AGUSTIN
PICHOT El juego manda Experiencias para un liderazgo positivo
P a neta
AGUSTÍN
PICHOT El juego manda
AGUSTÍN
PICHOT El juego manda Experiencias para un liderazgo positivo
Planeta
Pichot, Agustín El juego m a n d a : experiencias para un l i d e r a z g o positivo . - 1 a ed. Buenos Aires : Planeta, 2 0 1 2 . 296 p . ; 2 1 x 1 4 cm. ISBN 9 7 8 - 9 5 0 - 4 9 - 2 8 9 4 - 2 1. Liderazgo. I. Título CDD 303.34
Todos los derechos reservados © 2012, Grupo Editorial Planeta S.A.I.C. Publicado bajo el sello Planeta® Independencia 1682, (1100) C.A.B.A. www.editorialplaneta.com.ar Diseño de cubierta: Departamento de Arte de Editorial Planeta I a edición: septiembre de 2012 5.000 ejemplares Impreso en Axtesud, Concepción Arenal 4562, Ciudad Autónoma de Buenos Aires, en el mes de agosto de 2012. No se permite la reproducción parcial o total, el almacenamiento, el alquiler, la transmisión o la transformación de este libro, en cualquier forma o por cualquier medio, sea electrónico o mecánico, mediante fotocopias, digitalización u otros métodos, sin el permiso previo y escrito del editor. Su infracción está penada por las leyes 11.723 y 25.446 de la República Argentina
Impreso en la Argentina / Printed in Argentina Queda hecho el depósito que previene la ley 11.723 ISBN 978-950-49-2894-2
A mi mamá. A mis hermanos. A mi mujer y mis hijas. Pasado presente y futuro. Y en especial, a vos VIEJO, que te fuiste justo para entender que uno tiene que vivir por sus sueños...
Prólogo
En mi infancia y en mi adolescencia, la diversión pasó siempre por el juego. El rugby era el motor de mi vida cotidiana; mi mundo, bastante simple: el deporte me daba felicidad y mi familia me ofrecía contención. De chico fui muy inquieto e impulsivo, y sigo siéndolo. Muchas de las cosas que logré, las alcancé sin seguir un método. Con los años los desafíos fueron creciendo, en varios momentos excedieron al juego en sí mismo, y me convertí, sin pensarlo y casi sin buscarlo, en lo que se conoce como "líder". Prefiero definirme como alguien que vivió su carrera deportiva impulsado por una ambición: cambiar paradigmas para mejorar las condiciones generales del deporte que amo. A medida que mi carrera fue sumando retos, aumentaron las exigencias. Los escenarios fueron cambiando, y también las repercusiones de cada decisión que debí tomar. Si tuviera que definir mi historia deportiva en pocas palabras, diría que cada vez que me ofrecieron un espacio decidí ocuparlo, y que quienes estaban pensaban distinto no pudieron decir que no. Sin embargo,
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no construí este estatus de una manera lógica ni cerebral, sino al revés. Avancé sin especular, estimulado por mi inconformismo, tomé decisiones a partir de una certeza: no creo que el corazón sea irracional, lo que pasa es que es tan rápido que no te das cuenta. Entonces, cuando hago algo es porque mi corazón ya pensó por mí. Muchas veces escuché cosas como "Agustín es muy visceral y hace todo sin pensar". No estoy tan seguro. Hay algo en la cabeza que ya sabe eso que el corazón quiere. No existen los hechos pasionales porque hay algo que los dicta antes. Cualquiera puede marcarte actitudes y aconsejarte sobre cómo proceder. Pero nadie podrá transferirte una forma de ser para convertirte en un referente. Para ser líder, lo importante es sentirse alguien especial. Y eso es trabajo de cada uno. También hay que contar con tres cosas indispensables. Lo primero es la sensibilidad que te permite ver (y sentir) más allá de lo que percibe el resto. Lo segundo es la convicción, para no tambalear cuando te toca defender tus creencias. Lo tercero es la estabilidad: si te tratan demasiado bien, hay q u e ser fuerte para no necesitar de esa caricia. Muchos agregarían un cuarto ítem, la humildad. En realidad, es una palabra que uno acomoda donde quiere. La humildad, como el éxito, es completamente de uno o no es. En mi carrera me equivoqué muchas veces, y este libro también se trata de eso. El camino del liderazgo se hace más trascendental en los momentos dolorosos. Hay que estar preparado para ganar, pero también para perder. Para en-
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tender el fracaso. Curiosamente, es posible que te sientas solo en ambos casos: siempre serás vos y nadie más que vos, en las buenas y en las malas. Es lo que hice en el Mundial de Australia 2003, como ya relataré más adelante. Dije: "Acá, algo hice mal. Mayormente es culpa mía". Asumí demasiadas responsabilidades, me apuntaron, me dieron y para mí eso fue lo más interesante. Un líder observa y suma tanto en el éxito como en la frustración, y después actúa por todos, para bien o para mal. En este libro también contextualizo cada decisión que debí tomar a través de las experiencias que he vivido. Las buenas, las malas, las que dolieron, las que hicieron doler y las que repartieron gloria y felicidad, como sucedió en la gesta del Mundial 2007. Al mismo tiempo, escribirlo es un modo de agradecer a todos aquellos que alguna vez estuvieron a mi lado y que colaboraron en la construcción de este "líder" que muchos ven en mí. Me gusta más pensar que, de algún modo más emocional que estratégico, logré que muchos creyeran en mí, poniendo su futuro en mis manos, y que eso se sienta muy bien. ¿No es otra forma de definir el liderazgo?
El último vestuario
París, viernes 19 de octubre de 2007. Tuc. Tuc. Tuc. Siento sus presencias, pero estoy solo. Soy un átomo descontrolado y mis partículas se estrellan contra las paredes del vestuario del Pare des Princes. Los únicos sonidos que registro salen de mi cabeza y bajan por el cuerpo. Uno es un ruido sordo, imperceptible para los demás. El otro está alojado a la altura del pecho y es mi corazón. Tuc. Tuc. Tuc. Nunca me dio vergüenza llorar, pero esta vez los latidos son una descarga que me recuerda que estoy vivo y que esto que me pasa no es un estado intermedio entre la vida y la muerte. Siempre creí que moriría joven y que hay que vivir intensamente para saber de qué se trata morir. Amo la vida porque imagino lo que debe ser no tenerla. Sigo llorando. Intensamente. Tampoco puedo dejar de pensar. Mi cabeza va a estallar y mi cuerpo intentará seguirla, como siempre. Pienso en mi viejo y en que la vida es tiempo. Minutos que se viven y emociones que se sienten. Me siento porque me tiemblan las piernas. A mi alrededor pasan cosas y miro, pero sigo
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sin escuchar. Tengo la capacidad de entenderlo todo y todavía no sé si se trata de una virtud o de una carga. "Las puertas de la percepción", escribió Aldous Huxley, y los Doors convirtieron ese concepto en una de las bandas sonoras de mi vida. Yo abrí esas puertas y nunca más pude cerrarlas. Siento una necesidad muy grande de explotar y de gritar. Fue mi sensibilidad la que me depositó en este lugar y la que me transporta a observar sus caras duras. No soy más inteligente que los demás, pero aprendí a asumir mis ansiedades y convertirlas en desafíos. Nunca me permití dudar y este vestuario lo sabe: mis compañeros me siguen aunque me vean llorar como un chico. Confían y creo saber por qué: la responsabilidad es grande, es verdad, pero uno puede hacer todo lo que se proponga y les transmito eso. Sólo hay que saber jugar sin red porque el que juega con red está especulando y eso es algo que no hice jamás. El corazón en la mano y vamos; si no vamos, revienta. "Atrévanse a soñar, por lo menos suéñenlo", les digo siempre. A veces no hacen falta palabras porque les basta con mirarme para entenderlo. Miro hacia atrás, de reojo, y colgada en el mismo lugar de siempre está mi camiseta, la que me puse después de usar la del CASI... Ambas se fundieron en una sola para convertirse en una única. Me acuerdo de todo lo que hice para sentirla conmigo, aunque sea por un rato. Bajo la cabeza y vuelvo a mis tobillos. Tengo las cruces listas, la imagen de Papá... El viejo, el club con él... Me abstraigo para imaginar qué me hubiera dicho en este momento, en este vestuario, con
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el m u n d o esperando ahí fuera. Creo que no me hubiera dicho nada porque estaría llorando conmigo. O solamente se quedaría a mi lado, viénd o m e llorar. Cierro los ojos para visualizarlo y escribir mentalmente el guión de una película de amor, lucha y respeto que quedó abruptamente sin final. Siempre j u g u é para él y los dos sabíamos que era así. Tuc. Tuc. Tuc. Vuelvo a su muerte, a pensar si debí haber estado más presente, vuelvo a decirme que hice todo lo que estuvo a mi alcance, vuelvo a cuestionarme si fue así o se trata simplemente de un pacto entre este dolor que no se va y mi conciencia. Entre mi sensibilidad y mi pragmatismo. ¿Por qué es tan injusta la vida? Más recuerdos: me veo tiritando en u n a crisis de angustia y lágrimas j u n t o a mi mujer, Florencia, siempre ahí. Yo: preguntándole a Dios qué clase de castigo retroactivo fue la enfermedad de mi viejo. Algo me devuelve a la realidad. Están esperándome. Es tanto lo que puede hacerse, tanto lo que puede cambiarse, y tan poco el tiempo para materializarlo. Las lágrimas salen por algo y por algo se secan. Siempre quise ser diferente. No sé bien cómo empecé. En realidad lo sé, pero es momento de silenciar la mente: en quince minutos saldré una vez más a la arena. Nuevamente a torear. "La gloria es efímera", decían los emperadores romanos. Es la última parada, lo tengo asumido; el final del camino que recorrí hasta hoy. El final de las emociones fuertes d e verdad. Me sentí vulnerable muchas más veces d e las que creen todos. Pero en otras fui inmortal.
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Q u e alguien me explique este punto d e mi vida. Veintiún hombres depositando su alma y su destino en mí. "¿Y yo con quién hablo?", me pregunto con voz muda. "¿Quién me saca el miedo a mí?" Tiemblo, otra vez. Me emociono. No merezco tanto. Pienso en mi j u e g o y sé que casi n o importa. El mapa realizado en los otros 71 partidos lo hago por cábala. Cábala. "No me subestimes, Agustín", me repite ese Dios aparte que siempre tuve. Estoy atravesando mis últimos ocho minutos en el vestuario de Los Pumas. Sólo me falta rezar y darle mi rosario a Nacho para que lo guarde siempre en el mismo bolsillo y piense en cosas positivas. Es raro lograr eso que tanto buscabas. Me propuse estar entre los mejores y lo conseguí. No fue fácil: la mía no es la historia de un chico bien que jugó al rugby zigzagueando en un camino de rosas. Recuerdos y más recuerdos, partículas elementales que son mi esencia, el lugar al que vuelvo cada vez que necesito aislarme para lamer mis heridas. Nunca olvido a mis amigos de siempre, a mis hijas, a mi familia. Tampoco mis convicciones, mis errores, mis arrepentimientos, mis logros. No soy "el capitán", ni soy "Ficha": soy Agustín. Lo tengo claro desde siempre, y si sobreviví a todo es porque me tomé el trabajo de conocerme a mí mismo y nunca olvidarme de dónde vengo. Quizá no sepa adonde voy: mi naturaleza es salir al mar y tirar la brújula. Pero nunca, ni siquiera cuando las tentaciones parecían absorberlo todo, dejé de agradecer quién soy ni a quiénes me debo. Tengo la certeza de que el m u n d o no hubiera sido igual si yo no hubiera pasado por
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acá. Pero también sé que nada d e esto hubiera sido posible sin la ayuda de las personas que me acompañaron en esta odisea a punto de terminar. Las cosas están escritas, cerradas y firmadas. Solamente hay que estar listo para estos momentos y tener la sensibilidad absoluta para abstraerse y hacer la tarea. El tiempo se agota, estoy preparado para lo que se viene y tengo claro que en un lapso bestialmente corto comienza algo distinto. El rugby fue, desde siempre, mi lugar de superación. El escenario para mi libertad: ochenta minutos en los que hago lo que quiero. ¿Volveré a jugar en serio por algo? No lo creo. Sé que voy a soñar que vuelvo a calzarme la camiseta de Los Pumas que ahora tengo puesta durante mucho tiempo. Tuc. Tuc. Tuc. Sólo resta mojarme la cara para comprobar que esto está pasando de verdad y que será la última vez. Olvidarme de mí mismo y hablarle a mi equipo desde el corazón: "Esto es más que una camiseta. Esto es la familia, es el club, son nuestros amigos... ésta es nuestra historia. ¡Esto es nuestro! Lo que hicimos durante el último mes, los últimos tres meses, los últimos ocho o diez años. Es la que vivimos, la que sudamos, la que lloramos, con la que nos reímos... ¡Es ésta! Entonces, en estos 80 minutos que no nos quede nada, ¡no nos quede nada! Porque ahora sí vamos a jugar por nuestra historia, por el que tenemos al lado... Y disfrutémoslo, que por ahí, y casi seguro, para muchos sea el último... ¡Vamos!"
Primera Parte
Aprender
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Siempre supe que estaba para algo. Me lo hacían sentir en mi casa, como si me hubieran dicho "no estás solo y sos tan importante para nosotros que vamos a cuidarte siempre". Para mí es esencial decir que cuando era chico me sentí cuidado, amado y respetado. Es la primera noción de liderazgo que aparece en mi vida. Cuando crecés de esa manera, es inevitable que te sientas especial. También te vuelve más responsable: cuando confían en vos tenés que hacerte cargo de ese apoyo y no fallar. En retrospectiva, creo que mi infancia fue un camino muy claro hacia el éxito, o a lo que yo entendía por éxito. Nunca supe bien con qué me chocaría en el camino, pero sí cuál sería la recompensa: construir mi destino en base a logros, amor y mucho esfuerzo. Uno de mis recuerdos fuertes d e infancia es la competencia que había con Enrique, mi hermano mayor. Los dos encerrados en el cuarto con cuarenta grados de calor, j u g a n d o al rugby arrodillados sobre la alfombra, matándonos y transpirando, con sangre en las rodillas, para ver quién ganaba. Esperaba todo el día esos partidos
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"arrodillados". Enrique era mi referente y medirme con él era natural. Evidentemente, nuestra vida tenía un objetivo marcado: trascender en el rugby. Primero, desde el fanatismo de mi padre; segundo, desde la aceptación de mi madre, que lo veía como u n deporte sano y de hombres. Con Enrique jugábamos esos partidos "a muerte"; podíamos llorar d e risa y también de bronca, y ganarlo era algo trascendental. Nuestra diversión pasaba por probarnos el uno al otro. Con mi hermano mayor teníamos, y todavía tenemos, algo especial. Cuando éramos chicos pasábamos mucho tiempo juntos y lo volvía bastante loco. Disfruté mucho de él, aunque éramos distintos. Esto se notaba cuando nos pasábamos de rosca y se venía el castigo; pagábamos los dos, pero reaccionábamos de manera diferente. A veces, si mi vieja se cansaba de vernos a las trompadas y nos encerraba juntos en nuestra habitación, Enrique asumía la penitencia y se quedaba tranquilo, pero yo no. En esos casos, mi táctica era hablarle a Mamá sin parar, pidiéndole que abriera la puerta una vez, cinco veces, diez veces... Hasta que a la vigésimo quinta vez mi vieja se hartaba de escucharme y al final sacaba la llave. Creo que aquello era una primera marca de comportamiento: la insistencia es una característica fuerte de mi personalidad. Con el tiempo aprendí a administrar mis impulsos, pero a los cuatro o cinco años no existían los "no". Más adelante, en mi adolescencia, esa actitud se volvió más rabiosa e insolente. Ya de grande, cuando empecé a hacerme conocido, entendí que para seducir y conducir mejor algunas situaciones
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es necesario desacelerar. Eso también es saber liderar. Mi actitud fue siempre "yo voy, si querés seguime, y si no te la perdés". Después, cuando me convertí en capitán de Los Pumas por primera vez, el eslogan era "vengan conmigo"; ahí fue cuando me equivoqué. Con los años aprendí a decir "vamos", y las cosas mejoraron. De chico, mi vida social no era muy intensa; mi radio de acción eran diez cuadras, siempre yendo de mi casa a la de mi abuela y de ahí al kiosco de diarios de mi abuelo, siempre en el mismo triángulo de Martínez. Sufrí mucho la muerte de mi abuelo. Era muy chico y nunca voy a olvidarme del día en que vinieron a buscarme al colegio para decirme que se había accidentado. Fue un gran shock ver sufrir a mi abuela y a mi mamá; no estaba acostumbrado a ver llorar a las personas que quería. Ahora tampoco lo soporto, pero en la infancia es peor porque no entendés qué está pasando, ni sabés qué es el dolor. Ves a un adulto con una cara que no le conocés y te preocupás; no es natural que un chico se angustie. Me fueron a buscar y, me acuerdo como si fuera hoy, mientras me contaban que mi abuelo había sido atropellado por un auto, por dentro yo cantaba las canciones del colegio. Tengo mis contradicciones con la religión, pero creo firmemente en Dios. Con los años la estudié bastante, un poco para comprenderla mejor y otro poco para desafiarla. En muchos momentos de mi vida la idea de Dios fue un lugar al que recurrí para pedir ayuda para alguien. Ya en mi carrera como jugador acudía a Dios para rogar que no me pa-
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sara nada a mí y aplicaba mi ceremonial; también se volvió un recurso para acercarme a quienes no estaban más. No le tenía tanto miedo a jugar mal como a lastimarme, a ser golpeado, a morirme en la cancha, a quedar duro o inválido. En definitiva, a tener un accidente como el de mi abuelo, que tanto me marcó. Su final trágico me despertó una sensibilidad nueva hacia la muerte, que cobró mucho sentido cuando, años más tarde, se murió Papá. Pero una cosa es leer El homlrre en busca de sentido de Viktor Frankl cuando sos adulto y podés incorporar el valor del sufrimiento y bla, bla, bla... y otra es cuando sos chico, tenés la angustia en medio del pecho y no podés respirar. Mi abuelo tenía un kiosco de diarios y de golosinas en la estación de tren de Martínez y con el único con el que salía a repartir era conmigo. Era un hombre muy hosco, muy de barrio, un español bruto y j u g a d o r de fútbol que me decía "el Ciruja". Mi abuela representaba a la aristocracia de San Fernando, pero él era todo lo contrario. Me encantaba subirme a su moto o a la bici a las seis de la mañana para hacer el reparto juntos. Cuando era verano y no había colegio, pasaba por lo de mi abuelo antes de que se fuera a dormir la siesta, y él me daba u n a cantidad limitada de golosinas... Cuando se iba, me llevaba otras sin avisarle. Otro de mis "rituales" eran, y lo sigue siendo, las visitas a Blancanieves, un local chiquito y clásico en pleno centro de Martínez, para comer un pancho o tomarme un helado de dulce de leche y banana. A mi abuelo iba a buscarlo en la bici, pero hay un detalle interesante: difícilmente hiciera el
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mismo circuito para llegar al kiosco, y pasaba lo mismo cuando tenía que ir al colegio. Me gustaba saber qué hacían los demás —sabía el trayecto de mis amigos, sabía que Enrique viajaba todos los días en el 168—, pero yo variaba todos los días. Tenía mi propia forma de ir y venir, y no se la contaba a nadie. Llegar al mismo lugar por distintas vías es algo que está en mí desde siempre, igual que tratar d e anticiparme a los movimientos del resto. Después leí en El Libro de la Guerra que hacer eso es una práctica de desorientación esencial: según el libro, siempre hay que mostrar estrategias distintas. En mi caso, entiendo que era u n a forma de rebelarme: si todos iban en el 168 y mi mamá me insistía tanto para que fuera en colectivo, entonces tenía que ir en bicicleta. Además, de esa manera era dueño de mi recorrido: pasaba por el kiosco, agarraba caramelos, levantaba una o dos revistas y me iba al colegio con la Surfer o la Thrasher, que eran importadas y llegaban sólo a lo de mi abuelo. Mi abuela también me hacía sentir que era su preferido, y los viernes a la n o c h e eran nuestros. Llegaba a su casa solo, a eso de las siete de la tarde, sin mis hermanos, y me quedaba a dormir ahí. La rutina del viernes al sábado a la tarde era el momento q u e más ansiosamente esperaba. A la mañana iba al colegio, a las cuatro y veinte venía a buscarme Mamá, y salía a dar vueltas por la calle o me iba al club. Desde esa hora y hasta las siete de la tarde era libre, y nadie sabía nunca dónde estaba. Podía juntarme con mis amigos a jugar al rugby, deambular con la bicicleta o andar
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en skate. Después, cuando volvía, mi abuela me daba de comer en bandeja en la salita del living, mirando tele: era el rey de la casa. Su sopa de "cabellos de ángel" era imbatible, y qué decir de su bife con papas fritas. A la mañana siguiente, pan francés con manteca, que era lo único que podía comer a esa hora. Nunca me gustó desayunar, ni siquiera de grande. Hoy me cuesta mucho estar con mi abuela, está muy mayor y eso me hacer sentir muy mal. Fue una de las personas más importantes de mi vida. Jugué desde los cuatro años y el rugby fue el lugar para depositar mi ansiedad. No tengo recuerdos de infancia de haber percibido el mundo más allá de eso; mi vida era de casa al colegio o al club, y de vuelta a casa. Todo se reducía a jugar a la pelota, a leer los clásicos —siempre leí mucho— y a investigar en los avances tecnológicos; tuve una computadora cuando muchos no sabían qué era. En mi pequeño universo, la pobreza se limitaba a que un nene me pedía plata en la calle y hacía que me sintiera mal, aunque no era parte de mi coyuntura. La conciencia política vino después, y podría haber seguido viviendo así durante toda mi vida, de no haber intervenido mi sensibilidad, que provocó una reacción. Afuera había un mundo espantosamente real, y ese mundo me dolía. Mi viejo hablaba muy poco, pero lo hacía con intensidad y contundencia. A veces me escribía, y una carta suya significaba jaque mate; era leerla y morir ahí, directamente para tirarse. Yo no era
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mal alumno pero el colegio no me interesaba; iba únicamente a divertirme. Medía un metro y les daba órdenes a todos, no respetaba los límites y hacía todo lo contrario de lo que me ordenaban. Las cosas andaban más o menos igual hasta que, una tarde, mi viejo me dio una lección de vida que me quedó grabada. En el colegio, una cartuchera te marca un perfil, igual que un guardapolvo: los cuidás o no los cuidás. Tu actitud frente a eso define un patrón y dice mucho de tu personalidad. En mi casa, los delantales volaban; rompía la cinta, en los recreos vivía en el suelo por las peleas, jugaba al fútbol, me tironeaban. Generalmente un guardapolvo n o me duraba más de cuatro días, vivía destrozando los zapatos y las medias se me agujereaban todos los días. Con la cartuchera también iba a fondo, hasta que un día no tuve una nueva de repuesto y en su lugar me encontré con una lata con cinco lápices en su interior. Me acuerdo como si fuera hoy: había sido la caja de unos caramelos suizos de Mamá, y hacía un ruido insoportable. Sobre la lata, una carta de mi viejo. "Agustín, a mí me costó mucho llegar a tener una cartuchera. Me gustaría que no vuelvas a repetirlo. Los lápices, cuídalos. Te quiero más, Papá". Así eran las cartas de mi viejo. A matar. Tres renglones que te dejaban destrozado de culpa, amor y respeto. El "más" era intensidad pura. No era "te quiero mucho", sino "te quiero más". Aceleración a fondo. A mi viejo le costaba expresar sus sentimientos, pero cuando decía algo así, me llegaba al corazón. Con esa carta me rompí
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todo. No sé cuánto lloré, pero caló hondo. Después de todo, estaba enseñándome u n mundo en el que valorar y agradecer son dos principios fundamentales. Empecé a notar que destrozaba mis botines, pero el compañero que tenía al lado, jugando en el mismo equipo, no podía permitirse pedirles un par a sus padres. También que, en un tercer tiempo, más de un compañero no tenía para comprarse un Paty. "No puede ser", pensaba, "le doy el mío". Comencé a ser consciente de estas cosas y decidí ponerlo todo en jaque. Entendí que si la gente no se acercaba a mí yo podía acercarme igual. Me di cuenta de que no todo el m u n d o se iba de vacaciones durante todo enero a Cariló. Entonces, si tenía sensibilidad suñciente como para ver eso y me estimulaba modificar las cosas que me dolían, podía convertir mi energía en combustible. Algo muy importante que aprendí de chico, y que se marcó a fuego en mi vida, era eso de: "trascender a través de los demás y generar cambios para el beneficio de todos".
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Ingresé en lo que denomino "La Sociedad del Rugby" cuando tenía catorce o quince años. La llamo así porque en ese momento en el mundo del rugby se mezclaban los prejuicios; era bastante común oír "éste es de acá, éste es de allá, te pongo en la A o en la B o en la C", como si venir de un barrio o de otro significara algo. Cuando comencé a jugar me costaba entender esas clasificaciones: para mí el rugby era divertirse, correr detrás de una pelota que picaba para cualquier lado, armar una tocata y nada más. Nací en un departamento a media cuadra de la avenida Santa Fe, en Martínez, más adelante nos mudamos a otro frente a la estación y en poco tiempo vivíamos en una casa de tres pisos del otro lado de la vía. Para los parámetros sociales de la Zona Norte de la provincia de Buenos Aires, la vía funciona como una barrera socioeconómica y no es lo mismo estar de un lado que de otro. Para mí, ese clasismo es incomprensible y lo combatí toda mi vida. Pero si crecés en Zona Norte es imposible no percibirlo en los demás. En mi casa, cuando empecé a jugar mis padres habían
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superado su etapa más dura y no me faltó nada. Dependiendo d ó n d e te haya tocado crecer, hay una edad en la que no te preguntás si Papá Noel o Jesús existen: lo tenés todo, y si no estás atento podés creer que las cosas que pasan en tu mundo se aplican al resto. Tuve la suerte de cuestionarme toda clase d e prejuicios desde muy chico. Mi segundo colegio secundario, San Juan El Precursor, no era para mí, y no tenía muchos amigos en el aula. Mi vida era el CASI, la sigla del Club Adético de San Isidro, y los chicos de ahí. Los veía todos los fines de semana, íbamos a fiestas y compartíamos todo; con ellos aprendí el significado de la palabra libertad. La mayoría no procedía de familias de plata y para mí eso era muy bueno, porque sentía que nunca había encajado en el prototipo del pibe de San Isidro. Era chico, pero ya intuía que el estatus social no tiene la menor importancia. Veía que en un perímetro de unas pocas cuadras convivían familias ricas con otras que la luchaban y me preguntaba por qué no podía relacionarme con todos al mismo tiempo. Años después leí por primera vez sobre de la Teoría del Caos y lo tomé como una revelación. Había sentido muchas veces eso de salirme de órbita y entrar en la tercera dimensión, y me ayudó a comprender que nos movemos en superficies irracionales y que esos impulsos están en nuestra naturaleza. No me propuse poner en jaque lo que tenía a mano, pero tampoco hice nada para evitarlo. Sin pensarlo, cambié la pertenencia de un colegio como el San Juan El Precursor por disfrutar la vida con mis amigos del barrio.
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A los trece o catorce años pasaba música en todos lados —era DJ—, usaba botas de cuero y hacía cosas de chicos. Pero nunca me interesó construir una imagen de adolescente rebelde porque siempre creí que el rebelde no genera liderazgo sino simpatía. Sabía que lo importante era hacer las cosas con el corazón y sin pedir permiso. Por momentos, esa determinación se presta a confusión: a veces, la seguridad en uno mismo se entiende como soberbia. Como sea, no creía que debiera ser especialmente rebelde ni ponerme un arito, más allá de las rebeldías que surgían de mi interior. No me gustaba ir a bailar. Creo que fui tres veces y no me sentí cómodo en lugares como Trailer, un boliche de San Isidro que tenía una matinée. No le veía sentido, lo mismo que a tomar alcohol: nunca encontré razones para perder el control. La primera vez que me emborraché fue a los dieciocho o diecinueve años, y creo que tardé tanto porque n o me parecía interesante hacerte el canchero y terminar vomitando. También tuvo que ver con el deporte: hice "clic" con el rugby muy pronto, y algo tan común entre los adolescentes como n o dormir me parecía una mala idea. "Tengo que entrenar mañana", pensaba, "¿cómo no voy a acostarme?". Empecé a tomar decisiones que tenían que ver con el rugby alrededor de mis dieciséis años y desde ese momento me moví en esa dirección. Cuando había asado en casa —siempre trataba de hacer todo en casa— y empezaba a armarse la salida, me levantaba y decía "me voy a dormir, chicos". Al otro día ya estaba para otra cosa.
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Además, m e daba vergüenza "transarme" minas en el boliche. Siempre estaba éste o aquél, que estaba con cinco o seis, y todo era cuántas sumaba cada uno. Mi amigo "Norby" era un crack, por ejemplo, pero yo no me sentía seguro en ese mundo, y veía una disyuntiva clara entre los ambientes en los que me movía. Quizás era un exceso de consideración hacia los demás. Pensaba en la chica y me decía "qué feo que todos cuenten lo que hacen como si fuera un trofeo". Dejé pasar chicas muy lindas por esta clase d e decisiones. De hecho, nunca estuve de novio y eso también es raro. Mis amigos y amigas hablaban del compromiso d e una pareja mientras yo pensaba que la vida era mucho más amplia. Hoy sigo pensando que nada es tan esquemático como dicen. Estamos de acuerdo en que tiene que haber códigos de convivencia generales, límites y respeto, pero por entonces ya sospechaba que eso servía para una parte —la parte de vivir en sociedad— pero no para todo. Mi tendencia a empujar las reglas aplicaba a todo lo que me rodeaba. "¿Tengo que rezar? OK. ¿Pero por qué? ¿A quién hay que pedirle perdón? ¿A Dios? Bueno, ¿y dónde está? Quiero verlo. ¿Por qué los Diez Mandamientos, por qué el Padre Nuestro, por qué los Mandamientos no son veinte?". Me gusta volver atrás para ordenar recuerdos porque puedo ver que ya asomaba un patrón que después fue fundamental: la toma de decisiones constante. También estaba presente el atrevimiento para animarme a decir cosas que los demás pensaban cien veces. Esto no significa
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que me crea superior a nadie, pero se dio naturalmente así desde siempre. Por ejemplo, hablé toda mi vida antes de salir a la cancha, y una vez que estaba dentro seguía hablando. Llegué a jugar a los veintiún años con los pibes más grosos del mundo, ¡y en la cancha hablaba yo! Me lo decía el número uno de los All Blacks, Zinzan Brooke, uno de los mejores de la historia; me miraba y me decía cosas como "¿quién te frena a vos, enano?", o "vas a ser bueno en serio" o "jugás bien a esto". Me pasó no sólo en Argentina sino en todos los clubes en los que jugué, y eso afuera pega más porque la gente no es tan desenvuelta ni expresiva como nosotros. Me sucedió fuera de la cancha, como cuando le di un abrazo a Nicolás Sarkozy. El día que me entregó el premio por ser el capitán del club campeón de Francia en 2007, le pegué cariñosamente y le dije "¡para mí!". Al otro día me llamó todo el mundo: "¿cómo vas a pegarle a Sarkozy?" El Presidente estaba ahí, y yo emocionado... Me salió espontáneamente, sin ninguna intención de romper el protocolo ni ser maleducado. Un presidente es una persona normal, es uno más, y hubiese hecho lo mismo con cualquiera. Salió así, fue gracioso y quedó. Cuando debuté pasé por muchas situaciones similares, pero en el deporte estos "atrevimientos" se entendieron como "faltas de respeto" lógicas de un chico que vive intensamente y quiere comerse el mundo. Los grandes de verdad sabían que era así, como cuando con veinte años, apenas había debutado, empecé a darle indicaciones al "Cheto" Santamarina, uno de los históricos de Los Pumas,
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que me miraba como diciendo "¿de dónde salió este enano peludo?" Después nos hicimos amigos y siempre me recuerda que en la cancha le decía "viejo". "Che, viejo, ahora voy para acá y vos movete así". ¡Recién lo había conocido! La adolescencia es una etapa clave en la vida de cualquiera. En la mía comenzó a construirse el tan mentado "líder", con todos sus errores, sus dudas, sus temores y sus aciertos.
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A los quince o dieciséis años mi vida eran el club, y almorzar y cancherear por San Isidro con mis amigos del rugby. Nos juntábamos en el Bar de Pipo, en la calle 25 de Mayo; Pedro venía del Colegio Nacional, Andrés del St. Trinnean's, "Itu" del Santa Isabel... También venían Juanchilo, el Lulo, el Turco Jabif... Llegábamos a ser diez, todos de diferentes lados. Uno caía con la remera celeste, el otro vestido de civil —lo bueno del "Nació" era que no había uniforme—, cada uno con su mundo a cuestas. Hacíamos nuestro cada lugar al que íbamos, éramos "La 74" del CASI, una generación que vivió muy fuerte su sentido de pertenencia. El colegio no tenía nada que ver con eso: era algo para sacarse rápido de encima y salir a la calle con los chicos del club. La secundaria me aburría, pero me dejó mi gusto por la literatura: comencé a leer fuerte en tercer o cuarto año y me sirvió mucho. No era algo que compartiera con mis amigos, porque ellos no han visto mi parte intelectual y tampoco me encargué de mostrarla. Con ellos, más que una amistad era más una forma de vivir, como u n a tribu de rug-
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by que crecía junta. A los chicos d e "La 74" los conozco desde los cuatro años porque jugamos juntos desde siempre, pero el grado de amistad entre cada uno de nosotros es muy variado. En cuarto año tuve una profesora de literatura que me volvió loco. El primer día de clases me senté último o anteúltimo, como siempre y por cábala, cerca del mismo grupito; siempre al lado de Juan Makintach, uno de los pocos de "La 74" del CASI que iba conmigo al colegio; le decíamos "los Barrios Bajos". Elegía uno de los bancos del fondo, me pasaba d e piola y era el d e los comentarios, siempre muy al límite y bastante comprador. Cuando me zarpaba pedía disculpas, "mañana voy a portarme bien", era muy seductor en esa parte y arreglaba todo. Pero cuando entró en el aula la profesora nueva me dije "con ésta no se jode" y me sacó la ficha a los treinta y dos segundos. Igual hice no sé qué comentario, se rieron cuatro y la señora se plantó. "¿Tu nombre?" "Pichot". Enseguida me di cuenta de que ella era mucho más rápida que yo: un rival interesante. Estoy seguro de que ya le habrían dicho algo sobre mí porque nuestro primer mano a mano pareció un partido de T.E.G. ¡Mi fama de vivo y cancherito me precedía! Ella parecía un ángel, un corderito, era divina, pero detrás de eso se escondía u n monstruo. "A mí también me causan gracia las cosas que decís y quiero escucharlas más de cerca", me dijo. "Y me parece que a vos van a gustarte tanto mis clases que quiero que vengas adelante". Así fue que me puso en el primer asiento... y jaque mate. Adelante no podés buscar ayuda en las pruebas,
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y eso era complicado porque yo traía todo mi sistema. La odiaba, y la odié más cuando en la gira del 91 con el CASI tuve que volverme antes por su culpa. Después la escena se repitió, porque viajaba m u c h o por el rugby pero vivía atado a su materia, que siempre me marcaba agenda. Mi carrera deportiva comenzaba a explotar y no podía zafar de Literatura. La segunda vez que tuve que boyarme de una gira para dar una materia suya empecé a entender qué estaba pasando. En realidad, y a pesar de mi bronca, la lección más grande que estaba enseñándome era que quizá no estaba tan bueno hacerse el canchero. Hasta ahí me sentía el más banana del mundo y el colegio me parecía muy fácil. Para su primera prueba nos dio un cuestionario engañoso sobre El Cid Campeador y El Lazarillo de Tormes. Yo los había "leído", como "leía" todas las cosas: rápido, por arriba y después indagaba entre cinco compañeros, hacía un resumen y lograba unificar un criterio. Algo básico. Me acuerdo de un párrafo sobre el Lazarillo y tres preguntas acerca de qué significaba en el marco de la Revolución Industrial, creo. Otras preguntas eran qué lugar ocupaban los juglares y no sé qué más, cuál era la forma artística del momento, qué es una copla, qué hizo Manrique para escribir tal cosa... ¡Dos páginas de preguntas! Hice la prueba en veintitrés segundos y empecé a hacerme el chistoso: había escrito cualquier cosa, pero yo creía que zafaba bien. A la semana, cuando vino a darnos las notas, se paró con su cara de ángel y dijo: "Bueno, chi-
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eos, voy a darles las pruebas, p e r o de una nueva forma: quiero decir las notas en voz alta, para todos, así cada u n o sabe, porque en la facultad va a ser así y en la vida también, ya van a v e r . . E r a brillante. Empezó a nombrarnos por los apellidos. "Rueda, regular". Nos miramos todos: era la primera vez q u e nos exponían. "Chicos, quiero decirles que lo d e ustedes es bastante flojo. Solamente pasaron tres, todo el resto está mal..." ¡Eramos veinticinco! ¡Las caritas que había! "Algunos pueden mejorar, pero hay otros que la verdad... Nos vamos a ver en diciembre". Yo no caía. "Debe decirlo por éste y aquél que se van a diciembre, pobres", pensaba. ¡Era el primer libro del año y ya mandaba a algunos a diciembre! Antes de su llegada leíamos u n o por año y ella terminó clavándonos cien. El Lazarillo de Tormes era interesante, pero no lo había leído porque creí que me alcanzaba con preguntar de qué iba. Ella seguía d a n d o las notas, hasta que en un momento se f r e n ó y dijo: "hay u n caso...". "Soy yo", pensé, "me guardó para el final porque es la mejor prueba d e todas". "Este caso, no sé cómo decirlo... Pichot: insuficiente, insuficiente, insuficiente..." "Game Over", pensé. "Me odia". Entonces fui a hablarle, usé todas mis tácticas y estrategias, traté d e seducirla, de discutir lo que pudiera. Me q u e d é después de clase y la prueba era todo verde de su birome, n o me olvido más. Insuficiente en comprensión de texto, insuficiente en ortografía, insuficiente en todo. En ortografía siempre fui un desastre, y encima no se me entiende la letra.
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Cuando fui a buscarla me dijo "con vos no tengo nada que hablar, la verdad. Por más que te diga que leas no vas a hacerlo". Se había dado cuenta de que yo era un cancherito que se creía el más vivo de todos. Ese año mi colegio se había vuelto muy exigente porque venía de una barrida fuerte y echaron a dos mil pibes: el nivel académico se había puesto heavy. Al final, en diciembre tuve que rendir Literatura, me reprobó y tuve que volver en marzo, lo que me obligó a bajarme de la gira. Yo sentía que sabía, pero ella no aflojaba. Mi vieja, que es docente, fue a hablar al colegio y nada: pensaba que estaba siendo muy dura conmigo. En marzo la di de nuevo... ¡y me puso un cero! Ahí mi vieja explotó: "¿cero?", le dijo. "¿No sabe nada mi hijo? ¿Nada?" Me había armado una prueba imposible y me preguntaba detalles que no sabría ni el mejor estudiante de Letras. ¿Qué hice? Decidí redoblar. Venía explotando con el rugby y me propuse ir a fondo también con los libros. Me obsesioné con la profesora y leía más que ella. Nunca le dije lo importante que fue en mi vida ni lo mucho que me sirvió su exigencia. Me enseñó a interpretar los textos de una manera que yo nunca había visto. Me mostró cómo abordar los libros desde otro lado, teniendo en cuenta factores culturales, políticos y sociales. Terminé sabiendo un montón de literatura y mi actitud era cada vez más "tírame con lo que tengas que ahora quiero saber". Ella me decía "leé, leé, leé" y yo no podía parar. No lo contaba entre mis amigos porque leer no era "cool" para
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nadie, pero para mí sí: Sartre m e parecía súper cool y me rompía la cabeza. Leía mucho a Platón y les citaba frases a la chicas: mis amigos se reían. Siempre encontraba cosas en los sofistas, en los clásicos, incluso en la Biblia, no solamente para lucirme sino para aprender a pensar. Tomaba conceptos como el de "la gloria es efímera" de los Emperadores Romanos, los analizaba a fondo y me quedaban como reflexión. "Qué bueno el caballo negro y blanco de Platón", pensaba, y lo incorporaba d e verdad. También iba a ver a Dolina a la radip, en la época d e El ombligo del mundo, y de aljí sacaba mucha información. Me enganché mucbo con Santo Tomás y con la filosofía del Naturalismo de San Agustín, que es una corriente que me gusta. Con los años, leer tanto me sirvió: e n t e n d í que para liderar hay que ser autosuficiente, y que para armar u n producto sólido se necesitan recursos. No hablo de producto en un sentido comercial: el producto es uno y es necesario sumar todo lo que haga falta para trascender. Es un arma de seducción y una fuente de soluciones al mismo tiempo. Como en todo, el éxito en aplicar lo que aprendiste va a depender de la intensidad. Yo estudiaba e incorporaba los conceptos a fondo, como hago todo. Por esa época empecé a leer a Maquiavelo, y quizá no hubiera sabido interpretarlo de no haber sido por mi profesora de Literatura. Otro libro que me marcó especialmente y que me dio armas infinitas es El Arte de la Guerra. Los dos me hicieron bien y mal a la vez, porque me abrieron la cabeza. Es muy lindo hablar de San Francisco
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de Asís, que es otro personaje que admiro, pero estoy a años luz de aplicar lo que propone. Con los otros me pasa al revés: cuando u n o está compitiendo en la línea de fuego, las experiencias de vida son parecidas a las que plantea El Príncipe. No existe eso de "pongo la mejilla para que me des un sopapo". Mi vida no f u e así y tampoco lo quise. Lo mío es ir siempre para adelante, contra lo que sea. Si quiero algo voy a ir a buscarlo una, cien o mil veces, para insistir hasta conseguirlo. No me molesta abrir puertas para ver qué hay detrás; eso puede llevarme a cometer errores y a equivocarme, pero algo de toda la experiencia va a quedar. Si tenés método y aplicás el mecanismo adecuado, hacer algo mal p u e d e salir muy bien. ¿Qué es el mal? Una cuestión ética y de valores, dependiendo del punto de vista. Muchas veces me dijeron que era "maquiavélico". No lo veo como algo peyorativo en sí mismo, porque, en todo caso, lo q u e propone el El Príncipe es u n a serie de escenarios posibles frente a determinadas situaciones de enfrentamientos. Parte de un sistema de jerarquías, es verdad, ¿pero dónde no las hay? Para hacerse entender muchas veces hay que saber leer el contexto, sobre todo cuando no está en tus manos modificarlo. Entonces, usás las estrategias —como las de Maquiavelo— con un único fin, que es el q u e vos te hayas propuesto. Después hay que ver si ese fin es el correcto. En mi opinión, debería ser el "bien común". Por eso estudié Derecho: me fascinaba el tema del bien común aplicado al liderazgo.
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Los peligros reales de aplicar conceptos fuertes en la vidas de los otros son la omnipotencia y la soberbia, que muchas veces vienen juntas. Otra vez: a veces se confunde soberbia con seguridad. Para comunicar un mensaje a un grupo lo más difícil es darte cuenta cuándo la forma es forma y cuándo es soberbia. ¿Cómo se aprende? Con el tiempo, según la reacción de los que están a tu lado.
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Dije en la clase que "habría que ver el tema de los curas y su tendencia sexual" y casi me echan del colegio. En su momento me pareció un comentario lógico, pero tampoco puedo culparlos. Estaba en tercer año, lancé esa frase en medio de una clase de religión y el profesor se enojó, con razón. El tema es que años anteriores había habido muchos casos de abuso y eso me hacía ruido. Venía pasando el colegio sin sobresaltos. Era un pibe centrado, ubicado, no llamaba la atención con la ropa; lo mío era muy sutil. Siempre fui bastante seductor y educado, y nunca me agarró eso del "fuck you a todos". Me gustaba el punk, pero desde el lado artístico y n o desde la furia explícita ni del uniforme. Nunca me consideré una persona problemática, pero a veces el hecho de ser inquieto y, sobre todo, de no tener miedo de preguntar cuando algo no cierra, hace que parezca que sí. Con la religión tenía mis dudas. El profesor de esa materia se llamaba Gilberto, era un pibe joven, bastante vivo y buen tipo, pero muy "bajador" de línea. Cuando digo esa frase me pasa la del Chavo: se callan todos y quedo colgado en el aire. Había
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querido hacerme el gracioso desde el fondo, sin pensar lo que decía. El pibe me escucha, abre la puerta y me dice "acompañame". Cruzamos todo el colegio hasta arriba, donde estaba el padre Jorge Castagnet, que era el número uno del colegio y que también era un gran líder espiritual para un montón de gente en San Isidro. Gilberto me sienta con Castagnet con cara de "chau, te vas del colegio", y le dice "ahora vas a explicarle a él lo que dijiste". Yo estoy asustadísimo, pensando en la expulsión segura, pero Castagnet no me reta. Empieza a hablarme tranquilamente y yo lo sigo. Nos quedamos conversando, hasta que en un momento me pregunta: —¿Qué dijiste, Agustín? —Que habría que revisar el tema de los curas y su tendencia sexual. —¿Pensás que es así? —No sé. —¿Creés que los curas tienen una tendencia sexual que no confiesan? —La verdad que no, pero no entiendo por qué tienen que ser asexuados. ¿No tienen sexo? Si el hombre está hecho para procrear, están reprimiendo un instinto natural, lógico de la vida, con algo que les dice la Iglesia. Jesús nunca lo mencionó, no está escrito en ningún lado que no tienen que tener relaciones con ninguna mujer. A continuación, Castagnet me escucha y me da una clase magistral de religión, muy elevada. Se las rebuscó, muy hábilmente, para minimizar el tema de los abusos. Cuando llego a mi casa ya habían llamado por teléfono. Mi viejo, que era un genio, me recrimi-
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na la forma: "Vos planteaste tu lugar, pero sos un irrespetuoso por cómo y dónele lo dijiste". El me entendía porque hablábamos mucho de estas cosas y sabía que mi postura no era una rebeldía de la edad: me interesaba de verdad entender las aparentes incongruencias de la Iglesia. No me echaron del colegio, pero me mandaron a un retiro espiritual en la localidad de San Martín y ahí la rompí entera; hablaba y sabía que todos me miraban, me acuerdo como si fuera hoy. Fue solamente un día, pero intenso: discutimos fuerte sobre Dios, muy en profundidad, y planteé un montón de cosas. El Naturalismo, Santo Tomás, hablábamos d e todo. Recién me habían operado de una lesión, había tenido mucho tiempo para leer y estaba muy metido con Jean-Paul Sartre. En el Existencialismo había encontrado interrogantes y respuestas que chocaban de frente con lo que enseñaban en el colegio. Para mí, Sartre y Simone de Beauvoir tenían mucho encanto; no habían recibido premios, no se casaron nunca, no convivían, eran muy cuestionados, él era el único revolucionario que hacía y decía lo que pensaba, y que vivía según sus ideales. Sartre decía que la vida era nada y la vivió así. "Es esto, no hay más nada". Me parecía buenísimo. A partir de esa tarde hablé mucho con el padre Castagnet. Me confesaba una vez por semana, seguía comulgando y vivía entre los dos mundos: el carril del Naturalismo —pero con muchas preguntas— y mis inquietudes personales. Me sentaba a hablar con los curas, entre ellos José y Hugo, dos tipos que con formas distintas de ver y vivir la reli-
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gión me enseñaron mucho. Quería entenderlos y que me convencieran, y al mismo tiempo convencerlos a ellos por medio del absurdo y de mi forma de pensar. Después, en mis primeros años en Inglaterra, leí mucho sobre Teología y profundicé en el judaismo, en la parte musulmana, y llegué a una conclusión que también me sirvió para comprender los mecanismos que el mundo viene usando hace siglos: las religiones son todas iguales. En definitiva, se basan en un trabajo espiritual del hombre para acercarse culturalmente a una vida en común, porque todas hablan de lo mismo. Cuando en la facultad estudiás Derecho Romano te das cuenta de que la religión hizo uso de la fuerza espiritual para mantener el orden civil y las monarquías, y que ahí es donde nace la gran dicotomía social que terminó en hechos históricos como la Revolución Francesa. Por lo menos fue así en Occidente. De Oriente no puedo hablar porque ahí están los zares, Mao y los reyes chinos, y eso es más complejo. Leí algunas cosas, pero me dije "acá no me meto". No sé cómo piensa un oriental... ¡Mao caminó 2.500 kilómetros en 370 días!, ¡La Marcha Lenta! Yo no podría hacerlo ni una semana. ¿Cómo puedo entonces pensar en comprenderlos? Casi me expulsan del colegio, pero aprendí algo importante. En vez de sacarme a las patadas y echarme, el padre Castagnet dijo: "A Agustín hay que convencerlo y que juegue para nosotros". No me combatió ni se enojó. Sin duda, poner a la gente de tu lado es una forma muy inteligente de liderar.
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En mi vida el rugby fue el escenario del teatro, la arena donde era libre. Siempre digo que mi performance artística fue ahí. Amaba la música pero tocaba mal la guitarra, lo hacía mejor con la batería, y cantaba como un perro. Pero en la cancha salía a disfrutar. A brillar. Entre mis quince años y los diecinueve fueron madurando mi concepción del juego y la escala de las cosas: mis amigos se iban de vacaciones y yo me quedaba a entrenar. Me llevaba al club a algunos amigos que estaban en la "B" y tenían muy buen pase, los agarraba un día y me quedaba en la cancha 2 del CASI pasándola, pasándola y pasándola con ellos. Santi Dates era uno de esos: él me enseñó a pasar la pelota hacia la izquierda; nunca se enteró. Sabía que tenía algo mal y debía mejorarlo. En la categoría Menores de 16 años sucedió algo importante con mi entrenador Marcelo "Pipo" Larrubia. En un partido con Belgrano estaba pasándome de aceleración; le hablaba mucho al árbitro y me echó de la cancha durante diez minutos para que me tranquilice. Ese día mi viejo me sacó a las patadas: "¡Nunca más les hables a
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los árbitros!". En el entrenamiento del martes siguiente, Pipo me paró delante de todos para decirme que mi actitud había sido la de un caprichoso. Me dolió, pero aprendí la lección: nunca volvieron a echarme. Respetar las reglas también es parte del liderazgo, y en una cancha de rugby se aprenden cosas que después sirven para la vida. Una de esas cosas es que tenés que saber anticiparte a tus impulsos, para encontrarles la vuelta a las reglas. En la calle, por ejemplo, sabés que jamás hay que pasar un semáforo en rojo. También sabés que ese semáforo en rojo dura cuarenta segundos y que mientras esperás te conviene ir pensando en los que vienen. En el juego, las reglas están para ser respetadas, pero hay que usarlas en beneficio propio, midiendo hasta dónde llevar a la autoridad. Es un trabajo increíblemente satisfactorio. Aquella enseñanza de Pipo Larrubia me sirvió para toda la vida: orden y respeto, por el equipo y por las reglas de juego. Pero mi gran cambio se da cuando, en marzo del 92, nosjuntamos con la categoría Menores de 19 del CASI; se reunían dos generaciones, y la decisión fue hacer una selección para conformar un equipo, la "A". ¿El resto? Derecho a la "B", el segundo equipo. Contra todo pronóstico, me mandaron a la "B". Digo "contra todo pronóstico" porque me relegaron después de haber jugado un gran partido. Marcos Julianes, el entrenador de ese plantel, organizó un encuentro en la sede La Boya, haciendo que nos "matáramos" una carnada contra la otra. Un choque entre los más chicos y los gran-
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des, que ya veníamos con pica en el club, como es normal. Julianes, según se rumoreaba, me dejó afuera porque decía que yo era "un chico difícil y negativo"... ¡sin haber hablado jamás conmigo! Nunca me habían tildado de "negativo"; de mí podían decir cualquier cosa, menos eso. Así fue como en el equipo "A" eligieron en mi puesto a Tomás Girardi, un buen medio-serum que años más tarde quedaría como suplente en la Primera División. Siempre tuve buenos jugadores para competir y siempre empecé de abajo con ellos. Es importante concentrarse en la competencia con alguien y convertirlo en un desafío especial. Lo que no entendí en su momento es por qué Marcos tomó la decisión de borrarme por algo que no conocía; además, lo hacía fuera de la cancha, donde un chico no puede defenderse. Con el tiempo, distintos hechos de mi carrera me mostrarían que ese grupo de gente tenía como referente a Rodolfo "Michingo" O'Reilly, quien sería mi karma de muchos años. A veces, los malos de las películas existen de verdad. En la "B" hicimos algo increíble y nos divertimos muchísimo. A principios de 1993 también me quedé afuera de Los Pumitas porque con relación a mi puesto ya estaba todo cerrado. Entonces, a esa edad no jugué en el equipo principal del club en mi categoría, la "A" de Menores de 19 años, y tampoco fui parte del Seleccionado Nacional. A partir de una movida política habían resuelto quiénes irían al Mundial Juvenil desde un escritorio. Eso me marcó, y cuando ya
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de grande empezamos a delinear el Plan de Alto Rendimiento (Pladar) de los seleccionados con la UAR, que es la Unión Argentina de Rugby, lo primero que hicimos fue desterrar toda clase de maniobras políticas, conveniencias personales y "amiguismos" a la hora de elegir jugadores. El Colo Fuselli, por suerte, quedó entre Los Pumitas y se convirtió en figura de esa selección de menores. La experiencia me sirvió para entender que un león herido puede ser más fuerte que un león soberbio, y esa enseñanza se volvió determinante para el futuro. El león herido se guarda, se lame las heridas, acumula fuerzas y se prepara para dar el zarpazo. Me sentía mal por la desafectación y no entendía por qué me habían sacado de Los Pumitas: en el único partido que habíajugado la rompí entera. Con el Colo estábamos afiladísimos, me acuerdo que la gente decía "¡cómo juegan esos dos!". Después el Colo viajó a Lille, Francia, salió campeón del mundo con su patada al estrellato total y yo tuve que quedarme en Argentina, masticando frustración. "Voy a seguir haciendo las cosas bien", pensaba. "Algún día esto va a ser distinto". Estaba construyendo mi temperamento y había empezado a jugar al rugby bien, pero bien en serio. Entendí que más allá del lugar que te toque ocupar, nunca podés apartarte del camino del esfuerzo y la constancia. En el club había muchos problemas. El CASI había descendido a Segunda, me habían dejado afuera del Seleccionado, pero yo no paraba. Quería más, siempre más, y nada ni nadie podía frenar mis ganas de superarme.
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Al poco tiempo volví a Los Pumitas y recuperé el puesto que había "perdido" en una oficina. Jugué el Sudamericano en octubre de 1993, nos fuimos de gira a Brasil y en ese punto exacto empezó una carrera imparable. En el torneo de Seven de ese año jugamos increíblemente bien y me llevaron al Seleccionado de Buenos Aires para actuar en el Seven de la República, sin haber jugado nunca en el plantel superior del CASI. Salimos campeones argentinos... ¡y me terminan colgando en la final! Las razones eran las de siempre: en mi lugar entraba Nico Fernández Miranda, un muy buen pibe que jugaba en serio y que era el futuro del rugby de Buenos Aires. Su viejo era dirigente, y tenía mucha influencia en la dirigencia argentina; era un gran tipo, un hombre de rugby. Pero el "Chapa" Branca, que me había citado y era el entrenador, no se animó a sostenerme en lugar de Nico. De algún modo era lógico, pero me costaba entenderlo porque en ese torneo la había descosido. Además, por esa época me pusieron el primer cabezazo fuerte en los dientes (me rompieron uno) y empezaron a pasar cosas raras. Ahí me di cuenta de que estaba metiéndome de lleno en el mundo de los grandes. Lo entendí perfecto, y me sentía preparado para salir a dar pelea: cada vez que podían me sacaban de la cancha, pero cuando entraba, trataba de romperla. "El juego manda", me decía a mí mismo. "El juego manda". En la realidad el juego no mandaba nada, pero yo sabía que era circunstancial; el problema era que mi intensidad para jugar era difícil de manejar para el resto, porque
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tenía una personalidad y exigencia que quizás incomodaba al resto. Hasta 1994 lo deportivo era como un viaje de egresados. Empezaba a ser conocido en el ambiente, pero muy de a poco. En el juego, mi aliado era el Colo Fuselli; afuera éramos amigos y en la cancha no podían pararnos porque nos entendíamos de memoria. ¡El Colo era un crack! Paralelamente a lo que sucedía deportivamente, estudiaba Derecho en la Universidad Católica Argentina, la UCA, aunque después de varios meses y distintos viajes, quedé libre y largué todo para enfocarme en el rugby. Mis viejos no tomaron bien mi decisión, y me obligaron a retomar los estudios; me inscribí en la UCES, la Universidad de Ciencias Empresariales y Sociales, donde me dieron facilidades lógicas para rendir los exámenes cuando estaba de viaje con algún seleccionado. Mi otra pasión fuera del rugby siempre fue la música. Me pasaba todo el tiempo escuchando distintas cosas; mi viejo era más de gustarle Elton John y los Beatles, y mi hermano Enrique me influenció con el rock inglés más dark. Cada fin de semana iba a ver a alguna banda, y llevaba el walkman a todas partes. Cuando terminé el colegió viví una situación novedosa con Pablo Zetoné, un amigo de mi vieja que venía de un mundo distinto del mío. El tenía cuarenta años y era un concertista de piano increíble; nos hicimos muy amigos y me ayudaba a ver cosas diferentes empresarialmente. Pablo había adquirido la licencia de Tower Records y lo ayudé a armar las disquerías en Buenos Aires;
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llegué a diseñar los carteles, marcaba el catálogo de los discos que traía, opinaba sobre las estrategias de la marca... ¡A los dieciocho años! Para mí, tener una disquería era grandioso. Después el asunto se complicó y el negocio terminó por cualquier lado, entre otras cosas porque pronto los discos dejaron de venderse en todo el mundo. Sin embargo, aquella vivencia resultó importante, porque Tower fue mi descubrimiento del mundo del trabajo, la que me impulsó a querer seguir. Y así fue como le pedí a un compañero de la Primera del CASI, con quien tenía una buena relación, que me dejara trabajar con él. Necesitaba tener siempre algo diferente para hacer, más allá del rugby. No podía estar las veinticuatro horas del día entrenando o pensando en el juego; sentía la necesidad de canalizar la energía, la intensidad, experimentar otras cosas. Me calzaba el traje, me ponía en rol de empresario y allá iba con Pancho, compañero en esa aventura, amigo de "Pato" Mendivil, con quien jugaría mis primeros tiempos en el plantel superior. Escuchaba mucho a los dos. Me movía en taxi, y la plata que gané me la gasté toda en las entradas de los recitales de los Rolling Stones; fui a los cinco shows en Buenos Aires en febrero de 1995. Trabajar en otras cosas estuvo bueno, pero esa experiencia y la de Tower me hicieron dar cuenta de que, al menos para mí, ese mundo era apenas un pasatiempo. Lo que realmente interesaba era hacer las cosas en serio con el rugby. Volviendo a lo deportivo, lo más importante que me sucedió después del colegio fue mi se-
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gunda gira, la que compartí con mi hermano Enrique. Ya jugábamos los dos muy bien y los de "La 74" quisimos invitarlo. En esa edad había poco margen para dar el salto al plantel superior o quedarse afuera. En esa gira meto tercera y hago el gran despegue, mi hermano juega tan bien que me inspira, mete cuarta y sigue rompiéndola... yo meto quinta y me despego para siempre, abruptamente. Cuando volvemos del viaje, me convocan para el plantel superior. ¡Mi gran sueño! Pero ahí estaba Enrique, y ésa era mi única traba. Había otros medio-serums, pero a mí me importaba mi hermano y no quería lastimarlo. Es en ese momento cuando Enrique muestra toda su grandeza y se baja de la titularidad de la Primera del CASI para dejarme su lugar. En esa época, a Enrique y a mí nos pasaron cosas que nunca hubiéramos imaginado, como tener que competir en serio entre nosotros. Nos queríamos mucho, yo lo admiraba como a nadie, jamás habíamos tenido una discusión, salvo cuando a los doce años le robé la camiseta del CASI y se la arruiné. Se la había regalado Jorge Alien, ex capitán de Los Pumas. Como nunca le di importancia a las cosas materiales, la metí entre mis cosas y la manché, sin querer, con un marcador que estaba en mi mochila. Cuando Enrique vio la camiseta arruinada... ¡Salió corriendo y yo me encerré en el baño!, ¡me quería matar! Enrique tenía el cuchillo que usaba mientras estaba tomando el té... parecía una escena de una película de terror, jajaja... Por suerte se calmó y no pasó nada.
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Mi hermano había alcanzado el puesto de medio-serum de la Primera en un momento fantástico de su carrera, y así y todo en el 94 dijo "Agustín es mejor que yo". Fue algo increíble porque él era crack de verdad —era mi referente en el juego— y todo el mundo, desde mi viejo hasta los del club, lo veían como un gran jugador, elegante, talentoso, con un futuro enorme. Unos años antes, Enrique se había roto una rodilla y al poco tiempo, cuando estaba recuperándose, se rompió el tobillo. Me acuerdo de haberme angustiado por su estado, por él, y que mi casa se revolucionó: era tremendo verlo tirado y llorando en la cama a los diecisiete años. Lo habían operado a cielo abierto en el Mater Dei, y el posoperatorio lo hizo sufrir mucho. En esos días de dolor yo sufría a la par, pero ahora él resignaba su lugar por mí, para que yo pudiera cumplir mi primer sueño de jugar en la Primera del CASI. Sin embargo, no sólo mi hermano dejó lo que más quería para que yo saliera beneficiado; para no tener ningún tipo de influencia en mi carrera, ni para peijudicarme en ningún sentido, mi viejo tomó otra decisión increíble: renunció a la Comisión Directiva del club. Después de estas demostraciones, me aferré más que nunca a mis convicciones, para intentar brillar cada día más. Nunca dejé de admirar esa falta de egoísmo de parte de ambos. Les estaré eternamente agradecido por eso que hicieron. Desde el primer día en que asomé en el plantel superior en 1994, el ascenso fue constante. Con el Colo empezamos a aparecer todos los días
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en los diarios y en la televisión. Enrique me había dejado su puesto en la Primera, debuté en un partido con Banco Hipotecario, y a veces jugábamos juntos, algo que para mí era felicidad pura. Finalmente logramos ascender con el CASI como campeones de Segunda División, metí muchos tries, la sociedad con el Colo funcionó como nunca, y empecé a conocer a "Tati" Phelan. Además, los grandes del equipo nos mimaban. Gabriel Travaglini era un fenómeno y me ayudaba mucho, lo mismo que "Pato" Mendivil, Mariano "Piña" Piñero o el propio "Chapa" Branca, que junto con Fernando "Pope" Morel, Alejandro Travaglini y "Cacho" Varone nos entrenaban y nos hacían mejores jugadores. Yo estaba desarrollado físicamente y hacía tries de sesenta metros. Por cómo jugaba, en septiembre de 1994 Ricardo Paganini me convocó para el Seleccionado Nacional de Seven, y con ese equipo de juego reducido de Los Pumas conquistamos el Seven de Taipei, en China, tras ganarle la final a Samoa. Me dieron el premio al " Mej or J ugador". De repente, casi sin darme cuenta, ya estaba con la camiseta del Seleccionado y en la Primera del CASI. La rueda empezó a girar y ya no se detuvo. Faltaban muchas batallas pero quería verme, cuanto antes, como el futuro medio-serum de Los Pumas. Sentía que había nacido para eso y pensaba en cómo sacarle provecho a las adversidades, como cuando me mandaron a la "B" en Menores de 19. No iba a quedarme pensando "¿por qué me pasa esto?". Decidí mover a la víctima para pelear, en el buen sentido, con mis armas. Es el
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signo más grande de liderazgo: o te lamentás o vas para adelante. Siempre vas a tener excusas para creer que las cosas no dependen de vos, pero no es así: si algo está mal hay que pensar en cómo revertido. Es muy importante dejar todo de lado, buscarle lo positivo a cada situación y sacar combustible de donde sea, incluso del dolor. Siempre encontré palos en el camino y entonces el combustible muchas veces no era el adecuado. Quería ser el mejor porque me gustaba jugar para 80 mil personas en un estadio o para cinco en la cancha 2 del CASI. Jugar en mi club era lo máximo, y el hecho de representarlo con la camiseta argentina era algo demasiado fuerte. Pero lo importante también era sentir que podía superarme a mí mismo y convencer a los demás de que merecía un lugar. "La vida es larga", pensaba, "va a ver tiempo para aclararlo todo". Me habían llamado para Los Pumas y creía que había "llegado". La historia recién empezaba, pero había descubierto algo crucial. "Vencer a la mediocridad no es algo imposible", me dije a mí mismo.
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Brisbane, Australia, abril de 1995. Mi primera gira con Los Pumas. Viene siendo una gira dura y todo es asombrosamente nuevo, pero siento que viví para este momento. Tengo veinte años y pocos antecedentes en el mundo de los grandes (los grandes en serio), y lo que me está pasando es de grandes: hasta hace poco los veía en la tele o los imitaba en las tocatas del club. Menos de dos años atrás jugaba a ser ellos y ahora me toca enfrentarlos. Una cosa es soñar que compartís el juego con los Campese, los Lynagh y los Horan, y otra distinta es tener que frenarlos en una cancha. Pienso en eso y mi cabeza me dice que es mejor seguir soñándolo: no estoy seguro de animarme a enfrentarlos. Pero mi corazón, como siempre, opina distinto. No me dice nada, le alcanza con empezar a latir fuerte. Soy de los que ponen la mente al servicio del corazón, nunca al revés. Viajé hasta acá para poner el alma y el cuerpo. No tengo una rutina para Los Pumas y no sé qué hacer. Mi primer test-match es con los últimos campeones del mundo y en su casa, donde el calor y el sol son más intimidantes que los rivales.
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Miro el estadio y me pellizco: "acá estás, ¿podés creerlo?". Tengo la sonrisa tatuada en la cara, no puedo ocultarla y creo que todos se dieron cuenta. Por las dudas miro a un costado y a otro para asegurarme. Imagino a los chicos diciendo: "Ahí está Agustín Pichot, es amigo mío, le enseñé yo a jugar, ése es un enano que va por todo, y es nuestro". Imagino a Mamá, siempre orgullosa de su hijo, disfrutando de este momento que tantas veces soñamos juntos, como en aquel viaje a Europa en el que corríamos por los pasillos del hotel al grito de "vamos, Pumas, vamos", para después tirarnos en la cama muertos de risa y cansancio, agitando sueños que hoy se hacen realidad. Pasaron apenas cinco años de aquello. Papá... ¡Cuántas caras estarás poniendo! ¿Estás saltando?, ¿Corriendo de un lado a otro?, ¿Estás con Quique y Joaquín? Debés tener el pecho tan inflado... Te imagino agrandado y sonrío. Debo haber recibido mil faxes de Argentina. Con el cambio horario llegan todo el tiempo, sin parar, firmados por Papá, Mamá, mis hermanos Enrique, Bárbara yjoaco. Es leerlos y llorar en mi cuarto. Escucho música: funciona cuando quiero acelerar el tiempo. Tengo fiebre, no duermo, doy vueltas y vueltas y más vueltas en la cama, me acuesto, me levanto, vuelvo a acostarme. La madrugada trae una revelación metafísica: ¿para qué dormir si ya estoy soñando despierto? Me dieron la camiseta. ¡La camiseta! La abrazo como nunca lo hice con nadie. No quiero arrugarla, y me paso la noche planchándola para volver a ponerla arriba de la almohada y volver a plancharla. La mi-
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ro todo el tiempo en la oscuridad del cuarto del hotel, con esta ventana rendida a los pies de la noche profunda. ¡Si por los menos saliera el sol! Pero faltan horas y me dedico a pensar en todos, porque los extraño y me da curiosidad saber cómo están viviendo esto. Hablo con Flor para calmarme porque sabe cómo hacerlo, trato de dormir, pero no hay manera. ¿Se levantarán las yayas para verme? Sí, seguro. ¿Y Pelusa? ¿Y Carli y mis primos? Me tranquiliza pensar en ellos, aunque de golpe se aparecen de nuevo Campese, Gregan o Eales y todo se vuelve amarillo. Comienzo a transpirar. Rezo un poco y vuelvo a calmarme. Siempre encuentro la paz cuando vuelvo a mis cosas y a mi mundo. ¿Qué estarán haciendo mis hermanos? Charla. Omnibus al estadio. Gente, gente y más gente. Creo que ya no tengo fiebre y me siento bastante bien, por lo menos para no haber dormido. Mis nuevos compañeros me felicitan, me desean que juegue bien. Siento que todo el equipo quiere que me vaya bien y eso me da fuerza; cuando llega el momento crucial, cuando te toca entrar, los códigos se imponen al egoísmo de afuera. La camiseta, siempre, puede más. No hay que olvidarse de eso para llegar lejos. Brisbane es una fiesta. Los campeones del "Super 10" son estrellas que pasan saludando arriba de sus autos, dando vueltas alrededor de la cancha. Estoy aturdido y no entiendo nada. No es fácil asimilar lo que ven mis ojos: 50 mil personas, todas de amarillo o del bordó de la camiseta de Queensland, el equipo provincial de la ciudad. *
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No es fácil asimilarlo físicamente y mucho menos racionalizarlo. Espero que nadie me pregunte nada porque no podría coordinar ni una frase. Tengo todo alojado en la panza y bostezo sin parar: cuando estoy muy nervioso bostezo y ahora estoy haciéndolo cada tres segundos. En el vestuario realizo el pequeño "start-up" que tengo en el club. Las vendas, primero una, después la otra, y a estribarme con mi amigo Mario Larrain, el médico del Seleccionado. Sospecho que es el comienzo de una relación de tranquilidad en mi vida de los vestuarios con él. Mario estriba con tanta seguridad, que me da confianza. Es el mejor. "Algún día voy a serlo en lo mío", pienso. La paz, como siempre, dura poco. ¡Hay que salir a la cancha! Empieza a sonar el himno, me invade un escalofrío y tiemblo de pies a cabeza. Quiero gritar, pero no puedo. ¿Nadie se da cuenta de lo nervioso que estoy? Tengo miedo de que alguien lo note y me saquen en ambulancia: tengo pulsaciones altísimas y no estoy seguro de sobrevivir a este momento. Pero mi corazón explota de alegría y responsabilidad, y eso no puede matar a nadie. "¡Mamá, Papá, acá estoy, defendiendo la camiseta!". Sé que soy un privilegiado y me alegra sentir que también estoy representando a mi club, y a los cientos de chicos que, como yo, anhelamos momentos como éste. Le mando saludos a Flor. Me toco la nariz por ella. Pienso en Itu, en Pedro, el Gato, Cadete, Chori, Juanchilo, Suárez, Garrison, Lowy, Freddy, Deisu, el Bolo, Pata... En toda "La 74". ¡El Co-
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lo! ¡Lo extraño! Extraño a todos, pero hoy entran conmigo. Lo hacen los domingos para jugar contra "el que venga"... "Dónde sea y cómo sea, les sacamos la manija". Estábamos locos, sí, pero ¡qué bueno haber pasado por todo aquello para llegar hasta acá! No sé si vendrán muchos más partidos así. Como sea, éste va ser el más especial y no se repetirá: estoy a punto de jugar mi primer test-match. De golpe, toda la inseguridad y el miedo desaparecen. Empieza el partido, mi cabeza se transforma en una máquina y el universo fluye en una misma dirección: la correcta. Donde el equilibrio se impone a los nervios y los cortocircuitos entre mi cabeza y mi corazón son el motor de mi juego. Lo proceso todo, lo miro todo, lo percibo todo. Jugando soy feliz; en la cancha no existe la duda ni la confusión. Cada cosa que pasa delante de mí es una matriz perfecta de tiempo, espacio y lugar. Mis piernas corren en sintonía con mi cabeza. Vuelo, me desplazo en diagonales perfectas y en velocidad. No hay diferencias con ellos, salvo las obvias. Me siento increíblemente libre, el ruido de las cincuenta mil personas dejó de existir y todo es igual a la cancha del fondo de Escobar. ¿Estoy en Brisbane? Sí, sí, pero las líneas de cal son iguales en todas partes y el pasto es del mismo color. Yo también soy el mismo y, como siempre, quiero divertirme. Voy, voy y voy, me río y me elevo tan alto que creo tocar el cielo. Los de amarillo que están del otro lado vuelan más alto y cada vez nos hacen más puntos, pero no estoy dispuesto a dejar de disfrutar el momento. Me enojo, le ha-
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blo y le grito al árbitro, doy indicaciones, le pido a Dios que se equivoquen, algo que naturalmente no pasa; cada vez aceleran más y juegan mejor. Tackleo y tackleo a los mejores del mundo, todos hacemos lo que podemos, la entrega es absoluta. Pero este equipo es brillante; nos separan años de diferencia mental y física. Esta noche, además, dan su lista para el Mundial: los australianos parecen jets a chorro buscando un lugar en el edén de los elegidos. Hago un try, pero importa poco porque perdemos feo. A pesar de todo no puedo ocultar mi alegría. Habrá tiempo para aprender a perder. ¿Ya se terminó? Las felicitaciones de Dwyer y el resto son el pinchazo de realidad: esto pasó de verdad. La camiseta de Campese que tengo en mis manos es un presagio del futuro. Fue mi primer test-match y no será el último.
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Mi vida había sido como una autopista. Las cosas pasaban a toda velocidad, todo el tiempo... casi no existían las pausas, pero sí los planteos. Tenía contradicciones también, pero no sé si en ese momento era consciente de lo que se gestaba. Estaba más ocupado en hacer, que en pensar. Los cuestionamientos eran a lo previsible de todo lo que me rodeaba, y eso podía ser el colegio al que me mandaron, la música que "tenía" que escuchar —todos estaban con U2 y a mí no me gustaba, prefería otros: Los Redondos y a Divididos o Marillion—, los amigos con los que "debía" juntarme o la carrera universitaria a seguir. Venía todo blanco, estaba programado así, y un día me di cuenta de que me gustaba mucho la oscuridad. No porque creyera en algo retorcido, sino que ponía en duda lo que venía cerrado y envasado. Necesitaba preguntar. Por eso sentía que no encajaba en el prototipo exacto del pibe de San Isidro que juega al rugby, el que va en grupo siempre con los mismos amigos y al mismo lugar, y que muchas veces termina a las piñas. Siempre quise ver más allá, saber qué había fuera de mi contexto y salir a bus-
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cario. A veces me dicen que "revolucioné" una parte del rugby, y yo creo que ese gen va más allá. Antes de jugar profesionalmente me había rebelado a otras cosas, y lo que hice fue trasladar mi visión del mundo al deporte. De no haber jugado al rugby, siendo abogado, empresario o escritor, igual hubiera querido cambiar los paradigmas y las injusticias. Eso es importante: la rebeldía del líder y su voluntad de cambio tienen que salir de una mirada global de las cosas. Tienen que servir para lo que hacés porque vienen así en la vida que llevás. Debemos preguntarnos todo, y después de eso encontrar la solución. El plan. El año 1995 fue el de la explosión. En el verano ganamos con el Seleccionado Nacional el Seven de Punta del Este por primera vez y me distinguen como el "Mejor Jugador". Un bautismo increíble en una temporada que empezaba de una manera genial. Me fui a la gira por Australia con Los Pumas con mi discman y los más grandes, los pocos que me bancaban, me retaban porque me gastaba los viáticos en discos. Tenía un poco de plata y me compraba todo lo que iba saliendo y me gustaba: grupos como Portishead, Pulp, Oasis. Había viajado a Europa con "La 74" el año anterior y pasé de estar con mis amigos en el exterior, donde era líder absoluto, capitán y dueño del equipo, a jugar un año en la Primera del CASI, ya en la "A", salir campeón del Nacional de Clubes y a irme de gira con Los Pumas. Todo el día con el bolsito, escuchando música y viajando. Ahí empecé a entender que no encajaba. Pasa-
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ron cosas que no estuvieron buenas; después de mi primer test-match me sacaron del equipo, no me dejaron jugar, y comenzó la etapa que bauticé como "La agonía y el éxtasis". A mitad de ese año viajé al Mundial de Sudáfrica con toda mi familia, pero no entré a la cancha ni un minuto, en ninguno de los tres partidos. Todavía no lo sabía, pero empezaba a entrar en el mundo de los grandes; estaba todo el día con mi walkman. La misma combustión que a veces me hacía parecer altanero era la misma que me hacía entrenar fuerte y sobresalir. Podía no salir con mi novia y me importaba poco, podía no ir más a recitales y me acostaba temprano para estar bien. Si querían desafiarme, únicamente podían hacerlo sacándome de la cancha. Entonces entraba en ebullición, me pinchaban y redoblaba; entrenaba más y jugaba mejor. Si querés hacerte fuerte es crucial redoblarle a la mediocridad. Es sencillo escudarse en el sufrimiento, pero lo más importante, y lo más difícil, es redoblar. Cuando en Menores de 19 años me mandaron a la "B", pensé en irme del CASI. En ese momento era todo política, el clima era raro, el club estaba manejado por tipos que le hacían mal. Me quedé por mi viejo y por los amigos, pero también porque no me gusta escapar de los lugares sin pelearla. En Los Pumas, no podía creer la maldad que tenían a veces conmigo; sentía animosidad y lloraba como un nene. "Si en definitiva es un juego", pensaba, "dejame jugar". Me había dado cuenta de algo importante: el rugby era amateur, pero había empresas que
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aprovechaban el momento para acciones comerciales que les servían. "¿Nosotros jugamos y los beneficios se los llevan los demás?", pensaba. También llevé la bandera de una lucha de muchos jugadores del Interior, que no gozaban los privilegios de los otros y tenían que pagar gastos de sus bolsillos, porque necesitaban trabajar y vivían lejos. Se hacían reuniones en todos los cuartos; yo participaba porque no estaba con los más grandes y era criticado por los "elegidos", que a la vez transaban constantemente con los entrenadores que los habían llevado. Todo era raro. Igual, yo miraba a tipos como Diego Cuesta Silva, que había sido un ídolo mío de chico, y ahora estábamos compartiendo una gira. Él no se metía, tenía una visión bastante moderna del juego; lo demás era todo transa, y empecé a hacerme amigo de los que no jugaban. Con el tiempo fui comprendiendo el juego y qué pasaba fuera de la cancha. No era poco. Uní las dos cosas, tuve una visión medio geográfica, y nos alineamos; me hice amigo de algunos de los "grandes", de los que me defendían, como el "Cheto" Santamarina. Cuando empecé a hablar de cómo se repartían los recursos no fui un iluminado ni un avanzado. Simplemente, la ecuación parecía muy fácil. Te daban un par de zapatillas y los jugadores se iban contentos. "Me parece que hacen negocio todos, menos nosotros. ¿Nos dan unas gorras que dicen Visa y todos contentos?", me preguntaba. Al tiempo, allá por el 95, con Pablo, mi amigo de Tower que trabajaba con un importante empresario argentino, se
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nos ocurrió armar algo similar a lo que en la actualidad es el sistema del Pladar, la sigla del Plan de Alto Rendimiento: un esquema financiado por las mismas empresas que estaban llevándose de regalo ser sponsors de la UAR. Creía que estaba bueno que se les pagase a los jugadores para entrenarse, que no perdieran plata por jugar, como pasaba con tantos chicos que dejaban sus casas por tres o cuatro meses, en especial aquellos que venían de otras provincias y viajaban todas las semanas. La experiencia resultó bastante frustrante: muchos no estaban dispuestos a repensar sus posturas y no pudimos ponernos de acuerdo. Yo era muy chico, al ver esto me metí en boxes y seguí con mi carrera. Entendía que necesitábamos recursos para entrenarnos más y emparejar el esfuerzo. No funcionó para el equipo, pero ese intento de cambio inauguró un camino de transformación en mí. Tomé nota de lo que había pasado para cuando ganara horas de estar con el equipo, y pudiese generar confianza. Aprendí que en ese momento no representaba a nadie, y que mi posición estaba equivocada. Hay que saber encontrar el lugar de uno para poder ejercer los cambios. Yo recién empezaba y debía hacer mi camino. Cuando después del Mundial de Sudáfrica se modificó la cúpula de la dirigencia, comprendí que era mi oportunidad para empezar a generar el cambio, pero desde la cancha. Esa era la clave. Tres meses antes de descubrirlo, en las horas previas a un partido, Ricardo Paganini me había confesado que Alejandro Petra, el otro entrenador
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del Seleccionado, me había "transado", y que por esa razón en la Copa del Mundo 1995 no había jugado ni un minuto; yo era mejor que Rodrigo Crexell, el que habían elegido como titular de Los Pumas. Pero el capitán y varios jugadores experimentados del plantel me habían dejado afuera; entonces, si jugaba podía demostrar que ellos estaban equivocados. Me dio mucha bronca forzarme a entender eso, pero no pensaba bajar los brazos. Sabía que, tarde o temprano, iba ajugar. De esa manera, les mostraría su error. Por eso, cuando asumió como entrenador José Luis Imhoff y me convocó, le pregunté si iba a dejarme jugar. Me respondió "conmigo vas a j u g a r mejor que nunca. Soltate y jugá. Pero, ¡ojo que los demás no van a ir a tu ritmo! Ahí estará el gran desafío". Imhoff fue mi primer entrenador de Los Pumas; me ayudó a ver muchas cosas alrededor mío y, además, lo trajo al neozelandés Alex Wyllie, un ex coach de los All Blacks, que años más tarde sería una persona fundamental en mi carrera. A fines de esa temporada gané mi primer premio Olimpia y comenzó la fama fuerte, las entrevistas, las fotos, los diarios, la repercusión que eso tenía en mis amigos y en la familia —¡mi vieja llegó a echar de casa al fotógrafo y el periodista de una revista!—, los partidos con los Barbarians, la gente que me aplaudía... Estaba demasiado arriba para tener veintiún años, y de golpe... ¡Pum! A mediados de septiembre del 96 me rompí el ligamento cruzado anterior de la rodilla derecha: más de siete meses fuera de la cancha.
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Telón. Entendí el mensaje inmediatamente: me había pasado de rosca y la lesión tenía que pasar. Fue en un partido con el CASI, pero me hubiera roto igual, en cualquier otro lado. Era necesario parar y el tiempo que estuve inactivo me sirvió para profundizar en un montón de cosas. Pensé mucho en lo que había sucedido con Los Pumas cuando llevé el plan para financiar al Seleccionado, y llegué a conclusión de que la clave de todo era la pasión. Si amás la música, no vas a tocar mejor porque te paguen más. Si te dan los recursos tu disco puede sonar mejor, pero tu compromiso con lo que hacés debería ser el mismo. Eso es lo que sentía que a veces el rugby no entendía: la plata es un instrumento para ser mejor, pero nunca el fin. El día que vas ajugar para ganar plata, ya perdiste la pasión.
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Antes de la lesión en la rodilla jugué el Seven de Punta del Este del 96 con el Seleccionado, y también el de Hong Kong, del mismo año. Antes de volverme a la Argentina, recibí mi primera oferta de un club europeo: Saracens. Los ingleses fueron a buscarme al hotel de Los Pumas, me dieron un contrato cerrado e intentaron hacerme firmar. Desde Hong Kong llamé a mi viejo a Buenos Aires y me pidió que lo pensara bien, que él creía que no era momento todavía. "Todavía no", me decía. "Ahora no". Yo estaba confundido, porque la idea me seducía. Al final lo rechacé y no fue fácil porque los ingleses me apuraron, yo era muy chico, pero me lo banqué. "¿Qué te pasa?", me decían. "¿Necesitás más dinero?, solamente tenés que firmar acá". No tenía ni medio abogado cerca. Mi viejo me aconsejaba: "por más que tengas buenos contratos, si todo va bien el rugby se termina a los 35". El y mi vieja querían que estudiara, aunque a mamá le gustaba la idea de que me fuera ajugar afuera porque lo pasaba mal con las internas del club y se lo tomaba muy en serio. Mi viejo también, pero pensaba que ya
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vendrían otras chances de irme del país. Igual, internamente se resistía al profesionalismo; yo lo sabía. El tiempo que estuve lesionado fue fundamental para tomar decisiones. Cuando llegó la fama no tardé mucho en darme cuenta de cómo funcionaba el sistema, y empecé a construir una relación con los periodistas. Fue más que nada una percepción; nunca les había prestado atención a los medios de comunicación, pero quería saber el funcionamiento que tenían porque entendía que eran importantes. Así es como nació, por ejemplo, mi relación con el Negro Coccia, con Sergio Stuart o Matías Aldao, que siguen siendo buenos amigos hasta el día de hoy. Había una suerte de insistencia mía de marcar un mensaje: "Paren, no es así como se dice. El rugby también se juega con pelo largo, no es sólo para cancheros, es divertido y cualquiera puede jugar". Les escribía a los periodistas especializados y les contaba cómo eran las cosas en la realidad. Una realidad que a veces no se veía, o que se escondía sin sentido. Discutíamos qué título estaría bueno poner en las entrevistas, les regalaba camisetas para acercarlos a nuestro mundo... Eso sí, siempre supimos que esa relación no entraba al vestuario, y que tampoco se colaría información que nada tenía que ver con el juego. Esos códigos no se rompieron en más de quince años de carrera, y eso para mí fue siempre algo especial. Al alejarme de la cancha tuve una visión integral. Me metí en cuarteles de invierno y rápidamente incorporé las reglas del juego. Cuando
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salíamos a la cancha también estábamos comunicando, y teníamos que actuar juntos. Foijé relaciones de respeto y amistad. Nunca exigí nada a cambio, ni que me dejasen de criticar si jugaba mal; sólo les pedía que difundieran cada vez más lo que estaba pasando. Se venía una transformación, el diálogo empezaba a ser algo muy importante, y una forma moderna de comunicar. Había que salir de las relaciones "señoriales", esas en las que el periodista solemne entrevista al deportista igualmente solemne. Era necesario hablar con mayor frecuencia, y hacerlo mejor. A mediados del 97 me perdí una gira importante de Los Pumas a Nueva Zelanda, en la que los All Blacks nos mataron y perdimos por 93 puntos. Ahí se gestaron un par de movimientos de jugadores, que se plantaron y dijeron "así no venimos ajugar más". El nivel de diferencia física era muy grande entre los que se entrenaban y los que no. Todo quedó en un arreglo simbólico de viáticos; las formas no habían sido buenas, pero sirvieron de base para el gran cambio. Estando lesionado me puse a trabajar con gente del rugby en Sportservice. Con Pablo Camerlinckx, un amigo de toda la vida, discutíamos horas enteras; dónde ir y dónde no, cómo llegar a ser los mejores. El compartía la visión de la mayoría, jugar y divertirse. Hasta ahí estábamos de acuerdo, pero yo creía que sin hacer sacrificios y sin disciplina no llegaríamos a nada. Más adelante vendrían nuestras discusiones sobre el profesionalismo, aunque siempre con gran afecto. El y "los gordos", que eran mis jefes, me ayudaron a *
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enfocarme, en volverme más fuerte, también me hicieron entender que se puede jugar y trabajar, o hacer otras cosas al mismo tiempo. Iba a la oficina con las muletas y no me importaba, le puse mucha energía a eso. Quería experimentar mi costado multifacético, hacía cosas para descartar las "X" y confirmar que lo mío era el rugby. Ya había tenido la duda con lo de Tower Records, que era buenísimo económicamente y donde podía hacer un futuro bárbaro... ¡Vendiendo y comprando discos! Era un sueño. Pensaba: "me quedo en Argentina, sigo jugando al rugby más o menos y..." Sentía, mientras me recuperaba, que era importante sumar experiencias. La lesión no fue algo grave. Me operó Mario Larrain, el médico de siempre, pero la recuperación me costaba mucho y en la camilla de Guillermo "Pañi" Jordán, el fisioterapeuta que me recuperó, lloraba mucho. Pañi era un divino; lo elegí a él porque me contenía; era como mi viejo. El y Mario fueron claves en mis lesiones. El jazz en el consultorio de Pañi y sus anécdotas como ex rugbier de su generación dorada, con el "Pato" Luis García Yáñez, marcaron mucho mi vida. El mundo te da un montón de oportunidades y no está bueno seguir las que menos te cuestan. Pero la lesión me aisló un poco del mundo del rugby porque fueron un poco más de siete meses; mientras me recuperaba puse la energía en otra cosa. Es necesario ver, explorar y ponerte a disposición de las inquietudes que surgen. Cuando tenés una pasión y no tenés la fortaleza para de-
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dicarte a abrazaría, podés hacer otras cosas como ganar plata, si es que eso te motiva y te hace pasarlo bien. Pero va a faltarte algo crucial: el protagonismo. Si querés ser líder en lo que sea, nunca en tu vida hagas nada "part-time". Las cosas importantes se hacen con compromiso total. Las causas grandes exigen estar al ciento por ciento. Lo trascendental nunca es "part-time". Seguían apareciendo ofertas para ir a j u g a r a Europa y mi viejo las rechazaba todas. En casa sonaba el teléfono sonaba y me decía "vos no atiendas". En el club se peleaba con todos porque veía que se cobraban conmigo problemas que habían tenido con él. Cuando los demás empiezan a verte como alguien diferente, automáticamente empezás a quedar más expuesto. Estando lesionado me enteraba de que había gente que no conocía hablando mal de mí. Son situaciones muy fáciles de entender, pero envidias muy difíciles de digerir. Sobre todo si la pelea es despareja, y los grandes vuelcan sus frustraciones personales con vos por alguna actitud que no les gustó, o se toman revancha de cosas de ellos con los chicos. Es inaceptable y doloroso saber que hay gente grande intentando peijudicar a un pibe que recién empieza. Yo tenía tiempo para pensar en mi situación y en ese tiempo aprendí algo que es clave: los malos están en el detalle. Suena increíble pero era así: me enteraba de que en el club se reunían para decidir si jugaba o no, por ejemplo. Por lo tanto, mi postura fue empezar a ocuparme, yo también, del detalle. Mientras me pasaban estas cosas, al margen de haber encarado la par-
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te lúdica o lírica —jugar en la primera del CASI, que era mi sueño, y en el Seleccionado— comprendí que tenía que protegerme y que la forma de hacerlo era anticipándome y cuidando cada situación que pasara a mi alrededor. Para cualquier cosa que hacía había un grupo de notables, de no sé qué del rugby, que decía que yo tenía marketing o que era un producto. Me elegían el "mejor jugador de Resto del Mundo" y para ellos era marketing. Venían a buscarme clubes de afuera y era marketing. Salía campeón nacional con la Primera del CASI después de haber estado en la "B" y era marketing. Antes de estudiar no había escuchado esa palabra en mi vida y de golpe todos me decían "marketinero". Construí un círculo de información, de percepción, que es un traspaso complicado. Si aspirás al liderazgo tenés que saber perfectamente qué se dice de vos, también cuándo y cómo. Por más incómodo que te parezca, oblígate a digerir y a analizar las críticas. Pero no para callarlas o combatirlas, sino al revés: para protegerte. Porque los que no soportan el éxito tratarán de exorcizar su frustración en tu contra. También intentarán convencer al resto, e influir en los que se encuentran cerca tuyo, para así generar desconfianza. Ahí, justo ahí, estaríamos volviendo al punto de partida, porque empezaríamos a perder tiempo en reconquistar la confianza. Hay que tratar de ser siempre consecuente, y mostrar que la envidia no es algo justo, mucho menos necesario. Después, el tiempo va a dejar en claro quién es quién.
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Ya en el 95 el entrenador de Inglaterra había dicho que Richmond, el club donde jugaría más adelante, tenía que contratarme sí o sí. Mi viejo recortó el diario y se guardó quinientas copias... Papá era muy fan de Enrique y de mí; se pasaba horas mirando videos de nuestros partidos, conservaba todas las entrevistas, tenía dos mil fotos... Pero el inglés ni me conocía: vino a la Argentina y me vio jugar, en Ferro, durante un partido preliminar de Los Pumas con Canadá. Después de eso, dos meses antes del Mundial de Sudáfrica, aparece una entrevista suya en La Nación en la que dice "Ojalá que no lo pongan a Pichot", y hace una descripción muy elogiosa de mí. Pasaban estas cosas, pero para los del club era "el pibe marketing". Ese inglés era el entrenador del seleccionado de Inglaterra; años más tarde sería mi entrenador, amigo y gran ayuda para Los Pumas en el análisis de sus adversarios. En mi primer test-match con Los Pumas había visto internas y cosas que no podía creer; para mí, el rugby tenía otros valores. Una vez, estaba matando el tiempo antes de un partido importante y en un momento tiré un boomerang y se lo pegué en la cabeza, sin querer, a Lisandro Arbizu; empezó a sangrar y le cosieron tres puntos en la cabeza. Yo estaba todo el tiempo moviéndome, no paraba ni seis segundos. En definitiva, era un chico excitado, viviendo cosas impensadas para su edad. Lisandro se lo banco bien y me dijo que me relajara. Era un grande. Después de lo de Lisandro y de varias otras cosas que molestaban a los "más grandes" —como
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el hecho de estar todo el día escuchando música o corregirlos en las prácticas de serum...—, como bautismo del Seleccionado me cortaron el pelo a la fuerza, sabiendo que para mí era un tema especial, porque me encantaba tener el pelo largo. Años más tarde, cuando Martín Gaitán pasaba por la misma experiencia conmigo de capitán, prohibí que hicieran lo mismo con él. Aprender de estas experiencias me ayudó a no volverlas a repetir con los demás. Haber convivido de chico con un equipo tan complicado me hizo tener una visión clara de aquello que no quería ser como líder. Sin querer, todos esos años de pagar el derecho de piso fuera de la cancha me hizo más fuerte; sobre todo me enseñó a saber qué hacer y qué no cuando me llegó el turno de ser un líder auténtico. Firmé contrato con Richmond en diciembre de 1996, estando lesionado. Mi viejo venía atajando los ofrecimientos de varios clubes y no arreglé con nadie hasta que él me dio luz verde. Escuchaba mucho a mi viejo, él me conocía en serio, y la mesa chica de las decisiones éramos nosotros dos y nadie más. Pablo Zetoné me había leído el contrato por las dudas, pero éramos Papá y yo. Mi vieja también insistió en que fuera profesional, y llegó un punto en el que el balance de las opiniones de ellos y mis ganas de cerrar un ciclo en el CASI, donde yo sentía que no podía cambiar la forma cultural del club —entrenarse más y estar más comprometidos—, ganaron peso. Cuando firmé no tomé conciencia de lo que había hecho hasta junio, cuando subí al avión fui llorando y
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dudé: "¿qué estoy haciendo?", pensaba. "¿Por qué me duele tanto?" La partida fue un drama y fue la única vez que vi a mi viejo colapsado de lágrimas: me abrazó con los ojos vidriosos y me dijo "te quiero". Mis amigos también lloraban, mis hermanos estaban quebrados... Creo que nadie, en la historia de Ezeiza, vivió algo así. No me dejaban ir; mis viejos saliendo del VIP sin soltarme, Flor lloraba, el Topo lloraba.... ¡Fue terrible! Parecía que me iba a la guerra. No era algo habitual que un chico se fuera a jugar afuera solo y con apenas veintiún años, menos todavía para el rugby. Nadie sabía qué seguía y había mucha fantasía: en Olé salió una nota con el título "El chico del millón de dólares". ¿Cómo van a poner ese título? Era todo confusión, ignorancia y desinformación. Uno necesita saber todo lo que tiene alrededor para poder encontrar el equilibrio y así triunfar. Yo tenía todo, amigos, familia... Pero necesitaba alejarme para empezar de cero y salir a desafiar otros lugares, incluso otras culturas. Me fui con un nudo en la panza, pero sabía qué quería y hacia dónde iba. Cuando pisé Inglaterra el nudo en la panza se esfumó y sentí una libertad que no conocía.
Segunda Parte
Entender
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Llegué a Richmond con siete valijas y allá pensaron que estaba cargándolos. Los primeros veinte días viví en un hotel y no me entraban en el cuarto. Lo más voluminoso eran mis pequeños tesoros: los discos y las zapatillas. Llevé una cantidad de CD impresionante... ¡Cómo si allá no hubiera! De chico había sido enfermo de los Beatles y de Pink Floyd, seguía escuchando mucha música británica, y estaba viviendo mi película, después de haber visto y leído sobre ellos durante años. Lo de las zapatillas fue terrible porque en Londres no se usaban mucho; eso era de americano. Europa era zapato y se acabó. Mi amigo Prince me había dado unas Origináis de Adidas, que terminaron siendo lo más cool. Después fueron poniéndose de moda, pero en ese momento no andaban tanto. Mi imagen de la independencia en Inglaterra: estoy con los pies arriba de la mesa de "mi" casa, cortándome las uñas, cosa que en lo de mis viejos hubiese sido jaque mate. Mamá podía apuñalarte por hacer algo así. Mi vieja, que había viajado con Papá a las semanas de haberme instala-
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do en Londres, se da vuelta y me dice "¡bajá los pies de la mesa!". Yo, sin mirarla: "ésta es mi casa y mando yo". Cosas de chicos. Ella se encierra en su cuarto y dice "yo no vengo más". Con mi vieja somos parecidos y veníamos chocando; mi viejo nunca cuestionaba lo que yo hacía, salvo cuando rompía los códigos del juego. El entraba en escena ahí: podía llevarme alguna materia y generalmente no decía nada. Pero si estaba sucio, le era desleal a un amigo, no aparecía en un tercer tiempo, puteaba a un réferi o hacia algo desleal en la cancha, se armaba la de King Kong. Ese día me separa y me dice: "¿a vos te parece hablarle así? Nos vamos en tres días... ¿Creés que vale la pena este lío?" Fue una lección: no tiene sentido estar arriba y discutiendo todo el tiempo; la energía hay que ponerla en las grandes batallas, sin descuidar las cosas cotidianas ni los detalles. Estaba enseñándome a optimizar, un atributo crucial para liderar. La atención en los detalles, para luego tener el conocimiento suficiente, para usarlo en el momento justo. En favor de mi vieja, vivir en Inglaterra me hizo valorar muchas cosas de ella que en Argentina me molestaban, eso de "saludá siempre, sé educado, hablá bien". En la lejanía, su educación había sido fundamental; es única como mamá. En Europa viven eso naturalmente. Que todos los que ven te digan "buen día" es buenísimo, porque existe un respeto enorme por el ciudadano. En la optimización del tiempo también son cracks: está todo organizado como para que no pierdas un minuto en nada y puedas trabajar, estudiar, pasar-
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lo bien y estar con tu familia. También es bueno tener un bagzye cultural que te acompañe. En un momento creí que no tenía valor haber leído a los griegos o tantos clásicos, pero estando afuera te das cuenta de que toda información te sirve. En Londres iba a la facultad a las seis de la tarde y nadie me obligaba: no dependía de mis viejos, tenía mi plata, mi auto, mi tarjeta de crédito, un montón de libras en la cuenta... La información y la mochila del conocimiento te enseñan a mantenerte centrado en esos momentos, en los que podés tomarte en jet privado a Monaco o hacer lo que tenés que hacer. Lo mío eran los discos, los libros, vivir tranquilo, disfrutar y jugar al rugby. No era "¡llegué! ¡A vivir la vida loca!". Salía y me divertía, pero no tomaba alcohol ni me descontrolaba. Había viajado hasta ahí para algo, tenía una misión; estaba muy marcado que el destino final no era ser turista en Europa sino ponerme a prueba en una liga profesional. En Londres crecí en todo sentido y supe que llega un punto en el que sos responsable de vos mismo. La independencia es lo máximo, pero tenés que saber administrarte para no perder el foco. Es impagable decirte "voy, vengo, llego a la hora que quiero, si quiero ir a un boliche y arrancarme la cabeza no tengo que explicarle nada a nadie..." Lo fundamental es no desviar la atención de lo importante: si al otro día tenés que ir a entrenar y después a la facultad, mejor que te organices porque nadie va a hacerlo por vos. No es que no me pareciera divertido salir o dejarme llevar por todas las tentaciones; todo eso me era indistinto, porque
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sabía que parte del sacrificio era dejarlas de lado por algo mucho más interesante y atractivo. Me costaba mucho, pero estaba convencido de que a la larga iba a encontrarme con la recompensa. En Richmond estaba con el "Yankee" Martin, el crack de Los Pumas del Mundial 95. Él estaba con su familia, me cuidaban, yo lo escuchaba; es un gran tipo con una gran familia y su compañía fue importante: cuando se fue lo extrañé mucho. El tema de la universidad fue complicado, porque en mi contrato no decía claramente que el club tenía que pagarla, y estudiar afuera sale carísimo. Terminé pagándomela yo, pero había firmado un contrato increíble y me alcanzó. "¡Qué grande!", pensaba. Me levantaba todos los días en Londres y me sentía el pibe más feliz del mundo. Mi relación con Flor era a la distancia, estábamos juntos hacía rato y ella entendió rápidamente que yo tenía que estar solo. Le dolió que me fuera, pero supo acelerar y desacelerar en el momento en que tenía que hacerlo. Nos separamos por un tiempo bastante largo. Cuando vivís lejos te peleás por teléfono, te decís cualquier cosa, y si volvés a elegirte ya está: es lo que tenía que ser. En la vida eso sirve para todo: nunca des por sentado nada y obligate a hacer el ejercicio de renovar el interés constantemente. Viajar a jugar afuera era un proceso mío y ella lo miró más de costado: estaba con su carrera, con su trabajo, y no me pareció bien pedirle que dejara nada de lo suyo para venirse conmigo. Después, cuando tuvo ganas de elegirlo se instaló en Inglaterra y lo disfrutó más que yo. Para mí, que vivía en pie
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de guerra, fue un apoyo fundamental. En este mundo estás vos solo casi todo el tiempo. Cuando tomás la decisión de ir tan al frente estás sin backup. El mío era ella. Para el rugby inglés recién era el segundo año de profesionalismo y se había armado un rejunte pesado: galeses, ingleses... Algunos eran grandes estrellas, como Alian Bateman, Scott y Craig Quinell, y otros no eran figuras pero tampoco se trataba de nenes. Uno de ellos era Steve Cottrell, centro y capitán neozelandés y un gran referente para mí: me vio perdido y me invitó a vivir a su casa con otro kiwi, Jason Wright. Con él aprendí que se podía ser un crack y una persona inteligente y brillante al mismo tiempo. Jason lo era académicamente, también en la cancha, y encima se trataba de un gran tipo. Años más tarde me ayudaría a meter a Los Pumas en el Cuatro Naciones o Rugby Championship. Yo tenía veintidós años y era argentino. Resultado: pagué un derecho de piso muy alto y en los primeros meses no jugué. Al principio estaba lastimado, pero igual era suplente. ¡Había que remar! Cuando me tocó entrar empujé mucho buscando mi lugar, y empecé a disputar el puesto con Andy Moore, el otro medio-serum del equipo. Yo creía que era mejor, pero en el orden inglés un pibe de veintidós años tenía que hacer el triple para demostrarlo. Además el capitán era Ben Clarke, que actuaba como estrella y lideraba desde el lado de los jugadores. Entonces me hice amigo de los galeses, que me querían un montón.
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En noviembre del 97 viajé a Buenos Aires para jugar con Los Pumas ante Australia; ese partido en la cancha de Ferro fue el primer éxito rotundo que tenemos: el estadio desquiciado, salgo en la tapa de Clarín festejando arriba de Pedro Sporleder, le tiro la camiseta a la gente. Con ese triunfo explotaba el primer romance del rugby con la gente, y encima ese año gané mi segundo premio Olimpia. Jugar para Argentina seguía siendo lo más importante; por lo tanto, el hecho de seguir mejorando en el exterior tenía un único sentido: volcar esa experiencia para colocar al rugby argentino donde se merecía estar. Cuando volví a Richmond me propuse poner segunda. En los entrenamientos iba a otro ritmo, tenía que mostrar que era mejor y aprovechaba cada situación. Cuando jugaba, en la cancha las decisiones las tomaba yo y eso a los capitanes les molesta. No soportan perder el protagonismo ni que te saltees el protocolo. Yo no tenía intenciones de meterme con nadie, pero necesitaba llevar adelante la matriz del juego que tenía en mi cabeza. Era lo mismo que me pasaba con Sporleder en Los Pumas. Pero siempre desde mi lugar, no tenía que ver con el poder sino con el juego; me obsesionaba conseguir eso que yo veía claro. Venía jugando en el Seleccionado, con veintidós años tenía adentro un Mundial sin jugar y acabábamos de ganarle a Australia. Un miércoles por la noche jugamos con nuestra intermedia, para cuidar a los titulares para el fin de semana siguiente. Fue frente a Leicester, el campeón de Inglaterra, y la rompí toda. Para
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ellos yo no era titular indiscutido y mi objetivo era demostrarles que sí. Me habían tirado a la arena con un equipo malísimo, pensando que no ganábamos ni de casualidad, y los suplentes les ganamos por algo así como veinte puntos de diferencia. Jugué u n o de los mejores partidos de mi vida. Si te gustan los desafíos, nunca pierdas de vista que en los momentos más difíciles es cuando más tenés que levantar la vara, más debés apostar por vos mismo y más tenés que pelear para no aflojar. Esa noche hice eso y mi situación en el club cambió. Yo estaba feliz, y dije "bueno, ahora sí me gané el puesto". A la semana siguiente en el club me dicen que querían verme del Leicester y me sientan con el presidente, Peter Wheeler. "Mirá, Agustín, yo soy...". Lo interrumpo y le digo "te conozco, sos un tipo muy conocido". De golpe empiezo a ver que la oficina se llena de gente, vuelvo a mirar a Wheeler y en la mano tenía un contrato. "No entiendo", le digo. "Bueno, queremos que vengas a jugar a Leicester, vas a tener un aumento salarial importante, y allá lo que ganás no te lo gastás porque te damos casa y te pagamos la universidad, que sabemos que para vos es importante..." "¿Y? ¿Qué más?", le contesto. El pibe se puso muy nervioso y siguió: "no, bueno, ya habíamos hablado con tu presidente y con el entrenador del Richmond y ya arreglamos con ellos". "Ah, ¿sí? ¿Qué arreglaste? ¿Me dejan ir? Entonces n o me quieren más acá". "No, bueno, estamos pagándole al club un dinero grande...". A esa altura yo estaba
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sacado, me nublo y me agarran unas ganas tremendas de ponerme a llorar de la bronca. Lo que más me dolió es escuchar que me dejaban ir. Wheeler no entendía nada y seguía hablando: "Agustín, ¿querés más plata?". "¿Con quién hablaste?", le pregunto. "Con tu entrenador y Peter Moore". Peter Moore y yo teníamos muy buena relación, de hecho hoy sigo hablando con él. "Conmigo no existe te doy más plata, Mr. Wheeler". Le agradezco y me voy de punta a buscar a Moore, que "justo" estaba afuera, viendo qué pasaba. A esa altura nadie entendía nada, porque no me conocían: argentino, soberbio, orgulloso, arrogante y calentón. Cierro la puerta de su oficina y le digo "¿y eso qué fue?". Los ingleses no están acostumbrados a los arrebatos. "No, lo que pasa es que como vos no estabas contento y ésta es una buena oportunidad económica para el club, creímos que te gustaría..." "Ah, y te parece bien transarme a mis espaldas. ¡No soy un pedazo de carne!". Pasan los años y Peter Moore sigue riéndose con esa frase —"I'm not a piece of meat.r—, y siempre me dice lo mismo: "no estabas ahí por la plata, ojalá tuviésemos más como vos". En ese momento le golpeo la mesa y no paro: "no me voy de acá hasta ser el mejor, de Richmond me sacan con las patas para adelante y va a ser cuando yo quiera, no cuando quieras vos. Tengo un contrato y éste es un club de rugby". Cierro la puerta y encaro al entrenador de punta: "no me voy nada". El pibe se agarra la cabeza. "Me pague quien me pague y por más que venga quien ven-
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ga, me quedo hasta que no sea el número uno de acá". Yo era muy visceral en esa época. El técnico me mira y no puede creerlo: su cara parecía decir "este chico es insufrible, qué problema acabo de comprarme, me va a romper la cabeza hasta que no sea el uno..." Me voy a casa llorando, muy enojado y dolido. Andy Moore, el medio-serum titular, no se rompía con nada. Jugaba para Gales algunos partidos y lo hacía muy bien, hasta que a principios del 98 se lastimó un dedo y tuvo que salir del equipo. Así fue como jugué cinco partidos seguidos y me enfrenté, finalmente, a mi esperada oportunidad. El Yankee me ayudaba: él también estaba rompiéndola. Cada vez ganaba más protagonismo y al vestuario lo sentía mío, ya era titular en el equipo, con Ben Clarke nos llevábamos muy bien; el capitán empezaba a depositar en mí la confianza que yo había exigido desde el primer día. Las relaciones, entendí después, muchas veces se ganan con tiempo, honestidad y trabajo. Un día, Clarke me llamó para invitarme a su casa. Me sentó en su sillón, me sirvió una taza de té y me dijo: "no voy a ser el capitán esta semana, confiamos en vos". Al final terminamos teniendo una gran relación. Había reclamado un lugar como líder y comprendí que la pelea nunca es tanto con nadie como con uno mismo. Mi energía, mi "desubicación", mi soberbia, mis ganas, mis arrebatos, mi fortaleza, todo lo bueno y lo malo, respondía a lo mismo: demostrarme a mí mismo, y de paso a los demás, que era capaz de generar liderazgo en la cancha.
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Terminamos el año muy bien, hicimos un gran campeonato, clasificamos para la Copa Heineken por primera vez. Era la primera vez que un argentino era designado capitán de un equipo inglés.
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En el 98, después de una gira con Los Pumas, nos invitaron a Holanda para visitar la fábrica de Heineken y nos pusieron unos sombreros de gaucho con el logo de la cerveza. Todavía no se sabía bien qué eran los sponsors. En realidad, lo que no estaba claro era qué daba y qué recibía cada marca que acompañaba al Seleccionado. Nos decían "pónganse los gorritos", éramos felices usándolos... y no nos daban nada. Era obvio que había un negocio detrás de eso: ¡teníamos a Visa en la camiseta! Yo iba a ver a estas empresas y les decía "¿qué nos dan?" y muchas veces me respondían "¿vos, cuánto querés?", para solucionar el tema rápidamente. "No están entendiéndome", arremetía yo, "no te pregunté que 'me' dan, te pregunté qué 'nos' dan". Nadie entendía cómo era el sistema, yo tampoco. Otros jugadores arreglaban por su cuenta, todo era confuso. Muchos podrían creer que al plantarme con las marcas yo estaba armando mi modelo de negocio, pero la verdad es que no. Sería un genio de haber sido así tan joven. En Los Pumas, hasta ese momento, las cosas funcionaban de esa forma: los más grandes arre-
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glaban lo que se podía. No había mucho y era muy difícil romper los esquemas. Se escondía todo, algunos jugadores incluso tenían su propio negocio de ropa y otros trabajaban para distintas empresas. Era raro. A los patrocinantes les convenía, porque les salía mucho más barato. Cuando los de Heineken me llamaron para arreglar todo y que no hubiera problemas, comprendí que iba por el camino correcto. Había suspendido una foto, pero fundamentalmente estaba imponiendo reglas. Ahí empecé a transmitir mi sensación al resto: "hagamos esto de otra manera, que va a haber para todos; pero no dejemos de hacer lo más importante que es jugar con todo. Lo económico va a venir". Es otra forma de decir "el juego manda". En plena Pumamanía, después del Mundial 99, yo estaba jugando en Europa y me llamó Mario Ledesma para decirme que habían invitado a él y a otros del plantel al programa de Susana Giménez. También me contó que la gente de Visa lo obligaba a entrar con una camisa con el logo de la marca. ¡Nunca había pasado algo así! En ese entonces muchos de los gerentes de las empresas eran gente del rugby y hacían esas cosas. A Los Pumas nos servía unirnos a ellos, pero no a cualquier precio, y menos todavía a costa de los jugadores. Además, habíamos arreglado con el presidente de la UAR que Visa pagaría una suma de dinero para los jugadores. Nunca cumplieron, y encima con Visa terminé en los tribunales. La única vez que fui a juicio fue con ellos, por usar mi imagen: falsificaron una foto mía jugando, para hacer una gráfica de página entera en
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La Nación y en Clarín. El gerente de Visa era un "tipo de rugby", que por atrás arreglaba según le convenía a él... De rugby nada y para los jugadores, menos. Valía todo. Durante ese conflicto terminé distanciándome de Hugo Porta: éramos dos grandes referentes con distintas concepciones del mismo problema. Lo importante era defender a los jugadores, y siempre pensar en ellos, algo que me serviría después, en mi etapa de dirigente. Me dolió distanciarme de Hugo, porque hasta ahí éramos amigos. Empecé a tener fama de buen negociador, y la verdad es que no sé si por entonces era tan así. A veces me piden consejos y siempre cuento que cuando me fui a Europa negocié brillantemente... ¡Sin darme cuenta! Como no me importaba si me compraban o no, en la última charla que tuve con Richmond les dije "bueno, si no quieren firmar con estas condiciones, chau". Fue la clave: la mejor negociación es esa en la que no tenés nada que perder. Los contratos con las marcas son sociedades estratégicas para lograr eso que te proponés, pero nunca deben interferir en el propósito principal; en mi caso, eso que me proponía era desafiar constantemente para modificar ciertos paradigmas. Por lo tanto, muchos de los contratos los buscaba para generar cambios. Con los años aprendí que la seducción también es fundamental a la hora de conseguir lo que buscás: nunca hablés de lo que querés, eso déjalo para el final, para que no se pierda el encanto de la negociación. Al final, la plata cambia constantemente y aquello que parece mucho, en
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perspectiva por ahí es poco. Por eso, tenés que llegar a la instancia de tus intereses económicos en el último minuto. ¿Para qué? Para que quien se asocie con vos se lleve algo, que sienta que es parte, que vas a ser confiable y seguro, y no una simple transacción de pagos y de beneficios para ambos. El compromiso verdadero no tiene precio y, además, es lo más rentable. Hoy sé que el marketing y los sponsors están al servicio del cambio: son el instrumento para lograr cosas. En el 98 lo intuía, pero no lo tenía tan claro como ahora. Las marcas pueden pagar costos y campañas que sirven para dictar reglas nuevas, como pasa ahora con el Cuatro Naciones. El caso de Personal fue el mejor ejemplo de todos. Venía siendo la imagen de la marca hacía ya algunos años, y sentía que mis negociaciones con la International Board (IRB) y la Sanzar, el organismo que agrupa a Nueva Zelanda, Australia y Sudáfrica, necesitaban un empujón. Entonces lo llamé a Guille Rivaben, que era el director comercial de la marca. Ya éramos amigos, nos habíamos comprometido a hacer algo lindo en el Mundial 2007, salió genial, y seguimos comunicados. Un día se me ocurrió ir a Irlanda a pedirle a la IRB que nos ayudase a entrar en el Cuatro Naciones, que más tarde sería el Rugby Championship. El puso todo su departamento, agencias y un largo etcétera, y fuimos a Dublín para hacerlo. Los de la IRB no podían creerlo: ¡fue más que un empujón! De eso se trata hacer cosas para lograr los objetivos para el rugby argentino. Eso es ser un sponsor.
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Nunca tuve agentes comerciales: mi relación con un sponsor es mucho más que ir a ver a un gerente, ser la cara de una campaña y cobrar a fin de mes. Trabajar con ellos impone una logística que es básica, y una personalización que ayuda a todas las partes. Como en el juego, especular nunca fue una buena opción: si firmo un contrato no estoy a los tres meses viendo qué cláusula puedo bajar. Si me pongo incómodo con algo te siento y te digo "veámoslo". Tampoco es la lírica de la sanata, porque cada uno busca su beneficio. Tuve la suerte de no tener que romper jamás un contrato: sólo entré en un quiebre con Adidas, cuando no entendieron una idea mía de cambio de estrategia con ellos. Traté de seducirlos y no nos entendimos. Ya no estaba mi amigo Fabián Bakchellian, quien me había firmado hacía muchos años, cuando la marca había sido el sponsor de grandes jugadores en los ochenta. Yo sentía una gran lealtad por él y por su padre, y los habían dejado de lado. La nueva oferta de la empresa para mí parecía una transacción: "te pago y vos sos la imagen". Yo quería mucho más que eso. Nike venía buscándome y nunca les había devuelto el llamado, más que nada por una cuestión de ética. Debía resolver lo de Adidas: me sentía parte por Fabián y por otro gran amigo, Ricky Gortari, uno de los gerentes. Pero por encima de ellos habían decidido que eso que yo proponía no sería posible; m e darían plata, sí, pero la estrategia la manejarían ellos. Me costó mucho entender que nuestros caminos tenían que separarse.
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Por esos días me encontré en Tequila con Gin o Fisanotti, el director de Marketing de Nike, quien años más tarde sería uno de mis mejores amigos y un gran referente al momento de tomar decisiones comerciales de cualquier tipo. Gino es una mente brillante, cuando nos conocimos me proponía cosas buenísimas y yo corrí a Adidas a decirles que m e ofrecieran algo similar así seguíamos juntos. Nunca pedí nada de más porque no había plata en el mundo que empatase lo que sentía por tantos años de relación. Solamente Ies exigía compromiso, y no me lo aseguraban. "Estás especulando para sacar más", m e decían, y yo me ponía cada vez peor. Mi amigo Ricky me ayudaba, pero los demás no entendían. Me lo decían como una virtud. "¡Sos bravísimo, eh!" Pero lo cierto es que n o entendían: n o estaba negociando. Quería ser lo más sincero que pudiera, seguir con ellos de corazón, pero en la empresa lo veían como una forma de especular. Un día dije "basta" y en Adidas creyeron que tenían una negociación más, pero generalmente no tengo marcha atrás. Arranqué de cero con Nike, pudiendo perder mucha plata. No me importaba. Nacía la marca AP9 y u n a revolución de diseño en mi cabeza. Fue increíble. Lo que pasa es que mi modo d e negociar es muy de antes. A la antigua. Lo más curioso es que no es algo pensado como estrategia: fui perfeccionando lo que me salía naturalmente. Nunca hablo de dinero sino de ideas y de compromiso, y sé hasta dónde seducir y hasta d ó n d e no por intuición. La plata es un medio para el fin, y no
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me atrae lo que me paguen sino qué hago con Nike, con Personal, con Peugeot o con Citi. Es raro que acuerde una transacción bancaria donde me usan y yo me siento usado. Lo hice alguna vez, pero no es mi forma habitual de relacionarme. Además, cuando me siento con alguien tengo cero vuelta: negocio los contratos en dos días. Después tenés que poner un buen abogado porque es necesario protegerse; yo soy siempre Agustín Pichot, pero las empresas son doscientas personas diferentes. Me pasó de cerrar algo solo y terminar mal. Como en todo, en eso también te lajugás y seguro que te equivocás. Pero aprendés. Por eso, siempre conté con un abogado brillante: Santiago Sluzewski. El me ayudaba a ver eso que yo no detectaría solo. Muchos deportistas no lo entienden: si ponés representantes para que cierren tus contratos, lo que estás haciendo es alejarte de tu propia sensibilidad para hacer cosas que tengan sentido. Muchas veces hablé de esto con jugadores de fútbol que dicen: "Qué me importa, dejá, lo hace mi abogado, no sé ni lo q u e es. ¿Cuánto hay? Dale mi teléfono...". El concepto no debería ser cuánto facturás, sino cómo lo facturás. ¿Para qué? Otra vez: porque las marcas son los instrumentos del cambio y deberían ayudarte en tu objetivo, sea cual fuere. Por eso necesitaba que los jugadores entiendan q u e había cosas que debíamos negociar todos juntos, pues era la única manera de hacernos fuertes. Mi estilo ya estaba marcado y tenía que encontrar la manera de hacerlo grupal.
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Cuando liderás necesitas entender todas esas cosas buenas y malas que pueden promover las distintas situaciones del entorno, sean comerciales, de juego o de relaciones. Las vivencias personales, con sus aciertos y sus errores, ayudan a construir un modelo que luego puede repetirse y así generar la confianza en los demás, para que ellos lo hagan suyo. De esta manera, las metodologías de los grupos se vuelven homogéneas y no se pierde la sensibilidad con intermediarios.
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El 8 de agosto de 1998 jugamos con Los Pumas ante Rumania en Rosario, hago dos tries y al principio del segundo tiempo me ponen un cabezazo en la espalda. Chau apófisis sexta y séptima: no podía ni caminar. Voy al tercer tiempo igual, me quedo a pasar la noche en Rosario, el lunes a la noche llegamos a Buenos Aires, me voy a la Clínica Las Lomas en San Isidro y me encuentro con mis viejos. "¿Qué hacen acá?", les pregunto. Me dicen cualquier cosa. Estoy en mi mundo y no me doy cuenta de nada. A la noche, mi vieja me cuenta que "a Papá le salieron unas manchas en la radiografía y estamos viendo qué son". El miércoles siguiente voy al CASI, viene mi tío Pelusa y me dice que vio mis radiografías y que tenía rotas las apófisis no sé qué, una boludez, y que a mi viejo le habían encontrado unas manchas en el mismo lugar, por algo del pulmón: tenía que hacerse la tomografía en la espalda, en el mismo lugar que yo. La coincidencia me hizo gracia y termino de tomar conciencia de la situación dos semanas después, cuando le hacen una punción.
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Papá estaba enfermo y le daban pocos meses de vida; fueron los peores ocho meses de nuestra familia. Eso que pasaba parecía irreal porque hasta aquel momento todo estaba fantástico; en la familia estábamos todos bien, sin ningún problema de nada. Bárbara estaba embarazada; Enrique, cerca de recibirse; yjoaquín, terminando el colegio. Mamá estaba espléndida con todos, y yo era titular en mi club en Inglaterra, también en Los Pumas, y jugaba cada vez mejor. Es increíble cómo u n a noticia puede cambiarlo todo. Hoy pienso en Bárbara, que es la más sensible de todos, y en lo complicado que debe haber sido llevar adelante el embarazo; a ella, como mujer entre tantos varones alrededor, se le hacía difícil "pertenecer". Es una gran persona y una mamá increíble. El dolor verdadero, que es muy cruel, nos invadió de golpe. Es muy duro cuando, de la nada, aparecen situaciones que nos sacan de todo lo normal. Nadie puede prepararse para recibir al dolor, ni para reaccionar frente a esa aflicción. Nadie... El día que Papá se murió escribí lo siguiente: "Se desplomó el m u n d o sobre mi cabeza y caí de un piso diecisiete: abajo no esperaba nadie. No me habían contado que dolía tanto. Papá, me lo enseñaste todo, menos a no quererte. Siempre tenías la palabra justa, me mostraste cómo amar, me marcaste el camino. ¿Por qué n o me contaste cómo era vivir sin vos? No podés dejarme. Vos no. ¿No vamos a abrazarnos más? ¿Por qué no
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te escuché todavía más? ¿Te acordás cuando iba a tu cama todas las mañanas y nos quedábamos durmiendo abrazados? ¿Cómo n o fui más veces?" Lloro mientras escribo. En Argentina eran las 9:30, pero no sé qué hora era en Londres cuando sonó ese maldito teléfono. Tal vez lo había negado tanto que no imaginé el motivo del llamado. Era Enrique, quién si no. "Se murió Papá. Se fue. No te esperó". Me reventé la cara contra el suelo, gritando "¡no, no, no!", desesperado. Golpeaba el piso y lloraba tan fuerte que apenas pude responderle a Enrique, que también lloraba desde otro punto del planeta. Se rompía igual que yo, tratando de buscarle sentido a algo que no lo tenía. Mel se quedó a mi lado. Me miraba y me abrazaba en el suelo. Mi amigo Mel. Salí a la calle y volví a dejarme caer; hoy puedo verme sentado en el cordón, intentando entender algo. No recuerdo mucho más de aquel día, apenas la visión fantasmal de mis compañeros en el club hablándole a un muerto en vida. Mi cabeza no podía procesar nada. Alguien arregló mi pasaje, nunca supe cómo llegue al aeropuerto. Hablé con Flor y lloramos juntos. No me animé a llamar a Mamá. Ese día estuve en estado alfa. ¿Qué es la muerte?, ¿Quién era yo?, ¿Y Papá dónde está? "Ey, ¡no lo veo!", "Habíame, por favor, habíame". Me subí al avión d e British Airways llorando y así fue el resto del viaje. Vinieron a tratar de calmarme. Imposible: todo era Papá. No había ni presente ni futuro porque el pasado lo consumía todo. Ayer todo era felicidad y eso me
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dolía el doble. Empezaba a vislumbrar lo que vendría y no era capaz de soportar: la idea de extrañarlo. Faltaba lo peor. Ezeiza. Bajo del avión con cara de superado. Cuando veo aparecer a Enrique intento mantenerme serio. No hay caso y nos fundimos en un abrazo empapado por las lágrimas. Después de Migraciones descubro a "La 74", infaltable. Se acerca Pedro, se acerca "Itu" y en mi abrazo con él finalmente exploto. Mi viejo lo amaba y se lo dije: "vos sabés lo que te quería Papá". "Patirri con shampagne" era una frase ellos. ¿Esto es el dolor, entonces? Pega fuerte, muy fuerte, en el pecho y en el corazón. En la puerta de casa me espera el Chori; me abraza, avanzo hasta la cocina. Mamá, destruida. "Se murió Pa". Vuelvo a llorar, intentando contenerme. La yaya me habla y apenas la oigo. Es demasiado. Joaquín. Bárbara. Me duele todo. No sé bien a cuánta gente saludo. Odio los velorios y todo lo que tenga que ver con la muerte. Subo las escaleras temblando, pido estar solo, cierro la puerta y afortunadamente nadie me sigue. Sé que Enrique está cerca. Queda una última puerta, la del vestidor de Papá, con sus trajes y sus camisas. La miro de reojo. Era su lugar, pero también el mío. De ahí le sacaba plata para ir al colé. El la escondía ahí para que no la encuentre. Nos reíamosjuntos porque él siempre supo que le sacaba de más. Era algo nuestro. Con una simple mirada suya mi vida era diferente. Todavía resuenan sus gritos al costado de la cancha. "Agus, ¡los forwards!". "Vamos, Agustín, ¡más!". Sus consejos, también. "Nunca dejes de
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hacer las cosas que sientas". "Hacele caso a tu mamá, ella te quiere, sabe qué es lo mejor para vos". "No le hagas caso a Michingo, él quiere lo peor para vos, ni se te ocurra cambiarte". Tenía diecisiete años, la misma edad que Enrique la tarde en que se lastimó, cuando los que me habían negado me pidieron que jugase. Mi viejo se puso firme, como pocas veces lo había visto, porque no quería volver a equivocarse. "Salí del vestuario, ya", me dijo. Cuando estaba feliz me decía "Pichicho, ¡sos un Puma!", mientras saltaba de alegría, como hacía siempre que no podía contenerse. Todo eso era Papá. Sus palabras me aportaban la claridad necesaria. Podían potenciar mi entusiasmo y mis ganas de comerme la vida. Sabía dónde iba cuando viaj é a Inglaterra, y un día lloró conmigo cuando me dijo "no voy a aguantar levantarme a la mañana y ver que no estás en tu cama". Eso era Franco, Papá, Pichicho, Pa. Con Enrique le decíamos "Franco" para gastarlo con Franco Macri, porque después de pelearla en serio empezaba a irle mejor y se hacía el empresario. Mi viejo no era Enrique Alberto: era el que luchaba las peleas que tenían sentido, el que había renunciado a la comisión directiva del CASI porque no quería que "piensen que tenía algo que ver con que sus hijos jueguen en Primera ni que haya algún problema". El que entrenó a todas las divisiones infantiles del club, a todos mis amigos y a los de mi hermano. Era el tipo que me hacía reír mientras ponía mis cosas en perspectiva. Ahora no está más y no pude despedirme.
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Estoy a un paso de su cuarto, de su cama, de su sueño eterno. Entro y vuelvo a caer, me cuesta incluso respirar. Me duele el pecho, no tengo aire y lloro, le hablo y lloro, sigo sin poder respirar y lloro. Creo que voy a morirme yo también, incluso lo deseo: "me voy con él", pienso. Me quedo un rato petrificado, tratando de cerrar aquello que estaba viendo. No me animo a acercarme más, hasta que al final lo hago y lo toco. Mi papá está helado. Todavía puedo sentir ese frío: el duro y fiel recuerdo de la muerte. Entra Enrique (sabía que estaba cerca, lo sabía). Nos quedamos juntos, en silencio, durante no sé cuánto tiempo. Permanecemos inmóviles, absorbiendo la muerte y el dolor, asimilando el fin de la felicidad. Entra Joaquín, que estaba destruido. Ese día volví a empezar y nunca nada fue igual. Durante u n tiempo mi vida careció de sentido y más adelante vendrían momentos diferentes. Te fuiste, Franco, me dejaste en el mejor momento, me habías prometido que "al Mundial llego" y solamente faltaban cinco meses. El del 99 era nuestro Mundial y yo te había prometido que la rompería, ¿te acordás? Desde ese momento fuiste mi ángel. A la bronca le siguió la fuerza, pero nunca más pude escucharte; apenas logré sentirte. Fuiste lo más importante d e mi vida. "Te amo y te extraño más", así me ponías en cada carta que me escribiste. "Yo, menos, Pa". Reaccionar era imposible, y pensar en lo que había pasado todavía menos. Dejé el dolor depositado a un costado para ayudar al resto de la
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familia, que estaba muy golpeada, y busqué hacerme fuerte en eso que más energía me daba: el rugby y la Copa del Mundo. Además, existía una promesa que le había hecho a Papá y debía cumplirla. Como fuera.
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Cuando me enteré de la enfermedad de mi viejo me planteé dejar Richmond y volverme a Argentina para estar con él. Para mi vieja no era una buena idea: "Sabés lo difícil que es esto para él", me decía, "lo peor que podés hacerle es cortar tu carrera..." Yo sentía que no podía irme, y como punto intermedio encontré una solución que terminó siendo una locura: jugaba en Inglaterra y volvía a Buenos Aires, jugaba y volvía, y así durante meses. Salía del partido, me hacía los sesenta kilómetros hasta el aeropuerto de Gatwick, me subía al avión un sábado a la noche y a los cuatro o cinco días de nuevo a Londres. Curiosamente, o no, es cuando terminé de explotar en Inglaterra: los viajes me cansaban pero jugaba cada vez mejor, salían suplementos de diarios enteros elogiando a "Sir Pichot", y el periodismo internacional se puso a hablar de mí. Estaba enchufado, me sentía como un trapo de piso de tanto volar y jugar, pero hacía el esfuerzo igual. Fue bueno porque era inédito que un argentino brillara en el Reino Unido, que fuese capitán y llamara la atención. Fede Méndez había logrado algo pare-
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cido unos años antes, pero hacía tiempo que no se llevaba bien con los entrenadores. Antes de eso, en Inglaterra nadie miraba un partido de Los Pumas ni los pasaban en la BBC, porque no existíamos. Un d í a j o h n Kingston, el entrenador, decidió poner a otro en mi lugar. ¿Cómo? Actué rápido porque sabía que mi reemplazante, que era amigo suyo, le había pedido jugar. Quería cumplir con el club, era mi obligación, pero si no jugaba prefería volverme a Buenos Aires. Le pregunté qué planes tenía. "Es que quiero verlos a los dos, que jueguen un partido cada uno. Vos sos el titular, pero déjalo jugar unos minutos, y..." "No me expliqués, flaco, se muere mi viejo, estoy siendo profesional y vuelo todas las semanas para jugar. No me hagás perder el tiempo". Como sabía que el entrenador no iba a entrar en razón le escribí una carta al dueño del club. "Me voy mañana. No voy a perder un minuto, ya demostré lo que puedo dar y no pienso ceder por amiguismos o complacencias". Al entrenador nunca le había dicho que Papá estaba enfermo, para no condicionarlo. Cuando se enteró, J o h n vino casi llorando. "Yo pasé por algo similar", me dijo. "Contá con el grupo para lo que necesites y hagamos u n a cosa: cuando no estás, no estás; cuando venís, entrenás yjugás". Después me enteré de que el presidente le había dicho "Agustín es nuestro mejor jugador y se nos va, ¿estás loco? Vale una fortuna, está diciendo algo desde el corazón, no se quiso ir a Leicester, y ahora se queda con los problemas que tiene. Es un pibe que el club quiere y necesita..."
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Volví a jugar mucho, hasta que en abril del 99 me desgarré. Viajé a Buenos Aires para recuperarme y en abril de 1999 fue la última vez que vi a mi Papá. Un tiempo atrás, casi al pasar, mi viejo me había dicho "en el momento en que mejor empezaba a disfrutar, me entero esto". Se lo pasó cuarenta años laburando, creciendo desde bien abajo, y cuando por fin tenía plata y podía cosechar, se agarró cáncer. A esa altura estaba para viajar y disfrutar... Cuando se murió traté de ponerme en el lugar de mi viejo: supongo que el gen del protagonismo y el liderazgo funciona en todos los ámbitos, y también en el dolor. En el velatorio hablaba con la gente como si nada —quería que pase ese día, me distraía a mí mismo—, le dije a Mamá que no se preocupara por nada "hace con la herencia lo que sea, yo no necesito nada, los chicos tampoco, y si alguien precisa se lo doy yo", les di seguridad a mis hermanos. Cuando tuve que volverme me llevé a Europa a Joaquín, como diciendo "el más chico conmigo, hay que protegerlo", y trataba de contenerlo y de acercarme más a él con la ayuda de mi amigo Pedro, que viajó con nosotros. Creo que Joaquín fue quien más sufrió la muerte de mi viejo. Yo al menos pude disfrutarlo un poco; él pudo hacerlo menos. Además, con Joaco había una diferencia de edad grande y quería acercarme a él. Siempre disfruté, todavía hoy lo hago, de su rebeldía. Es el más verborrágico de todos, un tipo fiel con el que iría a pelear cualquier situación. El que más corazón tiene.
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Por mi parte tenía que hacer el duelo rápido. Volví a la Argentina para el casamiento de mi hermana Bárbara y empezaron los problemas en la previa del Mundial de 1999. A tres meses del debut en Gales habían echado al entrenador. Un grupo de ex jugadores, con otros en actividad y algunos dirigentes, le habían tendido "una cama" a mi amigo y entrenador José Luis Imhoff. Yo me había ausentado por lo que pasaba con mi Papá, y tampoco había querido participar de esa traición. Con Pablo Camerlinckx apoyábamos a j o s é Luis, pero la voluntad del equipo era no respaldarlo. En una reunión entre los jugadores más influyentes les pregunté si creían que eso sería lo mejor para el Seleccionado, y la respuesta que recibí fue un sí rotundo, aunque es cierto que algunos no demostraron demasiada voluntad. Manifesté que no estaba de acuerdo con sacar al entrenador, pero que si la mayoría quería eso, entonces no iba a ir en contra. De todas formas, ya lo habían marginado a Imhoff. Al otro día lo llamé a j o s é Luis, y él me respondió: "Agustín, andá tranquilo al Mundial, yo voy con ustedes igual". ¡Una vez más, demostró que era un grande! Pese a esa confianza que intentó transmitirme Imhoff, yo sabía que el grupo d e siempre se vendría al ataque, ese que estaba escondido y que actuaba en las sombras, tratando de agarrar el poder. Nada que no conociera. Sabía que venían por mi cabeza, lo sabía muy bien, y orienté todas mis energías en llegar al Mundial como fuera. En parte, porque no quería pasar por lo mismo de
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1995; pero además necesitaba p o n e r la mente en algo que no fuera mi viejo. A fines de julio del 99, Héctor "Pipo" Méndez asumía como técnico de Los Pumas, y el "Ruso" Sanz aparecía por detrás. Hasta esos días mi relación con Pipo había sido muy buena. De pronto, y nunca supe por qué, yo estaba en el medio de su plan. El Ruso Sanz había sido mi entrenador en el Seleccionado de Buenos Aires, donde habíamos tenido nuestras diferencias, cada uno con sus modos y sus formas de ser; ambos mamamos el mismo rugby, pero veíamos las cosas de maneras diferentes. Mientras tanto Richmond, mi club en Inglaterra, había decidido juntarse con otros dos clubes; ajustes del profesionalismo y esas cosas. El presidente me llamaba para contarme cómo avanzaba —en un mes quedaba libre—, pero yo estaba en otra cosa. En medio de su fusión el club se había quedado con una deuda conmigo, y se la pasaron a la filial amateur. "No m e paguen nada", les dije. Decidí donar esa plata al club y hasta el día de hoy sigo siendo socio. Peter Moore, aquel contador que un día estuvo por venderme, me prometió que por ese acto sería miembro del club de por vida. Lindos recuerdos. Ahí apareció de nuevo Bob Dwyer, que venía buscándome hacía años, con una propuesta para jugar en Bristol. "Vení por la plata que quieras", me decía, "el precio ponelo vos". No sabía si quedarme en Argentina o seguir en Inglaterra, y mientras lo pensaba me instalé en lo de mi gran amigo Mel, que había jugado conmigo y fue durante tres años mi amigo inseparable: llegó a eli-
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girme como padrino de su segunda hija y como testigo de su casamiento. Mel es de esos amigos a los que no necesitás llamar en las malas, porque siempre está. El vivía en un departamento arriba del pub de su padre, un tipo humilde y generoso. Fue mi refugio. Me fui a conocer Bristol con Bob. El lugar me gustó; estaba bueno y quedaba a una hora y media de Londres. Dwyer insistía en firmar: "dale, poné el precio y firmamos". "Dejame ir al Mundial y vemos; cuando vuelva hablamos", me resistía yo. No estaba especulando, pero necesitaba p o n e r la cabeza en Los Pumas y con eso silenciar el duelo. Le di mi palabra, aunque por esos días estaba confundido; me faltaba Papá y encima se venía la Copa del Mundo de Gales 99. Quedaban pocos meses y el panorama era complicado. Tenía que pelear contra "un grupo nuevo" y ganarme la titularidad fuera de la cancha, algo que era muy difícil. Pero no pensaba aflojar. Al mismo tiempo que intentaba convencerme, Bob me preguntó por Edu Simone; m e pareció espectacular ese interés, y le dije que "sí, que jugaba fenómeno". Con Edu nos convertiríamos en grandes amigos. Nuevamente mi vida era un desorden de emociones; tenía que encontrar mi norte y pelear. Resultaba cansador, pero era lo que me había tocado. Volvía a vivir lo que había pasado cuando estaba en Menores de 19 años: era la misma gente. En mí surgía el mismo fantasma, que aparecería constantemente a lo largo de mi carrera, al que tenía que vencer una vez más.
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A casi dos meses del Mundial, Pipo Méndez parecía seguir luchando para sacarme del equipo, y ahí entra en acción Alex Wyllie, un ex All Black que trabajaba como técnico asesor de Los Pumas y que fue fundamental para el futuro del rugby argentino, y especialmente para mí. En la gira previa a esa Copa del Mundo por Escocia e Irlanda, en la que yo tenía que volver a ganarme el puesto, Pipo decidió sacarme del equipo para el segundo partido, con Irlanda. En u n discurso político y poco creíble, me había dicho que jugaríamos un partido cada uno, Nico Fernández Miranda y yo, y le creí. ¡Qué ingenuo! A los pocos días ya sabía que, una vez mas, no jugaría un Mundial por razones extradeportivas. En el primer partido de la gira, ya en el estadio, a una hora d e enfrentar a Escocia y en el medio del campo de Murrayfield, se me acerca Wyllie. Se para frente a mí y me dice "hoy es un día histórico, ¿no?". Puede ser la primera vez que Argentina le gane a Escocia en Escocia". "Sí, Alex", le respondí, "ojalá". Me miraba raro, como si algo lo perturbara. "Alex, ¿pasa algo?". "Mirá, Agustín, los entrenadores no te quieren. Yo les dije que si hoy no te ponían, yo me iba... Así que mejor que juegues como nunca". Me dio una palmada, seca como él, y se fue. Esa conversación me dejó muy enojado, preguntándome nuevamente qué había hecho mal. Sin embargo, no había tiempo para lamentarse; tenía la arena, mi lugar para demostrar, y en una hora lo haría mío. Finalmente hicimos historia: vencimos a Escocia por 31 a 22 en una tarde en la que brilló Octavio Bartolucci, un
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amigo con el que empezamos juntos. Fue memorable y me sentí feliz por él y por mí. Comenzaba a escribirse otra historia. En el vestuario me quedé pensando qué hacer. ¿Debía hablar con alguien? Ya había encarado a Arbizu y a Sporleder, los líderes de ese equipo, pero no habían hecho nada para bancarme. Seguía pareciéndome extraño que haya sido Alex, alguien que no era del ambiente de Los Pumas, el que más me defendía. Jamás había recibido una muestra de afecto de parte suya, pero el tipo estaba convencido de que yo merecía un lugar y había salido a apoyarme por ética deportiva. Claramente, otra forma de decir "el juego manda". Quedaba otro partido, con Irlanda, e inevitablemente pensaba qué pasaría en el Mundial. Sufría mucho. "En el 95 ya me transaron por ser como soy", pensaba, "pero esta vez el cancherito, el arrogante, el que se vendió al profesionalismo, el nene caprichoso de pelo largo va a hacer lo imposible para brillar en una Copa del Mundo". Estaba contento y seguro de que iba a jugar, a pesar de que Pipo nos había juntado antes del primer compromiso. La presión ejercida por Wyllie para que yo fuera el titular derivó en que Pipo no tuviera mejor idea que decirnos, a Nico y a mí, que íbamos a jugar un partido cada uno. Pero después del test-match con los escoceses, nadie pensó que iría a cambiar la formación; sin embargo, me limpió. Esa elección la descifré antes de que nos anunciaran quiénes iban a ser los titulares para enfrentar a los irlandeses. Mauro Reggiardo solía buscar los faxes que llegaban a
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los hoteles: juntaba los de las novias de los jugadores y después nos hacía bromas en el ómnibus, para reírnos u n rato. Esa vez me encaró muy preocupado y me dijo "Agustín, tengo que darte algo que es serio". A continuación, me entregó un fax que estaba dirigido a los entrenadores, en el cual los felicitaban por el histórico triunfo ante Escocia. Era un día muy especial, porque había fallecido el Negro Poggi, un médico y ex jugador de Los Pumas muy recordado. En el texto se expresaba la tristeza por la pérdida de ese amigo, y la satisfacción por el logro. En referencia al juego decía, casi textual: "La victoria fue histórica, contundente, ahora lo único que falta es sacar al medio-serum y ya está todo listo". Ese fax estaba firmado por Joe Argento y Rodolfo "Michingo" O'Reilly, dos de los mayores conspiradores de la exclusión de José Luis Imhoff, y de mi salida y de la de Lisandro Arbizu, por ser profesional. ¡Me brotaba el odio por todos lados! Unos pocos meses atrás, O'Reilly lloraba la muerte de mi viejo como si alguna vez lo hubiera querido... ¡Yo le creí! Había dejado de lado todas las diferencias del pasado; las de mi viejo, las de mi hermano Enrique. Nunca hay que resignarse a no esperar, y sobre todo dejar de creer, que la gente puede cambiar. Muchas veces cambié mi opinión sobre determinadas personas, y reconocí haberme equivocado. Está bien perdonar, admitir un error, pero el de Michingo no era el caso. Volver a confiar en alguien que te hizo mal, puede ser muy peligroso... Y lastimar el doble. Cuando pasa algo así lo me-
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jor es hacer de cuenta que esa persona n o existe. Después de haber descubierto aquello, n o me extrañó cuando nos comunicaron la formación. Esta vez, Pipo nunca volvió a juntarme con Nico para darnos explicaciones. No me sorprendió nada, y por primera vez me callé la boca. Me guardé el dolor y la bronca. Había jugado lo mejor que podía, pero no alcanzó, porque el movimiento externo en mi contra era más fuerte. Hasta ahí. Entonces, en el encuentro con Irlanda, arranqué de suplente de Nico Fernández Miranda, que ese día no tuvo un buen partido. Wyllie seguía presionando, me hicieron entrar a los cinco minutos del segundo tiempo y jugué el mejor segundo tiempo de mi historia. Nico, que era buen tipo, salió de la cancha con una furia muy entendible. Nunca tuve nada contra él, tenía personalidad y jugaba bien, el problema es que los de su club lo volvían loco conmigo. Tuvo la mala suerte de que éramos de la misma generación; ni él ni yo aflojamos medio segundo. En parte, él me ayudó a no darle ni un metro de ventaja a nadie. Es muy importante tener a alguien de referencia para competir y no caer en la mediocridad. Nico resultó fundamental para esto; fueron trece años de competencia, y él nunca aflojó... Yo menos. El día de aquel partido en Dublín sentí que el juego había estado de mi lado. Estaba feliz, ya no quedaban partidos hasta el Mundial y sería muy difícil cambiar lo que había ocurrido en el campo de juego. Pero fuera de la cancha pasaban cosas que yo no había manejado, y que me recriminé toda la vida. La más difícil fue cuando h u b o que
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dar la lista de jugadores que irían a la Copa del Mundo, y los entrenadores decidieron dejar afuera a Ezequiel Jurado y Facundo Soler. Se decidió en el hotel, unilateralmente, y fue injusto porque ya los habían confirmado y no se respetó la lista original. Esas cosas n o se hacen. Los vi llorar y no intervine, no los banqué, y hoy sé que tendría que haber renunciado al Seleccionado para irme a mi casa y ponerme de su parte. Estaba en Los Pumas hacía cuatro años y n o fui solidario con dos compañeros. Pensé en mí, lo cual fue un error muy grande, una equivocación que me caló hondo y que no volví a cometer. Un líder tiene que tomar decisiones y muchas veces está solo, pero éste no era el caso, porque para liderar hay que ponerse del lado del grupo y jamás aceptar una injusticia. Pero ya había vivido un Mundial desde el banco de suplentes, y el egoísmo pudo más. También es cierto que no fue idea mía sino de ese sistema impuesto por algunos dirigentes. Hablé con Pedro Sporleder y con Lisandro Arbizu, pero no hubo caso; ellos también eran víctimas de este grupo que se había dado vuelta. Siempre sentí que, más allá del contexto, yo actué mal. Esas bajas afectaban directamente al grupo y yo tenía que haber reaccionado. Uno madura según las experiencias que atraviesa, y esa de Jurado y Soler me marcó especialmente. En mi vida pasaron muchas cosas que no busqué, y cada una de esas cosas fue desencaden a n d o en un logro. En ese momento cometí el error de creer que el logro personal — n o ponerme en riesgo y jugar el Mundial— estaba por en-
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cima del bienestar colectivo. En realidad, al no intervenir en la expulsión de los chicos de Los Pumas di un paso hacia atrás, al revés de lo que pensaba: el logro habría sido renunciar y solidarizarme, y exponerme a no jugar la Copa del Mundo. Todavía no era capitán, pero tenía mucha experiencia y mi opinión pesaba. Sé que ese error me sirvió para aprender, sobre todo para saber cómo no hay que proceder, pero, ¿quién les devuelve a j u r a d o y a Soler el Mundial que no jugaron? Nadie. Me había quedado en el medio y ésa es una falla imperdonable. Todo líder tiene que construirse a sí mismo sobre la base de su propia seguridad. Nunca dudes a la hora de tomar una decisión. Podés estar equivocándote o no, pero lo peor que puede pasarte es quedarte en el medio. Cuando volvimos de la gira, después del escándalo que se armó con los chicos y a quince días del debut en el Mundial de Gales, Pipo Méndez renunció como entrenador de Los Pumas. Wyllie quedó solo. Gonzalo Beccar Varela apareció en Cardiff para ayudarnos y darnos una mano, al igual que Gonzalo Albarracín, que analizaba a algunos adversarios. Era bastante desprolijo y se resolvió todo a último momento, pero nos armamos como pudimos. Una noche nos encontramos solos en el vestuario del club Liceo Naval, después de un entrenamiento. Nos habíamos enterado de la decisión de Pipo y armamos una práctica de emergencia con la colaboración de "Tito" Fernández, que estaba ahí de casualidad. Nadie sabía qué hacer, ni qué decir. Hablé yo, y por primera vez me di cuen-
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ta de que el grupo estaba golpeadísimo; los líderes estaban desprestigiados y sin energías. Decidí hablar y explicar la situación, y lo peligroso que sería si no nos reponíamos urgente de ese sacudón. Hablé con el corazón, sin especular. "Si no nos fortalecemos entre nosotros, si no tenemos miedo al papelón, en el partido inaugural con Gales nos comemos 40... Y yo con la camiseta de Argentina en un Mundial no paso ningún papelón, así que de ahora en más somos nosotros solos". Así empezó a gestarse una pequeña mística. El grupo nuevo, con "Chalo", "Ñachi", "Tati", "Edu", "Gonza" y el "Bocha", más los que ya estaban, como Lisandro, el "Yankee", "Pato", el "Chu" y Mauro, empezamos a crear y fortalecer la unión, la identidad que nos llevaría a una solidaridad y generosidad espontánea. Una combinación de atributos que hizo que el equipo, que técnicamente era muy pobre y había tenido una preparación caótica, lograra algo especial. La actuación en el Mundial de Gales fue histórica. Me acuerdo que el "Turco" Allub la rompió toda... Pasamos a la segunda rueda por primera vez, llegamos a los cuartos final, el rugby se hizo popular, nos metimos en el corazón de la gente, y en sus casas también: volvimos y todos iban al programa de Susana Giménez, cuando antes se hacían los distraídos mientras me acusaban de "marketinero". El grupo empezaba a alinearse; estuvo bueno estar acompañado ahí. Ese Mundial jugué bastante bien, apoyé dos tries, pero creo que fue más importante para el rugby argentino que para mí. Marcó un cambio
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fuerte, liderado por una generación que empezaba a encontrar su camino en la forma de comunicar, ubicándose cerca de la gente, firmándoles autógrafos a los chicos, disfrutando de la fama. "Al fin, ahora somos más sinceros", pensaba yo. Fue la primera vez que sentí que el rugby de mi país me miraba a los ojos. Nunca dudé de mí mismo, sabía que podía liderar ese cambio y establecer nuevos paradigmas. Puede parecer soberbio, pero en realidad es todo lo contrario. Soy tan autocrítico que todo el tiempo me corro del lugar que supuestamente ocupo: la verdadera virtud está en alejarse de uno mismo para mirarse desde otro ángulo. Es como la Teoría del Caos: cuando todo parece dirigirse hacia un lugar, elijo salirme de órbita y observarlo desde una tercera dimensión. Por lo tanto, yo sabía quién era, qué podía dar, dónde estaba yo como persona y hasta dónde sacaba a pasear al personaje que había construido. En el último partido del Mundial, con Francia por los cuartos de final, pensaba mucho en mi viejo; le había prometido que la rompería y había cumplido. Jugué para él y me hubiera gustado tenerlo en la tribuna, como siempre. Después, en el fervor de los festejos, no me permití de disfrutar del todo de nuestros logros; algo me pasaba. Cuando se apagó el ruido, no quedó nada. "¿Qué estoy haciendo? ¿Esto es lo que quería?" Fue la primera gran reflexión de mi carrera.
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En general evacuó los problemas rápidamente. Soy pragmático, impulsivo y no me atrae enroscarme. Si aparece algo conflictivo freno, trato de entender qué pasa, veo las opciones que tengo, lo ataco y sigo. Reacciono tan velozmente que a veces me parece que tomo decisiones mientras duermo, sin tener conciencia. Después del Mundial de Gales prendí alarmas; me dije "algo pasa" y enseguida entendí que se venía una crisis personal. Perdí el rumbo, y era entendible: venía de una paliza grande, no había hecho el duelo de mi viejo, lo de Los Pumas y los chicos que sacaron del equipo me había desestabilizado, el Mundial había sido intenso... Necesitaba reflexionar y puse en duda el mundo: todos están convencidos de lo exitoso que soy, ¿pero alguien sabe qué es el éxito? ¿Y el fracaso? ¿Quién sabe cuánto me esforcé, quién sabe si en verdad no me esforcé nada? ¿Quién dice que soy marketinero? ¿Lo soy? En la vida, la coherencia está en el orden natural de las cosas: tarde o temprano, lo lógico se va dando. Pero a las incoherencias las elije uno, y eso es interesante. Te permite cuestionar las cer-
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tezas para despertar tus células dormidas y las de los demás, que es una de las funciones del líder. Las contradicciones son necesarias para tomar decisiones, y cuando ponés todo sobre la mesa y te permitís pensar opciones, despejás el camino. Antes de esta crisis había sido siempre muy espontáneo: resolvía los problemas enseguida y de la forma más simple para todos. Tengo la virtud de entender a todos y de saber qué decirles a los que estamos dentro del auto para convecerlos de lo que sea; desde siempre, lo mío fue reunir a la tropa y asignar tareas. Pero en ese momento no podía ni siquiera pensar en solucionar los problemas de los demás, y menos todavía los míos. "Esto es grave", pensé. En Buenos Aires, mi vieja me había dicho: "si tenés que perderte, hacelo. Hasta ahora no paraste nunca, tenés veinticinco años, tenés derecho a dejarte llevar". Viajé a Madrid con Nacho Fernández Lobbe, uno de Los Pumas amigos, compañero de todo; él era muy amigo de Santiago Solari, que estaba jugando en el Atlético de Madrid, y en los viajes de ida y vuelta conocí a Andrés Calamaro. Me llevaba muy bien con Santi, me quedé con ellos en España y me gustó entrar en una etapa reflexiva con un tipo de la música como Andrés que, igual que Santi, tienen una sensibilidad increíble. Comíamos en De María con Guille, su dueño, casi todos los días —es un lugar que me encanta— y ahí conocí a mucha gente del fútbol, un m u n d o que no tenía nada que ver con el mío. Lo pasaba bien, aunque todos los días me preguntaba qué hacer con mi vida. Calamaro estaba graban-
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do El Salmón: época complicada. Yo venía de un ambiente muy sano, nada de alcohol, jamás me drogué, nunca fumé nada de nada, ¡no tomé ni una aspirina! Es increíble, pero es la verdad. No tengo una posición moralista frente a las drogas; lo que les tengo es un miedo terrible. Siempre pensé que si te enganchás con algo, una adicción es un problema porque te saca de tu objetivo, que en mi caso era la gloria deportiva. Además, considero que no son buenas para nadie: pueden llevarte a una autodestrucción importante, que termina manejándote. Una noche estamos en un estudio de grabación con Andrés, él se mete en la sala a tocar algo, Santi desaparece de mi vista y yo quedo sentado justo delante de un cóctel de pastillas de todos los colores. Eran las tres de la mañana y no podía frenar a mi cabeza. De repente aparece Santi y me dice "vamos". Nunca supe si se dio cuenta o no, pero yo estaba a punto de cruzar la línea: si vamos a ser reflexivos, toquemos fondo... ¿Había un fondo más profundo que eso que sentía? Lo evitó Santi, que me levantó del sillón y me sacó del estudio. Después de esa noche empecé a buscarle un nuevo sentido a todo. No llegué a tomar nada, pero la posibilidad existió y me hizo reaccionar. "Estás pensando en la falopa. Pará ahora porque te vas al pasto". Al otro día me puse a escribir un montón, terminé un libro que después perdí —por un virus en la computadora—, volví a Buenos Aires, gané mi tercer premio Olimpia y le dije a Flor "venite definitivamente a Inglaterra". Ese mismo año gané el Premio Clarín de Oro y entendí que había superado una turbulencia fuerte. "Pasó
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una etapa", pensé. "Necesito cambiar la página". Flor quedó embarazada de Valentina, mi primera hija... Ese maratón de cosas podría haberme hecho terminar en Kuala Lumpur, pero me volví a Bristol con las cosas claras, con mi mujer a mi lado y una hija en camino. Cuando analizo lo que (no) pasó en Madrid creo que todo se reduce a una cuestión de personalidad. Tengo tendencia a sumar responsabilidades constantemente y me pareció mejor buscar la de ser padre, antes que encarar algo desconocido y sin control. En mi vida, el arte lo hacía en la cancha: soy malísimo para las manualidades, y nunca me apasionaron. Intenté con la guitarra exageradamente, y Dios me lo bloqueó. Conclusión: conocé tus limitaciones, y si sentís que algo no te da satisfacción o no te lleva a una instancia de superación, mejor déjalo pasar. Si no sirve para tu misión, "let it be". Permitite analizarlo todo; y una vez que lo decidas no pierdas tiempo en cosas que no son para vos, porque el tiempo es el bien más preciado. En mi objetivo —ser el mejor del mundo y llevar al rugby argentino a otro nivel— las drogas no me servían. Quizá para un artista sean fundamentales, pero no era mi caso. Para generar cambios profundos tenés que buscar la excelencia. No hay otra. Yo comprendí que, en mi sed de protagonismo, el rugby era el canalizador del líder, y no al revés. Porque lo importante es establecer siempre nuevos paradigmas, y tratar de que el m u n d o sea un lugar mejor después de tu paso por él. De haber elegido desde chico la política, hubiese volcado todo ahí. Na-
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cí para ser deportista y en mi carrera mi costado intelectual también recaía en el rugby. Para todos es simplemente jugar, pero para mí es más que eso. Es desenvolvimiento. Eso hace que el juego trascienda y que también lo haga la persona. Es la única manera de provocar cambios: si no sos un gran jugador de rugby y no te ocupás de jugar con el corazón en la mano y de mostrarte fuerte mentalmente... ¿a quién vas a convencer de hacer lo que pregonás? Ahora cambiá "rugby" y "jugar" por la actividad que quieras y la regla funciona para manejar cualquier grupo de trabajo. Porque para liderar estás obligado a convencer a los demás con tus ideas, con tu performance... y con tu inteligencia. Ahí es donde entra la estrategia del convencimiento, que va más allá del deporte en sí mismo, y que se alimenta del conocimiento y de tu capacidad intelectual. Cuando le hablás a un grupo, no es lo mismo decir "hay que hacer esto y punto" que "el plan es éste, ¿alguien tiene una idea mejor?". Eso sí: asegúrate de que tu idea sea brillante, y para eso tenés que haber pensado en todos los escenarios posibles, incluso esos que te parecen improbables. Nunca te cierres al otro: es mejor ser abierto que mostrarte autosuficiente. El liderazgo tiene mucho de sensibilidad expuesta, y también de locura, y esa locura tiene que tener un fin y mantenerse en un equilibro muy delicado: convencer, escuchar, absorber, asimilar, volver a convencer... Y siempre, pero siempre, ir por más y exigirse lo imposible. Era mi plan para el cambio de siglo.
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Año 2000. Nuevo club. Crisis personal superada. Primera hija. Primer Premio Konex de Platino. Vivienda propia en Inglaterra. Había compartido casa con Edu Simone, que había firmado en Bristol, amigo inseparable de esos meses. Flor estaba en Argentina, con su viejo, enfermo. Fama. Reconocimiento de mis compañeros de Los Pumas, me eligen como su representante ante la Unión Argentina de Rugby (UAR). Ante Irlanda, en Ferro, j u e g o mi primer partido en el Seleccionado con la cinta de capitán, que después le devuelvo a Lisandro Arbizu. Empiezo a madurar una idea que cambia todo: el Fondo Puma. Es el año de quiebre: no estoy oficializado como el líder del equipo, pero yo ya siento que lo soy, y empiezo a ponerlo todo en j a q u e . Me apoyan los jugadores y aprendo algo: el liderazgo es esa confianza que te dan los demás. Ven en vos algo que los tranquiliza y te piden, sin decirlo con palabras, que los guíes. Esta vez me nombran representante de todos frente a la UAR, y eso enoja bastante a Lisandro. La cinta la tiene él, pero la mayoría descansa en mí. El objetivo es tener a alguien que
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defienda a los jugadores en los temas comerciales, que empiezan a ser un conflicto. Antes de la votación, Lisandro había puesto a un abogado a hacer eso. No funcionó. Cuando se corrió de ese lugar, Arbizu ve que estoy tomando un protagonismo importante y se desata una pequeña "batalla" entre el p o d e r simbólico y el poder real. Hasta ahí habíamos sido muy amigos, pero esa disputa por el poder nos distancia. A Lisandro los dirigentes lo habían puesto en una posición que a él no le gustaba; lo presionaba. Fue u n o de los mejores jugadores del mundo, pero le costaba tomar decisiones para el grupo y necesitábamos un cambio radical. Yo estaba cansado de ver cómo los que tomaban las decisiones eran los que menos se comprometían. Es decir, los dirigentes y sus acólitos, que no eran precisamente los jugadores. Empecé a pensar que había que evangelizar de otra forma, incluso más allá del juego. Sabía que el trabajo de la exposición era mucho más profundo. Había que comunicar y para eso teníamos que ser tan espontáneos y genuinos como pudiéramos. En el rugby no está bien visto el perfil alto y de alguna manera yo cambié esa parte: "está bueno acercarse a la gente", decía. "La información es necesaria, tienen que saber quiénes somos". A fines del 99, Los Pumas habían firmado con Peugeot el primer contrato comercial del rugby. ¡Un mes antes no teníamos entrenador! Hoy parece algo normal, pero en esa época no había estrategia comercial y el que se ocupaba de sacar al rugby de su eterno malestar era yo. A mí no me
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dictó el mercado, para nada; fue al revés: llevé al rugby al mercado genuinamente, y sin querer. El rugby se hizo popular por accidentes que fueron pasando y fui uno de los comandantes del cambio. ¿Estuvo mal? Hubo errores y hubo aciertos, pero en líneas generales se avanzó muchísimo. Cuando insistía en temas de porcentajes y nuevos acuerdos nos beneficiábamos todos. En realidad, yo era el único que no lo necesitaba: tenía un contrato altísimo en Inglaterra, era profesional, y podría haberme quedado en mi casa viendo tele en lugar de luchar por los viáticos o los porcentajes de mis compañeros. Pero lo que habíamos logrado lo obtuvimos en la cancha, y ése era mi principal orgullo. Porque el juego manda, y ésa fue nuestra mejor herramienta para la lucha. En el deporte, si no jugás bien no existís. De repente éramos conocidos, la gente nos saludaba por la calle, y nos pedían autógrafos. "No, por favor, no firmes", me decían. "Esto es rugby, no fútbol". ¿Ese era el mensaje? ¿Eso tenía que decirle a un chico que se acercaba para saludarme? ¿Por qué? Yo le cambiaba el día a ese chico; alguna vez estuve en ese lugar, y nunca lo olvidé. Después del quinto puesto en el Mundial 99 se desató la "Pumamanía" y me di pequeños gustos, como jugar en enero de 2001 el Mundial de Seven de Mar del Plata como capitán, donde salimos terceros. Fue increíble: íbamos a la Bristol y en la playa nos chocábamos con miles de personas que no nos dejaban caminar, había gente durmiendo abajo de la concentración en Manantiales, era algo inédito para el rugby argentino.
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Ya había asumido como entrenador Marcelo "el Taño" Loffreda, alguien que fue muy importante en la cúspide de mi carrera, y yo empecé a crecer en serio, a disfrutar, a sentirme bien y a divertirme con Los Pumas. La idea del Fondo Puma ya estaba en marcha, y fue una gran iniciativa porque cambió todo, aunque tardó más de un año en terminarse. Se me había ocurrido a mí, pero para implementarlo hicieron falta abogados, contadores y hasta un fideicomiso: un "japonés" que tomó su tiempo. Cuando la idea todavía no era una realidad, un dirigente de peso de la UAR, Alejandro Risler, me había propuesto hacer contratos individuales. "No", le respondí. "¿Con qué cara voy a decirles a los jugadores, que me acaban de nombrar como su representante, que ya arreglé con ustedes? ¿Qué les digo, que se jodan?" "Bueno, pero es el profesionalismo...", me decía. Risler no lo hacía con mala intención. "Justamente, no copiemos las cosas malas ni dividamos al equipo". Después de eso salió el Fondo Puma, que compartía un porcentaje de los ingresos genuinos directamente con los jugadores. Cada u n o recibía el diez por ciento del total, como pago adelantado. Estaba bien pensado. Hasta la creación del Fondo Puma éramos uno o dos los jugadores que hacíamos un noventa por ciento de las publicidades a costa de los demás. En enero de 2002, después de jugar con los All Blacks, nos fuimos al Sheraton de Mar del Plata durante una semana, a jugar un torneo de Seven por invitación. A Felipe Contepomi y a mí nos pagaron un montón de plata por ir a jugar.
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¿Qué hicimos? Se la dimos y la disfrutamos con el equipo. "Muchachos tenemos para gastar", les dijimos. Nos divertimos muchísimo durante esa semana, lo pasamos genial. Ahí disfruté de u n jugador que haría historia con el Seven: Santi Gómez Cora. Todavía no era capitán, pero con la locura de esos años todas las marcas venían conmigo y yo tenía un cachet, hacía la campaña y me llevaba mi parte. En un momento me dije "pará, si estoy usando la camiseta de Los Pumas para facturar, entonces repartámosla". Después hubo un programa de televisión y fue lo mismo: un porcentaje bastante grande de lo que cobraba iba a parar al Fondo, ya fuera de la tele o de u n sponsor. Entraron Heineken, Société Genéralé, Peugeot, Paso de los Toros... y yo seguía dejando un buen porcentaje de todo eso en el Fondo Puma. Por decantación, cuanto más jugabas en Los Pumas, más les dabas a los que jugaban en Argentina, que no eran profesionales. Eran cincuenta y cinco jugadores, y todos recibían u n a parte. Se liquidaba por viáticos, por premios, por eventos, a fin de año se repartía el fee del Fondo. Sumándolo todo, terminabas cobrando una plata importante. También ingresaba un veintidós p o r ciento de la UAR; yo trabajaba en conjunto con ellos, lo mío nunca había sido sindicalismo sino una lucha por el "bien común". Podés tener ideas geniales, pero para llevarlas a cabo siempre te conviene dejarte asesorar por especialistas. Esa también es una clave para liderar. La causa era importante, y convocamos a diferentes personas que sabían del tema como
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el doctor Daniel Crespo, Santiago Sluzewski, y dirigentes como Carlos Araujo y Emilio Perasso. También se sumó mucha gente d e la UAR, de todas las escalas. Lo más gracioso era que el fiduciante era Cristián Ramos... ¡gerente general de la UAR! Haberle dado semejante confianza al gerente de la UAR era la prueba d e que el plan era sano y transparente. La demencia de esa época era tan grande que llegué irme en Concorde a Nueva York para hacer una publicidad. Algo así no habría pasado nunca sin la Pumamanía. "Sos la imagen de la marca", me dicen por teléfono. "Queremos que vayas a filmar u n comercial a Nueva York". "Mirá, mañana tengo entrenamiento con el club", le respondo a Mariano Bearzi, que trabajaba con Gustavo Schickendantz, con el que ya habíamos hablado en aquella visita a Holanda en 1998, y que comprendía mi función para el equipo mej o r que ningún otro. Nunca dejaría de entrenar para hacer una publicidad, eso lo tuve claro siempre, porque... Sí, el juego manda. "La única forma es tomarme el Concorde desde Londres", le digo en joda. ¡Y me dice que sí! Lo d e Los Pumas venía siendo tan fuerte que pasaba cualquier cosa. Me sentí un rockstar total: tres horas de vuelo, limousine, filmación, un par de horas de paseo, noche en el hotel, y al mediodía siguiente de nuevo en Bristol. Esa época pasó muy rápido, y empecé a ser parte del jet set internacional, pero de una manera elegante, recibiendo mucho respeto de todo el mundo. Comía con Calamaro, conocía a Joaquín Sabina, visitaba la Fundación
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del príncipe Carlos y con deportistas como Maradona ya tenía una relación... Estaba bueno y me divertía, pero nunca perdí el eje, ni me olvidé que mi mundo eran mis amigos de "La 74", y que un partido de fútbol con ellos valía más que cualquier otro plan. El año 2001 había sido agitado para Los Pumas, y la velocidad y la exposición que les imprimí a las cosas terminaron en el fracaso del Mundial de Australia 2003. Fue un período de exploración, y armamos aquel programa de televisión que salía los viernes a la noche. Sentía que había que divertirse, pero también fue una manera de forzar las cosas y ver hasta d ó n d e llegábamos. No me di cuenta de algo: con mis actitudes, con mi energía y mis impulsos, terminé dividendo al equipo, al entorno y al ambiente del rugby. Es cierto que al mismo tiempo se humanizó, pero no estábamos preparados para crecer tan de golpe, mucho menos de hacerlo en público. En Los Pumas todavía convivíamos dos generaciones y yo pensaba sólo en la mía, que era la que se divertía con las jodas del programa de televisión, con meter la camarita en el vestuario y con reírse de sí misma. Pero no correspondía: estaba tomando decisiones que afectaban a todos, sin consenso grupal, y eso es algo que un líder nunca debería permitirse. Fue un pecado de juventud; los grandes no estaban de acuerdo y esa división terminó afectando el desempeño en el Mundial del 2003. ¿Volvería a hacer lo mismo si pudiera elegir? Sí. Porque me ayudó a entender cómo debía
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construirse una buena preparación: haciendo todo lo contrario. Está bien, matamos un Mundial porque no supimos manejar algunas situaciones, pero al mismo tiempo logramos mejores condiciones para todos, y en esa transición empezó a consolidarse el grupo que brilló en 2007. Comenzaba a entender cómo debe manejarse el liderazgo, pero todavía me movía por intuición y para algunas cosas no estaba maduro. La organización es fundamental, eso lo aprendí muy bien en Europa, y para lograrla es importante tu capacidad para escuchar. En los grupos todos se sienten parte de algo y te nutren de información. La clave es saber incorporarla, organizaría y administrarla en tu momento de reflexión, cuando te quedás solo y debés ser frío y decidir. Para eso, antes tenés que escuchar. Pareciera que no hace falta, pero hay que hacerlo. Sabés que no sos un iluminado de Dios, ni un genio, ni más inteligente que el resto. Pero confían en vos y tenés que estar listo para dar siempre un consejo, aunque te parezca lo más básico del mundo. Después puede pasarte que te cebes y que en tu consejo transmitas una confianza ciega que ni vos tenés. Pero de eso se trata. Antes del Mundial del 2003 tenía incorporada la estructura del liderazgo, pero me faltaba estar listo como persona. Le había dado confianza a todo el equipo porque luchaba por sus causas, pero actuaba de una manera irresponsable. Hacía muchas pavadas de la edad, me preocupaba por cosas sin importancia, quizá no cuidaba mis modos. No era un líder completo porque no supe ocuparme de cómo estaba cada
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uno de los jugadores: entenderlos como un equipo, pero también como individuos. Conclusión: la organización estuvo perfecta. Cada uno tenía sus planillas con cuánto se ganaba, nadie se quejaba, repartí más plata de la que gané, y armé vina estructura sólida. Pero el liderazgo es una experiencia completa, y en lo humano todavía n o estaba listo.
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El liderazgo no tiene que ver con la imposición d e tus ideas: es la aceptación de los demás de tu propia metodología. Muchas veces esa metodología tiene una base importante de pragmatismo. Ser simple, directo y concreto hace que te entiendan mejor. Con los años, aprendí que también hay que tener en cuenta los modos. Hace poco hablábamos con Juani Hernández, que para mí es como un hermano, de cómo tratar de llevar adelante una situación de liderazgo. El estaba en conflicto con su club y yo le decía que a veces el idealismo extremo no es un buen recurso; te aleja de las soluciones reales y, sobre todo, del único fin que tiene que tener una "revuelta": el cambio. Porque generalmente los cambios verdaderos no son tan épicos como uno los soñó. Todo el mundo cree que es salir a matar o morir, pero la realidad te muestra otra cosa. Por ejemplo, Fidel Castro fue mucho más pragmático que el Che Guevara. Queda más lindo lo de "el Che"; el de las remeras es él, pero toda revolución necesita un trayecto y mi sensación es que Castro entendió mejor ese concepto. Puede gustarte o no Fidel, podés criticarle todo, *
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una parte o nada, pero el tipo logró eso que quería y sostuvo el cambio. De "el Che" siempre me fascinó que vivía intensamente sus sueños. Aparte, jugó al rugby y de medio-serum..! "Juan, pone en jaque al presidente del club; andá con todos tus compañeros, deciles que vos hablás en su nombre, planteá la guerra. Reclamá a los gritos y ya está: para ellos sos el líder. ¿Pero lo sos en verdad?" No. Si sos el uno, el jefe, el Estado, entonces tenés que convencer al otro de otra manera. Si no coincidís en las ideas, ahí es donde tiene que entrar la aceptación de tu metodología. "Juan, llamalo al presidente del club y pregúntale '¿cómo puedo ayudarte a resolver esto?'" La revolución tiene que terminar sí o sí en una transformación profunda, n o es "lo mío contra lo tuyo". Ese cambio no tiene por qué llevarse a cabo en malos términos. En algunos casos a la palabra "revolución" le sacaría la "r": me gusta la idea de "evolución". Cuando la causa es noble y accedés a otro nivel de entendimiento, podés accionar cambios verdaderos y en buenos términos. Me encanta el aplauso, pero nunca hice nada para que me palmeen la espalda. Ya desde chico el objetivo era mucho más grande y no me alcanzaba con divertirme con la pelota. No es lo mismo j u g a r simplemente al rugby que lograr cosas jugando. Siempre soñé con trascender, y así quedar para siempre en la memoria de la gente. Por eso, creo que mi carrera fue un avance constante, y más como persona que como jugador. Antes era explosivo, ahora resuelvo las cosas con más calma.
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Además, una cosa es ser un revolucionario y otra diferente es revolucionar con lo que hacés. Me hubiera gustado conocer a Steve Jobs, por ejemplo, que tenía una personalidad fuerte, pero que con Apple ayudó a que el m u n d o sea un lugar mejor. Jobs revolucionó. Desde el capitalismo, pero revolucionó. Michael Jordán también, por el lado de la biomecánica. Jonah Lomu revolucionó desde el rugby. Messi también lo hace desde el deporte: va a otra velocidad. Maradona fue una mezcla de esas cosas, además de contar con un talento increíble. Pasemos a la música, y Morrissey sí que fue un revolucionario: le cambió la cabeza a generaciones enteras, aunque después le ganó el tiempo. Los Beatles también, pero los Rolling Stones no: ellos fueron más provocadores que otra cosa. Sid Vicious creó un personaje revolucionario, apostó a eso y se murió. Como movimiento, el punk fue la gran revolución de la música, y The Clash lo llevó lejos porque incluyó a todo el Reino Unido, fundamentalmente a los galeses, y sumó al reggae y el ska para abrir puertas y ventanas... Socializó. Hace poco, para Navidad, Caloi me regaló un cuadro de Clemente, con dedicatoria: "para el único socialista del rugby". Se me cayó el alma. Para mí fue un referente de la comunicación, uno de los grandes. No hay cosa más mágica que Clemente, y el Upo que lo creó —y que hizo algo tan extraordinario con el deporte— se tomó el trabajo de enviármelo, estando enfermo. Me lo mandó por mi vieja, y cuando me lo dio no podía contener la emoción. Son las cosas por las que vale
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la pena ser conocido: que alguien a quien yo admiraba desde chico sepa quién soy y qué persigo. "Algo bien hice", me dije. Fue igual que cuando Maradona me dedicó el libro, me escribió la carta de los treinta años y me contó que él se acercó al rugby por mí, que antes no lo miraba, pero que sentía que en la cancha éramos parecidos. A Diego lo veía en televisión y lloraba con él, pero no me conmovía por el lado del fútbol —no me apasiona especialmente—, sino por lo que él lograba. Siempre me gustó la política, quizá porque se trata justamente de eso: es un arte en eso de conseguir cosas aplicando distintos métodos todo el tiempo. Fui a Olivos y a la Casa Rosada muchas veces, algunas con Los Pumas y otras solo. Estuve con Carlos Menem, con Fernando de la Rúa, con Néstor y Cristina Kirchner. Nunca me sentí usado por la foto. Iba por curiosidad, para ver de qué se trataba, y también por una cuestión de insütucionalidad y respeto, no me gusta ser "contra" sólo por serlo; trato de ver siempre cosas positivas en quienes nos gobiernan. Tengo muchos amigos, como Daniel Scioli o Sergio Massa; respeto a j u a n Manuel Urtubey y muy especialmente al "Pelado" Francisco Irarrázaval, alguien que todo el tiempo me muestra que las cosas pueden hacerse bien; con Gustavo Posse hemos charlado mucho sobre San Isidro, y con Florencio Randazzo, Mauricio Macri, Amado Boudou, Francisco de Narváez y Aníbal Fernández he mantenido varias reuniones, siempre vinculadas a actividades o cosas del deporte. Con Gerardo Werthein conseguimos ganar la cesión del Comité Olímpico (COI) en
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Buenos Aires 2013, y vamos a intentar de que nos confíen organizar los Juegos de la Juventud en el 2018, de la mano de Francisco Irarrázaval, uno de los funcionarios públicos, que además es amigo, que me inspira a ver que las cosas pueden hacerse bien. Por ahora, esa misión y los planes de la UAR, son mi forma de generar cambios. Pienso de u n a manera bastante similar a cómo fui gestando mi vida deportiva, tal y como me enseñó el rugby. Creo que es el deporte más justo de todos, y el más "socialista": juega el alto, el flaco, el gordo, el lento, el rápido... hay lugar para todos, y todos somos iguales. Por eso, podría decir que tengo una pizca de socialista. De todas maneras, en la actualidad es todo tan dinámico que se vuelve necesario disponer d e muchos atributos, y de todas las realidades: las capitalistas, las socialistas... siempre sin perder de vista lo humano, que es lo más importante y una cualidad indispensable para gestar. Sé encontrar las cosas buenas en cada persona, y también en sus gestiones. Puedo detectar rápidamente las malas, aunque siempre consigo quedarme en las buenas: sólo se puede seguir construyendo y evolucionar desde ese lugar. En las visitas que hice a los distintos presidentes, me interesaba conocer un mundo con diferentes maneras de cambiar realidades. De eso se trata la política: de brindar soluciones y mejorar el lugar donde uno vive. De hecho, es muy simple: alcanza con sentido común y mucha sensibilidad. Hoy la política sigue interesándome y, de alguna forma, en la actualidad me ocupo de ge-
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nerar cambios para los jugadores desde la UAR. Haber colaborado con que el rugby sea olímpico es un orgullo, al igual que lo es el Pladar, la inclusión de Argentina en la elite después del Cuatro Naciones, y el resto de las cosas que estoy haciendo y que, sí, son acciones políticas. También tuve una experiencia extraña con Mario Das Neves, un tipo honesto y muy trabajador. H u b o hechos confusos, y ese paso me hizo dar cuenta de que mucha gente no quiere ver las cosas genuinas y que siempre espera lo peor de los que se acercan a la política. A muchos, incluso a mis amigos, les cuesta entender qué le veo de atractivo. Siempre respondo que la política me seduce porque, en definitiva, es el mayor grado del "bien común". Me cuesta entender que haya pobreza, por ejemplo. No esjusto, y me gustaría colaborar en lo que pueda para cambiar esa realidad. En lo estrictamente deportivo, de haber surgido en la generación de 2007 quizá no hubiera peleado tanto por las cosas; habría existido "un Pichot con su grupo" y yo hubiera tenido todo lo necesario para que las cosas mejoren: recursos, negocios, dirigentes modernos, condiciones decentes para entrenar... Tal vez hubiera sido cien veces mejor jugador, teniendo en cuenta que me desgasté mucho fuera de la cancha. ¿Por qué lo hice? Porque era una responsabilidad y tenía que pasar. Se dio en el momento de gestar una revolución necesaria, y hubo que hacerla ordenadamente, para que esa que parecía rebeldía termine haciéndonos evolucionar a todos. No alcanzaba con decir "no, no jugamos con los All Blacks
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porque queremos viáticos", como pasó en el 97 cuando yo n o estaba. H u b o que sentarse, pensarlo todo muy bien, concentrarse, mirar para atrás, para adelante y para los costados también. En 2003, con Bristol nos fue muy mal. El equipo no rindió, y con Felipe Contepomi —un gran jugador, un amigo enorme y una persona excelente— nos peleamos con algunos ingleses y australianos del club. Fue un conflicto ético que terminó conmigo bastante enojado con el dueño del club, y con el vestuario en mi contra: una de las pocas veces en la que los jugadores no estuvieron de mi lado. Me había concentrado en ayudar demasiado a la dirigencia del club, y la sensibilidad hacia el equipo no estaba. Además, me había puesto a defenderlo a Felipe: en esos días se dudaba de él como titular por un australiano que se manejaba de un modo muy hipócrita. Empecé a preguntarme qué hacía ahí... Es imposible la convivencia cuando hay diferentes escalas de valores. Mi relación con Malcolm Pearce, el presidente, era de amistad y lealtad. Yo había resignado la capitanía del equipo para ayudarlo con las finanzas: miraba los contratos, lo ayudaba con las decisiones importantes, llamaba a jugadores, le revisaba los libros, me puse la camiseta en todo sentido. Pero confundí los parámetros, creí que podía darles vuelta la cabeza a los jugadores de Inglaterra y entendí que no todos pensamos igual. Los ingleses pidieron un premio por ganar en un clásico. Esa noche, Malcolm me llama a casa: "Agustín, si mañana ganamos les pago cinco mil libras por jugador". Eran como diez mil dólares
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por un partido; mucha plata. Mi respuesta: "si vos hacés eso, me voy del club". Fue una conducta que mantuve durante toda mi carrera: si necesito un incentivo para ganar, mejor me voy a mi casa... Nunca hubo premios en ninguno de mis equipos. Sí negociamos premios por ser campeones, por llegar a una semifinal o a cualquier objetivo grande. Pero ¿plata por entrar a una cancha y ganar un partido? Eso rompe el gran paradigma de este deporte: ganar para ser el mejor. Cuando me fui a Richmond, todo el m u n d o me decía: "Si te hacés profesional, entonces no amás a la camiseta". No se trata de sólo amar a la camiseta: se trata de amar lo que hacés. Podía jugar con la misma pasión en el CASI y en Bristol. El CASI me conmovía más, sin duda, tanto por historia, como por Papá y por "La 74". Pero cuando cruzaba la línea de cal y ya me había comprometido con los otros catorce no había diferencia. Lo mismo me pasaba cuando entrenaba, hacía una pretemporada o construía un equipo. Ya de chico, en el CASI tampoco podía aceptar la actitud mediocre cuando veía que algunos jugadores no se comprometían de la misma forma, y que el club aceptaba eso y que incluso lo festejaba... En los papeles teníamos uno de los mejores equipos de Buenos Aires, pero siempre faltaba esa determinación tan necesaria para triunfar. Al día siguiente le ganamos al Northampton y Malcolm les pagó el premio a los jugadores, a pesar de lo que le había dicho la noche anterior. Fue en el vestuario: hizo un chiste bien inglés y me puso en jaque mate. Me sacó de la cancha y
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me ponía en el lugar de un empleado del club. Ridiculizó mis principios, entre ellos el más importante: hay que jugar para divertirse, ganar y dejar ese sentimiento puro, no para tener más plata en el banco. A mi lado estaba Felipe, que sentía y pensaba como yo, al igual q u e Emi Bergamaschi, otro amigo de esos días que peleaba conmigo. Pero n o éramos muchos, y estos hechos empezaban a darme la pauta de que el capítulo británico empezaba a cerrarse. Aprendí una gran lección: n o todos pensamos igual ni sentimos lo mismo por lo que hacemos. Si quería liderar, tendría que tenerlo en cuenta por más que me doliera o no me gustara.
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En 2003 dejé de ser el agitador de Los Pumas para ocupar el lugar de líder de todo un equipo. Hasta la lesión de Lisandro Arbizu yo era la contramarcha del capitán, y el Robin Hood de todos. Iba para adelante, ponía la cara y me la jugaba por el grupo, pero los entrenadores me auditaban con Lisandro. Los jugadores me habían elegido como su vocero en 2002 —después de una pelea mía con Lisandro—, durante una concentración que hicimos en Bordeaux. Hasta que Arbizu se lesionó, una semana antes de viajar al Mundial de Australia, yo contrastaba con el poder oficial. Estaba siempre un poco enojado, era bastante rebelde, muy temperamental, y ponía en jaque al sistema todo el tiempo. Cuando me dieron la capitanía y me dijeron "ahora sos vos", tuve que ocupar un espacio que había venido cuestionando sin parar durante años. De tanto atacar al sistema, de pronto el sistema era yo. ¿Estaba preparado? No. Me tomó por sorpresa, sin tiempo para intentar consensuar. Respetaba mucho al Taño Loffreda, pero él estaba muy rígido. Venía de hacer las cosas a su manera y yo tampoco era un pibe fácil.
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Como en Inglaterra me había metido mucho en el tema de logística del club, también influyó que me había tomado un respiro del liderazgo del equipo. En el último partido con Bristol, el día que descendimos, terminé rompiéndome el tobillo. Después de eso me volví a la Argentina, y le dije al Taño que quería jugar, pero él me aconsejó que me tomara un descanso porque el desgaste de un año duro siempre se notaba. La propuesta me pareció lógica y me fui de vacaciones a Portugal. Descansé, pero el tobillo no mejoraba y así arranqué con la puesta a punto para la inminente Copa del Mundo. Para colmo, a los diez días de estar entrenándome solo en Bristol, y antes de encontrarme con los chicos del plantel, me desgarré. El panorama no se aclaraba... Las dificultades no desaparecían. Cuando empezó la preparación del Seleccionado completo teníamos problemas para acomodar los horarios de las actividades... nos costaba encontrar armonía para ocuparnos de pensar sólo en el juego. Hicimos una gira por el Interior, y la organización me enfermaba. Era todo un desastre, parecíamos un circo, íbamos a cenar y no podíamos entrar a los lugares porque no habían hechos las reservas. Estaba todo fuera de foco. En el amistoso en Tucumán, Lisandro, que era fundamental, se rompió... Pese a todo, creíamos que podíamos lograr el objetivo. Poco antes de emprender viaje hicimos una reunión, pero ya era demasiado tarde. Internamente sabía que no estábamos bien, y yo tampoco lo estaba. En esas condiciones asumí la capitanía, que para mí
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nunca había sido un objetivo. En esas condiciones viajamos a Sydney. Empezábamos la Copa del Mundo con un desgaste importante. Al ver que todo venía complicado, el Taño sumó al grupo de las decisiones a "Chalo" Longo, alguien con quien yo tenía una gran relación, pero que con Loffreda se sentía más cómodo. Por segunda vez, el Taño me auditaba en la mesa chica. Ese Mundial fue todo así, lleno de frustraciones con relación a los sistemas de juego, y yo no supe ponerme firme. Sentía ganas de irme a casa, porque en el entorno de Los Pumas no encontraba ni confianza ni lógica. Al final se hizo todo al revés de lo que yo pedía, un poco por desacuerdos, otro poco porque el fixture y la distancia entre partido y partido no nos ayudó para nada. Se cambió la formación para cada compromiso, por primera vez actuó el plantel completo con sus treinta jugadores y el equipo no tenía alma. Felipe Contepomi no ocupó el puesto en el que se sentía cómodo, que era el de apertura, y en su lugar estuvo Gonzalo Quesada, con quien la relación no era la misma que en el 99. El rugby había cambiado, ya no se podía jugar metido atrás y pateando todo el tiempo. El puesto de número 10, que era el que estaba en disputa, era fundamental para la defensa, y Felipe era mejor en esos aspectos. La peleé, pero mi lucha fue un espejismo porque para el último partido, con Irlanda, el Taño decidió poner a Quesada y quedé debilitado. Yo sabía que Felipe estaba para ser protagonista y que le hacía mal no jugar como
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apertura y tener que hacerlo como centro. Pero no supe plantarme por él. Con Quesada habían pasado muchas cosas, pero lo que a mí me preocupaba era que con él la pareja de medios no funcionaba. Sé que Gonzalo creía que yo no quería jugar con él, y era verdad: me sentía más cómodo con Felipe. Pero no era una elección personal sino a nivel juego, a pesar de que tuvimos muchas internas: él habló de mí y de mi pase; yo hablé de él... todos hablaron de nuestras diferencias. El p u n t o es que Gonzalo venía sin jugar y el Taño decidió ponerlo. ¡Hubo tantas cosas que no supe manejar! Loffreda había resuelto jugar los dos partidos del medio, con Namibia y Rumania, con otros jugadores, una mezcla de titulares y suplentes; así fue como los que éramos habitualmente titulares nos quedamos casi veinte días parados. Me parecía una locura tener dos equipos para jugar un Mundial, pero no pude hacer nada para evitarlo. No compartí las decisiones de Loffreda en Australia 2003, pero tampoco lo culpo: le tocó ocupar un lugar en el que cualquiera hubiera sido cuestionado. El rugby argentino estaba en un momento complicado. Como capitán, sentía que me había olvidado de hacerme respetar en la cancha. Me había dedicado a luchar por los derechos de todos, había concretado el Fondo Puma, nos habíamos divertido con las camaritas y la pavada, pero había dejado de lado al jugador. Perdí la manija del equipo, veía que Mario Ledesma, Felipe Contepomi y "Nani" Corleto estaban que volaban, que no se sentían respaldados por el Taño y no supe dar-
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les confianza. También volaba el "Negro" Gaitán, y aparecían Juan Martín Hernández y Rodrigo Roncero. Me sentí tan mal que quise renunciar: me lo pasaba angustiado, me veía como u n a persona conflictiva, mi familia estaba en otro hotel y yo me iba con ellos para descargar la bronca. No lograba controlarme a mí mismo, ni las cosas que me frustraban. Con el Taño chocábamos un montón y todavía no sabía cómo tratarlo. Me ponía mal no haber podido convencer a todo el grupo para explicarle por qué había que ser de otra forma. Esa imposibilidad me alejó del control d e la situación y terminó en que n o supe manejar los momentos importantes de liderazgo. Quedamos eliminados del Mundial al perder con Irlanda por un punto. ¡Otra vez nos volvíamos sin traspasar la primera rueda! "Voy a cobrarte, Pichot. En este Mundial fueron u n desastre...". Eso fue lo que me dijo un taxista en Buenos Aires. El tipo no me había hablado en todo el viaje y al final del viaje soltó el reproche. Hasta ahí había creído que me las sabía todas y m e comí el primer zapatazo fuerte en la cara. Cuando hice el análisis post-Mundial, exploté en una entrevista que me hizo el periodista y amigo Santiago Roccetti para La Nación. El título fue "fracasamos". El Taño Loffreda se enojó m u c h o con esa declaración, pero yo lo sentía de corazón. Está bien, habíamos perdido con Irlanda p o r un punto, y encima sobre el final. Pero entendía que hacía falta una autocrítica fuerte, y que el único que estaba haciéndola era yo. Me encontraba entre dos extremos: ese año estaba entre los mejo-
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res jugadores del mundo y había sido el peor del Mundial. En realidad, j u g u é mal y punto, no es que fui el peor. Pero hice muchas cosas en contra del equipo y me las cobraron todas. En estas situaciones ambiguas es cuando se pone a prueba tu capacidad para percibir qué está pasando a tu alrededor. Si yo no hacía una autocrítica fuerte de mis acciones en todo ese período entre 1999 y 2003, tal vez no hubiera aprendido de mis errores. Por eso creo que si apuntás al liderazgo, tenés que preocuparte en serio por desarrollar tu capacidad de percepción. Estar atento, observar y analizar qué pasa a tu alrededor es mucho más importante de lo que pensás. Podés engañarte a vos mismo, no hacerte cargo de tu entorno y dejar pasar los problemas; de última, el tiempo todo lo sana, amortizás la conciencia y dale que va. El camino del liderazgo es otra cosa. Había sido egoísta. No me importaba qué decían los demás, porque lo fundamental era darme cuenta yo mismo de los límites que crucé. Me pasé de rosca y fui demasiado radical en todo, había llevado el régimen muy lejos porque entendía que era necesario, pero fue mucho igual. No había pautado las normas con el sistema y eso fue una equivocación. El sistema era cosa de muchos, pero mis límites como capitán tenía que encontrarlos yo, y eso significaba reconocer que había estado mal poner una cámara dentro del vestuario, entre otras cosas. Irrumpí en Los Pumas como para romper todo, actué excesivamente, con omnipotencia. Después de pensarlo mucho,
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la conclusión fue entender que el peor de toda la experiencia de 2003 había sido yo. Me llovían críticas, como siempre, pero no las combatí. No podía cambiar las actitudes de los demás, pero las mías sí. Pensé en Papá: "Agus, por ahí no", me decía. Fue la primera vez en mi carrera que hice una introspección profunda. Podría haber volado directamente a Europa, a mi club, y escaparme. Pero me habían matado y quise volver a la Argentina para poner la cara. Antes, un grupo de jugadores nos tomamos unos días a solas para decirnos lo que pensábamos y empezar a cambiar la mentalidad. Era el principio de un cambio.
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Adelaida, Australia, octubre de 2003. Acabamos de quedar eliminados en la primera rueda del Mundial y no sabemos qué hacer. La vuelta está muy mal organizada: no hay vuelos para los jugadores. Algunos se van por Europa y tardan tres días, queda un grupito y nos dicen "tienen que ir a Papeete, en Tahití, y esperar dos días. Primero pasan por Londres, Isla de Pascua, Chile..." Espectacular. Nos quedamos Nani Corleto, el Negro Gaitán, Felipe y Manuel Contepomi, "Kinder" Durand, Juan i Hernández, Osvaldo Ferreras (el asistente del mánager), Daniel "Banana" Baetti (el segundo del "Taño" Loffreda) y Emilio Perasso (el mánager). Somos los jugadores que mejor nos llevamos. Yo anuncio que como capitán pienso viajar a la Argentina para dar la cara. La mayoría dispara para todos lados. "No tengo apuro, que se vuelvan los casados, los que tengan hijos y sus problemas". Para mí, el mayor problema es lo que pasó en el Mundial y tengo el impulso de renunciar al Seleccionado. Me siento culpable. Me siento responsable. Estoy frustrado. Pero también siento que tengo que ser el último
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en abandonar Australia. 'Yo voy a donde nadie quiere ir, esto es u n chino, hay que ir a una isla, pasar por la Polinesia, por la Isla de Pascua, por Chile. ¿Quién está?", pregunto. Entre todos somos diez. Llegamos a un hotel divino. Compramos diez pares de camisas hawaianas. Nos miramos, nos reímos de nuestro look y nos vamos a dormir. Tenemos un estrés mental tremendo. Al día siguiente el "Negro" Gaitán abre el fuego. No tiene buena relación con el Taño y le cuenta cómo se siente a "Banana" Baetti. Yo hablo con nuestro mánager, "Valdo" Ferreras. Quiero estar en todas las conversaciones, absorber información, entender por qué nos había ido mal, sacarme la angustia pero también interpretar la de mis compañeros. Entiendo que este grupo no se siente respaldado por el entrenador, que el Taño me respalda solamente a mí, y que eso se me había escapado. Somos siete de los más chicos, todos titulares, haciendo catarsis con parte del staff de Los Pumas. Por una vez, escucho más de lo que hablo. Banana también se quiere ir: queda en el medio de los reproches y lo pasa mal. El discurso oficial es "bueno, perdimos por un punto, si la pelotita caía del otro lado de la red hoy seguíamos allá". Al final levanto la mano. "No estoy de acuerdo. Nos faltó confianza para jugar juntos. En el equipo existe tal división que el rendimiento se mezcla con cosas personales. Hay rivalidades grandes y eso es malo para el grupo. No culpemos al azar. Nos preparamos mal, no estamos bien entre nosotros, hicimos cosas que no sumaron. Me hago
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cargo d e mi parte, por eso me quiero ir de Los Pumas. Perdimos por un punto, no tiramos bien la pelota en el line, erramos tackles. Jugamos sin desafiar. Pero ése es final de la historia. Y es un final lógico. Pensemos bien cómo queremos seguir". Vuelvo a Buenos Aires y pasa lo del taxista. Fines de 2003. El que sigue es un tramo trascendental porque dejo Bristol, me mudo al Stade Franjáis, resigno dos tercios de mi contrato —pero no me importa— y me instalo en París. Casa nueva, compañeros nuevos, idioma nuevo. Extraño a Felipe Contepomi; la separación de él fue de lo más duro. Francia es muy diferente de Inglaterra y París una ciudad difícil. Me sumerjo en una autocrítica furiosa, quiero entender qué había pasado, me pregunto en serio qué hice mal, me maltrato y me exijo concentración mental para ir hasta el fondo. De a poco empiezo a disfrutar de París y el cambio de club se convierte en un desafío grande. Vuelvo a ser un chico, siento que tengo que arrancar de cero y la sensación me gusta. Me pasa algo muy lindo: conozco a Juani Hernández y a partir de ahí es como un hermano, como lo fue Felipe en Bristol. Juan me hizo acordar a mí cuando empezaba, quise contenerlo y darle las cosas que a mí me hubiera gustado tener. No era su padrino ni mucho menos, y odiaba a la gente que decía que era "mi jugador". Juan y yo disfrutábamos de lo mismo, pero lo más importante era que sentíamos las cosas de un modo similar. Teníamos diferencia de edad, proveníamos de generaciones distintas, pe-
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ro nos hicimos amigos en nuestra primera charla y en Francia fuimos inseparables. Ya me había pasado con Felipe: uno siempre necesita gente que sienta como uno y que esté dispuesta a acompañarte hasta el fin del mundo. En mis cruzadas, ellos eran la clase de gente por la que yo hubiera dado todo, y de hecho ambos serían fundamentales para revolucionar y lograr que el mundo nos escuche. Pero para eso faltaban cuatro años. Mis otros compañeros importantes, como Edu Simone, Emi Bergamaschi y Mel, seguían estando en mi corazón, pero nuestros caminos nos habían separado. Faltaría agregar otros más en los próximos meses... Necesitaba armar equipo para desafiar todo de nuevo. Empecé a pensar en el "Bocha" Ledesma, en "Chalo" Longo, en "Ñachi" Fernández Lobbe, en "Kinder" Durand... Con ellos, sumando a Felipe, seríamos los "Big Six", como nos bautizamos a nosotros mismos: el grupo que encabezó la revolución para ser grandes en serio. El m u n d o del rugby nos había olvidado y ya nadie hablaba de Argentina. Regresamos al ostracismo internacional. Empiezo a hablar poco a poco con varios, pero en ese m o m e n t o necesitaba ganar confianza jugando en el nuevo club. Asentarme y ser el mejor ahí. El entrenador no era mi amigo ni mucho menos, p e r o ya había aprendido la lección en Richmond y en Los Pumas también: el foco no era nadie más que yo mismo. "A jugar y listo", me decía. Con Juan Hernández nos divertimos porque siempre nos llevaba el auto la grúa y no nos importaba. Un día era mi auto, al
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siguiente era el suyo... Llegábamos tan cansados que, al no e n c o n t r a r estacionamiento cerca de casa, lo dejábamos en cualquier lado y la grúa no fallaba. Alternábamos autos todo el día, y a los dos meses se viene Flor: está embarazada de Joaquina, nuestra segunda hija. Los primeros dos meses vivo con Juan en mi casa y fue genial: volvimos a tener dieciocho años, y la amistad se hace muy fuerte. De hecho, cuando llega Flor se da cuenta de q u e estábamos en un departamento que no tenía luz, y con Juan ni nos dábamos cuenta. ¡Eramos dos chicos! Pronto la vida de viaje de egresados se terminó, y con Flor empezamos la adaptación de Valentina, que acababa de cumplir años. Flor se banca todo, como siempre. "Yo soy m u c h o más egoísta", pienso. "No sé si podría haber dejado todo para seguir a alguien como hizo ella". Mi único problema en París es que yo era muy londinense, demasiado: ya había dado mi tesis y me había recibido. Tenía amigos de la facultad, hablaba un inglés perfecto, conocía a la ciudad de memoria. En Londres iba al teatro, al cine, a recitales, a todos lados. París es completamente distinta y ahí siento que no puedo hacer nada. Es hostil, dura, más distante, la brecha cultural es fuerte. Pero sé que los desafíos son mucho más divertidos cuando se ponen bien difíciles. Voy a mi primer entrenamiento en Stade Frangais y no entiendo nada. Me hago muy amigo de Thomas Lombard, y de un dirigente del club, Didie, que murió pocos años después. Establezco una relación muy buena con Mathieu Blin,
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uno de los líderes de Stade de siempre; además, hablaba en español y sabía que yo sería políticamente de su agrado para manejar grupos. Ignacio Corleto había jugado muy bien la temporada anterior y Diego Domínguez era un histórico del club. Eso hacía la vida fácil para todos los q u e llegábamos a hacer una historia nueva y diferente. También estaban los uruguayos Bado y Lemoine, con quienes nos divertíamos mucho. Somos un grupito de latinos, el "empanada's group", como lo bautizó Max Guazzini, el presidente del Stade Franqais. Con Max tendríamos u n a relación con idas y vueltas. Porque él pretendía que yo sintiera al Stade como si fueran Los Pumas, con la misma intensidad. Y eso era... ¡imposible! El Seleccionado siempre estuvo primero y eso no se negocia. Esa "condición" lo mataba. En la cancha necesitaba comunicarme. Afuera me daba igual, pero necesitaba ganar el idioma cuanto antes. Entonces, le pido al club que nos consigan un profesor para aprender francés a Juan y a mí. A las veinticuatro horas habían contratado a una profesora espectacular, según nos decían. Pero había un problema: era polaca. Me saluda en francés, y hasta ahí llegaba lo mío. En el San Juan El Precursor nunca había pasado del capítulo 1 del libro Sans Frontiéres... extrañaba mucho a Jacques Martineau, el personaje principal de aquel libro del colegio. "¿Hablás en inglés?", le pregunto a la profesora polaca. "No". "¿Castellano?" "Tampoco". Es una de las clases más bizarras de mi vida: dos ho-
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ras haciendo gestos, dibujando, buscando objetos y ejemplos para aprender a decir "vaso" en francés. Pero me pasé tres clases, día tras día, para poder decir bien las primeras tres palabras. Al mes no me importa nada y me largo a hablar en todos lados. Soy un caradura, pero necesito entrar a la cancha y explicar lo que quería. En el primer partido lo tengo a David Skrela de apertura, no entiendo nada de lo que me dicen en la cancha, le agarro la camiseta a Lombard y le imploro: "ayúdame". Perdemos en Brive. Llueve, me putean todos, me echan la culpa porque no sé francés y los forwards me miran raro. Me digo "ésta va a estar peluda, muy peluda". ¡Tengo que aprender a hablar en francés! En marzo de 2004 vuelo a Buenos Aires para hablar con el Taño Loffreda y vamos a almorzar a u n restaurante en Barracas, a la vuelta de su oficina. —Tenés que seguir como entrenador —le digo. —Pregúntales a los jugadores qué quieren —me responde. —Ya hablé y están todos de acuerdo. Las condiciones son que este equipo cambia la mentalidad. Pero hay cosas para cambiar. No podemos tener tantos jugadores. Tenemos que ser un equipo que sale a ganar. En el Mundial de Australia hicimos todo mal. —No seas tan fatalista. —Soy el primero en criticarme a mí mismo. Jugamos partidos en el Interior que no teníamos que jugar. Eso hizo que no nos pudiéramos entrenar bien físicamente. No hicimos un plan.
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—¡No es para tanto! En el Mundial el cambio en el fixture nos peijudicó. —Había que jugar igual. —Yo tenía todo planificado. —Ya sé que sí. Pero usaste la misma cantidad de minutos a cada jugador y ninguno se asentó en su puesto. Taño, sos responsable de una parte y yo me equivoqué en todo. Pero nos merecemos una revancha. Es mentira que hablé con los jugadores para que siguiera el Taño. ¿Importa? No. Lo relevante es que a partir de esa charla hacemos un pacto de unión y aprendizaje. Además, yo al Taño lo bancaba a muerte porque era un tipo que no hacía trampa, que iba de frente y que le corría sangre por las venas. Yo nunca había sido capitán d e Los Pumas y él nunca había entrenado full-time a un equipo de profesionales. Por entonces el Taño es gerente de Ventas de Alpargatas, la fábrica de Topper, y es lógico que tenga que acomodarse a las variables entre el rugby amateur y el otro, el que no conoce. Yo estoy decidido a combatir a la mentalidad de las generaciones anteriores. —Basta de pensar en perder dignamente o por poco —le digo. —Estuve cuatro meses enojado con vos: dijiste que el Mundial había sido un fracaso y yo creo que dimos todo —me replica. —No, Taño, n o dimos todo. Creeme que es así. Pasó de todo y no puede repetirse. Dame un lugar en serio y cambiemos las cosas juntos. También le pedí que siguieran en sus cargos
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Daniel Baetti y Nacho Fernández Madero, porque eran fundamentales. ¡No había que tocar a nadie del staff! Ya estaba todo listo, pero faltaría algo: que el Taño Loffreda se convenciera y confiase en mí. Restaba una discusión y de ahí en más nos alinearíamos para siempre. Así, a principio del 2004, nacía otro Seleccionado.
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Lo que en Francia comenzó difícil terminó muy bien. En j u n i o de 2004 ganamos el torneo de primera división y tuve el placer de gritar "campeón" por primera vez en Europa. Ese año llegó Joaquina y al nacer se presentaron algunos problemas. Estando todavía en Argentina, a los ocho meses de embarazo, Flor tuvo unas contracciones y el médico le dijo que se quedara. Yo tenía que regresar a Francia para realizar la pretemporada, y pensaba volver para el nacimiento. Al final las cosas se precipitaron, me quedé en Buenos Aires, tuvimos que hacer toda una logística para que nos den u n cuarto en el Otamendi y finalmente nació mi segunda hija. A los dos días nos fuimos del sanatorio y me volví a París. Prendí el celular en la manga del avión y tenía un mensaje de Flor: estaba llorando. "Joaquina está internada, tiene fiebre muy alta, está en terapia intensiva". Me subí al avión y de vuelta a Buenos Aires, en el mismo vuelo. Estuvimos varios días yendo y viniendo de la sala de neonatología del Otamendi, al final no era nada, y regresé a París. Allá el equipo me banco
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a morir, e m p e c é a j u g a r de nuevo, era titular indiscutido, m e establecí como u n líder muy positivo para Stade Frangais y más tarde en ese año, la "Biblia del rugby", el periódico Midi Olympique, me dio el p r e m i o al mejor medio-serum del mundo. Estaba todo bien, aunque yo sentía que me faltaba algo. La alegría por ganar el campeonato era grande, pero seguía batallando conmigo mismo. Me costaba ver los logros como algo de equipo y me martirizaba por las cosas que salían mal, sobre todo con Los Pumas... ¡La sombra del fracaso de 2003! En el fondo, seguía pensando que podía hacerlo todo solo. No sé si era consciente, pero los hechos me dicen que fue así. Al año siguiente, esa omnipotencia me llegó a querer jugar todo lo que se puso delante con el Stade, y con Los Pumas también. La relación con Fabien Galthié, nuestro entrenador en París, era normal. El había sido el último medio-serum campeón, un gran referente de Francia, y recién empezaba a dirigir. Mi sueño era ganar la Copa Europea de Clubes, que es como la Champions League del fútbol, y el 22 de mayo de 2005 llegamos a la final, que jugamos frente a Toulouse en Edimburgo. Cuando faltaban tres minutos para que termine ese partido decisivo, estamos ganando 12 a 9. Me golpeo en la cabeza, me sacan y me siento en el banco para recuperarme. Como en una película, a los quince segundos Toulouse nos empata y terminamos perdiendo 18 a 12. No entendí nada, ni supe qué había pasado. Habíamos puesto todo para ser campeones, pero *
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en el primer partido que perdíamos fuerte, yo estaba afuera sin poder hacer nada. Estuve tres días sin aparecer por el club. "¿Cómo me vas a sacar faltando tres minutos?", le reclamo a Galthié, que casi llorando me dice "perdóname, nos equivocamos, pensamos que estabas cansado". En realidad, el reproche me lo hacía a mí mismo: "¿Agustín, cómo pudiste dejar que te pase esto?". Repito: hasta esos niveles llegaba mi omnipotencia. A los veinte días tenemos otra final (el 11 de junio), esta vez por la Copa de Francia (el Top 16 por esa época), en Saint-Denis, y perdemos con Biarritz (37-34), con u n penal en el alargue... "No puede ser", me digo a mí mismo. "¡¿Qué estoy haciendo mal?! Vamos a Argentina". Sigo acelerando. Jugamos con Italia en Córdoba y le propongo al Taño acelerar a fondo. Jugamos con u n vértigo increíble, pero perdemos 30 a 29, porque el equipo no resiste la velocidad que le imprimo. Discuto muy fuerte con Loffreda, termina el partido y me voy a casa muerto. El Taño me llama y me dice "vamos a Canadá con un equipo joven". "Taño, jugué todo el año..." Voy igual. "Aparte tenemos que hablar de esto que hiciste", me explica, "yo no estoy de acuerdo..." Llegamos a Canadá, nos juntamos en un cuarto con Banana y con el Taño, para encerrarnos a hablar del juego. Yo había mandado un mail enorme explicándoles cómo creía que había que jugar, y empezamos a armar el ADN del equipo, entre los tres. Que esto sí, que esto no. Ellos me escuchan un montón y el Taño me cuenta qué le
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molesta de mí. "Si te digo una cosa no me hagas caritas en el entretiempo. Frená, bajá un poco porque así no va". Le doy la razón en eso, pero sigo viendo cosas que me ponen mal. En Canadá están todos los más chicos de shopping y no lo puedo soportar. Había ido de mal humor, quemado, y me la paso todo el día en el cuarto. Se terminaba un año larguísimo y yo estaba arruinado físicamente. Había forzado mi cuerpo y mi cabeza. Perdí varios partidos (los canadienses nos vencieron por 22-15), pero sabía cómo ganar. Me faltaba terminar de armar los grupos, venía comunicándome con los chicos del seleccionado en mis vacaciones, pero estaba queriendo hacer todo. Me era imposible y me frustro. ¿Consecuencia? Lo vuelvo a pagar con el físico: me r o m p o el talón. Empiezo a sufrir con una terrible talalgia. "Algo pasa", me digo. Prendo alarmas de nuevo, como me había pasado en 1999. Aquella vez la crisis fue personal. Esta vez era deportiva y yo lo sabía. "Perdí dos finales en pocas semanas". ¿Perdí?, ¿O perdimos? En mi manera de ver las cosas, todavía creía que los fracasos eran sólo míos. Entré en una depresión complicada. Flor se preocupó mucho, y no entendía qué me pasaba. Nos fuimos de vacaciones a Brasil y no paró de llover. La crisis era por el juego, pero en un momento se hizo existencial. Me metí tan adentro q u e de tanto pensar di con la solución: no podía hacerlo todo yo. Entonces, tenía que empezar a entender genuinamente qué pasaba a mi alrededor. Una cosa es decirlo —yo lo decía— y otra es sentirlo de verdad. "Soy uno de los mejores del m u n d o
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y me viven premiando en mi puesto", pensaba, "pero algo sigue sin funcionar". Me faltaba comprender al que tenía a mi lado y dejar de pensar tanto en mí. Fue una revelación. Me di cuenta de que antes de juzgarlos tenía que conocerlo todo sobre los compañeros que jugaban conmigo en el equipo. Saber si estaban casados, si tenían hijos, cómo estaban esos hijos, cómo eran sus vidas cotidianas... Q u é los hacía querer ganar y cómo hacer para ayudarlos a lograrlo. Debía hacerlo de una manera auténtica, y así podría ver para qué lado ir como capitán, dónde los motivo, d ó n d e no los motivo, dónde se bajonean y dónde necesitan que los empuje... En definitiva, tenía que conseguir q u e cada uno se animara a soñar, pero dentro de sus parámetros, cada uno a su manera, y no asimilando "mis" formas. Ese ejercicio, que es el último escalón del liderazgo, me llevó cinco meses. Cuando me lastimé el talón n o podía pisar, y me fui a San Diego para tratar de recuperarme. ¡Cómo me costaba levantarme a la mañana! Si el pie no entraba rápido en calor tenía que ir al baño cuerpo a tierra; no podía ni pisar, literalmente. Es muy frustrante no encontrarle la vuelta a una lesión... Hasta ahí me atendía con los médicos del club, que eran divinos. Seb, el "fisio", era un genio y f u e un gran amigo. Pero con la talalgia no hubo caso. Fui a verlo a Maradona, que estaba por empezar con el programa de tele Bailando con las Estrellas. "Te lo arreglo ya", me dijo Diego, llamó al médico de la Lazio y en diez segundos apareció en el estudio. ¡Eran las once
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de la noche! El doc de Diego me enseñó unos ejercicios y n o pasaba nada, hasta que entendí que mi problema era psicológico. Diego era una persona especial para mí. Me había ayudado en momentos importantes de mi carrera, siempre para darme una mano y mostrarme cosas que yo no conocía. "Fichita", me decía, "llevá a los chicos a la cancha antes del partido así se acostumbran al mido. Las inauguraciones en estadios grandes son difíciles, más para los que debutan". O "Agustín, esa lesión va a hacerte más fuerte". O "Pichot, ídolo, entro al vestuario con los All Blacks sí o sí mañana. ¡Abrime la puerta y avisale al Taño que la charla antes de jugar con los de negro la doy yo, eh!" No podía caminar, la lesión existía, pero era más mental que otra cosa. Era obvio que, tanto el bajón anímico como la lesión, venían del mismo lugar. Había jugado todos los partidos para el club y el seleccionado, salí campeón, perdí dos finales que me importaban muchísimo... No había muchos equipos en la historia que hayan ganado la Copa de Europa y la Copa de Francia en la misma temporada. ¡Dos cachetazos fuertes! En esos días hablé por teléfono con Juampi Sorin —lo conocía de su época en River y del París St. Germain, donde nos habíamos hecho amigos disfrutando de París—, le dije que seguía mal del talón y me respondió "venite a Villarreal". Hablé con Seb, que en el Stade Fran^ais me atendía lo máximo que podía. Yo empezaba a visualizar el camino al Mundial 2007, y lo notaba complicado con lesiones largas como éstas. "Seb, no me
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arregles, j u e g o uno más y dejame ir a curarme a otro lado". Jugué con el Stade ante Brive y en ese partido me terminé de abrir entero. A la talalgia le sumé esa lesión "innombrable", que empieza con "p" y se escribe parecido. Me tomé un avión a España. El m u n d o del fútbol es distinto al del rugby. Existe otra dedicación hacia el jugador y la forma de trabajar es muy diferente. Tenés un "fisio" tres veces por día y a todo el club pendiente de vos. También es verdad que el fútbol está mucho más potenciado por el dinero y por el ego, y la convivencia es mucho más difícil. Ni hablar de la estrategia. "No entiendo este deporte que jugás", lo jodia siempre a la Brujita Verón: nos habíamos hecho muy amigos en Inglaterra. "4-4-3, ¿qué es eso? Bruja, haceme el 4-4-2..." Nos reíamos mucho con eso. Cuando estaba en Manchester me invitaba a la cancha y yo le decía: "No, Sebastián, me quedo en tu casa". De Verón aprendí mucho sobre la importancia que tiene en un líder el hecho de estar atento del otro y, sobre todo, la capacidad para dar. El no podía creer que me aburriera el fútbol, ni que no fuera un cholulo: "Sos el único pibe que no quiere venir a la cancha", me decía. "Si querés vamos a comer, pero ver fútbol..." Lo mismo me pasaba con Santí Solari cuando jugaba en Madrid. "¿Vas a venir a verme?". "La verdad que no, San ti". "Bueno, toma el auto..." Me iba con su auto a pasear por ahí, y lo pasaba mejor. La otra gran diferencia con el rugby es que en el fútbol la capitanía no es tan importante como para nosotros. A Verón le decía
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una y otra vez q u e él tenía que hacer el equipo y se reía: "No, el rugby es otra cosa". Con Sebastián pasamos momentos memorables. Una vez nos invitó, a Felipe Contepomi y a mí, a que lo acompañemos en los festejos de fin de año del Manchester United. Me quedé hablando con Beckham, a quien le llegamos a robar un gorro en una trifulca generalizada entre argentinos e ingleses, en el micro. "Bánquenme en ésta", nos pidió Sebas, y Felipe y yo saltamos de los asientos a los manotazos con todos los ingleses del Manchester... Nos dimos con NeviUe, Scholes, Beckham... repartimos para todos lados. Recuerdo que "el trofeo" robado de ese duelo fue el gorro de Beckham, y una peluca de rulos que usó toda la noche Felipe, look con el que se ganó, hasta el día de hoy, el apodo de "Pelusa". En el primer viaje a Villarreal conocí a Riquelme. Yo era amigo de Sorin y pasábamos mucho tiempo juntos. Con Juampi teníamos una linda relación, aunque después lo perdí y no lo vi más. Es un intelectual, igual que San ti Solari. Lo malo era que en esa época Juampi estaba a fondo con su pelea con Verón y yo era muy amigo de Sebastián... Pero con Román no me había cruzado nunca y empezamos a hablar mucho: compartíamos la misma mirada sobre el manej o de grupos. Román tiene algo del espíritu del rugby, sobre todo en su visión del vestuario, que siempre tiene que estar intacto y funcionar a la antigua. Comulgamos muy fuerte en la forma de mantener los códigos, en la mentalidad ganado-
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ra, en entender que los más chicos son la fuerza de cualquier cambio, pero tienen que estar ubicados. "Hay algunos que hacen un gol y se creen que juegan solos...", dice siempre. En Villarreal también conocí a Jorge Bombicino y a Enrique Confalonieri, que serían mis "fisios" las veinticuatro horas del día, pero además mis amigos y mis orejas para hacerme pensar. Sin darse cuenta, en las miles de hora de camilla que pasaron hablándome del mundo del fútbol, ordené la estrategia para el Mundial 2007. A fines de 2005 salimos de gira con Los Pumas por Escocia e Italia. Habían nombrado a Alej a n d r o Risler como presidente de la UAR, y de secretario al "Ruso" Sanz, alguien que siempre estaba por ahí, como operador del sistema. El fue el que me sacó de un equipo porque no le gustaba que no me alineara a su forma de pensar. Con el "Ruso" siempre nos desafiamos intelectualmente, y lo respetaba como un adversario de nivel. En sus planes no sólo estaba intervenir a los jugadores del Seleccionado sino también a su staff, y se decía que quería echar al Taño. Apenas asumió, logró deshacerse del mánager, y eso ya nos había caído mal. Nos fuimos a la última gira con "Lalo" Galán como mánager, y le regalamos una camiseta firmada por todos. El, junto a Emilio Perasso, habían sido grandes dirigentes, y dos personas de las que aprendí muchas cosas. En esa gira por Europa empezamos a sentir que había un cambio. En el primer compromiso le ganamos a Escocia en Edimburgo (23-19)... el mismo lugar donde había perdido la final con el
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Stade Frangais seis meses antes. Después superamos a Italia en Génova (39-22), recuperándonos así del papelón en Córdoba, en junio de ese mism o año. Jugué ante los italianos y me largué a llorar. "¡Estamos para algo increíble!" Estaba venciendo a la depresión, y me daba cuenta de que el equipo era el culpable de lo bueno y también de lo malo. Descubría que uno debe utilizar los malos momentos para acumular energías, tomar envión y volver a saltar más alto. Otra vez el rugby me daba una respuesta. Luego del test-match con Escocia declaré: "tenemos que acostumbrarnos a ganar". Me sentía mejor de la lesión y tenía que juntar fuerzas, porque los cambios en la dirigencia lo demandarían.
Tercera Parte
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La depuración de Los Pumas costó sangre, sudor y lágrimas. Me había propuesto un cambio de mentalidad, pero no era fácil: antes de encontrar una forma sólida de hacer las cosas h u b o mucho fuego cruzado. A veces pasaba que nos veíamos poco y "dialogábamos" en los diarios, en entrevistas que nos hacían. Después de la charla con el Taño Loffreda en marzo de 2004, para hacer el balance del Mundial de Australia, Los Pumas jugaron con Gales en Vélez y viajaron a Nueva Zelanda. No participé de esos compromisos porque se superponían con la definición del campeonato de Francia, el que ganamos con Stade Frangais. Además, el Taño quería darle una oportunidad a Nico Fernández Miranda, y me pareció justo, aunque me dolió no estar en los primeros partidos después del último fracaso en la Copa del Mundo. Entendí que tenía que terminar el campeonato con Stade. En esa serie de partidos, Los Pumas anduvieron bien con los galeses: ganaron el primer test 50 a 44 en Tucumán, y perdieron el segundo 35 a 20. En Hamilton, en cambio, el nivel cayó: fue
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para los All Blacks, por casi cuarenta puntos, y desde Nueva Zelanda el Taño declaró cosas que no se alineaban con el nuevo discurso del Seleccionado. Parecía que debíamos resignarnos. Yo venía de ser campeón en Francia y seguía pensando que no podíamos volver a la mentalidad del pasado, que había que empezar a presionar para ser ganadores. Entonces, apenas regresé a Argentina salí a responder a esas declaraciones. Dije que no podíamos aceptar eso de conformarnos con perder ante las potencias, de reflotar el concepto de "derrotas dignas". Al Taño no le gustó eso, pensó en sacarme la capitanía y discutimos. La conducta de algunos era no decirle nada al entrenador, que estaba muy firme en sus convicciones, pero yo también estaba seguro. Me plantaba ante cualquier cosa que nos sacara del foco de ganar, por eso chocábamos bastante. Quiero mucho al Taño, lo quiero de verdad, y lo respeto. Compartimos muchas cosas, habíamos jugadojuntos. Pero mano a mano éramos dos cabezas duras; nos mostrábamos los dientes todo el tiempo, los dos con el mismo objetivo: establecer una nueva era en el Seleccionado. ¿No me querés como capitán? Le escribí un mail al Taño. "Hacé lo que quieras, pero n o le voy a aflojar con lo que hablamos. Si ponés a otro, no tengo problemas, voy a apoyarlo, pero no me voy a callar. La única forma es trabajando juntos, pero como ganadores". A los pocos días hablamos por teléfono y nos pusimos de acuerdo. "Vas a ser el mejor capitán, no te va a pesar". Según él,
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mi personalidad me jugaba en contra para equilibrar los ánimos del equipo. Pero, en mi opinión, el Taño tenía miedo de darme demasiado poder y que eso terminara perjudicando al equipo. Debía entender esto y ser más consciente con todos. Fue un momento de cambios en el espíritu del equipo. Me junté con los otros líderes y dijimos "basta de perder, acá no se j o d e más. Necesitamos una autocrítica puesto por puesto, caso por caso y hacer las cosas a fondo, corrigiendo lo que se deba corregir. Tenemos que ser solidarios entre todos, y dejar de echarles la culpa a los demás, a los entrenadores, a los fixtures, a la IRB... Todo depende de nosotros y del esfuerzo que hagamos". En noviembre de 2004 le ganamos a Francia en Marsella (24-12), después d e doce años: el último festejo d e Los Pumas en su casa había sido en Nantes, en 1992. Al año siguiente también le ganamos a Escocia. Poco a poco, el equipo empezaba a sentirse sólido. Fue en ese momento que dije que "el objetivo es jugar bien, pero lo más importante es ganar. Estamos acostumbrados a realizar muy buenos partidos contra las grandes potencias, hablamos de hazañas y cosas por el estilo, pero tenemos que acostumbrarnos a ganar partidos, como sea. El entrenador de Inglaterra u n a vez me dijo que hay que crecer sobre los triunfos; después, el j u e g o puede mejorar. Este equipo necesita eso". Estaba muy firme, era mi manera de mandar un mensaje claro, y dejarlo por escrito. Con muchos chicos, jugamos muy bien contra Sudáfrica en la cancha de Vélez; a fines de 2005 vino el festejo en Murrayfield ante los escoceses y
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el éxito ante Italia en Génova. Estábamos levantando vuelo... y chocamos en el aire con una arremetida política de la UAR. Se vino la noche. Cuando Alejandro Risler asumió como presidente de la UAR, el Ruso Raúl Sanz como secretario y Hugo Porta como icono del movimiento, nos juntamos a comer. Yo sabía que se venía algún lío, pero estaba muy mentalizado como para hacerle frente. Lo primero que intentaron fue tocarnos al mánager, y me crucé con todo para defenderlo. Además, el Ruso ya había dicho por ahí que quería sacar al Taño Loffreda y que iba a empezar a mover las cosas. No me lo decía cara a cara, pero en el rugby se sabía. En plena previa de este conflicto me había desgarrado, y como no jugaba viajé a Argentina para comer con ellos. La UAR había entrado en un proceso de cambio, yo estaba muy metido con las cuentas de Los Pumas: era la época de Sportfive, la firma extranjera que conseguí para financiar gastos de los jugadores amateurs, que estaban en clubes argentinos. La UAR quería romper el contrato: cuando estaba como tesorero y me negaba el Fondo Puma, Risler ya lo había hecho con Telesport, y había salido carísimo. Rescindirle el acuerdo a Sportfive saldría mucha más plata, y n o tenía sentido. Además, la UAR le debía dinero al Seleccionado, cosas del Fondo Puma, viáticos, de todo un poco. El Ruso atacó de entrada. —Agustín, no voy a pagarles la deuda a los jugadores —me dijo. —Arreglemos. Es plata de todos. —No.
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—Hablémoslo. Se la estás poniendo difícil a los amateurs. Necesitan el dinero para entrenar mejor. Es parte de la evolución del Seleccionado. —No vamos a pagar nada. —Bueno, si esto es así voy a abrir el j u e g o a todos los demás del equipo, porque hasta ahora lo manejé yo. —Hacé lo que tengas que hacer. —La deuda existe y lo saben. O nos ponemos de acuerdo o negocian con cada uno y vemos qué pasa. —Hagan lo que quieran. —Risler, vos sabés que tienen que pagar la deuda, y ya nos habías dicho que iban a hacerse cargo. —Tengo mails que comprueban que sos socio de Sportfive y que por eso los trajiste —me apura Sanz. —Ah, ¿sí? Mostrámelos y vemos. Acá no estamos hablando de mí sino de Los Pumas. Soy el capitán, represento a mis jugadores y la UAR tiene que pagar lo que debe. Después de eso lo invité al Taño a mi casa. "Bancame. Esto es así y así, voy a bancarte a muerte porque creo en lo que estamos haciendo". Arranqué 2006 todavía lastimado y tenía tiempo para ocuparme a fondo del conflicto. Ahí tracé un plan basado en algo que había leído: los movimientos de varas de las micro-células, un sistema de comunicación que nos servía para estar todos informados. Ahí se f u n d ó el "Big Six", con Nacho Fernández Lobbe, Martín Durand, Mario Ledesma, Felipe Contepomi, Chalo Longo y yo.
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Entonces, cada uno tenía su grupo de gente y comunicaba la línea que yo bajaba. Un sistema groso. Nos divertíamos, chateábamos todos los días, hablábamos por skype... Había que armar una revolución en serio y estábamos dispuestos a ir hasta el final. Les expliqué a todos que lo que estábamos haciendo era para protegernos. "Nos ofendieron mucho: para ellos somos empleados y los dirigentes el establishment. ¿Vamos a hacer lo que nos dicen los que no juegan o seguimos luchando por u n sistema para seguir entrenándonos mejor y que los chicos que están en Argentina continúen viaticándose?". La declaración de guerra fue cuando el Ruso Sanz fue a hablar a ESPN para defenestrar al profesionalismo. "Estos jugadores profesionales van a ser borrachos..." ¡Cómo va a decir una burrada así en la tele! Su gira de declaraciones desafortunadas llegó hasta un diario de Francia —el artículo principal salió en Midi Olympique, y L'Equipe se hizo eco—, donde seguía desplegando su discurso desestabilizador. Era mi época de ir mucho a Villarreal y hablaba de todo esto con Sorin, con Riquelme, me había hecho amigo de Diego Forlán. Con la lesión estaban ayudándome los kinesiólogos Jorge Bombicino y Enrique Confalonieri: los dos fueron muy importantes para mi carrera. Pero también iba porque me gustaba estar con los futbolistas y charlar con ellos de los problemas d e Los Pumas: nunca está de más asomarse a la cabeza de la gente que piensa diferente. En el medio discutía una y otra vez con el Ruso Sanz. Risler había desaparecido, y él volvió a la carga con lo de Sportfive.
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El Ruso siempre fue muy frontal, así que nuestros diálogos eran bravos. Su objetivo era esconder a Risler, porque era el que había negociado conmigo, sabía la verdad de la deuda y lo de Sportfive. Pero era mejor embarrar la cancha. Sanz tiene una personalidad muy fuerte, les gritaba a todos y los corría, pero Risler nos había dicho y armado una cosa, y ahora nos cambió el discurso. Entonces, decidimos mandar una carta a todos los clubes franceses y argentinos. Necesitábamos dejar en claro nuestra posición: lamentar profundamente las barbaridades que había dicho Sanz en la prensa. En este punto empezó una guerra de ida y vuelta complicada, que terminó en una carta al Consejo Directivo de la UAR, en la cual expresábamos la renuncia masiva a integrar los seleccionados. No nos habían escuchado y decidimos no jugar más para Los Pumas. Ricardo "Gato" Handley era vocal titular de la UAR y, como mánager de selecciones, la cuarta pata del poder dirigencial, j u n t o con Risler, Sanz y Porta. Cuando recibieron la carta, lo enviaron a París como negociador. Los jugadores que estábamos en Francia nos reunimos con él en La Cantina, y le explicamos qué estaba pasando. El Gato nos confiesa: "No sabía que era así. Veamos qué podemos hacer". Nosotros respondemos: "No, Gato, renunciamos". Al rato me llama a mí solo. "Quiero verte mañana a las nueve de la mañana". Muy vivo, el Gato. El nunca creyó que fuéramos a renunciar, pero esa misma noche hicimos otra carta, firmada por todos, ratificando nuestra posición y la enviamos por mail. Me r e u n í con él *
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a la mañana siguiente, y le confirmé la renuncia masiva. "Somos cuarenta y siete pibes citados y ninguno va a jugar para Los Pumas. Acá no hay marcha atrás". El Gato se pone blanco. Yo sabía que iba a ser muy difícil que nos bajásemos en el Seleccionado. Pero teníamos que jugar fuerte; estábamos luchando por un sistema que nos hiciera ser mejores y el Gato empezaba a entenderlo. Me llamó enseguida. "En una semana lo resolvemos, quédate tranquilo. Lo que pidieron va a estar", me dijo Handley. Levantamos la renuncia y viajamos a la Argentina para jugar en Puerto Madryn con Gales. En esos partidos conocí a Mario Das Neves, un tipo muy interesante con el que coincidimos en una misma mirada política. El equipo había empezado a levantar vuelo, hablamos con José Luis "El Abuelo" Rolandi, que era el mánager de Los Pumas, y aprobamos todo con él. Estábamos logrando un acuerdo para asegurarles recursos a los chicos que estaban en Argentina, íbamos a tener una buena preparación para el próximo Mundial y en la clasificación con Chile ganamos muy bien (60-13). El equipo venía firme, jugamos con los All Blacks en Vélez y perdemos por apenas 30 a 25. "¡Tenemos que ganar, tenemos que ganar!" Ya se percibía que en el vestuario no había esas caras de "derrota digna". "¡Vamos bien!", pensé. El discurso se hacía cada día más real, yo sentía que el mensaje empezaba a meterse en el ADN del Seleccionado, y eso era muy bueno. El Ruso Sanz no había aparecido en ningún partido porque estaba en el Mundial de Fútbol, en
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Alemania. Al final, irrumpió con un cambio de contrato, en el que había muchas modificaciones y no se respetaba nada de lo que habíamos negociado. Nuestro acuerdo era de dos páginas y él trzyo más de veinte. El Gato Handley terminó renunciando: "Yo había puesto la cara con el Consejo Directivo de la UAR", dijo. El Ruso le respondió: "No me importa, voy a hacer lo que quiero". Lo de Handley fue honorable: un tipo amateur a ultranza, que entendió que la única manera de competir era haciendo las cosas como las planteábamos losjugadores. Pasó a ser nuestro referente porque mostró una ética: se quedó sin su lugar como dirigente para bancar su palabra. Nos hicimos amigos y siento un respeto total hacia él. Rolandi se quedó a lucharla, pero el Ruso lo volvía loco. Siguen las idas y vueltas. Se cae el acuerdo pactado. Yo vivía entre dos mundos: volver a Francia y poner la cabeza en el club, o seguir peleando por el Seleccionado. Mi corazón estaba con Los Pumas, y faltaba un poco más de un año para el Mundial, pero ¡tenía que jugar! Hacía tres meses que no iba al club; entre las vacaciones y la rehabilitación para curarme del todo de la lesión en los aductores, había desaparecido. Un día, hablando con Roro Roncero y con Juan Hernández, mis dos grandes amigos, me dicen que vuelva a París. Pensé que ya había pasado el límite, pero como siempre, les había avisado al presidente y al mánager. Mi recuperación, de alguna manera, estaba "oficializada". Una mañana, llego al entrenamiento del Stade con cara de piedra y se produce este diálogo:
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—¿A qué venís acá? —me dice Galthié. —Fabien, vengo a hablarte bien —le respondo. Yo estaba todo roto. —El equipo anda bien sin vos. —Vos me mentiste; si no no me hubieses hecho volver, yo me cuidaba y no jugaba todos los partidos que me pediste, me iba con Los Pumas y me metía en reposo. Me fui a Villareal, me diste la autorización... —Sí, sí, pero eso ya pasó. Ahora el equipo anda fenómeno. —Como quieras. No me voy a ir. Empiezo como cuarto medio-serum y vemos. —No sé, voy a pensarlo. Cualquier cosa te aviso. —Dale. Me voy a correr. Galthié era un tipo muy jodido, pero no tenía razón. En junio de 2006, antes del partido en Puerto Madryn con Los Pumas frente a Gales, me había hecho quedar en Francia para dejarme en el banco. Yo le había pedido que me liberara, porque intuía que no me necesitaba. Estábamos muy metidos en la revolución del Seleccionado, pero mi compromiso con el club era total. Antes de ese partido le dije "Fabien, me duele todo, vengo jugando mucho, pero me tiro a la semifinal igual. Si no te sirvo decime y me voy a la Argentina". "No", me dijo, "venite que vas a jugar..." y no me puso. Esa misma noche me peleé con todo el mundo: de tanto jugar podría haberme lastimado peor, me había arriesgado y al final no entré en el partido más importante. No era simplemente que no había entrado: me daba bronca que podía haber vola-
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do a Argentina para descansar. Le avisé al mánager del Stade que me volvía. "Al final hice todo el esfuerzo para llegar, no me pusieron un minuto y ahora perdimos la semifinal". Después de eso, estuve durante agosto, septiembre y octubre sin jugar. Tres meses. Al verme de vuelta en el club, Galthié creyó que yo iría a decirle "no aparezco desde las semifinales, tenés razón, acá estoy para lo qtie necesites". Después de discutir me fui a hacer el calentamiento con el equipo y lo veo venir a Galthié, otra vez. Al mismo tiempo, Juani y Roro se acercaban a saludarme, y a ellos se sumaban Pierre, Julián, Mathie, Benjamín y otros compañeros franceses del club, con quienes éramos muy amigos. Estaban todos felices por mi vuelta; Fabien, mientras tanto, miraba lo que pasaba desde un costado. —¿Qué hacés? —me pregunta. —Nada, estoy corriendo —le respondo tranquilo. —No, andate. Lo pensé bien, y no quiero que te quedes. —A ver. Vení a un costado, sentate acá. Yo te dije que empezaba de lo que vos quieras. ¡Pero ahora me decís que no me dejás arrancar en el segundo equipo! Estoy diciéndote que arranco de cuarto medio-serum. No estoy presionando para jugar en la Primera. Voy de cuarto medio-serum. ¿Estás prohibiéndome jugar con los espoirs? ¿No puedo jugar en el segundo equipo frente a Clermont? Decímelo, hacete cargo y salí vos a contárselo a la prensa. No aparecí en semanas, pero los dos sabemos cómo fueron las cosas hasta ahora.
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—Está bien —me dice—. Jugá en el segundo equipo todo el año. Me fui con los espoirs, mientras por dentro me reía: sentía la alegría de que volvería a jugar. La recta final hacia el Mundial 2007 estaba lista. Me sentía bien, y cuando estás bien la confianza que tenés en vos mismo te impulsa y sos capaz de todo. A esa altura, tenía mucha experiencia en el camino hacia un liderazgo integral, dentro y fuera de la cancha. La versión casi terminada de algo que había perseguido toda la vida. "El juego manda", me repetía. "El j u e g o manda". Armé el vestuario de los espoirs y metí una arenga impresionante. No teníamos entrenador, sólo estaba el preparador físico, Benjamín, que me dijo: "Agustín, es un privilegio, todo el equipo es tuyo". Eran todos chicos de dieciocho años, y los pibes no podían creer que yo estuviera jugando con ellos, cuando ningún jugador internacional bajaba al segundo equipo. ¡En el primer tiempo nos pusimos 27 a 0 arriba! En el entretiempo salí de la cancha, y le traspasé la manija a "Toco Toe", así le decían al otro medio-serum, nos empataron, y finalmente perdimos. Pero fue anecdótico, porque yo volaba, quedó la leyenda de esa arenga en el vestuario y de un primer tiempo tremendo, conmigo entre los titulares. Faltaba un año para la Copa del Mundo y yo estaba j u g a n d o con los espoirs. ¡No me importaba nada! En eso me llamó el Taño Loffreda. —Risler y Sanz están queriendo voltearte de la lista de Los Pumas. —¿Y vos qué les dijiste?
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—En mi equipo jugás igual. ¿Vos cómo estás? —Mirá, estoyjugando en el segundo equipo... Pero estoy. Me va a costar, pero contá conmigo. Hacía cinco meses que no jugaba. A las tres semanas de estar con los espoirs se lastimó el medio-scrum del primer equipo, y para el siguiente partido Galthié me llevó al banco. En un momento también se lastimó Juani Hernández, tuvo que correr al nueve, al diez... y terminé jugando veinte minutos a fondo. Me fui de gira con Los Pumas muy contento. Con ese ánimo, en noviembre de 2006 le ganamos por primera vez en la historia a Inglaterra en Twickenham: un 25 a 18 legendario. Volví a los entrenamientos del club muy afilado, y cuando estamos jugando una tocata para entrar en calor se me acerca Galthié. Me mira y se ríe. Al final, me estiró la mano. "¿Arrancamos de cero?", me dice. "Sí, olvídate". El primer partido fui al banco y en el segundo ya era nuevamente capitán. "Tomá las llaves", me dijo. Estaba jugando en el mejor nivel de mi carrera. En j u n i o del año siguiente (2007), y faltando apenas tres meses para la Copa del Mundo, salimos campeones del Top 14 por segunda vez, y Galthié terminó consagrándome como referente delante de todo el mundo. En plena conferencia de prensa dijo "Agustín nos sacó Campeones de Francia con su liderazgo". En ese instante, lo busqué a Alain, el mánager, que me había bancado y le di un fuerte abrazo. Nos quedamos emocionados en el vestuario, y me dijo: "Ojo lo que vas a hacer acá en octubre con Los Pumas". Esa noche fue genial.
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La última desconcentración, la calma antes de lo que se venía. En el vestuario los parlantes reventaban con el tema del club, remixado por Max, el presidente, que bailaba feliz después de un año durísimo. Habíamos salido campeones con un equipo joven y con lo justo. Se disfrutaba el doble.
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La preparación para el Mundial 2007 avanzaba, y los problemas nos perseguían. Por un lado, el equipo estaba mejor que nunca; por el otro, la dirigencia no dejaba de atacar. Me gustan los enemigos fuertes y con argumentos. Si te atraen las grandes causas, estás llamado a generar el cambio de paradigmas constantemente. Eso va a llevarte a liderar, a chocarte naturalmente con mucha gente mediocre, y hay que entenderlo como una parte del cambio. Lo malo es que en ese p u n t o tenés que olvidarte del desafío intelectual. Es la parte más triste. Esa gente nunca venía a decirme cosas como "creo que esto es lo que hiciste mal" o "tendrías que haber hecho esto otro, y de esta manera". Ellos simplemente atacaban, sin oponer argumentos sólidos. ¡La mediocridad es lo peor que hay! Es una tendencia muy nuestra creer que estamos preparados para lo que venga. Todo es "vamos, vamos, vamos"... Está bien, somos apasionados, tenemos sangre, "vamos"... Pero, ¿adonde?, ¿Para qué? ¿Tenemos herramientas? En otros países, el que no tiene nada que decir o no está a la
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altura de u n conflicto directamente te contesta "no, gracias". Es imposible pelearte: no te dan la opción y ya está. En la Argentina, en cambio, nos sentamos a la mesa y nos aferramos al debate, muchas veces sin estar preparados. Lo hacemos invocando batallas personales, y definitivamente pasionales. Es como si yo me pusiera a hablar de literatura griega con un especialista, que el pibe me diga "es mi pasión", y yo así y todo lo cuestione y pretenda estar a su nivel, cuando la última vez que leí algo de eso fue en quinto año. Tenemos todo para hacer las cosas bien, pero generalmente nos cuesta ser humildes para crecer desde el concenso. Es lo que pasó en el rugby con el gran tema de toda la vida: profesionalismo versus amateurismo. La discusión fue tan poco fundamentada que terminó siendo un mamarracho. Es tan difícil que venga alguien a discutir en serio sobre esto... En un punto es irracional y se tornó peligroso: muchos jugaron a ser los guardianes de la moral, escribiendo cosas que los hacía retroceder a momentos muy malos de la Argentina y el mundo. En la sociedad del rugby nadie te dice "yo estoy con el profesionalismo o con el amateurismo por tal y cual cosa; esperemos diez años, analicemos los procesos y veamos qué conclusiones sacamos". Acá se te paran de manos, después se dan vuelta y te abrazan, pero siguen odiándote. Eso sí: necesitan statu quo. "Che, qué va a decir la gente, no me insultés en público..." Ahí te das cuenta d e que te pelean por pelear, sin ninguna causa verdadera detrás. Me pasó de compartir equipo con
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jugadores que me copiaban cosas que yo hacía o decía, incluso cómo me vestía, pero que al tiempo se ponían a hablar mal de mí y a desconocer grandes momentos. Supongo que el liderazgo también es marcar tendencia, por decirlo d e alguna manera, haciendo cosas con convicción. Entonces, el otro ve en vos una determinación y una seguridad que cree que puede adquirir, pero es un espejismo. Por eso no me canso de repetir que ser líder es una consecuencia de tu sensibilidad, de tu seguridad en vos mismo, el resultado de sentirte especial. Te das cuenta de tu capacidad de liderazgo cuando cada cosa que hacés, por más mínima que sea, repercute en los otros. Por eso, la responsabilidad es doble. A poco menos de un año del Mundial seguían pasando cosas increíbles. Una de esas cosas fue algo que escribió Andrés "Perica" Courreges, un ex hooker del CASI y de Los Pumas en los años ochenta, que además era muy amigo del Ruso Sanz. A fines de 2006, Perica publicó un artículo durísimo en contra del Seleccionado antes del partido con Inglaterra en Londres. ¡No podía creerlo! Con Andrés tengo una historia, lo quiero y nos conocemos hace varios años, pero por entonces estaba todo muy dividido. El Taño leyó ese artículo y terminamos todos con una vena increíble, que finalmente nos ayudó. El 11 de noviembre de 2006 le ganamos a los ingleses en la Catedral por primera vez, y con ese triunfo histórico quedaba claro que el equipo había cambiado la mentalidad; ese partido es un p u n t o de
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inflexión muy importante. Para Los Pumas es la demostración de una fuerza interior que antes no teníamos. Para mí, es el principio del final d e un aprendizaje que inicié hace años, y que lleva indefectiblemente al liderazgo positivo. Doy un discurso que pasa a la historia como el primero de una etapa gloriosa de Los Pumas: "Disfrutemos este momento diez segundos, nada más... Hoy la historia la escribimos nosotros... Este momento no se lo olviden nunca", digo en una ronda que hacemos en la cancha apenas terminó el partido. Me convierto en un referente distinto, empiezo a abrazar más a todos, intento que el equipo sea más sensible... y confirmo eso que venía sintiendo hacía ya unos meses: un buen líder tiene que saber escuchar, esforzarse por entender y tomarse el trabtyo de ver, en todo momento, cómo está cada integrante de su grupo. Al regresar al vestuario sentía que había una mezcla de alegría y bronca, y que cuando trató de ingresar Risler, nadie quería verlo en ese lugar íntimo del equipo. Después, durante el tercer tiempo, se produjo un cruce institucional grave. Con la victoria en Twickenham, en Los Pumas apareció una mística nueva, un funcionamiento de equipo y un perfil mío como capitán. Con los años, al grupo de jugadores del Mundial de Francia de 2007 se lo llamó "la generación mágica". El camino ya estaba muy marcado, y veíamos que era así por cómo nos relacionábamos, cómo nos cuidábamos y luchábamos por las mismas cosas. En el discurso posterior a vencer a los ingleses, donde se juntaron dos equipos más
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trescientos invitados, hablé desde el corazón y terminaron todos aplaudiéndome, entendiendo nuestra historia. Les hablé a todos de lo que significaba Inglaterra como inventores del juego, de lo que significaba para cada jugador y en especial para nosotros los argentinos, que siempre teníamos en nuestro imaginario la idea de recuperar las Malvinas. Les conté que para mí Twickenham era un lugar especial, porque viví durante cinco años a diez cuadras de ese estadio, y que había sido importante cerrar un círculo y decir "vine, jugué, crecí y gané acá". También era importante contárselo a mi equipo: soñaba con triunfar en Inglaterra y ellos me habían ayudado. Ya era un líder más humano, más sensible y emocional, y la maquinaria empezaba a funcionar afuera y dentro de la cancha. La dirigencia se dio cuenta de todo esto porque no aflojábamos en ninguna. Después de ese partido, cuando Risler empezó su discurso en el tercer tiempo, nosotros nos levantamos y nos fuimos. Queríamos responderle a su deslealtad con algo pesado y lo dejamos ahí parado. Fue fuerte: entrás a un lugar después de haber desaparecido varios meses, y los treinta que estábamos en la gira nos fuimos del lugar sin decir nada. Lo dejamos solo. Esa situación fue u n quiebre profundo, y debía solucionarse rápido, no era serio como país ni como equipo. Pero ellos tampoco aflojaban, y los problemas seguían. La gira continuó en Italia, y al llegar a Roma el Ruso Sanz nos había preparado otra sorpresa. Bloqueado por el lado de losjugadores, siguió cas-
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tigándolo al Taño Loffreda. Cuando llegamos a la concentración y salimos a entrenar, vemos que está Patricio Noriega, que era... ¡un entrenador! Lo había mandado el Ruso en calidad de algo, nadie sabía para qué, pero ahí estaba. Loffreda volaba de la bronca. "Tenés que renunciar ya, te bancamos. Nos vamos todos de nuevo", le dije al Taño. Me acuerdo que fui a su habitación y le ofrecí irme primero: "renuncio ya". Mucho tiempo después, Noriega me contó que nunca supo a qué había ido. Yo sí lo sé: Sanz y Risler lo usaron como excusa para aparecer por el hotel. ¿Y qué terminó pasando? Que se dio la reunión que buscaba el Ruso, para sentarse a la mesa y decir "arreglemos esto". Dicho y hecho, lograron su objetivo y nos juntamos a negociar; estábamos losjugadores del "Big Six", Sanz, Risler, Loffreda y Baetti. Losjugadores veníamos hablando muy firmes, estábamos bien plantados, y en un momento decido saltar con todo para aclarar lo que había pasado. Ñachi arrancó muy fuerte, y Chalo estaba como loco; el resto nos mantuvimos atentos. Habían pasado muchos meses y esa reunión en el hotel de Roma surgió para decir la verdad; entonces me largué yo: "ahora voy a decir la verdad porque ya m e callé dos años. Alejandro, vos aseguraste que yo era socio de Sportfive. ¿Por qué? Si fui con vos a traerlos porque creímos que era lo mejor para el rugby argentino en su momento. ¿Por qué me demonizaron con el Ruso?, ¿querían debilitarme?, ¿querías sacarme? Esta es la verdad, y ya se sabe quién mintió". Creímos que Sanz saldría a defender la situación, pero
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lo que dijo es que a él le habían explicado algo diferente. Nadie agregó nada, y en el cuarto se instaló un silencio sepulcral. "No sigamos con esto. Nosotros no nos vamos a ir, el Taño y Banana tampoco. ¿Cómo seguimos?", terminamos la conversación. Felipe Contepomi agregó: "tenemos que llegar bien a la Copa del Mundo, como sea. ¡Basta de problemas!". Sanz es un tipo muy vivo. ¿Qué nos dijo? "Voy a hacer todo lo que ustedes me digan; hablaré con el Taño para ver cómo trabajar y le damos para adelante". ¡Un genio! A partir de esa reunión empezó una relación diaria conmigo; fue muy interesante y aprendí mucho. Pero a cada paso me ponía a prueba con cosas, y trataba d e manejarme... ¡Algo imposible! Nuestro equipo estaba más consolidado que nunca; podía traer al que fuera, incluso a Hugo Porta si quería, pero teníamos el Mundial de Francia a la vuelta de la esquina, y me sentía más preparado que nunca para liderar a mi grupo de jugadores y hacer un bloque sólido con Loffreda.
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Los sueños son lindísimos mientras dormís, pero cuando salís a buscarlos tenés que ser valiente. Soñar significa elevar la vara un poco más arriba, sabiendo que en algún momento vas a tener que poner el cuerpo y saltar al vacío. No es algo que les guste a todos: jugar sin red es algo que puede llegar a doler. Pasé vestuarios terribles, llorando como un chico, porque me dolía no haber logrado lo que me había propuesto. Podría enumerar cada uno de los partidos que me han marcado a fuego. No es que me pusiera mal simplemente por no ganar: sé perder y acepto que puede pasar. Pero hay maneras y maneras de hacerlo. ¿Cómo perdí?, ¿Cuánto di?, ¿Entregué todo?, ¿Podría haber hecho más?, ¿Hasta qué punto dependió de mí? La bronca nunca tiene que ser por no ganar, sino por saber que lo que hiciste no alcanzó. Cuando perdés y te duele, entonces es momento de analizar las razones, redoblar y proponerte hacer más la próxima vez. Siempre más. El liderazgo es asumir desafíos constantemente, y ser consciente de esto es parte del aprendizaje. No hay chances de que un líder pueda influir en
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otros si no siente que hay que tomar riesgos, y que esa "locura" es una parte esencial del referente. Cuando era chico creía que los desafíos eran de uno. Una vez, todavía en los juveniles del CASI, venía jugando bien, quise hacer la heroica y salí a buscar la última pelota como si fuera Superman. Estábamos con uno menos, y era tan desalmado que no entendía cómo otro pudo hacerse echar a los cinco minutos: se "me" estaba escapando el resultado por su culpa, "yo" estaba perdiendo un partido que parecía ganable. Sentía que lo vivía más intensamente que los demás, y cuando terminó no podía parar de llorar de la impotencia. Todos me miraban como diciendo "este pibe está loco". Papá me decía "levantate", y yo le respondía "dejame". "No, Agustín, es un partido". Después aprendí que en un grupo nunca estás solo, y que cuando sos capitán tenés que tratar de no generarles dudas a los demás. Una vez que desaparece la garra perdés presencia. También tenés que poder decidir por todos y bancar las discrepancias. Otro recuerdo importante viene de una gira con el CASI por Gales. Era chico, pero ya tenía un rol de líder bien marcado. Estábamos tan acelerados con la situación de estar jugando afuera, que en un momento casi todos nos pasamos de rosca y dimos vuelta el hotel; vaciamos los matafuegos y corrimos por todos lados. Al otro día vino uno d e los que trabajaba ahí y me encaró: "Usted, capitán, hágase cargo. Vale 400 libras esto". Mi decisión fue que lo pagaría todo el equipo: "Fuimos todos", pensé. Había dos o tres jugadores que no habían hecho nada y
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protestaron: "No, no nos hacemos cargo". "Si ustedes no estaban fue una casualidad", insistí. "La mayoría fue parte del lío y para eso está el fondo de equipo". "No, el fondo está para viajar". "No, no es así. Está para lo que tenga que estar". Lo pagamos del dinero del grupo, como correspondía. Hoy creo que conducir es la mejor parte del liderazgo. Es mucho más completo que avanzar solo, como el hámster en su rueda, yendo siempre para adelante, sin mirar para atrás ni para los costados. Cuando conducís tampoco podés fallar: tenés que bajarte de tu ruedita y hacer andar a los demás. Muchas veces, cuando sentí que había fracasado, tuve la sensación de ser ese hámster arriba de una rueda, sin pausa, que no va para adelante impulsado por sus sueños. Durante la preparación para el Mundial de Francia una de mis frases de cabecera era: "Permítanse soñar. Piensen que podemos, aunque sea suéñenlo". Como los sueños son lindos, pero cumplirlos es otra cosa, sabía que necesitábamos no dar ventajas, y me concentré en planificar la preparación física del Seleccionado con Nacho y con el Taño. Después de ganarle a Inglaterra en Londres, ya estaba instalada la mentalidad ganadora. En esa gira de fines de 2006, también le ganamos a Italia y perdimos con Francia por un punto. "Perfecto", pensé. No es que prefiriera perder, pero no me disgustó que nos ganaran por tan poco. íbamos a enfrentarlos en la inauguración de la Copa del Mundo; entonces, para ellos fue un aviso; para nosotros, la esperanza: dar la sorpresa ante Francia y
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en su casa no era un sueño imposible. Justamente. "¿Lo ven? Anímense a soñarlo", seguía inculcándoles a los chicos del Seleccionado. Había que poner el cuerpo y lo hicimos cuando fuimos al Athletes Performance, en el Andrews Institute de Pensacola, a matarnos entrenando. No sé qué hubiera pasado sin ese viaje, porque lo viví como el final de la refundación de Los Pumas, como el punto máximo del trazado del objetivo. En Pensacola, mientras dejábamos el alma para ponernos físicamente impecables, se terminó de definir el trazado del objetivo, como broche de oro del cambio que veníamos provocando en el rugby argentino. Habíamos revolucionado fuerte en todos los frentes: dirigencial, estratégico, social, comercial... Ahora faltaba romper más todavía en lo deportivo, y sabíamos que para eso había que prepararse. Pensacola también fue el hilado fino, el "manual de guerra", la terminación final del estilo de juego, la profundización de los conceptos, la afirmación y reafirmación y recontrarreafirmación de lo que teníamos pensado hacer en el Mundial. Preparamos los físicos y nos unimos como nunca los grandes con los más chicos. Fue un gran desafío personal porque yo tenía que estar en forma más que nadie. Un líder tiene que mostrar que es el mejor en su puesto, y que deja todo para lograrlo, igual o más que los demás. Trataba de salir primero en todos los testeos, competía con los más jóvenes... Cuando nadie me veía lo buscaba a J o e Gomes, nuestro preparador físico, y le preguntaba qué tenía que mejorar en los tiempos. El me decía qué pensaba
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y cada vez que podía, sin que nadie nos viese, hacíamos un doble o triple turno a un costado. Joe, Nacho y el "Gallego" me ayudaron a llegar físicamente, en mi mejor nivel. Pero, al mismo tiempo que yo forzaba la máquina con todo, los demás también lo hacían, algo que derivaba en que muchos se lastimaran. Empezaban a surgir dudas, la prensa ponía en jaque el sistema, los escépticos de siempre salían a criticar, hablaban grandes preparadores físicos del país que criticaban nuestro modelo... Todas expresiones de miedos y mediocridades propias de aquellos que no creen en los cambios, porque no sabrían cómo emprenderlos. En ese momento, cuando escuché todo eso, puse en práctica lo que había aprendido en todos estos años: dar seguridad y no dejar que las dudas de los de afuera contaminasen al grupo. Tuve que generar más confianza que nunca. Era un lugar que no conocía nadie, propuesto por mí. Muchos años atrás, mi amigo Ricky Gortari me había dicho: "Agus, andá a entrenarte ahí. Con Adidas tenemos algo que está buenísimo". Lo escuché, quise ir en el 2003 y no llegué. La idea quedó rebotando en mi cabeza, hablé con la gente del lugar más de una vez, y cuando se acercaba la preparación para el Mundial de Francia, le acerqué la inquietud a Sanz. Como con el Ruso estaba todo bien y él estaba convencido de que necesitábamos lo mejor, me dijo "mirá que si nos gastamos esta plata, tal vez no queden recursos para los premios". Le respondí: "no te preocupes; gastemos en la previa". Eso le pareció genial, y terminamos de pelear para unificar las fuerzas y lograr una pre-
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paración ejemplar. Igual, no dejaba de sentirme preocupado por los lesionados. Sabía que estábamos ahí por "responsabilidad" mía, ¿o era por mi culpa? Los chicos con dolencias físicas eran varios y tenía que cargar esa mochila. Pero yo estaba seguro de lo que hacíamos, sobre todo viendo cómo ese sistema de entrenamiento era imbatible, espectacular. El equipo crecía día a día. Llegamos a la Argentina y nos refugiamos en el club Newman, que también es un colegio, y los chicos en los recreos nos recordaban que no éramos superhombres, pero también que representábamos los sueños de miles de ellos. La primera gran prueba fue confeccionar la lista de los treinta jugadores que viajarían a Francia, algo que implicaba tomar decisiones fuertes. Faltaba un entrenamiento y se vencía el plazo para presentarle a la IRB la lista de buena fe para el Mundial. Dos días antes, con el Taño hablamos mucho de eso. Teníamos pocas dudas y en esos interrogantes había amigos que quedaban afuera. Un caso particular era el de Fede Martín Aramburú, que no se había recuperado de la lesión en la rodilla; de titular indiscutido pasaba a quedar afuera del torneo. Lo mismo sucedía con Fran Leonelli, que no era amigo amigo mío, pero que también era titular indiscutido. Ambos tenían una lesión que les demandaría más de cuatro semanas de recuperación. El Taño había marcado una línea, y yo la respetaba. Sí le pedí que me dejara ir a hablarle a Fede: quedaba una práctica, y si seguía sin participar en los entrenamientos con contacto físico se quedaría fuera de la lista. "Hacé lo que quieras.
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Vos sabés que a mí no me gusta la franela, ni dar explicaciones individualmente", me dijo el Taño. Yo lo entendía, pero creí que en este caso sería importante. Me mordí la lengua para no hablar con "Gamba" Gambarini o con "Bere" Stortoni, que eran jugadores de mi club, y a los que sentía amigos. Pero no era justo para el resto. Hay veces en las que el liderazgo te pone frente a situaciones que duelen, pero hay que morir con ellas y sufrir con lo que puedan pensar de vos. Con el tiempo, y siendo consecuentes, las cosas justas se entienden. Ese día, antes de la última práctica, hablé únicamente con Fede. Le dije que se quedaría afuera y que hiciera el último entrenamiento como si fuera un test-match. Asintió con la cabeza y sé que lo intentó. Yo miraba desde el costado y lo veía renquear, aunque dejando absolutamente todo en cada tackle y en cada jugada. Me emocionó ver que alguien quisiera tanto, pero tanto, ir a un Mundial, pero así nos sentíamos todos. Fede quedó afuera del plantel y con una bronca increíble, pero nunca me reclamó nada. El momento de dar la lista fue durísimo. Todos se habían entregado totalmente, pero habría once chicos que no compartirían el sueño de entrada. Se instaló una mezcla rara de alegría y dolor por los que quedaban afuera. Todos los que quedamos y vimos esas caras de tristeza comprendimos que estar ahí era un privilegio, pero a la vez una responsabilidad. Entonces, nos juntamos en una sala para la última reunión antes de viajar a Europa. Había nervios, silencio y el Taño habló para trazar los objetivos y después tomó la
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palabra Banana Baetti: cuando hablaban, se complementaban perfecto en la técnica y el compromiso, ¡era espectacular escucharlos! Siempre cerraba yo, porque el Taño me lo pedía. Cuando los entrenadores concluyeron su exposición yo estaba muy nervioso, algo raro en mí. Dentro de mí había algo, quería gritarlo, y lancé sin filtros aquello de "nos vamos a Francia para ser campeones del mundo". Todos me miraron, hubo uno de los silencios más lindos de mi vida. En frío, sin vestuario, empezaba a comprometerlos a todos con un sueño. Después vino la gira previa, que fue ideal para sacarnos las dudas y ajustar lo último de lo último. No habría más cambios y comenzaba la cuenta regresiva: lista confirmada, lesionados recuperándose... Parecía que no habría más problemas, pero... como en todos los momentos de la vida, y más todavía en la mía, las adversidades están mucho más cerca de lo que uno cree, y siempre se redoblan. Antes de la llegada a Francia teníamos programado pasar por Gales y Bélgica. En el primero de los partidos, a quince días del debut mundialista en París, el "Negro" Gaitán se sintió mal en la ducha y casi se cae al piso: tuvo un paro cardíaco en el vestuario. Teníamos que viajar a Bélgica directamente, pero yo me quedé con él, en el sanatorio de Cardiff, durmiendo en el piso, haciéndole compañía en la sala de terapia intensiva. Sentía que se me moría un amigo, y me bajé del Mundial. No podía dejarlo solo, y en esa instancia el rugby no me importó nada: quería estar con él y nada más. Cuando fui a decirle a Loffreda que
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"me quedó acá con el Negro", el Taño lo entendió, pero me respondió que el equipo me necesitaba. "Taño, es mi amigo el que m e necesita más. Cuando esté bien voy para allá". Los Pumas viajaron a Bruselas, y me quedé a pasar la noche con el Negro. Al día siguiente estuvo mejor, fuera de peligro, y me tomé un avión para sumarme al equipo. En ese cuarto, mientras lo miraba, me daba cuenta de lo importante que era la amistad. Tomé conciencia de cuánto extrañaría al Negro si de pronto no lo tuviera más; en mi locura de los últimos meses, esa noche fue la más trascendental. Lloraba sin que el Negro se diese cuenta, me angustiaba no tenerlo para concretar nuestro plan maestro. Como yo sabía que iba a salir todo espectacular, lloraba porque no iba a poder abrazarlo antes de salir a la cancha. Entonces, entendí que un día podemos estar y otro día no. A ese cuarto volvió Papá... Volvió la bruja que me salvó la vida, d e la que ya hablaré... Volvieron las ganas, más que nunca, de hacer algo extraordinario... Por mí, por ellos y por mi amigo "Blackie", internado a mi lado. Empezaba la cruzada. Luego de esa gira por Gales y Bélgica llegué a París sintiendo que entraba en mi casa. Mi cuarta Copa del Mundo sería en la ciudad en la que vivía, y eso se sentía raro. No sabía bien qué nos esperaba, pero algo me decía que no sería un Mundial más. Sonaba Pasos al costado, la canción de Turf, en versión acústica: "No reconozco el punto justo donde hay que frenar". "Vamos hasta la final", me dije.
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Es tan linda la sucesión de ceremonias de una Copa del Mundo. Cuando llegás a París en la estación te esperan cientos de chicos y al capitán le entregan un ramo de flores. Estás vestido impecable, de traje, como indica el protocolo. Bajás del ómnibus, te instalás en el hotel, te reciben un montón de chiquitos de distintos clubes con las banderas de tu país... En un momento miras a tu alrededor y pensás: "Qué privilegio estar acá. Qué responsabilidad representar a mi país, a mis amigos, a mi familia, ser un referente del equipo". El Mundial era en Francia y la situación era rara. Varios de los jugadores de Los Pumas estábamos experimentando estas sensaciones en un lugar que conocíamos y queríamos. Yo hacía cuatro años que estaba en un club d e ese país, justamente ahí, en París. "Voy a desafiar a mi casa", pensaba, "ya empieza a haber algo mágico". Sentía las cosquillas detrás de mi cabeza. En nuestro búnker se había instalado eso de "bueno, a sufrir, empezó la cuenta regresiva". Ese sentimiento, que nació de los que ya habíamos vivido algunos mundiales, fue contagiándose a los
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que no habían jugado ninguno. Hubo, desde el primer momento, u n a tensión muy grande. También podía sentirse la presión. En 2003 debutamos con Australia, q u e era un imposible. En el 99, cuando debutamos frente a Gales, fue igualmente imposible. Y j u g a r el partido inaugural, y encima ante los locales otra vez, era un imposible. Ahora llegábamos con la sensación de haber hecho todo bien. La preparación física fue excelente, el grupo estaba unido, el nivel de juego era alto. En el aire flotaba la ansiedad de no saber cómo responderíamos, esa que te hace pensar "tiro la moneda, cara o seca, ¿qué va a pasar?". La incertidumbre genera mucha ansiedad, la ansiedad vuelve a generarte duda, y se convierte en nerviosismo. Todo ese proceso te contractura mucho. Por eso, en una concentración, el ambiente nunca es relajado. Mi obsesión era no dejar ningún detalle suelto y tratar de volcar mi experiencia en los tres Mundiales anteriores. Tuve claro, desde de un principio, que era necesario calmar la aceleración del grupo y olvidarme completamente de mí. Me sentía distinto del resto, muy tranquilo, mentalmente estaba muy fuerte. Entonces, el primer objetivo como líder del equipo fue transmitir paz y darles seguridad a los jugadores en un marco de calma. El Gran Hotel Barriere es una casona del siglo XIX en medio de una ciudad balnearia, Enghien-les-Bains, y queda bastante lejos de París, a más de media hora. Fue una buena elección del Ruso, que en eso fue brillante: clausuraron una de las dos alas del edificio para el Se-
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leccionado, estaba todo vallado, y los periodistas no podían entrar. Al principio no había muchos argentinos; sólo familiares nuestros, algunos dirigentes y la gente del lugar. Era como la recepción de tu casa, con todo organizado y mucha amabilidad. El marco es crucial cuando hay que estar concentrado en un objetivo. Empezamos a entrenar. La de Chalo Longo era una baja difícil: era el subcapitán, se desgarró haciendo el calentamiento en el último amistoso con Bélgica, antes del debut mundialista, y yo había luchado para que se quedara de cualquier manera; lo necesitaba mucho porque era fundamental para el equipo. Decidimos bancarlo, a pesar de que eso nos llevó a romper con el protocolo que habíamos tenido con el resto. Tampoco había sido fácil lo del "Negro" José María Núñez Piossek, otro amigo que se quedaba en el camino, pero su lesión no tenía arreglo, por lo menos en lo inmediato. El también había sido importante. Lo del Negro Gaitán seguía dando vueltas. Hubo que trabajar fuerte en las variantes y las decisiones que se tomaron fueron buenísimas para el equipo: se quedaba Chalo y entraba Fede Martín Aramburú, amigo y soldado, uno de los incondicionales de verdad. ¡Se le pudo dar! Yo había insistido mucho en la diagramación de un plan de trabajo específico para Francia y los resultados comenzaban a notarse. Lo físico estaba perfecto, hablábamos mucho de táctica, nos enfocamos en el detalle de cada cosa. Nacho Fernández Madero sumaba, más allá de lo físico, como apoyo incondicional para todos los que no
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jugaban o los que n o lo harían. El Taño, Banana y yo trabajábamos a la par en los detalles, Maxi y el "Campeón" no paraban ni un minuto para ponernos a punto; Marito y Les estudiaban a los rivales; Rafa mantenía a la prensa en su lugar; el Ruso y el Abuelo protegían al equipo con la organización y la gente que iba llegando. Todo estaba en su lugar. Eramos un grupo de verdad, todos alineados por el mismo objetivo. En lo deportivo, el equipo estaba afiladísimo y agarró una metodología de trabajo impecable. La comunicación era excelente, se creó mucha sinergia entre los más chicos y los más grandes, y d e a poco empezaba a jugarse el tema psicológico con los medios. Instauramos hacer conferencias d e prensa para poder controlar el mensaje, y que se transmitiera lo mejor posible. Eramos la base del equipo que se había vuelto en primera rueda en 2003, algunos estuvimos en el 99, y Francia era nuestra tercera oportunidad. No podíamos poner la cabeza en nada que no fuera el juego, y a veces los medios desconcentran. Cada uno sabía qué tenía que hacer, qué decir, qué necesitaba el grupo. Teníamos que apoyarnos, cuidarnos. Solamente contaba el juego y la estabilidad emocional. Entrenar, hablar, jugar, volver a entrenar, hablar de nuevo y volver a jugar. Yo me comunicaba mucho con Pablo Mam o n e para que él me contara lo que pasaba en Argentina; Pablo iba dándome consejos que en estos momentos son siempre útiles. "Fíjate en el Midi Olympique. Ojo que están declarando est o . u n genio de la inteligencia. Mamone fue el *
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que me avisó lo de Dominici, una anécdota que ya contaré. Para el primer partido, lo importante era encontrar el balance justo entre la experiencia de los más grandes y la "Sub 23", que era como les decíamos a los que estaban en su mejor Mundial. Ese plantel tenía cuatro o cinco jugadores buenos de verdad, de esos que pueden jugar en cualquier equipo de los mejores del mundo. En 2003 también teníamos un buen equipo, pero esta vez era distinto: había otra mentalidad. En la previa ganamos partidos importantísimos, algunos fuera de la Argentina, y eso nos hacía más firmes y confiables. Pero la realidad es que hasta ese Mundial en Francia, Los Pumas nunca habían tenido grandes performances en Copas del Mundo; estaba la clasificación del 99, sí, pero había pasado de casualidad. ¿Qué había que hacer y qué no para cambiar la historia? Es lo que me preguntaba cada cinco minutos. Yo trataba de estar en todo. Hablaba mucho de táctica con Banana y con el Taño, y paseaba por todo el hotel para ver cómo estaban los chicos. En esa semana previa al debut se instaló la modalidad "paseada de cuartos": necesitaba ver constantemente cómo estaba el termómetro del equipo y recorría las habitaciones para conversar con los jugadores, fundamentalmente con los que yo sabía que no jugarían. Hablaba con Gonza Tiesi para ver cómo estaba de su lesión; con Martín Durand, que no jugaría, con todo el que lo necesitara. También cuidaba la relación con el Ruso Sanz; venía a mi cuarto a hablar y nos
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quedábamos horas conversando. Eso me ayudaba para tratar de entenderlo y, a la vez, para que él no dejase entrar a determinada gente que nos hacía mal. Lo hizo a la perfección. Lo invitamos al Gato Handley, que había tenido un gesto muy bueno con nosotros y se había convertido en un tipo muy importante para el equipo. Trataba de no permitir que algo arruinara la tranquilidad. Pero a pesar de estar muy atento, seguía preocupándome la tensión que sobrevolaba el ambiente. Percibía una carga complicada y no me gustaba. "Necesitamos relajarnos", pensaba. Era urgente propagar u n mensaje de calma. Si había un manual de liderazgo tenía que escribirlo en tiempo real. Me había preparado toda la vida para este momento. Busqué un eslogan que sonara a manifiesto, lo encontré y lo escribí en el pizarrón: "Por nuestra historia, por nosotros". Había encontrado un lema, que después se amplió. "Por nosotros, por nuestra familia, por los que ya no están". Esto último era por el Negro Gaitán, y después de terminar de escribir la frase se me ocurrió llamar a mi amigo Gino, para pedirle que nos hiciera remeras con la leyenda "Blackie". Queríamos usarlas en el calentamiento, antes del partido inaugural, así el m u n d o sabría que era un equipo, y de paso el Negro se enteraba hasta qué punto nos faltaba. Para que nos permitieran lucir esa remera tuve que pelearme con la IRB. Hasta ese momento, la IRB no nos tenía en cuenta. Mike Miller era el único que me contestaba el teléfono; él sí veía que podíamos hacer algo, el resto nos daba por
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muertos antes de empezar. Miller fue el que me dio la autorización; estaba con nosotros. A los dos días teníamos las remeras y pudimos homenajear a Gaitán con ese gesto. Repito: trataba de estar en todos los detalles, puertas afuera y puertas adentro. Me juntaba con Rafa, el jefe de prensa, cada tres minutos; preguntaba todo, decidía qué nos convenía hacer... Hoy pienso en todo eso, y me cuesta creer que pueda volver a tener ese nivel de control sobre todo lo que pasaba alrededor de Los Pumas. Antes del debut estaban los tres periodistas de siempre, los amigos, pero mandé un mensaje fuerte igual. Sabía que se escucharía en Argentina, en Francia y en el resto del mundo. "Mañana vamos a ganar porque tenemos posibilidades. Si hacemos las cosas bien se puede", dije en ESPN. Parecía más una visión del futuro que un deseo, y eso era exactamente lo que quería transmitir. Necesitábamos entender que el resultado dependía más de nosotros que de los rivales. Históricamente, la mentalidad del Seleccionado había sido la contraria. Sabía q u e en el juego estábamos bien, pero seguía con la sensación de que algo estaba mal: se respiraba el estrés. Esa noche, dos días antes de debut, no podía dormir. Estaba preocupado, llamé a un amigo que era referente del equipo francés. Christophe Dominici jugaba conmigo en Stade Frangais, había compartido cuatro años en el club, salimos campeones dos veces... y en algunas horas nos veríamos frente a frente. —Hola, Domi. —El único que puede llamarme a la una de la mañana sos vos.
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—El único al que puedo encontrar despierto es a vos. —¿Todo bien? —Bien —¿Y ustedes, bien? —Sí, bien. Parecíamos dos idiotas, y empezamos a reírnos. Pero en el fondo era una charla de caballeros, con códigos de antes, a la antigua. —¿Cómo está el equipo? —me preguntó. —Bien, perfecto. —Ah, ¿y quién juega de diez? —No sé. —¿Juega Juan? —¿Juan? Puede ser. En ese punto, "Domi" hizo algo sensacional: me dijo el equipo completo, con todos los que iban a jugar. Eramos dos viejos gladiadores pasando por arriba de un sistema, como diciendo "va a ganar el que haga mejor las cosas". Nuestra conversación decía mucho sobre una forma de ver el rugby: los dos estandartes de sus respectivos seleccionados hablando relajadamente y mostrando las cartas. Unos días antes, "Domi" había declarado que iban a ganarnos por más de cuarenta puntos. —Sí, juega Juan. Una cosa: ¿seguís diciendo que nos ganan por cuarenta puntos? —Sí. —No seas bobina. Vas a poner la vara muy alta. Mirá si les ganamos. —No... —se rió—. Es imposible. —¡Puede pasar, eh!
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—Olvídate. —Bueno, te veo el viernes en la cancha. Ah, ¿necesitas entradas para tu gente? —le dije en chiste. —No me vendrían mal. —Te las mando. Chau, amigo. Guando volví a reunirme con los jugadores estaban todos muy tensos. "No va a pasarnos lo mismo que en los dos Mundiales anteriores", les dije. "Hubo partidos que podríamos haber ganado, sobre todo contra los locales. Ellos van a estar presionados por su gente y están diciendo que nos ganan por cuarenta puntos. Si hacemos las cosas inteligentemente y con la pasión que sentimos por la camiseta, tenemos equipo para ganarle a Francia". Creía completamente en lo que decía. Cuando sos local, la presión por ganar en tu propio país es inmensa para cualquiera, porque sabés que no podés perder. Después de hablar con "Domi" entendí que ese temor, que yo sabía que tenían, era muy favorable para nosotros. Tenía la estrategia de juego en la cabeza: arremeter cuando veamos que la presión d e la gente empezara a pesarles a sus jugadores. Lo hablé con el Taño y nos pusimos de acuerdo: mucho guardar filas, mucha defensa, mucha estrategia con el pie, esperarlos, ser sólidos y dejar que se equivoquen. "No nos regalemos", veníamos diciéndole al equipo con el Taño. "No nos sobra nada, vamos a jugar de esta manera, con mentalidad ganadora". En las charlas previas siempre se habla más del lado técnico. Después, cuando el corazón empieza a sumar, hay que tocar las fibras íntimas. En la semana se habla de cómo atacar, por dónde,
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por qué... Pero en el vestuario se habla de dónde sacar la fuerza para hacerlo. Antes de salir para el estadio volvimos a hablar de lo que significaba un Mundial, de las experiencias que habíamos tenido, de los que no estaban, de la oportunidad que teníamos. El Taño hablaba muy claro, como siempre, luego era el turno de Banana, y yo cerraba la penúltima charla. Nos quedaba el vestuario. Las reuniones antes de ir al estadio son más racionales, repitiendo varias veces el objetivo a perseguir, con una voz fuerte. "Hay que hacer esto y lo otro. Vayan pensándolo hasta que lleguemos al ómnibus..." Y les mostraba el cartel del manifiesto: "Por nuestra historia, por nosotros..." "Vayan a su corazón, pero piensen que podemos ganar y que para hacerlo hay que usar el corazón y también la cabeza", les decía. Todavía tenía presente la chicana de "Domi" y me pareció que tenía que sumarla al discurso. "¿Saben qué? Hoy tenemos todo para ganar", les dije. Hasta ese día mi fórmula para la arenga era repetir todo el tiempo que había que ganar. La presión era tan grande que sentí que había que descomprimir. "Los franceses dicen que van a ganarnos por cuarenta puntos. Si ustedes creen que es así, entonces nos vamos y ya está. Armemos las valijas y volvemos a Argentina. Yo creo que tenemos todo para jugar bien. Podemos dejar de ser la sorpresa; calladitos, sólidos y convencidos. Si hacemos las cosas bien, hoy ganamos". Fue una forma de sacarles presión y darles confianza a la vez. Surtió efecto. Después de decirlo vi que las posturas iban aflojando y que las caras se descontracturaban.
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En una Copa del Mundo, con el trayecto en ómnibus empieza el proceso que te revienta el corazón. El viaje hasta la cancha, los rituales de cada uno, la ansiedad, el nerviosismo. En algunos casos, como el mío, era doblemente especial: cinco meses atrás había salido campeón en el mismo estadio del partido con Francia, vivía en París; veía pasar las camisetas del Stade y a mucha gente que me saludaba. La distancia del hotel al estadio era grande, y los cuarenta minutos del viaje se vivían como un sueño dentro de la realidad. Miraba todo para grabarlo en la memoria, con los auriculares puestos, en mi mundo y con mi música, yendo y viniendo de mis cosas, sosteniendo a muerte mis cábalas: siempre me sentaba anteúltimo asiento y a la derecha. Del discman salía Rocanroles sin destino, de Callejeros. Después me puse a evaluar por qué me conmovía tanto esa canción y comprendí que hablaba del éxito, de lo que significa el hecho de trascender, y de que, en verdad, tu éxito lo hacés vos. ¿Cómo sabés quién te quiere y quién no?, ¿Quién decide quién es exitoso y quién no? También escuchaba a Calamaro, ¡cómo n o iba a estar Andrés...! Su música me tocaba una parte más sentimental. También La Vela Puerca, especialmente el tema Llenos de magia, porque m e identificaba con la letra: "Que se den cuenta q u e estamos cerca". Escuchaba mucha música por las letras, pero también intercalaba otras cosas más del momento. Cada canción me llevaba a distintos lugares; u n a me hacía despegar, otra me recordaba momentos de la gira, todas me llevaban d e una realidad a otra.
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Ésa es la parte que más extraño de ser jugador. Cuarenta minutos para soñar despierto, ir para atrás, para adelante y para los costados, todo dentro de tu cabeza. Es como en The Wall, cuand o el personaje de Bob Geldof corre y corre en la cancha de rugby. Va y vuelve todo el tiempo, atravesando el pasado, el presente y el futuro constantemente. Mientras flotás en esos estados, el corazón empuja cada vez más. Para mí, escuchar música es soñar despierto, y esa tarde fue como el videoclip de mi historia, con París como decorado. El momento era mágico, en todo sentido. Antes de ir para la cancha había estado con gran parte de mi familia, me habían venido a visitar mi vieja, Enrique, Fichú, Valen y Joaqui. Eso fue importante. "La 74" también viajó para apoyarme. Estaba muy contenido y terminé d e convencerme. Pensé en Papá, miré al cielo y dije: "Está todo bien, viejo". Cuando me saqué los auriculares sentía una paz increíble.
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Hay momentos que son bisagra. Los norteamericanos los llaman "tipping point", y pasan cuando entra en acción un hecho que al final de la historia termina siendo fundamental. Cuando bajamos del bus seguía sintiendo el nerviosismo de los jugadores, y muchos de los que se mostraban así eran mis lugartenientes. Salvo Roro, que siempre estaba cerca de mí leyendo mensajes o riéndose... Ese pibe tiene la cabeza más grosa de todos los jugadores que conocí. ¡Es de otro planeta! Los más chicos estaban en su mundo, pero a los grandes se les notaba la preocupación. El día anterior al debut, Mario Ledesma me preguntó cómo creía que estábamos. "Gordo", le dije, "estamos para hacer algo único". Quise darle seguridad, pero noté que no me había creído tanto. Ese día habíamos hecho el reconocimiento de la cancha, todo parecía tranquilo, las prácticas salieron perfecto, las charlas fluían, el Taño habló muy bien, Banana perfecto. Las cosas parecían estar en su lugar... Pero no. Continuaba viéndolos medio duros. En ese estado salimos hacia el estadio antes de la fiesta inaugural del Mundial.
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Teníamos que reconocer el campo de nuevo y eso hicimos. Llevábamos la remera de "Blackie", él estaba con nosotros. La intensidad de esos momentos es indescriptible; 80.000 personas haciend o ruido, y todas con la camiseta del otro equipo. ¡Se te mueve todo! Nos sacamos de encima un poco los nervios, y cuando nos estamos volviendo al vestuario, nos cruzamos con los franceses, que salen a la cancha a hacer lo mismo que nosotros. Me acerco a Remy Martin y lo saludo. Lo noto duro. Es mi amigo, había sido mi ala en el Stade, compartimos muchos momentos lindos. Le doy un abrazo y ni me saluda. "Mmmm... Vamos bien", pensé. "Uno menos". Aparece Domi, también lo saludo, pero está en cualquier planeta. Viene David Skrela: otro petrificado. Lo saludo y me extiende la mano. Durísimo. "Hola, cómo estás...", me dice, muy serio. Me voy para el túnel, rumbo al vestuario, y no puedo ocultar la sonrisa. "¿De qué te reís?", me pregunta la gente. Flor me mira desde la tribuna y no entiende. Estoy dando la imagen de sobrado, pero la alegría tiene un fundamento. De haber estado del otro lado ya habría actuado: "David, ¡relajate! Se te van a caer todas las pelotas si estás así de nervioso". ¿Cuántas veces tuve que decirles cosas así a los mismos franceses que ahora estaba por enfrentar? Un montón. No le digo nada, lógicamente. "Que juegue así, que la va a hacer picar". Cuando estoy yéndome le veo la cara al otro medio-serum. No lo conozco, pero lo percibo inseguro... Entro al vestuario y lo agarro a Mario Ledesma. —Bocha, están muertos. Hoy los matamos.
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—¿En serio? —Hoy ganamos. Vos quedate tranquilo. Literalmente mis palabras le cambian la cara. Se lo digo con tanta tranquilidad, que mi convicción parece lo más natural del mundo. Estas son las cosas que funcionan cuando el liderazgo positivo es parte de tu esencia. No las pensás, pero una situación pide calma y a vos te salen las palabras justas. En ese momento, para mí era imposible transferir la tranquilidad que sentía, con todos sus matices y complejidades. No podés pedirles a los demás que entiendan por qué estás tan bien cuando, en realidad, deberían verte arañando las paredes. Lo que sí tenés que lograr es que tu grupo se alinee detrás de vos, confiando en esa convicción, aferrado al mensaje positivo y realmente involucrado en una lucha que quizá no comprende del todo, pero que está dispuesto a llevar adelante. Pero con mucha sensibilidad y humildad. Comienzo con mi ritual en el mismo vestuario en el que había salido campeón con el Stade. Emociones mezcladas. Tengo muchísimas cosas en la cabeza, y mientras las destilo hago el ritual de las ocho vendas en cada pierna y el de las cruces también. De a poco, empiezo a analizar el termómetro del equipo, a acercarme y hablarles de a poquito. Generalmente hablo únicamente yo, y a veces Mario, aunque casi nada. "Salgan del partido inaugural, salgan de la fiesta, salgan de todo y empiecen a meterse. De a poco, p e r o métanse..." Mi idea es ir bajando línea muy suavemente. Salimos de nuevo a la cancha, todavía con todos a medio vestir. "Ahora atúrdanse y sáquense todo".
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En el campo de juego, la intensidad es enorme. Una vorágine que te mata. Todo tu sistema está cambiando el aire, y el corazón acelera a fondo. El marco es un cimbronazo muy fuerte. En u n Mundial, en medio de la fiesta inaugural y a punto de enfrentar al local, todavía más. Si tuviera que describirlo diría que es como que oscilás entre las corrientes d e energía de 80.000 personas, de las cuales solamente mil quieren que ganes. El altoparlante dice tu nombre y te chiflan, te adoran, te aplauden, te gritan. Estás abierto a todo tipo de sensaciones, ahí entra todo, sos una máquina de recibir, recibir y recibir... Veo las caritas de mis jugadores y me acerco a tocarlos, a abrazarlos, a seguir hablándoles. Las frases tienen que ser cortas, claras y efectivas. "Tranquilo, yo estoy con vos", o "vas a hacer un gran partido", "te necesito más que nunca", y hay que mirarlos fijo a todos "hoy no podemos fallar, eh, despertémosnos". Esos momentos pueden hacer que te paralices y no respondas... Cada tanto sale un "despertate"; lo usé muchísimo para no dejar caer la intensidad, para empezar a levantarlos y despegarlos un poquito más del suelo, aunque no tanto: para eso está el vestuario final. Es un un tira y afloje constante. Mi único miedo es el de siempre: romperme algo; nunca pude superar el temor a lesionarme jugando. Pero más allá de lo individual, lo importante es el sentimiento del grupo. Cuando faltan seis minutos para salir, me alejo y cada uno entra en su mundo interior. Yo ahí me voy a las duchas, donde no hay nadie; toco el mismo lugar, por lo general una ca-
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nilla a la izquierda, en el rincón más alejado del lado derecho, y pongo mi cabeza contra la pared. Rezo dos Padre Nuestro, dos Ave María, le pido a Dios que nos ayude y a Papá que me guíe. Me moj o los ojos, me saco mi vulnerabilidad ante el resto y les digo "juntos", y nos abrazamos todos. Ahí sale lo más lindo del mundo. Es el momento en el que necesito que los jugadores sientan el poder de tener a alguien bien al lado, para apretarlo y volcarse a esa contención. "Apriétense, carajo, con toda la fuerza que tengan". Cuando no podemos acercarnos más, me largo hablar, mirando a cada uno a los ojos. Mis discursos siempre fueron parecidos: mencionar algo sobre la familia y los hijos, recordar a lo que habíamos llegado, lo que habíamos luchado y la cantidad de chicos que sueñan con estar en ese lugar; hacerle entender al equipo que ese momento es único, que la vida es una sola, que hay que disfrutar, que hay que divertirse y que de eso se trata. Es un discurso de motivación universal, pero en ese instante de tensión tiene un efecto demoledor. Hablás y ves las caras que se deforman: somos quince jugadores emocionados, dispuestos a dar todo, absolutamente todo. ¡Eso es compromiso, es lo que vale la pena, para eso es que se juega, sólo para ese momento increíble! ¿Hay algo más conmovedor que ser testigo de cuando la gente se emociona de verdad? Termino de darles los últimos abrazos a cada uno y me pongo último: yo cuido a los que me cuidan. Nunca me gustó la solemnidad de entrar caminando adelante y con la pelota, a lo "Gran
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Capitán". No es mi estilo. Estoy en la primera línea de ataque, sí, pero n o para salir a figurar. Ahí me sumo al grupo, como diciendo "vamos todos juntos, no hay un primero, no me importa si no me enfoca la cámara...". Esa noche, los primeros que salen son Rodrigo Roncero y Mario Ledesma, le cuidan el lugar a Chalo Longo, que ya volvería. La nave nodriza al frente. El Himno antes del partido con Francia es muy importante porque es el primero y significa un montón... Tengo a mi familia a veinte metros, estoy por jugar un nuevo Mundial, mi vida es mucho más estable que en los anteriores, vamos a desafiar a París, hay mucha gente y es una situación rarísima. El Himno argentino se toca perfecto. Es muy difícil abreviarlo, pero esta vez salió impecable. Está dándose todo como lo planeé y es momento de arremeter. Vuelvo a reunirlos. "¡Se acabó. Ahora sabemos lo que tenemos que hacer!" Cuando me meto en un partido me da lo mismo que haya cinco mil personas, ochenta mil o cinco. Suena el silbato, se cierra el mundo, se callan todos y mando yo. Nací para esto y n o me importa nada más que esto que empieza a acelerar el corazón. Con Francia comienza el juego y el marco de partido inaugural de un Mundial se evapora. Me embarco en una pelea psicológica con el árbitro desde el minuto cero. Es una buena manera de entender cómo vengo encarando este Mundial: hay que entender todo lo que pasa alrededor. Sé que el equipo va a responder, entiendo que la primera batalla es para capturar el timming del que maneja el partido; es la manera
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de estar en el detalle de sus decisiones. Es trascendental descubrir la forma de actuar del árbitro, y analizar cómo juega el adversario con eso, si es que lo hace. En este partido yo me adelanto y a los diez minutos ya siento que controlo la situación. Me salgo y miro como está cada uno, administro los tiempos, y consigo mi objetivo: atravesar los 80 minutos de partido al mismo ritmo, manejando los tiempos del árbitro, regulando, tirando la pelota a un lado, frenándolos a Juan y a Mario. "¡Pará! ¡Levantá! ¡Pateá! ¡Ponésela arriba!". Pasan los minutos y todo se ajusta al guión que tengo en mente, y que bajaba del Taño y "Banana". El equipo brillaba y yo solamente administraba confianza. Una sensación increíble, dos jugadores en uno. Algo que se siente muy bien y que es rarísimo de explicar. Hoy podría ver nuevamente ese partido y saber exactamente qué sentía, qué vivía y qué pensaba en cada minuto. Las sensaciones principales son que tenía una paz enorme, y que en un momento comenzó a haber dos Agustín Pichot. Uno estaba en la cancha dejando la vida, el otro sobrevolaba el campo de juego y hacía cuentas mirando al Taño de reojo. Físicamente tenía que darlo todo, pero también debía separarme de la performance, del pase y del tackle, para concentrarme en el estratega frío, que tiene que decidir con una visión panorámica. Muchas veces me dijeron que había sido un gran jugador. Pero, ¿qué significa eso con exactitud? Un gran jugador es el que entiende que tiene que dividirse a sí mismo en doscientas partes del enorme rompecabezas
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que propone el juego. A la vez, tiene que estar ahí para meterse en el espacio en el momento en que se abre. Es crucial mentalizarse en controlar la estrategia. Pero si patean arriba, hay que descolgarla en la posición más difícil y pasarla bien. Se viene la embestida de Francia y la esperamos tranquilos, sin acelerar. Es el momento clave de la batalla, cuando el árbitro comienza a aflojarle a la presión: no puede aguantarla más porque hay un equipo local, y ese local nos lleva por delante los primeros diez minutos del segundo tiempo. Le hablo suave al oído y trato de que nos favorezca con u n a infracción. ¿Cómo explicarlo...? En ese instante, en el que parece que el plan se viene abajo, Los Pumas le quiebran la cabeza a Francia. Está lográndolo el equipo, no soy yo, y no puedo experimentar alegría más grande. Después de siete minutos de tirarlo para atrás, tackle tras tackle, Mario le roba una pelota a Dominici y salimos del fondo. "Partido ganado", pienso. "Si no nos equivocamos más y mantenemos los puntos de diferencia, lo único que hay que hacer es sostener. Estemos tranquilos, ellos van a seguir equivocándose", había presagiado. Dicho y hecho. Penal y penal. Felipe erra u n o que yo dudo en patear o no. No importaba. Termina el partido y sigo en mi nube. Para mí había terminado diez minutos antes, y seguía tratando de mirar lo que vendría. A mi alrededor hay descontrol y lo entiendo, yo también me siento moderadamente eufórico. Aunque sé que el Mundial es mucho más que haber ganado ese partido (17-12). De golpe vuelvo a mi foco.
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"Vengan para acá", les digo cuando los j u n t o para transmitirles dos cosas. "Esto recién empieza, no quiero ver a nadie saltando, festejando... ahora vamos a saludar. Esto es una Copa del Mundo; no ganamos nada". En el vestuario termina de desatarse la fiesta. "Vamos por más", pienso yo. "No se olviden que hay algo más grande, un sueño al que hay que llegar".
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En la conferencia de prensa después de ganarle a Francia en el partido inaugural del Mundial 2007 yo estaba en otra. Tuve que ir para atender el protocolo: siempre hablan los capitanes de cada seleccionado. Los jugadores franceses estuvieron muy bien, como corresponde: nos felicitaron, también vino el entrenador, incluso el propio Nicolás Sarkozy quiso acercarse a saludarme. Esas cosas importan, y fue la razón por la que yo no quería que mis jugadores celebraran demasiad o dentro de la cancha: el respeto al rival es un código que no debe romperse nunca. Alegría sí, locura no. En esas primeras declaraciones a la prensa comencé con mi reivindicación de la Argentina. Había que mandar un mensaje sólido, que confirmara la fe en nosotros mismos, pero sin exaltarnos. Dije que éramos un equipo que estaba haciendo las cosas bien, y que nos sentíamos tranquilos. Era cierto: después de esa victoria, parecía que Los Pumas empezaban a convencerse de que estaban para grandes cosas. Tenía que tratar de trasladar eso a la gente, aunque sin ponerme
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eufórico. No dije: "Vamos a ser campeones del mundo", como sí lo hice en Newman, en nuestra intimidad, un tiempo atrás. Eso era nuestro: un secreto, el sueño interior. Nuestra sensibilidad al juego. Yo me lo creía, muchos me seguían y otros tal vez pensaban "Agustín está loco". La manera de destacar el mensaje era ganando los choques importantes, y el de Francia había sido uno de ésos, porque significaba el setenta por ciento de la clasificación. Podíamos perder otros partidos: habiendo ganado el primero clasificabas igual; era muy difícil que Francia perdiera con Irlanda y lo sabíamos. Ese panorama hizo que el equipo se la creyera un poco más. La sensación general era "¡epa, estamos bien de verdad!". Yo estaba viviendo mi propio Mundial, y en ese universo particular entraba todo. Adelantarme a cada cosa que sucediera a mi alrededor, la planificación de cada paso que daba el equipo, mantener a los dirigentes a una distancia prudencial, hablar con el Taño Loffreda todo el tiempo. Al día siguiente del partido, el sábado, me fui a mi casa y estuve con mis hijas y con Flor: ellas eran mi única conexión con la vida más allá del Mundial. Las necesitaba cerca para renovar la energía que me consumía estar enchufado día y noche a los movimientos del Seleccionado. Necesitaba desconectar de todo, estar con mis hijas, con mis amigos, con Flor, con Mamá, con mi gente, con "La 74". Hablar con ellos, escucharlos, reírme, que me cuenten qué andan haciendo, las locuras de mi primo el Rana (Alejo), con mi hermano Enrique, sacarme
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un poco de la cantidad de información que procesaba por segundo. Iba a mi pizzería del barrio Firenze, donde Cristophe, dueño y amigo, me recibía con la camiseta de Los Pumas... ¡Un francés con la camiseta de Los Pumas! Mi barrio de París me felicitaba, me mostraba respeto y me devolvía los días de hablar en la vereda y de conocernos. Al otro día abandonamos nuestro búnker en Enghien-les-Bains y nos fuimos a Lyon con una felicidad enorme. Fue tan así que bautizamos ese viaje como "el tren de la alegría". Me hubiera gustado disfrutar de ese momento como lo hicieron todos. No podía evitar ponerme en el lugar del capitán y me obligaba a estar pendiente de cómo seguiría todo: me costaba sumarme a ese estado de ánimo grupal. Lo increíble era ver cómo todos disfrutaban. Los que no jugaban estaban con más ganas de jugar que nunca, y nos ayudaban en todo por eso. Sentía que me faltaba ocuparme del otro grupo, de los que n o habían jugado. Ellos también tenían que creérsela y en esos días pasé por sus cuartos y les hablé mucho. Necesitaba hacerlos entrar en un estado de confianza parecido al nuestro; solamente así sentirían que ellos también podían aportar al espíritu ganador del equipo. Hacía más de diez días que estábamos aislados del mundo, y una cosa es bancarse estar lejos de los que te quieren mientras brillás en una cancha, pero es muy distinto tratar de estar bien cuando no jugás. Me parecía importante hablar con ellos de sus mujeres, de sus problemas y sus cosas. Cuando terminaba los partidos yo subía a
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mis hijas al ómnibus, o las hacía pasar al vestuario, y vivía muy cerca del hotel. Muchos de ellos, en cambio, estaban lejos de todo. Si no jugaban o no se sentían parte del grupo; sin quererlo, también estaba alejándolos de sus sueños. Después del partido con Francia me resentí de la pierna; estaba contracturado. Mi preocupación era que no era el único porque todos habíamos hecho un desgaste muy grande. Ñachi Fernández Lobbe, Nani Corleto y Roncero también estaban golpeados, y eso nos obligaba a pensar en muchos cambios para el segundo partido, que era con Georgia, un rival durísimo. La ventaja de haber salido de París, después de ganarle al local, era que una parte grande de la prensa le sacó el foco a Los Pumas y se lo puso a Francia. En Lyon era todo distinto, aunque ya se sentía el apoyo de la gente en Argentina: vinieron miles de hinchas. "Que vengan todos a disfrutar", dije. Abrimos el hotel para todo el mundo y así empezó lo que fue una conexión muy linda con los que habían viajado hasta allá. Entre el debut contra Francia y el partido con Georgia había solamente cuatro días, y m e pareció que tenía que guardarme. No quería arriesgar nada, estaba tironeado, y en mi lugar podía jugar Nico Fernández Miranda: con él, el puesto estaba más que cubierto. El único riesgo era si se lastimaba Nico, porque n o teníamos a un tercer medio-serum, pero sabíamos que no pasaría. Al bajarme del segundo partido aparecía la posibilidad de acomodar una formación sin mí, y eso era interesante. El Taño estaba de acuerdo, y to-
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mó u n a decisión muy acertada: no desarticular el equipo, como sí había pasado en 2003 en Australia, y dejó en la cancha a algunos titulares como Mario Ledesma, Felipe Contepomi, Pato Albacete, J u a n Fernández Lobbe, Juan Leguizamón, Lucas Borges, Juan Hernández y Nani Corleto. A ellos se sumaba Fede Martín Aramburú, que no estaba bien físicamente pero que le aportaba muchísimo al equipo: terminó apoyando dos tries muy importantes en el torneo. Lo valioso de la participación de los más chicos y de los que eran suplentes fue que a lo largo del Mundial actuaron todos los jugadores del plantel; hasta Eusebio Guiñazú, que se sumó para el último partido por un problema físico de Ledesma. Creíamos que estaba bueno hacerles un lugar a todos, porque ayudaba mucho en lo anímico. Todos aportaron algo. La estrategia del cambio para enfrentar a los georgianos funcionó, pero el partido costó mucho. Era lógico, y se tardó casi un tiempo y veinte minutos en dar vuelta la situación. Al final se ganó con el punto bonus, y esa victoria (33-3) fue un mensaje claro: los nuevos habían demostrado que también podían. Estaban viviéndolo con bastante presión, pero se comportaron a la altura del desafío, y eso se notó en el festejo de Martín Aramburú cuando apoyó el cuarto try, tiró la pelota y abrió los brazos al cielo. Faltaban tres minutos y habían conseguido el objetivo. Los dos primeros compromisos habían sido muy pegados. Después, antes del tercero (con Namibia), había un bache de once días. Había-
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mos pasado dos batallas y las habíamos superado. Algunos estábamos lastimados y eso nos preocupaba, pero el saldo global era positivo, y parte de la tensión se había diluido: momento ideal para un día libre. Se hizo un asado multitudinario, se podía postergar la presión de lo que venía porque faltaba un montón. De fondo sonaba la música de la mano de Felipe (Contepomi), con el tema Fuiste, de Gilda... La gente estaba contenta, en medio del asado, y sin que nadie se diera cuenta me fui al cuarto, puse a Andrés Calamaro. Estaba, además, la preocupación por mi lesión, que no pasaba, y una decisión capital: empezaba el conteo para jugar con Namibia y la contractura seguía ahí, molestando. Podía arriesgarme y jugar, sí, pero ¿corría el riesgo de quedarme sin Mundial? Levantaba el volumen para escuchar bien fuerte Los chicos, de Calamaro, donde dice: "...y de parte de los 22...". La incógnita: ¿Llegaríamos a ser inmortales?
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Estando todavía en Lyon sucedió algo muy importante: el "Negro" Gaitán vino a pasar una semana con nosotros, y verlo nos hizo muy bien a todos. Cuando llegó se me ocurrió dejarle mi habitación, la 519, y regalarle la camiseta número 23. Le dije: "Venite, yo después veo dónde duermo". Otro evento importante fue que, por esos días, nació el primer hijo de Martín Schusterman. Lo llamaron desde el Mater Dei a la concentración para avisarle, y el Taño le dijo a "Cuta" que vaya a la Argentina para ver a su hija. Para mí era muy importante que estuviera con su familia. Venía monitoreando esa situación, al igual que lo hacía con las del resto de los chicos, que estaban hacía mucho tiempo sin sus familias. Yo tenía a la mía a tres horas de tren. Los días sin jugar generan, sin quererlo, demasiada ansiedad. Sumado a esto, teníamos dos partidos ganados y empezábamos a ser favoritos, una situación incómoda para sostener. Nunca en la historia había pasado, yo no tenía registros e iba escribiendo y armando las cosas todo el tiempo encerrado en mi cuarto, o consultando con el Taño. Salía todo
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desde mi computadora y me pasaba el día en el cuarto del hotel. En eso momento sentí que necesitaba abandonar mi encierro. Esa constante de estar en todo, necesitaba romperse, al menos por veinticuatro horas. Salir para tomar envión y así entrar bien en la última etapa de Mundial; desde el siguiente partido hasta la final, sólo quedaban cuatro semanas. "Es ahora o nunca", pensaba. "Necesito despejarme y salir del encierro". Es buenísimo salir del foco por un momento: ayuda a ponerlo todo en perspectiva para después volver a tirarse a la pileta. Me fui solo a la estación de tren de Lyon en taxi, me escapé. Necesitaba volver a mi casa. Era día libre y me fui para París; le dije al Negro "quedate en mi cama que hoy no vuelvo". Me reencontré con mis afectos nuevamente, pero duró poco. A las pocas horas de haber llegado volví a la estación porque habían pasado algunas cosas con los utileros del equipo y sus cuartos. Un pequeño problema, pero tenía que volver igual. Estaba cargado de energía. Esas pocas horas me hacían muy bien. Una vez resuelto el inconveniente, me puse el pantalón coto y quise ir a correr, pero me di cuenta de que algo no estaba bien. La pierna no se me curaba... De golpe, de tanto pensar en los demás, advertí que me había olvidado realmente de saber cómo estaba yo. La lesión me molestaba, y se imponía el interrogante: ¿debía jugar el próximo partido o 110? Habíamos dejado Lyon para irnos a Marsella, yo seguía dudando, me sentía bien y decidí arriesgar... Una locura, sí, pero creía q u e el equi-
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po me necesitaba y que hacía falta afianzar lo hecho en los dos primeros partidos. Hablamos con el Taño y con Banana, y resolvimos que jugaría un tiempo. Chalo Longo reaparecía en el equipo; Leguizamón se venía golpeando la cabeza y estaba haciendo un gran torneo... Aparecían dudas de las grandes, de esas que te condicionan a la hora de definir las formaciones. Esa tensión que genera la incertidumbre flotaba en el ambiente. Cinco días antes del partido con Namibia, Mario Larrain, el médico del plantel, nos pidió a Juani Hernández y a mí que fuéramos a hacernos una ecografía. Finalmente yo no tenía nada y eso me dio confianza. Mario me cuidaba mucho, y gracias al "Campeón" Sergio Carossio, uno de los fisio, llegaba impecable al partido. Juan, en cambio, debía bajarse. En el medio de todo esto teníamos que tomar una decisión: qué hacer con el Ninja Todeschini. El problema fue que no se recuperaba de la lesión en la pantorrilla derecha y debíamos decidir si teníamos que hacerlo volver a Argentina. Si no jugaba el partido con Namibia, estábamos a tiempo de repatriar un reemplazo, y con el Taño necesitábamos conciliar el puesto. No se podía esperar más, porque en esa instancia no se sabía si el equipo seguía en el torneo, y era matar o morir. Ya había pasado medio Mundial y nadie sabía cuánto le quedaba de recuperación. Al final, se lo probó a último momento, y fue al banco. El "Ninja" era otro de los jugadores que aportaba desde donde le tocara estar. Era un momento de decisiones muy difíciles, y él decidió tomar el riesgo.
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El regreso de Chalo fue muy importante, habíamos optado por esperarlo desde el partido con Bélgica, y no nos equivocamos. Pensar que en la delegación algunos preferían que se volviese a la Argentina. Es ahí cuando te das cuenta de que existen decisiones en las que está bien arriesgar. Todo marchaba correctamente, y después de once días y de haber pasado por muchísimas cosas, después de asados, salidas, euforias y un largo etcétera, era momento de volver a poner el foco en los ochenta minutos. Era necesario retomar las bajadas de línea, de hablar de j u e g o y de empezar a motivarlos a todos. El liderazgo también se trata de saber conducir los tiempos de los demás. En ese Mundial, con el Taño Loffreda trabajamos a la par. El tenía su forma de liderar y se ocupaba de definir conmigo estrategias vinculadas al juego en sí mismo. Yo sentía que tenía que cargarme el día a día, más allá de los entrenamientos, estar atento a otros factores que no incluyen lo deportivo. Y estaba muy concentrado como para hacerlo bien. Once días sin jugar es una eternidad y me daba miedo de que los jugadores se relajasen demasiado. Pensaba: "No podemos creer que somos un equipo infalible, porque n o nos sobra nada. No podemos ganarle a nadie tirando la camiseta, no podemos equivocarnos, tenemos que pensar en nuestro juego". Creía que era más peligroso nuestro propio poder d e autoboicot que el rival de turno. "No pensemos en Namibia", les explicaba, "tenemos que seguir creciendo". En la charla previa al partido les dije que teníamos que ganar con punto
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bonus. Mi táctica fue no exagerar la arenga. Tenía que haber motivación, pero sin una carga emotiva. Ese día Marsella estaba increíble: toda la tribuna llena de argentinos. Peluca, gorro... de la platea saltó una máscara de tigre que nos llevamos para el vestuario... El equipo hizo un partidazo. Habíamos exigido al Ninja a fondo y terminó valiendo la pena: entró en el segundo tiempo, hizo un try y problema solucionado. Me alegré mucho por él, un tipo que había sido titular y que había quedado afuera un poco por su lesión y otro poco por la decisión de jugar con Juan Hernández como apertura, una idea que había promovido yo desde el encuentro con los Barbarians Franceses, en marzo de 2007 en Biarritz. El Ninja jamás me dijo nada, ni se enojó: eso es ser un tipo sumamente importante para un equipo, un ejemplo. Todeschini resultó tan fundamental para el grupo como lo fue Martín Durand, a quien le tocó algo similar y que, de la misma forma, se puso el equipo al hombro llegado su turno. Con Longo el caso fue similar. Arrancó jugando Juan Manuel Leguizamón, que hizo un gran primer tiempo y le puso a Chalo la vara muy alta. "Legui" terminó haciendo un gran Mundial, y dejó una gran imagen. Lo bueno fue que Chalo recogió el guante y cuando le tocó entrar la rompió toda. Ganamos muy bien ese partido, un 63 a 3 inapelable, con nueve tries. Yo seguía preocupado por mi pierna y estuve al cuarenta por ciento, casi trotando, regulando todo el tiempo; mi cabeza estaba más en el isquiotibial que en el juego.
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No es que subestimara a Namibia, pero n o pensaba en exigirme demasiado. Mi cabeza ya estaba acostumbrada. Una vez en el hotel, y con hielo en la zona afectada, me sentí mejor. Veía la gente que se acercaba a nosotros y nos daba energía. Tras ese partido el grupo terminó su consolidación hasta el final del campeonato. Habíamos pasado exitosamente la transición entre los dos partidos fuertes de la etapa clasificatoria. El primero había sido Francia, casi veinte días atrás. El segundo era Irlanda, y los tiempos daban bien: a esa altura podíamos rearmar el equipo porque ya no había lesionados. Georgia había sido complicado; Namibia, más fácil. Irlanda era diferente. Nos sentíamos enemigos íntimos con ellos. La presión de ese partido caía irremediablemente sobre Felipe Contepomi, que jugaba en un club irlandés, Leinster, y estaban las historias de los Mundiales de 1999 y 2003. En el primero se habían ido ellos, y en el segundo nosotros. En 2007, volvíamos a encontrarnos y alguien se iría a casa antes de tiempo nuevamente. Con Felipe sabía que no habría problema, pero así y todo le dije que se relajara; no era conveniente tomar el choque como algo personal. Me preocupaba permitir que el clima previo pudiese influir en su ánimo, o afectarlo de alguna manera. Una situación así puede volver loco a cualquiera, y que Felipe estuviera bien era trascendental. Nos sentamos a hablar como hacíamos siempre; bastaba con mirarnos. "Feli, quiero hablar con vos...", "Ficha, no me tenés que decir nada, es un partido más". Nos reímos un rato, ése era mi
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amigo, uno de los mejores jugadores del mundo, con una simpleza que hacía mi trabajo facilísimo. ¡Un crack! Para el resto era importante entender que la presión la tenían ellos. Nosotros teníamos que estar tranquilos: nos alcanzaba con empatar, o perder por menos de cuatro tries. No es que fueramos a salir a perder, pero tampoco podíamos hacer pavadas. Irlanda atacaba muy bien, y si te descuidabas te marcaban cuatro tries seguro. Por eso, fue el partido que más me costó preparar. Parecía que la moneda estaba rodando y que yo tenía que decidir si frenarla o no. ¿Qué debía hacer? ¿Les hablaba a los jugadores de aguantar o de acelerar? ¡Qué difícil! Charlamos con el Taño y con Banana y decidimos ir a fondo, nada de regular. Pero Loffreda me dijo "llévalo, que los que se van a volver locos son ellos". Lo miré, como ocurrió con Felipe, y me reí. "Pendex, no te rías", me retó, y se largó a reír también, algo que jamás pasaba. Habíamos llegado a un entendimiento brillante. En cuanto a los nombres, Legui estaba con un golpe en la cabeza, pero Chalo ya estaba en la cancha. Juani volvía de la lesión y con él, el equipo logró reorganizarse, de cara a un partido fundamental: prácticamente repetíamos la formación del debut, que era muy sólida. La alineación ideal. Me gustaba que ese test-match fuera en el Pare des Princes, que era mi segunda cancha; ahí había jugado varios partidos con Stade Frangais, ahí gané la semifinal europea... Muchas emociones y recuerdos asociadas al estadio más
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lindo del mundo: es chiquito, en París, en mi barrio francés, tiene una entrada muy especial. Todas éstas eran sensaciones mías, personales e intransferibles, así que me obligaba a dejarlas en un segundo plano para ocuparme del partido. Mi decisión para establecer las pautas de ese encuentro fue bajar los decibeles. Era crucial no acelerar a los jugadores más de la cuenta, porque era uno de esos partidos que pueden salir para cualquier lado. Si lo planteás mal, con Irlanda podés perder tranquilamente. "Salgamos a ganar", les dije. "Pero los desesperados son ellos, eh... Pero, ... ¡A ganar! ¡No se olviden a quiénes tenemos enfrente!" Volvía a vivir lo del Mundial del 2003, y saliendo al túnel se me escapó una sonrisa, miré al cielo... Ahí entendí que Papá estaba conmigo y me decía: "Hicieron todo bien, ahora sí divertite". Fue el gran partido de Juani, de Roro, de Chalo, de Mario... de todos. El hecho de haberle ganado a los irlandeses por 30 a 15 no sólo nos dio la clasificación como invictos a los cuartos de final, sino que también evitó que nos cruzáramos con los All Blacks. Salimos del estadio con el ómnibus y en la calle nos esperaban muchos hinchas argentinos: a medida que avanzábamos y ganábamos, se sumaban más y más. Rodearon el micro, hicieron colapsar nuestra salida, y la mayoría de los jugadores bajó para ponerse a bailar con la gente. Había muchísima gente del club cantando y bailando cerca. Me parecía increíble; todos en París, festejando como nunca la victoria ante Irlanda. La
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cancha, la gente, mis amigos, mi familia.... ¡Un momento único de mi vida! Yo me quedé arriba del micro, con mis hijas, mirando la celebración... y pensando en lo que se venía. Sonreía. El Ninja se apoderaba del equipo de música, sonaba el tema Mi dulce niña, y todos bailaban. Yo contemplaba esa alegría y pensaba. "Vamos bien, todavía falta, pero vamos bien...".
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Para el partido de los cuartos de final del Mundial 2007 ante Escocia volvíamos a París. Parecía que estar en el centro era más divertido, pero para mí era igual. Si todos se iban a la Torre Eiffel a pasear, yo me metía en mi cuarto. No podía disfrutar de las cosas diarias; me encantaba estar encerrado y con poca luz. Como en una isla de edición de cine: oscuridad, introspección y mucho detalle. Tenía que evitar el aturdimiento. Sólo había música y orden. No podía perder el foco. Mientras tanto, Argentina estaba en ebullición. Muchos de mis amigos todavía estaban en Francia, otros se habían vuelto y me contaban por mail cosas de la "Pumamanía" que se vivía. Empezaba a correr un tema no menor: las mujeres de los chicos. La mayoría de los jugadores no las habían visto en cuatro o cinco semanas, y el nacimiento de la hija de Cuta Schusterman había conmocionado a todos. Se sentía cierto malestar de algunos jugadores; no decían nada, ni lo expresaban, pero se notaba. Nunca se quejaron de nada, y algunos ya llevaban casi dos meses fuera de sus casas.
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Fue un momento de reflexión y entendí que tenía que tomar nota, más todavía, de las realidades de cada uno de los jugadores. Necesitábamos de la sensibilidad d e todos, el tiempo avanzaba y pasaban muchas cosas. Es increíble la diferencia entre vivir situaciones deportivas cuando uno va ganando, y cuando a uno no le va tan bien. Sin embargo, nunca hay que dejar que el triunfalismo impida ver los detalles. Con el Taño Loffreda teníamos que ver constantemente dónde estaba el Norte. La situación que se había generado con el Cuta fue una señal de alarma: un nuevo protagonista, que era ese sentimiento terrible de extrañar a la familia, comenzaba a jugar fuerte. Yo tenía a la mía cerca; ellos no. Otra cosa que n o había previsto era la intensidad con la que estaba desarrollándose el torneo. Habíamos ganado los cuatro partidos, las sensaciones eran todas nuevas... Pero lo más movilizante era que, poco a poco, iba lográndose eso que uno se había propuesto. Cuando pasa algo así, ese vértigo puede asustarte o hacerte redoblar. Después de Irlanda la Copa del Mundo empezó a pesarme por primera vez. Entrábamos en un lugar desconocido y me preocupaba hasta dónde había convencido a los jugadores de que el sueño podía convertirse en realidad. Entonces, había que redoblar. Faltaban días para jugar con Escocia y me esperaba un problema con el Ruso Sanz. Hasta ahí nuestra relación había sido casi perfecta. Esta vez, el conflicto no era con los jugadores sino con el staff, al que yo sentía como parte de mi equipo.
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Durante el Mundial repetía una y otra vez que éramos cuarenta y cuatro, los treinta jugadores más los catorce miembros del staff. El Ruso apareció con una complicación por unas entradas para el partido, quería tener n o sé cuántas para los dirigentes y cambiárselas a algunos de los entrenadores y "fisios". Yo no podía creerlo. Estábamos por jugar los cuartos de final frente a un rival accesible y surgían estas cosas. Trataba de aislar nuevamente a los jugadores; la situación fue grave y otra vez tuvimos que juntarnos en un cuarto para resolverlo. Perder el foco y salimos del juego para atender cosas que nada tenían que ver con los ochenta minutos. Tenía claro que no podía permitir que esto perjudicara al equipo. Para mí, en esa etapa se trataba de llegar a la gloria y nada más. Estaba la palabra "historia" en el medio. Muchos me habían creído que podíamos llegar hasta esta instancia, pero no todos sabían qué pasaría si nos metíamos en las semifinales. Llamé a algunos a mi cuarto, les conté el problema y todos decidimos que el Ruso estuviera algunos días alejado del equipo. Faltaban tres días para el compromiso, el Taño se lo comunicó a Sanz, y él accedió. Para Nacho y el resto de los perjudicados fue importante sentirse respaldados. U n o puede decir muchas cosas y siempre quedar bien, pero hay veces en las que hay que poner el cuerpo y actuar en beneficio real de los demás, y d e eso que uno dice, más allá de los discursos motivadores. Podría haberme hecho el distraído y dejar pasar lo de las entradas. Al no hacerlo, sumé varios días de tensión, que cayeron sobre mis hombros. Sentía
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que era la forma, aunque la energía me empezaba a chupar y lo sabía. Estaba cerca de casa y volví a pasar una tarde con la familia, a estar contenido durante unas horas. Lo necesitaba, porque el impacto no había sido menor: discutir y pelear, sumado a la posibilidad de entrar en la historia por primera vez en los Mundiales, no era menor. Además, si le ganábamos a Escocia nos quedaban las semifinales y después la final. Dos semanas para lograr eso que habíamos venido a buscar, pero también dos semanas más para todos los que no veían a sus familias. Sabía que tenía el privilegio de contar con mi familia, y que tenía que aprovecharlo. "Viví un poco, Agustín", me decía. Esa tarde tomé un poco más de distancia de Los Pumas y vi más allá; estaba a dos metros del suelo y soñaba despierto que íbamos a salir campeones del mundo. A las horas extrañaba el hotel y volvía. Me encantaba y disfrutaba la vorágine del minuto a minuto. Sabía que estaba experimentando algo único. Las preocupaciones eran muchas, y no se tenía tiempo para reflexionar ni filosofar. Las cosas estaban dándose muy rápidamente, y sentía que tenía que desdoblarme en varios Agustines, y todos actuaban al mismo tiempo. El partido con Escocia fue en el Stade de France y salió todo bien. Para mí, era un paso más. Sin desmerecer a los escoceses, porque había que ganarles y era importante. Pero a nivel j u e g o yo estaba tan tranquilo que casi perdemos por un error mío. En la cancha se sintió que éramos más y que estábamos mejor. Chalo había jugado fenó-
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meno de nuevo; los delanteros dominaron claramente a sus oponentes. Tras esa victoria (19-13) me sentí invadido por primera vez. El hotel que nos había dado la organización del Mundial era en el centro de París, y ahí había desaparecido el concepto de búnker; estaba abierto a todos y se veía un montón de gente por todos lados. La noche del partido se desató un festejo excesivo. Para esta segunda etapa del torneo se habían sumado dos millones de personas y la excitación se sentía por todas partes. Hasta ese día nunca le había prestado mucha atención a lo que pasaba en las noches que abríamos el hotel para todos: solamente me importaba cómo estaban los jugadores, el staff y si había un problema, tratar de solucionarlo. Ese noche yo seguía igual, entrando y saliendo de mi habitación con mis pantalones grises: nunca usé jogging, ni acepté vestirme con el look deportivo ni oficial. Me gustaba tener mi independencia del sistema. La gente, en cambio, estaba muy acelerada y contenta. Fui a comer algo al tercer tiempo, y nuestro lugar, donde estaban las pizzas, explotaba de gente. No me molestaba, pero notaba que las reglas del juego habían cambiado. El problema no era la distracción que provocaron las visitas. Para mí eran necesarias y creía que todos necesitábamos ver a los nuestros. Me preocupaba que flotaba una sensación diferente, y que el foco parecía ser "ya llegamos". Faltaba lo más difícil, porque nos quedaban dos finales: desde mi perspectiva, se venía lo más importante.
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En la semana previa a las semifinales con Sudáfrica trabajé fuerte para que virasen las mujeres de todos. Sabíamos que nos quedábamos dos semanas más, y entendía que era crucial para todos los que no vivían en Francia. En ese momento me entraban dudas, si era algo que correspondía, o si hacía algo mal, de distracción. Entonces, llamé a un amigo para ver qué pensaba. Me contacté con Guillermo Tabanera; él me entendió enseguida, y me ayudó como siempre a encontrar una solución. El es alguien que sería fundamental en mi vida después de ese Mundial. Como padre de chicos de rugby, y una de las mentes más brillantes de los empresarios de Argentina, me ayudó a conseguir un sponsor para pagar los pasajes. Pero lo más importante fue que me ayudó a pensar con el corazón. Así, las novias y mujeres viraban a París. El alivio de los jugadores fue tremendo. Se notó mucho en los que no entraban a la cancha, que tenían que pasar toda esa semana al pie del cañón, y que después de cuarenta días no aguantaban más estar lejos de sus afectos. La llegada de sus novias y esposas relajó mucho el ambiente. Nunca les dije cómo se habían conseguido los pasajes, y sólo se comentó que se utilizó parte de los recursos del Fondo Puma; que era plata de todos al servicio del equipo. Pese a todo, el equipo tenía dos nuevos enemigos: la tensión y el conformismo. Otra estrategia para relajar el ambiente era hacer unos sketches entre nosotros. Participábamos todos, los más chicos y los más grandes, j u g a n d o a imitarnos mutuamente. Me parecía fundamental di*
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vertirnos y reírnos de nosotros mismos. El grupo estaba más unido que nunca; había un cansancio importante, es cierto, pero la dulce sensación de ganar siempre hace que todos sigan empujando. Cada uno cumplía una función, desde los entrenadores hasta el último jugador. Yo hablaba mucho con Juan, con Feli, con Mario y con Chalo... "Kinder" se ocupaba de proteger al grupo que no jugaba, que eran los más chicos, con "Corcho" Fernández Lobbe y Legui a la cabeza. Siempre estaban de buen humor y ayudaban en todo. Los que estaban de suplentes o no jugaban no se quejaban ni decían nada. ¡Eso era increíble! Se jugaba mucho a las cartas y los chicos organizaban miles de cosas. Había armonía y liderazgo en cada uno, y eso hacía que todo fluyera. El de Sudáfrica iba a ser nuestro tercer partido en el Stade de France, donde le habíamos ganado a Francia y a Escocia. Yo no sentía nada en especial ni lo veía como un choque trascendental; era el próximo, uno más, y n o algo de vida o muerte. Siempre me arrepentí de no haber podido transmitirle esa tranquilidad al Seleccionado. En la semana hubo demasiada excitación, y no supe instalar el mensaje que correspondía: no quemar las naves, bajar varios cambios y ser lo más fríos posible. Encaramos la semana al revés de lo que veníamos haciendo, y perdimos la estabilidad emocional. Supongo que se debió a la falta de experiencia, a no haber estado nunca en esa instancia en un Mundial. Los "Springboks" eran superiores, pero jugás como te sentís. Yo sentía una confianza tremen-
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da y realmente pensé que teníamos chances de pasar a la final. La estrategia que habíamos diseñado con Loffreda estaba bien, pero el estado de ánimo te hace romper la estrategia. Un presagio: no hablé en la cancha antes de ese partido. Lo hizo Mario Ledesma, y lo escuché llorando tan emocionado, que sentí que no había nada para agregar. Que haya hablado Mario, que era mi amigo y uno de los líderes del equipo, es un resumen de cómo habíamos llegado: no se podían contener las emociones. Después de escucharlo, me pareció que yo n o podía recargar su discurso: ¿cómo hacés para frenar a una locomotora que va a mil kilómetros por hora? Hubiera sido ridículo hablarle al equipo para decirle "bueno, ahora juguemos tranquilos". Estábamos pagando algo que yo venía sintiendo hacía ya un tiempo: no tener la costumbre de jugar contra los gigantes, menos todavía en una Copa del Mundo. No se trataba simplemente de ganarles a las potencias. Porque en 1997 le ganamos a Australia, pero fue un hecho aislado. Ese día, lo importante era el sentimiento que nos invadió para afrontar un desafío mayor. Sudáfrica era más equipo, pero nosotros teníamos lo nuestro: la táctica y la estrategia estaban. La única manera de equiparar la superioridad del rival era siendo más fríos y menos intempestivos. Nos dejamos llevar por la situación, por la novedad, y perdimos por eso. Como líder del equipo, yo era uno de los principales armadores de ese núcleo de emoción. Hasta ahí había logrado mantenerlo todo canalizado sobre un ritmo, como en una partitura.
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Ese día, fue otra corriente: estábamos jugando en 240 revoluciones, cuando teníamos que hacerlo a 110. Si no estás acostumbrado al vértigo, no te encontrás. En ese partido no se encontró ninguno de los líderes; y yo jugué mal. Esa velocidad, a la que no estábamos acostumbrados, determinó todo y se gestó en la semana. Por eso, no creo que el hecho de no haber hablado haya cambiado algo. En el vestuario es muy tarde, y si le agregaba algo a lo que decía Mario sólo sería para sumarle una rosca más al equipo. Nos habíamos preparado para matar o morir; el tema es que nosotros no éramos un equipo de matar o morir, porque el deporte tampoco es matar o morir. Supe que perderíamos a los cinco minutos del partido. Estábamos mal parados, en un momento remontamos el resultado y nos pusimos a un try, pero nos volvieron a interceptar un pase... En la cancha nos hablábamos todo el tiempo, pero la ansiedad era muy alta. ¿En qué fallamos? No todos estábamos convencidos de que podíamos ganar. Tan simple como eso. Había algunos que pensaban que sí, pero esa convicción tiene que venir de antes, de muy adentro, y n o porque te lo hagan creer. Tiene que ver con cómo uno sueña, con eso que espera, y con exigirse lo imposible. Con Sudáfrica, las circunstancias no nos dejaron volar un poco más alto: carecíamos de la costumbre de enfrentar a los "grandes" y no supimos ser lo suficientemente fríos como para manejar mejor las cosas. Pero lo táctico es anecdótico: en todo gran desafío, lo
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fundamental es cómo te sentís. Si te sentís invencible, entonces vas a serlo. Obviamente, también hay una realidad: si tu adversario es mejor y vos pateás mal, vas a perder igual. Pero, ¿es posible convencer a los demás de que somos invencibles? Yo no pude. Terminó el partido (perdimos 37-13) y saludé a todos. Les hablé tratando de mantener una imagen, de que estaba todo bien. Saludé a mis hijas, como en cada partido, y ellas me miraban, sabían que algo no estaba bien. Pero seguí mirando distante, tratando de no pensar mucho y de terminar con los protocolos. Hay que morir de pie, siempre... Pero cuando me alejé un poco para tomar distancia de la situación, y me senté en un banquito al costado de la cancha, lo vi a Juani Hernández... Lo abracé, y el m u n d o entero se me desplomó. Lloraba sin parar; no me importaba ni podía contenerlo. Así, también moría de pie.
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Fracasar es no lograr eso que te habías propuesto. Yo quería ser campeón del m u n d o con Los Pumas y ya no podía conseguirlo. Quería mostrarle al mundo que desde la humildad, la entrega y la pasión se puede llegar a ser los mejores del mundo. Mostrarles a los ingleses, los australianos, a esos que nos miraban siempre de reojo, que éramos mejores... Perdón, que teníamos algo mejor: un amor increíble por la camiseta. Ese amor es el que nos hacía jugar por encima de nuestro nivel. Quería demostrarles que años de desarrollo y estructura podían suplantarse por locura, por la entrega ordenada, y con una planificación. Pero nada comparado con lo que vivían ellos. Ese plan casi da resultado, pero no; habíamos perdido con un equipo mejor, con mayor estructura, con más años de desarrollo y con un amor igualmente increíble por su camiseta. Entonces, para mí, había fracasado. No bien terminó el partido con los sudafricanos nos encontramos con Juani Hernández, le dije que había llegado hasta ahí, que había sido un placer, un viaje lindísimo, que fue muy bue-
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no vivir esta aventura con el equipo, y que él era la continuación de esos chicos que ahora debían hacerse cargo del Seleccionado. Juani estaba destruido; lloramos juntos. Yo sabía que estaba despidiéndome de Los Pumas. De hecho, pensaba no jugar el partido por el tercer puesto: el sueño se había esfumado y desde mi perspectiva no quedaba nada. Fue un golpe grande: seguía pensando, en ese mismo momento, mientras se vaciaba el Stade de France. Te pasás toda u n a vida tratando de ser el mejor y salir campeón del mundo, y al final no llegaste. Me caían más lágrimas. El vestuario fue raro. Fui a la conferencia de prensa, como corresponde. Tenía los ojos llorosos: la angustia no se me pasaba. Declaré que moríamos de pie, pero que mi sueño era llegar a la final y ganarla, y que no estaba contento para nada. Seguía escuchando eso de las derrotas dignas... Es horrible esa sensación: todos te felicitan y vos te sentís cada vez peor. De regreso en el vestuario veía cara largas, con algunos tratando de darle ánimo al resto. Muchos no levantaban la cabeza. Los que no habían jugado reanimaban, tratando de ayudarnos a salir del peor día de los últimos años. Lo malo de los Mundiales es que, al ser cada cuatro años, la sensación es que no hay revancha cercana. A veces, más que nada por edad, tampoco tendrás ningún desquite. Varios de nosotros sabíamos eso, y la reflexión se volvía más dura aún. En nuestro bunker en Enghien-les-Bains nos esperaba mucha gente. Bajé por la puerta trasera
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del bondi, y me fui derecho a mi cuarto. No quise saludar a nadie. Derecho a mi cuarto de siempre. Un par d e los chicos y algunos amigos vinieron a verme. Se había renovado "La 74"; llegaron otros que se habían perdido la primera parte del torneo y no sabían qué decirme; entendieron mi encierro. Mi familia también partió, aunque algunos se quedaron abajo con todos. Yo estaba sacado y derrumbado al mismo tiempo. Vino a verme Juancito y le regalé mi última camiseta: el símbolo para que él siguiera con su generación. Intercambiamos pocas palabras porque cada dos minutos volvíamos a hablar del partido, de lo que habíamos hecho mal del line, del mal pase... De golpe, nos callábamos... Es cuando te das cuenta de que el partido ya pasó y que ya no hay más sueño. No volví a mi casa ni esa noche ni la siguiente. Tampoco dormí. El Taño Loffreda había dado dos días libres y, por primera vez en cuatro años, no me importaba lo que seguía; ni a qué hora se entrenaba, ni cuándo era el día libre, ni los detalles de los demás, ni los míos propios... No pensaba en nadie ni sentía la necesidad de cargar energía "¿Para qué?", me decía. "¿Para qué volver a casa? ¿Para qué ver a los chicos?" Por primera vez, me sentía abatido y sin fuerzas. Mi energía estaba bloqueada por la amargura y el enojo de haber estado tan cerca. De a ratos, me reprochaba a mí mismo n o haber intervenido fuerte en la semana previa al partido con Sudáfrica, lo mal que había jugado el partido, los pases que había hecho... No le re-
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criminaba nada a nadie más que a mí: yo era el padre de la derrota. Lo entendía así. Pero volvía a la historia de aquellas dos finales seguidas perdidas con Stade Frangais en 2005... Ese ejercicio me ayudaba a calmarme, y a darme cuenta de que era parte del juego. En mi historia estaba todo relacionado. En cuanto a los detalles del juego, no conseguía aflojar la cabeza. Siempre trabajaba mucho después de cada partido, y esta vez era más intenso que nunca; había sido el más importante de toda mi vida y así transité el día después: como u n fantasma. Lloraba, me enojaba, puteaba, leía mails, me largaba a llorar más. Mis compañeros no intentaron ubicarme porque conocían mis tiempos, y mi cuarto era un templo para todos. Venían cuando tenían un problema, pero ese día no. Hubo un respeto importante por mis tiempos. Se me ocurrió ir al spa del hotel. No había ido durante todo el Mundial, ni siquiera me había metido en la pileta, pero ese día pensé: "No me importa nada, me hago masajes, me tiro un rato acá y listo". Abandoné la idea a los dos minutos: mi propia cabeza me mataba. Después me encerré a escuchar música, y hasta eso me molestaba. Lo único que pude hacer fue leer algunos párrafos que había marcado de dos o tres biografías que llevaba siempre conmigo. Una era la de Miguel Ángel; la otra, d e Napoleón. ¡Napoleón! En Francia me decían "Le Petit Napoléon", desde que había salido u n a entrevista mía en el diario deportivo L'Equipe, en la que me preguntaron qué personaje de la historia
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me gustaba y yo respondí que me encantaba Napoleón. Al decirle esto, el periodista me respondió que justo estaba escribiendo un artículo en el que me comparaba con él. La segunda noche de encierro me llamó el Taño y al ratito nos reunimos con él y con Banana Baetti. Yo parecía un espectro caminando. Estaba seguro de que la reunión sería para hablar del partido y mi cabeza... o de lo que quedaba de ella. Ya sabía qué iba a contestar. Baetti me dio un abrazo; a lo largo de nuestra relación, constantemente supo encontrar el apoyo que yo necesitaba. Tenía ese don único para levantarte cuando estás mal, siempre con un abrazo o un consejo. El Taño me ofreció un mate y me reí. El estaba con la experiencia y la tranquilidad. La situación le dolía igual que a mí, pero lo vivía distinto; por eso era el entrenador, y la tenía muy clara. —Agustín, queremos que estés en el próximo partido —me dice el Taño. —Que jueguen todos los suplentes, Taño, se lo merecen. Nico Fernández Miranda tiene que jugar, corresponde que entren otros chicos. Yo doy un paso al costado. —Pensalo un poco. Entrenate mañana y... —No, no voy a jugar. —Sos el capitán de este equipo. Tenemos que terminar bien y salir terceros —me dice Banana. —No, no... —¿Estás entregándote? Esa última pregunta fue crucial. No, no quería entregarme para nada. Los dos estaban hablándome bien, mostrándome otra visión de la
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realidad. Había estado encerrado horas y horas, venía súper esquemático con el tema de dejar actuar a los otros con Francia, pensando que para mí se había terminado el Mundial. Ellos me la dieron vuelta, mostrándome que estaba cometiendo un error, y lo hicieron con argumentos. "Vos sabés que no es lo mismo ser tercero que ser cuarto, ¿o no?". Lo sabía, claro. Igual, seguí sin fuerza. En la última de las dos jornadas libres, y a tres días del partido con los franceses por el tercer puesto, se organizó una salida a Eurodisney para el plantel y las familias de todos los que habían viajado al Mundial; en especial, las mujeres que habían llegado hacía pocos días. No tenía ganas de sumarme al paseo, ni de ver a nadie; pero después de casi dos días de romperme la cabeza, me obligué a estar. "Si n o vas, tampoco pueden ir los otros cuarenta", me dije. "Así que, flaco, subite y terminá con esta novela". Fue la mejor decisión que pude tomar, porque en ese paseo me pasó algo muy raro: tanto mis hijas como los hijos de los demás me inyectaron una energía que no esperaba, y que empezó a sacarme del duelo. Lo pasamos muy bien, nos reímos, aunque de vez en cuando se me aparecían los fantasmas de Bryan Habana y sus compañeros de los Springboks. No soportaba que se me hubiera escapado algo tan importante para mí, sin entender del todo por qué había pasado. Pero era increíble que, cada vez que me colgaba y me ponía serio, venían Mario, Ñachi, Kinder, Chalo, Roro, Feli o Manu y me distraían con otra cosa.
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Al día siguiente me levanté con otra cara y decidí ir a entrenar. Cordones sueltos, me hice las colitas en el pelo, me puse el mismo jogging y subí al bondi, ese lugar sagrado que nos lleva de lado a lado y donde la música que suena te cambia el estado de ánimo. El Ninja motivó al plantel más que nunca, y bajamos al que sería el último entrenamiento fuerte antes del partido. Agarré una pelota, me puse a correr solo, y en ese momento volví a sentir la magia de volver a ir por Francia y terminar lo que habíamos empezado. Venía de dos días bravos, y en el fondo sabía que sería mi último partido con Los Pumas. Hasta ese momento n o lo había pensado seriamente ni le había dicho nada a nadie, pero veía que la despedida estaba cerca. Empecé, como en "fast forward", a conectarme con todos los detalles, todo que pude. Empecé a gritar, a reírme, a relajar, y a entrar al partido en mi modo: intensidad al mil por mil. Entonces, cuando el Taño iba a anunciar la formación, nos miramos; sin preguntarme nada, m e dijo "andá a dar el equipo, es así...". Y salió como habíamos hablado en el cuarto, conmigo de nueve y capitán. Con Nico Fernández Miranda nos miramos apenas se anunció la alineación, y él lo entendió más que nadie. Entrené como nunca, y sentí enseguida que al equipo todavía le quedaba más. No estarían Ñachi Fernández Lobbe ni el Bocha Ledesma, pero los que entraban querían dejar todo y tomar la responsabilidad del gran Mundial de ambos. Después de la práctica me puse a leer mails de amigos. Con algunos fuimos a comer, y vinieron
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al hotel el Gato, Gusi, Cadete, Suárez y el Colo, y con ellos me di cuenta de que sería mi último partido. Me quedé duro por unos segundos, y la dejé pasar. No era momento de pensar en mí. En mi carácter de líder de grupo sentía que era importante dejar de lado mi situación personal. Mi idea de la capitanía era restarle trascendencia a lo mío. Yo era el que más comunicaba y había aprendido a no distraer el foco del equipo por un conflicto conmigo mismo. Además, el partido por el tercer puesto con Francia era el último de Ornar Hasan y él ya lo había anunciado, lo mismo que Chalo Longo. No era la despedida de Agustín Pichot, y no tenía por qué robarles protagonismo, aun sin proponérmelo. Tenía que seguir pensando en todo y en todos. De hecho, el único que ese día no anunció su retiro del Seleccionado fui yo. Lo sabía y por eso lo hablé en la charla en el vestuario, cuando dije: "Disfrutémoslo que, por ahí, y casi seguro, para muchos sea el último... ¡Vamos!". En los días previos a ese segundo duelo con los franceses habían surgido un montón de problemas, mientras que estaba encerrado en estado alfa. Uno de esos fue el caso de Mario Ledesma y su lesión: d e golpe, me enteré de que estaba desgarrado, que entonces no jugaba... Hubo un mal entendido, entonces llamaron para que viniera Euse Guiñazú, algo que era lógico porque era el jugador reserva, que cubría el puesto de hooker y de pilar. ¡Lo ido que estaría, que yo no sabía nada! ¡Me faltaría Mario en mi último partido! Quedaban pocas horas para el final, los fantasmas del fracaso se habían extinguido, pero me
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daba bronca no estar jugando la final. Igual, intentaba que no se notara demasiado. La verdad, no me concentraba en sólo ganar el partido. Lo increíble era que el hecho de haber aflojado en todos los aspectos, hizo que pasara algo que fue fantástico: si le ganamos a Francia y logramos el tercer puesto en una Copa del Mundo, fue mucho más por el empuje de los demás que por el mío. Por primera vez, sentía que podía cosechar un poco del resto: el equipo salió a bancarme a mí, a apoyarme, porque sabía que estaba débil. Felipe Contepomi, mi gran amigo, fue uno de los que tomó la posta y se puso el Seleccionado al hombro: hizo un gran partido. Lo viví con un orgullo tremendo, porque sentí que Los Pumas ya habían incorporado en su ADN las ganas de ser más, que la mentalidad ganadora ya estaba instalada. Quedaba el juego. Una vez más. Cuando salimos a reconocer el campo, como siempre, se me acerca un francés que estaba a cargo del protocolo de los partidos del Mundial, para explicarme cómo entrar a la cancha, y qué había que hacer cuando terminara el encuentro, pues sólo había entrega de medallas solamente para el tercero, al que quedaba cuarto no le daban nada. Con voz amable me dijo: "Agustín, ustedes entran por acá. Francia a la izquierda, y Argentina a la derecha, como salen de los vestuarios". Hasta ahí era lo de siempre, pero siguió con sus explicaciones: "Cuando termine el partido, va a venir Sarkozy para darle la medalla a Francia en la cancha, y después los saludará a ustedes". Algo me sonó mal. ¡¿Cómo?! "¿Y si ganamos no-
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sotros?!, le pregunté. Nos reímos los dos; él, incómodo porque no se había dado cuenta del error, y yo desafiante. Fue la primera provocación de la noche, y empezaba a motivarme. De nuevo el entender que éramos los argentinos los que incomodábamos al establishment. Me encantaba esa posición. Una vez más demostrar que nos merecíamos mucho más respeto. El vestuario ya me había dado u n a energía especial. Vino el Bocha Ledesma, que no jugaba, y me abrazó con lágrimas en los ojos. ¿Sabría que era nuestra despedida? Hablé con todo lo último que tenía. Había que jugar para la inmortalidad... ¿Qué más? Caminamos hasta el túnel, se escuchaban 45 mil franceses y algunos argentinos. La luz me cegaba, estaba último en la fila y los olores del Pare des Princes hacían que quisiera comerme la vida. Mi corazón estallaba, y de repente me sale un grito espontáneo. Al lado nuestro estaba formado el equipo francés, también esperando para salir a escena. Desde atrás, grité enérgicamente: "Vamos, carajo, que hoy tenemos que jugar como nunca. Hoy tenemos que brillar, por esta camiseta tenemos que dejar todo". De golpe, siento que alguien me dice: "Ferme ta gueule", que en castellano significa "cerrá la boca". Miro a mi costado y lo veo a Sébastien Chabal, que era el tercera línea suplente de Francia. Pelo largo, cara de malo, enorme... Estaba como suplente, salía detrás de los titulares de Les Bleus, y se cruzó conmigo, que iba último. Lo miré, estaba cerquita... y lo dejé pasar, como diciendo "no voy a
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discutir con vos ahora". Pero él insistió. "Sí, a vos te dije, dejá de gritar". Entonces, lo dejé avanzar y le miré el n ú m e r o en la espalda. Como era suplente, le contesté "te veo en un rato, yo arranco enseguida, de nueve, ¿y vos?". Esto terminó de enchufarme a 240. Escuchar el Himno me hizo pensar en mí, y sólo en mí, por primera vez. ¿Sería realmente mi última vez? Busqué a mis hijas en la tribuna y ahí estaban, con Flor, presentes como siempre. Seguí pensando en mi carrera, en mi vida y en mis cosas. Me fui mentalmente a Australia, a esa primera vez y a mis veinte años. Ahora, con treinta y tres, estaba parado ahí, con el alma de un chico que se muere por defender la camiseta argentina, y al mismo tiempo con muchas cosas vividas. Sin Papá, pero qué orgulloso estaría... Fue la única vez que el H i m n o me hizo llorar en una cancha. Sería el último, ¿cómo no saber que lo extrañaría por siempre? Ese himno fue como un videoclip. Mis hijas estaban viéndome, mi vieja, mis hermanos, mi mejores amigos. Dicen que cuando estás cerca de la muerte, ves pasar tu vida en un segundo. A mí m e sucedió durante esos dos o tres minutos: se moría el Agustín jugador de rugby y por mi m e n t e pasó la película completa. Reí y lloré. En dos segundos, rompí filas sin darme cuenta y me preparé para el partido. Volvía a ser feliz por los últimos ochenta minutos de mi vida de jugador. ¡Hicimos un partido espectacular! El Pare des Princes se rindió a nuestros pies, y el equipo demostraba que se merecía el tercer puesto:
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ganamos sin atenuantes por 34 a 10. Me abracé con el Taño como nunca, con los chicos y con Nico Fernández Miranda. Le agradecí por tantos años y especialmente por ese Mundial. Pasó todo muy rápido: nos dan las medallas y me entregan el reconocimiento como "Man of the Match". No merecía ese premio: era para todo el equipo. Pero por primera vez en mi vida siento que cierra todo. No es que estuviera contento, y es por eso que no festejé: un tercer puesto no se celebra. Pero me invadió una paz que no había experimentado jamás. Nos juntamos, hablamos por última vez en la cancha y dimos la vuelta al estadio. Con sombreros con plumas celestes y blancas, con nuestros hijos entre nosotros... El staff festejaba, lloraba con nosotros, y yo les agradecía. Me metí en el vestuario y pensé por primera vez en mi vida deportiva: "soy feliz". La felicidad es sentirse pleno, y en mi vida sólo me pasó tres veces: cuando nacieron mis hijas, y en ese momento. Pensé en Valentina y en Joaquina, y me puse a llorar. Pensé en mis jugadores, en cómo me habían cuidado en esos días, en cómo me habían hecho su sentir su apoyo, su respeto y su lealtad. Pero también eran parte de ese vestuario todos los que, sin saberlo, me habían ayudado a aprender. Mis entrenadores, mis amigos, mi familia, incluso la gente que sistemáticamente quiso hacerme mal. En esos momentos entendés que, en la vida, todo sirve para crecer. Habíamos desafiado a todos, a la 1RB, a los dirigentes argentinos que sólo querían poder, a
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la mediocridad y a nosotros mismos. El éxito, sea cual fuere tu noción del éxito, va a depender de la forma en la que encares los desafíos. La pasión y los valores correctos sólo pueden traer felicidad. La coherencia y el saber equivocarse hacen que vivir sea una experiencia única. Jugar y divertirse con esos parámetros es el secreto para darle sentido a la existencia. En ese momento sentí que lo tenía todo. Sólo me faltaba mi viejo. Después largará una noche increíble, repleta de argentinos en el Grand Hotel Barriere. Les agradeceré a Dani Pelisch, al Negro Coccia, a Rama Guillot, a Jorge Búsico, a Santi Roccetti, a Coco Martínez y a Rulo Taquini por su respeto y profesionalismo. También les expresaré mi gratitud a todos los empleados del hotel, por habernos hecho sentir tan bien. Agradecer a cada uno de los que nos ayudaron a llegar hasta ese momento para mí sería muy importante. Faltará el cierre entre nosotros, y en una charla grupal al mediodía siguiente, ya antes de un gran asado del "Campeón" Carossio y Martín Scelzo, les dimos a cada uno de los jugadores un reloj como regalo y como recuerdo, por haber estado en esa gesta histórica. Luego, hablaremos todos los líderes, Mario Ledesma, Felipe Contepomi, Chalo Longo y yo, de lo q u e hemos vivido, del traspaso a los más jóvenes, d e lo buena que había sido la experiencia. Hablarán ellos, y después terminarán hablando todos. ¡Un momento muy emocionante! Allí se dirán cosas que quedarán para siempre entre nosotros. Lo que seguirá pasará sin trascendencia... La
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fiesta de despedida del Mundial, una obligación de capitán que me aburrirá pero que demostrará que Argentina está entre los grandes en serio. Habría un nuevo capítulo de las peleas con Sébastien Chabal. Una nota para el diario La Nación en Les Invalides, donde está la tumba de Napoleón, en la que confesaré que "mi corazón y mi alma me dicen que éste es el final", como el anuncio de mi despedida. Volaré a Buenos Aires con cuarenta grados de fiebre y hablaré en una conferencia de prensa para cientos de periodistas, como nunca había experimentado. Iré al programa de Susana Giménez y haremos muchos puntos de rating. Seguiré enfermo, casi sin poder hablar, durante semanas. Unos meses después, comenzaré a volcar en un escritorio lo que habíamos conquistado en la cancha. A lograr darle al jugador lo mucho que me había faltado... Pero todo eso es parte de otra historia. Porque esa última vez en un vestuario de Los Pumas pude ver, por única vez, a ese chico que durante todos esos años, desde que tenía memoria, había luchado incansablemente por las cosas en las que creía. Cosechando amor, cosechando odio... Con sus aciertos y con sus errores... Sufriendo y disfrutando. Desafiando al mundo con el corazón en la mano, pero sobre todo, desafiándose a sí mismo y exigiéndose siempre más. "Ya está, Agustín, frená acá", me dije. "¿Qué más podés pedir?"
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Martínez, 1975. Tengo apenas cinco meses de vida y no mejoro. Mi vieja, que ya tuvo dos bebés, sabe que algo está mal. Es raro que a esa edad un chico no se ría, piensa. Mi color de piel: gris. Mis actividades: dormir mucho, estar quieto y tomar leche de soja, que hay que conseguir como sea, porque la otra me cae mal. Los tres o cuatro médicos de la familia no le encuentran la vuelta, y Mamá cree que va a volverse loca. ¿Nadie se da cuenta d e que el chico tiene algo? El único que le sigue la corriente es su papá, mi abuelo, el del kiosco de diarios. Una de las mujeres que trabaja en casa le dice: "Señora, un sobrino mío tenía lo mismo y se murió. Es una enfermedad que se llama 'pata de cabra'; y tiene que ir a ver a una curandera". Al principio Mamá no la escucha, pero pasan los días y sigo igual. "Creer o reventar", se dice, ya desesperada. Sube al auto de mi abuelo y parten a un lugar por la zona de Campo de Mayo, d o n d e vive la bruja en cuestión. Es pleno invierno y hace un frío impresionante. La mujer le pide a Mamá que me desvista. "¿Con este frío?", exclama ella.
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"Sí, por favor", dice la mujer, que es brasileña, lleva trenzas y un largo vestido blanco. Mamá no tiene nada que perder. "Mientras no le dé nada para tomar, que haga lo que tenga que hacer". La mujer me mira y dice "pata de cabra". Me saca la ropa, me hace una marca sobre la cola con un fibrón azul, y le da a mi vieja una planta de malva. "Tráigamelo todos los días durante una semana, y póngale agua de malva en la mamadera". Desde ese día, Mamá y mi abuelo me llevan a lo de la curandera brasileña, donde el ritual se repite: desnudarme, escribirme la espalda y la cola con un marcador, rezar y recetarme malva. Ala semana, soy el bebé más rosado del mundo y no paro de reírme ni de dar vueltas. Tengo la energía de quien le ganó una batalla a la muerte. Sé que mucha gente me quiere, tengo muchos amigos, y nunca me canso del cariño de la gente. Ya saben a quién agradecerle. Los que no me quieren, bueno... Puedo explicarles cómo ir, a ver si encuentran a la curandera que me salvó la vida. Agustín Pichot, agosto de 2012.
Agradezco
En especial a todos aquellos que fueron fundamentales mientras escribía este libro. A "La 74" por estar, antes, durante y después, y sobre todo cuando tropezaba. A Itu por la amistad de todos los días. A Pedro por la fabulosa máquina de hacer presión, y por ser parte de tu sueño. Al Chori por tu simpleza en las grandes cosas. A Cadete por el barrio y el club. A Deisu por los toros. Al Miedo por hacerme ver muchas cosas. A Pata por ser tan radical. A Fede, al Bolo, Lowy y a Freddy Dates por Fiji y una vida de club juntos. A Garrison por la sana competencia de chicos. AJuanchi por tu compañerismo. Al Gato por tu honestidad. AJuan por los Barrios Bajos. Y al Colo por tu magia y tu lealtad, amor, compromiso y por ayudarme a llegar. A Blackie por tus silencios y tu inspiración. A Gusi por yogurt; por una historia en increíble desde muy chicos. Al Buho, Gari, Facu y Try, casi 74os. A Ricky Gortari por tanta paciencia.
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AJorgito Sánchez por no tenerle miedo a nada. Al Chebu por esa patada mágica. A Santi Gómez Cora por Mar del Plata. A Gino por tu forma de hacerme ver la realidad. Unica. A Guillermo Tabanera, Maca y sus hijos por tanto amor. A Pablo Mamone por tu amistad y percepción. A Leo McLean por su velocidad. A Mel Deane por la vida en Londres y una amistad de hermano, única e inesperada. A Diego Albanese por la amistad en el South West. A Roro por tanta pasión desmedida. AJuani por la sensibilidad, por tanto amor y respeto. A Feli por confiar y estar a mi lado siempre. A Ñachi por el corazón. A Mario por el compromiso y la historia. A Chalo por entenderme y bancarme. A Kinder por tu locura. A Lukitas Borges por dar siempre todo. A Manu por creer y llegar. A Mauro por la alegría. A Tati por la entrega. Al Ninja por haber apoyado siempre. A Bere por estar siempre cerca. A Pablo Camerlinckx por pensar diferente, pero igual. Al Cheto por mostrarme un líder genial. Al Yankee y su familia por ayudarme a despegar.
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A "La Sub 23" por creer y ayudarnos a alcanzar el objetivo. Al Darda por This Week. A Pato, Piña, Pancho por querer que sea cada día mejor y disfrutarlo. Al Chapa por mostrarme que la locura es necesaria. A la carnada de la Academia que brilló en los 80 por hacerme soñar. A Gaby Travaglini por ayudarme a entender. A Edu y Emi por los vestuarios en el Memorial. AJulien Arias, Pierre Rabadan, Momo Blin, Cristophe Dominici, Benja Kaiser, David Skrela, Stéphane Glas, Nani Corleto y Diego Domínguez por las alegrías en París. A Quicho y Pablito Lemoine por reírnos tanto en los almuerzos de Max. A Matthew Pini, Jason Wright y Steve Cottrell por mis días de Richmond. A Mike Miller y Bernard Lappaset por confiar en Argentina. A Craig, Scott y Alian, mis amigos galeses. A Peter Moore por la amistad en la era profesional. A Thomas Lombard por ayudarme a conquistar Francia. AJorgito O'Reilly por tu pasión por el rugby Al Negro Lagarde por tu humidad y entrega. A Pipo Larrubia por ayudarme a ser mejor persona.
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A Alfie, Traquea y el Chino por tantos martes y jueves. A Cacho, Pope y Alejandro por confiar en mí. A Richard Paganini por ponerme la celeste y blanca por primera vez. AJosé Luis Imhoff por confiar en mi velocidad. A Oscar y el Taño por darme la oportunidad. Al Taño y Banana por ocho años de aprender de ustedes. A Nacho Fernández Madero por darme tanto sin pedir nada. A Hernán Giachino y Gustavo Redondo por tardes de entrenamiento. A Pañi Jordán por el Jazz. AJoe por hacerme querer ir un poco más. Al Gringo Perasso y su grupo del SIC por quererme, a pesar de ser del CASI. A Alex Wyllie por enseñarme a ser un verdadero líder. A Mario Larrain por cuidarme siempre. Al Gato Handley por jugársela por un equipo. Al Padre Castagnet por los días de rebeldía. Al staff del Mundial 2007 por algo mágico y único. A San ti Solari por tu sensibilidad, inteligencia y generosidad. A Diego Armando Maradona por su humildad conmigo. A Andrés Calamaro por ayudarme a pensar. A Bebe Contepomi por el rock and roll. A "los Gordos" por ayudarme a entender la locura.
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A Solé Llauradó por la paciencia y amistad incondicional. A Cris Ramos porque logramos convencer a muchos de que se podía. A Pablo Zetoné por la música y Richmond. A Santi Roccetti por tu lealtad. A Sergio Stuart por tu picardía. A Matías Aldao por tu alegría. A Palomo Etchegaray por pasarme la posta. Al Negro Coccia por tu forma de llevar la vida. A Daniel Pelisch y Mariano Ryan por París. A Gonza Bonadeo por el empuje. A Daniel Arcucci, Nicanor González del Solar y Ale Cloppet por ayudarme a comunicar. A Frankie Deges y Jorge Búsico por el profesionalismo. A Edu y familia por hacer de Blancanieves mi lugar de reflección. A Fabián Bakchellian por ser el primero en confiar en mi imagen. A Nico por sentir como yo. A Gaby por su esfuerzo. A Guille por Madrid y tu hospitalidad. A Jorge Bombicino y Enrique Confalonieri por ayudarme a llegar a estar física y humanamente donde necesitaba. AJuan Román Riquelme por los códigos. A Seba Verón por los tubos con suela y el Pelusa.
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A Juampi Sorin por los días en las afueras de París y del deporte. A Enzo Francescoli por sus consejos. A Porfirio Carreras, Cacho Castillo y Gerardo Werthein por lo que vino después. A Micky Steele-Bodger por el honor de los Barbarians. A la Yaya Elsa por mis años d e chico. A la Yaya Poro por tanto amor. A Juan por ser un lindo ciruja. A Boris por haber dejado el legado en la familia. A Carli y Alela "abrí la peta". A Pelusa por tu pasión y fanatismo. A mis primos por el terre. Al Rana por haber vuelto a estar cerca. A Marta Merrelle por ser u n a gran madrina. A Luz por estar siempre. A todos los que me entrenaron y que no nombré, porque gracias a su esfuerzo, lograron convertirme en un buen jugador de rugby, pero por sobre todo, una mejor persona. Al CASI por darme el lugar donde aprendí a amar al rugby. Y finalmente, a todos los que jugaron conmigo, que con y por ellos pude conseguir todos los sueños que tuvimos.
A
Indice
Prólogo El último vestuario
9 13
Primera Parte APRENDER
1
21
2 3 4 5 6 7 8
29 35 43 47 58 64 71 Segunda Parte ENTENDER
9 10 11
83 93 101
12
108
13 14 15 16 17
122 127 136 145 152
18
161
Tercera Parte LLEGAR 19 20 21 22 23 24 25 26 27 28
173 187 194 203 215 224 230 239 249 263
Agradecimientos
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