PHILIPPE BRENOT El genio y la locura
Es la locura la madre de la genialidad? ¿La genialidad genera comportamientos excéntri cos? ¿Las glandes obras aparecen de modo espontáneo o se pueden provocar? ¿La crea ción ha de surgir en soledad? Philippe Brenot, antropólogo y psiquiatra, busca las respuestas relacionando la vida con la obra de los genios. Los grandes creadores caminan por la fronte ra de la locura, a veces voluntariamente, en un afán por alcanzar el límite en sus obras. Este estudio dedicado a escritores, músicos y artis tas plásticos llega a una conclusión clara: los escritores son los que más peligro corren de padecer enfermedades mentales. Dalí, Camille Claudel, Baudelaire, Proust, Schuitiann y Haydn son algunos de los crea dores que se han sentido tan vulnerables como para dejar testimonio escrito de esos difíciles momentos. El genio y la locura nos demuestra que obsesio nes, frustraciones y miedos forman parte de la condición humana.
Nacido en 1948, Philippe Brenot es psiquiatra, antropólogo y director adjunto del Departamento Internacional de Ecología Humana de la Universidad de Burdeos. Fue presidente de la Sociedad Internacional de Ecología Humana, vicepresidente de la Sociedad de Antropología del Sudoeste y ocupó el mismo cargo en la Unión Científica de Aquitania. Autor reconocido por sus trabajos acerca del lenguaje, el cuerpo y la salud, entre sus obras publicadas cabe destacar: Las pala bras del cuerpo, Las palabras del sexo. Las palabras del sueño, Las palabras del dolor, Nacimiento del lenguaje y de la dimensión humana v La educación sexual.
Dueño de Iti rotearán: Damiá Mollinos Diseño de portada: Sara Salvador / Damió Malimos
P hilippe B renot E l genio y la locura
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Barcelona. Bogotd • Buenos Aires • Caracas • Madrid . Mexico D.F. • Montevideo. Quito. Santiago de Chile
Titulo original: I.c genio ct la folie, i.n peinture, nutsique er littcrat&rc Traducción: Teresa Clavel 1.* edición: mar/o 1998 O Librairic Pión, 1997 O Ediciones B, S.A., 1998 Bailón, 84 - 080C9 Barcelona (España) Printed in Spain ISBN: 84-406-8126-7 Depósito lega): B, 13.510-1998 Impreso por U BERD Ú PLEX , S.L. Constitució, 19 - 08014 Barcelona Todos los derechos reserv ados. Bajo tas sanciones establecidas en las leyes, queda rigurosamente prohibida, sin autorización escrita de los titulares del copyright, la reproducción toral o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía v el tratamiento informático, así como la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo públicos.
P hilippe B renot E l genio y la locura
«El papel en blanco, la tinta y la pluma me aterrorizan —decía Cocteau—. Sé que se alian contra mi voluntad de escribir.» La hoja en blanco de El genio y la locura debe de haber actuado conmigo con la misma malicia, ya que he tenido que recurrir a un poderoso subterfu gio para escribir estas líneas, que tan sólo de ben su existencia a la audición incesante de los veinticuatro preludios y fugas de Dmitri Shos takovich. P. B.
INTRODUCCIÓN «Entonces, doctor, ¿según usted todos los novelis tas, hombres y mujeres, son unos neuróticos?», pregun ta André Maurois en Tierra de promisión. «Para ser más exactos —responde—, todos serían unos neuróticos si no fueran novelistas... La neurosis hace al artista, y el ar te cura la neurosis.» El gran misterio del genio y la locura aparece como un prejuicio que Maurois resume mediante esta elegan te fórmula de la neurosis que hace al artista. No se debe olvidar que Tierra de promisión es una novela moralis ta que publicó en 1943, entre una larga serie de biogra fías de hombres ilustres: la de Shelley (1923), Disraeli (1927), Byron (1931), Marcel Proust (1949), George Sand (1952), Victor Hugo (1955) y Balzac (1965). Esta mirada de historiador y biógrafo parece conducirlo a la evidencia de la originalidad del proceder artístico. La cuestión del genio y la locura es antigua; ya Aris tóteles la plantea en un texto célebre, el Problema XXX, al que recientemente se le ha añadido el subtítulo El hom bre genial y la melancolía. Se pregunta en esencia por qué los hombres excepcionales son con tanta frecuencia melancólicos. Por melancolía, Aristóteles no sólo en tendía esa tristeza soñadora vinculada a la imagen del ar9
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tista que reaparecerá en el Renacimiento o en la época del romanticismo, sino también esa noción antigua de la mezcla de los humores que marca la naturaleza cié la personalidad. Más tarde Diderot, recuperando la idea de Aristóteles, formulará ese lugar común —el genio cer cano a la locura— que los primeros psiquiatras somete rán a discusión en el siglo XIX. Esta «diferencia» de los seres fuera de lo común es una idea ampliamente exten dida, según la cual el creador, el genio, es un inadapta do, un excéntrico, una persona inestable, obsesionada por su obra y, en caso extremo, rayana en la locura. Al mismo tiempo se plantean otros interrogantes —¿qué es el genio?, ¿qué es la locura?— que hacen que esta reflexión resulte particularmente delicada. ¿Qué imagen tenemos del genio? ¿La del héroe puro al que se rinde culto? ¿La del don divino de las aptitudes inna tas? ¿Y de la locura? ¿Qué tipo de locura? ¿El delirio, la depresión? ¿Cómo nos representamos nuestra pro pia locura? Ahora bien, cuando la visión de la cultura se acerca a la de la medicina, desconfiemos de esa manía de los mé dicos de ver enfermos por doquier. Recientemente he podido conocer estudios médicos muy serios sobre la patología de los grandes hombres, que harían sonreír si redujéramos la imagen que tenemos de ellos a esos albu res de la salud muy naturales en cada uno de nosotros. Me refiero a la nefritis de Mozart, al reuma de Cristóbal Colón, al «accidente» de Ravel, a la ceguera de John Milton, a los vértigos de Lutero, a la dermatosis de O s car Wilde, al párkinson de Hitler, al asma de Séneca, a la anorexia de Kafka, al alzheimer de Swift, a la dislexia de Dickens... Todas estas supuestas afecciones —en al gunos casos probadas— tienen un fundamento, pero en definitiva no explican ni la vida ni la obra. Las mismas críticas deben aplicarse a los afectos y al ámbito mental; en ningún caso la obra puede reducirse a una patología. —
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El arte o el genio proceden de múltiples componentes que siempre conservarán una parte de misterio. Sin embargo, esta vieja idea del parentesco entre genio y locura encuentra en la actualidad argumentos de respuesta en una nueva concepción psiquiátrica de los trastornos del humor, que ilumina el misterio de la creatividad y enriquece la lectura psicoanalítica del mo vimiento creativo. La obra parece nacer de una sabia mezcla de la dificultad de ser y un factor energético constitucional, el mismo que ha animado a todos los creadores de universos, a todos los aventureros de lo imposible, poetas, magos, profetas, pintores, inventores, músicos, políticos... Rimbaud, Schumann, Goethe, Van Gogh, Mozart, Hemingway, Balzac, Flaubert, Nietzsche, Miguel Ángel, Rousseau, Simenon, Picasso... Así, biografías, autobiografías y patobiografías nos proporcionan testimonios directos, análisis y opiniones psiquiátricas que corroboran la intuición de Aristóteles. La exaltación creadora es íntima de la melancolía, her mana de la depresión e hija de la manía, pero también pariente cercana de la locura cuando la obra ya no con sigue contener todos los afectos. Entonces esa lectura sin concesiones de los destinos fuera de lo común nos lleva a conclusiones sorprendentes: el humor genial pa rece distribuirse de un modo muy desigual entre las ar tes del lenguaje (poesía, literatura) y las artes no verba les (plásticas y musicales). Las primeras se encuentran a escasa distancia de los trastornos mentales, la depresión es uno de sus mecanis mos. El escritor nace a partir de sí mismo y adopta un seudónimo. La escritura es un crimen para aspirar a la existencia. Las segundas tienen pocos vínculos con la locura, la depresión no es muy frecuente en ellas, y resulta sor prendente constatar que prácticamente ningún pintor ni músico utilizan seudónimo. ¿Acaso la literatura es co11
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mo una fruta prohibida? ¿Acaso la vista y el oído prote gen de la locura? Al margen de las críticas que puede provocar —y que provocará— semejante análisis de los seres excep cionales, la coherencia de los hechos es suficientemente explícita para suscitar la reflexión y aceptar la evidencia de un factor propio del genio, que yo he llamado «fac tor humano», y de una función social que calificaré de «función chamánica», pues la originalidad del proceder creador presenta innumerables puntos en común con ese papel provocador y catalizador de la sociedad que el chamán desempeña en aquellas tribus nómadas del mundo antiguo que todavía hoy subsisten como un tes timonio del origen, como un resto fósil de los cazado res-recolectores de los que nosotros somos los últimos herederos.
El genio domina los siglos y trasciende la humani dad. Es una herencia de nuestra historia y continúa siendo uno de los grandes interrogantes de nuestro es píritu.
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I
HISTORIA DE UNA IDEA «¡Cuán parecidos son el genio y la locura! —afirma con seguridad Diderot—. Aquellos a los que el cielo ha bendecido o maldecido están más o menos sujetos a es tos síntomas, los padecen con más o menos frecuencia, de manera más o menos violenta. Se les encierra o encadena, o bien se les erigen estatuas.» Esta vieja idea de la pro ximidad, o del parentesco entre el genio y la locura nos llega en forma de sentencia convertida en lugar común por la pluma del enciclopedista. Sin embargo, no es más que una larga sucesión de préstamos de la idea original de Aristóteles, que encuentra cierta validez a lo largo de los siglos y de la experiencia repetida. ¿Qué es el genio? ¿Qué es la locura? ¿Y en qué están íntimamente unidos?
1. L a
n o c ió n d e g e n io
Pocos términos tienen una acepción tan amplia co mo el de «genio», debido al hecho paradójico de su es casísimo uso y, al mismo tiempo, de la trivialización del adjetivo «¡genial!». Por ello, su extensión varía mucho según el medio social en el que se emplea, según cómo nos representamos la idea de creación y, en definitiva, —
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según la época a la que se hace referencia: el genius de los romanos ya no era el daimon interior de los filóso fos griegos, al igual que la «inspiración» romántica difie re mucho del «genio» de los enciclopedistas. El prototipo griego del genio ya presenta una simili tud con la demencia: es el «demonio» de Sócrates, que servirá de modelo a la psiquiatría del siglo XIX para ar gumentar su discurso sobre la proximidad entre el genio y la locura. Para la sociedad griega, que cree en la exis tencia de dioses y demonios, esa voz interior que Só crates llama su daimon, su espíritu, es un genio fami liar; para el filósofo y el poeta es una musa inspiradora, y para la psiquiatría clasificadora es una alucinación audi tiva: «El fervor celestial me ha concedido un don ma ravilloso que no me ha abandonado desde la infancia —precisa Sócrates—; es una voz que cuando se deja oír me aparta de lo que voy a hacer, y nunca vuelve a im pulsarme a ello...» (Platón, Alcibíades). Sócrates tuvo tal influencia en sus alumnos que su pensamiento, erigido en dogma, se convirtió en un modelo de sabiduría a tra vés de los escritos de Platón, Diógenes, Plutarco y Jeno fonte. El dios interior se transformó así en un genio fa miliar, generador de inspiración, que contribuyó muy especialmente a formar la noción moderna de «genio», en contraposición con el genius latino, que sólo desig na el alma humana en el sentido animista de la fuerza vital. En Fedro, Platón precisa que el poeta es un ser sa grado porque está poseído por los dioses: «N o se en cuentra en disposición de crear antes de recibir la ins piración de un dios, de estar fuera de sí y haber perdido la razón.» Esta veneración del delirio extático que apa rece en todas las sociedades de la tradición se encuentra aquí asociada a la poesía, que parece mantener relacio nes muy peculiares con el mundo de los dioses. «Toda la Antigüedad —dice Zilsel— concibe la poesía como una inspiración divina, y al poeta como un profeta.» —
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Esta posición sumamente privilegiada del poeta griego decaerá tras el gran período del siglo v, para per der su dimensión divina y volver a ser en cierto modo profana. Bajo la influencia de Grecia, el poeta latino re cuperará su prestigio perdido y, en parte, el entusiasmo divino del demonio platónico. Sin embargo, tan sólo la poesía parece digna de inspiración, pues la pintura y la escultura no son sino muestra de una técnica. Todavía en el siglo V antes de nuestra era, dos ideas complementarias acompañarán al daimon para funda mentar la noción de genio: la idea de que el talento es innato y el inicio del culto a los grandes hombres. A los héroes mitológicos se asocian ahora figuras históricas en cierto modo divinizadas, que pasarán a la posteridad de la cultura europea con el término de «genios»; así, Sófo cles, Homero y Epicuro, entre otros, son convertidos en héroes por sus contemporáneos. La noción de genio emerge poco a poco de su envoltorio histórico y llega casi intacta al Renacimiento, que le otorga una nueva gloria. Los letrados y los humanistas adoptan entonces una concepción elitista de la vida que la cultura occidental erige en valor universal. Gerolamo Cardano, en 1663, es el primero que aboga, en Mi vida, por la inmortalidad del nombre propio, «maravilloso invento», dice hablan do de César, Alejandro o Aníbal. El renombre y la in mortalidad comienzan a imponerse como las virtudes de un mundo ávido de honores y gloria, opuesto al ideal medieval de humildad. La vanidad de Dante, por ejem plo, será denunciada por Boccaccio, que suaviza sus pa labras en estos términos: «¿Qué vida (se refiere a Dante), efectivamente, es tan vulgar como para no sei sensible al deleite de la gloria?» (citado por Zilsel). En el transcurso del largo Renacimiento del mundo occidental, marcado por el florecimiento de las ai tes y la riqueza de los inventos, dominado por la fama y la glo—
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ria, se halla ausente el genius de los antiguos. El ideal de la gloria parece responder entonces a la necesidad de ve neración de los artistas y los grandes navegantes ávidos de horizontes. Magallanes, Colón, Leonardo y Miguel Ángel son los nuevos profetas de un mundo conquista dor. Ramusio dirá de Colón que «fue el hombre que dio al mundo otro mundo, una hazaña infinitamente mayor que las de antaño». El mundo está cambiando, los hé roes de hoy superan en magnificencia las glorias eternas. Un nuevo género causa furor en el orden del mérito literario, el de la recopilación biográfica de los hombres ilustres, con el clásico De viris illustribus de Plutarco, que se redescubre, o La suerte de los hombres y las mu jeres nobles, de Boccaccio. Despiertan rivalidades que desearían establecer una escala de valores entre las artes, entre las escuelas, entre los hombres. La jerarquía de los grandes nombres reafirma los tópicos y perpetúa un or den profundamente subjetivo de las artes, las letras y las ciencias. En 1390, en El libro del arte, Cennini discute la preponderancia que algunos quieren atribuir a las letras: «La pintura merece sentarse en la segunda fila, detrás de la ciencia, y recibir la corona de manos de la poesía» (ci tado por Zilsel). Algún tiempo después, Leonardo da Vinci reafirmará, en Tratado de la pintura, la preemi nencia de la pintura sobre la poesía, pues la vista, dirá, es superior al oído. En su notable estudio sobre el genio en el Renacimiento, Edgar Zilsel realiza un fino análisis del pensamiento de Leonardo da Vinci, al que considera «muy alejado de la noción moderna del genio», mien tras que «ese ser excepcional, por encima de su oficio, era capaz de expresarse por igual en todos los dominios de la vida y del arte». Nos muestra a un Leonardo aten to a la gloria y preocupado por la rivalidad social, que todavía se dedica a demostrar la supremacía de la pintu ra sobre la escultura, la cual no sería sino un arte mecá nico di minore ingenio, es decir, un arte que exigiría me—
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nos esfuerzo del espíritu. El gemus deja paso al ingeyiium, la reflexión sutil que se aplica tanto a las ciencias como a las artes. Nos encontramos ya en los comienzos de la era de la técnica. El culto a los grandes hombres llegará a su apogeo con la imagen de Miguel Ángel glorificada por Anto nio Francesco Doni en II Disegno, de 1549, y a conti nuación, en 1550, en la formidable suma de las Vidas de los mejores pintores, escultores y arquitectos, de Giorgio Vasari, que pinta un extenso fresco de los artistas del Renacimiento y que sigue siendo una obra de gran inte rés. A partir de ese momento se sucederán durante va rios siglos las recopilaciones biográficas para ensalzar la supremacía de uno, el valor de otro, la grandeza de un arte o incluso los méritos de una ciudad cuyas virtudes son tales que la convierten en cuna de genios. En 1375, Filippo Villani escribe en honor de Florencia, y unos años más tarde Savonarola, en homenaje a Padua. Estas recopilaciones no sólo exploran ampliamente las artes, sino también las ciencias. Savonarola, por ejemplo, se ocupa de seis teólogos, dos filósofos, cuatro poetas e historiadores, algunos guerreros, diecinueve juristas, veinte médicos, varios personajes notables de la ciudad y, por último, siete pintores y arquitectos, y se excusa por no mencionar a los músicos, si bien no deja de en salzar sus méritos. También en el siglo XV, aunque unos años más tarde, Ugolino Verini mencionará en el trata do De los ilustres florentinos a cinco teólogos, a poetas y eruditos, catorce de ellos contemporáneos, a cinco juris tas, ocho médicos, un matemático y un astrónomo. El carácter tremendamente subjetivo de estas selecciones biográficas refleja sin embargo un espíritu de casta y el gusto de una época. Unos dan preferencia a las artes, otros a las ciencias, otros más glorifican a un dux ve neciano, a comerciantes, a algunos reyes, a papas, a un general, a una princesa... En 1557, la Elogia doctorum —
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virorum de Paul Jove enumera nada menos que ciento cuarenta y seis eruditos entre las glorias del pasado, si tuando en cabeza a Alberto Magno y santo Tomás de Aquino, seguidos de Maquiavelo, Dante, Petrarca, To más Moro... Unicamente cita entre ellos a dieciocho eru ditos contemporáneos, cuyos nombres no han pasado a la posteridad, y completa este areópago con tan sólo al gunos artistas —Rafael, Miguel Ángel, Leonardo da Vinci—, pero sobre todo añade una larga lista de ciento treinta y siete héroes militares. De un total de novecientos sesenta y siete personajes ilustres mencionados por los diferentes autores del Re nacimiento, Zilsel contabiliza un 49 % de eruditos, un 30 % de personalidades políticas o militares, un 10 % de eclesiásticos, un 6,5 % de médicos y tan sólo un 4,5 % de artistas, pintores y escultores. A los «genios» y perso nalidades excepcionales se suman los notables de la ciu dad y los sabios de toda índole, lo que provocará las protestas de Petrarca en el siglo XIV y de Alberti en el si glo XV, quienes se alzarán violentamente contra esa trivialización de la noción de excepcionalidad. Este «don de Dios», este ingenium que sólo poseen algunos pintores y poetas, no se debe confundir con la habilidad artesanal de sus contemporáneos. En sus Cuatro diálogos sobre la pintura, Francisco de Olanda precisará esta rareza del don divino hablando de los «maestros ilustres que no nacen sino con un intervalo de largos años». La naturaleza produce sus genios con parsimonia y una especie de regularidad que jalona los siglos con personalidades excepcionales. El siglo xvill hereda esta noción con el entusiasmo del conocimiento y la ilustración de la Enciclopedia. «La amplitud del espíritu, la fuerza de la imaginación y la actividad del alma, eso es el genio» (Enciclopedia, 7, 582). Mediante esta larga reflexión —el artículo «genio» ocupa seis páginas de la Enciclopedia y sus suplemen—
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tos , Diderot modela e impone la idea moderna del ge nio. El genio se opone al buen gusto y al simple talen to, que no son más que obras humanas, producto del aprendizaje y el trabajo. «El genio es un don puro de la naturaleza... no se limita a ver, se emociona... en las Ar tes, en las Ciencias y en los negocios, el genio parece cambiar la naturaleza de las cosas, su carácter se extien de sobre todo lo que toca y sus luces, proyectándose más allá del pasado y del presente, iluminan el futuro: se adelanta a su siglo, que no puede seguirlo» (op. cit.). El genio es un ser fuera de lo común, fuera del momento, fuera de su época. La gran lucidez de su mirada única lo convierte en un visionario. En la misma época, Immanuel Kant insistirá en la «originalidad ejemplar del genio en el libre uso de sus facultades de conocimiento». Su clarividencia es un don de la naturaleza que lo eleva por encima de sus contem poráneos, gracias a la agudeza de su percepción y la ori ginalidad de su discernimiento: «Parece sustraer a la na turaleza secretos que ésta sólo le ha revelado a él [...]. El común de los mortales mira sin ver, el hombre genial ve con tanta rapidez que casi lo hace sin mirar» (Diderot, op. cit.). Diderot nombra a Shakespeare, Racine, Virgi lio y Homero, así como a Platón, Descartes, Bacon y Leibniz; la cultura clásica se ve más reforzada en el valor inmutable de las Vidas de los hombres ilustres, y de al gún modo revalonzada por los defensores de cierto aca demicismo y del reinado de la razón. Con el prerromanticismo y el movimiento literario alemán Sturm und Drang, las postrimerías del siglo XVIII y después el siglo XIX renuevan esta imagen del genio acercándola a la espontaneidad de la creación. En Ale mania, Goethe, Klinger y Schiller se oponen a la filosofía de la Ilustración con un anticonformismo que rechaza —
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la tradición e intenta imponer la estética espontánea del genio. El retorno a las fuentes, a la inspiración natural y a la poesía, considerada la matriz de la creación, impone la única regla, según dice Grappin: «Escuchar al cora zón, ser sincero y también ser fuerte. La originalidad cuenta más que nada, y el que no siente en su interior emociones nuevas, el que no elabora pensamientos iné ditos, ése no tiene nada que hacer en la poesía.» Esa «época de los genios», como la llama Grappin, prepara el terreno de un romanticismo que cultivará la espontaneidad de la imaginación creadora. Retomando la eterna oposición entre genio y talento, Jürgen Mayer precisa que «el talento se conoce a sí mismo; sabe qué ha conducido a tal o cual idea concreta, mientras que el genio, que obedece a un terrible impulso, no lo sabe nunca con claridad» (Panizza). La manifestación del ge nio es un momento de gracia, un don del cielo, una ins piración de la naturaleza, un descubrimiento espontá neo e imprevisible. Estamos en el siglo XIX: la poesía, la literatura y, a continuación, la pintura y la música se li beran de las cadenas del academicismo cultivando la es pontaneidad del simbolismo, del impresionismo y, más tarde, de cierto realismo. La noción de genio se extien de entonces a la de creación espontánea y liberación de las fuerzas generadoras de la personalidad. N o obstante, continúa apareciendo en primer plano esa noción de una particularidad dada al nacer. Paul-Emile Littré define así el genio en 1886: «Talento innato, disposición natu ral para ciertas cosas [...]. El término “ genio” se diría que debe designar, no a los grandes talentos indistintamente sino a aquellos en los que interviene la inventiva.» Seguimos estando en la clásica dicotomía entre ge nio y talento, inspiración e imaginación, inventiva e imi tación. El genio rompe con su época, rompe con la his toria. Su inspiración renueva las artes, las ciencias y las letras, a la manera de una mutación que orienta profun—
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da y duraderamente los modos de pensar. En 1891, en su famosa conferencia «Genio y locura», Oskar Panizza insistirá en el carácter fulgurante y extraordinario de la obra genial: «A un genio le pedimos que precisamente lo que constituye su genio no guarde ninguna relación ni con sus contemporáneos ni con sus predecesores. Un genio puramente literario debe reunir sus propias pala bras y construir sus propias frases, utilizar en general unas virtudes del lenguaje como ningún otro escritor antes que él...» El genio debe producir el efecto de una revelación, y Panizza nos ofrece ejemplos de ello en el mundo de la música: «Wagner en lo que se refiere a la ar monización, Meyerber en lo que se refiere a la potencia de los medios orquestales, Weber en lo que se refiere a la invención melódica y Berlioz en el arte de hacer esta llar brutalmente la forma musical tradicional» (op. cit.). El genio es fulgor, es revolución, adquiere de pronto una dimensión sobrehumana.
En las puertas de la muerte y consciente de su eleva da talla, Victor Hugo traza el retrato predestinado y la misión divina del genio en ese texto postumo titulado Post-scriptum de ma vie: «Hay algunos hombres miste riosos que no pueden sino ser grandes... ¿Por qué son esos hombres grandes en realidad? No lo saben ni ellos mismos. ¿Lo sabe acaso quien los ha enviado? Su talla forma parte de su función. Tienen en la pupila una vi sión terrible que nunca los abandona. Han visto el Océa no como Homero, el Cáucaso como Esquilo, el dolor como Job, Babilonia como Jeremías, Roma como Juvenal, el infierno como Dante, el paraíso como Milton, al hombre como Shakespeare, a Pan como Lucrecio, a Yahvé como Isaías. Ebrios de ensoñación e intuición, en su avance casi inconsciente sobre las aguas del abismo han atravesado el rayo extraño de lo ideal y éste los ha —
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penetrado para siempre... Un pálido sudor de luz les cu bre el rostro. El alma les sale por los poros. ¿Qué alma? Dios.» El fulgor divino de la inspiración del poeta parece una característica del siglo XIX, que —pensemos en Byron recorriendo Europa con sus interrogantes llenos de angustia— renueva la noción de genio, enriquecida con las languideces monótonas del tormento interior. Si la Ilustración teorizó este concepto, el siglo XIX sin duda lo tiñó de romanticismo. Finalmente, en la misma época y dentro del mo vimiento de la psiquiatría naciente, aparece la imagen científica moderna del genio. Primero Lélut y a conti nuación Moreau de Tours en su análisis psicopatológico, después Francis Galton con su noción hereditaria del genio, Hereditary Genius (1869), y sobre todo Ce sare Lombroso con El hombre genial (1877), son los an tecesores de todos los estudios modernos sobre esta no ción, aunque el punto de vista de este último sea muy criticable y en la actualidad esté superado. Curiosamen te, Lombroso no da ninguna definición, sino que des de las primeras páginas de este voluminoso trabajo se dedica exclusivamente a describir el carácter degenerati vo y enfermizo de los personajes excepcionales. Con forme avanza el texto, se comprende que, para él, esta noción del genio es tan evidente que acepta, por comple to y sin criticarlos, los inventarios clásicos de las vidas de los hombres ilustres: Pascal, Lutero, Horacio, Aristó teles, Platón, Diógenes, Arquímedes, Epicteto; Mon taigne, Spinoza, Balzac, Lulli; Adolphe Thiers, Jonathan Swift, Atila, Napoleón; Tito, Carlos Martel, Cromwell, Nelson; Voltaire y Miguel Ángel; Calvino, Erasmo, Volta, Bismarck; Dumas, Petrarca, Flaubert, Esopo; Scarron, Byron, Talleyrand, Cicerón; Descartes, Newton, Ibsen, Dostoievski; Darwin, Bichat, Kant y Pericles; Schiller, Humboldt, Dante y Turguéniev... entre los —
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más conocidos. Se podría proseguir hasta el infinito este inventario «a lo Prévert», que él adaptaba a voluntad se gún las necesidades de su demostración. Sin embargo, Charles Richet ofrece en 1896, en el prólogo a la edición francesa del libro de Lombroso, una clara definición: «Resulta bastante difícil definir al hombre genial. Nadie puede establecer un límite abso luto, una demarcación formal entre el hombre genial, el hombre de talento y el hombre mediocre... Yo diría que lo que caracteriza a esos grandes hombres es que difie ren del medio que los rodea. Emiten ideas que a los hombres que viven junto a ellos no se les han ocurrido ni se les podían ocurrir. Son iniciadores, originales. A mi entender, la verdadera y única marca de los hombres ge niales es la originalidad. Ven más, mejor y, sobre todo, de un modo distinto al del común de los mortales.» El hombre genial es distinto de sus contemporáneos, se sale de la norma, es una excepción, lo que a menudo incitará a vincularlo con la alienación —literalmente, el hecho de convertirse en otro— y la locura. Debemos insistir, sin embargo, en ese carácter de originalidad del hombre genial que lleva al acto creativo: el genio es crea dor de pensamiento, de técnica, de acontecimiento. Es ta noción será retomada desde principios del siglo XX y hasta nuestros días en todos los estudios sobre la crea tividad. Con cinco textos sucesivos (El chiste y su relación con lo inconsciente en 1905, El delirio y los sueños en Gradiva de W. Jensen en 1907, La creación literaria y el sueño despierto en 1908, Un recuerdo de infancia de Leonardo da Vina en 1910 y El Moisés de Miguel Ángel en 1914), Freud abre el camino del psicoanálisis de las obras, proyecto de una sistemática en la que participa rán numerosos analistas —Karl Abraham, Ernest Jones, Otto Rank...— desde una perspectiva psicopatológica no sólo de estudio de la obra y análisis de las biografías, —
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sino también de definición del artista, el creador y la creación. Freud contempla la obra sobre todo en térmi nos de organización libidinal y, en realidad, busca las pulsiones primitivas y universales que concurren en esa genialidad del creador.
La aproximación a la noción de genio prosigue en el dominio de la psicología clínica con el ensayo de Have lock Ellis sobre el genio británico {A Study of British Genius, 1926), diccionario biográfico de más de mil per sonalidades excepcionales, y en Alemania, con Hombres geniales, de Ernest Kretschmer, publicado en 1929. Este notable y fino análisis del padre de la psiquiatría cons titucional es sin duda alguna el trabajo más logrado so bre el tema. Kretschmer, que trata de realizar un análisis multidimensional de la noción de genio y de sus relacio nes con los procesos mentales, nos ofrece una definición operatoria: «El título de genio estará justificado en pri mer lugar en función de las cualidades personales de su portador y no de la coyuntura sociológica... lo cual sig nifica que existen unas cualidades específicas en la per sonalidad del propio “ genio” y en las obras que llevan su sello, cualidades ante las que la sociedad debe re accionar de forma regular emitiendo juicios de valor positivos. Calificaremos de “ genios”, pues, a las perso nalidades capaces de inspirar esos juicios de valor positivos en un grupo humano numeroso, de forma du radera y en un elevado grado que raramente se alcanza, pero con la condición de que dichos valores los haya provocado necesariamente la estructura psicológica par ticular de su portador, y no cuando se hayan producido esencialmente como consecuencia de una feliz casuali dad o de la coyuntura.» Estas numerosas restricciones aplicadas a la defini ción de genio permiten a Kretschmer distinguirlo clara—
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mente de la cohorte de los heroes y los grandes hom bres, con frecuencia vinculada al contexto social y a un ideal moral o estético. El genio implica invención y re conocimiento, lo que una vez más encaja mal con la idea generosa pero poco realista del genio desconocido. Por último, aunque en su definición del genio inclu ya esencialmente la novedad de un «logro original» y la «creación de valores peculiares», Kretschmer precisa lo que a su entender es una última condición: «Debido a sus aptitudes hereditarias, está en posesión de un apara to psíquico muy particular que le permite producir, en un grado más elevado que a otros, valores positivos que llevan el sello de una personalidad rara y original.» Esta opinión personalísima, versión moderna de la creencia ancestral en el don innato del artista creador, estará en el centro de esta discusión sobre el genio y la locura, así como sobre sus múltiples determinantes. La posición de Kretschmer es la única que sigue siendo tan abiertamente determinista: «La tarea exclusiva de nues tro estudio consistirá en describir las leyes del propio genio en sus aptitudes hereditarias y en los aconteci mientos que actúan sobre ellas.»
En 1930, en Le problème du génie, un psiquiatra francés llamado Segond sopesa la tesis de la herencia y defiende de una forma muy moderna la existencia de una profunda «impregnación embrionaria» de sensibili dad y aptitudes excepcionales. Para él, el genio es una personalidad creadora original, excepcionalmente dota da. A partir de entonces se impone la noción de «creati vidad», que eclipsa el término «genio» en la segunda mi tad del siglo XX. La palabra «creatividad» aparece en la lengua francesa en 1946 bajo la influencia de los trabajos anglosajones de psicología y sociología. Al mismo tiem po, la lingüística generativa de Noam Chomsky utiliza—
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rá la noción de creativity para designar la capacidad in nata de los humanos de generar lenguaje hasta el infi nito. El estudio de las potencialidades creadoras, ini ciado por Guiford y Osborn en Estados Unidos, y por Beaudot y Astruc en Francia, desemboca en la evalua ción del potencial creador en el niño y el adolescente, por un lado, y por otro, en psicopatología, en los en fermos mentales, y será la causa de la renovación del ar te-terapia. En el cruce de esta corriente de la creatividad y del análisis de la obra es donde se sitúa el enfoque teórico de Didier Anzieu a través de Psychanalyse du génie créateur, de 1974, y Le corps de Voeuvre, de 1981. La creati vidad pone en marcha un proceso pulsional particular que moviliza las representaciones mentales para permi tir asociaciones desacostumbradas generadoras de ideas nuevas. En otras palabras, es un refuerzo y una valida ción del carácter creador e innovador del genio, noción que ya hemos encontrado en varias ocasiones.
Finalizado este recorrido histórico, debemos tomar conciencia de la evolución reciente del concepto de ge nio. Me resulta difícil hablar de «genio», por ser un tér mino poco utilizado hoy en día; creo preferible evocar la noción más moderna de «personalidad creadora ori ginal», en relación con el valor innovador de la obra y sus consecuencias para la herencia cultural de la huma nidad. A este respecto, los «seres excepcionales» siem pre son creadores —de una idea, de una técnica, de un momento—, y nuestra reflexión sobre la naturaleza del genio coincide con la del «ser creador», que podríamos definir mediante cinco puntos fundamentales: — el carácter particularmente innovador de la obra — una obra que rompe con la de sus contempo ráneos —
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un reconocimiento público, amplio y duradero la hipótesis de un aparato psíquico peculiar la existencia o no de predisposiciones. Estos criterios bastante restrictivos concederían muy poco valor a las clásicas listas mundanas en las que habitualmente se basan los estudios sobre el «genio». Por comodidad, algunos autores anglosajones han utilizado el Who’s who como fuente de la que extraer las perso nalidades excepcionales —lo que no difiere mucho del carácter mundano de las Vidas ilustres—, otros han ela borado listas enciclopédicas de artistas reconocidos, otros más el anuario de los premios Nobel... Así pues, nos vere mos abocados a aceptar en el análisis de los estudios sobre el genio, aunque criticándolas, algunas incorporaciones a veces subjetivas o un tanto tendenciosas, y en definitiva a hablar tanto de los creadores como de los seres excep cionales. Por último, para gozar de mayor libertad de ex presión y a fin de evitar las redundancias, utilizaremos varios términos como sinónimos de esta noción: perso najes fuera de lo común, genios creadores, seres excep cionales... Pues, como afirma Philippe Sollers en Théorie des exceptions, «excepción, ésa es la regla en el arte y en la literatura...». En 1977, en su tesis «Orfandad y creatividad», JeanMichel Porret selecciona como población creadora a treinta y cinco escritores franceses del siglo XIX: Balzac, Nerval, Hugo, Renán, Rimbaud, Loti... Un año más tarde, y desarrollando la misma idea, un psicólogo nor teamericano, Marvin Eisenstadt, constituirá un grupo de seiscientos noventa y nueve personajes excepciona les basándose en el único criterio de la extensión sufi cientemente respetable de su reseña biográfica en la En ciclopedia Británica y en la Americana. Su clasificación eminentemente subjetiva y profundamente anglosajona presenta a los «genios» en el siguiente orden: 1. William Shakespeare; 2. Platón; 3. Abraham Lincoln; 4. Jesuciis—
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to; 5. Napoleón; 6. John Milton; 7. Samuel Johhson; 8. san Pablo; 9. Leonardo da Vinci... El carácter arbitra rio y profundamente personal de semejante palmarás salta a la vista incluso de los menos avisados. En el mismo género literario, el inventario realizado por diplomáticos europeos de cincuenta personajes ilus tres que han marcado la civilización occidental quizá se adapta más a esta noción de genio, pero suscita la misma crítica en cuanto a su elección arbitraria: 1. William Shakespeare; 2. Leonardo da Vinci; 3. Carlomagno; 4. Beethoven; 5. Rembrandt; 6. Goethe; 7. Erasmo; 8. Cristóbal Colón; 9. René Descartes; 10. Jean-Jacques Rousseau; 11. Miguel Ángel; 12. Johann Sebastian Bach; 13. Galileo; 14. Gutenberg; 15. Isaac Newton; 16. santo Tomás de Aquino; 17. Karl Marx; 18. Voltaire; 19. Dan te; 20. Charles Darwin; 21. Soren Kierkegaard; 22. Albert Einstein... (Le point, n.° 349). Aunque podríamos multiplicar los ejemplos hasta el infinito, la noción de genio sigue siendo personal, posee una fuerte carga cultural y subjetiva. Así, en su diverti do Diario de un genio, Salvador Dalí ridiculiza la clasi ficación de los grandes artistas de la historia del arte (cuadro I) puntuando el genio: ¡un 20 para Leonardo y un 0 para Mondrian!
2. L
a n o c ió n d e l o c u r a
El término popular «locura»'"' abarca realidades muy distintas a lo largo de los siglos, y más aún desde hace al gunos años. El follis latino es ante todo un «fuelle (soufflet) para el fuego», lo que sugerirá el sentido metafórico Téngase en cuenta que se trata de una obra francesa y que, por lo tanto, la etimología y las referencias históricas corresponden al tér mino francés: fou. (N. de la T.) —
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de hombre soufflé, es decir, tonto o idiota. Pero a partir del siglo XII el fol es, en la acepción común, un enfermo mental. En 1694, el Diccionario de la Academia France sa todavía dice que fol o fon es aquel «que ha perdido el sentido, el espíritu, que es víctima de la demencia». Es la gran época del internamiento de la locura, que Michel Foucault convertirá en una nueva lepra: «De hecho, la verdadera herencia de la lepra no es ahí (en la enferme dad venérea) donde hay que buscarla, sino en un fe nómeno muy complejo y del que la medicina tardará mucho tiempo en apropiarse. Ese fenómeno es la locu ra» (Historia de la locura en la época clásica). El edicto real de 27 de abril de 1656, edicto de crea ción del hospital general, marca el inicio del gran «en cierro», aísla e interna a todos aquellos — mendigos, ociosos, holgazanes, borrachos, mentirosos, impúdi cos...— que pervierten a la sociedad. La paradoja de la locura y de su carácter incomprensible suscitará has ta hoy actitudes contradictorias. Entre la buena y la ma la pobreza, nos dice Michel Foucault, «la primera acepta el internamiento y encuentra en él reposo; la segunda lo rechaza y, por consiguiente, lo merece» (op. cit.). Este razonamiento paradójico no difiere mucho del comenta rio irónico y ampliamente extendido en las casas de lo cos del siglo XIX: «Ese está loco de atar, porque asegura que no lo está.» De la «nave de los locos» al sanatorio psiquiátrico, el razonamiento de la exclusión siempre es el mismo: está loco aquel que ofende las reglas de la moral, del bien pensar y de la sociedad. Contrariamente a lo habi tual en el hospital general, donde la admisión requería siempre un diagnóstico médico, el ingreso en el hospital psiquiátrico parecía depender, hasta hace unos años, de un criterio más social que clínico, ya que se admitían en él, además de a los enfermos mentales, a todos aquellos —delincuentes, alcohólicos, toxicómanos o vagabun—
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dos— cuyo comportamiento perturbaba el orden social. Este criterio de rareza es la alienación, un término muy acertado, ya que procede del latín alienas (otro) y signi fica en realidad «convertirse en otro». Ese cajón de sas tre de la locura acogerá en el transcurso de los siglos a frenéticos y lunáticos, tontos, idiotas e imbéciles, insen satos, necios, violentos o incurables, y más tarde a ilu minados y visionarios, realidades mentales todas ellas que suponen diferencias clínicas —las unas de grado, las otras de naturaleza— y nos conducen imperceptible mente al margen de la normalidad social. Basta recordar que, en todo el mundo, los opositores políticos o los marginales han sido internados, y en ocasiones incluso «psiquiatrizados». ¿En qué medida, entonces, los ilumi nados y los visionarios son locos o profetas? ¿No será el profeta un loco que ha triunfado? Oskar Panizza nos recuerda que para numerosas culturas tradicionales, y en la Antigüedad, la locura es una inspiración divina. Así, la palabra hebrea navi designaba a la vez al profeta y al loco. «Los turcos llamaban a los enfermos mentales “ hijos de D ios” [...] las sacerdotisas del oráculo de Delfos o bien estaban locas o bien eran conducidas al éxta sis utilizando medios artificiales» (op. cit). En el límite de la enfermedad y de la sociedad hay otras categorías: el disoluto y el temerario, el libertino y el homosexual, el mago y el blasfemo. La psiquiatría mo derna, que ya no juzga estos comportamientos ni esta blece un cuadro clínico de ellos, en ocasiones realiza diagnósticos de personalidad para comprender las evo luciones marginales, que no competen fundamental mente a la psiquiatría sino que afectan al orden social. Si bien las sociedades tradicionales convierten la locura en la otra cara de la razón, el Occidente racional y «positi vo» sólo acepta categorías sin ambigüedad. Se ha con sumado la ruptura con el pensamiento tradicional: a un lado se encuentra la rectitud, la ley y la razón; al otro, —
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el mal, el crimen y la sinrazón, porque «el loco no pue de pensar y el pensamiento no puede ser loco» (A. de Waelhens). La rápida evolución de la psiquiatría en los siglos XIX y XX ha transformado profundamente el significado del término «locura», que hoy en día sólo se utiliza en el ha bla popular. La clínica médica lo ha sustituido por los términos «neurosis», «psicosis», «melancolía» o «depre sión». Jean-Pierre Brouat, que ha estudiado las repre sentaciones populares de la locura, nos muestra que en la actualidad el término «locura» se aplica más bien a la realidad clínica de la psicosis, enfermedad mental habi tualmente grave que procede de la estructura psíquica y que popularmente es muy distinta de la depresión. «La locura —dice Jean-Pierre Brouat— es una cuestión de naturaleza, mientras que la depresión es un suceso pasa jero. El depresivo es un sujeto tratable, el loco no lo es jamás.» Esta imagen moderna de la locura contrapuesta a la depresión es tan cierta como el hecho de que los dos términos se han utilizado con frecuencia uno por otro, bien para exagerar la locura o bien para excusarla. A los depresivos se les ha tratado de locos para rechazarlos de una forma más efectiva, y a los locos delirantes se les ha llamado depresivos para difuminar su enfermedad. La clínica psiquiátrica es una realidad muy distinta: la del dolor moral y el sufrimiento mental que contem plan todos los médicos, en especial los psiquiatras. Contrariamente al tópico, no se trata de trastornos ima ginarios ni de una posición filosófica de la mente. Cua lesquiera que sean sus concepciones, las enfermedades psicológicas y mentales son enfermedades, es decir, que reflejan una alteración del estado de salud mental, una perturbación de las funciones psicológicas y unas modi ficaciones más o menos específicas del funcionamiento neurobiológico. Como tales, requieren un diagnóstico y —
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la utilización de estrategias terapéuticas apropiadas, que a menudo llevan asociada una aproximación psicoló gica y relaciona!, llamada psicoterapia, y en caso oecesa110 una medicación especifica llamada quimioterapia. Es importante desterrar un tópico que en la actualidad se considera falso, según el cual los débiles se curan con me dicamentos y los fuertes mediante la palabra de la psi coterapia. Hay indicaciones para unos e indicaciones pa ra otros, como también las hay para la asociación de ambos, en función de la naturaleza y la evolución de la enfermedad, para llevar cuando ello es posible a la cura ción, que Michael Balint definía como el «retorno a la autonomía». Un siglo de psiquiatría ha visto aparecer corrientes de pensamiento y concepciones distintas de la enfermedad, ha visto descubrir medicaciones y métodos psicoterapéuticos, así como las modificaciones experimentadas por la clínica con la evolución de los tratamientos. El si glo XIX médico todavía conoce las dos representaciones de la locura y la melancolía, a menudo reducidas respec tivamente al furor y la tristeza. La melancolía existe des de la noche de los tiempos; es hija de la antigua teoría de los humores que otorgaba a la bilis negra —literalmen te, bilis (eolia) negra (melan)— el poder de engendrar la tristeza. El sistema de los cuatro humores naturales (sangre, pituita, bilis amarilla y bilis negra) permitía, mediante su sutil mezcla, describir cuatro tipos de carác ter (sanguíneo, colérico, flemático y melancólico) y ex plicar así numerosas enfermedades, desde la epilepsia hasta la hipocondría, pasando por el furor agresivo o la inmensa tristeza. Y durante más de dos mil años la me lancolía se irá adaptando al gusto de la época. La Grecia clásica del siglo V a. de C. modela durante mucho tiem po la nosografía médica a través de los aforismos hipocráticos: «Cuando el temor y la tristeza persisten mucho tiempo, es un estado melancólico», afirma Hipócra—
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tes. Con Homero, el melancólico será condenado a la soledad y la pesadumbre devoradora. Jean Starobinski hace una lectura muy moderna del canto VI de La litada y de la depresión de Belerofonte, cuya desdicha es el re sultado de haber caído en desgracia a ojos de los dioses. Unos siglos más tarde, Galeno impone su visión de la enfermedad humoral, que se llama melancolía cuando afecta al espíritu e hipocondría cuando se origina en las entrañas. Finalmente, las grandes épocas pasionales del Renacimiento y el romanticismo son las que convertirán la antigua melancolía en un estado anímico, e incluso en una manera de ser. Los diferentes estados de la Melan colía de Alberto Durero no tienen nada que envidiar a la Graziella de Lamartine, a la Aurelia de Nerval o al Spleen de Baudelaire. El melancólico-romántico incor pora la tristeza a lo cotidiano y contempla su dolor en la profunda soledad del replegarse en sí mismo. «La me lancolía es la dicha de estar triste», añade Victor Hugo en Los trabajadores del mar. Se mezclan muy íntima mente una actitud filosófica, la búsqueda poética y la en fermedad depresiva que experimentarán dolorosamente esos insaciables soñadores de absoluto. De este modo llegan al alba de la época moderna una locura liberada de sus cadenas y una melancolía impregnada de filosofía que desaparece de la observación clínica, pues los delirios y la excitación maníaca ocupan prácticamente toda la atención de los médicos. A mediados del siglo XIX, con cretamente en 1854, dos grandes médicos franceses des criben una articulación de estos dos conceptos, la locura y la melancolía: Baillarger presenta Note sur un genre de folie dont les accès sont caractérisés par deux périodes régulières, Lune de dépression, Vautre d'excitation, y Ju les Falret publica Folie circulaire, que tiene en cuenta una ciclotimia regular entre depresión y excitación. Este cua dro clínico fundamental de la alternancia entre melanco lía y locura maníaca se convertirá en «locura maníaco-
depresiva», luego en «psicosis maníaco-depresiva» con Kiaepchn, en 1915, en «enfermedad maníaco-depresiva» a fines de los años setenta y en «trastorno bipolar del humor» según los criterios diagnósticos de la American Psychiatric Association (DSM III en 1980). La alternan cia maníaco-depresiva ya no es locura, ya no es psicosis, es un trastorno particular de las variaciones del humor entre depresión y excitación, un trastorno que parece es pecialmente frecuente entre los creadores y los persona jes excepcionales, como constataremos a lo largo de esta reflexión. Al mismo tiempo, la revolución freudiana imponía su concepción psicodinámica de los trastornos menta les oponiendo neurosis y psicosis. Así, el psicoanáli sis elabora desde hace casi un siglo un conocimiento irreemplazable de los mecanismos del funcionamien to del aparato psíquico, que las aportaciones recientes de la biología no desmienten. Estos dos enfoques son totalmente complementarios pese a la negativa de cier tos fundamentalistas de la biología o del psicoanálisis, que reducen el conocimiento exclusivamente al campo de su práctica. La segunda revolución de este siglo es sin duda al guna la de la invención de los medicamentos psicotropos: en 1952, Henri Laborit utilizó por primera vez un neuroléptico, la cloropromazina, y más tarde lo hicie ron Jean Delay y Pierre Deniker. En unas decenas de años, la investigación psicofarmacológica realizó tales progresos que se descubrieron uno tras otro los neurolépticos, los tranquilizantes, los ansiolíticos y los hipnó ticos, los antidepresivos y los normotímicos, medicamen tos reguladores del humor. El hecho de comprender mejor sus mecanismos de acción permite al mismo tiem po proponer modelos biológicos de la psicosis y de la depresión. Por último, la evolución más reciente es la expen—
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mentada por la medicina clínica, que se transforma a medida que esos estados patológicos se conocen más a fondo y se curan mejor. La progresiva estabilización de los delirios psicóticos, que ya no se manifiestan abierta mente desde que son tratados con neurolépticos, ha de jado espacio al campo inmenso de la depresión, que se hallaba parcialmente enmascarado por la «locura». El propio hecho de que los cuidados terapéuticos de los pacientes psicóticos hayan mejorado ha puesto en evi dencia que probablemente la enfermedad maníaco-de presiva es muy frecuente. Su reciente tratamiento con sales de litio y normotímicos, medicamentos estabiliza dores del estado de ánimo, ha permitido tomar concien cia de que en numerosos casos no se trataba de una psi cosis, sino de variaciones del humor que daban lugar a una expresión delirante en los momentos de exaltación, como lo hacían antaño las fiebres o los episodios infec ciosos cuando no se trataban. Así, un gran número de estados que en otros tiempos se consideraban psicóti cos, entre ellos determinadas formas de esquizofrenia y de enfermedad maníaco-depresiva, serían en realidad la expresión de trastornos del humor del que se conoce su carácter de predisposición a menudo familiar. Actual mente la depresión —y por este término entenderé los estados depresivos mayores— se considera la fase bioló gica automantenida de una descompensación del sis tema nervioso, de una desestabilización del sistema neuromodulador con independencia de su origen, ya sea por propensión o adquirida como consecuencia de un conflicto psicológico en la infancia. La permanencia de la angustia y sus consecuencias en el transcurso de las tensiones creadas por el conflicto psicológico son las que desencadenan la enfermedad depresiva. En lo que a esto se refiere, las psicoterapias están indicadas antes de la fase de depresión para evitar que ésta sobrevenga, mientras que los medicamentos antidepresivos consti—
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tuyen la terapéutica de la fase depresiva. Finalmente es preciso saber que el riesgo de suicidio, nunca desdeña ble, impone recurrir a tratamientos a base de medica mentos. Me ha parecido necesario exponer ampliamente el desarrollo de estas ideas, con frecuencia controvertidas, para que se comprenda la articulación del genio y la locu ra, que en gran parte de los casos seguirá el camino de la depresión y la enfermedad maníaco-depresiva. Los ejem plos históricos y literarios que presentaré no tenían en su época ni las mismas referencias ni las mismas repercusio nes que hoy en día. Una vez más, para agilizar el texto, el término «locu ra» será utilizado en todos los sentidos que permite la lengua, y especialmente en su sentido popular de extrava gancia fuera de lo común. Es evidente que el contexto eliminará cualquier ambigüedad.
3. E l
g e n io y la l o c u r a
Esta hermosa idea de la proximidad entre genio y locura, mencionada de esta forma en el siglo XVIII, es en realidad una invención de la Antigüedad. Al parecer, el primero en enunciarla es Platón en Fedro y en el Teeteto, afirmando que los hombres geniales se enfurecen con facilidad y están habitualmente «fuera de sí mis-mos». Pero es Aristóteles quien la inmortaliza magis tralmente introduciendo así su Problema X XX : «¿Por qué razón todos aquellos que han sido hombres excep cionales, en lo que respecta a la filosofía, la ciencia del Estado, la poesía o las artes, son manifiestamente me lancólicos, algunos incluso hasta el extremo de padecer males cuyo origen es la bilis negra...?» La magnífica y reciente traducción al francés de la obra de Aristóteles, realizada por Jackie Pigeaud, pone —
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de manifiesto, en este texto pionero, la ausencia directa de los dos términos, «genio» y «locura», que en realidad son una formulación que data del siglo XVIII y en es pecial de Diderot. Veremos hasta qué punto esta visión de la Antigüedad se encuentra, en definitiva, más cerca de nuestras concepciones actuales de lo que lo ha estado la de los siglos pasados. En lugar de «genio», Aristóteles utiliza los términos peritoi andres, que Pigeaud traduce por «los hombres excepcionales», precisando que peri toi significa «excesivo, extraordinario», «que se sale de lo normal», uso probado en aquella época para calificar a los seres excepcionales. Esto se acerca a nuestra con cepción moderna del genio, aunque con esa noción par ticular de la exuberancia y el exceso en los comporta mientos que permite entrever una personalidad de humor expansivo. En lugar de «locura», Aristóteles menciona la «melancolía», que entonces designaba esa mezcla de los humores que, cuando es excesiva, afecta al cuerpo o al estado de ánimo. La concepción aristotélica de la me lancolía es también muy moderna, en la medida en que se considera una tendencia, una propensión («todos los melancólicos son pues seres excepcionales, y no por en fermedad sino por naturaleza»), propensión que de for ma secundaria puede llegar a ser enfermiza y provocar una afección corporal o incluso la locura. Aristóteles nos propone aquí una interesante lectura clínica al presentar un amplísimo abanico de la melan colía, desde la tendencia no enfermiza a la meditación hasta el acceso depresivo y el peligro de suicidio («por eso los suicidios por ahorcamiento se dan sobre todo entre los jóvenes, aunque también se producen entre los viejos; muchos se suicidan después de haber bebido»), melancolía que también puede confinar a la locura, de signada aquí con dos términos: mania, la manía, exci tación y exuberancia del humor, el polo positivo de la depresión; y ekstasis, el éxtasis, que literalmente signifi—
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ca salir de uno mismo (ek-stasis) y que refleja muy bien el desdoblamiento de la locura o de la creación, el extra vío del espíritu alucinado, iluminado o inspirado, según el contexto en el que se exprese. Aristóteles precisa así la gi adacion anímica de los personajes excepcionales entre manía y depresión melancólica, según la mezcla de los humores y su concentración en bilis negra: «Si el estado de la mezcla está totalmente concentrado, son melan cólicos en el más alto grado; pero si la concentración se encuentra un poco atenuada, nos hallamos ante seres ex cepcionales.» Este breve texto fundador enuncia ya numerosos puntos cuya pertinencia en nuestro desarrollo determi naremos. Para Aristóteles, los seres excepcionales no cruzan la frontera de la melancolía, pese a ser su natura leza profunda. Esta idea motriz recorrerá los siglos ba jo la pluma de todos los comentaristas del pensamiento clásico. Cicerón la retoma en Las tusculanas (I, 33), Sé neca en De tranquillitate animi (15), y también lo hacen Plutarco y Galeno. Pero un proverbio latino ya inmor taliza esta idea: Nullum est magnum ingenium sine mix tura dementiae («No hay grandeza de espíritu sin una pizca de locura»). Esta imagen reaparece a continuación en el siglo XV, en la obra de Marsilio Ficino De tríplice vita, de 1489, con la noción de la influencia de Saturno en el compor tamiento genial. La melancolía saturniana es un don del cielo que por sí solo permite el entusiasmo creador del que hablan los antiguos. Esta concepción médico-astrológica fue adoptada por el mundo del Renacimiento, que reconocerá la existencia de genio en los melancóli cos nacidos bajo el signo de Saturno. En el siglo XV, la valoración cultural y social del comportamiento melan cólico —excéntrico, inestable, solitario intensificó una tendencia natural de la expresión artística. La idea se encuentra de nuevo en Montaigne (Ensayos, II, 2), —
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pero sobre todo en el Examen de ingenios de Huarte de San Juan, de 1575, obra que tuvo mucha influencia en toda Europa y que dio a conocer realmente el pensa miento de Aristóteles. En el siglo xvm, Diderot y la Enciclopedia elaboran este tópico del genio y la locura, un tópico ahora fuerte mente enraizado en las mentes. En 1750, por ejemplo, Boerhave, el gran médico de la escuela de Viena, enun cia este aforismo como una verdad: «Siempre hay cierto delirio en los grandes espíritus.» Sin embargo, el siglo XIX y los primeros psiquiatras son esencialmente los que confirmarán esa relación ín tima entre el genio y la locura, ilustrándola con casos clínicos y razonamientos todavía empíricos. En 1820, en su célebre artículo «De la lipemanía o melancolía», el gran psiquiatra Jean-Etienne Esquirol precisa que él prefiere el término «lipemanía» a «melancolía», «de masiado popular y ahora pervertido» para expresar la influencia nostálgica del dolor espiritual. Esquirol encuentra este rasgo patológico en Mahoma, Lutero, Catón, Pascal, Rousseau... y sobre todo, precisa, en las artes y las ciencias. Lélut, un psiquiatra menos cono cido, retomará esta idea en sus dos famosas patobiografías, Du démon de Socrate, de 1836, y L ’amulette de Pascal, de 1846, obra que lleva por subtítulo Pour servir a Vhistoire des hallucinations. Desafiando a la crítica (será agriamente censurado por Sainte-Beuve), Lélut ataca la imagen sagrada de la cultura clásica y propone una lectura sin concesiones de las alucinaciones de Só crates y las obsesiones de Pascal. En 1859, Moreau de Tours hará un análisis idéntico de la excitación maníaca cíclica de Gérard de Nerval, aproximando la excitación creadora al estado maníaco. Este concepto de la relación entre genio y locura no se abandonará jamás. En 1869, Francis Galton, primo de Darwin, desarrolla en su obra Hereditary Genius la —
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idea de la transmisión hereditaria de las capacidades in telectuales, a través del estudio de numerosos perso najes de familias ilustres. Sus argumentos, que en la ac tualidad ya no son muy convincentes, ejercerán una poderosa influencia en Francia sobre Théodule Ribot, que publica L ’héréditépsychologique en 1878, y en Ita lia, sobre Cesare Lombroso, cuya obra El hombre genial, de 1877, será una de las reflexiones más contro vertidas, y a la vez más innovadoras. Con todo, Lom broso, que más tarde se convertirá en el nosógrafo de la criminalidad y la locura, tuvo el mérito de aplicar un en foque clínico a su razonamiento sobre el genio, y sobre todo de poner de manifiesto el carácter estacional de la obra de algunos creadores y su relación con el carácter cíclico del humor. Dado el carácter permanente de la controversia, nu merosos psiquiatras tratarán de realizar una síntesis de esta delicada cuestión, como Xavier Francotte con Le génie et la folie en 1890, y Oskar Panizza en su célebre conferencia «Genio y locura» en 1891. El siglo finaliza con la convicción de que existe un profundo parentesco entre el genio y la locura. Panizza habla de Martín Lutero en los siguientes términos: «¡De no ser por la crisis de melancolía en la celda del convento de Erfurt, no ha bría habido Reforma!» A principios del siglo XX y en torno a Freud, el psi coanálisis de la obra abandonará el concepto de locura para precisar con más sutileza la psicodinámica del mo vimiento creador. La escuela psiquiátrica alemana, por su parte, desarrollará la noción de «patobiografía», aná lisis clínico de la biografía, con Móbius, Lange-Eichbaum, y finalmente Ernest Kretschmer, cuya obra Hom bres geniales, de 1929, sigue siendo en nuestros días el trabajo más elaborado sobre esta cuestión. La corriente de pensamiento anglosajón dio prefe rencia desde principios de siglo a los estudios estadísti41
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eos, entre los que destacan el de Catell, A Statistical Study of Eminent Men, de 1903, y el de Havelock Ellis, A Study of British Genius, de 1923, que pasa revista a más de mil personajes ilustres sacados de diccionarios biográficos. Los recientes trabajos de Andreasen, Simonton, Akiskal, Iremonger, etc. continúan utilizando este método de análisis biográfico, aunque con selecciones más cuidadas y un enfoque clínico evidentemente muy distinto, que pone de relieve la gran frecuencia de los trastornos bipolares del humor —anteriormente deno minados maníaco-depresivos— entre los personajes ex cepcionales o sus familiares cercanos. La idea ha evolucionado de este modo, aunque sin alejarse de la observación inicial y muy pertinente de Aristóteles. Es más, yo incluso diría que se ha acercado a ella.
II
LA NATURALEZA DEL GENIO Desde la perspectiva del sentido común, el genio tie ne unas características propias: es fulgurante, intuitivo y espontáneo — «el genio en estado salvaje»—, es tranqui lo, sereno y perseverante —el genio laborioso—, es, por último, profundamente asocial en el marco de un modo de vida que a menudo confina al aislamiento, a la aseesis, a la marginalidad. Porque, para todos, el genio es un ser curioso, un excéntrico, ¡un loco! Estas cuatro facetas que el sentir popular atribuye a los personajes fuera de lo común constituyen en cierto modo la naturaleza del genio, un tópico cuya realidad, sin embargo, es discutible.
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g e n i o e n e s t a d o s a l v a je
En 1912, Paul Claudel, en el prefacio a las Obras completas de Rimbaud, ve en éste al prototipo del genio salvaje: «Arthur Rimbaud fue un místico “en estado sal vaje”, un manantial perdido que brota de un suelo satu rado.» Unos años más tarde, Cocteau plasma la misma visión en Poésie critique'. «Rimbaud encaja exactamente en la idea dramática, fulgurante y breve que la gente se —
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forma del genio» (I, p. 82), y también en Opio, de 1930: «Rimbaud ha robado sus diamantes; pero ¿dónde? Ése es el enigma.» Acerca del genio, las opiniones son múltiples; unos quieren rebajarlo, en tanto que otros tratan de elevarlo más, borrando hechos inconfesables y forjando de él una imagen ideal que a continuación resulta comprome tido criticar. Ésta es la mayor dificultad que he encon trado, al llevar a cabo este trabajo, para conseguir reali zar una lectura exacta de la vida y la obra de diversos personajes. Incluso a través de la opinión de varios bió grafos, críticos o analistas, etapas enteras de la vida o la obra de los seres excepcionales pueden permanecer en la sombra tan sólo para salvaguardar, con un afán casi religioso, una imagen oficial celosamente preservada por la familia o el biógrafo exclusivo. Es el caso, por ejem plo, del suicidio de Rudolf Diesel, hábilmente disimula do por su hijo y único biógrafo, o del de Chaikovski, oculto bajo la apariencia de muerte causada por el có lera; es también el de la homosexualidad de François Mauriac, evocada por Roger Peyrefitte y ausente de sus biografías; el de la relación de Alain Fournier con Simo ne, su «corazón puro», escamoteada por su hermana Isabelle; el del intento de suicidio de Paul Gauguin, en ocasiones olvidado en sus biografías; el del suicidio de Nerval o el de Roussel, del que se habla como de un cri men, etc. En el caso de Rimbaud, la imagen perfecta del «poe ta maldito» inspirado por la gracia divina que nos im pone Claudel es la que permanece presente en nuestra mente: «Arthur Rimbaud aparece en 1870, en uno de los momentos más tristes de nuestra historia [...]. ¡Se alza de repente “como Juana de Arco”[...] ¿Acaso es tan te merario como para pensar que lo mueve una voluntad superior.-'» (op. cit.). Claudel erige a Rimbaud en místico 44
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salvaje de «pureza edénica». Y sin embargo, todo con tradice esa imagen: sus escapadas y sus borracheras, sus vagabundeos y sus amores libertinos, el Arthur revolu cionario anticlerical, el aventurero traficante de armas. Cierto es que la primera biografía de Rimbaud fue la de Paterne Berrichon, su cuñado, el marido de su hermana Isabelle, quien presentaba una cronología quizá deli beradamente errónea. «Considerar ejemplar la vida de Rimbaud —dice Etiemble—, sería tanto como canoni zar a todos aquellos que, atormentados por su puber tad, hábiles para transformar en apocalipsis revolu cionario sus dificultades carnales, se reconcilian a los veinticinco años con los valores menos seguros de la so ciedad que de adolescentes vilipendiaban justamente.» «¡Cóm o mienten al hablar de Rimbaud! —exclama André Suarés— . ¡Qué necios! Cada cual tira de él hacia sí y Rimbaud no está en ninguna parte, ni aquí ni allá» (cita do por Etiemble). Suarés proferirá palabras todavía más duras refiriéndose a Claudel, del que menciona su «ab surdo prefacio». Me parece fundamental insistir en el caso Rimbaud, ya que puede proporcionarnos una de las claves para comprender esa articulación entre genio y locura. Rim baud representa a la vez el fulgor y la precocidad, pero también, al mismo tiempo, la presencia de su locura y la huida presentadora. Escribe toda su obra revolucionaria en cuatro años, de 1870 a 1873, es decir, entre los dieci séis y los diecinueve años, en el transcuiso de los cuales accede a lo más profundo de sí mismo e «inventa» la poesía moderna: «N o conocía freno alguno piecisa Stefan Zweig en el prefacio a la primera edición alema na—, nada le ataba las manos, nada era sagrado para él» (citado por Colombat). Luego se produce la huida hacia delante, la partida de su casa de Roche, la partida de Charleville, el abandono de la obra y su lechazo, que sin duda alguna tuvieron una virtud terapéutica. En —
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Una temporada en el infierno, que se presenta como un testamento literario, Rimbaud describe con gran lucidez esa toma de conciencia de sus innumerables alucina ciones, de la locura que lo acecha, y tal vez del intento de suicidio en el comienzo de «Noche infernal»: «He ingerido un formidable trago de veneno... un hombre que quiere mutilarse está irremisiblemente condena do, ¿no es cierto? Me siento en el infierno, luego estoy en él.» Cual un meteoro, Rimbaud atraviesa su vida al igual que marca su siglo. En lo que a esto se refiere, sigue sien do ese «genio en estado salvaje» cuyo modelo encarna —precocidad, creación fulgurante, fin prematuro— y cu ya chispa cegadora tantas veces hemos visto brillar en la inmensidad oceánica del silencio interior. Porque el ge nio reclama silencio. «Le he rogado que me indicara ocu paciones poco absorbentes —le recuerda Rimbaud a Paul Demeny el 28 de agosto de 1871— porque el pensamien to requiere amplios espacios de tiempo.» Sobre ese silencio surge la creación, singular, impre vista, fascinante, inusitada. Para Proust, el genio era algo «inesperado» que sobreviene como una súbita ilumina ción, eso que Saint-John Perse llamará «el relámpago virgen del genio» y Cocteau «ese minuto resplandecien te de lirismo», y del que Victor Hugo dirá: «El centelleo de la inmensidad, algo que resplandece y que es repenti namente sobrehumano, eso es el genio» (Post-scriptum de ma vie). Todos los grandes creadores hablan así de esa súbita irrupción de las ideas en el momento en que menos la esperan. Se diría que esta manifestación «salvaje» de la idea creadora es particularmente acertada en lo referente a los músicos, que dicen recibir en sus dedos o en su espí ritu una obra de hecho ya escrita. El gran oratorio de Joseph Haydn, La creación, compuesto en Viena a su regreso del viaje a Londres, al parecer le sería inspira—
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do por la gracia divinal «Cuando mi obra no avanzaba —cuenta—, me retiraba a mi oratorio con el rosario, re citaba un Ave, y las ideas me acudían de nuevo en el acto.» Para Frédéric Chopin, la inspiración acudía súbi tamente mientras estaba sentado al piano y se plasmaba de un tirón a través de su pluma. El gran Hoffmann, que inspirará sus Cuentos a Offenbach, decía algo simi lar: «Para componer, me siento al piano, cierro los ojos y copio lo que oigo que se me dicta desde fuera» (SchiUing, citado por Lombroso). ¿Cuántos grandes pintores han declarado no tener sino que reproducir una obra que se impone a su mente o parece salir directamente de la memoria? Pese a ello, las grandes escuelas no se adaptaban demasiado bien al trazo fulgurante y concedían más importancia a la lenta y larga elaboración en el taller. Ese «genio puro» en la pintura se revela en seres solitarios como Miguel Angel o Goya, pero sobre todo en el arte moderno, que es una disciplina más individualista. Numerosos escritores proclaman también el carác ter espontáneo de la tarea de escribir. Mauriac dice en Vues sur mes romans: «Yo no observo, no describo, en cuentro»; y Lamartine: «No soy yo quien piensa, son mis ideas las que piensan por mí.» Otros han cultivado la espontaneidad del trazo, co mo Henri Matisse, que dibujaba con gran rapidez y no controlaba el resultado hasta la noche, al final de la jor nada. Jean-Michel Folon habla de una larga serie de re tratos que Matisse hace de Aragón y Montherlant: «Es taba sentado con un gran cuaderno y miraba tanto a sus modelos que no observaba el dibujo. Dejaba libre la mano, mientras la otra pasaba las páginas del cuaderno. Matisse iba tan deprisa como la vida y como su mirada sobre la vida. Él era la vida, y no le encuentro equiva lente.» En muchos casos, la idea genial surge durante una —
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crisis, al salir del sueño o la ensoñación, en estados de sonambulismo, alucinatorios o de lo que se ha llamado soñar despierto. Numerosos creadores —De Quincey, Nietzsche, Baudelaire, Sartre, Michaux, etc.— inten tarán facilitar el acceso a esta consciencia genial median te drogas o sustancias tóxicas que en definitiva no hacen sino activar el pensamiento y acelerar los procesos aso ciativos, a semejanza de determinados mecanismos pa tológicos de activación de las ideas que se dan en los estados de excitación y exaltación del humor (estados maníacos) o incluso de pensamiento disociado (esta dos psicóticos). En ocasiones, de una simple asociación de ideas, una incoherencia o una coincidencia inaudi ta han surgido ideas geniales que a continuación han transformado nuestro mundo y convulsionado la vida de su autor. La fulguración de algunos destellos geniales ha sido tan breve que permanecen grabados para siempre por una fecha en la historia literaria, científica o musical: la noche del 10 de noviembre de 1619 en el caso de D es cartes, el 13 de mayo de 1797 en el de Novalis, el vera no de 1831 en el de Goethe o el 21 de abril de 1915 en el de Camille Saint-Saëns. Sin embargo, la intuición genial no irrumpe nunca en la conciencia del creador sin provocar algún perjuicio. A semejanza de un volcán que despierta, su personalidad se verá intensa y durade ramente perturbada, y algunos de ellos jamás podrán recobrar la paz. En abril de 1619, Descartes se marcha de Holanda para alistarse en el ejército de Maximiliano de Baviera. Allí, en el campamento de Neuburg, el 10 de noviembre de 1619, es donde pasa una noche de intensa exaltación en la que mezcla el contenido de sus sueños con el entusiasmo del despertar; allí, a orillas del Danubio, es donde tiene la intuición fundamental de un nuevo mé todo. En medio de sueños extraños le aparecen, dirá más —
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tarde, «los fundamentos de una ciencia admirable». En ese momento es cuando decide renunciar a la vida mili tar para consagrarse a su obra como pensador. La iluminación de un momento fecundo, a través del cual se expresa el genio en el tumulto del diálogo in terior, se encuentra en todos los místicos, no sólo en las inspiraciones alucinatorias, sino también en el decurso del sueño nocturno portador de un mensaje condensado, fruto de la maduración de las ideas del creador. Así es como Einstein afirma haber descubierto la teoría de la relatividad, durante un sueño, y el químico Friedrich Kekulé, la estructura cíclica del benceno. Kekulé cuen ta que tuvo dos veces esa revelación en un momento de descanso. La primera vez delante de la chimenea, mien tras estaba dormitando; la segunda, en la plataforma de un ómnibus, donde vio surgir de su imaginación la re presentación en el espacio de la molécula de benceno que desde hacía tanto tiempo buscaba. Al parecer, ese sueño de Kekulé —la imagen de una serpiente que se muerde la cola—, sueño que ha hecho correr ríos de tin ta y ha sido interpretado, en especial por el psicoanalista Alexander Mitscherlich, como la expresión de unos de seos sexuales frustrados y reprimidos, estuvo desprovis to de toda ambigüedad para el soñador, quien vio en aquel bucle la evidencia que buscaba desde hacía mucho tiempo. Un autor alemán, Cari Ffappich, considera que dentro de nosotros vive una conciencia llena de imáge nes que se revela en los estados cercanos al sueño y la ensoñación, y en estados de meditación. Cabe recordar el método personalísimo de Aldous Huxley, que recu rría a la autohipnosis para acceder a una inspiración li bre y fácil. La exaltación experimentada durante el despertar nocturno, todavía impregnado del trabajo inconsciente habitual en el escritor, es un signo más de la inestabili dad del humor cuando a ella se suman la embriaguez de —
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las palabras y la fiebre de las ideas. Lamartine describi rá en Méditations la inspiración súbita del poema Le désespoir: «Una noche me levanté, encendí la lámpara y escribí ese gemido o, más bien, ese rugido de mi alma. Aquel grito me alivió y volví a dormirme» (Segond). Goethe encontró una mañana sobre su mesa un poema acabado en un momento de inconsciencia y que no re cordaba haber escrito. Camille Saint-Saëns, por su par te, cuenta que a menudo soñaba con una obra perfecta y monumental que siempre se desvanecía al despertar. El 21 de abril de 1915, cuando se encontraba en Praga tra bajando en su Sinfonía en do menor, Saint-Saëns se des pertó de repente y transcribió en el acto el final de la sinfonía, que se escribió sola. En otras dos ocasiones experimentó la misma iluminación: cuando estaba com poniendo el Tollite hostias de su Réquiem y una de sus improvisaciones para órgano. El sueño es un profundo catalizador de las ideas: las transforma, las condensa, las traslada a imágenes y las presenta a la conciencia instan tánea del despertar antes de borrarlas. El sueño es el prin cipal aliado del creador, que encuentra en él los materia les para inspirarse. Roger Caillois hablaba del «terreno fecundo de los sueños». Basta recordar el profundo ca rácter onírico de Aurelia, de Nerval, cuyo origen sin du da fue el sueño. En el Diario de Novalis, con fecha 13 de mayo de 1797 se puede leer que el poeta nació en él en un instante de «alegría indescriptible y de destellos de entusiasmo». Abatido por la muerte de su prometida, Sophie, seguida de la de su hermano, Erasmus, Novalis experimenta la alternancia turbulenta de la melancolía y la exaltación mística. Aquel 13 de mayo, después de un sueño erótico y ante la sepultura de su prometida, es presa de un entu siasmo extático que determinará su compromiso poéti co: «Mi respiración dispersó la tumba como si fuera polvo; los siglos se convirtieron en instantes, sentía su —
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presencia, creía que ella iba a aparecer.» Toda su obra se inscribió en los tres años siguientes, desde 1797 hasta su muerte, en 1801. Junto a los momentos fulgurantes del genio salvaje, la simple «idea genial» de las asociaciones fortuitas y las coincidencias luminosas hace aflorar a la conciencia una evidencia que ya se encontraba ahí. Es el caso del grito de Aiquímedes, cuando recorrió las calles de Siracusa dando rienda suelta a su júbilo: «¡Eureka, lo encontré!» Se trata de una imagen legendaria, ya que él cuenta mu cho más prosaicamente, en el Tratado de los cuerpos flo tantes, que toma conciencia de la teoría al recordar la experiencia del submarinista descendiendo a las profun didades lastrado con una piedra. La «idea genial» se da también en Galileo cuando, observando las ligeras osci laciones de las lámparas de las iglesias, descubre las le yes del movimiento pendular. Se dice que Newton for mula la ley de la gravedad y la atracción de los cuerpos celestes al ver caer una manzana en su jardín de Woolsthorpe; el hecho es que formuló realmente esa ley. Mozart, en palabras de Lombroso, compone de un tirón la célebre serenata de Don Juan porque la visión de una naranja le recuerda un aire popular napolitano que ha escuchado cinco años antes. Y a John \X;att, cuenta Panizza, se le ocurre utilizar el vapor como fuerza motriz al ver alzarse la tapa de una tetera. Estas asociaciones de ideas, estas ocurrencias espon táneas constituyen uno de los métodos inventivos del genio salvaje, el del juego de las ideas entre sí, que de esta forma pueden permutarse, intercambiarse, mteipenetrarse y transformarse por asociación de unas con otras. Se observa que en muchos casos los creadores sienten una mayor inclinación hacia este juego de las asociaciones de ideas que el resto de los adultos, de una forma natural, igual que los niños, y también como su cede en ciertos estados patológicos de la psicosis, en la —
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efervescencia de ideas de la manía, o incluso bajo el efec to de las drogas alucinógenas. Finalmente, el último carácter que se atribuye al ge nio, y en particular al genio salvaje, es su naturaleza in nata, otorgada, divina... «El genio es un don puro de la naturaleza; lo que produce es la obra de un momento», precisa Diderot (Enciclopedia). Esta idea fuertemente enraizada en la creencia popular no se basa en ninguna prueba sólida; los poseedores del genio innato y los del talento adquirido seguirán enfrentándose durante mu cho tiempo. Porque para algunos el carácter «natural» de este determinismo forma parte plenamente, como un postulado, de la definición de «genio», lo que presenta para ellos la ventaja de evitar su demostración. «El ar te es un don de la perfección de la naturaleza que recibi mos en la cuna», afirma por ejemplo Pietro Aretino en 1547. La idea es tan antigua como la noción de genio. En el siglo V a. de C., Demócrito, uno de los primeros defensores del talento innato, ensalza los dones «natu rales y divinos» del gran Homero. Zilsel precisa que en aquella época «la creación poética es muestra de entu siasmo» y que el entusiasmo «no se adquiere». Esta ob servación me parece hoy muy moderna, si se considera la hipótesis actual de una predisposición familiar a los cambios de humor. Los filósofos que siguen —aristotélicos, epicúreos y materialistas— moderarán la influencia de la naturaleza innata y el don natural, la phusis, mediante la de las vir tudes de la razón y el aprendizaje, el logos. En el largo poema Sobre la naturaleza de las cosas, Lucrecio evoca el equilibrio de las aptitudes naturales mediante la edu cación, pero precisa que estas predisposiciones son tan tenues que la fuerza del trabajo y de la razón también permite alcanzar la sabiduría y el talento. Desde enton ces, y a lo largo de la cultura clásica, que repite incansa blemente dognlas a menudo con poco fundamento, se —
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opondrán la intuición y la imitación, lo que se seeuirá 11 J J 1 T llamando el1 don y el1 talento. La creencia en diferentes niveles del conocimiento es recordada por Nicolás Maquiavelo en el capítulo 22 de El principe, del año 1513, donde habla de los secreta rios de Lorenzo de Medicis: «Y todo esto porque exis ten ti es tipos de cerebros humanos! uno que comprende por sí mismo, otro, apoyándose en el juicio ajeno, y un tercero que no comprende ni por sí mismo ni a través de los demás. El primero es extraordinario, el segundo excelente, y el último completamente inútil.» Esta afirmación lapidaria traduce una idea ances tral, la de una intuición divina que permite el cono cimiento sin aprendizaje, idea firmemente rechazada por Darwin cuatro siglos más tarde: «Suponiendo que un acto habitual se vuelva hereditario, cosa que sucede con frecuencia, el parecido de lo que era primitivamen te un hábito con lo que actualmente es un instinto es tal que no se puede distinguir uno de otro. Si Mozart, en lugar de tocar el clavicémbalo a la edad de tres años con muy poca práctica, hubiera tocado un aire sin haber practicado en absoluto, se habría podido decir que realmente tocaba por instinto. Pero sería un grave error creer que la mayoría de los instintos han sido adquiridos por hábito en una generación y transmiti dos a continuación por herencia a las generaciones si guientes» (El origen de las especies). Darwin combate aquí la vieja idea lamarquista de la herencia de los ca racteres adquiridos, al tiempo que la creencia sin fun damento científico en la existencia de las dotes espon táneas. Así, todo el siglo XIX concebirá que si existe una predisposición, es más una manera de ser o una ex presión del entusiasmo que una competencia técnica particular. «La idea genial es un regalo ofrecido gra ciosamente por la disposición de ánimo del momento —dice Pamzza—, un don súbito, inopinado y fortuito
que, al parecer que viene del exterior, sorprende al pro pio interesado» (op. cit.). Con la psicología naciente, que hace de la chispa del genio un don interior, el escenario de la creación se des plaza de las esferas celestes al mundo del inconscien te. Si hay herencia, reside por ejemplo en las aptitudes intelectuales presentes en la familia de los seres excep cionales. Kretschmer expone su pensamiento en estos términos: «La causa primera y esencial de las realizacio nes superiores de los genios la constituyen las disposicio nes hereditarias y no los factores externos del medio.» Sin embargo, puntualiza, «vemos ordenarse ciertas do tes especiales cuando son cultivadas de forma constante y familiar, en grupos de talentos fuertemente marcados» (op. cit.). Esta concepción kretschmeriana acepta la coincidencia de una predisposición de personalidad —si es que existe— y una cultura familiar muy particular, coincidencia necesaria para que surja la obra genial. El don natural por sí solo ya no explica la creación. Trabajos más recientes y los realizados por los etólogos actuales tienden a restar importancia a la parte he reditaria, para reconocer más bien la incidencia de mar cas precoces que provocan una rápida diferenciación de los individuos desde la vida intrauterina. Este conoci miento del determinismo de la personalidad no elimina en absoluto la belleza misteriosa del acto creativo, que continúa siendo ese prodigio secreto sobre el que Picas so declara: «Si se sabe exactamente lo que se va a hacer, ¿qué sentido tiene hacerlo?»
2. L
a a p t it u d p a r a p e r s e v e r a r
Resulta llamativo constatar la enorme aptitud para el trabajo y la perseverancia de la mayoría de los crea dores y los seres excepcionales. Napoleón, del que se —
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decía que era incansable, mantenía la leyenda dejando encendida una vela en la antecámara de "su tienda para hacer creer que trabajaba durante la noche. Otra leyen da es la de aquella frase de Buffon reproducida por Héíault de Séchelles y que tuvo el acierto de ser una fór mula rebosante de verdad: «El genio no es nada más que una gran aptitud para ser paciente.» «No hay verdadero genio sin paciencia», dice Musset en una de sus novelas coi tas. Y Paul Valéry formulará la misma idea: «¡Genio! ¡Oh larga impaciencia!» (Charmes). Existen numerosos ejemplos de lo que se podría lla mar el entrenamiento voluntario y que Segond ha deno minado «la autodisciplina razonada». Baudelaire, uno de los primeros en insistir en el papel del entrenamiento regular, escribe en su ensayo El arte romántico, a pro pósito de Delacroix y Edgard A. Poe: «Ese genio (si es que se puede llamar así al germen indefinible del gran hombre) se debe arriesgar, como el aprendiz de saltim banqui, a romperse mil veces los huesos en secreto antes de danzar ante el público: la inspiración, en una palabra, no es sino la recompensa del ejercicio diario» (xxm). En lo que a esto respecta, los paraísos tóxicos serán un in termediario para facilitar, activar o revelar ese ejercicio diario que requiere la creación, pues es sabido hasta qué punto provoca angustia la página en blanco, has ta qué punto «el papel en blanco, la tinta y la pluma me aterrorizan —decía Cocteau—, sé que se alian contra mi voluntad de escribir», y cuántos son los creadores —De Quincey, Baudelaire, Cocteau— que han utilizado ese artificio para proseguir su trabajo diario. Una frase que se ha hecho célebre es la réplica de Thomas Edison apa recida en la revista Life en 1932: «Genius is one per cent inspiration and ninety-nine per cent perspiration» («El genio es el uno por ciento de inspiración y el noventa y nueve por ciento de transpiración»). Reaparece el viejo debate de lo innato y lo adquirido, y los propios crea —
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dores insisten en el valor del trabajo, lo único suscepti ble de revelar la naturaleza de su genio. Cualesquiera que sean los estímulos, la tenacidad parece ser la cuali dad principal del genio, que no se concibe sino en la continuidad de la obra. Con o sin café, Balzac no habría podido concebir La comedia humana si no hubiese po seído una formidable aptitud para la perseverancia: «Mi vida son quince horas de trabajo, pruebas, preocupacio nes de autor, frases que hay que pulir...» (carta a madame Hanska, agosto de 1834). Podría decirse lo mismo de la mayoría de los creadores —escritores, pintores, músicos...—, sentados día tras día y noche tras noche a su mesa, con la pluma o el pincel en la mano. Sin embargo, ese entrenamiento regular tampoco ex plica por sí solo una obra. Para elaborarla parecen necesarios la autodisciplina y a veces incluso un des potismo masoquista. El poeta, el músico o el pintor se imponen una regla intangible, un régimen draconiano como único método para dejar que salte la chispa del genio. «En el genio interviene un inevitable despotis mo», observa Mallarmé en su trabajo sobre Poe, a pro pósito de su disciplina permanente. Un bellísimo ejem plo de ello también lo constituye Cézanne, que aunque no tenía «dotes innatas» para la pintura, logró realizarse gracias a una increíble tenacidad. Gauguin dirá de él que no pintaba porque fuera genial, sino que era genial por que pintaba. Esta presión personal no puede expresar se sin una considerable voluntad interior, prueba de la energía del creador. Miguel Angel, Cocteau, Da Vinci, Beethoven, Flaubert o Valéry fueron los artesanos in fatigables de sus obras geniales, consagrados a la tarea como a una misión divina que exige del autor hasta lo más recóndito de su ser. Vasari, el autor de Vidas de los mejores pintores, de clara «no querer evitar ninguna fatiga, ninguna enfer medad, ningún desvelo, ningún esfuerzo» para alcanzar, —
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nos dice Wittkower, «invirtiendo todas sus fuerzas y todo su trabajo, un poco de esas grandezas y esos hono res que se habían ganado tantos otros». Con frecuencia, los grandes proveedores de energía son el ideal de uno mismo y un poderoso narcisismo. En Nacido bajo el signo de Saturno, Wittkower da numerosos ejemplos de esa «obsesión por el trabajo» que anima a los artistas del Renacimiento. El gran Masaccio trabajaba tanto que descuidaba la vida material, hasta el extremo de no que rer «ni vestirse siquiera, de olvidarse de reclamar el dinero a sus deudores», lo que le valió el nombre de Masaccio (el idiota). Nicoletto tenía fama de estar tan absorbido por la pintura que no oía las preguntas que se le hacían. Y Antón Raphael Mengs, cuya única pasión era la pintura y el estudio, «empezaba a trabajar al ama necer y, sin interrupciones salvo para comer, continua ba hasta la noche; entonces, tras tomar apenas algún ali mento, se encerraba en su casa y se enfrascaba en otro trabajo, bien dibujando o bien preparando los materia les para el día siguiente» (Wittkower). En el ámbito de la literatura, Flaubert es sin duda alguna un ejemplo perfecto de aptitud para la perseve rancia: se pasa de diez a doce horas diarias sentado a la mesa, puliendo al máximo mediante un largo trabajo preparatorio de casi un año en el caso de La educación sentimental y de tres en el de Bouvard y Pécuchet, y cada cuatro o cinco años publica con una gran regulari dad una obra maestra. «Domingo por la mañana, 16 de mayo de 1869, 5 horas menos 4 minutos: ¡HE ACABADO! ¡Sí, amigo mío, he acabado el libro!... Estoy sentado a la mesa desde ayer a las 8 de la mañana. Me va a estallar la cabeza, pero no importa, me he quitado un gran peso de encima» (carta a Jules Duplan). Tras cinco años de trabajo, acaba de poner punto final a las dos mil tiescientas páginas de La educación sentimental. El ti abajo es considerable: para reducir y condensar el texto, pasa va—
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ríos días con una misma frase, noches enteras para ac ceder a lo esencial. «La cabeza me da vueltas —confiesa en una carta a Louise Colet—, la garganta me arde de ha ber buscado, construido, analizado, reescrito, retocado y proferido, de cien mil maneras diferentes, una frase que por fin ha quedado acabada. Es buena, me digo; pero me ha costado no pocos esfuerzos» (Correspondance). Se podría decir prácticamente lo mismo de Guy de Maupassant, su hijo espiritual, que como mínimo here dó la sistematización. Aun sin dejar de lado ninguno de los placeres de la vida y el amor, del éter y de la locura, Maupassant se impondrá un trabajo regular cuyo fruto fue una obra considerable: más de seiscientos relatos y crónicas, veintisiete volúmenes de novelas cortas y lar gas y de cuentos en apenas diez años, de 1880, con Bola de sebo, a 1890, fecha en la que aparece su última nove la, Notre coeur. Frédéric Chopin, dotado también de una perseve rancia sin límites, que se imponía el dolor del trabajo continuado, llegó a pasarse seis semanas con una sola página, llevando ai extremo el celo en la precisión de la escritura pianística. Sin embargo, en el terreno de la crea ción musical, la fogosidad, la energía y la tenacidad de Beethoven son las más notables. En la calma nocturna de sus residencias sucesivas, escribía con pasión hasta las tres de la madrugada, dormía un rato y se ponía de nuevo a trabajar desde el amanecer hasta el mediodía. «Dedicaba toda la mañana a trabajar —dice Seyfried—, desde la salida del sol hasta la hora de sentarse a la me sa, e incluso los paseos por la naturaleza mantenían y favorecían el rugido de la fragua cerebral» (citado por Amoroso). Más cerca de nosotros, la energía de un Simenon puede sorprender debido a su amplitud, su ritmo, su des mesura. Georges Simenon fue el más prolífico de los autores en lengua francesa de todos los tiempos. De 1919 —
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a 1980, en que deja de escribir, publicó 190 novelas con diferentes seudónimos, 193 con su nombre, 25 obras au tobiográficas y más de un millar de cuentos, además de artículos periodísticos y múltiples volúmenes de dicta dos y escritos inéditos. ¡En el año 1929 escribió nada me nos que 41 novelas! Al margen de una evidente dedica ción regular al trabajo, esta impresionante producción denota una energía fuera de lo común que a los psiquia tras nos recuerda la hiperactividad de los episodios ma níacos o, al menos, de las personalidades hipomaníacas, y que presenta en un grado menor esa exaltación del esta do de ánimo y esa efervescencia de las ideas. «Empezaba por la mañana muy temprano —precisa Simenon—, ge neralmente hacia las seis, y acababa al finalizar la tarde; eso representaba dos botellas y ochenta páginas [...]. Tra bajaba muy deprisa, en ocasiones llegaba a escribir ocho cuentos en un día» (citado por Amoroso). Alfred Kraus destaca esa relación positiva que existe entre hipomanía y creatividad: «Los períodos creativos con frecuencia van acompañados de un aumento de la cantidad de trabajo realizado, que expresa un incremen to de las fuerzas vitales e intelectuales, en la mayoría de los casos asociado a una disminución de la necesidad de dormir.» El creador se siente entonces «como some tido a una fuerza externa..., como poseído». Kraus des cribe una expansión de los sentimientos y las percepcio nes que puede llegar hasta el éxtasis y que presenta similitudes con la constitución hipomaníaca. A la imposición de trabajar y la excitación genial se suma el aprendizaje de un método. Cualquiera que sea el ámbito de la creación, enseguida se impone un siste ma coherente de procedimientos técnicos que permitirá al creador expresarse plenamente. «La habilidad del ge nio —afirma Segond— consiste en poseer con solidez y manejar con flexibilidad esa técnica necesaria.» Porque además de la chispa que lo diferencia de sus contempo — 59 —
ráneos, el genio tiene una maestría que desarrolla con mayor rapidez que los demás, pero que adquiere me diante la experiencia. Evidentemente, la madurez creati va de Flaubert, Rousseau, Da Vinci, Mozart o Picasso ilustra el papel de primerísimo orden que puede desem peñar la plena posesión de un método o una técnica en la ejecución de la obra. Simenon nos ofrece también una prueba de ello: «Cuando empecé tardaba doce días en escribir una novela, fuera o no un Maigret; como me esforzaba en condensar más, en eliminar de mi estilo to da clase de fiorituras o detalles accesorios, poco a poco pasé de once días a diez y luego a nueve. Y ahora he al canzado por primera vez la meta de siete» (citado por Amoroso). La rapidez de ejecución de los seres excepcionales permite en ocasiones comprender la extensión de una obra que supera constantemente la de sus contemporá neos. Miguel Ángel, que trabajaba casi siempre día y no che, poseía una energía y una velocidad de trabajo fuera de lo común. Blaise de Vigenere lo atestigua: «Puedo asegurar que he visto a Miguel Ángel, pese a tener más de sesenta años y no ser ya demasiado fuerte, hacer saltar en un cuarto de hora más fragmentos de un mármol du rísimo de lo que tres jóvenes talladores de piedra lo ha brían hecho en tres o cuatro...» La magnitud de la obra también traduce, en cierto modo, la permanencia de la energía creadora. Es eviden te que no se puede comparar la obra de Isidore Ducasse, que se reduce a los seis Cantos de Maldoror y dos libros de poesía, con la de Paul Valéry o Víctor Plugo, cuyo mero catálogo de los títulos en la Biblioteca Nacional de Francia sobrepasa las cien páginas. Entre estas obras desmesuradas, las veintinueve mil páginas de los Cahiers de Valéry constituyen el testimonio vivo más con siderable del siglo XIX. Comparables a ellas son las vein tiuna mil doscientas veintiuna cartas registradas en la —
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Voltaire Foundation de Oxford. Y en otros terrenos, co mo la pintura o la música, las obras considerables de Rubens, Rodin o Dclacroix, el repertorio extensísimo de Bach o Mozart. Tampoco hay que olvidar las noven ta y cinco obras que nos dejó Vivaldi, quien decía que escribía una en tan sólo cinco días, las nueve sinfonías y treinta y dos sonatas de Beethoven, las más de noven ta novelas de Balzac, muy por detrás de Simenon, pero sobre todo por detrás de los dos autores más fecundos de toda la literatura: en el siglo XIX, el polaco Józef Ignacy Kraszewski escribió, al tiempo que una conside rable crónica periodística, más de seiscientos volúme nes, entre novelas populistas y estudios históricos; y Lope de Vega, tan exuberante en su vida como en su obra, añadió a sus dos esposas, su sacerdocio y sus numerosas amantes más de mil ochocientas comedias y más de cua trocientas epopeyas religiosas. Semejante fecundidad úni camente puede encontrar un contrapeso en el eclecticis mo de los genios de talentos múltiples, como lo fueron Hugo, Rousseau, Durero y, por supuesto, Da Vinci, cuya riqueza expresiva constituyó sin duda alguna un factor de equilibrio.
3. L a
in s u m is ió n
Todas las biografías evocan la independencia de los grandes creadores y los seres excepcionales, que se re belan contra el orden social, se retiran del mundo para refugiarse en el exilio de la creación. Lombroso, una vez más, traza un retrato caricaturesco: «Se ha dicho del hombre genial, al igual que del loco, que nace y mue re solitario, frío, insensible a los afectos familiares y las convenciones sociales» ( t i hombre genial). Con todo, destaca dos constantes de estos seres excepcionales, la independencia y el alejamiento del mundo que exige el
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acto creativo, así como la marginalidad y la insumisión, que reflejan la ruptura con sus contemporáneos. El crea dor es un ser profundamente asocial, al margen de las convenciones, lo que hará que a menudo se le considere un loco, pues en este ámbito la locura se acerca mucho a la insumisión. Finalmente, en esta derivación del orden social, el creador se impone con frecuencia una ascesis casi monacal o unos éxtasis artificiales que lo aíslan to davía más de la vida. La soledad es una necesidad del mundo interior, que no puede despertar entre el alboroto y el ajetreo. «Los grandes creadores —dice Michel Tournier— se alzan en medio de un aislamiento severo, como columnas en el desierto. Algunos que quisieron hacer caso omiso de es te destino fueron cruelmente castigados por ello. Pién sese en Johann Sebastian Bach, con sus dos esposas y sus veinte hijos, y en la terrible cosecha que la muerte hizo en vida suya en el seno de esa familia demasiado hermosa» (El viento Paráclito). En efecto, son muchos los que vivieron inmersos en el silencio de la génesis y no tuvieron descendencia alguna salvo la que constituye la obra. En nuestra época, el aislamiento y el retiro en fermizo del mundo fueron la regla de un Glenn Gould, y también la de un escritor salvaje como J. D. Salinger. El pianista canadiense se convirtió en un prodigio a una edad muy temprana: a los tres años ya tocaba el piano, a los cinco componía y a los trece dio su primer recital. A los treinta y dos años interrumpió bruscamente su carrera de concertista para dedicarse a la grabación y al silencio de los estudios. Este alejamiento casi autista del mundo fue acompañado de profundas angustias que ex presaba de una manera fóbica: el miedo al contagio y a la muerte estaba tan presente en él que era incapaz de tocar nada con las manos. Este refugio aséptico lo con finaba a la ascesis, pues se sabe que tan sólo dormía unas horas, de madrugada, tras una única comida diaria com 62
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puesta de un poco de leche, dos huevos y unas piezas de huta. Glenn Gould había decidido poner punto final a su carrera a los cincuenta años. Murió en 1982 como con secuencia de una hemorragia cerebral, dos días después de su cincuenta aniversario. ¿Es el retno del mundo una necesidad, un meca nismo de pioteccion, una defensa contra la locura? La madriguera salvaje de J. D. Salinger constituye otro ejemplo actual. Este escritor fetiche de una genera ción obtuvo un éxito considerable en 1951 con su pri mera novela, El guardián entre el centeno, y rompió por completo el contacto con la sociedad tras la aparición de «Seymour: una introducción» en el New Yorker, en 1959. A los treinta y cinco años, Salmger dejó de es cribir y vivió atrincherado en su residencia de New Hampshire, apartado del mundo literario y del perio dismo de investigación. Un silencio insoportable. Hoy no hace falta llegar a tales extremos para que los medios de comunicación pidan explicaciones al creador enfren tado a las necesidades imperiosas de su personalidad. La investigación indiscreta que llevó a cabo durante cerca de cinco años el ensayista Ian Hamilton alcanzó real mente las proporciones de una batida, pero reveló la aplicación minuciosa que Salinger puso en protegerse, en borrar las huellas de su vida y en no vivir sino a tra vés de su obra. En realidad, Hamilton sólo descubrirá los rasgos frágiles de la personalidad de Salinger, esos que él desea mantener en secreto. Cuando un escritor se retira del mundo y concluye su obra, hay que conside rar que tiene sus razones para hacerlo y respetarlas. El escritor se encuentra en esa soledad absoluta del creador enfrentado a la exigencia siempre insatisfecha de la pági na inacabada. Tan sólo él puede decidir ponetle punto final. Durante una temporada o durante toda una vida, se aísla en sí mismo. Maupassant, que se excedía en su estilo de vida, se — 63 —
aisló durante meses en 1881 para, según él, «trabajar fre néticamente en una soledad absoluta». Más cerca de no sotros, Arthur Miller vivió más de cuarenta años rodea do de bosques y coyotes en Connecticut: «Allí, entre las tinieblas, ven mi luz y se preguntan, inmóviles, con el hocico levantado, quién soy y qué hago en esta cabaña rodeado de luz. Soy un misterio para ellos hasta que se cansan, pero la verdad, la verdad primordial, probable mente es que todos estamos unidos, que todos nos mi ramos unos a otros. Incluso los árboles...» (citado por Anthony Burgess). Miller convierte el aislamiento en un misterio que acerca y preserva la verdad de la escritura. ¿Se diferencia mucho del retiro de Marcel Proust, confi nado durante meses en el silencio de su habitación, o in cluso del exilio irracional de Flaubert, al que apodaron «el ermitaño de Croisset»? Para Camille Claudel, en el extremo opuesto de esta función presentadora, el aislamiento será uno de los sig nos precursores de su locura. En 1907, atrapada en un potente delirio persecutorio, se enclaustrará en su taller, negándose a recibir una sola visita. Saldrá de allí seis años más tarde para ser internada en Ville-Evrard. El ta ller de Camille es comparable a la torre Hölderlin de Tubinga, donde el poeta vivió durante más de treinta años, desde 1807 hasta su muerte en 1843, prisionero de su delirio y de una obra que se extingue. «Se le veía ir y venir detrás de la ventana —precisa Kretschmer—, tam baleante y fantasmagórico, con un gorro blanco puntia gudo en la cabeza.» En muchos casos la excentricidad artística y los tras tornos psíquicos se encuentran a escasa distancia, ya que para el psiquiatra el aislamiento es un síntoma clínico manifiesto de la desorganización social que presentan numerosos cuadros patológicos —principalmente las psicosis y la esquizofrenia—, hasta el punto de que du rante mucho tiempo existió la duda de si el aislamiento —
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influiría en la aparición de la enfermedad. La intoleran cia al contacto humano, el desinterés y el deseo de apar tarse del mundo concuiren asimismo en la mayoría de las formas de depresión y melancolía. A diferencia de los pacientes, el creador esta directamente conectado con su obra, es un ser en mutación, y ese alejamiento del mun do se impone como una necesidad de la creación. Es inevitable señalar la frecuencia de esa propensión no sólo al aislamiento, sino también a la marginalidad, al exilio, al vagabundeo, que en muchos casos produce de presión. Petrarca, que afirmaba renunciar al tumulto de las ciudades para vivir al margen tanto de la alegría co mo de la tristeza, confesaba ser víctima de una melanco lía que, según sus propias palabras, le hacía vivir «un os curo infierno». El exilio y el vagabundeo de los creadores intervie nen en la génesis de la obra. Es otra forma de no apego o, en definitiva, de aislamiento. En determinadas épo cas en que la vida era muy sedentaria, viajar fue también un método de descubrimiento interior. El exilio de Des cartes en Holanda y más tarde en Suecia, los viajes de Montaigne y Stendhal por Italia, los relatos de Loti, de Kessel, de Conrad, la Venecia y la Grecia de Byron marcan profundamente su vida y su obra, pero al mis mo tiempo constituyen una prueba de la necesidad de partir. La vida errante que llevó Nietzsche durante nue ve años, desde 1879 hasta 1888, de Venecia a Turín, del verano en Sils-Mana, en los Alpes suizos, a los invier nos en las montañas de Eze, cerca de Niza, esa vida nó mada inspiró la parte más importante de su obia: Asi habló Zaratustra, de 1883, Más allá del bien y del mal, de 1886, y Genealogía de la moral, de 1887. Se podría evocar también la vida errante de \ erlaine y Rimbaud, su marcha en julio de 1872 a Bélgica y luego a Londres, el regreso de Verlaine a Bruselas y más tai de el de Rimbaud, y las múltiples partidas de éste rumbo a Suiza, —
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Italia, Austria, Alemania, Dinamarca, intercalando siem pre regresos a Roche y a Charleville. Finalmente, su lar go periplo oriental: Chipre, Egipto y Adén. Los viajes comienzan cuando termina la obra, sugiriéndonos que siempre existe un profundo vínculo entre la creación y el viaje interior. La inestabilidad social de Simenon también procede de la misma dificultad para «asentar se». Debió de cambiar treinta veces de domicilio: «Llega un momento en que, al mirar a mi alrededor, me siento un extraño; entonces sé que es preciso partir, que es casi una cuestión de equilibrio...» La huida hacia delante siempre se produce en dirección a mundos nuevos. El creador es un nómada. La alteración de los ritmos del sueño, otra forma de evasión, es uno de los mejores métodos de aislamien to social. Lo que hoy llamamos «adelanto» o «retraso de fase» puede interpretarse así: nuestro reloj interno es de una gran regularidad que sólo acepta pequeñas varia ciones en las horas de dormirse y despertar. Si se produ ce un adelanto o un retraso de fase, el adormilamiento diario se adelanta o se atrasa varias horas. El adelanto de fase, que corresponde a un adormilamiento anticipado, a las 20.00 o las 21.00 horas, indica más bien una hiperconformidad al orden social, una sumisión a las dificul tades de la vida o, por ejemplo, una huida a través del sueño. En el extremo opuesto, el retraso de fase, que se traduce en un despertar nocturno, la prosecución de una actividad en el transcurso de la noche, un adormila miento muy tardío o matinal y un sueño diurno, resulta difícilmente compatible con el ritmo de vida de la socie dad. En consecuencia, el ciclo de vigilia y sueño se in vierte, indica más bien un comportamiento asocial y una insumisión al orden de la sociedad, que quiere que se viva de día y se duerma de noche. Por voluntad propia o por necesidad, numerosos creadores presentan un retraso de fase y aprovechan —
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el silencio de la noche o momentos de insomnio para recobrar la inspiración. «Durante noches enteras el insomnio / ha posado sus dedos de plomo / sobre las cuencas de mis ojos», declara Victor Hugo en Los Burgraves. La excitación de un momento de entusiasmo es entonces suficientemente intensa para alejar el sueño durante largas noches. En ese extraño mundo de los so nadores de la noche encontramos a una fauna salvaje, noctámbula, psicastémca, que despierta al caer la noche y se duerme al amanecer. Allí están todos los grandes creadores y los hombres excepcionales. Allí están los que construyen el mundo del mañana, los que sueñan el fu turo mientras los demás duermen. Maupassant amaba la noche, el territorio que había elegido, y Rétif de la Bretonne se llamaba a sí mismo el «nictálope», el que ve mejor de noche que de día, en alusión al sueño nocturno de la inspiración literaria. Flaubert, Hugo, Goya, Baudelaire... oían las luces de la noche. Este comportamiento que se da en los creadores no es reciente; en 1621, Sandrart, el biógrafo del pintor Jan Lys, ya nos habla en estos términos: «Volvía a nues tra casa por la noche, ponía colores en la paleta, los mezclaba según sus necesidades y trabajaba durante toda la noche. Al amanecer descansaba un poco y comenzaba de nuevo a pintar durante dos o tres días, deteniéndose apenas para dormir o comer. Por más re proches que le hacía, era inútil. [...] Siguiendo su cos tumbre, transformaba la noche en día y el día en noche» (citado por Wittkower). Miguel Ángel, por su parte, co locaba una vela encendida sobre un casco de cartón que se había hecho y trabajaba durante la noche, pues la ex citación le impedía dormir. Balzac pasaba casi diecisiete horas al día ante la mesa de trabajo, en una total inversión de la vigilia y el sueño. Tras levantarse a medianoche, se obligaba a escnbir has ta las 4 de la tarde; después salía, se bañaba, cenaba y se —
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acostaba a las seis. La regla era implacable, draconiana, era el motor de la obra. En cuanto a Beethoven, se con formaba con un breve sueño al amanecer, mientras que Marcel Proust también había adquirido el hábito litera rio de vivir por la noche y dormir de día. Protegido por las planchas de corcho que recubrían las paredes de su habitación de eterno enfermo, Marcel se levantaba al anochecer e intentaba dormirse hacia las seis de la ma ñana, tras haberse tomado el habitual gramo y medio de Trional. «Llegaría a declarar que el insomnio es una ventaja», escribe Edmond Jaloux. «Proust —dice C oc teau por su parte— tenía el aspecto de una lámpara en cendida a plena luz del sol» (Opio). Pero ¿quién mejor que Rimbaud para describir ese necesario insomnio poético? En una carta dirigida a Er nest Delahaye en junio de 1872, dice: «Ahora trabajo por la noche. Desde medianoche hasta las cinco de la madrugada [...]. A las tres, la vela se extingue; todos los pájaros gritan a la vez en los árboles: se acabó. Ya no trabajo [...]. A las cinco bajaba a comprar un poco de pan; es la hora [...]. Volvía a casa para comer y me acos taba a las siete de la mañana, cuando el sol hacía salir a las cochinillas de debajo de las tejas.» Algunos creadores se han impuesto una verdadera ascesis para sustraerse en cierto modo a los valores ma teriales y alcanzar esa noción kantiana de la «contem plación desinteresada». Kretschmer dice que entre los sabios más bien teóricos observa una ausencia general de necesidades, incluso alimentarias. Recordamos que Proust sólo se alimentaba con un café con leche, «a ve ces acompañado de una ligera mermelada de ciruela», precisa Maurice Martin du Gard. Innumerables creado res exaltados e inventores apasionados olvidarán beber y comer en un momento de inspiración y vivirán toda la vida retirados del mundo y de la vida material. Proust se extinguirá en unas condiciones miserables en noviembre —
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de 1922, en una habitación sin caldear y amueblada so lamente con una cama, un pequeño mueble chino y tres mesas. Las reglas corporales adoptadas por Franz Kafka eran mucho más violentas. Desde la adolescencia, obsesionado por la idea de contraer alguna enfermedad, se impuso una norma de vida severísima que incluía la prohibición de ingerir determinados alimentos y la obli gación de tomar baños de agua helada o de someterse a pruebas corporales coercitivas. Este ascetismo enfermi zo denota la tiranía de la neurosis obsesiva, que al mis mo tiempo interviene en la obra y contribuye, en ese combate de todos los instantes, a la realización literaria. En este punto nos encontramos ante una de las dificul tades de nuestro estudio, la de contemplar a posteriori a un ser que no pide ayuda, y que además es un creador. Si en los cuadros que acabo de describir se tratara de uno de nuestros pacientes quejándose de un malestar y solicitando apoyo, no vacilaría en ver una grave patolo gía de personalidad, como en el caso de muchos otros personajes ya citados. Sin embargo, en este análisis fic ticio no se produce petición alguna por parte de ese creador hoy desaparecido; además, la obra se presenta como un escudo, como una cicatriz, como un síntoma, en unas ocasiones factor de equilibrio y en otras signo ya de desasosiego interior. Los éxtasis artificiales son uno de los métodos de la subversión, de ese cambio del orden establecido que ca racteriza a la creación. Unas veces servirán de coattada, otras presentarán una apariencia de legitimidad, pero siempre serán auxiliares del sueño. Las di ogas son el he cho de una época y de una moda, peí o también la ex presión de una subversión social. Su uso se confunde con el de los medicamentos, ya que se trata poi defini ción de sustancias farmacodinámicas que tienen piopie —
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dades psicotrópicas, es decir, susceptibles de modificar el comportamiento psíquico. La relación entre el efecto de las drogas y los síntomas de la enfermedad mental ha sido determinada desde la Antigüedad, y siempre por autores que se han dedicado a comprender los mecanis mos de los creadores y los seres excepcionales. Aristóte les, de nuevo en el Problema X X X , es el primero en se ñalar lo mucho que se parecen los efectos del alcohol a los trastornos del humor. El vino, dice, modela el carác ter y puede volver a uno melancólico, a otro colérico, y a un tercero, audaz. El vino imita a la naturaleza y con fiere genio a quien lo bebe: «El vino, pues, crea la ex cepción en el individuo no durante mucho tiempo, sino por un breve instante...» Moreau de Tours hará el mismo razonamiento en 1845, en su tratado Du haschisch et de Valiénation mentale, donde compara la fantasía del hachís con la ex travagancia del sueño y el sueño de la alienación. M o reau busca en el hachís un modelo de la locura, y en sus antídotos un tratamiento para el delirio. Con las drogas psicoactivas nos encontramos una vez más en la linde del sueño, del delirio, de la locura, y al mismo tiempo de lo imaginario y de la creatividad. Cada época tiene sus excitantes y sus sedantes, cada época tiene su propia medida de la subversión. En la actualidad estamos tan acostumbrados a los medicamentos susceptibles de curar toda clase de enfer medades o de calmar el dolor, que no imaginamos lo que supuso en el siglo XVIII la revolución del café. En una obra muy curiosa que se acerca tremendamente a nuestro propósito, Samuel Tissot, aquel médico higie nista y amigo de Rousseau que se hizo célebre como de tractor del onanismo, se interroga sobre las virtudes del café y el uso inmoderado que a su entender hacían de él los escritores: «No se puede poner el café en la misma categoría que el té [...]. Cuando se toma tan sólo en con
tadas ocasiones, alegra, destruye las materias flemosas del estómago, activa su acción, disipa la pesadez y el do lor de cabeza provocados por los trastornos digestivos, incluso depura las ideas y aguza el ingenio, a juzgar por lo que dicen los hombres de letras, que debido a ello lo consumen en grandes cantidades; pero ¿acaso bebían café Homero, Tucídides, Platón, Jenofonte, Lucrecio, Virgilio, Ovidio, Horacio, Petronio, incluso podría te ner la audacia de decir Comedle y Molière, cuyas obras maestras harán las delicias de la posteridad más lejana?» {D e la san té des gens de lettres , 1770). Tissot aludía en tre otros a Voltaire, que se tomaba casi cincuenta tazas al día. ¿Qué habría dicho de Flaubert, que alternaba de cenas de cafés con grandes vasos de agua helada? Y so bre todo, ¿qué habría dicho del frenesí cafetero de Bal zac, que había erigido ese néctar en musa virtuosa? De su cafetera de porcelana salían sin descanso entre veinte y cuarenta tazas de un café ardiente, triturado al estilo turco, que le causó los terribles dolores de una gastritis cafeínica y un gran nerviosismo fruto de la dependencia a los excitantes. Expresó su dolor en una carta a Eve Hanska el 20 de marzo de 1845: «Tengo los nervios en un estado lamentable. El abuso del café me hace poner en movimiento todos los nervios de los ojos; me siento exhausto.» Olvidamos con demasiada frecuencia que el café es la sustancia más ansiógena de nuestra alimenta ción; por eso desvela tanto. La atracción de los excitantes sigue en cierto modo el fenómeno de la moda, ya que cada época cultiva una droga euforizante, antálgica o en ocasiones psicodélica. François Ferrero ha mostrado sobradamente esa suce sión de estupefacientes fetiche en el transcurso de los dos últimos siglos. Hacia 1800 era la época del opio y el éter. Sydenham acababa de inventar el lau d an u m , que tan importante papel desempeñó en la opiofilia de los románticos. Pero ¿se diferencia mucho del uso actual de 71
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los psicotropos? Hacia 1840 se impone la moda del ha chís. El orientalismo y los inicios de la colonización popularizarán la cannabis, especialmente en los círculos intelectuales. En 1845, Moreau de Tours publica su célebre tratado Du haschisch. En 1880 está de moda el éter, que entonces es el gran anestésico, y la cocaína, uno de cuyos primeros consumidores fue Freud, des pués de haber teorizado sobre ella. El año 1920, con la gran época colonial, asiste al reinado del opio y la mor fina. El año 1940 aporta las anfetaminas, además de las experiencias de las drogas tradicionales precolombinas: mescalina y silocibina. Finalmente, hacia 1960 y dentro del gran movimiento sociológico del 68, vuelven a po nerse de moda el hachís y la marihuana, a los que se suma el LSD, que acababa de ser sintetizado. Los crea dores —escritores, pintores o músicos— participarán en todas estas etapas de la exploración y de la dependencia tóxica, aunque en grados distintos, y en la actualidad se puede formular la hipótesis de varias formas de intro ducirse en esa dependencia. Algunos utilizarán primero el opio y los opiáceos como antálgicos. No hay que olvidar que a principios del siglo XIX no existía nada en el terreno del control del dolor. Thomas de Quincey, precursor inglés de la opio manía literaria, tomó láudano por primera vez a los die cinueve años para calmar su neuralgia facial y en 1822 declaró su dependencia en la obra que lo hizo famoso, Confesiones de un inglés comedor de opio: «Una hora después, ¡la gloria! ¡Qué cambio! ¡Qué revolución! [...]. Los sufrimientos habían desaparecido [...] se podrían meter éxtasis portátiles en una botella de una pinta y en viar la paz espiritual con la diligencia» (citado por Ferrero). Baudelaire, que será uno de los grandes detracto res de las toxicomanías («Quiero demostrar que los que buscan paraísos construyen su infierno, lo preparan, lo excavan con un éxito cuya previsión quizá los asusta —
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ría»), utilizó el opio para aliviar sus dolores y mitigar sus angustias. Nietzsche abusó tanto del cloral para cal mar sus dolores físicos y migrañas, así como sus obse siones e insomnios, que en 1882 intentó suicidarse tres veces. Maupassant, que padecía terribles migrañas pro vocadas por la sífilis, se drogaba con éter hasta aneste siarse. Aspiraba lentamente, a fin de aliviar el dolor sin perder el conocimiento. Sus experiencias con el opio y el hachís se mezclaban con las alucinaciones provocadas por su demencia y no fueron ajenas a la escritura de un texto como El borla, donde aparece el espectro de su lo cura incipiente. En junio de 1882, en Reves, ya ofrece un testimonio de ese doble efecto de la antalgia y el des pertar sensorial: «Cogí un gran frasco de éter y me puse a aspirarlo lentamente. Entonces me di cuenta de que ya no sentía dolor. N o dormía, estaba despierto; no era un sueño, como con el hachís, no eran las visiones un tanto enfermizas del opio, era una agudeza de razonamiento prodigiosa, una nueva forma de ver, de juzgar, de apre ciar las cosas de la vida, y con la certeza, la conciencia absoluta de que esa forma era la verdadera...» Cabe pensar que muchos empezaron a tomar éter, opio, morfina o cocaína para aletargar el dolor y que des pués se volvieron dependientes del bienestar y prisione ros de la adicción, esa propiedad de los estupefacientes que obliga a consumir cada vez más para obtener el mis mo efecto. Las sustancias opiáceas y morfínicas, derivadas del opio, son ante todo poderosísimos antálgicos, ya que son análogos químicos de las endorfinas, las hormonas cerebrales que intervienen en el control del dolor y la vivencia del placer. Artaud abusaba del opio y del cloral para aliviar sus dolores cancerosos, y Jean Cocteau, que empezó a tomar opio como analgésico y nunca más pudo prescindir de él, daba fe no sólo de las virtudes sino también de los perjuicios de la droga: «El opio es —
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una estación. Al fumador dejan de afectarle los cambios de tiempo. No se resfría jamás. Únicamente le afectan los cambios de droga, de dosis, de hora, de todo lo que influye en el barómetro del opio» (Opio, 1930). En una época más actual, una escritora como Françoise Sagan se volvió toxicómana por combatir los terribles dolores que le producía la polineuritis, consecuencia a su vez del alcoholismo. Unos meses más tarde, el alivio proporcio nado por el palfium había desencadenado una depen dencia que marcó el inicio de la escalada tóxica: opio, co caína... «Lo único que me parece apropiado, si se quiere escapar de la vida de una forma mínimamente inteligen te, es el opio» (Le Magazine Littéraire, 1969). En lo que a esto respecta, los opiáceos son auténticos antálgicos del dolor físico, pero también del dolor espiritual. Para otros, estas sustancias tóxicas tienen un efec to antidepresivo. Esta segunda forma de adentrarse en la dependencia utiliza el alivio del dolor espiritual y el apaciguamiento de la angustia. El descubrimiento de esta virtud sedativa de las sustancias tóxicas en ocasio nes es fortuito; sin embargo, una vez más la dependen cia es ante todo una dependencia del bienestar que, en lo fundamental, no difiere de la utilización actual de los ansiolíticos y los antidepresivos. Tan sólo quienes los ne cesitan perciben sus beneficios. Freud, iniciador de de terminados usos médicos de la cocaína y ferviente con sumidor de esta sustancia durante años, la utilizaba para superar una fobia social que le hacía sentirse incómodo en las reuniones mundanas. Ferrero destaca el testimo nio que deja de ello en su correspondencia: «He tomado un poco de cocaína para soltarme la lengua» (18 de ene ro de 1886). «Estaba [...} muy tranquilo gracias a una pequeña dosis de cocaína [...]. Éstos han sido mis logros (o más bien los de la cocaína) y me siento satisfecho de ellos» (20 de enero de 1886). El primer poeta que ensalzó los méritos del opio fue —
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probablemente Samuel Coleridge, al que apelaron todos los románticos y en especial Byron, que lo incitó a pu blicar el poema K u b la K h a n , onirismo polisémico inspi rado en la experiencia opiómana. Sin lugar a dudas el opio tuvo para Coleridge virtudes antidepresivas que le permitieron superar las terribles fases melancólicas de su alternancia maníaco-depresiva, de la que da testimo nio la exaltación de su producción literaria y el poste rior declive de su poder creador. Esta automedicación antidepresiva fue ampliamente practicada, aunque no se reconociera como tal en razón de nuestros prejuicios hacia la toxicomanía. Baudelaire, Edgar Poe, Sartre o Cocteau superaron momentos de depresión, al igual que muchos otros cuya desespera ción desconocemos. «La droga —declara uno de ellos— me ha permitido escapar de la ociosidad, del esplín y de la desesperación, aun siendo algo totalmente artificial.» El primer encuentro de Antonin Artaud con el opio se produce en 1919 en Chanet, cerca de Neuchâtel, donde sigue los consejos del doctor Dardel para remontar una fase depresiva. A partir de entonces el opio lo acompa ñará durante toda su vida, permitiéndole superar ciertos períodos difíciles pero acelerando también sus descom pensaciones delirantes. El efecto no siempre es terapéu tico. Los sedantes también tienen propiedades ansiolíticas. Ésa es la principal virtud del alcohol, que en tan tos casos acompaña a la creación literaria. La dependen cia etílica de Ernest Hemingway o de Henri Bataille es del dominio público, al igual que la de Malcolm Lowry, Fitzgerald, Roussel, Modigliani, Utrillo y Suzanne Va ladon, la de Pessoa, Van Gogh o Verlaine con la absen ta... Nerval, Musset, Hoffmann o Edgar A. Poe, así como Gluck y Haendel en el ámbito de la música, serán fieles adeptos del alcohol. Pese a estar minado por el alcoho lismo, Jack London fue uno de los promotores de la —
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prohibición en Estados Unidos. En Pizcas de pacaíso, de 1931, Scott Fitzgerald describe así el efecto desinhi bidor tan buscado por los amantes del alcohol: «Me percaté de que después de tomar unas copas me volvía expansivo y era popular entre la gente, y la idea me tras tornó.» El alcohol, sedante para unos, excitante para otros o ambas cosas según el momento, es un potente regulador del humor para las personas de carácter ines table. Otros, por último, buscan abiertamente la embria guez de las sustancias tóxicas por la experiencia senso rial que proporciona, la cual alimenta el trabajo creati vo. Tal es el sentido del éxtasis romántico y del club de los adictos al hachís de Théophile Gautier: «¡Al cabo de unos minutos me invadió un entumecimiento gene ral! Me pareció que mi cuerpo se disolvía y se hacía transparente. Veía con toda claridad dentro de mi pecho el hachís que había ingerido, en forma de una esmeralda que irradiaba millones de destellos...» (Bosc de Véze). A las veladas de adictos al hachís del hotel de Pimodan acudían entre otros Gautier y el pintor Boissard, Baudelaire y Moreau de Tours, Daumier, Nerval, Delacroix e incluso, por curiosidad, Balzac, quien afirma haberlo probado sin notar efecto alguno debido «al poder de mi cerebro». El opio romántico reunirá a Dickens y Walter Scott, Baudelaire, Edgar A. Poe y, más tarde, Willy, Car eo, Apollinaire, Jarry, Modigliani, Mirbeau, Lautrec, Picasso... Los fumaderos parisinos serán en cierto modo unos laboratorios del sueño. Las experiencias sensoriales de Michaux y Huxley, o de Sartre con la mescalina, o de Junger con el LSD, fueron intentos deliberados de tomar tóxicos, bajo vigi lancia médica, para describir sus efectos. Desde hace más de un siglo hay numerosos testimonios de esos mo mentos de locura artificial que matizan la obra y mues tran los límites de la razón. En cierto modo, una defen—
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sa contra uno mismo. Encontramos la huella de ellos en 1804, en las C onfesiones de De Quincey, en R êv es , una novela corta de Maupassant escrita a modo de de fensa de la eteromania, en 1907 en L a lutte, de Alphonse Daudet, L a noire idole , de Laurent Tailhade y L 'éth er consolateur , de Willy, en O p io , de Cocteau, en 1930, en L a im agin ació n , de Sartre, en 1936, en L a s p u ertas de la percepción , de Aldous Huxley, en 1954, y más reciente mente, en 1964, en T oxiq u e , el diario de la desintoxi cación de Françoise Sagan, en Y onqui , de Burroughs, en 1979, en H . y en P a ra d is , de Philippe Sollers, y en los dos alegatos de Yves Salgues contra la droga: L'h éroïn e y O p iu m C ity. Todos afirman que los éxtasis artificiales no otorgan el genio, no añaden nada al talento, todos describen la decadencia del descenso, pero todos explican también la necesidad, la curiosidad y, posteriormente, la atrac ción del viaje y de la experiencia inaudita. Si hubiera que añadir una virtud, precisar la necesidad del consumo de sustancias tóxicas, tan frecuente entre los creadores, in sistiría en el efecto «estárter» que pueden ejercer las dro gas psicotropas en el proceso creativo y que ha influido en la gran frecuencia de su uso. Philippe Sollers mani fiesta con gran lucidez la aceleración de los procesos perceptivo y creativo bajo el efecto de las anfetaminas: «Permiten redactar más deprisa. El calentamiento pasa de una hora a diez minutos. El rendimiento es mejor. Y ello no altera en absoluto la concentración y la lucidez. [...] Producen un efecto de aceleración, permiten asociaciar ideas y palabras con mayor rapidez, quitan inhibi ciones...» (Assouline). N os encontramos de nuevo en la frontera entre la creación y la patología, entre el genio y la locura, ya que esta descripción del funcionamiento mental bajo el efec to de las anfetaminas se parece mucho a lo que llama mos excitación maníaca, estado inverso a la depresión y — 77
que se caracteriza por una aceleración mental, taquipsiquia, juegos de palabras rápidos, incoherencias, asocia ciones de ideas espontáneas e hiperactividad. El efecto antidepresivo de las drogas estimulantes es indiscutible: acompaña los esfuerzos del creador, que lucha contra la depresión o contra un momento de abatimiento. JeanPaul Sartre tomó anfetaminas por primera vez para re dactar un texto destinado a la Unesco, porque no se sentía con la energía suficiente para hacerlo, y más tarde recurrió a ellas cada vez que perdía la confianza en sí mismo. En otra época y en cantidades distintas, los efectos del café en Balzac quizá no tengan nada que envi diar a las anfetaminas: «El café te cae en el estómago [...]. A partir de ese momento todo empieza a agitarse, las ideas se ponen en movimiento como los batallones del Gran Ejército en el campo de batalla, y la batalla se pro duce. Los recuerdos llegan a paso de carga... Las figuras se alzan, el papel se cubre de tinta, porque la vigilia em pieza y acaba con torrentes de tinta negra...»
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LO C U R A
Un último tópico: el genio es un excéntrico, el genio es un loco. Casi siempre es un ser curioso, de comporta mientos desusados y que se distingue de sus contempo ráneos. Algunos que se creen genios intentarán a toda costa adoptar la excentricidad como una manera de ser. Pero los creadores geniales, aureolados de rareza, en la mayoría de los casos serán rechazados o marginados, cosa que ellos siempre vivirán con dolor. Basándose escrupulosamente en el testimonio de Pla tón y Jenofonte, Lélut traza un cuadro sorprendente de la excentricidad de Sócrates: «¿Acaso no era un hombre realmente “singular” el tal Sócrates? Vestía el mismo abrigo en todas las estaciones, caminaba descalzo tanto —
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sobre el hielo como sobre la tierra recalentada por el sol de Grecia, danzaba y saltaba con frecuencia solo, sin motivo y como por capricho; tenía un porte “singular”; llevaba, al menos a los ojos del vulgo, un tipo de vida de lo más extraño [...] en fin, debido a su conducta y a sus maneras se había ganado tal reputación de estrafalario que Zenón el Epicúreo lo apodó más tarde el bufón de Atenas, lo que hoy llamaríamos un excéntrico» {Le démon de Socrate, 95). El distanciamiento de los convencionalismos y las contingencias materiales caracteriza a numerosos artis tas —no sólo pintores, escritores y poetas, sino también sabios, ingenieros, inventores—, que parecen descentra dos respecto al mundo en el que se encuentran. Se po dría decir de Marcel Proust lo mismo que de Sócrates, ya que presentaba una imagen curiosa y enfermiza, «con el cuello hundido tras una pechera abombada, más bien pequeña», en palabras de Mauriac, «la cabeza hacia atrás, más disfrazado que vestido —dice Diesbach—, cu bierto con una pelliza en mayo, o tres abrigos uno enci ma de otro en la boda de su hermano». Un último para lelismo: Glenn Gould, pianista excepcional y dominado por sus fobias como Proust, tampoco se desplazaba sin abrigo, guantes, pañuelo en el cuello y gorro, hiciera frío o calor, y para no coger frío tocaba con unos mito nes que no se quitaba ni para ir al baño. En estos tres ejemplos, a los que se podrían añadir muchos más, la excentricidad aparece como un rasgo destacado de la personalidad y al mismo tiempo como una patología del comportamiento, aquí de expresión fóbica, es decir, que expresa el temor irracional a un ob jeto o una situación, e impone conductas de evitación o incluso rituales conjuratorios. Se podrían mencionar otras personalidades obsesivas, como Erik Satie y su ex traordinaria caligrafía seudogótica, a imagen y semejan za del personaje extraño, obsesivo, perfeccionista y me — 79
ticuloso, al tiempo que muy inestable e imprevisible, embutido en su harapiento traje oscuro. La excentrici dad de las grandes figuras que fueron Miguel Ángel, Voltaire o Jean-Jacques Rousseau nos recuerda de nuevo que el creador necesita otra esfera que es un mundo in terior, el del sueño y lo imaginario, y al mismo tiempo cierto distanciamiento de la vida material. En 1590, en Idea del templo della pittura, Giovan Paolo Lomazzo, artista también, declara: «Se observa que la mayoría de los pintores son extravagantes y que, al hablar, muchas veces se dejan llevar por su estado de ánimo. No pretendo establecer aquí si ello es una conse cuencia de su naturaleza o de la complejidad del arte en el que se pierden constantemente cuando persiguen la investigación de sus secretos y de las enormes dificulta des que entraña» (citado por Wittkower). Jacopo Pontormo, niño prodigio y huérfano, se convirtió en uno de los pintores más brillantes de la gran Florencia. Era solitario y excéntrico, sufría grandes fobias y angustias, hasta tal extremo que Vasari se cree obligado a puntua lizar que «su soledad supera lo imaginable» (op. cit.). Hay numerosos ejemplos de esos «nuevos» artistas del Renacimiento que parecen cultivar el individualismo, reivindicar la libertad de expresión y manifestar una excentricidad que antes no se consideraba correcta. Wittkower formula la idea de que dicha excentricidad —rareza, locura— es el rasgo social de una época en la que, por primera vez desde la Antigüedad, los pintores se veían enfrentados a las mismas dificultades que los demás creadores. Parece razonable pensar que esa crea tividad es la expresión de una estructura estrafalaria de personalidad de la que proceden, además de la obra, las dificultades de la vida. Si hay un personaje que haya jugado la carta de la excentricidad pretextando locura, sin duda es Salvador Dalí, cuya autenticidad, pese a todo, no se puede poner —
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en duda. Su exhibicionismo grandilocuente, el gusto por la pompa y lo estrafalario, su manierismo verbal erigido en sistema nos dejan de él una imagen bufa e histriónica. Su alegato en favor de un método paranoico crítico es a la vez una burla del psicoanálisis y un testimonio vivo de esa asociación popular del genio y la locura. Dalí ela bora su sistema defensivo tras un encuentro en 1935 con Jacques Lacan, que acababa de publicar su tesis sobre la psicosis paranoica. Su personalísimo método, que tal vez constituyó para él un sistema de equilibrio, consis tía en dar libre curso a sus fantasmas y obsesiones, con trolando al mismo tiempo, según afirmaba, su delirio. El excéntrico pintor se declaraba ajeno a la locura recu rriendo, como siempre hacía, a la paradoja: «La única diferencia entre yo y un loco es que yo no estoy loco.»
Porque el arquetipo popular del genio es el de al guien más o menos loco. Recordemos la reflexión de Freud en R e trato psicológico del presidente T hom as W oodrow W ilson , según la cual en todas las épocas de terminados enfermos, locos o afectos de una grave neu rosis, han orientado la marcha de la humanidad llevan do a cabo proyectos muy ambiciosos que pocos habrían sido capaces de afrontar, o bien dejando tras de sí con fusión y desdicha. La historia militar, política y religio sa ofrece innumerables ejemplos de ello: Napoleón, Luis II de Baviera, Nerón, Stalin, Hitler, Ceaucescu, Wilson, Mac Arthur, Martín Lutero... La creación y la originalidad del descubrimiento ha cen que se tache al poeta o al inventor de loco. Paul Delvaux lo manifiesta así en 1939: «Cuando uno quiere hacer cosas que no se ven por todas partes, recae sobre él la sospecha de que está loco.» El sentimiento de rare za revolucionaria que posee por naturaleza la obra ge nial, suscita una fuerte reacción de rechazo que preserva el orden establecido y margina al creador bajo la cómo da etiqueta de la locura. N o hay más que ver cuántos re —
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gímenes totalitarios han utilizado la coartada psiquiá trica para eliminar a los opositores «progresistas» y a todos los innovadores en el terreno de la ciencia o las artes. Así pues, la locura se vincula a la imagen del poe ta, del innovador y del excéntrico. Gautier llamaba a Nerval «el loco delicioso», pero la locura de Nerval era auténtica, y estaba tan unida a la escritura que no es po sible disociar una de otra. «La última locura que pro bablemente me quede será creerme poeta», decía. Y lo repetirá sin cesar: «Estoy loco, estoy loco» (carta a A. H., 20 de octubre de 1854), reconociendo así la en fermedad, pero sin aceptar ni su condena ni su imagen social, tan alejada de la realidad del creador y de su ge nio. «Admito oficialmente que he estado enfermo. N o puedo aceptar que haya estado loco, ni siquiera que haya sufrido alucinaciones. Si ofendo a la medicina, me arrojaré a sus pies cuando adopte los rasgos de una dio sa» (carta a Antony Deschamps, 24 de octubre de 1854). Lo mismo se puede decir de Antonin Artaud, cuya lo cura se halla tan unida a sus escritos que sin duda ha empobrecido una parte de su obra. «Padezco una es pantosa enfermedad del espíritu», escribió a Jacques Ri vière. Y el 6 de mayo de 1935, tras su paso en la actividad teatral del Folies a la sala Wagram: «A este torturado, todo el mundo lo ha tomado por un loco [...]. Y la imagen de la locura del mundo se ha encarnado en un tortura do» (Danièle André-Carraz). Así se pasa, casi imper ceptiblemente, del innovador excéntrico al poeta tortu rado, al sabio loco o incluso al creador alienado y al loco literario. Se pasa imperceptiblemente de la eviden cia de la salud a la evidencia de la enfermedad. Nos encontramos en esa frontera tan sutil entre el genio y la locura que todos los biógrafos, y también los propios creadores, han frecuentado constantemente. Es el caso de Goethe cuando habla de sí mismo y evoca la —
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revuelta interior del infortunado que «no sabe contra qué se revuelve», o el de Nietzsche, que dirige a toda la humanidad ese grito de rebeldía: «¿Dónde está, pues, la locura, cuya vacuna deberían inocularnos?» (Kretsch mer), o el de Odilon Redon, que ve en su proceder el genio de la desmesura: «Mi intuición es [...] la locura.» Es también el caso de Stendhal, que hace la misma refle xión en su Vida de Mozart: «Quizá sin esa exaltación de la sensibilidad nerviosa que llega hasta la locura no hay genio superior en las artes que requieren ternura...» Ante esta imagen ampliamente extendida del genio excéntrico, continúa sobre el tapete la cuestión de la re lación entre genio y locura, una cuestión para la que vamos a proponer argumentos. ¿Están los creadores afectados, en mayor o menor medida, por la locura? ¿Interviene la locura en la creación? ¿Confunden los médicos el delirio con la metáfora poética? Con todo, si la locura forma parte del genio, parece evidente que no es una condición suficiente y que no se es genial por el hecho de estar loco. Es necesario precisar, además, que no se puede reducir el genio a la locura, tal como la fácil crítica de nuestro razonamiento podría dar a entender.
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III
LOS MECANISMOS DEL GENIO Se han propuesto numerosas explicaciones para comprender a posteriori los destinos fuera de lo común y su proximidad con los trastornos mentales. Con fre cuencia se ha evocado la precocidad del genio y su in fancia traumática —el genio es en muchos casos huérfa no, se ha dicho—, la importancia del padre y la madre en la génesis de su personalidad, el papel de la obra como factor de equilibrio y, más tarde, el de la locura, la depresión y el suicidio que acompañan la vida de tantos seres excepcionales. Nuestra lectura del genio propone una mirada lúcida y realista sobre esas grandes figuras que transforman el mundo y la sociedad, una mirada a la medida de su desmesura, el reverso natural de una medalla inalterable que actualmente no se puede ente rrar bajo el silencio. Sin embargo, esta lectura que reali zamos a la luz de un conocimiento mejor de los trastor nos psicológicos no tiene la pretensión de enunciar una verdad indiscutible. El método utilizado será el de nues tra práctica diaria, que nos recuerda, si ello fuera necesa rio, que los seres excepcionales son ante todo seres hu manos.
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1.
L a infancia del arte
Si bien el genio está emparentado con la locura, tam bién lo está con la infancia. El genio suele manifestarse muy temprano, y algunos han querido ver en esta pre cocidad el sello de la predestinación. El genio es un niño grande: se observa que los seres excepcionales conser van en la edad adulta la frescura lúdica de la infancia, su espontaneidad, su creatividad y su enorme curiosidad, que innova e inventa el mundo a cada instante, tal como se complace en recordar Germain Nouveau en Doctrine de Vamour. «A veces el genio es la palabra de un niño.» ¿Acaso está hecho el genio de la ingenuidad creativa del niño y la experiencia vivida del adulto? Ciertamente eso no basta, ya que no todos los niños retrasados son genios; en la mayoría de los casos son inmaduros, están inadaptados y desorientados en un mundo que acepta mal la diferencia. Esta precocidad se observa en las artes plásticas y sobre todo en la música, disciplinas que no requieren la madurez completa del lenguaje para comenzar a expre sarse. Las proezas de esos pequeños prodigios, que no pertenecen ni a la fábula ni a la leyenda, pueden parecer entonces realmente extraordinarias. Entre todos ellos destaca Camille Saint-Saëns. A los treinta meses sabía el nombre de las notas y había finali zado el aprendizaje de un primer método de piano, a los cuatro ejecutaba obras escritas, a los cinco componía, y a los once actuó por primera vez en público, interpretando de forma admirable y con gran éxito un concierto de Mo zart. Su gran precocidad, que le permitió hacer a los quin ce años lo que otros hacen a los treinta y ser nombrado a los dieciocho organista de Saint-Merry y posteriormente de la Madeleine, movió a Berlioz a decir en tono admira tivo: «Este joven lo sabe todo, pero carece terriblemente de inexperiencia.» —
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Todo el mundo conoce la infancia de Mozart, guia do desde muy temprano por su padre, un gran músico y pedagogo. A los tres años, "VColfgang ya daba muestras de la precisión absoluta de su oído, de una prodigiosa memoria musical y de una sorprendente capacidad de concentración. A los cuatro años compuso sus primeras piezas para clavicémbalo y a los seis dio, junto con su hermana Mananne, su primer concierto en la corte de Viena. La espontaneidad de su intuición musical asom bró a los adultos cuando, a los siete años, tocó sin lectu ra previa su parte de violín en el cuarteto de su padre. La gira «europea» que realizaron Leopold, Wolfgang y Marianne de 1763 a 1766, es decir, desde los nueve has ta los once años en el caso de Mozart, impresionó a las cortes reales y a todos los espíritus elevados, entre ellos a Goethe, que lo vio en Francfort. El privilegio de esta extraordinaria precocidad de las dotes musicales también le correspondió a Meverbeer, que a los cinco años ya era un maravilloso intérprete, y a Haendel, que aprendió muy pronto a tocar el clavi cémbalo y a los siete años dominaba el órgano con tal maestría que un príncipe de Sajonia lo animó a hacer ca rrera. Fue director del teatro de Hamburgo con apenas diecinueve años y compuso El Mesías a los veinticinco. Rameau era un virtuoso a los siete, al igual que Chopin, que en 1817, a la misma edad, publicó una polonesa en sol menor y al año siguiente interpretó en público un concierto de Gyrowetz. A los nueve años, Robert Schumann compuso Alegrías de la jornada de un colegial, y Franz Liszt, un extraordinario virtuoso ya a esa edad, a los doce años transportó de tono todas las fugas de Bach y las ejecutaba de memoria. Con apenas ocho años, Roberto Benzi dirigió por primera vez una or questa, sorprendente hazaña que exigía, además del dominio del atril, un extraordinario oído y una increí ble memoria musical, disponer de una gran orquesta. —
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Cuenta la leyenda, parte de ella novelada, que recibió ese «don» cantando en las calles de Nápoles, aunque, como en muchos otros casos de niños prodigio de la música, al parecer la influencia familiar fue determinan te, pues pese a que no ingresó en el conservatorio, Ro berto Benzi tuvo muy buenos profesores. En estos prodigios de la infancia vemos, especial mente en el ámbito de la música, a aquellos que serán las grandes figuras del mañana. A los once años, Paganini da su primer recital; Beethoven publica a los doce su primera obra, Variaciones p a ra pian o sobre una m archa de Dressler, y un año más tarde ya ha compuesto tres sonatas. Rossini, convertido ya en un pianista virtuoso, escribe también las primeras sonatas para cuerda a los trece años. Cabe citar también a Cari Maria von Weber, que sólo tenía catorce años cuando se representó su ópera L a doncella de los bosques , y a Schubert, que a la misma edad era primer violín. Estas hazañas precoces muestran con claridad, en la esfera musical más aún que en las otras formas de expre sión, que es posible realizar un aprendizaje musical a partir de los primeros meses y los primeros años de la vida, en la medida en que el niño se encuentra sumergi do en un baño cultural apropiado, y también en la me dida en que la audición se organiza muy pronto y en que la técnica instrumental pone en funcionamiento com portamientos motores que no precisan la madurez total del lenguaje, todavía insuficientemente organizado. Ese baño musical indispensable, siempre presente en la his toria de la infancia del genio, nos permite refutar la hi pótesis del don musical y de la capacidad innata. Leopold Mozart era uno de los grandes pedagogos de su época; todos los violinistas se habían ejercitado con su método. En la familia Bach, la música era un oficio que había pasado de padre a hijo desde hacía cuatro ge neraciones, al igual que en la familia Beethoven. El joven —
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Weber frecuentaba los bastidores de los teatros, entre los músicos, desde los cuatro años, y Liszt recibió de su padre las primeras lecciones de piano a la misma edad. En otros casos serán las madres quienes, músicas a su vez, acompañen los primeros pasos de su hijo en el mundo de la música: la madre de Chopin, va desde su infancia en Varsovia, la madre de Bartók, la madre de Prokofiev..., en una época en que la música formaba par te de la educación de todas las mujeres de la buena socie dad. El carácter familiar de este aprendizaje precoz, ca paz de construir un monumento musical sobre varias generaciones, culmina con el gran Bach, que no es sino uno de los sesenta y cinco músicos del mismo nombre. Karl Geiringer, que llevó a cabo un análisis sumamente minucioso de la dinámica artística de la familia Bach, re sume así su idea de filiación musical: «La herencia mu sical, mantenida en reserva durante dos generaciones, estalló triunfalmente en Johann Sebastian, que por lo de más había heredado de los Lámmerhirt (su madre) la profundidad del sentimiento y una tendencia al misticis mo.» Bernard Gavoty describe con talento la dura ley que preside la educación musical en la familia Beethoven: «Saber si al pequeño Ludwig le gustaría o no la mú sica era lo de menos; se decidió que sería músico.» A los cuatro años «lo obligan a sentarse ante un clavicémbalo, lo encierran con un violín, lo matan a trabajar. Interpre ta pequeños papeles en el teatro; ejecuta su parte de violoncello en la orquesta de la corte; a los trece años es organista». El aprendizaje precoz de la música sugiere la hipó tesis de que se utiliza un modo sensorial privilegiado, la audición, que permite una concentración prolongada gracias al mecanismo fisiológico del «canal sensorial úni co», lo cual puede explicar una atención cercana a la hip nosis. En lo que a esto respecta, el aprendizaje musical parece muy distinto de las otras formas creativas. —
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Por más que nos parezcan pertinentes, estas reflexio nes son, sin embargo, más descriptivas que explicativas. Lo cierto es que, si bien hay motivos para pensar que el genio musical necesita un aprendizaje familiar precoz, jamás sabremos por qué Wolfgang se convirtió en Mozart ni cómo llega su obra a dominar la historia de la música. El fenómeno encierra una alquimia impenetra ble que conserva para siempre la belleza de su misterio. Aunque más tardía, la precocidad de los pintores, los científicos o los literatos no es menos real; también entre ellos abundan los ejemplos. Se cita a menudo al joven Blaise Pascal haciendo demostraciones de teore mas a los nueve o diez años, apasionándose a los doce por los Elementos de Euchdes, cuyas treinta y dos pro posiciones resolvió, enunciando a los quince el famoso teorema llamado «teorema de Pascal», redactando a los dieciséis el Ensayo sobre las cónicas, e inventando entre los dieciséis y los dieciocho la máquina aritmética, un aparato que efectuaba las cuatro operaciones elementa les, que fue el punto de partida real del cálculo mecáni co y que mediante perfeccionamientos técnicos desem bocó en las calculadoras modernas. En el campo de las ciencias llamadas exactas, nume rosos científicos han manifestado también una gran pre cocidad en su interés por las matemáticas, pese a que no siempre se ha conservado su huella. El cálculo mate mático, que utiliza zonas cerebrales muy especializadas, tampoco requiere el dominio del lenguaje verbal y puede desarrollarse mucho antes de que el lenguaje esté total mente establecido. El filósofo alemán Ludwig Wittgenstein, que tanta influencia ha ejercido en la literatu ra del siglo XX, sobre todo en los escritores vieneses, se apasionó muy pronto por las matemáticas y la lógica pura y construyó una máquina de coser a los ocho años. Su intensa curiosidad y sus múltiples pasiones no tarda rían en convertirlo en un ser inadaptado que no podría —
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integrarse en una escolaridad normal, lo que no le impi dió cursar más adelante estudios de ingeniería y después de filosofía. Kretschmer relata también la historia de Robert Mayer, un médico alemán que a los veintiséis años formuló la ley de la conservación de la energía desarrollando una idea poderosa, una idea fuerza, una idea fija que tenía en mente desde la infancia. A los diez años, al observar el mecanismo de un molino, plantea la cuestión del mo vimiento perpetuo, cuestión que ya lleva implícita la de la conservación o la transformación de la energía. Este carácter profundamente obsesivo de perseguir unas ideas y relacionarlas de manera fortuita, que se da con gran frecuencia en los científicos y los inventores —es precisamente eso lo que permite la chispa del des cubrimiento—, constituye un rasgo acusado de la perso nalidad, que habitualmente se expresa de forma patoló gica en la neurosis obsesiva, por ejemplo, o en el delirio relacional de los sujetos paranoicos. La tensión psíquica que se moviliza hacia el objeto único de la búsqueda se tiñe del entusiasmo del descubrimiento y permite al ser creativo conservar un equilibrio pese a la apariencia pa tológica de su comportamiento. No obstante, es preciso señalar que ese equilibrio es temporal y que los aconteci mientos de la vida amenazan con revelar más tarde su enorme fragilidad. Siguiendo con los casos que acabo de mencionar, re cordemos por ejemplo la duda escéptica de Pascal, a quien la adhesión a un sistema religioso monolítico sal vó sin duda del desequilibrio; también tenemos noti cia de la gravísima depresión que acompañó la vida de Wittgenstein; y conocemos por último la locura melan cólica de Robert Mayer. El genio necesita una precoci dad que organiza su vida relacional y modela el aparato psíquico en el sentido apropiado, al servicio de sus esta dos de ánimo y sus ideas fijas. Ese cerebro volcado por —
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completo en una causa única y consagrado permanente mente a esa pasión será capaz de realizar las mayores proezas, y al mismo tiempo sucumbir a las mayores de bilidades.
La historia del arte ha conservado el rastro de las pri meras obras de los grandes maestros, con frecuencia rea lizadas antes de que comenzaran las de sus condiscípulos. Siendo todavía un niño, Pablo Picasso asombraba por su maestría académica. Su primer lienzo, El picador, pintado a los cuatro años, resulta sorprendente tratándose de una obra infantil. También destacan varios óleos de juven tud, por ejemplo La primera comunión, un cuadro muy completo realizado a los doce años, en el que se ve la ins piración de los grandes maestros. Tampoco aquí encon tramos ni talento innato ni generación espontánea. Al igual que sucede en la música y en la tradición clásica, don José Ruiz Blasco, el padre de Pablo, pintor y profe sor en la Escuela de Artes y Oficios de San Telmo, en tregó simbólicamente los pinceles a su hijo cuando éste todavía era un niño. En el siglo xvill, Charles Lebrun, el gran retratista autor de las pinturas de Versalles, dibujaba al carboncillo a los tres años y hacía admirables retratos a los doce. Se le conoce sobre todo por sus estudios de caracteres y La expresión de las pasiones. A los catorce años, Rafael era un gran artista, a los quince, Turner ex ponía en la Royal Academy, y Miguel Angel ya era muy célebre a los diecinueve. Por último, Camille Claudel mostró una rara precocidad en el ámbito de la escultura: realizó un David y Goliat a los doce años. Ocho años más tarde ingresó en el taller de Rodin. Con todo, resul ta más difícil descubrir la obra precoz de los pintores y artistas plásticos en general que la de los músicos, pues el aprendizaje se halla jalonado de esbozos que raramente se conservan. — 92 —
^ Se observa por tanto que la precocidad en la expre sión científica o artística se ordena gradualmente en función del modo sensorial y del sistema motor reque rido para esas habilidades, y presenta el orden siguien te. musical, matemático, pictórico, literario. Las presta ciones mas precoces son, en consecuencia, musicales, ya que el oído y las zonas sensoriales auditivas maduran muy pronto. Antes de los veintiún meses se organiza la prosodia, la melodía del lenguaje, lo que permite mani festar esa aptitud para la musicalidad antes del estableci miento de la lengua. En los primeros años ya está todo en su sitio, si el baño musical y educativo es suficiente. En general, los grandes músicos han estado en contacto con la música antes de haber aprendido a hablar. A continuación viene la aptitud para el cálculo men tal, que parece organizarse antes de que se domine por completo el lenguaje verbal y de que determinadas dispo siciones mentales que centran exclusivamente la atención en el carácter abstracto de las matemáticas den prioridad a ese modo de razonamiento. Por tal motivo, algunos calculadores geniales se han hecho famosos antes de los diez años. En cuanto al dominio de las artes plásticas, requiere el asentamiento definitivo de todas las coordinaciones motrices bajo la dependencia del control visual, es decir, la mano bajo la mirada del ojo; requiere también la ad quisición de la imagen tridimensional y de la perspecti va, nociones complejas que exigen un aprendizaje téc nico largo y constante. Raramente se es pintor antes de los diez años, una edad, por otra parte, muy temprana. Finalmente, la poesía, la literatura y las disciplinas del pensamiento razonado no se podrán expresar hasta que, unos años más tarde, el lenguaje esté totalmente establecido y se posea una cultura suficiente. El apren dizaje de la lengua es «una larga espera», afirmaba con gran acierto Buffon. La madurez cerebral de las zonas — 93 —
motrices del lenguaje no es del todo completa hasta des pués de los diez años, y casi nadie se inicia en la litera tura antes de los quince. Existen no obstante algunas excepciones: de creer el testimonio de Agrippa d’Aubigné, este gran escritor francés del siglo XVI aprendió latín, griego y hebreo a los cuatro años y los leía con fluidez a los seis; también declara haber traducido el Gritón de Platón a los siete años y medio. Semejantes afirmacio nes pueden parecemos en la actualidad muy exageradas, pero hay que considerar las condiciones privilegiadas de la nobleza de la época en materia de educación. Montaigne, que había aprendido de muy pequeño el la tín como una lengua viva, lo dominaba bastante bien a los seis años, y unos siglos más tarde el protestantismo ilustrado de su familia permitirá al joven Goethe escri bir en varias lenguas antes de cumplir los diez años. Stanislaw Witkiewicz, el gran pintor y novelista polaco, escribió su primer ensayo a los siete años. Hay que pre cisar, sin embargo, que su padre era pintor, crítico y escritor reconocido, y que su madre se dedicaba a la música.
En general, la obra literaria comienza más tarde. Siem pre se cita a Pope, el gran poeta inglés del siglo XVIII, que a los doce años compuso una tragedia sobre La Ilíada, y entre los trece y los quince un poema épico de cuatro mil versos. Lewis Carroll también escribió a los trece años su primer diario, «poesía útil e instructiva», precisa el propio autor. A los catorce, Victor Hugo compuso los tres cantos de Le déluge, y a los quince es cribió la tragedia Irtaméne. A la misma edad Rimbaud, el niño poeta, publicó su primer texto, Les étrennes des orphelins, del que Claudel dirá en su célebre prefacio: «¿Es acaso un hecho común ver a un joven de dieciséis años con las facultades expresivas de un hombre ge—
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nial?» Por último, cuando en 1869 Nietzsche recibe el título honorario de doctor en filosofía gracias a la cali dad excepcional de sus trabajos, su profesor de filología hace un comentario muy elocuente acerca de la admira ción que le profesa: «Entre los numerosos jóvenes talen tos que, desde hace ahora treinta y nueve años he visto desarrollarse ante mis ojos, jamás he conocido a ninguno tan precoz, tan completo, como Nietzsche [...]. Actual mente tiene veinticuatro años...» (citado por Cressy). Estas trayectorias excepcionales —embellecidas en algunos puntos— tienen básicamente el mérito de mos trar que el aprendizaje precoz es posible. Tal vez requie re una capacidad especial de atención, cuyas relaciones con el humor y el espíritu veremos más adelante, pero sobre todo necesita un medio favorable y un baño cultu ral apropiado. Este afianzamiento del genio en los primeros años de la vida pone de relieve la importancia del funciona miento mental infantil —gusto por el juego, curiosidad, inventiva, imaginación— en el proceso creativo. El ge nio creador sigue siendo con frecuencia un niño toda la vida. Bourguignon cuenta que Einstein explicaba su descubrimiento de la teoría de la relatividad por el he cho de que continuaba haciéndose preguntas propias de la infancia a una edad en que ya poseía los conoci mientos de un adulto. «El genio no es más que la infan cia recuperada a voluntad», dice Baudelaire al hablar de Constantin Guys, el pintor de la vida moderna y de la belleza pasajera, como él lo llamaba. «¿N o sería fácil demostrar —prosigue Baudelaire en Los paraísos artifi ciales—, mediante una comparación filosófica entre las obras de un artista maduro y el estado de su espíritu cuando era un niño, que el genio no es sino la infancia claramente formulada, dotada ahora, para expresarse, de órganos viriles y poderosos?» Esta opinión apare ce con frecuencia en la literatura; por ejemplo en Jean —
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Sartenil, de Marcel Proust: «Este libro jamás fue he cho, fue cosechado.» El genio literario nos devuelve a la infancia gracias a esa capacidad del escritor para maravillarse siempre de sus invenciones. El propio Goethe sabía lo que decía cuando afirmaba que «las naturalezas geniales viven una pubertad renovada, mientras que las demás sólo son jó venes una vez» (citado por Kretschmer). En pago de esa eterna juventud, el creador genial experimentará duran te más tiempo que otros todas las incertidumbres dolorosas de la adolescencia: crisis de identidad, toxicoma nías, dependencias, inclinación al idealismo patético y tendencia a las psicosis propias de la pubertad o a la di sociación esquizofrénica. Así habla Kretschmer de la longevidad del «ardor juvenil», que alimenta el idealis mo patético de los románticos.
Faltan todavía por mencionar dos hipótesis referen tes al nacimiento y la supuesta muerte precoz de los «genios». El reciente estudio inglés de Digby Quested ten dería a demostrar que los genios nacen en primavera, de bido a una especie de predisposición genética o climá tica, que francamente despierta cierto escepticismo. La población que ha estudiado, compuesta por cien perso nalidades excepcionales, muestra que aproximadamente la cuarta parte de ellos nació en marzo o abril, lo que a los ojos de este autor demostraría la influencia del sol en la constitución del genio durante los primeros meses del desarrollo. Sin embargo esta hipótesis es muy frágil, pues si bien Einstein, Descartes y Miguel Ángel nacie ron en marzo, y Shakespeare, Baudelaire y Leonardo en abril, Pascal y Rousseau vieron la luz en junio, N apo león en agosto, Ronsard en septiembre, Nietzsche y Rimbaud en octubre, y Mozart y Victor Hugo en pleno in vierno, en enero y febrero respectivamente. Se podrían —
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multiplicar los ejemplos que demuestran, bien la he terogeneidad de la noción de genio, bien la fragilidad de esta idea, o bien la gran arbitrariedad en la elección de las personalidades. La segunda hipótesis, que ya encontramos formu lada por Séneca, se expresa con la forma de un adagio popular que afirma que los genios precoces mueren jó venes. Un autor americano, al estudiar recientemente la crisis que se produce hacia la mitad de la vida, señala que numerosos seres excepcionales han muerto alrede dor de los treinta y siete años: Mozart, Chopin, Rimbaud, Van Gogh... N o obstante, se puede objetar que las causas de mortalidad de cada uno de ellos son muy distintas, y que evidentemente no se pueden comparar las condiciones de vida y la longevidad en las diferentes épocas en que vivieron. Esta hipótesis se viene abajo por sí sola cuando se la compara con el argumento inverso, sostenido por Lombroso el siglo pasado: el de la lon gevidad excepcional del genio. Goethe y Victor Hugo vivieron ochenta y tres años; Voltaire, Franklin y san Vicente de Paúl, ochenta y cuatro; Sófocles, Humboldt, Miguel Ángel y Petrarca, noventa, ¡y Tiziano nada me nos que noventa y nueve! Estos cálculos extravagantes siempre presentan lis tas heteróclitas de personajes ilustres, cuyo interés es muy relativo. Para proseguir esta discusión conviene ce ñirse exclusivamente a aquellas concordancias descripti vas lo bastante coherentes para convertirse en hechos observables.
2. E l
g e n io h u é r f a n o
La idea del genio huérfano aparece en 1953 en un ar tículo de Marc Kanzer titulado «Writers and the Early Loss of Parents» («Los escritores y la pérdida temprana — 97 —
de los padres»), que pone de manifiesto la abundancia de huérfanos de padre o madre entre los escritores. Kanzer elabora una larga lista en la que figuran Byron, Coleridge, Swift, Bronté, Rousseau, Tolstói, Edgar Alian Poe, George Sand... La hipótesis será retomada en 1975 por el psicoanalista norteamericano Georges Pollock, que ana liza las consecuencias de la pérdida de los padres en la creatividad o la inventiva de más de mil escritores, cien tíficos, artistas o personalidades políticas. Pollock inter preta el acto creativo como un intento siempre vano e infructuoso de reparar dicha pérdida. Esta reflexión será ampliamente desarrollada por André Haynal y la escue la ginebrina de psiquiatría, y más tarde por un psicólogo norteamericano, Marvin Eisenstadt. André Haynal, en colaboración con un historiador, Pierre de Senarclens, muestra claramente la importan cia que revisten las separaciones tempranas en los seres creativos: de treinta y cinco escritores franceses del si glo XIX seleccionados por Haynal en función de la im portancia de su obra, diecisiete perdieron durante la infancia al menos a uno de los padres o fueron sepa rados de él. Basándose en una población más amplia, compuesta por seiscientos noventa y nueve persona jes excepcionales, Marvin Eisenstadt confirma esta ten dencia: una cuarta parte de ellos perdió a uno de los padres antes de los diez años, dos tercios antes de los quin ce, y la mitad antes de los veintiuno. Se puede objetar que Eisenstadt aplica esta hipótesis a unas épocas en las que la esperanza de vida difería mucho de la nues tra. Sin embargo, su trabajo tiene el gran mérito de pro poner una población testimonio, contemporánea de los «genios que constituyen la población experimen tal», y que deja patente que la proporción de huérfanos es a todas luces más elevada entre los seres excepcio nales. Dos referencias apoyan esta tesis. En primer lugar, —
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el texto clasico de Suetomo Las vidas de los doce césavcs, que nos revela que diez de ellos eran huérfanos; y en 1970, el estudio de Lucille Iremonger sobre veinti cuatro presidentes de gobierno británicos, en el que se dice que quince de ellos, es decir, el 62,5 %, también eran huérfanos. Muchos políticos perdieron a su padre cuando eran niños o adolescentes —César, Napoleón, Lenin—, lo que probablemente constituye un factor de realización del que hablaremos más adelante. Por último, para ampliar un poco esta idea que en mi opinión ya reposa sobre sólidas bases, diré que en la vida de los grandes creadores y los personajes excepcio nales se da con gran frecuencia la pérdida temprana de un ser cercano: del padre, de la madre, de un hermano o hermana, de un hijo o una hija. Debido al trabajo psi cológico interior que exige, la pérdida temprana es qui zás uno de los motores de la excepcionalidad. Precise mos finalmente que este razonamiento se adapta mejor a los siglos pasados, en que las pérdidas tempranas eran más numerosas y frecuentes que en la actualidad. El padre de Newton murió a consecuencia de una enfermedad antes incluso de que naciera su hijo, al igual que el de Sartre, Mauriac o Camus, cuando éstos tenían un año. Hölderlin sólo tenía dos años cuando se pro dujo la muerte de su padre y nueve cuando murió su padrastro. Byron, tres. George Sand, cuatro. Nietzsche tenía cinco años cuando su padre fue víctima de la de mencia y le sobrevino la muerte, y siete cuando murió su hermano pequeño. A los seis años, Baudelaire perdió a su padre, y un año más tarde, en 1828, «perdió» a su madre al casarse ésta con Aupick. Villon también perdió a su padre de muy pequeño. Cocteau solamente tenía nueve años cuando el suyo se suicidó. Hay innumera bles ejemplos: en las mismas circunstancias, De Quincey y Tolstói tenían ocho y nueve años respectivamente, Maupassant, diez, Conrad, doce. La muerte del padre — 99 —
ha influido sin ningún género de duda en el genio litera rio, con frecuencia de forma positiva, borrando su ima gen y dejando paso a la madre, para permitir la obra. En cuanto a la desaparición de la madre, es inevita ble constatar que se trata de una herida mucho más ar caica. Tolstói sólo tenía un año cuando perdió a su ma dre, que aparecerá de forma obsesiva en su obra como el arquetipo de la mujer ideal. Nerval sufrió el trauma de su pérdida a la edad de dos años, y su obra puede leerse como una poderosa tarea de resurrección. Pascal apenas tenía tres años, Miguel Ángel seis, y Stendhal siete, en tre muchos otros que, como ellos, perderán el alimento materno pero conservarán muy presente el recuerdo de la inspiradora de su obra. La pérdida precoz de un hermano o una hermana, aunque también influye en el genio, en muchos casos sume más profundamente su personalidad en la psicosis y la locura. Todo el mundo conoce la historia de Camille Claudel y la de Salvador Dalí. Ambos son hijos que sustituyen a otro desaparecido y viven «por pode res» la existencia de éste. Charles-Henri Claudel, el hijo mayor, muere quince días después de su nacimiento, en 1863. Camille llega un año más tarde para sustituirlo, cuando su madre, deprimida y enlutada, quería un niño. «Tu padre [...] deambulaba para olvidar [...] tu madre estaba resentida con él [...] tu madre quería un niño. N o quería reconocerte.» (Anne Delbée, citada por Denise Morel.) Camille acarreará toda la vida el peso de ese ser desaparecido y el sentimiento de no-ser que le transmi tía su madre. Salvador Dalí nace nueve meses después de la muer te de su hermano. Sus padres, desconsolados, le ponen el mismo nombre, lo visten con su ropa, le dan sus ju guetes. También él experimentará el sentimiento de noser y se obsesionará con la imagen del hermano desapa recido. La culpabilidad del superviviente organizará su
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vida en torno a un mecanismo de defensa psicótico, que Dalí llamará «método paranoico crítico» y que en reali dad es una escenificación del desasosiego interior, pero que probablemente lo protegerá de una descompensa ción grave en la enfermedad mental. Se puede evocar también el papel manifiestamente patógeno de la muerte temprana de un hermano y una hermana de Antonin Artaud, o incluso de la deí her mano de Novalis un mes después del fallecimiento de Sophie. Ambos, Artaud y Novalis, sufrirán las angus tias del duelo imposible y tratarán de reparar esa falta en la obra. Sea como fuere, el trauma afectivo provocado por las pérdidas sucesivas que con tanta frecuencia apare cen en la biografía de los seres creativos y los persona jes fuera de lo común, activa las defensas de esa perso nalidad que debe decir adiós a un ser tan cercano. Cabe imaginar que de esta manera transforma el intenso cho que afectivo en un movimiento creativo, dentro del mar co de una especie de principio de conservación de la energía. En lo que a esto respecta, los duelos vividos a una edad temprana constituyen en ocasiones profundos estimulantes de la creación, en la medida en que no son superados y que su energía sólo se sublima en la obra reparadora. Ese duelo libera la energía afectiva y libidinal, es decir, conectada con las pulsiones ligadas hasta entonces a la persona desaparecida. En algunos casos, esa energía puede ser el motor de la obra. Evidentemente, se puede objetar que no todos los huérfanos son creadores y que en la mayoría de los ca sos el duelo tiene unos efectos más negativos que creati vos. Ello no impide, sin embargo, que muchas veces ese factor desempeñe un papel determinante en las orienta ciones excepcionales de la vida.
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3. E
l
deseo de la madre
«Cuando se ha sido indiscutiblemente el hijo prefe rido de la madre —dice Freud—, se conserva durante toda la vida ese sentimiento de conquista, esa seguridad en el éxito que en muchos casos hace que éste se haga realidad» (Ensayos de psicoanálisis aplicado). A partir de Freud, que es el verdadero inventor de la crítica psicoanalítica de la obra (pensemos en sus observaciones sobre Hamlet, Los hermanos K ara mazov, el Moisés de Miguel Ángel, la Gradiva de Jensen...), los psicoanalistas han mostrado un gran interés por los mecanismos de la creatividad y han aventurado la hipótesis de un factor motor de la obra: el deseo de la madre. Ante todo debemos recordar la importancia que re viste la maternización en la organización de la persona lidad. El apego del niño a la madre se produce en dos etapas: un fuerte acoplamiento biológico, sobre el que se organiza el vínculo psicológico. La madre y el niño están profundamente unidos por unas interacciones so máticas precoces —más tarde fantasmales— que inician la cadena de la comunicación. El apego del niño a la ma dre es fundamentalmente distinto del vínculo que lo une al padre, que es una construcción psicológica se cundaria. La presencia permanente de la madre permi te al recién nacido tener la experiencia de la vida con la seguridad que le ofrece esa excepcional disponibilidad. «La creatividad está intrínsecamente unida a la cantidad y la calidad de la aportación ofrecida por el entorno ma terno en el alba de la vida», confirman Roger Mises y Christian Mille. La gran tolerancia de la madre, en el in terior del área de juego que constituye su burbuja pro tectora, tranquilizará al niño acerca de su capacidad de descubrimiento y exploración del mundo. Entre los crea dores geniales se observa con frecuencia la perennidad —
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de esa complacencia infantil y el hecho de que prosiga la maternización cuando se hacen adultos. La madre sobreprotectora de Salvador Dalí lo man tendrá durante toda su infancia en un estado de depen dencia que no se resolverá hasta mucho más tarde, gra cias a la presencia lenitiva de Gala. La estricta y austera madre de Hölderlin acogerá siempre a su hijo en los momentos de depresión, pero, a la vez protectora y dis tante, lo considerará un niño toda su vida. La madre in transigente y tirana de Arthur Rimbaud condenará im placablemente todos y cada uno de los pasos en falso de su hijo, incitándolo así a la transgresión. La de Camille Claudel, una mujer fría, triste y depresiva, sólo aceptará reconocer a su hija a regañadientes. Esas madres, tan di ferentes unas de otras, desempeñarán todas ellas un papel considerable en la vida y la obra de sus hijos respectivos. En 1974, en un trabajo basado en el estudio de nu merosas biografías, el psicoanalista Matthew Besdine señala el vínculo privilegiado que con tanta frecuencia une al creador con su madre y que él denomina, en refe rencia a la madre de Edipo, «maternización yocastiana»: relación maternal de una intensidad desacostumbrada, que caracterizará numerosos destinos excepcionales. El niño-rey ocupa entonces una posición privilegiada en el grupo familiar, en detrimento del padre, los hermanos y las hermanas. Al ser el preferido de la madre, acapara toda su atención y solicitud. Para ilustrar su tesis, Bes dine utiliza la bella metáfora del jardinero que sacrifi ca los demás brotes para conseguir que se abra una flor creada por él: «Este hijo favorito sobre el que la madre, ávida de protección, vuelca todo su amor y al que se consagra en exclusiva [...] se desarrolla de un modo su mamente espectacular.» Resulta imposible no pensar en Proust, en Gary, en Barthes, en Camus o en Baudelaire, que nos han dejado infinidad de testimonios indiscuti bles de esa relación privilegiada.
En 1905, al producirse la muerte de su madre, Proust pone de manifiesto ese vínculo de la infancia prolongada: «Al morir, mamá se ha llevado al pequeño Marcel.» «Ahora mi vida ha perdido su único objeto, su único sosiego, su único amor, su único consuelo.» H as ta después de esta desaparición, acaecida dos años más tarde que la de su padre, Marcel no será capaz de alcan zar la posición de narrador y comenzar su gran obra. La relación de Baudelaire con su madre puede ser ca lificada de edípica si se considera el amor inquebrantable que inspira las numerosísimas cartas dirigidas a «mi que rida mamá». Pero esa madre a la que quiere con ternura escapa de él al casarse en segundas nupcias con Aupick y después manifiesta cierto distanciamiento, en ocasiones incluso una irritación que desafía la pasión indefectible de su hijo. Y esa madre querida será también quien lo pondrá bajo tutela, al considerarlo incapaz de adminis trar solo su vida. La decepción, la humillación y la cóle ra se aliarán con la ternura en esa búsqueda imposible del único amor de su vida. Jean Cocteau mantiene con su madre la correspon dencia de un amante: «Querida, cada vez leo más a Balzac y estoy formándome una opinión [...]. He aquí la obra de un gran hombre que no se aparta de su escrito rio. Pero basta de hablar de él; escribiría cuatro días se guidos y me quedaría sin sitio para abrazarte, decirte que el sol resplandece, nos abrasa, alivia mi resfriado. ¿Y tú? ¿Duermes bien? ¿Y el régimen Capmas? Me gus taría mucho que hicieses la cura. Te quiero. Jean» (15 de agosto de 1920). Eugénie Cocteau, una madre a la vez amada y pro tectora, aceptará mantener una relación intensa, simbió tica, íntima y exclusiva, durante toda su vida, y jamás permitirá una presencia femenina junto ajean. La extraordinaria madre eslava de Romain Gary tam bién presenta un perfil yocastiano. En su bellísima auto —
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biografía, Ld py oinesd del ulbu, Gary plasma la enorme energía del deseo de la madre, que adquiere tintes de predestinación: « “ ¿ Qué ocurre, mamá?” “Nada. Ven a darme un beso. Yo iba a darle un beso. Sus mejillas es taban frías. Ella me abrazaba al tiempo que, por encima de mi hombro, miraba algo a lo lejos como extasiada. Luego decía: “Serás embajador de Francia.”» El niño predestinado forma una pareja con su ma dre, llena de sueños y de esperanzas respecto a él. El padre ha partido, ha muerto, se encuentra ausente o in cluso ha sido suplantado. A los hermanos y hermanas, cuando los hay, se les olvida. Esta relación casi inces tuosa, que habitualmente sólo se da en los primeros años de la infancia, prosigue durante toda la vida. En ocasiones, la inquietante intensidad de los sentimientos asusta al padre, que en tales casos se muestra distante o incluso despreciativo, alternando períodos de gran inti midad con fases de rechazo o de distanciamiento que siempre serán causa de depresión para ese niño con fre cuencia tan creativo como depresivo. Así, esa «maternización traumática», como la llama Roger Mises, consti tuiría un poderoso estimulante de la creatividad. Cuando la madre es artista, creadora, o posee unas aptitudes específicas que transmite de forma precoz a su hijo, el efecto de la capacidad materna a menudo se ve reforzado por una función de iniciación. La doble do nación, técnica y afectiva, de la madre al hijo en los pri meros años de la vida es uno de los secretos de la preco cidad del genio creador. La madre de Chopin, una gran amante de la música, le enseñará de muy pequeño a su hijo todo sobre el piano; ella decidirá y orientará su in cipiente carrera confiándolo desde una edad muy tem prana al maestro Adalbert Ziwny. Modigliani recibió de su madre una cultura enciclopédica tal vez excesiva, pero también el aliento que le permitió desarrollar su aptitud precoz para el dibujo. La madre de Sartie tuvo —
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muy pronto la certeza de que su hijo era un genio, o más bien podría hablarse de una íntima y tierna convic ción que más tarde le transmitiría. Y qué decir de la madre de Camus o de la de Albert Cohén, que Goitein califica de «real, protectora, sus tentadora», y a quien en 1954 él dedicó El libro de mi madre. Winnicott, el psicoanalista inglés de la relación pre coz madre-hijo, pensaba que la creatividad se origina en un elemento femenino, transmitido al niño a una edad muy temprana, del orden de la mirada metaforizante, es decir, que permite proyecciones imaginarias. Cuando el bebé mira a su madre mientras ésta lo está mirando, to ma conciencia de ese juego de espejos y del poder afec tivo que contiene. También toma conciencia de lo que el amor materno significa en términos de confianza, de concesión, de esperanza y de certezas, en esos primeros momentos en que pone a prueba su omnipotencia. En palabras de Jean-Marc Alby, «si eres un Dios para tu madre, eres un Dios para el mundo». N o cabe la menor duda de que la alternativa entre ser o no un genio se plantea muy pronto, en esos momentos de la infancia que deciden toda una vida.
4. E n
busca del padre
Carece de importancia que el padre esté ausente, se encuentre eclipsado o haya desaparecido; lo esencial es que no está. Su ausencia es un hecho casi constante en la literatura y en la poesía. Y aun en el caso de que esté, se le niega, se le descalifica para que la obra pueda existir. En un estudio clínico muy sutil sobre el genio creador, André Bourguignon ve en el padre el acceso al pensa miento abstracto y en la madre la puerta de la poesía: «Me ha parecido que muchos poetas han tenido un —
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padre ausente o lo han perdido muy pronto, como si la presencia exclusiva de la madre inclinara a la efusión lí rica, mientras que la situación inversa orientara hacia el pensamiento abstracto —matemáticas y filosofía—, como sucedió en el caso de Descartes, Spinoza, Pascal y tantos otros que perdieron a su madre en la infancia.» Esta interesante tendencia se verifica en multitud de ocasiones, sobre todo en la literatura, un terreno en el que ahora es habitual situar el inicio de la obra en el mo mento de la muerte del padre. Joyce, Pascal, Proust o Freud no fueron realmente creativos hasta después de que muriera su padre, como si necesitaran esa autoriza ción del destino para existir. En Le corps de l’oeuvre, donde analiza claramente los procesos creativos, Didier Anzieu presenta la creación como el lugar y la apuesta de las fuerzas pulsionales: «Crear es siempre matar a al guien, imaginaria o simbólicamente, si ese alguien acaba de morir, ya que se le puede matar con menos senti miento de culpabilidad.» Al morir su padre, en 1896, es cuando Freud descu bre el complejo de Edipo e inicia el conjunto de su obra, dominada por La interpretación de los sueños (Die Traumdeutung), de 1900. También unos años después de la muerte de su padre, en 1903, es cuando el pequeño Marcel encuentra por fin su identidad de narrador. Cuántas veces menciona en su obra la sombra de ese padre que se interponía entre su madre y él... También recordamos la frecuencia con que en la obra de Dos toïevski aparece la imagen del padre dramáticamente desaparecido: Fiodor tenía dieciocho años y su obra ape nas estaba en ciernes. André Haynal hace hincapié en la importancia que puede revestir la pérdida del padre cuando sobreviene en la adolescencia. «El padre de Lenin precisa- ^mu rió siendo él un adolescente, Napoleón se convirtió en cabeza de familia al fallecer su padre, cuando él tenía —
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quince años, Julio César perdió a su padre más o menos a la misma edad...» Sin que pueda elevarse a la categoría de regla, la edad en la que acaece la pérdida del padre o la madre desempeña un gran papel en la evolución de las imágenes psíquicas y, en el caso que nos ocupa, en el ac ceso a la posición del sujeto. Si la creación es siempre un asesinato, como propone Anzieu, se trata de un ase sinato facilitado por su dimensión imaginaria. En el ám bito de la literatura, parece que el asesinato del padre es el único que permite a un hijo existir y «hacerse un nombre», lo que constituye el primer reconocimiento del «genio». El artificio del seudónimo, muy frecuente en el mun do de las letras, es otro medio de cometer ese asesinato sin sentirse tan culpable, de ser el origen de uno mismo, de no proceder de nadie. En la literatura hay tantos que acabamos por olvidarlos. Charles Dogson escribirá du rante toda su vida, con su nombre, textos matemáticos reconocidos por su época, mientras que publicará Alicia con el de Lewis Carroll. Lord Byron se llamaba en rea lidad George Gordon; Molière, Jean-Baptiste Poquelin; Voltaire, François-Marie Arouet; Jules Romains, Louis Farigoule; George Sand, Aurore Dupin. Louis Ferdi nand Destouches adoptó el apellido de su abuela, Cé line. Boris Vian publicó Escupiré sobre vuestra tumba con el nombre de Vernon Sullivan. Y Romain Gary, su premo mistificador que se inventará a Émile Ajar para una segunda vida literaria, publicó Les tètes de Stépha nie con el nombre de Chatan Bogat, olvidando que Ga ry ya era un seudónimo y que su verdadero apellido era Kacew. Stendhal practicó desmesuradamente este juego de la identidad en su obra y sobre todo en su correspon dencia. Victor del Litto relaciona doscientos cincuenta seudónimos en el autor de Rojo y negro: Brulard, Myself, Banti, Dominique, Mocenigo, Darlincourt, Fair—
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Montfort, Louis-Alexandre-César Bombet... Nombres ficticios, nombres supuestos, nombres prestados que hi cieron decir a André Suarés en 1924: «Stendhal no cam bia cientos de veces de nombre y de título por descon fianza, sino como un juego. Quiere ser más que un nombre. Es, en el nombre, todos los hombres que quie re» (citado por Del Litto). Con toda certeza, el apogeo de semejante sistema de identidad se alcanzó sin ningún género de duda con los setenta y dos heterónimos que Fernando Pessoa inven tó en el transcurso de su vida y con los que firmó sus textos. A propósito de Pessoa se podría evocar la hipó tesis de una personalidad múltiple, dado el empeño que puso en dotar de realidad a todos y cada uno de los he terónimos, en hacerlos vivir al mismo tiempo que él, en crearles una trayectoria de vida. Esto resulta particular mente evidente en el caso de Alberto Caeiro, Ricardo Reis, Alvaro de Campos y Bernardo Soares, sus seu dónimos más frecuentes, que poseen una obra propia y una biografía. El mundo de la escritura parece favorecer, o tal vez necesitar, el uso del seudónimo, y con frecuencia lo ha llamos presente en la literatura. En cambio casi no apa rece en la historia de la música ni en la del arte, donde sólo se encuentran algunas supresiones —Tiziano en el caso de Tiziano Vecellio, o Miguel Ángel en el de Michelangelo Buonarroti—, junto a epítetos, sobrenom bres o calificativos, como por ejemplo Jacopo Robusti, llamado el Tintoretto, Michelangelo Mensi, llamado el Caravaggio, o Domémkos Theotokópoulos, llamado el Greco. Quizás este uso se impone en la literatura de bido a que se trabaja con lo imaginario o a que intervie ne el relato familiar, que sólo es algo cotidiano para el escritor. Tal vez desempeña un papel más evidente en la negación del padre, que al parecer ni la pintura ni la mú sica necesitan. Me ha parecido observar, además, que los
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huérfanos de padre no utilizan mucho los seudónimos. ¿Tendrá una función parricida? El verdadero nacimiento del creador se produce en realidad el día en que adopta un nombre. A menudo es ta lenta y dolorosa gestación se prolonga varios años, en el transcurso de los cuales éste busca una identidad en la escritura, adopta estilos como quien cambia de traje, prueba numerosos seudónimos. Las obras de juventud conservan con frecuencia la huella de esa búsqueda de identidad. Basta recordar los numerosos seudónimos que utilizó Balzac durante cerca de diez años, antes de añadir simplemente una partícula a su apellido y demostrar así el aprecio que sentía por la nobleza de cuna. William Cuthbert Falkner se ejercitó en el mundo de lo imaginario y la literatura durante muchos años an tes de transformarse en Faulkner, «el halconero», y de adoptar en cierto modo a esa ave de presa como una imagen del yo ideal. Este punto importantísimo de la búsqueda de identidad permite comprender uno de los posibles mecanismos del proceso de la creación literaria. El «asesinato del padre», uno de los grandes fantasmas originarios descritos por Freud, constituye ante todo una etapa natural del advenimiento del muchacho a la posición de sujeto. En los destinos fuera de lo común se refuerza con una pregunta sobre el propio origen que en uno u otro momento todos se han hecho: «¿Soy real mente hijo de este hombre y esta mujer, soy realmente hijo de mis padres?», pregunta que encuentra enseguida una respuesta negativa: con mis proyectos, con mis ap titudes, es evidente que no soy su hijo. Este razona miento patológico que conocemos a fondo en las evolu ciones esquizofrénicas y el delirio de filiación, me da la impresión de que aparece con gran frecuencia desde una edad muy temprana en los seres excepcionales, especial mente en el ámbito de la literatura. Conocemos la crisis extática que sufrió Raymond —
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Roussel en 1896, a los diecinueve años, dominada por un delirio de gloria universal, delirio de filiación y de notoriedad al que se referirá Pierre Janet con el nombre de «el caso Martial» en su tratado De Vangoisse a l’extase. Jean-Mane Rouart comenta la permanencia de ese deseo de filiación ilustre en el mundo de las letras: «To do escritor es, en cierto modo, un poco bastardo [...]. Se trata del problema del padre imaginario. El escritor es siempre alguien que imagina que ha tenido un naci miento más glorioso del que ha tenido en realidad. Es alguien que se busca una familia, unos orígenes que trascienden su posición, y sorprende ver cuántos escri tores, no sólo en su obra novelesca sino también en su vida real, se han inventado nombres más prestigiosos. Me refiero, por ejemplo, a Gérard de Nerval, que se lla maba Gérard Labrunie, a Balzac, que añadió una partí cula a su apellido.» Algunos se han buscado otro padre más ilustre y que pudiera explicar su genio. Hölderlin, huérfano desde pe queño y de origen modesto, veneró a Schiller como a un padre. Maupassant, pese a su patronímico noble, siem pre creyó ser bastardo y hubo un momento en que pen só que Flaubert era su padre; por lo demás, llegó a serlo en el terreno literario. Nietzsche llamaba a Wagner el Pater seraphicus, en una relación filial imaginaria que no tardaría en decepcionarlo. Este tremendo deseo —o necesidad— de filiación o de advenimiento a partir de uno mismo, indisociable de un poderoso narcisismo que es una de las constantes de la personalidad de los «genios», no me parece que di fiera mucho de lo que nosotros llamamos las ideas de grandeza o el delirio de filiación que se manifiesta al fi nal de la adolescencia, en esa etapa de la vocación en que puede nacer la esquizofrenia. Se trata a todas luces de las ideas dominantes en los magos y los profetas. Rentschnick nos recuerda con gran acierto que Moisés, Jesús, —
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Mahoma, Buda, Lutero y Confucio o bien fueron huér fanos, o bien fueron abandonados o rechazados por su padre. Estas ideas delirantes contra las que cualquier razo namiento resulta vano, a menudo van acompañadas de convicciones de grandeza, origen ilustre y éxito, de fir mes proyectos de sociedad, de transformar el mundo, de especulaciones científicas o metafísicas... N o duda mos de que el proceder inicial del ser excepcional sea del mismo orden. Tan sólo hay una diferencia: el que al canza su meta y es reconocido se convierte en un genio; el que fracasa es un loco.
5. L a personalidad
del genio
La personalidad del genio siempre ha asombrado a sus contemporáneos debido a sus rasgos acusados y so bre todo a su «sensibilidad». Proust hablaba de ellos como de «la sal de la tierra. Son ellos, y no otros, los que han fundado las religiones y compuesto las obras maestras. El mundo jamás será consciente de todo lo que les debe ni, sobre todo, de lo que han sufrido para dárselo». Numerosos autores —psiquiatras, psicoana listas y psicólogos— han tratado de precisar los compo nentes de esas personalidades, que evidentemente no son unívocas. Para ello se han utilizado dos métodos de aná lisis: un método cognitivo en los estudios recientes, y el método analítico en la mayoría de los trabajos más an tiguos. ¿Poseen los creadores unas capacidades psicológicas específicas? Esta es la pregunta que se plantea Nancy Andreasen, de la Universidad de Iowa, al estudiar el método cognitivo del conjunto de los escritores de la University of Iowa Writer’s. Se les sometió a tests psi cológicos (MMPI) y se les hicieron entrevistas semidi—
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lectivas destinadas a explorar los elementos de su vida y sus sistemas de valores. A pesar de que la población se leccionada y el método de investigación puedan parecer criticables desde muchos puntos de vista, este estudio tiene el mérito de existir y de sacar a la luz unas tenden cias de la personalidad. Aparecen los rasgos fuertes de la peisonalidad de los escritores: audacia, espíritu de re beldía, individualismo, ausencia de apnonsmos, con centración, sencillez, aptitud para el juego, curiosidad intensa, humildad y desinterés. Su visión del mundo es mucho más original que la media y, sobre todo, poseen un sentido muy fuerte de su identidad. Por último, se observa en ellos una perseverancia particularmente acu sada, y eso es lo que en general permite la continuidad de la obra. Hay tres características que me parece importante destacar porque se mueven en la frontera entre el genio y la locura. Aunque indispensables en el pensamiento original, se transforman en rasgos patológicos cuando se hacen más acusadas: obsesión, perfeccionismo y nivel elevado de energía. Nancy Andreasen comparará a quince de esos escritores con un grupo de sujetos ma níacos, es decir, de pacientes que presentan una exal tación del humor; en términos populares, personas ex citadas, desasosegadas. La autora observa en el conjun to de ellos, maníacos o escritores, una misma e intensa energía, un humor en expansión. En lo que a esto res pecta, no son muy diferentes. Finalmente, unos tests de inteligencia (WAIS) mues tran que esos escritores obtienen resultados similares a los de un grupo de sujetos testimonio. Los escritores y los sujetos creativos no son fundamentalmente más inteligentes que la media; utilizan de un modo distinto sus capacidades, sobre todo a través del juego y la peiseverancia, aunque también de la tortísima conciencia de su identidad. —
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El psicoanálisis propone varias nociones descripti vas de la personalidad creadora, centradas en torno al yo, el narcisismo, la represión y la sublimación. El yo creador se puede comprender como la conse cuencia de una problemática, esencialmente depresiva; y, en contrapartida, la creación puede tener una profun da repercusión en ese yo, repercusión reparadora que en realidad es el modus operandi de la creatividad. El psi coanálisis ha analizado a fondo el modo en que ese sen timiento depresivo se transforma en energía, en lengua je, en poesía. Este afecto depresivo, que no es sino potencialidad, parece susceptible de transformarse en obra en su ver tiente positiva, y en depresión clínica en su vertiente negativa. Así se comprende que muchos creadores hayan os cilado sin cesar entre esos dos polos —expresión depre siva o creatividad—, y que otros, no creadores, no ten gan acceso a la salida reparadora de la obra. Con Melanie Klein, esta posición depresiva se sitúa como un cruce posible de varias patologías, todas ellas constitutivas de personalidades geniales: la neurosis, la psicosis y los estados de dependencia, sobre todo en las toxicomanías. En términos psicoanalíticos, la creatividad supone una comunicación fértil entre inconsciente y consciente, es decir, entre el orden simbólico y el lenguaje, entre las representaciones de objetos y las representaciones de pa labras. Esta conmutatividad libre parece propia de todos los procesos inventivos, ya que permite establecer fácil mente vínculos desusados entre las ideas y sus represen taciones. La energía del movimiento creativo proviene del me canismo de la sublimación, que consiste en transformar las pulsiones sexuales y desplazarlas hacia un fin deter minado, el objeto de la creatividad. Esta sublimación —
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también puede entenderse como el desplazamiento de un goce imposible en el acto de la creación. En tal caso, al genio creador lo mueve una obsesión monomaníaca que lo condena a la ejecución de la obra. Stendhal y Delacroix ponen de manifiesto a su ma nera el demonio que posee al creador. «El hombre ge nial, atormentado por sus ideas —dice Stendhal en Ra cine et Shakespeare—, siente más necesidad de coger la pluma que los seres corrientes de sentarse a la mesa.» «Lo que caracteriza a los hombres geniales, o más bien a lo que ellos hacen —declara Delacroix en su Diario, con fecha 15 de mayo de 1824—, es esa idea obsesiva de que lo que ha sido dicho aún no lo ha sido bastante.» La idea obsesiva que concentra dinámicamente toda la energía de la personalidad en el punto más preciso del trabajo creativo, idea ridicula, descabellada o grandiosa, es otra más de las constantes del retrato del creador y el ser excepcional, y siempre funciona a riesgo de des lizarse hacia la depresión, que es su exutorio natural. Kretschmer nos ofrece un magnífico ejemplo de ello en este testimonio lúcido del gran naturalista Linneo: «Cuando los pensamientos se centran en una sola cosa y se pierde el gusto por las otras ciencias, comienza la me lancolía [...]. Por tanto la melancolía no es sino una pre ferencia obstinada y tenaz por una cosa, que provoca desprecio y descuido hacia todas las demás.» Una vez más encontramos la depresión en el camino la creatividad, lo que lleva a pensar que un núcleo de rivo, en el sentido de una potencialidad interna de la personalidad, es constitutivo del ser genial. La depre sión se halla presente en el desequilibrio y las heridas del narcisismo, que son otra condición de ese proceso creador. Esa fuerte imagen de sí mismo, ese profundo investimiento del yo en detrimento de los objetos ex teriores que confina a la autosatisfacción, caracteriza el narcisismo que habita al creador. Con frecuencia, la cer —
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teza de su genio hace que sea capaz de derribar monta ñas. Hugo está convencido de ello: «Para descubrir más allá de todos los horizontes las alturas absolutas, es pre ciso que uno mismo esté sobre una altura. [...] Hay en la admiración algo fortalecedor que dignifica y engrandece la inteligencia» (Post-scriptum de ma vie). Esta ambición megalómana es tan elevada que resul ta inaccesible. Así, el creador, el inventor, el profeta, el conquistador o el ser genial, paradójicamente y en mul titud de casos, es desgraciado, y con frecuencia se siente decepcionado de la imagen que se había formado de sí mismo. Este golpe a la integridad, esta pérdida de la ilu sión de omnipotencia, en cierto modo la problemática de una infancia prolongada, constituye una herida del narcisismo y en bastantes ocasiones el verdadero motor de la obra. Se puede establecer una relación entre esto y los daños o defectos físicos y los complejos de inferiori dad: la minusvalía de Byron, Scott o Toulouse-Lautrec; la salud frágil de Proust o de Chopin; la escasa altura de Platón, Aristóteles, Epicuro, Montaigne, Mozart, Spi noza, Balzac, Napoleón, Talleyrand; la delicada salud de Newton, Descartes, Voltaire, Pascal..., todo heridas permanentes del amor propio que hacen necesario rea lizar grandes cosas para superar la imagen negativa de uno mismo y la reacción depresiva que ello lleva apare jado. Por último, esta energía sublimada en el acto crea dor habitualmente se lleva a cabo en detrimento de la pulsión sexual. A menudo se ha descrito a los «genios» como célibes y sin descendencia, «e incluso —precisa Kretschmer— cuando desarrollan una gran actividad se xual, su voluntad de reproducirse es escasa». La alternativa entre la obra y la sexualidad aparece claramente en el proyecto de vida de los grandes crea dores. Nietzsche lo confirma al decir: «Un filósofo ca sado es un personaje de comedia.» Lombroso elabora —
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una lista impresionante: Schopenhauer, Descartes, Leibniz, Malebranche, Kant, Spinoza, Miguel Ángel,'Newton, Foscolo, Alfieri, Meyerbeer, Leonardo da Vinci, Voltaire, Chateaubriand, Mazzini, Beethoven, Haendel... fueron célibes. Y Cocteau, en Opio, ofrece una lectura límpida del hecho: «El arte nace del coito entre el elemento masculino y el elemento femenino que se hallan presentes en la composición de todos, más equili brados en el artista que en los demás hombres. De ello se deriva una especie de incesto, de amor de uno hacia sí mismo, de partenogénesis. Eso es lo que hace que el ma trimonio resulte tan peligroso para los artistas, en los que representa un pleonasmo, un esfuerzo monstruoso por acercarse a la norma.» En ocasiones se ha mencionado la impotencia o la esterilidad para explicar la escasa descendencia de los hombres ilustres y, sobre todo, de los creadores. «Todo el mundo puede constatar —dice Bacon— que las obras más nobles se deben a hombres que no tuvieron hijos.» Es razonable preguntarse si la descendencia no está en la obra. Esa es también la opinión de Cocteau: «El signo del “triste sire” que aureola a tantos genios aparece por que el instinto creativo, por lo demás satisfecho, deja al placer sexual libertad para manifestarse en el dominio puro de la estética y lo empuja hacia formas infecundas» (op. cit.). «Si no tengo descendencia, mucho mejor», res ponde Flaubert a Louise Colet tras su noche loca en Mantés. Soy un solitario, habría podido añadir, cuando el deseo me domina, «una palangana de agua fría me li bera de él». Además, la sexualidad del genio vacila o se desvía. La repugnancia visceral que le inspiraba el cuerpo y la sexualidad empujó a Kafka a un terrible dilema entre el miedo, la vergüenza y la culpabilidad. Sin embargo tam bién manifiesto, y de una forma muy lúcida, el carácter antinómico de la literatura y la sexualidad: «Si en algún —
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momento he sido feliz por un medio distinto de la. lite ratura y lo que estaba relacionado con ella... precisamen te entonces era incapaz de escribir.» Marguerite Duras será mucho más mordaz en este pasaje de La vida material. «Muchos intelectuales son amantes torpes, tímidos y temerosos, distraídos... He observado que los escritores que hacen espléndidamen te el amor no son tan grandes escritores como los que lo hacen peor y con miedo.» La frecuente homosexualidad masculina entre los creadores literarios puede explicarse por la relación edípica con esa madre yocastiana que centra toda la ener gía pulsional exclusivamente en el lazo que los une. Las mujeres son pálidas figuras al lado de la madre y ningu na se le puede igualar. Únicamente la homosexualidad y la función de sublimación preservarán de la tentación prohibida. Proust, Genet, Jouhandeau, Verlaine, Rous sel, Wilde, Byron y Montaigne ensalzaron las virtudes homónimas. Pero no sólo ellos, también Sócrates, Aris tóteles, César, Botticelli, Leonardo, Francis Bacon, Lulli, Géricault, Humboldt, Chaikovski, Andersen, Pierre Loti, Rimbaud, Gide, Max Jacob, Jean Cocteau, Mon therlant, Nijinski, Pasolini... Y lo mismo les sucede a las mujeres, a quienes la homosexualidad protege de la ten tación incestuosa: Ninon de Léñelos, George Sand, Sarah Bernhardt, Colette, Virginia Woolf... Sin embargo, ni todos los genios son homosexuales, ni todos los homose xuales son genios. No obstante, sería un error silenciar la rara sexuali dad desatada de las fuerzas de la naturaleza, como Simenon y sus diez mil mujeres o Victor Hugo, infatigable amante de Juliette Drouet, dos escritores que guiaron su vida igual que guiaron su obra. De esta personalidad contrastada del genio emergen su profunda dimensión narcisista y una gran fragilidad que se manifiesta mediante una tendencia depresiva. En —
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Goethe toma con ciencia de esa. debilidad enfermiza que experimentará tan a menudo. «Los actos extraordinarios que tales hom bres realizan presuponen una organización muy ende ble que les permite experimentar unos sentimientos ra ros y percibir las voces celestes. Ahora bien, semejante organización se ve fácilmente perturbada, herida... y fácilmente sometida a un estado enfermizo permanen te.» Así pues, la crisis existencial será lo que revele la personalidad del creador, a la vez que todas sus debili dades. En el ensayo Névrose et création, Jean Delay ilustra el fuerte valor creativo de la crisis interior a través de los casos de Nietzsche, Dostoievski y Flaubert. Nietzsche preconizará «la voluntad de poder y la exaltación de los instintos» sobrecompensando su fragilidad enfermiza e hiperemotiva. En Dostoievski, la superación de la neu rosis de culpabilidad provocada por la excesiva severi dad de su padre fue lo que dio origen a tantas obras en las que aparecen los temas de la sumisión, el odio, la venganza y el perdón. Flaubert, con su neurosis caracte rial y su aislamiento del mundo, encontrará una salida a la crisis en la evasión imaginaria de la literatura. Crisis y creación están íntimamente unidas, hasta el extremo de que a veces se confunden en un mismo movimiento. El extraordinario viaje de Richard Wagner en 1839, en el que estuvo a punto de perecer varias veces entre las brumas del mar del Norte, impuso El holandés errante a su angustia apaciguada. Pero la crisis mutativa interior también puede adoptar tintes de «temblor de tierra», como declaró Kierkegaard, cuya crisis moral mo dificó el curso de su vida y fue decisiva para su obra. En tales casos la crisis resuelve el movimiento depresivo. La angustia desesperada y las violentas crisis de auto acusación que atormentaron a Martín Lutero durante ca si seis meses en su celda del convento de Erfurt se resol SUS C
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vieron y sus dudas se desvanecieron cuando tuvo la cer teza reveladora de su nuevo dogma. La crisis dio paso a la invención de la Reforma. En 1790, Mozart se vio dominado por una profunda crisis moral que lo sumió, pese a su personalidad tan viva y productiva, en un desinterés y una desgana hacia la música que no le permitían componer sino con enor mes dificultades. Aquel año fue un desierto; tan sólo es cribió cinco obras menores, dos de las cuales eran unos cuartetos comenzados en 1789. A fines de aquel perío do de sufrimiento, en diciembre de 1790, resolvió la cri sis componiendo con inmenso dolor el Quinteto para cuerdas en re mayor (Koeschel 593) y reveló su pen samiento musical más secreto, lo que permitiría el ple no desarrollo de su último año de vida y el advenimien to de La flauta mágica. Se ve con toda claridad hasta qué punto la obra impide que la crisis se convierta en locura. En 1912, sumido en la gran ambivalencia de sus sen timientos hacia Felice, Franz Kafka mantiene un terrible combate contra sus fuerzas interiores, un combate que suena como un trueno en un cielo de desesperación. Ernst Pawel ofrece un testimonio de ello: «El 20 de sep tiembre de 1912 Kafka escribió la primera carta a Fe lice, y dos noches después su tensión acumulada estalló en una tormenta cegadora de desesperación creadora. Entre las diez de la noche y las seis de la mañana escri bió de un tirón La condena. Un castigo digno de un crimen.» Kafka vivió aquel aluvión de escritura, provocado por la energía de la desesperación, como un auténtico parto del que por fin salía esa historia «impregnada de inmundicias y mucosidades», según los términos que él mismo utilizó el 11 de enero de 1913 en su Diario. La crisis sólo tiene salida o bien en la angustia y la locura, o bien en la obra. —
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El drama de Nietzsche y el episodio final, en 1888, de la «eufona de Turín», esa crisis maníaca, crisis de exaltación del humor y de exuberancia del comporta miento, se resolverá el 3 de enero de 1889 al desplomar se en plena calle y marcará el fin de la obra. Si no se su pera la crisis mediante la obra, la angustia y la locura amenazan con imponerse. De nuevo en la articulación tan sensible entre el ge nio y la locura, el creador y el ser excepcional enfrenta do al conflicto interior sólo tiene una alternativa: o bien la creación de la obra reparadora, o bien la angustia, la locura, la depresión y el suicidio.
6. L
a lo cu ra
«El genio es una manifestación, una modalidad de la locura», decía Xavier Francotte hace apenas un siglo. Entonces aún se tenía una visión muy maniqueísta que oponía el bien y el mal, el exceso y la moderación. Y el genio siempre ha estado en el lado del exceso, al igual que la locura. La actitud descriptiva actual destaca la gran frecuen cia de las dificultades morales, psicológicas o mentales en los creadores y los seres excepcionales, aunque, por su puesto, no establece ningún vínculo de causalidad direc ta. Quizá se podría más bien aventurar que el genio y la locura son la expresión de una misma estructura de per sonalidad, que uno y otra no son sino distintas facetas de una misma cosa. Es evidente que la vivencia de la locura, cuando existe locura, influye en el genio y que, por el contrario, el genio atenúa en cierto modo la locura. Los ejemplos son tan numerosos que uno vacila en citarlos, pues de repente se expone a la crítica de los in condicionales y los hagiógrafos, que no soportan que se toque la imagen pura y hermosa de una gran figura. Así, —
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muchas biografías retocan muy castamente las imperfec dones de la vida de los grandes hombres. En el caso de algunos autores, la duda planea de forma sorprenden te. El 28 de enero de 1855 encuentran a Nerval ahorcado en la calle de la Vieille-Lanterne, en París. Unos especu lan sobre la posibilidad de un crimen; otros dicen sin convicción: «Podría tratarse de un suicidio.» Roussel, el poeta genial de Locus solus y de Impresiones de África, muere como consecuencia de una sobredosis de barbitúricos durante la noche del 13 al 14 de julio de 1933 en su habitación del hotel donde se alojaba en Palermo, pero durante mucho tiempo se afirmará que fue asesinado. Siguen existiendo casos cuyos acontecimientos traumá ticos se desconocen por completo. ¿Se oye hablar a me nudo, por ejemplo, del suicidio de Gauguin y del de Baudelaire? Hay quien prefiere desdibujar la realidad en contra de toda evidencia. Es lo que sucede con el Rimbaud de Claudel, limpio, puro y místico, cuya imagen será ali mentada por su hermana Isabelle; sin embargo, se sabe que a la muerte del poeta, en 1891, cuando ya intenta ba proteger su imagen y limpiar su biografía, aún no ha bía leído ninguna obra de su hermano. Los genios son humanos como los demás, tan vulnerables como todo el mundo y con frecuencia incluso más, con sus debili dades, sus infortunios, sus enfermedades, su locura. La locura abarca aquí realidades diferentes según las épo cas, desde la extravagancia hasta la neurosis caracterial y la psicosis delirante. Parece algo muy natural que unos seres excepcionales tengan personalidades excepciona les. Con frecuencia la locura también forma parte de la obra. La neurosis fóbica y los rituales obsesivos de Marcel Proust jamás han sido objeto de duda para nadie, ni si quiera para él. Marcel se retira progresivamente de la vida parisina en favor del refugio imaginario de sus ha —
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bitaciones sucesivas. Pasara períodos de vanos meses confinado en su madriguera tapizada de corcho, a salvo de las molestias, llevando una vida de impedido y diri giéndolo todo desde la cama. En un alarde de elegancia se podrá hablar del carácter fóbico de su neurosis litera ria, pero no cabe duda alguna de que la dimensión ex cepcional de su genio y la complacencia de la fortuna fa miliar preservaron su equilibrio precario y evitaron la descompensación depresiva. El miedo, la angustia y la culpabilidad acompañarán la adolescencia de Kafka, que sentirá una verdadera fobia hacia su cuerpo, una dismorfofobia: miedo de vol verse deforme, de quedarse calvo, de presentar una des viación de la columna vertebral. Esa aversión visceral hacia la sexualidad y la intimidad corporal lo confinará en un universo poblado de ritos obsesivos de ascetismo, baños de agua helada o incomodidades corporales, im poniéndole actitudes o actos forzados. Este profundo sufrimiento provocado por la neurosis obsesiva se tras luce en su obra, que pinta la atmósfera opresiva del mun do moderno y expresa la inmensa angustia que le pro duce la idea de la transformación corporal, sobre todo en La metamorfosis. Jean-Jacques Rousseau confesó tan abiertamente su gusto por el azote que la perversión del escritor es un hecho admitido. «Había encontrado en el dolor, incluso en la vergüenza, una mezcla de sensualidad que me ha bía dejado con más deseo que temor de volver a expe rimentarlo de la misma mano.» El masoquismo y el ex hibicionismo, que desempeñaron un papel tan esencial en su juventud, encontraron una forma sublimada en la escritura y la filosofía. «Buscaba alamedas oscuras —cuenta—, cobertizos ocultos donde pudiera exponer me de lejos ante las mujeres, en el estado en que habría querido estar junto a ellas [...]. El estúpido placer que me producía exhibirme ante sus ojos es indescriptible.» — 123 —
Esta tendencia instintiva al exhibicionismo es comparable a la forma impúdica en que se desnuda en las Confe siones. La obra no es en este caso más que el reflejo de la personalidad. La pasión literaria y fotográfica de Lewis Carroll por las niñas y en especial por la pequeña Alice Liddel, le permitió pasar «al otro lado del espejo». Aun cuando no se pueda hablar de pederastía, en la medida en que todas las relaciones que mantuvo con ellas fueron plató nicas, al parecer, esa obsesión pasional no es ni mucho menos insignificante —dedicó todo su tiempo a seducir niñas—, ya que procede de un conflicto interior que sólo se resolverá, o se expresará, en la obra. La psicopatía, que engloba los trastornos del carác ter y del comportamiento de cariz antisocial, acompaña con toda naturalidad a esos grandes revolucionarios que son los creadores, los inventores de ideas, los pertur badores del orden establecido, hasta el extremo de que sus comportamientos no siempre parecen tener el mismo valor que en un sujeto no creativo. ¿A cuántos intelec tuales les ha conmocionado recientemente el encarcela miento de Knobelspiess, porque su vocación literaria y una posible culpabilidad parecían antinómicas? ¿Cuán tos defendieron a Jean Genet cuando afirmaba: «Tiene gracia que sólo pueda escribir aceptablemente en la cár cel», o en su época a François Villon, cuya biografía di fícilmente puede seguirse si no es a través de la crónica judicial? Tras cometer un homicidio, Villon se da a la fuga con un nombre falso y en 1456 consigue una carta de remisión antes de cometer otro delito: robo con frac tura. Unos años de vagabundeo y hurtos con la banda de los Coquillards lo conducen a prisión en 1461. El 2 de octubre del mismo año será liberado por Luis XI, y al año siguiente inculpado de nuevo y encarcelado en el Châtelet. Tras ser detenido una vez más, torturado y —
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condenado a la horca, el Parlamento de París le conmu ta la pena por diez anos de destierro, en el transcurso de los cuales se pierde definitivamente su rastro. Le tais y mas tarde Le test&TYieyit fueron escritos cada uno des pués de un período de cautividad, como si quisiera ex presar sus quejas y justificarse. En Villon, como en tan tos otros, la obra es indisociable de la vida y la vida de la obra. Kretschmer cree firmemente que ese elemento psicopático, asocial o incluso antisocial que aparece con tanta frecuencia en los seres excepcionales es sin duda alguna «un componente interno indispensable, un fer mento necesario para todo genio en el sentido estricto de la palabra». Y añade que si al hombre genial se le qui tara ese rasgo patológico, «fermento de la inquietud de moniaca y de la tensión psíquica, no quedaría más que un hombre normalmente constituido». Byron y Miguel Angel, espíritus geniales donde los haya, presentan enormes parecidos con los psicópatas de los manuales de psiquiatría, tanto en su incapacidad para adaptarse a la vida social como en los aspectos pa tológicos de su carácter. Byron, entronizado en la Cá mara de los Lores en 1809, fue durante toda su vida la comidilla de los puritanos de la Inglaterra victoriana: alimentó pasiones culpables e incluso llegó a mantener relaciones incestuosas con su hermanastra Augusta Leigh, con quien tuvo un hijo, y acumuló deudas, ebrie dad y agresividad. Como para autoafirmarse, este lord extravagante y escandaloso fue un defensor de los hu mildes y los oprimidos y un cantor de la libertad, pues el genio creador aprecia ante todo su propia libertad y la ausencia de coacción respecto a sus ideas rebeldes. Por lo demás, la frecuente psicopatía de los creadores nos parece sinónima de libertad únicamente porque rendi mos homenaje a su inconformismo. Una vez más, el ge nio sólo encuentra una definición en su reconocimiento. El espíritu independiente y la gran personalidad de —
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Miguel Ángel permitirán que se le acepten comporta mientos que habrían sido condenados en cualquier otro y qUe se califican de meramente caracteriales en el ca so del maestro de Florencia. Se le llamó vanidoso, mi sántropo, violento, celoso, pendenciero y atormentado, pero también modesto y generoso. En una palabra, so brehumano. No aceptó a ningún alumno de talento y cuando trabajaba no soportaba la presencia de nadie, ni siquiera la del papa. Estos rasgos acusados de la perso nalidad contribuyen a desarrollar el genio del creador, en la medida en que dejan libre curso a la inventiva y no limitan en absoluto la exaltación del estado de ánimo y la libertad de las ideas. En otros, el carácter excesi vamente patológico de esa inestabilidad frena la reali zación de la obra y conduce al fracaso. Kretschmer menciona a los poetas Grabbe y Lenz, dos oscuros «genialosos», según sus propias palabras, en los que el ele mento patológico fue más autodestructor que estimu lante de la creación. La lista de los crímenes de Benvenuto Cellini es lar guísima, aun en el caso de que nos atengamos a sus Me morias, donde enumera sus fechorías. En 1523 hiere a dos hombres en el transcurso de una pelea y huye de Florencia. En 1529 es acusado de homicidio. En 1534 asesina a su rival, se esconde y más tarde consigue el perdón del papa Pablo III, quien lo toma de nuevo a su servicio. En 1538 es encarcelado por robo, se escapa, vuelven a prenderlo y posteriormente lo ponen en li bertad. Sobre él recaerán varias acusaciones más por robo, homicidio o sodomía, pero siempre conservará la confianza y la estima del papado y de los duques de Flo rencia, que en 1571 le organizaron unas exequias con gran pompa. Es evidente que el crimen y la pintura no guardan en él ninguna relación de causalidad directa, y que las obras con fuerza no son obligatoriamente cosa de los caracteres violentos, sino que en este caso proce —
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den de una misma estructura de personalidad que gene ra a la vez la impulsión y la inspiración, en el caso de que no sean hermanas gemelas. La vida de Michelangelo Merisi, llamado el Cara vaggio, fue tan movida como la de Cellini. Wittkower asocia el estilo revolucionario de Caravaggio y su caráctei apasionado, y nos ofrece la imagen desmesurada de «la combinación de un pincel agresivo con un puñal im placable». En 1600 es citado dos veces por la policía de bido a su participación en peleas, al año siguiente hiere a un soldado, emprende acciones judiciales, agrede, in sulta, ofende, ataca, huye... Será condenado al exilio por homicidio en el transcurso de un duelo, pero siempre se beneficiará de medidas de gracia y de la benevolencia de poderosos mecenas. Con todo, cabe señalar en su bio grafía la frecuente aparición de accesos impulsivos en primavera o en otoño, es decir, lo que habitualmente observamos en las alternancias cíclicas del humor, toda vía llamadas popularmente ciclotimia. Las experiencias alucinatorias y delirantes también adoptan una dimensión muy diferente en el poeta. Po dremos comprenderlas como aliadas de la inspiración y atribuirles un valor fundamentalmente distinto de la opinión que tal vez nos merezcan, por ejemplo, las alu cinaciones de un joven esquizofrénico. Sin embargo son comparables desde cualquier punto de vista, aunque a menudo el contexto creativo y su valor simbólico per mitirán mantener ese equilibrio precario tan buscado por el creador y generador de invenciones. Cabe interrogarse por el valor metafórico de deter minadas expresiones utilizadas por los poetas, como el término «vidente» o «visionario» con el que Rimbaud califica a los verdaderos poetas: Gautier, Banville, Ver laine... En su célebre carta a Paul Demeny del 15 de mayo de 1871, en la que dice «“Yo’ es otro», Rimbaud precisa claramente que el poeta se hace «vidente» gra—
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cias a «una larga, inmensa y razonada alteración de to dos los sentidos». Así es como se acerca al «descono cido». Mediante procedimientos que no son muy distintos de los que utiliza el niño o el psicòtico en sus experien cias alucinatorias, el poeta pone a prueba su percepción sensible. Algunos de esos niños juegan con la luz y par padean rápidamente para experimentar sensaciones extraordinarias. Incluso nosotros, los psiquiatras, con frecuencia nos sentimos fascinados por las experiencias alucinatorias que nos relatan los pacientes. La riqueza inventiva de tales experiencias tienta de forma natural al creador, que se sitúa en la peligrosa e inestable frontera entre la alucinación y la realidad. «Me habitué a la alucinación simple —prosigue Rimbaud—, veía con toda nitidez una mezquita donde ha bía una fábrica, un grupo de tambores formado por án geles, calesas en los caminos del cielo, un salón en el fondo de un lago; los monstruos, los misterios; un título de vodevil erigía terrores ante mí. ¡Luego expliqué mis sofismas mágicos con la alucinación de las palabras!» (Una temporada en el infierno, «Delirios»). N o hay nin guna razón para dudar del carácter inspirado e imagina rio de estas soberbias líneas del niño-poeta, pero la fron tera con el automatismo mental y la disociación de una parte de sí mismo no se encuentra muy lejos. Como tam poco lo está «la locura, cuyos impulsos y desastres co nozco uno por uno» (ibid). La conducta provocadora y el permanente desafío que lanzaba al mundo hacían de Baudelaire un ser me galómano, de un narcisismo profundamente herido por la ausencia de reconocimiento público y al mismo tiem po por el estado de dependencia infantil en el que lo mantenía su madre, sobre todo desde que fue puesto bajo tutela judicial en 1844, a los veintitrés años. Este régimen de protección de los bienes también se aplica a —
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aquellos, muy escasos en la actualidad, que llamamos «incapacitados mayores» y que, en razón de su incapa cidad para administrarse a sí mismos, necesitan ser re presentados en los actos de la vida civil. En el caso que nos ocupa, era lo que ocurría en lo referente a la gestión de sus rentas, pues en unos años Charles había dilapidado la herencia de su padre y acumulado múltiples deudas. Su impulsividad, sus provocaciones desmesuradas y sus excesos con la bebida acompañarán su búsqueda incan sable de una estética personal, de un «arte puro» repre sentado por Las flores del mal, condenadas por el orden burgués en 1857, pero reconocidas por la generación si guiente, como es habitual cuando se trata de obras ge niales. Baudelaire, ese ser inspirado e hipersensible, pro bablemente tuvo alucinaciones durante su infancia, y en cualquier caso vivió una hiperestesia (una percepción sensorial exacerbada) a lo largo de toda su obra. Segui mos estando en esa sutilísima frontera entre lo real y lo imaginario. La iluminación interior del creador lo mantiene mu chas veces alejado de su entorno y adquiere tal fuerza que parece similar a lo que llamamos «alucinación». El genio inspirado y totalmente interiorizado experimen ta una especie de desdoblamiento, se agita extenormente mientras que vive con intensidad la alucinación fulgu rante de un momento de inspiración. En ese estado, se parece en muchos puntos al personaje del chamán de las sociedades tradicionales nómadas. Permanece al margen del grupo, posee el conocimiento, es el intercesor ante los dioses, está habitado por la divinidad cuyo nombre adopta... Y como hipnotizado, escribe sueños e inventa el futuro. Las crisis de «ausencia mental» de Beethoven esta ban marcadas por una actividad exterior maquinal: gri taba, mascullaba, recorría de arriba abajo su habitación, garabateaba febrilmente los mensajes que le venían del —
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interior. «La idea que está en el fondo de mí no me abandona nunca —precisa—. Se eleva, crece, la veo y la oigo en toda su extensión; permanece ante mi mente, como si estuviera en fusión [...]. Yo la persigo, la abra zo, vuelvo a agarrarla con una pasión renovada, ya no puedo separarme de ella [...]. Tengo que multiplicarla en un éxtasis espasmódico [...]. A continuación tan sólo me resta el trabajo de transcribir, y eso es rápido.» «Todo el que ha leído las descripciones de Schindler en su Biografía de Ludwig van Beethoven —precisa Panizza— y ha tenido ocasión de ver a un alucinado en la fase inicial de su enfermedad, no puede poner en duda que se trata de dos estados similares.» No es difícil que la fulguración de la inspiración musical se parezca a los estados alucinatorios, en la medida en que numerosos compositores dicen oír la melodía y limitarse a transcri birla. No se trata ni de una percepción errónea, ni de una ilusión, ni de una interpretación de la realidad, si no probablemente de una verdadera intuición delirante autoproducida que permite pensar que, a fuerza de bús queda perceptiva, el creador logra desencadenar un automatismo mental, es decir, un pensamiento automá tico —en este caso una percepción automática—, signo de cierta disociación de sí mismo. El esquizofrénico presenta tal partición de la perso nalidad, y las alucinaciones, esas percepciones sin objeto, se imponen en su mente sin posibilidad de crítica. Las alucinaciones auditivas son casi siempre voces, aunque en ocasiones lo que se oye son sonidos más o menos agudos o intensos, como campanas o silbidos, o incluso melodías musicales más elaboradas. La profunda dife rencia entre las alucinaciones del joven esquizofrénico y la inspiración alucinatoria del compositor genial radica en que esta última es habitualmente concreta y aislada, es decir que permite la prosecución relativa de una vida de relación. Si no, la alucinación es idéntica en su meca —
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nismo, es la expresión y la materialización del deseo, en el sentido en Cjue el recien nacido «alucina» el biberón cuando lo reclama. Durante muchos años, Schumann oyo permanente mente un sonido agudo que identificaba como exterior a él: «Mientras compongo, oigo sonar en mi cabeza un silbido que no se detiene ni de día ni de noche...» Lue go la alucinación se hace más rica, más completa. Clara anota en su cuaderno con fecha 12 de febrero de 1854: «Dice que es una música espléndida, con instrumen tos de una sonoridad maravillosa, algo que no se puede comparar con nada de lo que se oye en la tierra.» Y aña de: «El médico dice que no puede hacer nada para evi tarlo.» Aquí nos alejamos de la frontera trazada entre el ge nio y la locura para desembocar en el desequilibrio mental. Ya se han rebasado los medios de defensa de la personalidad; las alucinaciones son múltiples, no sólo auditivas sino también olfativas y gustativas, falsas im presiones que se interpretan como una persecución. El delirio está en marcha. En la noche del 17 de febrero, Schumann se levanta y escribe un tema que le han dicta do unos ángeles. Los ángeles se apiñan a su alrededor y le hacen revelaciones inauditas. A la mañana siguiente son demonios, que le tocan una música infernal. Schu mann se ha hundido en la locura, una locura que alimen ta las grandes exaltaciones de su genio compositor, pero de la que ya no saldrá. Podríamos evocar también las abundantes alucina ciones de todos los grandes místicos, las voces y las ór denes divinas de Juana de Arco, las conversaciones de Lutero con el diablo, las visiones de Bernadette o de san ta Teresa, la inspiración divina de Abraham, Jesús o Mahoma. Ésta mecánica mental que anima a un elevado nú mero de los personajes excepcionales que han guiado el mundo encuentra un factor de equilibrio en el reconoci — 131 —
miento social por parte de sus discípulos y contempo ráneos, creando en cierto modo un delirio colectivo que evita la depresión mediante la negación de todos. Al margen de la cuestión de la fe, no hay ninguna diferencia clínica entre la gran convicción de Juana de Arco y las alucinaciones estériles de un joven esquizofrénico hospi talizado, cuyo testimonio delirante reproducimos: «Soy el hijo de Dios y Él me habla todos los días de mi misión en la Tierra.» La única definición del genio se encuentra de nuevo en el reconocimiento social. El bellísimo ensayo Le démon de Socrate, de Lélut, un psiquiatra francés de principios del siglo XIX, tuvo el gran mérito de poner de manifiesto el carácter profun damente delirante y alucinado de una de las figuras más importantes de la Antigüedad, carácter indisociable de su genio que no es cuestionado por nadie. Otros tiem pos, otras costumbres, y una concepción muy distinta del genio inspirado, cuyo comportamiento todos acep tan. Platón ofrece un testimonio de ello en El banquete: «A mitad de camino, Sócrates, totalmente ensimismado, se quedó atrás. Me detuve para esperarlo, pero él me dijo que siguiera avanzando [...]. No, no —dije yo en tonces—, dejadlo; le ocurre a menudo, de pronto se para allí donde se encuentra.» «Percibí esa señal divina que me es familiar —respondió Sócrates— y cuya apari ción siempre me paraliza en el momento de actuar [...]. El dios que me gobierna no me ha permitido hablarte de ello hasta ahora, y esperaba su permiso» (citado por Lé lut). Estas palabras sorprendentes, interpretadas en el plano de la metáfora, confirman plenamente que el ge nio es un visionario, un iluminado, un profeta. Numerosos psiquiatras han estudiado el «caso H öl derlin», que fue objeto de la primera patobiografía rea lizada por Lange-Eichbaum en 1909. Todos coinciden en emitir un diagnóstico de psicosis esquizofrénica, ya sean psiquiatras como Lange y Kretschmer, o psicoana —
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listas como Laplanche. La enfermedad parece declararse en 1800, cuando se descubre su relación pasional con Suzette Gontard, de cuyos hijos es preceptor, y en el momento de su viaje a Burdeos en 1801. Hölderlin co mienza una nueva existencia, se declara «otro» y dice «tener un nombre distinto». «Me llamo Kilalusimeno.» «La existencia de síntomas de patología mental es ahora manifiesta precisan Geraud y Bourgeois en un recien te estudio clínico : retraimiento autista, pensamientos incoherentes, neologismos, manierismo, despersonaliza ción [...]. Es posible, aunque no seguro, que sufriera alu cinaciones; lo mismo sucede con las ideas delirantes.» Es interesante destacar que, si bien los médicos no albergan duda alguna sobre una patología mental, ésta será rebatida por otras personalidades ajenas al mundo de la medicina, como Heidegger, que escribirá comenta rios irónicos sobre el diagnóstico de Lange-Eichbaum, o más recientemente Pierre Bertaux, un germanista muy parcial que en 1978 defenderá la tesis de la simulación de la locura por razones políticas. Al igual que en el ca so de Artaud, Claudel e incluso Roussel, los que no son psiquiatras ven la psiquiatría carente de fundamentos. En Gérard de Nerval, la enfermedad también acabó por imponerse a la inspiración. Al igual que Schumann, presenta una enfermedad maníaco-depresiva que enton ces se denominaba locura circular, y que alterna fases de excitación muy productivas y fases de abatimiento de presivo. La locura estalla en 1841 al regresar de sus via jes por Italia y Bélgica. Su delirio místico teñido de esoterismo lo convertía en un espiritista que oía el espíritu de Adán, Moisés y Josué. Después apareció lo que po dríamos llamar delirios de grandeza. Descendía de Folobelle de Nerva, cuyos descendientes masculinos lleva ban todos, como él, el tetragrama de Salomón sobre el pecho. Hablaba de sus castillos de Ermenonville y com praba todas las monedas romanas del emperador Nerva —
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para recuperar sus orígenes. En plena locura, durante los dos últimos años de su vida, Nerval nos lega el terri ble y sublime canto inacabado de Aurelia. Crónica de su locura y descenso a los infiernos a la que acompaña con la perfección estética de un poeta visionario. Dado que en aquella época no había ningún tratamiento para la enfermedad, acabó su vida en un manicomio y sumi do en la demencia, el desenlace natural de la locura y de numerosas depresiones. La grave enfermedad de Antonin Artaud —que mar có el ritmo de su obra y luego la ahogó, desde el hos pital Henri-Rousselle, donde se sometió a innumera bles curas de desintoxicación, hasta el manicomio de Rodez— interviene en todo momento en la obra y la nutre. «Padezco una terrible enfermedad del espíritu. El pensamiento me abandona por completo», escribe ya en 1923 a Genica Athanasiou. La disociación de la esqui zofrenia es manifiesta desde el principio de la enferme dad: una fase depresiva inicial, a los dieciocho años, que le impedirá proseguir los estudios. En su fértil delirio místico reaparece constantemente el tema de la identi dad: «Había en Marsella, en 1906 o 1907, un niño llama do Nanaqui [...] en realidad se llamaba Antonin Artaud y “murió” en el manicomio de Ville-Evrard en agosto de 1939, a los 42 años. Morir a los 42 años no es ningún milagro, y todo el mundo vio salir del manicomio de Ville-Evrard el cadáver de Antonin Artaud, lo que es un milagro es que después de ese crimen el mundo haya con tinuado, y sobre todo que alguien haya podido ocupar el lugar de Antonin Artaud y sucederle en su dolor. Ese alguien se llama Antonin Nalpas, tal como el jueves por la noche os fue comunicado por Dios...» (Rodez, 31 de julio de 1943). Pese a permanecer ocho años internado en un ma nicomio, proseguirá una obra fecunda por su diversi dad y originalidad. Pero lo que constituye el «caso Ar—
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taud» es la polémica entablada entre la literatura y la medicina, que todavía hoy sigue viva. Durante su larga estancia en Rodez, un gran número de intelectuales lo irán a visitar y se interesarán por su salida de allí: Adamov, Marthe Robert, Bretón, Colette, Paule Thévenin... Se ha esgrimido con frecuencia el argumento de una hospitalización injustificada y unos tratamientos abusi vos, argumento reforzado por el delirio de Antonin, que mezclaba la fibra genial de su inspiración literaria con la reivindicación intelectual: «[...] la policía, que ha bía instalado ametralladoras alrededor del hospital ge neral y que disparaba despiadadamente contra la multi tud para impedir su liberación. La batalla se prolongó varios días y hubo miles de muertos» (Rodez, 19 de ju lio de 1943). Resulta muy difícil captar la realidad de tales casos clínicos, pues para los médicos y la psiquiatría Antonin Artaud era un auténtico enfermo, en tanto que para la literatura era un auténtico poeta. Como el delirio de Camille Claudel, un delirio auténtico y al mismo tiem po una gran artista. La enfermedad de Camille y su de lirio persecutorio en relación con Rodin fueron una sentencia de muerte para su obra y plantean a la medici na la cuestión del genio creador. Estuvo internada trein ta años y murió en el manicomio de Ville-Evrard. El internamiento abusivo y el atentado contra las libertades que sufrió fueron violentamente denunciados por Paul Vibert, periodista de Le Grand Matinal, que negaba la noción de enfermedad en una artista como Camille y denunciaba la indiferencia familiar y el poder absoluto de los médicos. Hoy en día no sería concebible una hos pitalización tan larga, pero no por ello Camille dejaría de ser una enferma. Podríamos continuar evocando biografías conocidí simas o secretos celosamente guardados por la hagiogra fía familiar. La locura se halla tan presente en los desti —
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nos excepcionales que interviene muy directamente en la obra-vida. El delirio paranoico de Auguste Comte, que se proclama sumo sacerdote de la religión de la Humani dad, no es sino la prolongación directa de su filosofía positiva, al igual que las ideas de grandeza de Wilhelm Reich, que se identificaba con Cristo y se erigía en des cubridor de la humanidad, no eran sino el resultado de su concepción orgómca y su teoría de la bioenergía. El sufrimiento psicòtico de Van Gogh o de Hölderlin y la paranoia de August Strindberg nos recuerdan también la presencia de la enfermedad, que marca el compás de la vida y la obra. Guyotat hablará de «psicosis romántica» —evocando a Nerval, Schumann, Van Gogh—, una or ganización mental que asociaría un factor genético, una gran capacidad de expresividad y una elevada función estética. En el caso de Maupassant, habitualmente se hace re ferencia a la evolución mental de una sífilis que habría ocasionado su demencia. Sin embargo, si se considera la personalidad sumamente ambigua de su madre, Laure de Maupassant, y el fin trágico en un manicomio de su hermano Hervé, seis años menor que él, no resulta des cabellado hablar de herencia y de psicosis familiar. Por lo demás, él describió la locura y el desdoblamiento ca racterístico de la psicosis esquizofrénica mucho antes de ser hospitalizado, especialmente en La lettre d ’un fon, publicada en 1885: «Y una noche oí crujir el suelo a mi espalda [...]. Pero al día siguiente, a la misma hora, se produjo el mismo ruido. Sentí tanto miedo que me le vanté, absolutamente convencido de que no estaba solo en mi habitación. Sin embargo, no se veía nada. El aire era límpido y transparente por doquier. Las dos lámpa ras iluminaban todos los rincones [...]. Pero no dejo de esperarlo, y noto que mi mente se extravía en esa espera [...] empiezo a ver imágenes descabelladas, monstruos, cadáveres horrendos..., todas las visiones inverosímiles —
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que deben de atormentar el espíritu de los locos.» La minuciosa descripción de esta crisis de angustia de des personalización hace pensar que fue vivida. En su finísimo análisis de la personalidad de Rilke, Kretschmer escribe esta expresiva frase: «Rainer Ma na Rilke pasa largos años como un sonámbulo junto al abismo, siempre cerca de la catástrofe esquizofrénica pero sin llegar a hundirse en ella como Hölderlin.» Una profunda angustia y un sentimiento de singularidad acom pañarán toda la obra de Rilke, sus experiencias alucinatorias y mágicas a capricho de las variaciones de su esta do de ánimo, en el silencio de antes de 1922 o incluso durante sus tumultuosas inspiraciones místicas. ¿Serán acaso el delirio de grandeza y la manía perse cutoria de Jean-Jacques Rousseau y de Schopenhauer el destino de los filósofos, o es preciso tener la suficiente vanidad para pensar en rehacer el mundo? El filósofo alemán se creía víctima de una conspiración destinada a silenciar su obra. En 1824, a los veintiséis años, se com paraba con Jesús y estaba convencido de que era el pri mero en guiar a los hombres de espíritu hacia la verdad: «Me sucede con los hombres lo que le sucedió a Jesús de Nazaret, cuando tuvo que despertar a sus discípulos per manentemente dormidos» (citado por Lombroso). Esta iluminación se transformará más tarde en persecución. Habitado por la angustia, acercaba la mano a su espada al más mínimo ruido, redactaba sus notas en griego, en la tín, en sánscrito, y las diseminaba entre las páginas de sus libros para evitar cualquier indiscreción. «Cuando no tengo ninguna inquietud es cuando tengo los mayores temores» (ibid.). Jean-Jacques alimentó los mismos designios de ilu minar y salvar a la humanidad, de ser grande entie los grandes. Al mismo tiempo, se trasluce un delirio persecuto rio en cada una de las páginas de las Confesiones. Su ex —
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cesiva desconfianza le hace ver enemigos por doquier, sobre todo entre sus amigos: Hume, Voltaire, Grimm y Diderot. Jacques Borel, autor del minucioso análisis Génie et folie de Jean-Jacques Rousseau, ve aparecer ya en 1757 la faceta persecutoria de su depresión, luego pa roxismos ansiosos y finalmente el delirio interpretati vo. En agosto de 1767, Rousseau confirma esta convic ción: «La liga que se ha formado contra mí es demasiado poderosa, demasiado ardiente, demasiado hábil, dema siado acreditada para que esté en condiciones de hacerle frente en público. Cortar las cabezas de esa hidra sólo serviría para multiplicarlas.» El caso Rousseau hará decir al desmesurado Lombroso: «Quienes quieran hacerse una idea bastante com pleta de las torturas internas de un lipemaníaco sin fre cuentar un sanatorio mental, no tienen más que leer las obras de Rousseau, sobre todo las últimas, es decir, Confesiones, Diálogos y Las ensoñaciones del paseante solitario.» En una época en que había pocos tratamientos, el de senlace de esa locura casi siempre era el manicomio. Ante la angustia de la psicosis, algunos reclamaron por propia iniciativa esa medida de protección, como Robert Schumann en 1854: «Quiero ser hospitalizado, ya no res pondo de mis actos.» O más recientemente William Styron en Tendidos en la oscuridad: «El hospital fue una eta pa, un purgatorio.» En el lado opuesto encontramos la declaración poética de Nerval, en una carta del 27 de abril de 1841: «Temo estar en una casa de cuerdos y que los locos estén fuera» (carta a madame de Girardin); o incluso la indignación de Bretón en N adja: «En mi opi nión, todos los internamientos son arbitrarios. Sigo sin entender por qué hay que privar a un ser humano de li bertad. Encerraron a Sade, encerraron a Nietzsche, en cerraron a Baudelaire.» La lista no acaba ahí: Conrad, Lowry, Schumann, —
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Roussel, Nijinski, Munch, Utrillo, Camille Claudel, Artaud, Maupassant, Hölderlin, Hemingway, Althusser, Van Gogh... y muchos más.
7. M
a n ía y d e p r e s ió n
La depresión constituye la fase secundaria de nume rosas evoluciones psicológicas y psiquiátricas: angus tias, neurosis, obsesiones, psicosis... En un sobrecoge dor apunte que barre de un plumazo la atmósfera por lo general meláncolica del libro, William Styron declara: «Según me dijo Romain, Camus aludía de vez en cuando a la profunda desesperación que lo habitaba y habla ba de suicidio» (Tendidos en la oscuridad). La melancolía de Albert Camus, que se trasluce en El mito de Sisifo (1942)^ preocupaba a Romain Gary, en aquella época uno de sus íntimos amigos. La depresión de Camus no tuvo tiempo de descompensarse, ya que éste murió acci dentalmente en 1960. Gary, por su pane, se hizo eco de la depresión y el suicidio de Jean Seberg con su melan colía y su propio suicidio en 1980. En cuanto a Styron, atormentado por el suicidio de tantos allegados y por su propia depresión, si escapó a la muerte fue porque le cu raron su enfermedad depresiva. La depresión y la idea existencial del suicidio que parece vinculada a ella, están particularmente presentes en el mundo de las letras y las ideas debido a las cues tiones filosóficas que suscitan. N o obstante, un abismo de incomprensión separa a menudo dos vertientes pro bablemente complementarias: la posición filosófica del suicidio como elección de vida, conocida desde la An tigüedad, en una época en la que no existía ninguna forma de psiquiatría —siendo ésta la rama de la medi cina dedicada al estudio y el tratamiento de las enfer medades psicológicas y mentales—, y el mejor conoci —
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miento que hoy tenemos de la enfermedad depresiva. La presentación dicotòmica de lo que en la actualidad aparece como un verdadero fenómeno social alimenta esta confusión, pues mientras la historia clínica de las depresiones sugiere al médico que se trata de una en fermedad, el análisis de la desesperación revela al fi lósofo el sentido de la condición humana. Esta sepa ración arbitraria del cuerpo y el espíritu, que ilustra a la perfección el alejamiento de ambas disciplinas, me dicina y filosofía, se ve confirmada por la posición de una parte del psicoanálisis, que suele situarse del lado de la filosofía y afirma que no existe depresión sino una fluctuación permanente de las pulsiones de vida y las pulsiones de muerte. Sin embargo, estos puntos de vista no son irreconciliables sino más bien complemen tarios. Es importante que sea un psicoanalista, Daniel Widlócher, el que se pronuncie en los siguientes térmi nos: «La depresión es un fenómeno único, cuya etio logía sólo se puede concebir como la coincidencia de factores biológicos, genéticos y socioculturales. Es una respuesta patológica unívoca a causas múltiples —psi cológicas, orgánicas, iatrogénicas, genéticas, ambienta les— que perturban el funcionamiento del sistema ner vioso central.» Aquí hay que denunciar dos reduccionismos: el pri mero, que sólo ve en la depresión su mecanismo bioló gico y considera secundarios los factores psicológicos; el segundo, que niega el factor biológico y convierte una psicogénesis todopoderosa a la vez en el proceso expli cativo y en el proceso terapéutico. La biología no explica la depresión; la constata. El psicoanálisis la explica en parte, pero a menudo parece desarmado ante su evolu ción biológica. A estos dos extremos corresponden dos riesgos: uno, el de medicar excesivamente ante toda evo lución depresiva y reducirla a una fluctuación clínica, y el otro, igualmente peligroso, el de negar el mecanismo —
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biológico de la depresión y dejarla evolucionar hacia el agravamiento y el suicidio. Hoy en día abundan más las opiniones que sinteti zan ambos extremos y admiten la complementariedad de estas dos lógicas explicativas. Freud, que fue el pri mero en mostrar la relación entre depresión, melanco lía y patología del duelo, era fundamentalmente un mé dico biologista que intentó constantemente conectar el aparato psíquico a las representaciones del sistema ner vioso. Nuestro conocimiento de la biología de la depre sión es muy reciente, ya que sólo data de una veintena de años, y nos muestra que las alteraciones del estado de ánimo están sustentadas por modificaciones de los sis temas monoaminérgicos de las hormonas cerebrales —adrenalina, noradrenalina, acetilcolina, serotonina—, sea cual sea la forma de la depresión —neurótica, endó gena, psicòtica—, es decir, esté relacionada con factores constitucionales e incluso genéticos, o sea una reacción psicológica a las adversidades de la existencia y los con flictos de la personalidad. Actualmente se sabe con certeza —y en ningún caso se trata de una simple hi pótesis— que la depresión es un fenómeno biológico autoalimentado y determinado por múltiples factores, consecuencia de la evolución de una neurosis, de angus tias, de obsesiones, de fobias..., o incluso favorecido por factores genéticos y familiares. El modelo de la psicosis maníaco-depresiva, llamada ahora enfermedad bipolar del humor, ilustra el caso de la predisposición familiar a la depresión. Por fin es po sible concebir un modelo explicativo de las múltiples formas de la depresión, modelo bipolar entre excitación, que llamamos manía, y depresión: unos sólo padecen la forma depresiva de la enfermedad, otros únicamente la forma de excitación, y unos terceros viven la alter nancia maníaco-depresiva. Hay una firme resistencia a concebir la depresión co —
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mo una enfermedad, dado que los síntomas clínicos no son sino la amplificación del humor habitual, de la tris teza o del desinterés. A menudo se tiene la impresión de que con un poco de esfuerzo y voluntad es posible dominar el abatimiento anímico. Se olvida, o se ignora, que ya se están utilizando drogas químicas para paliar las dificultades de la vida: el alcohol, que es un sedativo y un desinhibidor, el café, que es un excitante profun damente ansiógeno, y el tabaco, que combina ambos efectos. Así pues, actualmente ya no podemos hablar de la depresión como en los decenios precedentes. Nuestro conocimiento es distinto y nuestras concepciones tam bién, lo que nos permite describir tres tipos de modi ficaciones del estado de ánimo en los creadores, que ilustraremos con sucesivos ejemplos: evoluciones de presivas en su relación con la creatividad, evoluciones maníacas y trastornos maníaco-depresivos. La depresión es frecuente en los creadores, pero ra ramente ha sido probada. Se pueden encontrar los pri meros síntomas de ella en Monet o Beethoven. Beethoven, encerrado en el dolor de su sordera, pasó gran parte de su vida dominado por un tono depresivo del que emergían accesos de cólera y rasgos geniales. Romain Rolland pinta de él un retrato sobrecogedor en Vie de Beethoven, de 1903: «De complexión robusta. Una musculatura sólida. Bajo, fornido, cara ancha, de color rojo ladrillo [...] amplia sonrisa. Pero la risa resultaba desagradable, violenta y chirriante, la risa de un hombre que no está acostumbrado a la alegría. Su expresión ha bitual era la melancolía, una tristeza incurable. Un sem blante de Shakespeare. El rey Lear.» Romain Rolland fue el primero en sugerir que su aislamiento voluntario y su depresión («Cada vez más decepcionado conforme pasaban los años, desde muy pronto tuve que aislarme, vivir como un solitario alejado del mundo») tal vez ac —
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tuaron como un poderoso estimulante de la creación. También en el límite de la depresión, Claude Monet sintió el abatimiento que precede y sucede a las fases de creación, alejándose durante días del gran estudio de Giverny y la luz de los nenúfares. «Claude está cada vez más intratable (todo está perdido, las cosas nunca irán bien, hay que vender la casa, el coche...), es triste aban donarse así, verlo tan alicaído, y nada...» En esta carta de Alice Hoschedé-Monet a su hija, del 3 de febrero de 1910, encontramos numerosos elementos de la clínica depresi va: infravaloración, tristeza, desinterés, ideas de fracaso y ruina. Esos largos períodos de abatimiento sucedían a días de trabajo intenso en el estudio y junto al estanque del jardín acuático. En 1914, tras su ruptura con Alma Mahler, Oskar Kokoschka, muy depresivo y con tendencias suicidas, se encerró en un estudio oscuro para pintar su famoso cuadro La novia del viento. En este caso, la crisis de presiva parece ser un extraordinario momento de ins piración, y al mismo tiempo la obra representa un for midable medio para controlar la angustia y el afecto depresivo. Así fue como en la primavera de 1893, du rante un episodio depresivo mezclado con una exci tación febril, Rachmaninov compuso su personalísimo Preludio en do sostenido menor, que enseguida le hizo merecedor de una fama internacional. Y también al salir de una larga fase melancólica de casi tres años escribió el Concierto n.° 2, que se considera la más importante de sus obras orquestales. En los lienzos del primer período de Edvard Munch se percibe la angustia y el sufrimiento moial, unos lien zos con títulos explícitos como La muerte y la doncella, Amor y dolor, El grito, de 1893, o Ansiedad, de 1894. «He vuelto a caer enfermo —dice y me refugio en una clínica para los nervios antes de regresar a Noruega. Miedo de la gente. Insomne.» (Citado por Olivier.) El — 143 —
alcoholismo, las crisis de angustia, la depresión y un de lirio persecutorio lo llevan en 1908 a la clínica del doc tor Jacobson, en Copenhague. Ha pasado una página de su vida. Su pintura ha cambiado, sus temas de inspira ción son diferentes, su creatividad se ha difuminado. La depresión, que era el motor del primer período, ha deja do paso a un equilibrio poco creativo que debilitará su obra, impidiéndole recuperar los temas tan personales del principio. En 1845, Baudelaire tiene veinticuatro años. Acaba de ser puesto bajo tutela y comienza su carrera de escri tor como crítico de arte. El 30 de junio anuncia a su tu tor, Ancelle, su intención de quitarse la vida: «Voy a matarme... sin pesadumbre. N o padezco ninguna de esas perturbaciones que los hombres llaman “pesadumbre” . N o hay nada más fácil de dominar que ese tipo de cosas. Voy a matarme porque no puedo seguir viviendo, por que el cansancio de dormirme y el cansancio de desper tarme son insoportables. Voy a matarme porque soy inútil para los demás... y peligroso para mí mismo. Voy a matarme porque me creo inmortal y tengo esperanza.» Aquí, el discurso de Baudelaire es el del sufrimiento de presivo, no el de la lucidez existencial. Destacan los temas de la inutilidad y la infravaloración, pero también la tremenda angustia de las noches de insomnio, que precisará unos años más tarde: «El sueño me inspira el mismo miedo que inspira un gran agujero negro, lleno de vago horror, que conduce no se sabe adonde» (Le gouffre, 1862). Finalmente describe con claridad la des conexión entre el dolor moral y los valores materiales. Su desesperación no guarda relación alguna con sus preocupaciones financieras sino con el insoportable cansancio del despertar depresivo. Baudelaire vivirá en varias ocasiones las duras fases de esa enfermedad, sobre todo en 1856. El 25 de diciembre escribe a su madre: «Me hallo sumido desde hace varios meses en uno de —
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esos espantosos estados de languidez que lo interrum pen todo...» El gran período metafísico de Giorgio de Chirico, de 1910 a 1918, transcurrió al tiempo que se desai rollaba una patología depresiva marcada por va rios episodios melancólicos. Su infancia, que él descri bió como «unos años tenebrosos», coincidió con la de presión de su padre, en 1900, y de su madre unos años más tarde. La primera fase melancólica, que se declaró en 1910 en Florencia, marca un giro en su vida y el ver dadero inicio de su obra, una obra extraña, inquietante y enigmática que proseguirá hasta 1918, fecha de su úl timo acceso melancólico. En sus memorias, Giorgio de Chirico confiesa todos los síntomas de la depresión: lentitud, insomnios graves, anorexia, aislamiento e ins piración estéril en los períodos agudos. Tras una fase de transición, de 1919 a 1924, parece salir de la depresión —François y Lozano hablan de «curación de la melan colía»—, cambia de estilo y realiza hasta su muerte, en 1978, una pintura neoclásica que ya no presenta el ca rácter enigmático de su gran período y que algunos han calificado de «desprovista de genio». Una vez más, la vida y la obra están íntimamente unidas, y en este caso evolucionan al compás que marca la depresión. El sufrimiento depresivo, tan a menudo presente en el creador, está relacionado con el fracaso de los investi mientos y la debilidad momentánea del narcisismo, que se traduce en una lentitud que expresa el vacío interior y en la incapacidad para elaborar. Lentitud, insuficiencia de narcisismo e inhibición de la creatividad interrumpen los períodos fecundos, en una alternancia entre el placer de la creación y el dolor de la espera estéril, lo que nos recuerda la alternancia manía-depresión. Entre las fases agudas del opio, Jean Cocteau se que jaba de lo enormemente difícil que le resultaba comen zar un nuevo día y ponerse a trabajar. Cada una de las páginas era arrancada del peso de la depresión, la misma —
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que lo abrumó tras la cura de desintoxicación. «Pasó un año sin poder escribir —cuenta Jean Marais—. Jean era depresivo. [...] Profundamente. Jean estaba intentando vencer la depresión constantemente» (Le Magazine Littéraire, 1983). La obra de Joseph Conrad estará marcada por su fa bulosa trayectoria del exilio en el mar y en la literatura, pero también y sobre todo por la grave depresión que se expresará a lo largo de páginas desesperadas y en los accesos de la enfermedad. El joven Joseph Conrad Korzeniowski, huérfano a los tres años de su tierra patria, Polonia, a los siete de madre y a los once de padre, in tenta quitarse la vida a los veinte, antes de hacerse a la mar y de introducirse en el mundo de la literatura. A los treinta y cuatro años, en 1891, mientras estaba escribien do su primera novela, La locura de Almayer, se agrava su depresión y es hospitalizado en las afueras de Gine bra. «Continúo sumido en la más densa de las noches y todos mis sueños son pesadillas», escribe a Marguerite Paradowska. Sufre frecuentes recaídas hasta 1910, en que un acceso depresivo más grave y cercano a la psico sis reorienta su obra hacia una escritura quizá menos traumática. «Tengo una sensación de vacío», escribe to davía a una de las personas con quienes mantiene corres pondencia. La vivencia depresiva se expresa en términos de pér dida, de falta, como un recuerdo de la carencia afecti va temprana que sufrió este huérfano de padre, madre y patria. La vida es percibida entonces como una falla pe ligrosa, un vacío perpetuamente angustioso que hace suicida el imprudente avance por el borde del abismo insondable que lo circunda. Los intentos de reconstruir la personalidad tratan de colmar esa falta mediante un sobreinvestimiento narcisista en la llamada del mar, a través de la imagen del escritor, y en la medida en que esa búsqueda literaria no reabra la brecha tapada. —
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Porque la literatura es exigente. Porque la literatura extrae de lo más profundo de uno los secretos mejor guardados, las últimas gotas de la desesperación, y vampiriza las energías corporales. Porque el motor de toda creación se asemeja al motor de la depresión hasta el pun to de inducir a engaño, tan parecidos son sus mecanis mos. «En mí se puede distinguir perfectamente una con centración en beneficio de la literatura —cuenta Kafka en su Diario—. Cuando resultó evidente en mi orga nismo que la orientación de mi naturaleza hacia la crea ción literaria era la más productiva, todo se agolpó en ese sentido y dejó desocupadas aquellas aptitudes que se dirigían hacia los goces del sexo, la bebida, la comida, la reflexión filosófica [...]. He adelgazado por todos lados.» El aislamiento, la soledad, la reducción de los intere ses pulsionales y la búsqueda de una melancolía jubilosa desafían diariamente el precario equilibrio del humor li terario. Flaubert manifiesta así el mérito de su soledad: «A fuerza de sentirme mal solo, llego a sentirme bien»; y Marcel Proust, las virtudes del sufrimiento: «Las obras, como los pozos artesianos, alcanzan más altura cuanto más profundamente se ha hundido el sufrimiento en el corazón. No hay melancolía sin memoria ni memoria sin melancolía» (El tiempo recobrado). El masoquismo parece el mecanismo más eficaz no sólo para contener el sufrimiento y expresarlo, sino también para alimentar la depresión. En el extremo opuesto de la depresión y la melan colía se manifiesta lo que llamamos la «manía», exube rancia y exaltación del humor que a menudo va acom pañada de desasosiego, excitación e incluso violencia. La tristeza, la lentitud y el replegarse en uno mismo dejan paso entonces a la seguridad, la extraversión, el optimis mo y el espíritu emprendedor, mantenido por un senti miento de omnipotencia: «Tengo la impresión de que puedo derribar montañas.» —
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Gérard de Nerval describe con gran precisión la euforia de esa fase maníaca en Aurelia: «Voy a tratar de transcribir las impresiones de una larga enfermedad que se ha desarrollado totalmente en los misterios de mi mente [...], y no sé por qué utilizo el término enfermedad, porque nunca, en lo tocante a mí mismo, me he sentido mejor. En ocasiones notaba mi fuerza y mi actividad re dobladas: me parecía saberlo todo, comprenderlo todo; la imaginación me ofrecía deleites infinitos.» El maníaco —y el hipomaníaco, que es su equiva lente menor y mucho más frecuente— duerme poco, se inviste mucho, piensa deprisa, actúa rápidamente. Está habitado por una aceleración mental denominada taquipsiquia que le hace «tener cien ideas por segundo»; se trata de lo que Fernando Pessoa llamaba sus «accesos de abundancia». Las asociaciones de ideas son fáciles, rápidas, originales, visionarias. La inventiva del lengua je, las incoherencias y los neologismos caracterizan el discurso maníaco, a la manera de la escritura automática de los surrealistas. Este pensamiento audaz e innovador es característico del acceso maníaco y, en cierta medi da, de la creatividad. Cuando nunca se ha visto a un su jeto en estado maníaco, resulta difícil imaginar lo que se puede vivir en un momento semejante. El mismo se siente sorprendido por esa inventiva que se impone a su mente y que asombra a su entorno. Pero cuanto más alarma la depresión a quienes lo rodean, que no dudan de su carácter enfermizo, menos se vivirán la manía y, sobre todo, la hipomanía como patológicas; casi siem pre se valorarán en razón de su carácter excepcional o extraordinario. Un joven en estado maníaco me decía recientemente: «En este momento todo va muy bien, incluso demasiado bien. Duermo poco y hago muchí simas cosas. Todo me sale a la perfección. He inventa do un nuevo concepto comercial y muchísima gente me dice que soy muy inteligente. Todo esto les sorprende. —
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Pero tengo miedo de que no dure y de volverme menos creativo. Es duro tener un cerebro que funciona dema siado deprisa. Resulta difícil calmarlo, porque él ya se ha puesto en marcha cuando yo todavía no he empeza do a moverme. Estoy escribiendo una novela, he inven tado un nuevo concepto, un concepto de sociedad. Esto tiene que continuar.» Este incremento de actividad al salir de la depresión, o en ocasiones de forma permanente porque el indivi duo es propenso a ello, en muchísimos casos es el motor de la creación, ya que la obra requiere una energía con siderable. Y si es preciso pasar por la depresión para re cobrar esa energía, el creador se eclipsará ante la obra, que representa su ser profundo, su yo más íntimo. En el artículo de la Enciclopedia sobre el genio, Diderot describe con gran acierto la hipomanía necesaria para la creación: «El movimiento [de la mente], que es su estado natural, en ocasiones es tan suave que apenas lo percibe; pero la mayoría de las veces ese movimiento provoca tempestades, y el genio es arrastrado por un torrente de ideas que él sigue libremente con tranquilas reflexiones.» Ese hombre «dominado por la imagina ción», según los términos del enciclopedista, se parece al «caballo desbocado que gana la carrera» del que ha bla Cocteau cuando quiere hacernos compartir los po tentes vuelos de su inspiración. El poeta entrega enton ces su obra de una manera fulgurante. «La primera vez que le vi escribir —dice Jean Marais— fue en Montargis en 1937; se trataba de Les parents terribles. Durante dos meses permaneció tendido en la cama leyendo. Yo estaba preocupado [...]. Y un día, se levantó, se sentó a la mesa y escribió casi sin descansar durante ocho días y ocho noches. Al cabo de este lapso de tiempo, la obra estaba terminada. En el manuscrito sólo había algunos tachones» (Le Magazine Littéraire, 1983). El propio Cocteau dijo haberse sentido sorprendido de escribir —
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en unos días, a principios de 1929, durante su segunda cura de desintoxicación en la clínica de Saint-Cloud, su obra maestra Los niños terribles: «Iba a salir. Es decir, era un libro lo que iba a salir. Lo que sale, lo que “va a salir”, como dicen los editores, es un libro [...]. Resulta ba difícil prever un libro escrito en diecisiete días [...]. Es decir, las últimas páginas se inscribieron primero, una noche, en mi cabeza. Ya no respiraba, no me mo vía, no tomaba notas. Estaba dividido entre el miedo de perderlas y el de tener que hacer un libro que fuera dig no de ellas» (Opio). Hay innumerables ejemplos de la creación de la obra en un momento extático, eufórico, hipomaníaco o incluso maníaco, en que el creador parece habitado por un genio interior que guía todos y cada uno de sus gestos. La impresionante vitalidad creadora de Robert Schumann se lee entre las líneas de la obra inmensa que compuso en el espacio de tan sólo veinticuatro años. Bernard Gavoty la describe como «un verdadero flujo de música en el que ahoga las pesadumbres y las ansie dades de la espera». En 1840, año de su matrimonio con Clara, no compone menos de ciento treinta y ocho He der. En esta carta a la amada nos ofrece un bellísimo tes timonio de la aceleración de las ideas y la exaltación: «Desde ayer por la mañana he escrito veintisiete páginas de música, de las que sólo puedo decirte que mientras las componía he reído y llorado de alegría [...]. ¡Adiós, mi querida Clara! Los sonidos, la música, me matan en este momento, siento que podrían hacerme morir...» La excitación maníaca mezcla sentimientos contra dictorios; Schumann ríe, llora y habla de morir en el momento en que una profunda inspiración le dicta tan tas páginas geniales. Aquí se toma conciencia de la gran inestabilidad del espíritu, que pasa de la risa al llanto, de la manía a la depresión, pero también de la inspiración genial al silencio de la mente. El ritmo fabuloso de su —
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producción musical culmina en 1849, año en que no es cribirá menos de treinta obras mayores. Las Doce Pie zas paya cuatro manos, opus 85, fueron escritas en seis días, el Konzertstück para cuatro trompas, en tres, el Ada gio y Allegro para trompa, tan sólo en uno. Dejando a un lado las fases depresivas, Schumann pro ducirá su música «al ritmo desenfrenado del caballo al ga lope» de Cocteau, es decir, a la cadencia imperiosa de las ideas creadoras. Un año más tarde, en 1850, sólo tardará un mes en escribir su gran Sinfonía renana, opus 97. «El genio de un hombre —dice Taine— se asemeja a un reloj: tiene su estructura y, entre todas las piezas, un gran resorte.» Ese potente resorte de la exaltación crea dora se manifiesta en Haendel, que en 1741, tras superar una depresión, compuso quince oratorios, uno de ellos, El Mesías, escrito en una fulguración maníaca; y tam bién en Hugo Wolf, que en 1888 compuso cincuenta y tres lieder en tres meses. Vivaldi, que nos dejó noventa y cinco obras, afirmaba que tardaba cinco días en com poner cada una, añadiendo con ironía que «el sexto sería superfluo». Rossini escribió El barbero de Sevilla en tan sólo catorce días, y a los diecinueve años. Esta rapidez a la hora de ejecutar la obra y de darle forma no deja de sorprendernos debido a la energía fue ra de lo común que requiere. El trazo lúcido de Pablo Picasso era casi instantáneo y estaba como guiado por una seguridad interior que le hacía simplemente repro ducir en el lienzo un proyecto ya acabado. Su conside rable obra, ejecutada con una amplia variedad de me dios de expresión, se plasmaba automáticamente en el lienzo, el papel, la arcilla... Hacia los años cincuenta era capaz de realizar una decena de litografías al día, de las que nos ha dejado varios centenares. Durante el verano de 1957, y en menos de cinco meses, ejecutó su gran se rie de Las Meninas: cincuenta y ocho telas, cuarenta y cuatro de las cuales son variaciones sobre el cuadro de —
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Velázquez. Su inspiración parecía inagotable, sobre to do cuando desarrollaba variaciones sobre un tema. Cabe señalar, sin embargo, que la genial creatividad de Picasso, lanzada al galope, experimentó interrupciones regula res: en 1903, 1915, 1925, 1936, 1946 y 1953, aproximada mente cada diez años, Picasso deja de pintar entre unos meses y un año (Christian Loubet). Se ha podido pensar que esas «interrupciones pictóricas» correspondían a pe ríodos de su vida marcados por rupturas afectivas. Tam bién es posible pensar que una alteración del estado de ánimo influyera en dicha ruptura. ¿Sufrió Picasso depre siones? Carecemos de elementos para afirmarlo. ¿Pa deció variaciones o trastornos del ánimo? Sin duda algu na; no hay más que considerar su inagotable inspiración, su energía infatigable, mecanismo que habitualmente procede de una lucha contra la depresión. La obra y las conquistas femeninas tal vez contribuyeron a su resta blecimiento. El delirio caprichoso de Francisco de Goya se su maba a una sorprendente vivacidad del trazo. Pintaba un rostro en dos horas y realizaba un fresco mural en dos o tres días. En el verano de 1890, durante su última estancia en Auvers, Van Gogh realizó casi setenta lien zos y una treintena de dibujos en tan sólo nueve sema nas, de mayo a julio, fecha en que puso fin a su vida. En una carta de mayo de 1890, dos meses antes de su muer te, expresa con claridad el combate que mantiene contra la depresión y la energía que se desprende de ello, en el sentido de lo que Winnicott llamaba «las defensas ma níacas contra la depresión»: «De vuelta aquí [en Auvers], me he puesto de nuevo a trabajar, con el pincel casi cayéndoseme de las manos..., y sabiendo bien lo que quería, he pintado desde entonces tres grandes lienzos más [...], inmensas extensiones de trigo bajo cielos tur bulentos. No he tenido que esforzarme para tratar de expresar tristeza, una inmensa soledad.» —
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La energía creadora de la hipomanía también es ful gurante en la literatura: esa fuerza de la naturaleza que es Victor Hugo escribe Los Burgraves en seis semanas, del 10 de septiembre al 19 de octubre de 1842, y los seis mil versos de Les châtiments en tan sólo unos meses, en su exilio de Jersey. Los empieza en agosto de 1853 y aparecen en Bruselas en el mes de noviembre. Esta ener gía inagotable de la creación se manifiesta también en Nietzsche, cuando a fines del año 1888, mientras sus crisis de depresión y exaltación se suceden cada vez con más rapidez, vive un espléndido período creativo. De ma yo a diciembre de 1888 escribe cinco de sus obras mayo res: El caso Wagner, El crepúsculo de los ídolos, El Anti cristo, Ecce Homo y Nietzsche contra Wagner. La literatura deja aparecer los resortes de su energía creadora, por ejemplo en 1973, cuando Romain Gary, con el seudónimo de Emile Ajar, escribe Gros câlin en menos de quince días, el mismo año en que publica Europe y Los encantadores. También aparecen cuando Simenon afirma que escribe una novela en tan sólo ocho días: «Nunca he tardado más de diez o quince minutos en encontrar un tema para un cuento —precisa—, ni más de media hora o tres cuartos en escribirlo, ni siquie ra en el caso de mi famoso Sans-Gêne, donde incluí tan tas historias como me pasaban por la cabeza» (citado por Amoroso). En este orden de ideas, cabe añadir que durante el verano de 1976, en un acceso de exaltación del ánimo, Louis Althusser redactó Les faits, su primera autobiografía. El flujo fácil de las ideas y el acceso rapidísimo a la inspiración son una baza considerable para el genio crea dor. «En primavera se ven manías, melancolías...», había observado ya Hipócrates hace más de dos mil años (.Aforismos, III, 20). El carácter estacional de los accesos del humor, manía y depresión, suele manifestarse en primavera y en otoño, o incluso de forma cíclica a lo —
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largo de todo el año. La psicosis maníaco-depresiva, o psicosis periódica, que como se recordará hoy denomi namos trastorno bipolar del humor, se caracteriza por la alternancia de accesos depresivos y estados maníacos que se manifiestan con una intensidad y una frecuencia variables según los sujetos. En razón de la impulsividad y de los cambios bruscos del estado de ánimo, el riesgo de suicidio es muy elevado: una quinta parte de los en fermos maníaco-depresivos no tratados se suicida. Es ta enfermedad al parecer está relacionada con factores constitucionales, con causas hereditarias y a menudo fa miliares. En 1987, un psiquiatra norteamericano, Agop Akiskal, describió unas formas atenuadas y probablemen te frecuentes de la enfermedad maníaco-depresiva, pero que en gran parte de los casos no se detectan porque tan sólo las fases depresivas parecen patológicas al sujeto y a quienes lo rodean. Los períodos de euforia e hiperactividad se viven más bien como un retorno a la normali dad y se valoran positivamente. Con su enorme vitalidad, su gran jovialidad y el am biente de fiesta permanente que inspiraba, Ernest Hemingway parece haber pasado toda su vida sumido en una hipomanía crónica, o más bien en un «estado mix to» en el que se combinaba la exaltación del ánimo y una nostalgia en ocasiones melancólica. Hasta el final de su vida, en 1960, no aceptará ser hospitalizado, pero en tonces ni la medicación ni la sismoterapia consiguieron curar su melancolía, que se había hecho crónica, y ocho meses más tarde se suicidó, al igual que habían hecho su padre y su tío años atrás. Las evoluciones bipolares son tan frecuentes en los creadores que Kay Redfield Jamison, psiquiatra y pro fesor en la Universidad John Hopkins de Washington, no vacila en afirmar: «No es imposible que la psicosis maníaco-depresiva y la creatividad estén íntimamente —
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unidas.» Lo cierto es que muchos poetas, escritores y creadores experimentan a la vez una periodicidad en su producción artística y accesos maníaco-depresivos, ade más de presentar una importante herencia familiar en la que se dan depresiones, episodios maníacos y suicidios. Es el caso de Van Gogh, Hemingway, Virginia Woolf, Byron, Schumann, Wittgenstein, Nietzsche, Schopenhauer... Leonard, el marido de Virginia Woolf, describe muy claramente la intensidad de los accesos maníacos de Vir ginia, que alternaban con graves fases depresivas: «Los síntomas se repitieron cuatro veces en su vida, y ella cruzó la frontera que separa la salud mental de lo que llamamos locura. Tuvo una depresión menor en su in fancia; una depresión mayor tras la muerte de su madre en 1895, otra en 1914 y una cuarta en 1940.» Aunque esté marcada por los acontecimientos de la vida y su va lor simbólico, la enfermedad depresiva no puede ocultar su carácter de autoalimentación, y en general los accesos aumentan progresivamente de intensidad hasta el paro xismo del suicidio en 1941. Leonard prosigue: «En cada uno de estos casos, la enfermedad presentaba dos esta dios distintos; desde un punto de vista técnico, se les da el nombre de maníaco-depresivos. En el estadio manía co, estaba enormemente excitada; su mente galopaba; hablaba con volubilidad y, en el momento más fuerte de la crisis, de forma incoherente; tenía alucinaciones y oía voces; durante la segunda crisis, por ejemplo, me decía que oía hablar en griego a los pájaros en el jardín. [...] En el estadio depresivo, todos sus pensamientos y emo ciones eran lo contrario de lo que habían sido en el esta dio maníaco» (citado por Anne-Marie Pezous). En un reciente estudio biográfico sobre treinta y seis grandes poetas británicos e irlandeses del siglo XVIII, Kay Jamison constató en ellos la enorme frecuencia de los trastornos bipolares del humor: dos se suicidaron,
ocho tuvieron una evolución psicòtica, catorce tenían un historial familiar plagado de psicosis, melancolía y suicidios, y finalmente seis de ellos terminaron su vida en un hospital psiquiátrico. La proporción es impresio nante. Otro elemento, éste indirecto, atrae la atención: el carácter estacional de la obra, significativo de las fluc tuaciones del humor. Ya el siglo pasado, Lombroso ob servó cierta periodicidad en la creación de las obras que él calificaba de geniales. Se interesó ante todo por la co rrespondencia de Schiller, en la que a lo largo de los años el poeta se declara incapaz de trabajar en otoño y en invierno, y profundamente inspirado en cuanto lle gan la primavera y el verano. «Durante estos días tristes, bajo este cielo plomizo —escribe Schiller en noviembre de 1817—, necesito toda mi elasticidad para sentirme vivo y todavía no me siento capaz de realizar un traba jo serio.» «Gracias al buen tiempo —prosigue en julio de 1818— me encuentro mejor; la inspiración lírica, que obedece menos aún que las otras a la voluntad, no tarda en acudir.» Así pues, la hiperactividad maníaca y la obra crea dora parecen estacionales, como los suicidios, frecuen tes en esta patología bipolar, que sobrevienen sobre to do alrededor del solsticio de primavera, en marzo, abril y mayo. La relación de esta alternancia genética del hu mor con los ciclos estacionales se ve confirmada por la observación de datos inversos en el hemisferio sur. Prosiguiendo su idea, Lombroso lleva a cabo un lar go trabajo de compilación mensual de la creación «ge nial», que a primera vista aparece como un inventario un tanto heteróclito: Dante compuso su primer sone to el 15 de junio de 1282 y escribió la Vita nuova en la primavera de 1300; Petrarca concibió Africa en marzo de 1338; Leonardo da Vinci comenzó su libro De la luz y las sombras y la estatua ecuestre de los Sforza el 23 de —
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abril de 1490; el gran fresco de Miguel Ángel fue conce bido entre abril y julio de 1506... Por tomar dos ejem plos mas i ccicntes, V^agncr compuso El h o l a n d é s eY Y ant e en la primavera de 1841 y Darwin tuvo las primeras ideas sobre El O Y igen de l a s e s p e c i e s en marzo y en junio. Pero Lombroso no tarda en verse obligado a incluir oc tubre, enero, febrero... Es evidente que la creación jamás se ha limitado a la primavera y el verano; resulta sorprendente sin embar go que en esas estaciones experimente una frecuencia que el viejo autor italiano tuvo el acierto de señalar, aunque su razonamiento fuera entonces profundamente capcioso. Este carácter cíclico de la obra será detectado también por Kretschmer en Goethe y por Jamison en Van Gogh. Para reforzar su idea de la proximidad loco/genio, Lombroso establece un paralelismo entre la frecuencia de las hospitalizaciones psiquiátricas, la temperatura at mosférica media y la producción de obras geniales. Las creaciones geniales presentarían un punto máximo en la curva de frecuencia en abril-mayo y en septiembre, mientras que las hospitalizaciones culminan en mayojunio. Tanto los criterios como la metodología podrían resultar sospechosos si no fuera porque, incluso en la ac tualidad, numerosos autores han reconocido esos datos. En su reciente estudio sobre escritores y artistas con temporáneos, que ya hemos mencionado, Jamison hace la misma constatación: su producción se acentúa sensi blemente al final de la primavera y a principios del otoño. La evolución cíclica y la enfermedad maníaco-de presiva de Goethe han sido objeto de notables estudios por parte de dos grandes psiquiatras alemanes, Móbius y Kretschmer. El propio Goethe era consciente de las fluctuaciones de su estado de ánimo. El 26 de marzo de 1780 escribe: «Debo observar más atentamente el círculo de los días buenos y malos que se mueve dentro —
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de mí. Las pasiones, el afecto, el instinto, el descubri miento, la ejecución, el orden, todo cambia y forma un círculo regular, al igual que la alegría, la tristeza, la fuerza, la elasticidad, la debilidad, la tranquilidad, el de seo» (45, 115). Goethe presentó toda su vida fluctuaciones rápidas del estado anímico, variaciones anuales marcadas por una depresión al final del año y grandes ciclos manía co-depresivos cada dos años, espaciados cada siete años por depresiones que él mismo calificará de «patológicas». Desde la adolescencia, su alegría de vivir y su exaltación se transformarán rápidamente en depresión cargada de ideas suicidas. Fue entonces, a los dieciocho años, cuan do comenzó su fase de creatividad genial, marcada por un primer período maníaco seguido de una depresión. En 1786, a los treinta y siete años, convertido en funcio nario aplicado, deja sin motivo su empleo y desaparece para realizar su famoso viaje por Italia, que inaugura una fase de exaltación de unos dos años. Luego atravesará, hasta 1794, un período socialmente más equilibrado, pero en el que su fertilidad literaria será particularmente escasa. Tras estos siete años de tonalidad depresiva y es casez creativa, experimenta de nuevo la exaltación, se vuelve otra vez productivo y sociable. La tercera edad lo encuentra atormentado, ciclotímico, pero fértil. Goethe, que también escribió mucho sobre la cuestión del genio, precisa con gran agudeza en sus Conversaciones con Eckermann la relación que une al genio con las debilidades patológicas de la personalidad: «Los actos extraordina rios que tales hombres realizan presuponen una organi zación muy endeble que les permite experimentar unos sentimientos raros y percibir las voces celestes. Ahora bien, semejante organización se ve fácilmente perturba da y herida en los conflictos con el mundo [...] y fácil mente sometida a un estado enfermizo permanente.» Consciente del carácter patológico de las fases mayores —
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dt su depiesion, Goethe llama «enfermedad» al impulso suicida y el hastío de vivir, taedmm vitae, que con tanta frecuencia ha sentido, y en una carta a Zelter, el 3 de di ciembre de 1812, recuerda los esfuerzos que tuvo que hacer «para escapar en otros tiempos de los embates de la muerte». Este estudio ejemplar, cuya realización fue posible gracias a la abundante correspondencia de Goet he y a su autoanálisis, puede servir de modelo para com prender a muchos otros genios maníaco-depresivos. François-Pierre Gontier, llamado Maine de Biran, es un filósofo francés de fines del siglo xvm y principios del XIX, actualmente desconocido. Su diario nos ofrece una bellísima ilustración de las fluctuaciones estaciona les del humor del creador y la inspiración literaria: Mayo de 1815: «Estoy en la neurosis de primavera, y por afán de hacer demasiado no hago nada.» 23 de mayo: «Me siento feliz del aire que respiro [...] me pare ce que la inspiración se ha introducido por completo en la sensibilidad.» 17 de junio: «Irresistible voluptuosidad de pensar; inspiración.» 4, 6, 17 de octubre: «Vacío en las ideas. Tristeza.» 25 de enero de 1816: «Triste y perezoso. Mi vida es inútil.» 24 de abril: «Soy otro hombre; todos los días me parecen fiesta. En esta época del año hay algo que me da la impresión de que arrastra mi alma a otra región y le da una fuerza capaz de superar toda resistencia.» 13 de abril de 1917: «Excitado.» 7 de mayo: «Trabajo en Condillac.» 10, 18 de julio: «Actividad maravillosa.» 12 de octubre: «Me he transformado; el pensamiento tiende a lo vulgar, a la necedad.» 22, 23, 25 de noviembre: «Excitación estéril. Alteración de todas mis facultades mentales.» Maine de Biran, que jamás manifestó una patología clara, nos deja el testimonio excepcional de la evolución diaria de su estado anímico. Al igual que multitud de crea dores, presenta una estructura bipolar maníaco-depresi —
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va en un grado mínimo, es decir, sin que las intermiten cias depresivas o maníacas alcancen un nivel calificado de patológico. Styron hablaba, refiriéndose a él, de una «depresión recurrente infraclínica», de la que habría to mado conciencia a posteriori y que acompañaría el con junto de su obra. La observación de Maine de Biran nos permite comprender hasta qué punto las variaciones cí clicas del humor marcan la invención y la creatividad. Resulta fácil imaginar que semejante sensibilidad pre dispone a la exaltación necesaria para el genio, pero tam bién a la depresión, que es su corolario. La depresión estacional del gran dramaturgo norue go Henrik Ibsen es otro modelo que permite compren der cómo el estado de ánimo vira hacia la exaltación. Ibsen, joven autor en el teatro de Bergen, probará todos los géneros. Se sumirá en la depresión a los treinta años, en 1858, y pensará varias veces en el suicidio. Cuando en 1864 parte para Italia y se exilia allí más de veinte años, la influencia meridional parece liberarlo. Descubre, dice, «lo que tengo que decir» y escribe sucesivamente todas sus obras maestras hasta 1873, en que comienza un período estéril de cuatro años en el transcurso del cual viaja por Europa y sobre todo a Múnich. En 1877 regresa a Roma y reanuda su obra abandonada. La al ternancia entre los períodos creadores y los períodos es tériles, entre el sol de Italia y los débiles rayos del norte de Europa es manifiesta. Un psiquiatra noruego, el doc tor Ytrehus, acaba de formular con referencia a Ibsen la hipótesis de una forma de trastorno bipolar estacional activado en un sentido por la noche, el frío y la lluvia del cielo noruego, y en el sentido contrario por el sol y el calor de Italia. Samuel Coleridge, huérfano de padre a los diez años, vivió una adolescencia turbulenta, sufrió la depen dencia del opio y luego tuvo un fuerte período creativo seguido de un agotamiento psíquico. Aunque se pueda —
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pensar que la toxicomanía incrementó, agravó o incluso desencadenó sus trastornos del humor, Coleridge tam bién parece haber vivido una alternancia maníaco-de presiva, ya que el conjunto de su obra fue escrito en tan sólo unos años, entre 1798 y 1803, en el transcurso de fases maníacas y melancólicas. La alternancia maníaco-depresiva ha sido evocada con referencia a numerosos creadores o personajes fuera de lo común, entre los que cabe citar a Balzac, Auguste Comte, Gérard de Nerval, Lutero, Byron, Schumann, Géricault, Gary, Hemingway, Althusser, Jean Rostand, Dañinos, Frédéric Dard..., que eran más o menos cons cientes de esta evolución. Schumann, entre otros, repre senta la alternancia mediante una especie de conciencia bipolar en torno a dos personajes, Eusebius y Florestan, dobles o seudónimos tras los que se oculta, como haría un titiritero. Eusebius es un poeta nostálgico y Florestan, el genio impetuoso; el primero es melancolía, el se gundo, exaltación. Las Kreisleriana están compuestas de continuas yuxtaposiciones de motivos antinómicos, al igual que la vida del músico está hecha de alternancia cíclica. El carácter familiar de la enfermedad maníaco-de presiva va acompañado de una fuerte predeterminación. Kay Jamison, que ha estudiado la genealogía de veinti cinco familias de creadores, ha hecho observaciones sorprendentes sobre determinados detalles biográficos o genealógicos con frecuencia silenciados. Alfred Tennyson, el poeta más importante de la Inglaterra victonana, estaba obsesionado por la grave herencia mental fa miliar, que llamaron «la sangre negra de los Tennyson». Su padre, epiléptico, murió en el manicomio, tenía un hermano profundamente depresivo, otro psicòtico que estaba internado, otros también con tendencias depre sivas, mientras que Alfred se hallaba invadido por una melancolía crónica que en ocasiones daba paso a una — 161 —
breve remisión. Jamison formula la hipótesis, muy ve rosímil, de un trastorno familiar del humor que en él se manifestaba en forma de depresión. Encontramos la misma enfermedad familiar en la trágica historia de Virginia Woolf: un padre maníacodepresivo que será el redactor de los sesenta y tres volú menes del Dictionary of National Biography, una madre melancólica, un primo hermano fallecido durante un episodio maníaco y trastornos del humor en todos sus hermanos y hermanas. El escritor Henry James, que sufrió una depresión recurrente, tenía dos hermanos maníaco-depresivos y varios familiares con depresiones. El padre de Robert Schumann padecía una enfermedad maníaco-depresiva, su hermana Emilie y su tío se suicidaron y uno de sus hijos pasó treinta años internado. También se puede evocar la grave herencia familiar de la madre de Byron, las múltiples enfermedades maníaco-depresivas y de presiones en su ascendencia; al parecer, el padre de By ron se suicidó, y su hija, una notable matemática, tuvo episodios delirantes. Cabe citar también al filósofo Ludwig Wittgenstein, que vivió sumido en la depresión y la tentación del suicidio entre las fases creadoras de su intensa obra. Su hermano mayor, músico prodigio, se suicidó en 1902; el tercero, homosexual, se envenenó en 1903, y el siguiente se suicidó tras la derrota de 1918. Al más joven, Paul, célebre pianista, Maurice Ravel le de dicó el concierto para mano izquierda que había escrito para él. Jamison nos relata también el caso de dos familias sorprendentes: la de Hemingway y la de Van Gogh. El 2 de julio de 1961, al quitarse la vida disparándose con una escopeta, Ernest Hemingway repite el gesto de su padre en 1928, pero también el suicidio de su hermano y el de su hermana, hechos menos conocidos. Uno de sus hijos presentará esa misma enfermedad maníaco-de —
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presiva que provoca tantos suicidios en los momentos agudos de sus impulsos de angustia. Similar es el caso Vincent, que hoy puede considerarse una evolución ma níaco-depresiva en razón del carácter impulsivo y es tacional de su obra y, sobre todo, de la fuerte herencia familiar. Van Gogh padecía todos los veranos fases ma níacas que coincidían con una exaltación de su pintu ra. Theo, su inseparable hermano, fue hospitalizado en el centro psiquiátrico de Utrecht y murió psicòtico; su hermano pequeño se suicidó, y Wilhelmina, su herma na, pasó muchos años internada. Evidentemente, tales precisiones no parecen muy edificantes en una biogra fía, en especial cuando se es, como Vincent, hijo y nieto de pastor. Por último, el interesantísimo estudio de Nancy Andreasen sobre la permanencia de la creatividad en los parientes de primer grado de treinta escritores y de treinta sujetos no creadores, ha demostrado claramente que la creatividad y los trastornos del humor «se pre sentan conjuntamente en las mismas familias», con una frecuencia elevada de los trastornos emocionales en los padres de creadores. Estas frecuentes variaciones pato lógicas parecen estimulantes cuando son moderadas, pero resultan nefastas para la creación y sobre todo constitutivas de un riesgo vital, el del suicidio, cuando son mayores.
8.
El
su ic id io
«El suicidio es uno de los tristes privilegios de la es pecie humana; para matarse es preciso saber primero que se vive, y que se vive mal», afirma Paul Morand en L art de mourir, su bellísimo ensayo sobre el suicidio en el mun do de la literatura. Sobre el suicidio se ha dicho de todo, según el mo-
mentó, el talante, la época, la moda..., porque, como precisa Morand, «en seis meses incluso la muerte cam bia de moda». Se ha dicho de todo sobre el suicidio metafísico de «las personas refinadas y los filósofos», de esa «enfermedad de los pueblos corruptos», según la fór mula de Chateaubriand, del suicidio ideológico, del sui cidio desinteresado, del «suicidio hermoso», del suicidio solución, del suicidio testamento... Pero no olvidemos que detrás de cada suicidio siempre hay sufrimiento y un intenso dolor espiritual. La frecuencia del suicidio entre los creadores, espe cialmente literatos y poetas, resulta pasmosa. Durante su depresión, y mientras a su alrededor desaparecían es critores allegados y amigos —se refiere a Abbie Hoffman, Randall Jarrell, Primo Levi—, William Styron se rebela recordando a «Hart Crane, Vincent Van Gogh, Virginia Woolf, Arshile Gorky, Cesare Pavese, Romain Gary, Vachel Lindsay, Henry de Montherlant, Sylvia Plath, Mark Rothko, John Berryman, Jack London, Ernest Hemingway, William Inge, Diane Arbus, Tadeusz Borowski, Paul Celan, Ann Sexton, Serguéi Esenin, Vladímir Maiakovski..., la lista es interminable» (Tendidos en la oscuridad). ¿Por qué esos hombres y esas mujeres dotados de tanto talento se han visto abocados al sui cidio? Existen dos puntos de vista antagónicos que reflejan una vez más la dicotomía del alma y el cuerpo que se si gue pretendiendo adjudicar al hombre: el punto de vista de la filosofía y del suicidio existencial, y el de la medi cina y la psicopatología. Lejos de ser una negación de la voluntad, el suicidio aparece a los ojos del filósofo como el signo más pode roso de la afirmación. En el preciso instante en que se elimina, el suicida afirma, paradójicamente, su voluntad de vivir. Hay que liberarse de la ilusión, dice Schopenhauer: «El que se mata, desearía vivir.» El suicidio apa —
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rece aquí como una prueba suprema de la voluntad que acredita lo humano, el control de las condiciones de la existencia y la libertad otorgada a cada cual para decidir su propio destino. El psicoanálisis propone un modelo intermedio en tre medicina y filosofía. En el orden de lo simbólico, el suicidio equivale a matar el objeto al que no se puede de cir adiós. ¿Qué se quiere matar cuando alguien se qui ta la vida? ¿Una parte de sí mismo? ¿Una imagen arcai ca? ¿Un pasado sobreinvestido? ¿El dolor presente? ¿La vida? «Las muertes voluntarias de escritores —responde François Nourrisier— siempre expresan de una forma radical una incapacidad para el “ oficio de vivir”, una di ficultad de ser que comparten con todos los creadores» {Le Magazine Littéraire, 1983). Esta opinión, válida en lo que se refiere a la literatura, parece que debería ser sopesada en otros dominios de la creación, como la pin tura y la música. En cuanto al médico, no explica sino que describe, constata. Ante el suicidio, constata la muerte llamada voluntaria. Constata la impresionante realidad del sui cidio: doce mil muertos al año en Francia, repartidos aproximadamente entre nueve mil hombres y tres mil mujeres. Una sorprendente proporción que permanece estable año tras año —alrededor del cuarenta por cien mil en el caso de los hombres y del quince por cien mil en el de las mujeres— y que mantiene la misma relación —el doble o el triple de hombres que de mujeres— en todos los países de Occidente. Esta estabilidad socioló gica ya enunciada por Durkheim hace un siglo parece difícil de explicar basándose tan sólo en la suma de los destinos individuales o la voluntad concertada de los sui cidas anuales y la exigencia únicamente de la pulsión de muerte. Sobre todo teniendo en cuenta que dichos sui cidas coinciden todos los años en el momento de suici darse, ya que se observa invariablemente un gran au —
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mentó de la frecuencia del suicidio en el mes de mayo y otro de menor intensidad en octubre. Para nosotros, los psiquiatras, esos meses del año son los períodos de descompensación de las depresiones graves, de las me lancolías y de la enfermedad maníaco-depresiva. Esta potente tendencia y su regularidad anual nos hacen per cibir claramente el fundamento biológico que sustenta el acto suicida, pero que choca, como lo haría un insul to, con la idea literaria de la elección de la vida en la muerte, con la imagen pura e inmaculada del suicidio de los héroes. Hoy en día conocemos mejor la biología del suici dio, mejor aún que la de la depresión, en la medida en que es posible realizar el análisis cerebral de un suicida —y no de un sujeto depresivo—, lo que permite descri bir a posteriori la tonalidad humoral de las depresiones graves habitadas por las pulsiones suicidas. Aunque resulte difícil imaginar lo que vive el hom bre o la mujer en los días que preceden a un intento de autólisis, todos nosotros hemos reaccionado ante la no ticia del suicidio de un allegado. Pero hemos reacciona do con nuestras propias defensas, nuestro sistema de ex plicación del mundo, los elementos de nuestra propia vida. Es preciso imaginar que las ideas suicidas están pre sentes durante meses, agazapadas en los repliegues de la vida durante años. Al releer algunas de sus novelas tras haber superado la depresión, William Styron confiesa que le sorprende haber recreado tantas veces el paisaje de la depresión y removido el tema del suicidio que lle van a cabo tres de sus personajes principales. Para aca bar, en el colmo de la paradoja, muy poco noble con respecto a una filosofía, es muy frecuente que el melan cólico ponga fin a su vida para acallar esa voz interior lancinante e imperiosa que reclama el suicidio. El suicidio aparece como el mayor peligro de la evo lución depresiva, posible desenlace a su vez de la angus 166 —
tia existencial de las neurosis. En lo que a esto respec ta, la realidad biológica del suicidio no invalida en ab soluto la historia individual, los conflictos intrapsíquicos, la lucha permenente de las pulsiones de vida y las pulsiones de muerte, ni tampoco las posiciones filosó ficas personales, sino que afirma que se ha cruzado el umbral de la evolución psicológica voluntaria. Todas nuestras observaciones lo confirman: el 90 % de los sui cidas presentan trastornos mentales, y entre el 60 % y el 80 % de ellos una enfermedad depresiva, tal como ya presentía Voltaire cuando afirmaba en una carta a M. Mariott: «En general, uno no se mata en un acceso de razón.» Me parece muy importante erradicar una idea falsa: la de la decisión voluntaria del suicidio, equivalente a la elección existencial de los filósofos de la Antigüedad. Jamás le he oído decir a un individuo depresivo, per manentemente habitado por la lancinante obsesión del suicidio, que él mismo había concebido tales ideas. «Además, las ideas vuelven una y otra vez, se imponen, se agolpan en mi cabeza. ¿Qué puedo hacer para dete nerlas?» Con independencia de la historia personal, la pul sión suicida demuestra una caída brutal de la estima y la confianza en uno mismo, así como un derrumbamiento de todos los niveles de deseo —«ya no tengo ganas de nada»—, simultáneos a la disminución de determinadas hormonas cerebrales, en especial la serotonina. Nume rosos estudios han demostrado la débil concentración de 5-HIAA, una sustancia derivada de la serotonina, en el líquido cefalorraquídeo de los suicidas. Otros estu dios han puesto claramente de relieve el aumento de los receptores de antidepresivos en el cerebro de los sui cidas, como si éstos manifestaran la escandalosa falta de esas hormonas cerebrales necesarias para su equili brio. Un último argumento para finalizar: resulta profun — 167
damente sorprendente ver desaparecer en unos días las ideas de suicidio por haber ingerido un antidepresivo apropiado, es decir, por haber recuperado las hormonas cerebrales su nivel normal. Si las ideas de suicidio fueran voluntarias y elaboradas conscientemente, habría que admitir que modifican las hormonas, pero además que dichas hormonas pueden modificar a su vez las ideas y hacerlas desaparecer, lo que parece de todo punto in compatible con la tesis del libre albedrío. Si se observa con este prisma el suicidio de los creadores y los perso najes excepcionales, si se penetra sin apriorismos en su biografía, los últimos días de su vida no parecen en ab soluto diferentes de los de los pacientes que tratamos en las mismas condiciones. Encontramos una reflexión idéntica en Wittkower, a quien le asombra no encontrar en el suicidio de los artistas el valor y la decisión lúcida que preconizaba la Antigüedad. «Los casos de los que tenemos conocimiento son menos heroicos; evocan las dificultades, los sufrimientos y las frustraciones de hom bres atormentados.»
El 27 de febrero de 1854 es lunes de Carnaval. Des de hace varios días, Robert Schumann se halla habita do por ángeles y demonios y sabe que está enfermo. Las angustias lo acosan de forma obsesiva. Wasielewski cuenta: «Durante la conversación, el maestro salió de la estancia sin decir palabra. Creíamos que iba a volver [...]. Había salido de casa sin arreglarse y con la cabeza des cubierta; había ido directamente al puente del Rin y se había arrojado al río, en un intento de poner fin a sus sufrimientos. Unos bateleros saltaron desde una barca y lo sacaron del agua. Había salvado la vida, pero ¡qué vida tan triste!» (citado por Gavoty). En 1880, Nietzsche tiene treinta y seis años, la edad a la que murió su padre, y comienza su vida errante: —
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Venecia, Turín, el invierno en Eze, el verano en Sils-Maria. Su estado de ánimo es inestable, y las ideas de suici dio permanentes. Tras su ruptura con Lou Andreas Sa lomé, parece ser que en 1882 intentó suicidarse tres veces tomando una sobredosis de doral. En una evolución cí clica como la de Nietzsche, es habitual que los temas del suicidio sean recurrentes durante largos años y se im pongan de forma obsesiva e imperiosa cuando la moral se viene abajo, por ejemplo, en este caso, a raíz de la he rida en el narcisismo provocada por la ruptura. Sin em bargo, en el transcurso de este episodio agudo será cuan do conciba la idea del superhombre, rival de la gran naturaleza, y comience Zaratustra. Leonard Woolf da fe del temperamento suicida de su mujer, Virginia, en los graves momentos de melanco lía que salpicaron su larga enfermedad maníaco-depresi va. Resulta difícil admitir que esos impulsos tengan un carácter voluntario: «En el estadio depresivo, todos sus pensamientos y emociones eran lo contrario de lo que habían sido en el estadio maníaco. Se hallaba sumida en una melancolía y una desesperación profundas, apenas hablaba, se negaba a comer, se negaba a creer que estaba enferma y afirmaba que su estado se debía a su propia culpabilidad; en el paroxismo de este estadio fue cuando intentó suicidarse, durante la crisis de 1895, tirándose por la ventana, y en 1913 tomando comprimidos de Veronal; en 1941 fue al Ouse para ahogarse» (citado por Anne-Marie Pezous). En la noche del 1 al 2 de enero de 1892, Maupassant es asaltado por las angustias de su demencia sifilítica e in tenta quitarse la vida. Será internado en la clínica del doc tor Blanche, en Passy, donde murió un año más tarde. Los intentos de poner fin a sus días, que pertenecen a la historia de cada uno, tienen en común una profunda atmósfera melancólica y cierto automatismo en los ges tos y las ideas. ¿Qué significa «voluntad» en tales mo —
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mentos de abatimiento? Es evidente también que en el marco de una ideología del libre albedrío, la postura de la Iglesia, que condena al suicida negándole una sepul tura cristiana, ha reforzado la tesis de la supuesta volun tad de suicidio y, a fin de permitir la inhumación, ha aconsejado declarar la muerte natural. Así, en los siglos pasados los suicidios fueron sin duda alguna más fre cuentes de lo que hoy en día parece. Auguste Comte, el fundador del positivismo, profe ta y sumo sacerdote de la Humanidad, como él se cali ficó, trató de suicidarse ahogándose durante un acceso melancólico de su psicosis cíclica. Por supuesto, sus ac cesos maníacos o depresivos, que siempre se declaraban en primavera, no tenían nada de voluntario ni de delibe rado. No obstante le dieron la energía de su obra y la originalidad de su filosofía predelirante. Al releer algunas biografías o análisis de obras, me sorprende constatar la unanimidad a la hora de hablar de voluntad o de decisión consciente a propósito del suicidio de los creadores o los grandes hombres, cuando mi experiencia clínica me haría desterrar esos dos térmi nos del vocabulario de un suicida. Desde hace semanas, ese hombre —o esa mujer— lucha contra un sufrimien to indescriptible del que en la mayoría de los casos ja más le ha hablado a nadie. Es presa de las angustias y la constante imprecación de la muerte. N o decide. Está tan dominado que no puede decidir. Es el juguete de sus angustias. Es manipulado. Está presionado y, al límite de sus fuerzas, se rinde a la voz imperiosa que le recla ma la vida. Todavía hay quien se resiste a comprender este vín culo casi constante entre el suicidio y el acceso melan cólico, quizá para conservar la imagen del ser conscien te y dueño de sus decisiones, sobre todo cuando se evoca a un personaje excepcional. En un reciente análisis crí tico de una biografía de Jack London se comenta: «Es —
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cierto que murió voluntariamente a los cuarenta años...», y más adelante se precisa: «Hijo bastardo [...] fogosidad y dinamismo [...] minado por el alcoholismo [...] durante toda su vida le atormentó la idea del suicidio», como si pudiera no haber relación entre las ideas obsesivas de muerte que se imponen infatigablemente y el acto im pulsivo de la liberación. ¿Decisión? La voluntad es muy poca cosa en ese momento inusitado del arrebato suici da, del impulso incontrolable, de la oleada melancólica. En su vivo testimonio Tendidos en la oscuridad, William Styron describe ese estupor automático que acom paña la preparación de la muerte, esa especie de lasitud liberadora que invade el pensamiento y todo el campo de la conciencia en las fases mayores de la depresión. Styron se declara como alelado, en un estado hipnótico que, en su caso, se desvanecerá al escuchar una rapsodia de Brahms que despierta a la vida a su ser dormido: «Esa melodía a la que [...] en mi embotamiento había permanecido insensible durante meses...» La biografía de Chaikovski publicada recientemente por André Lischke levanta el velo sobre su probable suicidio en 1893, cuando la leyenda familiar escrita por sus hermanos y su sobrino, y piadosamente mantenida por la ortodoxia musical y el mundo de los soviets, lo había hecho morir del cólera en unos días. En la época, Diáguilev y el círculo musical de San Petersburgo ha bían mencionado la hipótesis del suicidio de Chaikovs ki en un momento de desesperación, cuando estaba a punto de ser acusado públicamente de homosexualidad debido a su gran interés por el sobrino del zar. El temor a un escándalo y las presiones ejercidas sobre él pudie ron influir en la frágil personalidad del compositor, al que se describe como abúlico, triste y masoquista, y pro vocar el arrebato necesario para su acto suicida.
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Uno no puede sino sentirse sorprendido por la gran frecuencia del suicidio y de los intentos de suicidio en el ámbito de la literatura, y por su escasez en el de la pintura y la música. En una amplia revisión biográfica del mundo de la pintura, Wittkower sólo encuentra ca torce casos de suicidio en cuatrocientos cincuenta años, de 1350 a 1800: cinco en Italia y nueve en el norte de Europa, y ninguno que no sea de un artista importante. Excepto el caso de Schumann y el probable suicidio circunstancial de Chaikovski, únicamente es posible se ñalar algunos intentos en el universo de la música, pero nada comparable al azote de la muerte melancólica que se ensaña con el mundo de las letras. ¿Acaso la literatu ra toca un fruto prohibido? ¿Acaso el ojo y el oído pro tegen de la locura suicida? Por lo demás, se ha sostenido como tópico que los creadores que expresan en su obra la idea del suicidio no pasan a la acción, mientras que los que no hacen re ferencia a ella lo llevan a cabo. De inmediato se piensa en Goethe y Los sufrimientos del joven Werther, proto tipo literario del suicidio melancólico que quizá cristali zó los impulsos suicidas del joven Goethe, puesto que éste jamás atentó contra su vida pese a la grave ciclotimia que padecía. Se puede evocar el doble suicidio con el que concluye Los niños terribles, de Cocteau, la muerte de Emma Bovary, o el que pone fin a El triunfo de la muerte, de Gabriele D ’Annunzio. Por el contra rio, esto no se verifica en escritores como René Crevel o Cesare Pavese, que construyeron su vida y su obra en torno a la idea del suicidio-obsesión y que lo ejecuta ron. Es razonable pensar que la idea se impone en su mente —y no que su mente la decide—, debido a una larga evolución enfermiza. Pero la elaboración imagina ria siempre convertirá el pensamiento de un creador en una trayectoria fuera de lo común. «Todos esos suici dios son reales —advierte Paul Morand—. Ha corrido —
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sangre de verdad. Y sin embargo, son literarios, debido a la influencia que primero sufrieron y después ejercie ron a su vez» (Uart de mourir). Si no fuera porque en él interviene la insoportable presión de la desesperación, podríamos describir un sui cidio testamento. En 1897, Paul Gauguin, de regreso en Tahití para una última estancia en las islas, concibe el fin en un momento de gran angustia en el que se mez clan excitación y depresión. Abandonado por su mujer y abatido por la muerte de Aliñe, su amada hija, Gau guin se sume en la depresión y se pasa meses hablando de matarse. En diciembre, y según sus propias palabras, pinta «durante todo el mes..., día y noche, con un fre nesí inusitado», y nos deja ese monumental testamento pictórico que titula: ¿De dónde venimos? ¿ Qué somos? ¿Adonde vamos? Luego se marcha a la montaña y se to ma una dosis masiva de arsénico. La naturaleza se ven ga: vomita y vivirá cinco años más en condiciones pre carias y enfermo. El arrebato suicida impresiona porque se produce de un modo súbito, como un trueno en un cielo sereno. Eso es lo que se ha dicho de Malcolm Lowrv o inclu so de Vincent Van Gogh. Si bien Lowry vivió una exis tencia atormentada entre el alcohol y la literatura, su suicidio sobrevino en 1957, cuando tenía numerosos pro yectos y trabajaba al mismo tiempo en seis libros que quedaron inacabados. «Es decir —señala Evelyne Piei11er—, que en realidad la muerte no acudía a una cita sino que surgió como una tentación irresistible» {Le Magazine Littéraire, 1988). Al igual que más tarde Dalí, Vincent es un hijo sus tituto que toma el nombre y ocupa el lugar del herma no mayor muerto un año antes. Después desarrollará la grave enfermedad familiar, marcada por las «crisis». Pe ro en 1890, de regreso en Auvers, nada parece presagiai su acto. No se encuentra ninguna alusión al suicidio en —
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su abundante correspondencia. Y el 27 de julio se dispa ra en el pecho con un revólver. El arrebato suicida es un impulso brutal que puede sobrevenir en cualquier mo mento y empujar al melancólico a la muerte. Desde ha cía casi un mes, y pese a su desesperación, Vincent pin taba intensamente. El impulso, imprevisible, se apoderó de él. Esa posibilidad permanente del suicidio hace que el melancólico corra peligro de muerte, sobre todo cuando se desoye a sí mismo o se le desoye. El suicidio repetición nos remite a la obsesión del duelo imposible que aparece una y otra vez como un mensaje lancinante en la vida o en la obra. Puede tratar se de Hemingway repitiendo el gesto de su padre; de Romain Gary, profundamente afectado por la muerte de Jean, pese a que hubiera afirmado en su última decla ración a la prensa: «Ninguna relación con Jean Seberg»; de Klaus Mann, el hijo mayor de Thomas, cuyo suicidio en 1949 se produce como un eco del de René Crevel, del que no había llegado a recuperarse. Los vínculos que unen a dos seres pueden ser de identidad, de admira ción, de fusión, pero en ocasiones lo suficientemente ar caicos para que no puedan imaginar que la muerte vaya a separarlos. En 1941, a su regreso del exilio brasileño en Petrópolis, Stefan Zweig se hunde en el pesimismo que le inspiran el estado del mundo y el avance de la guerra. Su estado depresivo no deja de empeorar. El 2 de septiembre escribe a Jules Romains: «Ante todo es pre ciso recuperar el equilibrio y combatir el cansancio mo ral que me ha invadido durante los últimos meses.» El 23 de febrero de 1942, mientras asistía al carnaval de Río, se derrumba al enterarse de la caída de Singapur y se suicida con su mujer. La enfermedad maníaco-depresiva de Max Linder se manifiesta a través de una hiperactividad profesional que le hace triunfar en Hollywood, participar en más de trescientas películas y convertirse en presidente de la —
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Sociedad de Autores, y al mismo tiempo sumirse en la melancolía cuando ha caído el telón. La euforia del éxi to deja paso entonces a las fases depresivas y más tarde melancólicas. «Noto que ya no soy cómico [...] sin em bargo, me empeño en estar alegre, en estar contento, canto a voz en cuello, silbo, bailo [...] y estoy triste, in finitamente triste», le escribe a su madre en 1921 (citado por Brigitte Degeilh). Tras dos intentos de suicidio de la pareja en 1924, arrastra a su mujer a la muerte un año después, como consecuencia de grandes fases melancó licas que le hicieron dimitir del cargo de presidente y abandonar todos los proyectos. El acompañamiento en la muerte, como para com partirla, como para no quedarse solo en el mundo, tam bién aparece en la trayectoria melancólica del poeta y dramaturgo alemán Heinrich von Kleist, quien el 21 de noviembre de 1811, a los treinta y cuatro años, abruma do por la vida y minado por la melancolía, se quita la vida junto con una joven exaltada, Henriette Vogel, a orillas del Wannsee. Un suicidio romántico, se podría añadir, puesto que los románticos alemanes hablaron mucho de la muerte y del taedium vitae, ese hastío de una vida inactiva y sin objeto. Suicidio desesperación de un poeta genial destinado a un singular futuro, «pero —dice Alfed Bougeault en 1875— una enfermedad mental interrumpida por intervalos de lucidez detuvo el desarrollo de sus facultades poéticas». En todos los cre adores enfrentados a la melancolía y el suicidio, encon tramos la huella de una enfermedad depresiva cuyo de senlace es el suicidio. La depresión y el suicidio marcan el ritmo de Les désemparés, ese juicioso análisis de cincuenta y tres retratos de escritores realizado por Patrice Delbourg. Jacques Rigaut, ese dandi de la irrisión, «aventureman —
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suicida», como se llamaba a sí mismo, que cultivaba el suicidio como una idea fija, fundó una Agencia General del Suicidio y se disparó un tiro en el corazón, antítesis de la muerte romántica. Ghérasim Lúea se arrojó al Se na en febrero de 1994 para dejar un mundo «donde ya no hay lugar para los poetas». André Frédérique, poeta y bufón grandioso, eligió a los cuarenta y dos años un cóctel magistral: coñac, gardenal y emanaciones de gas, al igual que diez años más tarde su amigo Chaval. Gérald Neveu, el Lorca de La Canebiére, desapareció a los treinta y nueve años sumido en el fracaso y la soledad. También Jean-Pierre Duprey, poeta fulgurante, se ahor ca en la puerta de su estudio tras haber enviado a André Bretón su último manuscrito, La fin et la maniere; JeanPhilippe Steinbach, llamado Salabreuil, «eterno niño serio», se marcha a los treinta años; y Francis Giauque, poeta sumido en un delirio desesperado, se corta las ve nas a los treinta y uno.
¿Y qué decir del suicidio en pareja de Victor Escousse y Maurice Lebras, que evoca Tristan Corbière en Un jeune qui s'en va y que se lee entre líneas en Chat terton, de Vigny? Tan sólo tenían diecinueve y veintiún años respectivamente. Esta enfermedad de la juventud romántica, que maneja la desesperación con la incons ciencia del genio, nos muestra el estrecho parentesco entre la poesía y la muerte, el trabajo en lo más profun do de uno, en el corazón del sacrificio. La articulación íntima de los sentimientos primordiales y la identidad se oculta en el fondo de las palabras, y sólo la poesía pe netra tanto en el alma. Algunos llamarían locura a lo que llamamos poesía, cuando la idea se vive en susti tución de la vida y como un plumazo. El 11 de febre ro de 1862 Jules Lequyer, ese idealista apasionado, se adentra a nado en el mar hasta que se queda sin fuerzas. —
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«Esa creencia en la libertad, quisiera comprenderla in cluso a costa de mi razón», había escrito. En el firmamento de los creadores hay numerosos poetas caídos en el campo del honor: Alphonse Rabbe y Jacques Vaché, los meteoros surrealistas desaparecidos entre las brumas del opio; Henry de Montherland, Walter Benjamin, Nicolás de Staél, Raymond Roussel, Pierre Drieu la Rochelle, Jean-Louis Bory, Pierre Molinier, Ernest Hemingway, Mishima Yukio, Kawabata Yasunari...
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IV
LOS LÍMITES DEL GENIO «¿En qué punto deja de existir la seguridad del espí ritu? —pregunta Bretón en 1924, en el Manifiesto del surrealismo—. Queda la locura —prosigue—, la locura que solemos recluir, como muy bien se ha dicho. Esta locura o la otra...» En la libertad de su pensamiento sin contraste, Bre tón enuncia esa dualidad de la locura que tiene tanto sentido en nuestro interrogante sobre el genio y la crea ción. La otra locura, la locura creadora, es necesaria para el alma del genio, la alimenta con su savia inédita. Respecto a esto se puede decir, junto con la tradición, que siempre hay un poco de locura en el genio, pero una locura muy distinta de la enfermedad mental, pues la creación tiñe el espíritu de un color muy particular y, en contrapartida, la locura dota a la creación de una sen sibilidad inigualable. Si bien nos vemos forzados a ha blar del genio en términos patológicos cuando se dan grandes accesos de locura, ello no anula en absoluto el va lor de la inspiración que puede animar al poeta en el mis mo momento. El verdadero laboratorio de la obra está en el ser interior, con su libertad y sus contradicciones. Si está enfermo, la enfermedad forma parte de la obra, no deja de ser una obra. —
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En esta imprecisa linde entre el genio y la locura se alzan tres Gorgonas: la locura estéril, que paraliza la obra, la ilusión engañosa del arte de los locos y la terri ble maldición de los desechos del genio.
1. L a
l o c u r a e s t é r il
«¿Qué es pues la locura, en su forma más general pero más concreta, que rechaza desde el principio todas las influencias del saber sobre ella? Nada más, sin du da alguna, que la “ausencia de obra”.» En estas líneas del prefacio a la primera edición de su Historia de la locura en la época clásica, Michel Foucault lanza («un poco a ciegas», precisará más tarde) esta frase lapidaria y reduc cionista que hoy en día adorna todas las reflexiones so bre el arte: «locura, ¡ausencia de obra!». En el paroxismo de la crisis, la angustia de la locura paraliza las fuerzas creativas. Toda la atención del poeta se centra en el do lor moral, que ofrece su abismo insondable. Entonces el pintor deja de pintar, el músico de componer, el poeta de escribir, el sabio de pensar, el profeta de hablar. Se ha cerrado el acceso a la verdad. «Del hombre al “hombre verdadero”, el camino pasa por el “hombre loco”», dice también Foucault (op. cit.). Eso suponiendo que se tratara de la otra locura, la que comunica con la libertad. Pero la alienación mental, la que convierte en «otro» en el sentido de alienus (otro), la de la demencia y los accesos violentos, la de la exal tación y la sinrazón, la mirada extraviada, ofuscada, alelada, la alienación de la melancolía, de la psicosis y de la depresión, ésa no permite ningún tipo de crea ción. Fíay innumerables ejemplos de ello en todos los te rrenos de la creación. Minado por el éter y la sífilis, Maupassant fue víctima de la esterilidad literaria tras la —
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publicación de Notre coeur en 1890. Al parecer era el primer signo de su demencia. Su vida literaria había ter minado. En los momentos agudos de su enfermedad cícli ca, Robert Schumann se quedaba paralizado y no com ponía. «En cuanto comenzaba a realizar un trabajo inte lectual —relata el médico que lo examinó en Dresde—, aparecían temblores, lasitud y frío en los miembros inferiores, un estado de angustia acompañado de un miedo característico a la muerte, que se manifestaba mediante el miedo a las montañas altas y las habitacio nes elevadas...» (citado por Rémy Stricker). Luego, el acceso depresivo cedía habitualmente ante la fecundidad del episodio maníaco. Pero a partir de 1854, la locura y la melancolía invadirán su mente hasta el extremo de no volver a dejar sitio a la obra. Aun así, en la mañana del 23 de febrero, y pese al delirio que lo habita, todavía compone unas Variaciones sobre un tema en mi bemol. Sin embargo, la demencia es demasiado fuerte, la obra ha terminado. Schumann murió dos años más tarde en la casa de salud del doctor Richarz, cerca de Bonn, sin haber podido recuperar la música. Otro tanto podría decirse del final de la vida de Nietzsche, quien, tras la extraordinaria creatividad del año 1888 y la euforia de Turín en enero de 1889, no vol verá a escribir hasta su muerte, diez años más tarde. Ha llegado la hora de la demencia, que ya no deja lugar al guno a la obra. Es también el caso de la psicosis paranoica de Camille Claudel, que invade poco a poco su mente y ahoga su crea tividad a partir de 1905, antes de su largo internamiento de treinta años, de 1913 a 1943. No hay más que consta tar el desorden de las ideas que acompaña a los episodios delirantes de nuestros pacientes, y la escasa coherencia de su producción gráfica o pictórica durante las fases agu das de la enfermedad, para tomar conciencia de la impo—
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sibilidad de proseguir una obra en un acceso de locura. Los sujetos que sufren grandes delirios científicos, matemáticos o filosóficos nos muestran claramente lo que se asemejan sus ideas a las de los profetas o genios matemáticos, es decir, a «los que son como ellos» pero han triunfado a los ojos del mundo. Los inventores guar dan celosamente el secreto de su invento y el cálculo que permite establecerlo. Están convencidos del carácter re volucionario de su descubrimiento y de la importancia universal de sus ideas. Si no se posee un amplio cono cimiento de su dominio científico, en ocasiones resulta difícil saber si se trata de un enfermo delirante o de un inventor desconocido que vive su descrédito como una persecución. Hay inventores geniales: si no se les recono ce como tales, son unos paranoicos. Una vez más, la defi nición del genio incluye el reconocimiento social. Los mismos argumentos se pueden aplicar a los idea listas apasionados que sueñan con cambiar el mundo, que sueñan con la paz universal y el gran orden mun dial. Éstos nos ofrecen su delirio exuberante con una fe muy convincente en numerosos casos. En cierta me dida, no son sino profetas que no han triunfado. ¿Qué habría sido de Jesús, Moisés, Lutero, Confucio o Mahoma, si no hubieran tenido discípulos? O incluso de Charles Russel, el fundador de los testigos de Jehová, de Joseph Smith, el de los mormones, de Ron Hubbard, el de la cienciología, o de Sun Myung Moon, el de la Iglesia de la Unificación. Dado que en los filósofos y los líderes el delirio y la realidad se rozan, la obra de algu nos de ellos deriva imperceptiblemente según el crédito que se tenga a bien concederles. ¿Cómo separar, por ejemplo, lo que se puede considerar metafísico de lo que es delirante en Auguste Comte cuando funda el positi vismo, esa escuela filosófica que acompañará a la era científica del siglo XX, y más adelante, en una segunda etapa, cuando enuncia su catecismo de la nueva religión —
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universal en 1852? Entonces predica la fe en el Gran Ser, la humanidad, rodeado del Gran Medio, el espacio, y del Gran Fetiche, la tierra, religión de la que por descontado él es el sumo sacerdote y cuyos ritos y dogmas establece, ayudado en dicha tarea por tres «ángeles guardianes»: Rosalía, su madre, Clothilde, su esposa e inspiradora, y Sophie, su fiel sirvienta, que más tarde se convertirá en su hija adoptiva. Desde la perspectiva de la clínica psiquiátrica, es in negable que nos hallamos en presencia de un delirio pa ranoico, aun cuando se trate de un gran filósofo. En lo que a esto respecta, los idealistas apasionados deliran en la medida en que construyen un «ideal de sí» imagina rio, impuesto por la regresión arcaica de un yo infantil todopoderoso. Y quizás Auguste Comte necesitara la extravagancia delirante de las prolongaciones teológicas de su doctrina para que su filosofía tuviera coherencia. De la misma forma, cerramos los ojos a las ideas tardías de Arthur Schopenhauer, que experimentaba una exal tación periódica de su humor cíclico y tenía fases deli rantes en los momentos maniáticos. El delirio persecu torio se mezclaba entonces con ideas de grandeza que lo convertían en el igual de Cristo, como escribirá en una carta de 1816, en un ser inspirado por ideas divinas y adorador de su propio retrato, que un admirador adqui rió para colocarlo «en una especie de capilla, como la imagen de un santo», precisa Lombroso. Esta locura estéril siempre trazará una de las fronte ras de la creación, sin duda alguna la menos previsible.
2.
El
arte de lo s lo co s
¿Puede existir un arte de los locos? Sí, responde con entusiasmo André Bretón, que decididamente es el de fensor de todas las libertades. «Los mecanismos de la —
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creación artística quedan aquí liberados de toda traba —precisa en La llave de los campos, también llamada El arte de los locos— . Merced a un turbador efecto dia léctico, el encierro, la renuncia tanto a todo beneficio como a toda vanidad, a pesar de lo patéticos que indi vidualmente puedan resultar, son aquí garantías de la autenticidad total que se echa en falta por doquier y de la que estamos cada día más sedientos.» Bretón ve en la expresión libre de la locura una gran similitud con la verdad absoluta y la pureza de los valores morales, y en el mundo cerrado del manicomio, una defensa con tra el capitalismo, que según él pervierte la expresión artística. El arte de los locos es un descubrimiento reciente, o para ser más exactos despierta cierto interés en nosotros desde fines del siglo pasado, en que al mismo tiempo se desarrolla la psiquiatría y se transforma la expresión ar tística, que ya no acepta el corsé del academicismo. N o es casual que las dos obras precursoras en la materia, Les écrits et les dessins dans les maladies nerveuses et mentales, del doctor Jean Rogues de Fursac, y L ’art chez les fous, de Marcel Réja, daten respectivamente de 1905 y 1907, la misma época en que nace el fauvismo en torno a Matisse, Rouault y Van Dongen, en el Salón de Otoño de 1905, y en que aparece el cubismo con Les demoiselles d ’Avignon, en 1907. Conceder valor a la ex presión de la locura equivalía entonces a consumar la ruptura con la estética clásica. Por lo demás, ¿acaso no se dirá más tarde al contemplar una obra esquemática y poco valorada, como es el caso de los dibujos de de mentes, «¡Parece un Picasso!»? La cuestión que plantea Rogues de Fursac es de or den clínico: ¿En qué medida el estudio de los escritos y dibujos de dementes puede servir de ayuda para diag nosticar las enfermedades mentales? Dos años más tar de, Marcel Réja contesta a esta pregunta afirmando que 184
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la producción artística de los dementes no es un simple muestrario de documentos pintorescos, sino que refleja su personalidad y, en cierta medida, el trastorno mental que padecen. No obstante, se interroga sobre «ese im pulso que obliga al sujeto a llevar a cabo una empresa desprovista de toda finalidad practica y que, corriente mente, se considera la característica más destacada de la locura». Pero por lo general también se tacha de loco al artista o el poeta que persigue un arte quimérico sin te ner en cuenta su interés material. En el centro de este debate se encuentra el interro gante sobre la naturaleza del impulso creador que se apodera del loco en un momento de fecundidad. Con viene precisar que siempre se trata de una fase manía ca o de un momento psicòtico, nunca de un acceso me lancólico. Porque ese momento productivo presenta un extraño parecido con los momentos lúcidos en los que el artista —el «vidente», como decía Rimbaud— crea su obra, habitado por la inspiración. Marcel Réja tiene el mérito de establecer dos límites a esta reflexión cuan do precisa: «Sin duda parece excesivo emplear la pala bra “ obra de arte” al referirnos a tales producciones.» Y en lo que respecta a las obras escritas, distingue a «los locos que ya eran poetas» de «los locos que no habían escrito nunca», en los que presume un papel ortopédico de la prosodia. A mi entender, esta distinción permite poner de manifiesto dos criterios importantes que pue den calificar el arte y la creación: la intencionalidad y la continuidad de la obra. Determinadas producciones «geniales» de un momento de locura carecerán de futu ro, mientras que, pese a los accesos provocados por la psicosis y los trastornos del humor, Artaud, Nerval o Van Gogh producen una obra. La proximidad natural de los accesos de genio y los accesos de locura no le pasa inadvertida a Marcel Réja, quien subraya esta evi dencia: «El hombre con sentido común y con sentido 185 —
práctico, probo trabajador, buen ciudadano y buen es poso, no fue jamás un gran poeta.» El interés por el arte de los locos se manifestó real mente a partir de 1920, apoyado por cuatro personajes de envergadura. En primer lugar fue la publicación en Berlín, en 1922, del trabajo de Prinzhorn, Expresio nes de la locura, que representaba casi cinco mil obras, llamadas «artísticas», efectuadas por cuatrocientos cin cuenta dementes, en su mayoría esquizofrénicos. A con tinuación fueron los trabajos del gran psiquiatra francés Pierre Janet, con quien André Bretón se relacionó en el hospital Sainte-Anne. Siguió, en 1924, la publicación del primer Manifiesto del surrealismo, que denunciará la psiquiatría practicada en los manicomios y el encierro de los artistas, y que al mismo tiempo preconizará el principio de la escritura automática. Finalmente, en el año 1946, Jean Dubuffet propondrá su Prospectus aux amateurs de tout genre y, en un trabajo de «descons trucción», presentará su colección de art brut, com puesta de obras de marginados, delincuentes, presos, ju bilados, y sobre todo dementes. Para oficializar este movimiento llamado «artístico», en 1950 se celebrará en París, durante el primer Congre so Mundial de Psiquiatría, la primera Exposición Inter nacional de Arte Psicopatológico —cerca de dos mil obras realizadas por trescientos cincuenta enfermos—, manifestación que fundamentalmente constituía un tes timonio del gran interés que despierta en los psiquiatras la expresión artística. Porque podemos legítimamente interrogarnos acerca del sentido y el interés de semejan te exposición, de semejante colección de obras, reunidas no en torno al proyecto de sus autores, sino más bien al deseo psiquiátrico de descubrir el origen del momento creativo. Parte de ellas procedían de talleres de arte-te rapia, donde a veces se mezclan la apatía del paciente y el deseo del psiquiatra. —
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Esta fecunda corriente científica presenta en la ac tualidad dos direcciones distintas. Una dirección analíti ca: el estudio de la psicopatologia de la expresión, que analiza los fundamentos del acto creador y sus vínculos con los procesos patológicos; y una dirección terapéuti ca, constituida por los talleres de arte-terapia. Ante todo, resulta muy sorprendente observar que en este terreno las obras en cuestión son fundamentalmen te pictóricas y plásticas, como si la pintura fuera el úni co medio de expresión de la «locura» o el más frecuente. Ahora bien, los medios de expresión más naturales para todos los humanos son la palabra y, a continuación, la es critura; por lo demás, se ha dicho con frecuencia que la escritura era para el psicòtico lo que la palabra era para el neurótico. Sin embargo, la pintura sigue siendo la expre sión que «ofrece más que ver», sobre todo desde que puede compararse con las producciones recientes del arte abstracto, el art brut, el arte concreto o incluso metafisi co. Un demente del siglo XIX, apenas liberado de sus ca denas por Pinel, no tenía ninguna posibilidad de rivalizar con el academicismo, que rechazaba incluso el individua lismo en pintura. Lo mismo sucede con la poesía de la locura, más emparentada con las escuelas modernas que con los vuelos hugolianos, más relacionada con el delirio foné tico de Isidore Izou que con el rigor métrico de Corneille o Racine. El hermoso libro de Charles Nodier Fous littéraires, que ilustra la incoherencia psicòtica de al gunos autores desconocidos, es un ejemplo de esos es critos más cercanos a la locura que a la obra. Además, ¿quién va a leer los cientos de páginas escritas de un tirón por ese paciente huraño, presa de la locura manía ca? La pluma vuela entre sus dedos. Pero no se trata de escritura automática. Es una herida abierta que deja fluir esa savia inagotable de la angustia. Es una ventana directa al inconsciente, que se esparce a lo largo de las —
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páginas. Su delirio lo libera. Se detiene exhausto, pero sosegado. Esos escritos no tienen, en general, ninguna pretensión ni ningún interés literario. Sin embargo, son la expresión espontánea más frecuente de los momentos de locura, que han cimentado la intuición del arte-tera pia e iniciado la reflexión sobre la función de la obra en el artista. Por orden de frecuencia, la expresión de la locura será, pues, escrita, pictórica y, muy excepcionalmente, musical. En la literatura psiquiátrica sobre este tema tan sólo he encontrado un caso de expresión delirante mu sical espontánea. Mientras sufría un delirio persecutorio y de grandeza, ese paciente, que creía ser un músico cé lebre y reconocido, compuso piezas para piano, violín y oboe, e incluso un cuarteto para cuerda. A diferencia de la escritura, que todos aprendemos en la infancia, y de la pintura, que practicamos de forma espontánea, la músi ca requiere un largo aprendizaje técnico que limita su posibilidad de expresión en la locura. Resulta realmente sorprendente observar que en el mundo de la música los trastornos psicopatológicos se dan con menor frecuen cia, hecho reforzado por la ausencia casi total de ex presión musical de la locura. Con excepción de Schumann, Wolf y Beethoven, cuyos trastornos enfermizos no fueron un impedimento para la obra, encontramos relativamente poca patología psicológica y mental en los músicos. ¿Acaso la música protege de la locura? Las terapias que utilizan la expresión creadora, y a las que en Estados Unidos se les da el nombre de arteterapia, se han desarrollado desde hace unas decenas de años en el marco del hospital psiquiátrico y como mé todo terapéutico complementario de la quimioterapia y las psicoterapias. Este enfoque terapéutico actúa en el nivel de un lenguaje simbólico, más tranquilizador para algunos que la palabra, y que permite expresar afectos y emoción de manera indirecta. Por eso los principales —
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métodos de estas terapias basadas en la expresión son no verbales: el dibujo, las artes plásticas, la danza, la mí mica..., que permiten una exteriorización emocional sin provocar demasiada angustia. Existen, por el contrario, muy pocos ejemplos de talleres de escritura. Uno de ellos, el taller de lectura-escritura abierto en Brest en 1989, en el servicio clínico universitario de psi quiatría, propone una sesión bimensual de dos horas en la que participa un grupo de seis pacientes psicóticos crónicos, esquizofrénicos y paranoicos. Walter preci sa que esta experiencia comenzó en un ambiente de en tusiasmo y de cierta pasión literaria. El acto de escri bir, efectivamente, sitúa más que ningún otro al sujeto en posición de autor. La interpretación del contenido es otra etapa terapéutica, aunque no siempre necesaria, pues el momento fundamental del arte-terapia es el de la expresión escrita, que excita al sujeto de la misma forma que cuando la obra nace en el creador. En una reflexión sobre este trabajo de taller, Guy Lafargue establece un paralelismo interesante entre la elaboración artística, creación de una obra, y la elaboración psicoterapéutica, creación de uno mismo, afirmando que ambas res ponden a una tendencia dinámica de la personalidad a resolver los conflictos, a reducir el sufrimiento espiri tual y, en definitiva, a acceder a uno mismo. «Arte y te rapia —dice— trabajan en un mismo sentido: encontrar el camino de la palabra reprimida y cuya representación se prohíbe.» En este enfoque terapéutico encontramos la función apaciguadora de la obra para el creador, quien, una vez que la ha terminado, se siente profundamente aliviado y no puede, o no desea, releerla. El proceso de gestación y posteriormente de separación de la obra, que pue de evocar un simbolismo de alumbramiento, ha sido ampliamente desarrollado por el psicoanálisis, que ve en él la posibilidad reparadora de separarse, en forma de —
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obra, de una parte de emoción o de angustia insoportable, las cuales son a continuación desechadas. La entrega, la venta o la publicación realizan este proceso de separación, que es realmente un proceso psicoterapéutico. Recordemos el bello comentario de Bernard Grasset, en Psychologie de Vimmortalité, sobre la aptitud del hombre para renunciar a la obra material y despegarse de ella, que es lo único que le permite crear. Grasset ilustra su idea publicando prematuramente la primera parte de un tríptico: «Confieso que si publico de forma aislada una obra tan corta es porque me urge separarme de ella.» Aunque proceda de un mismo deseo de reparación, el arte de los locos no se puede calificar de arte propia mente dicho, tal vez debido a la discontinuidad o a la ausencia de obra. El caso harto singular de algunos en fermos que espontáneamente han realizado una obra continua nos muestra cuán frágiles son esos criterios y cuán difusos los límites entre el genio y la locura. Uno de ellos es Adolf Wólfli, un esquizofrénico internado, cuya obra producida en el psiquiátrico se conoció gra cias a una monografía que Morgenthaler publicó en Leipzig en 1921, y sobre todo porque formó parte de la colección del art brut. Otro es James Henry Pullen, el genio del manicomio de Earlswood y personaje de di mensión nacional en la Inglaterra del siglo XIX, que pasó sesenta y seis años en el manicomio, donde disponía de su propio taller y donde llevó a cabo una obra conside rable, una de cuyas piezas incluso fue premiada en la Fisher’s Exhibition de 1883. Y finalmente tenemos a Aloyse, una joven esquizofrénica internada, cuya obra original y relativamente importante fue presentada, en 1961, en Les petits maitres de la folie, un libro acom pañado de textos de Jean Cocteau, que presentaba este arte intermedio. En 1951, en Les voix du silence, André Malraux se —
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manifestó, con su talento lúcido, acerca de la división entre el arte y la locura: «El verdadero loco, porque no finge, comparte realmente un dominio con el artista: el de la ruptura.» Pero, puntualiza, «la ruptura del artista es un sostén y un momento de su genio, la del loco es una prisión». Desarrollando su pensamiento se puede decir que si la locura permite al enfermo y al artista romper con sus contemporáneos, es decir, estar en con diciones de crear e innovar, es porque el arte y la locura tienen en común ese automatismo mental que genera hasta el infinito combinaciones de uno mismo, en el sentido de nuestra capacidad ilimitada para crear len guaje. La inconsciencia genial de la creación espontánea es otra propiedad de ese automatismo mental.
3 . L O S D ESECH O S D EL G EN IO
Según una vieja idea, que parece confirmarse en infi nidad de casos, no hay dos «genios» o dos personajes excepcionales en una misma familia. Panizza reproduce esta frase de Griesinger: «Cuando oigo decir que en una familia hay un genio, enseguida pregunto si también cuenta en su seno con un idiota.» En el siglo XIX se lla maba «idiocia» a lo que hoy denominamos «retraso mental» y que para nosotros hace referencia a una psi cosis infantil que, debido a una falta de cuidados y de atención, ha evolucionado hacia el retraso. En la socie dad tradicional, el juego empírico de las equivalencias exigía que naciera un niño cuando alguien moría, y que viniera un idiota tras el nacimiento de un genio, un poco como si éste cristalizara en sí las fuerzas de toda la familia. Porque el genio, con todas sus marcas excepcio nales, siempre es la expresión de un grupo, una familia, una escuela de pensamiento, del que después puede sen tirse lo suficientemente desvinculado para despegarse de —
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él. Sin duda alguna hay muy pocos creadores que no ha yan tenido el fermento cultural indispensable de una fa milia sustentadora o de un iniciador de talento. Mozart fue alumno de su padre, y Rafael se formó junto a Perugino. Maupassant tuvo como «padre» a Flaubert, y Victor Hugo gozó de una formidable dinámica familiar pese a los traumas de su infancia. El genio expresa en un elevado nivel la excelencia y la originalidad de un gru po social del que forma parte, y cabe pensar que deter minadas familias, en el sentido amplio del término, de sarrollan a lo largo de varias generaciones aptitudes particulares en el terreno de las artes, la filosofía, la po lítica, las relaciones humanas, etc., que desembocarán en la notoriedad de un solo individuo dotado de notables cualidades dinámicas de la personalidad y poseedor del patrimonio cultural de su familia de pensamiento. En el libro titulado Porter un talent, porter un symptóme, Denise Morel especifica las cualidades que debe presentar una familia de ese tipo para que en su seno pueda expresarse un genio. Una familia generado ra de vida debe ser una familia abierta a lo que viene de fuera, pero también a lo que germina en su interior, sin temer por sí misma ni por el grupo. Ello implica aceptar el dolor del creador, sus dudas, sus angustias, la muer te que lleva dentro de sí. En ocasiones se ha hablado de «neurosis familiar de carácter», en la que todos los miembros de la familia se identifican con uno de sus in tegrantes y se proyectan en él, el cual consolida el nú cleo familiar a su alrededor y cuya presencia molesta y a veces tiránica los demás aceptan. «¿Qué creador —di ce Denise Morel— no es empujado a matar a su padre y a su madre, a retorcer el cuello a los tópicos, a rasgar el envoltorio familiar, a romper su cáscara para nacer por fin?» Si imaginamos una familia en la que coexistan varios creadores geniales, las tensiones y el desgarramiento se—
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rán tales que la estructura familiar, susceptible de frag mentarse, se defenderá contra el aniquilamiento. Elegi rá, dará prioridad a uno y pondrá obstáculos a otro, y si no es la familia, será la locura la que se encargue de ha cerlo. Pero en realidad es lo mismo. Tan sólo a este pre cio los demás miembros escapan a la patología familiar. El potencial creativo de la familia parece centrarse en el elegido, quien recibe toda su energía, se alimenta de ella, se atiborra y la transforma en obra o en síntoma. Dada la facilidad con que se produce el deslizamiento de la obra a la locura y de la locura a la obra, es razonable pensar que el potencial creativo y el potencial patógeno son en cierto modo equivalentes, y que esa equivalencia se transmite entre los miembros de la familia, que pue den repartirse el talento, ofrecerlo a uno de ellos, o sa crificar a uno para que viva otro. Hay numerosos ejemplos, pero una vez más no es posible dejar de observar grandes diferencias entre los hermanos y hermanas de genios en el ámbito de la lite ratura por una parte, y en el de la pintura y la música por otra. Si es frecuente que la gloria del gran creador ahogue la de los hermanos, el eclipse es radical y mu chas veces gravemente patológico en el mundo de la li teratura; en el de la música y la pintura, en cambio, no es más que un oscurecimiento discreto o una gloria su balterna. ¿Habrá que admitir que el genio es de una naturale za diferente cuando guarda relación con las palabras, con el verbo, o con los sentidos? Así pues, esas familias que cultivan un talento parti cular y favorecen el surgimiento de un genio son muy numerosas en el terreno de la música, moderadamente en el de la pintura y poco en el de la literatura. Ensegui da acude a la mente la extraordinaria familia de los Bach (Geiringer contabiliza sesenta y cinco músicos en siete generaciones, de 1650 a 1846), François Couperin (su — 193 —
padre y sus dos tíos eran grandes músicos), Mozart (su hermana y su padre también eran notables), Beethoven (su padre y su hermano), Johann Strauss (sus dos her manos y su hijo), además de Brahms, Lulli, Rameau, Vi valdi, Cherubini, Schubert, Offenbach... Entre los pin tores, algunos tienen en su familia cercana un artista de igual sensibilidad: Durerò, Bruegel, Cranach, Rafael, los Holbein, los Van de Velde, los Bellini, por no hablar de Tiziano, en cuya dinastía no hubo menos de ocho pin tores, entre su ascendencia y su descendencia. Pero encontramos muy pocas dinastías literarias, y las que hav son de escasa envergadura. Tan sólo alguna que otra excepción: los dos Dumas —padre e hijo—, los tres Daudet —Alphonse, Ernest y Léon—, los hermanos Grimm, las hermanas Bronté... La diferencia fundamental de la filiación en esas grandes familias —pintura, música— portadoras de un talento artístico y de secretos artesanales, se explica quizá porque su arte requiere un largo aprendizaje técnico, mientras que en la literatura parece que haya otras filiaciones que no precisan de la familia. En esas familias con potencial creativo, en esas fami lias dispuestas a todo para alimentar al genio, es decir, en esas familias «de riesgo», se perpetrará un crimen: el asesinato del rival potencial. Es el caso de Camille, la hermana de Paul Claudel, del hermano pequeño de Vic tor Hugo, de Cornélie, la hermana de Goethe, o incluso de Patrick Branwell, el hermano de Anne, Charlotte y Emily Bronté. Camille Claudel es una hija sustituía, nacida en 1864 quince meses después del fallecimiento de CharlesHenri a los dieciséis días. A continuación vendrán I.ouise, en 1866, y Paul, en 1868. La infancia está marca da por la gran complicidad entre Camille y Paul. Desde muy pronto, Camille empieza a modelar barro; decide ser escultora y se confía a Paul. A los quince años co noce al escultor Alfred Bouchet, y dos años más tarde —
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coge un estudio en la calle Notre-Dame-des-Champs. Será una de las escasas mujeres escultoras, y expondrá en 1882. Su relación con Rodin inaugura diez años tor mentosos que conducirán a su aislamiento progresivo en el delirio persecutorio, a partir de 1905, y a su largo internamiento, que durará desde 1913 hasta su muerte en 1943. Admirada y alentada por su padre, Camille es objeto de un violento rechazo por parte de una madre que no ha aceptado la desaparición de su hijo y que, incapaz de concebir la fuerte personalidad de su hija, llega al extremo de negarla. De 1892 a 1898, año de su ruptura con Rodin, Camille esculpe una obra poderosa que causa la admiración de todos. Al mismo tiempo, Paul descubre a Rimbaud y luego a Mallarmé, y escribe su obra de juventud: Tête d'or en 1889, La ville en 1890 y, en 1893, La jeune fille Violaine, novela en la que po ne en escena la relación culpable de Rodin y Camille, y que en 1910 se convertirá en el drama La anunciación a María. Paul alcanza su dimension de poeta universal y Camille desaparece, destruye su obra y cierra los ojos a la vida. Ella era la representación de una familia con un poderoso potencial patógeno, que había sabido dejar surgir al hermano y que, para permitirle proseguir su obra, debía ahogar a la hermana atrapada entre las crue les mandíbulas de la negación de su madre y los celos de su propia hermana. En 1815, Eugène y Victor se estrechan uno contra otro, sometidos a la severa ley de su tía, la viuda Mar tin, y del internado Cordier, donde permanecerán has ta 1818. Eugène y Victor escriben a su padre unas car tas patéticas en las que le suplican que vaya a liberarlos de aquella dura tutela. «Querido papá: Para nuestra gran sorpresa hemos sido informados de tu partida. Quería mos escribirte, pero hasta ahora la señora Martin se ha negado a decirnos dónde estabas [...]. Adiós, querido papá [...] cuídate y no dejes nunca de querer a tus obe —
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dientes y respetuosos hijos, Eugène y Victor» (31 de mar zo de 1816). El general Hugo, mariscal de campo de José Bonaparte en Madrid, ha sido encargado de defen der Thionville tras la retirada de España. En 1816 se ins talará en Blois con su amante, que era su compañe ra desde 1803 y que se convertirá en su segunda esposa en 1821, tras la muerte de la señora Hugo. Eugène y Vic tor vivirán dolorosamente la separación de sus padres, para quienes serán motivo permanente de enfrentamien to. Nos encontramos ante una familia culta con preten siones literarias. El padre se ejercitará durante mucho tiempo en una poesía mediocre, pero publicará varias memorias militares, diarios históricos y unas memorias en tres volúmenes. Abel, el hermano mayor, que vivía de la pluma, reunió una obra literaria considerable, com puesta por un tratado del melodrama, varias obras de teatro y cuentos, pero sobre todo geográfica e histórica, con veintitrés libros muy importantes, entre ellos uno dedicado a la Francia histórica, en cinco volúmenes, otro a la Francia militar, también en cinco volúme nes, otro a la Francia pintoresca, en tres... Los dos her manos pequeños, Eugène y Victor, se adentran juntos en la literatura. Juntos descubren la vida, juntos inven tan el mundo y construyen su universo imaginario. Eugène dirige el clan de los Terneros y Victor el clan de los Perros. Llenan de versos sus cuadernos escolares. Victor obtiene una mención en el concurso de la Acade mia francesa en 1817, y Eugène gana el concurso de la Academia de los juegos florales en 1818. Cuatro años más tarde, el 12 de octubre, Victor se casa con Adèle, y el 18 de diciembre se manifiesta brutalmente la esqui zofrenia de Eugène. Refugiado en casa de su padre, en Blois, intentará asesinar a su madrastra, será tratado du rante algún tiempo por Esquirol y luego ingresará en Charenton, donde pasará el resto de su existencia. El in negable talento poético de Eugène se revela al mismo —
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tiempo que el de su hermano, pero enseguida se impone la personalidad de Victor. Él es el primero en escribir y publicar. Abandona simbólicamente a Eugène casándo se con Adele. El delirio ha reemplazado a la poesía. Cornéhe fue la única de los hermanos y hermanas de Goethe que llegó a la edad adulta. Cuatro de ellos murieron a una edad temprana. Todos los allegados co incidían en decir que Cornélie se parecía asombrosa mente a su genial hermano en multitud de detalles físi cos. Fue un ser enfermizo, desagradable, «indefinible», en palabras de Goethe. Su humor triste e insatisfecho la llevó a la melancolía y la enfermedad mental hasta su muerte en 1777, a los veintisiete años. Kretschmer, que relata su historia, la describe como una personalidad es quizoide depresiva con accesos episódicos de melanco lía, tendencia familiar que Goethe poseía en menor me dida y que fue una de las fuerzas de su genio. Cornélie no tenía ningún lugar al lado de su hermano. También ella se eclipsó en la enfermedad. Patrick Branwell y sus tres hermanas son los únicos supervivientes de una serie de muertes que los golpea cruelmente en la infancia: en 1821 el fallecimiento de su madre; poco después, en 1825, el de sus dos hermanas mayores. Serán criados en la rectoría de Haworth por su padre, el pastor Brontë, y su tía, o más bien por ellos mismos, agrupándose por parejas —Branwell y Char lotte, Ann y Emily— y construyendo un mito colectivo del que cada uno dará una versión literaria. Más tarde lo dirá Shirley, la heroína feminista de Charlotte Brontë: «Quiero vivir con la imaginación lo que la realidad no me dará.» Conocemos las novelas de Anne, las de Char lotte, en especial Jane Eyre, y sobre todo las de Emily, que fue una gran poetisa y, como demuestra Cumbres borrascosas, una prodigiosa novelista. Branwell, el úni co hermano varón, enseguida despierta la admiración de todos, especialmente debido a sus aptitudes para la pin
tura y la escritura. Al parecer fue el más precoz; en 1829, a los doce años, redacta el BranwelVs Blackwood’s Magazine, en el que colabora Charlotte, y que es la pri mera tentativa literaria familiar. Es el favorito del padre, pero también el héroe de sus hermanas. De forma total mente involuntaria se convertirá en el personaje central de su vida novelesca, apareciendo entre líneas tanto en jane Eyre como en Cumbres borrascosas. La ausencia de la madre, la esperanza que tantos seres queridos ponían en él y el peso de la puesta en escena familiar fueron de masiado para sus fuerzas. Se hundió en el alcohol, la violencia y la melancolía. «Pese a sus intentos de fun dirse en el mito familiar —dice Denise Morel—, se le aisla y se ve obligado a retirarse del juego.» Raymond Bellour hablará incluso de la «destrucción progresiva de la que Branwell es objeto». En él puede verse un sínto ma de la novela familiar que se escribía diariamente en esa familia imaginaria, de cuyos hilos tiraba sobre todo Emily. Otros destinos trágicos son los de Carla y Julia, las dos hermanas de Heinrich y Thomas Mann, que se suicidan a los veintinueve y los cincuenta años respecti vamente, y el de la hermana de Henry y William James, que también experimentará una evolución patológica. En la implacable carrera hacia el genio, con los esfuerzos y el sufrimiento moral que implica para los seres excep cionales y para su entorno, se diría que siempre ha habi do postergados, seres diferentes, aislados, más frágiles, olvidados, mientras que todas las miradas se dirigen ha cia el niño prodigio, que representa la esperanza de toda una familia. Para equilibrar esta lógica inexorable podemos po ner como contrapunto el mundo de la pintura y el de la música, donde no aparece tanto el sufrimiento, la violencia y la muerte. Conocemos algunas dinastías de grandes pintores, artistas plásticos o arquitectos: los Bruegel, los Van Eyck, los Gabriel y, más recientemen —
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te, los Bonheur, los Vernet, los Alaux... Sin embargo, no parece que el sufrimiento moral afectara a uno de ellos cuando otro alcanzaba la gloria. Lo mismo se puede de cir de las dinastías o las familias musicales, empezando por los Bach y siguiendo por los Mozart, los Couperin, los Gaultier, los Beethoven, los Purcell, los Strauss, los Rubinstein..., todos esos artesanos de la música en cu yo seno se desarrolla con toda naturalidad el genio. Y ni Marianne, la hermana de Mozart, ni Jean-Christophe, el hermano de Bach, ni Michel, el hermano de Haydn, ni la hermana de Mendelssohn, célebre pianista virtuosa, serán «desechos del genio», como hemos visto que su cede en la literatura. Se les reconocerá su talento. Y si bien en el caso de Marianne, por ejemplo, la gloria de su hermano eclipsó ciertamente su propio éxito y su pro digioso virtuosismo, los tíos, el hermano o los hijos de Johann Sebastian cosecharon la estima y el reconoci miento de todos, pese a la enorme notoriedad de su pa riente. El interés y la admiración familiar dedicados al héroe no parecen tan diferentes según el modo de expresión del genio. Ello lleva a pensar que es la familia la que es diferente y contiene el fermento del dolor moral, que le hará curar sus heridas más con palabras que con soni dos o colores. Porque la vida se articula en esos dos ni veles: el simbólico y el emocional.
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a y q u e c u r a r a lo s g e n io s ?
«Querido doctor, me pongo en sus manos. Hágame lo que quiera. Le explicaré con toda franqueza mi extra ño estado anímico, y se dará cuenta de que sería preferi ble que se ocuparan de mí durante algún tiempo en una casa de salud antes que dejarme a merced de las alucina ciones y los sufrimientos que me acosan.» Estas pnme—
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ras líneas de La lettre d ’un fon, que Maupassant publi ca en el Gil Blas el 17 de febrero de 1885, anticipan las palabras que él mismo dirigirá al doctor Blanche unos años más tarde, en el acmé de su locura. En cierto modo es Tissot quien le responde con una curiosa reflexión en La santé des gens de lettres, de 1770: «Cuando un hom bre de letras está realmente enfermo, lo primero que hay que recetarle es que abandone por completo sus es tudios; por violento que le parezca el método, es indis pensable, y sería hacerle un flaco servicio tener indul gencia en un caso así.» Numerosos creadores han intentado curarse y a me nudo ellos mismos han encontrado las mejores condi ciones para controlar el desasosiego, en una época en la que no se podía recurrir a otra cosa. Baudelaire, C oc teau, Sartre o Edgar Allan Poe sin duda utilizaron el opio y otros tóxicos como antidepresivos, de la misma forma que para Verlaine el alcohol fue terapéutico, pues ate nuó su dolor espiritual y le permitió superar sus inhibi ciones: «Durante los tres días que siguieron al entierro de mi querida prima, no me derrumbé a fuerza de beber cerveza y más cerveza [...] aunque al regresar a París, donde la cerveza es espantosa, recurrí a la absenta, a la absenta del atardecer y de la noche.» En realidad no es muy distinto tomar alcohol, opio o café —recordemos la cafetera de Balzac— que sedan tes, antidepresivos, ansiolíticos y excitantes, todos psicotropos y más o menos de la misma naturaleza. Es una simple cuestión de moda y de droga lícita o no lícita. Así como Verlaine tomaba la absenta del atardecer y de la noche, otros toman hoy un calmante o un somnífero. La cuestión se plantea de forma muy directa: ¿hay que curar a los genios? «N o», responden indignados a coro Jean Dubuffet, André Breton y Sainte-Beuve. «Sí», sostienen Schumann, Styron y Dañinos. Recordamos los ataques y las invectivas de Breton contra los psiquia —
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tras, tanto en el Manifiesto como en Nadja: «Sé que si estuviera loco y llevara internado varios días, aprove charía una remisión de mi delirio para asesinar fríamen te al primero que se pusiera a mi alcance, preferente mente al medico.» Recordamos también la reacción a esta frase de Pierre Janet y de Gaétan de Clérambault en la Sociedad Médica Psicológica, en noviembre de 1929, que hablarán de difamación y de incitación al asesinato. Bretón, perfecto en su papel desmesurado de provoca dor, participará en todos los combates contra la psiquia tría, que tanto le había fascinado durante su recorrido médico abortado. Intentará infatigablemente rehabili tar la locura («Son gente de escrupulosa honradez, cuya inocencia tan sólo se puede comparar con la mía», Ma nifiesto de 1924) y denunciará el internamiento y a los psiquiatras. Hay que reconocer que las condiciones de los establecimientos psiquiátricos de principios del si glo XX eran poco aceptables para un espíritu enamorado de la libertad como Bretón, quien entonces formulaba verdades sobre el significado de la locura que chocaban contra un insoportable principio de realidad. La posición de Jean Dubuffet será, unos decenios más tarde, la misma que la de Bretón: responsabilizará a los psiquiatras y los tratamientos de la pérdida de crea tividad en los enfermos mentales. Para Dubuffet, esa re serva de art brut que constituye la locura debe ser pre servada como un santuario; lo último que hay que hacer es curar la locura, ya que ello significaría matar el genio. Si retrocedemos en el tiempo, vemos que SainteBeuve tuvo la misma reacción un siglo antes, en 1848, al denunciar el enfoque clínico de Lélut en L'amulette de Pascal: «En una palabra, ¿no sufrió hacia el final de su vida Pascal, como se dijo de Lucrecio, un auténtico ex travío de la razón? [...]. Pero si a alguien que no fuese poeta, si a uno de esos sabios que se las dan de riguro sos, si a un fisiólogo, basándose en esa anécdota, se le —
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ocurriera reclamar a Pascal corno uno de sus enfermos y fingiera tratarlo en consecuencia, entonces no sólo en nombre del sentido común sino del buen gusto le diría mos: ¡Alto ahí!» (Port Roya/, III). La imagen de los grandes hombres y la visión hagiográfica con la que se tiene tendencia a presentarlos mues tran hasta qué punto afecta a todos la cuestión de cuidar al «genio». No es casual que la opinión contraria sea sostenida por los que sufren y han experimentado el in soportable dolor moral en la vida cotidiana. Recorde mos a Robert Schumann, que habitado por la angustia y atormentado por el delirio guarda sus composiciones, pide un coche y suplica que se ocupen de él y lo inter nen. El sufrimiento es tal que no puede ser vivido sin ayuda ni sin riesgos. Tan sólo lo niegan quienes no lo han sentido. «Estoy convencido de que deberían haberme hospi talizado unas semanas antes [...]. El hospital fue una eta pa, un purgatorio.» En su testimonio, Tendidos en la oscuridad, William Styron reacciona contra los tópicos y las ideas preconcebidas que rechazan la idea de tra tamiento y, en definitiva, la de enfermedad, en una con cepción metafísica muy alejada de la realidad de la enfermedad depresiva. Arthur Koestler, que era un apa sionado de la neurofisiología y estaba fascinado por el progreso irreversible que representan los psicotropos, presentaba a discusión, no obstante, el tema de la liber tad de someterse a esos tratamientos y de la obligación de obtener consentimiento. Eloy en día, los psicotropos son tan corrientes que se puede plantear la cuestión del límite a su libre acceso por automedicación y de la obli gación de aplicar un tratamiento para ayudar a una per sona en peligro. Pierre Dañinos, último testigo en el tribunal de la locura, se erige en abogado defensor del tratamiento y apóstol del litio, que se le administra desde hace años —
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y que, según afirma, le ha cambiado la vida. Sin embar go, cuántas dificultades ha tenido que superar para acce der al tratamiento, pues es preciso pasar por encima de todos aquellos que, por múltiples razones, lo desacon sejan y lo desacreditan: «Me parece que nunca he recibi do tantos consejos como en el momento en que, en ple na depresión, una boa invisible me ahogaba y una lívida sor Angustias me despertaba al alba» (.Synapse, 1987). Hasta el extremo, precisa, de que «uno llega a pregun tarse: primero, si han pasado todos por eso y segundo si se pondrán de acuerdo alguna vez» (op. cit.). La cuestión se plantea en los siguientes términos: ¿es posible tener una representación del dolor espiritual cuando no se ha padecido? Y, sobre todo, ¿es posible hablar del dolor de un ser excepcional sin que resulte afectada la imagen que se tiene de él? La experiencia de muestra que el creador es consciente de su sufrimien to y con frecuencia del umbral de la enfermedad, pero que los allegados, o incluso los más alejados, raramente aceptan la idea y achacan a una filosofía existencial lo que es un verdadero sufrimiento vital. A nuestra mente acuden algunos litigios. ¿Había que internar a Camille Claudel para salvaguardarla o para proteger su entorno? El debate ideológico se ha dirigido únicamente en torno a la negación de su enfermedad mental. ¿Había que cu rar a Roussel, primero con Janet, y luego en Valmont, en Suiza, y en la clínica de Saint-Cloud? ¿Había que cu rar a Artaud, internarlo de oficio en 1937, trasladarlo a Rodez, hacerle electrochoques? El tema se trata de un modo distinto en la actuali dad, cuando tenemos un conocimiento más profundo de las enfermedades depresivas y de los procesos biológicos que intervienen en ellas, con independencia de la histo ria personal y literaria. Hay obligación de administrar cuidados si el paciente-creador los pide, pero también si nosotros consideramos que su vida está en peligro. En el — 203 —
caso particularísimo de los seres creativos no resultará fácil saberlo, pues hay que preguntarse si existe una al ternativa entre creatividad y curación, y en qué afecta rá la curación, especialmente en la medida en que tene mos la íntima convicción de que creación y enfermedad proceden de los mismos mecanismos. Finalmente se podrá plantear la cuestión de la ido neidad de un tratamiento —psicoterapia, psicoanálisis, medicación—, idoneidad que se impone por sí sola en función del tipo de evolución, la estructura de la perso nalidad y el avance de la enfermedad, y no de nuestras buenas intenciones. Debido a su relación con los círculos literarios o ar tísticos, con frecuencia se ha propuesto el psicoanálisis como método terapéutico a creadores, escritores, pin tores, poetas..., y se ha comparado la cura analítica con el proceso creativo. Wilgowicz identifica al escritor con el analizado y al lector con el analista: «Si el pintor entra en el cuadro al final de la obra, el analista y el analizado se separan al final de la cura, pero cada uno conserva en su interior su cuadro de la aventura.» Para el psicoa nálisis, resolver un conflicto o desentrañar el significado de los acontecimientos equivale a creer. Falta que poda mos interrogarnos sobre el efecto de ese trabajo psico lógico en un creador, que vive del conflicto interior y se nutre de relaciones prohibidas. «Es posible, desde lue go, “psicoanalizar a Van Gogh” —nos responde Eliane Amado Levy-Valensi— desde Autorretrato con la oreja cortada hasta Los girasoles, en el que algunos han pre tendido ver vulvas abiertas, pero no sería más que una mínima parte de la revelación que nos aporta.» La obra es mucho más rica de lo que el análisis podría desvelar nos, y más rica también de lo que habría podido revelar el análisis de su autor. En una palabra, ¿habría sido tera péutico ese análisis o habría esterilizado la creación? La depresión melancólica de Serguéi Rachmaninov — 204 —
duró tres años, en el transcurso de los cuales primero estuvo mudo, inhibido, apático y con acusadas tenden cias suicidas, y después inactivo y obsesionado por pen samientos mórbidos durante casi dos años. Si escapó al suicidio fue gracias a la gran solicitud y la vigilancia constante de sus allegados, y acabó por acceder a con sultar al doctor Dahl, un psiquiatra moscovita especia lista en hipnosis. Rachmaninov siguió con él una psico terapia intensiva a razón de una sesión diaria, de enero a abril de 1900, terapia que hoy en día podríamos calificar de descondicionamiento de la angustia y de reafirma ción del narcisismo, lo que le permitió superar el episo dio depresivo y, en el transcurso de la cura, componer el Concierto n.° 2 en do menor, seguramente la pieza más popular de su obra. Es evidente que dicha psicoterapia desempeñó un papel positivo en la resolución de la fase depresiva, quizás incluso en la gestación de la obra. Georges Bataille también ofrece un testimonio de la importancia de la terapia para continuar la obra escrita. Bataille comienza a analizarse en 1925 con el doctor Borel: «Creía que me estaba volviendo loco, hasta el ex tremo de que fui a ver a un médico. Me propuso que lo visitara regularmente. Acepté. Escribiría una parte del relato y, cada vez que hiciéramos una sesión, llevaría las páginas escritas; era lo esencial de un tratamiento psicoterápico sin el cual me habría resultado difícil seguir adelante» (citado por Lime). Aunque más corta de lo previsto, esta terapia fue muy positiva para Bataille, que pudo continuar escribiendo. Psicoterapias y psicoanálisis constituyen una ayuda importante para los creadores afectados, en la medida en que permiten tomar conciencia del malestar y superarlo para evitar la descompensación depresiva. La necesidad en ciertos casos de medicación plantea un problema di ferente. Ya no se trata de una cuestión de elección. La enfermedad es constitucional o ha evolucionado lo sufi—
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cíente para que sea necesario tratar el acceso depresi vo, melancólico, o el estado psicòtico. «Considero a los escritores y los artistas en general un grupo de riesgo —dice Jamison—. Si bien los tratamientos suponen un riesgo, su ausencia es mucho más peligrosa.» A este res pecto es preciso recordar que una quinta parte de los pa cientes afectados por una enfermedad maníaco-depresi va no tratada se suicidan, y que la mayoría de los seres creativos parecen poseer esa característica, al menos en un grado mínimo. La vida de Louis Althusser estuvo marcada por su enfermedad maníaco-depresiva, sus múltiples hospitali zaciones y sus vacilaciones sobre el tratamiento de la enfermedad. A los catorce años ya protagoniza un pri mer intento de suicidio, al tratar de dispararse una bala en el vientre con la carabina que acababa de regalarle su padre, y a los dieciséis o diecisiete años se observan en él fases de decaimiento anímico. A los veinte años, en 1938, sufre la primera depresión, que es ocultada porque to davía se considera una enfermedad vergonzosa. Dos años más tarde vuelve a surgir, acompañada de una cri sis mística, y en 1949 comienza a analizarse. Durante más de treinta años disimulará su enfermedad y silen ciará sus accesos de locura, pero los confesará en su au tobiografía, El porvenir es largo: «No soy estable, paso de un estado de ánimo a otro distinto e incluso absolu tamente opuesto.» Las crisis depresivas y melancólicas se sucederán en 1956, 1964, 1968, 1970, 1973 y 1974, asociadas a la grave depresión de su hermana en 1957 —lo que sugiere una sensibilidad familiar— y al suici dio de amigos o allegados: Jacques Martin en 1962, Engelmann en 1948, Nikos Poulantzas en 1979 y Pecheux en 1983. En 1964 cambia de analista, y siete años más tarde es sometido a tratamiento de litio, cuyas propie dades reguladoras del estado anímico se acaban de des cubrir. Durante unos años vive una estabilidad relativa. —
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Luego parece ser que se le aconseja dejar la medicación, y el 16 de noviembre de 1980, tras numerosos conflic tos de pareja, una incitación constante al suicidio y al doble suicidio, Louis «suicida» a Hélène estrangulán dola y a continuación se confiesa culpable ante el médi co. Será hospitalizado y puesto bajo tutela, y el caso acabará por ser sobreseído. La filosofía y el psicoanáli sis, tan prestos a defender la libre elección del suicidio, no dudarán ni un instante en declararlo irresponsable de su acto. El movimiento de opinión en su favor estará en consonancia con su personalidad, con la importancia de su obra y de su enseñanza y, en definitiva, también con la gravedad de su enfermedad, que ahora es necesa rio curar. Ante el peligro de una patología semejante para uno mismo y para los demás, no hay alternativa, ya que se trata de algo que no es competencia ni de las psicoterapias ni del psicoanálisis. La obligación de la te rapia llevará a valorar la incidencia de los tratamientos en la creatividad y, en la medida de lo posible, a preser var la parte de originalidad del creador. En su reciente estudio llevado a cabo sobre cuarenta y siete artistas y escritores ingleses de gran notoriedad, Kay Jamison señala que el 38 % de ellos, esencialmente poetas y escritores, se sometía a un tratamiento contra la depresión. De este porcentaje, la mitad había sido tra tada u hospitalizada como consecuencia de una fuerte depresión. Por otro lado, partiendo de una amplia po blación de pacientes depresivos, Akiskal constató que el 10 % de los ciclotímicos y los pacientes afectados por trastornos bipolares del humor de tipo II es decir, que presentan una depresión grave asociada a fases hipomaníacas— eran artistas. En este grupo de los ma níaco-depresivos y los ciclotímicos, por lo general de carácter leve, es donde parecen encontrarse los creadores. Sin embargo, cuando los cambios anímicos alcan zan demasiada amplitud, dicho grupo se halla expuesto — 207 —
a varios riesgos: riesgo de depresión, riesgo de melan colía y, sobre todo, riesgo de suicidio. ¿Son nocivos o perjudiciales para la creatividad de los artistas los trata mientos con psicotropos, necesarios en tales casos? Es razonable planteárselo, en la medida en que se oponen a las fuerzas inconscientes que son el motor de la obra, así como en la medida en que limitan el descenso a los in fiernos que el poeta necesita para acercarse a su verdad. Por otra parte, se puede objetar que Artaud siguió siendo creativo en Rodez y al mismo tiempo gozó de protec ción en el marco de la institución psiquiátrica. En un reciente análisis del efecto de los medicamen tos reguladores del humor en la creatividad, Eliane Gabail-Guillibert reproduce las palabras de un paciente bipolar, un pintor famoso, que describe así su estilo pic tórico antes del tratamiento: «Durante todo el tiempo que duraban las fases de excitación, de vigilancia, pinta ba por arrebatos, en todas partes, en casa de amigos, en habitaciones de hotel. Retratos, paisajes muy violentos y muy expresionistas [...] muchas veces bailaba mientras pintaba. No necesitaba reflexionar para elegir un color ni esforzarme para realizar una composición [...]. Todo era físico, instintivo e inmediato.» Se le estuvo adminis trando litio durante tres años, en el transcurso de los cuales se declaraba indiferente; luego interrumpió el tra tamiento. Al referirse a su nuevo estilo, dice lo siguien te: «Me resulta más difícil pintar. Mis colores ya no son duros sino serenos. Utilizo muchas más curvas, cuando antes casi siempre utilizaba la línea quebrada [...]. Mi pintura era inquietante y se ha vuelto relajante. La vio lencia, la agresividad del dibujo y del color, que eran mi sello, prácticamente han desaparecido [...]. Mi pintura era un grito y se ha convertido en un susurro, casi en un silencio...» Esta disminución de la espontaneidad y en conse cuencia de la creatividad es percibida por muy pocos — 208 —
pacientes, que pueden sentirse como embridados y fre nados en comparación con los accesos de exaltación y excitación que constituían su patología, aunque también su genio. Por el contrario, otros tienen la sensación de crear y producir como antes y en ocasiones incluso me jor, al sentirse protegidos de los accesos incontrolables y, sobre todo, de las fases de depresión melancólica. N o existe ninguna regla en la materia; la vivencia del paciente-creador es la única guía para establecer con él una estrategia terapéutica que le permita cierta calidad de vida, preservando al mismo tiempo, en la medida de lo posible, su creatividad. Recuerdo a uno de mis pacientes, famoso actor de teatro y maníaco-depresivo, cuyos arrebatos líricos y fuerza interpretativa todos admiraban, pero cuyos acce sos imprevisibles hacían que su presencia en el escenario resultara muy arriesgada. A pesar de su gran talento, ha cía unos años que los productores no se atrevían a con tratarlo y se estaba sumiendo en la melancolía. Aceptó someterse a un tratamiento regulador y pudo subir de nuevo al escenario, pero perdió brillantez interpretati va. Ya no poseía aquella cólera natural que hacía que se le reconociera entre mil. Entonces dejó el tratamiento y los accesos reaparecieron. No volvieron a contratarlo y se deprimió de nuevo. Se trata de un cruel dilema sin solución verdadera o inmediata, pues, para el creador, evidentemente, la vida sólo está en la creación. Los personajes fuera de lo común, líderes, políticos, dirigentes, sindicalistas, etc., también pueden notar que la estabilización espiritual y la regulación del estado de ánimo van acompañadas de una desaparición de su éxi to social, su carisma, su aura, su motivación, de modo que a veces abandonan sus convicciones anteriores. Dado que la creatividad es con frecuencia un reflejo de la condición mental, neurótica, psicòtica, ciclotímica..., existe realmente un nesgo de que se vea atenuada —
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cuando desaparecen los síntomas de la enfermedad. ¿Hay que curar al genio aun a riesgo de ahogarlo o vol verlo estéril? El psiquiatra no vacila en responder: «No, preservemos la originalidad de cada ser y sus capacida des creativas.» Pero el problema se plantea de un modo distinto. Mediante la psicoterapia, con o sin medicación, el terapeuta conduce al paciente hacia la vía de la cura ción o de la estabilización de su estado. Si bien la obra deja de ser la obra de la neurosis, siempre será la de su autor. Un creador evoluciona, por supuesto, pero sin duda alguna continuará creando, pues una vez más la creación no se reduce en ningún caso a un proceso pato lógico. El psiquiatra no puede sino responder a la demanda del paciente, y el único que la formuló claramente fue Robert Schumann cuando pidió que lo curaran, que lo hospitalizaran. ¿Cómo habría evolucionado si su enfer medad, indiscutiblemente cíclica con dominante depre siva, hubiera sido equilibrada? Sin lugar a dudas sus mo mentos de exaltación se habrían atenuado, y componer le habría exigido más esfuerzo; sin embargo, las grandes fases depresivas y melancólicas que apagaban la inspira ción también habrían desaparecido, y no habría vivido los terribles años estériles del final de su vida, cuando la enfermedad lo consumía en la noche de su demencia. Pero Schumann habría seguido componiendo, porque Schumann siempre habría sido Schumann. El psiquiatra no debe olvidar que es médico, pero también debe ser poeta.
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V
EL SECRETO DEL GENIO La alquimia del genio es secreta; no es posible pe netrarla. Aun cuando comprendiéramos mejor algu nos de los procesos que intervienen en la creación o la excepcionalidad, especialmente en el terreno que he mos desarrollado, el de la psicopatología, esa visión tan sólo explicaría parcialmente la extraordinaria sin gularidad de cada ser que, como el porteador de Las mil y una noches, siempre conserva su misterio: «Con migo el secreto está encerrado en una casa con sólidos candados, cuya llave se ha perdido y cuya puerta está sellada.» Esa alquimia tiene algo de la historia, algo de la vida, algo del azar de los encuentros, pero también de un primum movens, de un movimiento primero, nacido en el corazón del ser interior, en esa fibra que nos viene al na cer. En la introducción a El agua y los sueños, Bachelard presume cuál es la naturaleza original de la belleza que se esconde tras las imágenes, pero que tan sólo «un filó sofo iconoclasta» puede descubrir yendo a la raíz del poder de la imaginación: «En el fondo de la naturaleza crece una vegetación oscura; en la noche de la materia florecen flores negras. Ya poseen su terciopelo y la fór mula de su perfume.» Lo que llamamos genio es, sin 211
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duda alguna, esa mezcla de infinitas potencialidades y milagros del azar. Ahora ya vemos más nítidos los per files del genio. Sea pintor, músico, escritor, inventor, po lítico, místico..., se define ante todo a través de una obra innovadora, transgresora, que rompe con el contexto social que la ha engendrado, y de una continuidad en la obra. El genio es reconocido de forma duradera por to dos en virtud de su alcance universal o, como mínimo, de su contribución a la herencia de la humanidad. El genio es, en general, un hombre. Aparte de algu nos nombres que afloran a los labios de todos —Juana de Arco, Marie Curie, George Sand, Camille Claudel—, los seres fuera de lo común raramente son mujeres. En el estudio que Marvin Eisenstadt llevó a cabo en 1978 sobre una población de seiscientos noventa y nueve personajes ilustres, población seleccionada con el crite rio engañoso de la extensión de su biografía en la Enci clopedia Británica y la Americana, tan sólo recoge a veinte mujeres. Eliane Amado Levy-Valensi no vacila en hablar de guerra de los sexos, y del «colonialismo masculino», que reivindica exclusivamente para él «la flor preciosa de la creatividad, limitando a la mujer, en el mejor de los casos, a ser su musa muda o maternal mente atenta...». Es cierto que el orden masculino de la sociedad no ha permitido sino muy recientemente el acceso de las mujeres a la realización personal y en especial a las acti vidades creativas, y parece ser que, al igual que en el caso de los hombres, en las mujeres también se observa esa proximidad entre los tormentos del alma y la escri tura. La reciente publicación de Ludwig sobre la psicopatología de cincuenta y nueve mujeres escritoras con temporáneas, comparadas con una muestra igual de no escritoras, ha mostrado una proporción de trastornos mentales dos veces superior en el grupo de las escrito ras, esencialmente del tipo de la depresión (56 % contra — 212 —
9 % en las no escritoras), los trastornos bipolares del humor, el alcoholismo (20 % contra 5 %) y trastornos ansiosos (14 % contra 5 %). Este aspecto sexista de la selección del genio apa rece claramente cuando los que hemos llamado «resi duos del genio» se eclipsan ante un hermano en el caso de una hermana, o una hermana en el de un hermano. Esto nos remite a la selección paterna y al investimien to edípico de la madre en un ser excepcional, su hijo, y la rivalidad que mantiene con su hija. Recordemos el poco peso que tienen la admiración y el aliento del padre de Camille Claudel, en relación con el rechazo frío y distante de una madre que confina a Camille en la negación de su ser. Lo mismo podría decirse de la estima que el pastor Bronté sentía por su hijo y que no bastó para su realización. También a él le faltará una madre. Esa mirada materna, sin duda alguna indispen sable, siempre mostrará una inclinación natural a diri girse hacia el hijo, en el que la madre pone todas sus esperanzas. Finalmente, en los siglos pasados, la fuerte presión patriarcal de las sociedades occidentales limitó el acce so de las mujeres a la dirección de la sociedad. Una prueba de este ostracismo masculino, suponiendo que hiciera falta alguna, nos la ofrece la evolución reciente de la proporción de mujeres canonizadas por la Iglesia católica. Hasta principios del siglo XX no eran más que el 10 %, mientras que actualmente son el 43 %. El genio, multiforme, intuitivo y precoz para unos, más tardío y perseverante para otros, presenta sin em bargo grandes rasgos constitutivos de su naturaleza. Estos cuatro puntos permiten precisar lo que hace al genio: su estructura, su historia, su obra y los intentos permanentes para encontrar un punto de equilibrio.
1. SU
ESTR U C TU R A
Podemos resumir lo desarrollado anteriormente di ciendo con Kretschmer que existen unas tendencias par ticulares que predisponen a las intuiciones geniales, no en el sentido de un aparato psíquico peculiar, como él proponía, sino más bien de un funcionamiento peculiar de ese aparato psíquico. La transmisión genética de esta aptitud puede deducirse de la frecuencia de ciertas psi cosis y de las formas secundarias de la enfermedad ma níaco-depresiva en los creadores, los personajes fuera de lo común y su familia. En 1869, el trabajo de Francis Galton sobre la he rencia de los genios había demostrado que los persona jes célebres estaban cien veces más emparentados entre sí que el resto de la población. Según él, cien hombres eminentes tenían por término medio treinta y un padres importantes, cuarenta y un hijos célebres, diecisiete abue los prestigiosos y catorce nietos ilustres. Varios estudios comparables muestran-el mismo fenómeno de parentes co de los hombres eminentes, célebres e ilustres. Kretsch mer demuestra, por ejemplo, los orígenes comunes de Schelling, Hölderlin, Uhland y Mórike, de donde tam bién emanan vínculos de parentesco con Hauff, Hegel y Mozart. Recuerda asimismo el parentesco de Goethe con Lucas Cranach. Por seductores que puedan resultar estos ejemplos, no son suficientes para sostener el argu mento genético, ya que pueden explicarse por la trans misión de la cultura en el corazón de una aristocracia intelectual. Los recientes estudios psicopatológicos sobre los crea dores son mucho más convincentes. Marc Bourgeois menciona el interesante estudio de Karlsson, que realiza el inventario de las admisiones psiquiátricas en Islandia de 1851 a 1940. Los familiares en primer grado de los enfermos psiquiátricos aparecen con el doble de fre —
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cuencia en el Who’s who islandés que el resto de la po blación. Así pues, los personajes célebres o eminentes, sea por la razón que sea, están dos veces más asociados a trastornos mentales que la población general. Tanto Nancy Andreasen como Kay Jamison y Agop Akiskal constatan, en diferentes poblaciones de artistas, creado res y escritores, y en sus familiares cercanos, un índice mucho más elevado de trastornos bipolares del humor que en la población general. El estudio de Joseph Schildkraut sobre la escuela de los expresionistas abstractos de Nueva York, que utili zaban una técnica de automatismo mental derivada del trabajo de los surrealistas, es decir, por asociación libre sin dibujo ni estudio preparatorio, demostró que más del 50 % de ellos padecía trastornos del humor, en mu chos casos asociados a una dependencia alcohólica. De quince artistas cuya biografía siguió, cuatro —entre ellos Jackson Pollock y Mark Rothko— habían presen tado una depresión recurrente, un giro maníaco, dos se suicidaron y otros dos murieron en circunstancias que también permitían suponerlo. Por último, Richards constata en un trabajo de 1988 que la creatividad es elevadísima entre los parientes en primer grado de enfermos maníaco-depresivos o ciclotímicos, y que la más elevada se da en los parientes sanos de enfermos maníaco-depresivos. El conjunto de estos elementos, todos concordantes, sugiere una asociación familiar entre creatividad y trastornos del humor, y una creatividad ligeramente mejor en los portadores sanos de ese rasgo genético o los que presentan una forma me nor que no interfiere en la obra mediante períodos pa tológicos demasiado intensos. Se diría también que el carisma y la creatividad se acercan con frecuencia a lo que denominamos trastorno bipolar II, y que se carac teriza por una posibilidad de depresión mayor que al terna con una hipomanía, es decir, un incremento de ac —
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tividad casi permanente, una activación de los actos y las ideas. Tal vez incluso existen formas mínimas de este per fil sumamente particular, que tiene el mérito de propor cionar una gran capacidad de concentración y una prodi giosa energía a quien lo posee. La descripción no explica por sí sola el genio y la creatividad, ni todas las formas de genio, pero muestra bastante bien el factor energético constitucional que pa recen presentar todos los personajes fuera de lo común cuando se considera la importancia y la extensión de su obra. Hay que rendirse a la evidencia: el genio jamás ha pertenecido a un ser conformista, lento, apático y sin energía. Para el psicoanálisis, los trastornos del humor que acompañan al genio muestran su parentesco con la me lancolía. En Duelo y melancolía, de 1915, Freud nos re cuerda ese trabajo interior del paciente melancólico, tan parecido al del creador, que le hace «captar la verdad con más agudeza que otras personas que no son me lancólicas». Sin embargo, ante tantos sufrimientos oca sionados por ese tormento interior, Freud piensa que «bien podría, en nuestra opinión, haberse aproximado un poco al conocimiento de sí mismo, y la única cues tión que planteamos es la de saber por qué hay que em pezar por caer enfermo para acceder a tal verdad». Nos hallamos de nuevo en la articulación íntima entre los dos conceptos, genio y locura, pero también en la ar ticulación de la lectura psicoanalítica y la de los tras tornos del humor, lecturas complementarias que nos muestran lo íntimamente relacionados que están los me canismos biológicos y psicológicos. A la vista de lo que actualmente sabemos, no sólo de los posibles factores de predisposición sino también de la constitución psico lógica de los creadores, esta observación de Kretschmer aparece como una verdad patente: «Si suprimiéramos de la constitución del hombre genial ese factor hereditario —
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psicopatológico, fermento de la inquietud demoníaca y de la tensión psíquica, no quedaría más que un hombre normalmente dotado.» 2. SU
HISTORIA
El laberinto inédito de la novela de la vida también perfila al genio. Nada puede reducirlo a un factor este reotipado cualquiera. Hemos señalado la frecuencia de las pérdidas familiares y de los abandonos tempranos, que sin duda han influido en la vida de los afectados, pero hay muchos creadores y seres excepcionales que no han vivido tales experiencias dolorosas en la infancia y no por ello dejan de ser grandes creadores. Es cierto que se tiende a pensar que en el mundo de la literatura no hay creador sin herida, sin angustia, sin dolor. No hay más que ver la tremenda dinámica que crea la angustia en un ser herido, quien se alimentará de ella, la dominará y luego cultivará el dolor en una relación masoquista que, como bien sabemos, puede sustentar la depresión. «Cuando observamos los manuscritos de los grandes escritores —dice Jean-Marie Rouart—, los manuscritos de Proust, los manuscritos de Balzac, nos percatamos de sus arrepentimientos incesantes, de ese extraordinario trabajo, de esa tortura del manuscrito.» La tarea de cons trucción y desconstrucción en lo más profundo de uno mismo es un reflejo de los arcanos de la historia perso nal. Y evoluciona entre crisis y creación, entre entusias mo y depresión, que marcan de forma natural el ritmo de esos dos momentos complementarios. El creador se enfrenta a la duda y la depresión afec tiva cuando afronta el escepticismo del entorno y expe rimenta las desilusiones de la incomprensión. «Cuando en el mundo aparece un verdadero genio advieite Jonathan Swift—, lo reconoces porque todos los necios se —
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alian contra él» (Los viajes de Gulliver). Por definición, al genio no le puede ser reconocida la presciencia, ya que él es el único que está convencido de poseerla. A este respecto, para el sentido común es comparable a ese loco delirante cuyas profecías nadie puede creer. Pese a la incomprensión que le rodea, la convicción del genio siempre es la más fuerte. El genio despliega una energía considerable para luchar contra una parte de sí mismo que quisiera rendirse ante la adversidad. La historia de cada uno de ellos nos permite ver claramente que el abatimiento depresivo los ronda con mucha fre cuencia y que la fuerza del genio provoca un nuevo arrebato creativo. La historia del genio es también la historia de su fa milia, la de la novela familiar que alimenta la obra lite raria, y la de la educación temprana de las aptitudes ar tesanales en el ámbito de la pintura, y sobre todo en el de la música. Determinadas disposiciones son cultivadas deliberadamente según el deseo de uno de los padres. El modelado precoz de los músicos prodigio constituye el mejor ejemplo de ello, aunque el modelo de una ten dencia maternal a la introspección y al lirismo explota de la misma forma, en el futuro poeta, el deseo mimèti co. André Bourguignon dice lo mismo de la imitación del padre para tener acceso a la abstracción. En el mode lado precoz de un ser excepcional no se puede subesti mar la atmósfera del entorno infantil y las tonalidades culturales del grupo familiar, que teñirán con su origi nalidad el potencial expresivo de ese genio en potencia. Tampoco hay que pasar por alto la capacidad de los pa dres para reforzar el narcisismo del joven creador y la convicción de la originalidad de su obra. Todo esto no debe reducirse a estereotipos; tan sólo refleja la diversi dad de las trayectorias de la vida. El genio se parece a todo el mundo, pero nadie se parece a él.
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3. SU OBRA «La enfermedad fue sin duda el fondo de todo im pulso creativo, / creando podía sanar, / creando recobré la salud.» Así se expresa Kierkegaard a través de esta cita de Heine, que Freud reproduce en 1914 en Intro ducción al narcisismo. Kierkegaard, que relaciona direc tamente su genio y su sufrimiento, evoca con ella el vín culo que vivió entre creatividad y curación. «He hecho algo contra el miedo —dice Rilke en Los apuntes de Malte Laurids Brigge—. He permanecido sen tado toda la noche y he escrito.» El dolor de la infancia incomprendida inspira las páginas de estos apuntes autobiográficos de Rilke, quien siempre decía «hacer co sas con angustia». Qué profunda paradoja: esa angustia que permite crear y, precisamente por eso, existir, conduce igual mente a la muerte y al borde del abismo. La locura vo luntaria de Rimbaud también ofrece un testimonio de la fascinación que puede ejercer lo desconocido de los confines de la personalidad: «El poeta se hace “vidente” mediante una larga, inmensa y razonada “alteración de todos los sentidos”.» Así pues, el poeta necesita la escri tura para preservarse de la locura y protegerse del deli rio. También se ha dicho que el acto de escribir tiene la misma función que el delirio, ya que en algunos psicóticos se observa una alternancia entre las fases de delirio y las fases de escritura. Las famosas Memorias de un neu rópata, del presidente Schreber, sin duda desempeñaron ese papel para este paciente de Freud que expresó su de lirio en un largo relato autobiográfico. Lo mismo sucede con Céline, cuya escritura al pare cer contuvo el proceso delirante. «Mi tara la pongo en mis libros», escribió. La violencia y la incoherencia de los panfletos antisemitas como Bagatelles pour un mas sacre, de 1937, o L ’école des cadavres, de 1938, parecen —
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haber estabilizado su delirio persecutorio en la escritura y haberle salvado de la locura. La obra es literalmente un «pretil» (garde-fou), un equivalente del delirio en Maupassant, en Hölderlin y también, por qué no, en Proust: el delirio de Marcel se llama La búsqueda. Para el psicoanálisis, el acto creador nacería de la necesidad de reparar un «objeto» perdido, un objeto amado, que se convierte, en consecuencia, en un sím bolo interior permanente. El trabajo de simbolización permitiría entonces superar la posición depresiva en la que la pérdida del objeto amado confina al creador. La obra trabaja, la obra repara, colmando esa caren cia y movilizando la energía interior hacia la sublima ción, alternativa de la depresión. La obra aparece como la re-creación, en el exterior de uno, de ese objeto per dido, y motivada únicamente por el deseo de repa ración. Por eso Lacan pudo decir que en Joyce la escritura había permitido suplir el desmoronamiento de la fun ción simbólica en su personalidad. Existen numerosos testimonios, aunque todos en el ámbito de la escritura, de la función apaciguadora de la enfermedad creadora. El gran psicólogo Jean Piaget confesaba que entre un libro y otro se sentía angustiado y que tenía que empezar lo antes posible el siguiente pa ra atenuar ese dolor. «El único calmante es la escritura», añade Yves Navarre en Romans, un román. El acto creativo, particu larmente el de escribir, serviría para tapar una brecha y, en cierto modo, para restablecerse de una enfermedad creadora de la que es imposible curarse porque forma parte de uno mismo, cosa de la que era consciente Sar tre, que confiesa en Las palabras: «Este viejo edificio en ruinas, mi impostura, es también mi carácter: una neu rosis la superas, de ti mismo no te curas.» Esa obra que —
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atoi menta al creador y repara su dolor parece imponer su modo de expresión. La naturaleza de la obra plantea la cuestión de su re lación con el conflicto interior, con la postura depresiva, con la enfermedad creadora. ¿De qué depende el hecho de ser pintor, músico, poeta, novelista, inventor o mate mático? ¿De qué depende ser un líder o un gran místi co? ¿Decide un genio su vocación? Si he desarrollado extensamente la idea de una psicopatología asociada con gran frecuencia al genio y a la creación —era el objeto de este libro—, ha sido también para tratar de poner de relieve unas tendencias de ese carácter según el estilo sensorial y la forma de pensa miento. Podemos empezar evocando lo más fácil: el caso de los grandes místicos y de ciertos líderes calificados de ge nios —Jesús, Mahoma, Confucio, Hitler, MacArthur—, en la medida en que la originalidad de su carácter y las particularidades de su comportamiento nos remiten muy directamente a unos cuadros patológicos que nos resul tan familiares y de los cuales presentan la mayoría de los síntomas clínicos. Se trata de los delirios místicos, proféticos o megalómanos, que se desarrollan en las psico sis crónicas. Raramente son observados al principio de la esquizofrenia, pero sí más tarde, de forma progresiva, cuando se sienten investidos de una inspiración divina, una misión redentora de la humanidad o liberadora de un pueblo, o un destino prodigioso. N o es mi propósito colgar a los profetas una etique ta de enfermos mentales que han tenido éxito, sino más bien señalar que presentan todos los síntomas, aunque no la enfermedad. Es muy probable que contribuya a lograr este equilibrio el éxito social y el reconocimiento de los discípulos más cercanos, así como la enseñanza que a diario dispensan oralmente y los vínculos que te jen en el plano de las relaciones humanas. A diferencia —
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del esquizofrénico incomprendido por su entorno, el gran místico o el político ha construido un mundo nue vo que lo acompaña y lo preserva del delirio. Ese mun do nuevo es su obra reparadora. A continuación vienen los genios creadores, dividi dos en tres modalidades de expresión: la plástica visual de los pintores, escultores y arquitectos, la arquitectura sonora de los músicos, y el trazo gráfico del lenguaje en los poetas, los pensadores y los escritores. Ya hemos señalado desde la perspectiva de nuestro estudio que la pintura y la música se diferenciaban muy claramente del mundo de la literatura. Durante siglos, la pintura y la música han sido artes tradicionales, desa rrolladas en escuelas, en el seno de familias o de talleres que poseían talentos y secretos. Se venía al mundo en un linaje de músicos que transmitía su herencia cultural desde la infancia, y hemos podido calibrar el papel del factor familiar y el valor determinante de ese temprano aprendizaje. Unos años más tarde se ingresaba en una academia o en el taller de un gran pintor para apren der la técnica y formar el estilo propio. También allí, en lo que se refiere a las artes plásticas, los grandes genios siempre han tenido un maestro. Pero en la literatura el oficio de poeta es «el oficio de vivir», según la fórmula de Pavese. Y la vida se con funde rápidamente con la obra. El escritor, sin maestro ni taller, se convierte en su propio guía y se retira del mundo. Los maestros están en los libros. Ya en la época clásica, Montaigne se retiraba a su torre, lugar aislado, paraíso autónomo de la familia, con su biblioteca e in cluso su capilla. La pintura y la música continúan siendo, al menos durante todo el período clásico, unas disciplinas muy artesanales que requieren gestos y tiempo. En la música, el aprendizaje gestual temprano y la terrible disciplina diaria forjan una herramienta técnica que no es posible —
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adquirir de otro modo. Por lo demás, ese bagaje técnico indispensable constituirá un freno para la expresión es pontánea de la locura en forma musical. En la pintura, el trabajo de los grandes maestros es «una larga espera», como diría Buffon; es un arte que tiene a su favor el tiempo y el fervor de una escuela. Si bien la obra de Rodin o la de Rubens tienen una dimen sión considerable, no se debe olvidar que es la obra de una escuela, de unos alumnos, de los ayudantes, que di bujan los esbozos y pulen el trabajo. Se necesitan días y semanas para preparar los fondos y pulverizar los colo res. El acceso a la emoción queda un poco pospuesto, dado que el pintor nunca está solo; un maestro como el prolijo David tuvo cerca de trescientos discípulos a lo largo de su vida. En el plano de la locura, la depresión y el dolor espi ritual, la constatación es innegable: existe mucha menos patología psicológica y mental en el mundo de la pintu ra y el de la música que en el de la literatura. Los gran des músicos, compositores o intérpretes, parecen haber desarrollado, o recibido constitucionalmente, una apti tud para la hipersensibilidad —la «hipersensorialidad», decía Chantriot— que sitúa este arte en el campo de la emoción sensorial. La impresionabilidad de Chopin era legendaria, al igual que la de Liszt o Berlioz. Los ínti mos de Schubert sabían cuánto le conmovían sus crea ciones, y Rossini era presa del llanto en los momentos de emoción. Aparte de la clásica evolución bipolar de Robert Schumann o la de Hugo Wolf, de las que hemos hablado largamente, se observa poca patología mental en el mundo de la música: el misticismo de Gounod y de Henri Duparc, la neurosis depresiva de Beethoven, las excentricidades de Erik Satie... Otro tanto se puede decir de las artes plásticas, en las que la locura es relativamente rara. La historia del arte no está hecha de neurosis, sino todo lo contrario. Si 223
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bien la creación es por naturaleza activa, y a veces im pulsiva en la modernidad, la pintura y la escultura son actividades lentas y que exigen reflexión. El pintor juega con la duración. Pensemos que Monet pintó infatigable mente sus Nenúfares durante más de veinte años en el gran estudio de Giverny. Una bellísima observación de Pierre Veilletet en Mari-Barbola me había evocado la misma idea: «He tenido ocasión de conocer a algunos escritores; la mayoría me ha decepcionado [...]. Tratar con el viejo escritor pagado de sí mismo o enfrentado a sus semejantes es deprimen te. La pintura, por el contrario, produce bastante a me nudo ancianos magníficos, ligeros como nubes, que se alejan sin aspavientos, absueltos por una senilidad ra diante.» En efecto, aparte de Van Gogh o Nicolás de Staél, aparte de la tendencia depresiva de Géricault a no acabar sus cuadros y de las excentricidades caracteriales de Miguel Angel, el pintor es un genio tranquilo. Enfrente, en la otra orilla de la Estigia, se fragua otro drama. La literatura parece un juego peligroso, un com promiso total del ser y de su vida. «Un escritor es un ser curioso —dice Marguerite Duras en Escribir—. Es una contradicción y también un absurdo. Escribir es tam bién no hablar. Es callarse. Es gritar sin hacer ruido.» Un escritor está totalmente encerrado en su soledad. La soledad de antes y de después de la vida. Más adelante, Duras precisa: «Vivir así, como os digo que vivía, en esa soledad, a la larga implica correr riesgos. [...] Cuando el ser humano está solo, cae en la sinrazón [...] porque nada lo detiene al surgir un delirio personal.» Duras nos ofre ce un retrato ejemplar. Su obra-vida, hacia la que diri ge una mirada constante, mana sin cesar de la profunda herida que divide sus entrañas. Desde Le barrage e H i roshima hasta El arrebato de Lol V. Stein y El vicecón sul, quizás incluso hasta El amante, se identifica con esa fuente de vida que es la escritura, aun a riesgo de perder — 224
la vida, a imagen y semejanza de la madre que queda en un segundo plano para que nazca el niño. El escritor es un ser-escritura con constantes dolores de parto. Es ese palimpsesto del que habla Baudelaire, que prescindi ría de toda su tinta para dejar sitio a las palabras. Mu chos son los héroes caídos en el campo del honor, inva didos por la literatura y vencidos por la muerte. Con todo, en su trabajo de 1989 sobre las celebrida des británicas, Kay Jamison había demostrado que los poetas eran los artistas más afectados por trastornos psi cológicos y mentales, ya que el 33 % de ellos había pa decido depresiones y el 17 %, episodios maníacos. Tam bién eran los únicos que habían sido hospitalizados y habían recibido tratamientos a base de litio o electrochoques. El extenso estudio de Deirdre y Stuart Montgomery, dos psiquiatras norteamericanos que siguieron mediante entrevistas individuales la trayectoria de cin cuenta poetas a lo largo de veinticinco años, señala en el transcurso de ese período diecisiete fallecimientos, de los cuales tres fueron suicidios, un intento de suicidio y frecuentes depresiones (el 23 % de ellos), así como auténticos episodios hipomaníacos. Les resultó muy sorprendente, según sus propias palabras, el «considera ble porcentaje de trastornos psiquiátricos», alcoholis mo, toxicomanía (el 28 % de ellos), fobias sociales, tras tornos obsesivos, depresión, suicidio... El estudio más reciente (1994) de Félix Post sobre doscientas noventa y una personalidades —divididas en grupos de científicos, políticos, filósofos, pintores, músi cos y escritores— de los siglos XIX y XX, si bien muestra en cada uno de estos grupos la gran frecuencia de carac terísticas desusadas de la personalidad, también pone de manifiesto la disparidad de la expresión psicopatológica. Alrededor del 50 % de ellos presentaba trastornos de la personalidad potencialmente limitadores, mientras que esta proporción se elevaba al 60 % en el caso de los filó—
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sotos y al 70 % en el de los escritores. Alrededor del 20 % de cada uno de estos grupos había sufrido un epi sodio psiquiátrico severo, mientras que entre los escrito res era el 42 %. Finalmente, en lo que se refiere a la de presión, que aparece por término medio en un 30 % (28,9 % los científicos, 30,4 % los políticos, 30,8 % los músicos, 26,2 % los filósofos y 31,2 % los pintores), afecta al 72 % de los escritores. En conjunto se observa una mayor proporción de trastornos de la personalidad y de depresión en los personajes fuera de lo común que en la población general. Las psicosis, por el contrario, pa recen muy poco representadas e incluso menos frecuen tes. Por último, los escritores presentan el doble de epi sodios psiquiátricos mayores y de depresiones. ¿Cómo explicar —si es que puede explicarse— esa enorme frecuencia de los trastornos mentales en el mun do de la literatura, y sobre todo entre los poetas? El carácter predeterminado de los trastornos bipo lares del humor, que hemos encontrado con frecuencia en la literatura, puede sugerir que la estructura cíclica del humor es la que elige la literatura como modo de ex presión, y no la literatura la que elige sus personalidades. Pero también cabe pensar que el literato, y especialmente el poeta, despierta mecanismos generadores de poesía, susceptibles de desestabilizar una estructura de persona lidad ya frágil de por sí. Por una vez Bretón acude en nuestra ayuda, de nue vo en N adja, al precisar lo que él entiende por el proce der poético: «Y que quede claro que no se trata de un simple reagrupamiento de las palabras o de una redistri bución caprichosa de las imágenes visuales, sino de la re-creación de un estado que no tiene nada que envidiar a la alienación mental.» Quien ha conocido a jóvenes enfermos delirantes sabe que los mecanismos son apa rentemente los mismos o se parecen mucho. Y a todos nos han apasionado —a Bretón el primero— los hallaz —
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gos inéditos y la facilidad genial de un esquizofrénico alucinado. En su lenguaje del siglo xix, Charles Richet no decía otra cosa en el prefacio a L ’homme de géniei «Es sobre todo en los poetas en quienes la prontitud y la extravagancia de esas asociaciones descabelladas de ideas resultan sorprendentes. Los locos, como se sabe, utilizan calambures, aliteraciones: sol..., soldado..., da do..., corral..., morral. Este modus agendi intelectual se asemeja muchísimo a la poesía.» Los poetas no son locos, y jamás he visto a un «loco» elaborar realmente una obra poética. Pero los poetas pe netran hasta el fondo de sí mismos, buscan lo que vive ahí y de este modo emplean los mismos procedimientos. El más genial de ellos, Arthur Rimbaud, es de nuevo quien ofrece un testimonio de su proceder auténtico cuando, a través de esa «larga alteración de todos los sentidos», «llega a lo desconocido, y cuando, trastornado, acabaría por perder la inteligencia y sus visiones, ¡las ha visto!» (15 de mayo de 1871). El poeta es «vidente», a riesgo de perder la razón. El «sistema» Rimbaud culmina con Ilu minaciones, que nos propone un mundo de alucinación rebosante de impresiones sensoriales. Es un desfile má gico: las flores de sueño tintinean... bajo un cielo gris de cristal... un verde y un azul muy oscuros invaden la ima gen... hay un reloj que no suena... un agradable sabor de tinta china. Siguiendo los pasos de Claudel, Etiemble precisa hasta qué extremo, en Rimbaud, «la supresión de la pa labra Kcomme* favorece la alucinación», y recuerda ese bellísimo verso de Assis, de 1870 (Rimbaud aún no tenía dieciséis años): «Et leurs boutons d habit sont des pi unelles fauves» («Y los botones de su traje son pupilas roji zas»). La estructura gramatical se simplifica, «dejando que la palabra actúe en su estado bruto» (op. cit.). Los términos se yuxtaponen hasta que dejan de tener sen tido. Stefan Zweig, que será un lector apasionado de —
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Rimbaud y su traductor al alemán, ve en él un arte del símbolo que nos permite acceder a ese antes del lengua je, ese sueño de una lengua original, la música del alma. Para acceder al corazón de todas las cosas, el poeta no puede sino deshacer el ovillo de la vida, ese hilo que la neurosis ha tejido pacientemente para continuar vi viendo. Artaud demostrará a su manera que ha llegado muy lejos en ese lenguaje primero hecho de imágenes y de algunos símbolos, quizás el «mentalés», ese lenguaje mental del niño que todavía no habla, según el término del lingüista Fodor. En la locura de su delirio absoluta mente real, Artaud «era lenguaje», formaba tal unidad con su palabra que callarse significaba también morir. Sin embargo, ninguna explicación ilustrará nunca la prodigiosa singularidad del poeta. Estas líneas no dejan de ser puntos de referencia en nuestra reflexión entre genio y locura, puntos de referencia impuestos por nuestro espíritu clasificatorio. Para comprender las par ticularidades de cada modo perceptivo y del estilo emo cional de la expresión artística del genio, opondré un modo verbal a un modo no verbal, separaré la pintura y la música de la literatura, la poesía, la filosofía... (véase cuadro II). En cierta forma, esto remite a la distinción que hace Levi-Strauss entre el mito y la música, entre el sentido y el sonido. Hay unos mensajes en los que pre domina el significado y otros en los que el vector emo cional —en este caso la pintura o la música— constituye todo el mensaje. Podemos añadir que la adquisición infantil de esos dos componentes del mensaje se lleva a cabo sucesiva mente, antes de los veinte meses en lo que se refiere al período perceptivo del lenguaje y su musicalidad, tam bién llamado la entonación y la prosodia —es el período precoz del aprendizaje de los «genios musicales»—, y entre los veinte y los treinta meses en lo que se refiere a la parte del mensaje relativa al lenguaje, es decir, el sen—
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ti do y Ia disposición de las palabras. Se entiende que sea posible un aprendizaje musical muy precoz durante la primera fase, cuando el niño todavía no tiene acceso al lenguaje, pero está en un período sensible respecto a la música. Cuadro II Los modos perceptivos del genio Modo perceptivo
Estilo emocional
Precocidad
Factor psi
NO VERBAL
temporal espacial
música pintura
3-10 10-15
d. d.
VERBAL
lírico abstracto
poesía filosofía
15-20 20-30
f. f.
En el orden de lo no verbal, es decir, de los modos artísticos que no utilizan el lenguaje, se puede oponer además una expresión que necesita el pleno dominio del tiempo a otra que requiere el dominio del espacio. La música es ante todo ritmo, división y organización del tiempo, un dar forma a la eternidad. El músico y el com positor estarán naturalmente «dotados» de un dominio de esa percepción temporal, es decir, lo habrán adquiri do de muy pequeños. Las artes plásticas, que dominarán el espacio, necesi tan un bagaje neurològico más completo, la maduración del sistema visual, una madurez psicológica, la percep ción y la reconstrucción de la perspectiva en el niño..., bagaje del que se podrá disponer progresivamente en el transcurso de la infancia. El pintor y el escultor habrán desarrollado a lo largo de su aprendizaje infantil unas capacidades absolutamente particulares de «dominio» es pacial, que les harán expresarse de forma natuial utili zando ese modo. Cabe preguntarse si la percepción in tuitiva del tiempo no es más precoz que la del espacio. —
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El joven compositor podrá encontrar rápidamente una armonía, prescindiendo de la adquisición de otros cono cimientos, mientras que el joven pintor tardará años en dominar el espacio. También hay que señalar que estos dos perfiles co rresponden al modo de tratamiento de la información que atribuimos al hemisferio derecho del cerebro, he misferio con propiedades espaciotemporales, en oposi ción al hemisferio izquierdo, que tiene más bien compe tencias verbales. Entre los que cultivan el verbo, coincido con Bourguignon en que se puede oponer un modo lírico de la percepción —literatura y poesía— a un modo abstrac to —filosofía y matemáticas—, que estarían en relación con la influencia exclusiva de la madre o del padre. Esta tendencia predispondría a la escritura y a la obra de fic ción en el caso del primer modo, y a la filosofía y las matemáticas en el del segundo. Dos observaciones pueden completar esta reflexión: la precocidad decreciente según el modo perceptivo, que nos remite de nuevo al condicionamiento fisiológico de la maduración del cerebro. La expresión genial requie re la madurez progresivamente más larga de sistemas más complejos. Y vemos que los genios más precoces se expresan con toda naturalidad a los tres años en música, a los diez en pintura, a los quince en poesía y a los vein te en filosofía. Por último, la frecuencia de la expresión psicopatológica puede calificarse de débil (d.) en el pri mer grupo y de fuerte (f.) en el segundo, frecuencia que se puede relacionar con la fuerte influencia familiar y la importancia de la filiación en el primer caso —pintura, música—, y, en el extremo opuesto —literatura—, con los profundos interrogantes sobre la identidad que ins tituyen el pseudónimo, prácticamente ausente entre los primeros. El profundo contraste que da vida a estos tres ám —
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bitos de la creación artística no deja de sorprendernos, y debemos convenir en que el genio es de una natura leza diferente cuando está en contacto con la naturaleza de las palabras, con el sentido, o únicamente con la emo ción. Finalmente podemos preguntarnos por el vínculo que existe entre psicopatología y estilo emocional, en la medida en que sabemos que una parte de las patologías bipolares— probablementes están predeterminadas. Ello permite pensar que es más bien el modo patológico —cuando existe— el que elige el estilo emocional en el que se expresará: pintura, música o literatura.
4. E l
e q u il ib r io d e l g e n io
Luchando contra las múltiples fuerzas que actúan en él, el genio intenta mantener un equilibrio realmente frágil. A lo largo de estas páginas hemos visto cómo se perfilan las fuerzas vivas del destino excepcional, facto res constitucionales y culturales, aunque sin duda tam bién circunstanciales, lo que Balzac llamaba los «mila gros del azar». Se necesita además la determinación precoz de las aptitudes intelectuales, el aprendizaje de un método y con frecuencia de un sistema coherente de procedimientos técnicos, la obsesión por el trabajo y la aptitud para la perseverancia. Ese carácter obsesivo de la elaboración interior que dibuja con un trazo lumi noso el conjunto de la obra venidera ilustra las podero sas virtudes de la continuidad. La imagen del genio se construye en torno al nar cisismo y al ideal de sí mismo, cuyas heridas siempre se rán un pretexto para el exceso reparador. La pérdida temprana del padre en el ámbito de la creación literaria, de la madre en el de las ciencias abstractas, o una mueite en el entorno cercano, en muchos casos habrán sido —
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poderosos estimulantes de la creación, sustentados por el deseo yocastiano de una madre atenta. Me ha parecido que el genio presenta a menudo la asociación de tres condiciones necesarias para su de sarrollo: un factor energético al que probablemente sea propenso; las aptitudes particulares de un ambiente cul tural fértil; y el azar de los acontecimientos de la vida, de la presencia o la ausencia del medio paterno. Creo que este difícil equilibrio del genio lo han al canzado numerosos creadores, en un intento de «con trolar» la pulsión creadora cuando la obra adquiere autonomía, en ese momento inusitado de la realización personal, al producirse esa ruptura del cordón umbilical que marca una separación tan difícil. La obra que se con vierte en alguien amenaza la vida de su autor. La gran proximidad fusionadora de esa pareja incestuosa, el crea dor y su «criatura», hace más peligrosa la empresa cuan do la obra es rechazada, negada, olvidada. El Gary me nospreciado de Au-delà de cette limite se ve obligado a inventarse un nuevo yo para no morir... todavía. Esa obra autónoma que escapa a su dueño y que se dirige hacia la muerte a veces se vuelve perversa y amenaza a su autor. Se trata tan sólo de una justa compensación, parece decirnos André Green; en esa alternativa entre síntoma y creatividad hay límites que no se pueden sobrepasar: «La muerte de los artistas es con frecuencia misterio sa [...]. Sostendré la hipótesis —que podrá parecer au daz— de que determinados creadores que han desafiado los límites del conocimiento del Inconsciente —porque no hay que olvidar, y Tiresias está ahí para recordárnos lo, que existe una prohibición— pagan con su vida ese saqueo de las sepulturas del Inconsciente para alimentar la creación.» Semejante anatema, de tintes bíblicos, me parece fundado en lo que concierne a la literatura y la poesía, que están relacionadas con las articulaciones del
pensamiento, con las unidades mínimas de la vida sim bólica y en cierto modo también con las unidades míni mas del funcionamiento del aparato mental. El ejemplo más bello de este frágil equilibrio del ge nio nos lo ofrece Rimbaud, que intenta vivir todo tipo de experiencias, se acerca a la locura y detiene su obra. Incluso llegará a negarla para protegerse de ella cuando, lejos de Roche y de la muerte, se hace traficante de ar mas en Abisinia. El espectro de la «locura» se lee entre líneas en Una temporada en el infierno. «Las alucinacio nes son innumerables...» «No he olvidado ninguno de los sofismas de la locura, la locura que uno encierra: po dría repetirlos todos, domino el sistema. Mi salud se vio amenazada. El terror se aproximaba. Me sumía en sue ños de varios días y, ya levantado, proseguía las ensoña ciones más tristes. Estaba maduro para el tránsito, y a través de un camino de peligros mi debilidad me condu cía a los confines del mundo y de la Cimeria, patria de la oscuridad y de los torbellinos.» Y conforme se instala la locura, los signos de la depresión aparecen de un mo do natural, unidos a algunas formulaciones que sugieren que probó la droga e intentó suicidarse: «Antaño, si no recuerdo mal, mi vida era un festín [...]. Y al encontrar me hace poco a punto de estirar la pata, he pensado en buscar la llave del antiguo festín, donde quizá recupere el apetito.» «[...] tan agradables adormideras [...]. ¡Ah, he tomado demasiado! [...]. He ingerido un enorme trago de veneno [...] me arden las entrañas. La violencia del veneno me retuerce los miembros, me deforma, me ful mina. Me muero de sed, me ahogo, no puedo gritar. ¡Es el infierno, la pena eterna! [...] ¡ñ^ de nuevo la vida! [...] Un hombre que quiere mutilarse está irremisiblemente condenado, ¿no es cierto? Me siento en el infierno, lue go estoy en él. [...] El reloj de la vida acaba de detenerse. Ya no estoy en el mundo.» Una temporada en el infierno, y especialmente —
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«Noche infernal», desenlace terrible de la obra-vida, pa rece haber puesto punto final al genio de la experiencia rimbaudiana. La obra se detiene en un momento de gran lucidez. Etiemble sitúa el hecho en el momento de su regreso a Bruselas, en julio de 1873, cuando Verlaine le dispara y lo hiere en la muñeca, un «disparo que lo de sengañará». A fines de julio, Rimbaud vuelve a la casa familiar de Roche, en las Ardenas, y termina Una tem porada en el infierno, comenzada en abril. Claudel re produce estas palabras dirigidas a su hermana Isabelle: «No podía seguir, me habría vuelto loco...» ¿Qué fuerza hay que poseer para separarse de seme jante parte de uno mismo? Muchos han tomado con ciencia de ese proceso y no han podido detenerlo. «As queado de las letras, he querido ir más allá de las letras y vivir mi obra —confiesa Cocteau—. La consecuencia es que mi obra me come, que comienza a vivir y que yo muero. Por lo demás, las obras se dividen en dos: las que hacen vivir, y las que matan» (Opio). Antes de mo rir, Vincent van Gogh escribió unas palabras apresura das dirigidas a su hermano Théo: «Mi trabajo, arriesgo la vida en él y casi he perdido la razón por su causa... Pero ¿qué quieres?...» Consecuencia de este trabajo implacable en el cora zón del ser interior: la obra se despierta, se alza y se venga dejando aparecer su cara más oscura. Recordare mos el análisis que hace Michel Suffran del paso a la os curidad, que en Mauriac bloqueará una obra que ya no controlaba: «Entonces llegamos a lo más oscuro de ese universo cerrado. La espesura del bosque humano ocul ta, es cierto, terribles amenazas.» Y más adelante: «El pensamiento de Mauriac está construido sobre frágiles pilares que se sumergen en las profundidades prohibi das del yo primitivo...» Después de El cordero, de 1954, Mauriac abandona de forma prolongada y casi definitiva su obra novelesca — 234 —
pues sólo escribirá otra novela, Un adolescente de otros tiempos, quince años más tarde, en 1969. Mauriac deja una obra inmensa e inacabada «por razones de seguri dad», podríamos decir. Los grandes creadores no con trolan su obra, sea cual sea, y sólo tienen dos salidas: inteirumpirla, como Mauriac o Rimbaud, o entregarse a ella a cuerpo descubierto. Yo puedo hablar de la experiencia de un poeta po co conocido pero que había publicado páginas curio sas. Había inventado un sistema de escritura automáti ca que generaba asociaciones de sonidos que permitían múltiples lecturas. Se dejó atrapar por la fascinación que ejercía sobre él aquel juego extraño entre las pala bras y su música, y me contó un episodio fecundo que lo llenó de angustia. Era un fin de semana y, por prime ra vez, las palabras surgían por sí solas de un manantial profundo que él ya no controlaba. Fluían con la perfec ción de un lenguaje interior tal como él esperaba desde hacía muchos años. El automatismo mental lo habitó durante cuatro días, cuatro días de angustia y de locura, al término de los cuales decidió detener su búsqueda y poner punto final a la escritura poética. ¿Acaso no es ya la angustia en sí una señal de alerta en el camino de la locura? El control de la pulsión creadora aparece como el principal factor de equilibrio del genio; el control de esa fuerza animada por la energía inagotable que habita al poeta, y de los temas oscuros que permite aflorar. Walter Benjamín veía en Péguy «una inmensa melancolía controlada», dos condiciones necesarias, una para la ins piración y la otra para su mantenimiento. Diderot se quejaba de los excesos naturales de los seres excepciona les: «Los hombres geniales [...] me parecen más hechos para derrocar o fundar los estados que para mantener los, más para restablecer el orden que para respetarlo.» El realismo y la ponderación raramente son virtudes
del genio. En cambio se observa que los más grandes, aquellos que han dejado un nombre para la posteridad, suelen asociar un poco de locura a la gran cualidad de la perseverancia. «Una pizca de locura en la cordura», decía Séneca. Lo cual recuerda la propensión a la alter nancia de los estados de ánimo que presenta Aristóteles y de la que Montaigne ofrece un testimonio en sus En sayen>: «Tengo un carácter entre lo jovial y lo melancóli co, medianamente sanguíneo y caliente... O me domina el humor melancólico o el colérico; ora la tristeza pre domina en mí, ora la alegría.» Sin duda alguna, el secreto del genio —si es que exis te— consiste en esa alternancia fecunda entre hipomanía y depresión, cuando su alcance es moderado y, sobre todo, cuando la exaltación del humor es el período más frecuente. Entonces se puede hablar de ciclotimia genial, como es el caso de Montaigne, o incluso de hipomanía creado ra, como en muchos otros. En el plano de la energía pulsional, la creatividad es taría relacionada más bien con variaciones bipolares mí nimas del humor, es decir, que no manifiestan signos clínicos ni patológicos pero que presentan grandes fases de entusiasmo y confianza en uno mismo, así como una elevada energía casi permanente. A modo de conclusión mencionaré un último factor de equilibrio para aquellas personalidades fuera de lo común dotadas de un fuerte potencial energético: la di versidad de los modos de expresión y el polimorfismo de la obra. Uno piensa enseguida en Leonardo da Vinci, pintor, escultor, hombre de ciencia...; en Victor Hugo, cuya obra gráfica está a la misma altura que la literaria; en Rousseau y su interés por la música y la botánica; en una época más reciente, en Jean Cocteau, pintor, poeta, escritor, hombre de teatro... Cabe interpretar este inte rés simultáneo por modos de expresión verbales y no —
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verbales como un intento de estabilizar el desequilibrio permanente necesario para la creación. N o creo que este ejercicio de salto mortal sin red que reclama la boca abierta del genio pueda imaginarse mejor que con esta frase de José-Marie Bataille en su es tudio sobre Proust: «Estar loco sin que ello te vuelva afásico, eso se llama genio...»
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CONCLUSIÓN
EL POETA Y EL CHAMÁN El genio, extraordinario compromiso entre las fuer zas de disociación y de equilibrio, es un síntoma de la humanidad, que a través de él construye su historia, in nova y se transforma. El genio se constata, no se expli ca, y aunque los argumentos psicopatológicos sean sóli dos y abundantes, en ningún caso es posible reducirlo exclusivamente a la locura. Pese a su grave enfermedad, Artaud era Artaud y nada podría evitarlo. Pese a su ciclotimia —o gracias a ella— Goethe realizó una obra considerable que no por ello es menospreciada. Van Gogh deja una de las luces más originales de su siglo, y la música de Schumann sigue siendo incomparable. ¿Quién reprocharía su dinamismo ciclotímico a Mon taigne? El genio es multiforme, pero a menudo extrae su energía de una misma fuente interior, la del humor fe cundo y el dinamismo de las ideas. Los creadores de uni versos raramente son seres linfáticos, conformistas y bienpensantes. ¿No tiene usted una tendencia excesiva a destacar los rasgos patológicos?, se me dirá. ¿No selecciona a los — 239 —
individuos más apropiados para esta investigación, a fin de reducir la historia del arte, de la música y de la litera tura a unos cuantos ejemplos que no pueden ser repre sentativos de la realidad? Los historiadores y los críticos especializados en cada uno de estos dominios conocen de sobra la mayo ría de las numerosas ilustraciones que han acompañado mis palabras, y resulta difícil afirmar que no son repre sentativas del arte, del genio, de la invención. N o obs tante, junto a las personalidades turbulentas o incluso patológicas de las que hemos hablado se observan tam bién algunas vidas tranquilas: la perseverancia infati gable de Buffon, la sencillez de Corot, a quien por esta razón llamaban el «buen Corot», la vida principesca de Rubens, la delicadeza de Rafael, el trabajo familiar de Johann Sebastian Bach, buen padre de familia y maestro de capilla aplicado. Pero en el mundo de la literatura, realmente no se dan. Hay pocos escritores que sean pa dres tranquilos, pues la búsqueda de identidad impo ne obligaciones raramente compatibles con una vida so cial ordenada. Resulta muy sorprendente, cuando uno se adentra sin prejuicios en la vida y la biografía de nume rosos creadores, detectar peculiaridades caracteriales o de comportamiento, episodios patológicos poco cono cidos y en ocasiones eliminados o silenciados, que per miten pensar que ese cuadro es todavía más amplio de lo que se dice. Sin embargo, la memoria familiar y el culto al héroe se imponen con mucha frecuencia. «¿Por qué razón todos aquellos que han sido hom bres excepcionales [...] son manifiestamente melancóli cos?», preguntaba Aristóteles al principio de esta refle xión. Observemos la modernidad de su pregunta, que no vinculaba el genio a la locura sino los destinos excep cionales a los trastornos del humor. El hecho de que ac tualmente conozcamos mejor esas variaciones anímicas hace que nos inclinemos a pensar que tenía razón y que, — 240 —
a menudo, un motor del alma genial parece estar predis puesto por un factor genético cercano a la patología o que se expresa exponiéndose a manifestar una pato logía, especialmente en las artes verbales: la poesía y la literatura. El factor «psicopatológico» que hemos analizado a lo largo de esta obra, el que ha justificado colocar el tér mino «locura» junto al término «genio», ese factor que a nosotros, los psiquiatras, nos parece que debe ser cali ficado de patológico, necesariamente tiene que encon trar otra denominación por el simple hecho de ser co mún a tantos humanos y admirado, si no deseado, por muchos otros. También parece evidente que, para aven turarse por el camino de la creación, hay que poseer cierta disposición para la aventura o presentar ciertas desviaciones del sentido común que habitualmente es tán relacionadas con la neurosis o incluso la psicosis. Así pues, no es posible limitarse a calificar de patológica esa tendencia enfermiza tan valorada por la sociedad sino que es preciso reconsiderar su naturaleza, su rela ción con la nosografía y, sobre todo, su denominación. Tampoco carece de importancia constatar que el fac tor energético nunca es percibido como patológico por el que lo vive, ni siquiera cuando es de gran amplitud. Ese factor indispensable para el genio es el «factor humano» por excelencia, pues en definitiva es el que ha permitido que se produzcan todos los grandes progresos de la hu manidad, el que ha animado a los aventureros de lo im posible y a todos los creadores de universos, poetas, ma gos, profetas, inventores, músicos, políticos... Ese «factor humano» es el que permite al genio ser distinto de sus contemporáneos, ser un Rimbaud antes de tiempo. Mucho antes de la horda primitiva de Darwin, e in cluso de la de Freud, ese «factor humano» permitió al primer hombre diferenciarse de los primates in\ entando un mundo a su estilo. Ese agitador original ya había — 241 —
roto con la sociedad primitiva, cuya estabilidad ritual es una garantía de la perennidad, ya que desde el principio de la humanidad encontramos en los homínidos todos los elementos constitutivos del genio: el gusto por la novedad, la inventiva, el cambio, la hazaña... La estabili dad del grupo primate se vio cuestionada por un agua fiestas deseoso de ir cada vez más lejos, de inventar, de explorar, y que se hizo nómada. Al parecer, ese comportamiento exploratorio que marca el principio de la humanidad, el del niño que des cubre el espacio y también el del genio que inventa el mundo, es un fenómeno originario que pertenece exclu sivamente al hombre, en la medida en que se produce en todas las sociedades humanas con independencia de su historia. Ese «factor humano», en el sentido de factor de humanidad, primero tuvo un papel de agitador de las ideas y más tarde, en una segunda etapa, parece que se institucionalizó, en la medida en que la sociedad nacien te tenía necesidad de creadores. Si contemplamos sin ideas preconcebidas las so ciedades tradicionales nómadas que hoy en día per manecen como testimonio de los orígenes, esos gran des grupos de cazadores-recolectores que surcaban los continentes, desde Siberia hasta el norte de Europa y desde Asia central hasta las dos Américas, aparece ante nuestros ojos un personaje clave que se acerca tanto a nuestra idea del genio que podemos preguntarnos le gítimamente si ese ser fuera de lo común que hemos perseguido, ese creador, ese inventor, ese poeta, no es actualmente el chamán que le falta a nuestra sociedad. El chamán es un sacerdote-brujo de las poblaciones nómadas del Asia central y del Nuevo Mundo, un in termediario entre los humanos y los mundos paralelos, un terapeuta que domina el trance, el éxtasis y, en con secuencia, los espíritus. El chamanismo se define a través del viaje del cha— 242 —
mán en pos de los espíritus, a la otra realidad, la del mundo de los dioses, viaje que aparece como «un proce so de sacralizacion de la realidad», en palabras de JVtircea Eliade. Cuando entra en trance, el chamán modifica vo luntariamente su estado de conciencia, altera sus percep ciones sensibles y rompe con la realidad para emprender la aventura onírica, para adentrarse en el mundo del sue ño y las alucinaciones. Sumergido en la danza o en la plegaria, el aspirante a visionario parece ajeno al mundo, se estremece y deambula. Al igual que el poeta visiona rio, es un alucinado, es un «vidente», es Rimbaud. Al igual que el músico inspirado, como Beethoven, recorre su modesta morada, se estremece exteriormente y se ali menta del éxtasis. La analogía entre el poeta y el chamán es sorprendente si se consideran sus hábitos, su forma de vida, sus relaciones con los demás. El chamán es un ser extraño, difícil de comprender y muy distinto de los demás. Un ser fuera de lo común que vive de privacio nes, al margen de la vida cotidiana y del mundo de los espíritus. Se aísla del grupo, dado su profundo indivi dualismo, y se distingue de sus semejantes por su sub versión e insumisión. El chamán transgrede el orden so cial, como un signo de su poder. Es el maestro del trance, ese estado hipnótico que induce mediante plan tas u hongos alucinógenos. El chamán se interioriza. Se aleja del mundo y a su regreso trae el relato de sus viajes al más allá. Vive en ese espacio intermedio entre el sueño y la realidad, perma nentemente expuesto a la locura. Esa ruptura transitoria del equilibrio mental evoluciona mediante crisis, que le confieren un carácter periódico y una imagen de gran inestabilidad. El chamán suele ser escogido entre los que nuestra sociedad consideraba neuróticos. Por último, el chamán es casi siempre un hombre y tan sólo en contadas oca siones una mujer mayor, menopáusica, porque el grupo — 243 —
no acepta que una mujer joven esté tan poco disponible para la sociedad. El poeta es enteramente un chamán. Su conducta ex céntrica no sorprende a nadie, puesto que es un chamán.
La función chamánica del «genio» demuestra la im portancia de ese factor constitucional en la evolución de las sociedades humanas. El genio inspirado se desdo bla, como Sócrates, como Einstein, como Rimbaud. Vive intensamente la alucinación fecunda de la otra realidad. Está habitado por ese «factor humano», fermento de fu turo, que lo empuja a recuperar la alternativa nómada. Aunque quizás haya que estar en un estado hipnótico para escribir, crear, inventar...
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GLOSARIO afecto: Reacción psíquica elemental, como por ejemplo placer, desagrado, interés, etc. alienación: Forma mayor de enfermedad mental que desemboca en la transformación de la persona, que se convierte en otra {alienas = otro), alucinación: Percepción sin objeto particular, producida por una experiencia y una desorganización psicológi ca interna. La conducta alucinatoria es una conducta delirante, ya que se caracteriza por el convencimien to de que dicha percepción es real. Las alucinaciones pueden limitarse a un solo aparato sensorial (visual, auditivo, olfativo, táctil) o afectar a varios sentidos, angustia: Malestar intenso consistente en un «miedo sin objeto», acompañado de sensaciones físicas, como opresión, nudo en la garganta, dolores abdomina les, etc. ansiedad: Contenido mental de la angustia, ansiógeno: Situación generadora de angustia, ansiolítico: Medicamento que reduce la angustia o la ansiedad, popularmente llamado tranquilizante, antidepresivo: Medicamento que tiene la propiedad de invertir el estado de ánimo depresivo y de levantar la moral. — 263 —
arte-terapia: Utilización de la expresión artística (en general plástica) para facilitar la expresión psicológi ca y permitir una dimensión psicoterápica. ascetismo: Austeridad vinculada a una autodisciplina forzada, y a menudo relacionada con un mecanismo de defensa contra la angustia, asocial: Comportamiento inadaptado que se caracteriza por la ausencia de respeto a las normas sociales, por la marginación y la delincuencia, astenia: Cansancio físico y mental, autismo: Desapego de la realidad, replegamiento en uno mismo y aislamiento centrado en la vida interior, ca racterístico de la esquizofrenia. El autismo infantil es el tipo de psicosis más precoz, automatismo mental: Síndrome alucinatorio caracterís tico de la esquizofrenia, en el que se desarrolla un pensamiento automático que parece impuesto y que produce la impresión de que se fuerza al sujeto a hablar, a actuar, de que se adivina el pensamiento, automutilación: Amputación de una parte del cuerpo por parte del propio paciente. Puede tener el valor de un equivalente suicida. catatonía: Síndrome mayor de una forma de esquizofre nia que asocia pasividad, mutismo, negativismo, este reotipia y manierismo. ciclotimia: Antigua denominación de una forma manía co-depresiva que en la actualidad llamamos trastorno bipolar del humor. Alternancia más o menos regu lar de períodos de euforia y de tristeza, de hiperactividad y de abatimiento, sin relación directa con los acontecimientos exteriores. cognitivismo: Corriente teórica relativa al comporta miento, que se basa en la toma de conciencia por par te del paciente de una percepción errónea de los acontecimientos. complejo de Edipo: Organización afectiva de la persona—
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lidad que evoca la historia del Edipo de Sófocles, es decir, un sentimiento de amor hacia el progenitor del sexo opuesto y de hostilidad hacia el del mismo sexo, delirio: Construcción mental alejada de la realidad, que se caracteriza por una convicción errónea e inque brantable relativa al contenido del delirio. Los temas y las formas delirantes pueden ser muy variados, delirio de grandeza: Idea delirante de sobrevaloración de uno mismo, de su persona física, su situación so cial, su origen, su familia, etc. demencia: Disminución de las facultades intelectuales, en la mayoría de los casos irreversible y por lo gene ral unida a una alteración neurològica, depresión: Estado patológico de la personalidad, que asocia tristeza, dolor moral y disminución de la acti vidad intelectual y motriz. depresión recurrente: Evolución depresiva crónica, ca racterizada por accesos depresivos que alternan con períodos de remisión. despersonalización: Convicción delirante de pérdida de la identidad y de la conciencia de uno mismo, acom pañada de ideas de transformación corporal, dismorfofobia: Preocupación obsesiva y errónea relativa al propio cuerpo. Temor de presentar un defecto físi co (peso, altura, estética). disociación: Pérdida de la cohesión de la personalidad que se traduce en incoherencia de las ideas, extrava gancia y ambivalencia de la afectividad. Es el síntoma mayor de la esquizofrenia, que literalmente significa pensamiento (phrene) disociado (schizein). electrochoque: Método terapéutico para tratar la manía, la melancolía o la catatonía, que provoca una crisis convulsiva mediante electroterapia, esquizofrenia: Psicosis crónica que asocia la disociación de la personalidad, el replegamiento en uno mismo, la incoherencia y la preponderancia de la vida interior, —
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con un delirio poco sistematizado y alucinaciones, esquizoide: Tendencia caracterial al aislamiento, la enso ñación y la inadaptación social, estado límite: Personalidad frágil, agresiva e inestable, en la frontera entre neurosis y psicosis, fantasma: Elaboración mental de una situación imagina ria que representa un deseo inconsciente, fobia: Miedo paroxístico injustificado, aparentemente pro vocado, sin motivo, por un objeto concreto o una si tuación determinada. Cabe distinguir la agorafobia (miedo a los lugares públicos), la claustrofobia (miedo a los recintos cerrados) y las fobias parciales o especí ficas (miedo a los desplazamientos, a la enfermedad, a los animales...). La neurosis fóbica es una organiza ción anormal del aparato psíquico en torno al sistema de defensa que constituye la prevención fóbica. hiperestesia: Percepción sensorial exacerbada; hipersensibilidad. hipocondría: Preocupación excesiva e injustificada acer ca de la salud y el funcionamiento de los órganos. Cabe distinguir la hipocondría ansiosa, forma menor, de la hipocondría delirante, auténtico delirio inter pretativo y reivindicativo. hipomanía: Estado de hiperactividad y de exaltación del estado de ánimo cercano a la manía, del que es una forma menor, aunque conservando una parte de con trol reflejo de la excitación. El sujeto hipomaníaco es alegre, vivo, jovial, comunicativo... histeria: Neurosis caracterizada por la aparición de sín tomas físicos en una personalidad sugestionable, inmadura, mitómana, teatral, humor: Nivel emocional de la vida afectiva que sirve de base a la evolución psicológica y oscila entre la triste za, la alegría, la indiferencia... libido: Energía de la pulsión sexual. Se habla de energía libidinal. —
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lipemanía: 1 érmino antiguo para designar la melancolía, litio (sales de): Medicación utilizada para prevenir los ataques de la enfermedad maníaco-depresiva, manía: Desajuste patológico del humor, caracterizado por una expansión psíquica y del comportamiento: excitación de las ideas (taquipsiquia), que el sujeto es incapaz de seguir; excitación verbal (logorrea), es decir, hablar deprisa y en voz muy alta; euforia y li beración de las pulsiones; ideas delirantes; comporta mientos exagerados, fugas, derroches, etc. La manía es la antítesis de la depresión, maníaco-depresiva (psicosis, enfermedad): Alternancia más o menos rápida de ataques maníacos y fases depresivas e incluso melancólicas, o de estados mix tos en los que se mezcla la excitación y la depresión. En las grandes formas clásicas se producen ataques estacionales en primavera y otoño, y con frecuencia presenta un carácter familiar que permite suponer un determinismo genético. En las clasificaciones recien tes (DSM IV) se le da el nombre de «trastorno bipo lar del humor». masoquismo: Perversión sexual en la que el acceso al placer está condicionado por el sufrimiento físico o moral que experimenta el sujeto. Por extensión, el masoquismo moral se caracteriza por la búsqueda permanente de la sumisión y de una posición de víc tima. mecanismo de defensa: Las zonas débiles de la persona lidad ponen en funcionamiento unos mecanismos de defensa para preservar la cohesión interior. Estos mecanismos psicológicos tienden a reducir las ten siones internas en la personalidad, megalomanía: Tendencia a la percepción desmesurada y a la sobrevaloración de uno mismo, que puede de sembocar en un delirio de grandeza, melancolía: Estado depresivo mayor, caracterizado poi —
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un profundo dolor espiritual, una inhibición de las ideas y los comportamientos, una disminución gene ral de la actividad y una convicción pesimista cercana al delirio (culpabilidad, indignidad...). Siempre está presente el riesgo de suicidio, mixto (estado): Estado patológico que asocia elementos depresivos y de excitación maníaca en el transcurso de una evolución bipolar. monoaminérgico (sistema): Conjunto de las hormonas cerebrales (monoaminas) que garantizan el funciona miento del sistema nervioso: adrenalina, noradrenalina, serotonina, acetilcolina, etc. monomanía: Delirio parcial, es decir, que sólo afecta a un aspecto determinado del pensamiento o el com portamiento. morfínico: Sustancia similar a la morfina o que ejerce el mismo efecto. narcisismo: En referencia al mito de Narciso (enamora do de su imagen en el agua de una fuente), el narcisis mo define el amor a la propia imagen, el sobreinves tirse a sí mismo y la autosatisfacción. negación: Rechazo a aceptar conscientemente una reali dad cuyo recuerdo es traumático, neologismo: Creación de una palabra nueva o utiliza ción desacostumbrada de una palabra con un signifi cado nuevo, característica de determinados estados delirantes, en especial esquizofrénicos, neurosis: Síntomas de intensidad variable que expresan la angustia bajo una forma somática o psíquica, fóbica, obsesiva, con frecuencia acompañados de inhi bición o agresividad. Para la teoría psicoanalítica se trata de la vivencia consciente de un conflicto incons ciente que se remonta a la infancia, neurótico: Que presenta los caracteres de una neurosis o padece neurosis. normotímico: Medicamento regulador del humor. 268
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nosografía: Clasificación metódica de las enfermedades en función de sus caracteres clínicos distintivos. obsesión: Idea penosa que se impone insistentemente al espíritu, sin que el sujeto pueda rechazarla, y aunque la considere absurda. El carácter doloroso de tal re petición constante invade la conciencia e interfiere en las actividades cotidianas. opiáceos: Sustancias químicas de la familia del opio (morfina, codeína, heroína...). paranoia: Trastorno del carácter organizado en torno a la desconfianza, el orgullo y cierta rigidez de la per sonalidad. El delirio paranoico es un sistema inter pretativo centrado en ideas persecutorias, celos y reivindicación, que a menudo desarrolla una idea dominante, una idea de grandeza, convicción inque brantable que orienta el conjunto de las actividades hacia un único objetivo. patobiografía: Determinado tipo de estudio psiquiátri co que analiza a posteriori la patología psicológica y mental de personajes célebres a partir de su biografía. Aludimos con frecuencia al interesantísimo trabajo titulado Psycboscopie. Regarás de psychiatres sur des personnages hors du commun, en el que participamos y que utiliza este método. patógeno: Que puede provocar un síntoma clínico o una enfermedad. personalidad: Organización dinámica de los componen tes afectivos, psicológicos e intelectuales del indivi duo, es decir, de los aspectos que presenta ante los demás. Las patologías de la personalidad son alte raciones de estos distintos componentes, aislados o asociados. personalidad múltiple: Trastorno disociativo de la per sonalidad, caracterizado por la existencia en un mis mo sujeto de varias personalidades diferentes que to man alternativamente el control del pensamiento y el —
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comportamiento. Aparece en el cuadro de las neuro sis histéricas y de las personalidades extremas. perversión: Desviación de las pulsiones sexuales con relación al acto sexual llamado «normal», es decir, definido como un coito encaminado a obtener el or gasmo mediante la penetración vaginal con una per sona del sexo opuesto. Todas las conductas desviadas (homosexualidad, zoofilia, pederastía, bestialismo...) son calificadas de perversas. Por extensión, se llama perversión a toda desviación de las pulsiones, los comportamientos o las ideas. psicastenia: Evolución patológica de la personalidad, descrita por Janet en 1903, que asocia una gran vul nerabilidad, una tendencia a la desvalorización, una profunda inhibición e indecisión y elementos obsesi vos. En la actualidad se habla más bien de neurosis obsesiva o foboobsesiva. psicoactiva (droga): Sustancia farmacológica que posee propiedades psicológicas. psicoanálisis: Método de conocimiento de la vida psí quica, basado en la audición verbal espontánea y su interpretación, y que utiliza la transferencia de los deseos inconscientes al terapeuta, con una finalidad terapéutica. La teoría psicoanalítica propone un mo delo de funcionamiento del aparato psíquico organi zado en torno a las tres instancias constituidas por el ello, el yo y el superyó. psicofarmacología: Estudio de las propiedades psicoló gicas de los medicamentos. psicopatía: Personalidad asocial o antisocial que se expre sa mediante trastornos crónicos del comportamiento, como la impulsividad, la agresividad, la delincuencia o la violación de los derechos y las leyes. El psicópata se enfrenta a las prohibiciones y las transgrede. psicopatología: Estudio clínico de los trastornos psico lógicos y mentales. —
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psicosis: Trastorno grave de la personalidad que modifi ca la percepción de la realidad y su comprensión, ante la ausencia de autocrítica. El conjunto de la vida psí quica se ve alterado: afectividad, intelecto, comporta miento, etc. Es el equivalente moderno del término tradicional «locura». Los delirios, las alucinaciones y las interpretaciones de la realidad caracterizan la clí nica de las psicosis. psicosis de la pubertad: Psicosis que se desencadena en el período de la pubertad. Generalmente, sinónimo de esquizofrenia. psicosomática (medicina): Parte de la medicina que estu dia las relaciones de los factores psicológicos y afecti vos con las afecciones somáticas. psicótico: Paciente afecto de psicosis. psicotropos: Medicamentos o sustancias naturales cuya acción principal se ejerce sobre el aparato psíquico. pulsión: Tensión interna encaminada a obtener la satis facción de una necesidad física que a continuación permitirá reducir el nivel de excitación. En la teoría psicoanalítica se oponen las pulsiones de vida (pul sión sexual, pulsión de conservación) y las pulsiones de muerte, cuya única finalidad es suprimir las ten siones. rapto: Impulso paroxístico dominado por una violenta alteración emotiva o un profundo abatimiento, que provoca el paso al acto explosivo y súbito: fuga, cri men, intento de suicidio o de automutilación, alcoho lismo, etc. rechazo: Mecanismo inconsciente de defensa que man tiene ajenos a la conciencia ideas, imágenes o recuer dos cuya carga emocional es demasiado fuerte. Este contenido insoportable que se rechaza reaparece en los sueños, los actos frustrados o los síntomas neuióticos y psicológicos. sadismo: Perversión sexual en la que el acceso al placel —
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está condicionado por el sufrimiento físico o espiri tual infligido a otros. sadomasoquismo: El masoquismo sólo se puede organi zar en contraposición al sadismo, y estas dos perver siones estimulan habitualmente a las parejas de indi viduos en el plano sexual o simplemente espiritual. sedante: Medicamento que disminuye la ansiedad, al tiempo que la capacidad de vigilancia, y que provoca somnolencia. síntoma: Signo clínico de la alteración patológica de un órgano o una función. sismoterapia: Otro nombre del electrochoque, método terapéutico de la melancolía delirante y de determi nadas psicosis, que provoca una crisis convulsiva bajo los efectos de la anestesia. somatización: Proceso de transformación de la energía psíquica en síntoma corporal funcional. De este mo do, la angustia se puede vivir como una enfermedad orgánica. sublimación: Derivación de la energía sexual hacia una actividad social o intelectual. suicidio: Asesinato de uno mismo (sui- cae dere), conduc ta autoagresiva que se produce en forma de rapto, es decir, súbitamente, o de forma crónica mediante la invasión progresiva de la conciencia por la convic ción delirante del suicidio. taquipsiquia: Aceleración de las ideas que, en un episo dio maníaco, se traduce en una auténtica «fuga de las ideas», irregulares e inaprensibles. toxicomanía: Abuso de una sustancia tóxica, o dro ga, que provoca un estado de dependencia físico y mental. trastorno bipolar del humor: Denominación actual de la psicosis maníaco-depresiva según el DSM IV, es decir, de un trastorno del humor que alterna entre el polo depresivo y el polo maníaco, en contraposición —
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a determinadas evoluciones que sólo se desarrollan en uno de estos modos y a las que se da el nombre de unipolares. Se distingue el trastorno bipolar 1 (que alterna una manía abierta y una depresión mayor) del trastorno bipolar 2 (que alterna una hipomanía y una depresión mayor) y de las variantes unipolares, trastornos del humor: Concepto clínico actual para des cribir las variantes del estado de ánimo, desde la de presión hasta la excitación maníaca. Se describen trastornos unipolares (únicamente depresivos o ma níacos) y bipolares (que alternan manía y depresión), yo: El yo es una de las tres instancias freudianas del psi coanálisis, junto con el ello y el superyó. El yo in tenta cohesionar el aparato psíquico. El ello es un depósito energético; es el lugar de las pulsiones. El superyó es una conciencia moral represiva que co rresponde a las prohibiciones paternas integradas en la personalidad.
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ÍNDICE ONOMÁSTICO Abraham, Karl, 23 Adamov, Arthur, 135 Akiskal, Agop, 42, 154, 207, 215 Alberti, Leon Battista, 18 Alberto Magno, san, 18 Alby, Jean-Marc, 106 Alejandro, 15 Alfieri, Vittorio, 117 Althusser, Hélène, 207 Althusser, Louis, 139, 153, 161, 206, 207 Andersen, Hans Christian, 118 Andreasen, Nancy, 42, 112, 113, 163,215 André-Carraz, Danièle, 82 Anibal, 15 Anzieu, Didier, 26, 107, 108 Apollinaire, Guillaume, 76 Arbus, Diane, 164 Aretino, Pietro, 52 Aristôteles, 9, 10, 11, 13, 22, 37, 38, 39, 40, 42, 70, 116, 118, 237, 240 Arquimedes, 22, 51 Artaud, Antonin, 73, 75, 82, 101, 132, 134, 135, 139, 185, 203, 208, 228, 239 —
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Athanasiou, Genica, 134 Atila, 22 Aupick, Jacques, 99, 104
Bach, Jean-Christophe, 199 Bach, Johann Sébastian, 28, 61, 62, 87, 88, 89, 193, 199, 240 Bachelard, Gaston, 211 Bacon, Francis, 19, 117, 118 Balzac, Honoré de, 9, 11, 22, 27, 56, 61, 67, 71, 76, 78, 104, 110, 111, 116, 161, 200, 217, 231 Banville, Théodore de, 127 Barthes, Roland, 103 Bartok, Bêla, 89 Bataille, Georges, 205 Bataille, Henri, 75 Bataille, José-Marie, 237 Baudelaire, Charles, 34, 48, 55, 67, 72, 75, 76, 95, 96, 99, 103, 104, 122, 128, 129, 138, 144, 200, 225 Beethoven, Ludwig van, 28, 56, 61, 68, 88, 89, 117, 129, 142, 188, 194, 199, 223,243
Bellour, Raymond, 198 Benjamin, Walter, 235 Benzi, Roberto, 87, 88 Berlioz, Hector, 21, 86, 223 Bernhardt, Sarah, 118 Berrichon, Paterne, 45 Berryman, John, 164 Bertaux, Pierre, 133 Besdine, Matthew, 103 Bichat, Xavier, 22 Bismarck, Otto von, 22 Boccaccio, Giovanni, 15, 16 Bonaparte, José, 196 Borei, Jacques, 138 Borowski, Tadeusz, 164 Bory, Jean-Louis, 177 Botticelli (Sancho Filipepi), 118 Bouchet, Alfred, 194 Bougeault, Alfred, 175 Bourgeois, Marc, 133, 214 Bourguignon, André, 95, 106 Brahms, Johannes, 171, 194 Branwell, Patrick, 194, 197, 198 Breton, André, 135, 138, 176, 179, 183, 184, 186, 200, 201, 226 Bromé, Anne, 98, 194, 197 Bromé, Charlotte, 98, 194, 197, 198 Bromé, Emily, 98, 194, 197, 198 Bromé, Patrick Branwell, 194, 197,213 Brouat, Jean-Pierre, 32 Bruegel, Jan y Pieter, 194, 198 Buda, 112 Buffon, Georges-Louis Leerere, conde de, 55, 93, 223, 240 Burgess, Anthony, 64 Burroughs, William S., 77 Byron, lord (George Gordon), 9, 22, 65, 75, 98, 99, 108, 116, 118, 125, 155, 161, 162
—
Caillois, Roger, 50 Calvino, Juan, 22 Camus, Albert, 99, 103, 106, 139 Caravaggio (Michelangelo Merisi), 109, 127 Carco, Francis, 76 Cardano, Gerolamo, 15 Carlomagno, 28 Carroll, Lewis (Charles Dogson), 94, 108, 124 Catón, 40 Ceaucescu, Nicolae, 81 Celan, Paul, 164 Céline, Louis Ferdinand (L. F. Destouches), 108, 219 Cellini, Benvenuto, 126, 127 Cennini, Bernardo, 16 César, Julio, 15, 99, 108, 118 Cézanne, Paul, 56 Chaikovski, Piotr, 44, 118, 171, 172 Chateaubriand, François-René de, 117, 164 Cherubini, Luigi, 194 Chomsky, Noam, 25 Chopin, Frédéric, 47, 58, 87, 89, 97, 105, 116, 105, 223 Cicerón, Marco Tulio, 22, 39 Claudel, Camille, 64, 92, 100, 103, 135, 139, 181, 194, 195, 203, 212, 213 Claudel, Charles-Henri, 100, 194 Claudel, Isabelle, 122, 234 Claudel, Louise, 194 Claudel, Paul, 43, 44, 45, 94, 122, 133, 194, 227, 234 Clérambault, Gaétande, 201 Cocteau, Eugénie, 104 Cocteau, Jean, 7, 43, 46, 55, 56, 68, 73, 75, 77, 99, 104, 117, 118, 145, 149, 151, 190, 200, 234, 236 Cohen, Albert, 106
276
—
Coleridge, Samuel Taylor, 75, 98, 160, 161 Colet, Louise, 58, 117 Colette, Sidonie-Gabrielle, 118, 135 Colon, Cristobal, 10, 16, 28 Combre, Sophie, 183 Comte, Auguste, 136, 161, 170, 182, 183 Comte, Clothilde, 183 Comte, Rosalia, 183 Confucio, 112, 182, 221 Conrad, Joseph, 65, 99, 138, 146 Corbière, Tristan, 176 Corneille, Pierre, 71, 187 Corot, Jean-Baptiste-Camille, 199, 240 Couperin, François, 193, 199 Cranach, Lucas, 194, 214 Crane, Hart, 164 Crevel, René, 172, 174 Cromwell, Oliver, 22 Curie, Marie, 212
Dali, Salvador, 28, 80, 81, 100, 101, 103, 173 Daninos, Pierre, 161, 200, 202 D ’Annunzio, Gabriele, 172 Dante Alighieri, 15, 18, 21, 22, 28, 156 Dard, Frédéric, 161 Darwin, Charles, 22, 28, 40, 53, 157, 241 D ’Aubigné, Agrippa, 94 Daudet, Alphonse, 77, 194 Daudet, Ernest, 194 Daudet, Léon, 194 Daumier, Honoré, 76 David, Jacques-Louis, 223 Da Vinci, Leonardo, 16, 18, 23, 28, 56, 60, 61, 96, 117, 118, 156, 236 —
277
De Chirico, Giorgio, 145 Degeilh, Brigitte, 175 Delacroix, Eugène, 55, 61, 76, 115 Delahaye, Ernest, 68 Delay, Jean, 35, 119 Delbée, Anne, 100 Delbourg, Patrice, 175 Del Litto, Victor, 108, 109 Delvaux, Paul, 81 Demeny, Paul, 46, 127 Democrito, 52 Deniker, Pierre, 35 De Quincey, Thomas, 48, 55, 72, 77, 99 Descartes, René, 19, 22, 28, 48, 65,96, 107, 116, 117 Deschamps, Antony, 82 Diâguilev, Serge, 171 Dickens, Charles, 10, 76 Diderot, Denis, 10, 13, 19, 38, 40, 52, 138,149,235 Diesel, Rudolf, 44 Diógenes, 14, 22 Disraeli, Benjamin, 9 Doni, Antonio Francesco, 17 Dostoievski, Fiodor, 22, 107, 119 Drieu la Rochelle, Pierre, 177 Drouet, Juliette, 118 Dubuffet, Jean, 186, 200, 201 Ducasse, Isidore, 60 Dumas, Alejandro, 22, 194 Duparc, Henri, 223 Duplan, Jules, 57 Duprey, Jean-Pierre, 176 Duras, Marguerite, 118, 224 Durerò, Alberto, 34, 61, 194
Edison, Thomas, 55 Einstein, Albert, 28, 96, 244 Eisenstadt, Marvin, 27, 98, 212 Eliade, Mircea, 243 —
Epicteto, 22 Epicuro, 15, 116 Erasmo, 22, 28 Escousse, Victor, 176 Esenin, Serguéi, 164 Esopo, 22 Esquilo, 21 Esquirol, Jean-Étienne, 40 Euclides, 90
Falret, Jules, 34 Faulkner, William, 110 Ficino, Marsilio, 39 Fitzgerald, Francis Scott, 75, 76 Flaubert, Gustave, 11, 22, 56, 57, 60, 64, 67, 71, 111, 117, 119, 192 Folon, Jean-Michel, 47 Foscolo, Ugo, 117 Foucault, Michel, 30, 180 Fournier, Alain, 44 Francotte, Xavier, 41, 121 Franklin, Benjamin, 97 Frédérique, André, 176 Freud, Sigmund, 24, 41, 72, 74, 81, 102, 107, 110, 141, 216, 219,241
Gabail-Guillibert, Eliane, 208 Gabriel, Jacques y Jacques-Ange, 198 Galeno, 34, 39 Galileo (G. Galilei), 28, 51 Galton, Francis, 22, 40, 214 García Lorca, Federico, 176 Gary, Romain (R. Kacew), 103, 104, 105, 108, 139, 153, 161, 164, 174, 232 Gauguin, Aline, 173 Gauguin, Paul, 44, 56, 122, 173 Gautier, Théophile, 76, 82, 127 —
Gavoty, Bernard, 150, 168 Geiringer, Karl, 89, 193 Genet, Jean, 118, 124 Géricault, Théodore, 118, 161, 224 Giauque, Francis, 176 Gide, André, 118 Gluck, Christoph von, 75 Goethe, Cornélie, 194, 197 Goethe, Johann Wolfgang von, 11, 19, 28, 48, 50, 82, 87, 94, 96, 97, 119, 157, 158, 159, 172, 194, 197,214, 239 Gontard, Suzette, 133 Gorky, Arshile, 164 Gould, Glenn, 62, 63,79 Gounod, Charles, 223 Goya, Francisco de, 47, 67, 152 Grabbe, Christian Dietrich, 126 Grasset, Bernard, 190 Greco, el (Doménikos Theotoköpoulos), 109 Green, André, 232 Grimm, Jacob y Wilhelm, 138, 194 Gutenberg, Johannes, 28 Guys, Constantin, 95
Haendel, Georg Friedrich, 75, 87, 117, 151 Hamilton, Ian, 63 Hanska, Eve, 56, 71 Happich, Carl, 49 Haydn, Joseph, 46 Haydn, Michel, 199 Haynal, André, 98, 107 Hegel, Friedrich, 214 Heidegger, Martin, 133 Heine, Heinrich, 219 Hemingway, Ernest, 11, 75, 139, 154, 155, 161, 162, 164, 174 Hipocrates, 34, 153
278
—
Hitler, Adolph, 10, 81,221 Hoffmann, Abbie, 47, 75, 164 Holbein, Hans, 194 Hölderlin, Friedrich, 99, 103, 111, 132, 133, 136, 137, 139, 214, 220 Homero, 15, 21, 52, 71 Horacio, 22, 71 Hoschedé-Monet, Alice, 143 Hugo, Abel, 196 Hugo, Adèle, 196, 197 Hugo, Eugène, 195, 196, 197 Hugo, Victor, 9, 21, 27, 34, 46, 60, 61, 67, 94, 96, 97, 116, 118, 153, 192, 194, 195, 196, 197 Humboldt, Wilhelm von, 22, 97, 118 Hume, David, 138 Huxley, Aldous, 49, 76, 77
Ibsen, Henrik, 22, 160 Inge, William, 164 Ingres, Dominique, 108 Iremonger, Lucille, 42, 99 Isaías, 21 Izou, Isidore, 187
Jacob, Max, 118 Jaloux, Edmond, 68 James, Henry, 162, 198 James, William, 198 Jamison, Kay Redfield, 154, 157, 162, 206, 207, 215, Janet, Pierre, 111, 186, 201, Jarrell, Randall, 164 Jarry, Alfred, 76 Jenofonte, 14, 71, 78 Jensen, Johannes Vilhelm, Jeremías, 21 Jesucristo, 27, 28, 111, 131, 137, 182, 221
Kafka, Franz, 10, 69, 117, 120, 123, 147 Kant, Immanuel, 19, 22, 117 Kanzer, Marc, 97, 98 Kawabata, Yasunari, 177 Kessel, Joseph, 65 Kierkegaard, Sören, 28, 119, 219 Klein, Melanie, 114 Kleist, Heinrich von, 175 Klinger, Friedrich von, 19 Knobelspiess, Roger, 124 Koestler, Arthur, 202 Kokoschka, Oskar, 143 Kraszewski, Józef Ignacy, 61 Kraus, Alfred, 59 Kretschmer, Ernest, 24, 25, 41, 54, 64, 68, 83,91,96,116, 125, 126, 132, 137, 157, 197, 214, 216
Laborit, Henri, 35 Labrunie, Gérard, 111 Lacan, Jacques, 81, 220 Lafargue, Guy, 189 Lamartine, Alphonse de, 34, 47, 50 Lebras, Maurice, 176 Lebrun, Charles, 92 Leibniz, Gottfreid Wilhelm, 19, 117
155, 225 203
102 136,
—
Job, 21 Johnson, Samuel, 28 Jones, Ernest, 23 Josué, 133 Jouhandeau, Marcel, 118 Jove, Paul, 18 Joyce, James, 107, 220 Juana de Arco, 44, 131, 132, 212 Junger, Ernst, 76 Juvenal, 21
279
—
Leigh, Augusta, 125 Lélut, L. F., 22, 40, 78, 132, 201 Lenclos, Ninon de, 118 Lenin (Vladimir Uich Klianov), 99, 107 Lenz, Heinrich, 126 Lequyer, Jules, 176 Levi, Primo, 164 Levi-Strauss, Claude, 228 Levy-Valensi, Eliane Amado, 204, 212 Lincoln, Abraham, 27 Linder, Max, 174 Lindsay, Vachel, 164 Linneo, Cari von, 115 Lischke, André, 171 Liszt, Franz, 87, 89, 223 Littré, Paul-Émile, 20 Lomazzo, Giovan Paolo, 80 Lombroso, Cesare, 22,41, 47, 51, 116, 137, 156, 157, 183 London, Jack, 75, 164, 170 Loti, Pierre, 27, 65, 118 Loubet, Christian, 152 Lowry, Malcolm, 75, 138, 173 Luca, Ghérasim, 176 Lucrecio, 21, 71 Luis II de Baviera, 81 Luis XI de Francia, 124 Lulli, Jean-Baptiste, 22, 118, 194 Lutero, Martin, 10, 22, 40, 41, 81, 112, 119, 161, 182 Lys, Jan, 67
MacArthur, Douglas, 81, 221 Magallanes, Fernando de, 16 Mahler, Alma, 143 Mahoma, 40, 112, 131, 182, 221 Maiakovski, Vladimir, 164 Malebranche, Nicolas de, 117 Mallarmé, Stéphane, 56, 195 Malraux, André, 190
Manet, Edouard, 29 Mann, Carla, 198 Mann, Heinrich, 198 Mann, Julia, 198 Mann, Klaus, 174 Mann, Thomas, 174, 198 Maquiavelo, Nicolas, 18 53 Marais, Jean, 146, 149 Martel, Carlos, 22 Martin, Jacques, 206 Martin du Gard, Maurice, 68 Marx, Karl, 28 Masaccio (Tommaso di Giovanni di Mone Cassai), 57 Matisse, Henri, 47, 184 Maupassant, Hervé de, 136 Maupassant, Guy de, 58, 63, 73, 77, 99, 111, 136, 139, 169, 180, 192, 200, 220 Maupassant, Laure de, 136 Mauriac, François, 44, 47, 79, 99, 234, 235 Maurois, André, 9 Mayer, Jürgen, 20 Mayer, Robert, 91 Mazzini, Giuseppe, 117 Médicis, Lorenzo de, 53 Meissonier, Ernest, 29 Mendelssohn-Bartholdy, Felix, 199 Mengs, Anton Raphael, 57 Meyerbeer, Giacomo, 87, 117 Michaux, Henri, 48, 76 Miguel Ángel (M. A. Buonarro ti), 11, 16, 17, 18, 22, 23, 28, 47, 56, 60, 67, 80, 92, 96, 97, 100, 102, 109, 117, 125, 126, 157, 224 Milton, John, 10, 21, 28 Mille, Christian, 102 Miller, Arthur, 64 Maine de Biran (François-Pierre Gontier), 159, 160
— 280 —
Mirbeau, Octave, 76 Misés, Roger, 102, 105 Mishima, Yukio, 177 Mitscherlich, Alexander, 49 Modigliani, Amedeo, 75, 76, 105 Molière (Jan Baptiste Poquelin), 71, 108 Molinier, Pierre, 177 Mondrian, Piotr, 28 Monet, Claude, 142, 143, 224 Montaigne, Michel de, 22, 39, 65, 94, 116, 118, 22, 236, 239 Montherlant, Henry de, 47, 118, 164 Moon, Sun Myung, 182 Morand, Paul, 163, 164, 172 Morel, Denise, 100, 192, 198 Mörike, Edouard, 214 Moro, Tomás, 18 Mozart, Leopold, 87, 88, 199 Mozart, Marianne, 87, 199 Mozart, Wolfgang Amadeus, 10, 11, 51, 53, 60, 61, 86, 87, 90, 96, 97, 116, 120, 192, 199, 214 Munch, Edvard, 139, 143 Musset, Alfred de, 55, 75
Napoleón, 22, 28, 54, 81, 96, 99, 107, 116 Navarre, Yves, 220 Nelson, Horado, 22 Nerón, 81 Nerval, Gérard de, 27, 34, 40, 44, 50, 75, 76, 82, 100, 111, 122, 133, 134, 136, 148, 161, 185 Neveu, Gérald, 176 Newton, Isaac, 22, 28, 51, 99, 116, 117 Nietzsche, Friedrich, 11, 48, 65, 73, 83, 95, 96, 99, 111, 116, 119, 121, 138, 153, 155, 168, 169, 181 —
281
Nijinski, Vaslav, 118,139 Nodier, Charles, 187 Nourrisier, François, 165 Nouveau, Germain, 86 Novalis (Friedrich Leopold von Hardenberg), 48, 50, 101
Offenbach, Jacques, 47, 194 Ovidio, 71
Pablo, san, 28 Pablo III, papa, 126 Paganini, Niccolo, 88 Panizza, Oskar, 20, 21, 31, 41, 51,53, 130, 191 Paradowska, Marguerite, 146 Pascal, Blaise, 22, 40, 90, 91, 96, 100, 107, 116, 201,202 Pasolini, Pier Paolo, 118 Pavese, Cesare, 164, 172, 222 Pawel, Ernst, 120 Péguy, Charles, 235 Pericles, 22 Perugino (Pietro Vannucci), 192 Pessoa, Fernando, 75, 109, 148 Petrarca, Francesco, 18, 22, 65, 97, 156 Petronio, 71 Peyrefitte, Roger, 44 Pezous, Anne-Marie, 155, 169 Piaget, Jean, 220 Picasso, Pablo Ruiz, 11, 60, 76, 92, 151, 152, 184 Pieiller, Evelyne, 173 Pigeaud, Jackie, 37 Plath, Sylvia, 164 Platón, 14, 19, 22, 27, 37, 71, 78, 94, 116, 132 Plutarco, 14, 16, 39 Poe, Edgard Allan, 55, 56, 75, 76, 98, 200 —
Pollock, Jackson, 215 Pontormo, Jacopo, 80 Pope, Alexander, 94 Porret, Jean-Michel, 27 Post, Félix, 225 Poulantzas, Nikos, 206 Prévert, Jacques, 23 Prokofiev, Serguéi, 89 Proust, Marcel, 9, 46, 64, 68, 79, 96, 103, 104, 107, 112, 116, 122, 147, 217, 220, 237 Pullen, James Henry, 190 Purcell, Henry, 199
Rabbe, Alphonse, 177 Rachmaninov, Serguéi, 143, 204, 205 Racine, Jean, 19, 187 Rafael (Raffaello Sanzio), 18, 92, 192, 194, 240 Rameau, Jean-Philippe, 87, 194 Rank, Otto, 23 Ravel, Maurice, 10, 162 Redon, Odilon, 83 Reich, Wilhelm, 136 Réja, Marcel, 184, 185 Rembrandt (R. Harmenszoon Van Rijn), 28 Renan, Ernest, 27 Rétif de la Bretonne, NicolasEdme, 67 Ribot, Théodule, 41 Richet, Charles, 23, 227 Rigaut, Jacques, 175 Rilke, Rainer Maria, 137, 219 Rimbaud, Arthur, 11, 27, 43, 44, 45, 46, 65, 68, 94, 96, 97, 103, 118, 122, 127, 128, 185, 195, 219, 227, 228, 233, 234, 235, 241, 243, 244 Rivière, Jacques, 82 Robert, Marthe, 135
Rodin, Auguste, 61, 92, 135, 195, 223 Rogues de Fursac, Jean, 184 Romains, Jules (Louis Farigoule), 108, 174 Ronsard, Pierre de, 96 Rossini, Gioacchino, 88,151, 223 Rostand, Jean, 161 Rothko, Mark, 164, 215 Rouart, Jean-Marie, 111,217 Rouault, Georges, 184 Rousseau, Jean-Jacques, 11, 28, 40, 60, 61, 70, 80, 96, 98, 123, 137, 138, 236 Roussel, Raymond, 44, 75, 110, 118, 122, 133, 139, 203 Rubens, Petrus Paulus, 61, 223, 240 Rubinstein, Arthur, 199 Ruiz Blasco, José, 92 Russel, Charles, 182
Sade, Donatien de, 138 Sagan, Françoise, 74, 77 Saint-Saëns, Camille, 48, 50, 86 Sainte-Beuve, Charles Augustin, 40, 200, 201 Salabreuil (Jean-Philippe Steinbach), 176 Salgues, Yves, 77 Salinger, Jerome David, 62, 63 Salomé, Lou Andreas, 169 Sand, George (Aurore Dupin), 9, 98, 99, 108, 118,212 Sartre, Jean-Paul, 48, 75, 76, 77, 78, 99, 105, 200, 220 Satie, Erik, 79, 223 Savonarola, Gerolamo, 17 Scarron, Paul, 22 Schelling, Friedrich Wilhelm Jo seph, 214 Schildkrant, Joseph, 215
— 282 —
Schiller, Friedrich von, 19, 22, 111, 156 Schopenhauer, Arthur, 117, 137, 155, 164, 183 Schubert, Franz, 88, 194, 223 Schumann, Clara, 131, 150 Schumann, Emilie, 162 Schumann, Robert, 11, 87, 131, 133, 136, 138, 150, 151, 155, 161, 162, 168, 172, 181, 188, 200, 202, 210, 223 Scott, Walter, 76, 116 Seberg, Jean, 139, 174 Senarclens, Pierre de, 98 Séneca, 10, 39, 97, 236 Sexton, Ann, 164 Shakespeare, William, 19, 21, 27, 96, 142 Shelley, Percy Bysshe, 9 Shostakovich, Dmitri, 7 Simenon, Georges, 119, 58, 59, 60, 66, 153 Smith, Joseph, 182 Socrates, 14, 78, 79, 118, 132, 244 Sófocles, 15, 97 Sollers, Philippe, 27, 77 Soubirous, Bernadette, 131 Spinoza, Baruch, 22, 107, 116, 117 Staël, Nicolas de, 224 Stalin, Iósiv, 81 Starobinski, Jean, 34 Stendhal (Henry Beyle), 65, 83, 100, 108, 109, 115 Strauss, Johann, 194 Strieker, Rémy, 181 Strindberg, August, 136 Styron, William, 139, 160, 164, 166, 171,200, 202 Suarès, André, 45, 109 Suetonio, 99 Suffran, Michel, 234 Swift, Jonathan, 10, 22, 217
Tailhade, Laurent, 77 Talleyrand, Charles Maurice de, 22, 116 Tennyson, Alfred, 161 Teresa, santa, 131 Thévenin, Paule, 135 Thiers, Adolphe, 22 Tintoretto (Jacopo Robusti), 109 Tissot, Samuel, 70, 71, 200 Tito, 22 Tiziano (T. Vecellio), 97, 109 Tolstoi, Liev, 98, 99, 100 Tomas de Aquino, santo, 18, 24 Toulouse-Lautrec, Henri de, 116 Tournier, Michel, 62 Tucidides, 71 Turguéniev, Ivan Serguéievich, 22 Turner, William, 92
Uhland, Ludwig, 214 Utrillo, Maurice, 75, 139
Vaché, Jacques, 177 Valadon, Suzanne, 75 Valéry, Paul, 55, 56, 60 Van de Velde, Willem, 194 Van Dongen, Kees, 184 Van Eyck, Jan, 198 Van Gogh, Theo, 163, 234 Van Gogh, Vincent, 11, 75, 97, 136, 139, 152, 155, 157, 162, 163, 164, 173, 174, 185, 204, 224, 234, 239 Vasari, Giorgio, 17, 56, 80 Vega y Carpio, Félix Lope de, 61 Veilletet, Pierre, 224 Velâzquez, Diego, 152 Verini, Ugolino, 17 Verlaine, Paul, 65, 75, 118, 127, 200,234
283
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Vermeer de Delft, Jan, 29 Vian, Boris, 108 Vibert, Paul, 135 Vicente de Paúl, san, 97 Vigenere, Blaise de, 60 Villani, Filippo, 17 Villon, François, 99, 124, 125 Virgilio, 19, 71 Vivaldi, Antonio, 151, 194 Vogel, Fíenriette, 175 Volta, Alessandro, 22 Voltaire (François Marie Arouet), 22, 28, 80, 97, 108, 116, 117, 138, 167
Weber, Cari Maria von, 21, 88, 89 Widlöcher, Daniel, 140 Wilde, Oscar, 10 Willy (Henry Gauthier-Villlars), 76, 77 Witkiewicz, Stanislaw, 94 Wittgenstein, Ludwig, 90, 91, 155, 162 Wittgenstein, Paul, 162 Wolf, Hugo, 151, 188, 223 Wölfli, Adolf, 190 Woolf, Leonard, 155, 168 Woolf, Virginia, 118, 155, 162, 164, 169
Wagner, Richard, 21, 111, 119, 157 Watt, John, 51
Zenón el Epicúreo, 79 Ziwny, Adalbert, 105 Zweig, Stefan, 45, 174, 227
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ÍNDICE Introducción..........................................................
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I. Historia de una idea .......................................... 1. La noción de genio ..................................... 2. La noción de locura ................................... 3. El genio y la lo c u ra......................................
13 13 28 37
II. La naturaleza del genio .................................... 1. El genio en estado salv aje........................... 2. La aptitud para perseverar ......................... 3. La insumisión .............................................. 4. La lo c u ra ......................................................
43 43 54 61 78
III. Los mecanismos del g e n io ............................. 1. La infancia del arte ..................................... 2. El genio huérfano ........................................ 3. El deseo de la m ad re ................................... 4. En busca del padre ..................................... 5. La personalidad del g en io ........................... 6. La lo c u ra ...................................................... 7. Manía y depresión........................................ 8. El suicidio ....................................................
85 86 97 102 106 112 121 139 163
IV. Los límites del genio........................................ 1. La locura estéril............................................ 2. El arte de los locos ...................................... 3. Los desechos del g e n io ............................... 4. ¿Hay que curar a losgenios? .......................
179 180 183 191 199
V. El secreto del genio .......................................... 1. Su estructura................................................ 2. Su historia.................................................... 3. Su ob ra.......................................................... 4. El equilibrio del genio..................................
211 214 217 219 231
Conclusión: El poeta y elcham án .........................
239
Apéndices: Bibliografía ...................................................... G losario............................................................ índice onomástico............................................
247 263 275
El acto creativo, particularmente el de escribir, servirá para tapar una brecha y, en cierto modo, para restablecerse de una enfermedad creadora de la que es imposible curarse porque forma parte de uno mismo, hecho del que es consciente Sartre, que confiesa en Ims palabras. ‘Este viejo edificio en ruinas, mi impostura, es también mi carácter: una neurosis la superas, de ti mismo no te curas.’ (-)
En la música, el aprendizaje gestual temprano y la terrible desciplina diaria foijan una herramienta técnica que no es posible adquirir de otro modo. Por lo demás, ese bagaje técnico indispensable constituirá un freno para la expresión espontánea en forma musical. En la pintura, el trabajo de los glandes maestros es ‘una larga espera’, como diría Buffon: es un arte que tiene a su favor el tiempo y el fervor de una escuela. En el plano de la locura, la depresión y el dolor espiritual, la constatación es innegable: existe mucha menos patología psicológica y mental en el mundo de la pintura y el de la música que en el de la literatura,”
Diseño de la colección: Damié Mathfua Diseño de portada: Saín Salvador / Dantiá Mathnrs
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