y vacío para orar, pensar y crear, agotado y dispuesto a despedirme de todo. ¿Quién soy? ¿Éste o aquél? ¿Seré hoy éste, mañana otro? ¿Seré los dos a la vez? ¿Ante los hombres un hipócrita, y ante mí mismo un despreciable y quejumbroso débil? ¿O bien, lo que aún queda en mí semeja el ejército batid o que se retira desordenado ante la victoria que tenía segura?
¿Quién soy? Me dicen a menudo que hablo con los carceleros libre, amistosa y francamente, como si mandase yo.
¿Quién soy? Las preguntas solitarias se burlan de mí. Sea quien sea, tú me conoces, tuyo soy, ¡oh Dios! - Re sist en cia y su mi sió n, pp. 243-244
¿Quién soy? Me dicen también que soporto los días de infortunio con indiferencia, sonrisa y orgullo, como alguien acostumbrado a vencer.
A Eberhard Bethge
¿Soy realmente lo que los otros dicen de mí? ¿O bien sólo soy lo que yo mismo sé de mí? Intranquilo, ansioso, enfermo, cual pajarillo enjaulado, pu gn an do po r po de r res pirar, co mo si alg uien me oprimiese la garganta, hambriento de colores, de flores, de cantos de aves, sediento de buenas palabras y de proximidad humana, temblando de cólera ante la arbitrariedad y el menor agravio,
18 de julio de 1944 ¿Se habrán perdido algunas cartas debido al bombardeo de Munich? ¿Recibiste la carta con las dos poesías? Salió precisamente aquella noche y contenía además algunos pensamientos preliminares sobre el tema teoló gico. La poesía «Cristianos y paganos» contiene una idea que volverás a encontrar aquí: «Los cristianos están con Dios en su pasión». Esto es lo que distingue a los cristianos de los paganos. «¿No habéis podido velar conmigo una hora?», pregunta Jesús en Getsemaní. Esto
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es la inversión de todo lo que el hombre religioso espe ra de Dios. El hombre está llamado a sufrir con Dios en el sufrimiento que el mundo sin Dios inflige a Dios. Debe vivir, pues, realmente, en el mundo sin Dios, y no le es lícito intentar escamotear, transfigurar religio samente su carencia de Dios; debe vivir «mundanamen te» y así precisamente es como participa en el sufri miento de Dios; le está pe rm itid o vivir «mundanamen te», es decir, está liberado de todas las falsas vincula ciones e inhibiciones religiosas. Ser cristiano no signifi ca ser religioso de un a cierta manera, convertirse en una clase determinada de hombre por un m étodo determina do (un pecador, un penitente o un santo), sino que sig nifica ser hombre; Cristo no crea en nosotros un tipo de hombre, sino un hombre. No es el acto religioso quien hace que el cristiano lo sea, sino su participación en el sufrimiento de Dios en la vida del mundo. - Res istenc ia y sumi sió n, p. 253
la muerte y la resurrección. Creo que Lutero vivió en esta intramundanidad.
A Eberhard Bethge [Tegel] 21 de julio de 1944 Durante estos últimos años he aprendido cada vez más a ver y comprender la profunda intramundanidad del cristianismo. El cristiano no es un homo religiosus, sino sencillamente un hombre, tal como Jesús, a diferencia quizá de Juan Bautista, fue hom bre. No me refiero a una intramundanidad banal y vulgar, como la de los hom bre s ilu strado s, activos, cómod os o lascivo s, sin o a la profun da in tram un da nida d que está lle na de disciplin a, en la que se halla siempre presente el conocimiento de
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Recuerdo aún una conversación que hace trece años sostuve en América con un joven pastor francés. Nos habíamos preguntado sencillamente qué queríamos ha cer con nuestra vida. Él me dijo que quería ser un santo (y creo muy posible que haya llegado a serlo). En aquel entonces, esto me impresionó mucho. No obstante, le contradije y le repliqué poco más o menos que yo que ría aprender a creer. Durante mucho tiempo no he com prendido la prof un dida d de esta co ntradicción. Creí q ue po dría ap rend er a creer al lle var a lgo as í c om o una vida santa. Al escribir El precio de la gracia, llegué cierta mente al final de este camino. Hoy veo con toda clari dad los peligros de dicho libro, del que sin embargo sigo respondiendo plenamente. Más tarde hice la experiencia, y la sigo haciendo actualmente, de que sólo en la plena intramundanidad de la vida aprendemos a creer. Cuando uno ha renun ciado por completo a llegar a ser algo, tanto un santo como un pecador convertido o un hombre de Iglesia (lo que llamamos una figura sacerdotal), un justo o un injusto, un enfermo o un sano -y esto es lo que yo llamo intramun danidad , es decir, vivir en la plenitud de tareas, prob lemas, éxito s y fracasos, ex perie ncias y pe rp lejida des -, entonces se arroja uno por completo en los brazos de Dios, entonces ya no nos tomamos en serio nuestros prop ios su fri mi entos, sin o los su fri mientos de Dios en el mundo, entonces velamos con Cristo en Getsemaní. Creo que esto es la fe, la |J£Távoia [metanoia], y así nos hacemos hombres, cristianos (cf. Jer 45). ¿Cómo habríamos de ser arrogantes a causa de nuestros éxitos
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o sentirnos derrotados ante nuestros fracasos, si en la vida intramundana también nosotros sufrimos la pasión de Dios? - Re sisten cia y sumi sió n, pp. 257-258 Estaciones en el camino hacia la libertad Discip lin a
Si sales en busca de la libertad, aprende ante tod o la dis ciplina de tus sentidos y de tu alma, para que tus deseos y tus miembros no te arrastren sin descanso, aquí y allá. Casto sea tu espíritu, y tu cuerpo a ti sumiso del todo y obediente para perseguir el fin que le ha sido señalado. Nad ie so nd ea el misterio de la lib ertad, a no ser po r la disciplina. Ac ción
No ha cer y os ar lo arbitra rio , sino lo jus to ; no oscilar entre posibilidades, sino acometer valerosa mente lo real; la libertad no está en el torrente de los pensamientos, sino sólo en la acción. Lánzate desde tus miedosas indecisiones a la tempestad del acontecer, solamente sostenido por el mandamiento divino y por tu fe, y la libertad recibirá jubilosa tu espíritu.
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Sufrimiento
¡Maravillosa transformación! Las fuertes, activas manos te son atadas. Impotente, so litario, contemplas el fin de tu acción; pero tú respiras profundamente y depositas el bien, silenciosamente consolado, en una mano más fuerte y te quedas contento. Sólo un instante rozaste feliz la libertad, luego la entregaste a Dios, para que él la perfeccione magníficamente. Mue rte
Ven ya, fiesta suprema en el camino hacia la eterna libertad; muerte, abate las molestas cadenas y murallas de nues tro cuerpo perecedero y nuestra alma obcecada, pa ra qu e po r fin avizorem os lo que aq uí se nos niega contemplar. Libertad: te hemos buscado largo tiempo en la discipli na, la acción y el sufrimiento. Al morir te reconocemos en persona en la faz de Dios. - Res is tenc ia y su mi sió n, pp. 258-259 A Eberhard Bethge [Tegel] 21 de agosto [de 1944] En esta época turbulenta olvidamos continuamente la razón por la cual de hecho vale la pena vivir. Creemos que porque tal o cual persona vivan, también tiene sen tido que vivam os nosotros. Pero la realidad es ésta: si se consideró que la tierra era digna de albergar al hombre Jesucristo, entonces y sólo entonces tiene sentido que
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nosotros, los hombres, vivamos. Si Jesús no hubiese vivido, entonces nuestra vida -a pesar de todos los demás hombres que conocemos, honramos y amamosestaría falta de sentido. Quizás en estos tiempos no vea mos con claridad el significado y la misión de nuestra profesión. Pero, ¿no po demos ex presarl o así, en su forma más sencilla? Porque el concepto tan poco bíbli co del «sentido» sólo es una traducción de lo que la Biblia llama «promesa». - Re sist en cia y su m is ió n, p. 273 A Eberhard Bethge [Tegel] 23 [de agosto de 1944] Por favor, no te preocupes ni te inquietes nunca por mí; pero no olvides la oración de petic ión; aunq ue no du do de que la harás. Estoy tan convencido de qu e la mano de Dios me guía, que espero ser siempre mantenido en esta certeza. No debes dudar nunca de que recorro con gra titud y alegría el camino por el que soy conducido. Mi vida pasada está colmada de la bondad de Dios, y sobre la culpa se halla el amor perdonador del Crucificado. Mi mayor gratitud se despierta por las personas que he conocido de cerca, y sólo deseo que nunca se aflijan por mí, sino que también ellas puedan tener la agradecida certeza de la bondad y el perdón de Dios. Perdona que escriba estas cosas. Por favor, no dejes ni por un momento que te entristezcan o te intranquilicen: que sir van tan sólo para alegrarte de verdad. Quería decirlas una vez por lo menos, y no sabía a quién, fuera de ti, po día co locárselas de tal man era qu e las escu ch ase tan sólo con alegría. - Re si sten cia y su mi sió n, pp. 274-275
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A su madre [Calle PrinzAlbrecht] 28 de diciembre de 1944 Querida mamá: Con gran alegría por mi parte acabo de recibir el per miso de escribirte para el día de tu cumpleaños. Debo hacerlo con cierta prisa, pues la carta ha de salir ense guida. En realidad sólo tengo un único deseo: el de po de rte da r algu na alegría en estos días tan somb río s pa ra vosotros. Que rid a mamá , debe s sabe r que cada día pienso infin itas vec es en ti y en pa pá, y qu e doy gra cias a Dios por permitir que vosotros sigáis en vida, para mí y para toda la familia. Sé que siempre te ha animado el deseo de vivir para nosotros, y que para ti no ha existi do una vida propia. De aquí que todo cuanto yo vivo, sólo lo pueda vivir pensando en vosotros. Me resulta un gran consuelo saber que Maria está en vuestra casa. Te doy las gracias por todo el amor que en el transcurso de este año me hiciste llegar a la celda y que me hizo más llevadero cada día. Creo que estos años difíciles nos han unido más estrechamente que antes. Os deseo a ti y a pa pá y a Maria y a tod os no sotro s, qu e el nuevo año nos depare por lo menos acá y allá un rayo de esperanza y que de nuevo podamos alegrarnos todos juntos. Que Dios os conserve la salud. Te saludo, querida, querida mamá, y piensa en ti de todo corazón en el día de tu cumpleaños, Tu agradecido Dietrich - Re si sten cia y su mi sió n, p. 279
Colección «El Pozo de Siquem» TÍTULOS PUBLICADOS 1. 4.
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D orothee S olle Viaje de ida Er n e s t o Ba l d u c c i La nue va id en tid ad cri sti an a Jean V anier No tem as am ar 4 a e d . A nthony de M ello El ca nt o de l p áj ar o 28a ed. H.J. R a h m y M a J.R. L a m e g o Vivir la tercera edad en la a legría del Espíritu 4a ed. Anthony de Mello El M an an tia l 13a ed. Je a n D e b r u y n n e Eu car ist ía. Gracias, Señor, gracias! Anthony de Mello ¿Quién puede hacer que amanezca? 13a ed. Teófilo Cabestrero Orar la vida en tiempos sombríos An t o n i o Ló p e z Ba e z a 2a ed. Canciones del hombre nuevo G i u s e p p e F l o r io La p al ab ra de Di os, es cu ela de or ac ió n C a r l o s G o n z á l e z V a l lé s D ej ar a D io s se r D io s 1Ia ed. Te ó f i l o Ca b e s t r e r o Sabor a Evangelio Anthony de Mello La or aci ón de la ran a - 1 1 7 a e d . Be n j a m í n G o n z á l e z B u e l t a B aj ar al enc uen tro de D io s 2a ed. C a r l o s G o n z á l e z V a l l e s Po r l a fe a la ju st ic ia 5a ed. P ie t v a n B r e e m e n El no s am ó p rim er o 3a ed. Anthony d e M ello 13a ed. La or aci ón de la ran a - 2 C a r l o s G o n z á l e z V a l l e s Bu sco tu ros tro 14a ed.
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160 págs. 180 págs. 134 págs. 216 págs.
112 págs. 288 págs. 136 págs. 248 págs. 128 págs. 168 pág s. 152 págs. 192 págs. 104 págs. 286 págs. 104 págs. 216 págs. 208 págs. 256 págs. 272 págs.
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C a r l o M a r ía M a r t i n i La al eg ría de l Ev an ge lio 3a ed. Je a n L a p l a c e El Es pí rit u y la Ig les ia B e n j a m ín G o n z á l e z B u e l t a 2a ed. La tra nsp ar enc ia de l ba rro Louis É v e l y Cada día es una alba - 3aed. C a r l o s G o n z á l e z V a l l é s Gustad y ved - 7aed. L ouis É v e l y Tú me haces ser - 2aed. C a r l o s G o n z á l e z V a l l e s «Al andar se hace camino» - 7aed. Luis A l o n s o S c h o k e l Es per an za - 3aed. Anthony de Mello Contacto con Dios - 9a ed. Luis A l o n s o S c h o k e l M en sa jes de Pr ofe tas S t a n R o u g i e r ...P orq ue el am or vien e de Di os Anthony d e Mello Una llamada al amor - 17a ed. C a r l o s G o n z á l e z V a l l é s Salió el sembrador... - 4aed. J e s ú s A l m ó n El vue lco de l Es pír itu A n t o n io C a n o M o y a La s ot ra s ho ra s PlET VAN BREEMEN Como pan que se parte - 3aed. B e n j a m í n G o n z á l e z B u e l t a Signos y paráb olas para contemplar la historia J o a q u ín S u á r e z B a u t is t a Lo s ot ro s sa lm os Mariano Corbí Conocer desde el silencio An t h o n y de M e l l o Un minuto para el absurdo - 7aed. C a r l o s G o n z á l e z V a l l e s Vida en abundancia - 3a ed. Louis É v e l y Et ern iza r l a vid a
61 . 120 págs. 192 págs. 144 págs. 208 págs. 184 págs. 168 págs. 248 págs. 312 págs. 248 págs. 184 págs. 152 págs. 136 págs. 200 págs. 272 págs. 144 págs. 192 págs. 176 págs. 256 págs. 208 págs. 352 págs. 208 págs. 128 págs.
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D o l o r e s A l e ix a n d r e Círculos en el agua - 4a ed. A n t o n i o L ó p e z B a e z a Im ág ene s y pr of ec ía s de la Am ist ad L u is A l o n s o S c h o k e l Di os Pa dre - 2a ed. P e d r o T r i g o Salmos del Evangelio Je a n -C l a u d e L a v i g n e El p ró ji m o lej an o C a r l o s G o n z á l e z V a l l e s «Crecía en sabiduría...» - 3a ed. Be n j a m í n G o n z á l e z Bu e l t a En el al ien to de D io s J a v i e r M e l l o n i R i b a s Lo s ca mi no s de l cor azó n A u r e l B r y s y Jo e P u l ic k a l No so tro s hem os oí do ca nt ar al p áj ar o - 2a ed. PlET VAN BREEMEN Transparentar la gloria de Dios - 2aed. D o l o r e s A l e ix a n d r e Compañeros en el camino - 3a ed. Michel Hubaut Orar las parábolas Maite Melendo Vivir de verdad Luis A l o n s o S c h o k e l Contempladlo y quedaréis radiantes F r a n c e s c o R o s s i d e G a s p e r i s La roc a qu e no s ha en gen dr ad o Michel Hubaut Orar los sacramentos C a r l o s G o n z á l e z V a l l é s ¿Una vida o muchas? - 2aed. C a r l o M a r ía M a r t i n i Una libertad que se entrega - 2aed. Henri Nouwen Caminar con Jesús - 2aed. Mad eleine Delbrél La al eg ría de cre er L u is A l o n s o S c h o k e l «Como el Padre me envió, yo os envío»
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